GRACIAS, SEÑOR, POR TU PALABRA QUE NOS SALVA

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Las enseñanzas del Antiguo Testamento, tengámoslo en cuenta, recomendaban la humildad (Eclo 3,18).
La carta a los Hebreos, por su parte, nos explica que la sencillez en nuestra relación con Dios, tan lejos
de los sobrecogedores episodios del Sinaí, es una forma más de la humildad de Cristo (Hb 12,23), que
hace de la humildad y de la mansedumbre parte fundamental de su doctrina (Lc 14,10).
Señor, viniste pequeño, y nos dijiste que en la pequeñez
residía la grandeza y el tesoro del amor.
Pasan los años y los siglos, Señor,
y los hombres nos empeñamos en ser grandes:
altos para alcanzar el cielo,
ricos para tenerlo todo,
fuertes para sentirnos invencibles,
amos para tener esclavos…
Nosotros preferimos la exaltación a la humildad,
los primeros puestos a los últimos,
el aplauso a la crítica,
el reconocimiento al silencio…
¡Cuánto cuesta, Señor, vivir sin meter demasiado ruido,
abrazar la cruz sin decir demasiadas palabras,
hablar de Ti aunque nos cueste un llanto…!
Señor, hazme humilde de verdad y en la verdad,
que sepa asumir la fragilidad de sentirme necesitado de ti
y que seas Tú quien gestione mi vida.
Ayúdame a vivir desde la fe en ti,
tú que eres manso y humilde de corazón,
humillado hasta la muerte en cruz.
Hazme un esforzado en el servicio a mis hermanos.
Y que comprenda que para tenerte por huésped en mi vida,
debo optar por la humildad y la sencillez.
Ayúdame, Señor, a descender de las cumbres,
a sentirme a gusto siendo humano, amigo, compañero…
a sentirme pleno y realizado siendo hermano, testigo,
siendo transparente y limpio como un cristal
que refleja lo mejor de la vida, de tu vida, mi Dios.
Gracias, Señor, un día más, por tu Palabra que nos salva.
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