OMAR PREGO LA FASCINACIÓN DE LAS PALABRAS Conversaciones con Julio Cortázar Muchnik Editores UnN*' El autor y el editor agradecen la colaboración de Aurora Bernárdez en la selección de fotos que acompañan al texto. © 1985 Ornar Prego y herederos de Julio Cortázar © 1985 by Muchnik Editores, Ronda General Mitre, 162, 08006 Barcelona Cubierta: Mario Muchnik ISBN: 84-85501 83-7 Depósito legal: B. 18.472 -1985 Impreso en España - Printed in Spain No pregunto por las glorias ni las nieves, quiero saber dónde se van juntando las golondrinas muertas Julio Cortázar INTRODUCCIÓN Nos vimos por última vez el viernes 20 de enero de 1984, en su reducida habitación del hospital Saint-Lazare de París, apenas a unos 150 metros a vuelo de pájaro de su casa de la rué Martel. No recuerdo exactamente a qué hora nos des­ pedimos. No había ninguna razón especial para que yo anota­ ra ese detalle, pero de todos modos debía ser las siete de la noche porque una media hora antes, cuando yo entraba a la pieza, casi tropecé con el encargado de distribuir la comida. Julio estaba solo, sentado en un sillón, la mirada per­ dida en una ventana que daba a un patio interior casi en tinieblas, como si escuchara el rumor de la lluvia. Llevaba puesto un viejo salto de cama y parecía más animado que el día anterior, en que lo habíamos visitado con mi mujer. Ese día, en presencia de Saúl Yurkievich, nos había con­ tado sin rodeos que estuvo a punto de morirse durante uno de los exámenes a que lo estaban sometiendo en esa sec­ ción de gastroenterología del hospital, considerada como una de las más eficaces de París. «Me quedé sin pulso y todos pensaron que me moría ahí mismo», nos dijo. Pero este viernes 20 de enero las cosas parecen andar un poco mejor. «Estoy harto de esta comida y del ruido que hacen estas chicas por la mañana. Aquí las enfermeras no parecen conocer las suelas de caucho. Taconean y can­ tan por los corredores como si tal cosa», se lamentó con resignación. Estuvimos hablando una media hora, pero se le veía cansado. «Tengo ganas de dormir, pero no sé si podré. ¡Y esta comida no te digo nada! No es que sea mala, pero cuando vuelva a casa lo primero que hago es prepararme un buen bifacho, de este alto. De todos modos, salgo ma­ ñana. Mi médico, el profesor Modigliani — ¿te das cuenta? ¡Modigliani! Yo tengo una especie de valeriana para los pintores— me dijo que me fuera a casa y que volviera para seguir con los exámenes toda la semana que viene.» Quedamos en que él me llamaría por teléfono cuando terminara con el hospital. Se puso de pie para darme la mano y nos despedimos. «Cuando salga de todo esto tene­ mos que darnos un paseo por un bosque. No tiene por qué ser muy lejos: Vincennes o Fontainebleau. Lo que quiero es ver árboles», dijo. Le dejé Le Monde, que ese día traía una entrevista a Antonio Cándido. Antes de salir vi que había una pequeña pila de libros junto a su mesita de luz y algunas cuartillas, escritas a mano. Esas son las últimas palabras que recuerdo de Julio: «L o que quiero es ver árboles». Murió el domingo 12 de febrero, poco después del mediodía y lo enterramos el mar­ tes 14 en el cementerio de Montparnasse a las once y me­ dia de la mañana, en la tumba de su mujer, Carol Dunlop, muerta en noviembre de 1982. Fue una mañana fría, pero de una luminosidad casi sobrenatural para quienes estamos acostumbrados al cielo plomizo y bajo de París en invierno. El sol destellaba en las aristas de mármol de los panteones y en las chapas de bronce y las copas de los árboles se mecían apenas en la brisa matinal. Pero lo más impresionante era el silencio. Desde que el cortejo se puso en marcha desde la entrada del cementerio y nos encaminamos hacia la tumba recién removida, no recuerdo haber escuchado una sola palabra. El único ruido, semejante al del mar en una playa pedre­ gosa, era el de los pies arrastrándose por el sendero prin­ cipal detrás del furgón mortuorio. Después, cada uno de los amigos dejó caer una flor encima del féretro de madera pulida y nos fuimos. Mi mujer y yo nos quedamos un poco rezagados y cuando esa zona del cementerio se quedó vacía, dos o tres gatos escuálidos y friolentos surgieron de entre las tumbas y nos miraron alejar con indiferencia. Nos conociny en febrero de 1974, en una exposición de hiperrealistas i .teamericanos, en la Fundación Rockefeller de París, hra exactamente igual a sus fotografías: desmesuradamente alto, huesudo, desgarbado, y parecía caminar con el p< manente temor de resbalarse. En ese en­ tonces tenía sese años, pero nadie le daría más de cua­ renta y cinco. Recuerdo que peré que terminara su recorrida — es­ taba con un amigo— para acercarme. Le dije quién era (un periodista uruguayo que acababa de desembarcar en París) y le expliqué por qué lo importunaba. En Montevi­ deo acababan de detener a Juan Carlos Onetti bajo la inve­ rosímil acusación de pornografía, por el solo hecho de haber sido jurado en un concurso de cuentos organizado por el semanario Marcha.' Le dije que el director de Marcha, Carlos Quijano, también estaba preso. Me escuchó con una extremada cortesía, me dijo que ya estaba al tanto pero me pidió más datos y me aseguró que iba a hacer cuanto estuviera a su alcance para alertar a la opinión pública. Promesa que cumplió escrupulosa­ mente, como todas las suyas. Recuerdo que hablamos en la gran escalinata de mármol de la entrada, de pie junto a una escultura hiperrealista que representaba a un típico turista norteamericano, vestido con pantaloncitos y una es­ tridente camisola hawaiana, lentes de sol, un gorrito con visera como los que usan los beisbolistas y una o dos má­ quinas fotográficas (auténticas) terciadas sobre el pecho. Parecía i iteresado en nuestra conversación y estar dispues­ to a particinar en ella de un momento a otro. Después nos seguimos viendo con cierta frecuencia y nos hicimos amigos. En diciembre de 1982, después de la ' muerte de Carol, le propuse hacer una larga entrevista, un libro que tratara de abarcar (si esto era posible, y yo sabía muy bien que muchas cosas se quedarían afuera) su vida de escritor y de combatiente de las causas que él conside­ raba justas en el mundo, sobre todo el frágil proceso nica­ ragüense, que lo tenía muy angustiado por ese entonces, y la defensa de los derechos humanos. Me dijo que sí, sin vacilar, pero me adelantó que en principio tendría que ser «un libro muy loco». Convinimos en hacer un número indeterminado de entrevistas — diez o doce como mínimo— que iríamos concretando sobre la marcha, deslizándolas entre los escasos intersticios de su agenda, en la que casi no quedaban casilleros libres. Fue entonces, mientras mirábamos esas columnas ates­ tadas de citas, de compromisos militantes en su mayoría, que me dijo: «E l año que viene pienso transformarlo en sabático. Tengo ganas de encerrarme a escribir una novela, cueste lo que cueste». Le pregunté si ya había empezado a escribirla y me dijo que no. «Algunas notas. Pero em­ pieza a darme vueltas por la cabeza. La veo como una nebulosa.» Me advirtió que probablemente no podríamos empezar a trabajar hasta el verano. Tenía que terminar primero el libro que la muerte de Carol había dejado trunco (Los autonautas de la cosmopista),1 un hermosísimo libro donde se narra un viaje entre París y Marsella en una destarta­ lada camioneta — realizado en 33 días sin salirse jamás de la autopista y a razón de dos parkings diarios con obliga­ ción de dormir en el segundo— que en el fondo es una conmovedora historia de amor. Después pensaba viajar a Nicaragua y a su regreso a Europa se iba a descansar algu­ nos días a casa de amigos, en España. Empezamos a trabajar en los primeros días de julio, en su casa de la rué Mar tel. La casa de Julio estaba situada en uno de esos edificios antiguos de París, con una pesada puerta de barrotes de hierro verdinoso, en parte oxidada, que daba a un ancho corredor que se abría en sucesivos patios interiores. El edificio estaba lleno de oficinas de em­ presas textiles, de modo que a partir de las seis de la tarde, cuando cesaba la actividad, uno tenía la impresión de avan­ zar por el edificio más solo del mundo. El apartamento de Julio estaba al fondo, en el pabellón C. Había que trepar una anchísima e interminable escalera de madera, cuyos pel­ daños parecían como lijados por el roce de innumerables pisadas. El apartamento de Julio era muy grande. Había un re­ cibidor flanqueado por una biblioteca hasta el techo, ates­ tada de libros y en seguida un vasto salón, con altísimas ventanas. A la izquierda había un mostrador de madera que dividía la pieza. Detrás estaba la cocina. En el salón de estar había profundos sillones, un aparato de alta fide­ lidad y estanterías atestadas de discos y cassettes, cuidado­ samente clasificadas. Ésta era la zona preferida de la gata de Aurora Bernárdez. Nosotros trabajábamos en un escritorio espacioso, enca­ lado como el resto de la casa, dos de cuyas paredes estaban ocupadas por bibliotecas que iban del piso al techo. En una tercera pared había vastos armarios, donde Julio guar­ daba carpetas con recortes de prensa, originales, fotocopias de trabajos enviados a diarios y revistas y una biografía del poeta romántico inglés Keats, que escribió por los años cincuenta en Buenos Aires, antes de venir a instalarse en París. El teléfono no sonaba jamás (había un respondedor automático) y las únicas personas que solían andar por la casa eran Aurora Bernárdez, que le ofreció a Julio toda su atención y su amistad, y una mujer extremadamente dis­ creta que venía a hacer la limpieza y a poner la casa en orden. Aurora se iba temprano a su trabajo en la UNESCO — más de una vez los encontré desayunando— después de asegurarse de que todo estaba en orden. Trabajábamos casi sin pausa tres o cuatro horas. Julio se sentaba en su sillón giratorio, de espaldas a una ventana que se abría hacia la rué du Paradis. En los primeros tiem­ pos, en los meses de julio y agosto, Julio parecía encon­ trarse bien, aceptaba de buen grado los interrogatorios y tengo la impresión de que poco a poco se fue dejando ganar por la idea de que el libro — que ya había sido aceptado por la editorial Gallimard— podía ser una buena oportu­ nidad para decir algunas cosas que se había guardado hasta entonces entre pecho y espalda. «E sto no lo dije nunca», «esto lo estoy diciendo por primera vez», solía decirme. Y más de una vez empezába­ mos la conversación volviendo sobre un tema del día ante­ rior, a instancias del propio Julio: «Las mejores respuestas se me ocurren después que te has ido», decía. Uno de los pocos temas que decidimos dejar para después, para una o dos entrevistas de repaso y cierre, fue el de su viaje a la Argentina en diciembre, al cabo de una larga ausencia im­ puesta por esos años sombríos y terribles de la dictadura militar y los Escuadrones de la Muerte, de esa alucinante noche de terror que tanto le dolía y lo acosaba, y cuya an­ gustia puede sondearse en algunos de sus cuentos más re­ cientes como Graffiti o Segunda vez.3 De todos modos, a su regreso hablamos un poco de cómo había encontrado a la Argentina. «Argentina ha cam­ biado, por supuesto. Está empezando a salir de una pesa­ dilla de dictadura y tiranía. Hay muchísimo por hacer.» Pero se mantenía alerta, como si temiera el regreso de ios viejos demonios. «Yo no creo que todavía la palabra iz­ quierda haya dejado de ser una mala palabra en mi país. Espero que llegue el día en que eso se termine», me dije otro día. Tenía proyectado un nuevo viaje en marzo, y para ese entonces confiaba en que los argentinos comprendieran que la palabra izquierda no sólo no era una mala palabra, sino «una de lás mejores que contiene el lenguaje político; in­ cluso la mejor». También me dijo que esta que se ofrecía ahora a los argentinos era quizá la última oportunidad: «Si el gobierno de Raúl Alfonsín tropieza con una oposición ciega y negativa, no me extrañaría que dentro de poco tuvié­ ramos de nuevo a los militares, que seguirán esperando su oportunidad agazapados en sus cuarteles». Muchas veces me pregunté (pero sobre todo me lo pre­ gunto ahora, en este desolado hueco que nos ha dejado su muerte) si Julio sospechaba que la muerte estaba ron­ dándolo, como dos años antes lo hizo con Carol. En todo caso nunca me lo dijo. Estaba muy flaco, con los huesos de los hombros marcándole el pulóver, como si quisieran salirse de la piel. Los pómulos, anchísimos, se le habían acentuado y la espesa barba renegrida le enmarcaba la cara, ocultando las mejillas hundidas. Solía quejarse de una incó­ moda comezón y a veces se le resecaba la garganta. Antes de empezar a trabajar, Julio traía una botella de agua mi­ neral y dos vasos, y de vez en cuando bebía calmosamente, mientras yo le hacía una pregunta o cambiaba la cassette de turno en el grabador. Algunas veces, al terminar la jornada, nos sentábamos en el salón a bebemos un whisky. «Creo que nos lo hemos merecido», sonreía. En esos momentos no hablábamos de literatura ni de política, sino de música, invariablemente. Julio tenía una desaforada colección de discos y cassettes de jazz, de música clásica y de tangos, y me explicó que le gustaba sentarse a escuchar dos o tres discos, por la noche, con los audífonos puestos para no molestar a los vecinos. Pero además había descubierto que no era lo mismo escuchar música sin audífonos que con ellos. Y en su libro postumo, Salvo el crepúsculo/ escribió un capítulo entero acerca de ese tema, explicando cómo la música escuchada con audífonos parece brotar del interior mismo del cerebro en lugar de llegar de afuera: «Árbol interior: la primera maraña nstantánea de un cuarteto de Brahms o de Lutoslavski, dándose en todo su follaje». Sólo una vez, allá por el mes de septiembre de 1983, me llamó por teléfono para anular una cita y después supe que había estado enfermo. Y otra vez interrumpimos una entrevista porque me di cuenta de que estaba muy fatigado. Ese día, al despedirnos, me dijo: «Hoy anduvimos mal, pero no importa. Nos desquitaremos en la próxima». Le preocupaba mucho que todo quedara claro y más de una vez, cuando citaba algún autor o un pasaje de uno de sus libros, se levantaba para ir a buscar el volumen en cues­ tión y verificar la cita. Una mañana, antes de empezar a trabajar, me mostró el proyecto de cubierta de la edición española de Los autonautas de la cosmopista, en cuya contracubierta aparece una hermosa foto de Julio y Carol. Julio está sentado en pri­ mer plano, en su mecedor favorito, con los brazos dispues­ tos de tal modo que la mano izquierda se alza hasta su hombro derecho, allí donde se puede imaginar que un ins­ tante antes se ha posado la mano derecha de Carol, que está de pie detrás del sillón, un poco hacia la derecha. El brazo izquierdo de Carol se apoya en el hombro izquierdo de Julio, no demasiado. Si se mira con atención se verá que la posición de los brazos de ambos se corresponden de tal manera que parecen formar un dibujo, hay una con­ tinuidad del trazo que arranca en la mano de Julio que sostiene el codo izquierdo, se prolonga hasta la mano po­ sada en el hombro, que se entrelaza con la mano de Carol (aunque en realidad hay apenas un contacto de los dedos) y se prolonga en el brazo derecho de Carol, para volver y cerrarse en el brazo que se está apoyando er el hombro de Julio. Ambos nos están mirando, es decir, están mi­ rando fijamente el objetivo de la cámara de Carlos Freire. Hay una luz rasante que viene de la derecha, que golpea las figuras inmóviles y que, inevitablemente, hace pensar en ese museo de provincia que visita Diana en Fin de etapa/ en ese pueblo que está «como fuera del tiempo», una luz que parece haberse concentrado en los ojos de Carol y Julio. Los dos están mirando fijamente la cámara, decía­ mos, con una expresión que podría describirse como de serena determinación. Es una mirada de intensa felicidad y al mismo tiempo de temeroso desafío, como si en lugar de estar mirando la cámara (a nosotros en suma) estuvie­ ran mirando una presencia que se hubiera materializado de pronto en esa pieza clara, austera, de paredes encaladas, deslizándose en silencio para mantenerse en pie, un poco detrás del fotógrafo, demasiado ocupado con sus alquimias de diafragmas, velocidades y campos como para advertir esa aparición acaso instantánea. Miran, entonces, esa presencia, sin sorprenderse dema­ siado, sin pestañear ante su mirada inquisitiva y en cierto modo posesiva, sin sobresaltos ni desafíos, aceptándola, pero dispuestos a enfrentarla con las únicas armas de que disponen, las de su amor. No la temen ni la aborrecen, saben que ella los ronda desde hace mucho tiempo, han aprendido a reconocerla al instante, ya han luchado con­ tra ella y están decididos a continuar el combate, a desba­ ratar sus astucias de viuda inconsolable. Ese mismo día, recuerdo, hablamos de las buenas y de las malas constelaciones, de esas figuras astrales que de una manera misteriosa tejen nuestro destino sin que nosotros lo sepamos o podamos hacer nada para contrarrestar su urdimbre. «Y o estoy ahora bajo el influjo de una mala constela ción. Y esto dura ya años. Espero que cambie», me dijo Después hablamos de otras cosas y no recuerdo si volvimos sobre el tema. Pero ese día, al salir de su casa, empece a remontar el boulevard Magenta, hacia la Gare de l ’Est Entonces vi uno de esos furgoncitos que utilizan las adivi ñas y las quirománticas para trabajar. Encima de la puerta podía leerse Josiane, que debía ser el nombre de la mujer. El furgón estaba detenido en el ángulo de la rué Saint Laurent. ¿Cómo no asociarlo con la Josiane de El otro cielo,6 con el misterioso Laurent que asesinaba prostitutas con un método diabólico e infalible en el barrio de La Bol­ sa y en la zona de las galerías cubiertas de la rué Vivienne y en el Passage de Panoramas? Me propuse contárselo al día siguiente, pero ignoro por qué no lo hice nunca. El doctor Freud sabe cosas que la razón ignora. Yo creo finalmente que Julio murió sin saber (sin que­ rer aceptar) que se estaba muriendo. Al menos no pare­ cía creerlo la última vez que nos vimos en el hospital Saint-Lazare. Su mujer Carol sí lo sabía, pero ella murió antes y prefirió no decírselo cuando todavía era posible. Se limitó a esperarlo en su tumba del cementerio de Montparnasse, en cuya lápida de mármol estaba esculpido tan sólo su nombre, Carol Dunlop, seguido de un signo que en escritura se llama guión (aunque aquí prefiero la expre­ sión francesa trait d ’unión), al que ahora se agregó el de Julio Cortázar. A pesar de sus largos años de París, Cortázar seguía siendo esencialmente argentino. Creo que esto está lo su­ ficientemente claro como para que no insista acerca de eUo. Basta leer sus cuentos, sus novelas y sus poemas para comprenderlo, para asombrarse de que, en algún momento, ciertos espíritus estrechos le hayan reprochado su afrancesanúento, se hayan desgarrado las farisaicas túnicas. Era, claro, un argentino que había incorporado a su cultura todo lo que Europa puede ofrecer — literatura, arte, música, viejas catedrales y siglos de historia concen­ trados en una piedra verdinosa visitada por un gato, en la sonrisa de un anciano que bebe su copa de vino en la taberna de un pueblecito del Mediodía— pero que en el fondo de sí mismo sabe que su alma está clavada para siempre a la Cruz del Sur. De ahí esa necesidad de crear pasajes, zonas misteriosas que conducen directamente de la Galería Güemes a las Galeries Vivienne, tablones que se apoyan en el Sena y que permiten cruzar el Riachuelo. De ahí esas caminatas que empiezan en el Pont des Arts y que terminan en El Once, o esas pesadillas en las que un indio mexicano cree haber escapado al cuchillo ritual de piedra porque durante unas horas obtuvo el refugio de una ciudad que todavía no existía. En una milonga a la que después le puso música Ed­ gardo Cantón, Julio cantó así su inagotable nostalgia de Buenos Aires: Extraño la Cruz del Sur / cuando la sed me hace alzar la cabeza / para beber tu vino negro medianoche. / Y extra­ ño las esquinas con almacenes dormilones / donde el per­ fume de la yerba tiembla en la piel del aire. / Comprendo que esto está siempre allá / como un bolsillo donde a cada rato / la mano busca una moneda el cortapluma el peine / la mano infatigable de una oscura memoria / que recuenta sus muertos.7 Cortázar fue, tanto en su literatura como en su acción política, un revolucionario. En un artículo publicado poco después de la muerte de Julio en el suplemento literario del New York Times* Carlos Fuentes escribió lo siguiente: «Sus posturas políticas y su arte poético se configuran en esta convicción: la imaginación, el arte, la forma, son revo­ lucionarios, destruyen las convenciones muertas, nos ense­ ñan a mirar, pensar y sentir de nuevo». Cortázar había cre­ cido cerca de las lecciones del surrealismo y su intención era mantener unidas lo que él llamaba «la revolución de afuera y la revolución de adentro». No fue un ingenuo, como algunos pretenden, y nunca comulgó con ruedas de molino. Conocía muy bien los peli­ gros que acechan a los procesos revolucionarios, eso que él llamaba la «quitinización» y cada *vez que pudo, cada vez que creyó que era su deber decirlo, lo dijo. Pero no para sumar su voz a la cohorte de arrepentidos que hacen generosa enmienda, sino para alertar a los conductores de esos procesos, para contribuir, en la medida en que él se creía capaz de hacerlo, a vitalizarlos, para impedir que las siempre ávidas burocracias se instalasen en remotas ofici­ nas, inaccesibles al pueblo. En un artículo publicado el 9 de octubre de 1983 en el diario El País de Madrid (cuyo pretexto más evidente era la conjunción astral del título de la novela de George Orwell, 1984, con el año que se nos venía encima con sus apoca­ lípticas amenazas), Cortázar explicó claramente su postura: «Me muevo en el contexto de los procesos liberadores de Cuba y de Nicaragua, que conozco de cerca; si critico, lo hago por esos procesos, y no contra ellos; aquí se instala la diferencia con la crítica que los rechaza desde su base, aunque no siempre lo reconozca explícitamente».’ Y concluía así: «Frente a esta perspectiva, sólo creo en el socialismo como posibilidad humana; pero ese socialismo debe ser un fénix permanente, dejarse atrás a sí mismo en un proceso de renovación y de invención constantes; y eso sólo puede lograrse a través de su propia crítica, de la que estos apuntes son vagos y mínimos fragmentos». Julio Cortázar era un militante apasionado de lo que él consideraba las justas causas latinoamericanas, pero detes­ taba ser calificado de escritor comprometido con lo que ello supone de acatamiento. En una carta enviada a su amigo Roberto Fernández Retamar10 y publicada en la Revista de la Casa de las Américas de Cuba en 1967, definió clara­ mente su postura: «Acepto, entonces, considerarme un in­ telectual latinoamericano, pero mantengo una reserva: no es por serlo que diré lo que quiero decirte aquí. Si las cir­ cunstancias me sitúan en ese contexto y dentro de él debo hablar, prefiero que se entienda claramente que lo hago como un ente moral, digamos lisa y llanamente como un hombre de buena fe, sin que mi nacionalidad y mi vocación sean las razones determinantes de mis palabras». Y un poco más lejos agregaba: «En última instancia, tú y yo sabemos de sobra que el problema del intelectual latinoamericano es uno solo, el de la paz fundada en la jus­ ticia social, y que las pertenencias nacionales de cada uno sólo subdiviaen la cuestión sin quitarle su carácter básico» (...) «A riesgo de decepcionar a los catequistas y a los propugnadores del arte al servicio de las masas, sigo siendo ese cronopio que, como lo decía al comienzo, escribe para su regocijo o su sufrimiento personal, sin la menor con­ cesión, sin obligaciones “latinoamericanas” o “ socialistas” entendidas como a prioris pragmáticos.» Y finalmente esto: «Pero no creo como pude cómoda­ mente creerlo en otro tiempo, que la literatura de mera creación imaginativa baste para sentir que me he cumplido como escritor, puesto que mi noción de esa literatura ha cambiado y contiene en sí el conflicto entre la realización individual como la entendía el humanismo, y la realiza­ ción colectiva como la entiende el socialismo, conflicto que alcanza su expresión más desgarradora en el Marat-Sade de Peter Weiss. Jamás escribiré expresamente para nadie, minorías o mayorías, y la repercusión que tengan mis libros será siempre un fenómeno accesorio y ajeno a mi tarea; y sin embargo hoy sé que escribo para, que hay una inten­ cionalidad que apunta a esa esperanza de un lector en el que reside ya la semilla del hombre futuro». Un militante entonces. Más de una vez, en estos últi­ mos años, nos encontramos en reuniones de solidaridad y en muchas de ellas Julio no estaba en la tribuna, sino entre el público, entre la masa de militantes anónimos que ter­ minaban por descubrirlo y que al final, inevitablemente, se acercaban a él para estrechar su mano generosa. En una Carta Abierta a Julio Cortázar, amigo y mili­ tante," destinada a Cuadernos de Marcha (segunda época, México), Pierre Bercis, presidente del Club des Droits Socialistes de l’Homme destacó precisamente esa disposición suya a la militancia oscura, anónima, despojada: «¿...cuántas personalidades de su rango intelectual vemos permanecer sencillos y militantes hasta la participación en pequeñas reuniones llenas de humo, en las que nos reuníamos tres o cuatro personas para trabajar en modestas tareas? Ya se tratase de una función de homenaje a las Madres de la Plaza de Mayo, coloquios, manifestaciones, siempre veía­ mos llegar a ese altísimo estudiante de 70 años que nos daba el fraternal abrazo, signo distintivo de nuestros ami­ gos latinoamericanos. Y de inmediato teníamos la impre­ sión de que nada nefasto podía ocurrimos, tanta era la calma y la serenidad que nos transmitía. Era un sabio que no daba lecciones, él mismo era la lección para sus amigos más jóvenes, que no osaban creer que Cortázar compartiera hasta su menor preocupación». En esta larga entrevista — que yo prefiero ver como un libro escrito a cuatro manos— Cortázar solía volver a vie­ jos recuerdos, a recuerdos de su infancia y de su adoles­ cencia, una actitud que él calificaba, irónicamente, de «ge- rontológica». Pero yo creo que hay mucho más que eso, que se trata de la búsqueda de una fuente que jamás dejó de correr de manera subterránea a lo largo de toda su obra, la de la poesía. En un texto incluido en su libro postumo Salvo el Cre­ púsculo, Cortázar alude explícitamente a ello: «E l senti­ miento de la poesía en la infancia: me gustaría saber más, pero temo caer en las extrapolaciones a la inversa, recordar obligaciones desde el hic et nunc que deforma casi siempre el pasado (Proust incluido, mal que les pese a los ingenuos). Hay cosas que vuelven a ráfagas, que alcanzan a reproducir durante un segundo las vivencias profundas, acríticas del niño: sentirme a cuatro patas bajo las plantaciones de toma­ tes o de maíz del jardín de Bánfield, rey de mi reino, mi­ rando los insectos sin intermediarios entomológicos, oliendo como me es imposible oler hoy la tierra mojada, las hojas, las flores».12 Y en seguida la mención de sus lecturas: «Si de esa revi­ vencia paso a las lecturas, veo sobre todo las páginas de El Tesoro de la Juventud (dividido en secciones, y entre ellas El libro de la Poesía que abarcaba un enorme espectro desde la antigüedad hasta el modernismo). Mezcla insepa­ rable, Olegario Andrade, Longfellow, Milton, Gaspar Núñez de Arce, Edgar Alian Poe, Sully Prudhomme, Víctor Hugo, Rubén Darío, Lamartine, Bécquer, José María de Heredia». Y una sola certeza: «la preferencia — forzada por la del antologo— por la poesía rimada y ritmada, tem­ pranísimo descubrimiento del soneto, de las décimas, de las octavas reales. Y una facilidad inquietante (no para mí, para mi madre, que imaginaba plagios disimulados) a la hora de escribir poemas perfectamente medidos y de impe­ cables rimas, por lo demás signifying nothing más allá de la cursilería romántica de un niño frente a amores imagi­ narios y cumpleaños de tías o de maestras». Contrariamente a lo que ocurre con otros escritores (pienso sobre todo en Gabriel García Márquez) a Cortázar no le gustaba demasiado hablar de su infancia, y cuando lo hacía se refería a hechos muy concretos. Hay vastas zonas que no abordamos jamás y eso que al empezar estas entrevistas me advirtió que no habría «territorios vedados». Jamás aludió a su padre, por ejemplo. La infancia — ya lo hemos dicho— aparecía de pronto en una evocación de la época de Bánfield, que en sus recuerdos se convierte en el Paraíso: «Crecí en Bánfield en una casa con gran jardín lleno de gatos, perros, tortugas y cotorras: el paraíso. Pero en ese paraíso yo era ya Adán, en el sentido de que no guardo un recuerdo feliz de mi infancia; demasiadas ser­ vidumbres, una sensibilidad excesiva, una tristeza frecuen­ te, asma, brazos rotos, primeros amores desesperados (Los venenos13 es muy autobiográfico)», le escribirá a su amigo Alberto Sola en cierta ocasión. Tampoco parecía interesarle su paso por el profesorado, que ejerció en Chivilcoy y Bolívar, en la provincia de Bue­ nos Aires, durante siete años, entre 1937 y 1944. En una entrevista concedida a Luis Harss a fines de los años se­ senta dice lo siguiente: «En el campo viví completamente aislado y solitario. Resolví ese problema, si se puede lla­ mar resolverlo, gracias a una cuestión de temperamento. Siempre fui muy metido para adentro. Vivía en pequeñas ciudades donde había muy poca gente interesante, prácti­ camente nadie. Me pasaba el día en mi habitación del hotel o de la pensión donde vivía, leyendo y estudiando. Eso me fue útil y al mismo tiempo peligroso. Fue útil en el sentido de que devoré millares de libros. Toda la infor­ mación libresca que puedo tener la fundé en esos años. Y fue muy peligroso en el sentido de que me quitó pro­ bablemente una buena dosis de exoeriencia vital».14 De su estancia en la Universidad de Cuyo, en Mendoza, no es mucho lo que ha dicho. «En esos años participé en la lucha política contra el peronismo y, cuando Perón ganó las elecciones presidenciales, preferí renunciar a mis cáte­ dras antes de verme obligado a “sacarme el saco” como Ies pasó a tantos colegas que optaron por seguir en sus puestos.»15 Uno de sus alumnos de entonces, Claudio Soria (dia­ rio Los Andes, marzo 25 de 1984), aporta algunas preci­ siones acerca de esa etapa de la vida de Cortázar. El pro­ grama del año, anota, estuvo «consagrado al comentario de las obras de escritores ingleses y alemanes. Fundamen­ talmente, el interés se centró en el romanticismo inglés, en los poetas W. Blake, J. Keats, P. B. Shelley, S. T. Cole- ridge, W. Wordsworth y los alemanes o de lengua alemana Hólderlin y R. M. Rilke. Soria lo recuerda así: «En el aula, sentados frente a él, al comienzo nos llamaba la atención su apariencia extra­ ñamente de adolescente, su magna estatura, que daba la impresión en el momento de tomar asiento de que se ple­ gaba en largos segmentos, sus grandes ojos sombreados por espesas cejas. Pero mucho más singular era la calidad de su personalidad inmediata, sencilla, modesta, no obs­ tante la profundidad y la amplitud de los conocimientos que impartía» «Fuera de la cátedra — agrega Soria— y en función de ella, colaboró en la Revista de Estudios Clásicos del Instituto de Lenguas y Literaturas Clásicas de la Facul­ tad. En el número II del año 1956 publicó su ensayo sobre “La urna griega en la poesía de John Keats” .»'7 Cortázar volvió a visitar Mendoza en 1973 y le dedicó unos ver­ sos: «Y sos la de siempre, me das otra vez el rumor del agua de la noche, el perfume de tus plazas profundas»." Julio Cortázar ha muerto. Lo que nos ha quedado es una inexpresable sensación de súbito empobrecimiento. No porque nos falte su obra, que alcanza y sobra para colo­ carlo entre los escrtores más grandes de nuestro tiempo y que nos acompañará siempre. Nos faltará su apretón de manos caliente y franco, su sonrisa de bienvenida, pero sobre todo la mano en el hom­ bro del amigo o del desconocido sufriente, esa mano que se tendía sin una sola vacilación para defender las mejo­ res causas, las de los pueblos en lucha, las de los perse­ guidos y humillados de la tierra. Durante su última estancia en España, a fines de no­ viembre de 1983, en un programa de televisión sobre Nica­ ragua dijo esto, que termina de definirlo: «N o se debe sacrificar la literatura a la política ni trivializar la política en aras de un esteticismo literario. Yo no creería en el socialismo como destino histórico para América Latina si no estuviera movido por razones de amor». LA FASCINACIÓN D E LA S PALABRAS OP: Hace ya algún tiempo, en una entrevista, dijiste que si no hubieras escrito Rayuela19 te habrías tirado al Sena. Y en su más reciente libro de memorias (Vías de escape “ ) Graham Greene se declara incapaz de entender cómo hay gente capaz de poder seguir viviendo sin escribir. A partir de esas alarmantes advertencias te hago la ineludi­ ble pregunta que abre toda entrevista que se respete: ¿Cuándo y por qué empezaste a escribir? JC : Pregunta a la que me es completamente imposible contestar de una manera definitiva y global, porque hay una primera respuesta que corresponde a ese período de la vida en que uno se enfrenta a la realidad como un niño, y en algunos casos la acepta como satisfactoria y se queda únicamente en la dimensión de lo que corrientemente se llama «realidad». En mi caso, mis recuerdos más vagos son más bien fragmentos de recuerdos, que empiezan con la primera in­ fancia. Digamos que hacia los seis, siete años, yo me veo a mí mismo aceptando esa realidad que me enseñaban mis padres, que me enseñaban mis sentidos. Es decir, aceptán­ dola de lleno y, al mismo tiempo, traduciéndola continua­ mente a claves de tipo verbal. OP: ¿Qué quiere decir «de tipo verbal»? JC : Es decir que el hecho de que un objeto tuviera un nombre no anulaba el nombre en la utilización realista del objeto como hace en general un niño. Un niño aprende que eso se llama silla y entonces después pide una silla o busca una silla, pero para él la palabra «silla» ya no tiene sentido separada de la cosa. Se ha vuelto un valor simple­ mente funcional de utilización. Curiosamente, mis primeros recuerdos son de diferen­ ciación. O sea, una especie de sosoecha de que si yo no exploraba la realidad en su aspecto de lenguaje, en su as­ pecto semántico, la realidad no era completa para mí, no era satisfactoria. E incluso — esto ya unpoco después, a los ocho o nueve años— entré en una etapa que podría haber sido peligrosa y desembocado en la locura: es decir, que las palabras empezaban a valer tanto o más que las cosas mismas. OP: Una especie de sustitución de la realidad... JC : La fascinación que me producía una palabra. Las palabras que me gustaban, las que no me gustaban, las que tenían un cierto dibujo, un cierto color. Uno de mis recuer­ dos de infáncia estando enfermo (yo fui un niño bastante enfermo, me pasaba largas temporadas en la cama con asma y pleuresía, cosas de ese tipo) consiste en verme es­ cribiendo palabras con el dedo, contra una pared. Yo esti­ raba el dedo y escribía palabras, las veía armarse en el aire. Palabras que ya, muchas de ellas, eran palabras fetiches, palabras mágicas. Eso es algo que me ha perseguido después a lo largo de mi vida. Había ciertos nombres propios que, vaya uno a saber por qué, se cargaban de un valor mágico en mí. En aquella época había una actriz española que se llamaba Lola Membrives, muy famosa en la Argentina. Bueno, yo me veo enfermo — a los siete años probablemente— escri­ biendo con el dedo en el aire Lo-la-Mem-bri-ves y otra vez, Lo-la-Mem-bri-ves. La palabra quedaba como dibujada en el aire y yo me sentía profundamente identificado con ella. De Lola Membrives, la persona, yo no sabía gran cosa, no la había visto nunca y no la vi nunca en realidad, eran mis padres que iban a ver las piezas que ella representaba. Pero ese nombre de mujer tenía un valor fetiche para mí. Y es en ese mismo momento en que empecé a jugar con las palabras, a desvincularlas cada vez más de su utilidad pragmática y empecé a descubrir los palíndromas, que luego se han hecho notar en mis libros. OP: En el último, por ejemplo. JC : Sí, en Deshoras21 hay un cuento, Satarsa, que nace de un palíndroma. Es decir: el hecho de ser un niño que al leer al revés una frase o una palabra encontraba una repetición o un sentido diferente — escribir en el aire «Rom a» y luego leer «amor» al invertirla— me resultaba fascinante. Cuando descubrí los palíndromas (yo no sabía que existieran, pero en un libro encontré el primero, el clásico, ese que dice «Dábale arroz a la zorra el abad»,22 que es una frase muy larga) cuando la escribí en el papel o en el aire y me di cuenta de que decía la misma cosa, me sentí instalado en una situación de relación mágica con el idioma. De ahí a afirmar que es imposible comprender cómo hay gente que puede vivir sin escribir... No sé. Yo creo que se puede vivir muy bien sin escribir. OP: Lo que ocurre, en definitiva (y cito a mi amigo Pero Grullo) es que el escritor como tal está ya en el niño. En ese niño que no está satisfecho con ese mundo aparen­ cial en el que está inmerso y que sospecha que existe otra realidad, otra realidad que lo atrae de manera irresistible. Si te parece, algo así como la nostalgia de un mundo que lo .satisfaga. JC : Si tengo que hablar por mí, eso es absolutamente exacto. Porque de la misma manera que a uña edad muy temprana, a una edad en la que mis compañeros — cuando alguna vez yo me animaba a transmitirles algunas de estas intuiciones— , se me quedaban mirando asombrados o me tomaban el pelo y me obligaban a encerrarme en mí mismo y a guardar eso como un secreto muy personal — ese ma­ nejo del idioma se proyectaba también, digamos, a la rea­ lidad exterior, a la realidad tangible. Por ahí yo he escrito un texto donde reseño la fascinación que desde muy pe­ queño sentí por todo lo que es transparente, por los cris­ tales, los vidrios, que me siguen fascinando, porque el fenó­ meno de la transparencia, el hecho de que la visión pueda atravesar una superficie opaca, una superficie material como es el cristal, me sigue pareciendo una incitación a ver en la materia otras cosas de las que se ven habitualmente. Desde muy pequeño, los anteojos, los v'drios de anteo­ jos, me parecieron fascinantes. Tú sabes que yo viví en una de esas casas en las que se han ido acumulando objetos que pertenecieron a los padres, a los abuelos, a los bisabuelos. objetos que no sirven para nada pero que se quedan ahí metidos en cajones. Yo era un niño que exploraba ese mundo, y cuando encontraba tapones de frascos de perfume con facetas, esos que cuando los mirás ves reflejarse cin­ cuenta veces la misma cosa, o cristales de colores que prisman y reflejan la luz, o lentes de anteojos que te dan una imagen más pequeña o más grande de lo que estás viendo, todo eso era un poco hacer, con objetos de la realidad, lo que en el otro plano yo estaba haciendo también con las palabras. Es decir, buscar todas las posibilidades de pasaje. Ahí vuelve esa palabra, pasaje, que yo he usado tanto por­ que no he encontrado otra que me explique mejor esa insa­ tisfacción ante las cosas dadas. Yo creo que desde muy pequeño, mi desdicha y mi dicha al mismo tiempo fue el no aceptar las cosas como dadas. A mí no me bastaba que me dijeran que eso era una mesa, o que la palabra «madre» era la palabra «madre» y ahí se acababa todo. Al contrario, en el objeto mesa y en la palabra madre empezaba para mí un itinerario misterioso que a veces llegaba a franquear y en el que a veces me estrellaba. En suma: desde pequeño, mi relación con las palabras, con la escritura, no se diferencia de mi relación con el mundo en general. Yo parezco haber nacido para no acep­ tar las cosas tal como me son dadas. OP: Sí, claro. Y eso es un poco lo que dice Vargas Llosa de que la novela «constituiría también una especie de desacato a la Divinidad». En el Medioevo, el novelista era visto en cierta medida como un suplantador, un hom­ bre que jugaba a ser Dios, Dios creador de realidades. El novelista también crea realidades, aunque sean ficticias, apa­ rentes. De ahí la alarma ante el surgimiento de la novela. Pero volviendo a tu oora: en tus cuentos, por ejemplo, siempre se produce un deslizamiento, a veces casi imper­ ceptible, que nos lleva a otra realidad, se dobla una esquina peligrosa y se ingresa a un mundo otro. JC : Yo supongo que lo que acabás de decir es cierto en el caso de mis cuentos, se deriva como una consecuencia fatal de esta toma de posición frente a la realidad que yo advertí en mí desde muy pequeño y que además asumí, contra^ ámente al caso de otros niños. Yo recuerdo compa­ ñeros de mi edad que en un principio eran capaces de par­ ticipar un poco en esa visión diferente que yo tenía. Cuando éramos muy amigos yo me atrevía a hablarles en confianza, a transmitirles, un poco, esas reacciones mías ante las cosas y ante el idioma, ante las palabras. Pero muy pronto ad­ vertí que a medida que pasaban los meses — el tiempo va rápido en la infancia— , a lo sumo un año, ellos finalmente habían optado por quedarse de este lado. Es decir, ya no me seguían en ese camino de la exploración ingenua que hacía el niño Julio. No me seguían e incluso rechazaban eso como prueba de tontería o de afeminamiento, de mariconería. En vez de jugar al fútbol yo perdía el tiempo en dar vuelta palabras y «en cosas de chicas». Vos conocés ese vocabulario machista del Río de la Plata, además, que a mí me molestaba mucho porque yo era un niño muy sen­ sible. Pero de ninguna manera me hizo renunciar al camino por el que andaba metido. OP: Precisamente en tu último libro, Deshoras,u se advierte algo que se parece mucho a la nostalgia del tiempo perdido. Parecés volver a tus años de adolescencia, al Bue­ nos Aires de Bánfield, a los viejos amigos de la Escuela Normal. Da la impresión de que esos recuerdos antiguos te han alcanzado o te están alcanzando y que tú, de alguna manera, tratás de exorcizarlos. JC : Yo me pregunto si no es un problema gerontológico... Hace seis días he cumplido 69 años. Es bien sabido, todos los tratados de psicología lo explican, que cuando la mente humana llega a una cierta edad, cuando el indivi­ duo llega a una cierta edad, la memoria empieza a actuar de una manera diferente. Por un lado suele haber, como regla general, menos memoria de lo inmediato. Puede suce­ der que vea una película que me interesa, incluso, y dentro de una semana, cuando trato de pensar en la película o al­ guien la evoca, me doy cuenta de que tengo ya una idea bastante general de ella, que hay momentos que se me han olvidado. Ahora bien, frente a esta insuficiencia de la capa­ cidad de memorizar el presente, parecería que con los años se va multiplicando el despertar de la memoria antigua. Despertar de la primera juventud, de la adolescencia e in­ cluso de la infancia. Y aunque yo no soy demasiado cons­ ciente de eso, porque siempre que he querido acordarme del pasado he podido hacerlo (con los huecos inevitables de toda memoria, porque la memoria es muy selectiva y no registra todo en un plano directo) es también perfecta­ mente posible que ahora, en los últimos cuentos que he escrito, estos de Deshoras, yo me ubique con mayor faci­ lidad, con mayor intensidad, en períodos de mi vida ya muy lejanos: la época de estudiante, la época de los recuerdos de infancia. OP: Bueno, yo pensaba en otro tipo de nostalgia, en una nostalgia proveniente de tu imposibilidad de regresar a la Argentina en las circunstancias actuales, éstas que parecen estar a punto de llegar a su fin. JC : Sí, claro. Y además, si finalmente pasás lista a todos mis cuentos — que son muchos— hay una cantidad considerable cuya temática es la infancia. Cuentos que tie­ nen elementos autobiográficos bastante perceptibles, incluso desde el comienzo, desde Bestiario.** Por ejemplo: Bestia­ rio es un cuento de infancia, Los venenos, Vinal del juego son otros. Hay una cantidad de cuentos donde se está entre la infancia y la adolescencia. Pero es obvio que en este último libro esa carga del pasado parece volcarse con más intensidad, con más pre­ sencia que en los libros anteriores. OP: A propósito: el cuento La escuela de noche™ ¿es un cuento basado en una realidad concreta? JC : No. Los hechos que están narrados en ese cuento son total y absolutamente imaginarios. Pero son hechos imaginarios que han sido escritos como un equivalente sim­ bólico de una realidad. De una realidad que no fue así, que no se produjo de esa manera, pero que corresponde exactamente a los hechos que luego he imaginado. Creo que esto tengo que explicarlo con mayor claridad. O P: Sí, me parece importante. JC : Yo hice mis estudios en la escuela normal de pro­ fesores Mariano Acosta. Cuatro años de magisterio y tres años de ese llamado profesorado de letras, que era una especie de título orquesta, que permitía luego enseñar en escuelas secundarias las asignaturas más diversas y extrañas. Con toda mi inocencia juvenil, me fui sin embargo dando cuenta, a lo largo de esos siete años de estudio, de que esa escuela normal, tan celebrada, tan famosa, tan respetada en la Argentina, era en el fondo un inmenso camelo. Por­ que te diría, incluso estadísticamente, que en siete años de estudios yo debo haber tenido un total de cien profesores. De esos cien profesores sólo me acuerdo de dos. Compren­ derás que como promedio es muy bajo. Me acuerdo de dos profesores a auienes les estaré siem­ pre profundamente agradecido porque fueron verdaderos maestros en el sentido de descubrir rápidamente las voca­ ciones de los alumnos y en tratar de ayudarnos y estimu­ larnos. Mientras que los otros 98 eran como papagayos, repitiendo lecciones que a nuestra vez nosotros teníamos que repetir. OP: ¿Cómo se llamaban? JC : Digo sus nombres porque les tengo una profunda gratitud. Fueron Arturo Marasso, que fue mi profesor de literatura griega y de literatura castellana y Vicente Fattone, que fue mi profesor de Filosofía y de Lógica. De todos esos siete años sólo los recuerdo a ellos como gente con la cual tuve un contacto positivo y que me abrieron perspec­ tivas, -me criticaron, me mostraron mis equivocac ones, mis errores de muchacho, y me metieron por un camino de estu­ dio más severo y más hermoso al mismo tiempo. Pero ése es un aspecto de la cosa. El segundo es que a lo largo de los siete años de estudio en el Normal Ma­ riano Acosta, a pesar de que yo no tenía ningún sentido político en esa época, me fui dando cuerna de que los planes de educación de esa escuela consistían en ir fabri­ cando maestros y profesores de un corte típicamente nacio­ nalista, con las ideas más primarias y más negativas sobre la Patria, el Orden, el Deber, la Justicia, el Ejército, la Civilidad. Todo lo que, en el cuento, lleva — sobre todo en el tramo final— a la noción de que en esa escuela se están fabricando fascistas. OP: Una premonición que la realidad se encargaría de demostrar... JC : Sí. Yo lo sé muy bien porque en diversos momen­ tos de esos años tuve profesores que hicieron todo lo posi­ ble por agruparnos a los muchachos del curso para formar brigadas, para crear asociaciones, para apoyar determinados actos del Gobierno de la época — me acuerdo en particu­ lar del gobierno del general Justo— me di cuenta de que en realidad estaban tratando de crear avanzadas del fascis­ mo, de gente de acción de tipo nacionalista. Todo ello a base de frecuentes manifestaciones de antisemitismo y de frecuentes manifestaciones de xenofobia. Entonces, esa escuela, cuya apariencia exterior es la de una ilustre escuela de profesores en la Argentina, no lo fue para mí. Yo tuve la impresión de haber pasado esos siete años perdiendo considerablemente el tiempo, con las excepciones que te señalé. Y si de algo me sirvió la escuela fue para crearme un capital de amigos. Es decir, para salir de esos cursos con algunos amigos que luego fueron ami­ gos de toda la vida. Y el interés que las distintas materias despertaban en mí por mi cuenta. En esos siete años yo fui un autodidacta completo. Yo estudiaba lo que me daba la gana estudiar y lo que no me gustaba no lo estudié jamás. Ése es un poco el trasfondo que hay en ese cuento. OP: Se trata, entonces, de una suerte de metáfora de esa realidad agazapada, de esa atmósfera que vos percibías... JC : Sí. Es una metáfora y una denuncia. OP: Volviendo un poco atrás: ¿Hay algún personaje en tu familia, en tu entorno juvenil, que haya marcado de alguna manera tu vocación literaria? JC : Sí, mi madre. Marcar es mucho decir, porque en realidad mis primeros recuerdos no incluyen a mi madre como un impulso, como un aliento en ese plano. Mi ma­ dre — que vive todavía— es una mujer que tuvo una edu­ cación muy buena para lo que era la educación de las mu­ jeres en la Argentina de esa época. Es decir: como por el lado materno había franceses, había alemanes y había entonces el gusto de los idiomas, además del español mi madre estudió y aprendió muy bien en una escuela alemana el alemán, aprendió también el in­ glés y luego el francés. En su juventud era una buena lec­ tora y lo ha sido a lo largo de toda su vida. Lectora muy indiscriminada, sin ningún rigor científico, lectora de nove­ las, lectora de cuentos, romántica por naturaleza. Eso ayudó mis primeros pasos en la infancia, porque a través de mi madre yo fui recibiendo los libros que ella consideraba que yo podía ya leer en esa época, muchos de los cuales eran folletines, libros de poca calidad, novelones. Pero eso se mezclaba con las buenas obras de Alejan­ dro Dumas, de Víctor Hugo, de manera que sin que hu­ biera un criterio de selección severo yo tuve acceso a una biblioteca que me abrió enormemente la imaginación, que me hizo entrar a fondo en ese mundo que ya nada tenía que ver con el pequeño mundo de Bánfield, donde yo vivía con mis amigos y mi familia. En ese sentido mi madre fue una gran iniciadora en mi camino de lector primero y de escritor después. OP: Una de las cosas que sorprende cuando uno exa­ mina la fecha de publicaciones de tus libros es que, con­ trariamente a lo que es normal en el Río de la Plata, tú no tuviste prisa por publicar. Parece como si hubieras tenido una especie de pudor, de autocrítica muy severa, que algo en ti te decía que tenías que esperar tu hora. Porque cuando apa­ rece tu primer libro en el circuito editorial, Bestiario, ya se puede hablar de un escritor maduro. JC : Eso es muy cierto. Es posible que eso comporte un aspecto .negativo, en el sentido de que tal vez yo me mostré muy vanidoso de joven. Vanidoso al punto de no querer publicar nada hasta estar completamente seguro de que la publicación sería vista como una obra madura, una obra que merecía ya la publicación. Pero cuando pienso en mí mismo en ese tiempo, esa posible acusación de vani­ dad se me borra un poco. Porque no me veo como un vanidoso. En cambio me veo como profundamente auto­ crítico. Digamos que entre los 12 y los 15 años yo fran­ queé esa terrible etapa que muchos no franquean nunca, que es salir de la cursilería en materia de escritura y en materia de lectura. Mi familia en general era una familia muy cursi, como todas las familias argentinas pequeño-burguesas. En sus predilecciones de lecturas, mi madre incluía una gran can­ tidad de literatura que podemos calificar como cursi y que yo leí como todo el mundo. Cuando empecé a escribir mis primeros cuentos — tengo un vago recuerdo de algunos relatos— estoy seguro de que eran profundamente cursis, eran sentimentales, lacrimosos; eran la novelita rosa llena de buenos sentimientos, de tra­ gedias espantosas, de muchas lágrimas. Pero al entrar en la adolescencia hay una especie de salto, cuyas circunstan­ cias te podría explicar incluso luego, que me hacen rom­ per con todo ese mundo cursi y entrar en el mundo de lo que podemos llamar la gran literatura. Es decir, hay ese momento en que yo me doy cuenta de qué es la gran lite­ ratura y qué es esa otra cosa, esa otra literatura que puede tener cosas buenas pero que, en conjunto, es bastante des­ preciable. Entonces, cuando tuve esa noción de una literatura de alta calidad y comparé eso con lo que yo había estado escri­ biendo hasta ese momento, la idea de publicar me pareció totalmente inaceptable. La autocrítica se manifestó en eso, en el sentido de que yo pensé que no llegaba fácilmente al nivel de obras como las que yo estaba admirando en ese momento, que no se llega de un día para otro a escri­ bir Le rouge et le noir, que eso supone una larga pacien­ cia, como la famosa definición del genio, y que eso exige una autocrítica absolutamente implacable. OP: Decidiste esperar, entonces. Pero sin dejar de es­ cribir. JC : Sí. Entonces los años fueron pasando sin que yo quisiera publicar nada. Escribía mucho, tiraba mucho, que­ maba mucho. Y los dos & tres amigos (esos amigos que uno tiene en la adolescencia y comienzos de la juventud, con los que tiene plena confianza, que eran gente también fina, músicos, escritores o pintores) de entonces eran los encargados de leer mis cosas. Yo no tenía ningún empacho en darles a leer lo que escribía y en escuchar sus opiniones y sus críticas. Pero no quería publicar. Esa autocrítica la mantuve y me alegro de haberla man­ tenido prácticamente hasta el momento en que me fui de Buenos Aires. Porque Bestiario se publica el mismo mes en que yo me vine a Francia, en noviembre de 1951. El libro apareció en Buenos Aires y yo me vine. OP: Pero antes hubo dos libros... JC : Sí, claro, vos sabés cuáles son. OP: Presencia,26 firmado por Julio Denis, un libro de poemas publicado en 1938, y Los Reyes27 (que acabo de ver publicado en una excelente edición bilingüe en Fran­ cia), un poema dramático sobre el tema del Minotauro, que originariamente se publicó en 1949. JC : Eso es. Presencia, escrito con seudónimo, es un librito de sonetos. Yo escribía una enorme cantidad de poe­ mas. Los Reyes fue objeto de una edición privada hecha por un amigo, Daniel Devoto, que hacía ediciones por su cuenta y le gustaba editar a sus amigos, aquellos textos que a él le gustaban. Pero esos dos libros no fueron libros, digamos, públicos. El primer libro en un circuito editorial fue efectivamente Bestiario. OP: Esta que te voy a hacer es también una pregunta clásica, y por lo tanto, ineludible. El escritor, ¿escribe para sí mismo o escribe para los demás, es decir, con el desig­ nio de ser leído? Muchos escritores afirman que escriben para ellos mismos. Pero al mismo tiempo, y en esto con­ siste el dilema, necesitan e incluso exigen el reconocimiento de los demás. JC : Siempre ha sido difícil contestar a esa pregunta, porque se presta a muchos malentendidos. Creo que en este caso lo que hay que hacer es mirarse a sí mismo con toda la honestidad posible y tratar de verse en el acto, en el hecho de escribir. La verdad es que todo cuanto yo he escrito, tanto en mi juventud como anteayer, está escrito en un terreno que no tiene en absoluto en cuenta un eventual lector. Para nada. Es una especie de arreglo de cuentas entre algo que nos está rondando, que me está exigiendo una expresión literaria, y yo mismo. Es decir: estamos solos en el ring, verdaderamente, el tema de lo que yo quiero convertir en un cuento o en una novela o un poema por un lado, y yo como persona que tiene que tratar de lograr eso. Eso sobre lo cual no tiene una idea precisa, porque en mi caso mis ideas son muy confusas cuando emprendo un trabajo. El trabajo se va haciendo un poco por su cuenta, por sí mis­ mo, mientras lo escribo. OP: Es decir que hasta ahí, para emplear tu imagen, vos estás peleando con el tema en el ring sin que te preo­ cupe demasiado si hay público o no. JC : Lo que te dije no significa que yo rechace la idea del lector. Muy al contrario; la prueba es que en el mis­ mo minuto en que yo termino un cuento, lo reviso, lo copio y lo apruebo (porque hay algunos que no apruebo) en ese momento mi mayor deseo es que haya un amigo próximo a quien dárselo, que sería el primer lector, diga­ mos. Y al mismo tiempo hay un segundo deseo: es que ese cuento sea seguido por algunos otros que me permitan hacer un libro. Un libro que pueda ser dado a todos los lectores conocidos y desconocidos. La noción de lector no está nunca ausente en mi caso. Pero en lo absoluto, en la batalla de la escritura, ahí sí está ausente. Jamás se me ha ocurrido, y estoy seguro de que no se me ocurrirá, vacilar al escribir una frase planteándome el problema: «¿Pero es que esto se va a entender?» Porque plantearse esa pregunta es ya aceptar al lec­ tor que está del otro lado y si cedes a esa cuestión de si se va a comprender o no se va a comprender, estás ya haciendo una concesión, hay un cierto paternalismo res­ pecto al lector. Y le vas a escribir la frase para que la entienda. OP: O sea que vas a bajar un escalón... JC : Bueno, ése es un problema que a mí no se me ha dado nunca. Y por eso es que en algunos de mis cuen­ tos hay pasajes que cada lector los tiene que entender a su manera. Yo también tengo mi manera de entenderlos, que tal vez no sea la misma que tuve en el momento en que escribí la frase. OP: Por supuesto. Pero ahí hay un punto extremada­ mente escabroso si se quiere, que es el siguiente: tú has definido tus propios textos en alguna ocasión como cocos que te caen en la cabeza, es decir, como una forma pre­ existente, algo de lo que tú no sos demasiado consciente, acerca de lo que no sabes de una manera muy clara si se convertirá en un cuento o no. Algo que a veces te da la impresión de que ha sido escrito por otro. Pero al mismo tiempo hay — o parece haber— un control abso­ luto de lo que se está contando, que parece contrade­ cirse con esa especie de espontaneidad, de escritura casi automática a la cual te has referido en otras ocasiones. Me gustaría que tratáramos de aclarar este punto. JC : Lo primero que habría que señalar en este caso es que toda la primera parte de mis cuentos, digamos los cuatro primeros libros de cuentos, fueron escritos yo no diría de una manera automática, pero sí aceptando el coco en la cabeza, como dijiste vos, aceptando el impulso de una idea, de una situación dada, y dejando que el relato se fuera armando a base de esas primeras hilachas, grosso modo, de una situación determinada, dejando que el cuento fuera tomando poco a poco su forma con una intervención de alguna manera secundaria del escritor. Yo sé que todo esto es muy sofístico. OP: Al menos parece serlo. JC : Lo que hay que señalar es que el escritor no tra­ baja en un solo plano. Al menos un escritor como yo no trabaja en un solo plano. Es decir: el coco en la cabeza, ese impulso de escribir algo que yo sé que empieza en una estación de ferrocarril, donde hay una mujer que sube a un tren y mucho más que eso no sé, eso es evidente­ mente un aporte que viene no de mi plano consciente ni de mi plano racional, sino que puede venir de un sueño — muchos de mis cuentos nacen de sueños— puede venir de una asociación de ideas, de una figura que se forma en un momento dado, una asociación inesperada de ideas, y eso tiene una tal fuerza, precisamente porque no es cons­ ciente, porque viene de abajo, viene de adentro, que te obliga en mi caso a escribir un cuento dejándome llevar por el azar. Incluso escribiendo frases que luego suprimiré, por­ que no tienen nada que ver con el cuento o quitando una página y volviendo a tomar desde tres párrafos antes por­ que estoy bifurcando en un sentido que no me parece el que debe ser, aunque no tenga una idea muy clara de eso. Bueno, esa especie de automatismo que hay en muchos de mis cuentos (te podría citar los nombres de los que más responden a eso) abarca un período ya un poco pasado. En los últimos tres libros de cuentos que escribí he tra­ bajado mucho más sobre un plano racional. Es decir, he sido más dueño de lo que quería decir. OP: Un poco a la manera en que Poe explica El cuervo, entonces, y que muy pocos le creen. JC : No. No es que haya sentido la totalidad del cuento antes de escribirlo, siempre quedan zonas de sombras. Pero he tenido una idea más arquitectural, más estructurada del cuento, y lo he trabajado de una manera más consciente, más racional. Eso no excluye que uno de los cuentos de Deshoras, por ejemplo, eJ cuento de las ratas, de los palíndromas, Satarsa,* esté escrito exactamente dentro de la atmósfera de mis viejos cuentos. Es decir que eso empezó porque yo estaba obsesionado por la lectura de un artículo en una enciclo­ pedia sobre el hecho de que parece que a veces las ratas se enredan las colas y se mueren porque no pueden zafarse. Cada una tira para un lado. No se sabe si es cierto o no, pero por lo menos es una vieja leyenda. Y esa idea de las ratas en sus cuevas, andando entre ellas, mezclando sus colas, que de pronto se produzcan nudos y que esos nudos condenen a cuatro o cinco ratas a la muerte porque no saben qué hacer y cada una tira para su lado, fue una cosa que me produjo un cierto espanto, un cierto horror. Todo lo cual coincidía además con una serie de lecturas que yo estaba haciendo sobre las torturas y las desapariciones y las masacres en la Argentina. Ésas dos cosas se juntaron y frente a una hoja de papel — la hoja de papel estaba ya aquí, pero yo no tenía la idea de escribir un cuento, simplemente yo estaba sentado frente a ella— empecé a escribir la palabra ratas varias veces, como cuando de niño las escribía con el dedo en el aire. Yo escribía ratas, y entonces, de golpe, vi la posibilidad de un palíndroma, «atar a la rata», que implicaba la noción de atar de las colas, aunque eso de las colas no se menciona en ningún lado en el cuento. De golpe había la noción de que la rata conducía a una serie de ideas por la vía de un palindroma y esas ideas eran ideas de horror, eran ideas que reflejaban mis senti­ mientos frente a las noticias de la Argentina que yo había estado escuchando o leyendo. Entonces empecé a escribir los palíndromas. El cuento empieza, como sabés, con un personaje que trabaja los palíndromas, y todo lo demás vino atrás. Los personajes fueron saliendo — los otros dos compañeros, la mujer, y la niña— a lo largo de las tres primeras páginas. Y yo llegué al final del cuento como he llegado a tantos cuentos de mi primera época de cuentista. Era un trabajo que venía desde muy profundo y que tenía muy poco de conducción racional, un mínimo. En cambio, en ese mismo libro hay otros cuentos, como por ejemplo el último, Diario para un cuento,x que es un cuento muy pensado. Creo que técnicamente es espontáneo como escritura, sin embargo. Es un cuento que responde, no sé, a la forma en que me ocurre escribir ahora, en los últimos años. Más pausado, más trabajado, más reflexionado. OP: A mí, como lector, Diario para un cuento me dio la impresión de ser un cuento que se hace a sí mismo, que se está construyendo a sí mismo, casi sin intervención del escritor. Hay una especie de autonomía, casi te diría de generación espontánea. JC : Sí, yo también tengo esa impresión. Lo que suce­ dió en Diario para un cuento es que allí hay mucho de autobiográfico, como habrás notado. En todo caso, se puede imaginar, imaginar que tiene mucho de autobiográfico. Yo fui efectivamente traductor público en Buenos Aires, donde tuve una oficina, y les traduje cartas a las prostitutas del Puerto que me traían las cartas que les mandaban sus ma­ rineros de diferentes lugares del mundo. Había que tra­ ducir del inglés al español y luego contestar en Liglés a la persona en cuestión. Como lo explico en el cuento, fue mi socio quien me dejó eso en herencia y yo lo continué por lástima, porque esas chicas eran totalmente indefensas en materia epistolar y en materia idiomática. Ése es un episodio de mi vida en Buenos Aires que siempre me pareció curioso, fuera de lo común. Y es tam­ bién cierto, es absolutamente cierto, que en una de esas correspondencias yo me enteré de un crimen. Ahí hubo una mujer que desapareció envenenada. Yo, naturalmente, curándome en salud, no pedí detalles, me limité a cumplir mi trabajo, pero siempre me quedó la preocupación de haber sido testigo epistolar de un episodio muy turbio que se había producido entre la gente de ese clima, de ese am­ biente. De todo eso queda como una especie de figura domi­ nante, de figura simbólica, el personaje de Anabel. Enton­ ces — mirá cuántos años han pasado, más de 40 años— de tanto en tanto he pensado en Anabel. Hace tres años, durante unas vacaciones en la Martinica, bruscamente me dije: «Yo tendría que escribir la historia de Anabel». Y empecé a tratar de escribir esa historia. Pero me di cuenta de que no me salía en forma de cuento. Escribí una página y nada. Y eso que las imágenes estaban muy claras y ahí yo no estaba inventando nada, estaba simplemente buceando en mi memoria y las imáge­ nes eran muy precisas, muy nítidas, muy tangibles. Pero Anabel no se daba como personaje. Fue entonces que preferí intentar escribir un diario paralelo en donde se habla de mi deseo de escribir un cuento sobre Anabel. Finalmente, al terminar ese diario, el cuento sobre Anabel ha sido escrito, el cuento está en el diario. Si querés ése es el truco literario, según el cual la tentativa de escribir un cuento hace el cuento, está in­ cluido dentro de esa tentativa. OP: En una palabra, vos aplicás ahí uno de los prin­ cipios que enunciás en Último round (en « Del cuento breve y sus alrededores»? Tomo I, pág. 64) cuando decís lo si­ guiente: «...cuando escribo un cuento busco instintiva­ mente que sea de alguna manera ajeno a mí en tanto de­ miurgo, que eche a vivir con una vida independiente, y que el lector tenga o pueda tener la sensación de que en cierto modo está leyendo algo que ha nacido por sí mis­ mo, en sí mismo y hasta de sí mismo, en todo caso con la mediación pero jamás con la presencia manifiesta del demiurgo». JC : Sí, ésa fue la única manera en que yo pude llegar un poco a Anabel y aun así no conseguí lo que quería. Porque lo que yo quería era contar a Anabel y en realidad, vos que has leído el cuento sabés muy bien que en el fondo es Anabel la que me cuenta a mí. Es Anabel la que me pone a mí al descubierto, que muestra toda mi cobar­ día en esa situación con respecto al crimen, el hecho de quererme aprovechar por un lado y no mezclarme en la cosa, esa situación ambigua del traductor, siempre un poco a caballo entre dos cosas, entre idiomas y entre situaciones. En ese caso todo se daba junto. Es un ejemplo de esta manera mía de escribir de estos últimos tiempos, en que he reflexionado más, en que lo reflexivo ha tomado una mayor fuerza sobre lo simplemente irracional o subcons­ ciente. OP: El abogado amigo del traductor, Hardoy, que se interesa en la vida de los bajos fondos un poco a la ma­ nera de un entomólogo, ¿es el mismo personaje-narrador de Las puertas del cielo?1 el que describe a «los monstruos»? JC : Sí, es el mismo, es Hardoy. A ese personaje yo lo inventé en Las puertas del cielo, Hardoy no existe. Pero cuando estaba escribiendo la historia de Anabel apareció de nuevo la figura de Hardoy, que era el hombre que podía ayudarme a mí en ese momento, en seguir, en inves­ tigar un poco la vida de Anabel, porque eso es lo que le gustaba hacer a Hardoy, como se lo describe en Las puer­ tas del cielo. Es exactamente el mismo personaje. OP: Esto nos lleva a otra pregunta. A mí me da la impresión de que tú no sos uno de esos escritores que para empezar un cuento parte exclusivamente de una ima­ gen, creo que necesitás algo más. Hay escritores que arran­ can de una imagen, por ejemplo la de un hombre que espera un tren en una estación solitaria sin saber práctica­ mente nada de lo que hay detrás de ella. Yo sospecho que hay otros elementos que juegan en tu punto de partida, ya se trate de un cuento o de una novela. JC : Yo diría que, en general, hay una imagen o una serie de imágenes, un momento de vida en que puede haber no sólo una figura y manchas de sangre, sino que puede haber un desplazamiento de personas, puede ser incluso una escena bastante animada en que aparezcan diversas personas no identificadas pero que yo estoy viendo. Hay eso, en efecto, como primer motor. Pero hay más que eso. Eso no es solamente una imagen: es una imagen profundamente cargada de algo que yo no sé qué es. Es decir, es una imagen diferente de cualquier otra imagen. Yo puedo haber estado imaginando montones de cosas, como nos sucede en los momentos de distracción; las imá­ genes pasan y desaparecen. Pero de golpe, cada tanto, hay una que, por decirlo así, se fija un poco más que las otras. Porque contiene una incitación, una carga. Hay un mis­ terio, hay algo que yo tengo que descubrir en esa nagen. Y eso es lo que va a dar el cuento. En el fondo, el cuento es la pesquisa, la pesquisa que lleva al esclarecimiento total de la situación. OP: ¿Podés ilustrar eso con un ejemplo, con un cuento? JC : En ese cuento que se llama Manuscrito hallado en un bolsillo 32 donde un hombre se ha planteado una regla del juego, que está buscando una mujer — en el cuento no se explica el por qué de esa búsqueda— de una manera patológica, aplicando unas reglas del juego diabólicas que lo condenan mucho más a no encontrarla que a encontrarla, se da eso. Porque todas esas cosas que no tienen una explicación lógica vienen de que yo estaba viajando en el Metro, donde hay eso tan típico de París que consiste en que la gente no se mira en los ojos porque es mala educación. Entonces yo miraba el cristal y en el cristal veía reflejada a una mu­ chacha que estaba sentada frente a mí. Y en algún mo­ mento ella miraba el cristal y entonces nos veíamos a tra­ vés de él. Pero eso, socialmente, no era reprensible. O sea que el hombre y la mujer no se pueden mirar en los ojos de frente, en principio, pero sí a través de un reflejo indi­ recto, ya que como no hay por qué pensar que el otro se está dando cuenta, podés también mirarlo y hay un encuentro de miradas. La mujer no tenía para mí ningún significado especial. Lo que contaba era esa triangulación que se produjo. Y de pronto tuve la sensación de algo, de eso que te dije hace un momento, sentir que esa imagen está cargada, que con­ tiene otra cosa, que no me puedo quedar solamente en eso. Me bajé del Metro y mientras salía hacia la calle me vi como el personaje. Me vi como alguien que, por motivos que nunca se explicarán en el cuento, busca una mujer conforme a unas reglas del juego que se tienen que cumplir implacablemente. Cuando empecé a escribir el cuento, toda la primera parte describe esa situación. Pero del final del cuento yo no tenía la menor idea. Hasta que me di cuenta (pero eso fue una cosa que también me vino del subconsciente, no fue pensada ni reflexionada) de que el único final posible de ese cuento era una transgresión. Es decir, que en algún momento el hombre tenía que fallarle a las reglas del luego porque esa mujer le interesaba especialmente. Y a partir de ahí es la catástrofe. OP: En Continuidad de los parques* que a mí me pare­ ció siempre un cuento admirable, se tiene la impresión de que desde la primera palabra el narrador sabe exactamente adonde va, que ya tiene previsto el final. ¿Es así o no? JC : Te voy a decepcionar, Omar, pero no me acuerdo de cómo vi ese cuento. Yo no sé si cuando empecé a es­ cribirlo el final estaba ya incluido. Pienso que sí, porque la mecánica del cuento y el hecho de ser el cuento más breve que he escrito — y tal vez uno de los más breves que se han escrito, porque es un cuento y al mismo tiempo tiene un mínimo de palabras, en ese plano es un mini­ cuento— pueden hacer pensar que todo estaba planificado. Pero yo no me acuerdo si la cosa se me dio en bloque, es decir, si en el momento en que imaginé al individuo que vuelve y empieza a leer la novela ya había visto el final. Tampoco nació de un sueño, no sé de dónde salió. No te puedo dar una respuesta satisfactoria sobre ese cuento. OP: Hace poco hablamos de tu autocrítica, de tu vo­ luntad de publicar solamente a partir de un determinado nivel. Pero ocurre que uno de esos cuentos que escribiste y que luego no fue recogido en volumen fue publicado no hace mucho en el suplemento literario de Clarín, en Bue­ nos Aires.14 Se trata de una mujer que habla por teléfono con el marido, que hace algún tiempo la ha abandonado. La comunicación es defectuosa, el hombre parece estar ha­ blando desde muy lejos, no se entiende muy bien qué es lo que quiere. Y no bien ha colgado llega un amigo para anunciarle a la mujer que su marido fue encontrado muer­ to, que alguien lo asesinó la noche antes. ¿Te acordás? JC : Sí, claro. Es curioso. No sé quién podía tener ese cuento, que formaba parte de una serie de siete u ocho cuentos que yo escribí cuando era profesor en ese pueblo que se llama Chivilcoy, en la provincia de Buenos A'tes. Hice una especie de cuadernillo, hice dos o tres copias de esos cuentos y evidentemente una de ellas, que yo le di a dos o tres amigos, cayó en manos de quienes lo han publi­ cado sin ningún derecho, dicho sea de paso y es bueno señalarlo. Y no me refiero a un problema de derechos de autor o cosas de ese tipo: me refiero a un problema de orden moral. Porque esos cuentos no estaban destinados a la publicación, formaban parte de esos cuentos que yo creía haber destruido. El cuento se llama Suena el teléfono, y la mujer se llama Delia. Es uno de esos cuentos «experimentales», en los que yo me iba haciendo la mano, que no quise publi­ car nunca. A propósito de esos cuentos te diré que las ideas, el argumento, eran en general buenos. Es decir: había juegos con el tiempo y con el espacio y había una noción de lo fantástico muy desarrollada Pero la escritura a mí no me parecía digna del cuento. Por eso los dejé siempre de lado, con una doble posibilidad: la de volver a escribirlos de una manera que me dejara satisfecho — cosa que no hice porque me resultó mejor escribir cosas nuevas— o des­ truirlos. Yo pensaba que ese cuento había sido destruido. OP: De todos modos, para los que nos interesamos en tu obra es muy valioso, algo así como el trozo de mandí­ bula que le permite al antropólogo reconstruir un esque­ leto. Un «Cortázar antes de Cortázar». Por lo pronto se advierte que detrás de ese cuento está ya el futuro autor de Bestiario. Sinceramente, yo creo que lo que finalmente desdibuja el resultado es el exceso de datos y de detalles que no están directamente vinculados con eso que se puede definir como «la economía del cuento». El autor no pue­ de resistir a la tentación de proporcionar demasiadas expli­ caciones, parece tener miedo de que el lector no lo acom­ pañe y le presta muletas. ¿No te parece? JC : Yo no me acuerdo ya del cuerpo del cuento ni de su escritura, pero evidentemente ese tipo de defectos eran los que finalmente me llevaban a no publicarlos, a guardar­ los. El único cuento que yo no incluí en Bestiario, y que sin embargo me parecía que estaba ya casi bien, que podría haberlo incluido en el libro, se lo di a Arturo Cuadrado, que dirigía en ese tiempo en Buenos Aires una revista, y él lo publicó. Es un cuento que se llama Bruja, que tiene una hermosa idea, muy patética y muy dramática, es un cuento absolutamente fantástico. Y sin embargo, cuando lo vi al lado de los otros de Bestiario pensé que no, que con él se cerraba el ciclo anterior. Y lo dejé afuera. OP: Hace un rato, en esta conversación, dijiste que íbamos a volver al momento en que te diste cuenta de cuál era la diferencia entre la mala literatura y la «gran lite­ ratura». JC : Sí. No es un momento, digamos, muy tajante, que yo pueda precisar con exactitud. Pero recuerdo muy bien que ya a partir de los 16 o 17 años yo era un omnívoro capaz de devorar los Ensayos de Montaigne alternados con las Aventuras de Buffalo Bill, Sexton Blake, Edgar Wallace, las novelas policiales de la época (yo fui un gran lector de novelas policiales) y los Diálogos de Platón. Las aguas no estaban bien separadas, había una gran confusión. Cosa que no lamento, porque incluso la mala literatura, cuando se lee abundantemente en la infancia y la adolescencia, te va dejando un material temático, una riqueza de lenguaje, te va mostrando cosas, procedimientos incluso. Un día, caminando por el centro de Buenos Aires, en­ tré en una librería y vi un libro de un tal Jean Cocteau, que se llamaba Opio y se subtitulaba Diario de una desintoxicación. Estaba traducido por Julio Gómez de la Serna y prologado por Ramón. Un prólogo magnífico, como casi todos los prólogos de Ramón. Bueno, algo había en ese libro (para mí Jean Cocteau no significaba nada), lo com­ pré, me metí en un café y, de eso me acordaré siempre, empecé a leerlo a las cuatro de la tarde. A las siete de la noche estaba todavía leyendo el libro, fascinado. Y ese librito de Cocteau me metió de cabeza, no ya en la litera­ tura moderna, sino en el mundo moderno. OP: ¿Qué querés decir con «mundo moderno»? JC : Ese día me di cuenta de cómo, en la Argentina de mi generación, estábamos todavía atados a una tradición literaria, a antecesores y antecedentes literarios y cómo sólo de una manera parcial teníamos algunos asomos de lo que realmente estaba sucediendo en Europa, por lo menos. Hablo por mí, claro, porque es evidente que en Buenos Aires había gente como Borges que hacía ya muchísimos años que sabía lo que yo no sabía. Ese libro fue un poco mi Camino de Damasco, porque recién en ese momento me caí del caballo. Y sentí que toda una etapa de vida literaria entraba irrevocablemente en el pasado y que de­ lante se abría un mundo del que yo todavía no entendía muy claramente las cosas. Porque en ese libro, que es un diario de apuntes, Coc­ teau habla de todo. Habla de Picasso, habla del surrealis­ mo, del cubismo, habla de Raymond Roussell, habla de Buñuel, habla de cine, hace dibujos. Es una especie de fan­ tasmagoría maravillosa en 200 páginas de todo un mundo que a mí se me había escapado totalmente. En cada página había una especie de revelación, aparecía El acorazado Potemkin, aparecía Rilke y así sucesivamente. Ese libro, que yo guardo — es uno de los pocos libros que me traje a París porque fue un fetiche— me metió en una visión deslumbradora. Desde ese día leí y escribí de manera diferente, ya con otras ambiciones, con otras visiones. OP: Si te parece, ya que estamos un poco en el tema, hablemos de tus influencias. Tú las has mencionado muchas veces y creo que decís que no es el lector quien elige al autor, sino al revés. O sea que eso que se llama «influen­ cias» es una cuestión osmótica y es como si hubiera auto­ res que te estaban esperando. Pero además, contra lo que es corriente en estos casos, la mención de esas influencias no parece molestarte demasiado. ¿Por qué? JC : Yo creo que tal vez se debe a que nunca he tenido miedo de las influencias. Tú sabes que hay escritores o más bien pintores que están siempre preocupados, que tienen un poco de miedo de ser demasiado absorbidos por la personalidad de otro escritor o de otro pintor. En los pin­ tores es bastante frecuente: y conozco pintores que no van a ver ciertas exposiciones porque temen que eso se refleje después en su obra. Esas formas de flojera, de cobardía interior yo no las conozco. Puedo tener otras, pero no ésas. Nunca tuve miedo de las influencias y además nunca tuve miedo de recono­ cerlas. Lo que me divierte es cuando algunos críticos me atribuyen influencias que yo, palpablemente, no he sen­ tido. Con mucha frecuencia me han colgado la imagen de Franz Kafka en algunos aspectos de mi obra. Aparte de un cuento que está deliberadamente escrito de una cierta ma­ nera, que se llama Con legítimo orgullo y que lleva un acapite, In memoriam K,3S y que es un homenaje a Kafka, yo, personalmente, nunca he vivido la obra de Kafka como una influencia. Admiro la obra de Kafka, pero no me he sen­ tido permeable a ella. En cambio, he sido y soy permeable a tanta maravilla que hay en la Literatura y nunca he tenido el menor inconveniente en reconocérmelo a mí mismo y a cualquiera que me haga la pregunta. Yo creo que este asunto de las influencias preocupa tal vez demasiado a los escritores. Yo no creo qüe sea im­ portante. OP: Pero hay otro aspecto vinculado con las influen­ cias: los escritores latinoamericanos no tienen mayores re­ paros en reconocer las influencias de escritores ingleses, franceses, norteamericanos o alemanes, por ejemplo. Pero en cambio son mucho más reacios cuando se trata de in­ fluencias de otros escritores latinoamericanos, y sobre todo si son contemporáneos, para volver a recordar al doctor Johnson. JC : No sé por qué. Tal vez en el terreno latinoameri­ cano hay susceptibilidades que juegan un poco más en ese campo. Pero en general es cierto que un escritor latinoa­ mericano está más dispuesto a reconocer la influencia forá­ nea que la de un compatriota. OP: ¿No creés que se trata de una forma enmascarada de la aceptación del imperialismo cultural? JC : No. Fijate vos en qué clase de estupidez caería yo si negara la doble influencia, muy específica cada una, de Borges y de Roberto Arlt. A los que he citado siempre. OP: Sí, pero yo te diría que sos casi la excepción que confirma la regla. Hay sin embargo otro hecho curioso y es el siguiente: ¿Por qué tantos escritores latinoamericanos, sin ir más lejos los de tu generación, que fueron infatiga­ bles lectores de novelas policiales, parecen haber tenido una especie de horror sagrado a escribir una novela poli­ cial? Sí, ya sé que hay excepciones (Borges, Bioy Casares, Enrique Ámorim, Manuel Peyrou), pero son eso, excepeíones. Y además escriben siempre como si estuvieran paro­ diando el género, en el fondo burlándose de él. JC : También te puedo citar a Rodolfo Walsh, que escribió excelentes novelas policiales. OP: Claro. Pero yo •sigo teniendo la impresión de que los escritores latinoamericanos necesitan una especie de coartada para escribir una novela policial. Es como si le estuvieran haciendo un guiño al lector, como si le dije­ ran: «Esto es una novela policial, pero además hay otra cosa, no se la tome demasiado en serio». JC : Eso viene de las falsas categorías de valores que hay en la Literatura y en tantas otras cosas en esta vida, ¿no? Porque en otro plano se da el caso de escritores que se negarían horrorizados si se les propusiera que escribie­ ran, por ejemplo, radionovelas. Porque consideran que la radionovela es un género de orden secundario, insignifi­ cante y que ellos no pueden condescender a hacer una cosa así Razonamiento sumamente sofístico, porque todo está en hacer buenas novelas radiales y las ha habido. En Europa se pasan frecuentemente novelas radiales de muy alta cali­ dad, porque hay gente que no tiene empacho en hacerlas. Con respecto a la novela policial ha habido siempre esa tendencia a considerarla como un género de entertainement y entonces un escritor que se califica de serio — y no te olvides que yo he hablado mucho de la Seriedad con mayúscula como una de nuestras plagas latinoamericanas— piensa que no debe «rebajarse». En Cuba, por ejemplo, más de una vez les he dicho a los escritores cubanos que se quejan de que no los editan bastante, a los jóvenes sobre todo: «Ustedes se quejan de que no los editan, cuando en realidad lo que deberían hacer ahora sería tomar por asalto y posesionarse de los nuevos medios de comunicación culturales en Cuba, es decir, la televisión y la radio». La respuesta es: «Ah, no; yo soy un poeta». O bien: «Y o soy un novelista». Y entonces consi­ deran como una cosa indigna meter la mano en otras vías de comunicación. OP: Sí, eso está claro. Pero hay también un género que parece tabú, el de las Memorias. También hay excep­ ciones, una de ellas es Borges (An autobiographical essay, in The Aleph and other stories)56 ¿Por qué los escritores latinoamericanos no escriben sus memorias o sus autobio­ grafías, un género que abunda hasta la saciedad en Europa? ¿En qué reside ese miedo, a tu juicio? JC : No sé. Yo, personalmente, soy también culpable, porque la idea de escribir una autobiografía me resulta desa­ gradable y sé que no la voy a escribir nunca. Ahora, el análisis de eso nos puede llevar a descubrir una serie de cosas que yo ignoro en este momento. Pero es verdad que es un género que casi nadie aborda. OP: Eso parece indicar que el escritor necesita ocul­ tarse tras una máscara para trasmutar esa realidad profunda en literatura, que tiene miedo de mostrarse a cara descu­ bierta. Aunque una Autobiografía puede ser también una suerte de ficción. Vos mismo te lo planteaste en La vuelta al día en ochenta mundos.” Si me permitís puedo citarte: «La ironía de la pregunta de mi mujer se me ha quedado un poco como la nube sobre Cazeneuve. ¿Y por qué no un libro de memorias? Si me diera la gana, ¿por qué no? Qué continente de hipócritas el sudamericano, qué miedo de que nos tachen de vanidosos y/o de pedantes. Si Robert Graves o Simone de Beauvoir hablan de sí mismos, gran respeto y acatamiento; si Carlos Fuentes o yo publicáramos nuestras memorias, nos dirían inmediatamente que nos cree­ mos importantes. Una de las pruebas del subdesarrollo de nuestros países es la falta de naturalidad de sus escritores; la otra, la falta de humor, pues éste no nace sin naturali­ dad». ¿Qué te parece? JC : Sí, hacés bien en recordarlo. Hay elementos que deben tenerse en cuenta: cuando se trata de la autobiogra­ fía de un escritor que ha vivido naturalmente en un medio literario — hablemos de un porteño, de un escritor de Bue­ nos Aires— y se lo compara con un homólogo que ha vi­ vido en Londres, un británico, hay toda una cuestión de ética, de escala de valores en las relaciones personales, que juega profundamente. Porque cuando alguien como Bernard Shaw o Chesterton o Wells escribía su autobiografía, con pelos y señales, menciona a todos los hombres y mu­ jeres de su grupo, lo que le gustaba, lo que no le gustaba, sus peleas con Lawrence, sus encuentros con Virginia Woolf, etc. Pero en Buenos Aires es casi inconcebible imaginar a un Ernesto Sábato, por ejemplo, escribiendo una autobio­ grafía y empezando a decir todo lo que piensa de sus cole­ gas. Porque lo que él piensa lo podemos saber por conver­ saciones privadas que él ha tenido con sus amigos, pero no lo va a firmar ni lo va a poner en su autobiografía. Ahora bien: ¿Por qué? El problema es que la nocion de la ética aplicada al dominio de la autobiografía literaria parece ser muy distinta. En América Latina se considera casi siempre como una calumnia toda referencia que se haga a colegas, sobre todo si son peyorativas. Y eso naturalmente crea mor­ dazas. Es un asunto muy complejo. OP: Me había quedado una pregunta colgada acerca de lo que estuvimos hablando la última vez respecto a esa reserva de los escritores latinoamericanos ante la llamada novela de entretenimiento. Y yo me pregunto si eso no proviene de una cierta mala conciencia, es decir: en un con­ tinente donde hay millones de analfabetos, donde hay per­ secuciones, dictaduras y exilios, escribir puede parecer un lujo. Y entonces el escritor puede encontrar que su coar­ tada consiste en escribir acerca de temas serios, graves, importantes. JC : Sí, evidentemente. Pero me parece que es un asunto de muchas facetas, que habría que ir rascando más atrás. Este problema tiene mucho que ver con un aspecto del carácter, de la psicología de los argentinos, especialmente de los porteños. Por ejemplo: a mí me llamó siempre la atención que a fines de siglo hubo en la literatura argentina una serie de escritores que no tuvieron el menor empacho en escri­ bir libros francamente humorísticos, libros livianos, que sería por ejemplo el caso de Eduardo Wilde, el caso de Miguel Cañé, que escribe Juvenilia. Wilde escribe una serie de libros donde apunta un humor muy especial. El gene­ ral Mansilla, sin ir más lejos, aun escribiendo muy en serio su excursión a los indios ranqueles, maneja una pluma muy zumbona, con mucha frecuencia llena de chistes. Se diría que en esa época los buenos escritores argentinos no tenían miedo a eso que vos definías como literatura de entrete­ nimiento. No pretendían situarse un poco a la manera ro­ mántica, a la manera de un Víctor Hugo, por ejemplo, que va inmediatamente a lo dramático y a lo trágico. Lo que se podría tal vez rastrear es que cuando entra­ mos en este siglo hay un paro generacional, un cambio, que tendrá también mucho que ver con las condiciones sociopolíticas del país, en que efectivamente empieza a pro­ ducirse lo que vos señalabas. El escritor que se autodefine como escritor, que tiene la ambición de ser un escritor, es un tipo que automática­ mente se pone muy serio. Aparece una literatura de serie­ dad. Yo me he ocupado de eso en algunos textos sueltos en La vuelta al día en ochenta mundos (véase, por ejem­ plo, el ya citado Verano en las colinas, pp. 15-19, De la seriedad en los velorios, pp. 51-59, No hay peor sordo que el que, pp. 142-159, etc.); les reprocho a los latinoameri­ canos en general y a los argentinos en especial una consi­ derable falta de sentido del humor. «¿Quién nos rescatará de la seriedad?», pregunto, para­ fraseando un verso de Ricardo Molinari. La madurez nacio­ nal, supongo, que nos llevará a comprender por fin que el humor no tiene por qué seguir siendo el privilegio de anglo­ sajones y de Adolfo Bioy Casares. Uno de los grandes milagros de nuestro tiempo es Gar­ cía Márquez en ese plano, quien en sus relatos más dra­ máticos está al mismo tiempo manejando una cantidad de humor y elementos que no tienen nada que ver con esa seriedad que ha mediocrizado muchos libros, que ha estro­ peado muchos libros. OP: Hay un ejemplo característico de ese escritor serio, trascendente, que precisamente tuvo mucho éxito en su tiempo, Eduardo Mallea. A mí me daba la impresión de que cuando se sentaba a escribir el mundo que lo rodeaba se vestía, de sombras, se hacía grave y solemne, dramático y trágico. Es decir, como vos decís, Stavrogin. JC : Absolutamente. Lo cual explica finalmente el corto alcance que ha tenido en su conjunto la obra de Mallea, que empezó con señales muy claras de mucho talento. Y era un hombre que tenía una vocación literaria y una capaci­ dad de escritura en sus primeros libros. Pero casi inmedia­ tamente aparece la seriedad. Y yo me acuerdo, a propósito de Mallea, alguna conversación que tuve con él, con Rome­ ro y con Francisco Ayala en Buenos Aires cuando apareció Adán Buenosayres de Leopoldo Marechal. El principal repro­ che que le hacía Mallea no es que fuera el libro de un pero­ nista — que en ese momento era el reproche más grave— sino que lo consideraba un libro trivial, obsceno, donde había puteadas por todos lados, donde la gente hablaba de una manera como puede hablar el pisador de barro y los ma­ levos, en los capítulos más hermosos de la novela. OP: Toute proportion gardée, es probable que si hu­ biera sido amigo de Joyce le hub<eran chocado ciertos capí­ tulos de Ulises. JC : Yo me acuerdo haber tenido algunas discusiones muy cordiales pero muy vivas con Mallea, que se reflejan en esa nota que yo hice sobre Adán Buenosayres/’ la única que defendió la novela, publicada en la revista Realidad y que yo sé que Mallea tomó muy mal, casi como si fuera un ataque contra él. Yo señalaba la diferencia que había entre alguien que maneja una literatura de ciudad, como también lo hacía Mallea, pero desde dentro y con todo el humor que tiene la ciudad y la gente de la ciudad, y la literatura acartonada, europeizante, de él. Pero el problema del humor en la literatura es sin em­ bargo algo que está cambiando mucho. ¿No te parece, por ejemplo, que las últimas dos generaciones de escritores ar­ gentinos le están dando cabida al humor en una proporción considerablemente mayor a la de sus antecesores? OP: Eso parece bastante claro. Ahí tenés el caso de Osvaldo Soriano, entre otros. JC : Soriano, Conti, muchas de las cosas de Rodolfo Walsh previas a sus libros de encuesta política. Pero si seguimos pensando yo creo que hay unos cuantos más que le están dando al humor su verdadero valor literario, que fue muy escamoteado. Y ahí hay un caso que a mí me parece doloroso porque es un escritor que admiro inmensamente, Roberto Arlt. Arlt, que es el hombre que descubre Buenos Aires, es el Pedro de Mendoza de la literatura, de alguna manera funda la literatura argentina, vio todo Buenos Aires, pero prácticamente no vio el humor. Ahí juegan también las influencias, la influencia de las literaturas eslavas, de Dostoievski, de Andreiev, de todas esas lecturas anarquistas, comunistas que se hacían en esa época, con la carga literaria que traía la política. Todo eso lo dominó completamente a Arlt. Muy pocas veces hay al­ gunas escenas, algunos diálogos entre compadritos y gente de la calle y ladrones en que intercambian algún chiste y sentís nacer el humor. Pero él lo apaga en seguida, como si le desconfiara, como si pensara que estaba dejando de escribir en serio. Tiene que volver en seguida al sótano de Dostoievski. OP: Y sin embargo, en sus Acquafortes por teñas Arlt utilizaba un lenguaje muy popular, muy rico, donde se daba ese humor zumbón del que hablábamos antes. Da la im­ presión de que el Arlt que escribía esas Acquafortes no era el mismo Arlt que escribía novelas. Pero Onetti, que lo conoció, dice que era un hombre que tenía un gran sentido del humor en su trato directo con la gente. Hay una entrevista entre Onetti y Arlt que creo que vale la pena contar aquí. Mejor dicho, y si te parece, se la dejamos contar a Onetti, que en esos tiempos trataba de n publicar en Buenos Aires su novela Tiempo de abrazar/ ’ cuyos originales se perdieron después. Dice Onetti (Prólogo a la edición italiana de Ro­ berto Arlt reproducido en M archa*): «Me estuvo mi­ rando, quieto, hasta colocarme en alguno de sus capri­ chosos casilleros personales. Comprendí que resultaría inútil, molesto, posiblemente ofensivo hablar de ad­ miraciones y respetos a un hombre como aquél, un hombre impredecible que siempre estaría en otra cosa. »Por fin dijo: »— Así que usted escribió una novela y Kosstia (Italo Constantini) dice que está bien y yo tengo que conseguirle un imprentero. »(En aquel tiempo Buenos Aires no tenía, prác­ ticamente, editoriales. Por desgracia. Hoy tiene dema­ siadas, también por desgracia.) »Arlt abrió el manuscrito con pereza y leyó frag­ mentos de páginas, salteando cinco, salteando diez. De esta manera la lectura fue muy rápida. Yo pensaba: demoré casi un año en escribirla. Sólo sentía asom­ bro, la sensación absurda de que la escena había sido planeada. Finalmente Arlt dejó el manuscrito v se vol­ vió al amigo que fumaba indolente, sentado lejos y a su izquierda, casi ajeno. »— Decime vos, Kosstia — preguntó— , ¿yo publi­ qué una novela este año? »— Ninguna. Anunciaste pero no pasó nada. »— Es por las Aguafuertes, que me tienen loco. Todos los días se me aparece alguno con un tema que me jura que es genial. Y todos son amigos del diario (El Mundo) y ninguno sabe que los temas de las Agua­ fuertes me andan buscando por la calle, o la pensión, o donde menos se imaginan. Entonces, si estás seguro que no publiqué ningún libro este año, lo que acabo de leer es la mejor novela que se escribió en Buenos Aires este año. Tenemos que publicarla». Y ahora te pregunto a vos, ¿qué te parece este Roberto Arlt? JC : Extraordinario. Es una anécdota sencillamente es­ tupenda. LO S CUENTOS: UN JU EG O MÁGICO OP- Bueno, si te parece podríamos entrar al primer capítulo o como quieras llamarlo después de esta introduc­ ción, que a mi juicio tiene que ser el de tus cuentos. JC : Muy bien, adelante. OP: Generalmente, cuando se habla de los cuentos de Julio Cortázar se piensa de una manera casi automática en lo fantástico. Y de inmediato salta el nombre de Borges. Pero yo me pregunto si tus cuentos (por ejemplo Casa tomada, bestiario, Cartas de Mamá, Axolotl) pueden ser considerados cuentos fantásticos en el sentido tradicional del género. Yo sé que tú has definido en más de una oca­ sión tu concepción del cuento fantástico y del cuento breve en sí, pero me parece inevitable volver sobre ello aquí. Casi me quedaría con la definición de Jaime Alazraki41 que habla de «cuentos neofantásticos». Yo creo que tus cuen­ tos se definen por eso que vos decís, que se trata de «un orden secreto y menos comunicable», algo así como una revalorización del pensamiento mágico. Lo que me interesa, para empezar la discusión, es saber si vos partís de una concepción intelectual de esa diferenciación, caso que exista. JC : No, ningura. Ninguna idea intelectual. Muy al con­ trario. Eso que yo llamaría más bien un sentimiento frente a la realidad me viene de la primera infancia y es curioso que hace un rato, cuando — no sé por qué motivo— hi­ ciste una referencia a las historias de cronopios y de famas y algo así, yo te dije que estoy metido en una mala cons­ telación. Bueno, eso es una referencia astrológica. Yo no sé nada de astrología, pero nunca he sido un escéptico en esa ma­ teria. Yo tengo la impresión de que hay momentos en que cualquiera de nosotros — los astrólogos dirían una cuestión de horóscopo— estamos sometidos a buenas o malas in­ fluencias. Lo cual, de alguna manera, explica a veces la acu­ mulación de desgracias. O una etapa de una vida que se da bajo cierto signo y que luego, bruscamente — pero no tan bruscamente si se estudia el horóscopo de la persona— entra en una zona que puede ser totalmente distinta. Yo sé que hace cinco años estoy en una más que nega­ tiva etapa de mi vida. Pero tan poco racional soy que no se me ocurre buscar un astrólogo y decirle: «Bueno, mire, investigúeme este asunto», porque sé que no voy a ganar nada con que me lo investigue. Yo tengo el sentimiento claro de que hay eso que la gente a veces llama Destino, que, en un determinado momento se pone en contra. Y que además, de alguna manera es verificable, porque todo lo que me ha sucedido a mí en los últimos cuatro o cinco años se ha repetido cíclicamente y recurrentemente en cada uno de los veranos de esos cuatro o cinco años. Acá estamos terminando el último verano y me agarra a mí en un muy mal momento de mi vida. Me siento muy enfermo, me siento alejado de todo lo que quisiera hacer y que no puedo hacer. Ahora bien: todo eso que estoy tratando de explicar no es el resultado de una elaboración de tipo intelectual, sino más bien la asunción de algo que yo siento que me sucede, contra lo cual no puedo hacer otra cosa que defenderme con los medios a mi alcance. Desde muy pequeño, hay ese sentimiento de que la realidad para mí era no solamente lo que me enseñaba la maestra y mi madre y lo que yo podía verificar tocando y oliendo, sino además continuas interferencias de elemen­ tos que no correspondían, en mi sentimiento, a ese tipo de cosas. Ésa ha sido la iniciación de mi sentimiento de lo fan­ tástico, lo que tal vez Alazraki llama neofantástico. Es decir, no es un fantástico fabricado, como el fantástico de la lite­ ratura llamada Gótica, en que se inventa todo un aparato de fantasmas, de aparecidos, toda una máquina de terror que se opone a las leyes naturales, que influye en el des­ tino de los personajes. No, claro, lo fantástico moderno es muy diferente. OP: Sí. Yo he estado anotando lo más cuidadosamente posible los temas o asuntos de tus cuentos y encuentro, en primer lugar, una serie de elementos que vuelven de manera obsesiva aunque literariamente son tratados en distintos planos, es decir, no son repetitivos. Y uno de esos elementos es lo que yo llamaría un desplazamiento que nos coloca frente a una fisura de la realidad, a través de la cual percibimos otra realidad, otro orden de cosas, una serie de leyes que no son menos rigurosas de las que rigen en lo que llamamos el mundo real. En Bestiario, por ejemplo, el elemento fantástico no es el tigre, sino la acep­ tación natural de la presencia del tigre en la casa. La tra­ gedia se produce cuando alguien, en este caso la niña, Isa­ bel, viola esas reglas, transgrede y viola el oacto tácito. JC : Claro. Lo que no puedo explicar, lo que no puedo decirte es cómo llegué a eso. Lo más que puedo decir es que las primeras intuiciones que yo tuve en ese plano desde niño, fueron intuiciones tan normales y tan naturales como las que yo podía obtener frente a cualquier manifestación tangible y aristotélica de la realidad. Es decir, una especie de aceptación, por adelantado, de cualquier cosa que los demás consideraban como inexpb'cable como un juego de casualidades, o como un juego de coincidencias. OP: Coincidencias en las que vos no creés. JC : Desde muy niño yo desconfié de esas palabras, coincidencias, casualidades. Porque me parecía demasiado barato. En realidad, te diré que yo fui un niño muy precoz y entonces todo lo que había de barato en la inteligencia de lo que los niños llaman «los grandes» — o sea, de mi familia en esa época— yo lo percibía casi con crueldad. Yo oía hablar a mi familia y sabía por adelantado lo que i1>an a decir. Porque un lugar común traía al otro. Era un sistema de pensamientos ya ordenados en el plano de la política, en el plano de la comida, en el plano de la salud, de si había que bañarse con agua fría o tibia, que si el bicarbonato es bueno o malo. Y yo me divertía silen­ ciosamente adelantándome a todo lo que la gente iba a decir. Yo sabía que después que mi madre dijera una frase determinada, mi abuela iba a decir otra que, en la mayo­ ría de los casos, era la que yo había previsto. Empalmaban un lugar común con el otro, un juicio con el otro. OP: Eso que en las crónicas policiales se describe con una frase también hecha: «Una palabra trajo la otra...» JC : Claro. El margen de libertad del pensamiento de los adultos me pareció muy pequeño en el círculo de mi familia, que era lo único que yo conocía. Si yo me hubiera criado en otro tipo de familia mucho más evolucionada mentalmente andá a saber cuál hubiera sido mi propio des tino. Pero el hecho es que siendo yo precoz en el plano de las intuiciones, advertía en el vocabulario de los grandes (y ese vocabulario de los grandes era el reflejo de su rea­ lidad, ellos veían así la realidad, pero no yo) algo así como un desajuste. Frente a ciertos lugares comunes yo tenía la impresión de que probablemente la verdad estaba en lo contrario. Naturalmente, el niño no dice esas cosas porque se expone a que le peguen un bife en esos hogares argentinos donde el niño es el niño y el grande es el grande y tiene razón porque es grande, no porque sepa más. Pero este salto atrás es para tratar de explicarte cómo no hay un momento en que yo haya podido definir lo fantástico como tal. Había un mundo paralelo, permeado, mezclado con el mundo de todos los días, el mundo de la escuela y el mundo de la casa, y yo me movía fluctuando entre el uno y el otro. OP: Es decir que de una manera inconsciente ya esta­ bas buscando eso que más tarde llamarías pasajes. JC : Sí. Por ejemplo, mis juegos, mis juegos solitarios, no con los amigos, porque ésos eran juegos conocidos, eran prácticamente siempre juegos mágicos. Eran juegos en donde yo me fabriqué todo un reino imaginario en el jar­ dín de mi casa. Yo sabía que era el jardín, pero sabía que los grandes no sabían que también era el reino. Eso se repite después, muy amplificado, en la noción de La Ciudad en 62, Modelo para armar (Buenos Aires, 1968), esa ciudad hacia la cual pueden ir convergiendo los personajes. De modo que el día en que yo empecé a escribir poemas y cuentos, me parece que era casi inevitable que esa permeabilidad se abriera paso. A falta de mejor palabra yo mismo he usado la pala­ bra fantástico y he hablado de cuentos fantásticos. OP: Claro. Pero fíjate que ahí volvemos al sistema — por llamarlo de alguna manera— que se da en Bestia­ rio: 42 la aceptación de eso que vos llamas permeabilidad. Y que vuelve a darse en Casa tomada, donde el clima fan­ tástico se instala no a partir de esos ruidos que los her­ manos escuchan, sino de la actitud que adoptan, del ciego acatamiento de esa «presencia» y de su retirada, de su fuga. En ningún momento se les ocurre ir a investigar. Los hermanos acatan las reglas del juego y es ese acatamiento lo que instala lo fantástico en el cuento. JC : Exactamente. Es curioso e interesante que cites ese cuento dentro de este tema, porque eso nos mete en otra constante (vamos a usar la palabra) de muchísimos de mis cuentos, que es el elemento onírico. OP: Justamente: a eso iba. JC : Casa tomada fue una pesadilla. Yo soñé Casa to­ mada. La única diferencia entre lo soñado y el cuento es que en la pesadilla yo estaba solo. Yo estaba en una casa que es exactamente la casa que se describe en el cuento, se veía con muchos detalles, y en un momento dado escu­ ché los ruidos por el lado de la cocina y cerré la puerta y retrocedí. Es decir, asumí la misma actitud de los her­ manos. Hasta un momento totalmente insoportable en que — como pasa en algunas pesadillas, las peores son las que no tienen explicaciones, son simplemente el horror en es­ tado puro— en ese sonido estaba el espanto total. Yo me defendía como podía, es decir, cerrando las puertas y yendo hacia atrás. Hasta que me desperté de puro espanto. Te puedo dar un detalle anecdótico, me acuerdo muy bien de eso porque quedó una especie de gestalt completa del asunto. Era pleno verano, yo me desperté totalmente empapado por la pesadilla; era ya de mañana, me levanté (tenía la máquina de escribir en el dormitorio) y esa misma mañana escribí el cuento, de un tirón. El cuento empieza hablando de la casa — vos sabés que yo no describo mu­ cho— porque la tenía delante de los ojos. Empieza con esa frase: «Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy las casas antiguas sucumben a la más venta­ josa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia». Pero de golpe ahí entró el escritor en juego. Me di cuenta de que eso no lo podía contar como un solo per­ sonaje, que había que vestir un poco el cuento con una situación ambigua, con una situación incestuosa, esos her­ manos de los que se dice que viven como un «simple y silencioso matrimonio de hermanos», ese tipo de cosas. Todo eso fue la carga que yo le fui agregando, que no estaba en la pesadilla. Ahí tenes un caso en que lo fantás­ tico no es algo que yo compruebe fuera de mí, sino que me viene de un sueño. Yo estimo que hay un buen veinte por ciento de mis cuentos que ha surgido de pesadillas. OP: Axolotl,n ¿es también una pesadilla? En Axólotl, desde el comienzo mismo del cuento se nos obliga a aceptar que el narrador, que fue un hombre, es ahora un axolotl. Se dice, textualmente: «Hubo un tiempo en que yo pen­ saba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardin des Plantes y me quedaba horas mirándolos, obser­ vando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl». A partir de ese dato, del hecho que el hombre se haya convertido en axolotl, se crea el clima fantástico y no se da ninguna explicación. El lector debe aceptar esa regla del juego y meterse de cabeza en el cuento, cuya única justificación es literaria. JC : A tal punto es justo lo que decís que durante mu­ cho tiempo — incluso antes de darlo a la imprenta— dudé si era bueno o no dejar así esa frase inicial, esa afirmación, «ahora soy un axolotl». Dudé si no tendría que haberla suprimido y haber hecho el cuento de manera que finalmente se vea la metamorfosis pero que no esté anunciada. No sé por qué lo dejé. No lo lamento ahora: tengo la impresión de que se ha jugado limpio, el lector tiene la sensación de que no le engañan. Bueno (estás eligiendo buenos ejemplos para ir tratando de acorralar a lo fantástico) ahí no se trata de una expe­ riencia de sueño, de pesadilla. Eso es una experiencia de la vida cotidiana. Yo fui al Jardín des Plantes y lo visité — a mí me gustan los zoológicos— y de golpe, en una sala como la que se describe en el cuento, muy vacía y muy penumbrosa, vi el acuario de los axolotl y me fascinaron. Y los empecé a mirar. Me quedé media hora mirándolos, porque eran tan extraños que al principio me parecían muertos, apenas se movían, aunque poco a poco veías el movimiento de las branquias. Y cuando ves esos ojos dora­ dos... Sé que en un momento dado, en esa intensidad con que yo los observaba, fue el pánico. Es decir, darme vuelta e irme, pero inmediatamente, sin perder un segundo. Cosa que, naturalmente, no sucede en el cuento. En el cuento el hombre está cada vez más fascinado y vuelve y vuelve hasta que se da vuelta la cosa y se mete en el acuario. Pero mi huida, ese día, fue porque en ese momento sentí como el peligro. Podemos romantizar la cosa, decir que un hombre imaginativo se pone a mirar y descubre ese mundo fuera del tiempo, esos animales que te están mirando. Vos sentís que no hay comunicación, pero al mismo tiempo es como si te estuvieran suplicando algo. Si te miran es que te ven, y si te ven, qué es lo que ven. En fin toda esa cadena de cosas. Y de golpe tener la impresión de que hay como una ventosa, un embudo que te podría embarcar en el asunto. Y entonces huir. Yo huí. Y esto es absolutamente cier­ to; será un poco ridículo pero es completamente cierto: jamás he vuelto al acuario del Jardín des Plantes, jamás me voy a acercar a ese acuario. Porque yo tengo la impre­ sión de que ese día me escapé. A tal punto que hace cuatro años, cuando Claude Namer y Alain Carof quisieron hacer una película sobre mí, previeron una escena en el Jardín des Plantes para mostrar a los axolotl. Pero no me pudie­ ron convencer de que volviera. No. Me enfocaron saliendo de un pabellón que no era ése, caminando, e hicieron un truco cinematográfico. Carof entendió perfectamente. OP: Formidable. Y es significativo (tal vez lo sea) que la escritura de Circe44 te liberó de una serie de temores neuróticos — en ese caso la sospecha de que la comida pu­ diera ocultar la presencia de cucarachas, por ejemplo— mientras que la escritura de Axolotl no sirvió como exor­ cismo de ese terror sobrenatural. En cierto momento decís que el verdadero lenguaje, la verdadera realidad «estaban censurados y relegados por la estructura racionalista bur­ guesa occidental»45 contra la que se insurgieron los surrea­ listas. Pero también decís que «los surrealistas terminaron colgándose de las palabras en vez de despegarse brutalmen­ te de ellas». Me gustaría que me explicaras un poco esto. JC : Bueno. En principio soy — y creo que lo soy cada vez más— muy severo, muy riguroso frente a las palabras. Lo he dicho, porque es una deuda que no me cansaré nunca de pagar, que eso se lo debo a Borges. Mis lecturas de los cuentos y de los ensayos de Borges, en la época en que publicó El jardín de senderos que se b i f u r c a n me mostraron un lenguaje del que yo no tenía idea. Yo me había criado dentro del clima del lenguaje ro­ mántico, de toda esa literatura que había leído de niño — en general en traducciones españolas— Walter Scott, Víctor Hugo, Edgar Alian Poe, los ingleses, los franceses. Mal traducidos, debo agregar. Y luego los escritores, tanto los argentinos como otros latinoamericanos y españoles, con una utilización muy (yo no diría barroca, porque lo barroco es un fenómeno diferente) ampulosa del lenguaje, para volver a esa palabra, con una adjetivación inútil contra la cual Borges se levantó inmediatamente. Lo primero que me sorprendió leyendo los cuentos de Borges fue una impresión de sequedad. Yo me preguntaba: «¿Q ué pasa aquí? Esto está admirablemente dicho, pero parecería que más que una adición de cosas se trata de una continua sustracción». Y efectivamente, me di cuenta de que Borges, si podía no poner ningún adjetivo y al mismo tiempo calificar lo que quería, lo iba a hacer. O, en todo caso, iba a poner un adjetivo, el único, pero no iba a caer en ese tipo de enumeración que lleva fácilmente al flori­ pondio. Entonces, yo fui un poco el centinela de mi pro­ pio lenguaje, desde muy joven. Ése es uno de los motivos por los cuales yo no quería publicar este tipo de cuentos. OP: ¿Qué cuentos? JC : Los primeros, esos que quedaron enterrados o fue­ ron destruidos. A esa idea centrada en el rigor del lenguaje se suma esa otra que recién citaste, esos ensayitos sobre el cuento fantástico, esa idea muy severa, casi geométrica que yo me hago del cuento fantástico. Yo lo veo un poco como una forma platónica, una forma pura. Es decir, el sím­ bolo, la metáfora del perfecto cuento es la esfera, esa forma en la que no sobra nada, que se envuelve a sí misma de una manera total, en la que no hay la menor diferencia de volumen, porque en ese caso sería ya otra cosa, no ya una esfera. Siempre sentí el cuento como un recipiente inexistente, porque antes de escribir el cuento no hay ningún recipien­ te. Pero yo sabía que al terminar, el punto final del cuento tenía que cerrar esa noción de esfera. Que, te repito, es simplemente una metáfora. Podía también ser un cubo; de todas maneras una forma acabada. Una pirámide, por ejemplo. OP: La esfera, sin embargo, parece traducir mejor esa idea de tensión a la que también aludís. JC : Tal vez. Así que se suman las dos cosas: por un lado la lección borgiana, en el sentido de enseñarme la economía. Es decir: no la de escribir duro, pero sí ceñido. O sea, eliminando todo lo eliminable, que es mucho. Cuando releo pruebas de mis libros, todo el tiempo caigo sobre palabras que me gustaría suprimir. Cuando todavía puedo, cuando son pruebas de galeras, las suprimo. Porque por más que cuides tu idioma, se te desliza un adjetivo, una tautología, a veces un pleonasmo. Y agregado a eso la no­ ción que podríamos llamar estructural del cuento, que coin­ cide también con mi noción estructural de la lengua. Y eso es lo que te hace decir a vos que mis cuentos están bien armados. Pero hay un tercer elemento, que es la música. Para mí, la escritura es una operación musical. Lo he dicho ya valias veces: es la noción del ritmo, de la eufonía. No de la eufonía en el sentido de las palabras bonitas, por supues­ to que no, sino la eufonía que sale de un dibujo sintáctico (ahora hablamos del idioma) que al haber eliminado todo lo innecesario, todo lo superfluo, muestra la pura melodía. Imagínate una melodía de ópera italiana en que a veces, después de oír la melodía tal cual es, hay una segunda parte en que el cantante hace variaciones. La melodía está detrás, pero completamente tapada por las variaciones. Lo que yo podría considerar como mi estilo al escribir es la eliminación de toda posibilidad de hacer variaciones. Es decir, que la melodía tiene que darse en toda su pureza; porque si la melodía se da en toda su pureza, la comuni­ cación de lo intuitivo que yo le quiero dar al lector pasa. Mientras que si no, se pierde en un dédalo del que el lec­ tor imaginativo obtendrá algún resultado, claro. Pero no es lo que yo quisiera. Te diré que todo esto es muy polémico, porque si aquí estuviera Alejo Carpentier, o Lezama Lima, los dos se lanzarían al elogio del barroco latinoamericano para mostrar cómo, al contrario, la multiplicación de incidenta­ les y de apoyaturas y de volutas, todo lo que hace el arte barroco visto desde el punto de vista de la escritura, es un maravilloso incentivo para el lector y es, finalmente, la manera de comunicarle todo. Yo creo que ellos tienen razón. Lo que pasa es que lo que yo comunico son cosas diferentes. Y a cada uno su técnica. Beethoven no escribe como Alban Berg porque comunican cosas diferentes. OP: Esto me hace pensar en Juan de Mairena y en su célebre «los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa» y su traducción poética: «L o que pasa en la calle». Pero volviendo al barroco, yo creo que el actual barroco latinoamericano se da casi exclusivamente en la novela. JC : Sí, pero hay también cuentos estropeados por el barroquismo, cuentos que tienen ideas excelentes y que están muy bien desarrollados hasta un cierto punto. Des­ pués el autor se deja atrapar por esa floración, por esa facilidad. Los resultados no siempre me satisfacen. Lo que ocurre es que yo soy un escritor, pero también un lector, y el lector responde al escritor, evidentemente. De modo que todo esto que estoy diciendo no es taxativo ni calorativo, no estoy hablando mal del barroco. Te podés imaginar que alguien que admira hasta el infinito una no­ vela como Paradison no puede sentirse incómodo con el barroco... OP: Es sabido que una de tus obsesiones literarias es el problema del tiempo. En El otro cielo48 ese tema está en el centro mismo del cuento, pero hay otros que también cuentan, como el del doble (en este caso es mejor hablar de un desdoblamiento), el de los pasajes cubiertos. Pero una vez más nos encontramos con eso que yo llamaría la irrupción de lo fantástico en lo cotidiano. Ese argentino de los años 1940 que llega de golpe y porrazo al París de 1870 y que es aceptado sin extrañeza por ese mundo de prostitutas, macrós y marginales que allí frecuenta. Un mundo que a pesar de todo sigue siendo cartesiano y para el cual el tiempo fluye en un solo sentido, como el río de Heráclito. JC : Yo pienso que eso también puede venir de una ilusión infantil. Mis recuerdos son muy claros en este sen­ tido: a los siete, ocho o nueve años, la lectura de un libro, de una novela, sucedía en otra época, en otro tiempo, con . otras costumbres y en una geografía totalmente distinta de la argentina. Yo la vivía, la absorbía con una tal pasión que creo que eso era una especie de gimnasia mental que me desligaba, durante el tiempo de la lectura, de una ma­ nera absoluta, de la circunstancia que me rodeaba. Es decir: un niño que en el pueblo de Bánfield está en quinto año de la escuela primaria se encuentra de tal manera absor­ bido, sometido y entregado a la acción de la novela, hay una tal empatia y un tal contacto con la lectura que cada vez que oía la voz de una tía que gritaba «Julio, vení que es la lección de piano», o «Julio, andá bañarte», experi­ mentaba un sentimiento de pérdida, de desencanto. En ese momento yo tenía que cerrar el libro y abandonar a los personajes con los que había estado: D ’Artagnan, Athos, Aramís. Yo estaba metido en ese mundo de Los tres mos­ queteros, absolutamente fascinante. Pero no sólo metido como lector. Había (yo sé muy bien que esto no es demostrable científicamente, yo no estaba con D ’Artagnan, con Athos y con Aramís, que por lo demás son personajes imaginarios, creados por un novelista fran­ cés) en mí una capacidad de salirme de las coordenadas tiránicas del tiempo y del espacio habituales y perderme, hundirme totalmente en la lectura. Ese tipo de absorción total pienso que me ayudó des­ pués a alcanzar cosas un poco más serias. Es decir, cuando ya fui más grande y empecé a tener sentimientos de tras­ pasar barreras temporales, o barreras espaciales, no ya a través de un libro, sino en determinadas incidencias, en de­ terminadas esquinas, en determinados momentos, en donde el lenguaje jugaba un papel muy, muy importante. Esto te lo digo porque creo que no lo he dicho nunca, es importante y todavía hoy vale para mí. Es muy curioso que a veces, cuando estoy leyendo un texto, la concatena­ ción, la unión de ocho o nueve palabras, ya sea el sentido que da esa concatenación, o el hecho simplemente de que esas palabras estén colocadas en un orden determinado, fuera de su sentido, me desplazan, me siguen sacando, du­ rante un segundo (digo un segundo, ¿ves?, ahí estoy usando una medida de las nuestras, pero es un segundo que puede durar mucho a veces, otras poco), durante un segundo me descoloco, me salgo de mí mismo y estoy en otro contexto. Son experiencias muy instantáneas y muy insatisfacto­ rias, porque el resultado es, naturalmente, que volvés a v o s" mismo. No podés mantener ese instante de milagro en que te has salido del tiempo, en que te has salido del espacio. OP: Como Johnny Cárter en El perseguidor...*9 JC : Vos sabés que en El perseguidor hay un episodio en donde Johnny cuenta cómo el tiempo queda abolido. Bueno, eso es absolutamente autobiográfico. Y además no sólo me sucedía en la época en que escribía E l perseguidor — y que en ese momento, en el orden del cuento me vino bien, entró esa intuición que tiene Johnny— sino que me sigue sucediendo. Por ejemplo: hace tres o cuatro días volví por el lado de la Place d ’Italie, en el Metro, y tenía que llegar hasta aquí, a la Gare de l’Est. Estaba en un estado de cansancio, de mala salud, como sabés, y muy distraído. Los estados de distracción (eso que se llama distracción) son para mí estados de pasaje, favorecen ese tipo de cosas. Cuando estoy muy distraído, en un momento dado es ahí por donde me escapo. Bueno, el otro día me pasó exactamente lo mismo en el Metro. Entré en el Metro, me senté, el Metro echó a andar y yo empecé a pensar. Era el final de una conversa­ ción con un amigo; seguí pensando, le di vueltas a la cosa y aparecieron una serie de episodios del pasado, una serie de imágenes. Todo lo cual, el solo hecho de que yo te lo esté contando así ya está llevándonos unos cuantos segun­ dos, ¿no? Pero eso siguió y siguió. Yo no tenía ningún control de tipo temporal, simplemente estaba perdido en una meditación. Y en un momento determinado sentí el golpe de los frenos, el tren se detenía. Miré la estación, suponiendo que ya debía estar muy cerca de la Gare de l’Est. Y era la primera estación después de aquella en que yo lo había tomado. OP: Que si no me equivoco se llama Campo Formio. JC : Sí. Es decir, se trata exactamente del mismo epi­ sodio de Johnny. Con un poco de trabajo yo podría recons­ truir todo lo que pensé. Y te aseguro que en nuestro tiem­ po, en el que podemos medir con este reloj, eso nos llevaría por lo menos diez minutos. Y yo sé perfectamente que entre esas dos estaciones hay un minuto. Entonces, hay una especie de superposición de tiempos diferentes, que yo no puedo utilizar. Ojalá pudiera utilizarlos. Lo he pen­ sado muchas veces con nostalgia, porque si yo pudiera multiplicar mi tiempo sería casi como ganar una especie de inmortalidad. OP: ¿Te preocupa la inmortalidad? JC : No. No es que me preocupe la inmortalidad, pero cuando uno tiene 69 años sabe muy bien que le queda poco tiempo de vida, sentís que el tiempo por venir se te hace más compacto, más cerrado, más corto. A ese tipo de cosas la gente lo llamaría fenómeno, o casualidades, o ... no sé, pequeñas locuras. Y eso es lo que condiciona a la mayoría de mis cuentos. OP: En otro de tus cuentos, La noche boca arriba se da casi una inversión en el espejo. En El otro cielo el per­ sonaje está radicado en lo que podríamos llamar el pre­ sente de los años 1940 (que por otra parte también es pasado en una cronología exterior al relato) y viaja al pasado. En La noche boca arriba, el personaje trata de escaparse hacia el futuro que, también en una cronología exterior, es nuestro presente. ¿Cómo se te ocurrió esta idea narrativa? JC : No te puedo decir cómo surgió la idea — que es una hermosa idea, esa de la inversión del tiempo— pero la situación central es exacta. Es decir, el tipo que tiene el accidente de motocicleta, que lo llevan al hospital y que entonces se hunde en una pesadilla — la de la persecución por los indios— hasta llegar a ese final en que él se aferra desesperadamente a la idea de despertar y ya no despierta y descubre que la realidad es ésa. OP: Ese cuento tiene un final muy hermoso, ahí donde se dice en el penúltimo párrafo: «Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a desper­ tarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad ,M asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas». JC : Eso creo que estuvo bien escrito. O sea que las últimas seis frases, que describen lo que para nosotros es la vida cotidiana, en ese momento te das cuenta de que es infinitamente fantástico para un indio azteca, para un indio mexicano, decir que está montado en um especie de escarabajo mecánico, que hay luces sin llamas, que hay enormes edificios como no había en su tiempo. Nuestro presente, para él, es un futuro totalmente fantástico. Eso es, creo, lo que le da su calidad al cuento. OP: Exactamente. Ahora bien, si pasamos de estos cuentos tuyos a El perseguidor se nota como una especie de ruptura. Tú dijiste en otra entrevista que no es ahí que tuviste por primera vez conciencia del peso, de la gravita­ ción de un personaje, pero sí que en este cuento lo que importa es el personaje, que empezaste a tener una mayor visión existencial de la literatura. Lo que puede parecer paradójico es que tú no conociste al personaje en cuestión, a Charlie Parker. JC : No, yo no lo conocí personalmente, aunque sí esté­ ticamente, porque me tocó vivir en el momento en que Charlie Parker renovó completamente la estética del jazz y después de un período en que nadie creía y la gente es­ taba desconcertada por un sistema de sonidos que no tenía nada que ver con lo habitual, se dieron cuenta de que allí había un genio de la música. Y entonces la anécdota de ese cuento es la siguiente: A mí me perseguía desde hacía varios meses una historia, un cuento largo, en donde por primera vez yo me enfrentaba con un semejante. Porque la verdad es que, como decís vos, hay una ruptura en El perseguidor. En todos los cuentos precedentes, los personajes pue­ den estar vivos, pueden comunicarle algo al lector, pero si se analiza bien — es como en los cuentos de Borges— los personajes son marionetas al servicio de una acción fantástica. OP: Son cuentos de situaciones. JC : Claro. Cuentos en donde los personajes están si­ tuados, cada uno de ellos, pero no son lo determinante del cuento. Con una que otra excepción. Antes de El perse­ guidor yo ya había escrito algunos cuentos que no tienen nada de fantástico, que son muy humanos, como Final del juego. Eso ya eran caminos que se me iban abriendo. Pero la primera vez que se me planteó eso que vos llamás existencial — y es cierto— , es decir el diálogo, el enfrentamien­ to con un semejante, con alguien que no es un doble mío, sino que es otro ser humano que no está puesto al servicio de una historia fantástica, donde la historia es el personaje, contiene al personaje, está determinada por el personaje, fue en E l perseguidor. ¿Por qué fue Charlie Parker? Primero porque yo aca­ baba de descubrirlo como músico, había ido comprando sus discos, lo escuchaba con un infinito amor pero nunca lo conocí personalmente. Me perseguía la idea de ese cuento y al principio, con la típica deformación profesional, me dije: «Bueno, el personaje tendría que ser un escritor, un escritor es un tipo problemático». Pero no me decidía por­ que me parecía aburrido, me parecía un poco tópico tomar un escritor. Pensé en un pintor, pero tampoco me entusiasmaba mucho. Tenía que ser un individuo que respondiera a ca­ racterísticas muy especiales. Es decir, todo eso que sale de El perseguidor: un individuo que al mismo tiempo tiene una capacidad intuitiva enorme y que es muy ignorante, primario. Es muy difícil crear un personaje que no piensa, un hombre que no piensa, que siente. Que siente y reac­ ciona en su música, en sus amores, en sus vicios, en su desgracia, en todo. Y en ese momento murió Charlie Parker. Yo leí en un diario una pequeña biografía suya — creo que era de Char­ les Delonnay— donde se daba una serie de detalles que yo no conocía. Por ejemplo, los períodos de locura que ha­ bía tenido, cómo había estado internado en Estados Uni­ dos, sus problemas de familia, la muerte de su hija, todo eso. Fue una iluminación. Terminé de leer ese artículo y al otro día o ese mismo día, no me acuerdo, empecé a escribir el cuento. Porque de inmediato sentí que el per­ sonaje era él; porque su forma de ser, las anécdotas que yo conocía de él, su música, su inocencia, su ignorancia, toda la complejidad del personaje, era lo que yo había estado buscando. OP: Lo que habías estado persiguiendo. El perseguidor eras vos. JC : Sí. Pero si yo no hubiera leído esa biografía o esa necrológica de Charley Parker, tal vez no hubiera escrito el cuento. Porque estaba muy perdido, no encontraba el personaje. OP: Un escritor en busca de su personaje. Pero ade­ más, por lo que yo sé, tuviste otras dificultades. JC : Hubo una doble dificultad. La primera me con­ cierne a mí. Yo empecé a escribir El perseguidor profun­ damente embalado y escribí casi de un tirón toda la primera secuencia, esa que transcurre en la pieza del hotel, cuan­ do Bruno va a visitar a Johnny y lo encuentra enfer­ mo, con Dédée. Eso toma unas veinte páginas, es bastante largo. Bruno le deja algún dinero y se va, se mete en un café y trata de olvidarse, con la ambivalencia típica del personaje. Y ahí me bloqueé. Al otro día quise seguir el cuento y nada. Releí las veinte páginas y nada. Quedé totalmente bloqueado, me era imposible seguir. Entonces metí todo eso en un cajón y pasaron tres me­ ses, una cosa muy excepcional en mi trabajo de cuentista, porque a mí los cuentos me salen de un tirón. Pasaron tres meses, entonces, me dieron un contrato en las Naciones Unidas, en Ginebra. Tenía que pasarme tres meses en una pensión y me puse a sacar papeles. Entre ellos iban esas veinte páginas, pero yo no me di cuenta. Metí todo en una maleta y me fui. Hasta que un día, en la pensión, buscando no sé qué papel, salió eso. Después de tres meses vos te releés como si eso que estás leyendo fuera de otro, ¿no? Leí, y seguí, seguí, terminé las veinte páginas, me senté a la máquina, puse una hoja y en tres días terminé el cuento. Nunca me he podido explicar la razón del bloqueo y mucho menos la razón de que haya podido empalmarlo. Pero creo que si yo no contara esto nadie se daría cuenta de que el cuento estuvo interrumpido. OP: Yo creo que no hay ninguna cesura y los críticos no han dicho nada al respecto. JC : Las cesuras son literarias, cada capítulo está es­ crito en un tiempo de verbo diferente. Está hecho a pro­ pósito, porque son alusiones musicales. Y salió así hasta el final. En cuanto a la segunda dificultad a la que aludiste, ocurrió que a mí el cuento me gustó mucho. Por esa época me fui a Buenos Aires y se lo di a leer a un amigo a quien yo le tenía plena confianza, era uno de esos lectores pri­ vados que tienen muchos escritores. Lo leyó y como era un tipo que no tenía pelos en la lengua me dijo: «Tiralo». «Tiralo; es demasiado largo», me dijo: Y agregó: «No tiene sentido». Bueno, tuve la debilidad de desobedecerle y me traje el cuento de vuelta a París. Y entonces lo leyó Aurora (Aurora Bernárdez, la primera mujer de Cortázar) y le gustó enormemente. Esto no quiere decir que yo consulte mucho a otras personas; tal vez se trate de una extraña vanidad. Pero una vez que yo he conseguido lo que creo que tengo que conseguir, me importa un bledo que les guste o no les guste. De todos modos, lo di a leer a dos o tres personas. Ese cuento dio lugar a otro cuento largo, Las armas secretas/' ahí ya se armó el libro y se publicó. OP: Onetti me dijo que había sido uno de los primeros lectores de El perseguidor y que de inmediato te escribió una carta — él, que suele escribir muy pocas cartas— decla­ rándote su total entusiasmo. JC : Onetti hizo mucho más que eso. Esto que te voy. a contar lo supe por Dolly Muhr (Dorotea Muhr, la mujer de Onetti). Onetti leyó El perseguidor, se fue al cuarto de baño de su casa y rompió el espejo de un puñetazo. OP: Exactamente. Onetti nos contó eso un día a mi mujer y a mí, allá en Montevideo. Fue esa secuencia — vos empezás esa parte del cuento abriéndola con esa sola pala­ bra, «secuencias»— de la muerte de Bee, la hija mayor de Johnny y Lan. JC : Nadie ha tenido una reacción que me pueda con­ mover más. OP: En tu último libro de cuentos, Deshoras,52 hay un cuento muy particular, Fin de etapa, donde vos le das al lector una serie de indicaciones que son casi como guiña­ das; hay que estar muy atento para percibirlas. Pero ál margen de eso, y no sé muy bien por qué, mientras lo leía estuve pensando todo el tiempo en De Chirico. JC : Bueno, vos viste que ese cuento está dedicado a Sheridan Le Fanu, que creó tantos ambientes extraños, tantas casas donde después transcurren episodios en los que interviene lo sobrenatural, los vampiros, una serie de elementos de su época. Pero en primer lugar está dedicado a Antoni Taulé. Ántoni Taulé es un joven pintor catalán que vive en París y que una vez me mostró sus cuadros. Me sorprendieron mucho. En la mayoría de ellos el tema son habitaciones dentro de una casa, dentro de una casa que de inmediato te da la sensación de estar vacía. En la habitación que se muestra hay una silla, o una mesa, a lo sumo dos mesas y una silla. Y cuando hay personajes, están casi siempre a una cierta distancia, de pie en la puerta, de espaldas. Todo lo cual da, evidentemente, un clima a la \ez irreal y profundamente real. Es una especie de incitación a pensar que cada uno de esos cuadros es un instante de algo que todavía no ha sucedido, o que puede suceder en cual­ quier momento. Taulé me había mostrado sus cuadros para pedirme que le hiciera un prólogo para una exposición. Yo no hago nunca prólogos para los pintores, sino que escribo textos paralelos. Cuando empecé a mirar de nuevo los cuadros — él me había dado reproducciones— los tuve ahí, delante mío, durante muchos días. Y de golpe surgió la idea de que todas esas habitaciones podían corresponder a un pe­ queño museo de provincia donde alguien hacía una exposi­ ción. Un museo al que llegaba esa mujer metida en un viaje — esto se nota en seguida— que era una despedida. Se trata de una mujer que está de vuelta de un amor que evidentemente ha fracasado y que simplemente pasea en automóvil. Todo lo que sigue en el cuento — la trama, el hecho de su llegada al museo, su sorpresa, el detalle de que no al­ canza a ver la última habitación y que luego siente la nece­ sidad imperiosa de volver, el momento en que lo fantástico empieza a actuar, ese algo que la llama al museo— no sé cómo se me ocurrió, porque ya sabés que yo no sé cómo se me ocurren esas cosas. Pero la mujer vuelve al museo y en ese último cuadro, en esa última sala, encuentra su destino. OP: Sí, pero ahí está ese desplazamiento del que ya hemos hablado. Porque cuando la mujer regresa al pueblo no vuelve al museo, sino a la casa que está representada en los cuadros. Y es ahí donde, a mi juicio, se produce el deslizamiento hacia lo fantástico. Al final se dice: «Podía irse cuando quisiera, por supuesto, y también podía que­ darse; acaso sería hermoso ver si la luz del sol iba subiendo por la pared, alargando más y más la sombra de su cuerpo, de la mesa y de la silla; o si seguiría así sin cambiar nada, la luz inmóvil como todo el resto, como ella y como el humo inmóviles». Otro cuento de este mismo volumen en el que rea­ parecen algunas de tus obsesiones de posesión es el del boxeador, Segundo viaje,51 donde en realidad Ciclón Molina ha sido en cierto modo vampirizado por Mario Pradas, quien busca un imposible desquite con Tony Giardello. JC : Sí, ése es el centro del relato. No sé en qué medida asimilarlo con la noción de vampirismo. Más bien es un caso de posesión. No es la primera vez que me han venido temas en donde la posesión es un hecho. Por ejemplo, ese largo cuento que se llama Los pasos en las huellas en que se habla de un escritor argentino que se interesa por uno que murió hace veinte años y empieza a seguir su itinerario hasta que en el momento del triunfo, cuando ha descubierto todas las claves, se da cuenta de que estaba mintiendo, de que nada era cierto. Es un poco eso también. OP: Sí, pero en éste el sentimiento de horror es mu­ cho más intenso. JC : Por supuesto. En aquél, el personaje está habitado por El Otro, que le dicta la historia como a él le conviene que salga. Este Segundo viaje, en cambio, es un producto patológico, porque el origen viene de una pesadilla que tuve dos o tres días antes de que se me desencadenara una hemorragia gástrica que casi me mató, en el sur de Francia, hace cuatro o cinco años. Yo no sabía todavía que estaba gravemente enfermo; me sentía mal, solamente. Y una noche soñé, tuve una pesadilla que duró muy poco, que no tenía ni principio ni final. La pesadilla consistía únicamente en esto: yo estaba delante de una camilla, en algo que podía ser un hospital o una morgue (más parecía una morgue) donde había el cadáver de un hombre que se había vuelto absolutamente irreconocible por la forma en que estaba, como torturado. Pero se sentía — eso era lo espantoso de la pesadilla— que en realidad la tortura no había venido de fuera, sino que era ,M una especie de convulsión interna, como si algo en el inte­ rior de ese cuerpo hubiera luchado por liberarse, por esca­ parse. Destrozándolo al pasar, digamos, contorsionándole, quebrándole las piernas. Me desperté con el espanto de esa pesadilla. Y tres días después me tocó a mí la pesadilla, la otra. Es decir que eso era una cosa muy cargada de fiebre ya, y de enfer­ medad. Esa idea me quedó durante varios meses, de cuando en cuando me volvía la imagen, con toda claridad. Y cuan­ do empecé de nuevo a tener ganas de escribir cuentos, de golpe sentí que efectivamente la figura de ese individuo res­ pondía a una posesión que finalmente se había roto, que había quebrado. Y como sabés que me gusta mucho el boxeo lo ubiqué en ese terreno, porque se prestaba. OP: A mí siempre me extrañó un poco tu afición al boxeo. Me cuesta un poco imaginarte en un estadio de box, en el Luna Park, por ejemplo. JC : Ya sabés que a mí el deporte me gusta muy poco. De chico, claro, jugué como todos los chicos e incluso en la adolescencia hice un poco de tenis aprovechando mi altura y que además era zurdo. El hecho de ser zurdo me daba una ventaja adicional y me permitía jugarlo más o menos pasablemente. Pero nunca puse el corazón en lo que hacía, simplemente me empujaba el deseo de tener un poco de actividad física. Pero volviendo al boxeo, te diré que desde pequeño me atrajeron las noticias de los diarios. Te estoy hablando de los años veinte y treinta, yo era un jovencito, un niño. Ésa fue la última etapa del box, la última gran etapa del boxeo como deporte, porque desde esa época hasta hoy ha ido entrando en una entropía, va perdiéndose. Todavía hay buenos boxeadores, pero no hay comparación con aquella época, en la que además había un público mucho más atento que ahora. Ahora el deporte rey es el tenis, pero en aquellos tiem­ pos, año veintitrés, las páginas estaban llenas con noticias de boxeo, tanto del que se hacía en la Argentina como del internacional. Yo he contado por ah íss la tragedia ocurrida en 1923, cuando yo tenía nueve años, la noche en que Dempsey le ganó a Firpo. OP: Vos decís que ese día te «tocó asistir al nacimiento de la radio y a la muerte del box», para estupefacción de la señora de turno. JC : Claro. Ésa era la oportunidad para Firpo de ser el campeón mundial de los pesos pesados y perdió en una pelea que se volvió histórica por muchos motivos. En esos tiempos, en los que no había televisión, la gente escuchaba la radio, escuchaba a un speaker que transmitía o describía lo que estaba viendo. Y yo escuchaba, como los demás. Así hasta el año 30, o más bien 30-32, en que empecé a ir a los estadios y me tocó ver un gran boxeo en la Argen­ tina, con grandes figuras. Fue entonces cuando, ¿cómo decirte?, fabriqué una es­ pecie de filosofía del box, eliminando todo ese aspecto sangriento y cruel que provoca tanto rechazo y tanta cólera. OP: Sí, claro. Porque a ti lo que te atrae en el boxeo no es la violencia, el castigo, sino (parado* almente) lo con­ trario, algo que se construye casi a partir de una ausencia. Vos decís, hablando de Lester Young en La vuelta al día en ochenta m u n d o s que «escogía el perfil, casi la ausencia del tema, evocándolo como quizá la antimateria evoca la materia, y yo pensé en Mallarmé y en Kid Azteca, un boxea­ dor que conocí en Buenos Aires hacia los años cuarenta y que frente al caos santafesino del adversario de esa noche armaba una ausencia perfecta a base de imperceptibles es­ quives, dibujando una lección de huecos donde iban a deshi­ lacliarse las patéticas andanadas de ocho onzas». JC : Por supuesto. El boxeo que levanta las muchedum­ bres es siempre el del boxeador pegador, del tipo que va para adelante y a pura fuerza consigue ganar. A mí eso siempre me interesó muy poco, y lo que me fascinó siempre fue ver a uno de esos boxeadores enfrentado con un maes­ tro que, simplemente con un juego negativo de esquives y de habilidad conseguía ponerlo en condiciones de infe­ rioridad. OP: Yo sé que tu cuento Fin de etapa57 está de algún modo inspirado en los cuadros de Antoni Taulé. Pero a mí, y no podría explicarte por qué, me hizo pensar en los cuadros metafísicos de De Chirico. Y en particular por el manejo de un elemento, el de la proyección de las sombras, que en el cuento es naturalmente verbal. Pero en ambos casos parece ser una advertencia o una indicación que nos induce a sospechar que eso que estamos viendo (leyendo) está fuera de las leyes ordinarias del tiempo. JC : Sí, en el cuento las sombras -—en los cuadros, en la casa— corresponden a una altura del sol que no es la verdadera. OP: Claro. De entrada, en la primera sala del museo, se nos habla de «cuatro o cinco pinturas que volvían sobre el tema de una mesa desnuda o con un mínimo de objetos, violentamente iluminada por una luz solar rasante». Y más adelante la mujer, Diana, se dice «Hay algo en la luz» (...) «esa luz que entra como una materia sólida y aplasta las cosas». Y cuando encuentra la casa que reproducen los cuadros en el museo, lo primero que se indica es la ventana que dtja «entrar la cólera amarilla de la luz aplastándose en el muro lateral», mientras que en la realidad de afuera de la casa el sol cae casi a pico. Y es ahí donde se ingresa realmente al terreno fantástico, ése que me hizo pensar en De Chirico. JC : Yo no recuerdo haber pensado en De Chirico, y eso que a mí me gusta mucho ese período suyo, ha influido mucho en mi vida onírica. En La Ciudad, esa ciudad a la que bajan los personajes de 62, las galerías abiertas, las largas calles con galerías que allí se describen, que se men­ cionan, son como cuadros de De Chirico. Pero en el cuento no, por la sencilla razón de que todo sucede en interiores, dentro de la casa. Y los cuadros de De Chirico en general son visiones de calles, de plazas, donde vos podés deducir que las causas son muy extrañas puesto que lo exterior también lo es. OP: Sin embargo, hay un cuadro de De Chirico, «E l filósofo y el poeta», donde De Chirico confronta un cielo estrellado, infinitamente lejano, con otro pintado en un cuadro que también aparece en la pintura. Es ahí donde yo veía la relación con tu cuento, porque en Fin de etapa hay como un cuadro dentro del cuadro: el museo, que es una casa, que reproduce otra en los cuadros allí expuestos, simétricamente:. JC : Por supuesto, los cuadros son la casa y la casa es los cuadros. Ahí yo te diría, y podés agregarlo porque me parece que es todavía una influencia más fuerte que la de De Chirico, que tal vez se pueda rastrear la presencia de Magritte. Porque Magritte ha pintado muchas veces — yo recuerdo dos cuadros— una ventana en cuyo fondo se ve un paisaje y al lado de la ventana hay un cuadro en el caballete que es exactamente el mismo paisaje. OP: ¡Qué curioso! Porque ésa es la impresión que yo extraje de la lectura de tu cuento. Un cuento aue me dejó una indefinible sensación de desacomodo metafísico. JC : En realidad yo no voy a renegar de esa doble in­ fluencia, De Chirico y Magritte. Pero en este caso con­ creto, la primera es la de Taulé. Yo conocí a Taulé, quien me mostró sus cuadros. Me impresionaron mucho esos cua­ dros de gran tamaño, esas habitaciones donde hay esos juegos de luz que no se corresponden con la luz exterior. Y hay esa soledad, esa silla vacía o a veces una silla con un personaje de espaldas en la puerta, lejos. Taulé me mostró sus cuadros porque tenía que hacer un catálogo y me preguntó si le quería hacer un texto. Yo vi los cuadros y le dije: «Mirá, quiero hacerte el texto, porque me fascinan tus cuadros. No sé si vendrá o no, pero...». Él me dio una serie de reproducciones y yo hice como hago siempre (lo acabo de hacer con Luis Tomasse11o):58 puse todas las reproducciones en una pared, clava­ das con chinches. Las fotos eran grandes, en color. Y dejé pasar el tiempo, diez, quince días. Y mientras leía, entraba o salía, los miraba. Y de golpe — ése es el «de golpe» que deja insatisfecho al lector de este libro y de tantos libros— , de golpe, porque yo no puedo explicar eso, estaba yo en la máquina viendo la llegada de una mujer a un pueblo que yo sitúo en el sur de Francia, en la Provenza, su visita al museo y ahí empieza la cosa. Pero Taulé es la influencia dominante. Que como armó­ nicos en la música haya teferencias mentales subconscientes, por un lado a Magritte y por el otro a De Chirico, es per­ fectamente posible. Y además me citás dos pintores que yo amo, de modo que todo entra en el orden natural. Yo tendría miedo que alguien me dijera: «Ese cuento tuyo se parece extraordinariamente a un cuadro de Bernard Buffet», porque en ese momento creo que lo quemo. OP: A mí me parece ahora que las referencias son muy claras. Es decir que como yo no conozco a Taulé y en cam­ bio sí a Magritte y De Chirico, que me gustan muchísimo, son estas referencias las que se me hicieron presentes al leer Fin de etapa. JC : Por supuesto y es una maravilla (no lo digo por mí ahora, sino por este tipo de literatura) las extrapolacio­ nes mentales inconscientes o subconscientes que se operan en el lector. Es decir, hasta qué punto este tipo de lite­ ratura es fecunda, contra la opinión de los materialistas, que te dicen que hay que escribir sobre la realidad de todos los días, y sobre el destino de los pueblos. Esta literatura es mucho más fecunda porque abre en cada individuo una serie de referencias. En una palabra, y lo digo sin ningu­ na vanidad, enriquece al lector, como su experiencia perso­ nal ha enriquecido al escritor. Y creo que es muy bueno decir esto porque siguen jodiendo con eso del contenidismo y del realismo. OP: Polémica que no se terminará nunca. JC : No. Yo voy a ir ahora a Bruselas a una reunión organizada por jóvenes abogados y les voy a hablar de eso, del realismo y de lo fantástico en la literatura latinoameri­ cana, pidiéndoles que no se pongan en un plano lógico diciendo «aquí está lo fantástico y aquí está lo real», por­ que en América Latina las cosas no funcionan así. Trataré de dejarles algunas ideas que les hagan pensar en eso. Porque ciertos críticos norteamericanos le han dicho a Carlos Fuentes y me lo han dicho a mí, nos han pregun­ tado por qué determinados escritores latinoamericanos sitúan sus libros en Europa, cuando lo que deberíamos pro­ ducir es literatura de la revolución mexicana, Pancho Villa, cosas así. Aquí, en Europa, son mucho más finos para decir eso mismo, pero hay muchos que lo piensan. OP: Anoche leí de nuevo La puerta condenada ” y des­ cubrí por qué ese cuento me producía una impresión de déja vu\ y es que en ese mismo hotel Mauricio Müller y yo le hicimos una entrevista a Borges, allá por el año 1954. Cuando Borges iba a Montevideo solía alojarse allí, en el hotel Cervantes. Pero ahora, lo que me interesa saber es en qué medida conocés Montevideo. Me da la impresión de que has estado poco en Montevideo. JC : Sí, poco. Ésa fue la vez en que estuve más, cuando escribí el cuento. Porque ese cuento lo escribí en el hotel Cervantes. OP: Creo que eso se nota, porque hay una descripción bastante prolija. JC : Sí, es bastante cuidadosa. Yo quería que en el cuento quedara la atmósfera del hotel Cervantes, porque tipificaba un poco muchas cosas de Montevideo para mí. Había el personaje del Gerente, la estatua esa que hay (o había) en el hall, una réplica de la Venus, y el clima general del hotel. Ésa fue la vez que estuve más tiempo en Montevideo. Fue, creo, en el año 1954, cuando la UNESCO hizo su conferencia general en Montevideo. A mí me contrataron como traductor y revisor, en París, cosa que me venía muy bien porque lo que yo en realidad que­ ría era visitar Buenos Aires. Yo en ese tiempo no tenía un centavo, la UNESCO me pagaba el pasaje, un buen sueldo y me daba la oportunidad de volver a ver Buenos Aires. Ver mi familia, que era mucho más numerosa en esa época, han ido desapareciendo todos... Desapareciendo en el sentido de muerte natural, cosa que ahora hay que aclarar cuando se usa esa palabra. Cada cual se iba al hotel que quería. Los altos funcio­ narios estaban en los grandes hoteles de Montevideo, pero nosotros, los traductores, nos metíamos donde nos daba la gana. No sé quién me recomendó el hotel Cervantes, donde en efecto había una piecita chiquita, pero a mí no me importaba, porque yo estaba todo el día en la UNESCO y a la pieza la quería para dormir y leer. Una pieza que (curioso: ahora que lo digo sonaba como una profecía) parecía una celda, la celda de una cárcel. Porque entre la cama, una mesa y un gran armario que tapaba una puerta condenada, el espacio que quedaba para moverse era el mínimo. Y había una ventana, una especie de tragaluz más bien, enrejado, que daba por un lado sobre el cielo y por el otro lado a unos techos de zinc, muy feos. Lo más lindo era alguna paloma que pasaba por allí. OP: Sí, eso está señalado en el texto. JC : Me estoy acordando claramente de eso. Del cuento no me acuerdo tanto, pero me acuerdo del hotel Cervantes, que para mí tenía grandes ventajas. Era un hotel profun­ damente silencioso, porque en ese momento no había nadie o había muy poca gente. Yo entraba y salía cuando me daba la gana, y además había un cine al lado. OP: Claro, el cine Cervantes, a cuyas matines debo haber ido, todos los domingos, entre los diez y los catorce años. JC : Y donde yo me fui a ver varias películas que me interesaban. Daban películas viejas, películas francesas, que me gustaban mucho. Y después, cuando tenía ratos libres, caminaba, caminaba, me empecé a encontrar con uruguayos y uruguayas, vi a cantidad de amigos. OP: ¿Quiénes eran tus amigos uruguayos en esa época? JC : Bueno, muchos no, porque yo nunca he tenido cantidad de amigos. Los amigos más numerosos eran los colegas de la UNESCO. Pero la UNESCO contrató a unos cuantos uruguayos para que trabajaran como traductores v como mecanógrafos. Yo me he olvidado de los nombres. Pero ahí fue cuando me di cuenta de lo que ya era el Uru­ guay en el plano económico. Los uruguayos estaban deses­ perados por ver si podían enganchar contratos con la UNESCO que los trajeran a Europa. Porque ganaban una miseria y yo recuerdo que uno de ellos me pidió plata. Sin tener todavía ninguna confianza conmigo. Recuerdo que el hombre tenía una vergüenza tan enorme que yo le di inmediatamente el dinero para cortar la situación. Era un mecanógrafo y ganaba muy poco. Por supuesto que me devolvió el dinero religiosamente. Después conocí al poeta Fernando Pereda, un gran sonetista, y a Isabel Gilbert. Yo había conocido a un her­ mano de Isabel, Gilberto, en un viaje en barco desde Chile a Buenos Aires. Compartimos un viaje en un barquito que tenía 12 metros de eslora. Alguna vez voy a escribir algo sobre ese viaje, podría hablar una hora, fue algo genial. No te puedo decir que haya conocido a otros uruguayos. Por ejemplo, a Onetti no lo vi. Y sin embargo debía estar ahí, en esa época. Yo lo había visto algún tiempo atrás, en Buenos Aires. OP: Sí, supongo que sí. El Presidente Luis Batlle lo había mandado llamar para que se hiciera cargo de la Secre­ taría de Redacción de su diario, Acción. JC : No conocí a la gente de Marcha, a todo ese grupo. Como ya sabés, por lo que hemos hablado, la política y yo éramos dos cosas diferentes en esa época. A mí me intere­ saba la literatura. Sí, claro, Marcha tenía una página lite­ raria... OP: En ese entonces la dirigía Emir Rodríguez Monegal y yo colaboraba mucho con él. JC : ...pero yo no fui. OP: Pero fijate que eso nos trae a un punto del que hablamos ya: cómo era posible que nosotros, en Montevideo, casi no supiéramos que en la Argentina existía un escritor que se llamaba Julio Cortázar, que a esa altura había publi­ cado tres libros, uno de los cuales era Bestiario. Habrá que esperar más o menos hasta 1962, después del Congreso de Escritores que se realiza en Santiago de Chile en ese año, para que la incomunicación entre los escritores latinoameri­ canos empiece a romperse. JC : Sí, eso es cierto. Fernando Pereda había leído Bes­ tiario, alguien se lo había pasado. Pero no creo que Benedetti o vos lo hubieran leído. En el fondo, la explicación es muy simple, y es que en esa época, en 1954, se mantenía aún una indiferencia pro­ funda hacia los centros locales. Cuando digo locales entiendo Argentina, Uruguay, que es la misma cosa, o Chile. Yo te conté ya que los primeros derechos de autor que cobré por Bestiario fueron 14 pesos argentinos. Que era prácticamente lo que costaba la estampilla de correos para mandar el recibo de vuelta a Buenos Aires desde París. De modo que no me extraña nada que no me conocieran en el Uruguay. OP: Aquí en París he estado repasando la colección de la revista Número, que era sin duda la mejor revista literaria que se publicaba por ese entonces en Montevideo, para tener una idea concreta de cuáles eran las notas biblio­ gráficas acerca de escritores argentinos. Encontré los nom­ bres de Borges, Mallea y Gómez Bas. JC : Claro, porque Mallea era un autor del estahlishment en la Argentina, era el autor de la burguesía media alta, había sido protegido (y algo más que protegido) de Vic­ toria Ocampo, que lo había plantado en Sur. Mallea em­ pezó escribiendo libros muy interesantes, como ha ciudad junto al río inmóvil, Cuentos para una inglesa desesperada, y era muy leído dentro de lo que eso suponía entonces, unos 500 ejemplares. No es extraño que Mallea pasara al Uruguay, y no hablemos de Borges. Pero en las capas más populares argentinas se leía mucho, mucho, a Roberto Arlt, que también debió llegar a Montevideo. OP: Sí, entre otras cosas porque Onetti hizo lo posi­ ble por hacerlo conocer. JC : Bueno, ¿volvemos al cuento? Sucedió que yo me aburría bastante después de los primeros 15 días, en parte porque el trabajo en la UNESCO era muy pesado y porque además yo había recorrido casi todo Montevideo. En los ratos libres me iba a los cafetines, descubrí las variedades de caña Ancap, todo eso me gustaba mucho. El Mercado del Puerto, claro. Pero luego me volvía al hotel porque tenía que descansar un poco para el trabajo y me gustaba leer, en ese tiempo yo estaba leyendo enormemente. Y fue entonces que me empezó a obsesionar un poco ese armario, que estaba colocado en una posición artificial en la pieza, no se sabía bien por qué, había otro lugar donde podía haber estado mejor y se hubiera ganado un metro o algo así. Entonces, como no tenía nada que hacer, aparté el armario, lo saqué cinco centímetros para ver qué pasaba y vi que el armario estaba puesto ahí porque con­ denaba una puerta que daba a la habitación de al lado Eran habitaciones independientes, para una o dos personas. Volví a colocar el armario y me acuerdo muy bien de una noche que no tenía ganas de ir al cine porque no daban nada interesante. De golpe miré el armario, miré la puerta y el cuento me cayó... así. De golpe, la noción de por qué estaba condenada la puerta (es extraño que esté condenada) le creaba a la otra habitación un ambiente extraño. Porque en los hoteles a veces hay puertas que comunican, pero cuando son personas que no se conocen, la gerencia mete llave y se acabó. Pero ¿por qué ese armario? Se me ocu­ rrió pensar que la habitación de al lado podía tener carac­ terísticas un poco diferentes. Todo eso era puramente ima­ ginativo. Fue entonces cuando imaginé la noción de que en plena noche yo me despertaba sin saber por qué y oía lloriquear un niñito al lado. Todo eso es absolutamente inventado e imaginado. Lo que no está inventado es el hotel, el gerente, mi conversación con el gerente — no sobre la mujer— , charlas banales. Todo eso es absoluta­ mente exacto. Te digo, como anécdota complementaria que no tiene nada que ver, frívola pero divertida, que a lo largo de los años me fui encontrando con muchas mujeres uruguayas, todas las cuales habían leído el cuento y todas las cuales me dijeron la misma cosa: lo único que no te perdonare­ mos jamás es que en ese cuento decís que las mujeres uru­ guayas van siempre mal vestidas. ¿Por qué dije yo eso? No lo sabré nunca. OP: En el cuento, el personaje escucha un lloriqueo, piensa que la mujer que vive al lado tiene un niño o es una histérica, y una noche, sin poderse contener, se pega a la puerta y se pone a remedar el llanto del niño, de una manera grotesca. Todo parece solucionado, la mujer aban­ dona el hotel, el hombre podrá dormir tranquilo. Pero esa noche el hombre se despierta y vuelve a escuchar el llanto del niño. Es un cuento que me dejó perplejo, porque ésa es una solución que yo (y creo que nadie) se esperaba. JC : Te diré que es una solución que se acerca al tipo más convencional del cuento de fantasmas, porque lo que se puede concebir — buscando una solución que yo no busco, ni me importa— es que en ese cuarto hay lo que podemos llamar un fantasma, una presencia, la de un niño muy pequeño que llora de noche. El segundo elemento está dado por el hecho de que, al parecer, la mujer había acepta­ do esa presencia, puesto que el hombre, desde el otro lado de la puerta, cree haberla escuchado tratando de cal­ mar al niño, a esa presencia. El hombre deduce, lógica­ mente, que el niño es de ella. Y cuando la mujer se va y desaparece, él se queda tranquilo porque da por supuesto que la mujer no va a irse dejando al niño. Pero resul­ ta que lo deja. Es decir, deja ese algo que llora de noche. Es lo más que te puedo decir. OP: Sí, yo creo que ése es precisamente el elemento inquietante, el que te deja un sedimento de angustia. Por un lado, el hecho de que la mujer hubiera aceptado como natural (o como sobrenatural) esa presencia que ella trata de arrullar. Y por otro el que abandone precipitadamente el hotel dejando eso allí. De todos modos, en el cuento se crea una figura mágica entre el personaje, la mujer y esa presencia, ese llanto en la noche. JC : Es muy cierto, sí, son simetrías que se dan en ese género. Y buscando se encontrarían más. Yo pienso ahora en otro cuento mío, Las armas s e c r e t a s en que la variante consiste en que el fantasma quiere vengarse de la mu­ jer (a él lo habían matado los miembros de la Resistencia porque violó a la mujer), el procedimiento es distinto. Él, el fantasma, invade el cuerpo del muchacho francés que está sinceramente enamorado de la chica. Y la chica de él. Pero en el momento en que él se acerca a la muchacha, que está perfectamente dispuesta a entregarse, hay de golpe algo en su fisonomía o en la forma en que se le ha caído el pelo a un costado, que hace que la chica lo rechace deses­ peradamente, porque le parece reconocer en él a su viola­ dor, al nazi. Y naturalmente no se anima a decírselo a él, porque ella misma no lo cree. Se deja entender que ella misma piensa que ha quedado traumatizada y enferma y que cualquier relación sexual le trae ese recuerdo. OP: Es la pareja de amigos la que introduce ese ele­ mento, ¿no? JC : Sí, la pareja de amigos explica la cosa, porque el amigo había participado en la ejecución del nazi. Pero lo que yo creo que hay de terrible en ese cuento es que la posesión empieza por grados ínfimos, va aumentando, aumentando y finalmente se convierte en total. Y en el mo­ mento en que a su vez el muchacho consigue finalmente acorralar a la chica, la viola y la mata antes de que lleguen los amigos. El cuento termina antes de que se descubra todo, pero todos los datos están dados. Y eso es también una modulación dentro de este trío en que hay un ser incorpóreo y una pareja. OP: La puerta condenada es, en cierto modo, un cuento fuera de serie en relación al elemento fantástico que allí se introduce. JC : Es muy posible. En ese cuento hay una cosa que a mí me gusta y es que creo que acerté con el personaje, porque hice un hombre muy pied-á-terre, es un hombre de negocios que está en sus cosas, que vino a terminar unos contratos, no es ningún imaginativo en especial. Y enton­ ces a él la cosa le cae con mucha más violencia, porque sale completamente de su órbita. Él no se imagina jamás nada extraño hasta la última frase del cuento, en la que él tampoco dice nada pero es posible imaginar lo que pensó. Supongo que él también huyó. OP: Sí, claro. El cuento termina así: «Extrañaba el llanto del niño, y cuando mucho más tarde lo oyó, débil pero inconfundible a través de la puerta condenada, por encima del miedo, por encima de la fuga en plena noche supo que estaba bien y que la mujer no había mentido, no se había mentido al arrullar al niño, al querer que el niño se callara para que ellos pudieran dormirse».61 Y aquí tenés claramente dibujada la noción de triángulo: «para que ellos pudieran dormirse». JC : Vos decís que es un cuento fuera de serie. Yo diría que es más convencional, porque ahí evidentemente hay un fantasma y a mí no me gusta, como sabés muy bien, trabajar con fantasmas. OP: Sí, pero no está demasiado claro tampoco, porque en la literatura moderna todo narrador es un personaje dudoso. Se acabó la época en que podíamos depositar nues­ tra confianza en los narradores, como en los buenos tiem­ pos de un Dickens, por ejemplo. Porque si bien el cuento está narrado en tercera persona por un narrador no com­ prometido, de todos modos está contado desde el punto de vista de Petrone. JC : Esa tentativa de interpretación (de explicación) de los cuentos fantásticos, míos o de otros, puede muchas veces optar por esa solución, la de que finalmente el per­ sonaje imagina lo que cree haber vivido. Pero precisamente pensando en eso (lo debo haber pensado) hice de Petrone el ser menos imaginativo del mundo. Porque si yo hubiera escrito «Llegué al Hotel Cervantes, etc., etc.», el lector piensa de inmediato que yo es Julio Cortázar y en seguida se dice: «Bueno, éste se las piensa todas, se imagina todo, es un neurótico, es un loco». Tengo ya mi buena fama... Sin embargo, Petrone piensa un poco en algún momento que a lo mejor la mujer es una histérica que finge. Porque nunca la ha visto con el niño, él se la cruza una o dos veces en el pasillo y le parece extraño que un niñito tan difícil quede abandonado en la pieza. Y piensa que en una de ésas se trata de una de tantas madres frustradas que acuna un niño imaginario y que, a la manera de un ventrí­ locuo, imita los lloriqueos del niño. Incluso cuando la mu­ jer se va, cuando la mujer abandona el hotel precipitada­ mente, Petrone está a punto de explicarse con el gerente. Pero se dice que después de todo no tiene importancia, que debe tratarse de una histérica. OP: A mí me interesaba este cuento en particular por­ que una de las cosas que no figura demasiado en tus bio­ grafías — por otra parte muy parcas— es tu contacto di­ recto con Montevideo, de donde sin embargo proviene La Maga, a la que además ubicás en un barrio poco ortodoxo para los uruguayos, el Cerro. ¿Estuviste en él? JC : Sí, lo visité. Ahora, por qué la puse a ella ahí, no lo sé. Porque no hay que olvidarse de lo que se cuenta cuando La Maga recuerda lo que le había pasado con un negro y habla de lo que era la casa. Allí se describe un conventillo y me pareció que el Cerro venía bien para ubicarla. Pienso que fue por eso. E L TERRITO RIO D E LA NOVELA OP: Los premios62 es entonces tu primera novela pu­ blicada, y te diré que a mí me sigue gustando mucho. Y se me ocurre que si se hace una atenta lectura ya es posible encontrar algunos de los elementos que luego se darán en Rayuela? No quiero caer en lo tópico, pero es fácil ver que hay dos o tres posibles lecturas de Los premios. La primera sería casi la de una novela policial, es el deseo de resolver un misterio; la segunda la de una búsqueda inte­ rior. Los personajes creen que están buscando algo en el buque, cuando en realidad están buscando dentro de sí mismos. Pero además tú dijiste que empezaste Los premios con una muy vaga idea de lo que iba a ocurrir. Ese signo de la búsqueda, que se da en todas tus novelas (más que en los cuentos) ya está ahí, clarísimo. Me gustaría saber si tú eras consciente — y discúlpame que insista— de ello. JC : Me acuerdo que cuando empecé a escribir Los premios la noción misma del tema era muy absurda, en el sentido de que en la Argentina no había una lotería de esas características. S.n embargo, siendo yo muy chico, había habido unas estafas, hubo una serie de loterías cuyos premios eran viajes y recuerdo que hubo una gran estafa a propósito de un barco que nunca salió. Supongo que eso me debe haber marcado un poco y que en cierto modo justificaba que yo inventara esa lotería imaginaria cuyo premio era un viaje. Recuerdo en cambio bastante bien que cuando decidí utilizar ese elemento como núcleo y como tema de partida de la novela, se me planteó el pro­ blema de saber qué iba a pasar después de que el buque zarpara. Porque no se trataba solamente de embarcar a una serie de personajes en ese buque, sino de imaginar en dónde se iba a situar, digamos, el desarrollo novelesco. Y es allí donde tenes mucha razón cuando hablas de una segunda lectura, la lectura en la que el viaje en sí no tiene mucha importancia y se vuelve una cosa un poco sim­ bólica, porque lo que cuenta es el autodescubrimiento que los personajes más importantes van haciendo a lo largo de esos días. Es evidente que yo coloqué en acción una serie de personajes que estaban en momentos críticos de su vida. Es decir, en momentos en que, sin saberlo mucho ellos mismos, estaban buscando una definición, en algunos casos incluso hasta una redención. Y en otros casos, simplemente, la realización de su propia personalidad, de saber verdadera­ mente quiénes eran. Y eso se convirtió, desde luego, en el motivo principal de la novela a medida que yo iba escribiendo. Yo creo que se nota desde que los personajes suben al barco y hay los preparativos de salida. Inmediatamente yo empecé a to­ marlos unos tras otros, o haciéndolos conocerse, creando sistemas de simpatías y antipatías. Hay una exploración psíquica de cada uno de ellos. OP: Pero nunca mostrás todas las cartas. Quiero decir: no adoptás el punto de vista del narrador omnisciente. JC : Yo traté de irle mostrando al lector qué es lo que hay detrás de la fachada de la mayoría de los persona­ jes. Por ejemplo, así como El Pelusa — yo lo digo en una notita en el libro— se me dio la vuelta, afortunadamente, y se convirtió en un personaje muy querido por mí, hacia el final hubo otros en los que ese proceso fue inverso, fue negativo. Cuando yo imaginé a la joven pareja de Lucio y Nora, los vi con mucha simpatía y hubiera querido hacer de ellos personajes muy positivos. Pero se me escaparon. OP: Son de una mediocridad terrible... JC : Son convencionales y mediocres y al final del libro Lucio hace un papel muy triste. La chica es una pobre mu­ chacha, sin ninguna capacidad de decisión. Los premios tuvo para mí el encanto de ser escrito como quien está manejando un laboratorio. Pero no como un Dios omni­ potente que hace lo que quiere, porque aquí los cobayas muchas veces se me ¿aban la vuelta y se oponían a mis designios. Y eso es todavía más fascinante. OP: Y hay también otro elemento, los monólogos de Persio, que van cortando la acción, que la interpretan y hasta' llegan a ser algo semejante a la voz de un oráculo. A mí se me ocurre que, salvadas todas las diferencias, que son muchas, Persio es una especie de Morelli, hace lo que Gide llamaba la mis-en-abíme del texto. JC : Está bien esa observación, tal vez yo no lo había pensado. Claro, porque Persio es evidentemente un personaje colocado en esa situación para tener una especie de supravisión de todo lo que está sucediendo. Pero una visión que además es diferente de la visión del novelista y de los propios personajes. Es siempre una visión metafísica, una visión en la que todo se vuelve símbolo, en la que el barco se convierte un poco en la visión de la guitarra de Picasso. Lo que hace de Persio — no me gusta la palabra profeta— pero sí un hombre que se diría que desde el principio sabe ya de alguna manera todo lo que va a suceder, que tiene todas las cartas en la mano. Aunque su naturaleza un poco extravagante hace que él no participe directamente en nada, simplemente es el obser­ vador, es el hombre que desde lo alto del barco ve todo lo que está sucediendo. OP: Pero ahí Persio adelanta ya algo que después va a ser frecuente en tus cuentos y novelas, que es la idea de figura, de constelación. Creo que Persio es el primer perso­ naje tuyo que de una manera explícita habla de la' figura como de un elemento misterioso que de alguna manera está dibujado y que él es capaz de discernir, de intuir. ¿De dónde proviene esa idea de figura? JC : La primera sospecha, la primera presentación de eso que yo llamo figuras a falta de mejor nombre, es muy temprana en mi vida, viene en realidad de mi infancia. Muchas cosas que la gente atribuía a casualidades, cuando usaban la palabra casualidad para explicar o explicarse ese tipo de «coincidencias» que se dan en la vida, yo sentía de manera intuitiva que decir «casualidad» o «coincidencia» no explicaba absolutamente nada. Esas cosas que se producían y parecían coincidencias o casualidades yo las sentí siempre desde muy niño como respondiendo a un sistema de leyes diferente al sistema de leyes aceptable y conocible por todo el mundo. Que me parecían tan rigurosas y tan implacables como las leyes del día. De modo que — para seguir usando esta imagen— esas leyes de la noche, esas leyes misteriosas, tenían para mí la misma fuerza que las leyes del día y entonces a mí no me asombraba en absoluto cosas que parecían casualidades in­ cluso sorprendentes o coincidencias inquietantes para la gente. Yo las tomaba como el cumplimiento de esas leyes e incluso desde pequeño tuve una especie de noción trian­ gular de lo que luego yo llamaría figura. Yo sentía que cuando se producía un elemento A, se­ guido de un elemento B — que era lo que la gente llamaría una coincidencia o una casualidad— había un tercer ele­ mento C, que podía ser un elemento alcanzable, compren­ sible o no; pero de todas maneras yo sentía que el triángulo, que la figura, se cerraba. Nunca había A y B, siempre había A y B que despertaban, que creaban la noción de C. OP: ¿Podés explicarlo con algún ejemplo? JC : Yo sé que es difícil dar ejemplos de eso, porque muchas veces hay una' cosa instantánea, fulgurante. Por ejemplo: de pronto el golpe de una puerta coincidía con un olor, una puerta se golpeaba y yo percibía un olor. Y en­ tonces algo en mí sabía que en alguna parte de la casa iba a ladrar el perro; y el perro ladraba. Ahí se cerraba el triángulo. Ahora bien: hablar de eso con mis mayores me hubiera llevado al psiquiatra, suponiendo que hubiera psi­ quiatras en esa época. Porque es perfectamente loco, eso no responde a ninguna ley verificable, o sea que el perro ladre porque yo he percibido un olor y una puerta se ha golpeado. Y sin embargo eso me perseguía, se me daba en muchos momentos de mi vida y en vez de asustarme o preocuparme, yo lo recibía con alegría porque me iba familiarizando con ese mundo de las figuras, con ese mundo de las constela­ ciones, como le llamé después. OP: Es absolutamente extraño. JC : En Último round hay un texto donde se habla bastante en detalle de todo esto, mejor de lo que yo lo estoy explicando ahora. OP: Hay más de un texto a ese respecto, si nc me equivoco. Está por ejemplo La muñeca rota (Último round, Tomo I, pp. 248-271) en que hablás de 62, Modelo para armar o en Cristal con una rosa dentro (Ültimo round, Tomo II, pp. 127-129). En este último decís lo siguiente: «En mi condición habitual de papador de moscas puede ocurrirme que una serie de fenómenos iniciada por el ruido de una puerta al cerrarse, que precede o se superpone a una sonrisa de mi mujer, al recuerdo de una callejuela en Antibes y a la visión de una rosa en un vaso, desencadene una figura ajena a todos sus elementos parciales, por com­ pleto indiferente a sus posibles nexos asociativos o causa­ les, y proponga — en ese instante fulgural e irrepetible y ya pasado y oscurecido— la entrevisión de otra realidad en la que eso que para mí era ruido de puerta, sonrisa y rosa constituye algo por completo diferente en esencia y signi­ ficación.» (pp. 127-128.) * * * OP: Vos hablás de «pasaje iniciático» y yo tenía pre­ visto insistir un poco, tomando como punto de partida el viaje de Los premios, acerca de la importancia que hasta cierto momento se atribuyó al viaje iniciático a París o a Europa en determinados círculos del Río de la Plata. A mí me gustaría yuxtaponer ese mito con un cuento de Henry James, El rincón pintoresco, donde el personaje, que ha pa­ sado gran parte de su vida en Londres, regresa a Estados Unidos y se tropieza con su propio fantasma, tiene la entrevisión de lo que habría sido si se hubiera quedado. En este caso concreto se trata de una visión aterradora. Sin llegar a los extremos de James, por supuesto, ¿alguna vez te preguntaste qué hubiera sido de ti si te hubieras quedado en la Argentina? JC : No. No creo. Pero muchas veces, después de ocho o diez años de estar viviendo en Europa he tratado de imaginar un doble mío en Buenos Aires y me he pregunta­ do: ¿Qué hubiera hecho yo en estos diez años que he pasado en París si me hubiera quedado allá? Y tengo que decir que siempre sacaba una sensación, un sentimiento negativo. La impresión de que si yo me hubiera quedado allá, en esa época, en ese momento, me hubiera anqui­ losado, me hubiera enfermado, hubiera aceptado los pará­ metros de la época en Argentina, mientras que esos mis­ mos diez años en Europa fueron para mí diez años de una plasticidad enorme, un desplazarme continuamente por las cosas y por los seres, un descubrimiento casi cotidiano que luego, a medida que han pasado los años, disminuyó, entró en un ritmo más normal. Una cosa que no lamentaré jamás es haber venido a Europa en la época en que vine. OP: Pero el regreso de Oliveira a Buenos Aires y su reen­ cuentro con Traveler y Talita, que son un poco su propio doble y el de La Maga, que es como enfrentarse a un espejo, ¿no es también una reflexión acerca de lo que hubiera sido su vida en caso de haberse quedado? JC : No sé. Lo que hay que pensar es que cuando Oli­ veira vuelve a Buenos Aires no lo hace por su propia volun­ tad, sino porque la policía francesa lo echó de París, lo ex­ pulsó de Francia. Y en segundo lugar, todo lo que le sucede en Buenos Aires es un lento descenso a los infiernos. La novela, como bien sabés, no tiene un final, se puede pensar lo que se quiera, que Oliveira se mató o no. Si se mató es ya directamente la aceptación del infierno y de la nada. Y si no se mató, en la línea en que la novela lo describe avanzando, no creo que hubiera podido salir de ese pozo en el que estaba metido. OP: Sí, eso está claro. Pero digamos que esa ambivalen­ cia, que esa doble falencia (la ausencia de Buenos Aires en París y la de París en Buenos Aires) es algo de lo que Oli­ veira era incapaz de liberarse. Pero la idea de que quien no hace el viaje iniciático corre el grave riesgo de frustrarse subyace en Rayuela (y en cierto modo en Los premios) y en muchas otras novelas o cuentos de escritores latinoameri­ canos. Te podría incluso hablar de Horacio Quiroga y de su Diario, allá por 1900. Es una lectura realmente terrible. JC : Yo no sé, en las novelas de otros escritores es posi­ ble, podríamos incluso tratar de ejemplificar algunas. Pero en lo mío no hay eso. No hay eso porque yo conozco tantos casos de gente que no se ha movido de Argentina — por razones personales, por razones de educación, de adaptación de su propio trabajo al contexto en el que viven— que no se ha frustrado, que no ha perdido nada por no venir a Europa. Yo no quisiera que se pensara que en la conducta de mis personajes, en este caso Oliveira, hay una especie de tentativa de lección, de decirle a todos los argentinos que sin el cono­ cimiento de Europa no se van a realizar plenamente, por­ que cada vez lo creo menos. Incluso creo que el espejismo de Europa está disminuyendo en América Latina. Ha sido reemplazado por algo mucho más positivo, por una amis­ tad, por un saber que eso está allá y que puede haber con­ tactos y relaciones de intercambio. Afortunadamente, cada día más, los argentinos y los latinoamericanos van perdien­ do esa actitud colonial en materia de cultura — porque era una actitud colonial— que consistía en esperar el espal­ darazo, el diploma de hombre cumplido cuando se iba a Europa. OP: Que es en cierto modo lo que decís, irónicamente, en ese texto tuyo para el libro de Sabat, Monsieur Lautrec M: «De nosotros conoció a los fils a papa, los hijos de viejos o de nuevos ricos ríoplatenses que desembarcaban en Fran­ cia para completar su educación sentimental y preparar ese regreso que les daría un diploma no escrito, pero más pres­ tigioso que el de las universidades». Lo que ocurre, y con esto no estoy diciendo nada nuevo, es que esta década de dictaduras, persecuciones y asesinatos masivos en nuestros países nos ha permitido a los exiliados, paradójicamente, descubrir la Patria Latinoamericana en Europa, dejar de lado los pequeños nacionalismos. JC : Yo creo que eso es profundamente positivo en la medida en que no se convierta en nacionalismo, como dijiste recién, en un nacionalismo que rechace Europa de mala manera, diciendo — como se oye en América Latina— que son civilizaciones cansadas, que ya nada tenemos que aprender de ellos, que todo el porvenir está en América Latina, ese tipo de banalidades que en el fondo encubren grandes debilidades y que no son positivas. Yo sigo pensando que la desaparición del gran espe­ jismo europeo en estos últimos treinta años es tal vez po­ sitivo en la medida en que se lo utilice positivamente, en que no sea simplemente despreciar lo que antes se anhelaba conocer, poseer y dominar. OP: ¿Volverías ahora a la Argentina? JC : Sí, yo volvería a la Argentina, pero nunca utilizaré palabras definitivas, porque si por volver querés decir volver para quedarse, es necesario aclarar este aspecto. Yo estoy deseando volver a la Argentina y ojalá pueda hacerlo a co­ mienzos del año que viene. Pero yo sé que no voy a que­ darme en la Argentina; mi ideal sería poder volver al sis­ tema que tuve durante tantos años: es decir, ir y volver cuando se me daba la gana. Cosa que se acabó con la lle­ gada de los militares y con la creación de los Escuadrones de la Muerte. OP: Me gustaría que me hablaras un poco de tus rela­ ciones con el Nouveau Román. Vos llegás a París en 1951 y en los años subsiguientes surge el Nouveau Román. En 1953 Robbe Grillet publica Les gommes, en 1954 Michel Butor publica Passage de Milán, en 1955 Marguerite Duras publica Le square y en 1957 Butor publica La modification. Y al mismo tiempo se desata una formidable polémica lite­ raria en todas las revistas de París. ¿No te sentiste atraído por ese intento de renovación de la novela francesa y de la novela en general? JC : Yo leí, claro, las primeras novelas del llamado Nou­ veau Román. Leí La modification de Butor, las primeras cosas de Nathalie Sarraute y de ahí saqué dos conclusiones: la primera, que las novelas del Nouveau Román no me sa­ tisfacían porque me parecía que al mismo tiempo que se liberaban de una serie de cosas negativas, una serie de convenciones psicológicas (y en eso yo estaba completa­ mente de acuerdo) por otro lado no conseguían reemplazar eso con elementos novelescos nuevos, inéditos. Y que se quedaban un poco en un terreno que a veces se acercaba más al ensayo que a la novela, que no hacían más que girar en torno a un tema, penetrar profundamente en el tema y explorarlo, sin que se viera finalmente eso que tiene toda gran obra literaria, que es la obra literaria misma y una especie de proyección a un campo nuevo de donde luego saldrán cosas. Toda gran obra literaria para mí ha tenido siempre como una aureola, no se queda en la obra misma, es una incitación que será seguida más o menos bien, o antes o des­ pués, pero tiene una proyección hacia el futuro dentro del itinerario de la Literatura. El Nouveau Román me pareció a mí una serie de ensa­ yos in situ es decir, descripciones novelescas, indagaciones novelescas, todo es absolutamente cierto y casi siempre muy bien escrito. Pero una vez terminado quedaba muy poco en mi memoria, por lo menos como un peso muerto. Para sintetizarte, te diré que lo que me gustó en el Nouveau Román y lo apoyé con mucho entusiasmo — y a mi manera traté de realizarlo no en Rayuela sino en 62, Modelo para armar— , fue justamente algo que nos trae de nuevo a las figuras. Yo encontré que era positivo la eliminación sistemática y deliberada del comportamiento psicológico previsible y usual en los personajes, esa presencia de todo un repertorio de sentimientos, de pasiones, de mecanismos lógicos. En las buenas novelas de esta escuela los personajes tienen a veces casi conductas de insectos, ¿no? O por lo menos no te enterás del mecanismo que puede estar rigiendo, dirigiendo sus acciones. OP: Yo creo que el punto de contacto entre el Nouveau Román y tu obra — si es que existe— proviene de que para Robbe Grillet la literatura es revolucionaria por su forma, no por su contenido. Idea que, por otra parte, apa­ rece ya formulada por los surrealistas. JC : Claro. Cuando después de Rayuela (que es una no­ vela muy psicológica y que no tiene nada que ver con el Nou­ veau Román, en ese plano al menos) decidí escribir 62, Mo­ delo para armar basándome en una idea expuesta por Morelli en el capítulo 62 de Rayuela, mi intención era justamente la de tratar de escribir un libro que, a diferencia con los del Nouveau Román, fuese una novela cargada de acción, con un nudo y un desenlace, sobre todo con un desenlace. Pero que, al mismo tiempo, tuviera del Nouveau Román ese mismo rechazo de las fatalidades psicológicas, el hecho de que si esta señora está celosa de otra señora por un motivo cualquiera, su conducta va a ser la conducta típica de una mujer celosa en toda la tradición de la novela psi­ cológica francesa. Eso es lo que ha hecho de ese libro el más difícil de escribir para mí, aunque a primera vista no lo parezca por­ que creo que se lee con bastante soltura. Su escritura fue difícil porque los personajes están movidos por fuerzas que no son las fuerzas de la psicología. Se mueven, forman una constelación que está regida por elementos que no se puede explicar racionalmente, como no se explica la ciudad, ese lugar en el cual ellos pueden encontrarse a pesar de estar en lugares tan diferentes. Si alguna deuda tengo con el Nouveau Román habría que buscarla en 62. O P : Lo cual confirma que la mención del libro que acaba de comprar Juan en el boulevard Saint-Germain, que re­ sulta ser un libro de Michel Butor, precisamente, no es gratuita. Pero ya que hablamos de la ciudad, que es proba­ blemente el elemento más misterioso que existe en 62, re­ cuerdo que en una conversación de hace ya bastante tiempo me dijiste que para ti la ciudad era una realidad, una rea­ lidad a la que volvías de tiempo en tiempo. JC : No sólo vuelvo de tiempo en tiempo. Estuve en ella la semana pasada. La semana pasada yo bajé a la ciudad. Yo digo bajar porque con ello me quiero referir a lo que ocurre en el sueño. Si querés expresar plásticamente la no­ ción de dormir nunca decís «subir al sueño», sino «bajar al sueño», lo cual es muy justo como imagen, porque todas nuestras potencias inconscientes y subconscientes tendemos a imaginarlas debajo. Decimos «esto viene del inconsciente» pero nunca nos tocamos la cabeza, a pesar de que el incons­ ciente no tiene localÍ2ación somática y sin duda está en el cerebro, como todas nuestras facultades; pero nosotros ten­ demos a establecer un arriba y un abajo. Entonces, yo bajo a la ciudad, nunca subo. La semana pasada estuve de nuevo en ella y descubrí otro peda?o, yo la voy completando, tengo un mapa de la ciudad al cual le voy agregando las nuevas zonas, los nuevos barrios. La ciudad no ha perdido para mí nada de su fuerza. OP: Muy bien, ¿pero qué es la ciudad? JC : La ciudad es una ciudad con características perfec­ tamente definidas geográficamente, es una ciudad en la cual yo nunca he estado en esta vida despierto, no conozco nin­ guna ciudad — de las muchas que he conocido— que se parezca a ésta. Es una especie de síntesis, hay algunos ele­ mentos que pueden provenir de ciudades «reales». Por ejemplo: hay una parte que puede hacer pensar en Venecia y otra parte que puede hacer pensar en Estambul. La diferencia es que yo sé cuándo estoy en la ciudad, por­ que reconozco cosas que ya he visto en sueños precedentes. En las otras ocasiones (yo sueño mucho) hay algo en el sueño que me dice que ésa no es la ciudad, que es una ciudad cualquiera. Cuando se trata de la ciudad yo sé que es ella porque hay una vibración especial, suceden cosas, hay una diferencia de climas. Es como si yo pudiera tener dos categorías de sueños diferentes. Los especialistas dirán si eso es posible o no, o sea, el hecho de su recurrencia. Debe hacer fácilmente veinte años que empecé a soñar con la ciudad, que en cada nuevo sueño le voy agregando una calle y que sé que por esa calle voy a llegar a una zona que ya conozco. Y ocurre así, de­ semboco en una zona conocida. La ciudad se va configu­ rando, se va armando cada vez más y por eso te digo que incluso puedo dibujar un plano. Un plano muy general, pero puedo dibujarlo. OP: Onetti había hecho también un plano de Santa María y estaba por agregarle un túnel subfluvial. Pero Onetti imaginó Santa María. Aunque es muy posible que sueñe con el1a y se pasee por sus calles. JC : Claro. Entonces, era lógico que cuando empecé a escribir 62 — dentro de toda la antipsicología que allí había, del rechazo de todas las conductas y los motores propios de la conducta psicológica de los seres normales— la idea de la ciudad me vino, digamos, como una especie de punto de reunión eventual de los personajes contra todas las leyes humanas y divinas, puesto que hay personajes que se encuentran en la ciudad e incluso les suceden cosas en la ciudad mientras uno de ellos está viviendo en Londres y el otro, por ejemplo, está viviendo en Viena. La ciudad es un puerto en donde bruscamente pueden bajar y encon­ trarse. OP: En ese sentido yo creo que vale la pena citar aquí algunos de los versos del poema de la ciudad,65 ese trozo que dice así: Entro sin saber cómo en mi ciudad, a veces otras noches salgo a calles o casas y sé que no es en mi ciudad, mi ciudad la conozco por una expectativa agazapada, algo que no es el miedo todavía pero tiene su forma y su [perro y cuando es mi ciudad sé que primero habrá el mercado con portales y con [tiendas de frutas, los rieles relucientes de un tranvía que se pierde hacia un [rumbo donde fui joven pero no en mi ciudad, un barrio como el [Once en Buenos Aires, un olor a colegio paredones tranquilos y un blanco cenotafio, la calle [Veinticuatro de Noviembre quizás, donde no hay cenotafios pero está en mi ciudad [cuando es su noche. OP: En un trabajo crítico de Wolfgang Luchting («To­ dos los juegos el juego»),“ se hace una serie de reflexiones que me llamaron la atención, porque Luchting tiene la im­ presión de que ése es un cuento que ha sido planificado de tal manera que no hay un solo elemento que esté de más. Luchting dice que allí hay dos triángulos simétricamente opuestos: el procónsul, Marco e Irene en el pasado, Jeanne, Sonia y Roland en el presente. Y dice que así como Marco cae en la red del reciario nubio, Roland se sirve de otra red — la del teléfono— para cazar a Jeanne. También se­ ñala el gesto del procónsul, quien al levantar el brazo para saludar piensa que «así será algún día su estatua». En el presente, está el gesto de Roland al descolgar el tubo. Ahora bien, todos estos elementos, que efectivamente están en el cuento, ¿son el fruto de un trabajo consciente o, como te suele ocurrir, se fueron ordenando un poco a espaldas tuyas? JC : A mí termina por darme vergüenza tener que re­ petir siempre lo mismo: no. Una vez más tengo que decirte que no, y al mismo tiempo asombrarme de la inteligencia y de la sagacidad de ese crítico que decortica, que analiza el cuento y empieza a encontrar una serie de simetrías, de elementos, que forman finalmente una figura, pero que cuando yo escribí el cuento no existían en absoluto como figuras. Una vez más es la eterna historia de que a veces me da un poco de vergüenza firmar mis cuentos, porque tengo la impresión de que finalmente me los han dictado. Claro: tengo que convencerme de que soy yo mismo quien me los dicto. Un yo mismo al que yo no tengo acceso en el estado de vigilia. Un yo que viene del subconsciente. Ayer justamente recibí una carta de Emma Speratti Pi­ nero, una argentina que vive hace cuarenta años en Estados Unidos. Es muy buena crítica literaria y se ha ocupado mu­ cho de mis cosas. Me hizo llegar una lista de 40 o 50 pre­ guntas sobre 62, Modelo para armar, en donde también apa­ rece este tipo de cosas que ella va descubriendo al leer la novela, pero que no tienen absolutamente nada que ver con lo que había en mí en el momento en que la escribí. Te doy un simple ejemplo: como en 62 hay episodios de vampirismo, hay, como sabés una presencia de vampirismo, a ella se le ocurrió que el restaurante donde empieza la acción, el Polidor, no existe realmente. Ella pensó que se trata de un restaurante imaginario al que yo le puse Polidor pensando en Polidori, a quien conozco muy bien. Este Polidori era un italiano amigo de Byron y de Shelley, que escribió uno de los primeros textos sobre vampirismo. Entonces, Emma deduce que el restaurante Polidor es una guiñada al lector para hacerlo pensar en Polidori y meterlo ya en el terreno del vampirismo. Nada de eso existió en mí cuando escribí 62. Empezando porque el restaurante Polidor existe en la rué Monsieur le Prince. Es un poco lo mismo, ¿no? Los críticos imaginativos descubren una serie de constelaciones, de simetrías en mis cuentos, muchas de las cuales sin duda deben ser ciertas. OP: Están en el texto y en el contexto, para decirlo un poco presuntuosamente. No creo que importe demasiado saber si un escritor es consciente o no de ello. Aldous Huxley, que era un super-intelectual, solía fastidiarse cuan­ do D H. Lawrence le explicaba su modo de creación: «Lo siento aquí», decía, golpeándose el pecho. JC : Sí, esos elementos están allí y es lícito que el crítico los tome en cuenta. Además, hay un cierto tipo de crítico del cual yo me burlo con alguna ironía a veces: el crítico que en el fondo no está demasiado seguro de que exista eso que se llama la originalidad. Que piensa que todo lo que ha sido escrito está basado en algo ya escrito. Es el criterio de la crítica clásica, en la que inmediatamente, cuando un escritor inglés del siglo xvn publicaba un libro, se lanzaba a ver qué era lo que había de Ovidio, qué era lo que venía de Suetonio, qué era lo que venía de Horacio. En esa época las influencias clásicas eran más visibles, más confe­ sadas. OP: Tal vez porque ya entonces, como decía el doctor Johnson, a nadie le gusta deberle nada a un contemporáneo. JC : Claro. Y eso se repite ahora con nosotros, de una manera a veces absurda, porque a mí me han explicado críticamente ciertos cuentos míos de una manera que no tiene absolutamente nada que ver, no ya con lo que yo quise hacer, sino con lo que creo que es el contenido del cuento. Pero en un nivel inteligente, como es el caso de esta mujer que te menciono y en el de Luchting, por ejem­ plo, es agradable para un escritor que le muestren coras que él mismo no ha visto en sus cuentos. OP: Me gustaría saber de qué trataba una primera novela (no me refiero a la que escribiste a los nueve años) que según ciertas versiones fue destruida y segúi otras se extravió o quedó relegada al purgatorio de un cajón. JC : Esa novela temprana estuvo precedida por una o dos novelitas de las que no hay mucho que decir. Esa novela se llamaba — y el título me parece sugestivo— Soliloquio. Pero a pesar del título, no está escrita en primera persona, sino en tercera. El personaje, que me reflejaba mucho a mí, es el joven argentino super-lector, supercultivado, europei zante por donde lo busques en sus gustos literarios, y al mismo tiempo muy conectado con la Argentina, porque me acuerdo que en la novela había una cosa que ya casi nunca hago: descripciones. Habrás visto que yo hago las necesarias y nada más. OP: Sí, vos das apenas algunas indicaciones y dejás el resto por cuenta del lector. Yo le he preguntado a una serie de personas, de amigos, cómo se imaginaban a La Maga. Salvo unos pocos detalles, nadie coincidía en su descripción física. JC : En esta novela había largas descrinciones de pla­ zas, de parques por donde el personaje se iba a caminar. Era una novela muy romántica, de amores imposibles. Él es un joven profesor (como yo) que enseña en un pueblo de provincia (como yo), donde tiene problemas de amor con una alumna. Allí está todo el clima pueblerino. Todo eso tomaba la módica suma de 600 páginas, era una novela muy larga y terminaba al estilo de ciertas novelas france­ sas, en una especie de desencanto, donde nada se cumple finalmente, nada se realiza y el personaje se queda un poco a la deriva. m&k Eso dentro de lo que me acuerdo, porque no recuerdo exactamente cómo terminaba. OP: En La vuelta al día en ochenta mundos (Tomo II, pág. 185) anunciás que allá por los años cuarenta escri­ biste «seiscientas páginas que eran entonces y quizá siguen siendo el único estudio completo» sobre John Keats. Tam­ bién contás que se lo llevaste a un «señor extraordinaria­ mente parecido a una langosta», quien, después de recorrer «con aire consternado un capítulo en el que Keats y yo nos paseábamos por el barrio de Flores» te devolvió el libro «con una sonrisa cadavérica». ¿Qué fue de ese libro? ¿Lo tiraste? JC : No, cuando salí de Buenos Aires me lo traje con­ migo. Está ahí, en ese armario. Te lo puedo mostrar. OP: Entonces, ¿por qué no lo publicás? JC : Lo primero que habría que explicar es cómo un argentino de la ciudad de Buenos Aires, que no es un lin­ güista profesional, que no conoce el inglés a fondo — aun­ que lo conoce lo bastante bien como para hacer traduccio­ nes literarias y leer corrientemente literatura inglesa— decide un día escribir una obra sobre un poeta romántico inglés. Poeta romántico conocido académicamente en las universidades argentinas y en los cursos de literatura in­ glesa, pero con muy poca vigencia, digamos, entre los lec­ tores de poesía que por esa época preferían otros autores. Sin contar que había pocas traducciones de Keats y que en general no eran buenas. Para explicar todo esto tengo que empezar diciendo que cuando yo empecé a leer en in­ glés, hacia los 15 años más o menos, empecé a leer una gran cantidad de poesía, más poesía que prosa. Y natural­ mente fui descubriendo a los grandes poetas ingleses del siglo xix y entre ellos a Keats, que se convirtió en mi poeta Mucho más que Shelley, que Byron o Coleridge, más que cualquiera de los poetas de esa pléyada del siglo xix. Con Keats hubo desde el principio una especie de intimidad, yo lo sentí como un ser viviente, como si no hiciera casi dos siglos que había muerto. En esa época, un editor me confió la traducción de un clásico, el libro de lord Cloughton «Vida y cartas dé John Keats». Es un libro que da un poco las bases de la biogra­ fía de Keats, porque el autor fue uno de los primeros que lo estudió en Inglaterra en el siglo xix. Entonces, mien­ tras yo traducía ese libro con infinito cariño, empezó a darme vueltas la idea de que acaso sería una cosa muy bella que un argentino, en español y un siglo y pico después, intentara esa cosa vertiginosa que era aproximarse a Keats y tratarlo no ya desde el ángulo británico, sino desde un ángulo más universal, fuera de nacionalidad y fuera de idioma. Entre paréntesis, yo tenía una bibliografía bastante grande sobre Keats (todos los estudios críticos, la biblio­ grafía sobre Keats es inmensa pero yo tenía algunas de las cosas más importantes que me había leído y anotado y subrayado) y un buen día empecé. Empecé con ciertas dudas, porque no sabía ni qué camino tomar; era muy difí­ cil darle una forma a ese libro, porque en cuanto te descui­ dabas te salía un ensayo más. Y yo más bien quería que eso fuera una especie de diálogo con Keats, en donde él estuviera lo más presente posible. Y entonces, utilizando sus cartas, que lo describen tan bien (porque fue un escritor de cartas maravilloso) y sus poemas y todos los datos bio­ gráficos que yo tenía, empecé a seguirlo como alguien que lo hubiera seguido por la calle y empecé a hablar de él desde su primera juventud. Ese libro estaba hecho con una gran libertad, ye inter­ calaba cosas que no tenían nada que ver con Keats. Eso es lo que los tipos que vieron el manuscrito, los funciona­ rios ingleses que lo podrían haber hecho editar, no com­ prendieron en absoluto y al contrario, les molestó. Les pa­ reció muy irreverente que yo hiciera referencia a hechos que estaban sucediendo en este momento, en el momento en que yo escribía. Que me saliera del tema durante dos o tres páginas, cuando en realidad la intención era acercar a Keats a la contemporaneidad y de esa manera ponerlo más cerca del lector. Bueno, burla burlando en dos años escribí todo ese libro que tiene más de 600 páginas. Y en ese momento me vine a París y lo copié a máquina. Al copiarlo lo volví a leer, y aunque me quedé y sigo estando satisfecho con la invención y con algunos momentos del libro, me di cuenta de que no era un libro publicable porque era un libro es­ crito por otro poeta romántico y eso no se usaba en esa época. Era un romántico que hablaba de otro, había mu­ cha sensiblería a veces en algunos episodios. En fin, es un libro que hubiera tenido que revisar de punta a punta y en ese momento yo ya estaba metiéndome en los cuentos, estaba empezando mi etapa de Francia y el libro se quedó ahí y ahí se va a quedar. RAYUELA: LA INVENCIÓN DESAFORADA OP: Al lector de Rayuela le da la impresión de que el autor se propuso hacer tabla rasa con casi (y sin el casi) toda una tradición en materia de novela, que había que par­ tir de cero, que era preciso, llegado el caso, inventar un lenguaje (el glíglico). Lo que yo quiero preguntarte es esto: Cuando empezaste a escribir Rayuela, ¿tenías la idea de que ibas a hacer algo que no tenía nada que ver con lo que se había hecho en América Latina hasta ese momento? JC : ¡Ah, sí! De eso tenía una idea muy clara, porque cuando me puse a escribir Rayuela había acumulacio varios años de Oliveira, de las meditaciones de Oliveira, de haber enfocado la realidad como Oliveira la enfoca. Eso se va explicitando después a lo largo del libro, pero ya estaba en mí cuando empecé a escribirlo. Vos sabés que las intui­ ciones de Oliveira — para decirlo de una manera sintética y pobre— son que estamos metidos en un camino que nos lleva derechito a la bomba atómica, a la liquidación final. Y eso, sencillamente, porque en algún momento de la evo­ lución histórica hubo una bifurcación mal hecha, algo que salió mal, y que nos estamos yendo al diablo por ese camino en vez de haber seguido el bueno. Oliveira no sabe, no tiene la menor idea de cuál es el bueno, él no tiene ninguna idea positiva acerca de nada, para él todo es negativo, es un mediocre, no tiene ningún talento especial. Y entonces él vuelca todo su odio en esa evolución de lo que se llama la civilización judeo-cristiana. Él intuye que al principio hubo otras posibilidades y que el hombre eligió ésa, la posibilidad judeo-cristiana, y que le falló. Él al menos siente que le ha fallado. OP: Lo que nos condujo a «la gran burrada» en la que estamos sumergidos. JC : La gran burrada en que estamos metidos, claro. Entonces, en la medida en que él puede hacerlo (y sabe que es muy poco) Oliveira quisiera luchar contra eso. Pero ahí no es Oliveira sino yo quien, al escribir el libro, estoy tratando de dar algunas nuevas posibilidades para por lo menos hacer una revisión a fondo del pasado y arrancar tal vez en otra dirección, con otrns criterios. Pero ahí es donde a Oliveira se le plantean desde el comienzo proble­ mas de lenguaje. Y tiene razón, es una cosa obvia: ¿Cómo vas a hablar en contra de la civilización judeo-cristiana utilizando todos los moldes semánticos que ella te regala, utilizando toda la tradición mental que ella te regala? Hay que empezar un poco por destruir eso que a su manera buscaron los surrealistas. Hay que empezar por destruir los moldes, los lugares comunes, los prejuicios mentales. Hay que aca­ bar con todo eso y tal vez así, desde cero, se pueda atisbar lo que él llama el Kibbutz del Deseo, ¿no? OP: Exactamente. JC : La unidad, el encuentro en algo, todo eso es muy humoso, es muy vago, porque Oliveira no es un filósofo (porque, yo no soy un filósofo). Entonces, su metafísica es una metafísica muy simple, pero tiene una simplicidad peli­ grosa, una simplicidad que ha hecho que Rajuela — como libro— le haya movido el piso a dos generaciones de jóve­ nes. Porque no da nunca respuestas pero en cambio tiene un gran repertorio de preguntas. Esas preguntas tendientes a que uno diga: ¿Pero cómo es que podemos aceptar esto? ¿Cómo es que yo sigo aceptando esto que me imponen desde atrás, desde el pasado? En el fondo, ésa es la acti­ tud de Rayuela. OP: Claro, porque lo nuevo en Rayuela no es la idea de un texto que se comenta a sí mismo, sino esa voluntad de destrucción. Esto, como vos decís, le movió el piso a más de un escritor y/o crítico y prácticamente instauró dos categorías: la que rechazó Rayuela y la que, deslumbrada por ella, se dedicó a producir rayuelitas. A lo mejor hay que esperar la llegada de una tercera generación para que el equilibrio se restablezca... JC : Sí, es cierto. Hay algunos escritores que se han pa­ sado años escribiendo rayuelitas, escritores que se han que­ dado tan atrapados por el libro que no han podido salvarse y entonces su literatura refleja demasiado el mundo de Rayuela. Ese tipo de repeticiones, ese tipo de influencias, son negativos. Pero yo creo que tal vez Rayuela ha tenido una influencia que a mí me alegra — porque era uno de mis deseos— en el lenguaje. Es decir, ha mostrado de otra manera las relaciones orales entre los personajes, les ha mostrado una cierta manera de dialogar que yo no sé cómo definir, porque mis personajes actúan dialogando, se mue­ ven muy poco, hacen muy pocas cosas. Todo lo que hacen o lo que van a hacer se da a través de los diálogos que mantienen con los demás. Y eso sí se puede encontrar en la actual literatura latinoamericana. OP: Tú dijiste una vez que había un lenguaje paralelo, un lenguaje que usábamos de manera cotidiana en nuestras relaciones normales, y otro, el que algunos escritores utili­ zaban cuando llegaba el momento sagrado de sentarse a escribir. Un lenguaje «literario» en el mal sentido de la palabra, a menudo aprendido incluso en malas traducciones de buenos escritores. Una de las mayores virtudes de Ra­ yuela, en ese plano, es la de haber desmitificado el uso del lenguaje, de haberse negado a aceptar una categorización del lenguaje. JC : A mí me gustaría que tengas razón. OP: Pero en cierto modo, Rayuela plantea también el tema del parricidio en las letras latinoamericanas, porque de alguna manera supone la destrucción simbólica de los modelos, de los moldes. Y eso es algo casi inevitable en las letras latinoamericanas, el afán parricida, ¿no? JC : Sí, yo creo que se da, pero depende de cómo se enfoque el problema. Porque lo que vos llamás «parrici­ dio» (que en realidad es bastante comprobable en la lite­ ratura latinoamericana) es en realidad el avance de la H is­ toria y la sustitución de una generación por otra. Si tomás la literatura francesa, por ejemplo, es fácil darse cuenta cómo a lo largo del siglo xix la llegada del Romanticismo significa la liquidación del período neoclásico anterior. Se puede hablar de parricidio, pero más importante que la nouón de parricidio es simplemente la insatisfacción que la generación joven siente con respecto a las lecturas que hace. Esa nueva generación tiene una visión diferente, porque la Historia también está cambiando y entonces ellos lanzan una nueva manera de sentir; una nueva manera de expre­ sarse. La prueba es que el Romanticismo francés, por ejem­ plo, que alcanza una intensidad tremenda porque tiene una serie de escritores geniales, llega a la cresta de la ola y se hunde en menos de veinte ahos y es reemplazado por una nueva generación para quien el excesivo individualismo de los románticos, el excesivo sentimentalismo, la exageración (Víctor Hugo sería el mejor ejemplo) se convierten en ele­ mentos totalmente negativos. Una especie de repugnancia por la literatura. Y así empiezan a nacer los parnasianos y después los simbolistas, que escriben en un tono menor y se lanzan a exploraciones de tipo metafísico que los ro­ mánticos no habían intentado nunca. A su vez esa genera­ ción simbolista francesa se fatiga también y es reemplazada por la literatura llamada de vanguardia a principios de este siglo, que desemboca en el surrealismo en el año 20. Yo creo que todo eso entraña la noción de parricidio, pe-o es una expresión simbólica, no es algo deliberado. Yo no creo que ningún buen escritor se ponga a escribir para matar a sus antecesores. OP: Tal vez no a los de generaciones anteriores, ni a los clásicos. Pero es sabido que nadie quiere deberle nada a sus contemporáneos... JC: Se me ocurre que el parricidio consiste más bien en una liquidación de todo un sistema de ideas y de senti­ mientos que se reflejan en una cierta forma literaria y en su sustitución por algo que los jóvenes consideran un avance, que no siempre lo es, porque eso de avance en literatura es muy discutible. Yo a la literatura la veo más bien como un árbol, con bifurcaciones que a veces significan un avance y otras simplemente la exploración de un hueco que que­ daba por descubrir. OP: Sí, hay ramas que no conducen a ninguna parte. Pero si tomás ejemplos concretos, tal vez las cosas sean más claras. Tomemos el ejemplo de Rómulo Gallegos, que en su momento fue uno de los escritores más leídos en América Latina y que después se convirtió casi en una mala palabra. Ahora ha transcurrido una generación inter­ media y comienza una revalorización de su obra. Me parece un ejemplo clásico de parricidio. JC : Es posible. Pero no creo que eso contradiga dema­ siado lo que yo trataba de decirte hace un momento. Lo que pasa es que el repertorio mental, el repertorio histórico de Gallegos tenía evidentemente sus límites. Los lectores más jóvenes, de golpe, pierden el contacto que tenían los con­ temporáneos y entonces un libro como Doña Bárbara, que era un clásico, se convierte en un libro de escaso interés, un libro que da la impresión de ser un poco fabricado, en cierto modo bueno para gente joven que busca otra cosa. OP: Sí, esto está claro. Pero de todos modos Balzac, en la literatura francesa, sigue siendo una cantera inagota­ ble y un punto de mira insoslayable. Y eso a pesar del dic­ tamen de Valéry, según el cual ya nadie puede escribir «La marquesa salió a las cinco». Hay técnicas y enfoques renovados, pero a nadie se le ocurrió matar a Balzac, sim­ bólicamente, claro. JC : Lo que pasa es que los parricidios nunca son tota­ les, no abarcan íntegramente las generaciones de escritores anteriores. Y sobre todo hay escritores que — por razones que habría que analizar con mucho cuidado— están situa­ dos ya en el futuro. Es el caso de Stendhal, quien además advirtió de una manera explícita que estaba escribiendo para lectores de dentro de cien años. Y sucede que tenía razón, porque Stendhal es leído hoy con muchísima aten­ ción. Como Flaubert y Balzac. Se puede emplear la pala­ bra «genial», pero en su época había otros tan geniales como ellos que sin embargo no pasaron el escollo generacional. Yo creo que éste es un proceso que no se da limpiamente de generación en generación. No es que una generación destruya la anterior. No: inventa, o trata de mventar nue­ vos caminos, pero rescata muchísimas figuras del pasado o las sigue manteniendo. Sin ir más lejos, perísá en la admiración de muchos es­ critores franceses de hóy por figuras marginales como la de Alfred Jarry. Esas figuras están más vivas quizá que un Maupassant o Mériméé. OP: Sí, claro. Y además está eso que Ortega llamaba generaciones cumulativas y revolucionarias, las que aceptan y se integran y las que rechazan. Hay generaciones que se ven a sí mismas como puentes, como tránsitos y otras que se consideran como rupturas. Creo que depende de los sacu­ dones de la Historia, ¿no? JC : Sí. Y además, cuando hablamos de literatura, ten­ demos a mantenernos en un repertorio profesional, es decir, en los escritores, sus tendencias y sus obras, extrayéndolos de su contexto histórico, lo cual es una equivocación. En ese sentido, yo creo que hay que tener una visión marxista de la cosa, es decir, hay que darse cuenta de que lo que se llama una nueva generación no es sólo porque sean más jóvenes que los anteriores, sino porque además es gente que está metida en un mundo diferente, con guerras dife­ rentes, problemas diferentes, tecnologías que avanzan en una cierta dirección. Todo eso, naturalmente, va empapando la literatura de su tiempo. Y ya que citaste a Ortega, hay que pensar en una frase suya: «Y o soy yo y mi circuns­ tancia». OP: También dijo una cosa muy hermosa, te cito de memoria: «Nadie puede saltar fuera de su sombra». JC : Sí. Una generación es una generación y su circuns­ tancia. Y la generación actual, la nuestra, en la que nos sentamos en la máquina de escribir, está rodeada de unas circunstancias que naturalmente no tenía la de Balzac. Con ganancias y pérdidas, porque por un lado creo que hemos ga­ nado mucho (yo soy un optimista en materia histórica) y por el otro perdido también mucho. El mundo de Balzac tenía ciertos valores, ciertas resonancias que nosotros hemos olvidado completamente, o perdido, o dejado de lado, por­ que cosas como la televisión, el cine o elarte contemporáneo nos llevan en otras direcciones. ★ * * JC : A pesar de los años quehaceque la escribí, toda­ vía me acuerdo muy bien de algunos aspectos de Rayuela, de algunas cosas que me siguen interesando. Pero sé que hay otras cosas que deberían mencionarse, que sería útil mencionar y que se me pueden escapar en este momento. En realidad, Rayuela es un libro cuya escritura no respondió a ningún plan. Es un libro que ha sido decorticado por los críticos — la primera parte, la segunda parte, la ter­ cera, los capítulos prescindibles— y analizado con extremo cuidado, pero todo eso con estructuras finales. Sólo cuando tuve todos los papeles de Rayuela encima de una mesa, es decir, toda esa enorme cantidad de capítulos y fragmentos, sentí la necesidad de ponerle un orden relativo. Pero ese orden no estuvo nunca en mí antes y durante la ejecución de Rayuela. OP: Eso parece ir contra todo o casi todo lo que se ha escrito acerca de Rayuela... JC : No sé. Lo que a mí me sigue interesando — porque me estoy olvidando un poco de cómo era yo en el momento en que escribí el libro— es tratar de situar, de fijar los núcleos, los elementos, los impulsos que determinaron que eso se pusiera en marcha. Rayuela no es de ninguna ma­ nera el libro de un escritor que planea una novela (aunque sea vagamente), se sienta ante su máquina y empieza a es­ cribirla. No, no es eso. Rayuela es una especie de punto central sobre el cual se fueron adhiriendo, sumando, pegan­ do, acumulando, contornos de cosas heterogéneas que res­ pondían a mi experiencia en esa época en París, cuando empecé a ocuparme ya' a fondo del libro. OP: ¿Podría decirse que no sabías que estabas escri­ biendo esa novela que se llamó Rayuela? JC : Yo mismo no tenía, ni tuve nunca, una idea muy precisa de cuál era el nivel, la importancia, digamos, de esos elementos que se iban agregando. Escribía largos pasajes de Rayuela sin tener la menor idea de dónde se iban a ubi­ car y a qué respondían en el fondo. Es decir, fue una espe­ cie de inventar en el mismo momento de escribir, sin ade­ lantarme nunca a lo que yo podía ver en ese momento. OP: Sí, pero lo curioso es que tú partiste de un capí­ tulo (ése que ahora figura en la edición anotada de Rayuela en la Biblioteca Ayacucho) que luego suprimiste. JC : Justamente, a eso iba. Porque lo primero que que­ ría señalar era eso: que no hubo nunca un plan, ningún plan establecido. Y entonces, el hecho de que no había ningún plan produjo cosas verdaderamente aberrantes pero que para mí, en el fondo, fueron maravillosas, porque fue­ ron un poco mi recuerdo de un mundo surrealista donde hay azares diferentes de las leyes habituales y donde el poeta y el escritor aceptan principios que no son los prin­ cipios cotidianos. OP: ¿Dónde lo empezaste a escribir? ¿En París o en Buenos Aires? JC : Yo no sé exactamente si empezó en Buenos Aires o en París. Lo que sí sé es que un día de verano, de un calor espantoso (creo que era en Buenos Aires) vi unos personajes que estaban entregados a una serie de acciones a cual más absurda. Estaban situados en dos ventanas, se­ parados por muy poco espacio pero con cuatro pisos abajo y trataban de pasarse un paquete de yerba y unos clavos. Yo empecé a escribir muy en detalle todas las ideas que se les ocurrían para tender un tablón y pasar por él de una ventana a la otra y de esa manera alcanzarse la yerba y los clavos. Los personajes estaban curiosamente muy definidos y el personaje principal de eso que yo pensé que iba a de­ sembocar en un cuento, se llamaba sin ninguna vacilación Horacio Oliveira y era alguien de quien yo tenía la impre­ sión de conocer desde muy adentro. Los otros dos perso­ najes, Talita y Traveler, también me resultaban dos persona­ jes porteños sumamente conocidos imaginariamente, por­ que estaban totalmente inventados. Escribí ese capítulo, que llegó a su final (tiene como cuarenta páginas) y me di cuenta de que eso no era un cuento. Pero ¿qué era entonces? Era un poco el pedazo, digamos una especie de cucharada de miel a la cual iban a venir a pegarse moscas y abejas después. Porque apenas escribí ese capítulo, agregué un segundo que continuaba un poco la acción y que era un capítulo muy erótico. Y cuando escribí ese segundo capítulo me detuve y ahí sí, con toda claridad, vi que yo estaba haciendo suceder una acción en Buenos Aires pero que el personaje que es­ taba viviendo esos episodios era un tipo que tenía un pasado en París. Y comprendí que no podía seguir escribiendo el libro así. Que esos dos capítulos tenía que dejarlos de lado y volverme hacia atrás, ir a buscar a Oliveira, ir a buscarlo a París. OP: Si esto es así, en realidad vos te viniste (física­ mente) a París tras las huellas de Oliveira, unas huellas que apenas existían en ti mismo pero que después inva­ dirían la realidad de París. JC : Tampoco lo sé, pero ahí otros elementos se fueron agregando, se fueron pegoteando a esa parte inicial. Por­ que yo tenía en los cajones, encima de las mesas y demás, en París, montones de papelitos y libretitas donde, sobre todo en los cafés, había ido anotando cosas, impresiones. En la mayoría de los casos son los capítulos cortos que inician el libro, el capítulo sobre la rué de la Huchette, esa serie de capítulos que son como acuarelas de París. Ya Oliveira se mueve, hay un hilo conductor, hay un personaje que se mueve, que anda buscando. Entonces apa­ rece el personaje de La Maga y se crea una acción de tipo dramático que hace que toda esa descripción de París se ponga un poco al servicio de una acción novelesca. En París avancé, juntando todos esos papelitos y movido por lo que había en esos papeles que jamás habían sido escri­ tos con intención de ser una novela. Te repito que los escribí en cafés diferentes, en épocas diferentes. Entre un papelito y otro podía haber cinco o seis años, los primeros empecé a escribirlos en 1951, cuando llegué a París. Así, sumando todo eso y empezando a inventar, empe­ zando a ver a los personajes que se van aglutinando, que van tomando una fisonomía precisa — La Maga, Oliveira, los miembros del Club de la Serpiente— ya entré en un camino que de golpe, para mí, fue novela. Me acuerdo siempre — de eso sí me acuerdo muy bien— de la sensa­ ción de alegría que me dio, porque hasta ese momento yo había estado chapoteando en el vacío. Había esos dos capítulos, totalmente inconexos, escri­ tos en Buenos Aires, que correspondían al futuro de lo que yo no había hecho todavía. O sea que había comenzado en el futuro, me había vuelto al pasado y ahora, de golpe me sentía en el presente. Porque asimilé todo lo que tenia en esos años previos y cuando empecé ya a escribir lo que yo sentía — que era una novela— estaba ya instalado en el presente. Y moviéndome en ese presente llegué de vuelta, después de muchísimos capítulos el personaje volvió a Bue­ nos Aires y enlazó con toda naturalidad con el capítulo del tablón. Fue en ese momento, porque vos lo citaste hace un rato, que suprimí el segundo capítulo que había escrito al comienzo. Lo suprimí porque me di cuenta de que dupli­ caba otro capítulo del libro y entonces no tenía sentido poner los dos. Es muy curioso, hay una especie de primera etapa, uno de cuyos elementos, cuando la pirámide está más o menos avanzada — o el arco gótico— yo lo retiro. Y sin embargo había sido un poco el basamento, el comienzo de la cosa. Bueno, eso es, muy groseramente dicho, el meca­ nismo formal de Rayuela. OP: Es decir que para ti Rayuela, antes que un pro­ yecto perfectamente estructurado (como uno tiene la ten­ tación de entenderlo) es más bien una especie de preci­ pitado. JC : Me gusta la palabra precipitado en el sentido quí­ mico. Y yo agregaría cristalización, porque montones de elementos que flotaban como en un limbo fueron crista­ lizando una vez que yo encontré el camino, la vía. Ahora bien: cuando terminé el libro y tuve aquella idea que al principio me pareció absurda y después de golpe me pare­ ció no absurda sino absolutamente necesaria — la de pro­ poner una doble lectura— , eso responde un poco (después de lo que te acabo de decir) y yo diría responde un mucho, a la forma desordenada, ucrónica o fuera del tiempo nor­ mal con que yo escribí el libro. Ese salir del futuro para regresar al pasado y aproximarse al presente, todo eso le daba al libro una plasticidad que a mí me pareció que no era lógico hacerla desaparecer, aplastar el libro y ponerlo como en cualquier novela habitual en un desarrollo lineal. Es decir, empezar por un momento y terminar por el otro extremo. No. Me pareció que ésa podfe ser una opción y es la primera manera de lectura. Pero también me pare­ ció que había una segunda opción en la cual el lector podía saltar de capítulos que estaban muy adelantados a capítu­ los que estaban muy atrasados. OP: Es decir que el lector, en cierto modo, reconstruye ese viaje tuyo en el tiempo. JC : Sí. Fijate que ahí, en el libro visto como objeto, se simbolizan las nociones de tiempo, porque los capítulos que están más adelante evocan inevitablemente el futuro en relación con los capítulos que están más atrás. No es exac­ tamente eso, es una cosa simbólica, pero hace que el lec­ tor se encuentre con un libro que se le mueve un poco en la mano. Es un libro que continuamente lo está incitando en el sentido de quebrar las nociones habituales de tiempo y de espacio. OP: Es también una incitación a la participación del lector en una reescritura de la novela. JC : Por lo menos el balance que yo hago después de veinte años de haber escrito el libro y veinte años de leer críticas y recibir correspondencia de lectores y charlas con lectores, es que la morfología que le di finalmente a Rayuela fue aceptada sin ningún inconveniente. Es decir, por un lado la doble posibilidad de lectura y en segundo lugar la evidente recomendación que yo le hago al lector de que lo lea de la segunda manera, porque ahí es donde lo va a leer entero. Si lo lee de la primera, pierde mucho. Todo eso que al principio escandalizó y que se tradujo en unas críticas altamente estúpidas en ese plano — porque todo eso parecía hecho para épater— fue simplemente aceptado por los lectores, que son siempre los mejores jueces. Y se llegó a la locura surrealista, de la que estoy bien orgulloso (por ahí tengo cartas) de gente que me ha dicho que se había equivocado al saltar los capítulos y que entonces leyeron Rayuela de una tercera manera. Otros me dijeron que no habían querido seguir ni la primera ni la segunda, y con procedimientos a veces un poco mágicos — tirando dados, por ejemplo, o sacando números de un sombrero— habían leído el libro en un orden totalmente distinto. Y a todos ellos el libro les había llegado de alguna manera. OP: Tú recordás por ahí que en una de esas cartas alguien te dice que en cierto modo le robaste una idea que él tenía de escribir una novela en esa forma. Aquí lo que importa, más allá de ese caso concreto, es que la escritura de Rayuela pareció responder a una necesidad colectiva. Es decir que en cierto modo había un público lector que espe­ raba (y exigía) una novela escrita así y no de la manera clásica. JC : Sí, es cierto. Y aquí tocás un tema que merece al­ gún comentario. Yo creo que la adhesión apasionada que tuvo el libro, sobre todo entre los lectores jóvenes, y que sigue teniendo ahora, después de tantas ediciones y de tantas traducciones, no se debe solamente a lo formal. Cada vez que voy a España, por ejemplo, los lectores jóvenes que me rodean, que me encuentran, me hablan mucho de mis diversos libros, de sus preferencias. Pero Rayuela es final­ mente el centro, toda conversación termina finalmente en Rayuela. Porque todavía siguen sintiendo algunos miste­ rios que quisieran aclarar, que yo les explique. Ese tipo de cosas. Pero ello no se debe sólo a la modalidad formal, no es por la estructura que ese libro atrajo tanto a los lectores. Los atrajo porque fue un libro que efectivamente aglutinó en 500 páginas una enorme serie de dudas, de problemas, de incertidumbres, de cuestionamientos que flotaban en América Latina. Es decir, un tipo de problemas que los jóvenes, de alguna manera confusa, sentían que ellos no eran capaces de elucidar, en la mayoría de los casos, y que los escritores de la época, los maestros, no les daban. Les daban otro tipo de novela, que podían ser geniales y magní­ ficas, pero no les daban ese tipo de cosas. Me acuerdo haber oído decir a varios lectores jóvenes que lo que les gustaba en Rayuela era que se trataba de un libro que no les daba consejos, que es lo que menos les gusta a los jóvenes. Al contrario, los provocaba, les daba de patadas y les proponía enigmas, les proponía pre­ guntas. Pero para que ellos las solucionaran. Y eso sí que me lo han agradecido. Si yo hubiera caído (vamos a hablar analógicamente) en un libro como La montaña mágica de Thomas Mann, es decir un libro que como quiso hacer tam­ bién Rayuela, abarca una dimensión un poco cósmica, que rale de los problemas individuales y se lanza a lo metafísico, si yo hubiera escrito una especie de Montaña mágica, donde no sólo hay preguntas sino también respuestas, las respuestas de Thomas Mann que a veces son muy didác­ ticas, a veces muy desarrolladas (es una lección), Rayuela no hubiera gustado. La hubieran leído, sí, con algún interés; pero lo que les gustó fue que por un lado yo les exigía (es la palabra) una complicidad. Que no fueran pasivos, que no se dejaran poseer por el libro, que no se dejaran hipnotizar por el libro. De eso se habla mucho en Rayuela, sobre todo Morelli. Las opciones de forma ya eran una manera de ir con­ tra esa aceptación pasiva de ir de la página uno a la pági­ na 500. Aquí empezábamos en la 500, bajábamos a la 300, subíamos a la 400. Entonces, hay una serie de factores que determinaron que Rayuela fuera vista no como una novela, sino como una especie de laboratorio mental, en donde e) lector joven se iba encontrando poco a poco con distintos problemas que, bruscamente, él se daba cuenta de que eran los suyos, pero que él no los había formulado nunca. Enton­ ces, donde yo me hubiera equivocado es tratando de dai soluciones. Yo mismo era incapaz de dar soluciones. OP: Bueno, lo que ocurre es que la misión de) Arte y la del artista en particular, consiste en hacer preguntas, en proponer enigmas. La que trata de dar respuestas es la Ciencia. JC : Sí. Rayuela es un libro cuyo personaje e£ un hom­ bre que no es ninguna luminaria mental, ni mucho menos, y que busca desesperadamente cosas, sin saber cuáles son verdaderamente. Él las va designando con nombres como el kibbutz del deseo, o el Centro — ese Centro que vuelve— y busca sobre todo los parámetros de la sociedad judeocristiana. Es el antiaristotélico por excelencia. Y eso, natu­ ralmente, también tocó mucho a los jóvenes. Porque los jóvenes terminan siendo aristotélicos porque la soc edad los mete en esa línea. (La sociedad no tiene otro remedio que hacerlo, por lo demás.) Pero instintivamente, el lector joven es un hombre muy poroso que trata naturalmente de evadir y de negar todas las certidumbres que le quieren imponer por tradición, por costumbre, por religión, por filosofía, por lo que sea. OP: Claro Y se me ocurre que no hay que olvidar la fecha. La aparición de Rayuela coincide con una época de gran cuestionamiento en la juventud latinoamericana, es una etapa de grandes sacudimientos históricos. Por un lado, en América Latina empiezan a sentirse las repercusiones de la revolución cubana, está la crisis de los cohetes, se inde­ pendiza Argelia, es el secuestro y juicio de Eichmann (que reanima los fantasmas de la tortura y de los campos de exterminio), muere Juan X X III, está la guerra de Vietnam, el asesinato de Kennedy, se perfila la lucha de los palestinos. Es una época sísmica, de ruptura. Y precisa­ mente Rayuela es no sóio una novela de ruptura, sino una novela revolucionaria, en el sentido que parece escrita con u í ? sismógrafo. JC : Bueno, me alegro que digas eso, porque tu noción de novela revolucionaria — que no es la que tendría un militante revolucionario usual— es la que tengo yo también. Y no sólo yo, sino la crítica más lúcida acerca de Rayuela, que ha mostrado eso, que ha hecho hincapié en que un libro que no dice una sola palabra de política, que no se ocupa para nada de la geopolítica, contiene al mismo tiempo una serie de elementos explosivos que hay que considerar como revolucionarios. Yo tengo que decir que no tuve la menor idea de todo eso mientras escribía el libro. Para mí ese libro no era revolucionario ni no revolucionario, porque las revolucio­ nes me eran totalmente ajenas en ese momento. OP: Pero todo eso estaba en germen, la cristalización — para volver a esa imagen— estaba a punto de producirse, se había estado haciendo secretamente en ti. JC : Estaba absolutamente en germen y coincidía con ese panorama de inquietud, de cuestionamiento y de rebe­ lión que sentían los jóvenes latinoamericanos. Porque aquí hay que agregar una cosa (esto ya lo he dicho alguna vez) y es que cuando Rayuela empezó a difundirse y la gente se dio cuenta de que quienes más la leían eran los jóvenes, algunos críticos me dijeron que yo había escrito un libro para los jóvenes. Eso es absolutamente falso. Yo escribí Rayuela sin pensar en el lector, era un libro profundamente vuelto hacia sí mismo. Porque además yo no tenía un con­ tacto ideológico todavía con lo que había más allá de mí, y en ese sentido no había ninguna intención revolucionaria. Yo estaba convencido de escribir un libro para la gente de mi edad, es decir, gente de más de 40 o 45 años en esa época. Mi gran sorpresa, incluso, que reflejó mi gran inge­ nuidad, fue que cuando salió Rayuela y empezaron a venir críticas y cartas, las críticas demoledoras provenían de gente de mi edad, para quienes en realidad yo había supuesta­ mente escrito el libro o a cuyo nivel pensaba haberlo pues­ to. Y en cambio, la crítica entusiasta, el amor en una pala­ bra, venía de los jóvenes. Y ese día descubrí algo en lo que ni siquiera había pensado cuando escribí el libro. OP: Sí, pero también hay otro elemento que se inserta en todo esto, y es la idea de que el libro, en alguna me­ dida, se comenta a sí mismo y se autocuestiona. Que es un poco una actitud juvenil, ya que una de las caracterís­ ticas de los jóvenes consiste en discutir permanentemente lo que están haciendo. Y el libro, en los capítulos en que aparece Morelli, se está permanentemente cuestionando, incluso refutando. Se está haciendo de manera permanente preguntas: cómo se debe escribir, cómo se debe enfocar un tema, si esto está bien hecho, si está mal hecho, hace pro­ yectos de novelas que después no se van a hacer. O que se harán, como es el caso de 62, Modelo para armar. JC : Es muy cierto, es perfectamente cierto. Sólo que yo no lo sabía mientras escribía el libro. La noción de edad, de juventud, de generación, no contaban para nada. OP: Ya habíamos dicho, creo, que era preciso conside­ rar un antes y un después de Rayuela. Han pasado veinte años desde su publicación y en estos veinte años es evi­ dente que el trabajo que ha hecho Rayuela ha sido demo­ ledor por un lado y por el otro ha sido intensamente crea­ dor. A mi modo de ver, es un libro que ha propuesto no imitaciones (aunque las hay) sino nuevos caminos, eso que se está viendo en algunos jóvenes escritores. JC : Claro. Lo que pasa es que además de lo que ya hemos dicho — todas las novedades, la diferente manera de presentar una cierta realidad a los lectores— Rayuela mues­ tra algunas obsesiones del personaje Oliveira que se van reflejando en las conversaciones, en las meditaciones, in­ cluso en los sucesos. Una de las que creo que también interesó mucho a los lectores es el hecho que Rayuela es un libro que se presenta un poco como contranovela, aun­ que la expresión no la inventé yo. Que se presenta como una tentativa para empezar desde cero en materia de idio­ ma. Sí, claro, yo me serví del idioma como cualquier escri­ tor, pero hay una búsqueda desesperada para eliminar los tópicos, todo lo que nos auedaba todavía de mala herencia finisecular, hay una serie de continuas referencias a la podre­ dumbre de los adjetivos. Es una especie de tentativa de limpieza general del idioma antes de poder volver a utili­ zarlo. Y claro, eso viene también del punto de vista metafísico de Oliveira, que sostiene que si de lo que se trata es de echar abajo una civilización que nos está llevando como único camino posible a la bomba atómica (en ese momento se usaba ese lenguaje, era el momento de la psi­ cosis de la guerra nuclear), si la civilización judeo-cristiana se llevó a cabo para hacernos terminar en la bomba atómica, no sirve, hay que crear otra cosa. Es decir, hay que tratar de buscar en qué momento el camino del hombre bifurcó por la senda equivocada, cuando en realidad había opcio­ nes mejores. Porque el libro es optimista como yo. Yo creo en el hombre, el hombre va a sobrevivir a todos los avatares. Pero entonces Oliveira agrega, y ahí creo que tiene razón (Morelli también lo dice muchas veces), que es ab­ surdo pretendei cambiar cualquier forma de la realidad si seguimos utilizando las herramientas podridas y gastadas y mentirosas de un idioma que viene cargado de toda la negatividad del pasado. El idioma está ahí, pero hay que limpiarlo, hay que revisarlo, sobre todo hay que tenerle mucha desconfianza. Y Rayuela fue escrito así. La verdad es que es muy posible que si nos pusiéramos a buscar vos y yo, encontraríamos con frecuencia lugares comunes, pleo­ nasmos, repeticiones inútiles; pero no creo que haya tantas, porque si en alguna cosa me encarnicé (porque ahí yo era Oliveira) fue en cuidar el medio verbal que pretendía abrirse paso en cosas nuevas. OP: Y luego está ese otro elemento que aparece en tus cuentos y en Los premios pero que en Rayuela asume características obsesivas, que es la noción de juego. Juego en ese sentido de cosa sagrada que vos le das. Y eso se advierte desde el título y desde la forma de la rayuela, que puede ser entendida como un camino que conduce hacia una forma de perfección. JC : Y como una vía de conocimiento. Eso viene — y se nota en el libro— de que en esa época yo estaba muy inmerso en la lectura y en la práctica (en la medida en que podía) de la filosofía del Oriente, de lo cual creo que ya hablamos algo, concretamente del Vedanta, de la filo­ sofía de la India. Esa metafísica, que llegaba en su línea estética y literaria sobre todo, se refleja continuamente en el libro. OP: Todo eso está en cierto modo presente en la bús­ queda de Oliveira, que por momentos parece perdido en el dibujo laberíntico de un mandala, en su sospecha de que de pronto una simple hoja de árbol, un piolín recogido por La Maga, son capaces de abrirle el camino del cono­ cimiento. JC : Sí, eso forma parte ya de esa intuición que yo siempre he tenido y que llamo las figuras. Es decir, el hecho de que elementos que para las leyes naturales no están relacionados o no son heterogéneos — como puede ser este radiador, esta mesa y aquel teléfono— en deter­ minados procesos de intuición (e incluso de distracción, como se dan en la filosofía Zen) se enlazan instantánea­ mente, crean una especie de figura que no tiene por qué ser de tipo material. Puede producirse a partir de ideas, sentimientos, colores. En Último round (tomo II, pp. 127130) hay un texto corto que se llama Cristal con una rosa adentro, donde se describe uno de esos estados en la me­ dida en que se puede describir. No se puede. Es una espe­ cie de iluminación instantánea en que — a mí me ha suce­ dido toda mi vida— el golpe de una puerta en el momento en que te llega un perfume de flores y un perro ladra, lejos, deja de ser esas tres cosas para ser otra cosa Es una especie de iluminación, repito, que te coloca en otra rea­ lidad que no alcanzás a definir, porque instantáneamente volvés a la tuya, la fuerza de esta realidad es demasiado grande, nuestros cerebros han sido muy manipulados por la evolución histórica. Pero para mí es la prueba de que el cerebro del hom­ bre, su capacidad imaginativa, tiene como larvada la posi­ bilidad de transformar la noción de realidad creando dife­ rentes figuras. Hay un momento maravilloso en Paradiso, de Lezama Lima, donde el personaje, creo que es José Semi, ve en la vitrina de un anticuario una serie de peque­ ños objetos de jade, de cristal. Y de golpe se da cuenta de que esas cosas, que componen una figura, no son obje­ tos separados, sino que son una especie de conjunto, que se están influyendo mutuamente. Es decir que el movi­ miento del brazo de una figurita de marfil, ese dedo, pro­ yecta una energía que va hasta un caballito de basalto que está más lejos. Es ese tipo de cosas el que se da en Rayuela. OP: Y también hay otros elementos, que a mi modo de ver forman parte de tus obsesiones, por ejemplo, la figura del doble. Que además es una especie de contrafi­ gura: Traveler es una contrafigura de Oliveira y Talita de La Maga. Lo que da algo que los matemáticos podrían llamar un cuadrado mágico. Y luego también está la no­ ción de pasaje, a la que se alude de manera permanente en Rayuela. JC : Sí. Con respecto al tema del doble, te diré que ése es un gran misterio para mí. Porque yo no fui el pri­ mero en darme cuenta de que el tema del doble circulaba mucho por mis cuentos y después aparecía en Rayuela. Y ha seguido apareciendo. Incluso en Deshoras hay un cuento con el tema del doble. Es muy misterioso para mí porque yo escribí todos esos cuentos y Rayuela sin jamás plantearme racionalmente la cuestión del doble. En Rayuela lo descubrí al final. Porque al comienzo, cuando es­ cribí esos primeros capítulos donde están Talita, Traveler y Oliveira (La Maga no está, ella ya se ha ido), con­ cretamente el capítulo del tablón, yo lo veía muy dife­ rente. Talita y Traveler eran amigos de Oliveira. De nin­ guna manera había una relación de doble entre Traveler y Oliveira. Pero cuando escribí toda la primera parte y volví a Buenos Aires y empalmé con el capítulo del tablón y entré en la última etapa de Oliveira — que lo lleva al manicomio— ahí surgió, muy claramente, la noción del doble. La noche del descenso a la morgue, en que Oliveira le llama Maga a Talita. Y luego el hecho de que usa la palabra doppelgánger para dirigirse a Traveler. A mí, la inteligencia no me sirve para nada para com­ prender por qué el doble es un elemento frecuente y re­ currente en mis cosas. OP: Yo te pregunté en una charla anterior si vos no habías establecido, a posteriori, una relación entre el re­ greso de Oliveira a Buenos Aires y su encuentro con Tra­ veler, y un cuento de Henry James que en español se llama El rincón pintoresco. Vos mes dijiste que no, pero yo insisto porque más allá de eventuales coincidencias, pienso que se trata de una de esas obsesiones secretas que son comunes a todos los hombres. En el cuento de James, el personaje vuelve a Nueva York al cabo de lar­ gos años de ausencia pasados en Europa y se encuentra en su casa natal con una criatura abominable, con un fan­ tasma. Al final, el personaje descubre que ese ser es lo que él pudo haber sido si se hubiera quedado. Y yo no sé si Oliveira no ve algo parecido en Traveler. JC : Es perfectamente posible. No son asociaciones que se hayan operado conscientemente en mí, pero eso puede haber pasado por debajo. Hay también un cuento de Conrad, que es una maravilla, The secret sharer, que de alguna manera puede haber tenido su influencia. OP: Sí, se trata de un pasajero clandestino que el capi­ tán, que acaba de tomar el mando del buque, encuentra escondido en su cabina y, sin saber muy bien por qué, oculta de la tripulación. Y finalmente asume un riesgo enor­ me para que el desconocido se tire a nado y pueda llegar a la costa. Y cuando el buque está a punto de estrellarse contra unos arrecifes, el capitán ve en la oscuridad la man­ cha blanca del sombrero del desconocido flotando en el mar. Y es precisamente el sombrero, al desplazarse impul­ sado por la corriente, lo que le indica el camino que debe tomar. Entonces da la orden de cambiar el rumbo. El som­ brero de su doble lo salva a él y al barco. JC : Sí, me había olvidado del final. Es un cuento ad­ mirable, como todos los de Conrad. OP: En Oliveira existe esa noción de doble y de nos­ talgia al mismo tiempo. Porque uno de los elementos que está siempre presente en Oliveira es el de la nostalgia de algo que él mismo es incapaz de formular. En primer lu­ gar, la nostalgia de un paraíso perdido, pero en segundo lugar la nostalgia concreta de Buenos Aires, de una cosa misteriosa que se le quedó allí y que en definitiva él vuelve a buscar. Porque es cierto que lo expulsan, pero hay que preguntarse en qué medida no buscó 'nconscientemente esa expulsión. JC : De lo que no estoy muy seguro es de que Buenos Aires tenga un valor especial en la búsqueda de Oliveira, porque como vos decís, a él lo expulsan, él tiene que lle­ gar ahí porque no tiene otro lado a donde ir. Si hubiera desembarcado en Australia hubiera seguido buscando, en cualquier lugar donde hubiera estado. Él está, digamos, condenado a eso, a una búsqueda sin encuentro prometido ni definido, ni definitivo. En el fondo eso también es un aspecto que toca muy de cerca a los lectores, como me tocó a mí al escribirlo. Es decir que quizá Oliveira resume un poco el devenir de la raza humana, porque es evidente que a lo largo de la historia uno siente que el hombre es un animal que está buscando un camino; lo encuentra, no lo encuentra, lo pierde, o lo confunde, pero desde luego no se queda en el mismo sitio. De una generación a otra — aunque no cambie de lugar— cambia de clima mental, de clima moral, de clima intelectual. Está siempre bus­ cando algo, un algo que cuando se trata de definirlo se escurre en términos abstractos. Hay quien dice que lo que el hombre busca es la felicidad. Pero la felicidad es un tér­ mino al que no se llega cuando uno trata de definirlo en ese plano. Otro te dirá que busca la justicia y otro te dirá que la tranquilidad. La búsqueda existe, pero no está defi­ nida. En el caso de Oliveira está relativamente definida con la noción de Centro, porque lo que él llama Centro sería ese momento en que el ser humano, individual o co­ lectivo, puede encontrarse en una situación donde está en condiciones de reinventar la realidad. Porque la realidad, para Oliveira, no es sólo la Divina; la divinidad no existe para Oliveira. La realidad es una in­ vención humana, pero sucede que a él no le gusta esa invención humana. Entonces, ¿qué es ese Centro, ese refu­ gio? El Centro es el resultado de la eliminación de todo lo que se va rechazando. Y en realidad Rayuela es una acu­ mulación de rechazos. Oliveira va destrozando todo a su paso. Tira todo: mujeres, cosas, tiempo, ciudades. Porque ahí, después de haber liquidado todo lo que él quería li­ quidar, hay la esperanza de volver a inventar la realidad. OP: Hay un capítulo terrible en Rayuela, ese capítulo en que asistimos a la ruptura entre Oliveira y La Maga, en el que se dan todos esos elementos que acabás de men­ cionar. Pero donde todo está dicho con la deliberada inten­ ción de no utilizar el lenguaje corriente con el que en una novela clásica se habría narrado esa ruptura. Allí Oliveira y La Maga hablan de todo menos de separación. Y sin embargo, la inevitabi'idad de la separación se impone al lector menos avisado. JC : Absolutamente. Incluso se toman el pelo, alguno de ellos dice «hablamos como águilas». Pero en ese diá­ logo hay también — aunque por supuesto mucho más en el episodio de la pianista— ese otro Centro que busca Oliveira, y que sería el Centro donde todas las emociones, donde la piedad, el cariño, donde el ser acogido por otra persona, con un sentido muy amplio, son nostalgias que él tiene y que no se le dan nunca. Y eso creo yo que com­ pleta un poco más el personaje y hace que sea tan entraña-. ble para los lectores. Ese no querer quedarse en un apren­ diz de filósofo. Porque Oliveira no es más que un aprendiz de filósofo. OP: Hay otro capítulo en el que manifesta también ese pudor enfermizo que tenemos los rioplatenses (y que en el fondo está muy bien expresado en ciertos tangos), ese no querer mostrar las cartas de los sentimientos: es el capítulo de la muerte de Bebé Rocamadour. JC : Ah, sí. Ése es un capítulo particularmente cruel y que me fue muy difícil escribir, muy penoso. Hay al­ gunos textos de los que me acuerdo, me veo a mí mis­ mo escribiéndolos, y son siempre textos en donde yo he sufrido al escribirlos. Como ése, varios pasajes de E l perseguidor y ese cuento que se llama La señorita Cora. OP: Bueno, en La señorita C ora67 se siente de una ma­ nera aguda la sensación de inmensa piedad que agobia al narrador. Lo mismo ocurre en Una flor amarilla JC : Tal vez. Aunque ahí no recuerdo haber tenido pro­ blemas, digamos de tipo psicológico. Estaba demasiado ab­ sorbido por el mecanismo fantástico del cuento, concen­ trado en eso. OP: En Rayuela la crítica ha encontrado una serie de símbolos (Marcelo Alberto Villanueva habla concretamente de seis: la rayuela misma, los puentes, del cual el capítu­ lo 41 del tablón es sólo una variante, los ríos metafísicos, el ojo de la carpa del circo, el laberinto y el fondo negro del montacargas). ¿Tú eras consciente de ellos cuando esta­ bas escribiendo Rayuela? JC : No, en absoluto. Yo no. OP: Historias de cronopios y de fam as69 es un libro que desconcertó a mucha gente. Vos empezás diciendo que «los cronopios son unos objetos verdes y húmedos, son unos seres desordenados y tímidos». Después decís que «las esperanzas son sedentarias» y en otro lado son descri­ tas como «esos microbios relucientes». Los famas, en cam­ bio, son mostrados a través de sus acciones. Lo que me gustaría saber es cómo se te ocurrió la idea de esos seres, que luego se transformarán, sobre todo los cronopios. ¿Cómo surge la idea de los cronopios, los famas y las es peranzas? JC : Yo ya lo he contado en algún lado, pero de una manera un poco sucinta. La guiñada de ojo al lector está dada por el hecho que el libro comienza hablando de «fase mitológica». OP: Eso es: «Primera y aún incierta aparición de los cronopios, famas y esperanzas. Fase mitológica». JC : Exactamente. Hay una primera presentación de los cronopios, los famas y las esperanzas, que está lejos de ser la que va a tener más adelante. Y esa fase mitoló­ gica responde exactamente a las condiciones en que se pro­ dujo la irrupción de estos personajes en lo que yo llama­ ría mi conciencia. Ahora, de dónde venían no lo sabré nunca. Las circuns­ tancias son las que ya he contado alguna vez, pero creo que es bueno repetirlas. Esto pasó poco tiempo después de mi llegada a Francia. Yo estaba una noche en el teatro des Champs Elysées, había un concierto que me interesaba mucho, yo estaba solo, en lo más alto del teatro porque era lo más barato. Hubo un entreacto y toda la gente salió, a fumar y demás. Yo no tuve ganas de salir y me quedé sentado en mi butaca, y de golpe me encontré con el tea­ tro vacío, había quedado muy poca gente, todos estaban afuera. Yo estaba sentado y de golpe vi (aunque esto de ver no sé si hay que tomarlo en un sentido directamente sensorial o fue una visión de otro tipo, la visión que podés tener cuando cerrás los ojos o cuando evocás alguna cosa y la ves con la memoria) en el aire de la sala del teatro, vi flotar unos objetos cuyo color era verde, como si fue­ ran globitos, globos verdes que se desplazaban en torno mío. Pero, insisto, eso no era una cosa tangible, no era que yo los estuviera viendo tal cual. Aunque de alguna manera sí los estaba viendo. Y junto con la aparición de esos objetos verdes, que parecían inflados como globitos o como sapos o algo así, vino la noción de que, ésos eran los cronopios. La palabra vino simultáneamente con la visión. >> Sobre esa palabra muchos críticos se han partido las meninges porque han buscado por el lado del tiempo, de Cronos, para ver si había una pista metafísica. No, en ab­ soluto; es una palabra que vino por pura invención, con­ juntamente con las imágenes. Bueno, después empezó a entrar la gente, siguió el concierto y yo escuché la música y me fui. Pero esa pequeña visión que yo había tenido y además el nombre de cronopios — que me gustó mucho— siguió obsesionándome. Y entonces empecé a escribir las primeras historias. Y de la misma manera aparecieron las imágenes — pero no tan definidas como las de los cronopios— de los famas y de las esperanzas. Esas imágenes, ya, fueron sacadas, fueron inventadas como contraposición de los cro­ nopios, y las esperanzas iuegan un papel intermedio. Pero yo no tenía una idea precisa de quiénes eran y cómo eran. Y por eso es que se los distingue de una manera muy dis­ tinta al comienzo del libro. OP: Pero de entrada se habla «del corazón bondadoso del cronopio». El cronopio es un ser básicamente bueno y algo ingenuo. JC : Sí; ahora bien, llegó un día, cuando terminé de escribir esa fase mitológica, en que yo ya los veía con suficiente claridad como para empezar a escribir historias más definidas. Creo que a partir de entonces hay una cohe­ rencia. Porque al principio hay cosas muy contradictorias en relación a su conducta. Pero a mí me pareció bien darle el conjunto del trabajo al lector, para que él hiciera un poco el mismo camino. OP: En algunas circunstancias los cronopios pueden llegar a ser crueles. Pero poco a poco van adquiriendo una característica muy definida. Y sobre todo en una relación dialéctica con los famas y las esperanzas. JC : Absolutamente. OP: Hay un texto muy sugestivo en ese sentido, que es El almuerzo™ Allí se dice que un cronopio «llegó a es­ tablecer un termómetro de vidas. Algo entre termómetro y topómetro, entre fichero y curriculum vitae». Según ese criterio, el fama es un infra-vida, la esperanza para-vida y el profesor de lenguas (el anfitrión) un inter-vida. «En cuanto al cronopio mismo, se consideraba ligeramente super-vida, pero más por poesía que por verdad.» Ahora bien, la palabra cronopio, que empieza por ser un sustan­ tivo, termina convirtiéndose en un adjetivo, ¿no? Por ejemplo, cuando decís que Louis Armstrong es un «enor­ mísimo cronopio», que Thelonius Monk es un cronopio. JC : No, no, ahí los estoy definiendo sustantivamente. Para mí sigue siendo un sustantivo. El adjetivo sería enor­ mísimo. Cronopio es un sustantivo. OP: O sea que transformás a Louis Armstrong en un cronopio. Y en otro texto, Viaje a un país de cronopios/' definís a Cuba como un país habitado por cronopios. JC : Claro. Pero en el caso de Louis Armstrong, yo lo veo como un cronopio, y es curioso porque los cronopios nacieron en el teatro des Champs Elysées y en ese mismo teatro, un tiempo después, escuché un concierto de Louis Armstrong y no es demasiado gratuito, entonces, que al salir de ahí y escribir esas páginas, yo lo sintiera como un cronopio. Además, toda su conducta en escena, lo que yo conocía de él, su manera de ser e incluso su físico, eran para mí características de cronopio. OP: Hay quienes han asimilado (categorizado) a los cronopios, famas y esperanzas. Es así que el cronopio es la equivalencia del artista, los famas son los burgueses, los funcionarios, y las esperanzas son un poco seres interme­ dios, como dijiste, asimilables en su conducta a los snobs: no saben bien dónde situarse, pero les gusta estar del lado de lo prestigioso. JC : Sí, son los blandos. Pero en todo eso hay una iro­ nía amable, no hay ninguna alegoría. Sí, hay críticos que han querido ver en los famas la denuncia de la burguesía frente a la libertad y la poesía. Y en términos generales es así, pero no es deliberado, no había ninguna intención didáctica ni moralizante en los cronopios. Al contrario, yo trataba de escribir relatos sumamente libres. Lo que pasa es que estos bichos tienen sus características y no las pue­ den disimular OP: Incluso se ha dicho que estas Historias de crono­ pios y de famas son unas especies de fábulas sin moraleja, porque de todas ellas, o de muchas de ellas, se puede extraer una serie de conclusiones sociológicas y políticas. JC : Sí, se puede, desde luego. Cuando el cronopio se está cepillando los dientes y deja caer la pasta en la calle y estropea los sombreros de los famas, los famas suben a protestar por sus sombreros. Pero además le dicen que no debe derrochar la pasta dentífrica. OP: Y en esa historia donde los cronopios disparan «sobre la muchedumbre congregada en la Plaza de Mayo, con tan buena puntería que bajaron a seis oficiales de marina y a un farmacéutico» alguien creyó ver una lucha por la reconquista de un auténtico lenguaje, una resisten­ cia a la imposición del lenguaje oficial, almidonado. JC : No hubo ninguna intención de mi parte. JU EG O Y COMPROMISO PO LÍT IC O OP: Hay un aspecto de tu obra que ha generado un malentendido bastante considerable, es la noción de juego (en su sentido más amplio y más profundo, yo diría casi sagrado) y la de compromiso político. Yo sé que acerca de esto se ha escrito mucho, sé que tú has explicado en más de un texto cuál es tu posición a ese respecto. Pero como no podemos remitir al lector a esa bibliografía bas­ tante cuantiosa, me parece útil que hablemos de ello aquí y que empecemos por el principio. Es decir, cuándo, de qué manera y por qué Julio Cortázar asume un compro­ miso político. Que no es lo mismo que ser un escritor comprometido. JC : En primer lugar, es uno de los momentos en que la biografía de una persona bifurca, toma un nuevo rumbo, adquiere nuevas características. La verdad es que yo era acentuadamente indiferente a las coyunturas políticas y a la situación política en general. OP: A pesar de que en la Argentina asumiste una actitud claramente antiperonista. JC : Sí, pero fue una actitud política que se limitaba — como las actitudes políticas de la mayoría de mis ami­ gos y de la gente de mi generación— a la expresión de opiniones en un plano privado y a lo sumo en un café, entre nosotros, pero que no se traducía en la menor militancia. Es decir que yo me sentía antiperonista pero nunca me integré a grupos políticos o grupos de pensa­ miento o de estudio que pudieran tratar de llegar a hacer una especie de práctica de ese antiperonismo. Todo que­ daba en esa época en la opinión personal, en lo que uno pensaba. Y curiosamente eso nos satisfacía a casi todos nosotros, nos parecía suficiente. Incluso nuestra posición durante la guerra civil española y durante la segunda guerra mundial. En un caso, claro, estábamos por los re­ publicanos, pero ninguno de nosotros fue a combatir como voluntario a España y ni siquiera actuó políticamente en asociaciones republicanas en Argentina. Y naturalmente, cuando la segunda guerra mundial éramos todos antina­ zis, pero ese antinazismo no se tradujo nunca en ninguna militancia. Las había y se podía hacer cosas en el plano práctico. Digamos entonces que mis decisiones políticas ya estaban tomadas y daban hacia la izquierda, pero no pasa­ ban de una opinión, en realidad era un punto de vista que no se diferenciaba mucho de los puntos de vista que yo podía tener sobre la literatura o sobre la filosofía. En cambio, la revolución cubana me mostró, me me­ tió en algo que ya no era una visión política teórica, una postura política meramente oral: esa primera visita a Cuba (1961) me colocó frente a un hecho consumado. Yo fui muy poco tiempo después del triunfo de la revolución — la revolución triunfó en 1959 y yo fui en 1961— en momen­ tos muy difíciles en que los cubanos tenían que apretarse el cinturón porque el bloqueo era implacable, había pro­ blemas internos a raíz de las tentativas contrarrevoluciona­ rias: muy poco después se produjo eso que se llamó los alzados del Escambray, esos grupos anticastristas que hubo que eliminar al precio de una lucha de varios años. OP: Es decir que por primera vez — y esto le ocurrió a toda una generación de escritores, artistas, economistas, periodistas— los intelectuales latinoamericanos podían asis­ tir al proceso de construcción del socialismo en un país del continente. JC : Claro. Y ese contacto con el pueblo cubano, esa relación con los dirigentes y con los amigos cubanos, de golpe, sin que yo me diera cuenta (nunca fui consciente de todo eso) y ya en el camino de vuelta a Europa, vi que por primera vez yo había estado metido en pleno corazón de un pueblo que estaba haciendo su revolución, que es­ taba tratando de buscar su camino. Y ése es el momento en que tendí los lazos mentales y en que me pregunté, o me dije, que yo no había tratado de entender el peronismo. Un proceso que no pudiendo compararse en absoluto con la revolución cubana, de todas maneras tenía analogías: también ahí un pueblo se había levantado, había venido del interior hacia la capital y a su manera, en mi opinión equi­ vocada y chapucera, también estaba buscando algo que no había tenido hasta ese momento. La revolución cubana, por analogía, me mostró enton­ ces y de una manera muy cruel y que me dolió mucho, el gran vacío político que había en mí, mi inutilidad polí­ tica. Desde ese día traté de documentarme, traté de enten­ der, de leer: el proceso se fue haciendo paulatinamente y a veces de una manera casi inconsciente. Los temas en donde había implicaciones de tipo político o ideológico más que político, se fueron metiendo en mi literatura. Ése es un proceso que se puede ir apreciando a lo largo de los años. OP: ¿Tenés un ejemplo? JC : Ese cuento que se llama Reunión, cuyo personaje es el Che Guevara. Ése es un cuento que yo jamás habría escrito si me hubiera quedado en Buenos Aires ni en mis primeros años de París, porque no me hubiera parecido un tema, no hubiera tenido ningún interés para mí. En cambio, en ese momento, el tema de ese relato me resul­ taba absolutamente apasionante, porque yo traté de meter ahí, en esas 20 páginas, toda la esencia, todo el motor, todo el impulso revolucionario que llevó a los barbudos al triunfo. Pero todo esto que te estoy diciendo acerca de esa especie de entrada en la conciencia política o ideológica, que antes había sido más bien uno de los tantos ejercicios intelectuales y de las opiniones que uno tiene a lo largo de la vida, no tendría demasiado sentido si no se conectara con otra cosa. Y así como te cité Reunión72 como el primer cuento que marcaría esa entrada en el campo ideológico y por lo tanto una participación (porque ahí yo ya entré par­ ticipando), de esos mismos años debería citar, de manera simbólica, ese otro cuento que es El perseguidor.” OP: Yo, así, a primera vista, no veo una relación muy clara JC : Bueno, en E l perseguidor la política no tiene abso­ lutamente nada que ver, la ideología tampoco, Pero sí tiene que ver, por primera vez en lo que yo llevaba escrito hasta ese momento, una tentativa de acercamiento al máximo a los hombres como seres humanos. Hasta ese momento mi literatura se había sen do un poco de los persona'es, los personajes estaban ahí para que se cumpliera un acto fan­ tástico, una trama fantástica. Los personajes no me intere­ saban demasiado, yo no estaba enamorado de mis persona­ jes, con una que otra excepción relativa. En El perseguidor es fácil darse cuenta de que la figura de Johnny Cárter y la de su antagonista fraternal, Bruno, han tratado de ser vistas por el autor como si él fuera ellos en alguna medida. El autor trata ahí de estar lo más cerca posible de su piel, de su carne, de su pensamiento. Y si hago esta referencia a este otro cuento es porque en el fondo se trata de una misma operación. La toma de conciencia ideológica, política, que me d ’o la revolución cubana no se limitó solamente a las ideas. La revolución debe triunfar y se debe hacer la revolución porque sus protagonistas son los hombres, lo que cuenta son los hombres. Y esa cesa aparentemente tran trivial e incluso perogrullesca fue muy importante para mí, porque si yo había sido indiferente a los vaivenes políticos dei mundo, era porque era indiferente a los protagonistas de esos vaivenes políticos. Yo podía tener mucha simpatía por los republicanos españoles y mucho odio por los franquis­ tas, pero era a base de criterios mentales. No me gustaba el fascismo t>or razones obvias y sí me gustaba la democra­ cia de los republicanos. Pero yo me quedaba afuera de la parte que correspondía a la sangre, a la carne, a la vida, al destino personal de cada uno de los participantes en esos enormes dramas históricos. Entonces, en muy poco tiempo (el símbolo son estos dos cuentos) se produce la aparición de lo que actualmente se llama el compromiso. Es decir, que yo empiezo a darme cuenta, a descubrir un territorio que hasta entonces apenas había entrevisto. Lo cual no quiere decir que yo vaya z ser un escritor de obediencia, un escritor que se limita úni­ camente a defender su causa y a atacar a la contraria, sino que voy a seguir viviendo en plena libertad, en mi terreno fantástico, en mi terreno lúdico, y yo sé que vos querés que hablemos de lo lúdico. OP: Sí, pero antes me gustaría que dejáramos claro esto que algunos llamarían «un viraje» a falta de una expre­ sión mejor. Yo siempre tuve la impresión de que en ti fue algo así como el deslumbramiento en el Camino de Da­ masco, salvo que vos nunca estuviste del lado de los repre­ sores, como en cambio lo estuvo Saulo. JC : Sí, un viraje que en realidad no lo es. Más bien eso que consiste en tomar una conciencia directa de los problemas ideológicos por un lado y de sus protagonistas por otro, algo que empezaba a determinar, por lo que a mí tocaba, eso que suele llamarse habitualmente compromiso. Es decir, que llegó el día en que frente a una injusticia cualquiera — hablemos en abstracto— yo tuve la necesi­ dad de sentarme a la máquina y escribir un artículo pro­ testando por esa injusticia, me sentí obligado a no que­ darme callado, sino a hacer lo único que podía hacer, que era o hablar en público si se trataba de reuniones o de escribir artículos de denuncia o de defensa según los casos. Y eso, en el fondo, es lo que termina por llamarse com­ promiso. O sea, que un hombre que está entregado a la literatura, de golpe, agrega, incorpora y fusiona preocupa­ ciones de tipo geopolítico que se pueden manifestar en lo que escribe literariamente o que pueden darse separada­ mente, como un cuerpo ya más especializado de escritura. Creo que ya te señalé el horror que me produce todo «es­ critor comprometido» que solamente es eso. En general, nunca he conocido un buen escritor que fuera comprome­ tido a tal punto que todo lo que escribiera estuviese em­ barcado en ese compromiso, sin libertad para escribir otras cosas. OP: Un profesional del compromiso, o un comprome­ tido profesional. JC : No, yo no conozco ningún gran escritor que haya hecho eso. Estoy hablando de escritores de literatura, no de filósofos ni de ensayistas. Alguien como Gregorio Selser, por ejemplo, no hace otra cosa que escribir artículos políticos, pero él no es un novelista ni un cuentista, ni tiene interés en serlo. Ése no es mi caso, porque yo siem­ pre he vivido en un mundo de literatura que al mismo tiempo es un mundo lúdico, porque para mí es la misma cosa. Yo no podía de ninguna manera aceptar el compro­ miso como una obediencia a un deber exclusivo de ocu­ parme de cosas de tipo ideológico. OP: Sería un poco el caso de Sartre. de mención ine­ vitable cuando se habla de este tema. JC : El caso de Sartre me parece profundamente admi­ rable, porque cuando Sartre despierta a una realidad polí­ tica (un poco como en otro plano habría de sucederme a mí), pero sin abandonar la literatura y la filosofía, comienza a introducir elementos de la historia contemporánea, de los problemas contemporáneos en su creación de ficción, como es el caso de Los caminos de la libertad y La náusea. En Los caminos de la libertad eso es más explícito, porque el libro se va cumpliendo mientras fuera del libro se están desarrollando esos procesos. Y creo que Sartre, mientras tuvo una capacidad creadora pura, la utilizó sin ninguna concesión. Sólo forzando mucho las cosas se puede ir a buscar símbolos de tipo político o ideológico en muchos de sus cuentos y obras de teatro. Yo tengo la impresión de que él quería que se las con­ siderara como puras obras de arte, y ése es estrictamente mi punto de vista. Cuando a mí me nace la idea de un cuento que tiene una referencia a las desapariciones en Argentina, escribo ese cuento con el mismo criterio litera­ rio y la misma absorción literaria con que puedo escribir cualquier cuento puramente fantástico, digamos La isla a mediodía. Para mí se trata de obras literarias, sólo que en el caso de los desaparecidos se trata de un tema que sig­ nifica mucho para mí, es ese tema espantoso de lo que ha sucedido en Argentina estos últimos años, y se presenta como una posibilidad de desarrollo literario y si lo escribo igual que los cuentos puramente literarios, hay una cosa que me complace, y es que una vez que lo he terminado no puedo dejar de pensar que ese cuento va a llegar a mu­ chos lectores y que además del efecto literario va a tener un efecto de tipo político. Ésa me parece que es la visión del compromiso, la justa en un escritor. OP.- O sea que las dos visiones se concilian finalmente y se hacen una sola. JC : Claro. Pero cuando decís eso planteás el grave problema al que aludo en el prólogo al Libro de Manuel, que es donde ataqué de frente el problema. Problema que consiste en tratar de conseguir una convergencia de la his­ toria contemporánea — para llamarlo así— de ciertos as­ pectos de la historia y su convergencia con la literatura pura. Convergencia particularmente difícil porque en la ma­ yoría de los libros llamados comprometidos o bien la polí­ tica (la parte política, la parte del mensaje político) anula y empobrece la parte literaria y se convierte en una especie de ensayo disfrazado, o bien la literatura es más fuerte y apaga, deja en una situación de inferioridad al mensaje, a la comunicación que el autor desea pasar a su lector. En­ tonces, ese dificilísimo equilibrio entre un contenido de tipo ideológico y un contenido de tipo literario — que es lo que yo quise hacer en Libro de Manuel— 74 me parece que es uno de los problemas más apasionantes de la literatura con­ temporánea. Y me parece, además, que las soluciones son individuales, que no hay ninguna fórmula. Nadie tiene una fórmula para eso. OP: Claro, porque si vamos a las fórmulas, entonces se corre el riesgo de caer en los esquemas, que rechazás. Yo creo que este punto quedó suficientemente ventilado en tu carta a Roberto Fernández Retamar,75 publicada en la Revista de la Casa de las Américas e incluida en Ültimo round, a la que podemos remitir a todo lector interesado en estos temas. Pero ya que estamos aquí, me gustaría que habláramos precisamente de dos cuentos tuyos recientes, Graffiti y Segunda Vez. Yo creo que en ellos encontraste un nuevo camino para mostrar el rostro asumido por el horror en muchos países de nuestra América, y que con­ siste precisamente en despersonalizarlo, en hacerlo anóni­ mo. En libros como El otoño del patriarca o Yo, el Supre­ mo o El recurso del método, hay siempre un hombre de carne y hueso detrás del horror. Y entonces, como le ocurre a García Márquez con su Patriarca, el creador se encuentra con una criatura a la que se puede llegar a compadecer. En cambio, en esos cuentos tuyos no hay un hombre, por cruel que sea, sino algo que en ningún momento puede asumir una forma (como el ser monstruoso imaginado por Lovecraft en Las montañas de la locura, y sé que no te gusta Lovecraft), que en un momento determinado puede llamarse Ejército, Organizaciones Paramilitares, Comandos de la Muerte, pero que carece de rostro. JC : Exactamente. El horror se acentúa porque se vuelve una especie de latencia omnímoda, una atmósfera que flota, en donde no se pueden conocer caras ni responsabilidades directas. Una especie de superestructura. Yo creo que la máquina del horror tiene en el campo de la novela dos ejemplos extraordinarios. Uno de ellos es El proceso, de Kafka. Y aunque ahora hay toda una teoría según la cual El proceso sería un libro cómico y que Kafka lo conside­ raba como un libro cómico, nosotros por lo menos lo lei­ mos en una lectura dramática. Ahí ya se da el caso de ese destino que se va cumpliendo inexorablemente, paso a paso, sin que jamás se sepa hasta la última línea, sin que se llegue a saber jamás cuáles eran las motivaciones que deter­ minaban ese destino. Muchas veces yo he pensado, leyendo casos típicos de desaparecidos y torturados en Argentina, que ellos han vivido exactamente El proceso de Kafka, por­ que han sido detenidos muchas veces por ser sólo parien­ tes de gente que tenía una actuación política (ellos no la tenían, o la tenían de manera muy parcial) y han sido torturados, han sido detenidos y finalmente muchas veces ejecutados. Y esa gente, en cada etapa de su destino, ha debido preguntarse quién era el responsable, de dónde le venía esa acumulación de desgracias, y no lo ha podido saber nunca porque lo único que ha conocido es a los eje­ cutores, a los torturadores. Quienes, por otra parte, tam­ poco sabían quiénes eran los jefes. El otro libro es ese a cuyo título, 1984, vamos a llegar cronológicamente el año que viene, dentro de muy poco, el libro de Orwell. Yo acabo de escribir un texto bastante largo para El P aís76 de Madrid, que va a hacer crujir los dientes de mucha gente, incluso compañeros, porque es un artículo bastante duro, muy crítico. Ese libro contiene la imagen del Big Brother (que finalmente no existe, el Big Brotber es un simulacro fabricado por ese partido que tam­ poco se sabe lo que es) donde se llega a un nivel total­ mente infernal, a ese nivel al que vos aludías. Sí, esos dos cuentos míos que citaste contienen también esa mecánica del horror, el horror sin causa definible, sin causa precisable. OP: Que también se da, aunque en otro registro, en S a t a r s a donde todo también sucede sin que nadie sepa muy bien por qué ocurren las cosas, cuál es su sentido último, donde siempre alguien puede referirse a un esca­ lón situado por encima suyo, hasta llegar acaso a la Ley de Seguridad del Estado. JC : O sea, a una abstracción total. OP: Bueno, yo te pediría que me hablaras un poco de las similitudes que — al menos para mí— tienen Oliveira y Andrés, el del Libro de Manuel." Te adelanto algunos de esos elementos: el desconcierto en la búsqueda y el sen­ timiento de lo lúdico, como si los dos creyeran que lo lúdico es una especificidad de la historia. Dos rasgos, por otra parte, que más de una vez le han sido atribuidos a un tal Julio Cortázar. JC : Bueno, tu pregunta es demasiado vasta y exigiría tal vez un análisis parcializado. Pero tampoco hay por qué complicar inútilmente las cosas. Vamos de lo más autobio­ gráfico, de algo que yo conozco bien, a lo más general. Desde pequeño yo he tenido un gran sentido del humor y me acuerdo que siendo muy niño — tendría ocho o nueve años— me producía un gran asombro que en ciertas con­ versaciones de los mayores, en circunstancias en que todo hubiera podido arreglarse con una broma, con una res­ puesta llena de humor, todo el mundo se ponía trágico, todo el mundo se tomaba las cosas por el lado negativo. En el mejor de los casos se hacían chistes, los argentinos hacen muchos chistes, pero no todos tienen sentido del humor. Mirá que esto también puede aplicarse a la raza humana en general... En todo caso la Argentina ha sido un país de humoris­ tas individuales, como Macedonio Fernández, detrás de cuya metafísica se esconde un humor terrible. Yo, desde muy niño, sentía que el humor era una de las formas con las cuales era posible hacerle frente a la realidad, a las realidades negativas sobre todo. Si cuando sucedía algo desagradable te defendías a base de humor, salías mejor parado que tu amigo o compañero que no disponía de esa arma, que no veía más que lo trágico. Bueno, de ahí a lo lúdico no hay más que un paso. Porque quien tiene sen­ tido del humor tiene siempre la tendencia a ver en diferen­ tes elementos de la realidad que lo rodea una serie de cons­ telaciones que se articulan y que son en apariencia absur­ das. Todas las frases del humor tienen ese elemento de absurdo, de cosa que no funciona dentro de una lógica aristotélica. Yo sentí que eso era una especie de para-realidad, es decir, una realidad que está a tu disposición en la medida que vos la sepas asumir y la sepas utilizar. OP: Utilizabas el humor como una suerte de anti­ cuerpo... JC : Yo me defendía de situaciones bastante penosas mediante el recurso del humor, un humor blanco o negro, según las circunstancias. El humor negro también es un elemento importante. De modo que esas asociaciones apa­ rentemente ilógicas que determinan las reacciones del hu­ mor y la eficacia del humor, llevan al juego. Lo ludico no es un lujo, un agregado del ser humano que le puede ser útil para divertirse: lo lúdico es una de las armas centrales por las cuales él se maneja o puede manejarse en la vida. Lo lúdico no entendido como un partido de truco ni como un match de fútbol; lo lúdico entendido como una visión en la que las cosas dejan de tener sus funciones estable­ cidas para asumir muchas veces funciones muy diferentes, funciones inventadas. El hombre que habita un mundo lúdico es un hombre metido en un mundo combinatorio, de invención combinatoria, está creando continuamente for­ mas nuevas. OP: Eso puede sonar un poco abstracto. ¿Cuáles eran tus métodos prácticos de defensa cuando eras niño? JC : Bueno, te doy un ejemplo. A mí, desde pequeño, me fascinó la noción de monstruo, la idea de los animales mitológicos: una cabeza de león, alas de águila y plumas de pato, que naturalmente provoca la indiferencia general de la gente. Pero a mí, te repito, me fascinaba porque me di cuenta de que eso (la nocióndel monstruo, que es el resultado de una combinación diferente de los elementos aceptados por todos) se podía extrapolar a operaciones mentales, a conductas. Uno podía a veces conducirse lúdicamente, es decir, hacer un juego en el que de alguna ma­ nera uno era el monstruo, porque a un mismo tiempo esta­ bas moviéndote como un león y volando como un águila. Para llegar a la cosa central: desde que yo empecé a escribir (a escribir cosas publicables) la noción de lo lúdico estuvo profundamente imbricada, confundida, con la no­ ción de literatura. Para mí, una literatura sin elementos lúdicos era una literatura aburrida, la literatura que no leo, la literatura pesada, el realismo socialista, por ejemplo. OP: Bueno, precisamente, de eso se trata. Es decir que en cierta medida y hasta cierta época, se dio por aceptado que Revolución era un concepto inseparable de realismo socialista. De modo que tú te insurgís justamente contra ese concepto. JC : Sí, lo que me vale a veces enfrentamientos cor­ diales, si quieres, pero enfrentamientos bastante fuertes con compañeros revolucionarios. El Libro de Manuel fue uno de esos ejemplos. OP: Claro, porque Libro de Manuel, por el año en que fue publicado, 1973, hizo las veces de pararrayos de todas esas discrepancias que andaban flotando por ahí, las atrajo y las concentró de manera fulminante. En un reportaje pu­ blicado poco después de que te dieran el Premio Médicis para extranjeros, vos dijiste lo siguiente: «Y o no sé si lla­ marlo un libro político. Ésa es una palabra que me da un poco de miedo, porque política es una cosa muy profesio­ nal y muy precisa. Yo creo que es un libro que una vez más continúa una especie de apertura ideológica en la línea socialista que yo veo para América Latina, y además una especie de pre-crítica a todas las equivocaciones que suelen cometerse cuando se intentan y realizan revoluciones». Y esto se compadece perfectamente, a mi modo de ver, con otro texto tuyo, Casilla del camaleón79 {La vuelta al día en ochenta mundos, Tomo II, pp. 185-193), donde oponés precisamente el concepto de camaleón al de coleóptero. El coleóptero es quitinoso, rígido, poco flexible, como ciertos procesos revolucionarios. JC : Desgraciadamente. Desgraciadamente las revolucio­ nes parecen conllevar una tendencia a la estratificación (o quitinosidad, para seguir con la imagen). En sus formas iniciales, esas revoluciones adoptaron formas dinámicas, formas lúdicas, formas en las que el paso adelante, el salto adelante, esa inversión de todos los valores que implica una revolución, se operaban en un campo moviente, fluido y abierto a la imaginación, a la invención y a sus produc­ tos connaturales, la poesía, el teatro, el cine y la literatura. Pero con una frecuencia bastante abrumadora, después de esa primera etapa las revoluciones se institucionalizan, em­ piezan a llenarse de quitina, van pasando a la condición de coleópteros. Bueno, yo trato de luchar contra eso, ése es mi com­ promiso con respecto a las revoluciones, a la Revolución, para decirlo en general. Trato de luchar por todos los medios, y sobre todo con medios lúdicos, contra lo quitinoso. El Libro de Manuel fue una tentativa de desquitinizar esos proemios revolucionarios que vagamente se asomaban en Argentina y que no llegaban a cuajar. Ese libro fue es­ crito cuando los grupos guerrilleros estaban en plena acción. Yo había conocido personalmente a algunos de sus protago­ nistas aquí en París, y me había quedado aterrado por su sentido dramático, trágico, de su acción, en donde no había el menor resquicio para que entrara ni siquiera una son­ risa, y mucho menos un rayo de sol. Me di cuenta de que esa gente, con todos sus méritos, con todo su coraje y con toda la razón que tenían de llevar adelante su acción, si llegaban a cumplirla, si llegaban al final, la revolución que de ellos iba a salir no iba a ser mi Revolución. Iba a ser una revolución quitinizada y es­ tratificada desde el comienzo. El Libro de Manuel es un desafío, pero no un desafío insolente ni negativo. Es un desafío muy cordial: vos has visto que yo presento a los personajes con toda la simpatía posible. Por ejemplo a Marcos, el jefe de ese grupo de guerrilla urbana que está un poco de vacaciones en Europa en ese momento. Y él mismo discute con sus amigos, si no este problema, proble­ mas paralelos. Yo no los atacaba, muy al contrario. Si hubiera tenido ganas de atacarlos no habría escrito la no­ vela. No sólo no era un ataque, sino que era una tentativa de ponerles en el bolsillo un libro que tal vez los hubiera ayudado un poco. OP: En eso que a falta de mejor palabra podemos lla­ mar prólogo, decís que «lo que cuenta, lo que yo he tratado de contar, es el signo afirmativo frente a la escalada del des­ precio y del espanto, y esa afirmación debe ser lo más solar, lo más vital del hombre: su sed erótica y lúcida, su libe ración de los tabúes, su reclamo de una dignidad compartida en una tierra ya libre de este horizonte diario de colmillos y de dólares». Han pasado diez años: si no hubieras escrito entonces Libro de Manuel," ¿escribirías hoy algo parecido? JC : Creo que sí. Sí, escribiría algo parecido. En el Libro de Manuel yo di un paso adelante, incluso forzán­ dome la mano a veces, porque estaba harto de haber dis­ cutido en Cuba acerca de problemas de tipo erótico, por ejemplo, y de tropezarme con la quitina. O el tema de la homosexualidad, que ahora es también objeto de una dis­ cusión fraternal pero muy viva con los nicaragüenses cada vez que voy para allá. Yo creo que esa actitud machista de rechazo, despectiva y humillante hacia la homosexuali­ dad, no es en absoluto una actitud revolucionaria. Ése es otro de los aspectos que quise mostrar en Libro de Manuel. Eso es, claro, sólo un aspecto. También hay un ataque al lenguaje anquilosado, al lenguaje quitinizado. Allí, a mi manera, yo libré un combate en el plano del idioma, por­ que pensaba (y lo sigo pensando) que ése es uno de los problemas más graves que hay en América Latina, toda esa hipocresía lingüística con la que habrá que acabar de una vez. OP: Bueno, yo tengo la impresión que a partir de eso que se llamó el Boom de la literatura latinoamericana, el tratamiento de lo erótico se despojó de una serie de pre­ juicios finiseculares. JC : En realidad no creo que se trate de un mérito espe­ cial del Boom. Pienso que es un mérito más universal. Yo creo que a partir de la mitad del siglo se ha avanzado mu­ cho en ese terreno. Incluso con sus aspectos negativos, con sus desviaciones. Pero lo que todavía se siente, y hay algún texto en La vuelta al día en ochenta mundos en que se habla del tema visto desde el ángulo latinoamericano, donde los complejos no han sido superados. Porque hay escritores que escriben obras donde el tono erótico es muy fuerte, como si la única manera de echar a andar la má­ quina consistiera en desbocarse completamente y lanzarse a algo que es mucho más obsceno que erótico. Vos sabes que yo hago una distinción muy clara entre raban como una especie de liberación de tipo erótico, cuan­ do en realidad se trataba de un salto a la obscenidad, donde se hacían descripciones eróticas por las actividades mis­ mas, y no por lo que trata de decir Libro de Manuel. Por­ que en Libro de Manuel las actividades eróticas tienen siempre un antecedente y un consecuente, se producen por tal motivo y dan tales resultados, no son el centro de la cosa. OP: Sí, en Último round (Tomo II, pág. 62) decís que «entre nosotros (los latinoamericanos) el subdesarrollo de la expresión lingüística en lo que toca a la libido vuelve casi siempre pornografía toda materia erótica extrema», pero agregás que en Cambio de piel/ ' de Carlos Fuentes, hay «páginas que preludian lo que alguna vez escribiremos con naturalidad y con derecho, porque antes o simultáneamente hay que conquistar otras libertades: la colonización, la mi­ seria y el gorilato también nos mutilan estéticamente». * * * OP: Ya que lo mencionaste, me gustaría que me habla­ ras un poco de ese libro que escribieron Carol y tú, Los autonautas de la eosmopista, que tiene un título de cienciaficción. Porque cuando este libro salga, Los autonautas ya estará publicado. JC : Ese libro es el resultado o la consecuencia de un plan muy alocado, muy insensato — y por lo tanto para mí muy hermoso— que tuvimos Carol y yo hace aproxi­ madamente cinco años. Una vez, volviendo de Marsella a París por la Autopista del Sur, nos detuvimos toda una tarde porque estábamos cansados (Carol había estado muy enferma en el sur de Francia) y nos metimos en un par­ king magnífico, de esos en que te podes alejar mucho de la autopista, al punto que ya casi no la oís, está muy leios, y hay bosques hermosísimos y sombríos. Entonces, nos ins­ talamos ahí a descansar. Tengo que explicarte que en esa época viajábamos en uno de esos Volkswagen modelo Kombi, que es una espe­ cie de camioneta con todo lo necesario para vivir en ella. Con la ventaja de ser un automóvil independiente y no uno de esos remolques, que están sometidos a una serie ambas cosas. Pero estos últimos años se publicaron en Argentina libros que la gente leía y que algunos considede obligaciones, que no pueden detenerse en cualquier parte. En cambio éste, que por cierto se llama «Fafner» (pero ésa es otra historia) tenía todo lo necesario: los asientos de atrás se convertían en una gran cama, había un tanque de agua de 50 litros, un lavabo, una cocina y una hela­ dera. O sea todo lo necesario para hacer de la Kombi una casita, sin contar un techo que se podía levantar cuando el coche estaba detenido y que me permitía andar de pie en el interior. Porque uno puede acampar (hay mucha gente que acampa en su propio automóvil) pero si tenés que estar todo el tiempo agachado o acostado te quita todo placer, no es el sentimiento de estar en tu casa. Y para mí, que soy tan alto, eso tenía su importancia. Ese día, entonces, estábamos en ese parking descan­ sando y nos sentimos tan bien, hubo una sensación de feli­ cidad, de plenitud, que empezamos un poco a analizar por qué nos parecía fuera de lo común. Y empezamos a des­ cubrir cosas. Primero: no había ninguna posibilidad de que nos telefonearan. Segundo: nadie sabía dónde está­ bamos, puesto que la Autopista del Sur tiene 66 parkings de cada lado, más o menos. Nosotros estábamos metidos en uno de ellos y nadie podía saber quiénes éramos, todo lo cual contribuía a que nos sintiéramos maravillosamente bien. Fue entonces que se me ocurrió: «¿P or qué en un ve­ rano no hacemos un viaje estableciendo reglas de juego muy severas, un viaje de París a Marsella deteniéndonos en todos los parkings?» Al principio no sabíamos cuántos par­ kings había: después miramos el plano y vimos que había algo así como 66. Eso hubiera representado un viaje de 66 días, que nos pareció exagerado. Y esa misma tarde, jugando, empezamos a establecer las reglas del juego. La primera era que los autonautas (como nos llamamos en segu da) teníamos el derecho de estar en dos parkings dia­ rios. Ni en uno ni en tres: en dos. Lo cual reducía el viaje a 33 días, que de todos modos seguía siendo un proyecto patafísico y surrealista que convertía un viaje que normal­ mente se hace en diez horas en otro de 33 días. Ya ves la diferencia. La segunda regla era que por ningún motivo podía­ mos salir de la autopista. Podíamos aprovechar, sí, todo lo que hay en la autopista, por ejemplo moteles u hoteles si teníamos ganas de ducharnos o de dormir en una ver­ dadera cama. Los restaurantes también estaban autoriza­ dos, y las tiendas donde se puede comprar cosas. Pero sólo eso. Es decir, ningún derecho a salir de la autopista salvo en caso de abandono por enfermedad o algo así. Y a razón de dos parkings por día, ir haciendo relevamientos de cada uno de ellos, descripciones, tomando fotos, de manera que al terminar el viaje tuviéramos un cuaderno con la descrip­ ción de todos los detalles, de todos los momentos del viaje. Aquí entra en juego el hecho de que a mí me pareció que para que el iibro fuese divertido tenía que ser un poco una parodia — pero no exasperada— de las expedi­ ciones de verdad, de las grandes expediciones al Polo o del viaje de Colón, cosas así. En ningún momento dar la im­ presión de que era un juego o una tontería, sino que éra­ mos dos personas que queríamos explorar la Autopista del Sur, cosa que nadie había hecho. Por lo tanto, hacía falta dar descripciones lo más cien­ tíficas posible de los parkings, razón por la cual nos em­ barcamos con una brújula, con gemelos, con un catalejo, entre otras cosas. Y en el mes de mayo del año pasado, el 23 de mayo, después de tres años de demoras por enfer­ medades y problemas que no nos permitieron realizar el proyecto, salimos de París y llegamos a Marsella 33 días después. El libro, con todas las fotos que lo acompañan, es por un lado la descripción del viaje, pero además cada uno de nosotros escribió lo que le daba la gana durante el viaje Por ejemplo, ahí adentro hay un cuento mío. Sólo que todo sigue la ley del juego, porque el cuento sucede en un mo­ tel de autopista, ya que no se podía salir afuera. Y Carol escribió bellísimos textos sobre la naturaleza de los par­ kings, anécdotas, cosas que nos iban sucediendo. Porque la gente no tiene idea de lo que es una autopista, la uti­ lizan únicamente para llegar a destino y se detienen en los parkings únicamente para hacer pis y comerse un sandwich. Pero si vivís 33 días en la autopista descubrís el lento pasar del centro de Francia — que es casi el Norte— al me­ diodía, la lenta transformación del clima, con todo el en­ canto que tiene eso de ir ganando unos cuantos kilóme­ tros por día. Descubrís la fauna y la flora, descubrís la vegetación, sobre la cual se puede escribir muchas cosas, porque nos pasaron aventuras muy divertidas que siempre enfatizamos mucho para mostrar que éramos exploradores sometidos a los mismos peligros de los grandes viajeros. Una noche las hormigas nos invadieron la camioneta y fue una batalla espantosa, salvarnos de ellas y cosas así. Está contado casi homéricamente. OP: Y además, por lo que sé, cada texto era absolu­ tamente independiente, tú no sabías lo que había escrito Carol y viceversa. JC : No; como medida de precaución, cuando a veces habíamos vivido una anécdota determinada — por ejemplo una conversación con un camionero o algún encuentro en uno de los paraderos— nos preguntábamos quién tenía ganas de escribir eso, para no cometer la tontería de tra­ bajar independientemente y hacer la misma cosa, que uno de los dos hubiera tenido que eliminar. En general cada uno sabía el tema que estaba traba­ jando el otro, grosso modo. Pero en el libro los textos están presentados sin indicación de autor. El lector tiene que descubrir por el estilo — y creo que lo consigue en 20 páginas— si se trata de Carol o de mí. OP: De modo que el libro sigue obedeciendo a otra de las grandes reglas del juego que te has impuesto, la de descubrir en las cosas aparentemente más banales su sentido oculto, su sentido profundo. En este caso con la entera complicidad de Carol. JC : Y descubrirlos de una manera maravillosa, es de­ cir, no sólo por especulación teórica, porque teóricamente, cualquiera que haya leído u oído lo que yo acabo de expli­ car, puede pensar que él también podría hacerlo, que ya tiene una idea de la cosa. Pues no: no tiene en absoluto una idea, porque la experiencia directa de ese viaje es una cosa maravillosa, estuvo llena de descubrimientos que ja­ más se pueden prever teóricamente. El primero, y el más importante quizá, es que fuimos de París a Marsella — un viaje que todo el mundo hace pegado al volante y con la autopista por delante durante 800 kilómetros— sin ver la autopista. Realmente no la vimos, porque los parkings están muy próximos y para pasar de un parking a otro empleas aproximadamente un cuarto de hora. Así que imagínate, dos viajes de un cuarto de hora para cubrir los dos viajes cotidianos... No llegás a ver la autopista, apenas has salido, ya de golpe ves la «P » del siguiente, en el cual era obligatorio entrar según las reglas del juego. De modo que cuando llegamos a Mar­ sella nos dijimos: «¿Dónde están los 800 kilómetros de la autopista?» No la vimos nunca, vimos pedacitos. Ése es un detalle. El otro — otra experiencia hermosa— fue el descubri­ miento del mundo de los camioneros. A los camioneros uno los ve pasando hacia uno u otro lado, pero otra cosa es convivir un poco con ellos en los paraderos de noche, cuan­ do llegan cuarenta o cincuenta camiones que pertenecen a todas las nacionalidades posibles. Hay un búlgaro que se instala al lado de un español, y después hay un danés, dos franceses, un inglés. Y toda esa gente se baja para ir a lavarse, para comer algo, se detienen sobre todo cuando hay un restaurante. Y entonces ves una especie de ciudad fantasma que se forma, que va a durar de las ocho de la noche a las cinco de la mañana, en que todos van a salir de nuevo. Y digo ciudad porque cada camión es una casa: tiene sus luces, tiene su cocina, la gente vive ahí, duerme ahí, hay muchas parejas en los camiones, son como casas. Lo que a mí me pareció maravilloso de esa ciudad es que son únicas, van a durar una noche, porque es matemática­ mente imposible que esos mismos cincuenta camiones vuel­ van a encontrarse en otro parking, porque sus itinerarios son distintos, sus velocidades son distintas. Era una cosa de maravilla ver formarse eso, asistir incluso a un idilio, ver muchachos camioneros que se baja­ ban de sus camiones a buscar alguna muchacha que venía en otro camión, que se conocían o no se conocían, pero se armaba toda una vida nocturna, había un clima erótico en esa larga noche de los camioneros. De todo esto te podría hablar horas. OP: A mí me parece encontrar aquí una especie de nostalgia por esas vidas en permanente desplazamiento, que en este caso forman un dibujo diferente en cada parking. Pero en el capítulo 1 de Rayuela Oliveira se pregunta qué venía a hacer al Pont des Arts y de pronto ve pasar «una pinaza color borravino, hermosísima como una gran cuca­ racha reluciente de limpieza, con una mujer de delantal blanco que colgaba ropa en un alambre de la proa, mirando sus ventanillas pintadas de verde con cortinas Hansel y G retel...»*2 Con lo cual se sugiere un mundo familiar, una vida que va transcurriendo entre esclusas en lugar de parkings. NOSTALGIA DE LA PO ESÍA OP: Aparte tu obra narrativa, vos has seguido escri­ biendo poesía, como puede advertirlo el lector de Ültimo round o de La vuelta al día en ochenta mundos. Y si se examinan algunos capítulos de Rajuela, por ejemplo el ca­ pítulo 7 («Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi m ano...») o bien el 73 («Sí, pero quién nos curará del fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer por la rué de la Huchette, saliendo de los portales carcomidos, de los parvos zaguanes...») se puede sospechar con buenas razo­ nes que la poesía ocupa un lugar muy importante en tu obra. JC : (Se pone en pie, camina hasta un anaquel y vuelve con una gruesa carpeta.) Te voy a contestar con un ejem­ plo práctico. A fines de este año Nueva Imagen de México publicará esto que es poesía, que son poemas. Ahí te doy una sorpresa. OP: Salvo el crepúsculo..." JC : Es un fragmento de un Aiku de un poeta japonés. Es un libro que yo he querido que sea divertido; ahí la poesía se mezcla con la prosa, hay comentarios e interac­ ciones, muchas citas de mis amigos poetas, me hice acom­ pañar por todos ellos. Ahora puedo responder directamente a tu pregunta. Sí, es cierto: a mí me da un poco de pena tener que admitir ahora que la poesía siempre fue en mi caso una actividad un poco vergonzante. Es decir, que nunca la mostré, o la mostré muy poco, como vos señalabas en tu pregunta, en los libros almanaque. Ahí me animé a in­ tercalar algunos poemas. También en algunas novelas, como en 62, Modelo para armar, donde está el poema de La Ciudad. OP: Un poema bastante largo y que, significativamente, está ubicado casi al principio, como si quisieras darle al­ gunas pistas al lector: «Entro de noche a mi ciudad, yo bajo a mi ciudad / donde me esperan o me eluden, donde tengo que huir / de alguna abominable cita, de lo que ya no tiene nombre...» JC : Sí, ese poema es un poco la base, el fundamento del libro. Pero lo que yo he publicado a lo largo de mi vida ha sido siempre la prosa. Y me pregunto: ¿Por qué? Bueno, en primer lugar porque cuando yo era joven y mos­ traba alguno de mis poemas a mis amigos, la respuesta era invariable. «¿Cuándo escribís otro cuento?» Lo cual mos­ traba una abierta preferencia por lo que yo hacía en prosa. Yo no me hago ninguna ilusión sobre la calidad de mi poe­ sía; lo que defenderé siempre es mi autenticidad, porque ella ha nacido como nace toda poesía. De reacciones muy personales frente a determinadas cosas, frente a sentimien­ tos, a felicidades y a desgracias. Esto ha hecho que a lo largo de los años se acumularon una cantidad grandísima de poemas, cuadernos y cosas así, hasta que llegó el momento en que alguien me pidió — me preguntó— por qué no me decidía a reunirlos. Y entonces pensé en ese libro que se llama Salvo el crepúsculo, que consistió en poner los poemas ordenados por temas, nunca cfonológicamente. Como podras ver, es un libro con mucho aire, no se trata del clásico libro del poeta, una serie de poemas y basta. Lo que está muy bien, claro; pero a mí me resultó más divertido hacer algo distinto. OP: Distinto, ¿en qué sentido? JC : Bueno, ahí hay un montón de poemas que tienen una referencia directa al tango, al lenguaje del tango y un poco a las ideas del tango. Ciertas cosas de mi experiencia personal dichas un poco como un tango. A tal punto que finalmente algunos se han convertido en tangos porque el Tata Cedrón les puso música. A mí me pareció que a esos poemas yo no podía meterlos así nomás en el libro, que había que explicarlo un poco, contar en prosa cómo salieron esas cosas, cómo fueron naciendo. Lo mismo te puedo decir de una serie de ciclos, de algunos poemas de amor. Y otra cosa: yo he escrito una inmensa cantidad de sonetos, yo les tengo mucho cariño a los sonetos. OP: Sí, por ahí decís que son formas perfectas. JC : Claro. Pero como al mismo tiempo es una forma que todo el mundo tiende a considerar anacrónica, y hay ya muy poca gente que escriba sonetos y mucho menos gente que los lea, es necesario decir algo al respecto. En general, la sola vista de un soneto espanta al lector; a mí me pasa lo contrario. A mí me encanta leer — no ya los sonetos clásicos, porque ésos me los sé de memoria— , sino los sonetos modernos, que por ahí salen en algunas revis­ tas. Cuando están bien hechos a mí me dan un placer infi­ nito. Realmente, me parecen una forma perfecta. Eso tam­ bién se lo explico al lector. Es un libro muy mano a mano con lo grasa. OP: También habrá poesía permutante, por lo que veo. JC : Sí, claro. Y eso también trato de explicarlo. OP: Yo creo que ahí habría que remitir a tus lectores al capítulo dedicado a la poesía permutante incluido en 'Último round™ primer tomo. Allí explicás cómo nacieron los primeros poemas permutantes, empezás definiéndolos como «estos juegos», pero decís lo siguiente: «Digo juegos con la gravedad con que lo dicen los niños. Toda poesía que merezca ese nombre es un juego, y sólo una tradición romántica ya inoperante persistirá en atribuir a una ins­ piración mal definible y a un privilegio mesiánico del poe­ ta, productos en los que las técnicas y las fatalidades de la mentalidad mágica y lúdica se aplican naturalmente (como lo hace el niño cuando juega) a una ruptura del con­ dicionamiento corriente, a una asimilación o reconquista o descubrimiento de todo lo que está al otro laJo de la Gran Costumbre». Podría continuar la cita, porque me parece un texto que ilumina tu actitud ante la literatura. A tal punto que cuando leí esa poesía permutante, en un mo­ mento en que también estaba leyendo Rayuela, se me ocu­ rrió que Rayuela es, en cierto sentido, una novela per­ mutante. JC : Tenés mucha razón. Y yo me pregunto si una bue­ na parte de lo que he escrito no es permutante. Porque 62, Modelo para armar es también una novela permutante. A mí siempre me fascinó la idea de dejar suelto el len­ guaje, la posibilidad de armar, de articular un poema, una prosa que tenga un repertorio no ya de infinitas lecturas, pero sí de diferentes lecturas mediante un simple movi­ miento, mediante un cambio de los bloques semánticos. Siempre me ha fascinado porque eso es un poco devolverle al lenguaje una especie de vida personal. Vos escribís el poema permutante y después las cosas empiezan a moverse según como tus ojos elijan la lectura, se elimina esa cosa en cierto modo mecánica y consecutiva que tiene el len­ guaje racional y que tiene particularmente la prosa. OP: ¿Qué te llevó a publicar esa poesía acumulada en secreto durante todos estos años? JC : Durante mucho tiempo me desanimó el hecho de que mis poemas caían un poco en el vacío de mis amigos lectores, cuya opinión cuenta para mí. El sentimiento de que, o bien no leen mucha poesía (aunque todos dicen que sí, no puedo saberlo, yo sí soy un gran lector de poesía) o no están demasiado dispuestos a aceptar que un autor, al que tienen clasificado como cuentista o novelista, se les escape del casillero. Hay lectores de cuentos o de novelas y cuando un novelista o un cuentista se aparece con unos poemas, hay como una sensación de rechazo. Y voy a decir otra cosa, que no es cruel sino verdadera: en general, los occidentales somos demasiado clasificadores, estamos dema­ siado apegados a los géneros y a las etiquetas, contra las cuales yo he escrito muchas veces. El tipo que ha sido definido, clasificado como cuentista o como novelista, pare­ cería que no puede permitirse otra cosa. Bueno, yo me he pasado la vida tratando de hacer siempre otra cosa, pero sin salir de la prosa. Cuando la gente me esperaba en una esquina el próximo libro salía en otra y eso creaba bas­ tante desconcierto. Pero cuando se llega a la diferencia entre prosa y verso, te encontrás con una especie de manía clasificatoria implacable. Jorge Guillén es un poeta y eso está muy bien, pero si Jorge Guillén publicara una novela, eso provocaría un desconcierto tremendo. OP: Tal vez también porque el lector es demasiado respetuoso (en el mal sentido de la palabra) del texto que tiene por delante. Te insisto que yo leí concretamente dos capítulos de Rayuela armándolos como si fueran poemas. Uno es el que ya te mencioné («toco tu b oca...»), el otro es el 73 («sí, pero quién nos curará del fuego sordo...»), que pueden armarse como poemas, que son poemas. JC : Supongo que sí, porque se siente en segmda que no es el lenguaje de la prosa. Lo que ocurre es que si nos ponemos a hablar de la diferencia entre prosa y poesía tenemos para otro libro... Pero en Rayuela es evidente que, cuando se llega a esos dos capítulos, el tipo de ten­ sión que hay en el lenguaje es diferente al tipo de tensión de la prosa. OP: Yo creo que el aflojamiento de esa tensión (en el sentido que le estamos dando, claro) se da muchas veces a través del diálogo, que es una operación muy parecida a la de bajar un escalón, ¿no? JC : Y además, cuidado, porque yo estaba escribiendo una novela. No me podía permitir escribir Rayuela como la hubiera escrito Gabriel Miró. Y me parece una buena comparación para que el lector se dé cuenta de lo que quiero decir. OP: De todos modos, todo esto supone que te has im­ puesto ciertos límites. JC : En mi juventud el lector no me importaba. Ya te dije que yo no escribo nunca pensando en un lector, pero me miro a mí mismo como mi primer lector. Y si al releer algo no lo entiendo, lo cambio o lo suprimo. Eso me suele suceder. De manera, entonces, que tal vez, tal vez, debería haber tenido el coraje de passer outre, ¿eh? Irme al otro lado y llegar a hacer lo que hizo Mallarmé, por ejemplo, cuando escribió Un coup de dés. Mallarmé sabía muy bien que en ese momento nadie se iba a poder aproximar a ese poema. El tiempo, finalmente, lo fue descifrando y es po­ sible que en ese sentido yo tenga una cierta cobardía frente al límite al que podría llegar un escritor. OP: Estás a tiempo de hacerlo, de intentarlo. JC : Sí, sí. Uno siempre está a tiempo de hacer cosas. Pero hay algo que te dice si las vas a hacer o no las vas a hacer. Yo me he divertido mucho conmigo mismo, sobre todo hace ya bastantes años, con experiencias de escritura automática. Que son unas «galipatías» tremendas, pero que a mí me divertían mucho, porque dentro de esas «galipa- tías» de pronto salían dos o tres frases que tenían un sen­ tido especial o me explicaban algo. Sin embargo, nunca se me hubiera ocurrido publicarlas, como hacían los surrea­ listas. ¿Quién lee hoy la escritura automática de los surrealis­ tas? Nadie, salvo los profesores de literatura que tienen que explicarla en sus clases. OP: Me gustaría que habláramos un poco de Salvo el crepúsculo, que será tu primer libro de poesía, al menos desde el punto de vista exclusivamente editorial. Es decir que para muchos será una formidable sorpresa, ya que gene­ ralmente el viaje literario suele hacerse al revés. Te con­ fieso que me gustó mucho, me dio la impresión de ser un larguísimo viaje, que arranca de tiempos muy remotos y termina con un hermoso poema que parece ser una conden­ sación de ese libro-viaje. Y que además se queda ahí como un gran punto de interrogación. JC : Como decís, formalmente es mi primer libro de poesía. Vos sabés que yo he publicado algunos poemas, por ejemplo en La vuelta al día en ochenta mundos y en Último round. Y lo hice porque esos poemas habían na­ cido paralelamente con esos trabajos y que fueron poemas porque no podían ser otra cosa, como el poema de 62, Mo­ delo para armar, el poema sobre la ciudad. OP: Sí: «Entro de noche a mi ciudad, yo bajo a mi cuidad / donde me esperan o me eluden, donde tengo que huir / de alguna abominable cita, de lo que ya no tiene nombre, / una cita con dedos, con pedazos de carne en un armario»,15 etcétera. JC : Pero no era un trabajo poético, digamos, indepen­ diente, estaba metido en la masa de una novela v era el poema de la novela. Pero lo que sucede es lo que hablá­ bamos el otro día sobre las categorías: en general yo me resisto a la presión de la crítica, porque no me importa demasiado cómo me clasifican; yo tengo mi propia clasi­ ficación. Respecto a eso que hablamos el otro día: todos los críticos del mundo pueden sostener que soy un profe­ sional (cosa que hacen) y yo los dejo hablar pero sigo pensando que soy otra cosa, me veo de otra manera. Del mismo modo, todos los críticos del mundo, prác­ ticamente todos, me han clasificado como un prosista, como un cuentista o un novelista. Entonces, cada vez que se ha publicado un poema mío, o bien no ha habido ningún co­ mentario, como si se tratara de una travesura de Julio Cortázar que publicó un poema que no merece ser criti­ cado y comentado, o bien han sido recibidos yo diría casi con una cierta desolación, una cierta tristeza, como quien dice: «Caramba, este hombre que tan bien estaba encau­ zado en su línea de trabajo y ahora se pone a hacer ver­ so s»... Ese tipo de reacción profesional de los críticos. OP: José Miguel Oviedo, por ejemplo. JC : Claro. Yo lo quiero mucho a Oviedo, somos muy amigos y él se va a reír mucho cuando lea eso, pero yo aprovecho para vengarme amistosamente de esa clasifica­ ción suya, según la cual mis poemas eran «conmovedora­ mente malos». Fíjate que «conmovedoramente» muestra el Oviedo que me quiere mucho, y lo de «m alos» es su opinión y es válida. Pero yo creo que en el fondo res­ ponde al hecho que fue a buscar mi trabajo habitual y se encontró con otra cosa y se descolocó, la descolocación es muy frecuente en la crítica. Lo malo es que yo — que, como empecé diciéndote no hago demasiado caso a ese tipo de cosas y sigo por mi camino— tengo que reconocer que he sido débil en lo que toca a la poesía: la convertí, la fui convirtiendo en una actividad un poco secreta. La poesía, ya sea poesía amorosa, poesía elegiaca, poe­ sía con contenido político (porque hay bastante de eso tam­ bién), se convirtió en páginas que fui guardandoy no quisedar a conocer. Entonces, este libro me produce un efecto muy extraño, porque sé que va a salir a fin de año pero me va a costar mucho aceptarlo como un libro mío, lo voy a sentir siempre como fuera de catálogo. OP: En ese libro hay un texto (en prosa) que me pa­ rece un poco parte de la clave para entrar en ese mundo. Es Background,“ al que como subtítulo le pones Tierra de atrás, literalmente. Ahí decís esto: «Si hablo de eso es porque al despertar arrastro conmigo jirones desu pidiendo escritura, y porque desde siempre he sabido que esa escritura — poemas, cuentos, novelas— era la sola fija­ ción que me ha sido dada para no disolverme en ese que bebe su café matinal y sale a la calle para empezar un nuevo día». Yo diría, a partir de esta clave y de otras diseminadas en el libro, que tu poesía pertenece más a los sectores nocturnos que a los sectores diurnos de tu vida. Tengo la impresión de que en tu escritura, como en el Dios imaginado por Graham Greene, hay dos caras, una cara diurna y una cara nocturna, y que tu poesía proviene de esta cara nocturna. JC : Es muy posible, porque efectivamente los poemas, como muchos cuentos míos, nacen de imágenes oníricas, son una tentativa de poner en escritura visiones o entrevisiones que me da el sueño. No todos por cierto, pero que lo onírico juega un papel muy importante en mi poe­ sía es un hecho que no sé si puede comprobarlo el lec­ tor. Pero el autor lo sabe perfectamente. En realidad esto no es más que una extensión de algo que abarca también todos mis cuentos: si yo me tuviera que definir desde el punto de vista del tiempo, del tiempo cíclico del día y de la noche, si tuviera que definirme como escritor, me con­ sideraría como un escritor nocturno, profundamente noc­ turno. OP: Sí (y vuelvo a citarte; espero que tu editor no me reclame derechos de autor j. En ese mismo Background87 decís, irrefutablemente, como diría Borges: «Todo vino siempre de la noche, background inescapable, madre de tantas criaturas diurnas». Y ya que estamos, yo podría decirte que ahí estás haciendo poesía sin saberlo, porque esa frase puede armarse así: Todo vino siempre de la noche, background inescapable, madre de tantas criaturas diurnas. Pero aquí volvemos a la noción de ritmo, que si es perfectamente perceptible en tu prosa, lo es (por supues­ to) muchísimo más en tu poesía. JC : Creo que miedo completar esto que decís y que me parece exacto en el sentido (como ya te dije antes) de que yo siempre me consideré un músico frustrado en el sentido de ejecutante, pero no un melómano frustrado, todo lo contrario, soy un auditor que llega hasta lo obse­ sivo. Y esa nostalgia de la música yo la he llevado de alguna manera a la escritura, en la prosa a través del rit­ mo. Te habrás fijado que mis cuentos terminaA siempre, o prácticamente siempre, con frases que yo pienso que obli­ gan al lector a precipitarse hacia el final. No tanto por la acción del cuento, sino por la forma en que está dicho. Y mi problema con las traducciones es que a veces me es­ tropean ese ritmo: tengo que discutir con el traductor para que fuerce su idioma y de todas maneras trate de re­ producir ese ritmo. Pero eso es ritmo, que es uno de los elementos de la música. Luego está el otro, que es el elemento melódico; y con él es en la poesía donde yo he buscado compensar mi frustración como músico. En una entrevista concedida a Le Monde de la Musique (N.° 31, febrero de 1981) Cortázar dijo lo siguiente acerca del mismo tema: «E l cuento, por ejemplo, es un género literario particular, que posee una estructura muy musical. Se procede por una es­ pecie de acumulación de tensiones que estalla hacia el final, en el desenlace dramático. Es el equivalente de un gran movimiento en una sonata o en un cuar­ teto. Cuando se escuchan los quintetos de Mozart se percibe muy claramente la manera en que iba pre­ parando poco a poco una tensión que atrapa al audi­ tor. Nada es chato, nada es lineal. Hay una concen­ tración de fuerzas que sólo se resolverá en el final. Mis cuentos buscan la misma cosa, terminan siempre con una frase que es una condensación en la que cada palabra, cada coma, tienen una función rítmica». Y más adelante, hablando del jazz y de la inven­ ción que se daba en los «solos» 89 agrega: «En relación a la literatura yo quedé fascinado por ese espíritu que coincidía con el gran postulado de los surrealistas franceses: la escritura automática. Dejar fluir la con­ ciencia, escribir aquello que acude al espíritu en una improvisación apenas controlada por el cerebro. Esta relación entre surrealismo — empresa de liberación de muchos tabúes literarios— y el jazz, tuvo por efecto natural aproximarme a esa música». JC : En Salvo el crepúsculo te habrás fijado en el gran porcentaje que hay de poemas rimados, ya sea con rima consonante o asonante, la gran cantidad de lo que yo llamo preludios y sonetos. Incluso hay por ahí una referencia iró­ nica de un personaje imaginario que se maravilla de que yo pueda escribir sonetos en esta época, cuando el soneto es una forma que ya prácticamente parece abandonada. Y sin embargo el soneto, con su perfección no sólo rítmica, sino además melódica, con la repetición de rimas consonante, o sea la rima perfecta, es para mí una manera de cumplir­ me en la escritura y al mismo tiempo darle todos los valo­ res musicales y rítmicos que me parece que potencian más lo que yo quiero decir. OP: Sí, eso es evidente para cualquiera que lea el li­ bro, que entre otras cosas es una demostración de la pro­ funda vinculación que existe entre tu escritura y la mú­ sica. La otra comprobación consiste en que de ningún modo se trata de algo artificial, sino que es algo que se da con la mayor naturalidad. JC : Además te diría que eso surgió en mis primeros años de escritura, de niño. Como muchos niños, empecé a escribir poemas antes que prosa, poemas perfectamente rimados; y perfectamente ritmados. Muy malos como poe­ mas, claro, cargados de sentimientos ingenuos y de toda la cursilería de un niño, sobre todo de un niño de mi generación. Pero los pocos que todavía recuerdo — escritos no tengo ninguno— me asombran por la eficacia formal, es decir, por las estructuras rítmicas y melódicas de la rima. Son absolutamente impecables. A tal punto (te lo cuen­ to como una anécdota que me hizo sufrir mucho) que des­ pués de haberle mostrado a mi madre dos o tres de esos sonetos, mi madre los mostró a mi familia. La cual fami­ lia era la familia más prosaica imaginable: le dijeron a mi madre que eso sólo tenía una explicación, esto es, que yo era un plagiario, que esos sonetos yo los había sacado de algún libro, puesto que me veían siempre leyendo. Enton­ ces mi madre subió de noche a mi habitación antes de que yo me durmiera y muy avergonzada — porque en el fondo me respetaba y me quería mucho— trató de sonsacarme si esos poemas yo los había escrito o los había sacado de algún libro. Tuve un ataque de desesperación, creo que nunca he llorado tanto. OP: ¿Cuántos años tenías? JC : Debía tener nueve años. Yo consideré eso como una ofensa, como algo que me vulneraba en lo más hondo. Yo había hecho esos sonetos con un amor infinito y me habían salido formalmente muy bien. El resultado era que me acusaban de plagio. Te cuento esto para que veas cómo desde el principio, digamos, los elementos formales los dominé muy bien. OP: En este mismo libro, en ese capítulo que se llama Para escuchar con audífonos (donde explicás las ventajas de escuchar música con audífonos) decís esto: «Cómo no pensar, después, que de alguna manera la poesía es una palabra que se escucha con audífonos invisibles apenas el poema empieza a ejercer su encantamiento» y oponés esa situación a la del lector de novelas o de cuentos, que por más abstraído que esté, sigue «ligado a la vida circundante». Y después agregás: «En cambio el poema comunica el poe­ ma, y no quiere ni puede comunicar otra cosa. Su razón de nacer y de ser lo vuelve interiorización de una intetioridad, exactamente como los audífonos que eliminan el puente de fuera hacia adentro y viceversa para crear un estado exclusivamente interno, presencia y vivencia de la música que parece venir desde lo hondo de la caverna ne­ gra». Y por último decís que «el poema es en sí mismo un audífono del verbo».*9 Me gustaría que me explicaras un poco todo esto. JC : Bueno, se parte de la idea de que los audífonos te producen la impresión de que la música no te llega de afuera, aunque en la realidad ocurra así, la oís en el centro del cerebro, parece estar situada adentro. l o que se quiere decir en ese pasaje es que entre la prosa que se abre camino pasando por la racionalidad (primero la lec­ tura, luego el análisis instantáneo que hacen las potencias racionales y finalmente la comprensión y captación de la cosa) y la poesía, se diría que el poema elimina ese obs­ táculo. Es decir, se da, nace en el interior, se da en el interior, sin pasar por la intermediación de las potencias racionales. Y entonces el árbol de Rilke al que se alude allí se alza directamente en el oído. OP: Hay otro pasaje que me parece interesante men­ cionar aquí, ese en que citás la opinión de un amigo que te previene contra los riesgos de alternar poesía y prosa y que ese amigo califica de «suicida» porque «los poemas exigen una actitud, una concentración, incluso un enaje­ namiento por completo diferentes de la sintonía mental frente a la prosa, y de ahí que tu lector va a estar obligado a cambiar de voltaje a cada página y así es como se que­ man las bombitas». Vos decís que ambas se potencian recí­ procamente y sospechás en el punto de vista de ese amigo «esa seriedad que pretende situar la poesía en un pedestal privilegiado, y por culpa de la cual la mayoría de los lec­ tores contemporáneos se alejan más y más de la poesía en verso, sin rechazar en cambio la que les llega en novelas y cuentos y canciones y películas y teatro». JC : Sí, es la lucha de siempre. Hay algunos poemas (creo que aquí no he utilizado esa expresión)90 que yo lla­ maba «Grandes máquinas», como uno que titulé Notre Dame la nuit, que son poemas largos, como las grandes odas de Claudel, sin que esto suponga una comparación, sino una equivalencia. A mí no me parecen engolados, pero son probablemente lo más cercano al engolamiento a que yo he podido llegar en poesía. Porque todo lo que he es­ crito en poesía — vos lo has notado— ha sido una tenta­ tiva a transmitir la poesía sin que tuviera la mayúscula de la palabra Poesía, algo capaz de pasar sin esa automática hipervaloración que hace que la gente siempre abra un poco los ojos cuando se habla del Poeta y de la Poesía. Esa jerarquización de la poesía que yo no creo nece­ saria para llegar a la poesía más alta y más grande, ¿no? OP: Es decir, que en tus poemas manejas elementos que pertenecen naturalmente a la vida de todos los días y que una cierta categoría de poetas omite porque no los considera prestigiosos, dignos de figurar en un poema. JC : Sí, o porque no son lo suficientemente «poéticos» entre comillas, ¿no?, esa gente que piensa que aún no puede usar la palabra «teléfono». Sin embargo, hay que decir que aquí ya estamos hablando fuera de la realidad actual, porque la poesía contemporánea que me parece válida es una poesía que se ha situado en un plano de vida inmediato, con todo ese vocabulario. Yo, por ejem­ plo, he sentido la influencia — y tal vez se note en alguno de los poemas— de eso que se llamó la Escuela de Nueva York. Es esa serie de grupos de poetas jóvenes que cen­ traban su admiración en Williams Carlos Williams y que escribieron una poesía de lo cotidiano y la siguen escri­ biendo. Yo recibo muchas revistas de poesía de Estados Unidos, las leo con mucho gusto. Allí hay poetas como Paul Blackburn (que fue muy amigo mío) que es capaz de contarte un día de su vida desde que se levanta, se afeita y sale a la calle. Y está haciendo un poema, un poema que he leído con la pers­ pectiva áulica de la poesía como se la entendía hace mucho tiempo. No es poesía, es simplemente prosa escalonada, y sin embargo, cuando se trata de verdaderos poetas, cuando se trata de alguien como Williams, de alguien como Black­ burn, no hay la menor duda (al menos yo no la tengo) de que eso tiene la calidad y la fuerza de la poesía. La excepción es lo que yo llamo «mi poesía lujosa», los sonetos y los preludios, todas las evocaciones mitoló­ gicas, ese poema que se llama Marco Polo r e c u e r d a Todo eso es deliberadamente muy lujoso, pata llamarlo así, donde la palabra «teléfono» no entrará jamás. OP: En eso de la introducción de palabras extraídas de lo cotidiano creo que conviene recordar a Pedro Sali­ nas, a quien tú mencionaste el otro día. Todavía recuerdo el impacto que me produjo su libro La voz a ti debida, que fue escrito en 1934. Y en Salvo el crepúsculo hav un poema dedicado a él. JC : Tengo un poema dedicado a Salinas y además un amor infinito por Salinas. De todo ese grupo de los lla­ mados Poetas de la República, mis poetas fueron Salinas, García Lorca y Cernuda, por razones muy diferentes. Pero en el caso de Salinas sobre todo por eso que vos decís, por todo eso que hay en Seguro azar y en La voz a ti debida. Son poemas de amor, pero dichos de una manera en que la poesía parece casi un milagro de sencillez. OP: Y más milagro fue para quienes pasamos casi sm transición de la lectura de Núñez de Arce (a quien debía­ mos estudiar en el colegio) a la de esos poetas. Fue algo así como caerse de la escalera. Y sin embargo, Núñez de Arce, a quien también mencionaste entre tus lecturas juve­ niles, utilizaba como nadie el ritmo y la rima. JC : Sus décimas son perfectas. Yo escribí un texto que le di a la agencia EFE, en donde cito tres décimas de un poema suyo que estaba en El tesoro de la juventud — que era mi gran lectura de niño— que me habían dejado elec­ trificado. A tal punto que me los aprendí de memoria, no entero, porque el poema tiene como 200 décimas, pero todavía hoy soy capaz de recitar las tres primeras de me­ moria y las pongo justamente en ese artículo como un gran elogio para Don Gaspar Núñez de Arce, un hombre que escribió décimas como muy poca gente, con una soltura extraordinaria. OP: Pero volviendo a Salvo el crepúsculo, ahí apare­ cen tus amigos Calac y Polanco, que rondan tu escritorio mientras trabajás y se permiten ciertos comentarios iróni­ cos, desenfadados, como si fueran un poco los abogados del Diablo. JC : Sí, que vuelven a joderme. No voy a llegar al punto de decir que son heterónomos, como los poetas para­ lelos de Fernando Pessoa, ¿no? que él creó para poder atribuir a cada uno de ellos una poesía diferente que sin embargo es siempre de Pessoa. No; Calac y Polanco son unos personajes que hicieron su aparición en 62, Modelo para armar y a partir de ahí se quedaron un poco prendidos en mi memoria, a tal punto que después han seguido apa­ reciendo en el libro que escribí con Carol también (Los autonautas de la cosmopista), vuelta a vuelta están ahí joro­ bándonos en nuestra expedición. ¿Cómo decirte? Para mí son nostalgias argentinas. Son dos personajes muy porteños en su manera de hablar, en su ironía, y al mismo tiempo en su bondad, porque ellos me quieren mucho. Pero son muy desgraciados también y hacen todo lo que pueden por ironizar sobre mi trabajo y sobre mi conducta. Yo no te puedo decir cuál es el grado de servidumbre que ellos tienen con respecto a mí; al con­ trario, creo que el sirviente soy yo, porque me sucede estar escribiendo y de golpe se me meten Calac y Polanco. Lle­ gan de nuevo, y van a seguir, mientras yo escriba van a seguir presentes, eso es seguro. LA MÚSICA: JAZZ Y TANGO OP: En tus novelas, sobre todo en Rayuela, hay casi siempre como un comentario irónico de la acción, algo así como la voluntad o la necesidad de burlarse de la seriedad, ¿no? JC : Sí, Oliveira tiene el temor permanente de caer en el pathos, de caer en la sensiblería, en el romanticismo. Y eso porque él se sabe vulnerable, porque en el fondo Oliveira es un gran sentimental. Y entonces, cada vez que avanza un poco en un terreno dialéctico (ya sea hablado o en el terreno de la acción) da un paso atrás y contempla la cosa con ironía, trata de molerla un poco. Eso se advierte continuamente en sus diálogos, ¿no? Tiene un miedo terri­ ble de dejarse atrapar por el drama, es decir, pasar del mundo tal como él lo entrevé a un mundo de aceptación dramática que en definitiva es muy convencional, porque son los dramas de la muerte, del amor, del abandono. Frente a eso él retrocede y se defiende con la ironía. OP: ¿No hay ahí un elemento proveniente del tango? Eso de que «un hombre macho no debe llorar». En los momentos más dramáticos o trágicos (la muerte de Bebé Rocamadour, el concierto de Berthe Trepat, la ruptura con La Maga) hay un momento en que Oliveira se escapa por el lado del humor, de un humor que puede ser negro o siniestro, pero que de alguna manera cristaliza una espe­ cie de filosofía popular, muy rioplatense, tanguera si querés. JC : Sí, porque Oliveira es profundamente porteño y eso significa haber crecido un poco dentro del clima del tango y de las letras de tangos, evidentemente. En todos nosotros — a vos también te debe pasar— hay como sedi­ mentos que en circunstancias determinadas asoman. Se aso­ ma el fragmento de una letra de tango que responde un poco a la situación, en general irónicamente. Oliveira no es ninguna excepción, es un hombre de tango y ha asimi­ lado eso. Finalmente — y aunque no tengamos mucho para enorgullecemos de ello— las letras de tango reflejan una cierta naturaleza del poiteño. OP: Por supuesto. Y eso nos lleva a Jung y al Incons­ ciente Colectivo, en el que estamos metidos hasta el pes­ cuezo en este terreno como en otros. Yo creo que esos ele­ mentos están siempre como embozados en las relaciones de Oliveira con La Maga, ¿no? JC : Sí, claro, porque Oliveira es un machista, lamen­ tándolo además, porque si alguna cosa rescatable tiene Oli­ veira es su necesidad de mirarse en un espejo que lo refleje tal como es y no tenerse lástima. Y atacarse a sí mismo, ¿rectamente. Oliveira es implacable consigo mismo, lo cual no le impide volver a esas características que están en él y de las que no consigue desprenderse. Y, por ejemplo, conducirse de una manera machista en muchas oportuni­ dades. Oliveira es un hombre capaz de una piedad infinita, el tema de la piedad vuelve y vuelve en él de una manera constante, el valor de redención que según él puede existir en apiadarse, en apiadarse de veras de cierto tipo de cosas. Él utiliza incluso el slogan «La Piedad está liquidando» cuando hay algo que se afloja, que se viene abajo. Pero esa piedad puede ser sustituida por una crueldad tremenda, ¿no? Oliveira deja caer las cosas así, a derecha e izquierda. OP: Y utiliza otro procedimiento (por llamarlo de al­ guna manera) que es también muy porteño, muy rioplatense: el de estar de manera permanente tomándose el pelo en las situaciones más dramáticas, como es el caso en el concierto de Berthe Trepat. Que es lo que, salvadas todas las distancias, hace el personaje de Chorra, el célebre tango de Discépolo. JC : Bueno, ahí Oliveira se trata a sí mismo de imbé­ cil y de cretino, pero eso no impide que cuando por un momento acaricia la esperanza de subir a la casa de Berthe Trepat, cuando piensa que va a poder secarse los zapatos al lado de un fuego (porque está empapado) y todo eso se viene abajo y Berthe Trepat se le viene encima con su mitomanía y lo insulta y lo trata de sátiro y finalmente lo echa, te acordás que en ese capítulo Oliveira se queda fu­ mando un cigarrillo bajo la lluvia y no se sabe si es la lluvia o sus lágrimas que le van deshaciendo el cigarrillo. En realidad Oliveira termina llorando. OP: Sí, pero en las últimas líneas vuelve la ambivalen­ cia, porque Oliveira se dice esto: «Te falló, pibe, qué le vas a hacer. Dejemos las cosas así, hay que ir a dormir. No había ninguna otra razón, no podía haber otra razón. Si me dejo llevar soy capaz de volverme a la pieza y pasar­ me la noche haciendo de enfermero del chico». De donde estaba a la rué du Sommerard había para veinte minutos bajo el agua, lo mejor era meterse en el primer hotel y dor­ mir. Empezaron a fallarle los fósforos uno tras otro. «Era para reírse.» 92 O sea que después de todo Oliveira termina tomándose el pelo una vez más. OP: En alguna ocasión dijiste haber empezado a escu­ char música de jazz entre los años 1928 y 1929 y que, de golpe, descubriste ese fenómeno maravilloso que cons­ tituye su esencia: la improvisación. Pero ¿cómo llegaste al jazz? Porque no debía ser fácil en la Argentina de esa época. JC : En ese entonces, la única posib;lidad era la radio, porque no venía ninguna orquesta a Buenos Aires y no había ninguna orquesta argentina de jazz. (Después em­ pezaron a aparecer, pero las primeras eran bastante ma­ las.) El primer disco de jazz que escuché por la radio quedó casi ahogado por los alaridos de espanto de mi familia, que naturalmente calificaba eso de música de negros, eran inca­ paces de descubrir la melodía y el ritmo no les importaba. A partir de ahí empezaron las peleas, porque yo tra­ taba de sintonizar jazz y ellos buscaban tangos. De todos modos empecé a retener nombres y me metí en un uni­ verso musical que a mí me parecía extraordinario. Por la simple razón de que aunque me gustaba y me sigue gus­ tando el tango, me bastó escuchar algunas grandes inter­ pretaciones de jazz para medir la inmensa diferencia cuali­ tativa que hay entre esas dos músicas. OP: ¿Qué entendés por «diferencia cualitativa»? JC : El tango es muy pobre con relación al jazz, el tango es pobrísimo, paupérrimo, permite únicamente una ejecución basada en la partitura y sólo algunos instrumen­ tistas muy buenos — en este caso los bandoneonistas— se permiten variaciones o improvisaciones mientras todos los demás de la orquesta están sujetos a una escritura. Diga­ mos que el tango se toca como la música llamada clásica. El jazz, en cambio, está basado en el principio opuesto, en el principio de la improvisación. Hay una melodía que sirve de guía, una serie de acordes que van dando los puen­ tes, los cambios de la melodía y sobre eso los músicos de jazz construyen sus solos de pura improvisación, que natu­ ralmente no repiten nunca. Una de las experiencias más bellas en el jazz es escu­ char eso que llaman los takes, es decir, los distintos ensa­ yos de una pieza antes de ser grabada y observar cómo siendo siempre la misma es también otra cosa. Porque hay una orquestación, un orden de entrada y a veces hay pasa­ jes escritos, pero cada gran instrumentista — un trompetista, un saxofonista, un pianista— hace el segundo take de una manera que es diferente del primero, y el tercero diferente del segundo, es realmente una improvisación, él no se acuerda de lo que hizo antes. Todo lo cual a mí me parecía tener una analogía muy tentadora de establecer con el surrealismo. OP: De eso te iba a hablar, justamente: de la escritura automática. JC : Sí, me interesó porque el jazz en ese momento era la única música que coincidía con la noción de escritura automática, de improvisación total de la escritura. Y en­ tonces, como el surrealismo me había atraído mucho y yo estaba muy metido en la lectura de autores como Bretón, Crevel y Aragón (los dos primeros surrealistas) el jazz me daba a mí el equivalente surrealista en la música, esa mú­ sica que no necesitaba una partitura. Y esa música — ése es el otro gran milagro que yo no me cansaré de agradecer— no hubiera sobrevivido si Edi­ son no hubiera inventado el fonógrafo, Dorque precisamente, desde el momento que se trata de una música improvisada, si eso no se graba la improvisación muere en el mismo minuto en que terminó. De modo que la aparición del disco (que es el equiva­ lente de la página, del papel, de los surrealistas) con su capacidad de conservar esas improvisaciones, le da a eso una calidad mágica, asombrosa y que para mí es uno de los signos más maravillosos de este siglo, una de las carac­ terísticas más notables: el empalme puramente casual del disco como invención mecánica y del jazz como música. OP: De modo que uno de los elementos que te atrae en el jazz es el de la improvisación, que puede emparentarse con la escritura automática. En segundo lugar — y aquí especulo— pienso que pudo atraerte lo que hay de mundo cerrado sobre sí mismo en una grabación y, finalmente, el rigor, el rigor más absoluto, porque todo eso, con sus im­ provisaciones y todo, no podía durar más de tres minutos, digamos. JC : Por supuesto, no tengo nada que agregar a eso. OP: Y también puede sospecharse que en esa admira­ ción tuya por el jazz está ese goce de la perfección consi­ derada como algo muy efímero y al mismo tiempo perfec­ tamente acabado. JC : Ah, sí. Yo creo que es tal vez para mí el goce estético más alto ese instante, esa culminación de la belleza que abre una especie de puerta y que sin embargo se ter­ mina. Incluso es sabido que en el jazz puede haber muy buenas improvisaciones y otras muy malas. Un mismo mú­ sico puede estar menos inspirado en un momento y hacer cosas que son menos buenas. Pero cuando se produce una conjunción — que suele ser bastante instantánea, que no dura mucho, en donde todos los músicos parecen coincidir en un mismo impulso— el resultado es la perfección total. Eso es lo que me maravilla del jazz. El tango, cualquiera de las otras músicas populares, podés escucharlas veinte veces y las veinte veces son buenas o malas, pero son ellas y nada más. OP: En el tango, sin embargo, a pesar de la partitura con todas sus indicaciones, es posible encontrar diferencias apreciables de ejecución de una misma pieza por dos or­ questas distintas, por dos cantores distintos. JC : Claro, a condición de que sean dos orquestas dis­ tintas. Si es la misma orquesta puede suceder muv bien que el violinista tenga en ese momento el capricho, la inspiración de hacer un arpegio que no hubiera hecho en la ejecución anterior, pero siempre en dosis muy limitadas. Cuando se trata de orquestas distintas sí, porque ahí entra a jugar el arreglador, la instrumentación es distinta. Una cosa es La cumpar sita por Canaro y otra por D ’Arienzo. Porque en la época en que en la Argentina había grandes orquestas típicas, cada una de ellas tenía una personali­ dad muy marcada. D ’Arienzo, por ejemplo, hizo del piano el instrumento dominante, toda la orquesta estaba condu­ cida por el piano. En Julio de Caro es el violín el que la lleva, en Troilo es el bandoneón, en Fresedo también. Pero no me gustaría que esto que he dicho acerca del tango y su pobreza sea considerado como una idea nega­ tiva, que yo no manejo en absoluto. Lo que digo es que son dos géneros distintos; los tangos me siguen conmo­ viendo hasta tal punto que incluso he sido cómplice en alguno de ellos en estos últimos años. OP: Además, yo creo que habría que distinguir entre el tango que podríamos llamar «clásico» y el que arranca con Piazzola. A mi modo de ver, Piazzola lo cambia todo. JC : Y no sólo él. En los últimos años yo he escuchado algunos quintetos o conjuntos argentinos que dislocan un poco el tango, lo parcelan a partir de una estética diferente que supongo tiene su público y sus admiradores. Yo conozco algunas cosas buenas en ese campo pero ahí también jue­ gan razones de nostalgia y de edad. Con el tango a mí me sucede que estoy situado en la época de los años veinte a los cuarenta. Lo que viene después lo puedo escuchar con interés pero no me toca, no me llega. De la misma manera que el jazz, el viejo jazz de New Orleans y el llamado jazz de Chicago en el fondo es mi jazz, y cuando llega la hora y tengo ganas de escuchar jazz, de tres veces dos saco a Duke Ellington, Armstrong, saco los viejos cantantes de blues. Con el tango es igual, soy muy pasat sta en materia de música porque ese tipo de música está muy ligado a tu vida personal, es imposible separar una serie de nostalgias y vivencias de otro tiempo. Cuando pongo un disco de Gardel estoy viendo el patio de mi casa, toda mi familia; ese disco hace pasar imáge­ nes, figuras. OP: Pero además, en el tango está la letra. Y a pesar de las diatribas iniciales de Borges contra los letristas de tango (luego corregidas o atemperadas) no veo por qué negar que esas letras — por supuesto las mejores, las de un Discépolo, por ejemplo— no están expresando un in­ consciente colectivo. ¿Tenés alguna prevención contra las letras de tango? JC : Bueno, algunas me hacen reír porque son comple­ tamente absurdas, muy mediocres y muy malas. Pero cuan­ do el autor se llama Homero Manzi, cuando el autor es Celedonio Flores, la cosa es distinta. Para mí el poema de Mano a mano es absolutamente admirable como texto poético lunfardo, o semi-lunfardo, ese arranque; «Rechiflao en mi tristeza hoy te evoco y veo que has sido en mi pobre vida paria sólo una buena m ujer...» Es maravilloso porque ahí se siente incluso la hermosa ingenuidad del poeta popular. La palabra «paria» no se usa prácticamente en la Argentina. Pero ahí en el verso, cuando el poeta llega a ese en mi pobre vida... es como si viéramos nacer la palabra paria. Y está perfecta. Es decir, la vida de un descastado, como en la India, de a l­ guien que no tiene nada. Y todavía agrega: «Tu presencia de bacana puso calor en mi nido» y esa cosa hermosa que dice: «fuiste buena, consecuente, y yo sé que me has que­ rido / como no quisiste a nadie, como no podrás querer» que resuelve el problema de los sentimientos de la mujer por su cuenta. Porque, claro, los argentinos son — como tantas argentinas— monstruosamente machistas. Y otra letra de tango que me parece imperfecta como poema pero maravillosa como contenido es Mi noche triste. OP: ¿Alguna vez se te ocurrió indagar qué influencias, qué poetas están detrás de esas letras, qué poetas leían letristas como Pascual Contursi, Homero Manzi, Enrique Santos Discépolo? JC : No, yo no sé nada de eso. Lo único que examiné un poquito fueron las influencias francesas cuando escribí ese texto para el libro de Sábat, Un gotán para Lautrec.” OP: Ahí parece que todos los poetas argentinos del tango ven París como un viaje iniciático, como la consa­ gración de una vida. Nadie puede vivir sin conocer París, aun si detrás del viaje está el fantasma del fracaso. JC : Eso es una cosa. Y la otra, que es tal vez la causa de esa visión de París, es el Camino de Buenos Aires, es decir, las prostitutas francesas en los prostíbulos y cabarets de Buenos Aires que naturalmente, aunque fueran de baja calidad y por más simples que fueran aquí en París, en el ambiente de un prostíbulo porteño de la época debían ser María Antonieta. Pero además no debían ser cualquier cosa, porque si no, a nadie se le hubiera ocurrido la idea de pagarles el viaje. Esas mujeres hicieron un poco la educación sentimental de los niños bien argentinos y de mucha gente del pueblo argentino, simplemente por su elegancia, su manera de tomar una cucharita o de vestirse. Eso, entonces, multi­ plicó sin duda el espejismo de París, de esa ciudad de donde venían estas mujeres. OP: Sí. Ya habíamos hablado de ese prólogo que re­ dondea en cierto modo lo que dijiste: «De nosotros (Toulouse-Lautrec) conoció a los fils-á-papa, los hijos de viejos o de nuevos ricos rioplatenses que desembarcaban en Fran­ cia para completar su educación sentimental y preparar ese regreso que les daría un diploma no escrito, pero más pres­ tigioso que el de las universidades».94 JC : Claro, eso es lo que hizo prácticamente toda la gente adinerada de Buenos Aires antes y después de la primera guerra mundial. OP: Borges dice que la milonga y el tango de los orí­ genes podían «ser tontos o, al menos, atolondrados, pero eran valerosos y alegres; el tango posterior es un resentido que deplora con lujo sentimental las desdichas propias y festeja con diabólica desvergüenza las desdichas ajenas».95 Uno de esos temas recurrentes es la pronosticada caída de la mujer que acaba de abandonar al personaje para irse con otro más rico, que conlleva la idea de oponer simétrica­ mente los conceptos riqueza-corrupción a pobreza-pureza. JC : No había pensado en eso. OP: Da la impresión de que el abandono por la mujer de eso que después se llamó un «estilo de vida» (en este caso el arrabal, la fábrica) fuera percibido por el poeta como una traición de clase. La ascensión social es un mal en sí. Y no digamos nada si la mujer se va con un magnate. JC : Lo que ocurre es que eso parece coincidir con la negatividad esencial del tango. Hay muy pocos tangos po­ sitivos, en los que las letras sean, no diré ya alegres, hay muy pocas, pero en cierto modo constructivas. Generalmente el tema básico del tango es la destrucción personal en el plano amoroso, eso que decís vos: la mujer se le va, lo tra'ciona, lo engaña, de alguna manera la pierde. También está el individuo que se encuentra metido en una situa­ ción de la cual no puede salir. OP: Otra constante, que es la que transmite ese her­ moso tango que cantó Gardel, Ventarrón, es la del viaje en busca de un destino que de alguna manera misteriosa le está señalado, al que sigue el regreso tras la derrota. Como si el viaje fuera una especie de transgresión a unas reglas del juego no escritas. JC : Claro. Y en el caso de las mujeres, acor date de ese tango que fue uno de los que le dio la fama a Azucena Maizani: «N o salgas de tu barrio, sé buena muchachita/casate con un hombre que sea como vos». Es decir, el consejo de la conformidad total. OP: Eso es, «conformidad», la aceptación. En la ma­ yoría de los tangos la felicidad proviene de la aceptación de una situación pre-edénica. Si transgredís el código, sos expulsado y sólo podés venir en busca del perdón. JC : Sí, ése parece ser el itinerario — con muchas va­ riantes— de todos los tangos que cuentan la grandeza y la decadencia de una mujer. Flor de fango * por ejemplo, tan maravillosamente cantado por Gardel, es eso: «tu cuna fue un conventillo alumbrado a kerosén» y entonces viene la falsa ascensión, «justo a los 14 abriles te entregastes a la farra/a las delicias del gotán/te gustaban las alhajas, los vestidos a la moda/y las farras de champán». Es decir, la chica sube, pero después «fuiste la amiguita de un viejo boticario/y el hijo de un comisario/todo el vento te sacó/ empezó tu decadencia...». ¿Ves? Ascensión y caída. Hay muchos en ese estilo. Muñeca brava, por ejemplo. Cente­ nares. OP: Pero esa insistencia en el tema es sospechosa y demostrativa de una gran receptividad por parte de la gente que escuchaba tangos. Eso, probablemente, debe traducir un sentimiento colectivo oculto, que el letrista traduce en poemas. JC : Sí, supongo que sociológicamente (yo de sociólogo no tengo nada) eso debe permitir una serie de aperturas interesantes sobre la índole del porteño por lo menos, por­ que el interior estaba totalmente ajeno a eso. El tango es un injerto casi del todo exótico para el interior en los años veinte o treinta, ahí están con sus gatos, sus chacareras, sus zambas y sus vidalas, que son tan bonitas. Y en las chaca­ reras, sobre todo, está el humor, un humor picaresco. OP: En el tango, en cambio, el humor suele ser agre­ sivo, casi o sin el casi, insultante, acanallado. JC : Muy agresivo. Esas letras que cantaba Tita Merello, por ejemplo, «pianté de la noria, se fue mi mujer»; pero hay muchos en esa línea. OP: Se ha dicho más de una vez que la escritura es una operación musical en la medida que se ajusta a un ritmo que, a su vez, surge de un dibujo sintáctico. Si pro­ longamos la imagen, ¿qué tipo de música es la que mejor se ajusta a tu escritura? JC : Yo creo que el elemento fundamental al que siempre he obedecido es el ritmo. No es la belleza de las palabras, la melodía, ni las aliteraciones (aunque a veces me he di­ vertido con ello, siguiendo un poco a Mallarmé), es decir, hacer frases donde hay una dominante de la vocal e o de la vocal i, que psicológicamente produce reacciones diferentes. Pero nunca he caído en delicuescencias de ese tipo. Y era sobre todo en mis primeras cosas, ahora eso ya no me preo­ cupa. No; es la noción del ritmo. Yo creo que la escritura que no tiene un ritmo basado en la construcción sintáctica, en la puntuación, en el desarrollo del período, que se con­ vierte simplemente en la prosa que transmite la información con grandes choques internos -—sin llegar a la cacofonía— carece de lo que yo busco en mis cuentos. Carece de esa especie de stving, para emplear un término del jazz. Nadie ha podido explicar qué cosa es el swing. La ex­ plicación más aproximada es que si vos tenés un tiempo de cuatro por cuatro, el músico de jazz adelanta o atrasa instintivamente esos tiempos, que según el metrónomo de­ berían ser iguales. Y entonces, una melodía trivial, cantada tal como fue compuesta, con sus tiempos bien marcados, es atrapada de inmediato por el músico de jazz con una mo­ dificación del ritmo, con la introducción de ese stvirtg que crea una tensión. El buen auditor de jazz escucha ese jazz e inmediatamente está en un estado de tensión. El músico lo atrapa por el lado del swing, del ritmo, de ese ritmo es­ pecial. Y mutatis mutandi, eso es lo que yo siempre he tratado de hacer en mis cuentos. He tratado de que la frase no solamente di^a lo que quiere decir, sino que lo diga de una manera que potencie ese decir, que lo introduce por otras vertientes, no ya en la mente sino en la sensibilidad. Una doble acción. Por un lado hay la comunicación que podríamos llamar prosaica, que llega a la inteligencia pura: «Juanita tomó el ómnibus y se bajó en la esquina». Pero si eso está escrito de otra manera, como sin duda lo escribiría yo, el mensaje entra en la inteligencia, pero con swing, el ritmo que hay en la construcción (y ésa es la parte musical) entra en el lector por una vía más subliminal, de la que él no se da cuenta. Y eso te explicará — incluso se podría ejemplificar— lo que ocurre en el final de mis cuentos, hasta qué punto está cuidado ese ritmo final. Ahí no puede haber ni una pala­ bra, ni un punto, ni una coma, ni una frase de más. El cuento tiene que llegar fatalmente a su fin como llega a su fin una gran improvisación de jazz o una gran sinfonía de Mozart. Si no se detiene ahí se va todo al diablo. OP: A mí el final de casi todos tus cuentos me da la impresión de un tren que llega a la estación. Pero no de un tren que disminuye su velocidad para llegar a la hora señalada, sino que llega a esa hora de una manera ineluc­ table. En muchos de tus cuentos el cambio de ritmo que se opera en las últimas seis o siete líneas es perfectamente perceptible. JC : Sí, cambio que puede ser, en la mayoría de los casos, una aceleración. Es una aceleración, es una precipi­ tación del desenlace, que es casi siempre la explicación fa­ tal del cuento. El punto máximo del drama. Por ejemplo, el final de La puerta condenada.” Allí hay una aceleración destinada un poco a que el lector, que ya está sumido en ese mundo rítmico que la lectura le ha impuesto, no se pueda zafar de ahí: desesperadamente tiene que llegar al final. OP: Pero además ocurre que en esa aceleración tú ma­ nejas elementos tales que el lector se desacomoda y salta de su mundo racional — cuando se trata de un cuento fan­ tástico— para aceptar bruscamente, porque no le queda tiempo para otra cosa, un mundo que no es el suyo, que no es su mundo de todos los días, un mundo de pantuflas y de pipa al lado de la estufa, sino precisamente esa otra dimensión ante la cual se queda desamparado. JC : Eso que decís parece justificar mis tentativas. Por­ que mi tentativa es ésa, precisamente. Una vez terminado el cuento el lector volverá a sí mismo, a su sillón, a su mujer que entra a decirle cualquier cosa. Pero mientras es­ tuvo en el cuento yo hago todo lo que puedo para que se escape. Esto no parece compadecerse con lo que yo le digo al lector en Rayuela, es decir, que no se deje hipnotizar. Pero una cosa son las novelas y otra los cuentos, ya hemos hablado un poco de eso. OP: Me gustaría que habláramos un poco de la rela­ ción de tus cuentos con el cine. Hay varios de tus cuen­ tos que han sido llevados al cine, como Las babas del diablo 98 («Blow-Up»), Cartas de Mamá («La cifra impar»), Circe (Los bombones del amor), Continuidad de los par­ ques” y una película para la televisión francesa basada en Los buenos servicios™ Vos sabés que Hitchcock le dijo a Truffaut que por lo general una buena novela o un buen cuento dan por resultado una mala película. En lo que a ti se refiere, ¿estás de acuerdo con esta sentencia? JC : Yo establezco una diferencia que me parece bas­ tante válida entre las adaptaciones al cine de cuentos y no­ velas. Porque una novela (una buena novela) contiene siem­ pre una vastedad de temas, de desarrollos, de análisis psico­ lógicos, de situaciones, que el cine sólo puede reducir. Y por lo tanto, empobrecer. Llevar al cine La guerra y la paz o Los hermanos Karamazov puede dar como resultado buenas películas como tales, en la medida en que no hayas leído La guerra y la paz o Los hermanos Karamazov. Eso no quiere decir que ciertas novelas, en donde la acción está más sintetizada, más centrada, no admitan adaptacio­ nes válidas. Pero en general el cine no es capaz de atrapar una novela. El cuento, en cambio, precisamente por su naturaleza, porque aunque haya muchas acciones el cuento está con­ centrado en una sola acción, donde los personajes son gene­ ralmente menores en número, se presta más como un posible escenario. Al contrario de lo que te decía para la novela, yo pienso que en manos de un buen adaptador, de un adaptador inteligente y sensible, muchos cuentos pueden incluso alcanzar un mayor desarrollo en el cine, el cine puede abrir más las perspectivas del cuento. No sé si para bien o para mal, eso ya sería algo diferente, pero en todo caso los cuentos se prestan para ser llevados al cine. La novela no creo. OP: Tú decís en una entrevista que Luis Buñuel estuvo estudiando Las Ménades 101 para llevarla al cine. ¿Qué pasó con ese proyecto? JC : Buñuel tenía pensado hacer una película con tres ske*chs: uno era mi cuento, otro estaba basado en un cuen­ to de Carlos Fuentes y el tercero en una idea suya. Y por ahí intervino la censura española y le rechazaron el pro­ yecto. Eran los tiempos del franquismo, claro. Después Buñuel se fue a México y ya perdió interés en el proyecto. Lamentablemente, porque me hubiera gustado ver una cosa mía en manos de Buñuel. OP: Además se me ocurre que Las Ménades le hubiera caído muy bien a Buñuel. Es un cuento que está escrito casi como un guión, creo que es uno de tus cuentos que contiene más elementos visuales, el narrador es una espe­ cie de cámara, un artefacto que lo registra todo. JC : Nunca me puse a pensar en eso, pero es posible que Buñuel lo haya visto también de esa manera. Buñuel me dijo: «Y o voy a hacer una cosa absolutamente sádica y feroz. Va a ser mucho peor que tu cuento». Él pensaba mostrar cómo el público se come a la orquesta, eso que en el cuento está sugerido como una forma de canibalismo ritual. OP: Está sugerido pero un buen lector tuyo tiene que darse cuenta, porque en las cuatro últimas líneas del cuen­ to — como en muchos de tus cuentos— se da un poco la clave: «Pero la mujer vestida de rojo iba al frente, mi­ rando altaneramente, y cuando estuve a su lado vi que se pasaba la lengua por los labios, lenta y golosamente se pa­ saba la lengua por los labios que sonreían». Es un cuento terrible y que bastante gente — me parece— no ha enten­ dido demasiado bien, a juzgar por ciertas críticas. JC : Eso me parece típico de lectores que retroceden ante el final de algunos de mis cuentos, como si les resul­ tara insoportable. Me acuerdo que cuando escribí — hace ya tantos años, fue por 1948— Carta a una señorita en París,101 la historia del tipo que vomita conejitos, un amigo muy sensible, muy fino, al que le gustaban mis relatos, me devolvió el cuento, pálido; la idea le pareció monstruosa. FOBIAS, MANÍAS, VAMPIRISMO OP: Es sabido que muchos escritores necesitan ciertas condiciones particulares para poder escribir. García Már­ quez, que es uno de los casos más notorios en ese senti­ do, ha confesado que no puede escribir si no dispone de una habitación calefaccionada, de silencio, de 500 hojas en blanco al alcance de la mano y de una rosa amarilla a la vista. Te puedo citar otros. Si uno se atreviera a calificar todo eso de manías, ¿cuáles son las tuyas en ese dominio? JC : Tengo que reconocer, con tristeza, que esas «ma­ nías» han aumentado un poco estos últimos años. Me acuerdo muy bien que cuando llegué a Francia — en la época en que escribí El perseguidor o Rayuela, por ejem­ plo— me daba exactamente lo mismo cualquier ambiente, cualquier situación. Escribía mucho en los cafés; llevaba un cuaderno y escribí ahí porque me gustaba la atmósfer? de los cafés de París. De ahí deduzco — porque en ese mo­ mento no me daba cuenta— que el ruido no me moles­ taba: la gente que pasa, el tintineo de las cucharillas, las conversaciones. Lo cual quiere decir que tenía una capaci­ dad de concentración que se ha ido perdiendo con la fa­ tiga y con los años. No soy muy maniático, pero no podría escribir una palabra si hubiera música. Aquí tengo un apa­ rato de música que enciendo para poner una cassette o un buen disco cuando estoy arreglando cuestiones de corres­ pondencia, es decir, cuando puedo tener una parte de la cabeza libre. Pero cuando se trata de lo mío necesito un gran, gran silencio. Aparte de eso me basta cualquier papel y cualquier máquina. Soy un poco maniático en materia de luz, porque también tengo la vista cansada. OP: ¿Pero necesitás, por ejemplo, tener la certeza de que disponés de un cierto tiempo relativamente largo para trabajar? JC : Si es posible me aseguro de ese tiempo. Eso hace que escriba bastante de noche, porque en el momento en que ya no suena el teléfono y sé que nadie va a venir, trabajo en mejores condiciones. Además, de noche el mundo se vuelve silencioso. Pero puedo también trabajar de mañana o de tarde. OP: Entonces no tenés un sistema rígido de trabajo, de tal hora a tal hoia.. llueva o truene, tengas ganas de escribir o no, y aunque en definitiva no escribas una sola línea. JC : Ahí soy el antípoda, nunca he tenido método para trabajar. El trabajo me impone el método. Yo puedo estar dándole vueltas a un cuento durante dos semanas, sentán­ dome de pronto a la máquina pensando que ya está, que ya me puedo soltar, y bruscamente abandonarlo y no hacer absolutamente nada durante semanas. Pero lo que te puedo decir (por eso digo que es el trabajo el que me impone el método) es que cuando empiezo una cosa, bruscamente hay una especie de cadena que se cierra entre la cosa y yo, entre esa página que está puesta en la máquina y yo. Y en­ tonces vuelvo, vuelvo y ya me quedo y ya termino con lo que estoy haciendo, en ese momento soy capaz de trabajar muchas horas seguidas. OP: En una conversación anterior me dijiste que para ti es muy distinto el ritmo de uñ cuento y el de una no­ vela, que para ponerte a escribir una novela tenés que sa­ ber que tenés el terreno despejado durante un largo tiempo. JC : Sí, claro, es lo que me sucede ahora, en que hay una novela con la que sueño, literalmente hablando, sueño. Una novela que me da vueltas, aunque no tengo una idea muy precisa de lo que puede haber en ella. Pero no me atrevo a atacarla porque sé que no tengo tiempo libre como para ello. >' Justamente, tengo planeado hacer del año que viene mi año sabático, un año sabático para ver si me desligo del tipo de ocupaciones que conocés. Y entonces intentar esa novela, me gustaría mucho hacerla. Yo sé que si me meto en ella nada me va a desviar, pero el problema es entrar, el problema es meterse. OP: Yo sé que a ningún escritor le gusta hablar de lo que está macerando en su cabeza, sobre todo si se trata de una novela, es una especie de superstición. De todos modos te pregunto: ¿Tenés un esbozo, un plan, o es una nebulosa total? JC : Es una nebulosa total, pero las nebulosas se ven, uno puede ver la Vía Láctea. La veo, sí, pero como una nebulosa. OP. Bueno, antes de pasar a otro tema, te voy a leer unas líneas a propósito de Un tal Lucas™ precisamente en el capítulo Lucas, sus luchas con la hidra: «Pero es muy difícil matar a la hidra y volver a Lucas, él lo siente ya en mitad de la cruenta batalla. Para empezar la está descri­ biendo en una hoja de papel que sacó del segundo cajón de la derecha del escritorio, cuando en realidad hay papel a la vista y por todos lados, pero no señor, el ritual es ése y no hablemos de la lámpara extensible italiana cuatro posi­ ciones cien vatios colocada cual grúa sobre obra en cons­ trucción y delicadísimamente equilibrada para que el haz de luz» etcétera. Es un poco lo que estábamos hablan­ do, ¿no? JC : Sí, son mis pequeñas manías. OP: Sabemos que te gusta la música, el jazz, el tango, la música llamada clásica y la pintura. Pero tus fobias son menos conocidas. ¿Cuáles son las cosas que detestás, aparte las entrevistas? JC : Detesto el fútbol, así como me gusta el box o el boxeo, como decimos en el Río de la Plata. Bueno, no es que deteste el fútbol: me es totalmente indiferente. Lo que ocurre es que esta afirmación, en boca de un argentino, es algo muy grave, capaz de provocar mi defenestración algún día. OP: Una especie de blasfemia. •< JC : Una blasfemia terrible. Pero es una pregunta difícil de contestar, porque finalmente la cantidad de cosas que uno detesta es muy grande. Y como además me hacés la pregunta de una manera muy general, también puedo de­ cirte que detesto el fascismo. OP: Sí, está bien. Pero digamos en la relación coti­ diana, en la vida diaria. Por ejemplo, las flores de papel, ese tipo de cosas. JC : Desde luego, todo lo que es cursi me resulta de­ testable, aunque no se puede ignorar que a veces lo cursi, cuando es profundamente cursi, alcanza una especie de sublimidad. Yo he visto algunos salones decorados y ador­ nados que se volvían sublimes a fuerza de ser cursis. Sin hablar de los habitantes del salón, que naturalmente agre­ gaban su cursilería personal. Aunque la estética, lo esté­ tico, no tiene ya para mí la fuerza irresistible que tuvo en mi juventud. Y las primeras cosas que escribí, donde yo vivía realmente en un mundo profundamente estético, en el que una pintura, una música, un arreglo de flores, tenía más valor para mí que la historia. Sigo siendo muy sensible a eso que se llama la belleza, pero no es ya mi camino conductor, no es lo que determina mis opiniones en la vida. Lo estético ha sido suplantado en mí por otro tipo de intereses, intereses de tipo histórico. Actualmente me interesa más el espectáculo que ves en la calle que un cuadro donde esté pintado ese espectáculo. OP: Sí, pero en tu obra hay una serie de figuras que podríamos llamar arquetipicas, que generan un rechazo automático: eso que llamás «la señora gorda», el señor de cuello duro, el funcionario estricto, en general lo engolado. JC : Todo lo que es engolado, todo lo que es pedante, todo lo que es pomposo, precisamente porque lo vi, lo viví y lo sufrí tanto en Argentina. Lo odio profundamente. Yo me tuve' que aguantar una educación en la que muchos de mis profesores eran vejigas infladas, pero pomposas y pe­ dantes. Y lo grave es que yo tenía suficiente sensibilidad como- para darme cuenta inmediatamente de que eran veji­ gas infladas. Eso generaba entonces una sensación de re­ chazo, porque yo sentía que estaba perdiendo el tiempo con esa gente. El cuento La escuela de noche condensa, de alguna manera, ese sentimiento. Yo crecí en una fami­ lia muchos de cuyos miembros eran también vejigas infla­ das en lo que se refiere a las ideas, o más bien a la falta de ideas. Es decir, personajes que imponían su autoridad por el solo hecho de ser mayores. Una cosa que nunca pude soportar, que nunca pude aguantar. OP: La clásica afirmación «esto te lo digo yo». JC : Sí, claro, y pegando con el puño en la mesa. Eso crea un capítulo en la colección de cosas detestables, que dura toda la vida. OP: Bueno, aquí va otra pregunta clásica: si te vieras obligado a responder cuál de tus libros es el que más te gusta, ¿cuál elegirías? JC : Sí, es una pregunta que ya me han hecho y que yo mismo me he hecho. Tengo un problema, y es que en realidad yo no puedo pensar en libros, porque por un lado tengo libros que son novelas. Pero los otros son libros que contienen una serie de cuentos. Y ocurre que por un lado yo veo la totalidad de mis cuentos y por otro lado veo las novelas. Siempre he dudado, si tuviera que elegir, si elegiría Rajuela como mi libro o la totalidad de mis cuentos como mi libro también. Y no lo sé, realmente no lo sé. OP: Todo lo cual nos conduce a una pregunta que suele cundir en este tipo de reportaje, sobre todo a partir de la llamada «nueva crítica». ¿Tenés la impresión de haber es­ tado escribiendo toda tu vida un solo libro? JC : ¿En el sentido de que siempre escribo el mismo? OP: No, en el sentido de que todo escritor trabaja al­ rededor de un núcleo central, hace variaciones sobre un gran tema obsesivo: la incomunicación, la vida como ab­ surdo, la irrecuperabilidad del tiempo, la soledad... JC : Yo creo que ésa es una tesis muy discutible, da para pensarlo un poco más. Pero yo tengo la impresión de que no todos los escritores han girado en torno a un tema central. Por ejemplo, Flaubert. ¿En qué sentido se pueden acercar o considerar como una variación Salambó o Madame B ovarj? OP: Bueno, elegiste el autor preciso. Recuerdo que Borges escribió que «Flaubert quería no estar en sus li­ bros, o apenas quería estar de un modo invisible, como Dios en sus obras». Y agrega: «E l hecho es que si no su­ piéramos previamente que una misma pluma escribió Sa­ lambó y Madame Bovarj, no lo adivinaríamos». (Discu­ sión,‘04 Buenos Aires, 1932, p. 149.) Y la mayoría de los críticos va más lejos: dicen que Salambó no parece escrito por Flaubert. JC- Bueno, ésa es la opinión de la crítica. Yo tengo un amor infinito por Salambó. Es un libro que me encanta precisamente por todo lo que tiene de lujoso, de acumu­ lación de informaciones, un tipo de cosa que cuando está bien hecha me gusta mucho. OP: Bueno, y para seguir con este capítulo, ahí va una de esas preguntas que siempre se hacen en Playboy o Luí a los escritores célebres: ¿Si hubieras sido un escritor del pasado, cuál de ellos te hubiera gustado ser? JC Sí, realmente, eso parece sacado del cuestionario de Marcel Proust, que es muy cursi. OP: Claro, pero es tan cursi que puede llegar a lo su­ blime, como dijiste hace un rato. JC : Eso me hace pensar un poco en la famosa anéc­ dota de Oscar Wilde cuando en una encuesta hecha por un diario de Londres le preguntaron cuáles eran sus diez libros favoritos dentro de la literatura universal. Wilde contestó que lamentaba mucho no poder responder porque hasta ese momento sólo llevaba publicados tres. Es una hermosa respuesta. Ahora bien, ¿qué escritor? No sé. No sé, y ello por una razón sencilla: porque si nombro a uno tengo la sensación de que estoy cometiendo una enorme injusticia. Y además hay otra cosa, que es un poquito más fina. Y es que mis preferencias o mi amor por los escri­ tores del pasado dependen de cosas muy diferentes. Mi amor por Julio Verne no es el amor que puedo tener por Michelet. Las razones son totalmente distintas y no podés comparar elementos tan heterogéneos. OP: Como escritor, ¿crees tener algún defecto insa­ nable? JC : Sí. No tener el coraje suficiente como para llevar adelante algunas experiencias que he entrevisto en el campo mental y que no he traducido, que no he llevado a la es­ critura porque he sentido que rompía totalmente los puen­ tes con el lector. Y si el lector me era totalmente indife­ rente en mi juventud, ahora no lo es. OP: Hay un texto tuyo extremadamente inquietante que se titula Encuentros a deshora (La vuelta al día en ochenta mundos, Tomo II, pp. 120-123). Allí mencionas un cuento de Hugh Walpole en el que se narra una si­ tuación de vampirismo. Y ese relato te lleva a establecer esa misma relación en una pareja que conociste tiempo atrás en Chivilcoy, en quienes «el drama se ha cumplido o va a cumplirse». Y decís que desde ese momento, desde que estableciste esa relación de vampirismo, decidiste no verlos más ni saber nada más de ellos. JC : No sé si te das cuenta de que todo este tema, tu pregunta y mi respuesta, será dada mientras yo tenga los dedos cruzados. (En efecto, Cortázar cruza los dedos ín­ dice y medio de sus dos manos.) Ese matrimonio existe, lo que yo digo de ese matrimonio es absolutamente exacto y forma parte de esas entrevisiones que yo he tenido siem­ pre de fenómenos, de acaecimientos fuera de toda explica­ ción lógica, que me llevó en un momento dado a escribir ese artículo. Desde niño, desde muy niño, yo he sido, digamos, un perseguido por esa clase de fenómenos, de constelaciones, de figuras, de los llamados azares, o coincidencias, o ca­ sualidades, que nunca acepto como tales. Soy un perseguido que alguna vez escribió un cuento sobre un persegui­ dor. Pero no soy yo, yo soy todo lo contrario. Si yo soy un escritor es en gran medida por el hecho de haberme sentido desde muy niño sometido a fuerzas, impulsos, a intuiciones, que salían por completo de lo que me enseñaba mi familia, mi maestra de escuela y una buena parte de la literatura, digamos, más realista que yo leía. Pero el hecho de haber optado desde muy joven por la literatura fantástica no es gratuito. No es gratuito que frente a cinco libros que conseguía o que me daban, lo pri­ mero que yo leía era el libro de tono fantástico. Cuando digo fantástico lo digo en un sentido muy amplio, porque ahí estaba Julio Verne, que se lanza a aventuras que se pueden considerar como fantásticas en el plano de la Ciencia. OP: Pero en el caso concreto de esa pareja, ¿de qué se trataba? JC : Se trataba de que por primera vez, de una manera concreta, evidente, clara, yo sentía la presencia de eso que yo llamo el vampirismo psíquico. No soy el inventor de la frase. Un vampirismo que no es el vampirismo de Drácula, no se trata de gente que se anda sacando la sangre. Hay gente que se anda sacando alma, para usar la vieja expresión. Es decir, hay gente que vampiriza espiritual­ mente, que posee espiritualmente, que esclaviza espiri­ tualmente, con una fuerza terrible, una fuerza psicológica, demoníaca, que puede hacer de una pareja, sin que la víctima lo sepa, un vampiro y un vampirizado a lo largo de toda su vida. OP: A mí ese texto tuyo me impresionó mucho, más que por lo que allí está dicho, por lo que está sugerido, silenciado. Allí vuelve a darse una de esas carambolas a tres bandas en las que entra el tiempo, eso que algunos llaman azar (en este caso la lectura de un libro) y una brusca iluminación de una zona penumbrosa, de una si­ tuación demoníaca. JC : Que lo es. Cuando decimos demoníaco, cuando de­ cimos demonio, ¿qué estamos diciendo? Estamos usando una vez más palabras que se refieren a categorías extralógicas, que se refieren a todos esos acaecimientos que no tienen para nosotros una explicación aristotélica. OP: Pero ademas esto parece demostrar que hay de­ terminadas personas que son como pararrayos que atraen determinadas fuerzas misteriosas. Fuerzas que al resto de los mortales les son por completo ajenas. JC : A tal punto que yo he encontrado muchos de esos pararrayos en la vida y de alguna manera los he enviado y de alguna manera he tenido una cierta tranquilidad de no ser, de no haber llegado a ese grado de atracción, por­ que es gente que prácticamente toda ha terminado trági­ camente su vida. Por suicidios, enfermedades inexplicadas, accidentes misteriosos. Pero yo he conocido gente, mujeres especialmente, que vivían sin estar locas, sin estar psicóticas ni neuróticas, en un universo en el que las cosas, para ellas, se daban de una manera completamente diferente. OP: Bueno, pero ahí volvemos a una situación de la cual creo que ya hablamos, al menos de paso, a propósito de una cita de Graham Greene: «No comprendo cómo hay gente que puede vivir sin escribir». Porque esa, frase su­ giere una terapia, si querés llamarlo así, lo que se puede llamar la salvación por la escritura. JC : A tal punto tenés razón que incluso se salvan en un terreno más científico. Yo creo haberte dicho que los cuentos de Bestiario, varios de los cuentos de ese mi pri­ mer libro de cuentos, fueron, sin que yo lo supiera (de eso me di cuenta después), autoterapias de tipo psicoanalítico. Yo escribí esos cuentos sintiendo síntomas neuróti­ cos que me molestaban pero que jamás me hubieran obli­ gado a consultar a un psicoanalista. (Yo no he ido nunca al psicoanalista en mi vida.) Pero me molestaban. Y yo rae daba cuenta de que eran síntomas neuróticos por la sencilla razón de que en mis largas horas de ocio, cuando era profesor en Chivilcoy, me leí las Obras Completas de Freud en la edición española, en la traducción de Torres Ballestero. Y me fascinó. Y entonces empecé, de una ma­ nera muy primaria, a autoanalizar mis sueños, de lo cual creo haberte contado algunas cosas, y si no es así te las contaré, porque siempre agrega un elemento, porque de mis sueños ha salido una buena parte de mis cuentos. Entonces empecé a analizar los actos fallidos, empecé a analizar los supuestos olvidos, que no son olvidos sino que son bloqueos. Todo esto para decirte que luego, cuando empecé a es­ cribir los cuentos aue ya me parecían publicables — los de Bestiario 105— en el caso concreto de uno de ellos, Circe. lo escribí en un momento en que estaba excedido por los estudios que estaba haciendo para recibirme de traductor público en seis meses, cuando todo el mundo se recibe en tres años. Y lo hice. Pero a costa, evidentemente, de un desequilibrio psíquico que se traducía en neurosis muy extrañas, como la que dio origen al cuento. Yo vivía con mi madre, en esa época. M. madre co­ cinaba, siempre me encantó la cocina de mi madre, que merecía toda mi confianza. Y de golpe empecé a notar que al comer, antes de llevarme un bocado a la boca, lo miraba cuidadosamente porque tenía miedo de que se hubiera caído una mosca. Eso me molestaba profunda­ mente porque se repetía de una manera malsana. Pero, ¿cómo salir de eso? Claro, cada vez que iba a comer a un restaurante era peor. Y de golpe, un día, me acuerdo muy bien, era de noche, había vuelto del trabajo, me cayó en­ cima (una frase que va a exasperar a los lectores) la noción de una cosa que sucedía en Buenos Aires, en el barrio de Medrano, de Almagro, de una mujer muy linda y muy joven, pero de la que todo el mundo desconfiaba y odiaba porque la creían una especie de bruja porque dos de sus novios se habían suicidado. Entonces empecé a escribir el cuento sin saber el final, como de costumbre. Avancé en el cuento y lo terminé. Lo terminé y pasaron cuatro o cinco días y de golpe me des­ cubro a mí mismo comiéndome un puchero en mi casa y cortando una tortilla y comiendo todo como siempre, sin la menor desconfianza. Entonces, por mis lecturas de Freud, me dije por qué hasta hacía cuatro días yo miraba cada bocado y ahora, de golpe, no los miraba más. Y si hay una mosca hay una mosca. ¡Cuántas veces nos habremos co­ mido una mosca! ¿Qué importancia tiene? Y me dije que tenía que haber una explicación, no acepté el hecho. Éso fue algo típico mío desde niño: no aceptar los hechos da­ dos. Y entonces, de golpe, se estableció el enlace. Y el final del cuento, cuando ella fabrica los bombones con cu­ carachas y los dos novios anteriores se suicidan porque han comido esos bombones y se han dado cuenta y el narra­ dor se salva porque tiene la sospecha, abre el bombón y ve la cucaracha y se escapa, claro. Creo que es uno de los cuentos más horribles que he escrito. Pero ese cuento fue un exorcismo, porque me curó del temor de encontrar una cucaracha en mi comida. Ahora, lo que es extraño — hay otro misterio subsi­ diario— , es cómo una psiquis, una inteligencia que trabaja en todos sus planos, es incapaz de establecer una relación entre la neurosis, escribir un cuento, curarse de la neuro­ sis y no darse cuenta de que ese cuento era la terapia. Y descubrirlo después. OP: Una catarsis. En ese cuento hay además una frase dicha al pasar que, sin embargo, transmite una carga som­ bría, siniestra, del personaje, de Delia. Es cuando se dice que era «fina y rubia, demasiado lenta en sus gestos (yo tenía doce años, el tiempo y las cosas son lentas enton­ ces)». Esa referencia a la lentitud de sus gestos le da al lector la impresión de un ser que está casi fuera del tiem­ po, de que esta Circe de barrio es un personaje maléfico. JC : Hay otra anécdota en el cuento, otro detalle sobre Delia, del que me acuerdo ahora — no tengo el cuento muy presente— y que aparentemente es contradictorio, pero yo lo escribí sin discusión crítica previa y después lo dejé porque me pareció que estaba bien. Y es que el narra­ dor se da cuenta, cuando pasean ya de novios por la plaza, de que las mariposas la siguen a Delia. OP: Sí, y se le acercan los perros. Hay un perro que se aleja de ella, como si tuviera miedo, pero que viene obediente cuando Delia lo llama. JC : Y ahí es donde el mito de Circeaparece, porque en realidad ese perro, si imaginamos a la Circe de Home­ ro, era una de sus víctimas ya que Circe, como todo el mundo sabe, transformaba a los hombres en animales. Eso está dado como una indicación suelta para el lector ima­ ginativo y el lector que haya leído La Odisea. Pero yo nunca le doy explicaciones al lector. OP: El episodio de las mariposas me hizo pensar en Mauricio Babilonia, cuya presencia es anunciada siempre por la aparición de mariposas amarillas. JC : Pero yo creo que debo haber pensado por mi parte (porque las mariposas de Mauricio Babilonia son diurnas) en el lado nocturno. Vos sabés que las mariposas están profundamente asociadas con la muerte. OP: Sobre todo las faleñas. OP: En todo escritor puede rastrearse dos tipos de influencia, a mi modo de ver. Una que me parece muy profunda, yo diría a nivel de afinidades, de complicidades, y otra más superficial — si se puede decir— a nivel arte­ sanal, al del aprendizaje de ciertos trucos del oficio. Si esto es cierto, y como ya hemos hablado de tus influencias profundas, ¿cuáles serían las otras, es decir, las del apren­ dizaje de determinadas técnicas narrativas? JC : Bueno, para empezar no me gusta la palabra tru­ cos, no creo que haya ninguna literatura digna de ese nom­ bre que esté basada en trucos. En realidad habría que hablar de modalidades. Yo no recuerdo haber seguido en ningún momento modalidades ajenas. Pero creo que te hice una referencia a la influencia de Borges respecto a la eco­ nomía del lenguaje. Eso es de alguna manera una modali­ dad, también. La forma de ceñir el lenguaje, que para mí fue la gran lección que me dio y me sigue dando Borges. OP: Pero, por ejemplo, uno de los casos típicos que siempre se menciona es el aprendizaje de cómo encarar una narración, desde qué punto de vista. Y entonces se hace referencia de una manera casi automática a Henry James. Y si se utiliza el narrador que oficia de intermediario entre el escritor y el lector se piensa en Conrad y en su viejo Marlowe. Ese tipo de problemas de pura técnica, ¿te los planteaste alguna vez? JC : No, nunca se me ha planteado, nunca. Lo que yo descubrí muy, muy temprano, cuando empecé a escribir mis primeros cuentos — incluso esa serie que nunca fue publicada— fue la posibilidad de atacar cada cuento desde un ángulo diferente. Es decir que no había referencias li­ terarias; había el placer, el descubrimiento de decir «esto tiene que ser dicho en primera persona» o «esto tiene que serlo en tercera persona». Eran decisiones personales, mías, incluso en el caso del segundo narrador o del que cuenta una historia que tiene referencia a una tercera historia. Yo no recuerdo haber rentido eso como una lección que me podría haber dado alguien como James. No, debo decir que son cosas que des­ cubrí por mi cuenta. Ahora, hasta qué punto uno descubre las cosas por su cuenta, eso está por verse. OP: Claro, porque al mismo tiempo sos un lector in­ fatigable. .. JC : Soy un gran lector, y entonces las influencias se han podido deslizar de manera subconsciente, sin que yo supiera que estaba aprovechando la lección de fulano o de men­ gano. En todo caso, creo, no ha habido influencias de tipo formal. Lo que hubo son influencias de tipo — vamos a llamarlas— espirituales, la influencia que la dimensión de la obra de un escritor puede ejercer sobre vos para mostrarte que los límites de la literatura son inmensos y que hay que tratar de avanzar lo más posible hacia tu límite. OP: Más de una vez has dicho que te seguís conside­ rando un aficionado que escribe cuentos y novelas, y esta declaración sí que me resulta sorprendente en alguien que ha escrito cuatro novelas (sin contar las destruidas) y cerca de un centenax de cuentos. A todo lo cual hay que agregar esos libros que vos llamás almanaques (La vuelta al día, Último round), Un tal Lucas, el libro que escribiste con Carol (Los autonautas de la cosmopista) que acaba de ser publicado y un libro de poesía que está en prensa a la fecha. Y dejo de lado toda tu prosa de combate, que es mucha. ¿Qué entendés, entonces, por «aficionado»? A mí me parece que lo que estás rechazando es la idea que muchos se hacen del escritor profesional. JC : Sí, desde luego, pero sobre todo dentro del con­ texto francés, porque me ha sucedido conocer a uno que otro escritor al cual puedo calificar de profesional y que in­ cluso puede ser un magnífico escritor. Pero es el tipo de persona que parecería buscar una convergencia permanente de todo lo que le rodea — incluso la conversación que puede tener con vos en ese momento— que está ya some­ tido a un tratamiento mental que lo va a convertir en obra escrita. Aunque lo que traslade no sea esa conversación. Pero sentís, por el tipo de referencias que hace, el domi­ nio total que la literatura ejerce sobre él. Ese tipo de es­ critores que están todo el tiempo hablando de otros. Y que, por lo tanto, en sus mesas de trabajo están rodeados por una multitud de fantasmas literarios — y no lo digo nega­ tivamente, desde luego— pero en fin, para quienes el mun­ do de alguna manera, la realidad (para citar la frase de Mallarmé) tiene que culminar en un libro. Que como pa­ radoja es bellísima, pero que para mí no resiste a la prueba. Frente a eso me planteo la actitud de alguien como yo, que se considera como un escritor aficionado porque la escritura y la literatura es solamente uno de los momen­ tos de su vida. Yo le dedico mucho más tiempo a la mú­ sica que a la literatura, cosa que un escritor profesional no haría jamás. Además, es sorprendente hasta qué punto la mayoría de los escritores llamados profesionales son igno­ rantísimos en materia de música, en materia de pintura — las Bellas Artes en general— porque son gente de la pa­ labra. El objeto queda concentrado en la lengua. Para mí, la Literatura es un segmento de mi vida, no es en absoluto lo central. Y eso es lo que te debe descon­ certar un poco en alguien que ha escrito unos 14 libros. Es porque la literatura es una vocación pero también una facilidad, porque yo no tengo por qué jactarme de escri­ bir bien, puesto que es una cosa que me fue dada desde muy joven, una especie de eliminación de etapas, y de golpe, entre el año 47 y el año 48 yo estaba escribiendo de la misma manera que puedo escribir hoy. No había ninguna diferencia. ¿Cómo llegué a eso? Yo creo que me fue dado eso que llaman una vocación, o un don, y naturalmente eso ha sido el eje central de mi vida. Pero es un eje. Aquí vuelvo un poco a la idea del árbol: digamos que si yo soy un árbol el tronco es la literatura, pero después hay ramas que salen en todas las direcciones. OP: Eso explicaría que haya cuentos tuyos que están construidos como un cuadro y otros como movimientos musicales, sin ir más lejos El perseguidor. OP: Es sabido que tú experimentás una poderosa atracción por el Zen y el Vedanta y en una ocasión (Los Nuestros, Luis Harss, Ed. Sudamericana, 465 pp., Buenos Aires, 1975), decís que el Zen te atrae «sobre todo por la falta de solemnidad de los maestros de esa disciplina. Las cosas más profundas salen a veces de una broma o de una bofetada; no lo parece, pero se está tocando el fondo mis­ mo de la cosa. En Rajuela hay una gran influencia de esa actitud, incluso digamos de esa técnica» (pág. 281). Y en el capítulo 19 de Rajuela La Maga, que acaso piensa sin saoerlo como podría hacerlo un adherente al pensamiento Zen, le dice a Oliveira: «V os buscás algo que no sabés lo que es». ¿Cómo entraste en contacto con las filosofías orientales, cosa nada frecuente en un argentino de tu ge­ neración? JC : Te voy a decir que hay que ir bastante atrás. Yo siempre me consideré un músico frustrado, la música me atrajo desde muy niño, pero resultó que no tenía ningún don para la práctica. OP: Estudiaste piano y dijiste que llegaste a tocar muy correctamente... JC : Sí, pero eso es todo; además la ejecutaba sin nin­ gún gusto, sin ningún placer, en esa época no tenía la sen­ sibilidad musical que me mostrara la grandeza de Bach, por ejemplo. Yo vivía en el mundo de la adolescencia ro­ mántica, donde Chopin era mucho más importante que Bach. Pero para volver al tema: de la misma manera que me considero un músico frustrado, yo fui un poco un filó­ sofo frustrado, porque desde muy muchacho me interesó la filosofía, la filosofía teórica, los libros de Filosofía. Em­ pecé a leer a Platón y Aristóteles, tuve un buen profesor en la escuela que me ayudó en ese plano y me entusiasmé con temas como la teoría del conocimiento y la metafísica. No tanto la Lógica, porque eso toca más el mundo racio­ nal y matemático y yo no tengo ninguna aptitud en ese dominio. Pero la metafísica me atrajo mucho y entonces pasé un poco por la Historia de la Filosofía, me metí con Kant, me metí con los autores medievales, a tal punto que al­ guno de mis profesores tenía alguna esperanza de que yo me dedicara a la filosofía. Todo eso, ese camino filosófico que se interrumpió porque la literatura era mucho más importante para mí, era más auténtica, me llevó no sola­ mente a la filosofía de Occidente, sino que a través de al­ guien como Vicente Fattone (un filósofo argentino que co­ nocía muy bien la filosofía india y que fue uno de mis • maestros) me metí un poco en el pensamiento del mundo oriental. Lo cual fue maravilloso para mí a los veinte años, porque me mostró las diferencias capitales que había en­ tre nuestra visión occidental — que terminamos por creer que es la única e ignoramos la otra— y la visión oriental, que es tan antagónica en muchos aspectos respecto a la occidental. De modo que cuando yo llegué a París tenía una espe­ cie de bagaje teórico de la filosofía, muy chapucero ade­ más, y muy poco sistemático. Yo había renunciado ya a una lectura metódica de la filosofía, pero había leído mucha filosofía oriental, poesía oriental filosófica y por ahí me metía en las nociones del Vedanta y descubrí los libros de Suzuki sobre el Zen que se . publicaron en ese momen­ to en París. Lo leí fascinado, claro, y todo eso fue un ca­ mino paralelo con la escritura de Rayuela. Y por eso Ra­ yuela, que tiene vina tal saturación de elementos culturales, refleja también eso, un momento en que la lectura de Suzuki era una gran experiencia para mí. Y lo sigue siendo. OP: Eso me recuerda que antes de empezar estas en­ trevistas hablamos un poco de Huxley y de Contrapunto a propósito de la poderosa atracción que sobre él ejercen las filosofías orientales y que en cierto modo lo impulsaron a emprender ciertas búsquedas. Hay una cierta coincidencia de actitudes. JC : Sí, Huxley experimentó esa atracción, a tal punto que escribió La filosofía perenne, hecho con citas de sus inmensas lecturas filosóficas. OP: A propósito de sueños, conocés, por supuesto, la ley de los cuatro elementos que propone Bachelard (L ’eau et les reves, Essai sur l’imagination de la matiére, Librairie José Corti, 265 pp., París, 1942). Bachelard dice que «mucho más que los pensamientos claros y las imágenes conscientes, los sueños están bajo la dependencia de los cuatro elementos fundamentales» (pág. 5), que como todo el mundo sabe son el fuego, el aire, el agua y la tierra. Yo creo que en tu obra el elemento dominante es el agua, las aguas profundas, que muchas veces enmascaran la muer­ te. Lo que naturalmente me lleva a plantearte la pregunta que se hacía Bachelard: «La Muerte, ¿no fue acaso el pri­ mer Navegante?» (pág. 100). Esta presencia agobiante del agua en tus cuentos y novelas, ¿responde a alguna pulsión tuya respecto a ese elemento? JC : La verdad es que el agua en grandes cantidades me inquieta y no la quiero. Me gusta bañarme en una playa pero en condiciones de absoluta seguridad; desconfío del agua todo el tiempo. Nunca nado en un sitio en donde no pueda hacer pie, tengo que tener la seguridad de que si me pasa algo voy a tener un punto de apoyo y voy a po­ der salir del agua. Es extraño, es difícilmente explicable, porque frente a otras posibilidades de muerte no tengo el menor temor. El miedo de ahogarme es un miedo cargado de algo que yo no sé qué es, que puede ser patológico, que puede ve­ nir del hecho qué cuando yo era niño, mi profesor de na­ tación me tiró al agua creyendo que ése era el gran siste­ ma para sacarme el miedo. Yo creí que me iba a ahogar y pasé por un período de espanto en el que no quise volver a acercarme a esa pileta ni de casualidad. Esto ocurrió cuando tenía nueve años.Pienso que eso debe haber in­ fluido, pero además pienso que habría que verlo astroló­ gicamente, es decir, establecer cuál es la relación del agua con mi horóscopo, con mi campo como persona frente a la Naturaleza, frente a los elementos. OP: En una conversación anterior ya habíamos habla­ do del horóscopo y ya que volvemos a ello te pregunto concretamente: ¿Tú creés que existe una configuración, digamos, astrológica susceptible de determinar un compor­ tamiento? JC : Sí, la tengo. Lo que es muy curioso, porque nunca he tenido la paciencia y la severidad de estudiar eso. Fi­ nalmente no es tan difícil, es cuestión de ponerse y yo pienso que en un par de años se puede saber bastante astrología como para aplicársela a uno mismo y a los demás. Siempre, en el momento de ver libros de astrología, ho­ róscopos y demás, he retrocedido, espero que sean otros los que me digan las relaciones planetarias, los ascendien­ tes. Cuando me lo dicen los demás lo escucho con mucho interés, pero son cosas que podría haber averiguado yo mismo. Yo sé que siendo del signo de Virgo tengo ele­ mentos mercuriales y yo no creo que el agua sea un ele­ mento antagónico en mi signo. Y sin embargo la rechazo. Ahí tiene que haber otros factores... OP: Claro, porque como te dije (pero esto vos lo sabés mejor que yo, claro) en muchos de tus cuentos el agua aparece como un elemento agazapado, agresivo. Te puedo citar ahora, de memoria, unos cuantos: Las babas del dia­ blo transcurre junto al Sena, E l móvil, en un barco — como Los premios— , en Relato con un fondo de agua el agua es el elemento pérfido y liberador por excelencia; el agua está omnipresente en La isla a mediodía y en El río. Y no te digo nada de Rayuela o de 62, Modelo para armar, don­ de contás esa escena de falso naufragio que más bien pa­ rece una forma de exorcismo. JC : Sí, es cierto. Incluso los puentes, los puentes ten­ didos sobre el agua tienen un valor de pasaje, a veces de pasaje iniciático. Yo creo que en el conjunto de lo que he escrito son más bien factores negativos, porque el agua está pasando por debajo, ¿no? NOTAS 1. Fundado por Carlos Quijano en 1939, El semanario Marcha fue cerrado por primera vez en esa oportunidad y defi­ nitivamente el 22 de noviembre de 1974. Exiliado en México Quijano fundó Cuadernos de Marcha segunda época, y una editorial. 2. Julio Cortázar, Los autonautas de la cosmopista o un viaje atemporal París-Marsella. Barcelona, Muchnik Editores, 15 de octubre de 1983, pp. 288, ilustraciones. 3. Julio Cortázar, «Graffiti», Sin censura, Periódico de Información Internacional. Washington-París, n.° 0, noviembre de 1979, p. 15, Ilustrado Recogido en Queremos tanto a Glenda (cuentos). México, Editorial Nueva Imagen, 19. 4. Julio Cortázar, «Para escuchar con audífonos». Salvo el crepúsculo (poesía). México, Editorial Nueva Imagen, 1984, pp. 28-34. 5. Julio Cortázar, «Fin de etapa», Deshoras (cuentos). México, Editorial Nueva Imagen, febrero de 1983, pp. 20-32. 6. Julio Cortázar, «El otro cielo», Todos los fuegos el fuego (cuentos). Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1966, pp. 167-197. 7. Julio Cortázar, «Milonga», Salvo el Crepúsculo, op. cit., p. 71. 8. New York Times, suplemento literario, 4 de marzo de 1984. 9. Julio Cortázar, «El destino del hombre era... 1984», in diario El País. Madrid, 9 de octubre de 1984, artículo reco­ gido en el libro del autor: Nicaragua tan violentamente dulce. Barcelona, Muchnik editores, enero 1984, pp. 8-17, bajo el título «Apuntes al margen de una relectura de 1984». 10. Esta carta a Fernández Retamar fechada en Saigon (Vaucluse, sur de Francia), el 10 de mayo de 1967, fue reco­ gida bajo el título «Acerca de la situación del intelectual lati­ noamericano», en el libro de ensayos del autor, Ültimo round. México, Siglo XXI editores, 1972, Tomo II, pp. 265-280. Ver también «Carta a Fernández Retamar» (I) y (II), in Primera Plana, Buenos Aires, n.° 281, 14 de mayo de 1968, pp. 72-74 y n.° 282, 21 de mayo de 1968, pp. 76-77. 11. Pierre Bercis, «Julio Cortázar amigo y militante», in Cuadernos de Marcha segunda época. México, año V, n.° 26, marzo-abril de 1984, pp. 64, y en Are en Ciel, París. 12. Julio Cortázar, «De edades y tiempos», Salvo el cre­ púsculo, op. cit., pp. 39-40. 13. Julio Cortázar, «Los venenos», Final del juego (cuen­ tos). Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1968, pp. 23-40. 14. Louis Harss y Barbara Dohmann, «Julio Cortázar o la cachetada metafísica», Los Nuestros. Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1966, pp. 261-262. 15. Op. cit., p. 262. 16. Claudio Sola, «Julio Cortázar, su estadía en esta pro­ vincia», in Los Andes, Mendoza, año CU, 21 de marzo de 1984, sección libros y autores. Ilustrado por una foto del escritor «como se le veía en la época». 17. Julio Cortázar, «La Urna Griega en la Poesía de John Keats», in Revista de estudios clásicos de la Universidad Na­ cional de Cuyo. Tomo II, Mendoza, 1946, pp. 45-91. 18. «Así saludaba a Mendoza» Claudio Sola, op. cit. 19. Julio Cortázar, Rayuela (novela). Buenos Aires, Edi­ torial Sudamericana, 1963. 20. Graham Greene, Vías de escape. Barcelona, Argos Vergara, 1980. 21. Julio Cortázar, «Satarsa», Deshoras, op. cit., pp. 51-69. 22. Mario Vargas Llosa, La novela, Conferencia pronun­ ciada en el Paraninfo de la Universidad de la República, Mon­ tevideo, el 11 de agosto de 1966. Fundación de Cultura Uni­ versitaria, 1966, p. 16. 23. Julio Cortázar, Deshoras, op. cit. 24. Julio Cortázar, Bestiario (cuentos). Buenos Aires, Edi­ torial Sudamericana, 1951. 25. Julio Cortázar, «La escuela de noche», Bestiario, op. cit., pp. 71-97. 26. Julio Denis, [pseudónimo], Presencia (poemas). Bue­ nos Aires, El Bibliófilo, 1938, p. 38. 27. Julio Cortázar, Los Reyes (poema dramático). Buenos Aires, Gulab y Aladabahor, 1949, p. 49. 28. Julio Cortázar, «Satarsa», Deshoras, op. cit., pp 51-69. 29. Julio Cortázar, «Diario para un evento», Deshoras, op. cit., pp. 133-168. 30. ’uiio Cortázar, «Del cuento breve y sus alrededores», Último round (cuentos, ensayos, poemas). México, Siglo XXI, Tomo I, pp. 59-82. 31. Julio Cortázar, «Las puertas del cielo», Bestiario, op. cit., pp. 117-136. 32. Julio Cortázar, «Manuscrito hallado en un bolsillo», Octaedro (cuentos). Madrid, Alianza Editorial, 1974, pp. 49-65. 33. Julio Cortázar, «Continuidad de los parques», final del juego (cuentos). México, Editorial Los Presentes, 1956. Segunda edición aumentada. Buenos Aires, Editorial Sudame­ ricana, 1964, pp. 9-11. 34. Julio Cortázar, «Suena el teléfono», in Diario Clarín, Buenos Aires. El recorte, entregado por Omar Prego a Julio Cortázar, obra en el archivo de su autor. 35. Julio Cortázar, «Con legítimo orgullo», ha vuelta al día en ochenta mundos (cuentos, ensayos y poemas). México, Editorial Siglo XXI, 1967, Tomo II, pp. 29-39. 36. Jorge Luis Borges, «An Autobiographical essay», in The Aleph and other stories, New York, Dutton, pp. 203-260. Traducción francesa «Essai d’autobiographie» par Michel Seymour Tapie, in Livre de préface, Gallimard, 1980, pp. 231-290. 37. Julio Cortázar, La vuelta al día en ochenta mundos, op. cit., p. 18. 38. Julio Cortázar, «Leopoldo Marechal, Adam Buenosayres» Realidad, marzo-abril 1949, pp. 232-238. 39. Juan Carlos Onetti, «Tiempo de abrazar», novela es­ crita en 1933, y extraviada, cuyos fragmentos fueron publi­ cados por Jorge Ruffinelli en Tiempo de abrazar y los cuentos de 1933-50. Editorial Arca, Montevideo, 1974, pp. 145-247. 40. Roberto Arlt, Acquafortes porteñas, Buenos Aires. 41. Julio Alazraki, «En busca del unicornio», cuento de Julio Cortázar, Elementos para una poética de lo neofantástico. Madrid, Editorial Gredos, 1983, Biblioteca Románica His­ pánica, p. 248. 42. Julio Cortázar, «Casa tomada», Bestiario, op. dt., pp. 9-18. 43. Julio Cortázar, «Axolotl», final del juego (cuentos). Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1964, pp. 161-168. 44. Julio Cortázar, «Circe», Bestiario, op. cit., pp. 91-115. 45. Julio Cortázar, Rayuela, novela cit. La cita correspon­ de a la página de la edición que se utiliza en este libro: Biblio­ teca Ayacucho, Venezuela, 1980, 689 p. Prólogo y cronología por Jaime Alazraki p. 374. 46. Jorge Luis Borges, «El jardín de los senderos que se bifurcan» (1941) en Ficciones. Buenos Aires, Emecé Editores, 1956, pp. 8-36. 47. José Lezama Lima, Paradiso. 48. Julio Cortázar, «El otro cielo», Todos los fuegos el fuego, op. cit., pp. 167-197. 49. Julio Cortázar, «El perseguidor», Las armas secretas (cuentos). Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1964, pp. 99183. 50. Julio Cortázar, «La noche boca arriba», Final del juego (novela). 51. Julio Cortázar, «Las Armas secretas» da título al libro de cuentos citado, cuento situado pp. 185-222. 52. Julio Cortázar, «Fin de etapa», Deshoras (cuentos), op. cit., pp. 19-32. 53. Julio Cortázar, «Segundo viaje», Deshoras, op. cit., pp. 33-49. 54. Julio Cortázar, «Los pasos en las huellas», Octaedro (cuentos). Madrid, Alianza Editorial, 1974, pp. 23-47. 55. Julio Cortázar, «El noble arte», La vuelta al día en ochenta mundos, tomo II, Editorial Siglo XXI, 1967, pp. 124128. 56. Julio Cortázar, La vuelta al día en ochenta mundos, op. cit., tomo I, p. 7. 57. Julio Cortázar, «Fin de etapa», cuento cit. 58. Luis Tomassello. 59. Julio Cortázar, «La puerta condenada», Final del juego, op. cit., p. 21. 60. Julio Cortázar, «Las armas secretas», cuento citado que da nombre al libro publicado en 1964. 61. Julio Cortázar, «Puerta condenada», cuento citado, p. 21. 62. Julio Cortázar, Los premios (novela). Buenos Aues, Editorial Sudamericana, 1960, 427 pp., Sedmay Ediciones, Ma­ drid, 383 pp. 63. Julio Cortázar, Rayuela (novela). Buenos Aires, Edito­ rial Sudamericana, 1963, 635 pp. Barcelona, Edhasa, 1977, 635 pp. Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1980, 689 pp. Prólogo y cronología por Jaime Alazraki. 64. Julio Cortázar, «Un gotán para Lautrec», in Hermene­ gildo Sabat, Julio Cortázar, Monsieur Lautrec Madrid, Edito­ rial Ameris-Pomaire, 1980. Álbum. 65. Julio Cortázar, Poema, «Entro de noche a mi ciu­ dad...», 62 Modelo para armar, op. cit., pp. 32-36. 66. Wolfgang Lutchting, «Todos los juegos el juego», in Homenaje a Julio Cortázar. Helmay F. Giacoman, Las Américas, New York, pp. 353-363. 67. Julio Cortázar, «La señorita Cora» (cuento), Todos los fuegos el fuego. Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1966, pp. 87-116. 68. Julio Cortázar, «Una flor amarilla» (cuento), Final del juego, op. cit., p. 21. 69. Julio Cortázar, Historia de Cronopios y de Famas (Historias cortas). Buenos Aires, Editorial Minotauro, 1962, Í55 pp. 70. Julio Cortázar, «En el almuerzo», Historias de crono­ pios y de Famas. Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1970, p. 110 (Editorial cit., Edhasa). 71. Julio Cortázar, «Viaje a un pan de cronopios», La vuelta al día en ochenta mundos, op. cit., tomo II, pp. 173-180. 72. Julio Cortázar, «Reunión» (cuento), Todos los fuegos el fuego, op. cit., pp. 67-86. 73. Julio Cortázar, «El perseguidor», cuento citado. 74. Julio Cortázar, El libro de Manuel (novela). Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1973, 386 pp. 75. Carta de Julio Cortázar a Roberto Fernández Retamar, Director de Casa de las Américas, Cuba, del 10 de mayo de 1967, documento citado en Ültimo round, tomo II, pp. 265-280. 76. Julio Cortázar, «El destino del hombre era...», diario El País. Madrid, 9 de octubre de 1983, pp. 8-9. 77. Julio Cortázar, «Satarsa», Deshoras, op. cit., pp. 51-97. 78. Julio Cortázar, El libro de Manuel, novela citada. 79. Julio Cortázar, «Casilla del camaleón», La vuelta al día en ochenta mundos, tomo II, pp. 185-193. 80. Julio Cortázar, El libro de Manuel, novela citada. 81. Carlos Fuentes, Cambio de piel (novela). México, 1967. 82. Julio Cortázar, Rayuela, op. cit., p. 10. 83. Julio Cortázar, Salvo el crepúsculo (poesías), op. cit., mayo de 1984. 84. Julio Cortázar, Ültimo round, op. cit., tomo I, pp. 276 292. 85. Julio Cortázar, 62 Modelo para armar, op. cit., Poema de la ciudad, pp. 32-36. 86. Julio Cortázar, Salvo el crepúsculo, op. cit., «Background», pp. 16-20. 87. Ibid. 88. Le Monde de la Musique, n.° 31, febrero de 1981. 89. Julio Cortázar, «Para escuchar con audífonos», op. cit., p. 28. 90. Julio Cortázar, Salvo el crepúsculo, op. cit., p.295. 91. Julio Cortázar, op. cit., p. 244. 92. Julio Cortázar, Rayuela, op. cit., p. 111. 93. Julio Cortázar, «Un gotán para Lautrec», prólogo a Her­ menegildo Sabat-Julio Cortázar, Monsieur Lautrec. Editorial Ameris, Madrid. 94. Ibid. 95. Jorge Luis Borges, «Historia del tango», in Evaristo Carriego. Buenos Aires, Emecé Editores, 1955, pp. 107-121. 96. Pascual Contursi, «Flor de fango», tango, in Idea Vilariño, op. cit., pp. 26-27, 97. Julio Cortázar, «La puerta condenada», Final del jue­ go, op. cit, pp. 41-52. 98. Julio Cortázar, «Las babas del diablo». 99. Julio Cortázar, «Continuidad de los parques», Final del juego, op. cit., pp. 9-11. 100. Julio Cortázar, «Los buenos servicios», Las armas secretas, op. cit., pp. 37-76. 101. Julio Cortázar, «Las Ménades», Final del Juego, op. cit., pp. 53-70. 102. Julio Cortázar, «Carta a una señorita en París», Bes­ tiario, op. cit., pp. 19-34. 103. Julio Cortázar, Un tal Lucas. Madrid, Editorial Alfa­ guara, S. A., 1979, Bruguera, 210 pp. 104. Jorge Luis Borges, Discusión. Emecé Editores, Buenos Aires, 1932, p. 149. 105. Julio Cortázar, «Circe», Bestiario, op. cit., pp. 91-115. FOTOS 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12. 13. 14. 15. 16. 17. 18. 19. 20. 21. 22. 23. 24. En Suiza, 1916. Con la madre, 1963. Junto al Sena, c. 1970 (Foto Sara Fació). En Cuba, 1964 (Foto Chino López). París, c. 1965 (Foto A. Gálvez). «Los tiempos de Rayuela», 1958 o 59 (Foto Aurora Bernárdez). «Los tiempos de Rayuela», 1958 o 59 (Foto Aurora Bernárdez). Autorretrato, «Los tiempos de Rayuela», 1958 o 59. París, 1958. París, c. 1970 (Foto Sara Fació). París, c. 1965 (Foto A. Gálvez). París, c. 1965 (Foto A. Gálvez). París, c. 1965 (Foto A. Gálvez). Saignon, 1974 (Foto Mario Muchnik). «E l retorno de Drácula»: Halloween en Berkeley, 1979. Guadalupe, 1981 (Foto Carol Dunlop). Barrio Sur, Buenos Aires, 1972. París, 1977 (Foto Joel Lumien). (Foto E. Gamondés). (Foto E. Gamondés). París, 1979 (Foto Pepe Fernández). Molino del Salado, Segovia, 1983 (Foto Mario Muchnik). Molino del Salado, Segovia, 1983 (Foto Mario Muchnik). Molino del Salado, Segovia, 1983 (Foto Mario Muchmk). IN D IC E Introducción, 9 La fascinación de las palabras, 24 Los cuentos: un juego mágico, 53 El territorio de la novela, 85 Rayuela: la invención desaforada, 102 Juego y compromiso político, 127 Nostalgia de la poesía, 146 La música: jazz y tango, 160 Fobias, manías, vampirismo, 174 Notas, 191 Fotos, 197 Esta edición de LA FASCINACIÓN DE LAS PALABRAS compuesta en tipos Garamond de 9 y 10 puntos por Tecnitype, se terminó de imprimir el 24 de mayo de 1985 en los talleres de Romanyá / Valls, Verdaguer, 1, Capellades (Barcelona)