Follet, Ken - La caída de los gigantes

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meditara sobre la cuestión, para que lo hablara más con él. Quizá debería haber pensado
en altern ativas. Sin embargo, en el fondo de su corazón sabía que no las había. Supuso
que Caroline ya le había dado vueltas a todo aquello. Debía de haber permanecido en
vela muchas noches, con su marido roncando a su lado, meditando sobre la situación.
Había tomado una decisión antes de ir a verlo.
Él, por su parte, debía regresar a su puesto de trabajo. Estados Unidos estaba en
guerra. Pero ¿cómo podía quitarse todo aquello de la cabeza? El día que no podía verla,
no hacía más que pensar en su próxima cita. Ahora no dejaba de pensar en cómo sería
su vida sin ella. Y le parecía una perspectiva muy extraña. ¿Qué iba a hacer?
Un funcionario entró en el lavabo. Gus se secó las manos con una toalla y regresó a
su lugar de trabajo, en el estudio que había junto al Despacho Oval.
Al cabo de unos instantes, un mensajero le entregó un telegrama del cónsul es
tadounidense en Veracruz. Gus lo leyó y dijo:
- ¡Oh, no!
El telegrama decía: CUATRO DE NUESTROS HOMBRES HAN MUERTO.
VEINTE HERIDOS. DISPAROS ALREDEDOR DEL CONSULADO.
Cuatro hombres muertos, pensó Gus, horrorizado; cuatro buenos estadounidenses con
madres y padres, y esposas o novias. La noticia atenuó la tristeza que sentía. «Al menos
-reflexionó-, Caroline y yo estamos vivos.» Llamó a la puerta del Despacho Oval y le
entregó el telegrama a Wilson. El presidente lo leyó y palideció.
Gus lo miró fijamente. ¿Cómo debía de sentirse al saber que aquellos hombres habían
muerto a causa de la decisión que había tomado en mitad de la noche?
Aquello no tendría que haber sucedido. ¿Acaso los mexicanos no querían que los lib
erasen de un gobierno tirano? Deberían haber recibido a los estadounidenses como lib
eradores. ¿Qué había salido mal?
Bryan y Daniels aparecieron al cabo de unos minutos, seguidos por el secretario de la
Gu erra, Lindley Garrison, un hombre que acostumbraba a ser más beligerante que
Wilson, y Robert Lansing, el asesor del Departamento de Estado.
El presidente estaba más tenso que la cuerda de un violín. Pálido, inquieto y nervioso,
no paraba de dar vueltas. Gus pensó que era una pena que Wilson no fumara, ya que
quizá el tabaco lo habría ayudado a calmarse.
«Todos sabíamos que podía estallar la violencia -pensó Gus-, pero, en cierto modo, la
realidad es más espantosa de lo que imaginábamos.» Iban llegando más detalles de
forma paulatina, y Gus le entregó los mensajes a Wilson. Todas las noticias eran malas.
Las tropas mexicanas habían opuesto resistencia y dispararon contra los marines desde
su fortín. La población, además, apoyaba a su ejército, que dis paraba al azar contra los
estadounidenses desde las ventanas superiores de sus casas. Como represalia, el USS
Prairie atracó cerca de la costa, apuntó con sus cañones de 75 milímetros contra la
ciudad y la bombardeó.
El número total de bajas era: seis estadounidenses muertos, ocho, doce y más heridos.
Sin embargo, era un enfrentamiento del todo desigual ya que habían muerto más de cien
mexicanos.
El presidente parecía confuso.
- No queremos luchar contra los mexicanos -dijo-. Queremos ayudarlos, si podemos.
Queremos servir a la humanidad.
Por segunda vez ese mismo día, Gus se sintió totalmente desconcertado. El presidente
y sus consejeros siempre se habían guiado por sus buenas intenciones. ¿Cómo era
posible que todo hubiera salido tan mal? ¿Tan difícil era hacer el bien en asuntos
internacionales?
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