Indios, Porteños y Dioses Rodolfo Kush Editorial Stilcograf 1966 El maestro a orillas del lago Titicaca Nos dijeron que el maestro había ido al lago a pescar. Tenía urgencia en hablarle. Necesitaba que me abriera la iglesia para examinar unos murales y el era el único quien podía hacerlo. Todos me habían negado el permiso. Además tenía interés en conversar con un maestro de un pueblo dormido a orillas del lago Titicaca. Seguramente contaría con pocos alumnos y todos campesinos, de modo que tendría problemas diferentes a los que se presentaban en la gran cuidad. Aquella noche cenamos con el. Era muy humilde y vestía pobremente, pero denotaba una extraordinaria dignidad y presa a través de todos sus actos. Se advertía que era la autoridad más importante del pueblo, ya que se le consultaban todos los asuntos que afectaban a la comunidad. Recuerdo que hablamos de test. Es natural que así fuera. Para los que somos de Buenos Aires, el test es un símbolo supone evolución, progreso y además con el se miden cosas, eso es lo mas importante. El maestro era inteligente y se intereso. Pero cuando le insistí que podía envíale algunos, se sonrío. Comprendí que su interés no llegaba a tanto. Me dijo entre otras cosas que no tenía problemas de disciplina, ni de carácter con sus alumnos. Un fuerte lazo afectivo los ligaba a todos. Un día las autoridades lo habían trasladado y los alumnos lo fueron a buscar en un camión. Eso nos agrada y lo entendemos. En estos casos solemos decir que un maestro es un apóstol de la ciencia y de la cultura, especialmente en este lugar tan inhóspito, aunque no nos parezca tan conveniente su indiferencia ante los test. Sin embargo este maestro tenía algo más. Al fin y al cabo, ser maestro no significa solo conocer la ciencia y la cultura. Esto seria demasiado pobre y más si únicamente se dedicara a aplicar test. Había otra cosa detrás de el. Y pense que seria el lago. Veamos porque. Este lago siempre estuvo cargado de misterio. Todo lo que se lee sobre el es extraño. No solo fue el lago sagrado de las culturas antiguas, sino que aun hoy en día se le atribuyen un sin fin de cosas, quizás un poco exageradas para un simple fenómeno geográfico. Pero aun así es sugestivo: ¿que pensar si no de un lago situado a cuatro mil metros de altura, llevado ahí por el plegamiento de los Andes, y con un ancho igual a la distancia que existe entre Buenos Aires y La Plata, y un largo tres veces mayor? Mi encuentro con el lago fue paulatino. El primer contacto ocurrió en el barco que une las ciudades de Guaqui y Puno. Era de noche y se escuchaba el chapoteo de las olas en la quilla. A lo lejos, sobre una lejana costa los chisporroteos de los relámpagos daban un aire de leyenda. El lago se mezclaba con los antiguos dioses Cuquilla o Mamacocha, el rayo y el mar. La segunda vez fue a la vuelta, cuando viajaba desde Puno en un camión hasta Copacabana. Recuerdo que un paceño me hablaba entusiasmado del tango, cuando en un recodo del camino, en Chucuito, un pueblo de hechiceros, de pronto apareció el lago inmenso como un mar. La tercera vez fue cuando cruzaba la frontera entre Yuagaya y Copacabana. Aquella noche llegamos tarde y habían cerrado la frontera a los camiones. Contratamos entonces unos indios para que lleven las cosas, y nos pusimos en marcha. Era una noche cerrada. Nos detuvimos a descansar. Cerca nuestro brillaban tenuemente las aguas del lago. El paraje daba un poco de miedo. Hice una alusión a la posible aparición de Chuquichinchay, un felino legendario que llevaba en la frente una piedra luminosa. Ni bien este nombre, uno de los indios tomo apresuradamente su bulto y corrió. Se había asustado. La leyenda vivía aun en su alma. El lago y el Chuquichinchay eran en su mente la misma cosa. Todavía hoy en día en Chucuito los hechiceros suelen armar un altar para sus ritos, en el cual incluyen a los costados dos pumas muertos, según parece para favorecer la caza. Finalmente pude enfrentar el lago en Copacabana para examinarlo de cerca y dialogar con el, como se suele hacer con las grandes cosas. Chapotee en sus aguas. En el fondo se veían piedras relativamente grandes, cubiertas de plantas marinas. Sobre los bordes, un pequeño terraplén de arena gruesa. Y luego su extensión. ¡No se que terrible e inconmovible significado trasuntaba, algo así como la de un inmenso dinosaurio petrificado en es altura! Hoy día ese lago es aun fuente de extrañas leyendas. Una mujer en Perú me había relatado que su novio, un gringo, como se suele llamara a los rubios cruzaba el lago en una lancha por razones de trabajo. Nunca más lo vio. Se dijo que había ciado al agua y hubo quien suponía que lo habían empujado los indios. Estos necesitaban una ofrenda para la cosecha y el lago nunca devuelve a sus muertos. Además es el lago de las ciudades sumergidas. El barco que une a Puno con Guaqui había rozado algunas ruinas. Sin ir más lejos Tiahunaco, esa extraña cuidad cerca de sus orillas, totalmente en ruinas, se dice que fue súbitamente abandonada por sus habitantes a causa de un catastrófico desborde del lago, según supone un arqueólogo boliviano. Una parte de las decoraciones de la famosa puerta del sol quedaron inconclusas, y se ha comprobado que una capa de sedimentos marinos cubre la zona. Indudablemente el lago Titicaca, además de ser un fenómeno geográfico, es un símbolo, una especie de monstruo que devora hombre y ciudades, que, no obstante su quietud, se embravece prodigiosamente cuando sopla el viento, y que, sin embargo alimenta a sus hijos con sus peces. Todo eso junto, hace un personaje. ¿Pero donde termina la mente de uno y donde comienzan las cosas? Por ejemplo compro un jarrón porque me gusta. En cierto modo ya pertenece a mi vida. Pero salgo del negocio y se me rompe. Me aflijo. ¿Que lamento entonces? ¿La simple rotura del jarrón? Esto es lo que digo a todos. Pero en el fondo se ha estrellado contra el suelo un pedazo de mi mismo. Nuestra vida se desparrama misteriosamente entre las cosas. Y, si eso decimos del jarrón, que no diremos del lago Titicaca. Que gran pedazo de vida tenemos que desparramar en el para incorporarlo a nuestra alma. El lago es un símbolo para el boliviano, lo mismo que la Pampa lo es para nosotros los argentinos. ¿Símbolos de que? Pues de la parte más profunda de nuestra alma y precisamente de algo inconfesable. Si algún día dijéramos lo que llevamos muy adentro del alma, eso mismo tan tremendo como el lago o como la pampa. Lago y pampa son la base. Si nos sacaran esa base nos sentiríamos como esos astronautas que han perdido la gravedad, ya no habría ni arriba ni abajo: seriamos una simple maquina que flota en el espacio. ¿Y por que ir tan lejos? La vereda de nuestra casa, la calle, las casas de los vecinos, el paso a nivel cercano, la avenida de dos cuadras, también son trozos de nuestra intimidad. Vimos siempre metidos en un paisaje, aunque no lo queramos. Y el paisaje, ya sea el cotidiano o el del país, no es algo que se da afuera y que ven los turistas, sino que es el símbolo más profundo, en el cual hacemos pie, como si fuera una especie de escritura con la cual cada habitante escribe en grande su pequeña vida. Y el lago Titicaca, que se da como lago y como símbolo, interviene en la enseñanza del maestro aquel. Algún día este maestro tendrá que enseñar el teorema de Pitagoras. ¿Para que? ¿Para enseñar otra cosa mas o para redondear eso que sus alumnos ya saben del lago, eso que necesitan para vivir junto a el? He aquí un problema de la enseñanza que se nos ha olvidado. Al lago lo conocen todos. A Pitagoras, nadie. El lago es inmenso y Pitagoras es chico. Es lo que solemos olvidar entre nosotros. ¿Se aprende para saber mucho o se aprende para poder inscribir la propia vida en el paisaje? ¿Acaso no se aprende solo para vivir? ¿Y por que insistir en enseñar algo mas que eso que llevamos en lo mas hondo del alma, eso que se da como lago o como pampa afuera? Los amautas enseñaban a sus alumnos las cosas de su tierra y sus creencias mediante cordeles, a los cuales agregaban nudos: eran los quipus Cada nudo equivalía a una palabra nuestra o a una idea. Los usan aun hoy los indígenas para contar sus ovejas. Cada nudo correspondía a una cosa. Por un lado había un signo por el otro un trozo de vida que le correspondía. Vida y signo iban de la mano. Era una virtud de las antiguas culturas. Pero en el siglo XX hacemos al revés: aprendemos los signos, técnicas, ciencia, pero no sabemos con exactitud a que aspecto de nuestra vida corresponde. Por eso se sonría aquel maestro cuando le hablamos de los test. Debió sospechar que rendimos demasiada pleitesía a nuestro siglo. Y más aun, habrá advertido que no somos totalmente sinceros. Porque, ¿que sabemos del siglo? Apenas si compramos a escondidas algún manual de divulgación, o un diccionario para ponernos al tanto; luego lo colocamos en la biblioteca y nos olvidamos. De vez en cuando solemos hojearlos solo para ver la ortografía de alguna palabra y nada más. Ahí se acabó el siglo. ¿Y no hace lo mismo el científico que pertenece a una sociedad internacional? Es que tenemos una psicosis del siglo cuyo síntoma evidente es el cohete. Desde que se inventaron estos artefactos, todos piensan evadirse de donde sea: del lago o de la pampa. Pero en el cohete nunca habrá lugar para todos, Pero debe ser tan fácil construirlos ¿verdad? Mucho fácil que hacer lo del maestro aquel: redondear la vida de sus alumnos simplemente con lo que necesitaban para continuar junto al lago. Esto último nos cuesta mucho mas que construir un artefacto. Que paradoja.