Subido por Ivan Yates

ADOLESCENTES VIOLENTOS

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Adolescentes violentos
Elisa Balbi, Elena Boggiani,
Michele Dolci y Giulia Rinaldi
Adolescentes violentos
Con los otros, con ellos mismos
Traducción: Maria Pons Irazazábal
Herder
Título original: Adolescenti violenti
Traducción: Maria Pons Irazazábal
Diseño de la cubierta: Gabriel Nunes
© 2009, Adriano Salani Editore S.p.A., Milán
© 2012, Herder Editorial S. L., Barcelona
ISBN: 978-84-254-2918-7
La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso
de los titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.
Imprenta: XXXXXXXX
Depósito legal: B - XXXX - 2012
Printed in Spain - Impreso en España
Herder
www.herdereditorial.com
Índice
Prefacio de Giorgio Nardone......................................
11
1.
El adolescente violento ......................................
13
Las teorías ................................................................
La adolescencia .........................................................
La familia .................................................................
Adaptar la solución al problema ...............................
16
19
23
28
Los escenarios de la violencia .............................
31
Agresividad y violencia .............................................
Se nace agresivo .....................................................
De la agresividad a la violencia ..............................
La violencia contra los otros .....................................
Violencia en la familia ...........................................
Pandillas y efecto banda .........................................
Abuso sexual ..........................................................
Acoso.....................................................................
Homicidio .............................................................
La violencia contra ellos mismos...............................
Autolesión .............................................................
Suicidio y parasuicidio ...........................................
31
31
33
34
34
39
42
43
46
47
47
52
Breve análisis de la terapia de la violencia .......
57
Jay Haley: violencia y poder .....................................
Salvador Minuchin: la terapia familiar estructural.....
Cloé Madanes: el eterno dilema
entre amor y violencia ..............................................
57
62
2.
3.
69
Terapia familiar breve y estratégica............................
Michael White y la terapia narrativa .........................
Kenneth Hardy: la violencia
como fenómeno sociocultural ...................................
Matthew Selekman: un enfoque de terapia
familiar centrada en las soluciones
aplicado a la violencia adolescente ............................
4.
La intervención breve estratégica
evolucionada en los adolescentes violentos ....
La intervención breve estratégica evolucionada
en la violencia contra los otros ..................................
Adolescente y familia ..............................................
Adolescente y contexto social ....................................
La intervención breve estratégica evolucionada
en la violencia contra uno mismo .............................
Hacerse daño para ahuyentar un dolor:
el efecto sedación ....................................................
Hacerse daño placenteramente:
el efecto placentero .................................................
La intervención breve estratégica evolucionada
en el intento de suicidio:
¿chantaje o acto definitivo? .......................................
La intervención breve estratégica evolucionada
en la violencia contra uno mismo como fruto
de una patología: un caso clínico ..............................
5.
La intervención estratégica
en el contexto público .........................................
Presentación y descripción del servicio......................
Especificidad de la intervención estratégica
en el contexto público ..............................................
Arraigo territorial y necesidad
de intervenciones multisistémicas.............................
El desafío de los usuarios multiculturales..................
72
76
79
84
89
91
91
97
104
104
108
112
123
149
149
151
151
154
Optimizar los recursos ............................................
Ejemplos de intervención
en adolescentes violentos ..........................................
Cuando el grupo te traiciona ..................................
La hija adoptiva rebelde .........................................
La enfermera herida...............................................
El cúter como amante secreto ..................................
160
161
165
168
172
Epílogo de Giorgio Nardone .......................................
179
Bibliografía ...................................................................
181
160
Prefacio
Violencia y adolescencia se asocian con mucha frecuencia, no solo por
una visión romántica del adolescente presa de impulsos irrefrenables,
sino también porque el adolescente ha de aprender a controlar sus
reacciones al mismo tiempo que se está formando una identidad
personal. Los cambios sociales y familiares de los últimos decenios
han ido alargando de forma progresiva el período de crecimiento
que llamamos adolescencia, de modo que no es casual observar un
incremento sustancial de actos violentos cometidos por muchachos
o por jóvenes adultos. En otras palabras, el joven adquiere el sentido
de responsabilidad individual a una edad cada vez más avanzada,
prolongando así la fase en la que todavía es incapaz de controlar
del todo sus impulsos y reacciones y ampliando sensiblemente la
posibilidad de conductas violentas.
De ahí la exigencia de tratar en una obra específica el tema de
la violencia en la adolescencia, un tema de fuerte relevancia social
y clínica, además de mediática. El fenómeno no puede ser tratado
partiendo simplemente de las características individuales, de la personalidad o de las características biológicas del adolescente, sino que
exige un estudio y un tratamiento que tengan en cuenta los aspectos
relacionales y también los efectos sugestivos de la comunicación de
masas, que da publicidad a las formas de violencia, amplificándolas y
difundiéndolas. En otras palabras, la intervención correctiva sobre un
adolescente violento no puede reducirse a una simple forma de terapia
psiquiátrica individual, sino que implica también la intervención de
factores que a menudo han merecido poca consideración y que son
poco conocidos por quienes se ocupan de los aspectos psicosociales
del problema. El objetivo de este libro es, por tanto, proponer un
tratamiento riguroso de las formas de violencia adolescente, contra
11
los otros y contra ellos mismos. Los autores presentarán un análisis
sistemático de las formas de tratamiento eficaz, desarrolladas a partir
de los años sesenta por autores que se han dedicado preferentemente
al tratamiento de este tipo de problemas individuales y sociales, al
que seguirá un estudio de las dos formas evolucionadas de intervención terapéutica desarrolladas respectivamente en Europa y Estados
Unidos. Se presentará, por último, una síntesis entre los dos enfoques
que han demostrado ser especialmente eficaces en el tratamiento de
la violencia contra los otros y contra sí mismos.
Aconsejo vivamente este libro a todos los profesionales —psicólogos, psicoterapeutas, psiquiatras, profesores, educadores— que
tienen que enfrentarse a diario con adolescentes y con sus posibles
manifestaciones violentas: en él hallarán no solo disquisiciones teóricas, sino también indicaciones precisas acerca de las estrategias
que hay que adoptar en las distintas formas de violencia lesiva y
autolesiva.
Giorgio Nardone
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1. El adolescente violento
Elena Boggiani
Entre los males del hombre de hoy destaca la sistemática elevación
de la violencia a la categoría de método privilegiado para la
solución de los problemas.
Giovanni Reale
«Pelea entre chicas acosadoras por una mirada. Expedición punitiva
a la salida del colegio, una chica de 14 años en el hospital»; «La emprende a golpes con la profesora pero el director le perdona: “No es
un acosador”»; «Niño de 11 años armado con un cuchillo amenaza
e insulta a un compañero musulmán»; «Suicidio de un adolescente:
un drama social»; «La banda de Ischia, los menores niegan»; «“Emo”,
el nuevo fenómeno adolescente».
Son solo unos pocos ejemplos de titulares aparecidos en los
periódicos italianos en 2009. Los protagonistas son adolescentes, a
veces verdugos y a veces víctimas de sus compañeros, hijos de padres
ausentes o demasiado presentes, impulsados por el aburrimiento o
por arranques de violencia.
Cuando se habla de violencia, el sentido común exige que se hable
de forma negativa, como algo aborrecible e improductivo tanto en su
función como en sus efectos para quien la ejerce y para quien la sufre.
La asonancia entre los dos términos —adolescencia y violencia— no se
reduce solo a su «musicalidad» formal o lingüística: más a menudo de
lo que desearíamos, adolescencia se convierte en sinónimo de violencia.
A comienzos del año 2009, las crónicas de sucesos italianas informan del caso de una chiquilla golpeada y humillada por dos com13
pañeras, al salir de la escuela, ante la mirada de la «banda»; enésimo
episodio de acoso escolar, en este caso en versión femenina. La víctima, alumna de un instituto, es agredida, al regresar de la escuela, ante
la puerta de su casa por una excompañera de clase, tal vez por haber
mostrado una inclinación excesiva por un chico. La chica arrastra a
su víctima hasta un callejón, la tira al suelo y la ataca con patadas y
bofetones. De nada sirven las peticiones de clemencia. A la primera
se le añade otra «acosadora» que empeora las cosas, mientras otros
filman el espectáculo. La intervención de los vecinos que acuden a
las llamadas de auxilio interrumpe la reyerta. Antes de retirarse, una
voz femenina advierte a gritos a la adolescente que pronto volverán
a verse las caras. Asisten a la pelea al menos unos diez estudiantes
que en ningún momento intervienen. Casi todos ríen y se burlan
de la víctima. La muchacha es conducida al servicio de urgencias y
el parte médico habla de cinco días de convalecencia.
Frente a hechos de este tipo y otros más asombrosos aún, normalmente uno se pregunta qué es lo que puede empujar a un joven,
casi un niño, a actuar de este modo. La reacción que se produce
automáticamente es de condena al adolescente, a la familia y al contexto social.
Sin embargo, sabemos muy bien que criminalizar resulta muy
poco útil si lo que pretendemos es comprender correctamente el
fenómeno, del mismo modo que es evidente que el adolescente,
al ser mucho más fácilmente influenciable que un adulto, puede
convertirse en un delincuente o en un buen chico según como haya
sido la atención prestada a su desarrollo. En consecuencia, creemos
que saber cómo un muchacho puede transformarse en un criminal
es mucho más útil, no solo con una finalidad de recuperación y de
cura, sino sobre todo de prevención.
En efecto, aunque es indiscutible que la violencia es siempre
y en cualquier caso negativa en sus efectos, en sus propósitos y en
su funcionamiento, la mayoría de las veces desempeña una función
útil para quien la ejerce, tanto si la dirige contra los otros como si la
dirige contra sí mismo.
Estamos pensando en el acosador, que se muestra violento con
los otros para lograr ser confirmado socialmente como líder del grupo
14
de sus compañeros, y muchas veces para superar otras dificultades.
Pensamos en el adolescente violento con sus padres o con la familia
en general, hecho bastante común en la realidad de muchos países,
donde los padres son rehenes de la violencia de los hijos, la cual casi
siempre es la solución intentada que se adopta para resolver la propia
incapacidad de ser reconocidos en el mundo exterior. O bien cuando
la violencia se dirige contra ellos mismos, en forma de autolesión o de
rituales compulsivos con fines sedantes o placenteros. Por último, no
son raros los casos en que la violencia se convierte en una afrenta a la
integridad y a la intimidad de los otros, como le ocurrió a una chica
del norte de Italia, fotografiada semidesnuda por los compañeros de
clase y chantajeada luego con la amenaza de publicar las fotos si no
accedía a satisfacer sus deseos sexuales, y por si no bastara con eso,
forzada durante varios meses.
Identificar la función que el acto violento desempeña para quien
lo practica es, pues, la clave de la solución del problema. Si no se
adopta esta perspectiva resulta difícil entender el funcionamiento
del problema, resolverlo y prevenirlo.
En las páginas que siguen analizaremos las distintas teorías que
se han ocupado de la violencia adolescente, trataremos de definir
qué es la adolescencia desde el punto de vista evolutivo y social, y
procuraremos describir los distintos contextos en los que vive y crece
el niño que se convierte en adolescente. Se analizarán también las
aportaciones procedentes del panorama internacional de las terapias breves y sistémicas. En la segunda parte nos ocuparemos de la
intervención, es decir, de cómo resolver situaciones aparentemente
imposibles de manera eficaz y eficiente, mediante la aplicación de
un modelo flexible y construido ad hoc para el tratamiento de los
problemas que aparecen con más frecuencia en esta edad. Se ofrecerán al lector ejemplos de intervenciones muy concretas, en las que
se han aplicado las técnicas del modelo de terapia breve estratégica
evolucionada, elaborado por Giorgio Nardone y sus colaboradores.
Tras más de quince años de investigación-intervención y partiendo de
un modelo construido sobre la base de las soluciones que funcionan
en la adolescencia y en los episodios de violencia vinculados a ella,
Nardone y sus colegas han identificado las redundancias que con
15
más frecuencia hacen posible que un niño se convierta, primero, en
un adolescente y, luego, en un adulto violento consigo mismo y con
los demás. Tras aplicar el modelo en miles de casos se han podido
distinguir no solo algunos instrumentos cognoscitivos de la violencia
adolescente, sino sobre todo operativos: a veces parecerán extravagantes y sorprendentes por ser contraintuitivos, pero demuestran
cómo un esfuerzo aparentemente pequeño permite obtener grandes
resultados en cuanto a prevención e intervención.
Las teorías
Son muchas las teorías que han propuesto una explicación de las
dificultades que surgen hoy en día en la adolescencia. Trataremos
de examinar los aspectos básicos de las teorías más conocidas, a fin de
que el lector pueda adoptar una mirada crítica frente a los distintos
enfoques disponibles. De vez en cuando ofreceremos material para
la reflexión. Lo que proponemos es un breve resumen de los principales modelos que se basan en una lógica lineal de causa-efecto y
en una teoría de la que hipotéticamente deberían derivar hechos o
resultados; como escribía Hegel, «si los hechos no concuerdan con la
teoría, peor para los hechos». Anticipamos, sin embargo, que desde
nuestro punto de vista «la búsqueda de explicaciones causales tiene
poco que ver con el desarrollo de las soluciones» (Nardone, 2008),
y por tanto sostenemos que, si bien es cierto que la práctica sin la
teoría sería incompleta y no repetible, es más fundado aún sostener
que la teoría sin la práctica no podría existir. En efecto, solo después
de haber modificado el funcionamiento de un equilibrio disfuncional
podremos conocer realmente el funcionamiento mismo del sistema
y proponer, tal vez, una fórmula teórica pertinente. Se trata de la
investigación empírica o, utilizando una expresión de Kurt Lewin,
de la investigación-intervención.
La perspectiva biológica asocia las anomalías del comportamiento
a un trastorno orgánico y genético. La idea de que los comportamientos violentos están determinados biológicamente incide significativamente en la posibilidad de intervención por parte del especialista y
16
por tanto en la conveniencia de definir si un caso puede solucionarse
o no. En el momento mismo en que se afirma que ciertas tendencias
conductuales están inscritas en el patrimonio genético individual se
está pronunciando una condena sin apelación posible. Se considera
que la persona está enferma desde un punto de vista orgánico y que
por tanto únicamente es susceptible de ser tratada con fármacos y no
de una manera definitiva; la responsabilidad de las propias acciones es
delegada al hipotético gen disfuncional, y el «tampón farmacológico»
es un medio de tener controlado a quien no puede actuar de otra
manera debido a una disfunción inscrita en el adn.
Los fármacos, además, pueden presentar efectos secundarios
peligrosos (Haley, 1984; Nardone, 1994); el paciente difícilmente
sigue las instrucciones al pie de la letra y padece la acción inhibidora, sedante o excitante, de los fármacos. En otras palabras, ya no es
totalmente él mismo ni es responsable de sus actos.
La perspectiva psicopatológica se interesa por la personalidad.
Mediante mediciones estadísticas efectuadas con los oportunos instrumentos de investigación, se emiten diagnósticos que diferencian
a las personas según el criterio de la normalidad o de la patología.
Desde un punto de vista psiquiátrico, a los adolescentes que actúan
de forma violenta o autolesiva se les diagnostica un trastorno de
personalidad antisocial, paranoide y, sobre todo, borderline (dsmiv-tr, 2002). Los comportamientos violentos se explican, por tanto, mediante una etiqueta diagnóstica, de modo que el motivo de
muchos actos impulsivos se atribuye a menudo al estadio en que se
halla la enfermedad de quien los comete. Aunque esta explicación
en cierto modo puede ser tranquilizadora para la familia o para la
sociedad, que se sienten así eximidos de responsabilidad frente a
quien ha actuado porque es incapaz de entender y de querer, creemos
no obstante que puede llegar a ser peligrosa. En efecto, puesto que
se ha identificado a priori la causa de posibles actos violentos, ya no
habrá ninguna necesidad de interrogarse sobre el funcionamiento
del problema y sobre las posibles formas de resolverlo; por esta razón
muchos casos de este tipo se definen como imposibles. Además, por
si fuera poco, la etiqueta es tan poderosa que muchas conductas
normales se ignoran o se interpretan de manera que correspondan a
17
la realidad supuesta (Watzlawick, 2009); cambia la vida de las personas y también la idea que los demás se forman de ella (Sirigatti,
Stefanile, Nardone, 2011).
Si pasamos a la psicoterapia, el enfoque psicoanalítico más tradicional atribuye los orígenes de la violencia adolescente a los conflictos
inconscientes del sujeto. Esta es la edad en que hay que enfrentarse a
los sentimientos de culpabilidad derivados del conflicto entre el deseo
de expresar los crecientes impulsos sexuales y agresivos y la amenaza de
castración. Se trata de una fase muy delicada y difícil de afrontar que
puede alimentar un sentimiento de rabia que culmina con la muerte
simbólica del padre, el llamado conflicto edípico: «Asustado por sus
propios impulsos, aterrorizado por la amenaza de castración en caso
de entregarse a sus fantasías sexuales y agresivas»; «Si el intento de
obtener mayor libertad de movimientos no conseguía dar los frutos
esperados comenzaba la época de la rabia en el cuerpo, de la muerte
simbólica del padre» (Pietropolli Charmet, 2008).
Actualmente esta visión ha sido superada y sustituida por la
reciente teoría de que hoy «los adolescentes ya no querrán matar
simbólicamente al padre y su ley, porque ya no tienen un motivo
para hacerlo». No por casualidad «los nuevos adolescentes surgen de
un sistema educativo que de ningún modo tiene el objetivo de hacer
que se sientan culpables por sus deseos o necesidades. Al contrario,
su educación infantil ha tenido por objetivo hacerles creer que lo
correcto y adecuado es ser ellos mismos» (Pietropolli Charmet, 2008).
Charmet llama Narciso al adolescente moderno, cuya misión es descubrir y aumentar su inspiración personal y exhibición social, y que
puede tornarse violento cuando esta no es debidamente reconocida y
reflejada por el mundo exterior. Si se siente humillado en este aspecto, planea vengarse y a veces muestra un comportamiento violento
que lo rehabilitará. Aunque esta explicación puede ser parcialmente
correcta, dada la innegable existencia de narcisos modernos, solo explica una parte del fenómeno de la violencia adolescente, esto es, la
de los hijos que han recibido de los padres tanto amor y protección
que se han hecho ilusiones respecto a sus cualidades.
Los enfoques cognitivo y conductual consideran que las problemáticas de una persona son consecuencia de aprendizajes disfun18
cionales. Se alude al concepto de modelado, formulado por Bandura
(1977), para explicar el proceso que permite aprender observando el
comportamiento de otros, llamados modelos. También en este caso
se reconoce la importancia del aprendizaje, pero no se encuentran
explicaciones exhaustivas para todos aquellos casos en que el adolescente que actúa con violencia crece y se relaciona con modelos
no violentos.
La adolescencia
El término «adolescencia» se refiere por lo general al «período de la
vida, comprendido entre la infancia y la edad adulta, durante el que
se produce en la persona una serie de cambios radicales que afectan
al cuerpo, a la mente y a la conducta» (Palmonari, 2003).
Estas transformaciones no son lineales, sino que presentan algunos aspectos controvertidos.
Pensemos en su duración: la pubertad, que coincide con la
madurez biológica, marca el inicio de la adolescencia, sin embargo,
los correspondientes cambios físicos empiezan a producirse en un
abanico de edades más amplio, que va de los 9-10 años a los 13-14,
y por este motivo no puede establecerse con precisión la edad del
inicio de la adolescencia (Palmonari, 2003). Los límites son más
imprecisos aún al final de la adolescencia. Los criterios que se utilizan para establecer su término están vinculados a la aparición de la
autonomía y de la responsabilidad con que la persona se relaciona
con su realidad (Palmonari, 2003), una etapa que el bienestar posmoderno ha contribuido a postergar, con la consiguiente prolongación
en el tiempo de la que muchos definen como «fase de transición».
En Occidente, concretamente, los jóvenes prolongan el tiempo de
permanencia en el contexto familiar, alargando y ralentizando el
proceso de entrada en la edad adulta, por lo que se habla de una
adolescencia retardada. «Los estudiosos coinciden en la conveniencia de definir como juventud la fase de la vida que se halla entre la
adolescencia y la edad adulta propiamente dicha» (Palmonari, 2003),
de modo que resulta muy frecuente encontrar, en varios países, a
19
jóvenes de más de 30 años con problemáticas adolescentes (Nardone,
Giannotti, Rocchi, 2003).
Kurt Lewin, uno de los padres fundadores de la psicología
social, define la adolescencia como un «período de transición entre la infancia y la edad adulta, que se articula en un período de
tiempo que dura varios años. No puede considerarse, por tanto,
un hecho imprevisto, que tiene efectos totalmente positivos o totalmente negativos» (Palmonari, 2003). Algunos de los trastornos
que aparecen en este período pueden tener una solución constructiva, mientras que otros pueden mantenerse, con las consiguientes
consecuencias en el bienestar intrapsíquico, interpersonal y social
(Palmonari, 2003).
La medicina oficial, la psiquiatría y las distintas escuelas de psicología han distinguido algunos factores propios del sujeto que hacen
que esta edad resulte difícil y atormentada.
Son evidentes los cambios corporales relacionados con la maduración sexual: el adolescente abandona el cuerpo infantil y adquiere
uno adulto. La fase en la que aparecen los caracteres sexuales secundarios y se alcanza la madurez reproductiva se denomina pubertad.
Algunos chicos se sienten impotentes y sorprendidos ante la transformación de su cuerpo, sobre todo cuando la pubertad se presenta
de forma súbita, como en el caso de los varones. En ocasiones esa
dificultad de aceptación alcanza niveles extremos y evoluciona hacia formas de trastorno psicológico como las dismorfofobias o los
trastornos alimentarios.
La esfera de la sexualidad está estrechamente vinculada a las
transformaciones del cuerpo; además de la curiosidad que empuja a
explorar el propio cuerpo a través de la masturbación, nace el deseo de
conocer más de cerca la otra mitad del cielo, esto es, el sexo opuesto.
Las primeras experiencias en la mayoría de los casos están dictadas por
el deseo de ponerse a prueba respecto a la propia capacidad sexual,
o de ahuyentar el posible temor a la homosexualidad que nace a
menudo en el seno de los grupos de adolescentes del mismo sexo.
En los países económicamente más desarrollados, la difusión de los
métodos anticonceptivos y la actitud liberal respecto a la sexualidad
ha desembocado en una evidente precocidad de las relaciones sexuales
20
entre adolescentes, que en Italia se inician por término medio en
torno a los 15-16 años, con una precocidad mayor en el caso de los
chicos (Palmonari, 2003).
Además, en esta fase de la vida es innegable la necesidad cada vez
mayor de sociabilización con los coetáneos, que hoy en día se lleva a
cabo tanto a través del contacto real como del virtual, o bien a través
de la red. El amigo íntimo se convierte en un punto de referencia
importante, alguien de quien se puede uno fiar y al que se pueden
confiar los secretos. También el grupo adquiere una mayor relevancia,
convirtiéndose en el lugar donde ponerse a prueba, compararse y
construir una nueva identidad. El adolescente abandona lentamente
el concepto de sí mismo construido sobre la opinión de los padres
para sustituirlo por una consideración derivada de los juicios de sus
compañeros, que es posible gracias a los cambios que se producen en
el plano cognitivo. En efecto, aparece la capacidad del razonamiento
abstracto y, por tanto, la capacidad de valorar diferentes hipótesis y las
consecuencias de las propias decisiones. El pensamiento hipotéticodeductivo permite al adolescente reflexionar cada vez con mayor
profundidad sobre sí mismo, sobre sus orígenes y sobre la diferencia
entre él y los otros (Palmonari, 2003). La capacidad de pensamiento
abstracto permite también al joven desarrollar los primeros proyectos de futuro y tomar las primeras decisiones importantes, como la
elección de colegio o del trabajo.
Hasta aquí se trata de aspectos comunes a todos los adolescentes,
aunque con las diferencias relacionadas con la cultura, la clase social
y la raza. Pensemos en las diferencias entre países como Italia, España
o América Latina y los países anglosajones como Inglaterra o América
del Norte. El adolescente latino tiende a no abandonar a sus padres
antes de la edad adulta debido a la gran importancia que asume la
familia. En ese contexto, el juicio de los padres tiene gran influencia
en la imagen que el muchacho se construye de sí mismo. En los países
anglosajones, por el contrario, es bastante frecuente ingresar en el
college para estudiar ya desde el comienzo de la adolescencia, y por
ese motivo el juicio de los compañeros adquiere una importancia
mayor que el de los propios padres.
21
Naturalmente, también en el seno de una misma cultura o de
un mismo país pueden observarse diferencias significativas si comparamos, por ejemplo en Italia, las costumbres del norte con las
del sur: por lo general en el norte los chicos crecen en un ambiente
individualista y cada vez son más numerosas las familias que tienen
un único hijo. El grupo de los compañeros sin duda es importante,
pero a menudo solo se frecuenta durante las actividades programadas, como las escolares, deportivas o recreativas (organizaciones de
scouts, gimnasios, campamentos de verano, centros juveniles, etcétera). Los adolescentes del sur, por el contrario, están mucho más
acostumbrados a relacionarse y a tratar con compañeros por una
especie de costumbre social que favorece la convivencia y las familias
numerosas.
Una cosa que no hay que ignorar es el efecto que el creciente
fenómeno de la inmigración ejerce sobre los adolescentes. En los
últimos años ha aumentado notablemente el número de inmigrantes, tanto de primera como de segunda generación. A un muchacho
extranjero, o hijo de padres extranjeros, le resulta más difícil llevar
a cabo la construcción de la propia identidad, esa tarea evolutiva
típica del adolescente, porque tiene que tomar como referencia la
cultura de origen y la adquirida. De modo que son frecuentes los
casos de trastornos y dificultades vinculados a la sensación de sentirse
«diferentes» y, por tanto, marginados.
Finalmente, la diferencia en las posibilidades de acceso a los
bienes materiales debido a la pertenencia a clases sociales distintas
suscita a menudo un sentimiento de inferioridad en los adolescentes
menos acomodados. La imagen y la apariencia representan a esta
edad un símbolo de estatus: la capacidad de disponer de objetos
materiales se relaciona con la seguridad en sí mismos. No parece
excesivo afirmar que algunos muchachos harían cualquier cosa por
conseguir el último modelo de teléfono móvil, los vaqueros de marca
o el nuevo modelo de ciclomotor.
Si por una parte existen características que son comunes a todos
los adolescentes, por la otra es evidente que se pueden observar los
mismos factores en relación con la realidad social, cultural y étnica
22
de referencia. Como es obvio, cada individuo se define en un contexto relacional y ambiental específico. El primer y más decisivo
contexto evolutivo y educativo es la familia. Como afirmaba el abad
de Condillac: «El hombre es el fruto de su educación».
La familia
Según la Declaración Universal de los Derechos Humanos proclamada en 1948 en la Asamblea General de las Naciones Unidas, la
familia es «el elemento natural y fundamental de la sociedad». Se
trata de un sistema de relaciones sobre todo afectivas, en el que el
ser humano permanece largo tiempo y que acompaña al individuo
en sus fases evolutivas fundamentales, el ambiente social en el que
las mentes adultas —padres o tutores— interactúan con individuos
que se están formando, o sea, los hijos. Todo sistema familiar tiende
a crear relaciones permanentes, a comportarse de manera organizada
y repetitiva, dando vida a modelos específicos de familia (Nardone,
Giannotti, Rocchi, 2003).
La descripción de los tipos de familias en relación con los distintos estilos educativos ha sido objeto de numerosos estudios. Concretamente, la psicóloga social norteamericana Diana Baumrind describe las dos dimensiones fundamentales de cualquier estilo parental:
aceptación y control (Palmonari, 2003).
La primera consiste en la aceptación del hijo por lo que es y en la
valoración de sus cualidades; la segunda se manifiesta en una mayor
directividad en la orientación del hijo a través de la indicación de
los ritmos de vida (Palmonari, 2003).
A partir de esta premisa, se consideran familias con autoridad las
que obtienen puntuaciones altas tanto en los aspectos de aceptación
como en los de control, son familias autoritarias aquellas en las que
los padres presentan un elevado nivel de control acompañado de
una escasa aceptación, y son permisivas las que ofrecen un nivel de
aceptación alto con un mínimo control.
Según Baumrind, los hijos de padres permisivos pueden tener
dificultades en su evolución. Los padres de este tipo satisfacen indis23
criminadamente los deseos de sus hijos, no pretenden que se comporten de manera correcta y que asuman las propias responsabilidades,
les dejan libertad absoluta de elección y expresan su desacuerdo a
través de la explicación y no mediante el ejercicio del poder del que
deberían disponer (Palmonari, 2003).
Por el contrario, el estilo definido como de autoridad es el que
facilita mejor la inserción del joven en el contexto social porque lo
convierte en una persona segura, satisfecha de sí misma y capaz de
autocontrol.
Los padres desempeñan una función de guía y de sostén en la
educación de los hijos, se muestran sensibles a sus necesidades pero al
mismo tiempo estimulan su crecimiento a través de exigencias apropiadas y razonables en relación con sus capacidades (Palmonari, 2003).
En Italia, la investigación-intervención llevada a cabo por Giorgio Nardone y sus colaboradores ha permitido distinguir seis modelos
de grupos familiares, explicados extensamente en Modelos de familia
(Nardone, Giannotti, Rocchi, 2003).
Modelo hiperprotector
Los adultos asumen la misión de hacer la vida de sus hijos lo menos
complicada posible, de modo que llegan incluso a hacer las cosas
en su lugar. Las palabras clave son «acogida», «protección», «amor»,
y el posible control está orientado a prevenir o anticipar posibles
dificultades. El lema es: «Dinos lo que necesitas que nosotros te lo
procuraremos». Aunque aparentemente suena como un mensaje de
amor, esconde una descalificación sutil, es decir: «Lo hago todo por
ti porque tú solo no lo conseguirías». Y esto, a veces, se convierte en
profecía que se autorrealiza.
Modelo democrático-permisivo
En este caso domina la ausencia de jerarquías, la familia se caracteriza
por el diálogo y la igualdad de todos sus miembros. Padres e hijos son
amigos. Los fines que hay que perseguir son la armonía y la ausencia
de conflicto, el bien supremo es la paz. Las reglas se acuerdan entre
padres e hijos y pueden ser negociadas; no se imponen castigos, sino
que se intenta razonar conjuntamente sobre la actitud que hay que
24
adoptar. En estas familias el progenitor no representa el papel de guía,
de soporte estable y seguridad, sino que se convierte en un amigo al
que el hijo, por lo general, no se dirige en los momentos de crisis.
Modelo sacrificante
Los padres creen que tienen el deber de sacrificarse para promover el
placer y la satisfacción de los hijos, que quedan libres de cualquier
obligación. Los padres dan sin que a los hijos se les exija nada, con
la esperanza no declarada de que algún día los recompensarán, ya
sea alcanzando el éxito en la vida, o bien consiguiendo todo aquello que ellos no lograron conquistar. Para garantizar a los hijos un
nivel de vida elevado, a menudo los padres realizan sacrificios y
renuncias.
Modelo intermitente
Se caracteriza por una fuerte ambivalencia: las posturas adoptadas por
los miembros de la familia cambian continuamente, especialmente
en el caso de los padres. Se alternan, sin previsión alguna, rigidez y
flexibilidad, posturas que revalorizan o descalifican a los hijos, que a
su vez envían mensajes inevitablemente contradictorios. La constante
es, pues, el continuo cambio ante la ausencia de puntos de referencia
y de bases seguras. Todos los miembros de la familia manifiestan una
clara incapacidad no solo para tomar decisiones o descubrir las estrategias más adecuadas para la resolución de problemas o conflictos,
sino también para mantenerlas.
Modelo delegante
Este modelo, típico de familias recién formadas que se incorporan
a una familia extensa y ya estructurada, crea una dinámica de competición entre las distintas generaciones que se ocupan de los niños,
los cuales aprenden a identificar las estrategias más favorables para
obtener lo que desean. Las reglas se discuten con modalidades diferentes debido al exceso de figuras de referencia. Los padres ya no
son puntos de referencia autorizados; los abuelos son intermediarios
eficaces para conseguir lo que interesa, pero en los momentos difíciles
no representan una guía, la cual en realidad no existe.
25
Modelo autoritario
Uno de los padres o ambos, aunque con mayor frecuencia el padre,
intentan ejercer el poder sobre los hijos. La vida en familia está
marcada por el sentido de la disciplina y del deber, así como por el
control de las propias necesidades o deseos, y los hijos tienen poca
voz. La atmósfera familiar es por lo general más bien tensa; el padre
es dominante y los otros son sus súbditos; la madre a menudo ejerce
de mediadora en caso de posturas divergentes.
Estos modelos constituyen puntos de referencia importantes, útiles
para distinguir algunas posibles formas de relación familiar. Sin embargo, nos parece esencial subrayar que no es posible determinar una
estructura que garantice completamente el buen funcionamiento de
la familia. Pero, si bien es cierto que «la vida consiste en jugar a un
juego cuyo objetivo es descubrir las reglas, las cuales están siempre
cambiando y nunca se pueden descubrir definitivamente» (Bateson,
1985), también está demostrado que cada uno de los modelos familiares descritos puede ser funcional pero también convertirse en
patógeno si se torna rígido. La pérdida de flexibilidad es, en cualquier
caso, una condición dañina. La situación se agrava cuando el niño
entra en la turbulenta edad de la adolescencia, en la que las dinámicas
de relación con los padres se modifican y, a menudo, se produce una
escalada de las circunstancias que conduce a la rigidez del sistema.
El punto fundamental es que no existen modalidades educativas que
sean en sí mismas sanas o patológicas, sino modalidades interactivas
que, en caso de rigidez, se vuelven más frágiles y potencialmente
problemáticas.
Actualmente la mayoría de las familias latinas recurre a un estilo
hiperprotector o democrático-permisivo (Sanmartín, 2008; Nardone,
Giannotti, Rocchi, 2003): se ha pasado de una actitud punitiva y de
escasa tolerancia a un intento de salvaguardar y cultivar la creatividad
del niño. No siempre esta actitud coincide con lo que contribuye
a estructurar un adulto con un equilibrio funcional. El paso de la
excesiva rigidez a la hiperprotección ha propiciado el florecimiento
de una serie de ideas pedagógicas que, llevadas al extremo, en algunos
casos han resultado ser más perjudiciales que constructivas. La teoría
26
más asombrosa afirma que reglas, castigos y recompensas podrían
provocar estrés, primero en el niño y luego en el adolescente. Esta
perspectiva olvida que es precisamente a través de la superación de
los obstáculos que de vez en cuando impiden la consecución de los
objetivos como el niño adquiere confianza en sus propios recursos
y alcanza, por tanto, el equilibrio psicológico. Piaget comprobó en
sus investigaciones cómo primero el niño y después el adolescente
aprenden a conocer el mundo y sus propias capacidades a través de
los actos y de sus consecuencias. A menudo la tendencia de los padres
a sustituir a los hijos y a asegurarles su amor y protección incondicionales es fuente de muchos problemas, tanto clínicos como sociales,
del adolescente moderno, que en algunos casos, como veremos, puede
expresarse a través de actos violentos.
Añadamos que los modelos familiares se distribuyen de forma
distinta según el origen cultural, social y étnico.
En Italia se observan diferencias significativas entre norte y sur:
en el sur el modelo delegante parece dominar sobre el hiperprotector,
más difundido en las ciudades del norte. La familia extensa es típica
de las familias del sur, por lo general muy numerosas y en las que es
frecuente compartir la casa con la familia de origen, de modo que
los abuelos asumen una función de extraordinaria importancia en
la educación de los hijos.
El modelo autoritario es más frecuente en las familias de inmigrantes, en las que las creencias religiosas influyen poderosamente
en la educación de los hijos. En estos casos la disciplina es férrea, las
reglas son muy rígidas y no cabe la libre expresión personal. El padre
recurre a menudo a la violencia, sobre todo frente a los hijos que
se rebelan ante sus imposiciones, ya que consideran que sus valores
son absolutos e incontestables.
Por supuesto esta contextualización de los distintos modelos
familiares —ciertamente no exhaustiva, aunque esperamos que sirva
como un estímulo más para la reflexión— es fundamental para evitar
generalizaciones inútiles frente a la complejidad y la multiplicidad de
casos concretos. En otras palabras, los modelos son puntos de referencia útiles que hay que adaptar a cada familia y a cada adolescente.
27
Adaptar la solución al problema
Es imposible reducir la complejidad de la sociedad moderna a una
única teoría de referencia. Si fuera posible sería sin duda más tranquilizador, ya que muchos se harían la ilusión de haber encontrado una
explicación y una solución unívoca a los enigmas que caracterizan a la
adolescencia. Sin embargo, se correría el riesgo de adaptar la realidad
de los hechos a la teoría en la que se cree, independientemente de
su eficacia operativa.
¿Cómo hay que actuar, por tanto, en un contexto tan variado y
en continua evolución? ¿Cómo comportarse desde una perspectiva
no solo de intervención sino, sobre todo, de prevención?
Consideremos el caso de una niña de 14 años que empieza a
actuar de un modo hasta entonces inimaginable, como encerrarse en
la habitación o llorar sin motivo aparente, decir mentiras con gran
ingenuidad, no confiar ya en los padres, o incluso recibir llamadas
telefónicas sospechosas de parte de personas de las que no quiere
hablar. Podríamos seguir hasta el infinito. Esas nuevas modalidades
de comportamiento son, por un lado, desconocidas para el progenitor
en cuanto tal, pero conocidas por experiencia personal como exadolescente. A la luz de sus propias vivencias, atribuidas indebidamente
a la niña, acaban asumiendo una importancia exagerada. Los temas
de conversación entre los padres y con los padres de las compañeras
convergen siempre en la adolescente. La sensación de alarma hace
que se planteen dudas respecto a la adecuación del propio proceso
de desarrollo o respecto a la adaptación del propio comportamiento
al contexto social o ético de referencia y, tras una primera fase de
desconcierto, comienzan las investigaciones y los consejos. No faltan
interpretaciones como: «Creo que deberías estar más segura de ti
misma», o bien: «No te gustas lo suficiente», o incluso: «Si te pasa
algo, díselo a mamá». Si es que no lo ha hecho todavía, la muchacha
acaba convenciéndose de que realmente le pasa algo. A partir de este
punto pueden aparecer, según los casos, rebeliones, silencios más
cerrados aún y dudas respecto a la propia sensación de adaptación;
lo que en un principio no eran más que simples reacciones a una fase
especial de la vida se convierten en barreras más insuperables todavía
28
para los padres, que insisten, cada vez más enérgicamente, en sus
intentos fallidos de solución a un problema que ellos mismos han
creado. La adolescente, por su parte, se defiende de esas presiones,
alimentándolas más, y el problema acaba siendo real. Cada miembro
de la familia percibe la situación desde su propia perspectiva rígida y
disfuncional, perdiendo de vista cómo empezó todo. Con palabras
de Epicuro: «El miedo a un mal nos conduce a un mal peor» (2007).
Algunas veces se trata de violencia propiamente.
Este no es más que uno de los muchos ejemplos que podríamos
aportar acerca de cómo a partir de una mínima señal interpretada
como indicio de trastorno puede surgir una auténtica realidad problemática. Si optáramos por un determinado planteamiento teórico para
hallar una explicación al fenómeno podríamos, por ejemplo, buscar
en la figura de los padres eventuales episodios pasados de violencia
con el objetivo de reconducir los comportamientos inadecuados de
la hija a una causa orgánica; una condena por contumacia. Otra
posibilidad es optar por un manual de psiquiatría y buscar alguna
correspondencia con las reacciones del adolescente en cuestión; y
quien busca encuentra. Otra opción sería también buscar una explicación de los comportamientos indeseados en la falta de adecuación
de los padres desde el punto de vista afectivo o en su papel de modelo
eficaz. Lo único que se obtendría con esta actitud sería la aparición
de un sentimiento de culpabilidad en los padres imposible de expiar,
porque el pasado no se puede borrar ni tampoco cambiar.
Desde nuestro punto de vista, existe una respuesta distinta a
estas preguntas. Aunque se apoya en constructos teóricos muy potentes y lejanos en el tiempo, nuestra propuesta parte no solo de las
causas hipotéticas y no modificables, sino que se basa, en un proceso a la inversa, en «conocer un problema a través de su solución»
(Nardone 1992; Nardone, Fiorenza, 2004; Nardone, Salvini, 2006;
Nardone, Balbi, 2009; Balbi, Artini, 2011). Son las soluciones que
han funcionado las que nos proporcionan informaciones sobre cómo
se ha creado el problema y, gracias a estas informaciones, es posible
establecer qué habría que hacer o dejar de hacer para que un niño
no se convierta en un adolescente violento. Y esto por parte de los
padres, de los educadores y, en definitiva, de todo el sistema que gira
29
en torno al niño, incluido el terapeuta. Si adoptamos esta modalidad
como punto de partida, será posible no solo intervenir en el problema «adaptando las soluciones» al tipo de dificultad que se presenta
y no al revés, sino también disponer de un instrumento que pueda
ser aplicado, con las oportunas variaciones, a muchas situaciones,
tanto desde una perspectiva de prevención como de intervención y,
por qué no, de formación.
En las páginas que siguen presentaremos los enfoques que han demostrado ser eficaces y eficientes y algunos casos clínicos concretos.
Esperamos que esta obra constituya un punto de referencia importante tanto para los especialistas del sector como para los padres,
para los agentes educativos y para todo aquel que esté interesado
en descubrir cómo la adolescencia puede pasar de ser una edad violenta, difícil o frágil, a ser un período en el que se construyen o se
reorientan los recursos que permiten gestionar la propia realidad en
vez de sufrirla.
30
2. Los escenarios de la violencia
Michele Dolci, Giulia Rinaldi
La tendencia a la agresión es una disposición instintiva,
primordial e independiente en el hombre.
Sigmund Freud
Agresividad y violencia
Se nace agresivo
Uno nace agresivo y se vuelve violento. Los estudiosos distinguen
entre agresividad y violencia como fenómenos estrechamente relacionados, pero cualitativamente diferentes.
«Agresividad» deriva del latín agredior, que significa «movimiento
hacia adelante» lo que no necesariamente implica intención de causar
daño a algo o a alguien (Muratori, 2005). Es más, la persona necesita
ciertas dosis de agresividad para explorar el mundo y moverse en su
dirección (Fagiani, Ramaglia, 2006). Este significado evolutivo de
la agresividad ha sido enfatizado por la etología, que afirma que se
trata de un impulso indispensable para la conservación de la especie
(Lorenz, 1972; Eibl-Eibesfeldt, 1993). Como dice Sanmartín (2004),
«la agresividad es un instinto y, por tanto, un rasgo seleccionado por
la naturaleza en la medida en que aumenta la eficacia biológica del
que la muestra».
Siguiendo a los etólogos, que han identificado dos tipos de
agresividad en el comportamiento animal, también en el hombre
aparecen dos tipos de patrones agresivos: el predominantemente
31
impulsivo-reactivo-hostil-afectivo y el que es predominantemente
controlado-proactivo-instrumental-depredador (Reis, 1974).
El primero consiste en ataques impulsivos no planificados realizados en un estado de rabia explosiva e incontrolable, consecuencia de
provocaciones mínimas y sin un objetivo claro. El comportamiento
depredador implica, en cambio, una planificación minuciosa del
ataque agresivo y una actitud «más fría», con pleno control de los
movimientos (Fagiani, Ramaglia, 2006).
Veamos dos ejemplos: la agresividad reactiva lleva a un muchacho, en un momento de rabia pasajera, a dar un puñetazo contra
la puerta y hacerse daño. La agresividad depredadora, en cambio,
puede dar lugar a un episodio de prepotencia intencional con un
compañero de clase, comportamiento que exige un mayor control
de uno mismo y de la situación.
Es bien sabido que los comportamientos agresivos no especialmente clamorosos son frecuentes en la adolescencia. Por otra parte,
la adolescencia es una época de transición, de paso y de transgresión.
Y el oficio de los jóvenes es rechazar el mundo adulto con sus reglas,
educativas y sociales, para encontrar su propia identidad y reivindicar
su autonomía (Costantini, 2007). Si además tenemos en cuenta que
este paso delicado va acompañado de un aumento de la impulsividad
durante el desarrollo de la pubertad, no es difícil comprender que los
comportamientos inspirados más por el placer que por la razón sean
del todo naturales. Así, «naturalmente», se puede llegar a experiencias
transgresivas, a la superación de los límites preestablecidos: beber
ocasionalmente, tratar de no respetar los horarios de vuelta a casa,
enfrentarse a los padres. Por tanto, los comportamientos agresivos y
transgresivos, si son transitorios y carecen de consecuencias dañinas
para uno mismo y para los otros, no revelan necesariamente la existencia de un trastorno sino que forman parte de una clara exigencia
de desarrollo, alimentada por el impulso a crecer y a ponerse a prueba
(Maggiolini, 2002).
32
De la agresividad a la violencia
¿Cuándo la agresividad supera los límites normales de una sana acción proactiva y se convierte en comportamiento violento, con uno
mismo y con los demás?
Actualmente, en psicología se considera agresividad con valencia
negativa el «conjunto de actos deliberadamente lesivos en el plano
físico (golpear, herir) y psicológico (amenazar, insultar, burlarse)»
(Camaioni, 1993). Esta definición nos permite circunscribir el ámbito
a formas de agresividad «dañinas». Además, permite distinguir entre
agresividad directa (física y/o verbal, dirigida explícitamente a un
sujeto) e indirecta (que se manifiesta no mediante acciones físicas ni
tampoco necesariamente explícitas, sino a través de formas de exclusión), con lo que se atribuye la misma importancia a la agresividad
física que a la psicológica (Fagiani, Ramaglia, 2006).
No obstante, en algunos casos, la agresividad pierde su valor
evolutivo y se convierte en violencia, como afirma Sanmartín (2004):
«La violencia es precisamente esto: la agresividad fuera de control, una
pérdida de control que se traduce en una agresividad hipertrófica».
Existen numerosos estudios dedicados a identificar los factores
que contribuyen a transformar en violencia la agresividad «normal»
en la época evolutiva. ¿Naturaleza o cultura? ¿Genes o ambiente? ¿O
una interrelación entre variables constitucionales y ambientales?
No es este el lugar para abordar el tema de la determinación
y de las raíces de la violencia, por lo que remitimos al lector a la
abundante literatura existente.
Nos centraremos más bien en aquellos comportamientos en los
que la agresividad incontrolada adopta formas peligrosas para uno
mismo y para los demás.
Por tanto, es violencia todo lo que «implica una acción voluntaria
e intencional (o una no-acción intencional) que genera un daño o una
lesión deliberados» (Hardy, Laszloffy, 2005). Utilizar esta definición,
deliberadamente amplia, nos permite ir más allá de los tradicionales
ejemplos de violencia que se refieren a actos físicos de una persona
hacia otra. En efecto, tal como afirman Hardy y Laszloffy (2005),
entre otros, consideramos que la violencia incluye también actos
33
autolesivos deliberados. Creemos por tanto que el suicidio es un acto
de violencia igual que el homicidio. Por ejemplo, Alderman (1997)
acuñó el término de «violencia autoinfligida» para describir las situaciones en que las personas se causan daños y heridas sin ninguna
intención suicida evidente. Por ejemplo, personas que se queman,
se cortan o se mutilan de distintas formas.
Consideramos además que la violencia incluye todos aquellos
actos que implican una forma de dominación y prepotencia, ejercida
tanto en las relaciones sociales (por ejemplo, el acoso) como en la
familia (por ejemplo, el adolescente que tiene a sus padres como
rehenes).
En resumen, en los adolescentes el comportamiento agresivo no
indica por sí mismo una situación de trastorno, ni es necesariamente
precursor de una conducta violenta o antisocial. Se trata de una
exigencia de desarrollo. Cuando la agresividad pierde su significado
evolutivo y se escapa al control, se vuelve peligrosa para uno mismo
y para los demás. En una palabra, se convierte en violencia.
La violencia contra los otros
Violencia en la familia
El afecto familiar es ocasionalmente hermoso. Lo que ocurre es que
la gente está demasiado acostumbrada a aceptar como verdadero
el hecho de que siempre sea así.
Ezra Pound
«Violencia» y «familia» pueden parecer dos términos incompatibles
entre sí. Y sin embargo, la familia es a veces el lugar más peligroso
para sus miembros. Muchos estudios revelan que un elevado porcentaje de crímenes brutales se produce dentro de los muros domésticos. Por ejemplo, sabemos por un informe eures-ansa de 2005
que en Italia uno de cada cinco homicidios se produce en la familia.
¿Cómo es posible que uno de los lugares potencialmente más seguros pueda convertirse en uno de los potencialmente más peligrosos?
34
Parafraseando a Cloé Madanes (1993), donde hay más amor puede
haber más violencia. En efecto, la familia es un sistema complejo
basado en profundos vínculos afectivos. Precisamente esta cercanía
afectiva puede transformar a veces emociones muy positivas, como
el respeto y el amor, en emociones muy destructivas, como el odio,
la rabia y el dolor. Y de estas emociones puede surgir el comportamiento violento.
Según la Organización Mundial para la Salud, la violencia doméstica es un fenómeno muy extendido que abarca cualquier forma de abuso psicológico, físico o sexual, y las distintas formas de
conducta coercitiva ejercidas para controlar emocionalmente a un
miembro del núcleo familiar. De las estadísticas que aparecen en la
página web de los carabinieri (www.carabinieri.it), se desprende que
«el fenómeno de la violencia doméstica está extendido en todos los
países y en todas las franjas sociales; los agresores pertenecen a todas
las clases y a todos los estamentos económicos, sin distinción de edad,
raza o etnia». Las víctimas son hombres, mujeres y niños, que muchas
veces no denuncian el hecho por miedo o por vergüenza. Además,
en contra de lo que suele creerse, la violencia no está estrechamente
ligada a patologías o al consumo habitual de drogas. Los datos nos
confirman que entre los casos investigados por los carabinieri, solo
el 10  de los maltratadores presentaba trastornos psicopatológicos
y consumía habitualmente sustancias tóxicas.
Como se ve, la violencia en la familia adopta las formas más
variadas, aunque nosotros nos centraremos en los comportamientos
violentos de los adolescentes con los otros miembros de la familia.
Puesto que la violencia, como cualquier otro problema, desempeña un papel y una función en el seno de un sistema familiar
(Madanes, 1993), para entender e intervenir eficazmente en este fenómeno es preciso encuadrarlo dentro de una estructura recurrente
de organización de las relaciones entre padres e hijos adolescentes
(Nardone, Giannotti, Rocchi, 2003). Sintonizarse con el modelo
dominante de familia de un adolescente violento permite encontrar la palanca más eficaz para iniciar el proceso de cambio. En el
capítulo anterior hemos descrito los distintos modelos de familia
identificados por la investigación-intervención llevada a cabo en el
35
Centro di Terapia Strategica de Arezzo. Pretendemos ahora exponer
cuál es su papel en el desarrollo de los comportamientos violentos
en el adolescente.
En Italia la violencia adolescente afecta mayormente a las familias
llamadas hiperprotectoras (Nardone, Giannotti, Rocchi, 2003). Cuando los adolescentes hiperprotegidos se encuentran con fracasos de
distinto tipo (sentimentales, escolares, etcétera) pueden descargar su
frustración en el seno de la familia desarrollando conductas agresivas.
Los gallinas en el mundo exterior se vuelven leones dentro de casa. La
violencia asume así la función de hacer que esos chicos se sientan más
fuertes y poderosos en contraste con la sensación de impotencia que
experimentan en el mundo exterior. Por su parte, los padres, preocupados por el malestar del hijo, intensifican la actitud hiperprotectora
y, con la intención de ayudar al adolescente a superar el momento
de dificultad, se convierten en sus rehenes. Desgraciadamente, estos
tipos de reacción no hacen más que contribuir al mantenimiento del
problema, de modo que los padres, en su papel de «víctimas», son en
realidad «cómplices». El amor excesivo se vuelve desresponsabilizador
y puede abrir las puertas a la violencia.
Encontramos otro aspecto del amor «tóxico» en las situaciones
en que los padres (o uno de ellos) se anulan completamente, inmolándose como «corderos sacrificiales» por la causa del hijo. La convicción de fondo de estas familias es que el sacrificio hace buenas a las
personas (Nardone, Giannotti, Rocchi, 2003). Se trata de esos casos
en que el adolescente desahoga toda su rabia y su sensación de fracaso
agrediendo sistemáticamente a uno o a ambos progenitores, que se
convierten en el «pararrayos» de su frustración. La «víctima sacrificial»
acepta estos comportamientos porque cree que con su inmolación
puede evitar o contener el sufrimiento del hijo. En otras palabras, la
violencia desempeña una función positiva tanto para el hijo como
para el «padre víctima», que se siente así confirmado en su papel. No
obstante, en este juego interactivo el que se sacrifica no hace más que
reforzar paradójicamente el comportamiento violento.
Otro modelo familiar que aparece a menudo en la práctica
clínica con los adolescentes violentos es el que se define como democrático-permisivo (Nardone, Giannotti, Rocchi, 2003). En este
36
caso los adolescentes, que han aprendido que subiendo el tono del
enfrentamiento se obtiene alguna cosa, son auténticos tiranos para su
familia. El acto violento se convierte en el procedimiento para someter a los padres y obtener todos los beneficios sin dar nada a cambio.
La omnipotencia adolescente no encuentra límites en unos padres
cuya única preocupación es evitar el conflicto y mantener siempre la
paz como bien supremo. De este modo, la democracia se convierte
en tiranía, y los padres pasan de ser guías autorizados a súbditos. El
riesgo implícito de este modelo familiar es que el mensaje «si soy
violento, lo consigo» puede expresarse también fuera de los muros
de la casa y derivar en acciones antisociales.
En otras familias, en cambio, la violencia nace como respuesta a
la confusión: son las familias de tipo intermitente. En ellas no existen
reglas claras ni las figuras con autoridad necesarias para que un chico
o una chica superen la edad de la adolescencia. En este modelo, las
posibles conductas violentas del adolescente son el único guion estable, mientras que las respuestas de los padres fluctúan entre una y
otra orilla. Esta réplica variable no hace más que confirmar la fuerza
de la única línea coherente: la violencia del adolescente. Pensemos
por ejemplo en los casos cada vez más frecuentes de familias reconstruidas, en las que, sobre todo al comienzo, los límites son difusos,
las reglas inestables y las jerarquías están aún por definir (Minuchin,
Nichols, Lee, 2007). En un contexto tan confuso, un adolescente
que se vuelva agresivo no hallará el tipo de respuesta firme, decidida
y compacta que permita canalizar de forma constructiva sus emociones, sino un conjunto de intervenciones desorganizadas y confusas
que pueden alimentar un círculo vicioso de soluciones fracasadas: su
reiteración en el tiempo generará un modelo de relaciones familiares
redundante y repetitivo (Nardone, Giannotti, Rocchi, 2003).
En otras familias, en cambio, la violencia adolescente surge como
rebelión contra un sistema familiar excesivamente rígido y cerrado
al cambio: se trata de las familias autoritarias (Nardone, Giannotti,
Rocchi, 2003), regidas por valores absolutos e inmutables. Si un
hijo, siguiendo los impulsos adolescentes, intenta discutir las normas
familiares, la reacción será rígidamente negativa, descalificadora y
no dará posibilidad de réplica. Si se llega a esta situación, puede
37
iniciarse un peligroso pulso entre padre/s e hijo: el/la muchacho/a
incrementará las conductas transgresivas, y los padres, a su vez, harán más rígidos aún los vínculos. Esta dinámica interactiva circular
corre el riesgo de iniciar una escalada simétrica fuera de control y el
adolescente puede adoptar conductas violentas. En este contexto, la
violencia tiene un significado para el/la muchacho/a: se convierte
en una forma de afirmación de su identidad a través de la rebelión.
Precisamente porque nace del choque entre dos rigideces, en estas
familias el enfrentamiento puede alcanzar niveles muy elevados,
hasta llegar al extremo de la agresión física. En estas situaciones es
importante el papel de la madre, quien, en algunos casos, actúa de
«mediadora» entre el marido y el hijo. Para evitar los choques intenta
hablar con ambos por separado y trata de llegar a un compromiso
aceptable. Desgraciadamente, con esta actuación la madre corre el
riesgo de agravar las incomprensiones y, en ocasiones, se convierte
en el «mensajero de malas noticias» que es atacado tanto por el hijo
como por el marido. Otras veces las madres se posicionan claramente
a favor del hijo rebelde, creando lo que Haley (1989) define como
«triángulo perverso», una estructura muy arriesgada que alimenta la
agresividad: el padre se enfurece cada vez más y se siente traicionado,
mientras el hijo alimenta una rabia cada vez más profunda hacia el
padre «tirano»; la escalada puede llegar a ser dramática.
De los modelos de familia citados se desprende hasta qué punto
es importante la existencia de una jerarquía funcional suficientemente
sólida para el funcionamiento familiar (Minuchin, 2009), sobre todo
durante la adolescencia. Para que una familia funcione bien, los
padres deberían ser capaces de ejercer su autoridad con un poder ejecutivo, aunque de forma flexible y racional, sin que existan excesivas
disparidades de poder entre el padre y la madre (Walsh, 1995).
Por último, no podemos dejar de mencionar los casos en que la
violencia forma parte del modelo familiar. Por ejemplo, el caso de
familias con padres maltratadores, drogadictos o afectados por alguna
psicopatología. En estas estructuras la violencia es el único código y
se convierte para el adolescente en el único modelo de comunicación
disponible. Posiblemente estas familias estén insertas en contextos
socioculturales desfavorecidos, donde domina una especie de «ley
38
de la jungla»: solo sobrevive el más fuerte. Como escribe Minuchin
(1986), «la violencia se transmitía de padres a hijos, de muchachos a
muchachos y, a menudo, de hijos a padres».
Además, vale la pena subrayar que la violencia familiar en los
adolescentes es un fenómeno difícil de cuantificar, porque muchas veces
no traspasa los muros de la casa. Las estadísticas no valoran suficientemente el fenómeno, y la crónica solo recoge los casos más extremos
y feroces. Estos episodios son relativamente raros, al menos en Italia,
aunque se trata de un fenómeno en constante aumento en todas las
zonas del país, sobre todo en el norte (Bruno, Manicangeli, 2004).
En resumen, hemos tratado de describir cómo la violencia adolescente dentro de la familia no es un acto absurdo e irracional, sino
que desarrolla una función positiva como acto comunicativo en los
distintos modelos familiares. Ser conscientes de esta función es el primer paso para una intervención que pretenda ser realmente eficaz.
Pandillas y efecto banda
Los actos eran monstruosos pero su autor era casi normal, ni
demoníaco ni monstruoso.
Hannah Arendt, Eichmann en Jerusalén:
un estudio sobre la banalidad del mal
El grupo de los compañeros desempeña una función fundamental
en la adolescencia. En efecto, dicho grupo constituye un factor de
desarrollo esencial que ayuda en muchas de las funciones evolutivas
propias de esta edad: debilitación de los vínculos familiares infantiles
y adquisición de una identidad social y sexual.
El objetivo de los grupos juveniles es, por tanto, favorecer el
paso de sus miembros de la edad infantil a los deberes y responsabilidades de la edad adulta. Sin embargo, como sostiene Muratori
(2005), en algunas situaciones el grupo pierde esta función impulsora
y adopta la forma de una «agrupación patológica» expuesta a un
paso rápido e irreflexivo de los impulsos violentos de la fantasía al
comportamiento concreto.
39
Los medios de comunicación dedican una atención cada vez
mayor al fenómeno de la violencia perpetrada por grupos de adolescentes. Cada día se oye hablar más, a menudo impropiamente, de
«baby gang» o «bandas juveniles»; en realidad se trata de etiquetas
que se refieren a fenómenos propios de otros países.
El tema de las tribus urbanas ha sido muy estudiado en Estados
Unidos, donde aparece en 1927 el primer trabajo, obra de F. Trasher y J. Short, publicado con el título de The baby gang y referido
a la situación de Chicago. Desde entonces el tema ha sido tratado
por muchos autores procedentes de distintas disciplinas; entre los
psicoterapeutas, el primer trabajo sistemático fue el ya citado de
Salvador Minuchin, Families of the slums, publicado en la ya lejana
fecha de 1967.
A partir de estos estudios se destacaron las características que distinguen una gang de otros grupos juveniles. Una gang tiene una clara
estructura jerárquica interna, está guiada por un líder carismático y
caracterizada por una estrechísima cohesión entre sus miembros. Por
lo general, controla un territorio bien definido, que normalmente
coincide con el barrio de donde ha surgido la banda. Por otra parte, esas bandas tienen una notable estabilidad temporal y, además
de comportamientos delictivos, con frecuencia se ven envueltas en
enfrentamientos con las gang rivales.
En Italia este tipo de grupos violentos está mucho menos extendido que en América y se circunscribe a algunas zonas pobres, con un
bajo nivel cultural y socialmente degradadas. Son las bandas de barrio,
generalmente motorizadas y caracterizadas por un consumo precoz
de drogas. En estos casos, existen a veces «adultos guía» que explotan
y orientan el potencial agresivo de los muchachos (Muratori, 2005).
En Italia es más frecuente, en cambio, otro tipo de grupo juvenil que presenta comportamientos delictivos y violentos. Según
Maggiolini y Riva (1998), se trata sobre todo de grupos de jóvenes
aburridos que pretenden pasar el tiempo y divertirse. Por lo general, son grupos de compañeros de escuela o de chicos crecidos en
el mismo barrio que acuden habitualmente a los mismos lugares de
encuentro. Proceden a menudo de familias de la burguesía media
y cometen principalmente actos de violencia contra las personas y,
40
secundariamente, actos contra la propiedad (actos de vandalismo,
robos para la adquisición de objetos representativos de un determinado estatus, etcétera).
El primer aspecto que llama inmediatamente la atención es que
esos actos de violencia, incluso los más crueles, parecen «naturales».
Las agresiones se realizan a modo de juego y se llega a herir e incluso
a matar aparentemente sin motivo o, mejor dicho, en ausencia de
los motivos que subyacen a esas mismas acciones en la edad adulta
(Picozzi, Ingranscì, 2002). Es como si la violencia naciera en el seno
del grupo de forma explosiva, destruyendo el sentido de responsabilidad individual, como si esos chicos, y a veces también las chicas, se
vieran arrastrados por un juego sin fin cuyo control acaban perdiendo.
Y así, en algunas ocasiones, en la manada, incluso el cordero más
manso puede transformarse en el lobo más feroz. Es un fenómeno
que conoce bien la psicología social: cuando la violencia se practica
en grupo, desaparecen las individualidades a favor de una identidad
de grupo vinculante (Muratori, 2005). En el grupo, el joven acaba
sintiéndose «un miembro de una única cabeza». Bandura, por ejemplo, utiliza el constructo «desconexión moral» para identificar en los
mecanismos de desplazamiento y dispersión de la responsabilidad
la posibilidad de que el individuo no se reconozca responsable de la
acción cometida.
A veces la violencia de grupo se tiñe de valores ideológicos que
pueden desarrollarse sobre la base de concepciones políticas extremistas o racistas. En estos casos las conductas son más violentas
aún y, como nos cuenta a menudo la crónica de sucesos, pueden
derivar en lesiones graves u homicidios. En otros casos la ideología
es un elemento constitutivo del grupo y sus miembros tienen que
abrazarla. Pensemos, por ejemplo, en la violencia de ciertos grupos
de hinchas de fútbol.
Una posible explicación de este recrudecimiento es el llamado
«efecto Lucifer» (Zimbardo, 2008; Sirigatti, Stefanile, Nardone, 2011):
cuando se empieza a desempeñar un rol en el seno de un grupo, se
produce una identificación total con ese rol. El actor se convierte
en la máscara con la que se cubre, aunque sea la más cruel, como
la de Lucifer.
41
La sociedad, por su parte, al destacar en los medios de comunicación los actos violentos de los menores y etiquetarlos como actos
de «bandas» o de «baby gang», otorga a esos chicos una identidad
negativa muy peligrosa, dibujándolos como «héroes negativos» que,
gracias al conocido «efecto Werther» (Phillips, 1974) se convierten
en objeto de emulación. La importancia de este efecto es confirmada por el hecho de que los propios muchachos tienden a dibujarse
como mitos o héroes, filmando con el teléfono móvil las agresiones
y humillaciones y difundiéndolas por la red.
Abuso sexual
El abuso sexual en grupo representa una de las formas más estigmatizadas y socialmente condenadas de violencia contra los demás. Los
estudios sobre las conductas de abuso en la adolescencia nos hablan
de una especie de «efecto guion» que pone en evidencia una característica repetitiva en todos los aspectos del acto violento. Se trata
de una especie de ritual compulsivo colectivo, que parece repetirse
en lugares distintos y con intérpretes distintos. Los estudios han
demostrado que los protagonistas son siempre grupos de varones
para quienes la conducta desviada es una «cuestión privada» entre
compañeros. Por esto viven la detención y la denuncia como un
elemento de violación de sus convicciones.
El perfil de la víctima también se dibuja siempre con los mismos
rasgos: de sexo femenino y edad comprendida entre los 11 y los 14
años. La amistad con al menos un miembro del grupo es un elemento
decisivo para la designación de la víctima: parece que la familiaridad
facilita la aproximación y el comienzo del guion de abuso. Como
ocurre en todas las formas de violencia sexual, incluso en adultos,
la víctima es percibida por la banda como despersonalizada, una
especie de muñeca cuya presunta pasividad es un consenso tácito y
no el resultado de un pánico paralizador. La idea de fondo es: «Podía
escapar, podía gritar ¡y no lo hizo!» (Maggiolini, 2002).
Los efectos de la violencia sexual de grupo sobre la víctima
son devastadores y a menudo derivan en la aparición de auténticos
42
síndromes psicopatológicos como estrategias de coping de la violencia sufrida. Recordemos, entre los más frecuentes: el trastorno
postraumático de estrés, depresiones reactivas, fobias, trastornos de
la alimentación y formas obsesivo-compulsivas.
Como es fácil imaginar, la víctima sufre también una alteración
de la conducta sexual en sentido hipoactivo o hiperactivo.
Acoso
Hay héroes tanto en el mal como en el bien.
François de La Rochefoucauld
Entre las formas de comportamiento violento con los otros podemos
enumerar el llamado «acoso escolar», equivalente al inglés bullying.
Con esta etiqueta, conocida ya universalmente, se designa un fenómeno típico de la preadolescencia o primera adolescencia, en forma
de comportamientos violentos y actos de prepotencia dirigidos a
intimidar a los individuos más débiles. Este fenómeno no es exclusivo
de un grupo social específico ni de una determinada área geográfica,
y puede manifestarse tanto dentro de la escuela como fuera de ella
(Muratori, 2005).
Según los autores que más han estudiado el fenómeno, entre
los que se encuentran Olweus (2001), Sharp y Smith (1996) y Fonzi
(1997), los factores que distinguen el acoso de los actos habituales
de prepotencia entre compañeros son: la clara voluntad de causar
daño mediante comportamientos de abuso directo o indirecto, la
existencia de una relación fuertemente asimétrica (que implica un
desequilibrio en cuanto a fuerza física o psicológica) y la reiteración
y la persistencia en el tiempo de los abusos. De modo que, básicamente, el acoso es «un abuso repetido de poder», por consiguiente,
no basta con que se produzca un episodio aislado de vejación entre
estudiantes, sino que debe establecerse una relación que, al cronificarse, establezca unos papeles bien definidos: el papel del que sufre
los actos de prepotencia (la víctima) y el papel del que la perpetúa
(el acosador).
43
Sin embargo, en este escenario de la violencia no se representan
únicamente los papeles estereotipados del acosador y de la víctima,
sino que pueden intervenir otros protagonistas. Por ejemplo, entre
los abusadores cabe distinguir: el acosador líder, el que idea los abusos
pero no siempre los comete; los gregarios, que participan en el abuso
bajo la dirección de un jefe; los instigadores, que asisten sin participar
en la acción pero que la apoyan activamente con provocaciones,
risitas, etcétera. El hecho de que los estudios sobre el acoso incluyan
a los instigadores entre los autores del abuso es una clara muestra
del grado de responsabilidad que hay que atribuir a quien colabora
agravando la situación de la víctima y creando expectativas de rol en
los acosadores que se exponen más.
También el papel de la víctima puede ser representado según distintos guiones; por ejemplo, cabe distinguir entre una víctima pasiva,
que sufre los abusos sin conseguir reaccionar, y una víctima provocadora, que entabla duelos directos con el acosador, provocándole hasta
que este responde con un acto de abuso.
Finalmente, entre los asistentes se pueden identificar a los espectadores neutrales, que no toman partido ante los abusos o que no son
parte activa en los episodios, y a los defensores de la víctima, los únicos
que asumen el riesgo de ir a contracorriente frente a la autoridad del
más fuerte (Salmivalli et al., 1996).
Como ocurre con los otros fenómenos de violencia, se trata de
considerar la compleja red de interacciones y relaciones que contribuyen al mantenimiento del fenómeno, con objeto de identificar
cuál es la palanca de cambio más eficaz para intervenir.
Aunque el acoso puede parecer un fenómeno típicamente masculino, en realidad está surgiendo cada vez más claramente una forma de persecución perpetrada por chicas o grupos de chicas sobre
otras chicas/os considerados más frágiles (Wiseman, 2005; Menesini,
2003).
La diferencia reside en la forma que adopta el acto persecutorio.
Mientras que el acoso masculino adopta más bien la forma de agresión y de tortura directa tanto verbal como física (incluidos los daños
a objetos personales, los robos de móviles, motocicletas, cazadoras y
las extorsiones), el acoso femenino puede añadir a la manifestación
44
más directa, sobre todo verbal, una forma más indirecta de persecución psicológica, basada en murmuraciones, miradas amenazadoras
y chismes, que puede perjudicar la reputación de la víctima, empujándola a la marginación y a la autoexclusión. El amplio uso que
hacen los chicos de los medios telemáticos (sms, mms, blogs, webs,
chats, foros) ha otorgado a la persecución psicológica una nueva
forma, el llamado ciberacoso. Internet permite una interactividad
cada vez mayor entre los usuarios y se pueden publicar vídeos, fotos
y películas en distintos sitios sin ningún filtro preventivo, de modo
que este material está inmediatamente al alcance de cualquiera. Es
fácil para el ciberacosador desacreditar la imagen de la víctima con
la publicación de una foto o de un mensaje, o bien haciendo circular
opiniones embarazosas destinadas a perjudicar su reputación. Como
escribe Selekman (2009), el efecto de esta exposición mediática
puede inducir al adolescente a sentir una especie de «muerte social»
con las consiguientes vivencias depresivas de rabia y/o dolor.
En resumen, en la base de los comportamientos del llamado
acoso escolar existe un deseo de abusar, intimidar y dominar, que
puede durar semanas, meses o años y del que es extremadamente
difícil defenderse por sí solo. En efecto, las víctimas de estas conductas
persecutorias a veces manifiestan su malestar negándose a ir al colegio y perdiendo la confianza en sí mismos y en su propia seguridad.
Algunos llegan incluso a culpabilizarse por el hecho de propiciar los
abusos y se preguntan cuál es su problema. Otros, finalmente, pueden manifestar síntomas psicosomáticos como ataques de ansiedad,
pesadillas, dolor de cabeza y de estómago.
También los acosadores pueden ser víctimas de su prepotencia:
si no se les ayuda a canalizar su agresividad por otras vías, tienen
más probabilidades de adoptar en la edad adulta comportamientos
antisociales.
45
Homicidio
Para borrar una vida se necesita un instante,
Para borrar un instante se necesita una vida.
Jim Morrison
A veces la violencia contra los demás llega hasta el extremo de matar.
La violencia del adolescente puede traducirse en un delito terrible.
Cuando la crónica de sucesos tiene que abordar los homicidios juveniles, parece alimentarse de una mezcla de fascinación y terror: para
crear el caso se insiste en la existencia de «mentes diabólicas», «chicos malditos», «monstruos». Los jóvenes homicidas entran a formar
parte del mito como héroes negativos, ídolos desde el punto de vista
mediático del espectáculo. Pensemos en las tres chicas de Chiavenna
que, en junio de 2000, mataron a una monja sin ningún motivo, y
en el halo de misterio creado por el relato de los cronistas acerca de
una presunta inspiración diabólica vinculada a símbolos dedicados
a Satanás y a la música black metal. O bien en la paliza mortal que
recibió Nicola Tommasoli en Verona, el 1 de mayo de 2008, por parte
de una «banda» de jóvenes de «familias bien», que iban en busca de
un cabeza de turco por razones pseudoideológicas.
Más aún: esta «espectacularización» puede derivar, asimismo, en
una especie de falsa perspectiva que condensa situaciones diferentes
en un único escenario confuso (Picozzi, 2002).
Aunque parece que en Italia tiende a aumentar ligeramente el
número de homicidios cometidos por jóvenes, hay que evitar el riesgo
de equiparar los delitos cometidos por menores que forman parte del
crimen organizado con los delitos cometidos por jóvenes totalmente
ajenos al mundo del crimen, cuyo acto violento es consecuencia del
trastorno personal o psicopatológico.
Los estudios llevados a cabo en distintos países nos indican
que en la mayoría de los casos el joven homicida es de sexo masculino, de edad comprendida entre los 16 y los 17 años, y con unas
características que se encuentran a menudo, aunque no siempre,
en chicos que cometen otros delitos: pobreza, familias desestructuradas, fracaso escolar. En Italia aumenta progresivamente el
46
número de menores entre 14 y 17 años denunciados por homicidio.
Los menores de 14 años (baby killer) son aproximadamente el 16 
del total. Además, en el 28  de los casos se trata de un menor extranjero denunciado en Italia. Este dato invita a reflexionar sobre
cómo la marginación y las dificultades de integración desempeñan
un papel a la hora de introducirse en un circuito de desviación e
iniciar un camino de criminalidad. Las víctimas suelen ser personas
conocidas.
Los adolescentes, por tanto, pueden llegar a matar o bien como
parte de un plan criminal o bien como última expresión de un malestar personal, de pareja o de grupo. El carácter trágico de estos
crímenes juveniles reside en el hecho de que las «vidas destrozadas»
siempre son más de una: la de la víctima, pero también la de los
jóvenes culpables.
La violencia contra ellos mismos
Autolesión
Si hay algo tan agudo como el sufrimiento es el placer.
Marcel Proust
Cabe entender la autolesión como un «comportamiento de autorreferencia intencional que puede manifestarse con modalidades
diferentes, como cortes, quemaduras, heridas o arañazos» (Albero,
Freddi, Pelanda, 2008). Es un fenómeno muy extendido entre los
adolescentes y los jóvenes adultos y muchas veces subestimado o bien,
cuando sale a la luz, considerado como una conducta suicida. En
realidad, como dice Favazza (1998), estos ataques al cuerpo pueden
definirse como «una destrucción o una alteración del cuerpo, hecha
de manera deliberada, sin tener conciencia de una intención suicida».
De hecho, el sentido común considera ese comportamiento como
un indicador de la intención de quitarse la vida. Como ponen en
evidencia distintos autores (Favazza, 1998; Selekman, 2009), de la
observación de la práctica clínica se desprende lo contrario: el aspi47
rante a suicida quiere morir, mientras que el autolesionador quiere
vivir. El adolescente que quiere morir desea poner fin a todas las
sensaciones, mientras que el autolesionador en cierto modo pretende
estar bien, aliviando el sufrimiento y el malestar.
Es como un grito silencioso que adopta la forma de un ataque
al propio cuerpo.
Los métodos de autolesión más populares son: cortarse, escarificar y rajarse la piel, arañarse, pincharse con agujas y alfileres, pellizcarse hasta sangrar, introducirse objetos no esterilizados debajo de la
piel (nueva moda entre los adolescentes) y, por último, quemarse (con
cigarrillos, cerillas, por frotamiento, etcétera). Algunos adolescentes se
graban palabras y símbolos en los brazos, piernas y abdomen (Levine,
2006; Selekman, 2004, 2006, 2009; Walsh, 2006).
Puesto que se trata de comportamientos que a menudo se enmarcan en la esfera privada e íntima (Selekman, 2009; Albero, Freddi,
Pelanda, 2008) y que no requieren atención médica, es difícil evaluar
con precisión la amplitud y difusión del fenómeno. Algunos estudios
internacionales llevados a cabo a través del self-report muestran un
importante y alarmante aumento de estas conductas (Ross, Heath,
2002). En Italia son muy pocos los datos que poseemos sobre las
conductas autolesivas en la población adolescente, a excepción del
proyecto-intervención de área ag1 «Jóvenes que atacan el yo corporal»
(2004-2006) que analizó una muestra de 93 muchachos (Albero,
Freddi, Pelanda, 2008). Por este motivo, para ofrecer una descripción
sintética del fenómeno, tomaremos como referencia los datos que
aportan algunos estudios internacionales.
De estos estudios, por el momento limitados, se desprende que
entre el 10  y el 15  de los adolescentes han practicado o practican
aún conductas autolesivas (Selekman, 2009; Hawton, Rodham, 2006;
Muehlekamp, Gutiérrez, 2007; Ross, Heath, 2002). Una investigación llevada a cabo en centenares de universidades americanas
informa que el porcentaje de estudiantes con conductas autolesivas
1. Área ag es un centro con sede en Milán que se ocupa de los trastornos
psíquicos de la adolescencia y postadolescencia en distintos ámbitos: prevención,
cura y formación.
48
oscila entre el 18  y el 38  (Whitlock, 2008; Whitlock, Muehlekamp, Eckenrode, 2008).
La edad en que aparece este fenómeno es bastante variable: según
algunos estudios las conductas autoagresivas comienzan entre los 12
y los 15 años (Muehlekamp, Gutiérrez, 2007; Ross, Heath, 2002),
otros sitúan el momento máximo entre los 17 y los 20 años, y una
minoría entre los 21 y los 24 años (Whitlock et al., 2008). Según otros
autores, entre ellos Selekman (2009), las conductas autolesivas están
cada vez más extendidas entre los 10 y los 12 años.
Como se ve, estamos ante una auténtica epidemia que abarca
una gama de edades muy amplia, desde los preadolescentes hasta
los jóvenes adultos.
En cuanto al género, parece que la gran mayoría de jóvenes con
conductas autolesivas son de sexo femenino (Ross, Heath, 2002;
Whitlock et al., 2008), aunque cada vez son más los varones que
reciben tratamiento por problemas de este tipo (Selekman, Shulem,
2007). Además, los chicos practican conductas autolesivas durante
un período de tiempo más limitado, pero tienden a utilizar métodos
«más extremos» (Whitlock et al., 2008).
Otro dato que nos parece interesante es que la autolesión va
acompañada a menudo de otros síntomas como bulimia, síndrome
de vomiting, abuso de drogas y conductas sexuales de riesgo. Y este
es uno de los motivos por los que, a menudo, a estos jóvenes se les
diagnostica un trastorno borderline de personalidad (Selekman, 2004;
2009; Favazza, Selekman, 2003; Whitlock et al., 2008).
Para comprender del todo este comportamiento violento contra
uno mismo es preciso tener en cuenta también la dimensión cultural.
De hecho, por lo general, entre los adolescentes los autolesionadores
son considerados «guay», según su jerga juvenil. Basta pensar en la
gran cantidad de películas y telefilmes que han tratado ese tema, como
por ejemplo Thirteen. Además, muchos personajes del mundo del espectáculo, como Pink, Marilyn Manson y Angelina Jolie han reconocido haber practicado conductas autolesivas en algún momento de su
vida (Selekman, 2009). En el campo de la música hay un centenar de
canciones que tratan este tema y muchas de ellas aluden a subculturas
juveniles específicas, como los ya famosos «emo». Desde luego no es
49
nuestra intención demonizar estas manifestaciones ni considerarlas
la única causa de un aspecto tan complejo, pero es evidente que la
búsqueda de modelos de comportamiento es típica de la época adolescente y el héroe condenado y maldito tiende a provocar deseos de
emulación entre los chicos y chicas que pasan por momentos difíciles.
Los estudios indican que el 52  de los chicos con conductas lesivas
contra su propio cuerpo han aprendido estas conductas de amigos o
de los medios de comunicación (Hollander, 2008).
El efecto «contagio» también se produce en Internet. Existen en
la red muchas grabaciones de adolescentes que se están practicando
este tipo de lesiones, cosa que en ocasiones puede actuar como un
detonante de episodios lesivos para algunos jóvenes en situación de
riesgo. Asimismo, a menudo los chicos con estos problemas se «encuentran» en algunos foros y chats dedicados a este tema. Dado que
estos foros son autorreferenciales y no están gestionados por expertos
del sector, existe el riesgo de que se comparta placenteramente el
dolor, cosa que refuerza ciertos comportamientos. Es lo que algunos
autores definen como «refuerzo narrativo»: compartir episodios vitales parecidos puede justificar el uso de la autolesión como solución
intentada (Whitlock, Lader, Conterio, 2007).
El refuerzo social y mediático de las conductas violentas contra
uno mismo hace que a menudo las adopten los chicos o chicas más
populares de una escuela o de un entorno específico, con el riesgo
de desencadenar una especie de explosión epidémica por imitación
(Selekman, 2006; Gladwell, 2001).
En resumen, la autolesión es un fenómeno muy complejo, con
formas y manifestaciones variadas. Como todos los actos violentos, a
menudo resulta incomprensible y totalmente negativo. En realidad,
al asumir un punto de vista alternativo, adquiere una función útil
para quien lo practica.
Se han identificado dos efectos fundamentales de estos rituales
compulsivos: el primero es un efecto que podríamos llamar «anestésico», el segundo es un efecto de «búsqueda del placer en el dolor».
En el primer caso, los rituales autolesivos tienen la función de
reducir la sensación de estrés y se utilizan como estrategia de afrontamiento (coping) para mitigar de forma rápida algunas sensaciones y
50
emociones dolorosas causadas por experiencias personales y relaciones
vividas como negativas (Hawton, Rodham, 2006; Selekman, 2006;
2009; Walsh, 2006; Whitlock et al., 2008). Es como si al torturar el
propio cuerpo se aliviara el sufrimiento y el dolor psicológico, como
una especie de ritual de anestesia psicológica obtenida a través del
sufrimiento físico.
Este efecto se puede explicar también desde el punto de vista
fisiológico: es bien sabido que cuando se producen heridas el sistema nervioso libera endorfinas, opiáceos naturales que nos impiden
percibir el dolor físico y que originan una agradable sensación de
bienestar y de euforia.
El problema de este intento de sedación del dolor es su escasa
eficacia en el tiempo: el sufrimiento perseguido a través de las heridas
tiende a resurgir con más fuerza. Dicho de otro modo, el acto autolesivo no es más que una huida temporal, que lleva a otras huidas
parecidas, cada vez más próximas y frecuentes. «Hacerse daño para
estar bien» se convierte así en una solución intentada que se repite,
una especie de demonio del que no es posible liberarse.
El otro efecto se produce cuando la compulsión autolesiva es
extremadamente placentera, es decir, cuando la tortura física repetida se convierte en un placer. En este caso se trata de un acto más
cercano al definido como «síndrome de vomiting» en la investigaciónintervención sobre los trastornos de la alimentación llevada a cabo
por el Centro di Terapia Strategica de Arezzo (Nardone, Verbitz, Milanese, 2002; Nardone, 2004a). En otras palabras, algo desagradable
y doloroso se convierte progresivamente a través de la repetición en
un placer perverso e irrenunciable, en parte porque es consecuencia
de la liberación de endorfinas y, además, porque se trata de un ritual autoinducido que se puede realizar cuando uno quiere y como
quiere, sin intervención de los demás. El acto autolesivo se convierte
así en una especie de amante secreto que el adolescente cree tener
bajo control. Este proceso encuentra una ratificación precisa en los
estudios de Laborit (1976) sobre la organización del cerebro humano.
El estudioso ha demostrado que cualquier conducta, incluso la aparentemente desagradable, puede volverse más agradable cuando se
repite un determinado número de veces. Además, un ritual de tortura
51
contiene todas las características del placer perfecto: pese a ser muy
agradable, al mismo tiempo no satisface plenamente, porque la molesta sensación de la tortura induce a repetirlo hasta el infinito.
Esta es la categoría que menos abunda entre los adolescentes que
se autolesionan, y comprende a los que Zuckermann (1987) define
como sensation seekers, esto es, individuos especializados en la búsqueda de sensaciones intensas, categoría en la que podemos incluir
todo tipo de abuso (heroinómanos, cocainómanos, etcétera).
Suicidio y parasuicidio
El suicidio demuestra que en la vida hay males peores que la muerte.
Francesco Orestano, Pensieri, 23
La forma extrema de autoviolencia en los adolescentes es el acto o el
intento de quitarse la vida.
¿Hay algo más sobrecogedor que un chico o una chica que,
teniendo toda la vida por delante, intenta ponerle fin de forma más
o menos violenta?
Detrás de un acto tan extremo realizado en la flor de la edad,
¿está siempre el deseo de morir o se esconde a veces otra cosa?
Se trata de un tema controvertido.
Ante todo hay que decir que detrás de cada acto suicida, tanto
si el resultado es fatal como si no lo es, siempre hay una idea suicida.
Sin embargo, en la gran mayoría de los casos los chicos y las chicas no
llegan a poner en práctica sus posibles ideas suicidas. Es importante
distinguir entre suicidio auténtico2 y parasuicidio.3 La diferencia, no
2. «El suicidio es un acto deliberado con desenlace fatal que es intentado
y llevado a cabo por una persona con plena conciencia de las consecuencias
definitivas de ese acto» (oms).
3. «El intento de suicidio o parasuicidio es un acto con desenlace no
fatal que intenta deliberadamente el individuo y sin la intervención de otras
personas, cuyo objetivo es obtener cambios en su propia situación vital a través
de las consecuencias físicas esperadas o derivadas del propio acto» (oms).
52
siempre fácil de establecer, reside en el deseo real de morir por parte
de quien realiza el acto. En efecto, no todos los intentos de quitarse
la vida son suicidios frustrados: en muchos casos, sobre todo en la
adolescencia, detrás de esos actos no se esconde un verdadero intento
de morir, sino el deseo de provocar una reacción y de crear en su
propio ambiente algunos cambios necesarios a través de una acción
más o menos dramática (Ferraris et al., 2009). Por consiguiente, en
muchos casos, el intento de suicidio debe interpretarse como una
estrategia extrema para llamar la atención de los demás y para modificar una situación que se vive como insoportable.
Para analizar el fenómeno del intento de suicidio o parasuicidio es preciso tener en cuenta, por un lado, los intentos de suicidio
auténticos, aquellos en los que existe una intención real de morir,
pero que no se consuman por algún motivo; por otra parte, puede
interpretarse como una forma de comunicación, una petición desesperada de ayuda («Cry for help»). Sin embargo, desgraciadamente
tampoco en los casos de parasuicidio las cosas ocurren como sería
de esperar y, en este sutil desafío a la muerte, a veces se traspasa el
límite de forma irremediable.
Esta distinción es esencial cuando tenemos que trabajar con un
adolescente que ha realizado un intento de suicidio. Es fundamental
entender si se trata de un mensaje desesperado o si ha habido un
intento real de suicidio que conducirá a repetir la acción. Para ello
hay que indagar de forma cuidadosa si el/la muchacho/a se halla en
un «callejón sin salida» cuya única vía de escape es el suicidio y si
existe una planificación precisa y meticulosa (tiempo, modo, lugar)
que sirva de base para poner en práctica la idea suicida. En caso
de que se descubra un plan detallado de ejecución de la propia muerte
y se deduzca que el adolescente no encuentra otra vía de salida, se
puede presumir que existen posibilidades de que el acto se repita y
que por tanto es necesario tomar todo tipo de precauciones.
Desde un punto de vista epidemiológico, el suicidio es la segunda
causa de muerte entre los jóvenes, después de los accidentes. Por otro
lado, los intentos de suicidio son bastante más numerosos que los
suicidios. Un dato interesante es que el intento de suicidio es mucho
más frecuente entre las chicas, mientras que los suicidios consumados
53
son más frecuentes entre los chicos, dato que tal vez puede explicarse
por las modalidades elegidas: más violentas y letales en los chicos
(ahorcamiento, salto al vacío, sobredosis) que en las chicas (corte
en las venas, abuso de fármacos) (Ferraris et al., 2009). En Europa
parece haber habido, desde los años ochenta, un notable aumento
de las conductas suicidas entre los adolescentes (Mittendorfer-Rutz,
2006). No obstante, Italia, con una tasa de suicidios de adolescentes equivalente a cinco suicidios por cada 100 000 habitantes (oms,
2002), se sitúa en la cola en la lista de los países de riesgo elaborada
por la Organización Mundial de la Salud.
Para acabar, quisiéramos exponer brevemente cuáles son los
principales factores de riesgo, según se desprende de los distintos
estudios sobre el suicidio adolescente. Entre los factores individuales
cabe enumerar: intentos anteriores de suicidio, consumo de drogas y
ciertas condiciones psicopatológicas, concretamente los trastornos del
humor y los trastornos de conducta. Entre los factores de carácter
social y relacional, los que se consideran más importantes son: conflictos familiares, discriminación, aislamiento y abuso sexual.
Entre los factores de riesgo social, hay que llamar la atención
sobre el ya mencionado efecto Werther (Phillips, 1974, 1979), según
el cual «la publicidad y la máxima difusión de una acción impactante
provocan un efecto de sugestión y de emulación que induce a reproducir la misma acción». Por tanto, la difusión mediática (tv, prensa,
foros, chats) de la noticia de un episodio de suicidio puede representar
un motivo en el que inspirarse para poner en práctica una conducta
análoga, sobre todo por parte de los adolescentes. Este efecto contagio
se expresa también con el término «clúster», muy utilizado para designar el fenómeno de los suicidios en cadena realizados por emulación
por grupos de adolescentes. Incluso se aventuran hipótesis de pactos
suicidas establecidos a través de las redes sociales, como en el caso de
una larga y anómala cadena de casos de suicidios de chicos y chicas
en el condado galés de Glamorgan desde el año 2007 hasta hoy.
Violentos consigo mismos o con los otros, estos adolescentes representan un desafío para todas las instituciones: familia, escuela,
sociedad.
54
A menudo la primera reacción es la condena o la consternación.
Para solucionar este problema es necesario superar el primer impacto
que la violencia genera en nosotros y ver los actos violentos como algo
negativo en sus efectos pero con una función positiva para quien los
ejerce, tanto si van dirigidos contra sí mismos o contra los demás.
Esta es la perspectiva adoptada por la terapia breve estratégica y
por los autores que presentaremos en los próximos capítulos.
55
3. Breve análisis de la terapia de la violencia
Giulia Rinaldi, Michele Dolci
El problema de la violencia adolescente ha sido abordado por las
terapias breves, estratégicas y sistémicas desde su nacimiento. Hemos
seleccionado algunos de los numerosos autores que han presentado
una visión del problema: hemos subido a hombros de los grandes
maestros para dirigir luego la mirada hacia figuras poco conocidas
todavía en Italia, que han ofrecido una visión innovadora y original
de la violencia adolescente.
Como un rayo de luz que atraviesa un prisma, la conducta violenta juvenil adoptará distintas coloraciones según la cara que la refleje.
Jay Haley: violencia y poder
Nadie ha nacido con otro deseo que no sea buscar el
poder o evitarlo.
Jean-Paul Sartre
Jay Haley ha de ser considerado uno de los padres de la terapia estratégica y sistémica. En su enfoque se nota la influencia de Bateson,
con el que colaboró en los años cincuenta y del que se distanció más
tarde, y de Milton Erickson. El concepto de poder impregna la teoría
y la práctica clínica de Haley.
«Puede decirse que en toda relación humana (y por supuesto
también entre el resto de mamíferos) una persona maniobra constantemente para situarse en una posición superior respecto a otra
persona implicada en la relación» (Haley, 1980).
57
Para Haley el problema está determinado por la incongruencia
jerárquica en el seno de la familia, que da lugar a comportamientos
disfuncionales basados en alianzas y juegos de poder.
En el seno de las familias no funcionales existe, aunque en distinto
grado, una lucha por el poder en la que cada uno trata de «imponer
a los demás su propio concepto de relación». Las familias funcionales
están constituidas por una organización jerárquica, una estructura de
poder en la que los padres tienen el control y la autoridad. Cuando
estas reglas se subvierten, se produce una patología familiar. Desde esta
perspectiva, los «comportamientos comunicativos» y los sintomáticos
expresan las relaciones de una familia. En otras palabras, el síntoma
se convierte en una modalidad comunicativa útil para controlar a los
demás, un instrumento de poder en manos del paciente, que decide
las dinámicas de control en el sistema de las relaciones familiares. Se
considera, por tanto, una metáfora del problema y representa también la solución dada por el sujeto, aunque insatisfactoria. El paciente
designado obliga al que está a su lado a remodelar su propia vida y a
adoptar comportamientos vinculados a la función del síntoma.
Así pues, en la familia disfuncional la jerarquía es subvertida por
alianzas, triangulaciones y desequilibrios de los límites generacionales
normales: el ejemplo típico de Haley es el del «triángulo perverso» en
la esquizofrenia (Haley, 1959). La familia que funciona bien, además de
ofrecer reglas claras que organizan la jerarquía, tiene una flexibilidad
adecuada que permite, frente a situaciones nuevas, una reestructuración de las relaciones internas. En especial, Haley (1980) pone el
acento en las fases del ciclo vital y destaca seis estadios sucesivos:
•
•
•
•
•
•
el período de noviazgo;
el período inicial del matrimonio;
el nacimiento del hijo y la relación con él;
el período intermedio del matrimonio;
la separación de padres e hijos;
la jubilación y la vejez.
Se trata de momentos concretos en los que la familia tiene que resolver problemas que exigen una redefinición de las relaciones entre
58
sus miembros. Cuando esto no ocurre, la familia se queda bloqueada
en una de estas fases del ciclo y en uno de los miembros del sistema
se manifiesta el síntoma.
Según Haley, los problemas psicológicos no se producen de
forma casual en la vida de una familia, sino solo en fases concretas.
La adolescencia es el estadio más ambiguo, a medio camino entre
vivir en casa como un niño y abandonar la casa como un adulto.
Abandonar la casa natal y desvincularse de los padres es el estadio
más difícil: un chico puede tener muchas tareas en la familia que
cambian inevitablemente cuando surge la amenaza de la separación.
Y esta transición a menudo pone de manifiesto la crisis. Hay que
revisar todas las relaciones en el momento en que un hijo, tras haber
actuado de puente entre los padres durante muchos años, abandona
la casa (Haley, 1989). Se cree que los grandes trastornos patológicos
(esquizofrenia, delincuencia, toxicomanía, etcétera) que se presentan
frecuentemente en esta fase son fruto de las dificultades con que se
enfrenta un individuo en el momento en que se da por cerrado un
estadio en el ciclo de su vida.
Puesto que el síntoma indica el problema en una jerarquía, resolver el síntoma puede exigir un cambio de la estructura. El terapeuta,
con un estilo marcadamente directivo, entra en el juego de poder
familiar y trata deliberadamente de reorganizarlo de una manera más
funcional (Haley, 1984, 1989).
El terapeuta ha de aprender a asumir las estructuras familiares
típicas para lograr una normalización de la situación: por ejemplo,
los padres no deberán estar enfrentados entre sí, o una madrastra
tiene que respetar los vínculos estructurales.
En el caso de un adolescente violento, el terapeuta estratégico
ha de optar por una redistribución de la jerarquía familiar, asignando el poder a los padres. Haley subraya también la importancia de
establecer comunicación con el mayor número de profesionales y
parientes, puesto que con ello aumentan las posibilidades de introducir el cambio.
No es una cosa fácil, porque los miembros de la familia suelen
mantener posturas opuestas o están representados por profesionales
que ayudan a un individuo y no a los otros miembros de la familia.
59
De modo que puede servir de ayuda considerar que el cliente es toda
la familia y no un individuo. En los casos de violencia, el terapeuta ha
de introducir el cambio de una forma rápida e inesperada para evitar
una escalada de episodios violentos o la ruptura de la familia.
En su última formulación, Haley (2006) destaca también la importancia de la etnicidad. El mundo de los clientes de los terapeutas
ha cambiado respecto al pasado: debido a los flujos migratorios, es
posible que las familias procedan de distintos grupos étnicos. En estas
situaciones, el terapeuta estratégico, según Haley, puede abordar el
problema de la etnicidad de dos modos diferentes: el etnocéntrico y
el universalista. En el primer caso hay que implicarse personalmente,
comprender, penetrar y expresar las ideas terapéuticas dentro del marco
cultural del cliente. Esto significa intentar adaptar las ideas culturales
como una modalidad para entrar en contacto con la familia.
En el segundo caso se asume que las familias de todas las culturas
son parecidas, al menos en parte. Si se adopta este enfoque, no se
hace hincapié en las diferencias culturales, sino que se buscan los
aspectos universales, concentrándose en la estructura y en las ideas
compartidas por las familias que conducen al cambio de un problema
específico, independientemente de cuál sea el grupo étnico al que
pertenecen.
La terapia estratégica de Haley ha dejado una fuerte impronta y son
numerosas las evoluciones y las aplicaciones del modelo.
Jerome Price, actual director del Michigan Family Institute, ha
propuesto una aplicación del modelo de Haley al tratamiento de las
conductas violentas en los adolescentes difíciles y en sus familias.
Price ha desarrollado una serie de estrategias para los padres de
adolescentes difíciles y violentos (Price, 1996). En su formulación
habla provocadoramente de «padres maltratados» por los hijos. De
hecho, los adolescentes siempre buscarán una forma de dominio y de
control a fin de dominar y actuar a su antojo. De modo que pueden
llegar a realizar auténticos chantajes a sus padres:
•
60
chantaje físico, que recurre a la violencia física: por ejemplo, un
puñetazo al padre;
•
•
•
chantaje emocional, que se sirve de emociones básicas como el
miedo o la rabia para anular a los padres;
chantaje psiquiátrico, en el que el desarrollo de un síntoma funciona como elemento de dominación sobre todos los miembros
de la familia;
terrorismo emocional, mediante el que el adolescente amenaza
con hacerse daño si los padres no atienden sus peticiones.
En un intento de averiguar cómo reaccionar a este tipo de comportamientos, los padres fluctúan a menudo entre respuestas hiporreactivas (no intentar o no hacer nada) y respuestas hiperreactivas
(intentar una respuesta con excesiva intensidad, gritar, amenazar).
Ambas respuestas resultan ineficaces: en vez de resolver el problema
o hacer que cese definitivamente el comportamiento violento del
hijo, lo mantienen hasta empeorarlo. Price introduce el concepto de
reactividad: cada vez que un padre se vuelve reactivo y responde «en
caliente» a la provocación del hijo, pierde una cuota significativa de
poder en beneficio del adolescente.
Según Price, la escalada de violencia siempre es un proceso interactivo: un padre que ha estructurado un guion de reactividad y
pierde los estribos ante el comportamiento del hijo no hace otra cosa
que alimentar la escalada que conducirá luego a la violencia.
Para que los padres puedan desarrollar una perspectiva equilibrada ante los comportamientos y los problemas de los hijos y puedan
tener una mayor sensación de control y una menor necesidad de
reaccionar, Price sugiere pasar de una postura paterna reactiva a una
postura proactiva.
Gritar, encolerizarse o quedarse paralizado frente a un adolescente
furioso alimenta el circuito de la violencia y no resuelve la situación.
Al contrario, interfiere en la solución. Ser proactivos significa evitar
reaccionar o amenazar en el momento del choque y actuar en frío más
tarde. Esto no quiere decir que el padre tenga que olvidar el asunto,
sino que tomará las medidas oportunas más tarde. En otras palabras,
se bloquea la reacción en caliente y se actúa con la mirada puesta
en un segundo momento. Por ejemplo: si una chica que amenaza
con escaparse de casa con el novio sabe que probablemente el padre
61
tomará medidas, tal vez llamando a la policía, en la mayoría de los
casos evitará escaparse.
Price destaca otros dos elementos que permiten a los padres ejercer el control y el poder: la Información y la Coalición. La primera
pone de relieve la importancia de conocer la vida del hijo, los amigos
con los que se relaciona, los lugares que frecuenta, la música que
escucha, el trato con otros posibles adultos significativos. También
para la familia, igual que para otros grupos como los militares o los
servicios secretos, la información es poder.
La Coalición pone el énfasis en el valor de las alianzas que permiten a los padres compartir su historia y no quedar aislados.
El modelo descrito permite restituir a los padres la dosis de autoridad que les permite dejar de ser rehenes inermes de sus propios
hijos.
Salvador Minuchin: la terapia familiar estructural
Tal vez resulta más fácil empezar diciendo qué no es un terapeuta: no es ecuánime, imparcial, ni políticamente correcto; y
mucho menos puede considerarse omnisciente. El terapeuta es un
profesional del cambio.
Salvador Minuchin
Salvador Minuchin es uno de los pioneros de la terapia familiar. Se
trata de uno de los «gigantes» en cuyos hombros se han apoyado
muchos de los innovadores en el campo de las terapias estratégicas
y sistémicas. Fundador del enfoque estructural aplicado a la terapia
familiar, Minuchin ha estado presente en los últimos cincuenta años
de historia de la psicoterapia con sus trabajos sobre las problemáticas
más diversas: de las conductas inadaptadas de los jóvenes pertenecientes a familias pobres e inmigrantes de los guetos de Nueva York
(Minuchin et al., 1967; 1998) a las familias con pacientes anoréxicos
y psicosomáticos (Minuchin, Rosman, Baker, 1989). En este medio
siglo Minuchin no solo ha introducido una nueva perspectiva de
investigación de las dinámicas familiares (Minuchin, 2009), sino que
62
ha ideado y perfeccionado numerosas técnicas terapéuticas que se
han difundido en todo el mundo (Minuchin et al., 1989; Minuchin,
Lee, Simon, 1998; Minuchin, Nichols, Lee, 2007).
El eje del modelo de terapia propuesto por Minuchin gira en
torno al concepto de estructura familiar, entendida como el conjunto
invisible de exigencias funcionales que determina las formas de interacción de los miembros de la familia. La estructura de la familia
así definida puede describirse a través de algunas dimensiones fundamentales: jerarquía, límites y alineaciones (Minuchin, 2009).
En resumen, la familia se contempla como un conjunto de personas que han vivido juntas un tiempo suficientemente prolongado
como para haber desarrollado esquemas de interacción e historias que
justifiquen y expliquen esos esquemas. Es a través de estos modelos
interactivos repetidos como los miembros de la familia «se construyen
recíprocamente» (Minuchin, Lee, Simon, 1998).
Este carácter de construcción complementaria de la red familiar
está garantizado por el hecho de que los miembros se adaptan a normas familiares, ampliamente influidas por el contexto sociocultural,
que atribuyen roles y funciones en su seno. Esas normas garantizan,
por un lado, la estabilidad y la previsibilidad, y por el otro tienen
un cierto aspecto coercitivo sobre las posibilidades de desarrollo de
cada uno de sus miembros. En efecto, en esta exigencia de lealtad,
el crecimiento y el cambio pueden percibirse como una traición.
Pensemos, por ejemplo, en los casos de adolescentes de familias muy
tradicionales que empiezan a manifestar comportamientos e ideas
claramente opuestas al modelo familiar de los padres: el choque
puede estar siempre a la vuelta de la esquina.
Otro concepto fundamental es que toda estructura familiar se
organiza en distintos subsistemas (Minuchin, 2009). Estas subdivisiones funcionales pueden construirse sobre varios aspectos, como por
ejemplo la edad que separa a padres e hijos o el género. El modo en
que los distintos subsistemas se relacionan entre sí influye profundamente en la estructura de la familia. Minuchin habla de límites,
refiriéndose al grado de distancia psicológica entre los miembros y
los distintos sistemas. Esos límites han de permitir que la estructura
familiar se mantenga diferenciada en su interior, pero con ciertas
63
dosis de flexibilidad para adaptarse a los cambios del ciclo de vida
familiar. Los problemas surgen cuando los límites entre los miembros
y subsistemas se vuelven demasiado permeables y generan confusión
de roles y de identidades, o bien cuando son excesivamente rígidos
y generan distanciamiento afectivo y aislamiento.
Otra dimensión fundamental para la organización familiar es
la jerarquía, esto es, el conjunto de esquemas vigentes sobre la utilización del poder. Se trata de averiguar qué sistemas poseen el poder
sobre los otros y con qué estilo: coercitivo y autoritario o bien abierto
a la discusión y tolerante. Por último, hay que aclarar si en el seno de
la familia el ejercicio de la autoridad es aceptado o discutido.
La jerarquía desempeña un papel fundamental en la resolución
de los conflictos que surgen en el seno de la familia. Según Minuchin,
la existencia de una jerarquía generacional suficientemente sólida es
fundamental para el buen funcionamiento de la familia. A diferencia
de Haley, no se hace hincapié en el ejercicio del poder, sino en la
realización de la competencia de los padres, sobre todo en el caso de
familias con adolescentes.
Esa competencia se ejerce a través del ejercicio de la autoridad
con poder de intervención, de una forma flexible y racional y con
un cierto grado de igualdad entre el padre y la madre.
En resumen, la descripción de la estructura familiar implica la
capacidad de distinguir los subsistemas y sus límites, el juego de las
alianzas y de los pactos, y la posición y el papel que cada miembro
ocupa en ella. Como escribe Minuchin: «En realidad no existe una
estructura familiar... es solo un marco que el terapeuta superpone a los
datos que observa» (Minuchin, Lee, Simon, 1998). Este constructo,
de valor heurístico y clínicamente significativo, pretende ayudar al
terapeuta a organizar sus propias percepciones y su pensamiento para
llegar a intervenciones clínicamente útiles.
Según el modelo de Minuchin, la familia, en cuanto constructora
de la identidad de sus miembros, debe disponer de una estructura capaz de adaptarse a lo que el sistema cultural prescribe a sus
miembros en los distintos estadios de su ciclo vital. Esto significa
que una estructura familiar puede ser funcional en un determinado
momento y desadaptativa en otro. Por ejemplo, en las familias con
64
niños pequeños se requiere un grado de implicación entre padres e
hijos que resultaría asfixiante para un adolescente.
El paso de uno de los hijos a la fase adolescente es uno de los
momentos cruciales en el ciclo de vida de la familia. Cuando una
familia cristaliza en una estructura inmutable, incapaz de hacer frente
al cambio, pueden surgir problemas de tipo psicológico, incluida la
violencia.
Minuchin se enfrentó al problema de la violencia y de las conductas adolescentes desviadas desde el principio de su carrera. A
finales de los años cincuenta empezó a trabajar en un centro para jóvenes delincuentes procedentes de los guetos urbanos de Nueva York
y de las minorías negras y portorriqueñas de Harlem. De estos años
de investigación nace Families of the slums (Minuchin, Montalvo et
al., 1967), texto que marca el nacimiento del enfoque estructural.
En esta obra se identifica un tipo de organización familiar que
conduce a la práctica de conductas violentas por parte de los hijos adolescentes. Esa estructura, típica de las familias pobres o culturalmente
desfavorecidas, se caracteriza por una aparente desorganización, con
roles no definidos. También se evidenció una tendencia a la actuación
más que a la explicación; los padres mostraban una reactividad incoherente alternando, en sus reacciones con los hijos, falta de atención
y control impulsivo, que a veces adoptaba tintes violentos.
Minuchin ha hablado de familias desligadas (disengaged). Los límites entre los miembros y los subsistemas son rígidos, impermeables;
la comunicación es dificultosa y los recursos de apoyo y defensa de
la familia son escasamente reactivos. En esta estructura la respuesta
de los padres es binaria, del tipo «todo o nada» (Minuchin, 1986).
Los esquemas de comunicación resultan caóticos, los individuos están
convencidos de que no son escuchados y los mensajes de relación
son más relevantes que los de contenido (Minuchin, Fishman, 1992).
En estas estructuras la pérdida de control y la actuación son la regla,
y los muchachos no son capaces de controlar la impulsividad. Y la
violencia, sobre todo contra los otros, puede explotar en cualquier
momento.
Al trabajar con familias de pacientes psicosomáticos, Minuchin
(1989) identificó otra estructura familiar desadaptativa. En esta
65
organización los límites son difusos, demasiado permeables. Esto
impide una clara diferenciación entre los subsistemas, la familia parece encerrada en sí misma, tiene un bajo nivel de individuación y
autonomía. La reacción del grupo a cualquier conducta desviante
es muy intensa. Son las llamadas familias aglutinadas, caracterizadas
por una elevada tendencia a evitar los conflictos. En esta estructura,
un/a muchacho/a puede recurrir a comportamientos violentos consigo mismos o con los otros como gesto extremo de individuación y
separación de un ambiente familiar asfixiante y englobante que no
permite levantar el vuelo.
Según Minuchin, cuando se habla de violencia «debemos mirar más allá de la familia. La violencia familiar requiere un marco
semipermeable, de modo que la sangre y las lágrimas puedan entrar
y salir del cuadro» (Minuchin, 1986). Probablemente el trabajo con
familias pobres, multiproblemáticas, llevó a Minuchin a conceder
mucha importancia a la influencia del contexto social y cultural en
que están insertas. En especial, el terapeuta ha de ser consciente de
las condiciones ambientales y de los estereotipos que pueden provocar
conductas violentas en una familia en un momento determinado de
su vida. Con su estilo provocador, Minuchin llega a sostener que las
propias acciones institucionales contra la violencia (separación de los
hijos, comunidades para jóvenes, etcétera) tienen las características
de la acción violenta del poder porque dividen a las familias y no
aprovechan sus capacidades de crecer y de curar (Minuchin, 1986;
Minuchin, Lee, Simon, 1998). Minuchin siente un profundo respeto por las familias y confía en sus recursos; considera que es deber
del terapeuta sacarlos a la luz y utilizarlos para poner en marcha
el cambio, como obra de colaboración entre la familia y el clínico
(Minuchin, Nichols, Lee, 2007).
Veamos ahora cuáles son las características de la intervención
terapéutica propuesta por Minuchin para los casos de adolescentes
problemáticos, incluidos los que son violentos consigo mismos y
con los demás. Partiendo de los conceptos ya citados y de la tesis
de que existe una relación entre el malestar del individuo portador
del síntoma (el paciente designado) y las disfunciones o rigideces en
la estructura de su familia, el terapeuta estructural utiliza una serie
66
de técnicas para explorar esas relaciones y modificarlas (Minuchin,
Fishman, 1992; Minuchin, Nichols, Lee, 2007).
El objetivo es intervenir en la estructura familiar a fin de hacerla más flexible y capaz de responder a las exigencias evolutivas
de sus miembros. Las técnicas de la terapia estructural tienden a la
reorganización de la familia a través de la crítica de su organización
(Minuchin, Fishman, 1992). Es imposible tratar al detalle todas las
técnicas desarrolladas por Minuchin y sus colaboradores a lo largo
de cincuenta años de trabajo. Existen, no obstante, algunos aspectos
interesantes que queremos destacar.
En primer lugar, se trabaja con toda la familia y sus subsistemas
a fin de activar el cambio. Para lograrlo, el terapeuta puede elegir a
uno de sus miembros como «coterapeuta». Se trata de una cooperación temporal: un mismo miembro puede desempeñar esta función
durante varias sesiones, pero también cabe la posibilidad de cambiar
dos o tres veces de coterapeuta en la misma sesión. En cualquier
caso, más pronto o más tarde, todos los miembros deben sentirse
investidos de este cargo (Minuchin et al., 1998). En las familias desligadas con adolescentes violentos, por ejemplo, el subsistema de los
hermanos puede utilizarse como agente para promover el cambio
terapéutico.
Para identificar los elementos estructurales en los que hay que
intervenir, Minuchin intenta reproducir en la sesión la vida diaria
de la familia (Minuchin et al., 1998). Es lo que llama representación:
se invita a la familia, de manera directa o indirecta, a reproducir
los esquemas interactivos que le son propios con el fin de poner en
evidencia los límites, las coaliciones y la jerarquía. El terapeuta ha
de captar con la mirada y el oído esta danza de la familia (Minuchin
et al., 2007), que revela, más allá de sus dificultades, los recursos
ocultos en ella.
Para modificar estos esquemas, hay que recurrir a modos de
actuar y de ser diferentes de los habituales, a los que los miembros
solo pueden acceder en determinadas situaciones. Con este objetivo,
Minuchin identifica en la representación algunas áreas de conflicto y
exaspera su intensidad (Minuchin, Fishman, 1992). La estratagema
consiste en crear una inestabilidad entre los miembros de la familia,
67
suscitando de este modo el potencial de cambio que se oculta en la
estructura rígida. La energía así activada hace mucho más difícil o
imposible mantener los viejos esquemas y empuja a los miembros
de la familia a experimentar nuevas vías: «Lo que hago es ampliar las
diferencias hasta que lo habitual se vuelve incómodo y, en ocasiones,
imposible» (Minuchin et al., 1998).
Este aspecto de la intervención estructural recibe el nombre de
escenificación, esto es, tendencia a crear durante la sesión experiencias
o «dramatizaciones» con tal densidad de significados y emotividad
que se convierten en la premisa del cambio. Dicho de otro modo,
Minuchin trata de construir en la sesión una «experiencia emocional
correctiva» que interrumpa los esquemas disfuncionales y abra las
puertas de la transformación.
Como puede intuirse, se trata de un modelo de terapeuta muy
activo, auténtico catalizador del cambio. Utiliza su propia presencia
en el sistema terapéutico para introducir una modificación al modelo
disfuncional de organización familiar. Para lograrlo, ha de ser capaz
de utilizar activamente su propio yo por el bien de la familia.
Otros dos elementos destacados del trabajo de Minuchin son el
uso de la metáfora y la manipulación del espacio terapéutico.
Según Minuchin, el uso de la metáfora permite superar la resistencia al cambio. Mediante el lenguaje analógico utilizado de forma
muy creativa, el terapeuta puede poner en evidencia los círculos
viciosos o expresar veladamente directivas encaminadas al cambio.
Por ejemplo, para expresar los círculos viciosos entre padres e hijos,
puede decir: «Los padres son carceleros que, a su vez, son prisioneros;
y los hijos son prisioneros pero también carceleros» (Minuchin et al.,
2007). En todas las obras de Minuchin se encuentran abundantes
metáforas que pueden ser utilizadas en la terapia con la familia.
Muchas veces la disposición de la familia puede proporcionar
indicaciones sobre la estructura y el uso del espacio. Minuchin separa
a los distintos miembros para sugerir de forma analógica una reorganización más funcional. Por ejemplo, puede separar a un hijo que
está sentado muy cerca de la madre, sustituyéndolo por el padre y
situándolo más cerca de los hermanos, para apuntar una organización
más útil de los subsistemas.
68
No es extraño que a menudo las sesiones de Minuchin parezcan representaciones teatrales. En estas representaciones se pretende
inducir a los actores implicados (familia y terapeuta) a reescribir el
escenario y los guiones redundantes, y se buscan nuevos significados
del problema para llegar a soluciones alternativas más funcionales.
Un último aspecto muy importante es la idea de que el clínico
ha de incluir a las instituciones públicas eventualmente implicadas
en el contexto familiar. De modo que lo ideal sería que las intervenciones se extendieran también a la institución, a fin de activar
reformas administrativas que ayuden a la familia (Minuchin et al.,
1998). Es una sugerencia muy útil en los casos en que hay que trabajar
con adolescentes violentos y sus familias, cuando están implicados
muchos especialistas de distintos ámbitos.
Quisiéramos terminar citando una de las metáforas más eficaces
de Minuchin: «La familia en la terapia es como un diamante que,
por su rígido estatismo, no logra mostrar más que una faceta; la
tarea del terapeuta es permitir que el diamante gire de nuevo, a fin
de descubrir a sí mismo y a los demás las otras muchas facetas que
han permanecido en la sombra» (Minuchin et al., 2007).
Cloé Madanes: el eterno dilema entre amor y violencia
El deseo de amar y proteger a los demás es la más alta inclinación
humana, pero ese deseo contiene una semilla de violencia.
Cloé Madanes
La aportación de Cloé Madanes al concepto y al tratamiento de
la violencia ha sido decisiva. Fiel a la tradición argentina, estuvo
vinculada inicialmente al modelo psicoanalítico, y más tarde, en
1975, fundó junto con Jay Haley el Family Therapy Institute de
Washington. Durante muchos años Haley y Madanes colaborarán
estrechamente y ambos se identificarán con la terapia estratégica. En
1991 Madanes construye su propia teoría estructural de la familia y
de la psicopatología, que relaciona de nuevo el eterno dilema entre
amor y violencia.
69
Para los seres humanos es fundamental y complejo decidir si
amar, proteger y ayudar a los demás o más bien imponerse, dominarlos, controlarlos y hacerles daño. La frontera entre ambos extremos
es bastante frágil. El amor, aunque pueda parecer contraintuitivo,
contiene en sí las semillas de la violencia. El amor implica una dosis
de imposición, control y dominio; la violencia puede ser impuesta en nombre del amor, de la protección y de la ayuda (Madanes,
1993). Cuanto más intenso es el amor, más cerca está de la violencia
en el sentido de posesividad intrusiva. De modo análogo, cuanto
más apegados y dependientes somos respecto del objeto de nuestra
violencia, más intensa es la propia violencia.
De ello derivan cuatro categorías de problemas basados en el
deseo que predomina en cada familia:
1) El deseo de dominio y de control vinculado a los trastornos del
comportamiento y a las personalidades antisociales. En este tipo
de familia los miembros se enfrentan entre sí y, generalmente, los
problemas consisten en intentos de obtener poder sobre personas
significativas. Cada miembro está dominado por sus deseos egoístas.
La tarea del terapeuta, mediante la utilización de estrategias ad hoc,
es corregir la jerarquía y redistribuir el poder entre los miembros
de la familia, para transformar la forma en que el poder es ejercido,
pasando del beneficio egoísta al deseo de ser amados.
2) El deseo de amor, vinculado a problemas como la depresión, la
ansiedad y síntomas psicosomáticos y alimentarios. Los miembros de
este segundo tipo de familia están empeñados en una lucha dirigida
a obtener el aprecio. Esto conduce a menudo a formas de violencia
autoinfligida, como en el caso del niño que busca el castigo para
llamar la atención. Por otra parte, el deseo de ser amados o apreciados puede hacer que salgan a la luz las mejores cualidades de una
persona, pero también puede derivar en la irracionalidad, el egoísmo
y el daño. En esta dimensión las fronteras están poco definidas y el
enfrentamiento directo es sustituido por chantajes y manipulaciones.
En este caso el terapeuta ha de redistribuir el amor en el seno de la
familia para transformar el modo en que este sentimiento es expresa70
do, convirtiendo el deseo de ser amados en deseo de amar y proteger
a los demás. Para ello se utilizan estrategias dirigidas a modificar el
tipo de implicación entre padres e hijos y estrategias paradójicas.
3) El deseo de amar y proteger a los otros, en relación con problemas
como los intentos de suicidio, los abusos, la negligencia, los trastornos
obsesivos y del pensamiento. A menudo la intrusividad y la violencia
se justifican en nombre del amor: el padre que castiga a su hijo por
su bien, el profesor que critica para enseñar son ejemplos de amor
que podría conducir a la violencia. Cualquier acción individual tiene
repercusiones vitales o mortales sobre los otros miembros de la familia. Ocurre así que entre algunos componentes del núcleo familiar
se desarrolla una competición para ver quién es más culpable o más
autodestructivo, mientras que otros miembros de la familia asumen el
rol idealizado de personajes benévolos y dignos de amor. El terapeuta
ha de modificar la manera en que se aman y se protegen los miembros
y redistribuir los roles de quién cuida y quién es cuidado, mediante
estrategias orientadas al futuro y actos de reparación.
4) El deseo de arrepentirse y perdonar vinculado a problemas como
el incesto, los abusos sexuales, los actos de sadismo o los intentos
de homicidio. En este caso el amor ha degenerado en violencia, los
individuos se han infligido recíprocamente traumas y han sufrido
injusticias y agresiones. Las interacciones se caracterizan por el pesar,
el resentimiento, los engaños y secretos. El secretismo es alimentado
por la vergüenza por lo que se ha hecho, o por lo que se ha dejado de
hacer, y mantiene coaliciones inadecuadas. De modo que las personas se comportan según el modelo «víctima y verdugo». Tras haber
clarificado quién le hizo qué a quién, el terapeuta ha de orientar el
paso del secretismo y la hipocresía a la comunicación abierta y a la
sinceridad. Se anima a los miembros de la familia a aceptar la culpa
y a arrepentirse, para llegar a una reparación consciente.
En la práctica clínica, Cloé Madanes se centra en la comunicación
metafórica en el seno de estos tipos de familias. La metáfora se entiende como un elemento de comunicación que dificulta la solución
71
de los problemas: los mensajes no se refieren nunca a lo que indican
abiertamente y las personas se encuentran atrapadas en interminables repeticiones de secuencias (Madanes, 1993). La metáfora asume
también un valor terapéutico, mientras que el fin estratégico es el
cambio de metáforas de conflicto por metáforas de amor, para buscar
el amor que no existe, para convertir la violencia en amor.
Terapia familiar breve y estratégica
La vida de familia pierde toda libertad y belleza cuando se basa
en el principio del yo te doy y tú me das.
Henrik Ibsen
En el Center for Families Studies de la Universidad de Miami, Florida,
se desarrolló a lo largo de más de treinta años el enfoque estratégicoestructural denominado Brief Strategic Family Therapy (bsft).
La familia es el contexto primario para el desarrollo y la sociabilización de los niños y de los adolescentes. Si una familia bien
adaptada puede ayudar a evitar que los adolescentes desarrollen
problemas de comportamiento o conductas violentas, igualmente
la presencia de serios conflictos familiares, dificultades para asumir
funciones educativas y normativas adecuadas y problemas relacionales graves deben considerarse factores asociados a problemas de
comportamiento de los adolescentes (vandalismo, participación en
bandas violentas, conflictos con los padres, consumo de drogas y
delincuencia) (Szapocznik, Coatsworth, 1999).
El enfoque de la bsft es de tipo estratégico-estructural, y convierte a la familia del adolescente violento en la base sobre la que
hay que actuar para producir el cambio. El reto consiste en utilizar
en beneficio propio la energía de la familia y de cada uno de sus
miembros para modificar el contexto relacional, a fin de reducir el
riesgo y aumentar la protección. La bsft es un enfoque estratégico
que pretende proporcionar a las familias los instrumentos necesarios
para superar tanto los problemas conductuales de los adolescentes
como las disfunciones familiares que a menudo los acompañan. Esto
72
se produce mediante: 1) el uso de intervenciones prácticas, centradas
en la corrección de modelos disfuncionales de interacción familiar,
2) la habilidad en la preparación de estrategias que refuercen a las
familias (Szapocznik, Hervis, Schwartz, 2003).
La bsft se basa en la teoría sistémica del funcionamiento familiar, según la cual la familia es un sistema que influye en todos sus
miembros y tiene características únicas que aparecen solo cuando
sus componentes interactúan entre sí. Además, es posible comprender el comportamiento de un miembro de la familia simplemente
analizando el contexto (el núcleo familiar) en el que se manifiesta.
Por consiguiente, la familia desempeña un papel crítico tanto en el
desarrollo y en el mantenimiento de los problemas de comportamiento de los adolescentes como en su tratamiento.
Las intervenciones centradas en la familia se focalizan principalmente en sus relaciones internas, con el grupo de los compañeros
y con la escuela.
La atención se dirige al modo en que los miembros de la familia
se relacionan entre sí, y a la mayor o menor funcionalidad de estos
esquemas interactivos para alcanzar los objetivos de la familia y/o
de sus componentes.
De ahí la exigencia de una valoración de la estructura (Minuchin,
2009), esto es, de los aspectos interactivos característicos de la familia. Para ello el terapeuta crea un contexto terapéutico en el que los
miembros son libres de interactuar según su estilo habitual.
En la práctica clínica, la bsft, inspirándose en los modelos de
intervención presentados por Haley (1984) y Minuchin (1992), adopta
la forma de estrategia integrada en cinco estadios:
•
•
Alianza: la creación de la alianza terapéutica construida en dos
niveles; en el nivel individual con cada uno de los familiares
participantes, y en el nivel familiar, en el que el terapeuta ha de
reconocer, respetar y mantener los modelos interactivos característicos de la familia;
Escenificación: puesta en acción de las interacciones objeto de
la terapia. Al terapeuta le interesan las interacciones presentes
y observables, lo que hace la familia en las sesiones terapéuticas y
73
•
•
•
no lo que la familia cuenta en la sesión. Al crear un contexto en
el que las familias se comportan como en casa, el terapeuta puede
centrarse en el aquí y ahora, en vez de permanecer atrapado en
el contenido de lo que sucedió allá y entonces;
Diagnóstico interactivo: la observación de los cuadros interactivos
permitirá identificar estratégicamente los patrones más susceptibles de cambio, con el objetivo de establecer planes específicos
de tratamiento para modificar los patrones no equilibrados;
Plan de tratamiento: se establecen planes específicos de tratamiento para modificar los patrones interactivos equivocados;
Cambio reestructurante: se realizan intervenciones para ayudar a
las familias a alejarse de los patrones interactivos inadecuados y
elegir otros más sanos y funcionales. Las técnicas reestructurantes tienden a reorganizar las relaciones en el seno de la familia
(alejamiento de las fronteras) y a romper las modalidades de interacción rígidas, sentando las bases para un comportamiento
diferente mediante reestructuraciones y asignación de deberes.
Sobre la base de cinco dimensiones (organización de la familia, resonancia y distancia psicológica entre los miembros, presencia de un
paciente designado destinatario de la reprobación de la familia y resolución del conflicto), en un estudio sobre familias latinoamericanas de
Miami, se observaron e identificaron modelos específicos de interacción familiar vinculados a comportamientos problemáticos (incluido
el consumo de drogas) y/o violentos de los adolescentes. Estos mismos
patrones disfuncionales, si se modifican adecuadamente, pueden representar una ayuda válida en el cambio de la conducta problemática
del adolescente (Robbins, Horigian, Szapocznik, 2007).
Esos patrones comprenden:
•
•
•
74
falta de autoridad paterna, desequilibrio en la jerarquía, cuidados
paternos ineficaces;
desequilibrio psicológico o emocional de los padres frente al
hijo: apego o desapego;
niveles elevados de conflictividad, incapacidad de mantener enfrentamientos constructivos y de negociar;
•
•
adolescente, «paciente designado» como catalizador de la culpa,
desaprobación, malestar y como la mayor fuente de infelicidad
de la familia, a diferencia de los otros hijos que la compensan
asumiendo responsabilidades mayores;
poca flexibilidad y capacidad de adaptación, en general, de la
familia.
Además, teniendo en cuenta que en ocasiones es difícil implicar
en el tratamiento a las familias de los adolescentes con problemas
de comportamiento, la bsft ha definido intervenciones estratégicas específicas a fin de que las familias resistentes se comprometan,
identificando y superando los patrones de interacción habituales que
permiten al síntoma de la resistencia formar parte del tratamiento.
Se han identificado cuatro tipos de resistencia:
•
•
•
•
el «paciente designado» se encuentra en una posición de fuerza
y poder respecto a la familia;
el progenitor protector (por lo general, la madre) salvaguarda el
síntoma y los patrones de interacción disfuncionales, reforzando
el comportamiento problemático del adolescente;
el progenitor desapegado (por lo general, el padre) se niega a
participar en la terapia;
el miedo a la terapia como exposición, basado en la creencia de
que puede llevar a «revelar secretos peligrosos».
En resumen, la bsft se inserta en un cuadro estratégico-estructural, que
integra los modelos de Haley y Minuchin. Mediante intervenciones
prácticas, focalizadas y planificadas, centra la atención en los modelos de interacción de la familia vinculados a los comportamientos
problemáticos y violentos del adolescente. Mediante el desarrollo de
estrategias ad hoc, se induce a la familia a alejarse de los patrones
de interacción inadecuados, disfuncionales o resistentes al cambio,
y a elegir otros más sanos y funcionales.
75
Michael White y la terapia narrativa
El hombre no tiene naturaleza sino historia.
José Ortega y Gasset
Uno de los conceptos que han surgido en la terapia familiar de los
últimos veinte años es el de «narrativa». La narrativa puede definirse
como un proceso mediante el que definimos quiénes somos y damos
forma al mundo en que vivimos, una unidad de significado que
proporciona un marco a la experiencia. Es a través de las historias
como se interpreta la experiencia vivida. Según White, «entramos
en las historias; otros entran en las nuestras; vivimos nuestras vidas
a través de estas historias» (White, 1989-1990). Nos descubrimos a
nosotros mismos en cualquier momento de la interacción a través
de la narración que construimos con los demás.
Los representantes más destacados de la visión narrativa en la
terapia familiar son Michael White, fallecido en abril de 2008, y
David Epston, cuyos trabajos giran en torno al Dulwich Centre de
Adelaide, en Australia meridional.
Según este enfoque, las personas organizan su vida siguiendo
un modelo narrativo y otorgan un sentido a su vida a través del
relato de sus experiencias: es precisamente a través de la narración
y de la relación con los demás, considerados indispensables, como
dan forma a esas experiencias. Contar nos permite crear una visión
diferente de nuestra vida y de nosotros mismos, y reescribir nuestras
experiencias en un marco y con un significado diferentes (White,
1992). Las historias no son simples descripciones de la vida, sino
verdaderos instrumentos que permiten a las personas unir aspectos
de su experiencia en una dimensión temporal, estructurando y dando
un significado a la vida pasada, presente y futura.
Las historias en las que depositamos nuestra experiencia determinan el significado que atribuimos a la experiencia misma. Una
historia que representa la trama parcial de una compleja experiencia
de vida se convierte a menudo en dominante y da origen a la identidad
que el sujeto se atribuye (Bertrando, Toffanetti, 2000). La narración,
por tanto, circunscribe el individuo a persona.
76
Partiendo de este constructo, White considera la terapia como el
contexto en el que se puede proceder a una reescritura de las propias
experiencias. A través de un gran número de preguntas, se conduce
al paciente a una deconstrucción de las respuestas a fin de lograr una
redefinición que modifique los significados del problema y que connote positivamente las acciones de las personas y sus posibilidades de
elección. Por consiguiente, la labor del terapeuta no consiste en establecer la verdad sino más bien en favorecer la elaboración de historias alternativas que puedan dar un sentido diferente a la vida (Bogliolo, 2008).
Podríamos decir que White cura las historias, no a las personas.
Su trabajo es sobre todo individual, la familia solo se utiliza ocasionalmente. Para White es la dinámica del problema y no la de la
familia la que define los términos.
White introduce el concepto de externalización, una técnica
que anima a los pacientes a objetivar las situaciones que viven como
opresivas. El problema se considera una entidad separada y, por tanto,
externa a la persona o a la relación considerada problemática (White,
1992). «El problema no es la persona o la relación. El problema es el
problema mismo» (White, 1992).
Hacer que las personas sientan que ellas no son el problema sino
que son «agredidas» por el problema, como algo que viene de fuera,
comporta algunas ventajas: 1) reducir la sensación de fracaso en los
intentos de resolver el problema; 2) disminuir los conflictos acerca
de la responsabilidad frente al problema, uniendo a las personas en
una batalla común contra el síntoma en vez de enfrentarlas entre
sí; 3) permitir a las personas reconquistar una porción de su vida,
sustrayéndola del dominio del problema.
En otras palabras, la externalización del síntoma muestra al sujeto el poder y la influencia que el problema tiene sobre su vida.
De este modo, la persona se separa de la historia dominante y del
problema, pasando de la posición de quien es el problema, a la posición de quien es poseído por el problema, y empezando a adquirir
confianza y percepción de su propio poder.
La aplicación del enfoque narrativo a la violencia adolescente ha
centrado la atención en los comportamientos violentos con los de77
más, puestos en práctica por chicos dentro del entorno escolar. Se
ha ocupado especialmente del acoso, las humillaciones sexistas, las
vejaciones y los abusos raciales.
La escuela es a menudo el lugar donde los trastornos emocionales, afectivos o psicológicos hallan terreno abonado y motivo de
expresión. Frente al grupo de compañeros, los chicos elaboran y
refinan las competencias relacionales, su identidad y los guiones
de respuesta que luego utilizarán en las situaciones en las que se
encontrarán a lo largo de la vida. Por ejemplo, un guion de comportamiento ligeramente vejatorio con una chica puede llevar a un
muchacho de 13 años a estructurar un guion de comportamiento
controlador y violento en su matrimonio quince años más tarde.
De forma análoga, el desarrollo de una historia alternativa sobre las
relaciones hombre-mujer a la edad de 13 años puede evolucionar en
un guion de relación equilibrada y de respeto en la edad adulta.
Inspirándose en el trabajo de Jenkins (1990), la perspectiva narrativa considera la violencia en los adolescentes como el fruto de
una adhesión a creencias de base, eco del pasado y de las influencias
culturales del mundo que nos rodea (Winslade, Monk, 2007).
Desde esta óptica, en la base de un comportamiento violento
y de abusos hacia un compañero puede estar la idea del «macho
agresivo y en competición». Este sistema de creencias puede inducir
a un adolescente a adoptar una conducta desresponsabilizada hacia
los demás.
Por consiguiente, la técnica de las preguntas externalizantes se
propone, en este contexto, para desmontar las creencias que subyacen al comportamiento violento y, solo en segundo término, para
separar el problema de la persona. Winslade y Monk (2007) citan
el ejemplo de las llamadas «ideas patriarcales». Las ideas patriarcales
sobre las mujeres pueden favorecer la postura irrespetuosa de un
chico frente a un docente o la sumisión de las compañeras de clase
mediante leves vejaciones sexuales o psicológicas. En una conversación de externalización sobre un problema, las ideas patriarcales
pueden representarse como ideas que confunden al muchacho y lo
apartan de las relaciones amistosas y de respeto que preferiría tener
con las mujeres. El adolescente, al atribuir la responsabilidad a las
78
ideas patriarcales, podrá salvar al menos la cara y empezar a separarse
de esas ideas. Una vez exteriorizada la influencia sobre el muchacho
y sus relaciones, puede fomentarse la adopción de medidas para
rechazar esa influencia.
En resumen, el enfoque narrativo permite separar a la persona
del problema a través de una serie de técnicas comunicativas utilizadas en la sesión. Esto es especialmente importante cuando se
trata de comportamientos violentos en la adolescencia. En efecto,
en una fase tan delicada de búsqueda y reconocimiento de la propia
identidad, separarse del problema, considerarlo como algo que está
fuera de uno mismo, permite evitar que se apliquen al adolescente
las etiquetas de «malvado» o «monstruoso» que podrían marcarlo
para toda la vida.
Kenneth Hardy: la violencia como fenómeno sociocultural
La violencia es la retórica de nuestra época.
José Ortega y Gasset
Uno de los autores que, en los últimos años, más se ha ocupado de
la violencia en la adolescencia es el estadounidense Kenneth Hardy,
cuyos libros desgraciadamente no han sido traducidos aún al italiano
(Hardy, 1999; Hardy, Laszloffy, 2005). En su trabajo como profesor
en la Universidad de Siracusa y como terapeuta familiar en el Ackerman Institute de Nueva York, Hardy lleva muchos años dedicado al
tratamiento de la violencia adolescente. Se ha ocupado sobre todo
de chicos y chicas procedentes de familias muy problemáticas y de
contextos sociales desfavorecidos, miembros de bandas juveniles e
implicados en toda clase de actos de violencia contra los demás y
contra ellos mismos. Gracias a este extenso trabajo de investigaciónintervención, Hardy y sus colaboradores definieron un modelo comprensivo, explicativo y de intervención, sobre el fenómeno de la
violencia juvenil (Hardy, Laszloffy, 2005).
La perspectiva adoptada es básicamente sociocultural y tiene en
cuenta los distintos factores que pueden conducir a un adolescente a
79
adoptar conductas violentas auto y/o heterodestructivas. Se analizan
todos los ámbitos —individual, familiar, social y cultural— en los
que se mueve un «adolescente violento».
La propia definición de violencia que ofrece Hardy, esto es,
«una acción (o no acción) voluntaria e intencional que genera un
daño o lesión deliberados» (Hardy, Laszloffy, 2005), incluye algunas
circunstancias que tradicionalmente no se han asociado a este fenómeno; tres de ellas son especialmente útiles para la comprensión de
su punto de vista.
La primera se refiere a la inclusión en la definición de «violencia»
de los actos autolesivos deliberados.
El segundo aspecto se refiere a la idea de que la violencia también
puede ser ejercida en el más amplio nivel social. Desde esta perspectiva, Hardy considera que «todas las manifestaciones de opresión
sociocultural, ya sea el racismo, el sexismo, la homofobia o la pobreza,
son actos de violencia. Todos estos actos implican invariablemente
una forma de dominación unida a injusticias basadas en el acceso
diferenciado al poder, a la riqueza y a los recursos. Cuando estas
situaciones coexisten en las relaciones humanas, cualquiera que sea
el nivel, la violencia es inevitable» (Hardy, Laszloffy, 2005). Como
puede verse, en este modelo la violencia se enmarca en el interior de
un escenario cultural y social más amplio, con el objeto de evitar la estigmatización del adolescente violento como «malo» o «enfermo».
La tercera circunstancia es deliberadamente más provocadora
aún. Hardy considera que «la violencia puede ejercerse pasivamente
mediante actos de omisión. Dicho de otro modo, si una persona es
consciente de un acto de violencia y evita realizar cualquier tipo de
intervención para prevenir o interrumpir esta violencia, consideramos que esta persona es un cómplice» (Hardy, Laszloffy, 2005). Este
punto de vista, además de subrayar el dinamismo presupuesto por el
modelo, introduce un aspecto interesante: la importancia del papel
de la «víctima» pasiva como elemento de mantenimiento de algunos
comportamientos violentos. Pensemos, por ejemplo, en los padres
hiperprotectores que no adoptan ninguna actitud frente a los repetidos
comportamientos agresivos del hijo, contribuyendo así a mantener
vivo el guion familiar.
80
Como todos los autores que se han ocupado de este tema, Hardy
también trata de dar una respuesta al viejo problema de por qué algunos adolescentes se vuelven violentos y otros no. Gracias a su amplia
experiencia de tratamiento e investigación, Hardy ha llegado a identificar cuatro «factores agravantes» que pueden llevar a algunos/as
muchachos/as a adoptar conductas violentas con los demás o con ellos
mismos. Lo que hace interesante el conocimiento de estos factores,
además de su valor explicativo, es que este conocimiento se traduce en
una serie de estrategias prácticas que pueden ser utilizadas por los profesionales para detener o prevenir los comportamientos violentos.
El primer factor es la «desvalorización», que aparece cuando la
dignidad y el valor de un grupo o de un individuo se ponen en tela
de juicio o se denigran. Esto puede ocurrir en respuesta a algunas
circunstancias, como el desempleo, el fracaso escolar o distintas formas de abandono (familiar, sentimental y relacional). Además puede
aparecer en concomitancia con algunas condiciones permanentes,
como por ejemplo formar parte de un grupo socialmente estigmatizado, excluido o marginado (minorías raciales, homosexuales, etcétera). Según este modelo, cuando un muchacho tiene una profunda
sensación de fracaso y derrota puede recurrir a la violencia como
modo «malsano» de recuperar su propia sensación de valía. Es mejor
sentirse fuerte y malo que fracasado.
El segundo factor agravante es la «erosión/destrucción de la
comunidad». Con esta expresión Hardy se refiere a un lugar, físico
pero sobre todo simbólico, donde se percibe la propia vida como
coherente y dotada de sentido (Hardy, Laszloffy, 2005). Los adolescentes dependen de la «comunidad» para adquirir un sentido claro de
identidad y de arraigo, y para construir una red de relaciones sociales
positivas. Los factores que pueden causar la erosión de la «comunidad» entendida de este modo son extremadamente variables: desde
problemas familiares, como abuso, malos tratos, divorcio o abandono,
hasta cuestiones sociales más amplias de tipo racial, económico y de
género. Hardy distingue tres niveles de comunidad que forman parte
de la vida de un adolescente: primario (la familia), extenso (el barrio,
el país) y cultural. Cuando la erosión o la destrucción afecta por lo
menos a dos de estos niveles en la vida de un adolescente, el riesgo
81
de violencia autoinfligida o heteroinfligida aumenta fuertemente.
Es como perder las raíces, sin las cuales no brotan las alas y, en este
caso, el comportamiento violento puede resultar una opción muy
atractiva. Es evidente que una intervención terapéutica eficaz sobre
ciertas formas de violencia no puede prescindir de la implicación de
las figuras adultas que rodean al adolescente, sobre todo los padres y
los profesionales de la educación. En algunos casos esa implicación
puede ampliarse hasta incluir la colaboración con otros adultos significativos implicados: familia extensa, servicios sociales, educadores
y fuerzas del orden.
El tercer factor agravante es la «deshumanización de la pérdida».
Según Hardy, muchos chicos «violentos» han sufrido pérdidas, en distintos niveles, subestimadas constantemente tanto por ellos mismos
como por quienes les rodean. Hardy distingue diez tipos, entre los
que figuran: la separación o el abandono de los padres, el fin de una
relación amorosa, las dificultades económicas y la pérdida de amistades importantes. Si se niegan o se subestiman, estas pérdidas adoptan
la forma de «duelos» no elaborados, heridas siempre abiertas que
generan rabia o dolor y también comportamientos autolesivos o
agresivos. Por consiguiente, hasta que no se les ayude a superar estos
duelos, introduciéndose en ellos para poder superarlos, será difícil
poner fin a esta conducta violenta.
El último de los factores identificados por Hardy es la «rabia»,
vista como la confluencia de los tres primeros factores. Es la respuesta natural e inevitable a las experiencias de dolor e injusticia y, en
ocasiones, se convierte en un mecanismo de defensa para gestionar
otras emociones dolorosas, como el miedo o la ausencia de placer.
Cuando la rabia se canaliza constructivamente puede convertirse
en una fuerza positiva y constructiva. Si se niega o se trata como
una reacción negativa, puede crecer y culminar en una explosión de
violencia contra uno mismo o dirigida hacia el exterior.
El modelo propuesto por Hardy analiza al detalle todas las posibles facetas del fenómeno de la violencia adolescente y proporciona
una serie de estrategias de intervención para actuar sobre los cuatro
factores. El objetivo es ayudar al chico y a su familia a superar el sentimiento de desvalorización, reconstruir la sensación de comunidad
82
en distintos niveles, elaborar las pérdidas y canalizar positivamente
la rabia (Hardy, Laszloffy, 2005). Es un modelo muy flexible y pragmático, que prevé una intervención sobre varios sistemas, desde la
familia y la escuela hasta la comunidad más extensa, para hallar
la clave del cambio y los recursos necesarios para interrumpir los
comportamientos violentos. Al mismo tiempo se realiza también un
trabajo terapéutico individual con el chico para ayudarle a encontrar
estrategias de afrontamiento (coping) de la violencia más eficaces y
para gestionar sus emociones dolorosas.
Un aspecto muy interesante es el énfasis que pone Hardy en la
necesidad de maximizar el impacto terapéutico: actuar siempre como
si la sesión fuera la última. Con este tipo de pacientes el riesgo de
abandono siempre es muy elevado.
Hardy sostiene que construir una relación terapéutica con los
adolescentes violentos es como «abrazar un cactus»: maximizar el
impacto no quiere decir adoptar una actitud provocadora o entablar
un pulso inútil. Se trata más bien de un proceso en tres fases, que
prevé en primer lugar la «validación» de la perspectiva del chico/a,
sin oponerse ni tampoco aceptarla. Es como enviar el mensaje «Te
entiendo», que no significa necesariamente estar de acuerdo. Una vez
establecido este primer nivel de acuerdo, se puede pasar a la segunda
fase, que es el sutil «desafío» a la visión del mundo del paciente, con
objeto de diseminar pequeños elementos de ruptura de la perspectiva
rígida y abrir la vía del cambio. Es como tallar un diamante: los golpes
han de ser precisos y medidos, ni demasiado fuertes ni demasiado
débiles. Solo entonces será posible pasar a la última fase, la de la
«petición», en la que se podrá pedir al adolescente que convierta en
acciones concretas la nueva perspectiva que está adoptando. Si las
dos primeras fases se han llevado a cabo con éxito, esta petición se
entenderá como la consecuencia natural de la comunicación anterior
y no será percibida por parte del adolescente como una imposición.
Por otra parte, parafraseando a Pascal, nos convencemos antes y
mejor si nos convencemos nosotros solos.
La utilización de una modalidad comunicativa evolucionada
como el diálogo estratégico (Nardone, Salvini, 2006) puede ser muy
útil para alcanzar esta forma eficaz de «impacto soft».
83
En conclusión, el modelo propuesto por Kenneth Hardy resulta
interesante por su amplitud, tanto explicativa como de intervención
en el fenómeno de la violencia adolescente. Además, ofrece una
perspectiva singular porque subraya la importancia de los aspectos
culturales, étnicos y sociales. Debido a ello puede resultar útil para
quienes trabajan en contacto con chicos y chicas procedentes de
ambientes desfavorables y problemáticos.
Como escribe Hardy: «Ver a estos adolescentes como “muchachos heridos que hieren” y no como “malvados” es esencial para
tratar con éxito y, finalmente, prevenir el fenómeno de la violencia
juvenil» (Hardy, Laszloffy, 2005).
Matthew Selekman:
un enfoque de terapia familiar centrada en las soluciones
aplicado a la violencia adolescente
No hay nada más peligroso que una idea cuando es la única que tenemos.
Alain
Uno de los grandes expertos en el campo de la terapia breve con
los adolescentes «difíciles» es Matthew Selekman (Selekman, 1996,
2004, 2006, 2009; Todd, Selekman, 1991). Queremos terminar este
análisis con una breve exposición de su trabajo.
Desde hace más de veinte años, Selekman se ocupa principalmente de adolescentes y jóvenes adultos que presentan distintas
problemáticas: consumo de drogas, conductas violentas, trastornos
alimentarios, etcétera. En este trabajo ha dedicado especial atención
al fenómeno de las conductas violentas de tipo autolesivo (Selekman,
2006, 2009).
Gracias a su vasta experiencia clínica, el autor pone de manifiesto que en los últimos años, en Estados Unidos, los problemas de
los adolescentes y de sus familias son ahora más graves, complejos
y crónicos que en el pasado. Selekman cree que este hecho puede
atribuirse a la concurrencia de una serie de factores sociales y culturales. Por ejemplo, una «demonización mediática» de la adolescencia
84
que ha hecho que las familias se sientan cada vez más asustadas e
impotentes. A esto cabe añadir el hecho de crecer en una «cultura
del miedo» (terrorismo, criminalidad, inmigración) que en algunos
adolescentes aumenta la sensación de ansiedad respecto al futuro.
Un último factor que consideramos relevante es el abuso de formas
de comunicación electrónica, sobre todo Internet: las relaciones
humanas reales son sustituidas por las pantallas, «nuevas niñeras y
amigas» (Selekman, 1996). Varios estudios han puesto de manifiesto que la utilización excesiva de estos instrumentos puede llevar a
la sustitución del mundo real por «realidades virtuales» (Nardone,
Cagnoni, 2003), lo cual genera problemas de distinta índole, sobre
todo en la adolescencia. Estos factores pueden contribuir a la actual
«epidemia» de comportamientos violentos, especialmente de tipo
autolesivo (Selekman, 2009; Gladwell, 2001).
Selekman define el enfoque terapéutico que propone para tratar
los problemas de los adolescentes y de los jóvenes como un «método de terapia familiar breve de colaboración, basado en los puntos
fuertes» (Selekman, 2009).
La base de este enfoque es el modelo de «terapia breve centrada
en las soluciones» desarrollado por Steve de Shazer e Insoo Kim
Berg (de Shazer, 1988, 1991; Berg, Miller, 1997). En este modelo se
construye la solución de un problema ampliando progresivamente
las excepciones positivas aportadas por el cliente, orientándolo hacia
la visión de un futuro en el que todo estará resuelto. Es decir, se utilizan los recursos y las soluciones ya presentes en el cliente y/o en la
familia, amplificándolos mediante el uso de maniobras comunicativas
específicas y de «experimentos terapéuticos» que hay que llevar a cabo
entre una y otra sesión (Berg, Miller, 1997).
En los últimos diez años de su trabajo, Selekman se dio cuenta
de que el enfoque centrado en las soluciones, aunque había demostrado ser eficaz en algunos problemas de adolescentes, presentaba
fuertes limitaciones en los casos de patologías multisintomáticas,
como son por ejemplo los comportamientos violentos y las conductas
autolesivas, en las que a menudo se produce la presencia conjunta
de distintos aspectos problemáticos (como consumo de drogas y
trastornos de la alimentación), y en las que es muy difícil identificar
85
excepciones positivas sobre las que se pueda invertir para llegar a la
solución en poco tiempo.
Para conseguir tratar de modo eficaz y eficiente estos problemas,
Selekman incluyó también en su modelo de intervención familiar
elementos procedentes de otros enfoques, entre los que distinguimos
la psicología positiva (Seligman, 1998, 1999, 2005), la terapia narrativa
(White, Epston, 1990; White, 2008), la terapia breve estratégica (Fish
et al., 1994; Nardone, Watzlawick, 1999; Nardone, Salvini, 2006); los
trabajos de Howard Gardner sobre las inteligencias múltiples (Gardner, 2003, 2004, 2010). De esta integración nació un modelo muy
flexible pero también muy riguroso, capaz de conjugar estas distintas
estructuras en protocolos de intervención específicos y sistemáticos.
No es posible reproducir aquí el conjunto de estrategias y técnicas comunicativas propuestas por Selekman (1996, 2006, 2009)
para el tratamiento de las conductas autolesivas y violentas en la
adolescencia, sin embargo queremos destacar algunos aspectos básicos del modelo.
En primer lugar se aconseja evitar la utilización de «etiquetas diagnósticas», como las que proponen el dsm-iv o el cie-10, excepto para
usarlas estratégicamente como elementos terapéuticos que faciliten
el cambio. El objetivo es evitar el efecto «etiquetaje» que se produce
a menudo como consecuencia de la formulación de un diagnóstico
que, si se sigue con excesiva rigidez, corre el riesgo de convertirse en
una «profecía que se autorrealiza» (Nardone, Watzlawick, 1992).
Otro aspecto interesante es investigar todas las soluciones intentadas puestas en práctica hasta el momento para acabar con las
conductas violentas. Entre estos intentos disfuncionales Selekman
incluye también las terapias anteriores. De hecho es frecuente que los
muchachos «violentos» hayan tenido repetidas experiencias de tratamientos fracasados y lo que se aconseja es indagar cuidadosamente
lo que no ha funcionado, para evitar repetir errores ya cometidos e
introducir elementos nuevos y eficaces (Selekman, 2009).
Una vez vista la peculiaridad de la población adolescente, sobre
todo la «violenta», en este enfoque se «invita a los clientes a definir
claramente sus objetivos de tratamiento y a compartir sus preferencias, expectativas y teorías del cambio» (Selekman, 1996). Es uno de
86
los elementos que hacen que este enfoque sea «de colaboración»: la
adopción por parte del clínico de una «one down position» aparente
para conseguir construir una relación terapéutica productiva. Un caso
interesante es aquel en que el adolescente y las personas que le rodean
expresan objetivos distintos, cosa que no es infrecuente en los casos
de conductas auto y heteroagresivas, cuando a menudo el muchacho
acude forzado a terapia. En este caso la dificultad del clínico consiste
en moverse entre distintos objetivos sin descalificarlos, tratando de
que todos los sujetos implicados remen en la misma dirección. En
estos casos, dice Selekman, el clínico desempeña inicialmente la función de «interfaz» entre el adolescente y la familia, para escabullirse
después en cuanto la comunicación personal recupera una dinámica
funcional y ya no destructiva.
Es una tarea muy difícil que obliga al terapeuta a «cambiar continuamente siendo siempre el mismo» (Nardone, 2004b).
Selekman sostiene que cuando se trabaja en este tipo de casos
hay que «esperar que todos los clientes tengan los recursos y las fuerzas necesarias para el cambio» (Selekman, 2009). En este modelo se
considera indispensable buscar cuáles son los puntos fuertes que indiquen la resistencia y la resiliencia de los clientes a la hora de afrontar
las dificultades, incluso en áreas de la vida que no tienen que ver con las
conductas violentas. El objetivo es utilizar estos aspectos en la resolución del problema, con la convicción de fondo de que es más fácil y
rápido utilizar las habilidades ya existentes que crear otras nuevas.
La terapia de Selekman se propone como una intervención
«multisistémica»: además del adolescente y la familia, se busca la
participación positiva de todos los sistemas implicados en el área
del comportamiento violento (escuela, servicios sociales, etcétera).
Se trata de un elemento común a todas las formas de tratamiento
de las conductas violentas, porque los problemas tienden a implicar
varios niveles del ambiente natural del muchacho o de la muchacha.
Una de las peculiaridades de Selekman es la idea de poder recurrir,
en algunos casos, incluso al grupo de compañeros, llevando a la
sesión a los amigos del sujeto «violento» para aumentar el efecto
terapéutico. La base de esta idea es la importancia otorgada al grupo
de compañeros en la vida de los adolescentes. A veces estos grupos
87
se convierten en auténticas «segundas familias» (Taffel, Blau, 2001),
que tienden a suplir la función de la familia de origen. Según este
enfoque, obtener la colaboración de los amigos puede ayudar tanto
a interrumpir las conductas violentas como a devolver a la familia
su función de guía positiva.
Junto a la intervención multisistémica, Selekman sostiene la importancia de conceder también un espacio individual al adolescente
para aumentar la eficacia de la relación terapéutica y para enseñar
al muchacho algunas modalidades más eficaces de afrontamiento
(coping) de las emociones negativas (rabia, dolor, miedo y ausencia de
placer), que pueden llevarlo a adoptar comportamientos agresivos. En
estos encuentros individuales se trata de reconocer en cuáles, entre las
formas de «inteligencia múltiple» (Gardner, 2010), está especialmente
dotado el cliente a fin de construir las prescripciones sobre sus puntos
fuertes. Selekman propone una serie de «experimentos terapéuticos»
que hay que ajustar a las distintas formas de inteligencia (literaria,
visual-espacial, matemática, etcétera). Por ejemplo, si a una chica le
gusta la poesía, se intentará darle una prescripción que implique la
escritura. Se insiste una vez más en la colaboración y en el uso de los
recursos y de los puntos fuertes.
En la realidad italiana la aplicación de este modelo puede resultar
complicada, teniendo en cuenta la dificultad que supone implicar a
los distintos subsistemas, y puede ser más fácilmente aplicable en el
trabajo realizado en el sector público.
Como todos los autores mencionados en este capítulo, tampoco
Selekman describe la violencia como una cosa inexplicable o malvada,
sino como un esquema de comportamiento que desarrolla una función positiva dentro de un sistema. Como dice el propio autor: «Hay
muchos modos de ver un comportamiento autolesivo o una conducta
similar, y ninguno es mejor que otro. [...] Hace falta tiempo para
llegar a comprender las historias de nuestros clientes, de qué modo
han desarrollado un comportamiento autodestructivo concreto, para
poder ayudarles, teniendo en cuenta también los inconvenientes que
podría reportar el abandonarlo» (Selekman, 2009).
88
4. La intervención breve
estratégica evolucionada
en los adolescentes violentos
Elisa Balbi
Nadie elige el mal sabiendo que es un mal, pero permanece atrapado
en él si, por error, lo considera un bien respecto a un mal mayor.
Epicuro
Cuando mis colegas y yo decidimos emprender este nuevo proyecto,
me pregunté cuál podría ser mi aportación. Luego, tras consultar
con Giorgio Nardone, pensé que mi contribución más importante
derivaba directamente de mi trabajo en la Scuola di Specializzazione
in Psicoterapia Breve Strategica de Arezzo. Como profesora y tutora,
he tenido ocasión de asistir a centenares de terapias con adolescentes
afectados de trastornos diversos y responsables de actos violentos
contra la familia, los compañeros y ellos mismos.
El centro donde imparto formación tiene unas características
especiales, puesto que proporciona a los alumnos la posibilidad de
aprender en primer lugar a través de la observación y luego mediante
la práctica clínica. Es decir, en los dos primeros años de formación, en
casi todas las clases se les muestra a los estudiantes un vídeo de una
terapia completa. Cada sesión está dedicada a un tipo concreto de
trastorno y a la aplicación de un protocolo de intervención específico,
que luego se explica desde el punto de vista procedimental y estructural. De este modo los alumnos tienen la posibilidad de comprender
89
inmediatamente la teoría a través de la práctica, descubriendo los
nexos lógicos en el momento mismo en que observan y aprenden
las técnicas. Si pensamos que desde una perspectiva estratégica un
problema se conoce a través de su solución, lo mismo ocurre con la
teoría, que se construye gracias a la aplicación directa de aquello que
ha funcionado, en un proceso a la inversa respecto a los tradicionales
enfoques causalistas.
A partir del tercer año, hasta completar la formación, se pasa de
la observación a la aplicación práctica de los conocimientos aprendidos; los alumnos han de acabar sus estudios habiendo tratado con
éxito cinco casos de usuarios del Centro di Terapia Strategica de
Arezzo, al que acuden diariamente unos veinte pacientes, cinco días
a la semana. Unos son tratados directamente por Giorgio Nardone,
mientras que muchos otros pacientes son tratados en coterapia con los
alumnos. La idea es que el mejor modo de aprender es estar junto al
maestro en situaciones reales; es tal vez el momento más temido, pero
también el más esperado por parte de los estudiantes: una auténtica
experiencia emocional correctiva. Y entonces es cuando intervengo
yo: desempeñando en este caso el papel de tutor más que de profesor,
represento un enlace directo entre los alumnos y Giorgio Nardone,
por un lado siguiéndolos en la asignación de los casos y, por el otro,
explicándoles «en directo» lo que ocurre en la terapia desde el punto
de vista técnico, comunicativo y relacional, y resolviendo sus dudas
a lo largo del trabajo.
Una vez que han acabado sus estudios, los alumnos no solo
son expertos conocedores de un modelo de terapia, sino que saben
además ponerla en práctica: cada uno de ellos es objeto de un seguimiento personal por parte de quien ha elaborado la terapia a lo largo
de más de veinte años de práctica y de investigación.
Partiendo de esta premisa, me pregunté cómo podría lograr que
el lector penetrara en el meollo de nuestro trabajo con los adolescentes. La respuesta fue inmediata y más sencilla de lo que podía imaginar: ¿por qué no reproducir por escrito lo que ocurre semanalmente
con los alumnos? De modo que decidí ofrecer a nuestros lectores un
observatorio privilegiado desde el que introducirse en la realidad de
la práctica clínica: una especie de espejo unidireccional imaginario
90
a través del cual sentir primero y comprender después cada uno de
los casos descritos desde el punto de vista de quien los trata.
He intentado extraer de la inmensa casuística que tenía a mi
disposición las situaciones que me han parecido más significativas.
Cada una de ellas irá acompañada no solo de una descripción del
problema presentado y de las técnicas que permitieron su resolución,
sino también de una explicación de la estructura lógica de la intervención, no en términos académicos o especializados, sino claros y
concretos.
Espero que los casos propuestos, parafraseando a Voltaire, penetren en el ánimo del lector «como la luz en los ojos, con placer y
sin esfuerzo», y que las explicaciones aportadas sean «como un cristal
que protege los objetos, pero permite verlos» (1996).
La intervención breve estratégica evolucionada
en la violencia contra los otros
Adolescente y familia
Hace unos meses, una madre que no era capaz de dominar a su hijo
de 13 años pidió que el chico fuera tratado por un especialista. La
mujer afirmaba que el chico era muy agresivo y que a menudo las
discusiones degeneraban en peleas y en choques físicos. Cualquier
petición o prohibición era motivo de enfrentamiento. El chico afirmaba, además, siempre según la madre, que no quería seguir asistiendo a la escuela; en cambio, para la madre el ambiente escolar
no solo era esencial desde el punto de vista instructivo y educativo,
sino que era también un escamoteo para mantener al hijo alejado de
ciertas «malas» amistades. El muchacho era hijo del anterior matrimonio de la mujer con un hombre violento que le pegaba a diario.
La mujer se había vuelto a casar con un hombre con el que el chico
tenía muy buena relación.
Preguntando por las soluciones intentadas puestas en práctica por
la mujer para resolver el problema, se vio que su principal temor era
que el padre natural hubiera transmitido genéticamente la semilla de
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la violencia al hijo y que, por tanto, este pudiera llegar a ser también
violento. Por consiguiente, con la entrada del muchacho en la adolescencia y la aparición de las primeras actitudes de imposición-rebelión
frente a la madre, la mamá clueca se había convertido en una especie
de general que trata de redimir a su subordinado y de imponerle
reglas muy rígidas; como si el chico fuese genéticamente violento y
tuviese que ser rehabilitado. En otras palabras, al comportarse como
si el chico fuera violento, la mujer hizo que lo fuera, en una auténtica
profecía que se autorrealiza. Tras una serie de preguntas con ilusión
de alternativas (Nardone, Salvini, 2006) destinadas a hacer percibir
a la mujer que con las mejores intenciones estaba produciendo los
peores efectos, la condujimos a reflexionar que, si la actitud represiva no había funcionado, podría tratar al hijo no asimilándolo a la
violencia del padre sino a su docilidad de madre. Se le comunicó que
para la intervención no era necesario ver al chico y que la terapia se
desarrollaría a través de ella, esto es, de manera indirecta.
El primer objetivo que había que alcanzar era liberar al joven de
la condena de ser el hijo de su padre, mediante una especie de ritual
que la mujer, inmediatamente después de la sesión, tenía que recitar.
Tenía que decirle a su hijo, utilizando la sutil estratagema de mentir
diciendo la verdad (Nardone 2004b; Nardone, Balbi, 2009): «He ido a
ver a un especialista para que te cure, pero me he dado cuenta de que
soy yo la que necesita ayuda porque siempre he pensado, y más aún
en los últimos tiempos, que tú te volverías violento como tu padre.
Por eso he intentado actuar para reprimir esta especie de condena, que
en realidad era solo fruto de mi imaginación. A partir de ahora dejaré
de mostrarme agresiva contigo». Una vez dicho esto, ya en casa, en el
trato diario con el hijo y cada vez que este se mostrase agresivo con
ella, simplemente tenía que decirle: «Sabes, me recuerdas a tu padre».
Respecto a la escuela, en cambio, se propuso a la madre que adoptara
la postura del que observa sin intervenir: cuanto más se empuja a un
adolescente a hacer algo que no quiere, más se le induce a persistir en
el comportamiento no deseado (Balbi, Artini, 2011).
Dos semanas más tarde, la mujer volvió habiendo cumplido al
pie de la letra los deberes propuestos; le había dicho a su hijo que
el padre le pegaba, que temía que él también se volviera violento y
92
que por esto era ella la que necesitaba ayuda. Extrañamente, tras
esta revelación el muchacho empezó a mostrarse muy amable con
ella, en las dos semanas transcurridas las escaladas simétricas habían
desaparecido. Cada vez que el chico osaba alzar la voz, la madre
repetía la frase: «Sabes, me recuerdas a tu padre», y obtenía casi mágicamente el efecto de poner al hijo en su sitio y en una posición de
mayor disponibilidad. Es evidente que las tres distintas maniobras en
sinergia permitieron destruir la simetría patológica que hasta aquel
momento había regido las relaciones entre ambos, y sustituirla por
una situación en la que se invirtieron los papeles: ya no era la madre la
que se preocupaba por el hijo, sino el hijo el que se preocupaba por
la madre. Además, el hecho de responder tranquilamente a posibles
actos de violencia con la frase: «Sabes, me recuerdas a tu padre»,
puso al hijo en la situación de no poder continuar con esta actitud,
para evitar a la madre nuevos sufrimientos, pero sobre todo para no
ser comparado con el padre. Mientras tanto se le inculcó a la madre
una nueva creencia: el hijo no era genéticamente violento, con el
objetivo concreto de modificar la actitud del muchacho para con ella
y generando una nueva profecía que se autorrealiza, en esta ocasión
funcional y constructiva.
Seguían en pie la decisión irrevocable del hijo de no continuar
los estudios, en la que la madre no había intervenido, y las prohibiciones muy rígidas establecidas para evitar que el chico se metiera en
problemas, cuyo único resultado fue desresponsabilizarlo y transmitirle una desconfianza radical por parte de la madre. Puesto que esta
había modificado su creencia disfuncional respecto al hijo gracias a
cambios tan rápidos y sorprendentes, se evaluaron las situaciones,
aunque poco importantes, de enfrentamiento y, al mismo tiempo, se
comprobó que el hijo tendía a alzar la voz cuando era provocado.
De modo que, partiendo del presupuesto de que cualquier prohibición crea una ocasión de rebelión, se propuso a la mujer que
suprimiera las prohibiciones demasiado rígidas, a fin de que el muchacho percibiera una confianza que le permitiría finalmente asumir
sus propias responsabilidades. En el caso de que el chico tuviera
necesidad de ella, la madre tendría que responderle simplemente:
«Intenta hacerlo tú solo, luego lo reviso yo», manteniendo por lo
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demás la postura de observar sin intervenir, a menos que fuese el
hijo quien pidiera ayuda en caso de dificultad. En otras palabras, se
introdujo un pequeño boicoteo en la tendencia de la madre a sustituir al hijo en todas las situaciones que, en su opinión, no podría
afrontar él solo por ser demasiado onerosas (Nardone, Giannotti,
Rocchi, 2003). Gracias a esta intervención aparentemente mínima,
como se ha comprobado en la mayoría de los casos, el muchacho
tuvo la oportunidad, por primera vez en su vida, de probar su propia
capacidad y de construir, por tanto, una autoestima que no puede ser
impuesta desde el exterior, sino que ha de ser conquistada y merecida
a través de las conquistas personales.
Dos semanas más tarde, tras haber suprimido todas las prohibiciones demasiado rígidas y haber introducido los pequeños boicoteos diarios, la madre acudió de nuevo a la consulta diciendo que
el problema de la violencia del hijo no era más que un recuerdo.
Ciertamente, de vez en cuando surgían aún discrepancias, que se resolvían evitando responder a las provocaciones y alternando actitudes
suaves con comportamientos más rígidos según las circunstancias.
Luego se pudo abordar el problema de la escuela hasta su completa
solución.
El caso que acabamos de describir puede parecer a primera vista
un caso extraordinario, no obstante constituye, más allá de la creencia
tal vez algo paranoica de la madre en la naturaleza «genética» del problema del hijo, un ejemplo de cómo la excesiva rigidez no conduce
más que a otras rigideces. Además, no es suficiente establecer reglas,
sino que es necesario que estas sean respetadas. Pensemos en el hijo
de esta mujer, o en los padres igualmente rígidos que establecen
reglas férreas que, sin embargo, son discutibles y que permiten que
los hijos las violen o incluso que se llegue al enfrentamiento para
obtener el respeto. Para educar a un hijo es mucho más productivo
establecer reglas más flexibles que puedan ser creíbles y permitan
obtener así el respeto de los chicos, que verán en el padre un punto
de referencia sólido.
Imaginemos ahora una situación opuesta a la anterior: las relaciones entre padres e hijo no se basan en la simetría sino en una
complementariedad patológica e igualmente contraproducente.
94
Es el caso de una familia que pide ayuda para su hija de 20
años que permanece en la sala de espera porque ha sido obligada
por sus padres a acudir con ellos al especialista, pero que se opone a
cualquier posible interferencia externa. La madre dice que la chica
tiene problemas con la comida; tras una dieta, empezó a alternar
periodos de ayuno y de atracones; en dos años engordó 15 kilos. La
mujer admite de inmediato que tiene una relación morbosa con la
hija, que le cuenta todo lo que le ocurre, aunque no está dispuesta a
aceptar los consejos que la madre le da y reacciona con agresividad
y violencia. La muchacha, según los padres, dice que solo está tranquila en casa con su madre, que para ella es un punto de referencia
sólido. Por ello ha renunciado a las relaciones con sus compañeros y ha dejado de asistir a las clases de la universidad. El padre
está ausente casi todo el día, pero sabe que goza del respeto de la
muchacha.
Se trata de un modelo familiar muy frecuente en la sociedad
actual: una madre extremadamente protectora y amiga, a la que se
puede agredir sin temor a las consecuencias y un padre que siempre
está trabajando y participa menos en la vida familiar. Precisamente el
padre, en este caso, representa un recurso pese a su escasa presencia en
la casa. La hija le respeta y por esto, como veremos, recurrimos a él.
El primer objetivo de la terapia fue transformar la morbosidad
entre madre e hija de motivo de aislamiento en motivo de apertura al
mundo exterior. El respeto de la hija por el padre fue utilizado para
dar un vuelco a las habituales dinámicas familiares. Les pedimos a
ambos que al salir de la consulta comunicaran a la hija lo siguiente:
la madre le revelará a la hija que el especialista ha dicho que es ella
efectivamente la que tiene problemas. Tendrá que afrontarlos, pero
prefiere no hablar de ello porque le resulta demasiado doloroso. Por su
parte, el padre deberá confirmar la versión de la madre, pidiendo a la
muchacha que la excuse si en las dos semanas siguientes la encuentra
extraña y poco disponible, y asegurarle que, si necesita ayuda, podrá
acudir a él. Una vez en casa, la madre tendrá que realizar un acto de
boicoteo diario respecto a la habitual disponibilidad hacia la hija,
excusándose por anticipado: «Perdóname, me gustaría mucho pero
es que no puedo». A la siguiente sesión deberán acudir nuevamente
95
los padres con la hija, para que sea ella en todo caso la que pida
colaboración para ayudar a su madre.
La familia vuelve al cabo de dos semanas y la hija permanece de
nuevo en la sala de espera, pero la situación ha cambiado radicalmente:
la falta de disponibilidad de la madre y su declaración de que tiene
problemas que debe resolver han hecho que la hija tomara las riendas
de su vida. Se han acabado las lamentaciones por su situación; sin que
nadie se lo haya pedido, la joven ha empezado a comer en la mesa
con sus padres, evitando atracarse durante y fuera de las comidas.
Además, ha reanudado las clases y los contactos con las amigas que
durante tanto tiempo había abandonado. Ha confesado al padre,
al que se ha acercado mucho y con el que se muestra mucho más
afectuosa y disponible, que está contenta. No hace falta decir que se
han acabado los episodios violentos con los padres. La madre admite
que el cambio ha sido tan repentino que en alguna ocasión ha tenido
la tentación de acercarse a la hija como antes por temor a perderla,
o a que se sintiera traicionada por ella. La mujer se ha cuestionado
su papel como madre y confiesa que en varias ocasiones, aunque sin
manifestarlo, se ha sentido angustiada al constatar que, si la hija se
ha abierto de nuevo a la vida cuando ella se ha apartado, tal vez había
sido su excesivo amor el que le había creado problemas a su «niña».
Le pedimos a la madre que continúe con la representación, aunque
ahora ya no es una ficción sino una necesidad real. Le proponemos
además que escriba diariamente todas las angustias que la hacen sentir
mal, a fin de canalizarlas, de meterse en su propio infierno para salir
de él y, sobre todo, para mantener con la hija esa sana distancia que
le permita ser responsable de su propia vida, interviniendo única y
exclusivamente en caso de petición de ayuda por parte de la muchacha, y no de forma anticipada.
Hicieron falta muy pocas visitas para conseguir que el nuevo
equilibrio se consolidase.
¿Qué había ocurrido en este caso? ¿Cómo había sido posible
darle la vuelta al problema en tan poco tiempo y llegar a su solución?
Muchas veces, como ya se ha descrito detalladamente, los padres
consideran que solo cumplen con su deber si logran evitar a sus hijos
las dificultades naturales de la vida, o el enfrentamiento con sus po96
sibles límites. Esa hiperprotección transmite dos mensajes al hijo; el
primero y más evidente es: «Te protejo porque te quiero», el segundo,
más sutil, oculto y, por así decir, solapado, es: «Te protejo porque no
creo que lo consigas tú solo, no creo que tengas los recursos necesarios
para hacer frente a las dificultades de la vida». Desgraciadamente,
este segundo mensaje, si se va repitiendo, penetra en la mente del
adolescente: este siente que los padres no confían en él, lo cual agrava
su inseguridad ante las pequeñas y grandes dificultades de la vida.
Al mismo tiempo, la escasa estima de los padres a menudo enfurece
al joven, que puede sentirse autorizado a descargar la agresividad
justamente contra el progenitor que asume toda la responsabilidad
en su lugar, desahogando su frustración y desquitándose en parte de
su propia incapacidad.
¿O sea que el excesivo amor es contraproducente para el sano crecimiento del hijo? No exactamente: existen muchas manifestaciones
de amor, y la más grande es hacer que el hijo sienta que es respetado
y digno de confianza, dándole la oportunidad de enfrentarse a los
obstáculos que de vez en cuando la vida le presenta, manteniendo
la presencia aunque con la debida distancia: «Puedes hacerlo tú solo
y puedes conseguirlo. Si me necesitas, estoy aquí». Es la postura
más difícil de adoptar si se considera al hijo una prolongación de
uno mismo y un eterno cachorro. Se trata, en cambio, de permitir
al muchacho sentirse responsable de sus propias decisiones, porque
esto lo hace más fuerte y seguro de sí mismo.
Adolescente y contexto social
Quien no sabe estar solo no sabe estar con nadie. A veces esta incapacidad se convierte en violencia, dirigida en este caso hacia el exterior
del núcleo familiar. Es el llamado «acoso», un fenómeno muy de
moda pero cuyo funcionamiento está todavía poco estudiado. La
crónica de sucesos nos habla cada vez más de casos de acoso en la
escuela, que a menudo es el trampolín para actos de violencia en otros
contextos. Y, lo que es todavía más descorazonador, cada vez abundan
más las «baby gang», compuestas por chiquillos, prácticamente unos
97
niños, que cursan el primer ciclo de secundaria y, en los contextos
más desfavorecidos, los últimos años de la escuela primaria.
Debemos tener siempre presente que un adolescente que tenga
comportamientos violentos en el contexto social, tanto en la escuela
como fuera de ella, no se vuelve violento de repente y sin dar señales
de malestar. Consideramos que es importante evaluar la función
desempeñada por los comportamientos antisociales para comprender
cómo se estructura la intervención: para resolver un problema se
utiliza la estructura de su funcionamiento dándole la vuelta sobre sí
misma (Nardone, 1999; Nardone, Watzlawick, 2005, Nardone, Balbi,
2009; Balbi, Artini, 2011).
En marzo de 2009 la crónica de sucesos nos trajo el caso de un
niño de la escuela primaria italiana que, sin previo aviso, golpeó con
el puño el pecho de un maestro en medio de una clase. Denominado el
118 por precaución, el hecho se resolvió sin consecuencias para el
maestro ni para el niño, contra el que, por iniciativa del director de
la escuela, no se tomó ninguna medida: «No es un acosador, se trata
de un caso conocido y abordado dentro de la escuela».
En efecto, el director no se equivoca del todo cuando afirma que
en estos casos no se puede hablar de acoso, teniendo en cuenta la corta
edad del chiquillo, sino que se trata claramente de signos de malestar.
La primera evaluación frente a comportamientos negativista-desafiantes (Balbi, Artini, 2011) tiene en cuenta las situaciones en las que el
chiquillo actúa de manera diferente, es decir, las excepciones. De este
modo, en la mayoría de los casos, se descubre que estas actitudes no
se producen cuando el niño es colmado de atenciones por el adulto.
De hecho, con los compañeros las cosas funcionan de otra manera,
siguiendo por lo general el principio de la prepotencia y dominio
del más fuerte, de formas variadas. Hay que destacar además que,
si un chiquillo se porta mal, los que ganan son sus compañeros,
que lo convierten en el chivo expiatorio de los otros problemas que
surgen en el contexto, iniciando así una escalada simétrica con quien
intenta corregirle y que aumenta las exigencias. Si los padres son
permisivos, las dificultades crecen, ya que no es posible establecer
reglas rígidas en el ámbito familiar si no se ha modificado antes la
propia familia. Y, paradójicamente, el cambio es mucho más rápido
98
en la escuela que en la familia, donde las resistencias se multiplican
(Balbi, Artini, 2011).
En estas situaciones, las soluciones intentadas a las que se recurre habitualmente para resolver el problema consisten en tratar
de convencer al chico para que se comporte de manera diferente,
o bien en adoptar actitudes represivas, con resultados igualmente
negativos. Lo que desgraciadamente se olvida a menudo es que el
chico se vuelve opositor solo cuando no es el centro de atención: en
la mayoría de los casos esto ocurre con más frecuencia en la escuela
con los compañeros que en casa con los padres. Otra posibilidad,
aunque más rara, es que el joven, mucho más inteligente o dotado
que sus compañeros, al no sentirse suficientemente estimulado por el
programa escolar, cree problemas en clase. Los resultados son menos
graves, pero sin duda molestos.
En ambas situaciones estamos prestando una atención que no
es adecuada a las necesidades. Si la estructura de la solución coincide con la estructura del problema, lo que resulta extremadamente
funcional desde un punto de vista estratégico y en tiempo breve
con el muchacho opositor es ofrecerle un papel importante en la
clase y en la escuela, del que deberá dar explicaciones directamente
al director y no solo a los profesores, un papel que le haga sentirse
considerado y gracias al cual no sienta necesidad de crear problemas.
Es evidente que la responsabilidad será solo aparente, precisamente porque los resultados del trabajo desarrollado tendrán que ser
comunicados.
Pongamos el ejemplo de un chico que molesta continuamente
a sus compañeros hasta el punto de crear situaciones desagradables
para los propios compañeros y para los profesores. Podemos asignarle
una tarea de gran importancia, por ejemplo, controlar que los más
débiles no sufran vejaciones: «A partir de ahora será nuestro agente
especial que controlará que nadie haga daño a los más débiles. Tendrás que controlar que no haya problemas y vendrás a explicármelo
todo directamente a mí».
En el caso de que el que molesta lo haga por aburrimiento, se le
podría pedir que ayudara a los compañeros que tienen dificultades,
desempeñando la función de «ayudante» de la maestra. O, parale99
lamente, se podrían aprovechar las habilidades más destacadas del
niño para desarrollar temas que interesen a toda la clase.
Lo que acabamos de explicar es importante desde nuestro punto de
vista, no solo para la resolución de las problemáticas ya presentadas,
sino desde una perspectiva de prevención de actitudes opositoras que,
si se ignoran o no se resuelven, pueden transformar al chiquillo en
un adolescente violento.
Frente a un adolescente opositor es mucho más probable que se
trate de comportamientos no ya opositores, sino violentos. Entonces
se puede hablar de auténtico acoso. La primera intervención en el caso
de que el problema se limite al ámbito escolar consiste en hacer que
el muchacho se sienta útil controlando la violencia de los demás. Sin
embargo, muchas veces esto no es posible dada la escasa disposición a
colaborar por parte del acosador. De modo que la intervención deberá
adaptarse a la situación, por ejemplo seleccionando a chicos más
fuertes que él para que asuman la tarea de proteger a las víctimas
del acosador, evidentemente sin recurrir a la violencia, sino a la estratagema de vencer sin combatir (Nardone, 2004b; Nardone, Balbi,
2009). Cuando el problema se manifiesta en la familia, se selecciona
a un miembro adulto —el hermano, el tío, el padre o la madre—
que sea capaz de controlar al acosador. Su función será estar presente
en caso de necesidad. En un segundo momento precisamente el
acosador podría convertirse en el defensor de los débiles, pero antes
es necesario desmontar su agresividad demostrándole que no es el
más fuerte, y que siempre hay alguien que puede transformarlo de
verdugo en víctima.
Podría ser necesario utilizar una estrategia de red, interviniendo
tanto en la institución como en el contexto social del joven violento
e incrementando así el poder de intervención del terapeuta. En este
caso es importante conseguir orientar y canalizar la violencia hacia
objetivos constructivos.
Otra modalidad de intervención requiere la colaboración de
una o varias figuras de referencia que se muestren más fuertes que
el adolescente violento y que anulen la utilidad de la violencia. Esta
terapia ha sido desarrollada específicamente en el ámbito familiar,
100
pero el modelo, con los oportunos ajustes, puede ser aplicado igualmente a otros contextos.
Acudieron a la consulta los padres con el hijo, un muchacho
alto y grueso, que hacía tiempo estaba en tratamiento farmacológico
por un diagnóstico de trastorno de personalidad borderline, pero que
nunca había recibido tratamiento psicológico. Un caso considerado
imposible por diferentes y notables terapeutas, que se habían negado a
tratarlo tras una primera entrevista de diagnóstico.
Los padres explicaron que su hijo siempre les había dado grandes satisfacciones y hablaron de una adolescencia llena de éxitos en
el ámbito escolar y en el ocio como líder de un conjunto musical,
la única situación en la que sentía que podía expresar su talento.
Todo fue muy bien hasta los 17 años aproximadamente, cuando
se verificó que el grupo, en el que el muchacho había depositado
enormes expectativas, no tenía posibilidades reales de éxito en el
mundo discográfico. La fuerte decepción llevó al líder caído a alejar
a los compañeros que, en su opinión, no se habían comprometido
suficientemente en la consecución del objetivo común. El muchacho
les lanzó graves acusaciones hasta que, incapaz de soportar la vergüenza, empezó a aislarse y, mientras los otros músicos se insertaban
en distintos grupos que más tarde se harían famosos, él, el líder, se
encerró en casa y empezó a comportarse violentamente con la madre,
implicando también al padre que intervenía para defender a su mujer.
Ambos progenitores tenían que acudir a los servicios de urgencias
para curarse las heridas.
Lo primero que preguntamos a los padres es si alguna vez habían
denunciado esos excesos de violencia, y ambos declararon al unísono
que no lo habían hecho por miedo a que las fuerzas de seguridad
tomaran medidas que no podrían soportar. Los padres eran muy
buenos inventando excusas sobre el origen de las heridas; la madre
siempre lograba convencer al padre para que callara, llegando incluso
a declarar que las peleas entre los cónyuges eran especialmente acaloradas. Ninguno de los dos había mencionado nunca el nombre del
hijo. Es decir, la pareja había decidido sacrificarse en nombre de la
violencia del hijo, considerada el fruto de su sufrimiento: desde el
punto de vista de la formación y del mantenimiento del problema,
101
pasaron de víctimas a verdugos de su hijo, adoptando una actitud
complementaria que, como ya hemos subrayado, no hace más que
alimentarlo.
Además, los padres se lanzaban continuas acusaciones: la madre
acusaba al padre de ser violento con y como el hijo, que no podía
menos que seguir el ejemplo paterno. El padre, a su vez, acusaba a la
mujer de no permitirle desarrollar su propio rol, puesto que cada vez
que intentaba intervenir ella se interponía entre los dos en defensa
del hijo: el resultado era que ambos acababan golpeados. ¿Qué se
puede hacer ante una situación como esta?
La solución en apariencia más inmediata y que puede parecer
a primera vista más funcional y rápida era aprovechar la autoridad
del padre para poner a raya al hijo sin llegar a la violencia. Esta
alternativa es útil sobre todo en familias de baja extracción social y
con un nivel de violencia muy elevado, donde la jerarquía familiar
es fundamental; se construyen auténticos ritos en los que el padre
demuestra ser más fuerte que el hijo, pero sin llegar al choque. No
es casual que este tipo de intervención haya sido desarrollada por
Minuchin para las familias de extracción muy baja o inmigrantes de
Nueva York (Minuchin et al., 1967; Minuchin, Fishman, 1992). Sin
embargo, en este caso la madre no habría permitido nunca ese tipo
de intervención y el poder de actuación del terapeuta habría quedado
anulado por la alianza abierta con el padre y por la culpabilización,
aunque indirecta, de la madre en relación con la violencia del hijo.
En cambio, dado que el papel de víctima de la madre constituía
el verdadero motor del problema, el primer paso fue sacar a la víctima
de su posición para actuar indirectamente sobre el verdugo. Sintonizándonos con el funcionamiento del sistema, actuamos de modo
que la víctima se sacrificase más inmolándose de nuevo y en mayor
grado por el hijo, pero en una dirección funcional y constructiva.
En primer lugar, hicimos percibir a la mujer cómo su sacrificio conduciría rápidamente a un progresivo empeoramiento del hijo, que
podría llegar hasta cometer actos de violencia autolesiva que ella no
lograría impedir. Dicho de otro modo, utilizamos en primer lugar la
idea patógena de la madre de la necesidad de sacrificarse para volverla
contra ella, para matar a la serpiente con su propio veneno (Nardone,
102
2004b; Nardone, Balbi, 2009). Al mismo tiempo, creamos un miedo
mayor contra el miedo ya existente, esto es Ubi maior, minor cessat; si
la mujer seguía soportando las vejaciones del hijo, este sufriría cada
vez más, hasta llegar a la violencia contra sí mismo, con muchas
probabilidades de acabar en el suicidio.
Después de esta maniobra, la madre se mostró dispuesta a colaborar, declarando que por el hijo era capaz de sacrificar incluso su vida.
Prescribimos a la madre y al padre que, cada vez que el hijo
iniciara la escalada de violencia, reaccionaran de inmediato saliendo
de casa. Si por algún motivo la mujer tuviese dificultades para seguir
la prescripción, el marido, considerado el más fuerte de la situación
también por parte del chico, tendría que ayudarla cogiéndola de la
mano, sacándola de casa y dejando solo al hijo. De este modo los
padres acaban convirtiéndose en aliados contra la violencia del hijo,
a la que no responden también con violencia ni tampoco la sufren,
sino que se produce lo que en términos técnicos llamamos desarme
unilateral. Se trata de una descalificación ya no en el plano del más
fuerte, sino desde un punto de vista comunicativo: «Siempre que te
muestres violento, nos iremos por un tiempo. Si lo intentas de nuevo,
volveremos a marcharnos».
Se trata de una intervención mínima pero extraordinariamente
poderosa porque la persona violenta, en la familia o fuera de ella,
necesita de alguien con quien ejercer su presunto poder. Desde el
momento en que ya no hay víctima ni tampoco quien trata de defenderla, el objetivo principal del muchacho será volver a tener a los
padres con él, pero para conseguirlo tendrá que dejar de ser violento,
ya que de lo contrario se marcharán de nuevo. Se obtienen dos efectos
con una única maniobra; por un lado, la madre se sacrifica ya no
sufriendo sino marchándose en nombre del hijo, y por el otro lado el
hijo, si quiere tener de nuevo consigo a sus padres, tendrá que cambiar radicalmente la estrategia de su comportamiento con ellos.
Si no hubiésemos sido suficientemente incisivos en la sesión
con la madre o si hubiésemos encontrado una mayor resistencia a
colaborar por parte del sistema, hubiéramos podido proponer a los
padres una prescripción con ilusión de alternativas presentándoles
dos posibilidades: «Podéis marcharos o permanecer en casa dicién103
dole a vuestro hijo “atácanos más aún si te sirve de algo, péganos,
tortúranos, haz lo que quieras si te sirve de algo”». En la mayoría de
los casos el sistema implicado elige la primera alternativa y, también
en este caso, se aprovecha la lógica sacrificante de los otros, porque
incluso los más dispuestos al sacrificio se dan cuenta de que marcharse
es menos oneroso para todos.
¿Qué hay que hacer cuando el sistema familiar es extenso? También en este caso la víctima elegida siempre es una o, para ser más
precisos, incluso en el caso de que más de un miembro de la familia
o incluso todos fueran objeto de las vejaciones del joven violento
sería posible identificar a uno que sufre más ataques que los demás.
Este será el punto de apoyo de la palanca con el que trabajar para
obtener el cambio deseado.
Las formas de intervención descritas, como se ha comprobado
a través de la investigación y la práctica clínica, han demostrado ser
muy eficaces porque al provocar una ruptura del anterior equilibrio
patológico hacen que el acosador descubra que puede usar su fuerza
en otra dirección. En efecto, el muchacho se da cuenta de que usar
su fuerza de modo positivo es mucho más beneficioso: obtiene atenciones reales, mucho más satisfactorias y agradables. Es el revés de la
medalla que permite hacer subir al enemigo al desván y luego quitar la
escalera (Nardone, 2004b; Nardone, Balbi, 2009): en términos operativos, el cambio no solo es deseable sino que resulta inevitable.
La intervención breve estratégica evolucionada
en la violencia contra uno mismo
Hacerse daño para ahuyentar un dolor: el efecto sedación
Ya hemos visto hasta qué punto es fundamental, en el caso de que
la violencia se dirija contra uno mismo, distinguir dos situaciones:
cuando las torturas autoinfligidas desempeñan la función de anestesiar un dolor y cuando se convierten en un placer. Puesto que la
estructura del problema es completamente diferente en cada caso,
también serán diferentes las modalidades de intervención.
104
En el caso de la autolesión para tapar un dolor, nos encontramos
frente a una persona que utiliza el cuerpo como pararrayos de sus
tristezas, con la ilusión de que por las heridas que se inflige pueda
salir también algo del dolor que la está devastando. Pero las heridas
cicatrizan y el dolor retorna con mayor intensidad que antes.
Proponemos, a modo de ejemplo, el reciente caso clínico de una
chica que se cortaba la barriga y los brazos con hojas de afeitar con
el efecto placentero de ver correr su propia sangre. La adolescente
pertenecía a una buena familia, con unos padres de gran rectitud
moral, presentes y comprensivos. La hija era una amante apasionada
del arte, del teatro y la poesía, inteligente, muy capaz, no razonaba
como una muchacha sino como una persona adulta. Sin embargo,
por las noches se torturaba haciéndose cortes que le causaban lesiones
tan profundas que a menudo requerían puntos de sutura.
Teniendo en cuenta la naturaleza placentera del acto autolesivo,
se adoptaron las maniobras que se aplican habitualmente cuando
el acto de cortarse representa un placer perverso. Muy pronto se
descubrió que, con el acto de cortarse, la muchacha mitigaba todas
las emociones negativas que evidentemente eran menos soportables
que el dolor físico. Concretamente, nos explicó que siempre había
sido codiciada y deseada socialmente, hasta que se vio implicada en
un accidente de tráfico en el que perdió la vida una amiga suya. El
dolor por la pérdida y por las lesiones sufridas la llevó a refugiarse
en la comida y en muy poco tiempo engordó muchos kilos. Ya no
era la más bella, la mejor, la más deseada, no se gustaba y se sentía
rechazada por los demás.
Comenzó así una cruzada contra ella misma, tal vez aparentemente presuntuosa: la muchacha se negaba a sí misma la importancia
de la propia imagen ya perdida y acusaba a los demás de ser excesivamente superficiales porque la juzgaban por su apariencia estética.
Empezó a renegar de su cuerpo a favor de un desarrollo intelectual
cada vez mayor, hasta que la necesidad de recuperar la satisfacción
plena a través de él y de experimentar de nuevo sensaciones físicas
se hizo cada vez más apremiante. Entonces empezó a hacerse cortes
en la barriga y en los brazos en el baño, delante del espejo; por fin le
parecía que estaba de nuevo viva y, mientras contemplaba cómo la
105
sangre brotaba de las heridas, se sentía más ligera, más liberada del
dolor. La tortura diaria que adormece el dolor se convirtió en la solución intentada que mantenía el problema, el foco hacia el que hacer
converger todas las sensaciones, protegiéndola del dolor inmediato y
de los demás que la asustaban: «Si me corto provoco aversión, y por
tanto los demás no pueden quererme ni desearme». Por otra parte,
cortarse se había convertido con el tiempo en un placer, como ocurre
con cualquier cosa que se repite durante un tiempo, incluso el dolor
(Nardone, Verbitz, Milanese, 2002; Nardone, 2004c; Nardone, 2009;
Nardone, Balbi, 2009; Balbi, Artini, 2011).
Descubrir la función sedativa del ritual fue esencial de cara al
éxito de la intervención, ya que nos permitió hacer sentir a la paciente el papel anestésico del ritual y, en vez de tratar de eliminarlo,
valorar su función en una especie de paradoja lógica. En términos
operativos, se le dijo a la muchacha que en aquel momento el ritual
le resultaba demasiado útil, por lo que no podía prescindir de él
aunque lo deseara: si renunciaba al ritual, debería enfrentarse a su
imagen tan desagradable, con los consiguientes efectos devastadores: «Continúa haciéndolo porque no eres capaz de dejarlo, pero
quiero que pienses que cuando lo haces, lo haces con este objetivo,
o sea, anestesiar las emociones que no consigues controlar. En caso
contrario, deberás enfrentarte al hecho de ser desagradable para ti
misma y para los demás».
De este modo se adoptó una estrategia comunicativa mediante
la que pudimos dirigir la solución intentada disfuncional contra ella
misma (Nardone, Watzlawick, 1992; Nardone, 1991). Por lo general, a
las personas les cuesta mucho aceptar que no son capaces de afrontar
el problema por el cual recurren a la solución intentada sedativa y,
por tanto, reaccionan.
La muchacha en cuestión respondió tal como habíamos previsto:
sin decidirlo racionalmente empezó a dejar de torturarse muy rápidamente y a tomar en consideración su propio desagrado por el sobrepeso:
tras muchos intentos fallidos, adoptó por fin un sistema de control
alimentario no restrictivo y perdió muchos kilos con gran rapidez. En
términos evocativos, utilizamos la estratagema de sacudir la hierba para
ahuyentar a las serpientes (Nardone, 2004b; Nardone, Balbi, 2009).
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No hay ninguna prescripción más eficaz, en este tipo de casos,
que una sugestiva reestructuración que redefina la función sedativa
producida por este tipo de comportamiento sintomático; por este
motivo el primer paso fundamental consiste justamente en descubrir
la estructura del problema a través de una correcta investigación,
distinguiéndola de las situaciones en las que la tortura tiene un efecto
placentero pero ineficaz desde el punto de vista de la estructura de
su funcionamiento.
Por supuesto, la reestructuración más funcional deberá ajustarse
siempre a la especificidad de cada situación.
Desde este punto de vista es interesante la propuesta que hicimos
a una muchacha, también adolescente, que vomitaba desde hacía más
de diez años causándose indirectamente graves daños físicos. Tras haber transformado el ritual en una auténtica tortura al haberlo privado
de las características de compulsión basada en el placer (Nardone,
Verbitz, Milanese, 2002; Nardone, 2004c; Nardone, Balbi, 2009),
la chica, pese a haber reducido sensiblemente los episodios, todavía
sentía la necesidad de ponerlos en práctica, llegando a definirlos
como una especie de sedante de sus heridas. Supimos que el comportamiento de comer para vomitar había comenzado precisamente
después de haber sufrido un abuso sexual, por un lado para mitigar el
sentimiento de culpa —típico en los casos de abuso—, y por el otro
para acabar con el dolor. Mientras que en la mayoría de las terapias
dirigidas al trastorno del vómito basado en el placer la persona acepta
inmediatamente la metáfora del demonio para definir el impulso de
comer y vomitar, así como la comparación entre el ritual compulsivo
y la actividad sexual, en este caso la joven siempre se había mostrado
titubeante. Le pedimos a la muchacha, visiblemente incómoda, que
nos describiera el rito de la manera más detallada posible durante la
sesión, y luego la pusimos en una situación embarazosa pidiéndole
lo siguiente: «Quiero que pienses únicamente en una cosa: como ya
nos lo has descrito todo, es como si estuviéramos allí mirándote...
y estaremos allí todos los días mirándote mientras realizas ese acto
de autoerotismo. Serás como la chica a la que el padre pilla masturbándose; es lo mismo. Nosotros estaremos allí, los dos, mirándote y
diciendo: “¡Muy bien! ¡Hazlo mejor! ¡Todavía no nos has enseñado
107
cómo disfrutas!”. Así que todas las tardes, a la hora del té, estaremos
mirándote, fíjate en nosotros porque estaremos allí. Todas las chicas han de pasar del autoerotismo al heteroerotismo, de modo que
hazlo bien porque estaremos mirándote, y queremos percibir todas
tus sensaciones».
Sesión tras sesión, después de esta indicación perturbadora, la
joven empezó gradualmente a abrirse a la vida, buscando placeres
distintos al de comer para vomitar y mitigando el recuerdo del dolor
con la construcción de una existencia por fin satisfactoria desde todos
los puntos de vista.
Hacerse daño placenteramente: el efecto placentero
Cuando el comportamiento autolesivo tiene una estructura de funcionamiento basada en el placer, nos encontramos ante una persona
que empieza a torturarse con un motivo concreto, que puede ser
social o individual. En el primer caso pensemos, a modo de ejemplo, en el fenómeno de los emo, muy en boga en Estados Unidos:
chiquillos que, además de estar unidos por una forma concreta de
vestir, de peinarse o de maquillarse, se cortan las muñecas con hojas
de afeitar, tijeras o cúteres. En cuanto a la tortura como fenómeno
individual, no es raro que surja como una forma de rebelión contra
las imposiciones de los padres o el malestar de la adolescencia, o incluso simplemente por la curiosidad de experimentar las sensaciones
más extremas.
La repetición hace agradable el dolor autoinfligido, de modo
que pierde el vínculo con el motivo desencadenante y convirtiéndose
en una auténtica compulsión. Desde el punto de vista orgánico se
produce una fuerte liberación de endorfinas, que exaltan el placer y
mitigan el dolor. Pero lo que más seduce a la mente del que se tortura
es que no se requiere la presencia o la complicidad de otros: el dolor
es autoinducido, y el placer que proporciona es sublime. El placer
sutil del dolor es al mismo tiempo una tortura, y para soportarla
buscamos un placer mayor: se trata de una tentación irresistible y
por eso compulsiva.
108
Por este motivo, la autolesión es una de las formas de placer
perverso más resistentes al cambio, ya que por su condición de ritual
se autoalimenta no solo fisiológicamente sino también psicológicamente. De nada sirven las intervenciones represivas: por ejemplo,
recluir a los muchachos en comunidades protegidas de las que se
han desterrado los instrumentos de tortura resulta a menudo un
fracaso porque, igual que el consumidor de drogas, el que se tortura
logrará encontrar otros medios para procurarse la sensación a la que
no puede renunciar.
En estos casos, la intervención que según nuestra experiencia
se ha demostrado más eficaz consiste en transformar el placer en
algo cada vez menos placentero, a fin de ir anulando gradual pero
velozmente el componente de deseo del ritual e incrementar progresivamente y al mismo tiempo sus efectos de tortura.
Puesto que se trata de un tipo de intervención que a menudo asusta debido a la modalidad de ejecución del ritual, proponemos un ejemplo tal vez menos extremo que el precedente, pero seguramente más
común incluso entre los jóvenes que no están especialmente vinculados a corrientes juveniles como los emo.
Hace un tiempo acudió a nuestra consulta una muchacha que
nos explicó que desde hacía tiempo se estaba destrozando la cara.
Todo empezó con la explosión del típico acné juvenil, uno de los
cambios físicos de la adolescencia que se vive con mayor dramatismo.
Antes de empezar una cura específica, la muchacha solía reventarse la
más mínima protuberancia que le surgiera en la cara, hasta provocarse
unas heridas tremendas. El objetivo era acabar con cualquier huella de
aquel invasor indeseado que la hacía sentirse mal en las relaciones con
los demás y no le permitía aceptarse. La cara se le llenaba de costras,
que periódicamente se arrancaba, produciéndose cicatrices visibles. La
joven adoptó esta solución intentada durante años y no la abandonó
ni siquiera cuando el tratamiento empezó a hacer efecto. Incluso
después de la desaparición de las abundantes erupciones cutáneas,
ante el más mínimo indicio de impureza en el rostro siguió presa en
el que ella misma definía como irresistible «círculo vicioso»: «Si veo
alguna cosa empiezo a rascarme, quizá sin darme cuenta, cuando
estoy estresada, y luego lo empeoro, porque no soporto ver lo que
109
he hecho, y continúo y todavía lo empeoro más. Estoy pensando en
ello todo el día y me sigo mirando y... empeorándolo».
Tras la minuciosa descripción del problema por parte de la muchacha, comenzamos la indagación: todo empieza cuando siente un
ligero prurito ocasionado por una pequeña protuberancia, entonces
se dirige corriendo al espejo, se mira y comienza a pensar y a intentar
quitarse lo que no desea para resolver la situación, pero en realidad
la empeora. En respuesta a las preguntas, la muchacha afirma que
se trata de un rito que comienza de manera placentera, en el sentido
de que si tiene un grano y lo revienta está contenta, porque le parece
que ha suprimido algo fastidioso. El placer se acaba con la desoladora
constatación del resultado. La muchacha se tortura pensando en ello
todo el día. Es decir, al principio domina la satisfacción por haber
suprimido la impureza, para producir luego heridas que se infectan.
La costra que se ha creado con la ayuda de una pomada cicatrizante
es pequeña y tolerable, porque puede ocultarse con el maquillaje,
de modo que al comienzo la muchacha se siente aliviada. Pero luego también se rasca la pequeña costra, no solo con los dedos sino
también con utensilios como las pinzas de depilar. La dificultad para
controlar la agradable compulsión a hacerse daño aumenta además
en las épocas de mayor estrés, cuando ha de realizar un examen o
debería estudiar pero no tiene ganas.
Cuando investigamos sobre su vida, descubrimos que vive con
el padre y que la madre murió el pasado enero. Sin embargo, esta
pérdida no parece estar relacionada con el problema, puesto que su
aparición es anterior. Está sin pareja desde hace tiempo, en parte
por azar y en parte por decisión suya: dice que hasta que no haya
resuelto su problema no podrá salir con nadie, pese a que todo comenzó precisamente cuando no mantenía ninguna relación afectiva.
Reestructuramos las torturas como una pequeña perversión que la
limita a la hora de decidirse por una relación; un refugio voluntario
contra la soledad que se ha transformado en la trampa de seguir sola.
La joven está de acuerdo. De modo que le prescribimos una tarea algo
especial: «Lo que te pediremos que hagas las próximas dos semanas
será una “contratortura”, porque, como bien sabes, en tu pequeña
tortura hay un aspecto de placer y un aspecto de suplicio; ¡se dan
110
ambas cosas! Nosotros tenemos que conseguir que sea solo una tortura, y para lograrlo debemos ritualizarla. Tenemos que proponerte
citas diarias obligatorias delante del espejo y te torturarás, si quieres.
Si no quieres, permanecerás delante del espejo y te contemplarás. ¿De
acuerdo? Cada tres horas, más o menos. ¿Te parece bien? Por tanto,
a las nueve, a las doce, a las quince, a las dieciocho y a las veintiuna,
cada tres horas, todos los días, te pones ante el espejo del baño, te
miras, miras el reloj y decides si apretar o no. A las nueve, a las doce,
a las quince, a las dieciocho y a las veintiuna, te pones delante del
espejo, empiezas a inspeccionar tu cara y decides si vas a intervenir
con las manos, con las pinzas, con una aguja o con lo que quieras.
¡Cinco minutos delante del espejo!
¡Cinco minutos delante del espejo! ¿De acuerdo? Puedes decidir
no hacerlo, pero si empiezas a hacerlo, tienes que hacerlo durante
cinco minutos».
¿Qué hicimos? En términos descriptivos, el ritual autolesivo es
ritualizado a su vez en tiempos y espacios precisos; la perversión,
por el hecho mismo de ser prescrita y de tener que ser ejecutada por
voluntad de alguien y con reglas precisas deja de ser tal, perdiendo
la propia característica de placer y transformándose en una auténtica
tortura. No olvidemos además que una compulsión, para serlo, ha de
escapar al control de la persona: cuando el sujeto empieza a realizarla
voluntariamente descubre que, si puede decidir ponerla en práctica,
también puede decidir evitarla.
Naturalmente, esta maniobra representa tan solo la primera fase
de la intervención, es decir, la que conduce al desbloqueo de la situación con una drástica disminución del comportamiento autolesivo;
una parte necesaria pero no suficiente. Si bien el primer objetivo es
anular el valor placentero del ritual, también es cierto que privamos
al paciente de un placer tan intenso y penetrante que muy probablemente los resultados obtenidos no se mantendrán. Por eso debemos
introducir la pieza que falta: no solo otro placer, sino un placer mayor
que el que se ha perdido porque, del mismo modo que «el límite de
cada dolor es un dolor aún mayor» (Cioran, 1996), el límite de un placer solo puede ser un placer mayor. De modo que deberemos orientar
a la persona hacia la búsqueda y el descubrimiento de sensaciones más
111
intensas aún a través de otras experiencias que le permitan no sentir
nostalgia del placer anterior. En efecto, como han puesto en evidencia
los estudios sobre el síndrome del vómito (Nardone, Verbitz, Milanese,
2002; Nardone, 2004a), quien usa la violencia contra sí mismo está
buscando sensaciones de las que no puede prescindir.
Deberemos acompañar al paciente en esta búsqueda, sin olvidar
nunca la extrema sensibilidad de estos sujetos. No nos referimos aquí
al placer sexual, al menos en las primeras fases: en la mayoría de los
casos quien se hace daño tiene dificultades para realizarse en este ámbito, y dirigir la atención hacia él tendría como consecuencia natural
una confirmación de su incapacidad y del hecho de que torturarse
«le va bien», porque la satisfacción que produce es inmediata y real,
además de actual. Buscando el placer acabaremos por inhibirlo.
Hay que utilizar la sexualidad, en cambio, a través de una reestructuración fuertemente evocadora: «Cuanto más placer sientas
torturándote, menos placer hallarás en la sexualidad, porque una
cosa reducirá a la otra hasta anularla. Por tanto, cuanto más disfrutes con una cosa, menos disfrutarás con la otra»; se trata de una
reestructuración especialmente apropiada para quien vive la falta de
realización sexual. Después de esto se procederá sugiriendo que debemos hallar otras formas de vivir el placer a fin de facilitar también
el sexual. Cuando la persona ya no tenga necesidad de concentrar sus
expectativas en un único acto, porque toda su vida será placentera,
el placer sexual llegará por sí solo.
La intervención breve estratégica evolucionada
en el intento de suicidio: ¿chantaje o acto definitivo?
«Vivo únicamente porque puedo morir cuando quiera: sin la idea
del suicidio, hace tiempo que me hubiera matado», escribe E. M.
Cioran (1996).
Cuando nos encontramos frente a una persona que ha intentado suicidarse o que amenaza con hacerlo, mucho más si se trata de
un adolescente, la primera reacción por parte del sistema del que
forma parte es asustarse y poner en práctica una serie de soluciones
112
intentadas para evitar que esto suceda. Se trata sin duda de una
reacción comprensible: no hay nada que aterrorice más que un acto
extremo como el suicidio. Naturalmente, asustarse no sirve de mucho
si se quiere encontrar una solución al problema, porque conduce
o bien al miedo que aniquila y nos hace impotentes, o bien a la
intervención excesiva, que empeora la situación. Desde el punto de
vista terapéutico, se trata de distinguir entre las situaciones en que
las probabilidades de un suicidio se aproximan a la certeza y aquellas
en las que la amenaza o la puesta en práctica de comportamientos
suicidas son una forma de tener secuestrado el sistema familiar.
Desde un punto de vista práctico, cuando acude al especialista
alguien que afirma haber intentado suicidarse varias veces, en primer
lugar es necesario analizar empíricamente los intentos de suicidio y
comprobar si no «han tenido éxito» por la intervención in extremis
de alguien o porque el suicida actuó de tal modo que pudiera ser
salvado. En la mayoría de los casos, el que intenta suicidarse prepara
la situación para que alguien lo salve, o bien de tal modo que los otros
crean que la intención era suicidarse, pero con la seguridad o con la
idea de no conseguirlo; por ejemplo, tomando una fuerte dosis de
sedantes sabiendo que hay que tomar otras sustancias para morir y
solucionando el asunto con un lavado de estómago.
Cuando le pedimos a la persona que ha realizado intentos de
suicidio que los describa con detalle, desde un punto de vista comunicativo y relacional realizamos una operación muy importante:
por una parte hacemos que se sienta valorada, la escuchamos, la
tomamos en serio, y por la otra, al analizar cada uno de sus intentos
y revelar que en cualquier caso no habrían tenido éxito, la ponemos
en una posición de rechazo a su chantaje. Es decir, utilizamos un
doble vínculo terapéutico, que obedece a una lógica contradictoria
ambivalente (Nardone, Balbi, 2009), como ocurre con el comportamiento suicida cuando no es realmente tal.
La situación es distinta si la persona nos cuenta que alguien
la salvó in extremis de sus intentos, o si, pese a no haber realizado
ningún intento en el pasado, la vida de esta persona parece estar en
un callejón sin salida. Algunos se construyen literalmente una única
vía de salida, que es el suicidio.
113
Acude a nosotros un muchacho de unos 25 años al que cinco
meses antes había dejado su novia. La relación con ella apenas duró
dos meses, aunque se conocían desde hacía diez años. Cuando la chica
se dio cuenta de que no compartía los mismos sentimientos, según él
fue honesta al decirle que era mejor para ambos dejar de verse. Era
la primera persona de la que se había enamorado, la primera que le
había hecho sentirse bien y completo: la mujer de su vida. Desde
entonces no consigue olvidarla, pese a que ella tiene ahora un novio
actor al que él define como «decididamente más interesante que
alguien que tiene que fichar todos los días». Nos encontramos, pues,
ante un sueño roto, o mejor dicho un maravilloso castillo que se ha
derrumbado sobre él en un instante, aplastándolo bajo el peso de sus
cascotes; un duelo profundo mucho peor que un duelo real, porque
en el caso de una muerte se puede seguir cultivando el autoengaño,
que en cambio se acaba forzosamente cuando el otro se va.
Cuando preguntamos por las soluciones intentadas para resolver
el problema, el muchacho responde afligido que desde aquel día, hace
ya cinco meses, su única misión es evitar los lugares donde podría
encontrarla, aislándose; ha salido solo dos veces y se ha emborrachado
para no pensar o ver cosas que podrían hacerle sufrir. Nos encontramos, pues, ante una vivencia de renuncia depresiva dirigida a evitar
el riesgo de sufrir, pero que al mismo tiempo hace que el muchacho
ni siquiera corra «el riesgo» de estar bien. Introducimos entonces una
primera reestructuración, fundamental para desmontar la solución
intentada disfuncional de la evitación: «¿Crees que tu intento de
evitar encontrarla por todos los medios o de olvidarla funciona, o
más bien te mantiene más encadenado aún a ella? El hecho de que
en este momento estés inmerso en una especie de aislamiento de
duelo o de evitación de cualquier situación para no encontrarla no
solo te empuja cada vez más hacia la depresión, sino que aumenta y
alimenta el terror de encontrarla, aumenta y alimenta la idea de que
era la única mujer para ti».
Además, al acabar la relación, al principio, aunque ahora las
cosas están mejor, dejó de comer y perdió unos veinte kilos en cinco
meses. Por la noche apenas lograba dormir cuatro o cinco horas. No
obstante, ambos problemas parecían haber mejorado.
114
Otra solución intentada, aunque ya abandonada en parte, es
hablar de ella. El muchacho admite haberlo hecho durante tanto
tiempo que se ha cansado de oír las mismas cosas. Afirma que si
ahora ella volviese para recuperarlo, no sabe si la querría de nuevo
por lo mal que lo ha pasado: el muchacho está dispuesto a alejarse
definitivamente de ella, aunque no sabe cómo.
Pasando a las indicaciones, pedimos al joven realizar tres tareas
en las dos semanas siguientes. En primer lugar, las cartas a la exnovia: «Creo que es el momento adecuado porque estás empezando
ya a reaccionar, pero tenemos que hacer que pases por el medio del
dolor para poder salir, así que todas las noches, cuando estés solo
en casa, y si sales, cuando vuelvas, coge papel de escribir y escríbele
una carta con todas las cosas peores o mejores que quieras decirle...
todo lo que se te ocurra. Cuando hayas acabado, firmas, cierras la
carta evitando releerla y la traes aquí».
En segundo lugar, le decimos al joven que adopte una total conjura del silencio, porque «cuanto más hables más te mantienes sobre
brasas ardiendo». Por último, le pedimos que todas las mañanas, al
contemplar el día que tiene por delante, se pregunte cómo podría
empeorarlo en vez de mejorarlo: «Piensa en el día que te aguarda:
¿qué deberé hacer o no hacer hoy? ¿Qué deberé pensar o no pensar
hoy? Puedes decir cualquier cosa, incluso: “Me tiro bajo un tren, o
me voy a escalar el Everest, o me monto un viaje con peyote por
las llanuras del Yucatán”. Cualquier cosa, ¿de acuerdo? Tráenos las
respuestas».
Hasta aquí nada extraño: tenemos un muchacho inmerso en un
duelo amoroso cuyas consecuencias está sufriendo ahora pero que
desea levantarse, aunque no tiene fuerzas para hacerlo solo y se encuentra aún al borde de la desesperación.
Cuando el joven acude a la segunda sesión, unas dos semanas
más tarde, surge alguna diferencia respecto al primer coloquio. Las
cosas están yendo muy mal y le ha parecido muy natural la tarea de
«cómo empeorar» (Nardone, 2004b; Nardone, Mariotti, Milanese,
Fiorenza, 2005; Nardone, Balbi, 2009; Balbi, Artini, 2011). Mencionamos tan solo algunas de las circunstancias identificadas: «Ahorcarme, tirarme por el balcón, dispararme en la boca, cortarme las
115
venas, enloquecer de dolor y tener que convivir eternamente con esta
herida, no morir sino suicidarme, comprar una pistola y dispararme
en la cabeza, tirarme bajo un tren, dejarme morir». Cuando se lo
preguntamos, dice que no ha puesto en práctica nada de lo que ha
pensado por miedo a no saber si el cielo existe, y si un suicida está
condenado al infierno. En cuanto a las cartas, no cree que la culpa
de lo sucedido sea de la chica. Es consciente de que ha tocado fondo,
pero también de que no tiene ningunas ganas de salir a flote.
Reproducimos a continuación la transcripción íntegra de lo
que sucedió en la sesión, ya que consideramos que, desde el punto
de vista comunicativo y relacional, es un ejemplo de lo que puede
hacerse ante una persona que está al borde del precipicio y ve como
única solución a su sufrimiento tirarse y acabar con todo. Se trata de
una intervención que va más allá de la lógica ordinaria, ciertamente
contraintuitiva, pero precisamente por esto digna de atención.
Terapeuta: Mira, creo que tu postura, desde un punto de vista
objetivo, como tú dices, es muy razonable.
Paciente: Flaco consuelo...
T: Es muy razonable en el sentido de que si yo he perdido la única
cosa por la que valía la pena estar en este mundo, es razonable
pensar: «¿Qué hago yo en este mundo?».
P: (asiente)
T: Por consiguiente, sería un error discutir sobre esto; cualquier
intento de apartarte de esta idea sería un completo error, porque
además, francamente, no me parecería correcto... me parece
correcto que uno pueda incluso pensar que la única forma de
enfrentarse a un hecho así sea suicidarse. El suicidio, en ciertos
momentos, es un acto realmente heroico.
P: Digno de lástima...
T: Si es digno de lástima es un acto vil... es heroico si yo decido:
«De acuerdo, vale la pena porque no vale la pena vivir de otra
manera».
P: Desde un punto de vista técnico, se requiere cierto coraje...
T: ¡Seguro que sí! Pero en realidad la mayoría de las personas que se
suicidan no lo hacen con coraje... sino que lo hacen porque en
116
P:
T:
P:
T:
P:
T:
P:
T:
P:
T:
P:
T:
aquel momento están obnubiladas por los fármacos o por el
sufrimiento o por el alcohol u otras cosas... no es una muerte
heroica, de modo que son miserables...
¿Es importante la diferencia?
Sí, para mí sí, en este sentido precisamente sí...
¿Me permite? A mí lo que ven los demás no me importa nada...
Yo veo mi punto de vista...
Pero yo estoy hablando de ti contigo, no de los otros...
Sí, pero si yo me mato qué más da, dicho sea sin ánimo de
ofender, lo que piensen los demás...
Pero es que yo estoy hablando de lo que piensas tú, no de lo
que piensan los demás: creo que una muerte heroica es una de
las muertes más hermosas... pero tengo que elegirla, no sufrirla.
Si me mato porque no sé cómo salir del dolor, no la elijo, la
padezco...
La alternativa... no hubiera sufrimiento... no lo sé... esto me ha
hecho cambiar un poco... es obvio además que cualquier cosa
cambia a la persona... pero no me gusta haber cambiado así...
Hummm, hummm, desde luego. Pero quiero decirte una cosa...
muy directa: en tu opinión, si una persona te abandona, sea
quien sea esa persona, ¿es motivo suficiente para quitarse de en
medio, o nunca es motivo suficientemente válido el que una
persona te abandone?
En la naturaleza no. En cuanto a mí, me miro a mí mismo, lo
que queda o lo que cambia. En cuanto a los animales, en algunas
especies si muere un cachorro o un compañero ya no comen.
No es así. Si el lobo ártico, que es monógamo, pierde a su compañera ya no vuelve a aparearse, pero vive. Si una orca pierde al
compañero o compañera, ya no vuelve a aparearse, pero vive. Lo
mismo ocurre con los albatros y los perros... hacen lo mismo:
viven.
No... he visto...
En casa he tenido un ejemplo: cuando murió su compañera, el
perro siguió viviendo, se deprimió pero salió adelante y murió
más tarde de otra enfermedad... todo depende de cuánto se deprime la persona y si adopta la postura de que nada vale la pena.
117
P: Bueno... actualmente nada vale la pena.
T: Sin duda... pero es la postura que depende de este hecho: ¿es
tan natural, si alguien nos abandona, adoptar esta postura?, o
bien ¿la adoptas porque no aceptas de ningún modo la pérdida?
Además, si la persona hubiera muerto, como en el ejemplo que
me has puesto de la naturaleza, tal vez estaría un poco más de
acuerdo contigo... pero te ha abandonado, no está muerta.
P: ¡Ya! Si estuviera muerta probablemente el efecto sería distinto...
T: Sí, porque todavía sería tuya... en este caso es ella la que no te
quiere... volvamos a lo de antes.
P: (asiente)
T: Sí, hay algo que no hemos aclarado antes, la diferencia entre una
postura heroica y una postura victimista; la víctima dice: «He
perdido todo lo que tenía, lo único que era importante para mí».
El héroe dice: «El que no me quiere no me merece, de modo
que tengo que buscar a alguien que me merezca, por supuesto
después de haber lamido todas las heridas hasta convertirlas en
cicatrices».
P: ¿Y no sería desvalorizar los sentimientos?
T: No, simplemente es valorar que, si una persona no me quiere,
significa que no existe complementariedad, por tanto básicamente
no me merece; tú has visto lo que no existía, has puesto lo que no
estaba. Puedes desvalorizar los sentimientos... mira, una persona escéptica como yo te dice que el amor es el autoengaño más
sublime y que el amor dura mientras existe una coincidencia de
egoísmos; cuando los egoísmos ya no coinciden, el amor se acaba.
P: (asiente y llora)
T: Además, desde una postura más escéptica aún, nos enamoramos
no de lo que es una persona, sino de lo que nosotros ponemos en
esa persona.
P: ¿Y también por cómo nos hace sentir?... es distinto... yo no he
puesto nada...
T: Mira, nuestras sensaciones y nuestras percepciones están vinculadas a cómo estamos hechos, por ejemplo, vemos los colores
pero los colores son una invención nuestra, son nuestras motoneuronas, su organización la que transforma en color otro tipo
118
P:
T:
P:
T:
P:
T:
P:
T:
P:
T:
P:
T:
P:
de percepción. Lo mismo ocurre con las sensaciones agradables,
los impulsos amorosos: si yo la toco y me parece la persona más
maravillosa, soy yo el que siento, soy yo el que literalmente lo
estoy inventando...
Inventando no...
Lo invento a través de mis sentidos, nuestros sentidos no son
siempre los mismos. Hay un experimento muy interesante
que siempre menciono: si te digo que metas las manos en dos
cubos, uno de agua fría y uno de agua caliente, y unos minutos
más tarde te digo que las metas en otro cubo de agua tibia, tu
mano derecha estará fría y la otra caliente, tus reacciones serán
distintas debido a las distintas experiencias anteriores; el cerebro,
el aparato sensorial inventa literalmente la sensación sobre la
base de la sensación anterior.
(asiente)
Esto indica que todo lo que perdemos en nuestra vida siempre
es algo de nosotros mismos; no se nos quita nada, no se nos roba
nada.
Parece una contradicción.
Sí, la verdad es la verdad y lo contrario de la verdad. Este es el
momento en que puedes seguir pensando que esta ha sido la
única oportunidad de ser feliz que has tenido en toda tu vida y
sigues dándolo por sentado.
No me gusta.
Hummm, hummm. En absoluto, pero al mismo tiempo el hecho
de estar unos pocos meses con una persona y que esta persona
se convierta en la única via veritas absoluta de la vida me parece
un poquito excesivo, por muy maravillosa que consideres a esta
persona.
(asiente)
Y pensar que después de ella viene el diluvio, de nuevo...
Me he acostumbrado a considerar mis afinidades electivas, digamos que no ha sido una tontería...
Bien, pero precisamente según Goethe, las afinidades electivas
no son exclusivas. Estás de acuerdo, ¿no?
(asiente) Esto no lo pienso yo, es una teoría suya.
119
T: ¿Te das cuenta de que todo lo que estás viviendo es lo que tú
das por sentado?
P: ¡Por fuerza! Muchos no se habrían preocupado, ¡les habría dado
igual!
T: Si quieres preocuparte por ti, debes seguir hundiéndote en el
abismo y escribirle cartas y pensar todos los días en las cosas que
podrías hacer para empeorar. No obstante, añade hoy a todo esto
un poco de lo que te he dicho: «Quien no me quiere es que no
me merece», porque la persona que te rechazó ¿valoró todo tu
impulso amoroso o no lo tuvo en cuenta?
P: Yo creo que sí, era algo que no quería, pero que había valorado.
T: Por tanto era una cosa que no necesitaba o que no le gustaba.
Perfecto, ¿y esto qué significa para ti?
P: Eso de que quien no me quiere no me merece me parece una
enorme bobada para dorar la píldora.
T: No, yo te diría que arrojaste perlas a los cerdos, que echaste
margaritas a los cerdos, si prefieres una cosa menos dorada. ¿De
acuerdo?
P: (sonríe y asiente)
T: Un poco más llana y también un poco fastidiosa... tú le diste un
impulso amoroso a una situación de un tipo determinado que,
según tus palabras, no necesitaba y que ni siquiera apreció... es
más, quizá fue una de las cosas que más la decidió a abandonarte.
P: (asiente)
T: ¡Bien! Entonces, ¿te merece o no te merece, si lo analizas desde
este punto de vista?
P: No se trata de merecerme o no, creo que no es esta la cuestión;
ella tomó una decisión, nada más. Soy yo el que está mal.
T: Convierte esto en algo un poco menos punitivo para ti: si tú le
ofreciste a esta persona todo el entusiasmo del que eras capaz y
esta persona no solo no lo apreció sino que huyó, ¿qué significa?
Que no merecía ese entusiasmo, ¡es muy sencillo! De modo que
echaste margaritas a los cerdos; con todo el respeto para ella,
hiciste algo que no se adecuaba, ¡enhorabuena!
P: ¡No se elige de quién te enamoras!
T: Te cae del cielo, te cayó como una guillotina.
120
P: Estaba bien. (llora)
T: Precisamente por este motivo te digo: añade a todo esto: «Quien
no me quiere no me merece. Le di todo lo que podía darle», y
esto, en vez de gustarle, provocó su rechazo. Por tanto te digo:
¿tú quieres una historia en la que no puedes expresarte como
quieres porque entonces el otro huye?
P: No...
T: De acuerdo, volvemos a las margaritas a los cerdos, ¿no?
P: Sí... saberlo antes...
T: No... las cosas se descubren siempre cuando se hacen; tú al entregarte completamente a esta historia, descubriste que no era lo
que ella quería. Descubrimos cómo funcionan las cosas cuando
introducimos un cambio, un salto de nivel, ¿no? Ella se asustó,
sintió fastidio y huyó... ¿dónde están las afinidades electivas?
P: Por mi parte...
T: Solo por tu parte, de modo que solo tú viste las cosas, tú viste en
ella solo lo que quisiste ver en ella, pero no porque obraras mal,
lo hacemos todos cuando estamos enamorados, ¿de acuerdo?
P: (asiente)
T: Bien. Me pregunto entonces: ¿vale la pena arruinarse toda la
vida por un error de este tipo?
P: No lo sé...
T: De acuerdo... piénsalo bien y nos volveremos a ver dentro de
dos semanas.
Dos semanas más tarde vuelve el joven trayendo, además de catorce cartas dirigidas a ella, un único escrito en el que redefine su
situación. Acordamos juntos que en realidad no se trataba de echar
margaritas a los cerdos sino de la historia de la rana y el escorpión.
Un buen día un escorpión se acercó a la orilla de un río donde había
una rana. «Tengo que atravesar a la otra orilla —dijo— pero no sé
cómo hacerlo; no sé nadar y si lo intento me ahogaré. Tú podrías
ayudarme llevándome sobre tu espalda, te estaría muy agradecido».
La rana, perpleja, respondió: «Si te dejo montar sobre mi espalda,
¡podrías picarme y matarme!». El escorpión tranquilizó a la rana: «No
te preocupes, ¿por qué iba a hacerlo? Si te picara, tú morirías y yo
121
me ahogaría». La rana quedó convencida con las explicaciones del
escorpión y decidió ayudarlo. Pero cuando estuvieron en medio
del río, sintió un intenso dolor en la espalda: el escorpión le había
clavado su aguijón envenenado. La rana, asombrada por el gesto
del escorpión, mientras se estaba hundiendo, a punto de morir con
él, todavía tuvo fuerzas para preguntarle: «¿Por qué lo has hecho?
¡Ahora moriremos los dos!». El escorpión respondió: «No he podido
evitarlo; soy un escorpión y esta es mi naturaleza».
El muchacho se comportó exactamente igual que la rana, que
cargó sobre sus espaldas un escorpión esperando que no la picara.
Si los dos hubieran sido escorpiones, se habrían controlado mutuamente y ninguno de los dos habría intentado picar al otro para evitar
ser picado, pero en la relación él era la rana y ella el escorpión que,
por naturaleza, pica y envenena. Y la rana, al final de la historia,
sucumbe y se ahoga.
Continuamos diciéndole: «Tratamos de no dejar que murieras...
en este caso te recuperamos cuando ibas a la deriva, ahora tenemos
que curarte, quitarte el veneno y luego buscar a alguien que no sea
semejante a ti sino complementario, dejando los insectos a los insectos, los escorpiones a los escorpiones, las serpientes a las serpientes,
los cerdos a los cerdos, ¿de acuerdo? Nos asociamos por afinidad y
complementariedad. Y para desintoxicarte del veneno sigue siendo
válido lo que te dije la primera vez: siempre hay tiempo para suicidarse, pero entretanto se puede correr el riesgo de tratar de disfrutar
de la vida manteniéndose alejado de los sujetos peligrosos».
Dos semanas más tarde, el joven nos explica que ha pensado
mucho en lo que se dijo en la sesión anterior y que ha empezado a
moverse y a ver a otras personas, algunas de ellas mujeres. Lo pasado,
así como el sufrimiento, ya no existe; ha comprendido que fue una
tontería pensar en arrojarse al precipicio por alguien que, en el fondo,
no le merece y que, por naturaleza, no podría merecerlo nunca. Porque, además, ha descubierto que como está en su mano decidir morir
cuando le parezca oportuno, ha decidido que es preferible correr el
riesgo de vivir porque, parafraseando de nuevo a Cioran, incluso
cuando nos encontramos en el fondo de un infierno, cada instante
es un milagro que, añadimos nosotros, vale la pena ser vivido.
122
La intervención breve estratégica evolucionada
en la violencia contra uno mismo como fruto
de una patología: un caso clínico
Giorgio Nardone y yo presentamos el siguiente caso, muy complejo
y en ciertos aspectos dramático, en el seminario de formación clínica
celebrado en Arezzo sobre los «Adolescentes violentos con los demás
y con ellos mismos», cuyos ponentes fueron el propio Giorgio Nardone y Matthew Selekman.
La paciente, según el diagnóstico clásico, padecía un trastorno
de personalidad borderline. Este diagnóstico se utiliza habitualmente
para indicar una situación límite y en continua oscilación entre la
neurosis y la psicosis.
La muchacha nos llega tras el último de una serie de intentos
de suicidio. En realidad, no era más que uno de los muchos episodios que había padecido en su vida sin conseguir nunca superar el
sufrimiento. Siempre al borde del precipicio, tras haber sido objeto
de un abuso en la primera adolescencia, empezó a luchar contra su
mente y contra su cuerpo; como si, rebelándose incluso contra la
mera posibilidad de desear una vida feliz, tratase de expiar un pecado
no cometido. Podríamos comparar metafóricamente su situación
con la del personaje descrito por Kafka en El proceso, que, pese a no
tener más culpa que la de haber confesado lo que nunca cometió,
es condenado a la pena de muerte. Encerrado en una celda oscura,
desde la ventanilla con barrotes ve que en el patio están construyendo
un patíbulo y, mientras lo contempla, se convence de que lo han
preparado para él. Por la noche consigue milagrosamente escapar de la
celda. Corre jadeante al patio, sube al patíbulo y se ahorca él solo.
Más que detenernos en los detalles, preferimos reproducir la
transcripción literal de dos sesiones con la joven: la primera visita
y el diálogo que demuestra el cambio producido en un espacio de
tiempo muy breve, pese a la gravedad de la situación inicial.
Nos interesa, no obstante, subrayar de antemano que las sesiones
se desarrollaron de manera desdramatizante, aunque sin subestimar
nunca las numerosas fases de pathos alternadas con momentos relativamente más suaves. Desde la primera sesión, se indujo a la muchacha
123
a tomar conciencia de que la realidad no es tanto lo que nos sucede,
sino lo que se hace con lo que nos sucede o nos ha sucedido, con la
idea de desmontar todas las soluciones intentadas para encontrar un
camino diferente del recorrido hasta entonces y que la había llevado
exactamente donde no quería. Esto, gracias también a la fuerte relación establecida con el terapeuta, que la llevó a salir de la trampa en
la que ella misma había caído debido al daño sufrido.
Se trata de un caso muy interesante desde el punto de vista de
la relación, de la comunicación y de las técnicas de problem solving
estratégico (Nardone, Portelli, 2007; Milanese, Mordazzi, 2008),
un ejemplo representativo de cómo dirigir una sesión que produzca efectos sorprendentes con una adolescente cuyo crecimiento fue
interrumpido y desviado por culpa de otra persona.
Terapeuta: ¿Cuál es el problema que te ha traído hasta aquí?
Paciente: He estado internada porque intenté suicidarme y me salvaron por los pelos.
T: Hummm, hummm.
P: Al salir me hice el primer corte y mi padre me ingresó...
T: Vamos a ver... ¿el corte en la muñeca es realmente intencionado...
o un jueguecito solo para hacerte daño?
P: Es un jueguecito para hacerme daño.
T: ¿Y para asustar a todo el mundo?
P: Porque antes... es decir, desde los 13 años me masacro, me despellejo... lo hago así... luego cuando vi que esto no daba ningún
miedo a los demás, no asustaba a nadie si no...
T: ¿Porque no lo veía nadie?
P: No lo veían. Me tapaba, no lo veían, y además de todos modos
en mi entorno todos lo interpretaban como una crisis de adolescencia, entonces probablemente, pero no lo sé, cambié de
método.
T: Ahora te lo haces en la muñeca.
P: En las muñecas y en el brazo. Me pongo cera ardiendo, aunque
ahora menos.
T: ¿Puedes explicarme cuál es tu método... habitual? ¿Cómo te
haces daño... con qué?
124
P: Con la hoja de afeitar.
T: Con la hoja de afeitar... ¿y te haces jueguecitos en la muñeca?
P: Sí, lo intento. Algunas veces me sale un poco mejor, por tanto
lo hago un poco más profundo, a veces algo menos.
T: ¿Y cuánto jugueteas... cuánto tiempo?
P: Un cuarto de hora, veinte minutos, media hora... depende. Me
meto en la bañera y me relajo, pongo música; es un ritual.
T: De modo que hacerte daño es un pequeño placer perverso... de
acuerdo.
P: Sí.
T: En cambio los demás creen que quieres suicidarte... que quieres
hacer vete a saber qué... ¿no es cierto?
P: Sí, piensan que te hiciste daño otra vez, por qué tuviste que
hacerlo y en realidad yo, hummm... no sé... o sea, no sé ni siquiera si quería morir, no lo sé... de todos modos no tengo valor
para morir. El otro día me tomé ciento veinte gotas de Minias
[Lormetazepam] porque quería...
T: Morir...
P: No, quería dormir.
T: (sonríe)
P: Tampoco dormí. Dormí dos horas y me desperté con mucho
dolor de estómago, nada más...
T: Hummm.
P: Sé muy bien que... no tengo el... o sea, todos los días pienso en
el tubo del coche y en cómo puedo hacerlo, porque en realidad
no tengo valor para vivir... o sea, quisiera...
T: Bueno, si uno quiere, es fácil.
P: En realidad no quiero. Me gustaría tratar de vivir bien... o sea,
mejor que ahora...
T: ¿Qué es lo que te impide vivir... bien?
P: Que no sé elegir, no sé hacer nada, no sé encontrar una pasión,
no sé elegir un camino, no consigo acabar la carrera, no logro
encontrar un trabajo que me satisfaga.
T: ¿Qué carrera estudias?
P: Sociología.
T: ¡Ah!
125
P: Me faltan dos asignaturas desde hace un año y medio y no logro
acabarlas, no logro encontrar una pasión por la que decir: «De
acuerdo, esta es ahora mi vida y por esto pongo un pie delante
de otro, luego retrocedo, luego pongo otro pie en otro lugar y
la veo más brillante».
T: ¿Te ocurre lo mismo en la relación con el otro sexo?... ¿Tampoco
en esto... sabes decidirte?
P: No, no... estoy muy enamorada, estoy contenta y feliz... pero...
pienso, creo. Luego algunas veces tengo dudas.
T: O sea, ¿algo va bien... en tu vida?
P: Eh, sí... pero no es mérito mío...
T: Ah, seguro... es solo mérito suyo... ¡has encontrado a un santo!
Lo cierto es que, en el fondo, le das la razón a tu padre.
P: Sí.
T: ¡Ah! Mucho rebelarte... pero al final le estás dando la razón.
P: Sí, ya sé que le doy la razón, pero no logro hacer nada para no
dársela, para reaccionar. Además mi padre es el que habla y es a
mi madre a la que hay que hacer entender... mi madre me dice
que total no hago nada, que dentro de dos años seré una muerta
de hambre. Y que va siendo hora de que siente la cabeza. Yo, en
cambio, no creo estar mal... ¿qué cabeza tengo que sentar?... simplemente he de saber qué quiero hacer porque todavía no lo sé.
T: Hummm...
P: Pienso.
T: ¿Qué has hecho... hasta ahora para... sentar la cabeza?
P: Ah... ¡haciéndoles caso! Haciendo lo que querían.
T: ¿En la clínica? ¿Las terapias?
P: En la clínica, la universidad, el trabajo, las terapias, el voluntariado, la iglesia, todo lo que podía complacerles o que creía que
podía complacerles lo hacía, de modo que, como me decían
que era buena, durante años viví así.
T: Como buena.
P: Puedo vivir... ¡tengo derecho a vivir! Cuando este mecanismo
se rompió por una tontería, evidentemente yo ya no podía más,
de modo que empecé a rebelarme contra esto de una manera ni
siquiera muy consciente y me convertí en la oveja negra.
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T:
P:
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P:
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P.:
T:
P:
Hummm...
La que no hace...
¿Cuántos sois en tu familia?
Mamá, papá y dos hermanos más pequeños.
¡Ah! ¿Así que tú eres la primogénita?... ¿A qué se dedican tus
padres?
Papá está jubilado desde hace dos años; lo jubilaron después de
haber estado deprimido durante un año, una vez curado en la
clínica donde había ingresado por una enfermedad; mamá es
ama de casa desde que nació su tercer hijo.
De acuerdo... hummm... bien.
Además mis hermanos... uno es muy diferente de mí, en cambio
el más pequeño se me parece mucho más.
Hummm... ¿qué haces durante todo el día?
Ahora... pero... en el sentido de que ahora hemos abierto con
mi novio un espacio artístico; él es actor y yo le sigo un poco
en esto, le ayudo, le acompaño... voy tirando solo con esto y no
hago nada más.
Hummm... perdona, ¿qué significa espacio artístico?
Un espacio donde se representan espectáculos teatrales, danza,
actividades culturales, música. Es esto.
De acuerdo... ¿O sea que tú sigues sus actividades?
Sigo sus actividades. Además hay otro espacio donde se dedican
a la restauración y, como a mí me encanta cocinar, les echo una
mano, aunque no estoy muy convencida de esto. Él me anima
mucho, pero creo que soy una completa negada también para
esto.
¿Hay algo para lo que no seas una negada?
No.
¿Nada de nada?
No. Muy a menudo me siento una negada y me esfuerzo por
hacer cosas que no... más como un reto a mí misma que para...
para...
¿Tienes el don de fallar en todo lo que haces?
Sí, más o menos, fallar o crear situaciones que no funcionan:
hoy tenía que venir aquí y hay huelga general, cuando he lle127
T:
P:
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P:
T:
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T:
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T:
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T:
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P:
T:
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T:
P:
128
gado al peaje de la autopista no funcionaba nada; la barra se ha
bloqueado y me he quedado retenida veinte minutos... o sea,
cualquier cosa que haga...
Llegas al semáforo... se pone rojo...
Sí, se pone rojo...
Sales sin paraguas... llueve.
Llueve, salgo y se me pincha una rueda, tengo una cita y me
pilla un accidente... es así.
¿O sea que en cierto modo... el destino está conjurado contra
ti? Además de...
No, soy yo la que me conjuro sola.
¡Ah! Eres tú la que los atraes.
Sí, creo que sí.
Tienes un karma negativo, como dirían... en Oriente.
Es posible.
O bien irónicamente... lo contrario del rey Midas, que todo lo
que tocaba lo convertía en oro, tú, en cambio, todo lo que tocas
lo estropeas.
Sí, más o menos es lo que hago.
¡Ah!
Sin saber siquiera si es algo que me va bien o me va mal; todo
lo que emprendo me lo cargo.
Muy bien, tienes un don.
Es genial, ¿no?
Estropearlo todo.
Sí, esto...
Y la relación con tu novio no se ha estropeado simplemente
porque él es un santo.
De momento no se ha roto.
¡Ah! Muy bien... ¡todavía puedes intentarlo! ¿Cuánto hace que
estáis juntos?
Cuatro meses.
Ah, eso es... no has aplicado todavía... bien tus artes.
No, todavía no, y además él es muy santo.
Mucho... de modo que resistirá.
Sí...
T: Hasta el martirio.
P: Sí, creo que es posible.
T: Bien... bien... bien... Pero tú... ahora... ¿estás en la posición dejar
andar lo que se te ocurre... o... tratas de hacer bien las cosas y
te salen mal?
P: No, ahora lo dejo andar, porque ya no sé qué hacer...
T: ¡Ah!... ¡Ah!
P: O sea, no sé exactamente adónde ir, y cuando intento moverme,
al primer obstáculo me desmoralizo tanto que...
T: ¿De modo que... te estás... rindiendo ante los hechos?
P: Sí.
T: ¿Así que... haces lo que se te ocurre?
P: Sí, la única cosa a la que todavía no me he rendido es esta terapia,
en cambio al último terapeuta le dije que se acabó.
T: ¡Ah... te rebelaste!
P: Sí, entonces me rebelé contra los míos. Contra todos.
T: ¿Cuánto tiempo estuviste yendo a la terapia?
P: Ah, poco, a esta fueron... tres... desde que salí de la clínica. Antes
ya había hecho otras; tres años, un año, dos años...
T: ¿Ninguna funcionó nunca?
P: No, en la primera estuve tres años sin decir nada, o iba, me
quedaba en la puerta y ni siquiera subía... o subía y le explicaba
la vida de otro... o sea, era una cretina... no sé... era la rabia.
T: ¡De modo que te divertías y contabas bolas...!
P: Sí, explicaba otras cosas, que había ido a otra parte... daba igual
que fuera o que no fuera.
T: O sea que a veces te quedabas en medio de la calle, decías... total
da lo mismo. ¿Y después?
P: Y después, primero, a los 17 años mi madre me llevó porque
tenía crisis. En realidad, tenía crisis porque había sido violada
y no se lo quería decir, de modo que ella no entendía y decía:
«Tengo que llevarte, tienes crisis y por eso tengo que llevarte
al psicólogo». Me llevaba a los consultorios, me llevaba de acá
para allá. Yo no era capaz ni de decírmelo a mí misma, no era
capaz de decírselo a nadie más, y ella me llevaba arriba y abajo.
Luego después me fui, después de esta de tres años. Fui otro
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T:
P:
T:
P:
T:
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T:
P:
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P:
T:
P:
T:
P:
T:
P:
T:
130
año a otro que me habían aconsejado y me cansé. Además este
último era ridículo, no era él, es que me... o sea porque después
de ocho años de estar preguntándose uno: «¿Por qué? ¿Por qué?
¿Por qué?», puedo llegar hasta el momento del nacimiento, y
desde dentro de la barriga preguntarme: «¿Por qué?»... pero no
cambia nada, o sea, una vez que he entendido el problema sigue
estando ahí y si no consigo solucionarlo no vale la pena seguir
diciéndome: «¿Por qué hice esto, por qué hice lo otro, por qué
hice lo de más allá?».
De acuerdo... de modo que... de todos estos terapeutas ¿no hubo
ni siquiera uno que te causara impresión?
No.
¿Y con... qué... digamos... ilusión... has venido aquí?
No lo sé. No es una ilusión, en cualquier caso creo que debo
encontrar algún camino. Creo que no es una ilusión, es que creo
que es... en cualquier caso una cosa... no lo sé... no lo sé.
Estabas diciendo algo y luego has dicho «no lo sé»... estabas
adoptando una postura...
Pero no lo consigo...
Pero no lo consigo... adoptar una posición... así que tengo que
renunciar...
Sí.
De acuerdo.
En realidad es que no quiero hacerme ilusiones sobre nada; la
realidad es esta, porque como no puedo soportar la derrota...
Es mejor marcharse rápidamente.
Me voy y digo... bah...
O sea, lo que quieres decirnos es que, en realidad, en tu vida... lo
que has hecho siempre es ilusionarte, desilusionarte, deprimirte.
Ilusionarte, desilusionarte, deprimirte.
Sí, más o menos.
Y ahora lo que te da más miedo es ilusionarte.
Exacto.
Siempre te has ilusionado, desilusionado, deprimido. Ilusionado,
desilusionado, deprimido y ahora... quieres evitar ilusionarte,
para no desilusionarte, para no deprimirte.
P: Exacto.
T: Las experiencias han sido tan malas... que ahora tienes miedo
incluso de la más mínima ilusión.
P: No sé si han sido tan malas o si yo las he vivido como malas...
T: Da lo mismo: todo lo que se cree... existe.
P: Entonces es así.
T: Entonces es así... de acuerdo.
P: No tengo confianza en mí misma y por tanto me hago ilusiones
sobre la base de cualquier cosa, por tanto también podría decidir
ilusionarme por cualquier cosa, pero ¿por cuál?
T: De acuerdo... hummm...
P: Pero ¿por cuál?
T: Bien, bien, bien.
P: No tan bien, además estoy atiborrada de psicofármacos y no
quiero seguir tomándolos, hace diez días que no los tomo...
T: ¿Qué estás tomando?
P: 40 mg de Seropram [Citalopram], 600 mg al día de Carbolithium [Litio carbonato], Trittico [Trazodona] por la noche y se
acabó, ahora se acabó.
T: Has interrumpido diez días... ¿has tenido efectos?
P: Sí, me encontraba fatal.
T: ¡Seguro! Hummm...
P: Realmente enloquecida.
T: Hummm...
P: A ratos lloraba, a ratos reía... me daba golpes con la cabeza contra
la pared.
T: De acuerdo, bien, bien.
P: Y además, pensar que gracias a ellos voy tirando.
T: Una última pregunta: después de la experiencia que no podías
explicar ni a ti misma, ¿tu relación con los chicos ahora funciona... o no?
P: Ahora sí.
T: Hummm... pero ¿durante mucho tiempo no?
P: Sí, hice de todo, me vendí a precio de saldo, fui con mujeres, o
sea hice de todo; todo lo posible e imaginable... ¿Por qué no yo?
T: Total el asco ya era tanto...
131
P: Total ya daba asco, al menos intentaba que los otros me aceptaran. Total si era aquello lo que querían yo se lo daba... y adiós
muy buenas. Era una apariencia de aceptación.
T: O sea que... ¿te prostituiste... desde un punto de vista relacional?
P: Sí, hice voluntariado con las prostitutas... estaba claro que iba
a buscar las relaciones, las peores.
T: Todo esto solo para que los otros te aceptaran.
P: Sí.
T: ¿Así que fue más que una prostitución corporal una prostitución
relacional?
P: Sí, todo lo que me pedían los demás lo hacía.
T: De acuerdo. Era como decir: «No hace falta que me forcéis...
aquí estoy... coged, total...».
P: «Total, habéis dicho que doy asco.» Trato de salir adelante como
puedo.
T: Bien, bien, bien... veo que el cuadro está completo.
P: Sí, el cuadro sí, el conjunto...
T: Pero... ahora con este chico estás bien, aunque no sabemos cuánto durará... porque casi seguro que lo estropearás todo.
P: Sí.
T: ¿Es así?
P: Es probable, no lo sé. Es probable, podría incluso no suceder...
pero si no lo estropeo yo directamente haré que lo estropee mi
entorno... porque mi madre ya me está diciendo: «¡Mírale! Es
tan bueno, tan guapo... ¿es posible que no puedas encontrar una
persona normal?». O sea, digo yo: «¿Porque qué tiene de anormal? No es normal que me esté volviendo loca porque estoy con
él». Viene a limpiar el horno de casa porque no lo he limpiado
bien...
T: Gracias a ellos.
P: Gracias a ellos... conseguiré hacer algo.
T: De acuerdo.
P: Porque yo me siento así: por una parte está él, por otra parte
están ellos y yo no logro librarme de esta mierda de relación.
T: Bien... permíteme una pregunta particular: si quisieras empeorar
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P:
T:
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T:
P:
T:
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T:
P:
T:
P:
T:
P:
T:
P:
más tu situación en vez de mejorarla, ¿qué harías? Si voluntariamente dijeras: quiero... empeorar... quiero joderme... todavía
más. ¿Qué tendrías que hacer, qué tendrías que pensar, qué
tendrías que dejar de hacer, qué tendrías que dejar de pensar
para empeorar todavía más?
Tendría que hacer un trabajo que me da asco durante diez horas
al día solo para sentirme buena y pagar de nuevo la matrícula
de la universidad sabiendo que no acabaré nunca la carrera.
Hummm... Hummm... exacto... porque en este caso al menos
tendrías algo que te ha salido bien... y no puedes permitírtelo.
Sí.
Tienes razón, además...
Además estoy haciendo ver que me esfuerzo y fui a ver si podía
pasar del viejo al nuevo orden.
... además has de seguir representando tu rol... por tus padres.
¡Ojo! Ojo con interrumpir este leal sacrificio en pro de su equilibrio, porque fíjate, mientras tú seas la loca de la familia los
otros estarán todos sanos. ¡Felicidades!
Sí.
¡Eres fantástica! Estás realizando un admirable y leal sacrificio
en beneficio de tu familia. Quieres un montón a estos padres.
Sí.
Además los estás haciendo mártires... santos todos. Todos a tu
alrededor porque tú eres la loca.
Sí, pero yo quisiera...
No, te felicito sinceramente... porque mira que se necesita una
tenacidad... se necesita un sentido del sacrificio... una lealtad
cristiana... fantástica... para hacer todo esto.
¡Qué asco! Me siento culpable si le digo a mi madre: «Esto no
lo hago», me paso varios días llorando, luego voy allá arrastrándome aun sabiendo que tengo razón. Voy arrastrándome,
humillándome hasta la náusea.
Además perdona... no... te violaron y tú te entregaste a todo el
mundo. Esta fue tu respuesta.
Pero hago esfuerzos, o sea, encontré un trabajo que me daba
asco y se lo dije: «No vuelvo» delante de mi madre.
133
T: Sí, ya hemos dicho que el tuyo es un sacrificio leal para mantenerlos mártires, sanos y santos. Será difícil escapar de este rol.
P: No. ¿Por qué difícil?
T: Luego serán ellos los que estarán mal.
P: Esto no se puede hacer.
T: Si tú te vuelves cuerda... ¿qué harán?... ¿se derrumbarán ellos?
P: Ve como no tengo... esperanza.
T: Eh... es posible...
P: Muy bien, regresaré a Roma tranquilamente; mi destino es este...
¡No ha de ser este! No puede ser este, pero en cierto modo lo sé,
sé que debo rebelarme ante estas situaciones, que he de encontrar
mi camino y he de afirmarlo.
T: Eh, bonita, rebelándote como lo estás haciendo, en realidad
lo único que consigues es confirmarles que tienen razón... porque tus intentos de rebelión hasta ahora no han hecho más que
aumentar... tu dependencia de ellos. Tal vez debas cambiar de
estrategia.
P: ¿Y qué puedo hacer?
T: ¿Estás dispuesta a seguir nuestras indicaciones?
P: Sí.
T: ¿Aunque te pidamos que hagas cosas que te parecen banales,
tontas o ilógicas... o que de entrada te irritarán un poco?
P: Sí, de acuerdo.
T: Creo que podemos ayudarte, pero deberás seguir nuestras indicaciones al pie de la letra. Nosotros solo nos concedemos un plazo
de diez sesiones y si no vemos ningún resultado lo dejamos...
nosotros, no tú... ¿de acuerdo?
P: De acuerdo.
T: En el sentido de que... significa que si no somos capaces de
ayudarte... cosa que debo decirte que no sucede casi nunca; en
la mayoría de los casos las situaciones se desbloquean. En cualquier caso, solo superamos las diez sesiones si hemos obtenido
buenos resultados... por los que vale la pena... ¿de acuerdo?
P: De acuerdo.
T: La mayoría de los casos acaban antes porque resuelven su problema... pero no sé si será tu caso... ya veremos... ¿de acuerdo?
134
P:
T:
P:
T:
P:
T:
P:
T:
P:
T:
P:
T:
P:
T:
P:
T:
P:
T:
P:
T:
Sí.
Bien.
Tengo mucho miedo.
Lo creo.
De ilusionarme. Pero lo necesito mucho.
Nosotros tenemos miedo de decepcionarte, pero haremos todo
lo posible para que esto no suceda... ¿de acuerdo?
(se echa a llorar)
Bien, antes que nada te doy un pañuelo.
Pero si no lloro, solo finjo.
Oh. Tienes razón... sí... finges, me gusta... de acuerdo... entonces...
Solamente finjo que lloro.
Ves cómo eres una buena actriz... eres mejor que tu novio. Bien,
ante todo quiero que empieces a pensar que cada vez que te
rebelas contra tus padres y les contestas, cada vez que discutes,
en ese momento estás alimentando su fuerza y tu debilidad,
porque cuando tú te rebelas les confirmas que estás desequilibrada y que tienen que ayudarte y controlarte cada vez más. Por
consiguiente, tu intento de reducir su presión sobre ti... lo que
hace es aumentarla... así que piénsalo cada vez que se te ocurra,
¿de acuerdo? Piensa que cada vez que lo haces los alimentas.
¿Eso significa que tengo que darles la razón?
Esto... desde este momento hasta que volvamos a vernos. Eres
buena actuando, ¿no?
Sí.
Pues ¡hazlo! La única manera de tenerlos controlados es hacer
que se sientan importantes, ser amable con ellos, de modo que
no dejes pasar un día sin tener un gesto amable con tu padre...
y un gesto amable con tu madre... estratégico... ¿de acuerdo?
Sirve para tenerlos controlados. ¿De acuerdo?
Lo intentaré.
¿Lo conseguirás?
(asiente)
Bien. Y cuando te provoquen, piensa que si te enfadas, si te dejas
llevar por la cólera, les estás haciendo un regalo... ¿de acuerdo?
135
P: Sí.
T: Queremos que si vas a seguir con tus jueguecitos placenteros, los
hagas en un tiempo determinado, según nuestras indicaciones,
¿de acuerdo?
P: Sí.
T: Por la noche, cuando te vayas a la cama, cuando estés sola, si
quieres hacerte jueguecitos te los haces, ¿de acuerdo?
P: (asiente)
T: Pero te los haces durante diez minutos exactos con el despertador puesto. Durante todo el día aplázalo a estos diez minutos.
Si tienes ganas, puedes hacerlo en esos diez minutos, pero solo
diez minutos, ni uno más, ni uno menos, ¿de acuerdo?
P: De acuerdo.
T: Además, cuando vayas a acostarte, por la noche, coge papel de
escribir; quiero que lo último que hagas todas las noches sobre
la almohada antes de dormirte sea escribir una carta dirigida a
mí. Tiene que empezar poniendo querido doctor, ¿de acuerdo?
Luego escribe todo lo que se te ocurra; explícame todo lo que
quieras explicarme de tu pasado, de tu futuro, de tu presente,
de tus fantasías, de todo lo que quieras... firmas... cierras... y en
la próxima sesión me entregas todas las cartas. Esto me ayudará
a conocerte mejor que muchas charlas.
P: A mí me cuesta mucho escribir.
T: Creo que esta vez podrás hacerlo porque te lo pido yo. Es una
cosa que harás por mí.
P: Es algo que me hace más daño que dar la razón a los míos,
escribir... mucho más daño.
T: Lo sé, porque tendrás que escribirme muchas cosas malas... que
te han hecho mucho daño, pero si me las traes... verás... ¿de
acuerdo?
P: (asiente)
T: Una última cosa: presta atención al momento en que, espontáneamente, es decir, sin que tú hagas nada, te sientas un
poco mejor, al momento en que te sientas distinta aunque sea
un instante, ¿de acuerdo? Me explicarás cuándo sucede, ¿de
acuerdo?
136
P: (asiente)
T: Bien, bien, bien. Nos volveremos a ver dentro de quince días.
Acompáñame para concertar una cita.
La muchacha había sido hospitalizada por un intento de suicidio,
había sufrido un abuso sexual al que siguieron una serie de violencias
físicas y psicológicas, es contradependiente de la familia, tiene la sensación de que lo estropea todo y se inflige cortes y quemaduras que
combinan el dolor con el placer en el ámbito de un auténtico trastorno obsesivo-compulsivo (Nardone, 1995, 2002, 2003, 2004a).
Son diversas las técnicas aplicadas y los puntos que, en nuestra
opinión, merecen ser destacados.
•
La reestructuración dirigida al hecho de que es precisamente su
rebelión la que la mantiene dependiente, o mejor dicho contradependiente, ha conseguido que la joven sintiera por primera
vez que su solución intentada de la rebelión es precisamente lo
que ha alimentado la dependencia patológica de los padres. En
otras palabras, su continua lucha contra los molinos de viento ha
construido y amplificado el círculo vicioso de ilusión, desilusión,
depresión.
•
En cuanto al uso de la relación terapéutica se distinguen fases
diferentes. Hay momentos de ironía y momentos de fuerte pathos; una oscilación entre una relación muy intensa en el plano
emocional y situaciones muy irónicas hasta llegar casi a bromear
juntos sobre los desastres que ha provocado. En esta sesión la
muchacha se ha mantenido seria, ha reído, ha llorado, ha tenido reacciones emocionales intensas, ha vivido toda la curva de
las sensaciones que pueden expresarse en el transcurso de una
relación. Esa intensidad ha permitido captar a la que llamamos
en broma «paciente barracuda», acostumbrada a descalificar a
todos los terapeutas con los que se ha relacionado en su vida.
Ha quedado demostrada la consecución del objetivo cuando
la muchacha se ha puesto a llorar por miedo a ilusionarse y, al
mismo tiempo, ha aparecido su confianza en el terapeuta cuan137
do no pudo confiarse ni siquiera a su madre, que no le creyó
respecto al abuso sexual.
•
La pregunta planteada en la sesión sobre cómo podría empeorar
voluntariamente su situación ha permitido desmontar su idea de
estropear todo lo que toca, como la relación con el novio, debido
al hecho de que la madre, el padre y todos los demás siempre la
han hecho sentir fracasada. En realidad, cuando le hemos hecho
sentir que ella permitía a los demás que estropeasen todo lo que
intentaba construir a través de su rebelión constante.
•
Las preguntas con ilusión de alternativa de respuesta, las paráfrasis, las técnicas comunicativas evolucionadas utilizadas han
permitido no solo comprender el funcionamiento del problema
y sus soluciones intentadas disfuncionales, sino también crear un
contacto tanto a nivel racional como emocional. Por primera vez
alguien la aceptaba como era, sin intentar dominarla o destruirla
haciéndola sentir fracasada.
•
Las prescripciones han sido consecuencia de la propia sesión: las
«pequeñas torturas» ritualizadas para transformar el placer en una
tortura que hay que infligirse siguiendo modos y tiempos específicos y cuyo control hay que asumir, porque si puedo decidir
hacerlo, también puedo decidir no hacerlo; la prescripción de
tener todos los días un gesto amable con los padres para introducir una complementariedad terapéutica en la simetría patológica,
bloqueando por un lado la solución intentada de rebelarse que
mantenía el problema en vez de resolverlo, y modificando, por
el otro, al representar el papel del que hace sentir importantes a
los demás y no ya del que busca continuamente la atención con
actos extremos, la reacción de los padres como consecuencia del
propio cambio. Respecto a su historia, que es la historia de una
condena, pese a su juventud, el objetivo del epistolario nocturno
ha sido conseguir que todos los dramas que le han sucedido,
y que ella misma ha permitido muchas veces que ocurrieran,
formaran ya parte del pasado, en vez de seguir extendiéndose
138
por el presente, como una herida abierta que todavía sangra
abundantemente impidiendo construir un futuro diferente.
Explicar por escrito al terapeuta los hechos acaecidos permite,
por un lado, distanciarse de lo que hace sufrir, facilitando el
proceso natural de elaboración, que en estos casos no se activa
espontáneamente; por otro lado, el hecho de entregar las cartas
al terapeuta representa una especie de rito de paso que, además
de reforzar la relación emocional con este último, facilita el final
feliz del proceso terapéutico. Por último, la indicación centrada
en las soluciones destinada a prestar atención a las excepciones
cuando extrañamente pueda sentirse bien, lanzando la profecía
positiva de que habrá momentos en que se sentirá bien. Es decir, las prescripciones actúan en todas las direcciones: abrir un
nuevo escenario a las sensaciones, dar un vuelco a las dinámicas
familiares, situar el pasado en el pasado mediante su narración
y entregarlo al terapeuta, ritualizar el ritual de placer.
Es fácil intuir que en un caso como este no basta conseguir el desbloqueo de la persona, como suele ocurrir en el caso de problemas limitados y que no influyen en otras áreas de su vida. Nuestra
atormentada adolescente ha de construir su vida, que quedó como
congelada en el momento de la violación, tras lo cual inició la caída
hasta tocar fondo. Por tanto, en las distintas fases de la terapia ha
sido necesario trabajar para desbloquear la situación, para hacerle
superar otros bloqueos surgidos posteriormente y desmontar todas las
soluciones intentadas disfuncionales. Concretamente, como es típico
en los casos en que domina la búsqueda desesperada de sensaciones
placenteras que, precisamente porque es exasperada, produce el efecto
contrario, en la segunda sesión, tras una importante reducción del
trastorno compulsivo y del problema con la familia, salió a la luz
que la chica tenía una larga historia de trastornos alimentarios. Primero fue anoréxica, después vomitadora y, en la época de la terapia
se alimentaba de una forma totalmente irregular, oscilaba entre el
ayuno y los atracones: intervenimos con la técnica esencial para este
tipo de problemáticas, esto es, la dieta paradójica (Nardone, 2009).
Una vez resuelto cada problema, fue necesario orientarla hacia la
139
construcción de lo que no había construido antes, ayudándola a
seguir estudiando, a acabar la carrera, a crecer en la relación, hasta
construir y consolidar un nuevo equilibrio. Por esta razón, tras un
primer desbloqueo repentino, la terapia se prolongó con sesiones
mucho más espaciadas.
Reproducimos a continuación la transcripción literal de la sexta sesión. La muchacha parece otra persona; una adolescente que vive
todas las transformaciones propias de su edad, sin restos del trastorno;
la bola de nieve lanzada se ha convertido en avalancha irrefrenable
de cambios constructivos.
Terapeuta: ¿Cómo han ido las cosas durante estas semanas?
Paciente: Ha habido momentos de rabia, pero mucho menos frecuentes; me doy cuenta de que soy capaz de dar marcha atrás yo
sola y estoy mucho mejor. Soy capaz de ver las cosas de forma más
positiva, soy menos mala conmigo misma. En general, he de decir
que va mucho mejor. En el fondo subsiste este pesimismo cósmico
que realmente es lo único que me parece imposible destruir.
T: Hummm...
P: En el sentido de que yo lucho contra la rabia, contra las cosas,
pero fundamentalmente lucho contra este pesimismo cósmico,
y en cada situación he de encontrar algo que no funciona, o
sea...
T: Hummm...
P: Si estoy contenta, debe haber al menos un motivo para poder
desesperarme.
T: Hummm...
P: Por lo general lo encuentro, la diferencia es que antes lo encontraba, me desesperaba y se acabó.
T: Hummm...
P: Ahora digo: «¡Mira qué cretina! ¡Mira lo que he encontrado!
Me he desesperado durante tres minutos, ahora habrá que dar
marcha atrás».
T: Bien.
P: O sea que estoy muy contenta.
140
T: Y yo más.
P: Sigo comiendo como un... pero como a la hora del desayuno,
de la comida y de la cena... pero ¡hay que ver lo que trago...!
T: ¿Comes solo lo que más te gusta?
P: Sí, como todo lo que más me gusta.
T: Me parece que todavía no te has arruinado... vamos, estás en el
buen camino... de acuerdo.
P: He engordado dos kilos...
T: Sigues siendo muy guapa... ¡Olvídate!
P: Sí, ¡por favor! Esos dos o tres kilos todavía puedo mantenerlos,
pero no sé...
T: Veamos, ¿has seguido con tus pequeñas agresiones?
P: Sí, un día pero poco, poco... una estupidez, porque me metí en
la bañera y me hice un cortecito en un pie, pero realmente una
chorrada impresionante.
T: ¿Y no lo hiciste diez minutos, tal como te dije?
P: No, porque justo en el momento en que me hice el arañazo,
porque no era un corte sino como si me hubiese arañado un gato,
me dije: «¿Qué coño voy a hacer?» y entonces me di un baño.
T: Bien. ¿Has sufrido más crisis que tu novio haya tenido que
aguantar?
P: Solo una vez realmente horrible, horrible, horrible. Es el pesimismo cósmico que me lleva a ciertas cosas.
T: ¡No quieras ser como Giacomo Leopardi! Hay mucha diferencia
entre él y tú: él era un gnomo feo, sucio y puerco, que odiaba
el mundo. Tú eres lo contrario.
P: No, yo también tengo momentos así.
T: ¿Te gustaría ser como él?
P: ¡Por favor!
T: ¿Y sabes algo que además muy pocos saben? Le volvía loco el
chocolate y lo comía como un cerdo y se ensuciaba y andaba
por ahí sucio de chocolate... completamente embadurnado...
¡Una porquería inmensa!
P: Es amigo mío.
T: ¡Es amigo tuyo...! Pues odiaba a muerte a las mujeres... que lo
rechazaban.
141
P: ¡Seguro! ¡Pobrecillas! Bien, lo cierto es que ocurrió una vez,
entonces empiezo a pegarle, lo hincho a tortas y él se masacra
porque para no pegarme a mí rompe todo lo que encuentra,
o sea tiene las manos destrozadas porque aquel día le dio un
montón de puñetazos a la pared.
T: Hummm... Hummm...
P: Pero me ocurrió esa vez y me asusté tanto que me dije: «Oh...
oh...».
T: ¿Te asustaste de él o de ti?
(ríen)
P: No, no, ¡de mí! Porque de él... bueno, tuvo reacciones de ser
humano. Me asusté de mí más que nada porque me acordé de
las viejas cosas que hacía.
T: ¡Ah! Sí.
P: Si empezaba a enfadarme y me daba cuenta de que me estaba
equivocando no podía dar marcha atrás, porque ya había dicho
que estaba enfadada por ese motivo.
T: Y tenías que hacerlo.
P: Tenía que hacerlo hasta el agotamiento... hasta que me rendía,
porque mi padre al final, cuando estaba agotado, se rendía. Con
mi madre los gritos se prolongaban durante siete u ocho días
porque aunque yo sabía que me había equivocado tenía que
seguir. Pero he de decir que lo he hecho una sola vez, o sea, llego
al agotamiento, pero ahora he aprendido que debo alejarme;
hago un esfuerzo, digo: «Muy bien, ahora me voy», me marcho
media hora y luego vuelvo. Es mucho mejor, en el fondo no es
más que una lucha contra el pesimismo...
T: Hummm... hummm.
P: ... contra el hecho de ver el vaso siempre medio vacío...
T: Hummm... hummm... bien.
P: Pero cuando lo veo medio lleno soy feliz... porque cuesta mucho
verlo medio lleno.
T: Hummm... hummm... A ver, dime, ¿cómo estás? Has dicho que
mucho mejor, pero ¿qué haces todo el día?... Has tenido una
sola crisis... y en cambio antes las tenías todos los días.
P: Estoy buscando trabajo, pero no lo encuentro.
142
T: Pero lo estás buscando.
P: He encontrado un trabajo de diez días en Navidades, aunque
no quiera he de hacerlo, así que trabajo del dieciséis al veinticuatro.
T: Bien.
P: Después de Navidades he encontrado otro trabajo.
T: De acuerdo... bien.
P: También en una caseta de Navidad... así que estoy contenta...
y muy asustada pero lo haré; entretanto sigo buscando; llevo
currículums y voy a hacer entrevistas.
T: Bien.
P: Y estoy con mi chico, en el teatro, pero de otra manera.
T: Hummm... hummm.
P: De una manera muy distinta porque lo elijo yo; sé que soy yo
la que lo elige.
T: Hummm... hummm.
P: De modo que estoy más tranquila. Hay momentos en que me
gustaría que fuese empleado de correos pero... (ríe).
T: ¿Sabes que es un mal común a muchas mujeres porque les gustaría tener a su hombrecito siempre al lado, a su disposición?
P: ¡Ya está a disposición! El problema es que han desaparecido los
puntos de referencia a los que estaba acostumbrada: la comida, el
trabajo, la cena, el sábado y el domingo, había reglas que ahora
con él ya no existen por lo que...
T: Hummm... hummm.
P: Todos los días pueden ser vacaciones o ninguno.
T: Bien... hummm, hummm.
P: O sea que un poco también estoy esperando esto.
T: ¡Y no poco...! Hummm.
P: ¡Pero hay momentos en que soy tan feliz!
T: ¡Ah! Bien.
P: ¡Tan feliz! Algunas personas a las que no veía desde hace tiempo,
amigos de mi madre, me dijeron ayer: «¡Qué feliz eres! ¡Hacía
años que no te veíamos así! Rebosas alegría por los poros».
T: Tal vez nunca te habían visto... así...
P: Seguramente.
143
T: ¿Y tus padres qué dicen? ¿Están sorprendidos o siguen metiéndose contigo?
P: Se mantienen neutrales; están ahí, me llaman por teléfono y yo
no les doy mucha...
T: Bien.
P: ... mucha confianza. Cuando les dije que voy a trabajar estos
días, se «animaron», pero siempre a distancia.
T: De acuerdo. Vamos a reflexionar conjuntamente: ¿cómo te explicas ese cambio radical y en tan poco tiempo? ¿Qué ha pasado?
P: Lo estaba pensando en el tren: creo que yo no tengo nada que
ver, exactamente nada.
T: ¿Qué significa que no tienes nada que ver?
P: O sea, si alguien me dice: «Bien, las cosas ocurren en la vida, tú
habrás hecho algo, te habrás implicado mínimamente en hacer
estas cosas». En cambio a mí me parece que todos a mi alrededor
hacen cosas y en cambio yo no hago nada.
T: Entonces explícame qué ha ocurrido. ¿Qué es lo que ha cambiado a tu alrededor que ha producido el cambio en ti?
P: Bien... el hecho de venir aquí y oír decir las cosas de una manera
distinta para mí es fundamental, es muy importante; llego a casa
con una fuerza que digo: «¡Me voy a comer el mundo! ¡Puedo
hacerlo!».
T: Eres tú... no soy yo.
P: A tanto no llego: a duras penas sigo a los que me rodean y que
tiran de mí con la polea; voy y digo: «Sí, sí, sí», luego me entra
el terror de que en el momento en que estoy sola...
T: De acuerdo. ¿Crees que yo he derramado sobre ti algo que antes
no tenías?
P: ¡Una poción mágica!
T: ¡Ah! Creo que lo único que he hecho ha sido ayudarte a poner
en marcha mecanismos que tenías bloqueados.
P: Probablemente es así, no lo pongo en duda, pero he de decir
que no lo percibo, no soy consciente de ello.
T: Mira, nuestro deber será que adquieras conciencia de esto de
forma gradual, muy lentamente. Yo suelo decir que hasta la
pirámide más grande puede ser derribada en muy poco tiempo;
144
P:
T:
P:
T:
P:
T:
P:
T:
P:
T:
P:
T:
basta minar el punto exacto, aunque no sea nada fácil. Para
reconstruir hay que poner ladrillo sobre ladrillo, piedra sobre
piedra; ahora estamos en esta fase contigo, empezamos hoy.
Estoy muy contento contigo.
Yo también, mucho... El otro día se me ocurrió una cosa, pero
no sé si es correcta: cuando tengo estos momentos de malestar,
a veces pienso de nuevo en las medicinas... pensaba en una cura
homeopática... aunque esta también... o sea, tengo miedo.
Mira, ten en cuenta que has estado jugando mucho con las
medicinas y piensa en el efecto que han hecho y en cuánto las
has utilizado muchas veces para estar mal en vez de para estar
bien... y en cuánto te ha costado librarte de ellas.
Sí.
Has sido tozuda también en esto... y has corrido mucho peligro,
lo sabemos los dos... De acuerdo.
No, yo no lo sé.
Corriste peligro al interrumpirlas de golpe, sin embargo, bien,
fíjate tu tozudez nos ha sido útil. Ahora tenemos que conseguir
que esta tenacidad a la hora de hacer frente a la vida se convierta
en una constante; tenacidad y constancia, y la segunda hasta
ahora no ha estado muy presente en tu vida, ¿verdad?
No.
Tú eres instintiva, una sensiblona hiperperceptiva y reaccionas de
forma pasional... ¡Está muy bien! Pero hay que saber gestionarlo,
ojo con cambiar la personalidad. Es algo muy bonito, pero ojo
con dejarse avasallar.
Cierto, porque además cuando uno consigue tomarse las cosas
así es útil, está mejor.
Hummm, es cierto. Te preguntabas todas las mañanas: «¿Qué
cosas me gustaría hacer como si hubiese resuelto todos mis problemas?»... ¿o se te ocurrían?
No, porque se me ocurrían, o sea, en cuanto abría los ojos me
decía: «¡Otro día!», luego volvía a cerrarlos y los abría de nuevo
y decía: «¡Ah! ¡Qué bien! ¡Me he despertado esta mañana!». Me
levantaba y hacía lo que tenía ganas de hacer.
Bien.
145
P: No he tenido necesidad de ponerme a pensar qué he de hacer,
qué quiero hacer y qué me siento capaz de hacer. Lo he hecho
con una facilidad, quiero decir respecto al pasado, increíble.
T: Bien.
P: Además me recupero enseguida, incluso si me despierto y por lo
que sea me pongo a buscar tres pies al gato por algo que no funciona, me recupero en diez minutos y me doy cuenta. Me digo:
«Muy bien, ¡ahora basta! Esto no existe y volvemos a empezar. ¡Se
acabó!». Y en vez de decirme: «¡Cretina! Eres subnormal porque
has fracasado, ¡eres una cretina!», digo: «Muy bien, te has levantado con el pie izquierdo», y vuelvo a empezar, de modo que hago
las cosas. Echo de menos un poco a los amigos en todo esto.
T: De acuerdo, tranquila, estas cosas se construyen lentamente,
muy lentamente, ¿de acuerdo? ¿Hummm?
P: Sí.
T: ¿Y con tu novio cómo han cambiado las cosas?
P: Veo las cosas mucho mejor, en el sentido de que soy capaz de ver
muchas cosas positivas, muchos aspectos buenos de los que antes
no disfrutaba porque me empeñaba en buscar los defectos, las
cosas que no funcionaban y en acusarlo de las cosas de las que
no quería acusarme a mí misma; le acusaba a él, ahora ya no.
T: Hummm, hummm.
P: Es decir, no siempre es así, pero ahora estoy mucho más dispuesta
a vivir las situaciones que he escogido, porque al fin y al cabo las
he elegido porque me gustan, sin temor a admitirlo. Se trata de
una relación que mi familia no quería y que probablemente yo
tampoco habría querido antes, aunque solo fuera por no tener
que pensar en otra persona. Pero ahora lo he elegido, ¿por qué
buscar algo que no funciona?
T: Hummm, hummm.
P: ¡De modo que va bien! Él reacciona cuando tiene que reaccionar
y cuando hacemos las paces es normal, más normal.
T: De acuerdo. Bien, bien. ¿Alguna vez sientes nostalgia de los
momentos un poco locos o...?
P: Ah... sí... sí...
T: De acuerdo, ¿es decir?
146
P: A veces lo echo de menos... algunas veces lo echo de menos y
digo: «¡Y a mí qué! Me quedo siete días en la cama». Un día me
encerré en casa, en la cama, pero no lo viví ni como un día de
aislamiento, ni como un día de desesperación; lo viví como un
día en que tenía necesidad de estar en la cama sin considerarme
enferma o loca... simplemente en la cama.
T: Hummm, hummm.
P: Mientras estaba en la cama, me decía: «¡Qué buena la época en
que me lo permitía todo!». Pero luego, pensándolo un poco, en
realidad no hacía lo que quería porque estaba deprimida. Bueno...
con la vida que he llevado, ahora me merezco hacer lo que me apetece... Luego me doy cuenta de que todavía me queda una especie
de necesidad de protagonismo, de modo que algunas veces me
enfado para llamar la atención, consciente de que todavía no tengo
suficiente confianza en mí misma, pero ahora quiero ser apreciada
por lo que soy y merezco, al margen de la enfermedad.
T: Bien.
P: ¡Bueno! Ahora ya no llamo a mis padres para decirles si estoy
bien o estoy mal, o para que me den dinero... nada; me las
compongo yo sola como puedo y nada más.
T: Bien. Realmente estoy muy satisfecho de ti.
P: ¡Yo también! Mucho.
T: Por tanto se mantienen las dos cosas: cuando sientas que te estás
cargando, antes de explotar coge papel y pluma, escríbelo todo y
luego me lo traes, hasta el agotamiento, ¿de acuerdo? Por la mañana cuando te despiertes, si se te ocurre espontáneamente haz lo
que más te gusta como si hubieses resuelto todos tus problemas,
si no es así, tras haberte planteado voluntariamente la pregunta,
empieza por las pequeñas cosas en esta dirección, ¿de acuerdo?
P: Sí.
T: Bien, bien, bien.
P: ¿Sigo comiendo cinco veces al día si lo hago fuera de las comidas?
T: Bien. Y come única y exclusivamente lo que más te gusta ¿de
acuerdo?
P: Sí.
T: Bien.
147
La sesión que acabamos de reproducir, no hace falta destacarlo, es
radicalmente distinta a la anterior, a pesar de que solo ha transcurrido
un mes y medio desde el comienzo de la terapia. Es evidente que
en esta sesión todas las técnicas prescritas, incluida la indicación de
comer única y exclusivamente lo que más le gusta en las tres comidas,
es decir, lo que llamamos la dieta paradójica, han obtenido el efecto
previsto. No es necesario comentar nada más: ella misma afirma que
«rebosa felicidad por todos los poros».
La terapia se prolongó con citas mensuales primero y luego cada
dos o tres meses, induciendo a la muchacha a preguntarse, desde la
perspectiva de construir por fin la vida que tanto había anhelado:
«Dentro de cinco años, ¿dónde te gustaría estar, haciendo qué y con
quién? Deja libre la fantasía, sin razonar». Sin dudar declaró que le
gustaría haber acabado la carrera, trabajar como socióloga, dedicarse
a la investigación en el ámbito social y poder ayudar en el campo
de los problemas sociales. De modo que pensamos que podía ir
en esta dirección, puesto que solo le faltaban dos asignaturas para
acabar la carrera, y que entretanto podía continuar con la terapia y
ayudar al novio, incluso desde el punto de vista económico. Aceptando trabajar como dependienta, y luego otros trabajitos, consiguió
ser económicamente independiente, y al cabo de un año y medio
terminó la carrera y se casó para complacer a su familia. Dos años
y medio más tarde, acudió al centro no para realizar una sesión de
control, sino para comunicarnos que estaba trabajando en una serie
de investigaciones con el profesor que le había dirigido la tesis de
licenciatura, que le habían propuesto trabajar en un centro de investigaciones sociológicas, propuesta que estaba pensando seriamente,
y que estaba embarazada.
Ni siquiera un caso tan dramático necesita mucho tiempo para
ser resuelto. Incluso un adolescente aparentemente irrecuperable, si se
le guía de forma adecuada, puede convertirse en dueño de su propia
vida y llegar a «rebosar felicidad por todos los poros».
148
5. La intervención estratégica
en el contexto público
Michele Dolci, Giulia Rinaldi
Presentación y descripción del servicio
En este capítulo trataremos un ejemplo de aplicación de la intervención breve estratégica en el contexto público. La intervención, llevada
a cabo por uno de los autores, fue realizada en un servicio territorial
de asesoría clínica y psicoterapia breve dirigido a adolescentes y jóvenes adultos. Nos centraremos concretamente en el fenómeno de
las conductas violentas contra sí mismos y contra los demás.
El servicio «Sportello di Terapia Breve per Adolescenti» fue creado por la Azienda ulss 22 de Bussolengo, en la provincia de Verona.
Desde un punto de vista funcional, depende del Departamento de
Servicios Sociales, que organiza territorialmente los consultorios familiares y las unidades de protección de menores.
El proyecto nació en 2005 en respuesta a la demanda concreta
de los especialistas del territorio (educadores, asistentes sociales) de
disponer de una estructura que respondiera de forma específica a
los distintos tipos de trastornos de la adolescencia. Para satisfacer
eficazmente esta demanda se llevó a cabo, utilizando los instrumentos del problem solving (Nardone, Mariotti et al., 2005), una
investigación-intervención que tuviera en cuenta tanto los recursos
disponibles como las características de la población adolescente. Se
trata de unos usuarios que requieren ante todo un trabajo sobre el
presente, dinámico y en continua evolución, que proponga objetivos
a corto plazo, concretos y sobre todo alcanzables.
149
De este análisis, que duró unas semanas, nació la idea de abrir un
servicio que utilizase el enfoque operativo de la terapia breve estratégica en el contexto público. El modelo permite conjugar brevedad y
eficiencia, rigurosidad y flexibilidad en el tratamiento de una gama
muy amplia de problemáticas (Nardone, Fiorenza, 2004; Nardone,
Verbitz, Milanese, 2002; Nardone, Giannotti, Rocchi, 2003; Nardone, 2004c). Esta peculiaridad permite derivar intervenciones que
van de la consulta sobre dificultades pasajeras a la terapia en tiempo
breve de formas patológicas más estructuradas.
Sobre la base de estos elementos se inauguró en la ulss 22 un
servicio de terapia breve dirigido específicamente a los adolescentes,
a los jóvenes adultos y a sus familias.
Los objetivos del servicio son:
•
•
•
prevención primaria y secundaria, o sea, proporcionar a los
adolescentes una serie de instrumentos para hacer frente a las
dificultades típicas de la edad;
actuar de interfaz entre la demanda del adolescente y los otros
servicios del territorio (Servicio Territorial para las toxicomanías,
Consultorio, Servicios menores);
intervención clínica y psicoterapéutica en las situaciones manifiestas de malestar personal y familiar.
En estos cinco años se ha hecho el seguimiento de más de 400 chicos
y chicas de edades comprendidas entre los 14 y los 24 años. Las demandas han sido sumamente dispares, desde trastornos de ansiedad
a conflictos familiares y problemas relacionales.
Dentro de esta casuística, cerca del 30  afectaba a adolescentes
que presentaban conductas violentas contra sí mismos y contra los
demás. Esos comportamientos podían presentarse como síntoma
único o, más frecuentemente, asociados a otras problemáticas: vivencias depresivas, formas compulsivas, ideas paranoicas, consumo
de drogas y trastornos alimentarios.
150
Especificidad de la intervención estratégica
en el contexto público
Aplicar el modelo estratégico al contexto público significa tener en
cuenta una serie de elementos caracterizadores, muy evidentes cuando
se aborda el fenómeno de la violencia contra sí mismos y contra los
demás en la población adolescente.
A continuación trataremos estas condiciones peculiares: el arraigo territorial, una masiva presencia de usuarios multiculturales y la
necesidad de optimizar los recursos.
Arraigo territorial y necesidad de intervenciones multisistémicas
El primer aspecto que caracteriza al servicio público es su arraigo
en el territorio. Eso implica la necesidad de que en la intervención
se actúe en sinergia con otras instituciones y profesionales: escuela,
servicios sociales de los ayuntamientos, educadores, sert,4 servicios
psiquiátricos y psicoterapéuticos y fuerzas del orden. Esta multiplicidad de figuras implica muchas exigencias y puntos de vista sobre
el problema, con el consiguiente riesgo de comprometer el trabajo
del equipo, generando dispersión o conflicto en la aplicación de la
intervención. Cada especialista actúa sobre la base de su visión del
problema, perdiendo de vista el conjunto. El resultado puede ser
una intervención descoordinada y, por tanto, ineficaz, una auténtica solución intentada que corre el riesgo de empeorar el problema.
La frustración generada por el fracaso puede activar un «pasarse la
pelota» de las responsabilidades y un pulso entre los profesionales
implicados. Es fácil imaginar la eficacia de un «frente desunido» a la
hora de resolver una conducta adolescente violenta.
Tomemos como ejemplo una situación típica.
Se propone el caso de un muchacho que presenta conductas
agresivas con los compañeros del colegio y con los chicos de fuera del
4. Servizi per le Tossicodipendenze (servicios para el tratamiento de las
drogadicciones).
151
colegio, el clásico «acosador». La petición procede del colegio y de los
servicios sociales que han proporcionado al muchacho un educador ad
persónam, en un intento de proporcionarle una figura de referencia
adulta positiva. El muchacho procede de una familia monoparental;
la madre ya ha sido tratada por los servicios psiquiátricos debido a
una forma de depresión. Además, tras el enésimo acto de vandalismo
en pandilla, se pidió la intervención de las fuerzas del orden.
Se pide una consulta individual para el adolescente.
Analizamos la situación: en este caso ya están implicados de
forma más o menos directa el colegio, el educador, el psiquiatra
de la madre, las fuerzas del orden y el asistente social. Cada uno ya
ha realizado una serie de intervenciones en el sistema familiar para
resolver el problema. Si se acepta la petición de tratamiento individual, se corre el riesgo de que sea la última solución intentada como
«el enésimo salvador». En esos casos la primera intervención ha de ser
de tipo multisistémico (Nardone, Fiorenza, 2004; Selekman, 2009):
unir todas las figuras adultas implicadas en un plano de intervención
compartido y estructurado.
El problema reside en el hecho de que la violencia explicita
reacciones muy fuertes en quien tiene que enfrentarse a ella, desde el
miedo hasta la rabia, y esto puede llevar a adoptar posturas ideológicas de rechazo, represión o conducir a intentos estériles de buscar
y entender su origen y sus causas.
La visión operativa de la psicología estratégica consiste, en cambio, en descubrir el papel positivo desempeñado por la violencia
dentro del sistema, para generar luego propuestas operativas que
conduzcan al cese de las conductas. Esa visión operativa exige la
superación de la ideología personal de los profesionales a fin de
construir un proyecto común de intervención con objetivos concretos y específicos.
Para lograr esto, lo ideal es organizar un encuentro con los representantes de todos los subsistemas implicados. La organización de
este encuentro a menudo comporta dificultades de tipo logístico y
puede ser sustituida por contactos individuales con todas las figuras
implicadas. No obstante, sigue siendo preferible, siempre que sea
posible, la reunión conjunta.
152
La tarea del psicólogo estratégico, en estos casos, es construir
un acuerdo, evitando acabar en el conflicto estéril o adoptando la
postura del «experto» que posee la verdad. Lo que hay que hacer,
utilizando el diálogo estratégico (Nardone, Salvini, 2006) y las técnicas de problem solving, es «transformar los límites en recursos»
(Milanese, Mordazzi, 2008).
La estructura de la intervención es semejante a la que aparece en
el capítulo anterior, en la primera sesión con el adolescente violento
y su familia.
El primer paso es crear un «enemigo común» contra el que
unir las fuerzas: el empeoramiento o la reiteración del problema. De
modo que se formula a todos los especialistas la siguiente pregunta: «Si en vez de mejorar quisiéramos empeorar voluntariamente la
situación, ¿qué podríamos hacer?, siguiendo la lógica de «Si quieres
enderezar algo, primero aprende a retorcerlo aún más» (Nardone,
Balbi, 2009).
Se recogen, de una manera no crítica ni descalificadora, las distintas posturas, ideas y propuestas sobre el caso. El objetivo es poner
en evidencia todas las soluciones intentadas disfuncionales que se
han puesto en práctica hasta el momento, para interrumpirlas y abrir
una nueva vía de solución.
El segundo paso, tras haber establecido la alianza, es construir
un objetivo común. A tal efecto se utilizan técnicas centradas en las
soluciones, como la fantasía del escenario más allá del problema o la
pregunta milagro (Nardone, Mariotti et al., 2005; de Shazer, 1988).
Estas maniobras, que utilizan la lógica de la creencia (Nardone, Balbi,
2009), permiten poner al descubierto los recursos existentes y canalizarlos hacia la solución. En este estadio se recogen los objetivos de
cada figura y, mediante un juego de redefiniciones, se llega a construir
un plan de acción detallado que valore e implique a todos.
Para poner en práctica esta estrategia, el terapeuta ha de ser
capaz de «sintonizarse» (Nardone et al., 2006) con todos los presentes, utilizando una forma de comunicación que, respetando todos
los puntos de vista, los reoriente progresivamente hacia un acuerdo
común. Como en las artes marciales, se utiliza la energía ya presente
en el sistema de los especialistas para crear el cambio.
153
Si la intervención se dirige de manera eficaz, puede conducir al
desbloqueo de la situación paralizadora, uniendo a todos los profesionales en la construcción de un plan de acción conjunto. De este
modo, el frente disgregado de los especialistas se une con un único
objetivo. Solo ahora, cuando ya se ha intervenido indirectamente, se
podrá actuar directamente sobre la familia y/o el adolescente violento
con mayor probabilidad de éxito en tiempo breve.
Resumiendo, la utilización del modelo breve estratégico en el
contexto público ha de tener en cuenta el arraigo en el territorio y
utilizarlo no como límite, sino como recurso. Esto es más importante
aún en los casos de violencia, sobre todo contra los demás, que implican a menudo a varias figuras profesionales y exigen la realización
de intervenciones multisistémicas integradas y coherentes.
El desafío de los usuarios multiculturales
El segundo elemento que caracteriza el servicio público es la atención cada vez mayor a cuestiones de tipo multicultural. En efecto, de
acuerdo con las transformaciones socioculturales de la Italia de hoy,
cada vez es mayor el número de usuarios inmigrantes de primera
y segunda generación que reclaman prestaciones de tipo sanitario y
psicoterapéutico.
El tema de la importancia de la etnicidad en psicoterapia es enormemente actual y ha sido tratado por muchos autores (McGoldrick,
Hardy, 2008; Mazzetti, 2003; Anagnostopoulos et al., 2008; Andolfi,
2004; Haley, 2008; Ancora, 2006). Nos limitaremos aquí a exponer
nuestro punto de vista aplicado especialmente a la intervención sobre
la violencia en la adolescencia.
Como ya se ha dicho, la cuestión fundamental de la adolescencia es la construcción de una identidad propia. Para un muchacho
extranjero o hijo de padres extranjeros, esta evolución resulta más
laboriosa aún, porque se trata de integrar en la propia identidad
una doble referencia cultural, la de la sociedad en la que crecen y la
de la familia de la que proceden. Por consiguiente, se encuentran
potencialmente ante una doble riqueza; el problema es conseguir
154
disfrutarla realmente sin verse arrollados por el conflicto. Como
aclara Mazzetti (2003), estos adolescentes tienen cuatro posibilidades
de reacción:
•
•
•
•
Crecer con una efectiva doble ciudadanía cultural. Son los/as
muchachos/as que consiguen desarrollar un sentido real de
pertenencia a ambos sistemas culturales, hallando un equilibrio que satisfaga sus exigencias. Aprenden las dos lenguas y
pertenecen y disfrutan de los dos mundos. Es la situación más
esperanzadora y casi todos los adolescentes logran este objetivo.
Como sostiene también Anolli (2006), la adquisición de una
«mente multicultural» en hijos de inmigrantes de primera y
segunda generación les permite adquirir un sentido de pertenencia a la comunidad cultural del país huésped, evitando el
desconcierto y el sentimiento de culpabilidad por haber traicionado la cultura de sus padres. Es más: serán precisamente
estos jóvenes los que originarán nuevas formas culturales más
fluidas y complejas.
Hiperadaptarse al sistema dominante, el de la cultura huésped,
renunciando a la cultura familiar. Este rechazo puede provocar
choques con los padres, sobre todo en los casos de modelos
familiares autoritarios. Esos choques pueden generar peligrosas
escaladas simétricas con explosiones de violencia a veces difícil
de contener.
Anclarse en el sistema de referencia de la propia familia y rechazar la realidad italiana. Esta posibilidad, simétrica a la anterior,
puede llevar al adolescente a comportamientos violentos con
personas ajenas a la familia, como un intento de preservar su
identidad.
Convertirse en una especie de apátrida cultural (Mazzetti, 2003).
Es la opción más perjudicial, porque el muchacho crece con
la sensación de no pertenecer a ninguna de las dos culturas de
referencia y, puesto que la cultura es el terreno en el que cada
uno de nosotros fundamenta su identidad, esta opción puede
propiciar la aparición de serios trastornos psicológicos, como
conductas violentas consigo mismos o con los demás. Por ejem155
plo, en este servicio se ha atendido a muchachas con conductas
autolesivas graves que presentaban ese tipo de desorientación
cultural; utilizaban el síntoma como modo de gestionar el dolor
y la rabia por la falta de una identidad definida.
Partiendo de estos breves postulados, es importante cuando se interviene en el adolescente extranjero violento (o en su familia), reconocer
y analizar la condición específica de inmigración como portadora
de diversas situaciones de riesgo para la salud psicológica o para
la integración social. Mazzetti (2003), concretamente, distingue las
siguientes categorías:
•
•
•
•
•
•
•
•
•
•
nacidos en Italia de padres regularizados;
inmigrantes con los padres;
nacidos en Italia o inmigrantes, pero separados de los padres
durante mucho tiempo;
hijos de padres regularizados y clandestinos;
hijos de refugiados;
nómadas;
huérfanos (o en núcleos monoparentales);
niños;
niños llegados a Italia a través de adopciones internacionales;
menores no acompañados.
Sintonizarse con estas peculiaridades permite al clínico poner de
relieve el modelo de familia, identificar las soluciones intentadas
redundantes y los posibles recursos presentes en el sistema.
La primera distinción que hay que hacer es entre muchachos
inmigrantes de «primera» y de «segunda generación».
Muchos autores han estudiado las diferencias que afectan al impacto de la experiencia migratoria en quien la ha vivido en primera
persona (primera generación) respecto a los «inmigrantes de segunda
generación», denominación que incluye a los hijos de inmigrantes
extranjeros nacidos en el país huésped y también a los niños nacidos
en el extranjero pero que han emigrado inmediatamente o bien que
han llegado en el marco de la reunificación familiar, cuando la mayor
156
parte de la escolarización ha tenido lugar en el país adoptivo. Estos
últimos, a pesar de haber nacido y estar arraigados en el país huésped,
tienen que enfrentarse a una identidad incierta.
Cesari Lusso (1997) identificó una serie de «retos» a los que deben
enfrentarse los jóvenes inmigrantes de segunda generación:
•
•
•
hacer frente a los estereotipos sobre los extranjeros y los inmigrantes a pesar de su arraigo en la cultura huésped: existe el
riesgo de «sentirse extranjeros» en su tierra;
gestionar las posibles diferencias entre las normas y valores familiares y las normas de la sociedad a la que pertenecen;
superar a los padres en el conocimiento de la lengua y las normas
sociales del país huésped. Esto implica que los hijos desempeñen
una función de intermediarios entre la familia y la escuela, cosa
que origina una inversión de papeles y un desequilibrio en la
jerarquía familiar.
Los muchachos que acudieron al «Sportello di Terapia Breve per
Adolescenti» pertenecían mayoritariamente a la segunda generación,
y muchas de las problemáticas de violencia tenían su origen en las
dificultades surgidas de estos tres retos.
Uno de los problemas fundamentales con que nos encontramos
en el trabajo con los adolescentes extranjeros y con sus familias es
el respeto a la diversidad cultural, tema ampliamente tratado en la
literatura. Simplificando la cuestión, los riesgos implícitos son dos:
infravalorar y sobrevalorar (Mazzetti, 2003).
En el primer caso se tiende a negar las especificidades culturales
del muchacho y de su familia. Es una postura etnocéntrica, como si
nuestra forma de ver las cosas fuese la única verdadera y por tanto la
legítima. El riesgo, sobre todo en el caso de los adolescentes violentos,
es amplificar las resistencias a la intervención y no lograr construir
una relación terapéutica que sirva para el cambio. El usuario y su
familia podrían tener la impresión de hallarse ante un «terapeuta
racista».
En el caso de la sobrevaloración, se califica de «cultural» todo
lo que ocurre en la relación con una persona extranjera. Este tipo
157
de postura puede provocar algunos peligros de cara a la eficacia de
la intervención. El más evidente es la despersonalización del usuario
y de su familia, que ya no aparecen en su unicidad. El que se siente
tratado como un estereotipo difícilmente colabora. Podemos definir
el peligro menos evidente como una especie de «parálisis del terapeuta» que, perdido en una continua valoración de las diferencias
culturales, es incapaz de distinguir cuál es la palanca del cambio.
Como un náufrago que ha perdido la brújula, no consigue dar con
el rumbo preciso.
Por consiguiente, si queremos ser eficaces y eficientes, es necesario hallar un punto de equilibrio que sepa tener en cuenta las
diferencias culturales y que respete la unicidad de los/as pacientes,
sin menoscabar la capacidad del terapeuta de identificar la estrategia
de la intervención.
En la terapia breve estratégica, la intervención se organiza en
tres niveles: estrategia, comunicación y relación.
En el plano de la Estrategia, la intervención se construye a partir
de las soluciones intentadas disfuncionales puestas en práctica hasta el
momento. Esto permite reducir la complejidad, también en el trabajo
con familias inmigrantes, proporcionando al clínico un conjunto de
tácticas y maniobras dirigidas a objetivos específicos. Por ejemplo,
ante un comportamiento autolesivo basado en el placer, el protocolo
de intervención es semejante, tanto si se trata de familias extranjeras
como si se trata de familias italianas: la lógica de persistencia de
los problemas, estudiada a la luz de las soluciones intentadas, sigue
siendo la misma.
La dificultad con que nos encontramos en este servicio en el
trabajo con adolescentes y familias extranjeras se presenta en los
niveles de Comunicación y de Relación.
Tratar con pacientes extranjeros supone enfrentarse a un sistema
de creencias, valores y tabús con los que hay que sintonizarse para
crear la forma de comunicación sugestiva-persuasiva con la que,
como dice Nardone, «volver mágicas las palabras» (Nardone et al.,
2006). De modo que es importante, además del conocimiento básico
de los distintos sistemas culturales, prestar una atención cuidadosa
a las metáforas, palabras clave y teorías expresadas en la sesión. El
158
objetivo no es imitar el lenguaje del paciente, sino reutilizarlo en la
dirección del cambio deseado.
Tomemos como ejemplo un muchacho violento y agresivo con
los demás. En su sistema cultural de procedencia ser temido significa
ser fuerte y respetado. Sintonizarse, en este caso, significa respetar su
deseo de fuerza, conduciéndole de forma gradual y sin descalificaciones a entender que la verdadera fuerza está en el control y que es
propio del «débil» agredir a los más débiles. Comienza así el trabajo
de convertir al acosador en defensor.
Otro problema es el de las dificultades lingüísticas, que a veces
requieren la intervención de mediadores culturales. La falta de una
lengua común y la necesidad de traducir aumentan el riesgo de
incomprensiones, extremadamente peligrosas cuando se trabaja con
adolescentes violentos.
El terapeuta estratégico corre el peligro de intervenir con excesiva
rapidez. Es preferible, de acuerdo con la estratagema partir después
para llegar antes (Nardone, 2004b), refrenar el ansia de intervención
y dejar que el paciente se explique. Solo cuando se ha llegado a una
clara comprensión del sistema perceptivo-reactivo se pueden introducir los primeros pequeños cambios.
Una situación frecuente, como se ha dicho antes, es la del hijo
inmigrante de segunda generación que conoce la lengua italiana
mucho mejor que sus padres. En estos casos, si se interviene con
excesiva rapidez, se corre el riesgo de plantear la sesión poniendo al
hijo en la posición de traductor para sus padres. Si se hace esto, es
posible que se amplifique la solución intentada habitual de la familia
y aumente el desequilibrio jerárquico. Desde nuestro punto de vista,
es preferible trabajar por separado con el adolescente y con el subsistema de los padres, al menos al principio y, si hace falta, esperar a
contar con un mediador antes de hablar con los padres. Solo después,
tras haber establecido una relación con todos los miembros, se podrá
ver a la familia entera.
En resumen, en este servicio la intervención estratégica mostró su
eficacia también con la población de adolescentes inmigrantes, de
primera y de segunda generación. Para obtener este resultado fue
159
esencial realizar pequeños ajustes en el plano relacional y comunicativo para hacer frente a las especificidades de este tipo de usuarios.
Como diría Nardone, la esencia de un terapeuta estratégico es «cambiar continuamente siendo siempre el mismo». Esta capacidad es
imprescindible para alcanzar ese delicado punto de equilibrio entre
sobrevaloración e infravaloración de las diversidades culturales. La
mejor síntesis de esta postura terapéutica la expresa magistralmente
Pat Parker: «Lo primero que puedes hacer es olvidar que soy negra.
Lo segundo, no olvides nunca que soy negra» (Parker, 1990).
Optimizar los recursos
El tercer elemento que caracteriza el contexto público es, sobre todo
hoy, la necesidad de optimizar los recursos disponibles. Desde esta
perspectiva, la terapia breve estratégica se presenta como un recurso
muy interesante. Gracias al uso de protocolos de intervención reproductibles y autocorrectivos (Nardone, Balbi, 2009) permite no solo
intervenir en tiempo breve sino también conocer la evolución de los
problemas territoriales en el curso de la intervención.
Basándose en un constructo de conciencia operativa (Nardone,
Verbitz, Milanese, 2002) sin prejuicios normativos e ideológicos,
la intervención estratégica se propone como un modelo ideal para
actuar en un régimen de recursos limitados.
Ejemplos de intervención en adolescentes violentos
La manera más eficaz de aclarar la esencia de la intervención estratégica en el contexto público con el adolescente violento es presentar en
forma de narración algunos casos de los últimos cinco años. Como
se ha dicho antes, cerca del 30  de los muchachos objeto de seguimiento presentaba comportamientos violentos consigo mismos y/o
con los demás. A veces las conductas violentas eran el único síntoma,
otras veces formaban parte de un conjunto de síntomas más amplio;
algunos de estos pacientes ya habían sido diagnosticados anterior160
mente. El diagnóstico más frecuente era el trastorno de personalidad
antisocial y el trastorno de personalidad borderline.
Desde la perspectiva estratégica, más que hacer un diagnóstico de
tipo descriptivo, se trabaja en la violencia como solución intentada;
se parte del supuesto de que la violencia, aunque presente efectos
negativos, tiene una función positiva para quien la ejerce. Sobre
estas bases se ha desarrollado una serie de estrategias y técnicas de
intervención destinadas a las distintas formas de violencia contra
uno mismo o contra los otros.
Los casos tratados en este servicio eran mayoritariamente de
conductas violentas con uno mismo.
Cuando el grupo te traiciona
La madre de S. entró en el estudio jadeante. Su actitud denotaba
una fuerte ansiedad. Unos días antes había recibido la llamada de una
educadora de la región que me habló de una situación muy urgente.
A la clásica pregunta inicial: «¿Cuál es el problema que la trae hasta
aquí?», la señora respondió con un relato confuso acerca de su hijo
de 17 años.
S. asistía a un conocido instituto técnico de la provincia de
Verona. En aquel momento estaba a la espera de ser denunciado
por los profesores por haber publicado en la red una serie de filmaciones de sus profesores y compañeros más débiles, acompañados
de frases injuriosas y despreciativas. Seguro de su impunidad, como
cualquier adolescente omnipotente, estampó su firma: veinticuatro
horas más tarde fue llamado al despacho del director del centro. En
esta entrevista confesó, convencido de que el grupo de amigos con
el que había realizado las filmaciones le ayudaría y apoyaría.
En realidad, el grupo de «amigos» le señaló como único culpable,
y le dejó solo para hacer frente a la difícil situación. En la clase le habían aislado y le provocaban continuamente. S. se sentía traicionado
por quienes se habían convertido en su «segunda familia» y pasaba
las tardes sumido en la más negra desesperación o bien agrediendo
a sus padres y hermanos.
161
Del relato de la madre surgieron también los antecedentes. Un
año antes del episodio el muchacho había cambiado profundamente: había empezado a salir con un grupo de amigos que comulgaba
con ideas extremistas. Se había vuelto agresivo en casa, se rodeaba
de símbolos y de eslóganes y su rendimiento escolar había caído en
picado.
Al investigar las soluciones intentadas por la familia, apareció
un frente paterno desunido. La madre había adoptado una doble
postura: de víctima, aceptando los actos violentos del muchacho y
buscando continuamente el diálogo para entender su malestar; de
mediadora entre S. y el padre, más autoritario. Esto había ocasionado
un distanciamiento y una despreocupación progresivos por parte del
padre, razón de su ausencia en la sesión. Concretamente, después
del último episodio, parecía que el padre no quería tener nada que
ver con el hijo.
La situación era muy compleja: un muchacho traicionado por
el grupo de amigos, a la espera de ser expulsado del colegio, que
alternaba conductas agresivas y depresivas. Los padres intentaban
controlarlo pero con actitudes totalmente discordantes: una madre
sacrificante y un padre que se «excluía». Se formulaba una petición
de terapia individual para el chico.
No obstante, antes que nada había que restablecer el frente paterno
y tratar de implicar también al colegio, para evitar una expulsión
que sería muy perjudicial. De modo que se insistió en el sentido
de sacrificio de la madre. Le dije que estaba muy preocupado por
el muchacho y que para poder ayudarle era absolutamente necesario implicar también al padre. Necesitaba que hiciera un sacrificio:
enterrar el hacha de guerra con el marido para convencerlo de que
colaborara. La madre aceptó y fijamos una cita exclusivamente con
los padres unos días más tarde.
Los padres acudieron a la segunda reunión en coches distintos.
El padre era muy robusto, de aspecto bastante severo. Ambos entraron en el despacho prácticamente ignorándose: eran adversarios
y debían aliarse, por el bien del hijo. Mediante la utilización de la
estrategia «crear un enemigo común», se propuso la pregunta de
cómo se podría empeorar la situación. De este modo, por miedo a
162
que el hijo se quitara la vida, los padres aceptaron colaborar en la
terapia. Se les propuso, por tanto, un plan de acción que implicaba
directamente también al padre: tenía que ir a hablar con el director
del centro escolar, decirle que el chico estaba en tratamiento con un
terapeuta y sugerirle que no le expulsara, sino que le castigara con
una suspensión.
Les pedí que me permitieran entrevistarme con el personal
de la escuela para explicar los motivos de la petición y ponernos de
acuerdo sobre la intervención. Despedí a los padres invitándoles a
presentarse con el hijo a la tercera entrevista.
Al día siguiente recibí la llamada del director del centro escolar
y del coordinador. Preocupados por S., aceptaron inmediatamente la
estrategia: paralizarían todas las denuncias de sus colegas, retirarían
la expulsión y le dirían a S.: «Te vamos a imponer la máxima suspensión, aceptamos que sigas en la escuela aunque es muy probable
que seas expulsado, a menos que tú nos demuestres lo contrario».
La estratagema era lanzar el ladrillo para obtener el jade (Nardone,
2004b).
Después de haber unido a todos los adultos preocupados en un
único frente, estaba preparado para ver a S.
El muchacho llegó «escoltado» por los padres. Era alto y robusto, me estrechó la mano mirándome directamente a los ojos. En
la primera parte de la entrevista se involucraron todos: los padres
decían que el chico se lamentaba continuamente de la «traición»
sufrida y que a veces los agredía a ellos y a sus hermanos. Estaba
obsesionado con la idea de vengarse de los examigos y desahogaba
su rabia en casa.
Antes de despedir a los padres se les dio la prescripción estratégica típica en el caso de violencia doméstica: si S. agredía a alguien de la
casa, debían salir todos y dejarle solo con su rabia. «Nadie tiene que
seguir haciendo de pararrayos del fracaso de S.». Se lo dije mirándole
a los ojos, pero sonriendo. Por primera vez él también sonrió.
La entrevista prosiguió a solas con el muchacho. La rabia y la
decepción que sentía por sus examigos eran terribles. A lo largo del
diálogo se le dio a entender que, si los hubiera agredido, habrían
ganado ellos y que por tanto debía encontrar una forma de venganza
163
más sutil. Para lograrlo debía aprender a controlar la rabia, que le
hacía débil y vulnerable. Una vez que llegamos a este acuerdo, seguí
el protocolo típico de estos casos: escribir la rabia para contenerla
y estudiar atentamente al enemigo evitando reaccionar (Nardone,
Balbi, 2009).
En la siguiente sesión el clima había cambiado radicalmente:
S. había perdido los estribos en casa solo una vez y ante la amenaza
de los padres de marcharse se había calmado de inmediato. Desde
aquel momento había encontrado modalidades más apropiadas para
comunicarse con los otros miembros de la familia. Me despedí de los
padres felicitándolos. Continué con él, según el protocolo, enseñándole progresivamente la delicadeza como auténtica «arma secreta»
para vengarse de los amigos. Esto le entusiasmó.
A lo largo de los meses siguientes, S. aprendió progresivamente
a controlar las provocaciones de los examigos, recuperó todas las
asignaturas, volvió a hacer deporte y allí hizo nuevos amigos. La
relación con los padres mejoró, ambos acercaron posiciones y en una
de las últimas sesiones el padre se presentó con los ojos brillantes,
conmovido por la declaración del hijo: «Papá, gracias por haberme
parado los pies, si no me hubieses ayudado quién sabe cómo habría
acabado».
Estos resultados se mantuvieron en los siguientes follow-up. La
última vez que vi a S. me presentó a su novia y me dijo que se había
matriculado en la universidad.
Este caso contiene muchos elementos típicos de la intervención estratégica con los adolescentes violentos en el contexto público:
•
•
•
164
el trabajo sobre la jerarquía paterna;
el trabajo de red, en este caso la escuela;
la intervención individual sobre el adolescente para el control
de sus emociones, con el objetivo de transformar los límites en
recursos (Selekman, 2006; Milanese, Mordazzi, 2008).
La hija adoptiva rebelde
C. había sido derivada al servicio por su comportamiento agresivo en
casa y en la escuela, con los profesores y los compañeros. La muchacha,
de origen polaco, había sido adoptada. La petición era que se proporcionase un espacio individual para poder elaborar la vivencia.
El día señalado para la primera cita se presentaron tres personas: C., el padre y la madre. C. tenía los rasgos típicos de su origen:
piel clara y largos cabellos rubios. Era guapa pero con un aspecto
desaliñado y descuidado. El padre era un hombre jovial, mientras
que la madre se presentó en la sesión malhumorada y furiosa. Los
invité a que me explicaran el problema y entonces la madre explotó
diciendo que la muchacha se había vuelto taciturna y agresiva: a
cada intervención de la madre, respondía C. con un tono peleón y
prepotente. Se pasaba casi todo el tiempo encerrada en su habitación
mirando las fotografías del centro donde estaba antes de la adopción. Los profesores también se quejaban de ella debido a su flojo
rendimiento y a las continuas contestaciones insolentes. El último
enfrentamiento entre madre e hija había terminado arrojándose sillas la una a la otra y agrediéndose físicamente. Mientras la madre
hablaba, la muchacha se mantenía en silencio, mirándola furiosa.
Le pregunté al padre cómo gestionaba la situación en casa, me respondió que pasaba mucho tiempo fuera por motivos de trabajo y
que en su presencia no ocurrían esas cosas. Entonces, al preguntar
a C. si estaba de acuerdo con su madre, respondió con un: «¡Total,
siempre tiene la razón!».
Pregunté luego cómo habían empezado los enfrentamientos y con
qué dinámica se repetían. La madre explicó una historia muy interesante. Unos meses atrás, C. había empezado a mostrarse triste y
solitaria «sin motivo aparente». En ese momento saltaron las alarmas,
alimentadas por el miedo a que la muchacha, adolescente, estuviese
elaborando la vivencia de haber sido adoptada. De ahí la exigencia
de hacerla hablar de su pasado para ayudarla a elaborarlo. En esta
operación de «salvamento», la madre implicó también al colegio. C.
asistía a un colegio religioso que conocía bien su situación y el personal
docente, implicando asimismo a los compañeros de clase, se dispuso
165
de inmediato a ayudar a la muchacha a superar los momentos difíciles.
De repente C. se encontró con que tenía un montón de gente que a la
primera señal de tristeza o retraimiento intervenía para animarla a
confiarse. Y, desde aquel momento, la muchacha comenzó a aislarse
cada vez más, respondiendo con violencia a esas actitudes intrusivas.
Se trata de una situación típica de los muchachos adoptados en
el momento de la adolescencia: el temor a que su condición pueda
tener repercusiones genera una especie de «profecía que se autorrealiza». En el caso de C. la profecía se estaba cumpliendo realmente,
ya que la muchacha declaró que, para escapar de esta presión, había
retomado el álbum de los recuerdos del centro, preguntándose cómo
habría sido su vida si no hubiese sido adoptada por estos padres.
Me encontraba ante una danza familiar entre una muchacha
que estaba pasando por un mal momento y una madre sacrificante e
intrusiva que trataba continuamente de hacerla ahondar en su vivencia. En este sistema, la violencia de C. tenía una función: ayudarla a
encontrar un espacio personal. Pero actuando así cada vez atraía más
atenciones ante las que reaccionaba con conductas más agresivas.
Para bloquear este «juego de guardias y ladrones», propuse a
la madre la siguiente reestructuración: «Sé que usted quiere ayudar
a su hija a superar este momento difícil, y por eso estamos aquí.
Hasta ahora lo han hecho muy bien intentando ayudarla de todas
las formas posibles, y ahora se requiere un esfuerzo más. Deben dar
un paso atrás y observar atentamente a su hija, pero sin intervenir
para nada. Sé que les pido un gran esfuerzo, pero necesito que usted
sea mis ojos dentro de la casa. La próxima vez me contará lo que ve.
¿Cree que podrá hacerlo?».
La madre respondió inmediatamente que sí y entonces di un
paso más: «Se lo agradezco y le pido por favor que informe también a
la escuela de esta nueva estrategia, estoy seguro de que nos ayudarán
si usted los convence».
Tras estas palabras, me despedí de los padres y me quedé a solas
con la hija.
Le pregunté si estaba contenta con la idea y se declaró muy
feliz, es más, empezó a explicarme lo que había ocurrido unos meses
antes.
166
C. mantenía una relación muy romántica y muy estrecha con
un chico que la había engañado con su mejor amiga. Por esto se
había puesto muy triste y ya no se fiaba de nadie. La herida todavía
le escocía, porque además todos los días los veía juntos en la escuela.
Le dije que podía ayudarla tanto a superar este momento como a
librarse de todas las personas que la agobiaban, siempre que cumpliera
al pie de la letra unos «deberes».
Respecto a los conflictos en casa, hice que C. sintiera que cuanto
más huía o se rebelaba, más la agobiarían su madre y todos los demás,
de modo que si realmente deseaba librarse de ellos, tenía que realizar
diariamente un mínimo gesto amable en casa y en la escuela. C. dijo que
lo intentaría. Respecto al dolor por el abandono, se utilizó la habitual
maniobra estratégica de conceder un espacio escrito a estas emociones, a
fin de pasar a través del dolor para expulsarlo (Nardone, Balbi, 2009).
Gracias a las maniobras prescritas tanto a la madre como a la
chica, se interrumpió el círculo vicioso entre rebelión y control que
alimentaba las conductas violentas. Además se comenzó a trabajar
sobre las vivencias depresivas de la chica.
En el segundo encuentro se entrevistó por separado a la madre y a la hija. La madre había cumplido cuidadosamente con su
deber de observar sin intervenir, advirtió los gestos amables de C.,
que la sorprendieron positivamente. También de la escuela llegaban
noticias alentadoras. La felicité por su valiosa ayuda y la exhorté a
continuar así.
La chica entregó los escritos al entrar y dijo que la habían ayudado mucho a desahogarse. Respecto a su madre, dijo que la había
agobiado menos: los gestos amables no habían resultado tan difíciles, incluso le habían gustado. La invité a seguir por este camino,
aumentando el número de gestos amables, y observando cómo
reaccionaban los demás.
Gracias a estas maniobras aparentemente sencillas, una profecía
negativa estaba siendo sustituida por una profecía positiva, siguiendo
la lógica de la creencia de que todo lo que es creído existe (Nardone,
Balbi, 2009). Esta nueva profecía había privado de linfa vital a los
comportamientos violentos, que de este modo perdieron su función
y su razón de ser.
167
La intervención con C. continuó con unas pocas sesiones, en
las que se reeducó a la muchacha al «placer de leer» y se le enseñaron algunas competencias sociales partiendo de un juego inocente
de miradas y sonrisas, para llegar luego a compórtate como si fueses
una chica segura de sí misma, que se gusta y sabe que gusta (Nardone,
Balbi, 2009).
Para acabar, este caso es emblemático de cómo la violencia puede
nacer muchas veces de las mejores intenciones y de cómo es posible
interrumpirla utilizando pocas maniobras que desbloquean, de forma
focal, los círculos viciosos que la alimentan.
La enfermera herida
O. era una muchacha de 19 años que me fue derivada por un psiquiatra del servicio que la estaba tratando por una depresión asociada a un
fuerte insomnio. El colega solicitó mi ayuda cuando descubrió que
la muchacha se producía heridas en las piernas y brazos, clavándose la
punta afilada de los lápices. El psiquiatra la había conminado a dejar
de hacerlo, pero O. respondía que no era capaz y por eso me la enviaron a mí. El día de la cita O. se presentó puntualísima, sus modales
eran extremadamente educados y hasta excesivamente corteses: daba
la impresión de interponer una barrera entre ella y el mundo. Se sentó
sin mirarme a los ojos y cuando le pregunté cuál era el problema
que la había llevado hasta mí, me respondió fríamente que la había
enviado el psiquiatra porque se lesionaba. Se desabrochó la manga
de la camisa y mostró el brazo mortificado por las torturas.
Sonriendo le dije: «¡Felicidades! ¡Aunque he visto cosas mejores...!».
Esta maniobra comunicativa es una forma sutil de descalificación, muy útil cuando se trabaja con comportamientos autolesivos,
que por lo general producen un impacto terrible en quien los ve.
Con esta reestructuración se da al paciente la impresión de no estar
asustado y de conocer bien su problema.
En el transcurso del diálogo salió a la luz la historia de O. Había
llegado a Italia con su familia unos diez años antes, huyendo de un
168
país de la antigua Yugoslavia, escenario de uno de los más sangrientos
episodios de limpieza étnica. Sus problemas comenzaron un año
antes cuando, tras haber visto en televisión un documental sobre
su país, se reavivaron los recuerdos que mantenía adormecidos. Los
flashback empezaron a atormentarla sobre todo de noche. A continuación nació un profundo sentimiento de culpabilidad por haber
huido y una auténtica obsesión por las injusticias del mundo. O.
pensaba que nadie hacía nada para ayudar a los que sufren y creía en
la existencia de una especie de «conspiración global» que incluía a
Italia y a la Iglesia católica. O. practicaba otra religión. Desde hacía
un año pasaba los días entre recuerdos dolorosos, sentimientos de
culpabilidad y pensamientos obsesivos.
Matriculada en el primer año de enfermería, se bloqueaba a la
hora de los exámenes debido a los continuos cambios de humor y
al insomnio. Los comportamientos autolesivos habían aparecido en
las últimas semanas.
La investigación demostró que no se trataba de un ritual basado
en el placer, sino de una especie de anestésico que la calmaba cuando la rabia, el dolor y la culpa se tornaban demasiado intensos. La
violencia contra sí misma era una solución intentada para controlar
emociones arrolladoras. Pero, como todos los anestésicos, no curaba
la infección, que más bien se extendía, y O. tenía que hacerse cada
vez más daño para sentirse mejor.
En estos casos una pregunta muy útil es la que propone M.
Selekman (2009): «Si tus heridas pudiesen hablar, ¿qué dirían de
ti?». La respuesta de O. fue lapidaria: «Que soy una cobarde y que
vivo en un mundo de mierda». Su coraza se había resquebrajado, la
muchacha bien educada había dicho su primera palabrota.
El caso se presentaba bastante complejo. Hacerse daño era para
O. el mejor modo de controlar tres emociones perturbadoras: la reactivación del drama, la rabia ocasionada por la paranoia por la injusticia
del mundo y el sentimiento de culpabilidad por haber huido.
Era como un juego de cajas chinas y, de acuerdo con el enfoque
breve estratégico, decidí abrirlas de una en una.
Cuando las conductas autolesivas son un sedante, hay que hacer
que la persona perciba claramente la función anestésica del ritual y,
169
en vez de invitarla a abandonarlo, se debe valorar de forma paradójica
su función positiva. Desde esta perspectiva le dije a O.: «No creo que
seas capaz de dejar de lesionarte, te resulta demasiado útil. Si dejaras de hacerlo, tendrías que afrontar cosas excesivamente dolorosas
para ti en este momento. Por eso, continúa haciéndolo con la nueva
conciencia de que te sirve para calmar tus emociones». O. me miró
estupefacta, era la primera persona que le decía que no cesara en
su acción, y afirmó que si quería podía conseguirlo. La disuadí de su
intento y volví a insistir en la función positiva. Habíamos creado el
primer motivo para el cambio al pedir que no cambiara.
Al mismo tiempo decidí qué caja iba a abrir en primer lugar: los
recuerdos traumáticos que le impedían dormir. Para ello le prescribí
la novela criminal, un diario detallado, periodístico, de las experiencias traumáticas vividas. Es la maniobra elegida para neutralizar los
recuerdos dolorosos y situar así el «pasado en el pasado» (Nardone,
Balbi, 2009; Balbi, Artini, 2011).
En el segundo encuentro, O. me entregó una descripción enciclopédica de sus recuerdos dolorosos. Declaró que le había sido
muy útil, los flashback nocturnos se habían reducido y había logrado dormir unas horas. Además anunció, en tono provocador, que
había conseguido muchas veces no lesionarse o empezar y parar de
inmediato. Me mantuve en la línea de la reestructuración anterior,
disuadiéndola de cesar en su acción porque le resultaba demasiado útil, y en la sesión trabajé en la reelaboración de los recuerdos
traumáticos. En la tercera sesión los recuerdos intrusivos habían
desaparecido casi por completo y los rituales autolesivos habían disminuido notablemente, aunque O. seguía con su ideación obsesiva
ante las injusticias del mundo. De modo que decidí abrir la segunda
caja y apliqué la modalidad de intervención estratégica para las ideas
paranoicas. Le pregunté a O. cuáles eran las injusticias del mundo
que más le molestaban, le dije que en el mundo había muchas más
injusticias de las que ella conocía y le propuse, sintonizándome con
su modalidad de pensamiento, una nueva prescripción: «Durante
las próximas dos semanas, has de pasar al menos una hora al día
buscando todas las formas de injusticia que existen en el mundo y
quiénes son los culpables; a continuación debes escribir un informe
170
detallado que discutiremos en la próxima sesión». Se trata de una
prescripción paradójica basada en la estratagema matar a la serpiente
con su propio veneno (Nardone, Balbi, 2009). El objetivo es destruir
la ideación obsesivo-paranoica llevándola a la exasperación.
Las tres sesiones siguientes con O. estuvieron dedicadas al análisis de los informes que puntualmente presentaba. Mediante un
juego de reestructuraciones se logró que la muchacha saliera del
túnel mental en el que estaba atrapada. Reanudó sus estudios y las
conductas autolesivas prácticamente habían desaparecido, las heridas
abiertas estaban siendo sustituidas por cicatrices. Solo se mantenía
el sentimiento de culpabilidad. Era la última caja y decidí abrirla.
Siguiendo la línea marcada en estos casos por la intervención estratégica, le dije a O.: «Mira, Oscar Wilde dice que el sentimiento de
culpabilidad es la última forma de inocencia que nos queda, y solo
hay una forma de acabar con él: confesar las culpas y expiarlas. Por
consiguiente, desde este momento hasta la próxima sesión, tienes que
redactar una confesión escrita de todas tus culpas y la próxima vez
que nos veamos te impondré la penitencia». Aceptó la prescripción
y en la siguiente sesión me entregó todas sus confesiones. Explicó,
sonriendo, que se sentía más aliviada. Estaba mucho más serena y
relajada, pero esperaba ansiosa mi penitencia. Le dije que para expiar
sus culpas era necesario que ayudase a alguien y, puesto que quería
ser enfermera, su penitencia consistiría en buscar una organización
de voluntariado con la que colaborar los próximos tres meses. O.
acogió de buen grado la propuesta; por fin tenía la oportunidad de
ayudar a alguien. El objetivo era volver a situar a la muchacha en el
mundo, dado que en el último año se había aislado mucho y había
perdido las amistades.
Al cabo de un mes O. volvió explicándome que trabajaba como
voluntaria en la Cruz Roja. Había reanudado los estudios y habían
cesado por completo las lesiones en brazos y piernas.
La última noticia que tuve de ella era que se iba a ayudar a la
población del Abruzzo tras el reciente y trágico terremoto.
Este caso ejemplifica una forma de intervención estratégica típica para
las situaciones de comportamientos autolesivos con función sedante.
171
En estas situaciones no se interviene directamente sobre el síntoma
sino que, paradójicamente, se prescribe. Lo más necesario es identificar cuáles son las emociones perturbadoras y encontrar la forma
más eficaz y eficiente de neutralizarlas. De este modo, la conducta
violenta con uno mismo perderá su función anestésica y cesará.
Por último, el trabajo llevado a cabo con O. demostró que en
este servicio es posible intervenir en una muchacha inmigrante de
segunda generación, utilizando los mismos protocolos desarrollados
para la población italiana y adaptando simplemente la comunicación
y la relación.
El cúter como amante secreto
E. tenía 16 años cuando la vi por primera vez: era menuda, con una
melena pelirroja que enmarcaba dos grandes ojos azules. Se presentó
en la sesión junto con la educadora del centro para jóvenes al que
asistía desde hacía unos meses. Aceptó acudir a la entrevista con la
condición de que la educadora, que había descubierto los cortes en
las piernas, estuviera con ella en la sesión y no revelase a nadie su
secreto. Acepté esta «variación en el programa» porque, cuando se
trabaja con adolescentes, sobre todo violentos, es necesario ser muy
flexibles, según la opinión de muchos autores que se ocupan de este
tipo de pacientes (Selekman, 2009; Hardy, Laszloffy, 2005).
E. estaba muy asustada y entró sin mirarme ni saludarme. Se
sentó junto a su educadora y mantuvo la mirada baja. A la pregunta
de cuál era el problema, tomó la palabra la educadora y dijo que
había descubierto cortes en las piernas y muchas cicatrices en los
brazos y en la barriga de E. Estaba aterrorizada porque temía que
la chica quisiera suicidarse y por esto había solicitado mi ayuda. En
ese momento me dirigí a E. y le pregunté: «Tú no quieres matarte,
¿verdad? Estas pequeñas torturas te sirven para estar mejor, ¿no es
cierto?».
La muchacha me miró y asintió: había captado su atención.
Comencé así a indagar con E. las modalidades de su comportamiento autolesivo. Descubrí que se cortaba desde hacía casi un año,
172
prácticamente a diario. Todo había empezado, como ocurre a menudo, siguiendo los consejos de una chica líder del colegio. E. deseaba
gustarle y entrar a formar parte de su grupo de amigas a toda costa.
Así fue como empezó a cortarse los brazos de vez en cuando, pero
luego perdió el control y se convirtió en una perversión irresistible.
Pero como los cortes y las cicatrices en los brazos cada vez eran más
evidentes, E. empezó a cortarse en la barriga y en la parte superior de
las piernas, para poder ocultar las señales. Me encontraba ante una auténtica profesional y decidí tratarla como tal. La felicité y le pregunté
cuál era su instrumento favorito para cortarse, el instrumento que le
proporcionaba más placer. Me respondió sin dudar: «¡Mi cúter!». Para
confirmar la hipótesis que me había construido, pregunté: «¿Pero tú
te cortas para mitigar un fuerte dolor o se ha convertido en algo tan
agradable que no eres capaz de dejarlo?». E., ruborizándose, me dijo
que para ella se había convertido en un placer irresistible.
Se trataba de un caso de comportamiento autolesivo basado en
el placer y, como en el caso del síndrome del vomiting, una tortura
iniciada como un juego y repetida en el tiempo se había convertido
en una compulsión irrefrenable. Mientras resumía para redefinir lo
que habíamos descubierto juntas, utilicé la metáfora típica en estos
casos: «De modo que para ti cortarte se ha convertido en tu amante
secreto, un demonio tentador, que viene, te seduce y te arrastra...
y tú no puedes resistirte a él». E. abrió desmesuradamente sus ojos
azules, como hipnotizada.
Habíamos llegado a un acuerdo y le propuse como experimento
la prescripción adecuada para estos casos: «Puesto que no eres capaz
de resistir a tu amante secreto, no te puedo pedir que no lo hagas, de
modo que puedes hacerlo pero a mi manera. Desde hoy hasta la
próxima vez que nos veamos, te propongo que te hagas tus pequeñas torturas placenteras dos veces al día durante cinco minutos, dos
minutos y medio en la parte derecha del cuerpo y dos minutos y
medio en la parte izquierda del cuerpo. La segunda vez, cambias:
dos minutos y medio en la parte izquierda y dos minutos y medio
en la parte derecha... de modo que todos los días cogerás dos veces
tu cúter preferido y harás tus jueguecitos placenteros durante cinco
minutos, dos minutos y medio en la derecha y dos minutos y medio
173
en la izquierda la primera vez, y dos minutos y medio en la izquierda
y dos minutos y medio en la derecha la segunda vez. Por favor, ni un
minuto más ni un minuto menos, cinco minutos y cinco minutos.
Si durante el día, tienes ganas de hacerlo, debes esperar a esas dos
citas. Sabes, como decía Freud, el placer aplazado es más agradable
aún». E. asintió.
Antes de despedirme de ella le hice una última pregunta: «¿La
próxima vez vendrás sola o todavía necesitarás escolta?».
Esta prescripción, desarrollada por Giorgio Nardone, utiliza la
ritualización del rito autolesivo. Al pedir a la persona que realice los
ritos autolesivos en momentos y lugares preestablecidos, la perversión
agradable se convierte en una cosa prescrita y, por tanto, gestionable
y controlable. El placer se transforma así en tortura. Como se ve en
este ejemplo, para que esta prescripción pueda ser eficaz, antes se
tiene que haber establecido un acuerdo con el adolescente a través
del diálogo y ha de ser presentada con un lenguaje de tipo hipnótico,
conminatorio y redundante (Nardone et al., 2006). Es posible que
resulte difícil utilizar esta forma de intervención en el contexto público, ya que puede suscitar reacciones negativas por parte de los otros
especialistas implicados. En el caso de E. me decidí a utilizarla porque
podía contar con la relación de confianza con la educadora.
Comencé la segunda sesión preguntando a E., en esta ocasión
sola, cómo habían ido sus encuentros con el amante secreto, y me
respondió que no habían sido gran cosa.
Los dos primeros días siguió la prescripción al pie de la letra, pero
empezó a no gustarle tanto y a sentir dolor. De modo que siguió pocas
veces la indicación de cortarse durante cinco minutos, y lo lamentaba.
Además nunca se había cortado fuera del espacio acordado.
Entonces pregunté qué otras cosas eran agradables en la vida
de E. Me dijo que en el último año había perdido muchos intereses y concretamente se lamentaba de que con los chicos las cosas
no iban nada bien. En realidad, le gustaban un tiempo pero poco
después perdía interés y ellos la dejaban. Yo la provoqué diciendo:
«¡Lo creo! ¡Nadie puede competir con tu amante secreto! Mientras
esté él, ¡excluirá todos los demás placeres!». La afirmación la dejó
muy sorprendida, y dijo que efectivamente desde que se hacía esos
174
cortes le había cambiado el humor: nada la atraía ya y todo le parecía
aburrido e inútil.
Fue entonces cuando la increpé: «No hay duda de que te está
costando cara esta relación con el amante secreto... ¡quién sabe si
lograrás algún día cortar con él!».
E. sonrió divertida.
La dejé con la prescripción de seguir con sus pequeñas agresiones solo una vez al día durante cinco minutos y le pedí que pensara
en las cosas que más le gustarían si se liberara completamente de su
demonio.
En la tercera sesión E. declaró que había conseguido respetar la
prescripción solamente un día, y que había sentido dolor. Los otros
días había tenido alguna vez deseos de cortarse, pero había sido capaz
de resistir a la seducción de su amante secreto.
Mientras tanto dijo que había pensado en todas las cosas agradables que le gustaría hacer y reanudó voluntariamente algunas actividades que había abandonado: ir al gimnasio, salir con las amigas.
Continué la sesión trabajando de forma progresiva en la introducción
de otras experiencias agradables, incluida la de gustar a los chicos.
E. me pidió consejos y le hice algunas sugerencias para ser más
amable, sonreír y agradar a las personas.
Cuando nos encontramos ante compulsiones autolesivas basadas
en el placer, no basta extinguir el síntoma transformando el placer en
tortura. Puesto que tratamos con sensation seekers, es decir, personas
que van en busca de sensaciones, cuando el comportamiento autolesivo se reduce es necesario orientarlo hacia la búsqueda de otros
tipos de placer, más sanos, que sustituyan al ritual perverso.
Siguiendo el protocolo de intervención acabé la sesión prescribiendo a E. los cinco minutos de agresiones solo si sentía la necesidad,
esto es, cada vez que sintiera el deseo de forma irrefrenable, tenía que
coger el cúter y hacerlo durante cinco minutos, ni un minuto más,
ni un minuto menos. Además, le aconsejé que siguiera buscando
activamente cosas agradables y que empezara a cultivar cada vez más
el «placer del placer».
En las sesiones siguientes seguimos en la misma línea, manteniendo los cinco minutos en caso de necesidad y aumentando
175
cada vez más las experiencias agradables, sobre todo en el terreno
relacional.
E. se libró definitivamente de su «amante secreto» y se ganó
muchos amigos y admiradores reales.
Antes de una de nuestras últimas sesiones, E. me llamó por
teléfono para preguntarme si podía llevar a una amiga a la sesión.
Acepté porque, como sostiene Selekman (2009), cuando se trabaja
con un adolescente, el grupo de los compañeros puede ser un recurso
muy útil para utilizarlo en la terapia.
En realidad, E. me trajo a la famosa «chica líder» de la que había aprendido a cortarse. Unos meses después habían empezado a
relacionarse y ella le había explicado la historia del amante secreto.
La amiga, que no conseguía acabar con el problema, le pidió ayuda
y E. me la trajo. Los papeles se habían invertido.
Este caso muestra con toda claridad que, cuando se trabaja con
adolescentes autolesivos en el servicio público, es sumamente útil
establecer una relación de confianza y colaboración con todos los
profesionales del territorio. Especialmente importante es la figura
del educador: teniendo en cuenta su implicación directa con los
muchachos, puede convertirse en un aliado muy útil para el éxito
de la terapia.
Los casos que hemos presentado se referían a situaciones específicas
en las que la violencia contra uno mismo y contra los demás era
el principal problema. Vale la pena recordar que, en este servicio,
se ha hecho el seguimiento de otros adolescentes que presentaban
conductas violentas junto con otras problemáticas. Por ejemplo, los
pacientes obsesivo-compulsivos a veces pueden volverse violentos
con los familiares cuando estos no colaboran en la realización de
los rituales. O bien muchachos que consumen drogas y que, bajo
su influencia, pueden perder el control y explotar en actos violentos
contra ellos mismos o los demás. Estos casos requieren una intervención que contemple la especificidad de la violencia causada por
una patología subyacente que, una vez resuelta, por lo general lleva
al cese de los actos violentos.
176
Como esperamos que haya quedado claro al lector, esta experiencia de aplicación al servicio público del modelo desarrollado en
el Centro di Terapia Strategica de Arezzo pone en evidencia hasta qué
punto este enfoque puede ser aplicable y beneficioso, porque:
1) permite intervenir en tiempo breve;
2) permite aplicar líneas directrices rigurosas y al mismo tiempo
flexibles, adecuándolas a la originalidad de cada adolescente y
de su familia.
Estas características están más indicadas aún en un servicio público, donde el psicólogo tiene que trabajar con una multiplicidad de
experiencias.
177
Epílogo
Creo que el lector que ha llegado hasta aquí ha podido comprobar que este libro es diferente de la mayoría de los libros sobre la
adolescencia y sus problemas. Son pocas las obras que, además de
ofrecer perspectivas interpretativas sobre los adolescentes violentos,
proporcionan instrumentos de intervención realmente eficaces. Además, el texto reproduce ejemplos de tratamiento y transcripciones
de coloquios terapéuticos, poniendo de manifiesto claramente cómo
las estrategias terapéuticas han sido elaboradas ad hoc para tipos
de problemas específicos. No se ofrece, por tanto, una perspectiva
teórica y práctica unívoca, sino una visión elástica que se adapta a
la variabilidad del fenómeno de la violencia adolescente. Una vez
más, son las técnicas terapéuticas las que se adecuan a los trastornos
y no viceversa, como ocurre con mucha frecuencia en el campo de la
psicoterapia. Por otra parte, los lectores que ya han tenido ocasión de
conocer la producción científica del Instituto de investigación, que
tengo el honor de dirigir desde hace más de veinte años, reconocerán el estilo y el método de aproximación a las llamadas patologías
psíquico-conductuales con una perspectiva tecnológica y de experimentación empírica, dirigida al desarrollo de técnicas terapéuticas
realmente eficaces y eficientes.
Giorgio Nardone
179
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