"Volumen doble Teoría y realidad del otro Tanto en la realidad como en la teoría, la relación con el otro es, para seguir usando el famoso epígrafe de Ortega, uno de los temas de nuestro tiempo. El hombre del siglo xx ha descubierto •—o redescubierto •—• su condición de persona, y lo ha hecho a través de dos experiencias vitales polarmente opuestas y complementarias entre sí: la vivencia de su radical soledad (porque ser persona es poder estar metafísicamente solo) y la de su radical comunidad (porque ser persona, hasta en el caso de Robinsón, es estar abierto a los otros). Tal es la razón última de la copiosa y creciente bibliografía acerca de ese tema. Faltaba, sin embargo, un estudio suficientemente comprensivo de lo que la relación con el otro es, así en la teoría (lo que acerca de tal relación han dicho, desde que se convierte en problema filosófico, los pensadores que le han consagrado su atención), como en la realidad (lo que descriptivamente es el encuentro y el trato entre un hombre y los demás). No otra ha sido la meta de este libro. {Sigue en la solapa siguiente') TEORÍA Y REALÍDAD DEL OTRO TOMO II Selecta - 32 PEDRO LAÍN ENTRALGO TEORÍA Y REALIDAD DEL OTRO ii OTREDAD Y PROJIMIDAD Selecta de Revista de Occidente Bárbara de Braganza, i 2 M A D R I D PRIMERA EDICIÓN: 1 9 6 1 SEGUNDA EDICIÓN: 1968 © Copyright by Pedro Laín Entralgo - 1961 Editorial Revista de Occidente, S. A. \ Madrid (España) 1968 Depósito legal: M. 15.751 - 1968 Impreso en España por Talleres¡Gráficos de ED. CASTILLA. S. A. - Maestro Alonso, 23 - MADRID índice de materias del segundo volumen TERCERA PARTE OTREDAD Y PROJIMIDAD 13 CAPÍTULO I EL ENCUENTRO EJEMPLAR , I. El «prójimo» en el Antiguo Testamento y en la parábola del Samaritano II. Exegesis de la parábola-del Samaritano •.. III. Estructura psicológica de la parábola del Samaritano ... 19 20 21 25 CAPÍTULO I I LOS SUPUESTOS DEL ENCUENTRO I. Supuestos metafísicos 1. Desde el punto de vista del «ser que es»: la relación y sus modos principales, 31. 2. Desde el punto de vista del «ser que soy», 37. Carácter genitivo y carácter coexistencial de la conciencia, 39. Carácter dativo, expresivo y compresencial de la existencia, 40. La encarnación de la conciencia, 43. 7 29 30 II. Supuestos psicofisiológicos La bipedestación, 46. La conciencia vigil, 49. El sistema orgánico de la vida de relación, 49. Los interceptores, 51. La actividad del cerebro interno, 52. III. Supuestos histórico-sociales De necesidad, 53. De modulación, 54. 45 53 CAPITULO III DESCRIPCIÓN DEL ENCUENTRO 55 A. LAS INSTANCIAS PREVIAS DEL ENCUENTRO 56 I. La instancia exterior Realidad, 58. Exterioridad, 59. Intencionalidad, 63. Tipos de la istancia exterior, 64. 58 II. La instancia interior Omnianimación del mundo, 67. Solipsismo psicológico, 68. Normalidad coexistencial, 69. 66 B. EL MOMENTO FÍSICO DEL ENCUENTRO: MI PERCEPCIÓN DEL OTRO I. Tipos cardinales del encuentro II. Notas descriptivas del momento físico del encuentro. Subitaneidad, 74. Irreductibilidad, 74. Falibilidad, 75. Singularidad cualitativa, 76. III. Consistencia del encuentro 1. Consistencia psicofisiológica, 80. La expresión, 82. Vivencia inicial del otro: su estructura, 83. Percepción de la intencionalidad ajena, 86. Afección de lo vivido a la persona: lo en mí y lo mío, 92. 2. Consistencia ontològica, 95. Descubrimiento de la composibilidad, 98. Percepción de la libertad ajena, 100. Estructura de la composibilidad, 100. La nostridad inicial, 103. Nostridad genérica y nostridad dual, 104. Temporalidad y espacialidad del «nosotros» prerresponsivo, 108. 70 70 73 80 C. EL MOMENTO PERSONAL DEL ENCUENTRO: MI RESPUESTA AL OTRO 114 I. Constitución del yo-tú o del yo-él 116 Negación de la respuesta, 117. Maduración de la respuesta, 119. Respuesta y responsabilidad, 122. II. Carácter constituyente de la respuesta 126 La respuesta rechazadora, 130. La respuesta aceptadora, 131. Estructura de la relación post-responsiva, 131. III. La organización del mundo del encuentro 132 Zona del «nosotros», 133. Zona de «ellos», 134. Zona del «ello», 135. CAPÍTULO IV FORMAS DEL ENCUENTRO A. 137 EL ENCUENTRO EN LA EXISTENCIA SOLITARIA. 138 I. La soledad del que no ha podido dejar de estar solo. Adán y Mowgli, 138. Los niños-lobo de Midnapote, 141. II. La soledad del que ha perdido la compañía 1. Soledad del adolescente 2. La ruptura de la comunicación III. La soledad buscada y encontrada 1. El solitario por placer 2. El solitario por ascesis 138 144 145 150 154 154 157 B. FORMAS DEFICIENTES DEL ENCUENTRO 159 I. Deficiencias a parte alterius 1. La máscara 2. La huella 3. La intención objetivada 4. El monstruo y el animal II. Deficiencias a parte percipientis 1. Percepción solamente visual del otro 160 160 163 164 170 176 177 9 2. Percepción solamente auditiva del otro 184 3. El encuentro táctil 189 C. FORMAS ESPECIALES DEL ENCUENTRO I. El primer encuentro infantil La primera sonrisa del lactante, 192. El encuentro en las sucesivas etapas de la infancia, 198. II. III. 191 191 El encuentro heterosexual 208 Fenomenología del enamoramiento, 209. Estructura del enamoramiento, 210. La relación amorosa, 213. Tipificación del encuentro Por su contenido, 216. Por su forma, 217. D. LA FORMA SUPREMA DEL ENCUENTRO 216 219 Dios como Tú, 219. La experiencia religiosa, 220. La experiencia religiosa ¿es un «encuentro»?, 222. CAPÍTULO v EL OTRO COMO OBJETO 231 I. Notas descriptivas del otro-objeto II. Relación conflictiva con el otro-objeto 232 236 1. El otro como obstáculo 236 2. El otro como instrumento 240 3. El otro como «nadie» 245 III. Relación dilectiva con el otro-objeto 246 1. El otro objeto de contemplación 246 Estructura de la contemplación del otro, 247. El amor de contemplación o distante, 250. La contemplación odiosa, 254. 2. La operación de transformar al otro 255 La educación, 256. La relación terapéutica, 257. 10 IV. La comunicación con el otro-objeto 257 1. Plano empírico 258 El silencio, 258. La conversación funcional, 258. El diálogo socrático, 260. La penetración razonadora, 260. 2. Consistencia ontològica 261 El «nosotros» con el otro-objeto, 261 3. La aparición de un tercero 264 CAPÍTULO vi EL OTRO COMO PERSONA 267 I. Teoría de la persona Metafísica de la persona, 268. Propiedades de la persona, 269. Notas descriptivas del otro-persona, 271. II. La relación interpersonal La coejecución y su estructura, 274. Momentos cooperativo, compasivo y cognoscitivo de la coejecución, 275. III. Formas dilectivas y formas conflictivas de la relación interpersonal Condición naturalmente amistosa de la relación interpersonal, 278. El odio, 279. La amistad, 281. Amistad y relación política, 288. IV. El amor interpersonal Amor de coejecución o instante, 291. V. La comunicación interpersonal La comunicación personal como interpretación: la comprensión, 295. La comunicación personal como intercambio, 299. El diálogo interpersonal, 299. VI. Límites y fracaso de la relación interpersonal 11 267 273 278 290 294 303 CAPITULO VII EL OTRO COMO PRÓJIMO 311 I. Amistad y projimidad II. La relación con el amigo y prójimo Amor de coefusión o constante, 319. 1. Estructura del amor constante: su «en» de implantación, 320. La concreencia, 321. El «en» de espacialidad del amor constante, 325. El «hacia» del amor constante, 331. «Hacia» proyectivo, 334. «Hacia» elpídico, 338. La temporeidad de la convivencia amorosa, 341. El «para» del amor constante, 347. Erós y Agápé, 350. 2. Génesis y formas del amor constante Génesis desde la misericordia, 352, la concreencia, 353, la simpatía, 354, el enamoramiento, 355, la indiferencia, 356, y la aversión, 357. Formas conflictivas del amor constante, 358. El «próximo» y el «lejano», 360. El número de las personas amadas, 362. La diadicidad y sus razones, 364. III. La comunicación amorosa 1. Aspecto empírico de la comunicación amorosa, 366. Coloquio y silencio sobre el amor, 367. 2. Ontologia de la comunicación amorosa, 372. Tesis de la identificación metafísica, 373. «Nosotrossujeto» y persona, 376. Estructura de la comunión amorosa, 380. Realidad actual y realidad posible de la comunión amorosa, 387. Amor y correligación, 390. IV. Visión arquitectónica del amor humano 313 318 351 366 393 EPÍLOGO DE CIRCUNSTANCIAS 397 ÍNDICE DE AUTORES 403 12 Tercera parte O t r e d a d y projimidad F ^ E S D E que en la aurora del mundo moderno surgió en la *-^ mente filosófica europea el problema del otro —más precisamente: desde que los hombres sintieron la necesidad de entender con buenas rabones el hecho innegable y cotidiano de encontrarse con otros hombres—, la historia de ese problema ha conocido dos etapas fundamentalmente distintas entre sí. La primera abarca los tres siglos a que la historiografía al uso suele dar el nombre de «modernos»: los que transcurren desde los primeros decenios del siglo xvil hasta la primera guerra mundial; si se quiere, desde los años en que se forma la inteligencia de Descartes, primer hombre que de modo explícito se propone el problema filosófico del otro, hasta los años en que las mentes de Scheler, Buber y Ortega van acercándose a la indecisa linde de su madurez. A lo largo de estos tres siglos, el pensamiento occidental se ha movido entre dos extremos: la metafísica monista y el yoísmo. Si bajo la múltiple apariencia de las cosas es uno el Ser, ¿cómo puede explicarse el hecho de que mi conciencia, espejo del Ser, crea descubrir otras conciencias en torno a ella? Más o menos expresamente vivida, esta ha sido la interrogación latente en Spinoza, Hegel, Schelling, Schopenhauer y von Hartmann. Por el otro extremo, el yoísmo, desde Descartes a Husserl, pasando por Kant y Fichte, ha confundido con exceso el orden ontológico y el orden psicológico en su visión del individuo humano. Que la persona pensante sea irreductiblemente una realidad individual y autónoma, ¿exige acaso que el yo, expresión psicológica de la persona en el mundo de los fenómenos, haya de estar radical y cerradamente solo? Resultado de la dialéctica entre el uno y otro extremo ha sido la «egología» moderna, con su 15 distinción a priori entre un olímpico «yo trascendental» o «absoluto» y un fluyente y mudadizo «yo empírico»; y en lo que a nuestro problema atañe, la concepción del otro como «otro yo». Pese a sus graves diferencias, en esto han coincidido Descartes, Hegel, Dilthey y —ya con un pie en otro campo— Husserl. En la segunda de las dos etapas mencionadas —es decir, durante los cuatro o cinco últimos decenios de su intensa, dramática historia— el pensamiento de Occidente ha hecho, entre otros, estos dos decisivos descubrimientos: a) Que en el orden ontológico, el ser de mi realidad individual se halla constitutivamente referido al ser de los otros; por tanto, que el solipsismo metafísico es una construcción mental artificiosa, injustificada y penúltima; y b) Que en el orden psicológico, el «nosotros» es anterior al «yo», al cual de un modo o de otro siempre acompaña. Con cuantos falseamientos y limitaciones se quiera, el pensamiento filosófico y el vivir cotidiano de nuestro atormentado siglo han pasado de ser «yoístas» a ser «comunitarios»; y siendo tan violentos los contrastes entre los pensadores que mejor representan la novedad de la vida europea ulterior a 1914, así nos lo ha demostrado un examen de sus respectivas actitudes frente al problema del otro. Muy diversamente entendido por quienes lo pronuncian, el término «Nosotros» viene siendo una de las palabras claves de nuestra época. ¿Puede decirse, sin embargo, que entre tan abrumadora bibliografía haya' surgido, respecto del problema del otro, la comprensiva «teoría general» que ya Scheler pedía en Esencia y formas de la simpatía ? No lo creo; y esta honda convicción mía viene siendo, desde hace cuatro lustros, el motor de las reflexiones que los capítulos subsiguientes contienen. La meta a que con ellas me propongo llegar va a ser —lo declaro sin ambages— mi propio punto de partida. ¿Acaso no sabemos desde Dilthey, y aun desde Pascal, que esa es la regla en las aventuras del espíritu humano? E n las páginas finales de su Introducción a las ciencias del espíritu, Dilthey hace suya la lección de un cuento de Novalis. Arrebatado por un vehemente anhelo de conocer los secretos de la Naturaleza, un joven abandona a su amada y recorre mil países, siempre con la esperanza de encontrar a la divina Isis y contemplar su rostro maravi16 lioso. Y cuando por fin llega a estar ante la diosa de la Naturaleza, alza el leve y brillante velo que la oculta... y cae su amada en sus brazos. En sus empresas espirituales suele alcanzar el hombre aquello que, sin él saberlo claramente, ya tenía dentro de sí. La nueva posesión será siempre más rica y profunda que la antigua, y en ocasiones diferirá ampliamente de esta; será, en suma, nueva; pero algo muy íntimo y esencial habrá quedado constante a través de las vicisitudes de la búsqueda. Dicho de otro modo: el hombre es capaz de crear, siquiera sea a su humana y muy limitada manera; pero sus personales «creaciones» suelen ser el hallazgo de algo que oscura y germinalmente ya palpitaba en los senos de su alma desde que esta comenzó a tener conciencia de sí. Sépalo él o no, algo en su realidad impide que sus proyectos, sus fracasos y sus logros sean una arbitraria sucesión de palos de ciego. La divina Isis de mi modesta pesquisa actual va a ser el modo de la relación interpersonal que desde ahora llamaré «vida en projimidad»: el peculiar género de la convivencia entre dos hombres en que tanto el uno como el otro son «prójimos» entre sí. Para alcanzar una suficiente visión teorética de esa vida, y a la manera del mozo de Novalis, comenzaré mi empeño exponiendo el breve, sencillísimo y nada filosófico relato en que la ejemplar figura humana del «prójimo» surge expresamente a la vida histórica. Luego lo abandonaré, y a través de las distintas vicisitudes que el camino imponga —las páginas precedentes contienen los nombres principales de esta espiritual odisea— viviré mi propia aventura. Tal vez la varia experiencia del camino nos permita al lector y a mí que ese viejo relato y esta figura ejemplar brillen ante nuestros ojos con algún destello nuevo en su luz imperecedera 1. ' Quiero ser bien entendido. Esta Tercera Parte de mi libro no trata de ser una Sociología general, y menos un proyecto de reforma de la sociedad objetivizada y objetivante en que hoy vivimos. Aunque yo tenga mi personal idea de lo que va siendo tópico llamar «el sentido de la historia», la meta de este libro queda limitada a dos modestos propósitos: uno de orden teorético, ofrecer al lector una doctrina de la relación interhumana suficientemente amplia, comprensiva y actual; otro de carácter práctico, moverle a reflexión acerca de su manera de convivir con las personas en torno. 17 2 Capítulo I J£l encuentro ejemplar U N T R E todos los encuentros interhumanos, reales o imagi*-' narios, ninguno más ejemplar e ilustre que el de un Samaritano y un hombre maltratado y herido cierto día en que aquel bajaba de Jerusalén a Jericó. He aquí el sencillo texto que nos lo relata: «Luego un doctor en la Ley se presentó, y para ponerle en un aprieto le dijo: —Maestro, ¿qué haré para tener parte en la vida eterna?—. El le dijo: —¿Qué está escrito en la Ley? ¿Cómo lo entiendes?—. El contestó: —Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu fuerza y con toda tu inteligencia, y a tu prójimo como a ti mismo—. El le dijo: —Bien has contestado: ha^ eso y vivirás—. Pero él, queriendo justificarse, le dijo a Jesús: —¿Y quién es mi prójimo?—. Jesús continuó: —Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, y le salieron al paso unos ladrones que le despojaron y le molieron a golpes, dejándole medio muerto al marcharse. Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino, y al verle pasó al otro lado del camino. Igualmente, un levita que también pasaba por aquel lugar, al verle pasó al otro lado. Pero un samaritano que iba de viaje, se le acercó, y al verle sintió misericordia. Llegó a él, le vendó las heridas, bañándolas con aceite y vino, y subiéndole en su propia cabalgadura le llevó a la posada y se cuidó de él. Y al día siguiente sacó dos denarios y los dio al posadero, diciéndole: Cuida de este, y lo 25» que gastes de más, yo te lo pagaré cuando vuelva. ¿Cuál de estos tres se mostró prójimo con el que había caído en manos de los ladrones?—. El dijo: —Aquel que practicó con él la compasión—. Jesús le dijo: —Ve, pues, y haz lo mismo» (JLue. X, 25-27) 1. Tratemos de acercarnos con algún rigor al sentido de este texto venerable. Y para ello, como hoy es habitual entre los escrituristas, miremos ante todo si existe alguna diferencia entre la significación de la palabra «prójimo» cuando la pronuncia el legista y cuando la pronuncia Jesús. I. En su primera respuesta, el legista reúne dos sentencias del Antiguo Testamento (Deut. 6, 5, y L·evit. 19, 18). «Amarás a tu prójimo como a ti mismo», dice la segunda. Los Setenta tradujeron con las palabras helénicas plésíos (literalmente: «el que está cerca», «el próximo») y plesíon (un adverbio empleado como sustantivo) el vocablo hebreo ré'a. La Vulgata, a su vez, vierte con el superlativo próximas el plésíos de los Setenta, y por lo tanto el ré'a de los textos hebreos. En tiempo de Jesús, ¿cuál era el verdadero sentido de este vocablo en la mente de un israelita? Tal es nuestro problema más inmediato. La verdad es que los términos plésíos y próximas traducen unitariamente hasta cuatro palabras hebreas: 'ah, el hermano; qarobh, el vecino más próximo, aquel con quien se comerá el cordero pascual (Ex. 12, 4); 'amith, el compatriota, el de la misma sangre (Lev. 5, 21, ei passim), y ré'a. La etimología de este término evoca la idea de dos pastores que en el cuidado de sus rebaños se asocian para prestarse servicios mutuos, y ordinariamente significa el camarada, el compañero, el amigo íntimo. De lo cual se desprende que el plésíos del Antiguo Testamento —y por tanto el hombre a quien hay que «amar como a uno mismo», según el Levítico— es el otro israelita, el hombre del mismo pueblo. Solo al ger, al extranjero domiciliado en Israel e integrado en la Alianza, se extendería el mandato que prescribe la benevolencia y el amor (Lev. 19, 34; ' He seguido, con leves variantes, la versión de José M.a Valverde y José Ramón Díaz: Los cuatro Evangelios (Madrid, Ediciones Guadarrama, 1960). 20 Deut. io, 19; Ex. 22, 20, etc.). Al extranjero puro y simple, al nokri, está permitido explotarle sin escrúpulo (Deut. 15, 2-3; 23, 21), y más aún siendo samaritano 2. «Para los hombres de Israel —escribe el Padre Bonsirven, recogiendo el común sentir de la exegesis cristiana y rabínica—, la humanidad se divide en dos fracciones: los israelitas fieles, los amigos de Dios, esto es, los prójimos, y los otros (aherím), apóstatas o paganos, todos igualmente enemigos de Dios» 3. La neutralidad afectiva de la palabra griega plésios, que de suyo alude no más que a una «proximidad» espacial o temporal: «lo que está al lado», «lo que va a suceder», se hace cálida, fraternal vinculación con el otro israelita cuando, usada por los Setenta, esa palabra es traducción de ré'a y de los términos veterotestamentarios antes mencionados 4 . Un texto del Eclesiástico parece preparar la acepción que Jesús va a conceder a la palabra «prójimo». Dice así: «La misericordia del hombre se ejerce para con el prójimo, pero la misericordia del Señor se extiende a toda carne» (Eccii., 18, 13). Esta divina superación del estrecho precepto antiguo es precisamente la que Jesucristo va a proclamar con su palabra y con su ejemplo 5 . II. El problema de la relación con «el otro», fuese este pagano o apóstata, se agudiza en Israel ai comienzo de nuestra era. Los papiros del Mar Muerto prescriben el «odio» al ene2 Así lo acredita la exegesis rabínica del Deuteronomio. Véase J. Bonsirven, Le Judaisme palestinien au temps de Jésus-Christ (París, 1935) II, págs. 264-266. 3 Dicf. Bible, Supplément, t. IV, art. «Judaisme». 4 Véase C. Spicq, Ágape dans le Nouveau Testament (París, 1958) I, pág. 180, y H. Weinel, «Die Nachstenliebe», en Archiv für die gesamte Psychologie, 1932, 247-260. 5 Además de los libros de Bonsirven, Spicq y Weinel antes mencionados, véase, para lo que atañe a la idea paleotestamentaria del «prójimo»: D. Buzy, Les Paràboles (París, 1932); Greeven, Fitchner, art. irXvjaíov, en el Theologisches "Worterbuch zum Neuen Testament de Kittel, VI, 310-316; V. Warnach, Ágape (Dusseldorf, 1951), y «L'amour du prochain, gage de notre amour du Christ», del P. Ramlot, O. P., en L'amour du prochain (París, 1954). Este último libro será, en lo sucesivo, citado mediante la sigla AP. 21 migo y al extranjero, y San Pablo llama «muro de odio» al que separa la Sinagoga del mundo gentil (Ef. II, 14). Mas, por otra parte, ¿no habían anunciado los profetas el universalismo? El proselitismo judío de la diàspora tenía su más serio obstáculo en ese estrecho y vehemente «aislacionismo» de los israelitas de Palestina. Hillel, un hombre de la diàspora, predicaba «amar a las criaturas y aproximarlas a la Torah». La pregunta del legista a Jesús, ¿tendría el oculto propósito de obligarle a optar, como judío, entre una postura «cerrada» y una actitud «abierta»? Sea de ello lo que fuere, la respuesta de Jesús abre un mundo nuevo. Comienza por elegir como ejemplo la figura de un samaritano: para todo buen israelita, un sujeto perteneciente al «pueblo insensato» que no merece el nombre de pueblo, y al que cordialmente hay que aborrecer (Eccli. 50, 27-28), un enemigo nato, un hombre a quien ni siquiera pedir agua para beber es lícito (Job. IV, 9). Con su elección, Jesús rehabilita al pueblo de Samaría y repara una de las más graves desgarraduras del mundo antiguo, la que en este venía causando el aislacionismo religioso de Israel. No parece un azar que sea el evangelista Lucas el narrador de la parábola. Acaso por una ingénita blandura de su corazón, Lucas, «el escriba de la mansedumbre de Cristo», según la frase de Dante, es el más puntual transmisor de los sucesos en que mejor se expresa la constante voluntad de rehabilitación que hay en Jesús: el encuentro con la pecadora en casa de Simón, el diálogo con Zaqueo, la promesa al buen ladrón, las historias del hijo pródigo y del fariseo y el publicano, la inaudita exaltación del Samaritano. Pero no es esta la única lección de la parábola. Junto a ella, la exegesis reciente ha señalado otras cuatro: i . a El doctor judío, representante de una moral de preceptos, quiere saber en qué casos va a obligarle en conciencia la ley que él mismo acaba de enunciar. Su actitud es la del casuista. Rompiendo abiertamente con ella, Jesús, predicador de un evangelio de amor, le sugiere escuchar la ley del corazón, que resuelve todos los casos particulares. La dialéctica de Jesús es, dice el P. Ramlot, «la de un maestro espiritual que trata de inducir en el discípulo un estado 22 de espíritu en el cual todos los problemas son resueltos a la luz de la caridad, y no la de un jurista que busca las condiciones de aplicación de un precepto» (AP., 46). 2 . a E n la antigua Alianza, el deber moral frente al otro es ante todo concebido desde el punto de vista de la justicia, y de ahí la multitud de los mandamientos negativos respecto de él: no matar, no causar daño, etc. A un prosélito que le pedía un breve resumen de la Ley, el rabino Hillel responde con la sentencia del viejo Tobías: «Lo que te enojaría que se te hiciese, cuida de no hacerlo jamás a otro» (Tob. 4,1 6). Y precisa Hillel: «He aquí la Ley y los profetas, todo lo demás es comentario». Frente a esta moral de prohibición, Jesús no quiere limitarse a formular una serie de preceptos positivos 6 , y prescribe la adopción de una eficaz y universal regla de acción: «Haced al otro lo que vosotros queráis que os hagan; esto es la Ley y los profetas» (Ai/. VII, 12); más brevemente, hacer el bien, en lugar de un mero no hacer el mal. «Entre Hillel y Jesús hay toda la diferencia que va de una moral de los pecados y los vicios a una moral de la gracia y de las virtudes; se pasa de un código de prohibiciones a una carta de bienaventuranzas. Entre no perjudicar y hacer el bien, hay algo más que una inversión del precepto o un cambio de virtud» (AP., 47). Así lo enseña con su conducta el Samaritano de la parábola; porque, según la tradición de los Padres de la Iglesia, la figura del Samaritano no sería sino una representación del mismo Cristo ', 3 . a Al término de la parábola, Jesús pregunta: «¿Cuál de estos tres se mostró prójimo con el que había caído en manos de los ladrones?», y con ello invierte intencionadamente los términos de la interrogación que le había hecho el legisperito. A la pregunta de este: «¿Quién es mi prójimo?», Jesús responde, en efecto, trastrocando la relación de reciprocidad: «¿De quién soy prójimo?»; esto es: «¿Quién es el verdadero prójimo de quien tiene necesidad de ayuda?» «Esto significa —comenta E. Stauffer— que (en orden a la noción de prójimo) Jesús sustituye la antigua jerarquía concéntrica, de la cual 6 7 Véase, C. Spicq, o. c, I, 183. San Ambrosio, Expositio in Lucam, P. L., XV, col. 1.718. 23 es centro el jo, por una jerarquía concéntrica nueva, centrada en torno al tú» 8. Sustitución, conviene añadirlo con el propio Stauffer, que no es teorética, sino operativa; no pertinente a la doctrina, sino al comportamiento. 4 . a Con su interrogante respuesta, y frente a la expresa intención del legista, Jesús enseña a no objetivar a los hombres. «El fariseo —ha escrito Fr. Leenhardt— había propuesto una cuestión objetiva, técnica. Pedía una definición que le permitiese identificar la categoría de los individuos a los que se debe considerar prójimos. Jesús rechaza este modo de ver las cosas. N o hay que poner etiquetas sobre los hombres» 9. Piden a Jesús una definición, y él responde con una incitación al bien obrar. «No es el saber lo que discierne al prójimo, sino la misericordia», había dicho San Ambrosio. Cristo, en suma, enseña a mirar al re'a, al «compañero», como a un hombre, y a tratarle con amor misericordioso y operativo. Amar al otro siendo «prójimo» suyo y hacer del otro un «prójimo»— expresiones que desde la parábola del Samaritano van a ser correlativas, cuando no equivalentes— es en primer término desvincularle intencionalmente de todas sus ataduras familiares, amistosas y nacionales, para ver en él, aunque hasta entonces hubiese sido un enemigo (hit. V, 44-45), su nuda y personal condición humana. «El concepto bíblico de plésíon, liberado de sus determinaciones sociales y afectivas —escribe el Padre Spicq—, llega a ser un absoluto. El prójimo, en lenguaje cristiano, es el hombre: Todo lo que deseéis que los hombres hagan con vosotros, hacedlo vosotros con ellos» (Mí. VII, 12). Con lo cual el «amor al ré'a como a uno mismo» del L·evítico, se convierte en amor de caridad, en agápe, esencialmente misericordioso y benéfico, se define por su objeto (el otro como prójimo) y por su acto («practicar con el otro la compasión», Luc. X , 37). Es, pues, prójimo, según el Evangelio, todo hombre al cual se puede hacer bien. Y puesto que ese otro era ya amado por 8 An ó.y)-.o.w, á-¡ xr¡, en el Theol. Wòrt. zum N. T., de Kittel, I, 46. 9 «La Parabole du Samaritain», en Mélanges Goguel (cit. por Ramlot, AP, 52). 24 el Padre (Mí. V, 43-48), amarle con amor de caridad será imitar y prolongar la dilección divina por aquel hombre. En fin, según Mt. X X V , 31, sigs., todo indigente evocará a los ojos de la fe, y hasta el fin de los tiempos, la doliente humanidad de Jesucristo. El plhíon del Antiguo Testamento, tan neutro, nácese así teológico y cristológico. Amando al prójimo se ama a Dios —puesto que se está unido a El en el mismo querer, el mismo objeto y los mismos actos del agápe— y se ama a Cristo, que según sus propias palabras se identifica siempre con el menesteroso. Con la revelación nueva, el amor de caridad será el que haga a los hombres «prójimos» y les una entre sí 1 0 . III. Reaparecerán ante nosotros estas consideraciones al término de nuestra jornada. Para iniciar esta, debemos poner ahora entre paréntesis todo lo que en la parábola del Samaritano sea específicamente religioso, cristiano, y contemplar su contenido como un suceso psicológico y moral genéricamente humano. Así mirada la parábola, es posible discernir en su estructura hasta cuatro momentos esenciales: 1.° Ante el herido pasan de largo un sacerdote y un levita. Le ven, toman el otro lado del camino y prosiguen su viaje: no han querido encontrarse efectiva y personalmente con aquel hombre que yace maltrecho sobre el suelo. ¿Por qué? ¿Porque han descubierto la condición samaritana de ese hombre y, fieles a su fe de hijos de Israel, no han querido mancharse religiosamente poniéndose en contacto con un impuro? ¿Porque, sin saber que es samaritano el herido, temen, si le atienden, no llegar a tiempo de cumplir puntualmente el deber, acaso grave, que en Jerusalén o en Jericó les espera? ¿Porque, más simple y rudamente, les molesta emplear su tiempo —un tiempo que podría ser empleado en quehaceres más gratos o más provechosos— en la ingrata e improductiva faena de cuidar un hombre herido a quien no conocen? La negativa del sacerdote y del levita a convertir en verdadero encuentro su fortuito tropiezo con el herido, ¿tiene como raíz la religión, 10 C. Spicq, o. c, pág. 184. 25 la moral o el puro egoísmo? N o lo sabemos. Nuestro juicio intelectual y ético acerca de la conducta de uno y otro deberá, por tanto, considerar esas tres distintas posibilidades. 2.° El Samaritano, en cambio, no solo ve al herido y adquiere conciencia y convicción de que este es un hombre doliente y menesteroso. Además de esto, se acerca a ese hombre, quiere encontrarse efectiva y personalmente con él. Frente al sacerdote y al levita, que rechazan el encuentro con el herido, él lo acepta; más aún, lo busca. Tal acto humano —el encuentro— es el supuesto de la relación de projimidad. 3. 0 Viendo de cerca al herido —tal vez el primer movimiento de su alma fuese la mera curiosidad—, el Samaritano siente misericordia por él. Esto es: vive en todo su ser, en su alma y en su cuerpo, un sentimiento de solidaridad amorosa y conmovida; en este caso, de compasión (éleos). Es un afecto que pone en juego toda su persona, que le remueve las entrañas. N o parece un azar que el texto griego emplee aquí el vigoroso verbo splanchni^á, comer las entrañas de un animal sacrificado o sentir que se remueven las entrañas propias u . La relación de projimidad tiene su motivo próximo en este peculiar, hondo sentimiento de convivencia. 4. 0 Movido por ese sentimiento de misericordia, el Samaritano obra de acuerdo con su sentir y ayuda personal y efectivamente al herido. Tal operación es, por supuesto, libre, y como libre, creadora. Un griego diría: poética. El Samaritano de la parábola «sintió en sus entrañas misericordia» (esplanchnísthe), y luego, prosiguiendo su acción de acercarse al herido, «practicó» o «realizó con obras» (poiésas) esa «compasión» (tò éleos) que por él había sentido. La compasión se realiza ahora en un poiein, en un hacer «poético» o creador. Así, la relación de projimidad consiste a la postre en ayuda efectiva; en esta tiene aquella su verdadera consistencia. Ayu" El verbo splanchnizó —ostensiblemente derivado del sustantivo splanchnon, viscera o entraña— es con toda probabilidad un neologismo introducido por los Setenta para expresar en griego el término hebraico que nuestra expresión «moverse a misericordia» traduce al castellano. La letra helénica envuelve ahora un sentir radicalmente hebreo, bíblico. 26 dando activa, libre y aesmteresadamente al otro créase al fin, respecto de este, la vinculación entre hombre y hombre que vengo llamando «relación de projimidad». Para ser yo prójimo de otro y para que el otro sea prójimo mío, he de comenzar encontrándome con él y aceptando el encuentro. Nuestra primera tarea debe ser, pues, entender con alguna precisión lo que el encuentro entre hombre y hombre verdaderamente sea. ¿Qué es genéricamente el encuentro? ¿Cómo el acto de encontrarse se especifica humanamente? Y, ante todo, ¿cuáles son los supuestos del encuentro interhumano? 27 Capítulo I I Los supuestos del encuentro T A palabra «encuentro» (del bajo latín incontra, en contra) *-' expresa una idea mitad pesimista, mitad optimista de la relación interhumana. Como sus hermanas neolatinas rencontre e incontro, como la germánica Begegnung (Gegner es en alemán «el adversario»), como la inglesa encounter —más neutro parece ser a este respecto el verbo to meet—, encuentro es, etimológicamente, el hecho de topar con otro hombre de un modo más o menos hostil. Encontrarse con otro hombre comenzó siendo un «sentir que otro está contra mí». Esta patente etimología, ¿tendrá algún fundamento antropológico? El hecho de encontrar a otro —de encontrarme con otro— ¿será primariamente una amenaza para mí y para él, algo que comienza a ser obligándonos a ponernos mutuamente «en contra»? La experiencia de los primitivos indoeuropeos cuando se encontraban con otro hombre, ¿empezó siendo una «contrariedad»? Nuestra respuesta, como veremos, no podrá dejar de ser parcialmente afirmativa. Pero no todo es etimología en la significación de las palabras. Además de un origen, estas tienen una historia. Y algo menos áspero que la áspera experiencia subyacente a su origen debe de haber en la historia de la palabra «encuentro», cuando, de haber sido el «acto de coincidir en un punto dos o más cosas, por lo común chocando una con otra», ha venido a ser, de más neutro y favorable modo, el «acto de en29 contrarse o hallarse dos o más personas». Diríase —puesto que esto mismo acaece con rencontre, incontro, Begegnung y encounter— que la historia de la humanidad, o cuando menos la historia de Occidente, ha sido el paulatino tránsito desde una primaria hostilidad a una primaria indiferencia o despreocupación en la relación interpersonal. De un implícito homo homini lupus, esta relación habría pasado a ser un homo homini mere homo. Tal vez nuestra ulterior reflexión nos conduzca a descubrir las razones profundas de esta posible y consoladora historia semántica. Mas para llegar fundadamente a ellas, habremos de iniciar el camino interrogándonos acerca de los supuestos del encuentro interhumano, distinguiendo en ellos los de carácter metafísico y los de orden empírico, sean estos psicofisiológicos o histórico-sociales. E n la constitución del ser humano, ¿qué hay para que sea posible el acto del encuentro? I. Nuestra respuesta a la pregunta por los supuestos metafísicos del encuentro dependerá, ante todo, de cuál sea la inicial actitud de nuestra inteligencia frente al problema de la realidad. Cabe adoptar la postura intelectual de la metafísica helénicomedieval, y considerar la realidad desde el punto de vista de lo que es. Con la metafísica ulterior a Husserl, es posible, por otra parte, describir y comprender lo real desde el punto de vista de el que soy 1, En el primer caso, el ser de la realidad es el ser de las cosas que están ahí, y el ser de las personas, en tanto que estas se muestran como cosas que están ahí, es decir, en cuanto realidades objetivamente cognoscibles. E n el segundo, el ser de la realidad es, ante todo, el de la conciencia cognoscente —mi conciencia—, y secundariamente el de todos los entes de los cuales mi conciencia tiene alguna noción: los entes que constituyen el término intencional de los actos por los que mi conciencia es, y no puede no ser, «conciencía-de». ' Digo: «ulterior a Husserl», y no «ulterior a Descartes», porque, como aquel puso de manifiesto, Descartes no supo ser limpia e íntegramente fiel al camino que él mismo había iniciado. Lo mismo debe afirmarse de Kant, según Ortega: Kant vio que el ser solo tiene sentido como pregunta de un sujeto —el sujeto que soy—, pero no supo desarrollar su genial hallazgo. 30 i. Mirada la realidad según el punto de vista de la metafísica tradicional, el más radical supuesto del encuentro está constituido por la categoría ontològica de la relación. «Habitud entre dos cosas, según la cual una de ellas conviene realmente a la otra», según la definición de Santo Tomás de Aquino {Summa Theol. I q. 13 a. 7). Solo Dios es ser absoluto, ens a se; y hasta el mismo Ser divino se halla misteriosamente afectado por la categoría de relación •—no contando lo que en un orden metafísico sean las «relaciones trinitarias» de que habla la teología—, en cuanto que Dios, ordenando libremente su infinito poder, ha querido crear el mundo ex nihilo subiecti y se ha constituido en causa primera y fundamento metafísico de la realidad del mundo. Los entes creados pueden, ciertamente, ser in se, y tal es el caso de las sustancias finitas, pero de ningún modo son a se; por su condición de creados, por su intrínseca finitud, todos ellos son ad aliud, y este esse ad es la razón formal de la relación, ontológicamente considerada. «Conviene —dice Santo Tomás— que en las mismas cosas haya ciertas relaciones, según las cuales una está ordenada a la otra.» La relación conspira a un ordo real, y este es garantía y condición de la perfección de cada cosa (De potentia Dei, q. 7 a. 9). Y añade en otra parte: «Por su forma —esto es, por su naturaleza propia— toda cosa está ordenada a otra» (Summa Theol. I-II q. 85 a. 4). Las relaciones entre los entes creados —su carácter pros ti, según el lenguaje aristotélico (Categ. V, 1)— no son, por tanto, meramente lógicas o mentales, son también reales (Summa Theol. I q. 28 a. 1); la inteligencia las descubre en la naturaleza, no las pone en ella a . «El universo —escribe el cardenal Merd e r — no es una multitud de átomos o de individuos aislados; forma un todo ordenado, cuyas partes son dependientes unas de otras y contribuyen, con sus mutuas influencias, a realizar el bien general. Realiza, pues, un conjunto de relaciones», 2 En la relación real hay, pues, comunicación y participación ontológicas. Dentro del pensamiento tomista, causar consiste formalmente en comunicar aquello por lo que el agente está en acto. A su manera finita, la criatura participa del ser infinito de Dios, y relacionándose causalmente con otras criaturas, comunica a estas parte de su ser. Más adelante, al tratar de la comunicación en la relación interpersonal, reaparecerá este problema. 31 bien de cantidad (una cosa es mayor que otra), bien de cualidad (una cosa se parece a otra), bien de causalidad eficiente (una cosa da lugar a otra), bien de causalidad final o finalidad (cada cosa está ordenada a su fin propio en relación con las demás) 3 . Mediante sus movimientos de generación, acción, pasión, etc., los entes del universo se relacionan entre sí, y no pueden no hacerlo, porque su constitutiva finitud les refiere necesariamente a lo que ellos no son, por tanto a Dios y a los otros entes, y porque su constitutiva actividad les lleva a ser centros de emergencia de acciones y centros de acepción de afecciones pasivas, de pasiones. M. Ledoux ha podido hablar de una «estructura relacional del ser»; la relación, afirma, «define la sustancia hasta en su estructura más profunda», de tal modo que «la sustancia es sus relaciones, no según el modo de la identidad, sino en la medida en que la sustancia no es tal sustancia más que en tanto que origen de las relaciones que ella subtiende» i . Y Xavier Zubiri ha sostenido más de una vez que la realidad «es» sintaxis, disposición coordinada. ¿Quiere esto decir que la relación, modo de ser del ente finito, es una y la misma realidad metafísica en todos los entes que componen el universo? Las sustancias creadas, ¿realizan de un solo modo la categoría ontològica de la relación? Que en el orden empírico son muchos los modos de la relación entre las cosas, nadie ha pretendido negarlo. La relación de la piedra con el suelo, cuando cae hacia él, y la de Ulises con Itaca, cuando a través del Mediterráneo la busca, no pueden ser fácilmente identificadas por quien con alguna seriedad se atenga a la apariencia de lo que sus ojos ven. Pero el hombre es un ser que nunca se contenta con las apariencias, aunque en ocasiones haya dicho hacerlo así; y movido por la vehemente sed interpretativa de su espíritu, más de una vez ha sostenido que, bajo la indudable diversidad de lo que se ve, solo una misma realidad última posee la cambiante relación entre los seres del cosmos. En el curso de la cultura de Occidente —no cuento, pues, 3 Méiaphysique genérale ou Ontologie, 6.a ed. (Louvain-París, 1919), pág. 36. " «Philosophie de la relation à autrui», en AP, pág. 199. 32 el pensamiento de la antigua India—, dos han sido los momentos principales en que esa tremenda simplificación se ha producido: el siglo i a. de J. C. y los siglos XVIII y xix de nuestra era. Con su personal elaboración del estoicismo, Poseidonio afirmará que una misma fuerza, la simpatía cósmica, une entre sí a todos los seres del universo, y sostendrá que la eficacia de esta debe ser referida, en último término, al fuego. El macrocosmos es ahora concebido como un gigantesco organismo viviente; la categoría ontològica de la relación es interpretada con una mentalidad radicalmente biológica: toda relación cósmica parece ser relación vital. Más complejas han sido las cosas en la Europa de los siglos XVIII y xix. El deísmo mecanicista de ciertos ilustrados —La Mettrie, Helvetius y Holbach, para no citar sino los más explícitos— pensó que toda relación entre los cuerpos, comprendido entre estos el cuerpo humano viviente, es de carácter mecánico. Más tarde, la filosofía romántica alemana radicalizará la vieja concepción organísmica del universo, y con la identidad schellinguiana tratará de entender la «simpatía cósmica» de los antiguos desde el punto de vista del «Espíritu». Conociéndose o no conociéndose a sí misma —este último sería el caso de los fenómenos de la Naturaleza—, la mutua conexión entre los entes es ahora relación espiritual. El marxismo, en fin, tratará de entender la realidad conforme a los esquemas del materialismo dialéctico, y referirá todos los fenómenos del universo a una cambiante, pero unitaria relación material. Sería impertinente aquí una exposición pormenorizada de lo que la relación ha sido en la historia de la metafísica occidental. Fiel a mi particular propósito, debo conformarme con indicar cómo veo yo los supuestos metafísicos del encuentro —y, por tanto, la categoría ontològica de la relación— desde el punto de vista objetivo de la ciencia y la filosofía tradicionales. Adoptando la feliz expresión de Zubiri, según la cual la realidad creada es sintaxis, un examen meramente descriptivo de esa realidad permite distinguir en ella hasta cuatro tipos cardinales de la conexión sintáctica: el mineral, el vegetal, el animal y el humano. 3 33 El modo mineral de esa universal sintaxis puede adoptar fenoménicamente multitud de formas distintas: la colisión entre dos cuerpos macroscópicos o entre dos partículas elementales, los fenómenos de atracción y repulsión de los campos gravitatorios y electromagnéticos, los movimientos térmicos, la cristalización y los fenómenos de superficie, las diversas ordenaciones intermoleculares, etc. Pero, a la vez, todas estas formas de la sintaxis mineral pueden y deben ser reducidas a una misma especie descriptiva u óntica de la relación, que llamaré relación de campo o energética, y cuya forma eminente es el choque. El modo vegetal de la sintaxis cósmica asume en sí el mineral: los vegetales no dejan de estar sometidos al campo gravitatorio, y chocan mecánicamente entre sí, cuando el viento los impele unos contra otros. Sin embargo, la relación específicamente vegetal reviste una figura dinámica cualitativamente nueva, que propongo llamar relación aceptiva. El vegetal, en efecto, se relaciona con el cosmos captando hacia sí —eso es ac-cipere— la porción de su contorno energético-material que conviene a sus fines vitales, y también, naturalmente, cediendo a ese contorno de manera deyectiva lo que para su propio organismo es inconveniente. Así, por encima del simple «choque» del mundo mineral, la forma típica de la relación aceptiva es la incorporación o asimilación. Sobre uno y otro modo de la sintaxis, asumiéndolos en unidad superior, hállase el modo animal de la relación con las cosas. Surge con él una actividad relacional inédita: la busca espontánea de lo que el apetito exige para su satisfacción —alimento, hembra, prole, madriguera, yacija, etc.—, y, por tanto, el encuentro. Genéricamente considerado, el encuentro es una vicisitud propia de la existencia animal: solo los animales encuentran algo y se encuentran entre sí. Diremos, pues, que la relación apetitiva y cuesitiva (de qucesitio, la acción de buscar) es la propia del animal, y que el encuentro apetitivo es la manera suprema de realizarse empíricamente este peculiar modo de la relación. En cuanto animal, el hombre busca y encuentra; la vida humana es un constante buscar y un constante ir encontrando, 34 aunque lo encontrado no sea siempre lo que se buscaba. El impulso del alma jónica que el helenista Heiberg llamó hace tiempo Odysseustrieb, «impulso uliseico», tendencia radical y originaria a buscar «lo nuevo», es propiedad común a todos los hombres, aunque no en todos sea tan despierto y vigoroso como en Ulises. Basta, para convencerse de ello, examinar someramente la conducta de cualquier individuo humano. Pero este examen nos mostrará algo más: nos hará ver que el «impulso» conducente a la búsqueda no es ahora meramente apetitivo, como en el caso del bruto; que es también —-y, por supuesto, decisivamente— inteligente y libre. Cuando en verdad es humano, el apetito implica: a) cierto conocimiento de aquello que se apetece; V) la libertad con que se ha elegido, entre otros posibles, el objeto de la apetencia, y con que se inventa cuanto a su posesión conduce, y c) el amor —recto o torcido— que con ese objeto nos vincula antes y después de poseerlo. El hombre busca poniéndose deliberadamente en camino hacia lo buscado, lanzándose hacia ello; y puesto que esa es la significación originaria del verbo latino peto, designaré con el nombre de relación petitiva el modo humano de realizar la categoría de la relación, y llamaré encuentro personal o encuentro por antonomasia a la manera humana de encontrar, aunque previamente no se la hubiese buscado, la realidad llamada «otro hombre». Estos cuatro modos de la relación, descriptiva y cualitativamente distintos entre sí, ¿lo serán también, desde el punto de vista de la última consistencia de su realidad? Pienso que no. La relación de campo del ente mineral, la relación aceptiva del vegetal y la relación apetitiva del animal coinciden en ser modos de manifestación de un mismo sustrato real: la energía materialmente configurada. La realidad energéticdmaterial —partículas elementales, campos energéticos y radiaciones— se ordena en nuestro universo según ciertas estructuras típicas: el átomo, la molécula, el cristal, la nebulosa, los organismos vegetal y animal; y por el solo hecho de adoptar una u otra estructura, realiza y ostenta uno u otro de esos modos de la relación. Desde un punto de vista estrictamente metafísico, la búsqueda animal no es sino energía cósmica 35 ordenada a través de la estructura genérica —«forma», diría un antiguo— que solemos llamar «organismo animal». Lo cual, claro está, no quiere decir que el «reino» de los animales, desde la amiba al chimpancé, no se halle incluido dentro de un orden de realidades y de fines que esencialmente trasciende su entidad propia. Bien distinto es el caso de la relación petitiva o humana. También en ella se manifiesta la eficacia cósmica —la energía, en el sentido físico de esta palabra— de un sustrato energético-material. Las corrientes de acción de un cerebro o de un corazón humanos son, sin otro adjetivo, «corrientes eléctricas». Y también ahora es decisivamente eficaz, en cuanto a la ordenación espacio-temporal de esa energía, la peculiar estructura biológica que solemos llamar «organismo humano». Como veremos, el hecho de que nuestro cuerpo sea bipedestante, el de que nuestro cerebro tenga la estructura que efectivamente tiene, etc., son de todo punto necesarios, con necesidad de medio, para que podamos encontrarnos humanamente con los otros hombres. Pero ni la energía cósmica, ni su estructura organizada, son por sí mismas suficientes para explicar el carácter inteligente y libre de la relación petitiva y del encuentro personal. Con el organismo debe operar ahora una realidad de nuevo orden, esencialmente distinta de él y capaz de inventar, dirigir y consumar la faena de la búsqueda y el resultado del encuentro: la realidad del espíritu. ¿Cómo la energía orgánicamente configurada, de una parte, y el espíritu personal, por otra, coordinan su actividad en el suceso unitario del encuentro? Tal es el sumo problema —a la postre, el insoluble problema—• que plantea a la mente esta ineludible y luminosa visión dualista de los supuestos metafísicos del encuentro. Situándose sin dogmatismos en el punto de vista de la metafísica tradicional, M. Ledoux ha descrito la «estructura relacional» del ser humano distinguiendo en ella, un poco hegelianamente, tres planos distintos, mutua y sucesivamente implicados como grados de reconocimiento y de participación creciente en la plenitud del ser. En el plano de la primera relación, yo considero a los seres exteriores a mí y a mí mismo 36 como «cosas». El sujeto que yo soy queda como entre paréntesis; no es más que mirada ingenua, contemplación del objetocosa en una relación con él no consciente de sí misma. La subjetividad tiende entonces a perderse entre las cosas, a disolverse en ellas. Por supuesto, no hay para el hombre una experiencia pura de este plano; pero en tal perspectiva se mueven el realismo y el materialismo absolutos. Para uno y otro, la cosa es el ser. La segunda relación corresponde al plano de la objetividad reconocida como tal. Yo me conozco como sujeto cognoscente, y las cosas son no más que los objetos de mi conocimiento. El ser, ahora, es el sujeto; y así como en el plano precedente el sujeto se desvanecía en el objetocosa, ahora es este el que parece quedar anegado en aquel. N o es otra la perspectiva metafísica de Kant y el idealismo, tras el «giro copernicano» de la mente de aquel. Solo quien haya descubierto la estructura relacional del ser, podrá librarse de la doble tentación de buscar un punto de partida absoluto en el objeto o en el sujeto; solo él descubrirá la tercera relación, el plano de la implicación recíproca del sujeto y del objeto en el acto-relación que les une. Ahora el ser no será buscado en el sujeto, ni en el objeto, sino en el acto relacional considerado en sí y por sí mismo. El objeto no se agotará en sus determinaciones objetivas, y el sujeto dejará de ser un monarca solitario frente a un universo de objetos puros. Por el contrario, existirá en plenitud, será capaz de reconocer la existencia de subjetividades exteriores a él, y asumirá de un modo consciente y libre todas sus relaciones s . Rebasándose en alguna medida a sí misma, la filosofía tradicional logra así dar razón metafísica de los supuestos del encuentro. La pregunta: «¿Cómo tienen que estar constituidas la realidad en general y la particular realidad del hombre, desde un punto de vista metafísico, para que el encuentro personal entre hombre y hombre resulte posible y sea como efectivamente es?», queda así incipiente, pero aceptablemente contestada. 2. 5 Acabo de decir que, procediendo así, la metafísica traOp. cit., págs. 200-203. 37 dicional se rebasa a sí misma. E n rigor, ninguna de las dos contrapuestas actitudes metafísicas puede ser absolutamente fiel a su propósito inicial. Habría entre ellas una relación mutua formalmente análoga a la que los físicos llaman «de complementariedad». La sistemática consideración de lo que es, objetiva necesariamente el ser del hombre; pero una «teoría», una intelección contemplativa del ser humano, no es posible sin que en ella aparezca de algún modo la experiencia que de su propia actividad mental —de su propio ser— posee el filósofo: en el ser de lo que es va implícito y queda a veces explícito el ser del que soy. Baste recordar que el concepto de «intencionalidad», clave de la filosofía de nuestro siglo, es obra de la metafísica más tradicional. Y si mi pensamiento filosófico quiere conocer la realidad ateniéndose radical y sistemáticamente al ser que yo soy, ¿podrá cumplir su propósito sin objetivar de algún modo mi propio yo, y, por lo tanto, sin convertir el ser que yo soy en el ser de lo que es? En 1914, un año después de la publicación de las Ideen, de Husserl, advertía Ortega que «al contemplar mis vivencias, el yo sujeto de ellas deja de ser propiamente yo, y se convierte en imagen, cosa u objeto» 6 . «Cuando yo siento un dolor, cuando amo u odio —decía entonces Ortega—, yo no veo mi dolor ni me veo amando u odiando. Para que yo vea mi dolor es menester que interrumpa mi situación de doliente y me convierta en un yo vidente. Este yo que ve al otro doliente, es ahora el yo verdadero, el ejecutivo, el presente. El yo doliente, hablando con precisión, fue, y ahora es solo imagen, una cosa u objeto que tengo delante» (O. C, VI, 252). Con otras palabras: el ser que yo soy (mi dolor en acto) me es conocido convirtiéndose en el ser de lo que es (el «fenómeno» del dolor). Pero la existencia de esta relación de complementariedad entre las dos básicas actitudes de la mente humana frente a lo real, no excluye la posibilidad de un inicial y resuelto atenimiento a la segunda de ellas. Adoptémosla, pues, y desde 6 J. Marías, «Conciencia y realidad ejecutiva», en Obras, V, pág. 416. 38 el punto de vista de la fenomenología preguntémonos por lo que en realidad es —por lo que en realidad me es— la categoría ontològica de relación 7. El cogito cartesiano debe ser ahora punto de partida de nuestro pensamiento. Mas no sin advertir, con Husserl, que en el cogito no van solo implícitos el ego y el sum de la sentencia de Descartes. Al cogito pertenece esencial e ineludiblemente un cogitatum: ego cogito cogitatum. El «yo pienso», el «yo siento», y el «yo quiero» implican la presencia intencional de lo pensado, sentido y querido; mi conciencia pura es por modo constitutivo «conciencia-de»; mi realidad, en suma, tiene para mí y no puede no tener ese esencial carácter que le imprime el «de» —pensar «de», sentir «de», etc.—, y que Zubiri ha llamado «genitivo». Siendo yo el que soy, no estoy y no puedo estar solo: estoy, por lo pronto, con las cosas. Mi vida, la intimidad que yo soy —afirmó bien tempranamente Ortega— es ejecutándose, lo cual solo es posible en cuanto ella se ocupa con cosas: «Vivir es, de cierto, tratar con el mundo, dirigirse a él, actuar en él» (O. C, II, 601). El ser de mi existencia es constitutivamente Mitsein, «ser con» o con-ser, dirá Heidegger; el con, existencialmente entendido, es una radical y originaria estructura de mi ser, y, por tanto, del ser. «El ser del sujeto consiste formalmente, en una de sus dimensiones, en estar «abierto» a las cosas. N o es que el sujeto exista y, «además», haya cosas, sino que ser sujeto «consiste» en estar abierto a las cosas. La exterioridad del mundo no es un simple factum, sino la estructura ontològica formal del sujeto humano. Podría haber cosas sin hombres, pero no hombres sin cosas» (Zubiri, NHD, 428). Un análisis riguroso del cogito nos dice algo más: dícenos también que en la estructura ontològica —en el ser— de ese con no hay solo cosas; hay además otros jos, hay el otro. Tal fue el genial hallazgo de Fichte y, con mayor precisión metafísica, 7 Tratándose de la «relación» entre personas, K. Lowith (Das Índividuum in der Rolle des Mitmenschen, § 12) propone sustituir el término Beziehung (relación in genere) por el término Verhaltnis (relación en. sentido de «proporción mutua» y «correspondencia»: Verhalten — comportamiento). 39 de Hegel. Quien dice cogito, está diciendo «yo soy yo», «yo soy conciencia de mí», Selbstbewusstsein; pero esta «conciencia de mí» no podrá nunca tomar la forma de verdadero juicio —no podrá hacerse un «yo soy yo» en verdad consciente y expreso— si el segundo «yo», el yo que sirve de predicado a la proposición, no es objeto; o, lo que es equivalente, si el primer «yo», el yo sujeto, no es «conciencia de sí general», conciencia de sí de un yo que puede ser el mío u otro cualquiera, porque en todos es idéntica. Cuando el acto de mi yo consiste en mirarme •—en tener conciencia de mí—, en él hay a la vez algo singularísimo, mi yo-mismo, y algo de todos, la conciencia de sí general. Lo cual equivale a decir que el otro —la posibilidad ineludible de la existencia real de otro jo— aparece en mí como mediador en el tránsito ontológico y lógico de la mera «conciencia de sí» a la «conciencia de sí general»; por tanto, y esto es lo decisivo, que el otro aparece conmigo mismo tan pronto como yo expresamente quiero hacerme objeto de mi propio yo. En la existencia solitaria, el otro comienza siendo un «otro yo» que se hace posible precisamente por no ser yo, aunque tanto él como yo seamos a la vez conciencia de sí general. En el con del con-ser que yo soy no hay solo «cosas»; hay también, aunque yo esté solo, otros yos, «otros», y mi encuentro real con tal o cual hombre no será sino comprobación empírica y viviente de esa ontològica estructura de mi propio ser. La «conciencia del vacío» que Scheler describió en su hipotético Robinson tiene como supuesto metafísico la estructura «abierta al otro» que el análisis precedente ha puesto de manifiesto: como real posibilidad de ser, el otro está ontológicamente inscrito en mi ser, y yo estoy ontológlcamente inscrito en el suyo. Con la visión cartesiana del cogito, mi camino relacional hacia el otro iba desde mi yo hacia él, y solo desde mi yo hacia él; con la visión hegeliana, la relación entre el otro y yo es —tiene que ser— abiertamente recíproca; como el propio Hegel escribe, esa relación es «la aprehensión de sí del uno en el otro» 8 . 8 El problema de la relación entre el cogito y el otro ha sido muy sutilmente estudiado —no contando a Sartre— por M. Cbastaing, en L'existence d'autrui. 40 Mi examen de la realidad desde el punto de vista del ser que yo soy —desde el punto de vista de mi conciencia pura, diría Husserl— me ha conducido a descubrir, por lo pronto, que mi existencia tiene carácter genitivo, porque su actividad consciente, única de que por modo inmediato puedo yo hablar, es siempre «conciencia-de», y carácter coexistencia!, porque ese «de» implica necesariamente un «con», una relación de coexistencia con cosas y con otros yos. Ser hombre no es solo «con-ser» (Mitsein), es también «coexistir» (Mitdasein), dirá Heidegger. Mi existencia está constitutivamente abierta a las cosas y a los otros. Desde el punto de vista de una metafísica primaria y sistemáticamente atenida a la conciencia que de mí mismo tengo, la relación —ya no «categoría objetiva», sino «categoría existencial» o «existencial» a secas— comienza mostrándose en los dos caracteres de la existencia humana que acabo de nombrar. Ellos son ahora los primeros supuestos metafísicos del encuentro: el hombre puede encontrarse con otros porque su existencia tiene, ante todo, carácter genitivo y carácter coexistencial. Algo más cabe decir. Coexistir no es solo estar con el otro. Mi conciencia no es mera pasividad especular, sino, como acabo de decir, actividad consciente; y es actividad, ejecución de algo —el verdadero yo es «lo ejecutivo», nos dijo Ortega—, porque en la raíz misma de mi existencia yo soy impulso de ser. Por esto puede ser y tiene que ser «intencional» la operación de mi conciencia. Para mí, ser —esto es: estar pensando, sintiendo o queriendo algo— es fendere-in, tender hacia algo, movido yo desde dentro de mí por una impulsión radical y primaria que, en cuanto es, se me muestra libre y consciente; una impulsión, por lo tanto, orientada hacia un fin. Lo cual nos indica que ser humanamente es más que «existir con» o co-existir; es también «existir para». Y puesto que el «con» de nuestra coexistencia envuelve la real posibilidad de los otros, habrá que concluir que «existir con» es un existir activo y orientado, un in-tencional existir «para» los otros; en definitiva, un con-vivir. «El hombre —-ha escrito Zubiri— se encuentra enviado a la existencia, o, mejor, la existencia le está enviada. Este carácter misiva, si se me permite la expresión, no es solo 41 interior a la vida. La vida, suponiendo que sea vivida, tiene evidentemente una misión y un destino. Pero no es esta la cuestión: la cuestión afecta al supuesto mismo. N o es que la vida tenga misión, sino que es misión» (NHD, 435). Yo diría que la vida humana es y tiene que ser misión, porque la existencia del hombre posee a radice, junto a sus caracteres genitivo y coexistencial, un carácter dativo. Un análisis riguroso de mi conciencia, en cuanto actividad consciente, me demuestra que mi realidad no es solo «realidad-de» y «realídad-con»; es también, no menos radicalmente, «realidad-para» 9 . ¿Cuál será la forma primaria de este carácter dativo de mi existencia? ¿De qué modo comenzará a realizarse ontológicamente la condición «para» de mi humano existir? Evidentemente, yo comenzaré a ser-para cuando mi existencia manifieste de algún modo a los otros —a aquellos para los cuales soy— su ser propio. Dice Heidegger que la existencia humana advierte su ser-en-el-mundo —en términos antropológicos: adquiere conciencia de su propio y concreto existir—, a favor de tres «existenciales» básicos: el «encontrarse», estructura ontològica por cuya virtud es posible a la existencia darse cuenta de que «es-en» (die Befindlichkeif); el «comprender», la estructura ontològica subyacente al acto por el cual el hombre comprende su propia situación y la «hace suya» (das Verstehen), Y el «habla» (die Rede), fundamento ontológico-existencial del lenguaje, en los tres cardinales modos ónticos de este, el hablar, el oír y el callar. Pues bien: entendida el habla de la manera más amplia y radical, esto es, corno mera capacidad de expresión o expresividad, cualquiera que sea el acto psicosomático en que la expresión se realice —la palabra, el gesto, la mirada, el silencio, etc.—, ella es la forma primaria del carácter dativo de nuestra existencia. Yo soy-para, porque puedo expresar mi propio ser, y comienzo a serlo expresándome, ' Apenas será necesario decir que al carácter constitutivamente dativo de la existencia humana ha de corresponder por necesidad un carácter constitutivamente aceptivo. Para ser, el hombre necesita a la vez darse y recibir. Antes incluso de encontrarle, al otro se le necesita. De ahí la radical indigencia ontològica y biológica que respecto al otro padece y muestra la existencia humana individual. 42 manifestando al otro que real y efectivamente soy. La expresividad —si se quiere, el logos, aquello por lo cual el hombre se muestra como %pon lógon ekhon o animal rationak, cuando desde fuera se le contempla— es, pues, otro de los supuestos metafísicos de la relación y del encuentro. Demos ahora un nuevo paso; y, para ello, recojamos un cabo que antes ha quedado suelto. Decía yo que la existencia humana se realiza tendiendo «hacia» algo, y que por eso la conciencia puede ser y es «intencionalidad», in-tentio. Ahora bien, «hacia» no es lo mismo que «para». El «para» del hombre es una determinación libre del «hacia», una de las metas posibles en que el impulso originario y el movimiento intencional del «hacia» pueden detenerse. En rigor, el «hacia» envuelve un número indefinido de «paras», y no se agota por el hecho de determinarse en cualquiera de ellos. En el «para» se me hace presente —intencionalmente presente cuando el «para» todavía es proyecto, real y efectivamente presente cuando ha llegado a ser parcial logro— algo que para mí está entonces siendo; el «hacia», en cambio, pone su indefinida intención en lo que hay más allá de lo que entonces está siendo para mí; de otro modo, el «para» hubiese agotado el «hacia», lo cual es imposible dentro de lo que mi existencia —constante «impulso de ser»— actualmente es. Esto me permite descubrir en mi existencia un nuevo carácter metafísico: su carácter compresencial, su constitutiva tendencia a hacer «compresente» lo que todavía no le es presente. La realidad —comprendida, claro está, la realidad del otro— me es a la ve^ presente y compresente; mi existencia está constantemente siendo «para» y «hacia». La «apresentación» de Husserl, el hecho de que, para el hombre, «ver las cosas sea siempre completarlas» (Ortega), tienen como supuesto metafísico este «carácter compresencial» de la existencia a cuya realidad acabamos de llegar. Y así como la expresividad es la forma primaria del carácter dativo de nuestro existir, el carácter compresencial de este tiene como forma propia la imaginación, es decir, la capacidad de inventar o conjeturar como presente lo que no es sino compresente, la humana facultad de completar lo real con lo posible. Existiendo «para» el otro, el otro me es virtual 43 o realmente presente; existiendo «hacia» el otro —certeramente vio Ortega que tal es el rasgo más esencial del amor y del odio (O. C, V, 550)—, el otro me es a la vez presente y compresente. Y como en el existir terreno del hombre no hay «para» que no esté dentro de un «hacia», ni «hacia» que no se determine parcialmente en algún «para», resulta que la realidad —mi propia realidad, la realidad del otro, la realidad de las cosas— es y tiene que ser, para él, una continua y cambiante mixtura de presencias «vistas» y de compresencias «imaginadas». D e ahí la importancia que el pensamiento filosófico ha tenido que conceder a la imaginación cuando, desde Fichte a Sartre, y cualesquiera que hayan sido las diferencias históricas y personales entre los pensadores, ha querido atenerse con cierto rigor a un análisis del ser del sujeto. Carácter genitivo, carácter coexistencial, carácter dativo y expresivo, carácter compresencial e imaginativo de la existencia humana: he aquí, en orden sistemático, los principales supuestos de la relación —y, por tanto, del encuentro— que me descubre un análisis atento del ser que yo soy. Pero nombrando así esos cuatro radicales caracteres de mi existencia, yo no paso de nombrar una serie de abstracciones exangües, porque a todos ellos es inherente, y de un modo para mí tan originario como el acto mismo de advertirlos, su encamación, su constitutiva referencia a mi condición corpórea, a mi cuerpo. A mi cuerpo, no al organismo «humano» que la anatomía y la fisiología estudian. Mi cuerpo, en efecto, no es primaria e inmediatamente la realidad que yo veo cuando miro una de mis manos, o la contextura orgánica que yo imagino en mi interior, según la riqueza y la exactitud de mi saber anatómico; tampoco es un «instrumento» dócil o rebeldemente interpuesto entre mi yo, concebido como «yo puro», y las cosas exteriores a mí; mi cuerpo es ante todo el conjunto de los sentimientos e impulsos que en cada momento me permiten decir «yo puedo» o resisten a mi «yo quiero» (Husserl), el «hito central» de la reflexión filosófica y aun de cualquier acto consciente de mi yo (Gabriel Marcel). Mi existencia se me presenta con un carácter a la vez corporalmente genitivo, corporalmente coexistencial, corporalmente dativo y expresivo 44 y corporalmente compresencial e imaginativo. En modo alguno está justificada la casi total ausencia del cuerpo en la filosofía de Heidegger y en la de Jaspers, y en modo alguno es excesiva, incluso desde un punto de vista estrictamente filosófico, la gran atención con que, cada cual a su modo, Ortega, Marcel, Zubiri, Sartre y Merleau-Ponty han considerado la condición corpórea de nuestra existencia. El cuerpo, o, mejor, la corporalidad, viene a ser así el supuesto de los supuestos de la relación y del encuentro. Podemos, pues, recapitular los resultados de nuestra doble pesquisa en torno a los supuestos metafísicos del encuentro, mediante estas dos breves proposiciones: i . a Considerando el ser humano como realidad objetiva —por tanto, desde el punto de vista del ser de lo que es—, su capacidad para encontrarse con otro tiene como supuesto principal su corporalidad a la vez expresiva (en el sentido de expresada), inteligente y libre. Más precisamente, su condición de cuerpo material, informado y regido por un principio espiritual dotado de inteligencia y libertad: el principio de operaciones por cuya virtud es posible una relación petitiva. 2 . a Considerado el ser del hombre como realidad subjetiva —por tanto, desde el punto de vista del ser que yo soy—, es supuesto principal de esa capacidad suya para encontrarse con otro, su corporalidad expresiva (en el sentido de expresable); es decir, el hecho de ser la suya una existencia corpórea a la que es inherente un carácter a la vez genitivo, coexistencial, dativo y compresencial. II. Los párrafos finales del apartado precedente nos han llevado de muy directa y resuelta manera a la realidad del cuerpo. Un hombre no podría encontrarse con otro hombre, si el ser humano no fuese corpóreo. ¿Quiere esto decir que cualquier cuerpo orgánico haría posible un encuentro genuinamente «humano»? La respuesta no puede ser terminante. E n rigor, la experiencia directa de «otro cuerpo humano» no es absolutamente necesaria para que se produzca mi encuentro con el otro: recuérdese lo que acerca del tema nos han dicho Scheler y Sartre. Por otra parte, seres humanos so45 máticamente monstruosos —todo lo monstruosos que el mero vivir consienta— son capaces de encontrarse entre sí. Si los centauros fuesen físicamente posibles, su mutuo encuentro sería en alguna medida «humano». Que nuestro cuerpo sea como naturalmente es —que seamos «como la naturaleza ríos ha hecho», según el decir del vulgo—, tiene no poco de contingente. Pero, esto concedido, debe afirmarse que la realización idónea del encuentro exige la actividad de este cuerpo que por naturaleza poseemos los miembros de la especie homo sapiens. Con otras palabras, que la perfección del encuentro interhumano no requiere en el otro y en mí un cuerpo cualquiera, sino el cuerpo que a nuestra especie natural corresponde. En definitiva, que junto a los supuestos metafísicos del encuentro existen y deben ser descritos los supuestos psicofisiológicos de este. Unitariamente considerado, el cuerpo humano cumple triple función. Ante todo, realiza aquí y ahora la vida propia del hombre a quien pertenece; consiguientemente, limita esa vida en el espacio y en el tiempo. E n segundo lugar, analiza según distintas actividades psicofísicas —vegetativas, receptoras, efectoras, etc.—, la radical unidad que posee el acto procesual y sucesivo de vivir. Por otra parte, catalina positiva o negativamente, bajo forma de impulsión y facilidad o bajo forma de resistencia e inercia, la realización concreta de los proyectos de vida en que la existencia terrenal se desgrana. Pero ahora no nos importa diseñar una teoría general del cuerpo humano, sino mostrar cómo su diversa unidad morfológico-funcional hace posible el fenómeno del encuentro. ¿Qué hay en el cuerpo del hombre para que el encuentro interhumano sea como efectivamente es? La respuesta debe ser ordenada en los siguientes puntos: i.° Puede un hombre encontrarse personal o humanamente con otro, gracias, en primer término, a la bipedestación de su cuerpo. Todos los encuentros entre hombre y hombre cuyo punto de partida no haya sido la actitud bipedestante, suponen en una u otra medida la habitual bipedestación de uno y otro: sin ella el hombre no se encontraría con el otro como normalmente lo hace. Es posible^ desde luego, imaginar una 46 existencia humana cuadrúpeda. En su escrito de usu partium , (lib. III, cap. i), Galeno polemiza con Píndaro acerca de si la forma del centauro sería favorable o desfavorable para la naturaleza humana. Acaso las virtudes legendarias del Centauro Quirón, por él cantado, fuesen un señuelo para la deseosa imaginación creadora del poeta. Pero solo ontológicamente somos centauros los hombres —pensamos como ángeles y digerimos como caballos, decía el bueno de fray Luis de Granada—, y la aptitud bípeda es la que mejor parece convenir a los fines específicos de nuestra naturaleza y de nuestra vida personal. Respecto del encuentro, dos son los principales beneficios que depara la disposición erecta del cuerpo humano: amplía el campo de la mirada y da libertad al uso de las manos. Recogiendo la tradición antropológica del mundo antiguo, tan ingenua y vigorosamente teleològica, escribirá Ovidio que el «hacedor de las cosas» os homini sublime dedit, caelumque videre iussit et erectos ad sidera tollere vultus. (Metam. I, 85-86) Mucho afirmar es que el hombre tiene por naturaleza el rostro en alto para poder ver más fácilmente las estrellas: la paciente observación de los niños-lobo de Midnapore ha demostrado que la bipedestación es en muy buena parte un hábito socialmente adquirido, un resultado de la educación que otorga al individuo humano su vida en sociedad 10 . Es seguro, en cambio, que la posición de su cabeza le permite cambiar inmediatamente la mirada con quien se le acerca; o, como suele decirse, «mirar a los ojos» del otro. El Haplochromis multicolor es un pez que incuba sus huevos guardándolos en la boca; y cuando un peligro obliga a los pececillos a salir de su 10 J. A. L. Singh y R. M. Zingg, Wolf-Children and Feral Man (New York, 1942); J. Rof Carballo, Cerebro interno y mundo emocional (Barcelona, 1952). Para lo que atañe a la psicofisiología de la bipedestación, véase E. Strauss, «Die aufrechte Haltung», en Monatschr. für Psych. und Neurol., 117 (1949), 368. 47 , habitáculo, se deslizan en la boca de una madre adoptiva guiándose por los ojos de esta, y así lo demuestran experimentos de Peters, en que los ojos eran simulados mediante perlas de vidrio u . En el Instituto de Buytendijk, Támara Dembo ha estudiado experimentalmente el primer encuentro de la rata con la rana y el conejo. La rata observa a la rana recién llegada, imita sus saltos, y finalmente le muerde la cabeza; y en el caso del conejo, se acerca al rostro de este y lo olisquea 12. También por su cabeza se reconocen entre sí las gallinas y los cisnes, como ha demostrado Katz en sus trabajos sobre la vida social de los animales 13. Y en cuanto a los animales domésticos, es bien conocida la significación que para ellos tiene el comportamiento de la cabeza en sus relaciones con otros individuos de la misma o de distinta especie, y con el hombre. La decisiva importancia de la cabeza y de los ojos en el encuentro es comprobable desde los más bajos niveles de la existencia animal. ¿Puede extrañar que la bipedestación, condición morfológica de la peculiar posición que en el organismo humano ocupa su polo cefálico, tenga parte fundamental en la dinámica del encuentro humano? N o tardaremos en comprobarlo. La actitud bípeda, por otra parte, deja en libertad a las manos. El gesto de llamada, el ceremonial del saludo, la caricia y el reconocimiento táctil hácense así posibles. «La voz es voz de Jacob; pero las manos son manos de Esaú —dice Isaac, palpando con las suyas las que Jacob diestramente ha envuelto en piel de cabrito—. Y no le conoció, porque las manos vellosas se asemejaban en todo a las del hermano mayor» (Gen. 27, 22-23). Un engañador encuentro de dos hombres a través de sus manos decidió entonces el destino histórico de Israel. Al estudiar la realidad empírica del encuentro, necesariamente habrá de reaparecer este tema u . " Peters, Zeitschr. für Tierpsychol., I, 1938. Támara Dembo, Arch. Néerí. de Physiol, XV, 1930. 13 Cit. por Buytendijk, en Phénoménologie de la rencontre (Desclée de Brouwer, 1952). 14 Acerca de la función de la mano en la economía de la vida humana —tema ya discutido por Anaxágoras («el hombre es un 12 48 2.° Para que la constitutiva apertura de la existencia humana al mundo y a los hombres cobre efectiva realidad psicológica, es preciso que el organismo exija, o al menos permita, el estado vigil de la conciencia. Sin una discreta lucidez mental, la realidad del otro no podría ser percibida. De ahí que la integridad morfológica y funcional de la sustancia reticular mesencefálica, de tan decisiva importancia, según los ya clásicos trabajos experimentales de Magoun, Jasper y sus respectivas escuelas, para el gobierno neurológico de la conciencia psíquica, sea el supuesto psicofisiológico fundamental de la percepción del otro. No se afirma con ello que la conciencia se halle localizada en la formación reticular; dícese tan solo que esta, centro conector universal, desempeña un papel decisivo en el mantenimiento del estado de vigilia, en el ritmo del tono vital y en el recto ejercicio de la atención (Schiller, Zubiri). La supresión selectiva del ritmo alfa del electroencefalograma es el signo gráfico de la actividad vigil de la corteza cerebral, y tal acción parece ser privativa de la formación reticular mesencefálica y de otras —talámicas, por ejemplo—, conexas con ella. ¿Se hallan en relación con este sistema las estructuras neurológicas del «cerebro interno» que seguramente intervienen en la regulación del contacto afectivo con el otro? La actual investigación neurofisiológica parece apuntar una respuesta afirmativa a esta delicada interrogación 15. 3. 0 El sistema orgánico de la vida de relación —más precisamente: la conexión dinámica entre los órganos receptores y los efectores— es también un fundamental supuesto psicofisiológico del encuentro interhumano. El papel de los órganos exteroceptores en la percepción del otro —vista, oído y tacto, animal inteligente porque tiene manos») y por Aristóteles («el hombre tiene manos porque es inteligente»)—, véase, L. Binswanger (op. cit., págs. 275-288), G. Révész, Die menschliche Hand (New York, 1944) y J. Gaos, Dos exclusivas del hombre: la mano y el tiempo (México, 1945). 15 Puede leerse una excelente exposición de conjunto de las ideas actuales acerca de la sustancia reticular en Cerebro interno y mundo emocional, de J. Rof Carballo. Véase también «Consciousness reconsidered» de F. Schiller, en Arch. of Neur. and Psych. 67 (1952), 199, y el simposio Brain Mechanisms and Consciousness (Oxford, 1954). 4 49 ante todo— es por demás evidente; y no menos lo es la importancia de los órganos efectores, muy en especial los músculos voluntarios, en cuanto a la expresión de la respuesta. Me importa ahora subrayar, porque sin ella no sería como es el encuentro entre hombres, la esencial unidad funcional —unidad de constitución, no de mera yuxtaposición coordinada— entre los sistemas receptores y los efectores. Entre la percepción y el movimiento existe una relación en círculo, un «círculo figural» ('Gesíalíkreis), según la expresión acuñada por V. von Weizsacker 16 . Supongamos que un perro juega en la oscuridad con una pelota a la cual mueve con sus patas y su hocico. La forma espacial y la sucesión temporal de los estímulos que actúan sobre los órganos táctiles del perro dependerán, como es obvio, de la forma y la sucesión de sus movimientos de palpación y golpeo; pero la índole de esos movimientos pende, a su vez, de lo que el perro va tocando, de los estímulos que sobre él actúen y de las sensaciones que él perciba. El curso total del fenómeno puede ser concebido, por tanto, como un proceso circular, puesto que, en su configuración, la cadena de causas y efectos vuelve sobre sí misma: es el círculo figural. En la incesante relación del ser viviente con su medio, y en orden a cualquiera de sus funciones exteroceptoras, la sensación depende del movimiento, y este depende de la sensación. Observemos, sin embargo, que ese proceso circular de la relación entre el organismo animal y su medio no es y no puede ser un movimiento estacionario. La permanente inquietud futurizadora del tono vital, por una parte, y la constante alteración del medio, por otra, exigen que el «círculo figural» —puro concepto-límite— sea «espiral figural» en la realidad empírica. Un impulso consustancial a su vida obliga permanentemente al animal a rebasar en su respuesta el área de los estímulos que la determinaron; y así la relación con el medio, sin dejar de ser cerrada, va como abriéndose con cada nueva reacción efectora. Más aún en el caso de la respuesta humana, casi siempre determinada, tanto como por el estí16 «Ueber medizinische Anthropologie», en Philosophischer Anzeiger, II (1927), 236, y Der Gestaltkreis (Leipzig, 1940). 50 mulo exterior y por la peculiaridad biológica de nuestro organismo —el organismo de la especie homo sapiens—, por la constitutiva libertad íntima de la persona que responde. La «espiral figural» de la conducta humana se ve constantemente rota e innovada por obra de la libertad. Como veremos, esto es lo que acaece en el acto psicofisiológico de la percepción del otro. 4. 0 Mas no solo la función de los exteroceptores es decisiva para la configuración del encuentro entre hombre y hombre; también lo es la actividad de los interoceptores, principalmente los encargados de la sensibilidad propioceptiva. Las sensaciones cinéticas que recoge en el laberinto la rama vestibular del nervio acústico, por un lado, y las terminaciones sensitivas de los músculos, tendones y articulaciones, por otro, permiten que el hombre tenga conciencia de la situación de su cuerpo en el espacio. La integridad de la estructura neurofisiológica a que Paul Schilder, perfeccionando anteriores observaciones e ideas de Head y Pick 17, dio hace años el nombre de esquema corporal, es necesaria para una correcta percepción del cuerpo ajeno; pero a la vez, y en no escasa medida, la configuración de esa estructura resulta de incorporar neurològica y psicológicamente a la vida propia la experiencia visual y táctil que de los cuerpos ajenos vamos adquiriendo desde nuestra primerísima infancia. «No hay más remedio que admitir —escribe Schilder— que nuestra propia imagen corporal y las imágenes corporales de los demás son datos primarios de nuestra experiencia, y que desde el co17 Head, Sensory disturbances from cerebral lesión; Pick, Storungen der Orientemng am eigenen Korper; P. Schilder, Das Kòrperschema (Berlín, 1923); J. Lhermitte, L'image de notre corps (París, 1938). Entre los muchos trabajos recientes acerca del esquema corporal, pueden destacarse los siguientes: Hécaen et Ajuriaguerra, Méconnaissances et hallucinations corporelles (París, 1952); Mac-Donald Critchley, The Parietal Lobes (Londres, 1953); O. Juliusburger, «Storungen des Korperbewusstseins der Organgefühle», Arch. Psychiatr. Nervenkrank, LXX (1952), 42-47; López Ibor, «Sobre la génesis del esquema corporal», Actas Luso-Esp. de Neurol. y Psiq., XIII (1954), 94; Murphy, Personalidad (trad. esp., Madrid, 1956); Weinstein, Denial of Illness (New York, 1957); Auersperg, «Korperbild und Korperschema», Der Nervenarzt, 31 (1960), 19. 51 mienzo hay una conexión estrecha entre nuestra propia imagen corporal y la imagen corporal de los demás». El estudio psicofisiológico del encuentro nos dará ocasión de comprobar este importante aserto. 5. 0 ¿Bastaría la posesión de una conciencia lúcida y la normalidad funcional de los órganos receptores y efectores que intervienen en la llamada «vida de relación» —en la limitada realidad psicofisiológica a que esta denominación ha solido aplicarse—, para que el encuentro entre hombre y hombre fuese como realmente es? Indudablemente, no. Un sujeto inafectivo e inexpresivo tendría noción de la existencia del otro y, por supuesto, se encontraría con él; pero su encuentro distaría mucho de ser análogo a los que la vida cotidiana del hombre nos presenta. La relación interhumana no lograría su normalidad si nuestro cuerpo no poseyese estructuras neurofisio lógicas capaces de gobernar la expresividad y la relación afectiva con el otro. Tal es la función que cumple la mayor parte del córtex cerebral correspondiente al «cerebro interno» (Kleist), «cerebro visceral» (Mac Lean) o «entopalio» (Yakovlev). «En la gran encrucijada del cerebro interno confluyen y se integran: primero, impresiones de índole especial, todavía no diferenciadas en analizadores, procedentes de los órganos de los sentidos y de la sensibilidad general del resto del cuerpo, sobre todo de las aberturas corporales: impresiones táctiles, luminosas, gustativas, olfatorias, de la sensibilidad profunda, etc.; segundo, impulsos vegetativos viscerales; tercero, una regulación de la actividad del resto de la corteza; cuarto, complejos ya muy elaborados que proporcionan la integración del esquema corporal; quinto, informaciones y regulaciones cinéticas en relación con los núcleos grises centrales, y por tanto con el componente tónico de la actividad muscular y con la reproducción mimètica de la actitud y la fisonomía de los demás hombres; las cuales, al repercutir sobre nuestra imagen corporal, nos permiten comprender sus sentimientos; sexto, un esbozo de la expresión verbal, de la palabra, quizá localizado en el lóbulo de la ínsula o en el cíngulo, que constituye un sustrato arquiencefálico de la actividad verbal infinitamente más diferenciada de la zona cortical del lenguaje; y séptimo, 52 un importantísimo componente, el del caudal mnémico que registra la historia personal, los sucesos vividos por el sujeto» 18. El cerebro interno es, según esto, el principal supuesto neurofisiológico de la modulación expresiva y afectiva del encuentro. E n él tiene su fundamento somático la atmósfera pática —el «entre emocional»— dentro de la cual acontece psicológicamente la relación entre persona y persona. III. Además de las estructuras metafísicas y psícofisiológicas que hacen posible el encuentro interhumano, es preciso considerar, siquiera sea por modo sinóptico, sus más importantes supuestos histérico-sociales. N o basta con que la existencia y el cuerpo viviente del hombre sean como efectivamente son, para que un individuo humano se encuentre con otro; es también preciso —perogrullesca verdad— que esos dos individuos lleguen de hecho a percibirse mutuamente. El encuentro entre hombre y hombre es un suceso de cuya contingencia no es posible dudar, y sin determinadas condiciones de carácter social jamás llegaría a producirse. Algunas de estas condiciones son de estricta necesidad. Un hombre solo, geográficamente solo, nunca podrá encontrarse con otro. Adán antes de tener a Eva junto a sí, Mowgli en la jungla, los niños-lobo de Midnapore en la espesura del bosque, han de vivir ajenos al encuentro con el otro —a la forma efectiva y plenària de ese encuentro—, porque en torno a ellos no hay una vida humana con la cual la suya pueda cruzarse. ¿Cómo, pues, se realizará en sus propias vidas la constitutiva disposición del ser humano para la convivencia? Habremos de preguntárnoslo de nuevo. Durante cientos y cientos de siglos debió de ser sobremanera infrecuente el encuentro interpersonal, aparte los que brindase el pequeño grupo humano a que el individuo perteneciera. 18 J. Rof Carballo, Cerebro interno y mundo emocional, pág. 15. Acerca de la influencia moduladora que sobre el fenómeno del encuentro ejerce el pasado génico del individuo y las vicisitudes de su vida infantil, véase de este mismo autor «Transferencia y coexistencía», en Revista de Psiquiatría y Psicología médica, VI (1959), 104, incorporado luego a Urdimbre afectiva y enfermedad. 53 No es fácil imaginar lo que para un hombre del paleolítico había de ser el descubrimiento de un desconocido durante alguna de sus emigraciones. ¿Cuál sería la emoción que invadiría su alma elemental y ruda? ¿Qué excitante mezcla de alarma y delicia se adueñaría de él? Solo con la aparición de la vida sedentaria y con el paulatino incremento de la población del planeta pudo el encuentro perder su primitivo aire solemne y misterioso, y hacerse habitual; solo con la constitución de «ciudades» y de «Estados» —si es que estas palabras pueden ser lícitamente aplicadas a las agrupaciones humanas de tiempos anteriores a los que los historiadores suelen considerar «históricos»— menudearán las que Jaspers ha llamado «situaciones comunicativas», y el encuentro interhumano será socialmente probable y frecuente. Mas no solo hay, respecto del encuentro, condiciones sociales de necesidad o sine quibus non; las hay también de modulación. La vida en sociedad hace posible el efectivo advenimiento del encuentro; el modo de haberse formado y de vivir socialmente diversifica y modula lo que de hecho el encuentro es. La educación infantil, la clase y el grupo social a que pertenecen los individuos que se encuentran y la situación histórica en que se hallan inmersos, harán infinitamente varia la figura de su inicial relación mutua 19. Hay pueblos cuyo rito de salutación dura media hora. Entre este fabuloso dispendio de cortesía y el leve y rapidísimo gesto con que hoy suelen saludarse quienes forman parte de un mismo grupo social, ¿cuántas han sido, cuántas serán aún las formas intermedias? " Sobre las ordenaciones sociales que condicionan la forma del encuentro, véase, J. Marías, La estructura social (Madrid, 1955). 54 Capítulo III Descripción del encuentro O A R A que el encuentro acontezca, sus supuestos metafísicos *- son absolutamente necesarios; sin ellos, un hombre no podría encontrarse con otro. Más aún: un ser carente de ellos no sería un hombre. No puede decirse lo mismo de los supuestos psicofisiológicos, solo imprescindibles cuando se les considera in genere. Sin un cuerpo viviente, receptor y efector, el encuentro humano no parece posible: una hipotética comunicación entre dos almas exentas de cuerpo no sería, en el rigor de los términos, humana; y en cuanto a los resultados de la comunicación telepática, toda cautela intelectual es poca. Hecha esta afirmación general, impónense las salvedades. Un cuerpo humano exterior al mío no es inmediatamente necesario para que yo viva la experiencia de que hay «el otro». Mi cuerpo, por otra parte, seguirá permitiéndome encontrarme con los demás hombres, aun después de sufrir muy graves mutilaciones. Un ciego, un sordo, un ciego y sordo, un demente, viven a su modo la experiencia del encuentro. Solo el sueño profundo y la inconsciencia morbosa harán imposible esa experiencia. Y si los supuestos sociales son de absoluta necesidad para que la forma plenària del encuentro sea real y efectiva, porque nadie llegará a encontrarse con otro hombre si no hay hombres a su alrededor, no puede decirse que sean tan necesarios respecto de los modos de la relación con el otro que la existencia solitaria permite. 55 Un capítulo ulterior nos hará conocer las diversas formas deficientes y especiales del encuentro. Este va a ser consagrado a la descripción metafísica, fenomenológica y psicofisiológica de su forma plenària: aquella en que un hombre adulto, sano y perteneciente a una sociedad actual se encuentra con otro. Cuando esto acaece, ¿qué pasa en el mundo? A. LAS INSTANCIAS PREVIAS D E L ENCUENTRO Hay que plantearse dos cuestiones iniciales, tocante una al hecho mismo del encuentro, por tanto a la realidad, y relativa otra al método con que esa realidad puede ser descrita. Eva aparece por vez primera ante los ojos de Adán: entre Adán y Eva se ha producido un encuentro. Mowgli, criado entre lobos, ve un buen día a cierta mozuela india que en un claro de la selva está llenando su cántaro: en su alma, Mowgli se ha encontrado con esa muchachita. Salgo de casa, y a la vuelta de la esquina me encuentro con un amigo a quien hace tiempo no veía; voy más tarde a un jardín público, buscando soledad, y un desconocido inoportuno viene a pasear junto a mí y me hace blanco de su mirada. En la tiniebla de la noche, la madre espera la vuelta del hijo; oye pasos, y a su pregunta «¿Eres tú?», responde el hijo: «Sí, madre». Pensemos, por otra parte, en el encuentro del lactante con su nodriza, en el de dos enamorados que se reúnen por haberse citado entre sí, en el de dos combatientes hostiles, en el del enfermo con su médico, en el del viandante con el salteador o con el mendigo. Entre todos estos modos de encontrarse humanamente, y entre los mil más que a ellos pudieran agregarse, ¿hay algo común y básico? En términos más filosóficos: ¿es posible una descripción fenomenológica del encuentro? Consideremos por otra parte el método de nuestra descripción. ¿Acaso no es posible elegir entre varios? Cinco veo yo en primer término. Cabe adoptar un método conductista. Haciéndolo, veré y describiré el encuentro desde fuera de él, como si fuese un proceso ajeno a la comprensión psicológica del 56 observador. Así ha procedido y sigue procediendo buena parte de la actual investigación sociológica. Es también posible emplear un método psicológico-comprensivo, y contemplar la realidad del encuentro como un suceso dotado de algún sentido en la vida de quienes en él participan. La pregunta, ahora, es: ¿qué pasa en la intimidad psicológica y en la entera existencia de las personas que se encuentran? Puede utilizarse, además, un método genético. La realidad ahora vista, ¿cómo ha llegado a producirse en la vida del hombre, a partir del momento de nacer, y aun desde antes? No menos aplicable es el método histórico; y quien como historiador proceda, buscará en fuentes idóneas cuanto del encuentro se ha dicho y lo que este ha sido realmente a lo largo del tiempo. Cabe elegir, en fin, un método fenomenológico. Allende toda psicología y toda diversidad contingente, ¿cuál es la verdadera esencia del fenómeno del encuentro? ¿Qué es eso de encontrarse con otro hombre? En orden a la primera de estas dos cuestiones, la tocante a la realidad, hay que decir que, efectivamente, en el seno de los diversísimos modos concretos del encuentro hay algo a todos común y básico, una esencia fenomenológicamente descriptible. En las páginas subsiguientes trataré de apresarla. Y lo haré, por lo que a la segunda cuestión atañe, uniendo al método fenomenológico todos los demás, para que la comprensión del fenómeno descrito sea tan cabal como mis recursos permitan. Como diría Ortega, así lo exige el ejercicio de una «razón» que quiera ser verdaderamente fiel a su condición «vital», esto es, a la complejidad y a la integridad de la «vida» 1. Con tal convicción acerca de la realidad del encuentro y con tal disposición intelectual acerca del método para conocerlo, planteémonos de frente la última de las cuestiones antes enunciadas: ¿Qué es eso de encontrarse con otro hombre? ¿Qué es el encuentro interhumano? Una primera respuesta podría ser esta: prodúcese el encuentro cuando un hombre adquiere conciencia de que ante él hay ' El proceder intelectual de Ortega frente a la realidad de la caza, muestra de muy bella manera lo que es ese diverso e integrador ejercicio de la «razón vital». 57 otro hombre. El hecho de que surja en el primero ese contenido de conciencia —la certidumbre empírica de que existe «otro»—, eso es, para él, el encuentro; y tal es, reducida a su expresión más concisa, la esencia misma del encontrarse. Ahora bien, el surgimiento de ese contenido de conciencia supone y exige la conjugación de dos instancias reales netamente distintas entre sí, y correspondientes a los dos modos cardinales de considerar los supuestos metafísicos del encuentro: una exterior a mí, aquella en cuya virtud la aparición del contenido de conciencia es suscitada, y otra relativa a mí mismo, la adecuada disposición de mi conciencia para la recta percepción de la novedad que a ella llega. Una instancia «exterior», todavía no objetiva, y otra «interior», todavía no subjetiva, como no sea en un sentido de estas palabras previo a la distinción consciente entre «objeto» y «sujeto». Estudiémoslas por separado. I. La primera de esas dos instancias del encuentro se halla constituida, en esencia, por una realidad exterior intencionalmente expresiva. Vale la pena examinar uno a uno los términos de este aserto. El otro es, por lo pronto, realidad; con otras palabras, algo que «me resiste». La vieja tesis de Maine de Biran, explanada luego por Dilthey, Scheler y Ortega —«Realidad, escribe este último, es la contravoluntad, lo que nosotros no ponemos; antes bien, aquello con que topamos» (O. C, V, 385)—, debe ser resueltamente convertida en tesis metafísica 2. Digo que algo es real cuando ofrece resistencia al originario impulso de ser que bajo forma de «inteligencia sentiente» (Zubiri) constituye la raíz de mi existencia. Este libro me es real porque con su opacidad resiste a mi mirada, y a mi tacto con su dureza; Dios es para mí real —fundamento real de toda realidad empírica, ens realissimum— en cuanto su existencia invisible y supereminente no tolera la inteligibilidad sin resistencia que 2 Acerca del problema de nuestra creencia en la realidad del mundo exterior, véase mi libro Medicina e Historia (Madrid, 1941), págs. 126-146. 58 me permiten los entes de razón. A primera vista, la resistencia de la realidad me impide existir plenamente. La cosa que veo me impide ver lo que hay más allá de ella; la cosa que toco detiene el libre avance de mi mano; el sonido que oigo no me deja oír todos los demás sonidos y lo que hay detrás de ellos, la solo sospechada maravilla de un silencio capaz de «decir» todo lo decible y todo lo indecible. Es verdad. Pero si todo me fuese tan absolutamente permeable y diáfano como a la vista de los ojos es un vidrio invisible, si nada me resistiese, yo estaría radicalmente solo. Sin la percepción de resistencias, me movería necesariamente entre esencias lógicas, no entre existencias reales. Tal fue la ilusión suprema del idealismo, y esa es la raíz del solipsismo metafísico y gnoseológico en que los pensadores idealistas han solido caer. Lo que se opone a la realización de mi vida ayuda a que esta se realice, como la resistencia del aire, en el famoso ejemplo de Kant, permite el vuelo de la paloma. «El otro» es ante todo algo que me resiste: pronto veremos cómo lo hace. Además de ser resistencia y realidad, el otro es realidad exterior; no es mi propia realidad ni la realidad de Dios. Dejemos ahora intacto el problema de cómo mi propia realidad me resiste y, por lo tanto, la cuestión de cómo pueden surgir en mi interior esos «seudo-otros» —mis distintos «yos empíricos»— a que la penetrante y certera sutileza de Antonio Machado dio el nombre de «los complementarios»; dejemos asimismo intocada la pesquisa de cómo en el seno último de toda experiencia personal hay el «Supremo Otro» que solemos denominar «Dios». Algo habrá que decir en el capítulo próximo acerca de estos dos sugestivos temas. Lo que ahora me importa es tan solo subrayar el carácter «exterior» de la realidad que en mí suscita la vivencia del «otro». Lo que en mi ser resiste es realidad mía: es lo «no-ajeno» a mí, «lo que me es propio» (das Mir-Eigene), según la expresión de Husserl; aquello sin lo cual yo no podría ser «yo». La resistencia a que voy a llamar «otro» pertenece, en cambio, a la esfera de lo que en principio me es «ajeno» o «no-mío», por fuerte y honda que sea la afección que con ella me una; esto es, a un orden de la realidad cuya supresión, aunque me conmueva y trastorne 59 violenta y profundamente, no impide que yo siga siendo «yo». Mi abertura hacía el otro —mi real posibilidad de que para mí haya efectivamente otro hombre— pertenece, como vimos, a mi propia constitución ontològica, y el mero ejercicio real del cogito así lo pone de manifiesto; pero la existencia empírica del otro es ajena a mí, y así me lo patentizan la radical contingencia del hecho de percibirle y el carácter de no-mías que poseen las vivencias en que la realidad del otro se me da. Cualquiera que sea la indiferenciación inicial en que respecto de su condición de «mías» o «no-mías» se hallen las vivencias integrantes de mi percepción interna, es evidente que solo una distinción entre vivencias «mías» o de mi realidad y vivencias «no-mías» o de lo que no es mi realidad —entre das Mir-Eigene y das Mir-Fremde, diría Husserl— me permitirá hablar del otro con algún fundamento in re. Basta lo expuesto para advertir que la percepción del otro supone en mí: a) el ejercicio psicológico de mi actividad consciente, porque sin él yo no podría vivir la multiforme resistencia con que lo real se me manifiesta o me es: si caigo en la inconsciencia, no hay para mí realidad; y b) la capacidad psicológica de distinguir entre lo mío y lo ajeno. Sin el aprendizaje infantil de que coincidentemente nos han hablado Scheler, Buber y Ortega —y con ellos, la copiosa investigación psicológica contemporánea: Piaget, W. Stern, Bühler, etc.—, el adolescente y el adulto no discernirían tan netamente como lo hacen «lo otro» y «yo», lo que ellos son y lo que ellos no son. Pero esto, ¿no nos está acaso diciendo que en la raíz de. la percepción del otro hay una constitutiva ambigüedad? La distinción entre lo mío y lo ajeno es una actividad de la conciencia adulta y lúcida; por consiguiente, una capacidad psicológica que solo idealmente considerada puede ser perfecta, una capacidad límite. ¿Cuándo la conciencia psicológica deja de ser infantil, cuándo deja de ser turbia? Hay momentos de mi vida en que yo, frente a «lo otro», soy clara y distintamente «yo», pero esto no siempre ocurre en mí; y cuando efectivamente acontece, nunca falta en mi conciencia una orla —la «esfera» de Schilder, la zona «hiponoica» de Kretschmer— en que esa distinción se atenúa y esfuma. N o hay duda: la atribución de otredad al 60 otro —más genérica y primitivamente: a «lo otro»— es psicológicamente ambigua. No solo es exterior la realidad del otro; es también realidad expresiva. Llamamos «expresión», en sentido lato, a la apariencia de una cosa cualquiera, cuando esa apariencia me refiere a una zona de la realidad que está «más allá» de la apariencia misma y se halla en relación simbólica con esta. «Para que haya expresión —escribe Ortega— es menester que existan dos cosas: una, patente, que vemos; otra, latente, que no vemos de manera inmediata, sino que nos aparece en aquella. Ambas forman una peculiar unidad, viven en esencial asociación y como desposadas (en «fiel apareamiento y metafórica amistad», dirá Ortega poco después), de suerte que, donde la una se presenta, transparece la otra» (0. C , II, 572). Ahora bien: la relación que existe entre esas dos «cosas» —la «expresión» y lo que con ella «se expresa»; la «cosa expresada» y la «cosa expresiva»— no es tanto la causalidad eficiente como una causalidad manifestativa y simbólica: la expresión manifiesta y simboüza la realidad expresiva, la «significa», en el sentido que a este verbo dio Husserl. «Los cielos narran —expresan— la gloria de Dios», dice el salmista; esto es, la significan, nos la hacen patente, permiten de alguna manera que esa «gloria», como San Pablo diría, intellecta conspiciatur. El signo telegráfico S. O. S. expresa que un barco está en peligro. Las manos cruzadas expresan la plegaria: en ellas me está dada la «realidad orante» del que reza; aunque, contra la opinión de Scheler (EFS, 27), no exactamente como la cosa corpórea, incluida la parte que de ella no veo, me está dada en el fenómeno visual. Viendo yo una cosa carente de expresión, inerte, la actividad compresencial de mi conciencia me pone ante una realidad meramente completiva, ante algo que se limita a completar lo que veo, dándome la vivencia de la cosa entera; viendo una cosa dotada de expresión, viva, mi actividad compresencial me pone ante una realidad expresiva, ante algo que no solo completa lo que yo veo, sino que en ello se manifiesta y simboliza. La expresividad es una función primaria de la vida, una actividad vital irreductible a toda otra y polarmente contra- ía puesta a la actividad finalista y utilitaria del ser viviente 3 . Donde hay vida, hay expresión 4 . Lo cual nos indica que un hombre no será nunca capaz de percibir a otro hombre como tal «otro», si no sabe previamente distinguir entre lo vivo y lo inanimado, o, como suele decirse, entre lo vivo y lo muerto. «La conexión entre vivencia y expresión —dice Scheler— tiene una base elemental, que es independiente de los movimientos específicamente humanos. (Mejor sería decir: previa a los movimientos humanos.) Hay en ello una gramática universal, por decirlo así, válida para todos los lenguajes de la expresión y base para la comprensión de todas las especies de mímica y pantomímica de todo lo viviente» (EFS, 28). Es la no escrita gramática que nos hace encontrar subjetiva y objetivamente alegres el trino de un pájaro y el movimiento de la cola de un perro. Pues bien: sin haber aprendido a discernir entre lo «vivo y expresivo» y lo «inexpresivo y muerto» —con otras palabras: sin haber llegado a un nivel psíquico en el cual sea posible distinguir, siquiera turbia e irreflexivamente, entre la compresencia completiva y la compresencia manifestativa y simbólica—, la percepción del otro no podrá producirse. Y puesto que solo idealmente considerado y solo como caso-límite puede tal 3 Acerca de esta oposición polar, véase O. Kohnstamm, «Ausdruckslehre», en Erscheinungsformen der Seele (München, 1927). La bibliografía de la expresión es muy amplia. Aparte los trabajos que podemos llamar «clásicos» (Ch. Bell, Darwin, Piderit), me atrevo a recomendar: Ortega, «La expresión, fenómeno cósmico», O. C. II, 571-578; H. Plessner, Die Einheit der Sinne (Bonn, 1923); K. Bühler, Teoría de la expresión (trad. esp., Madrid, 1950); C. Oehme, «Die metaphysische und anthropologische Bedeutung der Ausdrucksphánomene», en Am Wege Gewachsen (Heildelberg, 1961); E. Nicol, Metafísica de la expresión (México, 1957); E. Strauss, «Sigh. An Introduction to a Theory of Expressíon», en Psychologie der menschlichen Welt (Berlín, Gottingen, Heidelberg, 1960). 4 Sin mengua de la verdad de este aserto, hay que distinguir cuidadosamente entre la expresión puramente biológica, propia del animal, y la expresión intencional, propia del hombre. Lo cual permite deslindar en la expresión humana dos modos de la expresión: aquel en que predomina su momento biológico u orgánico (por ejemplo: la risa provocada por las cosquillas) y aquel en que prepondera su momento voluntario (por ejemplo: la sonrisa del que quiere sonreír). Véase lo que a continuación se dice. 62 discernimiento ser de veras neto y tajante —¿cuándo una realidad deja para mí de ser inerte y se muestra expresiva, cuándo deja de ser expresiva y se muestra inerte? 6 —, es preciso concluir que la percepción del otro es también ambigua desde el punto de vista de la expresividad. A la ambigüedad entre lo «mío» y lo «no-mío», únese la ambigüedad entre lo «expresivo» y lo «no-expresivo». El otro es, en fin, realidad intencionalmente expresiva; su expresión posee a radice carácter «intencional» o «humano»; es hija, por tanto, de una inteligencia y una libertad. Yendo por el campo, veo moverse la fronda de un matorral. ¿Cuándo ese movimiento será para mí expresión de una intención humana, cuándo expresará la intención de un hombre oculto e invisible dentro del matorral, que así quiere «decir» algo? Evidentemente, cuando tal movimiento no pertenezca al repertorio de los que el vegetal, por sí solo o agitado por el viento, es capaz de ostentar, cuando la agitación percibida no haya podido ser causada por obra de un animal cualquiera, y cuando la situación haga verosímil el hecho de que un hombre se oculte con algún fin en el seno de un matorral, y desde dentro de él mueva su fronda. Si para mí llegan a darse estas tres condiciones, yo viviré súbita e inmediatamente ese movimiento como una expresión intencional, esto es, como la manifestación y el símbolo de una inteligencia y una libertad. La expresión de un animal puede parecer inteligente y libre, pero nunca acaba de parecerlo y nunca lo es, aunque a veces ponderemos con vehemencia la «inteligencia» de tal perro o de tal chimpancé: vea el lector la copiosa bibliografía suscitada por los famosos experimentos de Kòhler o por la conducta del caballo «Hans». Viceversa: la expresión de un cuerpo humano puede parecer meramente animal, esto es, no inteligente ni libre —tal es el caso de ciertos débiles mentales y el de las bellezas y las fealdades «inexpresivas»—, pero nunca acaba de parecerlo y nunca lo es. Si una expresión viviente no nos fuese más o menos inteligente y libre, para nosotros sería puramente animal. 5 Basta pensar en la realidad del vegetal. 63 Acabo de decir que la vivencia del carácter intencional de una expresión es súbita e inmediata. Debo añadir, sin embargo, que la subitaneidad y la inmediatez de esa específica vivencia se explicitan mostrándome que lo vivido —el carácter intencional de la expresión— es para mí en alguna medida comprensible; con otras palabras, que yo puedo aprehender el sentido de esa intención, el fin hacia el cual ella tiende. Cualquiera que sea el alcance efectivo de mi faena de comprensión, la expresión intencional se me muestra comprensible, y esto es lo que en principio me hace percibir articuladamente el carácter libre e inteligente que ahora posee la realidad expresiva. Ahora bien, el hábito psicológico de distinguir las expresiones intencionales de las que no lo son —el que, por ejemplo, me impide confundir la «alegría» humana del amigo a quien complace encontrarme con la «alegría» canina del perro que al verme mueve su cola—, ese hábito no es ingénito, ni espontáneo, ni precoz. Como la percepción de la compresencia manifestativa y simbólica, también la percepción de la compresencia intencional necesita ser aprendida. Y como el discernimiento entre lo expresivo y lo inexpresivo solo en los casos límite es inequívoco, así también la distinción entre lo intencional y lo que no lo es, entre lo psicológicamente comprensible y lo que de ningún modo admite la comprensión. La percepción del otro es ambigua desde el punto de vista de la intencionalidad. La ambigüedad entre lo «intencional» y lo «no-intencional» refuerza y corona la que existe entre lo «mío» y lo «no-mío» y entre lo «expresivo» y lo «no-expresivo». El momento pre-objetivo de mi percepción del otro, lo que en esa percepción no soy yo, es —lo repito— una realidad exterior intencionalmente expresiva. Tal realidad puede ser visible y tangible, como un rostro humano sonriente, o invisible e intangible, como una voz en la oscuridad. Con solo una voz, en efecto, para mí puede haber «el otro». Pero solo cuando el otro sea para mí realidad visible y tangible, además de sonora, logrará primer acabamiento mi experiencia de él. La percepción del otro pide «presencia y figura», para decirlo con palabras de San Juan de la Cruz. De ahí los cuatro tipos prin64 cipales que esa realidad puede adoptar en la vida cotidiana: i.° La obra objetiva del hombre: un hacha de sílex, un libro, un lienzo pintado, un capitel. Todo artefacto —con máxima claridad, el artefacto por excelencia, la obra de arte— es, en su raíz misma, una intención coagulada. El contacto inmediato con cualquier obra humana suscita en nosotros la vivencia del otro, y el análisis de tal vivencia —algo habrá que decir acerca de ella— debiera ser el primero de los capítulos de una psicología de la experiencia artística fiel a lo que esta real y verdaderamente es. 2.° La huella del hombre: el vestigio de un pie humano en la arena de la playa, el hueco de un cuerpo de hombre en un lecho recién abandonado. No será inoportuno traer a colación unas líneas de Ortega: «Es en Castilla. Un prado pajizo con un charco rojo de sangre, la sangre de un toro que, herido, acaba de pasar. Poco después, en la soledad del horizonte, aparece otro toro que cruza el área tórrida y husmea el líquido aún caliente. El ojo del animal se enciende. Su cuerpo se estremece, retiembla de los morros a la cola, patea el suelo y alarga el cuello al firmamento en un largo mugido... Por lo visto, cuando una vida encuentra en el espacio del mundo otra vida —o simplemente sus vestigios— se produce siempre una especie de corriente inducida, una sacudida frenética de la vitalidad. La vida se exalta al entrar en su presencia otra vida» ( 0 . C, VI, 346). Sin el dramatismo de la sangre y humanamente transfigurada, esa es la emoción que produce en nosotros la presencia invisible y misteriosa —la ausencia— de quien dejó en la arena la huella de su pie. 3. 0 La máscara: cualquier objeto no humano, desde el antifaz carnavalesco al matorral del emboscado o la vibración sonora del aire, que manifiesta una voluntad humana de expresión o de ocultación. También la máscara nos hace vivir la realidad del otro; más exactamente, la imagen de sí mismo que el otro, con ella, nos quiere presentar 6 . 4. 0 El cuerpo mismo, el organismo viviente y expresivo 6 Acerca del problema psicológico de la máscara, véase el ensayo de Ortega «Máscaras», en Idea del teatro (Madrid, 1958), y el de J. Rof Carballo «Máscara de la mujer en la pintura de Solana», en 65 5 del hombre con quien me encuentro. Solo en tal caso es plenària la percepción del otro; solo entonces la presencia y la figura coinciden plenamente. Recordemos de nuevo la sentencia de Antonio Machado: «El ojo que ves no es — ojo porque tú le veas; — es ojo porque te ve.» Es verdad lo que el poeta afirma: es ojo el ojo porque, viéndome, me muestra en acto su condición expresiva y humana, me expresa que en. él me está viendo un hombre; pero también es ojo —completemos al poeta— porque yo veo cómo es él, porque en él veo su figura de ojo. La expresión y la figura se integran y complementan en la percepción del hombre por el hombre 7. II. La segunda de las dos instancias que conjuntamente determinan mi certidumbre empírica de existir otro hombre —la instancia presubjetiva del encuentro— es, como dije, la adecuada disposición de mi conciencia psicológica para una recta percepción del otro. Algo he tenido que hablar de ella al describir la estructura de la instancia exterior a mí. Para que una realidad sea para mí «otro hombre», debo ante todo estar consciente, y mi conciencia debe ser capaz de distinguir mi realidad de la realidad que no soy yo, y lo vivo de lo muerto, y lo intencional de lo que no lo es. No siempre acontece esto. Sabemos ya que la capacidad del niño y del primitivo para la práctica de ese discernimiento es sobremanera deficiente. Cuando Cook se acersu libro Entre el silencio y la palabra (Madrid, 1960). Más adelante resurgirá el tema. 7 Locke se plantea (Essay, IV, IV, i 16) el problema de si hay monstruos de los que no se sabría decir si son hombres o no, y lo resuelve afirmativamente. «Ha habido —dice— fetos humanos, mitad bestias y mitad hombres, y otros cuyas tres cuartas partes participan de lo uno, y la cuarta parte restante de lo otro, y hasta puede suceder que algunos se aproximen a una o la otra forma según todas las variantes imaginables, y que se parezcan a un hombre o a una bestia en diferentes grados.» Trátase, en rigor, de un falso problema. Un monstruo humano cuya forma no tuviese ningún parecido con la humana, no podría vivir. La cuestión suscitada por Locke —tan semejante a la que se propone el P. Feijoo al tratar del hombre-pez de Liérganes— no puede presentarse realmente. 66 caba con su gran velero a las islas del Pacífico, los salvajes solían tomar el navio por una enorme bestia marina; para ellos, toda cosa semoviente sería un animal. Y respecto a la relación entre el niño v su mundo, algo habrá que añadir en el capítulo próximo a lo que, glosando a Scheler, Buber y Ortega, ya ha sido expuesto en la Segunda Parte. Mas no solo el niño y el primitivo practican con deficiencia esa múltiple actividad discernidora; también el adulto, cuando ciertas afecciones morbosas —intoxicación por la mescalina y por otros venenos, estados delirantes psicóticos 8, etc.— o la acción de emociones superlativamente intensas, alteran de manera grave la lucidez y la seguridad de su conciencia. Reduciendo a esquema sinóptico todos los posibles estados de conciencia respecto a la vivencia del otro, pienso que pueden establecerse tres tipos principales: i.° La omnianimación del mundo. Todo entonces parece ser expresivo e intencional; toda realidad exterior, hasta las inanimadas e inmóviles, puede ser sentida como «otro hombre». N o por azar es el miedo la afección que con más facilidad y frecuencia nos hace ver un hombre amenazador en el bulto nocturno de un árbol o de una columna. Un poeta cubano, J. E. Piedra, ha expresado muy eficazmente este ominoso y vago surgimiento de «otros» en el contorno vital del medroso: Tejido de alas toca la pared del miedo: palpo a lo largo de todo, y reconozco vagamente algún nombre. Como demostró el fino análisis de Heidegger, el miedo, más que el temor a un malt'm futuriim, es la inhibición y el olvido de las más personales posibilidades de ser. Comienza uno a temer cuando se olvida de lo que sería capaz de hacer 3 Sobre la falsa percepción de «otros» en los estados delirantes, véase H. Ey, «Reflexions sur l'image d'autrui en psychopathologíe», en L'amour du prochain, págs. 259-272. 67 si no estuviese a s u s t a d o . E l medroso es un hombre que ocasionalmente ha perdido la posesión de sí mismo, y por tanto la capacidad de discernir con limpieza lo interior de lo exterior, lo vivo de lo muerto, lo intencional de lo meramente vivo; todo lo cual indica que muchos de los llamados fenómenos de «proyección catatímica» son, antes que resultados de la «proyección» de un afecto, consecuencia de una «indiferenciación» del mundo por pérdida o descaecimiento del propio yo. Nada entonces se muestra muerto o inerte, todo es significante y expresivo: «pánico» viene de Pan, diría Eugenio d'Ors. La distinción entre «tú» y «yo» es deficiente o nula, y la originaria condición convivencial del ser humano se manifiesta y realiza ahora en un mundo irracional, mágico y subconsciente, suelo y hontanar de la interpretación mítica de la realidad: ya el mar puede ser la figura estremecida o serena de Poseidón, y la aurora la rosada apariencia de Eos, y el viento la agitación incesante de Eolo. No parece que las experiencias afectivas de los marineros prehoméricos —tan próximos a ser lo que hoy solemos llamar «hombres primitivos»— pudieran ser ajenas al nacimiento de la mitología griega, 2.° El solipsismo psicológico. En virtud de una serie de razones de orden estrictamente psicológico —al margen, por tanto, de la profesión doctrinal de cualquier solipsismo filosófico—, la realidad del otro no es ahora vivida como «otro hombre», o lo es de muy tenue modo. Se sabe intelectualmente que el otro es otro hombre, pero no se vive afectivamente la relación coexistencial con su humana e individual realidad. Puede esto acaecer sin detrimento de la normalidad psíquica, como resultado de una polarización muy intensa del interés, y consecutivamente de la atención, hacia un tema o una actividad particulares. La ya citada frase de Platón, acerca del ensimismamiento de los filósofos —«Ninguno de ellos sabe de su prójimo ni de su vecino; y no solo de aquello en que los tales se ocupan, pero ni siquiera acerca de si son hombres u otros engendros cualesquiera» (Teet., 174 V)—, es una grande y notoria exageración en lo relativo al saber, mas no tan grande en lo relativo al convivir, a la vivencia afectiva de la coexistente 68 hombredad del otro. El hombre de «alma cerrada» (Bergson), el «no disponible» (Marcel), el «embargado» (L. Rosales), muy difícil y muy deficientemente viven al otro como tú9. Y con ellos, seguramente por lesión o mal uso de estructuras neurofisiológicas hasta hoy no bien conocidas —alguna parte ha de tener en ellas el cerebro interno—, el esquizofrénico, para quien la persona del otro suele ser una marioneta indiferente o perturbadora. Los esquizofrénicos, escribe Bumke, se sienten «espantosamente solos» y no pueden «relacionarse como es debido con los familiares». Su enfermedad psíquica —su «autismo»— les aisla. Un enfermo de Bumke, decía: «Es como si me hallase rodeado por una capa de aire pesado y frío, y por esto nadie puede penetrar en mí, ni yo en los demás. Los demás, incluyendo a mis padres, ya no se relacionan propiamente conmigo, y cuando nosotros (médico y paciente) hablamos durante horas, tengo el sentimiento de que no llegamos a entendernos» 10. Como para el empavorecido todo es viviente y humano, porque ha perdido su propio yo, nada puede ser de veras viviente v humano para el inafectivo y el autista. 3. 0 La normalidad coexistencia!, tanto neurofisiológica como atentiva. El hombre, en tal estado, es plenamente capaz de discernir con lucidez lo interior de lo exterior, lo vivo de lo muerto, lo intencional de lo no-intencional; y por otra parte, goza de una tranquilidad anímica activa y abierta, que le hace sensible para la percepción de sus propias posibilidades y para el advertimiento de lo que en estas puede poner —o quitar— la constante novedad del mundo. La conciencia, entonces, se halla pronta para convivir plenamente la realidad del otro. 9 El sistemático y exclusivo atenimiento del filósofo a la razón especulativa —hemos oído decir a Kant— conduce a contemplar la conducta de la humanidad como un «juego de marionetas». 10 O. Bumke, Tratado de las enfermedades mentales (Barcelona, sin año), pág. 929. El papel que la etapa infantil de la vida —convivencia familiar, educación, etc.— desempeña en la constitución de la afectividad del hombre, y, por tanto, en su disposición psíquica para el encuentro, será subrayado en el capítulo próximo. 69 B. E L M O M E N T O FÍSICO D E L E N C U E N T R O : MI P E R C E P C I Ó N D E L O T R O Las dos instancias de la percepción del otro estudiadas en el apartado precedente son en cierto modo, como ya advertí, la realización psicológica de las dos actitudes cardinales frente a los supuestos metafísicos del encuentro: a la visión de estos desde el punto de vista de lo que es, corresponde psicológicamente la instancia del encuentro que he llamado «exterior», la realidad externa a mí a que voy a llamar «otro»; a su consideración desde el punto de vista del ser que jo soy, la instancia «interior» del encuentro, el estado de mi conciencia, en cuanto conciencia percipiente. Conjugadas una y otra, surge en mi alma la vivencia clara e inequívoca de que ante mí existe «otro hombre». ¿Cómo esta vivencia ha llegado a producirse? ¿En qué consiste? I. Conviene no pasar adelante sin definir con algún cuidado dos tipos del encuentro fundamentalmente distintos entre sí, que a reserva de ulteriores precisiones llamaré encuentro inicialmente objetivo o no-afectante y encuentro inicialmente personal o afectante u . Para aligerar un poco la circulación de mis humores, salgo a dar un paseo por la ciudad. La acera está llena de viandantes: gentes que también pasean, hombres y mujeres que van a su quehacer, ociosos sentados en la terraza del café. Yo paso junto a ellos, percibo sin sombra de duda su condición humana y prosigo tranquilamente mi paseo. Aún siendo para mí «otros», su presencia en mi campo visual me deja indiferente, no me afecta: la ejecución del proyecto que ahora me mueve —dar un paseo— no sufre la menor alteración como consecuencia de estos repetidos encuentros; las posibilidades que " La distinción propuesta por Binswanger entre un encuentro «ultramundano» (innerweltliche Begegnung) y otro «amante» o «dilectivo» (üebende Begegnung) debe ser, como pronto veremos, ulterior a esta que ahora yo propongo. 70 en este momento mi existencia me ofrece quedan intactas. En rigor, cuando salí de mi casa contaba tácitamente con el evento de encontrar a mi paso estos viandantes desconocidos y otros semejantes a ellos y con ellos intercambiables. En esta serie de encuentros no afectantes, ¿qué son para mí los otros? Genéricamente, meras realidades objetivas, objetos que fugazmente ocupan el campo de mi conciencia; específicamente, individuos humanos de los que con detenimiento mayor o menor pienso algo expresable mediante una oración en tercera persona: «él anda ligero», «ella tiene aire simpático», etcétera. Cuanto acerca de la relación yo-él nos han dicho Martin Buber y Gabriel Marcel, podría repetirse para caracterizar mi vinculación con todos y cada uno de estos hombres. Pero todos me son él o ella pudiendo serme tú, y así lo siento con más o menos claridad cada vez que me cruzo con alguno. Tengámoslo en cuenta: el otro del encuentro inicialmente objetivo o no-afectante se me presenta como él desde la posibilidad del tú. Pronto me va a ser posible comprobarlo. De repente, uno de los viandantes se me acerca. Es un hombre que pretende venderme una pluma estilográfica. Me la muestra, y yo la veo atractiva. ¿La compraré o no? Suscitada por la presencia del vendedor, una nueva posibilidad ha surgido en el horizonte de mi vida. Mi encuentro con este hombre ha afectado en alguna medida el curso de mi existencia posible; todo lo fugaz y superficialmente que se quiera, mi inesperado interlocutor ha dejado de serme él y se ha convertido en tú. Mi relación con él ha sido la que Binswanger llama «encuentro intramundano»: esa ocasional cooperación con otro hombre que a él y a mí nos ha deparado nuestro común cuidado de existir en el mundo. Decido no comprar la pluma estilográfica, y sigo mi paseo. Pocos minutos más tarde, advierto que un amigo viene hacia mí. Nos detenemos, y él me da cuenta de la muerte de una persona a la cual los dos estimábamos muy hondamente. Con nuestras palabras, nuestros silencios, nuestras miradas y nuestros gestos, mi amigo y yo convivimos durante unos minutos nuestro dolor v nuestra amistad. Uno v otro sen71 timos que la común aflicción ha hecho más pura e intensa entre nosotros la relación amistosa. Nuestra relación es entonces el «encuentro dilectivo» de Binswanger: ese en que sus dos protagonistas viven plenamente su ocasional «nostridad» (Wirheit), la invasora y unitaria condición de «nosotros» que entre ellos era posible y que su mutuo encuentro ha promovido. Nada más distinto del encuentro intramundano y negocioso con el vendedor —el cuidado de existir en el mundo, la Sorge de Heidegger y Binswanger, es a la postre nec-otium, negocio— que el encuentro dilectivo y no utilitario con mi amigo. Pero, cada uno a su modo, el vendedor y mi amigo no han sido para mí ellos, sino tus; no objetos, sino personas, realidades expresivas de una intención que ha afectado a las posibilidades de mi existencia. Aun siendo tan diversos entre sí, los dos incidentes de mi paseo coinciden en ser encuentros inicialmente personales o afectantes. Estos deben constituir ahora el tema de nuestra atención. Un primer examen del encuentro afectante permite discernir en él dos momentos, en el sentido cronológico y en el sentido constitutivo de esta última palabra: su momento físico y su momento personal. Quiero ser bien entendido. Por supuesto, yo soy persona y he actuado como persona desde el instante mismo en que la realidad del otro fue conscientemente vivida por mí; por tanto, desde que la vivencia de esa realidad apareció en el campo de mi conciencia. Si yo no fuese persona, y persona en acto, yo no podría vivir la presencia del otro. Pero nuestra relación tiene un primer momento en el cual yo no soy libre: aquel en que yo percibo la real existencia del hombre con quien me encuentro. Si ese hombre está ante mí y si mi conciencia se halla lúcidamente abierta a la realidad del mundo, el acto de percibirle, y de percibirle como tú, será para mí ineludible, forzoso. En cuanto encarnado en mi cuerpo y en cuanto comprometido en una situación intramundana —la situación de haberme encontrado con el otro—, mi ser personal se ve obligado a co<aa\xci£a& físicamente. La percepción del otro constituye, pues, el momento físico del encuentro. 72 Pero el encuentro no acaba ahí. Después de percibir la existencia del otro, tengo que responder a ella; mi relación con él va a consistir en asumir la decisión y la responsabilidad de una respuesta. En el acto de percibir la existencia del otro, mi libertad se limitó a modular la percepción; no pudo pasar de ahí. E n el acto de responder a la presencia del otro, mi libertad actúa en plenitud: es optativa y decisiva, porque yo puedo responder o no responder a esa presencia; es creadora, porque he de inventar la materia y la forma de mi respuesta, y es apropiadora, porque mi respuesta es cauce y signo de la penetración del otro en mi vida. Con las limitaciones que necesariamente le imponga su condición de encarnado y situado, mi ser personal se conduce ahora libre j personalmente. La respuesta al otro constituye, en suma, el momento personal del encuentro. Observemos brevemente —luego habré de volver al tema— el curso metafísico del encuentro personal. Antes de que la realidad del otro surgiese empíricamente ante mí, el otro me era posible, por radical exigencia de lo que mi realidad de hombre es; era el otro para mí, como más de una vez he dicho, real posibilidad. Cuando efectivamente he llegado a percibirle, el otro me es real; el momento físico del encuentro me da la real existencia del otro, me hace experimentar que él es. Cuando, por fin, se ha producido mi respuesta, con ella, y sin perjuicio de ulteriores rectificaciones, yo habré decidido lo que me va a ser el otro, lo que este va a ser para mí; en alguna medida habré determinado una concreción nueva y ocasional de su esencia. Lo cual equivale a decir que, desde el punto de vista de nuestra relación, el momento personal del encuentro me da lo que para mí va a ser la esencia del otro. Real posibilidad, existencia y esencia son así las tres determinaciones sucesivas del otro, en cuanto vivido por mí. Veamos ahora cómo las dos primeras se conjugan y realizan en el momento físico del encuentro interhumano. II. ¿Cómo se manifiesta, qué es la percepción del otro en el encuentro que he llamado afectante o personal? Comencemos por estudiar concisamente las principales notas descrip73 tivas del momento físico del encuentro. He aquí las que yo veo en primer plano: i . a La subitaneidad. Escribió Ortega que el otro «se nos presenta con la misma sencillez y tan de golpe como el árbol, la roca y la nube». Si ante mí hay una realidad intencionalmente expresiva, y si mi conciencia se halla despierta y disponible, yo vivo la existencia del otro de manera súbita e inmediata. Como ante una realidad blanca siento que «algo es blanco», y como siento que «algo quema» ante una realidad quemante, siento en mí que «algo es otro hombre» —que «algo es alguien», si vale decirlo así—, cuando me hallo ante una realidad humanamente expresiva. La operación de percibir es sin duda un proceso psicofisiológico que requiere tiempo; pero la percepción misma, el acto de sentir la conciencia percipiente que una realidad la afecta de modo específico —blancura, ardor, expresión, etc.—, es subitánea, como el motas instantaneus que la filosofía escolástica atribuye a la iluminación física y a la actividad de los espíritus creados. 2. a La irreductibilidad. El acto de vivir la existencia de otro hombre no puede ser reducido a otros actos psicofisiológicos más elementales, sean estos de orden analógico (Descartes, Stuart Mili), proyectivo (Lipps) o comprensivo (Dilthey). Es preciso distinguir cuidadosamente entre la percepción del otro y el conocimiento del otro. La primera es súbita, inmediata e irreductible, suponiendo que se hayan dado las condiciones de su producción; el segundo es más o menos lento y, según la condición y la situación del que lo intenta, puede apoyarse, como veremos, en recursos y expedientes psicológicos muy distintos entre sí. N o quiere esto decir que la percepción del otro suponga la actividad de un «sentido corporal» o de un «centro nervioso» especiales; tal percepción es el término de una actividad psicofisiológica compleja, como en la vida real —al margen, por tanto, de cualquier simplificación experimental o libresca— lo son casi todas las percepciones; pero el resultado vivencial de esa actividad es en sí mismo irreductible y unitario. El empeño de reducirlo a una combinación superior de «sensaciones elementales» exige una construcción psicológica tan artificiosa como inútil. «El estudio de un fe74 nómeno —dice certeramente M. Chastaing— no debe confundirse con el de sus orígenes. Hay que distinguir especialmente la idea de que tú piensas de la idea de lo que tú piensas. Yo no razono sobre analogías cuando, ya adulto, justifico mi percepción de tu existencia, ni cuando, aun niño, sonrío a mi madre o imito sus movimientos, pero sí cuando juego al poker (The Canary murder case). Y aunque conozca intuitivamente tu existencia, no aprehendo por una inspiración mística tu cólera contenida, sino por una buena lectura de tu comportamiento» 12. 3 . a La falibilidad. E n cuanto tal vivencia, la vivencia del otro posee fuerte certidumbre subjetiva; en cuanto significativa de la existencia empírica del otro, esa vivencia es falible. El movimiento de la fronda de un matorral en que yo creo ver expresarse la realidad de un hombre, podrá ser consecuencia de cualquier otra causa; pero por debajo de ese error de hecho, mi certidumbre subjetiva de «haber el otro» —o mi simple sospecha de que «pueda haber otro»— expresan una verdad a la vez vivencial y ontològica. Aunque la «conciencia de vacío» de Robinson le condujera una y otra vez al error empírico, el sentimiento en que esa «conciencia» ocasionalmente se manifestase sería para Robinson un estado anímico real y cierto, y el juicio ontológico subyacente a ella —«para el hombre, solitario o no, hay el otro»—, una verdad universal y necesaria. Esta falibilidad —que, por supuesto, no es privativa de la percepción de otro hombre: también puedo equivocarme creyendo ver blancura en lo que no es blanco— tiene como supuesto psicológico la múltiple ambigüedad que descubrimos en la estructura previa de la percepción del otro. Yo puedo equivocarme atribuyendo realidad a lo que no es sino ilusión de que algo me resiste, o realidad exterior a lo que solo interior la tiene, o condición expresiva a lo que es inerte, o carácter intencional y humano a lo que carece de él. Solo la lucidez de la conciencia percipiente y «la presencia y la figura» específicas de la realidad percibida reducirán al mínimo esa 15 M. Chastaing, L'existence d'autrui, págs. 326-327. 75 constitutiva e ineludible ambigüedad. N o olvidemos que la realidad exterior es para mí efectivamente real en virtud de un acto de creencia, y no con la evidencia propia de los juicios apodícticos 13. Como diría Peter Wust, ser hombre en acto supone siempre «incertidumbre y osadía». 4 . a La singularidad cualitativa. La percepción del otro es cualitativamente singular. Decía yo antes que esa percepción requiere en el percipiente la capacidad de distinguir entre lo exterior y lo interior, y a la postre entre lo mío (lo que me es propio, das Mir-Eigene) y lo no-mío (lo que me es ajeno, das Mir-Fremde); pero ahora debo añadir que si la vivencia del otro exige tal discernimiento, lo que se me da en ella no es algo que fenomenológicamente pueda reducirse a uno de los dos términos de la distinción entre lo mío y lo no-mío. La percepción del otro me da primariamente una vivencia de «lo nuestro», distinta a radice de las vivencias de «lo mío» y «lo ajeno». Junto a las dos primarias estructuras fenomenológicas que Plusserl describe y contrapone —das Mir-Eigene y das Mir-Fremde— aparece así, y con radicalidad no menor, la pareja que constituyen «lo que nos es propio» y «lo que nos es ajeno», das Uns-Eigene y das Uns-Fremde. Aunque psicológicamente tardía, y aunque su aparición exija la capacidad de distinción antes aludida, la vivencia de «lo nuestro» —en términos personales: la vivencia del nosotros— es cualitativa y genéticamente irreferible a la vivencia del tú y a la vivencia áeljo. Me aparto, pues, tanto de Husserl, como de Buber, MerleauPonty y Binswanger. De Husserl, porque su descripción fenomenológica intenta referir la vivencia del otro a la distinción entre lo que me es propio y lo que me es ajeno, contra lo que tan primaria y radicalmente me enseña mi experiencia del encuentro. El otro como tal pertenece sin duda a la esfera de lo que no me es propio; pero antes de serme «otro», antes, por tanto, de ser tú ante mi yo, él y yo hemos comenzado siendo nosotros. He dicho, con Ortega, que el otro se nos presenta 13 Sobre el problema de la relación entre la realidad y la creencia, véase el apartado «Pregunta y creencia» de mi libro La espera y la esperanza. 76 tan de golpe como el árbol, la roca y la nube. Pues bien: ahora debo precisar fenomenológicamente ese aserto, v decir que lo que se nos presenta con esa subitaneidad y esa inmediatez no es el «otro» como tal, sino un «nosotros» que rápidamente, y tan pronto como yo tomo actitud frente a la situación creada por ese relámpago perceptivo —tan pronto como yo «me rehago», según la vigorosa expresión popular—, se descompone en un tú y unjo. Me aparto también de Buber y de Merleau-Ponty, porque pienso que el surgimiento de ese súbito nosotros en la vida post-infantil requiere haber aprendido a distinguir con alguna precisión lo que a uno le es propio y lo que le es ajeno; y, por consiguiente, que el nosotros de quien ya no es niño es formal y cualitativamente distinto del índiferenciado jo-nosotros de la infancia, y biográficamente nuevo respecto de él. El nosotros del adulto es anterior a la vivencia del tú que de ese nosotros va a surgir, pero no podría dársenos sin la experiencia postinfantil del tú. Dice Buber que la palabra-principio jo-tú no ha nacido del acoplamiento de unjo y un tú, y en ello acierta plenamente; pero identifica con exceso la vinculación afectiva entre el infante y su mundo —vinculación preponderantemente vital y cósmica— con la relación preponderantemente personal que expresa el nosotros del encuentro entre adultos, y en ello, a mí juicio, yerra. El diálogo entre tú y yo que va a resultar de ese nosotros de la edad adulta no es sin más equiparable al diálogo entre el yo infantil y el mundo que tan sugestivamente pinta Martin Buber, y así lo iremos viendo en el curso de nuestra descripción. Merleau-Ponty, por su parte, dice: «Es preciso... que los pensamientos bárbaros de la primera edad permanezcan como una adquisición indispensable bajo los de la edad adulta, si debe haber para el adulto un mundo único e intersubjetivo» (FP, 390). Pero esto, ¿no es acaso confundir el orden ontológico con el orden psicológico? La relación del niño con su madre y con el mundo es ontológicamente referible y debe ser ontológicamente referida a la relación del adulto con el otro y con el mundo; pero esta, en un orden psicológico, no es un mero despliegue evolutivo de la relación infantil, ni una perduración larvada de esta bajo 77 el cogito y el pensamiento objetivador de la edad adulta, sino el resultado de una innovación cualitativa, a cuya estructura pertenece la tantas veces mencionada capacidad de distinguir entre el tú y lo no-mío, por una parte, y el yo y lo mío, por otra u . Discrepo, en fin, de Binswanger, porque este refiere exclusivamente la vivencia de la nosidad o nostridad (Wirheit) al encuentro y a la relación que él llama «amatorios» o «dilectivos» (liebende Begegmmg, Wirheit der L·iebe), y yo pienso que esa vivencia inicia todo posible encuentro, incluidos los pertenecientes al modo intramundano (innenpeltliche Begegmmg) y al que yo he llamado «no afectante» o «inícialmente objetivo». Que tal vivencia sea más vehemente y compleja en la amistad y en la relación amorosa entre varón y mujer, no quiere decir que no exista —mínima y amenazada— en cualquier relación interhumana. Mi diálogo negocioso con el vendedor callejero ha comenzado siendo el tácito y fugacísimo sentimiento de un nosotros; mi visión del otro como él o como ella en el curso de mi paseo urbano —mi encuentro no afectante con alguien que parece no serme y no haberme sido nunca otra cosa que él— lleva tácitamente en su entraña, como ya dije, el tenue sentimiento de la posibilidad de que ese él me sea tú, y tal posibilidad asienta sobre la vivencia previa, más tenue todavía, de un tácito nosotros. Afirmó Scheler, con Plenge, que si el yo es un miembro del nosotros, también el nosotros es un miembro del yo. La expresión no es feliz, aunque declare una intuición honda y certera. Yo diría: «A mi realidad pertenece la real posibilidad del otro; y cualquier impleción empírica y contingente de esa real posibilidad mía —aunque para mí sea por completo no-afectante— comienza siendo vivida por mí como un nosotros.» Por muy distintas que sean entre sí la relación que ocasionalmente me vincula con un transeúnte innominado y la que de por vida va a unir a un amante con su amada —una es fría, fugaz y elemental, otra es cálida, perdurable y compleja—, las dos llevan en su seno, " En el capítulo próximo —«Formas del encuentro»— estudiaré con algún detalle la relación interpersonal del niño y su tránsito hacia las formas adultas del encuentro. 78 como invisible almendra ontològica y psicológica, el «nosotros» que da nervio al surgimiento de todo encuentro interhumano. El levísimo nosotros que se desdobla en él y yo (él: un tú posible) y el nosotros intenso que se desgrana en tú y yo son, a mi juicio, y en la medida en que una vivencia pueda ser comparada con otra, cualitativamente equiparables entre sí. La primera vivencia que otorga la percepción del otro, p o see, pues, exquisita singularidad cualitativa: es la vivencia de una formal nosidad o nostridad, fuerte en unos casos, tenue en otros, y más o menos teñida por el contenido de la ocasional expresión que el otro primariamente me es 15. La percepción del otro comienza por decirme, aunque yo no tenga de ello noticia articulada: «Algo hay fuera de mí de la misma especie que yo»; expresión en la cual la palabra «especie» no debe ser entendida desde fuera, según el proceder de los naturalistas y los lógicos, sino desde dentro, esto es, como aquello a que intencionalmente se refiere la vivencia de la nostridad. El ámbito inmediato de la nostridad puede ser muy restringido, y limitarse al conjunto unitario que aquí y ahora formamos otra persona y yo, pero su término intencional es en último extremo la humanidad entera. Decían los medievales que el individuo humano, a diferencia del individuo angélico, no agota la especie. Pues bien: al margen de todo tecnicismo de escuela, eso es lo que nos dice la vivencia de la nostridad, inicialmente suscitada por la percepción del otro, y trascendente en su intencionalidad respecto del individuo humano que ocasionalmente la suscita. Dando nombre a la singularidad cualitativa de la primera vivencia del encuentro, hemos avanzado no poco en nuestra indagación; de la pura descripción formal hemos pasado a la 15 El término nosidad (del latín nos) no expresa sino la primaria condición de «nosotros» que el otro y yo poseemos; morfológica y semánticamente es más puro. A él correspondería en castellano nosotridad. (Nosotredad debe evitarse en este caso, porque refiere a una etapa ulterior del encuentro.) Pero como el verdadero contenido de la vivencia inicial del encuentro es «lo que nos es propio», das Uns-Eigene, o, más concisamente, «lo nuestro», me ha parecido preferible adoptar el vocablo nostridad que, como se recordará, ya había sido usado por Ortega en El hombre y la gente. 79 aprehensión de un contenido. La vivencia subitánea, inmediata, irreductible, falible y específica que inicialmente nos otorga el momento físico del encuentro —sea este afectante o no afectante, intramundano o dilectivo— es la nostridad. Continuando ese avance, y pasando resueltamente de la apariencia a la consistencia, preguntémonos ahora: ¿en qué consiste la percepción del otro, en cuanto momento físico del encuentro? III. Un análisis atento de la percepción del otro en orden a su consistencia, obliga a estudiarla sucesivamente desde los dos complementarios puntos de vista que van sirviendo de pauta a nuestra pesquisa: el punto de vista psicofisiológico y el fenomenológico y ontológico. i. Comencemos por aquel. Desde un punto de vista psicofisiológico, ¿qué es, en qué consiste la percepción del otro? Poseemos ya una primera respuesta: percibir al otro es adquirir conciencia de una realidad exterior intencionalmente expresiva. Sabemos, por otra parte, que esa realidad no es percibida por mí aislada de cuanto la rodea, sino como primer plano de la situación o «figura perceptiva» que forma su contexto. Yo no veo a otro hombre como una silueta recortada sobre un fondo inexistente o indiferente, sino en la calle o en el teatro, en el curso de un paseo o durante una lección de cátedra: a los otros los encontramos, nos ha dicho Heidegger, en nuestro afanoso trato común con el mundo, cuidándonos activamente del mundo de que también ellos se cuidan. Sabemos, en fin, que la figura perceptiva total de cuyo fondo va a surgir como primer plano «el otro», no solo se halla determinada por lo que objetivamente sea el fragmento de mundo que hay ante mí, mas también por lo que yo en aquel momento estoy siendo: por la personalidad que me hayan dado mi constitución y mi educación, por el estado de mi conciencia, por la ocasional disponibilidad de mi alma, por la índole de mis iniciativas y proyectos en tal oportunidad 16. Todo 14 Sobre la importancia de la «situación previa» en el encuentro animal y en el encuentro humano, véase W. Fischel, «Umwelt, Be80 ello, de tan decisiva importancia respecto de cualquier percepción —«en cada percepción, un yo encuentra su objeto», ha escrito apretadamente Merleau-Ponty—, también preside y regula mi percepción del otro. En un mundo que es a la vez «mundo compartido» o «mundo en común» (Mitwelt, Lówith) y «gente» (Ortega), sobre un fondo situacional muy determinado, y dentro de lo que entonces esté siendo mi vida, surge en mí la vivencia de una realidad exterior intencionalmente expresiva. Esta realidad que ante mí va a ser «el otro», ¿se me muestra a través de una figura sensorial específica? La experiencia inmediata del otro, ¿corresponde a una realidad intramundana específicamente configurada? Sabemos que no. No solo la visión de un cuerpo humano exterior a mí puede hacerme percibir inmediatamente la existencia del otro; también la visión de un libro, de una puerta que gira o de una persiana que se alza, la audición del sonido que llamo «voz», la presión de una mano en la oscuridad. Cualquier realidad exterior puede, en principio, ser vehículo y sede de una expresión intencional. Esto es lo decisivo. El movimiento de la persiana me traerá una experiencia del otro si yo veo en ese movimiento una expresión intencional, algo en que se expresa —hacia mí, hacia un tercero o hacia el anónimo «se» de todo lo que «se hace» sin destinatario bien determinado— 1 7 la condición humana de quien lo produce. La figura corpórea que se me acerca me hará percibir la existencia de «otro», solo en cuanto esa figura me exprese un comportamiento humano, sea este la alegría, la tristeza, la timidez o la simple deambulación. Lo cual quiere decir que la certera y fecunda clasificación de los movimientos biológicos y humanos en «expresivos» y «utilitarios» o «finalistas» (O. Kohnstamm) no debe ser entendida de una manera gegnung und Verhalten», en Rencontre. Encounter. Begegnung (Utrecht-Antwerpen, 1957), y lo que en páginas ulteriores ha de decirse. " El «se» es a la vez el sujeto y el destinatario de lo que «se hace». El pronombre personal del género humano, tomado en su conjunto, es el «se». Solo in patria podrá la humanidad decir «nosotros». Véase lo que acerca de ello se expone en el capítulo «El otro como prójimo». 81 6 dilemática y excluyente. Para mí, como espectador, todo movimiento utilitario del hombre es a la ve% expresivo, porque me expresa que quien lo ejecuta es simultáneamente «otro hombre» y «tal hombre», y todo movimiento expresivo de un cuerpo humano es a la ve% finalista, porque en su seno, vigorosa o leve, hay siempre una intención determinada, un «para». E n el rostro, en la voz o en el movimiento de la persiana yo percibo primaria e inmediatamente una expresión. Los alegatos de Scheler contra la concepción asociacionista de la experiencia del otro son concluyentes. Cuando alguien se me acerca, veo antes la expresión de su mirada que el tamaño y el color de sus ojos; como dice Sartre, la mirada se adelanta a los ojos, los enmascara. Cuando Juan alza su mano, yo no veo primariamente en esta una forma que se alza en el espacio, sino «Juan-que-levanta-la-mano». Y si el súbito color rojo de una mejilla puede ser rubor, ira, acaloramiento o reflejo de un farol, yo no comienzo viéndolo como simple cualidad cromática, sino como nota de color sobreañadida a una realidad expresiva (tal es el caso del «maquillaje», del reflejo de un farol, etc.), o como expresión de alguna de las emociones que puede expresar un rostro humano enrojecido (Scheler, EFS, 362). Sea preponderantemente expresivo o preponderantemente utilitario el movimiento percibido (ojo que me mira, persiana que se alza, brazo que se desplaza en el aire, voz que suena, rostro que se enrojece, etc.), su percepción me hace vivir inmediata y simultáneamente dos cosas: que allí se mueve alguien, no un «algo» no intencional de índole mecánica o zoológica, y el sentido que para mí y en sí mismo tiene entonces tal movimiento; en términos más psicológicos, la vivencia que el movimiento manifiesta. E n mi encuentro con él, y cualquiera que sea el modo de percibirle, el otro comienza siéndome expresión humana, aunque esta quede reducida a la fundamental, genérica e indeliberada de «existir humanamente». La primera meta a que llega mi percepción del otro se halla así unitariamente integrada por la condición humana de aquello que ante mí se expresa y por el contenido de la vivencia que da significación propia a la expresión percibida: alarma, 82 alegría, tristeza, etc. Pero la actividad receptora y la actividad efectora del organismo se hallan, como sabemos, en íntima unidad funcional: toda percepción tiende a realizarse cinéticamente, todo movimiento tiende a expresarse de un modo vivencial. Lo cual determina que en el cuerpo del sujeto que percibe a otro se produzcan automáticamente, siquiera sea de una manera tenue e incoativa, las alteraciones anatomofisiológicas correspondientes a la expresión humana de la vivencia percibida. La representación imaginativa de una partida de tenis incoa en mi cuerpo los movimientos que exigiría la contemplación real de esa partida. La percepción de una expresión colérica esboza en mí la manifestación somática de la cólera. La visión de un sujeto que se sienta en una silla moviliza receptora y efectoramente las estructuras neurológicas de mi esquema corporal, según el curso del movimiento ajeno: no olvidemos que en la génesis de esta fundamental estructura neurofisiológica ha tenido parte importantísima la contemplación del cuerpo de los demás, desde la primera infancia (Schilder). Percibiendo al otro, yo —a través, sobre todo, de mi «cerebro interno»— «realizo» intracorporalmente en mí lo que es genéricamente humano y lo que es cualitativamente específico —alarma, alegría, tristeza, etcétera—• en la vivencia que de la percepción resulta. N o se trata ahora —conviene subrayarlo— de que yo imite con mis propios movimientos los movimientos del otro, sino de algo más automático y primitivo, más «convivencial»; tanto, que la visión de la alegría de un perro puede suscitar en mi cuerpo la incoación de todo el delicado complejo cinético en que se realiza y expresa la alegría humana. Como finamente apunta Sender, hay una «gramática universal» de la expresión, y no es la pura imitación la clave sobre que tal «gramática» se funda 1S. Según esto, la vivencia correspondiente a la percepción del otro posee una estructura interna integrada por tres momentos principales: ,8 Además de Scheler, EFS, 21-30, véase H. Plessner, «Zur Anthropologie der Nachahmung», en Mélanges philosophiques (Amsterdam, 1948). 83 i.° La nostridad o vivencia de «lo que nos es propio». Fenomenológicamente considerada, es la unidad intencional subyacente al pronombre personal «nosotros» —a la forma más radical y primaria de las varias que este pronombre puede adoptar—; y desde un punto de vista psicofisiológico, tal vivencia es el resultado de percibir y vivir la genérica «condición humana» de la melodía cinética sensorialmente aprehendida: rostro semoviente, voz o apretón de manos. Una forma humana quieta es expresiva en tanto en cuanto las formas vivientes son —como enseñaron Goethe y los morfólogos idealistas— «expresiones fijadas», y en tanto en cuanto esa forma, poco o mucho, cambia de aspecto, se mueve. Hablar de la «expresión» de un cadáver no pasa de ser -una metáfora animista, un afectado o inconsciente gesto de primitivización. Después de lo dicho, apenas será necesario subrayar la decisiva importancia neurofisiológica del cerebro interno para una cabal vivencia de la nostridad. Kleist afirmó la localización de un «yo comunitario» (Gemeinschaft-Icb) en la circunvolución del cíngulo; y aunque la pasión localizatoria de este gran neurólogo fuese tantas veces abusiva, es preciso reconocer que bajo tal aserto latía una certera y fecunda intuición, porque el cerebro interno es, como sabemos, la estructura neurològica que regula nuestra comunicación afectiva con los demás hombres. Para sentirse semejante del otro —lo cual no es lo mismo que saberse semejante suyo— es necesaria la integridad funcional de las circunvoluciones rinencefálicas. 2.° La cualidad afectiva correspondiente a la expresión percibida: alegría, tristeza, temor o simple y vaga expectativa. Scheler sostiene, como sabemos, que la vivencia de esta cualidad afectiva, aun perteneciendo a mi percepción interna, es anterior a la aparición del sentimiento de «lo mío» y «lo ajeno», y, por lo tanto, a la escisión del «yo-nosotros» originario en «el otro» y «yo». Fundidos en ese previo e irreflexivo yo-nosotros, el otro y yo iniciaríamos nuestro encuentro viviendo una misma vivencia, la vivencia correspondiente a la expresión que el otro me muestra. Pronto discutiremos la validez de este aserto. Por el mo- 84 mento, limitémonos a observar que, como en el caso de la nostridad, la percepción de la cualidad afectiva inherente a la expresión del otro no es sino la percepción de la melodía cinética de una forma en movimiento. Vivir una expresión ajena es percibir la significación unitaria y transtemporal de una serie temporal y continuada de estados sensorialmente aprehendidos; por tanto, un acto de recuerdo integrador. «La figura de un movimiento —escribe Von Weizsácker— es la representación simultánea de pasados sucesivos: un genuino acto de recuerdo» 1!). Sí; pero de un recuerdo en el cual lo recordado no es algo cuya imagen se conserva como resto presente de un pasado —así recuerdo yo, por ejemplo, lo que vi u oí tal día—, sino momentánea aportación a la vivencia unitaria e instantánea de una significación, en este caso afectiva. Por eso he llamado «integrador» al modo de recordar que exige la recta percepción de figuras cinéticas intencionalmente expresivas. A diferencia de lo que acontece con el recuerdo «señalador», en el cual lo recordado es solo un hito para la representación memorativa de la existencia pretérita, este otro —el recuerdo «integrador»— cumple su función psicológica integrándose en la unidad de una significación que le trasciende. La vida es un «presente que tiende puentes sobre el tiempo» (^eitüberbrückende Gegetnvart), dice Prinz Auersperg 20; por tanto, «prolepsis», anticipación del futuro (Von Weizsácker, Conrad) 21. Pues bien: si la vida es en sí misma prolepsis, también tendrá que serlo nuestra vivencia de la vida ajena, y con muy peculiares caracteres —pronto los descubriremos— en el caso de que esa vida sea humana. 3. 0 La vivencia interoceptiva o cenestésica que a través de los viscerorreceptores, los propiorreceptores (laberinto, músculos, tendones y articulaciones) y los quimiorreceptores (cuer" Gestalt und Zeit (Halle, 1942), pág. 25. Pflügers Archiv für die ges. Physiol. 236 (1935), 301, y Zeitschr. für Sinnesphysiol. 66 (1936), 274. La aplicación de este concepto al encuentro táctil con las cosas puede leerse en el trabajo del mismo autor «Zur psychophysiologischen Bedeutung der Begegnung», en Rencontre, Encounter, Begegnung. 21 V. von Weizsácker, op. cit., y Kl. Conrad, Nervenarzt, 21 (1950), 58-69. Conrad emplea la expresión de Vorgestalt, «prefigura». 20 85 pos aórticos y carotídeos), y en último término del cerebro visceral, otorgan los movimientos o conatos de movimiento de nuestro propio cuerpo en que esbozadamente se realiza la emoción percibida. Recuérdese lo dicho acerca del esquema corporal. Percibiendo la expresión del otro, no solo experimento en mí la vivencia correspondiente a la expresión percibida, mas también la que consecutivamente suscita en mí mi incipiente realización intracorpórea de esa vivencia compartida. Y esta es, según Scheler, la instancia por cuya virtud la vivencia compartida comienza a hacerse mía, y el inicial e irreflexivo yo-nosotros del encuentro se desgaja en un «yo» y un «otro». Pero la descripción de Scheler, ¿puede acaso ser admitida sin crítica ni reforma? ¿Es cierto que yo comienzo a percibir la existencia del otro viviendo la misma vivencia que él? ¿Es solo la sensación de mi propio cuerpo lo que concede aspecto de mía a esa vivencia que con el otro comparto? Un punto de reflexión se impone. En rigor, yo no experimento la vivencia que el otro expresa, sino la que yo veo en su expresión; y como antes he dicho, mi percepción es y no puede no ser falible. No es imposible que yo viva como tristeza la expresión de alguien que no está triste, sino perplejo. Plessner ha demostrado experimentalmente que la comprensión de los movimientos expresivos es con frecuencia incierta o errónea. Un mismo gesto ha sido interpretado unas veces como expresión de mal sabor y aborrecimiento, otras como signo de acecho y meditación, algunas como señal de mordacidad y desprecio 22. N o escapa a Scheler, claro está, tan obvia objeción. Su análisis se refiere al caso de una expresión no falseada (EFS, 359) y de una percepción correcta. Pero, aun dentro de esta hipótesis, ¿es cierto que yo vivo siempre la misma vivencia de quien ante mí y hacia mí se expresa? Frente a los casos en que yo convivo la alegría o la tristeza del otro con una vivencia más o menos indiferenciada respecto de la suya, ¿no hay otros en que la afección en mí decisiva diferirá cualitativamente de la que en la expresión 22 «Die Deutung des mimischen Ausdrucks», en Philosophischer Anzeiger I, 1925-1926; reproducido en Zwischen Philosophie und Gesellschaft (Bern, 1935). 86 del otro he percibido? Si alguien aparece ante mí mostrándome una cólera amenazadora, yo no viviré la cólera de ese hombre, sino mi temor. Podrá argüirse que la vivencia de mi temor exige previamente otra en que de fugacísimo modo yo haya vivido en mí la cólera y la amenaza del otro, porque mi temor no puede ser sino reactivo a algo que antes haya acaecido en mí. Es cierto. En todo caso, lo que a mis ojos hará del colérico un «otro» no será la percepción de un carácter de mía en la cólera percibida y convivida, sino —mucho más clara y decisivamente— mi propio temor. Admitamos, sin embargo, que mi vivencia de la expresión ajena es correcta y que mi convivencia de ella es real. Me encuentro con un hombre de veras alegre, percibo adecuadamente la leal expresión de su alegría y la vivo efectiva y conscientemente en mi alma. Así y todo, ¿puedo decir sin reserva que el otro y yo estamos viviendo la misma experiencia afectiva? A mi entender, Scheler —influido sin él advertirlo por su visión estratigráfica de la realidad humana— separa demasiado tajantemente la «esfera del psiquismo» y la «esfera de la persona», y olvida que la expresión humana es siempre expresión intencional; y por otra parte, ya en un orden puramente descriptivo, no distingue suficientemente entre los dos modos principales de la afección de la vivencia al centro personal de quien la vive: lo en mí y lo mío. Como mi propia expresión, la expresión del otro es por esencia intencional; en alguna medida, por tanto, es consecuencia de un acto de libertad. Hay casos —por ejemplo: la risa invasora y rebosante de aquel a quien una situación muy hilarante fuerza a reír— en los cuales la parte de la libertad en el movimiento expresivo será muy exigua; pero una observación atenta siempre nos permitirá discernir en los actos de un hombre, por muy espontáneos y primo primi que a primera vista parezcan, una venilla de la libertad que el ser humano —«forzado a ser libre», según la frase feliz de Ortega— constitutivamente posee. Lo cual quiere decir que mi vivencia de la expresión del otro no es solo falible por obra de la múltiple y ya consignada ambigüedad de mi percepción —esto es, por mi siempre posible incapacidad para distinguir neta87 mente lo real de lo ilusorio, lo interior a mí de lo a mí exterior, lo expresivo de lo inerte y lo intencional de lo n o intencional—, sino por algo mucho más radical y grave: porque la contemplación de cualquier intención expresada no es posible sin una íntima e inexorable incertidumbre en quien la contempla; más brevemente, porque el otro es un ente libre, es en libertad, hasta en sus expresiones menos deliberadas. Intencionalidad implica libertad, y las expresiones de la libertad son por esencia imprevisibles. Hablando en sus Investigaciones lógicas de la función comunicativa de las expresiones, dice Husserl: «Si el carácter esencial de la percepción consiste en un intuitivo opinar (Vermeinen) que aprehendemos una cosa o un proceso como presente..., entonces el tomar nota de la notificación es mera percepción de la misma». El tomar nota (die Kimdnahme) es entonces una percepción de la notificación (die Kundgabe); ver la expresión de la cólera es en cierto modo «ver» la cólera; pero ese «ver» es en rigor un «opinar»; no una «aprehensión real y efectiva» (tvirkliches Erfassen), sino una «aprehensión presuntiva u opinada» (vermeintliches Erfassen) 28. Como al creador de la fenomenología corresponde, la expresión de Husserl es fenomenológicamente certera y precisa. Cuando yo veo cólera en la expresión de otro, lo que hago es opinar que estoy viendo tal cólera; y esto no solo por mi propia falibilidad, y porque mi certidumbre de la realidad del mundo exterior sea y haya de ser resultado de un acto de creencia, sino, más radicalmente, porque la notificación de aquello de que yo tomo nota es obra de un ser en libertad. De ver un árbol cuando estoy ante un árbol, puedo hallarme cierto y seguro; de ver y vivir la alegría de quien ante mí ríe, no puedo dejar de estar inseguro e incierto. La percepción del otro no es solo ambigua a parte percipientis; también lo es a parte rei; más precisamente, a parte personae percepfae. Vale la pena examinar con alguna atención la estructura de esta insalvable incertidumbre. En el orden de la pura psico23 Logische Untersuchungen, II, I, I, 8. Añade Husserl que el primero de esos dos modos de la aprehensión pertenece a la «percepción interna», y el segundo a la «percepción externa». Habrá que matizar algo esta tajante disyunción. 88 fisiología, ¿por qué mi vivencia de la expresión del otro, cierta para mí en cuanto al hecho psicológico de vivirla, me deja secretamente incierto respecto de su real y efectiva correspondencia con la intención latente en la expresión percibida? ¿Cómo en mi encuentro con el otro percibo su libertad? ¿Solo, como Sartre dice, porque él trata de reducirme a objeto? Creo que las cosas son más elementales e inmediatas. El propio Sartre afirma que «yo me hago anunciar el presente del cuerpo (del otro) p o r su futuro» (EN, 412). Esto es anterior a la posible mirada objetivante que ese cuerpo pueda dirigirme; y, por supuesto, más general, porque yo puedo encontrarme con el otro sin que él me mire. Volvamos, pues, a nuestro punto de partida, y consideremos lo que acaece durante la percepción de cualquier movimiento expresivo. En su ya citado trabajo sobre la vivencia de la expresión mímica ajena, contrapone Plessner la temporalidad de duración de los movimientos expresivos y la temporalidad de transcurso de los movimientos activos u operativos; la risa y el llanto «duran», la acción de quitarse el sombrero «transcurre». El recuerdo de la oposición bergsoniana entre un temps durée y un temps espace viene sin demora a las mientes 2i. El transcurso temporal de las acciones operativas es susceptible de partición en «trechos» o «tiempos», como tan claramente dejan ver los movimientos de la instrucción militar; la duración de los movimientos expresivos, en cambio, es como la distensión en el tiempo de algo unitario y transtemporal. Modificando agustiniana y bergsonianamente la fórmula de Prinz Auersperg antes transcrita, podría decirse que toda expresión es «un presente distendido». Mas también sabemos que tanto el concepto de «expresión» como el de «acción» son conceptos ideales. Sería insensato clasificar dilemáticamente los actos humanos en expresiones y acciones. Todo acto humano es a la ve% expresión y acción, aunque en él prepondere muy visiblemente uno u otro de estos dos momentos estructurales. La acción más deliberada, ¿deja acaso de expresar la condición humana de quien la eje14 Zwischen Philosophie und Gesellschaft, pág. 148. 89 cuta y no pocos rasgos de su condición personal? ¿No tiene cada hombre un peculiar modo de andar, de comer, etc., en que expresivamente se decanta y manifiesta su personalidad? Y el hábito de ostentar sin fingimiento una expresión determinada —sonriente en unos casos, ingenua o grave en otros—, ¿no es con frecuencia un recurso táctico para conseguir en la vida el éxito a que individual o colectivamente se aspira? ¿No corresponde acaso una expresión corporal típica al «ideal de vida» de cada pueblo? a6. En la concreta realidad de una vida humana, la expresión y la acción son a la ve% presente distendido y sucesión de actos, y así nos lo hará ver el análisis psicofisiológico de cualquier movimiento expresivo, si ese análisis es suficientemente fino. Ver la alegría en el rostro de un hombre es ir viendo la sucesión de los movimientos faciales que integran la unidad figural y expresiva llamada «sonrisa». En cuanto acto emprendido o en cuanto acto cumplido, la unidad intencional de la sonrisa, ya existente en el primero de los movimientos faciales que iniciaron el proceso psicofisiológico de sonreír, trasciende la apariencia instantánea de ese particular movimiento y de todos cuantos le siguen: la alegría del otro —que en su raíz es un «estar alegre», no un «ir estando alegre»; de ahí que la realización temporal de esa y de todas las vivencias sea durée o «presente distendido»—, la alegría del otro, digo, subtiende unitariamente la sucesión de las operaciones somáticas que la realizan y expresan. No menos unitariamente la vivo yo, cuando por convivencia —cuando la veo en la sonrisa que me la muestra— participo de ella. Mas ya he dicho que mi ver es y no puede no ser un ir viendo. Si el otro está real y verdaderamente alegre, su alegría será un presente distendido a través de los movimientos corpóreos que sucesivamente le expresan. ¿Podrá serlo para mí la alegría que convivo? De ningún modo. La sucesión de los movimientos expresivos que yo voy viendo no es unívoca y necesaria: en cualquier momento el otro, que con su libertad domina en todo o en parte la expresión de sí 25 Véase G. H. Fischer, Ausdruck und Personlichkeit (Leipzig, 1934). Piénsese, a título de ejemplo, en la gravitas romana, en la «sonrisa» norteamericana, en la «rigidez» teutónica, etc. 90 mismo, puede alterar el curso de la melodía cinética que su cuerpo ejecuta; y puesto que yo debo convivir su alegría anticipando presuntivamente la fracción de esa melodía todavía no ejecutada —«opinándola», diría Husserl—, sigúese de ahí que mi vivencia tiene que ser insegura e incierta. Para quien la expresa sintiéndola realmente, la unidad intencional de la alegría, es vivida como duración segura 26; para quien la convive a través de la expresión ajena, esa unidad intencional no puede ser vivida sino como duración amenazada de inseguridad e incertidumbre, porque la presente alegría del otro puede cesar bruscamente, u ocultarse como las aguas del Guadiana, o acabar mostrándose como pura comedia. Viendo la sonrisa del otro yo estoy físicamente obligado a dos cosas: a vivir su alegría y a vivirla amenazadamente. D e lo cual resulta que la posesión de mi propio mundo psíquico —mi autoposesión— no es solo deficiente por la fragilidad de mi propia naturaleza y por la falibilidad de mi propia libertad, mas también, y aun sobre todo, por la radical imprevisibilidad de la libertad ajena. Dentro de los límites y las condiciones de su libertad, el otro realiza libremente el carácter dativo de su existencia expresándose ante mí; y frente a él, yo realizo el carácter compresencial de la mía percibiendo a la vez la presencia cierta de una expresión que en todo momento es pudiendo ser otra cosa, y la compresencia incierta de lo que desde un «más allá» temporal y espacial concede sentido unitario, bien que necesariamente veteado de inseguridad y amenaza, a todo lo que para mi presente es ya pasado. Tiene razón Scheler afirmando que en mi encuentro con el otro yo convivo su alegría o su tristeza; pero yerra cuando sostiene que él y yo comenzamos viviendo la misma alegría, y que solo por obra de una incipiente y autosentida realización intracorpórea llega a mostrarse mía esa común vivencia y a despertar en mí la conciencia de mi propio yo. Siendo comunes, esa alegría y esa tristeza son desde el primer momento vividas por él y por mí de un modo cualitativamente distinto: por él, en un acto de «apre26 En la medida en que la existencia íntramundana es segura para el hombre. 91 hensión efectiva», y por lo tanto con certidumbre y seguridad; por mí, en un acto de «aprehensión presuntiva», y, por lo tanto, transidas de inseguridad e incertidumbre. El hecho de que mi experiencia del otro me lleve ontológicamente a descubrir «lo inaccesible en cuanto tal» (Ortega) y «la dimensión de lo no-revelado» (Sartre), tiene uno de sus más importantes fundamentos psicofisiológicos en esta radical diferencia cualitativa de nuestras vivencias convividas. Mas no solo por olvidar con exceso el intrínseco carácter intencional y libre de las expresiones y las vivencias es discutible la descripción scheleriana de la percepción del otro; también lo es, como dije, por no distinguir suficientemente los dos modos principales de la afección de lo vivido a la persona: lo en mí y lo mío. El sentimiento corporal del insomnio de mi vecino está fuera de mí, y el sentimiento corporal de mi propio insomnio está en mí: nada más claro y patente. Scheler ve esto y lo subraya. Los sentimientos corporales —dolor orgánico, hambre, sed, etc.— son estrictamente individuales e incompartibles, nos dice con reiteración. Pero el hecho psíquico de que el sentimiento de ese insomnio esté en mí, ¿quiere decir sin más que mi insomnio sea real y personalmente mío? En modo alguno. Si yo cuento con él solo en cuanto me molesta y para hacerlo desaparecer ingiriendo cualquier hipnótico, entonces mi insomnio es tan mío como el zapato que me aprieta y estoy deseando quitar de mi pie. Solo comenzará a ser de veras mío, si yo lo acepto en mi existencia, si de algún modo lo incorporo positivamente a la trama de mis proyectos más propios, y en definitiva a mi vocación. La diferencia entre el burgués genuino y el no-burgués consiste, a la postre, en que aquel solo sabe tener por suyo su propio bienestar, y este otro es capaz de llamar mío a su dolor y a su fracaso. El término de radicación de una vivencia mía —el «yo» a que tal vivencia necesariamente pertenece— puede estar fuera de mí: esto es lo que acaece cuando yo contemplo, sin convivir su dolor, la expresión del dolor de muelas de mi vecino. Mi vivencia —que está en mí, que pertenece al ámbito de mi «percepción interna»— me refiere entonces a la esfera 92 de «lo que me es ajeno»; más concisamente, de «lo ajeno». Pero en el caso de que mi vivencia me refiera a la esfera de «lo que me es propio», puede hacerlo de dos modos fenómenológica y psicológicamente distintos entre sí: la pertenencia «en precario» de lo que me es propio por el mero hecho de estar en mí sin referencia a un «fuera de mí», y la pertenencia «en propiedad» de lo que me es propio por ser real y verdaderamente mío. «En mí hacia fuera de mí», «en mí hacia mí» y «mío» son los tres cardinales respectos de la afección personal de la vivencia. El primero supone un «yo ajeno»; los otros dos, un «yo propio». Traslademos ahora esta distinción a nuestro problema, e imaginemos lo que desde tal punto de vista puede ser el hecho de que un hombre conviva la vivencia correspondiente a una expresión ajena. Habremos de pensar, en primer término, que la expresión del otro será formalmente distinta cuando manifieste una vivencia que no pasa de estar en él —su dolor de muelas o la noticia del aprieto en que se encuentra tal o cual desconocido— y cuando exprese una vivencia genuinamente suya. Evidentemente, la «otredad» del otro será mucho más notoria en el primer caso: yo viviré entonces una vivencia que me refiere no solo a «lo ajeno», sino a lo que ni siquiera para el otro que yo estoy viendo es «en propiedad». Basta pensar en la enorme, casi cruel «extrañeza» con que solemos asistir al gesto que expresa el dolor físico de un circunstante. Pongámonos, sin embargo, en el caso de percibir la expresión de una vivencia a la que el otro pueda con verdad llamar siiya. Entonces, y con la incertidumbre y la inseguridad que nuestro análisis precedente nos ha revelado, yo conviviré personalmente esa vivencia, la viviré en mí y respecto de mí; pero solo llegará a ser real y verdaderamente mía —solo saldrá de su mero «estar en mí hacia mí»— cuando yo, por obra de la simpatía y del amor, la haya incorporado al núcleo proyectivo y vocacional de mi propia existencia, y del nosotros inicial y físico del encuentro haya sabido hacer un nosotros interpersonal. Piemos oído decir a Husserl que la «aprehensión real» de una vivencia es propia de la percepción interna, y que su «aprehensión presuntiva» pertenece a la percepción externa. 93 No es así. La aprehensión presuntiva puede pertenecer a la percepción interna, y de dos distintos modos: siendo real y verdaderamente mía la vivencia aprehendida —en capítulos ulteriores veremos cómo lo propio del amor personal al otro es el estremecido acto espiritual de hacer mías vivencias solo presuntivamente aprehendidas por mí—• o no pasando de estar en mí esa vivencia que en mí radica. Mi percepción interna —mera «dirección de actos», como nos hizo ver Scheler— comprende en su ámbito lo que va a ser real y verdaderamente mío y lo que no pasará de estar en mí hacia mí; y junto a ella, mi percepción externa será el dominio de lo en mí hacia fuera de mí. Volvamos a nuestra interrogación inicial: ¿qué es, desde un punto de vista psicofisiológico, la percepción del otro? Nuestra respuesta será: es un acto psíquico a la vez unitario y complejo, en cuya estructura se articulan: a) la vivencia de una realidad expresiva fuera de mí; b) la vivencia de un nosotros universal y genérico, el correspondiente a nuestra común condición humana; percibiendo a otro, vivo más o menos acusadamente que nos es propio «algo» cuya realidad no se agota en él y en mí; y c) la convivencia insegura e incierta de una afección —la afección correspondiente a la expresión percibida— que comienza por «estar en mí», y que en mi cuerpo incipientemente se realiza; por lo tanto, la incierta e insegura vivencia de un nosotros dual, el descubrimiento más o menos explícito y articulado de que al otro y a mí nos es dual y amenazadamente propio algo que en principio se agota en él y en mí. Yo diría que percibir al otro es vivir amenazada j prometedoramente un nosotros inseguro e incierto a causa de un movimiento expresivo que está ante mí. Si esa inseguridad y esa incertidumbre no existiesen, el complejo vivencial suscitado por el movimiento expresivo sería referido a un yo-nosotros semejante al que subyace a la convivencia infantil; pero en el encuentro entre adultos existen necesariamente y ab initio la inseguridad y la incertidumbre, por lo menos cuando la conciencia percipiente es normal y está lúcida; y así sucede que ese inicial nosotros contiene tenue e incipientemente un otro y unjo, mi propio yo. Modificando un poco la feliz sugestión verbal de Unamuno antes consignada, po- 94 dría decirse que el nosotros que nombra la vivencia inicial de la percepción del otro es a la vez un nos-otro y un nos-jo. El hecho de que la aprehensión de la vivencia sea solo presuntiva suscita en el nosotros esa originaria e insalvable fisura entre el otro y yo; y la percepción externa y compresencial del cuerpo a que pertenece el movimiento expresivo —rostro sonriente, órgano emisor de la voz oída, persiana que se mueve, etc.— completa tal escisión y parte definitivamente al nosotros originario en un tú (o un //) y un yo. Ya «el otro» —un yo ajeno y expresivo que pide mi respuesta— está empíricamente ante mí. Entre el otro y yo ha comenzado a producirse un encuentro petitivo 27. N o queda conclusa con esto la descripción psicofisiológica del encuentro interhumano. Habrá que estudiar aún el singular papel que cada uno de los distintos órganos receptores y efectores desempeña en él. Hay que examinar, por otra parte, el aspecto psicofisiológico de lo que antes he llamado «momento personal» del encuentro. Pero antes de cumplir una y otra tarea, será conveniente describir la consistencia ontològica que posee la mera percepción del otro. 2. Ontológicamente, ¿en qué consiste el «momento físico» del encuentro? a8 ¿Qué pasa en mi ser cuando me encuentro con otro, por el simple hecho de percibirle yo como tal «otro»? El capítulo precedente nos ha mostrado que el ser del hombre, por imperativo de su constitución metafísica, se halla abierto a las cosas y a los otros hombres: el hombre es con los otros, los necesita para ser. Con expresión a la vez psicológica y ontològica, muy certeramente lo advertía una breve sentencia poética de Antonio Machado: Poned atención: un corazón solitario no es un coraren. 27 En el apartado subsiguiente •—«El momento personal del encuentro»— será más explícita y articuladamente descrita esta fase final de la percepción del otro. 28 No me refiero aquí, como es obvio, a la ontologia general, sino a una ontologia regional, la propia del ser humano. 95 Y como glosando ontológicamente este poemilla, escribe Binswanger: «Solo si la existencia humana tiene en sí el carácter del encuentro, solo si yo j tú ya pertenecen a la constitución misma de su ser, solo así será posible un amor tuyo y mío» (GEMD, 84). Todo lo cual nos indica que las interrogaciones anteriores pueden ser reducidas a esta: ¿cómo el carácter coexistencial del ente humano —principal supuesto metafísico del encuentro— se realiza físicamente en la percepción del otro? Una respuesta parece inmediata. Si el ser humano posee constitutivamente un carácter coexistencial, la soledad será un estado menesteroso del hombre, y el encuentro la satisfacción empírica de ese ontológico menester: la aparición del otro es, como dice Merleau-Ponty, Pachévement du système. Que tal satisfacción sea psicológicamente vivida de un modo grato o ingrato, que sea pura delicia, como en el encuentro amatorio, o puro vapuleo, como en la colisión entre el herido de la parábola y sus salteadores, será algo de que la teoría tendrá que dar cumplida razón; pero la índole ontológicamente «satisfactoria» o «impletiva» del encuentro interhumano no puede ser puesta en duda por quien no haya decidido encerrarse en un solipsismo arbitrario y dogmático. Trátase, pues, de saber cuál es la consistencia real de esa «satisfacción», sea penosa o placentera su realidad concreta. Conocemos ya la tajante respuesta de Sartre: el encuentro interhumano es la colisión de dos libertades que mutuamente tratan de reducirse a objeto. Percibir yo a otro sería descubrir la existencia real de un aspirante a vampiro o a déspota de mi propia libertad. Esta tesis sartriana es el resultado de un análisis ontológico basado sobre un supuesto tácito: que la percepción del otro es siempre, directa o indirectamente, visión objetivante, mirada. El esquema del proceder de Sartre es patente: elige como punto de partida de su análisis una determinada situación de la existencia humana, la considera privilegiada entre todas las posibles y no elegidas, la examina fenomenológicamente, y acaba atribuyendo validez general y necesaria a los resultados de su análisis. No es recusable, ciertamente, la costumbre de tomar una situación concreta % y ejemplar como punto de partida de un empeño descriptivo; pero, como suele decir Zubiri, los ejemplos se vengan; y su venganza consiste, ante todo, en mostrarnos unilateralmente la realidad a que ellos se refieren, en llevarnos con facilidad excesiva desde un «Esto es tal cosa» todavía lícito a un ilícito «Esto no es más que tal cosa»; es decir, a la situación del hombre que con su razón pretende manejar despóticamente la realidad. Preguntemos, pues, a Sartre: la percepción del otro ¿es siempre, psicológica y fenomenológicamente, visión del otro? El hecho de encontrarme con otro oyendo su voz o apretando su mano en la oscuridad, ¿equivale sin más al hecho de verle? La eminencia de la visión en la percepción humana de la realidad, ¿puede hacer de ella fundamento único de nuestro estar-en-el-mundo? Y por otra parte, ¿es siempre y solo visión objetivante la mirada entre hombre y hombre? Cuando el otro y yo nos miramos, ¿es psicológica y ontológicamente necesario que nuestra intención no sea sino la de objetivarnos? Si todas estas interrogaciones pudiesen y debiesen ser respondidas negativamente —y, como iremos viendo, así lo impone un análisis amplio, detenido y sincero de la realidad—, la tesis de Sartre perdería todo derecho a la exclusividad. Su validez, en tal caso, no pasaría de ser parcial. Mucho más universal y básica parece ser la concepción de Ortega. Inicial y genéricamente, el otro es para mí el reciprocante, el que puede responder a mi acción sobre él con otra acción semejante a la mía. Percibir a otro es ante todo descubrir, sobre ese tácito fondo de usos y costumbres que es la «gente», y dentro de una situación determinada, que cierta realidad exterior me expresa su índole propia mostrándose capaz de responderme o «reciprocarme»; mostrando, en definitiva, que esa realidad para mí es alter, que puede «alternar» conmigo, según un feliz vocablo de nuestro idioma que Ortega ha sabido elevar desde el arroyo al plano egregio e impoluto de la meditación filosófica. Todo esto me parece muy nítido y certero. Pero ¿qué es ontológicamente la reciprocación? Desde el punto de vista de mi ser —y desde el punto de vista del ser del otro—, ¿en qué consiste eso de que uno y otro nos encontremos como genéricos reciprocantes? 7 97 Pienso que una primera respuesta podría ser esta: puesto que desde un punto de vista fenomenológico yo soy, ante todo, el poseedor de mis propias posibilidades —de todo aquello que yo permanente y ocasionalmente puedo hacer—, encontrarme con otro y percibirle como reciprocante será, con anterioridad a cualquier otra determinación, el descubrimiento empírico de que mis posibilidades de existir son, desde su raí^ misma, com-posibilidades. En cuanto conciencia de mi propia realidad, yo en este instante soy un poder ver la hoja sobre que escribo o un poder no verla, un poder seguir escribiendo o un poder salir de paseo, etc. Bien examinadas, todas y cada una de estas posibilidades muestran a la vez la condición solitaria y libre y la condición co-esente y co-existente de mi existencia a9. Si me decido por una de ellas, lo hago en soledad y en libertad: dentro de las limitaciones que me imponen mi cuerpo y mi situación, libre soy para optar por una o por otra; y siendo libre in actu exercito, tengo que estar íntimamente solo. Pero el contenido de la posibilidad elegida me mostrará siempre mi condición coesente y coexistente. La realización de una posibilidad no es posible sin un mundo de cosas y de otros. Aunque yo estuviese físicamente solo, el simple hecho de tener que contar con mi cuerpo me remitiría a aquellos hombres por los cuales mí cuerpo existe: a mis padres, a los padres de mis padres, y en definitiva a la humanidad entera. ¿Hay para el hombre posibilidades enteramente ajenas al imperativo de la coexistencia? El cumplimiento de mi permanente posibilidad de morir, fenomenológicamente reducible a un «quedar sin cuerpo», ¿no será un acto personal cuyo contenido exige una total y absoluta soledad? El sentir subyacente al «pues solo para ti, si mueres, mueres», de Quevedo, ¿será, como la filosofía de Heidegger pretende, una 29 Zubiri ha sabido valorar filosóficamente el verbo castellano eser, forma anticuada del actual ser. El Diccionario de la Academia da como participio activo de aquel el término «eseyente». Habría que decir, según esto, «co-eseyente»; pero por sencillez y por obvias razones de simetría con «esencia» —no parece que se haya dicho nunca «eseyencia»—, prefiero decir «co-esente», 98 rigurosa verdad ontològica? Y el encuentro con la Divinidad, ¿exigirá del hombre su conversión en Ein^elne, en individuo solitario y aislado, como K i e r k e g a a r d pretendió? En el capítulo próximo examinaremos lo que en rigor sea esa presunta «soledad absoluta» de las dos posibilidades supremas de la existencia humana. Por el momento me conformaré con observar que todas las posibilidades restantes exigen la coexistencia. Existiendo yo en soledad, el hecho mismo de ser —el hecho de poder ser algo y de realizar más o menos perfectamente ese «algo» que puedo ser, aunque mi acción no sea sino la cartesiana de un cogitare —me revela la real posibilidad del otro. Las posibilidades de mi existencia son en definitiva posibilidades cuyo surgimiento y cuya realización exigen la existencia real del otro; son, pues, composibilidades. Pero si yo estoy físicamente solo, esta verdad no pasa de ser el resultado de una inferencia fenomenológica: yo sé que hay otros hombres, que mis posibilidades son en último extremo composibilidades y que en cualquier momento puedo encontrarme con otro. Para quien en la soledad de la noche pasea por las calles de una ciudad, ¡qué insondable venero de temores y esperanzas es esa módica realidad tópicamente llamada «la vuelta de la esquina»! Para quien está solo en su casa, ¡qué inagotable encrucijada de «otros» posibles es la realidad quieta y oscura del teléfono! Sí, esto es verdad. Sin embargo, esa real posibilidad no será para mí realidad inmediata, mientras yo no me encuentre efectiva y empíricamente con otro; mientras yo, a través de la contingencia del encuentro, no descubra como certidumbre intra?nundana lo que hasta entonces solo había sido —y solo había podido ser— certidumbre intraanimica. Entonces mi soledad, como dice Ortega, se «desoledadiza», y mi libertad descubre que además de hallarse limitada desde el punto de vista de su ámbito, porque nunca puedo ser y hacer todo lo que en aquel momento quiero, se halla afectada desde el punto de vista de su ejercicio, porque se ve obligada a contar con la libertad del otro: una vez iniciado el suceso del encuentro, ya no puedo ser libre si el otro no lo es. Mis posibilidades son efectivas composibilidades en 99 cuanto tienen que existir psicológica y ontológicamente conjugadas con otras tan libres como ellas. Movido por los supuestos de su propia filosofía, Jaspers tuvo el acierto de estudiar el fenómeno de la comunicación existencial desde la constitutiva y originaria libertad de las «existencias posibles» que se encuentran y comunican. Antes de que Sartre publicase Uétre et le néant, yo mismo, en un inmaturo ensayo, puse en conexión esencial la contextura psicológica de la percepción del otro con su radical condición de ente libre 30. En las páginas precedentes creo haber mostrado con alguna precisión cómo la libertad del otro condiciona mi modo de percibir el contenido vivencial de sus expresiones. Pasando ahora del orden psicofisiológico al ontológico, trátase de saber cuál es la estructura íntima del cumplimiento de una posibilidad personal, cuando el encuentro le ha puesto empírica e ineludiblemente en el trance de mostrarse y actuar como composibilidad. Aunque el tema sea mucho más psicológico que ontológico, debo comenzar mi análisis describiendo sumariamente el estado de ánimo o talante correspondiente a la vivencia de la composibilidad. Cuando, encontrándome con otro, descubro que mis posibilidades son de hecho composibilidades, ¿cuál puede ser, cuál es mi estado de ánimo? Con otras palabras: ¿hay en el encuentro un estado de ánimo previo a todos los que mi ulterior relación con el otro puede suscitar? Si lo hay, ¿cuál es el talante inicial y genérico del encuentro? Decía yo antes que para el paseante solitario la vuelta de la esquina es un incalculable venero de temores y esperanzas. En cuanto ser libre, el otro puede serme todo, desde lo más grato hasta lo más ingrato, desde mi amigo hasta mi asesino. Ahora bien, todas esas innumerables eventualidades son automáticamente ordenadas en el alma según dos respectos cardinales: el bonum y el malum, lo que para mí sea o parezca ser conveniente y lo que para mí sea o parezca ser nocivo. En el orden de la vida real, la adiaforia de los estoicos no existe. Lo cual equivale a decir que el inicial y genérico estado 30 Medicina e Historia, págs. 193 y sigs. 100 de ánimo del encuentro tiene que ser aquel en que a la ve% se teme el futuro y se espera de él; más precisamente, aquel en cuya entraña efectiva se funden el germen del temor y el germen de la esperanza; en definitiva, el estado de alerta. Encontrándome con otro, séame conocido o desconocido —mucho más, claro está, en este último caso—, yo comienzo por ponerme alerta: la lucidez de mi conciencia se agudiza, mi organismo entero se yergue —eso quiere decir, etimológicamente, el vocablo italiano all'erta, del cual procede el nuestro—, y mi entera realidad se dispone para recibir con la máxima eficacia receptora todo lo bueno y todo lo malo que aquel «otro» puede traerme 31. Mientras escribo estas líneas suena en el piso superior la radio de mis vecinos. El aire me trae un sonido musical, una melodía cualquiera. Yo la oigo casi sin advertirlo. Menos cómodamente que si se apoyase sobre el silencio, es verdad, pero sin grave trastorno, mi atención y mi pensamiento pueden seguir su marcha. De repente, el sonido musical es sustituido por unas palabras. A través de tabiques y ondas electromagnéticas, ahí está, hecho signo sonoro, «el otro». Pues bien: tan 31 Acerca de la reacción de alerta —que no es específicamente propia de la relación interhumana, pero que en esta alcanza su culminación—, véase Cerebro interno y mundo emocional, de Rof Carbailo, y mi libro La espera y la esperanza. No parece un azar el hecho de que la forma «cortés» de encontrarse con otro sea la bipedestación. La almendra antropológica de esa cortesía es el primitivo estado de all'erta, de previsora erección del cuerpo. En su agudo ensayo On a Certain Blindness in Human Beings, William James contrapone la vivencia de soledad que el hombre puede experimentar en medio de una multitud humana —«Multitud de hombres y mujeres vestidos de diario, qué extraños me parecéis», dice Walt Whitman en su poema al ferry de Brooklyn—, y la vivencia de alerta, y por tanto de potencial compañía, que a veces surge en el alma del solitario. W. James ilustra esta tesis psicológica con un texto de lile Days in Patagònia, de Hudson: «Un día, escuchando el silencio, se me ocurrió considerar qué asombroso efecto se produciría si yo gritase. Esta horrible tentación casi me estremeció. En aquellos días solitarios, ni un pensamiento solitario cruzaba mi mente. No era posible el pensamiento. Mi estado espiritual era de suspensión y de alerta (suspense and watchfulness).» La autodescripción de Hudson es muy fina, profunda y reveladora. 101 pronto como esto ha ocurrido, mi conciencia y mi atención han dado un respingo. Sin querer, me he puesto alerta, y mi trabajo ha quedado interrumpido. La súbita percepción de unas palabras humanas ha hecho de mí un ser en estado de alerta: de vivir ensimismado en mi faena —diría Ortega— he venido a encontrarme alterado. Ya dije que la significación etimológica del vocablo «encuentro» tiene parcial, pero muy honda razón antropológica. Ese estado de ánimo surge, como un surtidor afectivo, sobre el suelo de la situación en que yo esté viviendo. N o es difícil advertir que toda situación tiene un fondo remoto, invisible, y un fondo próximo y manifiesto. Hállase constituido aquel por el mundo en general, dentro del cual existen como posibilidad genérica «los otros», el conjunto indefinido de «mis semejantes». Yo tengo la conciencia previa e inexpresa de que todos ellos son distintos entre sí, y buena prueba es el peculiar azoramiento que en mí y a todos nos produce la visión de dos hermanos gemelos muy parecidos uno a otro; pero la tácita presunción de su diversidad no me impide atribuirles, tácitamente también, una radical condición de «semejantes». La ordenación dual de estos en «conocidos» y «extraños» —también consabida por mí y también en mí operante, aunque no piense en ella— pone un principio de estructura en el fondo remoto del encuentro interhumano 32. El fondo próximo de este —el rostro visible de mi situación— se halla constituido por la parcela de mundo que ocasionalmente yo tengo ante mí; esto es, por un conjunto de experiencias que para mí han llegado a adquirir, aunque su comienzo haya sido reciente, cierta «habitualidad». Solo cuando algo ha llegado a hacerse «hábito» puedo decir que pertenece a una «situación»; y así, el fondo próximo del encuentro será unas veces el trabajo o el ocio en soledad, y otras el coloquio ya habitualizado con otra u otras personas, acaso la permanencia en el seno de una multitud. Hay situaciones tan absorbentes, tan densamente afectivas, si vale decirlo así, que hacen sobremanera difícil el surgimiento 32 Véase K. Lowith, Das Individuum in der Rolle des Mitmenschen, págs. 48-49. 102 del encuentro. Ninguno de los espectadores de un partido de fútbol es capaz de percibir la existencia de otro hombre cuando el juego alcanza uno de sus momentos culminantes. Hay por otra parte individuos en quienes la índisponibilidad para la existencia del otro es un obstáculo muy difícilmente franqueable. Los conocidos trabajos de Spitz han puesto de manifiesto la influencia decisiva de los primeros años del ser humano en orden a su ulterior disposición para la convivencia social; E. Rochedieu, en Francia, y J. Rof Carballo, en España, han estudiado muy bien el complejo determinismo consciente y subconsciente de la resistencia psicológica al encuentro 33. N o todos los hombres son en el mismo grado capaces de la «mirada atenta» de que nos habla Simone Weil en Atiente de Dieu; esa mirada «en que el alma se vacía de todo contenido para percibir en sí, tal como él es, en toda su verdad, el ser que ella mira». Pero fácil o difícilmente, a través de la disponibilidad o a través del embargo, el encuentro surge, y los sujetos que en él se encuentran descubren empíricamente que sus personales posibilidades no son sino composibilidades. Lo que hasta entonces no pasaba de ser verdad universal y ontològica ha comenzado a mostrarse como verdad psicológica y experimental ¿Qué significa esto, respecto de la vivencia en que psicológica y experimentalmente se constituye el encuentro? Sabemos ya que esa vivencia es una nostridad inicial. Encontrarse con otro es vivir una nostridad en el seno de un ambiguo, pero patente estado de alerta: la germinal e imprecisa almendra vivencial del encuentro —el «nosotros» de que pronto vamos a salir «el otro» y «yo»— hállase envuelta por el alertamiento genérico que entonces forma la atmósfera efectiva de mi conciencia. Trátase, pues, de precisar con cierto rigor fenómenológico y ontológico la índole y la estructura de ese incipiente «nosotros». 33 J. Rochedieu, «La rencontre d'autrui. Obstacles psychologiques et accés religieux», en La présence d'autrui (París, 1957); J. Rof Carballo, op. cit., y el libro Urdimbre afectiva y enfermedad. Al estudiar el problema del primer encuentro del niño, reaparecerá este tema. 103 Lo que vengo llamando «nostridad» —la vivencia primaria de lo que me vincula con esa surgente realidad exterior intencionalmente expresiva— no es todavía la tácita pronunciación de un «nosotros» resuelto y deliberado; decir «nosotros» en el sentido de «tú y yo» o en el sentido de «él y yo», supone, como veremos, mi respuesta a ese «otro» que acabo de percibir. Desde el punto de vista de su índole formal, la nostridad no es sino la vivencia de que «algo es nuestro»; más concisamente, la vivencia de «lo nuestro». Pero, ¿qué es lo que en rigor quiero yo decir cuando formal y genéricamente hablo de «lo nuestro»? El «algo» de la expresión «algo es nuestro», ¿tiene alguna significación previa a sus posibles contenidos concretos? Yo pienso que sí. Al decir «lo nuestro», y antes que a la posesión de cualquier objeto determinado —«nuestra conversación», «nuestro amigo» o «nuestro país»—, aludo a que al otro y a mí nos es posible hacer algo en común, conversar, querer a una misma persona o compartir una misma preocupación histórica. Decir «lo nuestro» es declarar que alguna posibilidad es mancomunadamente poseída. Y si «mundo», en uno de los sentidos radicales del término, es aquello que revela y determina mis personales posibilidades de ser, habré de concluir que «lo nuestro» es primariamente una parcial posesión compartida del mundo, una genérica manera de afirmar que mi mundo ha comenzado a mostrárseme como «mundo en común», Mitwelt (Heidegger y Lòwith). Con mi percepción del otro, lo que yo entonces sea —lo que yo pueda hacer— depende de alguna forma del hecho de haber comenzado a vivir en nostridad. Pero la nostridad propia del encuentro posee, además de una significación formal, una estructura integrada por dos momentos más o menos fundidos entre sí: la nostridad originaria y genérica que me vincula al otro en cuanto ambos somos hombres, y la nostridad ocasional y dual de mi relación con la persona que ante mí ha aparecido. Esa nostridad que he llamado «originaria y genérica» es la que me hace vivir al otro como semejante, como co-partícipe de la realidad que los naturalistas y los lógicos llaman «una especie». Encontrándome con otro, y cualquiera que sea el 104 modo de nuestro encuentro, vivo de manera súbita e inmediata que ante mí «hay alguien»; esto es, «algo como yo». «Operando la reducción trascendental (de mi experiencia del otro) —escribe G. Berger—, he dejado en el mundo (entre paréntesis, diría Husserl) los hombres y su vida social. He rebasado las relaciones de vecindad. El otro no es ya mi prójimo, ha pasado a ser mi semejante. Las relaciones que tengo con el otro no son de posición, ni de cantidad, sino de cualidad» 34. Es verdad; pero lo que en un orden fenomenológico es un resultado, es un principio en el orden óntico. La relación con el otro tiene como principio real y como principio cronológico una nostridad genéricamente humana, surge de ese «enorme anonimato», como Péguy diría, en que ambos tenemos implantada la raíz física de nuestro ser. El otro es para mí ante todo, y no solo en el orden del saber enunciativo, alguien como yo; es, dice Lówith, der Meinesgleiche, el igual a mí. Dejando aparte el encuentro entre el Samaritano y el herido, tal vez sea el diálogo que Sócrates y el esclavo sostienen en el Menón platónico la más preclara ilustración de esta básica comunidad interhumana que la nostridad del encuentro patentiza 35. ¿Qué es «lo nuestro» en el caso de la nostridad originaria y genérica? El hecho de que el otro yo y yo comencemos viviéndonos como un radical nosotros físico, ¿qué significación y qué alcance tiene? Significa, por lo pronto, que en principio el otro y yo podemos con-ser todo lo que nuestra común condición de hombres permita; que, como dice Ortega, ante mí 34 35 «Du prochain au semblable», en La présence d'autmi, pág. 94. J. Russier («Autrui, semblable ou prochain», en Vhomme et son prochain. Actes du VIII Congrés des Sociétés de Philosophie de Langue Française, París, 1956, pág. 232) ha comentado certeramente este aspecto del Menón. En el mismo Congreso, E. Dupréel («L'homme et son semblable», op. cit., pág. 153) propone la construcción de una teoría general de los Semejantes, «que se superpondría, sin confundirse con ellas, a la física, la química y la biología puramente descriptivas». Lo propio de esta disciplina formal sería expresar los semejantes mediante términos, sin especificar nada de antemano acerca de su naturaleza, y estudiar los efectos que resultan sobre estos términos, por simple probabilidad, de los constantes asaltos de su contorno y, sobre todo, de las relaciones entre ellos. 105 hay alguien que puede ser todo lo humano, sin ser nada humano en concreto; en términos de «mundo», que «nuestro mundo», a través de un sistema de referencias cada vez más distantes, es el mundo de todos los hombres, el mundo de la humanidad. Viendo yo a otro hombre y viviendo en mí la genérica nostridad que con él me vincula, sin saberlo yo explícitamente, y por muy ruda que pueda ser mi personal condición, estoy sintiendo que la filosofía de Platón, la predicación de San Pablo, la colonización de América, la Revolución francesa y la mecánica cuántica son «nuestras»; que a nuestra modestísima e insipiente manera, el otro y yo podemos convivirlas, como podemos ser comúnmente exploradores del Amazonas o víctimas de una persecución política. El horizonte de nuestra coexistencia está en primer término definido por nuestra co-hombredad; «la Humanidad» es lo que el otro y yo —el otro que está ante mí— podemos conjuntamente hacer y padecer como hombres antes y después de ser el otro y yo. Todo lo que no sea entender así ese magno vocablo, no pasará de ser retórica sentimental. Esto no excluye, claro está, la existencia de modos distintos en la actualización psicológica de la nostridad inicial y genérica que el encuentro revela. Los hombres somos hombres y co-hombres a través de nuestra situación, y esto por fuerza debe expresarse en la vivencia de la nostridad. A cada nivel histórico-social corresponde una forma típica del nosotros inicial y genérico. El nosotros que en sus almas vivieran, al encontrarse con otro hombre, el griego antiguo, el cristiano primitivo, el europeo renacentista, el cosmopolita ilustrado y el doctrinario del Volksgeist —basten estos ejemplos— no era y no podía ser uniforme, porque la visión del mundo condiciona en cierta medida el modo de sentir la propia vida. Pero ya he dicho que la nostridad propia del encuentro posee en su estructura un segundo momento, constituido por la nostridad ocasional y dual. A la vez que el otro es para mí «hombre», está siendo «este hombre»; en el seno del nosotros físico que en cuanto hombres nos vincula, apunta y se estremece, como un embrión incierto y amenazado, el nosotros personal que el otro y vo entonces comenzamos a ser. Por 106 modo de posibilidad real en el encuentro que he llamado noafectante (el hecho de encontrarme con un él que en cualquier momento puede serme tú), por modo de real actualidad en el encuentro afectante (aquel en que el otro empieza siéndome tú), todo encuentro interhumano lleva en su entraña una nostridad dual y personal. Trátase de una nostridad personal anterior a mi respuesta al otro; anterior, por tanto, al hecho de que el otro sea para mí él o tú, y tú intramundano o tú dilectivo. Nuestra mutua vinculación no se ha hecho todavía dúo o diada 3e. Llamo «dúo» a la relación intramundana con el otro; es decir, a la que entre nosotros surge como consecuencia de alguno de los cuidados que el vivir en el mundo nos ofrece o nos impone. Llamo «diada» a la relación genuinamente interpersonal con el otro; esto es, a la que entre nosotros haya podido crear cualquiera de formas del amor personal (diada dilectiva) o el odio (diada conflictiva). Pues bien: la nostridad personal prerresponsiva es anterior a la decisión entre una y otra. Mi relación con el otro comienza siendo ambigua e incierta por tres razones principales: porque así lo exige, como sabemos, la estructura psicofisiológica del acto de percibirle; porque la incertidumbre y la inseguridad de la vivencia con que yo convivo el contenido de la expresión ajena es momento decisivo en mi percepción del otro como tal otro, y porque en la primera fase del encuentro nuestra vinculación es real pudiendo ser —y, en cierto modo, siendo simultáneamente— dual y diádica. Examinemos con algún cuidado la estructura interna de 36 En cuanto yo sé, el primero en llamar la atención acerca del papel decisivo de la dualidad en la relación interhumana ha sido Th. Litt, con su distinción entre Paargebilde («pareja») y Gruppengebilde («grupo»). A diferencia de este, la pareja no tendría carácter genuinamente social (Individuum und Gemeinschaft, Leipzig, 1919). Ha elaborado sociológicamente este punto de vista M. Geiger en su art. «Gemeinschaft», del Handwórterbuch der Soziologie, de Vierkandt. Pero, como digo, la propuesta de Litt no queda completa sin distinguir entre «dúo» y «diada». También G. Simmel habla de la diada en su Soziologie (Leipzig, 1908); pero este concepto es en Simmel excesivamente formal. 107 esta nostridad personal y prerresponsiva. E n ella, ¿qué es en rigor «lo nuestro»? ¿Qué ámbito y qué contenido propio tiene ahora el «con» de nuestra concreta y dual composibilidad? Viviéndonos como un nosotros personal, el otro y yo concretamos dualmente —«dualizamos», podría decirse— las genéricas posibilidades que como hombres poseemos: yo vivo este «nosotros» que el otro y yo ahora somos, sintiendo en mí con lucidez mayor o menor, pero nunca sin inseguridad e incertidumbre, que ambos podemos conjuntamente ser copartícipes en algo que de algún modo nos sea privativo: una conversación amistosa, un negocio, una reyerta o un deliquio de amor. Yo vivo, por tanto, la unidad ambivalente que constituyen la posibilidad de una cooperación y la posibilidad de un conflicto. Esto es inicialmente «nuestro mundo», y en esto consiste la «y» de nuestro tú-y-yo antes de que el otro haya llegado a ser tú y yo pasado a s&tyo 37. El otro y yo somos ahora «nosotros», en cuanto podemos a la ve\ cooperar y entrar en conflicto. En el primer caso, mis personales posibilidades resultarán aumentadas o favorecidas, y «lo nuestro» será para mí una ampliación benéfica y gozosa de «lo mío»; en el segundo, mis posibilidades quedarán mermadas, y «lo nuestro» será, respecto de «lo mío», el término de una transformación perturbadora y aflictiva. Pero mí composibilidad no es un saber estático acerca de lo que el otro y yo podemos hacer. Por rápidamente que acontezca su ineludible escisión en «el otro» y «yo», la nostridad prerresponsiva no es un instante temporal, sino un proceso. Como más de una vez ha escrito E. Minkowski, co-existir es co-devenir 38. Pudiendo yo ser algo con el otro, mi existencia es un tránsito entre dos instantes: aquel en que empíricamente he descubierto que las posibilidades de mi vida no son sino composibilidades —desde un punto de vista fenomenológico esto es, como sabemos, la percepción del otro—, y el de mi decisión de responder a la presencia de este de un modo personal. En cuanto experiencia psíquica, la nostridad 37 38 K. Lowith, op. cit., pág. 56. «Co-existence et co-devenir», en Rencontre. Encounter, Begegnung, págs. 295-307. 108 prerresponsiva es la vivencia de un ambivalente ir-siendo con el otro; netamente orientado hacia la dulzura, en unos casos, claramente inclinado hacia la agrura, en otros, el encuentro interhumano es en sí y por sí mismo una experiencia agridulce. Y en cuanto operación, esa inicial nostridad del encuentro es la rápida conversión de una nuda y multívoca composibilidad en el proyecto de coexistencia —en el com-proyecto— que en mí nace y que mi respuesta va a declarar; más concisamente, es la maduración ontològica y psicológica de una decisión convivencial. Elaborando una feliz intuición de Gabriel Marcel, mostré hace años que esperar, para el hombre, es siempre co-esperar 39. Ahora nuestro análisis nos ha hecho descubrir, más radicalmente, que el co-existir humano es, desde su misma raíz y desde su comienzo mismo, un co-esperar incierto e inseguro, un ambivalente movimiento psíquico hacia la decisión que va a dar materia y forma al encuentro. Schütz, discípulo de Husserl, ha escrito que tratando yo a un tú, uno y otro envejecemos juntos, lo cual es sentencia muy aguda y cierta; tanto más cierta, cuanto que ese proceso de co-envejecimiento ontológico comienza en el instante mismo en que nuestras posibilidades se nos revelan como composibilidades, esto es, cuando nosotros no somos todavía tú y yo. Pero la fina verdad de Schütz no es toda la verdad, porque la nostridad prerresponsiva es un co-envejecimiento hacia una decisión, hacia un trance existencial cuya más secreta fórmula es y será siempre el Incipit vita nova. Decidirse es en cierto modo comenzar a vivir; por tanto, rejuvenecerse. De lo cual resulta que encontrarme personalmente con otro y vivir la nostridad inicial que con él me une es para mí y para él un inexorable co-envejecimiento físico, porque nuestros cuerpos no pueden no sentir el paso del tiempo, en cuyo seno se alojan y entretejen un co-envejecimiento v un co-rejuvenecimiento personales, porque el suceso del encuentro nos da experiencia personal, nos envejece, y nos obliga a emprender una existencia nueva, nos rejuvenece. Esto es, en su aspecto temporal, la nostridad prerresponsiva. 39 Véase mi libro La espera y la esperanza. 109 Durante ella, el mundo en común del otro y mío es el decurso de la composibilidad hacia el comproyecto y hacia la decisión en que este se actualiza y revela. Pero «nuestro mundo» no es solo tiempo —en este caso, «puesta en sazón», Zeitigung, según el lenguaje filosófico de Heidegger—; «nuestro mundo» es también espacio, un «ámbito personal» cuya primaria realidad física es el hecho de que otro hombre, sea cuerpo visible, voz o contacto su modo de surgir en mi mundo, está conmigo frente a frente. Encontrarme con otro es sentir que súbitamente se constituye, abierto al resto del mundo y aislado respecto de él, un «ámbito bipersonal»; si se quiere, el «hogar» de nuestro encuentro. E n su análisis de la «recepción» y la «hospitalidad», G. Marcel ha hecho notar «la muy íntima y muy misteriosa relación» que expresa la preposición francesa che%. «No hay chet^ más que respecto de un soi, que por lo demás puede ser el soi de otro, es decir, de un ser al que se le supone poder decir jo» (FC, 39). M. J. Langeveld escribe por su parte que el encuentro es a la vez un «Yo-estoy-en-tucasa» y un «Tú-estás-en-mi-casa», un Ich-bin-bei-Dir y un Du-bist-bei-Mir10. Ninguna de las dos observaciones es del todo cierta. En la nostridad prerresponsiva —y también, aunque de otro modo, en la nostridad consecutiva a la escisión del nosotros originario en tú y yo—, el che% de apunte marceliano se refiere a un chet^ nous, y la complementaria pareja verbal de Langeveld es más bien un «Nosotros-estamos-ennuestra-casa», un Wir-sind-bei-Uns. Ya en su momento físico, el encuentro es el surgimiento ontológico de un «hogar para nosotros». Pero ese «hogar», ¿qué alberga ahora? Lo sabemos. Alberga la unidad ambivalente que constituyen la posibilidad de una cooperación y la posibilidad de un conflicto. Ese hogar —y en esto consiste su peculiar realidad—• está pudiendo alojar la bienandanza y la discordia, la convivencia saciadora de nues40 «Díe Begegnung des Erwachsenen mit dem Kinde», en Rencontre. Encounter. Begegnung, pág. 243. Sobre la conversión de este «hogar» en «oficina» o en «patria» —en este último caso, el Heim, diría Rilke, se hace Heimat—•, véase el capítulo «El otro como prójimo». 110 tro «Contigo, pan y cebolla» —¡qué eficaz y oloroso monumento verbal a la sobriedad ibérica!— y la convivencia enervante e irremediable del sartriano «L'enfer c'est les autres». Un alemán diría que el primitivo YLeim (hogar) del encuentro es a la vez heimlich (confortable, acogedor) y unheimlich (inquietante, siniestro). Así considerada, la nostridad prerresponsiva es el hogar en cuyo seno, entre la promesa y la amenaza, una composibilidad ilimitada va haciéndose proyecto dual. He aquí, pues, lo que ontológicamente es la percepción del otro. Poniendo en ejercicio el carácter dativo y expresivo de su existencia, alguien, desde fuera de mí, me hace presente su realidad y me patentiza empíricamente que mis posibilidades de ser son en rigor composibilidades: todo lo que yo entonces puedo hacer queda afectado por lo que puede hacer conmigo alguien tan libre como yo. De estar ontológicamente abierto a cualquier otro —eso era para mí la condición coexistencial de mi ser cuando yo me hallaba en soledad—, he pasado a un efectivo coexistir con tal otro y a formar con él un conjunto indeciso entre el dúo y la diada. Mi existencia, con esto, no solamente ha puesto en acto su condición coexistencial; también ha ejercitado su carácter compresencial, y este es el que me hace percibir presuntivamente «otro hombre» en la realidad dativa, expresiva e intencional que conmigo coexiste. Nuestra comunidad es a la vez nostridad genérica, porque así lo exige e impone nuestra común condición de hombres, y nostridad personal prerresponsiva. Pero si este «nosotros» inicial es ya comunidad, no es todavía comunicación. Antes de mi respuesta, «nosotros» vivimos en comunidad precomunicativa. Nuestro con-ser no es todavía un ser plenario; en el sentido del me on helénico, es un no-ser, un «todavía no». El otro y yo somos co-existentes y no hemos llegado a sernos co-esentes; y por añadidura lo somos de un modo incierto, inseguro, amenazado. En un breve estudio acerca de la relación con el otro, R. Jolivet propone superar el célebre videre est habere de San Agustín con un videre est esse: «en el orden espiritual —dice— videre define la atención a otro como próximo o como prójimo, y esse la identificación 111 con otro» 41. Sea cualquiera el verdadero alcance metafísico de esa «identificación» con el prójimo —no dejaremos de examinar tan grave problema—, es evidente que en el encuentro interhumano el videre comienza por ser, si se me admite la expresión, no un esse, sino un prae-esse. Las páginas precedentes describen la estructura de ese pre-ser que es mi personal realidad en el momento inicial de mi encuentro con otro. ¿Qué pensar, entonces, de la «hemorragia de ser» u «ontorragia» que, según Sartre, constituye la primera cifra ontològica del encuentro? Cuando yo percibo a otro, ¿fluye sin cesar el mundo como por un desaguadero abierto en el centro de su ser, para ser constantemente «recuperado, aprehendido de nuevo y fijado en objeto» (EN, 313)? Un examen atento de la realidad nos ha hecho ver que no es esa la verdadera ontologia de la percepción del otro. Percibiendo a otro, mi mundo fluye, es cierto; mas no «ontorrágicamente», si vale hablar así, sino hacía el recinto entre promisor y temible que constituye el «hogar» de nuestro encuentro. Sartre, que significativamente estudia el «nosotros» al término de su análisis del ser-para-otro, no solo yerra, como luego veremos, acerca de la consistencia metafísica de ese «nosotros» resultativo, sino que desconoce la existencia del fugaz «nosotros» que ontològica y psicológicamente inicia mi relación efectiva con el otro. Acaso el otro acabe robándome el mundo; acaso llegue, fascinándome, a hacerme ver el mundo a través de sus ojos; pero su encuentro conmigo no ha comenzado siendo un robo. Ha sido, si se quiere seguir usando el lenguaje jurídico, no el acto penal del robo, sino la acción civil y física de segregar pro indiviso esa decisiva y ambivalente parcela del mundo en que el otro y yo hemos empezado a ser «nosotros». Dije al comienzo de este apartado que iba a ceñir mi descripción al caso del encuentro inicialmente personal o afectante: aquel en que la aparición del otro afecta de un modo a la vez real y actual las posibilidades de mi existencia. Mas 41 «La notion de prochain: de la communication à la communíon», en L'homme et son prochain, pág. 222. 112 ya sabemos que también el encuentro inicialmente objetivo o no-afectante se inicia con la vivencia de un nosotros. Cuando en mi paseo cruza ante mí un viandante desconocido, yo no hago de él un objeto; me limito, desde la no afectada ejecución de mi proyecto, a percibirle como //. Nuestro encuentro no ha sido real y actualmente petitivo: ni yo me he dirigido personalmente hacia él, ni él se ha dirigido a mí. Nuestro acercamiento, si existe, es meramente espacial y objetivo, no es «existencial»; nos hemos aproximado como cuerpos semovientes, no como personas. Pero esto, ¿quiere acaso decir que a // yo le vea como veo al perro o al automóvil que cruzando yo la calle salen a mi paso? E n modo alguno. También la percepción del otro como él lleva consigo la vivencia de una doble nostridad: la nostridad genérica de nuestra condición de «semejantes» y la nostridad posible de una relación dual con alguien que podría serme tú. Viendo yo a él, vivo de una manera inmediata e instante la posibilidad de la composibilización empírica de mis posibilidades. Con solo aparecer ante mí, él es para mí una instancia involuntaria y física de serme tú; y así nuestro encuentro, que no es petitivo por modo real y actual, no deja de ser real y posiblemente petitivo. El otro —tú o él— es siempre un requerimiento, diría Fichte. Tal es la raíz ontològica de esa pálida, pero efectiva sensación de abandonar una vida posible —«nostalgia de ex-futuro», la llamaría Unamuno— que fugazmente aletea en nosotros cuando nos cruzamos con un él cualquiera en el curso de nuestro vivir cotidiano. Bajo la dureza de su proceder, ¿sentirían en sus almas esa peculiar «nostalgia» el sacerdote y el levita que en el camino de Jerusalén a Jericó dejaron atrás, como un él objetivo y lejano, un hombre herido que pudo haberles sido tú? Siendo coexistencia empírica, actuando, como suele decirse, «en sociedad», la existencia del hombre va dejando a su espalda las mil y una aventuras posibles —caritativas o criminosas, enojosas o divertidas, sublimes o adocenadas—• que cada día le ofrecen, a su paso por el mundo, otros tantos ellos innominados y fugaces. 113 8 C. EL MOMENTO PERSONAL DEL ENCUENTRO: MI RESPUESTA A L O T R O Cuando he llamado «momento físico» del encuentro a la percepción del otro, en modo alguno he querido decir que durante esta yo no sea persona. Llamando ahora «momento personal» del encuentro al que constituye mi respuesta al otro, tampoco trato de afirmar que mi percepción de este no haya sido de alguna manera responsiva. Más preciso sería decir que la percepción del otro es el momento preponderantemente físico y perceptivo de la relación interhumana. Aunque no de manera tan ostensible como en el segundo momento del encuentro, percibiendo al otro soy persona y respondo. ¿Acaso mi percepción del otro n o es en sí misma una respuesta? Siempre, pero mucho más claramente cuando me he encontrado con alguien porque él me buscaba, el hecho psicofisiológico de advertir yo su presencia es ante todo mi respuesta perceptiva a la situación de encontrarme con él. Percibir es a la vez descubrir, encontrar y responder —léase a Von Weizsácker y a Merleau-Ponty—, y no constituye excepción el caso en que es «el otro» lo percibido. Sea el espectáculo de un rostro ajeno o sea la pregunta de un Tribunal de Justicia aquello a que se responde, vita responsum est. Dentro de la respuesta fundamental y genérica que es la percepción del otro se articulan los varios ingredientes responsivos del momento físico del encuentro: el estado de alerta, con su doble vertiente vivencial y somática, la realización intracorpórea de la vivencia correspondiente a la expresión percibida, la reacción automática o instintiva, bien por vía de imitación, bien por vía de adaptación, al hecho de percibir la realidad del otro. «Un niño de quince meses —escribe Merleau-Ponty— abre la boca si jugando tomo uno de sus dedos entre mis dientes y finjo morderlo; y, sin embargo, apenas si ha mirado su rostro en un espejo, y sus dientes no se parecen a los míos. Y es que su propia boca y sus dientes, 114 tal como él los siente desde el interior, son para él aparatos para morder, y mi mandíbula, tal como él la ve desde fuera, es inmediatamente para él capaz de idénticas intenciones. La mordedura tiene así una significación intersubjetiva. El niño percibe sus intenciones en su cuerpo, mi cuerpo con el suyo, y, por ende, mis intenciones en su cuerpo» ÇFP, 387). Si no con tanta patencia como ese niño de Merleau-Ponty, también los adultos son capaces de responder imitativamente a la percepción de los movimientos ajenos, sean estos expresivos o activos. La reciprocidad del esquema corporal es, según Plessner, la condición previa de toda imitación en verdad inmediata y responsiva: «Justamente porque mis ojos, los ojos con que yo miro, quedan invisibles para mí —escribe—, los ojos del otro, en tanto que origen y destino de la mirada, entran en relación mutua con los míos. Así es posible la reproducción de mi esquema motor por su mirada, y finalmente por su cuerpo entero» 42 . N o todo es fascinación, desde luego, en la mirada a los ojos del otro, pero algo es siempre en ella fascinante. Y junto a la respuesta imitativa hállase la respuesta adaptativa —automática también, en buena medida— frente a lo que en la apariencia somática del otro sea peligro inminente o regazo acogedor: la fuga ante la amenaza, el acercamiento ante la amabilidad. Desde un punto de vista estrictamente biológico, al margen, por tanto, de las novedades cualitativas que la libertad del percipiente introduzca en la respuesta, así se constituye la línea efectora del Gestaltkreis o «círculo figural» —de la «espiral figural», si queremos mayor precisión— que enlaza la realidad exterior y expresiva del otro con la unidad viviente, receptora y efectora de quien lo percibe. Pero la respuesta a la percepción del otro no logrará plenitud mientras no sea clara consecuencia de un acto de libertad de la persona respondiente; esto es, mientras el encuentro no haya entrado resueltamente en su «momento personal». Bien haciendo míos los ingredientes responsivos del momento físico del encuentro (por ejemplo: queriendo "2 «Zur Anthropologie der Nachahmung», op. cit., pág. 103. 115 que sea sonrisa mía el esbozo de sonrisa que la percepción del sonreír ajeno haya suscitado en mí), bien rechazándolos con deliberada energía y sustituyéndolos por otros (por ejemplo: convirtiendo en gesto hosco ese esbozo de sonrisa), yo respondo personalmente a la presencia del otro, me hago para él realidad intencionalmente expresiva —le soy lo que él me era—, y doy al encuentro efectiva consumación. Por debajo de sus infinitas formas posibles, ¿en qué consiste esencialmente este acto de responder a la presencia del otro? ¿Qué es «por dentro» el momento personal del encuentro? I. Mi respuesta ha comenzado siendo una decisión de responder expresamente —o de no responder—• a mi percepción del otro. Antes de encontrarme con el otro, yo me hallaba entregado a la ejecución de mis actos —escribir, leer, asistir a un espectáculo cualquiera—, sin que en mí hubiese conciencia expresa de mi propio yo. Mi conciencia era pura «conciencia ejecutiva» o, como dice Sartre, «conciencia irreflexiva». De repente, el otro —una realidad exterior intencionalmente expresiva— ha surgido ante mí. Mis posibilidades, súbitamente, se me han mostrado como composibilidades, el curso de mi existencia se me ha hecho co-devenir y el mundo se me ha ordenado en torno a un hogar dual, tan real como indeciso y tan promisor como temible. Mi conciencia ha quedado fulmíneamente habitada por la vivencia de una nostridad, a la vez genérica y dual, hendida en su seno por la inseguridad y la incertidumbre con que yo convivo la vivencia propia de la expresión percibida. ¿Cuál podrá ser la suerte inmediata de esta incierta e insegura nostridad? Ante-mí hay una realidad, presente en cuanto «expresada» y compresente en cuando «expresiva»; yo veo una expresión y presumo en su seno un centro intencional. En mí hay, por otra parte, la vivencia de una nostridad indecisa y estremecida: «lo nuestro» no acaba de tener el carácter de mío que otras vivencias han tenido en mí a partir de mi infancia, cuando la conciencia de mi propio yo ha sido expresa e intensa. El término de tal situación no puede ser dudoso y no puede no ser rápido: la nostridad inicial —la vivencia de lo nuestro— se desgajará en «lo mío» 116 (lo en mi hacia mí) y «lo tuyo» (lo en mi hacia ti), y el nosotros originario pasará de ser un indeciso yo-y-tú a ser yo y tú; si se quiere, tú (o él) ante mí. Lo que era incierta e insegura nostridad se ha convertido rápidamente en dúo o en diada. «Puesto que tú eres —escribe certeramente Chastaing—, me juzgo en la condición necesaria para decir j o soy: tu presencia hace que yo sea presente, tú me haces presente a mí» 4 3 . N o solo en el curso de la vida infantil; también en el encuentro es el descubrimiento del yo consecutivo al descubrimiento del tú, y uno y otro ulteriores a la más primitiva vivencia de un nosotros vago y fluyente. Recordemos las vigorosas palabras de Ortega: «El j o nace después del tú y frente a él, como culatazo que nos da el terrible descubrimiento del tú, del prójimo como tal, que tiene la insolencia de ser el otro» (O. C, VI, 380). Heme aquí ante el otro, ante un «otro» que puede serme tú o él, que todavía es, si vale decirlo así, un tú-él. Yo me soy yo, y el otro me es tú-él, una realidad intencionalmente expresiva que es pudiendo serme tú y pudiendo serme él. Algo está pidiendo de mí esta realidad: ya he dicho que el encuentro interhumano es por esencia petitivo. Pide, por lo pronto, mi respuesta. Yo siento que la realidad del otro me insta y urge, me hace patente el radical carácter dativo de mi existencia. Yo soy «dando de mí», no solo necesitando y percibiendo lo otro, y lo primero que puedo y debo dar —a un paisaje, al otro o a Dios— es una respuesta personal. Ya he dicho que vivir, para el hombre, es tener que responder, y, por tanto, ir respondiendo. El radical impulso de ser que yo soy me mueve constantemente a la respuesta. Pero aunque mi libertad no sea absoluta, yo soy libre. Teniendo que responder, puedo hacerlo y puedo no hacerlo. ¿Qué haré, pues, ante la realidad del otro: responderé a su expresión o callaré ante ella? Supongamos que me decido a dejarla sin respuesta. El encuentro, en tal caso, queda sin consumar. Para mí ha habido encuentro, porque en mi conciencia, dentro de las ambigüedades que ya conocemos, ha surgido la certidumbre inequí43 La présence d'autrui, págs. 303-304. 117 voca de que el otro existe. Para el otro, en cambio, no ha podido haberlo, bien porque no me haya percibido, bien porque no haya advertido en mí un movimiento intencional correspondiente al suyo 4*. El otro no sabe si yo no he llegado a percibir su individual realidad o si, habiéndola percibido, no he querido responder a ella; solo sabe que para él no ha habido encuentro. Este queda «rato», porque en mí ha habido conciencia expresa de mi nostridad con el otro y de su dual otredad respecto de mí —Unamuno diría: de su «nosotredad»—, mas no ha sido «consumado». El resultado es la peculiar forma del silencio que llamaré silencio evasivo. Ante el otro he decidido callar. «Ese hombre es una piedra», «Quedó mudo como una piedra», suele decirse cuando es el otro quien se niega a la respuesta. Pero el silencio evasivo no es una no-coexistencia. Yo he percibido al otro, y ya no puedo no coexistir con él. E n el seno de mi inacabado, embrionario encuentro con él, yo me esfuerzo por atenerme exclusivamente a «lo mío», por deshacer y anular el «con» ocasional y empírico que de repente ha afectado a mis personales posibilidades. El otro me es ahora la pretensión de un tú reducida a ser él, y nuestro encuentro nonnato termina —acaso con una herida o una cicatriz en mi alma— siguiendo cada uno de los dos su propio camino, sin que entre nosotros haya llegado a constituirse dúo ni diada. Entre el encuentro no-afectante con un transeúnte desconocido y el encuentro plenario con alguien que intramundana o dilectivamente va a serme tú, hállase este embrión de encuentro a que da tan pronto término un silencio evasivo. El rostro rígido e inexpresivo de tantos y tantos hombres que pasan por «importantes», ¿qué es, de ordinario, sino una máscara amasada por el hábito de conocer y negar pretensiones de tú} 41 Como dice von Hildebrand (Metaphysik der Gemeinschaft, páginas 22-32), nuestro contacto no ha sido entonces real, sino solo intencionario. Von Hildebrand distingue esta referencia intencionaria (intentionàr) de mi persona a la del otro en el contacto espiritual deficiente, de la genérica referencia intencional (intentional) de la conciencia al objeto, desde Brentano y Husserl tópica en la filosofía actual. 118 Supongamos, por el contrario, que yo me decido a responder personalmente al otro. Cuando yo responda —cuando yo haya ejecutado realmente mi decisión de responder—, nuestro encuentro habrá llegado a plenitud. Pero esa decisión mía, que a veces será muy rápida, casi inmediata, nunca deja de ser el resultado de un proceso deliberativo: rápida o lentamente, toda decisión ha de ser, como suele decirse, «madurada». Nunca como entonces es «puesta en sazón», Zeitigung, el tiempo propio de mí existencia. ¿En qué consiste ahora tal «sazón» existencial? Ya lo sabemos: es el tránsito de una composibilidad multívoca al bien determinado comproyecto que mi respuesta va a declarar. Coexistiendo con el otro, yo puedo ser con él —con-ser— una infinidad de cosas; pero si de entre todas ellas yo no elijo una, y si esta que yo elijo no la concreto imaginativamente en un esquema de acción cooperativa o conflictiva, mi coexistencia con el otro sería puro éxtasis o pura angustia. ¿Qué es el éxtasis, sino un poder serlo todo, poseyendo o creyendo poseer ese todo que entonces puede uno ser? «Ser feliz sin esperanza», llamaba certeramente a tal estado Hugo de Hofmannsthal. ¿Y qué es la angustia, sino un poder serlo todo, no poseyendo o creyendo no poseer nada de lo que uno puede ser entonces? D e ahí un nuevo carácter ontológico y psicológico de la nostridad: su condición extático-angustiosa. Y de ahí también que el tránsito de la coexistencia desde la percepción del otro hasta la decisión de responderle pueda adoptar y adopte de hecho dos formas cardinales: la demora preposesiva y el desenlace de la perplejidad. Llamo demora preposesiva a la morosa, gozosa, cuasi-extática instalación en una posesión previa de todas las posibilidades de la coexistencia con el otro, cuando se cree que tales posibilidades no pueden ser sino placenteras. Se vive entonces en «víspera del gozo», para decirlo con la feliz expresión del poeta Pedro Salinas. Cuando el amigo se encuentra con el amigo y el amante con la amada —a veces, como tan finamente nos ha hecho ver Martin Buber, en el simple cambio de miradas con un desconocido cualquiera—, el amigo y la amada nos permiten vivir una deliciosa nostridad y nos brindan el 119 indecible gozo vesperal de demorarnos un minuto en ella. El otro —amigo o amada— pide mi respuesta; yo, por mi parte, estoy decidido a dársela; pero sé con saber no aprendido que mi respuesta no puede ser más que una entre las infinitas posibles, y antes de decidirme por ella y hacia ella quiero detenerme en la dichosa posesión previa, acaso nunca realizable, de todas las respuestas que entonces hay en mí. Vinculados uno a otro en el lapso prerresponsivo del encuentro, el otro y yo convivimos libres «de» todo lo que hasta entonces nos ataba en el mundo, y libres «para» todo cuanto juntos podemos ser 45. ¡Qué maravilla, si no sufriese la corrupción del tiempo un estado en que el existir dura sin transcurso y posee sin pérdida! E n uno de sus sonetos, Elizabeth Barret-Browning contrapone el «amor que dura» y la «vida que desaparece», Love that endures, with Life thaf disappears (XLI). Pues bien: transido por la universal posesión de sus posibles, el vivir propio de esa nostridad privilegiada parece ser vida que dura y no pasa. Pero este éxtasis entre la percepción y la respuesta pronto revela ser lo que verdaderamente es: cuasi-éxtasis, éxtasis de ocasión. Pese a lo que yo por un momento sienta en mí, el tiempo pasa, debo elegir una respuesta, una tan solo, y me veo obligado a abandonar tal vez para siempre las mil respuestas posibles y no elegidas. La múltiple composibilidad se trueca inexorablemente en comproyecto único. Mi tiempo, que en su raíz es aiSn, evo, 45 Pertenece la vivencia de esta excelsa forma de la nostridad a las que von Gebsattel tan expresivamente ha llamado numinose Ersterlebnisse, «primeras vivencias numinosas», por él analizadas partiendo del fragmento de la autobiografía de Jean Paul en que este relata el súbito descubrimiento de su propio yo —ich bin ein Ich, «yo soy un Yo»—• durante su infancia (Rencontre. Encounter. Begegnung, pág. 168). La distinción entre «libertad de» y «libertad para» procede de X. Zubirí, «En torno al problema de Dios» (NHD, 457). En su libro Cervantes y la libertad, L. Rosales ha discernido muy sutil y profundamente los cuatro modos —y grados— principales de la libertad del hombre adulto: la «libertad de exención», la «libertad de opción», la «libertad de determinación» y la «libertad de apropiación». 120 no por esto deja de ser khronos, transcurso mensurable, en su realización visible y terrena 46. Junto al silencio evasivo del que no quiere responder al otro, aparece ahora la realidad de un nuevo género de silencio: el silencio preposesivo de quien calla, no por voluntad positiva de no responder, sino por el gozo de poseer espiritualmente, siquiera un breve instante, las metas a que todas sus posibles respuestas conducirían; dicho de otro modo, porque está viviendo como real la imposible realidad intramundana de una respuesta omnicomprensiva, de un «sí» infinito. Nadie ha expresado con tanta elocuencia como Martin Buber el valor y la emoción de este fugaz silencio preposesivo: «Cuanto más poderosa es la respuesta, más poderosamente ata al tú y le convierte en objeto. Solo el silencio al tú, el silencio de todas las lenguas, la callada permanencia en la palabra informe, indiferenciada y prevocal, deja libre al tú y está con él en esa contención en que el espíritu no se manifiesta, sino que es. Toda respuesta ata al tú al mundo del ello. Esto es la melancolía del hombre, y esto es su grandeza. Pues así es como, en el seno de todo lo que vive, nacen el conocimiento, la obra, la imagen y el modelo» (ID, 39). Lo cual nos muestra que el silencio preposesivo —luego se verá la razón última de esta denominación— es también silencio venerativo, porque veneración es en su raíz misma el sentimiento que nos embarga cuantas veces nos enfrentamos con un totum (en este caso, el todo de nuestras composibilidades) y un plenum (en este caso, la plenitud de mi ideal posesión de ese «todo»), Pero el acceso a la prometedora melancolía de la respuesta no es siempre la cristalización unívoca de una demora preposesiva; más veces será, como antes he dicho, el desenlace de una perplejidad. Comentando lo que para la vida religiosa es una declaración dogmática, escribía San Hilario, uno de los protagonistas del Concilio de Nicea: «Nos vemos obligados... a expresar cosas inefables..., y lo que hubiera habido que guartó Véase la Eneada, I, 5, de Plotino, y el capítulo sobre la esperanza en San Pablo de mi libro La espera y la esperanza. Reaparecerá el tema al hablar de la temporeidad propia del nosotros amoroso. 121 dar en el santuario interior, he aquí que se expone a los peligros de una formulación humana» (De Trinitate, II, 2: P. L., 10, 51). Mutatis mutandis, ¿no cabe decir lo mismo respecto de la respuesta al otro? Responder expresa y unívocamente a la presencia de otro hombre, ¿no es también decir lo inefable, porque inefable es la vivencia de la nostridad y del tú, y afrontar el riesgo de lanzar al mundo, acaso para que se la malentienda, la expresión articulada de una intención íntima? Inventar una respuesta y decidirse a darla es salir de una perplejidad a la vez intelectual y moral. Si mi respuesta ha de ser verdaderamente personal, por necesidad tiene que ser nueva. Responder libre y personalmente es obrar con originalidad; en definitiva, crear. N o pocas veces podré apelar a cualquiera de las fórmulas sociales con que «se sale del paso», como suele decirse, en situaciones semejantes a la mía. Si me encuentro con un amigo a quien veo triste y enlutado por la muerte de algún deudo, podré responder a su presencia diciéndole: «Te acompaño en el sentimiento.» Pero yo sé muy bien que procediendo así adoceno mi encuentro con él, lo despersonalizo, aunque la fórmula tópica haya sido en este caso empleada por mí con alguna «personalidad» prosódica y afectiva. Más que yo mismo, quien ha respondido a la presencia instante de mi amigo es das Man, el «se» impersonal del «se da el pésame»; y ya sabemos que en tales casos la perplejidad intelectual es mínima, porque el refugio en el «se», como Heidegger dice, trae consigo «descargo de ser», Seinentlastung. Pero si mi respuesta ha de ser verdaderamente mía, yo me veré obligado a inventarla, y esto, por leve que sea el trance, no es posible sin cierta perplejidad intelectual. Sin imaginación libre y creadora, el encuentro no puede ser genuino. La perplejidad del respondiente no es solo de orden intelectual; es también, y aun principalmente, de orden moral. Toda expresión intencional —toda conversión de una intención íntima en expresión externa— requiere cierta osadía, lo cual denota que en el seno de aquella hay a la vez riesgo y responsabilidad. Llamamos arriesgada a la acción personal en que la persona agente «ex-pone» algo, pone algo suyo —vida 122 física, amor, fama o dinero— fuera de sí, en la publicidad del mundo, y, por tanto, en peligro de que el mundo le quite lo que ella ha «expuesto». Responder, según esto, es arriesgarse poco o mucho, porque quien responde ex-pone su intención. «A Juan Calla, no le ahorcan», suele decir nuestro pueblo. A la osadía del riesgo se une la osadía de la responsabilidad. N o es un azar que en todos los idiomas cultos se hallen en mutua conexión etimológica y semántica la responsabilidad y la respuesta, la adhesión física y moral de la persona a sus actos y la acción de responder a la pregunta de otro. El verbo latino responderé expresa la acción recíproca de ¡pondere, «empeñarse», «obligarse a», o «prometer»; y la raíz de uno y otro término es el verbo griego spendó, «practicar una libación» o «concertar un pacto», del cual es hijo el sustantivo spondé, «la oferta de una libación» o «la acción por ella santificada». Vale la pena reconstruir brevemente la historia del proceso verbal por cuya virtud la palabra «responsabilidad» se halla en tan estrecha relación genética con la libación, el esponsal, el pie métrico espondeo, el desposorio y, claro está, con la respuesta. Originariamente, spondé era el nombre de la libatio o «libación», la cual consistía en una ceremonia religiosa de promisión y empeño. Vertiendo un poco de vino sobre la tierra, sobre el altar o sobre la víctima del sacrificio al tiempo de concluir un pacto, el griego antiguo se obligaba ante los dioses a mantenerlo. Hermes, las Gracias y Zeus fueron las divinidades más frecuentemente invocadas en el rito libatorio. De ahí la fórmula de «hacer las tres libaciones»; y de ahí también el nombre de spondeios, «espondeo», que lleva el pie de dos sílabas largas, porque él era el más adecuado al ritmo lento de las solemnes melodías que servían de acompañamiento a la libación. Y, por extensión, el término spondé vino a significar la oferta de la libación —el vino vertido y ofrendado— y el convenio que con ella se consagraba. Por esto los latinos llamaron sponsalia al pacto matrimonial y sponsa a la esposa o prometida. «Responder», en consecuencia, es empeñarse, obligarse o comprometerse, prometer algo recíprocamente; y «respon123 sabilidad», la perdurable vinculación física y moral de quien así se empeña, obliga o compromete. Respondiendo a la presencia expresiva del otro —al verbo, al logas de su ser; toda responsabilidad que no responde a una palabra es, como dice Buber (VD, 123), una metáfora moral—, yo respondo ante él, respondo de él, y respondo de mí. Respondo ante él de que mi expresión es verdadera, de que yo «estoy detrás» de aquello que para responderle hago o digo; a su presencia recíproco con mi presencia. N o quedo ahí. Ante una instancia que a los dos nos rebasa, respondo de él, porque mi respuesta va a determinar en alguna medida el curso ulterior de su existencia. Y ante esa misma instancia suprema —Dios suelen llamarla los hombres— 47 respondo de mí, porque el hecho mismo de responder y lo que mi respuesta diga tienen parte, grande o pequeña, en la configuración moral de mi propia vida. En el lapso temporal comprendido entre la percepción del otro y mi respuesta a él adquiere su constitutivo cariz ético —se «etifica»— el momento físico del encuentro. Aquí es donde tiene su lugar propio cuanto en la teoría fichteana del otro era cierto y valioso. Percibir la existencia del otro no es formalmente un acto de responsabilidad moral, aunque alguna parte haya tenido mi propia libertad en mi advenimiento a la situación de percibirle: cuando a mi conciencia llega la noticia de una realidad exterior intencionalmente expresiva, yo no soy sujeto de un deber, sino de una co-acción física, de una acción físicamente co-acta. La libertad del otro —recuérdese lo que es percibir una expresión intencional— se me hace físicamente manifiesta, se impone a mi conciencia. Pero el otro no acaba de constituirse para mí como tal «otro» mientras yo no me he decidido a responderle; mientras mi libertad no haya respondido al «requerimiento» de la suya, diría Fichte. La decisión de optar entre el silencio y la respuesta, la decisión de elegir una respuesta entre todas las posibles y la operación de dar figura original a la respuesta elegida, etifican el encuen47 Léase el hermoso párrafo de Ortega acerca del juramento, esto es, del acto en que ponemos a Dios por testigo de nuestro decir (HG, 129). Responder con responsabilidad es, en último extremo, responder ante Dios. 124 tro y proclaman el parcial y genial acierto de la teoría fichteana del otro. Respondiendo al otro, yo respondo ante él, de él y de mí. Lo cual quiere decir que encontrándome con el otro me encuentro también conmigo mismo, con lo que yo soy. El requerimiento de la presencia del otro me obliga a entenderme y a crearme a mí mismo; más concisamente, me hace ser. «Siempre que dos individuos se encuentran —ha escrito P. Háberlin—, algo que es (un ente) se encuentra con algo que es (otro ente), y por consiguiente cada uno consigo mismo. En toda discusión práctica —la discusión es función resultante de estar el uno separado del otro, esto es, de la individuación—, cada ente discute consigo mismo. Toda experiencia que un individuo tiene de otro es función del encuentro del ente consigo mismo... Podría decirse que, con ocasión del encuentro individual, el ente viene a sí; adquiere notificación del ser, y por consiguiente de sí mismo» 4S. Diciendo «conocimiento» y «hombre» en lugar de «encuentro» y «ente», más clara y vigorosamente había expresado Goethe esa misma idea: Der Mensch erkennt sich nur im Menschen, nur das L·eben lehret jedem, ivas er sei 49. Cualquiera que sea nuestro pensamiento acerca de la relación entre la individualidad de las personas y su comunidad en el ser —más adelante surgirá este grave tema— es indudable que el encuentro con el otro hace al hombre «ser él mismo» y, en consecuencia, «ser». Puesto que ya en su misma constitución ontològica mis posibilidades de ser son composibilidades, la edificación del ser del hombre tiene su vía regia en el encuentro 50. 48 49 Der Mensch (Zürich, 1941), pág. 35. «Solo en el hombre se conoce el hombre, solo la vida enseña a cada uno lo que él es»: Werke, Inselausgabe, VI, 478. 50 «Lo que el encuentro tiene de característico —escribe R. C. Kwant—• es que en él nosotros nos hacemos ser uno al otro.» Véase «Rencontre et vérité», en Rencontre. Encounter. Begegnung, pág. 231. 125 II. A través de una gozosa demora preposesiva o de una resolución trabajosa de la perplejidad, la composibilidad indefinida y multívoca se concreta en un proyecto bien determinado, y la respuesta llega. Sea esta creadora o adocenada, moralmente valiosa o moralmente nefanda, ¿qué es, desde el punto de vista del encuentro? Yo diría que, respecto del encuentro, la respuesta es un acto configurativo y esenciante. Solo con la respuesta comienza a adquirir el encuentro su figura propia: con ella el otro se hace definitivamente «el otro», yo soy definitivamente «yo» y nuestro mundo pasa a ser definitivamente «nuestro mundo». Antes de responderle jo, el otro no tenía para mí una figura ontològica bien acabada: érame tan solo una realidad psicofísica —rostro sonriente, voz en la oscuridad, persiana en movimiento—, cuyo sentido, todavía incompleto, podía seguir los caminos y recibir los complementos más dispares entre sí. En la tiniebla de la noche paso junto a un puesto militar, y el centinela, que ha oído mis pasos, lanza hacia mí su ritual «¿Quién vive?» Sus palabras han puesto en mi alma la vivencia del otro: no debo repetir ahora la descripción del proceso psicofisiológico por el cual esto ha sucedido. ¿Qué haré yo, frente a esas palabras? ¿Responderé o no? Si yo no respondo al centinela, este seguirá siendo —para mí y en sí mismo— la cosa incompleta que ahora es: una voz interrogante hacia un futuro invisible e incierto. Si yo respondo con jovialidad, acaso esa voz se concrete para mí en la figura de un hombre joven que empieza a ser mi amigo. Si respondo retadoramente, tal vez ese hombre se trueque en un ser irritado y hostil. Basta este mínimo y transparente ejemplo para advertir una verdad general: antes de mi respuesta, el otro me es y es realmente un ser inacabado e informe; con mi respuesta, y a reserva de lo que pueda acontecer si el «encuentro» se prolonga en «trato», el otro me es y es realmente un hombre que ha comenzado a adquirir figura bien determinada: de ser mera «voz interrogante» ha pasado a serme «este hombre»; en unos casos, «este él», en otros, «este tú». Y ese tránsito ha consistido, desde un punto de vista ontológico, en la aparición de las notas en que se muestra lo que el otro me es y es realmente. Dicho de un modo más 126 técnico: mi respuesta ha codeterminado la esencia del otro, ha dado esencia a nuestra coexistencia. Por eso dije que el acto de responder es a la vez «configurativo» y «esenciante». Dotado de figura y esencia, el otro ostenta ante mí, no solo su alteridad de «otro yo», sino su también otredad de «otro que yo», de «otro». Mi originaria nostridad con él se ha hecho «nosotredad». Lo mismo que con mi vivencia del otro acontece, mutatis mutandis, con mi vivencia de mí mismo. Antes del encuentro yo era conciencia irreflexiva: hacía mi vida sin sentir mi yo. La percepción del otro suscitó súbitamente en mí la vivencia de «lo nuestro» que vengo llamando nostridad, pronto desgajada, como sabemos, en una vivencia de «lo mío» y otra de «lo tuyo» o «lo de él». Pero esto, ¿quiere acaso decir que la subjetividad de mi conciencia haya llegado claramente a ser «yo»? D e ningún modo. Esto solo sucederá en mí cuando yo haya tomado la decisión de responder al otro —con otras palabras; cuando haya comenzado a «tomar posición» frente a «lo ajeno»—, y más todavía cuando, interna o externa, yo haya dado al otro una respuesta efectiva. Seré entonces, como diría Münsterberg, stellungsnehmendes Ich, «yo posicional» o «inceptivo», y a la vez el «yo empírico» que mi situación concreta determine: un yo que oye y calla, un yo que ve tal y tal cosa y hace tal y tal otra, etc. La expresión del otro —por tanto: el otro—• y mi libre respuesta a ella codeterminan mi figura y mi esencia. Frente a la actual «nos-otredad» del otro, yo soy en acto mi «nos-yoidad», y por debajo de esta —en el estrato de mi realidad en que ya no digo «yo», sino «yo mismo»— mi «nos-mismidad». También respecto de mi propio ser es mi respuesta un acto configurativo y esenciante. Y también lo es, por fin, respecto de «nuestro mundo». Dije páginas atrás que en el encuentro con otro mi mundo se hace «hogar bipersonal» u «hogar del encuentro». Las realidades y las posibilidades del mundo se ordenan súbitamente en torno a la realidad axial «el-otro-ante-mí». Las cosas no están entonces cerca o lejos de mí —ni cerca o lejos de él, como Sartre, desconocedor sistemático de la nostridad inicial, tan reiteradamente afirma—, sino cerca o lejos de «nosotros»; 127 y como se ordenan las distancias, también las posibilidades de todo género que constantemente surgen de «nuestra» relación con el mundo. Mas también sabemos que este hogar es pura indecisión, radical ambivalencia. Si el otro y yo nos hemos encontrado en el tren, «nuestra» distancia existencial a la estación donde hemos de separarnos podrá sernos enorme o mínima, según sea el cariz de la relación entre nosotros; y de modo análogo todo lo demás. La nostridad prerresponsiva, decía yo antes, es el hogar en cuyo seno, entre la promesa de una cooperación y la amenaza de un conflicto, una composibilidad ilimitada va haciéndose comproyecto dual. Así hasta que mi respuesta conceda figura y esencia al incierto hogar primero del encuentro; figura y esencia no definitivas, por supuesto, pero sí susceptibles de descripción más o menos precisa. Con mi respuesta soy, pues, el arquitecto ontológico de un hogar hasta entonces carente de figura concreta, porque antes de yo responder no era sino pura orientación de composibilidades. La distancia del otro y yo a la estación de nuestra despedida va a ser definitivamente enorme o mínima tan pronto como yo —o él— hayamos respondido a nuestro encuentro. Claro está que la índole de mi respuesta se halla fuertemente condicionada por lo que para mí haya sido la aparición del otro. Solo si soy muy santo responderé ofreciendo mi mejilla indemne a quien haya surgido ante mí dándome un bofetón. Pero tanto como por el ocasional comportamiento del otro —que para mí no será nunca, al menos inicialmente, un comportamiento «objetivo»—, la índole de mi respuesta será determinada por mi propia libertad: una libertad cuyo alcance limita y condiciona el triple hecho de ser yo hombre, de ser tal hombre y de hallarme en tal situación. Sería impertinente aquí un estudio detallado de cómo los factores genotípicos, fenotípicos y situacionales limitan y condicionan la libertad humana; pero tal vez no lo sea subrayar de nuevo la ingente y cada vez mejor conocida importancia de los primeros años de la vida en la creación de los hábitos psíquicos que regulan nuestra relación con el otro. Citaré como ejemplo las investigaciones antropológicas de Margarita Mead entre 128 los salvajes de Nueva Guinea 61. Hay en Nueva Guinea tres tribus: los arapesh, los mundugumor y los tchambulí. Los arapesh son pacíficos y desconocen la rivalidad competitiva; los mundugumor, en cambio, son agresivos; y entre los tchambulí, los hombres se dedican a menesteres que los occidentales solemos llamar femeninos (la danza, la decoración, el bordado), y las mujeres luchan, cazan y pescan. Pues bien: los estudios de Margarita Mead han demostrado que la conducta social de estos tres pueblos —el modo como sus hombres «responden» en su encuentro con otros— se halla determinada por la educación que los niños reciben durante sus primeros años. «Con una observación minuciosa que parece una experiencia de laboratorio —comenta Rof Carballo—, esos estudios nos demuestran cómo el acuñamiento, en la primera infancia, del arqui y paleoencéfalo, da un sello característico y definitivo al hombre adulto y, por tanto, a toda la cultura a que este pertenece. Luego la sociedad fija y perpetúa estos rasgos no con la educación, pues esta viene mucho después, sino con algo que parecía no tener importancia: con la forma de amamantar o de acariciar al niño o de educar la continencia de sus esfínteres, con la impalpable atmósfera afectiva que alrededor de él se constituye desde el primero al tercero o cuarto año de su vida» 52 . El hombre responde al otro, en muy importante medida, según lo que haya sido su infancia. Ya dije que el encuentro nos hace ser, y esta regla empieza a cumplirse desde el momento mismo en que se viene al mundo 63. La infinita variedad de las respuestas a la percepción del otro puede ser ordenada con arreglo a criterios muy diversos entre sí: la peculiaridad del órgano efector con que se responde (voz, mirada, gesto), el contenido de la respuesta mis51 52 M. Mead, Sexo y temperamento (Buenos Aires, 1947). Cerebro interno y mundo emocional, pág. 393. Véase también Urdimbre afectiva y enfermedad, del mismo autor. 53 «La existencia de un malo está siempre fundada •—sea esto empíricamente demostrable o no— en la culpable falta de amor de todos al portador de la maldad.» (Scheler, EFS, 234.) Tal aserto exige matices y salvedades, pero contiene en su núcleo una muy importante verdad. 129 9 ma (ira, alegría, trabajo), su sentido respecto del encuentro, y varias más. Al estudiar en el capítulo próximo las formas deficientes del encuentro, examinaremos el papel que en él desempeña cada uno de los principales órganos receptores y efectores. Ahora, y sin perjuicio de volver luego al tema, indicaré sumariamente los distintos modos típicos de la respuesta, según su influencia sobre el sentido de la relación interpersonal. Pienso que esos modos pueden ser reducidos a tres: la respuesta que rechaza el encuentro, la que lo dilata y la que lo acepta. Rechazar el encuentro mediante una respuesta no es lo mismo que negarse a él mediante un silencio evasivo. Pero ¿es acaso posible que una respuesta anule el encuentro con el otro? No lo creo. Si yo digo a otro «Déjeme, no quiero hablar con usted», no por eso he dejado de encontrarme con la persona que intento apartar de mí. Para bien o para mal —para bien cuando se trate de un inoportuno, para mal cuando se trate de un menesteroso—, la huella del encuentro rechazado perdurará en mí. Como species, si recuerdo bien el episodio, como habitus, si no recuerdo su detalle o si creo haberlo olvidado, ¿cuántas veces no surge en mí, desazonándome, impidiendo la «sazón» de mi espíritu respecto de aquello que entonces me propongo hacer, la impronta de algún encuentro expresamente rechazado? Diciendo de un modo o de otro «Déjeme, no quiero hablar con usted», ¿cuánto he llegado a perder en mi vida? Bajo el título de Pathologie de Péloignement ha descrito M. Chastaing la sutil complejidad psicológica y ética que encierra en su entraña el acto de rechazar el encuentro con el menesteroso 5*. Para autojustificar mi tácita o expresa repulsa del mendigo que me pide limosna, yo me finjo tácticamente niño, primitivo, neurótico, esquizofrénico, seudomístico. Indudablemente, no es cosa baladí la aventura de rechazar el encuentro con alguien que se me haya dirigido. Menos importancia psicológica y moral tiene la respuesta dilatoria del encuentro 65. Pasemos, pues, al tercero de los 54 «Du Lévite au Samaritain. Pathologie de l'éloignement», en L'amour du prochain, págs. 237-258. 55 Sin ella, no sería posible la diplomacia. El arte de dilatar la 130 tipos antes nombrados: la respuesta aceptadora. Con ella acepto el encuentro con el otro y las consecuencias que de él resulten. Desde que me decidí a pronunciar esa respuesta, pero mucho más después de haberla pronunciado —y ya se entiende que tal «pronunciación» no tiene por qué ser verbal—, el otro y yo somos clara y resueltamente dúo o diada. Acaso hayamos sellado con una fórmula visible —con un «saludo»— la consumación de nuestro encuentro 66. Acaso nuestra común y recíproca aceptación haya carecido de todo protocolo, como acontece cuando el encuentro no ha pasado de ser un mudo cambio de miradas. Es igual. Lo importante, lo decisivo es que con mi respuesta aceptadora yo he dado al encuentro forma y contenido. Respecto del otro soy ya, como hoy es tópico decir, un hombre «comprometido». Un examen atento de la relación creada por la respuesta aceptadora permite distinguir en su estructura hasta cuatro momentos esenciales: su forma especifica (relación de señorío y dependencia o igualdad existencial), su contenido (lo que durante la relación concretamente hablen, hagan, piensen y sientan los que en ella participan), el vinculo unitivo (en último extremo, el amor o el odio) y la instancia determinante (la libertad: mi libertad conjugada con la del otro). «Dos no riñen si uno no quiere», dice la sabiduría de nuestro pueblo. Que yo ame y no odie la concreta realidad del otro, que ese amor sea de amistad y que esta amistad se manifieste en tales y tales palabras y actos, son cosas que en muy amplia medida dependen de mi albedrío. Expresiones como «Le odio: mi odio hacia él es más fuerte que yo», son siempre notoriamente hiperbólicas. N o trato ahora de atenuar la importancia de la constitución biológica (moral insanity, malignidades morales de origen psicopático) y de la educación (investigaciones de Margarita Mead, de Spitz, etc.) en la génesis de los hábitos afectivos y sociales; pero, salvo en casos extremos, siempre el consumación de un verdadero encuentro interhumano, ¿no pertenece acaso a la rutina de la vida diplomática? 56 Para lo concerniente a la significación del saludo, véase El hombre y la gente, de Ortega, y el estudio de J. H. Van den Berg «Der Hándedruck», en Rencontre. Ecounter. Begegnung, págs. 31-39. 131 hombre puede oponerse a sus propios hábitos o hacerlos íntimamente suyos mediante el ejercicio de su libre voluntad 57. Aun cuando en el alma de Lady Macbeth latiera «el instinto del mal», como ella de sí misma dice, ¿habría podido Shakespeare escribir su tragedia si Lady Macbeth no hubiese sido capaz de resistir y vencer tal instinto? Lo que tú seas para mí y lo que yo sea para ti depende, por supuesto, de lo que tú y yo somos y de nuestra común situación; mas también de lo que nosotros dos queramos, de nuestra libertad. Mi libertad y la tuya codeterminan esencialmente la forma específica, el contenido y el vínculo unitivo de nuestra relación. Pues bien: desde el punto de vista de mi libertad —no considerando todavía, para mayor sencillez, la libertad y la respuesta del otro—, tres son los modos principales del encuentro y de la relación: i.° Con mi respuesta, el otro va a ser para mí un objeto: relación de objetuidad. z.° Con mi respuesta, el otro va a ser para mí —y yo voy a ser para él— una persona: relación de personeidad. 3. 0 Con mi respuesta, yo voy a ser para el otro —y el otro va a ser para mí, si me corresponde— un prójimo: relación de projimidad. En capítulos ulteriores estudiaré estos tres modos típicos de la relación interhumana. Ahora es preciso decir alguna palabra acerca de la organización del mundo del encuentro. III. Con mi respuesta al otro queda consumado el encuentro. A partir de entonces, mi relación con él deja de ser «encuentro» y se convierte en «trato»; aun cuando el trato interpersonal, incluso reducido a su realidad mínima —la relación con el otro desde el instante de encontrarnos hasta el instante de despedirnos— no pueda ser genuino, como veremos, si de cuando en cuando no luce en él la chispa de algún nuevo encuentro entre los interlocutores. Mientras el otro y yo estamos juntos, el mundo se nos organiza desde «nuestro mundo»; " Todo esto plantea el grave problema psicológico y moral de los «niveles» y de los «grados» de la libertad; en lenguaje jurídico, el problema de la «responsabilidad atenuada» o «disminuida». No puedo entrar en él. 132 el eje del mundo es entonces para mí —y para el otro— el ámbito bipersonal que vengo denominando «hogar del encuentro». Genéricamente considerada, ¿en qué consiste esta organización del mundo que el encuentro establece? Pienso que en la estructura óntica del mundo del encuentro se articulan tres zonas netamente distintas entre sí: la zona del «nosotros», la zona del «ellos» y la zona del «ello». La %ona del nosotros se halla ahora integrada por tú y jo (o, con las salvedades ya conocidas, por él y jo). Con mi respuesta, yo he llegado a ser j o , y el otro ha llegado a ser tú; pero yo soy yo en nos-yoidad, y el otro es tú en nos-otredad y nos-tuidad, porque, siendo dúo o siendo diada, cada uno está referido al otro dentro del nosotros que juntos constituimos. Bajo forma de «tú y jo», el nosotros subsiste. Lo cual quiere decir que pasada la infancia, y una vez hecho el descubrimiento fascinante y penoso del propio yo, el pronombre personal «nosotros» puede referirse de modo directo a cinco realidades diferentes: i . a , la nostridad genérica que inicialmente (cuando, al encontrarme con él, vivo al otro como «semejante») o consecutivamente (cuando luego pienso que él y yo somos hombres) establece entre nosotros nuestra común condición humana; 2. a , la nostridad dual prerresponsiva que me vincula con la singular persona del otro, el tú-j-jo que juntos formamos antes de que el otro sea tú y yo sea. jo; 3. a , la relación post-responsiva con el otro, cuando este ya me es tú 58; 4. a , la relación post-responsiva con el otro, cuando este me es él; y 5. a , la ulterior relación entre el nosotros axial que constituimos tú yjo, por una parte, y la realidad de él (o de ellos), por otra. Una breve nota acerca de la tercera de estas realidades: en cuanto miembros de un nosotros dual, tú y jo somos «yo-en-nosotros» y «tú-en-nosotros». Más adelante estudiaremos el sentido propio, el alcance y la estructura de ese «en». La %ona del ellos está constituida por todos los restantes hombres, pertenezcan a la reducida serie de los que ahora a ti 58 En capítulos ulteriores veremos que este nosotros post-responsivo con el tú puede adoptar varias formas: el nosotros cooperativo del dúo, el nosotros coimplicativo de la diada amorosa y el nosotros, coimplicativo también, de la diada del odio. 133 y a mí nos ocupan (los amigos o los enemigos de que tú y yo hablamos), sean parte del grupo más amplio que forman nuestros conocidos no mentados por nosotros, o queden en la masa inmensa —el «enorme anonimato», de Péguy— de todos los hombres a quienes tú y yo no conocemos, desde Adán hasta el fin de la humanidad. La última de las cinco acepciones del nosotros antes consignadas nombra, como he dicho, la relación entre tú y yo, por una parte, y el conjunto más diferenciado o más informe de ellos, por otra. La referencia del nosotros dual a la zona del ellos puede ser individualizadora, colectiva o genérica. En el primer caso, ellos se reducen a ser él, y nuestra relación (tú y yo por u n lado, él por otro) constituye un trío o, si la conexión entre los tres es dilectiva, una tríada. Desde su parcial punto de vista (atribución de un carácter puramente objetivador y puramente visual a la relación interhumana), Sartre ha analizado de modo muy sutil la novedad que introduce la aparición de un tercero ante la pareja (couple), sea esta dúo o diada (EN, 487 y sigs.); mas ya sabemos que los aciertos y las finesses de Sartre deben ser integrados en una concepción más general de la relación interhumana, y esto habrá que hacer en páginas ulteriores. Si la referencia del nosotros al ellos es colectiva, ellos forman un grupo de personas más o menos precisamente delimitado: así sucede cuando nosotros (tú y yo) vemos a los que ocupan otra mesa del café, o hablamos de «los Pérez» o de «los franceses». La referencia genérica, en fin, puede ser expresa y enunciativa (la que se establece entre nosotros dos y «la Humanidad» o «la especie humana», si tal es nuestro tema) o tácita e implícita (la que entre nosotros existe cuando tú y yo, como con frecuencia acontece, no somos realmente tií y yo, sino das Alan, el «se» de la existencia mostrenca y despersonalizada). Desde este punto de vista, el «se» es el ellos cuando tú y yo somos ellos, es decir cuando conversamos como «se» conversa, comemos como «se» come y paseamos como «se» pasea; lo cual será muchas veces ineludible, porque durante nuestro trato, tú y yo no podemos ser constantemente tú jyo 69. 59 Desde un punto de vista meramente descriptivo y sociológico, el primero en deslindar el área del «nosotros» (in-group o we-group) 134 Queda por último la ayna del ello: el amplísimo fragmento de la realidad de que tú y yo tratamos o podemos tratar en nuestra dual relación 60. Si tú y yo hablamos de ti o de mí, nuestra realidad se nos hace ello; si conversamos acerca de un amigo, del planeta Júpiter o de la pintura de Velázquez, en ello se convierten la realidad del amigo, el planeta Júpiter y la pintura velazqueña. «Ello» y «objeto» son términos fenomenológicamente intercambiables 61. Frente al ello, ¿es posible un nosotros ? Junto a las cinco acepciones de este pronombre antes consignadas, ¿puede figurar otra, en la cual entren realidades no personales? Ante una piedra, un árbol o un caballo, ¿podemos pronunciar tú y yo un nosotros que como sujeto pasivo o como sujeto activo englobe en su seno la piedra, el árbol y el caballo? Sin duda; pero en tales ocasiones el empleo del pronombre tiene un sentido indirecto, extensivo o metafórico. Un viajero por el desierto puede lícitamente decir: «A mi caballo y a mí nos consumía la sed», y el físico dice con razón y verdad: «La piedra y yo pesador». Al caballo y al viajero les une ahora un nosotros pasivo: uno y otro padecen comúnmente sed; al físico y a la piedra les vincula un nosotros activo: uno y otra pesan. N o es difícil advertir, sin embargo, que el pronombre nosotros nombra en aquel caso «animales», y «cuerpos materiales» en este otro; menciona, en definitiva, entes. De ti, de mí, del caballo y de la piedra siempre será posible decir que «somos». Mas no se acaba aquí el problema, porque el sentido real de un nosotros extensivo dependerá de cómo entienda yo lo que son el ente y el ser. ¿Qué somos la piedra, el caballo, tú y yo, para que la realidad de todos nosotros pueda ser nombrada con ese verbo? Toda la historia de la metafísica se desdel área del «ellos» (out-group o they-group) parece haber sido W. G. Sumner, en su libro Folkways (Boston, 1907). 60 No se trata, pues del «Ello» (das Es) de que desde Goddeck hablan los psicoanalistas, aunque no deje de tener alguna relación con él. 61 La zona del ello se halla organizada, según su referencia a nosotros, a un determinado él o a ellos, en «campos pragmáticos». Sobre la noción de «campo pragmático», véase Ortega, El hombre y la gente, págs. 107 y sigs. 135 pliega ante esta interrogación. Improvisar aquí una respuesta sería empeño harto osado; tanto más, cuanto que ese ingente tema —la homogeneidad y la analogía del ente— rebasa muy ampliamente el área del que ahora estudio. Cabe, sin embargo, preguntar: entre el sentido de la operación propia de la piedra y el sentido de la operación propia del hombre, ¿hay una relación de semejanza que justifique su reunión analógica o metafórica en un mismo nosotros'? Llamar franciscanamente frate al Sol y sor al agua, ¿es solo expresión de un panfilismo entusiasta y delicuescente? N o lo creo. Si se profesa una metafísica en que los entes del mundo sean realidades creadas por un Dios personal, y procesualmente ordenadas a El en su actividad respectiva; si toda criatura «gime como con dolores de parto» (Kom. VIII, 22) en espera de una perfección que ha de lograr a través del hombre, entonces el nosotros que me enlaza con la piedra y el caballo posee en su seno, como Santo Tomás diría, un ratio executionis {Summa TheoL, I, q. 103, a. 6). Siendo yo persona viviente y siendo materia inerte el pedernal, uno y otro somos, si se me permite el decir, «compañeros de viaje», y en esta metafísica camaradería itinerante tienen su consistencia última las metáforas cristianas de San Francisco y las cavilaciones hasidíes de Martin Buber. Entre el nosotros identificador de Hegel y el nosotros meramente vivencial de Sartre, un rico y prometedor panorama se abre ante nuestros ojos. Aprestémonos a recorrerlo. Para ello, comencemos por estudiar con algún detalle las distintas formas típicas que el encuentro interhumano adopta en su realidad concreta. 136 Capítulo IV Formas del encuentro / ^ U E N T A el Génesis que Dios dijo para sí, después de haber ^ creado a Adán: «No es bueno que el hombre esté solo: hagámosle una ayuda que sea como él» (Gen. 2, 18). Para una mentalidad bíblica, cristiana o israelita, la compañía humana conviene al hombre. Teológica, metafísica y naturalmente, «los otros no son el Infierno». A la relación interhumana podría aplicarse, pues, el famoso argumento teológico de Escoto: Potuit, decuit, ergo fecit. Que el encuentro con el otro puede ser y conviene que sea, muéstralo la constitución misma del hombre; luego el encuentro, además de poder ser, tiene que ser. Ya conocemos con alguna suficiencia lo que es el hombre en cuanto ser convivencial, y lo que el encuentro es. Pero el hombre, a veces, está solo. ¿Con qué otro se encontrará el hombre, si por azar vive en soledad? ¿Qué puede ser y qué es el encuentro cuando fallan sus supuestos sociales y cuando por una razón o por otra no gozan de realidad cabal sus supuestos psicofisiológicos? El primer apartado de este capítulo —«El encuentro en la existencia solitaria»— será una respuesta a la primera parte de esta última interrogación. Estudiaré luego las principales «Formas deficientes» y algunas de las «Formas especiales» del encuentro interhumano. Un breve apartado final intentará diseñar lo que es la «Forma suprema del encuentro», si así puede ser llamado el encuentro del hombre con Dios. 137 A. E L E N C U E N T R O E N LA SOLITARIA EXISTENCIA Puede el hombre estar solo porque no ha podido dejar de estarlo, porque ha perdido la compañía y porque ha querido —y sabido— encontrar la soledad. En torno a cada una de estas tres formas cardinales de la existencia solitaria se ordenan los varios modos de encontrar al otro que la soledad permite. I. Consideremos en primer lugar la soledad del que no ha podido dejar de estar solo. ¿Podemos decir algo bien fundado acerca de ella? Dando por seguro el vituperio de quienes solo ante los «hechos» se inclinan, iniciaré mi pesquisa glosando dos textos literarios, uno memorativo, e imaginado el otro. A continuación del versículo del Génesis antes transcrito, la Biblia relata brevemente la vida de Adán solitario en el Paraíso: «Y también de la tierra formó Dios todos los animales del campo y todas las aves del cielo, y trájolos al hombre para ver cómo los llamaría; pues todo lo que el hombre llamó a los seres vivientes, eso fue el nombre de estos. Y el hombre puso nombre a todas las bestias y a todas las aves del cielo y a todos los animales del campo. Mas para el hombre no halló una ayuda que fuese semejante a él» (Gen. 2, 19-21). ¡Qué manca maravilla, esa vida del Adán solitario! Va poniendo nombres humanos a seres nunca humanamente vistos, lo cual es y será siempre faena maravillosa, y siente en su alma la manquedad de no encontrar en torno a sí «ayuda semejante a él». Adán siente su soledad y no puede salir de ella. Significativamente, la historia del género humano comienza siendo denominación y anhelo. Recordemos, por otra parte, la página magistral de El libro de la jungla, en que R. Kipling describe el estado de ánimo de Mowgli, cuando el niño-lobo, ya al borde de su adolescencia, descubre que es persona, y por tanto su humana so138 ledad. Hasta este trance, Mowgli ha vivido absorto en el mundo de la selva; nunca se ha sentido solo. Ahora, sin saber por qué, comienza a sentir tristeza y desazón íntimas: «Mi fuerza me ha abandonado —dice—, y no es ningún veneno la causa. De día y de noche oigo pasos que van siguiendo a los míos. Si vuelvo la cabeza, me parece que en aquel instante alguien se esconde para que yo no le vea. Voy a ver si está detrás de los árboles, y nadie hay allí. L·lamo, y nadie me responde; pero creo que alguien me escucha j se guarda la respuesta. Me acuesto y no puedo descansar. Corro, como corremos en la primavera, mas no por ello me siento calmado. Me disgusta el matar, y, con todo, solo me atrevo a luchar cuando, al fin, mato...» N o hay duda. Mowgli se siente solo, y desde su soledad busca a voces —lo diré con la fórmula bíblica— «ayuda semejante a él». ¿Cómo desconocer la distancia abismal que hay entre el texto del Génesis y el texto de Kipling? Aquel es hijo de una imaginación humana divinamente inspirada; este otro es obra de una imaginación humana humanamente creadora. Más aún: el texto del Génesis alude a la soledad de un hombre que nunca había conocido y nunca había podido conocer otro ser humano, y el texto de Kipling nos dice cómo empieza a sentirse solo un adolescente que en su primera infancia había tenido contacto con otros hombres. Pero estas graves salvedades no logran anular una curiosa semejanza entre las dos narraciones. Ambas nos presentan la vida de un hombre que sin saberlo de manera precisa y articulada vive una soledad para él insalvable. Frente a la grey zoológica que le rodea, Adán tiene oscura conciencia de ser «otra cosa», y busca en vano alguien que le sea semejante; entre los animales que por obra de la operación denominativa de Adán han pasado de la nuda realidad al ser, el «otro» no pasa de ser el término impletivo e innominado de un anhelo. Mowgli, por su parte, llama a no sabe quién, y siente en su alma la sospecha informe de que alguien oculto oye su voz: su estado de ánimo es una ausencia vaga y enigmática, un menester para el cual él no encuentra nombre adecuado ni pábulo saciador. N o acaban ahí las analogías. Adán llega a su peculiar y per139 sonal vivencia de privación —no hallar lo que él no conoce y está buscando— a través de su relación con el mundo. El mundo ha sido objeto de su experiencia, y él ha conocido y poseído el mundo de un modo genuinamente humano: lo ha utilizado para la satisfacción de su menester y le ha puesto nombre. Adán, en suma, ha adquirido conciencia expresa de la existencia de una realidad exterior utilizable, expresiva y ordenada según «especies». A su incipiente y decisiva manera, el primer hombre ha comenzado a existir humanizando el cosmos y demostrando para siempre que el ser humano solo acaba de estar plenamente constituido cuando ha respondido a Dios, ha nombrado y manejado las cosas y ha encontrado junto a sí «una ayuda semejante a él». También Mowgli posee humanamente el mundo de la selva, y también da nombre a las cosas que le rodean. Parece vivir como un lobo, pero él es un hombre: todas las bestias han de bajar su mirada cuando él las mira; y, como Adán, a través de la relación con el mundo, tan gustosa y saciadora para él hasta su adolescencia, descubre un día en su alma, azorado y perplejo, que él necesita desde dentro de sí lo que el mundo no le puede dar. Uno y otro, Adán y Mowgli, refutan con su propia experiencia las doctrinas del «eyecto», de Clifford, y de la impatía o proyección afectiva (Einfühhmg), de Lipps: la proyección de los propios afectos sobre una realidad exterior no basta para atribuir realidad «objetiva» al afecto proyectado. ¿Cuál es, pues, la coincidente lección que para una teoría del otro nos dan el Génesis y el hibro de la jungla ? Más precisamente: ¿con qué se encuentran Adán y Mowgli, dos hombres solitarios porque no les es posible dejar de serlo? Creo que la respuesta debe tener dos partes: i . a Adán, Mowgli y, en general, todo hombre que esté solo, sienta su personal soledad y no pueda salir de ella, se encuentran ante todo con el mundo. Este encuentro implica doble operación: el hombre humaniza el mundo mediante su trabajo y su conocimiento —con otras palabras: posee humanamente la utilidad y el nombre de las realidades intramundanas—, y va constituyendo empíricamente su propia realidad, su individual condición humana. 140 z. a Adán, Mowgli y cuantos hombres viven como ellos, acaban sintiendo con mayor o menor claridad que el mundo no les satisface. N o satisface, en efecto, convertir a un papagayo en «otro», como Robinson, y simular un diálogo humano con él. Pero quien carezca de toda experiencia de la relación interhumana (Adán) y quien solo posea un vaguísimo y oscuro recuerdo de esa experiencia (Mowgli), no podrán encontrarse más que con su propio anhelo, con la «conciencia de vacío» que Scheler describió. ¿Qué realidad será capaz de saciar este anhelo? «La gravitación universal, el universal dolor, la materia inorgánica, las series orgánicas, la historia entera del hombre, sus ansias, sus exultaciones, Nínive y Atenas, Platón y Kant, Cleopatra y D o n Juan, lo corporal y lo espiritual, lo momentáneo y lo eterno y lo que dura..., todo está gravitando sobre el fruto rojo, súbitamente maduro, del corazón de Adán», ha escrito Ortega (O. C, I, 477). Pero Adán no lo sabe; no sabe aún que se llama «otro hombre» el término de su anhelo. Solo sabe que necesita y no encuentra «ayuda semejante a él». El problema consiste en saber si la realidad observable confirma la lección psicológica del Génesis y del Libro de la jungla. Dentro de esa realidad, ¿cómo experimentará su soledad personal un hombre que nunca haya conocido a otro? No lo sabemos. Caspar Hauser había vivido durante toda su infancia casi privado de relaciones humanas; pero cuando apareció ante las puertas de Nuremberg, sabía pronunciar algunas palabras y trazar las letras de su propio nombre. Más puro fue, desde este punto de vista, el caso de los niños-lobo de Midnapore; pero tampoco su caso puede ser concluyente, porque estos niños no vivieron en soledad individual —fueron dos, una niña y un niño—, y porque murieron antes de dar expresión verbal idónea a su vida psíquica. Sabemos tan solo que a raíz de ser capturados no deseaban la relación con otros seres humanos. Desde el primer momento mostraron una singular tendencia a la soledad. Solían pasar horas y horas en un rincón del cuarto «como si meditasen un grave problema», indiferentes a todo cuanto a su alrededor ocurría. Se intentó asociarlos con otros niños, pero es evidente que no deseaban 141 la compañía de estos, sino la de los lobeznos. Cuando alguien se acercaba, enseñaban sus dientes, como las fieras. Intentaron fugarse, y mordieron a una niña que trató de impedirlo. Su captura fue difícil, porque sabían quedar inmóviles en la espesura, sin dar el menor signo de vida. Cuando los demás niños les incitaban a jugar, respondían asustándolos, abriendo sus mandíbulas, mostrando sus dientes y produciendo con la garganta un sonido gutural. Era evidente que no se encontraban a gusto y que procuraban por todos los medios volver junto a los lobos. La niña-lobo tenía ocho años cuando fue capturada, y el niño, alrededor del año y medio. ¿Qué hubiera sucedido en el caso de haber llegado una y otro a la adolescencia antes de abandonar la existencia ferina? Estos niños-lobo reales, ¿hubieran sentido, a su modo, algo semejante a lo que sintió Mowglí, el niño-lobo imaginado por Kipling? No podemos saberlo. E n cualquier caso, la lección antropológica que nos da la vida de los niños de Midnapore rebasa muy ampliamente el ámbito de lo que solemos llamar «psicología». Nos enseña, en efecto, que un aislamiento social iniciado en la primera infancia impide la adquisición de muchos de los caracteres que suelen tenerse por «humanos»; y, por tanto, que incluso en un orden estrictamente somático el encuentro interhumano y la convivencia social son imprescindibles para la adquisición de una hombredad cabaly plenària. Los niños de Midnapore no podían ponerse en pie y marchaban a cuatro patas. N o eran capaces de pronunciar sonidos articulados: solo proferían una especie de aullido a media noche, ni animal ni humano, con el que parecían llamar a los lobos. N o sonreían, y comían directamente con la boca, nunca con ayuda de las manos. Llamaba la atención el desarrollo de sus mandíbulas, la longitud de sus caninos y el color rojo de la mucosa bucal. Durante la noche se dilataban sus ojos, y mostraban una fluorescencia azulada. Su olfato era extraordinario, en especial para la carne: la niña podía desenterrarla guiándose tan solo por el olor, aunque estuviese muy escondida. Juzgo del mayor interés el comentario de Rof Carballo: «Los niños-lobo han podido subsistir por haberse atemperado vegetativamente con la loba madre. Por ello saben cazar en la 142 oscuridad, correr velozmente, defenderse a mordiscos, vivir en una cueva, adaptar su regulación térmica, sin necesidad de vestidos, a temperaturas extremas, etc. Gracias a esto no han muerto. Pero no han muerto porque no han podido poner en juego su inteligencia, su neocórtex... De haber podido desarrollarse, la inteligencia humana y el neocórtex les habrían puesto en peligro de muerte. Ahora bien: no se han podido desarrollar, porque este desarrollo de la inteligencia, es decir, la sucesiva apertura del pallium cerebral a sus nuevas funciones, tiene que hacerse necesariamente dentro de ese requisito, absolutamente imprescindible para toda vida, que es la unidad vegetativa de esta». La telencefalización del individuo exige como condición necesaria una tutela afectiva y emocional; y esta, a cargo ahora de una loba, es la que configuró en tan amplia medida la biología de los niños de Midnapore y les permitió seguir viviendo 1 . L·a convivencia infantil con la loba lactante j tutelar impedia que los niños de Midnapore fuesen plenamente hombres j permitía, a la ve%, su pervivencia biológica. Lo cual nos permite formular estas dos importantes conclusiones: i . a Durante la infancia, el sentimiento de soledad y deficiencia del individuo humano surge en este respecto del ser vivo que desde su nacimiento le había tutelado nutricia y afectivamente. Loba o mujer, la «madre» es el primer «otro» del niño. 2. a La deficiencia que experimenta el niño en soledad no es simplemente la «conciencia de vacío» que Scheler atribuyó a su hipotético Robinsón, sino una manquedad que afecta a todo su ser, comprendidas las estructuras y las funciones de apariencia más puramente «biológica». Sin que el niño lo ' Cerebro interno y mundo emocional, págs. 212-214. Los resultados obtenidos de la observación de la niña Anna —una niña ilegítima norteamericana que fue recluida en una habitación a los seis meses de edad, y que permaneció incomunicada hasta su hallazgo, cinco años más tarde, en 1938 —confirman ampliamente estas reflexiones (vid. K. Davis, «Extreme Isolation of a Child», en American Journal of Sociology, XLV (1940), 554-561, y «Final Note on a Case of Extreme Isolation», ibíd., LII (1947), 432-437. 143 advierta, su realidad entera —su cuerpo y su alma— es ahora una pretensión fallida de humanidad plenària. Pero estas conclusiones suscitan, a su vez, toda una serie de problemas psicológicos. ¿Qué habría sido la vida de los niños-lobo de Midnapore, si la existencia ferina de estos hubiese proseguido hasta su adolescencia? Lo que en nuestra situación histórica y social llamamos «despertar de la personalidad» y «descubrimiento del propio yo», ¿qué hubiera sido en ellos? ¿Habrían podido sobrevivir biológicamente a este trance? Además de sentirse solos al ser separados de los lobos, ¿hubiese surgido en su alma el sentimiento vago de una nueva soledad, la soledad respecto del «otro humano» que ellos nunca habían visto? E n el orden de los hechos, no podemos dar respuesta suficiente a esta inevitable ráfaga de interrogaciones. II. Hemos de examinar ahora la soledad del que está solo porque ha perdido la compañía. ¿Con quién se encuentra quien ya no puede encontrarse con las personas que le acompañaban? La experiencia de la soledad forzosa es bien frecuente en la vida real, y una y otra vez ha sido tema de la invención literaria; los nombres de Abentofail, Cervantes, Calderón, Gracián y Defoe vienen con presteza a las mientes. Pero acaso no se haya dado nunca esa experiencia de un modo tan elemental y primario como en los niños-lobo de Midnapore se dio, cuando la muerte del menor de ellos —el niño— dejó a la niña en soledad. Cuando Kamala, la niña, vio al niño muerto, tocó el cuerpo de este varias veces e intentó abrir sus párpados; al ver que no respondía, volvió a su yacija. Repitió esta acción varias veces, hasta que al final, convencida ya de que Amala no le respondía, cayeron de sus ojos dos gruesas lágrimas. En los días subsiguientes, Kamala solía andar olfateando los sitios que Amala había frecuentado para comer, y abandonaba la persecución de las gallinas para buscar a su hermano. De esta situación de pesar pudo sacarla la señora Singh intensificando el masaje que cotidianamente le venía dando desde la captura; es decir, haciendo que la niña se sintiese «acariciada». Kamala se sintió en soledad forzosa respecto de quien era como ella —su 144 verdadero «otro»—, y en su existencia solitaria se encontraba con el recuerdo de este y con la esperanza de encontrarle de nuevo. Solo la afectuosa asiduidad del ser humano capaz de darle lo que para ella era «amor» —la caricia—, pudo proporcionarle un nuevo «otro», y, por lo tanto, nueva compañía. Abandonemos, sin embargo, la vida primaria de los niñoslobo, y consideremos de nuevo el modo de existir que en nuestra situación histórica tenemos por «normal». Mejor dicho: tratemos de ver si la existencia «normal» del hombre actual confirma lo que nos ha hecho ver el rudo y conmovedor sentimiento de soledad de Kamala. Y para ello, dejando de lado los casos más extremos y espectaculares de la soledad no querida (la soledad del prisionero, la del náufrago, etc.), estudiemos brevemente el «encuentro interior» con el otro —o con quien hace las veces de «otro»— en las dos situaciones vitales en que más típica y habitualmente se muestra tal género de soledad: la adolescencia y la ruptura de la comunicación. i. En una de sus dimensiones más profundas y esenciales, la vida anímica del adolescente es soledad forzada. N o parece exagerado decir que el adolescente es un niño que súbitamente ha descubierto la soledad. Todos los autores que por una u otra razón han estudiado la psicología de esta edad (Stanley Hall, Spranger, Mendousse, Piaget, Carlota Bühler, L. Rosales) han subrayado la decisiva importancia que en ella tiene tan azorante descubrimiento. Impulsado desde las raíces orgánicas de su vida por el complejo cambio hormonal y neurológico que trae consigo la pubertad, el adolescente advierte con desazón y sospecha que su pasado está en él, pero no es de veras suyo. Acaso llegue a serlo más tarde. Cuando el joven, desde el «yo» que entonces ha surgido en su alma, vaya organizando su propia vida, la mera tenencia del «recuerdo» se irá trocando en «apropiación» de lo recordado, y lo en mí irá pasando a ser, en el sentido más íntimo de la palabra, mío. Pero entre tanto el niño queda psíquicamente solo. «El adolescente —escribe certeramente Rosales— siempre se encuentra solo. N o pertenece a tiempo alguno. N o pertenece a mundo alguno. Carece de pasado y, por tanto, no dispone de un conjunto de posibilidades personales. Quiere existir desde la 145 10 nada... Y como no tiene propiamente experiencias, sino vivencias, es muy frecuente el hecho de que la adolescencia sea cruel, mas no egoísta, como suele decirse, porque el adolescente ama tanto la humanidad, que resbala casi insensiblemente sobre el prójimo... Por haberse aislado de su pasado y su niñez, se encuentra a solas de sí mismo.» De los dos básicos modos existenciales de la soledad —la soledad de (respecto de) las cosas y la soledad con las cosas—, el adolescente vive el primero con gran intensidad y pureza 2. Soledad de la adolescencia, soledad forzada. Cualquiera que sea la ulterior reacción a esta experiencia decisiva —magistralmente ha estudiado Spranger los varios elementos que la integran—, el adolescente se halla forzado a sentirse solo, aunque en torno a él vayan y vengan los otros: «Ahora —dice Spranger— predomina un nuevo sentimiento del yo: la conciencia de que se ha abierto una honda sima entre el yo y todo no-yo, de que no solo todas las cosas, sino también todas las personas están infinitamente lejanas y son infinitamente extrañas, de que se está solo consigo en un abismo» 3 . Ahora bien: ¿qué es esta soledad? Y, sobre todo: ¿cómo se sale de ella? «Si la entendemos en la integridad de sus acepciones, la soledad —ha escrito Rosales— es una distensión del alma que busca el restablecimiento de su unidad entre la ausencia y el recuerdo.» Considerada como «ausencia», la soledad consiste en una distensión del alma, que crece en falso, que crece, por así decirlo, dando origen a su propio vacío; y considerada como «añoranza», consiste en cierta concentración del alma, que crece en vivo, que crece hacia el encuentro de su unidad 4 . La fórmula es feliz, a condición de introducir en ella una precisión y un complemento. Tratándose de la soledad adolescente, tal vez fuese mejor hablar de «alienidad» que de «ausencia» 5 . Como nos han hecho ver Heidegger (SZ, 120), y sobre 2 3 Cervantes y la libertad, I, págs. 152 y 159. Psicología de la edad juvenil, trad. esp. (Madrid, 1929), página 62. 4 Op. cit., I, pág. 160. 5 Véase la Psicopatología de la adolescencia, de F. Marco Meren146 todo Sartre (EN, 337 y 408), la ausencia propiamente dicha —el «echar de menos» lo que no nos está presente— es una forma defectiva de la presencia, y la supone. Me es ausente quien me ha estado presente, podría estarme presente y no me está presente ahora; lo cual, si bien se mira, no es el caso en la soledad de la adolescencia. Esta no consiste, en efecto, en sentir la «ausencia» de lo que se tuvo y no se tiene, sino en vivir como «no propio» lo que hasta entonces había sido incuestionablemente familiar. Y, por otra parte, la «distensión» del alma solitaria no solo busca ahora su unidad «entre la ausencia y el recuerdo», mas también, y aun sobre todo, «hacia la esperanza». Spranger habla extensamente de la «formación paulatina de un plan de vida». El propio Rosales dice: «La infancia habita en el ahora. La adolescencia habita en el mañana. La madurez comienza cuando empezamos a vivir en el todavía.» Y «habitar en el mañana», ¿qué es, en definitiva, sino distender el alma en soledad hacia el reino de lo que se espera? Llegamos, pues, a la cuestión que aquí verdaderamente importa. Si esa es la soledad de la adolescencia, ¿con qué se encontrará el adolescente? ¿Qué encuentros serán verdaderamente afectantes para él? Por supuesto, no sus seudo-encuentros con las personas, tal vez muy queridas, respecto de las cuales él se siente en alienidad. Solo será para él genuino y afectante el encuentro con una persona que le «comprenda», con alguien que vea su interior mejor que él mismo lo ve. El adolescente experimenta «un infinito anhelo de ser comprendido» (Spranger); y por esto, comenta Rosales, «cuando advertimos en esta época de la vida que alguien ve claro en nuestra intimidad, que alguien ha descubierto lo que somos y trata de ayudarnos, nos abrimos a él». Pero no es el encuentro con los «otros» del mundo exterior el que ahora me interesa descubrir y describir, sino los que haya en el interior del alma solitaria. En el seno de su propia, forzada soledad, ¿con quién se encuentra el adolescente? ciano (Valencia, 1947). La semejanza que Marco Merenciano establece entre la adolescencia y los síndromes de despersonalización es muy sugestiva. 147 La respuesta, implícita en las observaciones precedentes, debe ser ordenada en dos puntos: i.° El adolescente solitario se encuentra con el recuerdo de su vida, que él está viviendo ahora como «no propia», y por tanto con la imagen memorativa de las personas que hasta entonces ha conocido y tratado: estas imágenes son para él los otros de su recién descubierta joidad. El resultado del encuentro se moverá entre dos términos contrapuestos: la repulsa y la apropiación. Solo de las personas que «le comprenden» y de los recuerdos verdaderamente apropiados recibe auténtica compañía la soledad del adolescente. Citaré una experiencia propia: el recuerdo infantil de una excursión a caballo con mi padre, en que este me llevaba ante sí, sentado sobre el arzón, mientras cantaba las canciones de sus años de estudiante, fue parte importante en la cabal y definitiva «apropiación» que de mi padre hice durante mis años de adolescencia. Pero sea la repulsa o sea la apropiación el término de este invisible encuentro, el «otro» —la imagen memorativa de alguien que por serle «otro» descubre al adolescente que él es «yo»— comienza siendo lo que siempre en el encuentro es: aquello que nos revela empíricamente cómo nuestras posibilidades son en rigor composibilidades. Así, toda imagen memorativa de una persona nácese durante la adolescencia vago y ambivalente proyecto de cooperación y de conflicto. La existencia ulterior del adolescente decidirá pronto cuál de estos dos caminos posibles va a ser el efectivamente recorrido. 2.° El adolescente solitario se encuentra, además, con los «otros» que él podría ser, y por tanto con el mundo indeciso y amplísimo de su deseo y su esperanza. «Cuanto más fuertemente se encrespan las tormentas de la pubertad —escribe Spranger—, tanto más surge la impresión de que en el alma hay materia para todo» 6 . El adolescente puede serlo todo, y en su vida —he aquí otra de las claves psicológicas de la adolescencia— el deseo y la esperanza no se distinguen entre sí muy netamente. La imagen memorativa de una persona real no es siempre, para él, simple objeto de repulsa o de apropía6 Op. cit., pág. 61. 148 ción. Cuando se trate de personas que a sus ojos parezcan «ejemplares», la apropiación consistirá en hacer de ellas otras tantas formas posibles de su yo futuro. El adolescente quiere ser, por lo pronto, todo lo que en torno a él están siendo quienes le deslumhran; y por supuesto, todo lo que a sus ojos fueron los personajes históricos y literarios que durante la infancia habían encandilado su fantasía: d'Artagnan o Hernán Cortés, el Corsario Negro o el Capitán Nenio, acaso Platón o Pasteur. He aquí mi fórmula: el adolescente en soledad se encuentra con los otros de su recuerdo, j corre al encuentro de los otros de su esperanza; en el primer caso, para rechazarlos de sí o para apropiarlos a su vida, y en el segundo para identificarse con todos ellos, para trocar en posibilidad propia la exaltadora representación ideal de todo lo que ellos «fueron». Vale la pena examinar con alguna atención la peculiar estructura psicológica de este encuentro con lo que se desea y espera. Estudiando la función del personaje en el mundo novelesco del Quijote, Luis Rosales ha descrito por vez primera tres geniales invenciones literarias de Cervantes y ha tenido el gran acierto de referirlas a otros tantos esquemas de operación del alma humana: el teatro dentro del teatro, el teatro para sí mismo y el teatro de la felicidad. De estos tres esquemas, los dos últimos constituyen la forma propia del encuentro en esperanza. Sobre todo el teatro para sí mismo, en el cual, como dice Rosales, «busca y encuentra su fundación la adolescencia de D o n Quijote» 7. Consiste este teatro en ver con los ojos de la fantasía el personaje que se quiere ser —Amadís de Gaula o Reinaldos de Montalbán, en el caso de D o n Quijote—, y en encontrarse dialógicamente con él. E n la adolescente soledad de D o n Quijote, Amadís es a la vez un «otro» y un proyecto de sí mismo; y, mutatis mutandis, esto es para cualquier adolescente la indefinida serie de las imágenes personales —no «tipos» históricos o literarios— que para él poseen seducción y ejemplaridad 8 . «La adolescencia carece de identidad, porque ' Op. cit., I, pág. 167. ¡Qué gran hallazgo este de considerar y estudiar a don Quijote como adolescente! 8 De qué manera el espectáculo teatral a que asiste la gente es 149 no tiene historia, porque no vive desde un pasado propio, y carece de mismidad, porque el adolescente no ha podido elegirse a sí mismo todavía. Su proyecto de vida no es terminante y único» 9. Carente aún de identidad y mismidad bien precisas, el adolescente vive su soledad contemplando los personajes de su teatro para sí mismo, dialogando con ellos y moviéndose, en definitiva, hacia la última y suprema forma de esta sutil dramaturgia interior, hacia el «teatro de la felicidad» 10. 2. Ahora debemos contemplar otra de las situaciones vitales en que más habitualmente se da la soledad forzada: la ruptura de la comunicación. Como ya lo habrá advertido el lector atento, tomo esta expresión de Jaspers; pero quiero hacerlo englobando bajo esa rúbrica las varías formas de la soledad que el propio Jaspers describe en el apartado «Deficiencia de la comunicación». Después de todo, la soledad —una soledad no querida— es el término a que inexorablemente conduce la ruptura de toda comunicación auténtica. La comunicación exige la soledad y la anula: no otra cosa es para el hombre auténtico la estructura de la compañía, por íntima y plenària que esta parezca ser. Mas no son lo mismo la «soledad hacia» de quien va a entrar en comunicación, también, en este sentido, «teatro para sí mismo», lo ha mostrado muy luminosamente Ortega en Idea del teatro (Madrid, 1958). Muy anteriormente —en Estudios sobre el amor, O. C, V, 594—, había escrito Ortega: «Una buena porción de nuestra vida consiste en la mejor intencionada comedia que a nosotros mismos nos hacemos. Fingimos modos de ser que no son el nuestro, y los fingimos sinceramente, no para engañar a los demás, sino para maquillarnos ante nuestra propia mirada. Actores de nosotros mismos, hablamos y operamos movidos por influencias superficiales que el contorno social o nuestra voluntad ejercen sobre nuestro organismo y momentáneamente suplantan nuestra vida auténtica.» 9 L. Rosales, op. cit., I, pág. 165. 10 En homenaje a La comedia de la felicidad, de Nicolás Evreinof, y tras haber demostrado la raíz quijotesca de esta joya de la literatura dramática de nuestro siglo, L. Rosales llama «teatro de la felicidad» al hecho psicológico de llegar a ser el personaje que más o menos voluntariamente se representa. La felicidad, según esto, no es solo un don que se recibe, es también un bien que se conquista. Por eso he dicho que el «teatro para sí mismo» tiene su meta en el «teatro de la felicidad». Véase L. Rosales, op. cit., II, págs. 63 ss. 150 y la «soledad con» de quien con otro se comunica, que la «soledad de» —el estar solo de o respecto de alguien— en que cae aquel a quien el vínculo de una comunicación auténtica acaba de rompérsele. Tampoco con la ausencia debe ser confundida la soledad subsiguiente a la ruptura de la comunicación. La soledad de la ausencia es un hueco que en cualquier momento puede ser colmado por el mismo que lo produce, y tal es la razón por la cual la ausencia es un. modo defectivo de la presencia. La soledad por ruptura, en cambio, es la herida que un miembro arrancado deja donde él estuvo, el sentimiento de una composibilidad a un tiempo experimentada, necesaria e imposible. La soledad es siempre deficiente; a cambio de eso, raramente deja de ser digna. «Salir de la soledad, franquearse sin reservas y soportarlo —escribe Jaspers—, son cosas que solo se las permite la existencia (auténtica) si la situación, el otro y el tema son adecuados, y si su amor despierta» (I, 480). Pues bien: la soledad consecutiva a la ruptura —la soledad ex abrupto, en el sentido más directo de tal expresión— es un amargo, herido y no querido retorno a la dignidad deficiente de estar solo. Desde la comunicación, yo puedo caer en soledad forzada por caminos muy distintos entre sí. Puede el otro dejarme solo, si su voluntad de comunicación existencial se desangra y paraliza; puedo yo quedarme solo porque hayan muerto todos aquellos con quienes estuve en comunicación; puedo, en fin, sentir la soledad como un «abismo del no ser», si por ventura llego a descubrir la nihilidad que respecto de la existencia auténtica es inherente a las presuntas «realidades» de la vida social. En los dos primeros casos, la ruptura afecta a la comunicación existencial; en el último, a la comunicación objetiva; pero tanto en aquellos como en este yo me quedo —me veo forzado a quedarme— existencialmente solo. Dos perspectivas se me ofrecen entonces: la desesperación y la esperanza. Mi desesperación solo será total —en la medida en qu-e una desesperación total es humanamente posible— u cuando yo desespere de encontrar de nuevo una co" Véase la última parte de mi libro La espera y la esperanza. 151 municación auténtica, tanto en la existencia intramundana como en la existencia transmundana, en la «trascendencia». «Si la soledad... se convierte en la conciencia de tener que morir solitario, entonces solo la trascendencia puede recoger en sí la comunicación no realizada. Como quiera que la soledad solo es real en la comunicación histórica..., no puedo librarme de ella más que con la muerte, hasta la cual yo estaba dispuesto a la comunicación: yo puedo, pues, anular mi soledad, trascendiendo (mi existencia empírica) por virtud de mí ser-mismo, cuando este no se cierra definitivamente, sino que queda abierto y sufre hasta el fin» (Jaspers, I, 483). En tal situación, yo desespero de la existencia empírica y espero en mi existencia posible. «Hay —escribe Jaspers— esta soledad, no desesperada, pero sí temible, que no quiere ningún compromiso; que no se engaña a sí misma y que, sin embargo, no puede saber verdaderamente qué es aquello a que se dirige. Hay el callar impenetrable, en el cual el hombre existe enteramente para sí, y nadie sabe de él, ni en él le reconoce, ni de él le alivia cuando quisiera expresarse; ese callar en que la fuerza de la existencia posible no se desperdicia, sino que está pronta... Hay el llorar sin causa en silencio, el callar abismático que de manera única expresa la perdurable disposición de la existencia posible a la comunicación. Cuando llegue la sazón, caerá el velo. Pero hablar sobre esta soledad siempre será imposible» (I, 482). Junto al silencio evasivo y junto al silencio preposesivo antes descritos, la relación con el otro —la ruptura de la relación con el otro— nos muestra la posibilidad de este silencio contenido j expectante de quien en su soledad espera desesperadamente la comunicación. Mas también cabe que la soledad albergue en su seno la esperanza de una nueva comunicación auténtica, no en «trascendencia», sino durante la existencia histórica y terrena. En contraste con la soledad dolorosa del «ya no», esta otra lleva dentro de sí, más o menos articulado y visible, un esperanzado «todavía». Acaso un ademán desengañado presida ahora la vida social del solitario; pero bajo el desengaño está latiendo la disponibilidad, y con esta —adolescentemente— la esperanza. Como D o n Quijote a Sancho, el solitario a la fuerza se dice a sí mismo: «Aún hay sol en las bardas.» 152 Dentro de la soledad en que forzosamente le sume la ruptura de la comunicación, dentro, por consiguiente, de su propia alma, ¿con quién se encuentra el solitario? Como en el caso de la soledad adolescente, la respuesta debe ser dividida en dos partes: i . a Encuéntrase ante todo el1 solitario con la imagen de sí mismo en que más patente queda, frente a la situación determinante de la ruptura, la dignidad de su existencia herida y sola. Cada persona se realiza en muchos yos. La fluyente diversidad con que mi yo empírico debe actualizarse a lo largo de mi existencia cotidiana —en tal ocasión soy interna y externamente homo theoreticus; en tal otra, homo religiosas; más tarde habré de ser homo socialis u homo aestheticus, etc.—, va cristalizando durante mi vida en el manojo de los yos que en verdad puedo llamar míos. Cuando introspectivamente me examino, estos aparecen ante mi como relieves escultóricos —ensueños esculpidos, cabría decir— que dan figura y expresión a mi propia intimidad; son, pues, los loci maioris resistentiae de mi realidad personal, las zonas de mí mismo en que yo soy para mí verdaderamente real. «Los complementarios» —los yos complementarios—, llamó Antonio Machado a esta gavilla de configuraciones típicas que integran y constituyen el yo empírico global de cada persona. N o debo estudiar ahora cómo el mutuo juego de la vocación, la constitución psicofísica y la situación —por tanto, el azar— va dando origen y forma a tal diversificación del yo. Me limitaré a repetir que la soledad pone en primer plano el yo ocasionalmente más idóneo, y él es el «seudo-otro» con que ahora se encuentra el solitario. Se dirá, y es verdad, que el solitario se encuentra en tal caso consigo mismo, y que tal suceso psicológico no puede ser llamado «encuentro», al menos en el sentido fuerte de esta palabra. Pero tan indiscutible verdad necesita ser matizada, porque «encontrarse consigo mismo» es descubrir en la propia intimidad la figura de uno de esos «yos complementarios», el que sea, y porque, en cierto sentido, «encuentro» es el hecho psíquico de que mi «yo ejecutivo» o «posicional» —la consciente actividad primaria de mi persona— contemple en el escenario de mi propia alma, como una realidad «cuasi-obje- 153 tiva», la figura expresiva y acompañante de uno de los yos en que mi vida personal ha cristalizado. Encontrándome así conmigo mismo, descubro o confirmo que mis propias posibilidades, cercenadas y sangrantes por la vicisitud penosa de la ruptura, quedan potenciadas por lo que uno de mis yos todavía puede ser y hacer. A través de ese yo parcial que ante mí aparece y me conforta, yo soy entonces el Samaritano de mí mismo. 2. a Se encuentra el solitario, además, con la indecisa prefiguración del otro que él secretamente espera. Todo ser humano abierto al futuro es de algún modo adolescente, aunque tenga cien años, y por lo tanto autor-empresario del «teatro para sí mismo» con que la adolescencia, sea juvenil o residual, va convirtiendo sus anhelos en proyectos. Todo lo que en páginas anteriores he dicho acerca de tan sutil operación psíquica podría repetirse, en líneas generales, respecto de la soledad que la ruptura de la comunicación comporta. Mientras la vida en el mundo le trae o no le trae el otro empírico y contingente que él espera, el solitario va encontrándose dentro de sí mismo con los hombres posibles que más alta y sugestivamente parezcan ofrecerle el pan y la sal de la comunicación. III. Queda, en fin, el caso de la soledad buscada y encontrada: el solitario está solo porque quiere estarlo. ¿Qué sentido tiene ahora la soledad? Basta un punto de reflexión para advertir que un hombre puede querer estar solo por dos razones distintas, y aun opuestas entre sí: la ascética y el hedonismo, la preparación para una convivencia nueva y el mero gusto de sustraerse a las molestias del «mundanal ruido». En términos quijotescos, la soledad de D o n Quijote velando sus armas y la soledad de Marcela, la pastora esquiva y montaraz. Martin Buber llamó «lugar de la purificación» y «castillo del apartamiento» a estos modos de la soledad; aquel sería noviciado y merecimiento, este otro diálogo consigo mismo y narcisismo del alma (ID, 91-92). Luis Rosales, por su parte, ha contrapuesto la soledad de independencia de no pocos personajes cervantinos, soledad solitaria en que la libertad es «li154 bertad de exención», y la soledad acompañada —«soledad con las cosas»— en que la libertad es «libertad de apropiación» 12. Utilizando la ya conocida distinción de Zubiri, podría decirse que el solitario por hedonismo quiere vivir en «libertad de», y el solitario por ascética en «libertad para». El ideal de la vida personal es en el primer caso una autoposesión fruitiva, y en el segundo una autoposesión oblativa. No discutamos ahora el p r o b l e m a ético que plantean estos dos contrapuestos modos de la soledad querida. Limitémonos a apuntar que en la vida real suelen mezclarse de modo muy sutil —¿dónde empiezan y dónde acaban uno y otro en la existencia del viajero 13 y en la vida del creador por vocación?—, y atengámonos escuetamente a nuestro tema. En su existencia solitaria, ¿con quién se encuentra el que voluntariamente ha buscado y encontrado la soledad? En el caso del solitario hedonista, la respuesta es inmediata: ese hombre quiere encontrarse —y acaso se encuentre— consigo mismo. La convivencia social corrompía o consumía su propio ser; y puesto que tratando con los otros él «no se encontraba consigo mismo», como es tópico decir, se aparta de los otros en busca de ese «sí mismo» antes tan invisible y amenazado. Si ese hombre no es más o menos místico —no es preciso pensar en San Juan de la Cruz cuando se pronuncia esta palabra—, su contemplación de la naturaleza será para él una cura de aguas o un diploma de eminencia, algo que le permita decir «¡Qué bien se siente uno después de un paseo solitario entre los pinos!», o «¡Qué exquisita es mi alma, que tan bien ha sabido descubrir y gozar la belleza de este paisaje!» Y si busca el encuentro con los otros, preferirá esos «otros» silenciosos, corteses y casi previsibles que para el lector suelen ser el autor y los personajes de los libros que 12 Op. cit., I, passim. Sobre la situación existencial del viajero y la significación del viaje, véase el sugestivo ensayo de E. Gómez Arboleya «Breve meditación sobre el viaje», en Cuadernos Hispanoamericanos, 35 (1952), 41-54, y el capítulo «La libertad de los aventureros», en L. Rosales, op. cit., I, págs. 323-382. 13 155 lee u . Recordemos una vez más los cuartetos inmortales de Quevedo: Retirado en la pa% de estos desiertos, con pocos, pero doctos libros juntos, vivo en conversación con los difuntos j escucho con mis ojos a los muertos. Si no siempre entendidos, siempre abiertos, o enmiendan o secundan mis asuntos, y en músicos, callados contrapuntos, al sueño de la vida hablan despiertos. El «otro» autor o el «otro» personaje «enmiendan o secundan» los asuntos del lector y hablan «al sueño de su vida». E n definitiva, le hacen encontrarse consigo mismo, con lo que él es y quiere ser. Pero aquí surge el verdadero problema: ¿qué es eso de encontrarse consigo mismo? Para el solitario hedonista, ya lo sabemos: es contemplar, en el elenco de sus «yos complementarios», aquel que mejor satisfaga su apetito de autoposesión fruitiva. El «teatro para sí mismo» consiste ahora, más que en la contemplación cuasi-presencial y dialógica de lo que se quiere ser, en la visión posesiva y gozadora de lo que ya se era y la convivencia social no dejaba ver 16. Una interrogación surge: si la búsqueda del «sí mismo» es 14 No siempre son así los personajes literarios; a veces se ponen, como suele decirse, «respondones». Recuérdese la conducta del unamuniano Augusto Pérez, en Niebla, y de los Seis personajes de Pirandello. Pero tan levantisca otredad la muestran ante su autor, no ante el lector solitario y hedonista. Acerca de la otredad del personaje de ficción, algo fue dicho en la Primera Parte, al estudiar el problema del otro en Unamuno. De nuevo remito a los estudios de Marías y Rosales allí consignados. 15 En el caso de la Marcela cervantina, el hedonismo de la autoposesión fruitiva se halla proyectado a la utopía: en este caso, la utopía de la felicidad propia del «estado de naturaleza». Cuando Marcela se retira a la sierra —escribe Rosales—, «quiere nacer de nuevo, quiere nacer desde la libertad. Ahora bien, nacer de nuevo es imposible. Nadie nace dos veces: solo podemos recién-nacer. En cada decisión auténtica, la libertad rehace enteramente nuestra existencia. A este nacer a nueva vida le llamo recién-nacer. Pero tal conversión en modo alguno es gratuita.» (Op. rít., I, pág. 262). V6 de veras exigente y ambiciosa, ¿podrá el solitario contentarse con la posesión fruitiva de los «yos» que la convivencia real desfiguraba? ¿Puede haber un «sí mismo» humano que en su profundidad no se distienda de un modo o de otro hacia la oblación? Bien distintos serán los encuentros del solitario por ascesis. También este aspira a encontrarse consigo mismo; pero el «sí mismo» no es ahora el que el solitario ya era antes de su querida soledad, ni siquiera el conjunto armonioso de todos sus «yos complementarios», sino el «nuevo yo» que renazca del «yo viejo» como consecuencia de la operación creadora a que en este caso se halla ordenado su aislamiento. E n rigor, la existencia del solitario por ascesis es a la vez la ruptura con una convivencia insatisfactoria y el esfuerzo personal hacia una más satisfactoria convivencia: la que bien pronto brindará el encuentro con el «sí mismo» autor de la obra proyectada —sea esta artística, intelectual, social o religiosa—, y con los otros hombres, a través de tal obra, cuando esta haya llegado a ser realidad objetiva. Planeando su Discurso del método, Descartes pensante está solo respecto del Descartes anterior a tal empeño (un Descartes insatisfactorio para sí mismo), y respecto de todos los hombres que en torno a él se conducen con arreglo a la tradición filosófica medieval. Escribiendo el Discurso del método, Descartes escritor vive distendido hacia el menos insatisfactorio Descartes que resultará de esa faena y hacia los otros que resulten de haber leído lo que él entonces escribe. Autor ya del Discurso del método, Descartes —el Descartes más íntimo y ejecutivo, el que acaso está ya planeando las Médiíations sur la philosophie premien— se encuentra y convive consigo mismo, en cuanto tal autor del Discurso del método, y con cuantos ya han recibido en su mente y en su vida el mensaje de este opúsculo genial. En suma: Descartes solitario y creador ha vivido en relación con la tercera de las «esferas» del Tú que hemos visto distinguir a Martin Buber, «la vida con las esencias espirituales» (ID, n ) . N o puede extrañar, según esto, que el examen de la soledad por ascesis —«soledad para», y no simple «soledad de»— suela llevar consigo una explícita afirmación de compañía. «Quien 157 se ha sentido radicalmente solo —escribe Zubiri—, es que tiene la capacidad de estar radicalmente acompañado. Al sentirme solo, me aparece la totalidad de cuanto hay, en tanto que me falta. En la verdadera soledad están los otros más presentes que nunca» (NHD, 300-301). E n su fino análisis fenomenológico de la soledad, G. Berger ha mostrado cómo en el seno de esta —cuando la soledad se hace realmente «trascendental», y deja de ser «existencial» o «mundana»— aparece la noción del semejante l a . J. L. Aranguren ha visto al intelectual como un hombre a la vez solitariamente solidario y solidariamente solitario 17. «Como tenía un alma inmensa —decía Elie Faure de Dostoievski, y hubiera podido decirlo de tantos otros creadores en soledad— estaba solo y no podía aislarse. Se comprende, porque solamente el que puede vivir todos los martirios que alrededor de él se sufren, es también el que está solo» 18. Y en cuanto a la convivencia intencional y real del solitario por religión, M. Chastaing ha observado finamente cómo «el orante en una gruta del desierto dice nosotros, al paso que dice yo la asamblea de los fieles» 19. Textos semejantes a estos podrían acopiarse sin dificultad, porque la «soledad parat> •—recuérdese lo dicho al estudiar los supuestos metafísicos del encuentro— es constitutivamente «soledad con»; y en definitiva, porque la soledad por ascesis es un acto de amor, y el amor, dijo Ortega glosando a Platón, «va ligando cosa a cosa y todo con nosotros, en firme estructura esencial» (O. C, I, 313). Al llegar a este punto, más de una interrogación se habrá levantado en el alma del lector atento. ¿Cómo los supuestos metafísicos del encuentro —carácter dativo y expresivo, carácter compresencial e imaginativo de la existencia humana— se manifiestan en la vida del solitario? ¿Puede el hombre ser dativo y expresivo, puede ser compresencial e imaginativo 16 «Du prochain au semblable. Esquisse d'une phénoménologie de la solitude», en La présence d'autrui, págs. 81-99. 17 «El oficio del moralista en la sociedad actual», en Papeles de Son Armadans, XIV (1959), 11-22. 18 Elie Faure, Les constructeurs. Cit. por Unamuno en «El hombre de la mosca y el del colchón», El Sol, 10-11-1918. " L'existence d'autrui, pág. 292. 158 respecto de sí mismo? Y si lo es, ¿cómo acontece esto, ya en un orden psicológico? ¿Cómo un «yo complementario» puede ser dativo y expresivo respecto del «yo ejecutivo» o «posicional», y cómo este puede sentir presente o compresente la figura intraanímica de aquel? ¿En qué sentido y en qué medida es para mí «mi-mismo» y «otro» cada uno de mis yos complementarios? ¿En qué sentido y en qué medida la contemplación de uno de estos me hace vivir como composibilidades mis posibilidades entonces más actuales y propias? Verse a sí mismo como homme de bonne compagnie, ¿ayudaría algo al Descartes sumido en la soledad que la creación filosófica tan. ineludiblemente impone? Creo que las páginas anteriores contienen indicaciones suficientes para ir dando respuesta idónea a todas estas preguntas. Tal vez complazca al lector entregarse durante algunos minutos al ejercicio intelectual de obtenerla. B. FORMAS DEFICIENTES DEL ENCUENTRO Decía yo en el capítulo anterior que en el encuentro se conjugan dos instancias, una exterior a mí, la realidad intencionalmente expresiva que va a serme «el otro», y otra interior a mí, la actualidad percipiente de mi propia conciencia. En todo momento las ha tenido en cuenta mi descripción del encuentro; mas también en todo momento he pretendido que esa descripción fuese válida para cualquiera de las infinitas formas particulares que el encuentro adopta en su realidad empírica. Me he esforzado, en suma, por ofrecer una visión de la relación interhumana que fuese a un tiempo teorética y esencial. Pues bien: pasando ahora de la esencia a la realidad concreta, quiero mostrar algunas de las formas deficientes y de las formas especiales en que el encuentro concretamente se realiza. E n ocasiones será deficiente el encuentro por causa de la realidad exterior a mí: esa realidad puede no ser, en su presencia inmediata, la de un cuerpo humano viviente y normal. Otras veces será deficiente el encuentro por causa de mi propia 159 realidad: mi organismo, en efecto, puede no hallarse en condiciones de percibir de un modo cabal la realidad del otro. Hay, pues, deficiencias a parte alterius y deficiencias a parte percipientis. Estudiémoslas por separado. I. Desde el punto de vista de su presencia inmediata son «otros» deficientes la máscara, la huella humana, la obra del hombre y el monstruo. ¿Cómo el encuentro, sin mengua de sus caracteres esenciales, se particulariza en cada uno de estos casos? ¿Cómo es el «otro» de la máscara, de la huella y de la intención objetivada? ¿Cómo el monstruo humano es «otro»? i. En el más amplio sentido del término, máscara es —recuérdese— cualquier objeto no humano que manifieste una voluntad humana de expresión o de ocultación. Son máscaras el antifaz carnavalesco, la carátula ritual del salvaje, el prósopon del actor griego y la persona del romano, el matorral tras el cual se «enmascara» el soldado o con cuya fronda hace señales, y tantas cosas más. Basta, sin embargo, un instante de reflexión para advertir que la o disyuntiva de la definición precedente debe ser sustituida por una j copulativa. En rigor, la máscara lo es en cuanto simultáneamente expresa y oculta: oculta la individual personalidad del enmascarado y expresa la voluntad de este de «parecer» a los demás —en ocasiones, también a sí mismo— lo que la máscara representa. Habrá sin duda casos en que predomine el momento ocultativo sobre el momento expresivo: tal es, por ejemplo, el del soldado que se «enmascara» con el fin de parecer un vegetal silvestre. Hay otros en que predomina la voluntad de expresión sobre la de ocultación, y este fue el caso del actor antiguo. Pero lo cierto es que, diversamente combinadas entre sí, siempre coinciden una y otra. Creo que esta breve puntualización permite descubrir recta y fácilmente el sentido de la percepción del otro ante la máscara. Cuando en esta predomina la voluntad de ocultación, el otro que el enmascarado me presenta es el «puro otro», sin más concreción que la que en la genérica realidad de este —en su simple condición de realidad exterior intencionalmente expresiva—• llegue a poner el contenido propio de la expresión 160 que yo creo percibir. El otro es entonces «pura intención de amenaza», «pura intención de huida», «pura intención de demanda de auxilio», etc. La vivencia inicial de una nostridad genérica y dual se desgaja en el yo de la persona que percibe y ese «puro otro» que tan claramente ejemplifican las breves fórmulas precedentes. Bien distinto es el caso cuando en la máscara predomina la voluntad de expresión. ¿No es acaso un problema delicado el de saber qué es lo que una máscara realmente expresa? No me refiero, claro está, a lo que la máscara por sí misma manifiesta —risa o aflicción en las máscaras del teatro antiguo, necedad, salacidad o extravagancia en nuestras caretas carnavalescas— 20, sino a lo que significa el simple y pasmoso hecho de que alguien se la ponga sobre el rostro. Genéricamente considerada, ¿qué expresa la máscara? Creo que en la respuesta hay que distinguir dos planos, uno de carácter psicológico y otro, más profundo, de orden antropológico, y aun metafísico. Desde un punto de vista psicológico, la máscara manifiesta que un hombre quiere mostrar, sin ser él identificado, un modo de ser —lujuria, sadismo, altanería, sarcasmo, etc.— más o menos reprimido en su alma cuando los demás reconocen su real identidad. «El hombre enmascarado —escribe Rof— puede dejar en libertad su parte secreta y profunda: sus pasiones. Las cuales, por cierto, suelen ser las mismas en todos los humanos, y por eso casi todas las máscaras proceden con gran monotonía en sus orgías y bromas» 21. Pero este es solo el primer plano de la respuesta. E n su dimensión más profunda, la máscara, uno de los inventos más antiguos de la Humanidad, manifiesta la constitutiva aspiración del hombre 20 La interpretación de la expresión propia de la máscara será muchas veces equívoca. Remito a las investigaciones de Plessner citadas en el capítulo anterior. 21 Entre el silencio y la palabra, pág. 323. El carnaval —escribe, por su parte, Ortega— «es la gran fiesta religiosa de jugar los hombres a desconocerse entre sí, un poco hartos de conocerse demasiado. La carátula y el falsete de la voz permiten, en esta magnífica festividad, que el hombre descanse un momento de sí mismo, del yo que es, y vaque a ser otro y, a la par, se libre unas horas de los tus cotidianos en torno» (HG, 200). 161 11 a ser todo lo que su limitación le impide ser. «La conciencia de su propia relatividad —dice Ortega en su breve apunte sobre el ser de la máscara— es en el hombre inseparable de la conciencia postuladora de lo absoluto. Y entonces se engendra en él el vehemente y equívoco afán de querer ser lo que no es: lo absoluto; participar de esa otra superior realidad, conseguir traerla a la suya menesterosa y limitada, procurar que lo omnipotente colabore en su nativa impotencia.» Ahora bien: la única manera posible de que una cosa sea otra es la metáfora, el «ser como» o cuasi-ser 22. De lo cual se desprende que, desde un punto de vista general o antropológico, la máscara es el artefacto mediante el cual el hombre más primitivamente manifiesta la condición indigente, ambiciosa y metafórica de su propia realidad. Ahora podemos comprender la azorante y misteriosa impresión que las máscaras, hasta las más burdas y menos rituales, producen siempre en quien ingenuamente las contempla. En cuanto «otro», el enmascarado es un hombre con voluntad de mostrar un yo distinto del suyo, y de ahí lo que él es para quien súbitamente le percibe: alguien expresamente capaz de todo, y por lo tanto el hombre en cuanto tal. Ante un hombre sin máscara, séame conocido o no, yo no puedo dejar de ver tal hombre; ante un enmascarado cuya identidad real se me escape, yo veo dos cosas: el otro postizo y falso que la máscara expresa, y, bajo esta, un hombre, una voluntad capaz de concebir y expresar las intenciones más diversas; capaz, en principio, de todas las intenciones que la condición humana permite sentir e inventar. El «otro» de la máscara me es presente; el incierto «otro» del enmascarado —esto es, el hombre— me es compresente: todos los seres humanos, desde Adán hasta mi vecino y desde San Francisco de Asís a Jack el Destripador, viven de algún modo en ese «otro» compresente que la máscara me oculta y me expresa. El enmascarado no me permite vivir la nostridad dual, me deja recluido en el ámbito de la nostridad genérica; pero lo hace siéndome él un individuo concreto y visible, y la percepción de tal nebulosa humana 25 Idea del teatro, págs. 88 y 92. 162 —una realidad que es «hombre» y no acaba de ser «tal hombre»— me fuerza a no salir del «puro alerta» que la vivencia de la nostridad genérica tan indefectible e inmediatamente suscita. Hay hombres que dicen vivir frente a «la Humanidad»: gran quimera, porque «la Humanidad» es pura abstracción o pura desazón cuando no se realiza y concreta en «este hombre» o en «estos hombres». Tal es otra de las hondas lecciones antropológicas que nos depara la meditación de la máscara. Solo un recurso tengo a mano para salir del azoramiento temeroso que ha producido en mí la visión del enmascarado. Consiste en enmascararme yo ante él, en ser para el otro lo que él es para mí. A su indeterminación replico yo con la mía; a la desazón que él pone en mi alma, con la que yo pongo en la suya; y así el Carnaval es, desde un punto de vista fenomenológico, la fiesta de aquellos que durante algunas horas solo como «puros hombres» quieren vivirse entre sí. Curioso juego semántico, uno que en la fiesta del Carnaval cada año se consuma; porque en ella la máscara —la persona, en el teatro romano— es justamente lo que permite al hombre dejar de ser para los otros «persona». No es un azar que el Carnaval tenga en Dionisos, dios orgiástico y confundente, el dios del «todos uno y lo mismo», su vieja divinidad tutelar. 2. Estas consideraciones acerca de la máscara nos permiten desvelar con cierta precisión el sentido convivencial de la huella. Paseando por una playa desierta, percibo la depresión que en la arena, ha dejado el paso de un pie humano. Antes de descubrirla, yo estaba solo. Poco importa que haya sido hedonismo, ascesis o ruptura de la comunicación la causa determinante de mi soledad. Cualquiera que sea mi modo de estar solo, tan pronto como yo he visto esa depresión —un pequeño hueco ovalado, tres o cuatro hoyuelos redondos— surge en mi alma, como un relámpago, la vivencia del otro. ¿En qué consiste ahora esta vivencia? Yo diría que entonces estoy viviendo la presencia del hombre y la ausencia de la persona. La huella me hace vivir la nostridad genérica en forma pura. De los tres momentos que esencialemente integran la vivencia del otro —«hombre», «hombre expresivo», «tal hombre»—, solo el primero percibo yo ahora, porque en la huella no hay 16) expresión, ni hay talidad. La otredad del otro que yo tengo en mí y ante mí —¿hombre o mujer? ¿joven o viejo? ¿grato o ingrato? ¿vivo o muerto?— es la del mero hombre; para mí, ese otro es «otro yo» en estado de otredad pura. Pero no por eso mi existencia deja de ser compresencial e imaginativa. Percibiendo una huella humana, me veo obligado a imaginar, siquiera sea germinal e incoativamente, lo que tras ella hay, y tal es la causa de la vaga impresión enigmática —ni amenaza, ni promesa: puro enigma— que la huella produce a quien con alma disponible la divisa. 3. Más complejo es ei problema de la intención objetivada. Ahora hay ante mí un objeto material —un hacha de sílex, una fíbula, un cuadro, una estela funeraria, un libro— en que se ha hecho forma sensible y perdurable una intención humana. Como frente a la huella y a la máscara, mi vivencia del otro ha sido inmediata: el autor y los posibles usuarios de ese objeto se me hacen de algún modo presentes en él; el hacha, el cuadro, la estela y el libro me dicen con su simple presencia que «hay el otro». Pero ese «otro», ¿quién es, cómo es? Para responder con rigor a esta interrogación, es preciso haber advertido previamente que la enumeración anterior —hacha de sílex, fíbula, cuadro, estela funeraria, libro— es a la vez homogénea y heterogénea. Es homogénea, porque todo objeto en que se expresa materialmente una intención, manifiesta de algún modo el profundo y constante designio de humanizar el cosmos que late en el alma del hombre. Por modesta que sea la técnica de su autor, el hacha de sílex transfigura humanamente una minúscula porción de la naturaleza. Y es también heterogénea esa serie, porque en ella se juntan dos órdenes de objetos: el objeto utilitario o utensilio, y el objeto artístico, la obra de arte. En el utensilio ha sido transfigurada la realidad para que la realidad me sirva 23; en la obra de arte queda la realidad transfigurada para que la realidad se muestre, se haga patente. Ahora el objeto no es utensilio, sino símbolo. La obra de arte realiza 23 Remito al lector a los conocidos análisis heideggeriano y sartriano del «utensilio». 164 la intención creadora del autor y simboliza de uno u otro modo la realidad 24. Vengamos a nuestro problema. Puesto que la obra de arte es una intención objetivada, un objeto en que de manera simbólica se me hace patente cierta intención de otro hombre, ¿cuál será en ella «el otro»? ¿Cómo, a través de ella, se producirá el encuentro? La verdad es que la contemplación de un objeto artístico pone ante mí hasta tres «otros» diferentes: el autor, el personaje —suponiendo que ese objeto los contenga— y el coespectador. El autor comienza por serme un «otro» genérico e indiferenciado, un hombre. Cuando yo me hallo plena y habitualmente sumergido en el ámbito de la convivencia —y más aún si es grande y exquisito el artificio de la obra de arte contemplada—, esa vivencia quedará implícita en otras. Viendo «Las Meninas» o el Partenón, leyendo el Quijote, yo no siento en mí de manera explícita una vivencia de «Hay el otro», aunque tal vivencia indudablemente opere en mí. Pero si estoy en soledad, y si, por añadidura, es muy elemental el artificio del objeto que contemplo, esa vivencia —la voz de la hombredad, la voz de la especie— surgirá con fuerza en mi alma. Tal es el caso del espeleólogo que en el seno de la caverna, rodeado de pura naturaleza cósmica, descubre de pronto ante sí unas líneas trazadas hace miles de años por la mano de algún hombre. «¡Hay el otro, hay el otro!», dice en su interior el sobresalto emocional que entonces siente. Conviene aquí apuntar que dicha vivencia, muy cierta subjetivamente, se halla afectada por una sutil ambigüedad objetiva. Lo que yo veo, ¿es real y verdaderamente la obra de un hombre, o es el producto de un azaroso capricho de la naturaleza? Frente a «Las Meninas» o al Partenón, yo no dudaré: aquello es y no puede no ser obra de un hombre. ¿Podré decir lo 24 Basten aquí estos sumarísimos apuntes acerca de la obra de arte. El lector a quien interese el tema de la relación entre la obra de arte, realidad y verdad, hará bien leyendo el ensayo de Heidegger «Der Ursprung des Kunstwerkes» (recogido en Holzwege). Véase, por otra parte, el art. «Símbolo» en el Diccionario de Filosofía de Ferrater Mora. 165 mismo ante una mancha en la pared de una caverna? La contemplación de la obra de arte suscita en nosotros una primera y radical ambigüedad: la que en el orden de la experiencia externa lleva consigo la decisión gnoseológica entre «naturaleza» y «persona» 26. Pero además de ser un hombre, el autor de la obra de arte —y, por supuesto, el autor del utensilio— es también otro estamental. El otro que a través de ella yo percibo no es el «puro otro» de la huella, ni el «otro capaz de serlo todo» de la máscara; es un «otro» al que dan ulterior determinación el significado vital del objeto contemplado y las peculiaridades de la confección de este. El «otro» del hacha de sílex, por ejemplo, es un hombre guerrero o cazador de muy rudimentaria capacidad técnica; el «otro» de la estela funeraria es un hombre que de algún modo veneraba a los muertos; el «otro» del Partenón fue un arquitecto, etc. La «expresión» percibida es ahora la correspondiente a cierta actividad humana: el «hombre expresivo» que la intención objetivada me revela no es y no puede serme amenazador o alegre, modos de ser solo compatibles con la presencia viviente y más o menos inmediata de un cuerpo humano; me es tan solo, y de una manera estamental y remota, «guerrero», «cazador», «pintor» o «arquitecto». Tanto más acusada es la lejanía del otro en el caso del hacha de sílex, cuanto que su otredad es la propia del muerto lejano, del antepasado. El muerto próximo a mí, y más aún cuando contemplo su cadáver, me permite encontrarme con mi recuerdo de él, un recuerdo lleno y aún colmado de recientes notas personales. Aunque la figura humana del cadáver sea para mí un «objeto» que ya no puede serme otra vez «sujeto», yo ante ella siento la ausencia del difunto desde la presencia de un recuerdo rico y vivaz, y tal es la razón de la vivencia 25 Creo que este es un buen punto de vista para comprender el sentido y la actualidad de la pintura «abstracta». «El arte imita a la naturaleza», enseñó Aristóteles. «La naturaleza imita al arte», dijo luego, pluscuamrománticamente, Osear Wilde. «El arte simboliza una realidad natural que parece ser realidad personal, o una realidad personal que parece ser realidad natural», dicen con su obra los pintores abstractos. 166 de desgarradura y manquedad que entonces sufre mi alma 26. En cambio, el muerto lejano de mí, el muerto del pasado remoto, no me permite encontrarme sino con la condición típica y estamental —«guerrero», «cazador», etc.— que en el objeto arqueológico se haya hecho forma perdurable. De ahí la sutileza y el esfuerzo que requiere la faena de «comprender» con alguna precisión un resto histórico muy antiguo. «Comprender» un resto histórico, ¿qué es sino «convertirse» mental y transitoriamente en el lejano otro que antaño creó y usó el objeto del cual es «resto» la realidad que yo ahora contemplo? «La técnica de este altruismo intelectual —escribe Ortega— es la ciencia histórica. En este superlativo del otro que es el antiguo, cobra el hombre actual la superior conciencia de su exclusivo yo. El sentido histórico es, en efecto, un sentido: una función y un órgano de la visión de lo distante como tal. Representa la máxima evasión de sí mismo que es posible al hombre y, a la vez, por retroceso, la última claridad sobre sí que el hombre individual puede alcanzar» (O. C, VI, 389). La técnica del historiador no es, en fin de cuentas, sino el arte de identificar y comprender con la precisión máxima —con precisión «personal», si esto es posible— al otro estamental en que tuvo su autor la «fuente» estudiada; si se quiere, el arte de hacer que el otro del artefacto pase de serme un hombre y otro estamental a serme, con la máxima precisión posible, tal hombre 27. Solo entonces podrá ser verdadero encuentro mi relación con el autor de una intención objetivada; solo entonces la contemplación de la obra de arte será, como de la lectura decía Quevedo, un «vivir en conversación con los difuntos» y un «escuchar con los ojos a los muertos». La experiencia estética es, a la postre, un diálogo con el artista y una 26 Con este brevísimo apunte no pretendo otra cosa que aludir al nada simple problema del encuentro con el cadáver. ¿Qué «otro» me presenta o me sugiere el cadáver de un conocido, cuál el de un desconocido? ¿Qué actitudes típicas cabe distinguir en el encuentro con el cadáver, y qué fundamento antropológico tiene cada una de ellas? El tema, como se ve, es muy amplio. 27 Remito al lector al capítulo «El otro como invención del yo: Dilthey, Lipps, Unamuno», de la Primera Parte de este libro. Y, por supuesto, a los tratados de hermenéutica histórica. 167 convivencia con él en la realidad que la creación artística simboliza. Vengamos ahora a las intenciones objetivadas que, como el Quijote y «Las Meninas», contienen figuras humanas reproducidas o fingidas. Frente a ellas, ¿quién es, cómo es el otro con que me encuentro? Salta a la vista que ahora voy a encontrarme con dos «otros» muy distintos entre sí: el autor del objeto contemplado y, por lo tanto, de la intención que en él se objetiva, y el personaje que tal objeto representa o finge. Frente al Quijote convivo simultáneamente con Cervantes y con Don Quijote; frente a «Las Meninas», con Velázquez y con los varios personajes pintados en el cuadro. Mi encuentro con el autor de un libro o un cuadro me pone en contacto con la realidad humana que vengo llamando «otro estamental» 28. Si yo leo el Quijote sin haber oído antes el nombre de su autor, y si veo en la primera página del libro que este fue compuesto por Miguel de Cervantes, tal nombre designará para mí un «otro» autor de novelas de comienzos del siglo XVII y dotado de las peculiaridades personales que la lectura del Quijote me permita colegir. Solo si más tarde leo otros libros del mismo autor, y persigo la huella de este en los documentos que de algún modo le mencionen, podré ir añadiendo notas personales a la imprecisa imagen del otro estamental que mi primera lectura puso ante mí, y le veré, según lo dicho, como «tal hombre». Pero junto al autor están ahora sus personajes. ¿Quién podrá dudar de que Ulises y D o n Quijote son para mí «otros», los «otros» que para siempre han creado las formas de vida que solemos llamar «espíritu de aventura» 29 y «quijotismo»? Mi profesor de Literatura nos contaba haber conocido a una señorita que de cuando en cuando rezaba por el alma de Don 28 Muy otro será el caso, si el libro por mí leído es autobiográfico: diario íntimo, memorias, confesiones, epistolario, etc. El problema de la convivencia con el autor que en este caso se plantea ha sido estudiado por mí en el ensayo «Notas para una teoría de la lectura», recogido en ha aventura de leer (Colección Austral, número 1.279). 29 El Odysseustrieb, de Heiberg. Páginas atrás lo mencioné. 168 Quijote. Y en cuanto a las figuraciones pictóricas, ¿cómo no recordar los miles y miles de personas para las cuales la Gioconda y el «Caballero de la mano en el pecho» han sido otros dilectísimos? Todos somos en alguna medida adolescentes, y todos hemos hecho alguna vez «teatro para nosotros mismos» con tal o cual personaje de la ficción literaria y de la figuración pictórica. La cabal comprensión de una obra de arte poblada de figuras humanas exige, pues, tres faenas espirituales conexas entre sí: a), comprender en cuanto mero hombre y en cuanto «tal hombre» la persona del autor, haciéndole pasar, en la medida de lo posible, de ser «otro estamental» a ser «persona singular»; b), comprender de manera suficiente los otros que el autor haya representado o creado en su obra; y c), comprender con cierta integridad la relación vital entre el autor y los personajes por él representados o creados. No siempre es fácil mantener un justo equilibrio convivencial en el triángulo formado por el yo del lector, el tú real, pero casi siempre muy remoto, del autor, y el til fingido, pero casi siempre muy próximo, del personaje. El quijotismo de Unamuno en Vida de Don Quijote y Sancho es injusto con el tú del hombre Miguel de Cervantes 30; el lorquismo de otros, en cambio, conoce más la persona y la muerte de García Lorca que la personalidad de sus criaturas de ficción. No será nunca buen lector quien no sepa dialogar inteligentemente con el autor y con el personaje, y hacer que estos, a su vez, dialoguen atinadamente entre sí 31. Queda por considerar el encuentro con el coespectador. Si la existencia del hombre es constitutivamente coexistencia, 30 Véase a este respecto, el «Inciso» que Luis Rosales dedica al tema en Cervantes y la libertad, II, pág. 216. 31 La lectura de Niebla, de Unamuno, permite de manera espléndida y fácil este «diálogo triangular». Muy singular es el problema que desde este punto de vista plantea la obra musical. La audición de una melodía suscita inmediatamente, claro está, la vivencia del otro. Pero este «otro» ¿quién es? En mi opinión, un «otro estamental», más o menos personalizado por las notas emocionales e intelectuales que la realidad acústica y estética de la melodía permita colegir. Quede el tema para los musicólogos. 169 ¿puede no ser coespectación la contemplación de una obra de arte? Por grande que mi talento sea, mi personal visión de una obra de arte tiene que ser deficiente: yo no puedo ver todo lo que en un objeto artístico «hay». Mi visión personal me remite, pues, a la posible visión de los restantes contempladores. ¿"Quiénes son estos? Realmente, los que en aquel instante se hallen a mi lado: la compañía amistosa y sensible enriquece la fruición estética. Virtualmente, todos los hombres, la humanidad entera. Contemplar con inteligencia una obra de arte es a la vez saber oír lo que el artista y la realidad nos dicen en ella —saper vedere, en el caso de la pintura— y saber sentir la propia deficiencia frente a lo que esa obra de arte puede decir y está diciendo. Como el encuentro con el autor, el encuentro con el coespectador es una convivencia dialógica con él en la realidad. 4. ¿Y el monstruo? ¿Cómo el monstruo humano es otro para el hombre normal que con él se encuentra? ¿Es posible un monstruo humano en cuya apariencia no pueda uno percibir «otro hombre»? Ya dije en el capítulo precedente que el problema gnoseológico planteado por Locke en su Essaj —si hay monstruos de los que no se sabría decir si son hombres o no—, es en rigor un falso problema: un monstruo humano cuya forma no tuviese ningún parecido con la forma normal del hombre, no podría vivir. Los aristotélicos dirán que el alma solo puede informar la materia orgánica si esta posee un mínimo de configuración humana; los conductistas afirmarán, por su parte, que únicamente a partir de cierta configuración biológica y solo dentro de ella son realmente posibles los comportamientos que solemos llamar «humanos». La percepción del otro en persona y no a través de una máscara, no es solo un problema de expresión y de comportamiento; es también, como sabemos, un problema de estructura material, de forma anatómica. No quiere esto decir que la percepción del otro y la convivencia con él no presente, en el caso del monstruo humano —el enano, el siamés, etc.— y en el caso del hombre de otra raza —el negro, el amarillo— sutiles problemas psicológicos y morales. La percepción de la condición humana del otro —falible, 270 siempre, ya io dije—, se halla ahora especialmente sometida a error. Viendo de lejos el bulto de un hombre normal, pronto digo: «Veo un bulto humano». Viendo de lejos el bulto de un hombre como el velazqueño don Sebastián de Morra, muchas veces erraré respecto de su condición humana. Mi percepción de esta será, cuando acontezca, súbita e inmediata; pero en ella dominará penosamente la impresión de otredad sobre la impresión de semejanza, y este anímico embarazo subirá de punto si me veo en el trance de pasar del encuentro al trato. De ahí el mérito moral de tratar amistosamente con monstruos humanos, y la terrible seducción que en determinadas situaciones históricas —la helénica y la «nazi», para no citar sino estas— ha ejercido la monstruosidad moral de combatir a muerte la visible desgracia de la monstruosidad física. El tema del encuentro con el monstruo humano plantea inexcusablemente el nada fácil problema psicológico del encuentro con el animal. ¿Qué es eso de «encontrarse» con un animal? Tal encuentro, ¿de qué modo es para mí distinto de los que me brindan el hombre, por un lado, y la planta, por otro? ¿En qué consiste la «amistad» entre un hombre v un perro o un caballo? Más de una vez ha surgido este curioso problema en la mente de los pensadores de nuestro siglo. Scheler, por ejemplo, se pregunta: «¿Hay un instinto vital primitivo para todo lo viviente en todo ser vivo, y un impulso análogo, hostil o amistoso, del ser vivo hacia el ser vivo en general, anteriormente a toda experiencia precisa?» (EFS, 331). Y aunque su idea de la persona le impida aceptar, a la manera de Bergson, Simmel, Driesch y Becher, la tesis de la «unidad metafísica de la vida» (EFS, 109), su concepción estratigráfica de la realidad humana, tan decisiva en toda su obra, le conduce a admitir la necesidad de «un mínimo de unificación efectiva no específica» (EFS, 5 2) para entender científicamente la peculiar convivencia entre el hombre y el animal. El hombre, en cuanto persona, es por esencia distinto del animal; pero algo hay en él —un estrato vital de su ser— que coincide plenamente con lo que el animal es: tal parece ser la tesis de Scheler. Martin Buber, por su parte, ve en el animal una suerte de 171 premonición del hombre y un atrio del reino del tú. «Los ojos del animal —escribe— son capaces de hablar un gran lenguaje. Por sí solos, sin necesidad de sonidos y gestos, y con máxima elocuencia cuando descansan por entero en su mirada, expresan el misterio (del mundo) en su prisión natural, esto es, en la ansiedad de llegar a ser, Solo el animal conoce ese estado del misterio, solo él nos lo puede entreabrir; porque tal estado puede ser entreabierto, mas no revelado. El lenguaje en que esto sucede es lo que el mismo lenguaje dice: ansiedad, agitación de la criatura entre el reino de la seguridad vegetal y el reino de la aventura espiritual. Este lenguaje es el balbuceo de la naturaleza bajo el primer toque del espíritu, antes de que ella se entregue a esa aventura cósmica que llamamos hombre. Pero ningún discurso repetirá lo que ese balbuceo sabe comunicar» (ID, 86). La «mirada elocuente» del animal domesticado —en ella habría «una autorreferencia carente de yo», dice Buber— es el más alto y claro signo de esa ansiedad premonitoria, de ese enigmático esbozo del Tú o «umbral de la mutualidad» (ID, 109). Fiel a su método fenomenológico, Husserl considera la esencia de la animalidad desde la esencia de la hombredad; o, si se prefiere, desde la identidad entre el mundo de los otros —el mundo correspondiente a sus sistemas de fenómenos— y el mundo de mi sistema de fenómenos. «Pero sabemos muy bien que hay anomalías, que hay ciegos, sordos, etc.; los sistemas de los fenómenos no son idénticos entre sí, y capas enteras de ellos, bien que no todas, pueden diferir. N o obstante, es preciso que la anomalía se constituya «a radice» como tal, y no puede hacerlo más que sobre la base de la normalidad que, en sí, la precede». Pues bien: a la serie de los problemas fenomenológicos que plantea la anormalidad pertenece, según Husserl, el problema de la animalidad, y por tanto el de la ordenación de los animales en «inferiores» y «superiores». Desde el punto de vista de su constitución, «el hombre representa, en relación con los animales, el caso normal, como yo mismo soy, en el orden de la constitución, la norma primera para todos los seres humanos. Los animales son esencialmente constituidos por mí como variantes anormales de mi humanidad, sin 272 que esto me impida distinguir de nuevo lo normal de lo anómalo en el reino animal» (CM, § 5 5). Para mí — y, en cuanto los otros existen, para el hombre — «la naturaleza infinita e ilimitada es una naturaleza que abarca una multiplicidad ilimitada de hombres (y, más generalmente, de animalia) distribuidos no se sabe cómo en el espacio infinito» (CM, § 56). La biología de Husserl comprende cuatro términos principales: yo —• los otros — los animales superiores como «otros» anómalos — los animales inferiores como «otros» más anómalos; un centro constituyente y, en torno a él, los tres círculos concéntricos de la intercomunicación. Pocas veces el «yoísmo» husserliano se habrá mostrado tan patente como en esta concepción de la animalidad. Pero ¿es fenomenológicamente cierto que el animal sea para mí un «hombre extraordinariamente anómalo», una suerte de hipermonstruo de la hombredad? Más limpiamente que Husserl se atiene Ortega al «fenómeno» de la relación humana con el animal: este me es ante todo una realidad exterior capa^ de reciprocarme en alguna medida; medida que yo puedo, en principio, calcular. Para cada especie yo podría establecer una escala que midiera la amplitud del repertorio de mis actos a que el animal puede corresponder; y esa escala manifestaría hasta qué punto, aun en el caso mejor, es escasa la coexistencia entre el animal y el hombre. Es verdad que el amaestramiento aumenta de manera considerable el número de los actos humanos a que el animal responde; pero no es difícil advertir que el bruto amaestrado no es sino un mecanismo que actúa conforme a repertorio y programa. «Para coexistir más con el animal, lo único que puedo hacer es reducir mi propia vida, elementalizarla, entontecerme y aneciarme hasta ser casi otro animal». Mas no solo es limitada nuestra coexistencia con el animal; es también azorante, por el «carácter confuso, borroso, ambiguo que percibimos en el modo de ser de la bestia, por lista que esta sea». De aquí que en nuestra conducta con él nos pasemos la vida oscilando entre tratarlo humanamente, como la solterona a su caniche, o, por el contrario, vegetalmente y aun mineralmente, como Descartes y Malebranche a todo viviente no humano (HG, 115-116). El animal ha sido visto en nuestro siglo como un estrato 173 del hombre (Scheler), como una vehemente y próxima pretensión de vida humana (Buber), como un hombre pluscuamanómalo (Husserl) y como un reciprocante calculable e indefinible (Ortega). No sería tarea difícil ordenar según estas cuatro actitudes cardinales las opiniones de los no pocos psicólogos y zoólogos (Kohler, Thorndike, Bühler, Bolk, Buytendijk, Katz, Portmann, etc.) que en estos últimos decenios han estudiado experimental y teoréticamente el problema de la conducta animal. ¿Qué pensar, pues, acerca del encuentro y el trato entre el hombre y el animal? Creo que la respuesta —mi respuesta— puede y debe ser ordenada en los asertos siguientes: i.° Desde el punto de vista del ser de lo que es —por lo tanto, a la luz de un conocimiento objetivante—, el animal constituye un tipo estructural en la ordenación de la materia y la energía cósmicas. Como reiteradamente ha dicho entre nosotros Zubiri, las peculiaridades y las leyes de la conducta animal son peculiaridades y leyes de carácter «estructural», y no la consecuencia operativa de un «principio» o una «fuerza» cualitativamente distintos de los que la física estudia. 2.° Desde el punto de vista del ser que yo soy —por lo tanto, según lo que para mí es la vivencia de tratarle—, el animal me es un «casi-yo». La mirada de los animales superiores, y más aún de los domésticos, su capacidad de reciprocación y la convivencia que con algunos de ellos puede establecer la existencia ferina del hombre —recuérdese el caso de los niñoslobo de Midnapore—•, dan realidad objetiva y notoria al carácter «casi» de la vida animal. 3. 0 Este carácter «casi» queda inexorablemente limitado por la novedad absoluta que siempre lleva consigo la percepción de una expresión o de un comportamiento humanos; esto es, por la vivencia de la libertad ajena. Todo comportamiento animal es, en principio, humanamente previsible, y esto es lo que permite la lidia de los toros bravos; que la previsibilidad sea fácil, como en el caso de los toros que suelen llamar «de carril», o que sea sobremanera difícil, como en los toros «avisados», no altera la verdad del aserto precedente. En contraste con el comportamiento animal, todo comportamiento 174 humano es, en principio, humanamente imprevisible, aunque la familiaridad con una persona nos lleve a conocer los modos habituales de su conducta y, por lo tanto, a predecir esta con cierta seguridad. Recuérdese lo dicho en la descripción psicofisiológica del encuentro. 4. 0 El «casi» del animal puede mostrar diversos grados, según la especie a que pertenezca y según lo que habitual y ocasionalmente sea la conciencia psicológica del hombre que con él trata. Hay animales más «inteligentes» que otros, y por consiguiente más próximos al hombre en su variable «casi» respecto de este. Hay, por otra parte, estados de la conciencia humana —la conciencia infantil del niño y la seudoinfantil de la solterona aniñada, la conciencia mágica del primitivo, etc.— en que no es cabal la distinción entre lo expresivo y lo no expresivo, y entre lo expresivo intencional y lo expresivo no intencional; de lo cual resulta que el insalvable «casi» de la distancia absoluta entre el animal y el hombre llega en ocasiones a hacerse mínimo. 5,° Según sean la mentalidad y la lucidez de la conciencia, la actitud frente al «casi» de la relación entre el hombre y el animal puede seguir varias orientaciones distintas: hay el «casi» meramente descriptivo de los que con mente científiconatural se limitan a observar y describir conductas, funciones o estructuras; hay el «casi» prefensivo de los que, como San Pablo, Buber y los evolucionistas, ven en la dinámica de todo ente natural una suerte de «aspiración metafísica» hacia las zonas superiores del ser 32; hay también el «casi» efusivo de quienes, como San Francisco de Asís, saben derramar hacia el lobo una amorosa mirada de hermano; hay además el «casi» significativo de los que con alma más o menos primitiva y mágica ven en el animal una «máscara de la divinidad», una apariencia concreta tras la cual está, como realidad que «puede serlo todo», la divina Naturaleza; hay, en fin, el «casi» lúdico del niño o de los que artificiosa y afectadamente se aniñan. 32 No trato, claro está, de identificar a San Pablo o Darwin con Haeckel; pero alguna relación formal hay entre la manera paulina y la manera haeckeliana de interpretar el ser de los seres naturales. Testigo, Teilhard de Chardin. 175 6.° La convivencia entre el hombre y el animal no puede ser entendida a la manera scheleriana. El «casi» no puede ser abolido, y la «unificación afectiva no específica» de que habla Scheler, no existe. A través de cualquiera de las orientaciones antes señaladas, el encuentro del hombre con el animal manifiesta psicológica y fenomenológicamente la abismal y tajante distancia ontològica que hay entre uno y otro. Desde el punto de vista del animal, su encuentro con el hombre es siempre un «encuentro apetitivo»; desde el punto de vista del hombre, su encuentro con el animal es un «encuentro cuasipetitivo» o, en el mejor de los casos —el de Robinson, el de Mowgli—, el sucedáneo de un «encuentro petitivo». Una «nostridad» entre el hombre y el animal no es posible, y así lo demostrará siempre un análisis suficientemente fino de las vivencias de la relación hombre-animal que por tosquedad o por error en el punto de vista hayan sido equiparadas a la nostridad interhumana. II. Debemos examinar ahora las formas del encuentro defectuosas a parte percipientis; condicionadas, por tanto, por algún menoscabo psicofisiológico en la percepción y en la vivencia de la realidad del otro. Son extraordinariamente copiosas las formas típicas de esta deficiencia. Dentro del vivir normal, el encuentro tangencial y borroso del absorto, el fácil y superficial del alegre, el difícil y profundo del triste, el obtuso y subconsciente del semidormido. Fuera ya de la normalidad, el encuentro extraño, lejano y frío del esquizofrénico, el epidérmico y cambiante del maniaco, el penosísimo y casi imposible del deprimido y el angustiado, etc. Creo que los psiquiatras y los internistas —¿está acaso bien estudiada la actividad convivencial del enfermo in genere} m— tienen todavía que decirnos no pocas cosas acerca de tan larga serie de temas. 33 Algo hay acerca del tema •—no contando, claro está, la abrumadora bibliografía pertinente a la «transferencia» y a la idea actual de la relación médico-enfermo— en el trabajo de A. H. Schmale «Relationship of Separation and Depression to Disease», en Psychosomatic Medicine, XX (1958), 259-277. 176 En este apartado voy a estudiar exclusivamente las formas del encuentro determinadas por la percepción del otro a través de una sola actividad sensorial; y para no salir de lo que más importa, me limitaré a examinar la peculiaridad del encuentro a través de cada uno de los tres sentidos que más relevante papel desempeñan en la llamada «vida de relación»: la vista, el oído y el tacto. El gusto y el olfato no nos dan por sí mismos una vivencia del otro. No hay un «sabor de hombre», en el sentido sensorial y directo de la expresión, aunque no sea un azar que «saber» y «sabor» tengan la misma etimología. Menos tajante debe ser la afirmación en el caso del olfato, porque en individuos humanos con gran predominio del arquicórtex sobre el neocórtex pueden perdurar algunas de las sutiles capacidades olfativas de tantas especies animales superiores. La capacidad de evocación de las sensaciones ósmicas es bien conocida, y más de una vez ha sido tema literario (en Proust, en Kipling, etc.). Todos hemos sentido cómo la percepción de un olor actualizaba en nosotros una vivencia remota o toda una época de nuestra infancia. Mas no podemos decir que haya un «olor de hombre», si no se quiere llamar así, como a veces hace el vulgo, al que desprende el cuerpo humano mal lavado. Solo en la percepción del «otro sexual» desempeña algún secreto papel el olfato: «Mi pare sentir odor di fe mina», dice el D o n Juan de Mozart, como para dar testimonio de esta vaga y genérica función convivencial de la sensibilidad olfatoria. i. Contemplemos la realidad y el problema de la percepción solamente visual del otro; en términos más concretos y habituales, el problema de la percepción del otro en el sordo. ¿Cómo es el otro del sordo? El otro de la pura mirada, el que se me presenta cuando solo a través de mis ojos me encuentro con su realidad, ¿confirma lo que tan dogmáticamente enseñan los minuciosos análisis de Sartre? Comenzaré examinando el caso de la percepción exclusivamente visiva del hombre normal. Frente a mí, en la terraza de un café, hay sentado un hombre cualquiera. Yo le miro, y él contesta a mi mirada con la suya. N o solo nos miramos uno a otro; a veces nuestras miradas se cruzan: yo miro a su 177 12 rostro y él al mío. Al cabo de unos minutos yo me levanto y abandono el café sin haber cambiado una sola palabra con el desconocido; más aún, sin que ninguno de los dos haya oido la voz del otro. Entre nosotros se ha producido un encuentro pura y exclusivamente visual. ¿En qué ha podido consistir, en qué ha consistido el encuentro entre ese hombre y yo? Aunque ya conocemos la respuesta de Sartre, vale la pena contemplarla de nuevo en un texto hasta ahora no transcrito. «En toda mirada —escribe—• hay la aparición de un otroobjeto como presencia concreta y probable en mi campo perceptivo y, con ocasión de ciertas actitudes de este otro, yo me determino a aprehender por la vergüenza, la angustia, etc., mi ser-mirado. Este ser-mirado se (me) presenta como la pura probabilidad de que yo soy presentemente un este concreto —probabilidad que solo puede cobrar su sentido y su naturaleza probables desde una certidumbre fundamental: que otro me es siempre presente en tanto que yo soy siempre para otro. La prueba de mi condición de hombre, objeto para todos los hombres vivos, arrojado en la arena bajo millones de miradas y escapándome a mí mismo millones de veces, yo la realizo concretamente con ocasión del surgimiento de un objeto en mi universo, si este objeto me indica que yo soy probablemente objeto en presencia, a título de este diferenciado por una conciencia. Tal es el conjunto del fenómeno que llamamos mirada» (EN, 340-341). Pero ¿es acaso cierto que eso y solo eso es el fenómeno de la mirada? Las sutiles descripciones sartrianas, ¿agotan todo lo que la mirada humana es? Debemos a Ortega muy penetrantes y felices atisbos acerca del problema de la mirada 34. Desde un punto de vista psicológico, el fenómeno del mirar y del ser mirado ha sido estudiado por J. E. Coover s5 , M. Giessler 36 y P. M. Schuhl 37. 34 En «La expresión, fenómeno cósmico» (O. C, II) y en El hombre y la gente, págs. 146-148. 35 «The feeling of being stared at», Amer. Journal of Psychol., 1913. 36 «Der Blick des Menschen ais Ausdruck seines Seelenlebens», Zeitschr. für Psychol., 1913. 37 «Remarques sur le regard», Journal de Psychol., 1948. 178 El tema, sin embargo, dista mucho de estar agotado. Más para situarlo y acotarlo que para agotar su copiosa materia, me atrevo a proponer aquí, acerca de él, dos o tres ideas que acaso no sean del todo inútiles. Conviene, por lo pronto, distinguir con cierta precisión fenomenológica la mirada de la pura visión. Como tan bien sabe el vulgo, no es lo mismo «mirar» que «ver». Es verdad que en la existencia consciente del hombre no se da una visión total y absolutamente pura, quiero decir, no mirante. «Todo ver es un mirar», ha escrito Ortega. La percepción no es nunca la mera aparición de lo percibido sobre el fondo vacío y pasivo de la conciencia; esta es actividad, y no simple especularidad. Como Fichte y Ortega nos han hecho ver, el yo es en su raíz más honda lo ejecutivo en mí —«yo ando», «yo veo», «yo pienso», etc.—, y así se entiende que no haya percepción sin un previo comportamiento activo del percípiente, el concreto comportamiento que va a servir de regazo vital a lo percibido (Merleau-Ponty). Bien. Pero todo esto, ¿quiere acaso decir que lo visualmente percibido —el «percepto» 88— sea siempre «objeto visual»? ¿No hay acaso un ver elemental no objetivante? En pie sobre una colina, cierro mis ojos, me vuelvo hacia otra zona del campo y los abro de nuevo. La realidad que entonces veo, ¿me es desde el primer momento el objeto visual que solemos llamar «paisaje»? Veo y leo con atención unas pruebas de imprenta. Las letras, las palabras y las líneas impresas son entonces para mí, sin la menor sombra de duda, objetos visuales, «perceptos» bien delimitados que ocupan el centro del campo de mi visión; pero las zonas periféricas de este —sus «zonas esféricas», diría Schilder— se hallan ocupadas por vagas y rudimentarias sensaciones visivas. ¿Puedo acaso decir que el contenido de tales sensaciones constituya para mí un «objeto visual»? E n uno y otro caso, la respuesta debe ser negativa. Asintóticamente próxima a la pura visión, esto es, a la mera recepción vital de lo visto, la actividad visiva de mi conciencia no me ofrece entonces objetos visuales, sino 38 El término «percepto» fue usado por Zubiri en su tesis doctoral Ensayo de una teoría fenomenológica del juicio (Madrid, 1923). Valdría la pena que los psicólogos españoles lo hicieran suyo. 179 puras videncias. El primer grado, la forma primaria de la mirada no es la «visión objetivante», sino la «acepción videncial». Así entendida, ¿qué es una «videncia»? ¿Qué es lo que pone en mi conciencia esta forma primaria de la vivencia visiva? La pura videncia me da a través de la vista las dos notas en que primariamente se me manifiesta la realidad. Una es ontològica, pertinente a la nuda existencia de lo real: que hay algo visible. Otra es psicológica, concerniente a mi «estar-afectado» por la realidad percibida: una emoción elemental, más o menos íntegramente fundida en el tono afectivo general de mi conciencia. «Antes de ser un espectáculo objetivo —escribe Merleau-Ponty—, la cualidad (de la sensación) se deja reconocer por cierto tipo de comportamiento que la alude en su esencia» (FP, 232-233); y tal «comportamiento», añado yo, se me hace patente bajo forma de emoción. Confirmando experimentalmente algunas intuiciones estéticas de Kandinsky —y otras, bien anteriores, de Goethe—, Goldstein y Rosenthal 39, por una parte, H. Werner 40, por otra, han demostrado que la percepción coloreada es en el percipiente «emoción pura» —una emoción específicamente distinta para cada franja cromática—, antes de ser «color». «Hay como un deslizarse de arriba abajo en mi cuerpo —decía uno de los sujetos de Werner—; no puede tratarse del verde, se trata quizá del azul; pero de hecho no veo el azul». A la visión del color en cuanto «objeto visual» netamente constituido precede, pues, la emoción de lo coloreado en cuanto «videncia». Aquella supone un cierto «mirar», una clara actividad intencional de la conciencia percipiente, un poiein; esta otra es casi un puro «ver», una afección pasiva de la conciencia, un pathein. La «videncia», en suma, es la forma visiva de los dos modos elementales del ser-afectado que en otro lugar he llamado yo «autosentimiento» y «autovislumbre» 41. 39 «Zum Problem der Wirkung der Farben auf den Organismus», Schweizer Arch. für Neurol. und Psychiatrie, 1930. 40 «Untersuchungen über Empfindung und Empfmden», Zeitschr. für PsychoL, 1930. 41 En mi libro La historia clínica (Madrid, 1950) he distinguido tres modos cardinales en la conciencia de ser-afectado: el «autosenti- 180 Adquiriendo consistencia psicológica y física, la «videncia» de lo real se hace.resueltamente «mirada» a lo real. La intención de hallazgo y configuración predomina ahora en la conciencia, y el mero «ver» se convierte en franco «mirar». ¿Qué pasa entonces con el percepto visual? ¿Truécase, sin más, en «objeto»? Limitemos nuestro análisis a la mirada al otro. Mirar a otro hombre, ¿es siempre y solo objetivarle? Para responder rectamente a esta interrogación, es necesario discernir los varios modos de la mirada, ordenándolos según la índole de su intención y según el grado de su profundidad. Según su intención, la mirada puede revestir formas muy diferentes. Hasta cinco distintas me atrevo yo a discernir en un primer análisis: i . a La mirada inquisitiva. E n ella no satisface lo percibido —la presencia actual del otro—, y el ojo que mira busca y busca algo de lo que en el rostro y en los ojos del otro le es compresente. El otro es ahora «objeto», pero un objeto ampliamente inacabado y, por lo tanto, abierto a la ulterior posibilidad de no ser solo un objeto. 2. a La -mirada objetivante en sentido estricto. En ella el percípiente queda provisionalmente satisfecho con lo percibido, y con una intención posesiva más o menos intensa (táctil, prensil, retadora, envolvente, concesiva, fascinante, irónica, etc), lo organiza en su vida y lo contempla desde su yo. Lo compresente no es ahora campo de pesquisa, sino segundo plano, lejanía invisible que completa lo próximo y presente. Es este el momento de la percepción visual en que cabe decir, con el poeta Dámaso Alonso: «Ah, gracias por mis ojos inventores». 3 . a La mirada abierta o receptiva. Yo percibo objetivamente al otro y lo contemplo; pero mi intención no es ahora posesiva, sino aceptadora. Mirando así, mis ojos son como dos puertas abiertas a todo lo que el otro sea, haga y diga. Como en el caso de la mirada inquisitiva, aunque por modo contrario, el otro me es un objeto ampliamente inacabado, una realidad productiva de sí misma y muy próxima ya, por tanto, a dejar de serme puro «objeto». 4 . a La mirada instante o petitiva. En tal caso, miento» o conciencia de «algo como algo», la «autovislumbre» o conciencia de la mera cualidad afectiva (lo alegre, lo triste, etc.) y la «noticia articulada». 181 la realidad del otro no me es ya meramente objetiva. Lo que de esa realidad me es presente aparece ante mí como un objeto visual; pero lo que de ella me es compresente no es para mí campo de pesquisa, ni segundo plano completivo, sino centro fontanal que conmigo puede ser o no ser generoso de sí mismo. El otro, en suma, es para mí natura naturans o persona. 5. a La mirada autodonante o efusiva. Yo no miro al otro por verle, sino para entregarme personalmente a él. Su realidad solo me es «objeto» en un sentido metafórico de esta palabra; esto es, como «objeto de mi efusión donadora». Frases como «Le hizo objeto de sus caricias», son gramaticalmente impecables; pero solo serán ontológicamente correctas cuando la caricia provenga de una intención más fruitiva que efusiva, cuando el otro sea más bien «cuerpo placiente» que «persona corpórea». Quede aquí, en espera de ulterior desarrollo, tan sugestivo tema. Mas no solo por su intención difieren entre sí las miradas y son susceptibles de ordenación típica; difieren también por la profundidad a que quieran llegar y de que emergen. Tres grados principales pueden ser ahora discernidos: i.° La mirada a los ojos. «¡Mírame a la mirada y no a mí!», dice Ángel a Eufemia en L·a esfinge, de Unamuno. La meta de quien así mira no quiere pasar de la pupila del otro, de la superficie de su cuerpo, de su piel. 2. 0 La mirada al alma. Esta mirada intenta penetrar en el interior del otro; mas no para alcanzar el fondo de su alma, sino para contemplar lo que en esta hay (pensamientos, estimaciones, voliciones, etc.), y, por consiguiente, lo que esta es. La «mirada a los ojos» y la «mirada al alma» son objetivantes y proceden del yo noético o del yo posesivo del sujeto que mira y percibe. 3 . a La mirada al fondo del alma. La meta del mirar es ahora el centro personal del otro; y su centro de emergencia ya no es —y ya no puede ser— el yo del sujeto mirante y percipiente, sino el fondo de su propia alma, su propio centro personal. Las miradas que antes he llamado instante o petitiva y autodonante o efusiva —aquellas en que el otro ha dejado de ser mero objeto— nacen de este secreto hontanar anímico. En los capítulos subsiguientes serán oportunamente desarro182 Hadas las breves indicaciones contenidas en esta apretada sinopsis. Ahora solo me importa mostrar con alguna precisión descriptiva que la mirada humana puede no ser primariamente objetivadora y, por lo tanto, que el otro de la mirada no siempre es objeto. Mirando al otro puedo ser algo más que poseedor de su naturaleza y matador de su libertad. Pongámonos, sin embargo, en el caso de la mirada objetivante. Hay un hombre ante mí, y yo le miro con la intención exclusiva de observarle. Entre nosotros no se cruza una sola palabra. E n tal caso, ¿qué percibiré de él? Ya lo sabemos: percibiré lo que de su comportamiento vital me sea visualmente accesible; por tanto, su expresión y su figura. Mas también sabemos que la percepción óptica de los movimientos expresivos es doblemente incierta: lo es porque la interpretación visual de las expresiones mímicas —de nuevo remito a las investigaciones experimentales de Plessner y Buytendijk— resulta ser con frecuencia muy dudosa y errónea; pero, sobre todo, porque en tales movimientos se me hace inmediatamente perceptible la libertad ajena: recuerde el lector cuanto dije al describir el momento físico del encuentro. Carente yo de la ayuda que presta la palabra, suben de punto, hasta hacerse insoportables, la incertidumbre, la inseguridad y la amenaza que lleva consigo mi vivencia de una expresión ajena. La presencia y la objetividad del otro que veo son para mí incontestables y abrumadoramente ciertas, y, por otra parte, estoy forzado a comunicarme con él privado del instrumento psicofisiológico —la palabra—• en que la intimidad personal más idóneamente se manifiesta y comunica. El resultado no puede ser sino la desazón y la desconfianza. Tal es la causa principal de la condición recelosa de los sordos. No creo que el tema haya sido directa y rigurosamente investigado; pero tanto la relativa frecuencia de delirios de persecución en los sordos (Kraepelin, Bleuler, Mercklin, Mikulski) 42 , como las investigaciones psicológicas acerca del desarrollo mental de los sordomudos (Boutan, Heider y 42 Véase el capítulo «Paranoische Zustánde», de F. Kehrer, en el Handbuch der Geisteskranheiten, de Bumke, Bd. VI, Spez. Teil II. 183 Heider, Kuenne, Templin, Oléron) 4 3 , autorizan a sostener que el otro del sordo es, en principio, un objeto dotado de intenciones meramente probables. Solo si la mirada del sordo al otro y del otro al sordo deja de ser mirada objetivante, solo así podrá iniciarse entre ellos una relación interpersonal distinta y distante del puro recelo 4<t. 2. Vengamos ahora al caso de la percepción solamente auditiva del otro; si se quiere, al problema del encuentro auditivo del ciego. La conversación telefónica y el diálogo en la oscuridad o a través de un muro son, dentro de la vida normal, el equivalente de esta forma deficitaria del encuentro 45 . Oigo pasos en la oscuridad, pregunto «¿Eres tú?», y el otro me responde: «Sí, soy yo». Entre nosotros dos se ha producido un encuentro puramente auditivo. En tal caso, ¿qué es el otro para mí? ¿Qué tiene de singular nuestra coexistencia, por el hecho de haber sido la palabra, solo la palabra, el medio de nuestra comunicación? Miremos ante todo lo que no es la coexistencia cuando la palabra constituye su único fundamento. Oyendo en la oscuridad o a través de un muro una voz humana, fáltame la presencia corporal del otro: solo la vista y el tacto pueden darme 43 Puede verse una buena exposición del tema en P. Oléron, Les sourds-muets (París, 1950), y Recherches sur le développement mental des sourds-muets (París, 1957). El lenguaje vocal y articulado, dice Oléron, «es una especie de superestructura de la vida mental. No desempeña un papel importante (o esencial), más que cuando las estructuras más elementales no bastan para responder a las exigencias de la situación». Tal es el caso del encuentro interhumano, considerado en su integridad. Las «estructuras más elementales» de la comunicación interpersonal —este caso: los gestos— permiten, sin duda, el encuentro, pero no la plenitud personal de este. 44 El encuentro meramente visivo de dos personas capaces de oír y la relación interhumana de los sordos no son fenómenos por completo equiparables entre sí. Quedar limitado a la pura visión pudiendo oír es cosa bien distinta de comunicarse visualmente con el mundo porque no se puede oír. Pese a la intervención de hábitos supletorios, se comprende bien que el recelo tenga que ser mucho más acusado en este segundo caso. Véase, por otra parte, lo que en este mismo apartado se dice a propósito del fenómeno de la «apresentación heterosensorial». 45 Con las salvedades hechas en la nota precedente. 184 la certidumbre de esa presencia. La voz que yo oigo y mi incuestionable vivencia de que «hay el otro», ¿tendrán su causa eficiente en un aparato mecánico? ¿Quién no recuerda el famoso truco de El asesinato de Rogelio Ackroyd? ¿Puedo estar seguro, por otra parte, de no ser víctima de una ilusión? Percibiendo ciertos sonidos —el del saxófono y el del violonchelo, la voz de algunos animales—, ¿dónde comienza y dónde acaba mi seguridad de que no se trata de una voz humana? Si veo ante mí un cuerpo humano que anda o un rostro que sonríe y me mira, mi certidumbre de estar ante otra persona es inmediata y máxima. Oyendo, en cambio, una voz, solo el hecho de conversar con la voz misma —por tanto: un hecho físico y psicológico no inmediato— llegará a traerme una certidumbre semejante. Más que a la voz oída, mi definitiva certeza se debe a lo que esa voz me dice. Y con todo, mi alma no dejará de repetir a lo humano la estrofa a lo divino de San Juan de la Cruz: Mira que la dolencia de amor, que no se cura sino con la presencia y la figura. ¿Qué es, pues, lo que la voz del otro me da? Desde Bühler M es clásico distinguir tres funciones dialógicas de la expresión verbal 47: una función vocativa, apelativa o de llamada; otra, expresiva o notificadora; otra, en fin, nominativa o representativa: Appell o Auslosung, Kundgabe, Darstellung. Quien habla, llama, notifica o nombra, y en ocasiones llama, notifica y nombra a la vez. «Madre, tengo sed», dice un niño; y con esta palabras llama a su madre, notifica a esta un estado psicofisiológico de su persona y nombra la peculiar índole de ese estado. 44 Teoría del lenguaje, trad. esp. (Madrid, 1950). Fr. Kainz (Psychologie der Sprache, I, Stuttgart, 1954) observa que Bühiet dedica atención más escasa a las funciones del lenguaje que el propio Kainz llama «monológicas» (expresión, llamada interior) y «secundarias» (estéticas, éticas, mágicas, lógicas). Como bien se comprende, tal reparo tiene escasa importancia en orden a nuestro actual problema. 47 185 Pero el esquema de Bühler no da íntegra razón de la función dialógica de la palabra. En mi opinión, y como más de una vez he dicho 4S, Bühler describe muy atinadamente la acción intramundana o ad extra del habla, lo que la palabra produce en cuanto realidad social; no considera, en cambio, la acción intraanímica o ad intra de la expresión verbal, la operación de esta en el alma de quienes consciente y deliberadamente la profieren o escuchan. La función vocativa tiene como reverso o correlato íntimo otra, que yo he propuesto llamar sodalicia o de compañía {sodalis: el compañero): el hecho de llamar a alguien que va a oírnos nos hace vivir incipientemente en su compañía. El envés psicológico de la función notificadora está constituido por una función catártica, de liberación y sosiego: quien dice algo a otro siente que su alma se desembaraza y aquieta. Y quien acierta a nombrar adecuadamente un contenido de su espíritu —la imagen de un objeto contemplado, la realidad anímica de un sentimiento o de una idea—, percibe que su mundo íntimo se esclarece, articula y ordena; lo cual equivale a decir que a la función representativa del habla corresponde, alma adentro, otra ordenadora o de articulación interior. Hay, en suma, una compañía, una liberación interior y una ordenación mental ex ore, determinadas por el hecho de «decir». Pero la palabra oída y comprendida es de algún modo palabra interiormente dicha; y así, junto a esos efectos psicológicos del decir, hay otros, semejantes a ellos, del oír, cuando es el decir de otro lo que se oye: cierta compañía, cierta liberación interior y cierta ordenación mental ex auditu. Oyendo en la oscuridad unas palabras dirigidas a mí, y dentro del estado de alerta que la vivencia de la nostridad genérica trae consigo, algo me acompaña y algo me desembaraza y articula el alma, siquiera sea de un modo incipiente, tenue y amenazado 49. a En mis libros La historia clínica y La empresa de ser hombre («La acción de la palabra poética»). "" Ni siquiera con esta fundamental adición al esquema de Bühler se agota el tema de la operación psicológica de la palabra oral. Además de llamar, notificar y nombrar, la palabra dicha a otro ejerce sobre este cierta acción seductora o fascinante, porque desde lejos 186 ¿Por qué la palabra del otro me acompaña más intensa y más seguramente que sus gestos? Salta a la pluma la respuesta: porque la palabra es el símbolo expresivo en que de manera más inmediata e idónea se pone y manifiesta la vida personal. De modo ejecutivo y directo, mi vida personal se realiza y expresa en mi conducta: «Obras son amores», suele decir nuestro pueblo. De modo indirecto y simbólico, mi persona se pone y manifiesta, en principio, en cualquiera de los signos expresivos de que mi naturaleza sea capaz, pero muy especialmente en la palabra. Fides ex auditu, dijo San Pablo; y no solo en el plano de la teología es cierta la sentencia, porque toda palabra dicha a otro es a la vez, como certeramente ha escrito Chastaing, «una confesión y una promesa», un signo que le declara algo de mi ser presente y que algo vincula a él mi ser futuro. No es un azar que el juramento tenga siempre expresión verbal, ni que en todos los idiomas sea una «palabra de honor» el acto en que más fuerte y solemnemente se compromete una persona; o, por el lado contrario, que el «gesto» y el «ademán» deliberados sean de ordinario tan poco de fiar: «Eso solo es un gesto», suele decirse. Cabe dar una «palabra de honor», mas no un «gesto de honor» 80. Contra lo que Sartre afirma, la palabra articulada no es solamente «un modo derivado y secundario» de la expresión mímica y muda (EN, 441); le altera y le mueve; a la cual, en el alma de quien habla, corresponde como reverso una acción afirmadora o de dominio. Acerca de esta primaria función sugestiva del decir, véase mi libro La curación por la palabra en la Antigüedad clásica (Madrid, 1958). En el capítulo «El otro como objeto» reaparecerá el tema. 50 Conviene aquí, sin embargo, una precisión. Aunque su interpretación suele ser equívoca —recuérdense las investigaciones de Plessner y Buytendijk—, el gesto involuntario delata con cierta claridad el contenido afectivo del psiquismo; al paso que la palabra constituye el recurso soberano de la expresión personal y responsable. Dice Ortega: «No son actos y palabras el dato mejor para sorprender el secreto cordial del prójimo. Unos y otras se hallan en nuestra mano y podemos fingirlos... Más que en actos y en palabras, conviene fijarse en lo que parece menos importante: el gesto y la fisonomía. Por lo mismo que son impremeditados, dejan escapar noticias del secreto profundo, y normalmente lo reflejan con exactitud» (O. C, V, 594). Es verdad. Pero creo que esta verdad complementa y no excluye la que yo acabo de exponer. 187 y esto no solo porque hay formas y contenidos de la vida mental que únicamente mediante la palabra pueden nacer y son expresables 61, sino también, y aun sobre todo, porque la vida personal solo en la conducta y en la palabra puede alojarse con cierta suficiencia. Puesto que la palabra es «la casa del ser», según la feliz expresión de Heidegger, ella, y no el gesto, es la expresión propia de la responsabilidad. Es ahora cuando podemos comprender lo que el otro es en el encuentro puramente auditivo: es una significación personal capa% de acompañar, pero insuficientemente realizada en el orden de la objetividad física. El «otro» de la palabra oída es mucho más «significación» que «objeto»; y así, una descripción fenomenológica del «ser-para-otro» cuyo punto de partida fuese la audición y no la mirada, conduciría a resultados tofo coelo distintos de los obtenidos por Sartre. Cuando miro al otro con «mirada objetivante», lo que se me hace «objeto» es su realidad natural, su «naturaleza»; cuando del otro solo percibo su palabra, me es «objeto» la realidad sonora de la palabra misma, no la realidad natural de quien la pronuncia. Esta no es entonces para mí «naturaleza», sino pura «intención significante». Tal es la causa de la profunda diferencia psicológica que existe entre el sordo y el ciego. La soledad del sordo es «soledad personal»; la soledad del ciego es «soledad natural». Aquel la siente respecto de las personas con quienes convive; este otro la experimenta respecto de la naturaleza que le rodea. De ahí que la desesperación del sordo sea, si llega a producirse, desesperación recelosa o paranoica, y la del ciego, desesperación melancólica o depresiva 52. En su relación con el otro, el sordo se encuentra con una naturaleza humana de personalidad incierta; el ciego, en cambio, con una intención personal no suficientemente dotada de naturaleza. La mano 51 Así lo demuestran las ya citadas investigaciones de Oléron acerca del desarrollo psíquico de los sordomudos, y el estudio científico del llamado «lenguaje de gestos» (véase el artículo «Die Gebarctensprache», en la Psychologie der Sprache de Kainz, II, 496-535). 52 Los delirios de persecución de los ciegos son extraordinariamente raros. Hasta el año 1928, el único caso recogido en la bibliografía psiquiátrica era uno descrito por Sanchis Banús. 188 del ciego que se adelanta a palpar la realidad de su mundo es la manifestación inmediata de esa inmensa sed de naturaleza que hay en su alma ñ3. 3. Lo que acabo de decir acerca del encuentro puramente visual y puramente auditivo me permite ser breve acerca del encuentro puramente táctil: el del vidente y el ciego con quien está en la oscuridad y no puede o no quiere hablar. Para el hombre que de la realidad solo posee una experiencia táctil, ¿qué es el otro? Negativamente, una resistencia exterior carente de expresividad visible y audible; positivamente, un objeto material dotado de cierta forma, cierta consistencia física y cierta temperatura, capaz de expresar su vida intencional mediante la presión y el movimiento. Concede el encuentro táctil una impresión de realidad máximamente vigorosa y primaria, porque para mí es ante todo real lo que resiste a mi tacto, «lo tangible» M , y una vivencia de expresividad máximamente insegura e incierta, porque nunca puedo sentirme cierto y seguro de lo que solo mediante presiones se me dice: la «impresión» producida en mí por la realidad del otro es entonces mucho más fuerte que su «expresión». Según sea enérgico o abandonado, insistente o fugaz, formulario o «expresivo», un apretón de manos puede decir muchas cosas, pero no suele decirlas por sí solo, sino rubricando lo que entonces declaran la palabra y el gesto. La fórmula social del apretón de manos sella o subraya una disposición amistosa previa a él, no la produce. Dándome vigorosa e insistentemente su mano, el otro no podrá desvanecer la impresión causada en mí por un gesto hostil de su rostro 55. 53 Acerca de la conducta social del ciego, véase el libro Les aveugles et la société, de P. Henri (París, 1958). 54 Recuérdese el énfasis que el adjetivo «tangible» posee cuando el vulgo habla de «realidades tangibles». 55 Otorga el tacto una profunda y eficaz vivencia de compañía cuando la realidad física y personal del otro ya ha sido puesta en evidencia por otros sentidos. Tal es el caso de la caricia. Hay dos modos principales de acariciar a otro: la caricia hedonista y la caricia benéfica. Con aquella, quien la ejecuta persigue el logro de un placer propio; y este no podría surgir si quien acaricia no se hallase previamente cierto acerca de la condición humana de lo aca189 ¿Qué es, pues, el otro, en el encuentro táctil? Evidentemente, la contrafigura del otro que el encuentro auditivo nos presenta: una realidad física fuertemente objetiva, pero muy equívocamente expresiva e intencional. Nadie más primariamente seguro del mundo exterior que el ciego limitado a palparlo; nadie más solo que él respecto de lo que en el mundo es vida personal. No parece posible una soledad más intensa y desesperante que la que imponen, cuando se dan juntas, la ceguera y la sordera 66. Conviene aquí un punto de reflexión. He hablado una y otra vez de encuentros puramente visuales, puramente auditivos y puramente táctiles. ¿Puede haber, sin embargo, un encuentro interhumano pura y exclusivamente atenido a las vivencias suministradas por un solo sentido? Sin duda que no. Frente a la realidad, como sabemos, el hombre no se limita a percibir lo que le es presente; de un modo incierto y presuntivo, mas no por ello totalmente exento de certidumbre, percibe lo que le es compresente. Atribuir a la naranja que está ante mí el hemisferio que de ella no veo, es un acto psíquico rigurosamente perceptivo, aunque la impresión de realidad sea muy distinta en el caso del hemisferio visto y en el caso del hemisferio no visto. Husserl nos ha enseñado a llamar «apresentación» al acto psíquico que me hace compresente la parte de un objeto no inmediatamente percibida. Pues bien: además riciado (suponiendo, claro está, que lo acariciado sea un cuerpo humano, y no un animal o una pulida superficie de mármol). Con la caricia benéfica, en cambio, se intenta procurar alivio o placer a la persona acariciada; la cual, como en el caso anterior, debe conocer previamente la condición humana del que acaricia. Solo el acariciador masaje de la esposa del misionero lograba consolar a Kamala, la niña-lobo de Midnapore, de la muerte de su hermano. Apenas será necesario advertir que en la primera infancia puede ser biológicamente eficaz la caricia benéfica sin que el infante conozca de manera expresa la condición humana del acariciador. Véase lo que más adelante digo acerca del «encuentro originario». 56 Acerca de la función del tacto sigue siendo importante la monografía de D. Katz Die Tastwelt (trad. esp. bajo el título El mundo de las sensaciones táctiles, Madrid, 1930). Véase también M. Pradines, «La fonction biologique du toucher», Journal de PsychoL, 1931, y Die Formenwelt des Tastsinnes, de G. Révész. 190 de la «apresentación homosensorial» —la que me da un sentido respecto de lo que él deja de percibir: el aspecto visivo del hemisferio frutal que yo no veo—, hay una «apresentación heterosensorial». La percepción de un objeto a través de un órgano sensorial determinado me apresenta de modo probable el resultado de percibir ese mismo objeto a través de los sentidos restantes; con otras palabras, anticipa presuntivamente lo que estos sentidos me dirán cuando el objeto se me manifieste a través de ellos. La apariencia visual de una persona —su talla, sus facciones, etc.— me apresenta y me hace esperar de ella una determinada voz, y de ahí el efecto cómico de la voz atiplada del gigante y el efecto dramático de la voz ronca del niño. Y esto no solo acontece en la vida del hombre sensorialmente sano también, con las salvedades y correcciones de rigor, en la vida del ciego y del sordo. La famosa Lisí der Vernunft o «astucia de la razón» de que habló Hegel, tiene en esta «astucia del sentido» que es la apresentación uno de sus más importantes fundamentos reales. Sin ella, el hombre no podría cumplir sus propios fines, incluido el de la coexistencia. C FORMAS ESPECIALES DEL ENCUENTRO El encuentro normal o no deficiente ofrece una variedad indefinida de formas. Sería necio el empeño de describirlas una a una. Lejos, pues, de todo propósito exhaustivo, debo limitarme aquí a bosquejar algunos de los más caracterizados modos típicos del encuentro normal. I. Estudiaré ante todo el encuentro originario, aquel en que por vez primera, sin sombra de experiencia previa, se descubre la realidad del otro. ¿Qué turbadora mezcla de afinidad y de extrañeza, de terror y de amor, sentiría en su alma quien, no habiendo visto jamás a otro hombre, descubriese un ser humano ante sí? No podemos saberlo. En Adán, según la 191 letra del Génesis, predominó la sensación de semejanza: «Esto es hueso de mis huesos y carne de mi carne», dijo al ver a Eva junto a sí {Gen. 2,23). E n los niños-lobo de Midnapore prevaleció, en cambio, una sensación de terror y extrañeza; mas no sabemos cuál hubiera sido su actitud si el «otro» de su primer encuentro hubiese sido un niño-lobo semejante a ellos. N o olvidemos, en todo caso, que la vivencia primaria de la nostridad es un estado de alerta en cuyo seno se funden ambivalentemente la posibilidad de un bonum y la posibilidad de un malum. Mucho más amplia y segura es nuestra información acerca del primer encuentro infantil. La salida del vientre materno constituye, sin duda, una tremenda experiencia subconsciente. Dejemos a los psicoanalistas y a los biólogos el cuidado de describirla y de interpretar sus consecuencias tardías. Pero tal salida, y esto es lo que ahora nos importa, no interrumpe la relación vegetativa entre el niño y la madre. El niño mama del pecho materno, va educando su deficiente homeotermia en el regazo de la madre y recibe de esta caricias y cuidados, comenzando por el de librarle de sus propios excrementos; en una palabra, se «encuentra» con ella. Pero en las primeras semanas ese «encuentro» es puramente apetitivo. El niño busca instintivamente el pecho de la madre y adosa sus labios al pezón, como el lobezno busca la ubre de la loba y el gato recién nacido la ubre de la gata. No trato con ello de afirmar que el niño recién nacido no sea persona; digo, con Zubiri, que si bien tiene «personeidad», no tiene todavía «personalidad». Un examen minucioso de la vida del niño recién nacido permitirá descubrir en ella peculiaridades específicas prepersonales, mas no signos de una conducta a la que pueda darse rectamente el nombre de «personal». Y así hasta el día en que la personalidad latente del niño comienza a hacerse patente, y el encuentro entre él y su madre pasa de ser apetitivo a ser netamente petitivo y «personal». N o otra cosa es, en su esencia, el decisivo suceso de la primera sonrisa del lactante. La sonrisa del lactante tiene una prehistoria, un instante de aparición y una consistencia. Tal prehistoria posee, a su vez, un momento génico, porque algo influye la constitución 192 hereditaria del infante en la precocidad y en el modo de su primera sonrisa B7, y otro momento prenatal, porque no puede ser chica la influencia de las vicisitudes de la vida intrauterina sobre esa primera hazaña «personal» del individuo humano; y junto a estos dos momentos, otro, más importante aún, postnatal. Acabo de aludir a él. El pecho de la madre y los cuidados y caricias de esta van creando en torno al niño ese primitivo halo emocional que Rof Carballo ha llamado «urdimbre afectiva» y que tan eminente parte va a tener en la ulterior configuración biológica y psicológica del recién nacido. La salud, la inteligencia y la adaptabilidad social del adulto dependen en no escasa medida de cómo fue creada esa primaria urdimbre de afectos que en la primera infancia es la relación humana con el mundo. De nuevo debo referirme a las impresionantes observaciones de Spitz: este ha demostrado que el desarrollo afectivo e intelectual de los niños residentes en un orfanato norteamericano —técnicamente bien atendidos, pero carentes de trato materno— es peor que el de otros niños, cuidados por sus madres en un asilo para mujeres delincuentes. El cuidado materno sobrecompensa la influencia de la tara génica. Resultados análogos a este son hoy frecuentes en la bibliografía científica 58. Durante los primeros días de su existencia postnatal, la vida del niño oscila entre dos polos: el sueño y el llanto. La saciedad placentera se hace patente en aquel; la deficiencia alimentaria y el malestar se expresan en este. Callada o ruidosamente, uno y otro estado van configurando hora tras hora el organismo y el alma del recién nacido. Antes de que en él haya una conciencia psicológica propiamente dicha, cuando su vivir interior es solo un nebuloso vaivén de emociones oscuras y turbias, el niño empieza a ser lo que luego, ya adulto, ha de ser. Antes de su primera sonrisa, ¿con quién se relaciona el lactante? «Como todo ser en formación —dice Martin Buber—, todo hijo de mujer comienza reposando en el regazo de la 57 ¿Cómo no barruntar que los niños ciclotímicos sonreirán más pronto y más fácilmente que los esquizotímicos? 58 Véase el libro de Rof Carballo Urdimbre afectiva y enfermedad. 193 13 Gran Madre, en un mundo primigenio, indiferenciado, anterior a la forma» (ID, 26). A través de su madre, cuando sobre el pecho de esta queda dormido, el niño descansa en el seno envolvente de la Magna Mater 69. No constituye un azar que las más antiguas deidades de la mitología clásica (Okéanos y Teíhys en la versión marinera de Homero, Chaos y Gata en la versión terrícola de Hesíodo, y luego Deméter y Rbea) fuesen divinidades inmensas y envolventes; si se me admite la expresión, divinidades-regazo. Bajo figura ácuea en Jonia y bajo figura terrea en Beocia, todas ellas simbolizaban esa primaria, indiferenciada, nutricia y protectora relación del recién nacido con el mundo cósmico. Cuando los románticos alemanes inventaron el término Gemeingefühl —empleado más tarde por E. H. Weber para designar la sensación que hoy llamamos «cenestésica»—, pensaban ante todo en un difuso e indefinido sentimiento originario de comunión vital con el cosmos; por tanto, en el sentimiento presensorial de recién nacido. No parece muy distinto de este el pensamiento de Merleau-Ponty, cuando afirma que la sensación es en su raíz un acto de comunión (FP, 233). 59 A partir de los trabajos de Ad. Portmann (resumidos en Biologische Fragmente zu einer Lehre vom Menschen, Basel, 1944), han sido estudiadas con creciente finura la prematureidad biológica del recién nacido y la influencia de este hecho sobre las primeras fases de la vida infantil. Puede leerse una excelente exposición del problema en el capítulo «Estructura emocional de la infancia», del libro Cerebro interno y mundo emocional, de Rof Carballo. Escribe este autor: «Entre la madre y el niño existe la misma sintonía refleja, vegetativa, podríamos decir, que hay, por ejemplo, entre el juego de los vasomotores y la respiración, o entre el peristaltismo del estómago y la apertura del píloro. Al menor gesto del niño, a una variación en sus gritos, a su llanto, responde la madre, y, recíprocamente, el niño responde también como un instrumento musical, en forma sutil, de manera casi automática, a las más pequeñas caricias en que se traduce el cuidado materno. La simbiosis madre-niño es ante todo afectiva, pero aquí, en esta nueva realidad de los afectos, vemos su raigambre en el tono vital primario de todo ser viviente y, por tanto, su estrecho parentesco con las correlaciones vegetativas» (Cerebro interno y mundo emocional, pág. 212). Organismo infantilmadre-cosmos: tal es la estructura de la relación entre el lactante y el mundo. La unidad niño-madre garantiza biológicamente la unidad niño-mundo,, dirá Goldstein. 194 Plácidamente dormido en el regazo inmenso de la Magna Mater cuando esta le es propicia, gimiendo y llorando sobre él cuando le es inclemente, envuelto siempre por una atmósfera en que se funden, informes, la tiniebla y el resplandor, la presión y la caricia, el sonido y el silencio, el lactante va viviendo un día y otro hasta uno, decisivo, en que sonríe. Chaos ha engendrado a Aither, la luz del día, y Gata a Ouranos, el cielo estrellado. Para el lactante —aceptemos la desmedida, pero significativa expresión de Carlota Bühler— 60 ha comenzado la «vida social». Su relación con el mundo deja de ser puramente cósmica y, todo lo incipientemente que se quiera, empieza a ser personal. ¿Cuándo ocurre esto? Los datos de los observadores son discrepantes. Spitz dice no haber visto sonreír a un lactante antes de los veinte días; de un total de ciento cuarenta y cuatro, solo tres, según este autor, habrían sonreído antes de los dos meses 61. Las madres suelen ver más tempranamente la primera sonrisa de sus hijos, y en este mismo sentido se pronuncian O. Koehler 6a , Chastaing 63 y Ahrens 64. Koehler habría visto sonrisas infantiles ya en el primer día de la vida extrauterina. Pero más que la fecha de aparición de la primera sonrisa infantil nos importan ahora la significación y la consistencia de esta. ¿Qué significa esa primera expresión sonriente? La investigación psicológica de los últimos lustros 66 obliga a distinguir 60 Además de los trabajos de Ch. Bühler citados en el cap. I de la Primera Parte de este libro, véase «The social behavior of the child», en Handbook of Child Psychology, 1931. Han rechazado esta expresión de Ch. Bühler los psicólogos E. Kaila (op. cit.) y W. Dennis, «An experimental study of two theories of smiling in infants», Journal Soc. Psychol., 1935. " R. Spitz, «The smiling response», Genet. Psychol. Mon., 34 (1946), 57-125. 62 «Das Lacheln ais angeborene Ausdrucksbewegung», Zeitschr. für menschl. Vererbung und Konstitutionslehre, 1954. 43 «Premiers sourires infantins», en Rencontre. Encounter. Begegnung, págs. 80-87. 64 Beürag zur Entwicklung des Physiognomie- und Mimikerkennens (Gottingen, 1953). 45 A los trabajos citados en las notas precedentes y en el cap. I 195 dos «primeras sonrisas» del lactante cualitativa y cronológicamente distintas entre sí. Muy precozmente, ya en los primeros días, aparece tras la mamada una sonrisa de carácter vegetativo, en la que, por decirlo así, rebosa la satisfacción vital que trae consigo la ingestión del alimento; gesto en soledad, pronto transferido, merced a un reflejo condicionado, a las personas —madre, enfermera, etc.— que proporcionan el pábulo nutricio. Me atrevería a llamarla sonrisa rabelesiana del lactante. Poco después, a partir del segundo mes, se hace visible u n nuevo modo de sonreír. La sonrisa surge ahora sin conexión alguna con la ingestión del alimento, y en respuesta a la voz, la risa, el canto o las caricias de la madre. Trátase, como dicen Chastaing y Plançon, de una típica «sonrisa-a»; más genéricamente, de un acto de relación interhumana, del primer encuentro interpersonal del lactante. En recuerdo de los bien conocidos versos finales de la Égloga IV de Virgilio, propongo llamarla sonrisa virgiliana. No gozará de la mesa de los dioses ni del tálamo de las diosas quien en su primera infancia no haya sido enseñado a proferirla 66. Esta «sonrisa virgiliana» va a adoptar una forma nueva, según Kurt Goldstein, en la segunda mitad del primer año de la Primera Parte hay que añadir: F. Justin, «A genètic study of laughter provoking stimuli», Cbild Development, 1936; F. J. J. Buytendijk, «Das erste Lacheln des Kindes», Psyche, 2 (1947), 57-70; M. Kling, «L'éveil du sentiment social à la creche», Enfance, 3 (1950), 134-153; H. Plessner, «Das Lacheln», Pro Regno pro Sanctuario (Nijkerk, 1950), recogido en Zwischen Philosophie und Gesellschaft, págs. 193-203; C W. Valentine, The psychology of early Chüdhood (London, 1946); E. Plançon, Le sourire enfantin (inédito: Dijon, 1955), cit. por M. Chastaing en Premiers sourires infantins; K. Goldstein, «Das Lacheln des Kindes und das Problem des Verstehens des anderen Ich», Rencontre. Encounter. Begegnung, páginas 181-196. 66 Copiaré una vez más los versos virgilianos: Incipe, parve puer, risu cognoscere matrem: Matri longa decem tulerunt fastidia menses. Incipe, parve puer, cui non risere parentes, Nec deus hunc mensa, dea nec dignata cub'tli est. ¿Conocer a la madre «por» la risa de esta o «con» la sonrisa propia? Yo prefiero esta segunda versión: «Comienza, niñito, a conocer a tu madre con tu sonrisa...» 196 de vida. La sonrisa infantil, dice Goldstein, es siempre la expresión de una «conducta ordenada» 67 , de una bien adecuada relación entre las capacidades del organismo y las exigencias a que este se halla sometido; pero hasta el segundo semestre de la vida, el «sujeto» de la sonrisa —como, en general, de todas las actividades reactivas del lactante— no es la mismidad del lactante, sino la unidad biológica niño-madre. Durante el primer semestre, el sentimiento de bienestar causante de la sonrisa «no es vivido por el niño como perteneciente a él —en este estadio del desarrollo no hay para el niño una mismidad (Selbst) separada del mundo—: es atribuido al mundo, unitariamente vivido por el infante, y a todo lo que en él es adecuado, y por tanto a la unidad niñomadre». A través del organismo de la madre, la unidad biológica niño-mundo era perfecta durante el embarazo; y tras la catástrofe que desde el punto de vista de esa unidad representa el parto, de nuevo es la madre la instancia biológica que hace adecuada la vinculación del lactante con el mundo. Cambian las cosas en el segundo semestre. Hasta entonces, la sonrisa del niño dependía con notoria rigidez de la configuración del estímulo desencadenante. Era una sonrisa uniforme, estereotipada; en cierto modo, pasiva. Ahora la respuesta va poco a poco haciéndose selectiva y activa: el niño no sonríe siempre que el estímulo desencadenante actúa sobre sus sentidos. «Mientras que la adecuación, el sentimiento de bienestar y la sonrisa aparecían en el primer estadio sin una relación consciente con algo separado del organismo, un proceso o una persona del mundo exterior al niño, ahora —escribe Goldstein— aparecen en conexión con la vivencia consciente de una cosa o una persona separadas del organismo infantil». La conducta total del niño cambia, comienza a ser abstracta; iniciase, en suma, «la escisión entre el sujeto y el objeto, entre el yo y el mundo». 67 Sobre los conceptos de «conducta ordenada» y «conducta desordenada» o «catastrofal», tan centrales en el pensamiento biológico y organísmico de Goldstein, véase Der Aufbau des Organismus (Den Haag, 1934), así como la exposición y crítica que de la doctrina goldsteiniana hago yo en mi libro La historia clínica. 197 A partir de este momento, la vida infantil va a realizarse simultáneamente en dos esferas: la esfera de la unidad entre el organismo y el mundo y la esfera de la separación entre el yo y las cosas exteriores. La aparición de la segunda no borra la realidad de la primera. Siempre que la autorrealización del individuo humano exige una relación inmediata con el mundo —tal es el caso en la actividad creadora, en la relación íntima con otras personas y en cuantas situaciones hemos de actuar con nuestra entera personalidad—, prevalece la esfera de la unidad entre el organismo y el mundo; el trato «objetivo» con las cosas la oculta, pero no la anula. Bajo la actitud racional y objetivadora del adulto sigue viviendo el niño, y este es el que decisivamente se impone sobre aquel en los momentos estelares de la existencia. Pues bien: aunque la sonrisa del niño brota siempre de la esfera de la unidad entre el organismo y el mundo, las condiciones que en el segundo estadio de la vida infantil sirven de supuesto a su aparición no dependen ya de un estímulo sensorial rígidamente configurado, sino de una realidad que en alguna medida ya se ha escindido del sujeto, y ante este aparece; por lo tanto, de un mundo organizado por la conducta abstracta del adulto. Tal sería, según Goldstein, la causa de la «maduración» que la sonrisa del niño experimenta durante el segundo semestre de su existencia 68 y, a la vez, la más primaria estructura de la relación interpersonal. Aceptando el esquema descriptivo de Goldstein, y a reserva de introducir en él modificaciones importantes, ¿es posible ordenar con cierta coherencia los datos que en torno a la primera sonrisa ofrece hoy la bibliografía científica? Pienso que sí. Mas también pienso que la recta interpretación de este decisivo acontecimiento de la vida humana exige un contexto antropológico un poco distinto del que, tácitamente unas veces, expresamente otras, suelen los psicólogos tener ante sí. 68 Chastaing y Plançon han sido los primeros en hablar de una «maduración» de la sonrisa del niño; y Washburn (véase el trabajo suyo citado en el cap. I de la Primera Parte), el primero en observarla. 198 Tras la perfecta adecuación del organismo fetal al medio intrauterino, el nacimiento es, ya lo dije, una verdadera catástrofe biológica. No puede extrañar que sea el llanto la primera reacción del recién nacido al medio, y tampoco que el pesimismo prerromántico y romántico haya dado alcance metafísico a este hecho innegable 6B. Pronto, sin embargo, el cuidado materno reajustará la biología del organismo infantil. Las exigencias de este —alimentación, limpieza, temperatura, etcétera— serán adecuadamente subvenidas por el medio; y si la enfermedad no lo impide, una expresión sonriente del niño —la sonrisa que he llamado «rabelesiana»—• manifestará esa primera concordia biológica entre él y el mundo. Envuelto y protegido por la madre, en realación «simbiótica» con ella (Rof Carballo), el recién nacido vive oscilando entre la saciedad placentera (sueño, sonrisa) y el malestar por deficiencia o por desajuste (llanto, enfurecimiento, susto, expresiones de desagrado, reacciones de defensa) 70. Retengamos lo que ahora importa: el suelo biológico sobre que va a constituirse la vida social del niño —si se quiere, la «prehistoria biológica» de la vida social— es un estado que oscila lábilmente entre el placer y el desplacer vegetativos, entre la sonrisa beata de la saciedad y la caricia, y el llanto elemental del hambre o del frío. La simbiosis vegetativa madre-niño, como luego la vida social, hace sonreír y hace llorar. 69 «Es tal el modo de existencia de los cuerpos vivientes •—escribirá Bichat—, que todo cuanto les rodea tiende a destruirlos» (Recherches physiologiques sur la vie et la mort, I, I). «El hombre nace apenas •—dice Donoso Cortés, como parafraseando a Bichat'—, y no parece sino que viene al mundo por la virtud misteriosa de un conjuro maléfico, y cargado con el peso de una condenación inexorable. Todas las cosas ponen las manos en él, y él revuelve su mano airada contra las cosas. La primera brisa que le toca y el primer rayo de luz que le hiere, es la primera declaración de guerra de las cosas exteriores. Todas sus fuerzas vitales se rebelan contra la presión dolorosa...» (Ensayo, III, 4). El pesimismo metafísico de Von Hartmann radicalizará esta concepción de la vida humana. 70 F. Stirnimann, Psychologie des neugeborenen Rindes (ZürichLeipzig, 1940). Puede leerse en Cerebro interno y mundo emocional, de Rof Carballo (págs. 199-201), una buena exposición de los trabajos de Stirnimann acerca de la relación entre el recién nacido y el medio durante los primeros días de su vida. 199 Pese a las peculiaridades específicamente humanas de la vida del recién nacido, sus primeros encuentros con la madre 71 son de carácter apetitivo. El niño busca la realidad exterior que necesita su organismo 72, se «encuentra» con ella, y a ella atempera inconscientemente su vida y su desarrollo. De ahí el carácter tan ampliamente intercanjeable del medio físico del lactante (pecho materno o biberón; madre, nodriza, loba o incubadora) y la decisiva influencia configuradora de ese medio sobre los hábitos biológicos —funcionales y somáticos— del organismo infantil: no olvidemos el carácter rigurosamente humano-lupino de los niños de Midnapore. El niño es, en muy amplia medida, lo que su ambiente biológico le incita y le obliga a ser. ¿Cómo vive psíquicamente el recién nacido sus primeros encuentros con el medio? Nunca podremos saberlo de un modo directo, porque nadie conserva memoria consciente y articulada de lo que fue su vida anímica durante esos primeros días de la existencia extrauterina. Pero este mismo hecho, unido a los resultados de la observación objetiva, permite concluir que las vivencias del lactante son de índole puramente emocional, sentimientos sin «objeto» propiamente dicho, orientados, desde el punto de vista de su cualidad, hacia el puro y unitario bienestar de la sonrisa o hacia alguno de los varios modos de sentir el malestar vegetativo. La conciencia del recién nacido no pasa de ser autosentimiento y autovislumbre. El mundo —lo que más tarde llamará «mundo»— es para él un regazo inmenso e informe, placentero unas veces y desplaciente otras. Es la etapa ctónica de la existencia humana. Como Perséfona, el recién nacido vive envuelto por los cuidados maternales de Deméter —o violentamente arrancado' de ellos. Con la aparición de la sonrisa que antes llamé «virgiliana» comienza a ser petitivo, ya específicamente humano, el en71 • O con quien haga las veces de esta: una loba maternal, en el caso de los niños de Midnapore, o la «madre artificial» que es el medio de una incubadora. 72 «Otro ser vivo que, como un nido, abrigue su tierna vida» (Rof Carballo). 200 cuentro del infante con la realidad exterior a él: todo lo rudimentariamente que se quiera, en el seno de esta realidad aparece «el otro». La sonrisa virgiliana es discriminadora: surge en el rostro del niño suscitada por la figura humana, y no por la caricia casi informe del pecho saciador, de la mano materna o de la ropa limpia y tibia; no es meramente imitativa: un rostro humano de expresión «seria» puede provocarla; es, además, falible: la presentación de una muñeca de tamaño natural, la despierta (Spitz y Wolf) 73; es, en fin, «completa»: el niño ríe por vez primera con todo su rostro (Chastaing y Plançon). P r o n t a la discriminación será mayor, y la sonrisa será exclusivamente suscitada por ciertas personas, la madre y pocas más. Solo a partir de este momento podrá decirse que el con-ser y el coexistir del niño tienen carácter «social». En cuanto realidad y en cuanto vivencia, ¿qué es para el niño el «primer otro» de su vida? Ese «otro» posee figura: surge ante los sentidos del infante destacándose sobre el fondo que constituyen las restantes cosas de su mundo; posee también relativa individualidad: con error o sin él, no todas las figuras humanas son ahora intercambiables a los ojos del niño; carece, en cambio, de expresividad diferenciada, porque para provocar la sonrisa basta la figura individual de la persona que ha llegado a constituirse en estímulo específico del encuentro. Solo más tarde —días, semanas, tal vez meses— sabrá discernir el niño el rostro «sonriente» del rostro «serio». El primer otro del lactante es, pues, una realidad exterior humana e individualmente configurada que pronto se hace específica y ocasionalmente expresiva. El otro, que empezó siendo figura individual, llega a ser expresión y todavía no es intención libre. Utilizando muy libremente la conocida expresión de Klages, cabría hablar de una etapa pelásgica de la vida humana: en ella vive el niño entre el primero y el tercero o el quinto año 73 Comentando este resultado de Spitz y Wolf, dice Goldstein: «No es posible atribuir al niño de esta edad la vivencia de otra persona.» En rigor, no se trata de que para el niño sea igual una muñeca que la madre; se trata de que se equivoca, y toma por «madre» lo que no es. sino «muñeca». También en el adulto es falible, como sabemos, la vivencia del otro. 201 de su edad. «Hombre in genere», «tal hombre» y «tal expresión» son las sucesivas figuras del otro en esta segunda fase de la ontogenia psicofísica. Así es vivida la realidad del otro en torno al primer año de la vida infantil. La distinción entre «el otro» y «yo» ha comenzado a producirse; lo cual es tanto más patente, cuanto que el niño empieza a llamar con un nombre propio —mama, tata, etc.— a las personas que le rodean, y a balbucir en oraciones de primera persona —implícitas a veces en una sola palabra— los deseos y las actividades de su incipiente personita 74. La personeidad metafísica del infante, casi invisible hasta ahora, comienza a realizarse psicológicamente y a mostrarse como personalidad (Zubiri). Librémonos de pensar, sin embargo, que este primer «yo» infantil es una versión incipiente y diminuta del «yo» adulto. Enseñado por los adultos que le rodean, el niño aprende muy pronto a decir «yo» y «mío»; pero ya hizo notar W. Stern 75 que estas palabras no significan en su boca lo que luego han de significar; y mucho menos, añado yo, lo que pensando acerca de ellas nos dicen psicólogos y fenomenólogos. En las primeras fases de su desarrollo, el yo no es un saber acerca de sí mismo, sino la vivencia sentimental de un impulso de autoafirmación y posesión. «El yo primitivo y afirmador de sí mismo —escribe Stern— se encuentra ahora en un mundo, con el cual tiene que entablar relación. Trátase en primer término de un mundo de cosas: un caos de objetos, sucesos y estados que influyen sobre el yo cohibiéndolo o incitándolo, y que le amenazan y asustan o le alegran y exaltan. Pero ante todo se trata de un mundo de personas: un sistema de otros yos, que se oponen al yo propio como centros volitivos individuales o incitadores del afán de valimiento. Dos posibilidades hay, pues, para el niño: incrementar su tendencia a la autoafirma" J. Piaget, Le langage et la pensée chez l'enfant (Neuchátel et Paris, 1923); Cl. y W. Stern, Die Kindersprache (4.a ed., Leipzig, 1929); K. Bühler, Die geistige Entwicklung des Rindes (6.a ed., Jena, 1930; trad. esp., Madrid, 1934). 75 Psychologie der frühen Kindheit (4.a ed., Leipzig, 1927), páginas 431-448. 202 ción hasta hacerla combativa, o implicar la mismidad propia en la comunidad de los otros yos.» La orientación adleriana del psicoanálisis (Adler, Stekel, etc.) ha estudiado con singular atención los modos y las vicisitudes de esta disyuntiva. En época más reciente, K. Horney y Rof Carballo han elaborado muy amplia y sugestivamente el punto de vista adleriano: el crecimiento biológico y psíquico de un individuo humano es el curso de una «lucha por la autorrealización»; lucha en la cual se va conquistando la paulatina conversión del «yo ideal» en un «yo real» 76. Pero ni el yo infantil que se afirma, ni el yo infantil que se implica —ni, por consiguiente, el primer yo de esa «lucha por la autorrealización»—, son todavía la conciencia solitaria de una autoposesión firme o problemática, ni el proyecto o el sueño de una vida estrictamente personal, sino, como antes he dicho, una tendencia impulsiva que se realiza vitalmente sobre el grupo de los otros o dentro del grupo de los otros; en cualquier caso, en comunidad vital con ellos. De ahí el radical carácter de yo-nosotros —un «yo-nosotros» más vital que personal— que ostenta el yo infantil (Scheler), y la condición de diada vital, amorosa u hostil, de la relación entre el niño y el otro. La sonrisa virgiliana del niño a su madre es la expresión de una comunicación placentera entre aquel y esta, en cuanto miembros de un yo-tú vital y afectivo. «Si la sintonía vegetativa se verifica por intermedio de sustancias químicas mediadoras —escribe Rof—, la sintonía emocional se hace por medio de la llamada expresiva de auxilio: el grito, el llanto, la mímica complacida o angustiada. Sin estos signos expresivos, la simbiosis afectiva madre-niño sería tan incomprensible como el funcionamiento de las sinapsis sin acetilcolina o cualquier otro mecanismo bioquímico intermediario» " . En la descripción del encuentro infantil hay que evitar, según esto, dos posibles riesgos: la espiritualización excesiva y el desmedido optimismo. No creo que se haya librado enteramente de ellos un psicólogo tan sagaz y avisado como 76 K. Horney, La neurosis y el desarrollo humano (Buenos Aires, 1955); Rof Carballo, obras citadas. 77 Cerebro interno y mundo emocional, pág. 213. 203 Buytendijk. «La sonrisa —dice este autor en su trabajo sobre la primera sonrisa del niño— es la expresión de la humanidad que se despliega en el tímido primer encuentro simpático; y por esta razón es una primera respuesta, en la cual se constituye en el niño el ser-para-sí del hombre» 78. Y en su Phénoménologie de la rencontre, añade: «El primer encuentro auténtico con la madre... constituye un modelo para esa unidad de amor y conocimiento que garantiza la comprensión más profunda del hombre. Enséñanos el niño con su sonrisa que únicamente la tranquilidad abierta e inestable, la actitud relativamente independiente que no está fijada en sí, que no está completamente determinada como relación con el mundo y con la existencia propia, y que por consiguiente es insuficiente, inconclusa e indigente, constituye la condición previa de todo encuentro posible... Cuando la sonrisa se hace sonrisa-a..., entonces el niño accede a una relación de ser con los demás seres humanos. La percepción del otro se hace encuentro, y la comprensión de la expresión llega a ser comprensión o inteligencia íntimas y personales» 79. 78 Psyche, II, pág. 70. La sonrisa virgiliana del infante sería equiparable, según Buytendijk, a la sonrisa del adulto, tal como la describe Plessner: «mímica del espíritu..., que expresa la distancia a que el hombre se sitúa respecto de sí mismo y respecto del mundo en torno, y gracias a la cual se sabe vinculado a un mundo espiritual» (Zwischen Philosophie und Gesellschaft, págs. 201-202). Un análisis fenomenológico de la sonrisa del adulto •—la sonrisa estrictamente «personal»— permite distinguir en ella las siguientes notas: 1.a Su especificidad humana. Tanto como animal rationale, el hombre es animal subridens. 2." Su espontaneidad. Cuando queda libre de la tensión que el cuidarse del mundo trae consigo, el rostro del hombre tiende por sí mismo a adoptar una expresión sonriente. Se diría que el hombre es naturalmente amigo de la realidad. 3.a Su posición intermedia entre el silencio comunicativo y la palabra. 4.a Su condición de signo expresivo de lo que bien puede llamarse la «sobrestancia» del espíritu humano respecto del, mundo. El hombre es un ser «sobrestante», es decir, supramundano y suprasituacional, y así lo pone en evidencia la sonrisa. Llorando o riendo, el hombre es víctima de su situación y de su naturaleza. Sonriendo, en cambio, y sea triste o alegre su sonrisa, el hombre es dueño de su situación, está sobre ella. Aunque en aquel momento —tal es el caso de la sonrisa del mártir— su situación le esté quitando la vida. 79 Op. cit„ págs. 31-32. . . - • - . - . 204 Todo esto es real, pero solo hasta cierto punto. Ocurre, en efecto, que el primer encuentro del niño con el otro no es siempre sonriente. Como hay «sonrisas-a», hay también «llantos-a», y, por lo tanto, primeros encuentros fallidos o penosos, cuya expresión inmediata es el llanto; por ejemplo, los de los niños a quienes, como diría Virgilio non risere parentes. Apetitivo, infantil o adulto, el encuentro es siempre un suceso de signo afectivo ambivalente. No hay por qué pensar que solo son «encuentros auténticos» los placenteros e hilarantes; y así como la sonrisa rabelesiana tiene en su nivel biológico el contrapunto de un llanto vegetativo, así también hay un llanto relacional en el reverso de toda primera sonrisa interpersonal o virgiliana. Acaece, además, que el ser-para-sí del niño es cualitativamente distinto del ser-para-sí del adulto, y que este último no es un simple despliegue psicológico de aquel; por lo cual, siendo «relaciones de ser» y «relaciones interpersonales» las que el niño y el adulto establecen con el otro, la coincidencia entre ellas no es unívoca, sino analógica. El niño es una persona cuyo sí-mismo todavía no se ha actualizado psicológicamente; el yo del niño es aún pura impulsión vital; y así, ni el ser-en-común o Mitsein del encuentro infantil es in actu exercito el ser-en-común o Mitsein del encuentro adulto, ni el primer «encuentro auténtico» del infante con su madre puede ser, ternezas aparte, el modelo de «la unidad de amor y conocimiento» que es la comprensión personal amorosa entre adulto y adulto. Percibir un adulto a otro, decía yo páginas atrás, es «vivir amenazada y prometedoramente un nosotros inseguro e incierto a causa de un movimiento expresivo que está ante mí». ¿Puede acaso decirse esto del encuentro petitivo del niño con su madre? ¿Existen, pueden existir en ese encuentro la amenaza y la promesa, la inseguridad y la incertidumbre? Y esta discrepancia en la apariencia descriptiva, ¿no está delatando otra, más radical, en la actualidad del ser ? A la etapa de la vida infantil que antes he llamado «pelásgica», en la cual el mundo es vida, figura y expresión, sigue otra en la cual se acentúa la individualidad de los objetos percibidos, sean estos cosas o personas, y, sin llegar a perder su primera 205 condición sentimental e impulsiva, va cobrando fuerza y perfil el yo. Pienso que no será enteramente inadecuado llamar etapa homérica a esta fase de la existencia humana; en cierto modo, a ella pertenecen, violentos y aproblemáticos, casi todos los héroes de la litada y la Odisea. Durante esta «etapa homérica» de la infancia, extendida cronológicamente hasta los diez o los doce años, se acusa fuertemente en el alma del niño el sentimiento de grupo 80 , y los «otros» se ordenan según el círculo a que pertenezcan: familia, camaradas de escuela, compañeros de juego, héroes de las primeras lecturas, etc. La forma del encuentro varía según el grupo a que pertenezca el otro 81, mas nunca pierde su peculiaridad infantil: recuérdese el texto de Grünbaum que transcribí en el capítulo consagrado a Scheler. Aunque, pasados los diez o los doce años, no falten en el alma del niño ráfagas precursoras de la grande y decisiva novedad psicológica que en ella se avecina. Al fin llega esta —adolescencia es su ilustre nombre—, y con ella la etapa wertheriana de la biografía. El muchacho descubre su yo como una pretensión infinita de vida íntima y personalmente propia, y por tanto como soledad, anhelo y melancolía. La «soledad de privación» del niño se convierte, ahondándose, en «soledad de radicación», y surge con plenitud psicológica una sonrisa «de persona». Desde ahora hasta la muerte, ser «yo» va a ser la problemática posesión de un manojo de posibilidades de vida personal: manojo riquísimo e indeciso en la mocedad, limitado y firme en la edad adulta, exiguo e incertísimo en la senectud. «Nunca olvido —escribió Jean Paul en su autobiografía— una experiencia mía de que nunca he hablado a nadie, y de la cual puedo decir el tiempo y el lugar. Siendo niño, estaba yo una mañana en la puerta de mi casa, y miraba hacia la izquierda..., cuando la visión interior yo soy un Yo vino ante mí como un rayo caído del cielo, y desde entonces ha permanecido iluminadoramente: en aquel instante, mi yo se vio a sí mismo por vez primera 80 Erich Stern, «Das Verhalten des Kindes in der Gruppe», Zeitschr. für angew. Psychol., 22 (1923), 271-286. 81 Véase M. J. Langeveld, «Die Begegnung des Erwachsenen mit dem Kinde», en Rencontre. Encounter. Begegnung, págs. 243-255. 206 y para siempre» 82. N o debo repetir aquí cuanto acerca de la soledad del adolescente contienen las páginas anteriores. Diré tan solo que esta definitiva aparición de un yo personal en la conciencia percipiente condiciona la ulterior estructura del encuentro; por lo tanto, que la nostridad de los encuentros posteriores a la adolescencia —la nostridad dual o diádica que en el capítulo precedente he descrito como típica del encuentro plenario y normal— es cualitativamente distinta de la que el niño vive en su relación interhumana. N o pocas veces se ha escrito que el niño pervive en el alma del adulto, y que lo mejor de nuestras vidas es lo que en ellas sigue siendo infantil 8 3 ; pero la verdad de tales asertos es una verdad metafórica, porque el adolescente mató para siempre al niño en todos nosotros. Ser-sí-mismo es no poder volver a ser niño; y así, solo analógicamente puede ser llamada «infantil», por ingenua y casta que sea, la comunión amorosa entre dos personas que han franqueado la linde decisiva de la adolescencia 84 . A través de las cuatro etapas de la vida humana que sumaria82 Cit. por V. E. Frhr. von Gebsattel en «Numinose Ersterlebnisse», Rencontre. Encounter. Begegnung, pág. 168. 83 «Somos todos en varia medida —ha escrito Ortega—, como el cascabel, criaturas dobles, con una coraza externa que aprisiona un núcleo íntimo siempre agitado y vivaz. Y es el caso que, como el cascabel, lo mejor de nosotros está en el son que hace el niño interior al dar un brinco para liberarse y chocar con las paredes inexorables de su prisión. El trino alegre que hacia afuera envía el cascabel está hecho por dentro con las quejas doloridas de su cordial pedrezuela. Así, el canto del poeta y la palabra del sabio, la ambición del político y el gesto del guerrero son siempre ecos adultos de un incorregible niño prisionero» (O C, II, 293). ¿No sería más exacto decir «de un adolescente prisionero»? Es el adolescente, no el niño, quien pervive en la persona adulta capaz de pureza, entusiasmo y sacrificio; él es quien emite esas «quejas doloridas» de que tan bella y certeramente nos habla Ortega. De la infancia perdura todo lo bueno y todo lo malo de ella que el adolescente —acaso sin saberlo: el psicoanálisis nos lo ha revelado— incorporó a la vida definitivamente «personal». Sobre la significación biográfica de la infancia creo haber apuntado un par de ideas de cierto interés en Ejercicios de comprensión (Madrid, 1959), págs. 159-168. 84 Solo si se piensa, con Hegel, que la conciencia de sí mismo es la etapa previa de una «conciencia de sí general» unitaria y homogénea, solo entonces podrá llamarse «infantil» a tal comunión amo- 207 mente acabo de describir —ctónica, pelásgica, homérica y wertheriana—, el niño llega a ser adulto, y el encuentro, solo apetitivo al comienzo, resueltamente petitivo poco después, se hace, en el más estricto sentido de la palabra, interpersonal. Sabemos ya de un modo genérico en qué consiste ese modo de encontrarse. Las páginas subsiguientes presentarán alguna de sus formas especiales. II. Ninguna de estas es más prestigiosa e intensa que el encuentro amatorio entre el varón y la mujer o —en el sentido fuerte de la expresión— encuentro heterosexual. Míranse cara a cara un varón y una mujer —Dante y Beatriz, Romeo y Julieta, las innumerables parejas de los Pérez, Dupont o Smith en que diariamente esto acontece—, y entre ellos surge una vinculación vehemente y nueva. «Enamoramiento súbito», «flechazo», suelen llamar las gentes a este peculiar modo del encuentro. Tratemos de ver en qué consiste. Para ello es ante todo necesario deslindar con rigor y pulcritud cuatro conceptos —y, por lo tanto, cuatro realidades—• que el lenguaje familiar suele confundir: el amor in genere, el amor heterosexual, el enamoramiento y el flechazo. De un modo universal y genérico, amor es la actividad y el vínculo de la comunión del hombre con la realidad, cualquiera que esta sea: Dios, los otros hombres, él mismo, la patria, el arte, la ciencia, etc. Del género «amor» es una especie el amor heterosexual, o amor entre varón y mujer en cuanto tales. El enamoramiento es un modo especial del amor heterosexual, singularmente acusado al comienzo de la relación amorosa. El flechado, en fin, es la forma súbita del enamoramiento. Apenas será necesario advertir que mis actuales consideraciones se refieren tan solo al enamoramiento y al flechazo, en cuanto formas —rápida la una, súbita la otra— de la vinculación afectiva suscitada por el encuentro heterosexual. Los capítulos subsiguientes nos ofrecerán ocasión de estudiar otras formas del amor entre personas; entre ellas, el sereno amor rosa. El amor personal es para Hegel una esperanza de ser conscientemente niño. 208 entre varón y mujer consecutivo a la llama del enamoramiento 85. Partamos de la realidad misma. Un varón y una mujer que previamente no se conocían, se encuentran y cambian entre sí una mirada y algunas palabras; desde entonces, sin que uno y otra expresamente lo quieran, los dos —a veces, solo uno de ellos— entran en ese peculiar estado anímico que solemos llamar «enamoramiento». Miles de veces se ha repetido sobre la haz de la tierra este minúsculo y decisivo suceso. Como forma del encuentro interhumano y como estado vital del hombre, ¿qué es el enamoramiento? A mi entender, cuatro notas principales le caracterizan: i . a La atención del enamorado se halla absorbentemente ocupada por la persona a que se dirige su amor 86. 2. a El enamorado siente en su alma una vehemente necesidad de comunión espiritual y física con la persona a que ama: de ella nace el deseo de presencia mutua, tan fuerte en el enamoramiento. 3 . a A la vez que una limitación —la que impone el hecho de hallarse la atención tan unilateralmente polarizada—, la vida del enamorado experimenta una considerable exaltación, que se manfiesta como vita núova en todos los órdenes de su actividad: «Se advierte en el enamorado —escribe Guitton—, como una fosforescencia nueva en el ejercicio de todo su cuerpo, de todo su pensamiento. Cada uno de los restantes sentidos, la vista, el oído, la percepción súbita de las formas y de los volúmenes, todo está excitado... 85 De entre la inmensa bibliografía del tema del amor •—véase un amplio extracto de ella al pie del art. «Amor», en el Diccionario de Filosofía de Ferrater Mora—, destacaré los siguientes estudios: Ueber das Wesen der Liebe, de G. Teichmüller (Leipzig, 1879); M. Scheler, Wesen und Formen der Sympatbie y Ordo amoris; Estudios sobre el amor, de J. Ortega y Gasset (O. C, V); The Mind and Heart of Love, de M. C. D'Arcy, S. J. (London, 1945), y L'amour humain, de J. Guitton (2.a ed., Paris, 1955). A uno y otro costado de estos libros se hallan la obra de Freud, con su sistemática reducción del amor a libido, y la literatura cristiana acerca del amor de caridad. Libido y caritas se aunan —dramáticamente, a veces— en la versión cristiana del amor heterosexual. 85 El aspecto atencional del enamoramiento ha sido especialmente subrayado por Ortega. 209 14 Es una especie de magia natural» 87. 4 . a El enamorado atribuye a la persona amada las más egregias cualidades, a veces con manifiesto error, en un acto de ilusionismo (Stendhal), a veces descubriendo y potenciando con sensibilidad nueva valores anteriormente ocultos o casi imperceptibles (Scheler y Ortega). Esto es, en esencia, el enamoramiento; pero no acabaríamos de entender tal esencia, si no viésemos cómo se incardina en la existencia a que pertenece; esto es, en la existencia humana. ¿Por qué el hombre puede enamorarse? ¿Qué pasa en el hombre, cuando su ser se realiza bajo forma de «encuentro amoroso»? Yo creo que el hombre puede enamorarse como realmente lo hace, porque es un ser sexuado, menesteroso, hiperbólico y adverbial. Ante todo, claro está, porque es un ser sexuado; sexuado, no solo sexual. Desde Feuerbach (Grundsat^e der Philosophie der Zukunft, 1843) y Otto Weininger {Geschlecht und Charakter, 1903), y con intención más biológica (Steinach, Marañón) o más filosófica (Ortega, Merleau-Ponty, Guitton, Marías), una y otra vez se ha subrayado que el sexo —la condición viril o femenina de la persona— impregna y cualifica todas las actividades del ser humano. Además de ser la garantía de una función biológica muy determinada —la generación de la prole—, la sexualidad es un principio de configuración: el hombre percibe, siente, piensa y quiere como varón o como mujer; y así, la faena de describir una percepción, un sentimiento, un pensamiento y una volición genéricamente «humanos», es mucho más abstracción que descripción propiamente dicha. «La sexualidad tiene una significación existencial», dice Merleau-Ponty (FP, 182); Guitton, por su parte, propone distinguir el «sexismo» de la «sexualidad», o bien una «sexualidad de alteridad» (el sexo en cuanto principio de la diferenciación somática y psíquica entre el varón y la mujer) y una «sexualidad de conjunción» (el sexo en cuanto causa instrumental de la reproducción de la especie). Repito, pues, con Marías: el individuo humano in concreto no es solo 87 L'amour humain, pág. 174. 210 un ser sexual, es también un ser sexuado 88 . Sin ello, no podría enamorarse como lo hace. Además de sexuado, el hombre es un ser menesteroso: para ser, necesita de lo que él no es. Llámese cupiditas rerum novarum, con San Agustín, esse ab alio, con Santo Tomás, o Mitsein, con Heidegger, la constitutiva menesterosidad del hombre nunca ha dejado de ser resueltamente afirmada por los filósofos. La vida humana es trsna, sed, decían ya los antiguos indios. ¿De qué se halla menesteroso el hombre? ¿Qué pide su individual naturaleza? Inmediatamente, todo cuanto por modo empírico y ocasional necesita: alimento, compañía, lucro o fama; mediata y remotamente, ser con plenitud, y por tanto con infinitud. La imprecación agónica de Unamuno («De no serlo todo y por siempre, es como si no fuera... ¡O todo o nada!») y el verso entre dandy y angustiado de Baudelaire («Je ne vois qu'infini par toutes les fenétres»), brotan de una misma raíz metafísica. Para ser más preciso, yo diría que el hombre aspira a tantas formas de infinitud cuantas sean las formas de su menester: gozo infinito, saciedad y posesión infinitas a través de todas y cada una de las tendencias naturales de su ser. Y si esto es así, ¿cuál es el menester que delata el enamoramiento? Para responder a esta interrogación, distingamos de nuevo el término inmediato de la menesterosidad y su meta última. Inmediatamente, el menester del enamorado tiene como objeto la comunión espiritual y física con la persona amada. Pero sin él saberlo, movido desde la raíz misma de su ser por la «astucia de la razón» de que habló Hegel 89, el enamorado es sujeto de un menester infinito: en el orden metafísico, su ser aspira a una posesión perfecta y diádica de la realidad, y de 88 Introducción a la filosofía (Madrid, 1947) v La estructura social (Madrid, 1955). 89 «El amor usa del instinto sexual —escribe Ortega—, como de una fuerza bruta, como el bergantín usa el viento. El enamoramiento es otro de esos estúpidos mecanismos, prontos siempre a dispararse ciegamente, que el amor aprovecha y cabalga, buen caballero que es» (O. C, V, 575). Guitton, a su vez, distingue entre el mecanismo del amor (sexualidad, enamoramiento) y la esencia del amor o donación de sí al otro (op. cit., págs. 97-99). 211 ahí la frecuencia con que las palabras «siempre» y «todo» se repiten en el lenguaje de los enamorados; en un orden físico, biológico, aspira a la impleción humana del cosmos. Por debajo de todo posible malthusianismo, el amor heterosexual lleva siempre en su seno, como u n misterioso, divino principio operativo, el «Creced, multiplicaos y llenad la tierra» del Génesis, y el «Engendrar en lo bello» del Banquete platónico. El hombre es también un ser hiperbólico. «La hipérbole —observa finamente Guitton— es el lenguaje del sentimiento amoroso, diríjase este a Dios o a la criatura» 90. Acabo de subrayar la frecuencia del «siempre» y del «todo» en la conversación de los enamorados. Más radical y definitivo que Guitton, Aristóteles llama al enamoramiento hyperbolé (Eth. Nú-, 1158 a 11-12). Pero el hiperbolismo de quienes enamoradamente se aman no es sino una forma particular, especialmente visible, de la esencial condición hiperbólica del ser humano. ¿No acabo de decir que la vida humana es, entre otras cosas, un menester infinito? «En el hombre, ver las cosas —¡cuánto más apreciarlas!— es siempre completarlas», ha escrito Ortega ( 0 . C, V, 568). Tal es la actividad más propia del carácter compresencial de la existencia humana. Y si la realidad creada posee una estructura «sintáctica» (Zubiri), ¿cómo puede no hallarse orientada ad tofum y ad infinitum la actividad compresencial y completiva que constantemente ejecutan los sentidos y la imaginación del hombre? Y decir esto, ¿no es estar diciendo que el hombre es un ser hiperbólico, el único animal hyperbolúum entre todos los que pueblan la Tierra? El enamoramiento —en su lenguaje, en su anhelo, en la entraña misma de su ser— es la forma sexual de la condición hiperbólica del hombre. Sin esta, la perduración de la especie humana no pasaría de ser un juego calculable de necesidades y satisfacciones. El hombre, en fin, es un ser adverbial, y también esto condiciona el modo de su relación con la persona sexualmente amada. Posee el hombre sustantividad y actividad; es, por consiguiente, un ser «sustantivo» y «verbal». Dejemos ahora el 90 Op. cit., pág. 30. 212 problema metafísico de si la sustancia es, como enseñó Leibniz, la forma específica e individual de una actividad. Ahora no pretendo más que afirmar que la sustantividad y la actividad del hombre no serían reales si la radical condición sustantiva y verbal de este no se hallase «adverbialmente situada»; con otras palabras, si las distintas especificaciones del adverbio —lugar, modo, tiempo, cantidad, orden, etc.— no «encarnasen» en un cuerpo y en un mundo esa sustantividad y esa actividad del ente humano. Por eso he dicho que el hombre es un ser adverbial. Tres parecen ser las determinaciones adverbiales que más directamente operan en la aparición del enamoramiento: el «aquí», el «así» y el «ahora». Siendo «aquí», el hombre existe en el fragmento de mundo a que pertenece la persona con que él enamoradamente se encuentra; siendo «así», el hombre posee una constitución y una condición que le hacen especialmente sensible respecto de la constitución y la condición de la persona que enciende su amor; siendo «ahora», su existencia personal pasa por una ocasión biográfica idónea para el enamoramiento en general y para tal enamoramiento en particular. Lo cual quiere decir que, como todo buen catador de hombres sabe, hay mundos, constituciones y ocasiones propicios al encuentro amoroso o refractarios a él. Un hombre enamorado es, en suma, un ente sexuado, menesteroso e hiperbólico, que a través de un «aquí», un «así» y un «ahora» vive de manera absorbente y exaltada una necesidad de comunión espiritual y física con determinada persona de otro sexo. Muy gustosa faena sería la de explanar psicológica, sociológica e históricamente tan magro esquema. He de renunciar a ella. Mas no debo hacerlo sin indicar, aunque sea de modo sumario, lo que es la relación con el otro en el encuentro heterosexual y amatorio. Volvamos para ello a nuestro ineludible punto de partida. Un varón y una mujer que previamente no se conocían, se encuentran, cambian entre sí una mirada y algunas palabras, y caen en estado de enamoramiento. ¿Qué ha pasado entonces en su alma, qué ha pasado en su ser? No pocos pensadores y poetas han tratado de responder a 213 esta interrogación en términos de identidad y confusión. El enamoramiento, según ellos, funde e identifica el ser del amante y el ser de la amada. «Amor —escribió, por ejemplo, Maragall— es deseo de confusión por instinto de la eterna unidad de las cosas... Ved al hombre y la mujer que se miran en los ojos, y cada uno siente fundirse en la luz de la ajena mirada; y persiste, como si quisiera aniquilarse en ella» 91 . Más sencilla y desnudamente, lo mismo viene a decirnos Antonio Machado: Gracias, Petenera mía; en tus ojos me he perdido; era lo que yo quería. Mirando los ojos de la amada, encontrándose visiva y enamoradamente con ella, el amante quiere «perderse» y «se pierde» de hecho en el ser de la persona que ama 92. Pero si yo soy libertad y mi amada es libertad, esa «confusión» y este «perdimiento» 9 3 son absolutamente imposibles. Jaspers y Sartre —uno con su doctrina del «combate amoroso», el otro juzgando irrealizable ese «ideal del amor»— tienen ahora toda la razón. Y como ellos, Luís Rosales, cuando apostilla y salva la anterior sentencia machadiana con estas certeras palabras: «Cuando miras los ojos de la amada, cuando te estás mirando en ella, lo que estás viendo es su libertad. Pero la libertad naturaliza cuanto toca, y en el mirar de sus ojos nos perdemos; nos sentimos enniñecidos y sin límites personales» 94. El error proviene de considerar la relación amorosa como confusión e identidad, y no como ofrenda y donación. «El amor —dice Ortega— se afana en torno a lo amado. El deseo goza de lo deseado, recibe de él complacencia; pero no ofren" J. Maragall, «Elogio del amor», Obres completes (Barcelona, 1947), pág. 814. / '2 En los capítulos «El otro como persona» y «El otro como prójimo» reaparecerá este grave tema. Aquí no puedo pasar de esbozarlo. 93 Como no se entienda esta palabra en un sentido meramente moral. 54 Cervantes y la libertad, I, pág. 199, nota 175. 214 da, no regala nada por sí.» Más que en confundirse con lo amado, el amor «se ocupa en afirmar su objeto» (O. C , V, 552). «La persona —escribe, por su parte, Zubiri— está esencial, constitutiva y formalmente referida a Dios y a los demás hombres. Comprendemos ahora que el érás de la naturaleza revista (en la persona) un carácter nuevo. La efusión y la expansión del ser personal no es como la tensión natural del érás: se expande y difunde por la perfección personal de lo que ya se es. Es la donación, la agápe, lo que nos lleva a Dios y a los demás hombres» (NHD, 494-495). Lo mismo, Guitton: «La esencia del amor está en la donación de sí al otro.» El ser de los amantes se intercambia sin confundirse; y así, entre personas, «ser es lo que puede ser intercambiado» 96. Entre tantos posibles, basten estos textos para demostrar la vigencia actual de una vieja y certera tesis cristiana: el amor entre personas no es confusión, sino donación mutua. Y el amor heterosexual no es excepción a la regla. ¿Qué pasa, pues, en el alma y en el ser de los que enamoradamente se encuentran? Desde un punto de vista fenómenológico y ontológico, ¿cómo en este caso se especifica la nostridad dual, nervio y raíz del encuentro interhumano? ¿En qué forma son entre sí «nosotros» el amante y la amada? «Cuando miras los ojos de la amada —nos ha dicho Rosales—, lo que estás viendo es su libertad». Es cierto. Mas ya sabemos que esto acontece en todo encuentro interhumano: percibir un gesto intencionalmente expresivo es, en definitiva, percibir la libertad del otro. La singularidad del encuentro amatorio heterosexual queda constituida por el hecho de especificarse esa realidad genérica en dos momentos personal y dinámicamente complementarios: el amante percibe en la expresión de la amada, como respuesta a la donación de su propia libertad —la libertad masculina de su condición sexuada—, una libertad femenina que se afirma entregándose a él; la amada, a su vez, percibe en la expresión del amante, como respuesta a la donación de su femenina libertad personal, una libertad masculina que se afirma entregándose a ella. 95 L'amour humain, págs. 91 y 93. 215 La mirada propia del enamoramiento —esa mirada a que tan fulmíneamente conduce la inicial sorpresa del «flechazo»— es a la vez sexuada y autodonante o efusiva, y tal es la razón por la cual la amada no es «objeto» para el amante, y este no es «objeto» para aquella. E n la descripción sartriana del amor fallan los supuestos, no la coherencia interna y la finura psicológica. El hecho de que los más enamorados amantes se vean también obligados a mirarse con intención objetivadora y posesiva, ¿quiere acaso decir que esta intención es la que formalmente constituye la relación amorosa? ¿Solo como voluntad de posesión afirma su existencia la libertad humana? ¿No la afirma también, complementariamente, como voluntad de donación? Quede aquí el tema, en espera de lo que acerca de él van a decirnos los capítulos subsiguientes. III. Tipifícase el encuentro normal por su contenido, por su forma, por la índole del vínculo afectivo que establece y por la intención subyacente a la respuesta que definitivamente le constituye. La intención determinante de la respuesta puede hacer del otro un objeto, una persona y un prójimo. A su vez, el vínculo afectivo entre las personas que se encuentran puede orientarse hacia el amor o hacia el odio. Pronto hemos de estudiar los modos de la relación interhumana que resultan del mutuo juego entre estas posibles orientaciones de la intención y del vínculo. Ahora quiero limitarme a mencionar algunos de los modos típicos que el encuentro puede adoptar por razón de su contenido y de su forma. El contenido del encuentro se halla inmediatamente constituido por lo que hacen, hablan, piensan y sienten las personas que en él participan. En esta concreta serie de operaciones psicofísicas se realiza y expresa el menester de que el encuentro procede. Se dirá, y con razón, que junto a los encuentros queridos —la cita entre el amante y la amada, la visita del enfermo a su médico— hay otros absolutamente imprevistos, ajenos a cualquier inmediato menester. En mi paseo por el parque, yo no necesitaba encontrarme con el sujeto que se sienta en un banco frontero al mío, y otro tanto pensará él de su encuentro conmigo. Pero tan pronto como una res216 puesta mía ha expresado mi aceptación de la presencia del otro —aunque tal «aceptación» sea la que bajo forma de repulsa manifiestan una mirada hostil o un «¡Déjeme usted en paz!»—, nuestro encuentro se consuma declarando un menester recíproco del otro y mío. Este es, pues, el verdadero núcleo del contenido del encuentro. Cada uno de los infinitos modos de la menesterosidad humana —el dolor físico y el dolor moral, el hambre y la sed, la necesidad de soledad y la necesidad del consuelo, el apetito de fama, saber, diversión, lucro o mando, la vocación de ayuda al indigente— da lugar a un modo típico del encuentro. La vida intrafamiliar ofrece varios: el encuentro conyugal, el paterno-filial, el fraterno. Hegel dedicó algunas de las páginas más hondamente humanas de la Fenomenología del espíritu a la descripción e interpretación de las vinculaciones intrafamiliares, y Guitton ha ilustrado el terna con un bello ensayo 96. El encuentro del enfermo con el médico, del discípulo con el maestro, del subdito con el gobernante, del simple ciudadano con el funcionario, del penitente con el confesor, del comprador con el vendedor, del combatiente con su camarada o con su enemigo y tantos otros más, ofrecen ancho campo a la observación psicológica y a la descripción fenomenológica. Mas no solo por su contenido; también por su forma adquiere el encuentro diversa configuración típica. Hay, en efecto, moldes formales de la relación interpersonal, huecos esquemas genéricos que el vínculo afectivo, el menester concreto y la expresión psicofísica de este llenan en cada caso de vida real. La sociedad y la historia son las matrices de estos moldes genéricos del encuentro interhumano. Desde un punto de vista social, la forma del encuentro se tipifica a través de tres respectos principales: uno concerniente a la relación previa entre las personas que mutuamente se 96 «Les relations de famille», en L'amour humain, págs. 261-285. Puede verse también, acerca del tema, el libro The Family, a Dynaífíic Interpretation (The Cordón Co., 1938), de W. Waller, y el capítulo «Die Kategorien der Liebe», en la Metaphysik der Gemeinschaft, de von Hildebrand. Más amplia bibliografía sobre la familia, en la Sociologia de Mac Iver y Page. 217 encuentran; otro relativo a la probabilidad que el evento de encontrarse tiene en la vida de cada una de ellas; otro, en fin, referente a la situación de ambas dentro del sistema de ordenaciones y niveles de la sociedad a que pertenecen. Tres netas oposiciones polares —conocido-desconocido, esperable-inesperable y superior-inferior— dan expresión a esos tres tipos principales de la formalidad social del encuentro. Si la persona con que voy a encontrarme me es conocida y si, por añadidura, es para mí esperable mi encuentro con ella, se hará mínima la intensidad del estado de alerta inherente a la percepción del otro y será máxima la dificultad para que yo, respondiendo a su presencia, haga de su realidad un // objetivo en lugar de un tú personal. Y si el otro me es socialmente «superior», él y yo habremos de vencer cierta resistencia psíquica para lograr entre nosotros la igualdad existencial que tan perentoriamente exige la comunicación auténtica. La camaradería y el amor nacen mucho más fácilmente entre personas de un mismo nivel social, o cuando una conmoción violenta de la vida pública —guerra, revolución, calamidad pública, entusiasmo colectivo, etc.— borra la habitual diversificación de la sociedad en clases y niveles 97. Indiqué en el capítulo precedente que la nostridad genérica puede adoptar distintas formas históricas. N o es lo mismo sentirse hombre in genere —más precisamente: no es lo mismo sentirse co-hombre— siendo español que siendo malgache, y siendo florentino del Renacimiento que siendo cristiano de las catacumbas o neoyorquino del siglo xx. Hay, pues, formas del encuentro dependientes de la situación histórica, moldes situacionales que la concreta relación interpersonal llena y singulariza. ¿Cómo los hombres se han encontrado entre sí en las principales situaciones de la historia universal? ¿Cómo el ceremonial del encuentro —el saludo— ha ido expresando la cambiante idea de los hombres acerca de su mutua relación y, por lo tanto, de la existencia humana? He aquí una sugestiva cantera de investigaciones históricas. 97 Véanse los parágrafos consagrados a las clases sociales —páginas 239 y sigs.—, en La estructura social, de J. Marías. 218 El campo de las formas especiales del encuentro es, como se ve, prácticamente ilimitado. Los capítulos subsiguientes mostrarán cómo el encuentro se configura y va haciéndose trato a través de las tres formas relaciónales del otro que reiteradamente han aparecido ante nuestra mirada: objeto, persona y prójimo. Basten, entre tanto, las sumarísimas indicaciones —programáticas, no descriptivas— que ahora dejo consignadas. D. LA FORMA SUPREMA DEL ENCUENTRO Los hombres han hablado siempre a Dios. No ha sido para ello necesario que Dios fuese concebido como persona, a la manera hebraica y cristiana. «Querido Pan, y todos los dioses de este lugar, concededme que llegue a ser hermoso en mi interior»; así reza una famosa imprecación de Sócrates en el Fedro platónico (279 b e ) . «Yahveh, atiende a mi justicia y escucha mi grito», pide el Salmista a su Dios (Salmo XVII). «Padre nuestro», dice una y otra vez el cristiano. Entendida de un modo o de otro, la plegaria es siempre una palabra humana dirigida a la Divinidad. Dios, según esto, ha sido siempre para el hombre un Tú, el Tú supremo. Constantemente viene recordándolo el pensamiento contemporáneo. «Cada tú particular —escribe Martin Buber— abre una perspectiva hacia el Tú eterno. A través de cada tú particular, la palabra fundamental invoca al Tú eterno» (ID, 69). Tú absoluto y eterno, testigo absoluto, tú que jamás puede ser convertido en él, llama a Dios Gabriel Marcel (DM, 141, 257). «No hay otra manera de acercarse a Dios sino como al amigo», dirá, por su parte, Ortega (0. C, II, 626). Un israelita, un cristiano y un pensador no confesional —como ellos, cien más— coinciden en considerar a Dios como Tú soberano e infinito. Pero ¿no se nos ha dicho una y otra vez que Dios, para el hombre, es el Absolutamente Otro? ¿No sabemos acaso que 219 Dios es absconditus, y que nadie le ha visto? Las notas que desde el conocido libro de R. Otto es tópico atribuir a la Divinidad 9S —mysterium tremendum, mysterium fascinans—, ¿no excluyen a radice toda posibilidad de llamar Tú a Dios? «¿Dónde han conocido los hombres (la vida en Dios y con Dios) para desearla así? ¿La han visto, acaso, para amarla?», pregunta San Agustín (Conf., X, 20). Ver en Dios un Tú supremo, dirigirse a El llamándole Tú, ¿no será, a la postre, un cómodo antropomorfismo? Dios es para el hombre la realidad a que más propiamente puede llamar Tú, porque jamás se le convertirá en Ello, y, por otra parte, lo que para su mente es Absolutamente Otro. «¿Qué es esto —se decía a sí mismo San Agustín— que me traspasa de luz y que golpea mi corazón sin herirlo? Me espanto y me enardezco. Me espanto, en cuanto soy distinto de ello; me enardezco, en cuanto a ello soy semejante» (Conf., X I , 9, 1). Et inhorresco, et inardesco. Desde esta perspectiva antropológica y teológica hay que plantear, a mi juicio, el problema del encuentro con Dios, forma suprema del encuentro. ¿Es posible un encuentro con Dios? San Pablo diría que con Dios se encontró él, camino de Damasco; y de tan violento y sensible modo, que la presencia de Dios le cegó y le hizo caer en tierra (Hechos, I X , 3-4). Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz responderían a esa interrogación con el relato de sus trances extáticos. Pero yo no quiero ahora referirme a experiencias teopáticas de carácter formalmente preternatural o sobrenatural, sino atenerme al vivir más natural y cotidiano. E n la existencia de un hombre cualquiera, en la vida del hombre que en la ciudad o en la aldea trabaja, descansa, sufre, goza y sueña, ¿es posible un encuentro con Dios? ¿Cabe una «experiencia de Dios» dentro de los límites de la naturaleza humana? Y si tal experiencia fuese posible, ¿en qué medida y en qué circunstancias podría ser llamada «encuentro»? 93 Lo santo (trad. esp., Madrid, 1925). Tal vez hubiese sido preferible decir: Lo sacro. 220 Desde que la Reforma hizo de la religión un negocio totalmente o casi totalmente subjetivo e íntimo, el tema de la experiencia religiosa ha ido ganando importancia en todo el ámbito de la cultura cristiana. Baste aquí citar los nombres de Schleiermacher, Kierkegaard y W. James " , y aludir a la copiosa literatura filosófica y teológica que desde hace unos decenios se le ha consagrado 10 °. Rebasaría muy ampliamente los límites de mi actual empeño el de exponer con detalle lo que hoy se entiende por «experiencia» 101 y lo que en rigor sea una experiencia genuinamente «religiosa». Diré tan solo, con el P. Mouroux, que la experiencia religiosa, cuyo contenido propio es lo Sacro —es decir: Dios en cuanto Dios—, constituye para el hombre en quien acontece la más integral y estructurada de todas las experiencias posibles: «Es, en efecto, la toma de conciencia de una relación pensada, querida, efectivamente experimentada, comprometida en la vida, inserta en la comunidad humana. Más exactamente, es la aprehensión de una relación en la cual todos estos componentes se integran en la simplicidad de un acto que a todos contiene virtualmente, que desgaja uno u otro según las ocasiones, pero que los unifica y trasciende, porque es el acto en que la persona se entrega a Dios que la llama. La experiencia religiosa es la conciencia de la respuesta a esta llamada, la aprehensión de este contacto a través de la donación, el descu" The Varieties of Relig. Experience, 1902. it» p pinard, «Experience religieuse», en el Dictionnaire de Théologie catholique, de Vacant, y «La théorie de l'expérience religieuse de Luther à James», en Revue d'Histoire ecclésiastique, 1921. Con posterioridad a estos estudios, el tema ha sido frecuentemente tratado. Me limitaré a mencionar Der geistige Aufbau der religiósen Erfahrung (Gütersloh, 1930), de K. Girgensohn (luterano); La Religión dans son Essence et ses Manifestations (Paris, 1948), de G. van der Leeuwen; L'expérience chrétienne (Paris, 1952), del P. J. Mouroux, S. ]., y La experiencia religiosa, de Romano Guardini, ponencia en las Conversaciones de Gallarate, reproducida en índice, XII, número 144, diciembre de 1960. 101 Puede leerse una excelente revisión del actual pensamiento filosófico acerca de la experiencia en el art. a «Experiencia» del Diccionario de Filosofía, de J. Ferrater Mora (4. ed., Buenos Aires, 1948). El artículo termina con una amplia bibliografía. 221 brimiento de la presencia divina en el seno del sí que nos hace entrar en ella» 102. Más que un análisis formal de la experiencia religiosa, lo que ahora importa es determinar cómo esa experiencia se incardina en la existencia humana, y hasta qué punto merece el nombre de encuentro. A mi juicio, la radical y totalizadora vicisitud de nuestra existencia a que solemos dar el nombre de «experiencia religiosa», es en rigor el término común de otras dos, mutuamente complementarias: el advertimiento personal —lúcido o turbio, intelectivo o sentimental— de la nihilidad de la propia existencia, y el personal descubrimiento de que nuestra existencia, comprendida su constitutiva nihilidad, y precisamente a través de esta, tiene en sí misma una consistencia y un sentido metafísico que la trasciende, y por lo tanto una razonable pretensión de realidad suficiente y definitiva 103. Enredado en la complejidad de su propio vivir, seducido a veces por ella, el hombre se olvida con frecuencia de mirar hacia el fundamento de su existencia. La fronda le hace invisible la raíz. «La tragedia de la personalidad —ha escrito Zubiri— está en que, sin vivir, es imposible ser persona; se es persona en la medida en que se vive. Pero cuanto más se vive, más difícil es ser persona» (NHD, 461). Quien viva entregado sin reserva a su propio vivir, quien tácita o expresamente identifique su ser con su vida, ese no conocerá una genuina experiencia religiosa: su existencia tendrá como polos el adocenamiento y el endiosamiento, la instalación en el «se» de la impersonalidad o la «soberbia de la vida» (l Job., II, 16). Pero en la existencia del hombre, hasta cuando esta parece ser más rica, consistente y triunfadora, nunca falta un resquicio por donde descubrir su caducidad, su falibilidad, su incertídumbre, su contingencia; en último extremo, lo que en ella es nihilidad. La muerte imprevista de un amigo nos hará decir, y no siempre de manera tópica y formularia: «No somos nada». La dificultad y el azar en el logro de un empeño cualquiera, nos harán ver que las cosas de nuestra 102 103 L'expérience chrétienne, págs. 26-27. Razonable, esto es, no racional, ni irracional o antinacional, en el sentido que el racionalismo concede a estas tres palabras. 222 vida son siempre pudiendo no haber sido; más concisamente, pudiendo no ser. Por pequeño que sea, un fracaso nuestro dará más fuerza a esa experiencia, y acaso nos descubra la parte esencial que el fracaso —en definitiva, el no ser pudiendo haber sido— tiene en nuestra existencia. N o poca razón asiste a Jaspers (II, 603-622) cuando afirma que el fracaso es una de las cifras últimas de la existencia mundana del hombre, y la vía regia para el descubrimiento de la existencia auténtica o posible; tanto como ens agens o ens creans, el hombre es ens labefaríens, ente en fracaso. «Nada», «no ser», «fracaso». Cuando de veras se atiene a la raíz de sí mismo, el hombre advierte que su ser se constituye sobre el horizonte de la nihilidad. N o es preciso seguir a Heidegger o a Sartre para así sentirlo y sostenerlo. Por sí solo, el descubrimiento de la nihilidad de la existencia propia —de cuanto en el contorno metafísico de la existencia propia se muestra como nihilidad— no es todavía experiencia religiosa. O , mejor dicho, lo es de un modo negativo, en cuanto preámbulo de una de las más radicales formas del ateísmo. Como hay prceambula fidei, hay también praambula infidelitatis; y así, junto al «ateísmo del endiosamiento» (Zubiri), directamente apoyado en la soberbia de la vida, hay el «ateísmo de la desesperación», cuyo preámbulo es la experiencia de la propia nihilidad. Si la desesperación procede de aceptar como meramente «irrebasable» el límite de la persona que uno es y de la naturaleza humana in genere, conducirá más o menos pronto, tras una etapa de dispera^ione barbara e fremebonda, para decirlo con las definitivas palabras de Leopardi, a la resignación serena y triste que el mismo Leopardi cantó; esto es, a un ateísmo de signo ético (el de Leopardi) o de signo estético y hedonístico (el de Gide). Si, por el contrario, ese límite aparece como «absurdo» —y por tanto como inaceptable—, la desesperación será irresignada, y el ateísmo se trocará en antiteísmo, forma radical y última de la supèrbia vitae y término a que por modo irremisible lleva el ateísmo, cuando este es de veras consecuente: tal ha sido hasta ahora el caso de Sartre 104. 104 Sobre el problema filosófico y religioso del ateísmo, véase «En torno al problema de Dios», de X. Zubiri, en Naturaleza, Historia, 223 Solo llegará a ser religiosa —incoativamente religiosa— la experiencia de mi propia nihilidad, cuando lleve consigo un nuevo descubrimiento: que aunque mi existencia es pudiendo no ser, es; y que en cuanto es, posee una «razón de ser», y por tanto un «sentido» —no solo psicológico, también ontológico— a la vez' inmanente y trascendente: inmanente, porque bajo forma de vocación está inscrito en mi propia existencia, como emergiendo desde el fondo de esta; trascendente, porque mi finitud y mi nihilidad excluyen el carácter absoluto de esa inmanencia y exigen, con radical exigencia metafísica, una instancia que desde fuera de mí lo constituya. Yo comienzo a vivir una experiencia religiosa cuando descubro en mí —intimior intimo meo, superior summo meo, decía San Agustín—• la presencia inmanente de lo trascendente; o, con otras palabras, cuando de un modo u otro me siento en la necesidad de admitir que la actividad unitaria de mi ser reposa sobre un ens fundaméntale o fundamentante que le hace posible y real. Descubro así mi constitutiva «religación» a lo que me hace existir, y por lo tanto la deidad (Zubiri, NHD, 436-439), sea panteísta, deísta o teísta la idea que luego tenga yo de ella. Soy pudiendo no ser; pero siendo, la menesterosa realidad de mi ente es y no puede no ser pretensión de una realidad suficiente y definitiva 106 . Quiera yo o no, téngalo yo preDios, págs. 423-467. «El ateísmo verdadero —escribe Zubiri— solo puede dejar de serlo dejándole que sea verdadero, pero obligándole a serlo hasta sus últimas consecuencias. Sin más, el ateísmo se descubrirá a sí propio siendo ateo en Dios y con Dios» (págs. 463-464). Ahora bien: tal descubrimiento conducirá a uno de estos dos términos: el antiteísmo (la concepción de la existencia humana como un combate contra «el absurdo» de Dios; ejemplo: Le Diable et le Bon Dieu, de Sartre), o una nueva y viva aceptación —un redescubrimiento— de Dios. Véase el capítulo consagrado a Sartre en mi libro La espera y la esperanza. También Ortega ha visto claramente la condición prerreligiosa del ateísmo: «El ateo moderno y contemporáneo tiene una zona decisiva de su vida a la cual no llegan la razón y el naturalismo; ve esa zona, la siente, la lleva en sí, aunque luche por negarla y cegarse para ella. Es decir, vive una fe deshabitada y en hueco» (O. C, V, 152). 105 «Tratándose de entes finitos —escribe Zubiri— la actividad del acto (vital) tiene más carácter de actualidad que de acción; la virtuosidad (la plenitud de la potencia vital), más carácter de virtua224 senté o llegue a olvidarlo, existo instalado en el «siempre» y en el «todo», y solo seré animal hyperbolicum cuando por una u otra causa crea yo que esa instalación de mi ser es ya posesión definitiva, tota simul et perfecta possessió 106. Tal descubrimiento no requiere sutilezas metafísicas; cualquier hombre puede hacerlo: en el momento del éxito, advirtiendo que todo éxito humano, hasta el más previsible, tiene siempre algo de donación gratuita; en el momento del fracaso y del dolor, percibiendo la constitutiva pertenencia de uno y otro a la autenticidad del vivir humano, y comprendiendo, por tanto, su último sentido. Ver morir a otro hombre ò imaginar la experiencia de la propia muerte son sucesos que bastan para descubrir la esencial religación de nuestro ser al ens fundaméntale 107. «Sentimos la realidad, el fundamento de la vida —dice Zubiri—, en aquellos casos en que el que muere lo hace haciendo suya la muerte misma, aceptándola como justo coronamiento de su ser, con la fuerza que le viene de aquello a que está religado» (NHD, 463). Entonces la experiencia de mi nihilidad, sin dejar de ser radical y auténtica, se hace experiencia metafísica y religiosa de mi ser finito, experiencia del ser, y yo soy acogiendo en mí y haciendo mío el fundamento de mi existencia personal, es decir, aquello por lo cual yo soy lo en mí y lo mío; más radicalmente, aquello por lo cual yo soy mío 108 . lidad, y la unidad primaria del ser, más carácter de tendencia, de pre-tensión» («Dios y la deificación en la teología paulina», NHD, 485-486). ,06 Tal es, como vimos, el caso de los enamorados en el acmé del enamoramiento. 107 Sobre la licitud metafísica de llamar a Dios ens, véase «En torno al problema de Dios», de Zubiri. 108 Debemos al P. Mouroux una fina distinción de tres sentidos distintos de la experiencia y del experimentar: «Se puede experimentar como un acto, y esta experimentación es activa y personal, porque se pone la realidad misma de la experiencia. (Tal es el caso del que siente que está pensando.) Se puede experimentar como una actividad sufrida, y esta experimentación es pasiva, sin libertad, indiferenciada y la menos personal que haya. (Tal es el caso del que siente su propia digestión.) Se puede experimentar, en fin, como actividad acogida, y esta experimentación es también pasiva, pero la 225 15 Mas ya he dicho que esa experiencia solo incoativamente es religiosa. Llegará a serlo de manera consumada cuando yo, deteniéndome en ella, sienta como «llamada» la presencia en mí del ens fundaméntale, y responda a esta con algún acto personal formalmente religioso: la veneración amorosa, el sentimiento de creatureidad, la vivencia numinosa ante lo que infinita y misteriosamente es a la vez fascinans y tremendum. Mi vocación personal —vocación de hombre, vocación de tal hombre— se me hace entonces requerimiento, apelación. Conviene, sin embargo, no dejarse llevar por el significado inmediato de las palabras. Esa «llamada» y ese «requerimiento» no tienen por qué ser experiencias específicas: «voces interiores», «toques espirituales» o cosa semejante. Mi descubrimiento de ser religado es para mí llamada y requerimiento solo en cuanto me requiere y me llama para reunir intencionalmente mi vida entera, el sentido primario, último y unificante de mi propio vivir, en la libre ejecución del acto particular —percepción sensible, pensamiento, volición, estimación o donación amorosa— que en aquel preciso instante sea mi vida 109; y mi respuesta a tal requerimiento y a tal llamada será formalmente religiosa, cuando yo ejecute ese acto sintiendo de una u otra forma, como San Agustín o como el más tosco carbonero, que mi ser «está en manos de Dios»; con otras palabras, que de un modo para mí incomprensible, temeroso y adorable, mi ser recibe su realidad, su fuerza y su sentido del Ser o Sobre-ser en que él tiene principio y fundamento. Pero la experiencia religiosa, ¿es, en el rigor de los términos, «experiencia de Dios»? Librémonos de pensarlo. «En realidad —escribe Zubiri—, no hay experiencia de Dios, por la misma razón por la cual tampoco puede hablarse propiamente de una experiencia está envuelta en ella en un acto magnífico de libertad. (Tal es el caso de la experiencia religiosa y de la experiencia del otro.) Estos tres sentidos designan datos normalmente enlazados entre sí, no son formas puras. Hay, pues, una estructura de la experiencia, y experiencias diversas, según los lazos que de hecho se establezcan entre las tres formas» (op. cit., págs. 22-23). 109 Acerca de este tema, véase el apartado «La unidad de la vida», en el libro de L. Rosales Cervantes y la libertad, I, págs. 109-115. 226 experiencia de la realidad. Hay experiencia de las cosas reales; pero la realidad misma no es objeto de una o de muchas experiencias. Es algo más: la realidad, en cierto modo, se es; se es, en la medida en que ser es estar abierto a las cosas. Tampoco hay propiamente una experiencia de Dios, como si fuera una cosa, un hecho o algo semejante. Es algo más. La existencia humana es una existencia religada y fundamentada. La posesión de la existencia no es experiencia en ningún sentido, y, por tanto, tampoco lo es de Dios» (NHD, 444) 1 1 0 . N o hay, en rigor, una «relación» del hombre con Dios: relacionarse con Dios es patentizar a Dios, descubrirse como religado a El a través de la intimidad de la propia persona y del mundo creado. Para el hombre in via, la presencia de Dios no puede ser nunca presencia directa; y así, como certeramente dice el P. Mouroux, la experiencia religiosa es experiencia mediatizada, patentización y aprehensión de Dios a través de un signo o de un conjunto de signos; «y el signo a través del cual se aprehende a Dios es el acto religioso mismo», considerado en su integridad. Como persona, yo consisto en estar viniendo de Dios; por lo tanto, siendo en El (Zubiri). Pero yo no puedo experimentar el acto por el cual Dios me pone; experimento tan solo que yo estoy puesto por Dios. Si impropiamente quiero seguir hablando de mi «relación» con la Divinidad, diré que en ella yo experimento su sentido, no su término m . Abyssus abyssum invocat, decía San Agustín (En. in Psalmos, 41, n. 13). La experiencia religiosa es el silente y misterioso diálogo metafísico entre dos abismos —el de mi propio ser personal y el abismo infinito de Dios—, bajo el rostro interior de una vida radicalmente atenida a su sentido último. Tal es la realidad del «encuentro» del hombre con Dios, y según este contexto metafísico es Dios nuestro «Tú supremo». El hombre «está abierto a las cosas»; se encuentra entre ellas y con ellas. «Por eso va hacia ellas, bosquejando un mundo de posibilidades de hacer algo con esas cosas. Pero "° Hace constar expresamente Zubiri que no habla de la «realidad» misma de Dios, sino de su «patencia» en el hombre. '" J. Mouroux, op. cit., pág. 31. 227 el hombre no se encuentra así con Dios. Dios no es cosa en este sentido. Al estar religado el hombre, no está con Dios, está más bien en Dios. Tampoco va hacia Dios bosquejando algo que hacer en El, sino que está viniendo desde Dios, teniendo que hacer y hacerse. Por esto, todo ulterior ir hacia Dios es ser llevado por El. En la apertura ante las cosas, el hombre se encuentra con las cosas y se pone ante ellas. En la apertura que es la religación, el hombre está puesto en la existencia, implantado en el ser, y puesto en este como viniendo desde» (Zubiri, NHD, 441). Encontrarse con Dios, según esto, es descubrir que se es en Dios: tal es el sentido metafísico de la célebre frase pascaliana. Cualquier experiencia intramundana puede dar materia y ocasión idóneas para este «encuentro» supremo. Recordemos a Martin Buber: en cada una de las tres esferas de la relación —la vida con la naturaleza, la vida con los hombres, la vida con las esencias espirituales—, «a través de todo cuanto se nos hace presente entrevemos la orla del Tú eterno y sentimos como un hálito suyo; en todo tú invocamos al Tú eterno, según el modo propio de la esfera a que corresponda» (ID, 12). El trato amoroso con otras personas —con la libertad creadora, con la riqueza y el misterio del otro en cuanto persona—• es, sin embargo, el camino real para descubrir la realidad fundamentante viva y personal de toda libertad, de toda creación y de toda riqueza. Y esta es acaso la razón más fuerte para llamar «Tú eterno», «Tú absoluto» o «Tú supremo» al divino fundamento de nuestro ser 112. Ante Dios yo soy persona singular, supuesto único y unificante de mi propia vida; mas no puedo ser y no soy Empeine, individuo aislado, como pensó Kierkegaard. La experiencia religiosa es a la vez personal y comunitaria; quiéralo yo o no, a Dios le «encuentro» siendo yo ser coexistente, Mitdasein. "2 En su comprensiva y apretada crítica de la teología dialéctica de K. Barth, el P. L. Malevez, S. J., ha utilizado la fórmula yo-tú para dar razón de la estructura personal del acto de fe («Théologie dialectique, théologie catholique et théologie naturelle», en Rech. de Science Relig., XXVIII (1938), 385-429 y 527-569). En la misma dirección se mueve el pensamiento del P. J. Mouroux, S. J., en «Structure personnelle de la foi», Rech. de Science Relig., XXIX (1939), 59-107, y en Je crois en Toi (Paris, 1949). 228 Toda la humanidad, y más aún la que me es próxima, va virtualmente conmigo cuando yo patentizo mi religación, y de ahí que el descubrirme como ser religado y fundamentado sea a la vez descubrir el verdadero fundamento de mi vinculación con los otros. Mi religatum esse fundamenta mi vinculatum esse y le da sentido 113. No tardaremos en contemplar y describir la estructura y las formas de esta radical, última dimensión de la convivencia humana con el otro. 1,3 Lo que digo del «encuentro» con Dios puede ser también dicho del acto de morir. Cuando la muerte es un acto personal, el que muere está en acompañada soledad. Muere él solo —«Pues solo para ti, si mueres, mueres», decía Quevedo—•, pero acompañado por todos los otros de su vida, comenzando por los que le sean más próximos. 229 Capítulo V El otro como objeto TOEMOS ahora un paso atrás, y volvamos a nuestra descrip*-^ ción del encuentro. Mi respuesta al otro consuma y configura mi encuentro con él. El otro y yo constituimos desde entonces una diada o un dúo: una vinculación dual, en cuya estructura hay que distinguir su contenido, su formalidad, el vínculo que a él y a mí nos une y la instancia determinante del encuentro. Sabemos que tal instancia es el mutuo juego de nuestras libertades, dos libertades finitas, personal y respectivamente encarnadas en su cuerpo y en el mío. Sabemos, en fin, que de mi libertad y de la suya pende en último extremo lo que uno y otro nos seamos. Lo que él sea para mí y lo que yo sea para él es consecuencia de lo que él y yo somos —de nuestro «carácter»— y de la situación en que nuestro encuentro acaece; mas también, y aun sobre todo, de lo que nosotros dos queramos ser uno para otro, de nuestra libertad. Mi libertad y la del otro codeterminan decisivamente la forma específica, el contenido y el vínculo de nuestra relación. Pues bien, decía yo: desde el punto de vista de mi libertad —no considerando todavía, para mayor sencillez, la libertad del otro—, tres son los modos principales del encuentro y de la relación: i.° Con mi respuesta, el otro va a ser para mí un objeto: relación de objetuidad. 231 2.° Con mi respuesta, el otro va a ser para mí una persona: relación de personeidad. 3. 0 Con mi respuesta, yo voy a ser para el otro un.prójimo: relación de projimidad. Comencemos por estudiar el primero de estos tres modos cardinales de la relación interhumana: el otro como objeto. I. He aquí el esquema de esta decisión: «En ti y por ti, tú eres una persona; pero siendo tú persona —pudiendo y debiendo yo, por tanto, verte y tratarte como a tal persona—, yo decido con mi respuesta a tu presencia que tú seas para mí mero objeto, algo puesto ante mí o lanzado hacia mí —obiectum— en el camino de mi vida.» Sería aquí impertinente un estudio pormenorizado y técnico de las distintas acepciones que la palabra «objeto» ha tenido en la historia del pensamiento filosófico, desde la Escolástica medieval hasta hoy 1 . Debo conformarme indicando que la objetividad del otro determinada por esta decisión mía es la propia de los «objetos reales» de la clasificación de A. Müller 2, con sus notas de espacialidad, temporalidad y causalidad por acción recíproca. Convendrá, sin embargo, mostrar sumariamente cómo estas notas se concretan y patentizan en el caso de ser otro hombre la realidad objetivada. ¿Qué notas descriptivas caracterizan la apariencia del otro, en cuanto objeto? Creo que las siguientes: 1. a La abarcabilidad. Reducido a objeto, el otro es, en principio, un conjunto de caracteres o propiedades perfectamente abarcable: tal estatura, tal color de la piel o de los ojos, tal inteligencia, tal memoria, etc. Como certeramente dice Gabriel Marcel, quien mejor ejemplifica la actitud objetiva frente al otro es el funcionario que trata de «definir» nuestra realidad personal reduciéndola a la serie de datos que responden a las preguntas de su cuestionario. Sea cualquiera mi ' Véase la exposición sinóptica que hace J. Ferrater Mora en su Diccionario de Filosofía, s. v. «Objeto», así como la amplia bibliografía que al término de ese artículo se menciona. 2 A. Müller, Introducción a la Filosofía (trad. esp., Buenos Aires, 1937). 232 modo de objetivarle, el otro en cuanto objeto es para mí un conjunto abarcable de datos particulares. 2. a El acabamiento. El otro-objeto es para mí una realidad acabada, definitiva, sida. Puedo verle, es cierto, teniendo en cuenta su futuro, como los psicólogos de la edad infantil que hacen psicología «evolutiva»; pero si la actitud de mi espíritu es en verdad objetivante, el futuro del otro será para mí un despliegue de lo que en potencia él está siendo ahora. Lo cual vale tanto como decir que el otro, en principio, no podrá mostrar nada cualitativa y verdaderamente nuevo, nada «original»: se limitará a patentizar lo que ya era. Si el decurso temporal de la vida humana es concebido como despliegue de potencias y no como creación de posibilidades (Zubiri), entonces, pese a toda apariencia de cambio, en el otro se verá un ente acabado, concluso; tanto más, si lo que de él se considera es solo uno de sus ocasionales estados. Digámoslo con el bien conocido título de Papini: como proceso evolutivo o en cualquiera de sus aspectos estacionarios, el otro-objeto es uomo finito, hombre acabado y calculable. Las posibilidades de su existencia no pasan de ser «posibilidades-muertas» (Sartre). 3. 0 La patencia. Siendo abarcable y acabado, el otro-objeto tiene que ser patente. Hay en él, por supuesto, algo latente y compresente; pero lo que en un objeto me es compresente —el reverso de un cuadro, la cara invisible de la Luna—, podría serme presente con solo cambiar yo de punto de vista. Tal es la certidumbre tácita de quien contempla la realidad psicofísica de otro hombre, cuando intencionalmente la ha reducido a la condición de objeto. La latencia de un. «objeto» es solo un problema de punto de vista. 4 . a La numerabilidad. En cuanto objeto, el otro es una realidad numerable y aditiva. Una persona, un hombre con su nombre y sus apellidos, es un unicum; como diría Laberthonnière, un hápax legómenon, algo —alguien— frente a lo cual debe decirse lo que Dios con frecuencia dice a las personas en la Escritura. «Yo te he conocido por tu nombre» (Ex., 33, 12 y 17, et saepe). En cuanto persona, el otro es nombrable y no numerable; en cuanto objeto, el otro es más 233 numerable que nombrable: su nombre, entonces, es signo distintivo, y no símbolo verbal de una realidad libre y creadora. De ahí que solo en cuanto objetos puedan ser sumados los hombres, porque, como la aritmética enseña, solo las cantidades «homogéneas» son sumables entre sí. La estadística demográfica, la economía de masas y, en general, toda vida política y administrativa fundada sobre números, suponen una metódica conversión del otro en objeto. 5. a La cuantificación. El otro-objeto no es solo numerable; es también cuantificable, susceptible de comparación cuantitativa. Solo en cuanto objeto es un hombre más o menos que otro: más o menos alto, inteligente, enérgico, etc. Viendo a todos sus hijos como personas —como personas-hijos—, un padre no ama más a uno de ellos que a los restantes; para «preferir» a este o al otro ha de considerarlos según sus respectivas cualidades; por lo tanto, ha de objetivarlos. En un mundo de personas, los valores personales surgen como realidades cualitativamente incomparables; en un mundo objetivante y objetivado, los valores personales se cuantifican, se hacen mensurables. 6. a La distancia. El objeto es en principio exterior al sujeto frente al cual aparece; real en el caso de los objetos reales, ideal en el caso de los objetos ideales, entre el sujeto y el objeto hay siempre una «distancia» perceptiva y judicativa, incluso cuando la relación espacial entre ambos es el contacto. No constituye excepción el hecho de ser un hombre la realidad objetivada. Reducido a objeto, el otro es una realidad circunscrita, exterior y distante, un ente susceptible de contemplación y de judicación «objetivas», en el sentido más técnico de esta palabra. 7. a La probabilidad. Tal exterioridad y tal distancia hacen del otro-objeto una realidad meramente probable. La autopercepción tiene, por supuesto, ídolos e ilusiones: con gran lucidez y tenacidad nos lo hizo ver Scheler. Pero, con todo, yo solo puedo hallarme incuestionablemente cierto respecto de los actos personales e íntimos que expresa el cogito cartesiano, comprendidos los que me patetízan mi esencial vinculación con el mundo y mi constitutiva religación con el ens 234 fundaméntale; es decir, respecto de lo que no solo está en mí, sino que es mío, aunque lo sea en la forma recíproca y pasiva de ser yo suyo. Todo lo que no es mío, aunque sea en mí, es para mí realidad probable, no realidad cierta; y así el otro-objeto, en cuanto tal objeto, no puede pasar de ser un ente probablemente expresivo y probablemente intencional y humano. 8. a La indiferencia. Considerado como objeto, y por fuerte que sea mi vinculación con él, el otro no pasa de serme indiferente: su desaparición o su ausencia no me son «irreparables». Perder a un hombre que para nosotros es persona, deja en nuestra alma una cicatriz siempre sensible; con su muerte, ese hombre se nos muere 3. La pérdida de un hombre que para nosotros es mero objeto, podrá dolemos ocasionalmente, pero deja nuestra alma intacta; con su muerte, ese hombre se muere, muere para sí solo. El otro-objeto afecta a nuestras más personales posibilidades de un modo para nosotros gobernable, y esta es la razón por la cual llamé no-afectante al encuentro con él. Estas ocho notas descriptivas quedan muy elocuente y concisamente expresadas diciendo que el otro es siempre «él» y nunca «tú» para quien con su respuesta le objetiva. Poco importa que tal respuesta sea una mirada observadora o desdeñosa, una palabra interrogante o imperativa o un gesto distanciador. Cualquiera que sea su modo, la intención objetivadora hace del otro un ente abarcable, acabado, patente, numerable, cuantificado, distante, probable e indiferente. En definitiva, le naturaliza. Librémonos de creer, sin embargo, que la relación de objetuidad no puede ser relación amorosa. Dije páginas atrás que quien se encuentra con otro comienza viviendo la unidad ambivalente y simultánea de dos posibilidades contrapuestas: la posibilidad de una cooperación y la posibilidad de un conflicto. Pues bien: en cuanto relación interhumana, la relación de objetuidad cumple la regla. Esto permite distinguir en 3 Recuérdese lo que dice Unamuno de la muerte del zapatero que nos hace los zapatos, no solo por lucro, sino también para que los pies no nos impidan, con sus molestias, vacar a los menesteres de nuestra vida más propiamente personal. 235 ella un grupo de formas preponderantemente conflictivas y otro de formas preponderantemente cooperativas o dilectivas. Estudiémoslas separadamente. II. La relación conflictiva con el otro-objeto —más precisamente: la prolongación del encuentro en trato objetivante y conflictivo— puede adoptar, a mi juicio, tres formas principales, según que el otro sea para mí un obstáculo, un instrumento o un nadie. i. En cuanto objeto, el otro puede serme, ante todo, un obstáculo, algo que se interpone enojosa y perturbadoramente en el camino de mi vida. A veces, de un modo tangible e inmediato: tal es el caso de quien está ante mí en la cola del autobús o del vendedor ambulante que me importuna durante mi paseo. A veces, de un modo mediato e invisible, y este es, respecto de mí, el caso de quien en mi escalafón profesional ocupa un lugar más alto, si es que en mi alma opera la menguada pasión administrativa de «ascender». La verdad es que el otro —ente real y no engendro de mi imaginación o de mi fantasía— es y no puede no ser para mí resistencia, obstáculo. Recuérdese lo que siguiendo a Maine de Biran, Dilthey, Scheler y Ortega dije acerca de la primera de las notas que constituyen al otro como tal: su realidad. «Despertamos por reflexión, esto es, por un obligado retroceso hacia nosotros mismos —decía, a su vez, un idealista como Schelling—. Pero sin resistencia no hay retroceso, y sin objeto no es pensable la reflexión» 4. Tanto más, añado yo, si el objeto que nos resiste es un «sujeto», es decir, una «unidad volitiva», dotada, según la vigorosa expresión de Dilthey, de una más intensa «energía de realidad». El cuerpo del otro hace a este resistente y opaco, y su libertad le hace humanamente imprevisible, otro modo de resistirme. Si su realidad visible, tangible e imprevisible no me fuese «obstáculo», el otro no existiría para mí. La vida terrena del hombre es un constante chocar con las realidades que constituyen su mundo propio; sin ellas, yo no podría ser «yo» —más radicalmente: * Werke, I, pág. 325. 236 no podría ser hombre—, como la paloma del famoso ejemplo de Kant no podría volar sin la resistencia del aire. Si las palomas pensasen, acaso se dijeran alguna vez: «Sin esta resistencia que mis alas sienten, ¡cómo volaría yo!» Y la verdad es que sin ese estorbo no volarían de ningún modo, no podrían volar. Del choque con los obstáculos del mundo en que existo, y más aún cuando esos obstáculos son otros hombres, saca mi vida personal su consistencia y su límite. La experiencia de la vida —si se quiere, la «densidad» de la propia existencia— la adquiere ante todo el hombre en su constante y diversa colisión con los demás. La formación del talento requiere soledad y calma, decía Goethe; pero el carácter —añadía— solo en la corriente del mundo puede formarse. Desde fuera de mí, chocando conmigo cuando yo entre ellos me muevo, los obstáculos que el mundo me opone —hombres, instituciones, costumbres, cosas— van dando contenido a mi vida y constituyendo mi figura visible, mi límite, según aquella sentencia de Antonio Machado: Nunca traces tu frontera, ni cuides de tu perfil; todo eso es cosa de fuera. O sea: haz constantemente todo lo que tú puedas, procura incluso ser ilimitado, que ya te darán límite y contorno los obstáculos que en torno a ti has de encontrar. El otro, en suma, me es y no puede no serme obstáculo, porque es realidad. Unas veces lo será de modo perfectivo, cuando mi choque con él potencie o amplíe las posibilidades de mi existencia, y otras de modo defectivo, cuando con el choque sufran mis posibilidades menoscabo. Todos tenemos en nuestra experiencia personal vicisitudes de aquel y de este signo. Habrá ocasiones en que el obstáculo opuesto por el otro sea meramente pasivo, como el del viajero en el pasillo de un ómnibus repleto y el del colega que impide el ascenso en el escalafón; habrá otras, en cambio, en que el obstáculo sea para mí activo y aun agresivo, bien como peligro inme237 diato, cuando el otro se me acerque empuñando un arma homicida, bien como «centro de succión» de mis propias posibilidades, cuando alguien, como el vampiro existencial de las aceradas descripciones de Sartre, no me deje vivir libremente con su presencia y su mirada. «Más daño hace un mirón que cien comilones», vienen diciendo las gentes de Castilla, sin haber leído los desarrollos ontológicos de L·'ètre et le néant. Nada más fino y más certero que el análisis sartriano de la mirada objetivante, si se le refiere exclusivamente a las situaciones por Sartre elegidas, y no se le convierte en canon de todo posible encuentro interhumano. Sintiendo al otro como obstáculo, le miro y trato como puro objeto, me esfuerzo por definir su realidad personal mediante las ocho notas descriptivas anteriormente consignadas. Para mí, entonces, ya no es persona, sino pura naturaleza 6. Lo grave comienza cuando yo no quiero limitarme a considerar al otro como obstáculo y paso a tratarle como a tal; esto es, cuando siento su realidad como estorbo y trato de eliminarle de mi camino. De tres recursos principales se vale el que así quiere proceder: i.° El asesinato físico. Puesto que el otro se interpone ante mí como un obstáculo, yo, con toda frialdad o con pasión y arrebato, decido suprimirle físicamente, asesinarle. Desde la muerte de Abel hasta los atroces asesinatos y genocidios políticos del siglo xx, la supresión física del otro viene siendo uno de los motivos permanentes de la conducta humana. No es solo por el rincón ibérico del planeta «por donde vaga errante la sombra de Caín». 2.° El asesinato personal. Al otro —tal vez por cobardía, acaso por «cubrir las formas»— se le respeta su existencia física, pero se le niega la plenitud de su vida personal; quiero decir, la libertad. Aunque esta forma mitigada del asesinato no sea infrecuente en las relaciones interhumanas propias de la 5 Puede leerse una bella descripción sartriana del encuentro objetivante a través de la mirada —la mirada que reduce a posibilidadesmuertas las posibilidades del otro y determina su ser— en Cervantes y la libertad, de L. Rosales, I, págs. 195 ss. 238 vida privada, porque también en el seno de la familia hay abusos de autoridad, su campo más propio es la vida pública. Reducir al «otro» al silencio —al acusado, impidiéndole defenderse o trocando en pura ficción su defensa; al discrepante, haciéndole imposible la expresión de sus opiniones, aunque estas sean legítimas—, es práctica común en la política de nuestro tiempo. Sometida a tal merma su vida personal, el otro es un obstáculo parcial o totalmente objetivado por el arbitrio del imperante. 3. 0 La mera evitación. Al otro, ahora, se le desconoce, se le reduce tácticamente a ser «nadie», y por tanto, «nada». La evitación del otro —que puede ser lícita, y hasta plausible, cuando el encuentro con él se anuncie como física o moralmente defectivo: ¿quién no se desviará de su camino, si sabe que en este le acecha un salteador o le espera un importuno?—, la evitación del otro, digo, es la forma más tenue y solapada de su anonadamiento. Evitando el encuentro con el herido de la parábola del Samaritano, el sacerdote y el levita tratan de que ese hombre no sea en sus vidas respectivas. Procurarán olvidarlo, y si alguien les pregunta si en el camino de Jerusalén a Jericó han visto a un hombre herido, lo más probable es que respondan así: «No, no me he encontrado con nadie» 6 . Así como Freud escribió una Vsicopatología de la vida cotidiana, cabría componer una Criminologia de la vida diaria, en la cual se describiesen e interpretasen las mil y una formas del anonadamiento táctico del otro: el arte de volver la mirada hacia donde él no está, la ocultación de algo —noticias, lecturas—• cuyo conocimiento puede beneficiarle, la evitación de su nombre cuando sería justo o caritativo mencionarlo, y tantas más. Desconocer al otro es la manera más sutil —a veces, la manera más cruel— de impedir que llegue a ser obstáculo. Si el otro, ya objetivado por mí, y ya por mí tratado como obstáculo, replica a mi acción supresora con otra semejante, el resultado será el bellum omnium contra omnes, de Hobbes, o —en versión más civil y mitigada— la pugna por la mutua 6 De nuevo remito al fino ensayo de M. Chastaing «Du Lévite au Samaritain», en L'amour du prochain. 239 objetivación que Sartre tan acabadamente ha descrito. Pero una y otra situación son a la larga insostenibles; y así, si el asesinato físico o personal no ha acabado con la existencia visible del otro —bajo forma de genocidio en la concepción hobbesiana de la vida política, como asesinato de novela policiaca en la concepción sartriana de la relación interpersonal—, acabará imponiéndose el pacto con él, la relación contractual. Un convenio, sea de señorío y servidumbre 7 o de equiparación de derechos, regula entonces la alteridad, y trata de reducir al mínimo la condición de «Infierno» —l'Enfer, c'est les autres— de una sociedad en que el prójimo es y no deja de ser obstáculo. No solo a esto debe ser reducida la sociedad contractual: pronto lo veremos; pero, en su total estructura, siempre hay en ella algo de esto. Habiendo sido el yoísmo individualista su fundamento principal, ¿cabía esperar otra cosa? Un examen detenido de la sociedad «moderna» —recuérdense los de Scheler y Ortega, súmese a ellos el de Vierkandt 8 — y una historia rigurosa de las teorías de la vida social y política que en ella han aparecido —Hobbes, Rousseau, Hegel, Comte, Spencer 9 —, demostrarán con evidencia que la visión del otro como obstáculo es parte principal de su esencia. ¿Y si el otro, pese a mi decisión, no quiere serme obstáculo? ¿Y si se obstina en responder a mis acciones supresoras con acciones de prójimo? Al estudiar las formas conflictivas de la relación de projimidad —más de una vez se han dado y seguirán dándose en el curso de la historia—, volverá a surgir ante nosotros este delicado problema psicológico y social. 2. Además de obstáculo, el otro-objeto puede serme instrumento. Un instrumento es un objeto de cuyas propiedades yo me valgo para la realización de mis propios fines. No puedo 7 Tal es el pacto que impone el vencedor, quia nominatur leo. Reléase el capítulo consagrado a Hegel, contémplese la realidad de las sociedades regidas por el arbitrio de quien en ellas ha vencido. 8 Artículo «Kultur des 19. Jahrhunderts und der Gegenwart», en el Handbuch der Soziologie por él dirigido (Stuttgart, 1931). 9 De nuevo remito al libro Historia y estructura del pensamiento social, de E. Gómez Arboleya. 240 transcribir aquí los brillantes y bien conocidos análisis ontológicos de Heidegger y de Sartre en torno al ser del Zeug y de la ustensilité; debo consignar, en cambio, la frecuencia con que en la vida privada y en la vida pública queda reducido el otro a la condición de instrumento y utensilio. La decisión —tácita o expresa— reza ahora así: «Puesto que yo puedo, tú vas a ser para mí un objeto a mi servicio; tus potencias y posibilidades no van a ser tuyas, sino mías.» Esto es lo que logra el señor del siervo en la visión hegeliana de la relación interindividual 1 0 , y no otra es la meta del «conflicto» sartriano, en cuanto «sentido original del ser-para-otro» (EN, 431). En tal caso, el otro es para mí objeto de posesión, cosa poseída; mi relación con él, diría Gabriel Marcel, no pertenece al étre, sino al avoir. Hay casos extremos: la esclavitud, la prostitución. El dueño de un esclavo priva a este incluso de la verdad de su persona, porque el señor —diría Hegel— es la verdad del esclavo: como monstruosa simia Christi, el señor pretende ser una persona con dos naturalezas, la suya y la de quien le sirve. «El esclavo —afirmaba muy seriamente Aristóteles— es un instrumento animado, y el instrumento un esclavo inanimado» (Eth. Nú., 1161 b, 3). Y el que por dinero hace suyo el cuerpo de una prostituta, como instrumento y cosa la «posee». El término «posesión» cobra entonces su sentido fuerte. N o siempre es tan escandalosa la utilización instrumental del otro. La concepción de la vida social como una dialéctica de producción y consumo hace ver en el otro un puro productor-consumidor, y trueca sistemáticamente a la persona en instrumento, sea capitalista o comunista el modo de entender el proceso económico. La literatura filosófica y sociológica de orientación personalista — E . Mounier, G. Marcel, D . Riesman, W. H. Whythe, etc.—• ha subrayado con energía esta creciente conversión social de la «persona» en «funcionario» 11. ¿Qué otra cosa sino un inmenso sistema cerrado de mutuas utilizaciones instrumentales es la convivencia social 10 Mientras esta relación no ha llegado a ser allgemeines Selbstbewusstsein o «conciencia de sí general». Recuérdese. 11 Remito, sobre todo, a los libros Le personnalisme (1949), de 241 16 y política en las sociedades «modernas»? El funcionario público utiliza al ciudadano, y el ciudadano al funcionario; el litigante utiliza al jurista como legisperito, y este al litigante como fuente de lucro; y así el vendedor y el cliente, el médico y el enfermo, el artista y sus compradores, y todos entre sí. Fundada sobre esta visión instrumental del otro, una enorme y minuciosa serie de contratos tácitos o expresos sirve de osamenta a la sociedad de nuestro tiempo. N o solo para hacer mínimo y tolerable el obstáculo del otro es contractual nuestra sociedad; también, y aun sobre todo, para regular de manera firme, racional y previsible la recíproca utilización a que voluntariamente se someten los individuos que la componen. No quiero entonar aquí un fácil treno —uno más— contra la sociedad contractual, y de buen grado hago mías las discretas palabras con que recientemente ha definido sus fueros el filósofo G. Bastide 12. La ya tópica contraposición de Tònnies entre una «comunidad» vital y afectiva (Gemeinschafí) y una «sociedad» artificial e individualista (Gesellschaft), opone en rigor dos tipos ideales, porque no hay sociedad que en alguna medida no sea comunitaria, ni comunidad que no posea elementos contractuales en su estructura. Llamo relación contractual, con Bastide, «a un modo de comportamiento específicamente humano, por el cual varias personas, concertadas entre sí para prever y organizar alguna acción futura, se comprometen, cada una en aquello que le concierne, a conformar su acción personal al conjunto organizado de la acción total prevista». Así entendida la vinculación contractual, ¿es concebible sin ella una sociedad en que la inteligencia del hombre tenga su parte congrua? Lo cual dista mucho de afirmar que el contrato —y, por lo tanto, la visión del otro como un objeto dotado de propiedades utilizables— sea y deba ser la forma radical de la relación interhumana. E. Mounier; The lonely Crowd (1950), de D. Reisman, y The Organization Man (1956), de W. H. Whyte. Más amplia bibliografía en el Diccionario de Filosofia de Ferrater Mora, s. v. «Persona» y «Personalismo». 12 «Le comportement contractuel», en Homo III. Aúnales publiées par la Faculté des Lettres de Toulouse, V (1956), págs. 5-16. 242 Contractual o no, toda sociedad tiene en el poder político su más importante centro ordenador, y esta realidad inexorable nos pone ante uno de los más graves problemas de la convivencia social: el problema de la relación entre el imperante y el subdito. Dejemos a un lado la que existe entre el gobernante capaz de sentir como obstáculo la personalidad de sus subditos, y la fracción de estos que para él sea puro estorbo; atengámonos tan solo a la relación imperante-subdito tal como se plantea dentro de una legitimidad a la vez verdadera y aceptada. Esa relación ¿puede no ser objetivante? Y si el otro, en ella, es trocado en objeto, ¿puede ser otra cosa que instrumento? El otro, en ella, tiene que ser objeto. No toquemos ahora la cuestión de si es posible —parcialmente posible— una relación política verdaderamente interpersonal. En los dos capítulos subsiguientes reaparecerá el tema. En este debo afirmar que, considerada en su integridad, la relación política tiene que objetivar al otro. Y esto no solo porque el imperante suele no tratar físicamente a los subditos sobre que impera —en fin de cuentas, no es imposible ser prójimo de un hombre a quien no se ve—, sino, ante todo, porque la vinculación entre aquel y estos se ordena respecto de un «todo» impersonal o transpersonal (el «todo» del pueblo o la nación a que uno y otros pertenecen) y respecto de un «futuro» más o menos remoto (el futuro histórico de tal pueblo o nación). Imaginemos el caso del gobernante menos atento a su interés personal, más desvelado por el bien de sus subditos. Este «bien» a que sus acciones tienden, ¿es el mío, el tuyo, el del otro? Sin duda; mas no en cuanto yo, tú y el otro somos personas individuales, sino en cuanto formamos parte del «todo» de nuestro pueblo y a ese «todo» consagramos nuestra actividad; es decir, en cuanto somos partes integrales de un conjunto objetivo superior a nosotros. En definitiva, en cuanto todos nosotros somos «objetos» e «instrumentos». La concepción menos retórica y más eficaz del bonum commune 13 —el mayor bien posible del mayor número posible— 13 La expresión «bien común» es con frecuencia empleada de una manera puramente retórica y táctica. 243 no es capaz de impedir esa objetivación instrumental del otro. Tanto menos la impedirá, si el término de ese «bien común» se proyecta hacia un futuro remoto. P. H. Simón contrapone temáticamente la filantropía cristiana y la filantropía marxista. Una es amor al hombre en Dios, y la otra amor al hombre por el hombre; mas no solo en el orden de los principios difieren ambas entre sí: la caridad cristiana considera ante todo la persona concreta y viviente, es amor al «próximo», al paso que la filantropía marxista se orienta sobre todo hacia una hipotética plenitud de la «naturaleza humana», hacia un ser ideal y lejano al cual se debe sacrificar la dignidad, la conciencia individual, la dicha, la paz y la justicia de la generación presente 14. Frente al mandamiento del «amor al próximo» surge ahora aquel imperativo del «amor al lejano» que Nietzsche, otro gran despersonalizador, ya había proclamado. Pero esto, ¿es por ventura exclusivo de la mentalidad marxista? «Cuando, en 1916, el Estado Mayor francés decidió defender Verdun a toda costa, firmó la sentencia de muerte de cuatrocientos mil jóvenes de sangre caliente y ojos bien abiertos, en favor de la independencia nacional, es decir, en favor de una condición de existencia juzgada como mejor por una comunidad de hombres creada por los antepasados y llamada a persistir en el tiempo» 16. Convertidos en objeto e instrumento, esos jóvenes fueron entregados al sacrificio. No pongamos en duda la inmensa gravedad moral, el terrible dolor íntimo de los que dieron esa orden. N o discutamos tampoco su licitud: la inmensa mayoría de los franceses hubiese dicho entonces y seguirá diciendo ahora: «Bien dada está». Limitémonos a constatar el carácter objetivante de la relación política •—la guerra, mil veces se ha dicho, no es sino política con otros medios—, y a preguntarnos si desde un punto de vista «personalista» 14 La «dictadura del proletariado», con la dura represión que lleva consigo, es la expresión política de esta mentalidad; la preferencia dada a la industria pesada sobre la industria de bienes de consumo es su expresión técnica. 15 P. H. Simón, «Note sur l'amour du prochain», en ha présence d'autrui, pág. 145. 244 es de algún modo posible justificar esa reducción del hombre a objeto e instrumento 16. Volveré sobre el tema. 3. La conversión del otro en nadie es la tercera de las formas conflictivas de la relación objetivante. Hemos visto cómo el desconocimiento táctico del otro —la evitación de su presencia, el comportamiento frente a él como si él no existiese— suele servir de recurso, lícito unas veces, ilícito otras, cuando se le considera como mero obstáculo. Pero ahora me estoy refiriendo a algo más grave: a la conducta de los hombres para quienes en principio no hay en el mundo «nadie». Tratan estos en su vida, claro está, con individuos humanos, y no vacilan en llamarles «hombres», como en torno a ellos es general costumbre. Es tan arraigado y fuerte, sin embargo, su hábito de tratar objetivamente al otro, que jamás entablan con este una relación estrictamente personal. Viven, pues, en un mundo de puros objetos, genérica y funcionalmente ordenados en cosas, plantas, animales y unos seres humanos que no pasan de ser obstáculo, instrumento o espectáculo. Un cartesiano doctrinariamente puro, un sujeto que ante los bultos que pasan bajo su ventana tenga que decidir reflexivamente si son muñecos u hombres 17, es un ente para quien en el mundo no hay personas, no hay «nadie». Y si ese ente humano es un pensador, su doctrina será el solipsismo. «El solipsismo en este sentido —ha escrito Scheler— conduce... a aquella visión del mundo que Stirner ha estampado tan plásticamente en su libro El Único y su Propiedad. El ego —no como ego en general— es en ella, en efecto, lo absolutamente real y el único. Todos los demás son para él objetos de uso, dominación o goce, como bien claramente indica la palabra propiedad» (EFS, 89). Pensadores o no, no son pocos los hombres para quienes la sociedad humana, sistemática o consecuentemente convertida en objeto, es un inmenso y multiforme «Nadie». 16 Este es, en definitiva, el problema sociológico y moral a que trata de dar respuesta la Critique de la raison dialectique, de Sartre. 17 Es decir, un individuo que sea más cartesiano que el propio Descartes. Recuérdese lo dicho en la Primera Parte. Solo muy pocas horas al año era Descartes lo que solemos llamar un «cartesiano». 245 III. La objetividad del otro, ¿es siempre puro conflicto? Indudablemente, no. Junto a las formas conflictivas de la relación objetivante hay también formas dihctivas. Hemos visto que la visión del otro como instrumento puede a veces ser un acto de amor, de un cierto amor. Es verdad que objetivando al otro le descalifico ontológicamente, le deshumanizo. Res sacra homo, decían los antiguos; y esta esencial «sacralidad» del hombre consiste primariamente en no ser mera «cosa» o res, en no poder ser simple «objeto», en ser «persona». Mas también sabemos que la reducción del tú a ello es inexorable. «La sublime melancolía de nuestro destino —nos dice Martin Buber— es que en nuestro mundo todo tú debe hacerse ello» (ID, 20). Solo en muy contados instantes de mi relación con él me es el otro un puro tú. Y si el hombre, cediendo a lo inevitable, objetiva al otro, ¿podrá verse privado de hacerlo cum amore? Después de haber examinado las formas preponderantemente conflictivas de la objetivación del otro, estudiemos ahora sus formas preponderantemente dilectivas. Dos parecen principales: la contemplación y la educación. 1. En cuanto objeto de contemplación, el otro es para mí «espectáculo», resistencia a mi visión física o a mi visión espiritual; el más tenue y suave modo de ser obstáculo. Ahora no choco con la realidad del otro, ni —en principio— me valgo de él como instrumento 18; ahora me sitúo ante él y le contemplo. Así proceden el amante ante la belleza real o hipotética de la amada, el psicólogo ante el sujeto a quien estudia, el pintor ante su modelo, el médico ante el cuerpo humano cuyo desorden diagnostica, el simple aficionado a contemplar la vida. Más de una vez he recordado la respuesta de una viejecilla bonaerense, enferma de un mal incurable y doloroso, a alguien que le ponderaba su diario no vivir: «Sí, ya sé que esto no es vivir. Pero, ¡es tan lindo ver vivir a los demás!» Ver vivir. Los otros, para esa animosa anciana, eran espectáculo, objeto de contemplación. ¿Qué pasa en mi relación con el otro, cuando su realidad 18 Secundariamente, también el espectáculo puede ser instrumento. Pronto veremos cómo. 246 es para mí puro espectáculo? La instancia determinante de mi encuentro con él es ahora mi libre decisión inicial y mi ulterior libre voluntad de contemplarle. El contenido de nuestra relación es lo contemplado: pronto veremos sus distintos órdenes. La forma de esa relación nuestra queda constituida por las notas que entonces hacen para mí objetiva la realidad percibida; en este caso, la naturaleza psicofísica del otro. El vínculo unitivo, en fin, es casi siempre el amor, cierta especie de amor, mas también puede ser el odio. Este escueto apuntamiento no nos basta. Para entender con alguna precisión la relación contemplativa, necesitamos ante todo saber en qué consiste esa «voluntad de contemplación». Acaso lleguemos a discernirla estudiando la estructura del acto mismo de contemplar. La cual se halla integrada, a mi juicio, por tres momentos principales: la retracción, la abstención y la expectación propiamente dicha. La actividad contemplativa exige del que la ejecuta cierta retracción. Yo no podría contemplar al otro —más ampliamente: yo no podría objetivarle— sin crear entre su realidad y la mía una «distancia existencial». Quien contempla ha comenzado por dar un paso atrás, no siempre puramente anímico: recuérdese el gesto entre oteante y altanero con que enderezan la cabeza y el tronco el pintor ante su modelo y el excursionista ante el paisaje. ¿Hacia dónde se retrae el contemplador? Por supuesto, hacia sí mismo; pero decir esto no es suficiente, porque la expresión «sí mismo» dista mucho de ser unívoca. El «sí mismo» hacia que se retrae el contemplador del otro no es el «hondón del alma», ese «más profundo centro» en que se recluye San Juan de la Cruz —«de mi alma en el más profundo centro»— para emprender su definitiva aventura mística, ni es el «centro de la persona» de que nos habla Scheler; es uno de los «yos empíricos» o «vos complementarios» que componen su personalidad, y precisamente aquel que la ocasión haga más idóneo: el «yo esteta» o el «yo concupiscible» ante la belleza de la mujer que pasa 19, el «yo teorético» ante el problema " «Esa belleza —dice Ortega, hablando de la que ostentan las 'bellezas oficiales'— es tan resueltamente estética, que convierte a la 247 psicológico del discípulo o del enfermo, el simple «yo curioso» ante los protagonistas de una escena callejera. Recluido en él, yo acoto mis propias posibilidades, envuelvo señorialmente con mi mirada las posibilidades del otro —las naturalizo y objetivo, las convierto en posibilidades meramente probables—, y doy a este la figura que a mi ocasional intención convenga. Tal retracción supone una abstención —una epokhé, diría un escéptico antiguo— doblemente mutiladora. Contemplando al otro, yo me abstengo de dar satisfacción a las tendencias de mi naturaleza que piden comunicación personal con él; por tanto, mutilo mi propia alma. Siendo él y yo personas, mi ser tiende naturalmente a una relación interpersonal con el suyo; y mi objetivación de su realidad no sería posible si yo me abandonase a esa efusiva espontaneidad de ser persona in actu exercito. Pero, a la vez, me abstengo de acoger en mí las instancias más personales del otro: los gestos, las actitudes o las palabras con que me dice —a mí, a mi persona— «Yo estoy ante ti y contigo». Si yo me decidiese a dar una respuesta personal a esos mensajes del otro, no podría contemplarle; y así, en definitiva, soy su contemplador mutilándome y mutilándole. Bien lo delatan el azotamiento, el malestar y hasta la irritación de quien se siente contemplado; tal estado de ánimo no procede tan solo de sentir que le roban a uno su mundo y su libertad, como dice Sartre, sino también de vivir la metódica amputación que sufren las tendencias de la propia persona —sean estas de amor o de odio— hacia la persona que desde fuera la contempla. Para contemplar a un hombre yo debo ser a un tiempo asceta y despiadado: despiadado con él, asceta conmigo mismo. Aunque sea el amor lo que entonces me mueve a contemplarle 20. mujer en objeto artístico y con ello la distancia y la aleja. Se la admira —sentimiento que implica lejanía—, pero no se la ama. El deseo de proximidad, que es la avanzada del amor, se hace, desde luego, imposible» (O. C, V, 600). 20 Nada de esto exige de mí la contemplación de realidades no humanas: una puesta de sol, una preparación microscópica, el vuelo de un ave. Ni siquiera cuando las contemplo como un místico de la realidad natural, como Rabindranath Tagore, o cuando, como San Francisco de Asís, llamo «hermanos» al Sol y al lobo. 248 Expresión psicofísica de esta actividad retractiva y abstentiva son la quietud y el silencio. Sin quietud en mi cuerpo y en mi alma, mi contemplación será entrecortada y deficiente. Siste, viator, dice la realidad a quien de veras quiere contemplarla. N o menos imperiosa es la condición del silencio. Para «oír» con mis ojos o con mis oídos lo que el objeto contemplado me dice, por fuerza ha de callar mi boca. Junto a las formas de silencio antes mencionadas —silencio evasivo, silencio preposesivo, silencio expectante— hay que poner el silencio especiante de quien ante la realidad del otro no quiere sino contemplarla. Pero la retracción y la abstención, actividades negativas, solo a través de una actividad positiva pueden cobrar pleno sentido: la actividad especiante o especíación a l . La cual, a mi modo de ver, es a un tiempo proyección y amor (o proyección y odio). Toda actividad del hombre, hasta la de recordar, es esencialmente futurizadora y proyectiva: hasta la saciedad nos lo han mostrado y demostrado los analistas de la existencia humana. Contemplando al otro, yo proyecto hacia el futuro las posibilidades que me brinda el ocasional contenido de su objetuidad. No se trata ahora de composibilidades, en el sentido más auténtico de esta palabra. En este acto de proyección, las únicas posibilidades verdaderamente personales y vivas son las mías; las del otro son, como sabemos, posibilidades objetivadas, naturalizadas, alienadas, muertas. El pintor proyecta dar figura cromática a las facciones y a la expresión de su modelo; el médico, llegar a un diagnóstico satisfactorio 22; el psicólogo, conocer el alma del sujeto a quien estudia; el novelista, relatar artísticamente lo que está viendo 23. Bajo 21 El término «espectación» no figura en el Diccionario de la Academia. Pero creo que es necesario, además de ser correcto. 22 Me refiero, como es obvio, al médico científico naturalmente orientado. Dentro de la orientación personalista de la medicina —lo veremos con detalle en la segunda parte de este trabajo— las cosas se plantean de otro modo. 23 ¿Y el mero curioso? ¿Qué proyecta el que contempla por mera curiosidad? Proyecta el logro de una pura fruición: la de saber por sí mismo aquello que ante sus ojos acaece. El curioso 249 su quietud y su silencio, el contemplador actúa mutilando y fijando objetivamente la realidad del otro, discriminando en ella las notas que a su intención convienen y proyectándolas hacia su propio futuro. Mas la actividad especiante no es solo proyección, es también amor —u odio—. N o solo en el caso de la relación genuinamente interpersonal es activo el establecimiento del vínculo de unión, y no solo en ella es amorosa —u odiosa— la naturaleza de este. En la escala axiológica de las dilecciones interhumanas, el grado primero está constituido por el amor de quien, con la intención que sea, se siente movido a contemplar la realidad del otro: le llamaré amor de contemplación o amor distante. Tratemos de aprehender con alguna precisión su índole propia. En su hermoso ensayo acerca de la diferencia entre el animal y el hombre, escribe Buytendijk: «La admiración preñada de amor obliga al sujeto a una actitud respetuosa frente al objeto, obliga a la persona a no coger el objeto, incluso a no querer poseerlo conceptualmente, sino a contemplarlo olvidándose de sí misma» 2*. Tan fina idea no es del todo exacta. Cuando no la anima el odio, la contemplación es un respetuoso acto de amor: muy cierto; pero ni este «respeto» excluye la posesión del objeto contemplado, ni la posesión de este es siempre «conceptual». Contemplando un objeto, yo poseo en mi alma, de un modo preponderantemente perceptivo, o intelectual, o estético, u operativo, etc., las posibilidades que él me brinda —posibilidades-muertas, en el caso de que el objeto sea otro hombre—, y las proyecto en el tiempo y fuera del tiempo: en el tiempo, porque a él pertenece la obra (cuadro, diagnóstico, artículo científico o simple fruición noética) en que tales posibilidades van a ser realizadas y asumidas; fuera es un infra-filósofo o un pre-filósofo. Es infra-filósofo cuando su curiosidad es vana o maligna; es pre-filósofo cuando procede por el gusto de ampliar y profundizar lo que sabe. Recuérdese el título de una Academia seiscentista: Academia Leopoldina-Carolina Caesarea naturae curiosomm. 24 «Sobre la diferencia esencial entre el animal y el hombre», en Revista de Occidente, CLIII (1956), 233-259. 250 del tiempo, al menos de un modo intencional, porque a toda obra humana es inherente la pretensión de un «siempre» 25. El «respeto» de la contemplación amorosa no consiste en una voluntad de no-posesión, sino en la intención de preservar j conservar «para siempre» el aspecto de la realidad contemplada que entonces hacemos nuestro 26. Adviértese sin esfuerzo que el «amor distante» es una de las formas del éros o visión helénica del amor. El érás es un arrebato del amante hacia la suma belleza y el sumo bien; en el caso de la contemplación, hacia la idea de la belleza y del bien que parcialmente realiza y ofrece la cosa contemplada. Como el recogimiento del atleta antes del salto, la retracción del contemplador —su «paso atrás»— es una preparación para la ascensión o el arrebato de su espíritu hacia los grados supremos del valor, llámese este belleza, verdad o bien sumos. Lo cual demuestra claramente que en la dilección contemplativa no se ama al otro en cuanto tal otro, sino al ideal de que la realidad de ese individuo humano es egregio o adocenado ejemplar. Como sabemos, L. Binswanger ha contrapuesto temáticamente dos modos cardinales de la existencia humana —el amor (hiebe) y el cuidado del mundo (Sorge, Besorgen)—, según la manera como en ellos se dan fenomenológica y ontológicamente varias de las más importantes determinaciones del humano existir: la espacialidad, la temporalidad, la estancia en el mundo, la mismidad, la participación 27. El trabajadísimo ensayo del psiquíatra suizo es profundo y brillante: ampliamente lo demostrarán los capítulos próximos. Pero quedaría más completo el cuadro por ese libro diseñado, si entre el amor de que en él se nos habla —el amor interpersonal stricto sensu— y el cuidado intramundano respecto del otro, 25 Acerca de la relación entre la esperanza humana y el «siempre», véase la última parte de mi libro La espera y la esperanza. 26 Hablo, como se advierte, solo de la contemplación de las realidades naturales. En la contemplación sobrenatural o mística •—la contemplación de la realidad divina—, el ideal de la posesión es el «ser poseído». 27 En Grundformen und Erkenntnis menschlichen Daseins. 251 apareciese este modo de amar contemplativamente que yo he llamado «distante», tan distinto del amor interpersonal como de la simple procura. Su espacialidad propia no es la limitación ni la ilimitación, sino la ordenación concéntrica: el espacio se ordena ahora en torno al otro y ante el ojo que a este contempla. Su temporalidad no es la historicidad sucesiva del cuidado ni la eternidad instantánea del amor, sino la duración inmutable, el «siempre»: a un «siempre» aspira, como hemos visto, la pretensión del contemplador. Su mundanidad, en fin, es intermedia entre el «mundo» de la preocupación cuidadosa —el Welt del In-der-Welt-sein heideggeriano— y el «hogar» en que el amor interpersonal reside. Como el Dios de los deistas ve el mundo desde fuera de él 28, el contemplador amante, instalado en su pretensión de un «siempre» inmutable, ve ordenarse el mundo alrededor del otro contemplado. La contemplación del otro puede adoptar múltiples formas particulares. No pocas de ellas han sido mencionadas en las páginas precedentes. Convendrá anotar, sin embargo, que esas formas difieren entre sí según la índole de la realidad contemplada y según la peculiar intención del acto contemplativo. En el rigor de los términos, del otro solo puedo contemplar su cuerpo o las alteraciones materiales que este haya suscitado: el sonido de la voz, el movimiento de los objetos a que genéricamente he llamado «máscaras». Pero el cuerpo del otro es unas veces contemplado como tal cuerpo, y otras como expresión de una vida psíquica, de un «alma». Ven el cuerpo en cuanto tal, y le ven amorosamente, el médico y el antropólogo de mentalidad científico-natural, el pintor de formas humanas, el esteta visual, el buen sastre cuando toma sus medidas; y como ellos, tantos y tantos más. En una ocasión habla Platón de la pupila; y para explicar el nombre griego de esta prestigiosa parte del ojo (koré: muchachita o muñeca, pupillá), recuerda que en ella ve uno minúsculamente reflejada su cabeza cuando mira muy de cerca los ojos de otra persona 28 No es un azar que un gran ojo —el ojo de la pro-videncia, en el sentido etimológico de esta palabra— sea el más frecuente de los símbolos dieciochescos de la Divinidad. 252 {Ale. I, 113 a) 29. ¿Qué ojo propicio estaba recordando Platón cuando escribía esas líneas? No lo sabemos. Sabemos tan solo que entonces contemplaba un cuerpo humano como tal cuerpo. La objetivación del otro y la ascética mutilación de su realidad y de la realidad propia, alcanzan ahora su punto culminante 30. Mas también cabe contemplar el cuerpo ajeno —incluida la voz que él emite— como expresión o manifestación de un tntus psíquico. Así proceden el psicólogo, sobre todo cuando su psicología es puramente descriptiva o explicativa 31 , el burgués, en cuanto tipo histórico-social, el policía ante el presunto culpable y el jugador de poker. Recuérdese lo dicho en páginas anteriores 32. Colegida a través del cuerpo que la expresa, la vida psíquica del otro es ahora un «cuadro» o un «proceso». En el primer caso, su imagen se explana idealmente ante los ojos del contemplador, como un lienzo pintado: así ven al otro los descriptores de «caracteres» al modo de Teofrasto, La Bruyère o el Aristóteles de la Etica a Nicómaco. El individuo humano contemplado es entonces un ejemplar individual del «carácter» a que genéricamente pertenece. En el segundo caso, la vida anímica del otro acaece ante los ojos mentales del espectador como una procesión temporal de fenómenos psíquicos, causal o solo descriptivamente ligados entre sí: eso es el psiquismo de los Rougon-Macquart, para Zola, el de Leopold Bloom y Stephen Dedalus, para Joyce, y el de cualquier hombre para un psicólogo a la manera de Wundt o a la manera de Freud. Es posible, por otra parte, ordenar las formas de la contemplación dilectiva del otro según la intención con que el espectador procede. La intención cognoscitiva nace de un amor w La ingeniosa explicación de Platón es errónea. La «pupila» no se llama así por razones físicas, sino por razones mitológicas. 30 Es aquí inevitable recordar los penetrantes análisis sartrianos del sadismo y el masoquismo. 31 La «comprensión» psicológica del otro requiere la coejecución de sus actos psíquicos; no es, pues, meramente contemplativa. Lo veremos en el capítulo próximo. 32 Especialmente, en el capítulo consagrado a Descartes y en las páginas de la Segunda Parte. 253 intellectualis o amor veri, y reduce al otro a objeto escible: tal es el proceder del hombre de ciencia y del simple curioso. La intención estética busca en la realidad del otro un objeto bello y nace de un nuevo modo del amor distante, el amor aestheticus o amor pulchri. La intención ética, en fin, hace del otro un objeto moral, bien ante uno mismo (cuando me digo para mi coleto: «Fulano no es bueno»), bien ante la persona de aquel a quien se ha objetivado (cuando yo digo a otro: «¡Qué bueno eres!»), bien ante los ojos neutrales de un tercero; su fuente es siempre el amor moralis o amor boni. No será difícil al lector vestir con su saber y su experiencia de la vida la escueta sequedad de esta apretada y flaca sinopsis. Dos palabras acerca de la contemplación odiosa. ¿Cómo desconocer que existe? ¿Cómo no recordar la copiosa serie de miradas turgentes de odio que ante nosotros o hacia nosotros hemos visto disparar? Librémonos de una concepción panfilista de la existencia. N o es el odio, sin duda, lo más radical de nuestra vida: como el mal es una «privación de ser», y por tanto de bien, el odio es una versión defectiva o contrafactiva del amor. Pero ello no es óbice para que exista y opere en los más profundos abismos de la naturaleza humana. Son propias del amor la voluntad y la tendencia de que el otro sea; son propias del odio la voluntad y la tendencia de que el otro no sea: la raíz del odio es siempre la negación metafísica del otro, el deseo de aniquilarle. Y como en la contemplación amorosa se manifiesta una intención de preservar y conservar «para siempre» un determinado aspecto de la realidad contemplada, en la contemplación odiosa prevalece la intención de aniquilar «para siempre», total o parcelariamente, aquello que entonces se contempla. No puedo demorarme ahora en un estudio detenido del odio 33 . Diré tan solo que la contemplación odiosa puede adoptar, junto a su forma plenària —esa en que se hace patente la resuelta voluntad de aniquilar al otro—, múltiples formas mitigadas o parciales: la 33 El lector a quien interese el tema, hará bien leyendo la obra de Scheler, y especialmente El resentimiento y la moral y Esencia y formas de la simpatía. Y, claro está, la abundante literatura filosófica y teológica acerca del problema del mal. 254 mirada envidiosa, la risa sarcàstica, la fascinación malévola. «El que ríe —escribe Bergson en Le rire— se mete en sí mismo y afirma más o menos orgullosamente su propio yo, considerando al prójimo como un fantoche cuyos hilos tiene él en su mano». Reírse del otro —no siempre es esto la risa, claro está— es contemplarle con fruición contrafactiva; y si esto no es odio crudo y franco, alguna veta de odio tiene en su alma quien así procede. Otro tanto cabe decir de la fascinación. Considerada en sí misma, la contemplación fascinante no es odiosa: trátase de un fenómeno biológico, observable, en principio, en todos los animales dotados de ojos. Cuando dos lobos se miran, no tarda en bajar la mirada el que dentro de la manada ocupa un puesto inferior 34. En principio, toda mirada objetivadora dirigida a los ojos de otro hombre posee una acción fascinante, y cualquiera puede confirmarlo con su experiencia personal activa o pasiva. Pero junto a la mirada que sin quererlo fascina, hay la contemplación a la vez fascinante y odiosa de quien con ella pretende transformar in deterius la vida y el ser de la persona contemplada. «Toda mirada —ha escrito Ernst Jünger— es un acto de agresión.» La sentencia no es enteramente cierta, porque, como sabemos, hay miradas donadoras y nada agresivas; pero lo es, y por modo superlativo, en el caso de la contemplación que simultáneamente objetiva, fascina y corrompe. Si pudiese pensar, esto pensaría el pájaro de la mirada del áspid. 2. Pese a la indudable existencia de una contemplación odiosa, la reducción del otro a objeto de contemplación es casi siempre, como acabamos de ver, una actividad preponderantemente dilectiva. Pues bien, lo mismo cabe decir de la reducción del otro a objeto de operación transformadora. Si yo objetivo la realidad de otro hombre para transformarla a mi arbitrio —dentro, como es obvio, de las posibilidades que a tal fin ofrezca mi capacidad técnica—, puedo sin duda proceder movido por el odio o por alguna monstruosa mixtura de odio y amor. Bastará mencionar el sadismo, tan frecuente 34 R. Schenkel, «Ausdrucks-Studien an Wolfen», en Behaviour, I (1947). Véase también H. Plessner, «Zur Anthropologie der Nachahmung», en Mélanges philosophiques (Amsterdam, 1948). 255 bajo forma larvada, y la gama inagotable de «lavados del cerebro» que la actual human engineering tan pródigamente ha puesto en manos de la «justicia» política. Si el otro se presenta como obstáculo, nada más satisfactorio y definitivo que convertirle en instrumento propicio merced a una técnica modificadora de su naturaleza y violentadora de su libertad. Pero, con todo, la operación transformadora del otro es casi siempre hija de una intención perfectiva y amorosa. Pensemos en la educación. E n el nivel de nuestro tiempo, ¿es posible una pedagogía que no considere al niño como persona, que no se afane por descubrir y potenciar la libertad y la capacidad de creación del educando? Sin duda que no. Educar —he dicho en otra parte— no es solo ni principalmente enseñar a otro un acervo de saberes más o menos rico y profundo, sino conseguir que una persona pueda y sepa decir con alguna verdad, como D o n Quijote: «Yo sé quién soy» 35. «Para ayudar a la realización de las mejores cualidades en la esencia del alumno —escribe Martin Buber—, el maestro debe verle como persona bien determinada en su potencialidad y en su actualidad; más exactamente, no debe conocerle como mera adición de propiedades, tendencias e inhibiciones, sino adquirir clara conciencia de su totalidad y afirmarle en esta» se . Lo cual no será posible si el educador no coejecuta de algún modo los actos personales del educando, y si no se siente vinculado a él por un amor que sea agápé, además de ser érès 37. Todo esto, tan cierto, haría de la convivencia pedagógica una forma especial de la relación interpersonal stricto sensu. Pero la relación educacional, como la terapéutica, es y no puede no ser objetivante, además de ser interpersonal. Para el educador, el alumno debe constituirse en «objeto transformable»; de otro modo no podría existir una técnica pedagógica objetiva y universal. De la amistad puede haber una ascética y un arte, no una técnica —una «filotécnica»—, como no se llame «amistad», trivializando tan alto nombre, a las 35 36 37 «La vocación docente», en Ocio y trabajo (Madrid, 1960). «Nachwort» a Ich und Du, pág. 113. Sobre el érós pedagógico y sus limitaciones, véase M. Buber, «Rede über das Erzieherische», en Reden über Erziehung. 256 relaciones obtenidas mediante un manual de públic relations o con la práctica profesional de la amabilidad y la sonrisa. De la educación, en cambio, puede y debe haber una técnica, y de esta es «objeto» la realidad psicofísica del educando. Especificado como érós pedagógico, el «amor distante» se hace ahora fuente de una metódica operación transformadora y perfectiva 38. Lo mismo debe decirse de la relación terapéutica entre el médico y el enfermo: acabo de indicarlo. Un médico que no sepa tratar a sus pacientes conforme a la condición personal de estos, no merece tal nombre; mas para que sus tratamientos sean físicamente eficaces —a la phjsis del hombre pertenece el desorden vital que llamamos «enfermedad»—, es preciso que el enfermo aparezca ante sus ojos y ante sus manos como «objeto» de una intervención transformadora, sea quirúrgica, farmacológica o psicoterapéutica la técnica en ella empleada. En la segunda parte de este estudio mostraré con el necesario detalle cómo en el tratamiento médico pueden armonizarse sus momentos objetivadores y sus momentos personales. Aquí debo limitarme a subrayar la honda conexión de entrambos —toda acción personal tiene efectos físicos, toda acción física tiene efectos personales— y la eficacia e importancia crecientes de las técnicas para la transformación objetiva de la naturaleza humana 39. IV. Hemos de estudiar ahora los problemas que ofrece la comunicación interhumana en el caso de la relación objetivante. Cuando el otro es obstáculo, instrumento, espectáculo u ob38 Baste aquí este brevísimo apunte acerca de la convivencia pedagógica. Estudiar cómo se engarzan en ella la relación técnica y objetivadora y la relación interpersonal entre el maestro y el discípulo engrosaría en exceso este ya nada flaco libro. Véanse los bien documentados estudios que dos pedagogos españoles, E. Redondo García y A. Maíllo, han consagrado al tema en la Revista de Educación. 39 Véanse los estudios «Salud y perfección del hombre» y «El cristianismo y la técnica médica» en mi libro Ocio y trabajo. La utopía de fabricar técnica y objetivamente «hombres de buena voluntad» opera hoy con fuerza en el alma de muchos médicos. 257 17 jeto de una operación transformadora, ¿qué comunicación puede haber entre él y quien libre y voluntariamente le objetiva? i. E n su plano empírico, la comunicación interhumana adopta ahora tres formas principales: el silencio, sea expectante u operativo, la conversación funcional y la penetración razonadora. El silencio —este género de silencio— es la forma negativa o abstentiva de la comunicación. Quien contempla, calla: su conciencia vive entonces por completo entregada a la tarea de discernir y poseer idealmente lo contemplado. Para él, vivir es ver, y ver es poseer. No es un azar que la admiración intensa —como el miedo, como la angustia— «le deje a uno mudo». El habla supone un gobierno relativamente suelto de las posibilidades propias del propio ser, y el ser de quien contempla, tanto más si su contemplación es admirativa, se halla absorto en esa doble faena de discernimiento y posesión. Su quehacer no consiste entonces en gobernar sus propias posibilidades, sino en conquistar otras nuevas. Calla, por tanto; pero calla, si vale decirlo así, «hablando hacia adentro». También calla quien trata de obviar el obstáculo que para él es el otro: el asesino, sea plenamente física o meramente personal la índole de su asesinato, es un ser silencioso. El espectador se halla absorto en la posesión ideal de lo que en el otro es objeto contemplable; el asesino, por su parte, vive absorto en la supresión efectiva de lo que en el otro se le presenta como obstáculo, su existencia física o el uso visible de su libertad. En uno y otro caso, el resultado es el silencio. La consideración del otro como instrumento o como objeto transformable tiene su principal recurso comunicativo en la conversación funcional. Ahora me veo obligado a hablar con el otro; pero nuestra habla —que puede ser lenguaje de gestos o de miradas, además de ser lenguaje de palabras— no es personal, sino objetivante, y está funcionalmente ordenada al logro de aquello que con la objetivación del otro yo me propongo. Mirándole a sus ojos o a su alma —recuérdese lo dicho acerca de la profundidad de la mirada,—• yo le objetivo y dispongo de él interrogativa o imperativamente. Hablán258 dolé con intención funcional, mis palabras son pregunta objetual («¿Quiere decirme qué hora es?»), orden de mando («Haz tal cosa») o información objetivada (noticia, definición o descripción); como los ingleses dicen, matter-of-fact, no cauce de verdadera convivencia, no diálogo entre personas. Mas también seducción puede ser la palabra. La mirada objetivante fascina poco o mucho; y como la mirada, la palabra, cuando va dirigida a otro y no es instrumento de comunicación genuinamente interpersonal. Toda palabra oralmente pronunciada, seduce en alguna medida a quien la oye, tiene algo de carmen o incantamentum 40 ; y esto, no solo por el componente órfico o musical que su pronunciación implica, sino por la modificación objetiva que en el ser del oyente produce a distancia —actio in distans— el hecho de oírla. «La palabra —dice Sartre— es sacra cuando soy yo quien la utiliza, y mágica cuando el otro la oye» (EN, 442). Es sacra para mí, tanto porque me revela la libertad y la trascendencia del que me escucha en silencio 41, como por la misteriosa sacralidad que desde el origen de la humanidad tiene para los hombres la posesión del nombre de las cosas; y es mágica y fascinante para el otro, porque con ella, quiéralo él o no, alguien le modifica desde lejos. En cuanto no es vehículo de donación personal, la palabra notifica y fascina. El hecho de que en nuestro mundo predomine tan ampliamente la función notificadora de la expresión verbal sobre su acción fascinante, no debe hacernos desconocer la indudable realidad de esta última. Convertido por mí en interlocutor de una conversación meramente funcional —esto es, en objeto respondiente—, el otro podría ser sustituido por una máquina. Piénsese en lo * Véase, acerca de este tema, mi libro ha curación por la palabra en la Antigüedad clásica (Madrid, 1958). 41 Es sacro «un objeto del mundo que indica una trascendencia más allá del mundo», dice Sartre; lo cual es verdadero, aunque no sea toda la verdad. Ahora bien: la libertad del otro es su trascendencia respecto del mundo. Aquí se inserta el voluminoso y complejo problema de la sugestión: el gobierno de la voluntad y la vida de un hombre —comprendida la vida psicofísica— por la voluntad de otro. No puedo ahora entrar en él. 259 que es un diálogo a través de una ventanilla administrativa. Mejor dicho, en lo que debiera ser, porque tanto el solicitante como el funcionario son y no pueden dejar de ser personas, y sin querer, por mucha que sea su seriedad administrativa, constantemente se están deslizando hacia modos de comunicación —una sonrisa, una reticencia— de índole harto más personal que objetivante. La máquina, que además de no equivocarse no permite «deslices» hacia ninguna relación de personeidad, será el interlocutor ideal cuantas veces el otro haya de conducirse como puro objeto. ¿Qué otra cosa sino máquinas son los subditos para el déspota objetivador y los enfermos para el médico mecanicista? Entre la conversación funcional y el coloquio personal stricto sensu hállase el diálogo socrático. Meta de este no es la consecución de un fin práctico, como en el caso de la conversación funcional y del diálogo sofístico 4S, mas tampoco —al menos, directamente— el bien propio de la persona a quien se habla; su meta es la contemplación posesiva de una verdad, la «verdad objetiva» de la materia sobre que se dialoga. Para Sócrates, el otro —llámese Fedro, Fedón, Pausanias o Erixímaco— es a la vez objeto educable mediante el ejercicio de la dialéctica 43 e instrumento inteligente para la común conquista de la verdad. Más que «amigos», en un sentido estrictamente interpersonal del término, Sócrates y sus interlocutores son «camaradas verbales» de una misma empresa intelectual; su convivencia no pasa de ser una «camaradería itinerante» 44 . Tercer recurso principal de la comunicación objetivante es, como dije, la penetración razonadora. Llamo así al empeño de 42 El sofista dialoga con su discípulo para enseñarle el arte de triunfar en la vida. Y, naturalmente, para su propio lucro. 43 Piaget ha puesto muy claramente de relieve el papel del diálogo y la réplica en la educación del niño. Gracias al diálogo, el niño va poco a poco pasando de lo absoluto de la mitomanía a la relatividad de la verdad humana. " Sobre el sentido de la dialéctica socrática, véase el clásico libro de Stenzel Plato ais Erzieher (1928) y Fr. J. Brecht, «Sokratische Dialektik», en Neue Jahrbücher für Wissenschaft und Jugendbildung, XI, 1925. 260 aprehender el contenido «objetivo» de la conciencia del otro mediante la práctica de un razonamiento por analogía. Ya conocemos este, y sus límites 45. Apoyados en él, quienes hablan utilizan las palabras del otro como signos meramente probables de un contenido de conciencia; y mediante la comparación entre esas palabras y otras semejantes a ellas, bien propias, bien de un tercero —o de muchos «terceros», cuando la experiencia vital es grande—, tratan de hacer máxima tal probabilidad. Como dice Nédoncelle, el razonamiento analógico «puede ponerse al servicio de la comunión de los espíritus, y prolongarla en los intervalos en que la mediación del simbolismo es necesaria; lo cual es un papel no despreciable, pero no más que un papel auxiliar» 46. Por imperativo de su misma esencia, el razonamiento por analogía —apliqúese a gestos o a palabras— concede resultados solo probables y solo concernientes al haber de la persona, no a su ser. Quien lo utiliza debe limitarse a conjeturar lo que el otro en aquel momento piensa o siente; atenido exclusivamente a él, nunca podría salir del solipsismo. ¿Puede haber alguien más solo que el policía respecto de sus interrogados o que el «contratante social de Juan Jacobo» del verso unamuniano? 2. Bajo su aspecto empírico, la comunicación con el otroobjeto posee una consistencia ontològica. ¿Cómo mi ser se comunica con el ser del otro cuando a él y a mí nos vincula una relación de objetuidad? ¿Qué consistencia real y qué alcance tiene en tal situación la palabra «nosotros»? La estructura del «nosotros» originario se halla integrada —recuérdese— por dos momentos fenomenológicamente distintos entre sí: la nostridad genérica que me vincula con el otro, en cuanto él y yo somos hombres, y la nostridad dual que nos enlaza a él y a mí, en cuanto ambos somos miembros constituyentes de un dúo o una diada. Pues bien: la relación de objetuidad deja intacto el primero de estos dos momentos 45 Véase el cap. I de la Primera Parte. * Op. cit., pág. 36. A las críticas del razonamiento analógico antes consignadas puede añadirse la de Mrs. Duddington, «Our knowledge of other minds», Proceedings Aristot. Society, XIX (19181919), 149. 261 y configura bajo forma de dúo el segundo. Aunque él no me haya visto, aunque mi operación de contemplarle sea para él desconocida, el otro-objeto es para mí hombre, «semejante»; y no porque yo haya aprendido a situarle zoológica o antropológicamente dentro del género homo, sino porque la vivencia de la semejanza —fácil y cómoda en el caso de ser el otro un hombre normal, difícil e incómoda en el caso de ser un monstruo— surge en mí tan pronto como con él me encuentro. Pero si el otro-objeto es mi semejante, no me es tú, sino él: su relación dual conmigo —el momento dual de nuestra nostridad— es exterior, distante, aditiva; él es para mí «otro», no solo en el sentido de la alteridad (es un alter egó) y de la otredad (su ego es otro que el mío), mas también en el sentido de la extrañeza; solo mediante el artificioso y deficiente recurso del razonamiento por analogía puedo penetrar en su interior. ¿Quiere decir esto, sin embargo, que la realidad del otro sea para mí puro y simple objeto, un objeto cualitativamente equiparable a la máquina que acaso pueda sustituirle con ventaja? Mi relación con él ¿es una relación de pura exterioridad (elj/o-él del dúo) incluida sin intercambio ni compromiso en el seno de una relación de comunidad (el nosotros de nuestra semejanza genérica)? Ser él, ¿es sin más equiparable a ser ello ? Reduciendo abstractivamente el ser del otro-objeto a su nuda y presente actualidad, sustrayendo de él, por tanto, lo que él está pudiendo ser, cabría una respuesta afirmativa a esas interrogaciones. Aquí y ahora, el otro-que-notifica puede ser siempre sustituido por un aparato notificante. Pero al ser de las cosas reales no pertenece solo lo que en ellas es actual y presente; pertenece también lo que en ellas es posible y compresente; y como sabemos, él puede en todo momento serme tú. Yo diría que él es un ello que puede serme tú; y puede sérmelo, precisamente porque su objetuidad no se halla incluida sin intercambio ni compromiso en la nostridad genérica que a él y a mí nos vincula; con otras palabras, porque, pese a nuestra alteridad, otredad y extrañeza, pese a la inexistencia de un verdadero «nosotros» dual entre él y yo, él es para mí él-en-nosotros (en el «nosotros» genérico), como yo soy yo-en262 nosotros (en el «nosotros» genérico) cuando estoy ante él. El hecho de que la objetivación del otro no sea posible sin una constante mutilación de mis tendencias y las suyas hacia una genuina relación interpersonal, hace psicológicamente manifiesta y sensible la realidad ontològica que acabo de describir. En suma: la relación entre él y yo —séame «el» obstáculo, instrumento, espectáculo u objeto transformable— es una vinculación aditiva y funcional de mi yo con un objeto que en todo momento puede serme persona. Objetivando al otro quedo solo respecto de él, anulo el «nosotros» dual que con él me vincula; pero, si vale decirlo así, mi soledad se halla entonces incesantemente amenazada de compañía. Nédoncelle ha propuesto reservar el nombre de participación —en el sentido más etimológico del término: par tem capere, tomar parte— a la comunicación ontològica entre un hombre y otro, cuando es objetiva la relación entre ambos. Sobre ella estarían la asimilación que entre los hombres crean los hábitos comunes y la comunión que establece el mutuo amor. «El ser de la participación —escribe— es un acto. Pero este acto es de algún modo estéril desde el momento en que ha sido puesto; es incapaz de producir una novedad real... La actividad de la participación es el hecho del espíritu humano que piensa matemáticamente lo real y lo somete a sus proyectos prácticos» 4 7 . Binswanger, por su parte, distingue tres formas de la comunicación: un Teilen-mit (partir-con, compartir), un Mitteilen (comunicar intercambiando) y un Teilnehmen-an (participar-en, en el sentido de la expresión: «Participo en tus penas y en tus alegrías») 48. La «compartición» y la «comunicación intercambiante» son propias de la relación intramundana y objetiva, pertenecen al mundo del cuidado; una y otra corresponderían a la «participación» de Nédoncelle. La «participación-en», en cambio, sería un aspecto parcial de la «comunión» de Nédoncelle y pertenecería a la relación interpersonal y dilectiva, al mundo del amor. Nos ha enseñado Xavier Zubiri que el hombre «consiste en Dios», 47 48 La réciprocité des consciences, pág. 31. Grundformen una Erkenntnis menschlichen Daseins, págs. 227- 235 263 y ha dado el nombre de «religación» a esta última consistencia metafísica de la realidad humana: «Toda relación con Dios supone previamente que el hombre consiste en patentizar cosas y patentizar a Dios, bien que ambas patencias sean de distinto sentido» (NHD, 445). Luis Rosales ha escrito recientemente que el hombre «consiste con las cosas» 49 ; llamemos «vinculación» a esta segunda relación de consistencia. Pues bien: la «participación» de Nédoncelle y la «compartición» y la «comunicación intercambiante» de Binswanger son modos de nuestro consistir con los otros en cuanto objetos, y la «comunión» de aquel y la «participación-en» de este, modos de consistir con los otros en cuanto personas. Consistir objetivamente con otro hombre es coexistir con él desarraigando de su persona sus posibilidades y haciéndolas mías: no otra cosa hago con quien me es instrumento o espectáculo, o con aquel a cuyo menester atiendo mediante la sustitución o la suplencia (el für einen Einspringen como forma de la procura: Heidegger); consistir personalmente con otro hombre es coexistir con él haciendo que sus posibilidades y las mías sean para él y para mí composibilidades. El capítulo próximo nos mostrará cómo esto puede acontecer. 3. Queda por considerar el evento de la aparición de un tercero ante el otro y yo, cuanto el otro es para mí objeto 60. Contemplando yo a otro hombre o utilizándole como instruí9 «La relación de consistencia», en Cervantes y la libertad, I, páginas 201-203: «Toda la vida descansa en un quehacer del hombre con las cosas. Este quehacer, fundante y radical, que es nuestra vida misma, estriba sobre la relación de consistencia. Vivimos consistiendo con el mundo que nos rodea... Consistir es vivir constituyentemente algo que nos es propio» (pág. 202). 50 Como ya sabemos, el primero en estudiar temáticamente el problema antropológico y sociológico de la «aparición del tercero» fue Th. Litt en Individuum und Gemeinschaft. Gracias a ella, dice Litt, la pura vivencia del tú se trueca en aprehensión consciente del «uno-para-otro» (pág. 174 de la 2." ed., Leipzig, 1926). En un orden social y objetivo, esto es cierto; pero, como veremos, dos personas unidas por un amor personal no necesitan de la aparición de un tercero para sentirse en estrecha reciprocidad psicológica y ontològica. Para que el amante diga a su amada «Soy para ti», no es muy precisa la existencia un ménage à trots. 264 mento, surge alguien ante los dos. ¿Qué pasa entonces en mí, qué pasa en el conjunto que los tres constituimos? Puede pasar lo siguiente: a) Que el recién llegado se constituya ante mí como un nuevo otro-objeto, sin alterar mi relación de objetuidad con el anterior. Esto es lo que acaece cuando un viajero entra en el ómnibus y se sienta junto a otro viajero a quien yo estaba mirando. Un nuevo él se suma al él que ante mí ya había, y juntos forman para mí el objeto ellos. b) Que el recién llegado actúe de algún modo sobre nosotros dos y nos reduzca a la condición de nosotros-objeto. Si ese hombre es un atracador que nos encañona con su pistola y nos desvalija, el otro y yo no perdemos por eso nuestra primitiva mutua relación de objetuidad: yo sigo siendo él para él, él sigue siendo él para mí; pero el común padecer crea entre ambos una vinculación nueva, a la vez distinta del simple dúo (él Y jo) y de la diada (tú y jo): juntos comenzamos a ser un «nosotros-objeto» 51. c) Que el recién llegado actúe de otro modo sobre nosotros dos y haga de ambos —o acaso de los tres— un nosotros-sujeto no interpersonal. El ómnibus en que viajamos tiene un cristal roto. Es invierno, y por el hueco entra viento frío. El nuevo viajero nos exhorta a que juntos hagamos una protesta. La hacemos. ¿Qué ha pasado entre los tres? La relación de objetuidad entre el primer otro y yo continúa en vigor; pero la acción común establece entre ambos la vinculación cooperativa, aunque todavía no genuinamente interpersonal, que acabo de llamar «nosotros-sujeto»: un «nosotros» más intenso que el que anteriormente nos unía, pero cualitativamente distinto del que da nombre y pronombre a la relación jo-tú 32. ! ' Sobre la concepción sartriana del nosotros-objeto, véase lo apuntado en la Segunda Parte. Trátase de un nosotros cuasipersonal, más próximo a la «camaradería itinerante» que a la verdadera amistad. A las personas vinculadas entre sí por ese nosotros —«nos miran», «nos persiguen», etc.—• las une desde fuera de ellas un fatum objetivo, no la libertad de su ser personal. Lo cual no quiere decir que el nosotros-objeto no pueda convertirse muy fácilmente en amistad interpersonal verdadera. 52 Como el nosotros-objeto, el nosotros-sujeto puro o meramente 265 d) Que el recién llegado sea para mí, desde que aparece, un verdadero tú, o que con su presencia y su conducta convierta en relación de personeidad la relación de mera objetuidad que con el otro me unía. Surge en tal caso un «nosotros» genuinamente interpersonal, desde el cual el tercero restante es contemplado como él. No tardaremos en ver lo que este nuevo «nosotros» es y significa. cooperativo es un nosotros cuasipersonal. En él tiene su fundamento antropológico la camaradería. Solo si entre el otro y yo se establece una vinculación amorosa —u odiosa—, solo entonces llegará a ser verdaderamente interpersonal el nosotros-sujeto. Y solo entonces dejarán de ser ciertas las restricciones que respecto de él hace Sartre en L'étre et le néant y en Critique de la raison dialectique. 266 Capítulo VI El otro como persona T A conversión del otro en objeto exige de mí cierta vio*-' lencia, porque él y yo somos y naturalmente tendemos a ser «personas». En el encuentro hay un momento personal, porque el otro pide de mí una respuesta adecuada a lo que él realmente es: bien me lo demuestra su réplica cuando yo le objetivo. He aquí, pues, la decisión de quien inicia una relación genuinamente interpersonal: «En mi relación contigo, yo quiero que tú seas para mí lo que en ti y por ti eres; quiero que me seas persona.» Lo cual nos plantea perentoriamente la cuestión de saber lo que en rigor es «ser persona». I. Mil y mil veces ha sido repetida la definición de Boecio: «Persona es una sustancia individual de naturaleza racional». Pero esta fórmula no satisface. La enunciación del género próximo —«sustancia individual»— no expresa de manera cabal la consistencia metafísica de la persona, en cuanto suppositum ut quod del ser humano. La declaración de la diferencia específica —«naturaleza racional»— deja de nombrar notas no menos esenciales que la «racionalidad», y no alude a la que ontológicamente y fenomenológicamente es fundamental. En tal caso, ¿cuál habrá de ser nuestro concepto? Sería aquí impertinente una exposición detallada de lo que en la historia del pensamiento moderno, sobre todo a partir de Kant, ha sido la idea de persona. Me contentaré con decir, con Fe267 rrater Mora, que el concepto de persona ha ido experimentando progresivamente un cambio fundamental en dos respectos: «En primer lugar, en lo que toca a su estructura. En segundo término, en lo que se refiere al carácter de sus actividades. Con respecto a la estructura, se tiende a abandonar la concepción sustancialista de la persona para hacer de ella un centro dinámico de actos. En cuanto a sus actividades, se tiende a contar entre ellas las volitivas y las emocionales tanto o más que las racionales. Solamente así, piensan muchos autores, sería posible evitar realmente los peligros del impersonalismo, el cual surge tan pronto como se identifica demasiado la persona con la sustancia, y esta con la cosa, o la persona con la razón, y esta con su universalidad» 1. Conocemos ya la definición de Max Scheler: persona es «la concreta y esencial unidad entitativa de actos de esencia diversa, que en sí —no, por tanto, quoad nos— antecede a todas, las diferencias esenciales de actos, y en particular a la diferencia entre percepción externa y percepción interna, querer interno y querer externo, sentir, amar, odiar, etc., externos e internos. El ser de la persona fundamenta todos los actos esencialmente diversos». La persona es, pues, el centro y el fundamento de los actos del individuo humano. Bien; pero ¿en qué consisten real y formalmente esta «fundamentación» y aquella «unidad»? El hecho de que la persona sea una realidad esencialmente distinta de la cosa, ¿obliga a echar entera y definitivamente por la borda el concepto de sustancia? Xavier Zubiri ha sabido actualizar el concepto metafísico tradicional sustituyendo la noción de «sustancia» por la de «sustantividad» e introduciendo explícitamente, con intención a la vez fenomenológica y metafísica, la noción de «propiedad». El hombre está compuesto de muchos elementos sustanciales 1 Diccionario de Filosofía, s. v. «Persona». Al término del artículo consigna el autor una amplia bibliografía acerca de la noción de persona. Han estudiado la historia del término «persona» Trendelenburg, en Kantstudien, XIII (1908), H. 1, y Hirzel, «Die Personbegriff und Ñame derselben im Altertum», Sitzungsber. der kgl. Bayr. Akad. der Wiss., 1944, 10. Abhdlg. Véase también «En torno a la persona», de Luis M. Estibalez, S. J., en Estudios de Deusto, III (1955), 68-128. 268 de carácter material y de un elemento sustancial de carácter anímico; pero, pese a tal diversidad sustancial, el individuo humano es formalmente uno, y lo que le constituye como tal es su sustantividad. Ahora bien: ¿en qué consiste la sustantividad del hombre? ¿Qué es lo que hace posible la sustantividad humana? En cuanto individuo orgánico y viviente, el hombre es un ser cuya sustantividad se halla caracterizada por la independencia respecto del medio y el control específico sobre él. La estructura material del organismo basta en el animal para el cumplimiento de esas dos operaciones. N o así en el hombre. A este, su misma estructura somática le coloca en la situación de tener que inteligir para asegurar su sustantividad. Por consiguiente, la inteligencia sentiente es la radical y últi?na posibilidad de sustantividad que el hombre posee. Es posibilidad radical: la inteligencia entra en juego porque el resto del organismo no es suficiente. Es también posibilidad última, aunque de hecho y solamente de hecho. El hombre, en suma, es un animal de realidades. ¿Cuál es el carácter formal de la sustantividad humana? Indudablemente, el ser persona. Además de ser animal de realidades, el hombre es persona, realidad personal. Trátase, pues, de saber en qué consiste esto de ser una «realidad personal». Es, por lo pronto, ser «yo»; un «yo» no opuesto impersonalmente al no-yo, sino a los otros «yos» con que el hombre se encuentra, al tú y al él. En consecuencia, es también un «mí», el «mí» de la expresión «yo soy mí mismo»; expresión en la cual se alude a una mismidad que no es mera identidad, sino intimidad metafísica. El «mí mismo» nos remite así a un estrato de mí realidad todavía más hondo: a la estructura real y pre-vivencial de la realidad que yo soy. Y esta estructura consiste en que anteriormente a toda vivencia y como condición de toda vivencia de «mí mismo», yo soy mi «propia» realidad; soy una realidad que me es propia. Esto es lo decisivo: mi mismidad es personal en cuanto formalmente apunta a este momento de «propiedad». E¿z sustantividad de propiedad es, pues, lo que constituye la persona. Alguien es persona, no solo 269 porque puede decir «Yo soy mí mismo», sino, en definitiva, porque puede decir «Yo soy mío». Ser persona es ser estructuralmente «mío». «Ser mío» es el fundamento estructural de la vivencia del «me» («.me parece cierto», «la realidad que me es propia»); la cual es a su vez el fundamento de la vivencia del «mí» en cuanto mismo. Y la nota estructural constitutiva de la «propiedad» así entendida es la inteligencia, porque la inteligencia consiste formalmente en la capacidad de enfrentarse con la realidad de uno mismo y con la realidad de las cosas, esto es, con la realidad en cuanto tal. Pero no se entendería lo que real y efectivamente es una persona humana si en relación con ella no se hiciese una distinción esencial. E n la estructura de la persona hay que distinguir la personalidad y la personeidad. Aquella es el carácter de la persona en un sentido operativo: la figura psicológica y moral que el hombre va cobrando por obra de sus propias acciones. Esta otra es el carácter de la persona en un sentido constitutivo, tocante a la estructura de su realidad propia: la raíz estructural de la personalidad operativa y vital. La personalidad es algo que se adquiere y a que se llega, es un proceso; la personeidad es algo de que se parte. La personalidad se tiene; la personeidad se es, desde el instante mismo de la concepción. Cabe preguntarse, en fin, por la posición de la persona en la sintaxis del universo. Por ser realidad «propia», esto es, una sustantividad con independencia frente a toda realidad y control sobre ella, el hombre como animal personal se halla situado en pertenencia propia frente a todo lo demás: frente a las cosas, frente a sí mismo y hasta frente a Dios. Pero por tratarse de una sustantividad constituida por sustancialidades, esta su pertenencia es esencialmente relativa; en ello consiste la finitud de la persona humana. El hombre, animal de realidades y de sustantividad personal, es un «relativo absoluto» 2. Y por esto, como dice Ferrater Mora, la realidad 2 X. Zubiri, «El problema del hombre», en índice, XII, núm. 120, diciembre de 1958. «Esta concepción de la persona —dice de la suya el propio Zubiri— tiene puntos de contacto con la de Boecio. Pero, sin embargo, no coincide formalmente con ella. Primero, porque es 270 de la persona humana debe oscilar continuamente entre la absoluta «propiedad» y la absoluta «entrega». Esta espléndida teoría metafísica de la persona humana permite discernir en el ser personal del hombre las siguientes «propiedades» 3 : i . a La intimidad, una intimidad a la vez psicológica y metafísica, vivencial y transvivencial: el secreto centro de apropiación desde el cual y por el cual puedo legítimamente decir «Yo soy mí mismo» y «Yo soy mío». 2. a La libertad, una libertad a la vez optativa, decisiva, proyectiva, creadora, apropiadora e imperativa; y, por tanto, la responsabilidad. 3 . a La inteligencia, una inteligencia más o menos «racional»: muy poco en el hombre primitivo y en el niño, bastante más en el hombre civilizado actual. 4 . a La vida, una vida a la vez corporal-orgánica, sentimental, consciente e inconsciente, radicalmente ejecutiva y futurizadora. 5. a La abertura a la realidad de las cosas, de las restantes personas y —bajo forma de religación— a la realidad fundamentante, a Dios. Pero tanto como saber en qué consiste una persona humana, nos importa ahora saber cómo la persona se presenta cuando ante nosotros aparece. En directa contraposición con la apariencia del otro-objeto, he aquí las principales notas descriptivas del otro-persona: i . a La inabarcabilidad. Reducido a objeto, el otro es un conjunto de caracteres o propiedades perfectamente abarcables. La persona, en cambio, es inabarcable, porque es «surgente». La persona en cuanto tal desborda mi capacidad de distinto el concepto de inteligencia. Y segundo, porque la concepción de la realidad personal como carácter formal de una sustantividad, hace de aquella algo más que un modo conclusivo de las sustancias que la constituyen, aunque jamás pueda hacerse caso omiso de estas en la concepción de la sustantividad personal». Desarrollo de la idea zubiriana de persona son los artículos de E. Gómez Arboleya «Sobre la noción de persona» y «Más sobre la noción de persona», publicados en los núms. 47 y 49 de la Revista de Estadios Políticos. 3 La realidad personal es «propia» —escribe Zubiri— en una doble dimensión: «es propia porque al igual que todas las demás cosas reales tiene sus propiedades, pero además porque consiste formalmente en ser propiedad en cuanto propiedad». Ahora me refiero a las «propiedades» constitutivas y descriptivas de la persona humana. 272 objetivación. Pretender describir la realidad personal de un hombre como se describe un paisaje o un insecto, es una empresa quimérica. Solo limitándola abstractivamente, mutilándola, puedo hacer de ella un objeto descriptible. 2. a El inacabamiento. La persona es para mí una realidad siempre inacabada, siempre creadora y originalmente proyectada hacia el futuro. Ir siendo no es en ella un despliegue de potencias, algo por lo cual un ente llega a ser explícitamente lo que implícitamente ya era; en la medida en que el hombre puede «crear», el ir siendo de la persona es una creación de posibilidades. Como dice Zubiri, lo propio de la persona humana es «hacer un poder», llegar a poder lo que antes no podía. 3. a La inaccesibilidad. Siendo inabarcable, inacabado y capaz de originalidad, el ser de la persona es constitutivamente inaccesible. La invisibilidad de lo compresente no es en él mera latencia, sino intimidad, en el sentido más hondo del término. Toda persona es un ens absconditum, y el cambio de punto de vista no basta, frente a ella, para dar patencia a lo compresente. 4 . a La innumerabilidad. Una persona es una realidad única; numerándola, reduciéndola a cómputo y estadística, se la desvirtúa. Usaré de nuevo la fórmula empleada en el capítulo precedente: en cuanto persona, el otro es nombrable y no numerable; en cuanto objeto, el otro es más numerable que nombrable. El nombre es en el primer caso el símbolo verbal de una realidad libre, creadora y única; en el segundo, mero signo distintivo. 5. a La «o susceptibilidad de cuantificación. En su realidad personal, ningún hombre es más o menos que otro; será a lo sumo mejor o peor, según el uso que haya hecho de su propia libertad. Los hombres son más o menos desde un punto de vista psicológico o sociológico, no desde un punto de vista genuinamente «personal». Cuando se adopta este, nuestro igualatorio y demagógico «De hombre a hombre no va nada» cobra plena vigencia. 6. a La no exterioridad. Un objeto tiene que ser algo exterior a mí, «distante», y el otro-objeto no es excepción a esta regla. El otro como persona, en cambio, se me revela en mi interior. 272 Aunque se trate de «objetos» de mi propia vida psíquica, a los objetos los conozco «fuera» de mí, y por esto puedo observarlos; al paso que a una persona debo tratarla y conocerla —en la medida en que el ser personal sea cognoscible— acercándome a ella y coejecutando en mí sus propios actos: «Hay en la existencia humana —escribe Heidegger— una esencial tendencia a la proximidad» (SZ, 105). Y, por otro lado, yo no soy el otro de igual manera que no soy una encina o un caballo, sino, como dice Sartre, en virtud de una relación negativa recíproca y de doble interioridad; una relación en la cual cada uno de sus términos se constituye negando en sí mismo al otro (EN, 309). 7. a La no probabilidad. Mi certidumbre acerca de un objeto, y por tanto del otro como objeto, es siempre probable; mi certidumbre acerca del otro como persona —mi vivencia de que «hay el otro», de que «hay otro yo»— es tan inmediata y firme como la que respecto de mi existencia me proporciona mi propio cogito. «Yo no conjeturo la existencia del otro: yo la afirmo» (EN, 308). Lo que en la vivencia del otro resulta incierto es, ante todo, lo que de él se me presenta como objeto. Paradójicamente, en la realidad de otro hombre me es probable lo que de ella se objetiva, y cierto lo que en ella es más propio e inaccesible: su vida personal. 8. a La no indiferencia. Una persona no me es, no puede serme indiferente. Tan pronto como me abro a ella, su existencia me llega al cora2Ón; tan pronto como la he tratado como a tal persona, su pérdida —tenga en la ruptura o en la muerte su causa— es para mí literalmente irreparable. El encuentro con una persona, por lo tanto, no puede no ser afectante. En suma: para quien con su respuesta le objetiva, el otro es siempre «él» y nunca «tú»; para quien como persona y como a persona le trata, el otro es siempre «tú»y nunca «él». Veamos ahora más detenidamente cómo puede establecerse y en qué consiste la relación interpersonal con el otro. II. Si el otro ha de ser para mí lo que él real y verdaderamente es —una persona—, ¿en qué habrá de consistir mi relación con él? ¿Qué habré de hacer yo respecto del otro para 18 273 que su realidad no se me objetive y coagule? La primera respuesta es inmediata: me relacionaré con el otro como persona •—me será el otro persona— cuando yo participe de algún modo en aquello que como persona le constituye; por tanto, en su intimidad personal, en su libre, inventiva, ejecutiva y apropiadora intimidad. El otro tiene que ser para mí, y no solo en sí y por sí mismo, un «yo» íntimo y personal; o lo que es igual, un «tú». De las varias notas que constituyen y caracterizan al yo personal, contemplemos ahora su condición ejecutiva. En el puro orden de la descripción fenomenológica, un «yo personal» —el yo que unifica y de que emergen todos mis posibles «yos empíricos» o «yos complementarios», el segundo yo de la fórmula orteguiana «Yo soy yo y mi circunstancia»— es ante todo invención y ejecución personales de proyectos de existencia. El yo íntimo es en mí «lo ejecutivo», dijo bien tempranamente Ortega; y precisamente por ser esencialmente «ejecutivo» puede ser el yo «inceptivo» o «posicional», en el sentido de Münsterberg. La consecuencia es, pues, inmediata: para que yo conviva personalmente con el otro, para que yo participe en su vida personal, será necesario que en la intimidad de mi propia persona yo co-ejecute las acciones que su yo íntimo ejecuta en el momento de nuestro encuentro; esas acciones en que, como diría Zubiri, el hombre va realizando su personeidad y constituyendo su personalidad. Muy claramente supo verlo Scheler: la convivencia personal es fundamentalmente «co-ejecución», Mitvolh(Ug. El otro no es ahora para mí obstáculo, ni instrumento, ni espectáculo, ni objeto transformable, sino persona; mi relación con él no consiste en contemplación o en manejo, sino en coejecución. «Ni en el amor ni en cualquier otro acto personal, aunque este sea un acto cognoscitivo -—escribe Scheler—, es posible objetivar una persona... La persona solo puede serme dada en cuanto coejecuto sus actos, cognoscitivamente en la comprensión y en la revivencia, moralmente en la (libre) secuacidad» (EFS, 237). Vengamos a un ejemplo concreto: la convivencia del dolor ajeno. Como sabemos, el dolor físico no puede ser convivido. 274 Nadie puede sufrir por mí y conmigo mi dolor de muelas. Mi muela me duele a mí y a nadie más: la enfermedad aflige y aisla, sume en soledad física 4. Podrán los otros compartir conmigo la aflicción moral que el dolor de muelas consecutivamente produzca en mí, la pena de sentirme yo desgraciado y minusválido; mi dolor físico, no 6. Al hablar ahora de la convivencia del dolor ajeno me refiero, pues, única y exclusivamente al dolor moral que una determinada vicisitud de su existencia personal —la muerte o la enfermedad de un ser querido, acaso su propia enfermedad— haya podido causar en el otro. Un amigo ha sufrido una desgracia familiar, y yo voy a visitarle. Viendo ante mí el dolor de mi amigo, oyendo las palabras con que me relata lo ocurrido y me comunica la apenada soledad en que se encuentra, mi ánimo se entristece; más propiamente, se con-trista. En aquel momento yo no me limito a la práctica social de «dar el pésame»: ese «pésame» lo «doy» porque real y verdaderamente pesa, causa pesar en mi alma la desgracia de mi amigo; y así, más bien que «darle el pésame», lo que yo entonces quiero es «quitarle el pésale», mitigar con mi dolor moral el suyo. Más aún, lo hago, y tal es en el otro el efecto sensible de la íntima realidad de mi condolencia. ¿Cómo ha sido esto posible? ¿Cómo nuestra convivencia ha llegado a ser genuinamente personal? Para llegar a una respuesta pertinente, es preciso distinguir en mi actividad convivencial tres momentos cardinales: uno coejecutivo, otro compasivo y otro cognoscitivo. El momento coejecutivo podría ser también llamado cooperativo y coactivo, en el sentido más propio y originario de estas palabras. Viendo y oyendo el dolor de mi amigo —viviendo en mí la intención de sus expresiones,— yo «ejecuto» o «hago» en mí los actos espirituales de su dolor. Como tan expresiva4 Véase, a tal respecto, mi ensayo «La enfermedad como experiencia», en Ocio y trabajo, págs. 90-92. 5 El dolor físico lleva consigo una natural tendencia a la desesperación en el paciente y una natural tendencia a la irritación en el circunstante. Por esto es de mayor mérito acompañar a un doliente físico que a un triste moral. 275 mente suelen decir los ingleses, yo los realizo en mi alma; esto es: yo hago mi vida viviendo realmente que la pérdida que mi amigo sufre es también pérdida para mí, y precisamente porque es suya; como él, y por la misma razón que él, yo ejecuto manca y penosamente mi propia vida. E n el apartado correspondiente a la comunicación interpersonal estudiaré con mayor detalle el mecanismo de esta coejecución. Ahora debo conformarme añadiendo que la tristeza de mi amigo no es solo tristeza en mí, mas también tristeza mía. Solo es de veras mío lo que yo hago en mí y para mí —lo que perfectiva o defectivamente incorporo a mis posibilidades y a mis acciones personales—, y esto es justamente lo que acaece con la tristeza ajena cuando de veras la comparto. Reverso pático del momento coejecutivo de mi actividad convivencial es su momento compasivo o co-afectivo. Por lo mismo que yo ejecuto en mí y para mí los actos del dolor moral de mi amigo, yo los padezco en mí y para mí. El sentimiento de compasión, mi con-tristeza o con-dolencia sensibles, no son sino la expresión psíquica y consciente de esa «compasión» ontològica, de ese padecer en mis propias acciones y en mis propias posibilidades la pérdida que en su vida personal ha sufrido mi amigo. Toda acción personalmente ejecutiva lleva consigo cierta afección pasiva, cierta passió, y todo sufrimiento personal, por pasivo que parezca, es personal en cuanto afecta a la ejecución de la propia vida; con otras palabras, en cuanto es actio en la existencia de quien lo padece. Por obra de la coejecución y de la compasión, la tristeza de mi amigo —su tristeza— llega a ser nuestra tristeza. ¿Cuál es la verdadera consistencia de ese «nuestra»? ¿Qué alcance tiene la dual «nostridad» que la convivencia de la tristeza de otro ha puesto entre él y yo? Esa tristeza ¿es en nosotros la misma, como afirma Scheler? Algo dije en páginas anteriores acerca de este tema, y algo más habré de decir sobre él en las subsiguientes. La convivencia interpersonal lleva consigo, en fin, un momento cognoscitivo. Mi coejecución y mi compasión de la tristeza de mi amigo son conscientes, lúcidas. Sin necesidad 276 de un acto de reflexión, la virtualidad propia de mi acción coejecutivo-compasiva me hace a esta consciente: yo vivo tal acción sintiéndome en determinada situación vital (el «encontrarse» como determinación básica de la existencia: Heidegger) y advirtiendo el sentido de aquella en esta (la «comprensión» ontològica de la analítica existencial). En cuanto yo soy hombre, la inteligencia sentiente es la estructura radical y última de mi sustantividad, y lo más propio de la inteligencia es, como dice Zubiri, «hacerse cargo de la situación». Lo cual equivale a decir que en el momento cognoscitivo de la convivencia puede haber, y aun tiene que haber, dos ingredientes distintos: uno espontáneo y no contemplativo, la nuda conciencia de la coejecución y la compasión y de su sentido; otro reflexivo y contemplativo, mi conocimiento de mi propia actividad y de mi propia situación cuando introspectivamente me detengo a considerarlas. N o hay convivencia interpersonal sin contemplación; pero la actividad contemplativa propia de la convivencia no es solo la que yo pueda ejercitar mirando objetivamente la realidad psicofísica del otro (su figura, la expresión de su rostro, etc.), sino también la que por modo inevitable tengo que cumplir convirtiendo en reflexiva la conciencia espontánea de mí mismo. Tal es una de las formas primarias de la condición dramática de nuestra existencia: el drama de tener que ser y no poder ser simultáneamente ejecución de sí y conciencia de sí, libertad y autoconocimiento. Digámoslo con dos espléndidos versos de Baudelaire: Téte-à-teíe sombre et ¡impide qu'un coeur devenu son miroir ! En ese siempre deficiente y siempre cambiante «cara a cara» de una realidad que es a la vez «corazón» y «espejo», libre impulso ejecutivo y límpida conciencia de sí, tiene su estructura y su curso nuestro vivir sobre la tierra. El hecho de que «vivir» sea «convivir» da forma y contenido específicos a la tensión dialéctica entre la ejecución y la conciencia, pero no altera esa regla constante. 277 III. La nostridad dual con que se inicia el encuentro es —recuérdese— la unidad simultánea y ambivalente que constituyen la posibilidad de una cooperación y la posibilidad de un conflicto. Pues bien: si al convertirse el encuentro en trato prevalece esta última, la relación con la persona del otro será preponderantemente conflictiva; y si es aquella la que domina, la relación interpersonal será preponderantemente cooperativa o dilectiva. «Preponderantemente», en uno y otro caso, porque en la vida empírica del hombre no hay dilecciones exentas de conflicto, ni conflictos que no tengan algo, por poco que sea, de cooperación. A la relación interpersonal pura —a la «idea» de la relación interpersonal, diría un platónico— pertenecen esencialmente la igualdad y la amistad de quienes la sostienen. La «igualdad existencial» es condición necesaria de la comunicación auténtica, afirma una y otra vez Jaspers. En el momento en que una mirada de mutua comprensión surge entre dos personas, esas dos personas son iguales entre sí, aunque una se llame Napoleón y otra Juan Nadie: cada una de ellas es para la otra un tú, y nada más que un tú. Mas ya sabemos que la relación interpersonal no puede ser largamente sostenida. Por inexorable imperativo de la naturaleza humana, esa relación no tarda en hacerse objetivante, y pronto esas dos personas serán entre sí lo que «objetivamente» sea en el mundo su condición respectiva. En ese momento aparece entre ellas la desigualdad, sea esta de índole social o de índole psicológica: una será Emperador, y la otra Juan Nadie; una será inteligente y enérgica, y la otra torpe y blanda; una poseerá en su alma un fuerte afán de mando y valimiento —el Geltungstrieb de la psicología de Adler—, y la otra será por naturaleza débil y secuaz. La relación de objetuidad se complica necesariamente con la relación de personeidad e introduce en esta uno de sus respectos cardinales: el respecto señorío-dependencia. No fue puro desvarío la construcción de Hegel. Otro tanto cabe decir de la amistad. La relación interpersonal es naturalmente amistosa, no obstante la frecuencia del trato enemistoso en la vida de los hombres. Pese a la existencia permanente de guerras y discordias, el hombre es por 27'8 naturaleza %óon politikón, animal social y político. L'Enfer n'est pas les autres. El hombre es animal mendax porque puede mentir, no porque su palabra tenga como fundamento la mentira; y si mil veces al día se muestra enemistoso, no por ello es la enemistad el fundamento de la relación interhumana. Bastarán para demostrarlo un razonamiento estadístico y otro —valga la palabra— existencial. Se dicen muchas más verdades que mentiras, y es mucho mayor el número de los encuentros preponderantemente amistosos —cuidado: no digo puramente amistosos— que el de los encuentros preponderantemente hostiles: la mentira y la enemistad son la excepción y no la regla en la conducta del hombre 6. Y, por otra parte, una situación-límite de la existencia en que subjetivamente no prevalezcan la verdad y el amor no puede dejar de parecemos monstruosa: la hora de la muerte es, como suele decir nuestro pueblo, la «hora de la verdad». Cualquier mirada de mutua comprensión entre dos desconocidos, ¿qué otra cosa expresa, sino la natural tendencia del hombre a la comunicación amistosa? Envuelta tantas veces por la mentira y el odio, la vida terrena del hombre es un trabajoso esfuerzo hacia la verdad y el amor: nostalgia y esperanza de un estado en que el amor y la verdad imperen total y definitivamente. Algo hay, pues, por cuya eficacia la relación humana puede ser enemistosa, y lo es con frecuencia. La ascética cristiana ha hablado siempre de tres «enemigos del alma»: el mundo, el demonio y la carne. La visión russoniana del hombre atribuye a la vida social permanente acción corruptora sobre un hipotético y venturoso «estado de naturaleza». La concepción marxista de la historia pone en la existencia de clases sociales —por tanto: en algo accidental y transitorio— la causa de la discordia humana. Para cuantos no creen que l'Enfer c'est les autres —y hasta para los que lúdicamente dicen creerlo 7—, la enemistad es en la vida del hombre una realidad no 6 «Puede verse en los viajes —dice Aristóteles— cuan familiar y amigo es el hombre para el hombre» (Eth. Nic, 1155 a 21). «Todo hombre —dirá luego Santo Tomás— es naturalmente amigo de todo hombre por obra de cierto amor general» (S. Th., II-II q. 114 a. 1). 7 Si no fuese así, ¿habría escrito Sartre Le Diable et le Bon 279 sustantiva, accesoria; algo, diría Zubiri, que no afecta a las potencias naturales del ser humano, sino a sus posibilidades (NHD, 464). Pero eso que hace al hombre ens inimicale, él no ha podido vencerlo hasta ahora mediante los recursos de su propia naturaleza: alguna verdad late en la rotunda exageración de Sartre; y así, junto al respecto señorío-dependencia hay en la relación interhumana otro no menos importante y cardinal, el respecto amistad-enemistad. La cambiante conjunción de uno y otro determina las formas principales de la convivencia: el señorío amistoso o enemistoso y la dependencia amistosa u hostil; o bien, si se concede primacía a la amistad sobre el mando, la amistad señoreante o dependiente y la enemistad imperante o sumisa. Todas las restantes determinaciones de la existencia humana —el sexo, la raza, el temperamento, la nacionalidad, la profesión, etc.— son secundarias respecto de estas. Las especies de la relación interpersonal conflictiva son múltiples: el odio propiamente dicho, la envidia, el resentimiento, la simple rivalidad. N o debo estudiarlas una a una; no trato ahora de escribir monográficamente acerca de los vicios y las virtudes de la convivencia. Diré tan solo que me estoy refiriendo al odio, la envidia, el resentimiento y la rivalidad interpersonales, no objetivantes; basados, por tanto, no en la previa reducción del otro a objeto distante, sino en la coejecución personal de sus actos anímicos. Quien objetiva a otro con odio —contemplativamente en el caso de la expectación odiosa, operativamente en el caso del asesinato o de la transformación in deterius—, le aniquila con su intención o con su obra desde fuera. Trata de suprimir una resistencia, un bulto, un número interpuestos en su camino. Más sutil y extremado, quien personalmente odia a otro quiere aniquilarle coejecutando los actos con que este expresa y constituye lo que es, como los gusanos que matan el fruto penetrando en la semilla y respetando la pulpa, haciéndola inútil; pretende, en suma, aniquilarle por lo que él es, no por lo que hace. N o otra Dieu —testimonio de una esperanza antiteísta— y la Critique de la raison dialectique? Por debajo del sartrismo, en Sartre hay fe en el hombre. 280 ha sido siempre la ambición de los grandes odiadores. «¡Necesito que viva!», dice de su odiado Abel Sánchez el Joaquín Monegro unamuniano. Pudiendo matar impunemente a Abel, Joaquín quiere que Abel viva, necesita que viva. «Y al decir este «¡Necesito que viva!» —escribe Unamuno—, temblábale toda el alma como tiembla el follaje de una encina a la sacudida del huracán». El odio de Joaquín, que comenzó siendo odio a la vida de su amigo, se radicaliza de día en día, y acaba siendo odio al ser de Abel. El imposible ideal de Joaquín no consiste ya en quitar la vida al hombre a quien él odia, sino en hacer de este una vida sin ser propio, una pulpa frutal privada de semilla 8 . Es entonces cuando el odio verdaderamente se constituye en antítesis del amor. La relación interpersonal dilectiva —genéricamente, el amor personal al otro— suele recibir dos nombres distintos: amor stricto sensu y amistad. En el capítulo consagrado a las formas del encuentro he estudiado el enamoramiento, el amor que súbita e invasoramente surge a veces con ocasión del encuentro heterosexual; ahora quiero estudiar la afección amorosa consecutiva a la llama, en ocasiones tan fugaz, del enamoramiento, y junto a ella los modos no sexuales —aunque siempre sexuados— de la dilección interpersonal: el amor paternofilial, el amor fraterno, la amistad 8 . Basta un punto de reflexión, sin embargo, para advertir que la amistad es el ingrediente más común y constante en la relación interpersonal amorosa. Genéricamente considerada, la amistad —el amor al amigo— es una afección amorosa por otra persona, determinada por la convivencia real o ideal con ella. «Afecto personal, puro y desinteresado, ordinariamente recíproco, que 8 Lo cual exigiría que Joaquín asumiese el ser de Abel. El odiador quiere ser el Dios de una relación anti-mística o contra-mística. 9 Sobre los distintos modos materiales del amor —«rostros del amor», de T. S. Lewis; «categorías del amor», de D. von Hildebrand—, véase lo que en el cap. VII se dice. Naturalmente, todos estos modos del amor pueden ser, para decirlo con la bien conocida terminología escolástica, «amor de concupiscencia», orientado hacia el bien querido, y «amor de benevolencia», cuya mira es el término (alicui) en cuyo beneficio es amado ese bien. 281 nace y se fortalece con el trato», dice certeramente la Academia. «Dos marchando juntos», según la venerable fórmula homérica (II. X, 224) a que Aristóteles recurre en la Etica a Nicómaco (115 5 a 15). Según esto, ¿qué es el amor fraterno, sino una amistad en cuya base hay un vínculo de sangre y una convivencia intrafamiliar previa a la vida estrictamente personal del individuo humano? Y así, mutatis mutandis, también el amor paterno-filial y el conyugal deben ser considerados como especies intrafamiliares de la amistad. Como tales los reputa Aristóteles, y la realidad obliga esta vez a ser aristotélico. Estudiemos, pues, la amistad. «Amor de benevolencia fundado sobre alguna comunicación», la llama reiteradamente Santo Tomás, muy directamente apoyado sobre la autoridad de Aristóteles (S. Th., I-II q. 65 a. 5, y II-II q. 23 a. 1) 10. También es de Aristóteles la distinción, tópica luego, de las tres formas principales de la amistad —amistad de lo útil, de lo agradable y de lo honesto (Eth. Nic, 115 6 ab; S. Th., II-II q. 23 a. 1 y a. 5)—, y la resuelta atribución de una superioridad ética y ontològica a la amüitia honesti: en ella se desea «el bien del amigo por el amigo mismo» (115 5 b 31), ella es la propia de «los hombres buenos e iguales en virtud» (1156 b 7). Es, en suma, la «amistad perfecta» (teleta philía). La doctrina aristotélica de la amistad puede ser compendiada en las siguientes notas: 1. a La amistad consiste en desear el bien del amigo por el amigo mismo. Este deseo puede ser unilateral; mas para que la relación merezca plenamente el nombre de amistosa, el deseo del bien del otro debe ser recí10 Suele decirse, y es innegable verdad parcial, que la doctrina tomista de la amistad es la aristotélica. Entre una y otra hay, sin embargo, una diferencia radical, procedente de la respectiva idea del hombre. La philía aristotélica —Aristóteles nunca dejó de ser griego— es amor a la naturaleza humana in genere, en cuanto individualizada en el hombre a quien se trata y quiere como amigo. La amicitia tomista —bajo su fiel aristotelismo, Santo Tomás era cristiano— es, en cambio, amor a una persona con su entidad propia y su destino intransferible: véase lo que digo en el cap. VII de esta Tercera Parte. Cuando yo hablo conjuntamente de Aristóteles y Santo Tomás, considero tan solo aquello en que ambos coinciden. 282 proco: la philía pide antiphílesis (1155 b 29). 2. a La amistad supone la igualdad de los amigos: igualdad ontològica (una amistad propiamente dicha no es posible con los animales ni con los dioses), ética (solo entre hombres iguales en virtud cabe una amistad verdadera), psicológica (semejanza de actividades y gustos) y social (comunidad de empresas y quehaceres). «El hombre —escribe Aristóteles— no se hace amigo de quien está por encima de él, a no ser que le aventaje también en virtud; si no, con la superioridad del otro no puede haber igualdad proporcional» (1158 a 34-35). Hay ciertamente amistades fundadas en la superioridad: la del padre hacia el hijo, la del mayor hacia el más joven, la del varón hacia la mujer, la del gobernante hacia el subdito; pero siempre será necesaria una relación de proporcionalidad, kaf analogían, entre quienes con verdad se llamen amigos. 3 . a La amistad no es tanto una afección pasiva (páthos) como un hábito operativo del alma (héxis); la relación amistosa, dice Aristóteles, «implica elección, y la elección deriva de un hábito; y los amigos desean cada uno el bien del otro por el otro mismo, no por obra de pasión, sino por obra de hábito» (1157 b 29-31). 4 . a La amistad supone cierta comunidad entre los amigos (miembros de una misma familia, ciudadanos de una misma ciudad, tripulantes de una misma nave), y a la vez engendra comunidad entre ellos, porque el amigo es como la duplicación de uno mismo, heteras gar autos (1170 b 6). De ahí los cinco efectos propios que Santo Tomás atribuye a la amistad: querer que el amigo sea y viva, querer su bien, hacer lo que para él sea bueno, conversar con él gustosamente, vivir con él en concordia (II-II q. 25 a. 7, q. 27 a. 2, q. 31 a. 1) U . " Como complemento de esta certera y minuciosa enumeración de Santo Tomás, yo diría —para meditación de quienes en verdad quieran ser «amigos de sus amigos»— que en el ejercicio de la amistad hay hasta cinco grados: 1.° Compadecer sinceramente el dolor del amigo. 2.° Consentir de corazón sus alegrías. 3.° Contribuir amistosamente a su bienestar y a su perfección. 4." Sacrificarse por él, cuando la ocasión llega. 5° Confiarle lealmente el propio error y la propia deficiencia. ¿Cuántos de los que a sí mismos se llaman «amigos» ejercitan de hecho estos cinco grados de la amistad? 283 Adviértese sin esfuerzo que la idea aristotélica de la amistad es ontològica, además de ser ética: el amigo quiere en el amigo lo que este es y puede ser (su bien), no lo que tiene (1164 a 10); y queriendo el ser y el bien del amigo, uno quiere el ser y el bien propios. Pero, como sabemos, la ontologia helénica y medieval se halla edificada sobre una visión impersonal, intramundana y objetiva del ser; el ser es en ella «lo que es»; y así, el ser del amigo es el ser visto del «amigo que está ahí», el ser del amigo-objeto, no el ser vivido del «amigo que yo soy», el ser del amigo-sujeto. Fieles a su visión filosófica de la realidad, los griegos y los medievales no acabaron de tener una idea rigurosamente «íntima» y «personal» de la amistad, porque, como dice Lòwith, «el verdadero nombre propio de una persona es exclusivamente el pronombre personal de primera persona: Yo» l a . Para ellos, mi ser de amigo es «lo que el amigo es» cuando yo lo contemplo como una realidad del mundo, no lo que mi cogito me dice acerca de lo que es ser amigo cuando vo lo soy, cuando la amistad es un modo de ser íntimo y mío. La noción de una reciprocidad amistosa personal o «de propiedad» apunta a lo largo de los siglos modernos. «Si se me obligara a decir por qué yo le quería —escribirá Montaigne, comentando su amistad con La Boétie—, reconozco que no podría contestar más que respondiendo: porque él era él y porque yo era yo». La vinculación amistosa es ahora gustosa aceptación de la existencia ajena 13. Es posible, sin embargo, que Montaigne escribiese esas palabras pensando más en las personales «propiedades» de su amigo —y por supuesto, en las suyas—, que en la radical «propiedad» de la persona de cada uno de los dos. Más clara y filosófica es la consideración de la personalidad de los amigos en la visión 12 No «el Yo», sino «Yo». Das Individuum in der Rolle des Mitmenschen, pág. 20. «Tú» es nombre propio de persona en cuanto «tú» es «otro yo», es decir, en cuanto me consta que otro es también persona. 13 La verdadera amistad —escribe R. Lacroze— es «la expresión de la complementariedad: une a dos personas que se juzgan inseparables en la medida exacta en que se saben diferentes» («L'autre et le prochain», en L'homme et son prochain, pág. 59). 284 kantiana de la amistad. Desde su personal punto de vista —desde una moral fundada en el deber y no en el ser—, Kant concibe la amistad como la unión de dos personas morales por obra del «amor recíproco» (wechselseitige L·iebe) y el mutuo «respeto» (Achtung) 14. El impulso de amor mueve a la comunicación con el amigo y a la procura de su bien; el imperativo del respeto obliga a reconocer la autonomía del otro, la finalidad absoluta que como persona tiene este en sí mismo. No será necesario recordar cómo Fichte elabora y radicaliza estas ideas de Kant. La comunidad propia de una relación amistosa more fichteano es ya genuina y formalmente interpersonal. Con todo, solo el pensamiento filosófico ulterior a Husserl hará posible la construcción de una verdadera ontologia personal de la amistad. He aquí los principales motivos de tal posibilidad: i.° La concepción del yo como una intimidad ejecutiva (Ortega) y de la relación interpersonal como una coejecución de actos íntimos y personales (Scheler). 2. 0 La distinción, implícita en Heidegger, entre dos formas cardinales de la amistad, la inauténtica, fundada en la comunidad mostrenca e impersonal del «se», y la auténtica, consistente en la coejecución de los actos propios de un destino temporal común (Geschkk). 3. 0 La idea de la comunicación amistosa como surgimiento conjugado y concreador de dos libertades personales que se afirman a sí mismas afirmándose amorosa y recíprocamente (Jaspers). 4. 0 La visión de la persona humana como una «sustantividad de propiedad», como un ente real, viviente y finito que puede decir «yo soy yo mismo» y «yo soy mío» (Zubiri). 5.0 La concepción de la amistad como un descubrimiento del otro en tanto que otro y desde más allá de él mismo, desde su vocación (J. Lacroix). Operativamente, la amistad consiste hoy como ayer en desear y procurar el bien del amigo: su ser, su vida, su perfección. E n cuanto a los fines de la relación amistosa, Aristóteles y Santo Tomás continúan en plena vigencia. Pero ya los me" «Die Metaphysik der Sitten», en Immanuel Kants Werke, VIII (Berlín, 1916), pág. 284. 285 dievales enseñaron que la amistad puede ser considerada de dos modos distintos: secundum finem y secundum communicationem, según el fin a que realmente tiende el acto amistoso y según la comunicación o comunidad —katà koinonían, diría Aristóteles— que entre los amigos produce ese acto. Pues bien: la actual consideración de la communicatio amistosa ha introducido muy importantes novedades en la idea de la amistad. Los antiguos, en efecto, concebían el ser de la relación amistosa desde el punto de vista de lo ejecutado por cada uno de los amigos (el bien del otro); por lo tanto, según lo que en esa relación resulta sido. Hoy, en cambio, el pensamiento filosófico tiende a concebir la consistencia de la relación amistosa desde el punto de vista de lo que en ella es mutua y personal coejecución, actividad coejecutiva; por lo tanto, según lo que la persona del amigo —más precisamente, según lo que mi persona, en cuanto amigo— está siendo. Más que una esencia, en la amistad se ve una actividad co-esente. ¿En qué consiste esa actividad? Operativamente considerada, esa actividad es la coejecución amorosa de actos personales. Tal coejecución, real y efectiva cuando la persona del amigo está presente y la relación con él es meramente convivencial, solo puede ser virtual y proyectiva —es decir, intencional— cuando el amigo está ausente o cuando el acto amistoso tiene como propósito un bien futuro. Conviviendo yo el dolor moral del amigo que está ante mí, yo coejecuto real y efectivamente los actos en que se actualiza su pena; ya sabemos cuál es la estructura de tal coejecución. Imaginando la vida del amigo ausente, yo coejecuto de manera intencional lo que nuestra dual convivencia sería si estuviésemos juntos. Planeando una acción mía beneficiosa para mi amigo, yo vivo coejecutando virtual y proyectivamente lo que nuestra convivencia será —podrá ser— si esa acción llega a cumplirse. Mas también es posible considerar con criterio entitativo la actividad co-esente de la amistad. Cuando se la contempla desde el punto de vista del ser, y no solo desde el punto de vista del hacer, ¿en qué consiste la relación amistosa? ¿Qué estoy siendo yo en el acto de ser amigo? Mi respuesta dice 286 así: yo soy entonces una persona cuya propiedad —la realidad de ser «yo mismo» porque soy «mío»— se está operativamente constituyendo mediante un acto libre cuyo fin es el bien actual o futuro de mi amigo. Mi ser propio consiste en coejecutar como mío un acto que para mi amigo es real o virtualmente bueno. Yo soy amigo de mi amigo, a la manera de Montaigne, porque él es él y yo soy yo; pero en este instante yo soy yo, no tanto por las singulares «propiedades» de mi ser personal —mi inteligencia, mi afabilidad, etc.—, cuanto porque la «propiedad» de mi persona consiste en ser para el bien del otro; y mutatis mutandis, lo mismo cabe decir de él. Con lo cual la frase de Montaigne, certera desde el punto de la propiedad personal de los amigos, puede recibir el complemento que exige lo que entre ellos es personal comunidad: «Mi amigo y yo somos amigos porque siendo él quien él es y siendo yo quien yo soy, él y yo estamos siendo nosotros». Un nosotros interpersonal y coejecutivo —un nosotros-sujeto, diría Sartre— cuya realidad propia todavía hemos de examinar. Así considerada, la amistad constituye el núcleo verdaderamente interpersonal de cualquier relación dilectiva. Lo que en tal relación sea vinculación entre persona y persona, es amistad; y lo que en ella no sea amistad en sentido estricto, es el resultado de haberse fundido físicamente con esta la operación de algún momento objetivador: el sexo, la edad, la condición social, etc. Las diversas formas de la relación interpersonal dilectiva se constituyen, en efecto, cuando una instancia de carácter psicofisiológico o sociológico se integra a radice con la amistad y la configura 16. Como tantas veces dice Aristóteles, la amistad supone igualdad entre los amigos; desde el punto de vista de nuestra relación amistosa, ni yo soy más que mi amigo, ni él es más que yo 16; pero lo que a él 15 Lo cual no quiere decir que el amor conyugal sea reductible a la fórmula amistad + sexualidad, o el amor paternal al binomio amistad + consanguinidad. Por eso he hablado de una integración a radice. " En el encuentro amistoso con otra persona —recuérdese lo que antes dije—, entre las dos personas que se encuentran hay una rigurosa «igualdad existencial». 287 y a mí nos objetiva —nuestro cuerpo, nuestras dotes anímicas, nuestra situación en el mundo: lo que en cada uno de nosotros es «adverbial»—, nos hace externamente desiguales y concede figura exterior a nuestra relación amistosa. Cuando es dilectiva, la relación conyugal es una amistad con la cual se funden desde su raíz misma un momento sexual y otro intrafamiliar; y lo mismo debe decirse, con las modificaciones oportunas, de las relaciones paterno-filial y fraternal, de la «amistad» entre el maestro y el discípulo y entre el médico y el enfermo, de la vinculación interpersonal entre el gobernante y el subdito, y en general de toda relación amistosa entre nombres, cuando se la mira en su estricta concreción somática, psicológica y social 1 7 . Decía yo en el capítulo precedente que en la relación imperante-subdito este es y tiene que ser objeto: la vinculación política es por esencia objetiva. ¿Es posible, sin embargo, justificar desde un punto de vista «personalista» esta reducción política del hombre a objeto? ¿Cabe una verdadera «amistad» entre el gobernante y el gobernado? Aristóteles supo dar una respuesta válida para todos los tiempos: «En la tiranía no hay ninguna amistad o hay poca... En los regímenes en que el gobernante y el gobernado no tienen nada en común —escribe—, no hay amistad, porque no hay justicia» {Eth. Nic, 1160 a 31-33). La comunidad (koinonía) es el supuesto de toda posible amistad. Trátase, pues, de saber en qué consiste la «comunidad» entre el imperante y el subdito. Pasando del pensamiento aristotélico al actual, tres parecen ser los elementos esenciales para una correcta solución del problema: servidumbre a un destino comunal, bien máximo de todos y coejecución de lo imperado. Si no condición suficiente para la existencia de una amistad entre el gobernante y el gobernado, sí es condición necesaria la instalación de la existencia de uno y otro en un destino comunal. A través de la generación y del pueblo a que ambos pertenecen, las acciones que mutuamente los vinculan —mandar y oír en el imperante, 17 Véase, para lo tocante a las relaciones intrafamiliares y al condicionamiento social de la amistad, el capítulo «Las relaciones humanas», en La estructura social, de J. Marías. 288 obedecer y opinar en el subdito— se incardinan en la historia universal y llegan a ser genéricamente humanas; el «Dos marchando juntos», de Homero y Aristóteles, gana así su más pleno sentido. La servidumbre a un destino comunal hace auténtica la coexistencia (Heidegger) y sirve de fundamento a la amistad política. Pero tal amistad no sería real, si las ordenanzas promulgadas por el que manda no tuviesen como objetivo el bien máximo de todos. «La amistad del rey para con sus subditos —dice Aristóteles— estriba en la excelencia del beneficio; en efecto, hace el bien de sus subditos, si es bueno y se cuida de ellos para que prosperen» (Efh. Nic. Ï I 6 I a 11-13). No será difícil trasladar el diáfano sentido de este texto a cualquier otro régimen político, y también entender ese «bien» de los subditos de un modo íntegramente humano: bienestar material, dignidad, libertad, etc. La justicia del que rige hace así posible su amistad con el que obedece. Esta, sin embargo, ¿llegaría a existir si el bien imperado, cuyo cumplimiento será más de una vez ingrato, no fuese personalmente coejecutado por el gobernante y el subdito? Por parte de aquel, tal coejecución habrá de ser casi siempre intencional, porque, salvo excepciones, él no trata con el subdito: este suele ser para el gobernante un «él» anónimo e invisible 18. Pero la actividad coejecutiva podrá hacerse real y verdadera cada vez que el gobernante se encuentre con uno de sus subditos, y tal ocasión servirá de prueba para saber si la amistad política es auténtica o simulada. Solo con la presencia de Napoleón en el puente de Areola —presencia coejecutiva— pudo adquirir plena realidad la amistad entre Napoleón y sus soldados; solo compartiendo el pan negro, si la época es de escasez, podrá un gobernante ser verdadero 18 La co-ejecución intencional supone, claro está, la ejecución real. El gobernante co-ejecuta intencionalmente lo imperado ejecutándolo realmente por sí mismo, y teniendo entonces en cuenta la correspondiente acción ejecutiva del subdito. «Le tengo muy presente», dice un tópico encarecimiento español de la afección por el amigo. La co-ejecución intencional del imperante consiste en cumplir personalmente lo que él manda, «teniendo muy presente» al subdito. 19 289 amigo de sus subditos. La «igualdad proporcional» y la «comunidad» de que habla la doctrina aristotélica alcanzan así hondura y plenitud. «Parece, en efecto, que existe una especie de justicia entre todo hombre y todo el que en comunidad con él se halla sujeto a una ley o a un convenio, y, por tanto, también una especie de amistad. Por esto —concluye lapidariamente Aristóteles— la amistad y la justicia se dan en pequeña medida en las tiranías, y en medida mayor en las democracias, donde los ciudadanos, siendo iguales, tienen muchas cosas en común» (Eth. Nic, 1161 b 5-10). Solo así puede personalizarse de algún modo, y en consecuencia legitimarse, la necesaria objetivación del gobernado por el gobernante. Solo así podrá convertirse en un nosotros-sujeto activo, cuasipersonal e integrador del imperante, el nosotrosobjeto impersonal y pasivo que entre los subditos necesariamente se constituye. IV. El estudio de las formas dilectivas de la relación interpersonal nos ha conducido a un análisis de la amistad, y este análisis ha puesto ante nuestros ojos, como ineludible problema antropológico, el problema del vínculo que enlaza entre sí a los miembros de la diada amistosa: el amor entre persona y persona; en el sentido más estricto de la expresión, el amor interpersonal. Tratemos de penetrar en su realidad. Este movimiento del ser humano, por cuya virtud el amigo desea y procura el bien del amigo, ¿qué es realmente, en qué consiste? Entendido del modo más general, el amor humano es la actividad y el vínculo de la comunión del hombre con la realidad, cualquiera que esta sea. La realidad del amante se halla siempre en deleitable comunión con la realidad amada. Pero tal comunión, ¿qué es, en qué consiste cuando la realidad amada es otra persona? Sabemos que no es mera «posesión». En cuanto persona, la persona no puede ser poseída. Poseer un hombre es reducirle a ser objeto instrumental, órganon, como del esclavo dice Aristóteles; por tanto, despersonalízarle, convertirle en pura naturaleza. Una realidad cuyo principio constitutivo es un poder decir «Yo soy mío» desde su propia, íntima libertad, no 290 puede ser desde fuera de ella poseída. Viene a la pluma un fino apotegma moral de Antonio Machado: Enseña el Cristo: a tu prójimo amarás como a ti mismo, mas nunca olvides que es otro. Dijo otra verdad: busca el tú que nunca es tuyo, ni puede serlo jamás. Sabemos asimismo que la comunión amorosa interpersonal no puede ser mera «contemplación». Hay, es cierto, un «amor de contemplación»: el capítulo precedente nos lo ha descubierto; pero en él la persona es ontológicamente degradada a la condición de objeto contemplable. No es el otro en cuanto otro lo que en el amor distante se ama, sino alguna de sus cualidades: su belleza, su inteligencia, su virtud; no se ama en tal caso un quien, sino un qué. Sabemos, por otra parte, que el amor al otro como persona no es mero «gobierno». Gobernar activa e interventivamente la realidad de otro hombre con el propósito de mejorarle es, en efecto, un acto de amor: por amor proceden el buen médico y el buen pedagogo. Pero el gobierno meliorativo del otro supone la objetivación de este, es decir, un «manejo» o «tratamiento» de su realidad —no es un azar que la palabra alemana Behandlung, «tratamiento», tenga como raíz l·land, «mano»—, como si tal realidad no fuese íntima, propia y libre. Esto, suponiendo que el fin del médico sea el bien personal de su paciente, y no «la salud», y el fin del pedagogo sea la personal perfección del educando, y no «la enseñanza» 19. Sabemos, en fin, que el amor personal no es mera «suplencia». Quien procura el bien del otro supliéndole —-für ihn einspringend, diría Heidegger—, asume su personalidad, y durante cierto tiempo le convierte intencional y benéficamente en un «algo» que no es «alguien»; que por lo tanto es «nadie». " Hay, claro está, posibilidades más degradantes: que el fin de uno y otro sean la fama, el lucro o el afán de dominio. En tal caso, el paciente y el educando son puro objeto, puro instrumento. 291 Mientras dura la tutela, el tutelado no es una auténtica «persona real» para el tutor; en el mejor de los casos es solo un germen y un proyecto de persona. ¿Qué es, pues, la comunión amorosa interpersonal? A mi juicio, tres cosas: coejecución, concreencia y mutua donación. El capítulo subsiguiente —«El otro como prójimo»— nos mostrará la realidad de las dos últimas. Ahora, en la medida en que este ingrediente del amor personal puede ser desgajado del todo a que pertenece, debemos considerar el amor de coejecución o amor instante. Examinémoslo a través de un ejemplo bien concreto: la secuacidad personal, la amistad en que uno de los amigos adopta voluntariamente, respecto del otro, una actitud discipular. Tal amistad no es una secuacidad meramente «objetiva»; no es el seguimiento de otro hombre hacia una meta que se estima valiosa. Se es entonces secuaz, no por la persona de aquel a quien se sigue, sino por el valor económico, intelectual, político o artístico del objeto hacia cuyo logro sirve ese hombre de «conductor». El israelita que seguía a Moisés solo porque este le estaba conduciendo hacia la tierra prometida, se hallaba respecto de él en una secuacidad estrictamente objetiva, mínimamente personal; el nosotros-sujeto que él y Moisés formaban en su común empeño era, a lo sumo, el nosotros cuasi-personal que en el capítulo precedente descubrimos. Bien distinto es el caso de quien sigue al amigo por lo que el amigo es. Pedro, Juan, Santiago y el resto de los primeros discípulos de Jesús siguieron a este movidos por lo que para ellos era la persona del Maestro, no por conseguir tal o cual ventaja; y como ellos, ya en un orden puramente humano, cuantos se sienten secuaces de un maestro de doctrina y de vida. Lo que en todos estos casos importa principalmente al seguidor, es la realidad y el valor de la persona de aquel a quien él sigue e imita. «El descubrimiento de un santo nuevo —escribe Th. Merton en The Seven Storey Mountain— ... nada tiene de común con el descubrimiento de una nueva estrella por el entusiasta del cine. ¿Qué puede este hacer con su nuevo ídolo? Contemplarlo hasta el vértigo; nada más. Los santos, 292 en cambio, no son simples objetos agradables de mirar; llegan a ser nuestros amigos y responden a nuestra amistad.» Para el verdadero devoto, el santo es un hombre a quien él se siente vinculado con una relación de secuacidad personal. Que esta es una forma de la relación amistosa, y por lo tanto del amor entre persona y persona, nadie lo pondrá en duda. El problema no consiste, pues, en situar a la secuacidad personal en el cuadro de las relaciones interhumanas, sino en describir con alguna precisión la estructura de la comunión amorosa que en ella se establece. Tal estructura es compleja, y hasta el capítulo próximo no aparecerá con integridad ante nuestros ojos. En este quiero tan solo subrayar la importancia de la actividad coejecutiva —con los momentos compasivo y cognoscitivo que indisolublemente la acompañan— en la comunión amorosa que vincula al seguido y al secuaz. Si este quiere participar imitativamente en la vida y en el ser de aquel, ¿podrá ser otro su principal recurso? El amor a su guía y modelo consistirá ante todo en ejecutar por sí mismo los actos personales —actos intelectivos, estimativos, volitivos, etc.— del hombre que él tiene por maestro. A través de todas las expresiones de este —palabras, silencios, gestos, actitudes—, tratará continuamente de penetrar en el secreto manadero de las intenciones que las determinan, y se esforzará por adaptar fielmente a ellas las posibilidades y las acciones de su propia persona. Procurará, en suma, residir en el seno de la intimidad personal de su modelo, estar en ella. Por esto he dicho que el amor de coejecución es un amor instante. Quien coejecutivamente ama a otro le in-sta, en el sentido más propio de la palabra: trata de estar-en él, en la raíz misma de su vida, en el seno de su intimidad. El acto administrativo de «elevar una instancia» supone una relación de objetuidad entre el instante (el subdito) y el instado (el gobernante); quien «eleva una instancia» aspira a que la «máquina» del poder —lo que en el poder es administración, «máquina»— resuelva de manera favorable eso que él objetivamente pide. Pero la amistad entre gobernante y gobernado, ¿sería posible si este, con su «instancia», no pretendiese llegar a cierta zona de la intimidad de aquel, y si el gobernante, a su vez, no co293 ejecutase intencionalmente en su intimidad la respuesta a su petición? La coejecución dilectiva expresa y constituye el amor interpersonal; el amor de coejecución es un amor instante. Surge así, junto a la contemplación objetivadora que ya conocemos, una contemplación coejecutiva, rigurosamente personal. Cuanto acabo de decir de la secuacidad personal puede ser directamente aplicado a cualquiera de las formas de la convivencia amistosa: la participación en la pena y en la alegría del amigo, la confidencia, la promesa, el consejo, la procura preventiva y anticipativa. La procura por suplencia (el für einen Einspringen de Heidegger) anula, como vimos, la relación interpersonal. La procura preventiva (el einem Vorauspringen heideggeriano) supone, en cambio, un delicado respeto por la persona del otro. Este es ahora ayudado «haciéndole transparente su propio cuidado» (SZ, 122) y respetando su personal libertad para afrontarlo; para lo cual quien le ayuda ha de estar-en él, ha de in-starle coejecutivamente. De otro modo no podría conocer sus posibilidades presuntas y futuras, y sería incapaz de «prevenirle» acerca de lo que su existencia va a ser. Un eficaz nisus coexecutivus late y opera en la entraña misma del amor interpersonal y hace que este sea comunión amorosa. Y puesto que no hay comunión sin comunicación, estudiemos ahora los modos y la estructura de la comunicación coejecutiva. V. Empíricamente considerada, la comunicación interpersonal se halla compuesta por dos actos que constantemente se suceden y solapan entre sí, un acto de interpenetración y otro de intercambio. Cuando el momento personal o responsivo del encuentro es verdaderamente «personal» —dicho de otro modo: cuando el encuentro va a iniciar una auténtica relación de personeidad—, ya mi primera respuesta a la presencia del otro es a la vez instante y aperiente: trata de penetrar en su intimidad y, en alguna medida, la abre la intimidad mía. El —convertido en tú para mí— y yo —convertido en tú para él— emprendemos entonces una tarea de mutua comprensión. 294 Sería totalmente inoportuno que yo me lanzase aquí a una exposición detallada de lo que la «comprensión» (Verstehen) ha sido en el pensamiento contemporáneo 20 . Me contentaré recordando que esa palabra viene siendo empleada en dos acepciones íntimamente conexas entre sí: nombra a veces un «existencial», una categoría ontològica de la existencia humana (Heidegger); designa en otros casos una actividad psicológica, la actividad de «comprender» a otro y de «comprenderse» a sí mismo (Dilthey, Scheler, Spranger, Jaspers, Erismann, Bollnow y tantos más). La «comprensión» ontològica es la estructura de la realidad humana que hace posible la «comprensión» psicológica; siendo metafísicamente «comprensiva», la existencia humana advierte y hace suyo el sentido de su ser-en-el-mundo. Para que yo comprenda psicológicamente al otro y él me comprenda a mí, es necesario que yo penetre en su intimidad y que él penetre en la mía, y este doble acto de penetración no sería posible sin una mutua apertura de nuestras almas. Como Gabriel Marcel nos ha enseñado a decir, él no sería tú para mí y yo no sería tú para él, si ambos no estuviésemos en recíproca disponibilidad. La disponibilidad para con el otro —la activa apertura de su personal existencia— es así el principal supuesto psicológico y ontológico de la comprensión. Sabemos ya que la apertura a los demás hombres es un constitutivum fórmale de la existencia humana. Pero también sabemos que esta constitutiva, ontològica apertura al otro puede realizarse ónticamente bajo dos formas polarmente contrapuestas: la apertura sensu stricto y la oclusión. Mediante el ejercicio de su libertad, el otro puede mostrárseme «abierto» o «cerrado». «Me abrió su corazón», «Se encerró en sí mismo», suele decir el pueblo para expresar la versión extrema de cada una de esas dos posibilidades. Y los tipos psicológico-sociales 20 Pueden verse, a tal respecto, la monografía de G. Stòrring, Die Frage der geisteswissenschaftlichen und verstehenden Psychologie (Leipzig, 1928), mi libro Medicina e Historia, págs. 150-163, y mi ensayo «Teoría de la comprensión», en Ejercicios de comprensión (Madrid, 1949). 295 que Bergson describió bajo los nombres de rhomme ouvert y l'homme clos no son sino el resultado de convertirse en hábitos psíquicos la apertura y la oclusión del alma ante la presencia del otro. Frente a un alma disponible y abierta, la instancia coejecutiva será faena fácil y rica en frutos de convivencia. Nada más hacedero que la acción espiritual de vibrar al unísono con el amigo que nos está confiando su intimidad. Frente a un alma embargada u oclusa, la instancia con ella será rudo ejercicio táctico, lento asedio amistoso oscilante entre la súplica, el mimo y la amigable brusquedad. Cierta abertura del otro es en todo caso necesaria para una relación interpersonal y amistosa. Un hombre resuelta y totalmente ocluso a quien con él se encuentra, no puede ser tratado como persona, tiene que ser tratado como objeto. La penetración en la intimidad del reo obstinado en callar y en el seno de las intenciones del jugador de poker, en modo alguno puede ser coejecutiva. Ante uno y otro, solo la penetración razonadora y analógica puede dar algún resultado positivo. Ocasional o habitual, resultado de una efusión momentánea o de un permanente modo de ser, la disponibilidad no es una actitud pasiva del alma, un quiescente y benévolo «sentarse y esperar» ante la presencia del otro; mucho menos, ese J'écoute entre alertado y concesivo que a veces suena en las conversaciones francesas, o nuestro equivalente «Usted dirá». Bajo su aparente pasividad, la disponibilidad es el término común de dos actividades psíquicas: la de mantenerse abierto a las expresiones del otro —como la comprensión, la apertura del alma es a la vez una estructura metafísica y una oscilante actividad psicológica de la existencia humana—, y la de solicitar manifiesta y delicadamente, mediante la palabra, la mirada o el gesto 21, la oportuna producción de tales expresiones. Aquella constituye el momento «aperitivo» de la disponibilidad; esta otra, su momento «deprecativo». Juntas las dos, la presencia ante el otro se hace invocación y acogimiento. Solo quien nunca haya visto junto a sí la presencia disponible 21 Recuérdese el texto de Simone Weil citado en páginas anteriores, acerca de lo que es —de lo que debe ser— una «mirada atenta». 296 de un amigo verdadero —cui non risere amici, podría decirse, ampliando a Virgilio—, solo ese podrá afirmar que el encuentro con el otro es siempre una «hemorragia de ser». El disponible frente a otro da cima a su actividad de penetración y coejecución comprendiendo a este, elevando la disponibilidad a comprensión. ¿Qué es «comprender» a otro hombre? Dejemos intacto el sugestivo problema de la autocomprensión o comprensión de uno mismo; no toquemos tampoco el que plantea la comprensión de un producto objetivo cualquiera de la actividad humana 22, atengámonos exclusivamente a la comprensión del otro presente y real. Visible ante mí, un hombre me comunica con palabras y gestos una parte de su intimidad. ¿Cuándo podré decir con algún fundamento que le he comprendido? Hay una primera comprensión objetiva, impersonal y mostrenca, consistente en saber lo que esas palabras y esos gestos significan en el mundo en que el otro y yo existimos: la «forma elemental» de la comprensión, en el lenguaje de Dilthey. Sujeto de la actividad comprensiva es entonces el «se», das Man; yo comprendo al otro, no en cuanto él y yo somos personas singulares, sino en cuanto soy cualquiera de los hombres que viven en mi mundo. N o es esta la comprensión propia de la convivencia amistosa; es, por supuesto, su condición necesaria, mas no pasa de ahí. La comprensión interpersonal, «forma superior» de la actividad comprensiva, es una operación psíquica formalmente opuesta a la expresión comprendida. La actividad expresiva es el tránsito ejecutivo desde una intención determinada a la expresión en que tal intención se realiza. Poco importa que el movimiento psíquico de «hacer intención» no haya sido muy explícitamente vivido; patente o latente, nunca falta en los actos del hombre que han rebasado el nivel del puro automatismo. Pues bien: la actividad comprensiva interpersonal pretende pasar desde la expresión percibida a la intención que en esta se expresó, para convivirla coejecutiva y compasivamente. Quien se expresa, convierte lo interior en exterior; quien personalmente comprende al que se expresa 22 Algo dije acerca de este último problema gnoseológíco al estudiar las formas deficientes del encuentro. 297 se remonta desde lo exterior a lo interior y descubre por experiencia propia, no solo lo que significa objetivamente la expresión del otro, su «sentido objetivo», sino también lo que esa expresión significa en la vida del hombre a que pertenece, su «sentido personal». Dos son las operaciones principales de la comprensión personal: una es osada e inventiva; la otra es confirmadora y estrictamente coejecutiva. Las llamaremos buceo inventivo (la «autotransposición», el Sichhineinverset^en de Dilthey) y recreación (el Nacherleben y el JSSachbilden de Dilthey y Scheler). En contacto disponible y simpático 23 con las expresiones de la vida ajena, yo actualizo en mi alma todas las posibilidades de que dispongo para hacer mi propia vida, y desde una de ellas, la más próxima al contenido vivencial de la expresión que entonces percibo, imagino cuál puede ser la intención de quien así ha querido comunicarse conmigo; tal es la estructura del «buceo inventivo». Sin cierta posibilidad de ser yo lo que el otro parece estar siendo, no podré comprenderle: si yo no soy capaz de bromear —aunque de hecho no bromee— jamás comprenderé al bromista; si yo no soy capaz de blasfemar —aunque de hecho no blasfeme—, nunca comprenderé al blasfemo 24. Pero mi capacidad para ser lo que el otro parece estar siendo no basta para comprenderle. Necesito, además, imaginación suficiente para adivinar cómo esa intención se integra y ordena dentro de la existencia a que pertenece. Quien carezca del talento inventivo que exige el ser «novelista del otro» (Unamuno, Ortega), no logrará comprenderle. Convivir humanamente no es solo inventar al otro; pero sin cierta invención del otro no es posible una convivencia cabalmente humana 26. Al buceo inventivo sigue la «recreación»; la cual supone que la intención adivinada posee alguna evidencia convivencial. Todos 23 Recuérdese el concepto scheleriano de la simpatía. A él me atengo. 24 Comprender no es disculpar. Uno puede comprender a un culpable sin negar su culpa. 25 Lo mismo cabe decir de la impatía o Einfühlung, aunque uno se aparte de la interpretación idealista de Lipps. 298 los momentos constitutivos de mi convivencia personal con el otro —lo que ahora él me es y yo le soy, nuestro pasado respectivo, nuestro respectivo futuro— me hacen evidente la realidad de la intención que el buceo en su alma me ha permitido «inventar» 26 . De ser novelista del otro, paso a ser su descubridor; y descubriendo con evidencia su intención, la hago mía, me renuevo con ella, y desde ella puedo coejecutar —recrear en mí y para mí— las acciones en cuya virtud ha llegado a expresarse. Jugando ingeniosamente con su propio idioma, Guitton dice que cuando lo conocido es otro hombre, la connaissance es con-naissance, el «conocimiento» es «conacimiento»; y, en efecto, algo de nacimiento a nueva vida hay en la adivinación evidente y coejecutiva de una intención ajena y amistosa. Como la juventud de la Sunamita rejuvenecía a David, el contacto personal con el amigo rejuvenece al amigo. La evidencia de la intención ajena —evidencia no lógica, sino vital o existencial— es en el rigor de los términos una «inyección de ser», y permite que la coexistencia sea coejecución. La amistad es entonces cumplida instancia mutua: instándome, mi amigo está en mí; instándole, yo estoy en mi amigo; y los dos estamos más allá de las objetivaciones que imponen la sociedad y la historia, en esa escondida estancia donde vivir no es hacer algo de lo que el mundo exige, sino —más alta y sencillamente— «ser con otro» y «ser persona». Mas ya sabemos que la comunicación interpersonal no es solo interpenetración comprensiva; es también intercambio. Ontológicamente, los amigos intercomunicantes se intercambian «ser»; empíricamente, el primer plano de la comunicación interpersonal amistosa es un activo intercambio de gestos, palabras y silencios. Quede para el capítulo próximo el estudio del «intercambio del ser» que da última consistencia a la vinculación amorosa de dos personas. En este intentaré describir y entender ese «primer plano» del intercambio comunicativo. Esto es, el diálogo personal. Un «diálogo personal» —un coloquio de dos personas en cuanto personas— es algo más que una «conversación fun!í No se olvide que «inventar» es a la vez descubrir e imaginar. 299 cional», en el sentido técnico que a esta expresión di en el capítulo precedente. Por supuesto, en el diálogo personal se habla de «objetos». Para el hombre es imposible no hablar de objetos. Cada palabra significa algo «objetivamente» igual para todos; cada palabra es un signo intramundano, válido para todos los hombres que integran ese «mundo» y, en definitiva, para todos los hombres. En todo diálogo genuinamente interpersonal hay, es cierto, palabras y acepciones solo «para ti y para mí»; pero tales términos secretos, aparte ser excepción rigurosa entre los que componen el coloquio, no por secretos dejan de referirse, como los demás, a una realidad «objetiva». La diferencia entre el diálogo personal y la conversación funcional no procede, pues, de que esta sea objetiva y aquel no, sino de la relación intencional del que habla con los objetos a que sus palabras se refieren. En la conversación funcional, tal relación se establece entre el objeto verbal y el «yo» de cada uno de los que conversan: para mí, el otro es entonces un instrumento locuente interpuesto entre mi yo, por una parte, y aquello a que mis palabras apuntan, por otra; y eso mismo soy yo para él. En el diálogo personal, en cambio, la relación sujeto-objeto se establece entre lo que las palabras significan y el «nosotros» diádico que mi persona y la persona del otro constituyen. Y lo que digo de las palabras, entiéndase análogamente dicho de los gestos y de los silencios. Una sonrisa mía —el gesto más propio de la convivencia amistosa— es el signo y el símbolo del gozo que me produce el modo particular en que entonces tú y yo estamos siendo «nosotros». Un silencio en el curso de un diálogo entre amigos es muchas veces signo y símbolo de la fruición saturada e inefable que en sus almas pone la realidad de ser «nosotros» 27. El verda27 «Y luego habrá quien nos diga —escribe Ortega—: 'Vamos a hablar en serio de tal cosa.' ¡Como si eso fuese posible! ¡Como si 'hablar' fuese algo que se pueda hacer con última y radical seriedad, y no con la conciencia dolorida de que se está ejecutando una farsa -—farsa, a veces, noble, bien intencionada, inclusive 'santa', pero, a la postre, farsa! Si se quiere, de verdad, hacer algo en serio, lo primero que hay que hacer es callarse. El verdadero saber es... mudez y taciturnidad. No es, como el hablar, algo que se hace en sociedad. El saber es un hontanar que solo pulsa en la soledad» 300 dero sujeto del coloquio amistoso no es un yo alternante, sino el «nosotros» dual en cuyo ámbito tú y yo somos. Veámoslo en dos ejemplos triviales. Me acerco al mostrador de una agencia de viajes, pregunto al funcionario: «¿Puede decirme cuándo sale el primer avión para Londres?», y él me responde: «Mañana, a las 16,30.» He aquí una típica conversación funcional. El otro ha sido para mí puro instrumento locuente, un cuerpo humano capaz de informarme con exactitud acerca del «objeto» de mi pregunta. Lo que él me dice es, por otra parte, una noticia susceptible de comprobación «objetiva». El otro, en definitiva, podría ser sustituido —acaso ventajosamente— por una máquina parlante. Salgo de la agencia de viajes, y me encuentro con un conocido. Sin ser íntima, mi relación con él es amistosa. Viene el hombre hacia mí, y me dice: «Me alegro de verle. ¿Cómo está usted?» «Bien, ¿y usted?», respondo yo. Y él añade: «Muy bien, gracias.» Imaginemos que todas estas palabras poseen cierta autenticidad, que no son pura fórmula de cortesía social. ¿Cómo desconocer que, dentro de su indudable trivialidad, esa conversación ha sido un diálogo entre personas, un coloquio esencialmente distinto del que acabo de sostener con el funcionario de la agencia de viajes? El diálogo entre mi conocido y yo posee en su estructura un momento indudablemente objetivo. Las palabras de mi conocido tienen como objeto intencional el estado de mi salud, y las mías, el de la suya; es decir, dos realidades a las cuales pertenece un ingrediente personal e íntimo (el sentimiento que uno y otro tenemos de nuestra respectiva vida), pero de las cuales es parte esencial un ingrediente estrictamente objetivable (la apariencia externa e interna, el rendimiento vital de nuestros cuerpos). No es esto, sin embargo, lo decisivo. Lo decisivo es: a) que para mi conocido y para mí, cien leguas distantes de ser dos doctrinarios de la medicina científico-natural, la normalidad de nuestros cuerpos adquiere sentido inmediato en cuanto él y yo «estamos bien», esto es, (Origen y epílogo de la filosofía, México, 1960, págs. 59-60). En el capítulo próximo reaparecerá el tema del silencio comunicativo. 301 en cuanto ambos nos sentimos capaces de hacer sin menoscabo ni grave molestia física nuestras respectivas vidas; y b) que ese doble «estar bien» cobra ahora último sentido en cuanto a uno y a otro mutuamente nos contenta; con otras palabras, en cuanto es simultánea y gozosamente vivido por él y por mí como personas individuales y como miembros del «nosotros» diádico que en aquel momento constituimos. Yo gozo mi «estar bien» y el suyo, él goza su «estar bien» y el mío, y ambos somos «nosotros» coejecutando en alguna medida el «estar bien» del otro, conviviendo nuestra módica alegría de habernos encontrado y consintiendo el agradecimiento que en cada uno de los dos ha producido nuestra respectiva y expresa solicitud por la salud del otro. Mi vinculación dialógica con el funcionario de la agencia de viajes era pura y exclusivamente «objetual»; la vinculación dialógica entre mi conocido y yo es real y efectivamente «personal». Este esencial contraste entre la conversación objetiva y el diálogo interpersonal otorga al habla dos significaciones fundamentalmente distintas entre sí. La palabra es en el primer caso mero signo audible de una intención objetivable y objetivante. Al pronunciarla me responsabilizo y comprometo; mas no con una persona, sino con el sistema de vinculaciones contractuales e instituciones objetivas a que yo y el otro pertenecemos. Hablando así, me responsabilizo y comprometo con el «mundo», y en minúscula medida hago mía una famosa sentencia del idealismo romántico: Weltgeschichte, Welígericht, «la historia del mundo es el tribunal del mundo». Mi existencia se escinde ahora entre un mundo de realidades sensibles (el cuerpo del funcionario a quien interrogo, el avión que ha de volar hacia Londres, etc.) y un mundo de abstracciones impersonales: «la» verdad, «la» razón, «la» humanidad. En definitiva, estoy solo, tan solo como un héroe de Kafka o —pese a su dialéctico étre-pour-autrui— como un personaje de Sartre. Mi lema es: «El otro es el mundo.» Bien distinta es la significación de la palabra en el diálogo interpersonal. Sin dejar de ser signo de una intención objetivable y objetivante, porque no hay expresión verbal sin objeto, su intencionalidad se halla ahora asumida por otra más alta, 302 de índole confesional, dativa y promisiva. En cuanto mías, mis palabras son entonces cauce de una confesión, símbolo de una donación y prenda de una promesa; y en cuanto partes de un conjunto coloquial unitario, son testimonio expresivo de mi personal pertenencia a la diada que el otro y yo formamos. Yo confieso al otro una parte de mi intimidad, le doy algo de mi propio ser y le prometo fidelidad a la vinculación personal que mi expresión declara. Soy yo, yo mismo, quien habla; pero en el momento de hablar, yo soy yo-en-nosotros. ¿Puede extrañar que cambie el modo de mi compromiso? Antes, yo me responsabilizaba y comprometía con el mundo; ahora, mi persona se responsabiliza y compromete con la persona del otro. He aquí, pues, el lema de la comunicación amistosa: «Mi mundo es el otro» 28. Pero si es inexorable que la palabra objetive, ¿puede ser el lenguaje recurso supremo de la relación interpersonal? Indudablemente, no; ese recurso supremo es el silencio. Cuando este es de veras amoroso, cuando no es voluntad de callar, ni incapacidad de decir, sino pura quiescencia en la mutua compañía, en él tiene su verdadera meta el diálogo entre personas. «El amor y el silencio —dice J. Delesalle— son superiores a nuestra condición. Pero la única dignidad y la única justificación del lenguaje es tender hacia ellos» w. Todo coloquio amistoso no puede, no debe ser otra cosa que un intermedio verbal entre dos silencios 30. Quede aquí el tema, en espera del capítulo próximo. VI. La relación interpersonal es ante todo coejecución, 28 Sobre la condición promisora de la palabra, véase Brice Parain, Recherches sur la nature et les fonctions du langage, págs. 176-177, y M. Chastaing, L'existence d'autrui, pág. 332. Sobre el problema del diálogo -—aparte las obras ya mencionadas de Martin Buber, Gabriel Marcel, Jean Lacroix, etc., véanse los trabajos «Du dialogue authentique et de ses conditions», de M. Deschoux, «Tout dialogue est métaphysique», de G. Isaye, y «Dialogue et présence d'autrui», de J. Moreau, en L'homme et son prochain, págs. 29-42. 29 Essai sur le dialogue (Paris, 1953), pág. 59. 30 Todo coloquio amistoso y aun toda palabra humana, según la penetrante meditación de Heidegger en Unterwegs zur Sprache, y según el texto de Ortega antes transcrito. 303 compasión y conocimiento. Cuando esta relación es dilectiva, su vínculo primero es el amor que antes he llamado «instante». Este amor, ¿puede alcanzar su meta? ¿Me es posible estar-en el otro de una manera satisfactoria? El amor de contemplación o amor distante no logra su propósito: una contemplación total y agotadora es de todo punto imposible; algo ha de quedar para mí latente en el objeto que contemplo. Pero lo que en un objeto me es latente, podría serme presente si yo cambiase mi actual punto de vista por otro más favorable; al menos, tal es entonces mi certidumbre íntima, aunque el objeto por mí contemplado sea la realidad psicofísica de otro hombre. ¿Puedo decir lo mismo si mi amor es de coejecución? Mi instancia coejecutiva en la intimidad de otra persona, ¿puede traerme la ilusión de un conocimiento plenario de esa intimidad? La verdad es que esa instancia mía en el otro y del otro en mí se hallan de antemano condenadas al fracaso. Tres razones lo exigen: nuestra condición íntima, nuestra condición libre y —en último extremo— nuestra condición propia. La condición íntima de la persona impone un límite irrebasable a la coejecución de la vida ajena y al conocimiento del otro. El médico Oliver Wendell Holmes escribió en The Autocrat at the Breakfast-Table que cuando dialogan Juan y Tomás toman parte en el diálogo seis personajes distintos: el Juan que Juan es para Juan, el Juan que Juan es para Tomás, el Juan real, solo conocido por el Sumo Hacedor, y los tres correspondientes Tomases. Aunque excesivamente simplificador, porque también intervienen en el diálogo el Juan y el Tomás que en uno y otro ven los conocidos de Juan y Tomás, no deja de ser admisible este ingenioso esquema, más de una vez utilizado por Unamuno. Puedo decir, en efecto, que en mi coejecución de tus acciones íntimas cuado yo me encuentro contigo, están operando tres niveles o planos de tu intimidad: tu intimidad para mí, tu intimidad para ti mismo y tu intimidad para Dios. Yo no puedo pasar de la primera: algo hay en ti que tú conoces y que yo no podré conocer jamás, por grande que sea tu sinceridad conmigo. T ú no puedes pasar de la segunda: algo hay en ti que ni tú mismo llegas a conocer, 304 por lúcida y penetrante que sea tu actividad introspectiva. ¿Pudo saber Descartes por qué y cómo el 10 de noviembre de 1619 tuvo su mente la súbita y deslumbradora visión del «método»? ¿Pudo saber Kekulé por qué y cómo cierta noche vino a él la idea del exágono bencénico? Y así en cualquier vida personal, por vulgar y adocenada que parezca. Mi experiencia de mí mismo, la más fría y escueta experiencia, me lleva a postular la existencia de Quelqu'un qui soit en moi plus moi-meme que moi, para decirlo con la espléndida frase de Claudel 31. ¿No es esto, precisamente esto, lo que humana y analógicamente sucede en la relación interpersonal amorosa? «Amada, tú eres mi mejor yo», dice Shelley a la suya: la amada de Shelley es para el poeta «alguien que es en él más él-mismo que él». Sin que D o n Juan pase de entreverlo, Doña Inés ama un D o n Juan más «él-mismo» que el galanteador canalla y jactancioso a que el propio D o n Juan solía referirse cuando de sí mismo decía «yo»: «Yo, gallardo y calavera...» Si D o n Juan hubiese sido Shelley —ni con la ayuda de Zorrilla pudo serlo—, habría dicho a Doña Inés: «Amada, eres mi mejor yo.» Y como Don Juan y Shelley, todos aquellos a quienes otra persona ama con verdadero amor o con verdadera amistad. Porque, como pronto veremos, en la amistad y en el amor verdaderos se ama al otro desde la raíz misma de su ser, desde su vocación, y no hay vocación auténtica que no suponga y exija la existencia de «Alguien más yo-mismo que yo». Bien. Pero ni siquiera siendo el «mejor yo» del otro puedo llegar hasta el fondo de su intimidad. La intimidad personal es constitutivamente secreta. La conciencia individual —«el mixto de un jo y un mí», según la fórmula de Le Senne— 31 En un primer análisis de mi intimidad, el quelqu'un (alguien) de la frase de Claudel se muestra como quelque chose (algo): «Algo hay en mí más yo-mismo que yo.» Pero si ese «algo» se revela como donación gratuita e incomprensible —tal es el caso en los ejemplos de Descartes y Kekulé y, en general, en toda actividad anímica creadora—, la mente se siente obligada a postular o a reconocer la existencia de un «donador», y dice: «Alguien hay en mí más yo-mismo que yo.» 305 20 conduce, alma adentro, hacia lo que ni siquiera por vía de interpretación puede ser consciente. La vivencia supone una estructura metafísica previvencial. El ser de la palabra, en suma, echa sus raíces en el silencio del ser. El problema último del hombre consiste en saber vivir ese «silencio» como «promesa». La instancia coejecutiva se halla asimismo limitada por la condición libre de la persona. E n mi relación con otro hombre, este realiza el carácter dativo de su existencia expresándose libremente ante mí; y frente a él, yo realizo el carácter compresencial de la mía percibiendo la presencia cierta de una expresión que en todo momento es pudiendo no ser o ser otra cosa —si no, no sería libre la existencia a que pertenece y de que emerge—, y la compresencia incierta de la intimidad que desde un «más allá» temporal y espacial da sentido unitario, aunque veteado de inseguridad y amenaza, a todo lo que en esa expresión es para mí presente y pasado. La libertad del otro hace para mí constitutivamente incierta mi coejecución de sus acciones personales. Además de haber en el otro una intimidad rigurosamente inaccesible, resulta que hasta lo accesible en él me es y no puede no serme inseguro e incierto. La comprensión psicológica del otro es esencialmente falible. Coejecutando los actos físicos y espirituales de la persona «comprendida», yo no puedo estar seguro de «tener en la mano» su alma. Con razón decía el Maestro Eckart: «Donde hay dos, hay dolor.» Más aún: frente al otro, la propia comprensión de mí mismo se me hace incierta, porque del otro depende en buena parte el sentido de lo que ante él yo siento, pienso y digo. «El sentido de mis expresiones —escribe con razón Sartre— se me escapa siempre; yo nunca sé exactamente si yo significo lo que quiero significar, ni incluso si yo soy significante; en este instante preciso sería necesario que yo lea en el otro, lo cual es por principio inconcebible... Desde el momento en que me expreso, no puedo sino conjeturar el sentido de lo que expreso» (EN, 441). La libertad, que por un lado pide comunicación existencial —dirá Jaspers—, la hace, por otro, imposible; el fracaso de la comunicación en la existencia actual no es absoluto, pero es inexorable. 306 La coejecución de la existencia ajena y el conocimiento del otro deben fracasar, en fin, por la condición propia de la vida personal. Es en mí intransferiblemente intimo lo que en mí es intransferiblemente mió; soy libre en cuanto soy «dueño» de mis actos, esto es, en cuanto mis actos, por salir de mí, son míos. La intimidad y la libertad del otro se fundan en su «propiedad» como persona. Y ante un ser que se constituye como realidad por su posibilidad de decir «Yo soy mí mismo» y «Yo soy mío», ¿puede conducir a término satisfactorio una instancia coejecutiva? Recordemos una expresión de nuestro lenguaje familiar: «Fulano es muy suyo». O sea: «Fulano ejercita su libertad personal dando muy poco de su intimidad a los demás». Quien libre y constitutivamente es sujo puede serlo más y menos, y esta es la razón metafísica por la cual decía el pío y cauto Malebranche: «Intentemos sostenernos uno a otro sin confiar demasiado uno en otro» 32. En mi encuentro contigo, tú puedes ser más o menos «tuyo». Puedes cerrarte a mí, esto es, callar; puedes disfrazar lo que realmente eres, esto es, ocultar; puedes desfigurar voluntariamente tu propio ser, esto es, mentir. En principio, al otro puedo decirle: «Coexisto contigo coejecutando la intención de que tus expresiones proceden; pero, contra mi voluntad, me veo obligado a dudar de que en ti sea íntimamente real y verdadero lo que tu expresión me dice». Siendo «suyo», el otro tiene que serme «otro»; su alteridad se radicaliza y se hace para mí «otredad». Todo esto no es desconfianza táctica; «gramática parda», según la sabida expresión de nuestro pueblo. Es algo más grave y fundamental. N o solo puedo yo dudar acerca de la íntima verdad de lo que el otro me dice, sino que no puedo no dudar, porque esta duda radical e ineludible es justamente la que me hace ver al otro como persona. Mi incertidumbre respecto de la intimidad del otro no es solo ética y social, es también, de más radical modo, gnoseológica y metafísica. Percibir al otro como persona es experimentar física y sensorialmente su libertad y su propiedad; descubrir, como decía 32 Entretiens sur la métaphysique et la religión, V (ed. de A. CuviEer, Paris, 1948, pág. 169). 307 Dilthey, que en la realidad exterior a mí hay «unidades volitivas»; en suma, advertir que las posibilidades de mi existencia son desde su raíz misma composibilidades, y que estas se hallan doblemente amenazadas: por mi indefectible falibilidad y por la libertad originaria de las personas con quienes mi futuro es composible. Yo no puedo convivir humanamente más que dudando. Lo cual es dramático, además de ser cierto, porque yo, hombre, no quiero y no puedo aceptar mi propio límite. ¿Hay acaso algún orden de la actividad humana en que coincidan el límite y la meta? E n mi relación con la persona del otro, yo quiero, ante todo, compañía real y efectiva, no solo cooperación objetiva y externa; en el otro busco el «amigo», no solo el «socio» y el «camarada». Pero he aquí que, por sí sola, mi instancia amorosa en la intimidad de ese otro no me permite salir de la incertidumbre: ha de partir de esta, porque el otro me es persona en cuanto me es incierto, y a ella me conduce, porque no cabe certidumbre en el tránsito desde el «buceo inventivo» en el alma ajena a la «recreación» de lo que dentro de esa alma acaece. Cuando alguien me dice algo tan trivial como «Me alegro de verte bien», sus palabras —si no son para mí fórmula inane— tienen que dejarme en invencible, azorante perplejidad. En la relación interpersonal, la vida personal del otro se me escapa, y mi vida personal se escapa al otro. «Persona», ¿no es acaso el nombre que los antiguos romanos daban a las máscaras que los actores teatrales ponían sobre su rostro? La relación entre dos «personas», ¿vendrá a ser, según esto, algo semejante al recíproco «No me conoces, no me conoces», con que las máscaras del Carnaval de antaño se saludaban entre sí? La convivencia interhumana, ¿estará condenada a ser, cuando pretende ser auténtica, puro vértigo angustioso? Recordemos la doctoral y prosaica dolora de Campoamor: Sin el amor que encanta, la soledad del ermitaño espanta. Vero es más espantosa todavía la soledad de dos en compañía. 308 ¿Es posible deshacer esa «soledad de dos en compañía»? Si el amor instante no es por sí solo capaz de ello, ¿cómo habrá de ser el amor para que la compañía no sea ocasión de más intensa soledad? ¿En qué consistirá ese «amor que encanta», de que nos habla la cuasipoética reflexión campoamorina? Aprestémonos a indagarlo. 309 Capítulo VII El otro como prójimo A L llegar a este punto, es seguro que en el ánimo del lector ^ *• atento habrá surgido un sentimiento de perplejidad. Todo el desarrollo del capítulo precedente pide que esta sea su conclusión, y aun su culminación. El otro ha de ser para mí «persona»; si no lo es, mi relación con él le degrada, le desnaturaliza. La relación interpersonal puede ser y debe ser dilectiva; contra lo que Sartre afirma, esa relación no es por necesidad pura y exclusivamente conflictiva: el conflicto pertenece necesariamente a la relación con el otro, pero no constituye su sentido originario. Decir, como Quevedo, «mi mal es propio, el bien es accidente», es lanzar una queja hiperbólica, no sentar una tesis metafísica. Afirmar, como Sartre, que el bien, más que accidental, es absurdo, es pronunciar una seudoverdad de razón y un error de hecho. Mas para que la amistad sea auténtica y satisfactoria, tiene que ser algo más que amor de coejecución. Por sí sola, la instancia amorosa conduce a la incertidumbre, al vértigo. El otro me revela su condición personal —su intimidad, su libertad, su propiedad— evadiéndose de mí en mis conatos por tratarle como persona. La comprensión instante del otro, el «amor instante», no me permite descansar con certidumbre en su compañía. Me veo obligado, pues, a decir, con el Maestro Eckart, «Donde hay dos, hay dolor», y a pensar, con don Ramón de Campoamor, 311 en «la soledad de dos en compañía». Para que mi amigo real y verdaderamente me acompañe, es preciso que, además de ser mi amigo, sea mi «prójimo». Pero si la relación de projimidad parece ser, por una parte, la culminación de la relación amistosa, ¿no parece, por otra, ser algo cualitativamente distinto de la amistad? El Samaritano, ¿era acaso amigo del herido a quien socorrió? ¿Acaso no pudo socorrerle siendo su enemigo? A primera vista, la amistad es el amor a este hombre, y el amor al prójimo, la ayuda amorosa a un hombre. Mi amigo es y no puede no ser tal hombre determinado; mi prójimo puede y debe ser, en principio, cualquier hombre. Así piensa Jaspers: «A diferencia del amor —escribe—, la caridad significa una actitud de socorrer sin acercamiento del propio ser-si-mismo al ser-si-mismo del otro, a desigual nivel y sin incondicionalidad» (II, 286). E n el amor, el otro es un individuo insustituible; en la caridad, un ser humano necesitado de ayuda. Para el amigo, el amigo es su igual; para quien caritativamente socorre, el socorrido está en aquel momento «por debajo». La ayuda al amigo es incondicionada; el auxilio al menesteroso está habitualmente condicionado por «la voluntad egoísta de vivir» x . La caridad brota del sentimiento y es compatible con una vida personal sin graves conmociones; el amor, en cambio, nace de la raíz misma del ser. Aunque la descripción de Jaspers confunda más de una vez la «caridad» genuina con la «filantropía» y aunque, como pronto veremos, desconozca la verdadera consistencia metafísica de la caridad stricto sensu, algo en ella es certero: el advertimiento de una fundamental diferencia cualitativa entre la amistad y la caridad. Repito lo que antes he dicho: el Samaritano de la parábola no era amigo del herido; más aún, pudo muy bien no serlo en el resto de su vida, a pesar de haber de1 «Este auxilio —precisa Jaspers— solo es incondicionado en el santo, el cual, regalándolo todo, renuncia a sí mismo como existencia empírica en el mundo, y solo vive en cuanto el azar y el auxilio de los demás lo permiten. Pero la existencia empírica fàctica exige que se mantenga la voluntad egoísta de vivir y, por tanto, necesariamente se limite el espacio libre para los demás. El auxilio al menesteroso es entonces relativo» (II, 286). 312 mostrado con tan buenas razones ser su prójimo. ¿Qué pensar, pues, de la relación entre el amor de amistad y el amor de projimidad, entre el amor al amigo y el amor al prójimo? I. Para obtener una respuesta satisfactoria, volvamos a la experiencia cotidiana. Me encuentro con un conocido que acaba de sufrir una desgracia familiar, y le digo: «Te acompaño en el sentimiento». Estas palabras mías, ¿son para él verdad, expresan un real sentimiento mío? Puede suceder —y tal eventualidad es la regla— que la respuesta a esta interrogación no importe gran cosa a mi conocido. Pero, ¿y si de veras le importa? E n tal caso, será inevitable en su alma la incertidumbre. Para salir de ella, ¿me convertirá en «objeto» de una pesquisa recelosa y escrutadora, como si yo fuese su rival en una partida de poker o el reo de un interrogatorio judicial? ¿Tratará de someterme a la acción de cualquier «suero de la verdad»? Convengamos en que la vida social no sería muy cómoda si hubiese menester de tales cautelas y expedientes. Mi conocido resuelve su problema de un modo harto más sencillo. Sin necesidad de recursos técnicos especiales, ese hombre sale de su incertidumbre a través de un proceso psicológico cuya estructura nos va a revelar un análisis del libro X de las Confesiones de San Agustín. En el momento culminante de sus Confesiones, surge en el espíritu del santo una viva preocupación por el sentido y la suerte de las palabras que escribe. Esas palabras son dichas a Dios y a los hombres. Dios, que lee en el fondo de los corazones, sabe que son verdaderas; pero los hombres, que «no pueden aplicar su oído a mi corazón, donde soy lo que soy» (X, 3,4), ¿cómo lo sabrán? San Agustín se halla íntimamente convencido de que ese saber no será nunca satisfactorio si solo se apoya en su personal esfuerzo por demostrar la verdad de lo que escribe: «me confieso a ti, Señor —declara—, para que me oigan los hombres, a los cuales no puedo probar que confieso cosas verdaderas» (X, 3,3). Entonces, ¿por qué escribe? ¿Por qué Agustín no ha querido limitarse a decir a Dios, en el seno mismo de su alma, la verdad íntegra de su vida? 313 ¿Por qué, en suma, no calla su pluma todo lo que no puede objetivamente demostrar? Pero si la verdad personal de lo que el santo dice no puede ser «demostrada» como la verdad objetiva de un teorema matemático o de un descubrimiento físico, sí puede ser «creída» por quienes se decidan a oírla con buen ánimo, y ganar así, en el espíritu de estos, la peculiar evidencia de que goza aquello en que de veras se cree. «Créenme aquellos cuyos oídos abre para mí la caridad», afirma, a manera de respuesta satisfactoria, este caviloso confesor de sí mismo. Y luego lo reitera: «Quieren, sin duda, saber por confesión mía lo que yo soy en mi interior, allí donde no pueden penetrar con la vista, el oído y la mente. Dispuestos como están a quererme, ¿no lo estarán también a conocerme? Porque la caridad, por la cual ellos son buenos, les dice que no miento cuando hablo de mí, y ella misma me cree en ellos» (X, 3,4). Caritas omnia crèdit, había escrito San Pablo (I Cor. XIII, 7). Y Agustín añade, desarrollando antropológicamente la sentencia paulina: créelo todo la caridad «entre aquellos a quienes, mutuamente unidos, ella hace unos», quos connexos sibimet unum facit (X, 3,3) 2 . El pensamiento del autor de las Confesiones es diáfano. Hablando de sí mismo a Dios —hablando, por lo tanto, en purísima verdad, porque quien no habla en verdad, no habla a Dios—, quiere ser rectamente conocido por los hombres. Habla a los hombres a través de Dios, y tal proceder es a sus ojos el único valedero: «Ni una palabra de bien puedo decir a los hombres si antes no la oyeres T ú de mí», dice textualmente (X, 2,2). Muévele a ello un propósito de confesión y edificación: quienes por sus palabras le conozcan pecador y converso, quedarán íntimamente abiertos y permeables a la palabra fundamentante, renovadora y salvífica de Dios. Pero ¿cómo él, hombre, criatura capaz de ocultar y mentir, podrá ser en verdad conocido? Por lo pronto, haciendo que 2 Lo mismo afirmará el santo en su comentario a San Juan: «Cogitationes cordis nostri [nondum] invicem videmus..., et [tamen] invicem nobis credimus quod invicem diligamus» (In loan., tr. 77, n. 4). 314 esa verdad suya quede expuesta de manera no absurda; más aún, de manera «razonable». Ante los hombres, ¿vale de algo tener «razón», si no se tienen «razones»? Esto, que sin duda es necesario, no es, sin embargo, suficiente. La declaración razonable de la intimidad de un hombre es, a lo sumo, verosímil, y por sí misma nunca logrará pasar de ahí: la posibilidad de la mentira perfecta no puede y no debe ser excluida cuando se intenta una interpretación racional y cautelosa de la conducta humana. Para que la confesión verosímil llegue a ser en el alma de quien la lee o escucha confesión verdadera, es preciso que el lector o el oyente la crean. Convertidas en «motivos de credibilidad», las «expresiones razonables» obtienen así, transracionalmente, mas no irracionalmente, el asentimiento íntimo de quien las recibe, y de parecerh razonables pasan por vía de creencia a serle verdaderas; y lo son con una «verdad» y una «evidencia» cualitativamente distintas de las que ofrecen el conocimiento intelectual de la naturaleza v la demostración matemática, aunque no absolutamente ajenas a ellas. Entre el creyente y el creído se establece así un vínculo personal más hondo y eficaz que todas las convenciones y todos los contratos en que pueda desembocar la ordenación racional de la convivencia humana. Los hombres superficiales suelen llamar a este vínculo «confianza». Más radical que ellos, San Agustín pone su mirada en la forma cimera de la vinculación con el otro, y cristianamente la llamada «caridad», esto es, «amor en Dios». Un amor de caridad a quien de sí mismo habla es, en quienes le escuchan, la única instancia capaz de abrirles creyentemente los oídos. Todo esto, ¿tiene acaso algo que ver con la parábola del Samaritano? Sin duda. El Samaritano comienza su acción caritativa —recuérdese—, adquiriendo la conciencia y la convicción de tener ante sí un hombre doliente y menesteroso. Las heridas y el menester de este hombre son, por cierto, bien patentes, y el buen Samaritano se limita a creer lo que ve; o, mejor dicho, a creer doliente a un hombre cuyas heridas corporales ve. ¿Hay por ventura un ver que no sea también un creer —o un dudar—, cuando lo que se ve es un hombre? No siempre son las cosas tan claras, porque en centenares 315 de ocasiones el menester ajeno pasa a nuestro lado por completo desprovisto de apariencia franca y convincente. Andando yo distraídamente por la calle, alguien se acerca hacia mí y me pide limosna. Ante mis ojos hay un hombre de vitola vulgar, mal rasurado y descuidadamente vestido. Ese hombre, ¿es en verdad menesteroso? «Para dar limosna, déjate engañar», solía decir San Francisco de Sales; y quien dice «dar limosna» dice, más genéricamente, «prestar ayuda». El consejo es a la vez noble y delicado. Quien fiel e ingenuamente lo sigue no demuestra con su conducta que la práctica de las obras de misericordia es un modo benéfico de «hacer el primo», sino, por el contrario, que la inmediata prestación de ayuda a quien la solicita constituye casi siempre un verdadero acto de caridad. En la mayor parte de los casos, quien pide, necesita lo que pide; y así, ante la indigencia del sujeto que suplica una limosna, acertaré estadísticamente creyéndole sin más averiguaciones y accediendo con presteza a su petición. «Creyéndole»: tal es la palabra clave. Viendo heridas corporales o escuchando palabras de súplica, el misericordioso comienza efectivamente a serlo creyendo en la menesterosidad del hombre con que se encuentra, considerando real esa menesterosidad 3. Como en el orden teológico la fe es el supuesto de la caridad, en el orden antropológico y moral la creencia —el acto personal por el cual atribuimos existencia real a lo no patente— constituye el supuesto de la relación de projimidad 4 . Sin creer de veras en la realidad del menester del otro •—un menester cuyo mínimo grado es el simple deseo 3 Sobre el problema de la relación entre creencia y realidad, véase el capítulo «El proyecto, la pregunta y la esperanza» de mi libro La espera y la esperanza. Luego reaparecerá el tema. A La diferencia entre «creencia» natural y «fe» religiosa ha sido muy claramente expuesta por el cardenal Newmann, en su Grammar of Assent: «Por creencia —escribe—• no entiendo lo mismo que por fe. La fe en sentido teológico incluye la creencia no solo en lo que se cree, sino también en el motivo por el cual se cree; o sea, no solo la creencia en ciertas doctrinas, sino también la creencia en ellas, precisamente porque Dios las ha revelado» (El asentimiento religioso, Barcelona, 1960, pág. 113). Véase, por otra parte, el espléndidoa libro de R. Aubert, he problème de l'acte de foi (LouvainParis, 3. ed., 1958). 316 de compañía—, nunca podré yo hacerme su prójimo, y nunca él llegará a ser «prójimo» mío. La conducta caritativa a que nuestro pueblo alude cuando dice que «obras son amores» tiene como supuesto necesario un conocimiento amoroso y creyente de la persona sobre que recae. La desconfianza es la primera de las normas a que suelen atenerse quienes en el mundo dicen vivir «inteligentemente». No negaré yo las ventajas de la cautela. «Cautos como la serpiente» se nos mandó ser. Pero la pura desconfianza, una desconfianza montada al aire y no apoyada sobre un último fundamento de credulidad, una «cautela de serpiente» no fundada —con ingenuidad, con osadía— sobre una «sencillez de paloma», haría imposible la relación social entre los hombres. El hombre conoce al otro encontrándose con él, tratándole, desconfiando de él y —en último término— creyéndole. Las noticias capaces de atravesar el cedazo de nuestra cautela y nuestra desconfianza son, conforme a la expresión teológica antes usada, «motivos de credibilidad», y llegan a convertirse en saberes vitalmente aprovechables mediante un definitivo acto personal de creencia. Mi pena íntima cuando digo a un conocido «Te acompaño en el sentimiento» —pena invisible en sí misma, latente y no patente— no acabará siendo para él real y verdadera mientras no haya llegado a creer en ella. La conexión de sentido entre el libro X de las Confesiones y la parábola del Samaritano es ahora evidente. Respecto de su lector, San Agustín es, a la ve^, Samaritano y herido. Es «herido», porque en el seno de su alma siente el menester de que le crean, y deprecativamente lo proclama. Con otras palabras: el autor de las Confesiones se sitúa menesterosamente en el camino vital del lector, y ofrece a este la ocasión de ser Samaritano, mediante un amoroso y gratuito acto de creencia. Creyendo lo que el Santo le dice, el lector —bien cómodamente, por cierto— se convierte en su Samaritano. Pero, además de «herido», San Agustín es, respecto del lector, también «Samaritano». Sabe que todo lector, todo hombre, es un ente menesteroso —no existe alma humana en que no haya menester de vida, de ser y de Dios, aunque ella no lo sepa—, 317 y se adelanta a darle, hecha palabra escrita, su intimidad viva y enamorada; esto es, a regalarle vida, ser y testimonio de Dios. Mutatis mutandis, esto mismo acaece cuando alguien regala a otro el testimonio de su pena y recibe de él la creencia en la pena que ese testimonio manifiesta, y aun en todo acto de convivencia amistosa. En un primer análisis, la relación de projimidad se nos muestra como una creencia en el menester del otro, capa% de suscitar en quien la siente una obra para el remedio de ese menester; y, recíprocamente, como una creencia en la benevolencia del prójimo, directamente provocada por la ayuda de él recibida y determinante de una respuesta a un tiempo agradecida y favorecedora. Si el amor al amigo y el amor al prójimo son distintos entre sí, no por esto dejan de ser complementarios. Cuando mi instancia coejecutiva en el alma de mi amigo es a la vez creencia y donación —aunque esta sea la mínima de prestar compañía mediante la presencia y la expresión— 5 , mi amistad con él es también projimidad: además de ser yo amigo suyo, soy su prójimo. Y cuando, complementariamente, aquel de quien yo soy prójimo pasa para mí de ser un hombre a ser tal hombre; cuando a mi conmovida creencia en su menester y a mi sacrificada donación para remediarlo se une la coejecución complacida de lo que en ese hombre es vida personal, entonces mi prójimo llega a ser mi amigo, y la relación de projimidad se hace —del modo más pleno y fehaciente— relación de personeidad. La projimidad y la amistad se completan y coronan entre sí. Estudiemos, pues, la relación interpersonal, cuando el otro es a la vez amigo y prójimo. II. Cuando el otro me es objeto, la principal forma directiva de mi relación con él —no contando una posible operación perfectiva de mi persona sobre su individual na5 «Presencia» y «figura» son, según San Juan de la Cruz, los dos remedios principales para curar la dolencia del amor. Estudiando la novela pastoril cervantina, Luis Rosales ha mostrado muy bien la diferencia que existe entre una coexistencia meramente «dialogal» —tal es la propia de la novela pastoril-— y una coexistencia «acompañante» (Cervantes y la libertad, I). 318 turaleza—• es el amor de contemplación o distante. Cuando el otro es para mí persona, mi primaria vinculación con él es el amor de coejecución o instante. Cuando para el otro yo soy a la vez amigo y prójimo, ¿cuál será el vínculo amoroso que con él me una? Pienso que el contenido de las páginas precedentes nos permite desde ahora llamar a ese vínculo amor de coefusión o constante. En su forma dual y plenària, este amor es, en efecto, coefusión. Con mi creencia y mi donación, yo me efundo hacia el otro, derramo hacia él mi realidad; con su donación y su creencia, el otro se efunde hacia mí. Nuestra convivencia hácese así mutua y ontológicamente coejecutiva, como la corriente de dos arroyos que se juntan. La peculiaridad esencial de la relación interhumana en que la amistad y la projimidad se funden es, pues, la coefusión. Mas también la constancia, porque el amor coefusivo es eo ipso «amor constante». Quiero ser bien entendido. Llamando «constante» al amor de coefusión no quiero decir, sin más, que este amor sea perdurable o imperecedero. Desde el punto de vista de su temporalidad, el amor coefusivo es permanente solo en su intención, porque en toda acción verdaderamente humana late, como sabemos, la pretensión de un «siempre». Pero antes que predicar «permanencia», el adjetivo «constante» nos dice que la realidad a que él se refiere «consta»; y «constar», constare, es «ser cierta y manifiesta una cosa». Cuando el amor del otro es efusivo, con el otro no se está solo en in-stancia; se está también, respecto de ese amor y respecto de la persona de que el amor procede, en con-stancia. Basta lo dicho para advertir que la «constancia» —la acción y el efecto de hacer constar una cosa de manera fehaciente, según la Academia— puede ser entendida en dos sentidos muy distintos entre sí, uno objetivo y otro personal. Según el primero, consta lo que objetivamente puede ser comprobado. Diciendo a uno «Me consta lo que dices», le comunico tener prueba objetiva de la verdad de sus palabras, y mi seguridad de poder tenerla de nuevo. La persona del otro queda en tal caso reducida a ser el soporte físico de una expresión comprobable, desaparece ante la objetividad de lo que ha 319 dicho. Más también puede constarme, no ya lo que el otro me dice, sino el otro mismo, su propia persona. Cuando esto ocurra no diré al otro «Me consta lo que dices», sino «Me constas tú», o sea: «Puesto que tu amor hacia mí es efusivo —puesto que tu generosa efusión hacia mí me ha hecho constante tu ser—, tengo en ti una confianza anterior a la comprobabilidad objetiva de todo lo que tú puedas decirme». Más concisamente: «Creo en ti». Solo quien así habla ama en el otro su persona, y no alguna de sus operaciones o cualidades; solo él tendrá derecho a hacer suyas estas palabras de Browning a Elizabeth: «Todo lo que yo quiero decir es que te amo con un amor que te separa a ti de tus cualidades, lo que en ti es esencial de lo accidental en ti» 6 . Cuando se funde la projimidad y la amistad, el vínculo interpersonal es, pues, el amor de coefusión o amor constante. Tratemos de conocer con alguna precisión su estructura, su génesis y sus formas principales. i. E n la convivencia interpersonal amistosa, el vínculo unitivo más inmediato es el amor de coejecución o instante, con los tres momentos estructurales —coejecutivo, compasivo y cognoscitivo— que en él distinguí. Cuando la relación de personeidad gana su perfección última y se convierte en relación de projimidad, subsiste, desde luego, la coejecución de la vida personal del otro; pero subsiste transfigurada, y esa transfiguración le viene de haber adquirido un «en», un «hacia» y un «para» nuevos y peculiares. E n ellos tiene su estructura propia el amor de coefusión. Toda existencia humana tiene un «en» de implantación; la existencia del hombre, como dice Zubiri, se halla implantada «en» la realidad. ¿Qué es ese «en»? ¿Cuál es su verdadera consistencia? Empírica e inmediatamente, yo existo «en» una situación determinada; con sus ingredientes físicos, históricos, 6 R. Browning a Elisabeth Barrett, 27, VIII, 1846. En su análisis del amor, Von Hildebrand distingue una intentio unitiva o unionis y una intentio benevolentiae. La primera tiende a la comunión con el ser del otro; la segunda, al bien y la perfección de este. Apenas será necesario decir que las dos se dan en el amor de coefusión de manera eminente. 320 sociales y personales, mi situación es para mí el rostro inmediato de la realidad. Ahora bien: a mi situación —y a mí en ella— pertenecen, entre otras cosas, ideas y creencias (Ortega). Mis ideas me permiten entender parcialmente la realidad; yo las uso, las manejo, acaso las invento; pero yo no estoy «en» ellas. Estoy, en cambio, «en» mis creencias, y a través de ellas «en» la realidad. Vivimos en nuestras creencias, estamos en ellas y no nos encontramos con ellas, sino en ellas; en nuestras creencias, como dice Ortega, «vivimos, nos movemos y somos» (O. C, V, 379-390, y VI, 13-19). A través de ellas nos es efectivamente real la realidad (W. James, Ortega). Y puesto que su inteligencia es lo que permite al hombre vivir la realidad en cuanto tal, ser «animal de realidades» (Zubiri), el «creer» tiene que ser para el hombre u n momento constitutivo del «inteligir». E n suma: yo estoy «en» la realidad a través de mi situación y de mis creencias 7. Vengamos ahora a la relación interpersonal de carácter instante. Ante otro hombre, y a través de sus expresiones, yo trato de coejecutar su vida íntima. Yo estoy «en» mis creencias, y él está «en» las suyas. Uno y otro «en», ¿tienen algo de común? Indudablemente. El y yo somos hombres, y esto nos hace creer de manera coincidente en determinadas cosas, porque hay creencias natural y genéricamente humanas. Por ejemplo: uno y otro creemos que la felicidad es un modo de vivir grato y deseable 8 . Con toda probabilidad, él y yo pertenecemos, además, a un mismo grupo humano, y esto añadirá u n «momento típico» a la remota comunidad «genérica» de nuestras creencias. Por ejemplo: si él y yo somos de algún modo progresistas, coincidiremos en creer en la bondad del 7 Véase, acerca del problema antropológico de la creencia, el capítulo «Pregunta y creencia» de mi libro La espera y la esperanza, y mi ensayo «Soledad y creencia» (en La empresa de ser hombre). Y, por supuesto, la obra del Cardenal Newman (sobre todo, Grammar of Assent) y R. Aubert, Le problème de l'acte de fot. 8 No es posible entre los hombres una comunidad ética que no sea a la vez —de algún modo, en alguna medida— una comunidad creencial. Como diría Kant, en el ethisches Gemeinwesen el saber cede su puesto al creer (Prólogo a la 2.a edición de la Crítica de la razón pura, B, XXX). 321 21 progreso; si los dos somos tradicionalistas, creeremos juntos en la bondad de la tradición. Pero si además de tener creencias genéricas y típicas no acabamos de creer el uno en el otro, nuestra convivencia no pasará de ser «soledad de dos en compañía». El «entre» de que nos hablan los análisis antropológicos de Martin Buber, será puro y desolador «vacío». No he de repetir lo que en el capítulo precedente dije. Otro es el caso de la relación interpersonal amorosa y constante. En ella, mi «en» y el «en» del otro tienen zonas de coincidencia, no solo de carácter genérico y típico, también de carácter estricta y genuinamente personal. La concreencia afecta ahora a nuestras personas en cuanto tales; y este personalísimo concreer o creer en común es justamente lo que nos permite creernos, creer el uno en el otro. L·a concreencia personal es el fundamento de la creencia mutua. A ti y a mí pueden separarnos muy graves diferencias; tan graves, que por ellas luchemos a muerte; pero si, a pesar de ellas, yo te creo y tú me crees, es que los dos creemos comúnmente en algo que de un modo muy radical afecta a nuestras dos personas. Yo creo que tú quieres constituirte sincera y auténticamente como persona a través de tu idea de la verdad, y tú correspondes a esta creencia mía con otra análoga. Tú y yo, en consecuencia, coincidimos en creer algo estrictamente personal. «Entre los amantes —dice una vez D o n Quijote—, las acciones y movimientos exteriores que muestran, cuando de sus amores se trata, son certísimos correos que traen las nuevas de lo que allá en el interior del alma pasa» (II, X). «Cuando de sus amores se trata»; esto es, cuando las expresiones brotan de aquello que verdaderamente les une, de aquello «en» que ambos son un «nosotros» diádico, además de ser un «nosotros» genérico. Algo análogo cabe decir de cualquier relación amistosa, y más aún de aquellas en que los amigos discrepan gravemente en torno a cuestiones de carácter genérico y típico. Ser amigo no es ser socio o camarada de una misma empresa. Esto puede dar motivo a la amistad, coadyuvar a ella o ser su consecuencia, pero no es la amistad; otro hombre y yo somos amigos cuando concreemos de un modo «personal», y, por lo tanto, cuando nos creemos mutuamente, cualesquiera 322 que sean nuestras diferencias de carácter «objetivo». En su total estructura, la concreencia es a la vez creencia en común y creencia mutua, latente aquella y expresa esta. Cuando una creencia es a un tiempo personal, radical y genérica —esto es, cuando se refiere a aquello «en» que yo como persona y como hombre radicalmente existo: a la «deidad», a Dios—, en ella se patentiza mi modo personal de vivir la religación. Lo cual quiere decir que cuando la concreencia amistosa es verdaderamente profunda, los amigos, por debajo de sus diferencias objetivas —psicofísicas, sociales, políticas—, viven entre sí de algún modo «co-religados», son en alguna medida «correligionarios». La «co-religación» es el nivel más hondo de la relación interpersonal, cuando el otro es a la vez amigo y prójimo. Nótese, sin embargo, que he dicho «de algún modo». Para que entre ellos se establezca una relación de projimidad amistosa, no es preciso que el hombre y su prójimo pertenezcan a una misma «religión». En la creencia personal —en el modo de entender el «en» de la existencia— hay distintas zonas y distintos niveles, y esto concede gran variabilidad fàctica a la concreencia. En la relación con el otro pueden muy bien coincidir una concreencia en los niveles más profundos del existir —los genuinamente religiosos— y una discrepancia en niveles menos hondos de la existencia. ¿Cuántos no son, por ejemplo, los cristianos que coinciden en su fe religiosa y discrepan en sus creencias seculares? Y, viceversa, no es extraño ver cómo en dos almas amigas coinciden una viva concreencia de carácter secular y una radical discrepancia religiosa. Los hombres distan mucho de ser entes «de una pieza», y nada mejor para demostrarlo que la parábola del Samaritano. El varón misericordioso de esta parábola será siempre el prójimo ejemplar; y, sin embargo, todo hace suponer que Cristo le ideó Samaritano para subrayar la grave diferencia religiosa que separaba a ese hombre del herido a quien ayudó. Directamente complementario de la lección del Samaritano es el texto escatológico en que San Mateo describe el juicio final. Los elegidos preguntarán al Hijo del hombre: «Señor, 323 ¿cuándo te vimos enfermo o encarcelado, y fuimos a visitarte?» Y el Hijo del hombre responderá: «En verdad os digo: cuantas veces lo hicisteis con alguno de mis más pequeños hermanos, conmigo lo hicisteis» (Mí. 25, 39-40). ¿Quiénes son esos «pequeños hermanos» a que se referirá Cristo? ¿Solo los cristianos? San Juan Crisóstomo, San Agustín y la mayor parte de los exegetas modernos piensan que no, que el Hijo del hombre se identifica aquí con todo posible menesteroso 9. En principio, la correligación propia de la vida en projimidad queda establecida sobre el modo de concreer y de realizar la vinculación que entre hombre y hombre establece su común y genérica condición humana. Prójimo, según el Evangelio, es un hombre en tanto que hombre; más precisamente, todo hombre al que se pueda hacer algún bien 10. Dice Santo Tomás: «la razón del amor al prójimo es Dios» (II-II q. 103 a. 3 ad 2); lo cual no excluye —al contrario, más bien incluye— que un hombre pueda ser prójimo de otro a través de su personal idea de Dios, aunque esta sea parcial o errónea. También el musulmán y el budista pueden hacerse prójimos de otro hombre, si con él se conducen como el Samaritano se condujo con el herido. La vinculación interpersonal perfecta comprende, pues, tres distintos niveles creenciales: la concreencia genérica que entre hombre y hombre establece la relación de projimidad, la concreencia diádica propia de la relación de amistad y la concreencia trascendente o sacral que otorga la pertenencia a una misma confesión religiosa. No puedo estudiar aquí cómo las diversas confesiones religiosas entienden esta plenitud de la vinculación interpersonal. Diré tan solo que para un cristiano se aunan en ella la vinculación afectiva que une ' Véase L. Ramlot, O. P., «L'amour du prochain, gage de notre amour du Christ», en L'amour du prochain, págs. 58-59. Dice así un texto del Concilio de Kiersy-sur-Oise: «Lo mismo que no hay ningún hombre, en el presente, el pasado o el porvenir, del cual Jesucristo no haya asumido la naturaleza, del mismo modo no hay hombre alguno, en el presente, el pasado o el porvenir, por el cual Jesucristo no haya sufrido su Pasión» (Denzinger, Enchiridion symbolorum, núm. 319). 10 G. Spicq, O. P., op. cit., I, págs. 183-184. 324 al amigo y al amigo, la correligación natural que ata al hombre con el hombre —en cuanto «todos somos hijos de Dios»— y la correligación sobrenatural o gratuita de quienes por obra de la fe, la esperanza y la caridad viven siendo membra de membro (I Cor. XII, 27) en el corpus mysticum de Cristo. Pero el «en» de la existencia humana y del amor coejecutivo y coefusivo no es solo un «en» de implantación, es también un «en» de espacialidad o de instalación. A través de sus creencias, el hombre, solo o acompañado, está en la realidad v en lo que a esta da fundamento; a través de sus sensaciones, acciones y pensamientos, el hombre está en el mundo, y a la realidad y a la vivencia de este pertenece el espacio. A todo objeto intramundano, dice Heidegger, corresponde cierta «espaciosidad» (Raumlichkeit); y esto acontece así porque la operación de cuidarse del mundo, tan esencial a la existencia humana, es en sí misma «espacializante». Además de ser espaciosa, en cuanto corporal, la existencia humana es<?#-el-mundo fundando relaciones de espacialidad, lo cual se manifiesta primariamente en el hecho de que para ella todo haya de estar «cerca» o «lejos» (SZ, 101-103). Pues bien: las dos notas esenciales de esa condición espacializante de la existencia humana son el «acercamiento» o «des-alejamiento» (Ent-fernang) y la «organización» (Ansrichtung). El «distanciarse» de la existencia humana consiste esencialmente en reducir el alejamiento u —a veces, en ampliarlo, en «tomar distancia» 12 —, hasta lograr el grado de proximidad más conveniente para el «manejo» operativo o contemplativo de aquello ante que se está. Por esto afirma Heidegger que la «tendencia a la proximidad» es esencial a la existencia humana. Pero además de acercarse poco o mucho a las realidades intramundanas, la existencia humana las «organiza» espacialmente mediante disposiciones, ajustes, caminos y recorridos reales " Etimológicamente, eso es en alemán ent-fernen. Más que «distancia», Entfernung es «des-alejamiento». 12 Estar «demasiado cerca» de una cosa que hay que contemplar a cierta distancia •—un cuadro, por ejemplo— es, no desde un punto de vista métrico, pero sí desde un punto de vista existencial, estar «demasiado lejos» de ella. 325 o imaginarios. Tal es el sentido primario del término Ausrichtung —organización, orientación, alineación—, a cuya estructura pertenece el sustantivo Richtung, «dirección», de tan evidente significado espacial. Tomemos como punto de partida estos resultados de la analítica existencial del espacio, y trasladémoslos al caso que nos importa. Cuando la realidad espacializada sea otro hombre, ¿cómo se manifestará la «tendencia a la proximidad» que hay en la existencia humana? Si ese hombre es para mí un objeto, ya conocemos la respuesta: me colocaré respecto de él a la distancia que más convenga a mi fin de contemplarle o transformarle, y le concederé un lugar en mi espacio. Si, por el contrario, soy yo el objetivado, me sentiré situado en su espacio, seré un satélite en torno a él. Y si el otro-objeto es por mí contemplado con «amor distante», el espacio se ordenará concéntricamente en torno a él, y yo, como el Dios del deísmo dieciochesco miraba la realidad del universo que El había creado, miraré desde fuera el conjunto formado por el otro y un espacio que es suyo porque yo he querido concedérselo. E n cualquier caso, el otro y yo ocupamos lugares física y existencialmente excluyentes entre sí: donde yo estoy, no puede estar él; donde él está, no puedo estar yo. La relación interhumana llamada «discusión» —en ella, cada contendiente se mueve en su «terreno» y mira al otro desde su «punto de vista»— es tal vez el mejor ejemplo de esta espacialidad funcional y excluyente. Bien distintas serán las cosas cuando mi relación con el otro sea verdaderamente interpersonal. En tal caso, la «tendencia a la proximidad» se hará «interpenetración»; y este es, como sabemos, el modo de la espacialidad existencial correspondiente a la comunicación coejecutiva. Mas no olvidemos que la coejecución interpersonal puede ser dilectiva o conflictiva, amorosa u odiosa. Entre dos que personalmente se odian, la interpenetración no será ya excluyente, como en el caso de la relación de objetuidad, sino —en la intención, al menos— estrictamente aniquiladora. Más que ocupar el espacio físico y existencial en que está el otro, lo que yo entonces quiero es que el otro deje de estar en cualquier espacio; 326 o, más refinadamente, que carezca de un espacio al cual pueda llamar suyo. Dejemos, sin embargo, la espacialidad de la relación interpersonal odiosa; vengamos a la espacialidad propia del amor. Para la diada amorosa, ¿qué es, cómo es el espacio? ¿Cómo se manifiesta en ella la tendencia de las dos personas que la integran a su mutua proximidad? Basta imaginar el encuentro entre dos amigos o entre dos amantes para advertir que, en un orden empírico, esa manifestación tiene su rasgo más característico en el abraco. La espacialidad propia de la contemplación objetivadora es el distanciamiento; en ella, aproximarse al otro es «tomar cierta distancia» respecto de él. La espacialidad propia de la relación interpersonal dilectiva es, en cambio, el contacto, sea este el módico y ritual del apretón de manos, el más extenso y enérgico del abrazo amistoso, o el casi confundente del abrazo amoroso heterosexual, tan gráficamente descrito por Quevedo: y él, recibiendo el regalado peso de su amada en sus bracos, con ella se tejió en diversos lasaos. La instancia amorosa supone proximidad efectiva, y esta constituye el supuesto espacial de la projimidad. La amistad gana su perfección siendo «estrecha» o «íntima»; el buen amigo está siempre «junto» al amigo o, cuando menos, «cerca» de él. Pensemos un momento en el sentido fenomenológico del abrazo amistoso. Quienes amistosamente se abrazan, ¿demuestran o simbolizan con ese acto un deseo inconsciente de ocupar el espacio del otro? En modo alguno. Mirado desde un punto de vista esencial y simbólico, quien abraza muestra estar deseando que su lugar en el mundo —su espacio más propio, el espacio de su cuerpo— se halle en contacto con el lugar del otro. Traduciendo con cierta libertad un soneto de Elizabeth Barret-Browning, Rilke escribe este estupendo verso: nur wo du bist, entsteht ein Orí, 327 «solo donde tú estás nace un lugar» 13. O sea: solo donde está tu persona hay para mí un espacio habitable. Lo cual permite decir, con Binswanger, que los amantes «en todas partes y en parte alguna están en su casa». Los amantes —afirma el mismo Rilke— «incesantemente producen, el uno para el otro, espacio, anchura y libertad» 14. Y en las Elegías de Duino, el poeta dará forma nueva al mismo pensamiento, y cantará que los amantes se prometen y conceden mutuamente «anchura, caza y patria». Estas geniales intuiciones poéticas de Rilke —cien veces confirmadas con letra distinta por quienes han sabido dar expresión a la peculiaridad de la existencia amorosa— permiten caracterizar la espacialidad propia de la relación interpersonal dilectiva mediante las siguientes notas: i . a La incondkionaüdad. En mi relación objetivante con el otro, yo me hallo adscrito a mi espacio y él se halla adscrito al suyo en virtud de ciertas condiciones objetivas, intramundanas, que a uno y a otro nos envuelven y determinan; tales condiciones son las que entonces hacen que mi espacio sea verdaderamente mío. Un orden jurídico a la vez natural y positivo —algo, por lo tanto, «exterior» y «objetivo» respecto de mi persona— permite que yo pueda tener por mío el espacio de mi despacho, o que el campesino pueda llamar suya 13 Cit. por Binswanger en Grundformen und Erkenntnis menschlichen Daseins. Aun discrepando en parte del sugestivo esquema antropológico de Binswanger —para mí, el amor asume el cuidado intramundano y le da último sentido—•, utilizo ampliamente sus análisis y el rico material de su libro. El poema de Elizabeth BarretBrowning dice así: The ñames of country, heaven, are changed aivay, For where thou art shalt be, there or here. Y Rilke traduce —recrea— así: Die Ñamen: Heimat, Himmel schwanden fern, nur wo du bist, entsteht ein Ort. La poetisa dice a su amado que su «aquí» y su «allí» están donde él esté. Más lapidaria y metafísicamente, Rilke escribe: «Solo donde tú estás nace un lugar.» " Carta a Fraulein von Schenk: 4 de noviembre de 1909. 328 al área de su predio. Frente a tan patente condicionamiento de la espacialidad, la adscripción de la persona a su espacio propio en la relación dilectiva es rigurosamente incondicionada. Entonces mi espacio es personalmente mío, solo porque está junto al espacio del otro, y el espacio de este es suyo, solo porque está junto al mío. Repetiré la frase de Binswanger: «los amantes —y, como ellos, los amigos verdaderos, si como tales se encuentran— en todas partes y en parte alguna están en su casa». Más precisamente: en la relación dilectiva, mi espacio es mío y tu espacio es tuyo porque juntos forman nuestro espacio, y solo por eso 15. 2. a La ilimitación. El espacio propio de la relación objetivadora es constitutivamente limitado: como muros invisibles, limítanle las mismas determinaciones que le constituyen. Recuérdese el diálogo con el funcionario de la agencia de viajes. La sede de esta agencia, en un orden real y presente, y el conjunto formado por el avión y por los aeropuertos de Madrid y Londres, en un orden virtual y proyectivo, dan límite preciso al espacio existencial en que el funcionario y yo entonces nos hallamos. El espacio propio de la relación dilectiva es, en cambio, constitutivamente ilimitado. Para el amante y la amada, para el amigo y el amigo, el mundo no es «recinto» —opresor unas veces, protector otras—, sino, como dice Rilke, Weite, «anchura». Pocos han sabido decirlo tan eficazmente como Goethe: el enamorado otea en torno a si, y el mundo es suyo; le urge la inmensidad, mas no le embarga; nada le oprime: muros, ni palacios 16. 15 «Nosotros dos —escribe Lòwith— estamos, por supuesto, en el mundo general de aquello de que públicamente hay que cuidarse en compañía, pero el mundo en que nosotros auténticamente existimos es exclusivamente nuestro mundo» (op. cit., pág. 57). Al yo y al tú no les une un común cuidarse del mundo; lo que les une es el ser ellos dos mismos. 16 Trilogie der Leidenschaft (An Werther). El texto original dice así: Er schaut umher, die Welt gehórt ihm an. Ins Weite zieht ihn unbefangne Hast, Nichts eng ihm ein, nicht Mauer, nicht Palast. 329 En torno a los amantes y a los amigos hay, naturalmente, límites y muros; pero los límites y los muros que les rodean son para ellos elásticos, condescendientes, propicios a la anchura. 3 . a La plenitud. La amplitud ilimitada del espacio amoroso no es una amplitud vacía, como la del hipotético espacio absoluto newtoniano. E n el espacio propio de la relación de objetividad hay, a manera de instrumentos, todos los objetos que de algún modo pueden servir al fin intramundano de esa relación, y a manera de obstáculos, cuantos sean capaces de entorpecerla; el resto es —existencialmente, ya se entiende— «vacío». Para los amantes y los amigos, el espacio es, en cambio, insondable e inagotable «plenitud». Nada hay en el mundo que les sea indiferente, todo es significativo: el vacío —y su equivalencia en el orden del tiempo: el aburrimiento— no existen para ellos. El mundo del amor es, como dice Rilke, «caza», Jagd; y su limitación, la llena, viviente, fecunda ilimitación del mar. Shakespeare lo ha dicho para siempre, por boca de Julieta: Un bondad, como el mar, no tengo fondo Y esa es también la hondura de mi amor: que atanto más te doy, tanto más tengo (II, 2). 4 . a El acogimiento. Para quienes con su afán negocioso lo constituyen, el espacio propio de la relación objetivadora es «oficina». Decía yo páginas atrás que, desde un punto de vista espacial, el ámbito bipersonal de la nostridad prerresponsiva es un «hogar» que alberga unitaria y ambivalentemente la posibilidad de una cooperación y la posibilidad de un conflicto. Pues bien: cuando esa nostridad es la meramente intramundana del dúo, el «hogar» se hace «oficina», lugar en que de un modo proyectivo y operativo se va cumpliendo el officium de convivir; y llega a ser verdadero hogar, «patria», en el entrañable sentido que Rilke da a esta palabra, cuando es una diada interpersonal amorosa la realidad humana que le constituye y habita. Para la diada interpersonal conflictiva, el Heim (el «hogar») se hace unheimlich («inquietante», «sinies330 tro») y se trueca en «campo de batalla»; para la diada interpersonal dilectiva, el Heim se hace heimlich («acogedor») y se convierte en Heimat («patria»). La ilimitada condescendencia de los muros y los límites que inexcusablemente presenta el espacio en torno, es también acogimiento, hospitalidad. El amor y la amistad, y solo ellos, hacen que el mundo sea hospitalario. Además de tener un «en» de implantación y de instalación o espacialidad, la existencia humana tiene, no menos constitutivamente, un «hacia». Vivir sobre la tierra es hallarse in via, caminar hacia algo: un «hacia» concorde o discordemente determinado por la vocación y la libertad personales y por la situación en que se existe. El pensamiento contemporáneo ha estudiado con especial profundidad la condición tempórea de la existencia humana y la determinación ejecutiva que, bajo forma de proyecto, constantemente debe poner en ella la libertad. N o repetiré una vez más lo que desde Dilthey, y sobre todo desde Ortega y Heidegger, tantas veces ha sido dicho. Pero sí debo advertir algo que la analítica existencial no siempre ha recordado; y es que en el «hacia» de la existencia humana se integran más o menos armónicamente, pocas veces con total armonía, el «hacia» inmediato y empírico del proyecto y el «hacia» remoto y fundamental de la esperanza, un «hacia» projectiva y un «hacia» elpidico. En mi libro La espera y la esperanza he procurado mostrar cómo esos dos momentos de la temporeidad humana mutuamente se condicionan e integran. Véalo el lector a quien el tema interese. Ahora quiero limitarme a indicar cómo esos dos «hacías» se configuran cuando vivir es convivir en amistad o en amor. Como término de contraste, comencemos examinando el doble «hacia» del hombre en la relación de objetividad. El «hacia» prqyectivo es en ella la ejecución de un comproyecto intramundano; el logro de un «objetivo», como por antonomasia suele decirse. El dúo que ocasionalmente formamos el otro y yo se mueve hacia la meta a que apunta el interés que a los dos nos reúne. Procurando conjuntamente alcanzarla, él y yo formamos un nosotros-sujeto cuasipersonal que se afana por llegar a poseer el bien material o moral, la verdad o la belleza 331 que determinaron nuestra dual vinculación: él y yo queremos ser «nosotros» poseyendo mancomunadamente algo exterior a él y a mí. Piénsese en el equipo de trabajo científico, en la compañía mercantil, en la excursión hacia un paisaje atractivo. La meta de la relación dual es, en suma, el condominio, la composesión. Mas ya sabemos que el comproyecto puede pertenecer al orden de la existencia cotidiana o al orden de la existencia auténtica. En el primer caso, el otro y yo estamos juntos para hacer en común —para co-hacer— lo que «se» hace: el «con» de nuestra ocasional coexistencia pertenece a la caída de nuestras existencias respectivas en el anonimato del «se». Cualquiera podrá encontrar en su propia vida y en las vidas ajenas ejemplos abundantes de este adocenado modo de convivir. No siempre es así la convivencia intramundana. Hay ocasiones en que el comproyecto surge en el otro y en mí desde la singularidad y la totalidad de nuestra personal existencia, y entonces el ser en común se hace modo auténtico de existir, eigentliches Miíeinander, como textualmente dice Heidegger. Las formas más graves y radicales de la procura preventiva o anticipativa y, sobre todo, la coejecución lúcida y responsable de un destino histórico comunal —de un Geschick, en la primera acepción heideggeriana de esta palabra—, son ejemplos patentes de una coexistencia intramundana y auténtica. En el tren, con ocasión de un viaje, me encuentro con un conocido. Comenzamos hablando de cosas triviales y tópicas: de lo que «se» habla en tales casos. En aquel momento, uno y otro hemos vivido al margen de todo destino comunal y de toda personal autenticidad; éramos, cada uno por sí, «uno de tantos», y en esta condición tenía ocasional fundamento nuestra convivencia. Ni él era entonces «él», ni yo era «yo», ni dualmente llegábamos a ser «nosotros». De pronto, en nuestra conversación ha surgido el tema de nuestra respectiva obra personal. El es escritor de profesión y vocación, y me ha hablado de su próxima novela; yo, a mi vez, le he hablado de un libro mío en proyecto. Pues bien: en aquel momento, con la mínima solemnidad, los dos hemos vivido en nuestras almas la revelación de un destino común. Yo he 332 comenzado a ser «yo», y él ha comenzado a ser «él». Mi libro es un proyecto mío, inalienablemente mío, necesario para que yo sea y siga siendo «yo mismo»; y otro tanto cabe decir de su novela, en lo que a él atañe. Pero bajo mi libro y su novela, codeterminando nuestro personal, intransferible y auténtico acto de proyectarlos, él y yo hemos vivido nuestro común destino histórico de hombres coexistentes en una misma situación del mundo y pertenecientes a una misma área lingüística y a un mismo pueblo. Siendo jo y él, ambos hemos sido nosotros: un nosotros-sujeto, en la medida en que nuestros dispares proyectos constituían un comproyecto, y un nosotrosobjeto, en cuanto la tarea de ejecutarlos iba a someternos pasivamente a vicisitudes comunes. La «camaradería itinerante» (la Weggenossenschaft de von Weizsácker) ha sido entonces el modo de nuestra relación dual. Pero en esa relación nuestra —en esa personal comunidad de nuestro «hacia» proyectivo— ¿nos hemos sido personas? ¿He sido yo persona —tú—• para él, ha sido él persona —tú— para mí? El vínculo que nos ha unido, ¿puede ser llamado «amor personal», aunque uno y otro hayamos tenido que recurrir más de una vez a la coejecución instante? Es preciso responder: no. Nuestra convivencia ha sido «auténtica», en el sentido de Heidegger, pero no ha sido verdaderamente «interpersonal». Lo cual no quiere decir que esa convivencia nuestra no haya tenido un «hacia» común —una co-eundia, si se me admite tan feo vocablo—, ni que este «hacia» haya dejado de ser elpídico, tocante a la esperanza, además de ser proyectivo. Todo comproyecto supone una co-esperanza intramundana; la cual, tácitamente unas veces, explícitamente otras, nunca deja de apoyarse sobre una co-esperanza utópica o sobre una coesperanza trascendente. Con su fe histórica en un estado final de felicidad y libertad perfectas, el anarquista y el marxista viven instalados en una co-esperanza utópica, y esta sirve de lecho y cauce a todos los comproyectos auténticos que uno y otro puedan concebir. Con su fe sobrenatural en un destino supramundano del hombre, el cristiano descansa sobre una co-esperanza trascendente, también sobrenatural, y hacia ella se orienta, cuando es auténtica, su actividad proyectiva intra333 mundana. Como la fe es el supuesto de la esperanza, la esperanza es el supuesto del proyecto, y este es la forma temporal y ejecutiva de aquella 1 7 . Spes proiectarum substantiu rerum, podría decirse, continuando a San Pablo. Son distintas las cosas en la relación interpersonal. También en ella hay un «hacia» prqyectivo: vivir en amistad o en amor con otra persona consiste, por lo pronto, en forjar y realizar comproyectos de existencia intramundana. La índole «personal» de la relación interhumana no excluye la constante orientación de esta hacia el logro y la posesión de «objetivos»; al contrario, la incluye. Y puesto que el trato objetivante con. el mundo lleva necesariamente consigo la carga ontològica y psicológica de cuidarse de él con cierta ansiedad —el «cuidado» (Sorge) de Heidegger, la inquietudo de San Agustín, la anxietas de Santo Tomás—, sigúese de ahí que, aun siendo «dilectiva» (liebende), la relación interpersonal es también y no puede no ser «cuidadosa» (besorgende). Más que oponerse contradictoriamente a él, como sostiene Binswanger, el amor humano —el amor in via— asume el cuidado y da a este penúltimo o último sentido 18. Pronto veremos cómo el amor a la persona asume y transfigura la inexorable preocupación —die Sorge, el cuidado— que el ser en el mundo lleva consigo. Ahora debemos examinar cómo lo que en el «hacia» de la relación amorosa es «objetivo» queda asumido por lo que en ese «hacia» es rigurosamente «personal». En la relación objetivante, la posesión dual de la posibilidad contenida en el comproyecto y de la realidad alcanzada por el logro —con no escasa frecuencia, de la nihilidad descubierta en el fracaso—, es mera «compartición»: de la posibilidad, la realidad o la nihilidad totales, yo poseo mi 17 Véase mi libro La espera y la esperanza. En consecuencia, la via negationis que Binswanger propone para «superar la contradicción entre el amor y el cuidado» (op. cit., página 591) es más una construcción que una descripción. No hay ni puede haber Liebe sin Sorge; y lo contradictorio del amor no es el cuidado, sino —trivial verdad— el odio. El propio Binswanger dice en otra página: «El ser del hombre no es solo amor, es también cuidado.» Esto no quita valor a tan importante y hermoso ensayo. 18 334 parte y él posee la suya. El reparto de los beneficios o de las pérdidas en una sociedad mercantil es tal vez el ejemplo más evidente. ¿Podremos contentarnos llamando «compartición» a la posesión dual de una posibilidad, una realidad o un fracaso, cuando el sujeto poseedor es una diada amorosa, un «nosotros» diádico y dilectivo? Indudablemente, no. Si acompañado por un amigo verdadero yo contemplo un paisaje, en la dual fruición de la belleza de este —en la composesión fruitiva de esa belleza— yo no tengo una parte y él otra. Mi personal fruición es, desde luego, mía; de otro modo no sería «personal»; pero esa fruición mía incluye ahora la coejecución creyente de la fruición de mi amigo, y lo mismo cabe decir, recíprocamente, de esta. Con otras palabras: en la relación de objetividad, el objetivo, el objeto real o ideal a que tiende el «hacia» del comproyecto, es compartido por mí y por el otro, ocasionalmente asociados en el «nosotros compositivo» del dúo; y en la relación de personeidad —si esta relación es dilectiva, y si la dilección es a la vez instante y constante—, el objetivo a que tiende el «hacia» es poseído por mí y por el otro, esencialmente unidos en el «nosotros coimplicativo» de la diada. Mi persona y la persona del otro se hallan mutuamente implicadas en el «nosotros» diádico que los dos constituimos y a que los dos pertenecemos; y así, mi fruición implica la suya, su fruición implica la mía, y el objeto de nuestro comproyecto o de nuestro logro queda poseído, no por dos «yos» socialmente unidos entre sí, sino por el «nosotrossujeto» interpersonal que solo el amor y la amistad son capaces de crear. La diferencia psicológica, sociológica y ontològica entre este «nosotros-sujeto» interpersonal del amor y el «nosotros-sujeto» cuasipersonal del Geschick heideggeriano y del «grupo» sartriano no puede ser más evidente. Pronto la examinaremos con algún detalle. Mientras tanto, mida el lector el abismo que separa entre sí el «nosotros» solo cooperativo de dos camaradas de guerra y el «nosotros» a la vez cooperativo y amoroso de Romeo y Julieta. La meta del «hacia» proyectivo en la relación interpersonal es distinta según exista o no exista una concreencia diádíca entre las dos personas que se encuentran. Pensemos de nuevo 335 en el caso del Samaritano. La vinculación entre este y el herido fue mucho más genéricamente humana que estrictamente dual. No se conocían entre sí. Entre ellos no existía más concreencia que la que pueda existir entre dos hombres cualesquiera. Es verdad que la acción caritativa del Samaritano establece entre uno y otro un «hacia» proyectivo; pero no hace falta gran perspicacia para advertir que la meta de este «hacia» —el amoroso cuidado de las heridas, el traslado del paciente a la posada más cercana— vincula entre sí a un «hombre doliente» y a un «hombre dispensador de ayuda», no a dos personas dualmente enlazadas por una amistad singular. El Samaritano cree al herido en cuanto este es hombre doliente, y no en cuanto es persona dotada de nombre propio; no, como suele decirse, «por ser él quien es». En ello consisten su mérito y su limitación: su mérito, porque solo así puede ser puro prójimo del otro; su limitación, porque todavía no ha llegado a ser su amigo. Imaginemos ahora que el Samaritano quiere ser amigo del herido, además de ser su prójimo. ¿Qué habrá de hacer para que entre él y el otro surja una relación diádica? Inmediatamente, añadir al auxilio la confidencia, convertir en donación de simismidad —solo es confidente quien se da a sí mismo al otro— la fungible donación de humanidad, de hombredad, en que su generosa ayuda consistió. Mediatamente, proponerse el logro de una concreencia dual como meta de su común «hacia» con el herido. Solo cuando llegue a creerle «por ser él quien es», además de creerle y ayudarle por ser hombre doliente —con otras palabras: solo cuando una genuina concreencia dual permita entre ellos la creencia mutua—, solo entonces será real y verdaderamente amistosa la convivencia entre ambos. Cuando la concreencia diádica no existía, ella debe ser la primera meta del «hacia» proyectivo e interpersonal. Cambian las cosas cuando esa concreencia ha llegado a existir: tal es el caso de la convivencia entre amigos o amantes. El «hacia» es entonces rigurosamente interpersonal, y a este mismo carácter deben su consistencia propia el proyecto y la esperanza de la diada amorosa. «Amarse —ha escrito 336 Saint-Exupéry— no es mirarse el uno al otro, sino mirar en la misma dirección»; esto es, proponerse y coejecutar diádicamente un comproyecto intramundano. La frase de SaintExupéry es más brillante que certera: amar personalmente no es mirar en la misma dirección que el otro, sino darse al otro para su bien. Pero el amor humano quedaría manco y espiritado si no se expresara y realizase en un proyecto de convivencia; proyecto en el cual, conviene añadirlo, la mirada del amante está puesta a la vez en la persona del amado y en la meta a que el quehacer de la diada tiende. Cuando esto acaece, vivir en el mundo es asumir en el devenir de un nosotros diádico la temporalidad de la existencia individual, y descubrir, por obra del amor, el sentido que el cuidarse del mundo posee en su entraña. Conviviendo como propias las penas y las alegrías del otro, coejecutando creyente y amorosamente sus trabajos, el sujeto de mi vivir es, por supuesto, mi persona, pero no mi «yo», en el sentido cartesiano, kantiano o husserliano de esta palabra. Mi persona —aquello por lo cual hay en mí algo radicalmente propio— se actualiza por vía de amor y creencia en el tú-y-yo o yo-en-nosotros de la diada; y en ese momento, til-y-yo o yo-en-nosotros es el sujeto psicológico y ontológico de mi vivir personal. El tiempo de nuestra existencia es entonces rigurosa «contemporeidad» existencial, no la «contemporaneidad» meramente cronológica de quienes viven sobre la tierra en una misma fecha, ni la simple «coetaneidad» de quienes con igual edad hacen su vida en una misma situación social e histórica. Mientras amorosa y creyentemente conviven, las dos personas que integran la diada suceden en común, «con-suceden»; y así el cuidado de existir en el mundo, hecho cuidado en común o «con-cuidado», es vivido como descubriendo el sentido positivo, soteriológico, que las vicisitudes de la existencia terrena, sean gozosas o aflictivas, ocultamente llevan en su seno. El hecho de que otro conviva amorosamente nuestro propio dolor moral, nos alivia; más que atenuar nuestro dolor, ese hecho lo dulcifica; lo cual acaece porque el dolor moral, como la alegría íntima, solo en amorosa vinculación con otro —y, a través de él, con todos los otros— puede alcanzar último sentido. 22 337 Pero el hombre in via no es capaz de ser tú-y-yo de manera permanente: recordemos las melancólicas reflexiones de Martin Buber y Gabriel Marcel. Tan pronto como el sentimiento de su propio cuerpo, el pensamiento objetivante, la conciencia moral 1 9 o el egoísmo dan límite individual a la actualidad y a la vivencia de la propia persona, la diada amorosa se rompe, la relación con el otro pasa a ser relación de objetuidad —dilectiva en unos casos, conflictiva en otros—, y el «nosotros coimplicativo» del amor interpersonal se trueca, por obra de una suerte de congelación anímica, en el «nosotros compositivo» de una cooperación o un conflicto pura y exclusivamente intramundanos. Cuando la relación entre hombre y hombre es real y verdaderamente interpersonal y amorosa, y cuando este amor es a la vez instante y constante, de coejecución y de coefusión, el «hacia» del comproyecto asume y transfigura la realidad del mundo, siquiera sea instantánea e intencionalmente, en el transmundo ontológico que es la vida propia de la persona; la vida personal de la persona, si se me admite tal redundancia. El hombre, que comienza a poseer personalidad propia siendo «yo» ao , acaba descubriendo que solo siendo «nosotros» es íntegramente persona. Y cuando la relación interhumana se objetiva —en otros términos: cuando el tú-y-yo del «nosotros» plenamente diádico se convierte en el miyo y tuyo del «nosotros» meramente dual—, es el mundo quien absorbe, configura e individualiza la operación psicofísica de la persona. Quien en su vida haya tenido la experiencia de una amistad o un amor verdaderos, diga si no es esta la diferencia entre el comproyecto de la relación interpersonal y el comproyecto de la relación objetivante. El «hacia» de la relación interpersonal amorosa no es solo proyectivo; es también elpidico, y con mayor radicalidad que el «hacia» de la relación objetivante. «No hay esperanza —escribe Gabriel Marcel en su prólogo a Homo viator— más que " Recuérdese el papel «singularizante» que la voz de la conciencia (Ruf des Gewissens) desempeña en la analítica existencial de Heidegger. 20 De nuevo remito a la distinción de Zubiri entre «personalidad» y «personeidad». 338 en el nivel del nosotros o, si se quiere, del mutuo amor caritativo (agápé); en modo alguno en el nivel de un yo solitario que se hipnotizase sobre sus fines individuales.» Solo como coesperanza interpersonal sería posible, según esto, la esperanza. La tesis de Marcel es a todas luces excesiva. Puesto que la existencia humana es constitutivamente coexistencia, la esperanza es y no puede no ser coesperanza. Bien. Pero la coexistencia de los hombres puede ser y es con frecuencia objetivante e intramundana; y así, aunque el «nosotros» no sea en tal caso ese que el «mutuo amor caritativo» funda, es decir, el «nosotros» interpersonal y coimplicativo de la diada amorosa, sino el «nosotros» cuasipersonal y compositivo del Geschick de Heidegger y de la «serie» o el «grupo» de Sartre, no por ello deja de existir, bajo forma de coesperanza intramundana, más aún, bajo forma de coesperanza utópica o trascendente, la constitutiva necesidad de esperar que en el ser humano late. Aunque no sea un amor caritativo lo que mutuamente les vincule, dos camaradas de una misma empresa histórica esperan y coesperan. Recuérdese lo que antes dije en torno al «hacia» elpídico de la relación de objetuidad. Esto sentado, hay que apresurarse a declarar que la coesperanza del hombre solo llega a ser cabal y plenària cuando, además de tender hacia el logro de un objetivo compartible —además de ser «objetiva»—, es también genuinamente «personal». ¿Cuál podrá ser entonces la meta del «hacia»? Inmediatamente, esa meta es la composesión, coimplicativa del bien, la verdad y la belleza particulares hacia que se orienta el comproyecto de la diada amorosa; bien, verdad y belleza ordenados hacia el «sumo bien» y la «suma felicidad» a que tácita o expresamente aspira siempre la actividad del hombre 21. De manera mediata, la meta de la coesperanza interpersonal y amorosa es la plena projimidad en el sumo bien: un estado de la existencia humana en que la relación con el otro, además de ser en sí misma perfecta, sea a la vez parte integrante de una perfecta convivencia con la humanidad entera y de la pose21 Véanse las páginas que consagro al «objeto de la esperanza» en mi libro La espera y la esperanza. 339 sión personal del bien supremo. «El encuentro promete más de lo que el abrazo permite abarcar», decía certera y sibilinamente Hugo de Hofmannsthal. El problema consiste en saber cuándo será perfecta la relación personal con el otro; o, para repetir la expresión anterior, cuándo esa relación podrá ser llamada «plena projimidad». La plena projimidad a que la coesperanza amorosa aspira, ¿será, como pensó Hegel, una «conciencia de sí general» en que la sentencia «Yo soy Nosotros» cobre plena y definitiva realidad? El hecho de tratar al otro como prójimo, ¿albergará en su entraña, como Ortega ha dicho, una «última esperanza» de que él sea como yo? ¿Cabe esperar, con Jaspers, una «trascendencia» en que la comunicación interpersonal se salve del fracaso a que invenciblemente la somete la existencia empírica del hombre? Esa esperanza, ¿es tan solo el rostro ilusivo de un imposible ontológico, como Sartre sostiene? En el apartado próximo trataré de dar mi respuesta a la grave cuestión de que todas estas interrogaciones emergen. Mas no debo pasar adelante sin estudiar, siquiera sea sumariamente, algo implícito en las páginas que anteceden: la peculiar índole de la temporeidad de la existencia humana en la convivencia amorosa concreyente y coefusiva. Al describir el enamoramiento como forma especial del encuentro se nos hizo patente la «condición hiperbólica» del ser humano, tan elocuentemente revelada por la frecuencia de las dos palabras humanas más cargadas de absoluto —«siempre» y «todo»—• en el lenguaje del amor. Ahora bien, hay dos modos del «siempre» y del «todo». Hay el «siempre» eval —aevum: perpetuidad— de lo que de modo permanente es igual a sí mismo (el «siempre» de quien se extasía contemplando), y hay el «siempre» intensivo de quien fulgurantemente es o sabe en un solo instante todo lo que él puede ser o saber. Hay, por otra parte, el «todo» sucesivo de lo que se constituye parte a parte —totum ex partibus constituitur, como Harvey decía para caracterizar el preformacionismo embriológico—, y el «todo» posesivo —totum in partes distribuitur, diría el epigenista Harvey— de quien previa y unitariamente posee su propia integridad. ¿Necesitaré decir que la idea cristiana de la eter340 nidad, según la tan conocida definición de Boecio —interminabilis pitae tota simul et perfecta possessió— comprende, respecto del ser humano, estos dos modos del «siempre» y el «todo?» La vivencia amorosa del tiempo —más precisamente: la vivencia del tiempo mientras la convivencia es amorosa, concreyente y coefusiva— es como un palpito fugaz de esa plenària eternidad. La temporeidad propia de la existencia objetivante e intramundana tiene como formas el proyecto y la sucesión discreta. Condicionado por la naturaleza cósmica de nuestro cuerpo, el temps durée propio de la vida personal, diría Bergson, se ve obligado a escandirse en una serie de proyectos y actos sucesivos y a mostrarse como temps espace. Ser en el mundo es verse obligado a proyectar algo, a ejecutar trabajosamente lo que se proyecta y a proyectar luego —partiendo acaso de la decepción— otra tarea distinta; y el hecho de que los proyectos humanos sean y hayan de ser comproyectos, porque existir, para el hombre, es coexistir, en nada altera ese apretado esquema temporal de nuestra vida de mundo. El tiempo es entonces rectilíneo, progrediente —o regrediente— y fatigoso, sobre todo cuando el error y el fracaso imponen a sus diversos segmentos una trayectoria en zig-zag. Muy otra es, en cambio, la temporeidad diádica de la existencia amorosa, concreyente y coefusiva. Como vivencia actual mientras fugazmente se da, como secreta aspiración luego, ese modo de existir se caracteriza, desde el punto de vista de su temporeidad, por tres notas principales: la instantaneidad, la posesión y la interminabilidad. La primera se opone a la sucesión escandida o continua de la existencia objetivante e intramundana; la segunda llena y colma la mera pretensión inherente al proyecto de existencia; la tercera trasciende la limitación opresora que el tope de lo proyectado —Schliesse der Zeit, «tapón del tiempo», según una expresiva metáfora de Rilke— pone en la durée ilimitada de la vida más genuinamente «personal». La distinción entre el tiempo continuo del movimiento cósmico y el tiempo instantáneo de ciertos movimientos anímicos es muy antigua en filosofía. Platón, por ejemplo, contrapone al khrónos o tiempo cósmico, «imitación móvil del evo, ... imagen eval que progresa según el número» (Tim. 37 d), 341 la irrupción subitánea (exaíphnis) de las sentencias oraculares en las personas arrebatadas por el entusiasmo (Crat. 396 a) y el «instante» intemporal del paso del movimiento al reposo y del reposo al movimiento (Parm. 156 d e). Habría, pues, tres modos de la duración: la duración inmutable de la divinidad (aión, evo), la duración mudable del tiempo cósmico (Jurónos) y la pura subitaneidad de lo que acaece de una manera instantánea (tb exaiphnès). Plotino elaborará más tarde la doctrina platónica: la «vida del evo», según él, «no se compone de una pluralidad de tiempos, sino que, como un todo, consiste en todo tiempo» (Enn. I, 5). Con su idea de un Dios personal y eterno, el cristianismo se verá en la necesidad intelectual de distinguir entre la «eternidad» —concebida desde Boecio como «posesión a la vez íntegra y perfecta de una vida interminable»— y el «evo»; y, por añadidura, entre la «eternidad propia» de Dios y la «eternidad participada» que Dios ha querido comunicar a ciertos entes creados por El (Santo Tomás, S. Th. I, q. 10 a. 1). Para una mente cristiana hay la eternidad divina, la eternidad participada, el evo o duración propia de los espíritus creados, medium Ínter aeternitatem et tempus (S. Th. I, q. 10 a. 5), el instante o movimiento instantáneo de la iluminación, la intelección y la volición (I, q. 63 a. 5), y el movimiento continuo o temporal de los cuerpos celestes y materiales (I, q. 61 a. 2). Atenido a su intelección de la realidad según «el ser que yo soy», el pensamiento post-husserliano discernirá con fino cuidado el «presente impersonal» o «instante objetivo» y el «presente personal», «instante existencial» o «instante» sensu stricto. Eso han hecho, cada uno a su modo, Martin Buber, Heidegger y Jaspers. Buber contrapone el seudopresente de la relación yo-ello y el presente vivo y auténtico —el instante del encuentro, colmado de presencia— de la relación yo-tú. El primero no pasa de ser un término ocasional y puntual del pasado: el segundo, en cambio, es una súbita y emergente revelación de la realidad. «Las esencias son vividas en el presente, los objetos en el pasado» (ID, 16-17). Y más aún que las «esencias», las «personas». Heidegger, por su parte, distingue tajantemente entre el 342 «presente inauténtico» (die uneigentliche Gegenwart, das Gegenwàrtigen) en que cae la existencia humana cuando su existir adopta el modo impersonal del «se» {SZ, 346-348), y el «presente auténtico» o «instante» (eigentliche Gegenwart, Augenblkk) de la decisión personal. El «instante» —el éxtasis de la existencia en el trance de decidirse a ser con autenticidad— no debe ser confundido con el «ahora», ni interpretado según este: «el ahora es un fenómeno temporal que pertenece al tiempo desde dentro de él mismo (ais Inner^eitigkeit); es el ahora en que algo surge, pasa o está ante mí. En el instante, en cambio, no puede acaecer nada; como presente auténtico, el instante solo me permite encontrar lo que a mi alcance o ante mí puede ser en un tiempo» (SZ, 338) a2 . En el capítulo VII de sus Confesiones dice San Agustín que su conversión acaeció in ictu trepidantis adspectus. ¿Qué «pasó» entonces en el alma del santo? Nada. Hubo pura y simplemente un cambio radical de actitud ad id quod est, desde lo que parecer ser y no es, a lo que es real y últimamente. Pues bien: como dando una versión secularizada a la experiencia del autor de las Confesiones, Heidegger verá en el instante —en la personal decisión de ser auténticamente— el tránsito de la existencia desde la cotidianidad hacia la autenticidad. No es menos viva la atención de Jaspers al fenómeno del instante. Bajo la relatividad inherente a toda descripción psicológica y tipológica, la Psjchologie der Weltanschauungen afirma la estricta conexión entre el instante existencial —formal y materialmente distinto del instante cósmico o «átomo de tiempo»— y la vivencia humana de la realidad. «Todo lo que de un modo verdaderamente vivo sucede en nosotros, llega 22 El primero en haber visto con profundidad la significación existencial y no meramente cósmica del instante ha sido Kierkegaard. Explícitamente lo reconocen Jaspers (Psychologie der Weltanschauungen, 3.a ed., págs. 108-117) y Heidegger (SZ, 338). Pero, según Heidegger, Kierkegaard no habría sabido interpretar correctamente tal fenómeno. Atenido al concepto vulgar del tiempo, trata de entender el instante con ayuda del «ahora» y de la «eternidad». Ahora bien, la «temporalidad» de la existencia no es, como Kierkegaard piensa, el mero «ser-en-el-tiempo» del hombre, sino algo más radical y originario. 343 en un instante, y de algún modo procede de otro instante» (Ps. W., 114); y el trastorno de la fonction du réel que Janet describió en las neurosis, consistente en la incapacidad de superar la angustia de tomar una decisión acerca del presente —acerca, por lo tanto, de la realidad en acto—, no sería en rigor una enfermedad, sino la exageración de algo que se da en todo hombre. Existir —dirá luego Jaspers en su Philosophie— es vivir con profundidad el instante, descubrir que en este, cuando llega a ser «instante eminente» (hoher Augenblick) o «presente eterno» (ewige Gegemvart), se patentiza de un modo a la vez fugaz y orientador, como a través de un relámpago que simultáneamente fuese módulo, la secreta relación esencial entre la eternidad y el tiempo (I, 533-534). Ahora bien, el instante existencial por excelencia es aquel en que una mirada amorosa, creyente y efusiva, o un acto psíquico a ella equivalente, nos pone en contacto vivo e inmediato con la realidad de otra persona; no es un azar que «mirada» e «instante» se digan en alemán con una misma palabra: A-Ugenblick. Si esa persona es Dios, el instante recibirá el nombre de «trance místico» o «éxtasis», en el sentido más absoluto de este término. «Para el afanoso de Dios —dice Ángelus Silesius—, este punto del tiempo se hace más largo que el ser de toda la eternidad» 23. Y San Juan de la Cruz escribirá: «De donde puede acaecer, y así es, que se pasen muchas horas en este olvido, y al alma, cuando vuelve en sí, no le parezca un momento o que no estuvo nada. Y la causa de este olvido es la pureza y sencillez de esta noticia, la cual, ocupando el alma, así la pone sencilla, y pura, y limpia de todas las aprensiones y formas de los sentidos y de la memoria, por donde el alma obraba en tiempo, y así la deja en olvido y sin tiempo...; y es la oración breve de que se dice que pe23 Contrapone Ángelus Silesius el «tiempo eterno» del diablo y la «eternidad» de Dios, y añade los dos versos que ahora he traducido: Dem Gottesbegierigen ivird dieser Punkt der Zeit Viel l'ánger ais das Sein der ganzen Ewigkeit. Evidentemente, el «punto del tiempo» de que ahora habla el místico alemán tiene un sentido existencial y no cósmico. 344 netra en los cielos, porque es breve, porque no es en tiempo» 24. Atento solo a su personal experiencia mística, San Juan de la Cruz está describiendo el fenómeno de la existencia humana que Heidegger llama «instante» y Jaspers «presente eterno». El éxtasis místico y la decisión auténtica poseen, desde el punto de vista de la temporeidad del hombre, una misma estructura formal: uno j otra revelan que la existencia humana echa sus raíces en ese «más allá» del tiempo que habitualmente recibe el nombre de «eternidad». Mas también el contacto inmediato con la realidad de otra persona —más precisamente: el descubrimiento de la realidad del «nosotros», cuando este es coimplicativo y amoroso— posee la subitaneidad transtemporal del «instante eterno». Vivir proyectivamente en el mundo es ir bregando paso a paso con la resistencia de la realidad exterior; vivir instantáneamente con otra persona, cambiar con otro una mirada de comprensión y amor, es descubrir de golpe y gratuitamente que para el hombre la realidad es donación, además de ser resistencia, y advertir a la vez, con Goethe, que «el instante es eternidad». «El amor no piensa en longura —ha escrito Nietzsche—, sino en instante y eternidad» 26, y Binswanger dice, por su parte: «La familiaridad con la existencia como regalo es el único recuerdo del amor» 26. Dos sentencias que, como acabamos de ver, no son sino expresión diversa de un mismo fenómeno. Heidegger reprocha a Kierkegaard el error de haber interpretado la realidad del instante apelando al «ahora» y a la «eternidad», es decir, al concepto vulgar e intramundano del tiempo, y trata por su parte de referirla a otro concepto «más originario» de la temporeidad de la existencia. Pero aunque el instante de la decisión auténtica y del encuentro interpersonal amoroso no sea el «ahora», ¿puede acaso ser concebido sin recurrir a la idea de eternidad? Esa «más originaria temporeidad» que Heidegger, con razón, propone, ¿puede 24 25 Subida, II, 4, 5. Otro texto semejante, en Subida, III, 2, 4 y 5. Cit. por LSwith en Das Individuum in der Rolle des Miímenschen. 26 Op. cit., pág. 96. 345 ser ajena al tota simul que en la eternidad ha visto siempre el pensamiento cristiano? El hombre es a la ve^ naturaleza cósmica e imagen y semejanza de Dios; y esto hace que la temporeidad de la existencia humana, unitaria en su raíz, ofrezca en su aspecto dos formas cardinales: el «tiempo continuo» del vivir intramundano, en el cual se realiza o fracasa sucesivamente y según el antes y el después lo que en la decisión y en la intuición amorosa es fulguración instantánea, y el «instante» de la decisión auténtica y del encuentro interpersonal, en el cual se radicaliza repentinamente —in ictu, diría San Agustín— la vivencia que el hombre tiene de su peculiar implantación en el fundamento de la realidad. Por esto el amor, como hemos oído decir a Nietzsche, «piensa en instante y eternidad», una «eternidad» que no es meramente el evo o aián del pensamiento griego. Y por esto el instante de la mirada personal y amorosa es, más aún que el de la decisión, el instante existencial por excelencia. Tanto más hay que recurrir a la idea de eternidad para entender la instantaneidad de la relación interpersonal dilectiva, cuanto que la vivencia del instante amoroso lleva en sí, además de subitaneidad, posesión tota simul e interminabilidad. Mientras dura la vivencia del nosotros amoroso y diádico, la existencia no necesita ni espera nada, porque entonces la impregna un gozoso sentimiento de poseer de todo lo que a su ser pertenece: instantánea y fugazmente vive una cabal posesión de sí misma en el «nosotros» coimplicativo de la diada. «Ser feliz sin esperanza», llamó H u g o de Hofmannsthal a la verdadera felicidad; y en la medida en que el existir terreno lo permite, eso es a veces el encuentro amoroso. De ahí que la instalación de la existencia en la «patria» del amor sea —como glosando fenomenológicamente a Rilke dice Binswanger— la fusión de un «haber-llegado» y un «haber-estado-allí-siempre» 27. La vivencia de tal posesión —que no debe confundirse con el avoir intramundano y objetivo de los análisis de Gabriel Marcel— 28 es, por supuesto, fugaz; pero mientras dura, la 27 28 Binswanger, op. cit., pág. 95. En la autoposesión de la existencia a través del «nosotros» amoroso y diádico, el avoir es étre: «yo soy poseyéndome». 346 existencia es sentida como interminable. Recuérdese la contraposición de Elizabeth Barret-Browning entre el «amor que dura» y la «vida que desaparece»; y, en general, la frecuencia de las palabras «siempre» y «eternidad» •—entendida esta como «interminabilidad»— en el lenguaje del amor. Atenida al cuidado del mundo, la existencia vive su temporeidad como «finitud»; y el término irreferible e irrebasable de esta finitud es, como constantemente se viene repitiendo desde la publicación de Sein and Zeit, la muerte. Ser-en-el-mundo es ser-amuerte. Pero esto, ¿quiere acaso decir que la temporeidad propia de la coexistencia amorosa consiste en desconocer esa verdad inexorable? En modo alguno. «Escondidos estamos de la muerte», dice el amante a la amada en un soneto de Quevedo. Quien así habla conoce, por supuesto, la perspectiva de la muerte, pero no la siente como «término» de una finitud. En el instante del encuentro amoroso, la existencia —la coexistencia— es vivida como una realidad interminable, como una plenitud infinitamente proyectada más allá de la muerte. End'los Wagen, un «osar sin fin», llama Morike a la vida de quien ama 29. En suma: vivir amorosamente el encuentro interpersonal es experimentar, por obra de la convivencia, una versión cismundana y aproximada de lo que según Boecio es la eternidad. Más concisamente, sentir que de manera fugaz coinciden —o que están muy cerca de coincidir— el «en» y el «hacia» de la propia existencia. Pero además de tener un «en» y un «hacia», la existencia humana tiene un «para». Las dos determinaciones ontológicas cardinales que en ella describe Sartre —ser-para-sí, ser-paraotro— tienen en el «ser-para» su fundamento común. «Carácter dativo» del existir humano, llamé páginas atrás a la primaria expresión real de este «ser-para». Nuestro análisis del encuentro en la existencia solitaria nos hizo conocer cómo el ser-para-otro se realiza y manifiesta cuando el hombre se halla en soledad. Conocemos, por otra parte, las direcciones en que se orienta el «ser-para» en la relación intramundana y objetivante con el otro. Cuando el otro es para mí ob: ' De nuevo remito a Binswanger, op. cit., págs. 81 y 93. 347 jeto, yo no me doy a él, sino a mis propios fines, a través de él. Que el logro de tales fines comporte para el otro perjuicio o beneficio, es en tal caso cuestión accesoria; lo decisivo es que el ejercicio del carácter dativo de mi existencia —la actualización empírica de mi datividad— no tiene entonces como término propio la persona del otro, sino, a lo sumo, aquella de sus cualidades, salud, belleza o talento, cuya perfección pueda favorecer la consecución de mi propósito. Tal es, por ejemplo, el proceder de quien enseña a sus discípulos solo con la mira puesta en el prestigio de su escuela. N o son muy distintas las cosas en la relación cuasi-personal que da fundamento al Geschick de Heidegger y a la «serie» y el «grupo» de Sartre; más concisamente, en la relación de pura camaradería. El camarada no se da a la persona del otro, sino, como suele decirse, a la causa, y al otro en cuanto servidor de la causa. Les mains sales, de Sartre, muestra con singular eficacia dramática esta grave limitación de la camaradería pura. Trátase, pues, de saber cómo el «para» de la existencia se manifiesta en la relación interpersonal, cuando la amistad y la projimidad se juntan en ella. El «para» de la projimidad es donación efusiva del propio ser a la persona del otro: recordemos una vez más la conducta del Samaritano. El verdadero prójimo da al otro algo de su propio ser, y por lo tanto de su propia persona. Es lo que Lováth, elaborando una expresión de Kant, llama «el ser-para-otro exento de objetivos» 30 . Pero ese «algo» que de sí mismo da el prójimo al otro procede, como ya sabemos, de las zonas de su persona que no son última y rigurosamente íntimas: su dinero, el esfuerzo de sus brazos, los quehaceres que habían de llenar una parte de su vida; en los casos más extremos y sublimes, su vida misma. N o quiero decir con esto que la donación propia de la pura projimidad solo por excepción exige el sacrificio. Al contrario: sin cierto sacrificio en la donación no es posible la projimidad, y no pocas veces será más doloroso y meritorio el regalo de tiempo, esfuerzo o dinero que la efusiva comunicación de una confidencia. Digo tan solo que 30 Das zweckfreie Füreinandersein: Lowith, op. cit, págs. 70-71. 348 el prójimo da al otro lo que en su personalidad es genérico o externo, y no lo que en su personalidad es más «personal» e íntimo 31 . La donación efusiva de la propia intimidad se hace —cuando en realidad se hace— al amigo o al que va a ser amigo; y verbal o no, su forma específica es la confidencia. Quien confidencialmente habla o trata a otro le regala una parte de su ser íntimo. Cada una de sus palabras y de sus acciones es una merced hecha a la persona del otro, y a la vez una piedra consagrada a la edificación del «hogar» en que el nosotros diádico va a alojarse: viventia saxa, según una feliz expresión litúrgica. El «para» de la donación amistosa se orienta también, cómo no, al logro de objetivos; pero el sujeto beneficiario o padecedor de estos es entonces el nosotros coimplicativo de la diada, y toda fruición o toda aflicción diádicamente coimplicadas son en alguna medida donación gratuita a la persona del amigo. El puro camarada se da a la causa; el amigo, en cambio, se da simultáneamente a la causa y al amigo, y en ello consistirá no pocas veces el drama de su alma. «La esencia del amor —escribe Guitton— está en la donación de sí mismo al otro... Pero, ¿qué es una donación?... Es un acto situado más allá de todo interés y en el que no hay retorno del sujeto sobre el sujeto; sin esto, la donación se hace cálculo. La donación es desinteresada y gratuita; y cuando es un ser humano quien la hace, exige que este ser se prive de lo que tiene... La donación amorosa es sin duda agradable. Pero, aun en sus alegrías, la esencia del amor no está en la alegría; el amor reside en la idea de que esta alegría es símbolo y efecto del amor mismo... El acto más elevado del amor no es, pues, recibir sin dar, sino dar, y en esto radica la diferencia entre el amor y la pasión» 3a. «¿Quién podría separar 31 «La condición fundamental para que todos los hombres puedan tratarse como prójimos —escribe P. Grenet— es que ellos reconozcan en los otros la naturaleza o esencia que conocen en sí mismos» («L'humain, le prochain et le lointain», en L'homme et son prochain, pág. 215). Trátase, como es obvio, de un «conocer» no discursivo ni conceptual, de un «vivir». 32 L'amour humain, págs. 91-92. 349 el amor de la caridad?», pregunta Shakespeare, por boca de Biron, en Trabajos de amor perdidos. Nuestro análisis nos ha hecho conocer la estructura del acto descrito por Guitton y la consistencia real de esa inseparabilidad a que Shakespeare alude. La trabajosa ejecución personal de un proyecto propio nos da títulos morales o jurídicos para poseer aquello por lo cual hemos dado nuestro esfuerzo; el amor, en cambio, otorga carácter de donación desinteresada y gratuita a lo que se da y a lo que se posee. Como dice Binswanger, la existencia, por obra del amor, «se comprende a sí misma desde su fundamento como donación, regalo y gracia» 83 . Desde Scheler 34 y Nygren 35 es frecuente y aun tópico contraponer dos formas del amor: el érñs o amor helénico, el amor de aspiración o de arrebato en que la existencia se lanza ascendentemente hacia el logro de su propia perfección, y la ágape o amor cristiano, el amor de donación o efusión en que la persona, desde una vivida implantación de su ser en el ser de Dios, se derrama en obras de misericordia hacia el menester y la perfección del otro. Aquel sería el amor del Banquete platónico; esta otra, el amor del Samaritano. La contraposición de estas dos formas del amor es fecunda y orientadora; la intelección del amor cristiano (agápé, caritas) como pura «efusión», ya no lo es tanto. Lo propio del amor cristiano consiste en ser a la vez aspiración y efusión, donación y arrebato. Amar al otro en Dios es, por lo pronto, amar a Dios, y la empresa del amor de Dios es siempre, como San Juan de la Cruz diría, «subida». Solo quien cristianamente se halle empeñado en esta elevación ontològica y moral de su propia persona, solo él podrá luego efundirse en caridad hacia el menester ajeno; y solo así la misericordia llegará a ser, como en la vida cristiana es inexcusable, profunda y auténtica humildad. Pues bien, otro tanto cabe decir, analógicamente, del amor interpersonal concreyente y coefusivo. Amar a otra persona es aspirar constantemente al modo de la relación que antes 33 34 35 Op. cit., pág. 153. En El resentimiento y la moral. Eros und Ágape (Gütersloh, 1930). 350 llamé «plena projimidad»: un estado de la existencia humana en que la relación con el otro, además de ser en sí misma perfecta, sea a la vez parte integrante de una perfecta convivencia con la humanidad entera y de la posesión personal del bien supremo. Solo así la felicidad podrá ser el «ser feliz sin esperanza» de Hugo de Hofmannsthal. Como sabemos, hay instantes en que el alma, plenariamente entregada a la coefusión amorosa, parece no aspirar a más; pero el trance de esta diádica cuasi-posesión tota simul pronto pasa, y la aspiración, el «osar sin fin» de Mórike, viene otra vez a ser la regla. El amor humano es y tiene que ser eras. Más aún: la vida misma del hombre es eres, y esta es la razón por la cual hasta la persona más feliz tiene necesidad de amigos (Aristóteles, Etb. Nic, 1169 a 22; Santo Tomás, S. Th., I-II, q. 4 a. 8). Por muy lejos que en orden al amor nos hallemos de los griegos, la lección de Diótima en el Banquete sigue siendo actual. Mas también tiene que ser agápe, donación efusiva, el amor humano. Digamos de nuevo, con el Biron de Shakespeare: «¿Quién podrá separar el amor (love) de la caridad (charity)}» Amar a otro es ser simultáneamente su prójimo y su amigo, darle para su bien algo de nuestro ser externo y de nuestro ser íntimo. Cualesquiera que sean los logros teoréticos de la analítica existencial, la doctrina aristotélica de Santo Tomás de Aquino acerca de la amistad 86 continúa vigente. 2. Tras haber examinado la estructura del amor efusivo, estudiemos brevemente su génesis y sus formas principales. Aunque el odio se halle tantas veces presente en el alma del hombre —o precisamente por ello: el odio no es sino una versión contrafactiva del amor—, la existencia humana tiende naturalmente hacia la amistad: anima naturaliter a?nans. Pero esta natural tendencia de nuestro ser no llegaría nunca a ser verdadero amor, y menos aún amor coefusivo, sin la operación transfiguradora de la propia libertad. Como todo lo verdadera y plenariamente humano, el amor personal es hijo de nuestra condición libre. Se dirá que bajo forma de «fle34 Véase P. Philippe, O. P., Le role de l'amitié dans la vie chrétienne selon Saint Thomas d'Aquin (Rome, 1938). 351 chazo» o de «enamoramiento» hay afecciones amorosas que de modo súbito o insospechado irrumpen en nuestra existencia, y dulce o trágicamente parecen adueñarse de todo nuestro ser. Nada más cierto. Mas para que el «amor pasional» —I'amour-passion de la clasificación de Stendhal— se trueque en verdadero «amor personal», siempre será necesario el ejercicio de la libertad, siquiera sea bajo forma de mera aceptación. Cuando el Calixto de L·a Celestina dice «Melibeo soy» para expresar la hondura ontològica de su amor por Melibea, lo que en rigor nos está diciendo es esto otro: «Melibeo he querido ser, Melibeo quiero seguir siendo.» Volvamos de nuevo al fenómeno inicial del encuentro. El azar —eso que llamamos «el azar» y que, como ya dijo Bossuet, no es sino un nombre dado a nuestra ignorancia— ha hecho que yo me encontrara con otra persona y comenzase a tratar con ella. ¿Cómo podré llegar a ser su amigo? ¿Qué habrá de pasar para que entre nosotros surja el vínculo de amistad y projimidad que constituye la amistad verdadera? Para responder a estas interrogaciones con alguna suficiencia y alguna realidad, tal vez convenga distinguir las seis principales situaciones típicas que suelen servir de punto de partida al amor concreyente y coefusivo de la amistad plenària: la misericordia, la concreencia, la simpatía, el enamoramiento, la indiferencia y la aversión. La conquista de la amistad desde la misericordia fue, sin duda, la primera empresa vital a que hubo de entregarse el Samaritano después de haber puesto sobre su cabalgadura al herido con que se encontró. Viendo las heridas de este hombre, un sentimiento de misericordia le ha invadido las entrañas: esplanchnisthe. No ha podido coejecutar personalmente el dolor ajeno; este dolor es ahora corporal, físico, y ya sabemos que los sentimientos del propio cuerpo son por completo incomunicables. Su alma ha compadecido afectivamente el sufrimiento del otro —cualquiera puede recordar la agria impresión afectiva, vital, que en nosotros produce la visión de una herida en un cuerpo humano—, y ha experimentado a continuación un espontáneo impulso de ayuda: tal es la estructura psicológica del sentimiento que solemos llamar 352 «misericordia». Pero el Samaritano no ha quedado ahí: ejercitando generosamente su libertad, ha querido aceptar en su vida personal ese afecto y este impulso —los ha hecho personalmente suyos— y, por añadidura, ha decidido ayudar con obras al hombre que ante él yacía. Todo hasta ahora se ha movido en el plano de la hombredad genérica. Ante un hombre cualquiera, el Samaritano, en cuanto hombre in genere, ha sentido misericordia y ha dado figura individual a una ayuda genéricamente humana. En su admirable conducta se ha hecho patente la solidaridad de la especie; lo verdaderamente «personal» de esa conducta ha sido la libre aceptación del sentimiento misericordioso —de estar en él, este ha pasado a ser suyo— y la libre decisión de ayudar al desvalido. ¿Cómo podrá convertirse en personalmente amistosa esta ejemplar relación de projimidad? Páginas atrás quedó apuntada la respuesta. A la vinculación vital y afectiva que entre el Samaritano y el herido ha establecido la efusión genéricamente humana de la ayuda —operativa en aquel, receptiva en este—, habrá de añadirse la vinculación espiritual que entre dos hombres siempre acaba creando la efusión personal e íntima de la confidencia. El Samaritano, a quien su integridad física y su generosidad han puesto en superioridad existencial respecto del herido, se apeará así de ella e instalará su personal existencia en el plano de igualdad y comunidad con el otro que la amistad exige; el herido, a su vez, mostrará que sabe aceptar sin resentimiento esa propuesta de igualdad —el resentimiento es la gran tentación del que recibe ayuda—, y regalará a quien le auxilia lo único que entonces puede regalarle: un fragmento de su intimidad, una parcela del recinto en que, como diría San Agustín, «él es lo que es». No será difícil aplicar este esquema a todos los casos en que la misericordia es punto de partida del camino hacia la amistad. Ese punto de partida será en otros casos una concreencia típica. A los pocos minutos de tratarnos, el otro y yo descubrimos coincidir en algunas creencias no genéricamente humanas: tal convicción política o moral, tal estimación artística, etc.; en el sentido más trivial del término, ambos somos un poco «correligionarios». Pasar de esa concreencia típica 23 353 a la camaradería no será empresa difícil: bastará con que los dos pongamos en conexión funcional las acciones personales que de nuestra respectiva creencia se derivan. Mas ya sabemos que la camaradería dista no poco de ser verdadera amistad; y así, la conversión de la relación concreencial en relación amistosa exigirá de nosotros algo más arduo. ¿Qué es, en qué consiste ese «algo»? Después de lo dicho, la respuesta es obvia: la concreencia típica y la camaradería llegarán a ser concreencia personal y amistad verdadera cuando él o yo, mediante un acto de autodonación a la persona del otro —una delicadeza con él, un pequeño sacrificio por él, una confidencia a él—, conquistemos cierto derecho a que en esa relación se nos crea, no por ser lo que hemos descubierto ser ya uno para el otro («correligionarios», camaradas), sino por ser quienes mutua y diádicamente somos (amigos). Para lo cual, no creo ocioso decirlo, será siempre mucho más favorable punto de partida la misericordia que la camaradería. La simpatía no coincide exactamente con la misericordia. El misericordioso está triste con el triste y alegre con el alegre: obra de misericordia es no pocas veces compartir sinceramente la alegría ajena. El simpático, en cambio, compadece de un modo expreso la tristeza del otro sin estar realmente triste, y sin estar realmente alegre concelebra su alegría; todo ello de manera espontánea y no convencional, como dejando fluir algo que mana en el fondo del alma 37. Cuando decimos de alguien «Es muy simpático», eso es lo que en rigor queremos decir. Con facilidad grande cuando el otro nos es «personalmente simpático», con dificultad casi invencible cuando el otro es para nosotros «personalmente antipático», hay no pocas ocasiones en que el encuentro pasa pronto a ser relación de simpatía. Apenas será necesario decir que en ella tienen su mejor atrio la amistad y el amor interpersonales. Pasar de la simpatía a la amistad —ser generoso de sí mismo con un hombre a quien se encuentra simpático— es cosa relativamente fácil. Sentir que la simpatía se tiñe de 37 Recuerde el lector la descripción scheleriana de la simpatía. A ella me remito. Véase también P. Ricoeur, «Sympathie et respect», en Revue de Mélaphysique et de Moral, 1954. 354 enamoramiento cuando la relación es heterosexual y la apariencia física del otro lo permite o lo favorece, es trivialísima experiencia. En ella está basada, todos lo saben, gran parte del mediocre género teatral que solemos llamar «comedia burguesa». Sobre el enamoramiento como término inmediato del encuentro heterosexual, dije ya lo suficiente en uno de los capítulos precedentes. Sobre la conversión del enamoramiento en amor concreyente y coefusivo —esto es, en verdadera amistad amorosa—, habrá que decir algunas palabras. Respecto de esta suprema amistad, el enamoramiento es un estado psíquico ambivalente. Impulsa desde luego al sacrificio por la persona amada y a la generosa efusión de la propia intimidad: «Sentirnos incapaces de tener secretos para una mujer —ha escrito Paul Géraldy— es haber comenzado a amarla.» Mueve, por otro lado, a buscar la posesión física del otro, a ser, como suele decirse, su dueño. El sacrificio por la persona amada y solo por ella, el sacrificio por el nosotros diádico a que el sacrificado y la persona amada juntamente pertenecen 3 8 , y el sacrificio, llamémoslo así, por la pura conquista y posesión de la persona amada, se dan indistintamente —a veces, separadamente— en el enamoramiento. Una acerada sentencia de Nietzsche descubre sin ambages lo que en tantas ocasiones es el llamado «amor al prójimo»: «Unos van al prójimo porque se buscan a sí mismos, y otros porque quisieran perderse a sí mismos.» No siempre es esto el acto de «ir al prójimo»; pero, ¿puede acaso negarse que con harta frecuencia lo es? Y diciendo «enamorarse» donde el aforismo nietzscheano dice «ir al prójimo», ¿no es esto lo que en el enamoramiento tantas veces acaece? La exploración psicoanalítica del alma humana ha permitido descubrir que no pocos individuos —los menesterosos de valimiento personal (Geltungsbedürftige) de los análisis adlerianos— se enamoran solo por buscarse a sí mismos, por encontrar algo que dé realce vital y social a su pobre persona, al paso que otros, no menos numerosos —la 38 Con otras palabras: el sacrificio por la persona amada, no por ella misma, sino tan solo en cuanto va a seguir existiendo junto a quien por ella se sacrifica, y en comunidad vital con él. 355 grey de los sexual y vitalmente inmaturos, los que no pueden vivir sin sentirse envueltos por el regazo afectivo de la Magna Mater—, solo para «perderse» en el seno protector del otro 39 llegan a conocer el amor. Compréndese sin esfuerzo que, aun real y efectivamente enamorados, ni el conquistador por amor-pasión, ni el buscador de sí mismo, ni el perdidizo de sí mismo, aman en realidad a la persona del otro. N o , no es siempre empresa fácil el tránsito desde el enamoramiento a la amistad amorosa 40. Otras veces es la indiferencia el estado previo al amor concreyente y coefusivo. Pero el temple del ánimo que solemos llamar «indiferencia», ¿lo es en realidad? Nada menos cierto. Frente a la realidad, y más aún frente a la realidad de otra persona, el hombre no puede ser indiferente. Más que un deber social y moral, el «empeño» o «compromiso» —Vengagement— es para él una condición ontològica: el hombre es un ser comprometido porque su existencia es en sí misma «compromisiva». A tergo, desde el punto de vista de aquello que la hace ser, la existencia humana es, como ha dicho Zubiri, misiva; a fronte, hacia la realidad que la incita u obliga a ser-así —el mundo, la situación en que el mundo se le ofrece— la existencia humana es promisiva y compromisiva, y tal es la razón ontològica por la cual siempre se nos muestra de algún modo comprometida. Con su carácter de «ideales» éticos, la ataraxia y la adiaforia de los estoicos son la demostración de que el hombre no puede ser indiferente en su trato con la realidad. E n el compromiso de la existencia humana se hacen patentes un momento «tendencial» y otro «moral». Positiva o negativamente, bajo forma de entrega o bajo forma de apartamiento, yo me comprometo en aquello que me atrae o me repele y en aquello que suscita en mí algún deber. La llamada «indiferencia» consiste, pues, en una de estas dos cosas: o en sentir de tenuísimo modo la vinculación tendencial y moral a la realidad presente, o en vivir indecisa y ambivalentemente, 39 40 Regazo maternal unas veces y paternal otras. Súmense a estos casos aquellos otros en que el carácter personal de los amantes, disimulado por la exaltación del primer amor, muestra luego sus duras aristas. 356 como un juego dinámico de atracciones y repulsiones en que los momentos tendencial y moral del compromiso se mezclan de diverso modo, el nexo psicológico y ontológico de uno mismo con la situación. Así entendida, la indiferencia es a menudo punto de partida de la amistad; y apenas será preciso añadir que, en tal caso, solo un acto de autodonación voluntaria al otro —donación de ser externo y de ser íntimo— podrá trocar en amistosa la relación indiferente. N o más necesario, aunque sí más vigoroso habrá de ser ese acto de voluntad cuando la situación originaria no sea la indiferencia, sino la aversión. Que esta, por razones de orden físico, de orden moral o de orden físico y moral, puede darse espontáneamente, es cosa de que todo el mundo tiene experiencia propia. Que la causa de la aversión tiene en ocasiones un carácter casi genérico, porque hay individuos que a casi todos resultan «antipáticos», y depende en otras de motivos estrictamente individuales, también constituye un tópico de la experiencia vital. Pero por personal e intensa que la aversión sea, nunca será imposible que un acto de generosidad efusiva la salve y acabe convirtiéndola en projimidad, y hasta en verdadera amistad. «La existencia de un malvado —escribe Scheler— está siempre fundada, sea esto empíricamente demostrable o no, en la culpable falta de amor de todos al portador del mal. Pues como el amor determina un amor recíproco en cuanto es percibido..., toda existencia de u n malo ha de estar necesariamente condicionada por la falta de amor recíproco; y esta lo está, a su vez, por una falta de amor primitivo» (EFS, 234). Salvo en los casos en que la «maldad» se halle determinada por una constitución física invenciblemente compulsiva —y entonces ya no podrá hablarse de «maldad moral»—, la tesis de Scheler tiene grandísima parte de verdad 41. Y si la tiene en relación con la maldad, más '*' Grandísima, pero no total. El más fino amor al otro será a veces impotente para anular su maldad. ¿Por qué Judas fue traidor con quien le había amado? Un psicoanalista actual respondería con otra pregunta: ¿Cómo fue la infancia de Judas? ¿Es cierto que a Judas le habían amado todos? El examen atento y consecuente de todas estas interrogaciones nos pondría inexorablemente ante lo que San Pablo llamó mysterium iniquitatis. 357 fundadamente habrá de tenerla en relación con la aversión y con la antipatía. Todo lo cual nos permite formular esta previsible conclusión: en la génesis del amor concrejente y coefusivo se implican de manera unitaria, como en todo empeño plenariamente humano, la naturaleza y la libertad de las personas que se encuentran y tratan; pero lo decisivo será siempre el empleo de la libertad en un acto de donación efusiva y gratuita del propio ser personal a la persona del otro y, en último extremo, al posible «nosotros» diádico en que la amistad, si al fin existe, tendrá su verdadero fundamento. En ese «nosotros» coincidirán armoniosamente el amor de amistad y el amor de projimidad, y esta coincidencia será a la vez merced y empresa, regalo de la realidad y logro de nuestra libertad. Pero aunque la génesis del amor constante tenga a través de tanta diversidad empírica una raíz unitaria y común, no por ello deja de existir en su configuración psicológica y social una multitud de formas individuales y típicas. Entre estas es posible y conveniente distinguir las que se derivan de la mayor o menor distancia social y psicofísica entre los que se aman, y las que dependen del número de las personas mutuamente vinculadas por el amor de amistad. Antes de estudiar unas y otras, no será ocioso plantearse una cuestión previa: si en el amor de projimidad todavía no amistoso pueden darse formas confiictivas. La relación de objetuidad y la relación de personeidad presentan, como sabemos, formas dilectivas y formas confiictivas. Estas últimas, ¿son también posibles en la relación de projimidad? ¿Cabe una relación de projimidad que sea conflicto y no amor? Basta un poco de atención para advertir que esta relación puede ser, en efecto, conflictiva, mas no mutuamente conflictiva. Un hombre no puede hacerse prójimo de otro sin un acto de autodonación amorosa, sea este el del Samaritano o el más leve que San Agustín esperaba de sus lectores. Pero tal acto de amor —recordemos la conducta de Judas— puede no engendrar un acto de amor recíproco; más aún, puede ser motivo de renuencia y aún de hostilidad por parte del otro. ¿Ocurriría esto si aquel acto amoroso hubiese sido suficientemente delicado e inteligente? Quien responde con irritación 358 al amor ajeno, ¿habría llegado a hacerlo si desde su más remota infancia todos le hubiesen amado? Tal vez no. Si yo hago un favor a quien social o psicofísicamente parece estar por debajo de mí, y no procuro demostrarle que en mi intimidad de hombre soy y me siento igual a él, no podrá extrañarme ver un gesto de dignidad ofendida o de sumisión cínica e indigna en el rostro de mi favorecido. «Lo único que hace soportable la compasión —dice certeramente Scheler—• es el amor que ella delate» (EFS, 192); y, como sabemos, la igualdad existencial —la constitución de un auténtico «nosotros»— es condición sine qua non del verdadero amor. Si, por otra parte, yo trato de ser verdadero prójimo de quien desde su infancia ha sido víctima, inconsciente primero, consciente luego, de la injustica social, habré de pensar que mientras esa injusticia no desaparezca, más de una vez será la rebelión la respuesta del otro. Lo cual nos hace ver que la relación de projimidad irá dejando de ser conflictiva, o lo será con frecuencia mínima, solo si el aspirante a Samaritano sabe tener muy en cuenta los supuestos sociales de su acción amorosa y sabe cumplir esta con abnegación verdadera, delicadeza, humildad y tesón. Esto es, cuando sepa ser santo, y serlo con santidad adecuada a las exigencias de nuestro mundo. Supongamos ahora que la relación de projimidad llega a ser mutuamente dilectiva, y que a ella se une y con ella se funde una verdadera amistad. El amor es ahora interpersonal, concreyente y coefusivo. ¿Cómo este amor adquirirá figura empírica? ¿A través de qué formas psicológicas y sociales se realizará? Hay, decía yo, las formas derivadas de la variable distancia psicofísica y social entre los que se aman, y las dependientes del número de las personas a que ese amor mutuamente vincula. El amor concreyente y coefusivo entre personas de distinto sexo: la relación de amistad entre hombre y mujer, bien en forma «pura», bien unitariamente fundida con el amor heterosexual. ¿Qué notas diferenciales introduce la diferencia de sexo en la figura de la amistad? 42. La relación amistosa a Véanse los apartados «El amor», «Matrimonio y familia» y «La amistad» en el ya citado libro de Julián Marías La estructura social y Love against Hate, de K. Meninger. 359 entre personas de la misma y de distinta edad. ¿Cómo son amigos entre sí el joven y el joven, el viejo y el viejo, el joven y el viejo? La amistad entre personas de distinto temperamento. ¿Qué peculiaridades presta a la vinculación amistosa la condición ciclotímica o esquizotímica de quienes en ella participan? La amistad entre el inteligente y el romo, entre el sabio y el ignorante, entre el blanco y el hombre de color. He aquí una sugestiva gavilla de temas para la investigación psicológico-sociológica y para el ensayo comprensivo; temas que ahora debo limitarme a mencionar 43. N o es menor el número de las cuestiones particulares que suscita la diversidad de la distancia social entre los que con amor concreyente y coefusivo se aman. El tema de la amistad entre los individuos de distinta clase y de distinta profesión dista mucho de estar psicológica y sociológicamente agotado. N o puedo detenerme a tratarlo. Mas no debo pasar adelante sin aludir al problema planteado por Nietzsche con su consigna de «amar al lejano»; con otras palabras, sin haber estudiado con alguna precisión la diferencia existente entre la «projimidad» o relación amorosa con el prójimo y la «proximidad» o cercanía espacial y social. ¿Qué es más obligante y meritorio, amar al próximo o amar al lejano? Un texto de San Pablo parece indicar la mayor y más inmediata obligación de amar al próximo: «Si alguien no cuida de los suyos, y más si son de su propia casa, este niega la fe y es peor que un infiel» (I Tim. V, 8). Charity begins at home, suelen decir los ingleses. Es verdad. El primer prójimo debe ser el próximo. Quien vive indiferente al menester físico y espiritual de quienes inmediatamente le rodean y se muestra muy sensible a la injusticia de que puedan ser víctimas el congoleño o el tibetano, ese es un adolescente o un resentido. La mejor prenda del amor al «hombre en general» es y será a No pretendo afirmar, claro está, la virginidad de estos temas. Una pléyade de psicólogos y sociólogos (Simmel, Spranger, Stanley Hall, Ch. Bühler, Kretschmer, etc.) y otra, mayor aún, de literatos y ensayistas, han dicho no pocas cosas para responder con hondura y vigor a todas las precedentes cuestiones. Creo, no obstante, que la mayor parte de ellas no han sido suficientemente estudiadas. 360 siempre el amor al «hombre que uno trata»; tanto más, cuanto que la animosa convivencia con las flaquezas ajenas que uno imagina es y será siempre tarea harto más liviana que el sufrimiento paciente o alegre de las lacras que uno ve junto a sí. No hay duda: el mandamiento de amar al próximo obliga más y es más alto que la consigna de amar al lejano. Conviene, sin embargo, no olvidar que también el lejano puede y debe ser prójimo. El hombre no solo trata con próximos; de uno u otro modo, también trata con lejanos visibles y con lejanos invisibles. ¿Qué son por lo general la relación administrativa y la relación política con el otro, sino convivencia con el lejano visible? El capítulo precedente mostró cómo esos dos modos de la relación interhumana —ambos objetivantes, en principio— pueden llegar a ser amistosos; tanto más fácil y hondamente lo serán, si a la voluntad de coejecución del vivir ajeno se une el acto de autodonación que constituye la esencia de la projimidad. Del lejano visible es posible ser prójimo, y en el cumplimiento de esta posibilidad está uno de los más graves deberes de nuestro tiempo. La literatura de Kafka no hubiera surgido en un mundo mínimamente informado por la amistad y la projimidad políticas y administrativas. ¿Y acaso no es posible la projimidad con el lejano invisible? Sacrificarse de un modo u otro por el congoleño que uno no ha visto ni verá nunca o por el descendiente que todavía no existe, es, sin duda, ser prójimo de ambos. Esforzarse por afianzar o incrementar el prestigio de un difunto cuya obra o cuya vida realmente lo merezcan 44, es, bajo otra forma, vivir en projimidad con alguien a quien los mortales ojos del cuerpo ya no podrán ver. La búsqueda del prójimo lejano e invisible —la activa y abnegada procura de una fraternidad efectiva con los habitantes de los países que ya es tópico llamar «subdesarrollados»— constituye tal vez la más importante tarea histórica de los hombres de Occidente. El imperativo de «amar al lejano» es sin duda menos grave que el de «amar al prójimo», pero acaso no sea hoy menos urgente. 44 O, para un cristiano, dedicar sufragios a su alma, 361 Varía también la forma del amor concreyente y coefusivo con el número de las personas a que se extiende. La relación amorosa por excelencia es la dual; y no solo en el amor heterosexual, mas también en la pura amistad. En las lenguas en que existe el número dual —el griego, por ejemplo—, esa preeminencia existencial del dúo y la diada cobra muy patente expresión morfológica; en las lenguas en que el número dual se ha perdido, tal preeminencia adquiere muy clara expresión semántica: no es preciso ser un lingüista para advertir la singular intensidad que gana la significación del pronombre «nosotros» cuando se refiere a la diada tú-y-yo, y no a mayor número de personas. Lówith y Binswanger han subrayado con energía esta singularidad de la segunda persona en la estructura ontològica del ser-para-otro y del ser-con-otro del hombre. «El ser a dos —escribe Lowith— no significa una aminoración cuantitativa del ser a ¿res, a cuatro, etc., sino una exaltación cualitativa y no derivable del ser-con-otro.» La «tercera» persona, y por lo tanto, cualquier persona que no sea la segunda, se distingue fundamentalmente de esta, porque solo una persona en segunda persona puede unirse con aquella que se distingue de todas las demás: la primera persona. Siendo «yo» el uno y «tú» el otro, ambos nos pertenecemos inmediatamente «uno-a-otro». Solo «tú» puedes ser el «mío», como solo «yo» puedo ser el «tuyo». La relación yo-tú es una relación singular; lo cual no quiere decir que para cada yo haya un único tú. Ni «nosotros» estamos auténticamente uno-con-otro, ni, por supuesto, «se» está uno-con-otro; sólo «nosotros dos», «tú y yo», podemos estar uno-con-otro. Cuan poco queda reactivamente determinado el auténtico pertenecer uno-a-otro desde el público ser-con-otro, muéstralo bien el hecho de que la «exclusión de la publicidad», que tanto le caracteriza, no significa su crítica positiva, sino una indiferencia radical frente a todo lo público. Tú, por lo tanto, no eres otro con la significación del alius latino, sino en el sentido del alter o secundus, que como un alter ego puede alternar conmigo. Tú eres el otro de mí mismo. Contigo, en consecuencia, no puedo co-estar «en general», porque tú me determinas siempre como yo. «Comunicación» auténtica solo 362 la hay entre dos; y no solo porque entonces cada uno toma la palabra «como tal uno», sino también porque cada uno solo viene a ser desde sí mismo uno de los dos en las pausas de la conversación y en las detenciones previas a la respuesta, mas no por sí mismo. En esta concentración del uno y del otro en un auténtico «uno-y-otro», la significación difusa del con-ser se modifica y restringe: el otro existe así en igualdad de derechos con el Uno, y de tal con-ser, antropológicamente determinado, brota el sentido general de un concepto ontológico del con-ser. Solo tú, no cualquier otro, eres auténticamente «mi semejante». Uno está «con» otro de la manera más originaria, allí donde el mero carácter de «con» del uno para el otro desaparece en un uno-y-otro unitario e igualitario, como relación exclusiva de mí y de ti, de un soy y un eres» á5 . La relación interpersonal amorosa gana su verdadera autenticidad siendo diada; el «nosotros» solo llega a ser verdaderamente interpersonal y coimplicativo cuando se refiere a dos personas unidas por un vínculo de amistad o de amor. ¿Quiere esto decir que el miembro de un grupo de amigos no puede pronunciar, para referirse a todos ellos, el pronombre «nosotros»? En modo alguno. Pero la realidad que en tal caso nombra y significa ese pronombre no es, estrictamente hablando, un conjunto interpersonal unitario y amistoso, sino una de estas dos cosas: o bien un conjunto cooperativo de individuos humanos, más o menos próximo al Geschick de Heidegger o al «grupo» de Sartre, o bien el presunto resultado de congregar tácita v sucesivamente los distintos tú-y-yo amistosos y diádicos que en esa colectividad existan. En el primer caso, el pronombre no es el «nosotros» interpersonal 45 Lowith, op. cit., págs. 55-56. Hace notar Lówith, para reforzar su tesis, que la primera y la segunda persona del presente de indicativo del verbo sein (bin, bist) proceden de una misma raíz, y que esta raíz es distinta de la que ha dado origen a la tercera persona de ese presente verbal (ist). Pero esto, añado yo, no acontece en el latín (sum, es, est), ni en las lenguas neolatinas (soy, eres, es; suis, es, est, etc.). ¿Será porque la idea del yo es más enérgica en los pueblos románicos que en los germánicos? ¿Será porque, como observó Ortega, el «yo» mediterráneo es más cosa que acción, y el «yo» germánico más acción que cosa? No me atrevo a decidirlo. 363 y coimplicativo de la verdadera amistad, sino el «nosotros» cuasipersonal y compositivo de la camaradería; en el segundo es un «nosotros» presuntivo que agrupa nominalmente cierto número de diadas amistosas. Cuando un grupo de amigos se perfila con alguna nitidez en el seno de la sociedad a que todos ellos pertenecen, o convive al servicio de una empresa bien determinada —siquiera sea esta la meramente coloquial de la tertulia: la empresa del comentario en común—, o pronto se disgrega en una sucesión más o menos armoniosa de diadas. Piense el lector lo que en su estructura dinámica es siempre una conversación entre amigos. ¿Qué razón hay para esta poderosa determinación diádica del amor concreyente y coefusivo? ¿Por qué el amor y la amistad exigen una vinculación interpersonal «a dos» para actualizarse con toda la relativa perfección que el mundo y la naturaleza humana permiten? En el caso del amor heterosexual, la respuesta tiene que ser una metafísica del sexo. Qué es el sexo; por qué hay sexos en el mundo viviente; por qué los sexos son precisamente dos; qué sentido adquiere el sexo en la especie humana, es decir, en una especie viviente cuyo modo de ser trasciende la pura biología: tales son las cuestiones a que en este caso habría que responder 46. Pero el carácter diádico de la vinculación interpersonal amorosa no se refiere solo al amor entre el varón y la mujer; refiérese también a la amistad. Aunque el hombre pueda tener y tenga de hecho más de un amigo, la adecuada actualización de ese plural hábito amistoso pide desde su esencia que la relación fàctica con los amigos sea «uno a uno»: el encuentro interhumano no podrá ser nunca verdadero «encuentro» entre personas, si el otro no es un tú, una sola segunda persona del singular 47. ¿Por qué ha de ser así? Esta ineludible interrogación nos pone vokns nolens ante el misterio metafísico de la existencia humana: por qué hay hombres y por qué los hombres son * No poco dice acerca de ellas el libro de Guitton, tantas veces citado, L'amour humain. 47 Quien habla a la persona de un amigo, habla a un tú; quien está hablando a varios amigos, habla a un público. 364 como son. No creo que este misterio sea humanamente resoluble; ante la realidad como hecho, los «¿por qué?» interrogativos de la inteligencia humana conducen siempre y por modo necesario a un definitivo «porque sí». Pienso, sin embargo, que ese misterio —y como él, todos— nos ofrece un primer plano más o menos inteligible, que en relación con nuestro problema permite los siguientes asertos: i.° Para la mente humana, la realidad sensible exige desde su fundamento mismo un principio de ordenación dual. La naturaleza, decían los «fisiólogos» griegos, se realiza a través de enantíosis: lo caliente y lo frío, lo húmedo y lo seco. El ser, dirá Hegel, se actualiza evolutiva y dialécticamente; y en tanto no llegue una síntesis definitiva, lo propio de la dialéctica consistirá en la contraposición de una «tesis» y una «antítesis» 48. 2.° La realidad es a la vez individual y relacional. Cualquiera que sea su estructura metafísica, la individuación es un constitutivo formal del mundo creado; pero los individuos reales orientan de una manera unitaria su multiplicidad y su diversidad, en virtud de la relación que a todos mutua y necesariamente enlaza. 3. 0 La mutua relación de los individuos humanos se manifiesta empíricamente bajo forma de «encuentro» y «atención»; y de tal manera, que el encuentro interhumano solo puede ser de veras «atento» cuando es única la persona encontrada. La infinitud pretensiva del ser humano hace que el término intencional del encuentro sea un «todo»: el «todo» de la humanidad y, a través de él, el «todo» de la realidad. La finitud atentiva del hombre exige que esa pretensión se realice atenida en cada encuentro a una sola persona; de otro modo, el atenimiento no podría ser «atento». La atención, forma dinámica de la limitación del espíritu humano, muestra con su simple existencia que el ser tempóreo y sucesivo del hombre solo puede actualizarse con cierta plenitud semel y ad unum, de una vez y frente a una sola realidad particular. La 48 Desde un punto de vista meramente fenomenológico, recuérdese la validez general que el fenómeno del «apareamiento» (Paarung) posee en las descripciones de Husserl. 365 diada es, según esto, la forma primaria de la realización del hombre. 4. 0 Con sus razones y sus instancias propias, la diferenciación sexual matiza e intensifica la específica diadicidad de la realización del ser humano. De ahí que el amor heterosexual amistoso sea la forma suprema del amor entre persona y persona. Sé muy bien que estas breves notas no son más que una primera vuelta de la inteligencia en torno al misterio de la diadicidad. Más vueltas serán necesarias, no, claro está, para resolverlo, sino para penetrar en él con alguna profundidad, Mientras llegan, acaso no sean del todo ociosas las notas que esta primera vuelta mía ha permitido descubrir. III. Después de haber estudiado con algún pormenor la estructura, la génesis y las formas del amor constante, examinemos la comunicación que en él se establece. Para lo cual, como hasta ahora ha venido siendo regla, habremos de distinguir el aspecto empírico y la consistencia ontològica de este supremo modo de la comunicación interpersonal. 1. En su aspecto empírico, ¿qué es comunicarse amorosamente con otra persona? Las tres operaciones en que la esencia del amor interpersonal se realiza —la coejecución, la concreencia y la mutua donación—, ¿cómo se muestran cuando empíricamente se las examina? La respuesta debe mencionar a mi juicio, los tres elementos principales de la convivencia amorosa: el abrazo, la donación mutua y el silencio coefusivo. El abraco es la salutación propia del encuentro interpersonal amoroso; y salvo en las formas del amor pasional cuya meta sea la pura «conquista», y por tanto la pura «posesión», no simboliza, como sabemos, el apetito de poseer físicamente la realidad abrazada, sino la libre voluntad de ofrecer la existencia física al «nosotros» coimplicativo y amoroso de la diada. Quien con amor personal abraza a otro, está diciendo con su gesto: «Yo quiero en este momento que mi existencia tenga como sujeto, no el jo individual y desvinculado que en ella puedan engendrar el sentimiento de mi propio cuerpo, mi pensamiento objetivante, mi conciencia moral o mi egoís- 366 mo, sino el nosotros que juntos formamos íú-y-yo». El «hogar» del amor —un «hogar» edificado cada vez que se inicia un encuentro amoroso, e inexorablemente destruido cuando el encuentro acaba —tiene su primera piedra en el abrazo. Recordemos de nuevo a Hugo de Hofmannsthal: «El encuentro promete más de lo que el abrazo permite abarcar». Los actos de mutua donación subsiguientes al momento inicial del encuentro prosiguen esa edificación del «hogar» en que habita el nosotros diádico. La forma y el contenido de estos actos muestran la más copiosa diversidad: gestos y miradas de carácter efusivo, obras de ayuda de toda índole, desde las excelsas que a veces pide el sacrificio por el otro, hasta las minúsculas que el pueblo suele llamar «atenciones»; y con los gestos y las obras, las palabras. Los dos capítulos precedentes nos han hecho conocer las distintas formas del diálogo objetivo y las características principales del diálogo personal. Ahora hemos de estudiar la peculiaridad de este último, cuando el vínculo entre los interlocutores es el amor que tantas veces he llamado concreyente y coefusivo. El más acendrado coloquio de amistad o de amor no es pura y exclusivamente un diálogo amistoso o amoroso. Puesto que el amigo no puede serme tú dilectivo de manera permanente, y sin cesar está pasando de ser tú personal a ser él objetivo, y de ser él objetivo a ser tú personal, mi diálogo con él habrá de ser alternativamente coloquio amistoso stricto sensu y conversación funcional. Aunque Romeo y Julieta no dejen de amarse, hay momentos en que sus palabras son signos de una relación objetivante entre el yo de cada uno de ellos y la realidad a que la palabra alude. No trato de afirmar, pues, que en la coexistencia empírica haya separadamente diálogos amorosos y diálogos objetivos en forma pura. Pretendo tan solo describir la relación dialógica en los momentos en que su condición amorosa más puramente surge y se manifiesta. La relación dialógica amorosa tiene en el silencio coefusivo su principio y su término. En silencio debe contraer el alma sus nupcias con la realidad, y por esto es el silencio principio de la palabra viva; tanto más cuando la realidad nupcial es la de una persona a la cual se va a llamar tú. A través de este 367 silencio principial y originario, la existencia del silencioso se empapa e hinche de esa experiencia radical e íntima —experiencia de realidad, experiencia de ser— que da contenido y sustancia a toda palabra no vana 49. «En el silencio amoroso —escribió Holderlin— crece durmiendo el poder de la palabra»; en él germinan "palabras como flores". Ex abundantia cordis loquitur os, dice un proverbio evangélico. Pero, ¿qué es esa abundantia cordis} Yo creo que puede ser dos cosas distintas. En ocasiones, el «henchimiento del corazón» es experimentar que el alma queda llena y colmada por el sentimiento de una realidad exterior a ella; tan llena y colmada, que ese sentimiento, como desde dentro de sí mismo, pide idónea expresión verbal 60 . Mas no siempre es así. Hay ocasiones en que el sentimiento que hinche el alma no es de una realidad exterior, sino de la realidad propia; o, mejor dicho, de la realidad diádica de un nosotros en que nuestra existencia personal se halla amorosamente coimplicada. El jo individual no puede engendrar abundantia cordis: el surgimiento del jo individual en la conciencia es un fenómeno de retracción sobre sí, no de henchimiento de sí. Para que mi existencia quede colmada de un genuino sentimiento de sí misma, es preciso que yo no sea jo, sino tú-j-jo o jo-en-nosotros. En el silencio de esta experiencia plenificante tiene su verdadero principio el diálogo amoroso. Pero la palabra más auténtica y viva, por el solo hecho de existir, determina la existencia del que la pronuncia, la fija en u n aquí y un ahora, pone contorno a su ser e interrumpe como una fugaz esclusa el flujo continuo de su duración. De ahí que aunque su sonido diga literalmente «nosotros», la palabra disgregue el nosotros, y esta es la razón por la cual 49 Cuando el espíritu silencioso de un hombre queda saturado de realidad viva —dirá Maragall en su Elogio de la palabra—, nacen de él palabras absolutas; cuando una rama no puede más con la primavera que lleva dentro, brota de ella una flor. Con prosa no poética, sino filosófica —¿dónde empiezan y dónde acaban la poesía y la filosofía?—, lo mismo afirma Heidegger en Unterwegs zur Sprache. 50 Véase el ensayo sobre «la acción de la palabra poética» en mi libro La empresa de ser hombre. 368 la relación dialógica amorosa ha de tener en el silencio, no solo su principio, mas también su término. Amoroso o no, el coloquio exige que tú y yo hablemos sucesiva y alternativamente; si hablamos los dos a la vez, no hay coloquio, sino algarabía. ¿Cómo expresar, entonces, la condición plenamente subjetual que el nosotros asume en el encuentro amoroso? ¿Bastará acaso el empleo del número dual, en las lenguas que lo poseen? N o , porque en la relación dialógica el dual es empleado alternativamente por los dos interlocutores. Tiene razón Binswanger: cuando somos tú-j-jo quienes constituimos el nosotros, la única expresión idónea del dual es el silencio 51. Este bien sazonado silencio coefusivo en que el diálogo amoroso tiene su término nos hace patente —lo diré con la expresión de Binswanger— la «transparencia del ser en el tú» ( Du-Transparen^ des Seins). Quien silenciosa, inmediata y amorosamente coexiste con otro, siente que en este se le hace diáfana la realidad; y las notas principales de esa vivencia son un sentimiento de donación y otro de revelación. La impresión de desvelamiento y diafanidad que procura la experiencia del nosotros diádico es vivida como donación gratuita de la verdad del otro. La realidad de este, y a través de ella toda realidad, se me muestra entonces como en franquía —no otra cosa es la Aufrichtigkeit des Her^ens o «franquía del corazón» de que habla Binswanger—; y tal revelación viene a nuestra existencia —a la existencia diádica del tú-y-yo— como una merced a la vez natural e inmerecida. Explicando cómo en el empíreo pueden las almas ser racionales sin raciocinio, escribe Plotino: «En cuanto al lenguaje, no se debe opinar que las almas se sirvan de él, hállense en el mundo inteligible o posean sus cuerpos en el cielo. Todas las necesidades e incertidumbres que aquí abajo nos hacen dialogar, no existen allí; las almas, ordenadamente y según su naturaleza, no necesitan dar órdenes ni consejos, y por intuición intelectiva (en synései) conocen todo unas de otras. Incluso aquí abajo 3 51 Op. cit., pág. 80. Hablando con otro —dice certeramente Binswanger, dando vigencia fenomenológica a una feliz palabra de Jakob Bohme—, el ser-con-otro cae en «disensión», en Schiedlichkeit (op. cit., pág. 197). 24 369 muchas veces conocemos a los silenciosos mediante la mirada; pero allá arriba todo el cuerpo es puro: nada hay oculto o simulado, cada uno es como un ojo, y viendo a uno se conoce su pensamiento antes de que haya hablado» (Enn. IV, 3, 18). Mutatis mutandis, tal es la mutua transparencia a que el hombre se acerca en la tierra cuando el silencio, como una vez dijo Schiller, otorga «la rápida, ininterrumpida, amorosa verdad del uno frente al otro, esa máxima aproximación posible entre dos seres» 52. El silencio no es entonces incapacidad o privación, sino testimonio radiante de la plenitud que alcanza la existencia cuando transparentemente se entrega y revela al otro en un nosotros diádico y coefusivo. Y entre uno y otro silencio, la palabra del diálogo amoroso. Dije en el capítulo precedente que en la relación interpersonal dilectiva las palabras, sin dejar de ser signos sonoros o gráficos de una realidad «objetiva», son ante todo cauce de una confesión, símbolo de una donación y prenda de una promesa; hasta diciéndole «Son las cinco de la tarde» o «Hemos llegado a tal sitio», quien habla da entonces al otro —al nosotros, según la feliz expresión de Unamuno— una parte de su ser personal. El silencio plenificante y diaposesivo de la comunión interpersonal amorosa 5 3 , es pronto perturbado por el mundo: a través del cuerpo, que nos sitúa en el mundo, este es el que acarrea las «necesidades e incertidumbres» —los «cuidados», dirá Heidegger— que según Plotino nos hacen hablar «aquí abajo». Un ruido, una voz ajena, una molestia corporal, el recuerdo de un deber intramundano o el movimiento de un objeto cualquiera rompen esa comunidad silenciosa y ponen a la existencia en trance de hablar; a veces, basta la mera percepción del rostro del otro como objeto visible, y no como expresión configurada. Tal es el sentido de una sibilina sentencia de Dostoievski: «Es preciso —dice Stavroguin en Demonios— que un hombre se oculte para ser amado: en cuanto enseña 52 A. Lotte, 10-11-1790. Lo mismo se lee en W. Soloviev: «Sobre esta tierra, únicamente es verdad lo que con silencioso gesto dice un corazón a otro.» Véase Binswanger, op. cit., págs. 202-205 y 553. 53 Silencio diaposesivo, porque en él la existencia personal se posee a sí misma a través del otro. 370 el rostro, desaparece el amor». N o desaparece así el amor, diremos nosotros, pero sí la plenitud de la comunicación amorosa; y tan pronto como esta se atenúa, surge la necesidad de hablar. Dos son, pues, las instancias principales de la palabra en el coloquio amoroso: la tensión dehiscente de la abundantia cordis y la perturbación mundana del silencio diádico. Movida por ellas, el habla aspira a ser símbolo de mutua presencia y ofrecimiento de la realidad. Transparece esa pretensión de mutua presencia —la presencia del tú y delj'fl en el nosotros— en la frecuencia con que aparecen y se repiten en la conversación los vocativos y los nominativos: los vocativos con que cada uno de los interlocutores nombra o invoca al otro —el nombre propio de este o el pronombre tú— y los nominativos con que se da expresión a la emergente voluntad de estar con él y junto a él, bien en forma singular (yo, en el sentido de jo-en-nosotros o nos-uno), bien en forma dual (nosotros, en el sentido de tú-j-jo). Completando a Gabriel Marcel, cabe decir que el diálogo amoroso es ante todo invocación y nominación. «No tengo palabras para ti, amada mía, y nunca las tendré —escribía Browning a Elizabeth—. Tú eres mía, yo soy tuyo» M . Mas también es ofrecimiento la palabra de amor. Además de nombrar y de invocar, el coloquio amoroso habla de, tiene temas. Pero así como el tema del diálogo socrático y de la conversación funcional es siempre puramente «objetivo» —la contemplación de la belleza o de la verdad, la posesión de un bien exterior cualquiera—, el tema del coloquio amoroso representa también la secreta voluntad de ofrecer al otro, y a través de él al «nosotros» coimplicativo, a la diada, la concreta realidad a que el tema se refiere. Podría decirse que en el habla amorosa todas las palabras llevan «dedicatoria»; con lo cual el tema, hasta cuando tiene que ser «objetivo», es también simultánea y más radicalmente «oblativo». «La intimidad 54 Carta del 12-1-1846. Véase también el soneto CVIII de Shakespeare. 371 de Descartes —escribe transfüosóficamente Zubiri— no reposó allí donde todas las apariencias y circunstancias hacían suponer que efectivamente estaba reposando. Indudablemente, el legado completo de su razón genial solo fue para alguien, que lo recibió como sutil obsequio de su intimidad. ¿Para quién? Solo Dios lo sabe» (NHD, 172-173). Sabiéndolo siempre Dios, y a veces los demás hombres, esto es lo que acontece en todo diálogo de amor 66. Se dirá, y con cierta razón, que todo esto concierne muy directamente a la comunicación propia del amor heterosexual, al «amor» en sentido estricto. Mas también en alguna medida puede decirse de la comunicación amistosa in genere. Más o menos inclinada hacia la camaradería, más o menos disimulada por una voluntaria y pudorosa expresión irónica, la amistad interpersonal también se manifiesta empíricamente a través del abrazo, la obra de autodonación, el silencio y la palabra vocativa, nominativa y oblativa. Si el lector tiene amigos verdaderos, compruébelo a través de su propia experiencia. 2. Hemos de estudiar ahora la consistencia ontològica de la comunicación en el amor concreyente y coefusivo. Desde el punto de vista de su ser, ¿cómo se comunican entre sí las existencias individuales vinculadas por ese amor? Más concisa y precisamente: ¿cuál es la realidad propia del nosotros que la diada amorosa constituye? Una larga y diversa tradición del pensamiento occidental —neoplatonismo, idealismo hegeliano, irracionalismo vitalista—, viene afirmando que esa comunicación solo es real 55 La intención oblativa del habla amorosa mueve a transfigurar poéticamente la expresión verbal: además de llevar «dedicatoria», la palabra de amor va siempre «vestida de fiesta», sea este vestido la suma sobriedad del tú invocativo o la metáfora original o prestada. De ahí la esencial conexión entre el habla amorosa y el habla poética que Binswanger tan certera y sutilmente describe. La oblación, por otra parte, instala a quienes rectamente se aman en el «todo» de la realidad. Una escritora norteamericana, Doris Peel, ha dicho con acierto que el lema del verdadero amor no debe ser «Fuera de ti, nada me importa», sino, mucho más humana y ambiciosamente, «Gracias a ti, todo me importa». 372 en cuanto es identificación o confusión. Cuando verdaderamente se aman, los amantes se funden en un solo ser, constituyen una y la misma realidad. No será inoportuno demostrar, mediante algunos textos, la dilatada vigencia de esta idea del amor. «El amor —pensaba Sabunde— junta a los hombres en uno, y como de la mayor unidad resulta la mayor fortaleza, así los hombres unidos por este modo tienen grande e invencible fortaleza, y cuando aman a Dios se unen entre sí y hacen como uno solo» 6e. Más tajante es León Hebreo, aquel que «hinchaba las medidas» a Cervantes, cuando este quería saber de amor: la amistad —escribe León Hebreo— «remueve la individuación corpórea y engendra en los amigos una propia esencia mental..., tan quitada de diversidad y de discrepancia como si verdaderamente sujeto del amor fuese una sola ánima y esencia conservada en dos personas y no multiplicada en ellas» 67. Más poética y apasionadamente expresada, esa misma parece ser la opinión de Francisco de Aldana: « ¿Cuál es la causa, mi Daman, que estando en la lucha de amor juntos trabados con lenguas, bracos, pies, j encadenados cual vid que entre eljazmín se va enredando, j que el vital aliento ambos tomando en nuestros labios, de chupar cansados, en medio a tanto bien somos forjados llorar y suspirar de cuando en cuando ?» «Amor, mi Filis bella, que allí dentro nuestras almas juntó, quiere en su fragua los cuerpos ajuntar también tan fuerte, que no pudiendo, como esponja el agua, pasar del alma al dulce amado centro, llora el velo mortal su avara suerte» 58. El prudente «como si» de León Hebreo desaparecerá cuando 56 R. Sabunde, Theologia naturalis (cit. por Menéndez Pelayo en Historia de las ideas estéticas, Santander, 1940, I, págs. 420-421). 37 León Hebreo, Diálogos de amor (cit. por Menéndez Pelayo, loe. cit., II, pág. 15). 58 Apud Elías L. Rivers, Francisco de Aldana, el Divino Capitán 373 Hegel radicalice metafísicamente la tesis de la identificación espiritual por el amor: «Los amantes son un solo ser», dice un texto de su juventud 69; y dando expresión metafórica a la intención metafísica de su pensamiento, afirmará más tarde que, una vez instaurada la «conciencia de sí general» la vida social del hombre será como el brillo múltiple de una misma luz 60. No menos radical es E. von Hartmann: el amor —declara— «es una identificación del amante y el amado, como una ampliación del egoísmo...; la realización parcial del principio de la identidad esencial de los individuos» 81. No sería difícil multiplicar los textos probatorios 62. Bastan los aducidos, sin embargo, para demostrar que la concepción filosófica del amor como un acto de identificación ontològica de los amantes tiene parte importante en la historia del pensamiento occidental. Disto mucho de confesar esta tesis: me lo impiden a la vez mi idea del ser personal —vea de nuevo el lector lo que en el capítulo precedente quedó expuesto— y una atenta y consecuente consideración fenomenológica de la realidad del nombre. Pero antes que la refutación formal de esa multiforme doctrina 6 3 , me importa ahora su comprensión (Badajoz, 1955), pág. 156. Acaso se haya inspirado Aldana en Lucrecio, De rerum natura, IV, 1108-1111: Adfligunt avide corpus iunguntque salivas oris et inspirant pressantes dentibus ora, nequiquam, quoniam nil inde abradere possunt nec penetrare et abire in corpus corpore toto (Rivers, 157). Debo la cita a mi amigo Rafael Lapesa. 59 W. Dilthey, «Die Jugendgeschichte Hegels», en Ges. Schr, IV, pág. 98. 60 Recuérdese lo expuesto en el cap. IV de la Primera Parte. 61 E. von Hartmann, Phanomenologie des sittüchen Bewusstseins (Berlín, 1879), págs. 773 y 794. 62 Un pensador tan alejado del idealismo hegeliano y del «racionalismo vitalista como R. Jolivet, escribía hace poco que «los momentos de comunión verdadera en la amistad y en el amor son hechos que atestiguan que el dos puede fundirse en el uno» («La notion de prochain. De la communication à la communion», en L'homme et son prochain, pág. 223). 63 La referencia a Wesen und Formen der Sympathie, de Scheler, si Vamour humain, de Guitton, y a The Mind and Heart of Love, 374 psicológica e histórica. ¿Por qué, contra lo que la intuición sensible del mundo tan patentemente enseña, los hombres han pensado una y otra vez que el amor hace de los amantes un solo ser ? ¿Por qué el amor interpersonal ha sido con tanta frecuencia concebido como un acto de unificación ontològica? Cabe responder a estas interrogaciones atribuyendo un papel decisivo a la condición psicológica de quienes han confesado tal doctrina. N o sería difícil mostrar, en efecto, que la que Jaspers llama «disposición entusiasta» en su Psychologie der Weltanschauungen, conduce con más facilidad que otras disposiciones anímicas a la tesis de la identificación ontològica por el amor. Mas no todo es, en este caso, psicología diferencial. Más radicales y decisivos que esa tendencia psicológicocultural son, a mi juicio, dos motivos de índole genéricamente humana: uno vivencial, la experiencia de la «fusión afectiva» —la Einsfühlung de Scheler— 04, y otro metafísico, la fuerte sugestión intelectual del monismo. Sea uno más o menos «entusiasta», en el sentido de Jaspers, hállese más o menos próximo a la práctica de cualquier rito orgiástico o dionisíaco, hav momentos en que el alma se siente afectada por la vivencia inmediata de una comunión vital con otros hombres —esto es lo que acaece en el seno de las multitudes humanas, cuando a todos sus miembros les funde una misma pasión—, y aun con todo el cosmos; y la recusable tendencia a expresar en términos de «ser personal» lo que ontológicamente pertenece al orden de la «vida afectiva», es en ocasiones demasiado intensa para no cristalizar en construcciones doctrinales. Más sutil e importante parece ser, sin embargo, la sugestión que sobre la mente ejerce la metafísica monista. Sin confesar el Uno parmenídeo, ¿no dijo lindamente fray Luis de León que la unidad es «el pío universal de las criaturas»? Y el Maestro Eckart, ¿no había enseñado que «donde hay dos, hay dolor»? El amor y el conocimiento piden de consuno cierta unificade d'Arcy, ahorra una buena parte de esa tarea. A ella he de volver, sin embargo, en las páginas subsiguientes. 64 El lector no confundirá la Einsfühlung de Scheler («fusión afectiva») con la Binfühlung de Lipps y de Volkelt («proyección afectiva», «impatía»). 375 ción con lo amado y lo conocido; y si la mente se deja arrastrar sin reserva por el menester ontológico inherente a esa «petencia» 66 , pronta y fácilmente llegará a las tesis de Spinoza, Hegel o Schelling. Por esto el monismo metafísico ha sido y será siempre, tanto como una doctrina filosófica, la articulación intelectual de una suprema esperanza. Solo en un hipotético «fin de los tiempos» podrá ser unidad lo que ahora se muestra como pluralidad invencible. Recordemos el pensamiento hegeliano acerca de la «conciencia de sí general» —la cual es simultáneamente posible y cierta, dentro del evolucionismo lógico y metafísico de Hegel—, y acerca del amor, en cuanto realización parcial y anticipada de esa «conciencia de sí general». La historiología hegeliana no es otra cosa que la metafísica de una esperanza absoluta: la esperanza de un estado del Ser en que el Todo sea Uno y el Uno sea Todo. Amar a otro hombre con un amor humano —esto es, «racional»— sería incoar bipersonalmente esa definitiva, anhelada y prevista identificación ontològica. Cien leguas alejado de cualquier monismo metafísico, esa misma esperanza siente Ortega en el fondo cordial de su mente. «Del prójimo con quien convivo —escribía en sus últimos años— espero siempre, en última instancia, que sea como yo... La amistad y el amor viven de esta creencia y de esta esperanza: son las formas extremas de la asimilación entre el tú y el jo... Que tú seas tú —esto es, que no seas como yo— es pura facticidad. Yo abrigo siempre una última esperanza de que esto no sea la última palabra. Por eso eres mi prójimo» (O. C , VI, 389). Pero la creencia y la esperanza inherentes al amor constante, ¿son efectivamente reducibles a la fórmula «que tú seas como ja»} Y, sobre todo: esa creencia y esa esperanza, ¿tienen una 65 La «petencia» es el supuesto metafísico de la «apetencia». El animal puede «apetecer» •—y el hombre, a su humano modo—, porque su ser es constitutivamente «pétente»; aunque solo en el hombre la «petencia» pueda hacerse formal y articulada «petición». Póngase esto en conexión con lo dicho al tratar de los supuestos metafísicos del encuentro. 376 verdadera razón de ser? ¿No serán la engañosa y vana ilusión de un ser inútilmente apasionado? Tal es, como sabemos, la opinión de Sartre. El proyecto propio de la relación amorosa —absorber la alteridad del otro, dejando intacta su naturaleza (EN, 432)— es un ideal ontológicamente irrealizable, y por lo tanto, ontológicamente absurdo. El nosotros-sujeto no pasa de ser una vivencia ocasional y subjetiva; por consecuencia, una ilusión más, si se le considera desde el punto de vista de su realidad. La esperanza hegeliana descansaría, a la postre, sobre un inconsciente y originario truco intelectual: el truco de considerar la relación entre las conciencias de sí, no desde el punto de vista de una de ellas en su individual y real singularidad, sino desde el previo, tácito y sobreentendido punto de vista de un Todo hipotético, del cual las diversas conciencias de sí serían momentos no-autónomos. Ningún optimismo lógico o epistemológico podría suprimir el escándalo de la pluralidad de las conciencias. La mente humana puede proponerse, a lo sumo, la doble y modesta tarea de describir ese escándalo —tal es la meta del análisis sartriano de la «mirada objetivante»— y de intentar fundarlo en la naturaleza misma del ser. Contrapongamos de nuevo a Hegel y Sartre. Instalado en el a priori de su monismo ontológico —decía yo páginas atrás—, Hegel afirma que la unidad de las conciencias es real y cierta. Encerrado dentro de su parcial y apretado análisis de la conciencia de sí, Sartre sostiene que esa unidad es a la vez impensable e imposible. Hegel peca por exceso de optimismo: da por cierto lo que con desmedida esperanza él espera. Sartre, a su vez, peca por exceso de pesimismo: da por imposible y absurdo lo que de alguna forma puede ser esperado. Entre la certidumbre lógica de uno y la metafísica desesperación del otro, ¿será posible descubrir una senda nueva: la senda hacia una posibilidad humana que no sea humanamente cierta ? Para descubrir y recorrer esa senda es preciso distinguir cuidadosamente entre la existencia actual del hombre y su existencia posible; con más precisión, entre la realidad actual y la realidad posible del «nosotros» amoroso y diádico. La tesis de la identificación ontològica por el amor es for377 malmente inadmisible. Desde un punto de vista vivencial y fenomenológico, porque el «nosotros» diádico es y no puede no ser para mí, aun en el relámpago sobretemporal del «instante eterno», yo-y-tú o jo-en-nosotros. Tú puedes serme efusivo y transparente, pero no por ello dejas de serme un tú real. Ni tú ni yo nos perdemos ontológicamente en un «nosotros» confundente y homogéneo, sino que nos encontramos, transfigurados, en él. Como Unamuno diría, el amor nos revela qué realmente somos nos-otro y nos-uno. Y desde un punto de vista metafísico, esa tesis no puede ser admitida porque no es pensable que un ser personal —un ser a cuya constitución real pertenece el poder decir «Yo soy yo mismo» y «Yo soy mío»— pierda esa radical «propiedad» suya sin aniquilarse. Siendo personal mi realidad, o yo soy en propiedad, o no soy. Y si el que yo no sea está entre mis posibles, la posibilidad de no ser se halla por encima de mis fuerzas: yo puedo suicidarme, mas no aniquilarme. Amando, mi realidad no se aniquila; sigue siendo «persona». La categoría ontològica que permite dar razón suficiente del nosotros —escribe Martin Buber— es el «entre»; es decir, una distinción metafísica que no sea distancia, sino nexo. «A diferencia de las demás criaturas del mundo, el espíritu humano —afirma, por su parte, Zubiri— tiene el amor de la agápé, el amor personal. Como tal, crea en torno suyo la unidad originaria del ámbito por el cual el otro queda primariamente aproximado a mí desde mí, queda convertido en mi prójimo. Si el espíritu finito no produce al otro, produce la projimidad del otro en cuanto tal... El amor, antes que una relación consecutiva a dos personas, es la creación originaria de un ámbito efusivo dentro del cual, y solo dentro del cual, puede darse el otro como otro. Este es el sentido de toda posible comunicación entre hombres» (NHD, 521). Tal es el común sentir de toda la antropología cristiana, así católica como protestante. En su alocución a un Congreso Internacional de Psicoterapeutas —13-IV-1953—, decía Pío XII: «Hay una protección, una estimación, un amor y un servicio del propio yo, no solo justificados desde un punto de vista psíquico y moral, sino hasta exigidos... Cristo toma como 378 medida del amor al prójimo el amor a sí mismo, y no al revés». Y el teólogo protestante, Paul Tillich, sostenía poco más tarde que la aceptación de sí mismo, el hecho psicológico y metafísico de decir «Sí» en el encuentro de uno consigo mismo —la accepting acceptance, dice significativamente Tillich— es el supuesto de toda capacidad amorosa, comprendida la del «Ama a tu prójimo como a ti mismo» 66. Todo el personalismo contemporáneo, desde los versos de Antonio Machado: —«enseña el Cristo: A tu prójimo amarás como a ti mismo, mas nunca olvides que es otro»—, hasta la reflexión filosófica y sociológica de Scheler, Mounier, Nédoncelle, Lacroix, Von Hildebrand y Zubiri 67, afirmará enérgicamente la radical indisolubilidad e infungibilidad de la 6i P. Tillich, «Das Neue Sein ais Zentralbegriff einer christlichen Theologie», en Mensch und Wandlung, Eranos-Jahrbuch XXIII (Zürich, 1954). " El pensamiento de Scheler acerca de la radical e indisoluble individualidad de la persona quedó expuesto en el cap. I de la Segunda Parte. Nédoncelle, como sabemos, distingue tres grados de la comunicación: la participación, la asimilación y la comunión. Esta última es la comunicación propia del amor, y consiste en «una coincidencia de cada conciencia con un aspecto total de la otra conciencia». Estar en comunión —comulgar— es «tener conciencia del otro como una singularidad, y al mismo tiempo sabernos idénticos a él». Nédoncelle, ya se ve, emplea el término «identificación» para hacer patente lo que es la comunión amorosa, pero no sin declarar muy expresamente que hay dos modos de identidad, la de los sujetos y la de los objetos; solo esta sería verdadera «indiscernibilidad o similaridad completa» (op. cit., págs. 39-41). Von Hildebrand, a su vez, discierne otros tres grados de la comunicación interhumana: el mero contacto espiritual (geistige Berührung) de la mutua percepción, la unión interpersonal (Vereinigung) del «yo» y el «tú» en el «nosotros» —en un «nosotros» cooperativo— y la unificación del amor mutuo (Einswerdung). Pero la unificación amorosa •—añade— «no consiste en la disolución de las personas singulares como individuos, en la violación del centro misterioso de la persona, del yo, de modo que todas las vivencias se agrupen de un modo unitario» (op. cit., página 43). 379 persona. El amor pone en comunión real a las personas que se aman; pero esta comunión —llámese así, con Nédoncelle, o «unificación» (Einsiverdung), con Von Hildebrand— no es y no puede ser identificación e indiscernibilidad ontológicas. El hombre puede y aun debe decir «Yo soy en nosotros» —esto es, en aquello que nos permite ser «nosotros»—, mas no, como pretendió Hegel, «Yo soy Nosotros». Escandalosa o no, la pluralidad de las conciencias personales es para el hombre un hecho radical y originario 68. Pero si no es identificación ontològica ni confusión in unum, ¿qué es en realidad esa «comunión» que el amor crea y establece entre las personas? Pienso que la estructura ontològica de la comunión amorosa —que es, conviene no olvidarlo, u n acto bipersonal y diádico, no un estado— se halla integrada por estos tres momentos: la mutua donación de ser, la mutua transparencia y la mutua y libre asunción de las obras de la libertad ajena. Amando a otra persona con amor concreyente y coefusivo, yo, bajo forma de regalo, sacrificio o confidencia, le hago donación de una parte de mi ser. Recuérdese lo dicho al estudiar fenomenológica y psicológicamente la estructura de ese amor: su «en», su «hacia» y, sobre todo, su «para». No hay duda: amarse personalmente es hacerse mutua donación de ser. Pero yo, ¿puedo dar a otro todo mi ser? El tópico «Soy tuyo» del coloquio amoroso, ¿puede ser entendido de un modo total y ontológico? Indudablemente, no. El hombre no puede dar a otro su ser más que cuando este ser se ha hecho vida: palabras, gestos, tiempo vital, actos psicofísicos de toda especie. Es cierto que yo puedo morir voluntariamente por otro; muriendo así, le doy toda mi vida. Esto, sin embargo, no quiere decir que yo le dé todo mi ser. Tal empeño es metafísicamente imposible; y no solo porque en mi realidad hay zonas subyacentes a mi vida consciente e inconsciente —aquellas que como suele decirse, sirven a esta de «supuesto» o hypóstasis—, 68 Por esto, como Santo Tomás enseña en su Comentario al Libro de Job, no es impropio de la dignidad de Dios que Job —esto es, una persona, un ente que puede decir «Yo soy mío» y poseer la verdad— dispute con El (c. 13, lect. 2). 380 sino también, a potiori, porque mi ser solo parcial, consecutiva y ejecutivamente es mío. Yo me he encontrado a mí mismo siendo; como dice Zubiri, yo soy en cuanto religado a lo que hace que yo sea, a la deidad: Dios, cuando a la deidad se la nombra según lo que ella es, o alguno de esos «sucedáneos de Dios» con que los hombres aluden a veces al fundamento último de su existencia. Por eso puede escribir Jean Lacroix que «la amistad es el descubrimiento de sí mismo y del otro en un más allá que funda a la vez la distinción y la conexión» 69; el «más allá» en que, como vimos, echa su raíz metafísica la concreencia, cuando esta es verdaderamente radical. El «en» de implantación de la coexistencia amorosa, coefusiva y concreyente —el «en» del nosotros amoroso y diádico— es, pues, Dios o un sucedáneo de Dios: la «verdad científica», para el hombre de ciencia que no sabe o no quiere ser metafísico; la «suma belleza», para el esteta; la «conciencia de sí general», para el hegeliano; el ideal de una humanidad definitiva y plenamente justa y feliz, para el comtiano y para el marxista. «Solo los que se aman en Dios —decía San Agustín—, se aman rectamente. Por lo tanto, para amarse es preciso amar a Dios» 70. Y B. Háring comenta así esa sentencia agustiniana: «Nuestro j o solo llega a su plenitud ante el tú de Dios. Mas para que el dilatado puente del amor de Dios alcance la orilla de la eternidad, tiene que ir apoyándose en sucesivos pilares, que son los del amor al prójimo... El hombre no puede hallarse a sí mismo en el amor, si en el amor no ha hallado antes el tú del prójimo. Pero ni el amor a sí mismo ni el amor al prójimo pueden alcanzar la profundidad que es necesaria para ser duraderos y perfectos, si ambos no han buscado y descubierto su centro en Dios» 71. Yo estoy en comunión amorosa con otro cuando el otro y yo nos damos mutuamente una parte 49 70 71 Le sens du dialogue, pág. 141. Retractaciones, 1, 83. La ley de Cristo, II (Barcelona, 1961), págs. 20-21. La doctrina de la comunicación con el otro en Dios será extremada abusivamente por Malebranche. Dios, para Malebranche, no es solo el fundamento metafíisico de la comunión amorosa, sino el medio de esta. Solo en Dios, «Lugar de los espíritus», puede comprenderse a los otros y llegarse a ellos, dice en De la recherche de la vérité (ed. de 381 de nuestro respectivo ser; y tal donación es en verdad auténtica cuando el otro y yo la hacemos sabiendo de algún modo —como San Agustín o como el más humilde carbonero— que el ser por nosotros donado solo de un modo parcial, consecutivo y ejecutivo nos pertenece. Con otras palabras: cuando el otro y yo nos amamos según lo que real y mutuamente somos; esto es, siendo en Dios o —si no se quiere o no se sabe usar este nombre— en alguno de los sucedáneos de Dios. Quien así ama puede decir: «Yo soy contigo en aquello que nos permite ser nosotros»; en nuestra común naturaleza de hombres y en el fundamento trascendente y único de nuestras dos personas 72 . G. Lewis, París, 1945-1946, II, pág. 248); y en otra página escribe: «Estamos infinitamente más unidos a Dios que a las criaturas, a Él directamente, a las criaturas indirectamente» (II, pág. 260). Dios es el «lazo de nuestra sociedad», léese en sus Entretiens sur la métaphysique et la religión (ed. de A. Cuvillier, París, 1948, XIII, página 222). No creo que esto sea metafísicamente compatible con la bien conocida sentencia de San Juan: «El que no ama a su hermano, a quien ve, ¿cómo amará a Dios, a quien no ve?» (I Joh. IV, 20). El amor a Dios es principio y fundamento de todo auténtico amor al prójimo, pero no el medio para «llegar» a este. 72 Si el hombre fuese solo naturaleza, eso que a ti y a mí nos hace posible ser nosotros sería la unidad genérica de todos los hombres, la realidad correspondiente al género homo. Siendo el hombre a la vez naturaleza y persona, eso que a ti y a mí nos hace posible ser nosotros no es sólo nuestra unidad genérica, sino también el fundamento unitario y unificante de tu persona y la mía. Con mucha agudeza percibieron este problema los Padres griegos orientales, cuando con los recursos filosóficos del naturalismo helénico tuvieron que dar cuenta intelectual de la idea cristiana del hombre. San Juan Damasceno, por ejemplo, repite sin cesar que la naturaleza humana es una, aunque las hipóstasis sean múltiples. Para él hay una entidad entre todos los hombres, comprendido Cristo, en cuanto hombre; solo la personalidad les distingue (De fide ortodoxa, P. G., vol. 94, lib. III, cois. 1001, 1004, 1008, 1024 y 1025; De natura composita, P. G., vol. 95, cols. 120-122; cit. por Nédoncelle, pág. 40). Dos personas, según esto, solo en el fundamento trascendente y único que las hace ser pueden ser nosotros. Ya vimos en la Introducción que solo con el personalismo cristiano ha podido surgir históricamente el problema del otro. Sobre la antropología cristiana de la relación de projimidad, véase la bibliografía consignada en el cap. I de esta Tercera Parte. A ella 382 A la estructura ontològica de la comunicación interpersonal amorosa pertenece, en segundo término, la mutua transparencia. E n el orden de la existencia personal, lo más opaco es el vacío. Dos personas voluntariamente encerradas en su propio «yo», dos mónadas humanas cuyo «entre» sea el vacío quedarán siempre mutuamente opacas: bien lo saben los jugadores de poker; solo cuando el «entre» interpersonal quede lleno por el ser que en él ponen los actos de mutua donación, solo entonces comenzarán a verse entre sí con alguna profundidad. Quien amorosamente se da al otro, hace transparente el «entre» que de él le separa —mejor dicho: hace que les una lo que antes les separaba— y se hace transparente a sí mismo. El vacío interpersonal, como el vacío cósmico, es pura oscuridad, y la común preocupación por las cosas del mundo, un sistema de señales a través de la tiniebla; solo el amor coefusivo es luz y transparencia en la vida del hombre. Desde u n punto de vista meramente empírico y fenomenológico, la mutua transparencia es mutuo conocimiento; un conocimiento preconceptual y prediscursivo, próximo, por pobre que sea la inteligencia de los amantes, a la intuición intelectual de que hablaba Plotino y en que, como él decía, «todo el cuerpo es ojo». Recuérdese lo dicho en páginas anteriores. Pero el conocimiento amoroso —y esto es lo que nos permite acceder a la intelección de su contextura ontològica— no es solo u n conocimiento de lo que en el otro ha sido y està siendo, no es simple perspicacia; es también adivinación de lo que el otro puede ser, según lo que en ese «poder ser» sea mejor y más auténtico para su persona. Quien de veras ama a otro hombre es de algún modo, como decía Shelley, «su mejor yo». Lo cual equivale a afirmar que la mutua transparencia del amor es un conocimiento de la persona del otro según su verdadera vocación. Diremos, pues, completando a Gabriel Marcel, que el amor personal es una activa invocación a la realidad viviente del otro desde la vocación de su persona. Respecto del ser de la persona amada, el verdadero amante es un cooperator Dei. pueden ser añadidos el importante libro de V. Warnach Ágape (Dusseldorf, 1951) y el ensayo de R, Panikker «Sur Panthropologie du prochain», en L'homme et son prochain, pág. 228. 383 Así lo exige la común implantación de la existencia en el fundamento unitario, creador y trascendente de toda realidad. Hemos de considerar, en fin, la mutua j libre asunción de las obras de la libertad ajena. La mutua donación de ser no llegaría a ser eficaz y no podría ser causa de transparencia, si ese ser —hecho, como sabemos, vida— no fuese aceptado y asumido por aquel a quien se regala. Solo cuando mi confidencia llega a ser parte integrante de nuestra vida y de nuestro ser, solo cuando de veras se trueca en habitud operativa y constitutiva de un tú-en-nosotros, solo entonces es cabal la convivencia amorosa. Pero como yo no puedo dar al otro todo mi ser, sino tan solo lo que de mi ser me es dado convertir en vida, porque mi ser no es íntegramente mío, del mismo modo yo no puedo darle mi libertad, sino tan solo las obras de esta. Un pintor puede decir a su amada: «Son tuyos los cuadros que libremente he creado desde mi personal vocación de pintor»; mas no: «Es tuya mi libertad creadora». Dar a otro la propia libertad es un imposible metafísico. La libertad no es solo libre ejecución de la propia vida, ni solo liberación de la existencia de las cosas con que la existencia es y está; es también, como dice Zubiri, «constitución libre, implantación del hombre en el ser como persona»; y así entendida «se constituye allí donde se constituye la persona, en la religación» (NHD, 457). Narrando y comentando la vida de un varón caritativo, el P. La Puente dice una vez que para los buenos cristianos los prójimos son «minas» que les enriquecen 73. Tan feliz expresión ascética tiene un profundo sentido ontológico; mi prójimo es para mí «mina» y yo soy «mina» para mi prójimo, porque uno y otro nos amamos conservando nuestra libertad personal, y por lo tanto nuestra personal capacidad de creación y donación; tanto más, si el otro y yo somos, además de pró73 P. Luis de la Puente, Vida del P. Baltasar Álvarez, VII, § 2 (ed. de la B.A.E., pág. 52): «Y por esto las necesidades de los prójimos las miran los buenos cristianos como minas riquísimas con que crecen sus almas, y se enriquecen, y cada día son más ilustradas.» Una persona solo llega a su pleno desarrollo —escribe, por su parte, el P. B. Haring— «cuando del yo fluye una corriente de amor hacia el tú, en virtud de la cual se concede al tú la misma atención que al propio yo (op. cit., II, pág. 20). 384 jimos, verdaderamente amigos. El ideal del amor es absurdo en la filosofía sartriana, más aún, tiene que serlo, porque en sí misma es absurda la idea sartriana del amor 74. En su estructura ontològica, el nosotros coimplicativo de la diada amorosa repite en forma finita y abierta la realidad trinitaria que los Padres griegos llamaron perikhóresis, y los teólogos latinos circumincessio. «Cada persona divina no puede afirmar, en cierto modo, la plenitud infinita de su naturaleza, sino produciendo la otra» (Zubiri, NHD, 504). Pues bien: en el orden del amor humano, cada persona de la diada se acerca a su plenitud produciendo, no la otra persona, que esto es para ella imposible, sino la projimidad amorosa en que el ser de la otra persona puede realizarse y afirmarse plenamente. Y siendo las dos creadas y finitas —siendo y actuando, por tanto, desde lo que hace que ellas sean—, ambas tienen que amarse desde el fundamento fontanal y trascendente de su ser y su libertad. Así ha podido decir F. Ebner 75 , que el amor entre hombre y hombre es en cierto modo una relación entre tres, porque Dios 76 está siempre presente cuando dos personas se encuentran y como tales personas se aman. Pero la relación amorosa de la diada es abierta, además de ser finita. A través del amigo o por obra de otras relaciones dilectivas, la existencia personal está virtualmente abierta a todas las restantes personas. Lo cual nos hace ver que la constitución misma del ser humano exige a la vez la diadicidad y la universalidad: aquella, porque, como vimos, el amor interpersonal solo diádicamente puede actualizarse; esta otra, porque solo en comunión con todos los hombres puedo yo ser plenamente hombre. «Es muy cierto —escribe R. C. Kwant—• que yo soy una conciencia situada, pero la universalidad per74 Lo cual es tanto más grave, cuanto que Sartre presenta esa idea suya —la contenida, al menos, en L'étre et le néant— como si fuese la cabal descripción del fenómeno amoroso. 75 Wort und Liebe (Regensburg, 1935); Das Wori und die geistigen Realitàten (Innsbruck, 1921). 76 Con este nombre •—añado yo— entre quienes como tal le confiesan, con otro entre quienes viven atenidos a un «sucedáneo de Dios». 25 385 tenece a mi situación misma» " ; y pertenece a mi situación, añado yo, porque es propia de mi constitución, porque todo nosotros humano se halla incoativamente abierto a la humanidad entera. Si es de veras profundo, el amor entre dos personas lleva siempre en su seno la pretensión y el germen de un corpus mysticum. Con otras palabras: cuando es de veras profundo, el amor interpersonal es «correligación» en acto. Esto, por lo que concierne a la realidad actual de la diada amorosa. Mas nada cierto quedaría dicho acerca de tal realidad, si no se hiciese constar muy resueltamente su constante deficiencia. La presión del mundo, la fuerza de la carne y la deformación egoísta del amor de sí mismo —a la cual ni el más rendido amante ni el santo más excelso pueden sustraerse por completo— impiden una y otra vez que la mutua donación de ser, la mutua diafanidad y la mutua asunción del ser ajeno logren perfección y permanencia. El primer paso del amor de coefusión debe ser un respetuoso reconocimiento de la persona del otro. Quien de veras ama a otra persona comienza —dice certeramente el P. Ceñal— por «reconocerla y comprenderla, como rodeándola, como abrazándola, para dejarla intacta en su autonomía, en su incomunicabilidad, en su unicidad inviolable. En esta comprensión que respeta y abraza, germina ya el amor» 78. El segundo paso del amor coefusivo es la obra de perfección de la persona del otro. «Ama al otro como a ti mismo»; tal debe ser la norma constante, la regla áurea. Pero sobre esta consigna veterotestamentaria, el Nuevo Testamento ha puesto otras dos, que la perfeccionan: amar al otro como si el otro fuese Cristo (Mt. X X V , 39-40) y amarle como si uno mismo fuese Cristo (Job. XV, 9-12, y XVII, 26). Lo cual no sería posible si la práctica del amor al otro no fuese más delicada y obsequiosa que la práctica del amor de sí mismo. El amor de perfección a la propia persona no debe encubrir la multitud de los defectos propios; el amor de perfección a la persona del otro, 77 «Rencontre et vérité», en Rencontre. Encounter. Begegnung, página 242. 78 «Carácter existencial de la relación interhumana», comunicación a las Conversaciones Católicas de Gredos, mayo de 1956. 386 debe, por el contrario, encubrir la multitud de los suyos, y este es justamente el límite que separa la transparencia amorosa de la murmuración y del cinismo. Pues bien: la presión del mundo, la fuerza de la carne y el egoísmo nos mueven de continuo a objetivar al otro, a convertirlo en cosa poseíble, manejable o contemplable; y esto no siempre como defensa más o menos legítima frente a los intentos de objetivación con que el otro pueda amenazarme. Sartfe, que yerra en cuanto a lo que pueden ser el encuentro y el amor, acierta de lleno en lo tocante a lo que el amor y el encuentro suelen ser. De ahí la necesidad de considerar, junto a la siempre deficiente realidad actual de la diada amorosa, la realidad posible de esta. ¿Qué es lo que el amor concreyente y coefusivo puede ser? ¿En qué consiste la perfección del amor cuando en él se aunan y mutuamente se potencian la projimidad y la amistad? Yo creo que la respuesta debe comprender estos cuatro puntos: i.° Mutuo y profundo respeto a la radical y libre otredad de la persona del otro. z.° Mutua donación perfectiva de las obras de la propia libertad. 3. 0 Mutua asunción —perfectiva también— de las obras de la libertad ajena. 4. 0 Abertura amorosa —y, por lo tanto, operativa— a la projimidad con los demás hombres, comprendidos los más lejanos. El ideal de la relación interhumana no consiste en que el otro sea como yo, alter ego de mi ego o «conciencia de sí» en que la mía se duplique, sino en que, por la virtud transfiguradora y clarificante del mutuo amor, él y yo —y, por supuesto, todos los demás— poseamos en transparente comunión la mismidad de nuestra propia perfección personal. Yo tengo que aspirar a que el otro y yo seamos iguales en aquello que en nosotros es naturaleza y razón genéricas, y debo aspirar a que ambos seamos distintos uno de otro en aquello que a cada uno de los dos nos singulariza como personas, comprendida la peculiar modulación que nuestra personeidad haya introducido o pueda introducir en aquello que en nosotros es genérica naturaleza y genérica razón. En sus rasgos principales, tal sería la estructura de la que Jaspers llama «comunicación de la existencia posible». La comunicación interindividual propia de la existencia empírica 387 es deficiente, hasta en sus momentos supremos. Acaso se acerque a veces a la perfección, mas nunca este acercamiento deja de ser fugaz. Ahora bien: la posibilidad de tal perfección, ¿es verdaderamente real, o no pasa de ser la ilusión de una mente incapaz de soportar la desesperante evidencia del absurdo? Frente a la posición de Sartre, yo pienso que esa posibilidad de la existencia humana no es ilusoria, sino real, y me fundo en dos razones de hecho: la primera, que la meta a que tal posibilidad tiende no es en sí misma contradictoria o absurda; la segunda, que el hombre puede acercarse asintóticamente a dicha meta durante su existencia empírica. Solo desde el a priori de una visión intelectiva y racional de la realidad —tenga esta visión su punto de partida en el cogito tácita y lógicamente universal de Hegel o en el cogito expresa y concretamente individual de Sartre—, solo desde ese a priori puede parecer provisional o absurda la idea de una comunión vital de dos conciencias personales. Racionalmente considerada, una cogitatio puede ser de todos (por ejemplo: «2 + 2 = 4») o tiene que ser intransferiblemente mía (por ejemplo: «me ven»): tertium non datur19. Y quien así se sitúe frente a la experiencia del otro, por necesidad habrá de orientarse hacia una interpretación hegeliana o sartriana de esa experiencia. Pero el punto de vista intelectivo-racional no agota las posibilidades intelectivas del espíritu humano frente a la realidad: el hombre puede entender lo real de modos muy diversos. ¿Quiere esto decir que nuestro espíritu debe limitarse a catalogar y comprender, bien a la manera de Dilthey, bien a la de Jaspers, las distintas «visiones del mundo» y las teorías del otro que a ellas correspondan? De ningún modo. Cabe también la posibilidad de investigar si todas esas «visiones del mundo» tienen una raíz unitaria previa a su diversidad, y no otra cosa pretenden ser, a mi juicio, la ra^ón vital de Ortega y la inteligencia sentiente de Zubiri. Cuantos así traten de entender la realidad, es seguro que no considerarán 79 La afirmación de Scheler, según la cual una misma vivencia puede ser de dos personas distintas •—afirmación, como vimos, harto discutible— procede de una consideración puramente «racional» de la cogitatio. 388 imposible y absurda la convivencia dilectiva de dos sujetos personalmente distintos entre sí. Tanto menos incurrirá en el hegelianismo o en el sartrismo quien, por añadidura, haya experimentado por sí mismo o haya visto experimentar a los demás ese tantas veces nombrado acercamiento a la perfección de la convivencia amorosa. «Esto, amor, lo digo de mí, pero lo pienso de ti», dice Browning a Elizabeth Barret en One word more. «En la medida en que eres fiel a ti mismo, en esa medida me eres fiel», hace decir Schiller a Thekla en el acto III de su Wallensteins Tod. Hombres que así piensen y hablen —más precisamente: hombres que así sientan y conciban la diadicidad propia del amor—, ¿podrán considerar absurda la posibilidad de una convivencia interpersonal en perfecta otredad amorosa? Mas también hay discrepancias entre quienes juzgan real esa posibilidad. Algunos piensan —o creen, o dicen creer— que la projimidad perfecta es posible en este mundo y por virtud de la capacidad natural del hombre; así el hegeliano, el comtiano, el anarquista y el marxista. Pero si la razón y la experiencia abonan la posibilidad de un mundo cada vez mejor, no parecen justificar la creencia en el mundo terrenal inmejorable. Nada permite suponer que el mal sea eliminable de la civitas terrena: el mysterium iniquitatis de que habló San Pablo, seguirá vigente sobre el planeta hasta el fin de los tiempos. Otros, en fin, creen que la projimidad perfecta es posible, mas no en la tierra, sino en otro mundo, v a favor de medios humanamente preternaturales. Tal es, respecto del amor interpersonal, el objeto de la esperanza cristiana: esperanza incierta, aunque razonable y firme, de una relación interhumana allende la muerte, en la cual la projimidad y la amistad han de alcanzar gratuitamente la perfección a que en este mundo aspiran. «Lo sé —escribía San Bernardo—: una conciencia perfecta en la relación de unos hombres con otros no puede lograrse en esta vida; quizá no debamos ni desearla. Si en la morada celeste el conocimiento dará pábulo al amor, aquí abajo podría ser contraproducente; pues ¿quién puede vanagloriarse de la limpieza absoluta de su corazón? Esto, para el conocido, 389 sería motivo de confusión, y para el conocedor, desagradable sorpresa. N o habrá felicidad al conocerse, sino allí donde no hay mancha ninguna.» Y lo mismo fray Luis de Granada, y Quevedo, y todos cuantos se han detenido a especular sobre el objeto material de la esperanza cristiana 80 . El propio Dostoievski dirá: «Declaro que el amor a la humanidad es cosa completamente inconcebible, incomprensible y hasta imposible sin la fe en la inmortalidad del alma humana» 81. Tal vez no sea inoportuno exponer aquí, siquiera sea muy sumariamente, la doctrina de Santo Tomás acerca de la unión que entre persona y persona suscita el amor. «Al amor —escribe Santo Tomás— pertenece la unión, por cuanto que por obra de la complacencia del apetito, el amante se ha respecto de lo que ama como se ha respecto de sí mismo o de algo suyo» (I-II q. 26 a. 2). Esta unión no es y no puede ser confusión ontològica; posee una estructura, que en el caso del amor perfecto, y en la medida en que el amor pueda en este mundo ser perfecto, se halla integrada por tres momentos: la respectiva unidad del amante y del amado con su «bien propio», la coincidencia del bien propio del amante y del bien propio del amado en un «bien común» y la referencia ontològica de este bien común al «bien supremo», esto es, a Dios. El amor perfecto tiene que ser amor en Dios, y, por lo tanto, amor de Dios, caridad. Es cierto que en un orden terreno hay modos del amor humano diferentes de la caridad; pero si el amor a otro hombre es de veras recto y profundo, en su raíz será amor en Dios, y, por lo tanto, participación del ser divino, no solo por semejanza, mas también por composición 82. La última razón del amor al prójimo es, pues, Dios: ratio diligendiproximum Deus est (II-II q. 103 a. 3); más precisamente, esa razón es la «compañía en la plena participación de la bienaventuranza eterna» (II-II, q. 26 a. 5). Al prójimo y al 80 Véase el apartado «La esperanza de los tradicionales» en mi libro La espera y la esperanza. 81 Cit., como el texto de San Bernardo antes transcrito, por el P. de Lubac, en El drama del humanismo ateo. 82 Véase Geiger, La participation dans la philosophie de Saint Thomas d'Aquin (París, 1942). 390 amigo se les ama en cuanto compañeros posibles en la fruición del infinito gozo que se espera. De ahí el ordo amoris que propone Santo Tomás: en sentido descendente, el amor de Dios, el amor al bien espiritual de la propia alma, el amor al prójimo, el amor al bien del propio cuerpo (II-II q. 26 a. 2, q. 26 a. 5, q. 44 a. 8). Al prójimo hay que amarle más que al cuerpo propio. Es cierto que nuestro cuerpo está más cerca de nuestra alma que el prójimo, en lo que atañe a la constitución de nuestra naturaleza; pero en cuanto a la participación en la bienaventuranza eterna, la compañía que el alma del prójimo concede a nuestra alma es mayor que la que nuestro cuerpo nos concede; por lo cual, y respecto de la salvación del alma, debemos amar al prójimo más que a nuestro propio cuerpo. El hombre, en suma, tiene necesidad de amigos. Más que un bien, la compañía amistosa es una necesidad. Los amigos son necesarios en esta vida cuando el hombre no es feliz: «Lo que suele decirse, que sin compañía no puede darse gozosa posesión de bien alguno, esto tiene lugar cuando en una persona no se da el bien perfecto; por lo cual necesita, para la plena bondad de su gozo, del bien de alguien que le acompañe» (I q. 32 a. 1). Son igualmente necesarios los amigos en esta vida cuando el hombre es feliz: «Si hablamos de la felicidad de la vida presente, es necesario decir, con el filósofo 83 , que el hombre feliz tiene necesidad de amigos, no para su utilidad, puesto que se basta a sí mismo, y tampoco para su placer, porque en la práctica de su virtud personal encuentra un placer perfecto, sino para su bien obrar, es decir, para hacerles el bien y para ser ayudado por ellos cuando hace el bien. El hombre, pues, necesita de sus amigos, tanto en las obras de la vida activa como en las obras de la vida contemplativa» (I-II q. 4 a. 8). Continuando por esta vía ascendente, ¿deberemos concluir que los amigos son necesarios para el goce de la bienaventuranza eterna? Santo Tomás contesta haciendo una distinción 83 Recuérdese lo que en el capítulo precedente se dijo acerca de la teoría aristotélica de la amistad. 391 previa: «Si hablamos de la felicidad perfecta del cielo, la compañía de los amigos no será precisa por modo necesario, porque el hombre tiene en Dios la entera plenitud de su perfección; la compañía de los amigos solo será entonces precisa para complemento y mejor ser de la bienaventuranza (ad bene esse beatitudinis)» (I-II q. 4 a. 8). Por esto es posible esperar para otro la vida bienaventurada, si con él nos une un vínculo de amor (II-II q. 17 a. 3) 84. Cabría explanar esta última distinción de Santo Tomás —que así, prout sonat, se quiebra de sutil 85 — diciendo que el hombre no necesitará a los amigos in patria por razón del objeto de su fruición, que ha de ser la realidad infinita de Dios; pero sí los necesitará por razón del sujeto del acto fruitivo, esto es, porque, en cuanto tal individuo, el individuo humano es físicamente un ente incompleto, una criatura constitutivamente menesterosa de los otros hombres y del mundo. Sin otros hombres y sin mundo, el individuo humano no puede ser feliz, por la razón potísima de que no es plenamente hombre. Como la esperanza 86 , la beatitud eterna es y no puede no ser un acto comunitario, y a esta misma tesis conduce indirectamente la especulación de Santo Tomás acerca del papel del cuerpo glorioso en la vida bienaventurada (Summa contra gentes, lib. IV, 86) 87. En un lindo apunte sobre el carácter 84 De nuevo remito a la ya citada obra de P. Philippe. ¿Cabe un «complemento y mejor ser» de lo perfecto que no esté formal y materialmente incluido en la misma perfección? El texto de San Agustín que Sto. Tomás aduce para explicar su propio pensamiento, confirma mi interpretación. Intrínsecamente, solo por la eternidad, la verdad y la caridad del Creador es ayudada la criatura espiritual para el logro de la bienaventuranza: «extrínsecus vero si adiuvari dicenda est, hoc solo adiuvatur, quod invicem vident, et de sua societate gaudent in Deo» (Super. Gen. ad litt. VIII, c. 25). 86 Véanse los trabajos del P. Charles antes mencionados. " «Nosotros —dice certeramente el P. Kwant— no somos seres humanos acabados cuando entramos en relación; el encuentro es el medio de la humanización del hombre y del mundo» (op. cit., pág. 231). El amor •—escribe, por su parte, Binswanger— no puede ser ontológicamente entendido como algo que enlaza entre sí a dos individuos que son para sí, o que hace participar uno de otro a dos sujetos, centros de actos o existencias en sus mundos unilateralmente cons85 392 absoluto del encuentro con el prójimo escribe A. Hayen que, cuando es auténtico, ese encuentro «puede ser llamado plegaria virtual, semilla de plegaria, porque es un acto de confianza en otro» 88. Las páginas que anteceden hacen patente el fundamento ontológico de esta cristianísima sentencia, polo opuesto de la visión sartriana del amor. IV. Quiero concluir estas páginas recapitulando todo lo expuesto en una visión arquitectónica del amor humano: un bosquejo antropológico en que se haga intuíble la estructura total del acto amoroso, cuando este es cumplido en la madurez del hombre. Ama el hombre porque puede amar y porque tiene que amar; más técnica y radicalmente, porque el amor pertenece a la constitución metafísica de la existencia humana. Suele decirse que el hombre, como realidad creada, es ens ab alio. Es verdad. Pero convendría no olvidar que tanto como em ab alio es ens ad aliud. Su dependencia de «lo otro» no es solo aliedad de procedencia, es también aliedad de referencia; y esta su constitutiva referencia a «lo otro» se realiza como amor. Desde la raíz misma de su ser, la inteligencia sentiente que es el hombre ama, cree y espera 8fl. Homo naturaliter amans. Si Dios es amor, según la tan conocida sentencia de San Juan, el hombre, imagen y semejanza de Dios, también debe ser amor 90; verdad que logra expresión eminente cuando la relación ad aliud se hace relación ad alterum, encuentro con otro hombre. tituidos, sino tan sólo como inferencia o apertura de la existencia respecto de su ser-uno o su ser-total en la forma primaria de la nostridad» (op. cit., pág. 30). 88 «Le caractère absolu de la recontre d'autrui et la reflexión métaphysique», en L'homme et son prochain, pág. 218. 89 En mi libro La espera y la esperanza puse de relieve la estructura a la vez pística, elpídica y fílica de la existencia humana. 90 «Quien trate del amor bajo el epígrafe del sentimiento o del afecto —escribe Binswanger— no sabe lo que el amor es; el amor es tanto idea como sentimiento y voluntad» (op. cit., pág. 81). Lo cual acaece, habría que decir a Binswanger, porque el hombre es amor. Como he dicho en la nota anterior, la existencia humana posee en su constitución misma una estructura amorosa, fílica. 393 Se dirá, y con razón: si el hombre es amor, si el amor pertenece a la constitución metafísica del ente humano, ¿por qué odia el hombre? He aquí el mysterium iniquitatis, el gran misterio moral de nuestra existencia. En la vida de un ente metafísicamente constituido por el amor y para el amor, existe el odio. ¿Por qué? ¿Por qué la libertad humana, tan esencialmente movida por el amor, puede ser odiadora y odiosa? Siquiera sea por modo accidental y sanable, algo hay herido y enfermo en la naturaleza misma del hombre. El hombre es amor, pero amor de algún modo enfermo. Entiéndase como se quiera, la historia entera de la humanidad es el proceso de esa enfermedad y de su remedio. Desde el instante mismo de su concepción, el individuo humano muestra la constitución amorosa de su ser en un movimiento ambitendente de acepción y donación. El hombre nenecesita de lo otro y los otros, y se efunde hacia lo otro y los otros. En su misma raíz ontològica, previamente, por lo tanto, a su posible sobrenaturalización, el amor humano es a la vez érós, aspiración hacia lo que el ser del amante necesita, y agápé, efusión hacia aquello en que el movimiento amoroso termina. E n el claustro materno y durante los primeros años de la vida extrauterina, el amor del hombre es preponderantemente erótico, esto es, necesitante y aceptivo. El niño recibe ser del mundo y de los otros, va siendo lo que el mundo y los otros, bajo forma de alimento, protección, afecto expreso y aprendizaje, le hacen ser. De ahí la gran importancia constituyente de las primeras edades de la vida, incluso en el orden más directa e inmediatamente biológico. El hombre adulto es lo que él quiere ser, dentro de lo que su naturaleza y el mundo le permiten ser; el lactante, en cambio, es lo que su constitución biológica y su mundo hacen que él sea; por lo cual, lo que el adulto suele llamar su «naturaleza» —hábito somático, talentos y manquedades de diversa especie, temperamento, carácter— depende en muy amplia medida de lo que siendo él niño le hicieron ser 91. 91 Nadie ha sabido decirlo tan profunda y documentadamente como J. Rof Carballo en Urdimbre afectiva y enfermedad. 394 Este juego ambitendente y complementario del menester y la efusión se hace patente en el encuentro. La percepción del otro y la respuesta al otro —-el momento físico y el momento personal del encuentro— son en última instancia actos de amor o actos de odio. Encontrarse con otro es dar un paso en la constitución del ser propio y amar u odiar al otro con mayor o menor intensidad. Como vimos, la indiferencia frente al otro no existe. Mas para que ese amor gane relieve psicológico en la existencia, es preciso que el ser del otro posea cierta idoneidad y que el encuentro sobrevenga en cierta oportunidad. Solo así pueden surgir en la vida del hombre el verdadero «amor», en el sentido habitual de esta palabra, la verdadera «amistad» y las restantes formas de la relación amorosa. Son muchos los modos del amor interhumano: «los rostros del amor», según el epígrafe de T. S. Lewis. Este autor distingue cuatro: afecto, amistad, eros y caridad. Más atenido a la estructura concreta de la vinculación amorosa entre hombre y hombre, Von Hildebrand ha aislado hasta nueve: el amor de los padres al hijo, el amor del hijo a los padres, el amor de los hermanos entre sí, el amor a las personas «amables», el amor a los amigos, el amor heterosexual y conyugal, el amor temáticamente sacro, el amor al prójimo y el amor a las personas de mentalidad afín. Nuestra vida social es una malla de relaciones interhumanas tejida con todos estos hilos, o con los que puedan resultar cuando el amor que les constituye se trueca en odio. En la configuración definitivamente amorosa del encuentro tiene parte muy importante lo que el otro y yo somos: lo que nuestra constitución y nuestra suerte nos han hecho ser; pero no menos importante, y acaso más decisiva, es la parte correspondiente a lo que el otro y yo podamos j queramos ser: lo que en nuestra relación pongan nuestro ánimo y nuestra libertad. El amor, diría un renacentista, no solo es hijo de natura y fortuna, mas también de virtü. Lo cual será especialmente notorio y eficaz en las edades ulteriores a la adolescencia, cuando en la existencia del hombre gane plenitud el uso de la propia libertad. El amor humano es preponderante- 395 mente erótico en la infancia y en la mocedad, y preponderantemente efusivo en la madurez. La efusión del joven no suele ser sino desbordada expresión operativa de su érós. El amor humano solo puede actualizarse con cierta perfección en la diada. Frente al «Donde hay dos, hay dolor», del Maestro Eckart, cabe también afirmar: «Solo donde hay dos puede haber verdadero amor»; quiero decir, amor en acto. Un nosotros que no sea tú-y-yo, no puede pasar de ser un nosotros cooperativo y programático. Pero la diada amorosa no es y no puede ser en la vida del hombre un ente único v cerrado. Vivir, hasta para el más fiel de los amantes, es ir constituyendo y deshaciendo arreo distintas diadas amorosas, una cada vez que se produce el encuentro con alguien a quien podamos llamar o vayamos a llamar «amigo». Y, por otra parte, la diada se halla virtual e incoativamente abierta a los demás hombres, a todos los hombres. Por íntima exigencia de nuestra constitución, lo que en nosotros es más personal es a la vez lo más universal. Llamando tú al otro, diciendo al otro, a solas con él, una palabra de amor, la criatura humana está proclamando quedamente su radical solidaridad ontològica con su Creador y con la creación entera. 396 Epílogo de circunstancias / ^ O M O tienen su hado, según la vieja sentencia latina, los ^ libros tienen su circunstancia. Un libro no es solo el fruto de un cuerpo a cuerpo entre la mente del autor y un tema. Por abstracto que parezca, el tema pertenece siempre a una determinada situación, y en esta operan y mutuamente se engarzan los más diversos motivos de la vida humana. La mente, a su vez, no es una mónada intelectiva, ni lo que llaman los teólogos una «inteligencia separada» sino la actividad intelectual de un hombre de carne y hueso, con su biografía y en su mundo. Escribir un libro es tanto un empeño mental como una aventura histórica. Que esta, como en mi caso, sea humildísima, no quita validez a la regla. Mirada desde un punto de vista histórico, toda aventura humana tiene una circunstancia ordenada en tres planos principales. Hállase constituido el primero por la vida del protagonista dentro del área que solemos llamar «privada»: es la circunstancia personal. Viene luego el contorno que impone el grupo humano en que esa vida se halla más inmediatamente incardinada: la circunstancia nacional. Y en torno a esta, condicionándola de algún modo, la ocasional actualidad de la humanidad entera: el gran teatro del mundo, la circunstancia universal. ¿Necesitaré decir que en todas ellas, durante la gestación de este libro, ha tenido parte importante el problema del otro? He compuesto estas páginas a la edad en que la vida personal va adquiriendo sus aristas definitivas y en que, como reverso, van creciendo en el alma la capacidad de comprensión y la necesidad de verdadera compañía. Curioso trance. En nosotros y en nuestros coetáneos se afirma netamente la «pro399 piedad», v, por lo tanto, la «otredad»: uno se siente más «sí mismo», y, por consecuencia, más «otro»; y a la vez, precisamente porque en la conquista del propio ser se está llegando al límite, se hinche y alquitara en el alma el menester de una amistad más basada en el ser que en la hazaña, y más en la palabra fiel que en la meta incitante. No es difícil colegir el resultado: en este nivel de la vida, y por modo harto más vital que intelectual, el problema del otro cobra una acuidad inédita. Vivir con lucidez este trance —déjeseme utilizar de nuevo el gran acierto verbal de Unamuno— consiste en sentir dramáticamente que el hombre es nos-otro y nos-uno. He nacido y crecido en el seno de un pueblo especialmente herido, acaso sin él saberlo, por este radical problema de la existencia humana. No hay un solo país en que la otredad de sus diversos grupos sea cuestión baladí, y menos desde que la escisión de las conciencias y el peso de la opinión pública tanta eficacia tienen en la determinación del destino comunal. Pero frente a esta cuestión ineludible caben actitudes muy distintas. Por lo menos, dos: reconocer el hecho social de la discrepancia, y construir, contando con ella, un estatuto de convivencia dialéctica, u obstinarse en la inacabable tarea de anular esa discrepancia en nombre de la unidad, y aun de la uniformidad. ¿Cómo el español medio ha solido conducirse en relación con tal alternativa? Tal vez no ande muy lejos de la realidad este sencillo esquema: ante quien él cree que es como él, el español se conduce con solidaridad efusiva y vehemente, y más cuando vive en riesgo o bajo amenaza; con quien no es como él, con quien para él es «otro», pero con otredad que no interfiere habitualmente su personal modo de ser y de vivir —más concisamente: frente al forastero—, el español suele actuar con amistad y generosidad ejemplares; y con quien difiere de él perteneciendo a su casa e interfiriendo de manera habitual la realización de su ser propio —bastará, para ello, que el discrepante no se resigne al silencio—, el español suele experimentar en su alma un amenazador, un hostil sentimiento de incompatibilidad. En uno de sus poemas más confesionales habla Quevedo del «abismo—donde me enamoraba de mí mismo». Trasponiendo al orden político y religioso la letra 400 de esta confesión personal, y descartada la convivencia con el forastero, se tendrá una de las claves más profundas de la vida pública española. Lo que en España solemos llamar «amor al prójimo», ¿no es, con desdichada frecuencia, una simple forma proyectiva del amor al grupo propio, y, por lo tanto, del amor de sí mismo? En mi circunstancia nacional opera, siempre mal resuelto, el problema social del otro. También en mi circunstancia universal ha renacido este problema. Más o menos precariamente, el Estado moderno logró resolverlo en el orden religioso y político, no en el orden económico. El reconocimiento del «otro» como tal no será auténtico y justo si no comporta cierta igualdad y cierta fraternidad; y es forzoso reconocer que durante el siglo xix estos dos términos fueron más veces retórica que vida real. De la igualdad y la fraternidad constantemente proclamadas, ¿qué experiencia tenían las clases proletarias y los pueblos coloniales? Dos ingentes sucesos históricos se están produciendo ante nuestros ojos: la rebelión del proletariado y la insurrección de los hombres de color. Desde el cómodo punto de vista del beatus possidens —el blanco burgués—, es muy fácil cosa denunciar el resentimiento que a veces opera en el alma de los rebeldes, y condenar las violencias y crímenes que en tantas ocasiones van manchando este universal levantamiento. Pero quien no ha sembrado amor, ¿puede acaso aspirar a cosecharlo? Bajo el resentimiento, la violencia y el crimen, cualquier mirada perspicaz y libre descubrirá sin esfuerzo una sed inmensa de fraternidad e igualdad más reales que verbales, una vehemente necesidad planetaria de convivencia verdaderamente humana. Millones y millones de hombres no toleran ya ser simples «instrumentos», y aspiran a ser «personas» en el doble orden del hecho y el derecho. Quien hoy no lo vea así, no entiende el tiempo en que vive. He querido en todo momento que mi libro fuese intelectualmente fiel a lo que en sí misma es y por sí misma debe ser la relación con el otro. Pienso, pues, haberme movido siempre —si con fortuna o sin ella, no lo sé— en el terreno de la realidad v la verdad. Pero cuando se trata de cuestiones tan directamente atañederas a la vida humana, la verdad universal, 401 26 sin mengua de su universalidad, por necesidad ha de refractarse a través del hombre que la busca y contempla, y, por lo tanto, a través del personal modo de ver y entender la circunstancia en que ese hombre existe. El tema, sin embargo, no acaba ahí. Si la mente humana descubre la verdad universal a través de su mundo, ese descubrimiento le permite luego entender mejor el mundo. Así ha sido en este caso, o así me lo parece. Mi dilatada reflexión acerca del problema del otro me ha permitido ver con un poco más de claridad los tres planos de mi propia circunstancia. Si el lector, frente a la suya, puede decir lo mismo, quedarán colmadas las medidas de mi deseo. 402 índice de nombres Aaron, I: 89, 94, 410. Abentofail, II: 144. Adam, I: 37, 39. Adler, II: 203, 278. Agustín, san, I: 29, 293, 395, 421 s. II: 111, 211, 220, 224, 227, 313, 315, 317, 324, 334, 343, 346, 353, 358, 381 s„ 392. Ahrens, II: 195. Ajuriaguerra, II: 51. Albec, I: 69. Aldana, II: 373. Aleixandre, I: 429, 431. Alexander, I: 409, 411, 413, 415. Alonso, Dámaso, I: 429, 431. II: 181. Ambrosio, san, II: 23. Anaxágoras, II: 48. Ángelus Silesius, II: 344. Annunzio, d', I: 211. Aranguren, I: 417, II: 158. Arcv, d\ II: 209, 374. Aristóteles, I: 22, 25 s., 29, 48, 83, 163, 233, 235, 249. II: 48, 212, 241, 253, 279, 282, 283, 285, 286, 287, 288, 289, 290, 351. Aubert, II: 316, 321. Auersperg, II: 51, 85, 89. Averroes, I: 25. Ayala, I: 427. Ayer, I: 95. Ayfre, I: 407. Bain, I: 84. Baldwin, I: 411. Balthasar, von, I: 419, 422. Bally, I: 425. Bañez, I: 32. Barbusse, I: 395. Baroja, I: 309. Barret-Browning, II: 120, 327, 347. Barth, I: 422. II: 228. Bastide, II: 242. Baudalaire, I: 103. II: 211. Beckett, I: 431. Becher, I: 58, 217, 220, 226. II: 171. Becquerel, I: 211. Bell, II: 62. Bentham, I: 66, 72-77, 86, 88. Berdíaeff, I: 396. Berg, van den, II: 131. Berger, I: 407, 408. II: 105, 158. Bergson, I: 211, 214, 296, 301, 322, 326. II: 69, 171, 255, 296. Berkeley, I: 106. Bernard, Cl., I: 424. 403 Bernardo, san, I I : 389. Bethe, I: 91. Bichat, I I : 199. Binswanger, I: 399, 400, 403. I I : 48, 70, 72, 76, 78, 96, 251, 263, 264, 328, 329, 334, 345, 347, 350, 362, 369, 393. Bleuler, I: 219. I I : 183. Blondel, I: 403. Boecio, I I : 267, 270, 341, 342, 347. Boétie, La, I I : 284. Bohme, I I : 369. Bolk, I I : 174. BoUnow, I: 160, 161. I I : 295. Bonsirven, I I : 21. Bosquet, I: 430. Bossuet, I: 395. I I : 352. Bousoño, I: 431. Boutan, I I : 183. Brecht, I I : 260. Bréhier, I: 283. Brehm, I: 84. Brentano, I I : 118. Breuer, I: 424. Broad, I: 94, 410. Browning, I I : 320, 371, 389. Bruce Parain, I I : 303. Buber, I: 141, 220, 257-280, 299, 310, 318, 399, 415. I I : 15, 60, 67, 71, 76, 77, 119, 121, 124, 154, 157, 171, 172, 174, 175, 193, 219, 228, 246, 256, 303, 322, 338, 342, 378. Burckhardt, I: 32, 211. Bühler, C h , I: 57. I I : 145, 195, 360. Bühler, K., I: 229, 244. I I : 60, 62, 174, 185, 186, 202. Bumke, I I : 69, 183. Burns, I: 412. Buytendijk, I: 231, 425. I I : 48, 174, 183, 187, 195, 204, 250. Buzy, I I : 21. Campoamor, I I : 308, 311. Capreolo, I: 31. Carassali, I: 70. Carrouges, I: 406. Castellet, I: 429. Cela, I: 309. Celm, I: 189. Ceñal, I: 417. I I : 386. Cervantes, I I : 144, 149, 168, 169, 373. Claudel, I I : 305. Clifford, I: 86, 87, 88, 121. I I : 140. Comte, I: 80, 140, 395, 426. I I : 240. Conde, I: 25. Conrad, I I : 85. Cook, I I : 66. Coover, I I : 178. Copérnico, I: 34. Cruz Hernández, I: 175. Cuviller, I I : 381. Chastaing, I: 52, 55, 190, 404, 406. I I : 40, 75, 117, 130. 158, 187, 195, 196, 198, 201, 239, 303. Charles, I: 421. I I : 392. Chenu, I: 420. Christian, I: 425. Dante, I I : 22. Darwin, I: 84-86, 212. I I : 62, 175. Davis, I I : 143. Defoe, I: 45. I I : 144. Delesalie, I: 404. I I : 303. Delgado, I: 418. Dembo, I I : 48. Denzinger, I I : 324. Dennis, I I : 195. Descartes, I: 34, 37-63, 65, 70, 81, 96, 97, 101, 106, 121, 128, 140, 165, 180, 187, 191, 195, 212, 215, 217, 226, 237. Calderón, I I : 144. Calvez, I: 146, 147, 149. 404 294, 304, 323, 349, 385, 394. I I : 15, 16, 30, 39, 74, 157, 159, 173, 245, 305, 372. Deschoux, I I : 303. Díaz, I I : 20. Díaz de Cerio, I: 167. Dilthey, I: 14, 38, 88, 94, 113, 121, 138, 151-167, 173, 177, 183, 398. I I : 16, 58, 74, 167, 236, 295, 298, 308, 331, 374, 388. Donoso Cortés, I I : 199. Dostoievski, I I : 158, 370, 390. Dotterer, I: 94. Driesch, I: 55, 211, 217-220. I I : 171. Duddington, I: 409, 411, 412. I I : 261. Dufrenne, I: 333. Dumont de Genève, I: 74. Dupréel, I I : 105. Durando, I: 32. Dürkheim, I: 426. I I : 15, 39, 44, 113, 124, 285. Filliozat, I: 406. Físchel, I I : 80. Fischer, A., I: 423. Fischer, G. H., I I : 90. Fitchner, I I : 21. Flaubert, I: 428. Fonseca, I: 32. Fontenelle, I: 46. Fowler, I: 67. Francisco de Asís, san, I I : 162, 175, 248. Francisco de Sales, san, I I : Frank, I: 403. Freud, I: 159, 219, 265, I I : 209, 239, 253. Fullerton, I: 89, 91, 92. 27 136, 316. 424. Galeno, I I : 47. Galileo, I: 34. Gaos, I I : 48. García Lorca, I I : 169. Gebsattel, von, I: 403. I I : 120, 207. Geiger, I I : 390. Geiger, M., I: 426. I I : 107. George, St., I: 211. Géraldv, I I : 355. Gibieuf, I: 45. Gide, I: 355. I I : 223. Giessler, I I : 178. Girgenson, I I : 221. Goethe, I I : 84, 125, 180, 237, 329, 345. Gogarten, I: 423. Goldstein, I I : 180, 194, 197, 199, 201. Gómez Arboleya, I: 33, 69, 70, 213. I I : 155, 240, 270. Gouhier, I: 152. Gracián, I I : 144. Graebner, I: 229. Grail, I: 406. Greeff, de, I: 407. Greeven, I I : 21. Gregory, I: 91. Ebner, I: 401, 402. I I : 385. Eckart, I I : 306, 311, 375, 396. Einstein, I: 211. Enmanuel, I: 430. Erismann, I I : 295. Escoto, I: 32. Estibalez, I I : 268. Evreinof, I I : 150. Ey, I: 406. I I : 67. Faulkner, I: 428. Faure, I I : 158. Feijoo, I I : 66. Ferguson, I: 70, 83. Ferrater, I I : 165, 209, 221, 267, 270. Fessard, I: 420. Feuerbach, I: 142, 143, 399, 423. I I : 210. Fichte, I: 24, 37, 38, 70, 113, 119, 121, 123, 135, 152, 171, 212, 217, 179, 232, 279, 102140, 226. 405 Grénet, I I : 349. Groddeck, I I : 135. Groethuysen, I: 60, 155. Grünbaum, I: 231, 239. I I : 206. Guardini, I: 403. I I : 221. Guitton, I I : 209, 210, 212, 215, 217, 299, 350, 364, 374. Gurney, I: 410. Guyau, I: 76, 79. Haberlin, I I : 125. Haeckel, I I : 175. Hall, I I : 145, 360. Hardíe, I: 89, 94. Haring, I: 422. I I : 381, 384. Hartley, I: 79. Hartmann, von, I: 139, 253. I I : 15, 199, 374. Harvey, I: 41. I I : 340. Hayen, I I : 393. Head, I: 55. I I : 51. Hécaen, I I : 51. Hegel, I: 24, 38, 67, 80, 121139, 141, 142, 143, 145, 161, 205, 228, 253, 297, 304, 333, 349, 350, 352, 360, 395, 398, 426. I I : 15, 16, 40, 136, 191, 211, 217, 240, 278, 340, 365, 374, 376, 377, 388. Heiberg, I I : 35, 168. Heidegger, I: 136, 220, 272, 278, 299-316, 317, 319, 327, 333, 347, 349, 371, 373, 379, 380, 381, 399, 400, 425, I I : 39, 41, 42, 45, 67, 72, 80, 98, 104, 110, 122, 146, 165, 188, 211, 223, 241, 264, 273, 277, 285, 289, 291, 294, 295, 303, 325, 331, 332, 333, 338, 339, 342, 343, 345, 348, 363, 368, 370. Heider, I I : 184. Heimsoeth, I: 113. Helmholtz, I: 153. Helvetius, I I : 33. Hengstenberg, I: 403. Henri, I I : 189. Hesiodo, I I : 194. Hilario, san, I I : 121. Hildebrand, von, I: 403. I I : 118, 217, 281, 320, 379, 380. Hillel, I I : 22, 23. Hirzel, I I : 268. Hobbes, I: 65, 66, 68, 77, 88, 240, 423. I I : 239, 240. Hofmannsthal, I I : 119, 340, 346, 351, 367. Holbach, I I : 33. Holderlin, I I : 368. Holmes, I I : 304. Homero, I I : 194, 289. Horney, I I : 203. Hosaisson, I: 95. Hudson, I I : 101. Huizinga, I: 396. Humboldt, W. von, I : 142, 279, 305. Hume, I: 14, 68, 69, 70, 106, 212. Husserl, I: 38, 165, 187, 189207, 211, 217, 285, 289, 290, 349, 379, 380, 381, 387, 399. I I : 15, 16, 30, 39, 41, 43, 44, 59, 61, 76, 88, 91, 93, 109, 118, 172, 173, 190, 285. Hutcheson, I: 67, 70, 106, 121. Huth, I: 70. Huxley, I: 91. Hyppolite, I: 134. Imaz, I: 167. lonesco, I: 431. Isaye, I I : 303. James, W., I: 90. I I : 101, 221, 321. Janet, I I : 344. Jankélévitch, I: 407, 408. Jasper, I I : 49. jaspers, I: 167, 187, 220, 317, 318, 319, 332-345, 396. I I : 45, 54, 100, 152, 214, 223, 406 285, 295, 306, 312, 342, 345, 375, 387. Jolivet, I I : 111, 374. Joyce, I I : 253. Juan Crisóstomo, san, I I : luán de la Cruz, san, I I : 155, 185, 220, 247, 318, 345, 350. Juan Damasceno, san, I I : Juliusburger, I I : 5 1 . Jünger, I: 103. I I : 255. Justin, I I : 195. 344, La Bruyère, I I : 253. La Mettrie, I I : 33. La Puente, I I : 384. Laberthonnière, I: 271. I I : 233. Lacroix, I: 404. I I : 286, 303, 379, 381. Lacroze, I I : 284. Laird, I: 94, 409, 415. Landsberg, I: 149. Langeveld, I I : 110, 205. Lazatus, I: 426. Le Guillou, I: 406. Lechartier, I: 69. Ledoux, I: 406. I I : 32. Leenhardt, I I : 24. Leeuwen, van der, I I : 221. Lefebvre, I: 149. Leibniz, I: 37, 106, I I : 213. León Hebreo, I I : 373. Leopardi, I I : 223. Lewis, G., I I : 381. Lewis, T. S., I I : 281, 395. Lhermitte, I I : 51. Limen taño, I: 70. Lindner, I: 398, 399, 426. Lipps, I: 38, 56, 88, 113, 121, 122, 151, 152, 167-175, 183, 413. I I : 74, 140, 167, 298, 375. Litt, I: 397-399, 426. I I : 107, 264. Locke, I: 66. I I : 66, 170. López Ibor, I I : 51. Lossky, I: 409, 411. Lotze, I: 117, 226. Lowith, I: 141, 143, 399, 400. I I : 39, 81, 102, 104, 105, 108, 284, 329, 345, 348, 362, 363. Lubac, de, I: 420. I I : 390. Lucas, san, I I : 22. Luis de Granada, I I : 47, 390. Luis de León, I I : 375. Lukacs, I: 374. Lutero, I: 131. Lyons, I: 67. 324. 64, 344, 382. Kafka, I: 423. Kafka, Fr„ I: 355. I I : 302, 361. Kaila, I: 57. I I : 195. Kainz, I I : 185, 188. Kandinsky, I I : 180. Kant, I: 24, 37, 38, 60, 69, 97-102, 104, 106, 128, 139, 180, 187, 203, 212, 215, 216, 294, 308, 324. I I : 15, 30, 37, 59, 69, 141, 237, 285, 321, 348. Katz, I I : 48, 174, 190. Kehrer, I I : 183. Kekulé, I I : 305. Keynes, I: 95. Kierkegaard, I : 135, 136, 141, 274, 416. I I : 99, 221, 228, 343, 345. Kipling, I : 109. I I : 138, 139, 142, 177. Kittel, I I : 21, 24. Klages, I I : 201. Kleist, I I : 52, 84. Kling, I I : 195. Koffka, I: 57, 229, 232. Kohler, O., I I : 195. Kohler, W , I: 56. I I : 63, 174. Kohnstamm, I I : 62, 81. Kraepelin, I I : 183. Kretschmer, I I : 60, 360. Kuenne, I I : 184. Külpe, I: 58, 175, 206, 244. Kwant, I: 392. I I : 125, 385, 393. 407 Mac Donald, II: 51. Mac Iver, I: 395, 427. II: 217. Mac Lean, II: 52. Machado, A„ I: 29, 59, 111, 184, 353, 354, 417. II: 59, 66, 95, 153, 214, 237, 291. Madinier, I: 404. Maeterlinck, I: 211. Magoun, II: 49. Maier, I: 174. Maíllo, II: 257. Maine de Biran, I: 151, 153, 177. II: 58, 236. Malebranche, I: 46, 330. II: 173, 307, 381. Malevez, II: 228. Malraux, I: 433. Mandeville, I: 72. Maragall, II: 214, 368. Marañon, II: 210. Marcel, I: 220, 317-333, 334, 337, 399, 404. II: 44, 69, 71, 109, 110, 219, 232, 241, 295, 303, 338, 339, 346, 371, 383. Marco Merencíano, II: 146. Maritain, I: 140, 141, 149, 396. Marmontel, I: 77. Martin, J. J., I: 68. Martin, von, I: 34. Martín Santos, I: 167. Marías, I: 25, 152, 182, 184, 186, 281, 353, 396. II: 38, 54, 156, 210, 218. Marx, I: 38, 80, 143-149, 395. Mateo, san, II: 323. Mead, II: 128, 129, 131. Mediáis, I: 103, 108. Medina Echevarría, I: 427. Mendousse, II: 145. Menéndez Pelayo, I: 139. II, 373. Menninger, II: 359. Mercier, II: 31. Merklin, II: 183. Merleau-Ponty, I: 15, 220, 319, 379-392, 397, 404. II: 45, 76, 77, 81, 96, 114, 115, 179, 180, 194, 210. Merton, II: 292. Merz, I: 413. Mesland, I: 43. Mesnard, I: 141. Messer, I: 244. Meusel, I: 60. Mikulski, II: 183. Mili, James, I: 79. Mill, J. St., I: 54, 70, 76-83, 84, 85, 86, 88, 90. II: 74. Minkowski, II: 108. Montaigne, I: 407. II: 284, 287. Moore, I: 409. Moreau, II: 303. Morente, I: 167. Morike, II: 347, 351. Moras, I: 45. Mounier, II: 241, 379. Mounin, I: 406. Mouroux, II: 221, 225. Müller, A., II: 232. Müller, Joh., I: 153. Muniessa, I: 421. Münsterberg, I: 38, 113-119, 226, 242. II: 127, 274. Muñoz Alonso, I: 418. Murphy, II: 51. Myers, I: 410. Nédoncelle, I: 59, 404. II: 261, 263, 379, 380, 382. Newtnan, II: 316, 321. Newton, I: 82. Nicol, I: 418. II: 62. Nietzsche, I: 141, 143, 211, 240, 288, 314. II: 244, 345, 346, 355, 360. Nodet, I: 406. Nothomb, I: 406, 421. Novalis, II: 16, 17. Nygren, II: 350. Ockam, I: 32. Oehme, II: 62. 408 Oléron, I I : 184, 188. Ors, I: 393. I I : 68. Ortega, I: 21, 24, 33, 37, 46, 55, 56, 57, 60, 102, 126, 167, 185, 186, 201, 202, 203, 206, 212, 216, 217, 220, 221, 239, 258, 281-298, 299, 318, 353, 356, 360, 381, 385, 394, 396, 399, 415, 417. I I : 15, 30, 38, 39, 41, 43, 45, 57, 58, 60, 61, 62, 65, 67, 74, 77, 79, 81, 87, 92, 97, 99, 102, 105, 117, 124, 131, 135, 141, 149, 158, 161, 167, 174, 178, 179, 187, 207, 210, 212, 214, 219, 223, 236, 240, 247, 274, 285, 298, 300, 303, 321, 331, 340, 363, 376, 388. Ortega, A. A., I: 420. Otto, I I : 220. Ovidio, I I : 47. Pío X I I , I: 420. I I : 378. Pirandello, I I : 156. Planck, I: 211. Planccon, I I : 195, 198, 201. Platón, I: 22, 24, 26, 27, 28, 43, 191, 249, 279, 409. I I : 68, 106, 141, 149, 158, 253, 341. Pié, I: 406. Plenge, I: 228. I I : 78. Plessner, I I : 62, 83, 86, 89, 115, 161, 183, 187, 195, 204, 255. Plotino, I I : 121, 342, 369, 370, 383. Podmore, I: 410. Popitz, I: 145. Portmann, I I : 174, 194. Poseídonio, I: 28. I I : 33. Pradines, I I : 190. Príce, I: 92, 94, 95, 410. Priestlev, I: 72. Proudhon, I: 396. Proust, I I : 177. Pablo, san, I: 27, 28, 136, 148, 420. I I : 22, 61, 106, 121, 175, 187, 220, 314, 334, 357, 360, 389. Page, I: 395, 427. I I : 217. Panikker, I I : 382. Papini, I I : 233. Parménides, I: 123. Parrot, I: 407. Pascal, I: 402. I I : 16. Pasteur, I I : 149. Paul, I I : 120, 206. Peccorini, I: 318. Pedro Lombardo, I: 32. Peel, I I : 372. Péguy, I I : 105, 134. Peters, I I : 48. Philippe, I I : 351, 392. Piaget, I: 387. I I : 60, 145, 202, 260. Pick, I I : 51. Piderit, I I : 62. Piedra, I I : 67. Pinard, I I : 221. Píndaro, I: 112, 184. I I : 47. Quevedo, I: 309, 311. I I : 98, 156, 167, 229, 311, 327, 347, 390, 400. Ramlot, I: 406. I I : 21, 22. 24, 324. Recasens Siches, I: 427. Redondo, I I : 257. Remarque, I: 395. Révész, I I : 48, 190. Ricoeur, I: 317, 331, 333, 406. Riehl, I: 55, 59, 88, 153, 175. Riesman. I I : 241. Riez, I: 52. Rilke, I I : 110, 327, 328, 329, 330, 341, 346. Rivers, I I : 373. Rochedieu, I: 407. I I : 103. Rof Carballo, I: 186, 425. I I : 47, 49, 53, 65, 101, 103, 129, 142, 161, 193, 199, 203, 394. 409 Rollins, I: 95. Romanes, I: 88, 91, 121. Rosales, I: 184, 430. I I : 69, 120, 145, 146, 147, 149, 150, 154, 155, 156, 169, 214, 226, 238, 264, 318. Rosenthal, I I : 180. Rousseau, I I : 240. Royce, I: 411, 413, 415. Royo Marín, I: 422. Ruíz-Giménez, I: 427. Russier, I I : 105. Rüstow, I: 396. Schiller, I: 50. I I : 49, 370, 389. Scheiermacher, I I : 221. Schmale, I I : 176. Schopenhauer, I: 140, 206, 253. I I : 15. Schubert-Soldern, I: 206. Schuhl, I I : 178. Schütz, I: 293. I I : 109. Seiffert, I: 159, 164. Senne, Le, I I : 305. Shaftesburv, I: 66, 68, 70, 76, 88, 121, 423. Shakespeare, I I : 132, 330, 350, 371. Shaw, I: 211. Shearer, I: 69. Shelley, I: 173. I I : 305, 383. Shinn, I: 57. Simmel, I: 398. I I : 107, 171, 360. Simón, I: 407. I I : 244. Singh, I I : 47. Small, I: 70. Smith, Adam, I: 69-71, 76. Solana, I: 309. Soloviev, I I : 370. Sombart, I: 59. Soto, Domingo de, I: 32. Spencer, H „ I: 86, 212, 254. I I : 240. Spencer, W. W., I: 89, 91, 113, 410, 415. Spengler, I: 396. Spicq, I I : 21, 23, 24, 25, 324. Spinoza, I I : 15, 376. Spitz, I I : 103, 131, 193, 195, 201. Spranger, I I : 145, 146, 147, 148, 295, 360. Stauffer, I I : 23. Steinach, I I : 210. Steinthal, I: 426. Stekel, I I : 203. Stendhal, I I : 210. Stenzel, I I : 260 Sabunde, I I : 373. Salinas, I I : 119. San Víctor, Hugo de, I: 32. Sanchis Banús, I I : 188. Sartre, I: 135, 137, 147, 202, 220, 278, 287, 292, 300, 310, 314, 317, 319, 347-377, 379, 380, 381, 394, 397, 404, 432. I I : 40, 45, 82, 89, 92, 96, 100, 112, 116, 127, 134, 136, 147, 178, 187, 188, 214, 223, 233, 238, 240, 241, 245, 248. 259, 265, 273, 279, 287, 302, 306, 311, 339, 340, 347, 348, 363, 377, 385, 387, 388. Sauras, I: 420. Scheler, I: 14, 15, 22, 34, 55, 58, 60, 61, 71, 92, 165, 187, 211-215, 220, 221-255, 257, 258, 267, 283, 299, 303, 318, 394, 397, 399, 403, 409, 412, 415. I I : 15, 16, 40, 45, 58, 60, 61, 62, 67, 78, 82, 83, 84, 86, 87, 91, 92, 94, 129, 141, 143, 171, 174, 176, 203, 206, 209, 234, 236, 240, 245, 247, 254, 269, 274, 276, 285, 295, 298, 350, 357, 359, 375. Schelling, I I : 15, 236, 376. Schilder, I: 55. I I : 51, 60, 83, 179. 410 Stern, E., I I : 206. Stern, W., I: 57. I I : 60, 202. Stirner, I: 140, 394. I I : 245. Stirnimann, I I : 199. Storring, I I : 295. Stout, I: 91, 415. Strauss, I I : 47, 62. Strindberg, I: 332. Strong, I: 62. Suárez, I: 32. Summer, I I : 134. 211, 235, 281, 298, 304, 370, 378, 400. Urban, I: 413. Vacant, I I : 221. Vaihinger, I: 211. Valentine, I I : 195. Valverde, I I : 20. Vallin, I: 25. Vasari, I: 32. Vesalio, I: 42. Vierkandt, I: 33, 60, 426. I I : 107, 240. Virgilio, I I : 196, 205, 297. Volkelt, I: 55, 168, 217, 218, 220, 227. I I : 375. Vries, de, I: 211. Tagore, I I : 248. Tannery, I: 37, 39. Tansley, I: 91. Tarde, I: 426. Taylor, I: 409, 415. Teichmüller, I I : 209. Teilhard de Chardin, I I : 175. Templin, I I : 184. Teofrasto, I I : 253. Teresa de Jesús, santa, I I : 220. Thomas, I: 405. Thomson, I: 91. Thorndike, I I : 174. Tillich, I I : 379. Tisserant, I: 152. Toledo, I: 32. Tomás, santo, I: 30, 32, 126, 421, 427. I I : 31, 136, 211, 279, 283, 285, 324, 334, 342, 351, 380, 390, 391, 392. Tonnies, I: 214, 397, 426. I I : 242. Trendelenburg, I I : 268. Tresmontant, I: 271. Ubeda Purkiss, I: 32. Uexküll, von, I: 61, 211. Unamuno, I: 38, 113, 121, 151, 152, 172, 175-187, 228, 285, 313, 319, 356, 416, 417, 428. I I : 94, 118, 156, 158, 167, 169, Waehlens, I: 305. Wahl, I: 141. Waller, I I : 217. Warnach, I I : 21, 382. Washburn, I: 57. I I : 198. Webb, I: 412. Weber, E. H., I I : 194. Weber, M., I: 59. Weil, I I : 103, 296. Weinberg, I: 89, 95. Weinel, I I : 21. Weininger, I I : 210. Weinstein, I I : 51. Weizsácker, von, I: 315, 424. I I : 50, 85, 114, 333. Werner, I: 229, 231. I I : 180. Whitman, I I : 101. Whvthe, I I : 241. Wiese, von, I: 426. Wilde, I I : 166. Wilson, I: 413. Wolf, I: 427. I I : 201. Wundt, I: 54, 380. I I : 253. Wust. I I : 76. 135, 211, 370, 113, 182, Xirau, I: 52. 411 Yakovlev, II: 52. Zubiri, I: 30, 33, 52, 112, 122, 139, 154, 270, 273. II: 32, 33, 39, 41, 45, 49, 58, 97, 98, 155, 158, 174, 179, 192, 202, 212, 215, 222, 223, 224, 225, 227, 228, 233, 263, 268, 271, 272, 274, 277, 280, 285, 320, 338, 356, 372, 378, 379, 381, 384, 385, 388. Zaragüeta, I: 418. Zenón, I: 28. Ziegler, I: 395. Zingg, II: 47. Zola, II: 253. Zorrilla, II: 305. 412 Colección «Selecta» Títulos publicado*): 99 i. Psicología de la edad juvenil Eduardo Spranger (volumen doble) P a r a Spranger, la adolescencia es una forma general de vida, un «tipo», una estructura psíquica por cuyo interior nos pasea mostrándonos t o d a s sus estancias y hasta sus rincones y recovecos. 2. Lo santo (Lo racional y lo irracional en la idea de Dios) Rudolph O t t o E l libro más famoso escrito en nuestros tiempos sobre la idea de lo sagrado. 3. Paisajes del alma Miguel de Unamuno Son estos Paláajea del alma elementos imprescindibles p a r a la biografía y el r e t r a t o espirituales de U n a m u n o . 4. Poema de Mío Cid versión de Pedro Salinas L a bella pero a r c a i c a materia original del primer monumento literario escrito en nuestra lengua, vertida a un jugoso castellano romanceado. "•5. E l otoño de la Edad Media Johan Huizinga (volumen doble) Huizinga sabe dar como nadie el tono de la vida al irse extinguiendo la Edad Media. 6. Lujo y capitalismo W e r n e r Sombart El nacimiento y desarrollo del capitalismo y su manifestación exterior principal, el lujo, tratados de forma magistral. 7. Origen y meta de la historia K a r l Jaspers La Historia y el hombre inmerso en la historia, son los temas capitales de esta obra. 8. Conceptos fundamentales en la historia de la música Adolfo Salazar Una historia social de la música. 9. Figuras del mundo antiguo Eduardo Schwartz La vida misma de los hombres de Grecia y Roma. 10. Los trabajos del infatigable creador Pío Cid Ángel Ganivet Dijo Ortega: «una de las mejores novelas que en nuestro idioma existen...» 11. L a mujer naturaleza-apariencia-existencia F. J. J. Buytendijk El problema de la feminidad en su esencialidad y su presencia en el mundo. 12. Meditaciones del Quijote José Ortega y Gasset (comentario de Julián Marías) T o d a u n a sistemática filosofía de una hondura y valor como jamás La conocido nuestra cultura. i3. Introducción a las ciencias del espíritu Wilhelm Dilthey U n a filosofía que busca un conocimiento del mundo histórico y espiritual, paralelamente a las que explican el cosmos físico. 14. Ensayos de teoría Julián M a r í a s Ensayos sobre asuntos muy diversos, pero todos sugeridores en alto grado y plenos de brillantes ideas e intuitivas imágenes. i5. Vida de Sócrates Antonio Tovar Sócrates, integrado en una realidad histórica, arraigado en su realidad política. 16. Formas de vida (psicología y ética de la personalidad) Eduardo Spranger E l hombre entero inmerso en la vida, en el mundo y la sociedad. 17. La metafísica moderna Heinz Heimsoeth P a r a el ilustre profesor, la metafísica no solo perdura en la E d a d M o d e r n a , sino que sigue siendo la raíz de las novedades y descubrimientos más importantes en la vida de la cultura. **i8. Teoría del lenguaje Karl Bühler (volumen doble) «El libro más rico, original y preciso que se ha escrito sobre el tema...» 0,8 19. Introducción a la Julián M a r í a s filosofía (volumen doble) U n a idea distinta de la filosofía y, más aún, del sentido mismo que tiene hablar de una introducción a ella. 20. Ejercicios intelectuales Paulino Garagorri Amplitud temática, actualidad de los problemas estudiados, universalidad de su tratamiento y claridad de expresión: cuatro requisitos intelectuales que cumplen estos ensayos. 21. Teoría del saber histórico José Antonio Maravall Q u é es el saber histórico en vista de la nueva idea del saber científico, que en otros campos diferentes de la H i s t o r i a se ha ido formando, y qué papel juega en nuestra vida. < "*22. El método histórico de las generaciones Julián M a r í a s (volumen doble) U n a exposición sistemática de la teoría de las generaciones, radicándola en sus supuestos filosóficos y sociológicos como pieza indispensable de la teoría de la sociedad v de la historia. 00 23. Investigaciones lógicas (tomo I) Edmundo Husserl (volumen doble) < , " 2/(. Investigaciones lógicas (tomo II) Edmundo Husserl (volumen doble) El libro clásico de la «fenomenología». 25. Cinco aventuras españolas Helio Carpintero Cinco aventuras de la mente española —• A y a l a , Laín, Aranguren, F e r r a t e r , Marías—', que patentizan de continuo una radical inquietud por España. 26. Biografía de la filosofía Julián Marías U n nuevo método de indagación, que se podría c a r a c t e r i z a r como la historia funcional de la filosofía. 00 27. Etica José Luis L. Aranguren (volumen doble) D i c e el a u t o r : «La t a r e a moral consiste en llegar a ser lo que se puede ser con lo que se es.» U n libro en que se exponen con singular claridad y se discuten con aguda sutileza todas las concepciones éticas. 28. La trayectoria poética de Garcilaso Rafael Lapesa U n análisis minucioso que tiene en cuenta los motivos poéticos, la tradición literaria y los r a s gos personales, y que además ilustra sobre las conquistas que jalonaron la t r a y e c t o r i a •—limpiamente rectilínea'—• del gran poeta. g. La culpa Carlos Castilla del Pino (volumen doble) El problema de la culpa y las formas de su liquidación y del arrepentimiento tratados bajo una perspectiva de carácter totalizador, englobando el plano ético y el plano psicológico. o. Del mito y de la razón en la historia del pensamiento político Manuel García-Pelayo (volumen doble) Diversos estudios unificados en una visión integradora del proceso histórico y que se completan con un seleccionado material iconográfico. i. Teoría y realidad del otro (tomo I) Pedro Laín Entralgo (volumen doble) 2. Teoría y realidad del otro (tomo I I ) Pedro Laín Entralgo (volumen doble) (Viene de la solapa anterior) E n sus dos primeras p a r t e s («El otro como otro yo» y «Nosotros, tú y yo»), el autor estudia el sucesivo planteamiento del problema del otro en la historia del pensamiento moderno y la radical novedad con que los filósofos de nuestro siglo (desde Scheler, M a r t í n Ruber y O r t e g a ) h a n sabido abordarlo. E n su tercera p a r t e ( « O t r e d a d y projimidad»), Teoría y realidad del otro es un detallado análisis psicológico, fenomenológico y metafísico del encuentro entre hombre y hombre y de sus distintas formas empíricas. T a l vez no sea inadecuado afirmar que este libro puede constituir, p a r a el lector avisado, el fundamento antropológico de una de las disciplinas científicas más en boga desde hace varios decenios: la Sociología.