Subido por Luis Magariños

YO, JUDAS, EL ELEGIDO - H.F.Fernández

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Yo, Judas, el elegido
H. F. Fernández
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Primera edición
Marzo - 2007
© Herminio Fernández Fernández
© Belgeuse, S. L. (Grupo Editorial)
Ilustración de portada: Néstor Fernández Núñez
Diseño cubierta: Sandra Cavagnaro
Otra Dimensión
(Belgeuse Grupo Editorial)
C/ Alberto Aguilera, 35 – 2º Centro. 28015 Madrid
TEL: 91 548 93 53. Fax: 91 548 93 52
[email protected] www.belgeuse.org
ISBN: 978-84935258-8-0
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ÍNDICE
Prólogo.............................................................................9
Primera hipótesis...........................................................15
Segunda hipótesis..........................................................21
Tercera hipótesis...........................................................25
Cuarta hipótesis.............................................................29
Yo, Judas, el elegido
Introducción...................................................................35
Epílogo............................................................................77
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Y Jesús dijo: “(…); no he venido
a traer la paz, sino la espada.
Pues he venido a separar al hijo
de su padre, y a la hija de su
madre, y a la nuera de su suegra.
Y los enemigos del hombre serán
las personas de su misma casa.
Quien ama al padre o a la madre
más que a mí, no es digno de mí,
y quien ama al hijo o a la hija
más que a mí, tampoco es digno
de mí. Y quien no carga con su
cruz y me sigue no es digno de
mí. Quien hallare su vida, la
perderá y quien perdiere su vida
por amor mío, la hallará.
“(Jn 12, 25; Lc 17, 33).”
Mateo 10, 34
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PRÓLOGO
Es muy difícil pensar cómo se puede presentar una
revelación, dónde y a quién. Es como si las revelaciones
escogieran a personas fuera del tiempo y el lugar. Yo no sé
si lo mío es una revelación o no lo es, tengo que decir que
mientras escribo esto siento como un temor. Dentro de mí
gritan dos voces contradictorias, una me dice que no lo
haga, mientras la otra insiste en que sí. Pero estas voces no
son nuevas en mí, me acompañan desde que tengo uso de
razón. En mis primeros recuerdos de infancia ya discutía
cosas conmigo mismo y buscaba explicaciones a lo que oía
contar a los mayores. Allá, en los valles profundos y míseros en los que me críe, en un ambiente más bien tétrico,
envuelto en religión y brujería, para un muchacho de diez
u once años era muy difícil de distinguir la diferencia entre
la una y la otra. Por un lado estaba lo ancestral, el universo
fantástico de los duendes, las hadas, los demonios y las
brujas y todos esos otros espíritus de la cultura antigua.
Una roca podía estar habitada por un espíritu y un árbol
podía tener conciencia propia. Quizás podía ver y podía ser
amable dando sus frutos, pero también podía estar ocupado por una entidad maligna y estrangularte con sus ramas.
Allí donde brotaba el agua de un manantial podías encontrarte con una hermosa hada peinando sus largos cabellos,
pero también podías encontrar a un monstruo sediento
apaciguando su sed que parecía no tener límites. Todas
estas leyendas y fantasías producían en mí un fuerte temor
agrandado por la ignorancia de los mayores. El mayor
triunfo del miedo es aislar a la persona que lo siente y la
mejor forma de aislarla es burlándose de ella y de sus miedos. Por las circunstancias que fueren, esto se daba con
demasiada frecuencia, quizás porque había demasiada gente que sentía miedo y pudiera ser que al burlarse de los
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miedos de los demás, les hacía sentir la sensación de que se
estaban riendo de los suyos propios. Se burlaban de personas que sentían miedos difíciles de catalogar y desgraciadamente llegué a ver con mis propios ojos cómo algunas
de estas personas, debido a la burla y a la incomprensión,
acabaron en un estado de pánico y locura del que nunca
lograron recuperarse y que acabaron llevándoles a una
muerte prematura e incluso en algunos casos al suicidio.
Por otro lado estaba la religión católica, en guerra contra
todo esto. “¡Supersticiones!” gritaba el cura tras el altar, el
domingo en misa. Había que tener más fe y rezar. Así en
las negras y largas noches de invierno, cuando las tormentas y los truenos hacían temblar la tierra y las míseras casas
de las aldeas se iluminaban con los rayos, toda la familia se
acurrucaba en torno a un rosario, iluminado por la fantasmal luz de una vela bendecida. En la frialdad y negrura de
aquellas frías noches, el miedo andaba suelto y el temor de
los niños se veía agrandado al observar la intranquilidad de
los mayores. Para poner remedio a todo esto solo había
una opción que era misa y más misa, confesiones y comuniones. Había que sacarse los pecados de encima y yo
pienso que la pobreza era tanta que por no tener, no teníamos ni pecados. Después de esto parecía que la gente
recuperaba el ánimo suficiente para seguir arrastrando su
triste y mísera vida. El cura se esmeraba a la hora de explicar el catecismo oficial, aquel librito pequeño con ilustraciones infantiles, disfrazado de cuento, era en realidad un
auténtico código absolutista lleno de grandes preguntas
con respuestas que a menudo rozaban el ridículo. Estaba
dado por hecho que todo lo que allí se decía era verdad y
no solo eso, era la única y la auténtica verdad. Aquel librito
no admitía discusión. Cada pregunta tenía su respuesta, y
era obligación aprendérselas de memoria para recitarlas en
voz alta, aunque muchas veces ni siquiera sabíamos lo que
estábamos diciendo. Esto era así porque el librito estaba
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escrito en un idioma que no nos era familiar, ya que en
aquella zona solo se hablaba el idioma propio que presenta
notables diferencias. Esto incluso nos llevaba a falsas interpretaciones, ya que una palabra escrita en aquel idioma
se podía parecer mucho fonéticamente a una palabra nuestra, pero podía tener un significado totalmente distinto.
Por poner un ejemplo, la palabra “premiar” se parece mucho a la palabra nuestra “premear”, pero el significado es
totalmente distinto. La primera significa dar o repartir
premios, mientras que la segunda en nuestra lengua significa hacerle daño a alguien partiéndole la columna vertebral
dejándole invalidado de las extremidades inferiores. Yo
desde muy pequeñito conocía el significado de la palabra
“premear”. El significado de “premiar” lo aprendí mucho
más tarde. Llevando esto a la práctica, recuerdo que había
una pregunta que decía así: “¿Quién es Dios?” Y la respuesta decía lo siguiente: “Dios es nuestro Padre que está
en los cielos, creador y señor de todas las cosas, que castiga
a los malos y premia a los buenos”. Teniendo en cuenta
que la palabra “castigo” en nuestra lengua significa un daño menor, yo siempre hubiera preferido ser castigado antes
que “premiado”. Puede que hasta sea cómico lo que acabo
de exponer, pero la mente de un niño funciona de manera
simple y automática. La primera impresión es la que cuenta. Aquel Dios no me parecía un personaje con el que tener muchas relaciones. Otra cosa era el Cristo, aquel pobre
hombre clavado en una cruz por ser bueno. Terrible. El
cura decía que teníamos que seguir su ejemplo y ser como
Él, y yo me decía para mí que si era cómo Él, haciendo lo
que el había hecho, tenía un montón de posibilidades de
acabar como Él acabó, cosa que no me hacía ninguna ilusión. De todas formas tengo que reconocer que el personaje del Cristo siempre me fue grato, quizás por la lástima
que da viéndole siempre crucificado me hace sentir compasivo. Aunque nunca fui un entusiasta religioso sí que
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prestaba atención a los relatos sobre su vida y sus hechos,
tal como dicen los Evangelios. Nunca me importó demasiado si todo era verdad o mentir, lo decía el cura y se debía de creer. Si el cura decía que tenía poderes para hacer
milagros, se daba por hecho que así era. Yo iba deduciendo
que aquel Jesús no era un tipo cualquiera, sino que era
alguien importante y con un poder enorme. Alguien que
tenía muchos amigos y admiradores, que se movía entre
multitudes y enseguida surgió la pregunta: ¿Cómo puede
alguien así acabar como acabó Él sin que nadie le echara
una mano repentinamente solo? Nunca pude entender esto
y cada vez que me lo planteaba sentía que dentro de mí
una voz intentaba decirme algo, como si me quisiese explicar el por qué. La verdad es que nunca puse atención a esa
voz y siempre dejaba el tema a un lado. ¿Quién era yo para
plantearme semejante pregunta? ¿Qué podía importarme a
mí el tema? De todas formas, poco a poco un personaje se
me fue haciendo cada vez más familiar, un personaje del
que siempre se hablaba mal. Era como el malo de la película, el traidor, el culpable de la muerte de Cristo. Era Judas
Iscariote. A pesar de que siempre era el malo, a mí, no sé
por qué, me caía bien. Siempre que el cura leía y explicaba
como Judas había traicionado a Cristo yo parecía sentir la
necesidad de encararme con él y decirle que no era cierto.
Por supuesto que nunca lo hice y no quiero imaginarme a
mí mismo discutiendo con el cura, defendiendo a Judas.
Seguro que me hubieran considerado poseído y no sé lo
que pudieran haber hecho conmigo. El caso curioso es que
han ido pasando los años y siempre he estado convencido
de que Judas no era el que decían ser, sino más bien todo
lo contrario. Cuando me enteré de que se había descubierto un documento en el que aparecía un escrito y que dicho
escrito se reconocía como el Evangelio de Judas, sentí una
alegría extraña y después de haberlo leído me he quedado
con la sensación de que lo que dice no me ha sorprendido,
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algo así como si yo ya tuviera conocimiento de que algunas
cosas ya las sabía y ha sido a partir de entonces cuando esa
voz que me acompaña desde siempre se ha hecho más
fuerte y perceptible, tanto que al final me he decidido a
escribir sin saber muy bien lo que iba a hacer. Y aquí quiero lanzar una pregunta por si alguien tiene respuesta: ¿Si
Judas murió en la misma fecha en que fue crucificado Cristo, cómo es que al cabo de casi trescientos años alguien
escribió su Evangelio? ¿Quién mantuvo fresca durante
tanto tiempo su memoria?
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PRIMERA HIPOTÉSIS
Pensemos por un momento que un grupo de personas deciden visitar un lugar remoto de nuestro planeta al
que jamás ha ido nadie. Suben a un avión, sobrevuelan la
zona dejándose caer en paracaídas. Una vez abajo escogen
un lugar en el cual montan un campamento. Para ello no
solo utilizan sus tiendas y demás objetos que transportan,
sino que además construyen algunas edificaciones más
sólidas, aprovechando los materiales del entorno como
rocas, arcilla o madera. Permanecen en la zona cierto periodo de tiempo al cabo del cual se marchan, llevándose
prácticamente todo lo que han traído, dejando lógicamente
las construcciones hechas, con los materiales del entorno y
algo más que se le haya podido olvidar.
Una de las cosas que se han olvidado ha sido una
linterna. Esta linterna está provista de una batería y de una
placa fotovoltaica que la recarga con la luz del Sol, cosa
que le va a permitir funcionar durante mucho tiempo.
Además también posee una célula fotosensible a la intensidad de la luz de tal manera que se enciende solo en la oscuridad, por ejemplo cuando es de noche, y al amanecer se
apaga. Pasa algún tiempo, el lugar queda solitario. Y nuestra linterna está encendiéndose y apagándose, como testigo
luminoso de que alguien estuvo allí. Imaginemos que en un
lugar no muy lejano vive una pequeña tribu de personas
que todavía no conocen la civilización. Estos indígenas
están todavía en la edad de piedra. Van desnudos, alimentándose de frutos que recogen y animales que cazan en la
zona. Un día cualquiera, unos cazadores de la tribu se alejan en busca de alguna presa y casualmente llegan al lugar
en donde acamparon los visitantes. Lo primero que les
llama la atención son las construcciones. Ellos ya habían
estado allí otras veces y no había nada. Sorprendidos y
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desconcertados examinan todo cuanto ven. Se hacen preguntas unos a otros sobre lo que puede haber acontecido.
Lógicamente nadie tiene una respuesta, pero hay algo irrefutable: eso está ahí y antes no estaba, por lo tanto alguien
o algo estuvo allí. Dan vueltas y más vueltas por todos los
lugares, recogiendo objetos para ellos desconocidos, como
puede ser algún envase de vidrio, plástico o metal. También recogen algunos restos de tela y quizás algún trozo de
papel con algún tipo de apunte. Y por supuesto, encuentran la linterna, que por ser de día se encuentra apagada.
Estos hombres, asombrados, no se explican de dónde ha
salido todo aquello, se desesperan intentando buscar respuestas y son muchas las suposiciones a las que llegan,
pero jamás llegan a imaginar que todo aquello está hecho
por personas exactamente iguales que ellos. Jamás se les
ocurrirá pensar que unos seres humanos como ellos han
sido capaces de fabricar aquellos materiales tan extraños.
Pero las sorpresas de estas buenas gentes no terminan aquí.
Hacen un montón con todo lo hallado, dejando la linterna
encima de todo, y encienden una hoguera disponiéndose a
pasar la noche en aquel lugar. Mientras la llama de la
hoguera da suficiente resplandor, la linterna permanece
apagada. Pero a medida que transcurre el tiempo, los hombres dejan de echar leña y la hoguera se va apagando poco
a poco. Todos están medio adormecidos cuando de repente la linterna se enciende iluminando el lugar. El susto que
se llevan es tremendo, aquellos hombres saltan de miedo y
corren como locos para ponerse a salvo, dando tumbos y
profiriendo gritos, recogen sus lanzas que empuñan con
fuerza dispuestos a defenderse. Enseguida se acurrucan en
un rincón todos juntos sin perder de vista la linterna y así
permanecen toda la noche, despiertos, alerta, cualquier
ruido les hace estremecer. La noche va transcurriendo lentamente, para ellos es interminable. Cuando en el horizonte se empiezan a reflejar las primeras luces del alba, con sus
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miradas intentan adivinar si algún ser desconocido ronda
por allí, y repentinamente ven cómo la linterna se apaga.
Desconcertados y asustados, deciden irse sin llevarse nada,
pero no se alejan de la zona. Permanecen por las cercanías
en espera de posibles acontecimientos. Durante todo el día
no sucede nada. Al atardecer deciden pasar la noche en
una colina desde donde puede observarse el lugar y para su
desconcierto, cuando la oscuridad empieza a cubrirles, ven
como de nuevo la linterna brilla allá en la lejanía. Perplejos
contemplan cómo de nuevo se apaga con los primeros
claros del amanecer. Permanecen en la zona un día y una
noche más y la linterna se vuelva a encender y a apagar.
Todos están perplejos, imposible explicar lo que están
viendo. De pronto uno de ellos por pura asociación de
ideas mira al cielo contemplando las estrellas, las cuales
brillan de noche y de día desaparecen y llega a la conclusión que aquello es una estrella. Transmite la idea a sus
compañeros y estos razonan que está en lo cierto. La lógica
no deja lugar a dudas, se enciende de noche y se apaga de
día, por lo tanto es una estrella. Pero si es así, ¿quiénes
pudieron bajarla del cielo y dejarla allí? Lógicamente no
cayó, porque las construcciones que hay en el entorno demuestran que allí estuvo alguien, pero ¿quién? Una vez
más discuten sobre quién pudo haber sido, ocurriéndoseles
todo tipo de fantasías, pero una vez más no pueden sospechar que aquellos que dejaron aquella estrella eran personas de carne y hueso como ellos. Pasan algunos días más
en la zona esperando algún acontecimiento fuera de lo
corriente, pero como no pasa nada, deciden volver a visitar el campamento. Con mucho sigilo y precaución se van
acercando. Poco a poco van viendo que todo está igual,
aparentemente allí no hay nadie. Todo está como ellos lo
han dejado. Deciden acercarse al montón de objetos que
habían reunido y uno de ellos, armándose de valor, coge la
linterna examinándola cuidadosamente. La mira, luego la
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sacude y escucha que algo se mueve dentro. Entonces,
llevado por la curiosidad, empieza a manipularla. Consigue
abrirla y, ante su asombro, algo cae al suelo. A partir de ese
momento todos intentan descubrir cómo es aquello. Desmontan varias piezas, sin darse cuenta rompen las conexiones, y aunque al final consiguen volver a montarla, ya
está inutilizada y no se volverá a encender nunca más. Pero
ellos no lo saben, recogen todos los objetos extraños que
han encontrado y regresan con el resto de la tribu, deseosos de mostrarles aquellos prodigios.
Reunidos con todos los miembros de la tribu, cuentan todo lo que les ha ocurrido con todo tipo de detalles.
Muestran los objetos que han encontrado y sobretodo
explican que la linterna es una estrella, que sin duda se
encenderá cuando llegue la noche. Esto casi nadie se lo
cree, pero todos esperan con impacienta a que oscurezca.
Desgraciadamente para ellos, que ignoran que la linterna
está estropeada, llega la noche y no se enciende. Sorprendidos, no se explican el por qué. Intentan convencer a los
demás de que antes sí lo hacía. Nadie les cree, y cuanto
más insisten, lo único que consiguen es que se rían de
ellos. Cierto es que tienen pruebas de que algo les ha visitado, las construcciones están ahí, eso no lo niega ningún
miembro de la tribu, pero el misterio de la estrella solo lo
han visto ellos y aunque intentan hacer creer a los otros de
que fue real, parece ser que nadie está dispuesto a aceptar
que así haya sido. A medida que pasa el tiempo todo se va
disipando y hasta ellos mismos intentan no dar demasiada
importancia al tema. Y como aquellos objetos que han
reunido no tienen mucha utilidad práctica, se mantienen en
un lugar que poco a poco se va olvidando.
Con esta hipótesis el autor intenta explicar la condición del ser humano, dejando muy claro que lo que diferencia a unas personas de otras es única y exclusivamente
la memoria. La cantidad y calidad de información almace18
nada en la mente. Si cogemos al que fabricó la linterna y al
que la rompió e intentamos mediante análisis químicos
adivinar quién hizo lo uno y quién hizo lo otro, no obtendremos respuesta ninguna. Las dos personas son idénticas,
y cualquiera de las dos pudo haber hecho lo uno o lo otro.
Solo analizando el conocimiento podemos adivinar quién
es quién, pero el conocimiento solo se puede analizar si
ambas personas están vivas. Si ya han muerto, ni sus cadáveres ni sus huesos podrán dar tal información y solo podremos llegar a imaginar quién hizo lo uno y quién hizo lo
otro si ambos acontecimientos han quedado almacenados
en forma de información en algún lugar o han sido transmitidos oralmente generación tras generación. Si transcurre
mucho tiempo, puede ser que la información que nos llegó
mediante grabados no seamos capaces de descifrarla o sea
tan escasa que nos deje con más interrogantes que respuestas y lo que nos llega oralmente puede estar tan distorsionado y lleno de fábulas que sea casi imposible de saber lo
que hay de cierto y lo que no.
Volvamos a nuestra tribu y veamos como están las
cosas bastantes años después de lo acontecido. Los indígenas siguen más o menos en el mismo lugar y siguen sin
haber tenido contacto alguno con el mundo exterior. Todos aquellos que encontraron la linterna han muerto y del
campamento lo único que queda son los restos de las construcciones de piedra. Pero curiosamente algunos indígenas
se han asentado allí y copiando la colocación de las piedras
que han dejado los visitantes han fabricado unas construcciones semejantes pero mucho más rústicas. ¿Y qué queda
de la fantástica historia de nuestra linterna? Miremos bien y
asombrémonos, estamos viendo una imagen tosca tallada
en piedra que se le asemeja mucho y a un individuo que
predica que hace mucho tiempo unos seres de otro mundo
bajaron una estrella a ese lugar y que quizás vuelvan algún
día. Nuestra linterna se ha convertido en objeto de culto.
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Una vez más nos damos cuenta como la ignorancia y la
falta de información dispara la imaginación de las personas
llevándolas a crear mundos fantásticos allí donde no hay
nada.
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SEGUNDA HIPÓTESIS
Volvamos al principio de nuestra primera hipótesis,
pero cambiemos de escenario. Este grupo de personas que
se desplazan a visitar un lugar desconocido no se suben a
un avión, sino a una nave espacial, y ese lugar no es un
rincón de la Tierra, sino otro planeta. Nada más llegar,
hacen unas exploraciones sobre el terreno, toman contacto
con los seres que allí habitan, pero llegan a la conclusión
de que nada es de su interés. Es un planeta pequeño y con
pocos recursos, cuyos seres más evolucionados son unos
personajes con ciertas habilidades que demuestran algunas
cualidades de las cuales se deduce que poseen una cierta
inteligencia que les permite asociar ideas y sacar conclusiones. Los visitantes, a pesar de que llegan a la conclusión de
que el planeta no tiene interés para ellos a largo plazo, sí
están de acuerdo que les puede ser útil durante un tiempo
como campamento provisional. Por lo tanto deciden quedarse en él durante algún tiempo. Echando mano de los
materiales del entorno, construyen diversas edificaciones y
diferentes tipos de obras que les son necesarias en diferentes lugares del planeta. Los vehículos en los que se mueven
alcanzan grandes velocidades y desplazarse de un extremo
a otro no supone ningún inconveniente, es más, necesitan
situarse en lugares opuestos para observar el espacio desde
diferentes posiciones. Como todas las obras que hacen son
provisionales y serán abandonadas al cabo de poco tiempo,
no se molestan demasiado en decoraciones ni en tallar
inscripciones. Es una obra práctica y funcional de cara a
cumplir unas funciones básicas, por lo tanto no tiene sentido invertir tiempo en realizar trabajos que carecen de
utilidad. Durante todo el tiempo que estos visitantes permanecen en el planeta, son observados con curiosidad por
los indígenas, que sorprendidos y maravillados, no pueden
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dar crédito a lo que ven. Ellos viven en un estado primitivo, van desnudos y se alimentan sobre el terreno de lo que
van recogiendo, básicamente frutos vegetales, huevos de
aves, animales pequeños, peces y, si tienen oportunidad,
aprovechan las víctimas de los grandes carnívoros, o cazan
animales mayores con gran riesgo para sus propias vidas.
Los visitantes perciben que estos seres, a diferencia del
resto de animales que puebla el planeta, físicamente están
poco dotados para sobrevivir en aquel ambiente hostil. Sin
embargo, van saliendo adelante con bastante éxito. Como
no tienen garras ni dientes suficientemente fuertes, han
fabricado utensilios que les han reemplazado de estas carencias. Viven en grupos jerárquicamente organizados en el
que cada individuo ocupa un lugar concreto y, a diferencia
de los demás animales que se comunican con gestos y sonidos espontáneos, éstos poseen un rico vocabulario de
palabras que les permite expresar temas complejos y además tienen la capacidad mental suficiente para tomar decisiones nuevas ante nuevos problemas. Es decir, tienen la
capacidad de aprender, de retener los recuerdos de lo
aprendido y sacar nuevas conclusiones. En otras palabras,
son seres inteligentes. Los visitantes se dan cuenta que
pueden comunicarse con ellos, que son capaces de comprenderles y obedecerles, haciendo lo que se les ordene. Y
así, durante todo el tiempo que permanecen en el planeta,
conviven con ellos y les enseñan a desarrollar algunos trabajos, eligiendo para ello a aquellos que consideran más
aptos, sobretodo teniendo en cuenta su fuerza física. A
cambio de su colaboración, estos indígenas reciben algún
objeto especial con el que destacan entre los suyos, cosa
que en ocasiones produce desestabilizaciones del orden
jerárquico dentro del grupo, provocando incidentes que
siempre se saldan a favor de los más fuertes.
Pasa el tiempo y los visitantes se van, llevándose casi
todo lo que han traído, dejando atrás los restos de las cons22
trucciones. Pero dejan mucho más, dejan en la mente de
aquellos indígenas, que les ven desaparecer en el cielo, un
montón de preguntas sin contestar. Para estas comunidades de nativos que han estado en contacto con los visitantes, nada va a ser ya igual. Han aprendido cosas, y haciendo
uso de sus conocimientos, organizarán a sus grupos de
forma distinta haciéndoles alcanzar cotas de progreso nunca antes vista.
Pero el tiempo pasa, surgen comunidades nuevas
que no han tenido contacto alguno con los visitantes, comunidades evolucionadas sobre las bases de la competitividad de la fuerza, que desean y apetecen los logros de los
anteriores y no tienen ningún reparo en arrebatárselos con
el uso de la fuerza y la violencia, matando a los que se
oponen y destruyendo lo construido. Los invasores siempre acaban haciéndose dueños de los logros materiales,
pero casi nunca consiguen las claves de la información y el
saber de los vencidos. Como mucho recogen fragmentos
de conocimiento y sobre estos fragmentos crean leyendas
fantásticas con las que intentan convencer a los que les
siguen, pero las fantasías carentes de utilidad práctica solo
se pueden mantener largo tiempo a base de fuerza, represión y miedo, por lo cual no duran siempre, y los grandes
dogmas de fe y el poder de las supuestos Dioses, es arrasado por la fuerza y la ira de aquellos a los que intentaban
controlar. Nada pudieron los dioses contra la fuerza de los
hombres: los templos fueron destruidos, las imágenes rotas
y los sacerdotes muertos. Pero ¿qué fue de los conocimientos? ¿Se han perdido o todavía están aquí?
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TERCERA HIPOTÉSIS
Volvamos otra vez a nuestros visitantes y supongamos que tienen el poder de viajar por el espacio y que el
planeta visitado fue la Tierra. Pensemos que estuvieron
aquí en otro tiempo, tuvieron contacto con alguno de
nuestros antepasados y les revelaron ciertos conocimientos. No muchos, porque quizás su mente todavía no estaba
preparada para recibir cierta información, y puede que
todavía no lo esté. Quizás la humanidad se encuentra en su
infancia y que aún falte mucho para que se haga adulta.
Nadie consciente del riesgo, pone a un niño conduciendo
un Formula 1, ni le regala una ametralladora cargada con
balas para que juegue con ella. De la misma manera, no se
pueden poner ciertos conocimientos en la mente de las
personas si éstas no están capacitadas para hacer buen uso
de ellos. Pensemos por un momento que nuestros visitantes, cuyas capacidades de saber son infinitamente superiores a las nuestras, sabían que no nos podían facilitar demasiada información, porque aún no estábamos preparados
para ello. Tendrían que pasar quizás miles de años, pero
ellos no podían quedarse aquí a esperar que evolucionásemos. Conocedores de nuestra mente que, aunque mucho
menor que la suya parte del mismo principio, establecieron
un contacto de tal manera que se encuentren donde se
encuentren, pueden viajar mentalmente hasta nosotros
para saber de nuestra evolución y quizás darnos información. Pensemos por un momento que esto es así, que estos
visitantes de vez en cuando “piensan” en nosotros, y sus
“pensamientos” se nos representan como fenómenos inexplicables. Pero imaginemos también que nosotros tenemos la capacidad, aunque muy limitada, de conectar con
ellos a través de nuestra mente, que nosotros también tenemos la capacidad de llamar su atención y que en ocasio25
nes nuestras llamadas son atendidas y nuestras preguntas
obtienen respuestas. Creamos por un momento que esto es
posible y que algunas personas pueden obtener información de lo que podríamos llamar el otro lado. Por supuesto
que la persona que busca esta información lo hace para
beneficio propio con el fin de aumentar su prestigio y alcanzar notoriedad entre los suyos, algo así como lo que
haría un chiquillo si un mayor le hace un regalo que ninguno de sus amigos puede tener. Este chiquillo presumiría
ante sus colegas y éstos le tendrían en consideración. Pero
como antes he dicho, es peligroso poner en manos de un
niño algo que no pueda controlar.
Hace más o menos entre cinco y dos mil años, en
ciertos lugares de la Tierra existieron algunas comunidades
que empezaron a fabricar ciertos aparatos. Partiendo de
leyes teóricas consiguieron fórmulas magistrales capaces de
producir efectos fuera de lo corriente. Desgraciadamente
todos aquellos logros solo beneficiaron a unos pocos, a
veces perjudicando a la mayoría. Aquellos que poseían el
descubrimiento lo utilizaban siempre en beneficio propio.
Pensemos por un momento que aquellos que nos visitaron
saben cómo hacemos uso de los conocimientos que recibimos y pueden prevenir las consecuencias que pueden
tener sobre nuestra especie. Dándose cuenta de que si
aquellos logros técnicos se producen a un ritmo ininterrumpido, llegaríamos a fabricar artefactos que no seríamos capaces de controlar, porque todavía la mente humana a nivel de especie no está lo suficientemente evolucionada. Uno puede pensar que a aquellos seres les puede dar
igual lo que nos suceda, al fin y al cabo solo somos simples
habitantes de un pequeño planeta en un lugar cualquiera
del espacio y el tiempo. ¡A quién puede importarle nuestro
destino! Aquí el autor se hace una pregunta: ¿Cabe la posibilidad de que entre esos seres del otro lado exista alguien
al que sí le importamos? ¿Puede uno pensar que haya veni26
do alguien desde ese otro lado para frenar el avance de la
tecnología humana porque todavía no estábamos preparados para hacer uso de ella?
Hay una realidad que está ahí. Durante casi los dos
mil últimos años, la humanidad no solo se había estancado
en lo referente a avances tecnológicos, sino que incluso
retrocedió y hay infinidad de autores que han escrito sobre
ello y todos coinciden en que el principal fenómeno que
llevo a cabo esta paralización de la ciencia fue el cristianismo. El autor pregunta: ¿Fue Cristo el que vino a salvarnos
de nuestra propia autodestrucción? ¿Es posible que el Cristo sea un ser del otro lado al cual sí le importamos y haya
venido para reorientar nuestras ideas? Un ser del otro lado
que adoptando un aspecto humano estuvo aquí para
hacernos ver que todavía tenemos que crecer como especie, que cada individuo tiene que nacer y morir varias veces
para evolucionar espiritual y mentalmente para llegar a
obtener el conocimiento suficiente a partir del cual ya no
necesite cuerpo orgánico y se convierta en un ser etéreo
totalmente integrado en otra dimensión.
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CUARTA HIPÓTESIS
Nadie puede negar que toda la tecnología de que hoy
disponemos fue realizada en principio por la necesidad de
hacer la guerra, todos los descubrimientos se han hecho en
base a poder atacar o defendernos de nuestros enemigos.
El mayor enemigo de un ser humano es otro ser humano y
todos nuestros avances técnicos giran en torno al miedo y
la desconfianza que sentimos los unos hacia los otros. Parece imposible imaginar que si no existieran las guerras
hubiésemos desarrollado tanta tecnología. Hay quien está
convencido de que la tecnología es buena, que gracias a
ella la humanidad ha prosperado, pero ¿realmente es así?
Cierto es que algunos grupos de personas han alcanzado
cotas de bienestar y disfrute nunca antes logrado, pero a
nivel planetario ¿qué tenemos? ¿Cuáles son los logros a
nivel global? Desgraciadamente todos sabemos lo mal que
están las cosas: el planeta contaminado, los recursos en vía
de agotamiento, las grandes catástrofes y la pobreza crecen
cada día… Está claro que el ritmo de vida que llevamos no
va a durar para siempre. Queramos o no, esto se acabará
antes o después. Como niños inconscientes, estamos jugando con artefactos que nos pueden destruir, pero lo peor
de todo es que estamos olvidando cuál es nuestra auténtica
misión en la Tierra. Queremos creer que estamos aquí para
almacenar bienes materiales, porque nos dan prestigio ante
los demás, y toda la capacidad de nuestra mente la dedicamos a ver de qué manera podemos lograr más aunque ya
lo que tengamos nos sobre. Este es el mayor error que
estamos cometiendo, no es ese el motivo por el cual estamos aquí. Aquí estamos para evolucionar, no sólo como
individuos, sino como especie y no sería banal pensar que,
a lo mejor, o nos salvamos todos o no se salva nadie. Puede que podamos alcanzar un estado trascendental de forma
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individual o quizás no. Si solo tuviéramos la duda de que
nuestra salvación depende también de la salvación de
otros, veríamos las cosas de otra manera.
Tenemos que ver la realidad tal como es. No tenemos ni idea de lo que es la creación, pero, en lo poco que
sabemos, es algo tan grande que escapa a nuestras posibilidades de entendimiento. Sabemos que existen incontable
número de estrellas con infinidad de planetas y otros astros. Hay que ser muy ignorante para no darse cuenta que
por fuerza tiene que haber otras civilizaciones, más o menos adelantadas, con seres más o menos como nosotros, o
no. Pero además hay que intuir que lo que entendemos
como vida no está solo en la dimensión de lo orgánico,
también existen formas de vida en otras dimensiones, formas de vida energéticas y etéreas que no obedecen a ninguna ley física conocida y que nosotros mismos estamos
destinados a ser uno de esos seres, pero esto solo será posible cuando hayamos desterrado de nuestra mente todo
apego a lo terrenal. Nos esforzamos por construir vehículos que nos lleven más allá de nuestro sistema solar sin
darnos cuenta que podemos hacer esos viajes sin necesidad
de vehículo alguno. Toda nuestra tecnología está basada en
la industria de la guerra, el negocio y la competitividad.
Nos hemos equivocado porque tenía que estar basada en la
industria de la fraternidad, la solidaridad y el cariño. Para
convertirnos en “ángeles” hemos de alcanzar la sabiduría,
pero además hemos de ayudar a otros a conseguirla. La fe
y el cumplimiento de ciertos ritos no valen de nada si no
dejamos de tener apego a lo material y nos negamos a
aprender. Tenemos que ser como niños, curiosos y deseosos de que alguien nos explique aquello que no comprendemos. No debemos cerrar nuestros sentidos a aquello que
nos resulta difícil de comprender. Nos negaremos a que
contaminen nuestra imaginación con cosas inútiles y ridículas que nos atrapan en la red del consumismo, convir30
tiéndonos en víctimas de nuestros propios vicios, que nos
sacan los pocos recursos que tenemos mientras vamos
viendo como nuestro dinero acaba en los bolsillos de
otros, que siempre son los mismos. Neguémonos a escucharles, ignoremos a esos personajes disfrazados de postes
publicitarios, allá ellos con sus records y sus títulos. La
gran mayoría de nosotros nunca tendremos ni lo uno ni lo
otro, ni falta que nos hace, porque la única carrera que vale
la pena es aquella hacia la sabiduría y el conocimiento sobre nosotros mismos. Y si llegamos a alcanzar, aunque no
sea más que un tenue resplandor, iluminemos con él nuestro camino y el de aquellos que desinteresada y voluntariamente caminen a nuestro lado. Aunque el resplandor de
cada uno sea pequeño, si somos muchos puede que brille
como una estrella.
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Yo, Judas, el elegido
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INTRODUCCIÓN
Siempre ha habido quien ha asegurado que todo está
escrito, que cada persona nace con un destino. Esto no es
del todo así. Cierto es que todo está previsto, pero ¿qué
sentido tendría vivir una vida en la que todas nuestras acciones están programadas y nada podemos hacer para
cambiarlas? Si así fuera, no seríamos responsables de nuestros actos. El bueno sería bueno porque está programado
para serlo y el malo no podría evitar sus maldades por lo
mismo. Entendemos por tanto que a cada uno de nosotros
no se nos da un solo destino, no se nos traza una línea
recta que va de un punto a otro, sino varios, se nos dan
varios caminos para alcanzar la misma meta. Si acertamos
el camino correcto llegaremos antes, si nos equivocamos
tardaremos más. Esa es la incógnita del laberinto. Cuando
llegamos a esta vida somos dejados a la entrada de un laberinto de cual tenemos que salir. Los primeros pasos que
damos por este laberinto dependen más de nuestros mayores que de nosotros mismos, pero a medida que vamos
creciendo, la responsabilidad acaba siendo únicamente de
cada individuo. A cada uno de nosotros se nos da diferentes opciones de cómo vivir esta vida. Y cuando ese camino
que recorremos llega a un punto en el que se cruza con
otro, tenemos la libertad de escoger el que queramos. Escojamos el que escojamos, hemos de ser consecuentes con
ello, ya que no hay marcha atrás. Y si se nos termina la vida
y no hemos hallado la salida del laberinto probablemente
nos vuelvan a colocar otra vez en el punto de partida.
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¡Aquella mirada! ¡Aquella mirada todavía está clavada
en el interior de mi ser! ¡No podré olvidar jamás aquellos
ojos! ¡Grandes, oscuros! Sentí que atravesaban los míos y
se metían dentro de mi cabeza. Me pareció que revolvían
mis sesos en busca de los más ocultos pensamientos. Me
asusté. Sentí un miedo extraño y una gran sensación de
vacío. Por un momento me pareció como si el suelo desapareciera bajo mis pies. Y caía, caía por un vacío inmenso
que no tenía fin.
Eso ocurrió hace mucho tiempo. Tenía yo apenas 14
años. Era yo un muchacho alto, moreno, esbelto e inteligente. Mi padre era un hombre rico y quiso darme una
buena educación. Tenía puestas todas sus esperanzas en mí
y su mayor deseo es que llegase a ser un hombre importante. Por eso me encomendó a los mejores maestros, en la
mejor escuela de todo el reino. Mis maestros fueron los
sumos sacerdotes y mi escuela el sagrado templo. Pasaba
más tiempo en el templo que en mi casa y a los maestros y
sacerdotes les consideraba tan íntimos como a mi propia
familia. Yo tenía grandes dotes para estudiar, nunca me
costó asimilar las lecciones fueran del tipo que fueran. Mis
maestros estaban contentos conmigo, tanto que en ocasiones me contaban cosas consideradas secretas, que se supone que solo unos cuantos privilegiados deberían saber. A
mis escasos 14 años tenía grandes conocimientos. Conocía
las sagradas escrituras, conocía las leyes y sobretodo conocía la historia de nuestro pueblo. Era nuestro pueblo uno
de los más antiguas del planeta. Partiendo de un origen
muy humilde, llegamos a ser una gran nación. Conquistamos tierras y sometimos a nuestros enemigos. Hubo un
tiempo en que éramos libres y poderosos. Desgraciadamente no era así cuando yo era un muchacho. Por aquel
tiempo estábamos invadidos por una potencia extranjera,
un reino poderoso que surgió al otro lado del mar, que nos
conquisto, nos sometió y nos obligaba a pagar tributos. Yo
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les odiaba, en mi corazón de muchacho ardía la llama de la
ira en contra de aquellos extranjeros. Les odiaba porque
nos despreciaban. Despreciaban nuestras leyes, nuestras
costumbres y nuestra religión, nos despreciaban tanto que
ni siquiera les importaba que las practicásemos. Nos tenían tanto desprecio que ni siquiera se molestaban en obligarnos a renunciar a ellas y aceptar sus cultos. Para ellos lo
nuestro era tan insignificante que ni siquiera se molestaban
en destruirlo. Lo más terrible de todo era que muchos de
los nuestros pensaban que este desprecio e indiferencia no
era tal, sino que creían que era respeto, que respetaban
nuestra cultura y nuestras creencias y que por ello nos
permitían continuar practicando nuestros cultos y oraciones. Esto había provocado una gran división entre nosotros, estábamos más divididos y separados que nunca. Teníamos un rey cómplice de los extranjeros que solo se preocupaba de enriquecerse personalmente. De hecho su
propia guardia estaba formada por mercenarios. Ya no se
fiaba de los nuestros, de hecho nadie se fiaba de nadie.
Entre nosotros, la desconfianza era tremenda, hasta tal
punto que nos habíamos organizado en grupos. Cada grupo defendía sus propios intereses y discutía continuamente
con los demás, en como se deberían hacer las cosas. Todo
se ponía en tela de juicio, absolutamente todo, desde lo
más elemental y cotidiano, hasta las sagradas escrituras. Yo
estaba al corriente de todo y me entristecía mucho viendo
a mi pueblo sometido, humillado y derrotado. Tan derrotado que ante la imposibilidad de enfrentarse al enemigo
utilizaba las pocas energías que le quedaban para hacerse
daño a sí mismo. En más de una ocasión, cuando nadie
podía verme, apoyaba mi cabeza en las sagradas piedras del
tiempo y lloraba. Lloraba y rogaba a nuestro Dios que nos
ayudase a salir de esa situación. Con toda la fuerza de mi
corazón le pedía que nos iluminara, que aclarara nuestras
ideas y que nos uniese y nos diera fuerzas para expulsar de
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nuestra sagrada tierra al hereje enemigo que nos dominaba.
Según las sagradas escrituras, existía una antigua profecía
que decía que nuestro Dios enviaría a alguien para liberarnos. No sería la primera vez que lo hiciera. A lo largo de
nuestra historia, en momentos muy difíciles, siempre estuvo a nuestro lado y dio muestras del gran amor que siente
por nosotros. En mis oraciones le rogaba que lo hiciera, lo
necesitábamos. Estábamos viviendo uno de los peores
momentos de nuestra historia. Era tanta mi obsesión y
convencimiento que en ocasiones, más que rogarle, se lo
exigía. En mi mente de muchacho las ideas estaban muy
claras. Teníamos que salir de aquella situación como fuera.
Estaba tan convencido de ello que un día me atreví a decírselo a uno de mis maestros. Era este un hombre muy
mayor, casi ciego y algo tullido. Le tenía gran confianza y
cariño y el a mí también. Recuerdo que se me quedó mirando sorprendido durante un buen rato al escuchar mi
pregunta:
-¿Cuándo vendrá el enviado, el elegido por Dios a
liberarnos?
Luego murmuró en voz baja.
-Muchacho, muchacho, muchacho… ¿qué pregunta
me haces? Nadie conoce la voluntad del Señor, solo él sabe
lo que hará y cuando lo hará. A nosotros solo nos queda
esperar.
-Pero maestro, - insistí- cuanto más tiempo pasa,
peor nos va. Los extranjeros nos están robando impunemente. Si alguien protesta lo matan. La gente está perdiendo la fe. Muchos ya no vienen al templo ni cumplen con
los sagrados deberes, es más, algunos renuncian a nuestra
fe y adoptan la del invasor. Si nuestro Dios nos prometió
ayuda, ha de ser ahora. Cuanto más tiempo pase peor será.
Guardo un largo silencio, ambos estábamos sentados
en un banco de madera uno al lado del otro. Él tenía las
manos con los dedos cruzados sobre las rodillas, y hacía
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girar los pulgares uno alrededor del otro. Yo le miraba
esperando una respuesta. Suspiró con fuerza, me miró,
puso su mano derecha sobre mi hombro izquierdo y me
dijo:
-Te voy a contar algo, algo que ocurrió hace tiempo.
Dicen las sagradas escrituras que el que ha de venir será un
príncipe entre los príncipes, por lo tanto ha de nacer en
cuna noble, aunque puede que no suceda así. Hace diez o
doce años, en una pequeña aldea, ocurrió un hecho extraño. El nacimiento de un niño pobre, muy pobre. Tan pobre que nació en una cuadra de ganado. El acontecimiento
no tenía por qué ser importante. A menudo entre los más
humildes nacen niños muy desamparados. No son raros
los partos de las mujeres allí donde se encuentran casualmente, ya sean chozas, establos o en pleno campo, bajo un
olivo o a la sombra de una roca. El nacimiento de esa criatura tenía que haber pasado totalmente desapercibido, pero
no fue así. Enseguida comenzaron a circular rumores que
decían que había nacido un Mesías. Al principio, nosotros,
los que conocemos las sagradas escrituras y los sabios, no
le dimos importancia, pero el rumor fue creciendo cada
vez más, tanto que llegamos a reunirnos y discutir si podía
ser cierto. Después de largas charlas y debates, llegamos a
la conclusión de que era falso y surgió una pregunta: Si era
falso, ¿por qué y para qué, y a quién le podía interesar la
llegada de un Mesías pobre y mísero?
Respiró profundamente, me miró y continuó diciendo:
-Solo eres un muchacho, pero llegarás a ser un hombre importante. Llegarás a ser uno de los guardianes de
nuestras fe y nuestra cultura, y la defenderás sobretodo.
Somos un pueblo antiguo y sabio y seguiremos siéndolo
hasta el fin de los tiempos. Pero hemos de estar atentos,
hemos de vigilar a nuestros enemigos. Pero también a los
nuestros. Entre nosotros hay diferencias de criterios y ma40
neras distintas de interpretar las sagradas escrituras y desgraciadamente entre los más desafortunados e ignorantes,
aparecen con frecuencia cultos sacrílegos contra los que
hemos de luchar y erradicar.
Hizo una corta pausa, acarició su larga y blanca barba, y prosiguió.
-Yo fui a ver a ese niño, necesitaba saber quién era e
informarme de lo que sucedía en esa pequeña aldea. Aparecí allí disfrazado de un pobre pastor de ovejas. Por el
camino compré un cordero que lo llevé como ofrenda. Y
tengo que decir que me sorprendió la gran cantidad de
gente que me encontré rodeando el mísero establo. Realmente era multitud, había que hacer una larga cola para
poder acercarse. Recuerdo que casi anochecía cuando por
fin pude entrar, y me llevé una sorpresa enorme. Lo primero que vi fue a tres personajes que me llamaron tremendamente la atención. Entre toda la multitud solo vi gente
pobre, sencilla y harapienta, pero aquellos tres individuos
parecían reyes, vestían ropas de telas finas y caras, propia
de personas nobles y ricas. Me invadió la curiosidad por
saber quienes eran. Les observé durante largo rato, extrañamente uno de aquellos rostros me resultaba conocido.
Intenté recordar donde le había visto antes pero me fue
imposible. Alguien me dio un ligero empujón y fue entonces cuando reparé en la criatura que yacía sobre la paja
dentro de un rústico pesebre. No sé si lo sabes, pero un
pesebre es un cajón de madera en el que se pone la comida
a los animales. Y allí estaba, me pareció un niño como otro
cualquiera. Se le veía hermoso y saludable. Recuerdo que
me miró e hizo un gesto como si se asustara de mí. Como
todo el mundo doblaba la rodilla delante de él, yo también
lo hice para no levantar sospechas. Entregué mi cordero a
una persona mayor que se encargaba de recoger los regalos
y después de echar una ojeada a quienes decían ser los padres, salí. Sentía una sensación extraña, como si aquello no
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fuera real. Me alejé un poco del lugar, era de noche. Había
encendidas muchas hogueras por los alrededores y grupos
de personas que se apretaban en torno a ellas. Me acerqué
a una, saludé a los que allí se encontraban. Solo unos pocos me contestaron. Mientras me acercaba les había oído
murmurar en voz baja, pero todos callaron cuando llegué.
Les miré, y pude notar la desconfianza que sentían por mí.
Extendí mis manos para calentarlas sobre las llamas y dije:
“El Señor nos ha bendecido”. Por un momento se hizo el
silencio hasta que alguien dijo: ¡Bendito sea el Señor!”
Luego aquellas personas se apartaron de la hoguera dejándome solo. Enseguida me di cuenta de que había una gran
desconfianza y que nadie se fiaba de nadie. Entonces me
aparté de la hoguera y caminé hasta unas rocas, y allí me
acomodé dispuesto a pasar la noche. Me recosté en la roca
y mis ojos se perdieron en la inmensidad del cielo. Estaba
limpio y despejado. Las estrellas brillaban con fuerza. Sobretodo había una, que no sé por qué, pero me pareció que
nunca la había visto. Era más grande que las demás y me
dio la sensación de que se expandía y contraía como una
medusa. Luego vino a mi mente el rostro de aquel personaje con aspecto de rey y que creía haber visto antes. Me
costó, pero al fin me acordé. Sabía quien era, le conocía.
Habían pasado muchos años pero sin duda era él. Aquel
hombre y yo estuvimos juntos luchando contra los invasores. Fue en las montañas. Los soldados enemigos saqueaban y se llevaban los ganados, se los quitaban a sus legítimos dueños y si estos oponían resistencia les mataban. La
situación se hizo insostenible, los pastores de la zona organizaron grupos de lucha, atacaban a los soldados por sorpresa y les tendían emboscada. Hubo una escalada de violencia tremenda, muchos enemigos fueron muertos, pero
después los demás tomaban represalias, entraban en las
aldeas, saqueaban y mataban a mujeres, niños y ancianos,
sin contemplaciones. Yo acudí allí para defender a los
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nuestros. Llegué a un campamento y pregunté por el jefe
local. Quería ponerme a sus órdenes. Más tarde me presentaron a él. Le recuerdo, era un hombre alto, moreno, de
ojos pequeños y rasgados, casi orientales. Habían pasado
muchos años pero sin duda era el mismo. No estuvimos
mucho tiempo luchando juntos porque nuestros jefes negociaron con las autoridades enemigas y establecieron un
pacto. Los propietarios de los animales entregarían cierta
cantidad de éstos a los soldados y los soldados respetarían
a todas las gentes de la zona. Terminado el conflicto yo
volví a mis obligaciones y casi había olvidado aquella etapa
de mi vida, pero allí, recostado sobre la piedra volví a recordar y me pregunte qué hacía aquel hombre allí. Recordé
que aquella gente de las montañas a pesar de creer las
mismas creencias que yo, practicaban unos ritos diferentes,
unos ritos que incluso me parecieron contrarios a nuestra
religión oficial y nuestras leyes. La mayoría de ellos vivían
en campamentos y se desplazaban continuamente allí donde iban sus rebaños. Estos rebaños solían tener un dueño
que casi siempre era el jefe de la comunidad. Sin embargo
todos eran también dueños. Cualquier persona perteneciente a la comunidad tenía los mismos derechos y podía
disponer de aquello que le fuera necesario con permiso de
los demás. Todo era de todos, todos lo compartían todo.
Cuando alguien se moría, sus bienes no pasaban a sus descendientes, con frecuencia eran dados a quien más lo necesitaba. Tanto era así que ni siquiera las propiedades del jefe
eran heredadas por los suyos. De hecho el jefe era el que
menos bienes tenía a pesar de mandar en todo no disponía
de nada, cosa extraña y totalmente contraria a nuestra tradición que dice que aquello que posees a de ser para los
tuyos y estos han de procurar que crezca y se multiplique
para que a medida que pasa el tiempo la familia sea más
importante y noble. La pregunta daba vueltas en mi cabeza: ¿Por qué está ese hombre aquí, lejos de su tierra? ¿Qué
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tiene que ver con esa criatura? ¿Por qué va tan lujosamente
vestido? Aquellas ropas que llevaba estaban totalmente
fuera de lugar, no eran las ropas que correspondía al jefe
de una mísera tribu de nómadas. Y aquellos otros dos que
estaban con él igualmente vestidos, ¿quiénes eran y por
qué estaban allí? De pronto una idea vino a mi mente. Medité sobre ella largo rato y enseguida lo vi claro. Aquello
era un montaje, algo premeditado. Tenía que ser así, no
había otra explicación. Recordé que mientras luchábamos
en las montañas aquellas gentes insistían en que necesitan
un líder, alguien que fuera capaz de unir la voluntad de
todas las tribus, alguien con la fuerza y el carisma suficiente. Recordé que incluso cierto personaje iba diciendo que
ese líder estaba a punto de llegar. Aquel personaje hablaba
a la gente en los campamentos e insistía que su llegada era
inminente. Yo escuché algunas de sus charlas y sinceramente me pareció un pobre hombre que no sabía lo que
estaba diciendo. Pensé que no se le podía tomar en serio,
ya que de hacerlo sus palabras podrían ser contrarias a
nuestra fe, y si así fuera estaría cometiendo delito de blasfemia y herejía.
Hizo otra pausa, me miró y continuó diciendo:
-Sí, muchacho, sí, lo tenía muy claro. Aquellas gentes
necesitaban un líder, alguien muy especial y ese alguien
tenía que nacer y era necesario que las gentes lo supieran.
El nacimiento había de ser proclamado a los cuatro vientos, que la noticia llegara lejos, lo más lejos posible. Me
aterrorizó la idea de que se salieran con la suya. Enseguida
me di cuenta de que yo no podía permitir que aquella mentira siguiera adelante. No podía permitir tal blasfemia, tal
sacrilegio contra las sagradas escrituras. Había que acabar
aquella farsa inmediatamente. Fui a hablar con mis superiores, no me costó mucho convencerles. Cuando les dije
que aquellas gentes estaban creando un falso líder al que
anunciaban ya como un Mesías todos se escandalizaron.
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“¡No podemos permitirlo!”, dijeron los sacerdotes. “¡No
podemos permitir que esa chusma de ignorantes y blasfemos creen un ídolo y lo adoren!” “¡Esos que dicen ser
como nosotros y practican nuestra misma religión, en realidad la quieren destruir!” “¡Eso es herejía y blasfemia, hay
que acabar con esa farsa!” La noticia fue llevada hasta
nuestro rey, que se quedo profundamente sorprendido y
temeroso de que su estatus personal pudiera sufrir algún
daño, enseguida mandó buscar esa criatura para hacerla
desaparecer. Se buscó a ese niño intensamente, pero no se
le pudo localizar. Aquellas personas habían sido advertidas
a tiempo y lo habían ocultado. Lleno de ira y cólera, a
nuestro rey se le ocurrió una idea tremenda: matar a todos
los niños que tuviesen más o menos la misma edad que el
que buscábamos y que pertenecieran a las tribus sospechosas. La matanza fue tremenda pero necesaria, era preciso
eliminar aquel falso mito…
Recuerdo que el largo relato de mi maestro me dejó
consternado y lleno de miedo. Con voz temblorosa le dije:
-Pero… muchos niños eran inocentes…
El maestro guardó silencio mientras afirmaba con la
cabeza. Yo esperé un momento y le pregunté:
-¿Entre todos los que mataron estaba el que buscaban?
Pesadamente se puso en pie, se volvió hacia mí y me
dijo:
-Espero y deseo que así haya sido. No obstante te
diré que de vez en cuando corren rumores de que por ahí
anda un muchacho un tanto especial que hace cosas extrañas… ¡muy extrañas!
-¿Qué clase de cosas?
El maestro echó a andar lento y renqueante. Yo me
quedé en pie esperando una respuesta y mientras se alejaba, sin volverse, dijo:
-Milagros, muchacho, milagros.
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Aquella noche no pude dormir. Mi cabeza parecía
estar llena de hormigas que corrían de un lado a otro. La
historia que el maestro me contara retumbaba dentro de
mi cráneo llenándome de confusión. En cierta manera yo
deseaba lo mismo que aquellas gentes, yo oraba para que el
Señor nuestro Dios nos enviase a alguien con poder y carisma que nos sacara de aquella terrible situación, pero no
podía admitir que se le burlara de aquella manera. Crear un
falso ídolo, coger un niño cualquiera y decir que era el Mesías no se podía tolerar. Aquellas gentes eran impías y blasfemas, y dignas de recibir plagas y castigos.
Fue en la época en que celebrábamos nuestras más
importantes tradiciones. En ese tiempo la ciudad se llenaba
de gentes venidas de fuera. Venían peregrinos de todos los
rincones del reino, a visitar el sagrado templo. Yo me ocupaba de obligaciones menores y solía ir de un lugar a otro.
Esto me daba la oportunidad de observar y conocer las
diferencias que había entre los distintos pueblos que componían nuestro reino. Como yo convivía con los de la clase
más alta, me sentía bastante superior a aquellas gentes
anónimas que deambulaban por las calles y eso hacía que
las viera como seres inferiores. Incluso me molestaban
algunas de sus maneras de comportarse. Les veía como
ignorantes y pobres de espíritu. Sabía que la mayoría era
gente muy pobre, con muy pocos recursos económicos,
que venían desde muy lejos a costa de un gran sacrificio.
Para muchas de aquellas personas desplazarse hasta la ciudad para visitar el sagrado templo significaba un largo
tiempo de privaciones. Había quienes se endeudaban,
otros vendían propiedades y los que no tenían nada venían
mendigando. En mis recorridos constantes por las calles
veía escenas terribles. Personas agotadas y exhaustas tiradas por los suelos. Algunas por el cansancio y el hambre,
otras estaban enfermas. Incluso morían sin que nadie les
prestara atención. También contemplaba la brutalidad de
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los mercenarios extranjeros, imponiendo su ley y su orden.
Embestían a caballo contra la multitud blandiendo látigos
como si se tratara de dispersar animales. En esos momentos la ira se apoderaba de mí y me preguntaba por qué mi
pueblo permitía esos abusos. En realidad me parecía increíble, ellos eran muy pocos en número comparados con
nosotros. ¿Cómo es que nos dejábamos dominar por tan
pocas personas? Si toda aquella multitud se uniera en una
sola voz y les atacasen, nada podrían hacer para defenderse. Pero había miedo, había mucho miedo. Cada cual corría
a ponerse a salvo de los latigazos y casi nadie se atrevía a
protestar. Si alguien lo hacía, allí mismo era cruelmente
apaleado delante de todos para que cada cual tomase nota.
No eran raros los casos en que excusándose en pequeños
alborotos hacían prisioneros que luego eran clavados en
cruces hasta la muerte, acusados de grandísimos crímenes.
Para nuestros enemigos, nuestras vidas no tenían ningún
valor. Matarnos a nosotros era para ellos como matar perros. Cualquier excusa era suficiente, nos clavaban vivos en
viles cruces de madera que luego plantaban en el suelo,
dejándolas en pie, en lugares que todo el mundo pudiera
ver bien, sitios elevados, cerca de los caminos más transitados o en las mismas orillas de estos. Casi a diario había
ajusticiados a las afueras de la ciudad. A menudo les dejaban durante días sin causarles grandes heridas, con lo que
la muerte era una terrible y larga agonía. Con frecuencia,
las aves carroñeras acudían a picotear la cabeza y los hombros de los condenados, arrancándoles trozos de carne
todavía en vida. Fue en esa época, apenas tenía yo catorce
años, regresaba al sagrado templo después de cumplir unas
pequeñas obligaciones. Caminaba por un ancho pasillo que
me llevaba directo a un pequeño salón en el que nos reuníamos maestros y alumnos para hablar de los asuntos de
interés cotidiano. El pasillo estaba vacío, el eco de mis
pasos retumbaba con estrépito contra las paredes una y
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otra vez. Estaba tan acostumbrado que no le daba importancia y ni siquiera me preocupaba de no golpear con demasiada fuerza el suelo. La verdad es que me gustaba aquel
retumbar. A veces pisaba con fuerza adrede y escuchaba,
era como si los muros tuvieran voz, era como si las piedras
se pasaran la palabra unas a otras y las repitieran constantemente cada vez en voz más baja. De repente le vi allí, al
fondo del solitario pasillo. Acababa de salir del pequeño
salón de reuniones y caminaba hacia mí en dirección a la
salida. Me quedé parado viéndole venir, me pareció un
muchacho de no más de doce años, vestía un larga túnica
blanca hecha de algodón sin teñir, igual a la que usaban los
pastores, una prenda que por sus características suele dar
un aire de sencillez y pobreza. Pero en él no era así. Aquella túnica sobre sus hombros parecía el manto de un príncipe. Llego hasta donde yo estaba y me miró. Sus ojos oscuros se clavaron en los míos, sentí un escalofrío. Tuve la
sensación de que aquellos ojos no pertenecían al chico que
me miraba, sino a un ser extraño que se escondía en su
interior. Casi sentí miedo, noté vértigo y tuve la sensación
de que caía por un precipicio sin fondo. Durante unos
segundos perdí la conciencia de la realidad. Cuando la recuperé vi como se alejaba y me di cuenta de que sus pasos
no hacían ruido sobre las losas, era como si caminase sin
tocar el suelo. Respiré con fuerza y observe mis manos que
temblaban ligeramente. Volví la vista al pasillo, ya no estaba. Mi confusión era tanta que no sabía que dirección tomar, en ese momento no sabía si iba o venía. Me quedé
pensando sin saber qué hacer. De repente la puerta del
salón se abrió y oí una voz que gritaba:
-¡Hay que acabar con él!
Era la voz de mi maestro, aquel hombre casi ciego y
tullido. Me sorprendió, porque nunca le había oído gritar
así, siempre hablaba en voz baja y pausadamente. Entré en
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la sala. Allí estaba, de pie, colérico y crispado, con los puños apretados hacía gestos mientras decía:
-¡Es él! ¡Ese es el niño que yo vi en aquel establo!
¡Estoy seguro! ¡Ha venido para destruirnos! ¡En las sagradas escrituras hay muchas profecías, entre ellas una dice
que nuestro peor enemigo nacerá entre nosotros, que será
uno de nosotros! ¡Y estoy seguro de ello! ¡O acabamos con
él o causará males terribles en nosotros y en las generaciones que están por venir!
Durante un buen rato escuche las diferentes opiniones de los allí reunidos. Al parecer aquel muchacho había
estado discutiendo con los maestros y sacerdotes sobre las
leyes, la tradición y la religión. Lo había hecho hasta tal
punto que todos se quedaron sorprendidos y maravillados
de su sabiduría. Al parecer nada le era desconocido, lo
sabía todo y sus respuestas eran sorprendentes. Se preguntaban unos a otros quién era en realidad. Todos tenían sus
dudas, todos menos el viejo maestro que, de pie, enojado,
repetía:
-¡Hay que acabar con él!
Un joven sacerdote se le acercó, le puso una mano
sobre el hombro e intentó tranquilizarlo diciéndole:
-¡Cálmese maestro! Se hará lo que se tenga que
hacer. Debería retirarse a descansar, permítame que le
acompañe a su dormitorio.
Me quedé mirando como el viejo maestro salía de la
sala en compañía del joven sacerdote. Me dió mucha lástima, se le veía muy afectado por lo acontecido. Todavía hoy
acuden las lágrimas a mis ojos al recordar cómo le encontramos a la mañana siguiente: tendido bocabajo en el suelo
de su dormitorio. Estaba muerto. Yo le quería mucho y
aquello me afectó enormemente. Enseguida relacioné la
muerte de mi maestro con la presencia en el templo de
aquel muchacho y ambos acontecimientos han estado y
estarán siempre unidos en mis recuerdos. Creo recordar
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que después de estos sucesos se busco al chico entre los
peregrinos y gente de fuera llegada a la ciudad, pero no se
le encontró. Las personas interrogadas daban diferentes
testimonios, unos contradecían a otros, con lo cual, al cabo
de unos días, ya finalizadas las celebraciones, el tema se fue
olvidando. Parecía que ya a nadie le importaba el misterioso muchacho y fue pasando el tiempo.
Yo me fui haciendo mayor y mis aspiraciones también. Mi carrera era brillante, me esperaba un gran futuro y
un gran porvenir. Tengo que reconocer que era ambicioso,
que aspiraba a ocupar un gran cargo entre los poderosos
para poder enfrentarme a nuestros enemigos y expulsarlos
de nuestro sagrado reino. Mi odio hacia ellos era inmenso
y deseaba tener el poder para derrotarles. Sabía mucho
acerca de ellos, conocía sus flaquezas y debilidades, les
gustaba la comodidad y la vida fácil. Yo estaba convencido
de que si el pueblo se uniese en su contra y les pusiéramos
las cosas difíciles tendríamos muchas posibilidades de
triunfar. Quizás nos causasen algunos muertos y algunas
destrucciones, pero el futuro era nuestro… ¡yo quería creer
que el futuro era nuestro! ¡Tenía que serlo! Cada día de mi
vida buscaba una idea que me ayudara a liberar a los nuestros, me sentía responsable del destino de los míos y mantenía la fe en que no estaba lejos el día del triunfo.
Por mis múltiples obligaciones viajaba por todo el
reino, acudía a los acontecimientos importantes y tenía
estrechos contactos con las autoridades extranjeras que
dominaban mi país. Aquí tengo que reconocer que no todos los gobernantes extranjeros a los que yo consideraba
enemigos se mostraban como tales más bien lo contrario.
Algunos jefes invasores parecían ser nuestros mejores amigos. Me recibían en sus casas con todo lujo de atenciones y
detalles, ponían a sus criados a mi disposición haciéndome
sentir un hombre importante. También he de reconocer
que yo agradecía estos honores y que con algunos mante50
nía cierta confianza, confianza que siempre aprovechaba a
favor de los míos. Mi mayor deseo era aniquilarlos, pero
había aprendido a contener mi odio y a ser prudente. Sabía
que podía sacar mucho más con adulaciones y perspicacia
que con reproches y exigencias.
En cierta ocasión se me ordeno acudir a un lugar en
el cual un individuo predicaba, teorizaba y profetizaba sobre lo que había que acontecer. Yo conocía a este individuo de haberle visto con anterioridad y tenía cierto conocimiento sobre lo que solía predicar. Hablaba de que alguien importante iba a venir, algo así como un rey, un rey
extraño y poderoso capaz de acabar con todos los males de
aquellos que le reconocieran y siguieran. Hablaba de un
culto nuevo y de nuevos ritos. Por supuesto yo no solo no
estaba de acuerdo con sus teorías, sino que en muchos
aspectos los consideraba contrarios a la tradición, incluso
heréticos. También pensaban así las autoridades locales,
por eso se le hizo comparecer para que diera explicaciones
acerca de quien pretendía ser. Se le hicieron varias preguntas a las que respondió de forma inconcreta. Alguien le
preguntó si pretendía ser él ese rey, a lo que contestó que
no, que él solo era la voz que lo anunciaba. Había suficientes pruebas para encarcelarle, pero decidieron que era mejor dejarle ir, porque sus seguidores eran muchos y había
riesgo de que se produjeran incidentes graves. No obstante
yo me quedé en la zona con la intención de seguirle y ver
hasta donde se le podía permitir que continuase con su
doctrina. Un día este personaje concentró a una gran muchedumbre en la orilla de un río y allí, metido en el agua
hasta las rodillas practicaba un rito nuevo: sus seguidores
se dejaban derramar agua sobre la cabeza y conjuraban a
un Dios, para mí, desconocido y pagano. Todo transcurría
con bastante orden y sosiego cuando de pronto apareció
un personaje que llamó mucho mi atención. Venía en
compañía de un pequeño grupo de personas. Se detuvie51
ron en la orilla del río. El personaje se adentro en el agua,
acercándose al que practicaba el rito, le dijo algo que yo no
pude oír, pero vi como el otro parecía rendirle culto y le
hablaba como si le conociera bien. Luego tomó agua del
río y se la dejó caer sobre la cabeza. En ese momento pasó
algo extraño. Quizás deslumbrado por el Sol, me pareció
ver que aquel individuo resplandecía de manera misteriosa,
pero lo que más me sorprendió fue ver que toda la gente
que allí se encontraba y que era mucha bajaba la cabeza en
señal de obediencia y oración. En ese momento yo note
algo extraño en mi interior y me pareció oír una voz que
decía que ese era el que estábamos esperando, que ese era
el salvador, el que nos libraría de nuestros opresores. Me
aparté un poco de la multitud para poner orden a mis
ideas. Había rogado siempre al Todopoderoso para que
nos ayudara, mandando a alguien capaz de unirnos a todos
contra nuestros enemigos y quizás el Todopoderoso me
había escuchado. Quizás ese era el hombre. Tenía que ponerme en contacto con él, por eso no le perdí de vista durante todo el tiempo. Cuando vi que se alejaba, le fui siguiendo a cierta distancia, esperando la oportunidad de
poder hablarle de mis planes en privado.
Allí le encontré al amanecer, en el momento justo en
que el Sol se dejaba ver por completo en la línea del horizonte. Tuve la sensación de que era un Sol enorme, mucho
más grande de lo normal, que radiaba una profunda y cegadora luz. Él estaba allí, de pie, con los brazos caídos,
mirando al Sol de frente, como desafiando su resplandor.
Yo me detuve tras él a cierta distancia para contemplarle.
Su sombra se alargaba por el suelo hacia mí hasta tocarme
los pies y su silueta se dibujaba sobre la radiante esfera
produciendo sobre mí los efectos de un eclipse. No sé
cuanto tiempo permanecí allí de pie, mirándole, quizás
demasiado, porque cuando me di cuenta, mis ojos cegados
por los rayos del Sol, me hicieron ver una extraña imagen
52
que parecía fundirse con el mismísimo astro. Casi de forma
inconsciente apoye una de mis rodillas en tierra, baje la
cabeza y escuché una voz que decía:
-Sé quién eres y a qué has venido.
Transcurrido un momento antes de que pudiera alzar los ojos y mirarle, el Sol se había levantado bastante y
ya no me cegaba. Ahora le veía de forma clara y nítida.
Seguía en el mismo sitio y en la misma posición, totalmente inmóvil. Sentí la necesidad de decir algo, pero una tremenda confusión se apoderó de mi mente, descomponiendo todos mis pensamientos de tal manera que durante un
tiempo no pude articular palabra. Hice un gran esfuerzo
para recuperar el control de mi mente y al cabo de un rato
pude decir algo que no recuerdo muy bien, pero creo que
fue algo así como:
-Señor, tengo que decirte algo.
Su respuesta fue tajante:
-Sé lo que tienes que decirme, pero ya que has venido, habla.
Sin moverme de donde estaba empecé a contarle
todo cuanto había en mi corazón. La tristeza que sentía de
ver a nuestro pueblo humillado por los extranjeros. El
odio que sentía hacia ellos y el deseo de alejarle de nuestra
sagrada tierra. También le hice conocedor de mis plegarias,
oraciones y ruegos al Todopoderoso, para que nos ayudara
mandando a alguien que iluminara nuestro camino. Cuando terminé me quedé inmóvil, con la cabeza agachada mirando el suelo, esperando una contestación. Hubo un
momento de silencio y de pronto vi sus pies que se acercaban hacia mí. Intenté levantar la mirada pero no pude.
Entonces oí su voz que me preguntaba:
-¿Por qué crees tú que soy yo el que ha de venir?
-Señor, –contesté– no importa lo que yo crea, sino
lo que vos podáis hacer. Si vos tenéis el poder de unir y dar
al pueblo la fuerza y el coraje suficiente para enfrentarse a
53
sus enemigos y destruirlos, será para mayor gloria vuestra y
de vuestro pueblo.
-¿Qué te hace creer que así será?
-He oído decir que vuestro poder es mayor que el de
un rey y así sería si expulsamos a los extranjeros. Las ciudades os aclamarían y seríais poderoso.
Se hizo un largo silencio, yo seguía contemplando
sus pies, pero poco a poco fui levantando los ojos hasta
poder verle el rostro. Me sonreía. Luego, por un instante,
sus ojos se clavaron en los míos. Aquella mirada me hizo
retroceder en el tiempo, me llevó a mi adolescencia, me
llevó a aquel momento en que le vi por primera vez, allá en
el templo. Aquellos ojos eran los mismos que vi en aquel
muchacho, cuando yo también lo era, y ahora, como entonces, me produjo vértigo y la sensación de caer por un
abismo sin final. Casi de forma inconsciente murmuré:
-Yo te conozco.
Sin dejar de sonreír me contestó:
-Lo sé. Y has venido a mí porque eres tú el elegido
para que se cumpla lo que está escrito.
No comprendí muy bien a qué se refería, pero quise
pensar que habiendo tenido en cuneta todo lo que yo le
dije quizás era yo la persona escogida por él para llevar a
cabo sus mandatos. Esto me dio fuerzas para ponerme en
pie, y tras hacer un gesto bajando mi cabeza para despedirme, me alejé sin volver la vista atrás.
Una de mis obligaciones era dar cuenta de mis actos
a mis superiores, y eso me apresuré a hacer. Con gran ilusión expuse todo lo acontecido, esperando una aprobación. No obstante para mi decepción, no todos acabaron
de ver las cosas claras. Enseguida se levantaron grandes
discusiones, algunos a favor, otros en contra. Las disputas
fueron tales que hubo quien echó mano de las sagradas
escrituras para justificar su punto de vista. Se echó mano
de los hechos y dichos antiguos y de las profecías. Las in54
terpretaciones fueron lo mismo a unos y a otros, con lo
cual las discusiones se eternizaban sin llegar a ninguna
conclusión. Yo, apoyado por otros que pensaban lo mismo, logramos una tregua. Era demasiado pronto para estar
seguros de que aquel hombre podía hacer mucho por todos nosotros. De hecho hacía poco tiempo que sabíamos
de él y todo su pasado tan solo nos llevaba a un humilde
carpintero. Como a mí me había dicho que había sido el
elegido para que se cumpliera lo que estaba escrito, tomé la
iniciativa. Con permiso de mis superiores me hice con algún dinero del que estaba destinado a los gastos del templo
y salí otra vez en su búsqueda.
Habían pasado algunos días, pero supe que todavía
estaba en el mismo lugar que le encontrara la primera vez.
Hacia allí me encaminé. Era la hora del mediodía cuando le
volví a ver. Esta vez estaba de rodillas, con los brazos alzados, las manos abiertas con las palmas hacia delante en
oración. Me detuve tras él a cierta distancia y también me
arrodillé. Permanecí un rato en silencio, pero como era ya
la hora de comer me atreví a decirle:
-Señor, me han dicho que hace días que ayunáis,
permitidme compartir con vos lo alimentos que he traído.
Su respuesta me dejó sorprendido y perplejo:
-No son solo los alimentos de la tierra lo que necesita el cuerpo.
Yo repliqué:
-Puede que no, señor, pero ha sido el Todopoderoso
quien nos lo ha dado, y de él debemos cuidar. Y muchas
han sido las ocasiones en que nuestro Dios ha obrado milagros para alimentarnos, convirtiendo incluso las piedras
en panes.
Como no recibí respuesta, me atreví a coger algún
alimento, acercándome hasta donde él estaba lo dejé en el
suelo a su lado. Bajó las manos, las apoyo sobre las rodillas
y sin mirarme, dijo:
55
-¿Has venido aquí a tentarme?
-No es esa mi intención Señor.
-¡Llévate esos alimentos lejos de mí!
Con gran pesar y tristeza recogí la comida y me aparté sentándome a cierta distancia. Allí permanecí el resto del
día, esperando una oportunidad para hablarle. Llegada la
noche me di cuenta de que no iba a tener posibilidades de
comunicarme con él. Entonces decidí volver con los míos.
Éstos estaban esperándome para saber de los acontecimientos y hubo quien se sintió defraudado por lo poco que
pude contar. De nuevo comenzó las discusiones. ¿Quién
era aquel que ayunaba fuera de las fechas señaladas y hacía
grandes sacrificios y oraciones? ¿A qué Dios adoraba a
aquel que se rumoreaba que podía ser más que un rey?
Según decía, adoraba el mismo Dios que nosotros, pero no
lo hacia de igual manera. Las discusiones se prolongaban
durante días y hasta yo mismo me convencí de que había
llegado la hora de hablar claro. Prometí a los míos que
traería noticias concretas y, decidido, partí hacia el lugar de
siempre, pues aún no lo había abandonado.
Está vez le hallé sentado sobre una roca, me acerqué
con decisión colocándome frente a él a algo más de cinco
pasos. Le miré de frente, más no pudiendo resistir su mirada giré mi rostro y dije:
-Permitidme Señor, ya que vos mismo me habéis
dicho que soy el elegido, que me exprese con libertad. ¿Sabéis que entre los nuestros hay grandes disputas acerca de
vos? Hay quien os admira, otros son indiferentes, pero
también hay quien os odia y desearía haceros mal. Sin embargo todos ellos os rendirían homenaje si os unierais a la
justa causa, desplegando todo ese poder que dicen tenéis
en contra de nuestros enemigos. Dejadme que os aconseje
y vuestro poder será tan grande que otros reyes os rendirán
tributo.
56
Me sorprendió su reacción a oír mis palabras. Se
puso en pie y, apuntándome con el índice de su mano derecha, me reprochó con enojo:
-¡Quién eres tú para darme consejos! ¡No estoy yo
aquí para oír consejos de los hombres, sino para indicarles
el camino! Cierto es que has sido el elegido para una gran
misión, pero todavía no te ha sido revelada. Por lo tanto,
¡apártate, ignorante, y espera tu hora, que sin duda llegará,
igual que llegará el destino de aquel a quien todos han de
adorar!
Decepcionado y dolorido, me alejé unos cuantos
pasos hasta un lugar desde donde no podía verme, y allí
me quedé. No podía volver con los míos, puesto que nada
tenía para contarles y además me sentía ligado a él por
aquella misión que me aguardaba. No tenía ni idea de lo
que podía ser, mis ideas estaban totalmente desordenadas,
intentaba encontrar respuestas pero solo veía oscuridad y
confusión. En mi desconcierto ni siquiera advertí que ya se
había hecho de noche y llegada cierta hora, allí mismo me
acosté sobre la tierra quedándome dormido. En sueños,
me vi llevado por los aires. Era ascendido hasta lo alto de
una gran cumbre, al otro lado de la cual se abría un precipicio inmenso y sobre este precipicio era arrojado con violencia, y caía caía atravesando nubes de oscuridad, envuelto
en un frío inmenso. En mi caída oía gritos, restañar de
látigos y ruidos metálicos como armas que chocan unas
con otras. Había también grandes relámpagos y truenos, y
cadáveres humanos desfigurados y amontonados en grandes pilas humeantes y pestilentes.
De pronto, algo golpeó mi hombro y me desperté.
Ante mí había un hombre cuyo rostro me resultó conocido
por haberlo visto antes, el cual, escuetamente me dijo:
-Nos vamos.
57
Sin decir nada me puse en pie y le seguí. Nos acercamos a una pequeña choza, allí estaba él con algunos
hombres más. Nos miró a todos y dijo:
-Ha llegado la hora de ponernos en camino.
Él caminaba delante, todos los demás le seguíamos.
Yo iba el último. Por mi condición no encajaba bien entre
los otros. Eran todos personas humildes, algunos se conocían entre ellos, otros incluso eran parientes. Yo no tenía
ningún vínculo con ninguno de ellos. Casi desconocía los
motivos por los que seguían a aquel hombre, pero creía
tener muy claro que mi presencia allí tenía muy poco que
ver con ellos. Lo mío era una cuestión personal por una
causa muy grande, estaba seguro de que aquel hombre
podría ser la respuesta a mis oraciones. No sabía por qué,
pero tuve el convencimiento de que algo muy grande estaba próximo a suceder, algo que cambiaría el destino de
mucha gente.
A cierta hora pasamos por una aldea en la que había
un pequeño mercado y viendo que nadie llevaba apenas
provisiones, me detuve a comprar algunos alimentos. Como nadie se paró a esperarme, cuando retomé el camino
me encontraba a bastante distancia. Caminé tras ellos sin
darme mucha prisa, de tal manera que la distancia que me
separaba del grupo era siempre la misma. El Sol caía con
fuerza sobre mi cabeza y el polvo del camino se pegaba a
mis pies. Mi mirada no estaba clara y cada vez que miraba
el horizonte, lo veía desdibujado y tembloroso a causa del
relente provocado por el cálido viento. Vi como llegando a
un lugar en el que había algunos árboles, se apartaban del
camino para refugiarse a la sombra de estos. Me fui acercando despacio, cuando llegué todos estaban sentados en
el suelo formando un círculo, excepto Él, que permanecía
de pie, fuera del circulo, interponiéndose entre ellos y yo.
Me miraba sosteniendo entre sus labios una tenue sonrisa,
aguardando a que me acercase. Yo caminaba hacia Él casi
58
sin atreverme a levantar mis ojos del suelo, dirigiéndole de
vez en cuando una rápida ojeada. Llegué hasta Él y me
detuve. Sin decir nada, le entregué los alimentos que había
comprado, vi como su mano cogía lo que yo le entregaba y
sin decir nada se acercó al grupo y fue repartiendo la comida. Me senté en el suelo y aguardé. Cuando hubo repartido a todos lo demás se acercó y me dio lo mío. Yo lo
cogí sin levantar la mirada, vi como sus pies se situaban en
el centro del grupo y entonces le oí decir:
-Entre vosotros habrá quien se considere más que
los demás, pero no se engañe a sí mismo, os aseguro que el
más pequeño puede ser el mayor y el mayor puede ser el
más insignificante. No caigáis en la equivocación de que
podéis alcanzar la gloria mediante la adulación y el servilismo. Los aduladores y serviles siempre buscan recompensa de los más pudientes, ninguno de vosotros ha de esperar
recompensa alguna por lo que haga, sino quizás todo lo
contrario.
Luego se acercó a mí, me hizo poner en pie cogiéndome del brazo y me llevó con él unos cuantos pasos lejos
del grupo. Allí, sin mirarme, me dijo:
-A partir de ahora te encargará de las cuestiones
económicas.
Caía casi la tarde cuando alcanzamos una pequeña
ciudad. Nuestra presencia enseguida se hizo notar, las gentes empezaron a preguntarse quién éramos y qué hacíamos
allí. Caminamos hasta una pequeña plaza, Él se situó en el
centro y comenzó a hablar. Yo me quedé recostado en una
columna, escuchando y viendo como las gentes se acercaban, unos por curiosidad, otros por interés, otros indiferentes. Poco a poco fueron llenando la plaza. Él hablaba
de un reino más allá de la muerte, decía que todos podíamos entrar en él, y que una vez allí se terminarían todos
nuestros sufrimientos y problemas. Yo era conocedor de
ese reino, el cual era anunciado en nuestras sagradas escri59
turas, según las cuales los elegidos irían al paraíso. Pero me
sorprendió la forma en que Él lo exponía. Hablaba de un
Dios poderosísimo al que llamaba Padre y afirmaba que Él
era el Hijo, y que entre el Padre y el Hijo existía el Espíritu.
Yo escuchaba todo esto sin llegar a comprender, pero no
era el único. Entre la multitud que ahí se había reunido se
escuchaban voces discrepantes que hacían preguntas a las
que él contestaba de inmediato. Sus respuestas eran sorprendentes, algunas me parecían imposibles. Afirmaba
cosas extraordinarias y aseguraba que Él tenía poder para
curar enfermedades. Al oír esto, algunas personas que se
hallaban enfermas se le acercaron y le rogaban que las curase. Yo me asusté, y temí que si no podía demostrar lo
que decía, todos los allí presentes entrarían en cólera y
descargarían su ira sobre nosotros, causándonos todo tipo
de males y daños. Me puse alerta por lo que pudiera pasar,
pero sorprendentemente algunos de aquellos enfermos
comenzaron a dar gritos de alegría asegurando que sus
males habían desaparecido repentinamente. Mi desconcierto era enorme, no sabía si creer o no lo que estaba viendo,
era irreal. ¿Cómo era posible que una persona enferma
recuperara la salud de manera tan espontánea? ¿Cuál era el
secreto? ¿Qué poder poseía aquel personaje que yo veía
allí, entre la muchedumbre, hablando de cosas incomprensibles y realizando hechos imposibles? Una cosa sí vi con
claridad: aquel no era un hombre cualquiera, fuere quien
fuere era muy diferente que cualquier otro. Yo tenía conocimiento del poder de los curanderos y de los hechos de
los magos, aquel podía ser ambas cosas, pero los superaba
a todos por mucho. Muchos de los allí presentes se maravillaban y los que habían sido beneficiados se arrojaban a
sus pies de rodillas. Sentí una gran alegría en mi corazón,
algo me gritaba en mi interior que aquel era el hombre que
nos había de liberar de nuestros enemigos. No podía ser
otro. Allí estaba, rodeado de multitud. Sus palabras llega60
ban a todos y a todos convencía. Él podía unirnos y unidos
seríamos invencibles. Por fin mis oraciones tenían respuesta. Ya no me quedaban dudas, ahora estaba seguro de poder hablar con los míos y convencerles de que había llegado la hora de la liberación. Todas las dudas y temores que
algunos pudieran tener carecían de importancia. Nuestro
Dios Todopoderoso nos había enviado a aquel que decía
ser su Hijo, y dijere lo que dijere por incomprensible que
fuera, no deberíamos de escandalizarnos ni ofendernos, lo
importante es que estaba allí, que realmente poseía un gran
poder y que su poder nos iba a librar.
Durante algún tiempo estuvimos yendo de un lugar a
otro, él hablaba a las gentes y obraba prodigios delante de
todos. Muchos eran los que le escuchaban con admiración
y cada día eran más los que creían. Yo estaba maravillado
con lo que veía y a pesar de que no acababa de comprender cuales eran realmente sus intenciones, estaba seguro de
que él sí conocía mi manera de pensar y también las de
otros del grupo y que en cualquier momento nos diría lo
que se había de hacer. Era tal mi convencimiento que no
podía comprender como alguno de los míos no lo veían
tan claro y le negaban incluso con violencia. Se sentían
ofendidos por las cosas que decía y en más de una ocasión
estuvimos apunto de ser agredidos. Esto me entristecía
mucho, porque era contrario a mis deseos y más de una
vez tuve que intervenir. Tengo que decir con toda modestia que yo no era uno cualquiera, se me conocía y se me
respetaba entre los más notables, entre los cuales algunos
pensaban como yo y veían en aquel hombre una esperanza
de futuro para nuestro pueblo. Yo contaba con la confianza de hombres importantes, mis palabras tenían cierto valor. De todas maneras las discusiones eran tremendas y
algunos no escondían sus intenciones. No eran raros los
gritos, los insultos y las amenazas, llegando incluso a proponer que había que acabar con él, que había que poner fin
61
a aquella situación alegando para ello que los invasores
recelosos podían tomar represalias sobre el pueblo si sospechaban que se gestaba una revuelta en su contra. No
eran vanos aquellos temores que en cierto modo yo también temía, cosa que me obligaba a ser cauto y diplomático.
Como tesorero y administrador del grupo disponía de cierta libertad a la hora de manejar el dinero y en alguna ocasión tuve la necesidad de comprar algún regalo para ganarme la buena voluntad de las autoridades invasoras que
gobernaban en el lugar. Por supuesto que no comunicaba a
nadie estos hechos, manteniéndolos en secreto para mí
solo, pero gracias a ello, en muchas ocasiones éramos bien
recibidos. Acudíamos a casa de gente importante y se nos
trataba honorablemente. Sorprendentemente con frecuencia recibíamos mejor trato entre los extraños que entre los
propios, de ahí que algo dentro de mi cabeza empezó a
cambiar. Yo siempre había considerado que los no pertenecientes a nuestra religión eran inferiores, indignos, gentes que no se merecían los favores de la divinidad ya que
no creían en lo que nosotros creíamos y por lo tanto estaban privados del paraíso y de una existencia feliz en el más
allá. Todos estos convencimientos empezaban a flaquear
en mi mente, comenzaba a ver las personas de otra manera
y tal como Él decía, podía ser que todos fuéramos iguales
ante la Máxima Divinidad, sin importar el origen ni la
creencia. Al final solamente seríamos juzgados por nuestras obras.
¡Oh Dios, aquel fue uno de los días mas tristes y
terribles de mi existencia! Sentado allí, bajo aquel árbol,
lloré toda la noche desconsoladamente. Jamás pude imaginar que sucedería lo que aquel día sucedió. Habíamos
acudido a la gran ciudad. Mi alegría era grande viendo que
la gente se acercaba, unos dando gracias, otros rogando
favores, incluso había quien daba gritos de alabanza, pues
veían en ÉL al profeta y salvador de nuestro pueblo. Yo
62
me sentía jubiloso, aquel era un gran día, pero ¡pobre mí,
qué lejos estaba de la realidad! Todo comenzó al acercarnos al sagrado templo. Era costumbre que algunos comerciantes vendieran sus productos en las inmediaciones, respetando siempre los lugares sagrados. Sin embargo, algunos de ellos pagaban un tanto y eso les daba derecho a
montar sus tiendas en sitios no del todo aptos para mercadear. No podía dar crédito a lo que mis ojos veían, imposible imaginar que alguien como Él, que tanto hablaba de la
bondad, de la tolerancia, de la paciencia y de tantas y tantas
virtudes pudiera dejarse arrebatar por la ira de aquella manera. Con extrema violencia se acercó a los mercaderes,
tiró sus paradas a tierra y blandiendo una vara golpeaba sin
reparo a cualquiera que se atreviera a acercársele. El alboroto fue enorme. Mientras el entraba en el interior del
templo y hablaba a los que le acompañaban las autoridades
se reunieron para tomar decisiones. Yo supe que había
intenciones para prenderle y llevarle ante un tribunal, ante
el temor de que se produjera un gran escándalo decidí intervenir. Cuando me presenté en la reunión los allí presentes callaron y se quedaron mirándome con desdén. Se hizo
un silencio hasta que alguien gritó:
-¡Hay que acabar con Él!
No sé por qué pero aquellas palabras sonaron en mis
oídos de la misma manera que lo hicieran muchos años
atrás las de mi viejo maestro. La visión de su cuerpo inerte
tirado en el suelo cruzó por delante de mis ojos. Estoy
seguro de que en ese momento tuve una revelación, y presentí que si hacíamos daño a aquel hombre caería una gran
desgracia sobre todos nosotros, nuestros hijos y los hijos
de nuestros hijos. Encarándome a todos les dije:
-¡Por qué os levantáis contra Él de esta manera! ¡Ya
hemos discutido en cientos de ocasiones sobre si lo que
dice está o no dentro de los límites de nuestras leyes! ¡Por
qué os empeñáis en juzgarle por lo que dice y no queréis
63
ver los prodigios que hace! ¡La gente le sigue, le adora como a un profeta, tiene el poder de convencer y de unir a la
multitud! ¡Estoy seguro de que si les dijera a los que le siguen que luchasen para expulsar a los invasores le obedecerían ciegamente!
Alguien se puso en pie y me interrumpió diciendo:
-¡Quizás eso sea cierto, pero no es así como está
actuando! ¡No critica a nuestros enemigos, nos critica a
nosotros! ¡No pone en tela de juicio ni niega las creencias
de ellos, sino que lo hace de las nuestras! ¡No insulta a los
dirigentes invasores, sino que nos insulta a nosotros! ¡Ha
tenido el atrevimiento y la desfachatez de entrar en el sagrado templo despreciando todo orden y autoridad e incluso se atreve a decir que Él está por encima de todos nosotros!
Indignado repliqué:
-¡Vosotros mismos habéis visto con vuestros ojos
sus obras, habéis sido testigo de hechos fantásticos y de
curaciones milagrosas! ¿Por qué dudáis entonces de que
sea superior a todos?
Mis palabras causaron gran disgusto entre alguno de
los allí presentes. Alguien se me acercó y con gesto amenazador me dijo:
-¡Tú no tienes derecho a ponernos en ridículo insinuándonos que ese personaje es superior a todos! Cierto
que tiene cualidades extrañas y hace cosas fuera de lo común, por eso hemos creído en ti y en otros que decían que
podía ser un enviado del todopoderoso para librarnos de
nuestros opresores. Pero está demostrado que no es así.
Tú vas con él, escuchas lo que dice y sabes muy bien hasta
que punto nos insulta y nos desprecia. Pregúntale qué motivos tiene para ello. ¿Qué mal le hemos hecho nosotros
para que continuamente nos está echando en cara nuestras
faltas e incluso las de nuestros antepasados? ¿Por qué nos
amenaza diciendo que si no creemos en Él no tendremos
64
salvación? Nosotros cumplimos con las sagradas leyes con
las que han cumplido nuestros antepasados. Cierto es que
en todo tiempo se han cometido errores pero yo te pregunto: ¿No es un error lo que Él está cometiendo? Él es
uno de los nuestros, igual que tú, que yo y que éstos, y
debería creer en lo que crees tú y en lo que nosotros creemos. ¿Por qué no lo hace? ¿Por qué no usa ese poder y
esos dones que tiene para glorificar lo nuestro? ¿Por qué lo
usa en nuestra contra?
Yo no estaba dispuesto a dejarme convencer por
aquellos razonamientos a pesar de que tenían cierta lógica.
Quizás en otro tiempo los hubiera aceptado, pero ya no. Él
me había hecho ver las cosas de otra manera. Quizás no
estaba seguro de nada pero desde el fondo de mi corazón
una voz me decía que mi lugar estaba a su lado. Por eso les
hablé convencido de mis razonamientos.
-Yo no quiero discutir con vosotros acerca de cómo
interpretar sus palabras. Quizás tengáis motivos para sentiros ofendidos, pero ¿qué importan las palabras? Lo importante son los hechos. Él no ha hecho daño a nadie, sino
todo lo contrario. Tanto así que más de uno de nosotros
mismos le sigue y le cree. Y yo mismo si tengo que escoger, no dudaré en ponerme de su parte.
-Mira bien lo que haces, no te atrevas a desafiarnos.
Nada tenemos contra ti, pero, por tu propio bien, no te
interpongas.
-No hay hombre que me acobarde con amenazas –
repuse con decisión– y además no estoy solo. Otros hay
que si yo les aviso se pondrán de mi parte y en contra
vuestra. Sabéis que son multitud los que están dispuestos a
defenderle.
-Haces mal en enfrentarte a nosotros –dijo alguien-.
Nosotros no envenenamos al pueblo con falsas doctrinas
ni promesas. Él sí lo hace y tú no puedes seguir defendiéndole por más tiempo. Ya hemos escuchado tus razona65
mientos y hemos sido tolerantes, incluso crédulos. Recuerda que en una ocasión te llevaste dinero del que se guarda
para los gastos del templo y nunca te lo hemos reclamado.
Te dimos el margen de confianza suficiente para que le
hicieras ver nuestra realidad, sin embargo nada hemos obtenido a cambio. Estás en deuda con nosotros, por ello no
tienes derecho a decirnos lo que hemos de hacer.
Les miré con odio. Cierto era que había tomado algún dinero, pero de eso hacía ya mucho tiempo, ni siquiera
recuerdo la cantidad. Lleno de rabia, extendiendo mi mano
derecha hacia ellos, les repuse:
-Os aseguro que saldaré esa deuda, y con intereses.
Salí de allí sacudiendo el polvo de mi ropa y aquí me
hallaba, llorando sin desconsuelo sentado sobre una piedra,
apoyados los codos en las rodillas y la cara entre las manos.
De repente noté una presencia frente a mí. Levanté los
ojos y le vi, Él estaba allí, de pie, con los brazos caídos a lo
largo de su cuerpo. Me miraba mientras sonreía con tono
burlón, como riéndose de mí. Tras un breve silencio me
dijo:
-¿Por qué te afliges y cargas sobre ti pesares tan
grandes? No eres tú más que un pobre diablo que se había
hecho grandes ilusiones.
-Señor, –contesté– nada tengo que explicar acerca de
mí, me conoces bien y sabes de mis intenciones. Lejos está
en mí llamaros la atención sobre vuestro comportamiento,
pero permitidme deciros que vuestros enemigos ya eran
muchos y después de lo sucedido hoy en el templo serán
muchos más.
-Eso no ha de preocuparte –me repuso–. Te aseguro
que se multiplicarán por mil porque aún allí he de volver.
-¡Señor, no lo hagas! –le rogué poniéndome en pie–.
¡No les des más excusas y razones, ellos quieren hacernos
daño!
66
-¡Acaso crees que no se yo de sus intenciones! Les
conozco bien, sé lo que están tramando y puedes estar
seguro de que nada de lo que va a suceder me es desconocido. Yo he venido en el nombre del padre a cumplir una
misión, y así ha de ser. Es voluntad suya que su hijo sufra
martirio por el bien de toda la humanidad.
Contesté:
-¡Pero ellos están dispuestos a acabar con vuestra
vida! ¿Qué misión podéis llevar a acabo si perecéis?
-Te aseguro que la muerte no es lo peor y que si esa
fuese la voluntad del Padre la aceptaría. Pero no estoy aquí
para dar testimonio de muerte, sino de vida, y te aseguro
que así será. Nunca huyamos de nuestros enemigos. Enfrentémonos a ellos con la razón de la palabra y no temamos el daño que puedan ocasionar a nuestro cuerpo. Este
no es más que el habitáculo temporal en el que se ha de
purificar el espíritu. No rehuyamos nunca por temor al
sufrimiento.
-Quizás sea fácil para vos ignorar el miedo, el dolor,
incluso la muerte –dije-. Vuestro espíritu es grande, vuestra
fe mucha, y vuestro valor inmenso, más no puedo decir lo
mismo de mí.
Se me acercó, puso su mano izquierda sobre mi
hombro y, apuntando con la derecha al cielo, me dijo:
-¡Mira esas estrellas que brillan en el cielo! Cada una
de ellas representa a un ser en la tierra. ¡Cómo puedes pensar que eres insignificante cuando el Padre se ha tomado la
molestia de hacer para ti una de ellas! Además, te aseguro
que no es la tuya la que menos brilla, porque tú tienes una
misión que cumplir, y en verdad te digo que la cumplirás, y
que por ella serás maldito entre muchos durante largo
tiempo. Pero no ha de preocuparte porque tu sitio ya está
reservado y, ¡ay de aquellos que no sepan ver la realidad,
porque tendrán que volver a vivir lo ya vivido y a sufrir lo
ya sufrido tantas veces como sea necesario hasta que su
67
vista se aclare! Mañana volveremos a la ciudad y tú junto
con otros buscareis un lugar digno donde nos reuniremos
en intimidad. ¡Ya está a punto la cosecha y el granero limpio y aireado para guardarla!
Dicho esto se alejó dejándome lleno de dudas. No
entendía que misión era esa, en alguna ocasión me había
insinuado que sería yo el que pusiera en riesgo su vida pero, ¡qué mayor riesgo que ir de nuevo a la ciudad! ¡Qué
mayor riesgo que exponerse a las iras de los poderosos!
¡Quién era yo para poder actuar a favor o en su contra!
Bien sabía Él que nunca haría nada que no me fuera ordenado.
Era el atardecer del día siguiente. Yo deambulaba
por las calles sin saber adonde ir. “¡Ve a cumplir tu misión!” me había dicho, mientras ponía un trozo de pan
mojado en agua en mi boca. Esto había ocurrido hacía
apenas unos instantes, durante aquella reunión que mantuvo con los que éramos más íntimos. Después de dar instrucciones y bendecirnos dijo que se acercaba la hora en la
que el Hijo de Dios sería entregado a sus enemigos, castigado y azotado, pero que no temiéramos, que escrito estaba que en tres días volvería a estar con todos nosotros. Yo
salí solo de la estancia y me alejé por las calles meditando
sin saber qué hacer. De pronto me di cuenta que me encontraba delante de la casa de un buen amigo, un hombre
honrado que además era seguidor y cumplidor de la nueva
doctrina que Él predicaba. Al entrar en la estancia en la
que este se encontraba, pude ver que había otras personas.
Todos callaron cuando yo llegué y mi buen amigo me puso
al corriente de lo que sucedía, poniéndose en pie y acercándose me dijo:
-Hay malas noticias. Éstos han venido a decirme que
ya se están preparando hombres con todo tipo de armas
para ir en busca de ese al que todos seguimos, con la in-
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tención de darle muerte allí donde le encuentren, aprovechando la oscuridad de la noche.
Yo palidecí. De todos era sabido dónde solía descansar y estaba seguro de que si se presentaban allí, no se irían
sin antes quitarle la vida. Pensé de qué manera podía hacer
algo y se me ocurrió un plan. Sabía que aquellos que intentaban darle muerte por la noche, no se atreverían a hacerlo
durante el día. Por lo tanto, tenía que hacer algo para protegerle esa noche, y lo tenía que hacer deprisa, antes de que
aquellos malvados le encontraran. Encarándome a los que
allí se encontraban, les dije:
-Tenemos que salir en busca de ese Hombre y ponerle a salvo.
-¿Y cómo lo haremos? –preguntó uno, que siguió
diciendo– Los que van a salir en su busca con intención de
matarle son muchos, y no se detendrán por vernos a nosotros allí, más bien todo lo contrario, nos conocen y con
seguridad que su ira también se volverá contra nosotros,
pudiendo causarnos grandes males.
Mi amigo, que permanecía en silencio, comentó:
-No, nada nos pasará si llevamos con nosotros algunos soldados del gobernador.
Se hizo un corto silencio y alguien dijo:
-¡Esos soldados son nuestros enemigos, ¿a ellos se lo
vamos a entregar?!
A mí la idea de mi amigo me pareció buena. Cierto
que los soldados del gobernador eran enemigos nuestros,
pero también era seguro que nada tenían contra nosotros.
Para ellos, nuestros temas sobre las cuestiones sagradas les
eran indiferentes. Ellos tenían sus propios Dioses y su
propia doctrina, y nuestras creencias les resultaban irrisorias y despreciables. Pensé que si conseguíamos que los
soldados le arrestaran y le mantuvieran encarcelado toda la
noche estaría a salvo de toda aquella chusma de malvados.
Además, el día que estaba por venir, era un día señalado en
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el que casi nunca se ajusticiaba a nadie, y esto haría que los
ánimos se calmasen. Dije a mi amigo que estaba de acuerdo y que yo mismo les llevaría hasta donde Él se encontraba. Y así fue, mi amigo, que era persona de gran reputación, consiguió que algunos soldados nos acompañaran y
sin pérdida de tiempo nos pusimos en marcha.
Aquel fue uno de los momentos más dolorosos de
mi vida. Cuando le encontré estaba de rodillas, con los
brazos en cruz, orando. Al vernos llegar se puso en pie y se
acercó a nosotros. Se detuvo a unos pasos y dijo a los soldados:
-¿Por qué venís a buscarme de noche? ¿Acaso no
tuvisteis ocasión para prenderme cuando he estado entre
vosotros?
Los soldados no le contestaron y viendo que se les
acercaban los que estaban con Él, algunos de los cuales
llevaban armas, empuñaron con decisión las suyas por si
eran atacados. Entonces Él, colocándose entre ambos grupos, dijo:
-¡Guardad vuestras armas! ¡No será por mí que os
hagáis daño!
Yo me acerqué a Él con intención de decirle algo,
pero ninguna palabra salió de mi garganta. Una angustia
terrible se apoderó de mí y en un arrebato no pude contener el deseo de abrazarle. Él me apartó diciendo:
-¡No es el abrazo de un amigo el que entrega a un
hombre a sus enemigos! ¡Pero así se ha de cumplir porque
así está escrito!
Se acercó a los soldados extendiendo sus manos,
éstos se las ataron con un lazo dando un fuerte tirón. Sentí
un gran dolor en mi pecho al verle en aquella situación.
Resignado, caminaba detrás a cierta distancia del grupo que
le llevaba cuando de pronto vi que se acercaba una multitud de personas provistas de armas y palos. Eran los que
pretendían matarle. Me detuve, y pude ver como se enfren70
taban a los soldados. Oía como discutían ya que estos querían llevarle ante sus superiores, tal como había decidido
mi amigo y yo mismo. Pero los otros insistían en llevarle
ante nuestras autoridades para poder levantar cargos y acusaciones contra Él. Como eran muchos y estaban furiosos,
los soldados, por temor a ser agredidos, aceptaron sus
proposiciones. Aquello me enfureció mucho y lleno de
rabia me dirigí al templo dispuesto a enfrentarme con mis
superiores.
-¡No tenéis derecho a hacer lo que estáis haciendo! les grité al hallarles allí reunidos-. ¿¡Qué daño os ha hecho!?
¿¡Que acusaciones tenéis contra Él!?
Me miraron en tono burlón, alguien me contestó:
-¡Tú no eres nadie para venir a pedir explicaciones,
sino todo lo contrario! ¡Suerte tienes de que no te entreguemos a las autoridades y seas azotado!
-¿¡Y de qué cargos se me acusa!? –pregunté indignado.
-Los cargos pueden ser muchos, pero hay uno en
especial: te podemos acusar de haber robado el dinero del
templo.
Rabioso, eché mano de la bolsa que colgaba de mi
cinturón y agarrándola, vacié todo su contenido con furia
contra el suelo.
-¡Ahí tenéis vuestro dinero! –grité.
Desesperado salí, camine hasta un lugar cercano y
como poseído por un espíritu maligno, rasgué mis ropas,
golpee mi cabeza contra las rocas y con cantos afilados me
provoqué infinidad de heridas, tantas que todo mi cuerpo
estaba ensangrentado. Me arrastré por el suelo, manchando
de sangre la tierra y la hierba y los que me vieron se horrorizaron de mi aspecto. Tal era mi desesperación que incluso intenté ahorcarme con mi propio cinturón, más éste no
soportó el peso de mi cuerpo y se rompió. Agonizante
quede tendido en el suelo, tan inconsciente que me dieron
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por muerto. Pero viendo el estado en que me encontraba,
nadie si dignó en recoger mi cuerpo para darle sepultura,
sino que allí me dejaron, para que las aves carroñeras me
devoraran. Mucho tiempo estuve allí, inconsciente, ya que
cuando recobré el sentido había pasado casi todo un día y
comenzaba a anochecer. Contemplé el estado tan lamentable que tenía y aunque me encontraba débil decidí alejarme. Era consciente de que durante todo el día había estado
expuesto a las miradas de aquellos que por allí pasaron,
que de seguro me creyeron muerto. Sentí una gran vergüenza y decidí que lo mejor era irme. Caminé toda la noche, al amanecer me encontré en mitad de la nada, ninguna
población en todo lo que alcanzaba con la mirada. Ni rastro de vida humana. Como en otro tiempo había estudiado
los mapas, quise suponer el lugar en que me encontraba y
decidí tomar una dirección en la que creía, encontraría un
pequeño oasis que casi nadie frecuentaba. Pero calculé mal
mi situación y la distancia a la que éste se encontraba de tal
manera que la mañana iba transcurriendo, el Sol cada vez
era más intenso y mis fuerzas flaqueaban. Mi ropa estaba
destrozada de tal manera que no me protegía de los rayos
que me abrasaban la piel. Estaba muy débil a causa de la
sangre perdida y, al no disponer ni de una gota de agua, caí
en la extenuación. Entonces tuve una visión que me llenó
de horror y espanto. Ante mí, clavada en la arena, había
una gran cruz por la que chorreaba la sangre llegando hasta el suelo empapando mis manos. Levanté los ojos y ¡le vi!
Le vi clavado en todo lo alto, lleno de sangre, cubierto de
heridas. ¡Pero estaba vivo! Me miraba y me sonreía. Estiré
mi mano intentando decir algo pero me desvanecí.
Esta vez el desvanecimiento fue muy corto, porque
mi cara cayó dentro de algo fresco y líquido. Era un pequeño charco de agua, de hecho aquello que me pareció
sangre no era otra cosa que agua que cubría mis manos y lo
que me pareció una cruz, era en realidad una hermosa
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palmera. Bebí del agua y comí algunos dátiles que encontré
por el suelo y allí me quedé, en aquel pequeño oasis un día
y otro día y no sé cuantos días más. Y no sé hasta cuando
estaría allí si no fuera por lo que aconteció una tarde. Faltaba poco para ponerse el Sol. Yo me hallaba arrodillado
en oración con las manos cruzadas sobre el pecho, la cabeza caída hacia delante y los ojos cerrados. De repente sentí
como si una fuerte luz se encendiera. Abrí los ojos, no
podía dar crédito a lo que estaba viendo. Era Él, estaba allí,
delante de mí, de pie, con los brazos caídos me miraba y
me sonreía. Sin poder contener la emoción, me arrojé a sus
pies abrazándolos y besándolos, más Él, cogiéndome de
los hombros, me puso en pie mientras me decía:
-Ya todo se ha cumplido. Está sembrada la nueva
semilla que sin duda dará sus frutos. Ahora solo queda
esperar.
Llorando de emoción, le dije:
-Señor, te he visto crucificado
-Y has visto la verdad, he sido crucificado, azotado y
humillado. Pero por el poder del Espíritu y el amor del
Padre me he salvado de la muerte para dar testimonio ante
los hombres.
-¿Por qué has venido a visitarme? –pregunté.
-He venido porque a ti y solo a ti he de revelarte la
verdad. Porque ya nunca más volverás con los tuyos ni con
nadie conocido. Iras hacia el sur hasta que hallares un grupo de nómadas que se desplazan por el desierto, te unirás a
ellos y con ellos permanecerás el resto de tus días, que no
serán muchos. Pero los aprovecharás para hablarles de mí
y que quede testimonio, que en los años que han de venir
muy mal se hablará de ti, pero al fin serás reconocido allá
donde menos se pueda sospechar.
-Será lo que Tu digas –repuse.
Y con enorme júbilo estreché sus manos en las que
pude ver unas enormes cicatrices. Llorando las besé una y
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otra vez, hasta que de repente su figura se desvaneció como la niebla bajo el Sol. Me quedé asombrado y sorprendido al verme solo, pero lleno de alegría y felicidad. De
pronto comprendí muchas cosas de las que antes no tenía
conocimiento. No fue con palabras con las que me reveló
los misterios del más allá. Permanecí en el oasis durante
algunos días más y en ese tiempo mi mente se iluminó.
Yo, que durante toda mi vida había mantenido la férrea
convicción de expulsar a los que consideraba enemigos de
mi patria, ahora me daba cuenta de que eso carecía de valor. Uno llama patria aquella tierra que considera propia,
pero nadie puede elegir el lugar en el que nace. Por lo tanto
patria puede ser cualquier lugar de la tierra y por el hecho
de que cualquier lugar pueda ser patria, lo es toda la tierra.
Ya no me sentía vinculado a ningún grupo de gente en
especial, sino que me sentía vinculado con cualquier semejante, fuera quien fuera, sin importar las creencias que pudiera tener. Yo, que había dado mi vida por defender el
sagrado templo de pronto sentí que no tenía ningún valor.
Un templo solo es un lugar adonde acuden los creyentes
para hacer oración, pero el Todopoderoso está en todas
partes, por lo tanto todas las partes son templo. Recordé
sus palabras que en cierta ocasión le oí decir: “Allí donde
cada uno de vosotros esté, allí estará mi templo” Entonces
no pude comprender, pero ahora sí, ahora sé quién soy y
por qué estoy aquí. Soy la hoja que brota en primavera
para dar vida al árbol, para que éste pueda dar sus frutos.
El árbol es toda la creación y el fruto son los seres nuevos
que nacen cada día. Me siento grande. Me siento importante, porque sé que la creación necesita de mí. Sea cual sea el
destino que me aguarde, yo también soy creación.
Tal como Él me dijo, camine hacia el sur, encontré a
los nómadas y me uní a ellos, que me aceptaron de buen
gusto. Y el poco tiempo que duró mi existencia lo dediqué
por entero para hablar de Él, aquel Hombre que conocien74
do su destino no lo rehuyó. Él sabía desde el principio que
sería crucificado y lo aceptó. Él predijo que no moriría y
no murió, dando con ello testimonio de que hay otra vida
más allá de la vida.
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EPÍLOGO
Es voluntad del autor entender que Judas ve a Jesús
como un hombre que conoce toda su existencia, algo así
como si a un niño pequeño le entregásemos una película
de lo que va a ser su vida hasta la muerte y pudiese verla
todas las veces que quisiera. Cualquier día podría ver cómo
sería el día siguiente y viendo que le va a ocurrir algo desagradable en la calle, puede quedarse en casa. Pero no lo
hace. Sale a la calle y sufre el accidente por grave que sea.
Solo alguien muy especial puede vivir una vida así, conociendo los males que le pueden suceder y teniendo las posibilidades de evitarlos, no lo hace. Por eso, a ninguna persona puede dársele esta información porque haciendo uso
de su libertad cambiaría según la circunstancia y esto provocaría un caos. Por ejemplo, una persona no se casaría
con otra sabiendo que sus relaciones al poco tiempo irían
mal. Nadie se subiría a un avión sabiendo que se va a estrellar. Y así millares de ejemplos más. A los seres humanos
no se nos da esta información, pero esta información existe. Poseer esta información es alcanzar la plena sabiduría.
Judas ve claro que Jesús era alguien que había alcanzado
esta sabiduría y sospechaba que le había sido revelada en
algún lugar, en otra vida u otra dimensión. Pero también es
consciente de una cosa: sabe que el caos también existe y
aunque las posibilidades de que las cosas no sucedan como
están programadas son remotas de hecho existen, ya que el
sumo programador puede alterarlas cuando quiera. Un
ejemplo: Según esto, Cristo aceptó la crucificación sabiendo que no iba a morir si todo sucedía tal como él sabía que
iba suceder. Pero también aceptó el riesgo de que podía
morir de verdad, de aquí la frase “Padre, en ti confío”. Son
muchos los argumentos que muchos autores han dado
para demostrar que Jesús no murió en la cruz y aquí no
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vamos a añadir ninguno más. El autor, igual que Judas está
seguro de que es algo irrelevante. Cristo vino para demostrarnos que hay otro mundo y otro conocimiento y si su
cuerpo se hubiera podrido en el sepulcro, toda su doctrina
hubiera quedado en mera anécdota.
El autor entiende que no todo está escrito en la vida
de cada persona. Cierto que hay sucesos importantes que
están previstos de antemano, de los cuales nadie puede
librarse, sobretodo en lo que se refiere a la vida y la muerte. Nacemos y morimos, creamos vida y también matamos,
pero todo lo que nace, muere siguiendo un programa establecido de antemano. Para venir a esta vida hay que nacer,
para salir de ella se ha de morir y cada individuo lleva programado todas las veces que han de pasar ambas cosas, el
cómo, el dónde y el cuándo.
Cuando hablamos de nacer y morir, no nos referimos a los seres humanos únicamente. También están ahí
animales y plantas y es así porque todo está relacionado
entre sí. No se puede entender la evolución humana sin los
cambio del entorno, por lo tanto lo uno y lo otro forman
parte del mismo programa. Ahora bien, cuando nuestras
actividades no afectan directamente a ningún proceso de
vida y muerte, podemos decidir libremente lo que hacemos
y cómo lo hacemos. Nuestra vida es como un plano en el
que hay varios lugares a los que estamos obligados a ir por
fuerza, siguiendo un orden. Pero los caminos para ir de un
sitio a otro los elegimos libremente.
Nosotros vivimos aquí y ahora en un espacio tiempo
que tiene una única dimensión, que es el presente. El pasado ya no existe porque ya no está y el futuro todavía está
por venir. ¿Y qué es el presente? El presente es una estrecha línea entre el pasado y el futuro. Aquí y ahora estamos
forzados a vivir en un continuo presente que transcurre
tan deprisa que nos resulta imposible controlar. Hay otros
tiempos, otros lugares y, por supuesto, otras dimensiones
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en donde existen otras vidas que quizás físicamente no se
parezcan a las nuestras pero que con todas ellas compartimos algo en común. Este algo no es otra cosa que la energía de la mente, la mente máxima, el gran ordenador en
donde todos y cada uno de nosotros tiene su programa.
Somos como ordenadores portátiles formados por unos
componentes físicos y alimentados por la energía de unas
baterías, pero la información nos llega del espacio de manera invisible.
El Cristo es, sin duda, un personaje que vino de otro
lugar para decirnos algo, y puede que no haya sido el único, pero su mensaje, o no fue entendido o ha sido manipulado de tal manera que se ha convertido en una leyenda
llena de fantasías. Volviendo a la primera hipótesis y a
nuestra linterna, imaginemos que aquellos indígenas nunca
tendrán contacto con la civilización y pensemos cuánto
tiempo ha de transcurrir y que acontecimientos han de
suceder hasta que ellos mismos sin la ayuda de nadie lleguen a alcanzar el desarrollo que les permita fabricar linternas. Preguntémonos si no somos nosotros esos indígenas y en lo que se refiere a conocimiento global solo acabamos de encontrar la linterna. Lo peor que nos pudiera
suceder es que nos convirtiésemos en adoradores de linternas.
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