Subido por Rodrigo Garrido

Balthasar teologia-de-los-tres-dias

Anuncio
HANS URS VON BALTHASAR
Teología de los tres días
El misterio pascual
encuentro'γτ
ediciones lJ-
Título original
Theologie der drei Tage
© 1990
Johannes Verlag, Einsiedeln, Freiburg
© 2000
Ediciones Encuentro, S.A.
Traducción
José Pedro Tosaus
Diseño de la colección: E. Rebull
Queda rigurosamente prohibida, sin la automación escrita
de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones estable­
cidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta
obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la
reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de
ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.
ara cualquier información sobre las obras publicadas o en programa
y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:
Redacción de Ediciones Encuentro
Cedaceros, 3-2° - 28014 Madrid - Tel. 91 532 26 07
Sobre la nueva edición
En 1968 escribió el autor sobre esta obra: «En Cristo, Dios ha
actuado sobre el mundo de manera insuperablemente concreta. La
teología, que quiere reflexionar sobre esta actuación, debe ser, por
consiguiente, lo más concreta posible. Así, no debe comprometer­
se enseguida con categorías generales como ‘reconciliación’,
‘redención’ y ‘justificación’, sino ante todo intentar considerar dete­
nidamente la crucifixión, el estar muerto y la resurrección de Jesús.
En la historia de la teología, no obstante, se abre una fisura entre
la competente teología de escuela, que permanece de modo pre­
dominante en lo abstracto, y una teología espiritual, que contem­
pla con piedad, que acompaña las estaciones del vía crucis, pero
a menudo se atasca en lo emocional y por eso no es tenida en
cuenta por la teología ‘científica’».
La presente reedición recoge el texto sin modificaciones
— según la separata publicada en 1969— , tal como apareció a la
luz con el título «Mysterium Paschale* en la obra colectiva Mys­
terium Salutis, t. III/2, Benziger Verlag, Einsiedeln 1970, pp. 133326 [trad, esp.: «El Misterio Pascual», en Mysterium Salutis, t. Ill,
Madrid 1971, ρρ. 666-814]. Únicamente se ha dado a las notas
numeración nueva por capítulos, y en las obras propias del autor
se han señalado las nuevas ediciones. En lugar de los textos de
las obras de Henri de Lubac citados aún en 1969 según las edi­
ciones francesas, se han indicado las traducciones alemanas apa­
recidas entre tanto. No se han modificado los lugares donde el
autor hace referencia a otros trabajos contenidos en el mismo
tomo de Mysterium Salutis Cp. ej. p. 102 y p. 222).
...inferno profundior,
quia transcendendo subvehit»
G regorio I
ÍNDICE
I. ENCARNACIÓN Y PASIÓN
13
1.
2.
3.
4.
5.
14
15
20
22
33
Orientación de la encamación a la Pasión
La confirmación de la Escritura
La confirmación de la Tradición
La kénosis y la nueva imagen de Dios
Nuestro tema en la literatura espiritual
II. LA MUERTE DE DIOS COMO FUENTE DE SALVACIÓN,
REVELACIÓN Y TEOLOGÍA
45
1. El hiato
. .
2. La «palabra de la cruz« y su lógica
3. Cruz y filosofía
.
4. El puente sobre el hiato
.
5- Aproximación experiencial al hiato
6. Cruz y teología
45
48
51
58
62
68
III. EL CAMINO HACIA LA CRUZ (VIERNES SANTO)
77
1. La vida de Jesús, orientada hacia la cruz
a. Existencia en la kénosis como obediencia hasta
la muerte de cruz .
.
.
b. Existencia consciente de la hora que llega
c. ¿Existencia como anticipación de la Pasión?
d. Existencia que arrastra
77
77
79
81
82
2. Eucaristía
a. Entrega espontánea ante la Pasión
b. Pan y vino: banquete y sacrificio
c. Comunión
3. El Huerto de los olivos
a. El aislamiento
b. La entrada del pecado
c. Reducción a la obediencia .
4. Entregado
5. Proceso y condena
a. Cristianos, judíos y paganos como sujetos
de la condena
b. La actitud de la Iglesia
c. La actitud de Jesús
6. Crucifixión
a. La cruz como juicio
b. Palabras desde la cruz
c. Los acontecimientos de la cruz
7. Cruz e Iglesia
a. El corazón abierto
b. Iglesia surgida de la cruz
c. Co-crucificada
8. Cruz y Trinidad
83
83
84
86
86
86
87
90
92
96
97
99
101
102
102
107
109
111
111
112
115
116
IV. LA IDA A LOS MUERTOS (SÁBADO SANTO)
129
1. Reflexión metodológica previa
2. El Nuevo Testamento
3. Solidaridad en la muerte
a. El seol
b. Como estado
c. Solidaridad
.
.
d. Carácter indefinible del estado de seol
4. El estar muerto del Hijo de Dios .
a. Experiencia de la muerte segunda
b. Experiencia del pecado como ta l.
c. Acontecimiento trinitario
5. La salvación en el abismo
a. El «purgatorio» .
b. La «desatadura de los lazos»
129
133
139
139
141
142
143
145
146
149
150
152
153
154
V. LA IDA AL PADRE (DOMINGO DE PASCUA)
163
1. La afirmación teológica fundamental
a. El carácter único de la afirmación
b. La forma trinitaria de la afirmación
c. El testimonio del Resucitado sobre sí mismo
2. Sobre la situación exegética
a. La aporía y los intentos de solución
b. Opciones de la exegesis
3. El despliegue plástico de los aspectos teológicos
a. Necesidad de la ilustración
b. El acontecimiento de la resurrección
c. El estado del Resucitado
d. Fundación de la Iglesia
.
e. Existencia en el mysterium paschale
164
164
174
186
192
192
201
208
208
210
212
215
222
ABREVIATURAS
241
BIBLIOGRAFÍA
245
I. ENCARNACIÓN Y PASIÓN
«Debemos considerar ahora el problema y el dogma que tan a
menudo se han pasado en silencio, pero que precisamente por
eso quiero examinar yo con mayor empeño: esta sangre de Dios
derramada por nosotros, sangre preciosa y gloriosa: ...¿por qué y
para qué se pagó tal precio?»1. Es la cuestión del sentido de la
Pasión: ¿es inevitable tras la encamación? ¿No es al menos (como
dicen los escotistas), respecto al objetivo principal —la glorifica­
ción del Padre a través del Hijo que lo recapitula todo en sí (Ef
1,10)—, algo sobreañadido y accidental? Pero si la Pasión es el
centro de todo, y con ello también la encamación se convierte en
camino hacia esa meta, ¿no resulta entonces la autoglorificación
de Dios en el mundo dependiente del pecado del hombre, no se
convierte Dios en un medio para alcanzar los fines de la creación?
Evitando todo intento superficial de armonización2, hemos de
mostrar a continuación cómo el hecho de centrar la encamación
en la Pasión lleva ambas consideraciones a una congruencia
plena y exuberante: al servir y lavar los pies a su criatura, Dios
se revela hasta en lo más propio de su divinidad y manifiesta su
gloria suprema.
A fin de poder percibir en esta introducción el papel central
del triduum mortis para la teología entera, vamos a abarcar con
la mirada, desde una altura todavía abstracta, la totalidad de la
economía de la salvación (1); después vamos a interrogar a la
Escritura (2) y la Tradición (3), para concluir con el problema de
la kénosis (4), en la cual la encamación misma adquiere ya carác­
ter «pasional·.
1. Orientación de la encarnación a la Pasión
a. La imagen del hombre que nos presenta la revelación es radi­
calmente distinta del concepto de «animal rationale, mortale» que
sugiere el empirismo. De hecho3, es «predestinado» y escogido
«antes de la fundación del mundo» con la plenitud «de bendición
celestial» para ser «santo e inmaculado» ante su creador (Ef 1,3-5),
ciertamente «en el amado», en el Hijo, es decir, «en su sangre»
(w . 6-7); de esa manera, todo el orden del pecado y la redención
aparece en este pasaje abarcado e integrado, y esta primera idea
del hombre está ya determinada por lo económico-trinitario. Sin
duda, «el hombre» no es a los ojos de Dios «el primer hombre,
Adán, un alma viviente», sin referencia al segundo, «el Espíritu dis­
pensador de vida* (1 Cor 15,45); pero la muerte, que entró en el
mundo «por el pecado» (Rm 5,12), parte por la mitad el ser del
hombre tal como Dios lo concibe: no hay filosofía ni religión capaz
de completar el fragmento, la vida terrena que corre hacia la muer­
te, hasta constituir un todo con sentido4; no hay ninguna capaz de
hallar más allá de la muerte la pieza que lo complete («inmortali­
dad del alma», «transmigración de las almas» o lo que sea): la ima­
gen rota por la mitad sólo puede ser restaurada desde Dios, por el
«segundo Adán del cielo». El centro de esta acción restauradora es
necesariamente el lugar mismo de la rotura: muerte, Hades, perdi­
ción en la lejanía de Dios. Un «sitio», por tanto, que se encuentra
en el borde o fuera de la antropología corriente y al que tampoco
apunta el adagio filosófico «Vivir es aprender a morir».
b. Desde el tema del «hombre mortal», a lo sumo se puede apor­
tar a nuestro planteamiento esto: que quien vive con vistas al «acto
de la muerte» es siempre libre para imprimir al conjunto de su exis­
tencia este o aquel sentido global, sentido que, por tanto, perma­
nece in suspenso mientras el hombre vive. No pretendo afirmar
con esto que, en el arrebatador acto de la muerte, el hombre sea
por sí mismo capaz de dar a su existencia aquel sentido trascen­
dente que Dios previo para ella. Lo que quiero decir es que el sen­
tido de la vida terrena permanece, mientras ésta dura, indeciso y
oculto; que sólo el muerto recibe en el juicio de Dios su orienta­
ción definitiva. Por eso tampoco el rescate del hombre por Cristo
puede ser llevado a cabo definitivamente en el acto de la encar­
nación (entendido en sentido estricto), ni en la continuidad de la
vida mortal, sino en el hiato de la muerte.
c. Consideremos eso mismo desde la perspectiva de Dios: si
Dios quería hacer «desde dentro» la «experiencia» (πβιράζειν, cf.
Hb 2,18; 4,15)5 de ser hombre6 para «desde dentro« levantar y sal­
var al hombre, debía poner el acento decisivo en el lugar en el
que éste, pecador y mortal, se encuentra «al final» —perdido en
la muerte sin por eso encontrar a Dios, hundido en el abismo de
la tristeza, pobreza y oscuridad, en la «fosa»7, sin saber salir de ahí
por sus propias fuerzas, para, en la experiencia de «estar acaba­
do», atar los cabos sueltos de la idea del hombre— : en la identi­
dad del Crucificado y el Resucitado.
d. Sólo cuando Dios mismo se ha procurado esta experiencia
última de su mundo —que en la libertad humana tiene la posi­
bilidad de negar la obediencia a Dios y, con ello, de perder a
Dios— , deja de ser mero juez de sus criaturas desde fuera y
desde arriba; debido a su experiencia del mundo desde dentro,
en cuanto humanado que conoce experimentalmente todas las
dimensiones del ser mundano (hasta el abismo del infierno), se
convierte en norma para el hombre: en cuanto el Padre (como
creador) entrega al Hijo (como redentor) «todo el juicio» (Jn 5,22;
cf. Hen 51), que desde ahora consiste en que «viene acompaña­
do de nubes; todo ojo le verá, hasta los que le traspasaron, y por
él harán duelo todas las razas de la tierra... Yo soy el Alfa y la
Omega... Aquel que (como Traspasado) es, que era y que va a
venir» (Ap 1,7-8; Jn 19,37; Za 12,10-14). Por tanto, la cruz (Mt
24,30), o mejor, el Crucificado, es el punto de referencia de toda
existencia humana personal y social: en cuanto juicio último y
redención «como por fuego» (1 Cor 3,15). Habrá que mostrar que
en todo ello se cumple la «profecía» fundamental de la Antigua
Alianza. Pero ante todo hay que decir, resumiendo estos cuatro
primeros puntos, que en este acontecimiento no sólo llega el
mundo a su meta por medio de Dios («soteriología»), sino que
Dios mismo con ocasión de la perdición del mundo alcanza su
más propia revelación y glorificación («teología», «doxología»).
2. La confirmación de la Escritura
El hecho de que los evangelios son «historias de la Pasión con
una introducción amplia» (M. Kahler) es evidente, tanto por su
estructura interna, como por su posición en el contexto de la
predicación de la Iglesia primitiva: las primeras predicaciones
apostólicas fundamentalmente hablan sólo del morir y resucitar
de Cristo; se pueden remitir para ello a una palabra del Señor:
«Así está escrito: que el Cristo debía padecer y resucitar de entre
los muertos al tercer día y que se predicaría en su nombre la con­
versión para perdón de los pecados a todas las naciones, empe­
zando desde Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas» (Le
24,46-48). Los discípulos lo testimonian contando lo que han
vivido y respondiendo de ello con su persona. Pablo seguirá esta
línea exactamente, y los evangelistas la confirmarán con su expo­
sición. Pero, según muestra el pasaje que acabamos de citar,
todos ellos aducen primeramente como prueba el Antiguo
Testamento.
a.
«Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras,...
fue sepultado y... resucitó al tercer día, según las Escrituras (1 Cor
15,3s.; cf. Hch 26,22s.): Pablo transmite esta frase como «tradición».
Así mismo, según 1 P 1,11, los profetas en general se dedicaron a
investigar con antelación, en el «Espíritu de Cristo», «los sufrimien­
tos destinados a Cristo y las glorias que les seguirían». Pruebas
escriturísticas de la muerte y resurrección las aduce ya Pedro en
su predicación de pentecostés (Hch 2,25ss.34ss.), y, según su pre­
dicación en el Templo (Hch 3,18.22s.), Dios dio cumplimiento al
sufrimiento del Mesías junto con su resurrección, anunciados de
antemano «por boca de todos los profetas». Ciertamente, se nece­
sita la perspectiva del cumplimiento para ver tal convergencia de
toda la existencia «tipológica» de Israel en el triduum mortis, cier­
tamente, dicha convergencia no se puede deducir de textos ais­
lados como Is 53, Os 6,2, Jon 2,1 y los Salmos 16 y 110, pero,
pese a todo, se puede demostrar estrictamente: desde la orienta­
ción global del pueblo hacia una meta trascendente, desde la teo­
logía del sacrificio (Rm 4,25; Hb), sobre todo desde la teología
del mediador vicario entre Dios y los hombres, que, desde el
Moisés del Deuteronomio (1,37; 3,26; 4,21) hasta el «siervo de
Dios», pasando por Oseas, Jeremías y Ezequiel, irá mostrando
cada vez más los rasgos del mediador entre Dios y el pueblo,
entre cielo y tierra, que carga con toda culpa y con ello restable­
ce la alianza. Desde luego, si el punto de convergencia no vinie­
ra dado desde Dios — en la Nueva Alianza—, no se podría dedu­
cir sólo de la Antigua Alianza; pero precisamente lo inaprensible
de su trascendencia y la incompatibilidad humana de los símbo­
los y teologúmenos que la sustentan constituyen una prueba
negativa de que las afirmaciones positivas neotestamentarias son
correctas8.
b) Es conocido el hecho de que, para Pablo, predicación del
Evangelio y predicación de la cruz de Jesucristo (que se demues­
tra salvifica mediante su resurrección) coinciden (cf. 1 Cor 1,17)9.
En Corinto no quiere saber otra cosa que la cruz de Cristo (1 Cor
1,23; 2,2); ante los gálatas no quiere gloriarse en otra cosa que en
la cruz (Ga 6,14). Ésta constituye el centro de la historia de la sal­
vación, pues en ella se cumple toda promesa, y sobre ella se hace
pedazos toda ley con su carácter de maldición (Rm 4); es el cen­
tro de la historia de salvación porque lo reconcilia todo en el
cuerpo crucificado, superando las categorías de «elegidos* y «no
elegidos- (Ef 2,14ss.); es el centro de toda la creación y predesti­
nación, pues «antes de la fundación del mundo» nosotros fuimos
destinados de antemano en la sangre de Cristo a ser hijos de Dios
(Ef l,4ss.). Pablo mismo sólo quiere prestar el servicio de la pre­
dicación a la reconciliación universal de Dios en la cruz de Jesús
(2 Cor 5,18), pero con ello no pretende anunciar un hecho his­
tórico entre otros, sino el cambio radical efectuado en la cruz y
la resurrección, y la «nueva creación» de todas las cosas — «pasó
lo viejo, todo es nuevo» (2 Cor 5,17)— ; por consiguiente, la ver­
dad más honda de la historia. Dicha verdad resulta un escándalo
para los judíos, una locura para los paganos, porque parece
hablar de «debilidad y locura de Dios», pero precisamente por eso
está dotada de una fuerza absoluta capaz de provocar la crisis, la
juzgadora distinción y separación, que en la cruz manifiesta toda
la «fuerza de Dios» (1 Cor 1,18.24). Esta fuerza es tan grande, que,
paradójicamente, puede recoger y rescatar precisamente en su
ruina (Rm 11,26) al Israel que ha tropezado en la piedra angular
(Rm 9,30ss.). La existencia cristiana es «reflejo» de la forma de
Cristo: si uno murió por todos, todos murieron en principio (2
Cor 5,14); la fe tiene que ratificarlo (Rm 6,3ss.), la existencia tiene
que manifestarlo (2 Cor 4,10); y, si esta muerte tuvo lugar por
amor «a mí» (Ga 2,20), mi respuesta debe ser una «fe» de total
entrega a este destino divino, y el escándalo y las persecuciones
se convierten en timbres de gloria del cristiano (Ga 5,11; 6,12-14).
c.
Los sinópticos cuentan toda la historia previa a la Pasión a
la doble luz de la cruz y la resurrección de Jesús. La cruz no es
en ellos «un acontecimiento aislado,... sino el acontecimiento al
que va encaminada la historia de su vida y por el cual otros acon­
tecimientos reciben su sentido»10. El continuo resplandor de la luz
de la resurrección en la historia de la vida hace que las sombras
de la cruz parezcan aún más tenebrosas: en ninguna parte tiene
esta luz un efecto que apunte al docetismo. La vida de Jesús está
bajo el 8el, el imperativo del «sufrir mucho» (Me 8,31 par; Le
17,25; 22,37; 24,7.26.44). A ello tiende su actitud de servicio: sien­
do así que él tenía el derecho a actuar como señor, su servicio va
hasta la entrega de la vida como rescate por muchos (Me 10,45).
A ello tiende la tentación, que no concluyó con la del desierto
(Le 4,13), y que la carta a los Hebreos ve juntamente con todo el
sufrimiento de su vida (2,18; 4,15), el «suspirar» de Jesús por la
generación con la que debe vivir (Me 8,12) y que le parece «inso­
portable» (Me 9,19). Tan pronto como da signos suficientes de su
misión divina, plantea la cuestión de la confesión, e, inmediata­
mente después, el tiempo restante hasta la Pasión queda jalona­
do por los anuncios de su padecer (Mc 8,31s.; 9,30s.; 10,32s.). Los
discípulos responden al primero deliberando sobre «qué era eso
de ‘resucitar de entre los muertos’» (9,10); la segunda vez, con
incomprensión y temor a preguntar (9,32); la tercera, cuando
Jesús «con voluntad decidida» (Le 9,51) les precede en el camino
hacia Jerusalén, «estaban sorprendidos y los que le seguían tenían
miedo» (Me 10,32). Cuando habla del seguimiento, menciona la
cruz como forma fundamental y quintaesencia de la abnegación
(Mc 8,34s.), como «beber la copa» o «ser bautizados con el bau­
tismo» (10,38). Él mismo desea ardientemente este final (Le
12,50), lo mismo que desea ardientemente la cena en que final­
mente puede repartir su carne sacrificada y su sangre derramada
(Le 22,15). Pese al imperativo divino que determina su camino,
todo sucede en perfecta libertad, con disposición soberana de sí
mismo. Sabe lo que hace cuando provoca a sus adversarios (que
ya muy pronto buscan «cómo eliminarle», Me 3,6): lo hace que­
brantando la costumbre sabática, distinguiendo entre lo original
y lo añadido en la Ley, finalmente poniéndose por encima de la
entera potestad de la Ley, cuyo único intérprete auténtico es él
(Mt 5,21ss.). Su autoridad es poder sobre todo imperio hostil a
Dios: él es «el más fuerte», numerosos milagros demuestran esta
exousía, pero él paga tal autoridad con su fuerza (Me 5,30 par),
conforme al paulino «cuando soy débil, entonces es cuando soy
fuerte» (2 Cor 12,10). Si en Lucas se habla de la Pasión durante la
transfiguración (Le 9,31), en Marcos, inmediatamente después: en
ese pasaje se dice del precursor Juan-Elías que (Herodes-Jezabel)
hicieron con él lo que quisieron; lo mismo le pasará al Hijo del
hombre (Mc 9,12s.): el precedente es tal en el martirio.
También el evangelio de Ju an está dominado por el «es preci­
so» (3,14; 20,9; cf. 12,34), que al mismo tiempo es soberana liber­
tad (Jn 10,18; 14,31b; 18,11). Pero en este caso, camino y meta
(ésta como paso al Padre en la unidad de muerte y resurrección)
están tan integrados, que el sufrimiento (18,4-8) se interpreta
como autoconsagración de Jesús por los hombres que Dios le ha
dado (17,19) y como prueba del más alto amor por los amigos
(15,10). Este amor exige como contrapartida, no sólo la misma
«entrega por los hermanos» (1 Jn 3,169, sino, por decirlo así, el
alegre dejarse atraer del Señor amado a la muerte que le lleva de
vuelta al Padre (Jn 14,28). Pero la sombra que la cruz proyecta
ante él es tan pesada, que Jesús ya antes «derrama lágrimas» y «se
turba» (ll,33ss.); en su turbación quisiera huir de la «hora», y sin
embargo persevera (12,27-28). «Hacerse carne», lo mismo que «no
ser recibido» (1,14.11), es de antemano «ser triturado» (6,54.56),
morir y desaparecer en la tierra (12,24), ser «elevado» en la muer­
te-resurrección como la serpiente, en la cual se reúne y mata todo
veneno (3,14), como el uno que de buen grado se sacrifica por
los muchos —por más de los que los asesinos creen— (ll,50ss.),
como pan de vida que desaparece en las fauces del traidor
(13,26), como luz que brilla en la tiniebla que no la recibe y por
esa razón le echa mano (1,5). Y eso tan esencialmente, que el jui­
cio subsistente que es él no juzga (12,47; 3,17), sino que a través
de su existencia como amor se produce una inexorable escisión
y crisis: aceptación o rechazo (3,19s.), tanto más radical, cuanto
más hondamente se ha desvelado la palabra del amor: el amor
sin motivo corresponde al odio sin motivo (15,22ss.). Los cristia­
nos habrán de vérselas con la misma oposición (15,18s.; l6,l^í).
Del prólogo parte una línea que va hasta el lavatorio de los pies
—el gesto que compendia la especial unidad joánica de inexora­
bilidad y ternura, de innegable autoabajamiento y elevadora puri­
ficación— y, pasando por él, llega hasta la gran oración de des­
pedida —en que a la «hora» de la cruz entrega todo al Padre—, y
hasta la escena de Tiberíades, en la cual la Iglesia ministerial es
colocada bajo la ley del mayor amor, y por tanto del seguimien­
to hasta la cruz.
El Nuevo Testamento en su conjunto converge hacia la cruz y
la resurrección. Desde ellas, y a su luz, también la Antigua
Alianza se convierte a su vez en un único preludio orientado al
triduum mortis, que es a la vez centro y fin de los caminos de
Dios.
3- La confirmación de la Tradición
Desde luego, no hay ningún principio teológico en el que
Oriente concuerde tanto con Occidente, como en el de que la
encarnación tuvo lugar para la redención de la humanidad en la
cruz. Oriente —únicamente de él nos ocupamos aquí—, no sólo
ha profesado de forma constante una profunda devoción a la
cruz11, sino que ha enmarcado y sostenido siempre en el contex­
to de la economía global de la obra divina de la redención una
teoría que le es propia: la asunción de un individuo de entre la
masa entera de la humanidad (entendida como una especie de
universale concretum) afecta y santifica a ésta en su conjunto.
«Asumir al hombre» significa precisamente asumir su destino con­
creto junto con el sufrimiento, la muerte y el infierno en solida­
ridad con todos los hombres. Oigamos a los Padres mismos...
Tertuliano: «Christus mori missus nasci quoque necessario
habuit ut mori posset»12. Atanasio: «El Logos, que en sí no podia
morir, asumió un cuerpo que podía morir, para ofrecerlo por todos
como propio»13. «El Logos impasible cargó con un cuerpo..., para
asumir en sí lo nuestro y ofrecerlo como sacrificio..., para que el
hombre entero obtenga la salvación»14. Gregorio de Nisa: «Si le pre­
guntamos al misterio, más bien dirá que su muerte no fue conse­
cuencia de su nacimiento, sino que asumió el nacimiento para
poder morir»15. Siguiendo la tradición de Ireneo, insiste Hipólito en
que Cristo hubo de asumir la misma materia de que que estamos
formados nosotros; de'otro modo no habría podido exigir de noso­
tros cosas que él mismo no había hecho. «Pero para hacerse igual
a nosotros tomó sobre sí lo penoso, quiso pasar hambre y sed, dor­
mir, no resistir al sufrimiento, obedecer a la muerte, resucitar visi­
blemente. En todo ello ofreció su propia humanidad como sacrifi­
cio de primicias»16. Para Gregorio Nacianceno, la humanación es
asunción de la maldición de la humanidad, y sólo asumiendo todas
las partes del hombre afectadas por la muerte —cuerpo, alma,
espíritu—, podía él, como fermento en la masa, santificarlas
todas17. Crisóstomo no dice otra cosa18. Para Cirilo de Alejandría,
Cristo se hizo por nosotros «maldición», al asumir un cuerpo para
el rescate de los hombres19. Dios previo en la creación la reden­
ción realizada a través de Cristo20. De los griegos, esta idea pasa a
la teología latina. León Magno: «In nostra descendit, ut non solum
substantiam, sed etiam conditionem naturae peccatricis assume­
ret»21. «Nec alia fuit Dei Filio causa nascendi quam ut cruci possit
affigi»22. Hilario: «En (todo) lo demás se muestra ya la disposición
de la voluntad paterna: la virgen, el nacimiento, el cuerpo. Y des­
pués: la cruz, la muerte, el mundo inferior: nuestra salvación»23. No
otra cosa dice Ambrosio24. Para Máximo el Confesor, la secuencia
de humanación, cruz, resurrección, ofrece al que cree y reflexiona
teológicamente una visión cada vez más profunda de la creación
del mundo: «El misterio de la humanación de la Palabra contiene
la explicación en compendio de todos los enigmas y figuras de la
Escritura, así como el sentido de todas las criaturas sensibles y espi­
rituales. Pero quien conoce el misterio de la cruz y de la sepultu­
ra, conoce las verdaderas razones (logoi) de todas esas" cosas;
quien, finalmente, se adentra en la fuerza escondida de la resu­
rrección, experimenta la meta final, por la cual Dios lo creó todo
desde el principio»25. Nicolás Cabasilas ofrece la razón soteriológica de este paso: «Puesto que los hombres se distinguen de Dios en
tres maneras: por su naturaleza, por su pecado y por su muerte, el
redentor hizo que lo encontraran sin obstáculos y se unieran inme­
diatamente con él. Para ello eliminó una tras otra todas esas resis­
tencias: la primera, participando de la naturaleza humana; la
segunda, muriendo en la cruz; y finalmente, el último muro de
división, cuando al resucitar desterró completamente de nuestra
naturaleza la tiranía de la muerte»26.
Estos pasajes muestran, en primer lugar, que la humanación
está ordenada en definitiva a la cruz; acaban así con un mito
difundido en los libros de teología, el de que en la teología grie­
ga, al contrario que en la latina, la «redención» tuvo lugar funda­
mentalmente en el acto de la humanación, respecto a la cual la
cruz sólo sería una especie de epifenómeno; con ello contradicen
también el mito moderno (que pretende apoyarse en aquel otro
que acabamos de mencionar) de que el cristianismo es ante todo
«encamacionismo», enraizamiento en el mundo (profano), y no un
morir a este mundo27.
Pero estos pasajes muestran en segundo lugar, y en un plano
más profundo, que quien, dice humanación dice ya cruz. Por dos
razones: porque el Hijo de Dios asume la naturaleza humana en
su estado caído, por tanto con el gusano que en ella habitaba de
la mortalidad, la fragilidad, la alienación y la muerte, tal como
entró en el mundo por el pecado. Así Agustín: «Ex quo esse inci­
pit in hoc corpore, in morte est. An potius et in vita et in morte
simul est»28. Por eso puede Bernardo aventurar esta afirmación:
«Fortasse crux ipsa nos sumus, cui Christus memoratur infixus...
‘Infixus sum in limo profundi’ (Ps 28,3): quoniam de limo plas­
mati sumus. Sed tunc quidem limus paradisi fuimus, nunc vero
limus profundi: barro y fango del abismo»29. La segunda razón
estriba, no en la condición del hombre asumido, sino en la del
Logos que asume: hacerse hombre es para él ya, en un sentido
muy oculto pero muy real, abajamiento; incluso, como dicen
algunos, abajamiento más profundo que el camino mismo hasta
la cruz. Con ello se plantea una nueva cuestión de la Pasiología:
no ya la (horizontal) entre pesebre y cruz, sino la vertical entre
cielo y pesebre: la cuestión de la kénosis.
tfA 4. La kénosis y la nueva imagen de Dios
La doctrina de la kénosis50 es tan difícil, desde el punto de
vista de la exégesis51, la historia de la Tradición52 y el dogma55,
que aquí sólo podemos tratarla de modo somero, únicamente en
la medida en que resulta indispensable para nuestro tema. La afir­
mación principal del antiquísimo himno de Flp 2, prepaulino y
completado por Pablo, es: «El cual (el antecedente es ‘Cristo’),
siendo de condición divina, no codició (o: no consideró como
presa codiciable, como un privilegio que se debía mantener a
toda costa) el ser igual a Dios, sino que se vació de sí mismo
tomando condición de esclavo. Asumiendo semejanza humana y
apareciendo en su porte como hombre, se rebajó a sí mismo,
haciéndose obediente hasta la muerte», y Pablo añade: «y una
muerte de cruz». Después el himno continúa: «Por eso Dios lo
exaltó (sobremanera: ύπερ-) y le otorgó el Nombre que está sobre
todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble
en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confie­
se que Cristo Jesús es el Señor (.Kyrios) para gloria de Dios
Padre». Puede considerarse probado que el sujeto que «se vacía»,
al tomar la condición de esclavo, no es el Cristo ya humanado,
sino el supracósmico que es de condición divina; además, que en
esta primera kénosis está ya contemplada la segunda: también
como hombre, no codiciar la misma (ομοίωμα y σχήμα son más
o menos sinónimos de μορφή) condición que la de los demás,
sino abajarse en la obediencia aún más profundamente: hasta la
muerte de cruz. Si la afirmación fundamental atañe al Logos pre­
cósmico, άρπαγμά? (referido a la condición divina), no remite a
algo que se alcanza violenta o indebidamente, sino a una «cosa
preciosa que se ha de conservar a toda costa, aun cuando se
posea legítimamente»: tal cosa no puede ser otra que la (condi­
ción de) gloria (expresada en la última frase en relación con el
Padre), que se abandona en la kénosis. Ahora bien, es muy cier­
to que, como dice E. Käsemann34, no se debe sobrecargar el texto
proyectando sobre él la interpretación de la doctrina dogmática
: de las dos naturalezas, sino más bien ver en él sólo «la sucesión
j de distintas fases en la continuidad de un único drama de salvaj ción», y así hablar con P. Henry de «conditions» (en lugar de natu¡ ralezas) del sujeto. No obstante, la cuestión sigue en pie: si se
quiere entender cristianamente esto (quizás en su origen un
«esquema mítico») y nos vemos obligados por ello a explicarlo en
I el horizonte de la cristología, y por tanto de la doctrina de la
i Trinidad, se debe admitir un «acontecer» en el Dios supracósmico
I e «inmutable»; y dicho acontecer, que se describe con las palabras
I «vaciamiento» (anonadamiento) y «abajamiento», es un «abandono»
i de la «semejanza divina» (ίσα θεω), en lo que atañe a la preciosa
1 posesión de la «gloria».
El verdadero problema permaneció oculto mucho tiempo,
mientras con los arríanos se negó la igualdad de esencia del Hijo
con el Padre (daba igual que άρπαγμά? se interpretara como res
rapienda o rapta), o con los gnósticos se hizo al Logos asumir
sólo un cuerpo aparente (lo cual excluía una kénosis), o con
Nestorio se puso el acento en el «ascenso» de un hombre a la dig­
nidad de Hombre-Dios: así sólo entraba en acción la segunda
parte del himno. En su lucha contra este triple frente herético, a
la ortodoxia le correspondió, junto con la ventaja de tomar el
texto literalmente, toda la dificultad de su explicación. Había que
atravesar un desfiladero: por un lado, no defender la inmutabili­
dad de Dios hasta el punto de afirmar que en el Logos precós­
mico, que procedió a la humanación, no aconteció nada real; por
Qtrp lado, no dejar que ese acontecimiento real degenerara en
(teopasqüismo?5.
^'A4a-orfodoxia se le ofreció una primera idea fundamental que
pudo ser utilizada por Atanasio contra Arrio y Apolinar, por
Cirilo contra Nestorio, por León contra Eutiques: la decisión de
Dios de hacer que el Logos se hiciera hombre significa para éste
una verdadera humillación y abajamiento, tanto más, cuanto que
la condición histórica en que se encontraba la humanidad peca­
dora estaba ya desde siempre patente. Atanasio establece el
movimiento fundamental de lo acontecido en Cristo: descenso,
no ascenso; cita Flp 2 y prosigue: «¿Qué podría ser más lumino­
so y convincente que estas palabras? Por tanto, no pasó de
menos a más, sino que, siendo Dios, tomó la condición de escla­
vo, y con ello no fue a más, sino que se rebajó». Era más bien el
hombre el que necesitaba elevación «a causa de la bajeza de la
carne y de la muerte». El Logos, que no necesitaba de ninguna
elevación, tomó esta condición y «por nosotros padeció como
hombre la muerte en su carne, para así ofrecerse en la muerte al
Padre por nosotros» y levantarnos consigo hasta la altura que a
él le corresponde desde la eternidad30. Aquí estriba también el
principal punto fuerte de Cirilo contra una cristología nestoriana
que hoy nosotros calificaríamos de «antropología dinámico-trascendental»: Cirilo no piensa desde la estructura «abierta», que se
trasciende, del hombre, sino desde la renuncia a sí mismo de
Dios y desde su amor descendenté37. La humanacjóarae-es-para
Dios un «incremento», sino un vaciagiiento38. Según Cirilo, cier­
tamente la humanación no'mócíIFica nada en la condición divina
(y por tanto tampoco en la gloria) del Logos eterno; pero, vista
precósmicamente, es un acto completamente libre en el cual él
acepta los límites (μέτρον aparece una y otra vez) y la άδοξία39
de la naturaleza humana, lo cual supone «un vaciamiento de la
plenitud» y un «abajamiento de lo elevado»40. La misma preocu­
pación por conectar la integridad y la impasibilidad de la divini­
dad con la promoción del hombre a través de la asunción humi­
llante («divinitatem usque ad humana submisit») de la «conditio
naturae peccatricis»41, caracteriza a León Magno. En la línea de lo
que aquí queremos destacar sobre todo, dice Hilario de la humanación (y no explícitamente de la cruz): «Su bajeza es nuestra
nobleza, su debilidad es nuestra honra»42, y habla de la «debili­
dad del abajamiento asumido», de la »disminución de la fuerza
indescriptible hasta la paciente aceptación del cuerpo»43. Luis de
Granada dirá en esta línea que la humanación es para Dios más
I humillante que la cruz44. Con un abajamiento, dice Agustín,
. comienza la humanación45.
’
Pero, ¿es esta afirmación intrínsecamente compatible con
aquélla sobre la inmutabilidad de. Dios —y por consiguiente tam­
bién con la de la gloria del Hijo junto a Dios Padre—? Si volve­
mos la vista sobre el himno de Flp 2 desde la cristología madura
de Éfeso y Calcedonia, y lo hacemos con la voluntad de no vio­
lentar la fuerza «dogmática» de su testimonio, no podremos
menos de captar en su lenguaje arcaico, que balbucea el miste­
rio, un algo más que las fórmulas así fijadas de la inmutabilidad
de Dios no dejan que se haga realmente tangible; se siente ese
resto al que intentan llegar los kenóticos alemanes, ingleses,
rusos, de los siglos XIX y XX.
Pero además tenemos también los esfuerzos casi sobrehuma­
nos de H ilario por expresar íntegramente el misterio de la kénosis, esfuerzos que, si no nos satisfacen plenamente, tal vez nos
pongan, no obstante, sobre la pista correcta. Para Hilario, todo
se produce en virtud de la soberana libertad divina (y, por tanto,
de su imperio y majestad), en cuyo poder está «despojarse por
obediencia en la (posible) asunción de la condición de esclavo,
y despojarse de la condición de Dios»46: por consiguiente, per­
maneciendo en sí (pues todo sucede por el poder de su sobera­
nía), abandonarse (en su condición gloriosa). Si ambas formas
(μορφαί) fueran sencillamente compatibles (como pensaban los
tres grandes doctores antes mencionados), en Dios no acontece­
ría nada en realidad. Desde luego, el sujeto permanece el
mismo: «Non alius est in forma servi quam qui in forma Dei est»,
pero es inevitable un cambio de estado: «Cum accipere formam
servi nisi per evacuationem suam (!) non potuerit qui manebat
(¡ύπαρχων!) in Dei forma, non conveniente sibi formae utriusque
concursu»47 Se produce una duplicidad que sólo se elimina
mediante la elevación de la condición de esclavo a la condición
gloriosa del Kyrios48. En medio de ambas se encuentra la «vacui­
tatis dispensatio»49, que no modifica (non demutatus) al Hijo de
Dios, sino que significa un ocultarse dentro de sí mismo ( intra
se latens), un «vaciarse en el interior de su potestad» ( intra suam
ipse vacuefactus potestatem)9*, por tanto sin pérdida de su libre
poder divino (cum virtutis potestas etiam in evacuandi se potes­
tate perm aneat)^.
A estas afirmaciones les falta simplemente una dimensión: la
trinitaria, es decir, la de las personas como procesiones, relacio­
nes y misiones. Es la dimensión que aparece como neotestamentaria en el himno de Flp 2, sin todavía poseer otro material con­
ceptual para la expresión de sí, que el aplicado al concepto
veterotestamentario de Dios. El acento recae, pues, sobre la afir­
mación: «Aun siendo de condición divina» (dicho dogmáticamen­
te: aun participando όμοουσίω? de la esencia divina), «creyó él
que no debía aferrarse a ella como a una posesión propia pre­
ciosa e inalienable»: si este aferrar podía ser una propiedad fun­
damental del Dios veterotestamentario, que no comparte ni
puede compartir con nadie más su honor y gloria, que se contra­
diría a sí mismo si renunciara a ellos, dicha propiedad no sirve
ya para caracterizar a «Jesucristo» en cuanto sujeto precósmico, y
por tanto divino. Él se puede permitir, por decirlo así, renunciar
a su gloria; es tan divinamente libre, que puede atarse en la obe­
diencia de esclavo. En esta separación de ambas imágenes de
Dios, el Hijo que se despoja queda contrapuesto por un momen­
to al Dios Padre dibujado todavía de algún modo con colores
veterotestamentarios (Flp 2,11); pero la reflexión teológica conci­
lia pronto esta contraposición: es el Padre mismo quien no «cree
que deba aferrarse» a su Hijo, sino que lo «entrega» ( tradere. Jn
19,11; Rm 4,25; 8,32; dare: Jn 3,16; 6,32, etc.), y el Espíritu es defi­
nido continuamente como el «don», de ambos.
No se trata, por tanto, de una especie de tentación «mítica»,
precósmica, del Hijo (como hombre primordial), que le induzca
a apoderarse inmediatamente de la gloria suprema sin humanación. Tampoco tenemos aquí un paralelo con Adán, quien, deso­
yendo el mandato de Dios que le exigía obediencia, «arrebató» la
manzana52. El tema en cuestión es más bien, al menos soterradamente, el viraje decisivo en la visión de Dios: éste no es princi­
palmente «poder absoluto», sino absoluto «amóñfsu soEeraníano
se manifiesta aférfándose arlonjrcrpio, sino entregándolo: de esa
manera, dicha sob'éráñíá" se extiende más allá, de la contraposi­
ción ultramundana:enixe poder e impotencia. Él despöjämlento
de Dios (en la humanación) tiene su posibilidad óntica en la eter­
na condición despojada de Dios, en su entrega tripersonal.
Partiendo de ella, tampoco la persona creada se ha de definir ya
principalmente como «subsistencia en sí»; en un plano más pro­
fundo (en el caso de que haya sido creada a imagen y semejan­
za de Dios), su definición será «vuelta a sí (reflexio completa)
desde la condición despojada desde siempre» y «elevación desde
sí como interioridad que se entrega y expresa». Los conceptos
«pobreza» y «riqueza» se hacen dialécticos. Esto no quiere decir
que la esencia de Dios sea en sí (unívocamente) «kenótica», como
si el fundamento divino que hace posible la kénosis se pudiera
integrar con ésta bajo un único concepto que abarque ambos.
Por ahí van algunos errores de los nuevos kenóticos. Lo que
intento decir más bien es que — como Hilario intentó demostrar
a su manera— el «poder» divino está constituido de tal manera,
que puede disponer en sí mismo el espacio para un despojamiento de sí, como es la humanación y la cruz, y puede perse­
verar en dicho despojamiento hasta el extremo. Entre condición
de Dios y condición de esclavo domina la analogía de las natu­
ralezas en la identidad de la persona, conforme a aquello de la
«maior dissimilitudo in tanta similitudine» (DS 806).
Sólo partiendo de aquí queda el camino expedito para abor­
dar especulativamente dos principios enunciados en la Escritura
y en la Tradición patrística, pero cuya comprensión quedó blo­
queada, en cierto modo, por los posicionamientos antiheréticos
(la no modificación de la condición divina, y por consiguiente de
la gloria, del Hijo incluso durante su kénosis, y la inmutabilidad
de la divinidad en general). Por un lado, la afirmación joánica de
que en la extrema condición de esclavo, en la cruz, aparece la
gloria del Hijo, en cuanto en ese momento su amor ha llegado y
se ha revelado hasta el fin (divino). Por otro, la afirmación de
que, en la humanación del Hijo, el Dios trino no sólo ha acudi­
do en ayuda del mundo, sino que se ha revelado a sí mismo en
su más profunda peculiaridad. Desde luego, este principio toda­
vía no se evidenciará plenamente con la doctrina de la Trinidad
de los Padres y de Agustín, sino sólo en la de Ricardo de S.
Víctor.
Sólo desde este punto de vista resultan también comprensibles
del todo algunas afirmaciones de los Padres. Así, por ejemplo, la
frase de Orígenes: «Hay que atreverse a decir que la bondad de
Cristo aparece mayor, más divina y verdaderamente según la
imagen del Padre, cuando se humilla en la obediencia hasta la
muerte, y hasta la muerte de cruz, más que si él hubiera consi-
principalmente como «subsistencia en sí»; en un plano más pro­
fundo (en el caso de que haya sido creada a imagen y semejan­
za de Dios), su definición será «vuelta a sí ( reflexio completa)
desde la condición despojada desde siempre» y «elevación desde
sí como interioridad que se entrega y expresa». Los conceptos
«pobreza» y «riqueza» se hacen dialécticos. Esto no quiere decir
que la esencia de Dios sea en sí (unívocamente) «kenótica», como
si el fundamento divino que hace posible la kénosis se pudiera
integrar con ésta bajo un único concepto que abarque ambos.
Por ahí van algunos errores de los nuevos kenóticos. Lo que
intento decir más bien es que — como Hilario intentó demostrar
a sü manera— el «poder» divino está constituido de tal manera,
que puede disponer en sí mismo el espacio para un despojamiento de sí, como es la humanación y la cruz, y puede perse­
verar en dicho despojamiento hasta el extremo. Entre condición
de Dios y condición de esclavo domina la analogía de las natu­
ralezas en la identidad de la persona, conforme a aquello de la
«maior dissimilitudo in tanta similitudine» (DS 80ό).
Sólo partiendo de aquí queda el camino expedito para abor­
dar especulativamente dos principios enunciados en la Escritura
y en la Tradición patrística, pero cuya comprensión quedó blo­
queada, en cierto modo, por los posicionamientos antiheréticos
(la no modificación de la condición divina, y por consiguiente de
la gloria, del Hijo incluso durante su kénosis, y la inmutabilidad
de la divinidad en general). Por un lado, la afirmación joánica de
que en la extrema condición de esclavo, en la cruz, aparece la
gloria del Hijo, en cuanto en ese momento su amor ha llegado y
se ha revelado hasta el fin (divino). Por otro, la afirmación de
que, en la humanación del Hijo, el Dios trino no sólo ha acudi­
do en ayuda del mundo, sino que se ha revelado a sí mismo en
su más profunda peculiaridad. Desde luego, este principio toda­
vía no se evidenciará plenamente con la doctrina de la Trinidad
de los Padres y de Agustín, sino sólo en la de Ricardo de S.
Víctor.
Sólo desde este punto de vista resultan también comprensibles
del todo algunas afirmaciones de los Padres. Así, por ejemplo, la
frase de Orígenes: «Hay que atreverse a decir que la bondad de
Cristo aparece mayor, más divina y verdaderamente según la
imagen del Padre, cuando se humilla en la obediencia hasta la
muerte, y hasta la muerte de cruz, más que si él hubiera consi-
derado por un bien irrenunciable el ser igual a Dios, y se hubie­
ra negado a hacerse esclavo por la salvación del mundo«53. O la
del Crisóstomo: «Nada hay, pues, tan sublime, como el hecho de
que la sangre de Dios sea derramada por nosotros. Y más que la
adopción como hijos, más que todo lo demás, es que no perdo­
nara a su propio Hijo... Esto es con mucho lo más grande«54. Cirilo
llega a hablar en una ocasión de una felix culpa, no por noso­
tros, sino por el Hijo de Dios, pues ella le dio la oportunidad de
alcanzar con su abajamiento nueva gloria55. Lossky explica la
TrénosisT apoyándose en pasajes así, como revelación de toda la
Trinidad56. Por eso se puede entender que de vez en cuando apa­
rezca, vacilante o confusa, la idea de que el Hijo humanado fue,
en cuanto redentor, el modelo que tuvo presente el creador en la
creación del hombre57.
Si se considera seriamente lo dicho, el acontecimiento de la encar­
nación de la segunda persona de Dios no deja de afectar a la relación
existente entre las personas divinas. El lenguaje y el pensamiento huma­
nos fracasan ante este misterio: que las relaciones eternas entre Padre e
Hijo tengan su clímax, en un sentido que se ha de considerar seria­
mente, en las relaciones entre el hombre Jesús y su Padre celestial
durante el «tiempo* de la peregrinación terrena de Cristo; que el Espíritu
Santo viva entre ellos y, en cuanto procede del Hijo, se vea afectado
también por la condición humana de éste. Ésta es la cuestión que inten­
taron abordar a su manera los kenóticos de la Edad Moderna. En pri­
mer lugar, los luteranos Chemnitz (1522-1586) y Brentz (1499-1570).
Ambos admitían una communicatio idiomatum entre la naturaleza divi­
na y la humana de Cristo, en el sentido de que la humanidad debía par­
ticipar de la omnipotencia y omnipresencia de la divinidad; para
Chemnitz, sólo «potencialmente (en cuanto a la posesión)* y «actual­
mente (en cuanto al uso: χρήσις)* nada más que allí donde la voluntad
de Cristo lo permite (eucaristía); para Brentz, el estado de exinanitio
tiene siempre la misma extensión que el de exaltatio, pero esa omnipresenda, con cuyo uso cuenta siempre Cristo, permanece a menudo
oculta (κρύφια) según la economía. La escuela de Gießen sigue a
Chemnitz; la de Tubinga, a Brentz, quien desarrolló más seriamente la
communicatio idiomatum luterana. Al mismo tiempo, Gießen reprocha
a éste haber caído en el «extra calvinisticum*, según el cual, induso
durante la peregrinación terrena y muerte de Jesús, el Logos (extra carnein) no deja de regir el mundo; por consiguiente, realiza la humana-
derado por un bien irrenunciable el ser igual a Dios, y se hubie­
ra negado a hacerse esclavo por la salvación del mundo»53. O la
del Crisóstomo: «Nada hay, pues, tan sublime, como el hecho de
que la sangre de Dios sea derramada por nosotros. Y más que la
adopción como hijos, más que todo lo demás, es que no perdo­
nara a su propio Hijo... Esto es con mucho lo más grande»54. Cirilo
llega a hablar en una ocasión de una felix culpa, no por noso­
tros, sino por el Hijo de Dios, pues ella le dio la oportunidad de
alcanzar con su abajamiento nueva gloria55. Lossky explica la
Icénosls^poyandbse en pasajes ”así7como revelación de toda la
Trinidad56. Por eso se puede entender que de vez en cuando apa­
rezca, vacilante o confusa, la idea de que el Hijo humanado fue,
en cuanto redentor, el modelo que tuvo presente el creador en la
creación del hombre57.
Si se considera seriamente lo dicho, el acontecimiento de la encar­
nación de la segunda persona de Dios no deja de afectar a la relación
existente entre las personas divinas. El lenguaje y el pensamiento huma­
nos fracasan ante este misterio: que las relaciones eternas entre Padre e
Hijo tengan su clímax, en un sentido que se ha de considerar seria­
mente, en las relaciones entre el hombre Jesús y su Padre celestial
durante el «tiempo» de la peregrinación terrena de Cristo; que el Espíritu
Santo viva entre ellos y, en cuanto procede del Hijo, se vea afectado
también por la condición humana de éste. Ésta es la cuestión que inten­
taron abordar a su manera los kenóticos de la Edad Moderna. En pri­
mer lugar, los luteranos Chemnitz (1522-1586) y Brentz (1499-1570).
Ambos admitían una communicatio idiomatum entre la naturaleza divi­
na y la humana de Cristo, en el sentido de que la humanidad debía par­
ticipar de la omnipotencia y omnipresencia de la divinidad; para
Chemnitz, sólo «potencialmente (en cuanto a la posesión)» y «actual­
mente (en cuanto al uso: χρήσις)» nada más que allí donde la voluntad
de Cristo lo permite (eucaristía); para Brentz, el estado de exinanitio
tiene siempre la misma extensión que el de exaltatio, pero esa omni­
presencia, con cuyo uso cuenta siempre Cristo, permanece a menudo
oculta (κρύψι?) según la economía. La escuela de Gießen sigue a
Chemnitz; la de Tubinga, a Brentz, quien desarrolló más seriamente la
communicatio idiomatum luterana. Al mismo tiempo, Gießen reprocha
a éste haber caído en el «extra calvinisticum», según el cual, incluso
durante la peregrinación terrena y muerte de Jesús, el Logos (extra carnení) no deja de regir el mundo; por consiguiente, realiza la humana-
ción y la muerte, en cierto modo, como si fuera un asunto más entre
otros —opinión que de forma consecuente debió de ser también la de
un Agustín58 y un Tomás59—. La problemática de ambas escuelas lute­
ranas no toca el problema de la kénosis directamente, porque ante todo
consideran la existencia de lo limitado en lo ilimitado, aun cuando ven
lo segundo seriamente afectado por lo primero. Además les faltan las
categorías que hemos destacado de la personalidad divina: tratan las
propiedades divinas al modo veterotestamentario, podríamos decir, y
sitúan la humanación dentro de su marco.
Los kenóticos alemanes del siglo XIX60 escriben después de Hegel,
para quien el Sujeto absoluto, para hacerse concreto y para sí, se hace
finito en la Naturaleza y la Historia universal. Así, para estos teólogos el
punto de vista es el contrario: sujeto de la kénosis no es el humanado,
sino el que se humana. Se trata de una «autorrestricción de lo divino·*,
como dice Thomasius. Según él, el Hijo renuncia a las propiedades
«relativas* de la divinidad relacionadas con el mundo, como la omnipo­
tencia, la omnisciencia, la omnipresencia, etc., para mantener las pro­
piedades inmanentes a Dios, como la verdad, la santidad, el amor. Dado
que esta autorxestricción de la divinidad acontece en absoluta libertad y
es obra del amor, no elimina la condición divina de Dios. Frank será
más radical al decir que la conciencia del Hijo eterno se despotencia en
una autoconciencia finita, pero de manera que el Hijo humanado se
sabe Hijo de Dios. La condición del hombre de imagen viva de Dios se
convierte en el recipiente de un contenido divino que en él se recoge
y limita. Gess va aún más lejos: el Logos que se humana renuncia tam­
bién a las propiedades inmanentes de Dios y a su autoconciencia eter­
na. En este sistema, el Logos acaba por perderse dentro del proceso del
mundo, y la Trinidad llega a ser sólo a través de la economía. Es ver­
dad que Thomasius se mantiene todavía cerca de las intuiciones de
Hilario, pero, con su distinción entre propiedades inmanentes y tras­
cendentes —que es en sí inviable—, es incapaz de superar realmente el
horizonte veterotestamentario.
Si el kenotismo alemán fue manifiestamente desencadenado por el
idealismo especulativo, la «marejada kenótica* (Ramsey) producida en la
teología anglicana entre 1890 y 1910 también fue indirectamente susci­
tada (a través de la influencia de T. H. Green) por Hegel y la idea de la
evolución cósmica que culmina en Cristo. Sin embargo, en lo esencial
es un intento independiente de conciliar la cristología patrística con el
realismo terreno del hombre Jesús de Nazaret puesto de manifiesto por
la investigación de los evangelios. El punto débil de esta escuela estri-
ción y la muerte, en cierto modo, como si fuera un asunto más entre
otros —opinión que de forma consecuente debió de ser también la de
un Agustín58 y un Tomás59—. La problemática de ambas escuelas lute­
ranas no toca el problema de la kénosis directamente, porque ante todo
consideran la existencia de lo limitado en lo ilimitado, aun cuando ven
lo segundo seriamente afectado por lo primero. Además les faltan las
categorías que hemos destacado de la personalidad divina: tratan las
propiedades divinas al modo veterotestamentario, podríamos decir, y
sitúan la humanación dentro de su marco.
Los kenóticos alemanes del siglo XIX60 escriben después de Hegel,
para quien el Sujeto absoluto, para hacerse concreto y para sí, se hace
finito en la Naturaleza y la Historia universal. Así, para estos teólogos el
punto de vista es el contrario: sujeto de la kénosis no es el humanado,
sino el que se humana. Se trata de una «autorrestricción de lo divino-,
como dice Thomasius. Según él, el Hijo renuncia a las propiedades
«relativas* de la divinidad relacionadas con el mundo, como la omnipo­
tencia, la omnisciencia, la omnipresencia, etc., para mantener las pro­
piedades inmanentes a Dios, como la verdad, la santidad, el amor. Dado
que esta autorrestricción de la divinidad acontece en absoluta libertad y
es obra del amor, no elimina la condición divina de Dios. Frank será
más radical al decir que la conciencia del Hijo eterno se despotencia en
una autoconciencia finita, pero de manera que el Hijo humanado se
sabe Hijo de Dios. La condición del hombre de imagen viva de Dios se
convierte en el recipiente de un contenido divino que en él se recoge
y limita. Gess va aún más lejos: el Logos que se humana renuncia tam­
bién a las propiedades inmanentes de Dios y a su autoconciencia eter­
na. En este sistema, el Logos acaba por perderse dentro del proceso del
mundo, y la Trinidad llega a ser sólo a través de la economía. Es ver­
dad que Thomasius se mantiene todavía cerca de las intuiciones de
Hilario, pero, con su distinción entre propiedades inmanentes y tras­
cendentes —que es en sí inviable—, es incapaz de superar realmente el
horizonte veterotestamentario.
Si el kenotismo alemán fue manifiestamente desencadenado por el
idealismo especulativo, la «marejada kenótica* (Ramsey) producida en la
teología anglicana entre 1890 y 1910 también fue indirectamente susci­
tada (a través de la influencia de T. H. Green) por Hegel y la idea de la
evolución cósmica que culmina en Cristo. Sin embargo, en lo esencial
es un intento independiente de conciliar la cristología patrística con el
realismo terreno del hombre Jesús de Nazaret puesto de manifiesto por
la investigación de los evangelios. El punto débil de esta escuela estri­
ba en que, mientras que el idealismo especulativo une el problema de
la persona con el de la conciencia, aquélla pone el acento en lo empí­
rico de la autoconciencia de Jesús, que, en cuanto humano-histórica, no
puede dejar de ser limitada. También para Charles Gore es ya la crea­
ción, y todavía más la humanación, «autorrestricción- de Dios, pero pre­
cisamente de ese modo ésta se convierte en el auténtico autodesvelamiento de Dios. Pues un puro «poder físico hace que el sujeto se
encuentre con su simple ‘autoafirmacióri y poderío; en cambio, la
renuncia es la prueba suprema del amor-. Así piensa Gore61, al que
sigue Frank Weston en The One Christ (1907). Critica éste los puntos
débiles de Gore, intenta conciliarias categorías ónticas tradicionales con
las idealistas de la autoconciencia, admitiendo en Cristo dos naturalezas
y dos facultades cognoscitivas y volitivas, pero sólo una autoconcien­
cia, en la cual de hecho una facultad queda codeterminada por la otra:
no hay ninguna acción ni pasión del humanado en la que no participe
la naturaleza divina; pero tampoco hay ninguna relación del Hijo eter­
no con el Padre y con el mundo que no esté condicionada por la autolimitación del hombre Jesús. Desde esa única conciencia es, en la tie­
rra, el hombre restringido y obediente; en el cielo, el dominador del
mundo. No obstante, estas especulaciones llevan a perder el camino; su
único mérito es ponernos más claramente ante los ojos la hondura del
misterio de la kénosis. Lo mismo que en la antigua teología óntica era
imposible hacer creíble la humanación como un «elemento nuevo aña­
dido·* a la inmutable naturaleza divina (pues la kénosis no es precisa­
mente άρπαγμό?, no es ganancia), tampoco la teología de la conciencia
—especulativa o empírica— consigue llegar a un «tercer·» punto que per­
mita dominar la confluencia de la conciencia divina y la humana. Se
debe mantener la parad oja de que en la humanidad sin mengua se nos
hace presente todo el poder y la gloria de Dios.
Hay que dar la razón a P. Althaus: «La cristología se debe pensar
desde la cruz: en la completa impotencia del Crucificado, en su angus­
tia de muerte, de la que rio se puede mantener al margen ninguna 'natu­
raleza divina’, reina en toda su integridad la divinidad de Dios. Lo que
Pablo aplica como palabra del Señor a su propia vida: ‘La fuerza se rea­
liza en la flaqueza’ (2 Cor 12,9), lo reconocemos en la fe en Jesucristo
como una ley de la vida divina misma. Desde luego, con este recono­
cimiento se quiebra la antigua concepción de la inmutabilidad de Dios.
La cristología debe tomar en serio que es Dios mismo quien en el Hijo
entra realmente en el sufrimiento, y que precisamente allí es y perma­
nece Dios plenamente·· (P. Althaus, «Kénosis-, en RGG III, pp. 1245s.).
ba en que, mientras que el idealismo especulativo une el problema de
la persona con el de la conciencia, aquélla pone el acento en lo empí­
rico de la autoconciencia de Jesús, que, en cuanto humano-histórica, no
puede dejar de ser limitada. También para Charles Gore es ya la crea­
ción, y todavía más la humanación, «autorrestricción» de Dios, pero pre­
cisamente de ese modo ésta se convierte en el auténtico autodesvelamiento de Dios. Pues un puro «poder físico hace que el sujeto se
encuentre con su simple ‘autoafirmacióri y poderío; en cambio, la
renuncia es la prueba suprema del amor*. Así piensa Gore61, al que
sigue Frank Weston en The One Christ (1907). Critica éste los puntos
débiles de Gore, intenta conciliar las categorías ónticas tradicionales con
las idealistas de la autoconciencia, admitiendo en Cristo dos naturalezas
y dos facultades cognoscitivas y volitivas, pero sólo una autoconcien­
cia, en la cual de hecho una facultad queda codeterminada por la otra:
no hay ninguna acción ni pasión del humanado en la que no participe
la naturaleza divina; pero tampoco hay ninguna relación del Hijo eter­
no con el Padre y con el mundo que no esté condicionada por la autolimitación del hombre Jesús. Desde esa única conciencia es, en la tie­
rra, el hombre restringido y obediente; en el cielo, el dominador del
mundo. No obstante, estas especulaciones llevan a perder el camino; su
único mérito es ponernos más claramente ante los ojos la hondura del
misterio de la kénosis. Lo mismo que en la antigua teología óntica era
imposible hacer creíble la humanación como un «elemento nuevo aña­
dido» a la inmutable naturaleza divina (pues la kénosis no es precisa­
mente άρπαγμά^, no es ganancia), tampoco la teología de la conciencia
—especulativa o empírica— consigue llegar a un «tercer» punto que per­
mita dominar la confluencia de la conciencia divina y la humana. Se
debe mantener la parad oja de que en la humanidad sin mengua se nos
hace presente todo el poder y la gloria de Dios.
Hay que dar la razón a P. Althaus: «La cristología se debe pensar
desde la cruz: en la completa impotencia del Crucificado, en su angus­
tia de muerte, de la que rio se puede mantener al margen ninguna ‘natu­
raleza divina', reina en toda su integridad la divinidad de Dios. Lo que
Pablo aplica como palabra del Señor a su propia vida: ‘La fuerza se rea­
liza en la flaqueza' (2 Cor 12,9), lo reconocemos en la fe en Jesucristo
como una ley de la vida divina misma. Desde luego, con este recono­
cimiento se quiebra la antigua concepción de la inmutabilidad de Dios.
La cristología debe tomar en serio que es Dios mismo quien en el Hijo
entra realmente en el sufrimiento, y que precisamente allí es y perma­
nece Dios plenamente» (P. Althaus, «Kénosis», en RGG III, pp. 1245s.).
Por tanto, se debe coincidir con aquellos Padres que, no sólo
unen la kénosis —como autorrestricción y autorrenuncia de
Dios— con la libertad divina —contra toda idea de que aquí
tiene lugar un proceso gnóstico-natural o hegeliano-lógico— ,
sino que también ven brillar en la impotencia del humanado y
crucificado la omnipotencia de Dios. Se puede hablar de una
«concentración» del Hijo realizada libremente62 para, como
«pequeñísimo grano de mostaza», superarlo todo en virtud de su
potencia interior63. Por eso, en lo tocante al sufrimiento de la
cruz, Hilario puede subrayar la libertad divina, de la que depen­
de la condición de esclavo, hasta casi el límite del docetismo64.
Finalmente, Gregorio de Nisa puede decir: «En el hecho de que
la naturaleza todopoderosa fuera capaz de descender hasta la
bajeza del hombre, se encuentra una prueba mucho más clara de
su poder, que en la grandeza de sus milagros... El descenso de
Dios es cierto exceso de poder, para el cual no representa obstá­
culo alguno ni siquiera lo que parece contrario a su naturaleza...
La grandeza se manifiesta en la bajeza, y sin embargo la grande­
za no se ve con ello rebajada»65.
Hay una verdad teológica que media entre los dos extremos
inviables: por un lado, una «inmutabilidad de Dios» tal, que la
humanación se vacía de contenido pasando a ser considerada
como un «ingrediente» exterior; por otro lado, una «mutabilidad
de Dios» tal, que la autoconciencia divina del Hijo se ve durante
el tiempo de la humanación «enajenada» en una conciencia huma­
na66. Dicha verdad atañe ·αΙ Cordero degollado desde la creación
del mundo· (Ap 13,8; cf. 5,6.9.12). En ella se cruzan claramente
dos líneas: el «degollamiento» no se entiende en modo alguno de
manera gnóstica, como un sacrificio celestial independiente del
Gólgota, sino que es el aspecto de eternidad del sacrificio histó­
rico y cruento de la cruz (Ap 5,12), como lo presupone Pablo en
numerosos pasajes; pero .dicho degollamiento indica, no obstan­
te, una circunstancia supratemporal permanente del «Cordero», no
sólo, como explica la escuela francesa, en cuanto prolongación
de un «estado (ßtai) sacrificial» del Resucitado, sino un estado del
Hijo que coincide en su extensión con el conjunto de la creación,
y por consiguiente afecta de alguna manera a su ser divino. Con
razón ha puesto en el centro este aspecto la más reciente teolo­
gía rusa67 —aun cuando no sin tentaciones gnósticas y hegelianas68—. Tal vez sea posible69 despojar la visión fundamental de
Por tanto, se debe coincidir con aquellos Padres que, no sólo
unen la kénosis —como autorrestricción y autorrenuncia de
Dios— con la libertad divina —contra toda idea de que aquí
tiene lugar un proceso gnóstico-natural o hegeliano-lógico— ,
sino que también ven brillar en la impotencia del humanado y
crucificado la omnipotencia de Dios. Se puede hablar de una
«concentración» del Hijo realizada libremente62 para, como
«pequeñísimo grano de mostaza», superarlo todo en virtud de su
potencia interior63. Por eso, en lo tocante al sufrimiento de la
cruz, Hilario puede subrayar la libertad divina, de la que depen­
de la condición de esclavo, hasta casi el límite del docetismo64.
Finalmente, Gregorio de Nisa puede decir: «En el hecho de que
la naturaleza todopoderosa fuera capaz de descender hasta la
bajeza del hombre, se encuentra una prueba mucho más clara de
su poder, que en la grandeza de sus milagros... El descenso de
Dios es cierto exceso de poder, para el cual no representa obstá­
culo alguno ni siquiera lo que parece contrario a su naturaleza...
La grandeza se manifiesta en la bajeza, y sin embargo la grande­
za no se ve con ello rebajada»65.
Hay una verdad teológica que media entre los dos extremos
inviables: por un lado, una «inmutabilidad de Dios» tal, que la
humanación se vacía de contenido pasando a ser considerada
como un «ingrediente» exterior; por otro lado, una «mutabilidad
de Dios» tal, que la autoconciencia divina del Hijo se ve durante
el tiempo de la humanación «enajenada» en una conciencia huma­
na66. Dicha verdad atañe *a l Cordero degollado desde la creación
del mundo» (Ap 13,8; cf. 5,6.9.12). En ella se cruzan claramente
dos líneas: el «degollamiento» no se entiende en modo alguno de
manera gnóstica, como un sacrificio celestial independiente del
Gólgota, sino que es el aspecto de eternidad del sacrificio histó­
rico y cruento de la cruz (Ap 5,12), como lo presupone Pablo en
numerosos pasajes; pero dicho degollamiento indica, no obstan­
te, una circunstancia supratemporal permanente del «Cordero», no
sólo, como explica la escuela francesa, en cuanto prolongación
de un «estado (état) sacrificial» del Resucitado, sino un estado del
Hijo que coincide en su extensión con el conjunto de la creación,
y por consiguiente afecta de alguna manera a su ser divino. Con
razón ha puesto en el centro este aspecto la más reciente teolo­
gía rusa67 — aun cuando no sin tentaciones gnósticas y hegelianas68—. Tal vez sea posible69 despojar la visión fundamental de
Bulgakov de sus presupuestos sofiológicos y retener esa idea
central — desplegada en muchas facetas—, que antes hemos
puesto en el centro: el presupuesto último de la kénosis es la
«abnegación» de las personas (como puras relaciones) en la vida
intratrinitaria del amor. Después hay una kénosis fundamental
que se da con la creación como tal, porque Dios asume desde la
eternidad la responsabilidad de su éxito (contando también con
la libertad del hombre), y en su previsión del pecado «incluye
también· la cruz (como fundamento de la creación): «La cruz de
Cristo está inscrita en el mundo creado desde su fundación»70.
Finalmente, en el mundo real del pecado, «su Pasión redentora
comienza al mismo tiempo que su humanación»71, y, dado que la
voluntad que quiere la kénosis redentora es la voluntad insepa­
rablemente trina, según Bulgakov, Dios Padre y el Espíritu Santo
están también muy seriamente implicados en la kénosis: el Padre
como el que envía y abandona72, el Espíritu como el que unifica
sólo mediante la separación y la ausencia73. Todo esto vale para
la «Trinidad económica», que según Bulgakov se debe distinguir
de la «inmanente»; pero se aprecia cómo (adoptando la perspec­
tiva de Schelling y Hegel) la económica está «ya desde siempre
contenida» en la inmanente, de manera tan clara, que el proceso
de creación y experiencia del mundo por parte de Dios sigue
siendo decisión libérrima suya.
El teólogo congregacíonalista más importante, P. T. Forsyth,
puso a su manera el sacrificio celeste del Cordero en el centro
—que une mundo y Dios—; lo llama deliberadamente el «acto
crucial», en el cual creación y redención se cruzan y unen. El
«sacrificio [de Cristo] comenzó antes de que él viniera al mundo,
y su cruz fue la del ‘Cordero degollado antes de la creación del
mundo’. Hay allá arriba un Calvario del que partió todo. Por lejos
que fuera la obediencia de Cristo, no tendría ninguna dimensión
divina, ni podría forzarnos a la obediencia, si no se levantara de
antemano sobre lá tierra. Su obediencia como hombre fue sólo
un aspecto de esa suprema obediencia que lo movió a hacerse
hombre»74. El anglicano 'William Temple explicará esto en su
Λ Christus Veritas (1924), diciendo que la cruz «es el descubrimien­
to de un misterio de la vida divina misma»75; no es que Dios fuera
inmediatamente el sujeto de nuestro sufrimiento, sino más bien
que al creador y redentor no le resulta extraño ni exterior nada
de lo que sucede en su creación, de la cual responde y por la
Bulgakov de sus presupuestos sofiológicos y retener esa idea
central —desplegada en muchas facetas—, que antes hemos
puesto en el centro: el presupuesto último de la kénosis es la
-abnegación» de las personas (como puras relaciones) -en la vida
. intratrinitaria del amor. Después hay una kénosis fundamental
que se da con la creación como tal, porque Dios asume desde la
i eternidad la responsabilidad de su éxito (contando también con
j la libertad del hombre), y en su previsión del pecado -incluye
¡ también· la cru2 (como fundamento de la creación): «La cruz de
¡Cristo está inscrita en el mundo creado desde su fundación»70.
Finalmente, en el mundo real del pecado, «su Pasión redentora
comienza al mismo tiempo que su humanación»71, y, dado que la
voluntad que quiere la kénosis redentora es la voluntad insepa­
rablemente trina, según Bulgakov, Dios Padre y el Espíritu Santo
están también muy seriamente implicados en la kénosis: el Padre
como el que envía y abandona72, el Espíritu como el que unifica
sólo mediante la separación y la ausencia73. Todo esto vale para
la «Trinidad económica·, que según Bulgakov se debe distinguir
de la «inmanente»; pero se aprecia cómo (adoptando la perspec­
tiva de Schelling y Hegel) la económica está «ya desde siempre
contenida» en la inmanente, de manera tan clara, que el proceso
de creación y experiencia del mundo por parte de Dios sigue
siendo decisión libérrima suya.
El teólogo congregacionalista más importante, P. T. Forsyth,
puso a su manera el sacrificio celeste del Cordero en el centro
—que une mundo y Dios—; lo llama deliberadamente el «acto
crucial», en el cual creación y redención se cruzan y unen. El
«sacrificio [de Cristo] comenzó antes de que él viniera al mundo,
y su cruz fue la del ‘Cordero degollado antes de la creación del
mundo’. Hay allá arriba un Calvario del que partió todo. Por lejos
que fuera la obediencia de Cristo, no tendría ninguna dimensión
divina, ni podría forzarnos a la obediencia, si no se levantara de
antemano sobre la tierra. Su obediencia como hombre fue sólo
un aspecto de esa suprema obediencia que lo movió a hacerse
hombre*74. El anglicano William Temple explicará esto en su
A Christus Veritas (1924), diciendo que la cruz «es el descubrimien­
to de un misterio de la vida divina misma»75; no es que Dios fuera
inmediatamente el sujeto de nuestro sufrimiento, sino más bien
que al creador y redentor no le resulta extraño ni exterior nada
de lo que sucede en su creación, de la cual responde y por la
jad o . ¿No intentó ya Orígenes abrirse camino a través
de la pura apatheia de Dios, cuando él, ante el Hijo
i la cruz, se creyó en la obligación de decir: «Quizás
. Padre está exento de πάθος-··?76 ¿Y qué significa el
are tuum» del canon romano de la Misa, sino el aspecáel sacrificio del Gólgota, tal como lo encama el
:maménté degollado, que eternamente se sienta junto
e en él trono del que salen los «relámpagos y fragor y
la gloria (Ap 4,5)?^
5- Nuestro tema en la literatura espiritual
tuación trataremos de una «teología de la Pasión, el
los infiemos y la resurrección». En contraste con la
>logía de escuela, que incluye en sus títulos conceptos
como «redención», «justificación», etc., esta teología
• objeto principal la concretísima realidad personal del
os que sufre «por mí», «por nosotros», que desciende a
•s y resucita. No hay duda alguna de que la razón por
planteamiento abstracto pasó a primer término fueron
heresiológicas de los primeros siglos (desde Ireneo
masceno y la escolástica, pasando por Atanasio, Cirilo
iocios), por más que el objeto intencionalmente últiuchas conceptuales siguió siendo siempre la persona
î Cristo en su función (primaria) de redentor y (secunîvelador. Pero para que, junto a esta dogmática conci»cuela, entrara en acción el aspecto personal teológirimario, era preciso una y otra vez una reacción que
una teología implícita de los grandes santos y de su
con Cristo, y en consecuencia intentara transformarse
ios felizmente en una teología explícita de la Pasión.
Media y la Edad Moderna, nunca se logró del todo la
usión de la teología «científica» con la que en un sentiente despectivo se llama teología «afectiva». Hoy, ésta
preciada que nunca; tampoco el planteamiento «exisne en el horizonte ante todo a Cristo, sino al sujeto
de redención.
debe reparar en que el punto de partida y modelo de
gía, la Sagrada Escritura, ofrece el prototipo de una
jado». ¿No intentó ya Orígenes abrirse camino a través
de la pura apatheia de Dios, cuando él, ante el Hijo
i la cruz, se creyó en la obligación de decir: «Quizás
! Padre está exento de πάθος·»?76 ¿Y qué significa el
are tuum» del canon romano de la Misa, sino el aspecdel sacrificio del Gólgota, tal como lo encarna el
ariamente degollado, que eternamente se sienta junto
e en el trono del que salen los «relámpagos y fragor y
la gloria (Ap 4,5)?77
5- Nuestro tema en la literatura espiritual
tuación trataremos de una «teología de la Pasión, el
los infiernos y la resurrección». En contraste con la
xlogía de escuela, que incluye en sus títulos conceptos
como «redención», «justificación», etc., esta teología
i objeto principal la concretísima realidad personal del
os que sufre «por mí», «por nosotros», que desciende a
s y resucita. No hay duda alguna de que la razón por
planteamiento abstracto pasó a primer término fueron
heresiológicas de los primeros siglos (desde Ireneo
masceno y la escolástica, pasando por Atanasio, Cirilo
i ocios), por más que el objeto intencionalmente últiuchas conceptuales siguió siendo siempre la persona
: Cristo en su función (primaria) de redentor y (secun;velador. Pero para que, junto a esta dogmática conci»cuela, entrara en acción el aspecto personal teológirimario, era preciso una y otra vez una reacción que
una teología implícita de los grandes santos y de su
con Cristo, y en consecuencia intentara transformarse
los felizmente en una teología explícita de la Pasión.
Media y la Edad Moderna, nunca se logró del todo la
usión de la teología «científica» con la que en un sennente despectivo se llama teología «afectiva». Hoy, ésta
preciada que nunca; tampoco el planteamiento «exisne en el horizonte ante todo a Cristo, sino al sujeto
de redención.
debe reparar en que el punto de partida y modelo de
jía, la Sagrada Escritura, ofrece el prototipo de una
completa identidad entre planteamiento concreto y abstracto (o
mejor: universal); y ello, tanto en las decisivas situaciones proféticas de la Antigua Alianza (salvación y juicio, situación del
mediador, etc.), como en todas las facetas de la pasiología neotestamentaria: para Pablo, toda la comprensión de la fe, la justifi­
cación y la santificación se enraíza en el «Hijo de Dios, que me
amó y se entregó a sí mismo por mí» (Ga 2,20), y que con ello
dio la prueba trinitaria del amor que se entrega del Padre (Rm
8,32), del amor derramado del Espíritu (Rm 5,5). Para la entera
cristología de Juan, persona y función son esencialmente una sola
cosa, y el amor de Dios se concreta con una exclusividad casi
terrible en la persona y obra de Cristo (1 Jn 4,2.9-10, etc.). De los
sinópticos se puede decir lo mismo: todos los «títulos» de Cristo
lo señalan como la única persona en la cual Dios se muestra
como el redentor del mundo. La misma unidad, con un intenso
acento afectivo, se encuentra en Ignacio de Antioquía y, envuel­
ta en lenguaje helenístico, pero claramente reconocible, en
Clemente de Roma.
Con los apologistas por un lado, e Ireneo y Tertuliano por
otro, comienza un discurso abstracto «diplomático» al tiempo que
«polémico», que se mantiene a lo laigo de los documentos teoló­
gicos y conciliares de la época de los Padres. En Orígenes apa­
rece un nuevo tono personal y afectivo: su comentario al Cantar
de los Cantares influye directamente en Beda y Bernardo, e indi­
rectamente en Francisco y en la mística renana78.
Pero, ante todo, una teología de la Pasión parte siempre de
nuevo de las figuras de los grandes santos fundadores de la his­
toria de la Iglesia, cuyo carisma consistió en dejar a un lado toda
convención y volver a zambullirse en una «contemporaneidad»
con el Evangelio, para legar a sus hijos e hijas su experiencia
más personal. Basta una relación de nombres: las famosísimas
tentaciones demoníacas de Antonio son, sin duda, primariamen­
te experiencias de la Pasión79; las reglas de san Basilio y sus
introducciones respiran el espíritu de la cruz80. Sobre la corres­
pondiente teología espiritual de Oriente, desde Evagrio y Nilo,
hasta Máximo y Simeón, trataremos especialmente cuando
hablemos del abandono de Dios81. La conversión de Agustín
tiene lugar en dos etapas: primero se convierte al Dios único y
bueno (de Plotino); después, al débil Dios crucificado (.Conf. VII,
18), pues sólo en el Crucificado se hace concreto Dios (X, 43),
completa identidad entre planteamiento concreto y abstracto (o
mejor: universal); y ello, tanto en las decisivas situaciones proféticas de la Antigua Alianza (salvación y juicio, situación del
mediador, etc.), como en todas las facetas de la pasiología neotestamentaria: para Pablo, toda la comprensión de la fe, la justifi­
cación y la santificación se enraíza en el «Hijo de Dios, que me
amó y se entregó a sí mismo por mí» (Ga 2,20), y que con ello
dio la prueba trinitaria del amor que se entrega del Padre (Rm
8,32), del amor derramado del Espíritu (Rm 5,5). Para la entera
cristología de Juan, persona y función son esencialmente una sola
cosa, y el amor de Dios se concreta con una exclusividad casi
terrible en la persona y obra de Cristo (1 Jn 4,2.9-10, etc.). De los
sinópticos se puede decir lo mismo: todos los «títulos» de Cristo
lo señalan como la única persona en la cual Dios se muestra
como el redentor del mundo. La misma unidad, con un intenso
acento afectivo, se encuentra en Ignacio de Antioquía y, envuel­
ta en lenguaje helenístico, pero claramente reconocible, en
Clemente de Roma.
Con los apologistas por un lado, e Ireneo y Tertuliano por
otro, comienza un discurso abstracto «diplomático» al tiempo que
«polémico», que se mantiene a lo laigo de los documentos teoló­
gicos y conciliares de la época de los Padres. En Orígenes apa­
rece un nuevo tono personal y afectivo: su comentario al Cantar
de los Cantares influye directamente en Beda y Bernardo, e indi­
rectamente en Francisco y en la mística renana78.
Pero, ante todo, una teología de la Pasión parte siempre de
nuevo de las figuras de los grandes santos fundadores de la his­
toria de la Iglesia, cuyo carisma consistió en dejar a un lado toda
convención y volver a zambullirse en una «contemporaneidad»
con el Evangelio, para legar a sus hijos e hijas su experiencia
más personal. Basta una relación de nombres: las famosísimas
tentaciones demoníacas de Antonio son, sin duda, primariamen­
te experiencias de la Pasión79; las reglas de san Basilio y sus
introducciones respiran el espíritu de la cruz80. Sobre la corres­
pondiente teología espiritual de Oriente, desde Evagrio y Nilo,
hasta Máximo y Simeón, trataremos especialmente cuando
hablemos del abandono de Dios81. La conversión de Agustín
tiene lugar en dos etapas: primero se convierte al Dios único y
bueno (de Plotino); después, al débil Dios crucificado (Conf. VII,
18), pues sólo en el Crucificado se hace concreto Dios (X, 43),
y todo el resplandor del mundo redimido brota de la «raíz
sedienta» del Dios sufriente82. De ahí saca la Alta Edad Media su
«teología afectiva», desde luego atravesada por las oleadas siem­
pre nuevas de teología areopagítica-apofática, que no es en sen­
tido propio teología de la Pasión. Rara vez confluyen armónica­
mente am bas’ Corrientes83, ni siquiera en Buenaventura. La
contenida teología de la Pasión de Benito queda indirectamente
manifiesta en sus «Grados de la humildad», se muestra con cier­
ta novedad en las asombrosas oraciones de Anselmo sobre la
Pasión, y después en la mística de Helfta; el gran impulso de
Bernardo no llega a desarrollarse plenamente, ni en su escuela,
ni en la escuela de S. Víctor: ambas están entreveradas con
esquemas neoplatónicos de ascensión mística (de tinte agustiriiano o dionisiano). La experiencia del Poverello en el monte
Alverna, como punto culminante de su meditación de la cruz, es
desviada por sus discípulos en dos direcciones: por Buena­
ventura, de nuevo hacia el esquema de «ascensio»; por los espi­
rituales, hacia un joaquinismo que, pese a toda su piedad afec­
tiva, hace que la Pasión quede fundamentalmente superada por
la era del Espíritu. Así, la gran obra de Ubertino de Casale, hecha
imitando formalmente a Buenaventura84, Arbor vitae crucifixae
Jesu, no da lo que su título promete85. El fruto más puro del árbol
franciscano tal vez fuera Isabel de Turingia, pero también se
debe mencionar a Jacopone da Todi. Desde 1300 hasta 1700 se
extiende la época de esplendor de la teología de la pasión.
Mientras que Suso permanece dividido en su actitud (estados de
pasión, pero devoción a la «sabiduría»), Taulero se convierte en
el padre de una teología de la cruz que se difunde ampliamen­
te (a través de Surio) y que influye en todos los países de Europa
y en las grandes órdenes (dominicos, jesuítas, carmelitas, etc.).
La mística femenina del sufrimiento logra a menudo expresiones
magníficas86. Un nuevo impulso parte de la contemplación de la
Pasión de Ignacio de Loyola: aunque ciertamente no de manera
independiente respecto a la contemplación concreta de la Baja
Edad Media, con su mística de la «llamada» de Jesús desde la cruz
y del «coloquio con el Crucificado» (Ejerc. nn. 97s., Ió5s., 53s.,
61) Ignacio inaugura una nueva teología personal y dialógica.
Junto a Ignacio, cuya teología de la cruz no fue explicitada por
él mismo, está el agustino Lutero, que desde sus primeros tiem­
pos católicos (cruz y humillación de Dios), hasta sus últimos
y todo el resplandor del mundo redimido brota de la «raíz
¡sedienta· del Dios sufriente82. De ahí saca la Alta Edad Media su
•teología afectiva·, desde luego atravesada por las oleadas siem­
pre nuevas de teología areopagítica-apofática, que no es en sen­
tido propio teología de la Pasión. Rara vez confluyen armónica­
mente ambas corrientes83, ni siquiera en Buenaventura. La
contenida teología de la Pasión de Benito queda indirectamente
manifiesta en sus «Grados de la humildad», se muestra con cier­
ta novedad en las asombrosas oraciones de Anselmo sobre la
Pasión, y después en la mística de Helfta; el gran impulso de
Bernardo no llega a desarrollarse plenamente, ni en su escuela,
ni en la escuela de S. Víctor: ambas están entreveradas con
esquemas neoplatónicos de ascensión mística (de tinte agustiniano o dionisiano). La experiencia del Poverello en el monte
Alverna, como punto culminante de su meditación de la cruz, es
desviada por sus discípulos en dos direcciones: por Buena­
ventura, de nuevo hacia el esquema de «ascensio»; por los espi­
rituales, hacia un joaquinismo que, pese a toda su piedad afec­
tiva, hace que la Pasión quede fundamentalmente superada por
la era del Espíritu. Así, la gran obra de libertino de Casale, hecha
imitando formalmente a Buenaventura84, Arbor vitae crucifixae
Jesu, no da lo que su título promete85. El fruto más puro del árbol
franciscano tal vez. fuera Isabel de Turingia, pero también se
debe mencionar a Jacopone da Todi. Desde 1300 hasta 1700 se
extiende la época de esplendor de la teología de la pasión.
Mientras que Suso permanece dividido en su actitud (estados de
pasión, pero devoción a la «sabiduría»), Taulero se convierte en
el padre de una teología de la cruz que se difunde ampliamen­
te (a través de Surio) y que influye en todos los países de Europa
y en las grandes órdenes (dominicos, jesuítas, carmelitas, etc.).
La mística femenina del sufrimiento logra a menudo expresiones
magníficas86. Un nuevo impulso parte de la contemplación de la
Pasión de Ignacio de Loyola: aunque ciertamente no de manera
independiente respecto a la contemplación concreta de la Baja
Edad Media, con su mística de la «llamada» de Jesús desde la cruz
y del «coloquio con el Crucificado» (Ejerc. nn. 97s., Ió5s., 53s.,
61) Ignacio inaugura una nueva teología personal y dialógica.
Junto a Ignacio, cuya teología de la cruz no fue explicitada por
él mismo, está el agustino Lutero, que desde sus primeros tiem­
pos católicos (cruz y humillación de Dios), hasta sus últimos
años, no cesó de construir toda su teología fundamentalmente
desde el acontecimiento de la Pasión.
Pese a los grandes impulsos de los santos, en la teología ofi­
cial no se supo elaborar, junto a la soteriología abstracta, una
auténtica teología del triduum mortis. Visto á grandes rasgos,
esto se debió a que la teología implícita de los santos se restrin­
gía, por un lado, a un tipo especial de teología, «afectiva» o -espi­
ritual», y por otro estaba cogida en esquemas antropocéntricos de
ascenso y purificación, que incluso en el doctor de la Iglesia Juan
de la Cruz predominan todavía.
Si de entre el cúmulo de devociones más populares que giran
en torno a la Pasión prescindimos de la del vía eru cté, la devo­
ción al Corazón de Jesús (que esencialmente es también devo­
ción a la Pasión, y ha producido toda una teología cristocéntrica88) y las grandes e innumerables representaciones dramáticas
de la Pasión (que a menudo duraban días enteros y encerraban
una gran carga teológica®), pocas son las cumbres literarias que
emergen de la marea literaria restante. La obra modelo de Jacob
Gretser, De Cruce Christi, en dos tomos (t. I, en cuatro libros,
1588; t. Π, con textos griegos, apéndice, 1600), apenas merece
consideración, porque se mantiene, por un lado, en la materiali­
dad histórica de la cruz, su veneración y reproducción, y por otro
(en el libro cuarto) en la «cruz espiritual» del cristiano; falta, pues,
en ella la auténtica teología de la cruz. Por el contrario, hay que
mencionar dos obras que destacan: a finales del Renacimiento
escribe Jean de la Ceppède sus Théorèmes sur le Sacré Mystère de
Notre Rédemption90·, tres libros con cien sonetos cada uno sobre
la Pasión, un cuarto con cincuenta sonetos sobre el descenso a
los infiernos, después otros tres libros con ciento sesenta y cinco
sonetos sobre la resurrección, ascensión y efusión del Espíritu; el
conjunto, de alto valor literario, va acompañado por amplios
comentarios tomados de los Padres de la Iglesia y la escolástica;
su inspiración es ignaciana. A principios del Barroco compone el
oratoriano J. J. Duguet (de tinte jansenista) un Traité de la Croix
de Notre SeigneurJésus-Christ en catorce tomos, a los que se aña­
den dos más: Le Tombeau de Jésus-Christ, consideraciones teoló­
gicas que igualmente incorporan toda la especulación patrística
(1733ss.)91. Una de las cimas de la teología rigorista de la Pasión
—cuyo editor, P. F. Florand OP, ha demostrado, sin embargo, que
se encuentra inmersa en una corriente completamente tradicio-
años, no cesó de construir toda su teología fundamentalmente
desde el acontecimiento de la Pasión.
Pese a los grandes impulsos de los santos, en la teología ofi­
cial no se supo elaborar, junto a la soteriología abstracta, una
auténtica teología del triduum mortis. Visto a grandes rasgos,
esto se debió a que la teología implícita de los santos se restrin­
gía, por un lado, a un tipo especial de teología, «afectiva» o -espi­
ritual», y por otro estaba cogida en esquemas antropocéntricos de
ascenso y purificación, que incluso en el doctor de la Iglesia Juan
de la Cruz predominan todavía.
Si de entre el cúmulo de devociones más populares que giran
en tomo a la Pasión prescindimos de la del vía cructë7, la devo­
ción al Corazón de Jesús (que esencialmente es también devo­
ción a la Pasión, y ha producido toda una teología cristocéntrica88) y las grandes e innumerables representaciones dramáticas
de la Pasión (que a menudo duraban días enteros y encerraban
una gran carga teológica89), pocas son las cumbres literarias que
emergen de la marea literaria restante. La obra modelo de Jacob
Gretser, De Cruce Christi, en dos tomos (t. I, en cuatro libros,
1588; t. Π, con textos griegos, apéndice, 1600), apenas merece
consideración, porque se mantiene, por un lado, en la materiali­
dad histórica de la cruz, su veneración y reproducción, y por otro
(en el libro cuarto) en la «cruz espiritual» del cristiano; falta, pues,
en ella la auténtica teología de la cruz. Por el contrario, hay que
mencionar dos obras que destacan: a finales del Renacimiento
escribe Jean de la Ceppède sus Théorèmes sur le Sacré Mystère de
Notre Rédemption90: tres libros con cien sonetos cada uno sobre
la Pasión, un cuarto con cincuenta sonetos sobre el descenso a
los infiernos, después otros tres libros con ciento sesenta y cinco
sonetos sobre la resurrección, ascensión y efusión del Espíritu; el
conjunto, de alto valor literario, va acompañado por amplios
comentarios tomados de los Padres de la Iglesia y la escolástica;
su inspiración es ignaciana. A principios del Barroco compone el
oratoriano J. J. Duguet (de tinte jansenista) un Traité de la Croix
de Notre SeigneurJésus-Christ en catorce tomos, a los que se aña­
den dos más: Le Tombeau de Jésus-Christ, consideraciones teoló­
gicas que igualmente incorporan toda la especulación patrística
(1733ss.)91. Una de las cimas de la teología rigorista de la Pasión
■—cuyo editor, P. F. Florand OP, ha demostrado, sin embargo, que
se encuentra inmersa en una corriente completamente tradicio­
nal—, es La Croix de Jésus de Louis Chardon (París 1647)92, sobre
la que habremos de volver. Una obra de intensidad semejante no
íha de aparecer ya después de la Ilustración93.
Hemos mencionado estas obras porque al menos representan
el intento de poner en sintonía la devoción personal y concreta
a la Pasión con lä visión de economía global de la patrística —la
cruz como punto culminante de la obra global de redención y
revelación del Dios trino— . Este equilibrio es siempre precario;
ni siquiera la liturgia histórica lo ha encontrado de una vez para
siempre94: la concreción de determinados misterios (como recuer­
do de determinadas situaciones del drama de la salvación) corre
siempre el peligro de perder de vista el discurrir global del
drama, y con él su dramatismo; por otro lado, concreción (cf. p.
ej. Pablo) no es en modo alguno lo mismo que retroceso al
Christos kata sarka95. Hoy, tras las largas experiencias de la his­
toria de la teología, se trataría de intentar una auténtica penetra­
ción teológica de cada uno de los misterios de la salvación en su
Concreción encamatoria, sin por eso entregarse a un interés no
teológico e historicista y, ante todo, sin perder de vista el tras­
fondo trinitario y con ello lo funcional de la obra de Jesús, es
decir, la referencia trinitaria de su persona.
Notas
1 Gregorio Nacianceno, Or 45, 22 (PG 36, 653 A).
1 Sobre la delimitación exacta de la cuestión entre tomistas y escotistas, cf.
A. Spindeier, C ur Verbum ca ro factum ?, Forsch, ehr. Lit. Dogm. gesch. XVIII/2,
Padeibom 1938, pp. 13-38. Por tanto, tampoco hablaremos con Suárez de un
«doble motivo principal de la humanación«. Bibliografía en la Sum m a Theol.,
BAC III, 1953 (Solano), pp. 14-24.
5
H. de Lubac, l e m ystère du Surnaturel, Théologie 64, París 1965 (trad. aL D ie
F reiheit d er G nade [trad, de H. U. von Balthasar], t. Π D as P arad ox des M enschen,
Johannes Verlag, Einsiedeln 1972); mismo autor: Surnaturel, Études historiques,
Théologie 8, París 1946; trad. al. 1. c., t. I: D as E rbe Augustins, Johannes Verlag,
Einsiedeln 1972). En A tanasio (Jn cam . 3, PG 25, 101 B O se describe de forma
sencilla y magnifica la llamada del «primer Adán de la tierra« a la participación en
el segundo y a una salvación eterna en Dios: cuando Dios vio que «el género
humano, según la ley de su propia esencia, sería incapaz de perdurar, se apiadó
de él, le otorgó el favor de perseverar,... le hizo partícipe de la fuerza de su pro­
pio Logos...·. Más hondo penetra el teólogo más sólido de los apologistas primiti­
vos, A tenágoras, cuyo escrito Sobre la resurrección d e los m uertos (posterior al 177)
«ciertamente es lo mejor que los antiguos escribieron sobre la resurrección«
(Altaner-Stuíber 74a ed. Otto, Carp. Apolog. VE [1857] pp. 187-291). Pese a ser filó-
nal-—, es La Croix de Jésus de Louis Chardon (París 1647)92, sobre
la que habremos de volver. Una obra de intensidad semejante no
ha de aparecer ya después de la Ilustración93.
Hemos mencionado estas obras porque al menos representan
el intento de poner en sintonía la devoción personal y concreta
a la Pasión Con la visión de economía global de la patrística —la
cruz como punto culminante de la obra global de redención y
revelación: del Dios trino— . Este equilibrio es siempre precario;
ni siquiera la liturgia histórica lo ha encontrado de una vez para
siempre94: la concreción de determinados misterios (como recuer­
do de determinadas situaciones del drama de la salvación) corre
siempre el peligro de perder de vista el discurrir global del
drama, y con él su dramatismo; por otro lado, concreción (cf. p.
ej. Pablo) no es en modo alguno lo mismo que retroceso al
Christos kata sarka95. Hoy, tras las largas experiencias de la his­
toria de la teología, se trataría de intentar una auténtica penetra­
ción teológica de cada uno de los misterios de la salvación en su
concreción encamatoria, sin por eso entregarse a un interés no
teológico e historicista y, ante todo, sin perder de vista el tras­
fondo trinitario y con ello lo funcional de la obra de Jesús, es
decir, la referencia trinitaria de su persona.
Notas
1 Gregorio Nadanceno, Or 45, 22 (PG 36, 653 A).
2 Sobre la delimitación exacta de la cuestión entre tomistas y escotistas, cf.
A. Spindeler, Cur Verbum ca ro factum ?, Forsch, ehr. Lit. Dogm. gesch. XVIII/2,
Paderborn 1938, pp. 13-38. Por tanto, tampoco hablaremos con Suárez de un
«doble motivo principal de la humanación». Bibliografía en la Sum m a Theol.,
BAC III, 1953 (Solano), pp. 14-24.
5
H. de Lubac, Le m ystère du Surnaturel, Théologie 64, París 1965 (trad. aL D ie
Freiheit d er G nade [trad, de H. U: von Balthasar], t. Π D as P arad ox des M enschen,
Johannes Verlag, Einsiedeln 1972); mismo autor: Surnaturel, Études historiques,
Théologie 8, París 1946; trad. al. 1. c., t. I: D as Erbe Augustins, Johannes Verlag,
Einsiedeln 1972). En A tanasio (In cam . 3, PG 25, 101 BC) se describe de forma
sencilla y magnífica la llamada del «primer Adán de la tierra» a la participación en
el segundo y a una salvación eterna en Dios: cuando Dios vio que «el género
humano, según la ley de su propia esencia, sería incapaz de perdurar, se apiadó
de él, le otorgó el favor de perseverar,... le hizo partícipe de la fuerza de su pro­
pio Logos...». Más hondo penetra el teólogo más sólido de los apologistas primiti­
vos, A tenágoras, cuyo escrito Sobre la resurrección d e los m uertos (posterior al 177)
•ciertamente es lo mejor que los antiguos escribieron sobre la resurrección»
(Altaner-Stuiber 74a ed. Otto, Corp. Apolog. VII [1857] pp. 187-291). Pese a ser filó­
sofo ateniense, corta radicalmente con la idea de que el hombre sea en el fondo
un alma inmortal (caída en la came y que de nuevo se ha de liberar de ella). Más
bien el hombre es inseparablemente cuerpo-alma: está destinado por la bondad
del creador a conocer el ser y la voluntad de Dios. De la eternidad del objeto per­
cibido ya en la tierra Ga sabiduría y la gloria de Dios), se sigue la eternidad del
acto subjetivo que conoce y ama. Peio el sujeto es el ser humano inseparable­
mente coiporeo-espiritual. Por tanto, al crear al hombre, Dios quiere simultánea­
mente su resurrección. Esta misma verdad se puede, o demostrar apologética­
mente (Dios tiene la sabiduría, el poder y la voluntad para hacer al hombre
imperecedero), o presentar dogmáticamente: partiendo de Dios como causa pri­
mera que ha creado al hombre para sí y con ello lo ha elevado sobre el animal
perecedero; partiendo de la doble naturaleza del hombre mismo, que realiza siem­
pre todos sus actos (de goce y de renuncia, buenos y malos) como sujeto global
corpóreo-anímico; finalmente, partiendo de la providencia universal, que hará que
sobre el hombre orientado a la eternidad se pronuncie un juicio correspondiente
a su existencia corpóreo-anímica, juicio que sólo puede resultar apropiado si en él
está también presente el cuerpo. - A esta destacada antropología cristiana no se le
puede reprochar que deduzca la resurrección como un postulado de la naturale­
za, pues para Atenágoras todo descansa en una primera gracia del Dios creador,
la distinción entre «inmortalidad natural y sobrenatural» no aparece en su horizon­
te. A lo sumo se le podría poner el reparo de que minimiza la muerte, esa «cierta
anomalía» ( jis ανωμαλία: η. 16), por cuanto la considera «hermana del sueño» y
no tanto un desgarrador efecto del pecado, por lo cual tampoco verbaliza el pues­
to arquetípico de la muerte y resurrección de Cristo para la unión permanente del
«hombre idéntico consigo mismo» (n. 25). Pero lo que a nosotros más nos intere­
sa aquí en este momento es su idea de que el hombre corpóreo-espiritual es inse­
parable de su determinación eterna que sobrepasa la muerte.
4 Detalles sobre ello: H. U. von Balthasar, D as G an ze im Fragm ent. A spekte
d er G eschichtstheologie, Benziger, Einsiedeln 1963, 21990 Johannes Verlag,
Einsiedeln - Friburgo, 2- Parte: «Die Vollendbarkeit des Menschen» (pp. 61-123).
5 J. Coste, «Notion grecque et notion biblique de la 'Souffrance éducatrice*·,
en RSR 43 (1955), pp. 481-523.
6 Atanasio, In ca m . 44 (PG 2 5 ,173 C-176 A).
7 Ch. Barth, D ie Erretung vom Tode in d en in dividu ellen K lage- u n d
D an klied em d es AT, Zollikon 1947, pp. 52s., 82.
8 Cf. sobre esto: A ntigua A lian za: G loria 6, Ediciones Encuentro, Madrid
1988.
9 A. Oepke, D ie M issionspredigt des A postels Paulus, Gütersloh 1920; U.
Wilckens, W eisheit u n d Torheit, Tubinga 1959.
10 P. Tillich, System atische Theologie II, Stuttgart 1958, p. 171.
11 P. Bemardakis, «Le culte de la croix chez les Grecs», en EO 5 (1905), pp.
193-202, 257-264; A. Rücker, «Die adoratio crucis am Karfreitag in den orienta­
lischen Riten», en M ise. Liturg. M ohlberg I, Roma 1948, pp. 379-406; S. Salaville,
«Le coup de lance et la plaie du côté dans la liturgie orientale», en V un ité d e VÉglise 8 (1929) pp. 77-86; J. Vogt, «Berichte über Kreuzeserscheinungen im 4.
Jahrhundert», en Π α γ κ α ρ τεια , M élanges H enri G régoire I « Ann. d e TInstr. d e
P hilol. etd H ist. Orient, et Slaves 9 (1949), pp. 593-606.
12 D e c a m e Christi 6 (PL 2, 764 A).
sofo ateniense, corta radicalmente con la idea de que el hombre sea en el fondo
un alma inmortal (caída en la came y que de nuevo se ha de liberar de ella). Más
bien el hombre es inseparablemente cuerpo-alma: está destinado por la bondad
del creador a conocer el ser y la voluntad de Dios. De la eternidad del objeto per­
cibido ya en la tierra da sabiduría y la gloria de Dios), se sigue la eternidad del
acto subjetivo que conoce y ama. Pero el sujeto es el ser humano inseparable­
mente corpóreo-espiritual. Por tanto, al crear al hombre, Dios quiere simultánea­
mente su resurrección. Esta misma verdad se puede, o demostrar apologética­
mente (Dios tiene la sabiduría, el poder y la voluntad para hacer al hombre
imperecedero), o presentar dogmáticamente: partiendo de Dios como causa pri­
mera que ha creado al hombre para sí y con ello lo ha elevado sobre el animal
perecedero; partiendo de la doble naturaleza del hombre mismo, que realiza siem­
pre todos sus actos (de goce y de renuncia, buenos y malos) como sujeto global
corpóreo-anímico; finalmente, partiendo de la providencia universal, que hará que
sobre el hombre orientado a la eternidad se pronuncie un juicio correspondiente
a su existencia corpóreo-anímica, juicio que sólo puede resultar apropiado si en él
está también presente el cuerpo. - A esta destacada antropología cristiana no se le
puede reprochar que deduzca la resurrección como un postulado de la naturale­
za, pues para Atenágoras todo descansa en una primera gracia del Dios creador,
la distinción entre «inmortalidad natural y sobrenatural» no aparece en su horizon­
te. A lo sumo se le podría poner el reparo de que minimiza la muerte, esa «cierta
anomalía» (τις* ανωμαλία: n. 16), por cuanto la considera «hermana del sueño» y
no tanto un desgarrador efecto del pecado, por lo cual tampoco verbaliza el pues­
to arquetípico de la muerte y resurrección de Cristo para la unión permanente del
«hombre idéntico consigo mismo» (n. 25). Pero lo que a nosotros más nos intere­
sa aquí en este momento es su idea de que el hombre corpóreo-espiritual es inse­
parable de su determinación eterna que sobrepasa la muerte.
4 Detalles sobre ello: H. U. von Balthasar, D as G an ze im Fragm ent. A spekte
d er G eschichtstheologie, Benziger, Einsiedeln 1963, 21990 Johannes Verlag,
Einsiedeln - Friburgo, 2- Parte: «Die Vollendbarkeit des Menschen» (pp. 61-123).
5 J. Coste, «Notion grecque et notion biblique de la 'Souffrance éducatrice'·,
en RSR43 (1955), pp. 481-523.
6 Atanasio, In ca m . 44 (PG 25, 173 C-176 A).
7 Ch. Barth, D ie Erretung vom Tode in d en in dividu ellen K lage- u n d
D an klied em des AT, Zollikon 1947, pp. 52s., 82.
8 Cf. sobre esto: A ntigua A lian za: G loria 6, Ediciones Encuentro, Madrid
1988 .
9 A. Oepke, D ie M issionspredigt des Apostels P aulus, Gütersloh 1920; U.
Wilckens, W eisheit u n d Torheit; Tubinga 1959.
10 P. Tillich, System atische T heologie II, Stuttgart 1958, p. 171.
11 P. Bernardakis, «Le culte de la croix chez les Grecs», en EO 5 (1905), pp.
193-202, 257-264; A. Rücker, «Die adoratio crucis am Karfreitag in den orienta­
lischen Riten», en M ise. Liturg. M ohlberg I, Roma 1948, pp. 379^06; S. Salaville,
«Le coup de lance et la plaie du côté dans la liturgie orientale», en V un ité d e VÉglise 8 (1929) pp. 77-86; J. Vogt, «Berichte über Kreuzeserscheinungen im 4.
Jahrhundert», en Π α γ κ α ρ τεια , M élanges H enri G régoire I « Ann. d e Vînstr. d e
P h ilo l etd H ist. Orient, et Slaves 9 (1949), pp. 593-606.
12 D e c a m e Christi 6 (PL 2, 764 A).
13 D e in cam . 20 (PG 25, 152 B). A. Spindeler, Cur Verbum ca ro factum ?,
Paderborn 1938, compendia así a Atanasio: «Tras el pecado habíamos de alcan­
zar de nuevo la gracia, pero no debíamos recibir la divinización desde fuera,
sino desde dentro, en unión con el cuerpo* (p. 53). la redención «no [es] una
simple eliminación del pecado,... sino que acontece mediante una sobreabun­
dancia de vida,... mediante la humanación de Dios, mediante la sangre y el
sacrificio dé este Dios humanado* (p. 55).
14 Ep. ad E p ict. 6-7 (PG 26, 1061 A).
15 Or. cat. 52 (PG 45, 80 A). Una humanación sin redención hubiera sido
superflua: A ntirrbet. 51 (PG 45,1245 B).
16 Adv. M oer. X, 33 (PG 16/3, 3452 C). Para Ireneo, cf. Adv. H aer. V, 14, 1
(también III, 16, 9; IV, 5, 4; V, 1, 1; 17,1). Si Ireneo habla de «recapitulación* de
manera que es ante todo la humanación o hechos determinados de la vida de
Jesús lo que parece efectuar el regreso de la estirpe de Adán a la unidad con
Dios, al mismo tiempo, no obstante, en todos los pasajes decisivos se contra­
pone la obediencia del nuevo Adán a la desobediencia del antiguo: el re- sig­
nifica re(-greso), y por tanto liberación efectuada por el Hombre-Dios de las
«potestades*, la muerte y el diablo.
17 Or. th eol. 4, 21 (PG 36, 13B).
18 In E p . ad H eb r. h. 5, 11 (PG 63, 46); In Ep. ad E p h 1 (PG 62, 14).
» Thés. XV (PG 75, 265).
20 Thesaurus, Assert. XV (PG 75, 282 A).
21 Serm o 48, 1 (PL 54, 298). Cf. Tomus I (54, 763), Serm o 46, 1 (54, 292);
Serm o 59, 8 (54, 342) etc.
23 D e Trin. II, 24 (PL 10, 66 A).
24 D e in cam . D om ini 54 (PL 16, 831).
25 Cap. theologica et oecu m en ica I, 66 (PG 90,1108 AB).
26 D e vita in Christo III (PG 150, 572 CD), trad, al.: D as B uch vom Leben in
Christus, Viena 1958, p. 92.
27 Cf. los diagnósticos y advertencias recogidos en H. de Lubac, P arad ox es,
Paris 1944, edición ampliada París 1959, pp. 4lss. «El cristianismo ario es un cris­
tianismo perfectamente encarnado: ¡se es cristiano por nacimiento carnal!*. «Qué
soberbio plan de cristianismo encamado propone Satanás al Señor en el desier­
to; Jesús prefirió un cristianismo crucificado*. «El misterio de Cristo es también
el nuestro. Lo que aconteció en la Cabeza debe acontecer también en los miem­
bros: humanación, muerte y resurrección: es decir, arraigo, separación y meta­
morfosis. Ho hay auténtica vida cristiana que no contenga este triple ritmo*.
«Cristo no vino para realizar la ‘obra de la encarnación’; la Palabra se hizo carne
para llevar a cabo la obra de la redención*. «¿Humanizar primero y cristianizar
después? Si tal empresa sale bien, el cristianismo llega demasiado tarde, el sitio
está ya ocupado. ¿Y quién dice que lo cristiano no tiene fuerza humanizadora?*.
Cf. la trad. al. G lau ben sparadoxe [trad, por H. U. von Balthasar], Johannes
Verlag, Einsiedeln 1972, pp. 33ss.
28 Civ. D ei 13,10 (PL 41, 383); cf. C on f I, 6 (PL 32, 663s.). C. Hartmann, D er
Tod in sein er B eziehu n g zu m m en schlichen D asein h ei Augustinus, tesis docto­
ral, Gießen 1932, en Cath. 1 (1932), pp. 159-190.
79 In vig. Nat. serm o 4 (PL 183, 103 B). Sobre todo esto, véase el sutil libro
de J. P. Jossua: Le Salut. In carn ation ou M ystère P ascal ch ez les P ères d e TÉglise
13
D e in cam . 20 (PG 25, 152 B). A. Spindeier, Cur Verbum ca ro factum P,
Paderborn 1938, compendia así a Atanasio: «Tras el pecado habíamos de alcan­
zar de nuevo la gracia, pero no debíamos recibir la divinización desde fuera,
sino desde dentro, en unión con el cuerpo» (p. 53). La redención «no [es] una
simple eliminación del pecado,... sino que acontece mediante una sobreabun­
dancia de vida,.i·, mediante la humanación de Dios, mediante la sangre y el
sacrificio de éste Dios humanado» (p. 55).
'<£p. ad E p ict. 6-1 (PG 26, 106l A).
15 Or. cat. 32 (PG 45, 80 A). Una humanación sin redención hubiera sido
superflua: A niirrhet. 51 (PG 45, 1245 B).
16 Adv. H aer. X, 33 (PG 16/3, 3452 C). Para Ireneo, cf. Adv. H aer: V, 14, 1
(también III, 16, 9; IV, 5, 4; V, 1, 1; 17, 1). Si Ireneo habla de «recapitulación» de
manera que es ante todo la humanación o hechos determinados de la vida de
Jesús lo que parece efectuar el regreso de la estirpe de Adán a la unidad con
Dios, al mismo tiempo, no obstante, en todos los pasajes decisivos se contra­
pone la obediencia del nuevo Adán a la desobediencia del antiguo: el re- sig­
nifica re(-greso), y por tanto liberación efectuada por el Hombre-Dios de las
«potestades», la muerte y el diablo.
17 Or. theol. 4, 21 (PG 36, 13B).
18 In E p . ad H ebr. b. 5, 11 (PG 63, 46); In E p . ad E p h 1 (PG 62, 14).
» Tbes. XV (PG 75, 265).
20 Thesaurus, Assert. XV (PG 75, 282 A).
21 Serm o 48, 1 (PL 54, 298). Cf. Tomus I (54, 763), Serm o 46, 1 (54, 292);
Serm o 59, 8 (54, 342) etc.
23 D e Trin. II, 24 (PL 10, 66 A).
24 D e in ea m . D om ini 54 (PL l6, 831).
25 Cap. theologica et oecu m en ica I, 66 (PG 90, 1108 AB).
26 De vita in Christo III (PG 150, 572 CD), trad, al.: D as B uch vom Leben in
Christus, Viena 1958, p. 92.
27 Cf. los diagnósticos y advertencias recogidos en H. de Lubac, P aradoxes,
Paris 1944, edición ampliada París 1959, pp. 4lss. «El cristianismo ario es un cris­
tianismo perfectamente encarnado: ¡se es cristiano por nacimiento carnal!». «Qué
soberbio plan de cristianismo encamado propone Satanás al Señor en el desier­
to; Jesús prefirió un cristianismo crucificado». «El misterio de Cristo es también
el nuestro. Lo que aconteció en la Cabeza debe acontecer también en los miem­
bros: humanación, muerte y resurrección: es decir, arraigo, separación y meta­
morfosis. No hay auténtica vida cristiana que no contenga este triple ritmo».
-Cristo no vino para realizar la ‘obra de la encarnación’; la Palabra se hizo carne
para llevar a cabo la obra de la redención». «¿Humanizar primero y cristianizar
después? Si tal empresa sale bien, el cristianismo llega demasiado tarde, el sitio
está ya ocupado. ¿Y quién dice que lo cristiano no tiene fuerza humanizadora?».
Cf. la trad. al. G lau ben sparadoxe [trad, por H. U. von Balthasar], Johannes
Verlag, Einsiedeln 1972, pp. 33ss.
28 Civ. D ei 13,10 (PL 41, 383); cf. C on f I, 6 (PL 32, 663s.). C. Hartmann, D er
Tod in sein er B eziehu n g zum m en schlichen D asein b ei Augustinus, tesis docto­
ral, Gießen 1932, en Cath. 1 (1932), pp. 159-190.
29 In vig. Nat. serm o 4 (PL 183, 103 B). Sobre todo esto, véase el sutil libro
de J. P. Jossua: Le Salut. In carn ation ou M ystère P ascal ch ez les P ères d e TÉglise
d e S. Irén ée à S. Leon le G rand, Cogitatio Fidei 28, París 1968, donde la tesis del
«encamacionismo* de los Padres griegos, antes defendida sobre todo por
P. Malevez, es superada en la línea de una comprensión de la redención común
a Oriente y Occidente (con la cruz como punto central).
30 Exposiciones generales menos recientes; O. Bensow, D ie le h r e von d er
K enose, Leipzig 1903; H. Schumacher, Christus in sein er P räexisten z u n d
Kenose,, 2 vols., Roma 1914 y 1921; R Henry, «Kénose», en DBS V (1957, pp. 7l 6 l (con amplia bibliografía; falta el análisis de Käsemann).
31 Hoy fundamental; E. Käsemann, «Kritische Analyse von Phil 2,5-11», en
ZThK 47 (1950), pp. 313-360, citado según Exeget. Versuche u n d B esin nu n gen
I, Gotinga 41965, pp. 51-95 [trad, esp.: Ensayos exegéticos; Salamanca 1978], A.
Feuillet, L*hom m e-dieu con sid éré d an s sa con dition terrestre d e serviteu r et d e
rédem pteur, Vivre et Penser 2, Paris 1942; J. Dupont, «Jésus Christ dans son
abaissement·, en RSR 37 (1950), pp. 500-514; L. Cerfaux, «L’Hymne au ChristServiteur de Dieu», en R ecu eil L C erfaux, Paris 1954, pp, 425-437; O. Michel,
«Zur Exegese von Phil 2,5-11», en Theol. als G laubensw agnis, Festschr. fü r K.
Heim, Hamburgo 1954, pp. 79-95; L. Krinetzki, «Der Einfluß von Is 52,13 par auf
Phil 2,6-11·, en ThQ 139 (1959), pp. 157-193, 291-388.
32 J. Gewieß, «Zum altkirchlichen Verständnis der Kenosisstelle», en ThQ 128
(1948), pp. 463-487. Discusión exhaustiva de todos los pasajes de los Padres en
R Henry, op. cit., pp. 56-136.
33 Sobre la dogmática y sobre los errores dogmáticos de la Edad Moderna
(kenóticos de los siglos XVI-XVII y XIX): M. Waldhäuser, D ie K enose u n d d ie
m odern e protestan tische Christologie, Maguncia 1912; P. Henry, op. cit., pp. 136158, detenidamente sobre Bulgakov. Para los anglicanos: A. M. Ramsey, From
G ore to Temple, I960,
34 Op. cit., p. 80.
35 En lo sucesivo debemos prescindir de la cuestión exegética.
36 Adv. A rium I, 40-41 (PG 26, 93 CD, 96 CD).
37 «La humanación es en sí una humillación. Esto lo dice Cirilo con tanta fre­
cuencia que no podemos dudar de ello» (Spindeler, op. cit., p. 110; ve en ello
el principal argumento contra Nestorio: pp. 112-113).
38 A poL pro 12. cap., anath. 10 (PG 76, 366); Ep. 5 5 in s. sym b. (PG 77, 304).
3* D ial, d e trin. 5 (PG 75, 933 B).
40 A dR egin as 2, 19 (PG 76, 1360 B).
41 León, Serm o 5, 2 (PL 54, 145), Serm o 71, 2 (PL 54, 387). Humanación
como «inclinatio majestatis» y con ello como «humilitas·: Serm o 26, 1 in Nat. 6
(PL 54, 212 hasta 213).
42 Hilario, D e Trin. II, 25 (PL 10,67 A).
43 Ib. XI, 48 (PL 10, 432 A).
44 Luis de Granada, O euvres com plètes, Paris 1868, XIII, 217.
43 I n fo tr. 104, 3 (PL 35,1903).
46 De Trin. Vin, 45 (PL 10, 270).
47 Ib. IX, 14 (PL 10, 292 B),
48 Ib. IX, 39 (PL 10, 312 A).
4* Ib. IX, 41 (PL 10, 314 B).
50 Ib. XI, 48 (PL 10, 432 A).
51 Ib. XII, 6 (PL 10, 437 B).
d e S. Irén ée à S. Leon le Grand, Cogitatio Fidei 28, París 1968, donde la tesis del
«encamacionismo» de los Padres griegos, antes defendida sobre todo por
P. Malevez, es superada en la línea de una comprensión de la redención común
a Oriente y Occidente (con la cruz como punto central).
30 Exposiciones generales menos recientes: O. Bensow, D ie L ehre von d er
K enose} Leipzig 1903; H. Schumacher, Christus in sein er P räexisten z u n d
K enose, 2 vols., Roma 1914 y 1921; P. Henry, «Kénose», en DBS V (1957, pp. 7l 6 l (con amplia bibliografía; falta el análisis de Käsemann).
31 Hoy fundamental: E. Käsemann, «Kritische Analyse von Phil 2,5-11», en
ZThK 47 (1950), pp. 313-360, citado según Exeget. Versuche u n d B esinnungen
I, Gotinga 41965, pp. 51-95 [trad, esp.: Ensayos exegéticos; Salamanca 1978]. A.
Feuillet, V hom m e-dieu con sid éré d an s sa condition terrestre d e serviteur et d e
rédem pteur, Vivre et Penser 2, Paris 1942; J. Dupont, «Jésus Christ dans son
abaissement», en RSR 37 (1950), pp. 500-514; L. Cerfaux, «L’Hymne au ChristServiteur de Dieu», en R ecueil L C erfau x; Paris 1954, pp. 425-437; O. Michel,
«Zur Exegese von Phil 2,5-11», en Theol. als G laubensw agnis, Festschr. fü r K.
Heim, Hamburgo 1954, pp. 79-95; L. Krinetzki, «Der Einfluß von Is 52,13 par auf
Phil 2,6-11», en ThQ 139 (1959), pp. 157-193, 291-388.
32 J. Gewieß, «Zum altkirchlichen Verständnis der Kenosisstelle», en ThQ 128
(1948), pp. 463-487. Discusión exhaustiva de todos los pasajes de los Padres en
P. Henry, op. cit., pp. 56-136.
33 Sobre la dogmática y sobre los errores dogmáticos de la Edad Moderna
(kenóticos de los siglos XVI-XVII y XIX): M. Waldhäuser, D ie K enose u n d d ie
m odern e protestan tische Christologie, Maguncia 1912; P. Henry, op. cit., pp. 136158, detenidamente sobre Bulgakov. Para los anglicanos: A. M. Ramsey, From
G ore to Temple; I960.
34 Op. cit., p. 80.
35 En lo sucesivo debemos prescindir de la cuestión exegética.
30 Adv. A rium I, 40-41 (PG 26, 93 CD, 96 CD).
37 «La humanación es en sí una humillación. Esto lo dice Cirilo con tanta fre­
cuencia que no podemos dudar de ello» (Spindeler, op. cit., p. 110; ve en ello
el principal argumento contra Nestorio: pp. 112-113).
38 A p ol.p ro 12. cap., anath. 10 (PG 76, 366); Ep. 5 5 in s. sym b. (PG 77, 304).
3* D ial. d e trin. 5 (PG 75, 933 B).
40 A dR egin as 2, 19 (PG 76, 1360 B).
41 León, Serm o 3, 2 (PL 54, 145), Serm o 7 f 2 (PL 54, 387). Humanación
como «inclinatio majestatis» y con ello como «humilitas»: Serm o 26, 1 in Nat. 6
(PL 54, 212 hasta 213).
42 Hilario, D e Trin. II, 25 (PL 10,67 A).
43 Ib. XI, 48 (PL 10, 432 A).
44 Luis de Granada, Oeuvres com plètes, Paris 1868, XIII, 217.
43 In J o tr. 104, 3 (PL 35, 1903).
46 De Trin. VIII, 45 (PL 10, 270).
47 lb. IX, 14 (PL 10, 292 B).
48 Ib. IX, 39 (PL 10, 312 A).
49 lb. DC, 41 (PL 10, 314 B).
50 Ib. XI, 48 (PL 10, 432 A).
51 Ib. XII, 6 (PL 10, 437 B).
52 Sobre estas y otras supuestas fuentes del himno, cf. P. Henry op. eit., pp.
38-56; es posible que, como piensan él y Krinetzki, los cánticos del Siervo de
Dios hayan influido en el himno, pero tal influjo no resulta decisivo en este con­
texto.
53 In J o I, 32 (Preuschen TV, 41).
* / w £ p M ( P G 6 2 ,14).
55 D e Trin. 5 (PG 75, 968).
I 56 D ie m ystische T heologie d er m orgen län dischen K irche, Graz 1961, pp.
182s.: -Esta renuncia a la propia voluntad no es, por lo demás, una decisión de
la voluntad; no es un acto propio, sino, por decirlo así, el ser mismo de las tres
personas divinas, que sólo tienen una única voluntad, perteneciente a su natu­
raleza común... La kénosis... (y) la obra del Hijo humanado (es) la obra de toda
la santísima Trinidad, de la que no se puede separar a Cristo».
57 Tertuliano, Adv. P rax. 12 (PL 2,167); Pseudo-Gregorio de Nisa, D ee o q u id
sit a d im agin em (PG 44, 1328); Anastasio Sinaíta, In H ex. lib. 6 (PG 89, 930):
cuando Dios, el creador trino, dice: -Hagamos al hombre a nuestra imagen»,
dicha imagen es ya de antemano el Hijo humanado, y en esta palabra se
encuentra también, por consiguiente, el asentimiento del Hijo a la humanación;
ib. (935 B): Cristo es, pues, también el único en quien se cumplió el encargo,
hecho al hombre en el paraíso, de dominar toda la creación.
58 Agustín puede quedar caracterizado con estas pocas palabras: -Sic se exi­
nanivit formam servi accipiens, non formam Dei amittens; forma servi accessit,
non forma Dei discessit» (Serm o 183, 4, 5; PL 38, 990). Pero este simple «agre­
garse» a lo divino ya existente contradice el sentido del «vaciarse» en Flp 2, del
«empobrecerse» de 2 Cor 8,9, y también las afirmaciones aducidas de los Padres
griegos, según los cuales el Logos no ganó nada con la encarnación, sino que
se degradó a la condición de siervo.
5^ Para Tomás, cf. S. Tb. III, q. 14, a. 1 ad 2; a. 2 c; q. 15, a. 5 ad 3, donde
se trata la cuestión de la delimitación de la bienaventuranza en el alma de
Cristo: dispensativamente, la restringe tanto el Humanado mismo, que de la
m ens no derivatu r a d vires sensibiles, igualmente libre es la autolimitación para
soportar límites y, de ese modo, cosas naturales carentes de intención. El suje­
to de estos actos de limitación es, sin embargo, el Hijo humanado mismo. El
sentido de estas afirmaciones es que la «ontología de Cristo» se debe determinar
desde un punto de vista funcional-soteriológico.
60 Ante todo: G. Thomasius, Christi P erson u n d Werk, Erlangen 1853-1861,
21886-1888, $ 40 s .; K. T. A. Liebner, C hristliche D ogm atik au s dem chrtstologisch en P rinzip, Gotinga 1849 (más marcadamente hegeliano); F. H. R. Frank,
System d er christlichen W ahrheit, Erlangen 1878-1880, 21885-1886, § 34; W. F.
Geß, Christi P erson u n d Werk, Basilea 1887. Para los demás, cf. O. Bensow, op.
eit, pp. 6ls,, 91s. A ellos se une el congregacionalista A. M. Faifbairn, C hristin
M odem Theology, Londres 189301 B am pton Lectures, Londres 1891, p. l60.
62 H om élies P ascales I, Nautin (ed.), SC 71, Paris 1950, p. 165: συνάθροισα?
καί συναγαγών τοσουτο? ήλθεν όσος έθελησεν.
65 Gregorio de Elvira, Tr. 7 (PL Suppl I, 464).
64 D e Trin. X, 10 (PL 10, 350 AB); cf. Tomás, 5. Th. III, q. 15, a. 5 ad 1.
65 Or. cat. 24 (PG 45, 64 CD).
52 Sobre estas y otras supuestas fuentes del himno, cf. R Henry op. cit., pp.
38-56; es posible que, como piensan él y Krinetzki, los cánticos del Siervo de
Dios hayan influido en el himno, pero tal influjo no resulta decisivo en este con­
texto.
53 In J o I, 32 (Preuschen IV, 41).
* In E p h A (PG 62, 14).
55 D e Trin. 5 (PG 75, 968).
56 D ie m ystische Theologie d er m orgen län dischen K irche, Graz 1961, pp.
182s.: «Está renuncia a la propia voluntad no es, por lo demás, una decisión de
la voluntad, no es un acto propio, sino, por decirlo así, el ser mismo de las tres
personas divinas, que sólo tienen una única voluntad, perteneciente a su natu­
raleza común... La kénosis... (y) la obra del Hijo humanado (es) la obra de toda
la santísima Trinidad, de la que no se puede separar a Cristo».
57 Tertuliano, Adv. Prax. 12 (PL 2,167); Pseudo-Gregorio de Nisa, D e eo q u id
sit a d im agin em (PG 44, 1328); Anastasio Sinaita, In H ex . lib. 6 (PG 89, 930):
cuando Dios, el creador trino, dice: «Hagamos al hombre a nuestra imagen»,
dicha imagen es ya de antemano el Hijo humanado, y en esta palabra se
encuentra también, por consiguiente, el asentimiento del Hijo a la humanación;
ib. (935 B): Cristo es, pues, también el único en quien se cumplió el encargo,
hecho al hombre en el paraíso, de dominar toda la creación.
58 Agustín puede quedar caracterizado con estas pocas palabras: «Sic se exi­
nanivit formam servi accipiens, non formam Dei amittens; forma servi accessit,
non forma Dei discessit» (Serm o 183, 4, 5; PL 38, 990). Pero este simple «agre­
garse» a lo divino ya existente contradice el sentido del «vaciarse» en Flp 2, del
«empobrecerse» de 2 Cor 8,9, y también las afirmaciones aducidas de los Padres
griegos, según los cuales el Logos no ganó nada con la encamación, sino que
se degradó a la condición de siervo.
59 Para Tomás, cf. S. Th. III, q. 14, a. 1 ad 2; a. 2 c; q. 15, a. 5 ad 3, donde
sé trata la cuestión de la delimitación de la bienaventuranza en el alma de
Cristo: dispensativamente, la restringe tanto el Humanado mismo, que de la
m ens no derivatu r a d vires sensibiles, igualmente libre es la autolimitación para
soportar límites y, de ese modo, cosas naturales carentes de intención. El suje­
to de estos actos de limitación es, sin embargo, el Hijo humanado mismo. El
sentido de estas afirmaciones es que la «ontología de Cristo» se debe determinar
desde un punto de vista funcional-soteriologico.
60 Ante todo: G. Thomasius, Christi Person u n d Werk, Erlangen 1853-1861,
21886-1888, S 40s.; K. T. A. Liebner, C hristliche D ogm atik au s dem christologisch en P rinzip, Gotinga 1849 (más marcadamente hegeliano); F. H. R. Frank,
System d er christlichen W ahrheit, Erlangen 1878-1880, 21885T886, § 34; W, F.
Geß, Christi P erson u nd Werk, Basilea 1887. Para los demás, cf. O. Bensow, op.
cit., pp. 6ls,, 91s. A ellos se une el congregacionalista A. M. Fairbaiin, C hristin
M odern Theology, Londres 1893.
61 B am pton Lectures, Londres 1891, p. l60.
62 H om élies P ascales I, Nautin (ed.), SC 27, Paris 1950, p. 165: συναΟρόίυας
και συναγαγώι/ τοσουτος· ήλθεν δσο? έθέλησεν.
65 Gregorio de Elvira, Tr. 7 (PL Suppl I, 464).
^ D e Trin. X, 10 (PL 10, 350 AB); cf. Tornas,
¿5 Or. cat. 24 (PG 45, 64 CD).
Th. III, q. 15, a. 5 ad 1.
66 En este punto, D. M. Baillie, Gott w ar in Christus. E ine Studie ü ber
In karn ation u n d Versöhnung7 trad, al. Gotinga 1959, pregunta con razón a los
kenóticos modernos por qué, entonces, la kénosis fue puramente transitoria y
no se prolonga tanto tiempo como Cristo sigue siendo hombre, es decir, para
siempre (p. 110). De modo semejante argumentaba ya Weston contra Gore.
67 Cf. Gorodetsky, The hu m iliated Christ in m ód em Russian Thought, 1938
(sobre todo Soloviev, Tareiev, Bulgakov).
68 Así claramente en Bulgakov, cuando éste convierte la Sofía, en cuanto rea­
lidad tanto increada como creada, en una «condición de posibilidad·* de la unión
de las dos naturalezas en Cristo; por decirlo así, en un esquematismo supracristológico de la cristología {Du Verbe In carn é, Agnus Dei) (fr., París 1943), pp.
113ss., 121ss. Gnóstica es la idea de que la cruz histórica sólo es la traducción
fenoménica de un Gólgota metafísico (ib., pp. 238ss.).
69 Cf. la crítica conclusiva de P. Henry sobre Bulgakov, op. eit, pp. 154s.
70 Bulgakov, op. eit, p. 281.
71 Ib.
72 Ib., pp. 289, 305s.
73 Ib., p. 306.
74 The Person a n d P lace o f Christ, 1909, p. 271. Cf. el fundamental artículo
de Klaus Rosenthal, «Die Bedeutung des Kreuzesgeschehens für Lehre und
Bekenntnis nach Peter Taylor Forsyth», en KuD 7 (1961), pp. 237-259.
75 P. 262. Sobre las conexiones entre eucaristía y Pasión, cf. más adelante,
pp. 84s.
76 M at 17, 17 (Klostermann X, 637).
77 Un esbozo de fundamentación trinitaria de la kénosis parece encontrarse
también en Mario Victorino, quien llama ya al primer origen del Logos recessio
y, por tanto, p assio, echando ciertamente mano de la hylé n oété plotiniana:
Adv. A rium IV, 31 (PL 8, 1135 D). Pero dicha fundamentación le permite pres­
cindir de una kénosis en sentido moderno: «Intelligamus autem ipsum se exi­
nanisse, non in eo esse quod potentiam suam alibi demiserit aut se privaverit,
sed ad sordida quaeque se humiliaverit, ad postrema officia descendens»: In P hil
II (PL 8, 1208). Cf. P. Henry, op. dt., pp. 114-117.
78 F. Bertrand, M ystique d e Jésu s ch ez O rigène, Théologie 23, Paris 1951. Ya
G. Bardy, La Vie Spirituelle d'après les P ères des trois p rem iers siècles, Paris 1935,
pp. 214ss.; H. de Lubac, H istoire et Sprit, L ’intelligen ce d e l'Écriture d ’après
O rigène, Théologie 16, Paris 1950, trad. al. Geist au s d er G eschichte. D as
Schriftverständnis des O rígenes, trad, por H. U. von Balthasar, Johannes Verlag,
Einsiedeln 1968.
79 Cf. en la Vîta A ntonii de s. Atanasio: caps. 75, 78, 79 (PG 26, 948-953).
80 PG 31, 619s.
81 Cf. más adelante, pp. 67s.
82 Serm o 44, 1-2 (PL 38, 259s.): «’Ascendit... sicut radix in terra sitienti’. Crevit
illud granum sinapis... Unde haec tanta pulchritudo? De nescio qua radice surrexit... Quaeramus radicem. Consputus est, humiliatus est, flagellatus est, crucifi­
xus est, vulneratus est, contemptus est...».
83 El ejemplo más asombroso de una auténtica fusión es, una vez más, la
figura de un fundador: Pablo de la Cruz, fundador de los pasionistas. Cf. St.
Breton, L a M ystique d e la P assion. S. P au l d e la C roix, París 1962.
84 F. Callaey, É tude su r übertin d e C ósale, Lovaina 1911, pp · 73s.
85 Reimpresión, Turin 1961, con introducción y bibliografía a cargo de
Charles T. Davis.
s6 Sobre todo, Matilde de Magdeburg, Gertrudis de Helfta, Ángela de
Foligno, Margarita Ebner (ed. por J. Prestel, Weimar 1939) y Catalina de Siena,
más tarde María de la Encamación ( Oeuvres com pletes, 4 vols., París 1929).
87 K. A. Kneller, G eschichte d er K reu zw egan dacht von d en A nfän gen bis zu r
völligen A usbildung, Friburgo 1908. Al mismo tiempo habría que tener también
presente el calendario de fiestas litúrgicas: triduum m ortis, invención de la santa
cruz (cf. J. Straubinger, D ie K reu zau ffin du n gslegen de, Paderborn 1913), exalta­
ción de la santa cruz, fiesta de la preciosísima sangre, las fiestas de los dolores
de María, etc., en tomo a los cuales se ha desarrollado una teología propia.
Simplemente a partir de la liturgia del triduum m ortis se puede desarrollar una
teología de todo el misterio pascual (así L. Bouyer, Le M ystère p a s c a l, París
51957); pero,.al hacerlo así, el sábado santo quedará necesariamente demasiado
corto.
88 Para la devoción al Corazón de Jesús, es fundamental la apertura del cora­
zón en la cruz. Richtstätter, D ie H erz-Jesu-V eréhrung im dt. M ittelalter, Munich
21924; A. Bea - H. Rahner - H. Rondet - F. Schwendimann, Cor Jesu , 2 vols.,
Roma 21956; J. Heer, D er D uchbohrte, Roma 1966.
89 Como el Christus p atien s atribuido a Gregorio Nacianceno (en realidad,
obra de los siglos XI-XII, PG 38, 133-338) o el drama más representativo de
Arnoul Greban, Le M ystère d e la Passion, en 30.574 versos (escrito antes de
1452), que enmarca la Pasión entre la historia de la creación y la salvación y
una conclusión escatológica. Edición de Gaston Paris y Gaston Raynaud (París
1878). Bibliografía acerca de piezas teatrales sobre la Pasión: LThK DC (1964),
ρρ. 374s,
90 Reimpresión, con introducción de Jean Rousset, Librairie Droz, Ginebra
1966.
91 Sobre esto: A. Guny, «Duguet», en DSp ΠΙ (1957) pp. 1759-1769, esp. 1766.
92 Reimpresión: Ed. du Cerf, 1937. Sobre esto: H. Bremond, Hist. sent. rei. t.
8, La M étaphysique des Saints II, Paris 1930, pp. 19-77; Y. Congar, «Ta Croix de
Jésus’ du P. Chardin», en VS Suppl. 51 (1937), pp. 42-57, también en Les Voies du
D ieu Vivant, Paris 1962, pp. 129-141.
« Sobre todo esto: Bas. de S. Pablo, La esp iritu alid ad d e la P asión, Madrid
1961; DS III (1957), pp. 767s.
94 O. Casel, «Art und Sinn der ältesten Osterfeier», en JLW 14 (1934), pp.
58ss., 69s. Para la Edad Media, ante todo: H. de Lubac, Corpus Mysticum,
Théologie 3, Paris 21949, trad. al. Corpus Mysticum. E ucharistie u n d K irche im
M ittelalter, trad, por H. U. von Balthasar, Johannes Verlag, Einsiedeln 1969; A.
Franz, M esse im deutschen M ittelalter, Friburgo 1902.
95 Así, de forma demasiado unilateral, F. X. Arnold, D as gott-m enschliche
P rin zip d er S eelsorge und d ie G estaltung d er ch ristlich en F röm m igkeit:
C halkedon III, pp. 287-340.
IL LA MUERTE DE DIOS COMO FUENTE DE SALVACIÓN,
REVELACIÓN Y TEOLOGÍA
1. El hiato
Si sin el Hijo nadie puede ver al Padre (Jn 1,18), nadie puede
llegar al Padre (Jn 14,6), el Padre no puede revelarse a nadie (Mt
11,27), entonces, si el Hijo, la Palabra del Padre, está muerto,
nadie podrá ver al Padre, oírlo, ni llegar a él. Y ese día en el que
el Hijo está muerto, y por tanto Dios resulta inaccesible, existe.
En efecto, como nos ha indicado la tradición, Dios se hizo hom­
bre por este día. Se puede muy bien decir que vino para cargar
con nuestro pecado en la cruz, para cancelar nuestra nota de
cargo, y además para triunfar sobre principados y potestades (Col
2,l4s.). Pero este «triunfo· se produce cuando el Hijo grita ante el
abandono de Dios en la oscuridad (Me 15,33-37), cuando «bebe
del cáliz», cuando «pasa por el bautismo» (Me 10,38) y se hunde
en la muerte y el infierno. Entonces se cierra el silencio como se
cierra la tumba que queda sellada. Al final de la Pasión, puesto
que la Palabra de Dios está muerta, tampoco la Iglesia tiene ya
palabra alguna. Mientras la semilla muere, no hay nada que cose­
char. Este estado de muerte de la Palabra humanada no es una
situación entre otras de la vida de Jesús, como si la vida inte­
rrumpida por breve tiempo se reanudara simplemente el día de
pascua, por más que ciertas palabras de Jesús —que pretenden
servir de consuelo a los discípulos hablando de «un poco de tiem­
po»— parezcan indicar tal cosa. Entre la muerte de un hombre,
que por definición es final sin retorno, y lo que llamamos resuííección no existe conmensurabilidad. Ante todo debemos consi-
derar seriamente esto: lo mismo que un hombre que muere y es
enterrado queda mudo y ya no manifiesta ni comunica nada, así
también el hombre Jesús, que era la palabra, la manifestación y
la comunicación de Dios, muere, y lo que en su vida era revela­
ción cesa, Es más, este cese no es tan sólo el cese cuasi natural
del que muere en el Antiguo Testamento, que va a la tumba,
vuelve al polvo del que fue tomado; es la caída del «maldito» (Ga
3,13) lejos de Dios, del «pecado» (2 Cor 5,21) personificado «arro­
jado» (Ap 20,14) al lugar donde debe «consumirse» (Ap 19,3; «la
ciudad de la nada queda reducida a ruinas»: Is 25,10): «¡Pánico,
hoya y trampa contra ti, morador de la tierra! Sucederá que el que
escape del pánico caerá en la hoya, y el que suba de la hoya será
preso en la trampa» (Is 24,17s. = Jr 48,43s.). Pues aquí muere la
quintaesencia de la muerte segunda: lo definitivamente alejado
como maldito por Dios en el «juicio» (Jn 12,31) se hunde hasta lle­
gar al lugar que le corresponde. En este «definitivamente» no hay
tiempo.
Es muy grande el peligro de que aguardemos, como especta­
dores de un espectáculo incomprensible, hasta que cambie la
escena. Pues en esa ausencia de tiempo tampoco parece haber
ninguna sucesión de aquel que ha quedado sin palabra. Romano
el Músico, en su himno 35, ha cantado a María al pie de la cruz,
y en el diálogo entre madre e hijo hace que éste explique a su
madre por qué él, como médico, debía desnudarse para llegar
hasta el lugar donde yacen los enfermos de muerte, y allí poder
curarlos. La madre le ruega que la lleve consigo. Él le advierte: la
creación entera temblará, la tierra y el mar huirán, las montañas
se tambalearán, las tumbas se vaciarán... Entonces se interrumpe
el diálogo, y la oración del poeta se dirige al Hijo, el «poseedor
de los dolores»1. No sabemos si tiene lugar el seguimiento a tra­
vés del caos del mundo que se derrumba, o si sólo la mirada
llena de angustia de María sigue fija en el Hijo que desaparece en
la inaccesible oscuridad, que desaparece en lo inalcanzable2. Los
apóstoles aguardan en el vacío. En todo caso, sin comprender
que exista una resurrección, ni lo que ésta pueda ser 0n 20,9; Le
24,21). La Magdalena sólo puede buscar al amado —su cadáver,
se entiende— en la cueva vacía, llorando con ojos vacíos y bus­
cándolo a tientas con vacías manos Qn 20,11.15). Bajo el velo de
un infinito cansancio mortal, ya no se mueve nada de fe viva y
esperanzada.
El poeta hace decir a Cristo: «Descendí hasta donde el ser pro­
yecta su sombra, miré al abismo y clamé: ‘Padre, ¿dónde estás?’,
pero sólo o l la tormenta eterna que nadie domina... Y cuando
miré al mundo inconmensurable buscando los ojos divinos, él
me miró fijamente con órbitas vacías y sin fondo; y la eternidad
se extendía sobre el caos, lo roía y se rumiaba a sí misma»3.
Bastante a menudo se ha tomado esta «visión» como punto de
partida de la moderna teología de la muerte de Dios. Para noso­
tros es más importante en ella el hecho de que el vacío y aban­
dono qüe expresa es más hondo que el que una muerte huma­
na normal puede causar. Dicho de otro modo: lci-propio'<ie la
teología del sábado santo no consisté en là realización de un
acto final de la autoentrega del Hijo humanado al Padre, como
el que toda muerte humana —más o menos ratificada por el
individuo— implica eshucturalmente_en sí misma; consiste más
bien en algo completamente único, que se expresa en la «reali­
zación» de toda impiedad, es decir, de todos los pecados del
mundo como dolor y caída en la «muerte segunda» o «caos
segundo», fuera del mundo ordenado por Dios al principio. Por
consiguiente, es Dios quien en realidad carga sobre sí, en el
modo de la obediencia última del Hijo al Padre, lo absoluta­
mente antidivino, lo rechazado eternamente por Dios, y con ello,
como dice Lutero, se oculta revelándose «sub contrario». Es pre­
cisamente la radicalidad insuperable de este ocultamiento lo que
atrae sobre sí la mirada, lo que hace que los ojos de la fe pres­
ten atención. Ahora bien, resulta extraordinariamente difícil
tener una visión global de la «absoluta paradoja» que se encuen­
tra en este hiato, y de la continuidad entre el resucitado, el muer­
to y el que vivió antes. Sin embargo, es obligado intentarlo, aun­
que dicho intento aumente—aún., más la paradoja. Si nos
quedamos en el mero «sub contrario“,, resulta inevitable el paso
de Lutero a Hegel: la cristolegía- púramente dialéctica se con­
vierte en una mera dialéctica «filosófica» como fórmula del
mundo. Por otro lado, la ausencia de camino (aporía) que se
abre de par en par en el hiato de la muerte del hombre y de Dios
no se puede minimizar en ningún caso convirtiéndola en una
«analogía» intelectualmente abarcable, dominable, entre el antes
y el después, el Jesús mortal y el Kyrios resucitado, la tierra y el
cielo. «No se debe acabar con el escándalo de la cruz» (Ga 5,11),
ni «desvirtuar la cruz de Cristo» (1 Cor 1,17).
2. La «palabra de la cruz» y su lógica
En un artículo que lleva este mismo título4, E. Stauffer desa­
rrolló con acierto el problema. Partiendo de 2 Cor 8,9 (Jesucristo,
-siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de enriqueceros con
su pobreza«), demuestra que esta doble afirmación antitética es
un tópico fundamental de la predicación paulina (cf. Ga 4,5;
3,13s.; 2 Cor 5,21; Rm 8,3s.; Ga 2,19; Rm 7,14): se trata siempre
de la expresión del escándalo, pero juntamente con su alcance y
efecto para nosotros y el mundo. En dicho efecto se evidencia el
hecho histórico y único —que pretende ser incondicional y en
ningún lugar se puede dejar a un lado— , como un «principio» que
afecta al ser (y existencia) de todo lo creado. «Si uno murió por
todos, todos por tanto murieron» (2 Cor 5,14). La universalidad de
la segunda declaración es inseparable de la singularidad de la pri­
mera. Pero ese -estar muerto con [él]- no significa precisamente
«ser arrebatado con [él] al abismo», pues él «murió por todos, para
que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió
y resucitó por ellos» (2 Cor 5,15). El descenso del Uno al abisme#
se convierte en el ascenso de todos de ese mismo abismo. Y lá
condición de posibilidad para que se dé este trueque dialéctico
estriba, por un lado, en el «por todos» del descenso (por tanto, no
simplemente en el «morir», sino en el ser quemado como macho
cabrío expiatorio fuera del campamento de Dios, Hb 13,1 ls.); por
otro lado, en el resucitar prototípico aquí mencionado: pues, si
no, cuando él se hubiera hundido en el abismo, no habrían resu­
citado «todos». Además, él debe ser «primicia de los que duermen»
(1 Cor 15,20), el «primogénito de entre los muertos» (Col 1,18).
Por tanto, por más que en el hiato del «sub contrario» de
Lulero se hace patente la «paradoja absoluta» (de Kierkegaard),
ésta no se queda, sin embargo, en su afirmación estática; más
bien, la fórmula paradójica posee un dinamismo interno que se
manifiesta en la finalidad (se hace pobre, p a ra que vosotros os
hagáis ricos); y esta finalidad enciende una luz en la oscuridad
de la incomprensibilidad racional: la luz del am or; según cuya
lógica saca Pablo la «conclusión» (κρίνοντας) mencionada (2 Cor
5,14: «el amor de Cristo» le apremia y obliga a sacar esta conclu­
sión y las consecuencias existenciales que de ella se derivan): en
la medida en que la muerte de Jesús es función del amor abso­
luto — «él murió p or todos^—, aquélla tiene ante todo la validez
ly la fuerza para imponerse de un principio. Ésta no es, cierta'mente, una «lógica formal», sino la lógica colmada, en cuanto a
su contenido, por el carácter único y la personalidad del Logos
eterno y humanado, là lógica creada por él e idéntica a él. Y esta
I fuerza eficaz y única es propia del «escándalo», y no es lícito
í «ablandarla» ni «vaciarla». El Nuevo Testamento no conoce otra
■ lógica que ésta;
Por eso E. Stauffer puede calificar el referido tópico paulino
como «fórmula de ruptura» que él considera en lo tocante a esto
como un «desarrollo ulterior y original» del esquema mítico de
ascenso y descenso, en cuanto que la «discontinuidad paradójica
de las afirmaciones queda superada mediante el movimiento dia­
léctico contrario de la oración final»; por consiguiente, «paradoja
y razón, escándalo y sabiduría, muerte y vida se contraponen», de
manera que «toda comprensión de Dios, de la historia y del
mundo... encuentra [aquí] su piedra de toque»5. No es posible, ni
una teología que no esté marcada y estructurada intrínsecamente
por «la palabra de la cruz», ni una teología que se quede parada
en la gran contradicción (escándalo) existente entre Dios y el
hombre, tanto en el ser, como en el pensar (en todo caso, tal teo­
logía dialéctica no sería paulina).
Esto vale también de las agudas fórmulas dialécticas de 1 Cor
l,17ss., cuyo sesgo polémico antignóstico ha demostrado U.
Wilckens6. La «sabiduría» de los corintios ha asentado definitiva­
mente al creyente más allá de la cruz, lo cual se fundamenta con
el argumento de que el Cristo (= Sofía) que descendió no fue
reconocido por los ángeles ni los jefes del mundo y fue crucifi­
cado por error por las potestades —en plena polémica, Pablo
mismo asume estas ideas: ¡1 Cor 2,8!— , mientras que toda la fuer­
za de su autodesvelamiento residió en su exaltación o resurrec­
ción. Frente a esto, Pablo empieza por aferrarse sólo a la para­
doja de la cruz: en la debilidad de Dios se demuestra su fuerza,
en su locura se muestra su superioridad sobre la sabiduría huma­
na; por eso, entre esas gentes que ya han dejado atrás la cruz,
Pablo «no [quiere] saber otra cosa que al Crucificado». En él se
encuentra fundamentalmente la salvación. Pero esta polémica
reducción contiene en sí, no obstante, el dinamismo de la ruptu­
ra: si la debilidad de Dios es más fuerte, y la locura de Dios más
sabia que los hombres, «estas llamativas comparaciones serían
paradojas absurdas si no apuntaran a algo que en medio del
acontecimiento de la crucifixión... es realmente fuerte y realmen­
te sabio... Con ello queda evidentemente fijado... el aconteci­
miento de la resurrección llevada a cabo por Dios..., pero de tal
manera, que esa resurrección resulta inseparable de la afirmación
sobre la crucifixión de Cristo, y queda objetiva y estrechísimamente unida con ella»7. Por eso Pablo habla muy conscientemen­
te de «Cristo crucificado» (1 Cor 1,23; 2,2): «Pneumático es quien
posee el Espíritu de Cristo crucificado... Todo el patbos de las
afirmaciones del gnóstico sobre sí mismo se utiliza aquí, por
tanto, al servicio de la proclamación de Cristo crucificado», hasta
el límite de lo equívoco8, suponiendo que las expresiones polé­
micas no quedaran equilibradas con la formulación habitual de la
doctrina.
Del hecho de que la fuerza de la resurrección de Cristo se
manifiesta precisamente en la comunión del creyente, y especial­
mente del apóstol, con él en la muerte, no se debe concluir tam­
poco que la dialéctica de muerte y vida remita a sí misma, esté
cerrada en sí misma. Por el contrario, esta comunión de destino
demuestra en su paradoja la clara, y en modo alguno dialéctica,
superioridad de la fuerza de la resurrección, de la gloria de Dios
que rompe el equilibrio entre «el cotidiano desmoronarse del
hombre viejo» y «el cotidiano renovarse del nuevo» en virtud de
un «pesado caudal de gloria eterna» (2 Cor 4,l6s.).
Cristiana sólo puede ser una teología que entienda siempre de
manera dinámica el insoslayable escándalo de la cruz: cierta­
mente como crisis, pero crisis como cambio del antiguo eón
hacia el nuevo, en la tensión entre «la situación y la meta del
mundo». Pero entre ambas no media una evolución inmanente,
sino el instante imperceptible que separa el sábado santo del
domingo de pascua. Esto también resulta claro desde la antropo­
logía, puesto que una «evolución», se entienda como se entienda,
nunca podrá juntar los dos extremos del hombre partido por la
mitad; más bien, y en el mejor de los casos, debe considerar a los
individuos enfermos y rotos como etapas que se hunden en el
pasado, previas a una humanidad que camina al encuentro de su
salud; pero Jesús no vino a animar a los sanos, sino a curar a los
enfermos (Me 2,17 par.). Así, en todo caso, en la «muerte de Dios»
del triduum mortis, la auténtica teología se ocupa plenamente de
su objeto supremo, y no tiene tiempo para perderse en cuestio­
nes superfluas9.
3. Cruz y filosofía
Lo dicho hace un momento, no obstante, indica también lo
difícil sque será la delimitación entre afirmaciones auténtica­
mente teológicas sobre el triduum mortis y su transformación
(a menudo imperceptible) en una verdad filosófica de validez
général, universalmente cognoscible y desligable de la fe. La
dificultad aumenta si entramos en el problema antes mencio­
nado de la kénosis, cuyo sujeto es el Logos precósmico, por
tanto Dios mismo, o bien en la cuestión de la «degollación eter­
na del Cordero*. Aun cuando se dejen de lado aquellas formas
de filosofía que se salen claramente del ámbito teológico cris­
tiano, siguen quedando formas de pensamiento bastante ambi­
guas, o que según el contexto y el acento se pueden conside­
rar como afirmaciones teológicas o como afirmaciones
filosóficas.
a. Ya el primer ejemplo resulta desconcertante: las teologías de la
cruz de los Hechos apócrifos ocupan lugares difícilmente precisables
que se sitúan entre una gnosis filosófica no cristiana y un cristianismo
sólo externamente gnóstico o de revestimiento neoplatónico. Para
Valentín (expuesto de forma simplificada), la verdadera cruz se identifi­
ca con el Logos (-Cristo) que en el cielo procede del pléroma para la
salvación de la Sofía (-Achamot), caída de la plenitud y que emite de sí
misma la materia. La «cruz celestial· tiene dos funciones básicas (δύο
èi/€pyeiaç): la de consolidación (de lo que de otro modo se disgregaría)
—en esto la cruz es boros: límite— y la de partición o separación (de
lo material-caótico)10. Desde esta perspectiva hay que interpretar las
revelaciones de Hechos de Juan (97s.); mientras que Jesús rodeado por
la multitud sufre, o parece sufrir, en la cruz de madera, Juan recibe del
Cristo celestial una iluminación sobre la verdadera cruz, la «sólida cruz
luminosa* que es llamada también por los hombres Logos, razón, pan,
resurrección, verdad, fe, etc., que es la «delimitación de todas las cosas-,
la «armonía de la sabiduría-, y supone un puro «sufrimiento» gnóstico:
«Oyes que he sufrido, y sin embargo no he sufrido; que no he sufrido,
y sin embargo he sufrido... Reconóceme, por tanto, como el tormento
del Logos, la transfixión del Logos, la sangre del Logos, la vulneración
del Logos, la enclavación del Logos, la muerte del Logos». Pero todo lo
que aconteció en el Calvario sólo fue «llevado a cabo simbólica y eco­
nómicamente»11.
Sin embargo, mientras que la orientación valentiniana contiene
(incluso en sus estadios previos) deformaciones filosóficas de motivos
cristianos, del T im eo de Platón procede (36b) la idea de que el demiur­
go partió el alma del mundo a modo de cruz, en forma de χ, idea sobre
la cual el platonismo de escuela (de un Albino) efectúa ulteriores espe­
culaciones que parecen constituir el trasfondo de la teología de la cruz
de los H ec h o s d e A n d rés. También en este caso la cruz está «plantada en
el cosmos para consolidar lo inestable·». «Una parte de ti se extiende
hasta el cielo, para que así señales al Logos celestial, cabeza de todas
las cosas*», los brazos a izquierda y derecha dan caza a los enemigos
caóticos en fuga y reúnen el cosmos; la parte inferior, enclavada en lo
profundo, reúne lo ínfimo con lo supremo. Así, la cruz tiene dimensio­
nes cósmicas, es alabada porque ha «unido al mundo en su abrazo**
{M art. I, 4)12. Con esta idea conecta la H o m ilía p a s c u a l d e l E seu d o H ipólitQ , cuya ortodoxia está fuera de toda duda, cuando atribuye a la
cruz un sigmficadocósmico global, y lo hace con imágenes que remi^"^-ten a Platón, pero también hasta el budismo13: «De este árbol me ali­
mento para la vida eterna,... en sus raíces me arraigo, con sus ramas me
extiendo... Este árbol tan ancho como el cielo ha crecido desde la tie­
rra hasta el cielo. Planta inmortal, se alza en medio entre cielo y tierra.
Él es el firme punto de apoyo de todo, el punto donde descansan todas
las cosas, el fundamento del orbe entero, la piedra angular del cosmos.
Él compendia en sí en la unidad toda la plural condición de la natura­
leza humana. Está sujeto por los invisibles clavos del Espíritu para no
desligarse de su conexión con lo divino. Toca las cimas más altas del
cielo y afirma con sus pies la tierra, y abarca con sus inconmensurables
brazos la amplia atmósfera que media entre ambos»14. El teologúmeno
de la cruz ha sustituido, o ha absorbido dentro de sí, un filosofúmeno
sin menoscabo de su realidad histórica.
Más difícil de situar es la teología de los H ec h o s d e P ed ro (Vercell.)15,
donde Pedro (37-39) pide ser crucificado cabeza abajo, e incluso reve­
la «el misterio oculto de la cruz en su alma»: en éste se encuentra el
levantamiento del primer hombre (originario) caído del cielo en el prin­
cipio, que mediante esta inversión queda restaurado en sus dimensio­
nes correctas; no obstante, con esta idea no nos acercamos demasiado
al significado de la cruz de Cristo. En este caso, motivos encratitas y
docetas sirven simplemente de orla a una teología que quiere ser cris­
tiana : en la «piedad popular» caben «unos junto a otros algunos ele­
mentos que los teólogos procuran separar cuidadosamente»16. H. Schlier
ha demostrado la existencia de reflejos de la idea gnóstica del hombre
y; la cruz celestiales hasta en Ignacio, quien sabe de ella, pero recuerda
claramente la auténtica cruz de Cristo y su auténtico padecimiento17.
Si volvemos la mirada sobre lo que hemos dicho acerca de la kénosis y el Cordero degollado en el cielo (o Cristo como idea originaria del
hombre), las concepciones que ven en la cruz de Cristo un principio
que fundamenta y mantiene unido el cosmos no tienen por qué aban­
donar el ámbito de la teología cristiana. No otra cosa expresa Agustín
en De Ctv. Dei X, 20, cuando describe el sentido (la plenitud) del
mundo como adhesión del conjunto de la humanidad al eterno sacrifi­
cio de adoración de Cristo al Padre.
b.
En cambio, se abandona este ámbito allí donde la cruz se convierte
en una idea simbólica general que se expresa análogamente en muy dis­
tintas religiones y cosmovisiones, entre ellas también en el cristianismo.
Valga como ejemplo de ello (pasando por alto las ideologías de los rosacruces, los francmasones y los cruces gamadas) R. Guenon, le Symbolisme
de la Croix*8: ciertamente, a la realidad del símbolo pertenece también en
este caso un elemento histórico real; pero, «si Cristo murió en la cruz, fue
debido al valor simbólico que la cruz posee ya en sí, y que le fue atribui­
do siempre por todas las tradiciones»19. El sentido principal (sens princi­
piet) es el «metafísico», «todo lo demás son sólo aplicaciones ocasionales»20.
Lógicamente, se desarrolla entonces una metafísica del ser en identidad
con una metafísica del hombre cósmico originario; la encrucijada de las
dimensiones del mundo es al mismo tiempo el punto de la indiferencia de
todos los contrarios, y por tanto de la «redención», etc. La teología cristia­
na no está interesada en nada de todo esto. Lo que debe llegar a descu­
brir aquí es la distinción entre la universalidad del hecho único e históri­
co de la crucifixión y resurrección de Cristo, y la idea general —sea que
se acentúe más la forma plástica simbólica, o se comprenda como con­
cepto o ley de la existencia y la historia— dentro de la cual la cruz de
Cristo tal vez entraría como un notable caso especial. Esto último es teo­
lógicamente inaceptable. Se ve, sin embargo, que este «caso especial» se
podría desplazar a su vez hasta ser un «caso supremo» y con ello, quizás,
hasta ser una idea que lo determinara todo; se necesitará entonces una
observación muy atenta para establecer los límites de lo teológico. C. E.
Raven, en sus Gifford-Lectures de 1951-1952, Life, Mind and Spirit, pre­
tende ver creación y redención como una unidad en la cual naturaleza y
sobrenaturaleza no se pueden distinguir, y donde rige una ley general, la
de «morir y devenir», la resurrección a partir de la muerte; sin embargo,
este autor considera la cruz y resurrección de Cristo como punto culmi­
nante y dave de esta ley cósmica global. Algo semejante se puede supo­
ner en T eilh a rd d e C h ard in , a tenor del ritmo global de su pensamiento:
elevación gradual de una estructura mediante evolución, con lo cual dicha
estructura se sublima o «regenera«, a través de una «muerte**, en una forma
superior y completamente renovada. Y esta ley de la «inversión«, de la
«reversión**, del «descentramiento», esta «fase desgarradora« por la que debe
pasar tanto la mónada como el universo21, entendida enteramente como
una ley cósmica, incluso como ley de la personalización creciente,
encuentra en la cruz de Cristo su «remate ciertamente sobrenatural, pero
físicamente asignado (p h y siq u em en t assig n e) a la plenitud de la humani­
dad«22. Teilhard es consciente de que ese equilibrio que busca entre ley
del mundo y ley de Cristo es muy difícil de encontrar, y de que sigue
habiendo tensión en todas sus fórmulas que intentan mediar entre su fe
incondicional en la cruz y su afán de ver la cruz en unidad con la evolu­
ción del mundo. Sirva aquí de representante de otros muchos que han
aspirado a una síntesis así23.
c.
Un tercer intento consiste en negar radicalmente toda conexión de
ese tipo, y dejar la cruz como pura paradoja. Esto lo llevó al extremo
L u tero en ciertas formulaciones en las que da a la paradoja de la cruz
una expresión estática formal. Pero esta paradoja, para Lutero vincula­
da al único Cristo, presiona desde dentro (porque carece completa­
mente de analogías y, sin embargo, tiene pretensión de validez univer­
sal) para convertirse en una llave que lo abra todo, en el «método
dialéctico«. E. Seeberg resume así su análisis de la teología de Lutero:
«Cristo es, por tanto, aquel en quien Lutero encuentra la ley fundamen­
tal que rige en la vida en general: él es a la vez maldito y bendito ( sim u l
m a led ic tu s et b en ed ictu s ), al mismo tiempo vivo y muerto {sim u l vivus
et m ortu u s), a la vez apesadumbrado y gozoso {sim u l d o len s et g a u ­
d en s). En él está prefigurado el gran ‘al mismo tiempo' {sim u l) que
constituye la idea fundamental de su doctrina de la justificación —al
mismo tiempo justo y pecador {sim u l ju stu s et p e c c a to r ) — y que se fal­
seó tan gustosa y prontamente convirtiéndolo en ‘sucesivamente’... En
Cristo se ve el modo en que Dios actúa en general, a saber, en contra­
posición a la razón y a la apariencia, etc.»24. Pero si la ley de la provi­
dencia universal resulta legible en Cristo, cabe preguntarse si dicha ley
no se puede leer igualmente en Sócrates o en el «justo crucificado» de
Platón. Se corre el peligro de «dogmatizar también la paradoja de la
actuación de Dios su b c o n tr a r io y hacer de ella un esquematismo
inquebrantable de la comprensión de la historia»25, cosa que, en efecto,
sucedió en H eg el entre los escritos de juventud y la L ó g ica de Jena. En
un estadio incomparablemente más alto que el de la gnosis valentinia-
na, se repite en este pensador el mismo proceso de filosofización del
misterio de la cruz, con lo cual en ambos casos el Hombre-Dios que se
revela (hombre originario) coincide en última instancia con la autocomprensión del hombre. Hegel ciertamente considera con la mayor
seriedad su «viernes santo especulativo» y el «Dios ha muerto- («el senti­
miento sobré el que descansa la religión de la Edad Moderna») precisa­
mente donde aparece la idea de la libertad absoluta, y con ella la del
sufrimiento absoluto26; pero este nuevo viernes santo sustituye, no obs­
tante, al «qué por lo demás aconteció históricamente»27. Aun cuando en
la Fenomenología del Espíritu se reserva un espacio para la forma his­
tórica, sigue estando separada de la «dogmática» de lo cristiano, la cual
no es objeto de fe, sino de ciencia. Adviértase, además, lo siguiente: la
dialéctica estática que se da en Lutero entre Ley y Evangelio (Antigua y
Nueva Alianza) prolonga en cierto modo la primitiva dialéctica estática
de la gnosis y Marción, y los escritos de juventud de Hegel recurren,
más allá de Lutero, a este originario antisemitismo gnóstico: la cruz.es,
en definitiva, el «desganamem
que en la Nueva Alianza
se convierte en lo «que desgarra»; de ese modo ya no^£la^cruz de Jesús,
sino3TñáT*Si^
entre el verdadero Dios y el
dominador del mundo) en la cual„ sólocabe-sufrir.
d.
St. Breton, en su notable estudio La Passion du Christ et les
Philosophes28 ha seguido el camino que parte de Hegel, pasa por
Feuerbach y llega a Alain, en quien aparece un motivo nuevo de la filo­
sofización de la cruz. Si la libertad es algo absoluto, en Dios —dice ya
Hegel— es absoluto sufrimiento; pero, añade Feuerbach, ¿no habría que
invertir sujeto y predicado? «Sufrir por otros es divino»; mas el sujeto de
esta «divinidad» es el hombre. Y en el cristianismo, Dios tuvo que hacer­
se hombre para padecer29. «Donde el Dios personal es una verdadera
necesidad cordial, él mismo debe padecer necesidad. Sólo en su sufri­
miento se encuentra la certeza de su realidad, sólo en él se halla la esen­
cial impresión y energía de la encamación... Sólo en la sangre de Cristo
se sacia la sed de un Dios personal, es decir, humano, partícipe y sensi­
ble»30. Tras estas toscas formulaciones de Feuerbach se encuentra una idea
más sutil, que prácticamente encontró expresión ya en la tragedia griega
—el hombre que sufre está por encima del Dios que no puede sufrir— y
que en la obra de Alain pasa a ocupar un puesto central31. En primer lugar
está el signo de la cruz: «En el signo desnudo se hace visible la voluntad,
el signo no manifiesta nada salvo él mismo, recuerda el hombre al hom­
bre. Todas las grandes ideas terminan aquí, la imagen del justo crucifica­
do no añade nada, el signo habla más alto. En la soledad: mejor; torpe:
mejor»32. Esto suena a Guénon, pero significa mucho más. Significa que lo
más hondo del hombre es aquello a lo que Alain llama espíritu, y a lo que
se debe sacrificar todo; todo lo que es poder mundano y camal se debe
sacrificar a él, al espíritu, que es pura impotencia. «La cruz es el 'no' con­
tra el poder, y esto supone una revolución en el concepto mismo de Dios».
Se dice que Dios es omnipotencia; pero la omnipotencia no es amada, y
así el poderoso es el más pobre de todos. «Sólo se ama la debilidad». De
nuevo se califica la existencia en la Antigua Alianza como contradicción.
Contra el Dios del poder se pone al «escandaloso colgado*33. «En la Biblia
no hay gracia. El Espíritu es un tirano absoluto. Éste es su modo de ser.
El Espíritu con sus leyes es peor que una cosa». En lenguaje desmitizado,
esto quiere decir: «La primera escuela de la inteligencia es la necesidad».
Ésta fue la práctica de la Antigua Alianza34. Pero, en la Nueva Alianza, esta
necesidad se desvela como libertad para el sufrimiento. El cristiano es
librepensador: el Espíritu se le impone como la libertad para la impoten­
cia y para el sufrimiento absoluto. Imagen navideña: «Mirad al niño. Esta
debilidad es Dios. Esta debilidad que de todos necesita es Dios. Este ser
que sin nuestro cuidado dejaría de ser es Dios... El niño no paga, pide y
vuelve a pedir. Ésta es la estricta regla del Espíritu: el Espíritu no paga, y
nadie puede servir a dos señores... Nunca podré demostrar, con Descartes,
que hay una verdad (segura y útil en sí misma), que no sea hija de una
verdad insegura, inútil y completamente impotente. Pero la verdad comer­
cial es una hija ingrata, por lo demás castigada cien veces con la paga que
recibe... Quizás el Espíritu se despoje un día de todo poder; éste será el
momento culminante de su imperio. Pero precisamente esto es lo que
anuncia de antemano el Calvario, de modo tan elocuente y poderoso, que
no cabe añadir palabra alguna»35.
Habría que mencionar a muchos otros autores que intentan explicar
la cruz antropológica u otológicamente, precristianamente (como
Simone Weil en sus Intuitionspréchrétienns, 1951) o como pantragicismo (a lo cual se inclina Reinhold Schneider). Cristo crucificado se con­
vierte entonces en símbolo, quizás más denso que la realidad en su con­
junto, pero sólo en un símbolo, no obstante. Con ello queda
subordinado a lo genérico, por más que lo abarque como ley o como
libertad absoluta (del hombre). También en este caso la teología queda
superada y sustituida por la antropología.
En todas estas formas de dominación filosófica de la teología, la
línea divisoria resulta a menudo difícil de determinar. Existe la posibili­
dad de experimentar la cruz de Cristo como «cruz del mundo» (Franz v.
Baader36), como algo que pesa anónimamente sobre la existencia, sin
que uno se confunda por eso con el auténtico portador de la cruz.
Pascal, Hamann, Kierkegaard, Dostoievsky, han experimentado la exis­
tencia mundana determinada por la cruz de Cristo, por más que dicha
existencia determina a su vez la cruz de Cristo. Pero en el fondo del
flirta hay siempre un discernimiento por hacer (y sólo Dios lo conoce):
¡(decidir si el hombre se somete a la ley del amor absoluto, que *va hasta
¡el final», o en última instancia la utiliza en su propio beneficio.
/V La filosofía puede hablar sobre la cruz de múltiples maneras;
si no es «logos de la cruz» (1 Cor 1,18) desde la fe en Jesucristo,
sabe demasiado o demasiado poco. Demasiado, porque se per­
mite la palabra y el concepto allí donde la Palabra de Dios calla,
sufre y muere para revelar lo que ninguna filosofía puede saber,
si no es mediante la fe: el amor trinitario siempre mayor de Dios,
cuya finalidad es superar aquello que ninguna filosofía puede
solucionar, la muerte del hombre, para restaurar en Dios la tota­
lidad humana. Demasiado poco sabe la filosofía, porque no es
capaz de medir el abismo en que se hunde la Palabra, y sin sos­
pechar nada cierra el hiato, o «corona» a sabiendas lo horrendo
—«'Se alza la cruz cubierta de rosas. / ¿Quién le ha puesto rosas
a la cruz?»37—, en lugar de, con Jerónimo, «seguir desnuda al des­
nudo». Otras veces la filosofía desconoce al hombre, al asumir
una perspectiva gnóstica o neoplatónica que no acepta plena­
mente su existencia terrestre, sino que la sitúa en otro lugar, en
el cielo, en la pura espiritualidad, o sacrifica su personalidad
única a la naturaleza o a la evolución, o bien conforma al hom­
bre tan a imagen y semejanza de Dios, que Dios va cayendo a
imagen y semejanza del hombre, pues en el sufrimiento y en su
superación el hombre se muestra mayor que Dios, y Dios sólo se
realiza y alcanza la meta de sus deseos cuando se despoja de su
esencia y se hace hombre, para sufrir y morir «divinamente» como
hombre. Si la filosofía no quiere contentarse con hablar en abs­
tracto del ser, o con pensar en concreto lo terreno y mundano (y
nada más), ante todo debe desprenderse de sí misma, para «no
saber... sino a Jesucristo, y éste crucificado» (1 Cor 2,2); entonces,
partiendo de allí, podrá más tarde anunciar «una sabiduría de
Dios, misteriosa, escondida, destinada por Dios desde antes de
los siglos para gloria nuestra» (1 Cor 2,7). Pero este anuncio da
paso después a un silencio más profundo y a un abismo más
oscuro, que el que la pura filosofía puede conocer38.
4. El puente sobre el hiato
La predicación cristiana está centrada en el Crucificado resuci­
tado; por ello sólo puede ser la prolongación, asumida en la
misión, del anuncio que él hizo de sí mismo, pues sólo él puede
tender un puente sobre el abismo. Se hunde en dicho abismo,
pero de tal manera, que el hiato se hunde en él. Debe procla­
marse como Ία vida», como Ία resurrección» (Jn 11,25), por cuan­
to únicamente él puede ser la identidad de lo que para Dios solo
(que no muere) y para el hombre solo (que no resucita) sería una
pura contradicción. Una «categoría» generalmente cercana de dio­
ses que mueren y resucitan no proporciona aquí «precompren­
sión» alguna (los discípulos niegan expresamente haber tenido
una precomprensión de ese tipo)39, pues en este caso muere un
hombre, y no una figura mítica; tampoco ofrece precomprensión
alguna una categoría cercana de hombres resucitados (presunta­
mente en el judaismo tardío)40, pues tal concepción aparece, en
el mejor de los casos, en un contexto escatológico (y por tanto
perteneciente a la resurrección general), pero para los discípulos
el tiempo continúa41. Con ello se plantea básicamente para los
testigos ■—y sin posibilidad de resolverlo en su plano— el pro­
blema del tiempo teológico. ¿Dónde están ellos en este aconteci­
miento? ¿Con el Resucitado más allá («al final») del tiempo, o toda­
vía en el tiempo? ¿Qué quiere decir que el cristianismo es «del
tiempo final», «escatológico»? ¿Cómo es posible que eso escatoló­
gico testimoniado como presente sea futuro para los testigos mis­
mos (tras la ascensión), para la Iglesia y el mundo? Que el tiem­
po terreno ha saltado en pedazos queda demostrado por el
hecho de que el Resucitado «[estuvo] muerto, pero ahora estoy
vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la Muerte y
del Hades» (Ap 1,18); por consiguiente, no se trata de alguien
«que vuelve» al tiempo y que podría morir otra vez. «[Sabemos]
que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere
más, y que la muerte no tiene ya señorío sobre él. Su muerte fue
un morir al pecado, de una vez para siempre (έφάπαξ); mas su
vida es un vivir para Dios» (Rm 6,9-10; 1 P 3,18; Hb 9,26)vEstá
más allá del hiato, y por tanto en incondicional identidad consi­
go mismo incluso en la muerte («el mismo ayer, hoy y por los
siglos», Hb 13,8), identidad que en las apariciones se expresa
mostrando «las manos y los pies» (Le 24,39) y dejando meter la
mano en la herida del costado (Jn 20,27). A diferencia de la bes­
tia apocalíptica, cuya herida sana sin dejar cicatriz (Ap 13,3.14),
él lleva consigo la «herida mortal»; mejor dicho, ha asumido el
hiato en su continuidad. Ahora bien, ¿cómo se ha de «pensar» un
acontecimiento así?; pues, si se ha de anunciar, se habrá de pensar al menos de una manera aproximativa. El contenido del anun­
cio debe ser el cierre del hiato mismo, la curación desde Dios del
hombre incurablemente quebrantado, el acontecimiento mismo,
y no sólo eventuales síntomas suyos (como la «tumba vacía») ni
simples «apariciones», que quizás podrían haber sido alucinacio­
nes (Le 24,11) y pueden suscitar «dudas» (Le 24,38; Mt 28,17; Jn
20,27). Podemos indicar aquí ante todo lo siguiente.
a.
Si se da por sentado que el verdadero final de Marcos (que
supuestamente fue sustituido por 16,9-20) no existió nunca, el
dato originario sería el relato de la tumba vacía, que «'asusta» a las
mujeres (v. 5), el anuncio por parte del «joven» de que Jesús ha
«resucitado» y — en caso de que con W. Marxsen se elimine como
redaccional el v. 742— la huida de las mujeres llenas de «temblor
y espanto» que les impide contar lo sucedido. Según Marxsen,
Marcos añadió la referencia a un futuro contacto visual en
Galilea: así, la Iglesia que partió hacia Galilea (quizás hacia
Pella), habría ido en busca de la resurrección y la parusía («como
os dijo») entendidas como uno y el mismo acontecimiento. Esta
referencia retrospectiva a una promesa de Jesús, según la cual
éste se aparecería de nuevo, hace que la identidad de resurrec­
ción y parusía se mantenga aun dejando estar el v. 7 Entonces,
para la predicación, la visión del Resucitado sigue siendo futura
y marcadamente escatológica, y lo que resulta visible es en prin­
cipio la tumba vacía (16,4), llena de resplandor celestial ( 16,5).
¡ Juan subraya intensamente la simultaneidad de vacío, ausencia y
I resplandor celestial («dos ángeles de blanco, sentados donde
* había estado el cuerpo de Jesús, uno a la cabecera y otro a los
pies» 20,12): desde el vacío de la muerte de Dios irradia la doxa
y resuena la palabra de la resurrección. Para el Marcos auténtico,
la Iglesia, por consiguiente, iría (a Galilea) al encuentro del acon­
tecimiento escatológico de la resurrección; en Juan, la Magdalena
contempla al Señor en el acontecimiento de su resurrección,
cuando éste vuelve del Hades y se dirige al Padre («Todavía no
he subido»), y se le pide que deje al acontecimiento seguir su
curso («Deja de tocarme» 20,17). Este primer aspecto permite des­
tacar el mensaje del cierre de la sima desde la sima misma (ya
transfigurada), y acentúa intensamente el carácter auténticamen­
te escatológico de la «otra orilla».
b. El segundo puente se tiende mediante la palabra de Jesús,
que anunció con insistencia la muerte y la resurrección, y que se
cumple de manera evidente. Él es en su palabra la identidad de
promesa y cumplimiento. Es, considerado desde la perspectiva de
los discípulos, el puente entre su absoluta incomprensión anterior
y su transparente comprensión posterior. Lucas aprovecha a fondo
este dato. Ya los dos ángeles de la tumba utilizan ampliamente este
argumento: «Recordad cómo os habló cuando estaba todavía en
Galilea, diciendo: Es necesario (Sel) que el Hijo del hombre sea
entregado en manos de los pecadores y sea crucificado, pero al
tercer día resucitará» (24,6-7). De hecho, Lucas no tiene sólo tres
anuncios de la Pasión, como Marcos, sino seis o siete. Además,
presenta a Jesús en persona explicando el decisivo 8eí a los discí­
pulos de Emaús (24,26), y una vez más formalmente ante los dis­
cípulos reunidos (24,46). Con ello, no sólo prueba su propia iden­
tidad mediante la Palabra, sino que demuestra también la
identificación del conjunto de la Palabra de Dios («Ley de Moisés,
Profetas, Salmos» 24,44) con él en cuanto Resucitado: todo ello el
mismo domingo de pascua. La experiencia espiritual de la exacti­
tud de la Palabra, de su absoluta coherencia precisamente por
encima del hiato del infiemo —este último es imprescindible para
dicha exactitud—, es aquí el fundamento sólido de una proclama­
ción entendida, sustentada por el momento sólo por los signos
sensibles (la tumba vacía y las apariciones). Se proclama por medio
de Jesucristo, el Dios que históricamente vivió, murió y resucitó, y
que se proclama en su Palabra viva y exacta.
c. Ju an da un paso más en sus discursos de despedida, al
hacer que en ellos Jesús salve el hiato por adelantado con el
pleno poder de su amor. Lo mismo que en ese pasaje cambia las
palabras sobre la eucaristía (sacramental) en un llamamiento a los
discípulos y al Padre, hace que Jesús se preocupe de antemano
por el momento del abandono. Está a punto de recorrer el «cami­
no» hasta el Padre (13,36; 14,4.12; 16,5.28; 17,11.13), un camino
que ellos «conocen» (14,4), pero en el cual no pueden seguirlo
ahora (13,33), sino sólo más tarde (13,36). La sima que se abre,
en la que lo buscarán inútilmente (13,33), el lapso durante el cual
llorarán y se lamentarán (16,20) y ya no lo verán (16,16), lo deno­
mina él «un poco (de tiempo)» (siete veces en 16,16-19; cf. 13,33).
Como en Marcos, es a la vez el tiempo que falta hasta la resu­
rrección y hasta la parusía. Esa sima tal vez se podría transformar
en pura «alegría“ mediante su amor y sus promesas (sería lo suyo:
14,28); en realidad resulta «triste» ( 16,6) sólo por el hecho de que
ellos lo niegan (13,38) y lo «dejan solo» (16,32). Pero, frente al
grito de Jesús por sü abandono en Marcos y Mateo, el Jesús joá- ,
nico «no está sólo» ni siquiera en el abandono, «porque el Padre ¡
está conmigo» (ib.). El hiato de ese poco tiempo recibe un sentí- j
do Cón múltiples aspectos·, disponer el camino para prepararles
un lugar (14,3), una «mansión» junto al Padre (14,2); desaparecer
para qué pueda venir el Espíritu, que explicará plenamente
(16,13-15) su palabra que cesa ( 16,2); para que él junto con el
Padre pueda habitar y revelarse dentro de los que creen y aman
(14,21); para que, finalmente, la mediación entre el mundo y el
Padre reúna de forma inmediata a las dos partes (primero l4,13s.,
después l6,26s.). Durante el tiempo del hiato deja tras de sí
(como un nadador que se desnuda) todo lo suyo, en parte a ellos
y en parte al Padre: a ellos les deja su paz (14,27), sus palabras
(15,7), es decir, su amor hasta la muerte en el que pueden y
deben perm anecer (15,12ss.), su alegría (15,11), pero también su
existencia en el odio inmotivado del mundo (15,18-25), que cier­
tamente incluye también tal comunión de destino en forma de
persecución de los cristianos (16,2). Al Padre le deja lo más que­
rido que posee en la tierra: los discípulos que han creído en su
palabra (17,6-8), que, cuando él ya no está en el mundo, perma­
necen en el mundo (17,11); en respuesta a su ruego, el Padre
debe hacerse cargo de la obra que durante ese poco tiempo él
no puede seguir realizando: «cuidarlos», «guardarlos» (17,12.15); y,
para dar infalible cumplimiento a su ruego, se «santifica» por ellos
(entrando en el hiato) (17,19). En efecto, de ese modo se los lleva
de antemano consigo («que donde yo esté estén también conmi­
go» 17,24), de manera que entre su venida para llevarlos a la
morada eterna (14,3) y su regreso junto con el Padre a ellos
(14,23) no existe ya distancia alguna. También en esto es escatológica la pascua, o presente el tiempo final. Conforme a ello, ya
no va a hablarles del futuro de la promesa con la condición para­
bólica de todo lo perecedero (16,25), y los discípulos, en su cali­
dad de representantes de la Iglesia pospascual, le responden con
un presente ( eschatologicuni) (16,29-30).
j
j
j
De estas tres maneras existe para la Iglesia la posibilidad, que
Dios le regala, de proclamar simultáneamente, tanto el hiato (y
con él la continuidad rota), como su .superación mediante Jesús
(y con ello la continuidad únicamente producida en su persona).
Sin embargo, con ello esta paradoja permanece aún totalmente
en el ámbito de lo formal; desde el punto de vista del contenido,
todavía no se ha dicho nada sobre el hiato como tal, en el cual
«Dios está muerto«.
5. Aproximación experiencial a l hiato
En el evangelio de Marcos, de las palabras de la cruz sólo
tenemos el grito de abandono y la fuerte voz al morir; a ellas se
suma la escena, compuesta con arte43, de la angustia en el Huerto
de los olivos, en la que Jesús cae en el pavor (έκθαμβείσθαι), en
la angustia del aislamiento (οτδημονείν: angustia en la separación
del «pueblo»), en una tristeza tan oprimente por todas partes
(ττερί'λυττο?), que lo lleva anticipadamente, en medio de la vida,
«hasta el punto de morir», hace presente la muerte de forma anti­
cipada. Es «ή ώρα», la hora (Mc 14,34s.). Es abandonado por los
discípulos, que fallan y duermen. El único vínculo que persiste
con el Padre se centra en el cáliz: desearía que, de ser posible,
pasara, pero «no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú»;
este «no-sino» es todo el vínculo que le queda con el Padre, vín­
culo que al final experimenta en la cruz sólo como abandono del
Padre. Con el «fuerte grito» se hunde en la «tiniebla», en el mundo
de los muertos, del que ya no sale ninguna palabra suya. La sole­
dad, el decisivo carácter único de este sufrimiento parece impe­
dir todo acceso a su interioridad: en el mejor de los casos cabe
«asistir» a él en silencio y «desde lejos» (Me 15,40); en los demás
textos se describen los aspectos mundanos del proceso, que ape­
nas dejan traslucir nada sobre el drama interior. Y sin embargo,
para la fe cristiana toda la salvación del mundo se decide en este
ámbito interior. ¿No existe ningún tipo de acceso a él?
Si tales accesos existen, se han de encontrar en el ámbito de
la Antigua Alianza y de la Iglesia. Y deben responder además a
esta doble exigencia: ser auténtico acercamiento (por la gracia de
Dios) y, al mismo tiempo, mantener la distancia, sin acercarse
demasiado al carácter único del sufrimiento del Redentor.
a. Desde la Antigua Alianza
En la Antigua Alianza, no sólo se predice el sufrimiento inte­
rior de Cristo, sino que éste se vive de antemano en múltiples
maneras. Esto resulta claro para todo el que conoce, aunque sea
de manera puramente externa, las conexiones entre la Pasión y
los motivos veterotestamentarios del «justo entregado«44, el «sufri­
miento del inocénte»45, el martirio por la fe46, incluso con su carác­
ter expiatorio y meritorio47, y, sobre todo, los motivos contenidos
en los cánticos del Siervo de Dios y su poderoso influjo en el
Nuevo Testamento48. Pero aquí no vamos a seguir estas líneas, en
las que se buscan en la mayoría de los casos las influencias lite­
rarias del Antiguo Testamento en la historia de la Pasión. Pues, si
sólo en la cruz se produce la irrupción decisiva mediante la «ira
de Dios» y hasta en el abismo más profundo, en dichas líneas no
se pueden encontrar más que alusiones e imágenes — que noso­
tros tendremos presentes—49.
Habría que partir aquí de los detallados cuadros de terror de
Lv 26,14-39 y Dt 28,15-68: entregado a sus enemigos, temblando
de miedo, con un «cielo de bronce sobre sí», el pueblo rechaza­
do se precipita lejos de Dios, hecho irrisión del mundo entero, y
Dios «se goza en perderlo y destruirlo», lo despacha de vuelta a
Egipto, el país de la perdición y la maldición, etc. Se debe tener
presente el tardío cuadro simbólico trazado en el libro de la
Sabiduría sobre las tinieblas egipcias; éstas consisten esencial­
mente en miedo interior (¡a nada!, ¡a fantasmas!, Sb 17,3; cf. Lv
26,36), donde uno «quedaba atrapado, encadenado en aquella
prisión sin hierros», «todos atados a una misma cadena de tinie­
blas», en medio de un miedo «surgido de las profundidades del
impotente abismo*50. Es esencialmente aislamiento, pérdida de la
comunicación, privación de toda realidad, iluminación sólo
mediante una tenebrosa anti-luz que es en sí, no obstante, «ate­
rradora» (17,©.
Habría que añadir sobre todo dos cosas: el auténtico abando­
no del pueblo por parte de Dios cuando la presencia de éste se
va del Templo y de la ciudad santa (Ez 10,18s.; ll,22s.), expul­
sada por la idolatría (Ez 8,6); y el auténtico abandono por parte
de Dios de los individuos que representan al pueblo (Jeremías) o
se hunden solos (Job). El abandono del pueblo por parte de Dios
es, por tanto, auténtico y único en su género, pues auténtica y
única en su género es también la presencia de Dios que sólo
Israel ha conocido en medio de él51. En el exilio de la tierra de
Dios y en las ruinas del Templo de Dios experimenta lo que sig­
nifica que Dios se ha apartado, se ha convertido en el «enemigo»
(Lm 2,5) y sólo cabe dirigirse a él como a un ausenté: «¿Nos has
desechado del todo, irritado contra nosotros sin medida?» (5,22).
El abandono de los individuos llega, desde la figura mediadora
de Moisés en el Deuteronomio, hasta Job y el Déutero-Isaías,
pasando por Jeremías, los Salmos de lamentación (Sal 22,2: «Dios
mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?») y Ezequiel. Job
experimenta la absoluta desproporción entre culpa y castigo,
también la categórica y excesiva exigencia en el sufrimiento, y
con ello el completo oscurecimiento de la imagen de un Dios
justo y bondadoso. Por eso, en su sufrimiento sólo le queda un
diálogo puramente exterior con este Dios (que se contradice);
internamente, el diálogo está roto, y es imposible encontrar la ter­
cera instancia conciliadora. «Pero hablo y no se calma mi dolor,
me callo y no se aleja de mí» (16,6). Está, tanto abandonado por
Dios, como «cercado» (3,23), «sitiado» (19,12). Contra un poder tan
superior tiene la partida perdida desde el principio, y sólo se
puede quejar de que Dios quiera «despreciar la obra de sus
manos» y «destruirla» (10,3 8). Está «entregado» (16,11). La idea de
Dios lo paraliza de pavor: «Por eso me horroriza su presencia, lo
pienso y me causa espanto... pues no desaparecí entre tinieblas
y ha cubierto mi rostro de oscuridad» (23,15.17). Sea cual sea el
modo en que se resuelva al final la insoluble problemática de Job
(no se puede resolver en absoluto antes de Cristo), lo único
importante es que Israel vivió esas experiencias y las consignó en
un poema representativo que, como todo lo demás, es prefigu­
ración de Cristo. El «Siervo de Dios» habla bajo, misteriosamente,
de la «entrega por parte de Dios» (realzada por los LXX «radicali­
zándola» curiosamente52: 53,6cd,12cf), de su desfiguración debida
a los pecados con los que carga, del desprecio que le toca en
suerte, de su mutismo. Es un acontecimiento «inaudito», «nunca
visto». «Plugo a Yahvé quebrantarle con dolencias» (53,10). Pero,
a diferencia de Job, él es el «que no se resiste» (50,5), el que «se
entregó a la muerte» y así «intercedió por los rebeldes» (53,12).
Al menos estas dos últimas imágenes se elevan por encima de
toda la concepción del «reino de los muertos», con su ausencia de
esperanza. Ciertamente, en el seol toca a su fin la comunicación
con Dios, porque ésta presupone un sujeto vivo (Sal 6,6; 30,10;
88,11-13; 115,17; Is 38,18; Si 17,27). Pero en las Lamentaciones,
enJob y en el Siervo de Dios, Israel experimenta, no la anticipa­
ción del estado de seol, sino algo mucho más horrible: el aparta­
miento activo de Dios, la deliberada y excesiva exigencia divina,
el cargar con el pecado del mundo en su terribilidad más que
letal. Más íhonda que el seol es la experiencia de lo hondo del
abismo« (Sal 55,24; 140,l l ) 53, del «lugar de perdición» (abbadón:
Sal 88,12; Jb 26,6; 28,22; Pr 15,11; Ap 9,11), de verse atrapado y
emparedado (Sal 142,8; 88,9; Lm 3,7; Jb 19,8, etc.), del amena­
zante luego eterno de la ira en Jeremías («y no hay quien la apa­
gue»: 21,12). Las imágenes y nociones se podrían multiplicar. Lo
importante son dos cosas: que, desde la idea de la alianza con
Dios, sienten la pérdida de la gracia de la alianza, el pecado de
infidelidad, el acto del rechazo divino, como algo más vivo y tras­
cendental, que un simple hundirse en el reino de los muertos; y
que, por eso, al final de la Antigua Alianza surge la idea de la
«gehenna» como lugar escatológico de castigo (Is 66,22ss., pero ya
Jr 7,30ss.; 19,6s.), y de castigo para pecadores vivos (Hen [et]
90,26s.; 54,Is., etc.)54, idea que es recogida por el Nuevo Tes­
tamento y — en su núcleo esencial (no en las representaciones
plásticas de tipo mítico)— aguarda la redención definitiva pro­
metida por Dios.
b. Desde la Nueva Alianza
El Espíritu que «recibirá de lo mío» para guiar a los cristianos
hasta la verdad completa (Jn 16,14.13), y que es además el Señor
de los carismas libremente distribuidos (1 Cor 12,11), introduce
también a lo largo de los siglos a los cristianos, tanto con su ense­
ñanza general, como con carismas especiales, en las inexpresa­
das profundidades de la cruz y del descenso a los infiernos; lo
hace al cumplirse las promesas del Señor y ser los creyentes odia­
dos, perseguidos y convertidos en mártires, encarcelados (Hch
5,18, etc.), azotados (5,40), lapidados (2 Cor 11,25), crucificados
0n 21,19), maldecidos, calumniados y tratados como escoria del
mundo (1 Cor 4,12s.); pero también al asumir los cristianos libre­
mente «noches sin dormir, muchas veces; hambre y sed; muchos
días sin comer; frío y desnudez, etc.» (2 Cor 11,27) y no rechazar
el oprobio de la cruz en ninguna de sus formas (Hb ll.26.35ss.;
12,lss.; 13,13). Pero ciertamente existe una gradación entre el
genérico ser crucificado, morir y resucitar con Cristo en el bau­
tismo y la vida cristiana (Rm 6,3-6; Col 3,3) y el especial «estar
crucificado con» de un Pablo (Ga 2,19; 6,14), su «llevar las seña­
les de Jesús» (Ga 6,17), «la muerte de Jesús en su cuerpo» (2 Cor
4,10), aun cuando no podamos determinar exactamente el con­
tenido de este carisma.
Ahora bien, una ininterrumpida reinterpretación carismática
de la cruz (y sólo de ella vamos a ocuparnos aquí, trayéndola a
la memoria con algunos ejemplos) atraviesa, no obstante, los
siglos de la Iglesia, como reflejo neotestamentario de la expe­
riencia veterotestamentaria del abandono de Dios y de eso que
el doctor de la Iglesia Juan de la Cruz experimentó y describió
como «noche oscura», y que antes y después de él se tuvo con
bastante frecuencia por experiencia de la condenación, del infier­
no. Tal vez sea útil recordar primero que el «infierno», en toda
una corriente de tradición cristiana, se entiende principalmente
como un estado (y no como un «lugar» o «tormento exterior»); así,
a partir de Agustín55, por ejemplo en Honorio de Autun56 o
Dietrich von Freiberg57, por no hablar de Escoto Eriúgena o
Nicolás de Cusa. Otro dato que se ha de tener presente es que,
en conformidad con esto, en el «infierno» reina una experiencia
especial del tiempo, la de un «tempus informe»: detención del
tiempo que fluye (por consiguiente, equivalente paradójico a lo
que es la eternidad en el sentido de vida eterna)58. A lo largo de
la Edad Moderna, el «infierno» será considerado cada vez más
como un estado del yo emparedado en sí mismo, no liberado por
Dios, hasta convertirse en un existencial de la existencia presen­
te59. Pero ahora no vamos a hablar de este «infierno», sino de esas
experiencias carismáticas de noche y abandono que se encuen­
tran ya en los monjes y espirituales griegos y que en Occidente
perduran al menos hásta la Edad Moderna. Sólo se deberá parar
mientes en que, en Oriente, las experiencias de la cruz perma­
necen estrechamente unidas con la ideología de la lucha con los
demonios (es decir, la entrada del alma que aspira a Dios en el
dominio del espíritu impuro maldecido por Dios), mientras que
Occidente (hasta Juan de la Cruz inclusive) las ha mezclado con
la ideología neoplatónico-areopagítica de la «tiniebla luminosa»
del Dios desconocido, por una parte, y con la ideología de la
purificación del alma mediante las «pruebas» del abandono de
Dios/ por otra60. Orígenes sabe del deber de la lucha en repre­
sentación vicaria con los demonios, interpreta espiritualmente la
marcha por el desierto y lá tempestad nocturna en el mar, y tam­
bién los abandonos del alma-novia por parte del novio del Cantar
de los Cantares61. En Gregorio de Nisa, y en los (semi)mesalianos
que están detrás de las homilías de «Macario», se da una expe­
riencia muy intensa de interna separación espiritual de Dios62. El
antimesaliano Diadoco de Fótice conoce las mismas «pruebas»
(πειρασμοί) por experiencia, y las describe a la manera clásica63.
Pero también Eyagrio.es claro64: todo esfuerzo por llegar a Dios
parece jnútil, la acedía (que para los griegos no es sólo desidia
del alma, sinó séñsacíóñ de inutilidad, desesperación, abandono
por parte de Dios) hace que el alma tenga experiencias del
infierno65. En Isaac de Nínive no se trata sólo de un «infierno espirityal» (νοητή γεέννη), ni de un «gustar el infierno» (yeüois τής·
γεέννη?), sino de la intemporalidad de esta experiencia: «Un
hombre así ya no cree en modo alguno que pueda volver a pro­
ducirse un cambio, ni que él pueda recuperar la paz... La espe­
ranza en Dios y la consolación de la fe se han borrado comple­
tamente de su alma, y ésta se encuentra enteramente colmada de
dudas y temores»66. Máximo el Confesor (asumiendo puntos de
vista de Diadoco y Evagrio) enumera cuatro clases de abandono
de Dios: 1. el económico en Cristo, donde «mediante un abando­
no aparente hubieron de ser salvados los abandonados»; 2. el
ordenado a la prueba; 3· el dado para la purificación; 4. el que,
motivado por el apartamiento, como en el caso de los judíos, se
produjo como castigo: los cuatro sirven para la salvación67.
En Occidente, las experiencias de abandono contadas por
Bernardo (en su comentario al Cantar de los Cantares) están car­
gadas en buena medida de agustinismo y areopagitismo,' pero
luego consiguen una expresión propia en Ángela de Foligno68,
Matilde de Magdeburg69, Suso70 y Taulero71, Margarita Ebner72,
Catalina de Siena73, Hilton74, María des Vallées75, Magdalena de
Pazzis76, Rosa de Lima77 y muchos otros. Ignacio experimentó
algo semejante en Manresa78. El joven Francisco de Sales se tuvo
por condenado, e hizo por escrito una declaración ante Dios de
que quería servirle incluso en el infierno79. No se puede dejar de
mencionar en este apartado a Lutero80. Surin ha presentado la
noche mística como un infierno con todas sus penas81. Teresa de
Ávila puede en ocasiones rozar tales tormentos infernales82; Juan
de la Cruz los describe detalladamente83. Teresitá habla de un
corredor subterráneo por el que avanza sin saber adónde va ni
cuánto ha de aguantar allí84. No es éste lugar apropiado para
investigar, ni la autenticidad de todas estas experiencias, ni su
. peculiaridad, ni su especial alcance teológico. Muy a menudo, sin
¡embargo, son la respuesta al generoso ofrecimiento de unas
'almas para ser condenadas en lugar de las demás85. Esto con­
vierte las experiencias neotestamentarias en reflejo de las veterotestamentarias: sólo quien verdaderamente ha «poseído» a Dios en
la alianza sabe lo que significa ser abandonado verdaderamente
por él. Pero todas las experiencias de noche de la Antigua y la
Nueva Alianza son, en el mejor de los casos, aproximaciones, alu­
siones lejanas al inaccesible misterio de la cruz; pues, siendo el
Hijo de Dios único en su género, también es único su abandono
por parte del Padre.
6. C razy teología
En lo relativo al hiato, la «logia» de la teología no puede en
ningún caso apoyarse en la continuidad (ininterrumpida) de una
«logia» humana (y de una ciencia humana), sino únicamente en la
teo-logía» sostenida por Dios mismo en el hiato de la «muerte de
Dios». Pues también la afirmación «el Logos de Dios está muerto»
tiene al Logos de Dios como sujeto gramatical, y con ello —si es
realmente el Logos de Dios— como sujeto óntico de la afirma­
ción. Pero el Logos de Dios es vida eterna. Sólo él puede res­
ponder de la afirmación de que él como vida eterna está a la vez
muerto, y muerto con la muerte de los malditos. El teólogo cre­
yente (y no existen teólogos de otra clase) aventura su «logia» úni­
camente desde la cuenta que da de sí mismo el Logos que se
expresa (Qeos Χεγων, que ya en la explicación que da de sí
mismo se convierte en Θεός· λεγόμενος, y con ello repetible por
el hombre). Pero la muerte y el enmudecimiento del Logos resul­
tan hasta tal punto el centro de su autodeclaración, que debemos
entender precisamente su. ausencia de palabra como su revela­
ción última, su palabra suprema, porque en la humildad de su
abajamiento obediente hasta la muerte en la cruz es idéntico al
exaltado a la condición de Kyrios: la continuidad la establece el
[amor absoluto de Dios al Hombre, amor que se muestra activo en
1ambos lados (y por tanto en el hiato mismo), y la condición de
I posibilidad de ese amor al hombre es su amor trinitario en sí
'mismo.
Por eso se le puede reconocer a Karl Barth la palabra clave sobre la
doctrina de la kénosis y sus consecuencias para la teología. Le gusta
hablar «en general, no de dos ‘condiciones' (statu s) sucesivas de
Jesucristo-, «sino de dos caras, direcciones o formas de lo que h a a c o n ­
tec id o en Jesucristo para la reconciliación de los hombres con Dios-.
jCon «abajamiento- y «exaltación- sólo se describe la doble a c c ió n de
[Jesucristo, lo material de su o b r a : «Obra única que no se ha de repartir
entre distintos grados o tiempos de su existencia, sino que en esta doble
forma realiza e integra su existencia en tera . ¿Acaso no responde esto
mejor al testimonio del Nuevo Testamento sobre Jesucristo? ¿Dónde y
cuándo no sería él allí el abajado y el exaltado: exaltado ya en su aba­
jamiento y abajado también en su exaltación? ¿Acaso en Pablo: el
Crucificado que to d a v ía n o sería el Resucitado, o el Resucitado que y a
n o sería el Crucificado?-. Desde aquí, una cristología de Calcedonia
, desde luego se puede tener por «objetivamente correcta y necesaria-,
[pero no prescindiendo de la acción viva de Dios en el acontecimiento
Ide Cristo, sino siempre de manera «que lo que Jesucristo es como ver­
dadero Dios y verdadero hombre, y lo que a c o n te c e en su abajamiento
ÿ exaltación como obra de reconciliación de Dios, tengan que explicar­
se mutuamente-. Así, la doctrina dé la kénosis recibe también su ilus­
tración (en el mismo sentido que antes hemos intentado darle): en su
abajamiento, Dios no deja a un lado su divinidad, sino que la confirma
en cuanto que «se expone a las ataduras y a la miseria de la criatura
humana, porque se hace siervo él, que es el Señor, y en tanto que, dife­
rente de los falsos dioses precisamente en eso, se a b a ja a sí mismo —-y
porque el hombre en Jesucristo, sin pérdida ni limitación alguna de su
condición humana, es, en virtud de su divinidad, y por tanto por la fuer­
za del abajamiento de Dios y gracias a él,... no el hombre... divinizado,
sino... el exaltado por Dios—. Por tanto: abajamiento d e D ios y exalta­
ción del h o m b re , es decir, abajamiento de Dios en el supremo honor,
porque confirma y demuestra precisamente su esencia divina —y la exal­
tación del hombre como obra divina de la gracia que precisamente con­
siste en la manifestación de su verdadera condición humana— . Todo
estriba en que este Dios que actúa se «confirma y revela como el con­
creta y d iv in a m en te libre, es decir, como el q u e a m a en su libertad-86.
Sólo en la automanifestación de Dios, y desde su palabra,
aprendemos a entender y a repetir que él se puede entregar hasta
el abandono divino sin renunciar a sí mismo como Dios, porque,
en su calidad de Dios, es tan inmanente como trascendente res­
pecto al mundo creado por él. «Hace suyo el ser del hombre
situado en contradicción con él; pero no contribuye a tal contra­
dicción». Al hacerse hombre va a tierra extraña, y allí permanece
fiel a sí mismo. «En él no hay paradoja, antinomia ni división»: al
«hacer tal cosa, con ello nos demuestra justamente que puede
hacerlo, que hacer tal cosa entra plenamente dentro de su natu­
raleza. Entonces se demuestra justamente como más soberano,
más grande, más rico, de lo que antes habíamos pensado»87. Todo
estriba en su amor intratrinitario, sólo éste explica «que un acto
de obediencia no [tiene por qué] ser extraño a Dios como tal»88.
«En la obra de reconciliación del mundo con Dios, la relación
intradivina entre el que gobierna y ordena en lo alto y el que
obedece en la humildad se identifica con el tipo completamente
diferente de relación existente entre Dios y una de sus criaturas,
un hombre»89. Si está visto que incluso la kénosis más extrema
viene a ser una posibilidad del amor eterno de Dios, posibilidad
abarcada y justificada por dicho amor, se supera también funda­
mentalmente la contraposición de theologia crucis y theologia
gloriae —sin que por eso se desdibuje una en la otra— .
«Una theologia gloriae, la alabanza de lo que Jesucristo recibió para
nosotros en su resurrección y de lo que como resucitado es para noso­
tros, no tendría sentido si no incluyera siempre la theologia crucis: la
alabanza de lo que hizo en su muerte por nosotros y de lo que como
crucificado es para nosotros. Pero tampoco tendría sentido una theolo­
gia crucis abstracta. No se puede alabar debidamente la Pasión y muer­
te de Jesucristo si tal alabanza no incluye ya la theologia gloriae: la ala­
banza del que en su resurrección es el receptor de nuestra justicia y
nuestra vida, el resucitado por nosotros de entre los muertos»90.
Con esto se confirma de nuevo lo que antes decía E. Stauffer
a propósito del carácter dinámico de las «fórmulas de rupturapaulinas relativas a la cruz, y quedan también patentes los lími­
tes del «sub contrario» luterano.
Establecer esto no significa recaer, de la teología, en una filo­
sofía (dialéctica o no dialéctica) que ha «comprendido» la cruz.
Pues, ¿quién podrá comprender el amor de Dios en su locura y
debilidad? ¿O quién podría permitiese -^-aun cuando ante esta
aútomanifestación dé Dios pudiera hablar de «gnosis» y «sofía»—
el hacerlo de otro modo que pendiente de los labios de Dios,
cuya palabra es inseparable de su cruz y resurrección históricas,
y de manera que enmudezca ante el «exceso del amor» (Ef 3,19)
allí donde la Palabra de Dios enmudece en el hiato, porque toda
logia humana se queda en él sin concepto y sin aliento?
N otas
1 Romano el Músico, Hymnes IV, 13-17, SC 128, París 1967, pp. 179-187.
2 A. von Speyr, K reu z u n d Hölle, impresión privada, 1966, pp. 49, 80, 120s.,
134s., 139s., 144, l47s., 316-324. El descenso a los inflemos de Cristo muerto no
podía estar incluido en su sí: p. 141.
3 Jean Paul, Siebenkäs, en W erke Π, Munich 1959, p. 269·
4 E. Stauffer, «Vom λόγος του σταυρόν und seiner Logik*, en Tbeol. Stud.
Krit. 103 (1931), ρρ. 179-188.
5 Ib., ρ. 186.
6 U. Wilckens, W eisheit u n d Torheit. E in e exegetisch-religionsgeschichtliche
U ntersuchung zu 1 K or 1 u n d 2, Tubinga 1959; mismo autor, «Kreuz und
Weisheit», en KuD 3 (1957), pp. 77-108.
7 Mismo autor, «Kreuz und Weisheit», p. 87.
8 Ib., p. 9 2 .
9 Sólo cabe lamentar que la teología escolástica no supiera indagar en el
sábado santo de modo más oportuno, y en vez de eso orientara erróneamente
su actividad hacia la cuestión superflua de si Cristo siguió siendo hombre y el
Hombre-Dios (y, en caso afirmativo, cómo) durante el tiempo que estuvo muer­
to. Sobre esta cuestión se disputó acaloradamente en el s. XIÏ. Textos en
Roberto de Melun, Q uaestiones d e div. p a g in a 59 (ed. Martin), p. 30, nota; A.
Landgraf, «Das Problem ‘Utrum Christus fuerit homo in triduo mortis' in der
Frühscholastik», en Mél. A. P elzer; Lovaina 1947, pp. 109-158; y F. Pelster, «Der
Oxforder Theologe Richardus Rufus OFM über die Frage: ‘Utrum Christus in tri­
duo mortis fuerit homo’», en RThAM l6 (1949), pp. 259-280.
10 Ireneo, Adv. H aer. I, 2, 2; I, 3, 5 (PG 7, 453 B-456 A; 476 A).
11 K. Schäferdiek, Joh an n esakten , en W. Schneemelcher, N eutestam entliche
A pokryphen Π, Berlín 1964, pp. 157-159, y las notas de la p. 143.
12 M. Hornschuch, A ndreasakten, en Schneemelcher Π, pp. 292-293- Cf. W.
Bousset, «Platons Weltseele und das Kreuz Christi», en ZNW 14 (1913), pp. 280s.
13 H. de Lubac, Aspects du B ouddhism e, Paris 1950, cap. 2: «Deux arbres cos­
miques», pp. 55-79. Notas correspondientes en pp. 157-170. En este trabajo se
habla también sobre la figura de gigante, atribuida con bastante frecuencia,
tanto a Cristo, como a Buda, y se encuentran también textos sobre la función
cósmica de la cruz. Del mismo autor, K atholizism us als G em einschaft,
Einsiedeln 1943,21970, «Glauben aus der liebe», pp. 420-424. Sobre la cruz cós­
mica, cf. además: Dom Sebastien Steckx, Introdu ction au m onde d es Symboles,
Zodiaque, 1966, pp. 25-49, 365-373.
14 Nautin, “Une Homélie inspirée du traité sur la Pâque d’Hippolyte», en
H om élies p ascales I, SC 27, Pans 1950, pp. 177-179. En la misma tradición:
Lactando, Div. Inst. IV, 26, 36 (CSEL 19, 383); Firmico Materno, D e err. p ro f. rel.
27 (CSEL 2, 121); Gregorio de Nisa, Or. d e resurr. (PG 46, 621-625); G ran catequests 32 (PG 75, 81 C); Cirilo de Jerusalén, C atequesis 13e (PG 33, 805 B);
Máximo de Turin, Horn. 5 0 d e Cruce (PL 57, 34ls.). Otros textos en H. Rahner,
“Das Mysterium des Kreuzes-, en G riech. M ythen in ehr. Deutung, Zürich 1945,
Parte Γ. »Das Kreuz als kosmiches Mysterium-, pp. 77-89.
En este punto se puede añadir una palabra sobre un tema que sólo nos atañe
indirectamente y es objeto de las importantes investigaciones de E. Dinkier (cf.
de éste: D as A psism osaik von S. A pollinare in Classe, Westdeutscher Verlag,
Colonia y Opladen 1964, así como: Z ur G eschichte des Kreuzsym bols, 1951;
K reu zzeich en u n d K reuz ; Tav, Chi u n d Stauros, 1962; «Das Kreuz als
Siegeszeichen-, 1965, publicado en Signum Crucis, A ufsätze zum NT u n d zu r
ehr. A rchäologie, Tubinga 1967). Al interpretar las cruces que irradian luz del
ábside de S. Apollinare y del clipeo del mausoleo de Gala Placidia, Dinkier traza
una línea que va hasta las representaciones de la transfiguración de Jesús, y
desde éstas hasta la representación de su parusía escatológica: estas (y análogas)
cruces luminosas, por tanto, no se han de interpretar de modo gnóstico, sino
escatológico: son el signo fulgurante, de juicio y redención, del Hijo del hombre
que vuelve (σταυρός· φωτοει,δή?), al que la Iglesia sale al encuentro. Es eviden­
te que los apócrifos han influido en esto (Apsism osaik, pp. 80ss.), sobre todo el
Apocalipsis de Pedro, y probablemente también los Hechos de Juan. — El hecho
de que el tau, signo de “Sigilación- judío, y la platónica χ sean asumidos por la
teología cristiana de la cruz, aunque reinterpretados, es para nosotros menos
importante que la indicación de que, con la adopción del signo de la cruz en el
arte imperial (en tomo al 400), la cruz se convierte también en signo profano de
victoria, con lo cual su carácter de escándalo se ve seriamente amenazado.
15 W. Schneemelcher, P etrusakten, en Schneemelcher II, pp. 219-220.
16 Ib., p. 187.
17 H. Schlier, “Religionsgeschichtliche Untersuchungen zu den Ignatius­
briefen*, en número extraordinario ZNW 8 (Gießen 1929), pp. 102-110.
18 Ed. Véga, Paris 1931.
» Ib., p. 13.
20 Ib., p. 14.
21 H ym ne d e TUniversx Paris 1961, pp. 30-31 [trad, esp.: H im no d el Universo,
Madrid 1967].
22 En Études, 20 de junio de 1921 (reproducido en: La Vision du P assé, Paris
1957, p. 37). Cf. en H. de Lubac, La P en sée religieu se du P,: T eilhard d e Chardin,
Paris 1962, el capítulo 18: «Création, Cosmogenèse, Christogenèse», pp. 281-295.
23 Cf. p. ej. Henry Scott Holland, Logic a n d Life, 1882, donde se presenta la
cruz como principio cósmico.
24 Luthers Theologie Π, Stuttgart 1937, pp. 8s.
25 E. Benz, D er gekreu zigte G erechte b ei Plato, im Neuen Testam ent u n d in
d er alten K irche, Ak. d. Wiss. und Lit. Geistes- und sozialwiss. Klasse n. 12,
Maguncia 1950.
26
248.
K. Leese, D ie R eligion d es protestan tischen M enschen, Munich 21948, p.
G lau ben u n d W issen, en W erke I, Berlin 1832, p. 157.
28 Edizioni «Eco», Teramo (Italia) 1954.
29 D as Wiesen des Christentums^ Leipzig 1841, en W erke 6, pp. 77, 90ss.
30 Ib., p. 177.
31 Las obras más importantes de Alain están reunidas en Les Arts et les D ieux;
Bibliothèque de la Pléiade, Paris 1958.
52 Systèm e des Beaux-Arts, p. 348.
33 St. Breton, op. cit., p. 39.
34 Alain, Les D ieux; pp. 1324s.
35 Ib., p. 1352.
56B em erkungen ü ber ein ige an tireligiöse P hilosophem e u n serer Zeit.\ en
W erke II, Leipzig 1851, p. 492.
37 Goethe, D ie G eheim nisse.
38 A la theologia cru cis debe corresponder también una verdadera p h ilo lo g ia
eru cis, tal como la intentó comprender y realizar sobre todo Hamann (cf. W.
Leibrecht, «Philologia Crucis. Joh. G. Hamanns Gedanken über die Sprache
Gottes», en KuD 1 [1955], pp. 226-242). Este lenguaje no es ni directamente sim­
bólico (contra R. Unger), ni directamente dialéctico (contra F. Lieb), y tampoco
pretende equiparar simplemente palabra de Dios y palabra de la Biblia (contra
E. Peterson). «Toda tentativa de separar la Palabra en condición gloriosa de la
Palabra en condición de esclavo es para él un desvarío» (Leibrecht, p. 235). La
fragmentación de la afirmación es tal, que precisamente en ella aparecen por el
Espíritu la totalidad y la salvación.
39 Le 24,11.22.38.41; Jn 20,9-14.27.
40 Cf. Mc 9,10s.; 6,12-16. Las grotescas anécdotas sobre reanimaciones de
cadáveres realizadas por rabinos (Strack-Billerbeck I, pp. 557, 560) proceden de
una época mucho más tardía, y a propósito de Mt 14,2 no se aporta nada más.
Otros paralelos, cf. P. Seidensticker, Z eitgenössische Texte zu r O sterbotschaft d er
E van gelien , Schriftg. Bib. Stud. 27, Stuttgart 1967; H. Braun, «Der Sinn der nü.
Christologie», en ZThK54 (1957), pp. 341-377.
41 Aun cuando según Mc 1,14 (en contraposición a Jn 3,24), Jesús sólo habría
empezado a predicar después de que el Bautista «fue entregado·, el rumor
popular recogido en Me 6,14, según el cual Jesús era Juan redivivo, tal vez no
supusiera sino que Jesús (que contaba ya al menos treinta años) había sido
dotado con los poderes proféticos del «entregado» (cf. 2 R 2,9s.); o algo aún más
primitivo: una especie de «metempsicosis». Herodes mismo adopta esta opinión
en Me 6,16 debido a su mala conciencia. La idea de un regreso de Elias Oque
no había muerto!), aplicada a Jesús (Me 6,15) o a Juan (Me 9,13), es puramen­
te escatológica (Mi 3,23; 4,5).
42 W. Mancsen, D er Evangelist M arkus, Gotinga 21959, p. 54 [trad, esp.: El
evangelista M arcos. Estudio sobre la historia d e la red acción d el Evangelio,
Salamanca 1981].
43 E. Lohmeyer, D as Evangelium des M arkus, Gotinga 121953, p. 313: «Un
todo cerrado de vigencia única y permanente». Esto no obsta para que tradicio­
nes diferentes puedan haberse unido, lo mismo que también diferentes motivos
teológicos se entrelazan manteniéndose en tensión.
44 W. Popkes, Christus traditu s. E in e U ntersuchung zu m B eg riff d er
D ah in g abe im N euen Testam ent, AThANT 49, Zurich 1967 (bibliografía).
45 J. J. Stamm, D as Leiden d es U nschuldigen in B abylon u n d Israel\AThANT
10, Zurich 1946 (bibliografía).
46 H-W. Surkau, M artyrien in jü d isch er u n d frü h ch ristilich er Zeit,; Gotinga
1938; N. Brox, Zeuge u n d M ärtyrer, Munich 1961, para el AT: pp. 132-17347 W. Wichmann, D ie Leiden stheologie. E in e Form d er Leidensdeutung im
Spätjudentum , BWANT, 4 F 2 H, Stuttgart 1930.
48 H. Hegermann, Je s a ia 5 3 in H exapla, Targum u n d P esch itta, Gütersloh
1954; H. W. Wolff, Je s a ia 53 im Urchristentum, Berlin 31952. Además E.
Käsemann: VF, Gotinga 1949/1950, pp. 200ss,
49 Cf. Agustín, Contra ad v . leg. etp rop h . I, 16 n. 32 (PL 42, 620): «Quod enim
diluvium comparari aeternis ignibus potest?, etc.».
50 Para el análisis teológico: H. U. von Balthasar, D er Christ u n d d ie Angst,
Johannes Verlag, Einsiedeln 1951, 61989, pp. 16-33 ítrad. esp.: El cristian o y la
angustia, Madrid 1964].
51 De ahí que los cánticos sumerios y acadios de lamentación, que deploran
un santuario destruido, posiblemente sí sean modelos literarios de las
Lamentaciones de Israel, pero no paralelos teológicos. Cf. G loria 6, p. 242 n. 1.
52 W. Popkes, op. cit., pp. 30s.
53 En este caso, como maldición sobre los malvados que han de ser arroja­
dos allí o ya lo fueron (Coré).
54 No hemos de ocuparnos aquí de la posterior conexión especulativa entre
seo l y g eh en n a. Cf. Nelis, -Gehenna», en H. Haag BL, Einsiedeln 21968, p. 530
[trad, esp.: D iccion ario d e la B ib lia, Barcelona 19631.
55 D e Gen. a d litt. VUI, 5 nn. 9s. (PL 34, 376-377); XII, 32 nn. 6ls. (PL 34, 480481), quizás prolongación del ya mencionado capítulo 17 del libro de la Sabiduría.
56 D e a n im a e ex ili et p atria, c. 14 (PL 172, 1246 D).
57 Textos en E. Krebs, M eister EHetrich (T heodoricus Teutonicus e Vriberg).
Sein L eben , sein e Werke, sein e W issenschaft, BGPhMA 5, Münster 1906, cuader­
no 5, pp. 105* η. 1, 108*.
58 Agustín, D e Civ. D eiX X , 21, 4; 21, 1-4; 22, 30 (PL 41, 693, 709-714, 801);
cf. Alejandro de Haies, Sum m a (Quaracchi) I, nn. 69-70.
59 En la T heologia Deutsch, el infierno es la voluntad personal. La idea se
prolonga en S. Franck, Cepko, Silesio. L. Malevez, Le m essage chrétien et le
m ythe. La théologie d e R. Bultm ann,, Bruselas 1954, p. 158; L. Grünhut, Eros u n d
A gape, Leipzig 1931, pp. 31-41.
60 I. Hausherr, «Les Orientaux connaissent-ils les 'nuits7 de S. Jean de la
Croix?», en OrChrP 12 (1946), pp. 1-46; Lot-Borodine, «L’aridité dans l’antiquité
chrétienne», en Études C arm élitaines 25 (1937), p. 196.
61 Textos en H. de Lubac, H istoire et Esprit, Paris 1950, pp. 185ss. (trad. al.
Geis au s d er G eschichte. D as Schriftverständnis d es Orígenes [trad, de H. U. von
Balthasar], Johannes Verlag, Einsiedeln 1968, pp. 22Iss.); I. Hausherr, op. cit.,
pp. 24-26.
62 H. Dörries, Symeon von M esopotam ien, Leipzig 1941, pp. 15s.; I. Hausherr,
op. cit., pp. 20-22.
63 Centurie ü ber d ie geistliche V ollkom m enheit, J. E. Weis-Liebersdorf (ed.)7
Leipzig 1912, cap. 69, p. 87; cap. 27, p. 30; cap. 81, p. 104.
64
Cent. I, 37 (Frankenberg), p. 81; según él, las peores experiencias de este
tipo están reservadas para lös perfectos.
P raktikós 19 (PG 40, 1226).
66 Textos en I. Hausherr, op. cit., pp. 26s., 31s.
67 Cent, d e C antate IV, 96 (PG 90,1072). Cf. el descenso místico a los inflernos en : A m bigua (PG 91, 1384 BC).
68 A. de Foligno, Le Livre d e V expérience des vrais fid èles M.-F. Ferré (ed.),
París 1927, nn. 96ss.; C arta 3 a, pp- 494ss.
í 69 Matilde de Magdeburg, D as fließ en d e Licht d er Gottheit, Menschen der
Kirche NF 3, Einsiedeln 1 9 5 5 ,1, 5; III, 10 (pp. 60 y 145).
70 Zehn Ja h r e G ottverlassenheit «Biographie· cap. 23, Bihlmeyer (ed.), 1907,
pp. 66s.
71 Juan Taulero, P redigten, W. Lehmann (ed.), Jena 21923, t. 1, 9 (pp. 42s.);
t. 2, 50 (pp. .30-31, 35); 53 (p. 47); 55 (pp. 56ss.); 76 (pp. 223s.); cf. Juan Taulero,
P redigten , edición completa traducida y editada por Georg Hofmann, introduc­
ción de Alois M. Haas, Johannes Verlag, Einsiedeln 31987: t. l·. 9 (pp. 64s.); t. II:
56 (pp. 436s.); 58 (p. 450); 65 (pp. 408$.); 64 (pp. 495ss.); 76 (587s.).
12 Ph. Strauch, D ie O ffenbarungen d er M argaretha E bner u n d d er A deldeid
Lan gm an n , ins N eu hochdeutsche übertragen von J o s e f P r estel, Weimar 1939,
passim .
73 Catalina de Siena, D ialogo d ella divin a P row id en za, P. Innocenzo
Taurisaño (ed.), Roma 1 947,1, 13 [trad, esp.: O bras d e Santa C atalin a d e Siena.
E l D iálogo. O raciones y Soliloquios, Madrid 1980]. Cf. Raimundo de Capua, Vie
d e S ain te C atherin e d e Sienne, Paris 218597 Parte I a, XI, 2ss. (pp. 71$s.); Parte 3â,
II-III (pp. 287SS.).
74 W. Hilton, S cale o f P erfection , Londres 1 9 2 7 ,1, 37; II, 45 (trad, al.: G laube
u n d E rfahrung, Johannes Verlag, Einsiedeln 1966, pp. 66-67, 303ss.).
75 E. Dermenghen, La ine ad m irable et les révélations d e M arie d es Vallées,
París 1926, pp. 36, 38$s.
76 V. Puccini, Vita d ella ven. M adre Suor M. M addalen a d e ’ P azzi, Florencia
l 6 l l , cap. I, 34-40.
77 Cf. Görres, Chr. Mystik II, Regensburg 1840, pp. 286s.: «Se veía visitada
cada día por las más terribles enajenaciones del ánimo, que... la angustiaban
durante horas de tal manera, que a menudo no sabía si estaba en el infierno...
Yacía entre sollozos bajo el tremendo peso de las tinieblas,... la voluntad inten­
taba amar, pero seguía quieta, como congelada. La memoria se esforzaba, aun­
que sólo fuera por evocar la imagen de anteriores consolaciones, pero en
vano... El terror y la angustia se adueñaban de ella completamente, y su opri­
mido corazón clamaba; Dios, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Pero
nadie respondía... Pero el dolor mayor era que estos males se presentaban como
si hubieran de durar eternamente, que no se alcanzaba a ver el final de su mise­
ria y, dado que un muro de bronce hacía imposible toda huida, no cabía des­
cubrir salida alguna del laberinto...
78 A utobiografía, n. 24, Feder (ed.), 1922, p. 40.
79 Texto en M. Hamon, Vie d e Saint F ran çois d e Sales, nueva edición, París
1922, pp. 56s.
80 «Sed et ego novi hominem qui has poenas saepius passum se asseruit, bre­
vissimo quidem temporis intervallo, sed tanta ac tam infernales, quantas nec lin-
gua dicere nec calamus scribere n ec inexpertus cred ere potest, ita ut, si perfi­
cerentur aut ad mediam horam durarent, immo ad horae decimam partem, punditus periret et ossa omnia in cinerem redigerentur» (WA I, 557, 32).
81 -De Tenfer de Tarne», en G uide Spirituel p o u r la perfection ,, Paris 1963, pp.
303s.
82 M oradas VI, 1.
83 La noche oscura como tormento infernal: L a n och e oscu ra II, cap. 5 y
siguientes; cf. II, 20, 2.
84 Selbstbiographische Schriften, Joh an n es V erlag, Einsiedeln 1958, 211988, p.
219; cf, p. 97 [trad, esp.: H istoria d e un a lm a . M anuscritos au tobiog ráficos ,
Burgos 21978].
85 Álvarez de Paz, Tract, de Vît. spir. 1, 4, p. 3, c. 12; J. E. Nierenberg, f t a .
am. dît/. § 3; D. Schram, 7Mo/. m ystique I, París 1872, J 275 (cf. S 274).
86 KD IV/1, Zollikon 1953, pp. 145-147. Sobre la historia de la doctrina de la
kénosis, ib., pp. 196-199, 205ss.
87 Ib., pp. 202-204.
88 Ib., p. 211.
» Ib., p. 222.
90 Ib., p. 622.
III. EL CAMINO HACIA LA CRUZ
(VIERNES SANTO)
1. La vida de Jesús, orientada hacia la cruz
Nuestra introducción ha mostrado ya que, según el testimonio
de la Escritura y de la Tradición, la vida entera de Jesús se ha de
comprender como un camino hacia la cruz. Pero esto se debe
concretar aún desde diferentes puntos de vista: se plantea la
cuestión de hasta qué punto todos los anteriores acontecimien­
tos1 de la vida de Jesús apuntan a la cruz, e incluso en cierto sen­
tido forman ya parte de ella.
a. Existencia en la kénosis como obediencia hasta la muerte
de cruz
Al himno de Flp 2, que habla de la obediencia hasta la cruz
como consecuencia del vaciamiento y abajamiento del Hijo,
corresponde el joánico -mandatum a Patre» (10,18; 12,49.50;
14,31), que Jesús cumple: «sic facio». Puesto que en el Hijo eter­
no, que es el sujeto aquí, no se puede tratar de que éste se vea
colocado posteriormente ante un mandato del Padre al que él
decide obedecer, Crisóstomo2, Anselmo3 y Tomás4 intentaron
poner de manifiesto la plena unidad de voluntad de Padre e Hijo,
y con ello la espontaneidad (spontè) de todos los actos del Hijo,
lo cual según Tomás es más alto que la obediencia a un manda­
to. En el mejor de los casos se podría decir que, en la inconmo­
vible voluntad de entregarse se encuentra algo así como una «ins-
piración», una atracción por parte del Padre, y en este punto se
puede hablar de obediencia5. P. Galtier se pregunta si esta inter­
pretación de los textos de la Escritura es correcta6. La comple­
menta con una idea que cree encontrar en Ambrosio, Agüstín y
especialmente Ireneo: la solidaridad natural de Jesús con todos
los hombres. Los hombres, empero, debido a la maldición pro­
nunciada sobre Adán y su estirpe, son pasibles y mortales: «De
ahí que el Hijo se vea situado, debido ya a la humanación, ante
una condena divina a muerte que también le afecta a él·7. Pero,
puesto que él no tenía pecado (y en esto Galtier recurre de nuevo
claramente a Anselmo), asume de forma intencionadamente libre
y espontánea, y no como castigo personal, la muerte que debe
sufrir físicamente en su «existencia para la muerte». Como hom­
bre, es ante Dios «siervo»; como portador de la naturaleza peca­
dora, está «destinado a la muerte de los malditos»; como Hijo
eterno, se mantiene libre en su entrega (cf. Jn 10,18). Este razo­
namiento parece pasar por alto dos cosas: que Jesús no es por­
tador sólo del destino de muerte (ciertamente maldito) de Adán,
sino expresamente de los pecados del género humano, y con
ello de la «muerte segunda» del abandono por parte de Dios; en
segundo lugar, que en su «condición de esclavo» no se hace obe­
diente a un destino anónimo, sino al Padre de forma completa­
mente personal8. Estos puntos de vista se han de integrar, pero
también superar.
Para ello hay que remontarse al misterio de la kénosis, como
resultado de la cual se produjo primero la humanación, y des­
pués toda la existencia humana de Jesús. En la medida en que la
persona que se abaja a la condición de siervo es la del Hijo divi­
no, con lo cual toda su existencia como siervo es expresión de
su libertad divina —y con ello de unanimidad con el Padre»— , en
esa misma medida, por otro lado, la obediencia que determina la
totalidad de su existencia es, no sólo función de aquello que ha
devenido (έν όμοιώματι ανθρώπων, σχήματι tos άνθρωπο?: por
consiguiente «existencia para la muerte»), sino de lo que él quiso
devenir al vaciarse y abajarse, con la renuncia a su «condición
divina» (y por tanto a la disposición divina de sí), renuncia del
que pertenece al Padre de modo superior y único, de manera que
su obediencia debía representar la traducción kenótica de su
amor eterno de Hijo por el Padre, «siempre mayor». En este
punto, esa «inspiración» por parte del Padre, de la que hemos
hablado antes, no es simplemente el impulso interior de su amor,
sino el sometimiento a la norma que le da el Padre y a la direc­
ción del Espíritu Santo (de la misión), que lo «conduce» (Le 4,1.14,
etc.). El hecho de que, durante el «abajamiento» del Hijo, el
Espíritu (en la eternidad procedente de Padre e Hijo) reciba un
primado sobre el Hijo que le obedece (o a través de él al Padre),
es expresión de que toda la existencia del Hijo está ordenada
como tal, funcional y kenóticamente, a la cruz. Hasta sus grandes
declaraciones en primera persona son palabras relativas, no a su
«autoconciencia», sino a su misión.
b. Existencia consciente de la hora que llega
Por consiguiente, la aparente dialéctica entre «ser Señor» y «ser
siervo» en las palabras y los hechos de Jesús no está condiciona­
da principalmente por la proyección de la comprensión pospas­
cual de Cristo sobre el tiempo prepascual — de manera que él se
apareciera a los discípulos en parte como Kyrios, en parte como
Siervo de Yahvé, lo cual sólo se puede armonizar de modo artifi­
cial (p. ej. mediante el «secreto mesiánico» de Marcos)—; al con­
trario, dicha dialéctica queda siempre objetivamente equilibrada
en la existencia de Cristo desde la misión, que exigía una actua­
ción, tanto con έξουσία, como con «mansedumbre y humildad».
Esta unidad, inseparable ya de la vida de Jesús, sólo aparente­
mente «dialéctica», lo ilumina todo. En Marcos, el relevo del
Bautista «entregado» (1,14), que había predicho a uno más fuerte
que «bautizará con Espíritu» (1,8), el cual a continuación—provo­
cando a los «justos»— se solidariza con los pecadores (2,16), per­
dona los pecados (2,10), se sitúa por encima de las barreras de la
ley (2,18-3,6) y de ese modo parece estar fuera de sí (3,21).
Plantea exigencias muy duras (3,31ss.), pone todo a la luz (4,21),
censura sin compasión (7,18; 8,17.21). Anuncia «libre y abierta­
mente» (8,32) por tres veces su sufrimiento venidero, y arrastra tras
de sí a los aterrados discípulos hasta la Pasión (10,32), en la que
él «dará su vida como rescate por muchos» (10,45). - Lucas, sin
modificar esas líneas principales, desvela más hondamente el
corazón del Hijo que se rebaja, deseoso de servir y de sufrir
(4,18s.): este Hijo será signo de contradicción, y una espada atra­
vesará el corazón de su madre (2,34s.), hecho que comienza ya
cuando María busca al muchacho sin comprender (2,48); él vive
en el ámbito de las tentaciones del maligno (4,13; 22,28), enfure­
ce a sus paisanos (4,28), lo mismo que a sus adversarios (6,11),
divide a sus oyentes con «bienaventuranzas» y «ayes» (6,20ss.); pero
sufre con los que sufren (7,14; 10,33-37; 15,20); en el samaritano
y en el buen pastor (15,3s.) desvela su propio corazón; en la pará­
bola del hijo perdido y del gran banquete (14,21), el corazón del
Padre; en la palabra dirigida al ladrón y en la de perdón, el sen­
tido de su cruz (23,34.43). Incluso la escena de la transfiguración
tiene como centro la Pasión (9,31). Camina a su encuentro «sin
volver la vista» (9,51) —ya veía él a Satanás caer del cielo
(10,18)—; él, que ha de «bautizar en Espíritu Santo y fuego» (3,16),
avanza deprisa hacia su bautismo en la cruz, el único con el que
puede arrojar fuego a la tierra (12,49s.). Lázaro está a la puerta
(l6,19ss.) y quiere que le den de comer: «Con ansia» anhela Jesús
entregarse a los suyos como comida y bebida (22,15ss.), tan total­
mente como la viuda que «ha echado de lo que necesita, de todo
lo que tiene para vivir» (21,4). - Mateo da comienzo a la vida de
Jesús con una huida y un gran baño de sangre de inocentes
(2,13ss.): ¿cómo no había de ser ya un marcado?; por eso se cita
abiertamente desde los primeros milagros Is 53 (8,17): el «tomar
nuestras flaquezas» a través de los milagros resulta inconcebible
sin relación con la muerte en representación vicaria. Pero ante
todo, tras el primer discurso programático, está ya toda la ética de
la cruz: lo que en él se formula como exigencia es una palabra
«cubierta» de antemano por la cruz, es auténtico λόγος· του σ τ α υ ­
ρού (5,20.39.44.48; 7,13). Lo mismo en el discurso de misión, que
introduce a los discípulos, con todo el sentido de su existencia, en
el destino de su cruz (10,5-39). También el signo de Jonás se inter­
preta desde la Pasión (12,40). - Para Juan, todo el «acampar» de
Jesús entre nosotros es ya un verdadero «alumbrar» a todo hom­
bre en el mundo (1,9), y con ello un «brillar en las tinieblas» (1,5)
y un incipiente retorno al Padre (16,28). Lo que era «parábola»
pasa a ser «claridad» (16,25), lo cual suena casi gnóstico, y sin
embargo es profundamente antignóstico, pues por doquier se
llega a la «carne» (1,14), a la «sangre y el agua» del corazón (19,34),
a la carne y la sangre como «verdadera comida y verdadera bebi­
da» (6,55), a la inseparabilidad de agua y Espíritu (3,5), e incluso
de «Espíritu, agua y sangre» (1 Jn 5,8). Jesús vive de antemano
vuelto hacia la «hora»: por lo que le separa de ella mide su hacer
y su dejar hacer (2,4; 7,30; 8,20; 12,23.27; 13,1; 16,32; 17,1): la
cruz, que él no anticipa y cuyo conocimiento deja al Padre (Me
13,32), es la medida de su existencia.
c. ¿Existencia como anticipación de la Pasión?
Si se combinan las consideraciones hechas en a. y b., resulta
fácil llegar a creer que la existencia entera de Jesús fue cruz inte­
riormente y desde el principio. La «escuela francesa» apartaba la
mirada de la sucesión de los acontecimientos para ponerla en los
estados {états) más íntimos, en cierto modo intemporales, del
redentor, estados esencialmente caracterizados por su voluntad
de entrega, su deseo de cargar con el pecado del mundo, es
decir, desde su kénosis (abaissement)9. Thomas Leonardi OP sacó
las consecuencias últimas en su librito Christus crucifixus sive de
perpetua cruce Jesu Christi a prim o instanti suae conceptionis
usque a d extremum vitae19. En favor de la tesis enunciada en el
título puede remitir, no sólo a Bérulle y Bourgoing, sino también
a Francisco de Sales11, Bellarmino12, y supuestamente hasta a
Ricardo de S. Víctor, Alberto, Taulero y Ruysbroek, Tomás de
Kempis, Catalina de Siena y otros. El mencionado Louis Chardon
desplegará su teología de la cruz en el mismo sentido13, Bossuet
y Bourdaloue la siguen, y hasta autores más recientes, como el
oratoriano inglés Faber, desarrollan la misma doctrina14. Habrá
que ser prudentes a la hora de rechazar esta teoría, pues preten­
de expresar algo del continuo misterio de la kénosis que está en
la base de la existencia del Hombre-Dios. Pero, si bien en prin­
cipio se muestra como el polo opuesto del docetismo gnóstico,
podría haber en ella, no obstante, una especie de gnosis al revés:
el estado (état) de abajamiento del salvador coincide aquí ya con
el acontecimiento histórico de la cruz, con lo cual la auténtica
temporalidad de la «hora», y con ella la auténtica humanidad y
humanación, quedan puestas en tela de juicio de otro modo.
Tampoco en el himno de la kénosis de Flp 2 se pone el acento
en el sufrimiento como tal, sino en la obediencia; por consi­
guiente, en la humilde «indiferencia» (Ignacio de Loyola) con la
que el Siervo de Dios recibe todo del Padre, el «gozo en el
Espíritu Santo» (Le 10,21) lo mismo que la «tristeza hasta el punto
de morir» (Me 14,34). En los textos, «la hora y el poder de las
tinieblas” (Le 22,53) se distingue claramente de lo precedente. A
la plena obediencia pertenece más bien el hecho de que el cono­
cimiento sobre la hora venidera no mantenga la conciencia del
que obedece tan ocupada, que con ello quede éste coartado o
completamente insensible ante otros contenidos dados por Dios.
d. Existencia que arrastra
La vida de Jesús es impensable sin un «estar con», sin un arras­
trar consigo a otros, libre y propiamente escogidos para ello (Me
3,13s.), en su camino especial, haciéndoles partícipes anticipada­
mente de su «poder» (Me 1,17; 3,14; 6,7) e iniciándolos en sus mis­
terios (Me 4,11), sobre todo en los de su Pasión (8,31ss.). Aquí se
encuentra una paradoja insoluble: su camino de sufrimiento es
esencialmente único en su género; en su tramo decisivo, el segui­
miento resulta imposible por el momento (Jn 13,33), y hasta quie­
nes intentan y prometen seguirlo (Mt 26,33 par; Jn 11,16) «deben»
perder la confianza en él y traicionarlo. Sólo tras el hiato de la
muerte, cuando él solo haya llevado a cumplimiento la obra ente­
ra, estarán en condiciones de seguirlo como testigos, con su vida
y con su muerte, hasta la cruz (Jn 21,19). Para explicar esta extra­
ña «analogía» entre el guía y los seguidores fallidos, se podría ape­
lar a la precristiana teología martirial judía, que pudo constituir una
especie de «precomprensión» aportada por los discípulos. Pero los
textos dicen otra cosa. Jesús no se presenta como caso supremo
de una realidad generalmente comprensible en cuyo concepto se
podría subsumir también el camino de los discípulos. Más bien
apela a su propio camino, en principio carente de analogías, que
no se puede explicar mediante otra cosa que él mismo, para sólo
desde sí, es decir, desde su cruz cumplida, abrir el acceso a sí. Sólo
mucho más tarde se puede utilizar además la teología martirial
judía como ilustración de esta realidad única en su género15. En el
acontecimiento del arrebatamiento, la eucaristía significa simultá­
neamente límite y superación de límites: hasta aquí lo han acom­
pañado los discípulos (Le 22,28); en lo sucesivo se «dispersarán»
(Mt 26,31); y sin embargo, puesto que lo han comido y bebido
como el entregado, son arrastrados en él más allá de su límite; o
al revés: de ese modo se convierten en recipientes en los que él
(como en miembros suyos) puede sufrir a voluntad16.
|r
2. E u caristía
No se puede tratar aquí la eucaristía de forma temática. Sólo
cabe contemplarla en lo tocante a su carácter de Pasión. No se
debe desmeriuzar todo en análisis de fuentes; se trata de ver las
diferentes líneas dé tradición en su convergencia teológica, en lo
que tienen de indispensables para la comprensión global.
a. Entrega espontánea ante la Pasión
La cena es para Jesús un punto final largamente deseado, que
sólo queda explicado mediante el añadido «antes de padecer» (Le
22,15) y la formulación negativa de la perspectiva escatológica
(«no comeré más, no beberé más», ib. w . 16.18). Así mismo, con
la mención del traidor, cuya mano está sobre la mesa (v. 21). Es
la «hora», que ha «llegado», pero de manera que, cuando ella des­
punta, Jesús todavía puede disponer decisivamente sobre sí
mismo (Jn 13,1). Es una hora insuperable, a la que (de acuerdo
con la formulación de la orden de repetir los mismos gestos) se
habrá de volver una y otra vez. Pues más allá de ella no hay
nada, fuera de la realización de lo que ella inaugura espontánea­
mente: el morir. Pero ella es en sí escatológica por el hecho
mismo de que va els τέλος-, hacia el final definitivo del amor (Jn
13,1). Dos tradiciones describen su contenido, pero sin que la
una pueda prescindir de la otra: un relato sobre la cena con un
reparto de sí y una referencia al establecimiento de una nueva
alianza (con alusiones al ritual veterotestamentario); y un relato
sobre el servicio extremo de Jesús, el espíritu de servicio esta­
blecido por él, con vistas al cumplimiento escatológico (Le 22,1520.27-30; Jn 13 y los discursos de despedida). El espíritu interior
(simbolizado en el lavatorio de los pies) se materializa definitiva­
mente en el reparto de sí mismo que anticipa la Pasión e intro­
duce en ella. Jn 6 muestra la unidad de lo casi incompatible: por
un lado, «espíritu y vida», «fe», «palabras de vida eterna», «la carne
no sirve para nada» (w . 63-69); por otro, «comer» y «beber» came
y sangre como requisito indispensable para la resurrección (w .
53-59). La eliminación, con Bultmann, de esta segunda parte no
es una exigencia del programático «Verbum-Caro» (1,14), pues
éste entra en juego precisamente en la tensión de las dos series.
No se trata de la pura presencia en la palabra17, ni de una «objetivación» de la corporalidad de Cristo, sino de la indivisible uni­
dad de su entrega «por muchos», que no es sólo «espíritu», sino
realización plenamente humana justo en virtud de la corporali­
dad, y con ello revela con mayor hondura la identidad de la per­
sona de Jesús y su función soteriológica. En dicha función, él es
a la vez quien dispone (como fundador de la eucaristía, que es
la Nueva Alianza en su sangre) y está dispuesto (en la obedien­
cia a la hora en que será entregado, dispuesta por el Padre).
b. Pan y vino: banquete y sacrificio
El carácter definitivo que tiene la hora en la conciencia del
fundador quedaría completamente falseado si en ella no viéra­
mos al mismo tiempo el cumplimiento de las instituciones veterotestamentarias. Esto vale aun cuando las distintas líneas se
hubieran ido destacando de forma clara unas de otras sólo pau­
latinamente: es punto final del establecimiento legal de la alian­
za en «mi sangre de la alianza»18 (Me, Mt, cf. Ex 24,8); de la pro­
mesa profética, en el «cáliz de la Nueva Alianza» (Pablo, Le, cf. Jr
31,31), y de la teología de la representación vicaria del
Deuteroisaías (¿con influjo de la teología martirial judía?), en la
entrega y promesa «por muchos» (Me 14,24, semitismo que equi­
vale a «todos», con lo cual se salta también la barrera veterotestamentaria de la exclusión de los gentiles de la salvación escatológica)19. Pero también convergen definitivamente las nociones,
relacionadas desde siempre (Ex 24,8.11, etc.), de sacrificio y ban­
quete, fueran cuales fueran las variaciones históricas de su rela­
ción (hasta llegar a la introducción de la idea de sacrificio en la
de banquete como tal). Si las palabras pronunciadas sobre el pan
ponen de relieve el banquete (en cierta contraposición a la pas­
cua judía, que tenía carácter de banquete sacrificial), las palabras
pronunciadas sobre el vino resaltan más, con la mención del
derramamiento y con la perspectiva escatológica que sólo en
ellas se encuentra, el carácter de sacrificio. La insistencia en la
separación de carne y sangre (originariamente mantenidas apar­
te por el distinto momento del banquete en que cobran protago­
nismo) alude por un lado al permiso dado desde tiempos de Noé
para el consumo de carne (Gn 8,21), por otro a la prohibición de
consumir sangre (Gn 9,2ss.; Lv 7,27), lo cual requiere vaciar
totalmente de su sangre a la víctima sacrificial (cf. Hch 15,20.29;
21,25). La sangre como sede de la vida pertenece a Dios sólo, de
manera que Dios puede presentar la sangre de un asesinado
como prueba ante el asesino, y reclamar la sangre de éste (por
medio de la venganza de sangre o, más tarde, ejecución expia­
toria legal). Ahora bien, cuando en Is 53, en lugar de un animal
llevado al matadero, aparece un hombre en representación vica­
ria, que sangra por nuestros pecados y «derrama su vida» (Is
53,12c), y esta sangre perteneciente a Dios tiene ante éste un
valor tal, que «justifica a muchos», ya está en marcha la idea de
que la «sangre preciosa» (1 P 1,19), reservada a Dios pero dada
por él a muchos, podría ser entregada un día como su más pre­
cioso don a los hombres, aunque éstos fueran los verdugos y
matarifes de su Hijo. El horror cafarnaítico a beber sangre queda
yá internamente superado por el hecho de que Israel vive y está
justificado por la muerte del siervo de Dios; y en el «VerbumCaro» se saca de ahí la última consecuencia para el banquete
eucarístico. Así, poco importa si la cena fue como tal una cena
pascual y representó sucesivamente la separación palpable de
ambos Testamentos (punto de vista sinóptico), o si dicha sepa­
ración tuvo lugar en la simultaneidad de pascua y cruz (punto
de vista joánico), por consiguiente al superponerse al animal
sacrificial, representante vicario del pueblo, el sangriento sacrifi­
cio de sí mismo realizado por el siervo de Dios. Lo importante
es, más bien, que Cristo, al fin de los tiempos, pudo penetrar con
su propia sangre los cielos hasta llegar al Padre (Hb 9,12) y
entrar en el interior de quienes toman parte en el banquete: en
el estado de total «liquidación» en cuanto sacrificado. Si se con­
sideran teológicamente las consecuencias que se encuentran en
el «Verbum-Caro», junto con las implicaciones de las nociones de
sacrificio y banquete en el culto del Templo y en los profetas,
las convergencias indicadas surgen casi a priori. No existe ya dis­
yuntiva alguna entre carne-sangre en su importancia literal y
espíritu-vida como núcleo de sentido, porque ambos binomios
coinciden plenamente en la eucaristía. El Hijo da gracias al Padre
(εύχαριστεΐν, εύλογεΐι/) por haber permitido una disponibilidad
del Hijo tal, que de ella resultó simultáneamente la suprema
revelación (glorificación) del amor divino y la salvación de los
hombres.
c. Comunión
Puesto que se trata de la aceptación de la Palabra en figura
de carne y sangre, la fe, es decir, la disposición a seguir atenta­
mente lo que la Palabra quiere e indica, es decisiva en el recep­
tor (Jn 6,63ss.; de ahí el discernimiento: 1 Cor 11,27-29). Con ello
reaparece agudizada la dialéctica del seguimiento descrita antes
(III, 1, d): acoger en mí al sacrificado por mí significa ofrecerle
un lugar y capacidad de disponer en toda mi existencia corpóreo-espiritual, y de ese modo seguirlo; que en la distancia él
(masculinamente) disponga, mientras que yo (femeninamente)
dejo hacer, pero también en la unidad, pues él sólo puede dis­
poner en mí (sobre mi dejar hacer) en la línea de su propia dis­
ponibilidad. Por tanto, el banquete se convierte en la participa­
ción real de la Iglesia en la carne y sangre de Jesús en su estado
victimal (1 Cor 10,l6s.). El sacrificio de la Iglesia es distinto y a la
vez idéntico al de Cristo, por cuanto consiste en el (femenino)
estar de acuerdo con el sacrificio de éste (y con todas las conse­
cuencias que de ahí se derivan para la Iglesia)20. El estado kenótico de Cristo —como pan que «se ha de comer» y vino que se
derrama en ella— parece asignar a quienes participan en el ban­
quete el papel de absorber activamente; pero «cuando soy débil,
entonces soy fuerte», y «la debilidad de Dios es más fuerte que los
hombres» también y precisamente en la eucaristía: en ella, Cristo
integra activamente a los participantes en su cuerpo místico.
3. El Huerto de los olivos
a. El aislamiento
La pasión «propiamente dicha» —prescindimos ahora de sus
pródromos siempre actuales en la vida de Jesús: tentación, lágri­
mas por la Jerusalén homicida, así como por el gran poderío de
la muerte, la ira, el cansancio, el hastío, etc.— comienza en el
relato más primitivo, el de Marcos, con un «caer en tierra» (Me
14,35, suavizado por Mateo en una postración que adora rostro
en tierra, y por Lucas en una genuflexión) para superar en una
aniquilación el peirasm ós escatológico. Todo comienza en su
interior: con el «pavor» (έκθαμβάσθοα) y el «espanto que aísla» (ά-
δτίμονέίν, Mc 14,33). Aislamiento respecto a Dios, que se aleja,
pero todavía no ha desaparecido, al que Jesús se dirige con la
invocación tierna y suplicante de «papá», abba, pero con el cual
no hay ya otra comunicación que el ángel lucano que conforta
para el sufrimiento o, en los paralelos joánicos, la voz que resue­
na confirmatoria desde el cielo, que afirma la glorificación del
Padre (¡no de Jesús!) a través de la Pasión. Aislamiento respecto
a sus discípulos, a los que lleva consigo y deja a distancia, en una
dialéctica cuyo sentido teológico se despliega en varias direccio­
nes: 1. Como asignación de lugar en la obediencia21 (yo «aquí»,
vosotros «allí»: Mt); 2. como participación escalonada: tres elegi­
dos pueden estar al alcance de la voz, pero no más cerca (Me,
Mt); 3. como unión en la oración («orad»), pero con la diferencia
dé que Jesús ora en el peirasmós, mientras que los discípulos
deben orar para ser guardados del peirasmós; 4. como triple (Me,
Mt) ir y venir de Jesús, que subraya la distancia y la cercanía-, 5como incapacidad de los discípulos (disculpada por Le con la
«tristeza») para asistir a Jesús en la lucha solitaria de su oración,
por lo cual Pedro (Mc) y los otros dos (Mt) reciben un reproche
decepcionado. Esta dialéctica de una Iglesia ausente junto a la
cabeza que sufre es insoluble. En ella, el «debe» (oído por la paré­
nesis eclesial de la misma boca de Jesús) está en pugna con la
impotencia desvelada judicialmente en la Pasión.
b. La entrada del pecado
En lugar del marcano «espanto que aísla», Juan habla de «tur­
bación» (11,33-38; 12,27; 13,21). Lo que ésta significa sólo se
puede comprender cuando la lucha orante llena de angustia por
superar la hora, el beber el cáliz (apocalíptico de la ira), como la
describen los relatos del Huerto (también Jn 18,11), se sitúa junto
a las grandes afirmaciones soteriológicas de Pablo (como 2 Cor
5,21; Rm 8,3; Ga 3,13s., etc.) y de Juan (12,31; 16,11 etc.).
Entonces «hora» y «cáliz» se convierten en la entrada del pecado
del mundo en la existencia personal, corpóreo-anímica, del
representante y mediador. Precisamente a partir de esta confron­
tación del relato con la reflexión soteriológica, no bastará con
argumentar desde la «dignidad» única de la persona representan­
te, desde su inocencia y libertad, para hacer creíble (óntica o jurí­
dicamente) la eficacia de su expiación; más bien se deberá des­
cribir más profundamente la unión hipostática como condición
de posibilidad de un verdadero tomar sobre sí la culpa de todos.
A ello parecía oponerse en la teología antigua un doble obstácu­
lo: en primer lugar, el teologúmeno de que el alma de Cristo per­
maneció en la visión (¿beatífica?) del Padre incluso durante la
Pasión, lo cual parecía excluir que Cristo pudiera prestarse a ser
el completo portador y «experimentador« del pecado; en segundo
lugar, el teologúmeno de una doctrina tal de la predestinación,
que excluía un sufrimiento expiatorio (al menos una intercesión
por parte del que sufre) por los condenados con seguridad por
Dios. Ambas barreras, con las que el pensamiento antiguo se
enfrentó, y que en ocasiones llegó a atravesar parcialmente, no
constituyen ya para el pensamiento actual un obstáculo grave22.
Escuchemos —con el presupuesto de que esta doble barrera ha
caído— un par de afirmaciones medievales. En las Sententiae Divinitatis
se plantea la pregunta de si Cristo en su angustia en el Huerto de los
olivos conoció o no el timor gehennalis, «Algunos dicen que lo conoció
en sus miembros (eclesiales). Nosotros, por contra, decimos que en su
propia persona, no por sí mismo, sino por sus miembros. Si, en efecto,
ya experimentó verdadera turbación y dolor, y derramó auténticas lágri­
mas, a causa de la muerte temporal de Lázaro, mucho más aún pudo
sentir angustia y dolor en sí mismo a causa de la condenación eterna
que él preveía que habría de tocar en suerte a los judíos por su causa»23.
Si sustituimos este excesivo «habría de» por un «podría» condicional,
tenemos a Pablo: Cristo supera en su Pasión hasta la culpa (y por tanto
el castigo por ella merecido) de sus asesinos (Rm 5,16).
También Roberto Pullo plantea la cuestión del timor gehennalis de
Cristo. Los Salmos hablan a favor; pero su presciencia acerca de su glo­
rificación, en contra. «¿Cómo, pues, se apoderó de él la angustia? ¿Algo
así como nosotros muy a menudo tenemos miedo de algo que con la
razón sabemos que no ha de suceder? De noche tememos encontramos
a un muerto, y sabemos que eso naturalmente no ocurrirá. O cuando
estamos de pie en una altura expuesta, nos embarga totalmente una
sensación de vértigo y el miedo a caer, al tiempo que nuestro entendi­
miento nos dice que estamos seguros y que nuestro miedo es infunda­
do. Ahora bien, si es supersticioso orar en un estado de miedo así para
que lo temido no suceda, aun en el caso en que sepamos que no ha de
suceder, ¿cómo podría entonces ser razonable la oración de Cristo
^-suponiendo que se adueñara de él la sensación de estar condenado—
para suplicar insistentemente verse libre de la condenación, si él sabía
de sobra que estaba salvado?·*. La información que se da para este extra­
ño planteamiento del problema es la siguiente: Cristo no llegó a estar
seguro de su salvación más que mediante su oración suplicante; y aun­
que; el temor a ir a parar al infierno es ciertamente el «comienzo de la
/ sabiduría-, Cristo no pudo sentirlo en sí, sin embargo, sino sólo en sus
miembros (místicos)24.
El comentario de difíciles afirmaciones cristológicas de Hilario por
parte del Maestro de las Sentencias (III, dist. 1© da ocasión a numero­
sas especulaciones sobre cómo la unicidad de la Pasión de Cristo está
condicionada por la unicidad de la unión hipostática. Con Odo Rigaldo,
la Sum a de Alejandro plantea una contraposición: «En nosotros (peca­
dores), la posibilidad (de padecer) está ligada a la necesidad de pade­
cer y a la voluntad de no padecer, voluntad que, sin embargo, no puede
impedir el sufrimiento... En el Señor existía la posibilidad, y no sólo la
remota {jndispositd.), como en Adán; pero en él dicha posibilidad no
estaba ligada a la necesidad de padecer, como en nosotros, sino a una
inclinación a padecer y a una voluntad que tenía poder para impedir el
sufrimiento»25. Esto remite (aún confusamente) a una constitución com­
pletamente especial del Hombre-Dios, debido a la voluntariedad de su
kénosis, que condiciona y estructura su naturaleza humana de manera
que inserta en ella una medida del sufrimiento totalmente distinta de la
del pecador obligado a padecer.
Buenaventura aporta una luz más profunda. Primero demuestra que
la «visión beatífica de Dios» no constituye obstáculo alguno para que
también las partes más espirituales del alma de Cristo sean sometidas al
sufrimiento, pues «toda el alma pecadora debe ser salvada-26. Después
introduce una distinción entre padecer y com-padecer, según la cual, sin
embargo, este último sólo se entiende correctamente cuando se consi­
dera como auténtico «padecer con». Su tesis dice así: «En lo tocante al
dolor de la pasión (passw), Cristo padeció más intensamente en su sen­
sibilidad ; por contra, en lo tocante al dolor de la com-pasión ( compas­
sio.), más intensamente en su espiritualidad; pero el dolor de la compa­
sión era más intenso que el dolor de la pasión». Esta distinción, tomada
de Bernardo y Hugo, se aplica, por tanto, en un movimiento de doble
dirección: el dolor físico que se inflige a Cristo atrae su alma a la com­
pasión, pero el dolor anímico por nuestros pecados repercute sobre el
cuerpo, por eso llora por nosotros. Y desde luego este dolor espiritual
es mucho más intenso. En primer lugar, porque la causa era de gran
alcance: la ofensa a Dios y nuestra separación de Dios. En segundo
lugar, porque la inclinación a padecer era mayor debido a su exceso de
amor. Pues, cuanto más intenso es el amor, más dolorosas son las heri­
das de la com-pasión. «Y así su com-padecer supera todo otro com­
padecer mucho más de lo que su padecer supera todo otro padecer
(corporal), pues la superioridad de su amor sobrepuja a la de su pade­
cer en comparación con otros, aun cuando él en ambos sentidos des­
collara sumamente». Dos indicios de esto: «Uno es que prefirió permitir
que su alma fuera separada de su cuerpo, a que nosotros fuéramos
separados de Dios. El otro es que lloró por nuestros pecados, pero no
lloró a causa de sus dolores corporales»27.
Estos diferentes planteamientos teóricos se pueden interpretar
de forma convergente, y entonces indican que la angustia del
Huerto de los olivos es un com-padecer tal con los pecadores,
que la pérdida de Dios que esperaba realmente a éstos (poena
damni) es asumida por el amor humanado de Dios en forma de
timor gehennalis·, al ser «cargado» con el pecado del mundo, Jesús
ya no se distingue en su destino de los pecadores —menos, dice
Buenaventura, cuanto mayor es el amor— y experimenta de ese
modo la angustia y el pavor que en derecho habían de sentir
aquéllos. La posibilidad de tal asunción real de la condición peca­
minosa de todos los pecadores se ha de hacer comprensible
desde tres perspectivas: 1. desde la determinación de toda la
conciencia humana de Jesús por parte del Logos y sus senti­
mientos eternos de amor al Padre; 2. mediante la disponibilidad
absoluta, de esa naturaleza humana que se encuentra en dicha
determinación (y tal disponibilidad para el servicio es expresión
de la kénosis del Logos en la obediencia absoluta) que está a dis­
posición como ámbito para la pura (com-)pasión; 3· mediante la
comunicación (solidaridad) real de la naturaleza humana asumi­
da con la humanidad real en su conjunto y con su destino escatológico. Del carácter judicial se hablará más tarde.
c. Reducción a la obediencia
La lucha de la oración en el Huerto de los olivos tiene como
único objeto el sí a la voluntad del Padre; ella es contenido y
forma, toda desviación de la mirada resulta imposible. Con ello
se cumple ciertamente el programa más general de vida de Jesús,
tal como queda formulado por él en Juan (4,34; 5,19; 6,38; 8,55;
12,49) e ilustrado finalmente con el gesto del lavatorio de los pies
como puro servicio de esclavo (13,13s.). Lo mismo las palabras
sobre el servicio recogidas en los sinópticos (Me 10,42ss. par),
donde Marcos concluye este servicio con el dicho sobre el resca­
te. La explicación de su vida mediante la teología del siervo de
Dios de las predicaciones apostólicas primitivas confirma este
punto de vista. El himno de Flp 2,5 y la carta a los Hebreos extien­
den esta obediencia (como quintaesencia de la vida de Jesús)
hasta la preexistencia: ya su humanación como tal fue obediencia
(Hb 10,5-10). Pero, para ambos, el conjunto de la existencia en
obediencia corre hacia una culminación: para Flp 2,8, la muerte
en la cruz, es decir, la muerte más ignominiosa; para Hb 5,7s., la
lucha de la oración de Getsemaní, donde se «aprende a obedecer·.
Resulta esencial que, en dicha culminación, todas las categorías
generalizantes, es decir, universalmente a nuestro alcance, quedan
suprimidas. Si los primeros anuncios de la Pasión toman explíci­
tamente en consideración la resurrección al tercer día (por consi­
guiente, la exaltación después del abajamiento), en el Huerto toda
perspectiva hacia delante, a la glorificación, queda tapiada. Si
desde las declaraciones anteriores, y desde los textos posteriores
que las explican, parece posible insertar el destino de Jesús en el
esquema judío veterotestamentario del «justo sufriente», que pos­
teriormente es exaltado y recompensado, en la agonía del Huerto
—«mi voluntad, tu voluntad»— todo esquematismo se borra ante
lo único y de importancia excepcional28. Tampoco las categorías
de la teología martirial del judaismo tardío pueden aclarar nada en
este caso, pues las múltiples motivaciones y efectos cargados de
bendiciones del martirio2? quedan aquí tan hiera del horizonte de
visión como la actitud concretamente ético-heroica del mártir.
Todo «sentido» queda inexorablemente reducido a la humilde pre­
ferencia de la voluntad del Padre por sí misma. Para nada se habla
aquí de que la esperanza en la inmortalidad de la teología apoca­
líptica y sapiencial tardías embote de antemano el aguijón de la
muerte (cf. Sb 2,24; 3,2s.).
De este contexto amplio, sólo una cosa se puede introducir en
la interpretación de esta «culminación»: la angustia abismal tiene
ante todo como causa el «oprobio» o «ignominia». Esto se encuen­
tra ya en el estrato más antiguo de los anuncios de la Pasión (άττο-
δοκίμασθήναΐ: ser declarado inútil, Me 8,31; Le 9,22; 17,25) y lo
desarrollan Pablo (1 Cor 4,10ss., etc.), 1 P 2,19s. y, ampliamente,
la carta a los Hebreos, donde se habla de la «cruz de ignominia·
(12,2) y del «oprobio de Cristo» (11,26), donde llevar la cruz sig­
nifica fundamentalmente «cargar con su ignominia» (13,13; cf.
10,33). Ésta es la última consecuencia del «no buscar la propia
gloria» (Jn 8,50). A la oración de los mártires de Dn 3,34 Th, en
la que se pide a Dios que no abandone «hasta el fin» (εις τέλος)
a los que sufren, Juan contrapone conscientemente la afirmación
contraria de que Jesús anduvo su camino «hasta el fin» (εις τέλος,
13,1), es decir, sin perspectivas de un más allá de la muerte igno­
miniosa.
Pero, a diferencia de la historia de las tentaciones, en todo este
acontecimiento no se habla en ningún lugar del diablo. La histo­
ria entera de la Pasión lo deja a un lado, se desarrolla entre el
Padre y el Hijo. Lo que se dilucida es la carga del pecado del
mundo (Jn 1,29); con este acontecimiento, el poder adversario
queda «desarmado» (Col 2,15) sin que se produzca una lucha
explícita con él30.
4. Entregado
El concepto básico de tradere ([παρα]8ίδόναι)31 cobra realidad
en la conclusión de la escena del Huerto con la aparición de
Judas y su partida: «Basta ya. Llegó la hora. Mirad que el Hijo del
hombre va a ser entregado en manos de los pecadores.
¡Levantaos!, ¡vámonos! Mirad, el que me va a entregar está cerca»
(Me I4,4ls. = Mt 26,45b-46). «Ésta es vuestra hora y el poder de
las tinieblas» (Le 22,53). De esta «entrega» se habló ya de muchas
maneras en los anuncios de la pasión (Me 9,31 par; 10,33a par;
10,45 par), vinculada siempre en pasiva con el sujeto «Hijo del
hombre»: será entregado «en manos de los hombres», «de los peca­
dores» o «de los gentiles», y el para qué es la Pasión, que se expre­
sa de diferentes maneras. Del Bautista se afirma la misma entre­
ga (Me 1,14 = Mt 4,12), ciertamente en dependencia de la historia
de la Pasión de Jesús, con el añadido «y han hecho con él cuan­
to han querido» (Me 9,13).
Esto es prolongación de una sagrada tradición veterotestamentaria, en la que Dios es quien actúa, el que por su fidelidad
á la alianza «entrega» a Israel: a sus enemigos, al cautiverio, etc.
(Lv 26,25; Dt 1,27); pero también puede entregar los enemigos de
Israel al pueblo en la guerra santa (Nm 21,2.3 y a menudo). Cf. 1
S 24,5a: «Yo pongo a tu enemigo en tus manos, haz de él lo que
te plazca». Esta actuación de Dios es en cada caso un acto judi­
cial, o bien Un acto de la ira divina32. «Quien es así entregado se
ve abandonado por Dios en el sentido más auténtico de la pala­
bra»33; ya no es Dios, sino el enemigo, quien dispone de él. En
época tardía, pueden aparecer ángeles como ejecutores del cas­
tigo (Hen [et] 63,1). Los apócrifos, apocalipsis y la literatura rabínica adoptan íntegra la comprensión de este concepto34; Pablo lo
utiliza al comienzo de la carta a los Romanos tres veces en este
mismo sentido (1,24.26.28). El problema de por qué Dios tam­
bién »entrega» a «justos» e «inocentes» se plantea pronto y progre­
sivamente, y recibe distintas respuestas; la noción de expiación y
mérito se pone en el centro. Al mismo tiempo, las tres afirmacio­
nes de la entrega del siervo de Dios (Is 53,6c y d, 12c) quedan
aisladas y sin utilizar por la tradición hasta Jesús y más allá de
él, aun cuando los LXX las subrayan respecto al hebreo (que en
úna ocasión habla de autoentrega). La noción martirológica se
pone en primer plano más bien desde los libros de Daniel y los
Macabeos: autoentrega del justo (en favor de Dios y del pueblo,
con efecto expiatorio), también de manera que la voluntad de
entregar de Dios y la voluntad del hombre de ser entregado lle­
gan a coincidir35. La autoentrega es un «compromiso plenamente
existential»36, que no tiene como consecuencia necesaria la muer­
te, pero que se arriesga a ella37 como resultado de una total obe­
diencia de servicio a Dios38. En el judaismo tardío, donde se
cuenta con un premio y un castigo tras la muerte, el valor ante la
muerte ya no es el supremo, y el sabio puede contemplar, desde
una especie de puesto de observador, la suerte de buenos y
malos en este mundo y en el más allá: los malos condenan al
justo «a una muerte humillante, pues, según dice, Dios lo prote­
gerá», pero los justos, «tras pequeñas correcciones, recibirán gran­
des beneficios», mientras que los impíos que los despreciaban
sufrirán castigo (Sb 2-3).
Con ello parece, pues, que se da una especie de marco obje­
tivo al drama de la Pasión de Jesús, el cual, no obstante, en cuan­
to «acontecimiento prometido» llega a su desenlace en el cumpli­
miento definitivo. En la pasiva de «ser entregado en manos de los
pecadores» etc., Dios es el sujeto agente, y lo es con la inexora­
bilidad y necesidad inevitable (διά) de un acto judicial* aún cuan­
do ya no se hable de la «ira» del que entrega, sino de su «deter­
minado designio y previo conocimiento» (Hch 2,23), y en
definitiva de su amor, pues él «no perdonó ni a su propio Hijo,
antes bien lo entregó por todos nosotros» (Rm 8,32). No obstan­
te, se produce una «condena» (Rm 8,3). Además, los estratos más
recientes del Nuevo Testamento formulan cada vez más clara­
mente la autoentrega de Jesús. El punto de inflexión resulta per­
ceptible donde el διά causal, del paralelismo prepaulino «fue
entregado por (διά) nuestros pecados, y resucitó por (διά) nues­
tra justificación» (Rm 4,25), queda sustituido por un αντί final,
«para» (por vez primera en el famoso medio versículo trastocado39
Me 10,45b: «a dar su vida como rescate por muchos») o bien por
un ύπέρ final (1 Cor 11,24; Le 22,19 - en contexto eucarístico; 1
P 2,21; περί, Rm 8,3). El darse se hace explícito en Ga 2,20 y
varios paralelos40. En un lugar decisivo, Lucas sustituye la última
parádosis realizada por el Padre, el grito de abandono del Hijo
en la cruz, por la última parádosis del Hijo, que entrega su espí­
ritu en manos del Padre (Le 23,46, siguiendo Sal 31,6; cf. Jn
19,30); a ello corresponde la exhortación de 1 P 2,23 a soportar
el sufrimiento con paciencia, pues «Cristo se entregó a Aquel que
juzga con justicia» (en el sentido «se puso en manos de»).
Pero al Verbum-Caro neotestamentario41, y a la condición
humana compartida que en él se encuentra, corresponde el
hecho de que, junto al Padre que entrega y al Hijo que se entre­
ga, aparezca un tercero, el traidor que entrega. Judas, «uno de los
Doce», es el «que lo entrega» (traditor); por otro lado, con su acto
se convierte en el exponente del Israel incrédulo e infiel que
rechaza a su Mesías y con ello es él mismo entregado (por un
tiempo·. Rm 11). La cooperación paradójica entre el Dios que
entrega y los pecadores que entregan y traicionan está en el filo
de la navaja, aun cuando ya en la Antigua Alianza Dios tiene eje­
cutores humanos de sus juicios que no quedan disculpados en su
actuación, sino que por ella habrán de contar a su vez con ser
sometidos a juicio. Dicha colaboración se puede explicar en la
reflexión como un misterio de la providencia de Dios (Hch 2,23),
como ignorancia relativa de los judíos (Hch 3,17; cf. también el
atenuante «arrepentimiento» de Judas en Mt 27,3); pero también
se puede hacer mal uso de ella con intenciones polémicas (o
¡políticas) como un modo de crear un «chivo expiatorio» personal
! o colectivo42. La situación escatológica favorece la perspectiva de
una conexión de esta traición con todos los poderes antidivinos
(Jn 13,27); el carácter estereotipado43 de las afirmaciones evangé­
licas lo deja estar todo en una férrea objetividad, y con ello da la
gloria a Dios. Por un lado, Judas aparece junto con Israel, duranf te el tiempo que dure la historia, en el «papel» visible de someti­
dos a reprobación44; por otro lado, desde la perspectiva de las
afirmaciones universalistas del Nuevo Testamento, él es el agen­
te visible de lo que todos los pecadores —cristianos, judíos y
paganos— hacen en común (Rm 5,12ss,; 1 Tm 2,6; Jn 12,32, etc.).
La entrega de Jesús en la Pasión sigue siendo un misterio; por
eSo los elementos que la configuran no se pueden reducir a un
sistema que los abarque. Y si en la historia textual del Nuevo
Testamento existe un desnivel de la interpretación, éste no se
puede entender unilateralmente como cambio de unos aspectos
más primitivos pOr otros que aparecen más tarde y que se van
imponiendo, sino teológicamente, como una lenta integración de
dichos aspectos. Ciertamente, al principio está la inexorable
actuación judicial de Dios: Jesús, el «siervo de Dios» (Hch 3,13.26;
4,27, etc.), el «justo» (Hch 3,14) ha sido entregado por Dios (como
los justos veterotestamentarios) en manos de los pecadores: por
medio de los pecadores, pero en favor de ellos; el entregado, en
su obediencia absoluta (Flp 2), está de acuerdo con su entrega; y
desde este punto brota el motivo trinitario simultáneamente en
tres desarrollos: el hecho de que Dios Padre entregue al Hijo («no
perdonó») manifiesta su amor a nosotros (Rm 8,32; Jn 3,16), pero
también el amor de Cristo a nosotros (Rm 8,35; Ga 2,20; Ef 5,1,
etc.), y lo hace de manera que en la libre autoentrega de Cristo
(Jn 10,18) se manifiesta el amor absoluto del Padre43. Ahora bien,
es cierto que la parénesis se va abriendo camino cada vez más:
la autoentrega de Jesús se convierte en el modelo que se ha de
imitar. Primero es Pablo el representante elegido de los sufri­
mientos de Cristo; después (en 1 P 2,18s,; Hb 10,32s.) lo es todo
el que sufre injustamente o por su fe: la teología martirial del
judaismo tardío penetra lateralmente en la teología de la Pasión
y efectúa una nivelación moralizante que pone en peligro el
carácter absolutamente único de la Pasión de Cristo. A esta «incli­
nación» se ha de oponer que el elemento originario de juicio se
debe mantener en toda su inexorabilidad —pese a, o precisa­
mente debido al amor divino que se hace visible, y pese a cierta
imitabilidad mediante la gracia—: la autoentrega de Cristo qúeda
caracterizada también como obediencia (Flp 2; Jn 5), como obe­
diencia durísima y ciega (escena del Huerto), y el «hacia dónde»
de la entrega sigue siendo el «poder de las tinieblas» (Le 22,53)^
El hecho de que Judas y su partida «aten» a Jesús y «se lo lléven­
lo indica con imágenes.
La teología de la entrega sólo se puede elaborar en perspecti­
va trinitaria. El hecho de que Dios «entrega» a su Hijo «es una de
las afirmaciones más inauditas del Nuevo Testamento; debemos
entender la ‘entrega’ en sentido pleno, y no suavizarla convir­
tiéndola en ‘misión’ o ‘don’. En este caso ha sucedido lo que
Abraham no tuvo que hacer con Isaac: Cristo fue abandonado
por el Padre de forma plenamente intencionada al destino de la
muerte; Dios lo ha arrojado a los poderes de la perdición, se
llame a éstos hombre o muerte... ‘Dios hizo a Cristo pecado’ (2
Cor 5,21), Cristo es el maldito de Dios... En este punto se expli­
cita que la theologia crucis no puede ser más radical»47. Pero este
aspecto sólo es neotestamentario cuando se completa mediante
la activa autoentrega de Cristo, la cual no se puede aislar a su vez
como un elemento independiente, porque de lo contrario estare­
mos a un paso de perder el horizonte escatológico y de resbalar
hacia la teología martirial. Cristo debe ser Dios para ponerse a
disposición del acontecimiento de amor que proviene del Padre
y quiere reconciliar consigo el mundo, y para hacerlo de tal
modo, que en él quede juzgada y liquidada toda la tiniebla de lo
antidivino. En dicho acontecimiento, el acto humano que entre­
ga sólo puede ocupar un puesto subordinado, es decir, la con­
tradicción entre la traición humana y el amor divino que se entre­
ga debe quedar anudada, y por tanto resuelta, precisamente en
la «contradicción de la cruz». Pero para ello, la entrega, el pren­
dimiento, la atadura y la conducción por parte de los esbirros
deben ser de úna seriedad histórica absoluta.
5. Proceso y condena
Aquí nos interesa sólo el contenido teológico de las grandes
escenas del proceso48, el cual, con toda su multiplicidad y su
carácter de amalgama a partir de tradiciones diferentes, presupo-
una originaria unidad de sentido del relato49. Nos
cosas: 1. la teología de la condena de Jesús por
imatiidad en su conjunto; 2. la actitud de la Iglesia
ecimiento; 3. la actitud de Jesús.
ds,
judíos y paganos como sujetos de la condena
la «entrega» (τταραδιδόναι) lo vamos a desarrollar
mplitud de la estructura teológica de la humanidad,
apone de la masa de los no elegidos (paganos), del
lo de entre dicha masa (judíos) y de los discípulos
vez de entre este pueblo (cristianos): el auténtico
das, uno de los Doce (Mt 10,4, etc.), que entregó a
dios, éstos lo «entregaron» a Pilato (Me 15,1), Pilato
mero a Herodes (quien a su vez «lo remite» de nuevo
1,7.11), pero finalmente lo «entrega» a los judíos (Me
Jn 19,16), «a Jesús se lo entregó a su deseo» (Le
lena de entregas está forjada teológicamente: Judas
te solidario con el ideal mesiánico mundano de los
líos, niega su fe neotestamentaria en favor de otra
te veterotestamentaria; los judíos entienden ya lo teossías» e «Hijo de Dios» (Me 14,61) siempre como algo
eso el giro político de su acusación ante Pilato (Le
i al pueblo, prohíbe pagar los tributos, pretende
no corresponde (como piensan ellos) a una tapadea de sus motivos religiosos, sino que desenmascara
gión como una realidad política que en el fondo es
tenemos más rey que el César» (Jn 19,15). Así, resul­
la cuestión de si Jesús fue juzgado por un tribunal
no, de si fue condenado debido a su reivindicación
Mesías o como «rey de los judíos», e incluso, finalsi la cuestión mesiánica fue planteada explícitamenirín o la pretensión de Jesús, de ser el salvador escat>ersona, incluía ya implícitamente su condición de
confesión mesiánica explícita ante el tribunal haría
esta intersección única la historia y la fe cristiana50;
s esa situación se diera simplemente de modo implítendría prácticamente el mismo resultado51. La triple
los cristianos a los judíos, de los judíos a los paga-
nos, de los paganos a la muerte) fue, desde el punto de vista teo­
lógico, tan impresionante para la Iglesia primitiva, que los Hechos
de los Apóstoles la reproducen en el caso de Pablo (Hch 21,27ss.).
Es además el modo en que, previamente a toda diferenciación
ulterior, quedan implicados en la culpa por la muerte de Jesús
todos los representantes de la humanidad considerada teológica­
mente, en la línea de Rm 11,32: «Dios encerró a todos los hom­
bres en la rebeldía para usar con todos ellos de misericordia». Sólo
entonces se puede empezar a considerar teológicamente cierta
gradación de la responsabilidad, en correspondencia con el des­
nivel de las entregas: Judas es aquel «en el que entra Satanás» (Jn
13,27), es el «perdido», el «hijo de perdición» (Jn 17,12), cuyo terri­
ble final (Mt 27,3-10) corresponde a las palabras de los profetas y
constituye un espantoso recordatorio público (Hch l,18s.)52. Y
sólo cuando la cristiandad ha admitido en medio de ella esta man­
cha ignominiosa, puede mirar en tomo buscando otros chivos
expiatorios y resaltar la culpa de los judíos, que, según el Jesús
joánico, es mayor que la de Pilato (Jn 19,11). El hecho de que la
historia de la Pasión fuera desde un principio considerada y for­
mulada por la cristiandad primitiva en el marco de los aconteci­
mientos veterotestamentarios (es decir, desde una perspectiva teo­
lógica)53, hace que la larga época de reprobación (Jr, Ez) aparezca
como trasfondo de la nueva y agudizada situación de culpa y
reprobación; la cual, pese a todo, no se juzga absolutamente defi­
nitiva (ignorancia: Le 23,34; Hch 3,17; fidelidad de Dios a sus pro­
mesas: Rm 11,1.29). A la vez'permanece, como en tiempos de
Jeremías, la negativa fundamental a dejarse conducir por Dios (Is
7,9b; 28,16; 30,15), y la sabihondez política sigue siendo la causa
de su juicio erróneo, que tiene su momento crítico en la pregun­
ta y respuesta decisivas: «¿Eres tú?», «Yo soy» (Me 14,6ls.).
La presentación de los tres elementos teológicos probatorios
ilustra aún más la situación: 1. las «palabras sobre el Templo», segu­
ramente históricas (aun cuando Me l4,57ss. fuera insertado más
tarde), en las que Jesús refirió a sí las antiguas palabras proféticas
de la destrucción del Templo y su reconstrucción escatológica (Jr
26; Ez 40ss.); 2. la aplicación del Sal 110 y Dn 7,13 (Mt 26,64; Me
14,62; Lucas omite el texto apocalíptico de Daniel y conserva sólo
el texto de entronización del Salmo) a subrayar su dignidad mesiánica; y finalmente —en el paso del juicio judío al pagano—; 3. el
título de rey, que es reivindicado ante Pilato (Me 15,2), como
demuestra la inscripción de la cruz (Me 15,26), y que en Juan,
donde la palabra «rey» aparece doce veces, presenta diferentes significádos teológicos. En este título se aúna la más primitiva noción
teocrática veterotestamentaria (Je 8,23) con la noción genuina de
un rey en Israel como representante de Dios (2 Cro 9,8), realzada
por la predicción de un rey davídico (2 S 7,16) que estará por encima del mismo David (Sal 110,1 en Mt 22,4lss.) y, por consiguien­
te, ha de ser un «rey que no es de este mundo» (Jn 18,36ss.; 19,11).
Si la triple cadena de entregas es la demostración de la culpa
de todos, no lo es menos el modo en que todos los culpables
intentan librarse del lazo de la culpa pasando el reo a otro. Así
pasa con Judas, que «se arrepiente» y devuelve el dinero (que no
es aceptado); con los judíos, que no depositan el precio de san­
gre en el tesoro del Templo, sino que adquieren con él el cemen­
terio para extranjeros (!). Así pasa, en este juego de intercambios,
con Pilato, el más interesado en la liberación; con Herodes,
quien, decepcionado en sus expectativas de diversión, devuelve
el prisionero; y con los dirigentes del pueblo, que alegan su
carencia de autoridad política para juzgar (Jn 18,31). Mientras,
Pilato, que, sometido a enorme presión política, se ve obligado a
pronunciar sentencia (Jn 19,12), se quita de encima la culpa
moral por ello (Mt 27,24). Nadie quiere cargar con la responsabi­
lidad. Y precisamente así quedan todos convictos de su culpa.
b. La actitud de la Iglesia
Por la forma en que la Iglesia se representa en la historia de.
la Pasión, resulta claro que ha reconocido que en ese punto no
hay inmediato «seguimiento de Cristo». Por más que la traición de
Pedro y la huida de los demás fueran proféticamente necesarias
(Mt 26,31s.) y las predijera el Señor mismo (Jn 16,32), esto en
modo alguno impide que con ellas los discípulos queden desen­
mascarados en su infidelidad, cobardía e inseguridad, y sean
puestos en la picota ante el mundo. Sólo Juan se sitúa más allá
de esta problemática al disculpar la huida con unas palabras en
las que Cristo mismo pide que se les deje marchar (18,8), pero
no puede omitir la negación de Pedro, porque la necesita como
elemento teológico de su doctrina de la institución en el ministe­
rio (21,17 como presupuesto de 21,19). Todo lo que Pedro
emprende en el ámbito de la Pasión se demuestra erróneo: su
deseo de que el Señor no sufra — con ello se ve como -Satanás»,
cuyos «pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres»,
próximo a Judas (Mt 16,23; cf. Le 22,31)-—, su protesta de que no
lo traicionará aun cuando todos lo demás lo traicionen —pues
precisamente él será el principal negador (Mt 26,34 par)—, su dili­
gencia en defender al maestro contra los agresores —pues, si
saca la espada mundana, a espada morirá (Jn 18,11; Mt 26,52), y
Jesús toma partido contra él al curar a Maleo (Le 22,51)— , su sen­
tido de la responsabilidad, que le lleva a seguir de cerca los acon­
tecimientos —pues precisamente en ese puesto de observador
falla lamentablemente (Me l4,66ss.)—. La única manera que le
queda de estar junto a él es permanecer aparte para llorar amar­
gamente, más por sí mismo que por el Señor. Los demás huyen
atropelladamente, y el joven que en Marcos se deja quitar su
única vestimenta para escabullirse (Me 14,52) constituye el con­
traste simbólico y paradójico con Jesús despojado de sus vesti­
duras: lo que éste deja obediente que suceda, es para aquél un
despojamiento involuntario. Tras la Iglesia varonil y ministerial
que desaparece, surge como un elemento que se mantiene firme
«desde lejos» la Iglesia de la mujeres «que lo acompañaban» y
«cuidaban de él»: «muchas», dice Marcos (15,41), junto a las tres
que él menciona; estarán presentes en la inhumación y serán
los primeros testigos de la resurrección. Están allí «mirando»
(θ€ωροΰσαι), contemplativamente, no compadeciéndose activa­
mente ni asumiendo un papel activo con sus lágrimas — como las
mujeres de Jerusalén que se lamentan y a las que Jesús rechaza
(Le 23,28s.)—. Los únicos personajes activos allí son un extraño
al que cargan con la cruz (Le 23,26) y los dos «malhechores» con
los que Jesús crucificado constituye una nueva comunidad de
condenados. Ahora ellos tienen precedencia sobre los elegidos.
- Frente a todo esto, el relato joánico obra como una explicación
misteriosa: presencia, al pie de la cruz, de una Iglesia de amor
(en contraposición a la ausente Iglesia ministerial), representada
ante todo por la Mater dolorosa y el «discípulo amado», al que
Jesús confía su madre: núcleo aquí manifiesto de una Iglesia «que
está presente», núcleo que después (en la pregunta a Pedro: ¿me
amas más que éstos?) desaparecerá dentro de la Iglesia petrina,
para «permanecer», pese a todo, como un resto inexplicable e
imposible de absorber para Pedro (21,22s.).
c. La actitud de Jesús
Al final de la lucha de oración se alcanza de nuevo la plena
disponibilidad. -La cuenta ha concluido» (απέχει, Me 14,4 l)54.
Ahora Jesús es libre para toda atadura, externa e interna. La primera vez que es prendido y atado (Me 14,46; Mt 26,50; Jn 18,12)
se subraya fuertemente la voluntariedad de la autoentrega: esta­
b a desdé siempre a disposición de ellos (Mc I4,48s. par, trasla­
dado muy acertadamente por Juan a la escena ante Anás,
18,19ss., contra Le 22,52). Juan eleva esta libertad mayestática
casi hasta el límite de lo docético (18,6). Marcos y Mateo ponen
lá atadura de Jesús bajo la autoridad de la Escritura, sin poder
aducir ningún texto concreto (Me 14,49; Mt 26,56). Pero la autoentrega es por un lado obediencia al Padre (Jn 18,11), y por otro
decisión de no defenderse: renuncia a las «doce legiones de
ángeles» (Mt 26,53)55; de ahí que ponga coto cuando quieren
defenderlo (Le 22,51 par) y la indicación a Judas: «¡Amigo, a lo
que estás aquí!» (έφ’ δ πάρει: Mt 26,50; cf. Jn 13,27); de ahí su
silencio cada vez más obstinado, porque todo cuanto pudiera
decir no haría más que tropezar con la incredulidad («Si os lo
digo, no me creeréis»: Le 22,67 = Jn 10,25), un silencio que pro­
voca admiración, y que Mc 15,4s. sitúa sin duda sobre el trasfondo de Is 5.3,7: el cordero no abre la boca. Sea cual sea la
valoración histórica que se haga de las mofas y escarnios a los
que se sometió al entregado —probablemente hay dos escenas
principales: una tras el interrogatorio nocturno en casa de Anás
(y difícilmente tras la sesión del sanedrín celebrada por la maña­
na), otra en el patio del acuartelamiento romano con los solda­
dos—, desde el punto de vista teológico son recopilaciones de
todos los modelos veterotestamentarios, especialmente de Is
50,6: «Mi rostro no hurté a los insultos y salivazos». El juego en
el que el tapado es golpeado y debe adivinar quién le ha pega­
do tiene varios estratos de profundidad: en Lucas es ante todo
una farsa común entre la soldadesca; en Marcos se trasluce el
«siervo de Dios»; en Mateo, finalmente, aparece Cristo como pro­
feta, como sumo sacerdote mesiánico56. Rueda como un balón
entre unos bandos y otros: uno lo arroja al siguiente, nadie se
lo queda, nadie lo quiere. La amnistía pascual abre una oportu­
nidad en el plano humano: Pilato quisiera unirse a la opinión
popular en contra de los dirigentes, pero resulta preferido el
prisionero político; tampoco prospera el recurso a la instancia
intermedia de Herodes Antipas. Sea cual sea el punto donde se
inserte históricamente la escena joánica del Ecce Homo (que
presupone la flagelación y la coronación de espinas) —en
medio del proceso o al final— , es un compendio plástico: el
entregado como -este hombre», puesto en el escenario del
mundo; y en el Ecce Homo, el Ecce Deus·. la única imagen ahora
válida y vinculante de lo que el pecado del mundo es para el
corazón de Dios, visible en «el» hombre. En la imagen de la
kénosis completa brilla «la gloria de Dios que está en la faz de
Cristo» (2 Cor 4,6).
6.
Crucifixión
a. La cruz como juicio
La cruz es, ante todo, realización del juicio divino sobre el
«pecado» compendiado en el Hijo, sacado a la luz y sufrido por
él (2 Cor 5,21); el envío del Hijo se produjo a la «carne pecado­
ra», para poder «condenar (κατακρίνειν) el pecado en la carne»
(Rm 8,3).
En Juan, las afirmaciones sobre el juicio parecen contradicto­
rias: por un lado, Jesús es el depositario de todo el juicio (5,22),
lo ejercita (8,16.26), ha venidopara ello (9,39); por otro lado no
ha venido a juzgar, sino a salvar (3,17; 12,47). Sin embargo, a tra­
vés de su existencia se realiza el juicio (3,18), y éste se halla en
relación evidente con su elevación en la cruz (12,31): su aboga­
do, el Espíritu, entablará contra el mundo el proceso para demos­
trar su inocencia precisamente desde la cruz (l6,7ss.). - En lo que
sigue sólo podemos responder en parte a la cuestión de la rela­
ción entre cruz y juicio; para hacerlo de forma completa, se debe­
ría tratar también la doctrina de la justificación, de la que en esta
obra se habla en otro lugar. Habría que demostrar cómo el justo
es condenado justamente, para que el injusto y pecador sea jus­
tificado justamente. En este momento sólo vamos a tratar temáti­
camente la primera parte de la frase, que expresa el drama cen­
tral de la revelación.
Para entender las concluyentes afirmaciones judiciales (joánicas), lo mejor es seguir el camino que va de la Antigua Alianza
a Pablo, y de Pablo a Juan. Dios es en la Antigua Alianza el juez
en cuanto guardián de su derecho (jnispai) establecido en la
alianza, por consiguiente, lo es en virtud de su misericordia y
fidelidad en relación con la alianza, con las cuales se muestra
esencialmente como el que es: el veraz, siempre igual a sí
mismo, que debe a su propio nombre el mantener el carácter
misericordioso de su alianza. Y esto ante todo allí donde la parte
que falla, el hombre, se opone a esta misericordia, sitúa su pro­
pia injusticia contra la justicia de Dios; por eso precisa de la
«corrección» para encontrar el camino de vuelta a la justicia de la
alianza (cf. Agustín-Anselmo: rectitudo). En la Antigua Alianza,
el derecho establecido por Dios constituye el fundamento de
toda confianza y de toda esperanza; su justicia no es otra cosa
que un aspecto absolutamente necesario de su misericordia,
fidelidad y paciencia. Decir que «Dios es justo y ama la justicia»
(Sal 1.1,7) es una tautología para quien conoce al verdadero
Dios. Por ser justo es misericordioso, y al revés. Por eso, ¿cómo
podría responder de otro modo a la negativa del hombre a vivir
en el ámbito de la misericordia de su alianza, que con su nega­
tiva a ver atacada y contradicha su justicia establecida y garanti­
zada, y dando forma eficaz a dicha negativa? Él mismo quiere y
debe «venir como juez» (Sal 50,6). Él, que por gracia ha entrado
en relación con el hombre y ha establecido con él una alianza
—indisoluble por lo que a Dios respecta—, debe «airarse» por su
propia fidelidad y veracidad —en lugar de apartarse con subli­
me indiferencia, impropia de Dios, ante la destrucción de su
obra— y «enderezar lo torcido». Más bien debe tomar en serio al
otro firmante de la alianza, y reconducirlo con juicio, corrección
y castigo, a la justicia, que el descarriado no puede restaurar por
su cuenta. Pues, ¿qué hombre podría restablecer la justicia de
Dios que ha destruido? ¿Quizás sola compunctione? Quien crea
que puede sostener esto, no debiera echar en saco roto la res­
puesta de Anselmo a la propuesta de Boso: «Nondum conside­
rasti, quanti ponderis sit peccatum»57. Este hombre es «completa
e irremediablemente imposible ante Dios. Pues Dios detesta y
abomina la injusticia. Ésta debe desaparecer simple y necesaria­
mente. Tan majestuosa es la justicia de Dios frente a ella. La exis­
tencia de la injusticia es insostenible ante Dios. La vida de Dios
la tomará, quemará y aniquilará como hace el fuego con la leña
seca»58. El injusto como tal no puede apelar a Dios sin hacer que
se haga presente el rechazo de su pecado. Y sólo al ser recha­
zado como tal se le puede aplicar la misericordia de Dios, Pero,
ahora bien, el hombre es sólo uno, lo mismo que Dios es uno
sólo, que se aíra porque es misericordioso. ¿Cómo se ha de desa­
rrollar este acontecimiento necesariamente de dos caras? ¿Acaso
como en la historiografía deuteronomista, en una incesante suce­
sión de castigo y gracia, hasta que finalmente el exceso del peca­
do exige un rechazo definitivo, del que sólo se libra la promesa
(esperanza) de una salvación final (porque Dios debe permane­
cer fiel a sí mismo: Ez 3ó,21s.)? A este πολυμερών και πολυ­
τρόπων (Hb 1,1) de la Antigua Alianza pone punto final el
εφάπαξ (9,12) de la Nueva, al asegurar Dios por su cuenta
ambos lados de su alianza, el divino y el humano, y al realizar
como Hombre-Dios toda su justicia, la δικαιοσύνη θεού. No quita
a medias y con componendas la injusticia, sino que la coge y
acaba completamente con ella; hace que toda su ira consuma
toda la injusticia del mundo, para hacer accesible al pecador
toda la justicia de Dios. Éste es el Evangelio de Pablo59, que ve
el cumplimiento del sentido de toda la Antigua Alianza en la cruz
y resurrección de Cristo. Nadie salvo Dios mismo era capaz de
esta depuración — en ningún caso el hombre, que ante Dios es
enteramente pecador, y no puede distinguir en sí un yo empíri­
co falible y otro trascendental o ideal infalible—; sólo Dios,
quien, al humanarse en Cristo en una persona, se convierte en
«sujeto y objeto» del juicio y de la justificación, y pasa al lado de
los hombres para defender por ellos la causa de Dios. La ju sti­
tia Dei que nos alcanzó Cristo en la cruz en el juicio de Dios es
ciertamente «justitia aliena», por cuanto es la justicia de Dios esta­
blecida por él en lo alienum del mundo pecador; pero precisa­
mente así es la justicia que nos es apropiada, válida y asible, propria, con lo cual al mismo tiempo se convierte realmente (puesto
que nos transforma ¿n hijos y familiares de Dios) en la justitia
propria Dei en nosotros. Lo mismo que nosotros «en Él estamos
en nosotros mismos»60, él está en nosotros en sí mismo. Todo
esto presupone para Pablo el juicio de la cruz, donde Dios, en
su calidad de hombre Cristo, toma sobre sí toda la culpa de
«Adán» (Rm 5,15-21) para «ser entregado» (Rm 4,25) al juicio de
Dios (Rm 8,3) como materialización «corporal» del pecado y la
enemistad (2 Cor 5,21; Ef 2,14) y, como la vida de Dios muerta
y enterrada en el abandono divino, ser «resucitado [por Dios]
para nuestra justificación» (Rm 4,25). No es un mensaje místico,
sino el mensaje bíblico central. Tampoco se ha de dulcificar lo
tocante a la cruz de Cristo, como si el Crucificado hubiera reci­
tado salmos en una unión con Dios imperturbada, y hubiera
muerto en la paz de Dios.
Precisamente Juan61, que se hizo sospechoso de resaltar la
divinidad de Cristo en la Pasión hasta el límite de lo gnóstico62,
muestra el carácter judicial de la cruz con una radicalidad que va
incluso más allá de Pablo. J. Blank ha demostrado contra W.
Thüsing que el regreso del Hijo al Padre joánicamente no se pro­
duce en dos fases: una primera de «elevación» en la cruz (como
la serpiente fue elevada: 3,14; cf. 12,32s.: elevación como signi­
ficación de la muerte de que iba a morir) y a continuación otra
de «glorificación» en la resurrección y ascensión al cielo; que más
bien «elevación» y «glorificación» son para Juan un acontecimien­
to unitario e inseparable; por tanto, la cruz (junto con la resu­
rrección) constituye precisamente la glorificación. Por eso Juan
«desde el principio no ve el acontecimiento de la muerte en la
cruz en su aislada facticidad histórica, puramente terrena», sino
(en forma muy parecida a Pablo) como el acontecimiento obje­
tivo y escatológico de juicio, la «hora», cuando Dios «se glorifica»
o glorifica su «nombre»63 (12,28) (con su justicia de amor); es
decir, se glorifica en el Hijo, que materializa su juicio, y precisa­
mente de ese modo convierte al Hijo en la manifestación real de
su glorificación. Ahora bien, en 12,20-36 la «hora» se presenta a
la vez como «glorificación» y como «juicio», es decir, juicio obje­
tivo (κρίσις·) y subjetivo ser juzgado (experiencia de juicio:
ταραχή). La ταραχή («Ahora mi alma está turbada»; 12,27) signi­
fica «que aquel que ha venido a vencer la muerte se deja atena­
zar por el conocimiento de la fuerza, la hostilidad y el carácter
antidivino del poder que se trata de derrotar»64. Estrechamente
afín a «turbarse» es «conmoverse interiormente» (ένεβριμήσατο,
11,33; cf. Mt 9,30; Me 1,43). Se trata de que Jesús «padece hasta
el fondo» el poder antidivino, y lo hace «en el Pneuma», que no
es «una fuerza psicológica», sino la misma realidad en la que
según 4,23 se ha de «adorar al Padre». Con el añadido de que
Jesús «da testimonio» se asegura, «ame la interpretación errónea»
de la «turbación» «como pura conmoción afectiva», que dicha
«turbación» es «aún más fuerte que el cambio de 11,33··. El sufri­
miento como ταραχή viene en última instancia del Padre y es
aceptado». Es una de las «sutiles» expresiones joánicas cuyo con­
tenido es mayor de lo que el habitual uso lingüístico da de sí,
pues designa de modo analógico un acontecimiento cristológico
de carácter único: «El hecho de que de Jesús se apodera una
moción espiritual de tal intensidad, que en los demás hombres
significaría una completa confusión»65. También en el «cáliz» que
Jesús ha de beber (Jn 18,11 par) se trata, no de un sufrimiento
cualquiera, sino del veterotestamentario y apocalíptico cáliz de
la ira de Dios que debe beber el pecador (Is 51,17.22; Jr 25,15;
Ez 23,31ss.; Sal 75,9, etc.); y en el «bautismo» con el que debe ser
bautizado se trata de hundimiento veterotestamentario en las
aguas que arrastran al fondo (Is 43,2; Sal 42,8; 69,2s., etc.). Pero
precisamente aquí se produce la icpíais del cosmos en conjun­
to (Jn 12,31) como proceso judicial completamente objetivo, en
el que se desvela del modo más pleno el pecado del mundo,
«como juicio de exposición, convicción y condena. Pero la crisis
no es sólo un ‘veredicto’ sobre el estado del mundo, sino un jui­
cio de castigo, un juicio final y de aniquilación, a través del cual
‘este mundo’, el antiguo eón, deja realmente de existir, llega a su
fin, y todo ello —dato absolutamente decisivo— en Jesucristo
mismo»66. Lo mismo que en Pablo son «reducidos a la impoten­
cia» en la cruz los dominadores del mundo (esto significa el «ser.
derribado»: 12,31; cf. Col l,20ss.; 2,14; Ef 2,l4ss.)67. El proceso
judicial es «el dec sivo cambio de señorío», pero no sin que «el
arconte del cosmos venga» para lanzar contra Jesús el ataque
decisivo, en el cual, no obstante, «nada encuentra» con que
poder hacer valer una reivindicación de señorío (Jn 14,3o)68; no
sin que, por tanto, la injusticia se estrelle en la infinita justicia de
Dios, el planeado abajamiento último de Jesús se convierta en su
exaltación definitiva, en su «entronización como Kyrios cósmico
con la Pasión entera». Ahora bien, esto para Juan significa, lo
mismo que para Pablo, que «la cruz [está] puesta definitiva e irre­
vocablemente... antes de toda gloria», «porque no hay exaltado
que no haya sido crucificado. Y la gloria de Jesús sólo se entien­
de correctamente allí donde se entiende como la gloria del
Crucificado», gloria que se manifiesta en la resurrección. Significa
también —concluye J. Blank coincidiendo con K. Barth—, que
en la cruz «Dios [se] ha decidido, objetiva e independientemen­
te de todo posicionamiento humano ulterior, en favor de la sal­
vación y rescate del mundo». «La reducción a la impotencia del
dominador del mundo es el reverso de la decisión positiva de
Dios — establecida en el acontecimiento de Cristo de forma real
y entitativa, no sólo ‘judicial’ o ‘forense’— en favor de la salva­
ción de la Humanidad». Con ello se determina también el senti­
do de la afirmación de que, desde la cruz elevadora, Cristo
«atraerá a todos hacia él»69.
b. Palabras desde la cruz
A la luz de la explicación teológica de Juan y Pablo, las des­
cripciones de la Pasión reciben en conjunto su aspecto teológico.
En primer lugar, las palabras. En cabeza se encuentra el grito de
abandono, en Marcos la única palabra pronunciada en la cruz,
que sólo en la arbitraria ordenación de una armonía de los evan­
gelios queda relegada a la condición de «cuarta palabra». Es, en
el contexto teológico, una palabra «sutil», como la ταραχή joánica, que apunta a la culminación única de Jesús, y en modo algu­
no el comienzo de la recitación de un salmo que termina con la
glorificación del que sufre y requiere una interpretación en el
contexto sálmico. En la Antigua Alianza y en la historia de la
Iglesia hay abandonos, como hemos mostrado, que son más hon­
dos de lo que algunos, que en este punto ponen un veto teoló­
gico, histórico70 o exegético, están dispuestos a admitir en la cruz.
En este caso tiene plena vigencia el principio básico que Ireneo
estableció contra los gnósticos, según el cual Cristo no podía exi­
gir de sus discípulos ningún padecimiento que él como maestro
no hubiera padecido en su persona (Adv. Haer. III, 18, 5-6). Por
eso los terribles peirastnoi de los abandonos de Dios de la
Antigua y la Nueva Alianza en modo alguno se han de interpre­
tar principalmente desde un punto de vista pedagógico, o inclu­
so según esquemas neoplatónicos de ascensión, sino desde una
perspectiva cristológica.
Junto a esta palabra fundamental, las restantes pronunciadas
en la cruz se podrían entender, sin menoscabo esencial de su
alcance, como interpretaciones de la situación efectiva, objetiva
y subjetiva, de juicio, que habla con suficiente claridad en el
acontecimiento. Así, el «Tengo sed» de Juan, que expresa el aban­
dono de otro modo no menos enérgico: la fuente de agua viva
que salta hasta la vida eterna, de la que todos están invitados a
\beber (4,10.13s.; 7,37ss.), se muere de sed de puro manar. Esta
palabra es probablemente histórica, porque justifica mejor que el
grito de Mateo y Marcos el que a continuación le den a beber
vinagre empapado en una esponja. Las burlas al médico que
ayudó a otros y no puede ayudarse a sí mismo (Mt 27,42), que
confió en Dios y ahora debiera ser librado por Dios, si es que es
Hijo de Dios, si es que Dios le ama, etc., remiten exactamente a
la misma paradoja que el «Tengo sed». Así mismo, la entrega de
la madre a Juan tiene verosimilitud histórica, pues explica por
qué María en el futuro vive en casa del discípulo; pero, pese al
amoroso interés por la madre situado en primer plano, tiene un
sentido teológico más hondo: el Hijo crea la comunión de la cruz
con su madre abandonándola, lo mismo que el Padre abandona
al Hijo: «homo purus pro Deo vero»71. Las palabras de Lucas, sean
o no históricas, interpretan el carácter misericordioso del juicio
de la cruz: la súplica de perdón (Le 23,34s.) se encuentra objeti­
vamente en el sufrimiento mismo; la palabra de gracia dirigida
al malhechor interpreta la crisis de la cruz en primer lugar en el
sentido de Mt 25,31ss., como separación de carneros y ovejas,
pero en el fondo va más allá de esta parábola, en la misma direc­
ción que Juan: el juicio de la cruz es como tal un juicio de gra­
cia, como indica el hecho de que en Le 23,47-48 tras la muerte
de Jesús, no sólo el centurión «dé testimonio», sino que «toda la
muchedumbre... se vuelva dándose golpes de pecho». La susti­
tución de Sal 22,2 por Sal 31,6 (Le 23,46a: «Padre, en tus manos
pongo mi espíritu») interpreta igualmente el abandono (objetivosubjetivo) en la misma dirección que Juan, quien por un lado
habla de la «entrega del espíritu» (19,30) y por otro del cumpli­
miento de la tarea («consummatum est»: 19,30a): el παρατίθεμαι de
Lucas estaría así a medio camino entre el simple έξέπνευσεν de
Me 15,37, el άφήκει/ de Mt 27,50 y el muy recalcado παρέδωκεν το
πνεύμα de Juan, donde sin duda el Pneuma, en el aconteci­
miento unitario de crisis-glorificación de la cruz, queda «libre»
con el último suspiro de Jesús (cf. Jn 7,39); por eso puede ser
insuflado inmediatamente a la Iglesia por el Resucitado (Jn
20,22)72. Precisamente en Lucas el Pneuma es Espíritu manifies­
to de misión; y para Juan es la comprobación de que la tarea
encomendada se ha llevado a cabo (το Ιργον τελείωσα?: antes
en 17,5), la confirmación solemne de que el τελο? (13,1), el
eschaton, ha llegado realmente.
c. Los acontecimientos de la cruz
Marcos y especialmente Mateo (secundariamente recogido por
Lucas) explican lo escatológico de forma apocalíptica. En primer
lugar con el desgarramiento del velo del Tempo75, que en Marcos
de entrada significa sólo la abrogación de la ley y culto antiguos,
mientras que en Mateo puede significar más en el fondo el desga­
rramiento del antiguo eón, porque el velo del Templo contenía imá­
genes bordadas de astros y era tenido por reproducción del cosmos
(Filón, Josefo)74. Los tres sinópticos cuentan también el entenebre­
cerse del cosmos: es el modo en que expresan la objetividad y vali­
dez cósmica de la «hora de las tinieblas» interior. También este rasgo
es incorporado por Mateo a su cuadro apocalíptico, mucho más
amplio, que pretende hacer coincidir la cruz con el fin del mundo,
ó más exactamente con el «día de Yahvé». Las tinieblas que cubren
toda la tierra no son, según Am 8,9-10, ante todo un duelo colecti­
vo del cosmos por la muerte de Jesús, sino duelo de Dios mismo:
«Haré de este duelo, el duelo por el hijo único», lo cual tiene su eco
en Za 12,10. En los demás signos (temblor de tierra, quebranta­
miento de rocas, apertura de tumbas), el cosmos tampoco se mues­
tra activo en modo alguno; más bien se estremece pasivamente en
sus fundamentos a causa del acontecimiento final; si los aconteci­
mientos son «signos escatológicos habituales»75, no se yuxtaponen
uno a otro, sino que el terremoto conduce a la rotura de rocas, ésta
a la apertura de tumbas, y con ello a la manifestación del seol, que
debe entregar su botín ante este muerto en la cruz. La aclaración
«después de la resurrección de él» puede ser un añadido posterior,
para armonizar la afirmación de que «muchos cuerpos de santos
difuntos resucitaron, y saliendo de los sepulcros... se aparecieron a
muchos», con el principio irrenunciable de que Jesús es primicia de
los que resucitan (1 Cor 15,20; Col 1,18). Es una precisión cronoló­
gica en medio de la escatología, al servicio de la exactitud teológi­
ca. Es ante todo una visión grandiosa del verdadero acontecimien­
to escatológico inaugurado por la muerte de Jesús: esta resurrección
no se da horizontalmente, hacia el futuro mundano, sino vertical­
mente respecto al tiempo del mundo, hacia la verdadera «ciudad
santa», la «Jerusalén de arriba» (Ga 4,26; Hb 12,22); las apariciones
en la tierra son sólo una imagen de eEo. Lo mismo que los malhe­
chores son sólo imagen de la «co-crucifixión» de Jesús con los peca­
dores, esta escena legendaria es símbolo de la solidaridad en la
resurrección76. Pese a esta repentina vista de lo apocalíptico, que
deja ver algo. así como una identidad supratemporal entre la muer­
te en la cruz y el último día, entre el centro del tiempo y su final,
Mateo añade la confesión del centurión «y los que con él estaban»,
y con ello una visión del futuro terreno, por cuanto los que aquí se
convierten son paganos, lo mismo que en Jn 12, precisamente en
el contexto de la Pasión, aparecen también por primera vez paga­
nos que deseaban ver a Jesús.
Al mismo contexto, tanto apocalíptico como eclesiológico,
apunta el testimonio de Juan sobre el traspasamiento del costado
de Jesús, pues la palabra profética «Mirarán al que traspasaron» (Za
12,10) se aduce, tanto en el contexto histórico real de la Pasión (Jn
19,37) —evidentemente, como una imagen que se ha de contem­
plar en lo sucesivo—, como también en el contexto apocalíptico
de Cristo que viene sobre las nubes para llevar a cabo el juicio final
(Ap 1,7). A esta imagen pertenece como último elemento decisivo
la lanzada, la apertura del corazón y la salida de sangre y agua,
sobre lo cual habrá que volver aún. Junto con este elemento, el
Traspasado elevado es —aún más que el «Ecce Homo» (19,5)— el
definitivo icono de meditación visto y presentado solemnemente
por Juan mismo (19,35), el «Ecce Deus», la representación y expli­
cación última del Dios al que nadie ha visto nunca (1,18). Con ello
se cumple también la teología de la serpiente elevada, a la que ya
según Sb 16,6 había que mirar para alcanzar la salvación77. Es la
misma imagen, el icono del Padre, transfigurado y vulnerado a la
vez, que Tomás va a palpar con sus manos (20,26ss.), aunque
debió bastarle la mirada creyente (mirar, reconocer,,creer son para
Juan intercambiables entre sí). - La imagen está íntegra, «sin rotu­
ras» en la unidad de crucifixión y glorificación. Éste es el sentido
del detallado relato donde se explica por qué a Jesús no le que­
braron las piernas, sino que en vez de eso recibió la lanzada
(19,31-34). Ciertamente, se encuentra aquí ante todo la referencia
al verdadero cordero pascual, cuyos huesos no se debían romper
(Ex 12,46); quizás también a Sal 34,20s., donde el Señor protege
todos los huesos del justo, de manera que «ni uno solo se rompe­
rá». Según Juan (19,14), Jesús fue además crucificado a la misma
hora en que en el Templo eran sacrificados los corderos pascua­
les78. Por eso, mucho menos aún podía Jesús ser lapidado79. En
cambio, la legislación rabínica exige: «Al cordero sacrificado ábra­
sele el corazón y déjese que se derrame la sangre»80.
7. Cruz e Iglesia
a. El corazón abierto
Que la cruz es solidaridad es algo que la Iglesia antigua vio
desde siempre en la forma misma de la cruz: expansión hacia
todas las dimensiones del mundo, brazos extendidos que quieren
abarcarlo todo. La cruz es, según la D idajé81, σημείοv επεκτάσεων,
y una extensión tan amplia sólo Dios mismo puede efectuarla:
«Dios extendió sus manos en la cruz para abarcar los límites del
orbe de la tierra* (Cirilo de Jerusalén)82. «Dios extendió en su
Pasión los brazos y abarcó el orbe de la tierra, para prefigurar
que de oriente a occidente se congregará bajo sus alas un pue­
blo venidero» (Lactando)83. «¡Oh feliz madero, en el que Dios fue
extendido!»84. Pero Dios sólo puede hacerlo como hombre, cuya
figura se distingue de la de los animales por el hecho de «que se
mantiene de pie y puede extender las manos» (Justino)85, y así
alcanza a los dos pueblos, representados por los malhechores, y
derriba el muro divisorio que los separa (Atanasio)86. Ya por su
forma exterior, la cruz es inclusiva.
Pero la inclusión interior muestra el corazón abierto desde el
que se comunica lo último de la sustancia de Jesús: sangre y
agua, los sacramentos de la Iglesia87. Desde el punto de vista
bíblico y humano global (filosófico)88, el corazón es considerado
el auténtico centro del hombre corpóreo-espiritual y, por analo­
gía, como el centro del Dios que se abre al hombre (1 S 13,14).
Si en el Antiguo Testamento el corazón es más bien la sede de la
fuerza espiritual y de la mentalidad (mientras que el vientre, rajamim, σπλάγχνα, expresa más la sede de los sentimientos), en el
NT ambas cosas confluyen en el concepto de corazón: que «todo
el corazón» debe ser para Dios significa la apertura a él de todo
el hombre (Hch 8,37; Mt 22,37). Así, el corazón endurecido (Me
10,5 según muchos paralelos veterotestamentarios) debe ser
renovado: pasar de ser de piedra a ser de carne (Ez 11,19, etc.;
cf. 2 Cor 3,3). Y si la filosofía griega, siguiendo a Homero, veía
en el corazón el centro de la vida anímico-espiritual (para la
Estoa es la sede del «hegemonikón»), la teología neotestamentaria
aporta, además dos cosas: por un lado, un aspecto encamatorio
(el alma se corporaliza totalmente en el corazón, el cuerpo es en
el corazón plena esfera de expresión del alma); por otro, intro-
duce un elemento personal (sólo el hombre cristiano, corpóreoanímico es en la llamada de Dios una persona única, y orienta a
Dios con su corazón esa unicidad suya).
Las palabras de la lanzada y de la salida de sangre y agua se
deben leer en la continuidad del simbolismo joánico del agua, el
Espíritu y la sangre, al cual pertenece también la palabra clave
«sed»: el agua terrena da de nuevo sed, el agua de Jesús apaga la
sed para siempre (4,13s.), «si alguno tiene sed, que venga a mí, y
beberá el que cree en mí» (7,37s.), y así la sed del creyente se
aplaca para siempre (6,35). Con ello va unida la promesa insu­
perable de que su agua se convertirá en quien la beba en una
fuente que salta hasta la vida eterna (4,14), con una cita de la
Escritura: «De su κοιλία correrán ríos de agua viva» (7,38). Ya
hemos visto que Jesús como el sediento absoluto se licúa en la
fuente eterna. La cita de la Escritura tiene dos posibles conexio­
nes: o, según Audet, con la analogía siempre presente de agua y
Palabra-Espíritu89 Gas palabras de Jesús son «espíritu y vida»); o
mejor, según Phytian-Adams90, con la fuente del nuevo Templo
de Ezequiel (Ez 47; cf. Za 13,1), con el cual Jesús llegó a com­
parar su cuerpo (2,21). El hecho de que Juan vio en la aparición
de sangre y agua la fundación de los sacramentos de la eucaris­
tía y el bautismo no admite duda alguna en el contexto de su sim­
bolismo global (cf. Caná: 2,lss.; la unidad de agua y Espíritu: 3,5;
de agua, Espíritu y sangre: 1 Jn 5,6, con referencia expresa al «que
vino con agua y con sangre: Jesucristo»)91. La apertura del cora­
zón es don de lo más íntimo y personal para uso público; el
ámbito abierto y vaciado es accesible para todos. Además se
debía aportar la prueba oficial de que la separación de carne y
sangre (como presupuesto de la figura eucarística de comida)
había sido total92. El (nuevo) Templo, lo mismo que la fuente
recién abierta de la que se puede beber, apuntan a una comu­
nión: el cuerpo entregado es el lugar del nuevo establecimiento
de la alianza, de la nueva reunión de la comunidad: ámbito, altar,
sacrificio, banquete, comunidad y espíritu de ésta, todo a la vez.
b. Iglesia surgida de la cruz
El origen de la Iglesia en la cruz93 es un teologúmeno tan poli­
facético, que aquí ni siquiera se puede tratar a modo de esbozo.
En él se encuentra en primer lugar la línea que plantea una crea­
ción nueva completa del pueblo de la alianza a partir del único
representante perfectamente válido de dicha alianza en la tierra
Ça esta línea pertenece la imagen, cara a los Padres, del naci­
miento de la nueva Eva del costado del nuevo Adán adormecido
en la muerte)94. Con esta primera línea confluye una segunda,
según la cual en el «resto santo» llega a plenitud por encima de sí
mismo el antiguo pueblo, de manera que, en esta transmutación
creäciönal y misericordiosa, a partir de la Antigua Alianza se debe
presuponer algo así como una pre-Iglesia (representada en María,
Juan y las mujeres creyentes). Nada impide, ciertamente, admitir
que también la fe precristiana vivía ya de la gracia de la cruz (Hb
11,26; 1 P 1,11; Jn 8,56, etc.), lo mismo que se debe calificar espe­
cialmente a María de prerredimida (mediante el sacrificio de
Cristo). Además, aquí se junta la teología, que llega a cumpli­
miento, de la alianza como contrato bilateral entre Dios y hom­
bre, con el cumplimiento de la promesa unilateral que precede a
éste concepto de alianza: al ser Dios en el cielo y Dios en la tie­
rra la unidad de la alianza («y Dios es uno solo, eiç: Gal 3,20),
todos los hombres están simultáneamente incluidos en esta alian­
za en la unidad de Cristo («Todos vosotros sois uno, eiç, en Cristo
jesús« Ga 3,28), porque Cristo es hombre, es decir, hombre en
favor de todos los hombres. Y de este segundo encuentro se des­
prende otro más: el contrato unilateral y bilateral entre Dios y el
pueblo en la Antigua Alianza fue comparado desde siempre con
Una alianza matrimonial, lo cual concernía a la santidad de su ins­
titución y a la fidelidad de amor por ella exigida. Ahora bien,
puesto que la Palabra se hizo carne y demostró su fidelidad de
amor humanamente hasta el extremo, también la comparación
matrimonial se encarna y por tanto se cumple la teología del
Cantar de los cantares; y esto con la bilateralidad (exigida nece­
sariamente tras la segunda convergencia antes descrita), de
manera que la Iglesia debe ser simultáneamente ambas cosas: el
cuerpo de Jesucristo mismo (mediante su eucaristía, 1 Cor 10,16,
como participación en su carne y sangre entregadas en la muer­
te: 1 Cor 11,26; Jn 6) y, precisamente en esta condición corporal,
también su novia virginal (2 Cor 11,2); la posibilidad de esta
simultaneidad, sin embargo, queda corroborada por la tradición
paradisíaca del origen de la mujer a partir del varón (Ef 5,30-33;
en una reciprocidad indisoluble: 1 Cor 11,7-12, por cuanto tam­
bién Cristo, de quien procede la Iglesia, «nació de mujer»; Ga 4,4).
Ahora bien, esto implica realmente que se ha de mantener a la
vez: la absoluta soberanía de Dios, que sólo en Jesucristo esta­
blece su nueva y eterna alianza con la humanidad, y la corres­
pondencia del sí que consiente, de la humanidad representada en
la cruz, sí que María debió dar a la humanación (y a todas sus
implicaciones) «loco totius humanae naturae«95, especialmente
como núcleo de la nueva Iglesia96. En tanto que el sufrimiento
vicario de Cristo no es exclusivo, sino inclusivo97, su gesto inclu­
yente sólo puede ser un gesto que hace sufrir con él. Desde aquí
queda definitivamente claro que las aproximaciones indicadas al
abandono de Dios desde la Antigua y la Nueva Alianza no se
pueden entender «psicológica» o «éticamente», sino (allí donde
son auténticas) sólo cristológicamente, y como tales se deben
postular. Tal «hacer sufrir con» resulta especialmente claro allí
donde Jesús deja morir deliberadamente al «amado» (11,3), no
envía noticia alguna a las atribuladas hermanas, sino que las deja
en una noche oscura de aparente olvido, él mismo se ve desbor­
dado por esta noche (ll,33ss.) — ¡impuesta por él!—, y con ello
reparte eucarísticamente, de forma anticipada, su abandono de
Dios. Esta com-passio es también, pues, la que pertenece a su
legado esencial a su Iglesia, y la que posibilita a ésta sobrevivir
al hiato del día en que «Dios está muerto».
Las implicaciones bíblico-teológicas se entrelazan aquí con
máximo rigor y a la vez densidad, y sólo un análisis completa­
mente consecuente de la síntesis alcanzada desde las «promesas»
puede tenerlas todas presentes simultáneamente. Dicha síntesis
no se puede elaborar ni abarcar con una lógica humana, sino que
sólo se saca a la luz en el horizonte último de la fe trinitaria. Su
infraestructura, no obstante, está establecida con tanta amplitud y
riqueza, que ninguno de los elementos que se emplean en ella
se puede dejar a un lado en la visión creyente de conjunto.
La Iglesia —en cuanto nacida del amor más radical de Dios al
mundo— es en sí esencialmente amor. Y debe ser lo que es: su
esencia es su único mandamiento (Jn 15,12). En esto resulta sig­
nificativo que precisamente el amor de los discípulos a Cristo
(diez veces en Juan) se expresa con φιλεΐν, por tanto con la pala­
bra que se aplica señaladamente al amor entre seres humanos,
mientras que el amor de los cristianos entre sí se designa sin
excepción con αγαπάν, por tanto con la palabra que se aplica
señaladamente al amor divino98. Lo que los une con Cristo es la
‘amistad» establecida por él, como prueba de la cual él «da la vida
por sus amigos» (Jn 15,13.15); por el contrario, lo que los une
entre sí es que todos ellos son hermanos bajo el mismo maestro
(Mt 23,8), todos son miembros subordinados a la misma cabeza,
y según la ley del amor de la cabeza, tienen que ser solícitos
unos con otros (Rm 12; 1 Cor 13; Ef 4 ,llss.; 5,1; Col 3,13).
c. Co-crucificada
La Iglesia en su conjunto, en tanto que es en verdad (por la
eucaristía) cuerpo de Cristo, debe ser co-crucificada con su Cabeza,
y serlo sin referencia por el momento al sufrimiento subjetivo del
cristiano: por el simple hecho de su existencia y la lógica de la fe
misma. Pues el contenido de dicha fe es que el pecador pende
como pecador de la cruz de Cristo realmente, y no sólo en una
vaga representación; que, por consiguiente, Cristo «muere mi
muerte de pecado», mientras que en esta muerte yo alcanzo, más
allá de mí mismo, la vida del amor de Dios. Pablo, pues, expresa
la situación global de la Iglesia con la mayor precisión cuando en
Ga 2,19-20 afirma: «No vivo yo (ya no vivo como un yo que per­
manece en sí mismo), sino que Cristo vive en mí»; lo cual quiere
decir: «Con Cristo estoy crucificado... Esta vida en la came, la vivo
en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por
mí. No anulo la gracia de Dios». Esto es expresión de la constitu­
ción esencial de la existencia eclesial99. Hacerse cristiano significa
subir a la cruz100. Cuando esta ley (como «forma Christi»: Ga 4,19)
comienza a producir efecto en el cristiano, de ahí se sigue necesa­
riamente, en primer lugar, que «no sufro yo, sino que Cristo sufre
en mí», que él ha hecho de mí un órgano para su redención, que,
por tanto, no llevamos nuestro sufrimiento, sino que «llevamos en
nuestro cuerpo la muerte de Jesús», para que también, no nuestra
vida, sino «la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo mortal»
(2 Cor 4,10s.). Aun sentido como propio, este sufrimiento no es
propiedad del cristiano, sino sólo un préstamo que, con su sí
(femenino eclesial), el cristiano ha de poner siempre en manos de
su verdadero propietario101. La aprioridad y objetividad de este
estar co-crucificado en la fe se confirma mediante la ley, igual­
mente subyacente tras cada experiencia subjetiva de sufrimiento,
que es inherente al sacramento del bautismo (Rm 6,3-11) y al de
la eucaristía (1 Cor 11,26), según la cual ha de regir el cristiano su
subjetividad entera. El hecho de que para él esté reservado y libe­
rado un espacio objetivo en la cruz, lo indica Pablo con esta expre­
sión paradójica: «Completo (άντ-αναπληρόω)102 lo que falta a las tri­
bulaciones de Cristo en mi carne, en favor de su cuerpo, que es la
Iglesia» (Col 1,24)103. Se puede indicar aquí que no pertenecería a
la solidaridad auténticamente humana de Jesús el querer llevar a
cabo su obra de salvación de forma individualista, excluyendo a
todos los demás; o, más exactamente, que sería inhumano que en
la exclusividad (que le corresponde como Hijo único de Dios) no
,se insertara también un elemento de inclusividad. Que, por tanto,
Idesde un principio debe darse algo así como una asunción en la
«cristología de la teología veterotestamentaria del sufrimiento expia­
torio y del martirio. En este sentido habría que explicar también el
logion que concede a los discípulos la capacidad de beber el cáliz
y soportar su bautismo (Mc 10,38s.). No obstante, es preferible
hacer desaparecer primero esta «asunción» realmente en lo cristológico, para entender el don de espacio en la cruz como la gracia
más libre de la Nueva Alianza.
Sin duda los cristianos con-llevan la muerte de Cristo en gra­
dos diferentes. La promesa a Pedro de que será también crucifi­
cado (Jn 21,19), la gracia otorgada a Juan y a María de estar al pie
de la cruz, los sufrimientos de Pablo, poseen ante la comunidad
y la Iglesia un rango propio104. En María y las mujeres que esta­
ban al pie de la cruz es representación de la «nupcialidad» de la
Nueva Alianza. En Pedro y Pablo es representación oficial del
kerigma apostólico «cual es en verdad, como palabra de Dios»
(1 Ts 2,13): por tanto, predicación con la existencia entera, como
corresponde al Verbum-Caro neotestamentario.8
8. Cruz y Trinidad
Sólo como acción del Dios trino es soportable para el creyen­
te el escándalo de la cruz, y hasta se convierte en lo único en lo
que puede gloriarse (Ga 6,14). Quien actúa inicialmente es Dios
Padre: «Todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por
(διά) Cristo y nos confió (a los apóstoles) el ministerio de la recon­
ciliación. Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo
cónsigo» (2 Cor 5,18s.). Y el signo de que esta obra de reconcilia­
ción llegó a término es el Espíritu Santo, que hace que los recon­
ciliados, sobre quienes «ninguna condenación pesa ya», tengan
«vida y paz» (Rm 8,1.6): es «el Espíritu de Cristo», «Cristo en noso­
tros» (8,9-10). En esta visión, la cruz de Cristo se muestra diáfana
(διά) como medio de la reconciliación entre el Padre y nosotros,
que somos Hijos suyos por el Espíritu que habita en nosotros
(8,15). Sin embargo, el presupuesto de esta única lectura posible
de la cruz es que todo el abismo del no humano al amor de Dios
fue completamente sufrido. Dicho de otro modo: Dios no sólo se
hace solidario con nosotros en lo que es síntoma y castigo del
pecado, sino en la co-experiencia, en el peirasm ós de la esencia
del rio como tal, sin «cometerlo» él mismo (Hb 4,15).
Con esto quedan eliminadas todas las teorías que, dejando a
un lado la redención real, buscan con la mirada otras formas «posi­
bles» de reconciliación del mundo: como si hubiera bastado ya un
Simple «decreto» de Dios, o la simple encamación, o hasta «una
Sóla gota de sangre» de Cristo. Contra tal especulación en el vacío,
ño sólo hay que recordar que Dios, en su (siempre libre) sobera­
nía, es el fundamento y sentido de su actuación como tal, y sólo
la locura puede, dejando a un lado su acción real, acechar otra
acción posible. También se debe decir positivamente que hacerse
solidario con los perdidos significa m ás que morir por ellos repre­
sentándolos sólo de forma extrínseca; más también que proclamar
la palabra de Dios de manera que dicha proclamación, mediante
la contradicción que suscita entre los pecadores, haya de llevar
accidentalmente a una muerte violenta; más también que tomar
meramente sobre sí su destino común de muerte inevitable; más
también que simplemente cargar de modo consciente sobre sí con
la muerte, constitutiva e inmanente a toda vida pecadora ya desde
Adán, y moldearla personal y responsablemente hasta convertirla
en un acto de obediencia y de entrega a Dios, quizás a partir de
una pureza y libertad que a todo otro hombre que sea pecador se
le rehúsa, y que por eso establece un «nuevo existencial» de la rea­
lidad mundana105. Más allá de todo esto —que puede tener su
relativa validez— se trata de la carga con toda la culpa del mundo,
realizada de forma absolutamente única por el Hijo absolutamen­
te único del Padre, cuya condición de Hombre-Dios (que es más
que un «caso supremo» de antropología trascendental) está tam­
bién capacitada de forma única para tal ministerio.
¿Quién sino él tiene «poder para dar la vida y poder para re co
braria de nuevo» (Jn 10,18)? ¿Quién sino él tiene el poder, «no de
morir simplemente por el pueblo» (eso lo podía hacer también el
mártir abnegado), sino también de «reunir en uno a los hijos de
Dios que estaban dispersos», y por tanto de fundar la auténtica
Iglesia de Dios (Jn 11,52)? ¿Acaso existe algo análogo al «segun­
do Adán», en quien «todos reciben la vida» (1 Cor 15,22), a aquel
que es «el único que ha subido al cielo, el Hijo del hombre, que
bajó del cielo» (Jn 3,13)? ¿Acaso existe alguna transición entre la
inutilidad de todos los sacrificios antiguos y la eficacia absoluta
del sacrificio, igualmente único e irrepetible, de Cristo (Hb 7-9)?
¿Acaso existe otro punto de conveigencia de todos los sacrificios
y liturgias veterotestamentarios (y, si se quiere, paganos), leyes e
instituciones religiosas, profecías y símbolos, ministerios sagrados
y profanos — que en su carácter dispar resultan todos ellos incon­
ciliables entre sí—, que no sea el único Gólgota, donde todos
quedan cumplidos, superados, abrogados y sustituidos por lo
único que Dios hace? Dios como hombre, ciertamente, y Dios sólo
como hombre, de manera que el hombre entra aquí en acción
como en ningún otro sitio. Pero no Dios con un hombre cual­
quiera, sino Dios, el absolutamente Único, en este hombre abso­
lutamente único, que es único porque es Dios. Por esta, y por
ninguna otra razón, puede él también dar parte en su cruz única
a los demás hombres, con los que se hace más hondamente soli­
dario de lo que puede serlo nunca un hombre con otro —preci­
samente en la muerte, donde cada uno está por lo demás abso­
lutamente solo— .
Sí esto es así, en este acontecimiento debe quedar patente que,
no sólo el hombre pecador se hunde en la vaciedad y opacidad
de la muerte, sino simplemente que Dios odia el pecado. «Dios no
puede amar el mal, sino sólo odiarlo. Por su naturaleza, el mal se
opone completamente a la esencia de Dios, es lo contrario del
santo amor de Dios. No existe auténtico amor sin enojo-, pues el
enojo es el reverso del amor. Dios no podría amar verdadera­
mente el bien si no odiara y rechazara el mal... Por eso Dios no
perdona el pecado sin expiación. Una simple amnistía es desen­
tendimiento del pecado, desentendimiento que toma a la ligera el
pecado o que incluso le reconoce un derecho a la existencia»106.
Escuchemos las palabras de Jesús contra quien induce a otro a
pecar: sería mejor que le colgaran al cuello una piedra de molino
y ¡lo hundieran en lo profundo del mar (Mt 18,6). En este texto
resulta perfectamente audible lo que es el enojo de Dios como
reverso del amor («a uno de estos pequeños»). A esa cólera debe
exponerse el Hijo en la Pasión. Él debe poner fin escatológico a
la cólera terrible, de fundamento divino, que arde a lo largo de
todo el Antigüe» Testamento y que finalmente consumió a la
Jerusalén infiel en el propio fuego de la gloria (Ez 10,2).
En este punto habría que hablar una vez más de Lutero,
quien, dejando a un lado todas las suaves mediaciones escolás­
ticas, se vio arrojado inmediatamente al fuego de la cólera abso­
luta y del amor absoluto, y a partir de ahí creó su teología del
Dios escondido sub contrario en la cruz107. Hemos indicado
anteriormente (II, 2) los límites de una estaurología que pre­
senta la «paradoja absoluta» de modo absolutamente estático:
pero si Lutero se acerca a este extremo por motivos polémicos,
en el conjunto de su teología de la cruz esto es, sin embargo,
un elemento concreto que se inserta en el gran movimiento de
su pensamiento sobre la justificación. Más funesto resulta esto
otro: la interpretación del pro me paulino (Ga 2,20) en un sen­
tido, al menos tendencialmente, antropocéntrico («¿cómo puedo
conseguir yo un Dios misericordioso?»), lo cual ha tenido efec­
tos funestos en la teología protestante hasta el día de hoy. Toda
lá seriedad existencial del pro me se mantiene íntegra sólo si, a
là apertura visible en él al amor trinitario por el pecador, res­
ponde éste con un pro te sin reservas; cuando comprende que
en el pro me de la entrega de Cristo está él ya desde siempre
asumido y entregado por este amor, de manera que su fe no es
una «obra» propia, sino la ratificación de lo que Dios ha hecho
ya y, con ello, la entrega de sí mismo al amor trinitario108. La
tendencia antropocéntrica nunca podrá mantener abierto el trasfondo trinitario de la cruz, pues en última instancia le interesa­
rá la explicación de la «existencia» individual, en una especie de
trascendentalismo teológico, mientras que el movimiento con­
trapuesto abrirá y explicará una y otra vez todo lo cristológicosoteriológico en lo trinitario. Sólo así, sin embargo, concuerda
el creyente con las grandes explicaciones que Pablo y Juan dan
de la cruz: la cruz del Hijo es revelación del amor del Padre (Rm
8,32; Jn 3,16), y el derramamiento sangriento de este amor se
cumple internamente mediante el derramamiento de su Espíritu
común en los corazones de los hombres (Rm 5,5).
Notas
1 León, Serm o 60, 3 (PL 54, 344): «Hoc igitur illud est sacramentum, cui ab
initio omnia sunt famulata mysteria»·. También quedan incluidos ahí los miste­
rios de la Antigua Alianza: Tom. I (PL 54, 775s.'),
2 Horn, in Jo . 50 (49) 2 (PG 59, 331); el Crisóstomo casi llega hasta la inveri
sión de la afirmación joánica: έκ6ΐι/ω δοκέί τούτο, δέγώ ποιώ: «Lo que hago le
agrada, le parece bien».
3 Cur D eus hom o I, 8-10 (Schmitt II, 59ss.): la obediencia de Jesús es espon­
tánea, servicio al Padre asumido por amor: el ejercicio de justicia, la predicación
de su verdad, de allí surgió com o con secu en cia la contradicción de los pecado­
res y su muerte (I, 9, p. 62, cois. 6-8).
4 5. Th. II/II, q. 104, a. 2 ad 1; a. 5 ad 3; III, q. 47, a. 2 ad 1.
5 Anselmo, op. cit., 1 ,10 (Schmitt Π, 65): «Quoniam namque voluntate quisque
ad id quod indeclinabiliter vult, trahitur [cf. Agustín, In Jo . tr. 26, 2; PL 35,1607] vel
impellitur, non inconvenienter trahere aut impellere Deus, cum talem dat volunta­
tem, affirmatur. In quo tractu... intelligitur... bonae voluntatis spontanea et amata
tenacitas*. Así, también aquí, como en Crisóstomo, se trata de una aprobación por
parte del Padre (ap p robat p. 65, col. 23). Cf. Tomás, CG IV, c. 35 ad 15 y 16.
6 P. Galtier, «Obéissant jusqu'à la mort», en RAM 1 (1920), pp. 113-145.
7 Ib., p. 13.
8 E. Käsemann hace notar, a propósito de υπήκοος (Flp 2,8), «que no se
dice a quién fue obediente Cristo» (Exeg. V ersuche u n d B esin nu n gen I,
Gotinga 41965, p. 77 [trad. esp. E nsayos exegéticos, Salamanca 19781). Esto
puede ser digno de consideración dentro del análisis crítico — la cuestión prin­
cipal es la bajeza— , pero para el teólogo dogmático, que debe poner al lado
los textos joánicos del m an datu m , la referencia al Padre resulta, no obstante,
«evidente» (ib.).
9 Bérulle, D iscours d e Vétat et d es gran deu rs d e Jésu s, en O euvres I, París
1644, pp. 261-525 [tr. alem.: Leben im Mysterium, selección y traducción de H.
U. von Balthasar, Johannes Verlag, Einsiçdeln 1984].
10 Bruselas 1648.
11 Oeuvres, vol. DC, p. 458.
12 D e gem itu colu m bae (l6 l7 ) II, c. 3, p. 153.
13 Acerca de todo esto, véase la introducción de F. Florand a Chardon, La
C roix d e Jésu s, Paris 1937, ante todo pp. LXXXV-XCVI, Parecido, Kierkegaard,
E inübung im Christentum II, § 4 (Hirsch) 51955, pp. 131s. [trad, esp.:
E jercitación d el cristian ism o, Madrid I960].
14 En su libro Bethlehem , Londres I860.
15 Así, fundamentalmente correcto, en E. Lohse, M ärtyrer u n d G ottesknecht,
Gotinga 21963, pp. 193ss., aun cuando su interpretación de Pablo necesita com­
pletarse. Para Pablo: E. Güttgemanns, D er leid en d e A postel u n d sein Herr,
FRIANT 90, Gotinga 1966.
16 Así según la tesis fundamental de Chardon, que fue desarrollada por J.
Nacchiante y aún más claramente por J.-P. Nazari. Según estos teólogos, la euca­
ristía «est ad illius hypostaticum esse provehi et ad eandem cum illa (persona)
subsistentiam personalem admitti» (Florand, op. cit., p. LXXXI n. 1). Cristo es la
única hipóstasis de su cuerpo místico.
'
17 E. Schweizer, -Abendmahl*, en RGG I, 20.
18 J. Jeremias, D ie A bendm ahlsw orte Jesu , Gotinga 41966, pp. 186s. ttrad.
esp.: La ú ltim a cen a. P alabras d e Jesú s, Madrid 1980].
19 Ib;, pp. 171, 222. Sobre la convergencia de los tipos veterotestamentarios
de sacrificio, cf. el esbozo de J. Ratzinger, -La eucaristía, ¿es un sacrificio?*,
C oncilium 24 (1967), ρρ. 72-85.
20 C. Spiq, -La Théologie et la liturgie du précieux Sang*, en E pître au x
H ébreu x U ; Vzrís 1953, pp. 271-285. Sobre la teología de la sangre, además: A.
tyt. Stibbs; The m ean in g o f the w ord «Blood» in Scripture, Londres 1947; L. Morris,
-The biblical use o f the term ‘Blood**, en JThSt NS 6 (1955), pp. 77-82; S.
Lyonnet, -Conception paulinienne de la Rédemption», en Lum ière et Vie 38
(1958), pp. 45-52; F. Grandchamp, «La doctrine du sang du Christ dans les epîtres de S. Paul*, en RThPh 10 (1961), pp. 262-271; P. A. Harlé, «L'agneau de
l'Apocalypse et le NT», en Et. théol. d e rel. (195©, pp. 26s.
21 Ciertamente, ya antes Jesús se apartaba con bastante frecuencia para orar;
lo nuevo en este caso es, no obstante, la indicación expresa de distancia res­
pecto a los discípulos.
22 K. Rahner, -Probleme der Christologie von heute», en Schriften I,
Einsiedeln 1954, pp. 165s., especialmente 190s. [trad, esp.: «Problemas actuales
de cristología», en Escritos I, Madrid 1961]; además, las notas críticas y comple­
mentarias de A. Grillmeier, «Zum Christusbild der heutigen katholischen
Theologie», en FThh, pp. 293-296, y de F. Malmberg, Über d en G ottm enschen,
Quaest. Disput. 9, Friburgo 1959, pp. 89-114, espec. 113-114. Sobre lo segundo,
cf. la doctrina de la predestinación de Karl Barth en KD II/2 (1942).
23 Tr. 4, 2; ed. por B. Geyer, D ie S enten tiae divinitatis, BPhThMA VII, 2-3,
Münster 1909, p. 77.
24 Sententiarum libri VIH, lib. 4, c. 7-8 (PL 186, 814-815 F). El curso poste­
rior de esta idea (en el c. 10) se extravía por completo debido a su unilatéral
doctrina de la predestinación.
25 Sum m a Theol. Ill (Quaracchi IV, n. 141, p. 197).
26 In 3 Sent., d. 16, a. 2, p. 2 concl. (Quaracchi III, p. 356).
27 Ib., p. 3 concl. (p. 358).
28 Esto como limitación en la compilación de E. Schweizer de textos sobre
la obediencia de Jesús, en E rniedrigung u n d Erhöhung b ei Jesu s u n d seinen
N achfolgern, AThANT 28, Zurich 1955, pp. 44-60.
29 V7. Wichmann, D ie Leidenstheologie, ein e Form d er Leidensdeutung im
Spätjudentum , BWANT IV, 2, Stuttgart 1930; E. Lohse, M ärtyrer u n d
G ottesknecht, FRIANT 64, Gotinga 419ó3 (bibliografía).
30 1 Cor 2,8 es, como ha demostrado de forma convincente U. Wilckens, op.
cit., una asunción puramente «literaria» de una opinión gnóstica de los adversa­
rios corintios.
31W. Popkes, Christus traditus. E in e U ntersuchung zu m B eg riff d er
D ahin gabe im NT, AThANT 49, Zurich 1967.
32 Ib., pp. 23s.
33 Ib., pp. 25, 41.
34 Ib., pp. 37-74.
35 Ib., p. 79*. «A la esencia del verdadero justo pertenece el hecho de que el
actuar de Dios y el suyo sean uno».
56 Ib., p, 46.
37 Ib., pp. 127-129.
38 E. Schweizer, E rniedrigung u n d Erhöhung, op. cit., p. 36.
39 Probablemente procedente de la p arád o sis de la última céna (Wellhausen,
M arkus, p. 91), con referenda a Is 53.
40 Ga 1,4; Ef 5,2.25; 1 Tm 2,6; Tt 2,14; H. Schlier, G alaterbrief, p. 32. Sobre
estas partículas: K. H. Schelkle, D ie Passion Jesu , Heidelberg 1949, pp. 131s,
41 Hombres entregados por hombres: en el contexto veterotestamentario
como traición: 2 R 6,11; en contexto rabínico: W. Popkes, pp. 59s.; en contex­
to helenístico (como traición): ib., pp. 90s.
42 K. Lüthi, Ju d a s Iskarioth in d er G eschichte d er A uslegung von d er
R eform ation bis zu r G egenw art; tesis doctoral, Zurich 1953.
43 W. Popkes, pp. 174s.
44 Mejor es hablar de «papel» que de «representación», como objeta con razón
K. Lüthi (op. cit., p. 174) a la magnífica panorámica que Karl Barth proporcio­
na de todos los pasajes relativos a la entrega en su tratado sobre la elección (KD
11/2).
45 Esto lo destaca fuertemente P. Althaus, «Das Kreuz Christi», en T heologische
A ufsätze I, Gütersloh 1929, pp. 1-50.
46 No se puede olvidar en este contexto que Pablo conoce y practica una
«entrega» del pecador a Satanás (1 Cor 5,5; 1 Tm 1,20), aunque, como se ha dicho
ya, las fuerzas satánicas no aparecen directamente en la historia de la Pasión.
47 W. Popkes, pp. 286-287.
48 J. Blinzler, D er P rozeß Jesu . D as jü d isch e u n d röm ische G erichtsverfahren
gegen Jesu s Christus a u f G rund d er ältesten Zeugnisse dargestellt, Regensburg
31960 [trad, esp.: E lp ro ceso d e Jesús. E l p roceso ju d ío y rom an o con tra Jesucristo,
expuesto y ju zg a d o según los m ás an tiguos testim onios, Barcelona 1959], con
toda la bibliografía anterior; Th, Innitzer, K om m entar zu r Leiden s- u n d
V erklärungsgeschichte Jesu , Viena 41948; W. Hillmann, A ufbau u n d D eutung d er
synoptischen L eiden sberichte, Friburgo 1941; K. H. Schelkle, D ie P assion Jesu in
d er Verkündigung d es NT, Heidelberg 1949·
49 K. L. Schmidt, D er Rahm en d er G eschichte Jesu, Berlin 1919, pp. 305s. [trad,
esp.: «La cuestión del marco de la historia de Jesús: historia y prindpios», en R.
Aguirre Monasterio y A. Rodríguez Carmona (eds.), La investigación d e los evange­
lios sinópticos y H echos d e los Apóstoles en e l siglo XX, Estella 1996], y G. Schille, «Das
Leiden des Herrn. Die evang. Passionstradition und ihr ‘Sitz im Leben’», en ZTbK 52
(1955), pp. 161-205, consideran que el marco está dado por la liturgia. M. Dibelius,
«Das historische Problem der Leidensgeschichte», en ZNW$0 (1931), pp. 193-201, y
en lo esencial R. Bultmann, G eschichte d. syn. Tradition, Gotinga 21933, pp. 297s.
[trad, esp.: «La redacción del material narrativo y la composición de los evangelios:
el evangelio de Marcos», en R. Aguirre Monasterio y A. Rodríguez Carmona (eds.),
La investigación d e los evangelios sinópticos y H echos d e los Apóstoles en el siglo XX,
Estella 1996], reconocen el carácter unitario del relato originario.
50 N. A. Dahl, «Der gekreuzigte Messias», en H. Ristow y K. Matthiae (eds.),
D er historische Jesu s u n d d er kerygm atische Christus, Berlin 1961, pp. 149-169.
51 Por eso la toma de posición de W. Trilling podría resultar algo minimalis­
ta, y estar dictada por su tesis fundamental de que tal coincidencia de «fe» e «his­
toria» pondría en peligro el libre riesgo de la fe: Fragen zu r G eschichtlichkeit
■Jesu, Düsseldorf 1966, pp. 134ss. [trad, esp,: Jesú s y los p roblem as d e su histori­
cid ad , Barcelona 1970].
52 Sobré èl final de Judas, cf. P. b en o it, E xégèse et T héologie I, Paris 1961, pp.
340-359 [trad, esp.: Exegesis y T eología I, Madrid 1974].
53 H.-W. Bartsch, «Die Bedeutung des Sterbens Jesu nach den Synoptikern»,
en TbZ 20; (1964), pp. 85-102: las referencias escrituristicas pertenecen al acer­
vo originario del relato; mediante la inserción en lo veterotestamentario, lo
escandaloso qué había en él se hizo aceptable. Cf. J, Schmid, M arkus,
Regensburg 31954, pp. 304s. [trad, esp.: E l E vangelio según San M arcos,
Barcelona 1969, nota 27].
5* W. Bauer, WNT, p. l68,
55 Cf. la referencia de P. Benoit, P assion et R ésurrection du Seigneur; Paris
1966, p. 53, a la lucha escatológica según la concepción qumránica.
56 ïb. : p< 107 .
57 Cur D eus H om o I, 21 (Schmitt II, 88 Z 18).
58 K. Barth, KD IV/1, Zurich 1953, p. 602 y el capítulo entero «Gottes Gericht
[juicio de Dios]».
59 St. Lyonnet, «De iustitia Dei in ep. ad Romanos», VD 25 (1947), pp. 23-34,
118-121, 129-144, 193-203, 257-263; VD 42 (1964), pp. 121-152. Sobre la histo­
ria de la interpretación: A. Schlatter, Gottes G erechtigkeit, comentario a la carta
á los Romanos, Stuttgart 1935- Sinopsis de las interpretaciones: P. Stuhlmacher,
G erechtigkeit Gottes b ei P aulus, FRLANT 87, Gotinga 21966.
60 K. Barth, op. cit., p. 612.
61 Para lo que sigue, sobre todo: W. Thüsing, D ie E rhöhung u n d
V erherrlichung im Johan n esevan geliu m , NtAbh. XXI, 1-2, Münster I960; J.
Blank, Krisis, U ntersuchungen zu r jo b a n n eiscb en C hristologie u n d Eschatologie,
Friburgo 1964.
62 Cf. las interpretaciones que hacen de Juan Bultmann y Käsemann.
63 «El ονομα del Padre designa a éste mismo, y ello porque el Padre es glo­
rificado cuando es nombrado y reconocido com o Padre» (Bulcmann, Joh an n es,
p. 357, n. 6).
64 W. Thüsing, pp. 79s.
65 Ib., pp. 80s.
66 J. Blank, p. 282.
67 Sobre esto H. Schlier, M ächte u n d G ew alten im N euen Testament, Quaest.
Disp. 3, Friburgo 1958.
68 J. Blank, p. 285; cf. 1 Jn 3,8: «El Hijo de Dios se manifestó para deshacer
las obras del diablo».
69 Ib., pp. 289s., 291s.
70 G. Jouassard, V aban d on du Christ p a r so n P ère du ran t sa P assion d ’après
la tradition p atristiqu e et les D octeurs du X U le siècle, tesis doctoral, Fac. Cath.
de Lyon 1923, mecanografiada; mismo autor, «L’abandon du Christ en Croix
chez S. Augustin», en RSPhTh 13 (1924), pp. 316-326; mismo autor, «L’abandon
du Christ en Croix dans la tradition grecque», en RSPhTh 14 (1925), p. 633;
«L’abandon de Jésus en Croix dans la tradition», en RSR 25 (1924), pp. 310s.; 26
(1925), pp. 609s. El autor indica que desde Orígenes predominan dos inter­
pretaciones: tristeza espiritual de Jesús a causa de los pecadores (no hay aban­
dono directo por parte del Padre) y sufrimiento de la Cabeza en sus miembros
eclesiales. Según él, fue la mística renana la primera que estableció una rela­
ción entre las experiencias místicas del abandono de Dios y el grito de la cruz.
L. Mahieu, «L’abandon du Christ sur la Croix», en Mél. Sc. Rei. II (1945), pp. 209242, intenta aportar la prueba positiva de ello haciendo a Taulero responsable
de la «sombría» teología de la cruz desarrollada a lo largo de los siglos siguien­
tes, en la cual, desde Jansenio hasta Bossuet, en la cruz aparece el Padre como
el veterotestamentario «Dios de la venganza». Ahora bien, hay que reconocer
que Taulero, ante todo en su sermón sobre el «invierno» espiritual (Lehmann I,
1923, pp. 62s .), parte del abandono místico de Dios para explicar el abandono
de la cruz (como su prototipo) y desde allí volver parenéticamente al compor­
tamiento de los cristianos en el abandono de Dios. Pero causa psicológica y
fundamentación teológica son dos cosas diferentes. Por eso resulta de una
superficialidad imperdonable que Carra de Vaux Saint Cyr escriba: «L’abandon
ici (en la cruz) en cause n’a rien d’une épreuve mystique, c ’est la détresse (!)
du juste livré aux persécutions de ses ennemis... dont apparemment Dieu ne
se souvient plus, puisqu’il ne le protège pas» («L’abandon du Christ en Croix»,
en H. Bouëssé y J. J. Latour [eds.], P roblèm es actu els d e C hristologie, Brujas
1965, pp. 295-316, p. 305). La minusvaloración del tema en la época patrística
y en la escolástica, y su parcial exacerbación en la gótica y barroca (el Padre
como Dios de la venganza, en lugar de Dios de la justicia) debieran equili­
brarse finalmente en una explicación objetiva desde la Biblia en su conjunto
que, ciertamente, sólo se puede conseguir desde una perspectiva teológica, y
no meramente exegética. - Cf. también B. Botte, «Deus meus, Deus meus, ut
quid dereliquisti me?», en QLP 11 (1926), pp. 105ss.; W. Hasenzahl, D ie GottV erlassenheit d es Christus n ach dem K reuzesw ort b ei Mt u ndM k u n d d a s christologische V erständnis d es g riech isch en P salters, Beitr. z. Ford. ch. T. 39, 1,
Gütersloh 1937; D. H. C. Read, «The Cry of Dereliction», en ET 68 (1956/57),
pp. 260-262; M. Rehm, «Eli, Eli, lamma sabacthani», en BZ 2 (1958), pp. 275278; J. Gnilka, «’Mein Gott, mein Gott; warum hast du mich verlassen?’ (Mk
15,34 par)», en BZ 3 (1959), pp. 294-297; F. W. Bückler, «eli, Eli, lama sabachthani?», en AJSL 55 (1933), pp. 378-391.
71 Bernardo, Serm. d om . in fra oct. asc. (PL 183, 438 A).
72 Posicionamientos exegéticos sobre ello en J. Heer, D er D urchbohrte ,
Roma 1966, p. 212, notas 108-110.
73 G. Lindeskog, «The Veil of the Temple», en Mél. F ridrichsen, Lund 1947,
pp. 132-137; A. Pelletier, «La Tradition synoptique du ‘Voile déchiré’ à la lumiè­
re des réalités archéologiques», en RSR46 (1958), pp. I 6 I - I 8 O.
74 À. Pelletier, op. cit. pp. 167s. El tema de la pertu rbatio n atu rae como par­
ticipación en la muerte del redentor fue tratado ampliamente por la teología e
iconografía posteriores. Así, con gran retórica, ya la homilía pascual del PseudoHipólito (Nautin, H om élies p ascales I, SC 27, París 1950, pp. 103, 182. Número
56 : «iOh crucifixión, que atraviesa todas las cosas!»).
75 E. Lohmeyer, M atthäus, p. 396 n. 1.
76 Sobre todo esto: H. Zeller, «’Corpora Sanctorum'. Eine Studie zu Mt 27,5253», en ZKTh 71 (1949), pp. 385-465.
77 G. Ziener, «Weisheitsbuch und Johannesevangelium», B íb lica 38 (1957),
pp. 396-418; 39 (1958), pp. 37-60. F. M. Braun, Jea n le Théologien HI/1, París
1966, pp. 173s.
78 Cf. E. Schweizer, E rniedrigung u n d Erhöhung, p. 58; J. Heer, D er
D uchbohrte, pp. 140-142.
79 Sobre las teorías rabínicas acerca de la mayor integridad posible, incluso
de quienes habían de ser lapidados, para que pudieran tener parte en la resu­
rrección de los muertos, cf. E. Lohse, M ärtyrer u n d G ottesknecht; Gotinga 1955,
pp. 43s.
80 N. Flüglister, D ie H eilsbedutung des P ascha, Munich 1963, p. 63. Además,
los corderos eran asados en un palo de madeja con un leño atravesado (que,
por consiguiente, tenía forma de cruz) (ib.).
81 16,6 (Funk I, 36 Z 12). Cf. E. Stommel, «Σημειον επεκτάσεων, en RQ 50
(1955), pp. Iss.
82 C atequesis 13, 28 (PG 33, 805 B).
83 DW. Instr. IV, 26, 36 (CSEL 19, 383).
84 O racula Sibyllina VI, 26-28 (GCS 132).
85 A pologia I, 55 (Otto I, pp. 150s.).
86 D eln c a m . 25 (PG 25, 139 AC).
87 De la abundante bibliografía existente (cf. J. Heer, D er D urchbohrte; pp.
277s.) sólo vamos a citar una pequeña parte. Sobre la interpretación de Jn 7,38
los tres artículos de P. Grelot, M.-E. Boismard y J.-P. Audet, «De son ventre cou­
leront des fleuves d’eau: In 7,38», en RB 66 (1959), pp. 369-386 (bibliografía); J.
E. Ménard, -L’interprétation patristique de Jean 7,38», en Rev. Univ. O ttava 25
(1955), pp. 5-25; M. Zerwick, -Flumina de ventre eius fluent aquae vivae», en VD
21 (1941), pp. 327-337; C. Stein, «Ströme lebendigen Wassers», en B ib. u. Lit. 24
(1957), pp. 201-202; A. M. Dubarle, «Les fleuves d’eau vive», en Vivre et P en ser
3 (1921), pp. 238-241; J. Heer, op. cit., pp. 57ss. - Sobre el pasaje en relación
con la apertura del corazón, ante todo los numerosos trabajos de H. R ahn er;
«Flumina de ventre Christi», en B íb lica 22 (1941), pp. 269-302, 367-403; Eons
Vîtae, tesis doctoral mecanografiada, Innsbruck 1930; «Ströme fließen aus sei­
nem Leib», en ZAM18 (1943), pp. 141-149; sobre Juan recostado en el pecho de
Jesús: «De dominici pectoris fonte potavit», en ZKTh 55 (1931), pp. 103-108.
88 Sobre la filosofía del corazón: A. Maxsein, P hilosophia C ordis, Salzburgo
1966; D. von Hildebrand, Über d as H erz; Regensburg 1967; G. Siewerth, D er
M ensch u n d sein Leib, Einsiedeln 21963. Sobre la teología bíblica: N. Adler,
«Herz», en LThKV, pp. 285s. (bibliografía).
89 RB 66 (1959), pp. 382-386. Así mejor que el recurso a los targumes sobre
las cisternas móviles en el desierto, que después también se equiparan al agua
de la roca de Ex 17,1-7: P. Grelot, op. cit., pp. 369-374.
90 The P eople a n d the P resence. A study o f the Atonement\ Oxf. Univ. Press,
1942. Discusión (que desgraciadamente no tiene en cuenta a Pythian-Adams) en
P. Grelot, «Jean 7,38: Eau du Rocher ou source du Temple?, en RB 70 (1963), pp.
43-51, según el cual ambas tradiciones confluyen en Juan.
91 O. Cullmann, «Der johanneische Gebrauch doppeldeutiger Ausdrücke als
Schlüssel zum Verständnis des 4. Evangeliums», en ThZ 4 (1948), pp. 369-374;
mismo autor, Les sacram en ts d an s VEvangile joh an n iqu e, París 1951.
92 P.-Th. Dehau, Le con tem p latif et la Croix, París 21956, pp. 32, 68.
93 S. Tromp, «De Nativitate Ecclesiae ex Corde Jesu in Cruce», en G r 13
( 1932 ), pp. 489-527, en alemán en ZAM 8 (1934), pp. 233-246; H. Rahner, «Die
Kirche aus dem Herzen Jesu», en Korr. bl. d. Insbr. P iestergebetsvereinigung 69
(1935), pp. 98-103; S. Tromp, Corpus Christi qu od est E cclesia I, Roma 1946, pp.
26ss .; Π, D e Christo Capite; Roma I960, pp. 193ss.; ΙΠ, D e Spiritu Christi A nim a,
Roma I960, pp. 62ss.; mismo autor, K om m en tar zu ^Mystici Corporis»,
Heidelberg 31958.
* Agustín, In J o : tr. 9 ,1 0 (PL 35,1463-1464); D e Gen. a d litt. 9, c. 19 (PL 34,
408); Ambrosio, In Luc. 4, 66 (PL 15,1632 BC) y a menudo.
95 Tomás, S. Th. Ill, q. 30, a. 1 c.
96 Los pormenores corresponden a la Mariología. Cf., del autor: Sponsa
Verbiß Johannes Verlag, Einsiedeln I960 (21971), pp. 148-202; A. Müller, E cclesiaM aria, Friburgo 1951.
97 Esto lo ha demostrado clarísimamente P. Althaus, D as K reu z Christi\op.
cit.
98 Sobre esto J. Heer, D er D urchbohrte, p. 49 η. 149; la distinción termino­
lógica la justifica C. Spicq, A gape III, París 1959, pp. 219s.
99 Ecclesia... fid e i sui soliditate in cruce Christi suspensa... firma et stabili per­
severantia in arboris suae natura, i. e. in crucis ligno perdurat (Gregorio de
Elvira, Tr. 11 [PL Suppl. I, 426-427])·
100 «...ut susceptus a Christo Christumque suscipiens nom idem sit post lava­
crum quod ante baptismum fuit, sed corpus regenerati fiat caro crucifixi1»(León
Magno, Serm o 63 [62] c.6 [PL 54, 357]).
101 Así acertadamente P. Th'. Dehau, op. cit., pp. 33-37. Cf. A. Feuillet, «Mort
du Christ et mort du chrétien d’après les épîtres de S. Paul», en JRB (1959), pp.
481-513.
102 G. Delling, «άνταναπληρόω», enThW VI, p. 305.
103 J. Kremer, «Was an den Leiden Christi noch mangelt», en B on n er bibi.
B eiträge 12 (195©, pp. I64ss.: ύστερήματα: no tanto lo «que falta», sino lo que
queda abierto a complementación, que se cierra y completa con la respuesta
por parte del apóstol (se recalca glvtl) y de la Iglesia en su totalidad. La inter­
pretación de E. Lohse, de que la Pasión de Cristo sólo inaugura los «dolores
mesiánicos» escatológicos, que la Iglesia ha de seguir padeciendo, resulta for­
zada en el contexto de la carta a los Colosenses CM ärtyrer u n d G ottesknecht,
p. 202).
104 Así acertadamente E. Güttgemanns, D er leid en d e A postel u n d sein Herr,;
Gotinga 1966, pp. 323-328.
105 A estos elementos parece reducir K. Rahner, en su T heologie des Todes,
Quaest. Disp. 2, Friburgo 1958, la solidaridad de Cristo con nosotros, tras una
crítica ciertamente justificada de todo.«extrinsicismo» en.la doctrina de la recon­
ciliación. Con ello surge al menos la sospecha de que «la oscuridad de esa
noche de la cruz, en la que la vida eterna penetró muriendo hasta lo más hondo
del mundo» (51), se identifica sencillamente con lo «vacío, lo sin salida, lo que
se desvanece, lo insustancial», que es inherente al fenómeno general del morir
(después de la caída en el pecado). Esta sospecha se refuerza cuando Rahner
dice en otro lugar que en la soteriología no se debe atender tanto al «amargo
sufrimiento» de Cristo^ cuanto al modo en que él pone el acto de. morir
CSchriften IV, pp. 165-166 [trad, esp.: Escritos d e teología IV, Madrid]).
«Precisamente en su opacidad, la muerte de Cristo se convierte en expresión, en
materialización de su obediencia amorosa, del traspaso de todo su ser creado a
Dios en libertad» (57). Pero subyacente tras' esta idea podría haber una inter-
prjstación minimalista de textos como Rm 8,3; 2 Cor 5,21; Ga 3,13 etc., donde
tod a la αμαρτία del mundo se carga sobre el uno, quien por tanto tiene una
experiencia de sufrimiento y de muerte carente por el momento de analogías.
De acuerdo con esto, la explicación (puramente filosófica) del descensus como
«establecimiento» de un nuevo existencial en.las raíces del ser cósmico no es, ni
bíblicamente justificable, ni teológicamente suficiente; esto queda perfectamen­
te claro en la repetición del pensamiento de Rahner en la obra de Ladislaus
Boros M ysterium Mortis, Olten 31964, donde se desarrollan ideas filosóficas sin
duda interesantes y convincentes sobre la muerte como situación de decisión,
pero, por contra, está ausente todo sentido de lo escatológico, tanto de la cruz,
como del descensus^ en vez de eso, el descenso a los infiernos se convierte para
el mundo entero en una «primavera cósmica» (p. 159), y nosotros «somos arras­
trados al encuentro de Dios por un infinito movimiento de la marea del todo»
(p. 160). Así tal vez pueda hablar Teilhard de Chardin, pero difícilmente la pala­
bra de Dios.
306 E. Riggenbach, D as G eheim nis des K reuzes Christi, Stuttgart y Basilea
31927, pp. 16s. «La negatividad de Dios contra lo negativo no es de hecho en sí
misma sino amor. Él rechaza lo malo en la criatura sólo porque eso malo es pre­
cisamente lo que entorpece la unión de aquélla con El, fuente de la vida» (F.
von Baader, Werke, pp. 13, 62).
107 Kattenbusch, «Deus absconditus bei Luther», en F estgabe fü r f K aftan ,
Tubinga 1920, pp. 170-214; J. Blanke, D er verborgene Gott b ei Luther, Berlin
1928; E. Seeberg, Luthers Theologie, I: D ie G ottesanschauung, Stuttgart 1929; O.
Michel, «Luthers Deus absconditus und der Gottesgedanke des Paulus», en Th.
Stud. K rit. I 63 ( 1931 ), pp. 181-194; W. von Loewenich, Luthers theologia cru cis,
Munich 41954; H. Bandt, Luthers L ehre vom verborgenen Gott, Berlin 1958; G.
Ebeling, Luther, E inführung in sein D enken, Tubinga 1964, pp. 259ss.
108 Sobre esto, mi artículo «Zwei Glaubensweisen», en H och lan d 59 (1967),
pp. 401-412; también Spiritus Creator, Einsiedeln 1967, pp. 76-91.
IV. LA IDA A L O S MUERTOS
(SÁBADO SANTO)
1. Reflexión metodológica previa
Lös evangelios presentan con elocuencia el sufrimiento de
Jesús vivo hasta su muerte y sepultura, pero guardan silencio.
naturalmente, sobre el tiempo que media entre el entierro y el
acontecimiento de la resurrección. Les estamos agradecidos por
ello. Ese silencio es propio del estar muerto: no sólo en lo tocan­
te a la tristeza de los que quedan atrás, sino aún más en lo rela­
tivo al saber sobre la permanencia y el estado del muerto.
Cuando atribuimos a los muertos formas de actividad nuevas,
pero que prolongan las terrenas, con ello no expresamos sólo
nuestra perplejidad; lo hacemos en contra de una convicción
mejor, que nos dice que estar muerto no es un acontecimiento
parcial, sino que afecta al hombre como un todo —aun cuando
este principio no considere extinguido al sujeto—, y que este
estado significa principalmente dejar atrás toda actividad espon­
tánea, y por tanto implica pasividad, estado en el cual quizás se
saca misteriosamente la suma de la actividad vital ya concluida.
Lo primero que se trata de considerar aquí es que Jesús está
realmente muerto1, y lo está porque se hizo realmente hombre
como nosotros, hijos de Adán; que, por tanto, no aprovecha el
«breve» tiempo en que está muerto para realizar todo tipo de -acti­
vidades» en el más allá (como se puede leer a menudo en libros
de teología). Lo mismo que en la tierra fue solidario con los vivos,
en la tumba es solidario con los muertos, por lo cual se debe dejar
a esta «solidaridad» su amplitud y hasta su carácter problemático,
lo que parece excluir precisamente una comunicación subjetiva.
Cada uno yace en su tumba. Y Jesús se solidariza por de pronto
con este estado que se descubre desde el cuerpo separado.
Por eso vamos a prescindir provisionalmente de «descender»
idescenderé), término cargado de connotaciones y que indica
actividad. Fue introducido por la Iglesia primitiva como interpre­
tación tal vez indispensable, y más tarde (oficialmente a partir de
finales del siglo IV) insertado en el credo apostólico. Tanto los
defensores teológicos de un «descensus ad infer(n)a, ad infer­
íalos», como sus impugnadores, entienden bajo este concepto, de
manera involuntaria y sin pruebas, una acción que en el fondo
sólo puede llevar a cabo un vivo, no un muerto. En los símbolos
aparece al principio sólo la declaración de que «estuvo sepultado
tres días»2 y resucitó εκ των νεκρών3, «a mortuis»4, «vivus a mor­
tuis»5, lo cual indica que estuvo (solidariamente) con los muertos.
Con una larga preparación teológica y utilizado por los semiarrianos (Sirmio, 359)6, el añadido «descendit ad inferna» aparece
por vez primera en la explicación (¿ida por Rufino del símbolo
de Aquileya, con el siguiente comentario: «Sciendum sane est
quod in Ecclesiae romanae symbolo non habetur additum: des­
cendit ad inferna. Sed neque in Orientis ecclesiis habetur hic
sermo»7. A partir del tiempo de Rufino, la frase aparece en dife­
rentes lugares; en el siglo IX penetra desde las Galias en el credo
de la Iglesia romana; Papas y concilios la habían utilizado ante­
riormente durante mucho tiempo8.
Tenemos que preguntar por los fundamentos bíblicos para
aclarar hasta qué punto la expresión «descendit ad inferna» se
puede considerar una interpretación válida de las afirmaciones
bíblicas. Se podría decir, ante todo, que la palabra καταβαίνειν
está construida aquí en exacta correspondencia con άναβαίνειν,
que se aplica a la ascensión al cielo o, más en general, al retor­
no al Padre. En ninguno de los dos casos indica su utilización una
necesaria referencia a una «cosmovisión mítica con tres niveles»
(que debiera ser absolutamente eliminada del credo de la
Iglesia), sino simplemente al sentido cósmico del hombre natu­
ral, para quien la luz y el cielo se encontraban precisamente
«encima» de él, y la oscuridad y el mundo de las tumbas, por el
contrario, «debajo». Y la confesión de fe de la Iglesia no pretende
expresarse de acuerdo con una presunta «cosmovisión científica»
(que siempre es producto artificial de un trabajo humano), sino
s^gún la natural (espiritual-sensible) del hombre en su vida coti­
diana. Pero, ¿acaso el «descendit» no expresa claramente una acti­
vidad, especialmente si se toma como marco conceptual de otras
actividades determinadas de Jesús en el reino de los muertos,
actividades que se consideran consecuencia inmediata de aqué­
lla? ¿No debería: bastamos hablar de un «estar con los muertos»?
Nuestro epígrafe, que evita deliberadamente la palabra «descen­
so», reza «ida a los muertos», lo cual en nuestra opinión se justifi­
ca con 1 P 3,19: "Fue (πορευθείς·) también a predicar a los espíri­
tus encarcelados» —a saber, «la Buena Nueva», como añade a
modo de aclaración obvia—. Al final del capítulo, esa «ida» está
en paralelo absolutamente claro con la resurrección, que inicia la
«ida al cielo» (πορευθείς· eiç ουρανόν) (1 P 3,22). Téngase en cuen­
ta que también la resurrección y la ascensión al cielo se presen­
tan ante todo como un acontecimiento pasivo: quien obra acti­
vamente es Dios (Padre)9.
No hay dificultad en entender este «ir a los espíritus encarce­
lados» primordialmente como un «estar entre», y la «predicación»,
igualmente, primordialmente como el anuncio de la «redención»
activamente sufrida y efectuada a través de la cruz de Jesús vivo,
y no como una actividad nueva, separada de la primera. Entonces
el ser solidario con el estado de los muertos sería el presupuesto
para la obra de redención que se afirma y tiene su efecto en el
«reino» de los muertos, pero queda fundamentalmente terminada
en la cruz (consummatum est/X En este sentido, la «predicación»
formulada activamente (1 P 3,19; en 4,6 pasiva: εύηγγελίσθη) se
ha de entender como el efecto que tiene «en el más allá» lo rea­
lizado en la temporalidad histórica.
Si uno se atiene a esta restricción, también ciertos rasgos
mitológicos que han penetrado desde el entorno histórico-reügioso se pueden aceptar sin dificultad, y valorar correctamente,
como interpretación de tal efecto. No son otra cosa que ropaje
lingüístico, lleno de imágenes y embellecimientos retóricos, sobre
un cuerpo total y absolutamente no mítico. Pues tras el mito está
ante todo la idea de una lucha entre la divinidad que desciende
al mundo inferior y el poder antidivino allí vencido, que debe
entregar, bien a la divinidad misma, amenazada o encarcelada,
bien otro botín10. Resulta indiscutible que la explicación posterior
del «descensus» (hasta los grandes cuadros retóricos del Evangelio
de Nicodemo, de principios del siglo V11, de Cirilo de Jerusalén12,
del Pseudo-Epifanio13 y Cesáreo14, y hasta los dramas sobre la
Pasión que surgen a partir de ahí) desplegó a partir de las esca­
sas indicaciones de la Escritura todo un drama situado en el
mundo inferior. Ello ha llevado a tomas de posición como la de
W. Bieder15, que niega la existencia de toda dramática del des­
census en la Escritura, y encuentra la idea de un «descenso a los
infiernos* por primera vez en los apócrifos (especialmente en los
judíos que contienen interpolaciones cristianas), en Justino e
Ireneo con referencia a un apócrifo de Jeremías (de factura cris­
tiana, y que daba una «profecía* que hacía mucha falta y no se
podía encontrar en otro sitio)16, en el Pastor de Hermas, en las
Odas de Salomón, etc. Con ello quedaba también abierta la puer­
ta a la influencia histórico-religiosa17. Esta tesis tiene sin duda a
su favor más cosas que la contraria de W. Bousset18, quien en un
primer momento aceptaba una concepción de la lucha del des­
census (condicionada por el punto de vista histórico-religioso y
transferida a Cristo como figura del redentor), concepción que,
en un segundo momento, habría sido despojada en la reflexión
teológica de buena parte de sus rasgos mitológicos, por ejemplo
en Ap 1,18; Mt 16,18; Ef 4,8s. y especialmente 1 P 3. Lleva razón
contra él C. Schmidt, entre otros, cuando niega que haya en el
Nuevo Testamento referencias a una lucha en el mundo inferior:
sólo se habla de una predicación a los muertos19.
Si uno se atiene a la reducción de planteamiento que propo­
nemos —y que considera la expresión «descensus» como una
interpretación que va más allá de las afirmaciones neotestamentarias— , también se puede encontrar una vía media entre una
acumulación sin fundamento exegético de pasajes neotestamentarios que supuestamente hacen referencia al «descensus» —para
lo cual se puede aducir, naturalmente, una gran cantidad de afir­
maciones teológicas del cristianismo primitivo y posteriores20— y
el otro extremo, representado en cierto modo por Bieder. Al
excluir desde el principio de la ida de Cristo a los muertos todos
los motivos mitológicos, respondemos implícitamente a aquellos
que rechazan el teologúmeno entero como absolutamente insos­
tenible dentro de la cosmovisión moderna21; pero tampoco hay
que asustarse cuando vemos cómo al acontecimiento único de la
revelación se le aplica material comparativo histórico-religioso,
en la mayoría de los casos con una finalidad conscientemente
ilustrativa22.
2. El Nuevo Testamento
El Antiguo Testamento no conoce «trato» alguno entre el Dios
vivo y el reino de los muertos, pero sabe muy bien del poder de
Dios sobre dicho reino, de manera que Dios puede dar muerte y
dar vida, arrojar al seol y sacar de nuevo de él (1 S 2,6; Dt 32,39;
Tb 13,2; Sb 16,13). Apoyado en este convencimiento, el salmista
cantó los versículos que Pedro cita en su predicación de pente­
costes (Hch 2,24-28) para demostrar que no se han cumplido en
David (que fue enterrado y cuya sepultura se encuentra entre
nosotros cerrada hasta hoy), sino en Cristo. Lo que importa aquí
no es la ida a los muertos (ésta se presupone como evidente, y
se identifica simplemente con el estar muerto de verdad), sino él
retorno de allí. Dios no «dejó [o ‘abandonó’] en el Hades» a Jesús,
donde estaba; no dejó que su justo conociera la corrupción. El
acento recae sobre el «de dónde» —έκ νεκρών aparece unas cin­
cuenta veces en el Nuevo Testamento—, que al mismo tiempo
sitúa el punto de partida, el estar entre los muertos. Una muerte
que está caracterizada23 por «dolores», «sufrimientos» (ώδινε?)24 y
por su afán de arrebatar y retener (κρατεΐσθαι): pero Dios es más
fuerte que ella. Lo único de lo que se trata aquí es del evidente
«estar» del difunto en la «muerte» o, lo que es lo mismo, en el
Hades, que como tal (objetivamente) está caracterizado por la
palabra «dolores». De allí es «despertado» Jesús. No se habla aquí
de que el Hades mismo sufriera «dolores de parto» (escatológicos)
para «dar a luz» a este muerto (cf. Ap 20,14).
El signo de Jo n ás es interpretado por Mateo en relación con el
triduum mortis·. «Porque de la misma manera que Jonás estuvo en
el vientre del cetáceo tres días y tres noches, así también el Hijo
del hombre estará en el seno de la tierra tres días y tres noches»
(Mt 12,40). Se puede dejar por ver si dicho seno es la tumba o el
Hades, pues por otra parte sólo indica que está muerto realmen­
te, y lo hace con la imagen de la localización corriente. Los para­
lelos entre el monstruo marino y el corazón de la tierra resultan
evidentes; y donde se mencionaba «el signo de Jonás», debía apa­
recer también esta asociación25. Jonás clama a Dios en su oración:
«Desde el seno del Hades grité y tú me escuchaste» (Jon 2,3): la
«reposición» veterotestamentaria se cumple de nuevo en la resu­
rrección de Cristo «de entre los muertos». Y de nuevo un poder
arrebatador queda convicto de su impotencia para retener.
Antes de seguir considerando este tema que se reitera aún en
varias ocasiones, mencionemos las afirmaciones que aclaran las
dimensiones de la tarea de Cristo, y por tanto de su pretensión
de poder. Por ejemplo, Rm 10,7s., donde Pablo (combinando Dt
30,12 con Sal 107,26) instruye al creyente: «No digas en tu cora­
zón ¿quién subirá al cielo?, es decir: para hacer bajar a Cristo; o
bien: ¿quién bajará al abismo?, es decir: para hacer subir a Cristo
de entre los muertos26. Entonces, ¿qué dice? Cerca de ti está la
palabra...». El modificado pasaje del Deuteronomio (que en vez
de la búsqueda en el abismo habla de un ir a buscar más allá del
mar) se refiere, para Pablo, al estar muerto y al resucitar de Cristo;
pero estar muerto es eo iüso estar en el abismo. Las dimensiones
completas de su misión y de su esfera de poder están ya objeti­
vamente medidas y dadas al creyente. Éste sólo tiene que tomar­
las. El hecho de que los abismos marinos (tehom) sean conside­
rados juntamente con el seol, sin que tenga lugar una
identificación expresa, resulta característico del pensamiento sim­
bólico de la Biblia.
El llevar abajo (καταγαγεΐν) y llevar arriba (árayayelv) se
efectúa de modo igualmente corriente en Ef 4,8ss., donde prime­
ro se menciona el «subir» realizado, y sólo a continuación, como
su presupuesto, el «bajar» «a las regiones inferiores de la tierra»;
pero en la subida «llevó cautivos consigo» (Sal 68,19): los mismos
poderes que en adelante no tienen ya poder para mantener pri­
sioneros a los hombres, y entre los que ciertamente se considera
también «al último enemigo, la muerte» (1 Cor 15,26). Así, puede
que con las «regiones inferiores de la tierra» no se signifique explí­
citamente el reino de los muertos, ni tampoco la simple encarna­
ción27, sino una encarnación tal, que condujo intrínsecamente a
Cristo hasta la cruz, donde al morir triunfó sobre los poderes de
la muerte28. Esto dice explícitamente Col 2,l4s., que habla del
completo desarme de los principados y potestades, de su exhibi­
ción pública y el triunfo sobre ellos: Dios, que obra esto median­
te la cruz de Cristo, es el sujeto, él lleva a cabo el desarme y la
reducción a la impotencia. Pero a las potestades pertenece, según
el contexto (2,12ss.) la muerte interior del pecado; ésta es el ter­
minus a quo de la resurrección común, tanto de Cristo, como de
los muertos «por sus delitos»: así, también aquí se presupone en
el fondo una solidaridad del muerto en la cruz con los sometidos
al poder de la muerte.
Ahora bien, esto nos da el derecho a no distinguir precisa­
mente entre el estar muerto físico y el espiritual en un texto como
_Em 14,9: »Porque Cristo murió y volvió a la vida para eso, para
.ser Señor de muertos y vivos». Aun cuando en este texto el estar
muerto físico, y por consiguiente también la solidaridad de Cristo
con los difuntos, se encuentra en primer término (cf. 14,7s.), en
el trasfondo, no obstante, se tiene siempre presente la conexión
de pecado y muerte (Rm 5,12; St 1,15). Una clasificación de los
textos según hablen de «muerte física» o «muerte espiritual» es, por
tanto, desde un principio inoportuna. Un tránsito de la segunda
a la primera se deduce de Jn 6,25.28.29·
Esto nos lleva de vuelta a los textos que hablan del poder de
Jesús (alcanzado en la cruz) de «atar al fuerte», para después
«entrar en la casa del fuerte y saquearla»; el contexto habla de la
expulsión de Satanás (Me 3,24-27 par). La secuencia de imágenes:
atadura, entrada en la casa del enemigo y saqueo de ésta, cierta­
mente no hay por qué hacerla corresponder con diferentes fases
de la obra de redención de Cristo (humanación, pasión, descen­
sus)·, pero muestra claramente, sin embargo, que la plena reduc­
ción del enemigo a la impotencia coincide con una penetración en
el ámbito más íntimo de su poder. Por eso Mt 16,18, donde se trata
de la impotencia de las puertas del infierno para vencer a la Iglesia,
lo mismo que todos los pasajes donde se habla de la εξουσία de
atar y desatar, queda incluido en este círculo: sin el divino «desa­
tar» de los «dolores de la muerte» (Hch 2,24), no hay posibilidad
alguna de que Cristo haga a alguien partícipe de su propia εξου­
σία para tal «desatar» («perdonar pecados», Me 2,10), que es ratifi­
cado «en el cielo» (Mt 18,18; Jn 20,22s.).
A esto se deben añadir las palabras del Señor en el
Apocalipsis: «Estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos
de los siglos, y tengo las llaves de la Muerte y del Hades» (Ap
1,18). Una vez más, no se habla de «lucha» ni de «descenso», sino
de autoridad absoluta, que se debe al hecho de que el Señor
estuvo muerto (experimentó íntimamente la muerte) y ahora vive
eternamente; en el «pasado» redujo a la muerte a la impotencia
para sí y para todos. El cuadro apocalíptico de Mt 27,51-53 mues­
tra de forma gráfica y expresiva el resultado de tal reducción a la
impotencia: la tierra y las rocas se conmueven de tal manera, que
las tumbas se abren, y los que yacían en ellas quedan prepara­
dos, tras la resurrección de Cristo de su tumba, para acompañar­
lo desde su muerte y aparecerse en la ciudad santa.
Precisamente la modalidad legendaria de la narración da pie a
articular las cosas con mucha exactitud: en la cruz queda ya que­
brantado el poder del Hades, la puerta cerrada de la tumba se
ha abierto de par en par; pero la sepultura de Cristo y su «estar
con los muertos» sigue siendo necesaria para que el domingo de
pascua se pueda producir la resurrección común έκ των νεκρών
— con «Cristo primicia·'— . Por tanto, no se puede decir (por
ejemplo, a la vista de Flp 2,8-9) que entre morir y resucitar no
queda espacio alguno para un estado especial, el de estar muer­
to. El logiort del signo de Jonás sitúa dicho estado precisamente
en el centro.
Aún nos queda el discutido texto de 1 P 3,18-20; 4,6, cuya
cambiante historia de la interpretación no cabe exponer. Desde
la crítica de Karl Gschwind29, voces importantes se han pronun­
ciado contra una explicación en la línea del «descensus»30. Spicq
aconseja la mayor cautela, pero, pese a todos los argumentos en
contra, mantiene la explicación en la línea del «descensus»31. El
estilo del pasaje es sumamente elíptico, presupone el conoci­
miento de contextos que ya no están a nuestro alcance; sólo de
pasada, en contexto parenético y en relación con la solemne pro­
mesa bautismal (έπερώτημα) de los cristianos, se habla de que
Cristo «fue» «en el espíritu» (εν φ = πνεύματι.) «a los espíritu encar­
celados», con el fin de «predicar» (έκηρυξεν); estos espíritus son
los mismos que «en otro tiempo [fueron] incrédulos, cuando les
esperaba la paciencia de Dios, en los días en que Noé construía
el arca, en la que unos pocos, es decir ocho personas, fueron sal­
vados a través del agua; a ésta corresponde ahora el bautismo
que os salva y que no consiste en quitar la suciedad del cuerpo,
sino en pedir a Dios una buena conciencia por medio de la resu­
rrección de Jesucristo, que, habiendo ido (πορευθεί?) al cielo,
está a la diestra de Dios, y le están sometidos los ángeles, las
dominaciones y las potestades». Sigue después un trozo parené­
tico, que en 4,1 parte de nuevo del sufrimiento de Cristo en la
carne para exhortar a la abstinencia de todo deseo pagano, aun
cuando a los paganos dicha abstinencia pueda resultarles cho­
cante. «Darán cuenta a quien está pronto para juzgar a vivos y
muertos. Por eso hasta a los muertos se ha anunciado la Buena
Nueva, para que, condenados en carne según los hombres, vivan
en espíritu según Dios» (4,5-6).
En primer lugar, quisiéramos (contra Gschwind) atenemos a
que en 4,5 (según lo dicho antes sobre el tránsito fluido entre
muerte espiritual y corporal) no se puede tratar sólo de muertos
espirituales, sobre todo dado que la fórmula escatológica («para
juzgar a vivos y a muertos») es un título de señoría del Kyrios
exaltado, y denota el juicio universal definitivo32. En segundo
lugar, la predicación de la Buena Nueva a los muertos en 4,6 es
un acontecimiento en el más allá, que extiende hasta allí el efec­
to del fruto del sufrimiento de Cristo en la carne, sea cual sea el
modo en que se entienda aquí la idea de una conversión después
de la muerte. También los corintios se hacían bautizar vicaria­
mente por los muertos (1 Cor 15,29). La eficacia de la muerte
redentora en el juicio final se expresa con la paradoja de que los
muertos son «juzgados» (mediante el acto de morir) de acuerdo
con el destino humano común, pero pueden vivir, no obstante,
en el Pneuma (es decir, en virtud de la resurrección de Cristo:
3,18c.21c). En tercer lugar, estas acotaciones ponen de manifies­
to como algo sumamente verosímil que la predicación de la
.Buena Nueva a los muertos en 4,6 y la proclamación a los espí­
ritus encarcelados en 3.19 son el mismo acontecimiento, con lo
cual en estos «espíritus» se puede seguir viendo, con Bo Reicke,
los poderes cósmicos de la época anterior al diluvio juntamente
con los hombres dominados por ellos33. Me parece sumamente
inverosímil que esta «prisión» no se haya de considerar en el
Hades subterráneo, sino una prisión en los aires (cf. Ef 6,12),
entre cielo y tierra (Gschwind, cf. Schlier34), y que por tanto el
πορευθεί? no se haya de interpretar como «descensus», sino como
«ascensus», como un hecho producido durante la ascensión al
cielo de 4,22. En cuarto lugar, se insiste sobre todo en la contra­
posición entre el tiempo del diluvio y el actual tiempo escatológico de la resurrección, lo cual obliga precisamente a desviar la
mirada a 2 P 3,5ss.: un primero y total juicio universal hizo que
«el mundo de entonces pereciera inundado por las aguas del dilu­
vio», pero este juicio es pasado; nosotros, sin embargo, vamos al
encuentro del fuego futuro, que será un día de ruina para los
impíos. Sin embargo, Dios es paciente, «no quiere que algunos
perezcan, sino que todos lleguen a la conversión». La paciencia,
de la que habla 2 P en relación con el juicio final, la menciona 1
P en relación con el primer juicio (del diluvio); hubo un tiempo
de salvación concedido con vistas al signo de salvación que era
el arca, un tiempo para la decisión de fe que, sin embargo, como
todo el primer juicio por el agua, fue provisional y superable gra­
cias a la paciencia de Dios en Jesucristo. En quinto lugar, con ello
queda claro finalmente que la «proclamación» de 1 P 3,19 no
puede ser otra que la predicación de la salvación a los muertos
de 4,6 (nótese el γάρ); con lo cual no cabe imaginar una predi­
cación que mueva subjetivamente a la conversión, sino la notifi­
cación objetiva (el grito del heraldo) de un hecho: que el carác­
ter aparentemente definitivo del juicio («prisión») sobre la
incredulidad ante el primer signo de salvación queda superado
mediante la gracia de Cristo, que del signo de juicio (diluvio) ha
hecho un signo de salvación (bautismo), y del «pequeño resto»
(«ocho personas») que sobrevivió a la gran ruina, todo un pueblo
de salvación (1 P 2,9). Bieder tiene razón: en 3,19 se trata, «no de
la obtención de la victoria mediante un descensus, sino de la pro­
clamación triunfal de una victoria ya conseguida. No hay ningu­
na duda de que la primera carta de Pedro, como todo el resto del
Nuevo Testamento, piensa aquí en la muerte de cruz y en la resu­
rrección de Cristo»35. No obstante, esta proclamación se introdu­
ce con el primer tropeυθείς: se produce en la ida a los muertos
«encarcelados». Este «ir a» tiene un doble contenido (y nada más):
primero, la solidaridad de Cristo muerto con los difuntos, de
entre los cuales son destacados de modo simbólico precisamen­
te los incrédulos del primer juicio universal; después, la proclamación de la reconciliación de Dios con el mundo entero reali­
zada en Cristo (2 Cor 5,19; Col 1,23: πάση κτίσις) como un
acontecimiento (factum) sucedido.
«Para comprender el episodio del viaje al Hades, tiene impor­
tancia decisiva saber que cuenta con un modelo contrapuesto en
el libro etiópico de Henoc, que recibió su forma actual tras la
invasión de los partos el año 37 a. C. En los capítulos 12-16 de
dicha obra se déscribe cómo Henoc recibe la misión de ir a los
ángeles caídos de Gn 6 y manifestarles que ‘no encontrarán paz
ni perdón’, y que Dios rechazará su petición de paz y misericor­
dia. Aterrorizados y temblando, le piden a Henoc que redacte un
escrito de súplica pidiendo indulgencia y perdón. Henoc es arre­
batado al trono llameante de Dios, y allí oye lo que debe comu­
nicar como respuesta al escrito de súplica de los hijos caídos de
Dios. La decisión consta de esta breve y terrible frase: «No ten­
dréis paz». Caben pocas dudas de que el teologúmeno del viaje
de Cristo al Hades tiene como modelo el mito de Henoc que aca­
bamos de describir. Hasta los espíritus desobedientes metidos en
la oscura mazmorra de la fortaleza del mundo inferior llega una
vez más un mensajero de Dios con una embajada divina. Pero,
mientras que Henoc debía hacerles saber la nueva de la imposi­
bilidad del perdón, la nueva de este otro mensaje es diferente:
Buena Nueva (4,6). Así, la doctrina de la predicación de Cristo en / ^
gl Hades quiere expresar que el Justo murió por los injustos \ I '
(3,18); su morir expiatorio ha alcanzado la salvación incluso para )
los perdidos sin esperanza»36.
3. Solidaridad en la muerte
Lo dicho hasta ahora nos lleva a examinar críticamente la tra­
dición
sin p o r e s o
récKazariacompletamente: se trata, no sólo de escalonar sus afir­
maciones según su valor, sino en cierto modo de descomponer­
la totalmente para recomponerla de nuevo; algunos elementos
habrán de ser retirados definitivamente (por ejemplo, los ropajes
míticos de una lucha activa en el Hades); otros, especialmente
planteamientos soteriológicos que en aras de una sistemática rígi­
da fueron excluidos por la dogmática moderna, habrán de ser
considerados a una nueva luz.
A) Un primer punto de vista es la solidaridad del muerto en la
cruz con todos los difuntos. La cuidadosa descripción del des­
cendimiento, la preparación del cadáver y el entierro, libre toda­
vía de toda tendencia apologética, es un testimonio sencillo de
esta solidaridad: el cadáver debe ir a la tierra (nada se dice de que
se haga aquí una excepción, por ejemplo en virtud de la «inco­
rruptibilidad», Hch 2,27.31); con ello queda implícitamente dicho
que el alma de Jesús «está» entre los muertos37.
a. El seol
Estar con los muertos no redimidos significa solidaridad en el
seol veterotestamentario, como corresponde a la totalidad del
estado del pecador ante Dios. «Seol», por tanto, se ha de tomar
en el sentido veterotestamentario clásico, dejando a un lado las
especulaciones del judaismo tardío, con influencias persas y hele­
nísticas, sobre la diferenciación relativa a premios y castigos tras
la muerte, aun cuando tales concepciones llegan a entrar margi­
nalmente en el Nuevo Testamento (y especialmente en Lucas,
con la parábola de Lázaro y Epulón, 16,19-31) y las palabras diri­
gidas al ladrón en la cruz, 23,43). -Paraíso» (que sigue teniendo
múltiples significados)38 y «gehenna»39 quedan, por tanto, entre
paréntesis dentro del concepto amplio y auténtico de seol: es el
Hades, cuyas llaves posee el resucitado (Ap 1,18), el tártaro (2 P
2,4), la -fosa» (Is 24,22), también la prisión en la que los ángeles
malos están -guardados con ligaduras eternas bajo tinieblas para
el juicio del gran Día» (Judas 6). El pentateuco, Josué, Jueces,
Reyes, no saben de distinción alguna referente al destino en el
más allá; a lo sumo, una responsabilidad personal ante Yahvé. Al
estado de muerte pertenecen las tinieblas (Jb 10,21s.; 17,13;
38,17; Sal 88,7.13; 143,3; incluso eternas, Sal 49,20), el polvo (Jb
17,16; 20,11; Sal 30,10; 146,4; Is 26,19; Dn 12,2) y el silencio (Sal
94,17; 115,17). De él no se retorna (Jb 7,9; 10,21; 14,12), no hay
en él actividad alguna (Qo 9,10), ningún placer (Si 14,11-17), nin­
gún conocimiento de lo que sucede en la tierra (Jb I4,21s.; 21,21;
Qo 9,5; Is 63,16). Allí ya no se alaba a Dios (Sal 6,6; 30,10; 115,17;
Si 17,27; Is 38,18). Despojados de toda fuerza y vitalidad (Is
14,10), los muertos se llaman refá’lm, los sin fuerzas, son como
seres inexistentes (Sal 39,14; Si 17,28), habitan en la tierra del
olvido (Sal 88,13). «También Cristo descendió hasta allí después
_de su muerte»*0.
—
En su famosa c a r ta a E v o d io 164, n. 3 (PL 33, 710), Agustín da un
testimonio exegéticamente débil, pero teológicamente fuerte, de que la
realidad global del seol abarca todos los lugares veterotestamentarios
del más allá. Distingue él allí un in fe m u m inferior (donde permanece
Epulón) de un in fe m u m superior (donde está Lázaro en el seno de
Abraham): ambos están separados por un c h a o s m ag n u m , pero perte­
necen igualmente al Hades. Para Agustín es seguro ( n o n d u b ito ) que
Cristo también descendió al in fe m u m inferior para «liberar a las almas
atormentadas, es decir, a los pecadores de sus tormentos» ( sa lv o s f a c e r e a d o lo rib u s). Se pregunta si la gracia de Cristo redimió a todos los
que allí estaban: a d h u c req u iro . Cf. D e G en . a d litt. 12, 63 (PL 34, 481):
«Et Christi quidem animam venisse usque ad ea loca in quibus peccato­
res cruciantur, ut eos a tormentis, quos esse solvendos occulta nobis sua
justitia judicabat, non immerito creditur»41. Nótese que para Agustín se
trata aquí de un rescate del geol, y no del infierno (neotestamentario).
Roberto Pullo, que en sus Sentencias reflexionó del modo más pene­
trante y original sobre los problemas del Hades, y al que nos encontra­
remos aún con frecuencia, sigue fundamentalmente a Agustín y afirma
que el chaos magnum entre el lugar de castigo y el lugar de premio no
hace imposible el diálogo entre Epulón y Lázaro. Pero precisamente
este diálogo certifica, a su modo de ver, que ambos lugares están in
infemd*2.
b. Como estado
Las descripciones veterotestamentarias son tan existenciales,
que en ellas se hace mucho más hincapié en el estado de los
muertos, que en la localización. Así, no resulta sorprendente que,
en la teología cristiana, el tema de las localizaciones («receptacu­
la», «promptuaria»)43 y el de los estados se yuxtapongan casi sin
influjo mutuo, y que el segundo pueda aparecer a veces sin el
primero. Es muy significativo que Beda, quien desde luego afir­
ma una localización del infierno, pueda entender éste a la vez
como un «acto»: en este sentido, el diablo, aun cuando abandone
el infierno local, lleva a todas partes consigo su infierno44. Esta
opinión la comparte también la Summa de Alejandro45. De acuer­
do con una tradición procedente de Platón y Plotino, Agustín, en
su De Gen. ad litt., admitió un carácter puramente espiritual del
infiemo46: si el alma es espiritual, puede, no obstante percibir
imágenes fantásticas que reflejan cuerpos y ser por ellas fuerte­
mente atormentada o deleitada (por ejemplo, en sueños). El
«infiemo» sería una afectación así del tipo más intenso. «Con razón
cabe preguntarse por qué se dice, pues, del Hades, que se
encuentra bajo tierra, cuando no es un lugar corpóreo, o por qué
se ha de llamar mundo inferior, cuando no está bajo tierra».
Escoto Eriúgena47, Nicolás de Cusa48 y, finalmente, Ficino49 siguen
defendiendo que el alma que se detiene con preferencia en lo
sensible (en vez de en lo espiritual) con razón es atormentada
tras la muerte con imágenes fantásticas sensibles. Pulleyn sigue
también aquí su propio camino y, tras larga reflexión, llega a
comprender el Hades como espiritual más que como local; esto
le dispensa de aceptar un chaos magnum local entre Epulón y
Lázaro: lo que en realidad separa es su interior estado espiritual:
«poena et quies (sunt) simul, praetermissa divisione locorum·'50.
Aun cuando una desmitización tan radical no es frecuente, deja,
no obstante, el camino expedito para una solidaridad anímica de
Cristo muerto con los que moran en el Hades espiritual.
c. Solidaridad
Esta última solidaridad es la meta y punto final del primer
«descensus», tan claramente descrito por la Escritura: el descensus
a este «mundo inferior» que, según Agustín, se puede designar ya
como un infernum en comparación con el cielo51. Tomás repetirá lo dicho por él52. En su opinión, la necesidad de ir al Hades
nO-jadica en una insuficiencia del sufrimiento de la cruz, sino en
la asunción de todos los defectus de los pecadores53. Y puesto
que alma y cuerpo son proportionalia, Cristo debía permanecer
con las almas en el Hades tanto tiempo como su cuerpo descan­
sara en la tumba: «ut per utrumque fratribus suis similaretur»54. De
las cuatro razones que da Tomás para la ida a los muertos, la pri­
mera es: «ut sustineret totam poenam peccati, ut sic totam culpam
expiaret. Ahora bien, el castigo por el pecado del hombre no era
sólo la muerte del cuerpo, sino también un castigo en el alma,
pues el pecado también había sido anímico, y así también el alma
era castigada mediante la privación de la visión de Dios. Para eso
aún no había habido expiación; por eso todos, hasta los santos
patriarcas, antes de la venida de Cristo descendían ad infernum.
Por tanto, para sufrir todo el castigo impuesto a los pecadores.
Cristo no sólo quiso morir, sino también descender en su alma ad
infernum·55. Ya para el siglo II, la meta y punto final de la humanación estribaba en esta participación. Los «dolores de muerte» en
los que Tesús se ve envuelto, sólo desaparecen cuando el Padre
JojcesucitâïL Según Tertuliano, el Hijo de Dios se sometió plena­
mente a la ley del morir humano: «huic quoque legi satisfecit,
forma humanae mortis apud inferos functus»57. Igualmente
Ireneo: «Dominus legem mortuorum servavit, ut fieret primogeni­
tus a mortuis»58. Insiste él, según su principio fundamental, en
que sólo lo padecido es también salvado y redimido59. Puesto
que ante todo se trataba de penetrar en los inferí, Cristo debía
morir para ser capaz de tal cosa, dice el Ambrosiaster en la
Quaestiones ex Novo T e sta m e n te Cristo quiso asemejarse a
nosotros, dice Andrés de Creta, «habitando en medio de sombras
de muerte, allí donde las almas estaban aprisionadas con cadenas
inevitables»61. Todo esto es sólo la lógica del morir humano lle­
vada hasta el final, y no dice nada sobre un «descenso», y menos
aún sobre una «lucha» o incluso sobre un «victorioso desfile triun­
fal» de Cristo por el Hades: cuanto más objetivamente contenía la
experiencia de la muerte una superación interior, y con ello un
triunfo sobre los poderes antagónicos, tanto menos era necesario
que se tuviera de ello algún tipo de experiencia subjetiva: pues
esto habría eliminado precisamente la ley de la solidaridad. No lo
olvidemos: entre los muertos no hay comunicación viva. En este
caso, solidaridad significa «estar solo con».
d. Carácter indefinible del estado de seol
Tras esta solidaridad se oculta un grave problema teológico,
cuya dialéctica no puede resolver nuestro pensamiento, limitado
por la categoría de tiempo. El castigo impuesto a la humanidad
«precristiana» debido al «pecado original» —prescindimos aquí del
pecado personal— es de jure definitivo: es la poena damni, priva­
ción de la visión de Dios. Por otro lado, antes de Cristo había ya
—abiertamente entre los judíos, pero ciertamente oculto en todos
los pueblos— un orden salvifico que precede a Cristo y que en
cierto modo permite ser «justo» colaborando con la gracia de Dios,
y así, en medio de la poena damni, «aguardar» una redención. Se
desvirtúa esta dialéctica cuando se atribuye ingenuamente a los
hombres piadosos de la Antigua Alianza la «luz de la esperanza» en
las tinieblas de la poena damni, pues «esperanza» en sentido teo­
lógico es participación en la vida divina, y por tanto contradice la
poena damni y también la concepción del seol de los textos veterotestamentarios clásicos. Cuando Tomás dice que Cristo no sólo
tiene amigos en la tierra, sino en el infierno, porque «in inferno
multi erant qui cum veritate et fide Venturi decesserant»62, también
aquí domina esta concepción ingenua, no dialéctica. Lo dialéctico
aparece en la frase de la Summa de Alejandro: «Nullius hominis
caritas potest mereri vitam aeternam post peccatum nisi interve­
niente merito Christi, quia omnes sunt originali reatu obligati ad
satisfactionem»63. Y así puede decir el Ambrosiaster: «El hombre va
reconciliado con Dios aún no puede ascender a Dios, por eso desciende_Cristo, para arrebatar a la muerte el botín que ilegítima­
mente retiene»64. Ahora bien, con ello recibe el Hades, visto cristológicamente, algo de condicional·, el hombre ya reconciliado con
Dios, que posee fe, amor y esperanza, sólo por Cristo puede ser
teológicamente reconciliado; por consiguiente, para poseer esta
gracia, no puede aguardar propiamente a Cristo, algo de cuya vida
tiene él ya en sí. Ricardo de S. Víctor ve la dificultad: los justos pre­
cristianos tienen la caritas, pero deben, no obstante ir al infernum
y esperar el viaje de Cristo al Hades: «Tenebantur debito damna­
tionis aeternae, non quod eis aeterna fuerit, sed quod eis aeterna
fuisset, nisi mors Christi eos ab hoc debito absolveret»65. En este
punto debemos notar que los conceptos temporales del mundo no
pueden tener validez tras la muerte; por tanto, la asunción de la
experiencia del seol por parte del redentor (y por consiguiente
también la espera de tal asunción por parte de los no redimidos)
no podemos fijarla temporalmente66 y nos vemos forzados a for­
mar el paradójico concepto, que se anula a sí mismo, de una
«poena damni transitoria»67. Pero otro pensamiento lleva más
hondo: si mediante la gracia de Cristo que actúa de antemano
quienes vivieron en el amor antes de él no experimentan toda la
poena damni verdaderamente merecida (porque lo esperan a la
luz de la fe, el amor y la esperanza), ¿quién la experimenta enton­
ces realmente, sino el redentor mismo? ¿No es precisamente esta
desigualdad la consecuencia última de la ley de la solidaridad?
¿Acaso Dios —como ve acertadamente Gregorio Magno— no
soporta en Cristo, mediante su propia profundidad siempre mayor,
todas las profundidades del mundo inferior? Él, que es más alto
que todos los cielos, es también «inferno profundior, quia trans­
cendendo subvehit»68. Cristo es quien, por compassio. toma sobre
sí el timor horroris: «verum timorem, veram tristitiam sicut et veram
carnem», no porque debiera padecer, sino «miserationis voluntate»
(Alain de Lille)69.
Pero es él, pues, quien establece los límites a la condenación
que se prolonga siempre, quien pone el hito en el que lo ínfimo
es alcanzado y se inicia el movimiento de regreso. Así lo dice con
misteriosa expresión el canon de Hipólito: «Qui cum traderetur
voluntarie passioni ut mortem solvat et vincula diaboli disrumpat
et infernum calcet et justos inluminet et terminum figat...·10.
Gregorio de Nisa dice lo mismo, cuando afirma que la luz de
Cristo brilla desde el extremo más lejano de las tinieblas71. «El
-Señor ha tocado-todas-las-partes-de-la-creación^. para que en
todas partes encontraran al Logos todos, hasta el extraviado en el
-mundo de los demonios» (Atanasio)72. Cristo, por tanto, descen­
dió hasta estar en la muerte, «para cargar con nuestra culpa; lo
mismo que era oportuno que muriera para rescatarnos de la
muerte, así era oportuno que descendiera al Hades para resca­
tarnos del descenso al Hades... conforme a las palabras de Isaías:
‘Verdaderamente, tomó sobre sí nuestro padecimiento y cargó
con nuestro sufrimiento’· (Tomás)73.
4. El estar muerto del Hijo de Dios
Partiendo de lo que acabamos de decir, resulta inevitable pen­
sar que el redentor, al ahorrarles a los muertos, en su solidaridad
con ellos, la experiencia plena del estar muerto (como poena
damni) —de manera que un rayo celestial de luz de fe, amor y
esperanza iluminó desde siempre el «abismo»— tomó sobre sí en
representación vicaria dicha experiencia entera. Con ello se mues­
tra como el único que, vendo más allá de la experiencia común
de la muerte, midió la profundidad del abismo: desde esta idea
hay^me^rechazar retrospectivamente como incompleta, unajvez
más,.ur^teolQgía,de la.muerte» que limita la solidaridad de jesú s
con los pecadores al puro acto de decisión o entrega d e ja existencia que es arrebatada en el momento de la muerte. Dicho coñ
palabras de Althaus: para que la muerte de Cristo pueda ser inclu­
siva, debe ser a la vez exclusiva, única en su fuerza de represen­
tación vicaria. De estem ás allá en el estar muerto del Hijo de Dios
nos vamos a ocupar en la presente sección. Se puede desarrollar
en tres direcciones: como experiencia de la «muerte-segunda» (con
lo cual aparece por primera vez el concepto neotestamentario de
infierno); después como experiencia del pecado como tal (con lo
cual el teologúmeno del «descensus como triunfo» recibe su lugar
asignado); finalmente, como acontecimiento trinitario, pues sólo
trinitariamente se puede explicar en última instancia toda situa­
ción de salvación en la vida, muerte y resurrección de Jesucristo.
Precisamente en este momento hay que examinar críticamente los
numerosos fragmentos de tradición y recomponerlos de modo
distinto al que durante mucho tiempo ha sido habitual.
a. Experiencia de la muerte segunda
Las Sententiae Parisienses formulan sencillamente el principio:
«Anima Christi ivit ad infernum, id est sustinuit passiones, ut libe­
raret suos de inferno»74. En este texto no se nos dice en principio
lo que son esos padecimientos. Pero nos acordamos de la máxi­
ma de Buenaventura, de que^a3_com^ a 55:tat^-e$pMLuale5_superan en intensidad a las passiones corporales75. Pero en este
momento se trata explícitamente de una compassio en el estar
muerto, ya no de la compassio deLviernes santo en la cruz76.
Nos encontramos aquí con la conocida opinión de Lutero, y especial­
mente de Calvino: en la cruz, Jesús sufrió vicariamente los tormentos del
infiemo por los pecadores, y por consiguiente está de más una experien­
cia correspondiente del infiemo el sábado santo. Lutero dice del Huerto
de los olivos y la cruz: «Vere enim sensit mortem et infernum in corpore
suo»77; pero también puede admitir un sufrimiento del infiemo por parte
de Cristo: descendió verdaderamente al mundo inferior (infiemo) para
«cargar [también] con los dolores post mortem*78. Pero precisamente este
padecimiento es su triunfo sobre el infierno, de manera que se puede
hablar de una «victrix infirmitas»79. Melanchthon destaca unilateralmente el
elemento de triunfo, y con ello determina el luteianismo posterior.
Calvino conoce el sentido soteriológico del «descensus», pero para él
es más importante establecer que Cristo debió sufrir «divinae ultionis
severitatem», «diros in anima cruciatus damnati ac perditi hominis».
«Nada se habría hecho si Jesucristo sólo hubiera padecido la muerte cor­
poral», mas bien debía «entrar en lucha cuerpo a cuerpo con el horror
de la muerte eterna» para liberarnos a nosotros de ella. Sólo que los
dolores mortis no podían apoderarse de él. Calvino cita a Hilario: «El
Hijo de Dios está en el infierno, pero el hombre es elevado al cielo»
(7nn. 3,15). Por el contrario, se niega a interpretar el abandono de Dios
en el infierno como «desesperación de la incredulidad»: «La debilidad de
Cristo estaba limpia de toda mancha, porque se mantuvo dentro del cer­
cado de la obediencia a Dios». Pero precisamente en esto se distingue
su angustia de muerte, y su abandono por parte de Dios, de la angus­
tia normal del pecador. Por consiguiente, para Calvino, el abandono de
Dios que «comienza» con el Huerto de los olivos, se continúa en el
Calvario y llega a su término el sábado santo, un único acontecimien­
to80. El Catecismo de Heidelberg le sigue en esto en su pregunta 44a81.
- Estos textos subrayan más la continuidad y homogeneidad entre el
abandono de Dios antes y después de la muerte, que la diferencia entre
ambos, que es lo que nos interesa en este contexto. A cuenta de la vaci­
lación de los Reformadores a propósito del aspecto kenótico y del triun­
fal del sábado santo, se han dado en la teología protestante infinitas dis­
cusiones y distinciones (consumatistas e infernalistas) que podemos
pasar aquí por alto82.
N icolás de Cusa se ocu pó explícita y claram ente del sufri­
m iento del sáb ad o sa nto y lo con sidera perteneciente a la Pasión
vicaria propiam ente dicha,_EsœxhémiQsle;
«La visión (v isiö ) de la muerte por el camino de la experiencia inme­
diata ( v ia co g n o sc en tia é) es el castigo más completo. Ahora bien, pues­
to que la muerte de Cristo fue completa, porque a través de su propia
experiencia vio la muerte que había elegido libremente soportar, el alma
de Cristo descendió al mundo inferior ( a d in fe r n a ), donde se da la
visión de la muerte. Pues a la muerte se le llama mundo inferior (in fe r ­
n u s), y la sueltan de lo más profundo del mundo inferior (e x in fe r n o
in fe r io r i). El mundo inferior más bajo o profundo está allí donde se ve
la muerte. Cuando Dio$,xesucitó a Cristo, lo arrancó, como leemos en
Hechos de los apóstoles, del infierno inferior, después de librarlo de los
tormentos del infierno (solu tis d o lo rib u s in fe r n i); por eso el profeta
dice: ‘No dejó mi alma en el infierno'. El sufrimiento de Cristo, el mayor
que cabe pensar, fue como el de los condenados que ya no pueden
estar más condenados; es decir, llegó hasta las penas del infierno (u s q u e
a d p o e n a m in fern a lem )... Él es el único que, mediante tal muerte, entró
en su gloria. Quiso él soportar, para glorificación del Padre, la p o e n a
sen su s de modo semejante a los condenados en el infierno, con el fin
de indicar que se debe obedecer al Padre hasta en el tormento más
. extremado ( q u o d e i o b o ed ien d u m sit u sq u e a d ex trem u m su p p liciu m ).
Esto significa alabar y glorificar a Dios en todas las maneras posibles y
para nuestra justificación, como lo hizo Cristo»*83.
Esto radica consecuentem ente en la prolongación de lo que
hem os dicho sobre la representación vicaria en el «estar con los
muertos»», y adem ás permite com prender cóm o el se o l o H ades
veterotestam entario pu ede pasar teológicam ente al infierno neotestamentario. La gehenna judía constituye sólo una m ediación
extrínseca para ello; p e se a todo, teológicam ente el p a so proce­
de a saltos, y únicam ente cabe fundamentarlo cristológicam ente.
En. la carta a los Hebreos vemos surgir el concepto formal­
mente ante nuestros ojos: antes del απαξ cristológico, no hay
nada absolutamente definitivo, ni en el más acá, ni en el más allá;
pero con el carácter único de Cristo llega el hombre a la decisión
única y definitiva. Quien ha recibido y gustado la plenitud de los
bienes escatológicos «y a pesar de todo cae de nuevo*, «es impo­
sible... que se renueve otra vez», «terminará por ser quemado*
(6,4-8). «Porque si voluntariamente pecamos después de haber
recibido el conocimiento de la verdad, ya no queda sacrificio por
los pecados, sino la terrible espera del juicio y el fuego ardiente
pronto a devorar a los rebeldes». La transgresión de la ley era cas­
tigada con la muerte: «¿Cuánto más severo castigo pensáis que
merecerá el que pisotee al Hijo de Dios, y profane la sangre de
la alianza que le santificó, y ultraje al Espíritu de la gracia?» (10,2629). Esaú es de nuevo sólo un modelo terreno, pues perdió por
ligereza la bendición y «no logró un cambio de disposición, aun­
que lo procuró con lágrimas* (12,16-17). Y así con toda claridad
12,25s.: «Guardaos de rechazar al que os habla; pues si los que
rechazaron al que promulgaba oráculos en la tierra no escaparon
al castigo, mucho menos nosotros, si nos apartamos del que nos
habla desde el cielo». Dos veces se dice de Dios que es como
fuego devorador.
Es un error teológico retroproyectar el concepto de infierno
(cristológico) neotestamentario sobre el Antiguo Testamento, y
sobre esa base plantear cuestiones sobre eí sábado santo que
resultan insolubles por estar mal planteadas. Agustín sabe expre­
sarse con absoluta claridad sobre esta sustitución del Hades por
el infierno84. El infierno en sentido neotestamentario es una fúnción del acontecimiento Cristo; pero si Cristo no sufrió sólo por
los elegidos, sino por todos los hombres85, también asumió pre­
cisamente el «no» escatológico de éstos al acontecimiento salvifi­
co protagonizado por él; hay que darle, entonces, al Cusano fun­
damentalmente la razón, sea cual sea el modo en que se
describan los particulares de la experiencia del sábado santo.
Dicha experiencia no tiene por qué ser otra cosa que lo que
exige una solidaridad, considerada seriamente, en el seol, un seol
no iluminado por luz alguna de redención, pues toda luz de
redención procede únicamente del solidario hasta el final. Y él
puede comunicarla sólo porque, en su función de representación
vicaria, renunció a ella.
b. Experiencia del pecado como tal
Nicolás de Cusa ha hablado antes con gran exactitud de una
visión de la muerte (segunda), de una •‘Visio mortis»; y en este
aspecto de consideración (pasiva) contemplativa y objetiva radi­
ca el aspecto decisivo de la experiencia del sábado santo respec­
to a la experiencia activo-subjetiva de sufrimiento de la Pasión.
Cristo pertenece ahora a-los rpfd’im l o s . . f u e r z a s ^ · _no_piied&
^entablar una lucha activa contra las «fuerzas del infierno», ni tam­
poco «triunfar» subjetivamente, cosa que a su vez presupondría
vida y fuerza. Pero su extrema «debilidad» ciertamente puede y
debe ser una sola cosa con el objeto de su visio. la muerte segun­
da, que a su vez es una sola cosa con el pecado puro como tal,
que ya no está adherido al hombre singular, encarnado en exis­
tencias vivas, sino abstraído de esta individuación, contemplado
en una realidad desnuda como pecado (pues el pecado es una
realidad).
En este estado, el pecado es amorfo, constituye lo que pode­
mos llamar segundo «caos» (producido por la libertad del hom­
bre), y lo que — en la separación del pecado del hombre vivo—
es precisamente el producto del sufrimiento activo de la cruz: en
este punto, el redentor muerto no considera realmente otra cosa
en el seol infernal, que su propio triunfo, pero no con el res­
plandor de la vida resucitada; pues, el despertado a una vida eter­
na no puede seguir teniendo un punto de contacto con este caos,
sino en el único estado que permite dicho contacto interior; en
el absoluto vaciamiento de vida propio del muerto86. No pueden
ser objeto de esta visio mortis, ni un infierno poblado (sería la
contemplación de una derrota), ni un purgatorio poblado (pues
teológicamente no puede existir tal «antes» de Cristo, como aún
hemos de mostrar), ni una poblada «antesala del infierno» (que
según la visión plástica debe quedar vacía precisamente en vir­
tud del «descenso» de Cristo), sino únicamente la pura sustancialidad del «infierno» como «pecado en sí». Platón y Plotino acuña­
ron para ello el término βόρβορός· (‘fango’, ‘lodo’), que los Padres
de la Iglesia (especialmente los Capadocios) asumieron agradeci­
dos87. La imagen del caos se impone igualmente88. Con otra ima­
gen, Eriúgena habla de que en nuestra redención «toda la lepra
de la naturaleza humana [es] arrojada sobre el diablo»89. La última
imagen con que la Escritura expresa la autodestrucción del mal
puro es la de «Babilonia, la gran prostituta*: como quintaesencia
del pecado del mundo, «cae- y «se convierte en morada de demo­
nios, en guarida de toda clase de espíritus inmundos»; es aban­
donada por todos para al final «ser consumida» con «peste, llanto
y hambre» (Ap 18,2.8) y ya sólo se ve a distancia «la humareda de
sus llamas» que sube (18,9.17); «es arrojada» y «no aparece ya más»
(18,21); «su humareda se eleva por los siglos de los siglos» (19,3).
A. Gügler, discípulo de Herder y Sailer, pintó esta autodestrucción
con la paleta de la filosofía romántica de la naturaleza en un cua­
dro detallado, describiendo el infierno como el último «residuo y
flema sencillamente imposible de revivir» en el que se «objetivó
absolutamente el odio y la enemistad». Pues lo que se consume
no se puede encender de nuevo en nada vivo, y sólo le cabe con­
sumir eternamente su propia consunción como un fuego tene­
broso encerrado en sí mismo, «con el fin de devorar para siem­
pre en el abismo vacío los restos consumidos de todo lo
consumible»90.
Según esta presentación, el infierno es un producto de la
redención que, en su realidad en sí, sólo debe ser «visto» por el
redentor, pasando a ser en su pura abyección algo «para él»: aque­
llo sobre lo cual se le da poder Gas llaves) en su resurrección.
Por eso está de más aquí toda descripción dramática al estilo de
las que lleva a cabo la «teoría del rescate» en sus formas más tos­
cas o más refinadas91.
c. Acontecimiento trinitario
La estancia del redentor con los muertos, o, mejor dicho, con
esa muerte que convierte a los muertos en muertos de verdad, es
la consecuencia última de la tarea de redención que le enco­
mendó el Padre. Por consiguiente, es un ser en la extrema obe­
diencia. y, puesto que es la obediencia de Cristo muerto, la única
«obediencia de cadáver» que existe desde el punto de vista teoló­
gico (la expresión procede de Francisco de Asís). Es la medición
existential de toda la dimensión de lo puramente antidivino, del
objeto global del juicio escatológico divino, que aquí se capta en
el acontecimiento de su «ser arrojado de golpe» (όρμήματι βληθτρ
aérai : Ap 18,21; Jn 12,31; Mt 22,13). Dicha medición mide al
mismo tiempo toda la extensión de la misión paterna: la «explo­
ración» del infierno es un acontecimiento (económico-)trinitario.
«Patiens vulnerum et salvator aegrorum, unus defunctorum et
vivificator obeuntium, ad inferna descendens et a Patris gremio
non recedens»92. Si hemos de tener al Padre por el creador de la
libertad humana —¡con todas sus consecuencias previsibles!— , el
juicio, y por tanto también el «infierno», le pertenece originaria­
mente; y si envía al Hijo al mundo para salvar en vez de juzgar,
y para desempeñar esta función le «entrega todo juicio» (Jn 5,22),
también debe introducirlo en cuanto humanado en el «infierno»
(como consecuencia última de la libertad creada). Pero el Hijo
sólo puede ser realmente introducido en el infierno como muer­
to, el sábado santo. Dicha introducción es presupuesto necesario
para que «los muertos oigan la voz del Hijo de Dios» y para que
quienes la oigan «vivan» (Jn 5,25). El Hijo debe «examinar en el
ámbito de la creación lo imperfecto, lo informe y lo caótico», para
hacerlo suyo como redentor; Ireneo lo dice así: «Propter quod et
descendit ad inferiora terrae, id quod erat in operatum conditio­
nis visurus oculis»93. Esta visión del caos por parte del HombreDios se convirtió para nosotros^en la condición de nuestra visión
de la divinidad94. Su sondeo de la profundidad último convirtió
en «camino» lo que era «prisión». Así, Gregorio Magno: «Cristo des­
cendió a la profundidad última del mar cuando penetró en el
infierno ínfimo para sacar de allí las almas de sus elegidos. Antes
de la redención, la profundidad del mar no era un camino, sino
una cárcel..., pero Dios convirtió este abismo en el camino... Es
llamado también ‘abismo ínfimo’, pues, lo mismo que los abismos
del mar no son sondeados por ninguna mirada humana, el ocultamiento del infierno no puede ser penetrado por ningún enten­
dimiento humano.... Pero el Señor puede recorrer (deambulare)
este infierno profundísimo porque él no está impedido por nin­
guna atadura de pecado, sino que «está libremente entre los
muertos». Gregorio pasa después, de los abismos del sábado
santo, al descenso espiritual del redentor a los extravíos de los
corazones pecadores: el mismo descensus se repite cada vez que
el Señor baja a las profundidades de los desperata cordel.
Siguiendo a Gregorio, también Isidoro de Sevilla hace referencia
a la «via in profundo maris» que abre a los elegidos el camino del
cielo96. En tanto que el Hijo recorre el caos por encargo del
Padre, en las tinieblas de lo antidivino está él objetivamente en el
«paraíso», y esto es lo que quiere expresar la idea metafórica del
triunfo97. «Hoy ha venido como rey a la prisión, hoy ha roto los
portones de bronce y los cerrojos de hierro; él, que fue tragado
como un muerto corriente, ha devastado el infierno en Dios·98. En
todo caso es una «toma de posesión», como subraya Tomás de
Aquino99. El infierno pertenece en el futuro a Cristo, y al resuci­
tar él conociéndolo, puede también dárnoslo a conocer100.
5■ La salvación en el abismo
Como acontecimiento trinitario, la ida a Jo s muertos es necesa­
riamente un acontecimiento salvifico. Es mala teología la que limi­
ta a priori dicho acontecimiento salvifico, afirmando saber de ante­
mano —con el presupuesto de una determinada doctrina de la
predestinación y con la equiparación de Hades (gehenna) e infier­
no— que Cristo no pudo llevar a cabo salvación alguna en el
«auténtico infierno» ( infernus damnatoruni). La alta escolástica
llegó a tales barreras siguiendo los pasos de algunos Padres. Con
el establecimiento de cuatro «receptáculos» subterráneos: limbo de
los justos, purgatorio, limbo de los niños no bautizados e infierno
propiamente dicho, se plantea la cuestión de hasta dónde descen­
dió Cristo y hasta dónde se extendió su eficacia redentora —bien
por presencia propia (praesentia), bien por simple efecto (effec­
tus)-—. En la mayoría de los casos se responde que se mostró a los
condenados para demostrar su poder también sobre el infierno; en
el limbo de los niños no había riada que hacer; en el purgatorio se
pudo dar una amnistía cuyo alcancé es~ó5jeto dé discusión; el
limbo de los justos es el auténtico ámbito de actividad redentora101.
I Todo este entramado debe deshacerse, según lo dicho, pues «antes»
? de Cristo («antes» en sentido objetivo, no cronológico) no puede
haber «infierno» ni «purgatorio» (de un hades especial para los niños
»Tío sabemos absolutamente nada), sino sólo ese hades (que a lo
sumo se puede dividir especulativamente en uno superior y otro
inferior, pero sigue sin verse clara la relación entre ambos) del cual
Cristo «nos» quiso librar mediante su solidaridad con los (corporal
y espiritualmente) muertos. Pero sería caer en el extremo contrario
concluir de ahí que todos los hombres antes y después de Cristo
están ya salvados, que con su experiencia infernal Cristo ha vacia­
do el infierno y que todo temor a la condenación carece, por tanto,
de objeto. Hemos de hablar aún de ello, pero debemos anticipar
que la distinción entre Hades e infierno encuentra precisamente
aquí su significación teológica (cf. Hb): con la resurrección, Cristo
deja el Hades tras de sí: la imposibilidad para la humanidad de
acceder a Dios; pero desde su profundísima experiencia trinitaria
lleva consigo el «infierno»: como expresión de su poder de decidir
como juez sobre la salvación o condenación eterna del hombre.
„Ciertamente, esto es ante todo un suceso salvifico: estableci­
miento del fruto de la cruz en el abismo de perdición de la muer­
te; En esto tienen razón K. Rahner y L. Boros. Pero su idea no es
nueva; se ha formulado con bastante frecuencia en la época posterior a Schleiermacher y Hegel. E. Güder hizo referencia a la
«consecuencia soteriológica» del suceso del sábado santo: la sal­
vación se ofrece ahora a todos los hombres, de manera que los
muertos deben tomar su decisión conforme a la «posibilidad del
hombre de tomar una decisión a favor o en contra de la revela­
ción de Dios en Cristo», e influidos también por la «orientación
fundamental del alma» a lo largo de la vida; a esa decisión están
llamados, tanto los muertos anteriores, como los posteriores a la
manifestación de Cristo102. El íntimo interés del siglo XIX en el
teologúmeno del «descensus» estribaba en esto: en el estableci­
miento de la salvación ¿n la constitución fundamental del
mundo, y con ello en la oferta universal de salvación. Así, la pre­
gunta de si el «descensus» pertenece al status exinanitionis o
exaltationis recibe una respuesta nueva: se convierte en el «brus­
co cambio dialéctico de derrota y victoria» (Ph. Marheineke), en
el «paso» de la primera a la segunda (G. Thomasius), por el cual
se aporta «movimiento al estado intermedio de los difuntos», pues
en él Cristo se constituye en el «centro que trasciende todas las
barreras naturales» (J. A. Dorner)103.
a. El «purgatorio»
Desde el punto de vista teológico, el «purgatorio» no puede sur.gir sino en el sábado santo. Aun cuando Pablo (1 Cor 3,12-13) se
sirve de un lenguaje veterotestamentario y refiere el fuego escatológico del juicio del «día del Señor» a la «prueba» del hombre, el cri­
terio por el cual será juzgado es únicamente el «cimiento» Jesucristo;
el fuego escatológico puede, desde luego, poner a prueba las obras
construidas sobre él, y en ciertos casos consumirlas hasta el suelo,
a
pero al hombre como tal lo salva «como a través del fuego»104. No
se habla de purificación, sino de prueba: el fuego es instrumento
de un juicio escatológico que, sin embargo, no es emitido simple­
mente por la ira llameante de Dios, sino por Jesucristo, solidario
con nosotros. El texto paulino (que tiene como trasfondo el fuego
del día de Yahvé) no tiene nada en común con el dicho de Mt
25,41, tras el que se encuentra la concepción judía de la gehenna.
Por más que exegéticamente se pueda poner reparos a Orígenes en
su comentario de este pasaje105, teológicamente tiene razón: «estan­
do con los muertos» introduce Cristo el elemento de la misericordia
en lo que metafóricamente se describe como fuego de la ira de
Dios106. «El Hades nos tragó y nos retuvo a todos, por eso Cristo des­
cendió, no sólo a la tierra, sino debajo de la tierra.... En llegando al
mundo inferior nos encontró allí a todos», y desde ahí nos trajo de
vuelta, no a la tierra, sino al reino de los cielos107. l a teología dog­
mática católica debe hablar, en todo caso, de una «tendencia uñlversal de la redención» (en contraposición a las restricciones de una
doctrina de doble predestinación)108. La contraprueba de la correc­
ción teológica de esta opinión la proporcionan esas especulaciones
escolásticas que, con un planteamiento precristiano de un «purga­
torio» en el Hades, incurren en contradicciones insolubles. Una vez
más, donde más claro resulta esto es en Pullo, que es también
quien más a fondo examina estas cuestiones109.
b. La «desatadura de los lazos»
Si se pregunta por la «obra» de Cristo en el Hades, o mejor
—puesto que la hemos descrito como una «visión» puramente pasi­
va del pecado como tal— por su «fruto»,, se deberá rechazar pri­
meramente toda actividad teológica y toda impaciencia religiosa
que pretendan adelantar del domingo de pascua al sábado santo
dicho fruto, la redención eterna mediante la Pasión temporal.
Ciertamente, como suele hacerlo la Iglesia de Oriente, se puede
ver la imagen decisiva de la redención en el «descensus»: en el que­
brantamiento de las puertas del infiemo y la liberación de los pri­
sioneros de la cárcel110. Los pintores de iconos han repetido innu­
merables veces esta escena, la auténtica imagen pascual de
Oriente111. En ella se ve la obra global del triduum mortis como un
movimiento único que alcanza el sábado santo su máxima intensi-
dad dramática. Mientras que las imágenes pascuales occidentales
siempre muestran a Cristo resucitando solo, Qriente nos hace ver el
lado soteriológiéó-sócial del hecho de la redención. Esto no se hace
sino mediante un desplazamiento anticipatorio del acontecimiento
pascual al sábado santo, mediante la transformación del triunfo
objetivo y pasivo en subjetivo y activo. A esta comprensible nece­
sidad de anticipación fue cediendo también en medida creciente la 'i
predicación de los primeros siglos, que fue en parte relevada por !
las obras teatrales pascuales de la Edad Media. Esas predicaciones '
y obras teatrales mantuvieron un elemento teológico importante,
que en la teología sistemática se fue perdiendo cada vez más; pero
para ello oscurecieron otro elemento teológico que sólo ha vuelto
a cobrar vigencia, hasta cierto punto, mediante la nueva ordenación
litúrgica que quitó del sábado santo el aleluya.
1 P 3,19 habla del κήρυσσε iv (activo), 4,6 de εύαγγελί£εσθαι (pasi­
vo), Hch 2,24 de Χυειν (los dolores o ataduras de la muerte: el suje­
tó es Dios). Por consiguiente, ambos temas, el anuncio (proclamacíón) y la desatadura (redención), están en principio en competencia.
La proclam ación se ha de tomar en su pura objetividad, inclu­
so en cuanto es eu-angelion, como la colocación en la muerte
eterna de un manifiesto de la vida eterna, sin atender al modo del
¿nuncio112 ni a las personas a las que se hizo113, y sin segunda
intención acerca de la buena, o menos buena, disposición de
aquellos a quienes va dirigida esa proclamación. Con ello queda
eliminado de antemano el problema de una conversión posterior
de los ya muertos, problema al que los Padres dedicaron mucha
atención: tanto en lo relativo a la posibilidad de tal conversión tras
la muerte, como en lo tocante al número de los convertidos114.
El motivo de la desatadura, es decir, de la salvación dada a
los muertos, no se ha de comprender menos objetivamente,
como contenido de la proclamación. Lo mismo que el estado, de
Jesús en la muerte no se describe subjetivamente.-tampo.co,..se
habla de la eficacia subjetiva de la proclamación a los «espíritus
encarcelados»: la descripción dramática de un triunfo vivido113, de
un encuentro gozoso de Tesús con los prisioneros, especialmen­
te del nuevo Adán con el antiguo, no es una consideración pia­
dosa e ilícita, pero va más allá de lo que la teología puede decir.
Si a la necesidad de sistema hay que ponerle coto en algúrT
momento, es en éste; de otro modo, conduciría sin cortapisas a
la doctrina de la apokatástasis.
En vez de eso, la Iglesia se ve remitida el sábado santo a un
acompañamiento desde lejos: Gregorio Nacianceno nos exhorta a
tomar parte espiritualmente en el descenso del Señor: αν els αδου
κατίη, συγκάτελθε, γνώθι καί τα έκεΐσε του Χρίστου μυστήρια116
Tomás de Aquino repite la exhortación: «Nam Christus descendit ad
inferos pro salute nostra, et nos frequenter debemus solliciti esse
illuc descendere...«117. Queda en pie la cuestión de cómo sea posi­
ble tal acompañamiento —puesto que el redentor se expone vica-f
ñámente a una soledad extrema— y de si se puede calificar de otro
modo que como acompañamiento, en cuanto se realiza mediante
cierta participación auténtica, es decir, impuesta cristianamente, en
dicha soledad: estar muerto con el Dios muerto.
Notas
1 Con razón concede Atanasio gran importancia a la sepultura oficial de
Jesús. Su muerte es definitiva y queda refrendada: D ein e. Verbi 23 y 26 (PG 25,
136, 141). En Mc 15,45 se habla del πτώμα (cadáver). Que Jesús fue sepultado
pertenece a la fórmula más antigua de confesión, 1 Cor 15,3-4 (J. Kremer, D as
älteste Z eugnis von d er A uferstehung Christi, Stuttg. Bib. Stud. 17, Stuttgart 1966,
pp. 36s.). Las fuentes (reelaboradas continuamente) no dejan claro quién ente­
rró finalmente a Jesús. Cf. Hch 13,29.
2 Breve símbolo bautismal armenio: DS 6.
3 Marcelo de Ancira: DS 11.
4 Cod. Laudianus: DS 12; Ambrosio: DS 13; Agustín: DS 14 etc.
5 Trad, apost. (rec, lat.): DS 10; Nicetas de Remesiana: DS 19 etc.
6 «Murió, bajó a los infiernos, ordenó lo de allí (τα εκβισε οικονόμησαν
τα), y los porteros del infierno temblaron al verle» (esto último en alusión
directa a Jb 38,17 LXX). Cf. también los sínodos de Nicea (359) y
Constantinopla (360).
7 Comm, in s y m b n. 18 (PL 21, 35©.
8 Los detalles: DThC IV/1, pp. 568-574 («Descente de Jésus aux enfers»).
9 Mt 14,2; 16,21 par; 17,9; 27,6s. par; Jn 2,22; 5,21; Hch 3,15 etc. Rm 4,24s.;
6,4.9 etc.; 1 Cor 6,14. Los muertos en general sólo son «resucitados» pasivamen­
te: 1 Cor 15,12ss.29.32.35, etc.; 2 Cor 4,14; Ga 1,1; Ef 1,20, etc. - Ascensión al
cielo: άνελημφθη: Me 16,19; Hch 1,2.11.22; 1 Tm 3,16.
10 Análisis de los mitos en cuestión de Sumeria, Asiria y Babilonia, Egipto,
Grecia, Roma y entre los mándeos: DBS II, 397-403.
11 W. Schneemelcher, Apokr. Evang., pp. 348-356.
12 C atcquesis 14* n. 19 (PG 33, 848-349).
13 H om ilía p a r a sá b a d o san to (PG 43, 452-464, compendiada en H. de
Lubac, C atholicism e, París 1941, pp. 336s. (trad, al.: K atholizism us als
G em einschaft, Einsiedeln 1943, 21970 con el título: G lauben au s d er Liebe,
Johannes Verlag, Einsiedeln, pp. 383-389).
114 Horn. 1 d e p a sch a le (PL 47,1043) ■ Pseudo-Agustin, Serm o 160 d e p a sch a
(PL 39, 2059-2061).
15 ΣΗβ Vorstellung von d er H öllen fahrt Christi, Zurich 194916 Ib. pp. 135-153, dónde es claramente visible la aplicación de distintos
conceptos neotëstamentarios al pasaje. Reza así: «El Kyrios Dios (el Santo) de
Israel se acordó de sus muertos que duermen bajo la tierra. Descendió (κατέβη)
a ellos para anunciarles (εύαγγελίσασθαι.) su salvación*.
Ib;, p. 204.
18 Kyrios Christos, Gotinga 21921; mismo autor, «Zur Hadesfahrt Christi», en
19 (1920), pp. 50-66.
19 D er D escensus a d in feros in d er alten K irche, TU 3a Serie, vol. 13, Leipzig
Bëdin 1919, pp. 453-576.
20 Así, por ejemplo, J. L. König, D ie L ehre von Christi H öllen fahrt n ach d er
H eiligen Schrift d er ältesten K irche, den christlichen Sym bolen u n d n ach ih rer
vielum fassenden Bedeutung, Francfort 1842.
21 Así de radical, F. Huidekoper, The B elie f o f the First Three Centuries con ­
c ertin g Christ's M ission in the Underworld, Boston 1854, y de modo parecido
ya la teología de la Ilustración.
22 Cf, la gran colección de textos de J. Kroll, Gott u n d H ölle, D er M ythos vom
D escensuskam pfe, Studien der Bibi. Warburg 20, Leipzig 1932.
23 No se puede referir al sufrimiento del crucificado, pues para los muertos
su sufrimiento es pasado; pero es librado por Dios de los «dolores de la muer­
te»: la muerte personifica el reino de los muertos, el seol.
24 «Los dolores de la muerte», 2,24 según Sal 17,6 LXX; pero el hebreo b eb el
significa «lazo» (cf. Sal 119,61; 140,6): aluden, por tanto, a los lazos de la muer­
te, que no pudieron retener a Cristo.
25 Con acierto K. Gschwind, op. cit., p. 159: «La salvación de Jonás del vientre
del pez... me parece, por tanto, que estaba contenida de foima completamente
clara en el auténtico sentido del signo de Jonás», pese a Le 11,30.
26 St. Lyonnet, «S. Paul et l’Exégèse juive de son temps. A propos de Rm 10,68», en M élanges bibliques A. Robert,, Paris 1957, pp. 494-506, cita un fragmentario
Targum de Jerusalén Π a Dt 30,12-13: «¡Ojalá tuviéramos a alguien como el profeta
Jonás, que bajara a las profundidades del mar para que nos la subiera Qa ley), y
qué nos trajera sus preceptos para que los cumpliéramos!». Por tanto, no fue Pablo
quien efectuó el cambio de la horizontal del mar en su profundidad vertical. La exis­
tencia de una idea así puede arrojar también luz sobre el logion de Jonás en Mateo.
27 H. Schlier, Epheser; p. 192 [trad, esp.: La carta a los E fesios, Salamanca
199U, con muchos otros.
28 W, Bieder, H öllenfahrt, p. 8929 D ie N iederfahrt Christi in d ie Unterwelt, Munich 1911.
30 Ante todo B. Reicke, The D isobedient Spirits a n d Christian B aptism ,
Copenhague 1946; además W. Bieder: ThZ 6 (1946), pp. 456-462; mismo autor,
D ie Vorstellung von d er H öllen fahrt Jesu Christi, Zurich 1949; W. J. Dalton,
Christs P roclam ation to the Spirits, Roma 1965.
31 «C’est dire, que nos opinions son seulement probables, que la meilleure
exégèse sera celle qui s’interdit de solliciter le texte et la philologie, et qu’il est
impossible enfin — quoi qu’on dise— de parler d’un enseignement commun de
l’Eglise aujourd’hui sur ce thème» {Les Epîtres d e S. P ierre, Paris 1966, p. 147).
32 Hch 10,42; 17,31; 1 Cor 4,5; 2 Tm 4,1; 1 P 5,4.
33 Op. cit., pp. 70ss.
34 Epheser, pp. 15ss.
35 Op. cit., p. 116.
36 J. Jeremias, D er O pfertod Jesu Christi, Calwer Hefte 6 l, 1963, p. 8.
37 La obra más completa sobre la tumba de Jesús es la de Duguet (orátbria¿
no con tintes jansenistas, 1649-1733), Le T om beau d e Jésu s Christ, Paris
1731/1732, 1735, con todo el material patrístico; según Bremond CH istoire, vol.
9), es la obra maestra de Duguet. Cf. DS 1759ss. Sobre el entierro: J. Blirizler,
op. cit., pp. 282ss.
38 Hay un «paraíso de Adán», un «paraíso de los justos que duermen» («seno
de Abraham», «edén», que corresponde al Elíseo helénico) y un paraíso escatológico. Cf. W. Bousset - H. Greßmann, R eligion des Judentum s; Tubinga 21925,
p. 282; P. Volz, E schatologie d er jü d isch en G em einde, Tubinga 1934, pp. 4l7s.
39 J. Haag, «Gehenna», en Haag BL, 21968, pp. 529-531 [trad, esp..
D iccion ario d e la B iblia, Barcelona 1963, pp. 739-740].
40 J. Nelis, «Totenreich», en Haag BL, pp. 1773-1774 [trad. esp. cit., pp. 17731774]; de él hemos tomado los pasajes indicados; ofrece bibliografía.
41 Igualmente Fulgencio, A d Thrasym undum 1, 3, c. 30 (PL 65, 294); DThC
IV/1, p. 602.
42 Sent. 4, cc. 19-20 (PL 186, 824-825).
43 Esta idea es ya del judaismo tardío: cf. P. Volz, op. cit., p. 257.
44 In ep .Ja c . c. 3 (PL 83, 27).
45 III tr. 5, q. 2, c. 4 (Quaracchi IV, 233).
46 L. 12, cc. 32-33, nn. 60-64 (PL 34, 480-482). Con la edad, le pesó su auda­
cia, y retiró a medias lo dicho en las R etractacion es 1, 2, 24, 2 (PL 92, 640).
47 D e P raedest. 17 (PL 122, 417s.); D e D ivis, Nat. V, 949s., 971s.
48 D octa Ign oran tia III, 9-10 (Petzelt I, 107-112).
49 R. Klein, «L’enfer de Ficin», en E. Castelli (ed.), üm anesim o e Esoterism o,
Padua I960, pp. 47-84. En la misma obrarse habla de influencias arabes. De Ficino
tomaron esta idea Francesco Giorgi (.H arm onia M undi III, 7, cc. 14-17) y
Giordano Bruno (De vinculis in genere, Opp. lat. ΙΠ). Cf. también sobre todo esto.*
P. Courcelle, «Les Pères devant les Enfers viigiliens», en AHD 22 (1955), pp. 5-74.
Sent. 4, c. 24 (PL 186, 828).
51 «Propter duo inferna missus est Dei Filius, undique liberans: ad hoc nas­
cendo, ad illud moriendo- (En. in Ps 85, n. 17 [PL 3 7 ,1093s.]). Pues la tierra, con
su miseria, y su mortalidad, su ir y venir, sus tim ores , cupiditates , h orrores , la e­
titiae incertae, spes fra g ilis; se ha de calificar ya absolutamente como un in fer­
num. Por eso se puede ya aquí orar: «Quoniam non derelinques animam meam
in inferno» (Sal 15,10; 85,12-13; cf. Hch 2,27). Ciertamente, Ireneo criticaba a los
gnósticos cuando éstos calificaban este mundo de infierno: Adv. H aer. V, 31, 2.
52 Así, en S. Th. ΠΙ, q. 57, a. 2 ad 2, distingue un primer descensus secu n ­
dum exin an ition em , cuyo sujeto es Dios, y un segundo al Hades, que denomi­
na m otus localis, cuyo sujeto es el hombre.
53 In 3 Sent., d. 22, p. 3, a. 1.
34 Ib.
55 Expos. sym boli a. 5 (Spiazzi, η. 92Θ: «Descenditque cum illo in foveam»
(ib., η. 930).
‘ 56 Policarpo, 2 a d P hil 1, 2 (Fischer 248).
D e an im a, c. 55 (PL 2, 742).
s* .¿rfy. Ä w r, V, 31, 2 (PG 7, 1209). Cf. Hilario, In Ps 5 3 ,4 (PL 9, 339 A); In
Ps 138,22 (PL 9, 803 C-804 A).
59 Adv. H aer., III, 23, 2 (PG 7, 961).
60 PL 35, 2277.
* Or. i ¿fe dorm ition e (PG 97, 1048).
62 Expos, sym boli a. 5 (n. 927); cf. In 3 Sent., d. 26, p. 2, a. 5; qla. 1, sol. 3;
S. Th. m , q. 52, a. 1 c.
*3 Sum m a III (Quaracchi IV, n. l6 l , p. 223a). Ésta es también la doctrina del
Aquiiïâte: el pecado original retiene a los justos en el infierno: «Ad vitam gloriae
propter peccatum primi parentis aditus non patebat* (5. Th. III, q. 53, a. 5 c.).
“ In 1 Tim (PL 17, 493).
65 D ep ot, lig. atqu e solv., c. 19 (PL 196, 1171).
66 Cf. mi trabajo «Umrisse der Eschatologie*, en Verbum C aro, Johannes
Verlag, Einsiedeln I9 6 0 ,31990, p. 285 [trad, esp.: «Escatología», en Verbum C aro ,
Madrid 1964, pp, 325ss.].
Pohle-Gierens, D ogm atik III, Paderborn 91937, p. 660.
M oralia, 1. 10, c. 9 (PL 75, 929 A).
Serm o 4 (PL 210, 204).
70 Texto según J. A. Jungmann, M issarum Sollem nia I, Viena 1948, p. 38. Cf.
Pedro Crisólogo, Serm o 74: «sistuntur inferna* (PL 52, 409 C).
71 «Cum igitur malitiae vis se totam effundisset,... quando conclusa sunt
omnia sub peccato, quando vitiorum tenebrae ad summum usque terminum
venerant: tunc apparuit gratia,.., tunc in tenebris et umbra mortis sedentibus
ortus est justitiae sol»: In diem nat. Christi (PG 46, 1132 BC).
72 D e in ea m . 45 (PG 25, 177).
t 73 5. Th. III, q. 52, a. 1 c.
7<* A. Landgraf (ed.), Écrits théologiques d e Vécole d ’A bélard, Lovaina 1934, p. 16.
75 Véase supra.
76 Fulgencio ve al menos esta com passio (A d Thrasym., 1. 3, c. 30), aun cuan­
do, siguiendo a Agustín, no la toma realmente en serio (PL 65, 294s.).
77 Sobre Gn 42,38 (WA 44, 523); E. Vogelsang, «Weltbild und Kreuzes­
theologie in den Höllenfahrtsstreitigkeiten der Reformationszeit», en A rch, f Ref.
geseb. 38 (1941), pp. 90-132.
7* Sobre Sal l6,10 (WA 5, 463).
79 Cf. W. Bieder, op. cit., pp. 6-7.
80 Institutio II, 16, 10-12.
81 B ekenntnisschriften, 1938, p. 159.
82 W. Bieder, op. cit., pp. 6-13; M. Waldhäuser, D ieK en ose u n d d ie m odern e
protestan tische Christologie, Maguncia 1912.
83 E xcitationes, lib. 10, edición de Basilea 1565, p. 65984 «Cum vero Deus et dicendo: ‘Adam, ubi es?’ mortem significaverit animae,
quae facta est illo deserente, et dicendo: Terra es, et in terram ibis’ mortem sig­
nificabat corporis, quae illi fit anima discedente, propterea de morte secunda
nihil dixisse credendus est, quia occultam esse voluit propter dispensationem
Testamenti Novi, ubi secunda mors apertissime declaratur, ut prius ista mors
prima, quae communis est omnibus, proderetur ex illo venisse peccato,... mors
vero secunda non utique communis est omnibus, propter eos, 'qui secundum
propositum vocati sunt'... quos a secunda morte per Mediatorem Dei gratia libe­
ravit- CDe Civ. D ei L 13, c. 23, 1 [PL 41, 396-3971).
85 DS 901 y con bastante frecuencia; 1 Tm 2,4-6; 4,10; Tt 2,11; ÍRm 12,32; 1
Cor 10,33; Flp 2,11; Hb 9,28; 2 P 3,9; Jn 12,32.
86 Sobre todo esto: A. von Speyr, K reu z u n d H ölle, impresión privada,
Einsiedeln 1966.
87 M. Aubineau, -Le thème du ‘boubier’ dans la littérature grecque profane et
chrétienne-, en RSR 50 (1959), pp. 185-214. Orígenes hablaba de una letrina dél
mundo (Num. h. 14, 2, Baehr. 7, 124). Esta imagen reaparece en Swedenborg,
Oetinger y F. von Baader.
88 L. Eizenhöfer, -Taetrum chaos illabitur», en ALW 2 (Regensburg 1952), pp.
94s.; Pedro Crisólogo, Serm o 74: -Movetur chaos* (PL 52, 409 C).
89 Div. Nat. V, 6 (PL 122, 873 C). Para Cirilo de Alejandría, Horn, p asch al. 7
(PG 77, 552), Jesús al redimir el Hades despoja tanto al diablo, que éste se
queda solo y vacío.
90 N achgelassen e Schriften,, t. 5, Lucerna 1836: «Die Hölle-, pp. 545-569.
91 Derecho del diablo sobre las almas, sangre de Cristo pagada a aquél como
rescate, o engaño del diablo cuando Cristo penetra en su reino, pues no posee
facultad para retenerlo, etc.: textos en Diekamp-Jüssen, K ath. D ogm atik H,
Münster 121959, pp. 323-324.
92 Hormisdas, Ep. «In terea qu ae» ad Ju stin u m im peratorem (DS 369).
S3 Adv. H aer. IV, 22, 1 (PG 7, 1047 A).
94 Sum m a A lexan dri III, tr. 7, q. 1, a. 1 (Quaracchi IV, n. 205).
95 M oralia 29 (PL 76, 489). Sobre el descenso a la ínfima profundidad del
seol, cf. ya Od. S al. 42, 13ss.
96 1 Sent., c. 14, sent. 15 (PL 83, 568 A).
97 Filón Carpasio, Comm, in Cant, (sobre el -descenso del novio a su jardín-:
6, 1): -Con ello me parece que se alude al descenso del Señor al infierno», y
Filón justifica su opinión recurriendo a las palabras que Jesús dirigió al ladrón
en la cruz (PG 40, 112-113).
98 Proclo de Constantinopla, Serm o 6, n. 1 (PG 65, 721).
99 Expos. symb. (n. 928).
100 Ib., 935.
101 Tomás, Sent. Ill, d. 22, q. 2, a. 2; 5. Th. III, q. 52, aa. 2-8.
102 D ie L ehre von d er Erscheinung Christi unter den Todien, Bema 1853, p.
367, según W. Bieder, op. dt., p. 17.
103 Citas en W. Bieder, op. cit., pp. 22-25. Por lo demás, de modo parecido
se había manifestado ya Herder, para quien el «viaje al infiemo· representa el
«desarrollo», desde la comprensión puramente sensible del Antiguo Testamento,
a la espiritual del Nuevo: E rläuterungen zu m NT III, 1, en Werke, Cotta 1852,
pp. 7, 131.
104 J. Gnilka, Ist 1 K or 3 ,1 0 -1 5 ein Schriftzeugnis fil r d as Fegfeuer?,
Düsseldorf 1955.
105 Ib., pp. 20ss.
106 La cuestión de cuándo entra en acción este fuego — tras la muerte del
individuo o con el «juicio final— pertenece al tratado de escatología, y se puede
dejar sin discutir aquí.
107 Ex. h. 6 QBaehr. VI, 197-198). Cf. Pseudo-Agustín, Serm o 1 9 7 «Tunc leo­
nem et ursum strangulavit quando ad inferna descendens omnes de eorum fau­
cibus liberavit* (PL 39, 1819).
108 Gf. M. J. Scheeben, D ogm atik %266 III, Friburgo 1961, pp. 356ss.
109 Se ve obligado a plantear el purgatorio como un proceso entre ambos
estratos del Hades, el inferior, donde es atormentado Epulón, y el superior,
donde Lázaro es recreado en el seno de Abraham; pero, en primer lugar, se
interpone en su camino la afirmación del ch aos m agnum situado entre ambos
«lugares*, y, en segundo lugar, el proceso de purificación no lleva a los p u rg an d i
a Dios, sino sólo a otra forma de la p o en a dam ni. Sólo tras el paso de Cristo
por el infierno, el Hades superior deja de ser la «salida· del purgatorio, y pasa a
serlo el cielo {Sent. 1, 4, 21-26; PL 186, 823-830). Cf. también Ludolfo de Sajonia,
Vita Christi II, c. 68: «De Sabbato Sancto·, η. 5.
110 J. Monnier, op. cit., pp. 183-192; B. Schultze, «La nuova soteriologia russa»,
en OrChrP 12 (1946), pp. 130,176; J. H. Schulz, «Die ‘Höllenfahrt’ als ‘Anastasis’»,
en Z K Ih 81 (1959), pp. 1-66.
111 M. Bauer, D ie Ikon ographie d er H öllenfahrt Christi von ihren A nfängen bis
zum 16. Jah rh u n d ert; tesis doctoral mecanogr., Gotinga 1948; G. Cornelius, D ie
H öllen fahrt Christi, Munich - Autenried 1967; H. Rothemund, «Zur Ikonographie
der Höllenfahrt Christi», en Slav. R undschau II (1957), pp. 20ss.; O. Schönwolf,
D ie D arstellung d er A uferstehung Christi, ih re Entstehung u n d ih re ältesten
D enkm äler, Leipzig 1909; J. Villette, L a R ésurrection du Christ dan s l'Art, París
1947; E. Völter, D arstellung d er A uferstehung Christi bis zu m 13. Jahrhu n dert,
Friburgo s. f.; R. B. Green, «Höllenfahrt Christi (in der Kunst)», en RGG III, pp.
410s.; H andbuch d er Ikonenkunst, Slav. Institut, Munich 21966, p. 308.
1U No se trata de «exhortaciones» e intentos de convertir, como hace supo­
ner, por ejemplo, Hilario, In Ps 118; 11, 3 (PL 9, 572-573).
113 Hermas piensa en una prolongación de esta obra ultraterrena de predi­
cación a través de los apóstoles y doctores: Sim. 9 ,1 6 , 5 (Funk 1, 532). Orígenes
hace de los profetas, y sobre todo del Bautista, precursores también en el Hades
de la proclamación de Jesús: C. Cels.} 1. 2, c. 43 (PG 11, 865); Reg. h. 2 (865).
Clemente sigue la opinión de Hermas, de que esa proclamación es continuada
también tras la resurrección de Jesús a través de sus discípulos: Strom . 6, 6 (PG
9, 265); 2, 9 (PG 8, 980).
114 La especulación oscila entre un vaciamiento completo del Hades en el
sentido de una redención de todos (cf. Cirilo de Alejandría, Hom. p asch . 1 [PG
77, 657] y Pseudo-Ambrosio, H om . d e P aschate, cc. 3s.; todos cayeron en Adán
al infierno y fueron atormentados allí hasta que llega Cristo, somete el infierno
y los libera a todos) y una redención sólo de las almas (¿judías, tal vez también
paganas?) que poseían el mérito de cierta fe y una vida buena, o de una con­
versión in ultimis: Ireneo, Adv. H aer. 4, 22 y 27, Is. (PG 7, 1047 y 1056-1058);
Orígenes, C. Cels. 2, 43 (PG 11, 865 ); Ambrosiaster, In Eph 4, 9 (PL 17, 387:
«quotquot cupidi eius essent»); In Rom 10, 7 (PL 17, 143: «quicumque, viso
Salvatore apud inferos, speravit de illo salutem·); titubea Gregorio Nacianceno,
Or. 45, 24 (PG 36, 657: todos o al menos los creyentes en él); Crisóstomo, In
Mt, h. 26, 3 (PG 67, 416: también paganos que no esperaron en Cristo, si no
adoraron a ningún ídolo, sino que veneraron al Dios verdadero); Filastrio de
Brescia, D e h aeres. 125 (PL 12,1251-1252), considera incluidos a los poetas, filó­
sofos y otros paganos, con la condición establecida por Crisóstomo; el más res­
trictivo es Gregorio Magno, E p 1. 7, 15 (PL 77, 869-870: no «omnes qui illic con­
fiterentur eum Deum», sino «solos illos... liberavit, qui eum et venturum esse cre­
diderunt et praecepta eius vivendo tenuerunt*; pues, lo mismo que hoy la fe y
las buenas obras son necesarias para la redención, también debieron serlo
entonces); Agustín, Ep. 164, 14 (PL 33, 715: «recte intelligitur solvisse et liberas­
se quos voluit») deja la cuestión abierta. De este modo se extiende todo el aba­
nico, desde la opición más amplia a la más restrictiva.
115 Allí aparece el motivo de que Cristo, con su llegada al Hades tenebroso
bañó todo de luz; cf. Dólger, Sol Salutis, Münster 21925, pp. 336-364; a menudo
repetido, así ya en el evangelio de Nicodemo (Schneemelcher I, pp. 349, 351):
«A la medianoche, penetró en las tinieblas que allí había algo así como un rayo
de sol que resplandeció... todos los rincones oscuros del Hades quedaron ilu­
minados»); de modo parecido Pseudo-Agustín, Serm o 160, 2, d e P ascha (PL 39,
2060: «Quisnam est iste terribilis et niveo splendore coruscus?»); lo mismo
Cesáreo, Horn. 1 in P aschate (PL 67, 1043); hasta en las obras teatrales pascua­
les, el fuego pascual encendido ante la Iglesia a oscuras, que es introducido en
la iglesia como lum en Christi, simboliza la entrada de Cristo en el Hades, que
en virtud de dicha entrada se transforma en paraíso: R edentin er Osterspiel (escri­
to en 1464), Golther, 492. - También aparece el motivo de una lucha con el dia­
blo, que se ve obligado por el poder superior de Cristo a abrir los «portones de
bronce* y a dejar entrar al vencedor triunfante. La primera victoria de Cristo
sobre el infierno anuncia una segunda y definitiva en el juicio final, donde el
infierno quedará definitivamente destruido. Así, en la obra teatral redentina y
hasta en Ayres, H istorischer P rocessus ju ris in w elchem sich L u zifer ü ber Jesum ,
darüber,; d a ß er ihm d ie H öllen zerstört, beklaget, Francfort 1680. - Finalmente,
el motivo del encuentro con Adán, de los diálogos mantenidos en ese momen­
to (ya en el evangelio de Nicodemo, muy bellamente en la predicación del
Pseudo-Epifanio, PG 43, 452-464), diálogos que se amplían en las obras teatra­
les de la Pasión. Cf. P assion du P alatinus. «Issiez hors de ceste prison / Mi ami,
mi cousin, mi frère. /Je vieng de la destre mon pere / Pour vous sauver ai morte
soufferte. / Maintenant vous sera ouverte / La porte d'enfer e li huis», en:
Pauphilet (ed.), Jeu x et S apien ce du Moyen-Age, Pléiade, p. 257; St. G aller
Passionsspiel, Hartl 1952, versos 1509-1529; D as Osterspiel von M uri, Ranke
1944, pp. 45s.; D onaueschin ger Passionsspiel, Hartl 1942, versos 3949ss. Y ya
Efrén: «Ramus se inclinavit usque ad Adamum in infernum, deinde se erigens
assumpsit eum atque reduxit in Eden» [Hymni (Lamy) IV, 678, cf. 758, 762-764];
Casiano, Inst. Ill, 3, 6 (Petschenig 36-37); sermón del Pseudo-Tadeo en Edesa
(en Eusebio, H istoria E clesiástica 1, 13, 3). En nuestra época, P. Claudel, que ha
reflexionado y poetizado de multiples maneras sobre el Hades (cf. su drama del
descensus. Le Repos du Septièm e Jour,; escrito en 1896) ha hablado de una pro­
cesión interior el sábado santo desde el infierno al cielo («La Sensation du
Divin», en P résen ce et Prophétie, Paris 1942, pp. 113s.).
116 Or. 45 Qn Sanctum P ascha) η. 24 (PG 36, 657 A).
117 Expos. sym b. (n. 932).
V.
LA IDA AL PADRE
(DOMINGO DE PASCUA)
El Nuevo Testamento entero se muestra unánime a la hora de
afirmar que la cruz y el entierro de Cristo sólo muestran toda su
importancia a la luz del acontecimiento del dominfio de pascua,
sin el cual nóTRabría fe cristiana. Ponemos dicho acontecimiento
bajo el epígrafe «ida al Padre», que es joánico (Jn 16,28) y debe
ser enriquecido con las restantes descripciones del acontecimien­
to para ser comprendido plenamente: el Padre es el creador que
el domingo de pascua completa su obra actuando en el Hijo; él,
al exaltar al Hijo, concluye su misión y la presenta visiblemente
al mundo, enviando a la vez al mundo el Espíritu común a
ambos. A la estructura de este fenómeno pertenece a priori lo
siguiente: el hecho de que este suceso que lo compendia todo se
nos escape (en cuanto acontece en el Padre en la eternidad) y al
mismo tiempo se nos revele (para que creyendo podamos captar
el sentido de la historia de salvación); el que sea «suprahistórico»
o «prehistórico»1 e histórico; el hecho de que puede, tanto poseer
la máxima certeza teológica, como hacer saltar, pese a todo, la
forma del relato mundano con su modo de afirmación y presen­
tación, situando por ello a los exégetas ante problemas nunca
solubles del todo, de manera que se entabla «un diálogo crítico
constante entre análisis histórico y comprensión teológica»2. Pero,
puesto que la certeza de fe del evento acontecido impulsa por sí
misma la multiplicidad de intentos intramundanos de declaración
(que son criticables por la exégesis), dicha multiplicidad, preci­
samente en su carácter contrapuesto y contradictorio, está tam­
bién llena de contenidos teológicos sumamente importantes; de
todo ello obtenemos las tres perspectivas principales demuestra
-imtêsüigaeién: 1. la afirmación teológica fundamental, que se
puede esbozar en su unicidad y en sus líneas básicas convergen­
tes; 2. lasituadóm e^gática, cuyas aporias resultan en gran medi­
da de la estructura del acontecimiento pascual mismo, con lo cual
el intento de clarificarlas lleva al exégeta a ciertas opciones que
le fijan de antemano el método de investigación; 3. el despliegue
de los aspectos..,teológicos contenidos en las presentaciones
divergentes, cuya abundancia e importancia tal vez hayan sido la
única razón para dejar estar, unas junto a otras, las incongruen­
cias de los relatos.
1. La afirm ación teológica fundam ental
La afirmación teológicaJundamental se debe explicar, a su
vez, en tres aspectos: en su carácter-único (junto con la proble­
mática de cómo algo absolutamente sin analogía e imposible de
presentar esquemáticamente se puede y se debe expresar, no
obstante, en formas catégoriales y desde determinados horizon­
tes de comprensión); en su estructura trinitaria (pues al Padre se
le atribuye enteramente la iniciativa, pero el Hijo aparece actuan­
do por sí mismo como el que vive, y el Pneuma «se libera· para
el mundo precisamente desde el domingo de pascua); finalmente, en los modos, principales, que-tiene eLResucitado. de most-rarse y conducjrse, modos que se describen de forma coincidente y
que, como tales, fundamentan el carácter inconmovible de la fe
pascual.
fr
\ Ç- &UtS pcíÜO
ljz . El carácter único de la afirmación
aa. Ley fundamental de toda filología es que a los textos hay
que dejarles decir lo que de por sí quieren decir3. La cuestión de
si lo que dicen tiene o no validez para nosotros4 viene sólo en un
segundo momento. «Pero es d ecisiv a la plena m irLcjdejic.ia-e.nJa
propia confesión universal de fe en la resurrección de Tesús·5. La
confesión de fe dice por un lado: la afirmación denota una reali­
dad objetiva, tal como se expresa en las primitivas fórmulas bre­
ves y aclamaciones: «¡Es verdad! (S vtcos) ¡El Señor ha resucitado
y se ha aparecido a Simón!» (Le 24,34), «Dios resucitó a Jesucristo
de entre los muertos» (Hch 2,32; 3,15; 4,10), etc. Pero por otro
lado supone una-afirmación que sólo se puede hacei.eiUa,4e*-áe
la resurrección «no habló la Iglesia de forma distante v sin com­
promiso, sino con una pQs.tura.deimplicación y confesión»6. Esta
confesión funda la Iglesia. Si Cristo no hubiera resucitado, no
habría ni Iglesia ni fe: «Tanto ellos como yo [Pablo], esto es lo que
predicamos; esto es lo que habéis creído» (1 Cor 15,11). La una­
nimidad de la proclamación no se entiende acumulativamente
~ u n número de individuos es en este punto de la misma opi­
nión—, sino que, en la medida en que los testigos son unánimes,
constituyen ellos mismosTÍalglesIa: ésta es, por tanto, el auténti­
co sujeto de la fe pascual, lo mismo que esta fe es el auténtico
objeto por el cual la Iglesia queda constituida ante todo como
sujeto creyente. Sin la presencia viva del Señor iniciad^ el domin­
go de pascua, no hay Iglesia7. De ahí que no se trate de despla­
zar la resurrección de Cristo, con Schleiermacher y su escuela, del
centro de la fe eclesial8; todaje_ología-eGlesial4iene-ínás»bien en
la resurrecclón su^aunto^de-partida, el único desde el cual la exis­
tencia terrena de Jesús y su cruz reciben su trascendencia9.
El testimonio más antiguo10 de la resurrección es la fórmula de
fe que Pablo recuerda a los corintios enjl Cor 15.3-5: «Que Cristo
murió por nuestros pecados, según las Escrituras / y que fue
sepultado / y que resucitó al tercer día, según las Escrituras / y
que se apareció a Cefas y luego a los Doce... Se discute dónde
termina esta antiquísima fórmula, dispuesta rítmicamente; con
toda seguridad, no antes de «Cefas», pues el «se apareció» requie­
re un predicado; también los «Doce» pertenecen a lo fundamen­
tal. Pablo prosigue la lista: «Después se apareció a más de qui­
nientos hermanos a la vez... luego se apareció a Santiago y a
todos los apóstoles; y en último término se me apareció también
a mí, que soy como un aborto». La fórmula contiene lo que Pablo
mismo, tras su conversión (en el año 33 o poco después) «reci­
bió» de los apóstoles en Jerusalén. El texto muestra muchos ras­
gos no paulinos11, muy probablemente semíticos12, y puede pro­
ceder de Jerusalén, o en todo caso de Antioquía. Los paralelos
entre «Cefas y los Doce» y «Santiago y todos los apóstoles» no hay
por qué atribuirlos a corrientes rivales y separadas de tradición,
como se supuso a menudo desde Hamack; tampoco se han de
entender primordialmente como «fórmulas de legitimación» apos-
todo ello obtenemos las tres perspectivas principales rie_rme.stra
JxLvest-igaeién.: 1. la afirmación teológica fundamental, que se
puede esbozar en su unicidad y en sus líneas básicas convergen­
tes; 2. la situaclómexegé-tlca. cuyas aporias resultan en gran medi­
da de la estructura del acontecimiento pascual mismo, con lo cual
el intento de clarificarlas lleva al exégeta a ciertas opciones que
le fijan de antemano el método de investigación; 3. el despliegue
de los aspectos, teológicos contenidos en las presentaciones
divergentes, cuya abundancia e importancia tal vez hayan sido la
única razón para dejar estar, unas junto a otras, las incongruen­
cias de los relatos.
1. La afirm ación teológica fundam ental
La afirmación teológícaJundamental se debe explicar, a su
vez, en tres aspectos: en su carácterjúnico (junto con la problemática de cómo algo absolutamente sin analogía e imposible de
presentar esquemáticamente se puede y se debe expresar, no
obstante, en formas catégoriales y desde determinados horizon­
tes de comprensión); en su estructura trinitaria (pues al Padre se
le atribuye enteramente la iniciativa, pero el Hijo aparece actuan­
do por sí mismo como el que vive, y el Pneuma «se libera» para
el mundo precisamente desde el domingo de pascua); finalmente, en los modos principales que tiene el JElesucitado .demostrarse y conducirse, modos que se describen de forma coincidente y
qÚe^como tales, fundamentan el carácter inconmovible de la fe
pascual.
i j a. El carácter único de la afirmación
aa. Ley fundamental de toda filología es que a los textos hay
que dejarles decir lo que de por sí quieren decir3. La cuestión de
si lo que dicen tiene o no validez para nosotros4 viene sólo en un
segundo momento. «Pero es decisiva ia plena-.ccdncidenci¿uen-la
propia confesión universal de fe en la resurrección de Tesús»5. La
confesión de fe dice por un lado: la afirmación denota una reali­
dad objetiva, tal como se expresa en las primitivas fórmulas-hrer
vps yjrlamarinnp.c· «¡Es verdad! (όντως·) ¡El Señor ha resucitado
y se ha aparecido a Simón!» (Le 24,34), «Dios resucitó a Jesucristo
de entre los muertos» (Hch 2,32; 3,15; 4,10), etc. Pero por otro
lado supone una.afírmación que sólo se puedeJiacenen-la^fe-ée
la resurrección «no habló la Iglesia de forma distante v sin com­
promiso. sino con uniÜ 3Qsíuxa.,deJimr>licación y confesión»6. Esta
confesión funda la Iglesia. Si Cristo no hubiera resucitado, no
habría ni Iglesia ni fe: «Tanto ellos como yo [Pablo], esto es lo que
predicamos; esto es lo que habéis creído» (1 Cor 15,11). La una­
nimidad de la proclamación no se entiende acumulativamente
—un número de individuos es en este punto de la misma opi­
nión—, sino que, en la medida en que los testigos son unánimes,
constituyen ellos mismosTlaTIglesJá: ésta es, por tanto, el auténti­
co sujeto de la fe pascual, lo mismo que esta fe es el auténtico
objeto por el cual la Iglesia queda constituida ante todo como
sujeto creyente. Sin la presencia viva del Señor iniciada el domingodejpascua, no hay Iglesia7. De ahí que no se trate de despla­
zar la resuiTeccfón de Cristo, con Schleiermacher y su escuela, del
centro de la fe eclesial8; toda teologí¿ueclosial-4iéno-íaás»bien-en
la resuirección su punto-de .partida, el único desde el cual la exis­
tencia terrena de Jesús y su cruz reciben su trascendencia9.
El testimonio más antiguo10 de la resurrección es la fórmula de
fe que Pablo recuerda a los corintios en] 1 Cor 15,3-5: «Que Cristo
murió por nuestros pecados, según las Escrituras / y que fue
sepultado / y que resucitó al tercer día, según las Escrituras / y
que se apareció a Cefas y luego a los Doce...». Se discute dónde
termina esta antiquísima fórmula, dispuesta rítmicamente; con
toda seguridad, no antes de «Cefas», pues el «se apareció» requie­
re un predicado; también los «Doce» pertenecen a lo fundamen­
tal. Pablo prosigue la lista: «Después se apareció a más de qui­
nientos hermanos a la vez... luego se apareció a Santiago y a
todos los apóstoles; y en último término se me apareció también
a mí, que soy como un aborto». La fórmula contiene lo que Pablo
mismo, tras su conversión (en el año 33 o poco después) «reci­
bió» de los apóstoles en Jerusalén. El texto muestra muchos ras­
gos no paulinos11, muy probablemente semíticos12, y puede pro­
ceder de Jerusalén, o en todo caso de Antioquía. Los paralelos
entre «Cefas y los Doce» y «Santiago y todos los apóstoles» no hay
por qué atribuirlos a corrientes rivales y separadas de tradición,
como se supuso a menudo desde Harnack; tampoco se han de
entender primordialmente como «fórmulas de legitimación» apos­
tólica (¿para qué echar mano, entonces, de la aparición a los qui­
nientos hermanos?)13. Parece indiscutible que Pablo quiere ordenaroronológicamente, de algún.iXK)dcüa¿5pgS£ií5iíH,iy.''^ffinñSs
desatinado resulta el intento de traducir el έφάπαξ (en «quinien­
tos hermanos a la vez») por «de una vez por todas», y pretender
reducir todas las demás apariciones a esta una y única15. Por otro
lado, tampoco se debiera proyectar sobre la fórmula toda una
teología de la misión cristiana primitiva16.
Las afirmaciones fúndameata!fis.deJa_fQimula-SQn.dos. En pri­
mer lugar, hay un gran número de testigos de la resurrección; el
hecho de que todavía hoy se les pueda «preguntar» (v. 6) no sig­
nifica en modo alguno qu^Pablo quiera «demostrar* la resurrec­
ción; más bien remite a lo s «testigos escogidos de antemano» (Hch
10,41), entre los. euale&-s&-incIuye-.él-mismo. En segundo lugar, ya
en esta primitivísima fórmula la cruz y la sepultura están vincula­
das con la resurrección y aparición del Resucitadpjen una unidad
confesional; ya aquí —y esto es importante—(Ta cruz>se,CQncib.e
desde el horizonte de.la resurrección comamuerte expiatoria «por
nuestros pecados», y ambas, muerte y resurrección, se entienden
como comprensibles en el horizonte global de la Escritura y como
iluminación definitiva de ésta17. Ambos acontecimientos se sitúan
frente a frente 0a cruz, además, queda subrayada mediante la
mención de la sepultura.· cuando uno es enterrado, se confirma
definitivamente que está muerto)18;,ambos se califican de conexos,
pero distintos, mediante la repetición del «según las Escrituras».
Así, se debe dar la razón á lBaítR contra.-Bultmann cuando dice
que ^resurrección, es un acto^propio-de-Dios19. y no sólo toma
de conciencia de la significación de la cruz20. La fórmula prepau­
lina de Rm 4,25 une el proceso de nuestra justificación, no con la
cruz, sino primera y esencialmente con la resurrección21. Desde
los textos, no cabe poner en duda la objetividad del acto previo
de Dios en Cristo, que después llega a tener su efecto secundario,
ciertamente decisivo, para el mundo en general y para cada hom­
bre en particular. La negación de esa objetividad, desde
Schleiermacher hasta Bultmann, pasando por Herrmann, el maes­
tro de éste, —porque dicha objetividad supuestamente neutraliza
la relación existencial con el yo creyente, y «dogmatiza» o «mitologiza» el proceso— conduce a la eliminación también de la signifi­
cación de la cruz para la redención: entre el Dios de lá gracia y el
yo agraciado desaparece la mediación objetiva de Cristo22.
bb. El hecho de que un muerto vuelva a la vida no es algo
completamente único en el ámbito bíblico: pero no es esto lo que
se quiere expresar con líá~resurrección de Tesúsl sino más bien su
sí de una vez para siempre (Rm 6,10), y por consiguiente ha tras­
pasado de una vez para siempreio.s límites de este.e_ón-para pasar
a_Dios (Hb 9,26; 1 P 3,18)T^s^s, al contrario que David, y que
incluso los resucitados por él mismo, fue eximido de la corrup­
ción .(Hch 13,34), vive para Dios (Rm 6,10), vive «por los siglos de
los siglos» y «tiene las llaves de la Muerte y del Hades» (Ap l,17s.).
Esto, como se dice con razón una y otra vez, carece de analo­
gías23. Quiebra de manera única e irrepetible todo nuestro mundo
de vida y muerte para con ese quebrantamiento abrir ciertamente
un camino nuevo hasta la vida eterna de Dios (1 Cor 15,21ss.)· En
este paso único de un eón al otro, sin embargo, ambos términos
son importantes: no sólo el ser llevado al otro lado, al nuevo eóñ
(que erróneamente se concibe en contraposición a la temporali­
dad del antiguo como una eternidad abstracta e intemporal)24,
sino la indicación del terminus a quo, del punto de la historia
donde ésta queda superada de manera decisiva. Por eso se puede
decir resueltamente que la resurrección es «un acontecimiento-real
ultramundano... p o r q u e l - . - h a . ~ e n
como una historia particular dentro .deJa histojia-humana gene­
ral»25. Se puede incluso aventurar el intento de insertar la resu­
rrección como acontecimiento histórico dentro del contexto glo­
bal de la historia en general26. Pero también se puede hablar de
un «margen histórico» de la resurrección27 o de que el aconteci­
miento «metahistórico» tiene una «vertiente que se abre hacia la
historia»28, con lo cual resulta evidente también la ambigüedad de
los signos históricos cuando se separan del acontecimiento de la
fe. Con razón, por tanto, se ha rechazado como peligrosa la alter­
nativa «histórico»-«no histórico»29; históricamente (es decir, intrahistóricamente) sólo se puede anunciar que la historia cósmicohumana ha quedado abierta de par en par hacia Dios en tanto que
el Dios superior a la historia actúa en el Hijo muerto y hace que
\ e l Hijo vivo se manifieste superior a la historia dentro de la histoj h u j ’or eso, como aún habrá que explicar, nadie fue testigo de la
resurrección como tal30, y la tumba vacía no fue entendida desde
el principio como «prueba» de la resurrección31. En definitiva,
nadie podía ser observador imparcial del Señor que se revela.
Ahora bien, con ello se plantea agudamente la cuestión del
modo de entender este acontecimiento único. Tal comprensión
sólo es posible si se dan horizontes de comprensión catégoriales
que se trasciendan, no obstante, ante lo único, y lo hagan con­
vergiendo en lo único. De tales fundamentos de la comprensión,
la Escritura nos ofrece principalmente tres: 1. la idea (creciente)
del Dios vivo, que en su alianza es un Dios de vivos; 2. el hori­
zonte abierto de la apocalíptica judía precristiana; 3· la preten­
sión del Jesús histórico de convertirse para los hombres que se
encontraban con él en decisivo para la salvación y condenación
eternas.
El Dios de la alianza fue desde siempre, no sólo el Dios vivo,
sino el dispensador de vida; -para el israelita sólo hay verdadera
vida en comunión con el Dios vivo·32. «Pues en ti está la fuente
de la vida» (Sal 36,10). Para Jesús, Dios no es «un Dios de muer­
tos, sino de vivos» (Mt 22,32). Ya en la Antigua Alianza la piedad
levítica trasciende a partir de este pensamiento los límites de la
muerte impuestos inexorablemente al hombre: se imaginaba una
«seguridad que sólo procedía de la certeza de la indestructibilidad
de una comunión de vida que había ofrecido Dios»33. Pero Jesús
es, en cuanto Palabra viva y encarnada de Dios, el que vive
auténticamente (Jn 14,19, etc.); más aún: el que vive en sí mismo
por el Padre (Jn 5,26). Por tanto, es lógica la pregunta de los
ángeles de la tumba a las mujeres: «¿Por qué buscáis entre los
j muertos al que está vivo?» (24,5; cf. 24,3; Hch 1,3; 25,19). l o
único, lo que no cabía esperar, que un muerto resucite a una vida
/ definitiva e inmortal, se muestra como el desbordamiento de algo
) conocido, y hasta de algún modo ya esperado.
El horizonte (profético-)apocalíptico del judaismo tardío ofre­
ce diferentes categorías que ayudan a entender el carácter único
del misterio pascual; pero ninguna de ellas basta, sino que fallan
en el momento decisivo. Desde Dn 12,2 y el apocalipsis de Is 2427, la idea de una resurrección de los_muertos..resuljla..con:iente
para una parte del m daismo (Hch 23,8; cf. Me 9,10). Por el con­
trario, no se planteaba para dicho judaismo una anticipación indi­
vidual de la resurrección general de los muertos. «La resurrección,
una nueva existencia corporal, se aguarda por lo general sólo en
la irrupción del mundo nuevo venidero. Cuando los discípulos
hablan de la resurrección de Jesús, afirman de esta persona indi­
vidual el acontecimiento escatológico por antonomasia. Va en esa
misma línea Pabló cuando junta la resurrección de Jesús con la
resurrección escatológica de los muertos y califica al resucitado
de primicia del mundo nuevo (1 Cor 15,20-58). Así, el kerigma
pascual es para el mundo judío una declaramón-única-erusu
género e inaudita. Y al rrmndo hplgnístiro Je resulta-extraña»**· No
obstante, antes de que tropecemos con este límite evidente de la
categoría «resurrección de los muertos», se debe reflexionar por
un momento sobre el hecho de que, para la comprensión y
vivencia judía, con la certeza de la resurrección real de Jesús
debía parecer que de algún modo el antiguo eón, la temporalidad, había llegado a sü fin. Por eso hay en los estratos más pri­
mitivos de los relatos pascuales algo así como una coincidencia
entre resurrección v parusía. como una experiencia de presencia
absoluta de la actuación última de Dios, tras la cual no se ha de
esperar nada más. Sólo la reflexión sobre el hecho de que los tes­
tigos de este acontecimiento permanecían aún en la temporalidad
dividió de nuevo el presente escatológico en un ahora y un más
tárde, un poseer y una renovada esperanza y expectativa próxi­
ma. H. W. Bartsch ha descubierto el parentesco formal de Mt
28,2-4 y la cristofanía de Ap l,13ss., y conjetura igualmente, tras
là angelofanía mateana, una original aparición de Cristo; clara­
mente apocalíptico es también el fragmento de Mt 27,51s., con el
terremoto, el quebrantamiento de las rocas, la apertura de las
tumbas y la corresurrección el día de pascua de muchos cuerpos
dé santos dormidos. A ello corresponden también las tinieblas
que se extienden por toda la tierra (Me 15,33 par) como signo de
la irrupción del fin del mundo (Am 8,9). Y las palabras de Daniel
sobre la aparición del Hijo del hombre sentado a la derecha del
Poder y que viene sobre las nubes (Me 14,62), muy bien se pue­
den referir primeramente al presente del acontecimiento escato­
lógico35. En dirección parecida mira también Ph. Seidensticker,
cuando reúne los fragmentos de «relatos pascuales de estilo apo­
calíptico» (sobre todo dependientes de Dn 7), y por ejemplo refie­
re «el poder y la Venida de nuestro Señor Jesucristo» de 2 P 1,16,
no al regreso al final de los tiempos, sino a la poderosa venida
del Señor en el presente eclesial36, y además entiende como una
escena apocalíptica Mt 28,16-20, donde se describe a Cristo exal­
tado investido con «todo poder» (έδόθη μοι πάσα εξουσία) y la
adoración que le rinden los discípulos37. Pero todo ello no pudo
ser sino un intento intelectual, que pronto se demostró insufi-
cíente, de hacer creíblg-en la predicación el acontecimiento-pasçûâTflne-SÊjdebia-inte-Ff^etar38. Algo parecido se puede decir del
intento de W. Pannenberg de convertir el trasfondo intelectual
apocalíptico en la conditio sine qua non para la comprensión de
la resurrección de Cristo39
(Es Pannenberg)una vez más quien elabora del modo más radi­
cal eFterœ F planteamiento, siguiendo por un lado la línea de
pensamiento de Albert Schweitzer (cristología radicalmente escatológica), y por otro la de Eduard Schweizer, quien quería escla­
recer el camino y la autocomprensión de Jesús desde el horizon­
te de comprensión del esquema profético judío del justo
humillado y exaltado40. Sí A- Schweitzer afirma que Jesús vivió e n
tensión proléptica hada- el -re^Q-venidero-y su, propia-mvestidura como mesías e Hijo del hombre, pero en la cru,z_¿acasóuen,.sus
aspiraciones, Pannenberg dice igualmente que vivió en la «antici­
pación de una confirmación· por parte de Dios Padre «que sólo
se podía esperar del futuro», confirmación que correspondía a la
visión histórica de los apocalípticos, pero que, puesto que Jesús
vivió en tensión hacia «la inminente resurrección general de los
muertos», ya no había de realizar él mismo. Así, por exactamen­
te que se capte el carácter proléptico de la pretensión mesiánica
absoluta, esta concepción falla esencialmente, sin embargo, en
que quiere manejar un doble horizonte de comprensión cuya
combinación es imposible. El justo sufriente (lo mismo que el
profeta sufriente) no es nunca un mesías sufriente: no existe tal
idea en tiempos-de les-ús41. Tampoco Is 53 está vinculado con la
idea del mesías. Por eso la «anticipación» por parte de Jesús de su
«justificación» por el Padre puede tener, desde luego, una analo­
gía en la confianza de fe del justo humillado, pero nada más;
pues la pretensión de Jesús es, al menos formalmente, mesiánica
según su intensidad y sus implicaciones, pero la categoría exis­
tente de mesías no ofrece tal pretensión como anticipación.
En el acontecimiento de la resurrección se cumplen v se rom­
pen simultáneamente todos los esquemas previos: deben ser uti­
lizados en la predicación, pero su uso acumulativo indica preci­
samente que cada uno de ellos sólo puede realizar una
aportación fragmentaria a un todo trascendente: «Lo que los dis­
cípulos confesaban caía fuera de lo pensable»42. Cada autocomprensión determinada de la Iglesia exigía a su vez la elaboración
de esquemas nuevos: así, la expectativa inmediata de la joven
Iglesia se distingue profundamente de la expectativa profética e
incluso de la de Jesús, porque, en efecto, con la resurrección ha
irrumpido ya fundamentalmente el fin, y sólo cabe aguardar aún
su entrada en vigor. Las categorías ya elaboradas van pasando a
ser imágenes y medios de expresión que, por tanto, se pueden
utilizar simultáneamente sin que entren en mutua competencia.
Así, en los estratos más primitivos ya no cabe separar el esque­
ma muerte-resurrección y el esquema abajamiento-exaltación43.
Desde el primer horizonte de comprensión antes mencionado
hay que añadir la categoría «vida*, que, sin embargo, no se debe
separar de las demás ni destacar como la única que sigue valien­
do para nosotros44. Para Lucas hay que añadir la categoría «análempsis» (arrebatamiento como muerte y ascensión al cielo), pro­
bablemente basada en los raptos veterotestamentarios45. Para
Juan, la «exaltación», lo mismo que la «glorificación», adquiere un
doble sentido: denota la exaltación en la cruz y en la resurrec­
ción, realidades ambas que constituyen tan sólo aspectos del
único «ir», «subir» al Padre. Y no sólo la cruz y la resurrección.
También la resurrección, la ascensión y pentecostés están en él
«íntimamente ligados entre sí»46. A ello se añade que, ya en la
reflexión más primitiva sobre el misterio pascual, la figura_del
siervo de Dios v de su sufrimiento vicario se convierte en la ima­
gen clave de la interpretación, romo m uestran las fó rm u las prepaulinas de Rm 4,24s.; 10,947; cf. 1 Cor 11,26 y la fórmula recogi­
da en 1 Cor 15,3*5· Parece estar claro que en esta última fórmula,
la referencia a las «Escrituras» alude fundamentalmente a Is 53tóTodas estas categorías son intrabíblicas; hoy en día es algo
generalmente reconocido que en la interpretación original de la
resurrección de Jesús no entran en juego analogías del mundo
religioso pagano (de dioses que mueren y resucitan)49; dichas
analogías se pueden añadir, en el mejor de los casos, de forma
secundaria y a título puramente ilustrativo. Por eso no era fácil
predicar la resurrección de Jesús a paganos, a quienes las cate­
gorías bíblicas resultaban extrañas, la s analogías que Pablo saca
en 1 Cor 15,35-41 del ámbito de la naturaleza son poco clarifica­
doras, por lo cual el apóstol vuelve poco después a echar mano
de las imágenes judías y apocalípticas. Las γραφαί se han de
tomar como un todo, y esto reza incluso para los paganos: el
acceso decisivo a la comprensión de la resurrección se produce
desde la convergencia de imágenes de toda la Escritura antigua.
Aun cuando en el cántico cultual de Flp 2,5-11 pudiera haberse
usado un esquema mítico (de un dios que desciende y asciende
de nuevo), la idea central de que el descenso fue obediencia al
Padre hasta la muerte, vacía completamente el mito para llenarlo
de sustancia puramente bíblica, puramente cristológica en defini­
tiva: el que desciende no se exalta a sí mismo, el Padre trinitario
exalta al Hijo obediente hasta la cruz50.
Esta larga colección de imágenes aplicadas al misterio de la
resurrección —y no hay en ella otra cosa que imágenes; incluso
«resurrección» es una imagen— nos lleva a la siguiente conclu­
sión: el misterio expresado es. en su carácter único, imposible de
esquemati7a.r-jdesde-perspectiva-alauna. Las imágenes circundan
un centro al que no cabe acercarse, y que tiene por sí mismo la
fuerza magnética para ordenar concéntricamente en tomo a sí
esta corona de imágenes51. Y lo mismo que las imágenes no pue­
den por sí mismas juntarse en una unidad objetiva, tampoco las
experiencias subjetivas de los testigos pueden integrarse (como
se ha de mostrar aún) en el contenido de su testimonio52.
No se quiere decir con esto que no podamos perseguir un enri­
quecimiento progresivo de la comprensión teológica de la resu­
rrección desde el cual todo se clarifique. A nadie debe asombrar,
sino que debe parecer normal, que la síntesis teológica en tomo
al centro de la resurrección sólo seYeaJizara gradualmente^ No
había nada preparado: los evangelios cuentan claramente «que, la
resurrección de Tesús sorprendió completamente a sus discípulos.
Dan a entender, además, que la resurrección de Jesús se situaba
totalmente fuera de lo que los discípulos podían razonablemente
esperar. Así mismo, las ideas de que dispomän no contaban con
espacio alguno para una resurrección de Jesús»53. Si prescindimos
del fragmentario perfil antes mencionado de las imágenes apoca­
lípticas, la primera reflexión debió de ser que Dios había tomado
partido contra quienes mataron a Jesús y a favor de éste, y que
había exaltado a su siervo constituyéndolo Señor y Mesías (Hch
2,36). Y al ser «justificado» Jesús por Dios, también lo son sus
adeptos: el primer pensamiento de la justificación, y por tanto del
perdón de los pecados, se vincula con la resurrección, todavía no
con la cruz (Rm 4,25; cf. Le 24,46s.)54. Y puesto que también la sig­
nificación salvifica «para nosotros» de la muerte de cruz (como se
muestra probablemente sobre la base de Is 53) se dedujo de la
resurrección —ya en época prepaulina55 y con la total aceptación
posterior de Pablo— , en el pensamiento paulino permanece un
esquema relativo al poder salvador de la resurrección, en el que
éste es superior al de la Pasión (Rm 5,10.17; 8,34). Sin embargo,
en lo sucesivo cruz y resurrección son inseparables para Pablo, y
después también para los evangelios: inseparables como la pre­
gunta oscura y su clara respuesta, pero luego también como la
actividad decisiva y oculta y su resultado manifiesto; la actividad
no procede tampoco principalmente de quienes crucifican (Hch
2,36; 3,14; 4,10), aun cuando éstos lo hagan conforme al designio
y previo conocimiento (Hch 2,23) y plan explícito de Dios (Hch
3,18ss.; Le 24,7.26.46), sino que quien actúa realmente es Dios,
que entrega por amor a su Hijo (Rm 8,32; 2 Cor 5,21); y éste toma
sobre sí con amor activo nuestros pecados (Rm 8,32; Ga 2,20) y
nuestra maldición (Ga 3,13; Col 2,13s.). Y si Pablo funde ya el
amor de Dios Padre y el del Hijo humanado en la obra de reden­
ción de cruz y resurrección (Rm 8,32.35.39) —lo mismo que habla
también de un Espíritu del Padre y del Hijo (Rm 8,9.11)— , Juan
puede ver glorificado finalmente ese amor inseparable de Padre e
Hijo también en la inseparabilidad de cruz y resurrección. Con
ello se desarrolla además el reconocimiento implícito de la divini­
dad de Jesús (quien en cuanto exaltado a la condición de Kyrios
recibe ya el título veterotestamentario de señorío propio de
Yahvé)56, hasta llegar al explícito al final del evangelio de Juan57
(Jn 20,28; cf. 1,1), y la idea de la preexistencia real del Hijo se
introduce de forma lógica, y no, por ejemplo, simplemente en vir­
tud de un esquema mítico dado (que se podría conjeturar en Flp
2,6-11). En el curso de la reflexión, la experiencia cristológicamente determinada del tiempo se va enriqueciendo (quizás en
dos direcciones contrarias): el que está presente en la pascua,
pero después desaparece, se convierte en el venidero Hijo del
hombre escatológico, mientras que, por otro lado, debido a la
experiencia pascual, el carácter futuro de la figura daniélica no se
considera simplemente ocultamiento escatológico junto a Dios
(como en el libro de Henoc; cf. Hch 3,21), sino presencia en la
historia de la humanidad «todos los días hasta el fin del mundo»
(Mt 28,20; Jn 14,19). Además, toda la vida, obra y palabras de
Jesús en sus días en la tierra se deben ir examinando lenta y gra­
dualmente de nuevo desde la resurrección, acercándolas a su luz
definitiva; un proceso este cuyas fases podemos seguir hasta cier­
to punto en los estadios de composición de los evangelios.
Finalmente también se han de reflexionar propiamente la dimen­
sión y efecto antropológicos, de teología de la historia y cósmicos
de la resurrección. En primer lugar, la determinación del hombre
creyente por el acontecimiento salvifico de la cruz y la resurrec­
ción: morir con Cristo, ser sepultado con él, resucitar con él (Rm
6), y eso naxoma.un. acQnreciinieD]tojlnicD.^inaxoma ujn„p„ermanente_ser_«in Christa-58. En segundo lugar, la teología de la his­
toria (por un lado, la situación global de la historia en Rm 8,1825; por otro, su dialéctica en Rm 9-11). Por último, la cosmología
en Efesios y Colosenses (cf. Hebreos), lo cual abre finalmente 4a
posibilidad de una ontología cristiana desde la perspectiva de una
teología de la resurrección·'59. Pero todo este despliegue no se
vuelve especulación anárquica, sino que permanece totalmente
inserto en el ámbito de la palabra predicada de la Iglesia, y por
consiguiente de la fe que no ve (Rm 10,9; Jn 20,29).
b. La forma trinitaria de la afirmación
El desconcierto producido por la plétora de imágenes de la
afirmación kerigmática se esclarece cuando se presta atención a
la forma trinitaria fundamental de ésta. La resurrección del Hijo
muerto se atribuye constantemente a la actuación del Padre, y en
íntima conexión con jdicha resurrección está la efusión del
Espíritu divino. Sólo gracias a que «Dios envió a nuestros corazo­
nes el Espíritu de su Hijo» (Ga 4,6), llega el acontecimiento obje­
tivo a ser existencial para nosotros. En este punto hay que recor­
dar, una vez más, que los textos prohíben toda equiparación del
acontecimiento salvifico con la actualidad de su mensaje; el men­
saje transmite el testimonio del encuentro del Cristo vivo, encuen­
tro que por su parte remite a un acontecimiento presupuesto,
pero no contemplado por nadie más quéT30f-aqtieíia~«nóche tan
(' dichosa»60.
^
-- H. Schlier ha llamado la atención sobre el hecho de
que là proposición de Bultmann según la cual Cristo ha resucita­
do en el kerigma significaría un milagro no menos asombroso
I que la afirmación de su resurrección objetiva, cuyo objetivismo
^dogmático se pretendía eliminar con esta interpretación61. Sólo si
se empieza por reconocerle al acontecimiento su dimensión tri­
nitaria, se puede hablar a continuación debidamente del «pro
nobis» y el «pro mundo».
^
—
—
Por un lado, en la contraposición de ambas voluntades, la del
Padre y la del Hijo, en el Huerto de los olivos y en el abandono
del Hijo por parte de Dios en la cruz, se hace visible la suprema
oposición económica entre las personas divinas. Por otro lado,
para el pensador profundo, dicha oposición se muestra como la
manifestación última de la actividad salvifica, conjunta y unitaria,
de Dios, cuya lógica interna (8et: Me 8,31 par; 9,31 par; 10,34 par)
se da a conocer a su vez en la unidad inseparable de la muerte
en cruz y la resurrección. Juan da a este misterio trinitario su
expresión más breve, al acuñar a partir de la Antigua Alianza62 la
fórmula 4a Palabra se hizo carne·. Con ella explica al hombre
Jesús que vive, muere y resucita, como el cumplimiento de la
palabra viva de Dios de la Antigua Alianza; muestra el aconteci­
miento Jesús como la consecuencia última y efusiva del aconte­
cimiento Dios; y entiende la resurrección del Hijo como la toma
del poder por parte de Dios en su mundo, por la irrupción fun­
damental del reino63.
í Al Padre, por tanto, se le atribuye constantemente la iniciati­
va en la resurrección del Hijo. Actúa, y lo hace como quien es
para el mundo, como su creador, al llevar a término su acción
creadora mediante la resurrección de los muertos. La afirmación
se repite de forma estereotipada: «Por ejemplo, en los paralelis­
mos de Hechos de los Apóstoles: ‘Matasteis al jefe que lleva a la
vida, pero Dios le resucitó de entre los muertos’ (Hch 3,15; cf.
2,24; 5,30 y a menudo). La formulación da a entender con ello
que la resurrección de Jesucristo es un hecho de poder de Dios,
un hecho ‘de la energía de su fuerza poderosa’, como dice p i ­
rofóricamente Ef 1,19 (cf. Col 2,12). En vez de la dynamis de
i Diojy- en tal contexto se habla también d^six-doxa: ‘Cristo fue
^resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre’
(Rm 6,4), por tanto, por el poder de transfiguración de Dios...
Finalmente, es también por la fuerza del Espíritu de Dios, de su
Pneuma, por lo que aconteció la resurrección de Jesucristo, como
indican Rm 8,11 y 1 P 3,18. En tal actividad poderosa y transfiguradora de su Espíritu, Dios se muestra hasta tal punto, y tan
definitivamente, como el Dios que resucita a los muertos, que
esos predicados participiales y relativos (‘que resucitó a Jesús de
entre los muertos’, Rm 8,11; 2 Cor 4,14; Ga 1,1; Ef 1,20; Col 2,12),
como dice en una ocasión J. Schniewind, se convierten en ‘títu­
los honoríficos’ de Dios»64. Con esta actuación, Dios (Creador y
Padre) proporciona simultáneamente la justificación última de la
verdad de su palabra y también de la verdad de la vida de su
obediente Hijo, que se identifica con esta palabra suya.
Se muestra, por tanto, como el Dios fiel y vivo, en el que ya
creyó Abraham: «Abraham creyó... en Dios,., que da vida a los
muertos... que resucitó de entre los muertos a Jesús Señor nues­
tro» (Rm 4,17.24). Y sella su alianza con el mundo definitivamen­
te al «reconciliar consigo al mundo en Cristo» ( 2 Cor 5,19), «tuvo
a bien hacer residir en él toda la plenitud (de su obra de gracia),
y reconciliar por él y para él todas las cosas, pacificando, median­
te la sangre de su cruz, los seres de la tierra y de los cielos» (Col
1 1,19-20). Por eso se puede decir que toda la actividad del Dios
vivo ha tenido desde siempre puestas sus miras en la resurrec­
ción del Hijo65; que la consumación de la cristología mediante la
actuación paterna es al mismo tiempo el cumplimiento de la acti­
vidad creadora66. Pero, en tanto que la Palabra de Dios se hizo
carne y murió en aras de la fidelidad de Dios, la resurrección de
la Palabra no se convierte por ejemplo en su repliegue, sino en
su glorificación ante el mundo, en su justificación ante todos, en
su entronización como el definitivo Pantokrator y, finalmente,
puesto que la muerte de Jesús fue una muerte sacrificial por el
mundo, en la aceptación solemne de este sacrificio. Todos estos
as"pectos~distintos gírañen torno arnu^^óTcóiíteamiento. Se ha
hecho notar con frecuencia que, con la resurrección de Cristo,
Dios pone definitivamente de manifiesto su doxa—queden la
Antigua_Alianza.-seJaacíajvisjblv...una v otra vez..en.s.us.actos67: el
término ώφθη, utilizado en relación con las apariciones del
Resucitado, hace referencia precisamente a la manifestación del
kabod divino68. El himno de 1 Tm 3,16 dice que, de ese modo,
Dios se justificó a sí mismo y a su Hijo: έδικαιώθη έν πνεύματι
(es decir, en la existencia de resucitado); es la «sentencia del
Padre» (K. Barth) en el proceso que el mundo ha sostenido, y
aparentemente ganado, contra la Palabra de Dios, proceso que
i sin embargo ahora pierde debido a la intervención del abogado
de Cristo y de Dios (Jn 16,8-11). Si se quiere (con Pannenberg)
/ hablar de una pretensión proléptica del Hijo, el Padre confirma
dicha pretensión mediante la resurrección69. La justificación de la
Palabra crucificada es al mismo tiempo su entronización en la
condición de Kyrios, entronización que el himno de Filipenses
describe solemnemente (Flp 2,9-11) y a la que también pertene-
I
ce la presentación del «nuevo» Señor ante los ángeles (ώφθη
άγ
U üil3,16)70. Si el
en
el ontexto cultua (como hace con gran estilo la carta a los
Hebreos), la. resurrección se convierte en la aceptación del sacri:
ficio por parte,.d e j a divinidad:este punto de vista (destacado
intensamente por F. X. Durwell) corresponde sobre todo a la tra­
dición teológica francesa^desde Bérulle y Condren hasta De la
Taillé71. «La mentalidad cultual exige una auténtica aceptación del
sacrificio por parte de la santidad de Dios»72; cuando Jesús antes
de la Pasión pronuncia el «αγιάζω έμαυτόυ» (Jn 17,19) se sustrae
al mundo profano y se entrega a la santidad ardiente de Dios
para «ser degollado» (Ap 5,6.9.12; 13,8) «como víctima de suave
aroma» (Ef 5,2), porque él es el «cordero sin tacha y sin mancilla»
(1 P 1,19), entregado «por muchos» (Mt 20,28; Me 10,45), «para
que ellos también sean santificados en la verdad» (Jn 17,19). Pero
el cordero que carga con el pecado (Jn 1,29) no se eleva a sí
mismo hasta el altar celestial para allí sentarse eternamente en el
trono con el Padre y recibir los cánticos de alabanza de la eter­
nidad; el acto del cordero consiste sólo en entregarse y abandonarse
Tt 2,14; Hb 9,4): en «manos» de aquel
Tic 23,46) que puede_.vi.debe recibir este-jsaŒ ificio^ôonvirSâo
en significativo y fecundo. Sólo en virtud de esta aceptación tiene
sentido la ideäT efe "que" «los que comen de la víctima sacrificial
están en comunión con el altar» (1 Cor 10,18). A esta aceptación
por parte del Padre insta la oración del Hijo: «Padre, glorifícame
tíL.» 0n 17,5).
^
Dios Padre, al llevar a término en la resurrección del Hijo
todas estas líneas de sentido, muestra al mundo a su Hijo resuci­
tado, glorificado. «Dios muestra a Jesús como su Hijo»73. Jiste mos­
trar es una concesión, un don, como lo expresa la fórmula luca­
na: Geos'... εδωκεν αυτόν εμφανή γενέσθαι (Hch 10,40). Dios, al
resucitar a su Palabra humanada de entre los muertos, es decir,
corporalmente, no retrocede ni un paso de la encamación; por
tanto, no es que Jesús debiera desaparecer en su corporalidad y
convertirse en espíritu para que la fe en él quedara libre del obs­
táculo constituido por su personalidad, y sólo así obtuviera con
la invisibilidad toda su pureza, como piensa G. Ebeling74. Sacar
, esta conclusión de Jn 16,7 resulta imposible ya a la vista de 16,22;
14,2, etc. El Padre no oculta en lo invisible su Palabra una vez
cumplida, sino que le encomienda la revelación, (άποκάλυψις)
¿MZWL
/
j
.
cJU. -q_
/
escatológicaJ^Ga 1,12.16). Y ésta se realiza -no a todo el pueblo,
.sino a los testigos que Dios había escogido de antemano“ (Hch
0,41), según aquello de que Dios no se desvela nunca de otro
iodo que en su esencial ocultamiento75. Y, sin emTpargoT puesto
que el Hijo ës Ta Palabra del Padre, éste se muestra a s í mismo al
hacer que el Hijo se manifieste como el justificado y glorificado.
Las apariciones del Resucitado son «autoofrecimientos de Dios a
través de él»76, y eso como «la meta de las automanifestaciones
precedentes de Dios»77, hasta el punto de que, con la resurrec­
ción,, .se ,
(
1
Cor 5,3s.) en su conjunto, y
no sólo textos proféticos aislados dentro de ellasT" "
É
El Padre, al mostrar al mundo a su Hijo como el definitiva­
mente vivificado por él, deja al Hijo toda la espontaneidad para
mostrarse. De otro modo se nos mostraría sólo una imagen, no
una persona viva. La libertad del Padre, para resucitar al Hijo en
un acto de señorío soberano, se manifiesta en la libertad del Hijo
para mostrarse por sí mismo con suma soberanía propia. Sobre
esto se ha de hablar aún más adelante. Lo decisivo en este
momento es la revelación del misterio trinitario de que precisa­
mente la/>g2om ddJffiíQ jáájXQ n^^^
en él se manifiesta. Y si a la obediencia última del Hijo pertene­
cía que él se dejase resucitar por el Padre78, no menos pertenece
al cumplimiento de su obediencia el que se deje «dar» el «tener
vida en sí mismo» (Jn 5,26), ,quedar revestido en lo sucesivo con
todas las insignias de la soberanía auténticamente divina, sin per­
juicio de que dichas insignias le pertenecieran ya «precósmica­
mente» (Flp 2,6; Jn 17,5)· El hecho de que Jesús llegue a ser lo
que ya es, tanto precósmica, como terrenamente, se debe tomar
absolutamente en serio en toda cristología: quien ve en ello una
contradicción, soslaya de antemano en su escucha y su pensa­
miento la proclamación del Evangelio. Sea que se destaque la dis­
tinción entre Jesús y el escatológico Hijo del hombre, subrayan­
do con ello su devenir (conforme a Me 8,38 par), sea que con Mt
10,33 se establezca su identidad acentuando con ello el ser, no se
puede aislar ningún aspecto, y la cristología dinámica, .no-se
puede se p a ra r d e la n n to ló g ira Con otras palabras: la renuncia a
15 «condición de Dios» y la asunción de la «condición de esclavo»
con todas sus consecuencias no introduce autoalienación alguna
en la vida trinitaria de Dios: Dios es lo bastante divino para,
mediante la humanación, muerte y resurrección, devenir, en un
sentido verdadero y no sólo aparente, aquello que como Dios es
ya desde siempre79. Sin minimizar la hondura del abajamiento de
Dios en Cristo, sino más bien en virtud de la intuición de que este
abajamiento «último» (Jn 13,1) era una sola cosa con la exaltación,
por ser ambas la expresión de un solo amor divino, Juan puede
ver ambas bajo las categorías «exaltación» y «glorificación»;
VuLmz&
άσυγχύτως·, άχωρίστως (DS 302). Por eso en esta visión panorá­
mica tampoco es contradictorio que Juan reconozca al Hijo muer­ ί
to y resucitado por el Padre (Jn 2,22; cf. 20,9) el poder, no sólo ■fxMbctTm
de entregar su vida, sino también el de recobrarla de nuevo
(10,18; 2,19), y con esta fuerza resucitar a los muertos en el tiem­
po (12,1.917) y al fin de los tiempos (5,21; 6,39 etc.) como la
resurrección en persona (αύτο-ανάστασις, se podría decir a ejem­
plo de la famosa expresión de Orígenes) (11,25). De hecho, la
absoluta obedienda^del^Hijo «hasta la muerte de cruz» está referi­
da QÎoîépticamentib comp tal al Padre (otra cosa sería absurda y
en todo caso no una obediencia absoluta y divina): al poder del
Padre, que es una sola cosa con su misión, se abandona el Hijo
en su extrema debilidad; pero dicha obediencia es hasta tal punto
amor al Padre, y con eflcTEasta tal punto una sola cosa On 10,30)
con el amor del Padre, que quien envía y quien obedece actúan
dgsde la misma libertad divina de amor: el Hijo, al dejar al Padre
la libertad para mandar hasta la muerte del Hijo; el Padre, al dejar
al Hijo la libertad para hacerse obediente hasta la muerte. Por
eso, cuando el Padre otorga al Hijo resucitado para la vida eter­
na la libertad absoluta para revelarse a sus discípulos en su iden­
tidad con el Jesús de Nazaret muerto, dotado con las señales de
la crucifixión, no le concede una libertad nueva, distinta y extra­
ña, sino la que es profundamente suya, del Hijo; y precisamente
en esta libertad suya propia revela el Hijo en última instancia la
libertad del Padre.
Se interpretan erróneamente del modo más burdo los testimo­
nios de la resurrección cuando se fijan en la expresión «aparición»
(pues, en todo caso, también se podría ver algo puramente ima­
ginativo), en lugar de dejarles testimoniar el encuentro con la
persona viva de Jesucristo, una persona a la que se ora80, a la que
se adoja-tJa--20T28), con la que se mantiene una «relación perso­
nal»; (Le pgrtenez-co» (Schniewind)81. La persona del. Resucitado
'con la quefsé^ncuentran los discípulos resulta para éstos reco-
nocible fundamentalmente gracias a su identidad con el
Crucificado; incluso Pablo, que no conoció al Jesús mortal, no se
aparta ni un ápice ante los corintios de la identidad entre el
ICrucificado y el Resucitado. Si se abandona dicha identidad —en
la línea de la gnosis o el ebionismo—, la fe cristiana como tal se
derrumba82. Precisamente esta unidad es la que presenta al
mundo Dios Padre, creador y fundador de la alianza, como su
palabra realizada hasta el final, propiamente como la alianza con­
sumada entre Dios y hombre, como la perfecta δικαιοσύνη θεού.
El Crucificado resucitado se ha convertido en la alianza eri per­
sona, por eso se le presenta «sentado a la derecha de Dios» (Sal
110,1) o «de pie» (Hch 7,56), investido de todo poder (Mt 28,18).
Debido a esta identidad, los encuentros de los discípulos con
Cristo no son ya visiones oscuras y sin importancia, sino testi­
monio del acontecimiento fundamental producido entre el cielo
y la tierra.
La resurrección del Hijo, finalmente, es revelación del Espíritu.
Para verlo en su origen no hay que partir de la división temporal
en períodos de Hechos de los apóstoles, donde el acontecimien­
to de la pascua y el de la ascensión están separados por un lapso
de tiempo de cuarenta días, y la ascensión se convierte en pre­
supuesto del envío del Espíritu en pentecostés. Si dejamos estar
por el momento la cuestión de los cuarenta días, la idea lucana83
de que sólo el Hijo que sube al Padre recibe de éste el Espíritu
Santo prometido para derramarlo sobre la Iglesia (Hch 2,33; l,4s.)
puede cobrar un sentido teológico más profundo, especialmente
cuando este acontecimiento se relaciona con la promesa joánica
del Señor en su despedida: debe irse para que pueda venir el
Espíritu (Jn 16,7), él rogará al Padre (en su exaltación, natural­
mente) para que envíe a los discípulos otro paráclito que perma­
nezca junto a ellos para siempre (14,16), e incluso les mandará él
mismo este Espíritu desde el Padre (15,26; cf. Le 24,49). Si se rela­
cionan estos aspectos con el lucano, la reunificación del Hijo, que
vino al mundo y subió a la cruz, con el Padre tras el perfecto
cumplimiento de su misión (Jn 19,30) —se podría decir especu­
lativamente: la reunificación de Padre e Hijo (¡en la naturaleza
humana de éste!) en el único principio (económico) de inspira­
ción— aparece como el presupuesto de la salida (económica) del
Espíritu a la Iglesia y el mundo redimido. Esta idea la aclara Lucas
con una diástasis condicionada en cierto modo, pedagógica y
también cultualmente, desde luego, por la dilatación del ciclo
temporal y festivo. Juan, en cambio, reúne pascua, ascensión y
Pentecostés con una visión teológica igual de esencial, y presen­
ta al Resucitado inspirando el Espíritu a la Iglesia la tarde misma
del domingo de pascua (20,22); pero alude también al aconteci­
miento de la «subida al Padre» (20,17), que precede a la espiración
del Espíritu, lucas tampoco pretende decir que Jesús tuviera que
aguardar a la ascensión para recibir para sí mismo «la promesa del
Espíritu Santo del Padre»: se trata desde el principio de una pro­
mesa hecha por Jesús a los discípulos, y que tiene puesta en ellos
su mira (Le 24,49), o bien de la gran promesa de Joel de la efu­
sión escatológica del Espíritu «sobre toda came» (Hch 2,17). Para
Lucas, lo esencial es que «el Espíritu no se puede recibir sino de
Jesús, lo mismo que en general sólo se puede tener parte en la /
época presente de la historia de la salvación como tiempo del
Espíritu, si mediante dicho Espíritu se tiene parte en el tiempo d e ,
Jesús»84.
En este punto es decisivo Pablo. Para él, los problemas cro­
nológicos entre resurrección de Jesús y Pneuma no existen;
ambas cosas se consideran, más bien, en estrecha unidad. Ya
hemos visto anteriormente que el Padre resucita al Hijo median­
te su Espíritu (Rm 8,11), y también que δύναμις, δόξα y πνεύμα,
que se alternan como principios resucitadores, son en gran medi­
da intercambiables. Pero el Espíritu no es sólo instrumento de la
resurrección, sino también medio en el que ésta se produce:
ζωοποιηθείς δε πνεύματι (1 P 3,18), έδικαιώθη êv πνεύματι (1
Tm 3,16; cf. Rm 1,4). Jesús no entra en él, sin embargo, como en
un medio extraño, sino como en su medio ancestral propio, pues
desde el principio es y posee, como «segundo Adán», el πνεύμα
£ωοποιούν (1 Cor 15,45), y en él resucita como σώμα πνευματικόν
(1 Cor 15,44), como totalmente identificado con la esfera del
Espíritu («el Kyrios es el Pneuma», 2 Cor 3,17). Quien quiera vivir
en el Kyrios, debe vivir en el Pneuma y conforme al Pneuma (Ga
5,l6.22s.25). Juan expresa lo mismo cuando dice que el Padre «da
sin medida» el Espíritu al Hijo terreno (Jn 3,34), y Jesús (como la
verdadera «roca en el desierto») se convierte en el dispensador de
agua y de Espíritu por antonomasia (7,38). Mas la roca debe ser
golpeada primero por la lanza de la Pasión para que tras su san­
gre mane esta agua(-Espíritu) que se promete previamente, antes
de la glorificación (7,39; 4,10.14), pero que después de ella —en
la unidad de Espíritu-agua-sangre— fundamenta y testimonia la
fe eclesial (1 Jn 5,6ss., Jn 3,5 8). Si Jesús espira en la cruz su
πνεύμα, sin duda también espira el Espíritu de misión «dado sin
medida» (πνεύμα αιώνων, Hb 9,14), que el Padre le devuelve al
resucitarlo como el que le corresponde de modo sumamente per­
sonal; Espíritu que en lo sucesivo será abiertamente divino, idén­
tico a δύναμι? y δόξα (cf. Rm 1,4).
Por eso para Pablo, lo mismo que para Hechos de los após­
toles, «según acreditan todos los autores neotestamentarios»85, la
obra del Espíritu que se revela en la Iglesia sigue siendo la autén­
tica prueba de que Cristo ha resucitado, es decir, de su toma de
posesión de la esfera divina del poder y del Espíritu cuya mani­
festación había prometido también a quienes creyeran en él. Con
el acontecimiento de pentecostés, Lucas proporciona un centro
cultual y datable a la conciencia que tiene la Iglesia de estar en
posesión viva del Espíritu. Dicha posesión del Espíritu se mani­
fiesta, no sólo en la continuación de los «signos y prodigios», en
virtud de los cuales Jesús mismo «fue acreditado por Dios» (Hch
2,22), sino igualmente por los sentimientos íntimos de la comu­
nidad: su oración, su fe viva, su comunión fraterna, su solicitud
por los necesitados, etc.86. Se manifiesta, finalmente, por la indi­
cación de que son admitidos a los sufrimientos de Cristo, cosa
que sólo es posible en virtud de la inclusión de los creyentes en
la esfera del Espíritu de Cristo87.,
7
La revelación decisiva del misterio de la Trinidad no se pro­
duce, por consiguiente, antes del mysterium p a s c h a li; como se
indicó al hablar de la Pasión, se prepara en la oposición de
voluntades del Huerto de los olivos y en el abandono de Dios en
la cruz, pero se muestra plenamente a la luz con la resurrección.
D. M. Stanley concluye su análisis del puesto de la resurrección
en la soteriología paulina con estas tres tesis: 1. «La salvación cris­
tiana, tanto de Cristo, como del cristiano, procede de Dios Padre.
2. Fue realizada perfectamente por Jesucristo en cuanto Hijo de
Dios en su sagrada humanidad, y mediante esta humanidad ya
glorificada se inicia el proceso de su realización en el cristiano.
3. Su realidad presente y su realización futura en el cristiano
depende del Espíritu Santo que habita en él como principio de la
adopción filial cristiana»89. No podemos ocupamos ahora de los
aspectos soteriológicos y eclesiológicos conectados directamente,
y por doquier, con esto. Baste indicar que «para el Nuevo
Testamento, en la resurrección de Jesús no sólo [tiene] su raíz la
Iglesia cristiana, sino también la teología específicamente cristia­
na, es decir, trinitaria, como despliegue de la fe en el Dios único
sobre la base del acontecimiento revelador fundamental en la
resurrección de Jesús de entre los muertos»90. Con ello se demues­
tra también negativamente que «la fe cristiana en el Dios trino
toca de hecho a su fin allí donde el mensaje neotestamentario del
resucitado es de alguna forma modificado, corregido o alterado
en su interpretación»91.
Pero precisamente con esto se pone de manifiesto otra cosa
importante. Al concluir Dios Padre por su Palabra una alianza con
Israel (y ya en la alianza de Noé, con toda la humanidad), pro­
metiendo en Abraham, dando la ley en el Sinai, apuntando y
orientando a una forma definitiva de alianza en los profetas, en
todas estas historias se trataba de un ser de Dios para nosotros y
con nosotros. Esto crece de punto una vez más en la humanación
de la Palabra de Dios y resulta incuestionable en la resurrección
de Jesús; más bien debe encontrar en ésta su conclusión. Desde
la resurrección de Jesús por parte del Padre, y la efusión de su
Espíritu común, Dios existe total y definitivamente para nosotros,
manifiesto para nosotros hasta en las profundidades de su miste­
rio trinitario, aun cuando precisamente esta profundidad que se
nos revela (1 Cor 2,10ss.) da a conocer su carácter insondable e
inescrutable (Rm 11,33) de un modo completamente nuevo e
imponente.
Por eso hay que ser cautos cuando se quiere convertir en
dominante el esquema joánico del redentor que desciende y
asciende de nuevo, que del Padre viene al mundo y abandona el
mundo de nuevo para ir al Padre (Jn 16,28); pues dicho esque­
ma queda completado en Juan mismo por otra perspectiva (por
ejemplo en los discursos de despedida y en las escenas de apa­
riciones, 20,19ss.). Completado, no eliminado, ciertamente, pues
realmente «os conviene que yo me vaya» (16,7); los discípulos
debían ser convertidos y elevados, de un «carnalis amor ad Christi
humanitatem», que «videbatur esse quasi homo unus ex eis», a un
«spiritualis amor ad eius divinitatem» mediante su alejamiento a la
esfera del Espíritu92. Las apariciones mismas del Resucitado son
\ una ejercitación en tal cambio: «El Resucitado aparece retirándo\ se», especialmente en Mateo, donde la única aparición ante los
once discípulos «es a la vez una despedida». Los discípulos de
Emaús reconocen al Señor en el instante en que «desapareció dé
su vista»; en Lucas sé subraya dé otras maneras el motivo litera­
rio de la desaparición (Le 24,51; Hch l,9ss.). En Juan «se exami­
na teológicamente de forma minuciosa» y completa; ya que toda
manifestación terrena era «ya siempre», desde el principio, «una
despedida»93. No obstante, la verdad complementaria sigue sien­
do igual de importante, e incluso más: la desaparición está al ser1
vicio de una presencia más honda y definitiva; no la dé un Dios
lejano que se vuelve a ocultar, sino, explícitamente, la del Dios
humanado en cuanto «heredero de todo», de la obra de creación
del Padre, en cuanto «resplandor de su gloria e impronta de su
sustancia» (Hb 1,3): «Yo estoy con vosotros» (Mt 28,20), «No öS
dejaré huérfanos: volveré a vosotros... me veréis, porque yo vivo
y también vosotros viviréis» 0n l4,18s.). Esto se refiere a la pre­
sencia en la Iglesia. Las apariciones del Resucitado son una espe­
cie de anticipo de esta presencia permanente, llegada (parusía)
de la Palabra definitiva de Dios que se produce siempre de nuevo
en la Iglesia. En este contexto cobra su sentido justo la afirma­
ción de Bultmann de que Cristo resucitó en el kerigma; y lo
mismo la tesis de Gerhard Koch94, de que Cristo resucitó, y resu­
cita siempre, inmediatamente en la historia de la humanidad, y
más en la de la Iglesia, y más aún en su asamblea cultual.
Debemos decir una palabras sobre el intento de G. Koch, apasiona­
do y realizado con gran despliegue de reflexión—la teología de la resu­
rrección más original de nuestro tiempo— . Partiendo del fracaso, tanto
de una teología subjetivista (la interioridad de Jesús en mi interioridad),
como de una teología objetivista (la antigua dogmática de los hechos
salvíficos, pero también la cuestión del Jesús histórico o, con Barth, la
acción objetiva del Padre en el Hijo antes de su aparición como resuci­
tado)95, Koch reduce todo al encuentro personal del Cristo vivo con el
hombre como interlocutor. Presencia como «estar con»96, y un «estar
con»97 corporal, que requiere participación98, que comprende en sí (y
sólo en s0 la historia entera de la vida de Jesús99, y hasta la historia ente­
ra de Israel100, y en última instancia ilumina la historia entera de Dios
con su mundo101. Éste es el personal e inobjetivable acontecimiento pas­
cual, que, en cuanto «evento del presente»102, no se puede relegar a nin­
gún pasado, sino que sucede siempre ahora. Decisiva es la identifica­
ción de resurrección y aparición103; la resurrección no es algo que esté
más allá de la historia104, por eso tampoco se puede hablar de un sim­
ple «margen histórico» del evento105, sino que «Jesús ha resucitado en la
historia»106. En este acontecimiento, Dios cobra definitivamente «forma»
para el hombre, forma que consiste, sin embargo, en la reciprocidad
indisoluble de Dios que se da en Cristo y del hombre que recibe y con­
fía, una relación originaria (como el noema y la noesis de Husserl) que
sólo existe en el acontecer personal, es decir, en el encuentro mutuo:
«¡La forma acontece! Se manifiesta en la relación de epifanía y fe, apa­
recerse y ver, percepción y confesión»107. El hecho de que esta forma
deba ser «conformada» para su comunicación la hace ya cuestionable108,
pues en Jesús aparece Dios mismo con su vitalidad y a la vez con forma
normativa109, y ¿quién podría copiar ésta, cuando ya entre los hombres
los rasgos definitorios sólo mantienen su sentido en la medida en que
transparentan al interlocutor que se manifiesta, otorga o rechaza?110
Toda diástasis entre cielo y tierra se debe cerrar en este acontecimiento
que reconcilia a Dios y al mundo, pero que también ilumina el ser del
mundo en Jesús111. El evento de la forma (de la resurrección) es una
declaración ontológica decisiva112, y como tal, punto medio superior
entre historia (objetividad) y fe (subjetividad)!13. El nombre dado a este
ser desde Dios es amor114; desde el hombre, autoentrega responsable y
confiada que en lo sucesivo determina todo su problemático «ser en el
mundo»115.
La síntesis déKoch,\elaborada considerando el panorama global de
la teología moagma^río se puede soslayar. Pero se adquiere a un alto
precio: la aparición en el presente (siempre ahora) del Resucitado no
puede tener una forma distinta de la que tuvo en las apariciones de los
I«cuarenta días» y en la siempre nueva auto-presencialización de Jesús en
la cena cultual de la comunidad (y en la palabra que en ella se proanuncia)116; el momento lucano decisivo de la ascensión es sólo la reac­
ción forzosa ante la creciente «materialización» de los relatos neotestamentarios de las apariciones117. Sin embargo, con la eliminación del
desnivel entre los «testigos oculares» y los creyentes posteriores, la pre­
tendida vitalización del encuentro con Cristo y de su anuncio posterior
se ve más amenazada que fomentada118. Es cierto que, con la expresión
«resurrección en la historia», la teología de la alianza culmina en un sen­
tido muy positivo y se convierte en actual para todas las épocas pos­
cristianas; pero, por otro lado, la forma trinitaria de dicha teología de la
alianza se ve radicalmente destruida, porque no queda espacio alguno
para la independencia de la obra del Espíritu Santo: dicha obra se ve
desplazada y sustituida por la obra continuada, siempre presente, de
Cristo resucitado. En la eclesiología católica, algunas aporias y exagera­
ciones de Koch se resuelven por sí solas, porque en ella la Iglesia es al
mismo tiempo presencia de la plenitud de Cristo y obra del Espíritu que
explica a Cristo; por eso, en el ámbito católico, no existen tampoco las
trágicas contraposiciones entre «Barth» y «Bultmann» (entendidos como
representantes de dos tendencias).
c. El testimonio del Resucitado sobre sí mismo
Seguim os con la afirm ación teológica fundam ental tal com o se
p u ed e oír cuando se deja decir a los textos lo que quieren decir.
En prim er lugar se m ostró el carácter único y carente de analo­
gías de esta afirmación; d esp u és, su form a auténticamente teo ­
lógica, e s decir, trinitaria. A continuación se ha d e considerar en
su contenido concreto: es un relato confesional de encuentros
con un muerto y enterrado que dio a los apóstoles muchas «prue­
bas de que vivía» (Hch 1,3). Entre estas «pruebas»,”quFen mñgún
caso se pueden reducir a simples «visiones» —subjetivas u objeti­
vas—, se pueden distinguir cinco que naturalmente dependen
unas de otras y que en su totalidad son previas a las cuestiones
exegéticas que se plantean ante las tensiones y contradicciones
de los textos.
/^ in á n im e m e n te se habla d£LmcusxfíXQS con Cristo vivo. «El
Rencuentro que Íes sobreviene a los testigos paite de Cristo. Y
todo él —palabra y signo, saludo y bendición, llamada, alocución
y enseñanza, consuelo, mstrncdón y misión, fundación de una
comunidad nueva— es pjáro d c R 119. Naturalmente, como en los
encuentros entre hombreRüïmmén toman parte los sentidos de
quienes lo experimentan: ven y oyen, tocan e incluso gustan (si
Le 24,43 Vulg. es auténtico). Pero el acento no se pone en las
experiencias sensoriales, sino únicamente en el objeto de ellas, y
éste, Cristo vivo, se muestra p or propia iniciativa. Éste es el sig­
nificado del ώφθη que aparece en pasajes decisivos (1 Cor 15,3ss.:
cuatro veces; Le 24,34 en el encuentro con Simón, Hch 13,31; en
el caso de las apariciones a Pablo, Hch 9,17; 16,9; 26,16). En los
LXX, esta palabra sirve ante todo para indicar la aparición de Dios
o de un ser celestial, que «normalmente están ocultos a los
ojos»120, y eso debido a que los sentidos humanos no los sopor­
tarían y porquéDios-sólo-pjaede ser visto si él se revela..a-..sí-
mismo con libre benevolencia. El término indica, por tanto, más
que una visión121: incluye que el puente del conocimiento queda
tendido desde el objeto hacia el sujeto. En el caso de las apari­
ciones del Resucitado, esto queda subrayado por el hecho de
que, en su forma de aparecido, no se da a conocer como un
hombre mortal, sino que puede aparecer «bajo otra figura»
(Pseudo-Marcos 16,12), mientras que «sus ojos estaban como
incapacitados para reconocerle» (Le 24,16; cf. Jn 20,15; 21,4; even­
tualmente también Le 24,41). Orígenes puso especialmente de
relieve esta espontaneidad de la automanifestación del Resu- ¡
citado122. También es posible una revelación gradual, un desvela- \
\ mj_entQ^en.,el-quo>el,ocullaimento*persisteT*¿Ño estaba ardiendo 1
'nuestro corazón?», Le 24,32). Por tanto, si ώφθη es «el concepto
más usual para las teofanías y angelofanías»123, especialmente
también para la aparición de la gloria de Dios, que provoca
terror, duda, asombro, etc.124; si en el lenguaje de la Escritura
quiere «significar la irrupción de lo oculto e invisible en el ámbi­
to de lo manifiesto»125, resulta especialmente apropiado para el
punto culminante de la actuación de Dios en la alianza, como
quedó indicado en la sección anterior. Por eso, con este hacer
aparecer y aparecerse del Hijo, se expresa la suprema vitalidad y
espontaneidad del que se aparece. La categoría de un simple ver
visiones no basta126, y tampoco «resulta satisfactqriqjiablar de
‘visionesfaobietivas’»127· Es^absoiutarBentë-pmicxso hablar de un
^encuentço»J^ u nico modo en el que el yo totalmente determina'“ ríÓ'cTeí que sale al encuentro es reconocido de nuevo129; no es
que la identidad material entre el que se aparece y el crucificado
hubiera absorbido en la aparición el interés principal, sino que
dicha identidad se debe establecer de forma incuestionable (de
ahí el mostrar las manos y los pies, y en Juan el costado), para
que se pueda poner de manifiesto la verdad de toda la revelación
del Antiguo y el Nuevo Testamento130. Sólo así queda demostra­
do que Abraham hizo bien «en creer en Dios, que da la vida a los
muertos» (Rm 4,17), y que se regocijó pensando en ver el día de
Cristo, y lo vio realmente (Jn 8,5Θ. Se puede someter a una seve­
ra crítica exegética las palabras que Jesús dirigió a los discípulos;
están en gran medida estilizadas131. Esto no obsta para que el apa­
recerse de Jesús fuera en su conjunto, y fundamentalmente, lla­
mamiento: «La palabra en cuanto acontecimiento no es afirma­
ción; es revelación de la persona y es signo... La palabra del
Resucitado es llamamiento... Es historia que se sitúa en el r n ntexto .global de la historia y emerge de elk “« 2. Y es palabra que
llisga al
él segundo punto, que sólo cabe
dési'gnar con varias palabras: convicción, conversión, confesión. W.
Künneth habla de «^erae..£ometida ^
igualmente, de^sômetimientQ?^. Se trata de que los discípulos se
saben, no sólo reconocidos, sino comprendidos hasta el fondo, por
el que les sale al encuentro; más aún: él los conoce en su pecu­
liaridad (que está en él), mucho mejor de lo que ellos mismos se
conocen y entienden, como indica, por ejemplo, la triste confesión
de los discípulos de Emaús. Antes, sin duda todos ellos querían
realmente creer, esperar, amar, pero tropezaban con su fe en barre­
ras infranqueables que se vieron reforzadas por la mala conciencia
que les produjo su huida y negación; su fe (como fe bíblica en el
Dios vivo) había quedado ligada por Jesús mismo a su propia obra
y persona, y así, con la muerte de Jesús parece haber muerto tam­
bién la fe de ellos, lo s textos no dan pie a decir que, pese a esta
muerte, 4a causa de Jesús [podía] seguir adelante·· (W. Marxsen).
Por eso tampoco mensaje alguno de las mujeres puede despertar
de nuevo la fe sin vida de los discípulos (Le 24,11), sino única­
mente el Resucitado en persona, quien consigo mismo les devuel­
ve al Dios vivo«6. Con los Once, lo mismo que con k Magdalena
junto al sepulcro, debió de pasar algo parecido a lo que le suce­
dió a Pablo a las puertas de Damasco: un caerse al suelo al menos
espiritual (Hch 9,4). El hecho de que esta conversión de la entera
actitud interior se asemeje también a una confesión, y de que pro­
voque espanto (Me 16,8; Le 24,37), reproches (Le 24,25; PseudoMarcos 16,14), tristeza (Jn 21,17), una mezcla de temor y alegría
(Mt 28,8; Le 24,41), y finalmente pura alegría pascual On 20,21),
corresponde como modelo al acontecimiento sacramental que el
domingo de pascua es legado a la Iglesia como don del Señor 0 n
20,22s.). Prolonga la actitud de Jesús en sus días terrenos de desen­
mascarar y hacer convictos, y preludia su actitud judicial pospas­
cual respecto a su Iglesk como el Señor exaltado (Ap 2-3)· Su iden­
tidad quizás no se manifiesta en ningún lugar con mayor
profundidad que allí donde él es, como persona viva, simultánea­
mente la espada personificada del juicio de Dios. Pero hasta las
palabras más duras de juicio son en pascua siempre palabras de
salvación y de curación, como indica la historia de Tomás.
ccyEste poder que convierte los corazones y los hace convicto'sriuerza en los discípulos por vez primera la confesión de la
divinidad del Resucitado. Resulta impensable que tal confesión
se hubiese podido hacer antes del domingo de pascua137. El sim­
ple hecho de que siga vivo entre ellos confirma a los discípulos
dos cosas a la vez: la legitimidad de su pretensión absoluta, liga­
da a su persona, durante los años precedentes y la presencia en
él del Dios vivo, que en ese momento había hecho bueno su anti­
guo título: «El que hunde en el Hades y saca de él» (1 S 2,6; Dt
32,39; Sb 16,13; Tb 13,2). Estos dos aspectos no permiten ya en
lo sucesivo ningún tipo de distinción: por eso todo el desarrollo
de la cristología a partir de la idea de la exaltación del siervo a la
categoría de Kyrios y Mesías (Hch 2,36) es irresistiblemente con­
secuente hasta Calcedonia. En los textos pascuales se habla por
vez primera de la adoración de Jesús: dos veces en Mateo
(28,9.17) y dos veces en Juan (20,16: «Rabbuní» era por aquel
entonces un título divino; 20,28)138. «El predicado (de la confesión
de Tomás) remite, por encima de lo dicho en la tierra (y cierta­
mente por encima de todo lo que de él se puede decir según
Juan), al prólogo, y con ello al preexistente, a cuya plena subli­
midad preterrena es reintegrado Jesús ahora con la pascua (Jn
17,5)”139. El hecho de que la confesión de Tomás, en el (primer)
final del evangelio, remita tan claramente al principio hace inve­
rosímil que la historia de Tomás poseyera para el evangelista sólo
una importancia secundaria140. Tampoco el título de κύριο?, como
se ha señalado ya anteriormente, es una adopción ulterior, por
parte de comunidades helenísticas, de un título pagano que usur­
paba para Jesús prerrogativas divinas; esta tesis de Bousset pasa
por alto «que ya en los relatos pascuales galileos el poder del
Kyrios se experimenta en su aparición, y que por consiguiente la
fe en el Kyrios surgió en ese tiempo pascual... La invocación del
Kyrios, de la cual habla el Nuevo Testamento, tiene allí estructu­
ras esencialmente diferentes de las propias de los cultos mistéri­
cos. De hecho se remite al modo histórico en que Israel invocó
a su Dios... Como Dios revela en Cristo su esencia, Cristo es en
ivo el nombre de Dios, la manifestación de su esencia»141,
os evangelistas dan testimonio concorde de que sólo, a
H
____ :1 acontecimiento pascual-s e abrió-parados discípulos el
■sentido de la vida anterior de Tesús. v hasta eLdel conjunto_de las
Escrituras. Esta- afirmación queda corroborada del modo más
enérgico por el hecho de que toda la presentación que hacen de
la vida de Jesús está bañada de luz pascual142. Lo hasta entonces
débilmente barruntado, en el mejor de lós casos, destrozado con
la muerte de Jesús, recibe de la resurrección una coherencia que
hubo de deslumbrar la visión espiritual de la primera comunidad
y la condujo en la nueva lectura de las «Escrituras·· de descubri­
miento en descubrimiento. «Las proyecciones de conocimientos
pospascuales sobre la vida histórica de Jesús no se han de recha­
zar, por tanto, con el argumento de la 'creación de leyendas’...;
más bien corresponden plenamente a la ‘causa’ del Evangelio, en
la medida en que el Evangelio de la resurrección es una reali­
dad»143. Lo decisivo en esto no es que algunas palabras del
Antiguo Testamento se puedan leer y valorar ahora de un modo
nuevo como profecías144, sino que las γραφαί, el Antiguo Tes­
tamento en su conjunto, se ve conducido a una síntesis exube­
rante imposible de elaborar desde sí mismo145. Desde el cumpli­
miento pleno, algunos pasajes concretos se pudieron acercar
legítimamente a una luz cristológica: unos mantuvieron su rele­
vancia (especialmente Is 53); otros (como Sal 16,8-11), podían ser
utilizados por un tiempo y ser luego abandonados. Lucas pone
de relieve lo que resulta importante en este proceso: Tesús. el
Resucitado, explica las Escrituras en referencia a sí mismo: «todo
lo quë~riiiêrcrrïTos profetasT~(2¥. 25)T«todo lo que está escrito en
la ley de~Moisés, en los Profetas y eriTos Salmos acerca de mí··
(24,431;jucajTmodifica incluso en esta difécción él mensaje que
el ángel-transmite en la tumba a las mujeres (24,7). La Palabra
personal de Dios se explica ante la Iglesia en la Tradición de ésta.
En esta autoexplicación introduce su prehistoria en la Antigua
Alianza, pero también, y esencialmente, su propia historia terre­
na; sean pre- o pospacuales las formulaciones de los anuncios de
4a Pasión, en todo caso se entienden pospascualmente para
situarlos a la luz de la necesidad histórico-salvífica: «¿No era nece­
sario que el Cristo padeciera eso para entrar así en su gloria?» (Le
24,26). Pero, entre tanto que la primera comunidad precisaba de
esta explicación global de la Escritura para reconocer a partir de
las conexiones espirituales el puesto conclusivo de Jesús, y se
servía continuamente de la correspondencia «promesa-cumpli­
miento» en su predicación y catequesis, Juan sabe que el Señor
es una «plenitud» tal (1,16), que no precfeÆjde^iingfin testimonio.
—ñi de Moisés, ni del Bautista— para completar su plenitud; su
verdad es tan evidente en sí misma, que los testimonios de la
Escritura y del Bautista representan más una concesión externa a
quienes buscan la fe, que partes integrantes de la verdad de
Cristo146. En lo sucesivo, Jesús se basta por sí solo. En nada cam­
bia esta constatación el hecho de que los conceptos, lenguaje e
imágenes para hablar de la Pasión y la resurrección estuvieran
establecidos147 por el Antiguo Testamento y se aplicaran, no sólo
para la cristiandad palestina, sino también para la helenística
(véanse las cartas de Pablo). Juan mismo no tiene reparo en
hacer uso del »recuerdo» pospascual de algo no entendido antes
(2,22; 12,16)148; Marcos, que escribe todo su evangelio desde una
perspectiva pospascual (1,1), intenta hacer creíble la permanen­
cia de Jesús en el ocultamiento mediante su teoría del secreto
mesiánico: Jesús prohibió darlo a conocer y, además, los discí­
pulos estaban incomprensiblemente obcecados. Así, en cierto
Isentido tiene razón N. A. Dahl cuando califica los acontecimien­
tos pascuales de «interpretandum», pues, dado su carácter impre­
visto, los discípulos debían situarlos en el gran contexto histórico-salvífico para entenderlos149; por otro lado, no aparecían ante
ellos como algo irracional que llamaba a elaborar «interpretacio­
nes» a posteriori, sino que se presentaban soberanamente como
centro de sentido que ordenaba magnéticamente en tomo a sí
tpdoTlps fragmentos de sentido de las Escrituras.
/ 'e e . El dato mencionado (en la crítica a G. Koch) de que Jesús
ge maestra a punto de desaparecer y despidiéndose es el rever­
so del último de los motivos pascuales permanentes: la misión.
Jesús se aparece como el que pone definitivamente en camino
hacia los hermanos a aquellos a quienes les fue dado verlo y,
sobre todo, fueron dotados de su Espíritu. «Como el Padre me ha
enviado, así os envío yo»: estas palabras joánicas (20,21) resue­
nan con no menos fuerza en Lucas (24,47-49; Hch 1,8) y Mateo
(28,18-20). El empuje de la misión predomina sobre todo lo
demás: lo que antes de pascua se llamaba «seguimiento» (y ya
entonces se convirtió a veces en un ensayo de misión, Le 10,1;
Mt 10,5.16), ahora Hogymég
ll^mT^-d^ftnitivarn^n1^
«misión», con las dimensiones que desarrolla el cuádruple «todos»
3eTa~conclusión de Mateo y que corresponden a las dimensiones
de la esfera de poder del Kyrios: «todo poder en el cielo y en la
tierra» es el fundamento que posibilita; «todas las gentes» en el
espacio y el tiempo es la extensión; «guardar todo lo que yo os
he mandado» es la catolicidad de lo encomendado; y -yo estoy
con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» es la garan­
tía. Tal misión únicamente puede producirse después del acon­
tecimiento pascual. «El apostolado del cristianismo primitivo no
depende del envío histórico de los discípulos p o í parte del rabí
de Nazaret, sino que tiene su fundamento en las apariciones del
Resucitado»150. Descansa intrínsecamente en los cuatro signos
reaért'expíiestos de los encuentros con él, y sin ellos no sería
posible. La misión es la meta principal de las apariciones, que en
modo alguno se apoyan en sí mismas, sino que fundan la Iglesia^
La misión separa igualmente la fundamental vivencia de Pablo
en Damasco, de sus restantes experiencias místicas o carismáticas (cf. Rm 1,5). Misión al «servicio del mundo» es seguimiento
cumplido de Cristo, quien vino para «servir», en el sentido más
amplio de la palabra, en toda la obra creadora y salvifica de su
Padre (Le 22,27 par). Para que un seguimiento de tal amplitud
fuera posible, Jesús insufla a los discípulos su Espíritu, que los
habrá de «guiar» por todos los caminos del mundo y de su his­
toria (Rm 8,14).
2.
Sobre la situación exegética
a. La apoda y los intentos de solución
Si es verdad que todos los hechos histórico-salvíficos del Dios
vivo apuntaban desde Abraham a la resurrección de los muertos
(Rm 4,17), este acontecimiento conclusivo, cuya «primicia» es
Cristo y que por él se pone en marcha (1 Cor 15,20; cf. 27,53),
no puede ser tal, que no tenga ya nada que ver con la historia
de salvación porque la trascienda en todos los sentidos. Pero si,
por otro lado, dicho acontecimiento rompe radicalmente el
marco entero de la existencia humana limitada por el nacimiento
y la muerte, si supera el «antiguo eón» «actual» y funda el «futuro»
(Hb 6,5), se debe decir a priori que la resurrección no puede ser
un acontecimiento intrahistórico, si se toma la historia en el sen­
tido en que la entendemos y se miden los acontecimientos que
en ella se producen con los medios de la «comprobabilidad»
(habituales o científicamente refinados). Lo que conocemos como
«historia» puede ser a lo sumo el terminus a quo de un «camino»
que ya no es comprobable intrahistóricamente (y por eso se sus­
trae por completo al tiempo y al espacio); dicho camino ya sólo
metafóricamente se puede describir como una «ida», «marcha» o
«subida», o como «ser levantado» o «glorificado» (Juan), como un
«no estar ya aquí» (Me 16,6), un «ser arrebatado a lo alto» (Le 9,51;
Hch l,2.11ss.; 1 Tm 3,16; Pseudo Marcos 16,19), con el terminus
ad quem «cielo», «Padre», «sentarse a la derecha de Dios», etc. La
verificación de este acontecimiento que supera la historia sólo
puede producirse dentro de la historia de un modo paradójico
que resulta esquivo para las afirmaciones y métodos históricos. El
«camino» que recorre el Resucitado no se puede seguir, aunque
sólo sea porque dicho camino surge por vez primera cuando él
lo recorre; el caminante mismo es «el camino» (Jn 14,6), lo mismo
que él mismo es «la resurrección» (Jn 11,25). Con ello se define ■
como la categoría abarcadora dentro de la cual pueden produ­
cirse las demás «idas» y «resurrecciones», que no superarán menos
el antiguo eón, ni serán menos «escatológicas».
Lo comprobable intrahistóricamente es, de modo significativo,
el lugar vacío donde yacía, el «no estar ya aquí» (Me 16,6), y desde
ese «no» resulta imposible, naturalmente, seguir el camino que
conduce fuera de nuestra historia. (Sería sumamente ingenuo
entender intracósmicamente, como «mítico», el acontecimiento
salvifico conclusivo en el marco de la antigua visión de un
mundo distribuido en niveles: ya lo dicho anteriormente sobre la
convergencia de las imágenes bíblicas en la expresión de algo
que las supera, prohíbe tal interpretación). Desde el punto de
vista intrahistórico, la tumba vacía sigue siendo necesárígrnénte
ambigua; «con el carácter único y escatológico de la resurrección»
1 viene dado el «que no sea ‘demostrable’ en el sentido en que hoy
j hablamos de demostración. Lo úmce-dremostrable-^snefrOTverF
cimiento de los testigos v de i« Tgl^sa primitiva-15J Ahora bien,
"junto al relato d ela tumba vacía están los importantes relatos de
los encuentros de hombres mortales con el Resucitado, encuen­
tros que crearon en dichos hombres el convencimiento de que
aquel a quien ellos conocían desde el antiguo eón se «les» había
«presentado» (παρέστησβν èαυτόν, Hch 1,3) desde el nuevo «des­
pués de su pasión... dándoles pruebas (τεκμηρίοις) de que vivía».
[ Es decir: ese presentarse fue tan vivo. que para quienes lo expei rimentaron debió de tener el valor de^prüeba»; naturalmente, no
i en el sentido de un procl!tiîmïHîtô(prôbâ^
eJLd&Jona evidencja^ohieliva insuperable- no sólo tenían que fun­
damentar de nuevo su vida sofire“dicKi evidencia como testigos
de ese acontecimiento, sino también interpretar nuevamente
desde ella el mundo y la historia én su conjunto. Este estado dé
convencimiento de los testigos es a su vea, considerado desdé
una perspectiva puramente intrahistórica, un fenómeno psicoló­
gico que —ciertamente en un plano diferente que la «tumba
vacía«— permanece en la ambigüedad; según se crea o no a los
testigos, la evidencia de que dan testimonio se considera objeti­
va o subjetiva (o, lo que es lo mismo, condicionada por la ima­
gen del mundo). Ante el testimonio de los testigos, ante el kerigma eclesial de la resurrección de Cristo, se dividen los espíritus;
y si la teología es una ciencia (¡sui generis!), a su estructura fun­
damental pertenece el hecho de que la separación de fe e incre­
dulidad atraviese por en medio de ella —o, dicho más exacta-,
mente, por en medio del examen de los datos sobre los que ella
se fundan—· Dicho examen, cuando tiene lugar científicamente, es
laCexégêâS; por eso dice con razón H. Schlier que la resurrección
e sc a r a ella un «problema límite». Ante este objeto se ve «inmediatamenteénfrentada a una elección: o reinterpretarlo según los
criterios que implica la historia como cosmovisión, y reducirlo a
lo comprensible en la ‘época histórica’», o rendirse a la evidencia
propuesta que «ciertamente no está ‘históricamente asegurada’,
\ pero que es mucho más, una evidencia que se impone por con\ fricción histórica», podríamos decir: «Es la evidencia de un fenó^ jm en o que se muestra imparcialmente desde sí mismo»152. Por
, |¡ ^tanto, bien se puede decir con W . P a n n e n h ^ r g q iif- la p v ir le n r ia
í' \ que brilla en el testimonio-está «abierta para-todoaqueLqne tiene
1f ojos paraf e r » 153, especialmente «los acontecimientos en los que
¡^ D io s ha demostrado su divinidad,... que como tales son eviden­
tes en sí mismos dentro de su contexto histórico»154. Sin embargo,
existe la posibilidad de relativizar este «contexto histórico» desmitizándolo. Por eso con los mencionados ojos se significan los
«ojos iluminados del corazón» (Ef 1,18), la «oculata fides» (Tomás
de Aquino)155, la única que puede ver la forma que se ofrece de
la revelación tal como se presenta156. Una visión más o menos
imparcial de los acontecimientos permite reconocer a partir de la
historia «que, al menos en el instante de la decisión, cuando
Cristo fue prendido y ajusticiado, los discípulos no albergaban
ninguna certeza de ese tipo (a saber, de una resurrección que se
había de esperar). Huyeron y dieron por perdida la causa de
Jesús. Por tanto, algo debió de ocurrir que poco después, no sólo
provocó un cambio total de su ánimo, sino que los condujo tam­
bién a una nueva actividad y a la fundación de la comunidad. Ese
‘algo’ es el núcleo histórico de la fe pascual» (M. Dibelius157). Esta
frase, citada con frecuencia, señala bien el tipo de demarcación
al que está invitado el método intramundano para mantenerse
abierto a un acontecimiento que resulta ya fundamentalmente
inabarcable para sus métodos. Tampoco el concepto de analogía,
que inicialmente puede tender puentes intrabíblicos, y desde allí
—de manera problemática— se podría extender a lo antropoló­
gico en general o a lo «ontológico fundamental»158, ayudará a fran­
quear este límite, por cuanto, como hemos visto, todas las ana­
logías convergen hacia este punto culminante «carente de
analogía».
Por eso, la resurrección como paso del antiguo al nuevo eón
difícilmente se podrá definir «como un acontecimiento real intra­
mundano... en el tiempo y el espacio humanos»159, aun cuando la
manifestación cTér"Vivieflte"se lleve a cabónréalmenfé'e'ñ^ste
mundo, este espacio y este tiempo, y aun~cü'ando~'gdemas el
Jtesucitado--jenIsu muevo modo de existencia, haya traspuesto
manifiestamente nuestro tiempo y nuestro espacio,' y~por cqñsir
gjjientejiuestro mundo e rig S K m itö ö lH a O i^
La fórmula de G. Koch, dè~qrre"€nsto «ha resucitado en la histo­
ria», podría expresar lo correcto —a saber, el inmediato ofrecerse
del nuevo eón materializado en Cristo, eón que permanece en la
mortalidad-— si Kocp no hubiera llevado al extremo dicha fór­
mula mediante-lar^guiparación de resurrección y aparición.
Ahora bien, toda traducción de-tal encuentro único ae”lös ebnes
al mundo imaginativo y conceptual del «eón presente» (Ga 1,4)
resulta problemática a priori; no podrá darse de otro modo que
mediante aproximaciones y circunlocuciones provisionales, lo
mismo que la luz blanca concentrada se fragmenta en el prisma
de los colores, que por un lado ciertamente conoce la transición
en continuidad de los colores, pero por otro contiene las mayo­
res oposiciones (verde-rojo, amarillo-azul). Los relatos evangéli­
cos de la resurrección están entre sí, tanto en continuidad^- como
en oposi35ñ~pircialmente inecoHciEaBIfeTl^eiscnbir^l-sentido
teológico de los matices concretos de color (como reproduccio­
nes parciales del color blanco, inalcanzable para los demás) cons­
tituirá el objeto de nuestra tercera sección. Pero antes se ha de
decir en ésta una palabra sobre la situación en la que el exégeta
se ve situado debido a estas descomposiciones cromáticas.
Dicha situación, por empezar por el plano más genérico, no
está caracterizada sólo por el hecho de que la difícil o imposible
compatibilidad de los relatos que se han de interpretar queda
uniformada en cada caso según la decisión básica del investiga­
dor, bien en la dirección de las afirmaciones de fe, bien en la de
una antropología condicionada por una cosmovisión histórica;
también se caracteriza por el hecho de que, dentro de dicha deci­
sión básica, y a menudo aparentemente en posiciones interme­
dias entre ambas, se toman (e incluso se deben tomar, desde el
punto de vista del exégeta puro) decisiones parciales previas, con
cuya respectiva iluminación se organizan los textos de este modo
o aquél. Tales opciones precedentes de la exégesis, que ponen
los textos a una determinada luz, resultan inevitables dentro del
método histórico-filológico; pero se puede establecer que, en sus
efectos teológicos, tienen un alcance diferente. Ninguna de esas
opciones puede ser indiferente desde el punto de vista teológico,
pero unas son relativamente periféricas161 (por ejemplo, la cues­
tión de si a las mujeres les cayeron en suerte, junto a la tumba,
«auténticas» angelofanías), mientras que otras son relativamente
centrales y tocan más o menos de cerca a la opción fundamental
(entre fe e incredulidad). Desde, el punto de vista científico, se
impone la máxima cautela ante dichas opciones (a menudo
inconscientes); pero el contexto de sentido en que se sitúa un
texto, y el valor que se le atribuye, depende en gran medida de
la iluminación que se le proporciona. Nuestra tarea en este
momento no puede ser en modo alguno plantear todas las cues­
tiones exegéticas, ni discutirlas con los métodos de la exégesis;
ha de ser, sencillamente, poner de reheve la alternativa depen­
dencia de exégesis y teología en algunos de los eiempIos~níá'S~
hnpojtantes. La investigación tiene que establecer la transición
entre la indudable afirmación dogmática fundamental de que
Cristo ha resucitado (1) y los desenvolvimientos de dicha afirma­
ción dogmática con diferentes imágenes y conceptos (3).
Pablo ofrece en 1 Cor 15,3-5 una lista muy antigua de testigos
sobre cuyo carácter unitario o compuesto se discute, pero cuya
gran antigüedad deja poco margen temporal para una dilatada
historia de la composición162. Puesto que Pablo remite a los corin­
tios a testigos (de entre los quinientos hermanos mencionados en
tercer lugar) que todavía viven (al menos algunos) y a los que se
puede preguntar, sin duda quiere ofrecer con su lista una secuen­
cia de testimonios históricos, muy probablemente una secuencia
cronológica. De esa manera, la teoría de Seidensticker, de que el
έφάπαξ del v. 6 significa «de una vez por todas», y compendia
todas las apariciones en una sola (por ejemplo, la contada por
Mateo), contradice la afirmación paulina. De los seis encuentros
que Pablo enumera, sólo conocemos tres por los evangelios: el
primero de Pedro (sólo fugazmente mencionado por Le 24,35;
pero cf. Jn 21,15ss.), el de los «Doce» y el de Pablo. No sabemos
cuándo ni dónde se produjo, o se pudo producir, una aparición
a «quinientos hermanos a la vez», ni cuándo ni dónde se ha de
situar la aparición a Santiago; las hipótesis propuestas divergen,
y nos llevan al terreno de lo puramente conjetural163. No tenemos
acceso a saber quiénes son las personas denominadas «todos los
apóstoles» (v. 7) en contraposición a los «Doce» (v. 5)164. Frente a
la antigua fórmula de fe están, por un lado, las predicaciones
apostólicas de Hechos, que repiten sin más la afirmación kerigmática; por otro lado, la (muy probablemente) doble tradición:
de la tumba vacía, por una parte, y de las apariciones a los dis­
cípulos, por otra, que en los evangelios aparecen combinadas de
diferente manera. Pero está claro que la resurrección de Tesús no
pudo ser anunciada p o r resigo.·; q u e n o nnzfegw (ya entonces)
algo que contar sóbreTos encuentros con el Resucitado, por muv»
intensamente que~süsrelatos puedan haber sidoreelaborades-en
la forma tardía que ha llegado hasta nosotros. Y, dado que muer­
te y resurrección aparecen siempre unidas en el kerigma, esas
narraciones debieron estar de algún modo a la altura del realis­
mo de los acontecimientos de la Pasión conocidos por los oyen­
tes («como sabéis», Hch 2,22).
Ahora bien, se plantea la cuestión de si, en los textos que han lle­
gado hasta nosotros, podemos percibir (y en qué medida) una labor
redaccional. En primer lugar, hay sin duda algunas suturas. «Los Once
que, con el gozoso mensaje de la visión de Pedro, se adelantan a los
discípulos de Emaús, deseosos a su vez de contar su vivencia, cuadran
mal con los discípulos que en la siguiente peiícopa se asustan cuando
Jesús se aparece, y que sólo se convencen con pruebas palpables»165 (Le
24,33-42). El hecho de que en Mateo los ángeles manden a las mujeres
que digan a los discípulos que vayan a Galilea, y que allí verán al Señor,
cuadra mal con otro hecho: el de que las mujeres mismas tengan una
aparición del Resucitado mientras van de camino, en Jerusalén, por
tanto. Además, es inverosímil que Jesús les repita simplemente las mis­
mas palabras que ya habían oído de los ángeles (28,7-10). Dos cosas
resultan difíciles de creer en Juan a propósito de la Magdalena: que per­
manezca dos veces junto a la tumba —la primera vez la encuentra vacía
y sin ángel que le dé una interpretación; la segunda, con los mismos
ángeles intérpretes que aparecen en los sinópticos, pero que no tienen
nada que comunicarle— y que al final tenga un encuentro con Jesús.
En segundo lugar, se da el fenómeno del enriquecimiento de los
^relgtos, aunque en este caso se requiere máxima cautela, porque tras
esa constatación se ocultan no pocas veces veladas decisiones previas
(sobre lo que es anterior y posterior de los textos). La historia del entie­
rro parece enriquecerse: en Marcos, José de Arimatea es un «miembro
respetable del Consejo, que esperaba también el Reino de Dios»; en
Lucas es un «hombre bueno y justo, que no había asentido al consejo y
proceder de los demás» (23,50s.); en Mateo se ha convertido (ya) en el
discípulo de Jesús (27,57); también lo es en Juan, pero en secreto, como
Nicodemo, al que se presenta como ayudante de aquél en la inhuma­
ción (19,38s.). Los apócrifos dan en este punto más detalles166. En Me
15,47, las mujeres contemplan cómo depositan a Jesús en el sepulcro, y
en la mañana del domingo de pascua se proponen terminar de embal­
samarlo; en Mateo, las mujeres permanecen sentadas junto a la tumba
hasta que son relevadas por la guardia, no se habla ya de los ulteriores
cuidados del cadáver; en Juan (9,39) se produce el embalsamamiento
con máximo lujo («con cien libras») como si ya fuera su entierro. - Otro
crescendo se encuentra en el progresivo descargo de los discípulos que
huyen y no están junto a la cruz ni en el entierro (que llega hasta Jn
18,8), y lo mismo pasa también con Pilato*67. Probablemente, el motivo
de la duda de los discípulos también se fue acentuando por razones
apologéticas; en los apócrifos, especialmente, el Resucitado tiene que
recurrir a medios aparatosos para acabar con ella168. Se puede seguir el
rastro de una tendencia a condensar las apariciones desde el punto de
vista espacial (en Galilea o en Jerusalén) y temporal (en un solo día:
Lucas), y a presentar igualmente un esquemático «cuadro final»
(Mateo)169. La prolongación del tiempo a cuarenta días plantea otro pro­
blema que se ha de tratar más tarde. Quizás se dé —pero en este punto
se ha de usar de la máxima cautela— el desarrollo que se cree poder
definir como tendente hacia un «realismo» cada vez «más sólido» del
Resucitado —hasta la palpación de su cuerpo, hasta la ingestión de ali­
mento delante de los discípulos— . Si se toma como medida la visión,
aparentemente «más espiritual», de Pablo junto a Damasco, y sus afir­
maciones sobre el cuerpo espiritual, los relatos evangélicos han de apa­
recer como «embastecimientos», ciertamente (?) con fines apologéti­
cos170, y además resulta comprensible también la limitación lucana de
tan «sólidas» escenas a cuarenta días. Ante esta última teoría hay que
advertir que: el nivel previo de Marcos falta; Mateo, aun siendo «más tar­
dío» que Lucas, no es más «basto» que éste; y Juan yuxtapone sin repa­
ros rasgos absolutamente espirituales y absolutamente sensibles.
Además, no existe motivo alguno para tomar el tipo de aparición de
Damasco como medida de todas las apariciones pascuales.
En tercer lugar, probablemente existen ciertos suavizamientos entre
los relatos concretos, pero en modo alguno llegan hasta el punto de
poder eliminar todas las contradicciones. También depende en gran
medida de decisiones previas la determinación de qué evangelio puede
haber servido de base a otro. No es preciso ocuparse aquí de la teoría
según la cual al final de Marcos —donde precisamente se hace referen­
cia a una prometida aparición en Galilea, que luego no se cuenta— le
fue añadido por el «presbítero Arist(i)ón» un «epítome independiente»
que sobre todo compendia las escenas lucanas. Resulta llamativo que la
llamada aparición a Pedro, puesta por Pablo en primer lugar, sea men­
cionada sólo una vez, sin relieve y como in obliquo (Le 24,34); «ningu­
na tradición... es capaz de contamos lo que Simón vivió ni lo que vio»;
quizás tal cuestión sea superflua, si se trata «sólo de una fórmula eclesial de significado kerigmático»171 («¡Es verdad, όντως·! ¡El Señor ha resu­
citado y se ha aparecido a Simón!») que Lucas podría haber tomado de
Pablo, o bien de la tradición de la que procede la fórmula de éste. Otra
cuestión abierta es el relato de Le 24,12 sobre la prisa con que Pedro
fue a la tumba, «se inclinó, pero sólo vio los lienzos, y se volvió a su
casa, asombrado por lo sucedido». ¿Se trata de un resumen de Jn 20,210, donde se habla de la carrera de los dos discípulos hasta el sepulcro,
escena de la cual Lucas mantiene, por motivos de piedad, al menos la
visita de Pedro a la tumba? Esto parece más verosímil que lo contrario,
que Juan expandiera toda su sutil escena a partir de ese único versícu­
lo de Lucas172. Las apariciones a los apóstoles son tan parecidas en
Lucas y en Juan, «que cabe preguntarse si los manuscritos no fueron
ajustados entre sí»; también en este caso parece más verosímil que Lucas
conociera y utilizara la tradición joánica, que lo contrario173. Lo más difí-
cil de decidir es la relación existente entre el apéndice de Juan, que con­
tiene la aparición junto al mar de Tiberíades, y la historia del llama­
miento junto al mar de Le 5,1-11; el hecho de que detrás de ambos tex­
tos está un único acontecimiento difícilmente se podrá discutir; pero no
se puede decidir qué redacción se acerca más a los orígenes, y tal deci­
sión depende, como en el caso anterior, sobre todo de la valoración que
se haga de la antigüedad de la tradición joánica. No sería desatinado ver
en su núcleo la auténtica aparición galilea originaria del Señor a los
apóstoles, a la cual pertenecería el otorgamiento de autoridad a Pedro;
esto tendría como consecuencia que las palabras sobre los «pescadores
de hombres·* y Mt 16,18-19 se deberían trasladar a esta escena pospas­
cual. Algo fantástica, pero digna de consideración, no obstante, es la
idea de E. Hirsch de poner Mt 14,28$s. en conexión con Jn 21,7, y reco­
nocer ahí la originaria aparición a Pedro174.
^ ......—
Ademas de establecer la existencia de es^^utm ássenn^uejcinú¿nr'ttojs yLpféstamo^, que mantienen su carácter problemático, cabe pregun­
tar aún si la crítica literaria puede excluir con algún grado de certeza
relatos concretos como no históricos. Esto sólo podría afectar a la leyen­
da de la guardia del sepulcro, perícopa propia de Mateo que revela una
tardía tendencia apologética: se presupone una tendencia a atribuir a la
tumba vacía cierta fuerza probatoria, lo cual resulta completamente
ajeno a los relatos más antiguos; supone además un ataque polémico
judío, según el cual el cadáver habría sido robado o trasladado a otra
tumba, y una réplica cristiana. Los apócrifos embastan la leyenda hasta
el punto de que incluso los enemigos de Jesús, los escribas, fariseos y
ancianos se convierten en testigos de la resurrección de Jesús de la
tumba cerrada con siete sellos175. Así, la narración de Mateo refleja una
situación eclesiológica secundaria.
Todos los demás colores del prisma pueden reflejar con dife­
rentes matices la luz pascual originaria. Desde ninguna de las
refracciones se puede captar directamente el acontecimiento ina­
sible; tal cosa contradiría a su esencia, como se indicó al princi­
pio. No obstante, hay en las revelaciones divinas de la Biblia, en
su misma fragmentariedad, una adecuación y armonía —en ella
se distingue la obra de la inspiración divina— que surge de la
reciprocidad entre el Señor que se revela y la comunidad que
cree y medita (tanto la Antigua como la Nueva Alianza). Este
encuentro es el fenómeno originario, que ninguna crítica puede
destruir.
b. Opciones de la exégesis
A continuación se van a mencionar las djficuitadas exegétjras
más importantes_jd.e los textos-pa&r-iial e s Tno para resolverlas, ni
tampoco para exponerlas de modo relativamente detallado, sino
para demostrar que —ciertamente en grado diverso— el investi­
gador 1as.sit.ña.ron^usI«hipái^s^ qp que puede traducirse por
«decisiones previas») a una luz que hasta cierto punto resulta,
satisfactoria.
(aa?TEl problema del finalde-Marcos nos sitúa ante una opción pura.
La Brusca interrupción del evangelio resulta sumamente extraña. «O el
final original se suprimió, o no existió en absoluto, o se perdió casual­
mente·»176. La tercera posibilidad sería la más satisfactoria, siempre y
cuando fuera mínimamente demostrable. La pérdida de la última hoja
— con la historia de la resurrección a la que hace referencia el ángel en
los últimos versículos— debió de producirse muy pronto, no obstante,
pues ni Mateo ni Lucas llegaron ya a leerla. Esto resulta improbable. ¿Se
habrá suprimido porque en ella se contenía algo que obstaculizaba la
predicación de la Iglesia primitiva, o que era o parecía incompatible con
otras tradiciones que se querían imponer (sobre todo la tradición jerosolimitana de Lucas)? Se abre un campo para especulaciones sin fin ni
fundamento, acordes cada una de ellas con las decisiones previas de los
exégetas en otras cuestiones177. ¿O habrá que aceptar que Marcos quiso
concluir realmente con 16,8: «Ellas Oas mujeres enviadas por los ánge­
les a los discípulos con el mensaje pascual) salieron huyendo del sepul­
cro, pues un gran temblor y espanto se había apoderado de ellas, y no
dijeron nada a nadie porque tenían miedo». ¿Basta con aludir al hecho
de que Marcos hace a menudo desembocar las historias de milagros en
el espanto de los testigos? Además, el que la perícopa concluya178, aún
no significa que con ello concluya la obra. ¿Considera Marcos que la
aparición pascual no pertenece ya a la historia de Jesús, pese a que
dicha historia está escrita en su totalidad a la luz pascual?179. ¿Hay una
reserva (Ed. Meyer) o una disciplina del arcano (J. Jeremias), pese a que
en ningún otro pasaje de Marcos ni (con mayor razón) de los demás
evangelistas existe signo alguno de ello? ¿O acaso Marcos, como piensa
W. Maixsen180, quiso unificar la aparición en Galilea con la parusía hacia
la que camina la comunidad (con lo cual todas las demás apariciones
contadas se vendrían abajo como imágenes legendarias)? H. Grass tiene
esta opinión por «aún más descabellada»181 que la de que los oyentes no
notaron la ausencia de final porque la conocían ya por el kerigma. Pero
G. Koch radicaliza una vez más el planteamiento de W, Maixsen, al
plantear la cuestión decisiva de la experiencia de la comunidad ante la
parusía: «La pascua en Marcos, ¿procede de la interpretación realizada
por la comunidad al aplicar a Jesús una cristología de Hijo del hombre,
o es la respuesta de la comunidad a la revelación del Kyrios?», revela­
ción que Koch interpreta como experiencia de la «presencia del Kyrios»,
presencia que «constituye la razón fundamental por la que Marcos escri­
bió su evangelio»182; también en esta interpretación confluyen y se equi­
paran pascua y parusía, lo cual en modo alguno corresponde al toque
apocalíptico de Marcos. El hecho de que la cuestión permanezca abier­
ta resulta tan penoso porque no sabemos si de ese final (¿que falta?)
podemos y debemos hacer después de todo un teologúmeno. Pero el
exégeta no ha podido dar hasta ahora al teólogo ninguna indicación
positiva; por eso éste debe interpretar por ahora el final de Marcos en
el contexto de los demás evangelios, y no atreverse a relativizar los
otros tres en favor de una peculiar teología marcana de la parusía.
(^bfe)El problema Galilea y Jerusalén nos sitúa ante una opción total­
mente diferente. Los relatos aluden a ambas zonas en lo tocante a las
apariciones. Marcos es el primero que remite claramente de Jerusalén a
Galilea, como escenario de apariciones. Le sigue Mateo, no sin insertar
la «aparición de camino« de Jesús a la mujeres en las proximidades de
la tumba. Juan (si se acepta su apéndice) mantiene en conjunto la direc­
ción Jerusalén-Galilea, pero de manera que «integra» conforme a Mateo
las «apariciones de camino» como aparición a la Magdalena, y conforme
a Lucas la aparición a los Doce en Jerusalén; Lucas es el único que sitúa
todas las apariciones en Jerusalén, no sin debilitar mediante un giro
hábil (Le 24,6) la referencia del ángel a Galilea (Me 16,7) —que según
Marcos se basa en una predicción de Jesús (14,28) que, sin embargo, se
omite en Mateo (Mt 28,7, pese a Mt 26,32)183—. Si se opta por Galilea
como lugar de las primeras apariciones, no es preciso pensar que haya
sido una palabra angélica ni una indicación de Jesús lo que dio pie al
cambio de lugar; se puede pensar en una huida de los discípulos (que
sería difícil a causa del sábado y haría imposible la notificación de las
mujeres, al tercer día, de que la tumba estaba v^cía) (Grass)184, o bien
aceptar una permanencia de los discípulos en Jerusalén hasta el tercer
día, la intranquilizadora notificación de las mujeres, las primeras que se
habían atrevido a ir hasta la tumba, y acto seguido la partida de los dis­
cípulos bajo la dirección de Pedro, en quien se cumplió la promesa de
Jesús (Le 22,31s.) (H. von Campenhausen). En ambas hipótesis debió de
producirse una primera aparición a Pedro en Galilea, y después una
segunda a los Once; ambas, probablemente revestidas de un colorido
galileo tan intenso, que Lucas, el único que menciona la aparición a
Pedro, la despoja de todo carácter narrativo (24,34), al tiempo que posi­
blemente traslada su contenido concreto al relato de vocación propio
de su evangelio (Le 5,1-11); la supuesta -tercera»* aparición joánica
(21,14) podría contener vestigios de la primera y probablemente tam­
bién de la segunda185. No se acaba de ver claro en la reconstrucción de
H. von Campenhausen por qué -el impulso decisivo que puso todo en
marcha... [fue] el descubrimiento de la tumba vacía·*186; más exactamen­
te, por qué la noticia de las mujeres determinó a los discípulos a partir,
después de todo. - Frente a todo esto, la tesis de la precedencia de las
apariciones jerosolimitanas se encuentra en una situación difícil. Lucas,
el único que la defiende coherentemente, tiene para ello motivaciones
teológicas (E. Lohse187), y el origen jerosolimitano de la fórmula de fe
de 1 Cor 15,3-5, alegado por H. Conzelmann188, difícilmente puede bas­
tar. Ciertamente, en ningún lugar se habla de una -marcha- o de una
-huida- a su tierra, ni tampoco de un -regreso-, que habría debido pro­
ducirse, como muy tarde, en pentecostés. Se pueden indicar diferencias
temáticas y teológicas entre las apariciones galileas y las jerosolimita­
nas189, pero con ello no queda aclarado el origen de la doble tradición.
Parece seguro que la tumba muestra la tendencia a atraer cerca de sí las
apariciones190; pero difícilmente se podrá decidir si la tradición (jerosolimitana) de la tumba y la (galilea) de las apariciones estuvieron histó­
ricamente vinculadas en su origen (como en la hipótesis de la -marcha·*),
o si -primero surgieron de modo independiente-191 y ulteriormente se
entretejieron (como en la suposición de una -huida-).
f cc.jLa cuestión de la tumba vacía ofrece una problemática distinta.
Elidatror de su historicidad habla el hecho de que no puede pasar por
prueba de una resurrección de Cristo192 y de que en la tradición más
antigua no fue utilizada apologéticamente: al principio sólo sembraba
miedo y desconcierto193. -Encontrar vacía la tumba es un signo ambiguo
que prepara las apariciones pascuales y sólo de ellas recibe interpreta- /,
ción-194. -La tumba vacía no se aduce como prueba de la resurrección,ίΑΊ| ¡
sino como signo y como referencia a ella-; sólo las palabras angélicas la¿ 1 ^ f
interpretan195. Profunda es la división de opiniones que reina a propó- ^ "
sito de si la antigua fórmula paulina sobre la resurrección, que mencio­
na la sepultura, implica o no que la tumba estaba vacía, y, en caso de
que así sea, si esto se debe atribuir únicamente al horizonte mental
judeo-apocalíptico, que sólo puede imaginar una resurrección de los
muertos en la modalidad material de reanimación del cadáver196.
Mientras que apenas cabe dudar de la historicidad del hecho de que la
tumba se encontró vacía —evidentemente, sin tumba vacía no se habría
podido anunciar la resurrección de Jesús en el ámbito judío (jsobre todo
en Jerusalén!)—, es cierto, por otro lado, que este hecho fue utilizado
ulteriormente de modo apologético, cosa difícil de evitar dado que este
signo, ambiguo en sí mismo, había de recibir pronto una explicación
polémica de parte de los adversarios197. Así, no se podrá sostener que
esta tendencia apologética del relato de Mateo «también [esté] presente
en el evangelio de Juan-198, especialmente allí donde se presenta a Jesús
como «hortelano- — en la réplica judía, el hortelano Judas era una figu­
ra supuesta que había cambiado de lugar el c-adáver de Jesús sin que
los cristianos lo supieran—; a lo sumo se podrá decir que Juan utiliza
motivos de la discusión apologética para sus propios fines (simbólicoalegóricos)199. Se ha planteado también la cuestión de si el final de
Marcos (con el detalle extraño de que el encargo hecho por el ángel
para los discípulos no se cumpla) no revela también una tendencia apo­
logética. En este punto habrá que convenir primero con H. von
Campenhausen que esta discrepancia (eliminada por Mateo y Lucas)
representa «una modificación secundaria e intencionada de la tradición-.
Pero ¿es la verdadera razón de ello proteger a los discípulos, que de ese
modo pasan a no tener nada que ver con la tumba? Esta tesis es posi­
ble; sin embargo, da la impresión de ser artificiosa. Si es correcta, Le
24,12 se debe eliminar como texto añadido, y tampoco será histórica la
escena de la carrera de Jn 20,3-10 (d<e la que podría proceder el versí­
culo lucano). El estado del final de Marcos impide tomar una decisión.
La cristofanía a las mujeres introducida por Mateo (que tiene en Juan su
equivalente) es juzgada de modo distinto. Ante todo se puede poner
esta objeción: «No se entiende por qué el Resucitado se aparece a las
mujeres en Jerusalén, pero envía a los discípulos a Galilea-200. Pero
también, con P. Benoit, se puede intentar encontrar en Jn 20,2-10 (en
conexión con Le 24,12) vestigios de la tradición más antigua: una visi­
ta de Pedro a la tumba sin aparición, y una cristofanía a la Magdalena
(que después habría reproducido sumariamente Mateo)201. La cuestión
de la cristofanía a las mujeres está, por lo demás, mezclada con la de
la prioridad entre mujeres y apóstoles, de la cual hemos de hablar más
adelante (3).
/ft3cL También está conectada con esta cuestión, aunque resulta irrelevafífe dentro del conjunto, la cuestión de las apañeiones áe ángeles
en la tumba: en Marcos, un ángel («un joven») que interpreta el vacío;
en Lucas, dos con la misma función; en Mateo, un ángel que, bajando
como un rayo del cielo, remueve la piedra que cierra la tumba y des­
pués interpreta el vacío de ésta, que de ese modo se había hecho visi­
ble; en Juan, al principio ninguno, sino sólo el vado aterrador, luego,
en la segunda escena de la Magdalena, dos, pero no interpretan, por lo
que parecen haber perdido su auténtico cometido (cf., sin embargo,
infra 3)202. Quien tenga prejuicios contrarios a la aparición de angeli
interpretes, considerará estas apariciones como simples ilustraciones de
inspiraciones y certezas interiores. En todo caso, en favor de ellas se
puede aducir la ligera corrección que Mateo hace a Marcos: en Marcos,
el ángel hace referencia a lo dicho por Jesús («allí le veréis, como os
dijo» = Me 14,28); en Mateo (pese a Mt 26,32), envía por su propia cuen­
ta a los discípulos a Galilea («Ya os lo he dicho», 28,7). Esto significaría,
pues, que «lo que condujo a los discípulos a Galilea no fue una palabra
de Jesús, sino una palabra del ángel, es decir, la acción de la guía divi­
na» (Ph. Seidensticker)203. Se puede eliminar el papel de los ángeles en
estos textos, lo mismo que en la historia de la anunciación, el naci­
miento, las tentaciones y la ascensión; pero, ¿se hace bien con ello a la
vista del conjunto de la revelación bíblica?
¿ée>La antigua fórmula de fe contiene la afirmación: Cristo «fue resu­
citado a l tercer día según las Escrituras». La interpretación del «tercer día»
resulta exegéticamente difícil y controvertida. J. Kremer sin duda tiene
razón: «La explicación más sencilla y natural» es que «la mención del ter­
cer día se apoya en un evento histórico, sea el descubrimiento de la
tumba vacía o las primeras apariciones del Resucitado en este momen­
to temporal»204. Así, la resurrección es —al menos en lo tocante a su
darse a conocer, pues en sí misma no es datable— un acontecimiento
histórico determinable lo mismo que la muerte y el entierro. También
cabe que «según las Escrituras» se refiera, al menos en primer lugar, a la
resurrección como tal (la cual, como hemos visto, es el punto culmi­
nante de la actuación salvifica de Dios), y no (o a lo sumo indirecta­
mente) al «tercer día»205. El único texto explícito que se puede conside­
rar seriamente como prueba de Escritura es Os 6,ls. LXX: «Dentro de
dos días nos sanará; al tercer día nos hará resurgir (o resucitar: άναστη'
σόμεθα) y viviremos ante él». La exégesis rabínica sacó de este texto
«que la resurrección de los muertos se producirá el tercer día después
del fin del mundo»206. Pero contra la referencia a este texto había el
hecho de que en ningún lugar del Nuevo Testamento es aducido como
cita de la Escritura. Esto conducida, de no dar por buena la explicación
histórica sencilla, a una explicación «dogmática», para la cual existe una
plétora de alusiones, pero ninguna prueba irrefutable. Los paralelos del
entorno religioso están demasiado lejos de un kerigma palestinense207,
y el texto es demasiado primitivo para tener fundamentos cultuales (la
celebración del domingo)208. La referencia del signo de Joñas de Mt
12,40 a la permanencia de Jonás «en el vientre del cetáceo tres días y
tres noches» es una elaboración posterior, como demuestra la compara­
ción con Le ll,29ss. y Mt 16,4. Pero quizás la expresión «tercer día» no
se deba tomar con rigor cronológico en absoluto, cosa a la que apunta
ya la formulación que acabamos de mencionar del signo de Jonás; ade­
más, «al tercer día» es paralelo de «al cabo de tres días»209. En general
podría significar un lapso breve de tiempo, pero más probablemente
significa un retomo de lo inicial tras una interrupción u oposición. J.
Jeremias pone junto a las predicciones de Jesús de que «al cabo de tres
días resucitará* otras palabras más, totalmente distintas, relativas a los
tres días* Al cabo de tres días, dice Jesús, edificará el nuevo Templo (Me
14,58 par). «Hoy y mañana expulsa demonios y realiza curaciones, al
tercer día será consumado (Le 13,32). Hoy y mañana y al día siguiente
debe caminar, y a continuación padecer en Jerusalén el destino de los
profetas (13,32-33). Dentro de un poco ya no lo verán, pero dentro de
otro poco lo volverán a ver: hoy comunión con él, mañana la separa­
ción, al tercer día el regreso* (Jn I6,l6)210. También es curioso que, tras
su arrebatamiento, EBas sea buscado infructuosamente durante tres días
(2 R 2,17). Podemos aquí omitir otros intentos de explicación211. En
resumidas cuentas: habrá que escoger entre la interpretación histórica
(de la cual podemos dejar fuera eventualmente, como vaticinia ex even­
tu, las predicciones de Jesús) y una interpretación de tipo dogmático e
histórico-salvífico más vaga, a la cual parecen apuntar algunas palabras
de Jesús y que podría tener un trasfondo más concreto aún en una u
otra idea contemporánea.
//^ S o lg L u ca s menciona (Le 24,51; Hch 1,2) y describe (Hch 1,9) una
aScensiónaTcielo del Señor a la vista de sus discípulos, ascensión que
en su segundo escrito sitúa cronológicamente como conclusión de los
cuarenta d ías durante los cuales Jesús se apareció a sus discípulos (Hch
1,3)212. Comprender esta cifra como un número redondo no causa difi­
cultad alguna; además, encuentra apoyo en la historia de Moisés213 y en
la de Elias214, y en la estancia de Jesús en el desierto, y conforme a ello
se puede entender como un número sagrado215. La dificultad estriba en
la idea de una ascensión separada de la resurrección y en el sentido del
especial tiempo de apariciones situado entre ambas. En este punto vuel­
ven de nuevo las opciones exegéticas. Se puede ser de la opinión de
que los relatos pascuales originarios no sabían de apariciones en abso­
luto, o a lo sumo hablaban de apariciones completamente transfigura­
das y espirituales (del tipo de la visión paulina a las puertas de Damasco
o de la escena ideal del Kyrios exaltado que se aparece en Mateo); de
que, por contra, las escenas que supuestamente se hacen cada vez más
realistas y terrenas (en Lucas y Jn 20,19ss.) son embastecimientos apo­
logéticos: entonces —secundariamente— el tiempo de tales apariciones
debe quedar claramente delimitado respecto al subsiguiente tiempo de
1¿ Iglesia, donde lo primero son el Pneuma y la fe que no ve. Pero la
hipótesis del embastecimiento creciente tal vez sea demasiado gratuita;
¿quién es capaz de decidir ya a priori sobre el modo en que puede
manifestarse el Resucitado («carente de analogía»), y por tanto que la
visión de Damasco (sobre cuyo grado de realismo no sabemos nada,
por lo demás) se ha de elevar a la categoría de medida de las restantes?
Los defensores de la hipótesis del embastecimiento, lo mismo que quie­
nes están interesados en la uniformidad de la relación de Cristo con la
comunidad216 derribarán la barrera levantada por Lucas entre tiempo de
la resurrección (de la revelación) y tiempo de la Iglesia, y encontrarán
sólido apoyo para ello en los numerosos textos que ven el aconteci­
miento de la resurrección y la ascensión como uno solo· el Hijo hnmijlad o, es exaltado por el Padre, es entronizado como Kyrios v se siento.
a la derecha del Padre217. Pero también Hechos pone tales textos en
boca de los apóstoles que predican (por ejemplo, 2,32s.; 5,30; 13,33).
Esto ha de significar que Lucas mismo no percibió contradicción algu­
na entre una «ascensión» que se identifica con la resurrección y una
manifestación de dicha ascensión al final del tiempo de las apariciones.
H. Schlier y G. Lohfink han seguido hasta el final el camino abierto en
este punto por P. Benoit^íóhfinWb ha hecho con la acertada reflexión
de que, en el caso de un acontecimiento que se produce fuera del tiem­
po y el espacio del antiguo eón, una glorificatio in fien y otra in facto
esse no se pueden distinguir en absoluto; piensa además que (como vio
acertadamente Benoit) el Exaltado junla_al Padre desde el principio
mediante la resurrección era libre para destacar en sus man fes^cion es
^JúSjdisdpulos, ora un aspecto, ora otro, sin que se pudiera insertar en
ello un elemento cronológico (así clarísimamente en las dos escenas
que todavía hemos de discutir: Jn 20,11-18, in fieri; 20,19-23, in facto
esse). Los discípulos debían ser en Lucas testigos de ambos aspectos,
aspectos que no presentaban la cosa en sí, sino sólo su manifestación
(Hch 5,30ss.). Se puede convenir totalmente con H. Conzelmann en la
«des-apocaliptización» aplicada por Lucas al tiempo salvifico218; pero al
mismo tiempo se debe reparar en que Lucas establece relaciones total­
mente directas, tanto entre resurrección y ascensión (entre las que inser­
ta el tiempo terreno de los cuarenta días), como entre ascensión y parusía (entre las que inserta el tiempo terreno del Espíritu Santo y de la
Iglesia): lo primero se ha mencionado hace un momento (en tanto que
Lucas yuxtapone en Hechos ambos modos de exaltación); lo segundo
queda patente en la manera en que en la ascensión la nube del Hijo del
hombre de Daniel hace las veces de «vehículo escatológico», y los ange­
li interpretes subrayan la igualdad entre desaparición y regreso. Por
tanto, como ya se ha dicho, se puede admitir sin más cierta estructura­
ción por períodos aplicada por Lucas al tiempo salvifico, sin tener que
poner en duda por eso el carácter explícito de la última aparición de
Jesús (como despedida que bendice). Pues «en una pluralidad cual­
quiera de apariciones se puede manifestar una y otra vez el mismo
acontecimiento ultraterreno. Pues si las manifestaciones son aconteci­
mientos históricament^djferentes, el acontecimiento manifestado es, sin
embargo, siempre^eL-mismo. Además, Íá^pTemtudffi
^ ultraterreno no se puede manifestar nunca perfectamente dentro de la
finitud» (G. Lohfink)219.
3- El despliegue p lástico de los aspectos teológicos
a. N ecesidad de la ilustración
La autom anifestación de un evento fundamentalmente ultrate­
rreno ante testigos situados en el espacio y el tiem po requiere, no
sólo el ámbito de la libertad que corresponde al que se revela,
sino tam bién el ámbito de la interpretación mediante palabras e
im ágenes hum anas, ámbito que el intérprete pu ed e reivindicar,
tanto por su propia libertad, com o por la penuria que pad ece su
necesidad de decir. G, Koch describe la diferencia que aquí se
hace patente com o la existente entre form a y conform ación220. Las
palabras, lo mism o que las im ágenes (escénicas) son necesaria­
mente «afirmaciones límite»221 de una realidad que — debido a que
ha absorbido efusivamente dentro de sí toda la realidad del anti­
guo eón— en cualquier caso desborda por todos lados la capaci­
d ad de recepción de éste. Según se explique el concepto, esas
im ágenes que contienen la «saga sacra» se pueden denom inar
«míticas»222, o se p u ed e rechazar esta expresión tan mal utilizada y
hablar de la «necesidad de una labor de traducción- a un «lengua­
je plástico-, punto en el cual «la decisión sobre la elección de con­
ceptos y modos de expresión adecuados... fue ya tomada por los
apóstoles y evangelistas-223. Con bastante frecuencia se ha señala­
do que las «sagas» o «leyendas» no tienen por qué ganar terreno a
costa de la historicidad224. No obstante, por volver una vez más
sobre nuestra imagen, las legítimas descomposiciones de lo uno e
indecible en los muchos colores concretos del espectro pueden
poner éstos en mutua oposición. Para captar el auténtico sentido
de las afirmaciones singulares, que es teológico —y por ello tam­
bién kerigmático— , no es conveniente pretender conciliar a toda
costa las imágenes concretas entre sí en el plano del mundo terre­
no de la apariencia; lo primero que se ha de hacer, más bien, es
tomarlas en su valor expresivo relativamente independiente (de
modo parecido a los logia individuales de los evangelios) y poner­
las en consonancia mediante la relación con la fuente trascen­
dente común que expresan. Este principio general hace que la
cronología y topografía de las apariciones pierda importancia en
un grado considerable. Naturalmente, no por eso la palabra se ha
de pronunciar de modo exclusivo para una «teología kerigmática»225; pero no se puede pasar por alto, sin embargo, la «dialéctica
propia» de los relatos: Jesús «es reconocido, pero no es reconoci­
ble. Está presente otorgándose y al mismo tiempo sustrayéndose.
Se da a tocar y se niega a que lo toquen. Existe corporalmente,
pero con una alteridad celestial inaprensible»; y los evangelios
dejan «estar, unas junto a otras, con ligeros intentos de armoniza­
ción, sus tradiciones diferentes y en parte contradictorias»226. Así
habla H. Schlier. Y en conformidad con él, K. Barth: «No se nos
exige... traducir... lo inexpresable que testimonian... a términos
expresables. Cada una de esas traducciones, no obstante, tan sólo
puede velar y emborronar lo decisivo que en ellas está dicho-227.
La resurrección y ascensión de Cristo es escatológica para
nuestro mundo temporal y mortal; al principio debió de ser
correctamente experimentada como parusía, e incluso cuando
posteriormente se distinguió de ella (quoad nos) se mantuvo en
estrecha relación con ella. Sin embargo, las afirmaciones protológicas y escatológicas — como las que hacen Génesis y
Apocalipsis— son siempre afirmaciones límite. Están lingüística­
mente orientadas a un centro flotante ante el cual se detienen
—con la acentuada sobriedad y circunspección de las afirmacio-
nes sobre la resurrección228— de manera asombrosa, si se com­
paran con los productos de los apócrifos. Hemos visto que en
tales composiciones están a medio camino del mito desarrollado,
que después aparece sin trabas en los apócrifos; pero el hecho de
que se detengan antes de cruzar el límite no es una cuestión de
gusto estético, sino que se debe a que la norma de la afirmación
teológica así lo exige. Lo objetivo del encuentro presentado se
puede objetivar de manera diferente —como demuestran, por
ejemplo, los tres relatos ligeramente divergentes del aconteci­
miento de Damasco, en los cuales el escritor, que en este caso
varía de forma visiblemente consciente un tema fundamental, no
se aleja de la afirmación del objeto idéntico—229. El hecho de que
no se traspase la frontera de lo mítico, o dicho con otras palabras:
el hecho de que la llamada imagen mítica del mundo siga siendo
irrelevante para la intención teológica de la exposición, hace que
las afirmaciones bíblicas sigan teniendo importancia también para
nosotros por encima de toda modificación de las imágenes histó­
ricas del mundo, sin que sean necesarios en ningún punto recor­
tes ni cambios considerables (mediante una desmitización). Los
«hechos desnudos» (en cuanto puede haberlos en la historia huma­
na) están revestidos de tal modo, que resulta visible su alcance
teológico, sin que tras lo kerigmático deje de ser reconocible lo
histórico; y lo histórico es aquí el ofrecerse del Resucitado, que ha
llegado a ser suprahistórico, a personas determinadas situadas en
el tiempo y el espacio. Además, ciertas afirmaciones teológicas
podrían poseer tal peso, que lo histórico de que se dispone ha de
acomodarse en buena medida a ellas (hasta el punto de que pare­
ce surgir de ahí una escena alegórica). Los testigos de la resurrec­
ción, que pusieron su existencia entera al servicio de este testi­
monio, responden de él como expresión de la verdad de lo
sucedido, y en modo alguno como verdad poética, por ejemplo.
b. El acontecimiento de la resurrección
Siempre se ha insistido, con razón, en que no hubo testigos
del acontecimiento de la resurrección del Hijo por parte del
Padre —lo mismo que tampoco los hubo del acto de la encama­
ción—. Sin embargo, ambos actos son acontecimientos salvíficos
fundamentales p a ra el hombre, y Dios no los efectuó simple-
mente sin el hombre, lo mismo que no dejó que se produjera la
Pasión sin la cooperación del hombre. Evidentemente, no basta
que María constate después que está encinta, ni tampoco que las
mujeres encuentren después la tumba vacía. Mateo se dio cuen­
ta de esto cuando —llegando hasta la frontera de lo mítico, pero
sin traspasarla— convirtió a las mujeres en testigos, no de la resu­
rrección como tal, sino de la apertura de la tumba por el ángel
de aspecto relampagueante (28,2s.). Lucas y Juan, cada uno a su
modo, van aún más lejos. Ya hemos dicho que, para Lucas, resu­
rrección y ascensión son sustancialmente una sola realidad: al
convertir a los discípulos que están sobre el monte de los Olivos
en testigos de la desaparición de Jesús de la tierra en dirección al
Padre —aunque sólo llegan a ver la desaparición, pues la nube
hace que la «ascensión» se pierda en lo que no se puede con­
templar—, ellos «ven» el invisible punto final del acontecimiento,
cuyo punto de partida «vio» María en su diálogo con el ángel de
la anunciación. Son testigos de la «prueba» definitiva (Hch 1,3). A
su modo lo es la Magdalena en la mañana del domingo de pas­
cua, cuando se encuentra al Señor, quien «todavía no ha subido
al Padre», y por tanto está inmerso en el acontecimiento de la
resurrección, a medio camino entre muerte y vida, infierno y
cielo. A esta resurrectio in fieri debe ella dar su asentimiento, no
reteniendo al Resucitado (Jn 20,17), sino dejándolo hacer, lo
mismo que María su madre hubo de dejar hacer al Espíritu que
la cubrió con su sombra, y María de Betania, con su signo de
amor, estuvo de antemano de acuerdo con todo lo que el Señor
dispusiera, incluso con su sepultura, con su Pasión. En las tres
articulaciones principales de la redención in fieri, se solicita el sí
de las tres Marías, que en esos momentos simbolizan sin duda a
la Iglesia que cree y ama («personam Ecclesiae gerens»).
Naturalmente, la imagen empleada se puede denominar «repre­
sentación sumamente mitológica»230. Pero si se ve lo que teológi­
camente pretende expresar, lo mitológico desaparece por com­
pleto, sobre todo dado que no se trata de movimiento local
alguno, sino de un acontecimiento no expresable de otro modo
y en el que el hombre creyente debe conseguir a toda costa par­
ticipar —¡in actu primo!
La narración presenta suturas: llama la atención que los dos
ángeles no interpreten nada, que los ángeles y después Jesús
hagan la misma pregunta a María, que María diga tres veces que
se han llevado de la tumba al Señor (w . 2.13.15), que se vuelva
dos veces (w . 14.16). Tal vez se reelaboraran fuentes anteriores
sin llegar a alcanzar una homogeneidad definitiva desde el punto
de vista literario. Sin embargo, María es esencialmente la que con
ojos fijos busca al desaparecido, la que se inclina hacia el vacío
de la tumba donde aquél debía estar. Los ángeles radiantes, «sen­
tados donde había estado el cuerpo de Jesús, uno a la cabecera y
otro a los pies», hablan, aun sin palabras, un lenguaje elocuente:
miden el vacío haciendo visible su gloria que irradia desde un
lado: en ellos está presente de modo inefable el desaparecido. El
doble «volverse» es así mismo teológicamente correcto: uno físico,
al desconocido que está cerca y que es Jesús; el segundo, al ser
llamada por su nombre, espiritual, al Señor divino. De altísimo
contenido teológico es en su totalidad el cambio de la retención
anhelada (en esto Juan tal vez corrija a Mateo, quien hace que las
mujeres consigan ambas cosas: asirlo y recibir la misión, Mt 28,9s.)
por la misión de dar testimonio a los hermanos, misión que María
también cumple luego al pie de la letra (contra Marcos)01.
En el «volverse» de María, que al final es una vuelta, del Señor
que asciende, a los hermanos, se refleja la nueva posición de las
mujeres y de los discípulos tras la intervención de los ángeles de
la pascua y la ascensión. En Lucas, las mujeres entran en la tumba,
pero no hallan el cadáver; allí se encuentran con los ángeles, se
asustan e «inclinan la mirada a tierra» (24,5). Este inclinar la mira­
da lo interpretan los ángeles: -(¿Por qué buscáis entre los muertos
al que está vivo? No está aquí, ha resucitado». Los discípulos en la
ascensión «miran fijamente al cielo», al que desaparecía. Ahora la
indicación de los ángeles interpretadores es al revés: «¿Por qué
permanecéis mirando al cielo?». Hasta el regreso del Señor ya no
hay nada más que ver; se les remite a las palabras de misión del
Señor (Hch 1,7-8) y con ello al camino por el mundo.
c. El estado del Resucitado
Ya se ha explicado anteriormente (1) que el estado del
Resucitado es el absolutamente único. Lo es desde el punto de
vista teológico, porque en la suprema diferencia de los estados
—abajamiento profundísimo y suprema exaltación, abandono
por parte de Dios y ser uno con Dios— , no sólo se expresa la
suprema identidad de la persona, sino también sus «sentimientos»
(Flp 2,5); así lo pone de manifiesto Juan al ver reducidas a uni­
dad contraposiciones como «elevación» y «glorificación», o con la
imagen del Cordero degollado que está en el trono. En ambas
fases se trata de la sublimidad, y hasta de la divinidad de la obe­
diencia del Hijo como presentación del amor trinitario en sí y
para el mundo232. Ahora bien, por cuanto este acontecer único
significa el cambio de eón y la fundación del mundo nuevo a tra­
vés de la muerte del antiguo, no se puede determinar a priori
hasta qué punto se apareció el Resucitado a sus discípulos seme­
jante o desemejante, cercano o lejano, íntimo o distante. De ahí
que no sea posible establecer un modo determinado de aparición
(por ejemplo el de Pablo o el descrito por Mateo al final) como
norma para las demás.
Todas las historias relativas a la resurrección están atravesa­
das por el motivo de la automanifestación espontánea del Señor.
La «figura extraña» bajo la que se aparece puede traer evocacio­
nes míticas —H. Gunkel excluyó como legendaria la historia de
los discípulos de Emaús porque recuerda los antiguos mitos de
dioses que caminaban de incógnito con los hombres, y podría
perfectamente estar en la Ilíada o en Génesis233—. ¿Es ésa una
razón convincente, cuando precisamente ese motivo literario
presenta de modo apropiado el objetivo cristiano distintivo?
Para que el reconocimiento se dé es necesario, no sólo que se
hable (en Lucas y Juan también se da diálogo sin que al
Resucitado lo reconozcan), sino que exista la voluntad de ser
reconocido. Esto se puede entender, y casi enunciar como un
postulado, desde la fundamental teología veterotestamentaria
de la palabra de Dios. El diálogo, a su vez, puede mantener la
forma de una ocultación total (María y el «hortelano»), impulsar
hacia el desvelamiento («¿no ardía nuestro corazón?») o signifi­
car la irrupción en el reconocimiento («¡María!»). Y la situación
de abierto reconocimiento puede provocar todo tipo de reac­
ciones: «sobresalto y susto» (Le 24,37), «duda» (24,38), «alegría y
asombro que no acaba de creer» (24,41), «miedo y gran gozo a
la vez» (Mt 28,8), finalmente sólo «alegría» (Jn 20,20), y sin
embargo de nuevo reserva a la hora de entablar el diálogo ofre­
cido, un guardar las distancias quizás falso allí donde Jesús, en
aquel almuerzo, parece crear un ambiente de absoluta familia­
ridad (Jn 21,12s.; cf. Me 9,32).
Con esto no sólo se demuestra la libertad del Resucitado para
darse cuando y como quiera, sino una liberación del hombre
(como aspecto de la gracia pascual) para reaccionar como quiera.
En este punto estriba la importancia, celebrada por los Padres de
la Iglesia, de la duda de los discípulos (para el reforzamiento de
nuestra fe); tal vez este motivo literario fuera utilizado e incre­
mentado apologéticamente234, lo cual sigue sin ser una razón para
excluirlo en su totalidad. No cabe decir que las automanifestaciones del Resucitado no sean lo bastante poderosas para imponer­
se como evidentes. Pues él también se puede revelar con una
soberanía absolutamente obvia, como demuestra el episodio de
Tomás. En otras ocasiones, dicha evidencia se manifiesta de forma
tan imponente, que supera la medida humana (Le 24,41). Donde
surge la duda, habrá que decir más bien que el Resucitado tiene
tal poderío de libertad, que comunica al hombre con el que se
encuentra parte de esta libertad para el encuentro. En el mismo
sentido, él puede ser el absolutamente señorial (al que le ha sido
«dado todo poder», Mt 28,18) y el que al mismo tiempo denomina
a los suyos, sólo y precisamente ahora, como «mis hermanos» (Mt
28,10; Jn 20,17); aquel que fuerza a la adoración (Mt 28,9.17; Le
24,52 [?]; Jn 20,28) y, como en los viejos tiempos, «se sienta a la
mesa con ellos» (Hch 1,4; Le 24,4ls.; Jn 21,12s.). Esta tensión se
mantiene en Pablo: en tanto que estamos «en Cristo» y somos «un
solo cuerpo» con él, él está «tanto separado y alejado de nosotros
( ‘aniba’, ‘en el cielo’, 2 Cor 5,6; Flp 1,23; Col 3,1), como también
presente en medio nuestro y activo en nosotros (Col 1,27)»235.
Una razón más para mostrarse escéptico ante la crítica del lla­
mado «sólido realismo» de las historias relativas a la resurrección.
También el σώμα πνευματικόν paulino es, considerado desde el
antiguo eón, una contradicción interna. Decir que el cuerpo
transfigurado de Cristo ya no podía comer ni beber (ni, por con­
siguiente, trasladar nada del antiguo al nuevo eón) es afirmar
algo imposible de probar. Karl Barth se ha opuesto, de forma
igualmente «sólida», a este esplritualismo crítico236, y no ha encon­
trado muchas reacciones amables ante ello. Ningún evangelio
está libre del llamado realismo «sólido»; se mitifica a Marcos cuan­
do se le asignan tendencias espiritualistas; se pasa por alto Mt
28,9 cuando se argumenta sólo con 28,16-22; no se puede expli­
car totalmente la transición de Jn 20,1-18 a 20,19-28: ¿por qué se
vio Juan obligado a añadir a su teología «espiritual» esas escenas
«sólidas» que por lo demás expresan tan adecuadamente su teo­
logía? Y, por supuesto, las palabras sobre «no ver, y sin embargo
creer» no van dirigidas contra la validez del testimonio ocular,
sino que hablan desde la perspectiva y el objetivo de la segunda
generación cristiana237. Quien espiritualiza unilateralmente los
relatos sobre la resurrección, en la mayoría de los casos mostra­
rá la tendencia a espiritualizar también de modo unilateral la
eucaristía eclesial238.
Finalmente, hay que mantener la tensión última entre revelabilidad y ocultamiento de Dios precisamente en la palabra con­
clusiva de su autorrevelación: in tanta similitudine nnaior dissi­
militudo» (DS 806): precisamente en cuanto es el máximamente
revelable, Dios sólo se puede revelar en su total alteridad. Este
principio abstracto recibe su concreción dentro de la historia de
salvación en el hecho de que el Hijo, según las claras afirmacio­
nes de la Escritura, precisamente no «resucita dentro de la histo­
ria» (G. Koch, seguido por J. Moltmann), sino que tras despedir­
se vuelve al Padre y en su lugar envía al «otro Paráclito», el
Espíritu que explica y convence. Cristo se revela finalmente
entrando en el ocultamiento. «Me buscaréis y no me encontraréis»
7,34), «ya no me volveréis a ver...» (Mt 23,39). También lo que
el Espíritu manifieste de él en la historia seguirá siendo siempre
signo de contradicción, no se impondrá en ningún momento de
la historia universal de modo directo ni sin dialéctica. El hecho
de que Dios manifestara al Resucitado «no a todo el pueblo, sino
a los testigos que él había escogido de antemano» (Hch 10,41), y
de que haya asentado la fe de los pueblos sobre el precario
cimiento de ese testimonio («¡Señor! ¿Quién ha creído a nuestra
predicación?», Is 53,1 = Rm 10,16; y sin embargo: «la fe viene de
la predicación», 10,17), es en sí mismo, no sólo osadía, sino
«escándalo y locura*. Jesús sólo pudo dar a conocer al Dios
escondido, que es fiel hasta el final a su alianza, «porque él
mismo fue y es partícipe del ocultamiento de Dios»39.
d. Fundación de la Iglesia
aa. Las apariciones del Resucitado desembocan por lo general
en misión. Al no retenerlo, sino ir a anunciarlo a los hermanos,
María experimenta la pascua. Los relatos rivalizan en vigor y
solemnidad. Lucas es el más detallado; hace desembocar dos
veces en misión la gran instrucción sobre la Escritura y el Reino
de Dios (Le 24,44ss.; Hch 1,3.8). Mateo presenta al Señor envian­
do, por la omnipotencia que se le ha otorgado sobre todos los
pueblos y épocas (cf. Dn 7,14), a los discípulos a todo el ámbito
de su poder, pertrechados con la palabra y el sacramento
(28,18ss.). Juan hace derivar esa misión de la misión trinitaria del
Hijo mismo: «Como el Padre me envió, también yo os envío·
(20,21). Por mucho que la fundación de la Iglesia fuera ya pre­
parada en el tiempo prepascual —con el seguimiento e instruc­
ción de los discípulos—, el verdadero acto fundacional sólo pudo
producirse cuando el Resucitado completó su propia obra y, en
virtud de su muerte y resurrección, fue capaz de inspirar su
Espíritu a la Iglesia que iba a establecer. El hecho de que esta
Iglesia estuvo desde el principio estructurada jerárquicam ente
resulta absolutamente claro, tanto por la palabra fundacional,
como por la autocomprensión de los apóstoles. La transmisión
del ministerio a Pedro contada por Juan (cuya datación quizás
anticipa Mateo) fundamenta su primado; Pablo lo reconoce (lo
llama siempre Cefas); los discípulos, como testigos oculares de la
resurrección, se saben simultáneamente llamados y enviados;
Pablo, en su calidad de rezagado, cierra la serie de estas misio­
nes fundantes con una visión del Resucitado (1 Cor 15,8); otras
visiones y carismas (también en el mismo Pablo) no entran nunca
en competencia con estas misiones fundamentales; contra la idea
de Sohm de una estructura originariamente carismática de la
comunidad, K. Holl ha alegado con razón que, con el cierre de
la lista de fundadores, «la idea de autoridad y de tradición... ense­
guida se considera superior al carisma»240. «En la comunidad cris­
tiana, por tanto, encontramos desde el principio una jerarquía
conforme a las reglas, un orden puesto por Dios, un derecho
eclesiástico divino, una Iglesia como institución en la que son
recibidos los individuos·241.
Los discípulos reunidos en tomo al Resucitado reciben de éste
el conocimiento del sentido global de la Escritura; obligados a
abandonar sus perspectivas estrechas (Le 24,19s.) y sus miras
erróneas, deben aprender a ver su conjunto desde el punto cul­
minante: la ley («Moisés»), los profetas y los libros sapienciales
(«Salmos») (Le 24,44s.). El Resucitado introduce en la memoria de
la Iglesia la comprensión originaria de la Escritura. A la Escritura
sigue el sacramento: claramente primordial en Juan, con la inspi­
ración del Espíritu, la autoridad de perdonar pecados (que tam­
bién en Mt 16 es el objeto primordial del poder de las llaves);
además, en Mateo, el mandato de bautizar y, mediante la repeti­
ción de las escenas de comidas de carácter eucarístico, cumplir el
mandato (al menos implícito) de hacer «esto en memoria mía», y
de ese modo anunciar la muerte de Jesús y la obra suprema del
amor de Dios (1 Cor ll,25s.). Las comidas pascuales tal vez sean
ya para Jesús mismo escatológicas (Me 14,25 par; Ap 3,20); para
los discípulos son «arras», signo que anuncia «hasta que él vuel­
va». Por encima de la «reserva» existente entre los dos eones (Jn
21,12), la comida sigue siendo comunión íntima, participación
esencial en el altar («en la sangre de Cristo») y con ello participa­
ción en el carácter reconciliador de toda comida cultual242, y así,
finalmente, también unificación esencial de los partícipes entre sí
(1 Cor 10,l6ss.). El que después de pascua Jesús sea «comensal»
(συναλί£όμ€νο£, Hch 1,4) no es, por tanto, en modo alguno un
«realismo sólido» introducido secundariamente, sino un rasgo
«simbólico» teológicamente imprescindible243.
bb. El rectilíneo rasgo jerárquico-varonil de la historia de la
fundación de la Iglesia recibe un contrapeso del papel fuerte­
mente destacado de las mujeres en la crucifixión, el entierro y el
hallazgo de la tumba vacía. El juego entre representantesfem eni­
nos y masculinos de la Iglesia en pascua, que resulta visible en
los relatos sinópticos, se ahonda en Juan hasta hacerse una ale­
goría que constituye una parte de su sutilmente meditada teolo­
gía de la Iglesia, que llena los dos últimos capítulos. La madre de
Jesús fue confiada al discípulo amado, el autor del Apocalipsis ve
a la Iglesia como mujer que da a luz al mesías; él percibe la femi­
nidad de la Iglesia ante el Señor. En definitiva, por tanto, se trata
de mucho más que de una «rivalidad» entre mujeres y apóstoles
sobre la prioridad como testigos; también desempeña un papel
subordinado el punto de vista de que las mujeres, según el dere­
cho judío, no son aptas para dar testimonio. Se trata del equili­
brio entre la Iglesia como «esposa» de Cristo y como institución
jerárquica. Pablo omite en su totalidad el testimonio de las muje­
res y habla sólo de apariciones a hombres, primero a Pedro,
luego a los Doce. En Marcos, las mujeres ven al ángel, pero no
al Señor; son los discípulos y Pedro (al que se concede especial
relevancia) quienes han de verlo en GalÜea. En Lucas, de nuevo
las mujeres ven sólo a un ángel; su mensaje no es creído; Pedro
va deprisa a la tumba y ve «asombrado», todiavía sin creer, los lien­
zos (en caso de que 24,12 sea originariamente lucano); el Señor
se aparece a los discípulos de Emaús, los cuales, sin embargo, al
llegar a Jerusalén, y antes de que puedan contar lo sucedido, son
saludados por los discípulos con estas palabras: «¡Es verdad! El
Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón». Sólo entonces
pueden ellos contar lo que han vivido: está garantizado que la
primera aparición tuvo como destinatario a Pedro. Mateo rompe
el esquema al intercalar, entre la aparición de ángeles a las muje­
res y la gran aparición final a los discípulos en Galilea, la «apari­
ción de camino» en Jerusalén a las mujeres. Con ello, el derecho
de prioridad de Pedro parece puesto en tela de juicio; Mateo no
recoge absolutamente ninguna aparición especial a Pedro, sino
que lo compendia todo en esas dos imágenes: una primera apa­
rición a las mujeres, que conduce a la segunda y es provisional
(¡pero la primera de todos modos!), y a continuación la gran apa­
rición oficial a los discípulos. Parece como si Mateo no soporta­
ra que las mujeres, las únicas que habían perseverado en el
momento de la cruz y el entierro, no recibieran también el ver las
primeras al Resucitado. Juan combina los objetivos de Lucas y
Mateo, al ahondar teológicamente, tanto la ida de Pedro a la
tumba, como la aparición a la Magdalena. Primero, la mujer sola
junto a la tumba, sin ver nada; ella notifica a Pedro y al discípu­
lo amado que la tumba está abierta. Después, la carrera de los
discípulos hasta la tumba: la constatación por parte de Pedro de
que el cadáver no fue robado (el sudario está plegado)244, la fe
del discípulo amado aun sin ver al Señor (ve a través del signo).
Así, esta fe que ve sin ver recibe prioridad respecto a la subsi­
guiente aparición (en camino) a la Magdalena, quien se convier­
te en testigo de la resurrectio in fleri y es enviada con esta visión
a los discípulos. Éstos experimentan después al Resucitado in
facto esse y reciben la misión decisiva. Hemos visto anteriormen­
te cómo la aparición a la Magdalena se desarrolla en fases, cada
una de las cuales es importante en sí misma: visión del ausente
en su doxa (representado mediante los ángeles que miden);
visión velada del presente desconocido; por último, su visión
abierta, pero en la sustracción y en la misión.
ce. Con este problema, «la Iglesia como femenina o como mas­
culina», está ligado en Juan una detallada alegoría sobre la rela-
ción entre Iglesia del ministerio (Pedro) e Iglesia del am or (Juan,
o bien «el discípulo al que Jesús amaba«). Sólo quien ve a los dos
como símbolos reales de esas dos caras de la Iglesia de Cristo
entiende la intención del evangelista245. Como material tradicional
de su alegoría, seguramente utilizó para el capítulo suplementa­
rio una tradición galilea, que muy probablemente contenía una
confesión de culpa y un llamamiento de Pedro (cf. el eco en Le
5); ha de quedar por ver si Le 24,12 se ha de considerar como
base de Jn 20,3-10 (cosa que la mayoría discute), o si puede o no
haber un núcleo histórico de la narración (¿tiene acaso lugar esta
historia entre la notificación de las mujeres y la marcha de los dis­
cípulos a Galilea, en el caso de que aún estuvieran en Jerusalén?).
El hecho de que ambos corran «juntos» (ó μου) es una primera
y permanente constatación no superada por la siguiente: que el
amor «corre por delante» libre de preocupaciones; el ministerio,
que tiene muchas cosas en qué pensar, llega a la meta más tarde.
El amor ve lo que se puede ver (desde fuera), pero cede el paso
al ministerio, el cual lo inspecciona todo (también lo que no era
visible desde fuera) y por el orden del sudario llega a una espe­
cie de «nihil obstat», que permite el acceso al amor, de manera
que éste (¿al ver los signos?, ¿al ver también lo que Pedro ha des­
cubierto?) llega a la fe. A una «fe» completamente en suspenso,
«pues todavía no habían comprendido que Jesús debía resucitar
de entre los muertos» (el añadido «según la Escritura» hay que
omitirlo). Este primer episodio da lugar a una especie de Iglesia
con dos cimas: la Iglesia del ministerio y la Iglesia del amor en
tensión armónica, el ministerio trabajando para el amor, el amor
cediendo respetuosamente el paso al ministerio.
El capítulo suplementario prolonga el simbolismo: Pedro tiene
la iniciativa en la primera salida de la nave de la Iglesia sin el
Señor. Resulta infructuosa: esfuerzo y resultado nunca son propor­
cionales en la obra misionera sobrenatural. Diálogo con el Señor
velado y obediencia de la Iglesia a su indicación, aun sin recono­
cerlo. En el milagro reconoce el amor al Señor, pero se lo dice
inmediatamente al ministerio, que sabe lo que conviene: estar
junto al Señor lo más rápidamente posible con la ropa adecuada.
Siguen a continuación imágenes cambiantes: el Señor con Pedro
en la orilla (símbolo de la eternidad, del fundamento fírme e «infa­
lible»), los demás que llevan hasta ambos la pesca. Después Pedro,
que como responsable de todo sube a la nave y lleva hasta el
Señor la red entera repleta; finalmente, la comida en común. Acto
seguido, la investidura con el ministerio: la pregunta que Pedro, el
negador, no puede responder: «¿Me amas más que éstos?». Pedro
no tiene otra solución que tomar prestado de Jüan (con el comu­
nismo de la «comunión de los santos») el amor mayor, para de ese
modo dar la respuesta que necesariamente se espera246. El prima­
do de Pedro se levanta sobre la renuncia de Juan a un amor «pri­
vado» al Señor; inmediatamente después del mandato de apacen­
tar el rebaño, a Pedro se le promete la muerte martirial por las
ovejas en seguimiento del Señor: de ese modo queda sellada en él
la unidad de amor y ministerio. El evangelio del amor termina así
en una apoteosis del ministerio dentro de la cual se abandona el
amor particular. Sin embargo, queda un resto que no encaja (21,2025): Pedro ve al discípulo amado (que propiamente debía haber
desaparecido dentro de él) que sigue allí, y se acuerda de su papel
mediador entre el ministerio y el Señor (Jn 13,23s.; cf. 18,15s.;
21,7). No lo entiende, pero siente en sí el deber ministerial de
entender, y por tanto de preguntar: «Señor, y éste ¿qué?». Esta pre­
gunta es comprensible, incluso legítima, desde el punto de vista
del ministerio, pero la respuesta queda velada, porque descansa
completamente en la libertad del Señor de la Iglesia. Pedro tiene
su tarea, como siervo, y el resto —es decir, dónde se sitúan exac­
tamente las fronteras entre la Iglesia del ministerio y la Iglesia del
amor— no es cosa suya. Esta Iglesia del amor «se quedará» hasta
que el Señor vuelva; pero cómo y dónde, sólo lo sabe el Señor.
Pedro debe amar; debe, por tanto, en la medida en que pueda, ser
Iglesia del amor. Con este espíritu debe apacentar también; no
puede permitirse en modo alguno la opinión de que toda religión
es igualmente buena cuando uno simplemente tiene el amor, ese
amor que Cristo, mediante su muerte por todos, ganó también para
todos y pone a disposición de todos como amor sobrenatural: ¿por
qué no había de bastar?247 Pero tampoco se puede obstinar en el
parecer contrario y pensar que sólo quien se acoge a su redil visi­
ble tiene la garantía del verdadero amor, y con ello de la salvación
eterna. Entre estas dos eclesiologías imposibles, el evangelio de
Juan nos mantiene y nos deja en un centro flotante cuya determi­
nación corresponde únicamente al Señor. Lo último que se dice al
siervo Pedro, la última palabra del Señor en el evangelio, es esta
indicación que lo pone en su lugar (y válida para la Iglesia y la teo­
logía de todos los tiempos): «¿Qué te importa?».
dd. La fundación entera de la Iglesia está íntimamente relacio­
nada con la misión del Espíritu. En todo caso, se describa ésta
aún como futura (con Lucas) — de manera que se exigen la sus­
tracción del Señor en un acontecimiento oficial y una adecuada
preparación de la comunidad en la oración para su descenso— ,
o se describa ya presente (con Juan) —porque el Resucitado
como tal es ya el hombre del Espíritu y quien lo tiene a su dis­
posición—, la existencia de una Iglesia visible del Señor en
medio de la historia sólo podrá tener una remota analogía con los
•pueblos», «Estados» y «comunidades» mundanos; su visibilidad
(institución) en absoluto se ha de separar interiormente de su
carácter pneumático, como si el Espíritu, que es la libertad y
sopla donde quiere, se fuera a separar caprichosamente de la
fundación de Cristo (pues es enviado para que «esté con vosotros
para siempre», Jn 14,16); más bien supone que el armazón visible
no puede ser resistente si no abraza al Espíritu que anima. Esto
queda muy claro en el testimonio confiado a la Iglesia para su
transmisión a los pueblos: es fundamentalmente palabra del
Espíritu, que «estará en vosotros» (Jn 14,17), que os «enseñará» y
«recordará» (14,26), que «os guiará hasta la verdad completa»
(16,13). La religión de Cristo no será una religión del libro: «La
nueva alianza no es de la letra, sino del Espíritu, pues la letra
mata, mas el Espíritu da vida» (2 Cor 3,6). Lo mismo que Cristo
no es su propia Palabra, sino la Palabra del Padre, tampoco el
Espíritu nos dice en la Escritura y la predicación la palabra literal
de Cristo, sino su palabra en el lenguaje del Espíritu. Sólo así es
palabra verdaderamente trinitaria, sólo así es también palabra que
continuamente resucita, y resucitando da vida. Desde aquí se
entiende la prohibición: «¡No me retengas!». La libertad de la resu­
rrección (y de la Iglesia surgida de la resurrección) no soporta
sujeción alguna. Cabe un «palpar» creyente —quizás un toque
ingenuo de la orla (Mt 9,20)— , pero no una «seguridad» basada
en lo visible aisladamente y en lo tangible. Esto vale, tanto para
la «magia sacramental» católica, como para la «magia escriturística»
protestante. «Nolui per atramentum...» (3 Jn 13; cf. 2 Cor 3,3). Con
ello reciben su puesto el reproche y la promesa hechos a Tomás,
que exigía seguridad; y con estas palabras terminó Juan en un
principio su evangelio. «No ver, y sin embargo creer»: ejemplo de
ello dio Juan mismo con su actitud junto a la tumba (20,8). Unos
signos que apuntan en una dirección le bastan como medio para
llegar a la fe. Mira con los *ojos de la fe», los «ojos iluminados del
corazón» (Ef 1,18). En la muerte, descenso a los infiernos y resu­
rrección de Jesucristo sólo hay una cosa que ver, en el fondo: el
amor del Dios trino al mundo, y dicho amor sólo se puede per­
cibir con amor a ese amor.
e. Existencia en el mysterium paschale
La fundación de la Iglesia no es un fin en sí misma; así lo
demuestra precisamente la dialéctica en la que desemboca la eclesiología del último evangelio: está abierta al mundo entero, al que
el Omnipotente la envía sin limitación alguna (Mt 28). El mundo
en su conjunto, y no la Iglesia, está reconciliado con Dios gracias
a la cruz y la resurrección de Cristo (Col l,19s.). Y, sin embargo,
la reconciliación acontecida tiene necesidad del servicio eclesial a
esta reconciliación, servicio definido por Pablo como el sentido de
la misión encomendada por Cristo. «Somos embajadores de Cristo,
como si Dios exhortara por medio de nosotros. En nombre de
Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!» (2 Cor 5,20). El ser­
vicio de reconciliación del cristiano, sin embargo, no es sólo una
súplica (impotente), sino una aplicación de toda la existencia
hasta «derramarse como libación» (Flp 2,17; 2 Tm 4,6).
No es ya cometido de este capítulo exponer con .detalle esta
relación; lo que sigue mostrará los grandes aspectos soteriológicos del mysterium paschale: la reconciliación de la creación ente­
ra con Dios; la exaltación del Mediador por encima de todos los
poderes mundanos cósmicos e históricos, pues ha sido constitui­
do «heredero universal» de la .obra de creación del Padre (Hb 1,2);
el cumplimiento en él' de la Alianza en otro tiempo establecida
con Israel, de manera que en él llega a plenitud la δικαιοσύνη
0€oü: Cristo es, como Dios y hombre, la Alianza personificada en
su perfección, y por eso nueva y eterna; y quien vive en él
(mediante la entrega de fe de la existencia, Ga 2,19-20) participa
de esta justicia de Dios y de la paz que en ella reina entre Dios
y mundo. Todo esto se presupone en.estas palabras finales.
Sin embargo, esto no resuelve la cuestión de cómo el hombre,
viviendo en el antiguo eón, puede acoger al Resucitado que le
habla (en el kerigma de los testigos) y responder a su llamada.
Cristo, por el abandono de Dios en la cruz y e l infierno, es el ven-
cedor sobre el mundo (Jn 16,33), pero yo todavía estoy en el
mundo (17,11); mediante su llamada, y al integrarme él activa­
mente en su destino global, debo estar muerto para el mundo,
enterrado y resucitado con Cristo (Rm 6,2ss.; Ef 2,6), debo buscar
«las cosas de arriba», que, no obstante, siguen «ocultas» para mí
(Col 3,lss.)· Esta anticipación de lo que no se puede comprender
de otro modo que con «esperanza» creyente, y por tanto se debe
«aguardar con paciencia» (Rm 8,24s.), extiende al cristiano sobre
la cruz formada por los maderos cruzados del antiguo y el nuevo
eón. Una cruz más rigurosa que la del hombre natural, quien
como espíritu está sin patria en la frontera entre el mundo crea­
do y el Dios absoluto. La gnosis y la dialéctica filosófica, como
hemos visto, ha intentado una y otra vez reducir esa cruz más
rigurosa a esta «cruz luminosa» más suave. Pero el cristiano sigue
siendo reclamado, mucho más inexorablemente por la cruz histó­
rica de Cristo desde la victoria del Jesús histórico y su exaltación
a la condición de dominador universal; se ve desgarrado entre la
posesión anticipada de la ciudadanía celestial (Hb 12,22s.) y la
exigencia excesiva de iniciar lo realizado allí en un mundo esen­
cialmente carente de la premisa para tal realización y situado a la
defensiva, con todos sus instintos de conservación, contra la
irrupción del reino escatológico de Dios. Para el así crucificado,
no hay otro punto de confluencia de su autocomprensión, que su
misión. Pero ésta no se puede captar nunca estáticamente, sino
que sólo es real en el movimiento absoluto: «No digo yo que lo
tenga ya conseguido o que sea ya perfecto, sino que continúo mi
carrera para alcanzarlo, como Cristo Jesús me alcanzó a mí...
Olvidó lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por delante»
(Flp 3,12s.): la existencia como trayectoria. Se le podría llamar
utópica, si detrás de la misión cristiana.no estuviera «el trasfondo
veterotestamentario: σωτηρία se debe entender también como
salom. Esto no significa sólo salvación del alma, rescate indivi­
dual del poder del mundo malo, consuelo en la conciencia ator­
mentada, sino también realización de la esperanza escatológica
de justicia, humanización del hombre, socialización de la huma.nidad, paz de la creación entera. Esta ‘otra cara’ de la reconcilia­
ción con Dios ha salido siempre perdiendo en la historia de la
cristiandad, debido a que se perdió la percepción escatológica de
uno mismo, y las anticipaciones terreno-escatológicas se dejaron
a los fanáticos y entusiastas»248. Por tanto, lo que en el Nuevo
Testamento se llama «paciencia" ciertamente es más que perseve­
rancia pasiva; más bien contiene un ingrediente considerable de
impaciencia, concretada en la oposición y también en la capta­
ción y cambio de todos los horizontes mundanos que se cierren
al reino de Dios que viene (porque ya está ocultamente presen­
te), y en todo caso en la voluntad de mantenerlos abiertos a éste.
Las exhortaciones de las Escrituras neotestamentarias a someter­
se a la autoridad establecida (Rm 13,lss.; 1 P 2,13s.), a trabajar en
paz (2 Ts 3,12), a vivir discreta y honradamente entre los paga­
nos (1 P 2,11.15; 3,6) y a soportar, llegado el caso, el sufrimien­
to inmerecido con la mirada puesta en el Señor, no constituyen
la quintaesencia de la ética cristiana. Las audaces exigencias del
sermón de la montaña, y también de la carta de Santiago, pro­
longan los postulados ético-sociales del Antiguo Testamento y
ponen la cruz cristiana al final de éstos, como el resultado nor­
mal en Cristo de su intento de llevarlos a la práctica. Cristo mismo
fue durante treinta años trabajador manual y tres años trabajador
del espíritu, antes de que en tres días padeciera, muriera y resu­
citara. No cabe servirse de la ética mateano-jacobea (como si fuera
inferior) contra la ética paulina. La constitución Gaudium, et spes
acometió la tarea de la difícil síntesis; pero de ella sólo podemos
decir, en definitiva, que nadie llegará a alcanzar el punto desde el
que se abarca su unidad, pues dicho punto sólo se encuentra en
Cristo. Y no sólo en el Cristo individual, sino en él como cabeza
de la Iglesia (y de todo a través de ella), cabeza que sumerge
siempre de nuevo a los enviados-seguidores en su propio ser:
porque estamos bajo la ley del Resucitado, nos pone él en el cami­
no de la cruz, y nosotros lo recorremos como nuestro con la fuer­
za y esperanza del que, resucitando, ha vencido ya. Por eso la
Iglesia y los cristianos no se pueden situar en el triduum pasch a­
le: su lugar no está delante o detrás de la cruz, sino en ambos pun­
tos, mirando y pasando siempre de uno al otro (pero sin dete­
nerse en ninguno). Esto, sin embargo, no es un insoportable
balanceo porque hay Uno donde cruz y resurrección se identifi­
can, y la existencia cristiano-eclesial está expropiada en él:
«Porque ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco
muere nadie para sí mismo. Si vivimos, para el Señor vivimos; y
si morimos, para el Señor morimos. Así que, ya vivamos, ya mura­
mos, del Señor somos. Porque Cristo murió y volvió a la vida para
eso, para ser Señor de muertos y vivos» (Rm l4,7ss.).
Notas
1 K. Barth, KD IV/1, Zollikon 1953, p. 371. Nótese, sin embargo, con cuán­
ta prudencia introduce y matiza Barth estos términos.
2 L. Goppelt, D as Osterkerygma heu te, citado según B. Klappert, D iskussion
um K reu z u n d A uferstehung, Wuppertal 1967, p. 212.
3 H. Schlier, Ober d ie A uferstehung Jesu Christi, Johannes Verlag, Einsiedeln
1 9 6 8 ,51983, p. 15 [trad, esp.: D e la resu rrección d e Jesucristo, Bilbao 1970],
4W. Marxsen, D ie A uferstehung als historisches u n d als theologisches
P roblem , Gütersloh 1965 [trad, esp.: L a resu rrección d e Jesú s com o p ro b lem a
histórico y teológ ico, Salamanca 19791. Citado según D ie B edeu tu n g d er
A u ferstehun gsbotschaft fü r d en G lau ben a n Jesu s Christus, Gütersloh 41967,
pp. 12s.
5 W. Künneth, T heologie d er A uferstehung, Munich 51968, p. 109.
6 H. Schlier, op. cit., p. 9; W. Künneth, op. cit., p. 107; L. Goppelt, op. cit.,
p. 213.
7 H. Grass, O stergeschehen u n d O sterberichte, Gotinga 2196l, p. 263. G.
Koch, D ie A uferstehung Christi, BHTh 27, Tubinga 21965, pp. 325ss.; F. X.
Durwell, La R ésurrection d e Jésu s , M ystère d e Salut, Le Puy - París 21954, pp.
183ss. [trad, esp.: La resu rrección d e Jesú s, m isterio d e salvación , Barcelona
1965).
8 D er christliche G laube II § 99: «Los hechos de la resurrección y la ascen­
sión de Cristo al cielo... no se pueden presentar como auténticos elementos de
la doctrina sobre su persona» (Berlín 21831, p. 92).
9 De ahí la primacía de la teología en el tratado sobre la resurrección, tal
como lo desarrollan, por ejemplo, K. Barth, W. Künneth, K. H. Rengstorf (.Die
A uferstehung Jesu , Witten/Ruhr 51952), F. X. Durwell y A. M. Ramsey (T he
R esurrection o f Christ; Londres 21956 [trad, esp.: L a resu rrección d e Cristo,
Bilbao 1971]), pese a la enérgica protesta de E. Käsemann, «Die Gegenwart des
Gekreuzigten», en Christus u n ter uns, Stuttgart 31967.
10 Especialmente desde que U. Wilckens, D ie M ission sreden d er
A postelgeschichte, Neukirchen 21973, ha puesto también en duda la antigüedad
de las fórmulas llamadas «arcaicas* de los discursos de Pedro.
11 Lista en J. Kremer, D as älteste Z eugnis von d er A uferstehung Christi, SBS
17, Stuttgart 1966, p. 25.
12 J. Jeremias, D ie A bendm ahlsw orte Jesu , Zurich 1949, p. 96 [trad, esp.: La
Última C ena . P alabras d e Jesús, Madrid 1980]; E. Fascher, «Die Auferstehung Jesu
und ihr Verhältnis zur urchristlichen Verkündigung», en ZNW 26 (1927), pp. 126. La opinión de U. Wilckens, de que la fórmula también podría proceder de
Antioquía o Damasco y presenta rasgos helenísticos («Der Ursprung der Über­
lieferung der Erscheinungen des Auferstandenen», en W. Joest y W. Pannenberg
[eds.], D ogm a u n d D enkstrukturen, Gotinga 1963), así como la discusión de H.
Conzelmann de la forma semítica original de fórmula («Zur Analyse der
Bekenntnisformel 1 Kor 15,3-5», en EvTh 25 [19651, pp* 1-H ), son rechazadas
por G. Delling («Die Bedeutung der Auferstehung Jesu fur den Glauben an Jesus
Christus. Ein exegetischer Beitrag», op. cit. su pra n. 4, p. 68). Sobre todo esto,
cf. también B. Klappert, «Zur Frage des semitischen oder griechischen Urtextes
von 1 Kor 15,3-5*, en NTS 13 (Cambridge 1967), pp. 168-173, y J. Kremer, op.
cit. pp. 82s. Por eso no se debiera hablar sin más, recurriendo a un tópico, de
la «fórmula de fe antioquena» (así Ph. Seidensticker, D ie A uferstehung Jesu in d er
B otschaft d er Evangelien, SBS 26, Stuttgart 1967, pp. 24s.).
13 Ante todo E. Bammel, «Herkunft und Funktion der Traditionselemente in
1 Kor 15,1-11», en ThZ 11 (1955), pp. 401-419.
14 Así acertadamente H. Grass, op. cit., p. 298.
15 Como hace Ph. Seidensticker, op. cit., pp. 27s., quien es partidario de
identificar esta única aparición con el irrepetible encuentro pascual galileo de
Mt 28,l6ss. Por contra, J. Kremer, op. cit., p. 71, n. 30, quien por tanto sigue
manteniendo la pluralidad de apariciones (pp. 86s.).
16 Como hace G. Koch, op. cit., pp. 200ss.
17 «Según las Escrituras» se refiere primordialmente, en la afirmación sobre la
resurrección, a ésta y no a la precisión más inmediata «al tercer día»: J. Kremer, .
op. cit., pp. 35, 49; cf. in fra.
18 K. H. Rengstorf ve en «muerto y sepultado» una «fórmula fija, utilizada ya
con frecuencia en el Antiguo Testamento, que se aplica a personalidades impor­
tantes de la historia de Israel y presumiblemente «tiene su origen en los anales
reales» (op. cit., p. 52). Indica que en la parábola de Lázaro se dice del rico que
murió y lo enterraron, mientras que del pobre sólo se dice que murió (Le 16,22),
«y eso quiere decir que murió y no contó con un sepulcro».
19 KD IV/1, pp. 335s.: «Una nueva acción de Dios, independiente del acon­
tecimiento de la cruz... no sólo la revelación y explicación del significado y
alcance positivos de ésta» (como piensa Bultmann). En la misma línea también
J. Schniewind, «Antwort an R. Bultmann» (texto tomado de B. Klappert, op. cit.,
pp. 76-89) y L. Goppelt (ib., pp. 207-221);
Grass, op. cit., pp. 245s.: «Dios
actuó en Cristo, antes de que éste actuara en sitó-testigos, y lo hizo de manera
que mediante tal acción actuara en ellos... Ningunarantropología, ni siquiera una
tan atractiva como la contenida en esta proclamación, y que descubre las raíces
más íntimas de nuestra condición humana, puede justificar desde atrás, por
decirlo así, esta proclamación». De modo semejante, H. S. Iwand, «Kreuz, und
Auferstehung Christi» (en B. Klappert, op. cit., pp. 275-297).
20 «Hablar.de la resurrección de Cristo, ¿puede ser otra cosa que la expresión
de la significación de la cruz?»: «Neues Testament und Mythologie», en H., W.
Bartsch (ed.), Kerygm a u n d Mythos, I, 1948, pp. 47-48. Bultmann habla aquí de
la significación p ro me, como «presencia en la concreta realización vital del cre­
yente», p. 46.
21 Sobre este texto* construye sobre todo F. X. Durwell su teología de la resu­
rrección. Cf. también K. H. Rengstorf, op. cit., pp. 63-64: «Lo más asombroso se...
dice en 1 Cor 15,17... ‘Pero si Dios no resucitó a Cristo, seguís en vuestros peca­
dos’. Esto, considerado detenidamente, viene a decir que para Pablo una con­
frontación con el Crucificado sencillamente no basta si se quiere que el hombre
llegue a Dios... y finalmente también a sí mismo».
22 R. Bultmann, op. cit., p. 45: «La significación de su historia [la de Jesús]
resulta de lo .qué Dios m e quiere decir con ella». En marcada oposición a esto,
Hv'Grass, op. cit., pp. 268, 275, 323.
23 «Toda analogía falla»: W. Künneth, op. cit., p. 62, cf. pp. 78s. «Por eso la
muerte de Jesús debe quedar al margen de toda analogía con el morir de los
demás hombres»: ib., p. 159. -La resurrección (es) un acontecimiento carente de.
analogias, es decir, un acontecimiento sin correspondencia alguna en la histo­
ria»: B. Klappert, op; cit., p. 17. -El acontecimiento carente de analogías de la
pascua»; G. Joch, op. cit., p. 54. -El acontecimiento carece de analogías en la his­
toria»: ib., p. 208. -Para ello nos falta sencillamente una posibilidad de parangón
y la categoría correspondiente»: J. Kremer, op. cit., p. 61. -Las comparaciones»
con otras resurrecciones de muertos están «fuera de lugar»; ib., p. 46; G. Delling,
op. c it, p. 86: «En este punto, la comprensión de la resurrección de Jesus des­
borda completamente toda analogía».
24 Por contra, con razón, W. Künneth (sobre todo contra P. Althaus), op. cit.,
pp. 246-281. La resurrección como p len itu d del tiempo: ib., pp. 191-192.
25 K. Barth, op. cit., p. 368; Barth corrige sus afirmaciones más radicales en
D ie A uferstehung d er Toten, Munich 1924, donde la historia quedó desvaloriza­
da en beneficio del puro «hecho de la revelación».
26 W. Pannenberg, G rundzüge d er Christologie, Gütersloh 1964, p. 95 [trad,
esp.: Fun dam en tos d e cristologïa, Salamanca 1964], Sobre la crítica a esto: B.
Klappert, op. cit., p. 22: se produce con ello «una reducción de lo escatológico
a lo histórico universal».
27 B. Klappert, op. cit., p. 18.
28 H. Grass, op. cit., pp. 12s.
29 B. Klappert, op. cit., p. 50.
30 W. Marxsen, op. cit., p. 18. Significativamente, sólo el evangelio apócrifo
de Pedro intentó describir de manera gráfica el acontecimiento de la resurrec­
ción: SchneemelcherT, Tubinga 1959, pp. 122s.
31 K. H. Rengstorf, op. cit., pp. 60-62.
32 F. Mußner, ΖΩΗ, D ie A nschauung vom «Leben» im vierten Evangelium ,
MThSt 1/5, Munich 1952, pp. 6s.
33 G. von Rad, «’Gerechtigkeit’ und 'Leben’ in den Psalmen», en Festschr. A .
B ertholet; Tubinga 1950, pp. 418-437, recogido en Ges. Studien zum AT,
Theologische Bücherei 8, Munich 1965, pp. 244-245.
34 L. Goppelt, op. cit., p. 215.
35 H. W. Bartsch, D as A uferstehungszeugnis, sein historisches u n d theologisches P roblem , Theologische Forschung 41, Hamburgo 1965, pp. 12-15.
36 Ph. Seidensticker, op. cit., p. 52; cf. mismo autor, Z eitgenössische Texte zu r
O sterbotschaft d er Evangelien, SBS 27, Stuttgart 1967, pp. 43-51.
37 Op. cit., p. 55; cf. también G. Koch, op. cit., pp. 62-63; contra H. W.
Bartsch, cf. H. Conzelmann, H istorie u n d Theologie in d en synoptischen
P assion sberichten : Zur B edeutung des Todes Jesu, Gütersloh 21967, p. 41, n. 10;
igualmente crítico, L. Goppelt, op. cit., p. 218.
38 Ph. Seidensticker, op. cit., p. 56.
39 Crítica en W. Künneth, op. cit., pp. 28ss.; B. Klappert, op. cit., pp. 22ss.;
H. G.- Geyer, D ie A uferstehung Jesu s Christi, Ein Ü berblick ü ber d ie D iskussion
in d er gegenw ärtigen Theologie: D ie B edeutung d er A uferstehungsbotschaft fü r
d en G lau ben a n Jesu s Christus, Gütersloh 41967, pp. 110s.
Apenas merece la pena mencionar el intento de interpretar a los testigos
visuales, neotestamentarios desde la categoría apocalíptica del judaismo tardío
de los videntes de misterios ocultos: en efecto, ellos no se encuentran a un
extraño Hijo del hombre daniélico, y menos aún quedan «extasiados* en su
visión; se encuentran al Señor que los trató con confianza, lo reconocen en sus
cicatrices, en la fracción del pan, etc. Tratan con él en esta tierra, y no en una
esfera celestial alejada del mundo. Por tanto, tampoco esta categoría apocalíp­
tica basta para entenderlo.
40 E rniedrigung u n d E rhöhung b ei Jesu s u n d sein en N achfolgern, AThANT
28, Basilea 1955.
41 W. Popkes, Christus traditus, Zurich 1967, pp. 55, 56; E. Sjöbeig, D er ver­
borgen e M enschensohn in den E vangelien, Lund 1955, pp. 255s, 262s.; E. Lohse,
D ie G eschichte des Leidens u n d Sterbens Jesu Christi, Gütersloh 1964, pp. 14s.;
cf. E. Schweizer, op. cit., p. 49.
42 G. Koch, op. cit., p. 53.
4? «En el testimonio más antiguo coinciden resurrección y exaltación... El
antiquísimo texto de Hch 2,36 (‘Dios ha constituido Señor y Cristo a ese Jesús
a quien vosotros habéis crucificado’) compendia también claramente en una
sola cosa resurrección y exaltación. Así mismo, Hch 5,30s. CEI Dios de nuestros
padres resucitó a Jesús, a quien vosotros matasteis colgándole de un madero. A
éste le ha exaltado Dios con su diestra como Jefe y Salvador’) no parece signi­
ficar que primero se produjo la resurrección y luego la exaltación, sino que
ambas frases dicen lo mismo»: H. Grass, op. cit., pp. 229-230. Cf. J. Kremer, op.
cit., pp. 90-91. K. H. Rengstorf, op. cit., p. 70, habla primero de una «cuidadosa
distinción» entre resurrección y exaltación, pero después debe admitir que en
algunos pasajes ambas se mencionan juntas. H. Schlier, op. cit., pp. 22s.: «El
Resucitado también es ya esencialmente el Exaltado,... en el sentido de que la
resurrección se produce por el impulso de la exaltación a Dios, y la exaltación,
por la fuerza de la resurrección». Desde luego, según Schlier, «tal vez origina­
riamente [existieran] interpretaciones independientes del mismo acontecimien­
to», interpretaciones «que, sin embargo, ya desde el principio remitían unas a
otras», y cuya relación «no se refleja explícitamente en nuestros textos». Cf. G.
Koch, op. cit., p. 56; W. Künneth, op. cit., p. 132 n. 30.
44 Discusión y delimitación de esta categoría en W. Künneth, op. cit., pp. 3139.
45 W. Michaelis, D ie E rscheinungen d es A uferstandenen, Basilea 1944, p. 82;
art. «άνάλημψίς», en ThW IV, 8-9 (G. Delling).
46 H. Grass, op. cit,, p. 64.
47 Cf. R. Bultmann, T heologie d es NT, Tubinga 1948, p. 124 [trad, esp.:
Teología d el Nuevo Testam ento, Salamanca 1981].
48 «Pues, dentro del Antiguo Testamento, sólo en este pasaje se encuentra
una afirmación correspondiente al ‘murió por nuestros pecados’. Nunca enten­
deré cómo se puede poner en duda que aquí hay una referencia a Is 53*: J.
Jeremias, D er O pfertod Jesu Christi, Calwer Hefte 62, Stuttgart 1963, p. 21.
49 Críticas decisivas a tales analogías han hecho: K. Holl, «Urchristentum und
Religionsgeschichte* (1918), en Ges. A ufsätze zu r K irchen geschichte II, Tubinga
1928, pp. 1-32, y A. Schweitzer, G eschichte d er Leben-Jesu-Forschung, Tubinga
1921, pp. 536ss. [trad, esp.: Investigación sobre la vida d e Jesús, Valencia 1990].
Cf. K. H. Rengstorf, op. cit. pp. 30-31; W. Künneth, op. cit., pp, 43s., quien tam­
bién señala en la p. 184, no obstante, que la resurrección es un profundísimo
cumplimiento del mito; H. Grass, op. cit., p. 237; L. Goppelt, op. cit., p. 221; W.
Pannenberg (en B. Klappert, op. cit., p. 239- Al intento, renovado por Bultmann,
de hacer derivar del mito gnóstico la cristología, se oponen E. Stauffer,
E ntm ythologisierung od er R ealtheologie, Stuttgart 1949, pp. 10s, y Carsten Colpe,
D ie religion sgeschichtliche Schule. D arstellung u n d K ritik ihres B ildes vom gn ostichen Erlöserm ythus, FRIANT NF 60, Gotinga 1961. Cf. también H. M. Schenke,
D er Gott «Mensch» in d er Gnosis, Gotinga 1962.
50 G. Delling, «Die Bedeutung der Auferstehung», op. cit, pp. 86-88.
51 «El encuentro con el Resucitado descifró la Escritura, no fue el resultado
de la cavilación sobre la Escritura*: H. Grass, op. cit., p. 236.
52 «De hecho se debe decir que ninguno de los intentos de dar una explica­
ción psicológica e histórica a la fe de los discípulos en la resurrección ha lleva­
do hasta ahora a un resultado convincente·: H. Grass, op. cit., p. 234.
53 K. H. Rengstorf, op. cit., p. 22.
54 F. X. Durwell, op. cit., pp. 38ss. W. Künneth, op. cit, pp. l62s., y su refe­
rencia a E. Schäder, D ie B ed eu tu n g d es leb en d ig en Christus fü r d ie
R echtfertigung, Gütersloh 1893. H. Grass, op. cit., p. 42.
55 J. Jeremias, op. cit., n. 48.
56 Art. «KupLog», en ThW III, para el Nuevo Testamento 1085-1095 (Foerster).
57 Si prescindimos del pasaje discutido Rm 9,5.
58 E. Lohmeyer, «Συν Χριστώ·, en Festgabe Jü rD eiß m an n , Tubinga 1927, pp.
218ss.; mismo autor, G rundlagen p au lin isch er Theologie; Tubinga 1929, pp.
139SS.
59 W. Künneth, op. cit., p. 217.
60 «O vere beata nox, quae sola meruit scire tempus et horam, in qua
Christus ab inferit resurrexit»: E xaltet de la liturgia de la noche pascual.
61 Op. cit., pp. 39-43.
62 R. Schnackenburg, D as Joban n esev an g eliu m I, Friburgo 1965, pp. 207ss.
[trad, esp.: El E vangelio d e Ju a n I, Barcelona 19791; G. Ziener, «Weisheitsbuch
und Johannesevangelium», en B ib i 38 (1957), ρρ. 396-418; 39 (1958), pp. 37-60.
63 K. H. Rengstorf, op. cit., pp. 34s., 69s., 108.
64 H. Schlier, op. cit., pp. 17-18. Sobre la terminología, cf. E. Fascher,
«Anastasis-Resurrectio-Auferstehung*, en ZNW 40 (1942, pp. 166-229; E.
Lichtenstein, «Die älteste christliche Glaubensformel*, en ZKG 63 (1950), pp. 174; K. H. Rengstorf, op. cit., p. 29; Ph. Seidensticker, op. cit, p. 11; G. Delling,
op. cit., pp. 76-78. «La resurrección de Jesús es la acción por la cual Dios le resu­
cita, y como tal es irrupción del eschaton ... Por eso carece realmente de senti­
do pretender deducir del uso de las expresiones 'ser resucitado’ y ‘resucitar’
diferencias de tradición, y atribuir ‘ser resucitado’ a la tradición palestinense, y
‘resucitar’ a la helenística»: G. Koch, op. cit., p. 55.
*5 G. Künneth, op. cit., p. 127.
66 Ib., pp. 166ss. K. H. Rengstorf, op. cit., pp. 91 ss.
67 H. Grass, op. cit., p. 225; L. Goppelt, op. cit., p. 216: «De ahí que las teofanías veterotestamentarias no por casualidad sean, desde el punto de vista de
la historia de los géneros literarios, la analogía más próxima a los relatos de las
apariciones*. G. Koch, op. cit., pp. 27, 65, 178: «En él (el Resucitado), la d ox a
de Dios ha aparecido en el mundo», op. cit., p. 192. Cf. K. H. Rengstorf, op. cit.,
pp. 67-68. Algunos exégetas creen distinguir en 2 Cor 4,6 («Pues el mismo Dios
que dijo: ‘Del seno de las tinieblas brille la luz’, la ha hecho brillar en nuestros
corazones, para iluminamos con el conocimiento de la gloria de Dios que está
en la faz de Cristo»), una alusión de Pablo a su experiencia de Damasco.
68 Ph. Seidensticker, op. cit., pp. 40-41. Matizaciones en H. von Campen­
hausen, op. cit., pp. 9, 48 η. 193.
69 W. Künneth, op. cit., ρρ. 144-145: -La cuestión de si las palabras del Jesús
histórico sólo se han de valorar como doctrinas sapienciales y conocimientos proféticos del rabí de Nazaret, o como palabras de una índole incomparable, sólo reci­
be una respuesta con la resurrección. Sin la referencia a la resurrección, todas las
palabras de Jesús quedan situadas en el plano histórico-ieligioso... (pero median­
te ella) todos los logia de Jesús son... despojados de su condición temporal y ele­
vados a una universalidad absoluta. La resurrección pone de manifiesto que detrás
de ellos está la autoridad divina. Así, las palabras de Jesús pasan a ser retrospecti­
vamente ‘palabras del Señor’, poseedoras dé la categoría de 'palabra de Dios’-.
70 Ph. Seidensticker, op. cit., pp. 44s.
71 F. X. Durwell, op. cit., passim^ especialmente pp. 80-93. Sobre la resu­
rrección bajo la imagen de la entrada del sumo sacerdote en el Santo de los
Santos en virtud de la ofrenda de su propia sangre, según la carta a los Hebreos:
ib,, pp. 88s. Sobre la teoría del sacrificio de la École Française: H. Bremond,
H istoire du Sentim ent Religieux., t. ΙΠ, Paris 1935. En Maurice De la Taille,
M ysterium Fidei., París 31931, especialmente -Elucidario», XII-XV.
72 F. X. Durwell, op. cit., p. 84.
73 U. Wilckens, D ie Ü berlieferungsgescbicbte d er A uferstehung Jesu : D ie
B edeutung d er A uferstebungsbotscbaß fü r d en G lauben an Jesu s Christus,
Gütersloh 41967, p. 56 [trad, esp.: L a resu rrección . Estudio bistórico-crítico d el
testim onio bíblico, Salamanca 1981]. -Hijo» puede ser la designación especial del
exaltado: Rm 1,3s.; 1 Ts 1,10.
74 Wort u n d G laube: Ges. A ufsätze, Tubinga I960, p. 317. Sobre la crítica a
esto: G. Eichholz, D ie G renze d er existen tialen Interpretation. Fragen zu
G erh ard E belin gs G lau ben sbeg riff: T radition u n d In terp retation , Theol.
Bücherei 29, Munich 1965, p. 219.
75 Sobre la ocultación de Dios en la resurrección de Cristo, cf. las explica­
ciones de K. H. Rengstorf, op. cit., pp..95-107.
76 L. Goppelt, op. cit., p. 217.
77 Ib., p. 220.
78 W. Künneth, op. cit, pp. 125s.
79 -Quién es Dios y qué es divino, debemos aprenderlo allí donde Dios se ha
revelado a sí mismo, y con ello también su naturaleza, la esencia de lo divino. Ahora
bien, si se ha revelado en Jesucristo como el Dios que hace tal cosa, no puede
correspondemos a nosotros pretender ser más sabios que él y afirmar que tal cosa
es incompatible con la naturaleza divina... Nuestra opinión de que Dios sólo puede
y debe ser absoluto en contraposición a todo lo relativo, infinito con exclusión de
toda finitud, excelso en contraposición a toda bajeza, activo en contraposición a
todo padecer, intocable en contraposición a toda tentación*, trascendente en con­
traposición a toda inmanencia...: estas opiniones nuestras se demuestran insosteni­
bles, erradas y de tinte pagano por el simple hecho de que en Jesucristo, de facto,
Dios es y b ace precisamente tal cosa»: K. Barth, KD IV/1, p. 203.
80 -La fe entendida de modo ne otestamentario sabe que tras la palabra está
la persona de Jesús, y lo invoca en la oración. La llamada a la fe se vuelve exi­
gencia legal cuando el Señor vivo desaparece tras el kerigma»: L. Goppel (en B.
Klappert, op. cit., p. 33; cf. ib., p. 218).
81 -Antwort an R. Bultmann», en Kerygm a undM ythos I, Hambuigo 51967, p.
92. La respuesta de Bultmann a Schniewind (ib., p. 127) dice claramente: «Debo
admitir... que también tengo por mitológico el hablar de la relación personal
con Cristo».
82 E. Güttgemanns, D er leiden de Apostel u n d sein Herr. Studien zu r paid in iscben Christologie, Gotinga 1966; U. Wilckens, Weisheit un d Torheit^ BHTh 26,1959.
83 E. Lohse, «Die Bedeutung des Pfingstberiches im Rahmen des lukanischen
Geschichtswekes», en EvTh 13 (1953), pp. 422-436.
84 U. Wilckens, D ie M issionsreden d er A postelgeschichte, Form - u n d trad ition sgeschichtliche Untersuchungen, Neukirchen 21963, p- 95.
85 Ph. Seidensticker, op. dt., p. 24.
86 Ib., pp. 100-101.
87 La dilatada trama continua — desde el milagro de la curación en el nom­
bre de Jesús junto a la Puerta Hermosa, el valeroso testimonio dado ante el
sanedrín («Henos del Espíritu Santo») y la oración comunitaria -en el Espíritu»
(4,31), hasta la flagelación de los apóstoles, que «sufren ultrajes por el nombre
de Jesús»'CS,41), y la lapidación de Esteban— va desplegando sucesivamente los
diferentes aspeaos de la presencia dd Espíritu.
88 La datadón previa de la revelación de la Trinidad en Le 1,28.31.35 indica
una composición prepascual: A. Resch, D as K indheitsevangelium n ach Lk u n d
Mt, TU X, t. 5, Leipzig 1897; R. Laurentin, «Structure et Théologie de Luc I-Π», en
EtB (Paris 1957).
89 D. M. Stanley, Christ’s R esurrection in P au lin e Soteriology, Anal. Bibl. 13,
Roma 1961 , p. 251.
90 K. H. Rengstorf, op. cit., p. 38.
91 Ib., p. 108.
92 Tomás de Aquino, Super Joa n n em 16, 7, edidón Marietti, 1952, n. 2088.
De modo semejante 3 Sent. d. 22, q 3, a. 1 ad 593 H. Schlier, op. cit., pp. 36-37.
94 D ie A uferstehung C hristi, Tubinga 21965. Además, H. Grass, op. cit., p.
324; W. Koepp, en WhLZ'84 (1959), pp. 927-93395 G. Koch, op. cit., pp. 9-11.
96 Ib., pp. 21,.40s.
97 P. 314.
98 Pp. 71, 237.
99 Pp. 67s.
199 Pp. 268s.
191 Pp. 268SS.
192 Pp. 6, 153s., 293s.
103 Pp. 26s. «Resurrección y aparición son inseparables»: p. 179194 P. 174.
299 p. 1 7 9 .
196 P. 54.
197 P. 17.
108
«La forma de la aparición se debía someter a la osada tarea de la conformadón... Entonces se ofrecieron... la palabra y la imagen del mito», ib., p. 73.
La comunicación debe ser «un conformar que responde», p. 224. Pero la apari­
ción como tal «nunca carece de forma», ib. p. 206.
109 «Jesús es el reflejo; es la forma de Dios; en él se manifiesta Dios... Aquí
está la correspondencia de Dios». Dicha correspondencia es de un tipo único,
porque en ella »fidelidad divina» y «confianza humana» son una misma cosa: ib.,
p. 257.
110 Ib., p. 295. Cf. p. 305: »Los signos de la presencia de Cristo emergen en
lo visible; allí son los signos que indican, la forma de una realidad oculta que
se hace presente. Los signos indican desde la esencia radical».
111 Ib., pp. 271 s.
112 R 57.
213 R 264.
114 «Con esta forma se ha dirigido a los hombres el corazón de Dios, p. 265.
«El ‘ser con’ de Cristo con el mundo es, por tanto, el ser en el amor», p. 122.
1J5 Pp., 305s.
116 Pp. 21, 47, 61 , 201s., 237, 301s.
117 Pp. 279-280.
118 Pp. 308s.
119 H. Schlier, op. cit., p. 38.
120 K. H. Rengstorf, op. cit., p. 56.
121 K. H. Rengstorf (p. 58) pretende ver en el uso del término precisamente
una protesta de la cristiandad contra la hipótesis de las visiones.
122 Luc. hom . 3: Rauer 9, 20-23. Por eso Orígenes considera posible que Jesús
pudiera aparecerse simultáneamente a unos como transfigurado, y a otros como
no transfigurado. Comm, in Mat., ser. 35: Klostermann-Benz 11, 65; Comm, in
Mat. 12, 37-38: Klostermann-Benz 10,152-154.
123 J. Kremer, op. cit., p. 86, especialmente sobre el «ángel de Yahvé», Ex 3,2;
cf. Hch 7,30.35; otros ejemplos en J. Kremer, op. cit., p. 35.
124 W. Künneth, op. cit., p. 84. Delimitaciones en U. Wilckens, Ü berlieferungsgescbichte, op. cit., p. 56. *Ώφθη no es el único término; alterna con
muchos otros: análisis crítico en H. Grass, op. cit., pp. 186-189; pero Grass tiene
interés en limitar el contenido de la expresión al de «ver» o «hacerse visible»;
pues tiene el fenómeno originario por «un encuentro so capa de visión», un «ver
que dio a luz la fe», op. cit., p. 258. El contenido del ώφ&η se restringe aún más
en W. Marxsen; lo que en Grass todavía se llama con razón «hipótesis de la
visión objetiva* (op. cit., pp. 233s.) en Marxsen se convierte en el «suceso» de
una fe «que cuenta con visiones objetivas» y después llega «mediante una inter­
pretación reflexiva a la afirmación: Jesús ha sido resucitado por Dios». Según
Marxsen, además de ésta, el NT conoce otra interpretación posible: la resurrec­
ción de Jesús como problema histórico y teológico, op. cit., pp. 22s. Sobre la
crítica de la teoría de Marxsen, cf. J. Kremer, op. cit, pp. 115-131, y también U.
Wilckens, op. cit., G. Delling, op. cit., y B. Klappert, op. cit. pp. 45-51.
125 G. Koch., op. cit., p. 58.
126 J. Kremer, op. cit., p. 6 l n. 110.
227 Ib., p. 63.
128 G. Koch, op. cit., pp. 295ss.
129 «Pues lo decisivo en el acontecimiento de las apariciones fue que, en el
que se les aparecía, los discípulos recon ocieron a Jesú s, su rabí»: U. Wilckens,
op. cit., p. 51.
130 G. Koch, op. cit., pp. 48-49.
131 H. Grass, op. cit., pp. 250-253.
132 G. Koch, op. cit., p, 303.
133 -El pastor conoce a sus ovejas y la s llama por su nombre'
10,3), y
cuando oyen su voz, lo reconocen»: R. Bultmann, Joh an n es, op. cit., p. 532.
134 Ib., p. 102.
135 Pp. 46, 63.
156 Sobre Jn 20,8, véase infra.
137 También atributos como «Hijo de Dios» 0 n 1,49) o «Cristo (Mesías)» (Me
8,29) o «el Cristo, el Hijo del Dios vivo» (Mt I6 ,l6 ), etc., podrían ser indicacio­
nes de una perspectiva pospascual. Esto no obsta para que en los discípulos
pudiera y debiera haber rudimentos para una comprensión de la misión divina
de Jesús: H. Schürmann, «Die vorösterlichen Anfänge der Logientradition»
(I960), ahora en T radition sgescbicbtlicbe U ntersuchungen zu den synoptischen
E van gelien , Düsseldorf 1968, pp. 39-65, especialmente p. 49: «¿Acaso la confe­
sión pospascual de Cristo no pudo darse sólo gracias a que ya existía — con
todas sus diferencias— otra prepascual en el círculo de los discípulos?... Antes
de pascua hubo de haber al menos un 'barrunto’ mesiánico para que el acon­
tecimiento pascual se pudiera entender como 'cumplimiento'».
138 Nótese la marcada contraposición que se da en Lucas, donde la fe pre­
pascual de los discípulos de Emaús no va más allá de la imagen de un «profe­
ta, poderoso en obras y palabras delante de Dios y de todo el pueblo» (24,19).
139 G. Delling, op. cit, p. 87.
140 H. Grass, op. cit., p. 70.
141 G. Koch, op. cit., pp. 64s.
142 «The entire New Testament was written in the light ö f the resurrection
fact»: F. V. Filson, Jesu s Christ the R isen Lord, Nueva York 1956, p. 31. «Es total­
mente correcto afirmar que la presentación de Jesús en los evangelios aparece,
de principio a fin, a la luz de la vivencia pascual»: G. Kittel, «Der historische
Jesus», en M ysterium Christi, 1931, pp. 64s.
143 W. Künneth, op. cit., pp. 152-153.
144 Recopilación de estas pruebas escritutisticas en H. Grass, op. cit., p. 262.
145 J. Kremer, op. cit., pp. 53s.
146 Ph. Seidensticker, op. cit., pp. 124s.
147 E. Lohse, «Die alttestamentliche Bezüge zum ntl. Zeugnis vom Tode Jesu
Christi», en Z ur B edeutung des Todes Christi, Gütersloh 1967, p. 104.
148 H. Schlier, op. cit., p. 53.
149 «Eschatologie und Geschichte im Lichte der Qumrantexte», en Z eit u n d
G eschichte, D an kesgabe a n R. B ultm ann , Tubinga 1964, p. 14.
150 W. Künneth, op. cit. 92.
151J. Kremer, op. cit., p. 134.
152 H. Schlier, op. cit., pp. 69-70.
153 «Dogmatische Thesen zur Lehre von der Offenbarung», en W. Pannenberg
(ed.), O ffenbarung als G eschichte, Gotinga 1961, p. 98 [trad, esp.: La revelación
com o historia, Salamanca 19771.
1* Ib., pp. 113-114.
i33 5 . Th. Ill, q. 55, a. 2 ad 1.
136 Cf. sobre esto: G loria 1, La p ercep ción d e la fo rm a , Ediciones Encuentro,
Madrid 1985.
157 Dibelius-Kümmel,/esr¿í, Sammlung Göschen vol. 1130, Berlín 41966, pp.
117s. Cf. también la cita, tomada de F. C. Baur en H. Grass, op. cit., p. 233,
quien confiesa que «ningún análisis psicológico puede penetrar en el proceso
espiritual interno a través del cual, en la conciencia de los discípulos, la incre­
dulidad de éstos, cuando la muerte de Jesús, se convirtió en la fe en su resu­
rrección».
158 'ψ Pannenberg, G rundzüge d er C hristologie, Gütersloh 1964, pp. 79s.
[trad, esp.: Fun dam en tos d e crtstologia, Salamanca 1974, pp. 92ssJ.
>59 K. Barth, KD IV/1, p. 368.
160 Sobre esto1es digno de consideración W. Künneth, op. cit., pp. 185-194:
«Der christozentrische Zeitbegriff», reflexiones con las que, a su modo, también
se podría manifestar de acuerdo un Teilhard de Chardin.
161 Sobre tales gradaciones, cf. W. Künneth, op. cit., p. 108.
162 J. Kroner, op. cit., p. 84.
163 ¿Quién puede demostrar que la aparición a los quinientos se ha de iden­
tificar con la de los once discípulos en Galilea, que cuenta Mateo
(Seidensticker)?, ¿quién, que sólo en Galilea pudo producirse al aire libre
(Lohmeyer, von Campenhausen)?, ¿quién, que se identifica con el aconteci­
miento de pentecostés (Dobschütz, Bousset, entre otros)?, ¿quién, que sólo
pudo tener lugar después de pentecostés, porque sólo entonces fue la comuni­
dad lo bastante grande (Grass)?, etc. La circunspección de Kremer es la única
postura posible: sólo queda explícito el hecho, todo lo demás sigue siendo
oscuro (p. 72). Lo mismo cabe decir también de la aparición a Santiago.
164 Sobre las distintas suposiciones, cf. H. Grass, op. cit., pp. 102-104.
165 H. Grass, op. cit, p. 38.
166 H. Grass, op. cit., pp. 176ss.
167 E. Haenchen, «Historie und Geschichte in den johanneischen
Passionsberichten», en Zur B edeutung des Todes Jesu , Gütersloh 21967, p. 65.
Sobre el enmascaramiento de la huida de los discípulos, ya Wellhausen, Evang.
M arci,. 21903, p. 136.
168 H. Grass, op. cit., p. 29.
169 H, Grass, para el escenario: op. cit., pp. 91s., 120; para las imágenes fina­
les, p. 114.
170 Ésta es la tesis central defendida por Grass: op. cit., pp. 40s., 48s., 106s.
171 Ph. Seidensticker, op. cit., pp. 97-98.
172 Así H. Grass, op. cit., pp. 34, 54. No queda excluido lo contrario, siem­
pre y cuando a la conclusión de Juan se le reconozca un carácter explícitamente
simbólico-alegórico; véase in fra .
173 P. Benoit, P assion et R ésurrection du Seigneur; Paris 1966, pp. 321-322
[trad, esp.: P asión y R esurrección d el Señor, Madrid 1971].
174 E. Hirsch, D ie A uferstehungsgeschichte u n d d er christliche G laube,
Tubinga 1940, p. 3. Contra él, W. Michaelis, op. cit., pp. 31-34; contra todo tipo
de traslado de relatos originariamente pascuales a un punto cronológicamente
anterior, a la vida de Jesús: K. H. Rengstorf, op. cit., excursus 4, pp. 146-154.
Sobre la relación de Jn 21 con Le 5, cf. M.-E. Boismard, «Le chapitre XXI de S.
Jean. Essai de critique littéraire», en RB 54 (1947), pp. 471-501. O. Cullmann sos­
tiene que fue Pedro quien recibió la primera" aparición, cosa que, según este
autor, reforzó de nuevo la autoridad del apóstol entre los discípulos. También
intenta explicar por qué se fue perdiendo el recuerdo de esta primera aparición:
Petrus. Jün ger, Apostel, M ärtyrer, Zürich 21952, pp. 64s.
175 Evangelio de Pedro 28-29, Schneemelcher I, pp. 122s.
176 H. Grass, op. cit., p. 16.
177 Cf. H. Grass, op. cit., pp. 16-23.
178 R. Bultmann, Synoptische Tradition, Gotinga 31957, p. 309 n. 1; con L.
Brun, D ie A uferstehung Christi in d er u rchristlichen Überlieferung,r Lund 1923,
pp. 9-11179 Cf. H. Schlier, op. cit., p. 52.
180 D er Evangelist M arkus, Gotinga 21959 [trad, esp.: El evangelista M arcos,
Salamanca 1981]. El estadio previo de Marxen lo constituye Tohmeyer, G aliläa
u n dJeru salem , Gotinga 1936 [trad, esp.: «Galilea yjerusalén^en los Evangelios»,
en R. Aguirre Monasterio y A. Rodríguez Carmona (eds.), La investigación d e los
evangelios sin ópticos y H echos d e los A póstoles en el siglo XX, Estella 1996. Para
él los relatos de apariciones son objetivaciones que aseguran una transición, un
«centro flotante» hacia la parusía. P. 13.
181 H. Grass, op. cit., p. 289; en la p. 300 la califica de «fantástica*. H, von
Campenhausen, D er A b la u f d er O sterereignisse u n d d as leere G rab, 38 ed. revi­
sada y aumentada, Heidelberg 1966, p. 38, considera «esta conexión de pensa­
miento mitológico y pensamiento teológico moderno, ya como tal, un tanto sor­
prendente*, y su fundamento exegético, «más que frágil*.
182 G. Koch, op. cit., pp. 38-40.
183 Cf. sobre esto Ph. Seidensticker, op. cit., p. 88.
184 Op. cit., pp. 113-116.
185 Algunos apócrifos apoyan la hipótesis de Galilea, sobre todo el Evangelio
de Pedro 58: Schneemelcher I, 124.
186 Op. cit., p. 50.
187 E. Lohse, «Die Auferstehung Jesu Christi im Zeugnis des Lukasevangeliums», en B ibi. Studien 21 (1961), pp. 8s.; J. Kremer, op. cit., p. 69.
188 RGG3 I, 699s., igualmente W. Michaelis, D ie E rschein u n gen d es
A uferstandenen, Basilea 1944.
189 G. Koch, op. cit., p. 46,
190 H. Grass, op. cit., pp. 120s.
191 H. Schlier, op: cit., p. 9.
192 K. H. Rengstorf, op. cit., pp. 60-62.
193 W. Nauck, «Die Bedeutung des leeren Grabes für den Glauben an den
Auferstandenen», en ZNW 47 (195©, pp. 243-267. Según Nauck, los relatos
sobre la tumba vacía son tradiciones muy antiguas y fiables, pero en su forma
más antigua sólo debían remitir a las apariciones pascuales, no ser testimonio
independiente de ellas.
194 L. Goppelt, op. cit., p. 216.
195 H. Schlier, op. cit., pp. 28-29.
196 Kremer piensa que en Pablo la tumba vacía está «presupuesta, y por
tanto implícitamente testimoniada,... en la mención del entierro·, pp. 38s.; en
la n. 33 aduce en favor de ello gran número de autores. Tras el detenido exa­
men por parte de Grass de la cuestión de lo que significaba «cuerpo espiritual»
para Pablo (pp. 146-173), von Campenhausen es menos categórico en las edi­
ciones posteriores de su ya mencionado estudio, que en la primera: «proba­
blemente* ( I a ed.: «sin duda*) Pablo cuenta con una auténtica transformación
y transfiguración del cuerpo muerto, y, en esa medida, con un «vaciamiento*
de la tumba, p. 20. Künneth aduce el anterior estudio de K. Bomhäuser, D ie
G ebein e d er Toten, Gütersloh 1921, en favor de la inequívoca opinion de
Pablo de que la tumba debía estar vacía (W. Künneth, op. cit., pp. 96s.), opi­
nión ciertamente situada de lleno en el horizonte del pensamiento judío, hori­
zonte al que, no obstante, Pablo escapa hasta cierto punto con su especula­
ción sobre el cuerpo espiritual. Pese a 2 Cor 5,1, parece que en este difícil
pasaje es decisivo el término y el concepto de «absorción* de lo mortal en lo
inmortal (v. 5; cf. 1 Cor 15,55). - Pero con ello no se dice nada, ni sobre que
Pablo conociera la tradición histórica de la tumba vacía, o que existiera una
tradición así aparte de todas las cuestiones del horizonte mental, ni sobre si
tal horizonte mental sigue teniendo validez aún para nosotros. La primera pre­
gunta es respondida por E. Stauffer de forma enérgicamente afirmativa: «Sólo
una crítica acrítica puede calificar aún hoy de leyenda la noticia de la tumba
vacía. Todos los indicios históricos y consideraciones de crítica de las fuentes
hablan en favor de que la tumba de Jesús estaba vacía el domingo de pascua
por la mañana» (.Entm ytbologisierung od er R ealtheologie, Stuttgart 1949, p. 20;
cf. E. Stauffer, «Der Auferstehungsglaube und das leere Grab», en Z eitschrift fü r
R eligions- u n d G eistesgeschichte 6 [1954], pp. 146s.). H. Grass sigue mante­
niendo, ciertamente con circunspección, que todo podría ser una elaboración
legendaria: ninguno de los argumentos en favor de la historicidad le parece
«absolutamente convincente* (p. 183), y el «hueco existente para la tumba
vacía en la argumentación histórica (es) muy escaso» (p. 184). Sobre el segun­
do problema resulta acertado lo que dice J. Kremer (con referencia a W.
Künneth, op. cit., p. 85; cf. también P. Althaus, D ie W ahrheit d es kirch lich en
O sterglaubens, Gütersloh 2194l, p. 27): «Considerada desde un punto de vista
puramente teórico y abstracto, tina resurrección de los muertos, la recreación
del hombre corpóreo-anímico, se puede imaginar aun permaneciendo el
cadáver en la tumba» (p. 143): la tumba vacía, por tanto, es en realidad sólo
un sign o. Pero sigue siéndolo en todo caso, sea cual sea el horizonte mental
que se adopte.
197 En Mateo, esta tendencia es evidente, y su relato sobre la exigencia de
que Pilato establezca una guardia de la tumba (27,62-66; 28,4.11-15) está pla­
gado de contradicciones internas (H. von Campenhausen, op. cit., p. 29). El
relato camina ya hacia las exageraciones de los apócrifos, donde los medios
para asegurar la tumba son «incrementados hasta lo fantástico», y se presenta
gran número de testigos neutrales y hostiles que, en el Evangelio de Pedro, en
contraste con todos los evangelios, viven el acontecimiento de la resurrección.
198 H. von Campenhausen, op. cit, pp. 31s.
199 Véase in fra, 3.
200 H. Grass, op. cit., p. 27.
201 P. Benoit, «Marie-Madeleine et les disciples au Tombeau selon Jean 2 0 ,1 18», en Judentum , Urchristentum, K irche, F estsch .fü rJ. Jerem ias, I960, pp. I4ss.
De modo parecido, C. H. Dood, «The Appearences of the Risen Christ», en
Studies in the Gospels fo r R . H. Lightfoot, 1957, pp. 18s.
202 Sobre todo esto: P. Gaechter, «Die Engelserscheinungen in den
Auferstehungsberichten», en ZKTh 89 (1967), pp. 191-202.
203 Op. cit., p. 88. Con Mt 28,6 y 10 no se podrá argumentar, porque en este
caso es Jesús quien repite las palabras del ángel de la tumba; la palabra del
ángel tiene prioridad.
204 J. Kremer, op. cit., p. 45. H. von Campenhausen se muestra partidario del
descubrimiento de la tumba vacía al tercer día, op. cit., pp. 11-12, 42, 59; quien
desplace las primeras apariciones a Galilea, difícilmente podrá contar con tal
indicación cronológica. Esta objeción le pone Grass, op. cit., p. 129, a F. Hahn,
C bristologische H oheitstitel, G otinga 21964, entre otros.
205 J. Kremer, op. cit., pp. 35, 49.
206 H. Grass, op. cit., p. 137.
207 Resurrección de Osiris o Atis (Adonis) al tercer día: citas y bibliografía en
H. Grass, op. cit., p. 133.
208 J. Kremer, op. cit., p. 51; H. Grass, op. cit., pp. 131s.
209 Textos en J. Kremer, op. cit, p. 47, n. 55210 J. Jeremias , en B. Klappert, op. cit, p. 180. Cf. también Ph. Seidensticker,
«Das antiochenische Glaubensbekenntnis 1 Kor 15,3-7 im Lichte seiner
Traditionsgeschichte*, en ThGl 57 (1967), pp. 299-305: la formula sólo anuncia
el giro hacia la salvación, no es una datación exacta; Seidensticker lo demues­
tra a partir del uso que los LXX hacen del lenguaje.
211 Sobre este tema: J. Dupont, «Ressuscité ‘le troisième jour'», en B íb lica 40
(1959), pp. 742-763 (además E. Lohse, «Die alttestamentliche Bezüge zum neutestamendiche Zeugnis vom Tode Jesu Christi», en Z ur B edeutung d es Todes
Jesu , op. cit., p. 108). J. B. Bauer, «Drei Tage*, en B b. 38 (1958), pp. 354-358. Fr.
Mildenberger, «Auferstanden am dritten Tag nach den Schriften*, en EvTh (1963),
pp. 265-280. Fr. Nötscher, «Zur Auferstehung nach drei Tagen*, en B íb lica 35
(1954), pp. 313-319. K. Lehmann, A uferw eckt am dritten Tag n ach d er Schrift,
Friburgo 1968 (aparecido tras la conclusion de este trabajo).
212 Sobre lo que sigue, ante todo: P. Benoit, «L’Ascension», en RB 56 (1949),
pp. 161-203; mismo autor, «Himmelfahrt*, en Haag BL2, pp. 738ss.; A. M. Ramsey,
«What was the Ascension?*, en Stud. N. T. Soc. B ull. 2 (1951), pp. 43-50; G.
Kretschmar, «Himmelfahrt und Pfingsten», en Z. f K ircb. gesch. 66 (1954/55), pp209-253- H. Schlier, «Jesu Himmelfahrt nach den lukanischen Schriften», en Korr,
blatt d es Coli. C anisianum 95 (1961), pp. 2-11, recogido en y citado según:
B esinnung a u f d as N eue Testam ent; Friburgo 1964, pp. 227-241; G. Lohfink,
«Der historische Ansatz der Himmelfahrt Christi», en C atholica 17 (1963), pp. 4484.
213 Ex 24,18; 34,28; Dt 9,11-15.18; 10,10; cf. los cuarenta años de la peregri­
nación de Israel por el desierto.
214 2 R 19,8.
215 H. Grass, op. cit., p. 48.
216 Así, naturalmente, G. Koch, para quien Cristo, al resucitar dentro de la
historia, se encuentra siempre de nuevo originariamente con la comunidad: op.
cit., pp. 279-280.
217 Discusión de estos textos en P. Benoit y G. Lohfink, op. cit.
218 H. Conzelmann, D ie M itte d er Zeit, Tubinga 1954 [trad, esp.: E l cen tro d el
tiem po. La teología d e Lucas, Madrid 1974].
219 Op. cit., ρ. 73.
220 G. Koch, op. cit, pp. 17s. 53, 73, 224s.
221 W. Künneth, op. cit., p. 89.
222 Así W. G. Kümmel, quien distingue entre «rasgos míticos imprescindibles»
y prescindibles (condicionados por la época y destinados a la desmitización) a
la hora de traducir la revelación de Dios en lenguaje humano: «Mythische Rede
und Heilsgeschehen im Neuen Testament* (1947), citado según B. Klappert, op.
cit, pp. 94-104, especialmente p. 99. Cf. J. Schniewind en «Antwort an R.
Bultmann», en K erym a u n d M ythos I, Hamburgo 51967, pp. 79-84.
223 W. Künneth, op. cit., pp. 55s. Cf. H. Schlier, «Was heißt Auslegung der
Heiligen Schrift?*, en B esinnung a u f d as N eue Testam ent, op. cit., pp. 43-44.
224 W. Nigg, D er G lan z d er Legende, Zurich 1964; H. Grass, op. cit., p. 301.
225 Cf. las enérgicas protestas contra ello de H. Grass, op. cit. 300-302, así
como las acentuaciones hechas por W. Pannenberg.
226 H. Schlier, Über d ie A uferstehung Jesu Christi, op. cit., p. 21, cf. p. 37 [trad,
esp.: D e la resu rrección d e Jesucristo, Bilbao 1970].
227 KD IV/1, p. 377.
228 H. Schlier, op. cit., p. 12.
229 G. Lohfink, P au lu s vor D am askus, SBS 4, Stuttgart 1965.
230 H. Grass, op. cit., p. 60.
231 Sobre la unidad entre la ascensión joánica y la lucana, cf. G. Lohfink, «Der
historische Ansatz...*, op. cit., pp. 68-75.
232 Cf. K. H. Rengstorf, op. cit., pp. 22ss.
233 Zum religion sgeschichtlichen Verständnis des N euen Testaments, Gotinga
1903, p. 71.
234 H. Grass, op. cit., p. 29. En la ideal escena, conclusiva de Mateo, el inci­
so «algunos, sin embargo, dudaron* hace las veces de «llamada de atención que
estropea todo el ambiente de la venida poderosa del Señor pascual» (Ph.
Seidensticker, op. cit., p. 91). Sobre todo resulta esquemática; debió de ser
tomada de otros relatos más concretos e introducida aquí sin más como un ele­
mento perteneciente a éste.
235 J. Kremer, op. cit., p. 94.
2* KD III/2, pp. 530ss.
237 H. Grass, op. cit., pp. 71s. Sobre todo el problema de ver y creer en Juan,
que es mucho más complejo de lo que se puede indicar aquí, cf. O. Cullmann,
«ElSgv καί επίστευσβΛ Aux sources de la tradition chrétienne», en M élanges
Goguel, 1950, pp. 52-61; Kl. Lammers, Sehen u n d G lauben im N euen Testament,
SBS 11, Stuttgart 21967; Fr. Mußner, Dxè jo h an n eisch e Sehw eise u n d d ie F rage
n ach dem historischen Jesus, Friburgo de Brisgovia 1965; H. Schlier, «Glauben,
Erkennen, Lieben nach dem Johannesevangelium» (1962), recogido en
Besinnung a u f d as N eue Testam ent; Friburgo 1964, pp. 279-293; H. Wenz,
«Sehen und Glauben bei Johannes», en ThZ 17 (Bäsilea 1961), pp. 17-25. Más en
Ph. Seidensticker, op. cit., p. 108, n. 3.
238 Cf. toda la problemática en torno a Jn 6 y 7,38-39. Sobre ello, F. X.
Durwell, op. cit., pp. 109ss.
239 K. H. Rengstorf, op. cit., p. 104.
240 K. Holl, «Der Kirchenbegriff des Paulus in seinem Verhältnis zu dem der
Urgemeinde* (1921), en G esam m elte A ufsätze zu r K irchen geschichte II, 1927,
pp. 50s.
241 Ib., p. 54.
242J. Jeremias, D ie A bendm ahlsw orte , Gotinga 31960, p. 196 [trad, esp.: La
Última C ena: P alabras d e Jesús, Madrid 1980].
243 Bibliografía sobre la comprensión de esta palabra en W. Bauer, WNT5, p.
1552. También en Lucas y Juan como ejemplos. Sobre su teología, cf. F. X.
Durwell, op. cit., pp. 83s., 94, 369ss.
244 Esta interpretación aparece por primera vez en Crisóstomo, Hom. 8 5 ,4 in
Jo .; cf. H. von Campenhausen, op. cit., p. 35, η. 138.
245 La interpretación qué da Bultmann (Johan n es, p. 531) al judeocristianismo (Pedro) y al paganocristianismo (Juan) es tan descabellada e inapropiada,
como la idéntica de Gregorio Magno, H om . 2 2 in Evang. Naturalmente, no basta
con hacer referencia a posibles rivalidades entre comunidades de orientación
petrina y de orientación joánica: éstas sin duda dieron pie a Juan para reflexio­
nar una vez más, mucho después de la muerte de Pedro, a la que alude retros­
pectivamente en 21,18s., sobre la relación entre ambas: pero el acontecimiento
desborda la ocasión pasada que lo propició, y llega a ser válido para todos los
tiempos.
246 A. von Speyr, Joh a n n es,x.Á , Einsiedeln 1949, pp. 420ss.
24? Agustín, In Jo . tr. 45, 2 (PL 35, 1720).
248 J. Moltmann, Theologie d er H offnung, Munich *1965, p. 303 [trad, esp.:
T eología d e la esp eran za, Salamanca 1969]. Sobre este tema, cf. también W.
Wreck, D ie Z ukunft d es G ekom m enen. G rundproblem e d er Eschatologie, Munich
21965; G. Sauter, Z ukunft u n d Verheißung. D as P roblem d er Z ukunft in d er
gegenw ärtigen theologischen u n d philosophischen D iskussion, Zürich 1965.
ABREVIATURAS
AHD
ALW
Anal.Bibl.
AThANT
BPhThMA
BHK
BHTb
BWANT
BZ
Cath
CSEL
DBS
DS
Archives d ’historie doctrinale et littéraire du
Moyen Age (Paris 1926/1927ss.)
Archivfiir Liturgiewissenschaft, antes: JLW
(Regensburg 1950ss.)
Analecta Bíblica (Roma 1952ss.)
Abhandlungen zur Theologie des Alten und
Neuen Testaments (Basilea - Zürich 1942ss.)
Beiträge zur Geschichte der Philosophie (desde
el 27,1928-1930: und Theologie) des Mittelalters,
ed. por M. Grabmann (Münster 1891ss.)
Biblia Hebraica, ed. por R. Kittel, Stuttgart 71951
Beiträge zu r historischen Theologie (Tubinga
1929SS.)
Beiträge zur Wissenschaft vom Alten und Neuen
Testament (Leipzig 1908ss., Stuttgart 1926ss.)
Biblische Zeitschrift (Friburgo de Brisgovia 19031929, Paderborn 1931-1939,1957ss.)
Catholica. Jahrbuch (Vierteljahresschrift) Ju r
Kontroverstheologie ([Paderborn] Münster
1932SS.)
Corpus scriptorum ecclesiasticorum latinorum
(Viena 1866ss.)
Dictionnaire de la Bible, ed. por F. Vigouroux, 5
vols., París 1895-1912
Denzinger-Schönmetzer, Enchiridion symbolo­
rum, definitionum et declarationum de rebus
fidei et morum, Friburgo 3319ó5
DSp
DThC
EO
ET
EtB
EvTh
FRIANT
FThh
GCS
Haag BL
JLW
JThS
KuD
LThK
Mél.Sc.Rel.
MthSt
NTA
NTS
OrChrP
PG
PL
Dictionnaire de spiritualité ascétique et mystique.
Doctrine et Histoire, ed. porM. Viller, Paris 1932ss.
Dictionnaire de théologie catholique, ed. por A.
Vacant y E. Mangenot, continuado por E.
Amann, París 1930ss.
Echos d ’Orient (Bucuresti 1897-1940,
1942/1943SS.)
The Expository Times (Edimburgo y otros 1889ss.)
Etudes Bibliques (París 1907ss.)
Evangelische Theologie (Munich 1934ss.)
Forschungen zur Religion und Literatur des Alten
und Neuen Testaments (Gotinga 1903-1930, [NS]
1913-1959; 1959ss.)
Fragen der Theologie heute, ed. por Joh. Feiner,
Josef Trütsch y Franz Böckle, Einsiedeln 31960
Die griechischen christlichen Schriftsteller der
ersten drei Jahrhunderte (Leipzig 1897ss.)
Bibel-Lexikon, ed. por H. Haag, Einsiedeln
1951SS.; 21968
Jahrbuch fü r Liturgiewissenschaft (Münster
1921-1941) (ahora: ALW)
The Journ al o f Theological Studies (Oxford
1899SS.)
Kerygma und Dogma (Gotinga 1955ss.)
Lexikon fü r Theologie und Kirche, ed. por J.
Höfer y K. Rahner, vols. I-XTV, Friburgo de
Brisgovia 21957-1965
Mélanges de science religieuse (Lille 1944ss.)
Münchener theologische Studien, ed. por F. X.
Seppelt, J. Pascher y K. Mörsdorf (Munich
1950SS.)
Neütestamentliche Abhandlungen, ed. por M.
Meinertz (Münster 1909ss.)
New Testament Studies (Cambridge - Washington
1954ss.)
Orientalia Christiana periodica (Roma 1935ss.)
Patrología Graeca, ed. por J. P. Migne, 166 vols.,
(París 1857-1866)
Patrología Latina, ed. por J. P. Migne, 221 vols.
(París 1878-1890)
QLP
RAM
RB
RGG
RQ
RSPhTh
RSR
RThAM
RThPh
SBS
SC
ThGl
ThLZ
ThQ
ThW
ThZ
TU
VD
ZAM
ZNW
ZThK
Questions liturgiques et paroissiales (Lovaina
1921SS.)
Revue d ’ascétique et mystique (Toulouse 1920ss.)
Revue Biblique (Paris 1892ss.)
Die Religion in Geschichte und Gegenwart
(Tubinga 1909ss.)
Römische Quartalschrift fü r christliche
Altertumkunde und fü r Kirchengeschichte
(Friburgo de Brisgovia 1887-1942; 1953ss.)
Revue des sciences philosophiques et théologiques
(París 1907-1940; 1947ss.)
Recherches de science religieuse (Paris 1910ss.)
Revue de Théologie ancienne et médiévale
(Lovaina 1929ss.)
Revue de Théologie et de Philosophie, Ie Série
(Lausana 1868-1911); 2e Série (ib. 1913-1950); 3e
Série (ib. 1951ss.)
Stuttgarter Bibelstudien (Stuttgart 1965ss.)
Sources Chrétiennes
Theologie und Glaube (Paderborn 1909ss.)
Theologische Literaturzeitung (Leipzig - Berlin
1878SS.)
Theologische Quartalschrift (Tubinga 1819ss.;
Stuttgart 1946ss.)
Theologisches Wörterbuch zum Neuen
Testament, ed. por G. Kittel, continuado por G.
Friedrich, Stuttgart 1933ss.
Theologische Zeitschrift (Basilea 1945ss.)
Texte und Untersuchungen zur Geschichte der
altchristlichen Literatur. Archiv für die griechischchristlichen Schriftsteller der ersten drei
Jahrhunderte (Leipzig - Berlin 1882ss.)
Verbum Domini (Roma 1921ss.)
Zeitschrift fü r Kirchengeschichte (Stuttgart,
4. ser. 1950/1951SS.)
Zeitschrift fü r die neutestamentliche
Wissenschaft und die Kunde der älteren Kirche
(Gießen 1900ss.; Berlin 1934ss.)
Zeitschrift fü r Theologie und Kirche (Tubinga
1891SS.)
BIBLIOGRAFÍA
(selección)
I. Sobre «Cruz y teología»
1. Diccionarios
DACLIII (1914), pp. 3045-3131: “Croix et Crucifix· (H. Leclercq).
BS VI (I960), pp. 1419-1492: «Passion» (X. Léon-Dufour).
DSAMII (1953), PP· 2607-2623: «Croix, Mystère de la» (M. OlpheGalliard).
LThK VI 01934), pp. 242-254: «Kreuz» (J. Sauer).
LThK VI 01961), pp. 605-615: «Kreuz» (J. Hasenfuß - J. Sauer - J.
Blinzler - G. Römer - E. Lucchesi-Palli - D. Schaefers).
RGG IV OI96O), pp. 45-49: «Kreuz» (C.-M. Edsman - E. Dinkier H.-U. Haedeke).
ThW VII (1966), pp. 572-580: -σταυρό?· (J. Schneider).
2. Bibliografía general
Althaus, P., «Das Kreuz Christi», en Theologische Aufsätze,
Gütersloh 1929, pp. 1-50.
Bartsch, H, W., «Die Passions- und Ostergeschichten bei
Matthäus», en Entmythologisierende Auslegung, 1962, pp. 80ss.
— , «Historische Erwägungen zur Leidensgeschichte», en EvTh 22
( 1962), pp. 449s.
— , «Die Bedeutung des Sterbens Jesu nach den Synoptikern», en
IhZ 20 (1964), pp. 87-102.
Benoit, P., «La Loi et la Croix d’après S. Paul», en RB 47 (1938),
pp. 481-509.
— , Passion et résurrection du Seigneur, Paris 1966 [trad, esp.:
Pasión y resurrección del Señor, Madrid 1971].
Bertram, G., Die Leidensgeschichte Jesu und der Christuskult, 1922.
— , «Die Himmelfahrt Jesu vom Kreuz aus und der Glaube an
seine Auferstehung», en Festgabe fü r G. A. Deißmann, Tubinga
1927, pp. 187-217.
Burkill, T. A., «St. Mark’s Philosophy of the Passion», en NT 2
(1958), pp. 245-271.
Bousset, W., «Platons Weltseele und das Kreuz Christi«, en ZNW
14 (1913), pp. 273ss.
Bouyer, L , Le Mystère Pascal, Paris 51957.
Dahl, N. A., «Der gekreuzigte Messias«, en H. Ristow- K. Matthiae,
Der historische Jesus und der kerygmatische Christus, Berlin
1962, pp. 149-169.
Dillistone, F. W., Jesus Christ an d bis Cross, 1953Dinkier, E., D as Apsismosaik von S. Apollinare in Classe, Colonia
- Opladen 1964.
— , Signum Crucis. Aufsätze zum Neuen Testament und zu r Chr.
Archäologie, Tubinga 1967.
Favre, R., «Credo in Filium Dei... Mortuum et sepultum», en RHE
33 (1937), pp. 687s.
Gnilka, «Mein Gott, mein Gott, warum hast du mich verlassen? Mk
15,34 par», en BZ NF 3 (1959), pp. 294-297.
Grelot, P., «Aujourd’hui tu seras avec moi au paradis», en PB
(1967), pp. 196-214.
Grillmeier, A., Der Logos am Kreuz. Zur christolog. Symbolik der
älteren Kreuzigungsdarstellung, Munich 1956 (bibliografía).
Güttgemanns, E., Der leidende Apostel und sein Herr, FRKANT 90,
Gotinga 1966 (bibliografía).
Hasenzahl, W, Die Gottverlassenheit des Christus nach dem
Kreuzeswort bei Mt und Mk, und das christologische
Verständnis des griechischen Psalters, Beitr. z. Ford. chr. Theol.
I, 39, 1, Gütersloh 1937.
Heer, J., Der Durchbohrte, Roma 1966 (bibliografía).
Holzmeister, U., Crux Domini atque crucifixio, Roma 1934.
—, «Die Finsternis beim Tode Jesus», en Bíblica 22 (1961), pp.
404-441.
Hülsbusch, W. Elemente einer Kreuzestheologie in den
Spätschriften Bonaventuras, Düsseldorf 1968.
Journet, C., Les septparoles du Christen Croix, París 1952.
Kahler, W., D as Kreuz, Grund und M aß der Christologie, Beiträge
zur Ford. Chr. Th. 15, 1, Gütersloh 1911.
Käsemann, E. y otros, Zur Bedeutung des Todes Jesu. Exegetische
Beiträge, Gütersloh 1967.
Kruse, H., «‘Pater noster1et Passio Christi», en VD 46 (1968), pp. 3-29.
Kuhn, G. H., «Jesus in Gethsemane», en Εν. Theol. 12 (1952-1953),
pp. 260-285.
Leal, J., «Christo confixus sum Cruci», en VD 19 0939), pp. 76-80,
98-105.
Lebreton, J., «L’agonie de N.-S.», en Rev. Apol. 33 (1922).
Lohse, E., Die Geschichte des Leidens und Sterbens Jesu Christi,
Gütersloh 1964.
Lutero, M., Sermon von der Betrachtung des heiligen Leidens
Christi 1519, WA 2, pp. 136ss.
Morris, L., The apostolic Preaching o f the Cross, 1955.
Ortkemper, F. J., D as Kreuz in der Verkündigung des Apostels
Paulus, Stuttg. Bibi. Stud. 24, Stuttgart 1967 (bibliografía).
Pascal, B., «Le Mystère de Jésus», en Pensées (ed. Chevalier n. 736).
Pascher, J., Theologie des Kreuzes, Münster 1948.
Przywara, E., Deus semper maior. Theologie der Exerzitien, vol. 2,
3a semana, Friburgo de Brisgovia 1940.
Rahner, H., «Das Mysterium des Kreuzes», en Griechische Mythen
in christlicher Deutung, Zurich 1945, pp. 73-100.
Riggenbach, E., D as Geheimnis des Kreuzes Christi, Stuttgart y
Basilea 0927.
Schelkle, K. H., Die Passion Jesu in der Verkündigung des NT,
Heidelberg 1949.
Schlatter, A., Jesu Gottheit und das Kreuz, Gütersloh 21913·
Schmidt, W. H., «Das Kreuz Christi bei Paulus», en ZSTh 21 (1950),
pp. 145-159.
Schnackenburg, E., «Das Ärgernis des Kreuzes», en GuL 30 (1957),
pp. 90-95.
Schneider, J., Die Passionsmystik bei Paulus, Leipzig 1929.
Schweizer, E., «Die ‘Mystik’ des Sterbens und Auferstehens mit
Christus bei Paulus», en EvTh 26 (1966), pp. 239-257.
Shaw, J, M., «The Problem of the Cross», en ET 47 (1935/1936),
pp. 18-21.
Steffen, B., D as Dogma vom Kreuz, 1920.
Stommel, E., «Σημειον επεκτάσεων», en RQ 50 (1955), pp. Iss.
Taylor, V., The Cross o f Christ, Londres 1956.
Vierig, R, D as Kreuz Christi. Interpretation eines Theologischen
Gutachtens, Gütersloh 1969.
Vosté, V., De passione et morte Christi, Roma 1937.
Wiencke, G., Paulus überJesu Tod, Gütersloh 1939·
Zöckler, O., D as Kreuz Christi. Religionsgeschichtliche und kirch­
licharchäologische Untersuchungen, Gütersloh 1875II. Sobre «La ida a los muertos»
1. Diccionarios
DACL IV (1920), pp. 682-696: «Descente du Christ aux enfers
d’après la Liturgie» (R Cabrol - A. de Meester).
DBS Π (1934), pp. 395-431: «Descente du Christ aux enfers» (J.
Chaîne, sobre todo bíblico).
DThC IV (1920), pp. 565-619: «Descente de Jésus aux enfers» (H.
Quillet, mucho material patrístico).
LThK V (21960), pp. 450-455: «Höllenabstieg» (A. Grillmeier - E.
Lucçhesi-Palli).
RGG III (31959), pp. 407-411: «Höllenfahrt» (W. von Soden - B.
Reicke - R. B. Breen).
2. Sobre la historia del problema
Dietelmayer, J. A., Historia dogmatis de Descensu Christi a d infe­
ros litteraria, Altdorf 21762.
König, J. L., Die Lehre von Christi Höllenfahrt, Francfort 1842.
Monnier, J., La descente au x enfers, Paris 1905Petavio, D., Dogm. theol. V, lib. 13, ce. 15ss., Venecia 1757.
3. Bibliografía general
Bernard, J. H., «The descent into Hades and Christian baptism, a
Study of 1 Peter 3,19ff», en The Expositor (1916), pp. 241-274.
Bieder, W., Die Vostellung von der Höllenfahrt Christi. Beitrag zur
Entstehungsgeschichte der Vorstellung des sogenannten
Descensus ad inferos, AThANT 19, Zurich 1949.
Biser, E., «Abgestiegen zu der Hölle», en MThZ9 (1958), pp. 205212, 283-293.
Braun, F. M., «La sépulture de Jésus», en RB 45 (1930), pp. 34-52,
168-200, 346-363.
Cabrol, F., «La descente du Christ aux enfers d’après la liturgie
mozarabe et les liturgies gallicanes», en Rassegna gregoriana
(1909), pp. 233ss.
Caird, G. B., «The Descent of Christ», en Cross, Studia Evangélica
II, Berlín 1964, pp. 535-545.
Clavier, H., «Le Drame de la mort et de la vie dans le Nouveau
Testament», en Cross, Studia Evangélica III, Berlín 1964, pp.
170s.
Clemen, C., Niedergefahren zu den Toten, Gießen 1900.
Dalton, J., Christ’s Proclamation to the Spirits. A Study o f 1 Peter
3,18-4,6, Roma 1965.
Delling, B., -ήμερα», en ThW II (1935), pp. 945-956.
Dieterich, A., Nekyia. Beiträge zur Erklärung der neuentdeckten
Petrusapokalypse, Leipzig 21913.
Frings, J., «Zu 1 Petr 3,19 und 4,6», en BZ 17 (1926), pp. 75-88.
Galot, J., «La Descente du Christ aux enfers», en N RT93 (1961),
pp. 471-491.
Gaschienietz, R., «Katabasis», en Pauly-Wissowa X/2 (1919), pp.
2359-2449.
Grillmeier, A., «Der Gottessohn im Totenreich», en ZKTh 71
(1949), pp. 1-53,184-203.
Gschwind, K., Die Niederfahrt Christi in die Unterwelt, Münster
1911.
Güder, E., Die Lehre von der Erscheinung Jesu Christi unter den
Todten, Bema 1853.
Jeremias, J., «Zwischen Karfreitag und Ostern. Descensus und
Ascensus in der Karfreitagstheologie des NT», en ZNW 42
(1949), pp. 124-201.
— , Der OpfertodJesu Christi, Calwer Hefte 62, Stuttgart 1963.
Johnson, S. E., «The Preaching to the Dead», en JBL (I960), pp.
48-51.
Kroll, J., Gott und Hölle, Studien der Bibi. Warburg 20, Leipzig
1932.
Loofs, F., «Christ’s descent into Hell», en Transactions o f the third
international Congress fo r the history o f religions II, Oxford
1908, pp. 280-301.
— , »Descent to Hades», en Hastings IV (1911), pp. 654-663.
Lundberg, P., La typologie baptismale dans l’ancienne Eglise,
Upsala 1942.
Mac Culloch, J. A., The harrowing o f hell. A comparative Study o f
an Early Christian Doctrine, Edimburgo 1930.
Perdelwitz, R., Die Mysterienreligion und das Problem des 1.
Petrusbriefs, Gießen 1911.
Ploig, D., «De Descensu in 1 Petr 3,19», en Theol. Tijdschriß 4Π
(1913), pp. 145-160.
Rahner, H., Griechische.Mythen in christlicher Deutung, Zurich 1948.
Rahner, K., «Karsamstag», en GuL 30 (1957), pp. 81-84.
Reicke, B., The disobedient spirits an d Christian baptism,
Copenhague 1946.
Riesenfeld, H., «La descente dans la mort. Aux sources de la tra­
dition chrétienne», en Mélanges Goguel, Neuchâtel 1950, pp.
207-217.
Rousseau, O., «La descente aux Enfers, fondement sotériologique
du baptême chrétien», en RSR 40 (1952) (Mélanges Lebreton),
pp. 173-197.
Rushforth, G. M., «The descent into Hell in byzantine art», en
Papers o f the British School at Rome, Londres 1902.
Schmidt, C., Der Descensus in der alten Kirche, TU 43, 1919, pp.
376-453.
Schulz, H. J., «Die ‘Höllenfahrt’ als ‘Anastasis’», en ZKTh 81 (1959),
pp. 1-66.
Selwyn, E., Thefirst Epistle o fS. Peter, Londres 1947, pp. 302-315.
Spicq, C., Les Epñres de S Pierre, Sources Bibliques 35, 1966, pp.
133s. (bibliografía).
Spitta, F., «Christi Predigt an die Geister (1 Petr 3,19ff)», en Eu.
Kirchenzeitg. 52 (1900), pp. 883ss., 1025ss.
Tunnel, J., La descente du Christ au x enfers, Paris 1905.
Vorgrimler, H., «Cuestiones en torno al descenso de Cristo a los
infiernos», en Concilium 11 (1966), pp. 140-151.
Williams, C., Descent into Hell, Grand Rapids 21949·
ΙΠ. Sobre «La ida a l Padre«
Althaus, P., Die Wahrheit des kirchlichen Osterglaubens,
Gütersloh 2194l.
Barth, H., Credo, Munich 1939·
— , Kirchliche Dogmatik IV § 59.
— , Die Auferstehung der Toten, Munich 1926 (recensión de R.
Bultmann, Glauben und Verstehen I, Tubinga 51964, pp. 38-64
[trad, esp.: Creer y comprender, Madrid 1974]).
Bartsch, H. W., «Das Auferstehungszeugnis und sein historisches
und theologisches Problem», en Theol. Forschung 41 (1965).
Benoit, P., Passion et Résurrection du Seigneur, Paris 1966 [trad,
esp.: Pasión y Resurrección del Señor, Madrid 1971].
•—, «Ascension», en RB 56 (1949), pp. 1Ó1-203— , «Marie-Madeleine et les Disciples au Tombeau selon Jo 20,118», en ZNW número extraordinario 26, Festschr. J. Jerem ias
(I960), pp. 141-152.
Bertram, G., «Himmelfahrt Jesu vom Kreuz aus», en Festgabe fü r
Deißmann, 1927.
Boismard, M.-E., «Le Chapitre XXI de S. Jean. Essai de critique lit­
téraire», en RB 54 (1947), pp. 471-501.
Brun, L., Die Auferstehung Christi in der urchrístlichen Überliefe­
rung, Oslo 1925.
Bultmann, R., D as Verhältnis der urchrístlichen Christusbotschaft
zum historischen Jesus, Heidelberger Akad. Abh., I960.
Campenhausen, H. von, «Zur Analyse der Bekenntnisformel 1 Kor
15,3-5», en EvTh (1965), pp. 1-11.
— , Der A blauf der Osterereignisse und das leere Grab, SHA, I960,
citado según la 3â edición aumentada, Heidelberg 1966.
Conzelmann, H., «Jesus von Nazareth und der Glaube an den
Auferstandenen», en H. Ristow - K. Matthiae, Des historische
Jesus und der kerygmatische Christus, Berlin 2196l, pp. 188199.
Delling, G., «Die Bedeutung der Auferstehung Jesu für den
Glauben an Jesus Christus. Ein exegetischer Beitrag», en Die
Bedeutung der Auferstehungsbotschaft fü r den Glauben an
Jesus Christus, Gütersloh 41967, pp. 65-90.
Dobschütz, E. von, Ostern und Pfingsten. Eine Studie zu 1 Kor
1 5 ,1903.
Durwell, F. X., La Résurrection de Jésus. Mystère de Salut, Le Puy
- Paris 21954 [trad, esp.: La resurrección de Jesús, misterio de
salvación, Barcelona 1962].
Ebert, H. «Die Krise des Osterglaubens», en Hochland 60 (1968),
pp. 305-331.
Fascher, E., -Die Osterberichte und das Problem der biblische
Hermeneutik», en H. Ristow - K. Matthiae, 2196l, pp. 200-207.
—, «Anastasis-Resurrectio-Auferstehung», en ZNW 40 (1941), pp.
166-229.
Gaechter, P., «Die Engelserscheinungen in den Auferstehungs­
berichten», en ZKTh 89 (1967), pp. 191-262.
Geyer, H. G., Die Auferstehung Jesu Christi. Ein Überblick über
die Diskussion in der gegenwärtigen Theologie. Die Bedeutung
der Osterbotschaft fü r den Glauben an Jesu s Christus,
Gütersloh 41967, pp. 93-117.
Goppelt, L , «Das Osterkerygma heute», en Luth. Monatshefte 3
(1934), pp. 50-57 (en B. Klappert, pp. 207-221).
Grass, H., Ostergeschehen und Ostergeschichte, Gotinga 21962.
— , «Zur Begründung des Osterglaubens», en ThLZ 89 (1964), pp.
405-414.
Gutwenger, E., «Zur Geschichtlichkeit der Auferstehung Jesu», en
ZKTh 88 (196Θ, pp. 257-282.
— , «Auferstehung und Auferstehungsleib Jesu», en ZKTh 91
(1969), pp. 32-58.
Hirsch, E., Die Auferstehungsgeschichte und der christliche Glaube,
Tubinga 1940 (recensión de R. Bultmann: ThLZ 65 [1940], p. 242).
Klappert, B., (ed.) Diskussion um Kreuz und Auferstehung,
Wuppertal 21967.
Koch, G., Die Auferstehung Jesu Christi, Beitr. hist. Th. 27,
Tubinga 1965. Sobre esta obra: W. Koepp, en ThLZ 84 (1959),
pp. 927-933; H. Grass, Ostergeschehen, op. cit., p. 324.
Kreck, W., Die Zukunft der Gekommenen. Grundprobleme der
Eschatologie, Munich 21966.
Kremer, J., D as älteste Zeugnis von der Auferstehung Christi, SBS
17,1966.
— , Die Osterbotschaft der vier Evangelien, Stuttgart 1968.
Kühn, M., «Das Problem der zureichenden Begründung der chris­
tlichen Auferstehungshoffnung», en KuD 9 (1963), pp. 1-17.
Künneth, W., Entscheidung heute. Jesu Auferstehung-Brennpunkt
der theologischen Diskussion, Hamburgo 1966.
— , Theologie der Auferstehung, 5a ed. ampliada, Munich 1968.
Lehmann, K., Auferweckt am dritten Tag nach der Schrift, Quaest.
Disp. 38, Friburgo 1968 (bibliografía).
Lichtenstein, E., «Die älteste christliche Glaubensformel», en ZKG
63 (1950-1952), pp. 1-74.
Lohfink, G., «Die Auferstehung Jesu und die historische Kritik», en
Bibel und Leben 9 (1968), pp. 48-51.
Lohmeyer, E., Galiläa und Jerusalem, Gotinga 1936 [trad, esp.:
«Galilea y Jerusalén en los Evangelios», en R. Aguirre Monasterio
y A. Rodríguez Carmona (eds.), La investigación de los evangelios
sinópticos y Hechos de los Apóstoles en el siglo XX, Estella 1996].
Lóhsje, E., Die Auferstehung Jesu Christi im Zeugnis des
Lukasevangeliums, Bibi. Studien 31, 1961.
Martini, C. M., Jl problem a storico della risurrezione negli studi
recenti, Anal. Gregor. 104, Roma 1959·
Marxsen, W., «Die Auferstehung Jesu als historisches und als the­
ologisches Problem», en Die Bedeutung der Auferstehungs­
botschaft fü r den Glauben an Jesus Christus, Gütersloh 41967,
pp. 11-39 [trad, esp.: La resurrección de Jesús como problem a
histórico y teológico, Salamanca 19791— , Die Auferstehung Jèsu von Nazareth, Gütersloh 1968 [trad,
esp.: La resurrección de Jesús, Barcelona 1974],
Michaelis, W., Die Erscheinungen des Auferstandenen, Basilea
1944.
Nauck, W., «Die Bedeutung des leeren Grabes für den Glauben
an den Auferstandenen», en ZNW 47 (1956), pp. 243-267.
Nicolaipen, A., Der Auferstehungsglaube in der Bibel und ihrer
Umwelt, Helsinki 1944 (D y 1946 (II).
Odenkirchen, P. C , «Praecedam vos in Galilaeam», en VD 46
(1968), pp. 193-223.
Oepke, A., arts, «άνίστημι» y Εγείρω», en ThW I, pp. 368-372, y
II, pp. 332-336.
— , «Wie entsteht nach den Schriften des NT der Glauben an die
Auferstehung Jesu?», en Wiss. Z f der Karl-Marx-Univ. Leipzig
(1953-1954).
Pannenberg, W., «Die historische Problematik der Auferweckung
Jesu», en Grundzüge der Christologie, 1964 (extracto en B.
Klappert, pp. 63-103) [trad, esp.: «La problemática histórica de
la resurrección de Jesús», en Fundamentos de cristología,
Salamanca 1974, pp. 110-132].
— , Offenbarung und Geschichte, Gotinga 21963 [trad, esp.: La
revelación como historia, Salamanca 1977].
Rahner, K., «Dogmatische Fragen des Osterfrömmigkeit», en Schriften
IV, pp. 157-172 [trad, esp.: «Cuestiones dogmáticas en tomo a la
piedad pascual», en Escritos de teología IV, Madrid, pp. 159-175].
Ramsey, A. M., The Resurrection o f Christ, Londres ■‘1956 [trad,
esp.: La resurrección de Cristo, Bilbao 1971].
Rengstorf, K. H., Die Auferstehung Jesu. Form, Art und Sinn der
urchristlichen Osterbotschaft, 41960,51967.
Ruckstuhl, E., y Pfammatter, J., Die Auferstehung Jesu Christi.
Heilgeschichtl. Tatsache und Brennpunkt des Glaubens,
Lucerna 1968 [trad, esp.: La Resurrección de Jesucristo. Hecho
histórico-salvífico y foco de la fe, Madrid 1973].
Schäder, E. Die Bedeutung des lebendigen Christus fü r die
Rechtfertigung, Gütersloh 1893.
Schlier, H., Über die Auferstehung Jesu Christi, Einsiedeln 21968
[trad, esp.: De la resurrección de Cristo, Bilbao 1970].
Schmitt, J., Jésus ressuscité dans la prédication apostolique, París
1949.
Schubert, K., «Die Entwicklung der Auferstehungslehre von der
nachexilischen bis zur frührabbinischen Zeit», en BZ NF 6
(1962), p p . 177-2.14.
Seidensticker, Ph., Die Auferstehung Jesu in der Botschaft der
Evangelien, St. Bibi. St. 26, 1967.
— , Zeitgenössische Texte zu r Osterbotschaft der Evangelien, St.
Bibi. St. 27, 1967.
Sint, J ., «Die Auferstehung Jesu in der Verkündigung der
Urgemeinde», en ZKTh 84 (1962), pp. 129-251.
Stanley, D. M., Christ’s Resurrection in Pauline Soteriology, Roma
21963.
Strobel, A., Kerygma und Apökalyptik, Gotinga 1967.
Wilckens, U., «Der Ursprung der Überlieferung der Erscheinungen
des Auferstandenen», en W. Joest y W. Pannenberg (eds.),
Dogma und Denkstrukturen, Gotinga 1963, pp. 56ss.
— , «Die Überlieferungsgeschichte der. Auferstehung Jesu», en Die
Bedeutung der Auferstehungsbotschaft fü r den Glauben an
Jesus Christus, Gütersloh 41967, pp. 43-63 [trad, esp.: La resu­
rrección. Estudio histórico-crítico del testimonio bíblico,
Salamanca 1981].
F o to co m p o sic ió ir
Encuentro-Madrid
Im presión
Cofás-Madrid
E n cu ad e m ació n ·
Sanfer-Madrid
ISBN: 84-7490-574-5
D epósito.Legal: M.: 20.372-2000
Printed in Spain
Descargar