Dafnis y Cloé - Carlos Eduardo Maldonado

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Dafnis y Cloe, el amor
como premio
Escrito por Carlos Eduardo Maldonadoen 27 octubre 2013
0:01 am / sin opiniones Categorías: Ensayo, Plástica, Recomendamos,
SLIDE
“Dafnis y Cloe” (1824-1827), Jean-Pierre Cortot
CARLOS EDUARDO MALDONADO |
Hay amores que llegan tarde en la vida; y se aceptan como quien
no quiere ya la cosa. Hay amores que se tuvieron y ya no volvieron
jamás: una oportunidad única, que nos asaltan de tanto en tanto
entre sueños. Hay amores también intermitentes, amores fofos y
amores que no terminan de ser lo que en el fondo del corazón
queremos. Y amores que se descubren como se descubre el tiempo
y la vida buena.
Nativo en la isla de Lesbos, Longo es un escritor de cuando no
existía el género de la novela. Y cuando no se trazaban diferencias
de géneros literarios —que sucederá mucho más tarde—, y cuando
la escritura misma era una totalidad del universo; mucho más que
un oficio, y más que un arte. Los avatares de la historia han querido
que llegue hasta nosotros esa obra en verso y prosa (dependiendo
de la edición y del idioma) que es Dafnis y Cloe. Obra pastoril, de
romance o de iniciación, como suelen decir los que catalogan y
clasifican el mundo porque ellos mismo nacieron con criterios de
ordenamiento.
El relato comienza cerca de la ciudad de Mitilene narrando la
historia de un niño abandonado, que fue criado por un cabrero
llamado Lamón, y el niño llamado Dafnis. Y dos años después los
pastores habrían de encontrar a una niña consagrada a las Ninfas,
en una gran gruta, que crecería bajo los cuidados de Dryas, y a la
que llamarían Cloe.
Dafnis crecerá cuidando, conociendo y siendo el mejor de los
pastores, mientras que Cloe será la más avezada y dulce de las
pastoras, a quien las ovejas obedecen y quieren. Y claro, en medio
de una vida pastoril crecerán juntos, Cloe y Dafnis, sus familias
siendo vecinas, y ellos en la pureza del campo y la naturaleza.
Los dos niños crecen juntos, y juntos descubren el amor, el mundo
y la vida; pero por sobre todo, juntos, en paralelo, se descubren a sí
mismos, y descubren al otro. De la manera más natural y pura, de la
forma más espontánea, al ritmo de la naturaleza misma. Aquí está
toda la clave de la obra. Única, absolutamente única en su género.
Se descubren a sí mismos como al otro, todo de tal forma que el
tempo es del de los elementos.
Dafnis y Cloe juegan como niños, y la niñez es la edad de oro, ayer
y siempre. Y todo con las bendiciones de Amor, de Pan y de las
Ninfas.
Un día Cloe apreció la belleza de Dafnis mientras este se bañaba, y
descubrió la suavidad de la piel. Y entonces contrasta con sus
propias manos la tersura de su propia piel y compara las dos
delicadezas, con los ojos de los dedos. Y surge el primer temblor.
Cloe quisiera ver a Dafnis bañarse nuevamente. Agitación embarga
su pecho y su mente.
“Estoy mala e ignoro mi mal; padezco y no me veo herida; me
lamento y no perdí ningún corderillo; me abraso y estoy sentada a
la sombra. Mil veces me clavé las espinas de los zarzales y no lloré;
me picaron las abejas y pronto quedé sana. Sin duda que esta
picadura de ahora llega al corazón y es más cruel que las otras”,
dice la niña.
Desde luego que existe el mundo, con todo y sus cosas. Lo sabe
Longo y deja que el mundo se introduzca, de la manera que suele
hacerlo siempre, impertinente. Una y otra vez es alguna persona
que trata de entrometerse en la experiencia del amor y del
descubrimiento idílico; y otra vez es el mundo con sus procesos
económicos y situaciones militares y sociales.
Al fin y al cabo llevamos la vida sosteniéndonos entre los vaivenes
de lo que la gente llama la realidad y las situaciones de la vida, y el
tempo, perfectamente distinto, de la naturaleza. La existencia es el
resultado de esta mezcla, y cada quien hace lo mejor que puede, o
lo que el resorte social, familiar o afectivo le ha permitido.
Dafnis tiene quince años cuando comienza en propiedad la novela,
y Cloe tiene trece. El relato da inicio en primavera, y tarda más de
un año toda la historia hasta el comienzo del otoño al año siguiente.
Y es ese año largo, cuando, se infiere, Dafnis tiene dieciséis años, y
Cloe catorce, el núcleo de toda la historia. Una edad hermosa, una
edad difícil, una edad incierta.
Más adelante, entre una cosa y otra, casi por casualidad, pero
jalonados por los juegos de Amor (con mayúscula) (Eros), ambos
descubren por primera vez el beso.
Y dice Longo: “A veces le enseñaba [Dafnis] a tocar la flauta, y
apenas soplaba ella, se la quitaba él, recorría todos los agujeros,
como para mostrarle dónde había faltado, y en realidad para besar
a Cloe por medio de la flauta”.
Y claro, como solía ser, bebían, en una ocasión o en otra, con la
naturalidad de las estaciones o de las meriendas, una gran taza de
vino y de leche.
Es el aire de naturalidad lo que encanta de Longo. Es la atmósfera
misma de espontaneidad la que enamora del relato. Y el tiempo de
la escritura, justo el medido. Ese tiempo, por lo demás, que con
tanta excelencia logra Ravel en esa sinfonía coreográfica con el
mismo nombre de la novela de Longo. Un acto y tres escenas; y
esa Suite núm. 2 (1913) también de Ravel, de lo más eximio del
impresionismo musical.
En otra ocasión, mucho después, es Dafnis quien ve a Cloe
desnuda. Y lo que alguna vez fuera natural, comienza a inquietar a
su corazón, pues Dafnis descubre la belleza. Con ese
reconocimiento explícito de Longo, y es que ambos desconocen en
esa época las piraterías de Amor. En verdad, los dos niños, uno al
que incipientemente le comienza a salir el bozo, y la otra que cobra
con el tiempo cada día más hermosura y florecimiento.
Pero eso sí, siempre, en sus actividades cotidianas, la pastora
nunca deja de reverenciar a las Ninfas, y el niño no es menos
afecto en sus deberes hacia Pan, en cuyo honor tantas veces ha
tocado la flauta. Más tarde, esa devoción habría de recibir
recompensa divina.
Un anciano hombre, llamado Filetas, les habrá de mencionar por
primera vez que los dos jóvenes están consagrados a Amor;
aunque ellos no lo entienden bien, pues nunca han escuchado
mencionarlo, y no saben bien lo que Amor hace.
“Dios, hijos míos, es Amor, joven, hermoso y volátil, por lo cual se
complace en la mocedad, apetece y busca la hermosura y hace que
broten alas en el alma”, enseña Filetas. “Tanto puede, que Júpiter
no puede más; dispone los gérmenes de donde todo nace, reina
sobre los astros y manda más en los dioses, sus compañeros, que
en cabras y ovejas nosotros”.
Y los dos jóvenes lo descubren todo, es una verdadera epifanía:
ambos se amaban sin saberlo. Hay amores en los que amamos a la
otra persona, y aún o entonces no lo sabemos.
En otra ocasión, llevando a pastar sus cabras y ovejas, se besaron,
lo que nunca habían hecho. Es más, se estrecharon las manos y se
abrazaron. Y descubren el calor del cuerpo. Y la emoción de ser
casi uno. Eso sí, con lo que no se atrevían era con el tercer
remedio, acostarse juntos desnudos.
El Amor, por tanto, nos ofrece varios remedios ante las tribulaciones
del corazón, la mente y el cuerpo. Un remedio es el de verse
continuamente, y ya no querer separarse. Otro remedio es el de
besarse. Y otro más es el de tomarse de las manos y abrazarse.
Seamos sinceros: son remedios para no-se-sabe-qué-cosa. Pues
en el amor, nadie es dueño de sí mismo.
Ni Dafnis se atreve a proponerle a Cloe el remedio de acostarse
desnudos, ni Cloe quiere tomar la iniciativa.
Y siempre, entre una cosa y otra, está el mundo. Ese mundo de
cosas y procesos reales, ese mundo de indiferencia. Ese mundo
que poco y nada sabe de sensibilidades. El amor, cuando existe
fuertemente, es el sobreviviente de ese mundo, digamos infame.
Ese mundo que de cara al amor no tiene buena reputación.
El mundo con sus caprichos y aventuras de adultos quiere separar
a los dos niños. Lo intenta una vez. Y otra vez lo vuelve e intentar.
Con Longo, el mundo se llama a veces Mitilene, y a veces Metimna.
Y la verdad es que prácticamente lo logra. Si no fuera por la buena
ventura de los dioses. Los dioses, según parece, saben apreciar los
sacrificios y las adoraciones que se les hacen; en ocasiones. Y
entonces, en ocasiones tejen el destino como el corazón quisiera.
Y claro, llega el momento que todos conocemos o hemos vivido en
alguna edad: el juramento. El juramento solemne de no separarse
nunca. El juramento por lo más sublime y sagrado de no separarse,
de no olvidarse jamás. “Júrame que no me olvidarás nunca”. “Te
juro que sin ti me moriría”. “Júrame que si te soy infiel me
aborrecerás como un lobo”. “Te juro que seré tuyo sin importar las
circunstancias”. Y tantos otros más en mil expresiones distintas.
Los juramentos son el tiempo absoluto. El presente eterno. Todo
juramento se hace hacia la eternidad, como quien niega al tiempo.
Los juramentos son, en realidad, el lenguaje de la duda.
Pero a los juramentos hay que creerles. Contra viento y marea;
contra el destino mismo. Los juramentos son la cara más inmediata
de las promesas y la esperanza; y nos permiten conservar el
optimismo.
La primavera y el verano han sido idílicamente concebidos como las
estaciones más propicias para el amor. Y de todas, el invierno
pareciera ser la más inhóspita para el enamoramiento. Amor parece
deleitarse más en la atmósfera del renacimiento de las flores,
cuando los colores se hacen más claros y translúcidos y fuertes,
cuando el cuerpo exulta. Cuando el aire es templado y caliente,
cuando las frutas y las bebidas se conjugan generosas en las
mesas.
El invierno es como la distancia, como el aislamiento, como el
encerramiento; o también como la escasez y la necesidad que
apremian. El tiempo para el ahorro, el tiempo para contenerse a sí
mismos de la fuerza de los elementos.
Y transcurre el tiempo. Transcurre el tiempo, el amor no disminuye,
pero ninguno de los dos niños sabe cómo dar el paso siguiente. Se
gustan, disfrutan juntos, aprovechan hasta el más mínimo momento
y pretexto. La alegría pinta a los rostros cuando están juntos, y
cuando están separados lo que los sostiene consiste en pensar en
el momento siguiente cuando vuelvan a encontrarse.
Todo lo que más disfrutaban era el beso y el abrazo. Y con cada
beso y abrazo, cada uno se siente algo más curioso y atrevido.
Pero siempre está natura, que impera en la autenticidad y la
espontaneidad, esos modos de la existencia que ya casi no existen.
Pues el mundo quiere madurez y aceleración; conocimiento
improvisado e información gratuita a toda costa. Con la falsa
apariencia de lanzarse a lo incógnito y no quedarse atrás, sobre
todo cuando se lo compara con los otros, y con sus experiencias.
No hay nada peor para la inocencia que compararse con otros. Con
sus velocidades y sus contenidos.
Cuando el amor se vive así, el capricho es el que permite, según
parece, desatorar los embrollos. Y el capricho adopta la forma de
una persona cualquiera. La inteligencia consiste en reconocer la
voz y la apariencia de la contingencia, sin dejarse llevar por la
apariencia, sabiendo que es sólo Contingencia la que habla. O
algunas de sus hermanos: azar o aleatoriedad. Nunca necesidad,
que es la negación del amor y de la vida misma.
Longo llama al capricho Lycenia. Y Ravel le otorga en la primera
parte del ballet una danza, sinuosa.
Entonces Dafnis aprende el tercer remedio, y se hace hombre. Pero
Dafnis logrará esperar. Pues, informado, no quiere que Cloe sufra y
llore ni que sangre y la sangre le asusta a él mismo. Ama a Cloe
más que a nada en el mundo, y si el tercer remedio del Amor
implica el más mínimo dolor para Cloe, Dafnis deberá esperar el
tiempo que sea prudente y necesario.
El amor entre Dafnis y Cloe fue y ya ha sido siempre el amor de la
alegría, de los besos y los abrazos, e incluso de tenderse juntos,
acostados, y hasta desnudos, sin que sucede nada más
extraordinario.
Extraordinario, en verdad, es en realidad esperar a que algunacosa-suceda, pues la sangre aterra a Dafnis. Y Cloe no se atreve
tampoco a sugerir el siguiente paso, pues no sabe qué sigue, a
ciencia cierta.
Pero entonces, la buena fortuna aparece. Y se anuncian, por
diversas razones que tienen que ver con el mundo real, ese de allá
afuera, ese que con sus compromisos y necesidades, ese con sus
urgencias y sus circunstancias – el mundo real abre las puertas
para la idea del matrimonio.
Pero la verdad es que hay que leer las páginas que escribe Longo,
pues el lenguaje está lleno de sabiduría y belleza, y no sería
prudente condensarlo aquí. Como sea, la de Longo es esa
sabiduría que sabe atender a los signos de las cosas.
Hay amores que no saben esperar lo inesperado, aunque haya
también amores que pueden nacer de un juego y como desafío.
Hay amores que no se dejan guiar por sí mismos, sino por las
señales, las presiones, o los gustos del mundo externo. Hay
también amores que sucumben ante las dificultades y al primer
escollo descubren que eso no era lo suyo; o eso creen, y se lo
dicen en voz alta como para convencerse de que es cierto.
Y hay, incluso, amores en los que la pareja tiene tiempos que no
coinciden.
El canto del Himeneo es el canto, en la Grecia antigua, al dios de
las ceremonias del matrimonio. Himeneo siempre asiste a todas las
bodas. Pues si no asiste el matrimonio estará condenado a ser un
desastre. Himeneo, el hijo de Dionisio y Afrodita.
Himeneo que asiste a las bodas, siempre cantando epitalamios,
siempre con instrumentos suaves y armoniosos. Pues lo suyo es
justamente eso: traer armonía a las fuerzas del amor, y antes que
apaciguarlas otorgarles tonalidades diferentes. El Amor es el del
ritmo. Y lo de Himeno es la armonía. Entre ambos cabe suponer
diferentes y plurales melodías.
Dafnis logra casarse con Cloe, y si siempre habían vivido en la
pobreza pastoril, las cosas quieren que logren saber que provienen,
después de todo, de familias pudientes. Lo cual, para decir la
verdad, no le agrega demasiado —como tampoco le quita— a la
historia misma de Longo. Al final del día, después de un largo, muy
largo año de espera, Amor, Pan y las Ninfas lo habrán salvado.
Dafnis y Cloe se casaron. Y tuvieron dos hijos. Al niño lo llamaron
Filopoemén, y la niña Agéles. Naturalmente, el niño tuvo como
nodriza una cabra, como había sucedido con su padre. Y la niña, a
su vez, mamó la leche de una oveja. Como sucediera, asimismo,
hace tiempo, con su madre.
Los dos niños descubren el amor juntos, y juntos se lanzan a la
vida. Primero con los remedios iniciales del Amor, y luego
ensayando cosas que ninguno conocía. Pero sin que nunca
hubieran roto el celofán que separa, según parece, la edad juvenil
de la edad madura. Se amaron siempre, se besaron, se abrasaron,
estuvieron desnudos, pero imperó una extraña mezcla de respeto y
amor, de adoración e inocencia. Algo que, según parece, sólo
sucede una sola vez en la vida, y no a todas las personas.
Se casaron Dafnis y Cloe, sí. Y en el verdadero amor, no siempre
es lo que acontece, y ciertamente no en el mundo que las personas
normales llaman el mundo real de todos los días. Pero antes,
juntos, transportados por el Amor, descubrieron lo que Longo
denomina el tercer remedio. Sobre él cabe volver la mirada, para
aprender, en un haz de luz, las sutilezas de la naturaleza.
Detengámonos un último instante con Longo, ya que su pluma es
delicada, sensible, inteligente, fina:
“Dafnis y Cloe, a pesar de la música, se acostaron juntos desnudos;
allí se abrazaron y se besaron, sin pegar los ojos toda la noche,
como las lechuzas. Y Dafnis hizo a Cloe lo que le había enseñado
Lycenia, y Cloe conoció por primera vez que todo lo hecho entre las
matas y en la gruta no era más que simplicidad o niñería”.
En fin, que el amor es el premio para quien sabe entender los
tiempos de la naturaleza, y se hace uno sólo con ellos.
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