Subido por Daniel NIETO FERREYRA

Anáfora - José Manuel Bernal Llorente

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Índice
Prólogo
I. Disposición de los dones sobre la mesa
1. Aderezar la mesa
2. Depositar el pan y el vino
3. «Sacrum commercium»
4. Los invitados a la mesa del Señor
II. Aproximación al mundo de las anáforas
1. Adentrándonos en la tradición hebrea
a. De la bendición de Jesús a la anáfora de la Iglesia
b. «Eulogia» y «eucharistía»
c. Anáfora, «anaferein»
d. La «Birkat Ha-Mazon» en la liturgia hebrea
2. Primeros testimonios y primeros intentos
a. El primer eco de la beraká de Jesús: la Didajé
b. Testimonio de un cristiano laico del siglo II: Justino
c. El primer prototipo: la anáfora de Hipólito
3. Proceso de creatividad y de expansión
a. Iglesias de Oriente
b. Iglesias de Occidente
c. Las nuevas anáforas
III. La anáfora por dentro
1. Los elementos integrantes de la anáfora
2. Invitación a la alabanza
3. Una alabanza exultante y vigorosa
a. Descubrir el rostro de Dios
b. El Dios de los filósofos
c. Evocación trinitaria
d. Sanctus
4. Proclamación profética de las mirabilia Dei
a. Dios creador
b. Creación y redención
c. En la plenitud de los tiempos
d. Los prefacios de la liturgia romana
e. La alabanza gozosa se transforma en proclamación profética
f. El profeta interpreta los signos de los tiempos
g. El orante recrea los textos
h. Impacto contemplativo y la alabanza
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5. La última cena: relato, drama y misterio
a. El último eslabón de la «historia salutis»
b. Progresiva sacralización del relato
c. Dramatización del relato
d. El relato se transforma en consagración
6. Anamnesis: memoria y profecía
a. Del mandato de Jesús a la anamnesis de la Iglesia
b. «Quando hoc facitis, meam commemorationem facitis»
c. Memoria, oblación y acción de gracias
d. El contenido de la anamnesis
e. La anamnesis es un anuncio profético y una praedicatio
f. Anamnesis y confesión de fe
7. Epíclesis: la acción santificadora del Espíritu
a. Del memorial y la alabanza a la súplica
b. El lugar de la epíclesis
c. Rasgos esenciales de la epíclesis
d. Epíclesis y consagración
8. Las intercesiones
a. La alabanza se transforma en plegaria
b. Los orígenes de la plegaria de intercesión y su lugar en la anáfora
c. La intercesión en las anáforas más primitivas
d. La intercesión en las anáforas orientales
e. La intercesión en las liturgias occidentales
f. Polos de interés en las intercesiones
g. Doxología final: un brindis
9. Puesta en escena
a. Los protagonistas
b. Participación de la asamblea
c. Circumadstantes
d. La divina liturgia
IV. Compartiendo el mismo pan y el mismo cáliz
1. Fracción del pan
2. Abrazo de paz
3. Un banquete en el que se come y se bebe
4. Los dones consagrados, símbolo de los bienes futuros
5. Comensales en la mesa del Reino
Selección bibliográfica
Créditos
4
A mi hermano Carlos,
sacerdote dominico,
que este año celebra
los cincuenta años de su
ordenación sacerdotal.
A Luis Maldonado,
sabio liturgista,
el primero que desbrozó el terreno,
sacerdote ejemplar y mejor amigo.
5
Prólogo
En tiempos de sequía,
hay que volver a las fuentes.
El tema de la anáfora o plegaria eucarística me preocupa desde hace años. Durante mi
etapa de profesor en la Universidad de Santo Tomás de Aquino, en Roma (Angelicum),
ya tuve la oportunidad de dictar un curso monográfico para doctorandos el año 1968
sobre este tema. Luego he seguido dedicando horas de estudio y de ilusión por un asunto
que considero de interés excepcional para la comprensión de la eucaristía. Por eso, a lo
largo de varios años, he ido publicando estudios parciales referentes al tema de la
anáfora. Cito los más importantes: «Profetismo y kerigma en la plegaria eucarística», en
Communio (Sevilla) II/3, 1968, 439-472, y, más recientemente, «Profetismo, doxología y
anamnesis en la anáfora de la Iglesia», en Escritos del Vedat (Valencia), 42, 2012, 111161. Es este un tema que afecta al centro neurálgico de la eucaristía; por otra parte, los
textos de anáfora pertenecen al patrimonio más valioso y venerable de las iglesias y
tradiciones litúrgicas de Oriente y Occidente. Sin embargo, en estos años, a raíz de la
introducción de las lenguas vivas y de la liturgia reformada, se está incrementando la
tentación de crear textos nuevos, de fabricación casera, de escasa calidad y de mermado
contenido. Habría que volver a un comportamiento más cuidadoso con estos textos tan
venerables y a un uso más inteligente y más respetuoso de los mismos. Esta es, además
de una asignatura pendiente, una de mis apuestas al escribir este libro.
Mi pretensión al escribir esta obra no es ofrecer un trabajo erudito, de investigación
rigurosa; es, más bien, una preocupación más modesta, de corte pastoral y de alta
divulgación: ofrecer a los responsables de las iglesias un instrumento serio que les
permita ahondar en una comprensión más profunda de la plegaria eucarística: su
contenido, su dinámica interna, su calidad y estilo, sus raíces, su identidad. Para un
acercamiento más concienzudo y de mayor calado científico al tema de la anáfora, por
otra parte, ya disponemos de instrumentos apropiados; durante las décadas que siguieron
al Concilio se prodigaron las publicaciones sobre el tema, y a ellas me referiré en una
breve selección bibliográfica (Maldonado, Bouyer, Max Thurian, Ligier y otros).
Para un intento de perfilar la identidad propia de la anáfora tendremos que adentrarnos
en el estudio de la tradición litúrgica hebrea que sirvió de base a la última cena de Jesús;
eso nos permitirá acercarnos al tipo de plegaria que pronunció Jesús al instituir la
eucaristía. Habrá que examinar después cómo acogió la comunidad cristiana la bendición
pronunciada por Jesús y cómo fue cuajando esa plegaria en formas concretas.
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Examinaremos los primeros modelos de anáfora que conocemos e intentaremos, al
mismo tiempo, seguir la pista a esa extraordinaria producción de textos eucarísticos que
todas las iglesias poseen y custodian, en Oriente y Occidente, como su tesoro más
preciado.
Para una aproximación a las fuentes, disponemos actualmente de instrumentos
importantes; quiero referirme primero a Anton Hänggi e Irmgard Pahl, Prex
eucharistica. Textus e variis liturgiis antiquioribus selecti, Editions Universitaires,
Friburgo 1958. Quiero hacer una mención especial, expresando además mi aprecio y
agradecimiento, por el importante servicio prestado a los investigadores de habla
hispana, a José Manuel Sánchez Caro y al recordado Vicente Martín Pindado. Ellos
publicaron, hace ya unos años, una preciosa colección de textos de anáfora, traducidos al
castellano y acompañados de unas anotaciones de estimable valor (La gran oración
eucarística. Textos de ayer y de hoy, La Muralla, Madrid 1969). Confieso que, para la
elaboración de este libro, he tenido que recurrir a esta obra casi de continuo, sirviéndome
de la traducción de las anáforas y de las valiosas anotaciones críticas y explicativas que
acompañan al texto. Este es mi plan al escribir esta obra. Con estas líneas intento definir
la pretensión y el talante de este libro. Mi deseo, al escribirlo, no es tanto ilustrar las
inteligencias, sino contribuir a la verdad e intensidad de las celebraciones.
José Manuel Bernal Llorente
Logroño, junio de 2015
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I. Disposición de los dones sobre la mesa
Los relatos de la última cena nos transmiten las palabras y los gestos de Jesús en esa
cena de despedida. Una cena que, según refieren los sinópticos, fue pascual. Pero no solo
conocemos, a través de los relatos, lo que dijo e hizo Jesús en esa cena; conocemos
también el comportamiento de la comunidad cristiana al celebrar la fracción del pan. Ese
es el resultado de las investigaciones del eminente teólogo Joachim Jeremias1. Esta
apreciación del exégeta alemán va a servirme de base para diseñar la estructura de este
libro.
Por eso voy a seguir el desarrollo que aparece en los relatos (Mt 26,26-29; Mc 14,2225; Lc 22,15-20; 1 Cor 11,23-26).
1º. «Tomó el pan», «tomó el cáliz». Son los gestos iniciales; uno referido al pan, y el
otro, referido a la copa de vino.
2º. «Pronunció la bendición». Es el segundo gesto; algunos relatos, en cambio, dicen
que Jesús «dio gracias». Es lo mismo. «Dar gracias», «bendecir», «alabar»,
«glorificar»: todos estos términos hacen referencia al mismo tipo de plegaria. Pero
esto lo comentaré más ampliamente en otro momento.
3º. «Lo partió [el pan]». Es un gesto paradigmático, cargado de simbolismo. Hasta el
punto de servir para designar el conjunto de la eucaristía, llamada en los primeros
tiempos «fracción del pan» (Hch 2,42; 20,7).
4º. «Se lo dio diciendo». De ese modo, tan simple, se describe la distribución del pan
y del vino.
Habría que anotar también que, según los relatos de Lucas y Pablo, que reflejan el
estrato más arcaico de la celebración eucarística, seguramente antes de unificar los ritos
del pan y de la copa, existiría en el marco mismo de la liturgia eucarística la celebración
de una cena de fraternidad.
Es esta una estructura piramidal en cuyo vértice hay que colocar la plegaria de acción
de gracias: se toman los dones del pan y del vino, se pronuncia sobre ellos la plegaria de
bendición o de acción de gracias y, después de haber partido el pan, se ofrecen estos
dones a los asistentes para que sean compartidos por toda la comunidad. Hace ya
algunos años, el liturgista alemán Theodor Schnitzler desarrolló esta idea en un precioso
librito2. En él, al analizar el canon de la misa, diseñó la estructura de esta plegaria
interpretándola en clave piramidal y colocando la consagración en la cúspide. Ahí
culmina no solo el canon o plegaria de acción de gracias, pues es toda la liturgia de la
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eucaristía la que encuentra su punto álgido, su momento culminante, al pronunciar el
sacerdote la plegaria de bendición, la acción de gracias, la anáfora.
Esta es la clave que explica el montaje de este libro. Mi intención principal, la
prioritaria, es analizar y esclarecer la riqueza de esa plegaria que los orientales han
llamado siempre «anáfora», los latinos «canon missae» y a la que en la actualidad
preferimos referirnos con la expresión «plegaria eucarística». Para acercarnos a esa
plegaria, intentaré, primero, ofrecer algunas consideraciones previas, indicando el
sentido que tienen la preparación de la mesa del altar y la presentación de los dones del
pan y del vino. Luego, al final, tendré que comentar gestos complementarios tan
importantes como la fracción del pan y el abrazo de paz; con ellos, la comunidad se
dispone a compartir fraternalmente el banquete del pan y del vino. De ese modo se
concluye gozosamente la celebración de la cena del Señor.
La anáfora constituye, pues, el momento culminante de la celebración. En eso no hay
duda. Esta apreciación da por supuesta la importancia destacada de esta plegaria, su
innegable valor: por su profundidad, por su belleza literaria, por su venerable
antigüedad, por su contenido doctrinal. Nos encontramos ante uno de los elementos más
preciados de nuestro patrimonio litúrgico. Todas las tradiciones litúrgicas de la Iglesia,
tanto de Oriente como de Occidente, cuentan en su tradición con valiosos modelos de
plegarias eucarísticas, de anáforas, que han llegado hasta nosotros y constituyen uno de
los tesoros más ricos de la Iglesia universal.
Este va a ser, pues, el objeto de consideración y comentario de este libro, la anáfora de
la Iglesia. Profundizar en el sentido, el espíritu y la dimensión de esta plegaria va a
permitirnos, en última instancia, ahondar más en una comprensión más aguda y cabal del
conjunto de la eucaristía. Los textos de anáfora son, sin duda, la más perfecta clave de
interpretación del sentido teológico y pastoral de la liturgia eucarística.
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1. Aderezar la mesa
Es el primer paso. Aunque estoy convencido de que, para algunos puristas, ni la
expresión «aderezar» ni la palabra «mesa» serán de su agrado. Sin embargo, hay que
empezar por ahí; hay que descubrir la dinámica elemental, la más simple, la que justifica
el desarrollo del banquete eucarístico. Hay que empezar preparando la mesa en la que
van a ser depositados los dones del pan y del vino sobre los que el sacerdote pronunciará
la acción de gracias. De ese modo, esos dones bendecidos se convertirán en dones
consagrados, «eucaristizados», como dicen los textos antiguos; se convertirán en dones
mesiánicos; en el cuerpo y en la sangre del Señor.
Las mesas actuales, nuestros altares, suelen ser de piedra. Es lo habitual. En cambio,
durante los cuatro primeros siglos, tanto en las basílicas como en las casas, los altares
solían ser de madera, auténticas mesas3. Eran portátiles, transportables; se quitaban y
ponían en función de las celebraciones. Posteriormente las comunidades cristianas
primitivas, sobre todo en Roma, comenzaron a celebrar la eucaristía en los cementerios,
sobre las tumbas de los mártires. De ello son testigos elocuentes las catacumbas
romanas, que todos conocemos. De ahí proviene la costumbre de celebrar la eucaristía
sobre las reliquias de los santos. Junto al cuerpo sacramental de Cristo, inmolado en la
cruz, celebramos también la inmolación pascual de los mártires; de este modo, sobre un
solo altar, celebramos una sola Pascua, la Pascua de Jesús y la Pascua de los mártires4.
Hay que aderezar la mesa. Hay que prepararla para que pueda celebrarse el banquete
eucarístico. Hay que revestirla con el mantel blanco de las fiestas; hay que adornarla con
las flores y con los candelabros. Hay que embellecer la mesa con luces y flores. Luego,
sobre la mesa dispuesta, hay que depositar el pan y la copa de vino. Son los dones
mesiánicos que, por la plegaria de bendición, se convertirán en el cuerpo entregado y en
la sangre derramada del Señor. Porque la mesa del banquete es, además, el ara del
sacrificio. Mesa y altar: las dos cosas. En esa mesa, la comunidad hará memoria de la
entrega sacrificial de Jesús en la cruz, como gesto supremo de obediencia y alabanza al
Padre, y de amor incondicional a los hombres.
El aderezo de la mesa y la presentación de los dones pueden revestirse de una
solemnidad mayor haciendo uso del incienso. Yo sé que en los tiempos que corremos el
uso del incienso en las iglesias no goza de mucha reputación. Huele a sacristía. Pero me
parece que es un prejuicio injusto. Los orientales están introduciendo entre nuestras
gentes el uso de pebeteros humeantes para quemar perfumes y hierbas aromáticas. Es lo
mismo; quizás el gusto por lo exótico puede abrirnos una puerta falsa para recuperar en
nuestras celebraciones el uso del incienso. Nunca he llegado a detestar la imagen del
sacerdote incensando los dones y rodeando el altar agitando el incensario humeante
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como si fuera un botafumeiro en miniatura. No voy a repetirlo, pero hay que recuperar la
carga simbólica de los gestos y de los comportamientos rituales.
Todo lo que acabo de sugerir en esta página me obliga a expresar un reproche a los
que, ya al comienzo de la misa, tienen preparados y dispuestos sobre el altar las
vinajeras, la patena con la hostia del sacerdote, el copón con las hostias pequeñas para
los fieles y el cáliz. Esta costumbre, además de no ajustarse a la normativa litúrgica,
rompe del todo la dinámica simbólica de los gestos que comporta la preparación de la
mesa y la presentación de los dones. Porque es ahí, en ese momento, donde comienza la
liturgia del banquete. En la primera parte de la misa se celebra la liturgia de la palabra.
Toda la acción se desenvuelve en torno al ambón, desde donde se proclama la palabra, y
en torno a la sede del sacerdote, desde donde modera las oraciones, predica la homilía y
preside la comunidad. Es la mensa verbi. La preparación de la mesa y la presentación de
los dones marcan el inicio del banquete eucarístico, la liturgia de la mensa sacramenti.
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2. Depositar el pan y el vino
Yo me resisto a reconocer este momento como un ofertorio. La reforma conciliar
modificó el perfil de este gesto. Los textos del llamado ofertorio planteaban serios
problemas teológicos, ya que, de una forma sorprendente, anticipaban a ese momento la
ofrenda sacrificial de Cristo en la misa. En realidad, desde una teología limpia y libre de
sospecha, el sacrificio de Cristo se representa, actualiza y hace presente en el momento
de la consagración. El llamado ofertorio hay que entenderlo, pues, como un gesto
funcional, como una preparación de los dones sobre el altar.
Pablo VI ya señalaba en la constitución apostólica Missale romanum la necesidad de
revisar y reformar el rito del ofertorio: porque estos textos son tardíos, porque fueron
incorporados al ritual en base a una teología sumamente sospechosa y, finalmente,
porque estaban pidiendo a gritos una reforma.
Llama la atención el exquisito cuidado que han tenido los redactores de los nuevos
textos al formular el contenido y el sentido del ofertorio. Esta expresión –ofertorio–,
como puede observarse, prácticamente ha sido eliminada a fin de no provocar
ambigüedades. Hay una serie de expresiones –muy claras, por supuesto– introducidas
por los redactores y que expresan muy correctamente el sentido auténtico de este
momento: «se llevan al altar los dones», «se prepara el altar o mesa del Señor», «en él
[en el altar] se colocan», «se traen las ofrendas», «es laudable que sean presentados [los
dones]», «El sacerdote coloca sobre el altar el pan y el vino», «la preparación de los
dones»5. Las expresiones son elocuentes y hablan por sí solas.
Tengo el convencimiento de que la reforma del rito del ofertorio es la que ha causado
más discrepancias y un malestar más agudo en importantes sectores de la Iglesia, tanto
en el ámbito de la pastoral como en el de la reflexión teológica. No son pocos los que
han visto lesionadas en esta reforma las grandes convicciones de la ortodoxia católica
sobre el carácter sacrificial de la misa. De hecho, en los nuevos textos del ofertorio han
desaparecido expresiones como immolatio, sacrificium, immaculatam hostiam,
offerimus, etc. En realidad, no han desaparecido; siguen presentes, pero donde deben
estar: en el marco de la plegaria de acción de gracias.
A pesar de todo, el peso de la inercia y de la tradición secular sigue muy presente en el
comportamiento de muchos sacerdotes. Se percibe en la forma de tomar los dones y
depositarlos en el altar, en los gestos de presentación, en la costumbre de abultar el
acercamiento de los dones, convirtiendo este acto en una procesión de ofrendas. A pesar
de todas las reformas, hay una persistente preocupación, casi obsesiva, por salvaguardar
el carácter ofertorial de este momento.
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También debo decir algo sobre la forma y la calidad del pan que se presenta para la
eucaristía. Estamos acostumbrados a las hostias, a las obleas convencionales, pero estas
no tienen forma de pan ni lo parecen. A este propósito, hay que recordar la normativa
litúrgica: «La naturaleza misma del signo [el pan] exige que la materia de la celebración
eucarística aparezca verdaderamente como alimento. Conviene, pues, que el pan
eucarístico [...] se haga de tal forma que el sacerdote [...] pueda realmente partirlo en
fragmentos diversos y distribuirlos»6. Estas palabras requieren varias consideraciones:
1. Que el pan eucarístico debe parecer alimento, algo que se come y no simplemente
se traga; es decir, debe ser pan.
2. Se debe poder partir en trozos; por tanto, debe ser más consistente que las hostias
convencionales usadas habitualmente.
3. Los fieles deberían recibir la comunión de los fragmentos del pan partido y no con
las hostias pequeñas conservadas en el sagrario.
4. Las hostias pequeñas deberían ir desapareciendo poco a poco.
Hay actualmente una preocupación desmedida, casi obsesiva, por dar mayor énfasis al
tema del banquete; es como si, después de haber asistido durante siglos a un menoscabo
casi total de la dimensión convivial de la eucaristía, ahora se quisiera ganar tiempo y
recuperar valores olvidados. Durante tiempo hemos añorado la posibilidad de celebrar la
misa como la cena del Señor. El Concilio nos ha abierto el camino para salvar esa
laguna. Pero aquí debo recordar que nos movemos en el mundo de los símbolos; que el
banquete al que nos referimos, el sacrum convivium, es un convite apenas diseñado,
donde se comparten manjares tan elementales como el pan y una copa de vino; el
banquete eucarístico no es una comida común y no nos acercamos a él para matar el
hambre o saciar el apetito. La dimensión convivial de la eucaristía la debemos cifrar no
en una abultada comida, sino en un banquete elemental, simple, en el que compartimos
algo para comer y algo para beber. El símbolo del convite no debe acaparar la atención
de los participantes; lo importante, lo prioritario, no es el banquete, sino aquello a lo que
apunta el banquete. Lo importante no es que esta sea una comida copiosa, con manjares
abundantes; lo importante es el encuentro con el Señor.
Tenemos, pues, la mesa aderezada y preparada para comenzar la liturgia del banquete
eucarístico. La mesa está ya adornada con los manteles, con las luces y las flores. El pan
y la copa de vino han sido presentados y están sobre el altar. Todo esto no es irrelevante.
Por eso, ahora tenemos que reflexionar sobre el sentido que tienen estos gestos.
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3. «Sacrum commercium»
Hay que relacionar los dones que presentamos con los que recibimos en la comunión,
después de haber sido pronunciada la acción de gracias. O, apurando aún más el sentido
de mi reflexión, hay que relacionar el sentido de la presentación de los dones con el de la
comunión.
Para ello, voy a recurrir a una conocida expresión que leemos en el Misal romano y
que aparece ya en los más antiguos sacramentarios romanos. Es una expresión venerable
y cargada de sentido teológico: «sacrum commercium». Con ella se hace referencia a esa
especie de intercambio que se establece entre nosotros y Dios; entre nosotros, que
entregamos nuestros dones del pan y del vino, y Dios, que nos los devuelve santificados
y consagrados. Esta es la dinámica interna, el movimiento dialogal, que define y explica
el desarrollo íntimo de la celebración eucarística. Es muy simple, muy elemental. Ese
sagrado intercambio, al que se refiere la expresión latina, ofrece la clave para poder
entender la relación entre la presentación de los dones y la comunión.
Ofertorio y comunión, enunciados de esa forma tan estática e indefinida, apenas si
ofrecen pista alguna para poder establecer una interpretación dinámica de ambos
momentos. El primero es el ofertorio, cuando nos acercamos a la mesa del altar para
convertirla en una mesa de banquete, para presentar nuestros dones del pan y del vino y
depositarlos sobre la mesa. Esos dones van a constituir el contenido del banquete.
Porque la eucaristía, como he dicho, es una comida apenas esbozada, reducida a los
elementos esenciales, en la que se come y se bebe.
En el ofertorio, nosotros nos acercamos a la mesa para ofrecer y dar algo nuestro, algo
que nos pertenece, algo de nosotros, fruto de nuestro trabajo y de nuestro esfuerzo. Lo
que presentamos es el pan y el vino, pero esos dones son la expresión de nuestra entrega
religiosa, de nuestra vida sacrificada y puesta al servicio de los demás. Somos nosotros
quienes debemos cargar de sentido ese gesto de entrega.
Después de haber sido pronunciada la acción de gracias sobre el pan y el vino,
volvemos de nuevo a la mesa a recoger los dones que hemos presentado. La acción de
gracias del sacerdote, por la fuerza del Espíritu, ha santificado y consagrado nuestros
dones. Nuestra ofrenda ha sido transformada. Ahora es Dios mismo, el Padre, quien nos
devuelve esos dones, transformados y consagrados. Nosotros damos, y Dios nos da. Pero
lo que Dios nos da supera con creces lo que nosotros le hemos presentado. Lo que él nos
da es el cuerpo y la sangre del Señor, su Hijo; su vida entera, presente en los dones
consagrados, entregada y sacrificada en la cruz; su vida resucitada y gloriosa, germen de
una humanidad nueva, resucitada.
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Ahora hay que resumir y concretar. Hablamos de dos gestos, de dos momentos, uno
para dar y otro para recibir. Lo que damos el Padre nos lo devuelve, transformado y
rebosante de vida. Nosotros le damos algo nuestro, algo humano; el Padre nos da algo
suyo, algo divino. El don de Dios no es algo distinto; es nuestra misma ofrenda,
transformada y consagrada. Ahí está el commercium, el sagrado intercambio de dones.
Lo nuestro es una ofrenda; lo de Dios es un regalo.
Debo señalar ahora una derivación práctica, del todo congruente con lo que acabo de
comentar. Habitualmente, cuando nos acercamos a comulgar, los sacerdotes nos ofrecen
hostias reservadas en el sagrario, consagradas en otra misa. Lamentablemente, esto es lo
que sucede la mayor parte de las veces, pero está en contra de las orientaciones y de la
normativa litúrgica emanada del Concilio Vaticano II. Reconocemos, por supuesto, y
confesamos la presencia del Señor en la reserva. No se trata de eso. Sí es cierto, en
cambio, que con ese sistema se rompe la dinámica sugerida en el sacrum commercium.
Otra consecuencia práctica: nosotros presentamos pan y vino. El sacerdote consagra y
comulga el pan y el vino, el cuerpo y la sangre del Señor. Los fieles, a pesar de haber
presentado pan y vino, en la comunión solo reciben, la mayor parte de las veces, el pan
consagrado. Ya sabemos que en cada una de las especies están presentes el cuerpo y la
sangre del Señor, aunque, eso sí, no en virtud de la eficacia sacramental, sino en virtud
de la concomitancia, como asegura Tomás de Aquino7. En todo caso, es una
discriminación clerical injustificada. Solo caben, para justificar esa costumbre, las
dificultades prácticas en asambleas muy numerosas; pero, además, también hay que
señalar la insensibilidad pastoral y la pereza de muchos sacerdotes. Con todo, sobre este
tema volveremos a reflexionar en la última parte del libro.
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4. Los invitados a la mesa del Señor
Los creyentes bautizados, los que creen en Jesús y le reconocen como Señor, son
invitados a la mesa del Señor. Los invitados hemos sido convocados por el Padre para
formar la asamblea del pueblo de Dios, comunidad convocada y reunida. Hasta el
Concilio Vaticano II, el personaje principal en la asamblea, el protagonista, era siempre
el cura; ahora, no. Ahora reconocemos que la protagonista en la celebración es la
comunidad reunida en asamblea y presidida por el sacerdote que actúa in persona
Christi.
Nos encontramos, pues, con la comunidad congregada para celebrar el banquete
eucarístico. Por eso el punto central, que todos contemplan y hacia el cual todo
converge, es la mesa del altar. En la estructura de las iglesias modernas se tiene sumo
cuidado en reservar para la asamblea un espacio preferente; esta se sitúa en torno a la
mesa del banquete; el altar no queda recluido en el fondo de la nave, apoyado en el
retablo, como en las viejas iglesias, sino que ocupa un lugar central, visible, limpio. El
presbítero que preside se sitúa junto al altar, rodeado de toda la comunidad de hermanos.
Ellos son los comensales, invitados a la cena de Señor.
El problema surge en nuestras iglesias cuando la comunidad reunida no se siente
convocada por motivos de fe; cuando las razones que justifican la reunión son de
carácter social o por amistad: entierros, bodas, primeras comuniones, etc. Entonces, la
asamblea reunida no se siente comunidad de fe, no se siente implicada, y todo lo que
ocurre le resulta ajeno: lecturas, cantos oraciones; sobre todo, lo que ocurre en el altar.
Son situaciones pastorales anómalas, pero frecuentes. La comunidad que se reúne para la
eucaristía debe ser una comunidad creyente, animada por la fe, que confía en Jesús y
cree en su mensaje. Solo ellos pueden ser invitados a la mesa eucarística; solo ellos
pueden ser comensales en el banquete del Reino.
La asamblea eucarística está presidida por un presbítero, un sacerdote. Él es el que la
atiende pastoralmente, el que está al frente de los hermanos. Su misión consiste en
ofrecer a los fieles su cercanía, su comprensión, sobre todo a los enfermos; él les acerca
el mensaje del Evangelio, les anuncia la Palabra salvadora y les facilita el acceso a los
sacramentos; él es también el que preside la celebración de la eucaristía. Porque sabe que
este es el servicio que le pide la comunidad. Él representa a Cristo en medio de los
hermanos. Y por eso sabe que, por encima de todo, él debe ser el primero en la caridad,
en el testimonio, en la compasión. Presidir la eucaristía no es un privilegio, ni un signo
de poder; es, sobre todo, ser el primero en el amor y en la entrega.
Con lo dicho, nos hemos acercado al momento de pronunciar la acción de gracias, la
anáfora. El altar está dispuesto y engalanado; el pan y el cáliz, sobre la mesa; los
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comensales, presentes para celebrar el banquete del Reino; sus corazones, abiertos a la
acción del Señor; el sacerdote, en medio de la asamblea, junto al altar, dispuesto a dirigir
la gran plegaria de acción de gracias.
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1 Joachim Jeremias, La última cena. Palabras de Jesús, Cristiandad, Madrid 1980.
2 Theodor Schnitzler, Meditaciones sobre la misa, Herder, Barcelona 1960.
3 Cf. Mario Righetti, Historia de la liturgia I, BAC, Madrid 1955, n. 296, 454-455.
4 J. M. Bernal, Para vivir el año litúrgico. Una visión genética de los ciclos y de las fiestas, Verbo Divino,
Estella, 228-233.
5 Ordenación general del Misal romano [ORMR], 73, 75.
6 ORMR, 321.
7 J. M. Bernal, «La comunión bajo las dos especies en santo Tomás de Aquino», en José María de Miguel
(coord.), Sacramentos. Historia. Teología. Pastoral. Celebración. Homenaje al profesor Dionisio Borobio,
Bibliotheca Salmanticensis, Estudios 323, Universidad Pontificia de Salamanca, Salamanca 2009, 71-99.
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II. Aproximación al mundo de las anáforas
1. Adentrándonos en la tradición hebrea
La anáfora o plegaria de acción de gracias tiene un perfil especial. Cuando digo
«perfil» me refiero a su contenido, a su estructura, a su estilo literario, a su dinámica
interna. Las anáforas tienen algo en común, que las distingue de otras formas de oración
existentes en el patrimonio litúrgico de las iglesias. Por eso podemos decir que
constituyen un género literario peculiar, específico. Hay que decir, además, que no
podemos llamar anáfora a cualquier oración.
Digo esto porque, para definir el perfil de la plegaria de acción de gracias, tenemos
que adentrarnos en el mundo de la eucología cristiana y ahondar en sus raíces. Porque la
plegaria de acción de gracias, la anáfora, no la hemos inventado los cristianos; ahonda
sus raíces en la tradición litúrgica hebrea. Es indudable que Jesús, en la última cena, al
pronunciar la oración de bendición tanto sobre el pan como sobre el vino, se inspiró en
las plegarias utilizadas por los judíos para recitarlas en ese momento, en el marco de la
cena de Pascua. De ahí arranca la anáfora de la Iglesia. Ahí está la fuente de inspiración
que sirvió a los primitivos orantes cristianos para pronunciar la bendición sobre el pan y
el vino en el marco de la primitiva fracción del pan.
Pero todo esto lo debemos analizar a continuación más detenidamente y de forma más
sistemática. Hay que ver cómo se operó el paso de la bendición pronunciada por Jesús en
la cena a la anáfora pronunciada por los orantes y liturgos en las iglesias. Hay que ver
cómo, paulatinamente, a través del tiempo, fueron cuajando y tomando cuerpo esas
plegarias, en las diferentes iglesias, en Oriente y Occidente.
Este análisis va a proporcionarnos el espejo en el que podamos ver reflejado el perfil
definitivo y fundamental de lo que las iglesias llaman y utilizan como plegaria de
bendición y acción de gracias en la eucaristía. Porque, como decía antes, no podemos
considerar plegaria de acción de gracias o anáfora a cualquier invento, ni cualquiera
puede arrogarse la capacidad de redactar anáforas como quien se ejercita en componer
obras literarias. La oración de bendición o anáfora conlleva unas exigencias de factura y
un poso de solera y sacralidad tan venerable que, en torno a ella, se crea un tan alto nivel
de respeto que casi se hace intocable.
a. De la bendición de Jesús a la anáfora de la Iglesia
19
Todos los relatos de la cena aseguran que Jesús pronunció la bendición (eulogesen)
(Mt 26,26; Mc 14,22) o la acción de gracias (eucharistesas) (Lc 22,15; 1 Cor 11,24)
sobre el pan; lo mismo hizo sobre la copa (Mt 26,27; Mc 14,23 [eucharistesas]; Lc
22,20; 1 Cor 11,25). Como puede apreciarse, unos dicen que Jesús pronunció la
bendición y otros que dio gracias. Da igual. No vamos a entrar ahora en ese tema. Como
he apuntado más arriba, con ambas expresiones se hace referencia el mismo tipo de
plegaria.
No es la única ocasión en la que se asegura que Jesús, antes de partir el pan, pronuncia
la bendición. Así sucede con motivo de la multiplicación de los panes: «Tomó los cinco
panes y los dos peces, y, levantando los ojos al cielo, pronunció la bendición y, partiendo
los panes, se los dio a los discípulos, y los discípulos a la gente» (Mt 14,19). Esta misma
información aparece en los otros sinópticos (Mc 6,41; Lc 9,16) y en Juan (Jn 6,11).
Como puede apreciarse, estas narraciones reproducen el mismo esquema de los gestos de
Jesús en la última cena. Esto no es una casualidad. Es indudable que en la intención de
los evangelistas existe un propósito de relacionar la multiplicación de los panes con la
eucaristía. Esto se confirma con el relato del encuentro de Jesús con los de Emaús: «Y
sucedió que, cuando se puso a la mesa con ellos, tomó pan, pronunció la bendición, lo
partió y se lo iba dando» (Lc 24,30). Otra vez, de forma aún más clara, aparece de nuevo
el mismo esquema de la cena. Este será el orden que observará la comunidad cristiana
para celebrar la fracción del pan. Algo de esto se adivina ya en la curiosa aventura
experimentada por Pablo en su viaje a Roma, navegando por el Mediterráneo: «Diciendo
esto, tomó pan, dio gracias a Dios en presencia de todos, lo partió y se puso a comer»
(Hch 27,35). De nuevo, el mismo orden y el mismo esquema de la última cena, pero esta
vez no es Jesús, sino Pablo, el que se ajusta a este esquema.
En todo caso, lo que aquí nos interesa descubrir es el contenido de la bendición de
Jesús. Deseamos saber qué palabras pronunció Jesús en la cena, cuál fue el contenido de
su plegaria. En última instancia, lo importante será saber qué tipo de relación puede
establecerse entre la bendición que pronunció Jesús y la anáfora de la Iglesia. Porque lo
cierto es que, de un modo u otro, la bendición de Jesús constituye algo así como el
arquetipo, la matriz en la que hunde sus raíces la plegaria de bendición y de acción de
gracias que pronuncian los responsables de las comunidades en la fracción del pan.
b. «Eulogia» y «eucharistía»
Como acabamos de ver, nos encontramos con un uso indiscriminado de dos
expresiones diferentes: «bendecir» (eulogein) y «dar gracias» (eucharistein). Más aún,
para designar esa acción de Jesús, Mateo y Marcos se sirven de la expresión «bendecir»
(eulogein), mientras que Lucas y Pablo utilizan la expresión «dar gracias»
(eucharistein). De esta constatación surge inmediatamente la pregunta: ¿qué hizo en
realidad Jesús, bendijo o dio gracias? ¿O es que ambas expresiones son sinónimas y
designan el mismo tipo de oración?
20
Estos interrogantes nos permiten adentrarnos en una problemática aparentemente de
carácter filológico, pero en realidad cargada de importantes derivaciones teológicas. La
palabra original hebrea de la que derivan las expresiones en cuestión es el término barak
(«bendecir») o beraká («bendición»). La versión de los LXX, llevada a cabo por un
grupo de 70 varones judíos alejandrinos y terminada unos 150 años antes de Cristo,
traduce siempre la palabra hebrea barak por el término griego eulogein. Es un
comportamiento constante y perfectamente constatable1. Sin embargo, en los libros
conservados únicamente en griego, los más tardíos por supuesto, es donde comenzamos
a detectar el uso paulatino, un tanto tímido pero progresivo, de la palabra eucharistein.
En estos casos, el contenido de la expresión coincide plenamente con el de la palabra
hebrea barak o beraká, traducida hasta entonces por eulogía, y expresa la idea de confiar
en Dios, de expresar la fe en él, de cantarle y alabarle, de celebrarle, de aclamarle y
cantar himnos en su honor. En estos textos aparece incluso una evocación de las
magnalia Dei.
Todo lo que acabo de constatar conlleva un problema. Lo voy a explicar. Al tratarse
de textos que solo conocemos en griego, ello no nos permite fijar la correspondencia
entre las expresiones griegas y las originales hebreas. Ciñéndonos a nuestro caso,
reconocemos un uso incipiente de la palabra eucharistein, pero no sabemos cuál es el
término correspondiente en hebreo. No sabemos qué palabra hebrea traduce el griego
eucharistein. Ese es el problema. Sospechamos que la correspondiente palabra hebrea es
barak o beraká, pero es una suposición, una hipótesis. Con todo, contamos con un dato
importante, y vamos a poder llegar a una constatación más fiable. Ese dato aparece en la
traducción de Aquila. Se trata de una versión griega de la Biblia llevada a cabo en el
siglo II de la era cristiana por un judío convertido del paganismo, llamado Aquila,
discípulo del rabí Aquiba. Donde los LXX utilizaban verbos griegos sinónimos de barak,
con el fin de enriquecer y reiterar la idea de la alabanza, del canto, de la confesión de fe,
del himno doxológico (ainein, agallian, alalaxein, exomologeiszai), en dos casos Aquila
emplea eucharistein, lo cual refleja el uso cada vez más extendido del vocablo
eucharistein como traducción de barak y como sinónimo de eulogein.
De todo ello cabría deducir que con ambos vocablos, eulogein y eucharistein, se hace
referencia al mismo tipo de oración, expresada en hebreo con la palabra barak o beraká.
Al principio se utilizó preferentemente en las versiones griegas del Antiguo Testamento
la palabra eulogia, pero luego, de forma progresiva, el uso de la expresión eucharistein
fue ganando terreno e imponiéndose, sobre todo en la literatura eclesiástica2.
c. Anáfora, «anaferein»
Con esta palabra, anáfora, estoy refiriéndome a la parte central de la misa, a la
plegaria de acción de gracias. Ella representa el momento culminante de la celebración
eucarística. Después de poner los dones del pan y del vino sobre el altar, la mesa del
banquete, el sacerdote pronuncia sobre ellos la oración de bendición o de acción de
21
gracias, la anáfora. Luego parte el pan y distribuye a la asamblea de fieles los dones
consagrados. A esa plegaria, a la que voy a llamar «anáfora», me refiero en este
momento. Con todo, he de decir que esta oración ha tenido, ya desde los primeros
tiempos, diversos nombres. Los señalo ahora.
1. Eucharistía. Es decir, literalmente «acción de gracias». Es la expresión más antigua
y quizás la más adecuada. Así la llaman Justino (siglo II) e Hipólito de Roma (siglo
III). Es tanta la importancia de esta plegaria que su nombre, eucaristía, ha servido
para designar al conjunto de la celebración.
2. Anáfora. En el griego clásico se utilizan dos vocablos para expresar la idea de
oblación sacrificial: anaferein («llevar», «elevar», «levantar») y prosferein («ofrecer»,
«presentar»). La expresión anáfora, en cambio, ha sufrido una transformación
semántica en el lenguaje de los cristianos. En un primer momento, se llama anáfora a
la acción por la que se presentan los dones en el altar. En un segundo estadio, esta
palabra se utiliza para designar los dones que son llevados al altar. Finalmente, se fija
el significado de la expresión designando con ella la oración con la que los dones son
bendecidos y consagrados. En este sentido se utiliza aquí ese término.
3. Canon. Es la expresión que ha prevalecido entre nosotros. Canon significa «regla»,
«norma», «ley». Vendría a significar la norma o regla a la que debe atenerse el
celebrante para pronunciar la acción de gracias sobre el pan y el vino. Los libros
litúrgicos romanos colocan el título de Canon Missae justamente antes de la plegaria
Te igitur y después del sanctus, con el que concluye el prefacio. Tal recurso no deja de
ser una anomalía, puesto que, si la palabra «canon» expresa la totalidad de la plegaria
eucarística o anáfora, no tiene sentido excluir el prefacio de la misma. Es indudable
que el prefacio, precedido del diálogo convencional introductorio, es una parte
importante de la anáfora. En todo caso, existe una interpretación del prefacio que lo
entiende no como algo que precede temporalmente (prae-facio) al canon, sino como
un discurso que se pronuncia solemnemente ante una gran asamblea (como
praedicare, praecinere, praelegere). En este caso, la palabra «prefacio» haría
referencia y recubriría la totalidad del canon de la misa3.
4. Actio. La tradición gelasiana utiliza la palabra actio para referirse al canon de la
misa. En los sacramentarios gelasianos más importantes encontramos esta
significativa anotación antes del diálogo que precede al prefacio: «Incipit canon
actionis». Vuelve a aparecer esta misma expresión en las misas propias: «Infra
actionem». Botte, siguiendo a Dölger, entiende que esta actio hace referencia a la
acción sacrificial4. Yo sugiero modestamente que esa expresión se refiere, más bien, a
la actio gratiarum. El Gelasianum Vetus coloca el título canon actionis antes del
prefacio; otros sacramentarios y comentaristas lo sitúan antes del Te igitur. A mi
juicio, la expresión habría que completarla así: «Canon actionis gratiarum». En todo
caso, resulta muy importante que en la tradición romana la plegaria eucarística haya
22
sido denominada actio, a mi juicio como expresión reducida, abreviada, de actio
gratiarum.
d. La «Birkat Ha-Mazon» en la liturgia hebrea
Vamos a asomarnos a la tradición hebrea5. Nos vamos a adentrar en su patrimonio
litúrgico. Porque es evidente que Jesús, un judío piadoso, se sirvió de los modelos de
oración de la tradición hebrea en el momento de celebrar la Pascua. Doy por supuesto,
además, a pesar de los problemas de calendario suscitados por la cronología de Juan, que
la última cena celebrada por Jesús con sus discípulos, aparte de una comida de
despedida, fue una cena pascual celebrada según el ritual hebreo6. La plegaria de
bendición (o beraká) utilizada en la liturgia pascual hebrea en la época de Jesús nos
permite poder adivinar el tipo de plegaria que él pudo pronunciar sobre el pan y el vino
en la última cena y descubrir, después, la relación que se puede establecer entre la
plegaria de acción de gracias de la Iglesia y la bendición de Jesús.
Dejo de lado la bendición sobre el pan ácimo que se dice al comenzar la cena y que
pudo ser utilizada por Jesús para la bendición del pan. Es sumamente escueta, y la gran
mayoría de los expertos opina que no fue esta, sino la bendición de la copa, la que sirvió
de fuente de inspiración para la construcción de la anáfora eucarística. Por eso voy a
tomar en consideración la plegaria de bendición utilizada por los judíos al final de la
cena para bendecir la tercera copa, llamada Birkat Ha-Mazon7. Ello me permite señalar
aquí algunos de los aspectos más importantes de la bendición hebrea.
Nos encontramos con una de las plegarias más importantes del ritual judío de la
Pascua, la utilizada para la bendición del tercer cáliz de la cena judía, el llamado «cáliz
de bendición» en la tradición cristiana (1 Cor 10,16). Estas palabras fueron utilizadas
seguramente por Jesús al pronunciar la bendición sobre el vino y posteriormente, como
acabo de indicar, sirvieron de base para la construcción de la anáfora cristiana, según la
hipótesis más probable, mantenida por la mayoría de los expertos8.
Vamos, pues, a prestar atención a esta plegaria y, dado el interés excepcional que
reviste para nosotros, nos adentraremos directamente en la entraña del texto que ha
llegado hasta nosotros. Esta oración de bendición está dividida en cuatro partes. La
primera es una alabanza por el alimento; la segunda, una acción de gracias por la tierra y
por sus frutos; la tercera, que va seguida de un importante embolismo pascual, es una
súplica por Jerusalén y por el templo; la última, la cuarta, es una alabanza al Dios bueno
y benefactor. Prestemos atención, pues, al texto de la Birkat Ha-Mazon:
«Después de mezclar agua y vino en el cáliz de bendición, el cabeza de familia pide la venia antes de
bendecir:
CF.: Señores míos, vamos a proclamar la bendición.
T.: Bendito sea el nombre del Señor, ahora y siempre por los siglos.
CF.: Con la venia de nuestros señores, maestros y doctores, bendigamos a aquel de cuyos dones comemos.
T.: Bendito sea aquel de cuyos dones comemos, de cuya bondad vivimos.
23
CF.: Bendito sea aquel de cuyos dones comemos, de cuya bondad vivimos.
T.: Él sea bendito y bendito sea su santo nombre».
«A continuación, el cabeza de familia hace la acción de gracias»:
1. «Bendito seas, Señor, Dios nuestro, Rey del universo, el que alimenta a todo el mundo con su bondad,
benignidad, gracia y misericordia; que da pan a toda carne, porque es eterna su misericordia; por su gran
bondad nunca nos falló ni nos faltará el sustento por los siglos. Porque grande es su nombre, pues él nutre y
alimenta a todos los seres, a todos colma de beneficios y prepara el alimento para todas las criaturas que ha
creado. Bendito seas, Señor, que alimentas a todos los seres».
2. «Te damos gracias, Señor, Dios nuestro, porque diste a nuestros padres en herencia la tierra deseada, buena
y espaciosa; porque nos sacaste, Señor, Dios nuestro, de la tierra de Egipto y nos libraste de la esclavitud; y
por tu alianza, que sellaste en nuestra carne; y por tus mandatos, que nos has dado a conocer; por la vida, la
gracia y la misericordia que has tenido con nosotros; y por el alimento con que tú continuamente nos nutres y
alimentas cada día, en todo tiempo, a todas horas. Por todo esto, Señor, Dios nuestro, te damos gracias y te
bendecimos: Bendito sea tu nombre en boca de todo viviente, sin interrupción y por siempre, como está
escrito: “Comerás hasta saciarte y bendecirás al Señor, tu Dios, en esta espléndida tierra que te ha dado” [Dt
8,10]. Bendito seas tú, Señor, por la tierra y el alimento».
3. «Ten misericordia, Señor, Dios nuestro, de Israel, tu pueblo; y de Jerusalén, tu ciudad; y de Sion, morada de
tu gloria; y de la casa, grande y santa, sobre la cual ha sido invocado tu nombre; Dios nuestro, Padre nuestro,
apaciéntanos, nútrenos, danos el alimento y sé nuestra fuerza; dilata nuestro horizonte y líbranos, Señor, Dios
nuestro, cuanto antes de toda nuestras estrecheces. No permitas, te rogamos, Señor, Dios nuestro, que sintamos
necesidad de los dones de la carne y de la sangre, y de sus préstamos, sino solo de tu mano llena, abierta, santa
y generosa, para que no seamos confundidos y avergonzados para siempre».
[Embolismo] «El Dios nuestro y Dios de nuestros padres se levante y venga, acérquese, sea vista y aceptada,
oída, visitada y recordada nuestra memoria y nuestra visitación; y la memoria de nuestros padres; y la memoria
del Mesías, el hijo de David, tu siervo; y la memoria de Jerusalén, la ciudad de tu santidad; y esté ante tu
presencia la memoria de la casa de Israel, tu pueblo; para liberación y bien, para gracia y misericordia, para la
vida y la paz, en esta fiesta de los ázimos. Acuérdate, Señor, Dios nuestro, en este día, de nosotros, y visítanos
en él con bendición, y sálvanos con una vida buena, con una palabra salvadora y misericordiosa; ten piedad y
concédenos gracia; ten misericordia con nosotros y danos tu salvación, pues hacia ti están nuestros ojos
levantados, porque tú eres, oh Dios, rey clemente y de gran misericordia».
«Y reedifica Jerusalén, la ciudad de tu santidad, en seguida, en nuestros mismos días. Bendito seas, Señor, el
que (por su misericordia) edifica Jerusalén. Amén».
4. «Bendito seas, Señor, Dios nuestro, rey del universo, Dios y Padre nuestro, rey nuestro, protector nuestro,
creador nuestro; liberador nuestro, plasmador nuestro, santo nuestro y santo de Jacob; pastor nuestro, pastor de
Israel, rey bueno y hacedor de bienes, que día tras día nos ha hecho el bien, y nos lo sigue haciendo y seguirá;
que nos colmó de bienes y nos colma y seguirá colmándonos de bondades y misericordia y bienestar, de
libertad y prosperidad, de bendición y de salud, de consolación y de sustento, de misericordia y de vida, de paz
y de todo bien; y no permitas que un solo bien nos falte»9.
Nos vamos a centrar en este texto. Como he apuntado más arriba, nos encontramos
ante una plegaria de gran interés para nosotros, que pudo ser utilizada por Jesús para la
bendición sobre el cáliz, antes de entregarlo a sus discípulos. Correspondía este cáliz al
tercero que se consumía al terminar la cena. Es, pues, una pieza fundamental. El análisis
del texto nos permite destacar algunas ideas importantes, extremadamente significativas
en la plegaria cristiana de acción de gracias.
Yo destacaría, en primer lugar, la actitud de alabanza y de bendición que penetra todo
el texto. Esta es la línea de base, la fundamental, la que lo invade todo y da un colorido
especial a toda la plegaria. Esto se percibe ya en una preciosa invitación que se proclama
antes de recitar el Birkat Ha-Mazon:
«[Elevando el cáliz]
24
Por todo ello debemos celebrar, alabar, glorificar, magnificar, exaltar, honrar, bendecir, enaltecer y aclamar a
aquel que ha hecho todos estos signos por nuestros padres y por todos nosotros. Él nos ha conducido de la
esclavitud a la libertad, de la tristeza al gozo, del luto a la fiesta, de las tinieblas a la luz, de la servidumbre a la
redención. Proclamemos, pues, ante él: Aleluya»10.
Llama la atención la acumulación de verbos enfatizando la invitación a la alabanza:
«celebrar», «alabar», «glorificar», «magnificar», «exaltar», «honrar», «bendecir»,
«enaltecer» y «aclamar». Este es el espíritu que anima también a la comunidad orante en
las asambleas cristianas. Quizás no con la contundencia que aparece aquí. Pero,
indudablemente, esta actitud marca el horizonte en el que se mueve la bendición hebrea
y la anáfora cristiana.
Por otra parte, no pasa desapercibida la insistente referencia a la dinámica pascual del
«paso», expresada aquí en un apasionante juego de contrastes: «de la esclavitud a la
libertad, de la tristeza al gozo, del luto a la fiesta, de las tinieblas a la luz, de la
servidumbre a la redención». Es el núcleo neurálgico, medular, de la Pascua hebrea y de
la Pascua cristiana. San Juan lo expresó con toda fuerza en estas palabras: «Habiendo
llegado la hora de pasar de este mundo al Padre» (Jn 13,1). Y, en la primera generación
de predicadores cristianos, destacan unas palabras de Melitón de Sardes (siglo II) en su
homilía pascual que recogen a la perfección esta misma idea:
«Él es el que nos ha hecho pasar
de la esclavitud a la libertad,
de las tinieblas a la luz,
de la muerte a la vida,
de la tiranía al Reino eterno»11.
Hay que señalar los motivos de base que suscitan estos sentimientos de alabanza a
Dios. Resumiéndolos en una expresión, yo los definiría como los beneficia Dei. Son los
beneficios, los dones de Dios. En este caso, la plegaria alude a los alimentos. Porque
Dios da pan a todo viviente y a todos los seres los colma de beneficios.
Consideremos ahora, además, la actitud de acción de gracias. Esta es una plegaria de
alabanza y de acción de gracias. Ambas actitudes van juntas y casi son sinónimas. En
este caso, la idea de acción de gracias aparece en el segundo párrafo. El orante da gracias
por la tierra que Yahvé entregó en heredad a su pueblo, y por la ley, y por la alianza, y,
sobre todo, por haber sacado al pueblo de Egipto y haberle liberado de la esclavitud.
Tenemos aquí una clara referencia pascual.
Hay una alusión a la liberación del Éxodo que penetra la entraña profunda de los
textos litúrgicos y la entera institución pascual hebrea. Es como una corriente vital
profunda que dinamiza y da sentido a toda la vida del pueblo hebreo y, de un modo
especial, a la celebración pascual. La referencia a la liberación está, desde sus mismos
orígenes, en lo más hondo de la fiesta; al mismo tiempo, garantiza la propia identidad del
pueblo elegido. Ya en el marco de la cena pascual, después de una larga evocación de la
epopeya del Éxodo (Haggadah sel Pesah), con la que el padre de familia responde a la
pregunta un tanto convencional del niño interesándose por el motivo de tan singular
25
fiesta, encontramos una solemne recomendación, dirigida a los asistentes, de un valor
excepcional:
«De generación en generación, cada uno debe reconocerse a sí mismo como si hubiera salido personalmente de
Egipto, como dice la Escritura: Tú dirás este día a tu hijo: Este es el motivo por el que el Señor hizo tanto por
mí al salir de Egipto. Dios el Santo –que él sea bendito– no liberó solo a nuestros padres, sino también a
nosotros junto con ellos, como dice la Escritura: Dios nos ha sacado de allí también a nosotros para
conducirnos a la tierra que había prometido a nuestros padres con juramento»12.
Este texto me resulta de un interés extraordinario. Es sorprendente la fuerza, la
contundencia, con que afirma que los comensales, los que celebran la cena ritual,
también estuvieron presentes en los eventos del Éxodo y participaron, con todos los
israelitas que salieron de Egipto, de la maravillosa acción liberadora promovida por Dios
a través de Moisés. Todos huyeron de Egipto, ellos y sus padres; todos fueron liberados
de la esclavitud. La cena pascual, memorial del acontecimiento liberador, recuerda y
actualiza, con toda la fuerza del misterio, la acción liberadora de Yahvé. Esta viva
conciencia de haber sido, también ellos, liberados de la esclavitud y de la opresión les
impulsa a cantar las alabanzas del Señor, a glorificarle y darle gracias.
En el tercer párrafo, la plegaria cambia de clave y pasa de la alabanza a la súplica.
Pide a Dios que tenga misericordia de Israel y de Jerusalén, que apaciente a su pueblo y
lo libre de agobios y estrecheces. Esta inclusión de la súplica es de gran interés y ofrece
una conexión muy significativa con la anáfora eucarística, en cuya estructura la acción
de gracias también se abre a las súplicas e intercesiones.
Sigue a continuación un embolismo de un interés excepcional. Todo él está centrado
en la idea de memoria, de anamnesis, con lo que se pone de relieve uno de los aspectos
más relevantes tanto de la cena pascual hebrea como de la eucaristía cristiana. Una
memoria que debemos interpretar en clave de actualización y de eficacia. Como
expresaba el texto citado anteriormente, la cena pascual hebrea, memorial del Éxodo,
permite a los comensales revivir y participar en la misma acción liberadora de Yahvé; lo
mismo que la eucaristía cristiana, memorial de la liberación pascual, actualiza el triunfo
de Cristo y permite a los creyentes tomar parte en su victoria sobre la muerte.
Nuevamente, a la idea del memorial se incorpora una súplica, una plegaria de
intercesión. Esta combinación de la alabanza y la acción de gracias con el memorial y la
súplica nos ofrece los elementos que darán consistencia a la plegaria eucarística de la
Iglesia.
El último párrafo, el cuarto, recoge de nuevo el tema de la alabanza y la proclamación
de Yahvé como creador del universo, liberador del pueblo, pastor de Israel y hacedor de
bienes.
Estas observaciones nos permiten asegurar que en esta plegaria, en la Birkat HaMazon, encontramos algo así como el embrión, el germen de la anáfora cristiana.
Seguramente, en las iglesias, al unificar los ritos del pan y de la copa y reducir a una sola
las dos plegarias de bendición, convirtiéndolas en una única sobre el pan y el vino, el
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patrón básico lo brindó la Birkat Ha-Mazon, en la que se integró probablemente la
bendición del pan escueta y muy breve, como podemos comprobar en el texto adjunto.
«El cabeza de familia toma en sus manos el pan ácimo, el primero (de los tres fragmentos) que está bajo el
mantel, y lo eleva diciendo la siguiente bendición:
Bendito seas, Señor, Dios nuestro y Rey del universo, que haces brotar el pan de la tierra.
El cabeza de familia parte el pan y, antes de comerlo, pronuncia esta bendición:
Bendito seas, Señor, Dios nuestro y Rey del universo, que nos has santificado con tus preceptos y nos has
mandado comer el pan ácimo.
Lo reparte entre los comensales»13.
Con la integración de estas dos bendiciones, la del pan y la del vino, se formará
seguramente la plegaria que las iglesias utilizarán en la celebración de la eucaristía.
Como atestiguan todos los escritos, es siempre el padre de familia, como lo fue Jesús, el
que pronuncia la bendición en las comidas rituales. Y esta práctica la asumirán las
comunidades cristianas. También en sus celebraciones serán los responsables los que
pronuncien la bendición en la fracción del pan (Hch 20,11; 27,35).
27
2. Primeros testimonios y primeros intentos
Hasta este momento tenemos claro que Jesús, en la última cena, pronunció una
oración de bendición sobre el pan y otra sobre la copa de vino. No conocemos con
exactitud las palabras que pudo decir Jesús en ese momento; no lo sabemos, pero sí
estamos en condiciones de suponer que las palabras pronunciadas por Jesús en ese
momento coincidieron con la beraká u oración de bendición utilizada por los judíos en la
cena. También sabemos que, en la fracción del pan de las comunidades cristianas, el que
estaba al frente de la comunidad y dirigía la celebración pronunciaba una bendición
sobre el pan y el vino, lo mismo que hizo Jesús. Indudablemente, hubo un paso
importante desde la bendición de Jesús hasta llegar a la anáfora pronunciada por los
dirigentes o pastores de las iglesias. Hubo primero una simplificación importante: las dos
bendiciones pronunciadas por Jesús, una sobre el pan y otra sobre el vino, se redujeron a
una sola sobre el pan y el vino conjuntamente. Los orantes cristianos incluyeron,
además, en su plegaria una mención expresa de los gestos y palabras de Jesús en la cena,
y del mandato de repetir la cena en su memoria.
Esto es lo que voy a intentar ahora: ir a la caza de los testimonios más importantes que
nos den alguna luz sobre este proceso. Son pocos, y por eso hay que buscarlos con
ahínco y, al analizarlos, sacarles todo el jugo posible.
a. El primer eco de la beraká de Jesús: la Didajé
Comenzamos con la Didajé, el documento cristiano, no bíblico, más antiguo que
conocemos. Hoy parece aceptada la opinión de que este escrito fue redactado en
Antioquía hacia el año 60, con toda seguridad antes que algunos escritos bíblicos del
Nuevo Testamento. El códice fue descubierto en 1875 en Constantinopla por el
metropolita Filoteo Bryennios, y la obra se publicó ocho años después14.
La Didajé o «Doctrina de los doce apóstoles», que es su verdadero título, es una
especie de gran catecismo. Consta de dieciséis capítulos y está dividido en dos partes; la
primera contiene una serie de normas morales y de disciplina; la segunda trata temas de
carácter litúrgico y sacramental.
Voy a señalar tres aportaciones importantes que nos facilita la Didajé. La primera se
refiere a la eucaristía dominical; la segunda atribuye a los profetas la capacidad de
pronunciar la acción de gracias; en la tercera se nos ofrece un precioso texto de oración
que bien pudo ser una primitiva forma de la bendición o beraká cristiana. Con estas
aproximaciones vamos a dar un paso importante. Pero, antes de nada, vamos a tomar
contacto con el texto.
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[Capítulo 9]
«Respecto a la eucaristía, bendecid así: Primero por el cáliz: Te bendecimos, Padre nuestro, por la santa viña
de David, tu siervo, que tú nos has revelado por Jesús, tu siervo. A ti la gloria por los siglos.
Luego por el pan partido: Te bendecimos, Padre nuestro, por la vida y el conocimiento que tú nos has revelado
por Jesús, tu siervo. A ti la gloria por los siglos.
Como este pan partido estaba disperso sobre los montes y recogido se hizo uno, así sea reunida tu Iglesia desde
los confines de la tierra en tu Reino. Porque tuyos son la gloria y el poder, por Jesucristo, eternamente.
Que nadie coma ni beba de vuestra eucaristía, sino los bautizados en el nombre del Señor, pues acerca de ello
ha dicho el Señor: “No deis lo santo a los perros”»15.
[Capítulo 10]
«Después de haberos saciado, bendecid así: Te bendecimos, Padre santo, por tu santo nombre, que has hecho
habitar en nuestros corazones, y por el conocimiento y la fe y la inmortalidad, que tú nos has revelado por
Jesús, tu siervo. A ti la gloria por los siglos.
Tú, Señor, todopoderoso, creaste las cosas para gloria de tu nombre, y diste a los hombres comida y bebida
para su deleite, a fin de que ellos te bendigan: pero a nosotros nos has obsequiado con una comida y una
bebida espiritual para la vida eterna, por Jesús, tu siervo. Por encima de todo te bendecimos, porque eres
poderoso. A ti la gloria por los siglos.
Acuérdate, Señor, de tu Iglesia, para librarla de todo mal y perfeccionarla en tu amor; y congrega de los cuatro
vientos a los que tú has santificado en el Reino tuyo que le has preparado. Porque tuyos son la gloria y el poder
por los siglos.
Venga la gracia y pase este mundo. Hosanna al Hijo de David. El que sea santo que venga. El que no lo sea
que se convierta. Maranathá. Amén.
Dejad a los profetas que digan la bendición como ellos quieran»16.
[Capítulo 14]
«El Día del Señor, congregaos en asamblea, partid el pan y pronunciad la acción de gracias, tras haber
confesado vuestros pecados, para que vuestro sacrificio sea puro»17.
Me refiero, en primer lugar, a la celebración del Día del Señor. La noticia que nos
transmite aquí la Didajé nos sitúa en los primeros tiempos de la Iglesia. A la vista de su
recomendación deducimos que, hacia los años sesenta, la costumbre de reunirse el
primer día de la semana para celebrar la eucaristía ha quedado ya consolidada.
Seguramente, deberíamos relacionar esta noticia con el relato de las apariciones del
Resucitado transmitido por Juan. Jesús se aparece a los suyos el mismo día de la
resurrección, el primer día de la semana (Jn 20,19); «ocho días después», también el
primer día de la semana, Jesús vuelve a hacerse presente entre los suyos (Jn 20,26). Está
claro que Juan está pensando en la eucaristía del Día del Señor celebrada en la
comunidad; es entonces cuando Jesús, el Señor, vuelve a hacerse presente entre sus
discípulos. La Didajé corrobora nuestro presentimiento. Los relatos de las apariciones
son el eco de la eucaristía dominical, celebrada muy temprano en las comunidades y
cristalizada en el Día del Señor.
29
Sorprende el uso de la expresión «Día del Señor», ya que en los escritos del Nuevo
Testamento solo aparece una vez, en un escrito tardío, en Apocalipsis 1,10: «Caí en
éxtasis el Día del Señor». Pero el autor de la Didajé ha tenido gran interés en enfatizar la
expresión que, traducida literalmente del griego, dice: «el día señorial del Señor» (katà
kyriakèn dè kyríou). Esto nos permite subrayar la importancia de esta expresión. El
primer día de la semana es el Día del Señor, el día «señorial», porque ese es el día en que
se reúne la comunidad para celebrar la eucaristía y proclamar el «señorío» de Cristo.
Siguiendo el hilo de esta reflexión, habría que señalar el carácter central y neurálgico
de la eucaristía en ese día. Por celebrarse la eucaristía el primer día de la semana, este día
se convierte en el Día del Señor, el kyriaké heméra, el dies dominica. Hasta tal punto es
esto cierto que podríamos asegurar que sin eucaristía no hay Día del Señor18.
Habría que hacer una referencia a la importancia que se atribuye en el texto a la
dimensión sacrificial de la eucaristía y a la necesidad de confesar los pecados «para que
vuestro sacrificio sea puro». La confesión de los pecados debe ir acompañada de un acto
de reconciliación, «para que no se profane vuestro sacrificio» (14,2-3). Me parece muy
importante que retengamos conectados estos conceptos: eucaristía dominical, confesión
de los pecados, reconciliación y sacrificio.
Voy a fijarme ahora en una advertencia importante que leemos en el texto de la
Didajé. Advierte que se deje a los profetas decir la bendición como ellos quieran. En
realidad, la advertencia es doble: primero, que se deje a los profetas pronunciar la
bendición y, segundo, que lo hagan como ellos quieran.
El texto habla de pronunciar la bendición o acción de gracias. Es evidente que esta
encomienda debemos entenderla en el marco de la fracción del pan o eucaristía. Se trata
de presidir la celebración y pronunciar la plegaria de acción de gracias. Es un encargo
ministerial, correspondiente a los dirigentes de la comunidad. Aun cuando la función de
los profetas en la comunidad ofrezca claroscuros, podemos alinearlos con los
responsables y dirigentes de la comunidad. En todo caso, los datos encontrados en la
Didajé equiparando a los profetas con los sumos sacerdotes del Antiguo Testamento y
asociándolos con los obispos y diáconos (13,1-3; 15,1-2), por una parte, y los
testimonios de Pablo que atribuyen a los profetas una responsabilidad de gobierno y
reconociéndolos como fundamentos de la Iglesia junto con los apóstoles (1 Cor 12,28),
nos dan pie a pensar que los profetas tuvieron que asumir en las celebraciones la
responsabilidad de presidir.
La Didajé insiste en que los profetas puedan pronunciar la bendición como ellos
quieran. Se les ofrece un amplio margen de iniciativa y de libertad. La libertad profética,
por supuesto. En este sentido, todos los dirigentes de la comunidad, los obispos, los
presbíteros, los maestros y los doctores, todos ellos pueden estar inspirados y poseer el
carisma de la profecía; por eso todos pueden proclamar inspirados y con toda libertad la
plegaria de bendición en la eucaristía. Este tema volveremos a abordarlo más adelante.
En este momento basta tener presente además que, en esa época, la carencia de textos
30
escritos obligaba a memorizar las plegarias o a improvisarlas en el momento de la
celebración. Esa debió ser, indudablemente, la práctica habitual para los profetas y para
todos los que presidían la eucaristía19.
Nos queda por comentar la hermosa plegaria de bendición que nos transmite la Didajé
en los capítulos 9 y 10. Es cierto que la interpretación de estos textos y la pretensión de
definir su identidad ha suscitado muchas opiniones enfrentadas y dilatadas contiendas
entre los investigadores. A pesar de todo, estamos en condiciones de asegurar que esta
bendición representa seguramente el enganche más directo entre la beraká pronunciada
por Jesús en la cena y la beraká cristianizada y utilizada por los pastores de la
comunidad en la eucaristía.
Hay que reconocer, de entrada, el sorprendente parecido de esta plegaria con la beraká
hebrea, con la Birkat Ha-Mazon de Pascua. El texto comienza con el verbo eucharistein,
que corresponde seguramente con el eulogein utilizado habitualmente en la beraká
hebrea. La estructura de la plegaria, por otra parte, ofrece un parecido sorprendente con
la bendición hebrea. Se alaba al Padre por la comida y bebida espiritual que da a todos
los hombres, a través de Jesús, su servidor, para la vida eterna. De esta forma, la plegaria
hebrea cobra un colorido diferente y se convierte en plegaria cristiana. El perfil cristiano
conferido a la beraká hebrea se muestra, aparte la alusión a «Jesús, su siervo», en una
fuerte espiritualización manifestada en agradecer el don del nuevo conocimiento, el don
de la vida nueva, de la fe, de la inmortalidad.
Termina la plegaria con una preciosa fórmula de intercesión, pidiendo al Padre que,
igual que el pan, disperso por los montes, se ha hecho uno, así sea reunida su Iglesia
desde los confines de la tierra en su Reino. Es un maravilloso reconocimiento de la
universalidad del mensaje y de la dimensión escatológica que conlleva la reunión de
todos los dispersos en la Iglesia.
Comenta Luis Maldonado: «Nuestro punto de vista es hacer ver la continuidad de la
línea evolutiva de la beraká. En estos textos transmitidos por la Didajé tenemos el mejor
ejemplo de cómo, después de Cristo, en la primitiva Iglesia se continúa la oración de
bendición; ahora, con el nuevo contenido cristiano, en relación con la eucaristía, pero
guardando la forma y estructura [de la beraká]. Dicho de otra manera: en la Didajé
tenemos algunos de los formularios más primitivos de la celebración eucarística, los
cuales nos muestran la dependencia esencial de sus primeras estructuras respecto a la
beraká bíblica»20. Y un poco más adelante: «En los comienzos de la liturgia cristiana, en
los primeros decenios de su vida, el formulario ritual central y único de la celebración
eucarística es la beraká cristianizada, una beraká sencilla, humilde, breve como la de la
cena judía, pero preñada de todas las esencias cristianas más puras, más hontaneras»21.
b. Testimonio de un cristiano laico del siglo II: Justino
31
Nos adentramos un poco más en el proceso de creación de la anáfora. Ha pasado ya
casi un siglo. Desde la época de la Didajé hasta san Justino no encontramos rastro
alguno que nos ofrezca pistas sobre el derrotero que siguen las iglesias en la celebración
eucarística. Los primeros informes, muy valiosos por cierto, nos los ofrece un cristiano
converso, laico, oriundo de Palestina, filósofo, mártir, instalado en Roma en la primera
mitad del siglo II. No nos facilita ninguna información directa sobre el proceso de
formación de la anáfora ni sobre el perfil de la misma, sino solo insinuaciones muy
valiosas. Lo que sí nos ofrece es una descripción muy interesante de cómo se
desarrollaba la celebración de la eucaristía en Roma hacia la mitad del siglo II. Es la
visión de un cristiano laico a quien no le correspondía precisamente el ministerio de
presidir la celebración y pronunciar la acción de gracias.
Encontramos esta descripción en la Apología I, un escrito que Justino dirigió al
emperador Antonino Pío hacia el año 150. En realidad, son dos descripciones: la primera
corresponde a la eucaristía que sigue a la recepción del bautismo, seguramente en el
marco de la liturgia de Pascua, aunque el autor no lo dice; la otra corresponde a la
eucaristía dominical. Voy a transcribir los dos relatos, dado el innegable interés que este
testimonio tiene para nuestro trabajo. Adjuntaré, además, otros dos fragmentos de
Justino: uno, de carácter doctrinal, referente a los dones del pan y del vino sobre los que
se pronuncia la acción de gracias; otro, extraído de su obra Diálogo con Trifón,
compuesta hacia el año 160, sobre el posible contenido de la anáfora en ese momento.
[Apología I, 65]
«Después de haber sido lavado el que ha creído y se ha incorporado a nosotros, lo llevamos a los llamados
hermanos, allí donde están reunidos, con el fin de elevar fervorosamente oraciones en común por nosotros
mismos, por el que acaba de ser iluminado y por todos los demás esparcidos por el mundo entero [...].
Terminadas las preces, nos damos mutuamente el beso de paz. Luego, al que preside entre los hermanos se le
ofrece pan y una copa de agua, y vino mezclado con agua, y, tomándolos, él tributa alabanzas y gloria al Padre
del universo, por el nombre de su Hijo y por el Espíritu Santo, y pronuncia una larga eucaristía por habernos
concedido esos dones que de él nos vienen. Y cuando el presidente ha terminado las preces y la eucaristía, todo
el pueblo presente aclama diciendo: “Amén”. “Amén”, en hebreo, quiere decir “así sea”. Una vez que el
presidente ha pronunciado la eucaristía y que todo el pueblo ha aclamado, los que entre nosotros se llaman
diáconos dan a cada uno de los asistentes parte del pan y del vino y agua eucaristizados, y lo llevan también a
los ausentes»22.
[Apología I, 66]
«[...] Porque nosotros no tomamos estas cosas [la eucaristía] como si fueran un pan común o una bebida
ordinaria. Al contrario, [...] el alimento eucaristizado, del que se nutren nuestra carne y nuestra sangre [...], es
la carne y la sangre de aquel mismo Jesús encarnado. Pues los apóstoles, en las Memorias que dejaron escritas,
llamadas evangelios, nos transmitieron lo que a ellos le había sido encomendado, de este modo: que Jesús,
tomando el pan y pronunciando la eucaristía, dijo: “Haced esto en memoria mía, esto es mi cuerpo”, y que,
igualmente, tomando el cáliz y pronunciando la eucaristía, dijo: “Esta es mi sangre”, y que solo a ellos les dio
parte»23.
[Apología I, 67]
32
«[...] El día que se llama del Sol, se celebra una reunión de todos los que habitan en las ciudades o en los
campos. Allí se leen, en cuanto el tiempo lo permite, las Memorias de los apóstoles o los escritos de los
profetas. Luego, cuando el lector termina, el presidente, de palabra, hace una exhortación e invitación a que
imitemos estos bellos ejemplos. Seguidamente, nos levantamos todos a una y elevamos nuestras plegarias;
cuando se terminan, como ya dijimos, se ofrece pan y vino y agua, y el presidente, según sus fuerzas, eleva
igualmente a Dios sus plegarias y eucaristías, y todo el pueblo aclama diciendo: «Amén». Vienen a
continuación la distribución y participación de los alimentos eucaristizados, y su envío, por medio de los
diáconos, a los ausentes. Los que tienen bienes y quieren, cada uno según su libre determinación, dan lo que
bien les parece, y lo recogido se entrega al presidente, y él socorre con ello a huérfanos y viudas que por
enfermedad o por otra causa están necesitados [...]. Celebramos esta reunión el Día del Sol por ser el día
primero, en el cual Dios, transformando las tinieblas y la materia, hizo el mundo, y también por ser el día en
que Jesucristo, nuestro Salvador, resucitó de entre los muertos»24.
[Diálogo con Trifón]
«La ofrenda de flor de harina, señores –proseguí–, que se mandaba ofrecer por los que se purificaban de la
lepra, era figura del pan de la eucaristía, que nuestro Señor Jesucristo mandó ofrecer en memoria de la pasión
que él padeció por todos los hombres que purifican sus almas de toda maldad; para que demos gracias a Dios
en común por haber creado el mundo, y cuanto hay en él, movido de amor hacia el hombre; por habernos
librado de la maldad en que nacimos; por haber destruido con destrucción completa a los principados y
potestades, por medio de aquel que, según su designio, nació pasible»25.
Tenemos la suerte de que Justino nos haya dejado este precioso informe sobre la
celebración eucarística en la iglesia de Roma en el siglo II. Él no es presbítero de la
comunidad ni preside la celebración; es un laico. Pero tiene una sensibilidad especial y
un olfato que le permite describirnos cada uno de los momentos de la celebración. En
realidad, en su informe, Justino nos presenta lo que podríamos llamar el diseño de la
celebración; un diseño que, a mi juicio, no está carente de sorpresas. Señalo aquí los
diferentes momentos: lecturas, homilía, preces comunes, abrazo de paz, presentación de
dones, plegaria eucarística proclamada por el que preside, «amen» del pueblo, comunión
para presentes y ausentes.
Debo señalar, primero, respecto a la estructura, que aquí tenemos ya una celebración
eucarística unida a una liturgia de la palabra. Esto es nuevo. Justino se refiere al lector, a
las lecturas, a la homilía y a las preces. Por cierto, en los dos relatos se alude hasta la
saciedad al que «preside» la celebración, ministerio cuya existencia y sentido se presenta
como algo definitivamente asumido por la comunidad y perfectamente encajado en la
estructura de la Iglesia primitiva. Hay que resaltar, además, la fusión de los ritos del pan
y del cáliz. En el ofertorio, en efecto, se presentan conjuntamente el pan y el vino, y,
sobre estos dones del pan y del vino, el que preside pronuncia la eucaristía. En la
comunión, estos dones «eucaristizados» sobre los que ha sido proclamada la eucaristía
son distribuidos entre los asistentes.
Pero a nosotros nos interesa de modo especial lo que Justino comenta sobre la
eucaristía o anáfora. Aunque, en realidad, lo que él dice es poco. En principio, quien
pronuncia la eucaristía es el que preside la celebración. El pueblo ratifica su adhesión a
la plegaria con el «amén». Apunta Justino que el presidente, al proclamar la acción de
33
gracias o anáfora, lo hace «con todas sus fuerzas»; es decir, con toda su capacidad, con
toda la intensidad de su fe, pero de manera espontánea y sin textos escritos. Estamos, por
supuesto, en la línea de la Didajé cuando declara que se deje a los profetas decir la
acción de gracias como ellos quieran.
Justino señala, por una parte, que el presidente «tributa alabanzas y gloria al Padre del
universo, por el nombre de su Hijo y por el Espíritu Santo, y pronuncia una larga
eucaristía por habernos concedido esos dones que de él nos vienen». Da aquí Justino el
tono que caracteriza a la anáfora: la alabanza, la doxología y la acción de gracias, en una
clave eminentemente trinitaria: al Padre, por el nombre del Hijo, en el Espíritu Santo. Se
marca así el sustrato esencialmente cristiano de esta plegaria. Hay, además, una alusión a
los beneficia Dei como motivo de la acción de gracias: son los dones que de él nos
vienen.
Tras estas interesantes anotaciones, que encontramos en la Apología I, hay que atender
ahora a lo que nos cuenta en el Diálogo con Trifón. Señala el pan de la eucaristía que
Jesús mandó ofrecerlo en memoria de su pasión, y, como comenta al explicar el
significado del Día del Sol, la eucaristía es también memoria de la resurrección, del
triunfo de Jesús sobre la muerte (Apología I, 67). En definitiva, memoria del
acontecimiento pascual del Señor. Acontecimiento que, como Justino insinúa, es una
nueva creación, cuando, por su poder, Dios aniquiló las tinieblas y creó la luz. Nos
adentra así el mártir romano en la entraña misma del misterio pascual.
Según lo que él nos refiere, podríamos resumir así el contenido de la anáfora, en la
época de Justino: evocación de la creación del mundo y de sus criaturas; creación del
hombre como obra predilecta de Dios; Dios libera al hombre del pecado, con el que
todos nacen; destrucción de los principados y potestades como ejes del mal; la obra
redentora de Dios se lleva a cabo por medio de la pasión y resurrección de Cristo. Se
insinúa ya en este momento la gran importancia de la evocación y proclamación de las
grandes intervenciones liberadoras de Dios en la historia de la salvación. Al mismo
tiempo, además de la proclamación profética de las acciones de Dios, hay que dar el
salto a la dimensión anamnética de la anáfora, porque el memorial del acontecimiento
pascual de Cristo habrá que situarlo en el centro neurálgico de esta plegaria. En esta
línea deberíamos incluir el relato de la cena que Justino transmite en el capítulo 66 de la
Apología I, inclusión que bien podemos relacionar con la anáfora y deducir la presencia
del relato en la anáfora como motivo de acción de gracias ya desde la primera mitad del
siglo II.
Para completar estas importantes informaciones, hay que anotar, aunque sea
brevemente, lo que nos dice en la Apología I, 66 sobre el pan eucarístico o, como él lo
llama, «eucaristizado». Este no es un pan cualquiera, ni el vino es un vino ordinario,
común. Hay en sus palabras un reconocimiento profundo, sobrecogedor, de la realidad
misteriosa de los dones eucarísticos: ellos son el cuerpo y la sangre del Señor Jesús, que
entregó su vida a la muerte en la pasión. «Es la carne y la sangre de aquel mismo Jesús
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encarnado». Sus palabras, cargadas de convicción y de fuerza, expresión vigorosa de su
fe profunda, representan, a mi modo de ver, un testimonio de innegable valor para
tiempos de dudas y de cuestionamientos sistemáticos.
Termino este comentario. La eucaristía no es en absoluto un invento de la Iglesia.
Vamos siguiendo el rastro a un comportamiento uniforme en las comunidades, a una
«línea de coherencia y de fidelidad a los orígenes. Celebrar la eucaristía no es una
decisión arbitraria, promovida desde las iglesias, sino la respuesta fiel al mandato del
Señor de celebrar la cena en su memoria. Por eso la memoria del Señor está en el eje del
misterio. Todo lo que hacemos en la eucaristía es un memorial.
c. El primer prototipo: la anáfora de Hipólito
Nos encontramos ahora con un texto de anáfora perfectamente construido. Es el
primer texto que ha llegado a nuestras manos; sin duda, la anáfora escrita más antigua
que conocemos. Hay que remontar su composición a principios del siglo III. No es un
texto oficial, ni corresponde a la plegaria eucarística o canon utilizado en Roma en esa
época. Se trata de un modelo de anáfora ofrecido por el autor para que pueda servir de
guía a quienes tienen la responsabilidad de pronunciar la acción de gracias en la
celebración eucarística, un texto perfectamente confeccionado y que responde
claramente a las exigencias de la ortodoxia.
Esta anáfora aparece recogida en la «Tradición apostólica» de Hipólito de Roma, una
especie de colección canónica o ritual de principios del siglo III, como acabo de anotar.
No vamos a entretenernos ahora ni en describir la compleja problemática surgida en
torno a la identidad del autor ni en analizar los interrogantes que suscita el estado del
texto, dada la complicada situación provocada por el desconocimiento del original griego
y por las diferentes traducciones que han llegado hasta nosotros: copto-sahídico, árabe,
etíope y latín; además, para complicar más la situación crítica, nos encontramos con
diferentes adaptaciones a un buen número de constituciones eclesiásticas orientales.
Quiero decir con ello que el texto original griego no lo conocemos y que nuestro acceso
a la redacción del autor ha de ser a través de las traducciones y de las adaptaciones más
fiables26.
Nosotros, que no albergamos en este libro pretensiones excesivamente científicas,
hacemos nuestras las conclusiones de Bernard Botte; por ello, nos basta saber que
Hipólito era un presbítero romano, líder de una comunidad contestataria con afanes
tradicionalistas, enfrentado al papa Calixto. Fue desterrado a Cerdeña por Maximino el
Tracio, y allí murió, deportado, hacia el año 235. Su talante, decididamente
tradicionalista y defensor acérrimo de la ortodoxia, explica claramente su pretensión de
ofrecer un modelo de anáfora libre de toda sospecha, limpia de errores doctrinales y fiel
a la tradición. He aquí el texto:
«Que los diáconos le presenten [al obispo] la oblación y que él, imponiendo las manos sobre ella con todo el
presbiterio, diga la acción de gracias de este modo:
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El Señor esté con vosotros.
R/ Y con tu espíritu.
Levantad vuestros corazones.
R/ Los tenemos levantados hacia el Señor.
Demos gracias al Señor.
R/ Es justo y necesario.
Te damos gracias, oh Dios, por tu Hijo muy amado, Jesucristo, a quien tú nos enviaste en los últimos tiempos
como salvador, redentor y mensajero de tu designio. Él es tu Verbo inseparable, en quien tienes tu
complacencia, por quien quisiste hacer todas las cosas, a quien desde el cielo enviaste al seno de una Virgen;
habiendo sido concebido, se encarnó y se manifestó como hijo tuyo, naciendo del Espíritu Santo y de la
Virgen. Él, para cumplir tu voluntad y adquirir para ti un pueblo santo, extendió sus brazos mientras sufría
para librar del sufrimiento a los que en ti creen.
Al entregarse voluntariamente a la pasión, para destruir la muerte y para romper las cadenas del diablo, para
aplastar el infierno, para iluminar a los justos y para manifestar la resurrección, tomando pan, pronunció la
bendición y dijo: “Tomad y comed; esto es mi cuerpo, roto por vosotros”. Igualmente, con la copa dijo: “Esta
es mi sangre, derramada por vosotros. Cuando hacéis esto, hacedlo en mi memoria”.
Por eso, al celebrar el memorial de su muerte y resurrección, te ofrecemos este pan y este cáliz, alabándote y
dándote gracias por habernos hecho dignos de estar ante ti y de servirte como sacerdotes.
Te suplicamos que envíes tu Espíritu Santo sobre la oblación de la santa Iglesia, congregándola en la unidad.
Da a todos los que participan en tus santos misterios la plenitud del Espíritu Santo, para que sean confirmados
en su fe por la verdad, a fin de que te alabemos y glorifiquemos por tu Hijo, Jesucristo, por quien tienes la
gloria y el honor, con el Espíritu Santo en la santa Iglesia, ahora y siempre, por los siglos de los siglos.
Amén»27.
Esta anáfora llama la atención por su sobriedad y por su limpieza. Es una redacción
llana, lineal, sin tropiezos. Por algo la Iglesia del Vaticano II, al confeccionar las nuevas
plegarias eucarísticas, se fijó en ella y la eligió para formar parte del nuevo Misal
romano, del que es parte como directa fuente de inspiración de la plegaria eucarística II.
Hasta el lector menos avispado habrá podido percibir la sorprendente semejanza.
Voy al grano inmediatamente, sin digresiones cultas, muy interesantes, pero inútiles
en este caso. La anáfora está encomendada a un obispo consagrado recientemente.
Después de haberle presentado la oblación los diáconos, él impone las manos sobre los
dones, junto con todo el colegio presbiteral, y comienza la acción de gracias. Inicia la
plegaria con un diálogo. Esto es lo habitual en casi todas las anáforas, pero el perfil no
siempre es el mismo. Las diversas tradiciones litúrgicas mantienen sutiles diferencias,
aunque no afectan para nada a la preocupación fundamental que me guía en este libro.
El inicio es llano, sin adornos: «Te damos gracias, oh Dios». Así de simple y así de
escueto. Es el modo como comienza la beraká hebrea, con el verbo eucharistein,
sinónimo de eulogein (barak) y afín a toda la gama doxológica. Como es habitual, la
anáfora está dirigida al Padre. En este caso, la acción de gracias está volcada en el
motivo cristológico: «por tu Hijo muy amado, Jesucristo».
Es importante el desarrollo que se introduce en este punto. Hay que señalar, de
entrada, que la evocación cristológica está enmarcada en un entorno histórico y temporal
(«en los últimos tiempos»), referido a la historia salutis. Señala los momentos centrales
de esa historia como la encarnación y el nacimiento («se encarnó y se manifestó como
hijo tuyo, naciendo del Espíritu Santo y de la Virgen»), la pasión («extendió sus brazos
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mientras sufría... Al entregarse voluntariamente a la pasión») y la resurrección («para
manifestar la resurrección»).
A Jesús lo define como salvador, redentor y mensajero del designio del Padre. Él es la
Palabra, el Logos inseparable del Padre, por quien ha creado todas las cosas. Es muy
importante esta referencia a la creación como motivo de alabanza y acción de gracias.
Tanto la tradición hebrea como posteriormente la cristiana han incluido siempre en este
momento una evocación del Dios creador, artífice de todo lo creado. En este caso, la
referencia a la creación viene vinculada a la mediación del Logos.
Quiero destacar ahora la espléndida forma como Hipólito describe los efectos
liberadores de la redención realizada por Cristo: destrucción de la muerte, aniquilación
de las cadenas del diablo, devastación del infierno, iluminación de los justos y
manifestación de la resurrección. En estas palabras aparece una profunda descripción,
llena de matices y de colorido, del misterio pascual de Cristo en toda la hondura de su
significado.
He de hacer notar que esta plegaria no introduce el sanctus, como tampoco parece
haberlo incluido la «anáfora caldea de los apóstoles» (Addiai y Mari)28. Por eso, los
motivos de la alabanza se deslizan holgadamente, sin interrupción alguna, hasta la
narración de la última cena, que aparece como el último eslabón de esa cadena de
motivos que estimulan la acción de gracias. Este hecho es una excepción, porque
prácticamente todas las anáforas conocidas incluyen el sanctus después de la acción de
gracias y antes del relato. En todo caso, el desarrollo ininterrumpido de los motivos nos
permite considerar el relato de la cena como un motivo más de la alabanza; al mismo
tiempo, nos deja entender mejor el carácter narrativo del relato, como una pieza más,
enmarcada en el conjunto de las maravillosas intervenciones de Dios en la historia.
«Cuando hagáis esto, hacedlo en mi memoria». Así terminan las palabras del relato de
la institución, con el mandato del Señor de repetir la cena en su memoria. Y esas
palabras dan pie al memorial, a la anamnesis: «Por eso, al celebrar el memorial de su
muerte y resurrección». Las palabras del mandato sirven de enganche con el memorial.
Es lo habitual. En la práctica totalidad de las anáforas, el memorial sigue
inmediatamente a las palabras del relato. En este caso, el contenido del memorial es
sumamente escueto: muerte y resurrección. Es la expresión resumida del misterio
pascual de Cristo. Junto a la celebración del memorial, se unen la ofrenda sacrificial («te
ofrecemos») y la acción de gracias («alabándote y dándote gracias»). De este modo se
condensan en este momento los perfiles esenciales de la eucaristía: el memorial, la
acción de gracias y la ofrenda sacrificial.
Como hemos visto en la beraká hebrea, el memorial de los eventos salvíficos
proclamados en la anáfora cristiana culmina en una actitud de petición y de súplica. En
este caso, es una plegaria de epíclesis, suplicando al Padre que envíe su Espíritu sobre la
Iglesia, y sobra la oblación de la Iglesia. Se suplica que el Espíritu congregue a la Iglesia
en la unidad. Porque el Espíritu es el garante de la unidad eclesial. Se pide también la
37
plenitud del Espíritu para todos los que participan en la celebración de los santos
misterios. De este modo, la comunidad de los participantes, llena del Espíritu, se siente
confirmada en la fe y en la verdad, dispuesta a alabar al Padre por medio del Señor
Jesucristo.
Me queda un punto por aclarar. Esta anáfora, que encontramos en la «Tradición
apostólica» de Hipólito de Roma, no es ni la predecesora del viejo Canon romano ni el
modelo de anáfora oficial que hubiera podido estar en vigor en la Iglesia romana del
siglo III. El texto que tenemos entre manos es una composición libre, llevada a cabo por
el presbítero romano Hipólito sin pretender en absoluto imponerla como una forma
obligatoria, sino ofreciéndola a eventuales celebrantes como una pauta, modelo o
adminículo para el ejercicio correcto de su ministerio. Esa fue, sin duda, la pretensión de
Hipólito, y así lo deja entender en unas palabras suyas que aparecen en la Tradición. Él
sabe que su plegaria no posee carácter impositivo alguno, ni es oficial, ni forma parte del
ritual romano en vigor. La advertencia de Hipólito aparece dos veces:
«Si alguno ofrece aceite, que [el obispo] dé gracias de la misma manera que para la ofrenda del pan y del vino;
no con las mismas palabras, sino con el mismo sentido»29.
«El obispo dé gracias [eucharistein] según hemos dicho antes. No es necesario en absoluto que diga las
mismas palabras que hemos propuesto nosotros, como si las hubiera estudiado de memoria para pronunciar la
acción de gracias [eucharistein]. Por el contrario, que cada uno ore según su capacidad. Si alguno es capaz de
orar largamente y de decir una oración solemne, está bien. Si otro, al orar, dice una plegaria más sencilla, que
nadie se lo impida. Lo importante es que su oración sea ortodoxa»30.
De los dos testimonios, el segundo es el más importante, el más explícito. En él se
alude a la anáfora propuesta por Hipólito, la cual, en la intención del autor, como he
indicado más arriba, no es un modelo fijo, impuesto, obligatorio. Es solo una ayuda, un
modelo que él ofrece para que quien lo desee pueda servirse de él para proclamar la
acción de gracias. Con una condición: que sus palabras se mantengan fieles a la
ortodoxia. Esa es la pretensión de Hipólito. Pero él sabe perfectamente que quien preside
la celebración dispone de un margen de libertad profética para proclamar la acción de
gracias con sus propias palabras. Este es el contexto en el que deben ser interpretadas sus
palabras.
Dejando aparte el tema de la libertad profética del orante, al que acabo de aludir,
quiero advertir, para terminar, que esta es la línea que da sentido y dinamiza la plegaria
eucarística atribuida a san Hipólito de Roma. Vemos en ella el perfil de las anáforas que
las iglesias irán redactando progresivamente. Vemos, además, en esta plegaria algo así
como un engarce que engancha las plegarias de la tradición judía, de las que se sirvió
Jesús con toda seguridad, con las plegarias de bendición, construidas en la comunidad
cristiana, que constituirán el rico patrimonio eclesial de las anáforas eucarísticas. Ese es
justamente el punto en el que nos encontramos, en el salto de la beraká hebrea a la
primera anáfora escrita de la tradición cristiana.
38
3. Proceso de creatividad y de expansión
El lector que sigue conmigo el hilo de esta reflexión ha podido observar el escaso
número de informaciones que hemos ido recogiendo a lo largo de los dos primeros
siglos. Casi no sabemos cómo se comportaban nuestros primitivos hermanos al celebrar
la eucaristía, ni qué cantaban, ni qué gestos hacían, ni qué palabras decía el obispo o el
presbítero al proclamar la acción de gracias. Pero en la segunda mitad del siglo III y, más
aún, a lo largo del IV, nos encontramos con una verdadera eclosión primaveral de
plegarias eucarísticas. Las iglesias van a empezar a producir importantes textos de
oración, especialmente anáforas eucarísticas. Poco a poco, en esta época, se van
configurando los grandes núcleos eclesiales de Oriente y Occidente, dando lugar a la
formación de las grandes tradiciones litúrgicas vinculadas a las iglesias más
representativas. Este es precisamente el momento histórico en el que deseo que nos
situemos. Me gustaría invitar al lector que me acompaña a ser testigo de este gran
alumbramiento; a ver cómo se configuran las grandes familias litúrgicas y cómo van
perfilándose los grandes textos de oración, esos venerables modelos de anáfora,
identificados con las iglesias que los han heredado y que custodian como grandes tesoros
de su patrimonio.
El devenir cronológico de los hechos nos obliga a prestar atención, en primer lugar, a
las iglesias de Oriente. Pero, antes, quiero hacer mías estas preciosas palabras de
Sánchez Caro y Martín Pindado: «Jerusalén, Antioquía, Alejandría, Constantinopla, no
son para un cristiano solo ciudades, sino la cuna y la casa de su propia religión. En
Jerusalén nació la eucaristía, una noche; en Antioquía comenzaron a llamarse cristianos
los que la celebraban; en Alejandría y Constantinopla la fe y la belleza se conjugaron
para darnos los modelos más acabados de la plegaria eucarística. Somos espiritualmente
orientales, espiritualmente hijos de los que en esas ciudades hicieron crecer nuestra fe;
conocerlos es conocernos; conocer las distintas formas de celebrar la eucaristía que
tienen es empezar a unirnos en torno a la Mesa común»31.
A lo largo de esta obra voy a citar con frecuencia diferentes textos de anáfora, pero mi
intención no es analizar pormenorizadamente, uno a uno, los textos de plegaria
eucarística. Lo que yo pretendo es diseñar el perfil de la plegaria eucarística en sí misma,
en sus líneas de fuerza, en lo que coinciden la mayoría de las anáforas y en lo que las
define como tales; voy a ir desgranando y comentando los momentos estructurales más
importantes de la anáfora, pero siempre en su perfil más esencial y definitivo, fijando mi
interés en ese modelo de plegaria que llamamos «anáfora». Sin embargo, para que el
lector pueda interpretar adecuadamente los textos citados, valorando la identidad de los
mismos, voy a ofrecer a continuación una visión de las diferentes familias o tradiciones
litúrgicas en cuyo entorno debemos enmarcar las diferentes anáforas.
39
a. Iglesias de Oriente
Al hablar de las tradiciones litúrgicas de Oriente suele establecerse una distinción
entre la tradición alejandrina, la tradición siro-oriental y la siro-occidental. Para no
salirme del guion, este es el orden que voy a seguir aquí. Es necesario diseñar las
características de cada una de estas tradiciones o ritos, y señalar alguna de las anáforas
propias de cada iglesia32.
1. La tradición alejandrina
Cuando hablo de la tradición alejandrina me refiero a las costumbres y usos litúrgicos
practicados en las iglesias del norte de Egipto, en la parte oriental del norte de África, en
las iglesias que se asientan en la cuenca del Nilo. Vamos a prestar atención, primero, a
las liturgias que constituyen el sustrato original de la tradición egipcia, las que le
confieren una identidad propia. Luego nos fijaremos en dos tradiciones que los expertos
consideran como dos ramas de la tradición alejandrina: la liturgia copta y la liturgia
etíope.
La anáfora que confiere una peculiar identidad a la tradición alejandrina es la Anáfora
de san Marcos33; es la más clásica y la que mejor representa el talante de las anáforas
alejandrinas. Su redacción original fue en griego, pero de esta redacción original apenas
han llegado hasta nosotros algunos fragmentos tardíos. Hoy se utiliza esta anáfora en
copto y en árabe. No voy a entrar en el análisis de los muchos interrogantes que plantea
la identidad del texto que conocemos y de las innegables influencias externas que ha
sufrido, sobre todo de la iglesia siro-occidental; sí es cierto, a pesar de todo, el carácter
venerable y antiguo de esta liturgia, que, a juicio de los expertos, bien podría remontarse
hasta el año 25034.
Hay que citar ahora otra anáfora, seguramente más antigua, pero menos representativa
de la tradición alejandrina; me refiero a la Anáfora de Serapión35. La llamamos así
porque se encontró en una colección de oraciones llamada comúnmente «Eucologio de
Serapión», hallada el año 1894 en un monasterio del monte Athos36. Se atribuye a
Serapión, obispo de Thmuis (339-362), en el delta del Nilo, amigo del anacoreta san
Antonio y del patriarca de Alejandría san Atanasio. Su anáfora reproduce vagamente el
esquema de las anáforas alejandrinas e introduce elementos de origen joánico, como los
pasajes en los que habla de la luz, de la vida y de la verdad; junto a estos encontramos
también vestigios de origen gnóstico y de resonancias semitas.
Son conocidas las estrechas relaciones entre la Iglesia de Capadocia y la Iglesia
alejandrina tanto a nivel teológico como también en el ámbito de la liturgia. Eso explica
la influencia siro-occidental en algunas anáforas alejandrinas. A este propósito, quiero
referirme a la Anáfora griega de san Basilio37. Ahora bien, conocemos diversas anáforas
que llevan este mismo nombre: una anáfora bizantina en griego, otra siríaca y otra
armenia. La más antigua es la que pertenece a la Iglesia alejandrina, conservada en
40
griego y en los dialectos coptos. A pesar de pertenecer al patrimonio alejandrino,
precisamente por la influencia siríaca en la tradición alejandrina, la estructura de esta
anáfora no es la alejandrina, sino la que se observa en las anáforas siríaco-occidentales.
La redacción de este texto puede remontarse a finales del siglo III o principios del IV.
a. La liturgia copta
Es una de las ramas de la liturgia alejandrina, de la que deriva y de la que ha recibido
una notable influencia. El idioma original que utiliza es el copto, que consta de dos
dialectos, el bohaírico, utilizado en el delta del Nilo, y el sahídico, propio del Alto
Egipto. Actualmente se usan ambos junto con el árabe.
Las anáforas utilizadas en la tradición copta son la Anáfora de san Cirilo38, que
reproduce el texto griego de la Anáfora de san Marcos; la Anáfora copta de san
Basilio39 y la Anáfora de san Gregorio Nacianceno40, de un uso reservado a las fiestas
del Señor. Esta anáfora, que puede remontarse a finales del siglo IV, fue utilizada en el
entorno cenobítico de un monasterio fundado por san Macario en el siglo IV. Quizás, la
característica más sobresaliente de esta anáfora sea que, desde el principio hasta el final,
está dirigida a Cristo y rezuma una piedad decididamente cristocéntrica y personalista.
b. La liturgia etíope
Esta es la liturgia más africana que conocemos. De las liturgias antiguas, es sin duda
la que más decididamente ha experimentado un proceso de inculturación en el medio
africano; son característicos de esta liturgia, ubicada en Etiopía y Abisinia, la viveza de
los cantos y de los ritmos, la gestualidad desenfadada y expresiva, el colorido
deslumbrante de las vestiduras sagradas, la calidad un tanto exuberante y prolija de los
textos de oración. En todo caso, es incuestionable su dependencia de la Iglesia
alejandrina, a cuyo patriarcado pertenece y cuyo primer obispo, un tal Fulgencio o
Frumencio, fue ordenado obispo por san Atanasio, en ese momento patriarca de
Alejandría41; es también destacable su pertenencia al entorno litúrgico alejandrino,
perceptible en el talante de sus ritos y en la estructura de sus anáforas.
La liturgia etíope cuenta con una veintena de anáforas42, muchas de ellas recogidas de
otras tradiciones y adaptadas a los usos de la Iglesia etíope, como las de san Basilio, la
de Santiago, la de san Marcos, la de san Cirilo, etc. Aquí solo voy a referirme a una
adaptación de la Anáfora de Hipólito, llamada por los etíopes Anáfora de nuestros santos
padres los apóstoles43, y a la Anáfora de san Epifanio44, escrita en lengua etiópica
antigua, conservada por la Iglesia monofisita actual. Es una anáfora que introduce las
intercesiones después del sanctus, como todas las alejandrinas, pero que suprime la
primera epíclesis antes del relato y la doxología al final de la plegaria. Está atribuida a
san Epifanio, obispo de Salamina, muerto el año 403. «La parte más importante es la
acción de gracias, que en típico estilo paralelístico oriental, no exento de belleza y
poesía, narra las alabanzas de Dios en la creación y redención»45.
41
Ahora tenemos que resumir todo lo dicho sobre la liturgia de Alejandría y establecer
algunas conclusiones importantes. Tenemos que hacer acopio de todo lo dicho y definir
la estructura de la anáfora alejandrina, la que le confiere identidad y la distingue de las
anáforas de las otras iglesias. Este es el esquema habitual de la plegaria eucarística en la
tradición del patriarcado de Alejandría:
1) Diálogo inicial.
2) Explosión de alabanza y acción de gracias.
3) Intercesiones.
4) Introducción al sanctus.
5) Epíclesis I.
6) Relato de la institución eucarística.
7) Anamnesis.
8) Epíclesis II.
9) Doxología.
Sobre el esquema propuesto, propio de la tradición egipcia, caben algunas
observaciones, muy breves y concisas. Habría que señalar, en primer lugar, la
introducción de las plegarias de intercesión, una larga lista de peticiones, antes del
sanctus. Este punto se alarga más o menos según el talante y el nivel de inspiración de la
anáfora. En segundo lugar, hay que hacer notar la existencia de dos epíclesis, una corta
antes del relato y otra más larga después de la anamnesis. La fidelidad al esquema es
relativamente flexible, y por eso en algunas plegarias advertimos un seguimiento
incompleto; de hecho, sobre todo en la tradición etiópica, no siempre se mantiene la
breve epíclesis antes del relato.
Sabemos que han existido leves contactos entre la liturgia de Roma y la tradición
alejandrina. Quizás sea expresión de esta cercanía la existencia de las plegarias de
intercesión antes del relato, junto con la presencia de una epíclesis en ese momento. La
epíclesis que sigue a la anamnesis es, sin duda, resultado de una clara influencia de la
liturgia antioquena en las anáforas alejandrinas.
2. La tradición siro-oriental (Edesa y Mesopotamia)
Nos ponemos ahora en contacto con las iglesias situadas en el extremo oriental de
Siria, al norte de Mesopotamia, cuya capital es Edesa, un extraordinario centro de
irradiación cristiana en todo el Oriente y, también, un centro polarizador de la corriente
nestoriana, lo cual contribuyó, sin duda, a rivalizar y ensombrecer la indiscutible
hegemonía del patriarcado antioqueno. Uno de los personajes más relevantes de la
región fue san Efrén, quien, en el año 363, fundó una importante escuela de teología, por
42
la que pasaron numerosos discípulos y que constituyó una decisiva fuente de proyección
cristiana.
Dirigimos ahora nuestra atención al tema de las anáforas. Solo encontramos cinco
modelos, pero aquí únicamente vamos a fijarnos en dos. En primer lugar, hay que
mencionar un texto venerable, cuya antigüedad se remonta a la primera mitad del siglo
III y que es contemporáneo de la Anáfora de Hipólito. Se trata de la Anáfora de Addai y
Mari, designada habitualmente como Anáfora caldea de los apóstoles46. Es una anáfora
que ha provocado muchos quebraderos de cabeza a los investigadores y que ha dado
lugar a numerosos y profundos estudios con el objetivo de definir el sustrato original de
la misma47. Sus problemas derivan, primero, de la ausencia de sanctus, con lo que esta
plegaria coincide con la de Hipólito; este hecho, además, confirma la hipótesis de
muchos expertos convencidos de la ausencia de sanctus en las anáforas más primitivas.
Y lo que resulta más sorprendente es que esta anáfora tampoco cuenta con el relato de la
institución de la eucaristía, aunque para muchos expertos el relato estuvo presente en la
primera redacción; resulta igualmente dudosa la presencia de la epíclesis. En todo caso,
se trata de una anáfora de contenido sumamente arcaico, con apuntes de carácter semita
y, en algún caso, de resonancias nestorianas. La insistencia en la teología del nombre de
Dios nos revela una fuerte influencia de la tradición hebrea.
Otra anáfora de la que deseo dejar aquí constancia es la Anáfora de Teodoro el
Intérprete48, atribuida por los nestorianos a Teodoro de Mopsuestia, aunque no resulta
creíble esta atribución de autoría a un presbítero residente en Antioquía. Es una plegaria
escrita originariamente en siríaco, perfectamente estructurada; está inspirada en la
Anáfora de Addai y Mari, aunque la perfecciona y suple ampliamente sus carencias.
Hay que presentar ahora la estructura que caracteriza a estas anáforas. Es esta:
1) Diálogo inicial.
2) Explosión de alabanza y acción de gracias.
3) Introducción al sanctus.
4) Plegaria tras el sanctus.
5) Relato de la institución eucarística.
6) Anamnesis.
7) Intercesiones.
8) Epíclesis.
9) Doxología.
Como puede observarse, hay una sola epíclesis, casi al final de la plegaria; las
intercesiones, siguiendo la tradición original ofrecida por Hipólito, van colocadas
también al final, después de la anamnesis.
43
3. La tradición siro-occidental (Antioquía)
Es, con toda seguridad, el núcleo más vigoroso de las iglesias de Oriente. Hay que
reconocer el prestigio de Antioquía por la fuerza expansiva que ejerció en todo el
Oriente cristiano, desde Jerusalén hasta Constantinopla, proyectándose luego por todos
los países eslavos, desde Serbia y Eslovenia hasta las regiones más extremas de Rusia y
de los Balcanes. Todo el fervor creativo, centrado en el patriarcado antioqueno, hay que
situarlo entre los siglos IV y V. Es la época en la que se crea buena parte de las plegarias
eucarísticas o anáforas, las que han definido el perfil más perfecto y acabado de esta
plegaria. Habrá que reseñar aquí desde la Anáfora de las Constituciones Apostólicas, que
se remontaría a la segunda mitad del siglo IV, a la Anáfora de los doce apóstoles, la de
san Juan Crisóstomo, la de Santiago, la de san Basilio, etc. Todas ellas son el resultado
de una impresionante floración litúrgica, extraordinariamente rica en contenido
teológico, en calidad literaria, riqueza poética y vigor expansivo. Las que han perdurado
son principalmente las anáforas de origen antioqueno y bizantino.
a. Liturgia modélica
Voy a comenzar con una pieza extraordinaria, por su extensión, por su riqueza y por el
ajustado equilibrio de sus partes. Es una anáfora perfecta, modélica. Tanto que, para no
deteriorarla, nunca fue destinada al uso de las iglesias, sino que permaneció siempre a
buen recaudo en algún armario de biblioteca. Es la Anáfora de las Constituciones
Apostólicas49, ubicada en el libro VIII, 12, 4-51. El autor, desconocido, sería de
tendencia arriana y judaizante; parece claro que el documento pertenece al entorno
litúrgico de la metrópoli antioquena, y puede remontarse a la segunda mitad del siglo IV.
Es una composición larga, prolija. Se extiende, sobre todo en la primera parte, al
proclamar la grandeza de Dios, la belleza de la creación y las maravillas de la Historia
salutis. Están cuidadosamente presentes todos los elementos que conforman una anáfora.
Es un modelo perfecto, algo así como una anáfora de referencia. Concluyo estas
apreciaciones con las siguientes palabras de Luis Maldonado: «Lo primero que llama la
atención es su extrema longitud. Es, sin duda, la anáfora más larga de todas las
conocidas. Eso ha hecho pensar que propiamente no fue compuesta para un uso litúrgico
real, sino de manera académica. [...] Es, pues, esta una macroanáfora, reflejo puro de un
esquema clásico, estructuralmente perfecto, pero ampliado como por una lente de
aumento en cada una de sus secciones, con carácter fuertemente didáctico»50. Algunos
estudios han venido comentando, desde hace varias décadas, la dependencia de esta
anáfora respecto a determinadas fuentes hebreas, especialmente en su primera parte. Así,
encontraríamos aquí de nuevo otra conexión y una fuerte dependencia de la anáfora
cristiana respecto a la bendición (beraká) judía.
b. Liturgia de Antioquía
Prestemos atención ahora a la Anáfora antioquena de los doce apóstoles51, fruto de la
exuberante floración litúrgica del siglo IV en la metrópoli de Antioquía. Se ha
44
conservado únicamente el texto siríaco, pero se supone accesible el original griego. Hay
que distinguir esta anáfora de otras que llevan su nombre, como la Anáfora maronita de
los doce apóstoles52. Es preciso resaltar también la gran semejanza de la plegaria
antioquena con la Anáfora de san Juan Crisóstomo, de la que me ocuparé seguidamente.
Un estudio comparativo de estas anáforas da como resultado la mayor antigüedad de la
primera y la dependencia de las dos últimas respecto a la anáfora antioquena, sin duda la
más antigua. A la luz del texto, es justo resaltar la estructura sumamente sencilla y lineal
que caracteriza a la Anáfora de los doce apóstoles, lo cual es precisamente un signo de
antigüedad. Vemos, además, cómo están presentes todos los elementos que forman la
anáfora: invocación a Dios, alabanza por la creación y redención, sanctus, institución,
anamnesis, epíclesis, ofrenda, intercesiones, doxología.
c. Liturgia de las iglesias ortodoxas
Nos fijamos ahora en la Anáfora de san Juan Crisóstomo53, que es posterior a la de
los doce apóstoles, de la que habría recibido un influjo importante. Los estudiosos
advierten la existencia de una fuente de inspiración determinante, de un tronco común,
en griego y en la zona antioquena, del que dependerían estas anáforas, y que se
remontaría a comienzos del siglo IV54. Por otra parte, tampoco parece resuelta la
paternidad de esta anáfora ni que san Juan Crisóstomo, a quien se le atribuye, sea
realmente su autor. El Códice Barberini, de finales del siglo VIII, donde se nos transmite
esta anáfora, no la atribuye al Crisóstomo, por lo que buena parte de los investigadores
actuales se muestran reacios a reconocer su paternidad literaria y no atribuyen ninguna
credibilidad histórica a la autoría de san Juan Crisóstomo, aunque sí admiten que pudo
dejar en ella su huella revisando y modificando el texto primitivo. Sin embargo,
debemos reconocer que esta anáfora se ha convertido en la principal de todo el Oriente
cristiano. La usan buena parte de las iglesias ortodoxas, desde las iglesias serbia y
eslovena hasta la rusa, pasando por las iglesias ucraniana, rumana, búlgara, griega,
melquita de Siria, etc.
d. Liturgia de Bizancio: Anáfora de san Basilio55
Hay cuatro anáforas con este nombre: la egipcia, la armenia, la siria y la bizantina, de
la que voy a tratar ahora. En realidad, son cuatro versiones diferentes de la misma
anáfora. La más corta y la más antigua es la egipcia, a la que ya me he referido
anteriormente, pero ninguna de ellas es la original. Supuestamente, san Basilio habría
remodelado el núcleo original de la anáfora egipcia, más escueta y concisa, para dar
lugar a esta otra, la bizantina, más elaborada y de mayor talla teológica, aunque también
más profusa y abultada. La impronta teológica de san Basilio marcó el perfil de esta
plegaria, dejando una clara huella de su teología trinitaria, de su brillante visión de la
oekonomia salutis y de su preocupación por destacar la divinidad de Cristo. En toda la
anáfora se siente el eco de la teología del siglo IV.
e. Liturgia de Jerusalén
45
La Anáfora griega de Santiago56, parte integrante de la exuberante tradición siroantioquena del siglo IV, es la más importante de las anáforas que hemos visto hasta
ahora. Es sorprendente la proliferación de imitaciones que ha provocado y la
extraordinaria implantación que ha experimentado, haciéndose presente en numerosas
lenguas y ritos orientales. Esta anáfora procede de Jerusalén. Evidentemente, a nadie
escapa la atribución fantasiosa e inviable de esta plegaria al apóstol Santiago, hermano
del Señor. Sin embargo, sí que es constatable el carácter jerosolimitano de la misma por
las abundantes coincidencias de su texto con el de las Catequesis mistagógicas de san
Cirilo de Jerusalén o de su sucesor Juan, de mediados del siglo IV. Voy a terminar esta
breve presentación haciendo una referencia a la calidad teológica de esta anáfora. Hay
que destacar su brillante estructura trinitaria, perceptible en sus diferentes partes:
evocación de la creación, al principio (Padre); proclamación de la redención, culminando
así la historia salutis (Hijo), y epíclesis al final de la anáfora (Espíritu Santo). Todo ello
envuelto en un impulso doxológico que penetra la oración desde el principio hasta el
final, en una atmósfera doxológica y de acción de gracias esencial en la plegaria
eucarística. Llama la atención, finalmente, la insistencia en el tema de la misericordia de
Dios, que aparece en todas sus partes, como eco persistente del claro influjo de la beraká
judía en la oración cristiana.
f. Liturgia armenia
Voy a concluir este repaso de las diferentes anáforas haciendo mención de la Anáfora
de san Atanasio57. Referencias históricas creíbles aseguran que la penetración del
cristianismo en Armenia fue debida a san Gregorio el Iluminador, a finales del siglo III.
Desde el principio estuvieron presentes en el desarrollo del cristianismo armenio
corrientes litúrgicas y doctrinales vehiculadas por la lengua griega y la lengua siríaca.
Podemos asegurar, en este sentido, que la liturgia bizantina antigua de san Basilio
aparece en uso en la iglesia de Armenia ya en el siglo IV. Respecto a las anáforas, hay
que señalar la existencia de once anáforas en lengua armenia. Aquí solo voy a referirme
a la de san Atanasio, que la más tradicional y la que siguen utilizando tanto los armenios
pertenecientes a la Iglesia ortodoxa como los armenios unidos a la comunión católica.
b. Iglesias de Occidente
Al pasar de Oriente a las iglesias de Occidente, el tema de las anáforas se nos plantea
de una forma diferente. Los textos que encontramos, en general, no son tan antiguos
como los de Oriente; con excepción de la tradición romana, las plegarias eucarísticas que
encontramos en las tradiciones milanesa, hispana y gálica son de hechura más reciente,
si bien en muchos casos algunas piezas aparecen inspiradas en fuentes antiguas, incluso
orientales. Al Canon romano, por otra parte, hay que reservarle un tratamiento especial.
Debemos subrayar aquí que la tendencia centralizadora de Roma terminó por abolir
todas las tradiciones litúrgicas autóctonas de las iglesias de Occidente. De hecho, una
buena parte de los códices litúrgicos romanos que conocemos han llegado hasta nosotros
46
salpicados de injerencias galicanas, incorporadas en suelo francés a los textos romanos.
Esta simbiosis de elementos romanos y galicanos terminó por desdibujar, en buena parte,
la identidad original de las liturgias. Los usos de la liturgia hispano-visigoda fueron
también abolidos en España, a finales del siglo XI, por obra y gracia del centralismo
romano promovido por el papa Gregorio VII, ayudado en este menester por los monjes
cluniacenses que penetraron por el norte de la península y llenaron desde monasterios de
las regiones del norte, cuya presencia trajo también la implantación de la liturgia
romana. En resumen, la desaparición de los ritos litúrgicos autóctonos y, por otra parte,
la implantación inflexible del rito romano en todas las iglesias acabaron por desactivar el
interés que pudiera tener una hipotética riqueza de anáforas en Occidente.
1. Canon romano
Hay que destacar, de entrada, la importancia del Canon romano58. Es la anáfora más
antigua y venerable de la Iglesia de Occidente, la que ha prevalecido desde los primeros
siglos, la que ha permanecido como plegaria eucarística única y la que, desde el siglo XI,
ha estado presente en todas las iglesias de la tradición latina.
No les resulta fácil a los estudiosos proponer un acercamiento a la fecha de
composición del Canon, y menos aún acordar una postura común sobre el problema. En
principio, como ya he señalado en su momento, existe cierta coincidencia en asegurar
que la anáfora romana de Hipólito, datada a principios del siglo III, no puede ser
considerada algo así como el antepasado del Canon. Las huellas más significativas, que
nos acercan a un hipotético texto original del Canon romano en la segunda mitad del
siglo IV, son unas palabras de san Ambrosio, obispo de Milán (374-397), en una
catequesis oral sobre los sacramentos59. Una lectura comparativa de los textos nos
permite apreciar la clara cercanía entre el texto de Ambrosio y el Canon romano60. En
opinión de Cipriano Vagaggini, «el Canon actual es el resultado de la transformación
que experimentó el primitivo Canon latino romano entre el siglo V y el VII. A partir de
san Gregorio Magno, ya no ha experimentado ningún cambio de especial
importancia»61.
Sobre el interés teológico del Canon romano caben algunas observaciones. Aunque la
liturgia de Roma solo cuenta con una única anáfora, el Canon romano, sin embargo, la
pluralidad de prefacios le confiere una frescura especial, una gran flexibilidad para
posibles adaptaciones y para un seguimiento de los acontecimientos redentores. Además,
hay que señalar la insistencia del canon en temas tan centrales como el de la ofrenda
sacrificial de Cristo, inmolado en la cruz, a la que se incorpora toda la comunidad de
fieles.
Junto a estos importantes valores, debería hacer mención de otros aspectos más
criticables del canon, como cierta amalgama desordenada de oraciones –hasta el punto
de parecer una especie de mosaico de plegarias– y una acusada persistencia en la idea de
47
la ofrenda sacrificial; se advierte, además, una presencia muy desdibujada de la epíclesis
y una ausencia teológica muy perceptible de referencias a la acción del Espíritu Santo.
2. Liturgia gálica y liturgia hispano-visigoda
El panorama que nos ofrecen estas tradiciones litúrgicas, la de la Galia y la hispánica,
es muy diferente. Son tradiciones que, en su núcleo original, están poco romanizadas y
han logrado conservar su pureza primitiva. Para acceder a las fuentes de la liturgia gálica
hay que recurrir al Missale gothicum62 y al Missale gallicanum vetus63; las fuentes de la
liturgia hispánica, para el asunto que nos ocupa, se encuentran en el Liber mozarabicus
sacramentorum64 y en el Liber ordinum65. Estos libros se remontan a los siglos VII y
VIII, aunque la liturgia que en ellos se contiene fue creada mucho antes, en los siglos V
y VI, inspirándose con toda seguridad en fuentes muy antiguas de Oriente y Occidente.
Tanto la tradición gálica como la hispano-visigoda disponen de una amplia variedad
de plegarias eucarísticas; en realidad, cada fiesta posee su propia anáfora. Aunque
algunos elementos de la plegaria son fijos e invariables, como el diálogo inicial, el
sanctus, el relato de la cena y la doxología final, hay, sin embargo, otros elementos que
varían en cada anáfora, y son los que le confieren identidad propia, como la illatio (o
contestatio, o immolatio en la liturgia gálica), que es la explosión de alabanza con que da
comienzo la anáfora; el post sanctus, que sirve de enganche con la narración de la última
cena; el post pridie (o post secreta o post mysterium en la liturgia gálica), que sigue al
relato de la cena y que comprende la anamnesis, la ofrenda y la epíclesis. Respecto a la
expresión illatio, utilizada en la liturgia hispana, hay que señalar su vinculación a la
palabra «anáfora», expresión que proviene de inferre, de donde deriva illatum.
Hay una importante singularidad que distingue las anáforas gálicas e hispanas de las
anáforas orientales. Mientras las anáforas orientales son un memorial que engloba la
totalidad de la oekonomia salutis, evocando las maravillosas intervenciones de Dios en
la historia, las plegarias hispanas y gálicas se orientan de una manera más directa al
misterio o a la fiesta que se celebra. En este sentido, cabría decir que las anáforas
occidentales han sido construidas, sobre todo, en dependencia del desarrollo del año
litúrgico y en conexión con las fiestas.
3. Liturgia de la Iglesia de Milán
Apenas si tiene interés para nuestro empeño el testimonio de la tradición milanesa.
Porque la liturgia de Milán, muy cercana a la de Roma, utiliza como plegaria eucarística
el Canon romano, al menos según el testimonio de los libros que han llegado hasta
nosotros, datados entre los siglos IX y X. En todo caso, la citación de algunas palabras
del Canon romano incluidas por san Ambrosio en una de sus catequesis sobre los
sacramentos, a la que me he referido anteriormente, atestigua con toda probabilidad el
uso de la plegaria romana en Milán ya en el siglo IV. Una de las fuentes principales para
48
el acceso a esta liturgia es el Sacramentario de Bérgamo, que se remonta a la mitad del
siglo IX66.
c. Las nuevas anáforas
Pero la etapa creativa no terminó en la Edad Media. La vena creativa de la Iglesia
sigue viva y continúa su actividad fecunda. Después de muchos siglos de atonía e
inactividad, en los que el Canon romano, la anáfora de la Iglesia de Roma, apenas si ha
experimentado cambio alguno, ahora, con motivo del Concilio Vaticano II, la reforma
litúrgica conciliar ha emprendido un camino de rejuvenecimiento y creatividad. En
efecto, la reforma litúrgica conciliar ha confeccionado un número importante de
prefacios y de plegarias eucarísticas nuevas. El Canon romano ha dejado de ser un
monolito solitario, incólume e intangible, para verse acompañado de otras anáforas. El
repertorio eucológico romano se ha visto copiosamente enriquecido, y los pastores
cuentan hoy con valiosas posibilidades de recambio.
Ahora vamos a tomar contacto con esta nueva producción de anáforas en la tradición
romana y, a continuación, examinaremos algunos ejemplos de libre creación, sin carácter
oficial. Me parece importante que nos hagamos cargo de la voluminosa catarata de
plegarias eucarísticas que proliferaron a raíz del concilio, originando así un nuevo
problema a la pastoral litúrgica, a la ortodoxia y al desarrollo de la reforma conciliar. La
pelota sigue en el tejado, y el problema aún no se ha resuelto.
1. Las anáforas de la reforma litúrgica
El día 23 de mayo de 1968, la entonces llamada S. C. de Ritos daba a conocer un
edicto por el que se promulgaban las nuevas plegarias eucarísticas y los nuevos prefacios
promovidos por la reforma litúrgica del Vaticano II. Eran el Canon romano, que apenas
sufrió retoque alguno, y luego las nuevas anáforas, la Plegaria eucarística II, la Plegaria
eucarística III y la Plegaria eucarística IV. A estas nuevas anáforas seguían los nuevos
prefacios, que servirían para complementar de manera más abundante a las nuevas
plegarias eucarísticas. Hay una variación que afecta a todas la anáforas, de la cual deseo
dejar constancia antes de presentar cada una de ellas. Me refiero a la pequeña coletilla
que se ha añadido a las palabras de consagración del pan: «Porque esto es mi cuerpo, que
será entregado por vosotros». Además, la normativa prescribe que el texto del relato (las
palabras de la consagración) sea el mismo en todas las anáforas. Habría que resaltar, con
carácter general, la exquisita habilidad de los expertos que han trabajado en la redacción
de estos textos: han sabido compaginar sabiamente el respeto a la tradición con una fina
sensibilidad para captar las tendencias espirituales de nuestro tiempo y los nuevos aires
de la teología posconciliar. Indudablemente, esto lo perciben los orantes al proclamar
estas plegarias.
a. Plegaria eucarística II
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Es la plegaria más breve, pero también la más condensada, la más nítida y la más
transparente. Los más entendidos se darán cuenta enseguida de que está estrechamente
inspirada en la Anáfora de Hipólito, que ya conocemos. Se han incorporado incluso
algunos párrafos enteros de la anáfora romana del siglo III. Como es obvio, se ha
introducido en el lugar adecuado el sanctus, ausente en el texto original, y la epíclesis,
colocada en la Anáfora de Hipólito después de la consagración, en esta plegaria se ha
colocado antes de las palabras del relato.
b. Plegaria eucarística III
Esta anáfora, que no cuenta con prefacio propio, es el resultado de un gran esfuerzo
técnico, de una inteligente preocupación por conectar con la tradición, tanto oriental
como occidental, y de una atenta sensibilidad para captar las inquietudes teológicas
impulsadas por el Vaticano II. Encontramos en ella el eco de plegarias de la tradición
hispano-galicana y citas textuales de las anáforas orientales de san Basilio y de Teodoro
el Intérprete. Podríamos asegurar que esta es la anáfora más libre y la que de forma más
genuina ha sabido plasmar el espíritu y las inquietudes de la reforma conciliar. No tiene
prefacio propio, lo cual da opción a poder utilizarla sirviéndose de cualquiera de los
prefacios existentes.
c. Plegaria eucarística IV
Esta anáfora recoge lo mejor y más genuino de la tradición siro-antioquena. Se percibe
ya al comienzo. El motivo de la acción de gracias se presenta más desarrollado que en
las otras plegarias eucarísticas. Esta anáfora se prolonga ampliamente antes y después
del sanctus. Después de alabar a Dios por su bondad y su grandeza, la plegaria se
extiende evocando las grandes acciones de Dios en la historia de la salvación y concluye
con la evocación cristológica. Como sucede en todas las plegarias romanas, la epíclesis,
que en la tradición siríaca se coloca después del relato, aquí se traslada y se ubica antes
del relato. De este modo, la ortodoxia romana resuelve el problema que plantea a los
católicos la ubicación de la epíclesis después de la consagración. La normativa prescribe,
como es obvio, que esta anáfora debe utilizarse siempre, y no con otro prefacio, sino con
el que acompaña y forma parte integrante de la misma.
d. Las últimas anáforas romanas
Estas anáforas fueron apareciendo poco a poco, progresivamente, completando así con
amplitud la serie que se publicó en 1968; pero su promulgación definitiva tuvo lugar en
la tercera edición típica del Misal romano de 2002. Se puede decir que estas anáforas
desterraron el latín en su confección, ya que muchas de ellas fueron redactadas
directamente en francés o en alemán. Esto las ha dotado de una gran frescura literaria y
de una gran sintonía con los nuevos aires de la pastoral y de la teología contemporáneas.
Para que esta información no quede incompleta, voy a enumerar estas nuevas plegarias:
– Anáforas de reconciliatione:
Iª (La reconciliación como retorno al Padre).
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IIª (La reconciliación con Dios, fundamento de la concordia humana).
– Anáforas pro variis necessitatibus:
V/a (Dios guía a su Iglesia).
V/b (Jesús, nuestro camino).
V/c (Jesús, modelo de caridad).
V/d (La Iglesia, en camino hacia la unidad).
– Anáforas pro missis cum pueris:
Son tres anáforas diferentes, caracterizadas por su lenguaje sencillo, cercano a los
niños, rico en imágenes poéticas y abundante en intervenciones por parte de la asamblea
de niños.
2. Anáforas de libre creación
He presentado las anáforas oficiales confeccionadas a raíz del Concilio y que ahora
forman parte de la liturgia romana renovada. Las encontramos en los nuevos libros
litúrgicos. Pero hay otras, no oficiales, de fabricación casera, creadas libremente, a
impulsos de una creatividad a veces poco controlada. No tengo intención de verter aquí
un comentario crítico sobre este hecho. Solo deseo dejar constancia de la realidad,
favorecida sin duda por el uso de las lenguas vivas, por el amplio margen de creatividad
impulsado por la reforma y por las vehementes ansias de creatividad acrecentadas en la
Iglesia a raíz del Concilio.
Solo voy a reseñar las colecciones más importantes. El fenómeno posconciliar fue de
tales dimensiones que me resultaría difícil, por no decir imposible, reseñar aquí de
manera exhaustiva toda la ingente producción eucológica aparecida en los años que
siguieron al Concilio. Un colega mío, profesor también de una universidad pontificia,
calculaba por metros la cantidad de libros sobre creaciones litúrgicas de fabricación
casera instalados en las estanterías de su biblioteca particular. Es importante, sin
embargo, sentir los aires que se respiran en estas plegarias y el tono de sus textos, pues
son un reflejo de las inquietudes y de la sensibilidad que han venido marcando a las
generaciones que han protagonizado el posconcilio.
a) El proyecto del P. Vagaggini. Il Canone della Messa e la riforma liturgica, Elle Di
Ci, Turín 1966, 109-121.
b) Anáfora para las fiestas de la Virgen. M. Berti y I. M. Calabuig, «Due progetti di
canone eucaristico per il rito romano nella luce ecuménica», Ephemerides Liturgicae
81, 1967, 144-49.
51
c) Colección de anáforas de H. Oosterhuis. Versión francesa: Quelqu’un parmi nous,
París 1968.
d) Anáfora secularizada. Esta anáfora está inspirada en el pensamiento de Dietrich
Bonhöffer y se publicó en Paroisse et Liturgie 3, 1968, 270-272.
e) Colección de anáforas de Jean Galot Scoprire l’eucaristia, Citadella, Asís 1970.
f) Plegarias de la comunidad. Es la colección española confeccionada por Casiano
Floristán, Luis Maldonado y Arturo Pascual (Madrid 1975). Hay anáforas para los
domingos de los tres ciclos. Son plegarias redactadas en función de un tema sugerido
por las lecturas de la misa.
52
1 Este asunto lo trata con detenimiento Luis Maldonado, La plegaria eucarística. Estudios de teología bíblica y
litúrgica sobre la misa, BAC, Madrid 1967, 57-75. Puede verse también: A. G. Link, «Bendecir, bendición», en L.
Coenen – E. Beyreuther – H. Bietenhard, Diccionario teológico del Nuevo Testamento, I, o. c., 173-180; H. H.
Esser, «Acción de gracias», ibíd., 54-57; S. Aalen, «Gloria», ibíd., II, 227-234.
2 G. Giraudo ofrece una interpretación diferente, de la que quiero dejar aquí constancia. Para él, basándose en el
testimonio de las anáforas siríacas, el vocablo eucharistein estaría relacionado con el verbo hebreo jadah, de
origen semita y que significa «confesar» (G. Giraudo, La plegaria eucarística, culmen y fuente de la divina
liturgia, Sígueme, Salamanca 2012, 30-35).
3 B. Botte, Le canon de la messe romaine. Edition critique, Mont-César, Lovaina 1935, 51.
4 Ibíd., 51-52.
5 Cf. L. Maldonado, Eucaristía en devenir, Sal Terrae, Santander 1997, especialmente pp. 137-194; E. Mazza,
Dall’ultima cena all’eucaristia della Chiesa, EDB, Roma 2014; íd., L’anafora eucaristica. Studi sulle origini,
Edizioni Liturgiche, Roma 1992; Th. Talley, «Structures des anaphores anciennes et modernes», en La Maison
Dieu 191 (1992) 15-43.
6 En este asunto me ajusto a la opinión de Joachim Jeremias, La última cena. Palabras de Jesús, Cristiandad,
Madrid 1980.
7 J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística. Textos de ayer y de hoy, La Muralla,
Madrid 1969, 72-75; L. Ligier, «Textus liturgiae Iudaeorum», en A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica. Textus e
variis liturgiis antiquioribus selecti, Editions Universitaires, Friburgo (Suiza) 1968, 26-29.
8 Un estudio muy documentado y sugerente sobre este asunto puede verse en L. Ligier, «De la cène de Jésus à
l’anaphore de l’Eglise», en La Maison Dieu, 87 (1966) 7-51.
9 Texto perteneciente a Misnah Pesahim X, 5. L. Ligier, «Textus liturgiae iudeorum», en A. Hänggi – I. Pahl,
Prex eucharistica..., o. c., 26-28.
10 Misnah Pesahim, X,5 L. Ligier, «Textus liturgiae iudeorum», en A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica..., o.
c., 24.
11 J. Ibáñez – F. Mendoza, Melitón de Sardes. Homilía sobre la Pascua, Eunsa, Pamplona 1975, 182-183.
12 Misnah Pesahim, X, 5. L. Ligier, «Textus liturgiae Iudaeorum», en A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica...,
o. c., 24.
13 Misnah Pesahim, X, 6 L. Ligier, «Textus liturgiae iudeorum», en A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica..., o.
c., 25-26; J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 71-72.
14 La edición española la encontramos en Daniel Ruiz Bueno, «Doctrina de los doce apóstoles», en íd., Padres
apostólicos, BAC, Madrid 1965, 29-98. Para un estudio más amplio del tema, puede verse J. P. Audet, La
Didaché. Instructions des Apôtres, Editions Gabalda, París 1958.
15 D. Ruiz Bueno, Padres apostólicos, o. c., 86.
16 Ibíd., 87-88.
17 Ibíd., 91.
18 J. M. Bernal, Para vivir el año litúrgico..., o. c., 49-71.
19 Véase sobre este asunto J. M. Bernal, «Profetismo, doxología y anamnesis en la anáfora de la Iglesia», en
Escritos del Vedat, 42 (2012) 111-161, especialmente 128-135. Véase, además, J. M. Sánchez Caro – V. Martín
Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 146, nota 19.
53
20 L. Maldonado, La plegaria eucarística. Estudios de teología bíblica y litúrgica sobre la misa, BAC, Madrid
1967, 341.
21 L. Maldonado, La plegaria eucarística..., o. c., 348.
22 J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 131-132; Daniel Ruiz Bueno,
Padres apostólicos, o. c., 256.
23 J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 132; Daniel Ruiz Bueno,
Padres apostólicos, o. c., 257.
24 J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 133-134; Daniel Ruiz Bueno,
Padres apostólicos, o. c., 258-259.
25 J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 134; Daniel Ruiz Bueno, «San
Justino. Diálogo con Trifón, 41», en Padres apostólicos, o. c., 369.
26 Para conocer la problemática, véase Bernard Botte, La Tradition Apostolique de Saint Hippolyte. Essaie de
reconstitution, Liurgiewissenschaftliche Quellen und Forschungen, 30, Münster 1963.
27 J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 135-137; L. Maldonado, La
plegaria eucarística..., o. c., 357-359; B. Botte, La Tradition Apostolique de Saint Hippolyte..., o. c., 10-17.
28 L. Maldonado, La plegaria eucarística..., o. c., 368-390; L. Bouyer, Eucharistie. Théologie et spiritualité de
la prière eucharistique, Desclée, París 1966, 137-185; J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración
eucarística..., o. c., 210-214.
29 B. Botte, La Tradition Apostolique de Saint Hippolyte..., o. c., 19.
30 Ibíd., 29.
31 J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 155.
32 A. Raes, Introductio in liturgiam orientalem, Roma 1947.
33 J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 164-176; A. Hänggi – I. Pahl,
Prex eucharistica. Textus e variis liturgiis antiquioribus selecti, Friburgo 1968, 101-115; F. E. Brightman,
Liturgies Eastern and Western being the Texts original or traslated of the principal Liturgies o the Church, vol. I,
Clarendon Press (primera edición 1896), Oxford 1965, 1967, 113-143.
34 J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 158 y164; L. Maldonado, La
plegaria eucarística..., o. c., 445-450.
35 J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 185-189; A. Hänggi – I. Pahl,
Prex eucharistica, o. c., 128-133.
36 El Eucologio fue publicado por F. X. Funk, Didascalia et Constitutiones Apostolorum II, Paderborn 1905,
158-195.
37 J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 177-184; A. Hänggi – I. Pahl,
Prex eucharistica, o. c., 347-357.
38 A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica, o. c., 135-139; L. Maldonado, La plegaria eucarística..., o. c., 44845; F. E. Brightman, Liturgies Eastern and Western, o. c., 144-187.
39 J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 177-184; A. Hänggi – I. Pahl,
Prex eucharistica, o. c., 347-357.
40 J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 190-198; A. Hänggi – I. Pahl,
Prex eucharistica, o. c., 358-373.
54
41 Sagrada Congregación para las Iglesias Orientales, Oriente cattolico. Cenni storici e statistiche, Ciudad del
Vaticano 1962, 124-126.
42 Un selección importante de anáforas etíopes puede verse en A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica, o. c.,
142-203.
43 A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica, o. c., 144-149; F. E. Brightman, Liturgies Eastern and Western, o. c.,
194-244.
44 J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 199-208; A. Hänggi – I. Pahl,
Prex eucharistica, o. c., 184-188.
45 J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 199.
46 J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 210-214; A. Hänggi – I. Pahl,
Prex eucharistica, o. c., 375-380; F. E. Brightman, Liturgies Eastern and Western, o. c., 247-305.
47 Para una información adecuada de la polémica puede verse L. Maldonado, La plegaria eucarística..., o. c.,
368-390.
48 J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 214-223; A. Hänggi – I. Pahl,
Prex eucharistica, o. c., 381-386.
49 J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 227-239; A. Hänggi – I. Pahl,
Prex eucharistica, o. c., 82-95.
50 L. Maldonado, La plegaria eucarística..., o. c., 399 y 400.
51 J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 239-244; A. Hänggi – I. Pahl,
Prex eucharistica, o. c., 265-268.
52 Citada por L. Maldonado, La plegaria eucarística..., o. c., 408.
53 J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 260-265; A. Hänggi – I. Pahl,
Prex eucharistica, o. c., 223-229; F. E. Brightman, Liturgies Eastern and Western, o. c., 309-344.
54 L. Maldonado, La plegaria eucarística..., o. c., 413.
55 J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 252-260; A. Hänggi – I. Pahl,
Prex eucharistica, o. c., 230-243; F. E. Brightman, Liturgies Eastern and Western, o. c., 400-411.
56 J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 244-252; A. Hänggi – I. Pahl,
Prex eucharistica, o. c., 244-261.
57 J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 265-273; A. Hänggi – I. Pahl,
Prex eucharistica, o. c., 319-326.
58 B. Botte, Le Canon de la messe romaine. Edition critiquee, Abbaye de Mont César, Lovaina 1935; C.
Vagaggini, Il Canone della Messa e la riforma liturgica. Problemi e progetti, Ellle Di Ci, Turín - Leumann 1966;
J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 332-337.
59 B. Botte (ed.), Ambroise de Milan. Des sacrements. Des mystères. L’explication du symbole, Cerf, París
1961; C. Basevi, San Ambrosio. La iniciación cristiana. La explicación del símbolo. Los sacramentos, los
misterios, Rialp, Madrid 1977; J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 327329.
60 Me parece muy importante la observación de Luis Maldonado a este propósito: «A nosotros nos interesa el
hecho de que todos los autores coinciden en considerar como romano el formulario eucarístico del tratado
catequético De sacramentis» (L. Maldonado, La plegaria eucarística..., o. c., 457).
55
61 C. Vagaggini, Il Canone della Messa e la riforma liturgica. Problemi e progetti, Ellle Di Ci, Turín Leumann 1966, 63.
62 L. C. Mohlberg (ed.), Missale Gothicum, Herder, Roma 1961.
63 L. C. Mohlberg (ed.), Missale Gallicanum Vetus, Herder, Roma 1958.
64 Marius Ferotin (ed.), Le Liber Mozarabicus Sacramentorum et les manuscrits mozarabes, París 1912.
65 Marius Ferotin (ed.), Le Liber Ordinum en usage dans l’Eglise wisigothique et mozárabe d’Espagne du
cenquième au onzième siècle, París 1904.
66 A. O. Paredi y G. Fassi, Sacramentarium Bergomense, Monumenta Bergomensia, Bérgamo 1962.
56
III. La anáfora por dentro
Ahora comienza la parte más importante de este libro. Mi pretensión es ofrecer una
ayuda a los pastores, a los responsables de la celebración eucarística, a quienes han
asumido el servicio de presidir y animar la asamblea pronunciando la acción de gracias,
la anáfora. Mi ayuda va a consistir en ahondar en el sentido profundo que da consistencia
a esta plegaria, en detectar el movimiento espiritual y el nervio íntimo que da cuerpo y
dinamismo a la anáfora. Lo voy a hacer mirando de cerca los venerables modelos de
anáfora donde los reconocidos maestros y pastores de las grandes iglesias han vertido
sus conocimientos teológicos y su experiencia sacramental. No quiero que mis
reflexiones sean el resultado de elucubraciones mentales abstractas, sino el reflejo de una
lectura sosegada y atenta de los grandes textos de anáfora. Esos textos marcan el modelo
y la guía para una comprensión profunda de la plegaria eucarística1.
Pero, antes de nada, vamos a hacer algo así como un alto en el camino. Voy a mirar
hacia atrás y voy a hacer acopio de los datos que hemos ido descubriendo. Hemos
recorrido juntos, el lector y yo, un camino de acercamiento al mundo de las anáforas;
desde una toma de contacto con la tradición litúrgica judía, hemos conocido el entorno
de las comidas rituales hebreas, especialmente el de la cena pascual, y hemos llegado a
descubrir el tipo de plegaria, de bendición (beraká), que pudo haber pronunciado Jesús
con toda probabilidad en el momento de la cena, al instituir la eucaristía. Todo esto nos
permite asegurar que la plegaria eucarística cristiana, nuestra anáfora, no es sino la
continuación de la bendición que pronunció Jesús sobre el pan y sobre la copa. Poco a
poco, y con mucha cautela, dada la escasez de documentos y de testimonios, hemos ido
siguiendo el rastro a ese interesante proceso que ha experimentado la comunidad
cristiana en los tres primeros siglos para crear la plegaria cristiana de bendición,
inspirándose con toda seguridad en la beraká judía y adueñándose de no pocos
elementos que, a lo largo del tiempo, se han ido integrando en la anáfora cristiana. Es lo
que pudimos comprobar al tomar contacto con los primitivos textos de oración de la
Didajé y con las anáforas más venerables, la romana de Hipólito y la siríaca de Addai y
Mari.
Luego, entrado ya el siglo IV, hemos presenciado el poderoso alumbramiento de la
gran familia de anáforas surgido en las iglesias, sobre todo en Oriente, como un
exuberante florecimiento primaveral rejuvenecedor y lleno de vida. Hemos visto cómo
se ha ido forjando el abundante patrimonio litúrgico de las iglesias, que para nosotros
representa hoy el espejo en el que nos debemos mirar y la pauta que debemos observar
57
para proseguir el insustituible proceso creador al que las iglesias no pueden nunca
renunciar.
58
1. Los elementos integrantes de la anáfora
Antes de adentrarnos en el conocimiento y en el aprecio profundo de la anáfora,
tenemos que conocer su estructura, su perfil espiritual, el juego de sus partes integrantes,
los sentimientos y la mística que enciende su lenguaje en el corazón de los orantes.
Porque la anáfora posee un rostro claramente definido, que la distingue de cualquier otro
tipo de plegarias. Y esto no es un apriorismo; lo deducimos de la lectura atenta y del
examen de las diferentes anáforas que constituyen el acervo espiritual de las iglesias. No
todas las anáforas son iguales, pero todas tienen unos rasgos comunes que las definen y
las identifican.
De momento, vamos a hacer una presentación, somera, por supuesto; en realidad, una
enumeración de los elementos que se encuentran siempre en cualquier anáfora. Son los
que definen su identidad. Luego veremos cómo se relacionan estos elementos dentro de
la anáfora. Porque no siempre aparecen en el mismo lugar ni se relacionan del mismo
modo. Este dato constituye una de las señas de identidad de cada grupo de anáforas en el
marco de cada iglesia.
– Diálogo inicial.
– Alabanza teológica.
– Sanctus.
– Alabanza por las mirabilia Dei.
– Relato de la cena.
– Anamnesis.
– Epíclesis.
– Intercesiones.
– Doxología.
59
2. Invitación a la alabanza
Me refiero al comienzo de la anáfora. Todas las plegarias, de Oriente y Occidente,
comienzan con un diálogo breve, sencillo, que le permite al presbítero que preside hacer
una vigorosa invitación a la asamblea para que se una a él en la plegaria, para que
sintonice con él y para que prorrumpa en un ferviente canto de alabanza.
Este diálogo lo hace siempre el que preside, el obispo o el presbítero, a quien
corresponde proclamar la eucaristía. Tiene tres partes, todas ellas dialogadas, por
supuesto. La primera es un saludo que unas veces reviste la forma simple de «el Señor
esté con vosotros»y otras, sobre todo en las anáforas siro-antioquenas, utiliza una
formula trinitaria de saludo, sirviéndose casi siempre del texto paulino «la gracia del
Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo esté con todos
vosotros» (2 Cor 13,13). Al repasar el desarrollo de las anáforas, percibimos enseguida,
dentro de cierto tono uniforme, una gran variedad de modalidades; las distintas
tradiciones litúrgicas utilizan formas diferentes de saludo, lo cual nos permite pensar
que, dentro de un respeto a la unidad, caben formas diferentes, espontáneas, flexibles,
para saludar a la asamblea.
La segunda parte viene a ser una llamada vigorosa y eufórica a levantar el corazón, la
mente, las conciencias, el entendimiento, el espíritu. Las diversas anáforas desarrollan
libremente, a su gusto y según su talante, este grito de invitación. Porque la acción de
gracias solo responde a un impulso espiritual del corazón, del alma. Es muy importante,
por ello, que el orante, al pedir a la asamblea que levante el corazón, lo haga con brío,
con toda la fuerza de su alma creyente, no como quien recita una canción sabida y
monótona; él debe contagiar a la asamblea y transmitirle un ardiente impulso espiritual.
La tercera parte es una invitación a la acción de gracias: «Gratias agamus Domino
Deo nostro». La expresión «gratias agere», como hemos visto anteriormente, equivale al
hebreo barak, al griego eucharistein o eulogein y a los sinónimos latinos laudare,
benedicere o gratias agere. En todo caso, los expertos suponen que esta fórmula se
inspira en las oraciones hebreas de bendición para antes de las comidas rituales (birkat
ha zimmun) o para antes de la cena de Pascua (birkat ha mazon)2. El sacerdote que
preside y se dirige al pueblo reunido le invita no a cualquier cosa, sino a prorrumpir en la
alabanza y en la acción de gracias, a proclamar ardientemente la eucaristía; porque la
oración de bendición, la anáfora, no es una plegaria cualquiera, sino un canto
emocionado, gozoso y vibrante por todo lo que Dios es y hace, por sus acciones
maravillosas, por sus intervenciones fantásticas. Por todo ello le cantamos, le
glorificamos y le damos gracias. El sacerdote que invita a la asamblea debe cargar de
fuerza sus palabras, transmitiendo a la asamblea emoción y entusiasmo, para que los
60
invitados a la mesa del Señor se sientan unidos a él y proclamen con gozo la acción de
gracias.
Para integrarse plenamente en la oración de alabanza que pronuncia el sacerdote, la
asamblea orante no precisa suplantar al presbítero o sustituirle; él es la voz que preside y
guía la plegaria de toda la comunidad; él no impone su voz, ni anula a la asamblea; él
reúne y hace suya la voz orante de toda la asamblea del pueblo de Dios; en su voz se
identifica el canto de alabanza, vigoroso y vibrante, de la comunidad reunida. No es
necesario que toda la asamblea diga a coro la anáfora; el orante que preside lo hace en
nombre de todos. En su voz se siente presente la voz de todo el pueblo3.
61
3. Una alabanza exultante y vigorosa
«Vere dignum et iustum est». Así comienza habitualmente la anáfora. Es una fórmula
convencional que conecta con las últimas palabras del diálogo inicial y expresa el
sentido profundo de la plegaria eucarística: alabar a Dios, glorificarle, bendecirle, darle
gracias. Aquí, cada plegaria se manifiesta de forma diferente, abundando en mayor o
menor medida en estas expresiones, en buena parte sinónimas. Esta alabanza, al menos
en este primer momento, que en la liturgia romana coincide con el prefacio, va dirigida a
Dios por lo que él es: por su bondad, su sabiduría, su poder, su amor infinito, su
misericordia. También aquí la riqueza expresiva de las anáforas se explaya
profusamente, según el talante de cada plegaria. En ese momento, la oración es
eminentemente teológica. No se evoca lo que Dios hace, sino lo que él es. El orante da
gracias no por los beneficios que recibe de Dios (beneficia Dei), sino por lo que él es en
sí, por su grandeza, por su inmensidad, por su gloria desbordante.
Es importante señalar que esta proclamación, que llamamos «teológica», dista mucho
de cualquier forma de discurso teológico convencional. No busquemos en estos textos
las precisiones teológicas ni el rigor académico exigible en un desarrollo teológico
sistemático. En este caso, como vamos a ver, el discurso es libre, diáfano, nada
convencional, ni sistemático; a veces desbordante y siempre cargado de lirismo y poesía.
Es, con toda seguridad, la mejor conjunción de la teología con la doxología. Es la
teología hecha poesía y oración.
a. Descubrir el rostro de Dios
Quizás deba comenzar resaltando la forma como se inician estas plegarias. Aparte de
la fórmula estereotipada consabida del «realmente es justo y necesario» (Vere dignum et
iustum est), repetido en casi todas las anáforas, hay que destacar la explosión doxológica
introductoria. Es como el pórtico de la plegaria, lo que marca y señala el horizonte
espiritual de alabanza y acción de gracias en el que va a moverse toda la oración. Voy a
proponer algunos testimonios más significativos. En primer lugar, ofrezco la Anáfora
copta de san Gregorio Nacianceno, perteneciente a la familia litúrgica alejandrina.
Habría que datarla en el siglo IV. Esta anáfora se usa habitualmente para las fiestas del
Señor: Navidad, Epifanía y Pascua. Lo más destacable, por la singularidad del hecho, es
que, desde al principio hasta el final, la plegaria va dirigida a Cristo, lo cual revela una
espiritualidad eminentemente piadosa y cristocéntrica.
«Es justo y necesario alabarte, bendecirte, servirte, adorarte y glorificarte, a ti, el único verdadero Dios, amigo
de los hombres; inefable, invisible, no engendrado, sin principio, eterno, atemporal, inconmensurable,
inexplorable, inmutable, creador de todo, salvador de todos. [...] Tú eres el mismo Ser, Señor, Dios verdadero
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de Dios verdadero; tú nos has revelado el esplendor del Padre; tú nos has regalado el verdadero conocimiento
del Espíritu Santo»4.
En esta misma línea de profusión de expresiones doxológicas y de alabanza, hay que
citar la Anáfora griega de Santiago, perteneciente a la tradición antioquena y vinculada a
la Iglesia de Jerusalén. Habría que datarla de finales del siglo IV o principios del V.
Sigue después otro fragmento de la Anáfora bizantina de san Basilio, perteneciente a la
tradición siro-occidental y datada de los siglos IV-V. Finalmente, incorporo a este grupo
un fragmento de una plegaria eucarística galicana utilizada en la vigilia pascual. El
fragmento pertenece a la inmolatio (prefacio) con la que comienza la plegaria de acción
de gracias.
«Realmente es justo y necesario alabarte, celebrarte con himnos, bendecirte, adorarte, glorificarte, darte gracias
a ti, creador de toda criatura, visible e invisible»5.
«Realmente es justo y necesario celebrarte con himnos, bendecirte, adorarte a ti, el que eres, dueño de todo,
Señor, Dios Padre omnipotente, único Dios verdadero»6.
«Realmente es justo y necesario darte gracias aquí y en todo lugar, cantarte alabanzas, inmolarte sacrificios y
proclamar tus misericordias, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno»7.
No hace falta ofrecer más testimonios para asegurar que, sin duda alguna, las
expresiones que más se repiten son las invitaciones a la acción de gracias y a la alabanza.
Esos son los sentimientos y la actitud espiritual dominante en todos los modelos de
anáfora.
Hay que destacar ahora la forma de referirse a Dios de estos textos, empleando
siempre la forma apofática y resaltando de manera negativa lo que Dios no es:
«increado, inescrutable, inefable, incomprensible» (Anáfora de Serapión8); «invisible,
no engendrado, sin principio, eterno, atemporal, inconmensurable, inexplorable,
inmutable» (Anáfora de san Gregorio Nacianceno9); «inefable, inconcebible, invisible,
inaprehensible, siempre el mismo, el mismo eternamente» (Anáfora de san Juan
Crisóstomo10); «inefable, incomprensible y eterno» (Plegaria eucarística galicana11).
Son solo unos ejemplos, pero hay muchos más. Reflejan la forma que utilizan estas
plegarias para hablar de Dios no confesando lo que es, de manera positiva, sino lo que no
es.
Para establecer cierto contrapeso, voy a citar a continuación un texto peculiar, extraído
de una plegaria de fabricación libre, marcada por un tono un tanto secularizado y nada
convencional; pero debo reconocer que este fragmento no carece de un innegable
lirismo, cercano a las nuevas divagaciones teológicas:
«Realmente es bueno y justo, es propio de nuestra dignidad de hombres y de nuestra alegría de creyentes, darte
gracias, Dios, Padre nuestro, por haberte revelado a nosotros como un Dios de amor. Si alguien te conoce es
porque tú te has revelado a él, y solo el que te conoce tiene el secreto del amor.
Infinitamente grande, tú no eres, sin embargo, el infinitamente lejano, sino el más próximo a nosotros. Y
cuando estamos hundidos, tú nos asientas no sobre tu poder en el mundo, sino sobre la debilidad de tu Hijo.
Con él te has dejado expatriar del mundo sobre la cruz. En él nos prestas socorro no en virtud de tu poder, sino
a causa de tu sufrimiento. Por él nos liberas de nuestros cuidados y nos atraes hacia ti con la fuerza de tu amor.
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Ya seamos justos o injustos, enfermos o fuertes en la vida, para vivir en la plenitud de nuestra tarea humana,
con nuestro ser entero nos echamos en tus brazos: ¿cómo hundirnos en el fracaso cuando superamos con tu
Hijo la prueba del desierto? ¿Cómo envalentonarnos en el triunfo cuando llevamos con el Salvador la cruz de
nuestros pecados?
Por eso, unidos a cuantos nos precedieron, cuya vida fue iluminada por tu presencia, los que marchamos
todavía por los caminos de la tierra cantamos con acción de gracias tus venidas incesantes en medio de
nosotros y proclamamos con una sola voz: “Santo, Santo, Santo...”»12.
b. El Dios de los filósofos
Me llama la atención, por otra parte, el tono filosófico utilizado con frecuencia en las
anáforas para encomiar la grandeza de Dios, su poder, su inmensidad, su ser infinito y
eterno. Es un lenguaje con cierto sabor metafísico y abstracto, y, sorprendentemente, un
tanto alejado del lenguaje bíblico, lleno de expresiones antropomórficas, más cálidas y
cercanas a lo humano. Voy a citar solo dos ejemplos relevantes, uno de la Anáfora
etiópica de san Epifanio de Salamina, perteneciente a la familia alejandrina y datada del
siglo IV. El otro texto está tomado de la anáfora que se encuentra en las Constituciones
Apostólicas, un documento relevante de la Iglesia siríaca datado entre los siglos IV y V.
Esta anáfora tiene un carácter artificial y modélico, ofrecido como patrón a seguir en la
composición de otras plegarias:
«Grande es el Señor en su grandeza, santo en su santidad, alabado en su alabanza, glorioso en su gloria. Él es
el principio, él es el centro, él es el final. Su ser no tiene principio, su existencia no tiene fin; sus días son sin
número, sus años no se pueden calcular; su juventud desconoce la vejez; el vigor de su fuerza, la fatiga; su
figura no se corrompe, la luz de sus ojos no se oscurece, el mar de su sabiduría no tiene orillas, las
misericordias de su señorío son sin medida; la inmensidad de su Reino no tiene términos, la existencia de su
imperio no tiene fronteras. Es tan insondable, está tan escondido, es tan alto, es tan profundo, tan fuerte, tan
victorioso, tan sabio»13.
«Realmente es justo y necesario celebrarte a ti, que eres el Dios verdadero, existente antes de todo lo que ha
llegado a ser. Tú eres el único ser no engendrado, sin principio, sin rey, sin dominador; a quien nada hace falta,
dador de todo bien, superior a toda causa y todo origen, que permaneces siempre el mismo y del mismo modo;
tú, de quien todas las cosas, como de su punto de partida, han nacido a la existencia. Tú eres el conocimiento
sin principio, la visión eterna, el oído no engendrado, la sabiduría no instruida, el primero por naturaleza, el
único que es ser, superior a todo número, el que conduces todas las cosas de la nada a la existencia»14.
He de reconocer la fuerza expresiva de estos dos textos, el juego ingenioso de
palabras, el recurso frecuente a los contrastes y a las proposiciones simétricas, el uso
abundante de imágenes tomadas de la vida, la profundidad de su mensaje y el lirismo
que embarga todo el conjunto. Es indudable que en estos ejemplos queda patente la
inspiración profética del orante, su mirada absorta ante el misterio insondable de Dios.
Estas dos piezas son dos auténticos cantos de alabanza a la grandeza insondable de Dios,
el Infinito, el Trascendente, ante el profundo misterio de su deslumbrante presencia.
c. Evocación trinitaria
No quiero pasar por alto las referencias que aparecen en los textos aludiendo al
misterio trinitario, a veces de forma desarrollada, señalando la proyección de las divinas
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personas en las acciones creadoras y salvadoras, en la oeconomia salutis. En otros casos,
sin embargo, la evocación trinitaria es muy simple, estereotipada y convencional. Es
muy importante tomar en consideración este dato; es precisamente esta referencia
trinitaria la que confiere a nuestras oraciones de bendición un carácter eminentemente
cristiano, una estrecha conexión con el Dios de Jesús que se ha revelado en él como
Padre por el Espíritu. Señalo aquí los ejemplos más relevantes.
«Realmente es justo bendecirte a ti, que has hecho el cielo y cuanto hay en él. Tú has creado todo por tu
sabiduría, Luz verdadera, por tu Hijo, Señor y salvador nuestro, Jesucristo. Por todo ello te damos gracias
junto con el Espíritu Santo»15.
«Es justo alabarte a ti, Padre increado del Unigénito Jesucristo. Danos el Espíritu de la luz para conocerte a ti,
único Dios verdadero, y a tu Hijo, Jesucristo»16.
«Es digno y justo que demos gracias a tu nombre santo y adoremos tu majestad: a ti, Padre de la Verdad, que
existes desde siempre, y a tu Hijo unigénito, Jesucristo, Señor nuestro, y al Espíritu Santo»17.
«Es justo y necesario glorificarte con eterna acción de gracias, Señor y Padre de la verdad, hacedor de las
criaturas. Tú has sacado todas las cosas de la nada al ser, con tu Verbo y la colaboración del Espíritu Santo»18.
Las alusiones al Padre lo relacionan habitualmente con la acción creadora, a la cual se
asocia el Logos, el Verbo, la Palabra, por la que todas las cosas fueron hechas, pasando
de la nada al ser. El Espíritu impulsa todas las acciones, incluso la gran profusión de
alabanza y acción de gracias proclamada por el orante. Hay que dar importancia a esta
incursión, a este adentramiento de la alabanza profética en el ser íntimo de Dios. La
plegaria aquí descorre el velo y nos desvela el rostro verdadero de Dios. Es aquí donde la
anáfora se transforma en una contemplatio, en una verdadera proclamación, o en una
ardiente praedicatio, como sugiere el prefacio de la liturgia romana (praefari,
praedicare).
d. Sanctus
Toda la euforia laudatoria y doxológica culmina en el sanctus, un cántico que, a partir
del siglo III, se encuentra en todas las anáforas. Puede decirse que forma parte de las
mismas. Sin embargo, en los primeros modelos que conocemos, en los más antiguos,
como en la Anáfora de Hipólito, en la del Testamentum Domini Nostri Iesu Christi19 y
en las referencias de Justino, la plegaria eucarística aparece desprovista del sanctus. Lo
cual quiere decir que esta pieza no es un elemento original, sino que fue incorporado más
tarde. Porque si examinamos de cerca el desarrollo lineal de la anáfora, observamos que
el sanctus entorpece este desarrollo y establece un corte, un paréntesis, en la
proclamación profética de lo que Dios es y de lo que hace. En todo caso, hay que señalar
aquí que este canto se inspira y reproduce casi literalmente dos fragmentos bíblicos, uno
del Primer Testamento (Is 6,3) y otro del Nuevo Testamento (Mt 21,9). Esta interrupción
da lugar a una intervención de la asamblea, que rompe su silencio y prorrumpe en un
gozoso cántico de aclamación al Dios revelado en Jesús.
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4. Proclamación profética de las mirabilia Dei
Es importante advertir que tanto el discurso teológico sobre Dios, al que me he
referido antes, como la evocación profética de las intervenciones de Dios en la historia
salutis (lo que Dios es y lo que Dios hace) son precisamente el apoyo, el motivo
fundamental, que impulsa la acción de gracias y la alabanza. En realidad, aquí se
encuentra la base de la dimensión doxológica y eucarística de la anáfora, la que da
cuerpo a su condición de memorial, la que, en definitiva, convierte la plegaria en una
praedicatio, en una proclamación profética y kerigmática del acontecimiento pascual.
De forma más o menos desarrollada, en todos los modelos de anáfora aparece esta
proclamación tanto de las mirabilia Dei como de las beneficia Dei. La forma de hacerlo
varía; con frecuencia, se establece una distinción entre la parte dedicada al Antiguo
Testamento y la dedicada al Nuevo Testamento. Esta proclamación culmina siempre con
la evocación cristológica, que a veces enlaza, sobre todo en las anáforas más primitivas,
con la narración de los hechos y palabras de Jesús en la última cena. Esta evocación
cristológica se centra siempre en el relato de los acontecimientos pascuales.
a. Dios creador
Hablando de la creación, quizás debería utilizar la expresión oeconomia salutis en vez
de la de historia salutis. Porque el término oeconomia resulta menos agarrado al
acontecer histórico, es más intemporal. Refiere la acción creadora y salvadora de Dios,
pero al margen del tiempo. En cambio, la historia ofrece una imagen más circunscrita a
los límites y connotaciones de tiempo y espacio. Cuando hablamos de la historia salutis,
solemos señalar como punto de partida la historia de Abrahán, sin fijarnos mucho en los
interrogantes históricos que suscita la figura del gran patriarca. En este caso, a pesar de
todos los «peros», aun cuando voy a iniciar mi reflexión en el hecho mismo de la
creación, he preferido hablar de historia, y no de oeconomia, porque tengo interés en
señalar la relación expresada habitualmente por los orantes entre creación y redención,
algo que se enmarca en el devenir humano.
El profeta orante alaba a Dios ciertamente por lo que es, por su inmensa gloria. Pero,
sobre todo, le alaba por lo que Dios es para nosotros, por su derroche de bondad y de
energía con nosotros, por ser la fuente de la verdad y de la vida, por ser el dador de todo
bien, el creador de todas las cosas. En el desarrollo de estas oraciones no existen
distinciones lógicas, ni un reparto riguroso de conceptos. Más bien, se mezclan y
entrelazan. El discurso sobre lo que Dios es desemboca, casi sin darnos cuenta, en una
proclamación entusiasta de las grandes acciones divinas, su proyección hacia afuera, su
acción creadora. Así se percibe en algunos fragmentos que cito a continuación:
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«Padre invisible, dador de la inmortalidad. Tú eres la fuente de la vida, la fuente de la luz, la fuente de toda
gracia y verdad, amigo de los hombres, amigo de los pobres. Te has reconciliado con todos, te ganaste a todos
con la venida de tu Hijo bien amado»20.
«Por tu Hijo unigénito, el Verbo divino, que es luz de tu gloria y resplandor tuyo e imagen de tu sustancia, has
creado y dado fundamento al cielo y a la tierra, y a cuanto hay en ella»21.
«A ti, caudal de los bienes eternos, fuente de vida e inmortalidad, Dios y señor de todas las cosas»22.
«Tú eres quien nos ha dado gratuitamente el conocimiento de la verdad. Señor, dueño de todas las cosas; Señor
del cielo, de la tierra y de toda criatura visible e invisible»23.
«Padre de la verdad, hacedor de las criaturas, guardián solícito y providente de los hombres, fuente de bondad,
dador de vida, Señor glorioso de la gloria, más excelso que todas las alturas, creador de todas las cosas, que a
todos abres tus brazos, protector del universo entero y creador de lo visible y lo invisible. Tú has sacado todas
las cosas de la nada al ser con tu Verbo y la colaboración del Espíritu Santo»24.
«Porque eres grande, hacedor de maravillas. Solo tú eres Dios. Tú hiciste los cielos con sabiduría y fijaste la
tierra sobre las aguas. Hiciste los grandes luminares: el sol como dueño del día, la luna y las estrellas como
señoras de la noche. Tú nos hiciste; nosotros no nos hicimos»25.
Un análisis somero de los textos nos permite descubrir la idea que tienen de Dios los
autores de estas anáforas. De la visión un tanto fría y conceptual de los fragmentos
citados anteriormente, descubrimos ahora una imagen divina más cercana y bondadosa.
A Dios se le reconoce como fuente de luz, de vida, de gracia, de gloria, de verdad, de
conocimiento, de bondad, de inmortalidad. Resumiendo, le confiesa «caudal de los
bienes eternos».
Me resulta grato poder adjuntar un modelo moderno de plegaria eucarística en el que
se acentúa la acción de gracias por la creación. Solo se me antoja extraño que esta
especie de expansión lírica y sentimental aparezca únicamente en una plegaria
eucarística para niños, como si solo ellos pudieran ser sensibles a los encantos de la
creación y de la naturaleza. Una vez más, me confirmo en la sospecha, que mantengo
desde tiempo, de la sequía imaginativa y lírica que padecemos hoy los adultos.
«Dios y Padre nuestro, tú has querido que nos reuniéramos delante de ti para celebrar una fiesta contigo, para
alabarte y para decirte lo mucho que te admiramos. Te alabamos por todas las cosas bellas que has hecho en el
mundo y por la alegría que has dado a nuestros corazones. Te alabamos por la luz del sol y por tu Palabra, que
ilumina nuestras vidas. Te damos gracias por esta tierra tan hermosa que nos has dado, por los hombres que la
habitan, por habernos hecho el regalo de la vida. De verdad, Señor, tú nos amas, eres bueno y haces maravillas
por nosotros»26.
Es de más interés y de una gran sensibilidad literaria el texto de anáfora que voy a
citar ahora. Con un lenguaje más ampuloso y prolijo, pero lleno de imaginación y de
poesía, la Anáfora de las Constituciones Apostólicas, que ya he citado anteriormente,
nos ofrece un hermoso relato de la creación que viene a ser una especie de glosa del
texto bíblico. Reproduzco casi la totalidad del relato:
«Tú eres quien alzaste el cielo como una tienda, lo extendiste como una piel y asentaste la tierra sobre la nada
con tu sola voluntad. Tú fijaste el firmamento, construiste el día y la noche. Tú, que sacaste la luz de tus arcas
y, al retirarse ella, introdujiste las tinieblas para descanso de los vivientes que se mueven en el mundo.
Colocaste el sol como príncipe del día y la luna como señora de la noche; delineaste en el cielo el coro de las
estrellas para alabanza de tu magnificencia. Hiciste al agua para poder beber y poder lavarnos, el aire vital para
aspirar y respirar, y para emitir la voz con la lengua que hiere el aire, para ayudar al oído a percibir el lenguaje
recibido y caído sobre él. Hiciste el fuego para consolarnos en las tinieblas, para subvenir a nuestra indigencia,
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para calentarnos e iluminarnos con él. Separaste el grande mar de la tierra: a aquel lo hiciste navegable, a esta
transitable a los pies; llenaste aquel de animales pequeños y grandes; de mansos e indómitos a esta, a la cual
cubriste de árboles variados y coronaste de verdor, embelleciste con flores y enriqueciste con semillas.
Asentaste el abismo y lo ceñiste de un gran escudo: el mar amontonado de aguas saladas, a quien pusiste un
límite, los puertos de fragilísimas arenas. Unas veces lo elevas bajo el impulso de los vientos a la altura de las
montañas; otras lo extiendes como una llanura: ahora lo agitas con la tempestad, luego lo llenas de serena
calma, de modo que sea fácilmente navegable a cuantos lo surcan con sus naves»27.
El texto que acabo de transcribir se centra todo él en el tema de la creación. La
describe de modo magistral, con unas imágenes y un colorido extraordinarios. Luego
sigue desarrollando pormenorizadamente los grandes eventos que configuran la historia
de la salvación, pasando por los patriarcas, la ley y los profetas, hasta culminar ese largo
discurso en la gran manifestación divina a través de Jesús en la plenitud de los tiempos.
Hay, sin embargo, evocaciones mucho más sencillas, casi podríamos considerarlas
grandes visiones de síntesis, en las que se resume toda la acción de Dios en la historia,
que crea y recrea al hombre.
Para terminar este comentario hay que anotar igualmente, como ya he señalado antes,
la incorporación en algunas anáforas de una referencia al Logos, a la Palabra divina, por
la cual el Padre ha creado todas las cosas, sacándolas de la nada, dándoles el ser: «Tú has
sacado todas las cosas de la nada al ser, con tu Verbo y la colaboración del Espíritu
Santo». Hay que apreciar en el texto citado la clara referencia trinitaria. Por otra parte,
nos fijamos con interés en la Anáfora de Teodoro el Intérprete o de Mopsuestia por su
fuerza teológica: «Por tu Hijo unigénito, el Verbo divino, que es luz de tu gloria y
resplandor tuyo e imagen de tu sustancia, has creado y dado fundamento al cielo y a la
tierra, y a cuanto hay en ella».
b. Creación y redención
Desde su experiencia de la liberación pascual, los judíos descubrieron que el suyo no
era un dios familiar, pequeño, doméstico, sino un Dios poderoso, universal, creador de
todas las cosas. Desde la experiencia de la Pascua, ellos descubrieron el misterio de la
creación. Por eso, para los judíos la Pascua ha sido una nueva creación, una recreación.
También para nosotros, los cristianos. En efecto, los textos que cito a continuación se
expresan en esa misma línea: «Hiciste al hombre y lo volviste a llamar, lo instruiste, lo
restauraste y renovaste»; «que ha creado el mundo por su gracia y ha salvado a los
hombres por su misericordia»; «tú nos llamaste de la nada al ser y, cuando caímos, de
nuevo volviste a llamarnos»; «tú nos levantaste de la nada al ser y de nuevo nos volviste
a levantar». Son expresiones muy elocuentes. Esta preocupación por relacionar la
creación con la redención es frecuente entre los padres de la Iglesia y en los textos
litúrgicos primitivos. Ello nos lleva, por supuesto, a la interpretación de la redención
como una restauración, una recreación, una creación nueva. El hombre regenerado en la
Pascua de Cristo se perfila como un hombre nuevo, y el baño bautismal, como un nuevo
nacimiento.
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«Realmente es justo y necesario darte gracias a ti, hacedor del cielo y de cuanto hay en él; a ti, que hiciste al
hombre a tu propia imagen y semejanza y le diste en regalo las delicias del paraíso; a ti, que no lo despreciaste
ni abandonaste cuando prevaricó; antes bien, Dios bueno, lo volviste a llamar por medio de la ley, a través de
los profetas lo instruiste, lo restauraste y renovaste por este tremendo, vivificante y celestial misterio. Todo lo
hiciste mediante tu sabiduría, luz verdadera, tu unigénito Hijo, Señor, Dios y salvador nuestro, Jesucristo»28.
«Es justo que demos gloria al nombre, digno de admiración y gloria, del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo,
que ha creado el mundo por su gracia, y a los habitantes de él por su clemencia, y ha salvado a los hombres por
su misericordia y nos ha hecho a nosotros, los mortales, una inmensa gracia»29.
«Realmente es justo y necesario adorarte y glorificarte, porque tú eres el Dios verdadero, con tu único Hijo
unigénito y el Espíritu Santo. Tú nos has llamado de la nada al ser y, cuando habíamos caído, de nuevo
volviste a llamarnos, y no te has dado descanso hasta hacernos subir al cielo a fin de conquistar el Reino
futuro»30.
«Es justo y necesario celebrarte, pues tú nos levantaste de la nada al ser y, cuando habíamos caído, de nuevo
nos volviste a levantar, y no te has dado reposo en tu empeño hasta conducirnos al cielo y darnos
gratuitamente tu Reino venidero»31.
Lo bueno sería leer y releer estos textos. Reflexionar sobre ellos. Tomarlos no como
discursos didácticos transmisores de enseñanza, sino como textos de oración en los que
han calado la fe y los sentimientos de los orantes. Es bueno tomar en consideración
cómo entienden ellos la creación, expresándola en términos casi filosóficos («sacarnos
de la nada»); es fruto de la clemencia divina. A la primera llamada, la llamada al ser y a
la vida, ha seguido una nueva llamada regeneradora, después de la caída, después de la
prevaricación. Esta segunda llamada es expresión de la misericordia divina, de la gracia
divina. Al gesto de la caída, que desterraba al hombre al abismo, ha seguido el gesto de
Dios que nos ha levantado y nos eleva hasta el cielo. Todo ha sido un don gratuito y
benevolente de Dios. Todo lo ha hecho el Padre mediante su Hijo, Jesucristo, sabiduría
del Padre y luz verdadera.
c. En la plenitud de los tiempos
Damos un paso más en esta reflexión y nos situamos en la plenitud de los tiempos. Es
el culmen de la historia de la salvación. Dios se revela plenamente en Jesús, su Hijo. Hay
que descubrir cómo proclaman los orantes el acontecimiento de Cristo y su presencia en
la historia salutis. Habitualmente, se trata de una proclamación amplia, introducida
después del sanctus para provocar la alabanza y la acción de gracias.
Son las anáforas pertenecientes a la tradición antioquena las que ofrecen un desarrollo
más amplio de la evocación cristológica; viene a ser como una prolongación de la acción
de gracias con que comienza la plegaria eucarística. Las anáforas alejandrinas, que
contienen una larga serie de intercesiones inmediatamente después de la acción de
gracias inicial, incluso antes del sanctus, como la Anáfora de san Marcos, cuentan con
una estructura de base que no facilita un desarrollo cristológico amplio.
Vamos a comenzar analizando un precioso fragmento que se contiene en la Anáfora
de la tradición apostólica de Hipólito. Como he apuntado en su momento, es la más
antigua anáfora escrita que conocemos y su composición se remonta a principios del
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siglo III. No es un texto oficial ni corresponde a la plegaria eucarística o canon utilizado
en Roma en esa época. No contiene sanctus, lo cual revela el arcaísmo de la plegaria; por
este motivo, además, la evocación profética del misterio de Cristo culmina con la
narración de la última cena. De este modo, el relato de la cena forma parte del motivo
que provoca la acción de gracias y la alabanza, y tiene carácter de narración evocadora y
profética encuadrada, por supuesto, en el marco de la historia salutis.
«Te damos gracias, oh Dios, por tu Hijo muy amado, Jesucristo, a quien tú nos enviaste en los últimos tiempos
como salvador, redentor y mensajero de tu designio. Él es tu Verbo inseparable, en quien tienes tu
complacencia, a quien desde el cielo enviaste al seno de una Virgen; quien, habiendo sido concebido, se
encarnó y se manifestó como hijo tuyo, naciendo del Espíritu Santo y de la Virgen. Él, para cumplir tu
voluntad y adquirir para ti un pueblo santo, extendió sus brazos mientras sufría para librar del sufrimiento a los
que en ti creen»32.
La anáfora que deseo comentar a continuación pertenece a la tradición alejandrina; es
la Anáfora copta de san Gregorio el Teólogo, que se remonta a finales del siglo IV. Este
fragmento aparece enmarcado entre el sanctus y la epíclesis, y forma parte de la serie de
intercesiones que las anáforas alejandrinas introducen en este momento.
Hay que prestar atención a la cita del famoso himno cristológico de Filipenses 2, que
recoge el autor de la anáfora en este momento. Es un comportamiento habitual, repetido
en otras plegarias. Sorprende, por otra parte, el uso de la primera persona del singular
(un tú a tú), debido, seguramente, al carácter de súplica propio del fragmento y a cierto
tono piadoso con el que el autor ha querido dotar la plegaria. Finalmente, considero que
se debe señalar la descripción del comportamiento misericordioso de Jesús con los
necesitados y, sobre todo, el recuerdo de los acontecimientos de la pasión. En este caso,
la evocación cristológica, interrumpida por la epíclesis, no culmina con la narración de la
última cena:
«Tú, que eres eterno, viniste a la tierra con nosotros, descendiste al seno de la Virgen. Tú, Dios sin medida,
“no consideraste codiciable tesoro ser igual a Dios, sino que te humillaste a ti mismo y tomaste la forma de
siervo” [Flp 2,6-7], haciendo bendita en ti mi naturaleza. Tú por mí te sometiste a tu propia ley, me enseñaste
cómo puedo levantarme de mi caída y llevaste la remisión a los que estaban presos en los infiernos. Tú
soportaste la maldición de la ley y en tu propia carne destruiste los pecados. Me has mostrado la fuerza de tu
poder: diste vista a los ciegos, resucitaste a los muertos de los sepulcros y con tu palabra diste vida nueva a la
naturaleza. Me has revelado la economía salvadora [oekonomía salutis] de tu clemencia: por mí toleraste la
brutalidad de tus enemigos, ofreciste la espalda a los que te azotaban, a los que te abofeteaban no les negaste
tus mejillas; por mí, Señor mío, no apartabas tu rostro de la ignominia de los escupitajos. Pueblo: Señor, ten
piedad. Tú, como un cordero, viniste a la muerte, hasta la cruz»33.
Abordamos ahora el texto de unas anáforas siríacas. Me refiero primero a la Anáfora
caldea de Teodoro de Mopsuestia, perteneciente a la tradición siro-oriental, cuya fecha
de composición hay que situarla entre los siglos V y VI. Como he indicado antes, estas
anáforas introducen en la plegaria un desarrollo cristológico mucho más amplio que las
alejandrinas.
Debo señalar como interesante el uso en estas anáforas de la expresión «economía
salvadora» o «admirable economía» (oikonomía), de honda raigambre en la tradición
teológica oriental. En todo caso, con las dos expresiones se hace alusión al misterioso
70
plan de Dios, proyectado desde la eternidad y culminado en Cristo en la plenitud de los
tiempos. Igualmente, debo señalar la mención bíblica del himno cristológico de
Filipenses 2,6-7 y de Colosenses 1,18-19.
Hay que subrayar la calidad y la profundidad teológica de estas plegarias. Es
explicable que, frente a las controversias cristológicas que llenaron en esa época la vida
de esas iglesias, los autores de estos textos de oración, en los que se expresa la fe de la
Iglesia, hayan querido afinar con exquisito cuidado y matizar bien todas las expresiones
de contenido teológico. Señalo, a modo de ejemplo, un par de frases: «Se hizo hombre
verdadero, no en apariencia, y se encarnó, en unión sin confusión, en las entrañas de la
madre de Dios». Es evidente que el autor ha querido afianzar el realismo de la
encarnación y la clara distinción de naturalezas unidas en la única persona divina de
Cristo. Esta finura de matices es explicable en el contexto de la crisis nestoriana.
Aparecen términos de innegable perfil teológico, como «cuerpo mortal y alma
racional», «se revistió de nuestra humanidad», «el acta acusadora de nuestros pecados».
Al mismo tiempo, sobre todo en la Anáfora de Atanasio, que es la más teológica,
encontramos importantes binomios de contraste, como «nos diste a tu Hijo unigénito,
deuda y deudor a la vez, víctima y ungido, cordero y pan del cielo, sumo sacerdote y
sacrificio. Él es quien distribuye y es distribuido entre nosotros». Y lo mismo ocurre en
la Anáfora de las Constituciones Apostólicas: «El que había sido engendrado fuera del
tiempo, nació en el tiempo [...], el que por naturaleza era inmortal, murió; el que da la
vida, fue sepultado».
Hay temas o referencias recurrentes que aparecen en casi todas las plegarias, como la
mención de la Virgen María, en cuyas entrañas se encarnó el Hijo de Dios, y una amplia
descripción dramática de los sufrimientos de Jesús en la pasión. En algún caso, no
siempre, se concluye con la resurrección del Señor y su ascensión a los cielos.
Estas anáforas hacen culminar su desarrollo cristológico con el relato de la última
cena, incorporándolo así a la acción de gracias. Esto aparece claro en las anáforas
siríacas cuya epíclesis no rompe el desarrollo de la acción de gracias, sino que se coloca
después del relato y la anamnesis. Donde esta inclusión del relato en la acción de gracias
cristológica resulta más coherente, por la ausencia del sanctus, es en la Anáfora de la
tradición apostólica de Hipólito, como he indicado más arriba.
«El cual, el divino Verbo unigénito, “teniendo la naturaleza gloriosa de Dios, no consideró codiciable tesoro
mantenerse igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo tomando la naturaleza de siervo” [Flp 2,6-7] y bajó
del cielo. Se revistió de nuestra humanidad, cuerpo mortal y alma racional, inteligente e inmortal, tomado de la
santa Virgen, por la virtud del Espíritu Santo; con ello completó y llevó a término toda esta grande y admirable
economía, que había ya sido planeada en tu presencia, antes de la creación del mundo. En estos últimos
tiempos, tú mismo la has completado por medio de tu Hijo unigénito, nuestro Señor Jesucristo, pues él es
“cabeza de la Iglesia y primogénito de entre los muertos”, perfección de todo y en quien todo encuentra la
perfección»34.
«Se encarnó en una Virgen, nació en la carne el Verbo divino, el Hijo bien amado primicia de la creación. El
que ha creado todo cuanto nace fue engendrado en el seno de una virgen; el que había sido engendrado fuera
del tiempo, nació en el tiempo. Vivió santamente y enseñó conforme a las leyes. Tras haber pasado haciendo
bien todas las cosas, fue entregado en manos de los impíos por la traición de sacerdotes y pontífices, indignos
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de tal nombre, y de un pueblo infiel a la ley y loco de maldad. Sufrió abundantemente por parte de estos y
soportó toda especie de injurias con tu consentimiento. El que por naturaleza era inmortal, murió; el que da la
vida, fue sepultado, para desligar del sufrimiento y librar de la muerte a aquellos por quienes había venido. Al
tercer día resucitó de entre los muertos y, después de pasar cuarenta días con sus discípulos, subió a los cielos
y se sentó a tu derecha, Dios y Padre suyo»35.
«Más tarde enviaste a la tierra a tu único Hijo, Jesucristo, nuestro Señor, para que él, con su venida, resucitase
y renovase tu propia imagen. Descendió de los cielos, se encarnó del Espíritu Santo y de María, la santa Madre
de Dios y siempre virgen. Convivió entre los hombres y todo lo dispuso para salvar a nuestra raza»36.
«Y en estos últimos tiempos destruiste el acta acusadora de nuestros pecados; nos diste a tu Hijo unigénito,
deuda y deudor a la vez, víctima y ungido, cordero y pan del cielo, sumo sacerdote y sacrificio. Él es quien
distribuye y es distribuido entre nosotros, sin consumirse nunca. Se hizo hombre verdadero, no en apariencia, y
se encarnó, en unión sin confusión, en las entrañas de la madre de Dios, la santa virgen María. Peregrinó a lo
largo de esta vida, sobrellevó todos los sufrimientos de nuestra vida humana, excepto el pecado. Y fue a la
cruz por su propia voluntad; pasando por ella, dio la vida al mundo, consiguió nuestra salvación»37.
d. Los prefacios de la liturgia romana
Debo dar ahora un salto y pasar a una mención obligada de los prefacios de la liturgia
romana. El Canon romano no recoge la proclamación de la historia salutis, como las
anáforas orientales, evocando de una vez el conjunto de las acciones liberadoras y
resumiéndolas en una sola plegaria, proclamando de una vez la oekonomia salutis. La
tradición de la plegaria eucarística romana es diferente. Aun constituyendo el Canon
romano un modelo único, repetido en todas las celebraciones, posee un elemento
diferenciador que le permite ajustarse a los distintos ciclos y fiestas. Ese elemento
diferenciador, en efecto, es el prefacio. A lo largo del año litúrgico, en el que se celebran
los distintos acontecimientos salvíficos del Señor, desde el nacimiento hasta la elevación
gloriosa a los cielos, los prefacios permiten al orante proclamar, en cada fiesta, los
diferentes aspectos del misterio de Cristo. Una simple recopilación de los elementos
propios de cada prefacio, desde Navidad a Pentecostés, nos va a permitir confeccionar
una cristología completa en clave de oración y de acción de gracias38.
«Quien al venir por vez primera en la humildad de nuestra carne, realizó el plan de redención trazado desde
antiguo y nos abrió el camino de la salvación, para que, cuando venga de nuevo en la majestad de su gloria,
revelando así la plenitud de su obra, podamos recibir los bienes prometidos que ahora, en vigilante espera,
confiamos alcanzar»39.
«A quien todos los profetas anunciaron, la Virgen esperó con inefable amor de madre; Juan lo proclamó ya
próximo y lo señaló después entre los hombres. El mismo Señor nos concede ahora prepararnos con alegría al
misterio de su nacimiento, para encontrarnos así cuando llegue, velando en oración y cantando su alabanza»40.
«Porque gracias al misterio de la Palabra hecha carne, la luz de tu gloria brilló ante nuestros ojos con nuevo
resplandor, para que, conociendo a Dios visiblemente, él nos lleve al amor de lo invisible»41.
«Porque en el misterio santo que hoy celebramos, Cristo, el Señor, sin dejar la gloria del Padre, se hace
presente entre nosotros de un modo nuevo; el que era invisible en su naturaleza, se hace visible al adoptar la
nuestra; el eterno, engendrado antes del tiempo, comparte nuestra vida temporal, para asumir en sí todo lo
creado; para reconstruir lo que estaba caído y restaurar de este modo el universo; para llamar de nuevo al
Reino de los Cielos al hombre sumergido en el pecado»42.
«Por él, hoy resplandece ante el mundo el maravilloso intercambio que nos salva, pues, al revestirse tu Hijo de
nuestra frágil condición, no solo confiere dignidad eterna a la naturaleza humana, sino que, por esta unión
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admirable, nos hace a nosotros eternos»43.
«Porque él es el verdadero Cordero que quitó el pecado del mundo; muriendo, destruyó nuestra muerte y,
resucitando, restauró la vida»44.
«Por él, los hijos de la luz amanecen a la vida eterna, los creyentes atraviesan los umbrales del Reino de los
Cielos; porque en la muerte de Cristo nuestra muerte ha sido vencida y en su resurrección hemos resucitado
todos»45.
«Porque en él fue demolida nuestra antigua miseria, reconstruido cuanto estaba derrumbado y renovada en
plenitud la salvación»46.
«Porque Jesús, el Señor, el rey de la gloria, vencedor del pecado y de la muerte, ha ascendido [hoy] ante el
asombro de los ángeles a lo más alto del cielo, como mediador entre Dios y los hombres, como juez de vivos y
muertos. No se ha ido para desentenderse de este mundo, sino que ha querido precedernos como cabeza
nuestra para que nosotros, miembros de su cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su
Reino»47.
«Que, después de su resurrección, se apareció visiblemente a todos sus discípulos y, ante sus ojos, fue elevado
al cielo para hacernos compartir su divinidad»48.
«Pues, para llevar a plenitud el misterio pascual, enviaste hoy el Espíritu Santo sobre los que habías adoptado
como hijos, por su participación en Cristo. Aquel mismo Espíritu que, desde el comienzo, fue el alma de la
Iglesia naciente; el Espíritu que infundió el conocimiento de Dios a todos los pueblos; el Espíritu que congregó
en la confesión de una misma fe a los que el pecado había dividido en diversidad de lenguas»49.
«Tú nos has ocultado el día y la hora en que Cristo, tu Hijo, Señor y Juez de la historia, aparecerá revestido de
poder y de gloria sobre las nubes del cielo. En aquel día terrible y glorioso, pasará la figura de este mundo y
nacerán los cielos nuevos y la tierra nueva. El mismo Señor que se nos mostrará entonces lleno de gloria viene
ahora a nuestro encuentro en cada hombre y en cada acontecimiento, para que lo recibamos en la fe y, por el
amor, demos testimonio de la esperanza dichosa de su Reino»50.
La lectura de estos fragmentos nos ofrece una visión muy atrayente de la totalidad del
misterio de Cristo. El primer prefacio de Adviento vierte su mirada sobre la última
venida del Señor y, al mismo tiempo, establece una relación simétrica entre la primera
venida, la que la comunidad cristiana se prepara para celebrar, y la última y definitiva
venida al final de los tiempos. El otro prefacio fija su atención, sobre todo, en el
acontecimiento histórico de la venida del Señor, con referencias a lo anecdótico del
nacimiento, a la Virgen y a Juan Bautista.
Los prefacios de Navidad son, a mi juicio, de una gran densidad teológica y ofrecen
una admirable interpretación de la fiesta de Navidad. El prefacio de la fiesta, obviando
los aspectos históricos del nacimiento, insiste en una visión teofánica del misterio,
aludiendo a la presencia del Logos, proyección de la gloria del Padre y fuente misteriosa
de conocimiento, de la que emana el resplandor admirable que nos permite descubrir al
Dios invisible. El segundo prefacio se mueve también en la misma línea. El misterio que
celebramos en Navidad nos deja ver la gloria del Padre y nos permite saborear la nueva
presencia de lo divino entre nosotros; lo invisible se hace visible y cercano; el Dios
eterno se encarna en el tiempo y en la historia; el Dios trascendente se acerca a nosotros
para compartir nuestra frágil existencia, temporal y afanosa.
Los prefacios de Pascua marcan los aspectos centrales del misterio pascual: Cristo,
muriendo, destruyó nuestra muerte y, resucitando, nos dio nueva vida. Es lo esencial.
Siguen los prefacios de la Ascensión y de Pentecostés. En ellos culmina el misterio de
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Cristo. Es su glorificación plena y su victoria definitiva. He querido completar este
elenco de prefacios romanos con el tercero de Adviento. En él, la atención se vierte sobre
la última y definitiva venida del Señor, «Señor y Juez de la historia». Será entonces el
triunfo total de Cristo y su manifestación plena y definitiva. Los tonos que utiliza el texto
son una clara resonancia de figuras y textos del Apocalipsis: «día terrible y glorioso»,
«pasará la figura de este mundo», «cielos nuevos y tierra nueva». Hay que destacar, por
su aguda visión teológica, la alusión al Señor, que «viene ahora a nuestro encuentro en
cada hombre y en cada acontecimiento».
No cabe duda de que el contenido de los prefacios que nos brinda la liturgia romana
son de un rico contenido teológico y ofrecen una indiscutible calidad eucológica a los
orantes. Son una forma cualificada de praedicatio y de anuncio profético.
e. La alabanza gozosa se transforma en proclamación profética
La plegaria eucarística no es una exposición de ideas ni una exhortación moral. Esta
parte de la anáfora que acabo de analizar, en la que se evoca la historia salutis, es una
verdadera proclamación profética en la que se anuncian y narran hechos,
acontecimientos, es decir, la gran intervención salvadora del Padre a través de su Hijo,
Jesús. Ese es el centro neurálgico de la proclamación profética y, al mismo tiempo, el
motivo provocador fundamental de la alabanza y la acción de gracias. Seguramente es
aquí, en este momento, donde de forma más contundente se pone en acto el carisma
profético del orante. Él es el que, desde la Escritura y desde su fe, descubre la gran trama
liberadora llevada a cabo en la historia, el gran proyecto de Dios, la gran oekonomia
salutis, realizada en Cristo en la plenitud de los tiempos. El orante profeta descubre,
anuncia y proclama, con toda la fuerza de su fe, la presencia actualizada del misterio
salvador.
f. El profeta interpreta los signos de los tiempos
La dimensión profética de la anáfora y el intento de descubrir en el orante un alma de
profeta nos conducen a una valoración peculiar de la acción de gracias. No hay acción de
gracias ni explosión doxológica si previamente no ha habido evocación profética;
evocación profética que es, al mismo tiempo, proclamación vibrante y gozosa de la
acción liberadora de Dios en la historia, lectura sapiencial, desde la fe, de los signos de
los tiempos, interpretación contemplativa de los acontecimientos y descubrimiento de la
presencia divina a través de los mismos. Es el Espíritu el que impulsa al orante, el que
ilumina el contenido de sus palabras, el que confiere a su proclamación una energía
singular, capaz de enardecer y llenar de emoción espiritual a la asamblea de orantes. Para
ello no hace falta inventar discursos nuevos o palabras selectas; cuando es la fuerza del
Espíritu la que impulsa al orante a pronunciar la acción de gracias, las palabras de
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siempre, las que hemos heredado de la tradición, cobran vida y se llenan de energía;
resuenan en la asamblea como si esa fuera la primera vez que se proclaman.
Cuanto más impactante sea la proclamación del Dios insondable y de su presencia
misteriosa en los acontecimientos liberadores, cuanto más conmovedora sea la
inspiración profética del orante para descubrir la presencia de Dios en la vida, en esa
misma medida la asamblea de creyentes se encontrará en mejores condiciones para
cantar una alabanza emocionada y prorrumpir en una acción de gracias colmada de
sentimiento y de conmoción interior.
g. El orante recrea los textos
Siempre he mirado con buenos ojos esta capacidad creativa de los orantes que
presiden las celebraciones. Siempre he pensado que la fuerza del Espíritu impulsa a los
presbíteros a dar cauce real a su carisma profético. Siempre he creído que el orante tiene
capacidad para leer los signos de los tiempos, para descubrir la acción de Dios a través
de los acontecimientos. Porque siempre he estado convencido, además, de que la
manifestación de Dios no termina con el último libro de la Biblia, sino que él sigue
manifestándose y actuando en la historia. Pero esa presencia divina hay que descubrirla
desde la fe, desde la plenitud del Espíritu, desde una experiencia profundamente
religiosa, no desde la frivolidad o el afán de protagonismo.
Ya he comentado al principio de este libro que durante los cuatro primeros siglos la
Iglesia no dispuso de textos de oración fijos. Hasta la aparición de los libelli missarum,
los presbíteros, para pronunciar la anáfora, o utilizaban palabras memorizadas, o hacían
uso de textos de oración ya existentes, o daban cauce a la creatividad profética. El
desarrollo posterior de los hechos nos revela una progresiva multiplicación de códices
litúrgicos en los que se ofrecían textos de oración con carácter definitivo y, cada vez
más, con carácter obligatorio51.
La nueva disciplina litúrgica promovida por el Concilio Vaticano II ha abierto cauces
de adaptación de los textos oficiales atendiendo a las circunstancias y condicionamientos
de cada celebración. Esta flexibilidad de la nueva normativa, unida al uso generalizado
de las lenguas vivas, ha propiciado un uso descontrolado de la creatividad de textos y de
la improvisación. A mi juicio, al menos en ciertos ambientes, la situación es caótica.
Habría que volver al uso respetuoso de los textos litúrgicos oficiales. No debemos
pensar que cualquier texto improvisado es mejor que el que está en los libros.
Deberíamos volver a descubrir la riqueza y la fuerza de los textos de oración que la
nueva liturgia nos ofrece. Aun aceptando un razonable margen de adaptación de textos y
de incisos apropiados, los orantes deberían ser capaces de proclamar la acción de gracias,
infundiendo a las plegarias de siempre el calor y la viveza de un texto nuevo y actual.
Hay que prestar atención, no obstante, a composiciones nuevas, aparecidas en los
últimos tiempos, en las que se intenta activar el carisma profético de los orantes,
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sensibles a las exigencias de nuestro lenguaje, a nuestras inquietudes ecológicas y a
nuestra cercanía al mundo que nos rodea. El primer texto que voy a citar es definido por
J. M. Sánchez Caro y por Vicente Martín Pindado como «una formulación horizontal de
la eucaristía»52. Pertenece a la fecunda producción holandesa del posconcilio y su autor
es Ph. Stein:
«Tú mereces toda alabanza y acción de gracias, Dios eterno y todopoderoso. Tú eres impenetrable y, sin
embargo, muy cercano; eres nuestro creador y padre. Tú nos permites compartir, con los millones de hombres,
el misterio de la vida. El alimento que comemos y la bebida que tomamos, todo cuanto podemos gustar, es don
tuyo. Las estrellas del cielo, que vemos admirados, tú las has hecho; solo tú conoces el origen y la profundidad
del universo. Tú nos enseñas a usar las fuerzas de la naturaleza para el bien de todos. Tú nos ofreces calor y
luz, la hermosura del paisaje en el transcurso de las estaciones. Tú has querido el cariño entre el hombre y la
mujer como misión de amor fecundo. Por todo esto tenemos que darte gracias en Jesucristo, el primogénito de
cuanto existe. Por eso cantamos con toda la Iglesia de los elegidos y con todos lo que adoran tu majestad»53.
No quiero avanzar en mi reflexión sin citar estas hermosas palabras, que sirven de
comentario a la plegaria que acabo de transcribir. Refiriéndose al texto transcrito,
Sánchez Caro y Martín Pindado comentan: «Es poético, tiene garra, recoge el latir y el
respirar del hombre de hoy, es optimista. Diríamos que es horizontal, más apoyado en
los bienes creados que en la noticia revelada»54.
El segundo texto que ofrezco a continuación tiene un sabor diferente. No es una
anáfora completa. Solo se compuso la primera parte, la del inicio. Rezuma un clima de
marcada secularidad, en línea con los aires teológicos de la primera década del
posconcilio. Dios es el infinitamente cercano a nosotros. Él nos amó primero y su acción
reveladora fue un puro amor. Su revelación, en Jesús de Nazaret, no fue en el poder, sino
en la debilidad de la cruz. Su vida se manifestó fuera de todo dominio y se definió como
«una existencia para los demás». Este texto fue construido en el marco del pensamiento
profético de Dietrich Bonhöffer.
«Realmente es bueno y justo, es propio de nuestra dignidad de hombres y de nuestra alegría de creyentes, darte
gracias, Dios y Padre nuestro, por haberte revelado a nosotros como un Dios de amor. Si alguien te conoce es
porque tú te has revelado a él, y solo el que te conoce tiene el secreto del amor. Infinitamente grande, tú no
eres, sin embargo, el infinitamente lejano, sino el más próximo a nosotros. Y cuando estamos hundidos, tú nos
asientas no sobre tu poder en el mundo, sino sobre la debilidad de tu Hijo»55.
Voy a terminar ofreciendo un tercer texto muy sensible al ciclo cósmico y al correr de
las estaciones. Es una plegaria llena de poesía y de lirismo:
«Te damos gracias, Padre de los cielos, a ti, que nos mantienes en la vida. Te damos gracias por el otoño y las
cosechas, por los frutos de los árboles y las apretadas gavillas de los campos. Nos dispensas ahora los tiempos
para adquirir la sabiduría, examinarnos y convertirnos: tú eres un Dios paciente. Te alabamos por tu Hijo,
Jesús, el primer heredero de tu Reino, el juez de vivos y muertos [...]. Bendito seas, Dios de bondad, por el
amor que nos has testimoniado en Jesús, tu Siervo»56.
h. Impacto contemplativo y la alabanza
Estamos muy lejos de encontrar en nuestras asambleas eucarísticas un clima
contemplativo. Abundan los discursos, el chorreo de palabras huecas, los gestos
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superficiales y sin sentido; a veces impera el ruido, el barullo, el desconcierto; en
algunos casos parece que nos sentimos urgidos a crear dinámicas especiales que
propicien la participación activa de los asistentes. Yo percibo que existe una lamentable
carencia de recogimiento, de clima religioso, de emoción espiritual, de ambiente
silencioso de oración. Los cantos utilizados, por la superficialidad de sus textos y su
peculiar musicalización, tampoco favorecen un ambiente propicio para la actitud
contemplativa.
Y, sin embargo, la plegaria eucarística nos sumerge en un espacio espiritual donde la
nota dominante es la mirada contemplativa, absorta en el misterio insondable del Dios
inconmensurable, que trasciende todos nuestros parámetros humanos y que solo nos deja
la alternativa del anonadamiento, del pasmo contemplativo y de la admiración sosegada.
La vibrante proclamación profética de los grandes acontecimientos de la historia salutis,
desde la creación hasta la redención, propicia el clamor jubiloso de la asamblea de
creyentes alabando al Padre, cantando su inmensa gloria y abundando en una gozosa
acción de gracias.
La proclamación profética de los orantes adquiere tintes de humanidad y de
sentimiento cuando la mirada contemplativa se concentra en el rostro del Hijo, de Jesús
de Nazaret, imagen humana, familiar e histórica del Dios que nos trasciende. En ese
Jesús descubre el orante el modelo definitivo y el camino que nos conduce a la vida. En
ese Jesús, primicia del hombre nuevo y de la nueva creación por la Pascua, se concentra
la esperanza ansiosa de toda la humanidad.
Soy consciente de que mi planteamiento es descaradamente utópico, idealista. Estoy
seguro, además, de que mi sueño tropieza tozudamente con la crudeza de la realidad. A
pesar de todo, creo que nunca debemos dejar de ver el horizonte, que nunca nos debemos
dar por vencidos y renunciar a los grandes ideales. Yo sé que aquí estamos ofreciendo un
tipo de celebración sublime e idealista, con escasas posibilidades de llevarse a cabo, pero
la posibilidad existe; para ello hace falta formación, sensibilidad litúrgica y una fuerte
dosis de fe y sentido religioso, que abra cauces reales al carisma profético de los
presbíteros que pronuncian la acción de gracias.
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5. La última cena: relato, drama y misterio
Llegamos así al momento más importante de la anáfora e, incluso, de la celebración
eucarística. En el marco piramidal que caracteriza a la construcción de la anáfora, la
narración de la cena constituye el momento álgido, indudablemente el punto más alto del
vértice. Así lo perciben los fieles y así lo reconocemos nosotros.
a. El último eslabón de la «historia salutis»
En las anáforas más antiguas, la narración de la cena forma parte del conjunto de
acontecimientos que constituyen la historia de las grandes intervenciones salvíficas de
Dios. Es el último eslabón con el que se coronan las acciones llevadas a cabo por Dios
en su Hijo, Jesucristo, en la plenitud de los tiempos, y que constituyen el motivo
definitivo de nuestra acción de gracias. Porque en la cena se condensan los
acontecimientos pascuales en los que culmina el misterio de Cristo.
Me he referido a las anáforas más antiguas. Son justamente las que no interrumpen
con el sanctus la proclamación de las mirabilia Dei. Entre ellas, la que mejor
conocemos, la anáfora que Hipólito incluye en su Traditio apostolica:
«Te damos gracias, oh Dios, por tu Hijo muy amado, Jesucristo, a quien tú nos enviaste en los últimos tiempos
como salvador, redentor y mensajero de tu designio. Él es tu Verbo inseparable, en quien tienes tu
complacencia, a quien desde el cielo enviaste al seno de una Virgen; quien, habiendo sido concebido, se
encarnó y se manifestó como hijo tuyo, naciendo del Espíritu Santo y de la Virgen. Él, para cumplir tu
voluntad y adquirir para ti un pueblo santo, extendió sus brazos mientras sufría para librar del sufrimiento a los
que en ti creen. Cuando se entregaba a la pasión voluntaria, para destruir la muerte y romper las cadenas del
diablo, para aplastar el infierno y llevar a los justos a la luz, para fijar la regla [de fe] y manifestar la
resurrección, tomando pan, pronunció la acción de gracias [...]57».
Junto a la anáfora de Hipólito, hay que señalar también las anáforas de la tradición
siro-antioquena y bizantina. Aquí voy a transcribir los textos de la anáfora de Santiago,
de la de san Basilio y de la de san Juan Crisóstomo. Son modelos muy significativos en
sus respectivas iglesias. En ellas, la epíclesis se coloca después del relato de la
institución y de la anamnesis; por eso, en estas anáforas, la proclamación de las mirabilia
Dei se desarrolla sin interrupción y el relato de la cena se integra en esa trama misteriosa
y liberadora que llamamos historia salutis o, como aquí aparece, oekonomia salutis. En
efecto, la narración de la cena se configura como algo que se cuenta, se narra o se evoca
proféticamente:
«Descendió de los cielos, se encarnó del Espíritu Santo y de María, la santa madre de Dios y siempre virgen.
Convivió entre los hombres y todo lo dispuso para salvar a nuestra raza. Cuando él estaba a punto –el sin
pecado– de aceptar por nosotros los pecadores la muerte gloriosa y vivificante de la cruz, la misma noche en
que era entregado, mejor, la noche en que él mismo se entregaba por la vida y la salvación del mundo, tomó
pan en sus santas y puras manos, inmaculadas e inmortales, levantó los ojos al cielo [...]»58.
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«Como no era posible al autor de la vida ser dominado por la corrupción, vino a ser primicia de los que se
habían dormido, primogénito de entre los muertos, el primero en todas las cosas. Se sentó a la derecha de tu
majestad en las alturas, y vendrá a retribuir a cada uno según sus obras. Él nos dejó, en memorial de su pasión
salvadora, las cosas que te presentamos según tu mandato: porque, cuando estaba a punto de ir a la muerte
voluntaria [...], la noche en que se entregó a sí mismo para la vida del mundo, tomó pan en sus santas y puras
manos [...]»59.
«Tu amor por este mundo, que es tuyo, te ha llevado a darle tu Hijo unigénito [...]. Él, con su venida, realizó
plenamente toda la economía que tú habías planeado sobre nosotros. La noche en que se entregó a sí mismo,
tomó pan en sus santas, limpias y puras manos, dio gracias bendiciendo [...]»60.
Se ve claramente en estas anáforas que el relato de la última cena es como la
coronación, el colofón en el que culminan las acciones de Cristo; en la cena se
condensan toda la grandeza y toda la fuerza salvadora que emana del acontecimiento
pascual. La narración de los gestos y palabras de Jesús en la cena de despedida es el final
con el que termina la gran evocación profética del orante. Es muy importante no perder
de vista este talante del relato; no es algo para reproducir o mimetizar, sino algo para
contar, para narrar, para evocar. Todo eso lo hace el orante por la fuerza del Espíritu
Santo, que le asiste y le impulsa.
No ocurre lo mismo en la tradición alejandrina. En esta liturgia, la narración de la
cena se coloca después de las intercesiones y entre las dos epíclesis: una muy breve, que
sigue a las intercesiones, y otra más larga, colocada después de la anamnesis. De este
modo, el relato se vincula a la anamnesis, constituyendo un bloque anamnético, situado
en medio de la gran serie de súplicas e intercesiones. Para verificar lo que estoy
diciendo, voy a citar la anáfora alejandrina de san Marcos, prototipo de las anáforas
egipcias. En ella, las intercesiones, muy extensas y abundantes, preceden al canto del
sanctus; luego, inmediatamente después del sanctus, sigue la primera epíclesis, que
culmina con el relato de la cena:
«Santo, santo, santo, Señor, Dios del universo, llenos están el cielo y la tierra de tu santa gloria. [...] Realmente
están llenos el cielo y la tierra de tu santa gloria, por la manifestación del Señor, Dios y salvador nuestro,
Jesucristo; llena también, oh Dios, este sacrificio con la bendición que de ti procede, por la venida de tu
Santísimo Espíritu. Porque el Señor Jesucristo, Dios y Rey nuestro absoluto, la noche en que se entregaba a sí
mismo por nuestros pecados [...], tomó pan en sus santas, puras y limpias manos»61.
En este caso, el relato debe interpretarse como una respuesta a la súplica de la
epíclesis: «Llena este sacrificio con la bendición que de ti procede». A las palabras del
relato comienza a dárseles en esta liturgia un carácter de bendición, de aceptación del
sacrificio renovado y actualizado en la cena. Porque la cena se presenta aquí asociada a
la anamnesis y envuelta en un clima de memorial62. Algo semejante debemos decir
respecto a la liturgia romana; también en el Canon romano la epíclesis sigue a las
intercesiones y precede al relato de la cena.
b. Progresiva sacralización del relato
Es sorprendente el progresivo desarrollo que observamos en las palabras que
describen el comportamiento de Jesús en la cena. Hay cierta tendencia a acoplar las
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diferentes narraciones que aparecen en los evangelios (gratias agens benedixit); al
mismo tiempo, se agudiza el interés por dibujar una sugestiva simetría en la descripción
de los ritos referentes al pan y al vino63. Al referirse a los gestos de Jesús, se tiende a
buscar adjetivos tirando a sublimes y hieráticos; por ejemplo, al referirse a la manos de
Jesús: «Tomó pan en sus santas, puras y limpias manos», y a los discípulos: «Lo dio a
sus santos y bienaventurados discípulos y apóstoles»64; «tomó pan en sus santas,
inmaculadas y puras manos»65; «tomaste pan en tus santas, puras, inmaculadas,
bienaventuradas y vivificantes manos»66; «tomó pan en sus santas y puras manos,
inmaculadas e inmortales»67. Al referirse al misterio eucarístico celebrado en la cena, lo
enfatiza de este modo: «La noche en que fue traicionado, celebró él con sus apóstoles
este misterio grande y tremendo, santo y divino»68.
Este proceso de sacralización se muestra al describir los gestos de Jesús, dándoles un
mayor empaque y un adorno especial, y también sus palabras se enfatizan con especial
interés. Al mismo tiempo, se multiplican las intervenciones del pueblo, confiriendo al
relato un alto nivel de solemnidad. He seleccionado varios ejemplos en los que se
aprecia todo lo que estoy diciendo; podrían ser muchos más, pero también en esto se
impone la mesura. Mi impresión es que, en este proceso, se ha progresado desde la
sencillez y la simplicidad (véase, si no, la anáfora de Hipólito) hacia descripciones cada
vez más ampulosas y rebuscadas; evidentemente, se ha buscado, cada vez más, un tono
más sacral y hierático. Simultáneamente, se ha ido acentuando el reconocimiento de las
palabras del relato como palabras de consagración. Al mismo tiempo, cabe decir que las
narraciones más simples son las más antiguas; la evolución se ha orientado hacia el
embellecimiento y el empaque. Quizás cabría afirmar que en la tradición alejandrina es
donde se advierte una mayor tendencia al embellecimiento barroco y sacralizante:
«Y elevando los ojos al cielo, [...] dio gracias bendiciendo, proclamó tu santidad, lo partió .[...] Esto es mi
cuerpo, partido por vosotros; [...] acabada la cena, tomó un cáliz y mezcló el vino con agua, [...] dio gracias
bendiciendo, te santificó, lo llenó del Espíritu Santo [...]»69.
«Te hemos ofrecido este pan, signo [omoioma] del cuerpo de tu Unigénito. Este pan es signo [omoioma] de su
santo cuerpo, porque el Señor Jesús, la noche en que fue entregado [...]. Por eso nosotros, al realizar el signo
[omoioma] de la muerte, ofrecemos el pan [...]. Te hemos ofrecido también el cáliz, que es signo [omoioma] de
su sangre [...]. Por eso te ofrecemos este cáliz empleando el signo [omoioma] de la sangre»70.
«S.: Él nos dejó este gran sacramento de piedad, porque cuando iba a entregarse a sí mismo a la muerte para
vida del mundo
P.: Creemos
S.: tomó pan en sus santas, inmaculadas y puras manos, levantó los ojos a lo alto de los cielos [...], dio gracias,
P.: Amén,
S.: bendijo,
P.: Amén,
S.: te santificó,
P.: Amén,
S.: lo partió [...]. Del mismo modo, acabada la cena, tomó el cáliz, tras haber mezclado agua y vino, dio gracias
P.: Amén,
S.: bendijo,
80
P.: Amén,
S.: te santificó,
P.: Amén,
S.: lo gustó, lo dio de nuevo a sus santos [...]»71.
Antes de terminar, hay que apuntar algunas observaciones referentes a los textos
transcritos. En el primer fragmento, tomado de la anáfora alejandrina de san Marcos,
vemos una alusión explícita a la santidad de Dios, confesada por el orante («proclamó tu
santidad», «te santificó»). Porque es la santidad de Dios la que se derrama sobre el pan y
sobre el vino; actúa sobre esos dones y los transforma, los santifica, los consagra. Esto lo
asegura de forma aún más tajante al decir que «lo llenó del Espíritu Santo».
El segundo fragmento pertenece a la anáfora de Serapión. A juicio de Luis
Maldonado, «es de especial interés la insistencia en el tema del omoioma para designar
las especies consagradas. Incluso el verbo («realizando el signo de tu muerte») sustituye
a la famosa expresión «celebrar el memorial (anammneskein) de tu muerte» o
«proclamar (katangellein) tu muerte» de todas las anamnesis. Para Serapión, el memorial
y la proclamación se realizan muy principalmente a través de la posición de un signo»72.
En este sentido, me resulta sugerente la observación de Odo Casel cuando, al analizar la
anáfora de Serapión, pone de relieve la importancia del uso de la expresión griega
semeion («signo» o «semejanza») para referirse al pan y al vino, por una parte, y
también para referirse a la muerte de Cristo. El pan y el vino son el signo, el símbolo
sacramental, que representa y hace presente el cuerpo (omoioma tou sómatos) y la sangre
(omoioma tou aimatos) del Señor. Pero no solo eso; la oblación del pan y del vino en la
consagración se expresa a través del signo, símbolo o semejanza de la muerte del Señor
(omoioma tou thanatou). En este caso, el texto de Serapión hace suya la expresión de
Romanos 6,5 donde Pablo, refiriéndose al bautismo, lo considera como un símbolo
sacramental por el cual el bautizado, al sumergirse en las aguas, «participa en una muerte
semejante a la suya [a la de Cristo]». Por eso Casel concluye su comentario diciendo que
la liturgia de Serapión manifiesta que el acto sacrificial, por el que se ofrecen el pan y el
vino, debe asumirse como una representación ritual y simbólica, como una forma de
presencia sacramental activa y eficaz de la muerte de Cristo73.
Termino señalando la importancia del tercer fragmento, perteneciente a la anáfora
alejandrina de san Basilio. Uno de los modos de solemnizar el relato ha consistido en
introducir en su proclamación las intervenciones del pueblo. En este fragmento, las
aclamaciones del pueblo con el «amén» son insistentes y reiterativas. De este modo, la
asamblea corrobora y confiere relieve a las palabras del sacerdote. Son numerosas las
anáforas en las que es patente la participación activa de la asamblea en el momento del
relato.
c. Dramatización del relato
81
En ese proceso de solemnización del relato, que a mi juicio se desarrolla de forma
creciente, sobre todo en la tradición alejandrina, se advierte una tendencia a imitar y
reproducir los gestos de Jesús. Existe la convicción de que el presbítero, al enunciar los
gestos y palabras de Cristo, se identifica con él, en sus gestos y en sus palabras. No es él,
sino Cristo quien actúa, quien toma el pan en sus manos, quien lo parte, quien eleva los
ojos al cielo, quien bendice y da gracias74. En ese momento, la proclamación del relato
deja de ser una narración que se cuenta, para convertirse en un gesto dramatizante y
mimetizador. Los gestos y palabras de Jesús no se cuentan, sino que se reproducen.
Quizás, para justificar esta costumbre litúrgica, se ha intentado establecer una base
teológica recurriendo a una doctrina teológica sobre el ministerio según la cual el
sacerdote que preside la eucaristía actúa in persona Christi. Es cierto, el sacerdote
representa a Cristo en medio de la asamblea y actúa en su nombre, haciéndole presente,
prestándole su boca y sus labios al pronunciar las palabras que él pronunció en la cena
(«esto es mi cuerpo», «esta es mi sangre»). Pero de ahí no se deriva seguramente la
necesidad de que el ministro tenga que imitar y reproducir en la misa los gestos de Jesús
en esa cena de despedida. La eucaristía es, en sí misma, una plasmación fiel de la cena
en su estructura litúrgica y en sus palabras.
«Tuncque sacerdos elevet panem manibus suis dicens: Accepit panem manibus suis... [...]. Elevavit oculos in
caelum ad te, ad Patrem suum; gratias egit, benedixit, sanctificavit (benedicat super panem ter) et fregit
(panem quinque locis parumper frangat, illum tamen non dividens) et dedit discipulis suis, dixitque illis:
accipite, comedite, hoc (monstratio) est corpus meum [...]»75.
«Deinde se erigens et panem tenens, dicit cruce signans: Cum panem cepisset in sanctas et immaculatas et
irreprehensas et immortales manus suas... [...]. El ponit panem exclamans: Capite, manducate, hoc est corpus
meum [...]. Deinde, postquam calicem cepit dicit secum, postquam cruce signavit: Similiter, postquam cenavit,
cum cepisset calicem...»76
«Al decir accepit, el sacerdote toma con sus dos manos la patena con el pan y lo levanta levemente; al decir
benedixit, bendice el pan tres veces; al decir elevavit, levanta su mirada hacia arriba; al final, levanta la patena
con el pan y, al depositarlo, se inclina profundamente. [...]»77.
«El cual, antes de padecer, tomó el pan en sus santas y venerables manos [accipit hostiam] y, levantando los
ojos al cielo [elevat oculos ad coelum], hacia ti, Dios, Padre suyo todopoderoso [caput inclinat], dándote
gracias y bendiciendo [signat super hostiam], lo partió y lo dio a sus discípulos»78.
Los fragmentos que acabo de reproducir requieren alguna aclaración. El primero,
tomado de la tradición etiópica, apunta a una costumbre extraña. En el momento de
relatar que Jesús partió el pan, la norma prescribe que el sacerdote debe dividir el pan en
cinco fragmentos, sin llegar a partirlos realmente. Solo una simulación. Ya el padre
Jungmann, en su libro sobre la misa, describe esta absurda costumbre: «Entre los sirios
occidentales y coptos se imita también el fregit, o sea, la fracción, partiendo la forma,
pero sin romperla por completo», y cita, al mismo tiempo, una curiosa rúbrica que
aparece en algunos misales franceses en el siglo XIII: «Hic faciat signum fractionis o
fingat frangere»79. Me sorprende que este comportamiento, esta simulación de la
fracción, haya sido imitado recientemente, como una actitud innovadora y progresista,
por algunos sacerdotes, llegando a partir el pan realmente en ese momento. La verdad es
82
que el invento, absurdo y carente de fundamento alguno, ha durado poco. Todos
sabemos que Jesús partió el pan después de haber pronunciado la bendición.
Hay que señalar igualmente la forma de interpretar la bendición que pronunció Jesús
sobre el pan y sobre el vino. No parece claro que los autores de estas anáforas
entendieran la bendición de Jesús como una beraká, una eulogia, es decir, una oración
de alabanza y acción de gracias. Para imitar la bendición de Jesús, el sacerdote traza
sobre el pan y sobre el cáliz la señal de la cruz (cruce signans). El hecho resulta, por lo
menos, sorprendente.
Todo este proceso manifiesta a las claras un interés especial por enfatizar la
importancia del relato. Se ha buscado, incluso a través de interpretaciones poco
correctas, la forma de teatralizar todo lo que hizo Jesús. El momento del relato ha ido
cobrando, en el marco de la anáfora, e incluso del conjunto de la eucaristía, un relieve
sorprendente: se le ha destacado por encima del conjunto, se le ha conferido
paulatinamente una gran importancia. El relato, como he dicho antes, ha dejado de ser un
hecho que se cuenta, para convertirse en un hecho que se reproduce y dramatiza.
d. El relato se transforma en consagración
Con el tiempo, la Iglesia, sobre todo en Occidente, ha ido tomando conciencia de la
importancia decisiva de las palabras del relato. Poco a poco, esa narración ha ido
dejando de ser una historia que se cuenta, para convertirse en unas palabras sagradas,
eficaces y transformadoras. El relato de la institución eucarística, expresado en las
primitivas anáforas en términos de llaneza y sencillez, poco a poco se ha ido revistiendo
de formas estereotipadas y hieráticas, de un lenguaje cuidadosamente medido, para
terminar convirtiéndose en el momento central de la consagración.
Habría que comenzar citando unas palabras de san Ambrosio, obispo de Milán (374397), importantes por su antigüedad y por el contenido de las mismas. Estamos situados
en la segunda mitad del siglo IV, y las palabras de Ambrosio las encontramos en su
catequesis oral sobre los sacramentos.
«Tú dices, empero: Es mi pan corriente. Con todo, este pan es pan antes de las palabras sacramentales; pero,
cuando se produce la consagración, el pan se convierte en la carne de Cristo [ubi accesserit consecratio de
pane fit caro Christi]. [...] Todo lo que se dice antes [de la consagración] lo dice el sacerdote: se alaba a Dios,
se le dirige la oración, se pide por el pueblo, por los reyes, por todos los demás; mas cuando llega el momento
del sacramento venerable, el sacerdote ya no utiliza sus palabras, sino las palabras de Cristo [iam non suis
sermonibus utitur sacerdos sed utitur sermonibus Christi]. Son, por tanto, las palabras de Cristo las que
confeccionan el sacramento [Ergo sermo Christi hoc conficit sacramentum] (IV, 14)»80.
«Por tanto –he aquí mi respuesta–, antes de la consagración no estaba el cuerpo de Cristo, pero después de la
consagración sí que está, repito, el cuerpo de Cristo. Él lo dijo, y fue hecho [post consecrationem, dico tibi,
quia iam corpus est Christi. Ipse dixit et factum est] (IV, 16)»81.
«¿No deduces, pues, de esto qué eficaz es la palabra del cielo? [...] Has aprendido, pues, que el pan se
convierte en el cuerpo de Cristo y que el vino y el agua que están en el cáliz se convierten en su sangre por la
consagración celestial [Ergo didicisti quod ex pane corpus fiat Christi et quod vinum... fit sanguis
consecratione caelesti] (IV, 19)»82.
83
«Pero dirás: No veo las apariencias de la sangre. Pero hay una semejanza [sed habet similitudinem]. Así como
recibiste la semejanza [simiitudo, semeion] de la muerte, así también bebes la semejanza [simiitudo, semeion]
de la sangre preciosa, para evitar la repugnancia hacia la sangre y disfrutar, sin embargo, del precio pagado por
la redención. Has aprendido, pues, que lo que tomas es el cuerpo de Cristo (IV, 20)»83.
«¿Quieres saber cuáles son las palabras celestiales con las que se consagra? Helas aquí. Dice el sacerdote:
Concédenos, Señor, que esta ofrenda, que es figura del cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo [Fac nobis,
inquit, hanc oblationem scriptam, rationabilem, acceptabilem, quod est figura corporis et sanguinis Domini
nostri Iesu Christi]. El día antes de su pasión [qui pridie quam pateretur...] tomó el pan en sus santas manos
[...] lo dio diciendo: Tomad y comed todos de él, porque esto es mi cuerpo, que será partido por muchos
[Accipite et edite ex hoc omnes, hoc est enim corpus meum quod pro multis confringetur]. Del mismo modo,
acabada la cena [...] tomó también el cáliz y lo dio diciendo: Tomad y bebed todos de él, porque esta es mi
sangre (V, 21-22)»84.
Estas palabras de san Ambrosio tienen una importancia excepcional. Son sumamente
importantes no solo por su antigüedad, sino también por su densidad teológica y el
apoyo que brinda a la antigüedad del Canon romano. Las palabras citadas se encuentran
el De sacramentis, un escrito atribuido al santo obispo, donde se recogen las catequesis
dirigidas por él a sus fieles de Milán, y fueron copiadas por un oyente, hábil y aplicado,
que nos legó este maravilloso tesoro. El texto hay que situarlo, pues, entre los años 374 y
397, tiempo que duró el pontificado de Ambrosio en Milán. Esta es justamente la época
en la que fueron apareciendo gran parte de las anáforas en las iglesias de Oriente.
El testimonio de san Ambrosio es importante, además, por la contundencia de sus
afirmaciones. Queda patente que el relato de la institución constituye el momento
cumbre de la consagración; en él se contienen las palabras sacramentales por las que se
opera la transformación del pan en el cuerpo de Cristo y del vino en su sangre. Lo afirma
esto Ambrosio insistentemente, con toda rotundidad. Pero hay más. No son las palabras
del sacerdote las que consagran; son las palabras de Cristo las que consagran, santifican
y transforman. El sacerdote presta sus labios y su lengua, pero es Cristo el que, a través
de la voz ministerial del sacerdote, dice la palabra eficaz: «esto es mi cuerpo» o «esta es
mi sangre».
Ambrosio atribuye a la palabra de Cristo una eficacia especial; «celestial», la llama él.
Esa es la palabra creadora que se pronunció en el origen de los tiempos, cuando fueron
creadas todas las cosas: Él lo dijo, y existieron. Es la palabra potente y creadora,
pronunciada por Dios, por la que fueron hechas todas las cosas. Esa palabra es Cristo, el
Logos, el Verbo encarnado. El que creó todas las cosas puede también transformarlas;
esa palabra puede hacer que el pan se convierta en el cuerpo de Cristo y que el vino se
convierta en su sangre. Esa es la gran convicción de Ambrosio y de toda la tradición
cristiana que él representa. Por eso, quien está en el altar y proclama la bendición es el
mismo Cristo. Porque el sacerdote está allí presente, en efecto, pero actuando como
ministro, in persona Christi.
Hay que prestar una atención especial a la incorporación de las expresiones
«semejanza» (similitudo en latín y omoioma en griego) y «figura». Con estas
expresiones hace referencia al pan y al vino, que son semejanza, signo o figura del
cuerpo y de la sangre de Cristo. Y establece una analogía con el bautismo: este es
84
semejanza o signo (similitudo) de la muerte de Cristo, lo mismo que el pan y el vino son
signo y figura (similitudo) de su cuerpo y de su sangre. Esta expresión recoge la que ya
hemos visto en la anáfora de Serapión85. Al citar las palabras de la plegaria eucarística,
que reproducen a todas luces las palabras del Canon romano, aparece una expresión muy
significativa: «Quod est [oblatio] figura corporis et sanguinis Domini nostri Iesu
Christi». Estas expresiones nos sitúan en un universo de imágenes y símbolos donde
estos expresan eficazmente la realidad, donde las realidades trascendentes se hacen
visibles y presentes a través de los signos. Por eso decimos que el signo, o la similitudo o
la figura del pan, representa eficazmente y actualiza el cuerpo de Cristo.
No es este un caso extraño, algo propio y exclusivo del obispo de Milán. Conocemos
otros muchos casos, de autores de Oriente y Occidente, que utilizan estas mismas
expresiones y se mueven en el mismo universo interpretativo. Aparte del testimonio de
Serapión de Thmuis, hay que recordar a Hipólito de Roma: «Qui est [panis] forma
carnis Christi», y en otro lugar: «Quod dicit graecum antitipum... quod dicit graecus
similitudinem sanguinis», que B. Botte traduce por «symbole du corps du Christ» e
«image du sang»86. También en Occidente, en la misma Iglesia de Roma, encontramos
el testimonio del papa Gelasio (492-496) en su tratado Contra Eutiquio: «Certe, imago et
similitudo corporis et sanguinis Christi in actione mysteriorum celebratur»87.
Para completar esta serie de testimonios, he de referirme ahora a la anáfora bizantina
de san Basilio, que se mueve en esta misma línea de interpretación: «Ponemos ante ti
(ante tu altar) los símbolos [antitypa] del santo cuerpo y de la sangre de tu Cristo»88.
Con este testimonio, perteneciente a la Iglesia de Oriente, cerramos este recuento. Han
aparecido expresiones como similitudo (semeion), figura, imago, forma, antitypus,
símbolo. Todas ellas nos remiten al mismo entorno mental e interpretativo. Todas ellas
pueden integrarse en el mundo de los símbolos, en el que las realidades trascendentes
cobran presencia y visibilidad histórica a través de las formas simbólicas, visibles y
eficaces. Cuando los autores citados se refieren a la eucaristía y llaman al pan forma, o
figura, o imago, o similitudo del cuerpo de Cristo, no se mueven en el universo de las
representaciones banales y vacías, sino que con ello nos aseguran la presencia real y
eficaz del cuerpo de Cristo, su visibilidad histórica a través de la visibilidad que le
prestan el pan o, en su caso, el vino. Por supuesto, la virtus o la capacidad para hacer
realmente presente el cuerpo y la sangre del Señor, según el pensamiento de Ambrosio
en este caso, no proviene de ninguna fuerza mágica, sino de la palabra celestial y eficaz
de Cristo, que él mismo pronuncia a través de la voz y del ministerio del sacerdote89.
Para resumir estas ideas o apreciaciones, voy a citar unas palabras de Luis Maldonado:
«La transformación de los dones [pan y vino] y de la acción oblativa [ofrenda sacrificial]
se realiza por la plegaria de acción de gracias [anáfora] y por las palabras de Cristo
[relato de la institución], que interpretan históricamente realidades naturales [pan, vino,
comer, beber], dándoles una significación nueva [presencia real de Cristo y de su acción
85
salvadora], si bien encarnada, o arraigada y eficaz, por su carácter simbólico y por la
eficacia de la palabra del Señor»90.
Esta percepción que las iglesias tienen desde la antigüedad sobre la importancia
decisiva del relato, atribuyendo a las palabras del Señor en la cena una fuerza misteriosa
capaz de santificar y transformar los dones, haciendo del pan y el vino imagen, figura o
símbolo del cuerpo y de la sangre del Señor, y convirtiendo la ofrenda de los dones en
una representación eficaz de la muerte sacrificial de Cristo; toda esta percepción,
alimentada y asumida definitivamente en las iglesias, irá tomando cuerpo
progresivamente hasta convertirse en un importante punto de inflexión y de controversia.
En adelante, nadie pondrá en duda que la narración de los gestos y palabras de Jesús en
la cena se ha convertido en el momento de la consagración.
Pasados unos siglos de atonía y de inactividad doctrinal, al menos en las iglesias de
Occidente, se inicia un despertar de preocupaciones e inquietudes teológicas. Las
cabezas pensantes del Imperio carolingio, avanzado ya el siglo IX, suscitan nuevos
caminos de acercamiento al tema de la eucaristía y nuevas formas de interpretación.
Señalamos en primer lugar a Alcuino de York (†806) y a su discípulo Amalario de Metz
(†850), quienes inician una forma de interpretar la liturgia basados en el método
alegorista. Todo es fruto de la fantasía; todos los ritos, las vestiduras, las palabras y los
gestos ejecutados por el sacerdote en la misa, se interpretan con referencias ocurrentes a
las figuras del Antiguo Testamento y, sobre todo, a los acontecimientos ocurridos en la
pasión del Señor. Es muy significativa la valoración propuesta por J. A. Jungmann:
«Estas interpretaciones revelan, sin duda, una fantasía y una inventiva notables. Verdad
es que la claridad de tales interpretaciones se ve perjudicada por la acumulación
superpuesta y el cruce de diversas interpretaciones; [...] el mantel del altar se interpreta
como símbolo de la pureza del alma, y el incensario, como la presentación del cuerpo de
Cristo»91.
Más allá de los comentarios alegorizantes de Alcuino y Amalario, es preciso prestar
atención a otros autores de la época que se ocuparon de profundizar en el tema de la
eucaristía. En primer lugar, nos fijamos en Pascasio Radberto (†850), reconocido como
el theologus eucharisticus, abad del monasterio de Corbie y autor de un importante
tratado sobre la eucaristía. Junto a él, hay que citar a Rabano Mauro (†856). Ambos se
afanan por esclarecer el tema de la identidad del cuerpo sacramental del Señor y su
cuerpo histórico. Tengo el convencimiento de que la aguda controversia desatada entre
los teólogos de la época depende, en buena parte, de una interpretación torcida y sesgada
de conceptos tan fundamentales como símbolo, figura o imagen, tomados en su sentido
más banal y efímero, y del uso de estas expresiones para referirse a los dones
sacramentales del pan y del vino.
No pretendo ahondar en esta cuestión, tan específica y tan vidriosa, ni viene a cuento
en el contexto de este libro. Pero sí deseo anotar, para completar mi reflexión, el interés
de Radberto por establecer un acuerdo entre la figura y la veritas. Para ello recurre al
86
pensamiento de san Agustín y al testimonio de Ambrosio, con el fin de salvaguardar a
toda costa la coherencia de una interpretación simbólica y figurativa de la eucaristía sin
menoscabo de su profundo realismo.
En el siglo XI asistimos a un importante desarrollo de la teología eucarística, no
exento de controversias y enfrentamientos. Hay que destacar a un personaje
emblemático, que ejerció un papel destacado en la historia de la controversia: Berengario
de Tours (†1088), cuyo ideario doctrinal y su mediocre interpretación de la presencia
real le convierten en punto de mira de todas las críticas. Fue condenado en varios
concilios, pero, antes de morir, en el Concilio de Burdeos de 1080, hizo esta confesión
de fe, reconociendo que, «después de la consagración, el pan se convierte en el
verdadero cuerpo de Cristo, el cuerpo nacido de la Virgen; y el pan y el vino sobre el
altar, gracias al misterio de las palabras de nuestro Salvador, se convierten, en sustancia,
en el cuerpo y sangre del Señor Jesucristo».
Es destacable la importancia de Lanfranco de Bec, posteriormente arzobispo de
Cantorbery (1010-1089), junto con Guitmond de Aversa (†1095). Hay que reconocerles
a ambos el mérito de haber acercado sus planteamientos teológicos sobre la presencia
real, ya a mediados del siglo XI, a una interpretación muy cercana a la transustanciación.
En su contienda contra Berengario, Lanfranco defiende que la esencia de los elementos
se convierte en la esencia del cuerpo del Señor; al mismo tiempo, él señala expresamente
que ciertos aspectos, junto con la forma externa, permanecen. Está claro que, en el
fondo, él se está refiriendo a la distinción entre la esencia y los accidentes. Guitmond se
expresa en términos semejantes y, refiriéndose a la conversión sacramental, habla de
substantialiter transmutari. Habrá que esperar al Concilio IV de Letrán (1215), que
fijará claramente la doctrina afirmando que «el pan y el vino son transformados
sustancialmente [transsubstancialiter], al convertirse el uno en el cuerpo y el otro en la
sangre del Señor»92.
El tenso clima de las controversias teológicas, arrastradas desde el siglo IX, propició
sin duda un impulso creciente de la piedad popular de cara a la devoción eucarística. En
ese sentido debemos interpretar el ansia de la gente por contemplar la elevación de la
hostia en el momento de la consagración. Jungmann recoge un testimonio importante
sobre esta costumbre: «Para evitar que rindiesen culto a la forma (hostia) antes de estar
consagrada, el obispo de París (Odón de Sully) dispuso hacia 1210 que los sacerdotes no
levantasen la forma antes de la consagración más que hasta la altura del pecho y que,
después de haber pronunciado sobre ella la fórmula de la consagración, volviesen a
elevarla a la altura desde la que todos la pudieran ver. Esta es la primera noticia segura
que poseemos sobre la forma actual de elevar la sagrada hostia»93. La prescripción, que
se formuló en los estatutos de un sínodo celebrado en París hacia el año 121094, resulta
más sabrosa si la leemos en el latín original: Praecipitur presbyteris, ut cum in canone
misase inceperint «qui pridie», tenentes hostiam, ne elevent eam statim nimis alte, ita
quod possit videri a populo, sed quasi ante pectus detineant, donec dixerint «hoc est
87
corpus meum», et tunc elevent eam, ut possit ab omibus videri. Queda patente el interés
que tienen estas palabras para el tema que estamos tratando en el libro. Es evidente que,
a estas alturas, a comienzos del siglo XIII, las palabras de Jesús sobre el pan se han
convertido ya en palabras de consagración. Esta interpretación habrá que remontarla, sin
duda, mucho más arriba. Es indudable que, entre los siglos IX y X, y más aún en la
época de Berengario, a principios del siglo XI, con motivo de las grandes controversias
sobre la presencia real, las palabras de la institución eucarística son interpretadas ya por
los teólogos como palabras de consagración.
Los ritos y costumbres que acompañarán a las palabras del relato, sobre todo en
Occidente, intentarán, cada vez más claramente, subrayar que ese es el momento de la
consagración. A la costumbre de elevar la hostia consagrada seguirá, algo después, por
mimetismo y por simetría, la elevación del cáliz95. En esa misma línea hay que señalar el
uso del incienso y la serie de genuflexiones prescritas para adorar al Señor presente en
las especies consagradas, una vez pronunciadas las palabras de la consagración. Lo
mismo cabría decir sobre la costumbre prescrita al presbítero celebrante de juntar los dos
dedos, índice y pulgar, después de la consagración, después haber tocado la hostia
consagrada. A todo esto habría que añadir la costumbre, muy tradicional, de tocar las
campanillas en el altar e incluso las campanas de la torre. En los ambientes rurales
tradicionales, los labriegos, en el campo, al oír la campana de la iglesia interrumpían la
faena para hacer un acto de adoración.
Está claro que las palabras de Jesús «esto es mi cuerpo» y «esta es mi sangre»,
contenidas en el relato, constituyen las palabras de consagración. Como colofón de todo
lo dicho, voy a traer aquí algunas afirmaciones de santo Tomas de Aquino que
corroboran el pensamiento que ha ido cuajando en la Iglesia a lo largo de varios siglos de
confrontación doctrinal. Siguiendo el estilo de la Suma teológica, el santo dominico se
plantea el tema de la forma del sacramento de la eucaristía (III, 78). Y lo primero que se
pregunta es si la forma del sacramento eucarístico está constituida por las expresiones
«esto es mi cuerpo» y «esta es mi sangre» (III, 78, 1). Al final de la respuesta, casi como
conclusión, encontramos estas palabras:
Forma huius sacramenti profertur ex persona ipsius Christi loquentis; ut detur intellligi quod minister in
perfectione huius sacramenti nihil agit nisi quod profert verba Christi (III, 78, 1) [«La forma de este
sacramento se profiere de parte de la persona de Cristo, que es el que habla; de modo que quede claro que el
ministro, para la confección de este sacramento, no hace otra cosa que proferir las palabras de Cristo»].
Concretando de forma más precisa cuáles son esas palabras, dice:
Forma huius sacramenti importat solam consecrationem materiae, quae in transubstantiatione consistit; puta
cum dicitur: «Hoc est corpus meum», vel «Hic est calix sanguinis mei» (III, 78, 1) [«La forma de este
sacramento solo se refiere a la consagración de la materia, que consiste en la transustanciación, y es cuando
decimos “esto es mi cuerpo” o “este es el cáliz de mi sangre”»].
Es de suma importancia la puntualización que hace Tomás de Aquino para aclarar el
contenido de la consagración sacramental:
Haec consecratio consistit in conversione substantiae panis in corpus Christi (III, 78, 2) [«La consagración
consiste en la conversión de la sustancia del pan en el cuerpo de Cristo»].
88
Termino con dos afirmaciones contundentes de Tomás sobre la virtus que poseen las
palabras de Cristo y su capacidad transformadora y santificadora:
Cum enim haec verba ex persona Christi proferantur, ex eius mandato consequuntur virtutem instrumentalem
a Christo (III, 78, 4) [«Estas palabras se profieren de parte de la persona de Cristo, y por ello reciben de él la
virtud instrumental que poseen»].
Ex prolatione ipsius Christi, haec verba virtutem consecrativam sunt consecuta a quocumque sacerdote
dicantur, ac si Christus ea praesentialiter proferret (III, 78, 5) [«Habiendo sido el mismo Cristo el que
pronunció estas palabras, alcanzaron estas tal poder de consagración que las diga el sacerdote que sea es como
si las dijera el mismo Cristo en persona»].
Es muy importante señalar las palabras clave de estos textos y definir el contenido
medular de los mismos. Aparece en primer lugar el término forma. Esta palabra hay que
entenderla en el contexto de la filosofía hilemorfista de Aristóteles, asumida por Tomás
de Aquino para el estudio de la teología. La forma se entiende en relación con la
materia. En la configuración de los seres, la forma representa el elemento activo; actúa
sobre la materia para sacarla de su ambigüedad, de su pasividad y de su atonía. En la
eucaristía, son las palabras del Señor las que actúan sobre la materia, constituida por el
pan y el vino; esas palabras, que constituyen la forma, están cargadas de una virtus
especial y de una eficacia potente, transmitida por Cristo, que las hace capaces de
convertir los dones del pan y del vino en el cuerpo y en la sangre del Señor. La forma ha
sacado a los elementos materiales de su ambigüedad para convertirlos en algo distinto.
En esa misma línea debo citar conceptos como esencia y sustancia. El santo de
Aquino habla de conversio substantiae. Se refiere a la transformación, a la conversión de
la sustancia del pan. La sustancia es lo que define a los seres en su entidad más propia y
específica; es lo que hace que una realidad sea ella misma, que una cosa sea lo que es.
Frente a la sustancia están los accidentes. Son lo periférico, lo inconsistente, lo que no
afecta al ser definitivo de las cosas. Son los elementos flotantes, cambiantes. En nuestro
caso, las palabras de la consagración hacen que la sustancia del pan se convierta en el
cuerpo de Cristo. El pan deja de ser pan y se convierte en el cuerpo del Señor; solo
quedan los accidentes del pan: el sabor, el color, el volumen, etc. Y lo mismo pasa con el
vino. A esto lo llaman los teólogos medievales transustanciación. Por las palabras de la
consagración se ha operado un cambio de sustancia en el pan y en el vino. Los
accidentes de estos elementos permanecen inalterables.
Tomás, en línea con la tradición, que ya hemos visto reflejada en Ambrosio, sale al
paso de cualquier interpretación «magicista» de las palabras de la consagración. Ni la
fuerza mágica de las palabras ni el embrujo del ministro son los artífices de la
transformación sacramental de los dones. Es la virtus divina de Cristo la que transmite a
esas palabras, pronunciadas por el sacerdote, la capacidad de cambiar la sustancia, de
convertir el pan en el cuerpo y el vino en la sangre del Señor. El sacerdote, en calidad de
ministro de la celebración, actúa como instrumento en manos de Cristo, como
representante suyo. No es la capacidad del ministro, sino el poder de Cristo el que
transfiere a las palabras consecratorias el poder de consagrar.
89
6. Anamnesis: memoria y profecía
a. Del mandato de Jesús a la anamnesis de la Iglesia
Solamente Pablo y Lucas han transmitido el mandato del Señor de reiterar la cena en
su memoria (Lc 22,19; 1 Cor 11,23-26). Pero mientras Lucas transcribe una sola vez el
mandato de reiteración, Pablo lo hace dos veces: la primera, como Lucas, después del
rito del pan; la segunda, él solo, después del rito de la copa. Esta segunda vez, el
mandato viene acompañado de una explicación justificativa que bien podría considerarse
como el inicio de una catequesis eucarística. Ni Mateo ni Marcos incluyen este mandato.
Esta omisión plantea a exégetas y teólogos un problema serio. Pero este problema,
evidentemente, escapa al interés de este trabajo96.
Voy a tomar como punto de partida el texto largo de Pablo97. Ahí está la base para la
reflexión que abordo en este momento. Este es el texto: «Asimismo [tomó] también la
copa después de cenar, diciendo: Esta copa es la nueva alianza sellada con mi sangre.
Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en memoria mía (toûto poieîte osákis án pínete eis
tèn emèn anamnesisin). Pues cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis
la muerte del Señor (ton zánaton toû Kyríou katángéllete), hasta que venga» (1 Cor
11,25-26). La explicación de Pablo es clara: cuantas veces comemos el pan y bebemos el
cáliz, es decir, cuantas veces celebramos la eucaristía, anunciamos la muerte del Señor.
Por esto la eucaristía, toda ella, en su totalidad, es un memorial, una anamnesis.
Fijémonos ahora en la afirmación central: «Anunciáis la muerte del Señor». Hay que
tomar en consideración, primero, el verbo «anunciáis» (katangéllete), que es de la misma
raíz que eúangellein y sinónimo de kerussein. Todos ellos significan «anunciar»,
«pregonar», «proclamar». La forma verbal aparece en indicativo y no en imperativo,
como se pretende en algunas traducciones. No se trata de una amonestación, sino de la
indicación simple y llana de una misteriosa realidad.
La muerte del Señor constituye el contenido único del anuncio. Hay que notar que no
se trata de la muerte de Jesús, sino del Señor. El matiz que caracteriza a cada una de las
expresiones no es de despreciar. La alusión al señorío de Jesús implica una dimensión
singular de su muerte. Este fenómeno lingüístico aparece con frecuencia en los escritos
de Pablo. Repetidamente encontramos en sus cartas expresiones semejantes: «mesa del
Señor» (1 Cor 10,21), «cena del Señor» (1 Cor 10,20), «cáliz del Señor» (1 Cor 10,21),
«cuerpo y sangre del Señor» (1 Cor 11,27), «Día del Señor», como alusión a la parusía
(toû Kyrioû) (1 Cor 1,8; 5,5; 2 Cor 1,14; 2 Tes 2,1-2; 2 Tim 4,8), y en forma adjetivada
(«señorial» o kyriaké) como primer día de la semana (Ap 1,10). Todas estas expresiones
vienen vinculadas a Jesús Señor (Kyrios), tal como ha sido constituido por su
resurrección. Sería, por tanto, inexacto imaginar que en la eucaristía solo se anuncia la
90
muerte de Jesús; la muerte en cuanto tal, como fracaso o desenlace fatal. Aquí se trata,
por el contrario, de la muerte victoriosa de Jesús, de la muerte que le ha conducido a la
vida, de la muerte que, en definitiva, le ha constituido Señor glorioso.
Este anuncio, el que san Pablo menciona en su relato, se verifica cada vez que
celebramos la eucaristía. Más aún, la eucaristía misma es un anuncio de la muerte del
Señor. Pero la eucaristía como celebración litúrgica, es decir, como conjunto de palabras
y de gestos cultuales. Todo ello, palabras y gestos, es un anuncio de la muerte gloriosa y,
en consecuencia, memorial, anamnesis, del acontecimiento pascual del Señor98. Pero, de
modo eminente, el anuncio y la memoria de la muerte del Señor se actualizan en la
anáfora o plegaria de acción de gracias. Lo vengo diciendo desde el principio: que la
alabanza y la acción de gracias son provocadas por la proclamación de las mirabilia Dei.
Evocación que es, al mismo tiempo, anuncio profético y recuerdo. Estas mirabilia o
magnalia Dei abarcan desde la creación primordial hasta la nueva creación realizada en
Cristo Jesús, en quien culmina la historia salutis.
Hay un momento en la anáfora en el que la proclamación o anuncio profético de las
maravillosas intervenciones de Dios en la historia reviste un perfil o formato diferente.
Me refiero al momento de la anamnesis propiamente dicha, que sigue inmediatamente a
las palabras del relato. Es una respuesta al mandato del Señor de repetir la cena en su
memoria. En ese recuerdo el orante hace memoria expresa del acontecimiento pascual;
es un recuerdo breve, sintético, eminentemente cristológico. Todo esto vamos a tratarlo a
continuación.
b. «Quando hoc facitis, meam commemorationem facitis»
Esta es la formulación del mandato que encontramos en la anáfora de Hipólito:
«Cuando hacéis esto, lo hacéis en mi memoria» [o «celebráis mi memorial»]. Todas las
anáforas concluyen el relato de la institución con las palabras del mandato. El Señor nos
manda celebrar la cena en su memoria. Estas palabras sirven de enganche para conectar
el relato con la anamnesis; esta es la respuesta de la Iglesia al mandato del Señor.
Algunas anáforas, pocas, las más primitivas, se limitan a expresar el mandato
utilizando las palabras con las que concluye la institución. Son las palabras del Señor:
«Haced esto en memoria mía» (Lc 22,19; 1 Cor 11,24). La gran mayoría de las anáforas,
sin embargo, tanto las alejandrinas como las siríacas, para aludir al mandato incorporan
la glosa de Pablo: «Cuantas veces coméis este pan y bebéis este cáliz, anunciáis la
muerte del Señor, hasta que venga» (1 Cor 11,26).
De esta forma se abre paso a la anamnesis propiamente dicha, porque, en realidad, y
en sentido amplio, como he indicado anteriormente, toda la eucaristía es un memorial:
«Quando hoc facitis» [«cuando hacéis esto»]. Ese hoc hace referencia a todo el conjunto
del banquete eucarístico, a todo lo que hacemos y decimos. Todo ello es memorial. Lo
he señalado reiteradamente.
91
c. Memoria, oblación y acción de gracias
Junto con la dimensión conmemorativa, la anamnesis aglutina los aspectos sacrificial
y oblativo de la eucaristía y la acción de gracias: «Haciendo memoria, te ofrecemos y
damos gracias» («memores offerimus»). Ese es el resumen. De este modo, la anamnesis
viene a constituir algo así como la síntesis de toda la riqueza del banquete eucarístico:
memorial-oblación-eucaristía. Debo decir que este comportamiento se repite
regularmente en casi todas las anáforas.
Lo dicho aquí no es exclusivo de alguna plegaria especial, sino habitual en toda la
tradición eucológica. Comienzo citando la plegaria eucarística II del nuevo Misal
romano, inspirada en la anáfora de Hipólito. Es, diría yo, modélica:
«Así pues, al celebrar ahora el memorial de la muerte y resurrección de tu Hijo, te ofrecemos, Padre, el pan de
vida y el cáliz de salvación, y te damos gracias porque nos haces dignos de estar en tu presencia celebrando
esta liturgia».
En la misma línea encontramos los testimonios de las anáforas de las Constituciones
Apostólicas, de la Iglesia siríaca; de Teodoro el Intérprete, de la Iglesia caldea; del
Katholikos Sahak, perteneciente a la Iglesia de Armenia, y el de la anáfora bizantina de
san Basilio. En todos estos casos, la anamnesis conjuga las tres referencias: a la
memoria, a la acción de gracias y a la oblación.
«Por eso, al celebrar el memorial de su pasión y de su muerte [...], te ofrecemos a ti, Rey y Dios, según su
mandato, este pan y este cáliz, y te damos gracias por él [...]»99.
«Según el mandato que hemos recibido, nos hemos congregado en asamblea para celebrar este misterio grande
y tremendo, santo y divino [...]; por eso, entonamos himnos en tu presencia y damos gracias por la gran
salvación que tú nos has concedido [...], y ofrecemos ante tu Trinidad gloriosa este sacrificio, vivo y santo, que
es el misterio del cordero de Dios»100.
Por eso hacemos también nosotros el memorial de su pasión, de su cruz salvadora, [...] de su gloriosa y
tremenda parusía. Te alabamos en todo. [...]. Es justo, por tanto, dar gracias por todo a tu bondad [...]. Nos has
concedido el honor de asistir en tu altar [...]. Nos has permitido ofrecerte este sacrificio, que no tiene sangre de
animales [...], sino, como tú dijiste, ofreciéndote la sangre única, la sangre de tu Unigénito, espiritual y
celestial, la sangre que él mismo selló con su mandato»101.
«Así pues, Señor, al celebrar el memorial de su pasión salvadora [...] y de su gloriosa y terrible segunda
parusía, te ofrecemos lo que es tuyo [...]. Te alabemos, te bendecimos, te damos gracias, Señor; te invocamos,
Dios nuestro»102.
En otros casos, la anamnesis incorpora solo la idea de la oblación sacrificial o la de
bendición y la acción de gracias.
«Por eso nosotros, pecadores, celebramos el memorial de sus sufrimientos vivificantes [...] y de su segunda
gloriosa y terrible parusía, cuando venga con gloria a juzgar a los vivos y a los muertos [...]; y te ofrecemos a
ti, Señor, este tremendo e incruento sacrificio»103.
«Así pues, celebramos el memorial de tu santa pasión [...], y te ofrecemos, de tus mismos dones, lo que es
tuyo, siempre y en todo. Te alabamos, te bendecimos»104.
Como decía al principio, en la anamnesis se condensan los aspectos esenciales de la
eucaristía: el memorial, la oblación sacrificial y la acción de gracias. La idea de
memorial es básica, fundamental, porque penetra y envuelve la totalidad de la
92
celebración. La eucaristía, que ha heredado toda la fuerza anamnética de la Pascua
hebrea, es toda ella, en su integridad, un memorial eficaz de la nueva Pascua del cordero.
La historia de la salvación se concentra en este momento álgido, en el que Cristo se
ofrece al Padre, como oblación viva, para la liberación de los hombres. Eso es lo que
evocamos en el memorial eucarístico, la anamnesis de la Pascua nueva. Ese es, además,
el motivo definitivo de nuestra acción de gracias, de nuestra alabanza, de nuestra
bendición; es el himno de la nueva eulogía, de la beraká cristiana que canta la
comunidad de los nuevos elegidos.
Habría que hacer aquí hincapié en el sentido de la anamnesis, que evoca y recuerda el
sacrificio de Cristo, como expresión de su amor incondicional, manifestado en la entrega
de la totalidad de su vida. El memorial no evoca solo la muerte de Cristo ni la ofrenda
sacrificial de su cuerpo y de su sangre, ya que en la muerte culmina toda su vida rota y
entregada, todo el proceso sacrificial de su humillación y kénosis. En esa línea de
autoentrega y donación, referida a la totalidad de la vida de Jesús, habría que entender
los textos de oración cuando se refieren a Cristo como víctima de expiación, inmolada
para nuestro rescate y para la remisión de nuestros pecados. Porque el Dios al que
celebramos no es un Dios justiciero, cruel y vengativo, que ha enviado a su Hijo a la
muerte para rescatarnos del pecado, sino un Dios lleno de amor, de misericordia y de
compasión que, en su Hijo, entregado y roto, ha abierto para nosotros un camino de
reconciliación105.
En este sentido se expresa con toda claridad el liturgista vasco Xabier Basurko: «La
eucaristía es anamnesis de toda la obra de salvación; queda incluida la encarnación entre
los hechos salvíficos conmemorados; sin embargo, en su núcleo fundamental, la
eucaristía es memorial de la muerte y resurrección de Jesús»106. De suma importancia
me resulta, por su dimensión ecuménica, el resumen que sobre este delicado asunto
ofrece el grupo ecuménico de Les Dombes. Voy a recoger aquí la selección de textos que
cita Basurko en su obra, y que explican el sentido del concepto de anamnesis o
memorial: «Cristo instituyó la eucaristía como memorial [anamnesis] de toda su vida y,
sobre todo, de su cruz y su resurrección. Cristo, con todo lo que hizo por nosotros y por
toda la creación, está él mismo presente en este memorial, que es también gusto
anticipado de su Reino. [...] No se trata, pues, únicamente, de traer a la memoria un
acontecimiento del pasado o incluso su significado [...]. La Iglesia, realizando el
memorial de la pasión, de la resurrección y de la ascensión de Cristo, nuestro sumo
sacerdote e intercesor, presenta al Padre el sacrificio único y perfecto de su Hijo. Así,
unidos a nuestro Señor, que se ofrece a su Padre [...], nos ofrecemos nosotros mismos en
un sacrificio vivo y santo, que debe expresarse en toda nuestra vida cotidiana»107.
d. El contenido de la anamnesis
Ahora cambiamos de tercio y fijamos nuestra atención en el contenido de la
anamnesis. En mi opinión, la más antigua forma de anamnesis está representada por el
93
texto de Pablo que ya conocemos: «Cuantas veces coméis este pan y bebéis este cáliz,
anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga» (1 Cor 11,26). Hay que dejar claro, sin
embargo, que cuando anunciamos la muerte del Señor, como he señalado anteriormente,
no nos referimos a la muerte como fracaso y desenlace fatal, sino a la muerte como
victoria sobre la muerte misma, a la muerte gloriosa y vencedora. De todos modos, no
carece de importancia el hecho de que Pablo haya visto en la muerte el centro medular
de todo el misterio de Cristo. La muerte es el culmen del anonadamiento y humillación
(de la kénosis) de Jesús, pero, al mismo tiempo, es el momento de su triunfo, del inicio
de su retorno glorioso, de su subida al Padre108. En la cruz se aúnan la humillación y la
exaltación de Jesús.
La muerte del Señor es objeto de anamnesis en todas las anáforas, sea utilizando la
palabra «muerte»:
«Dueño y Señor Todopoderoso, Rey celestial, anunciamos la muerte de tu Hijo unigénito, el Señor, Dios y
Salvador nuestro, Jesucristo, y confesamos su feliz resurrección al tercer día»109.
«Por eso, al celebrar el memorial de su pasión y de su muerte»110.
«Por eso, nosotros, pecadores, celebramos el memorial de sus sufrimientos vivificantes, de su cruz salvadora y
de su muerte y sepultura»111.
Sea utilizando la palabra «cruz»:
«Así pues, al celebrar el memorial del mandato salvador y de cuanto acaeció por nosotros: de la cruz y la
sepultura»112.
«Por eso, Señor, al celebrar el memorial [...] de tu cruz»113.
«Así pues, Señor, al celebrar el memorial de su pasión salvadora, de su cruz vivificante, de su sepultura de tres
días»114.
Otras veces se utiliza el vocablo «pasión», como hemos visto en la anáfora de las
Constituciones Apostólicas. A estas referencias se añade a veces la alusión a la
«sepultura», como aparece en las anáforas de san Juan Crisóstomo y san Basilio.
Siguiendo esta breve encuesta, podríamos asegurar que la mención de la resurrección
es constante en todas las anamnesis. Incluso la podemos entrever en el texto de san
Pablo, que no hace una memoria explícita de la resurrección. Acabamos de insinuarlo al
interpretar el sentido de la expresión «muerte del Señor». De hecho, son muchas las
anáforas que hacen uso directo del texto del apóstol, incluyendo la mención explícita de
la resurrección. Así ocurre en la anáfora etiópica de los apóstoles: «Anunciamos tu
muerte, Señor, y tu santa resurrección»115, y, como hemos podido comprobar, en la
anáfora griega de san Marcos. En la tradición occidental, encontramos este admirable
testimonio de la liturgia ambrosiana: Mortem meam praedicabitis, resurrectionem meam
annuntiabitis, adventum meum sperabitis, donec iterum de caelis veniam ad vos116.
La Traditio apostolica solo hace mención del binomio muerte y resurrección. Pero, a
partir del siglo IV, se detecta un paulatino desdoblamiento de los misterios gloriosos del
Señor en la anamnesis. A partir de esa época comienzan a mencionarse los misterios de
94
la ascensión, de la glorificación del Señor a la derecha del Padre y de su última venida.
Voy a citar los testimonios más significativos:
«Así pues, Señor, al celebrar el memorial de su pasión salvadora, de su cruz vivificante, de su sepultura de tres
días, de su resurrección de entre los muertos, de su retorno a los cielos, de su entronización a tu derecha, Dios
y Padre, y de su gloriosa y terrible segunda parusía, te ofrecemos»117.
«Así pues, al celebrar el memorial del mandato salvador y de cuanto acaeció por nosotros: de la cruz y la
sepultura, de la resurrección al tercer día, de la ascensión a los cielos, de la entronización a tu derecha, de la
segunda y gloriosa parusía, te ofrecemos»118.
«Por eso, nosotros, pecadores, celebramos el memorial de sus sufrimientos vivificantes, de su cruz salvadora y
de su muerte y sepultura, de su resurrección de entre los muertos al tercer día, de su retorno a los cielos, de su
entronización a tu derecha, Dios y Padre suyo, y de su segunda gloriosa y terrible parusía, cuando venga con
gloria a juzgar a los vivos y a los muertos... te ofrecemos»119.
«Dueño y Señor Todopoderoso, Rey celestial, anunciamos la muerte de tu Hijo unigénito, el Señor, Dios y
Salvador nuestro, Jesucristo, y confesamos su feliz resurrección al tercer día, su ascensión a los cielos, su
entronización a tu derecha, Dios y Padre, y esperamos su segunda parusía, estremecedora y terrible, cuando
vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos con justicia»120.
El análisis de estos textos nos permite señalar aspectos importantes de la anamnesis.
La primera observación que salta a la vista es que el proceso seguido en el desarrollo del
memorial ha ido in crescendo. Desde las anáforas más antiguas, el contenido de la
anamnesis se ha desarrollado progresivamente, ampliando el contenido del memorial:
desde las más elementales, en las que solo se mencionan la muerte y la resurrección del
Señor, hasta las más abultadas, en las que se detallan más pormenorizadamente los
aspectos del acontecimiento pascual. Podríamos pensar, incluso, que la evocación
anamnética más antigua es la mención paulina, cuando dice: «Anunciáis la muerte del
Señor». Efectivamente, ese es el contenido más simple y elemental de la anamnesis: la
muerte del Señor. Es justamente el centro nuclear de la totalidad del misterio pascual.
Porque, en realidad, el contenido del memorial, para decirlo de una vez, está
constituido por el acontecimiento pascual de Cristo. A la vista de los textos citados y de
una gran mayoría de los conocidos, eso es lo que conmemoramos y proclamamos. A este
respecto cabe anotar, por una parte, que raras veces se evocan los acontecimientos de la
infancia y que solo en escasas ocasiones, como veremos enseguida, se menciona el
nacimiento (la Nativitas) del Señor. Lo cual coincide con el comportamiento habitual
que detectamos en la predicación kerigmática de los primeros tiempos. Tampoco en el
anuncio kerigmático se incluye la referencia a los hechos de la infancia.
«Celebrando la memoria, Señor Jesucristo, de toda la economía de tu salvación [oekonomia salutis] en favor
nuestro, a partir de la concepción, el nacimiento y tu santo bautismo, de tu pasión, de tu gloriosa resurrección,
de tu ascensión al cielo y de tu entronización a la derecha de Dios Padre, y de tu temible venida»121.
«Mirando con los ojos de nuestra alma y contemplando los misterios de tu economía en favor nuestro, oh
Verbo Dios, adoramos esta economía de salvación [oekonomia salutis]: confesamos tu nacimiento y tu origen;
reconocemos tu pasión y tu sepultura; alabamos tu resurrección y ensalzamos tu ascensión; damos gracias por
tu entronización a la derecha del Padre y esperamos tu segunda venida»122.
«Por eso, Señor, al celebrar el memorial de tu mandato salvador y de toda tu economía instituida a favor
nuestro [oekonomia salutis]: de tu cruz, de tu resurrección de entre los muertos, de tu ascensión al cielo, de tu
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trono a la derecha de majestad del Padre y de tu gloriosa parusía, en que vendrás a juzgar a los vivos y a los
muertos»123.
«Celebramos la memoria de nuestro Señor, Dios y Salvador, Jesucristo, y de toda su economía de salvación
[oekonomia salutis] en favor nuestro. En efecto, según su mandato, celebramos ahora, sobre esta eucaristía que
está depositada ante nosotros, la memoria de su anunciación por el arcángel, de su nacimiento según la carne,
de su bautismo en el Jordán, de su pasión salvadora, de su elevación en la cruz, de su muerte vivificadora, de
su sepultura gloriosa, de su resurrección victoriosa, de su ascensión al cielo y de su entronización a la derecha
de Dios Padre»124
Hay que destacar en estos fragmentos, sobre todo, la mención explícita de la
oekonomia salutis. Esta expresión resume la totalidad de la historia salutis, la plenitud
de todos los acontecimientos liberadores. Por otra parte, la referencia a la última venida,
incluida en casi todos los textos de anamnesis y presentada en algunos casos como una
venida «terrible y estremecedora», resulta un tanto sorprendente. Tiene sentido hacer
memoria de acontecimientos pasados; sin embargo, no resulta lógico hacer memoria de
acontecimientos por venir, futuros.
Cuando en la anamnesis hacemos memoria de la última venida del Señor es porque en
la parusía, al final de los tiempos, culmina la totalidad de la oekonomía salutis y en ella
tiene lugar la plenitud del misterio pascual. Es la Pascua en plenitud. Es entonces cuando
quedará colmada la gran esperanza mesiánica y se manifestarán definitivamente los
signos escatológicos de la gran utopía del Reino. La última venida del Señor dará
cumplimiento a la gran promesa del Apocalipsis, cuando anuncia el cielo nuevo y la
tierra nueva, en la que no habrá ni luto ni llanto. Será la culminación de la Pascua. La
anamnesis es, pues, el memorial de la totalidad de la Pascua; de la Pascua en la totalidad
de su desarrollo, desde su inicio en la Pascua de Jesús hasta su culminación al final de
los tiempos.
Además, debemos añadir que el memorial, la anamnesis, no es un recuerdo efímero,
puramente psicológico; como asegura reiteradamente Casel, esta es una memoria activa,
eficaz, que actualiza y hace realidad en el presente los acontecimientos pascuales que
evoca y proclama. Por eso, en la eucaristía se hacen presentes el pasado de la Pascua y el
futuro de la gran utopía del Reino. La Pascua en plenitud, objeto de la anamnesis, se
actualiza sacramentalmente en el ahora de la celebración.
e. La anamnesis es un anuncio profético y una praedicatio
Voy a concluir esta reflexión citando unas palabras de san Pablo: «Os hago saber que
nadie puede decir: “Jesús es Señor” [Kyrios Jesoûs Christos] si no es por el Espíritu
Santo» (1 Cor 12,3). La fórmula «Jesús es Señor» condensa todo el contenido del
anuncio kerigmático, el de la confesión de fe y el de la anamnesis eucarística. Pues bien,
nadie puede pronunciar esa confesión de fe, ni ese anuncio, ni ese memorial si no es bajo
el impulso del Espíritu. Esta consideración nos permite situar el anuncio kerigmático y la
anamnesis en la esfera del profetismo. Aun cuando apóstoles y profetas hayan formado
dos grupos distintos dentro de la jerarquía primitiva, parece probable cierto intercambio
96
de funciones o ministerios. En definitiva, tanto unos como otros son los animadores
responsables de la comunidad, los servidores natos de la Palabra, servicio que adquiere
un relieve especial en el momento de pronunciar la acción de gracias, como estoy
intentando poner de manifiesto. De este modo, creo que es posible echar un puente que
conduzca a la reconciliación entre la profecía y el culto, entre los servidores de la
Palabra y los servidores del altar.
En el marco de esta reflexión, sería interesante señalar la dimensión evangelizadora de
la eucaristía. Ya sabemos que la asamblea congregada para celebrar la cena del Señor es
una asamblea de creyentes, de iniciados en la fe. Sabemos también que solo los iniciados
están en condiciones de comprender el sentido profundo de los ritos que se practican en
la eucaristía. Las palabras que se pronuncian en el entorno de la celebración eucarística
van dirigidas a creyentes, no a increyentes. En principio, no es un discurso
evangelizador. Todo esto es cierto, y lo aceptamos. Aunque la realidad nos advierte de
que en numerosas ocasiones las asambleas que se congregan para la misa no lo hacen
por motivos de fe, por principios religiosos, sino por motivaciones familiares, sociales o
de otro tipo. De hecho, en numerosas ocasiones la asamblea que se reúne para celebrar la
eucaristía no es ciertamente una asamblea creyente. En todo caso, aun siendo cierto que
la función de la eucaristía, si se puede hablar de funciones, no es específicamente
misionera, sin embargo, desde la anamnesis, sí que se acentúa la fuerza exigente del
anuncio kerigmático y la respuesta renovada de una conversión que se reitera
continuamente. En ese sentido, no solo por su referencia a la anamnesis, sino también
desde la acción de gracias, la anáfora es una verdadera praedicatio, una predicación
exigente, comprometida y cuestionadora, que espera respuestas. No me resigno a pasar
por alto la bellísima consigna que los dominicos recogen en el emblema de su escudo:
laudare, benedicere et praedicare. Se condensa en esta frase todo lo que vengo diciendo,
la profunda síntesis que se conjuga en la anáfora al aunar en una sola plegaria el
memorial, la alabanza, la acción de gracias y la predicación evangelizadora.
f. Anamnesis y confesión de fe
La anamnesis, además de ser memorial de los acontecimientos salvíficos, es también
una confesión de fe. De este modo, anuncio y confesión se conjugan y complementan en
un movimiento de tensión dialogal semejante al que existe entre la predicación del
kerigma y la aceptación del mismo, traducida en confesión de fe. Todos los
acontecimientos que se conmemoran y anuncian en la anamnesis constituyen también el
objeto de la confesión de fe. Ya he señalado anteriormente algunos ejemplos de anáforas
que aluden expresamente a una confesión de fe en el momento de la anamnesis.
Transcribo aquí el testimonio de la anáfora alejandrina de san Marcos y el del papiro
Dêr-Balizeh:
«Haced esto en memoria mía, pues cuantas veces comáis este pan y bebáis de este cáliz anunciaréis mi muerte,
confesaréis mi resurrección y mi ascensión, hasta que yo vuelva. Dueño y Señor Todopoderoso, Rey celestial,
97
anunciamos la muerte de tu Hijo unigénito, el Señor, Dios y Salvador nuestro, Jesucristo, y confesamos su
feliz resurrección al tercer día»125.
«Anunciamos tu muerte, confesamos tu resurrección y rogamos»126.
Confesión de fe, anuncio kerigmático y memorial: todo ello se conjuga en la anáfora y
se convierte en palabra sacramental; una palabra que, en términos de la teología clásica,
realiza lo que significa. Por eso confesamos la presencia actualizada del acontecimiento
pascual de Cristo en la eucaristía. Por eso, además, la comunidad celebrante se siente
inmersa y comprometida en el proceso regenerador de la Pascua del Señor. Es decir: el
misterio de Cristo, el misterio de su vida entregada y sacrificada, su misterio pascual, es
anunciado, recordado, confesado y hecho presente en la eucaristía. O, con otras palabras,
el misterio pascual de Cristo es al mismo tiempo objeto de memoria, de anuncio, de
confesión y de celebración litúrgica. Quizás debería decir, para ser más exacto, que el
anuncio, la memoria y la confesión son palabra sacramental, una palabra poderosa y
eficaz que hace presente y actual lo que anuncia, lo que conmemora y lo que confiesa.
De este modo se abre una perspectiva más amplia del carácter consecratorio de la
anáfora127.
98
7. Epíclesis: la acción santificadora del Espíritu
a. Del memorial y la alabanza a la súplica
La experiencia vivida hasta este momento por el orante en la anáfora ha sido de
alabanza. Hemos comenzado con una explosión de alabanza jubilosa al Padre; le hemos
cantado y le hemos glorificado; le hemos dado gracias y le hemos bendecido por su
inmensa grandeza, por su sabiduría y su bondad desbordante. Hemos proclamado
gozosos y hemos hecho memoria de sus maravillosas intervenciones a lo largo de la
historia (historia salutis); sobre todo, hemos evocado su fantástico designio de salvación
universal (oekonomía salutis), culminado en Jesús de Nazaret como manifestación
definitiva del amor de Dios a los hombres. En él, Dios se ha revelado como amigo de los
hombres. Y así lo hemos reconocido nosotros en nuestro canto de alabanza.
Ahora queremos invocar su nombre, levantar nuestras manos y presentarle nuestras
súplicas. Es un ritmo de oración presente en muchas anáforas. No en todas. En la
tradición alejandrina, lo mismo que en Roma, el momento de las súplicas aparece ya al
principio de la anáfora, antes del sanctus y de la epíclesis que precede al relato. Pero, en
la gran mayoría de las anáforas orientales, la invocación del nombre, que representa la
epíclesis, sigue inmediatamente a la anamnesis. En todo caso, es importante advertir el
interés de este juego dinámico entre la alabanza, el memorial y la súplica. Esta
alternancia es un índice significativo de la estrecha dependencia de nuestra anáfora
respecto a la beraká judía, la Birkat ha mazon.
Al hilo de esta reflexión y a la vista de esta rica policromía de sentimientos que, como
si fuera un mosaico, embellecen el conjunto de la anáfora, desde los saludos y las
invitaciones, pasando por el poderoso clamor de la alabanza y los cantos de gloria, la
proclamación profética de las magnalia Dei, el recuerdo de los gestos y palabras de
Jesús en la cena, para culminar con el memorial de los eventos pascuales; al tomar en
consideración esta riqueza de sentimientos y resortes espirituales, me viene a la mente la
pobreza unidireccional de nuestras oraciones espontáneas, nuestra fijación en las
oraciones de petición, el recuento obsesivo de nuestros fallos morales, el recurso a la
autoflagelación espiritual, movidos siempre por un perverso caudal de escrúpulos y de
manías pseudoespirituales; y, finalmente, me preocupa la carencia de la doxología y de
la alabanza desinteresada en nuestras oraciones, atemorizados a menudo con la visión de
un Dios juez y castigador. Es este espectáculo de desajuste, a mi juicio lamentable, el
que surge, como un reproche, al examinar por dentro la riqueza de la anáfora.
b. El lugar de la epíclesis
99
Centrémonos ya en el tema de la epíclesis. Esta palabra, muy socorrida por los
liturgistas, proviene del griego (epikalein) y significa «invocar». Toda la anáfora, toda la
bendición eucarística, es una solemne invocación del nombre de Dios. En ese sentido,
hasta podemos pensar que toda la anáfora, en su conjunto, es una especie de gran
epíclesis. La invocación del nombre de Dios sobre personas y cosas hace descender
sobre ellas toda la fuerza del mismo Dios. En esta línea, Casel piensa que lo esencial de
la epíclesis está en la invocación del nombre de Dios. Toda la fuerza divina desciende
como un torrente sobre todo aquello sobre lo que se ha pronunciado la bendición.
Pero, antes de seguir adelante, debo hacer un inciso para indicar el momento que, en
las anáforas, está destinado a la epíclesis. No hay uniformidad en esto. Existe una
diferencia entre las anáforas alejandrinas, junto con el Canon romano, y el resto de las
anáforas orientales. Las anáforas de la tradición alejandrina cuentan con dos epíclesis,
una corta, antes del relato, y otra más desarrollada, después de la anamnesis (Anáfora de
san Marcos y Anáfora de Serapión). En las otras tradiciones orientales hay una sola
epíclesis, después del relato; a veces, como en la tradición antioquena y bizantina,
inmediatamente después de la anamnesis (Anáfora bizantina de san Basilio, Anáfora de
san Juan Crisóstomo); otras veces, en la tradición caldea, después de las intercesiones
que siguen a la anamnesis (Anáfora de Teodoro el Intérprete, Anáfora de Nestorio). En
el Canon romano hay una epíclesis antes de la consagración (Quam oblationem) y otra,
algo desdibujada, después de la anamnesis (Supplices te rogamus).
c. Rasgos esenciales de la epíclesis
Ahora debemos prestar atención a los textos de anáfora. Para definir el perfil de lo que
es la epíclesis, no debemos partir de conceptos concebidos de antemano, a priori; hay
que deducir el concepto de epíclesis del análisis atento de los textos; ellos son los que
van a indicarnos cómo entiende y cómo vive la Iglesia orante ese momento de la anáfora
que hemos convenido en llamar epíclesis. Para ello sugiero que comencemos con los
más antiguos, los más venerables. En concreto, vamos a fijar nuestra atención en la
anáfora que aparece en la Traditio Apostolica de Hipólito de Roma. La situamos en el
siglo III.
«Te suplicamos que envíes tu Espíritu Santo sobre la oblación de la santa Iglesia, congregándola en la unidad.
Da a todos los que participan en tus santos misterios la plenitud del Espíritu Santo, para que sean confirmados
en la fe y en la verdad»128.
Representa, con toda seguridad, el formato más antiguo, el más arcaico. Algunos
expertos hasta dudan de que se trate realmente de una epíclesis, en el sentido estricto de
la palabra. Si nos fijamos atentamente en el texto, observamos que en esa súplica no se
pide ningún efecto sobre la oblata misma, ni siquiera su santificación. En realidad, la
súplica va dirigida en favor de la Iglesia, de quienes participan en los misterios. Para
ellos se pide la plenitud del Espíritu Santo. Y para la Iglesia se ruega que el Espíritu
100
Santo la congregue en la unidad. No hay nada sobre la santificación o consagración de
los dones.
El texto que sigue corresponde a un modelo también antiguo y venerable. Pertenece a
la Anáfora caldea de los apóstoles Addai y Mari. En este caso, la acción del Espíritu
apunta ya claramente hacia la ofrenda de la comunidad; por lo demás, aparece claro el
efecto de la acción del Espíritu: que «bendiga» y «santifique» la ofrenda. Bendecir y
santificar son dos acciones actuadas por el Espíritu que aparecerán insistentemente en
casi todas las plegarias de epíclesis. Esta acción santificadora del Espíritu desembocará
en el perdón de los pecados, en la esperanza de la resurrección y en la vida nueva en el
Reino de los Cielos.
«Venga [elthein], Señor, tu Espíritu Santo y repose [quiescat] sobre esta oblación de tus siervos, la bendiga y
la santifique, para la remisión de las deudas y el perdón de los pecados, para la gran esperanza de la
resurrección de los muertos y para la vida nueva en el Reino de los Cielos, en compañía de todos los que han
sido agradables a tus ojos»129.
Ofrezco a continuación dos textos de epíclesis que casi podemos considerar
modélicos. Uno, el primero, pertenece a la anáfora bizantina de san Basilio, y el otro, a
la de san Gregorio Nacianceno; en ellos se incluyen los elementos que integran
habitualmente la plegaria de epíclesis. Los voy a señalar. Los dones sagrados están ya
sobre el altar. La oración de san Basilio los llama «símbolos santos del cuerpo y de la
sangre»; la de san Gregorio se refiere a ellos como «dones santos y preciosos». La
oración de epíclesis, que es una invocación, pide que el Espíritu Santo descienda sobre
los dones y, en la plegaria de san Basilio, se suplica, además, que descienda sobre los
oficiantes, de los que dice: «Nos acercamos a tu altar y depositamos los símbolos
santos». Al suplicar que el Espíritu descienda, la anáfora de san Gregorio incorpora una
variante que es digna de ser anotada. Dice: «Descienda con su presencia santa y
gloriosa». Esa alusión a la «presencia», que repite dos veces, es de una densidad
espiritual extraordinaria. El Espíritu, al descender y posarse sobre los dones y sobre los
liturgos, los inunda y penetra realmente con su presencia santa y sobrecogedora.
Quizás lo más importante es la acción que se atribuye al Espíritu: «bendiga»,
«santifique» y «muestre» (ostendat). Estas acciones hacen referencia, sobre todo, a la
acción santificadora, propia del Espíritu. Las dos oraciones piden, además, al Espíritu
que «transforme» los dones del pan y del vino, que los consagre y los convierta en el
cuerpo y en la sangre del Señor. Por eso, en el primer caso, se suplica que el Espíritu
«ponga de manifiesto» (ostendat) que los dones consagrados son el cuerpo y la sangre de
Cristo.
Hay que señalar los efectos salvíficos que la comunión del cuerpo y de la sangre del
Señor aporta a los fieles participantes: «el perdón de los pecados y la vida eterna»; esto
aparece en los dos modelos. Llama la atención, además, que ambos textos reproducen al
pie de la letra las mismas palabras, lo cual se me antoja de un interés teológico
importante; los efectos transformadores y santificadores de gracia y de perdón,
101
atribuidos a la epíclesis, se hacen realidad en los fieles al recibir los dones consagrados
en la comunión.
«Nosotros, pecadores, indignos siervos tuyos, postrándonos ante la benevolencia de tu bondad, confiados en tu
misericordia, nos acercamos a tu altar y depositamos en él los símbolos santos [antitypa] del cuerpo y la sangre
de tu Hijo, invocándote [parakaloumen], oh Dios, amigo de los hombres y Señor bueno, y pidiéndote que
venga [elthein] tu Espíritu Santo sobre nosotros, tus siervos, y sobre los dones presentados, y los bendiga y
santifique, y muestre lo santo de lo santo. Haga [poiesei] que este pan santo llegue a ser el pan santo de Cristo
[...] para el perdón de los pecados y la vida eterna de quienes lo reciban. Y que también este cáliz llegue a ser
la sangre preciosa de la nueva Alianza del Señor, para el perdón de los pecados y la vida eterna de quienes lo
reciban»130.
«Tú, Señor, con tu voz transforma los dones presentados y con tu presencia realiza esta liturgia mística. Tú,
que estás aquí ante nosotros, perfecciona esta liturgia, llena de misterio. Envía tu Espíritu Santo, para que
descienda con su presencia santa y gloriosa, y santifique y transforme estos dones presentados, santos y
preciosos. Y haga que este pan llegue a ser el cuerpo santo de tu Cristo, para el perdón de los pecados y la vida
eterna de quien lo reciba, y este cáliz, la sangre preciosa de tu Cristo, para el perdón de los pecados y la vida
eterna de quien la reciba»131.
Nos encontramos a continuación con otros dos textos de epíclesis. El último, el de la
anáfora de san Juan Crisóstomo, es quizás el que representa un modelo más consolidado,
más maduro, definitivo; el que nos ofrece una plegaria de epíclesis ya cristalizada en
fórmulas estereotipadas y cargadas de hieratismo. En el texto primero, el de la anáfora de
Santiago, una pieza de gran influencia en el área de la Iglesia antioquena, nos
encontramos igualmente con una epíclesis cuyos trazos corresponden a los que dan
personalidad definitiva a esta plegaria.
Es sorprendente la coincidencia casi textual de expresiones y fórmulas, lo cual
demuestra un avanzado estado de consolidación y de ajuste definitivo de la plegaria.
Señalo las más importantes: «envía sobre nosotros y sobre los dones»; «para perdón de
los pecados»; «haga de este pan el cuerpo... y la sangre»; «a cuantos van a participar de
estos dones». Aparte de estas coincidencias, debo señalar la mención de la acción
santificadora del Espíritu sobre los dones, en el primer modelo; en la anáfora de san Juan
Crisóstomo, en cambio, esta acción se formula de modo más contundente y habla de
«transformación» del pan y del vino en el cuerpo y en la sangre del Señor. En la epíclesis
de esta anáfora, finalmente, se adivina un especial interés por construir la plegaria
guardando una cierta simetría, bien ajustada, que respeta la doble referencia al pan y al
vino; ambas referencias terminan con un significativo «amén» conclusivo.
En todo caso, para poner punto final a este breve comentario, habría que tomar buena
nota del ajustado esquema que se observa en el desarrollo de las ideas en ambos casos.
Este fenómeno no es exclusivo de estas anáforas, sino una constante en buena parte de
las siríacas y bizantinas, lo cual nos confirma el alto nivel de cristalización que ha
obtenido la plegaria de epíclesis.
«Ten misericordia de nosotros, Dios todopoderoso, y envía sobre nosotros y sobre los dones presentados tu
Espíritu Santísimo. A este mismo Espíritu Santísimo envíalo, Señor, sobre nosotros y sobre los dones
presentados, a fin de que descienda con su presencia santa, buena, gloriosa; santifique y haga [poiein] de este
pan el cuerpo santo de Cristo, y de este cáliz, la sangre preciosa de Cristo; para perdón de los pecados y vida
eterna de quienes lo reciben»132.
102
«Te ofrecemos también este culto espiritual e incruento, y te invocamos, te imploramos y suplicamos: envía tu
Espíritu Santo sobre nosotros y sobre los dones que te hemos presentado, y haz [poiein] de este pan el cuerpo
precioso de tu Cristo, transformándolo por el Espíritu Santo. Amén. Y de lo que hay en este cáliz, haz la
sangre preciosa de tu Cristo, transformándola por el Espíritu Santo. Amén. De modo que aproveche a cuantos
van a participar de estos dones, para pureza de espíritu, para perdón de los pecados, para la comunicación de tu
Espíritu Santo y para la plenitud de tu Reino, y no para juicio, ni castigo»133.
Antes de cerrar este comentario sobre la identidad de la epíclesis, voy a intentar
resumir en varios puntos los rasgos fundamentales que la definen:
1) Es una invocación dirigida al Padre. En los primeros modelos, esta súplica se
expresaba con la fórmula «invocación del nombre».
2) En esta plegaria o invocación se suplica que Dios envíe su Espíritu. En los textos
más antiguos se expresa de manera directa: «venga» (elthein, veniat); posteriormente
se afianza la fórmula «envía» (emitte), referidas siempre ambas expresiones a la
efusión del Espíritu Santo.
3) La presencia del Espíritu enviado por el Padre va referida a los liturgos, que ejercen
el ministerio, y sobre todo a los dones del pan y del vino.
4) La acción del Espíritu se formula con varias expresiones: que «bendiga», que
«santifique», que «consagre», que «transforme». Estas expresiones, de un modo u
otro, se repiten en todas las oraciones de epíclesis. Todas ellas expresan la presencia
divina, activa y transformadora, derramada sobre los dones; a través de esa presencia,
la fuerza divina se adueña de los dones y los hace suyos; eso quiere decir que los
consagra y los transforma; es decir, que los dones del pan y del vino se convierten en
algo sagrado, en algo divino: se transforman en el cuerpo y en la sangre del Señor.
5) Se pide, finalmente, que la participación en el banquete eucarístico, compartiendo
en la comunión el pan y el vino consagrados, propicie bienes especiales para los
fieles: el perdón de los pecados y la vida eterna. Es el binomio que se repite en
numerosas plegarias. La anáfora de san Juan Crisóstomo completa esta súplica
pidiendo, además, la pureza de espíritu, la comunicación del Espíritu Santo y la
plenitud de gracia en el Reino futuro.
Voy a completar este comentario con una referencia a una preciosa expresión que
aparece, en primer lugar, en la anáfora de Hipólito y que la plegaria eucarística II de la
actual liturgia reformada del Vaticano II ha recogido, ampliándola y enriqueciéndola.
Refiriéndose a la Iglesia, Hipólito incorpora a su anáfora la invocación de que el Espíritu
descienda sobre ella [la Iglesia] «congregándola en la unidad». La plegaria eucarística II
recupera así esta oración: «Te pedimos, humildemente, que el Espíritu Santo congregue
en la unidad a cuantos participamos del cuerpo y sangre de Cristo». A propósito de esta
plegaria desearía señalar, primero, que la acción santificadora y reconciliadora del
Espíritu se presenta condicionada a la participación en la comunión de los dones. Por
otra parte, el Espíritu, con su presencia santificadora, no solo realiza la presencia viva del
Señor en el pan y en el vino, sino que también actúa sobre la comunidad de fieles,
103
convirtiéndola en el cuerpo de Cristo, su cuerpo eclesial. El mismo Espíritu que hizo
presente el cuerpo de Jesús en las entrañas de María es el que ahora hace presente al
Señor en los dones del pan y del vino, y en la comunidad.
Es sorprendente la contundencia con que estas plegarias manifiestan su convicción
profunda respecto a la eficacia con que el Espíritu actúa sobre los dones del pan y del
vino, y cómo estos, por la fuerza transformadora del Espíritu, se convierten en el cuerpo
y en la sangre de Cristo. Ante los titubeos y las piruetas dialécticas que hoy se observan
en determinados ambientes eclesiales cuando se trata de reconocer, sin paliativos, la
presencia viva y real del Resucitado en el pan y en el vino; cuando se trata de reconocer,
simple y llanamente, que el pan y el vino dejan de ser eso, pan y vino, para convertirse
en el cuerpo y la sangre del Señor; cuando uno observa los rodeos mentales que a veces
se montan para evitar reconocer la profunda realidad de este misterio, no puede pasar por
alto todos estos testimonios, tan universales, tan ecuménicos, tan claros y tajantes, que
apenas dan lugar a duda o escapatoria alguna.
Llama la atención, además, el uso reiterativo de expresiones que han sido utilizadas
para describir lo que Jesús dijo en la cena. Me refiero a las palabras «bendecir» y
«santificar». Ambas expresiones han sido utilizadas para narrarnos el comportamiento de
Jesús; él pronunció la «bendición» (eulogía o beraká) y, al hacerlo, dio gracias
(eucharistein); esta bendición de Jesús se convirtió en una «santificación» de los dones,
en una «consagración», en una «transformación». Estas son justamente las expresiones
que se repiten en la epíclesis. En efecto, la epíclesis se convierte en una ratificación, una
confirmación de la consagración.
d. Epíclesis y consagración
Quiero abordar aquí, al final, un tema vidrioso, conflictivo, sobre el que los teólogos
han debatido abundantemente, durante largo tiempo. Se trata de un debate en el que
siempre se han enfrentado los teólogos orientales y los latinos. Es evidente que no voy a
volcarme ahora, aquí, en esta controversia. El horizonte de este libro no me lo permite,
ni dispongo yo de recursos para abordarlo. Solo voy a plantearlo, y luego intentaré
ofrecer una pista de solución.
Ya he comentado al principio que las tradiciones litúrgicas no reservan el mismo lugar
para la epíclesis. Las anáforas alejandrinas disponen de dos epíclesis, y la primera
aparece siempre colocada antes de las palabras del relato o de la consagración. Lo mismo
ocurre en el Canon Missae de la Iglesia de Roma: también en este caso la plegaria de
epíclesis, muy desfigurada, está colocada antes de la consagración. El problema se
plantea con las anáforas pertenecientes a las tradiciones siríacas, tanto las de la Iglesia de
Antioquía como las bizantinas y caldeas. En estas anáforas, la epíclesis aparece después
de la consagración; a veces, inmediatamente después de la anamnesis; otras veces, al
final, después de las intercesiones.
104
El problema surge cuando, después de la consagración, el presbítero suplica al Padre
que derrame el Espíritu sobre los dones para que los convierta en el cuerpo y en la
sangre del Señor. Salta a la vista la incongruencia, porque, si el pan y el vino han sido
convertidos ya por la consagración en el cuerpo y en la sangre de Cristo, ¿qué sentido
tiene suplicar de nuevo al Padre, en la epíclesis, para que envíe al Espíritu Santo a fin de
que este santifique, consagre y transforme los dones en el cuerpo y en la sangre del
Señor? Es evidente que la invocación de la epíclesis, suplicando la conversión del pan y
del vino, desautoriza y desvirtúa el carácter y la eficacia consecratoria de las palabras del
Señor en el relato. El problema es así de simple y así de claro.
Los latinos, desde antiguo, siempre estuvieron persuadidos de que la consagración y
transformación de los dones se operaba eficazmente por las palabras de Jesús contenidas
en el relato, pronunciadas por él en la última cena y proclamadas, a su vez, en su
nombre, por los presbíteros, en la eucaristía. Desde san Ambrosio hasta santo Tomás de
Aquino, pasando por los teólogos del siglo XI, como hemos visto, esta ha sido una
constante indiscutible, corroborada, además, por el testimonio de los textos litúrgicos. La
controversia sobre la presencia real, indudablemente, agudizó los planteamientos y
propició una postura muy inflexible referente a la eficacia de las palabras del relato,
entendidas como el elemento formal en la confección del sacramento.
Lo mismo ocurre con los orientales. Lo resume así Gesteira en su magnífica obra
sobre la eucaristía: «Ya desde antiguo sostuvo el Oriente la tesis de que, además de las
palabras de la institución, era necesaria la epíclesis o invocación al Espíritu para que
pudiese tener lugar la consagración de los dones»134. Aparte del testimonio de los textos
litúrgicos, se pueden citar los testimonios de san Cirilo de Jerusalén (†387) y de san Juan
Damasceno (†749).
«Invocamos al Dios amador de los hombres para que envíe su Santo Espíritu sobre la oblación que aquí hemos
depositado, para que haga del pan el cuerpo de Cristo, y del vino, la sangre de Cristo. Pues, ciertamente,
cualquier cosa que tocare el Espíritu Santo será santificada y transformada»135.
«El pan de la oblación, junto con el vino mezclado con agua, por medio de la epíclesis y la venida del Espíritu
Santo, se cambian [metapoiountai] de modo sobrenatural en el cuerpo y la sangre de Cristo»136.
En realidad, antes de Nicolás Cabasilas (†1390) y su Interpretación de la divina
liturgia no aflora claramente la controversia. Habrá que esperar al Concilio de FerraraFlorencia (1438-1445), especialmente preocupado por el angustioso problema de la
unión de las iglesias de Oriente con Roma, y a las intervenciones de los teólogos
ortodoxos en él. En ese momento se manifiesta cierta inquietud por el problema de la
epíclesis. Pero, en realidad, la controversia se desata en el siglo XVII, cuando los
teólogos orientales empiezan a defender que la consagración se realiza únicamente por la
epíclesis y no por las palabras del Señor en el relato. La controversia no ha dado luz
alguna, pues las posturas de los contendientes siguen donde estaban y las apuestas
permanecen en lo alto, pendientes de solución.
En este momento, entre los teólogos modernos se abre una interpretación de los
hechos que apunta hacia una solución viable del tema. De entrada, hay que reconocer
105
que la anáfora es una oración de bendición, una beraká, una eulogía, como la que Jesús
pronunció en la cena. Como sugieren los textos, de forma insistente, a la acción de
bendecir hay que añadir, como derivaciones complementarias, la acción de santificar y
consagrar. «Bendecir», «santificar» y «consagrar» son expresiones que aparecen en los
relatos de la institución para definir las palabras de Jesús. Sus palabras fueron una
bendición, pero, al mismo tiempo, una santificación y una consagración. Todo este
contenido deriva en la anáfora cristiana. Toda ella es una bendición, pero también una
plegaria que santifica y consagra. La plegaria eucarística, la anáfora, es una oración
consecratoria.
También en la epíclesis, como en el relato, se recogen las expresiones citadas:
«bendecir», «santificar», «consagrar», que expresan la acción del Espíritu, derramado
por el Padre. Él es el que actúa, el que inunda con su presencia la oblación que está sobre
el altar y el que santifica a la comunidad.
A los latinos, muy imbuidos de la doctrina clásica, les resulta difícil apearse de lo que
siempre se ha enseñado en la escuela. Son las palabras del Señor, recogidas en el relato
(«esto es mi cuerpo» y «esta es mi sangre»), secundadas por la mediación del presbítero,
las que constituyen el elemento formal que actúa sobre los dones y los transforma. De
ahí la dificultad en admitir el carácter consecratorio de toda la anáfora. Para acercar
posiciones habría que decir que las palabras de la institución poseen la virtus y la
eficacia consecratoria, pero en el marco de la anáfora. Habría que aceptar el carácter
bendicional y consecratorio de toda la plegaria eucarística, integrando en ella la fuerza
deprecativa de la epíclesis y asumiendo también la función santificadora y
transformadora del Espíritu Santo. Porque, a la postre, hemos de reconocer el
protagonismo del Espíritu y asumir sin titubeos que él es el artífice del misterio profundo
que celebramos.
Queda un punto. Frente a las acusaciones de automatismo sacramental, y para salir al
paso a la tentación de cierto recurso mágico en la eucaristía, es muy aconsejable apoyar
con fuerza la importancia del elemento deprecativo, identificado en la epíclesis, frente al
poder sacramental indicativo, mantenido con firmeza en los posicionamientos
doctrinales de la ortodoxia católica. Es bueno que, frente a la rigidez doctrinal que se
apoya en la decisión omnímoda del presbítero para pronunciar o no las palabras de la
consagración, como si él fuera el dueño de activar o no el resorte (sit venia verbo!); es
bueno –digo– que se potencie la fuerza sacramental de la plegaria de epíclesis, que, por
encima de cualquier veleidad o automatismo, remite a la benevolente y libre acción de
Dios la realización del misterio, actuando eficazmente, por el Espíritu, sobre los dones.
La epíclesis ha de poner sordina a la inflexible eficacia de las palabras del relato. El ex
opere operato debe ceder su rigidez ante la fuerza deprecativa de la epíclesis. Aun
asumiendo la eficacia sacramental depositada en las palabras de Jesús, activadas
ministerialmente por el presbítero, en el ejercicio de su función instrumental (Tomás de
Aquino), hay que resaltar el protagonismo santificador del Espíritu, inspirador e
impulsor de la fuerza bendicional de la anáfora.
106
8. Las intercesiones
a. La alabanza se transforma en plegaria
Este proceso, al que me he referido más arriba, ahora se acentúa poderosamente. Las
plegarias de intercesión constituyen un elemento de gran importancia no solo en la
celebración eucarística, sino incluso en la anáfora. Marcan un clima y un nivel de
celebración diferente. Las súplicas y las oraciones de intercesión aquí se acentúan y
multiplican. La asamblea celebrante, por boca de sus ministros, hace un repaso de las
situaciones de miseria en la comunidad eclesial; de los enfermos, los pobres, los
abandonados, los encarcelados, los peregrinos y forasteros, los huérfanos y las viudas; de
todos los que sufren necesidad; se recuerdan también las personas con ministerios
especiales en la Iglesia, como el papa, los obispos, los presbíteros y los diáconos, el clero
y todo el personal dedicado al servicio de las iglesias; las autoridades civiles y los
gobernantes. Todos son traídos a la memoria y a la oración de la comunidad celebrante.
En las anáforas pertenecientes a la tradición alejandrina, como se puede comprobar en
la Anáfora de san Marcos, uno de los modelos paradigmáticos de la Iglesia de
Alejandría, las intercesiones siguen inmediatamente a la alabanza inicial y se prolongan
ampliamente hasta el sanctus. Pero esta no es la práctica más habitual. Las anáforas
siríacas, en cambio (Anáfora de san Juan Crisóstomo, Anáfora bizantina de san Basilio,
Anáfora de Santiago), colocan regularmente las intercesiones después de la epíclesis,
antes de la doxología final. Digo «regularmente» porque hay alguna anáfora, de las
pertenecientes a la tradición caldea, como la Anáfora de Teodoro el Intérprete, que
coloca las plegarias de intercesión después de la anamnesis y antes de la epíclesis. La
presencia de las plegarias de intercesión en la liturgia romana requiere un tratamiento
especial.
Los estudios del benedictino alemán Hieronymus Engberding sobre las anáforas
orientales han demostrado, en contra de la opinión de Bernard Botte137, la estrecha
relación de las oraciones de intercesión con la epíclesis, hasta el punto de sugerir la
incorporación de las intercesiones a la anáfora en conexión con la epíclesis138.
Tendríamos, pues, dos textos de súplica, la epíclesis y las intercesiones, reunidos en la
anáfora y caracterizados por un mismo colorido espiritual.
b. Los orígenes de la plegaria de intercesión y su lugar en la anáfora
Respecto al sentido de las intercesiones y al lugar que ocupan en la celebración,
algunos expertos han señalado la relación de estas plegarias con las preces que se
proclaman en las iglesias al final de la liturgia de la palabra. Algunos análisis textuales
107
extremadamente ajustados han demostrado cierta dependencia mutua entre las preces y
la intercesión junto con algunas coincidencias importantes. En todo caso, desde un punto
de vista crítico, hay que manifestar cierta extrañeza al considerar dos formas de oración
tan semejantes proclamadas una y otra vez, de forma repetitiva, en tan breve espacio de
tiempo, en la misma celebración.
Hurgando en las raíces bíblicas y hebreas que justifican y dan soporte a estas
plegarias, es interesante referirnos, en primer lugar, a las preces proclamadas en la
liturgia sinagogal, en el marco de una especie de liturgia hebrea de la palabra. En las
sinagogas se hacen intercesiones los sábados y días festivos. Después de haber leído las
palabras de la Ley y los libros proféticos, antes de recoger el libro en el armario, después
del Birkat-Yerusalaiym y tras haber dado gracias por la Ley, se proclaman intercesiones
por las santas asambleas, por la paz, la caridad y el retorno de los prisioneros; por los
bienhechores de las comunidades, para que reciban los dones de Dios. Luego se
proclaman distintas peticiones de acuerdo con las diferentes estaciones del año.
Finalmente, se hacen ruegos por la nación donde habitan. Para terminar, se recogen
solemnemente los libros en el armario, alabando al Dios de la gloria porque de nuevo
vuelve a su casa139.
Aparte de la liturgia del templo, encontramos también en la tradición hebrea unos
textos que, a juicio de los expertos, han servido indudablemente de inspiración para la
hechura de la liturgia eucarística cristiana. Me estoy refiriendo al Semonèh-‘Essréh o
liturgia de las dieciocho bendiciones140. Dejando aparte algunos fragmentos que
seguramente han marcado su huella en algunas partes de la anáfora, como la epíclesis,
nos fijamos aquí en las bendiciones, cuyo reflejo en las intercesiones es innegable. El
contenido de estas bendiciones es muy plural; se pide por la adquisición de la ciencia, la
inteligencia y la prudencia; se cita un texto de Lamentaciones para pedir la conversión
(Lam 5,21); se pide por el perdón de los pecados, para que Dios nos consuele en la
aflicción; por la salud, por la clemencia del tiempo y los frutos del campo; por la
libertad, por la instauración de los jueces, por el castigo a los apóstatas, por los prosélitos
y por Jerusalén. Indudablemente, salta a la vista la cercanía de estas peticiones al
compararlas con las intercesiones de nuestras anáforas.
Nos vamos a fijar también en los testimonios que aparecen en el Nuevo Testamento,
sobre todo en los escritos de Pablo. Para no alargar excesivamente este comentario, voy
a limitarme a un texto de Pablo, Tim 2,1-7):
«Lo primero que te recomiendo es que se hagan peticiones, oraciones, súplicas, acciones de gracias por todos
los hombres: por los reyes y por todos los que están en la cumbre, para que podamos llevar una vida tranquila
y pacífica con toda piedad y dignidad».
Pablo pide que en la asamblea de la comunidad, en la que los cristianos se reúnen para
la liturgia de la palabra, como hacían los judíos en la sinagoga, se hagan oraciones
públicas en común que sean expresión de la palpitante vida cristiana de la comunidad.
Probablemente, esas oraciones seguían a la lectura de las Escrituras y a su interpretación.
Es una oración universal, en la que la Iglesia se manifiesta solícita por todas las
108
necesidades y recoge en su plegaria a todos los menesterosos, sin excluir a nadie, porque
la bondad de Dios, que es Padre de todos, abarca a todos los hombres: «Hace salir su sol
sobre malos y buenos, y deja llover sobre justos e injustos» (Mt 5,45).
En esta serie de preocupaciones manifestadas en la oración, se especifica un grupo de
hombres por los que hay que orar públicamente: los reyes, los emperadores romanos y
las autoridades, los altos funcionarios romanos, especialmente los gobernantes de las
distintas provincias. Junto al deber de obedecer a la autoridad constituida por Dios (cf.
Rom 13,1-7; 1 Pe 2,13-17) está el deber de orar por ella. La obligación es válida para
todos los tiempos, sin tener en cuenta a qué religión pertenece el gobernante.
Esta recomendación de Pablo cristalizará pronto en las iglesias y enseguida cuajará en
fórmulas concretas. Voy a traer a la consideración del lector una hermosa plegaria
recogida por el papa Clemente en su Carta a los Corintios. Nos remontamos así a finales
del siglo I:
«Salva a aquellos de nosotros que están en la tribulación, ten piedad de los humildes, levanta a los caídos,
manifiéstate a los indigentes, sana a los enfermos, haz retornar a aquellos de tu pueblo que andan errantes,
sacia a los hambrientos, rescata a los presos, fortifica a los débiles, consuela a los pusilánimes. Conozcan todas
las naciones que tú eres el único Dios, y Jesucristo, tu siervo, y nosotros, tu pueblo y ovejas de tu rebaño»141.
Siguiendo las exhortaciones de Pablo a Timoteo, Clemente completa a continuación
su invitación a la plegaria mandando orar por el emperador:
«Danos ser obedientes a tu omnipotente y santísimo nombre y a nuestros príncipes y gobernantes sobre la
tierra. Tú, Señor, les diste la potestad regia, por tu fuerza magnífica e inefable, para que, conociendo nosotros
el honor y la gloria que por ti les fue dada, nos sometamos a ellos, sin oponernos en nada a tu voluntad. Dales,
Señor, salud, paz, concordia y constancia, para que sin tropiezo ejerzan la potestad que por ti les fue dada»142.
Los testimonios citados nos ofrecen el contexto eucológico en el que se inspiran
seguramente las más antiguas anáforas. Quiero señalar de modo especial la praxis
oracional de los ambientes hebreos, especialmente el de la sinagoga, como principal
fuente de inspiración. Ya hemos visto antes la influencia hebrea de la beraká en la
configuración de la anáfora cristiana, y ahora comprobamos esta influencia en las
plegarias de intercesión. Clemente viene a ser un eslabón muy significativo, que hace de
puente entre la praxis hebrea y la anáfora cristiana.
c. La intercesión en las anáforas más primitivas
Ahora debemos pisar tierra y examinar las intercesiones en su propio entorno
litúrgico. Vamos a mencionar, en primer lugar, la Anáfora de la Traditio Apostólica de
Hipólito, que es, sin duda, la más antigua. Y es también la más escueta, la más corta, casi
un apunte de plegaria:
«Da a todos los que participan en tus santos misterios la plenitud del Espíritu Santo, para que sean confirmados
en su fe por la verdad»143.
Es escueta, pero está preñada de significado, y en ella se percibe claramente la
estrecha vinculación entre la epíclesis y la intercesión. Vienen a formar un solo bloque;
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la plegaria de intercesión aparece como una continuación de la epíclesis. Esta
apreciación se confirma con la insistente mención del Espíritu Santo.
En la misma línea, también por su venerable antigüedad, voy a mencionar un
fragmento de la Anáfora de los apóstoles Addai y Mari:
«Señor, por tus muchas e inefables misericordias, haz memoria buena de todos los padres piadosos y justos,
que han sido agradables a tus ojos, en la conmemoración del cuerpo y la sangre de tu Cristo que te ofrecemos
sobre el altar puro y santo, como tú nos enseñaste, y danos la tranquilidad y la paz que de ti proceden, todos los
días del siglo. Amén. Para que conozcan todos los habitantes de la tierra que tú eres el único Dios, Padre
verdadero. Tú, que enviaste a nuestro Señor Jesucristo, tu querido Hijo; él mismo, Dios y Señor nuestro, nos
enseñó por medio de su Evangelio vivificante toda la pureza y santidad de los profetas, de los apóstoles, de los
mártires, de los confesores, de los obispos, de los sacerdotes, de los diáconos y de todos los hijos de la Iglesia,
santa y católica, que han sido sellados con el sello vivificante del santo bautismo»144.
Para comentar este pasaje voy a utilizar unas palabras del teólogo de Taizé Max
Thurian: «La Iglesia, basada en la historia de la fidelidad de Dios con los patriarcas, los
profetas, los apóstoles, los mártires y todos los santos [«los padres piadosos y justos, que
han sido agradables a tus ojos»], pide sencillamente a Dios que le escuche y le conteste;
en el mismo acto en que evoca ante el Padre el sacrificio único del Hijo [«en la
conmemoración del cuerpo y la sangre de tu Cristo, que te ofrecemos sobre el altar puro
y santo»], la Iglesia recuerda también ante Dios a todos aquellos por quienes tiene el
ministerio de interceder»145.
Insistiendo en la idea de Max Thurian, me parece importante subrayar el interés del
inicio del fragmento cuando pide a Dios que «haga memoria»; no se trata de la memoria
que nosotros hacemos de las acciones maravillosas de Dios, sino de la memoria de los
gestos de fidelidad de Dios con nosotros. Ese es el arranque de la plegaria. Se le pide a
Dios que siga siendo fiel a sí mismo, que no se olvide de su inquebrantable fidelidad al
pueblo que ha elegido. Es una forma de orar muy arraigada en la espiritualidad del
Antiguo Testamento y continuada luego en Oriente.
d. La intercesión en las anáforas orientales
Las plegarias de intercesión constituyen unos textos largos, prolijos. No resultaría ni
cómodo ni práctico reproducir aquí esos textos. Ofreceré alguno y me limitaré a resumir
otros. Podemos comenzar con las anáforas de la tradición alejandrina, en concreto con la
Anáfora de san Marcos, la más representativa. Es un testimonio que, como hemos visto
en su momento, podría remontarse a la mitad del siglo III. Voy a ofrecer un resumen.
«Te rogamos y pedimos, Dios bueno, amigo de los hombres: acuérdate, Señor, de tu santa y única Iglesia,
católica y apostólica, extendida del uno al otro confín de la tierra [...]. Da paz al emperador y al ejército, a los
príncipes y al Senado, a los pueblos y sus vecinos [...]. Consérvanos, Señor, en un solo corazón y un solo
amor; llena de vida nuestras almas [...]. Visita a los enfermos de tu pueblo, Señor; por tu piedad y compasión,
otórgales la salud [...]. Ten piedad de los que sufren en cárceles y minas, en destierro y en dura esclavitud [...].
Tú eres el puerto de los náufragos [...]. Tú eres, Señor, médico de almas y de cuerpos [...].
A nuestros hermanos viajeros, a los que están a punto de ponerse en camino, acompáñales en su ruta por tierra,
hazles retornar al puerto tranquilo, hazles tornar sanos y que encuentren a los suyos con salud [...]. Y a
nosotros, Señor, guárdanos también en el destierro de esta vida[...]. Envía lluvia abundante y benéfica sobre las
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tierras resecas y sedientas [...]; acrece los ríos hasta su altura debida; alegra y renueva con su crecida la
superficie terrestre [...]; bendice los frutos de la tierra, Señor; consérvanoslos sanos y frescos». [...]
«Rey de reyes y Señor de los señores, guarda el trono de nuestro rey, tu siervo fiel, amante de tu Cristo, pues le
juzgaste digno de reinar sobre la tierra, en paz, poder y justicia [...]. Concede el descanso a las almas de
nuestros padres y hermanos que se durmieron en la fe de Cristo, por la memoria de nuestros antepasados, ya
fuera del tiempo [...]. Los sacrificios, oblaciones y acciones de gracias de los oferentes recíbelos, oh Dios,
sobre tu santo altar, celeste y espiritual, en los altos cielos [...]. Al santísimo y beatísimo papa N., a quien
elegiste y predestinaste para gobernar tu santa Iglesia [...]. Acuérdate, Señor, de la santa ciudad de Cristo,
nuestro Dios, de la capital imperial [...]. Acuérdate, Señor, de toda alma cristiana oprimida y abatida [...].
Acuérdate, Señor, con piedad y compasión, de nosotros, pecadores e indignos siervos tuyos [...]».
Y termina con esta última súplica, que viene a ser el colofón final:
«Rescata a los cautivos, salva a los necesitados, sacia a los hambrientos, anima a los pusilánimes, vuelve al
buen camino a los descarriados, ilumina a los extraviados, levanta a los caídos, fortalece a los vacilantes. Sana
a los enfermos, conduce a todos al camino de tu salvación. Congrégalos en tu santa grey. Líbranos, sálvanos de
nuestras maldades, guardián y protector nuestro»146.
Esta terminación de las intercesiones podemos considerarla como un compendio de
todas las preces y como una aproximación al sanctus. Quizás se podría vislumbrar aquí,
igualmente, al apreciar la conexión de las intercesiones con la acción de gracias inicial y
con el sanctus, un eco de la influencia del servicio sinagogal judío de lecturas y
oraciones, heredado por la comunidad cristiana una vez desaparecido el banquete o
ágape que acompañó originariamente a la primitiva fracción del pan. Podríamos avanzar
la hipótesis de que, al desaparecer el ágape, este es sustituido por una liturgia de la
palabra que, a su vez, se inspira estrechamente en el servicio hebreo de la sinagoga, en el
que las preces (Semonèh-‘Essréh o tefillah) siguen a la lectura de la Ley147.
Es interesante observar la petición que se hace por los ríos, para que Dios libre al
pueblo de las crecidas («acrece los ríos hasta su altura debida; alegra y renueva con su
crecida la superficie terrestre»). Es evidente que la comunidad de Alejandría está
pensando en el Nilo y en sus devastadoras crecidas. En la oración se pide para que la
crecida del río llegue a su altura justa, para que no la sobrepase, para que pueda inundar
adecuadamente los campos de cultivo y propiciar así abundantes cosechas. Es muy
importante señalar el encaje y la adaptación de los textos de oración al contexto
sociocultural del lugar.
Dejamos Alejandría y nos acercamos a las iglesias de la vieja Mesopotamia. Vamos a
conocer el testimonio de otra plegaria eucarística perteneciente a la tradición sirooriental, concretamente la de la Anáfora de Teodoro el Intérprete, representativa de la
liturgia de Edesa y que se podría remontar a los siglos V o VI. En este caso, la plegaria
de intercesión, no tan prolija como la alejandrina de san Marcos, aparece colocada entre
la anamnesis y la epíclesis.
Voy a referirme a la mención que se hace del nombre de Dios, «grande y tremendo»,
expresión que se repite con frecuencia en las anáforas. Se habla repetidas veces en la
Biblia de invocar el nombre de Dios. Porque Dios ha revelado su nombre precisamente
para que le adoremos. Adorar y venerar el nombre es adorar y venerar a Dios mismo.
111
Invocar el nombre de Yahvé es propiamente dar culto a Dios, suplicarle; se grita su
nombre, se le llama.
«Mira, Señor; ahora es ofrecida esta oblación en presencia de tu nombre, grande y tremendo, por la Iglesia
santa y católica [...]. Por todos nuestros padres, los obispos y los corepíscopos, los sacerdotes y los diáconos,
que asisten en este servicio verdadero, para que siempre asistan ante ti con pureza, esplendor y santidad [...].
Por todos los hijos de la Iglesia, santa y católica, los que están aquí y en cualquier otro lugar, para que
progresen en la adoración de tu majestad [...]. Por mí, tu siervo pecador, reo de muchas culpas [...]. Por todos
aquellos por quienes esta oblación es ofrecida [...]. Por los frutos de la tierra y el buen tiempo [...]. Por todos
los hombres, sean quienes fueren, que caminan en el pecado y el error, para que te conozcan a ti, único Padre y
verdadero Dios; para que conozcan que tú eres bueno y te reconozcan como Señor, desde siempre y para
siempre, naturaleza divina, increada, creador de todas las cosas, Padre, Hijo y Espíritu Santo [...]. Te rogamos,
Señor, te suplicamos y pedimos que nos atiendas propicio, divinidad adorable, por tu misericordia»148.
Entre las anáforas orientales, hay que prestar atención, de modo especial, a las que
pertenecen a las iglesias de Antioquía, de Jerusalén y de Bizancio. Son las de más solera,
las más extendidas y, quizás, las más representativas. Ofrezco, en primer lugar, un
fragmento de la Anáfora siríaca de los XII apóstoles. Pertenece a la liturgia antioquena
y, con toda probabilidad, puede remontarse al siglo IV. Esta oración de intercesión tiene
forma litánica y está colocada después de la epíclesis y antes de la doxología final, lo
cual confirmaría la estrecha relación entre la súplica de epíclesis y las súplicas de
intercesión.
«Te ofrecemos, pues, Señor todopoderoso, este sacrificio espiritual por todos los hombres, por tu Iglesia
entera, por los obispos que en ella dispensan con rectitud la palabra de la verdad, por mi propia indignidad, por
los sacerdotes y diáconos, por todos los creyentes de todos los países, por todo tu pueblo fiel, por el cuidado de
tu grey, por esta Iglesia santa, por todas las ciudades y países de los fieles, por el buen tiempo y los frutos de la
tierra, por los fieles que están en tribulación, por los que han ofrecido esta oblación, por todos los que son
nombrados en tus santas iglesias, para que a todos les concedas tu auxilio. Por nuestros padres y hermanos que
han muerto en la fe, para que los lleves el día del juicio a la gloria divina [...]. Por sus oraciones e intercesiones
[de los santos] líbranos del mal y esté siempre sobre nosotros tu misericordia en este mundo y en el que
viene»149.
Existe el convencimiento de que la Anáfora de Santiago es la más antigua de todas las
orientales. Pertenece a la liturgia de Jerusalén, uno de los núcleos más representativos de
la cristiandad oriental y, sin duda alguna, la iglesia más antigua y venerable. Ya se
refiere a esta plegaria san Cirilo de Jerusalén (o su sucesor Juan II) en una de sus
catequesis mistagógicas sobre la eucaristía150, lo cual nos permite remontarnos al siglo
IV. Se atribuye al apóstol Santiago, hermano del Señor (Mc 15,40; Gál 1,19), primer
obispo de Jerusalén (Hch 15,21; 21,18-269. Para poner fecha a esta anáfora, en la
redacción que conocemos, podemos remontarnos a finales del siglo IV o principios del
V.
El lector atento se dará cuenta enseguida de las referencias locales jerosolimitanas que
aparecen en la plegaria de intercesión («por tus santos lugares», «la santa y gloriosa
Sion, madre de todas las iglesias»). Como es habitual en las anáforas de la tradición
antioquena, las intercesiones se sitúan entre la epíclesis y la doxología.
«Te ofrecemos, Señor, este sacrificio, tremendo e incruento, por tus santos lugares, que hiciste gloriosos
mediante la aparición divina de tu Cristo y el advenimiento de tu santo Espíritu. En primer lugar, te rogamos
por la santa y gloriosa Sion, madre de todas las Iglesias, y por tu santa Iglesia, católica y apostólica, extendida
112
por todo el universo. Acuérdate, Señor, de todos nuestros santos padres y obispos que en todo el universo
dispensan, en la ortodoxia, la palabra de tu verdad [...]. Acuérdate, Señor, de la santa ciudad de Dios y del
imperio [...]. Acuérdate, Señor, de nuestros piadosos y cristianos reyes, de la piadosa y cristiana reina, de todo
el palacio y el ejército [...]. Acuérdate, Señor, de los muchos cristianos caminantes, exiliados, de los que están
en las cárceles, en las prisiones, en las mazmorras, en las minas, en los tormentos y dureza de la esclavitud.
Acuérdate, Señor, de los enfermos, débiles y poseídos por espíritus impuros [...]. Acuérdate, Señor, de la
bonanza del tiempo, de las lluvias apacibles, del rocío oportuno, de la benignidad de las estaciones del año, de
la fecundidad de los frutos [...]. Dígnate, Señor, acordarte de los que trajeron hoy estas ofrendas sobre tu santo
altar, y de aquellos por quienes las presentaron [...]. Dirige, Señor, en paz nuestra vida hasta el fin, de modo
que sea cristiana, virtuosa y sin pecado, reuniéndonos bajo los pies de tus elegidos cuando y como quieras,
pero sin pecado o ignominia. Por tu Hijo unigénito, Señor, Dios y Salvador nuestro, Jesucristo, que es el único
inocente que ha aparecido sobre la tierra»151.
Vamos a terminar este breve recorrido fijándonos en la Anáfora bizantina de san Juan
Crisóstomo, que es la más clásica y, sin duda, la más extendida de las que conocemos.
La utilizan las iglesias bizantinas y ortodoxas, especialmente las de influencia eslava,
desde Serbia hasta Rusia, pasando por Rumanía y Ucrania. Se atribuye a san Juan
Crisóstomo, pero seguramente él no es el autor. Es patente, y así lo reconocen los
expertos, su vinculación a la Anáfora siríaca de los XII apóstoles, de la cual depende con
toda probabilidad. Eso nos permitiría señalar su origen antioqueno. Para datar el texto
citado, extraído del Códice Barberini (siglos VIII-IX), tenemos que remontarnos a
finales del siglo IV o principios del V. Al analizar el texto de las intercesiones
constatamos que una parte de las preces comienza con la expresión «te ofrecemos» y
otra con la fórmula «acuérdate» o «te pedimos que te acuerdes», lo cual representa la
existencia de dos estratos distintos y puede reflejar la presencia de orígenes diferentes en
la composición de este bloque.
«Te ofrecemos este culto espiritual por todos los que descansan en la fe: por los padres, los patriarcas, los
profetas, los apóstoles, los predicadores, los evangelistas, los mártires, los confesores, los ascetas, y,
finalmente, por todos los que, en la fe, han llegado a la consumación. Ante todo, por intercesión de nuestra
santísima Señora, la pura, gloriosísima y bendita madre de Dios, siempre virgen María [...]. Acuérdate también
de todos los que se durmieron con la esperanza de la resurrección para la vida eterna: concédeles el reposo allá
donde brilla la luz de tu rostro. Te pedimos también, Señor, que te acuerdes de todo el episcopado ortodoxo,
que dispensa fielmente la palabra de la verdad; de todo el presbiterado, del diaconado en Cristo y de todo
orden sagrado. Asimismo, te ofrecemos este culto espiritual por el mundo entero, por la santa Iglesia, católica
y apostólica, por los que viven consagrados en profesión de castidad, por los eremitas, los que viven en las
montañas, en las cuevas y en las oquedades de la tierra; por el fidelísimo emperador, por la emperatriz, amante
de Cristo, por toda su casa y su ejército; concédeles, Señor, un gobierno pacífico [...]. Acuérdate, Señor, de la
ciudad en que vivimos, de toda ciudad y comarca y de los fieles que en ellas habitan. En particular, Señor,
acuérdate de nuestro arzobispo N. Acuérdate, Señor, de los navegantes y caminantes, de los enfermos, de los
que sufren, de los cautivos, y dales tu salvación [...]. Y envía sobre todos nosotros tu misericordia»152.
Quiero completar este informe con el testimonio de la Anáfora de san Atanasio,
testimonio de la liturgia armenia:
«Por estos dones, concede el amor, la firmeza y la deseada paz a todo el mundo: a la santa Iglesia y a los
obispos ortodoxos, a los sacerdotes y diáconos, a los reyes de la tierra y a los príncipes, a los pueblos, a los
viajeros, a los navegantes, a los encarcelados, a los que están en peligros, a los que están cansados, a los que
están en guerra con los bárbaros. [...] Por estos dones, concede el descanso a los que ya se durmieron en Cristo,
a nuestros padres, a los patriarcas, a los profetas y a los mártires, a los obispos, sacerdotes y diáconos, a todo el
clero de tu santa Iglesia, a todos los laicos, hombres y mujeres, que han muerto en la fe»153.
113
e. La intercesión en las liturgias occidentales
Me refiero a la liturgia de Roma, a la gálica, a la celta y a la hispano-visigoda. No
vamos a prestar atención a las preces de los fieles que se proclaman al final de la liturgia
de la palabra o entre las lecturas. Solo interesan aquí las plegarias de intercesión que se
presentan dentro de la plegaria eucarística o anáfora. De entrada, debo decir que, en las
liturgias latinas, las intercesiones no constituyen un bloque tan compacto y definido
como en las anáforas orientales. Sí existen vestigios, huellas, que revelan una existencia
remota, primitiva, de unas plegarias de intercesión en el corazón de la eucaristía. Lo
vamos a ver enseguida.
Desde la época más primitiva existió en las iglesias un interés especial por insertar en
la oración eucarística las plegarias de intercesión. Hemos comprobado esta tendencia en
las tradiciones litúrgicas de Oriente, tanto en Alejandría como en Antioquía. En
Occidente no ha ocurrido lo mismo. Sobre todo, las liturgias galicanas se opusieron
siempre a trasladar al interior de la anáfora las plegarias de intercesión.
La liturgia hispánica mantuvo un bloque de intercesiones, incluida la lectura de los
nombres, entre el sacrificium y la illatio; es decir, entre el ofertorio y el comienzo de la
plegaria eucarística. J. Jungmann describe así este momento de la celebración,
refiriéndose en este caso a las liturgias galicana y mozárabe: «La misa galicana del siglo
VII, así como la mozárabe, tenía, después de la procesión de las ofrendas [sacrificium] y
antes de la oración inicial [illatio], una especial oración sacerdotal llamada Post nomina,
cuyo texto enlaza muchas veces con la lectura de los nombres que se acaba de hacer para
convertirse en una súplica por los vivos y los difuntos. Así, por ejemplo, en la fiesta de la
Circuncisión del Señor»154.
«Auditis nominibus offerentium, fratres dilectissimi, Christum dominum depraecemur: [...], praestante pietate
sua, ut haec sacrificia sic viventibus proficiant ad emendationem, ut defunctis opitulentur ad requiem. Per
dominum»155.
[Después de haber escuchado los nombres de los oferentes, queridos hermanos, oremos a Cristo Señor, para
que, por su misericordia, estos sacrificios sean provechosos a lo vivos, para que se corrijan y ayuden a los
difuntos para el descanso.]
Es aún más claro y significativo el testimonio de la liturgia hispánica. Lo encontramos
en la que llaman «missa omnimoda», recogida en el Liber Ordinum156. Después de los
ritos del ofertorio (sacrificium) y hasta la illatio, aparece todo el bloque de la
proclamación y plegaria por los oferentes. Es en ese momento cuando se proclaman los
nombres de los oferentes (nomina offerentium) y se dicen las oraciones Post nomina y
Ad pacem. Justamente en este contexto descubrimos un hecho singular: todo este bloque
ofertorial, centrado en la oración por los oferentes, concluye con el diálogo que precede
a la anáfora o, en este caso, a la illatio. Esto permite establecer una estrecha conexión
entre la proclamación de los nombres y la plegaria eucarística.
«Deus, qui caritatis es auctor, et purae pacis ac dilectionis amator, suscipe oferentium oblationes, et
infirmorum ómnium sana languores; quo, te medicante, et plenitudinem salutis recipiant, et tuis semper sani
iussionibus pareant. Id denique obnoxius quaeso, ut omnes metu territos, inopia afflictos, tribulatione vexatos,
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morbis obrutos, suppliciis deditos, debitis obligatos, vel quolibet moerore contritos, cunctos indulgentia tuae
pietatis absolvat, morum emendatio relevet, et miseratio cotidiana confoveat. Amén. [...]
S.: Gratia Dei Patris omnipotentis, pax ac dilectio Domini nostri Ihesu Christi, et societas Spiritus Sancti, sit
semper cum ómnibus vobis. Resp.: Et cum hominibus bonae voluntatis. S.: Aures ad Dominum. Resp.:
Habemus ad dominum nostrum. S.: Sursum corda. Resp.: Habemus ad dominum nostrum. S.: Deo ac Domino
nostro, Patri, et Filio, et Spiritui Sancto, dignas laudes et gratias referamus. Resp.: Equm et iustum, dignum et
iustum est.
(In margine): Quinta deinde fertur Inlatio, in sanctificationem oblationis, in qua etiam ad Dei laudem
terrestrium creatura virtutumque caelestium universitas provocatur»157.
[Oh Dios, autor de la caridad y amador de la paz pura y del amor, recibe las ofrendas de los oferentes y sana
las flaquezas de todos los enfermos, para que, con tu presencia sanadora, reciban la plenitud de la salud y,
por tu disposición, se muestren siempre sanos.
Finalmente, yo, pecador, ruego para que con tus entrañas de misericordia perdones a todos los aterrados por
el miedo, a los afligidos por la pobreza, a los probados por la tribulación, a los sumidos en la enfermedad, a
los sometidos a suplicios, a los agobiados por las deudas, a los abatidos por cualquier tribulación. A todos
estos te ruego que los renueve la reforma de sus costumbres y los reanime tu misericordia cotidiana. Amén.
[...]
S.: La gracia de Dios Padre omnipotente, la paz y el amor de nuestro Señor Jesucristo y la compañía del
Espíritu Santo estén siempre con todos vosotros. Resp.: Y con los hombres de buena voluntad. S.: ¡Los oídos
al Señor! Resp.: ¡Los tenemos levantados al Señor nuestro! S.: ¡Arriba los corazones! Resp.: ¡Los tenemos
levantados al Señor nuestro! S.: Demos gracias y alabemos al Señor, Dios nuestro, al Padre, al Hijo y al
Espíritu Santo. Resp.: Es digno y justo.]
(Al margen) Después se presenta la inlatio, para la santificación de las ofrendas, en la cual también se alienta
la alabanza del universo de todas las cosas terrestres y de todas las fuerzas del cielo.]
Esta presencia de las intercesiones, que acabamos de ver a las puertas de la anáfora, la
encontramos aún más definida en otro texto, en el corazón mismo de la plegaria
eucarística. Aparece este testimonio en la fórmula que lleva el nombre de Post pridie,
justamente en la parte que en las anáforas orientales corresponde a la anamnesis.
«Per quem te petimus et rogamus, omnipotens Pater, ut accepta habeas et benedicere digneris haec munera et
haec sacrificia illibata quae tibi, in primis, offerimus pro tua sancta ecclesia catholica, quam pacificare digneris
per universum orbem terrarum in tua pace diffusam. Memorare etiam quaesumus, Domine, servorum tuorum
qui tibi, in honore sanctorum tuorum [illorum], reddunt vota sua Deo vivo ac vero, pro remissione suorum
omnium delictorum. Quorum oblationem benedictam, ratam, rationabilemque facere digneris, quae est imago
et similitudo corporis et sanguinis Iesu Christi Filii tui, Domini ac redemptoris nostri»158.
[Por el cual (Cristo) te pedimos y rogamos, Padre omnipotente, que te dignes aceptar y bendecir estos dones,
estas ofrendas inmaculadas que te ofrecemos; ante todo, por tu Iglesia santa y católica, a la cual, extendida en
paz por todo el mundo, dígnate llenarla de paz. Te pedimos, Señor, que te acuerdes de tus siervos, los cuales,
en honor de tus santos (estos y estos), te elevan sus oraciones a ti, Dios vivo y verdadero, para el perdón de
todos sus pecados. Dígnate bendecir su oblación, ratificarla y hacerla espiritual, pues ella es imagen y
semejanza del cuerpo y de la sangre de tu Hijo, Jesucristo, Señor y redentor nuestro].
El lector atento habrá observado, sin duda, el estrecho parentesco de este texto
mozárabe con las fórmulas Te igitur y Quam oblationem del Canon romano. Un estudio
comparativo llevado a cabo por Dom Bernard Botte demuestra que nuestro texto, el
hispano-mozárabe, se sitúa en un estadio intermedio entre el De Sacramentis de san
Ambrosio y el Canon romano en su redacción gregoriana, es decir, habría que situarlo
antes de la mitad del sigo V. Asegura además el sabio benedictino belga, refiriéndose a
la estructura del Canon romano, que estos testimonios ponen en evidencia la dinámica de
este conjunto: «oración de ofrendas y de intercesión, memento y oración preparatoria
115
para la consagración»159. La apropiación de estos textos, por parte de la liturgia
hispánica, ha sufrido una importante adaptación, ya que los ha colocado después de la
consagración, en el marco de la fórmula Post pridie, como he anotado más arriba,
convirtiendo el final de la pieza en una forma de epíclesis.
Todos estos testimonios hispánicos nos confirman el acercamiento de las plegarias de
intercesión al núcleo central de la eucaristía, que, evidentemente, está constituido por la
plegaria eucarística o anáfora. En esas plegarias se ruega especialmente por «la Iglesia,
santa y católica». Por ella se pide la paz (pacificare digneris) y una existencia tranquila
en todo el universo. Se ruega también por los vivos (memento de vivos), pero no de
manera genérica, sino concretamente por los oferentes, es decir, por los fieles que han
presentado la oblación. Así la praxis litúrgica hispánica nos acerca de modo significativo
al comportamiento de las iglesias de Oriente.
No deberíamos pasar por alto, por una parte, la expresión «in sanctificationem
oblationis» referida a la illatio. En efecto, con esta plegaria da comienzo la anáfora
hispánica. La expresión citada, recogiendo el sentir de toda la tradición, atribuye a la
plegaria eucarística o anáfora una función santificadora. Hay que dar a esta palabra toda
la fuerza sacramental que recoge en la tradición, porque es la anáfora, toda ella, la que
santifica, la que, por la fuerza santificadora del Espíritu, transforma y consagra los
dones.
Por otra parte, encontramos otra expresión altamente significativa: «quae est [oblatio]
imago et similitudo corporis et sanguinis Iesu Christi Filii tui, Domini ac redemptoris
nostri». Conecta, de este modo, la tradición hispana con la teología sacramentaria de san
Ambrosio y con lo más granado de las liturgias orientales. Refiriéndose a los dones del
pan y del vino, comenta el obispo de Milán: «Quod est figura corporis et sanguinis
Domini nostri Iesu Christi». Y entre las anáforas orientales encontramos: forma, o
figura, o imago, o similitudo del cuerpo de Cristo. Para completar esta información hay
que citar, además, el testimonio del papa Gelasio (492-496) en su tratado Contra
Eutiquio: «Certe, imago et similitudo corporis et sanguinis Christi in actione
mysteriorum celebratur». Todas estas referencias, como ya he señalado anteriormente,
nos permiten interpretar la fuerza sacramental de la consagración eucarística en clave
simbólica; hay que enmarcar el misterio sacramental en el universo de los símbolos y,
sin menoscabo del realismo de la presencia del cuerpo y de la sangre del Señor,
reconocer la nueva forma de presencia y descubrir en el símbolo no un envoltorio
desfigurador de la realidad trascendente, sino una nueva forma de presencia histórica,
eficaz y real, que nos permite la estrecha comunión con el misterio salvador.
Ahora debemos acercarnos a la tradición romana. En un testimonio un tanto oscuro, el
papa Inocencio I (401-417) nos asegura que la lectura de los nombres hay que hacerla
durante la anáfora (ut inter sacra mysteria nominentur) y no antes de haber presentado a
Dios sus dones los oferentes160. Este testimonio esclarece el lugar y el momento en el
que la liturgia romana colocaba, ya desde antiguo, la plegaria de intercesión. Así lo
116
atestigua J. Jungmann cuando habla de lo que él llama las «oraciones intercesoras». A
ellas se refiere al asegurar que la Iglesia atemperó la importancia de la oración de los
fieles, vestigio de las «orationes sollemnes», al introducir en el Canon las plegarias de
intercesión: «En la misa romana, las intercesiones, tal como las conocemos hoy, se
reorganizaron durante el siglo V, entre el sanctus y el Quam oblationem; algo más tarde
se introdujo, después de la consagración, la conmemoración de los difuntos»161.
En el texto citado, Jungmann se refiere a los «mementos», al de vivos y al de difuntos,
que, siguiendo la dinámica del mimetismo y de la simetría, se introdujo
posteriormente162. Hay primero, en el marco del Te igitur, una oración por la Iglesia y su
jerarquía (Pro Ecclesia tua sancta catholica, pro beatissimo papa nostro, pro omnnibus
episcopis). La oración por la Iglesia es más amplia y se ruega por la paz, la protección y
la unidad (quam pacificare, adunare et regere digneris). La mención de catholica, según
aclara Botte, desde el sigo III no implica directamente el concepto de «universal», sino
que sirve más bien para referirse a la «Gran Iglesia» y distinguirla de las sectas; al
mismo tiempo, le confiere un tono básico de ortodoxia163. La mención del papa va
acompañada del recuerdo de los obispos (et ómnibus ortodoxis atque catholicae et
apostolicae fidei cultoribus).
El memento de vivos es, en realidad, una oración por los fieles que presentan la
oblación. Hay que vincular a este memento la proclamación de los nombres de los
oferentes, a la que se refiere en su testimonio el papa Inocencio I. Es de notar la
expresión circum adstantium, aludiendo a los fieles presentes. Es una expresión plástica,
con una fuerte carga simbólica, y transmite con vigor la idea de una asamblea de fieles
activa, consciente, rodeando la mesa del altar, de pie, ofreciendo comunitariamente los
dones sagrados, como un sacrificio de alabanza (sacrificium laudis).
Para concluir este repaso a la situación romana, vamos a prestar atención a la llamada
Deprecatio Gelasii (492-496). Esta oración está constituida por un conjunto de
intenciones o peticiones construidas en forma litánica, a las cuales se responde con la
súplica griega Kyrie eleison. Es seguro que estas oraciones de intercesión nunca
formaron parte del canon de la misa. Fueron redactadas para suplir a las oraciones
solemnes, proclamadas ordinariamente después de las lecturas y en proceso de clara
desaparición. Las letanías del papa Gelasio, que forman un conjunto de 18 peticiones,
serán colocadas al principio de la misa; luego, con el tiempo, el canto de los Kyries se
independizará de las plegarias litánicas, hasta quedar aislada la respuesta de la plegaria
de intercesión correspondiente. En todo caso, no hay duda de que estas plegarias son
seguramente un eco de las intercesiones que la tradición romana mantuvo introducidas
en el Canon. Por eso vale la pena transcribir el texto. Por su antigüedad, este es un
testimonio altamente significativo.
«(Diácono) Digamos todos: Escucha, Señor, y ten piedad.
Invocamos con ánimo fiel al Padre del Unigénito, al Hijo de Dios Padre y al Dios Espíritu Santo, y decimos:
Kyrie eleison.
117
1. Por la Iglesia inmaculada del Dios vivo, extendida por todo el universo, pedimos la riqueza de la bondad
divina.
Kyrie eleison.
2. Por los sacerdotes santos del gran Dios, por los ministros del altar sagrado y por todos los pueblos que
adoran al Dios verdadero, invocamos a Cristo, el Señor.
Kyrie eleison.
3. Por todos los dispensadores de la palabra de la verdad pedimos, ante todo, la abundante sabiduría del Verbo
de Dios.
Kyrie eleison.
4. Por todos los que, en cuerpo y alma, trabajan por el Reino de los Cielos y se entregan con fervor a las cosas
espirituales, invocamos al dispensador de los bienes del espíritu.
Kyrie eleison.
5. Por los príncipes piadosos y por su ejército, que aman la justicia y el derecho, invocamos el poder del Señor.
Kyrie eleison.
6. Por el buen tiempo y la lluvia oportuna, por los vientos agradables y el curso feliz de las distintas estaciones,
invocamos al Señor.
Kyrie eleison.
7. Por los que han recibido la primera iniciación con el conocimiento de su nombre cristiano y desean
ardientemente recibir la gracia del cielo, suplicamos la misericordia de Dios todopoderoso.
Kyrie eleison.
8. Por todos los que se ven aquejados por la fragilidad de la naturaleza humana, o por la envidia de la maldad
espiritual, o por las mentiras del mundo, imploramos la misericordia de nuestro Redentor.
Kyrie eleison.
9. Por los que se ven agobiados por la necesidad de viajar, o por la opresión de poderes inicuos, o por el
acecho inquietante de hostilidades diversas, invocamos al Señor, nuestro Salvador.
Kyrie eleison.
10. Por los engañados por la falsedad judía, o por la maldad herética, o por la superstición pagana, invocamos
al Señor de la verdad.
Kyrie eleison.
11. Por los que trabajan honradamente, por los que ayudan con caridad fraterna a los indigentes, invocamos al
Señor misericordioso.
Kyrie eleison.
12. Por todos los que han entrado en los atrios de la casa del Señor y se han unido a la reunión con corazón
piadoso y con confianza suplicante, rogamos al Señor de la gloria.
Kyrie eleison.
13. Por la purificación de nuestros cuerpos y almas y por el perdón de todos los pecados, rogamos al Señor
clementísimo.
Kyrie eleison.
14. Por el eterno descanso [refrigerium] de las almas de los fieles, especialmente de los sacerdotes que
presidieron aquí a la Iglesia católica, rogamos al Señor de los espíritus y juez de toda carne.
Kyrie eleison.
15. Un cuerpo acrisolado por los vicios y un alma avivada por la fe, concédenos, Señor.
Praesta, Domine, praesta.
16. Un temor casto y un amor sincero, concédenos, Señor.
Praesta, Domine, praesta.
17. Una vida ordenada y agradable, y un final feliz, concédenos, Señor.
Praesta, Domine, praesta.
18. El mensajero de la paz y el gozo de los santos, concédenos, Señor.
Praesta, Domine, praesta.
118
Nosotros y todas nuestras cosas, que hemos recibido y acrecentado por la donación del Señor, como autor de
todo, y que gracias a su ayuda conservamos, nos encomendamos a su voluntad misericordiosa y providente.
Domine, miserere.
f. Polos de interés en las intercesiones
Ahora debemos hacer balance de todo lo comentado en este capítulo sobre las
intercesiones. Ante todo es preciso advertir la importancia de las intercesiones dentro de
la anáfora, tanto en Oriente como en Occidente. Da igual el sitio en que se enmarcan,
antes o después de las palabras de la consagración. La gran mayoría de las tradiciones
orientales colocan las intercesiones después de la consagración, siempre en conexión con
la epíclesis. De este modo el bloque de súplica forma un conjunto importante que hace
de contrapeso al resto de la anáfora, decididamente centrado en la anamnesis y en la
alabanza. Anamnesis, alabanza y súplica configuran un diseño policromado de la
plegaria de acción de gracias, rica en matices, en sentimientos y experiencias. Las
tradiciones romana y alejandrina optan por colocar las intercesiones al principio de la
anáfora, seguramente recordando el lugar original de las plegarias de súplica al final de
las lecturas. Esta tradición nos acerca al origen sinagogal de la liturgia de la palabra.
Tendríamos que establecer una distinción entre las diversas formas de intercesiones
que han ido apareciendo en las diferentes anáforas. Habría que descartar la proclamación
de los nombres como forma peculiar de intercesión. Es la forma más sutil de la
intercesión, la que menos recoge el estilo de plegaria universal, más generalizado en las
tradiciones orientales; la proclamación de los nombres hay que vincularla expresamente
a la oración por los oferentes. Los mementos de la liturgia romana, uno de vivos y otro
de difuntos, tal como han llegado a nosotros, revisten un perfil escueto y decididamente
simple. Es una forma extremadamente reducida de lo que son las intercesiones en otras
liturgias.
En todo caso, lo importante es descubrir los grandes bloques de súplicas que aparecen
en las plegarias de intercesión. Estas son el eco de las grandes preocupaciones que
aquejan a las iglesias. En estas súplicas, la comunidad eclesial va desgranando ante Dios
todo el conjunto de problemas, de inquietudes y de anhelos que se afanan en su alma
orante. El análisis del contenido de estas plegarias nos va a permitir tomar el pulso y
diagnosticar cuál era el estado de ánimo que inquietaba a la Iglesia en los primeros
siglos.
Voy a señalar los diferentes núcleos de intenciones.
1) La primera preocupación de la asamblea orante ha sido siempre, sin duda, la
Iglesia. Se ruega por la Iglesia, a la que se denomina santa y católica. Es la Iglesia
universal, la que se extiende por todo el universo. Es indudable que las comunidades
primitivas tienen un profundo sentido de pertenencia a la comunión eclesial. Hay que
señalar el sentido localista que encierran algunas oraciones al hacer referencia a la
Iglesia local: «Acuérdate, Señor, ante todo, de nuestro santo padre el arzobispo
119
«Abba» N., papa y patriarca de la gran ciudad de Alejandría» (Anáfora alejandrina de
san Basilio).
2) Junto a la Iglesia, se recuerda también a la jerarquía, a los pastores que la dirigen y
a todo el clero que la asiste. Se nombra primero al papa, al obispo de Roma. Esto es
habitual incluso entre las iglesias de Oriente. Junto al papa, se nombra igualmente al
obispo del lugar y a todo el colegio episcopal; al mismo tiempo, se recuerda a los
presbíteros y diáconos que colaboran en el servicio de las iglesias. En este contexto, es
justo destacar el alto sentido de comunión eclesial que caracteriza a las iglesias. Es
fundamental tomar conciencia de la comunión de toda la asamblea con el obispo, el
cabeza de la Iglesia local, y con el obispo de Roma, que garantiza la comunión en la fe
y asegura, como sucesor de Pedro, la cohesión de todas las iglesias. Todo esto
adquiere una dimensión más profunda en el momento de celebrar la cena del Señor.
Es preciso también constatar la importante maduración y asentamiento de la estructura
ministerial de las iglesias, con la presencia del triple ministerio episcopal, presbiteral y
diaconal. Repetidas veces, al pedir por los obispos, se ruega que sean «fieles
dispensadores de la palabra de la verdad», lo cual me sugiere una referencia a su
peculiar ministerio como predicadores y como maestros.
3) En numerosas iglesias se menciona igualmente a los gobernantes civiles: al
emperador, a la emperatriz, al rey, a los príncipes, a los gobernadores. Y, junto con
ellos, al ejército, a los soldados, a los estamentos administrativos, como el Senado o la
Casa del Rey. Evidentemente, estas peticiones por los gobernantes responden a las
recomendaciones de Pablo en su Carta a Timoteo: «Lo primero que te recomiendo es
que se hagan peticiones, oraciones, súplicas y acciones de gracias por todos los
hombres: por los reyes y por todos los que están en la cumbre, para que podamos
llevar una vida tranquila y pacífica con toda piedad y dignidad» (1 Tim 2,1-7). En
todo caso, esta petición por los gobernantes se ha mantenido muy mesuradamente, con
abundantes fluctuaciones, sobre todo en Occidente. En las plegarias antiguas, esta
súplica no aparece casi nunca. Hay que esperar a la Edad Media para encontrar la
petición por el rey o por el emperador164.
4) Por los necesitados en las circunstancias más diversas. A este respecto resulta harto
difícil establecer un resumen que recoja todo lo que aparece en las plegarias. Está
claro que, en el eventual elenco de necesitados que podemos hacer, se refleja la
situación social en los campos y en las ciudades de la civilización antigua y medieval.
Así, se pide por los que están de viaje, por los navegantes, por los náufragos, por los
forasteros, por los encarcelados, por los que trabajan en las minas, por los que sufren
el destierro o la esclavitud, por los enfermos, por los que pasan hambre, por las
viudas, por los huérfanos. La Iglesia se manifiesta abierta y cercana a los que sufren;
esta es una actitud permanente, asumida y cultivada por la comunidad cristiana desde
los primeros tiempos. En este momento, al celebrar la eucaristía, es cuando estos
sentimientos de la comunidad se hacen más intensos y patentes.
120
5) En una referencia aparte deseo mencionar una petición que se formula
habitualmente. Se pide por la clemencia del tiempo, por la bonanza de las estaciones,
por la regularidad de las lluvias que fecundan las tierras, por el flujo regular de los
ríos; y para que Dios libre a las ciudades y campos de la sequía, de las tormentas, de
los vientos huracanados, de los rayos y las tempestades. Se aprecia en estas plegarias
un desfile completo de los fenómenos atmosféricos y de las múltiples vicisitudes que
originan. Se reconoce en estas oraciones que Dios es el Señor del tiempo, el que
regula y anima el fluir de las estaciones, de los días y las noches, de los fenómenos
cósmicos, como los rayos, los truenos, los pedriscos, las lluvias y las nieves. En
algunas plegarias se aprecia una referencia local, como en Alejandría, donde se ruega
al Señor para que les libre de las crecidas devastadoras, provocadoras de gigantescas
inundaciones que causan por doquier la desolación y la muerte. Es evidente que en las
iglesias del norte de Egipto se está pensando en el Nilo y en sus crecidas periódicas.
6) Plegarias por la comunidad reunida. Es una mención que se repite con frecuencia.
En realidad, se hace una súplica por la comunidad de fieles reunida y que participa en
la presentación de las ofrendas. A ellos se recuerda expresamente en la proclamación
de los nombres en el memento de vivos. Ellos son los circumadstantes a los que se
menciona en la plegaria. Ya me he referido a ellos anteriormente. Están de pie, junto
al altar, participando activamente en la celebración. Para completar esta reflexión,
deseo mencionar a los catecúmenos, miembros de la comunidad que siguen las etapas
del catecumenado y se preparan para recibir el bautismo. Ellos son objeto de la estima
y de las oraciones de la asamblea.
7) Plegarias por los difuntos. De ellos se hace mención al final de las plegarias. En
Roma se les recuerda en el segundo memento, en el que se hace después de la
consagración, al final del Canon. Se introdujo, como ya he dejado anotado
anteriormente, con posterioridad al memento de vivos, por motivos de mimetismo y
de simetría. Aunque en este caso, por los informes que conocemos, no se pronunciaba
el nombre de los difuntos.
Como se puede observar, la liturgia sigue manteniendo esta práctica de orar por todas
las necesidades de la sociedad, sobre todo de la Iglesia. No en el mismo lugar, sino al
final de la liturgia de la palabra. El contenido de esas plegarias coincide en buena parte
con las intercesiones observadas por las tradiciones litúrgicas en la anáfora. Hay en ello
una importante línea de continuidad y de comunión. La gran comunidad de la Iglesia
permanece abierta y sensible a las necesidades del mundo y, como manifestaba el
Vaticano II, «los gozos y esperanzas, las tristezas y angustias de los hombres de la época
actual, sobre todo de los pobres y afligidos de toda clase, son también los gozos y
esperanzas, las tristezas y angustias de los discípulos de Cristo» (Gaudium et spes, 1).
g. Doxología final: un brindis
121
Se concluye con la doxología, que es la alabanza trinitaria final con que culmina la
anáfora. Es la apoteosis, el colofón con que todas las anáforas coronan solemnemente el
final de la plegaria eucarística. Es un grito de alabanza, una vuelta al principio, con el
que todo el conjunto queda envuelto en un halo doxológico, preñado de gratitud y de
misterio. Las formas de hacerlo varían; no faltan incluso pequeñas controversias en las
que se discute si la asamblea debe o no unirse al canto de toda la doxología o, por el
contrario, debe conformarse adhiriéndose con un «amén» rotundo y sonoro, animado a
veces por una música brillante y solemne. A mi juicio, cualquiera de las dos maneras
responde al sentido de esa última proclamación. Una proclamación, además, de carácter
netamente trinitario, como todas las doxologías cristianas. Es una aclamación al Padre,
en el Hijo, por el Espíritu Santo. Es la forma netamente cristiana de poner punto final a
la anáfora.
122
9. Puesta en escena
Hasta aquí hemos examinado la estructura y el contenido de la anáfora. La hemos
visto en sus diferentes formas y familias litúrgicas. Pero nos hemos limitado a examinar
el contenido de los textos. Ahora vamos a ver la forma de dar vida a esos textos de
oración, la forma de interpretarlos y de ponerlos en escena. No son textos para alimentar
una lectura de salón o simplemente para meditarlos. Tampoco son instrumentos para
construir doctrinas teológicas. Son eso y algo más. Esos textos, la anáfora, forman parte
de una celebración litúrgica, se enmarcan en un espacio determinado, en un entorno
sagrado; son pronunciados por unos personajes que, en un determinado momento, actúan
como protagonistas: son los ministros sagrados. Todo esto es lo que vamos a intentar
aclarar.
Para fundamentar mi pretensión, como es obvio, me voy a servir de los datos que nos
ofrecen las anotaciones que acompañan a las anáforas. Este ha sido mi planteamiento
desde el principio. Estamos intentando descubrir la esencia de las anáforas, sus notas de
identidad, no desde apriorismos, sino desde la praxis misma de las Iglesias, desde la
comprensión de su comportamiento litúrgico. La experiencia litúrgica de las Iglesias es
la clave y el punto de referencia.
a. Los protagonistas
Es importante que fijemos con agudeza los personajes que intervienen en la ejecución
de la anáfora. Ya desde la experiencia de las comunidades hebreas, hemos visto que
quien pronuncia la bendición (beraká) en las comidas rituales es siempre el padre de
familia (pater familias). También Jesús pronunció la bendición tanto en la multiplicación
de los panes (Mt 14,19; Mc 6,41; Lc 9,16; Jn 6,11) como en la comida con los de Emaús
(Hch 24,30) y, sobre todo, en la última cena (Mt 26,26 y paralelos). Ya en el siglo II,
como hemos visto al principio del libro, Justino comenta que el que preside entre los
hermanos (antistes) pronuncia la acción de gracias. Hipólito de Roma, por su parte, en el
siglo III, refiere que el obispo (episcopus) pronuncia la anáfora (dicat gratias agens).
En las anáforas se advierte, de modo uniforme y constante, que quien debe pronunciar
la acción de gracias es siempre el sacerdote (Iereùs, sacerdos). Esto es una constante que
se ha mantenido hasta nuestros días. Dada esta constante y dado el persistente testimonio
de los documentos, no vale la pena amontonar textos para garantizar la verdad de mi
comentario. Pero es importante prestar atención a este testimonio en unos momentos
históricos en los que no pocos grupos eclesiales cuestionan esta costumbre referente al
ministro de la eucaristía y hacen propuestas pintorescas y ocurrentes sobre quién debe
presidir la eucaristía y pronunciar la acción de gracias. El testimonio de las iglesias,
123
avalado por los escritos del Nuevo Testamento, es de una contundencia y una claridad
incontestables. Es un testimonio claro y persistente a lo largo de los siglos.
Junto al sacerdote hay que tener en cuenta, asimismo, al diácono. También este forma
parte de los protagonistas que actúan en la puesta en escena de la anáfora, y a él le
corresponde, entre otros ministerios, la proclamación de los dípticos en la anáfora. Sus
intervenciones son siempre cortas y suelen tratarse de advertencias o moniciones
dirigidas a la asambleas, como «Estad atentos», «De nuevo, estad atentos», «Mirad hacia
el oriente», «Poneos de pie», «Estemos atentos», «¡Responded!», «Los que estáis
sentados, levantaos», «Pongamos atención», «Con silencio y temor». Son solo unos
ejemplos, unas cuantas intervenciones diaconales pertenecientes a anáforas diferentes,
elegidas al azar. Son un exponente claro del tipo de intervenciones asumidas por los
diáconos.
b. Participación de la asamblea
En algún momento, sobre todo en la narración de la cena, las intervenciones de los
protagonistas adquieren un importante dramatismo. Tercian en esta alternancia conjunta
el sacerdote, el diácono y el pueblo.
«Sacerdote: Porque la noche aquella en que por voluntad y poder propios quisiste entregarte, tomaste pan en
tus santas, puras, inmaculadas, bienaventuradas y vivificantes manos. Pueblo: Creemos que así es realmente.
Amén. Sacerdote: Elevaste la mirada hasta el cielo, hacia Dios, tu Padre y Señor de todas las cosas, diste
gracias. Diácono: Amén. Sacerdote: Pronunciaste la bendición. Diácono: Amén. Sacerdote: Proclamaste su
santidad. Diácono: Amén. Pueblo: Creemos, proclamamos y glorificamos. Sacerdote: Lo partiste o diste a tus
queridos, santos discípulos y apóstoles, y dijiste: Tomad y comed todos de él, porque esto es mi cuerpo,
partido por vosotros y por muchos, entregado para el perdón de los pecados. Haced esto en memorial mío.
Pueblo: Así es realmente. Amén. Sacerdote: Del mismo modo, acabada la cena, tomaste un cáliz, mezclaste el
zumo de la vid y el agua, diste gracias. Diácono: Amén. Sacerdote: Pronunciaste la bendición. Diácono:
Amén. Sacerdote: Proclamaste su santidad. Diácono: Amén. Pueblo: De nuevo creemos, proclamamos y
glorificamos. Sacerdote: Lo probaste, lo diste como antes a tus queridos, santos discípulos y apóstoles, y
dijiste: Tomad, bebed todos de él, porque esta es mi sangre de la nueva Alianza, derramada por vosotros y por
muchos, entregada para el perdón de los pecados. Haced esto en memorial mío. Pueblo: De nuevo, así es
realmente. Amén»165.
No es la única vez que la plegaria de acción de gracias hace intervenir a personajes
diferentes, sobre todo en el momento del relato, a fin de transmitir cierto carácter
dramático a la narración. En este caso hemos apreciado la presencia del diácono, junto
con la asamblea del pueblo, acompañando al sacerdote. Este diálogo aparece en una
anáfora de la tradición alejandrina, pero la praxis se repite en otras muchas anáforas.
Esto manifiesta, por una parte, el creciente interés por rodear el relato de un importante
halo de sacralismo –como ya hemos visto en su momento– que se desarrollará cada vez
más, hasta culminar en un reconocimiento generalizado del carácter consecratorio de
esas palabras. Por otra parte, este intento dramatizador revela una preocupación
constante de las Iglesias por hacer participar al pueblo en las celebraciones, sobre todo
en un momento tan importante como es el de la consagración.
124
Estas intervenciones permiten a la asamblea participar activamente en la celebración,
verse implicada en la proclamación de la acción de gracias. Son intervenciones
puntuales, como aclamaciones vigorosas y breves, a través de las cuales la asamblea se
siente activamente presente; no es preciso que toda la asamblea pronuncie la anáfora,
pues eso lo hace el sacerdote, el que preside la celebración. La asamblea se adhiere con
sus aclamaciones y con el «amén» ratificador y testigo de su presencia. Así lo ha
entendido también la Iglesia del Vaticano II en la redacción de las últimas plegarias
eucarísticas de la reconciliación y para niños.
Antes de terminar, debo observar el tono peculiar de esta anáfora copta de san
Gregorio, compuesta seguramente a finales del siglo IV. Lo característico es su
acentuado cristocentrismo. La plegaria, desde el principio hasta el final, va dirigida a
Cristo, como habrá podido observar el lector. Es un fenómeno excepcional, ya que casi
la totalidad de las anáforas van dirigidas al Padre. Esta que hemos transcrito refleja,
además, un alto nivel de sentimiento religioso y de piedad.
c. Circumadstantes
Esta es la expresión que aparece con frecuencia para referirse a los fieles que asisten a
la celebración y escuchan la plegaria de acción de gracias. La traducción literal de la
palabra nos daría la versión de «los que están de pie alrededor». La asamblea asiste de
pie a la proclamación de la anáfora. No es tan seguro que los fieles estuvieran rodeando
la mesa del altar. La estructura de las iglesias, sobre todo de las latinas, con el ábside al
fondo, donde está ubicada la cátedra del obispo, coloca el altar en el centro del ábside,
con el obispo y los presbíteros rodeando el altar y con la asamblea enfrente, mirando
hacia el oriente. Esta es la disposición normal: el obispo o sacerdote preside desde el
altar, y la asamblea, frente al altar, asiste de pie a la proclamación de la anáfora.
En las iglesias orientales, la asamblea de fieles está en la nave. El sacerdote y los
ministros que le acompañan están en el santuario, el espacio más importante en las
iglesias ortodoxas. El santuario se encuentra separado de la nave por el iconostasio, una
especie de muro, adornado con pinturas e iconos, y con tres puertas para comunicar la
nave y el santuario. La puerta del centro es la más importante, y por ella solo pasan el
sacerdote y los ministros. Las puertas de los lados se llaman «diaconales», porque desde
ellas los diáconos se acercan a la nave para proclamar sus anuncios y moniciones, para
comunicarse con la asamblea. El altar está colocado en el centro mismo del santuario, y
es pequeño, de forma cuadrada o rectangular; sobre el altar se halla colocado una especie
de tabernáculo donde se guardan las especies sacramentales para los enfermos. A un lado
hay una mesa donde se colocan los dones para la oblación. Este es el espacio central, el
más importante, un lugar cargado de misterio y de hieratismo, desde el que se ofrece la
gran oblación eucarística y se proclama la plegaria de acción de gracias; a él solo tienen
acceso los sacerdotes y ministros sagrados. Es evidente que en este contexto, en el que se
imponen el silencio sagrado y la actitud contemplativa, la participación de la asamblea se
125
presenta muy condicionada y adquiere necesariamente un tono peculiar, más propicio a
la adoración absorta y al recogimiento.
d. La divina liturgia
No es posible recoger aquí todo el conjunto de gestos, inclinaciones y reverencias
señalados en las normas. Tampoco lo creo necesario. Sí es importante, en cambio, tomar
nota de estos comportamientos, porque el sacerdote que preside no es un simple lector
que se limita a decir lo que está en los papeles o en los libros. El sacerdote, al proclamar
la acción de gracias en el marco del banquete eucarístico, reproduciendo y actualizando
los gestos y palabras de Jesús en la cena, no ejerce la función de un mero lector, sino la
de un protagonista que actúa en una acción sagrada. El sacerdote, de un modo especial
en ese momento, actúa representando a Cristo (in persona Christi), prestándole su rostro
y su palabra. Es en este contexto, y no en un mero remedo ritualista, como debemos
interpretar los gestos que ejecuta el sacerdote durante la anáfora.
Las referencias a los gestos y movimientos del sacerdote no son muy abundantes, pero
sí suficientes. Voy a traer aquí las más representativas: «El sacerdote, de pie, lo signa
con la cruz» (Sacerdos erectus, cruce signat). «Signa por tres veces los santos dones»
(Et ter sancta dona signat). «Inclinándose, el sacerdote dice» (Et sacerdos inclinans se,
dicit). «El sacerdote, de pie, signa los dones con la cruz» (Et sacerdos stans cruce signat
dona). «Inclinándose, dice» (Et inclinans se, dicit). «Después, alzándose y sosteniendo el
pan, signándolo con la cruz, dice» (Deinde se erigens et panem tenens, dicit cruce
signans). «Después lo signa con la cruz e, inclinándose, dice» (Deinde cruce signat et
inclinans se, dicit). «El sacerdote extiende las manos» (Sacerdos extendit manus). «El
sacerdote hace la genuflexión» (Sacerdos genuflectit). «El sacerdote, juntando las manos
sobre el pecho» (Sacerdos iungens manus super pectus). «El sacerdote, agitando sus
manos tres veces sobre la oblación» (Sacerdos agitans ter manus suas super oblata). «El
sacerdote se postra de rodillas y, tocando tres veces el altar con la mano derecha y
besándola, dice» (Sacerdos in genua procumbit et ter tangens altare manu dextera,
eamque osculans, dicit). «El sacerdote se levanta» (Sacerdos surgit). «El sacerdote,
marcando con el signo de la cruz los sagrados misterios, dice» (Sacerdos mysteria sancta
signáculo crucis signans, dicit). «Entonces el sacerdote se signe primero a sí mismo y
tenga el rostro vuelto hacia el oriente, y en segundo lugar signe al pueblo, y en tercer
lugar signe a los ministros, y diga» (Tunc sacerdos signet primo super semetipsum ac
facie sua versa ad orientem, et secundo super populum, et tertio super ministros,
dicatque). «Después, el sacerdote asistente ponga incienso y presente el incensario al
celebrante, y este inciense sus manos tres veces; luego eche el incienso hacia arriba,
primero sobre el pan, luego sobre el cáliz y en tercer lugar sobre ambos» (Et deinde
sacerdos Assistens immittat tus et porrigat ei [celebranti] turibulum, et [hic] turificet
manus suas ter, et [incensum] sursum mittat primo super panem, deinde super calicem,
et tertio super utrumque). «Después de haber terminado el subdiácono, el sacerdote
signe dos veces al pueblo con el signo de la cruz, vuelva su rostro hacia el altar y cante
126
con voz fuerte» (Et postquam subdiaconus finivit, sacerdos bis signet signo crucis
populum faciemque suam vertat ad altare, et alto cantu dicat). «Mientras tanto, el
sacerdote, postrado humildemente ante el altar, dice en secreto» (Sacerdos interea,
protratus humiliter ante altare, dicit secreto).
Estas indicaciones no sugieren especiales movimientos del sacerdote; prácticamente,
todos se reducen a inclinarse, a extender las manos, a postrarse de rodillas, a inclinar la
cabeza, a besar el altar y alguno más. Son gestos sencillos, elementales, cargados de
sentido, con la intención de manifestar veneración y reverencia. Hay, sí, algunas
indicaciones que prescriben la signación con la cruz. Este signo con la cruz coincide con
la intención de bendecir. Es sorprendente que tanto en Oriente como en Occidente la
acción de bendecir se confunde con la signación con la cruz. A estas alturas, todos
sabemos que la acción de bendecir coincide con la acción de alabar, glorificar, adorar y
dar gracias. Todos estos verbos no son expresivos de ningún signo especial, sino que
todos ellos, de forma uniforme, expresan la adoración y la acción de gracias.
He omitido cualquier alusión a los gestos ejecutados por el sacerdote al narrar la
última cena. Lo he hecho en su momento, al comentar el proceso de sacralización y
dramatización de las palabras del relato. Ya he comentado es ese momento la creciente
tendencia a imitar los gestos de Jesús, a reproducirlos y a construir un relato
dramatizante. Este fenómeno, que aparece claramente en las Iglesias latinas, terminó por
desdibujar la dimensión narrativa del relato, acentuando cada vez más la sacralización
del mismo, hasta convertirlo decididamente en el momento de la consagración.
Traigo a colación expresiones características, que se repiten con frecuencia y van
marcando los movimientos, actitudes y gestos de los ministros. «El sacerdote dice en voz
alta» (Sacerdos elata voce dicit). «El diácono dice con canto» (Diaconus cum cantu).
«Y, luego, en voz baja» (Exinde submissa voce). «Después, en secreto y con la cabeza
inclinada, diga» (Et deinde secreto et capite demisso). «De pie, se signa con la cruz»
(Erectus cruce signat). «El diácono exclama» (Diaconus exclamat). «Mientras cantan, el
sacerdote dice en secreto con los brazos extendidos» (Dum cantant, sacerdos dicit
secreto brachiis extensis).
No debemos interpretar todas estas indicaciones como una simple normativa
ceremonialista. Habría que hacer una interpretación de mayor hondura. A mi juicio,
tendríamos que ver aquí el eco de la divina liturgia. Todo debe ser interpretado en el
marco de una gran fiesta sagrada, de una gran acción, solemne y hierática, expresión
simbólica y sacramental del gran misterio que se celebra. Son los ministros los que
actúan, investidos de la dignidad que les corresponde; ellos se mueven en el santuario y
preparan los santos dones sobre el altar para la oblación; el sacerdote celebrante se
dispone a pronunciar la gran acción de gracias, la anáfora; los diáconos se asoman a la
puerta del iconostasio, descorren el velo y anuncian los mensajes a la asamblea; otros
ministros inferiores ponen incienso perfumado y agitan los incensarios alrededor del
altar; mientras, en los momentos indicados, el coro canta. El pueblo convocado, reunido
127
en asamblea, contempla y vive desde la nave, envuelto en el intenso e insondable
silencio de la liturgia oriental, el profundo misterio que se celebra en el santuario, detrás
del iconostasio. Es la divina liturgia. Todo el conjunto, cuajado de acciones y gestos
simbólicos, es la expresión sacramental de la presencia insondable de un Dios que se
acerca y, en la intensidad del símbolo, se hace accesible.
128
1 Pueden verse sobre el tema: L. Bouyer, L’Eucharistie. Théologie et spiritualité de la prière eucharistique,
Desclée, Tournai (Bélgica) 1966; C. Giraudo, La plegaria eucarística. Culmen y fuente de la divina liturgia,
Sígueme, Salamanca 2012; Preghiere eucaristiche per la Chiesa di oggi, Morcelliana, Brescia 1993; L.
Maldonado, La plegaria eucarística. Estudio de teología bíblica y litúrgica sobre la misa, BAC, Madrid 1967; E.
Mazza Rendere grazie. Miscellanea per il 70º compleanno, EDB, Roma 2010.
2 Cf. L. Ligier, Magnae orationis eucharisticae seu anaphorae origo et significatio, Pontificia Universitas
Gregoriana, Pontificium Institutum Orientale, Roma 1964, 86-91. (Ad usum privatum auditorium.)
3 Debo señalar aquí, por su interés, las anotaciones de G. Giraudo sobre el diálogo inicial. En él incorpora
algunos comentarios de padres y escritores eclesiásticos sumamente oportunos (Agustín, Teodoro de Mopsuestia,
Juan Crisóstomo, Cirilo de Jerusalén, Cesareo de Arlés y Floro de Lyon). Es un comentario breve, pero cargado de
interés y densidad teológica (Gabriele Giraudo, La plegaria eucarística..., o. c., 22-25).
4 Anáfora copta de san Gregorio Nacianceno, A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica..., o. c., 358; J. M.
Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 191.
5 Anáfora griega de Santiago, A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica..., o. c., 244; J. M. Sánchez Caro – V.
Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 245.
6 Anáfora alejandrina de san Basilio, A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica..., o. c., 231; J. M. Sánchez Caro –
V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 253.
7 Plegaria eucarística galicana, L. C. Mohlberg, Missale Gothicum, Herder, Roma 1961, 69; J. M. Sánchez
Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 368.
8 A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica..., o. c., 128; J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración
eucarística..., o. c., 185.
9 A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica..., o. c., 358; J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración
eucarística..., o. c., 191.
10 A. Hänggi – Pahl, Prex eucharistica..., o. c., 225; J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración
eucarística..., o. c., 261.
11 L. C. Mohlberg, Missale Gothicum..., 117; J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración
eucarística..., o. c., 371.
12 Este texto está publicado en Paroisse et Liturgie, 1 (1968) 78-81. La versión española se encuentra en J. M.
Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 426-428.
13 Anáfora etiópica de san Epifanio de Salamina, A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica..., o. c., 184; J. M.
Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 199.
14 Anáfora siríaca de las Constituciones Apostólicas, A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica..., o. c., 82. J. M.
Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 227.
15 Papiro de Estrasburgo, A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica..., o. c., 117; J. M. Sánchez Caro – V. Martín
Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 159. Un fragmento casi idéntico referente al misterio trinitario lo
encontramos en la Anáfora alejandrina de san Marcos, A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica..., o. c., 103; J. M.
Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 165.
16 Anáfora alejandrina de Serapión, A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica..., o. c., 128; J. M. Sánchez Caro –
V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 185.
17 Anáfora caldea de Teodoro de Mopsuestia, A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica..., o. c., 381; J. M.
Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 215.
129
18 Anáfora armenia de Isaac, A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica..., o. c., 332; J. M. Sánchez Caro – V.
Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 274.
19 A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica, o. c., 219-222.
20 Anáfora alejandrina de Serapión, A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica..., o. c., 128; J. M. Sánchez Caro –
V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 185.
21 Anáfora caldea de Teodoro de Mopsuestia, A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica..., o. c., 381; J. M.
Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 215.
22 Anáfora griega de Santiago, A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica..., o. c., 244; J. M. Sánchez Caro – V.
Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 245.
23 Anáfora alejandrina de san Basilio, A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica..., o. c., 231; J. M. Sánchez Caro
– V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 253.
24 Anáfora armenia de Isaac, A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica..., o. c., 332; J. M. Sánchez Caro – V.
Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 274.
25 Plegaria eucarística galicana, L. C. Mohlberg, Missale..., 69; J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La
gran oración eucarística..., o. c., 368.
26 Misal romano, Plegaria eucarística para las misas con niños I.
27 Anáfora siríaca de las Constituciones Apostólicas, A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica..., o. c., 82; J. M.
Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 227.
28 Anáfora alejandrina de san Marcos, A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica..., o. c., 102-103; J. M. Sánchez
Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 165.
29 Anáfora siro-malabar de Addai y Mari, A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica..., o. c., 405-406; J. M.
Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 211.
30 Anáfora siríaca de los XII apóstoles, A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica..., o. c., 265-266; J. M. Sánchez
Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 240.
31 Anáfora bizantina de san Juan Crisóstomo, A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica..., o. c., 224-225 J. M.
Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 261.
32 Anáfora de la tradición apostólica, n. 4, B. Botte (ed.), La Tradition Apostolique de Saint Hippolyte, LQF
39, Münster 1963, 12-17; J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 136.
33 Anáfora copta de san Gregorio Nacianceno, A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica..., o. c., 362-363; J. M.
Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 194-195.
34 Anáfora caldea de Teodoro el Intérprete, A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica..., o. c., 383; J. M. Sánchez
Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 218.
35 Anáfora siríaca de las Constituciones Apostólicas, A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica..., o. c., 90-91; J.
M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 234-235.
36 Anáfora griega de Santiago, A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica..., o. c., 246-247; J. M. Sánchez Caro –
V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 247.
37 Anáfora armenia de san Atanasio, A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica..., o. c., 321; J. M. Sánchez Caro –
V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 268.
38 Cf. J. M. Bernal, Para vivir el año litúrgico..., o. c.
39 Misal romano, Prefacio de Adviento I.
130
40 Misal romano, Prefacio de Adviento II.
41 Misal romano, Prefacio de Navidad I.
42 Misal romano, Prefacio de Navidad II.
43 Misal romano, Prefacio de Navidad III.
44 Misal romano, Prefacio de Pascua I.
45 Misal romano, Prefacio de Pascua II.
46 Misal romano, Prefacio de Pascua IV.
47 Misal romano, Prefacio de la Ascensión I.
48 Misal romano, Prefacio de la Ascensión II.
49 Misal romano, Prefacio del día de Pentecostés.
50 Misal romano, Prefacio de Adviento III.
51 Cf. C. Vogel, Introduction aux sources de l’histoire du culte chrétien au moyen âge, Centro Italiano di Studi
sull’Alto Medioevo, Spoleto 1966, 20-42.
52 J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 414-417.
53 Ph. Stein, De dienst van de maaltijd, Leidschendam 1966. Encontramos, además, la traducción española en
la revista Phase 42 (1967) 241-242.
54 J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 414.
55 D. Dufrasne. El texto se encuentra en Paroisse et Liturgie, 3 (1968) 270-272. Traducción castellana en J. M.
Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 427.
56 D. Dufrasne. El texto se encuentra en Paroisse et Liturgie, 3(1968) 78-81. Traducción castellana en J. M.
Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 424.
57 Anáfora de la tradición apostólica, n. 4, B. Botte, La Tradition Apostolique de Saint Hippolyte, LQF 39,
Münster 1963, 12-17; J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 136.
58 Anáfora griega de Santiago, J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c.,
247-248.
59 Anáfora de san Basilio, J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 256257.
60 Anáfora bizantina de san Juan Crisóstomo, J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración
eucarística..., o. c., 262.
61 Anáfora alejandrina de san Marcos, J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración
eucarística..., o. c., 173.
62 L. Ligier, Magnae orationis eucharisticae seu anaphorae origo et significatio, o. c., 112.
63 Cf. L. Bouyer, Eucharistie. Théologie et spiritualité de la prière eucharistique, Desclée 1966, 213.
64 Anáfora alejandrina de san Marcos, J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración
eucarística..., o. c., 173.
65 Anáfora alejandrina de san Basilio, J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística...,
o. c., 179.
131
66 Anáfora de san Gregorio el Teólogo, J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración
eucarística..., o. c., 195.
67 Anáfora griega de Santiago, J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c.,
248.
68 Anáfora de Teodoro de Mopsuestia, J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística...,
o. c., 218.
69 Anáfora alejandrina de san Marcos, J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración
eucarística..., o. c., 173-174.
70 Anáfora de Serapión, J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 186187.
71 Anáfora alejandrina de san Basilio, J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística...,
o. c., 179.
72 L. Maldonado, La plegaria eucarística,..., o. c., 444.
73 O. Casel, Faites ceci en memoire de moi, Cerf, París 1962, 13-14.
74 J. A. Jungmann, El sacrificio de la misa. Tratado histórico-litúrgico, BAC, Madrid 1953, 870-871.
75 Anaphora Sanctorum Patrum nostrorum apostolorum (de la tradición etiópica), A. Hänggi – I. Pahl, Prex
eucharistica..., o. c., 148.
76 Anaphora Iacobi fratris Domini (tradición antioquena), A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica..., o. c., 246249.
77 Anaphora apostolorum Addai et Mari (tradición siro-malabar), A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica..., o.
c., 407.
78 Canon romano.
79 J. A. Jungmann, El sacrificio de la misa..., o. c., 871.
80 B. Botte (ed.), Ambroise de Milan. Des mystères. L’explication du symbole, Cerf, París 1961, 108-112; C.
Basevi, San Ambrosio. La iniciación cristiana. La explicación del símbolo. Los sacramentos, los misterios, Rialp,
Madrid 1977, 83-84.
81 B. Botte (ed.), Ambroise de Milan. Des sacrements, o. c., 110-111; C. Basevi, San Ambrosio. La iniciación
cristiana., o. c., 84-85.
82 B. Botte (ed.), Ambroise de Milan. Des sacrements, o. c., 112-113; C. Basevi, San Ambrosio. La iniciación
cristiana., o. c., 86.
83 B. Botte (ed.), Ambroise de Milan. Des sacrements, o. c., 112-113; C. Basevi, San Ambrosio. La iniciación
cristiana., o. c., 86-87.
84 B. Botte (ed.), Ambroise de Milan. Des sacrements..., o. c., 114-115; C. Basevi, San Ambrosio. La iniciación
cristiana., o. c., 88.
85 «Te hemos ofrecido este pan, signo [omoioma] del cuerpo de tu Unigénito. Este pan es signo [omoioma] de
su santo cuerpo, porque el Señor Jesús, la noche en que fue entregado [...]. Por eso nosotros, al realizar el signo
[omoioma] de la muerte, ofrecemos el pan [...]». (Anáfora de Serapión, J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado,
La gran oración eucarística..., o. c., 186-187).
86 B. Botte (ed.), La Tradition Apostolique de saint Hippolyte 21, LQF, Münster 1963, 54-55.
132
87 Tractatus III de duabus naturis in Christo, A. Thiel (ed.), Episttolae Romanoum Pontificum I, Bransberg
1868, 541.`
88 Anáfora bizantina de san Basilio, J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o.
c., 258.
89 Debo citar aquí una interpretación de estos textos en la que se apela a la tipología, en la que se relacionan el
tipo y el antitipo, la figura y su cumplimiento. Según este autor «la última cena de Jesús [tipo] se actualiza en la
eucaristía [antitipo]. El pan y el cáliz de la eucaristía corresponden al pan y al cáliz de Jesús en la última cena; por
eso, el pan y el vino de la eucaristía son el cuerpo y la sangre de Cristo, como el pan y el vino de la última cena lo
son». Por tanto, el «pan partido» y el «cáliz compartido» de la eucaristía cristiana serían el antitipo y harían
referencia y remitirían al tipo constituido por el «pan partido» por Jesús en la última cena y el «cáliz repartido»
entre los discípulos. Jaume Fontbona, a quien corresponde esta interpretación, sigue de cerca las ideas de Enrico
Mazza en su obra Rendere grazie. Miscellanea eucaritica per il 70º compleanno, EDB, Roma 2010. Como ha
podido observarse, yo sigo una línea de interpretación diferente (J. Fontbona, «La lectura tipológica de la Sagrada
Escritura en la liturgia» en Phase, 54/324 [2014] 585-599).
90 L. Maldonado, La plegaria eucarística,..., o. c., 548.
91 J. A. Jungmann, El sacrificio de la misa..., o. c., 133.
92 Cf. B. Neunheuser, L’.eucharistie, II Au Moyen Age et à l’époque moderne, Cerf, París 1966, 31-55.
93 J. A. Jungmann, El sacrificio de la misa..., o. c., 876-877.
94 P. Browe, Die Verehrung der Eucharistie im Mittelalter, Herder, Roma 1967, 31, nota 25.
95 Ibíd., 39-49.
96 Cf. P. Benoit, «Le récit de la cène dans Lc XXII, 15-20», en Exégèse et théologie I, Cerf, París 1961, 163203; J. Jeremias, La última cena. Palabras de Jesús, Cristiandad, Madrid 1980, 274-281; H. Schürmann, Der
Einsetzungsbericht Lk 22,19-20, Aschendorffsche Verlagsbuchhandlung, Münster 1955, 70.
97 Sobre la antigüedad del relato paulino y las diferentes opiniones vertidas sobre el particular, puede verse J.
Jeremias, La última cena. Palabras de Jesús, Cristiandad, Madrid 1980, 203-214.
98 Cf. M. Thurian, L’Eucharistie, memorial du Seigneur, sacrifice d’action de grâce e d’intercession,
Neuchâtel-París 1959, 171-181.
99 Anáfora de las Constituciones Apostólicas, J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración
eucarística..., o. c., 236.
100 Anáfora de Teodoro el Intérprete, J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística...,
o. c., 219-220.
101 Anáfora armenia del Katholikos Sahak, J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración
eucarística..., o. c., 280.
102 Anáfora bizantina de san Basilio, J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística...,
o. c., 258.
103 Anáfora griega de Santiago, J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c.,
249.
104 Anáfora alejandrina de san Basilio, J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración
eucarística..., o. c., 180.
105 L. Maldonado, Eucaristía en devenir, Sal Terrae, Santander 1997, 187-194; J. I. González Faus, «Sobre las
plegarias eucarísticas», en Phase, 30/180 (1990) 506-516; X. Basurko, Para comprender la eucaristía, Verbo
Divino, Estella 1997, 139-175.
133
106 X. Basurko, Para comprender la eucaristía..., o. c., 164.
107 Grupo de Les Dombes, ¿Hacia una misma fe eucarística?, Herder, Barcelona 1973, 21-22.
108 A. Vergote, «L’exaltation du Christ en croix selon le quatrième Evangile», en Ephemerides Theologiae
Lovaniensis 28, 1952, 5-23; J. M. Bernal, «Il mistero della croce gloriosa», en Tabor (Roma), n. 4, abril 1964,
205-215.
109 Anáfora alejandrina de san Marcos, A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica..., o. c., 112-113; J. M. Sánchez
Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 174.
110 Anáfora siríaca de las Constituciones Apostólicas, A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica..., o. c., 92-93; J.
M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 236.
111 Anáfora griega de Santiago, A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica..., o. c., 248-249; J. M. Sánchez Caro –
V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 249.
112 Anáfora bizantina de san Juan Crisóstomo, A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica..., o. c., 226-227; J. M.
Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 262.
113 Anáfora siríaca de los XII apóstoles, A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica..., o. c., 267; J. M. Sánchez
Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 242.
114 Anáfora alejandrina de san Basilio, A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica..., o. c., 237; J. M. Sánchez Caro
– V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 258.
115 A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica, o. c., 148.
116 P. Cagin, L’Eucharistie. Canon primitif de la Messe, París 1912.
117 Anáfora alejandrina de san Basilio, A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica..., o. c., 148.
118 Anáfora bizantina de san Juan Crisóstomo, A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica, o. c., 226-227; J. M.
Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 262.
119 Anáfora griega de Santiago, A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica..., o. c., 248-249; J. M. Sánchez Caro –
V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 249.
120 Anáfora alejandrina de san Marcos, A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica..., o. c., 112-113; J. M. Sánchez
Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 174.
121 Liturgia de san Marcos, anáfora citada por Odo Casel, Faites ceci en mémoire de moi, Cerf, París 1962, 21.
122 Liturgia de san Michel, patriarca de Antioquía, anáfora citada por Odo Casel, Faites ceci en mémoire de
moi, Cerf, París 1962, 21-22.
123 Anáfora siríaca de los XII apóstoles, A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica..., o. c., 267; J. M. Sánchez
Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 242.
124 Anáfora siríaca, citada por Odo Casel, Faites ceci en mémoire de moi, Cerf, París 1962, 24.
125 Anáfora alejandrina de san Marcos, A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica..., o. c., 112-113; J. M. Sánchez
Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 174.
126 Anáfora egipcia del papiro Dêr-Balizeh, A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica..., o. c., 127; J. M. Sánchez
Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 163.
127 Odo Casel, Faites ceci en mémoire de moi, Cerf, París 1962, 165ss.
128 Anáfora de Hipólito, A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica, o. c., 80-81; J. M. Sánchez Caro – V. Martín
Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 135-137.
134
129 Anáfora caldea de los apóstoles Addai y Mari, A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica, o. c., 409; J. M.
Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 214.
130 Anáfora bizantina de san Basilio, A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica, o. c., 236-237; J. M. Caro – V.
Martín Pindado Sánchez, La gran oración eucarística..., 258-259.
131 Anáfora de san Gregorio, A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica, o. c., 365-366; J. M. Caro – V. Martín
Pindado Sánchez, La gran oración eucarística..., 197-198. Este texto ha sido refundido por L. Maldonado, La
plegaria eucarística..., 55-526.
132 Anáfora de Santiago, A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica, o. c., 250; J. M. Caro – V. Martín Pindado
Sánchez, La gran oración eucarística..., 250. Este texto ha sido refundido por L. Maldonado, La plegaria
eucarística..., 523-524.
133 Anáfora bizantina de san Juan Crisóstomo, A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica, o. c., 226-227; J. M.
Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 262.
134 M. Gesteira, La eucaristía, misterio de comunión, Cristiandad, Madrid 1983, 596. Para una información
más amplia y de calidad sobre el tema de la epíclesis y la controversia suscitada sobre este tema, puede consultarse
las páginas 594-608 de esta misma obra.
135 A. Piédagnel y P. París (eds.), Cyrille de Jérusalem. Catéchèses mystagogiques, Cerf, París 1966, 154-155.
136 San Juan Damasceno, De fide orthodoxa, 4, 13, citado por M. Gesteira, La eucaristía., o. c., 596, nota 40.
También se encuentra en J. Solano, Textos eucarísticos primitivos, II, BAC, Madrid 1954, 766-768.
137 B. Botte, «Problèmes de l’anaphore syrienne des apôtres Addai et Mari», L’orient syrien 10 (1965) 89-106.
138 H. Engberding, «Das anaphorische Fürbittgebet der byzantinischen Crysostomosliturgie», Oriens
christianus 45 (1961) 20-29; 46 (1962) 33-60.
139 Cf. L. Ligier, Magnae orationis eucharisticae seu anaphorae origo et sigifficatio, o. c., 166.
140 L. Ligier, «Textus liturgiae iudaeorum», en A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica..., o. c., 40-43.
141 D. Ruiz Bueno, «Carta primera de san Clemente a los Corintios», 59,4, en Padres apostólicos, BAC,
Madrid 1950, 233.
142 D. Ruiz Bueno, «Carta primera de san Clemente a los Corintios», 60,4–61,1, en Padres apostólicos, BAC,
Madrid 1950, 234-235.
143 Anáfora de san Hipólito de Roma, A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica, o. c., 81; J. M. Sánchez Caro –
V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 137.
144 Anáfora caldea de los apóstoles Addai y Mari, A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica, o. c., 409; J. M.
Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 212-213.
145 J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 304, nota 128.
146 Anáfora alejandrina de san Marcos, A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica, o. c., 103-111; J. M. Sánchez
Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 165-172.
147 Cf. L. Bouyer, Eucharistie. Théologie et spiritualité de la prière eucharistique, Desclée, Tournai 1966, 198.
148 Anáfora alejandrina de Teodoro de Mopsuestia, A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica, o. c., 384-385; J.
M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 220-222.
149 Anáfora siríaca de los XII apóstoles, A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica, o. c., 267-268; J. M. Sánchez
Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 243-244.
135
150 Catequesis mistagógica V, 8. A. Piédagnel y P. París (eds.), Cyrille de Jérusalem. Catécheses
Mystagogiques, Cerf, París 1966, 156-161.
151 Anáfora griega de Santiago, A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica, o. c., 250-261; J. M. Sánchez Caro –
V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 251-252; L. Maldonado, La plegaria eucarística, BAC,
Madrid 1967, 566-568.
152 Anáfora bizantina de san Juan Crisóstomo, A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica, o. c., 228-229; J. M.
Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 263-265; L. Maldonado, La plegaria
eucarística..., o. c., 562-563.
153 Anáfora armenia de san Atanasio, A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica, o. c., 324-326; J. M. Sánchez
Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o. c., 272-273.
154 J. A. Jungmann, El sacrificio de la misa..., o. c., 821.
155 L. C. Mohlberg, Missale Gothicum, VIII, Herder, Roma 1961, 17.
156 Marius Ferotin (ed.), Le Liber Ordinum en usage dans l’Eglise wisigothique et mozárabe d’Espagne du
cinquième au onzième siècle, París 1904, 235-237.
157 Marius Ferotin (ed.), Le Liber Ordinum..., o. c., 236.
158 Marius Ferotin (ed.), Le Liber Mozarabicus Sacramentorum, París 1912, 1440.
159 B. Botte y Ch. Mohrmann, L’Ordinaire de la Messe, Cerf, París; Mont Cesar, Lovaina 1953, 19-23.
160 Inocencio I, Epístola 25, PL 20, 553.
161 J. A. Jungmann, El sacrificio de la misa, o. c., 809.
162 Según señala B. Botte, el memento por los difuntos, ausente en los sacramentarios Gelasiano y Gregoriano,
aparece por vez primera en el sacramentario de Alcuino (B. Botte y Ch. Mohrmann, L’Ordinaire de la Messe, o.
c., 24).
163 B. Botte y Ch. Mohrmann, L’Ordinaire de la Messe, o. c., 75, nota 11.
164 Para tener una información precisa sobre el particular, se puede consultar el aparato crítico de esta obra: B.
Botte, Le Canon de la messe romaine. Edition critique, Mont Cesar, Lovaina 1935, 32, aparato crítico IV.
Encontramos, además, un testimonio muy explícito en la liturgia ambrosiana, procedente del Sacramentario de
Biasca, del siglo X: «Cum famuo tuo et sacerdote tuo pontífice nostro illo et fámulo tuo imperatore illo
regibusque nostris cum coniugibus et prole, sed et ómnibus orthodoxis» (A. Ebner [ed.], Quellen und
Forschungen zur Geschichte und Kunstgeschichte des Missale Romanum im Mittelalter. Iter Italicum, Herder,
Friburgo i. Br. 1896, 77.
165 Anáfora copta de san Gregorio, J. M. Sánchez Caro – V. Martín Pindado, La gran oración eucarística..., o.
c., 195-196.
136
IV. Compartiendo el mismo pan y el mismo
cáliz
En ningún momento me he resignado a que la plegaria eucarística o anáfora se
presente en este libro descolgada del conjunto de la celebración, como si formara un
conjunto aparte, independiente. Por eso, al principio, he ofrecido una visión de lo que
podríamos llamar «ofertorio» o preparación de la mesa y presentación de los dones del
pan y del vino. Ese ha sido el punto de arranque, el momento de partida. Porque, una vez
que los dones han sido depositados sobre el altar, el sacerdote celebrante ha pronunciado
la acción de gracias sobre los mismos.
Ahora, siguiendo ese hilo conductor, el sacerdote ya ha concluido la anáfora. Por la
acción del Espíritu y por la fuerza sacramental de las palabras de Jesús, pronunciadas por
el sacerdote, los dones del pan y del vino han sido santificados, bendecidos,
consagrados, transformados. Ahora, esos dones consagrados van a ser distribuidos entre
los fieles, van a ser compartidos fraternalmente por la comunidad de hermanos. Ahí
estamos.
Estamos siguiendo los gestos y las palabras de Jesús en la cena. Hemos aderezado la
mesa, como los discípulos en el cenáculo. Y hemos tomado el pan, y hemos tomado la
copa. Como Jesús: «Tomó el pan»; «después de cenar, tomó la copa de vino». Luego,
Jesús «pronunció la bendición» o «dio gracias». Jesús pronunció la beraká; nosotros
pronunciamos la anáfora cristiana. Vamos siguiendo los pasos de Jesús. A continuación
«partió el pan», y nosotros también partimos el pan. Finalmente, los repartió; las dos
cosas, el pan y el cáliz. «Y se lo dio [el pan] diciendo...», «y se la dio [la copa]
diciendo». Es la comunión de los dones. El mismo esquema, la misma eucaristía.
137
1. Fracción del pan
Solo vamos a prestar atención a los momentos y gestos más significativos. Después de
haber pronunciado la bendición, Jesús partió el pan. Lo señalan todos los relatos.
También lo hizo al sentarse a la mesa con los dos discípulos en Emaús. Ellos, al contar
su experiencia a los Doce, les comentaron que habían reconocido al Resucitado «al partir
el pan» (Lc 24,35). Con la expresión «fracción del pan», la Iglesia primitiva se refirió
siempre a la eucaristía (Hch 2,42; 20,7). Partir el pan era ya un gesto relevante en las
comidas rituales judías. Y también lo fue en la comunidad cristiana, hasta el punto de ser
utilizada esta expresión para designar el conjunto de la celebración. Este gesto era tan
emblemático y evocador que el nombre de una parte fue utilizado para referirse al
conjunto.
En nuestras celebraciones actuales, la fracción del pan casi pasa desapercibida. La
gente no se entera porque el sacerdote lo hace como de pasada y de manera rutinaria. Y
si la gente la percibe es por el desagradable chasquido producido al romper las hostias
convencionales y enfatizado por la megafonía. A la postre, queda reducido a un gesto
irrelevante, un tanto extraño, que raya, a veces, en lo grotesco.
Sin embargo, es un gesto relevante y de alto significado en el marco de la celebración.
Aparte del sentido práctico y funcional que tiene el gesto (partir para repartir), hay una
fuerte carga simbólica que no debemos desatender. «Porque el pan es uno, somos
muchos un solo cuerpo» (1 Cor 10,17). El único pan partido en múltiples fragmentos
expresa la íntima comunión de los hermanos, muchos y distintos, unidos en el cuerpo de
Cristo.
Hay aquí varias consideraciones prácticas. Primero, es recomendable que utilicemos
un pan que sea pan, que pueda partirse en fragmentos y repartirse entre los hermanos en
la comunión; segundo, el pan que presentamos y ponemos sobre la mesa en el ofertorio
ha de ser el mismo que se parte y se distribuye en la comunión; tercero, en la medida de
lo posible deberíamos eliminar poco a poco las hostias pequeñas y dar paso a la
utilización de los fragmentos; cuarto, no tiene sentido presentar el pan ya partido en el
momento del ofertorio, y tampoco es correcto, como hacen algunos «avanzados», partir
el pan al narrar lo que hizo Jesús en la última cena, puesto que él lo partió después de
haber dado gracias; quinto: el pan se parte después de la oración del Señor y antes de la
comunión; como es lógico, el pan se parte inmediatamente antes de ser repartido.
Debo confesar que estas observaciones no son, en absoluto, expresión de un alarde
progresista por mi parte. Aparecen en las normas oficiales de la reforma conciliar.
Ofrezco aquí el texto: la dimensión simbólica del sacramento «exige que [el pan]
aparezca verdaderamente como alimento», de modo que «en la misa celebrada con el
138
pueblo el sacerdote pueda realmente partirlo en distintos fragmentos y distribuirlos, al
menos, a algunos fieles». Advierte el texto, de paso, que las hostias pequeñas no se
excluyen y que podrán usarse cuando así lo exija el número de comulgantes y «por otras
razones pastorales» (OGMR, n. 321). Y esto otro, aún más importante, si cabe,
totalmente olvidado en la praxis pastoral: «Es muy de desear que los fieles, como hace el
mismo sacerdote, participen del cuerpo del Señor con pan consagrado en esa misma
misa» (Sacrosanctum Concilium, 52; OGMR, 85).
La última observación que acabo de hacer es de una importancia extraordinaria.
Además, el apoyo doctrinal que la avala es del mismo concilio, lo cual implica una
exigencia mucho mayor, más contundente, más definitiva. Sin embargo, en la pastoral de
cada día, apenas si se tiene en cuenta. Solo en pequeñas comunidades, muy
sensibilizadas y bien formadas, se observa con interés la indicación del concilio. Yo
comprendo, por supuesto, que existen dificultades prácticas que, en ocasiones, impiden
poder llevar a la práctica la invitación conciliar –como, por ejemplo, una gran afluencia
de fieles–, pero el problema no es solo ese. Es más frecuente y más preocupante la
insensibilidad litúrgica y teológica de muchos responsables de la pastoral. Uno se
pregunta, a este propósito, qué pasaría si el sacerdote celebrante, en vez de comulgar de
las especies consagradas en la misa que preside, tomara la comunión sirviéndose de la
reserva conservada en el sagrario. En términos castizos tendríamos que decir que esa
misa es inválida. Pero, a continuación, uno se pregunta por qué se aplican unos criterios
tan rigurosos cuando se trata de la comunión del sacerdote y somos tan laxos cuando nos
referimos a la comunión de los fieles. Indudablemente, además de las razones prácticas
indicadas, hay también motivos de insensibilidad litúrgica y –por qué no decirlo– cierto
clericalismo latente.
Derivando ahora a consideraciones sociales más exigentes, habría que decir que toda
la fuerza simbólica de la fracción del pan cobra sentido y se convierte en realidad cuando
los participantes en la eucaristía son conscientes de que el pan repartido obliga a los
hermanos a expresar en la vida un compromiso real por una sociedad más justa y más
solidaria, donde el reparto justo de los bienes deje de ser una vana utopía. En la misma
línea, habría que comentar que el pan único, roto en fragmentos y repartido entre los
hermanos, es una llamada a la unidad dentro de la diversidad y, también, un gesto que
expresa la riqueza que supone la diversidad de carismas dentro de la comunidad; el
enriquecimiento que supone la capacidad de valorar lo diferente, lo distinto, lo otro.
Porque la opción por los fragmentos nos lleva de la mano a valorar el sentido
comunitario de lo diferente.
En este contexto resultan muy significativas las palabras de Pablo: «Aun siendo
muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos comemos el mismo pan» (1 Cor
10,17). En estas palabras lo importante no es tanto el simbolismo de la unidad del pan:
aunque los que compartimos la eucaristía somos muchos y diferentes, formamos una
unidad, lo mismo que el pan, que, a pesar de estar compuesto de muchos fragmentos, es
uno. Lo más importante, lo que da fuerza a la frase de Pablo, es la calidad de ese pan,
139
porque ese pan al que se refiere Pablo es el cuerpo de Cristo. Por eso, todos los que
comemos de ese pan comemos el cuerpo de Cristo, y los que comemos el cuerpo de
Cristo somos uno, somos el cuerpo de Cristo. La unidad que formamos, nuestra
comunión, es una unidad cualificada: somos el cuerpo eclesial de Cristo. Todo esto
confiere un sentido aún más profundo a lo que Pablo dice un poco más adelante: «Pues
del mismo modo que el cuerpo es uno, aunque tiene muchos miembros, y todos los
miembros del cuerpo, no obstante su pluralidad, no forman más que un solo cuerpo, así
también Cristo» (1 Cor 12,12). Estas consideraciones aportan una visión mucho más
profunda de lo que, aparentemente, puede parecer un mero ritual. Desde esta perspectiva,
el gesto de la fracción adquiere un mayor calado. Terminamos citando estas hermosas
palabras de la Didajé:
«Como este pan partido estaba disperso por las colinas y, recogido, se hizo uno, así sea reunida tu Iglesia,
desde los confines de la tierra, en tu Reino. Porque tuyos son la gloria y el poder, por Jesucristo, eternamente.
Amén» (IX, 4).
140
2. Abrazo de paz
La gran mayoría de las tradiciones litúrgicas de Oriente y Occidente no sitúan en este
momento el saludo fraterno de la paz. Solo la tradición romana, seguramente a partir de
finales del siglo IV, introdujo el abrazo de paz inmediatamente antes de la comunión.
Hagamos un poco de historia. Comenzamos con el testimonio más antiguo, el de
Justino: «Terminadas las preces, nos damos mutuamente el beso de paz. Luego, al que
preside entre los hermanos, se le ofrece pan y una copa de agua, y vino mezclado con
agua»1. El testimonio acredita la praxis romana en el siglo II. Es nítido y claro. Al acabar
las preces, y antes del ofertorio, los fieles se dan el abrazo de paz. En la misma línea
aparece otra noticia sobre este hecho, pero esta vez en el norte de África. Me refiero al
testimonio de Tertuliano, en la misma época. También él nos asegura que en su
comunidad el beso de paz se ofrece después de las preces, y lo llaman signaculum
orationis («sello de la oración»)2. Viene a decir que el beso de paz es el colofón con el
que queda sellada la oración y se termina la liturgia de la palabra. Voy a citar, además, el
testimonio de Hipólito, exponente de la tradición romana en el siglo III: «Habiendo
terminado de orar, [los catecúmenos] no se darán el beso de paz, porque su beso no es
todavía santo. [...] Los fieles se saludarán mutuamente. [...] Después de todo esto, [los
bautizados] orarán junto con todo el pueblo, porque ellos no oran con los fieles antes de
haber recibido todo lo que hemos relatado. Después de haber orado, se dan el beso de
paz. Entonces los diáconos presentan la ofrenda al obispo»3.
Estos testimonios nos confirman el comportamiento primitivo de las tradiciones
romana y africana. A estos testimonios debemos añadir el de la Iglesia hispano-visigoda,
que ha reservado para el abrazo de paz (oratio ad pacem) un momento antes de
proclamar la illatio o anáfora4. Hay que decir, además, que toda la tradición oriental
incluye el abrazo de paz en el momento de la gran entrada del ofertorio, antes de dar
comienzo a la anáfora5. No es difícil adivinar el motivo que ha inspirado esta práctica
ritual: «Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas de que un hermano tuyo
tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte
con tu hermano; luego, vuelve y presenta tu ofrenda» (Mt 5,23). La motivación
evangélica está clara. Jesús nos invita a reconciliarnos mutuamente con el abrazo de paz
antes de llevar nuestra ofrenda al altar. Es indudable que las Iglesias han tenido presentes
estas palabras del Señor al reservar ese momento para el abrazo de paz. Esta apreciación,
sin embargo, desactiva en cierta medida la vinculación que podría tener el ósculo de paz
con la oración al ser interpretado como signaculum orationis. Da igual. El rito del beso
de paz, a caballo entre la liturgia de la palabra y el ofertorio, es objeto de
141
interpretaciones diversas, pero complementarias, lo cual deriva no en un menosprecio de
ese gesto, sino en un reconocimiento de su rica policromía.
Pero en la tradición romana pronto se operó un desplazamiento. El abrazo de paz pasó
a formar parte de los ritos que preparan a la comunión, como lo tenemos ahora. El
primer testimonio de este desplazamiento nos lo brinda el papa Inocencio I en su carta a
Decencio de Gubbio del año 416. En opinión del papa, no se podía dar el ósculo de paz
(ante confecta mysteria) hasta después de haber concluido la plegaria eucarística. «El
beso de paz era un modo de asentir el pueblo a cuanto se había celebrado»6. En la
reorganización de la liturgia romana llevada a cabo por san Gregorio Magno a finales del
siglo VI, el abrazo de paz fue colocado después del embolismo del Pater noster. Desde
ese momento, el gesto del abrazo se ha interpretado como acto de preparación a la
comunión, como expresión de amor fraterno y de reconciliación.
La nueva liturgia (OGMR 154) ha instaurado una forma sencilla y discreta de
saludarse y de expresarse mutuamente los deseos de paz. La Ordenación sugiere a los
sacerdotes que, antes de la comunión, inviten a los fieles a expresarse mutuamente «la
paz, la comunión y la caridad». Es un signo relevante que, realizado antes de la
comunión, expresa la comunión fraterna y solidaria que debe animar la vida cristiana.
No fue fácil encontrar un signo adecuado para expresarse la paz. En principio,
tratándose de asambleas numerosas y despersonalizadas, no se consideró oportuno
recurrir al gesto del abrazo, por ser una expresión familiar y de cercanía. Por eso se optó
por un apretón de manos. Aun así, en países donde la gente es poco propensa a esta
forma de expresiones gestuales, se abrió la posibilidad de otro tipo de gestos. En
comunidades pequeñas, la forma habitual de expresarse la paz viene siendo el abrazo.
142
3. Un banquete en el que se come y se bebe
Después de haber pronunciado la anáfora, llegamos al feliz desenlace de la eucaristía.
Los dones consagrados del pan y del vino, convertidos en el cuerpo y en la sangre del
Señor, están ya sobre la mesa del altar. Lo que presentamos en el ofertorio y
depositamos sobre la mesa santa podemos compartirlo ahora, transformado y
consagrado. La comunión de los dones sagrados es el regalo que Dios nos ofrece en
forma de banquete. Un banquete donde se come y se bebe, donde se nos brindan los
bienes mesiánicos del Reino futuro, el cuerpo glorificado del Señor y su sangre
derramada para nuestra regeneración. Es la vida entera del Señor, entregada y rota,
resucitada y gloriosa, la que se nos hace presente y comunica en el banquete de la
eucaristía.
Y aquí tenemos que hacer una apuesta por la plena participación en el banquete. Una
apuesta que quiere ser también una protesta por los obstáculos que pone la Iglesia a los
fieles para la comunión del cáliz. Porque algunos opinan que la supresión del cáliz en la
comunión de los fieles debe juzgarse como una traición al testamento de Jesús: «El que
come mi carne y bebe mi sangre» (Jn 6,54; 6,56). Sobre todo, en la última cena: «Tomad
y comed, porque esto es mi cuerpo... Bebed todos de él, porque esta es mi sangre» (Mt
26,26-29). Y Pablo: «Cada vez que coméis este pan y bebéis este cáliz» (1 Cor 11,26).
La Iglesia se mantuvo fiel a la voluntad del Señor, al menos durante el primer milenio.
Las Iglesias de Oriente han mantenido con fidelidad esta práctica hasta nuestros días. La
Iglesia de Occidente fue abandonando la costumbre de dar la comunión del cáliz a los
fieles a partir de los siglos XI y XII. El Vaticano II abrió la mano y permitió, aunque
solo en algunos casos, la comunión bajo las dos especies. Juan Pablo II, en un gesto de
sorprendente apertura, amplió esta posibilidad.
Lo que más me llama la atención es que tenga la consideración de concesión benévola
lo que en realidad debería considerarse un derecho de los fieles. También me resulta
incomprensible que la comunión del cuerpo y de la sangre del Señor sea una práctica
habitual, obligada, para el sacerdote celebrante, mientras que se les niega a los fieles o, a
lo sumo, se entiende como una concesión generosa de la jerarquía. Evidentemente, esto
es un claro exponente de un clericalismo difícil de justificar.
Yo no pongo en duda, por supuesto, la doctrina de la Iglesia al afirmar la presencia del
cuerpo y de la sangre del Señor, de Cristo entero, en cada una de las especies
consagradas. Tampoco menosprecio las dificultades prácticas que se originan al
pretender ofrecer a los fieles la comunión bajo las dos especies, sobre todo en asambleas
muy numerosas. Los problemas de higiene sanitaria y los reparos de ansiedad que
padecen muchas personas tampoco deben ignorarse. Sin embargo, todo esto no justifica
la eliminación casi sistemática de la comunión del cáliz para los fieles en la mayoría de
143
nuestras celebraciones habituales. A mi juicio, esta eliminación es, más bien, fruto de
una lamentable apatía pastoral, de una persistente aceptación de prejuicios injustificados,
de una falta de sensibilidad litúrgica y, especialmente, de una escasa formación
teológica.
Porque santo Tomás de Aquino, por citar a un autor de indiscutible ortodoxia, al
explicar la presencia del cuerpo y de la sangre del Señor en las especies consagradas,
establece una distinción que merece ser tenida en cuenta. Cuando alguien, como ocurre
habitualmente, comulga con una sola especie, la del pan, recibe el cuerpo del Señor «en
virtud del sacramento», pero la recepción de la sangre del Señor, en cambio, solo tiene
lugar «en virtud de la concomitancia», no «por la virtud del sacramento»7. La distinción
es fina y los pastoralistas no deberían dejarla en el olvido.
Pero hay más. Tomás de Aquino es consciente de la complejidad del sacramento
eucarístico y no deja de anotar la permanente duplicidad de elementos: pan y vino,
comer y beber, cuerpo y sangre, relacionando esto con otros binomios importantes:
cuerpo y alma, muerte y resurrección, humanidad y divinidad. Sin embargo, el maestro
dominico asegura la confluencia de esos elementos dobles (pan y vino, comer y beber,
cuerpo y sangre) en la unidad formal del sacramento. Esa visión unitaria del sacramento,
a la que él llama perfecta refectio, dotada de plenitud y totalidad, está constituida por la
unidad del banquete, por el convivium, en el que se come y se bebe, y en el que se
comparte, en plenitud, la totalidad de la vida entregada y sacrificada de Cristo.
Hace un guiño, además, a la base antropológica y cultural de los elementos materiales
que integran la simbología del sacramento eucarístico. Como buen napolitano, Tomás de
Aquino sabe que el pan y el vino constituyen lo sustancial de la dieta mediterránea; sabe
también que los gestos de comer y de beber forman la trama de cualquier comida o
banquete entre nosotros, y sabe, por supuesto, que el gran símbolo del banquete, esencial
en la estructura de mediación sacramental que conforma la eucaristía, cuenta con un
apoyo antropológico y cultural indiscutible.
Esto supuesto, y sin menospreciar la singularidad insustituible y fundamental del pan
y el vino como materia del sacramento, quizás deberíamos sugerir la conveniencia de
señalar el conjunto del banquete, el sacrum convivium, como el elemento simbólico
medular en el que se condensa toda la dimensión sacramental de la eucaristía En él
compartimos, en un clima de comensalidad fraterna, la comida y la bebida, los dones
consagrados del pan y del vino; en él entramos en plenitud de comunión con el Cristo
total, con el Cristo de la Pascua entregado y glorioso.
144
4. Los dones consagrados, símbolo de los bienes futuros
Está claro que la realidad descarnada que nos rodea solo la podemos aferrar –y
apoderarnos de ella– cuando la nombramos o cuando la representamos en los símbolos.
Esa realidad, a veces lejana e inaccesible, solo se nos acerca y hace presente cuando los
símbolos son capaces de darle forma y revestimiento visible. En todos los ámbitos de la
vida, nuestro contacto con la realidad se lleva a cabo con la mediación de los símbolos,
hasta el punto de que símbolo y realidad forman una unidad indisociable.
También en la eucaristía, los grandes símbolos que la configuran, integrados todos
ellos en la imagen central del banquete que los aglutina, son expresivos de una realidad
escatológica que nos trasciende y escapa a nuestra percepción. Porque es una realidad
trascendente, lejana, inasequible a nuestra capacidad perceptiva. Se trata, además, de una
realidad futura, objeto, al mismo tiempo, de una promesa, de una esperanza y de un
proyecto.
Ahora bien, el simbolismo del banquete orienta a los que comparten la eucaristía a
experimentar esa nueva realidad. Para ello es preciso que los símbolos utilizados en la
celebración expresen con la máxima fuerza y colorido esa nueva forma de existencia,
esos nuevos modos de convivencia y de situarse en el mundo. Hay que diseñar con
habilidad la forma de estar ubicados en la celebración, donde, por encima de las
exigencias elementales de cierto hieratismo, se subrayan especialmente la cercanía de los
participantes, la entrañable relación personal entre ellos, el clima distendido y amable,
festivo y gozoso al mismo tiempo. Esa forma de estar y desenvolverse debe ir marcando
el intento de que esa asamblea sea una alternativa viable a las formas de convivencia en
el mundo, caracterizadas por las tensiones y los enfrentamientos.
En esa misma línea, hay que ir disponiendo el resto de los elementos simbólicos que
integran, todos juntos, el simbolismo del banquete: la preparación de la mesa, dispuesta
de modo festivo y feliz; con el pan y el vino, tal como los utilizamos en la vida normal,
con evidente apariencia de comida y bebida; con la fracción del pan y la entrega del cáliz
a los comensales, con toda la fuerza y expresividad que requiere el gesto, subrayando la
importancia de compartir todos la misma mesa, en la que son distribuidos el cuerpo y la
sangre del Señor, garantes únicos de la fuerza escatológica del banquete. A todo ello hay
que añadir, finalmente, el relieve excepcional que se debe atribuir a las palabras que
acompañan nuestros actos. Porque son estas, las palabras, las que determinan el sentido
de los gestos, las que sacan a los símbolos de su pluralidad semiótica, de su ambigüedad,
para fijar el sentido que tienen esos símbolos para la comunidad que celebra. De ahí
también la importancia excepcional de esas palabras, puesto que en ellas se contiene el
sentido que la comunidad atribuye a esos gestos y a esos símbolos. Evidentemente, dicho
de otro modo, esas palabras no son otra cosa que la expresión de la fe de la Iglesia.
145
5. Comensales en la mesa del Reino
Cuando, sentados a la mesa de la eucaristía, compartimos los dones santificados en la
anáfora, estamos adelantando el gozo de la fiesta mesiánica; nos sentimos convocados
por el Mesías y reunidos en torno a la gran mesa del banquete del Reino. Él nos ha
reunido a los dispersos, nos ha congregado a los diferentes, ha roto nuestras enemistades
y diferencias, ha hecho de nosotros una gran comunidad de hermanos, un gran pueblo de
santos y bienaventurados.
Esta reflexión conecta con algunos escritos proféticos del Antiguo Testamento y, de
modo aún más especial, con la apocalíptica judeocristiana8. Estos escritos diseñan el
futuro escatológico como el gran retorno de todos los exiliados a la patria definitiva,
como la gran concentración de todos los dispersos y la celebración de un gran festín,
presidido por el Mesías. Después de haber aniquilado los poderes del mal y de la
injusticia, instalados en este mundo de pecado, aparecerán el cielo nuevo y la nueva
tierra, la nueva creación, en la que reinarán definitivamente la paz, la justicia y la
libertad. Esta gran asamblea de todos los liberados en el monte Sion, reunidos en torno al
Mesías, es la imagen definitiva del futuro escatológico.
Intentamos profundizar aún más en el sentido escatológico del banquete. La
experiencia eucarística nos incorpora a la vida nueva y regenerada del Resucitado, hasta
hacer de nosotros una nueva creación. El recurso a la expresión «nueva creación»,
utilizada para designar el nuevo modo de existencia que emerge en la resurrección, nos
permite apuntar otro aspecto de la escatología cristiana a la que nos referimos. Se trata
de interpretar la dinámica escatológica no solo como una anticipación del futuro, sino
también como un retorno al paraíso, como una vuelta a los orígenes. En ese sentido,
Pablo habla repetidas veces del «nuevo Adán» refiriéndose a Cristo (Rom 5,12-19; 1 Cor
15,21-22.44-45). De este modo, frente a la vieja creación y al viejo Adán, del que
provienen la corrupción y la muerte, aparecen en la resurrección de Jesús, como
contraste, la nueva creación, regenerada y redimida, y el nuevo Adán, en el que se
engendra la vida y la reconciliación para todos los hombres. Esta tendencia a hacer
coincidir el final de los tiempos (Endzeit) con los orígenes primordiales (Urzeit),
atestiguada también en la tradición patrística e incluso en la historia de las religiones
(Eliade), nos permite a nosotros, comensales en la mesa del Reino, experimentar el
futuro como la regeneración profunda del hombre, como un retorno a sus raíces últimas
y como la recuperación de su situación primordial, marcada por la comunión con Dios,
la coherencia consigo mismo, la fraternidad y la armonía con el cosmos.
Hay una tradición, también de perfil judeocristiano, fuertemente extendida en la
antigüedad, según la cual la vuelta del Señor, al final de los tiempos, tendrá lugar el día
146
de Pascua, cuando la comunidad cristiana celebra el banquete pascual en la eucaristía9.
Hay aquí, ciertamente, una visión superpuesta de la venida del Señor al final de los
tiempos y de la venida sacramental del Señor, resucitado y glorioso, en el mismo marco
de la celebración pascual. Esta es una experiencia fuerte e intensa de la comunidad, que
vive la noche de Pascua en un clima de ansiosa espera, que se acrecienta a medida que
avanzan las horas y que culmina con una indescriptible explosión de alegría al compartir
el banquete y experimentar en lo profundo de sus extrañas que el Señor ha resucitado y
está en medio de ellos.
Esta apertura escatológica de la eucaristía está, indudablemente, en la misma entraña
de la celebración. En uno de los momentos más importantes, justo a continuación de las
palabras del relato, después de la invitación del presbítero que preside, la comunidad
responde: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor, Jesús!».
La versión original enfatiza de manera más clara la tensión escatológica de la frase al
redactarla así: «Anunciamos tu muerte y proclamamos tu resurrección hasta que
vuelvas». Este «hasta» es de una fuerza especial y orienta claramente la celebración, en
una intensa actitud de espera, hacia la Pascua definitiva. A la luz de esta proclamación,
por tanto, la eucaristía sitúa a toda la comunidad en un clima de espera escatológica y
nos hace vivir, como comunidad peregrina, celebrando repetidamente la cena del Señor,
una y otra vez, en un ritmo creciente, mientras construimos la comunidad.
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1 Apología I, 65. Daniel Ruiz Bueno (ed.), Padres apologistas griegos (siglo II), BAC, Madrid 1954, 258-259.
2 Tertuliano, De oratione, 18, 7, ed. «Corpus Christianorum» 1, 1267.
3 Tradición apostólica 18 y 21. B. Botte (ed.), La Traddition Apostolique..., o. c., 41 y 55.
4 Cf. J. Pinell, Liturgia hispánica, Barcelona 1998, 159.
5 Cf. A. Raes, Introductio in Liturgiam Orientalem, Roma 1947, 81-88.
6 J. A. Jungmann, El sacrificio de la misa..., o. c., 1020.
7 Summa Theologiae, III, 76, 2.
8 Sobre este tema puede consultarse la imponente monografía en la que se estudia el conocido himno targúmico
de las cuatro noches: Roger Le Déaut, La nuit pascale. Essai sur la signification de la Pâque juive a partir du
Tárgum d’Exode XII 42, Roma 1963.
9 José Manuel Bernal, Para vivir el año litúrgico..., o. c., 78-79.
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91 702 19 70 / 93 272 04 47).
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Índice
Prólogo
I. Disposición de los dones sobre la mesa
1. Aderezar la mesa
2. Depositar el pan y el vino
3. «Sacrum commercium»
4. Los invitados a la mesa del Señor
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II. Aproximación al mundo de las anáforas
1. Adentrándonos en la tradición hebrea
a. De la bendición de Jesús a la anáfora de la Iglesia
b. «Eulogia» y «eucharistía»
c. Anáfora, «anaferein»
d. La «Birkat Ha-Mazon» en la liturgia hebrea
2. Primeros testimonios y primeros intentos
a. El primer eco de la beraká de Jesús: la Didajé
b. Testimonio de un cristiano laico del siglo II: Justino
c. El primer prototipo: la anáfora de Hipólito
3. Proceso de creatividad y de expansión
a. Iglesias de Oriente
b. Iglesias de Occidente
c. Las nuevas anáforas
III. La anáfora por dentro
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1. Los elementos integrantes de la anáfora
2. Invitación a la alabanza
3. Una alabanza exultante y vigorosa
a. Descubrir el rostro de Dios
b. El Dios de los filósofos
c. Evocación trinitaria
d. Sanctus
4. Proclamación profética de las mirabilia Dei
a. Dios creador
b. Creación y redención
c. En la plenitud de los tiempos
d. Los prefacios de la liturgia romana
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e. La alabanza gozosa se transforma en proclamación profética
f. El profeta interpreta los signos de los tiempos
g. El orante recrea los textos
h. Impacto contemplativo y la alabanza
5. La última cena: relato, drama y misterio
a. El último eslabón de la «historia salutis»
b. Progresiva sacralización del relato
c. Dramatización del relato
d. El relato se transforma en consagración
6. Anamnesis: memoria y profecía
a. Del mandato de Jesús a la anamnesis de la Iglesia
b. «Quando hoc facitis, meam commemorationem facitis»
c. Memoria, oblación y acción de gracias
d. El contenido de la anamnesis
e. La anamnesis es un anuncio profético y una praedicatio
f. Anamnesis y confesión de fe
7. Epíclesis: la acción santificadora del Espíritu
a. Del memorial y la alabanza a la súplica
b. El lugar de la epíclesis
c. Rasgos esenciales de la epíclesis
d. Epíclesis y consagración
8. Las intercesiones
a. La alabanza se transforma en plegaria
b. Los orígenes de la plegaria de intercesión y su lugar en la anáfora
c. La intercesión en las anáforas más primitivas
d. La intercesión en las anáforas orientales
e. La intercesión en las liturgias occidentales
f. Polos de interés en las intercesiones
g. Doxología final: un brindis
9. Puesta en escena
a. Los protagonistas
b. Participación de la asamblea
c. Circumadstantes
d. La divina liturgia
IV. Compartiendo el mismo pan y el mismo cáliz
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1. Fracción del pan
2. Abrazo de paz
3. Un banquete en el que se come y se bebe
4. Los dones consagrados, símbolo de los bienes futuros
5. Comensales en la mesa del Reino
Selección bibliográfica
Créditos
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