Lo infinito en lo finito Miguel Ángel Martínez Barradas / El mundo iluminado elmundoiluminado.com Si pudiéramos elegir una edad para morir ¿cuál sería?, ¿ochenta años, noventa años, tal vez cien? La pregunta se acompaña de otros cuestionamientos más: ¿Por qué vivir más?, ¿para qué uno querría vivir más?, ¿cómo viviríamos esos años que se nos regalarían? Pero, además, y quizás lo más importante: ¿estamos viviendo actualmente de acuerdo a lo que alguna vez imaginamos?, ¿es nuestra vida una experiencia consciente o un acto más bien vegetativo? Vivir, solemos pensar, es tener emociones fuertes y experiencias intensas, pues el tiempo “se agota”, sin embargo, ese “todo” que hacemos generalmente no vale la pena y ese tiempo “que se acaba” en realidad no transcurre, ni siquiera existe. ¿Cuántos años nos gustaría vivir? La mayoría de los niños darán una cifra alta, mientras que los adultos, sobre todo los que se han amargado, reducirán la grandeza del número. Un cuento zen llamado “Morir… ¿A qué edad?” trata precisamente el tema antes mencionado: En el cuento, el sabio Ryokan es visitado por un monje que le pide que interceda por él con una ceremonia ante los dioses que le permita ser eterno. Ryokan acepta, pero le pide al monje que primero realice con él unos ejercicios durante un año. Durante ese tiempo, Ryokan y el monje cortaban juntos la madera, bebían agua del río, dormían en la tierra, rezaban, comían arroz y reían al contemplar el vuelo de los insectos. Cuando el año se cumplió, Ryokan dijo al monje que estaba listo para hacerlo eterno, sin embargo, el monje respondió: «la verdad es que no entiendo por qué deseaba tal cosa», a lo cual Ryokan respondió: «Lo finito es lo infinito, y lo infinito es lo finito». Las “pequeñas cosas” de la vida de ninguna manera son tales. Una flor, un insecto, una gota golpeando contra la dura piedra y un insecto tornasolado son testimonios de la inteligencia suprema que reviste a la naturaleza. Cuando Ryokan le preguntó al monje cuántos años quería vivir, él respondió que para siempre, sin embargo, al cabo de un año el monje estaba listo para morir, pues había comprendido que la muerte del cuerpo, no es más que una ilusión, y que la naturaleza jamás perecerá, pues es poseedora de lo infinito en lo finito. (Lea el texto completo en el sitio web de El Heraldo de Puebla)