La encrucijada epistemológica y la re-sacralización del mundo Por Jorge Luis Acanda Profesor Titular de Filosofía de la Universidad de La Habana (Tomado de la Revista ARA Nro. 4, Marzo de 1998. La Habana) Entregado a [email protected] por el autor) Este trabajo de Girardi, breve pero rico en ideas, es un ejemplo de las búsquedas que realizan hoy los intelectuales revolucionarios por encontrar nuevos puntos de apoyo teóricos para enfrentar los desafíos que provocaron la crisis de muchos de los teoremas paradigmáticos que la izquierda sostuvo durante decenios. Ante todo- y esto es algo que en Girardi se expresa con mucha claridad - la necesidad de entender la construcción de una sociedad sin explotación no como simple proceso de “expropiación de los expropiadores”, sino de pensarlo como estructuración de una lógica totalmente inédita de funcionamiento de lo social, como construcción de un modelo civilizatorio diferente del que caracterizó a la modernidad capitalista, uno que logre contrarrestar la homogeneización enajenante que provoca la expansión del mercado, y que permita no sólo que se mantenga, sino también que se desarrolle, la diversidad cultural de los pueblos. Son muchos los aspectos encomiables que aparecen en este artículo: la idea de la necesidad de luchar por el rescate y preservación de las identidades oprimidas por la globalización capitalista ( la indígena, la del negro, la de la mujer); la necesidad de una ética liberadora como eje de un frente común de lucha, con lo que, por ende, se privilegia el frente educativo-cultural en esta lucha; la urgencia de la tarea de adquirir conciencia de sujeto, y otras más que no escaparán al lector avisado. Yo quiero enfocar mi comentario sobre una de las tesis aquí presentadas por Girardi: la de la existencia de una encrucijada epistemológica y de otra ética, y de la interrelación entre ambas. Esta selección no es casual: considero que ella constituye el eje en torno al cual se entrelaza toda la argumentación del autor, y la más fructífera de ideas que aquí se presentan. Pero además opino que si la asumimos en toda su riqueza, permitirá relativizar la idea de Girardi sobre “el potencial universalista de la movilización indígena”. Obsérvese que digo “relativizar”. Estoy plenamente de acuerdo con la importancia que muchos le atribuyen al significado de los movimientos populares en Latinoamérica, dentro de ellos a los de carácter étnico (indígenas, negros) y especialmente a la insurgencia zapatista, por todo lo que de aleccionador tienen para la intelección no sólo de nuevas tácticas y formas organizativas, sino incluso de nuevas estrategias de lucha. Pero a la vez opino que la historia nos debe haber inmunizado contra lo que constituyó una inveterada tendencia en muchos de encontrar a un sujeto de la revolución, o por mejor decir, a el sujeto de la revolución, perfecto y acabado, para pasar a reflexionar en torno a la existencia de distintos sujetos revolucionarios, cada uno con sus potencialidades pero también con sus limitaciones - determinadas ante todo por el propio condicionamiento histórico-concreto que los constituye y sin el cual no se puede pensar a estos sujetos como entes reales y actuantes sino sólo como entelequias abstractas- precisamente porque este es uno de los elementos básicos de la nueva posición espistemológica y ética que, con toda razón, Girardi reclama como presupuesto de un nuevo pensamiento revolucionario. La demanda de respetar la identidad de los pueblos indígenas constituye una exigencia ética indiscutible. ¿Pero cómo entender esa identidad? El concepto mismo de identidad conduce al de cultura. No sólo los que se consideren marxistas revolucionarios, sino que toda persona animada de ideales éticos mínimos tiene que concordar con la demanda de impedir que la cultura de cualquier comunidad humana - no sólo las indígenas - sea devorada por el poder mercantilizador, banalizador y uniformante del capitalismo. Pero a la vez es preciso asumir esa identidad cultural en su complejidad e interna contradictoriedad. Creo que no descubro nada nuevo si afirmo que toda cultura expresa también, entre otros aspectos, dominación, patriarcalismo, asimetría. Ninguna cultura es monovalente en ningún sentido. Ni puede ser conceptualizada, por otro lado, como una magnitud estable, sin cambio y transformación interna, sin lucha entre sus elementos componentes. Toda cultura ha de ser asumida, por tanto, en su historicidad. Al entrar en contacto con otros pueblos, con otras culturas, con otras identidades, la cultura de un colectivo humano específico establece un complicado metabolismo. El desafío para una teoría revolucionaria sería por la tanto la de contrastar cómo se ha planteado hasta ahora en la modernidad capitalista el esquema de esta interacción, en el que la identidad de esas culturas es aplastada, con un modelo ideal de cómo constituir ese metabolismo para que - sin que esas culturas desaparezcan - su necesario proceso de desarrollo, cambio y asimilación de elementos provenientes de otras culturas, promueva su transformación dentro de su identidad en favor del desarrollo pleno y multilateral de la subjetividad de los individuos que la componen. En suma, para pensar y proyectar no su petrificación al margen de la historia, sino el despliegue de los elementos liberadores que ellas contienen - que no son todos los que las constituyen. Rigoberta Menchú afirma que el siglo XXI será indígena. Ya André Malraux había dicho que el siglo XXI sería religioso o no sería. José Luis Aranguren nos legó la idea de que sería ético o no sería. Y los marxistas podemos afirmar que la próxima centuria será socialista o no será. Tras la multiplicidad de propuestas, considero que subyace un denominador común: la necesidad de un replanteamiento ético-cultural de la civilización, si queremos preservar la existencia misma de la Humanidad. Cuando se intenta definir cómo “indígena”, “religioso” o “socialista” la disyuntiva de futuro del género humano, se está expresando en esencia el rechazo a lo que acertadamente Max Weber denominara “des-sacralización del mundo” provocada por el despliegue de la modernidad capitalista. En la expresión más sintética de Aranguren, se quiere un mundo nuevo donde no sean los principios crematísticos de la acumulación de plusvalía los que funjan como legitimadores por excelencia de los cánones de comportamiento, sino principios basados en consideraciones éticas. Se está clamando por la necesidad de un proceso de re-sacralización del mundo. Pero un proceso que no puede consistir en el retorno a las anteriores identidades y principios pre-modernos, asentados en valores que eran rígidos, abstractos, ahistóricos, basados en el localismo, la estrechez y la superstición, afincados en una percepción de lo trascendente ante el cual se borraba al individuo concreto y su libertad. Se trata de una re-sacralización que permita asimilar lo positivo contenido en la modernidad a la vez que superar sus aspectos inhumanos y enajenantes, que tenga como presupuesto la búsqueda de principios éticos trascendentes que tengan su habitat no fuera del hombre sino en el hombre, con todo lo que ello significa. El tema central a reflexionar, entonces, sería este: ¿deben modernizarse las culturas indígenas? . ¿Sería aceptable, desde una perspectiva ética, esta modernización de las culturas indígenas? La respuesta, positiva o negativa, estaría determinada por tres premisas teóricas: lo que entendemos por “modernización”, lo que entendemos por “culturas indígenas”, y finalmente, por la comprensión que tengamos de lo que significa esta perspectiva ética. Empecemos por el final. Si de lo que se trata es de construir un futuro ético, eslabonado no desde la lógica de funcionamiento del capital, sino de la desenajenación del individuo, la re-sacralización de la sociedad implica asumir este ideal ético como búsqueda y edificación de principios trascendentes de “nuevo tipo” - por así decir - que tengan como objetivo la individuación libre y multifacética de la persona. Implica por tanto una perspectiva ética que apunta a la transformación de toda cultura no en el sentido de su desaparición, sino de la expansión de los elementos liberadores que contiene y de la oclusión de aquellos que legitiman toda forma de asimetría e inmovilismo en las relaciones intersubjetivas. Así replanteado el objetivo ético de nuestro proyecto de futuro, el tema a dilucidar sería el de si el proceso de modernización permitiría este tipo de “re-sacralización”. Pero antes de responder a esta interrogante, que implicaría definir el concepto de modernidad y el de modernización, pensemos en el concepto de “culturas indígenas”. ¿Qué significa “indígena”? Para mí esta definición es clave, para saber si puedo aceptar la propuesta de entender el nuevo modelo civilizador que buscamos como “indígena”. Sería una simplificación extrema entender ““indígena” como sinónimo de “oprimido” o “minoría étnica”. Cuando hablamos de culturas indígenas estamos hablando de culturas pre-modernas, que surgieron en sociedades agrarias, que sólo habían alcanzado a lo sumo la etapa inicial de la división en clases y la formación del Estado. Culturas que fueron colocadas en forma violenta y coercitiva, por la conquista y la colonización, en contacto con un proceso supuestamente “civilizador” que las desintegraba en la medida en que las obligaba a plegarse a los dictados de la globalización capitalista (proceso que no comienza ahora, como algunos creen, sino que se originó ya en el siglo XVI). Entonces, ¿sería válido plantearse, desde el nuevo ideal ético, la modernización de culturas que por su esencia son pre-modernas? A esta interrogante puede responderse con otra que constituiría su reverso: ¿defender el ideal ético de salvaguardar la identidad cultural de los pueblos indígenas tiene que implicar el mantener, detenidas en el tiempo, a estas culturas? Es evidente la necesidad de que estas comunidades indígenas - en las que la pobreza mas desesperante con toda su cohorte de consecuencias sociales (desnutrición, analfabetismo, desempleo, insalubridad, etc.) es la principal característica económica - tengan acceso a los resultados del desarrollo de la ciencia y la tecnología, que permitan humanizar sus condiciones de existencia y elevar sus niveles de consumo. La lógica del capitalismo les niega este acceso. La llegada de la técnica se presenta ante ellas sólo en forma hostil, como destrucción de su medio natural y utilización de sus miembros como mano de obra susceptible de elevados niveles de explotación. Pero el enemigo de esas culturas no es la técnica en sí misma, sino la subordinación de ella a los intereses egoístas del enriquecimiento. Un modelo de reconstrucción de lo social que se apoye en una lógica diferente, humana, ha de implementar el acceso de esas comunidades a los avances de la ciencia y la técnica en una forma diferente, pero no puede negarlo. ¿Cuales serán los efectos, sobre las culturas indígenas, de la inserción de esos pueblos y esos hombres en una red de relaciones sociales en la que la tecnología y la ciencia sean factores importantes? Creo que aquí es donde reside una importante clave a tener en cuenta en la reflexión que Girardi, con toda razón, nos propone de pensar un modelo civilizatorio distinto. Hace ya más de siglo y medio, en La Ideología Alemana, Marx afirmó que la eliminación de la lógica capitalista “presupone ... un gran incremento de la fuerza productiva” como “premisa práctica absolutamente necesaria”. Para muchos se trataba simplemente de una interpretación productivista, de un reduccionismo economicista de Marx. No prestaron atención a la argumentación que el propio autor brinda de esa idea apenas un renglón más abajo: el desarrollo de la fuerza productiva “...entraña, al mismo tiempo, una existencia empírica dada en un plano histórico-universal, y no en la existencia puramente local de los hombres...sólo este desarrollo universal de las fuerzas productivas lleva consigo un intercambio universal de los hombres...instituye a individuos histórico-universales, empíricamente universales, en vez de individuos locales” (los subrayados son de Marx). Para Marx, la modernidad era un proceso ambivalente. Significaba el desarrollo de las relaciones capitalistas de producción, con toda su carga de enajenación y explotación. Pero a la vez, al revolucionar incesantemente los instrumentos de producción y las relaciones de producción, se revolucionaban todas las relaciones sociales. Como nos dice en El Manifiesto Comunista, ello provoca “... una incesante conmoción en todas las condiciones sociales ... Todas las relaciones estancadas y enmohecidas, con su cortejo de creencias y de ideas veneradas durante siglos, quedan rotas... Todo lo estamental y estancado se esfuma... En lugar de las antiguas necesidades surgen necesidades nuevas... En lugar del antiguo aislamiento de las regiones y naciones...se establece un intercambio universal... La producción intelectual de una nación se convierte en patrimonio común de todas. La estrechez y el exclusivismo nacionales resultan de día en día más imposibles”. Marx no rechazaba a la modernidad, sino al modo capitalista de existencia de la misma. Para Max Weber, la modernización es un proceso inevitable, que tiene como resultado la alienación creciente del individuo, que es encerrado en una “jaula de hierro” de opresión y manipulación. Entendida así, cualquier proyecto de transformar esa lógica histórica sólo puede entenderse como el sueño (por demás imposible) de un retorno al pasado pre-moderno. Para Marx, la modernidad contenía la posibilidad de su propia transformación, al crear las premisas para la constitución de individuos universales, agentes conscientes y críticos de la desenajenación de las relaciones sociales. Por eso identificó como sujeto de esa transformación a la clase obrera, por ser la única de todos los grupos oprimidos que no existía antes de la modernidad, sino que era ella misma un producto de la modernidad. La salida era pensada hacia adelante, no hacia atrás. Por ello no creo que se pueda captar la compleja esencia del nuevo proyecto civilizatorio alternativo al capitalismo que todos los revolucionarios queremos procurar, calificándolo sólo - ni principalmente- de “indígena”. De la misma manera que hemos comprendido la necesidad de enmendar la plana a Marx y pensar la revolución desalienante no sólo como “obrera”. Aquí un paréntesis con respecto la tesis marxiana de la clase obrera como única clase revolucionaria. Esta aserción es hoy muy discutible, para no decir menos. Pero destaquemos que Marx cifra la esperanza de la revolución en una clase social producto de la modernidad capitalista, no en un grupo social pre-moderno (campesinos, pequeña burguesía), porque ha comprendido que la salida hacia adelante del entramada enajenante del capitalismo requiere de un sujeto capaz de proponerse y lograr lo que nadie anteriormente se había planteado: eliminar no sólo el modo de apropiación de la clase dominante anterior, sino incluso su propio modo de apropiación, y forjar uno radicalmente diferente. Creo que es esta perspectiva del análisis de Marx la que tenemos que retener. No hay un sólo punto de vista de los oprimidos. Los sujetos de la revolución son múltiples. Por ello es que cuando Girardi afirma que “las ciencias sociales deben asumir el punto de vista de los oprimidos” aquí también aceptamos su planteamiento, pero con salvedades. Ya desde Kant es verdad aceptada que la determinación del punto de vista del sujeto del conocimiento es fundamental. Señala la perspectiva desde la que se va a determinar la intencionalidad de nuestro conocimiento y nuestra valoración de la realidad. La encrucijada epistemológica que Girardi con toda razón resalta a un primer plano a lo largo de su interesante artículo consiste precisamente en la necesidad de conformar un saber que coloque como principio gnoseológico fundamental la necesidad de legitimar y defender la integridad ética del individuo. No sólo de sujetos colectivos (el pueblo, la clase, etc.) sino sobre todo de su célula básica, del individuo, que se encuentra a sí mismo y a su identidad en su capacidad de integrar - libre, consciente y críticamente - esos sujetos colectivos de los que depende su auto-percepción y su auto-estima. Las ciencias sociales deben asumir los puntos de vista, diversos, contradictorios, pero a la vez congruentes, de los oprimidos. No voy a explicar aquí todos los elementos que tornan esta tarea en empresa muy compleja, porque es algo que todos pueden comprender. Sólo quiero anotar mi desacuerdo con la propuesta girardiana de considerar las experiencias y documentos de los oprimidos como “fuente privilegiada” para la elaboración de una filosofía de la liberación. Que son una fuente importante es innegable. Que sea “privilegiada” implicaría aceptar la plena objetividad de las formas de auto-conciencia de un sujeto social, algo que la propia idea de la vinculación de lo subjetivo y lo objetivo en toda producción espiritual hace insostenible. En suma, la conjunción del nuevo imperativo epistemológico de un saber por y para los sujetos conscientes y críticos de la transformación revolucionaria con el imperativo ético de una resacralización en clave moderna, constituye la primera premisa para comenzar la larga aventura de proyectar un nuevo modelo civilizatorio en el que el libre desenvolvimiento de cada uno será la condición del libre desenvolvimiento de todos, y no a la inversa.