Follet, Ken - La caída de los gigantes

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Después de la cena, Gus se dirigió al coche cama de Rosa. Era la única mujer
periodista de la comitiva, de modo que disponía de un compartimiento para ella sola.
Era casi tan partidaria de la sociedad como Gus, pero dijo:
- Es difícil encontrar algo positivo que decir de lo de hoy.
Se tumbaron un rato en su litera, besándose y acariciándose, luego se dieron las
buenas noches y se despidieron. La fecha prevista para su boda era en octubre, después
del viaje del presidente. A Gus le habría gustado que fuese antes aún, pero los padres de
ambos querían tiempo para encargarse de los preparativos, y la madre de él había
mascullado algo acerca de unas prisas indecentes, de modo que el joven había acabado
cediendo.
Wilson trabajaba incansablemente tratando de mejorar su discurso, aporreando las
teclas de su vieja máquina de escribir Underwood mientras las interminables praderas
del Medio Oeste desfilaban por la ventanilla del tren. Sus intervenciones mejoraron a lo
largo de las jor nadas siguientes, y Gus le aconsejó que intentase hacer que el tratado
resultase relevante para cada ciudad. Wilson les dijo a los principales comerciantes de
San Luis que el tratado era necesario para la construcción del comercio internacional.
En Omaha proclamó que el mundo sin el tratado sería como una comunidad con
disputas sobre la propiedad sin resolver, con todos los granjeros apostados en las cercas
de sus fincas revólver en mano. En lugar de dar largas explicaciones, trataba de hacer
entender los puntos principales con frases cortas y claras.
Gus también recomendó que Wilson apelase a los sentimientos de la gente. Aquello
no era meramente un asunto político, dijo, sino que afectaba directamente a los
sentimientos que tenían sobre su país. En Columbus, Wilson habló de los muchachos de
caqui. En Sioux Falls, dijo que quería compensar el sacrificio de las madres que habían
perdido a sus hijos en el campo de batalla. Rara vez se rebajaba a emplear el lenguaje
insidioso para referirse a la oposición, pero en Kansas City, hogar del cáustico senador
Reed, comparó a sus oponentes con los bolcheviques. Y proclamó el atronador mensaje,
una y otra vez, de que si el proyecto de la So ciedad de las Naciones fracasaba, habría
otra guerra.
Gus se encargaba de las relaciones con los reporteros que iban a bordo del tren y con
la prensa local cada vez que el tren se detenía. Cuando Wilson hablaba sin un discurso
re dactado previamente, su taquígrafo elaboraba una transcripción inmediata que Gus se
encar gaba de distribuir. También persuadió a Wilson para que acudiese al vagón
cafetería de vez en cuando a charlar de manera informal con los periodistas.
Funcionó. El público respondía cada vez mejor. La cobertura de la prensa seguía
siendo poco entusiasta, pero el mensaje de Wilson se repetía de forma constante, aun en
los periódicos que se oponían abiertamente a él. Y los informes procedentes de
Washington sugerían que la oposición se estaba debilitando.
Sin embargo, para Gus era evidente el desgaste que la campaña le estaba causando al
presidente. Sus dolores de cabeza eran ya casi continuos, dormía mal, no podía digerir
com ida normal y el doctor Grayson le administraba líquidos. Sufrió una infección de
garganta que se convirtió en algo similar al asma, y empezó a tener problemas para
respirar. Intentó dormir incorporado.
Todo aquello se le ocultaba a la prensa, incluida Rosa. Wilson seguía dando
discursos, aunque su voz era débil. Miles de personas lo vitorearon en Salt Lake City,
pero parecía de macrado, y apretaba las manos con fuerza repetidas veces, en un
ademán extraño que a Gus le evocaba un hombre moribundo.
Entonces, la noche del 25 de septiembre, ocurrió lo que se temía. Gus oyó a Edith
llamar al doctor Grayson. Se puso un batín y acudió al coche cama del presidente.
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