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Católico y liberal,
hondo y riguroso
MARIO PARAJÓN
P
or los años cuarenta, recién
terminada la guerra, fue cuando
María Zambrano y su hermana
Araceli llegaron a La Habana. María
empezó de inmediato un curso en el Lyceum.
Mencionaba todo el tiempo a Ortega y la voz se
le hacía nítida» como de un timbre que se
lanzaba a la insistencia, cuando afirmaba: —
"Ortega piensa que la vida es dramática porque
hay que elegir. Y es verdad: hay que estar
eligiendo todo eí tiempo, a cada instante
hacemos algo porque:dejamos de hacer otras
cosas y optamos por hacer esa única que estamos eligiendo".
Era fascinante entrar en la selva del pensamiento de Ortega: una selva elegante, alegre, luminosa, clara y compleja,; no exenta de un
encanto de salón con sus persianas
entreabiertas. El nombre de Marías ¡empezaba a
pronunciarse: era el discípulo de;Ortega
historiador de la Filosofía y moviéndose
cómodamente instalado en el pensamiento del;
maestro. Si nos preguntamos quién es Marías',
hoy igual que entonces debe figurar en la
respuesta alguna frase que aluda a su vínculo
con Ortega, Y habría que expresarlo más o
memos así: Hubo en España y en el ámbito de
la lengua española un filósofo genial de la
categoría de los grandes. Fue profesor
universitario y de todos 'sus discípulos hubo
uno qué lo tomó radicalmente en serio, no se
perdió ni una conferencia del maestro, lo leyó y
lo releyó, ni por asomo le vino a la cabeza la
idea de irse a poner tienda en otra Filosofía
cuando el nombre de Ortega fue desterrado de
la escena cultural española. Pero no se limitó a
seguir el .pensamiento de su maestro: al
repensarlo desde su fundamento se le apareció
la manera de ir más allá de él. Ortega había
descubierto Ja vida humana y Marías se
encontró con que el hombre j la vida humana no
son términos que apuntan a la misma realidad.
A la década del cuarenta siguió la del cincuenta
como era de, esperarse; y a mediados de ella
vine a España como corresponsal de un periódico y como estudiante. Desembarqué en Santander, me asomé a la maravilla de Santillana y
de Altamira, hice la ruta de los faramontanos,
fui a Laredo y a Santoña y supe lo que era
comer en España junto a un compañero periodista que siempre se asombraba por la cantidad
y la variedad de entremeses que eran servidos en
la nada sobria mesa hispánica. En los periódicos
apareció la noticia de que don José Ortega y
Gasset veraneaba en un pueblo de Castilla. Y
llegó el otoño. No he vuelto a ver un octubre tan
hecho para correr hacia el poema de Juan
Ramón. En Madrid había poco tráfico, buen
café, ninguna prisa y mediodías extendidos
como sobre alfombras de un azul casi disuelto
en la atmósfera. Así fue como recibimos la noticia: don José Ortega y Gasset estaba operado de
cáncer; y el rumor añadía que era imposible
hacer nada, que moriría.
Y murió. Hubo periódicos que dijeron que se
había confesado. Eso lo desmintió el padre Félix
García, que estuvo a su lado muy a menudo y de
quien Ortega dijo que "era muy humano".
También se corrió que don José le había dicho a
su nuera: "Hijita, si yo siempre he estado en las
manos de Dios"; y que lo último que había dicho
antes de caer en coma había sido: "Rosa,
aclárame esto, que estoy confuso".
Un estudiante español que vivía en el mismo
colegio mayor que yo, al oír esa frase me dijo
que sería Julián Marías, su discípulo, quien le
aclararía a los españoles lo que éstos necesitaban que se les aclarase. Marías pronunciaría
una conferencia pocos días después sobre: Un
mensaje de Ortega para los que no fueron sus
discípulos. Allí ocurrió nuestro primer
encuentro personal.
Entonces supe que Marías era católico y
liberal; que no estaba en buenos términos con
la derecha ni con la izquierda; que tampoco
se» mostraba conforme con ciertas medidas
que se tomaban por entonces en Roma contra
libros y autores de sospechosa heterodoxia. Y
había más: el liberalismo de Marías no tenía
ningún resquicio decimonónico: ni bonhomía
irresponsable, ni optimismo despreocupado,
ni falta de espíritu selectivo; y sin embargo,
talante afable, cortesía, moderación y ningún
respeto humano. No tenía cátedra; ninguna
institución oficial lo amparaba; el día que su
hijo mayor enfermó gravemente, tuvo que
tocar a la puerta de un vecino para pedir
prestado el dinero de la medicina recetada por
el médico. En medio de esos apuros y tal falta
de protección, no sólo escribía libros, sino
muchos libros, pues no pasaba mañana ni
tarde sin sentarse a la máquina para empezar
o terminar el capítulo correspondiente. En eso
le llevaba ventaja a Ortega.
Así fue como los españoles e hispanoamericanos empezaron a disponer de un filósofo
lopesco, que no por serlo dejaba de ser
riguroso y al mismo tiempo claro, sin alardes
expresivos de estilo, pero con elegancia,
economía verbal, toques recatados y hondos
de emoción a la vez que gran jovialidad y
amor a lo real. Corregía poco, pero volvía a
empezar el trabajo si no salía como creía que
debía salir.
Este filósofo no dedicaba libros a abstracciones ajenas a lo urgente de la vida.
Tocaba temas que nos importaban: desde la
existencia de Dios hasta la estructura de la
realidad, el cine, el amor, la amistad, la
muerte, la felicidad, la instalación en la
lengua y en el sexo.
Y ese filósofo estaba casado con una mujer
extraordinaria gracias a la cual su empresa
pudo realizarse y que se entregó a la
formación de cuatro hijos que hoy son
críticos de cine, investigadores en materia de
arte, novelistas ya conocidos o músicos y
críticos musicales. Me faltaría hablar de su
condición de amigo. Diría que no he
conocido casa tan abierta como la suya, ni
tampoco tertulia tan ininterrumpida, ni
consejo tan pronto, ni mano tan bien tendida
en las horas difíciles de las que por lo visto
nadie o casi nadie se salva.
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