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El gran cántico de la humildad
Regeneraciones/3 – Una virtud que no le gusta a la economía
pero es clave para el futuro
Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 09/08/2015
“Cuando veo arder
en el cielo las estrellas,
pensativo me digo:
¿Para qué tantos luceros?
¿Qué hace el aire infinito,
la profunda serenidad sin fin?
¿Qué significa esta
inmensa soledad?
¿Y yo qué soy?”
(Giacomo Leopardi, Canto nocturno de
un pastor errante de Asia)
La humildad es una de esas virtudes que a la economía y a las grandes empresas no les
gusta, a pesar de que tienen una necesidad vital de ella. Nuestra cultura, modelada cada
vez más en base a los valores de la empresa, no logra ver la belleza ni el valor de la
humildad, que así es "humillada". Las virtudes que practican y alimentan las grandes
empresas y organizaciones se nutren de la anti-humildad. Para hacer carrera y ser
valorados hay que hacer gala de los méritos, mostrar una actitud y una mentalidad
“ganadora”, ser más ambiciosos que los demás compañeros-competidores. Hay que
buscar y desear lo de arriba y salir de abajo, donde está la tierra, el humus, la humilitas.
Nuestro tiempo no es humilde. Las generaciones pasadas y las que ahora declinan,
conocían y reconocían muy bien la humildad. Aprendieron a descubrirla escondida en la
tierra, experimentando el límite como sólo puede hacerlo quien conoce la tierra con sus
manos. La tierra se descubría tocando los ladrillos, la madera, las duras herramientas de
trabajo, las pobres ropas, la escasa comida y las máquinas en fábricas y talleres.
Dialogando con ella se aprendían los oficios y el oficio de vivir. La cultura de las
generaciones que conocieron grandes guerras y holocaustos y consiguieron salvar la fe en
Dios y en el hombre, era una cultura humilde, porque esos hombres y mujeres amaban,
apreciaban y premiaban la humildad.
La humildad es una virtud de la vida adulta. No hay que humillar a los niños ni a los
jóvenes para hacerlos humildes. La humillación causada por otros no produce humildad,
sino mil patologías del carácter. La única humillación buena es la que nos llega de la vida
sin que nadie nos la proporcione intencionadamente. A los niños y a los jóvenes se les
prepara a la humildad poniéndoles en contacto con la belleza, el arte, la naturaleza, la
espiritualidad, la poesía, las fábulas y la gran literatura. En el encuentro con el infinito
nos descubrimos finitos pero habitados por un soplo de eternidad, y si la experiencia de
tocar el infinito va acompañada de las más altas expresiones humanas, la finitud no nos
aplasta, sino que nos eleva, y la limitación no nos mortifica sino que nos hace vivir.
Cuando elevamos los ojos y sentimos el cielo “infinito e inmortal”, en nosotros se forma
el terreno donde puede brotar la humildad.
La humildad se forma en la relación entre iguales, con los compañeros, con los hermanos
y hermanas. La reducción del número y biodiversidad de los compañeros de nuestros
niños, sustituidos por encuentros “funcionales” (piscina, música…) y sobre todo por
demasiadas relaciones “omnipotentes” con máquinas (televisión, teléfono móvil,
tablet…), inevitablemente modifica y reduce las ocasiones para tener buenas
experiencias del límite, y amenaza el desarrollo de la humildad. Para que nazca la
humildad, es esencial el encuentro con la muerte y con la enfermedad, desde los
primeros años de vida. Esconder de la vista de los niños a los abuelos y familiares
fallecidos, no llevar a los hijos a los funerales o a visitar a amigos y familiares enfermos,
aleja y complica el encuentro con la ley de la tierra y no favorece la maduración de la
humildad. Una educación sin límite y sin limitaciones no puede educar en la humildad.
Muchos ancianos son testigos y maestros de humildad, porque la vida les ha dado el
tiempo necesario para hacerse humildes. En las civilizaciones anteriores a la nuestra, su
presencia era esencial por el magisterio de humildad que ejercían. La distancia de la
primera tierra que les engendró y la proximidad de la segunda que les esperaba, les daba
una perspectiva distinta y co-esencial de la vida, que podían ofrecer a todos. Este es otro
motivo más por el que el mundo de las grandes empresas, construido en base a registros
psicológicos adolescentes y juveniles (de ahí el gran uso de metáforas deportivas, casi
todas inadecuadas), no conoce ni comprende la humildad.
En la humildad se ve en su máxima expresión una ley universal que se encuentra en el
corazón de muchas virtudes y otras cosas grandes de la vida: nos hacemos
verdaderamente humildes sin darnos cuenta. La humildad llega mientras buscamos otras
cosas: la justicia, la verdad, la honradez, la lealtad, el ágape. La humildad no puede
programarse, pero puede desearse, apreciarse, esperarse como regalo de la vida. Cuando
se la espera, antes o después llega y nos sorprende. Muchas veces llega en los momentos
de mayor debilidad, tras un fracaso, un abandono o un luto, cuando desde dentro de la
humillación florece la humildad. El amor por la humildad se encuentra en la base de la
vida buena, porque permite que no nos apropiemos de las virtudes ni de los dones
recibidos.
La humildad es una virtud "indecible" y radicalmente relacional. Sólo los demás pueden y
deben reconocer nuestra humildad y nosotros la suya, en un juego de reciprocidad que
constituye la gramática de la vida civil buena. Es invisible pero muy real. Podemos
reconocerla, aunque no seamos muy humildes, siempre que deseemos serlo. El deseo de
humildad ya es humildad. Sus frutos son inconfundibles. El primero es la "gratitud"
sincera por la vida, por los demás, por nuestros padres, que surge de la conciencia de que
nuestros talentos, nuestros méritos, nuestra belleza, son don, "charis", gracia. La
humildad es adquirir conciencia de la verdad sobre el mundo y sobre la vida. Surge
naturalmente, es un acto del alma, no exige un esfuerzo de la voluntad, es el
reconocimiento de lo que un día se manifiesta como evidente. Así se comprende que en
las cosas más hermosas y grandes, nuestra parte es muy pequeña, ínfima, porque lo que
somos y lo que poseemos sencillamente lo hemos recibido de la generosidad de la vida.
Todo es gracia. Pero para llegar a este acto natural y radical de gratitud es necesario un
ejercicio ético de amor a la verdad, que dura toda la existencia adulta, y termina con el
último acto de gratitud, al despedirnos, con agradecimiento y finalmente con humildad,
de este mundo. La humildad no es otra cosa que el acceso a una verdad más profunda.
Por eso es un don inmenso. El humilde siempre es agradecido. Las especiales y valiosas
veces que dice “gracias” nacen de la conciencia de la belleza y la bondad de los que
viven a su lado. Hay una belleza más profunda y verdadera de las personas y del mundo
que sólo al humilde le es desvelada. Y sólo el humilde sabe rezar.
Una segunda señal de su presencia es la capacidad de decir “lo siento” y “perdóname”.
Hay conflictos que no se superan porque cada uno está subjetivamente convencido de
que la razón está completamente de su parte y espera que sea el otro quien pida
disculpas. Pero, dado que la certeza de la razón es recíproca, nos quedamos bloqueados
en trampas relacionales que acaban tragando familias, amistades, comunidades,
empresas y a veces pueblos enteros. Para salir de estas trampas hace falta al menos
“una” persona humilde, capaz de pedir disculpas incluso aunque piense que no es
responsable del conflicto y tal vez en verdad no lo sea. Da el primer paso de la
reconciliación porque le interesa reconstruir la “relación” dañada, antes y después de ver
reconocidas las responsabilidades y las culpas de los distintos sujetos involucrados.
Porque sabe que sólo después de recomponer la relación será posible y necesario
reconstruir también la trama de las responsabilidades por los hechos acaecidos.
Decir “lo siento” y “perdóname” es especialmente difícil, y tiene mucho valor, en las
relaciones jerárquicas. Es difícil disculparse con humildad ante un responsable. Es mucho
más sencillo no decir nada, o decirlo por temor u oportunismo. Pero es aún más difícil
que un director se disculpe ante un empleado suyo. Ningún reglamento ni ningún código
ético se lo pide. Pero pocas palabras aportan tanta calidad ética y humana a todo el
grupo de trabajo como el “perdóname” de un directivo a un trabajador de su equipo.
Estas palabras crean espíritu de solidaridad e incluso de fraternidad en el equipo de
trabajo, que únicamente consigue darlo todo en los momentos de dificultad si sus
miembros sienten que comparten el mismo destino, que son iguales por encima de las
diferencias de salario y responsabilidad. Un “gracias” y un “lo siento” sinceros y humildes
dichos por un directivo generan más espíritu de grupo que cien cursos de “trabajo en
equipo” que, cuando faltan estas profundas palabras, acaban pareciéndose demasiado a
los juegos de nuestros hijos preadolescentes.
Pero la humildad, al igual que otras grandes palabras de la vida, cuanto más vulnerables,
más fuertes y resistentes nos hace. Dar las gracias y pedir disculpas en la verdad hace
directivos más frágiles en un mundo donde la invulnerabilidad es el primer valor. Es como
mostrar una herida, propia y ajena, para curarla. Pero estas heridas no tienen sentido ni
espacio en el registro típicamente masculino de las relaciones empresariales. Por eso no
se curan, se esconden, se infectan e intoxican todo el cuerpo.
El mundo empresarial occidental adolece de una grave carencia de nuevas clases
directivas, debido a la tremenda falta de una cultura de la humildad, que ha sido borrada
por unas prácticas e ideologías inspiradas en la anti-humildad, donde el humilde no es
más que un “perdedor”. La primera lección de los cursos de liderazgo debería tratar de la
humildad. Esta lección no se da porque faltan docentes y porque la humildad no puede
enseñarse en las escuelas de negocios. Pero sobre todo no se da porque si comenzáramos
a elogiar la humildad y sus hermanas (la mansedumbre, la misericordia, la generosidad…)
zozobraría toda la cultura del liderazgo con sus técnicas. La humildad educa en el
seguimiento. Un responsable que no haya sido formado en el seguimiento (de los demás,
del otro, de los pobres, de la parte mejor o más verdadera de sí mismo) nunca será un
buen guía, un líder.
El valor de toda una vida se mide por la humildad que haya sido capaz de generar. La
humildad es fundamental para vivir y resistir durante las grandes pruebas. Para no
hacernos demasiado daño y levantarnos cuando caemos en la vida y tocamos la tierra
(humus), hemos de aprender a conocer la tierra y hacernos sus amigos. Sin humildad no
se alcanza ninguna excelencia humana, no se aprende bien ningún oficio, no se llega de
verdad a la edad adulta. Es la última palabra de todo Cántico de las criaturas.
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