Subido por Sofia Rueda

VILLORO, Luis- El concepto de ideología

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Fotografía de portada:
Maruch Sántiz Gómez (Cruztón, Chis., México, 1975)
No pegar a alguien con rastrojo y carrizo; de la Serie Creencias, 1994
Plata/gelatina y texto en tzotzil
57.5 × 47.5 cm
Ed. of 20 AP1
Texto original en tzotzil:
Mu xtun jmaj jbajtik ta k’ajben, ta aj, yu’un ta la xijbakub,
li k’ajben xchi’uk aje ch’abal ya’lel taki te’ je’ cha’al jech tzlok’ta
ti jbek’taltike, ma’uk no’ox vo’otik yu’un k’alal ta chij.
“Si se le pega a una persona con rastrojo y carrizo, esa
persona se enflaquece, ya que el rastrojo y el carrizo no tienen
humedad, y lo mismo le pasa a nuestro cuerpo. Pero no sólo a la
gente le provoca mal, sino también a los borregos.”
LUIS VILLORO
El concepto de ideología
Y OTROS ENSAYOS
BIBLIOTECA UNIVERSITARIA DE BOLSILLO
Luis Villoro
El concepto
de ideología
Y OTROS ENSAYOS
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
Primera edición, 1985
Segunda edición (Biblioteca Universitaria de Bolsillo), 2007
Primera edición electrónica, 2015
Editor: MARTÍ SOLER
Diseño de forro: LEÓNs MUÑOZ SANTINI
D. R. © 2007, Fondo de Cultura Económica
Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.
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Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho
de autor.
ISBN 978-607-16-3123-7 (ePub)
Hecho en México - Made in Mexico
ÍNDICE
Prólogo
Del concepto de ideología
Distintos sentidos de ideología
Notas
Condiciones para introducir un nuevo concepto teórico
Del concepto noseológico de ideología
Intento de definición de ideología
Doble función teórica del concepto de ideología
Del concepto sociológico de ideología
De la “mistificación” ideológica
Conclusiones
El concepto de ideología en Marx y en Engels
Un estilo de pensar
Conciencia falsa
Instrumento de dominio
Apariencia
Superestructura
Reflejo
La ideologización del marxismo
El concepto de actitud y el condicionamiento social de las creencias
Alcance explicativo del principio de Marx
Propuesta de un nuevo esquema teórico
Dificultades del esquema propuesto
El concepto de “interés de clase”
Algunas conclusiones
Filosofía y dominación
El sentido de la historia
Dar razón del presente
Integrar o liberar
Otorgar un sentido
Autenticidad en la cultura
Un falso dilema
“Cultura auténtica”
Nacionalismo cultural
Hacia una cultura universal
Cronología
PRÓLOGO
Los seis ensayos que componen este volumen fueron escritos en épocas y
ocasiones diferentes, pero todos son variantes de una reflexión continuada
sobre el mismo tema: la doble función que ejercen las creencias colectivas
en una sociedad sometida a una estructura de dominación.
Una situación de dominio requiere ciertas creencias comunes
destinadas a afianzar el orden existente. Un pensamiento que responde a
intereses particulares de una clase, de un grupo, intenta justificarlas. El
concepto de ideología corresponde a este tipo de pensamiento y a las
creencias que origina. Pero en cualquier situación de dominio puede darse
también un pensamiento que busca romper o modificar ese orden. Frente a
las creencias ideológicas, está la actividad racional que las pone en
cuestión, frente a un pensamiento reiterativo de las convenciones
existentes, un pensamiento disruptivo. Una y otra función pueden
estudiarse en actividades específicas de la razón o aun en el conjunto de la
cultura de una sociedad. En este segundo caso, están en relación con el
problema de la autenticidad o inautenticidad de las formas culturales.
Las relaciones entre esas dos funciones de las creencias y sus
correspondientes formas de pensamiento no son simples. Un mismo
conjunto de creencias puede, en una ocasión, cumplir con una función
disruptiva y, en otra, ejercer una función reiterativa de un dominio.
Tampoco se trata de tipos de creencias separadas con nitidez. Las
ideologías corresponden a creencias insuficientemente justificadas. Por
ello encubren la realidad, al interpretarla con conceptos que la
distorsionan. Sin embargo, bajo la distorsión también puede verse, de
algún modo, la realidad. Por su parte, la actividad desmistificadora de las
ideologías suele descubrir una realidad oculta bajo las creencias
convencionales, pero puede también eludirla, dando lugar a nuevas
creencias encubridoras. Así, entre esas dos formas de pensamiento existe
una relación compleja; habría una dialéctica propia al ejercicio de la razón
en una sociedad concreta. Estos estudios no ofrecen una teoría de esa
dialéctica, pero desean contribuir a ese proyecto mediante el tratamiento
de temas específicos.
Los tres primeros ensayos se ocupan del concepto de ideología. Se
trata, sin duda, de un término impreciso. De tanto haber sido usado con
diferentes sentidos en distintos contextos, mientras no se precise,
confunde las cosas en lugar de esclarecerlas. Pero, el hecho mismo de su
uso tan frecuente ¿no nos indica que carecemos de otra palabra igualmente
sugerente para expresar lo que “ideología” intenta denotar? Porque ese
concepto surge para responder a un problema real. Cuando un concepto se
vuelve vago, por manido, una vía para aclararlo es hacer de lado las
interpretaciones innumerables que lo han confundido, a fin de intentar
recuperarlo en sus orígenes y poder, así, pensarlo de nuevo. Hay que
preguntarse cuál es el problema exacto para cuya solución resultó
indispensable introducir ese concepto y cuáles deben ser, en consecuencia,
sus notas, si ha de resolverlo. Por esa razón los tres ensayos proponen una
relectura de Marx y de Engels que pretende no ser prisionera del posterior
“marxismo”. Con ella intento dos operaciones. Primero: precisar un
concepto de ideología que tenga una función teórica insustituible por otros
conceptos. Parto de las múltiples observaciones que se encuentran en las
obras de Marx y de Engels, sin alcanzar un tratamiento sistemático, para
tratar de llegar a definiciones claras. Segundo: el concepto de ideología
forma parte de un esquema teórico, que Marx enuncia pero no alcanza a
completar en una teoría acabada. En el tercer ensayo intento una
contribución a la elaboración de esa teoría, con la propuesta de esquemas
explicativos que podrían completar los principios enunciados por Marx.
Para precisar y completar ideas formuladas por un filósofo del pasado
es menester tratarlas como pensamiento vivo. Muerto es un pensamiento
que, convertido en doctrina, se transmite y reitera sin ponerse en cuestión.
Vivo es sólo el pensamiento como actividad crítica permanente,
susceptible de confrontarse con otras ideas de nuestra época. Repensar una
filosofía supone transformarla de “doctrina” en reflexión que se cuestiona
a sí misma. Por desgracia, el “marxismo-leninismo” no sólo logró
codificar en un sistema inconmovible lo que era una actividad crítica, sino
que también acertó a aislar ese sistema de todas las otras corrientes
creadoras de pensamiento, dejándolo al margen de muchos progresos
intelectuales posteriores. Los tres ensayos intentan hacer a un lado las
polémicas marxistas posteriores (aunque estén presentes entre líneas),
para recuperar el proceso de reflexión de Marx. Por otra parte, no tratan de
una doctrina, sino de una reflexión viva que requiere una discusión crítica
a la luz de otros planteamientos actuales. Creo que las ideas de Marx, al
ponerlas en estrecha relación con conceptos provenientes de otras
corrientes de pensamiento, resultan más fructíferas que encerradas en su
propio sistema.
El marxismo es uno de los ejemplos más claros de cómo un
pensamiento libertario y crítico, al convertirse en doctrina, se vuelve
ideológico. Un pensamiento dirigido a poner fin a la explotación puede
servir, entonces, a otra forma de dominio. Tal vez la mayor tragedia
histórica de nuestro tiempo haya sido la evolución de las revoluciones
proletarias hacia estados represivos dominados por una nueva burocracia.
Y esa tragedia tiene su contraparte filosófica: la transformación del
marxismo, que, de una actividad crítica libertaria, pasó a ser una doctrina
autosuficiente, aislada de otras formas de pensamiento crítico. Tratar los
escritos de Marx como un pensamiento en ejercicio, capaz de ser
controvertido, precisado, superado, es también recuperar su fuerza
libertaria.
Los tres ensayos siguientes son de distinto género. Examinan la doble
función social del pensamiento, en diferentes campos: la filosofía, la
historiografía y la cultura en general. En la práctica de la filosofía y en la
de la historia, se hace más clara la relación entre un pensamiento
destinado a integrar a los individuos en un orden social y otro que cumple
una función contraria. La misma dialéctica cobra otro aspecto si
consideramos un problema que ha preocupado a gran parte de la
inteligencia latinoamericana: el del carácter auténtico de una cultura. Este
problema, propio, en realidad, de todas las sociedades en situación de
marginalidad o dependencia, puede verse también a la luz de la doble
función social de las creencias colectivas. Es el tema del último ensayo.
Al tratar de la autenticidad de la cultura, incidimos expresamente en un
tema de nuestra circunstancia latinoamericana. Pero creo que todos los
ensayos tienen una motivación en esa circunstancia. Puede leerse la
historia de América Latina, desde sus inicios, como una lucha constante
por liberarse de distintas formas de dominación. Liberarse de la
dominación quiere decir: adelantar hacia una sociedad racional de
hombres libres: porque no puede haber una sociedad racional más que con
la supresión del sometimiento de unos hombres por otros. Desde el punto
de vista espiritual, la historia de nuestra América puede verse también
como el esfuerzo constante por alcanzar una cultura y un pensamiento
auténticos, como el intento de romper nuestra enajenación en formas de
pensamiento prestadas y lograr la autonomía que nunca hemos alcanzado.
Por ello nuestra filosofía está obligada a reflexionar sobre las vías y
condiciones de realización de una comunidad libre y racional. Los
obstáculos a esa empresa son de distinta índole: nuestra enajenación y
dependencia, la corrupción, la opresión y la violencia desmedidas de los
grupos dominantes y explotadores…, pero también las formas irracionales
de la violencia libertaria que lucha contra la dominación. Todos son
engranajes inconscientes del mismo círculo de irracionalidad que
mantiene la opresión.
Tanto en la violencia de los dominadores como en las formas
irracionales de las luchas libertarias reconocemos el papel de las
ideologías. América Latina está enferma de discursos ideológicos. Pero el
remedio no es la pura y simple negación de las ideologías. Proclamar “el
fin de las ideologías” cuando aún dominan palmariamente tantos
comportamientos colectivos es una salida de avestruz. La vía racional es,
por lo contrario, averiguar en qué consiste un pensamiento ideológico,
para poder reconocerlo y aclarar su función. Estos ensayos desearían
aportar algo a esa tarea.
La procedencia de los ensayos es la siguiente:
“Del concepto de ideología” fue publicado en la revista Plural, núm.
31, abril de 1974. La versión actual contiene ligeras enmiendas a ese
artículo.
“El concepto de ideología en Marx y en Engels” formó parte del libro
colectivo Ideología y ciencias sociales, compilado por Mario H. Otero y
publicado por la Coordinación de Humanidades de la UNAM, en 1979.
“El concepto de actitud y el condicionamiento social de las creencias”
fue entregado a la revista Humanidades, de la Universidad Autónoma
Metropolitana, para ser publicado en su primer número. Agradezco a su
director, el maestro Gabriel Vargas, su autorización para incluirlo en este
libro.
“Filosofía y dominación” fue mi discurso de ingreso a El Colegio
Nacional y se publicó en Nexos, núm. 12, diciembre de 1978.
“El sentido de la historia” formó parte del volumen Historia ¿para
qué?, de la editorial Siglo XXI, 1980.
“Autenticidad en la cultura” es una ponencia presentada en una reunión
sobre “Universales transculturales”, organizada por la UNESCO, que tuvo
lugar en Ottawa, Canadá, en agosto de 1983. Aunque recoge varios
párrafos de un artículo anterior (“De las confusiones de un nacionalismo
cultural”, en Sábado (suplemento de unomasuno), 18 de diciembre de
1982), se publica ahora por primera vez en su integridad.
DEL CONCEPTO DE IDEOLOGÍA
D ISTINTOS SENTIDOS DE IDEOLOGÍA
Uno de los términos filosóficos más usados actualmente es el de
“ideología”. Es también uno de los términos cuyo significado es más
variable e impreciso. No todos los que lo emplean tienen una idea clara de
lo que entienden por él, y muchos de los que sí la tienen lo usan con
sentidos diferentes.
La palabra es ya antigua. Fue usada por primera vez por Destutt de
Tracy para referirse a su teoría de la formación de las ideas. Pero quienes
le dieron sus connotaciones actuales fueron Marx y Engels. Marx y Engels
entendieron por “ideología” un tipo especial de “conciencia falsa”
determinada por las relaciones sociales. No lo aplicaron nunca al
conocimiento verdadero, sino sólo a una forma de error socialmente
condicionada. Desde entonces, el término está ligado a la teoría marxista.
Muchos seguidores de Marx lo han utilizado ampliamente, aunque no
siempre con el mismo sentido. Mientras en la mayoría, como en Lukács o
en Althusser, conserva su sentido original de “falsa conciencia”, en otros
se aplica también a cualquier conjunto de creencias ligadas a una clase
social, aunque se consideren verdaderas. Así, Lenin hablaba de “ideología
proletaria”, y en algunos marxistas es frecuente encontrar el término
aplicado incluso al pensamiento científico, como en Adam Schaff, quien
habla de “ciencia ideológica”.
Pero el término ha rebasado los límites del marxismo. Otra corriente,
la llamada “sociología del conocimiento” —cuyo principal representante
es Karl Mannheim— ayudó también a ponerlo en boga. Partiendo del
concepto acuñado por Marx, le dio una mayor amplitud… y vaguedad.
Ideología significó cualquier conjunto de conocimientos o de creencias,
verdaderas o falsas, que estuvieran condicionadas socialmente; se llegó así
a un “panideologismo”, pues cualquier creencia podía, en ese sentido, ser
tildada de ideología. En la actualidad, fuera de la escuela marxista, el
concepto es usado también por algunos sociólogos anglosajones en un
sentido semejante al de Marx, pero no idéntico: se refiere a sistemas
organizados de creencias irracionales, aceptadas por autoridad, que
cumplen una función de dominio sobre los individuos.
Esta breve reseña basta para mostrar que la difusión del concepto, en
lugar de precisarlo, ha servido para confundirlo. Pero un concepto teórico
sólo es útil en la medida en que tenga un sentido preciso. En este escrito
trataré de llegar a una definición del concepto que sea teóricamente útil.
Para ello habrá que ordenar primero los distintos sentidos en que se ha
usado hasta ahora. Podemos agruparlos en cuatro, que corresponden a
otras tantas caracterizaciones del término. Las cuatro se encuentran en
Marx, en Engels y en la mayoría de los autores marxistas; en otros
escritores hallamos unas y faltan, en cambio, otras. Pero no se encuentran
expresadas como sigue; yo he tratado de reducirlas a sus formulaciones
más simples y precisas.
Se entiende por ideología:
(C1) Conjuntos de enunciados que tienen estas dos características: a)
Presentan los productos de un trabajo como cosas o cualidades de cosas
independientes de ese trabajo; b) explican el proceso de producción por
esos productos cosificados.
En Marx y Engels, “ideología” tiene este sentido cuando se aplica a la
religión o a la filosofía idealista alemana. En ambos casos, se refiere a
doctrinas que cosifican (reifican) ideas y que pretenden explicar por esas
ideas a su productor o al proceso histórico de su producción. En el
lenguaje común, tiene ese sentido cuando tildamos de “deformación
ideológica” el intento de explicar una actuación política por las ideas que
declaran tener sus actores y no por la función objetiva que realmente
cumple (juzgar, por ejemplo, la tendencia política de un partido o de un
gobernante por sus declaraciones y discursos y no por las medidas que
toma).
También tiene ese sentido al aplicarse, en El capital, a la economía
política clásica, que considera el valor como una cualidad de la mercancía
y ésta como una “cosa”, ocultando así su carácter de producto de un
trabajo concreto.
(C2) Conjuntos de enunciados que presentan como un hecho o cualidad
objetiva lo que es cualidad subjetiva.
Esta caracterización general puede formularse de varias maneras:
a) Enunciados que presentan intereses particulares, de clase, como
intereses generales.
b) Enunciados de valor (de preferencia personal) que se presentan
como enunciados de hechos.
c) Enunciados que expresan deseos o emociones personales y se
presentan como descriptivos de cualidades objetivas.
La formulación a se encuentra expresamente en La ideología alemana
y en la Miseria de la filosofía. Las formulaciones b y c se pueden
encontrar aludidas incidentalmente en escritos de Marx o Engels; quien las
desarrolló con mayor precisión fue Theodor Geiger.
La ideología consiste en una forma de ocultamiento en que los
intereses y preferencias propios de un grupo social se disfrazan, al hacerse
pasar por intereses y valores universales, y se vuelven así aceptables por
todos. En el lenguaje ordinario se emplea continuamente en este sentido;
por ejemplo, si llamamos ideológica a una concepción moral que pretende
imponérsenos, cuando nos parece responder a prejuicios y preferencias
limitadas a un grupo o a una época.
Notemos que estas dos primeras caracterizaciones de ideología la
describen como una forma de falsedad. Los enunciados ideológicos se
presentan como si expresaran un conocimiento, cuando son, en realidad,
una forma de error. Este concepto de ideología pertenece, pues, a la teoría
del conocimiento. Podríamos hablar de un “concepto noseológico” de
ideología. Pero en este concepto aún no se alude a las causas que
expliquen ese error. Para ello habrá que pasar a las dos caracterizaciones
siguientes:
(C3) Conjuntos de enunciados que expresan creencias condicionadas,
en último término, por las relaciones sociales de producción.
Corresponden al concepto de ideología como parte de la
superestructura social en Marx y en Engels.
Aquí nos encontraríamos con variantes según los distintos autores.
Podría tratarse de estilos de pensar y creencias básicas de una época
histórica, de creencias comunes al conjunto de una sociedad, o bien de
creencias que corresponden a una clase o un grupo social específicos. De
cualquier modo, ideológica sería cualquier creencia condicionada por las
relaciones sociales. Este concepto de ideología es el que se encuentra
también, con distintos matices, en la “sociología del conocimiento”. En
este sentido solemos hablar, por lo común, de la “ideología imperante en
la Edad Media”, de la “ideología del capitalismo”, o bien de la ideología
de los grupos financieros”, “de las clases medias” o “del proletariado”.
(C4) Conjuntos de enunciados que expresan creencias que cumplen una
función social: a) de cohesión entre los miembros de un grupo; b) de
dominio de un grupo o una clase sobre otros.
La formulación a no se encuentra expresamente en Marx; sí en algunos
autores marxistas, como Althusser.
La formulación b se encuentra en Marx y en todos los autores
marxistas. Junto con otras notas añadidas, forma parte también del
concepto de ideología como sistema organizado de creencias irracionales,
destinado a dirigir a los individuos con vistas a una acción de dominio,
utilizada por autores no marxistas, como Hans Freyer, Daniel Bell y
Edward Shils.
Ideología se define, así, no sólo por su condicionamiento social, como
en la caracterización anterior, sino también por la función objetiva que
cumple, en las luchas sociales, para lograr o mantener el dominio de un
grupo. Ideológico resulta todo conjunto de creencias que manipulan a los
individuos para impulsarlos a acciones que promueven el poder político de
un grupo o una clase determinados.
Notemos que estas dos últimas caracterizaciones de ideología difieren
de las anteriores. Mientras aquéllas se referían a un conjunto de
enunciados falsos, éstas se refieren a creencias determinadas socialmente,
pero no indican que sean verdaderas o falsas. No definen la ideología por
su relación con el conocimiento, sino por sus causas o consecuencias
sociales. Frente al concepto noseológico de ideología, de que antes
hablamos, estas dos últimas caracterizaciones corresponden a un concepto
sociológico de ideología. Uno y otro conceptos no se implican
necesariamente y podrían, por lo tanto, usarse por separado.
N OTAS
1. El término de “ideología” no se aplica a enunciados o creencias
aisladas, sino a conjuntos de enunciados o creencias, que pueden estar más
o menos sistematizados, pueden ser más o menos teóricos y son
susceptibles de ser compartidos por un grupo de individuos.
2. ¿A qué objetos se refiere la “ideología”? En muchos autores, el término
se aplica a un conjunto de entidades o procesos mentales variados: a
“ideas”, “representaciones”, “conceptos”, “opiniones”, etc., lo cual crea
confusión. No conviene, sin embargo, referirlo a entidades mentales cuya
existencia es dudosa o inverificable. Debe aplicarse a entidades cuya
aceptación no comprometa a ninguna teoría metafísica o psicológica.
Geiger, para evitar la confusión, sostiene que se refiere exclusivamente
a “proposiciones”. Pero el término “proposición” es discutible y hay
filósofos que niegan, con buenas razones, la necesidad de emplearlo (por
ejemplo, Quine). En cualquier caso, las proposiciones (si existen) se
expresan en entidades verbales concretas: los enunciados (statements, en
la terminología inglesa, que podría ser traducido también por
“aseveraciones”). Otros autores hablan de “discursos ideológicos”. El
término es correcto porque tampoco compromete a la admisión de
determinadas entidades mentales o de “proposiciones”. Pero los discursos
son justamente conjuntos de enunciados.
Por esas razones, formulo las dos primeras caracterizaciones de
“ideología”, (C1) y (C2), en términos de “enunciados”. Notemos que no
aluden, entonces, a ninguna entidad mental o psíquica. Directamente no se
refieren a las creencias de las personas individuales, sino a los enunciados
en que se expresan dichas creencias. Pero, al referirse a los enunciados,
podrían aplicarse en un sentido indirecto a las creencias expresadas.
Porque la ideología está constituida por enunciados, puede ser falsa o
verdadera, pues la verdad o falsedad sólo puede predicarse de enunciados.
Las dos caracterizaciones siguientes de “ideología” (C3) y (C4), en
cambio, no incluyen verdad o falsedad en el concepto de ideología, porque
se refieren a las relaciones de ciertos hechos (el hecho de que un sujeto S
crea o asevere el enunciado E) con sus condiciones o funciones sociales, es
decir con otros hechos; y un hecho no puede ser verdadero ni falso,
simplemente es. Por eso las formulo en términos de creencias. Las
creencias son disposiciones; pueden expresarse en un comportamiento
verbal, en la formulación de enunciados, pero pueden expresarse también
en comportamientos no verbales.
(C3) y (C4) hablan de condiciones y de funciones sociales. Ahora bien,
lo que puede estar directamente condicionado o puede tener una función
social no son los enunciados sino las creencias o los comportamientos de
los individuos. Sólo indirectamente puedo decir que un conjunto de
enunciados esté condicionado socialmente o tenga una función social: en
la medida en que en ellos se expresan creencias. Porque creo en algo,
formulo ciertos enunciados; porque la comunicación de un enunciado me
induce a creer en algo, ese enunciado cumple una función social.
Así, mientras el concepto noseológico de ideología se refiere
directamente a entidades verbales, que pueden ser verdaderas o falsas
(enunciados), el concepto sociológico se refiere directamente a hechos
psíquicos, que pueden tener causas y efectos sociales (creencias).
3. El concepto noseológico (caracterizado en C1 y C2) y el concepto
sociológico (caracterizado en C3 y C4) de ideología responden a preguntas
distintas y cumplen, por lo tanto, una función teórica diferente. (C1) y (C2)
responden a la pregunta: ¿en qué consiste la falsedad (mejor: la
insuficiente justificación) de los enunciados ideológicos? (C3) y (C4)
responden a la pregunta: ¿cómo se explica que ciertos individuos tengan
ciertas creencias (que pueden expresarse en enunciados ideológicos en el
sentido anterior)?
El concepto sociológico de ideología puede aplicarse a cualquier
creencia, y por ende, indirectamente a cualquier conjunto de enunciados,
sean verdaderos o falsos. No dice nada acerca de la verdad o falsedad de
los enunciados. Su función teórica es explicar las creencias por sus
relaciones sociales. Su método para determinar la ideología debe ser, pues,
una investigación sociológica.
El concepto noseológico de ideología, en cambio, sólo se aplica a
enunciados que no están lo bastante justificados e, indirectamente, a las
creencias expresadas en ellos. No dice nada acerca de las relaciones entre
las creencias y las relaciones sociales. Su función teórica es describir una
forma de error. Su método para determinar la ideología debe ser, pues, un
análisis conceptual (científico o filosófico).
4. La ambigüedad y confusión en el uso del término “ideológico” se debe a
la interferencia entre estos dos conceptos. Para evitar la ambigüedad puede
aceptarse uno solo de ellos y rechazarse el otro.
Así, algunos autores, como Geiger, al reducir la ideología a
“proposiciones” y caracterizar las proposiciones ideológicas en términos
de “sin sentidos”, tienden a hacer de lado el concepto sociológico, o al
menos no logran relacionarlo claramente con su caracterización de
“ideología”. Otros autores marxistas, como Schaff, y la sociología del
conocimiento acaban haciendo a un lado el concepto noseológico de
ideología y pueden, así, aplicarlo a todas las creencias, incluso a las
verdaderas.
Con todo, en Marx se conserva la ambigüedad. Ideología es a la vez un
concepto noseológico (una forma de error) y un concepto sociológico
(“superestructura”). Esta ambigüedad podría deberse a falta de precisión y
de análisis conceptual, pero también a que Marx intentó con ese concepto
un tipo de explicación teórica que sólo era posible al incluir en él tanto el
nivel noseológico como el sociológico, aunque no acertó a precisar con
claridad suficiente cómo se relacionaban ambos en el mismo concepto.
Ésta es la tesis que trataré de demostrar en los siguientes apartados.
CONDICIONES PARA INTRODUCIR
UN NUEVO CONCEPTO TEÓRICO
La introducción de un nuevo concepto en una ciencia empírica, mediante
una definición apropiada, debe estar justificada teóricamente. El concepto
debe ser operativo, es decir, debe servir para comprender o explicar, mejor
que otros conceptos, un sector de la realidad. Para ello debe cumplir, por
lo menos, con los siguientes requisitos:
1) Debe referirse a un fenómeno que no pueda ser designado con otros
conceptos en uso. Si no fuera así, el nuevo concepto saldría sobrando o
sería redundante.
2) Debe tener una función explicativa, es decir, debe servir para dar
razón de un hecho por otros hechos. Para ello debe formar parte de una
teoría explicativa y poderse definir en función de otros conceptos de esa
teoría.
3) Debe tener una función eurística, es decir, debe servir para orientar
al investigador al descubrimiento de nuevos hechos o relaciones entre
hechos. Dicho de otra manera: su introducción debe suministrar una
respuesta a un problema específico planteado, para resolver el cual no
servirían otros conceptos en uso.
La definición de ideología debe cumplir, por lo menos, con esos tres
requisitos. Veamos en qué medida los conceptos noseológico y sociológico
de ideología los llenan. La mejor manera de examinarlo será determinar
cuál es el problema específico al que trata de responder el concepto de
ideología. ¿Cuál es la situación particular que hizo necesaria la
introducción de ese concepto, porque no podía ser comprendida ni
explicada por otros conceptos? Sólo si el concepto de ideología sirve para
explicar una situación real que otros conceptos no explican, será pertinente
su uso. Pero entonces, la definición que aceptamos de ese término será la
que sirva para ese propósito teórico.
D EL CONCEPTO NOSEOLÓGICO DE IDEOLOGÍA
Examinemos, primero, si es pertinente aceptar una definición puramente
noseológica de ideología.
Puedo dar dos tipos de explicación de una misma creencia. Si pregunto
¿por qué S cree que E (“E” está en lugar de cualquier enunciado)?, puedo
dar dos clases de respuestas: 1) Señalar las razones (en el sentido de
“fundamentos”, “evidencias”, “justificaciones racionales”) que tiene S
para aceptar (o aseverar) E. 2) Señalar las causas o motivos que indujeron
a S a aceptar (o a aseverar) E. Por ejemplo, si pregunto ¿por qué creía
Platón en la inmortalidad del alma?, puedo dar dos respuestas: mencionar
los argumentos filosóficos del Fedón para probar la inmortalidad del alma,
los cuales funcionan como razones en las que se funda el enunciado “el
alma es inmortal”, o bien indagar, en la educación recibida por Platón, en
su psicología o en las influencias sociales a que estuvo sometido, las
causas que lo empujaron a creer en un alma inmortal y a aceptar esos
argumentos como válidos. Las dos explicaciones se mueven en planos
diferentes; no se excluyen ni contraponen.
La explicación por razones se refiere al enunciado y, por consiguiente,
a su verdad o falsedad. Si las razones en que se funda el enunciado E son
objetivamente suficientes, diremos que el sujeto S no sólo cree que E, sino
que sabe que E.1 En tal caso, tiene una garantía para asegurar la verdad de
E y ello basta para explicar que S crea que E. S cree que E porque E está
justificado en razones objetivamente suficientes. Ésta es una explicación
adecuada de su creencia.
Por ejemplo: si demuestro que un teorema se deriva necesariamente de
los axiomas aceptados en un sistema formal, basta esa demostración para
explicar por qué asevero ese teorema. Sería excesivo, después de la
demostración, preguntar todavía: “Bueno, pero ¿por qué aceptas ese
teorema?” Lo acepto porque tengo razones suficientes, porque está
justificado objetivamente, porque lo he demostrado. Otro ejemplo: si me
convenzo de que los argumentos de Platón prueban efectivamente la
inmortalidad del alma, es decir, son “suficientes” para justificarla
teóricamente, resulta extraño que todavía pregunte “¿por qué Platón creía
en un alma inmortal?” Platón creía en ella porque sus argumentos se lo
demostraron.
La necesidad obvia de otra explicación aparece, en cambio, cuando las
razones aducidas para fundar un enunciado se juzgan insuficientes. Nos
sentimos obligados a explicar las causas de la creencia de Platón en un
alma inmortal en la medida en que los argumentos que presenta no nos
parecen fundar su existencia.
Entonces surge la pregunta: Si S cree que E, y no tiene razones
suficientes para justificar E, ¿por qué entonces llegó a esa creencia? Para
que considere necesario plantear esa pregunta, debo negar o dudar de la
verdad de E. La creencia injustificada requiere necesariamente una
explicación ulterior.
El concepto noseológico de ideología lo define como un tipo de
enunciados insuficientemente justificados. La creencia en esos enunciados
es, pues, igualmente injustificada.
Ahora bien, (C1) se limita a describir un tipo de enunciados no
fundados; pero no se refiere a las condiciones ni a los motivos de la
creencia en esos enunciados. No da, por lo tanto, una explicación de la
existencia de esos enunciados.
(C2) describe también un tipo de enunciados no fundados, mediante la
introducción de términos psicológicos como “intereses”, “preferencias”,
“deseos”, “emociones”.
Podría reformularse de la siguiente manera: ideología es un conjunto
de enunciados no justificados objetivamente, en los cuales ciertos motivos
psicológicos (intereses, preferencias, etc.) inducen a creer en ellos pese a
carecer de razones suficientes para fundarlos.
Reformulada así, (C2) no sólo describe enunciados, sino que intenta
una explicación de la creencia en ellos. Pero se trata de una explicación
psicológica. Señala los motivos que puede tener un individuo para aceptar
enunciados injustificados. Como explicación psicológica es teóricamente
insuficiente. En efecto, los conceptos que usa (intereses, preferencias, etc.)
son vagos, se refieren a entidades mentales difíciles de experimentar y no
forman parte de una teoría explicativa general que los defina con
precisión. Mucho más explicativos serían los conceptos de
racionalización, ilusión, proyección, que pertenecen a la teoría
psicoanalítica. Mediante esos conceptos, probablemente se pudieran
explicar las creencias injustificadas de que habla (C) en una forma más 2
precisa. El concepto de ideología resulta, pues, insuficiente como concepto
teórico, si se reduce a un mero concepto noseológico. En efecto, en ese
caso se limita a caracterizar un tipo de enunciados insuficientemente
fundados que pueden dar lugar a falsedad, pero no suministra una
explicación adecuada de la existencia de esos enunciados. Para hacerlo,
tendría que remitir a otros conceptos psicológicos.
INTENTO DE DEFINICIÓN DE IDEOLOGÍA
Pero la explicación por motivos no es la única que puede darse de una
creencia injustificada. Los enunciados descritos por (C1) y (C2) pueden
remitirnos a un tipo de explicación diferente: por factores sociales. Sólo
entonces es preciso introducir un concepto nuevo, que sirva para conectar
la creencia de S en E con ciertos factores sociales y que no pueda reducirse
a un concepto psicológico. La introducción del concepto de ideología
cumple así, en la explicación sociológica de la creencia injustificada, una
función análoga a la que cumple el concepto de racionalización en la
explicación psicológica de la misma creencia. La explicación por factores
sociales y la explicación por motivos psicológicos no se contraponen, si
bien la primera podría ser más “radical”. En efecto, podría explicar, a la
vez, las creencias (como lo hace también, a su modo, la explicación por
motivos) y los motivos psicológicos.
Pero notemos que ambas explicaciones sólo son pertinentes si se
refieren a creencias injustificadas objetivamente. Si están justificadas,
bastarían las razones suficientes en que se funda el enunciado, para
explicar la creencia. La puerta abierta, tanto a la dinámica del inconsciente
como a la dinámica social de las creencias, es la observación de las
creencias injustificadas.
Llegamos así a una definición de ideología que podríamos enlistar
como C5:
Las creencias compartidas por un grupo social son ideológicas si y sólo
si:
1) No están suficientemente justificadas; es decir, el conjunto de
enunciados que las expresan no se funda en razones objetivamente
suficientes.
2) Cumplen la función social de promover el poder político de ese
grupo; es decir, la aceptación de los enunciados en que se expresan esas
creencias favorece el logro o la conservación del poder de ese grupo.
Notemos que podemos formular alternativamente la definición en
términos de “creencias” o de “enunciados que expresan creencias”. Esto es
indispensable para poder pasar de 1 a 2, es decir, para poder conectar un
conjunto de enunciados con su función social.
En la definición podríamos incluir una tercera condición: que las
creencias estén condicionadas por la situación social del grupo,
determinada en último término por su lugar en las relaciones de
producción. Sin embargo, creo que esta tercera condición no sería
indispensable para la definición, por dos razones.
En primer lugar, ese condicionamiento es difícil de determinar
empíricamente, lo que nos enfrenta a un sinnúmero de problemas. Engels
observó ya las dificultades para señalar con precisión tanto el grado de
dependencia de la superestructura ideológica respecto de las relaciones de
producción, como los diferentes eslabones que enlazan la situación social
y la ideología de una clase. Los intentos posteriores de la “sociología del
conocimiento” han servido para mostrar la dificultad de comprender, de
manera a la vez conceptualmente precisa y empíricamente observable,
cualquier tipo de relación causal entre base social e ideología. En cambio,
la función social que objetivamente cumple un conjunto de creencias se ha
mostrado más fácil de determinar y puede estar sujeta a métodos más
seguros de comprobación.
En segundo lugar, el análisis de la génesis social de las creencias —aun
suponiendo que pudiera determinarse con cierta precisión— no revela
necesariamente el grupo al que sirven esas creencias (por ejemplo una
doctrina surgida en un medio pequeñoburgués puede expresar los intereses
objetivos del proletariado, y viceversa). No hay esa confusión, en cambio,
en el análisis de las funciones que cumplen las creencias —cualquiera que
sea su origen—. El paso del análisis de la causa al de la función permite
descubrir mejor la situación de cada elemento dentro de una estructura
social. Con todo, aquí no cabe una discusión de estos puntos que, en
realidad, no son esenciales para el tema que ahora nos ocupa. La
intentaremos en el tercer ensayo incluido en este libro.
Tendríamos, así, una definición de ideología que incluiría el concepto
noseológico, en la condición 1, y el concepto sociológico, en la condición
2. Si no resultara pedante, podríamos hablar de un concepto “integral” de
ideología. Se trataría de un término interdisciplinario cuya función sería
poner en relación conceptos noseológicos con conceptos sociológicos.
Al incluir en un solo concepto las creencias injustificadas y su función
social, el término “ideología” cumple una función teórica doble que no
podría cumplir un concepto puramente noseológico o puramente
sociológico: 1) Tiene una función explicativa: explica las creencias
injustificadas, en una forma distinta a la explicación psicológica. 2) Tiene
una función eurística: orienta al investigador para descubrir un tipo de
creencias injustificadas (y, por ende, de enunciados no verdaderos) a partir
del examen de su función social. Esta doble tarea no la puede realizar
ningún otro término en uso. Así, el problema específico, para solucionar el
cual fue necesario introducir ese concepto, no es el de la existencia de
enunciados no fundados, ni el del condicionamiento social de las
creencias, sino el de la existencia de una relación estrecha entre creencias
injustificadas y factores sociales. En otras palabras, el concepto de
ideología, tal como fue usado por Marx, trata de responder a la pregunta:
¿En qué relación se encuentran ciertos enunciados insuficientemente
fundados con ciertos factores sociales? Por ello tiene que ser un concepto
interdisciplinario.
Pero, para justificar la definición propuesta, debemos mostrar que
efectivamente cumple la doble función teórica señalada.
D OBLE FUNCIÓN TEÓRICA
DEL CONCEPTO DE IDEOLOGÍA
1. Función explicativa. Un examen científico o un análisis filosófico de
una doctrina puede mostrar que sus enunciados no se apoyan en razones
suficientes. Pero no basta con esto para determinar esa doctrina como
“ideológica”. En tal caso, cualquier doctrina filosófica podría con razón
tildar a las contrarias de “ideológicas”.
Pero el descubrimiento de la falta de justificación suficiente de una
doctrina plantea otro problema: ¿Por qué, pese a ser injustificada, un
grupo social cree en ella? La definición de ideología inducirá a indagar las
funciones sociales que cumple su aceptación colectiva. Entonces
deberemos pasar del análisis conceptual al análisis sociológico. Si éste
descubre que la aceptación de la doctrina cumple una función de poder,
quedará explicada. Sólo entonces podremos llamar a la doctrina
“ideológica”.
Un ejemplo de este paso se encuentra en La ideología alemana. Marx
parte de la crítica filosófica de la religión y del idealismo alemán. Es esa
crítica la que muestra la insuficiencia de las pretendidas razones en que se
fundaban esas doctrinas. Entonces puede plantear, con pleno sentido, una
segunda pregunta: ¿Por qué se aceptan, pese a ser injustificadas? La
primera explicación que se ocurre es psicológica: es la respuesta de
Feuerbach. En este momento no es necesario aún introducir el concepto de
ideología. La segunda respuesta conduce a Marx a un nuevo
descubrimiento: remite primero a la división del trabajo, después, a los
conceptos de estructura y superestructura sociales. Este paso no demuestra
la falsedad de las doctrinas consideradas, pues ésta ya había sido mostrada
por el análisis filosófico, pero explica la creencia en esas doctrinas. El
concepto de ideología expresa ese descubrimiento. Remplaza el concepto
feuerbachiano de “proyección” (y los afines de “enajenación”,
“extrañamiento”) y pasa, así, de la explicación psicológica a la explicación
sociológica.
Por otro lado, el concepto de ideología resulta explicativo porque
forma parte de una teoría más general. Esa teoría no es sólo noseológica ni
sólo sociológica: intenta comprender a la vez las creencias y su dinámica
social.
2. Función eurística. Pero, una vez establecido el concepto de ideología,
puede recorrerse el camino inverso: de la función social de las creencias a
la falsedad de los enunciados en que éstas se expresan.
Podemos observar que la aceptación de una doctrina por un grupo
cumple, de hecho, una función social de dominio. Éste es el resultado de
una indagación sociológica. No determina la falsedad de esa doctrina, pues
habla de las relaciones de las creencias con factores sociales, y de ellas no
se puede inferir nada acerca de la verdad o falsedad de los enunciados. Sin
embargo, puede poner al investigador en la pista correcta para descubrir
un error. La función social de la creencia le permitirá preguntarse si no se
tratará de una ideología, esto es, si esa creencia estará o no justificada,
pregunta que no se hubiera hecho antes. Entonces, el investigador revisará
críticamente las razones en que se funda esa doctrina. La observación de
su función social no ha demostrado la falsedad de la doctrina, pero ha
orientado al investigador a que ponga en cuestión los supuestos en que
pretende fundarse. Entonces el investigador deberá pasar del examen
sociológico a un análisis epistemológico para determinar la insuficiencia
de las razones en que se basa. Sólo entonces podrá designar esa doctrina
como “ideológica”.
También encontramos en Marx un ejemplo de este paso teórico. Marx
muestra, en El capital, la función que cumple la economía política clásica
para mantener el mercado capitalista y reproducir esa forma de
producción. Pero percatarse de esa función social no basta para calificarla
de falsa o de ideológica. Con todo, gracias a esa observación, Marx puede
poner en cuestión los conceptos fundamentales de la economía clásica y
mostrarlos infundados. Esta segunda tarea ya no la ejerce el examen de su
función social; es sólo el análisis económico el que muestra que las
razones en que se fundaba la economía clásica no eran suficientes;
entonces puede remplazar el concepto “fetichista” del valor y de la
mercancía por otros más científicos. Sólo así, la concepción que antes se
consideraba científica puede ahora calificarse de ideológica. Para llegar a
esto fueron necesarias dos operaciones enteramente distintas: 1) Examen
de la función que cumple una doctrina económica en la sociedad
capitalista; este examen explica la creencia en la doctrina pero no la
determina como injustificada. 2) Análisis de las razones en que se funda
esa doctrina; es un análisis científico (económico en este caso) de los
supuestos de la doctrina, que puede mostrar que las razones para aceptarla
son insuficientes.
Lo importante es que, en muchos casos, el segundo paso no se daría si
no se da el primero. Lo cual es particularmente interesante en el supuesto
de las creencias básicas, aceptadas sin discusión, en que suelen basarse
muchas doctrinas pretendidamente científicas.
Normalmente no solemos poner en cuestión las creencias; sólo nos
veremos impelidos a hacerlo si se demuestra que su aceptación cumple
una función social que favorece el poder de un grupo. El concepto de
ideología, al incluir en su definición ambos pasos, puede orientar al
investigador a descubrir errores encubiertos. Sólo así puede tener una
función desmistificadora de creencias.
D EL CONCEPTO SOCIOLÓGICO DE IDEOLOGÍA
Ahora se nos hará más clara la limitación del concepto puramente
sociológico de ideología, frente al concepto interdisciplinario que
propongo. El primero definiría la ideología por sus condiciones o
funciones sociales, sin incluir la suficiencia o insuficiencia de las razones
en que se fundan sus enunciados.
Pero ese concepto es tan general que puede aplicarse a todas las
creencias. Podría, en rigor, referirse a cualquier ciencia, en cualquier
momento de su desarrollo, al igual que a las opiniones injustificadas. No
permite, por ende, distinguir con claridad entre enunciados ideológicos y
científicos.
No puede usarse tampoco para orientar al investigador en el
descubrimiento de creencias injustificadas. En efecto, la mera observación
de los factores sociales con los que está en relación un conjunto de
creencias no dice nada acerca de los enunciados en que se expresan. Con el
concepto sociológico de ideología, se pierde, pues, la función eurística y
“desmistificadora” que tenía ese concepto en Marx. Ejemplo claro es la
llamada “sociología del conocimiento”.
D E LA “MISTIFICACIÓN” IDEOLÓGICA
Hemos dicho que la definición propuesta de ideología permite cumplir una
función desmistificadora. Tenemos que mostrar, aunque sea someramente,
cómo la realiza. En efecto, si por ideología no se entiende cualquier clase
de creencias injustificadas sino sólo aquellas que tienen una función de
dominio, el concepto abre un nuevo campo de investigación: el de las
operaciones mediante las cuales ciertas creencias cumplen dicha función.
Orienta, así, al descubrimiento de procedimientos de engaño que hacen
posible una función social.
Una creencia puede cumplir una función de dominio si es aceptada por
otros como justificada; su aceptación engendra la disposición a
comportarse de determinada manera. Ahora bien, una creencia justificada
(es decir aquella que pueda expresarse en enunciados fundados en razones
suficientes) puede ser aceptada por otros por la simple exposición de las
razones en que se basa. Tal sucede con la ciencia. Pero una creencia
injustificada sólo puede ser aceptada por otros en la medida en que se
presente como si estuviera justificada. Para que la creencia injustificada
pueda cumplir una función de dominio, es menester, pues, un proceso de
ocultamiento o engaño, que podríamos llamar “mistificación”. Cabría
intentar una descripción de los diferentes tipos de ocultamiento
ideológico. Por lo pronto, a modo de ejemplo, podría señalar dos.
1. Un enunciado descriptivo E, con un sentido claro a, se funda en una
serie de razones que se consideran suficientes. Con todo, al ser usado
políticamente, en beneficio de un grupo o clase social, sirve para dominar;
adquiere en ese uso un sentido nuevo b sumamente confuso, que se añade a
a, sin remplazarlo. (Ejemplos: uso político de frases en que intervienen
términos como “democracia”, “Revolución mexicana”, “socialismo”, etc.
al servicio de la consolidación, respectivamente, del capitalismo, del
desarrollo dependiente o, por último, de la burocracia soviética.)
Se generan, así, enunciados que podríamos designar como F para
distinguirlos de los anteriores. En ellos se incluye el sentido confuso b, sin
distinguirlo del sentido genuino a. Ejemplos: enunciados en que se usa
“democracia” con el sentido b de “sistema capitalista occidental”, sin
distinguirlo de su sentido original a de “gobierno efectivo del pueblo”;
enunciados en que se emplea “Revolución mexicana” como el sistema
político de cierto capitalismo dependiente (sentido b), sin perder su
sentido histórico original; o “socialismo” como el régimen que impera de
hecho en la Unión Soviética (sentido b), sin dejar de connotar la sociedad
liberada de la explotación (sentido a).
Esos enunciados F en que se incluye el sentido b no están ya fundados
en las razones suficientes que permitían fundar el enunciado E. Los
enunciados F no están fundados: la creencia en ellos es injustificada. Sin
embargo, el ideólogo presenta para F las mismas razones que servían para
justificar E. Esto permite que otros acepten F (con el sentido añadido b),
sin percatarse del engaño. (Ejemplos: se acepta el capitalismo al aceptar
las razones que fundan la democracia, se acepta el desarrollo dependiente
por las razones que legitiman la Revolución mexicana, se acepta la
dictadura de la burocracia soviética por las razones en que se basa el
socialismo.)
La crítica ideológica consistirá en: 1) Señalar la función social que
cumple la creencia en F. 2) Descubrir la confusión entre los sentidos a y b
a la que inducen los usos sociales de F. 3) Restaurar el sentido preciso, a,
eliminando así la función social de dominio. (Ejemplos: mostrar que el
capitalismo occidental no tiene una función democrática, que el sistema
capitalista dependiente mexicano no cumple con la Revolución, que la
dictadura de la burocracia soviética no es socialismo).
2. Un enunciado valorativo E, con un sentido claro a, puede despertar en
cualquier hombre un conjunto de emociones positivas hacia los objetos o
valores que enuncia. (Ejemplos: enunciados en que intervengan términos
como “libertad”, “paz”, “amor”.) Al ser usado E políticamente, en
determinadas situaciones concretas, en beneficio de un grupo o clase,
puede adquirir otro significado confuso b que, si se diera aislado de a,
podría despertar otras emociones contrarias; esas emociones nuevas,
ligadas al sentido b, impedirían la aceptación de E. Pero el sentido confuso
b se oculta bajo el sentido claro a. Sobre él recaen entonces las mismas
emociones positivas que acompañan a a; así puede ser aceptado.
(Ejemplos: al ser usado políticamente, “paz” puede adquirir el sentido de
“negociación o represión de conflictos existentes”; en la prédica religiosa,
“amor” o “caridad” pueden adquirir el sentido real de “resignación
confiada a una situación de sujeción”, “no rebelión”: en ambos casos, el
nuevo uso es aceptado sólo porque se transfieren a él las emociones que
despierta el sentido más preciso y original de los términos.)
Podrían señalarse otras formas de mistificación. Con todo, creo que en
muchas de ellas habría una operación semejante: el encubrimiento de un
sentido claro por otro confuso y la atribución al enunciado que tiene
sentido confuso de las razones que justifican el enunciado con sentido
claro. De allí que la “falsedad” ideológica no sea un error cualquiera, sino
un encubrimiento o distorsión de un enunciado que puede ser verdadero.
La crítica ideológica no consistirá en negar ese enunciado, sino en
descubrirlo bajo su sentido confuso; es decir, en rectificar la distorsión, en
restablecer el enunciado original detrás de sus usos políticos encubridores.
La metáfora de la “imagen invertida” aludiría a esa característica: para
llegar a la verdad no se trataría de negar toda validez a la imagen, sino de
rectificar su distorsión, “volteándola”.
Pero, para poder efectuar esa “rectificación”, necesitamos fijarnos a la
vez en la función social que cumplen las creencias, en los nuevos sentidos
que el uso social de las creencias da a los enunciados y en las razones en
que se fundan esos enunciados. El concepto propuesto de ideología
permite incluir esos puntos; no así los conceptos noseológico o
sociológico.
CONCLUSIONES
Resumamos, para terminar, las conclusiones a que hemos llegado.
1) Los conceptos puramente noseológico y puramente sociológico de
ideología son insuficientes. El concepto de ideología, para ser
teóricamente fructífero tiene que ser un concepto interdisciplinario. Señala
una forma específica de error en que puede incurrir la razón e intenta, a la
vez, explicarlo. Sólo así puede precavernos contra una especie de falsedad,
antes inadvertida.
Para determinar que una creencia es ideológica debemos demostrar, a
la vez y por vías diferentes, que se trata de una creencia insuficientemente
justificada y que cumple una función social determinada.
2) Por consiguiente, no toda creencia insuficientemente justificada
puede tildarse de “ideológica”, sino sólo aquellas que un examen
sociológico demuestre que cumplen la función de promover el poder de un
grupo. A la inversa, no todo conjunto de creencias condicionado
socialmente puede llamarse ideológico, sino sólo aquel que, además, se
demuestra injustificado.
3) Así empleado, el concepto de ideología abre un nuevo campo de
investigación: el de los usos sociales del lenguaje como procedimiento de
mistificación.
Con estas breves observaciones sólo he tratado de obedecer a la
habitual manía del filósofo: intentar precisar un concepto confuso.
1
Sobre la distinción entre creer y saber, y sobre el concepto de “razones objetivamente
suficientes”, puede verse mi libro Creer, saber, conocer, Siglo XXI Editores, México, 1982,
caps. 6 y 7.
EL CONCEPTO DE IDEOLOGÍA
EN MARX Y EN ENGELS
LA PALABRA “ideología” es usada actualmente en los más diversos
sentidos. Éstos pueden variar desde una acepción tan amplia y vaga como
“un conjunto de creencias generales sobre el mundo y la sociedad”, hasta
otra más estrecha pero igualmente vaga como “conciencia falsa”. Entre
esos dos extremos podemos encontrar casi todos los sentidos intermedios,
según los propósitos de cada autor. En los mismos escritores marxistas,
pese a participar de una sola tradición conceptual, la palabra es usada a
menudo sin precisión y en sentidos diferentes. Al volverse equívoca, deja
de expresar un concepto teórico genuino.
Parte de la confusión tiene su fuente en la diversidad de usos que tiene
el término en las obras de Marx y de Engels. Una tarea indispensable para
aclarar el concepto es, pues, distinguir con precisión los sentidos que tiene
en esas obras. Es menester establecer las distintas connotaciones del
término así como la conexión que puede haber entre ellas. Tal vez
aparezca entonces que el valor teórico del concepto de ideología consiste
justamente en unir en una sola noción connotaciones que no se implican
analíticamente. Ésta es la tarea que se intentará en este ensayo.
Para ello habrá que rescatar los usos que tiene el término en los
escritos de Marx y de Engels, encubiertos y confundidos a menudo por
toda la literatura posterior. Este artículo se restringirá, por lo tanto, a las
obras de esos autores y procurará que su análisis no se vea distorsionado
por las interpretaciones de autores posteriores.
U N ESTILO DE PENSAR
En los escritos de Marx y de Engels de los años 1843 a 1848,
especialmente en La ideología alemana, aparece un concepto de ideología
más preciso y limitado que el usual en muchos autores marxistas
posteriores. Este mismo concepto se encuentra implícito en El capital y
subsiste en escritos posteriores de Engels. Podemos llamarlo el sentido
“estricto” de ideología.
Este concepto “estricto” de ideología, a su vez, abarca varias
connotaciones que no se implican necesariamente. Aunque éstas se dan, de
hecho, simultáneamente en las obras de Marx, el análisis conceptual
requiere tratarlas por separado, para poder estudiar sus conexiones.
La primera aparición del término está ligada a la crítica al idealismo,
que Marx concentra en la filosofía de Hegel y sus discípulos. Las críticas
múltiples y variadas de Marx al idealismo podrían derivarse de una sola:
el rechazo del supuesto en que se basa esa concepción del mundo. El
idealismo expresa el intento de explicar la realidad, tanto natural como
humana, por el desenvolvimiento de las ideas. El meollo de las críticas de
Marx podría resumirse en tres posiciones básicas: a) En Hegel las ideas
cobran realidad, adquieren una entidad propia e independiente: hay una
“cosificación” de las ideas; b) El desarrollo histórico y social se explica
por el desarrollo de las ideas así cosificadas; c) Esta seudoexplicación
encubre el verdadero ser del hombre: al presentar un producto del hombre
como si fuera su productor, se oculta al hombre concreto bajo una
abstracción.
Pero este modo de proceder no es exclusivo de Hegel. Corresponde a
una manera de considerar las cosas (Betrachtungsweise), un modo de ver
el mundo que está supuesto, a menudo implícito, en muchas doctrinas
distintas y que puede expresarse en diferentes formas. El núcleo de
idealismo —resumido en esas tres proposiciones básicas— no es una
teoría específica, sino un punto de vista sobre el mundo, una
representación general dentro de la cual pueden encontrar acomodo
diversas teorías. Más que de una doctrina, se trata de una disposición
mental a ver el mundo y el hombre de determinada manera: disposición
que suele inducir a adoptar una manera o “estilo” de pensar que puede
expresarse en esferas muy variadas de la actividad intelectual.
La misma manera de ver las cosas y el mismo estilo de pensar se
encuentran en campos distintos al hegelianismo, por ejemplo, en la
religión. Marx sigue la interpretación de la religión por Feuerbach. Según
él los dioses son una proyección de las características esenciales del
hombre. Una vez que el hombre proyecta su esencia fuera de él, se somete
a esa proyección; su producto se convierte en su amo y productor. La
operación mental, aunque se refiera a cosas distintas, es del mismo estilo
que la que realiza Hegel con las ideas. En ambos casos se dota de entidad
independiente a un producto de la actividad humana y se ve el mundo, y el
hombre en él, como producto de esa entidad.
Por eso, la crítica a la religión que emprende Feuerbach es, en el fondo,
crítica a un modo de ver las relaciones del hombre con el mundo, que está
supuesto tanto en el cristianismo como en muchas corrientes filosóficas.
Así se entiende que Marx pueda decir, en la Crítica a la filosofía del
derecho de Hegel, de 1844, que “la crítica a la religión es el supuesto de
toda crítica”. En efecto, “el fundamento de la crítica a la religión es el
hombre hace la religión, la religión no hace al hombre”,1 así como el
fundamento de la crítica al idealismo sería: el hombre hace las ideas, las
ideas no hacen al hombre. La religión busca al hombre en la “realidad
fantástica del cielo”; pero el hombre no es algo abstracto, sino un ente
concreto, situado en su sociedad, en su Estado. “Ese Estado, esa sociedad
producen la religión, una conciencia invertida del mundo, porque ellos son
un mundo invertido.”2
La crítica a la religión no consiste, pues, en destruir sus argumentos o
sus doctrinas, sino en destacar el estilo de ver el mundo y de pensar que
está supuesto en las religiones concretas; éste consiste en una disposición
mental que Marx llama “conciencia invertida” de la realidad. Por eso la
crítica a la religión puede transformarse fácilmente en crítica a otra
concepción diferente: la concepción idealista del derecho y de la política;
pues ésta participa de la misma manera “invertida” de ver las cosas. Por
distintas que sean la religión cristiana y la filosofía hegeliana del derecho,
tienen en su base esa misma “conciencia” o “mentalidad”: el hombre en
sociedad se ve como creatura de sus propias ideas, fantasías y creencias;
en ambas doctrinas, se oculta la condición (Zustand) real del hombre bajo
una idea abstracta.
Más tarde, en la Miseria de la filosofía, de 1847, Marx encuentra el
mismo estilo de pensar expresado en una doctrina que corresponde a un
campo muy distinto a la filosofía hegeliana y a la religión: en la economía
política; lo reconoce en la obra de Proudhon. “Lo que Hegel ha hecho con
la religión, el derecho, etc., trata de hacerlo el señor Proudhon con la
economía política.”3 La semejanza no está en las doctrinas de Hegel y
Proudhon, sino en la disposición a pensar de determinada manera,
supuesta en una y en otra doctrina. En ambos casos se encuentra “en las
categorías lógicas la esencia de todas las cosas”. Lo que hace Hegel con
las ideas en general, lo hace Proudhon con las categorías económicas,
comprenderlas como ideas eternas, preexistentes.4 Encontramos en
Proudhon el mismo tipo de “conciencia invertida”, propio de la filosofía
alemana.
Las categorías económicas sólo son las expresiones teóricas, las abstracciones de las
relaciones sociales de producción. El señor Proudhon, como auténtico filósofo, pone las
cosas de cabeza y ve en las relaciones reales solamente la encarnación de aquellos principios,
de aquellas categorías que, como nos dice aún el señor Proudhon, el filósofo, dormitaban en
el seno de la razón impersonal de la humanidad.
Conforme a la misma manera de proceder intelectual, el proceso
histórico se explica por el orden de las ideas abstractas, y no a la inversa.
Marx cita a Proudhon:
No ofrecemos [escribe Proudhon] una historia según el orden del tiempo, sino según la
secuencia de las ideas. Las fases o categorías económicas se introducen en su manifestación,
a veces al mismo tiempo que ella, a veces en una sucesión contraria. No por ello las teorías
económicas dejan de tener su sucesión lógica y su seriación en la razón: ese orden
pretendemos haber descubierto.5
Vemos cómo en todas estas críticas, a través de una doctrina particular
se apunta a una manera común de pensar que constituye un supuesto, a
veces explícito, pero frecuentemente implícito y aun inconsciente, de
muchas doctrinas que se refieren a campos distintos. Se encuentra en la
religión, la filosofía, el derecho, la política, la economía. Se trata de un
estilo de pensar “metafísico”: “Las cosas de este mundo sólo son tejidos
cuya trama está formada por las categorías lógicas”.6 La crítica consiste
justamente en mostrar cómo ese modo de pensar está supuesto sin
discusión en las doctrinas consideradas.
Se entenderá mejor cuál es ese supuesto, si se compara la crítica de
Marx a Hegel con la de los “jóvenes hegelianos” (Bauer, Strauss, Stirner,
Feuerbach). Ambas tienen mucho en común: tanto en Marx como en los
jóvenes hegelianos, se trata de liberar a las mentes del dominio enajenante
de las ideas “cosificadas” y recuperar la condición del hombre como libre
productor y amo de sus propias creencias. Así resume Marx en La
ideología alemana el sentido de la crítica que realizan los jóvenes
hegelianos:
Los hombres siempre se han hecho hasta ahora representaciones falsas sobre ellos mismos,
sobre lo que son o deben ser. Por sus representaciones de Dios, del hombre normal, etc.,
dirigieron sus relaciones. Los engendros de su mente rebasaron su mente. Ante sus creaturas,
ellos, los creadores, se inclinaron. Liberémosles de las quimeras mentales, de las ideas, de los
dogmas, de las esencias imaginarias bajo cuyo yugo languidecen. Rebelémonos contra ese
dominio de los pensamientos. Enseñémosles a cambiar esas ilusiones por pensamientos que
responden a la esencia del hombre, dice el uno, a comportarse críticamente frente a ellas,
dice el otro, a arrancárselas de la mente, dice el tercero, y la realidad existente se derrumbará.
Estas fantasías inocentes e infantiles —continúa Marx— forman el núcleo de la nueva
filosofía de los jóvenes hegelianos.7
Según este párrafo, los jóvenes hegelianos parecen proponer el mismo
proyecto liberador de las ideas enajenantes que Marx propugna. En efecto,
es el programa que deriva de la crítica a la religión, y Marx coincide con
su rechazo del dominio de las ideas sobre su productor. ¿Por qué, entonces,
lo califica de “fantasías inocentes o infantiles”? Porque la crítica de los
jóvenes hegelianos, pese a esa apariencia, se queda a medio camino; en el
fondo participa aún del mismo supuesto de la doctrina que critica.
Aunque traten de mostrar la falsedad de las ideas “ilusorias”,
comparten —sin darse plena cuenta— el mismo estilo de pensar que las
produjo: también ellos creen que la realidad depende, de algún modo, de
las ideas, puesto que están convencidos de que transformando éstas se
transformará también aquélla. Todo se debate exclusivamente en el terreno
intelectual. Allí ha de darse la batalla decisiva. En eso —y no en su actitud
crítica— consiste su “inocencia” o “infantilismo”.
Los jóvenes hegelianos coinciden con los viejos hegelianos en la creencia en el dominio de
la religión, de los conceptos, de lo general, sobre el mundo existente. Sólo que los unos
combaten ese dominio como una usurpación y los otros lo festejan como legítimo. Entre
estos jóvenes hegelianos, las representaciones, los pensamientos, los conceptos y, en general,
los productos de la conciencia —para ellos independiente— aparecen como las auténticas
cadenas de los hombres, así como entre los viejos hegelianos se mostraban como los
verdaderos vínculos de la sociedad humana. Por ello se entiende que los jóvenes hegelianos
sólo tengan que combatir contra esas ilusiones de la conciencia. Como, según su fantasía, las
relaciones entre los hombres, toda su actividad y sus impulsos, sus cadenas y sus limitaciones
son producto de su conciencia, los jóvenes hegelianos, consecuentes con ellos mismos,
establecen el postulado moral de transformar su conciencia actual en una conciencia humana,
crítica o egoísta y franquean así sus limitaciones.8
Frente a una filosofía especulativa y metafísica como la de Hegel, los
jóvenes hegelianos levantan el programa de una filosofía crítica: liberar de
las ilusiones metafísicas mediante la crítica de las ideas. Ese propósito
coincide con el de Marx, quien también realiza esa crítica. Pero la
filosofía crítica no llega a la raíz del problema, porque cree que basta con
la crítica para liberar a los hombres de las ilusiones, que es suficiente la
transformación de las conciencias para lograr la transformación de los
hombres, cuando, en realidad, el mismo estilo de pensar esclavizante
seguirá ejerciendo su dominio, pese a todas las críticas, mientras no
cambie la realidad social. La crítica de los jóvenes hegelianos es
vituperable no por ser crítica, sino por no ser radical; por no percatarse de
que se levanta sobre el mismo supuesto que critica.
Por otra parte, la filosofía crítica concibe esa liberación del dominio de
las ideas como liberación del hombre, porque concibe al hombre
fundamentalmente como conciencia. Pero el hombre liberado por la crítica
de las ideas es aún un hombre abstracto, que no corresponde a los
individuos concretos, reales. El programa liberador, por ser puramente
intelectual, oculta tras la enajenación en las ideas, la raíz de la enajenación
que afecta al hombre concreto.
A Feuerbach, con cuya crítica a la religión coincide Marx, le hace un
reproche semejante. La crítica de Feuerbach se refiere sólo a un aspecto
aislado de la enajenación religiosa: considera al hombre religioso
abstraído de sus circunstancias históricas, reducido a un proceso de
conciencia, y piensa que, al cambiar esa conciencia, también desaparecerá
la enajenación. Feuerbach —dice la sexta “Tesis”— se vio obligado a
“hacer abstracción del proceso histórico, a fijar en sí el sentimiento
religioso y a presuponer un individuo humano abstracto, aislado”. Para
que desaparezca la enajenación religiosa no basta con cambiar las mentes,
hay que transformar a los hombres mismos, en sus relaciones concretas.
Ése parece ser el sentido de la cuarta “Tesis” sobre Feuerbach: “Debemos
comprender la base mundana de la enajenación religiosa en sí misma y en
su contradicción y revolucionarla en la práctica. Así, tras de que, por
ejemplo, la familia terrestre se haya descubierto como el secreto de la
Sagrada Familia, ésta misma debe ser aniquilada teórica y
prácticamente”.9
En suma, el pensamiento religioso y la crítica feuerbachiana a la
religión, la filosofía especulativa de Hegel y la filosofía crítica de los
jóvenes hegelianos, difieren en su espíritu crítico, pero son las dos facetas
de una misma manera general de comprender el mundo. En la medida en
que la filosofía crítica restringe al hombre a algo abstracto, constituido por
sus procesos conscientes, y piensa que su transformación depende
exclusivamente de sus cambios mentales, participan aún de la misma
mentalidad que pretende criticar.
Pues bien, a esa mentalidad o estilo de pensar denomina Marx
“ideología”. El término parece haber sido acuñado para referirse
específicamente a la filosofía de Hegel y de los jóvenes hegelianos. De ahí
el adjetivo “alemana” para distinguirla de la ideología francesa de Destutt
de Tracy. Pero, al destacar los caracteres esenciales de la filosofía
idealista, el término se aplica a lo que tiene en común con otras
expresiones intelectuales. La crítica a la ideología consiste
fundamentalmente en mostrar que esas concepciones religiosas,
filosóficas, jurídicas, económicas, etc., se levantan sobre una creencia
básica de la que depende su validez, pero que no está, ella misma,
justificada; esa creencia, base de todas las demás, es un modo o estilo de
pensar que no puede aducir ningún fundamento racional de su verdad. La
ideología es, pues, el supuesto básico no demostrado de esas concepciones
teóricas. La crítica a la ideología no es, en Marx, refutación de una
concepción particular, sino mostración de una creencia no justificada,
supuesta en varias concepciones teóricas.
CONCIENCIA FALSA
La ideología no es sólo una creencia injustificada, sino también una
conciencia invertida de la realidad, esto es, una creencia falsa.
¿Cómo percatarse de que ese estilo de pensar “invierte” las relaciones
entre la mente y la realidad si no pudiera juzgársele desde otro punto de
vista contrario? Una forma de pensar sólo puede parecer “invertida” en
relación con otra forma de pensar “derecha”. Para juzgar que una creencia
es injustificada, basta comprobar que no se acompaña de una
fundamentación suficiente, pero para afirmar que es falsa, necesita algo
más: mostrar que no corresponde a la realidad. Para ello tengo que suponer
una creencia contraria que sí corresponda a ella. Así, sólo puedo aseverar
que el modo de pensar ideológico es falso, a partir de otro que lo ponga
sobre sus pies. La verdadera crítica a las concepciones ideológicas no
puede compartir su supuesto (como lo hace la filosofía crítica de los
jóvenes hegelianos), tiene que levantarse sobre un supuesto contrario. Así,
la crítica radical de la ideología no puede conducir a oponer a ésta otro
modo de pensar igualmente ideológico, sino justo una “manera de ver”
(Betrachtungsweise) que corresponda a la realidad.
Frente a la sustantivización de las entidades mentales que convierte a
la conciencia en algo independiente y autosuficiente, la crítica de la
ideología las considera como meros productos de la actividad del
individuo. “No es la conciencia la que determina la vida, sino la vida la
que determina la conciencia. En la primera manera de ver las cosas se
parte de la conciencia como de un individuo vivo; en la segunda,
correspondiente a la vida real, se parte de los mismos individuos vivientes
reales y se considera la conciencia sólo como su conciencia.”10 Los
individuos reales no corresponden a un hombre abstracto, considerado sólo
como conciencia y libre albedrío. Se encuentran inmersos en ciertas
relaciones sociales de las que son parcialmente inconscientes y actúan
sobre condiciones materiales determinadas, independientes de su voluntad.
Las representaciones mentales que tienen los individuos no son
independientes de su vida real. Por el contrario, dice Marx, son la
“expresión consciente” de sus relaciones reales y la “confirmación de su
producción, de su comercio, de su organización política y social”. Así, “el
representar, el pensar, el comercio espiritual de los hombres aparecen aquí
como emanación (Ausfluss) directa de su comportamiento material”. Este
punto de vista contrario al ideológico, abre la posibilidad de emplear un
método que sería justamente el contrario al que recorre la filosofía
alemana. “No se partirá de lo que los hombres dicen, se imaginan o
representan, tampoco de los hombres dichos, pensados, imaginados,
representados, para llegar, a partir de ellos, a los hombres vivientes; se
partirá de los hombres realmente activos y, a partir de su proceso vital
real, se explicitará el desarrollo de los reflejos y ecos ideológicos de ese
proceso vital.”11 Poner el idealismo hegeliano “sobre sus pies” no es más
que la consecuencia teórica de ese cambio, más básico, en la creencia
básica supuesta en la doctrina idealista; es el resultado de la crítica radical
al estilo de pensar ideológico. Más tarde, en el “Posfacio” a la segunda
edición de El capital, presentará su método como el contrario al idealista,
pero esa inversión del método supone una inversión previa del punto de
vista:
Mi método dialéctico no sólo es fundamentalmente distinto del de Hegel, sino su directo
contrario. Para Hegel, el proceso de pensamiento, que él convierte incluso, bajo el nombre de
idea, en un sujeto independiente, es el demiurgo de lo real, lo cual sólo constituye su
apariencia externa. Para mí lo ideal no es, por el contrario, nada más que lo material
traducido y traspuesto a la mente del hombre (im Menschenkopf).12
Notemos que: a) la inversión del método no deriva de una refutación
filosófica del mismo, sino del abandono del supuesto implícito en él: la
manera de ver ideológica. Ese supuesto no estaba fundado, a su vez, en el
método. Es este supuesto no justificado el que la crítica a la ideología ha
puesto en cuestión. b) Al poner en cuestión el punto de vista ideológico, se
adopta el punto de vista contrario. Sólo entonces se revela el primero
como una inversión de la realidad. La mostración de la falsedad de la
ideología depende de esa adopción y sólo puede hacerse a partir de ese
nuevo punto de vista no ideológico.
Por fin, frente a la confianza de la filosofía crítica en liberar a los
hombres mediante la transformación de las conciencias, la concepción no
ideológica reconocerá que el cambio de las conciencias sólo será el
resultado de una transformación histórica.
Ésta no explica la práctica por la idea; explica las formaciones de ideas por la práctica
material y arroja, en consecuencia, el resultado de que todas las formas y los productos de la
conciencia pueden resolverse, no por la crítica, por reducción a la “autoconciencia” o por su
transformación en “fantasmas”, “espectros”, “desvaríos”, etc., sino sólo por la
transformación práctica de las relaciones sociales reales de las que surgieron esas ilusiones
idealistas, que no es la crítica sino la revolución la fuerza impulsora de la historia, incluso de
la religión, de la filosofía y de cualquier teoría.13
La filosofía entendida como crítica de las especulaciones ilusorias es
sólo un paso. No puede realizar la liberación que busca, porque se
mantiene en el plano de la transformación mental. Así se entiende la tesis
de la Crítica a la filosofía del derecho de Hegel, de 1844. La crítica
permanece, en Alemania, en el campo de la filosofía, no es disidencia
práctica con las condiciones del Estado moderno, sino disidencia teórica
con las ideas que corresponden a esas condiciones. Pero la verdadera
liberación de esas ideas, que busca la crítica filosófica, se logrará sólo con
el cambio de las condiciones sociales. Luego, la negación de la filosofía
crítica, esto es, de su pretensión a ser factor de liberación, logrará lo que
ella pretende; será pues su realización. Así se entienden esas frases
paradójicas: “El cerebro de esta emancipación [del hombre] es la filosofía,
su corazón es el proletariado. La filosofía no puede realizarse sin la
supresión (Aufhebung) del proletariado, el proletariado no puede
suprimirse sin la realización de la filosofía”.14 “Filosofía” no se refiere
aquí a ningún sistema de pensamiento (mucho menos, al “materialismo
dialéctico”, todavía inexistente) sino a la actividad crítica que pretende la
liberación de las mentes. La revolución de las relaciones sociales
enajenantes es la realización de los objetivos que persigue la filosofía
crítica, porque es la que permite abolir las condiciones que dan lugar al
pensamiento ideológico.
En suma, en las obras de la primera época de Marx, “ideología”
designa una manera peculiar de ver el mundo y la describe como
“invertida”, por lo tanto, como falsa. Pero para poder juzgarla falsa,
precisa adoptar la manera de ver contraria. No tendría sentido, entonces,
llamar a su vez “ideología” a ese otro punto de vista. Por definición es no
ideológico. ¿Qué es, entonces? Sólo puede ser, frente a la ilusión de la
ideología, un saber de lo real; y éste es el comienzo del conocimiento
científico. Así se comprende que Marx escriba: “Allí donde cesa la
especulación, en la vida real, empieza también la ciencia real, positiva, la
explicitación de la actividad práctica, del proceso de desarrollo práctico de
los hombres. Las frases acerca de la conciencia cesan, su lugar debe
tomarlo un saber real. Con la explicitación de la realidad la filosofía
autónoma pierde su medio de existencia”.15
Así como la mentalidad ideológica era el supuesto de la especulación
filosófica idealista, así la mentalidad contraria sienta el supuesto de una
teoría científica de la historia y de la sociedad. Sobre ese supuesto puede
levantarse ya la teoría que explique la ideología misma.
Notemos que, estrictamente, Marx tiene que dar dos pasos lógicos
distintos para mostrar la falsedad de la ideología. Primero, la crítica de las
doctrinas idealistas (Hegel, Proudhon, los neohegelianos) conduce a
revelar detrás de ellas un supuesto: un estilo de pensar no justificado
racionalmente. Revela pues la ideología como creencia no justificada.
Pero no toda creencia injustificada es necesariamente falsa. La falsedad de
ese estilo de pensar sólo puede demostrarse desde una teoría que sí esté
debidamente fundada. Esa teoría se levanta sobre el supuesto de la
abolición del modo de pensar ideológico y la adopción del punto de vista
contrario. Así, la noción de ideología como una forma de conciencia falsa
no puede desligarse de la misma teoría que la explica. Es un concepto
descriptivo de un modo de pensar, pero también explicativo, en la medida
en que da razón de ese modo de pensar falso; para ello, debe formar parte
de una teoría que explique la ideología.
Ahora podemos empezar a despejar algunos equívocos:
1. El término “ideología” no se refiere a cualquier conjunto de
creencias; tampoco se aplica a una concepción filosófica o política
determinada, sino a un estilo de pensar que puede estar supuesto en
muchas creencias y doctrinas distintas.
2. El término “ideología” connota un modo de pensar (una
“conciencia”) falso. Luego, no tendría sentido, para Marx, hablar de
ideología verdadera o científica. Tampoco resultaría congruente oponer
una ideología proletaria a una ideología burguesa, etc., al modo de Lenin.
Si el pensamiento proletario tiene un punto de vista real, será por principio
no ideológico.
3. Pero no cualquier concepción falsa es ideológica, sino un tipo
peculiar de falsedad cuyas características resume Marx con el término
metafórico de “inversión”, aunque esa falsedad quizá, está supuesta en la
gran mayoría de las concepciones religiosas, filosóficas y políticas
habidas hasta ahora.
4. La crítica a la ideología no puede ser ella misma ideológica. Supone
la adopción de un punto de vista contrario, sobre el cual puede levantarse
un pensamiento teórico y que puede ser el primer paso hacia un saber
científico.
Pero Marx no restringe a las notas señaladas su concepción de
ideología. Le adscribe otras, que no pueden deducirse analíticamente de la
definición que hemos dado de ella, pero que se derivan de un examen de la
realidad efectuado a partir de la teoría.
INSTRUMENTO DE DOMINIO
Hasta ahora, el concepto de ideología se ha referido a una creencia básica
falsa. Pero la misma teoría que muestre su falsedad debe explicar por qué
se llega a creer en ella. Una creencia no justificada debe ser explicada. Si
la ideología es una creencia básica falsa, ¿cómo es posible que alguien la
sostenga? La explicación de las creencias ideológicas se hará en términos
de su condicionamiento por las relaciones sociales y de la función social
que cumplen. En efecto, por una parte, las ideas son emanaciones o
productos de la realidad social; por la otra, cumplen una función en ella. A
la connotación noseológica de ideología como conciencia falsa, se añade
así una connotación sociológica. Esta segunda no puede derivarse de la
primera por simple análisis lógico. En efecto, de la falsedad o falta de
justificación de una creencia no puede deducirse nada acerca de sus
relaciones con la sociedad, ni viceversa. Lo primero atañe a las
proposiciones creídas y sólo puede demostrarse por un análisis de la
validez de las razones en que pretende justificarse; lo segundo (el
condicionamiento y la función social de las creencias) atañe a las
creencias, como disposiciones a actuar de determinada manera, y sólo
puede derivarse de un examen sociológico de la relación que tengan esas
creencias con actividades o comportamientos sociales. Para relacionar
ambos puntos es menester, pues, una teoría de la sociedad que establezca
claramente las relaciones entre creencias y relaciones sociales. En La
ideología alemana no encontramos una teoría semejante —que, en
realidad, nunca llegará a completarse en la obra de Marx y de Engels—,
sino sólo la formulación de ciertos principios generales que servirían de
base y orientación para construir esa teoría.
Una condición para la aparición de la ideología está en la división del
trabajo.
La división del trabajo se convierte realmente en división en el momento en que se introduce
una división entre el trabajo material y el intelectual. Desde ese momento la conciencia puede
realmente imaginar que es algo distinto a la conciencia de la práctica existente y que
representa realmente algo, sin representar algo real; desde ese momento la conciencia está en
posibilidad de emanciparse del mundo y de transitar a figurar la teoría “pura”, la teología, la
filosofía, la moral, etc.16
Pero es obvio que la división del trabajo es apenas una condición
remota y muy general de la aparición de la ideología. Tal vez por eso,
Marx no vuelve a insistir en ella.
Hay otra explicación más inmediata. Hemos visto que el punto de vista
no ideológico considera que las ideas corresponden a las relaciones
sociales concretas en que se encuentran los individuos y, de algún modo,
las expresan. Con términos generales y vagos, podríamos decir que las
ideas son emanaciones o productos de la realidad social y no a la inversa.
Pues bien, el modo de pensar ideológico lleva a convertir conceptos que
sólo responden a relaciones sociales determinadas históricamente, en
conceptos válidos universalmente. Este proceder se manifiesta mejor en el
campo de la economía política y allí lo señala Marx desde la Miseria de la
filosofía:
Los economistas se comportan de una manera singular. Para ellos sólo hay dos clases de
instituciones, artificiales y naturales. Las instituciones del feudalismo son instituciones
artificiales, las de la burguesía, naturales. Se asemejan en esto a los teólogos, quienes también
distinguen dos clases de religiones. Cualquier religión que no sea la suya es una invención de
los hombres, mientras que su propia religión es una revelación de Dios. Cuando los
economistas dicen que las relaciones actuales —las relaciones de la producción burguesa—
son naturales, dan a entender con ello que son relaciones en las cuales la creación de la
riqueza y el desarrollo de las fuerzas productivas se realizan en conformidad con la
naturaleza. Así, esas relaciones son ellas mismas leyes naturales independientes del influjo
del tiempo. Son leyes eternas, que siempre tienen que regir a la sociedad.17
Más tarde, en los Grundrisse, de 1857, Marx vuelve a tomar esta idea,
refiriéndola a los economistas clásicos. “La producción debe más bien
exponerse —véase por ejemplo Mill— a diferencia de la distribución, etc.,
como enmarcada dentro de las leyes naturales y eternas independientes de
la historia, lo que hace que se deslicen por debajo de cuerda, en abstracto,
las relaciones burguesas como leyes naturales inconmovibles de la
sociedad.”18 No sólo los conceptos económicos, también los jurídicos y
políticos sufren esta trasposición. Podría verse cómo los conceptos
centrales del liberalismo humanista, “libertad”, “igualdad”, “voluntad”,
aplicados al hombre en general, amplían a toda la sociedad las relaciones
de intercambio que se dan en un sistema de librecambio. El liberalismo
presenta como valores abstractos, fundamentales de todo hombre, aquellos
a los que puede acceder un ciudadano que participe en una formación
social basada en el librecambio.
Por tanto, la igualdad y la libertad no sólo son respetadas en el cambio basado en los valores
de cambio, sino que el cambio de valores de cambio es la base productiva, real, de toda
igualdad y libertad. Como ideas puras, libertad e igualdad son expresiones meramente
idealizadas, idealizaciones del cambio; como ideas desarrolladas en las relaciones jurídicas,
políticas y sociales, su base sigue siendo la misma, aunque elevada [ahora] a otra potencia.19
La universalización de las ideas que corresponden a una situación
histórica particular se refiere a dos tipos de enunciados: enunciados que
expresan leyes generales y enunciados de valor. Por una parte, se
consideran válidos universalmente tipos de relación social históricamente
determinados; por la otra, se presentan como valores universales para todo
hombre aquellos que rigen para un grupo en una situación particular, la
cual se propone como modelo universal, válido para todos.
Esta universalización de las ideas responde al interés de la clase.
Toda nueva clase que toma el lugar de otra dominante antes que ella, está obligada,
simplemente para cumplir su objetivo, a presentar su interés como el interés común de todos
los miembros de la sociedad, esto es, para expresarlo de una manera ideal: a dar a sus
pensamientos la forma de la generalidad, a presentarlos como los únicos racionales, válidos
universalmente.20
No se trata necesariamente de una operación consciente ni corresponde
a un engaño deliberado. Por lo contrario, la mayoría de las veces es
inconsciente y el ideólogo la efectúa con la firme convicción de que
maneja conceptos universalmente válidos. Por ejemplo, Marx menciona el
caso de la pequeña burguesía ascendente, en el 18 Brumario. “No debemos
formarnos la idea limitada de que la pequeña burguesía quiere imponer,
por principio, un interés egoísta de clase. Antes bien, ella cree que las
condiciones particulares de su liberación son condiciones generales,
únicas sobre las cuales puede salvarse la sociedad moderna y evitarse la
lucha de clases.”21 Es Engels quien, años más tarde, señalará cómo la
falsedad de la ideología se debe a que los intereses que oculta permanecen
desconocidos. “La ideología —escribe— es un proceso que se efectúa por
el llamado pensador conscientemente sin duda, pero con una falsa
conciencia. Los verdaderos impulsos que lo mueven permanecen
desconocidos para él; de lo contrario no sería tal proceso ideológico.”22
Por otra parte, “interés de clase” no parece tener una connotación
psicológica. No debería entenderse por ese término los deseos o
aspiraciones que de hecho tengan los individuos que componen una clase.
Si así fuera, el interés de clase quedaría determinado por un examen
psicológico de los individuos y no por un análisis sociopolítico de la
situación de esa clase, como pretende Marx. Por “interés de clase” habría
que entender lo que efectivamente la favorece para lograr o conservar una
situación de poder en la sociedad, en un momento histórico determinado.
Esto parece indicar una frase del 18 Brumario: “Así como en la vida
privada se distingue entre lo que un hombre piensa y dice de sí mismo, y
lo que realmente es y hace, con mayor razón en las luchas históricas hay
que distinguir entre las frases y las figuraciones de los partidos y su
organismo real y sus intereses reales, entre su representación y su
realidad”.23 Las aspiraciones declaradas de un partido corresponden, pues,
a la “representación” que tiene de sí mismo, sus “intereses reales”, en
cambio, están determinados por su realidad, esto es, por la función que
efectivamente cumplen en la lucha de clases.
La ideología se expresaría, pues, en una falsa generalización, por la que
se presentan como universalmente válidos ciertos conceptos sobre la
realidad y ciertos valores que rigen en una formación social dada, cuya
vigencia corresponde al interés de dominio de una clase. Éste no es un
proceso consciente, semejante al engaño deliberado o a la mentira, sino
una operación espontánea de la que rara vez se percata el ideólogo.
Notaremos que hay una analogía entre esta operación mental y la
“racionalización” de los deseos inconscientes que años después descubrirá
Freud. En ambos casos se expresan en enunciados de pretendida validez
universal deseos o intereses particulares inconscientes; en ambos casos,
esa operación tiene como resultado justificar racionalmente y, por ende,
legitimar la vigencia de esos deseos o intereses. Con todo, las diferencias
son también notables. La “racionalización” se refiere a impulsos o deseos
individuales y cumple una función psicológica en favor del individuo. La
“ideologización” se refiere a intereses objetivos de un amplio grupo de
personas y cumple una función social en favor de ese grupo. La primera
puede descubrirse examinando las expresiones individuales; la segunda,
analizando las creencias comunes y la posición social de un grupo.
La ideología favorece, con el dominio de las ideas, el dominio de una
clase. Marx no ofrece una teoría que derive de la falsa universalización de
las creencias su función de dominio. Con todo, ese enlace no parece muy
complicado. Al presentarse como universalmente válidos, a todos los
miembros de una sociedad, conceptos y valores propios de una clase, se
propicia la adhesión general. Al adherirse a ellos todos los individuos,
acaban aceptando el punto de vista de la clase y, dirigiendo su conducta
por sus valores, se someten mentalmente a las creencias que favorecen y
expresan los intereses de esa clase. Así, en la ideología el dominio real se
disfraza y aparece como si fuera exclusivamente un dominio de las ideas
sobre las conciencias. El individuo cree obedecer en su comportamiento a
ideas universalmente válidas y en verdad obedece, sin saberlo, al orden de
dominio de una clase. Dicho de otra manera:
Estas relaciones materiales de dependencia, por oposición a las relaciones personales…
hacen que los individuos aparezcan, ahora, dominados por abstracciones, mientras que
anteriormente dependían unos de otros. Ahora bien, la abstracción o la idea no es otra cosa
que la expresión teórica de aquellas relaciones materiales que mandan sobre ellos. Como es
natural, las relaciones sólo pueden expresarse en ideas, y así vemos que los filósofos
conciben como la característica de la época moderna el hecho de hallarse [ésta] dominada
por ideas, en tanto que identifican la caída de este imperio de las ideas con el nacimiento de
la libre individualidad. Un error tanto más fácil de cometer desde el punto de vista ideológico
cuanto que aquella dominación de las relaciones… se manifiesta en la conciencia de los
individuos, a su vez, como un imperio de las ideas y la fe en la eternidad de estas ideas, es
decir, de aquellas relaciones materiales de dependencia, se ve nutrida y fortalecida, of course,
de todos los modos posibles, por las clases dominantes.24
De ahí las frases tajantes de La ideología alemana: “Los pensamientos
de la clase dominante son en cada época los pensamientos dominantes” y
“los pensamientos dominantes no son nada más que la expresión ideal de
las relaciones materiales dominantes”.25 Fórmula que reaparece en el
Manifiesto comunista: “Las ideas dominantes de una época siempre fueron
sólo las ideas de la clase dominante”.26
La ideología se explica porque cumple con una función social
específica: ser un instrumento de dominio. No es producto de una ilusión
psicológica ni podría desaparecer al curar esa ilusión; es resultado de una
necesidad social, porque realiza una tarea indispensable para mantener las
relaciones materiales existentes y, por ende, el dominio de clase. Al grado
que la ideología sólo puede desaparecer al cambiar esas relaciones
materiales y suprimirse el dominio de una clase sobre otras. Resultaría
utópico pensar, por lo tanto, que la crítica y la lucha intelectual podrían
dar cuenta del estilo de pensar ideológico. “Toda esta apariencia de que el
dominio de una clase determinada sea sólo el dominio de ciertos
pensamientos, cesa naturalmente de por sí en cuanto el dominio de clases
en general cesa de ser la forma del orden social, en cuanto ya no es
necesario, por ende, presentar un interés particular como general o como
‘lo general’.”27 Pensar que contra el dominio de las falsas ideas cabe una
“lucha ideológica” (como pensarán tantos “ideólogos” marxistas
posteriores) es una ilusión; la única lucha contra la ideología es la
práctica.
En resumen, el concepto estricto de ideología reúne dos connotaciones
que no se implican lógicamente, pero que se encuentran vinculadas de
hecho al fenómeno estudiado: 1) Estilo de pensar “invertido”; 2) que sirve
al dominio de una clase. 1 es un concepto noseológico; se refiere a un tipo
de falsedad de ciertas creencias. 2 es un concepto sociológico; se refiere a
la función social que cumplen esas creencias al ser comunicadas. 2 no
puede derivarse de la definición de 1. Para derivar 2 es menester una teoría
que establezca: a) La ideología efectúa una falsa generalización de
conceptos que corresponden a condiciones sociales particulares y expresan
intereses de una clase. b) Esa falsa generalización sirve al dominio de una
clase.
Estas ideas constituyen los principios generales que deben guiar una
explicación de la ideología; pero no bastan ellos solos para dar una
explicación completa en cada caso. Para ello habría que determinar con
precisión, en cada circunstancia estudiada, por lo menos tres puntos: a) los
pasos intermedios y el alcance del condicionamiento de las creencias por
las relaciones sociales materiales; b) las maneras precisas en que la
comunicación de esas creencias tiene por resultado un dominio de clase; c)
el papel que desempeña en ese proceso la falsa universalización de las
creencias.
Engels vio y expuso, en sus últimos años, la necesidad de aclarar esos
puntos. Mientras no se aclaren, no podemos considerar que exista una
teoría de la ideología; la noción de ideología funcionará como un concepto
eurístico para orientar la investigación en cada estudio concreto. Esta
función puede cumplirla si no se restringe a un concepto exclusivamente
noseológico o exclusivamente sociológico. En efecto, sirve para orientar la
investigación en la medida en que establece un vínculo empírico entre un
tipo de creencias falsas y la función social de esas creencias. Su valor
teórico consiste justamente en establecer ese vínculo entre creencias y
relaciones sociales. Es este carácter, a la vez noseológico y sociológico,
del concepto de ideología el que permite a Marx pasar de la consideración
de una manera no justificada de pensar, a la función social de dominio que
la explica: tal es la vía de La ideología alemana. Pero también le permite
recorrer el camino inverso: pasar de la comprobación de la función que
cumple un tipo de pensamiento, al descubrimiento de su carencia de
justificación: es la vía que seguirá El capital.
A PARIENCIA
En los Grundrisse y en El capital ya no se encuentra expuesto el concepto
de ideología. Sin embargo, esa noción está presente, como un trasfondo, en
ambas obras. Los análisis económicos de El capital son inseparables de la
crítica a la economía política clásica, la cual está inficionada de un modo
de pensar ideológico.
Dijimos que la crítica contra la ideología no podía ser, a su vez,
ideológica, sino que debía conducir a un modo de pensar supuesto en la
tarea científica. La oposición entre dos estilos de pensar, uno ideológico y
otro científico, recorre todo El capital. En el párrafo “El fetichismo de la
mercancía y su secreto” encontramos el ejemplo más claro de la influencia
del modo de pensar “invertido” sobre el análisis económico. La economía
clásica —piensa Marx— toma el valor como una propiedad material de la
mercancía; luego, el carácter social del trabajo es visto como si fuera una
propiedad de sus productos, cuando que, en realidad, es una relación entre
individuos. Al hacer esto participa de un modo de pensar semejante al de
la religión o de la filosofía idealista. En efecto, cosifica productos de la
actividad humana para explicar ésta por aquéllos.
Es solamente la relación social determinada de los mismos hombres, la que aquí toma la
forma fantasmagórica de una relación entre cosas. Para encontrar una analogía debemos huir
a la región nebulosa del mundo religioso. Ahí los productos de la mente humana parecen
dotados de una vida propia, parecen figuras independientes que mantienen relaciones entre sí
y con los hombres. Así sucede en el mundo de las mercancías con los productos de la mano
del hombre. A esto llamo el fetichismo, que se adhiere a los productos del trabajo tan pronto
como son producidos como mercancías y que, por lo tanto, es inseparable de la producción
de mercancías.
El pensamiento económico realiza una inversión, del todo semejante a
la ideológica. No sólo porque cosifica un producto social (el valor de
cambio) como si fuera una propiedad de la mercancía, sino que trastrueca
la relación entre las relaciones de producción y las relaciones entre esos
productos. “Su propio movimiento social reviste para ellos la forma de un
movimiento de cosas, bajo cuyo control están, en vez de controlarlos
ellos.”
Se trata de una manera de pensar que, según la operación característica
de la ideología, convierte en generales las relaciones que están
condicionadas por una formación social históricamente determinada.
Esas formas constituyen justamente las categorías de la economía burguesa. Son formas de
pensamiento válidas socialmente y por lo tanto objetivas, correspondientes a las relaciones de
producción de este modo de producción social históricamente determinado: la producción de
mercancías. Todo el misticismo del mundo de las mercancías, todo el encanto y la magia que
nimban los productos del trabajo basados en la producción de mercancías, se desvanecen de
inmediato, tan pronto transitamos a otras formas de producción.28
Se trata de una falsa visión, porque no percibe lo que la mercancía es,
sino sólo cómo se manifiesta exteriormente. Ve la mercancía como lo que
aparece (valor de cambio), pero no como lo que es (producto de un trabajo
social).
El capital está atravesado por la distinción entre “apariencia” y
“esencia” o “realidad”. El análisis científico consiste justamente en
rebasar la visión que se contenta con las relaciones patentes entre las
cosas, y descubrir detrás de ellas las relaciones estructurales generales que
explican esas otras relaciones aparentes. El modo de pensar de la
economía clásica se detiene en la apariencia, porque considera como
esenciales las determinaciones que tiene el valor en la forma de
producción capitalista.
El error anterior, o bien hizo fuertemente abstracción de las diferencias entre plusvalía y
ganancia, tasa de plusvalía y tasa de ganancia, para poder establecer como fundamental la
determinación del valor, o bien, con esta determinación del valor renunció a toda base de
comportamiento científico para atenerse a aquellas diferencias casuales, manifiestas en la
apariencia; esta confusión de los teóricos muestra mejor que nada como el capitalista
práctico, preso de la lucha de la competencia, e imposibilitado totalmente para penetrar a
través de su apariencia, tiene que ser incapaz de conocer a través de la apariencia (Shein), la
esencia (Wesen) y la estructura (Gestalt).29
Si bien Marx reconoce que la economía política clásica funda la
ciencia económica, también le critica que permanezca en gran medida
prisionera de un estilo de pensar que no pone en cuestión y que le impide
captar la estructura real de la sociedad. La ideología actúa como obstáculo
para la comprensión científica. La visión ideológica opera como un
prejuicio infundado que orienta la actividad del científico, de tal modo que
le impide formularse las preguntas adecuadas y poner en cuestión sus
propias hipótesis. Así, el modo fetichista de pensar desorienta la labor del
científico. “Una parte de los economistas caen en el engaño por el
fetichismo adherido al mundo de las mercancías o por la apariencia
objetiva de las determinaciones sociales del trabajo.”30
La economía política descubrió, con Ricardo, que el contenido del
valor era el trabajo social; no obstante, siguió considerándolo como si
fuera una propiedad de la mercancía y no se preguntó por qué el trabajo
reviste esa forma de valor. El modo de pensar fetichista impide que el
investigador ponga en cuestión los conceptos de que parte y detiene el
análisis. Para proseguirlo es menester liberar la mente de esa creencia
injustificada. El análisis económico de El capital revela el supuesto no
justificado de la economía política anterior y permite así plantearse la
pregunta que aquélla no se planteaba. Esta labor crítica no corresponde,
según Marx, a la filosofía sino a la reflexión científica; y compara su tarea
con la del físico: “El físico observa los procesos naturales allí donde se
presentan en la forma más relevante y menos velados por influencias
perturbadoras, o bien, cuando es posible, realiza experimentos bajo
condiciones que aseguren el desarrollo del proceso en su pureza”.31 El
mismo proceso de análisis que descarta las influencias perturbadoras del
modo de pensar ideológico (fetichista), abre la posibilidad de alcanzar la
estructura real de los fenómenos.
Así, la crítica a la ideología no se efectúa desde una doctrina
“filosófica”. En cuanto consiste en la revelación de los prejuicios que
impiden una visión correcta, corresponde a la reflexión científica. No
puede haber progreso en el pensamiento científico sin esta crítica de los
supuestos. Por lo tanto, la desaparición completa del supuesto ideológico
no dejaría el lugar a ninguna concepción filosófica sino a la teoría
científica de la realidad. Como decía La ideología alemana: “allí donde
cesa la especulación, comienza la ciencia real”. La crítica de la ideología
conduciría a la desaparición de las doctrinas filosóficas.
Esto no quiere decir que la propia crítica científica no esté
condicionada por las relaciones sociales, tal como lo está la ideología. Las
mismas condiciones del desarrollo social que explican el pensar
ideológico como instrumento de dominio pueden explicar también la
crítica teórica como expresión de la lucha de clases contra ese dominio. En
el Manifiesto comunista se encontraba ya esta idea, aplicada a la teoría del
socialismo: “Las proposiciones teóricas de los comunistas no se basan, en
modo alguno, en ideas, en principios inventados o descubiertos por tal o
cual reformador del mundo. Son sólo expresiones generales de las
relaciones efectivas de una lucha de clases existente, de un movimiento
histórico que se desarrolla ante nuestros ojos”.32 Las relaciones sociales se
expresan tanto en el pensar ideológico como en las proposiciones teóricas
del comunismo. En El capital, la crítica a la economía política clásica y la
nueva teoría se presentan como “representación” intelectual de una clase
en lucha.
El peculiar desarrollo histórico de la sociedad alemana excluía, pues ahí, cualquier progreso
original de la economía “burguesa” pero no de su crítica. En la medida en que esa crítica
representa, en términos generales, a una clase, sólo puede representar a la clase cuya misión
histórica es trastocar el régimen capitalista de producción y abolir finalmente las clases: el
proletariado.33
Notemos que, en todos estos párrafos, la doctrina que representa al
proletariado en lucha es siempre “crítica” o “teoría”. Lo opuesto a la
ideología burguesa no puede ser una ideología o una filosofía proletaria,
sino una reflexión crítica. En efecto, sólo la crítica científica realiza en el
campo de las ideas una emancipación semejante a la que el proletariado
realiza en el campo de la práctica. ¿Cómo puede esa reflexión estar ligada
a una clase? Marx no desarrolló este punto. Con todo, las ideas expuestas
bastan para orientar la respuesta. Parece, ante todo, claro que “representar”
(vertreten) no tiene el sentido de “reproducir en la mente” o de “reflejar”,
sino el de “ocupar la posición de”. La crítica contra la ideología ocupa, en
el campo de las ideas, una posición semejante a la que tiene el proletariado
frente a la burguesía en el campo de las relaciones materiales. La actitud
crítica frente a la economía clásica corresponde a la actitud práctica contra
la clase a la que beneficia esa doctrina. Este sentido de “representar” está
claramente expuesto en un párrafo del 18 Brumario en el que Marx se
refiere a los ideólogos de la pequeña burguesía:
Lo que los hace representantes de la pequeña burguesía es que ellos, en su mente, no rebasan
los límites que tampoco rebasan los pequeñoburgueses en su vida; que, por lo tanto, ellos se
ven impulsados teóricamente a las mismas tareas y soluciones a las que el interés material y
la situación social impulsan a aquéllos [los pequeñoburgueses]. Ésta es, en general, la
relación de los representantes políticos y literarios de una clase con la clase que
representan.34
Se trata de una relación de analogía: el representante de una clase
tiene, en el campo intelectual, limitaciones e impulsos teóricos semejantes
a los que esa clase tiene en el campo de sus intereses materiales. Así, la
misma crítica puede ser “representante” del proletariado, en la medida en
que se plantea una tarea de emancipación mental análoga al proyecto de
emancipación material que se plantea el proletariado. En efecto, si la
concepción ideológica sirve de instrumento de dominio de una clase, la
crítica contra esa concepción —y la teoría científica consecuente— sirve
de instrumento de liberación contra ese dominio. Por ello también
podríamos decir que la crítica científica contra la ideología “expresa” a la
clase cuyo interés está en liberarse de esa ideología.
Esta relación analógica de “representación” o de “expresión” entre una
actividad intelectual y una actividad práctica no dice nada sobre la verdad
o falsedad de una doctrina. En efecto, del hecho de que una doctrina
cumpla determinada función social o responda a una actitud práctica
determinada no puede concluirse que sea falsa o verdadera. Por otra parte,
la observación de que la crítica contra el pensar ideológico “represente” o
“exprese” un interés de clase no basta para quitarle su carácter científico.
Por el contrario, esa crítica “representa” al proletariado en la medida en
que lo libera de la falsa conciencia que sirve para dominarlo, en la
medida, por lo tanto, en que le permite acceder a un pensamiento
justificado racionalmente.
Así como la reflexión científica se plantea la disolución del engaño
ideológico, el proletariado tiene por misión la destrucción del dominio de
clase que utiliza ese engaño. Por fin, vimos que el pensamiento ideológico
sirve como instrumento de dominio en la medida en que presenta como
universalmente válidos conceptos y valores particulares. El análisis
científico, al revelar esa falsa generalización y mostrar el
condicionamiento histórico de ese pensamiento, sirve de instrumento de
liberación.
Podemos ya resumir el proceso que se pretende seguir en El capital,
para pasar de la ideología a la ciencia a través de la crítica contra la
ideología. Tiene dos aspectos claramente diferenciados: a) Por un lado, la
crítica de los conceptos que maneja la economía política muestra que
suponen una creencia básica (un prejuicio) no justificada, la cual impide
plantearse preguntas decisivas y se detiene en la apariencia. b) Por el otro,
la teoría económica tiene que mostrar cómo esas creencias corresponden
al punto de vista de una clase y ejercen una función social de
mantenimiento de las relaciones existentes de producción.
Una y otra tarea son distintas. La primera corresponde al análisis de los
conceptos básicos de la economía política y conduce, en El capital, a una
nueva teoría del valor; la segunda corresponde al análisis estructural de las
relaciones de producción y conduce a una teoría más general de la
evolución de las formas de producción. Pero ambos análisis están
íntimamente ligados. En efecto, al mostrar que una doctrina está basada en
un supuesto injustificado, se orienta al investigador para que explique qué
función cumple la adopción de ese prejuicio. A la inversa, al mostrar que
una doctrina expresa los intereses de una clase y cumple una función de
dominio, se orienta al investigador para que ponga en cuestión los
fundamentos de esa doctrina y descubra los supuestos en que pudiera
basarse. Pues bien, el concepto estricto de ideología es justamente el que
permite enlazar esas dos tareas. Al unir una connotación noseológica con
una sociológica, permite orientar la investigación para que descubra una
función social a partir de una creencia injustificada o, a la inversa, un
prejuicio a partir de una función social. La crítica contra la ideología no
constituye en sí misma una ciencia, pero permite despejar las creencias no
justificadas que se oponen a que la ciencia alcance la realidad detrás de las
apariencias. Permite, pues, el paso de un paradigma teórico teñido por el
prejuicio a otro paradigma liberado de él.
SUPERESTRUCTURA
En la etapa de La ideología alemana, la noción del condicionamiento de
las ideas por las relaciones sociales se presenta sólo como expresión del
punto de vista contrario al ideológico, pero no alcanza a formularse en una
teoría completa. Sólo en obras posteriores intenta precisarse. Para ello
emplea Marx el concepto de superestructura. Una primera formulación
del marco general de una teoría sobre las relaciones entre pensamientos y
condiciones materiales aparece en el 18 Brumario.
Sobre las diversas formas de propiedad, sobre las condiciones sociales de existencia, se
levanta toda una superestructura (Uberbau) de sensibilidades, ilusiones, modos de pensar y
concepciones de vida diversos y configurados de un modo peculiar. La clase entera los crea
y los configura a partir de sus bases materiales y de las correspondientes relaciones sociales.
El individuo aislado, a quien se los imbuye la tradición y la educación, puede imaginarse que
son los móviles genuinos y el punto de partida de su conducta.35
Notemos que para caracterizar a la superestructura no se emplea el
término ideología, sino otros términos más generales como “modo de
pensar”, “concepción de la vida”, “sensibilidad”. El estilo de pensar
ideológico, de que hablaba La ideología alemana sería, sin duda, uno de
esos modos de pensar, pero cabrían otros. Por otra parte, la superestructura
configurada por la clase se refiere claramente a esos modos generales de
pensamiento en los que participa un amplio grupo, se convierten en
convenciones socialmente compartidas, constituyen el bagaje de la
tradición y son transmitidos por la educación social. Corresponde pues a
un conjunto de creencias básicas, convenciones sociales, valoraciones
generales, que pueden ligarse con amplios grupos sociales. No se refiere,
en cambio, a las producciones intelectuales particulares, a las obras
científicas, filosóficas, literarias o artísticas individuales. Estas
producciones particulares estarían “configuradas por la clase”,
pertenecerían a la superestructura, sólo en la medida en que en ellas se
expresaran las creencias básicas, el modo de pensar colectivo —
transmitido por tradición y educación— propio de esa clase.
Años más tarde, en el famoso “Prólogo” a la Contribución a la crítica
de la economía política, se encuentra la misma idea en un conocido
párrafo:
En la producción social de su vida, los hombres contraen determinadas relaciones necesarias,
independientes de su voluntad, relaciones de producción que corresponden a un determinado
nivel de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. El conjunto de esas relaciones de
producción forma la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la que se levanta
una superestructura política y jurídica y a la que corresponden determinadas formas de
conciencia social. El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de la
vida social, política y espiritual en general. No es la conciencia de los hombres la que
determina su ser sino, por el contrario, su ser social el que determina su conciencia.
La superestructura está constituida, pues, por las formas jurídicas y
políticas de un lado, por las “formas de conciencia social”, del otro. Una
vez más, abarca sólo las formas generales de pensamiento que constituyen
creencias comunes a una formación histórica en una época determinada.
Más adelante continúa:
Al considerar esos cambios, hay que distinguir siempre entre el cambio material ocurrido en
las condiciones económicas de producción, que puede comprobarse con la exactitud propia
de las ciencias naturales, y las formas jurídicas, políticas, religiosas, artísticas o filosóficas, en
una palabra, ideológicas, en que los hombres cobran conciencia de ese conflicto y luchan por
resolverlo.36
Por primera y —hasta donde yo sé— única vez en sus escritos, Marx
parece darle a la palabra ideología un sentido más amplio. No se limita a
designar una forma característica de pensamiento, la “conciencia
invertida”, sino que parece referirse a todas las formas intelectuales de
una sociedad. Con todo, el párrafo citado señala una excepción: a la
ideología se contrapone el pensamiento científico, tanto en las ciencias
naturales como en las “económicas”. Caben pues dos interpretaciones
diferentes del párrafo: 1) “Ideología” conservaría, aun aquí, su sentido
estricto. Frente al conocimiento científico, único verdadero y justificado,
el resto de las formas intelectuales en una sociedad dividida en clases
constituye una manera invertida, falsa por lo tanto, de pensamiento. 2)
Aun admitiendo la distinción entre ciencia e ideología, “ideología” se
referiría a toda la superestructura intelectual que no fuera científica.
“Ideología” tendría, pues, aquí, un sentido amplio, que la haría sinónima
de “superestructura”, si ésta no incluyera el conocimiento científico. La
ambigüedad entre las dos interpretaciones posibles no queda despejada.
De cualquier modo, ese único párrafo, por ser tan citado, fue el
estímulo para originar, en la literatura marxista posterior, una ampliación
del sentido de ideología. Ideología ya no designará solamente un estilo de
pensar falso que cumple una función social determinada; ahora se
identificará con cualquier forma de pensamiento condicionada por las
relaciones de producción.
Marx no vuelve expresamente a emplear la palabra en ese sentido
amplio. Tampoco en los escritos de Engels, posteriores a la muerte de
Marx, encontramos el sentido amplio de ideología. Engels sigue usando el
término en su sentido inicial. Por ejemplo, en el Ludwig Feuerbach y el fin
de la filosofía clásica alemana define la ideología como “una actividad
con ideas concebidas como entidades sustantivas, con un desarrollo
independiente y sometidas tan sólo a sus propias leyes”.37 Reconocemos
una caracterización del estilo de pensar ideológico que se encontraba en
La ideología alemana. En una carta, dos años más tarde, considera la
“conciencia invertida” como una nota definitoria de ideología: “[…] esta
inversión que, mientras no se le reconoce, constituye lo que llamamos
modo de concebir ideológico […] ”. En otra ocasión, restringe claramente
el término ideología a un modo de pensar falso y, en gran medida,
inconsciente.38 Es obvio que no toda forma de pensamiento socialmente
condicionada responde a esas definiciones. Este concepto estricto de
ideología se encuentra presente en toda la obra de Engels sin excepción.
En ningún caso la ideología se confunde con la superestructura de una
formación social. Siempre se refiere a un estilo de pensar, caracterizado
por una determinada forma de falsedad (la “inversión”) y que cumple una
función de dominio.39
Con todo, posteriormente llega a ser usual en sectores amplios del
pensamiento marxista una utilización del concepto en un sentido amplio,
según el cual cualquier forma cultural o intelectual, socialmente
determinada, sería ideológica. La superestructura social se identifica con
la esfera ideológica. El concepto de ideología ya no se refiere a ciertas
creencias básicas generales de las sociedades basadas en el dominio de
clase, que tienen por función perpetuar ese dominio, sino a cualquier
conjunto de creencias —verdaderas o falsas, fundadas o infundadas,
generales o particulares— que respondan a una situación social dada.
Lenin aplica el término, con gran laxitud, incluso al pensamiento
socialista. Habla de “ideología proletaria” frente a “ideología burguesa”.
“Ideología” puede designar cualquier pensamiento ligado a una clase
social. Este sentido amplio de ideología se atribuye a menudo al propio
Marx. Sin embargo, como hemos visto, no puede apoyarse en ningún
escrito de él ni de Engels, con excepción tal vez del párrafo citado de la
Contribución a la crítica de la economía política, el cual, por otra parte,
admite una interpretación distinta.
El uso del término “ideología” en ese sentido amplio es tan común en
la literatura marxista, a partir de Lenin, que debemos detenernos a
examinarlo. No se trata de una simple convención semántica. En efecto,
ampliar el sentido de este concepto conduce a tales dificultades que pierde
todo valor teórico. Enumeremos las más importantes.
1. Al ampliar el concepto de ideología, su introducción en un contexto
explicativo resulta superflua. En efecto, resulta sinónimo de cualquier otro
concepto, igualmente general, que abarque todo conjunto de creencias, o
aun todo conjunto de actitudes, como “esfera intelectual”, “cultural”, etc.
Un concepto tan general es indeterminado e inútil como concepto
explicativo
2. El concepto amplio de ideología no tiene ninguna relación con la
verdad o falsedad de las creencias, ni siquiera con su justificación. Puede
referirse a creencias falsas, a opiniones infundadas pero no necesariamente
falsas, y hasta a creencias fundadas; “ideología” deja de servir como
concepto teórico para explicar una forma de error.
3. A menudo, en la literatura marxista posterior a Lenin, el concepto
estricto de ideología (con su connotación de “conciencia falsa”) y este
concepto amplio suelen mezclarse y confundirse. Se da lugar entonces a
seudoproblemas. La confusión conduce, en unos autores, a sostener que
toda ideología en sentido amplio (por ende, toda creencia no científica,
socialmente condicionada) es de algún modo falsa, o “distorsiona” la
realidad. En otros autores, interesados en salvar la verdad de la ciencia,
conduce a sostener que ésta no puede pertenecer a la superestructura social
(puesto que se identifica ideología con superestructura y la ciencia no
puede considerarse falsa).
Ambas tesis son difíciles de admitir. Responden, en verdad, a un falso
problema engendrado por una doble confusión. La confusión podría
disiparse si se hace claro que: 1) La determinación social de una creencia
no implica lógicamente su falsedad. No es contradictorio que haya
creencias verdaderas y socialmente condicionadas. Luego la ciencia puede
formar parte de la superestructura sin ser falsa. Pero entonces, o bien la
ideología no designa toda la superestructura (en el concepto estricto de
ideología), o bien no toda ideología distorsiona la realidad (en el concepto
amplio de ideología). El falso problema nace de confundir dos conceptos
de ideología tan distintos. 2) Establecer que una creencia no sea científica
no es condición suficiente para establecer su falsedad. Luego no hay
manera de demostrar que en la esfera superestructural no haya creencias
verdaderas.
4. El concepto amplio de ideología lo es también en otro sentido. Al
abarcar toda la esfera intelectual, incluye no sólo los modos generales de
pensar, las creencias básicas comúnmente compartidas y “transmitidas por
la tradición y la educación”, sino que se aplica a cualquier teoría
particular, a cualquier discurso concreto literario, filosófico, moral, etc.
Empieza a hablarse entonces del “contenido ideológico” de tal o cual
novela, del “carácter ideológico” de una doctrina filosófica o aun
científica y hasta de la ideología expresada en una corriente artística. Todo
se vuelve ideología. Ahora bien, si es posible mostrar con cierta precisión
cómo un estilo de pensar, compartido por muchos individuos, implica una
manera invertida de ver la realidad, resulta muy difícil, cuando no
imposible, mostrar lo mismo de cualquier discurso teórico concreto,
cualquier doctrina particular o texto literario. Al ampliar tanto su sentido,
el concepto se vuelve en realidad inaplicable a muchos de los productos
culturales. Llamar ideología a todo discurso o doctrina particulares, o bien
es una generalización falsa del concepto estricto de ideología, o bien no
significa más que es justamente un discurso o doctrina intelectual.
5. El concepto estricto de ideología, tal como lo utilizó Marx, supone
una manera de ver contraria, según la cual las ideas aparecen
condicionadas por las relaciones sociales; sin este punto de vista no se
hubiera llegado a caracterizarla como una conciencia “invertida”. Pero
para determinar en un caso específico si un discurso es ideológico, no es
necesario conocer su génesis social; basta con mostrar que no está
suficientemente justificado y que se usa como instrumento de dominio. En
cambio, el concepto amplio de ideología está ligado a una explicación
genética de las creencias. En efecto, lo que determina, según ese concepto,
que un conjunto de creencias sea ideológico es su carácter
superestructural, el cual refleja una situación de clase.
En verdad el concepto amplio de ideología no proviene de una simple
generalización del concepto estricto, sino de una idea de formación social
que nunca logró una precisión suficiente, Engels observó que, en La
ideología alemana, Marx y él descuidaron tratar la manera como se
derivaban las representaciones intelectuales a partir de los hechos
económicos básicos.40 Pero este “descuido” tuvo una gran ventaja: no atar
el concepto de ideología a una teoría genética de las ideas,
insuficientemente desarrollada. En efecto, la tesis del origen o derivación
social de las representaciones intelectuales, que incluye la determinación
de la esfera intelectual por la base económica, tal como está expuesta en
los textos de Marx, señala apenas un marco teórico general que, para
convertirse en teoría explicativa, debe ser completado y precisado en
muchos aspectos. Esto lo reconoció el propio Engels, en algunas cartas de
sus últimos años. Mientras no se logre determinar con precisión puntos
como: los eslabones intermedios que ligan la base económica y las ideas,
las distintas formas de condicionamiento o determinación entre una y
otras, las formas de acción y reacción entre base y superestructura, la
determinación relativa de las ideas por otros elementos superestructurales,
etc., la tesis genética permanecerá en el estado de simple principio
general, pero no constituirá una teoría explicativa.
El concepto estricto de ideología, en cambio, no sólo surgió antes de la
constitución de esa teoría, sino que no depende de ella. Puede usarse para
explicar la falsedad de muchas creencias, sin acudir a una determinación
genética.
6. La ampliación del concepto de ideología da lugar a un problema que
aparece tanto en la llamada “sociología del conocimiento”, como en
algunos autores marxistas contemporáneos: la relación entre ciencia e
ideología. ¿La ciencia es también ideología? Esta pregunta resulta absurda
si usamos ideología en su sentido estricto. Lo que puede ser ideológico no
es la ciencia misma, sino creencias básicas que acompañan a las teorías
científicas, valoraciones acerca de los enunciados científicos,
proposiciones acerca de la utilización y aplicación de los conocimientos
científicos, etcétera.
Se suscita, en cambio, un problema desde el momento en que por
ideología se entienda todo conjunto de enunciados socialmente
condicionado. Caben entonces varias respuestas que varían entre dos
extremos: la ideologización de toda ciencia (hay ciencia burguesa y
ciencia proletaria) o la negación del condicionamiento social de la ciencia
(la ciencia no forma parte de la superestructura). Ambas tesis son
indefendibles. Surgen como intentos desesperados de resolver un falso
problema nacido de la confusión entre los dos conceptos distintos de
ideología. Así, muchas páginas polémicas sobre ese punto (por ejemplo, la
controversia Althusser-Schaff) resultan superfluas.
7. Por último, si ideológica es toda superestructura, la crítica a la
ideología es ella misma ideológica. Por lo tanto, todo pensamiento parece
tener una validez relativa a la clase o a su situación social. El concepto
amplio de ideología, al subrayar la determinación social de todas las
creencias, parece conducir al seudoproblema de la relatividad de toda
forma de pensamiento, tal como se presenta, por ejemplo, en el
“perspectivismo” de Mannheim.
REFLEJO
El hincapié puesto en la explicación genética de la ideología en sentido
amplio se acompaña también de la importancia desusada concedida a una
idea imprecisa: la de reflejo.
La palabra reflejo aparece de paso en un párrafo de La ideología
alemana, en que se compara a la ideología con la imagen formada en el
fondo del ojo: “Si en toda la ideología los hombres y sus relaciones
aparecen de cabeza, como en una cámara oscura, este fenómeno deriva de
su proceso vital histórico, como la inversión de los objetos en la retina
deriva directamente de su proceso físico”. Al contrario de la ideología, el
verdadero método “partirá de los hombres realmente activos y a partir de
su proceso vital real expondrá también el desarrollo de los reflejos y ecos
ideológicos de ese proceso vital”.41 Como ha mostrado en un excelente
ensayo Ludovico Silva,42 la imagen de la cámara oscura y del reflejo es
usada como una simple metáfora que no puede hacer las veces de un
concepto teórico. Entre el hecho físico del reflejo luminoso y la relación
compleja que media entre las relaciones sociales y las representaciones
mentales, no puede establecerse más que un símil muy vago. Al igual que
usa ese símil Marx, también emplea el del eco sonoro, como podría haber
acudido a otras analogías: la de la sombra y el cuerpo, pongamos por caso.
El término “reflejo” sólo es útil dentro de la metáfora de la cámara oscura,
para ilustrar, con una imagen gráfica, cómo el ideólogo toma la sombra, el
eco, el reflejo, por la realidad. Fuera de esa metáfora pierde cualquier
valor explicativo.
Sin embargo, inspirado en esa imagen, Engels desarrolla en el Ludwig
Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana toda una teoría
noseológica. Acepta, con Feuerbach, que “nuestra conciencia y nuestro
pensamiento, por más suprasensibles que parezcan, son el producto de un
órgano corporal, material: el cerebro”. Establece que “las impresiones del
mundo exterior en el hombre se expresan en su mente, se reflejan en ella
como sentimientos, pensamientos, impulsos, actos volitivos […]”; más
adelante, describe los conceptos como las “imágenes mentales” de las
cosas en nuestra cabeza.43 Aquí las palabras “reflejo” e “imagen”, son
usadas en un contexto y con un sentido distinto al de La ideología
alemana. Ya no se trata de una metáfora destinada a ilustrar la idea de la
inversión ideológica, sino de un término que pretende tener un uso técnico,
para designar la relación de conocimiento entre la realidad exterior y
ciertos contenidos mentales: conceptos, sentimientos, impulsos, etc. Por
otra parte, la fuente de que proviene el reflejo ya no son las relaciones
sociales sino las impresiones del mundo exterior.
El problema entero de la filosofía se presenta como el de la relación
entre pensar y ser, en estos términos simples: “¿Es nuestro pensamiento
capaz de conocer el mundo real? ¿Podemos nosotros, en nuestras
representaciones y conceptos sobre el mundo real, formarnos una imagen
refleja (Spiegelbild) correcta de la realidad?”44 La imagen puede ser
correcta o incorrecta, según se adecúe a la realidad. Engels sostiene una
teoría del conocimiento de un ingenuo realismo: los conceptos se
presentan como imágenes mentales situadas en nuestro cerebro y causadas
—de algún modo que no se especifica— por las impresiones de las cosas.
La verdad es la adecuación entre esa imagen y la realidad que de algún
modo la produjo. Por “reflejo” se entiende tanto la imagen producida
como el proceso por el cual se produce.
Tanto la concepción de la idea como imagen mental, como la
explicación causal de esa imagen a partir de las impresiones sensibles se
remontan al cartesianismo. Ambas han sido blanco de tantas críticas
demoledoras, desde Kant hasta Wittgenstein, que ningún filósofo serio
podría ya sostenerla, al menos en una versión tan simple. Pero, aun
aceptando la teoría de la imagen mental y la de su causación, la idea de
reflejo no puede tener, dentro de esa concepción, un valor teórico. En
efecto, es una palabra que proviene del campo de los fenómenos ópticos;
trasladada a la relación de conocimiento, se convierte en un término
metafórico vago que simplemente nombra, pero no define ni explica una
relación entre dos tipos de hechos totalmente distintos: un hecho psíquico
(la imagen mental) y un hecho físico o psicofísico (la cosa o la impresión
sensible). Ambos hechos relacionados quedan a su vez sin definir y son
localizados sin ninguna precisión: la imagen está en la cabeza o en el
cerebro; lo que refleja, en el mundo exterior.
Sin embargo, esa metáfora no sólo es usada para designar el origen del
conocimiento, sino para caracterizar todo un sistema concatenado de
proposiciones: una doctrina filosófica. Ahora bien, Engels escribe que una
doctrina ya no refleja sólo la realidad material (como decía antes) sino
algo aún más indefinido que llama el proceso histórico. Refiriéndose a la
filosofía de Hegel, dice: “para ella no subsiste más que el ininterrumpido
proceso del devenir y del perecer, del ascenso sin fin de lo inferior a lo
superior, cuyo mero reflejo (Widerspiegelung) en el cerebro pensante es
ella misma”.45 Puesto en este camino, la idea de reflejo se emplea para
explicar las diferencias entre un pensamiento revolucionario y otro
conservador. La revolución como proceso histórico se reflejaría en un
pensamiento dialéctico y la detención del proceso de cambio en un
pensamiento estático, metafísico. Siguiendo estas ideas, se ofrece una
interpretación nueva de la inversión ideológica que fue expuesta en La
ideología alemana. “Había que descartar —escribe Engels— esta
inversión ideológica. Nosotros volvimos a ver, de un modo materialista,
en los conceptos de nuestra mente las imágenes de las cosas reales, en
lugar de considerar las cosas reales como imágenes de tal o cual fase del
concepto absoluto.”46 La concepción ideológica ya no se presenta aquí
como un estilo de pensar inclinado a dar explicación de la realidad por los
conceptos, sino como una doctrina noseológica, obviamente absurda, que
sostendría que los objetos reales son “imágenes” de los conceptos. La
crítica a la ideología, por su parte, ya no se ve como el cuestionamiento de
aquel estilo de pensar, sino como la adopción de otra doctrina noseológica,
materialista, que sostendría la tesis de que los conceptos son “imágenes”
de las cosas. La ideología, interpretada como doctrina filosófica, quedaría
combatida por la adopción de una doctrina contraria.
Así, en esta obra tardía de Engels, la teoría de la ideología se hace
depender de una doctrina noseológica difícilmente aceptable y, desde
luego, no científica. El análisis y la crítica de un estilo de pensar, tal como
lo realiza La ideología alemana, se dobla con una teoría del conocimiento
que no estaba incluida en ese análisis crítico.
Al convertir una metáfora ilustrativa en un seudoconcepto teórico, la
inversión ideológica se interpreta como una creencia burda: tomar las
ideas por causas y la realidad por su imagen o efecto. Si la ideología
consistiera efectivamente en una doctrina semejante, difícilmente
encontraríamos ideólogos, salvo tal vez entre algunos hegelianos
rezagados. En realidad, el proceso de inversión ideológica que trataba de
describir La ideología alemana era mucho más sutil. No consiste en una
doctrina, sino en una mentalidad inconsciente que predispone a pensar de
cierta manera y que puede manifestarse en muchas doctrinas diferentes;
consiste en una disposición a ver las cosas de una determinada manera
más que de otra: disposición a concederle a los procesos mentales
funciones explicativas o determinantes de la realidad y a juzgar las
relaciones reales por las relaciones entre los conceptos que nos formamos
de ellas.
Igualmente simple es la doctrina noseológica que remplaza, en este
escrito, a la crítica de la ideología. Aparte de la vaguedad e imprecisión de
los conceptos empleados, cerebro, imagen, reflejo, etc., subsiste en esa
doctrina la cosificación del concepto, al verlo como una imagen situada en
un lugar físico (el cerebro), o como un producto. El concepto sigue siendo
“algo”, una entidad espacio-temporal, capaz de actuar y ser actuada
causalmente. Poner la ideología sobre sus pies consiste sólo en un cambio
de dirección en la relación de causalidad entre el objeto exterior y la
imagen mental. Ahora bien, ya vimos que el rasgo más distintivo de la
mentalidad ideológica era la tendencia a dotar a las ideas de sustancialidad
semejante a la de las cosas reales, en cosificarlas. En este sentido, la teoría
del conocimiento de Engels, como todo el materialismo ingenuo de que
forma parte, participa aún de una mentalidad ideológica. Aunque ya no
considere a las ideas como causas o determinantes de la realidad, sigue
viéndolas como entidades susceptibles de entrar en relaciones causales con
las cosas. La liberación radical de un modo de pensar ideológico llevaría,
antes bien, a eliminar la idea de concepto como “algo” en la mente;
llevaría a reducirlo a un elemento de un contexto de relaciones reales, de
carácter social. En este sentido, los intentos de definir el concepto en
función de la conducta real, de los sistemas lingüísticos o del uso de los
signos conforme a reglas —independientemente de su valor filosófico—
están mucho más libres de un modo de pensar ideológico que el
“materialismo dialéctico” de Engels y de sus seguidores.
Pero lo que interesa destacar es que la teoría de la ideología esbozada
en La ideología alemana no depende de ésa ni de ninguna otra doctrina
noseológica. Para percatarse del carácter ideológico de un modo de pensar
es menester, sin duda, adoptar un punto de vista contrario, dejar de
considerar el pensamiento como una entidad independiente y verlo
condicionado por un conjunto de relaciones sociales. Este punto de vista
puede sentar la base para desarrollar un tratamiento científico del
problema. Pero para ello no es necesario construir sobre ese punto de vista
una doctrina filosófica específica. El concepto de ideología presentado en
La ideología alemana puede formar parte de una teoría científica sobre las
relaciones sociales y sobre la historia; no depende, en cambio, de la
adopción de una filosofía determinada.
Pensar lo contrario sería sostener que la crítica a la ideología consiste
en contraponer una doctrina filosófica a otra. Marx no pensaba así: la
crítica a la ideología es crítica a la filosofía, tanto a la filosofía
especulativa (por ejemplo, Hegel), como a la filosofía crítica (por
ejemplo, los jóvenes hegelianos); la mentalidad no ideológica no consiste
en aceptar otra doctrina, sino en renunciar a ella en favor de la praxis y de
la comprensión científica. Pensar que basta adoptar otra filosofía para
quedar a salvo de la filosofía idealista es trasladar el problema de la
liberación mental al terreno de la ciencia… que es justamente lo que
hacían los jóvenes hegelianos, según Marx. La única forma de luchar por
liberarnos del pensamiento ideológico, repetiría Marx, no es adoptar una
doctrina determinada, sino transformar a la vez las relaciones sociales que
condicionan ese pensamiento ideológico y nuestra mentalidad
condicionada por ellas.
LA IDEOLOGIZACIÓN DEL MARXISMO
La idea del reflejo se une con facilidad, en autores marxistas posteriores,
al concepto amplio de ideología. Las ideologías —identificadas con la
superestructura— reflejarían las relaciones sociales. La relación de
analogía, según la cual un modo de pensar representa (en el sentido de
“ocupa el lugar de”) a una clase, se trastrueca en una relación de
causalidad, según la cual un modo de pensar refleja (“es imagen de”) la
clase que lo produjo. Las ideologías actúan, a su vez, sobre las relaciones
que las produjeron, dotadas de nuevo de alguna realidad sustantiva.
Por otra parte, en el concepto amplio de ideología, la crítica a la
ideología y la teoría consiguiente tienen que situarse también en la
superestructura; se ven entonces como “reflejos” de la clase explotada. La
crítica a la ideología es, en ese sentido, tan ideológica como las doctrinas
que critica. La crítica a la ideología no consiste sólo en disolver la
influencia perturbadora del prejuicio ideológico, sino en oponer a ese
prejuicio otras creencias contrarias. La conciencia se convierte en la
palestra de esa lucha.
El abandono, a partir de Lenin, del concepto estricto de ideología, junto
con la teoría del reflejo, dieron lugar, en el marxismo posterior, a concebir
la crítica a la ideología como una lucha de ideas, que se dirime en las
conciencias: la lucha entre una concepción filosófica revolucionaria y otra
reaccionaria o burguesa. Y el marxismo-leninismo fue identificado con
esa concepción filosófica revolucionaria. Los siguientes párrafos de Iudin
y Rosental pueden servir de ejemplo, entre otros muchos, de este modo de
pensar:
Todas las ideologías son un reflujo de la existencia social […] la ideología de la clase obrera
es el marxismo-leninismo, es la gran fuerza ideológica del partido comunista y de la clase
obrera en la transformación revolucionaria y socialista de la sociedad. La ideología burguesa
moderna, por el contrario, es una fuerza reaccionaria. Sirve a los intereses de la burguesía en
su lucha contra la clase obrera y el socialismo […] La eliminación de la influencia de la
ideología burguesa sobre los hombres no llega por sí sola, por tendencia espontánea, sino a
través de una cruel lucha de ideas contra ella.47
¿No reconocemos en estos párrafos un estilo de pensar según el cual la
emancipación del hombre se dirime en el terreno de la conciencia? El
marxismo y la ideología burguesa son dos fuerzas en combate que reflejan
las fuerzas sociales en lucha.
El tránsito del sentido estricto de ideología a su sentido amplio y la
teoría del reflejo constituyen el primer paso en la ideologización del
propio marxismo. Y, una vez convertida en ideología, lo que era crítica
liberadora está en situación de funcionar como instrumento de dominio.
En la evolución del concepto de ideología se expresa así la trágica
paradoja de la evolución del pensamiento marxista. La obra de Marx es, a
la vez, crítica radical del modo de pensar ideológico y fundamentación de
una teoría racional sobre la sociedad y la historia. Su función es liberar de
los instrumentos ideológicos de dominio. Pero pronto se codifica en un
sistema filosófico, el materialismo dialéctico o la filosofía marxista-
leninista; a la concepción del mundo idealista se opone esta otra
concepción del mundo. El abandono del concepto estricto de ideología
corresponde a esa transformación. El “materialismo dialéctico” puede
tener entonces una función ambigua. En la medida en que se incorpora en
él la crítica radical y la teoría marxista, sigue funcionando como crítica
liberadora contra las ideologías de dominio de las sociedades capitalistas.
Pero en la medida en que se transforma en un sistema especulativo que
participa aún, por ello, de un modo de pensar ideológico (en el sentido
estricto de Marx), puede funcionar, en el socialismo burocrático soviético,
como un aparato ideológico de dominio en manos del nuevo Estado.
1
Marx Engels Werke, Dietz Verlag, Berlín, 1961, t. 1, p. 378. Todas las citas de este artículo se
refieren a esa edición. En lo sucesivo usaremos las siglas MEW. Las traducciones de las citas
son mías, con el objeto de evitar las imprecisiones que suelen encontrarse en más de una
versión castellana.
2
MEW, t. 1, p. 378.
3
MEW, t. 4, p. 128.
4
Cf. “Uber P. J. Proudhon”, de 1865, en MEW, t. 16, p. 28. Notemos que en ese mismo artículo
Marx le hace a Proudhon mayor justicia que en la Miseria de la filosofía, al reconocer que
“Proudhon guarda con Saint Simon y Fourier aproximadamente la misma relación que
Feuerbach con Hegel” (ibid., p. 25).
5
MEW, t. 4, pp. 130 y 126.
6
MEW, t. 4, p. 127.
7
MEW, t. 3, p. 13.
8
MEW, t. 3, p. 19.
9
“Thesen über Feuerbach”, MEW, t. 3, p. 6.
10
MEW, t. 3, p. 27.
11
MEW, t. 3, p. 26.
12
MEW, t. 23, p. 27.
13
MEW, t. 3, p. 38.
14
MEW, t. 1, p. 391.
15
MEW, t. 3, p. 17.
16
MEW, t. 3, p. 31.
17
MEW, t. 4, p. 143.
18
Grundrisse. Lineamientos fundamentales para la crítica de la economía política, 1857-1858,
trad. de Wenceslao Roces, 2 vols., FCE, México, 1985, t. 1, p. 4.
19
Ibid., p. 136.
20
MEW, t. 3, p. 47.
21
MEW, t. 8, p. 141.
22
Carta de Engels a F. Mehring, 14 de julio de 1893, MEW, t. 39, p. 97.
23
MEW, t. 8, p. 139.
24
Grundrisse…, op. cit., t. 1, p. 67.
25
MEW, t. 3, p. 46.
26
MEW, t. 4, p. 480.
27
MEW, t. 3, p. 48.
28
MEW, t. 23, pp. 86, 89 y 90.
29
MEW, t. 25, p. 178.
30
MEW, t. 23, p. 97.
31
MEW, t. 23, p. 12.
32
MEW, t. 4, p. 475.
33
MEW, t. 23, p. 22. Una idea semejante se encuentra ya expresada, con claridad, en un artículo
de Engels, de 1847, “Los comunistas y Karl Heinzen”: “El comunismo, en la medida en que
es teórico, es la expresión teórica de la posición del proletariado en la lucha y la comprensión
teórica de las condiciones de liberación del proletariado”, MEW, t. 4, p. 322.
34
MEW, t. 8, p. 142.
35
MEW, t. 8, p. 139.
36
MEW, t. 13, pp. 8 y 9.
37
MEW, t. 21, p. 303.
38
Carta de Engels a C. Schmidt, 27 de octubre de 1890, MEW, t. 37, p. 492 y carta a F. Mehring,
14 de julio de 1893, MEW, t. 39, p. 97.
39
Algunas traducciones al español muy difundidas contribuyen a hacer creer que el sentido
amplio de ideología se encuentra también en escritos de Engels. Por ejemplo, en el único
texto castellano “revisado y autorizado por el Instituto Marx-Engels-Lenin de Moscú”,
reproducido en la mayoría de las ediciones populares, de Del socialismo utópico al socialismo
científico, se lee: “La estructura económica de la sociedad en cada época de la historia
constituye, por tanto, la base real cuyas propiedades explican en última instancia toda la
superestructura de las instituciones jurídicas y políticas, de la ideología religiosa, filosófica,
etc., de cada periodo histórico” (Ediciones Sociales, México, 1940, p. 40). Aquí el término
ideología parece referirse a cualquier concepción religiosa o filosófica de cualquier época.
Pero en el original no aparece ese término; dice: “[…] de los modos de representación
(Verstellungsweise) religiosos, filosóficos, etc. […]” (MEW, t. 19, p. 208). La misma
traducción dice en otra parte: “El socialismo moderno no es más que el reflejo ideológico de
este conflicto material […]” (ibid. , p. 44). El adjetivo “ideológico” se refiere aquí al
pensamiento socialista, lo que contradeciría palmariamente el concepto estricto de ideología
que hemos expuesto en estas páginas. Pero Engels no emplea ese adjetivo. El texto alemán
dice: “El socialismo moderno no es más que el reflejo mental (Gedankenreflex) […]”. El
traductor estaba obviamente influido por el concepto amplio, leninista, de ideología. Otro
ejemplo: en la traducción igualmente “oficial” de la carta a Schmidt de 1890 leemos: “[…] si
bien las condiciones materiales de vida son el primum agens, eso no impide que la esfera
ideológica reaccione a su vez sobre ellas […]” (Marx y Engels, Obras escogidas, ed. del
Instituto Marx-Engels-Lenin de Moscú, t. II, p. 457). Parece que, en ese párrafo, el adjetivo
“ideológica” está usado en un sentido muy amplio, como sinónimo de “intelectual”, y el
término “esfera ideológica” como sinónimo de “superestructura”. Pero el original no emplea
esos términos; dice simplemente: “[…] la esfera ideal […]”.
40
Carta a F. Mehring, 14 de julio de 1893, MEW, t. 39, p. 26.
41
La ideología alemana, MEW, t. 3, p. 26.
42
Teoría y práctica de la ideología, Nuestro Tiempo, México, 1971, pp. 36 y ss.
43
MEW, t. 21, pp. 277, 282 y 293.
44
MEW, t. 21, p. 275.
45
MEW, t. 21, p. 267.
46
Ibid., p. 292.
47
“Diccionario de filosofía y sociología marxista”, incluido en Engels, Dialéctica de la
naturaleza, Pavlov, México, p. 459.
EL CONCEPTO DE ACTITUD
Y EL CONDICIONAMIENTO SOCIAL
DE LAS CREENCIAS*
A LCANCE EXPLICATIVO DEL PRINCIPIO DE MARX
Al hablar del condicionamiento social de las creencias no podemos menos
de referirnos a Marx; tenemos que recordar de nuevo uno de los textos
más citados, el pasaje del “Prólogo” a la Contribución a la crítica de la
economía política:
En la producción social de su vida, los hombres contraen determinadas relaciones necesarias,
independientes de su voluntad, relaciones de producción, que corresponden a un
determinado nivel de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. El conjunto de estas
relaciones de producción forma la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la
que se levanta una superestructura política y jurídica y a la que corresponden determinadas
formas de conciencia social. El modo de producción de la vida material condiciona el
proceso de la vida social, política y espiritual en general.1
El principio del condicionamiento de la superestructura por la base
económica no expresa una teoría acabada; para ello faltaría definir con
precisión los términos usados y establecer las relaciones de causalidad
entre los distintos factores que se mencionan. Se limita a enunciar los
conceptos generales que podrían constituir el marco de una teoría
explicativa por elaborar. Por otra parte, el principio no se presenta como la
generalización de casos particulares; no es el resultado de un estudio
histórico de distintas formaciones sociales en las que se mostrara cómo, de
hecho, diferentes modos de producción permiten explicar sus
superestructuras. Se ofrece, más bien, como una conjetura teórica, como
una hipótesis regulativa de la investigación, o —en palabras del propio
Marx— como un “hilo conductor” (Leitfaden) de sus estudios.
Que ese principio no constituía una teoría explicativa acabada lo vio
bien Engels; en varias cartas, escritas entre los años 1890 y 1893, señaló
sus insuficiencias. “Teníamos que subrayar, frente a los adversarios que lo
negaban, ese principio capital (Hauptprinzip), y no siempre había el
tiempo, el lugar y la ocasión para dar la debida importancia a los demás
momentos que intervienen en las acciones y reacciones.”2 La falla la situó
Engels en dos puntos. En primer lugar, faltaba determinar el proceso por el
cual se producían las ideas a partir de la “base”. En una conocida carta a
Franz Mehring escribía:
Todos hemos hecho hincapié —y teníamos que hacerlo— en la derivación (Ableitung) de las
representaciones políticas, jurídicas y otras ideológicas, así como de las acciones que ellas
hacen posibles, a partir de los hechos económicos básicos. Con ello descuidamos el aspecto
formal por el contenido: descuidamos la forma y manera como se originan esas
representaciones.3
¿En qué forma se condicionan las creencias (“representaciones”) por
las situaciones económicas y sociales? ¿Cuáles son los eslabones
intermedios que permitirían derivar un hecho del otro?
En segundo lugar, las creencias están condicionadas también por otros
factores que no forman parte de la base económica: la historia específica
de la disciplina a que pertenecen esas creencias, la influencia de otros
dominios culturales, factores políticos, institucionales, etc. La relación
causal entre base y superestructura no es lineal; existe también una acción
de las creencias sobre otras creencias y sobre la base material. “Si bien el
modo de existencia material es el primum agens, esto no excluye que el
dominio ideal ejerza sobre ella un efecto reactivo, aunque secundario.”4
¿Cuál sería entonces el tipo de condicionamiento entre la base y la esfera
de las ideas? No podríamos considerar la base material como la única
causa necesaria y suficiente de un conjunto de creencias. Si así fuera,
habría que aceptar que a determinadas relaciones de producción
correspondería con necesidad determinada ideología; pero entonces
deberíamos poder subsumir todos los casos particulares, sin excepción
posible, dentro de leyes generales que enunciaran una correspondencia
entre tipos de relaciones de producción y tipos de creencias. Esta
interpretación es demasiado fuerte. No podemos establecer esas leyes
generales necesarias porque, en cada caso concreto, tenemos que admitir
otras condiciones iniciales, variables, que explican las creencias de ese
caso. Por el contrario, si el factor económico se considerara como una
condición inicial del mismo valor explicativo que las demás, la
interpretación sería demasiado débil; el principio enunciado por Marx
tendría que descartarse, puesto que las relaciones de producción ya no
serían la causa que explicara la superestructura, sino un factor del mismo
valor que otros.
Frente a una y otra interpretación, la salida de Engels es de todos
conocida: el factor económico no es una causa única, pero sí “de última
instancia”:
Según la concepción materialista de la historia, el factor determinante en última instancia de
la historia es la producción y reproducción de la vida real. Ni Marx ni yo hemos afirmado
nada más. Si alguien lo tergiversa diciendo que el factor económico es el único determinante,
convierte aquella proposición en una frase absurda, abstracta, que nada dice.5
Pero, ¿qué quiere decir que una condición inicial sea la condición “en
última instancia” frente a las otras? Sólo puede significar que, mientras las
otras condiciones no pueden determinar el efecto sin acompañarse de la
condición predominante, ésta puede determinar el efecto acompañada por
esas condiciones o por otras alternativas. Podríamos expresar lo mismo
con otras palabras: mientras las otras condiciones determinan el efecto
pero no la condición predominante (“en última instancia”), ésta determina
tanto las otras condiciones como el efecto. En términos de Max Weber,
sería una condición “adecuada” frente a otras “accidentales”; aunque —
notemos— ninguna por sí sola es “suficiente”.6 En suma, la base
económica es condición necesaria de un conjunto determinado de
creencias y, a la vez, de otros factores que también condicionan esas
creencias. Dado un conjunto de creencias, en una coyuntura histórica
particular, podemos señalar varias condiciones que la explican: otros
elementos superestructurales (otras creencias), factores psicológicos,
procesos de justificación racional, relaciones sociales de diversos tipos,
relaciones de producción. Todas ellas aparecen como condiciones de la
creencia por explicar, pero la última sería “adecuada”, porque sería
condición tanto de la creencia por explicar como de los otros factores
circunstanciales que ayudan a explicarla. Pero entonces surge un
problema: ¿cómo establecer, entre un conjunto de condiciones iniciales de
un hecho por explicar, cuál es la condición adecuada? ¿Cómo mostrar que
esa condición determina efectivamente las demás?
Para poder distinguir, en el seno de un conjunto de condiciones
iniciales, una condición “adecuada”, es menester establecer las relaciones
por las que esa condición determina las demás. Mientras no se conozca el
proceso por el que la condición “en última instancia” determina las otras,
no contaremos con una teoría del condicionamiento de las creencias por la
base económica o social. Y ésa es justamente la falla que Engels señalaba
en la aplicación del principio formulado por Marx.
A falta de una teoría acabada, el historiador o el sociólogo que quiera
probar una relación de determinación entre base y superestructura se ve
obligado a partir de la consideración de casos particulares e intentar
explicarlos por una estructura que pudiera aplicárseles. Pero en cada caso
histórico las condiciones iniciales son prácticamente indefinidas y varían
considerablemente. Al investigador le quedan dos opciones: 1)
Restringirse a un caso particular. Tratar de determinar las condiciones
iniciales concretas más importantes de ese caso y renunciar a generalizar
sus resultados a otros casos. O bien: 2) Generalizar. Tomar como base
ciertos rasgos comunes a varios casos y renunciar a considerar todas las
condiciones iniciales, que varían considerablemente de uno a otro caso.
Examinemos las dos opciones.
l. Estudio de casos particulares. Podemos partir de la hipótesis general del
condicionamiento de las creencias por las condiciones económicas; cabe
imaginar un modelo ideal de sociedad en el que se daría ese
condicionamiento, sin intromisión de otros factores condicionantes. Lo
aplicamos entonces, como guía de investigación (Leitfaden), a un caso
concreto. En él se podrían analizar las condiciones accidentales más
importantes de una ideología determinada (políticas, educativas,
psicológicas, culturales, etc.) en su interrelación. Pero, en la medida en
que descubramos sus características históricas concretas, esas condiciones
serán tan complejas y “coyunturales” que no podrán generalizarse a otros
casos. Ésta es la experiencia común del historiador. Entonces, la hipótesis
de que partimos no actúa como una ley general, sino como un principio
eurístico que tiene por función guiar al investigador a que descubra las
relaciones concretas existentes en un caso particular. Ese principio puede
servir de orientación al historiador o al sociólogo para buscar los factores
relevantes que dan razón de un hecho y relegar otros elementos. Parece
decirle: “pregúntate cuáles son las relaciones de producción y los intereses
sociales ligados a los grupos que intervienen en una situación histórica; si
lo haces, podrás comprender muchos otros fenómenos concretos”. El
principio eurístico orienta al historiador hacia la ordenación, en una
estructura coherente, de la totalidad de los datos de que dispone. Resulta,
de hecho, fructífero para convertir un caos de hechos históricos en un
conjunto de relaciones con sentido. La utilización como principio eurístico
de la hipótesis general propuesta por Marx, no elimina, por lo tanto, su
valor teórico, pero sí le señala límites. Sirve para interpretar y
comprender, en cada caso, una situación histórica particular, pero no para
explicarla por subsunción en leyes generales. Por otra parte, la validez
teórica del principio quedará limitada a los casos particulares en que tenga
éxito la investigación dirigida por él.
2. Generalizaciones basadas en analogías. Podemos también establecer
una relación de correspondencia entre base y superestructura, por
generalización de varios casos. Entonces, tendremos que hacer de lado
muchas condiciones “accidentales”, que varían en cada caso, y fijarnos
sólo en elementos comunes susceptibles de generalización. En muchos
estudios esta operación se efectúa mediante el examen de una
“correspondencia” entre rasgos de la infraestructura económica o de las
relaciones sociales y rasgos de las concepciones ideológicas de una
sociedad en una época determinada. Se ha hecho esta operación en
sociedades primitivas tomadas como una unidad. Así se ha podido ver una
correspondencia entre el modo de producción de una tribu y su panteón
(las sociedades agrarias suelen tener, por ejemplo, religiones “ctónicas”,
en las que los ritos de iniciación juegan un papel central, mientras las
sociedades nómadas tienen una religión “celeste”), o bien entre su
organización social y su concepción astronómica (É. Durkheim), o entre su
estructura de poder y su concepción del mundo (H. Frankfort, E. O.
James). Una operación semejante se ha efectuado también en el estudio de
sociedades más desarrolladas, al relacionar un “estilo de pensar”
predominante con una organización social o un modo de producción. Por
ejemplo, la relación entre la concepción astronómica medieval y la
sociedad jerárquica, o entre la concepción mecanicista del mundo y la
manufactura (Max Scheler); o bien entre la organización de la polis griega
y la metafísica presocrática (George Thomson); o, en fin, entre la sociedad
“unidimensional” y el cientificismo empirista (Marcuse).
En todos estos casos, el investigador establece una analogía entre una
estructura económica o social, por una parte, y una concepción general del
mundo o estilo de pensar, por la otra. De allí la multiplicidad y vaguedad
de términos que suelen usar esos autores para describir la relación entre
ambas: correspondencia, reflejo, imagen, semejanza, etc. Se pretende
descubrir una correspondencia entre dos estructuras, que puede ser de
varias clases. En unos casos, se establece un isomorfismo entre ambas
estructuras; por ejemplo, entre el carácter jerárquico y cerrado de la
sociedad y un sistema astronómico, o entre el equilibrio que establece la
ley en la ciudad y el equilibrio de los elementos del cosmos bajo un
principio ordenador. En otros casos, se trata más bien de una similitud
entre rasgos característicos de dos campos de una sociedad; por ejemplo,
entre la producción agraria y los dioses de la fertilidad, entre el poder
imperial que regula la producción y los dioses solares reguladores de la
marcha cósmica; habría aquí una semejanza entre tipos de actividades
realizadas en esferas distintas. También puede pensarse en establecer
paralelos entre el nivel de las fuerzas productivas de una sociedad y un
estilo de pensar; por ejemplo, entre el alto desarrollo de la técnica y un
racionalismo tecnológico, o entre una situación de escasez y un
pensamiento mágico. De cualquier modo, se establecen correspondencias
entre tipos de relaciones de producción o de relaciones sociales, por una
parte, y tipos de creencias colectivas, por la otra.
Pero esa correspondencia no puede pretender ser causal. En efecto,
para que así fuera faltaría demostrar dos cosas: 1) Habría que demostrar
que entre las dos estructuras correspondientes existe una relación
necesaria, de modo que a cualquier sociedad de un tipo definido
corresponda un tipo determinado de creencias. 2) Faltaría probar que el
tipo de relaciones de producción determina el tipo de concepción del
mundo, y no a la inversa. Ninguno de esos dos puntos queda demostrado al
establecer la correspondencia. El razonamiento por analogía establece, por
principio, similitudes entre dos estructuras o dominios de una sociedad,
pero no una relación de determinación necesaria entre ellos. Tampoco
puede conducir al establecimiento de leyes generales, sino sólo a la
consideración de regularidades típicas, que no excluyen la posibilidad de
contraejemplos históricos.
Por otra parte, la comunidad de forma o de rasgos característicos entre
una y otra estructura tiene que ser muy general. Para encontrar una
analogía entre ellas tenemos que hacer de lado muchas características
diferenciales y considerar sólo un conjunto limitado de rasgos comunes.
Luego, sin hacerles violencia, la analogía no es aplicable a doctrinas
particulares complejas, sino sólo a “ideas del mundo”, “creencias básicas
comunes”, “estilos de pensar” constituidos por unos cuantos rasgos que
pueden encontrarse en varias doctrinas y discursos diferentes. Así, la
analogía sólo puede dar cuenta de las creencias más generales que
constituyen una ideología. Por ejemplo, se puede señalar la
correspondencia entre una sociedad agraria y una religión en la que tienen
importancia dioses y ritos de fertilidad, pero no explicar las características
específicas que distinguen a esa religión de otras análogas; se puede
esperar que en una sociedad tecnológica avanzada se den ciertas formas de
pensamiento racionalista y pragmatista, pero no se puede dar razón de tal
o cual doctrina filosófica o científica particular en función de esa
correspondencia.
Por fin, la analogía suele establecerse entre la situación económica o la
organización de una formación social considerada como una unidad, por
una parte, y el estilo de pensar común a toda la sociedad, o a toda una
época histórica, por la otra. Es difícil que pueda establecerse, sin
violencia, una analogía entre la situación de un grupo o clase social
determinados y sus creencias particulares.
Pese a esas limitaciones, tampoco esta segunda vía carece de interés
teórico. En efecto, si bien no puede suministrar una explicación causal,
permite describir rasgos relevantes de tipos de relaciones económico
sociales a los que corresponderían tipos de estilos de pensamiento. El
razonamiento por analogía tendría también un valor eurístico. Al estudiar
un caso concreto, el historiador o el sociólogo pueden orientar su
investigación por la búsqueda de las correspondencias señaladas y
alcanzar así una interpretación coherente de los datos de que disponen.
Con todo, en ningún caso pueden pretender aplicar esas correspondencias a
modo de leyes explicativas.
En suma, las dos vías que hemos resumido se han mostrado útiles para
lograr una interpretación y comprensión más racional de las sociedades.
Ambas pueden tener un valor eurístico que oriente la investigación
empírica; ambas pueden fungir como hipótesis contrastables con los datos
históricos o sociológicos. Pero ninguna constituye una teoría explicativa
completa; ninguna puede pretender enunciar leyes generales ni establecer
relaciones causales necesarias. Para que tuvieran fuerza explicativa,
deberían acompañarse de un esquema teórico que estableciera relaciones
de determinación causal entre las distintas condiciones consideradas y que
fuera aplicable a cualquier caso posible. Para ello, dicho esquema debería
establecer con claridad las relaciones entre los diversos factores que unen
la base económica con la superestructura.
PROPUESTA DE UN NUEVO ESQUEMA TEÓRICO
Propongamos otra manera de proceder: poner en relación la situación
económica de distintos grupos con sus modos de pensar, mediante un
término intermedio: sus disposiciones a actuar. Partiríamos de un esquema
teórico que permitiera conectar la base con la superestructura, mediante
eslabones intermedios. Podría ser el siguiente:
1) La posición de cada grupo en el proceso de producción y
reproducción de la vida real condiciona su situación social.
2) La situación social de cada grupo condiciona las necesidades
preferenciales que tienen sus miembros.
3) Esas necesidades preferenciales tienden a ser satisfechas. Para ello,
generan impulsos y valoraciones hacia ciertos objetos de carácter social;
esos impulsos y valoraciones constituyen disposiciones a actuar, de
manera favorable o desfavorable en relación con aquellos objetos.
4) Las disposiciones a actuar en relación con los objetos sociales
condicionan (junto con otras condiciones adicionales) ciertas creencias.
El esquema teórico pretende ligar la base económica y social (1) con
las creencias (4) mediante dos eslabones intermedios: la creación de
necesidades preferenciales (2) que condicionan, a su vez, disposiciones
preferenciales (3). El término 4 se refiere sólo a ciertos conjuntos de
creencias colectivas que llamamos “ideologías”. Por ese concepto
entendemos un conjunto de creencias de un grupo social,
insuficientemente justificadas, que cumplen la función de promover el
poder de ese grupo. No podemos entrar aquí a justificar esa definición, que
intentamos en otro trabajo.7 El término 3 se refiere a disposiciones a
actuar que han recibido un nombre preciso en la psicología social
contemporánea: actitudes.
El término actitud aparece por primera vez con un sentido técnico, en
una obra de Thomas y Znaniacki.8 Esos autores concibieron la actitud
como una disposición psicológica en que el sujeto está dirigido hacia un
objeto de relevancia social y determina las respuestas de ese sujeto; la
dirección al objeto implica una apreciación favorable o desfavorable hacia
él. Por ello definieron la actitud como “un estado mental del individuo
dirigido hacia un valor”. La actitud se refería sólo a disposiciones
adquiridas por individuos pertenecientes a un medio social determinado;
se podían distinguir, así, de los instintos y de cualesquiera otras
disposiciones caracterológicas o innatas.
Muy pronto el concepto de actitud se convirtió en una idea central de la
psicología social. Aunque mantiene hasta la fecha cierta imprecisión, ha
mostrado ser útil en muchas investigaciones empíricas. Se intentó precisar
el concepto mediante nuevas definiciones. Destacan la de Bogardus como
“tendencia a actuar en favor o en contra (towards or against) de un factor
circundante, que adquiere así un valor positivo o negativo”, y la de
Thurstone, como “la carga de afecto en favor o en contra de un objeto
psicológico”.9 La actitud se refería, pues, primordialmente a una
disposición afectiva y valorativa dirigida a un objeto, de carácter
socialmente adquirido.
Gordon W. Allport suministrará una definición más precisa que, aún
hoy, puede considerarse válida: “Una actitud es un estado mental o
neuronal de disposición (readiness), organizado mediante la experiencia,
que ejerce una influencia directiva o dinámica sobre la respuesta del
individuo a todos los objetos o situaciones con los que está relacionado”.10
Influida por la definición anterior podemos encontrar otra más concisa en
un autor reciente, Martin Fishbein: la actitud sería “una predisposición
aprendida a responder a un objeto dado, de una manera consistentemente
favorable o desfavorable”.11 Ambas definiciones permiten distinguir la
actitud de otros componentes psíquicos. Puesto que la actitud es aprendida
o deriva de la experiencia, se distingue de otras disposiciones no
adquiridas, como las caracterológicas e instintivas; puesto que tiene una
relación afectivovalorativa o dinámica con su objeto, se distingue de otras
disposiciones adquiridas, como las creencias puramente descriptivas; por
último, puesto que es una disposición a responder, puede distinguirse de
estados no disposicionales, como los sentimientos.
Entre actitudes y creencias habría relaciones estrechas. Ambas pueden
comprenderse como disposiciones a responder a determinada manera, pero
mientras la actitud se refiere al factor afectivo y evaluativo de la
disposición a actuar, la creencia se refiere al factor cognoscitivo.
Podríamos decir que la actitud está determinada por pulsiones (deseos,
quereres, afectos) dirigidas hacia el objeto, mientras la creencia está
determinada por las propiedades que el sujeto aprehende en el objeto o le
atribuye. Esta diferencia podría ejemplificarse en el uso de distintos
enunciados para una y otra disposición. Si decimos “los negros huelen
mal” —señala Allport— expresamos una creencia, en cambio la frase “no
soporto a los negros” expresa una actitud. El primer tipo de enunciado
atribuye una propiedad a un objeto, con mayor o menor probabilidad; el
segundo expresa una preferencia, de mayor o menor grado, hacia el objeto.
El concepto de actitud tiene un valor explicativo, tanto de otras
disposiciones psíquicas como de acciones. En efecto, fue introducido
justamente para explicar un síndrome de acciones —entre las que se
encuentran respuestas verbales— que presentan cierta consistencia entre
sí, aunque se den en circunstancias diversas. Por ejemplo, la expresión de
opiniones negativas sobre los negros, los variados comportamientos de
repudio ante miembros de esa raza, el disgusto ante sus costumbres o
hábitos, manifestados en circunstancias variadas y referidos a individuos
distintos, pueden explicarse como un conjunto coherente si los suponemos
determinados por una misma actitud negativa ante el objeto social
“hombre negro”. De este modo, comportamientos y creencias que pueden
diferir considerablemente entre sí y parecer desligados, se relacionan, al
referirlas a una actitud común. Posiciones conservadoras en política,
creencias religiosas tradicionales, preferencias sexuales machistas,
conductas familiares represivas, opiniones morales convencionales,
pueden conectarse entre sí al considerarlas determinadas por una actitud
peculiar, que podríamos llamar autoritaria. Así, una misma actitud puede
condicionar una multiplicidad de comportamientos y creencias.
Con todo, la relación entre actitudes y creencias empieza apenas a ser
estudiada en forma sistemática. Martin Fishbein y sus colaboradores son
pioneros en este tema. Junto con Raven, Fishbein ideó un método empírico
para medir por separado creencias y actitudes. Mediante la aplicación de
ciertas escalas pueden estudiarse las diferencias y relaciones entre esas
dos variables.12 Los resultados son prometedores. Por lo pronto, permiten
algunas conclusiones generales:
1) Creencias y actitudes se condicionan recíprocamente. Los cambios
de actitudes tienden a causar cambios de creencias y viceversa.
2) Toda actitud implica ciertas creencias básicas, pero les añade una
dimensión afectivo-valorativa.
3) A la inversa, las actitudes hacia un objeto determinan un conjunto de
creencias acerca de ese objeto. Una misma actitud hacia un objeto puede
estar en la base de varios conjuntos de creencias referidas a ese objeto, que
comparten un “estilo de pensar” común.
Podemos estudiar también actitudes colectivas, esto es, actitudes
compartidas por una mayoría significativa de un grupo social. De hecho,
todo grupo social más o menos organizado tiende a promover en sus
miembros esas actitudes comunes. Las actitudes colectivas hacia ciertos
objetos sociales constituyen un lazo de cohesión y condicionan creencias
comunes en muchos grupos. Esas creencias comunes, a su vez, refuerzan
las actitudes. Por ejemplo, la actitud favorable a la autoridad parental,
transmitida por una educación represiva, conduce a creencias acerca de la
sociedad que favorecen en ella la estabilidad y el orden; éstas, a su vez,
refuerzan las actitudes autoritarias.
El esquema teórico que proponemos señala sólo las relaciones más
generales entre los distintos factores que condicionan las creencias. Todas
ellas tendrían que confirmarse empíricamente. Para ello habría que
demostrar cómo: 1) a las diferentes posiciones en el proceso de
producción corresponden variaciones de situaciones sociales; 2) a las
diferentes situaciones sociales corresponden necesidades preferenciales en
los individuos y a éstas, actitudes determinadas; y 3) a las variaciones de
actitudes corresponden variaciones en las creencias. La primera relación
compete a una investigación social, dirigida por el principio general
señalado por Marx; las otras dos relaciones competen a la psicología
social. Para obtener una confirmación empírica del esquema teórico
propuesto, se requerirían aún muchas investigaciones concretas. Mientras
no se realicen en forma sistemática, no podemos extraer conclusiones
acerca de la validez explicativa del esquema teórico. Sin embargo, existen
ya algunos trabajos que permiten razonablemente esperar su confirmación
en investigaciones posteriores.
Los estudios sobre el prejuicio, realizados en el campo de la psicología
social, han permitido establecer una relación entre ciertas actitudes y
ciertas variables sociales que las condicionan. Los investigadores en este
campo no han buscado expresamente condicionamientos de clase;13 han
perseguido más bien la relación entre actitudes y características sociales
tales como posición social, movilidad, heterogeneidad, etc. B. Bettelheim
y M. Janowitz14 encontraron relaciones significativas entre la situación de
los individuos en la escala social, las formas de educación de grupos
sociales, su movilidad social, por una parte, y las actitudes prejuiciosas,
por la otra. G. W. Allport,15 como consecuencia de su estudio sobre el
prejuicio, llegó a proponer 10 “leyes” que según él establecerían las
condiciones sociales de ciertas actitudes. Las actitudes colectivas estarían,
así, determinadas por variables sociales que pueden detectarse
empíricamente. Por otra parte, Allport demuestra la función que tienen las
actitudes en beneficio del grupo: mantienen su cohesión interna, refuerzan
su dominio sobre otros grupos y regulan o equilibran sus relaciones frente
a ellos, funciones todas asignadas, en la literatura marxista, a la ideología.
Éstas y otras muchas investigaciones empíricas arrojan consecuencias
importantes. Ante todo, permiten distinguir entre actitudes individuales y
colectivas, y establecen con firmeza la existencia de actitudes de grupo.
Además, pueden caracterizar tipos de actitudes colectivas que cumplen
una función específica en el mantenimiento y la reproducción de las
relaciones sociales que las condicionan. Sobre todo, abren la posibilidad
de concebir la correspondencia entre sistemas de creencias y ciertos
factores sociales, ya no como un postulado abstracto, sino como una
relación susceptible de examen empírico, mediante la medición de
actitudes.
Otros estudios han permitido también establecer relaciones entre
conjuntos de creencias y actitudes. Desde la labor innovadora de Adorno y
sus colaboradores,16 se abrió una vía prometedora en el estudio de las
creencias estereotipadas de grupos sociales: ponerlas en relación con los
tipos de personalidad que las condicionan. El concepto de personalidad
puede entenderse como un síndrome de actitudes. La personalidad está
condicionada por formas de educación y de vida familiar, las cuales
dependen, a su vez, de relaciones sociales determinadas. Así concebido ese
concepto, pueden establecerse tipos de personalidad que sirvan para
explicar la existencia de estilos de pensamiento y de creencias comunes a
muchos individuos. Conjuntos variados de creencias, que pueden diferir de
una persona a otra pero que orientan comportamientos semejantes, pueden
explicarse si están determinados por un tipo de personalidad. M.
Rokeach,17 por su parte, aunque obtuvo resultados en parte diferentes a los
de Adorno, confirmó la posibilidad de emplear métodos empíricos para
mostrar el condicionamiento de sistemas de creencias, en tipos de
personalidad, los cuales dependerían, a su vez, de estructuras familiares.
Esos estudios bastan para mostrar la viabilidad de nuestra hipótesis: el
concepto de actitud puede fungir como el eslabón intermedio que permite
conectar la base social con los sistemas de creencias colectivas. Por otra
parte, suministran al esquema teórico propuesto una referencia a hechos
observables, que permiten confirmarlo o falsificarlo.
El esquema que proponemos es susceptible de aplicarse en las dos vías
de investigación señaladas en el apartado anterior. En ambas pondría en
relación, mediante condiciones intermedias, las relaciones económicas y
su superestructura. Podría aplicarse al estudio de situaciones históricas
concretas, guiado por el principio eurístico que antes mencionamos.
Nuestro esquema teórico incitaría, por una parte, a descubrir actitudes
colectivas, debajo de la multiplicidad de creencias expresadas por los
distintos actores de la historia; por la otra, a poner esas actitudes en
relación con situaciones sociales propias de cada grupo. El concepto de
actitud histórica de una clase o de un grupo social permitiría conectar las
condiciones económicas y sociales con las ideologías de ese grupo y
suministrar una explicación racional a un proceso histórico.18
El esquema propuesto permite también conectar causalmente las dos
estructuras entre las que un pensamiento analógico puede establecer
correspondencias más o menos vagas. Por ejemplo, la correspondencia
entre una sociedad agraria y su forma de religión podría explicarse porque
el proceso de producción engendra ciertas necesidades, las cuales
propician actitudes afectivas y valorativas dirigidas a los procesos de
fertilidad, crecimiento y renovación de la naturaleza; estas actitudes
determinan, a su vez, estilos de pensamiento que están en la base de
ciertas creencias religiosas. La correspondencia entre campos separados se
explica al señalar, en las necesidades y actitudes sociales, sus nexos
causales. La aplicación del mismo esquema permitiría, por otra parte,
descartar como vanas e infundadas otras analogías en las que no pudiera
encontrarse ese nexo causal.
D IFICULTADES DEL ESQUEMA PROPUESTO
Pese a las ventajas señaladas, el esquema teórico que proponemos presenta
serias dificultades. Su consideración permitiría precisarlo, pues sólo al
darles respuesta podría nuestro esquema convertirse en una teoría acabada.
Tratemos de enumerarlas:
1. Relaciones entre situaciones sociales y necesidades preferenciales.19
Sólo en un modelo idealizado de sociedad podríamos considerar en forma
aislada los distintos grupos, clases, estamentos que la componen. Sólo en
ese modelo abstracto se podrían caracterizar necesidades preferenciales
distintas para cada grupo, que corresponderían a distintas situaciones
sociales. Pero en ninguna sociedad real se encuentran grupos aislados.
Todos sufren la influencia de otros grupos y de la formación social global
a la que pertenecen. Por ello podemos encontrar en un grupo necesidades
preferenciales que podrían no derivar de su posición social específica, sino
haber sido inducidas en él por otros grupos o clases sociales. De las
necesidades propias de un grupo, que constituyen carencias reales
derivadas de su situación particular como grupo, habría que distinguir las
necesidades “artificiales” derivadas de su relación con la sociedad a que
pertenece. Muchas de ellas podrían ser resultado del sistema de
dominación a que el grupo está sujeto. Serían entonces las actitudes y
creencias de otros grupos o clases sociales las que provocarían esas
necesidades artificiales. Por ejemplo, a las necesidades específicas de un
proletariado marginal urbano se añaden necesidades consumistas,
inducidas en él por los sistemas de publicidad y de comunicación de
masas, manejados por grupos comerciales dominantes; la inducción de
esas necesidades ayuda a mantener la situación dominada del proletariado
marginal. Sin embargo, aun en este caso, la aparición de necesidades
artificiales en ese grupo puede explicarse por un doble factor que remite a
su situación social. Por un lado, también ellas están condicionadas por la
situación social del grupo, porque de ésta forman parte, no sólo las
características que lo distinguen de otros grupos, sino también las que lo
ligan a ellos en el seno de una formación social. Por otro lado, las
creencias y actitudes de los grupos dominadores, que inducen esas
necesidades en los dominados, pueden explicarse, a su vez, por la
situación social de dominio y por la necesidad que dichos grupos
dominadores tienen de mantenerla.
Si esto es así, para explicar las creencias y actitudes de un grupo A
debemos admitir dos tipos de cadenas causales: 1) Una cadena lineal: la
situación social específica de A causa necesidades preferenciales propias
de A y éstas determinan actitudes y creencias igualmente características de
ese grupo, destinadas a satisfacerlas. 2) Cadenas más complejas, por
ejemplo: la situación social de A en relación con la formación social a la
que pertenece, condiciona la recepción de actitudes y creencias propias de
los grupos B o C; esas actitudes y creencias inducen en A otras
necesidades preferenciales; por otra parte, las actitudes y creencias propias
de los grupos B o C están condicionadas por su propia situación en la
formación social a la que pertenecen. De este modo, pese a la complejidad
que pudieran tener esas cadenas causales, la situación social de los
distintos grupos —determinada por su lugar en el proceso de producción—
sigue siendo la condición explicativa “en última instancia”.
Las observaciones anteriores se aplican también a situaciones
individuales. En algunos individuos pueden crearse necesidades
preferenciales, distintas a las propias de su grupo, que adquieren por su
contacto con otros grupos de su sociedad o aun de otras sociedades; estas
nuevas necesidades podrían dar lugar a actitudes y creencias susceptibles
de modificar parcialmente la situación social del grupo. Estamos entonces
ante un fenómeno de cambio de actitudes, que puede dar lugar a
situaciones de movilidad social, o de “desclasamiento”.
Notemos que, así como las necesidades preferenciales determinan
actitudes y creencias que les corresponden, las necesidades artificiales
inducidas a un grupo desde fuera, condicionan otras actitudes y creencias
inducidas. En el nivel de las creencias deberíamos distinguir también entre
creencias que responden a las necesidades reales, propias de la situación
peculiar del grupo, y creencias inducidas en él, que obedecen a la situación
del grupo en un sistema de dominación. Para diferenciar ambas habría que
fijarse en la función real que cumplen unas y otras.
Las primeras, al responder a necesidades propias del grupo, sirven para
orientar comportamientos que las satisfagan; son pues benéficas al grupo
en cuanto tal, al aumentar su sentido de identidad, su cohesión y su poder
de defensa o de dominio frente a otros grupos. Las segundas, al responder
a necesidades inducidas por las relaciones del grupo con otros, determinan
comportamientos que satisfacen necesidades propias de grupos ajenos y
refuerzan la relación de dominio respecto de ellos.
2. Actitudes y creencias colectivas. Otra dificultad concierne al modo de
establecer creencias y actitudes propias de un grupo. Tendríamos que
distinguir métodos diferentes, según el campo de estudio. En la
investigación social suelen usarse métodos de medición de actitudes y
creencias, mediante escalas que intentan cuantificar los resultados de la
aplicación de encuestas diseñadas al efecto. La actitud adjudicada a un
grupo corresponde a la manifestada por una mayoría significativa de sus
miembros. El método llega, así, a juicios de probabilidad que establecen
una frecuencia en la incidencia de actitudes, susceptible de ser medida
numéricamente. Este método sólo puede determinar relaciones de
probabilidad entre las condiciones que figuran en nuestro esquema teórico.
En la antropología social, la observación participante directa del
comportamiento de los miembros de un grupo, sin acudir a mediciones de
frecuencias, puede llegar a resultados semejantes por simple inducción.
En el quehacer histórico tenemos que proceder de otro modo, puesto
que está vedada la aplicación de encuestas a los actores históricos y no es
posible la investigación de campo. Partimos del testimonio documental de
comportamientos y creencias de distintos miembros de un grupo o una
clase, en una coyuntura determinada; a partir de ellos, inferimos actitudes
comunes a todos esos comportamientos y creencias. Si encontramos
manifestaciones individuales que no expresen esas actitudes comunes,
tenemos que explicarlas por su relación con otros grupos sociales. Al
inferir actitudes comunes partiendo de creencias y comportamientos
variados, nos dejamos guiar por nuestro esquema teórico: buscamos las
actitudes que responden a la situación social peculiar de ese grupo.20
3. Aplicación del esquema teórico a encuestas. Las encuestas y escalas de
medición empleadas hasta ahora en la psicología social no permitirían la
aplicación del esquema teórico propuesto en este trabajo. En efecto, todas
ellas son resultado de la desconfianza, de corte empirista, hacia los
modelos teóricos complejos, previos a la investigación de campo. Ninguna
ha partido del planteamiento previo de preguntas como las que se han
hecho en este trabajo. De ahí lo limitado de sus resultados. Para contrastar
con los hechos el modelo teórico propuesto, habría que elaborar encuestas
que partieran de un marco teórico en el que se incluyeran variables
susceptibles de medir, a la par que las actitudes, la situación social de los
grupos y sus necesidades preferenciales. A los métodos ideados por la
psicología social contemporánea habría que añadir el marco teórico
inspirado en el “principio” de Marx.
4. Distinción entre actitudes y creencias. Otra dificultad es que los
métodos de medición de actitudes usados con mayor frecuencia no
distinguen con suficiente claridad entre preguntas destinadas a dar a
conocer actitudes y preguntas referidas a creencias. La mayoría de las
escalas de actitudes han pretendido medir fundamentalmente la evaluación
positiva o negativa hacia un objeto, pero para ello toman en cuenta
respuestas verbales que expresan indistintamente creencias, intenciones y
afectos. La elaboración de métodos de medición más precisos, en la línea
abierta por Martin Fishbein y sus colaboradores, sería indispensable para
nuestro problema.
Por otro lado, como ya observamos, en historia no es posible aplicar
esos métodos. Para distinguir entre actitudes y creencias, el historiador
tratará de descubrir, debajo de las expresiones de creencias manifestadas
por los actores de la historia, supuestos afectivos y valorativos comunes, a
menudo no expresados, pero que tienen que admitirse como condición de
posibilidad de esas creencias.
5. Acción recíproca entre actitudes y creencias. En los procedimientos de
medición de actitudes se logra determinar, a menudo, las actitudes o
síndromes de actitudes que condicionan ciertas creencias, pero no pueden
separarse de ellas otras creencias básicas, implícitas en las actitudes. De
hecho, toda expresión de actitud presupone la creencia en la existencia
(real o posible) de su objeto. La actitud negativa hacia los negros, por
ejemplo, presupone, por lo menos, la creencia de que los negros existen y
de que son una raza humana distinta. Por supuesto que esa actitud
condiciona, a su vez, otras creencias más complejas sobre los negros;
permite, por ejemplo, aceptar con facilidad los estereotipos acerca de su
pretendida grosería, suciedad, pereza, etc. Habría, pues, que distinguir
entre las creencias condicionadas por una actitud y otras creencias básicas
presupuestas en esa actitud.
Por otra parte, entre actitudes y creencias se da una situación semejante
a la señalada en el punto 1, entre situaciones sociales y necesidades
preferenciales. También las creencias pueden inducir nuevas actitudes.21
Las actitudes condicionan la adopción de creencias que, a su vez,
refuerzan esas actitudes. Este proceso circular sirve para preservar y
reproducir una situación social. Por ejemplo, una estructura familiar
patriarcal y autoritaria da lugar a formas de educación que favorecen
ciertas actitudes ante el poder, la libertad individual, el sexo, etc., las
cuales condicionan sistemas de creencias; pero esos sistemas refuerzan, a
su vez, las actitudes originarias y, al hacerlo, preservan la estructura
familiar que las hizo posibles. Puede darse también otro caso: creencias
provenientes de fuera del grupo inducen en sus miembros actitudes
nuevas; las cuales pueden cambiar estructuras sociales. Existe pues una
circularidad aparente.
La aparente circularidad obliga a justificar por qué, dada la acción
recíproca entre actitudes y creencias, se eligen las primeras como
condiciones “adecuadas” frente a las segundas. Creo que podrían aducirse
dos razones decisivas.
Primera. Entre las condiciones iniciales de un efecto dado, se
considera causa adecuada a la que determina el efecto aunque varíen las
otras condiciones. En este caso, el concepto de actitud es introducido para
explicar, relacionándolos entre sí, conjuntos de creencias que pueden ser
muy diversos. Las creencias pueden variar, en un mismo sujeto o de un
sujeto a otro, permaneciendo la misma actitud. La personalidad, entendida
como conjunto organizado de actitudes, permanece en la base de varias
creencias cambiantes. No puede decirse lo mismo de las creencias; sería
difícil encontrar creencias comunes que permanecieran en un sujeto aun
cuando cambiaran sus actitudes.
Segunda. Las actitudes se encuentran ligadas, en forma directa, a las
necesidades y, a través de éstas, a las condiciones materiales. En este
sentido, son más elementales y primarias que las creencias derivadas de
ellas. Las necesidades provocan impulsos, deseos hacia los objetos o
situaciones objetivas que pueden satisfacerlas. Las creencias, en cambio,
pueden presentarse en un nivel más elaborado, no tienen esa relación
inmediata con las necesidades. Así, al elegir a las actitudes como
condiciones adecuadas, podemos obtener una cadena causal completa,
desde las situaciones materiales hasta las creencias, por intermedio de las
actitudes. Si procediéramos a la inversa, no podríamos establecer esa
cadena, pues no podríamos explicar los factores materiales a partir de las
creencias. Claro que la explicación supone una teoría de la personalidad,
en la que funjan como factores fundamentales las pulsiones destinadas a
satisfacer necesidades (o a abolir el estado de tensión que éstas provocan).
La interpretación alternativa (explicar las actitudes por las creencias)
tendría que comprometerse con otra teoría de la personalidad —de
carácter idealista— en la que se derivaran las necesidades, y las pulsiones
que provocan, a partir del sistema de creencias, lo cual parece imposible.
Al establecer las actitudes como causas adecuadas en relación con las
creencias, no podemos excluir, sin embargo, acciones reactivas de las
creencias para reforzar o cambiar actitudes previas. Cabría, en este punto,
una respuesta semejante a la que dimos, en el punto 1, sobre la acción
recíproca entre situaciones sociales y necesidades preferenciales. También
aquí sería menester explicar las creencias susceptibles de inducir nuevas
actitudes, por otras actitudes supuestas en esas creencias. Asimismo cabría
distinguir entre creencias originadas en actitudes propias del grupo y
creencias provenientes de fuera, basadas en actitudes y necesidades
preferenciales de otros grupos o del sistema social en su conjunto.
Las dificultades enumeradas no bastan, en mi opinión, para rechazar el
esquema teórico propuesto, pero sí indican la necesidad de completarlo y
afinarlo hasta llegar a una teoría acabada. Para lograrlo, sería menester
ponerlo a prueba, aplicándolo a situaciones concretas, tanto en la
investigación sociológica como en la histórica.
EL CONCEPTO DE “INTERÉS DE CLASE”
El concepto de actitud puede servir también para aclarar otro concepto de
la teoría marxista: el de interés.
Un pasaje conocido para estudiar ese concepto se encuentra en El 18
brumario de Luis Bonaparte.22 Lo que convierte a los ideólogos
demócratas en representantes de la pequeña burguesía, escribe Marx, “es
que no rebasan, en su mente, los límites que tienen los pequeñoburgueses
en su vida; que, por lo tanto, se ven impulsados, en la teoría, a los mismos
problemas y soluciones que impulsan a aquéllos, en la práctica, el interés
material y la situación social”. Analicemos este párrafo. Se trata de un
razonamiento por analogía. Existe una semejanza entre: 1) una forma de
vida, impulsada por un interés material, y 2) una mentalidad teórica. La
segunda representa a la primera, en la medida en que puede establecerse
esa analogía. Sin embargo, en todo razonamiento por analogía debe haber
un término medio que permita poner en relación los dos extremos
considerados. En este caso, el único concepto que puede fungir como
término medio es el de interés de clase: la forma de vida de los
pequeñoburgueses puede compararse con la mentalidad de los demócratas
porque en ambos se muestra un interés de clase semejante.
El interés de clase no puede revelarse en lo que los hombres dicen, sino
en su comportamiento. “Así como en la vida privada se distingue entre lo
que un hombre piensa y dice de sí mismo y lo que es y hace realmente, en
las luchas históricas cabe distinguir aún más entre las frases y figuraciones
de los partidos y su organismo real e intereses reales, entre la
representación que tienen de sí mismos y su realidad.”23 Hay que
distinguir, pues, entre creencias y discursos, por una parte, e intereses, por
la otra. Los intereses habría que leerlos en las acciones externas de los
partidos; corresponden, por ende, a disposiciones a actuar.
Por otra parte, el interés de clase motiva también la aceptación de
creencias generales. “No se debe tener la idea limitada de que la pequeña
burguesía quiere imponer, por principio, un interés egoísta de clase. Antes
bien, ella cree que las condiciones particulares de su liberación son las
condiciones generales, únicas dentro de las cuales puede ser salvada la
sociedad moderna y evitarse la lucha de clases.”24 El interés motiva en el
ideólogo creencias generales, mediante un proceso de “racionalización”:
hace que acepte como universalmente válidas creencias que lo favorecen.
En la misma forma, el interés motiva en los pequeñoburgueses
comportamientos prácticos benéficos para su clase. Así, el interés puede
servir de término medio en la analogía entre la conducta de la clase y la
mentalidad de sus representantes: la forma de vida de una clase cumple, en
la práctica, una función análoga a la que cumplen las creencias generales,
en la teoría: servir intereses.
Pero el término “interés” es vago. Para que motive tanto los
comportamientos como las creencias generales, habría que concebirlo
como una disposición a actuar dirigida por la preferencia hacia ciertos
objetos. Gordon W. Allport25 consideraba los intereses como “un tipo
especial de actitudes permanentes que se refieren, como regla, a una clase
de objetos, más que a un objeto singular”. Partiendo de esa definición,
podríamos entender como “interés de grupo o de clase” un conjunto de
actitudes permanentes, comunes a los miembros del grupo social, dirigidas
a una clase de objetos, que tienden a dar satisfacción a necesidades propias
de ese grupo. Así, esas actitudes permanentes pueden explicar que exista
un comportamiento de un grupo, consistente a través de varias situaciones,
dirigido a cumplir con necesidades del grupo: cohesión, defensa, dominio,
etc. Pero esas mismas actitudes permanentes permiten explicar también
que los miembros del grupo lleguen a ciertas creencias generales,
mediante la operación de “generalización” propia de la ideología.
Entender los intereses en función de actitudes colectivas permanentes,
comprobables por observación, permite añadir al esquema teórico
marxista un concepto que hace posible su verificación o falsación.
Cabría distinguir también, claro está, entre los intereses reales, propios
de una clase o grupo social, y los intereses aparentes, expresados de hecho
por esa clase o grupo, inducidos en él por otros grupos o clases. Los
primeros estarían constituidos por conjuntos de actitudes colectivas que
tienden a satisfacer necesidades reales, propias del grupo, y sirven para
reforzar su cohesión y sus capacidades de defensa y poder. Los segundos,
los formarían conjuntos de actitudes que tienden a satisfacer necesidades
artificiales, inducidas en el grupo, gracias a su situación en un sistema de
dominación, por otros grupos, y que sirven para reforzar ese sistema de
dominación.
El concepto de interés colectivo corresponde, así, en el esquema
teórico que hemos propuesto, a las “disposiciones a actuar” afectivas y
valorativas, o “actitudes permanentes”, las cuales permiten enlazar las
necesidades preferenciales de un grupo o clase con sus creencias. Por
ejemplo, las necesidades de un grupo dominante, para mantener sus
prerrogativas sociales, dan lugar a un interés específico, el cual, a su vez,
condiciona la aceptación de ciertas ideologías que justifican esas
prerrogativas. A la inversa, el interés emancipatorio real de ciertos grupos
dominados puede explicar su tendencia a impugnar ideologías imperantes
y ser explicado, a su vez, por las necesidades propias de su situación
explotada o reprimida. La relación entre forma de vida y mentalidad,
expresada como una relación de analogía en El 18 brumario, aparecería, en
nuestro esquema, como un condicionamiento social.
A LGUNAS CONCLUSIONES
El principio teórico señalado por Marx podría dar lugar a una teoría
explicativa, susceptible de contrastarse con los hechos, si se elabora un
esquema teórico que incluya conceptos disposicionales. Éstos fungirían
como los eslabones intermedios que permitirían enlazar la “base material”
de un grupo con sus sistemas de creencias. Como cualquier explicación
por disposiciones, no señalaría determinaciones necesarias, sino relaciones
de probabilidad y tendencias, susceptibles de medición, mediante métodos
adecuados.
Pero la utilización de un modelo teórico semejante supone el encuentro
de corrientes teóricas distintas; se enfrentaría, por ende, a dificultades
nacidas, no tanto de la crítica racional, cuanto del prejuicio.
Para que los métodos actuales de medición de actitudes pudieran
emplearse en la confirmación del condicionamiento social de las
creencias, habría que vencer la resistencia de muchos psicólogos
empíricos al empleo de modelos teóricos complejos; habría, en efecto, que
construir cuestionarios pensados expresamente para obtener respuestas a
las interrogantes de ese modelo teórico.
Habría que superar también otro prejuicio de signo contrario. Los
estudios marxistas sobre este tema han permanecido a menudo en el nivel
de la discusión conceptual y han desdeñado contrastar los principios
generales que utilizan, con enunciados de observación. El prejuicio
antiempirista de muchos autores marxistas los ha llevado al extremo de
considerar suspecta toda investigación sistemática de hechos concretos
que no se limite a apoyar sus tesis más generales.
Estos dos prejuicios de signo opuesto vuelven, sin duda, difícil la
adopción de la línea de investigación sugerida en este trabajo. Sin
embargo, creo que sólo podrá elaborarse una teoría acabada de la ideología
si somos capaces de proponer esquemas teóricos, susceptibles de ser
confirmados por métodos probados de investigación empírica. El concepto
de actitud, en su relación con los conceptos de necesidad y creencia,
podría servir para este propósito.
*
Una primera versión de este trabajo fue presentada el 12 de marzo de 1981 en el Departamento
de Filosofía de la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa. Quiero agradecer
los comentarios que me hicieron en esa ocasión José Porfirio Miranda y León Olivé; sus
observaciones me ayudaron a precisar ideas; muchas de ellas han sido incorporadas a esta
nueva versión.
1
Marx Engels Werke, Dietz Verlag, Berlín, 1961, t. 13, pp. 8-9 (en lo sucesivo: MEW).
2
Carta a J. Bloch, 21 de septiembre de 1890, MEW, t. 37, p. 465.
3
Carta a F. Mehring, l4 de julio de 1893, MEW, t. 39, p. 96.
4
Carta a C. Schmidt, 5 de agosto de 1890, MEW, t. 37, p. 436.
5
Carta a J. Bloch, 21 de septiembre de 1890, MEW, t. 37, p. 463.
6
Max Weber, The Methodology of the Social Sciences, The Free Press, Nueva York, 1968, pp.
174 y ss.
7
Véase “Del concepto de ideología”, supra, pp. 15 y ss.
8
Badger (ed.), The Polish Peasant in Europe and America, Boston, 1918.
9
Véase L. L. Thurstone, “The Measurement of Social Attitudes”, Journal of Abnormal and
Social Psychology, núm. 26, 1932, pp. 249-269.
10
“Attitudes”, en C. Murchinson (comp.), A Handbook of Social Psychology, Russell and
Russell, Nueva York, 1935, vol. 2, p. 810.
11
Véase Martin Fishbein e Icek Ajzen, Belief, Attitude, Intention and Behavior, Addison-Wesley
Pub. Co., Reading, Massachusetts, 1975, p. 6.
12
M. Fishbein y B. H. Raven, “The AB Scales: An Operational Definition of Belief and
Attitude”, Human Relations, 1962, vol. 15, pp. 35-44.
13
Sólo conozco dos trabajos de psicología social que se hayan planteado encontrar relaciones
entre determinaciones de clase y actitudes, con resultados interesantes pero muy limitados: J.
S. Bruner y L. Postman, “Symbolic Value as an Organizing Factor in Perception”, Journal of
Social Psychology, vol. 27, 1948, pp. 203-208, y N. Warren, “Social Class and Construct
System: an Examination of the Cognitive Structure of Two Social Class Groups”, British
Journal of Social and Clinical Psichology, vol. 5, 1966, pp. 254-260.
14
Social Change and Prejudice, 3ª ed., The Free Press, Nueva York, 1975.
15
The Nature of Prejudice, Addison-Wesley Pub. Co., Cambridge, Massachusetts, 1954.
16
The Authoritarian Personality, Science Editions, John Wiley and Sons, Nueva York, 1964.
17
The Open and Closed Mind, Basic Books, Inc., Nueva York, 1960.
18
Antes de exponer los fundamentos teóricos de este método lo puse en práctica en un trabajo de
historia: El proceso ideológico de la revolución de Independencia, 4ª ed., UNAM, 1953,
1982. En ese estudio, las actitudes históricas de los distintos grupos, que están condicionadas
por sus situaciones económicas y sociales, sirven para explicar sus ideologías políticas.
19
Las dificultades a las que responden este punto y el siguiente me fueron planteadas por León
Olivé.
20
En el trabajo histórico mencionado en la nota 18 seguí este procedimiento metódico.
21
Este punto me fue señalado por José Porfirio Miranda.
22
MEW, t. 8, p. 142.
23
MEW, t. 8, p. 139.
24
Ibid., p. 141.
25
Véase Murchison, op. cit, p. 808.
FILOSOFÍA Y DOMINACIÓN
EN NUESTRA época, la actividad filosófica se ha vuelto motivo de
perplejidad. Sus doctrinas parecen estar destinadas a dar paso a un saber
racionalmente más seguro, la ciencia, o bien a disfrazar opiniones
socialmente manejables, las ideologías. ¿Entre ciencia e ideología queda
algún lugar para la filosofía? ¿Tiene algún objeto aún, entre la fascinación
por la mentalidad científica y las intoxicaciones ideológicas, aquel
pretendido saber que nunca estuvo demasiado seguro de sí mismo? ¿Para
qué la filosofía?, preguntamos con frecuencia. Estas breves reflexiones,
más tentativa que logro, buscarán una respuesta por un camino sesgado: la
filosofía vista desde la estructura social de dominio.
La filosofía siempre ha tenido una relación ambivalente con el poder
social y político. Por una parte, tomó la sucesión de la religión como
justificadora teórica de la dominación. Todo poder constituido ha tratado
de legitimarse, primero en una creencia religiosa, después en una doctrina
filosófica. Todo poder por constituir ha buscado en el fervor de una
promesa divina, en la visión de un mundo utópico o en el análisis racional
de una sociedad, el fundamento de sus pretensiones revolucionarias. Tal
parece que la fuerza bruta que sustenta al dominio careciera de sentido
para el hombre si no se justificara en un fin aceptable. El discurso
filosófico, al relevo de la religión, ha estado encargado de otorgarle ese
sentido: es un pensamiento de dominio.
Por otro lado, la filosofía ha sido vista a menudo como un ejercicio
corrosivo del poder. Desde Grecia, el filósofo genuino aparece como un
personaje inconforme, cínico o extravagante, o bien desdeñoso de la cosa
pública, distante y distinto, “escondido en un rincón…, murmurando con
tres o cuatro jovenzuelos” (Gorgias, 485d). Con frecuencia es tildado de
corruptor, de disolvente, de introductor de peligrosas novedades. A lo
largo de la historia, casi todo filósofo renovador ha merecido, en algún
momento, alguno de estos epítetos: disidente, negador de lo establecido,
perturbador de las conciencias, sacrílego o hereje, anárquico o libertino,
reacio e independiente, cuando no francamente revolucionario. En efecto,
la actividad filosófica auténtica, la que no se limita a reiterar
pensamientos establecidos, no puede menos de ejercerse en libertad de
toda sujeción a las creencias aceptadas por la comunidad: es un
pensamiento de liberación.
Justificadora del poder y negadora de la sujeción de la razón,
pensamiento de dominio y pensamiento de liberación. ¿Cómo explicar esta
ambigüedad? ¿La contradicción aparente no podrá revelarnos una
característica importante de la filosofía? Examinemos los dos rasgos con
que, desde Sócrates, se ha presentado la actividad filosófica: ésta ha
pretendido ser, a la vez, reforma del entendimiento y elección de vida
nueva.
Veamos el primer rasgo. Tratemos primero de caracterizar lo que tiene
de específico la pregunta filosófica frente a otro tipo de interrogante. La
pregunta filosófica lleva a su término una operación que se encuentra
implícita en cualquier pregunta científica: poner a prueba tanto las
creencias recibidas como el aparato conceptual supuesto en ellas. Pero, en
su labor cotidiana, la “ciencia normal” (en la acepción de Kuhn) se refiere
principalmente a hechos, a objetos o clases de objetos y a relaciones entre
esos hechos u objetos. La manera de responder a los problemas planteados
es comprender esos hechos y relaciones mediante un “paradigma” o una
teoría conceptual previamente aceptados por esa disciplina científica.
Porque tiene que dar razón de hechos u objetos dados, el pensamiento
científico parte de ciertas creencias básicas, con las que los interpreta y
explica, y a las que no puede poner en cuestión en su proceso explicativo.
Explicar quiere decir: subsumir hechos o relaciones entre hechos bajo
esquemas conceptuales cuya validez se acepta. Así, la “ciencia normal” no
es posible más que sobre la base de un marco conceptual, compartido por
la comunidad científica, de paradigmas y de teorías explicativas, supuestas
por la misma pregunta, que no se ponen en cuestión en la labor cotidiana
de la ciencia. Sólo cuando un paradigma o una teoría se muestra incapaz
de dar razón de los hechos, la interrogación ha de dirigirse a ellos. En esos
casos, la pregunta ya no se refiere a hechos, objetos o relaciones entre
ellos, sino a las creencias básicas y los conceptos supuestos en la ciencia
normal. Sólo entonces el científico siente la necesidad de poner a prueba
su propio aparato conceptual. La pregunta científica se radicaliza. Esa
radicalización es un paso de la pregunta científica a la filosófica.
La pregunta filosófica, en efecto, no se refiere a hechos u objetos del
mundo, ni siquiera a clases de ellos; se refiere al marco conceptual
supuesto en cualquier pensamiento sobre esos hechos u objetos, y, por
consiguiente, atañe a las creencias básicas que anteceden a cualquier
interpretación o explicación racionales. La suscita un permanente
asombro, una perplejidad ante cualquier opinión no revisada, ante
cualquier creencia compartida, ante cualquier saber heredado; azoro frente
a “lo aceptado sin discusión”, frente a “lo obvio”. Desde Sócrates, que
recorría las calles de la ciudad para sacudir la seguridad de sus
conciudadanos en sus opiniones, hasta Wittgenstein, empeñado en señalar
a la mosca la salida de la botella de su propio aparato conceptual, el
filósofo se ha adjudicado la tarea de poner en cuestión todo supuesto, toda
opinión aceptada sin discusión, toda convención compartida, poner en
cuestión, en último término, el sistema de conceptos que permite formular
una pregunta con sentido. Su objeto es puramente conceptual. Por eso, si el
conocimiento implica una relación con hechos u objetos del mundo, la
filosofía propiamente no conoce, piensa. Es un pensamiento sobre el
conocimiento; un pensamiento que interroga sobre nuestra pretensión de
saber. En algún momento, en el siglo XVII, ese pensamiento quiso ser tan
radical que pretendió partir de la duda universal acerca de todas las
creencias recibidas, para reconstruir sobre bases firmes la ciencia. Ahora
comprendemos lo imposible de esa empresa; hemos aprendido que aun el
cuestionamiento más radical tiene que seguir admitiendo creencias básicas
de las que no puede deshacerse. Pero, si bien la filosofía no puede ser una
“reconstrucción universal del saber”, como quería Descartes, sí puede ser,
al menos, una “reforma del entendimiento”.
La pregunta filosófica conduce a la crítica de la razón por ella misma.
Ésta podría resumirse en tres operaciones ligadas entre sí. Primero: El
análisis de los conceptos. Permite rechazar los conceptos oscuros y
alcanzar conceptos cada vez más precisos: reforma de nuestro aparato
conceptual. Segundo: El examen de las razones en que se fundan
enunciados que expresan nuestras creencias. Permite rechazar las
opiniones infundadas y llegar a creencias fundadas en razones: reforma de
nuestras creencias. Tercero: Lo anterior permite deslindar las preguntas
que no pueden formularse, por carecer de sentido o de respuesta, de otras
legítimas, y llegar así a preguntas cada vez más iluminadoras: reforma de
nuestra capacidad inquisitiva. Aunque se restrinja este proceso al examen
de conceptos y cuestiones específicas, como las que habitualmente trata el
filósofo, el entendimiento no puede ser el mismo antes y después de él. La
crítica de la razón conduce inevitablemente al olvido de conceptos oscuros
y creencias infundadas y a la formulación de nuevos conceptos y
creencias; libera el entendimiento, así sea parcialmente, de ciertas
creencias aceptadas sin discusión; le permite reformar el marco
conceptual en que se basan esas creencias.
Ahora bien, ninguna sociedad podría subsistir sin un sistema de
creencias compartidas y un marco conceptual aceptado, que son
transmitidos día con día por la educación y la práctica social. Esas
creencias reiteradas rigen el comportamiento social, permiten una acción
ordenada dentro de la estructura de dominación existente. Constituyen, de
hecho, un aparato de dominio sobre las mentes, que asegura la reiteración
del orden social.
La actividad filosófica pone en cuestión las creencias adquiridas al
pertenecer a una sociedad, para acceder a otras, basadas en la propia razón.
Cada quien debe examinar por sí mismo los fundamentos de sus creencias.
Por eso la transmisión de una verdad filosófica es lo contrario del
adoctrinamiento. No consiste en comunicar opiniones, sino en hacer ver
las razones en que se funda una creencia, de tal modo que el otro sólo hará
suya esa creencia si los fundamentos en que se basa se imponen a su
propio entendimiento. Comunicar una verdad filosófica consiste en abrir
la mente ajena para que vea, por sí misma, las razones en que se funda.
“La filosofía no se enseña —dijo Kant—; sólo se enseña a filosofar.” En
efecto, frente al adoctrinamiento de las mentes por las voces exteriores, la
actividad filosófica pretende despertar en cada quien su propio “maestro
interior”, como llamaba san Agustín a la voz de la propia razón. Así, la
reforma del entendimiento libera la mente de su sujeción a las creencias
impuestas y la pone en franquía para aceptar las que vea por sí misma.
Emancipa a la razón del dominio de las convenciones, rompe la sujeción a
los aparatos conceptuales que reiteran un dominio.
Es cierto, muchos filósofos pueden no plantearse ese objetivo; en el
mundo académico actual, algunos incluso lo despreciarían: quisieran
parecer “neutrales” frente a toda situación de dominio. ¿Qué más alejado,
en apariencia, de una actividad liberadora, que un análisis conceptual
sobre un tema específico del lenguaje ordinario o del discurso científico,
como los que llenan hoy en día las revistas especializadas de filosofía?
Con todo, en la medida en que ese análisis cuestiona y analiza conceptos
previamente aceptados, en la medida en que discute creencias
compartidas, por más restringidos que sean unos y otras, pone en
entredicho, aun sin proponérselo, un instrumento de dominación. Por su
preguntar mismo y por su operación crítica, no por su intención expresa, la
actividad filosófica es un pensamiento disruptivo, es decir, cumple una
función de ruptura de las creencias.
Por ello, la actividad filosófica ha solido presentarse con imágenes que
expresan, con distintas variantes, un tema común: la negación de una
situación servil o enajenada y el acceso de la razón a una situación
liberada de su servidumbre. Los ejemplos históricos abundan: prisioneros
atados en una caverna que escapan, por fin, hacia la luz solar; abandono de
la dispersión y recogimiento sobre sí mismo; iluminación interior;
destrucción de los “ídolos del foro y del teatro”; descubrimiento de una
“razón pura”; conversión de una “actitud natural”, olvidada de la propia
razón, a la “actitud reflexiva”; “curación”, “terapia” contra los engaños del
lenguaje. Por distintas que sean esas imágenes, en todas se expresa un
movimiento de ruptura.
Pasemos ahora al segundo rasgo que señalábamos como característico
de la filosofía. Desde sus inicios, la filosofía no está desligada de una
búsqueda de la “vida buena”. La reforma del entendimiento revela
también, a menudo, el camino de una vida justa. La vida filosófica se
distingue de otras elecciones de vida por pretender fundarse en un examen
personal de la razón liberada, y no en los “decires” (“mitos” en griego) de
la comunidad.
¿Cuál es esa “vida buena” señalada por la libre razón? Las
discrepancias son enormes. Los modelos de vida que presentan las
distintas filosofías varían considerablemente. Pueden incluso situarse
entre extremos en apariencia opuestos: en un polo, por ejemplo, el
desprendimiento de todo apego a la vida mundana, predicado por un
Plotino; en el otro, la afirmación nietzscheana de la vida plena; de un lado,
la impasibilidad estoica ante los sufrimientos; del otro, la afirmación,
desde Platón a Schopenhauer, del amor o la compasión como vías de
salvación; en un extremo, Aristóteles y Spinoza: la paz de la actitud
contemplativa; en el otro, Marx: la entrega a la praxis transformadora del
mundo. Dentro de esta diversidad de posiciones, ¿no habrá en todas ellas
un rasgo común que pudiera definirlas respecto al tema que nos ocupa?
La búsqueda de la “vida buena” se inicia en un cambio de actitud:
rechazo de valores y formas de vida usuales, y elección de otros valores no
cumplidos cabalmente. La vida buena no se realiza siguiendo las
convenciones reiteradas día con día, que mantienen unida a la sociedad y
permiten la continuidad de un orden. Por lo general, la postulación de la
“vida justa” deja de confirmar las creencias morales que justifican esa
práctica social e implica la aceptación de una moral más alta, que rompe
con usos y valoraciones establecidos. A menudo, ese cambio de actitud
llega hasta una inversión de valores: en su límite, la vida buena supone la
elección de lo distinto a la práctica reiterada en la sociedad establecida.
Así, en una sociedad donde priva el afán de poder, el sabio griego elige
sufrir la injusticia antes que cometerla, o bien preservar su libertad
interior, puro de toda ambición y de todo dominio; en un mundo henchido
de apariencias, el filósofo hindú elige el vacío interior y el apartamiento; y
muchos siglos más tarde, en una civilización enajenada por el lucro y la
explotación, será el filósofo quien postule de nuevo lo otro: un mundo
futuro donde el hombre llegará a ser hermano del hombre. Cualesquiera
que sean las formas en que se presente la vida nueva, coinciden en un
punto: es siempre liberación y autenticidad. La sociedad de dominación
existente no realiza esa vida; para acceder a ella hay que romper con el
conformismo de ideologías y morales convencionales. La “vida buena” se
coloca, de algún modo, fuera de las prácticas sociales dominantes: se
proyecta en un mundo de utopía, se refugia en una pequeña comunidad de
sabios, se encierra en la altiva independencia del individuo, o bien se
concreta en un grupo o clase social impugnadora del dominio. La vida
buena es lo otro en el seno de la sociedad existente.
En la mayoría de las filosofías, la vía de la liberación, aunque se
presente como universal, se ofrece sólo a cada individuo. En algunas, en
cambio, se postula como ideal de liberación colectiva. A la imagen del
hombre justo liberado, sucede la de la liberación de la comunidad de todos
los hombres. El filósofo se convierte entonces en reformador o aun en
revolucionario. Con ello amplía la búsqueda de la vida justa del “alma”
individual a la sociedad entera. El pensamiento disruptivo propio de toda
filosofía adquiere, así, un nuevo alcance. Es difícil entender a los filósofos
reformadores o revolucionarios si no suponemos, en el fondo de su
reflexión, esa búsqueda de la vida justa de que antes hablamos. Por
estricto que sea el rigor científico con que algunos pretendan ejercer su
pensamiento, siempre está presente el cambio de actitud que lleva a
rechazar los valores de la sociedad de dominio y a postular los contrarios.
Así como la vida justa individual se realiza “fuera” de las prácticas
dominantes, la vida colectiva justa se coloca en un estado situado “más
allá” de la sociedad existente. No sólo eso: la sociedad existente sólo
puede justificarse si se funda en ese estado distinto, ya sea porque derive
de él y realice sus valores, o porque tienda a él como a su fin. La
dominación sólo es legítima si se basa en un estado sin dominio. En
efecto, en el estado que legitima el poder se ha suprimido la estructura de
dominio propia de la sociedad existente; justo por ello, se sitúa “fuera” de
ella. En unas filosofías se trata de un estado ajeno a la historia; se coloca
entonces en la naturaleza (la “ley natural”), en un orden ideal (como en La
república de Platón), o en un “no-lugar” (la Utopía). En otras, está situado
antes de la sociedad civil, en un “estado de naturaleza” previo a la
dominación. En algunas, por fin, se coloca en el fin de la historia, en un
“mundo de los fines” o en una “sociedad sin clases”, donde la raíz misma
de la dominación se disolvería.
La reforma del entendimiento suele acompañarse, así, de un proyecto
de reforma de vida y, eventualmente, de una reforma de la comunidad. Si
por su preguntar teórico, la actividad filosófica era cuestionamiento y
discrepancia, por su actitud práctica adquiere un signo más de negación.
Frente al pensamiento utilizado para integrar la sociedad y asegurar así su
continuidad como esa misma sociedad, el pensamiento filosófico es un
pensamiento de ruptura, de alteridad.
¿Cómo es posible entonces que se convierta tan fácilmente en
servicial? ¿Por qué extraña dialéctica ese pensamiento disruptivo se
transforma en un sostén de la sociedad de dominio?
Revisemos los dos rasgos que distinguíamos en la filosofía: la reforma
del entendimiento y la elección de una forma de vida. Por el primero, la
filosofía consiste en una actividad racional continua; en ella, el preguntar,
el poner en cuestión, el analizar y precisar conceptos sólo se detienen un
momento para sentar sus resultados y continuar de inmediato con una
nueva inquisición. Ningún argumento puede darse por concluido, ningún
análisis llega a conceptos que no puedan a su vez analizarse, ninguna
respuesta deja de remitir a una nueva interrogante. Crítica permanente de
la razón, su progreso no consiste en formular enunciados definitivos, sino
en disolver falsas preguntas y plantear otras más iluminadoras, en rechazar
conceptos confusos y alcanzar otros más precisos. Con todo, el resultado
de esa actividad se fija en un discurso, esto es, en un conjunto de
enunciados enlazados entre sí en un orden o en un sistema. La reflexión
queda apresada, detenida en proposiciones concluyentes: se expresa en un
conjunto de tesis, que pueden proponerse a la aceptación o el rechazo del
otro. El discurso filosófico, fijado en cláusulas, definiciones, premisas,
conclusiones, se independiza de la actividad racional que lo produjo;
objetivado, se da por un producto acabado de la razón. Ya no sirve sólo
para comunicar el camino de la razón en su proceso inquisitivo, sino para
expresar un conjunto de creencias que pueden o no compartirse. Al
plasmarse en un discurso, la actividad filosófica puede convertirse en
doctrina.
Doctrina es un conjunto enlazado de opiniones que pueden enseñarse.
Transmitir la filosofía como actividad reflexiva consistía en despertar en
cada quien su propia razón para que ésta viera por sí misma. Aceptar un
enunciado filosófico significaba seguir y reproducir con la propia razón la
pregunta, el análisis y la argumentación que condujo a ese enunciado.
Comunicar una doctrina filosófica, en cambio, consiste en proponer un
conjunto de creencias conectadas entre sí, para que el otro se adhiera a
ellas. No se transmite la actividad racional sino su producto. Codificado en
su propia germanía, sellado como un sistema consistente de opiniones, el
producto de la razón, separado de su práctica productora, puede manejarse
como una “concepción del mundo”, creencia común de una escuela, de una
“corriente filosófica”, cuando no de un grupo, de una secta. El aprendiz de
filósofo ya no es llamado a repetir en sí mismo el asombro y la inquisición
de su propia razón; ahora es invitado a seguir un “ismo”, a dejarse guiar
por las tesis de una escuela. El pensamiento liberador de toda creencia
compartida ha dado lugar así a un nuevo sistema compartido de creencias.
Proceso semejante sucede con la filosofía entendida como reforma de
vida. La postulación de la “vida buena” supone un cambio personal de
actitud. Por eso, en este campo, la filosofía no está desligada de la
práctica. El pensamiento filosófico invita a elegir una forma de vida, la
práctica de esa vida corrobora el pensamiento. La vida nueva no puede
fundamentarse sin el testimonio personal. Así como, en su actividad
crítica, la transmisión del filosofar sólo podía ser el despertar de la libre
razón del otro, en su propuesta práctica, la transmisión de la filosofía sólo
consiste en suscitar en el otro la convicción personal y el cambio de
actitud que lo lleve a abrazar una nueva forma de vida. Las razones que
comunica el discurso filosófico tienen ese último propósito. Pero, también
aquí, el resultado de la actividad filosófica, al expresarse en un discurso,
puede transformarse en una doctrina moral o política. Se presenta como
un conjunto consistente de tesis y sentencias, de valoraciones, de normas o
preceptos de vida, de regulaciones prácticas. Entonces puede ser usada,
manipulada, para orientar y dirigir la acción de los demás.
Su codificación en una doctrina es la amenaza que pesa sobre todo
pensamiento liberador, tanto el que busca la emancipación personal, en
una práctica moral, como el que intenta una liberación colectiva, en la
práctica política. En todos los casos, el pensamiento disruptivo puede
coagularse en un sistema codificado de sentencias, tesis, preceptos,
recetas. Detenido, separado de la práctica individual o social, según el
caso, ya no se transforma al tenor de la vida que lo produjo. Comunicar la
filosofía convertida en doctrina ya no consiste en invitar a un cambio de
actitud para que el otro elija libremente una práctica nueva de vida, sino
en transmitir un conjunto de creencias, para que el otro sujete su vida a
ellas.
Al convertirse en doctrina, una filosofía puede ser usada para mover a
los otros con distintos propósitos; pero hay uno que me interesa destacar:
puede servir como instrumento de cohesión social. En una sociedad
dividida en clases, la cohesión buscada no puede menos que reproducir
sistemas de dominación. Legisladores, sacerdotes, moralistas pueden
hacer suya una doctrina de liberación personal para consolidar un grupo,
una iglesia, una clase social; aparatos políticos, burocracias, partidos,
pueden apropiarse una doctrina de liberación colectiva para justificar su
poder. Con tal de integrarse en el grupo y sentirse seguros en él, los
individuos someten su razón a la doctrina aprendida. La actividad
destinada a poner en cuestión las creencias que nos dominan genera
entonces creencias que dominan de nuevo a las mentes. Esto es posible por
un doble paso: primero, la independencia del discurso filosófico respecto
de la práctica racional que lo produjo, y su fijación en una doctrina.
Segundo, su utilización como instrumento de cohesión y de dominio. Al
dar este segundo paso, la filosofía viene a convertirse en ideología.
Esa conversión satisface una necesidad. Todo grupo social requiere
creencias que, compartidas por todos sus miembros y al reiterarse en el
comportamiento cotidiano, le presten homogeneidad y cohesión.
Las creencias aceptadas comúnmente se manifiestan en disposiciones a
actuar de modo que se mantenga el orden y la seguridad en el grupo. Las
creencias compartidas nos ocupan, en el doble sentido del término: nos
dan nuestro lugar dentro de una estructura social, incluso dentro de un
orden cósmico, y nos mantienen “ocupados”, esto es, nos permiten actuar
debidamente en los papeles sociales que nos corresponden. Al ocuparnos
en una sociedad regida por la dominación, las creencias compartidas, a
cambio de satisfacer nuestra necesidad de integración y seguridad,
aseguran nuestra colaboración en la estructura de poder existente.
Así, el pensamiento disruptivo, al utilizarse en una doctrina que se
enseña y comparte, puede dar lugar a un pensamiento integrador,
destinado a mantener la continuidad. El pensamiento que abría la razón a
lo distinto de las creencias aceptadas, puede desembocar en un
pensamiento cuya función es reiterar lo mismo: las creencias usuales y
usadas en un grupo. Es esa función, y no su contenido, lo que separa un
pensamiento de liberación de un pensamiento de dominio, la filosofía de
la ideología. Un mismo discurso, al ser transmitido, puede suscitar en el
otro la liberación de sus prejuicios y el despertar de la propia razón, o
bien, por el contrario, imponérsele como una opinión indiscutida que lo
ocupa e integra en una estructura de dominio; en este segundo caso, el
“maestro interior” de cada quien cede su lugar a toda clase de maestros
“externos”.
Ahora se nos hará más claro, tal vez, por qué los poderes sociales
acuden a la filosofía para legitimarse. La dominación sólo es efectiva
cuando los dominados la aceptan. Por ello tiene que presentarse como nodominación, esto es, como realización de otros valores: libertad, equidad,
felicidad, etc. El estado de dominación se legitima en el consenso si se
presenta como una situación en que puede realizarse lo otro de la
dominación, postulado por la filosofía. La utilización del pensamiento de
lo distinto como instrumento para reproducir la misma situación de
dominio es justamente la ideología.
Esta operación se realiza mediante un pensamiento encubridor: tal es el
pensamiento de dominación. El encubrimiento consiste en presentar el
pensamiento de ruptura como si se ejerciera al compartir las creencias que
aseguran la continuidad social; presentar el pensamiento de liberación, que
abre a una forma de vida y a una sociedad distintas, como si se expresara
en doctrinas comúnmente aceptadas, que aseguran la reiteración de la
forma de vida y la sociedad existentes.
El encubrimiento ideológico puede verse en el uso que el poder
político puede hacer de las doctrinas filosóficas. En muchos casos el
ejercicio de una dominación aparece como una realización histórica de
aquel otro estado postulado por una filosofía. Los ejemplos en la historia
del pensamiento son muchos: la Conquista española pretende realizar los
valores del cristianismo, que es justamente negación de toda conquista; la
dictadura jacobina invoca el “contrato social”, que tenía por fin preservar
la libertad; la explotación capitalista pretende garantizar los derechos del
hombre, que implican la negación de toda explotación; la dominación de
las nuevas burocracias se justifica en la liberación del proletariado, que
conduciría a la negación de todo dominio burocrático. ¿No ha sido el
destino de la mayoría de los pensamientos libertarios el de ser usados para
justificar situaciones de dominio? Al alejarse de la práctica que le dio
origen, al abandonar su cuestionamiento continuo, al fijarse en un “ismo”,
un pensamiento libertario está listo para convertirse en servidor de un
poder establecido. La ideología es ese encubridor del pensamiento
filosófico, que utiliza sus doctrinas al servicio de una dominación.
Al término de estas reflexiones podemos regresar a nuestra pregunta
inicial: ¿Para qué la filosofía? La integración social requiere un
pensamiento reiterativo que nos ocupe. En las sociedades actuales, el
pensamiento reiterativo opera como instrumento de dominación. La
sociedad dominada se rigidiza en un sistema enajenante: los productos de
la razón dominan a su productor. Pero todo progreso, toda liberación
implica ruptura. La actividad filosófica es el tábano de la conformidad
ideológica. Impide la tranquila complacencia en las creencias aceptadas,
reniega de la satisfacción de sí mismo en las convicciones reiteradas. Con
ello, da testimonio perpetuo de la posibilidad de liberación de la razón.
Y ¿no es ahora más necesario que nunca ese pensamiento de ruptura,
en esta época de pensamiento homogeneizado, reducido a lugares
comunes, enlatado y consumido en grandes cantidades, en esta sociedad de
pensamiento manipulado, servicial, fascinado por la fuerza y el poder, en
esta época y en esta sociedad, en suma, en que la razón parece haber sido
domesticada por el afán de ganancia o de dominio? Si la ideología nace de
la necesidad de seguridad e integración sociales, la filosofía satisface una
necesidad de autenticidad y libertad. ¿No está ahora más viva que nunca
esa necesidad? ¿No requerimos con urgencia aprender a asombrarnos de
nuevo ante las opiniones que, por “obvias”, se nos quieren inculcar,
aprender a poner en cuestión de nuevo todos los mitos con que nos han
adormecido, recuperar la precisión y veracidad de los conceptos bajo los
disfraces gastados de los discursos en uso?
Así entendida, la filosofía no puede reducirse a su práctica profesional.
Ningún profesor guarda el monopolio de la actividad filosófica, ni hay
academia alguna que garantice su ejercicio. La filosofía es la actividad
disruptiva de la razón y ésta se encuentra en el límite de todo pensamiento
científico. Porque toda ciencia genuina, al ser radical, es crítica constante
del pensamiento usado y usual, propio de la ideología. La filosofía no es
una profesión, es una forma de pensamiento, el pensamiento que
trabajosamente, una y otra vez, intenta concebir, sin lograrlo nunca
plenamente, lo distinto, lo alejado de toda sociedad en que la razón esté
sujeta. Lo distinto, nunca alcanzado, buscado siempre en la perplejidad y
en la duda, es veracidad frente a prejuicio, ilusión o engaño, autenticidad
frente a enajenación, libertad frente a opresión.
EL SENTIDO DE LA HISTORIA
D AR RAZÓN DEL PRESENTE
Historia, ¿para qué? La primera respuesta en acudir a la mente sería: la
historia obedece a un interés general en el conocimiento. Al historiador,
como a cualquier científico, le interesa conocer un sector de la realidad; la
historia tendría como objetivo el esclarecimiento racional de ese sector. En
este sentido, el interés del historiador no diferiría del que pudiera tener un
entomólogo al estudiar una población de insectos o un botánico al
clasificar las diferentes especies de plantas que crecen en una región. Igual
que al entomólogo o al botánico, al historiador le basta esa afición por el
conocimiento para justificar su empeño. Sin duda, así sucede con
cualquier ciencia: se justifica en el interés general por conocer, el cual
cumple una necesidad de la especie. Porque la especie humana necesita del
conocimiento para lograr lo que en otras obtiene el instinto: una
orientación permanente y segura de sus acciones en el mundo.
Con todo, quien diera esta respuesta correría el riesgo de disgustar a
más de un historiador. Cualquier historiador pensaría que, después de todo,
su disciplina tiene una relevancia para los hombres mayor que la de un
entomólogo, y que sus investigaciones, aunque presididas por un interés en
conocer, están motivadas también por otros afanes más vitales, ligados a
su objeto. Una colonia de abejas no puede despertar en nosotros, diría, el
mismo tipo de interés que una colectividad humana. Si logramos
determinar el objeto al que se dirige la atención del historiador, frente al
que retiene la de otros científicos, daríamos quizá con una diferencia
específica del conocimiento histórico.
Un acercamiento podría ser: la historia responde al interés en conocer
nuestra situación presente. Porque, aunque no se lo proponga, la historia
cumple una función: la de comprender el presente. Desde las épocas en
que el hombre empezó a vivir en comunidad y a utilizar un lenguaje, tuvo
que crear interpretaciones conceptuales que pudieran explicarle su
situación en el mundo en un momento dado. En los pueblos primitivos, el
pensamiento mítico tiene a menudo un sentido genético. Muchos mitos
son etiológicos: intentan trazar el origen de una comunidad, con el objeto
de explicar por qué se encuentra en determinado lugar y en tales o cuales
circunstancias. Algunos pueblos invocan leyendas para dar razón de la
presencia de la tribu en un paraje y de su veneración por algún lugar
sagrado, por ejemplo: los primeros antecesores surgieron del fondo de la
tierra por una cueva situada en el centro del territorio de la tribu. Otros
pueblos atribuyen su origen a un antepasado divino, más o menos
semejante al hombre, cuyas actividades, fundadoras de costumbres o
instituciones, narran los mitos. El totemismo tiene, entre otros aspectos, el
de remitir a la génesis de una colectividad humana: hay clanes que
nacieron de un determinado animal, otros, de otro; esto explica la
peculiaridad de sus caracteres y hábitos. El origen de diferentes
instituciones, regulaciones y creencias suele también señalarse en
acontecimientos que sucedieron en un tiempo remoto. Así, hay mitos para
explicar las relaciones de parentesco, que las refieren a un momento en
que se establecieron, leyendas que justifican el poder de ciertas personas
por alguna hazaña de sus antecesores semihumanos, mitos que dan razón,
por sucesos del pasado remoto, de una emigración, de la erección de un
poblado, de la preferencia por una especie de caza, de un hábito
alimenticio. Parecería que, de no remitirnos a un pasado con el cual
conectar nuestro presente, éste resultara incomprensible, gratuito, sin
sentido. Remitirnos a un pasado dota al presente de una razón de existir,
explica el presente.
Esta función que cumplía el mito en las sociedades primitivas la
cumple la historia en las sociedades desarrolladas. Un hecho deja de ser
gratuito al conectarse con sus antecedentes. A menudo, la conexión es
interpretada como una explicación y el antecedente en el tiempo, como
causa. En historia se suelen confundir las dos acepciones de la palabra
“principio”. Principio quiere decir “primer antecedente temporal de una
secuencia”, “inicio”, pero también tiene el sentido de “fundamento”, de
base en que descansa la validez o la existencia de algo, como cuando
hablamos de “los principios del derecho”, o “del Estado”. La historia quizá
nazca, como lo hizo notar Marc Bloch, de lo que él llamó “ídolo de los
orígenes” o “ídolo de los principios”, es decir, de la tendencia a pensar
que, al hallar los antecedentes temporales de un proceso, descubrimos
también los fundamentos que lo explican.
La historia nacería, pues, de un intento por comprender y explicar el
presente acudiendo a los antecedentes que se presentan como sus
condiciones necesarias. En este sentido, la historia admite que el pasado
da razón del presente; pero, a la vez, supone que el pasado sólo se
descubre a partir de aquello que explica: el presente. Cualquier
explicación empírica debe partir de un conjunto de hechos dados, para
inferir de ellos otros hechos que no están presentes, pero que debemos
suponer para dar razón de los primeros. Así también en la historia. El
historiador pensará, por ejemplo, que el Estado actual puede explicarse por
sus orígenes, pero si se propone esa tarea es justamente porque ese Estado
existe, en el presente, con ciertas características que plantean preguntas; y
son esas preguntas las que incitan a buscar sus antecedentes. El historiador
tiene que partir de una realidad actual, nunca de una situación imaginaria;
esto es lo que separa su indagación de la del novelista, quien también, a
menudo, escudriña en el pasado. Quiere esto decir que, a la vez que el
pasado permite comprender el presente, el presente plantea las
interrogantes que incitan a buscar el pasado. De allí que la historia pueda
verse en dos formas: como un intento de explicar el presente a partir de
sus antecedentes pasados, o como una empresa de comprender el pasado
desde el presente. Puede verse como “retrodicción”, es decir, como un
lenguaje que infiere lo que pasó a partir de lo que actualmente sucede.
Esta observación podría ponernos en la pista de una motivación
importante de la historia.
El historiador, al examinar su presente, suele plantearle preguntas
concretas. Trata de explicar tal o cual característica de su situación que le
importa especialmente, porque su comprensión permitirá orientar la vida
en la realización de un propósito concreto. Entonces, al interés general por
conocer se añade un interés particular que depende de la situación concreta
del historiador. Es cierto que ese interés particular puede quedar
inexpresado, oculto detrás de la obra; es cierto también que a menudo
puede permanecer inconsciente para el historiador, asunto de psicología, al
margen de los métodos históricos empleados; pero aunque no esté dicho,
se muestra en las preguntas —explícitas o tácitas— que presiden la obra
histórica. Así, el intento de explicar nuestro presente no puede menos que
estar motivado por un querer relacionado con ese presente. Benedetto
Croce describía la historia como “el acto de comprender y entender
inducido por los requerimientos de la vida práctica”. En efecto, la historia
nace de necesidades de la situación actual, que incitan a comprender el
pasado por motivos prácticos.
Si nos fijamos en esta relación presente-pasado, veremos cómo son
intereses particulares del historiador, que se originan en su coyuntura
histórica concreta, los que suelen moverlo a buscar ciertos antecedentes,
de preferencia a otros.
A modo de ejemplos podríamos recordar algunos momentos de la
historiografía. La historia política con base documental tiene sus inicios
en historiadores renacentistas italianos: ellos necesitaban indagar los
antecedentes en que se basaban los pequeños Estados de la península, con
el objeto de recomendar a los príncipes las medidas eficaces para
consolidarse. El comienzo de una metodología crítica se encuentra en
historiadores y teólogos de la Reforma protestante. ¿Por qué en ellos?
Porque querían dejar de lado lo que consideraban aberraciones del
catolicismo; había que explicar por qué la Iglesia se había corrompido y
redescubrir el mensaje auténtico del Evangelio, para normar sobre él sus
vidas. Para ello tuvieron que establecer métodos más confiables, que
permitieran discriminar entre los documentos verdaderos y los falsos,
someter a crítica la veracidad de los testigos, antiguos padres, legisladores
e historiadores de la Iglesia, determinar los autores y las fechas de
elaboración de los textos. Para poder demostrar la justeza de sus
pretensiones tuvieron que intentar un nuevo tipo de historia. Por más útiles
que hayan sido al interés general de la ciencia, los inicios de la crítica
documental estuvieron motivados por un interés particular de la vida
coetánea.
Pensemos en ejemplos más cercanos a nosotros. La historia de México
nace a partir de la Conquista. Los primeros escritos responden a un hecho
contemporáneo: el encuentro de dos civilizaciones; intentan manejarlo
racionalmente para poder orientar la vida ante una situación tan desusada.
De allí los diferentes tipos de historia con que nos encontramos. Los
cronistas escriben con ciertos objetivos precisos: justificar la Conquista o
a determinados hombres de esa empresa, fundar las pretensiones de
dominio de la cristiandad o de la Corona, dar fuerza a las peticiones de
mercedes de los conquistadores o aun de nobles indígenas. Otras obras
tienen fines distintos: las historias de los misioneros están dirigidas
principalmente a explicar y legitimar la evangelización, esto es, la
colonización cultural. Un examen superficial de las historias escritas por
misioneros basta para percatarnos de que responden a una pregunta
planteada por el presente: ¿cómo es posible “salvar” a ese nuevo pueblo,
es decir, asimilarlo a los valores espirituales de la cristiandad? En el siglo
XIX el condicionamiento de la historia por los requerimientos presentes es
aún más claro. Las historias que escriben Bustamente, Zavala y Alamán
están regidas por la misma idea: urge rastrear en el pasado inmediato las
condiciones que expliquen por qué la nación ha llegado a la situación
postrada en que se encuentra; al mismo tiempo que contestan preguntas
planteadas por su situación, justifican programas que orientan la acción
futura.
La historia intenta dar razón de nuestro presente concreto; ante él no
podemos menos que tener ciertas actitudes y albergar ciertos propósitos;
por ello la historia responde a requerimientos de la vida presente. Debajo
de ella se muestra un doble interés: interés en la realidad, para adecuar a
ella nuestra acción, interés en justificar nuestra situación y nuestros
proyectos; el primero es un interés general, propio de la especie; el
segundo es particular a nuestro grupo, nuestra clase, nuestra comunidad.
Por ello es tan difícil separar en la historia lo que tiene de ciencia de lo
que tiene de ideología. Sin duda, ambos intereses pueden coexistir sin
distorsionar el razonamiento; pero es frecuente que los intereses
particulares del historiador, ligados a su situación, dirijan
intencionadamente la selección de los datos, la argumentación y la
interpretación, a modo de demostrar la existencia de una situación pasada
que satisfaga esos intereses. Esta observación nos conduce a una segunda
respuesta.
INTEGRAR O LIBERAR
Los requerimientos de la vida presente que nos llevan a investigar los
antecedentes históricos no son individuales. Si lo que trato de explicar es
una situación conflictiva personal, ello me llevará a indagar en mi
biografía; podrá ser un estímulo para hurgar en mi pasado. Ese estímulo
estaría en la base de un análisis psicológico, pero no me conduciría a la
historia. Las situaciones que nos llevan a hacer historia rebasan al
individuo, plantean necesidades sociales, colectivas, en las que participa
un grupo, una clase, una nación, una colectividad cualquiera. Las
situaciones presentes que tratamos de explicar con la historia nos remiten
a un contexto que nos trasciende como individuos. Si escribo estas páginas
tengo en mente a las personas que pueden leerlas; detrás de ellas están las
ideas de otros muchos hombres; al publicarse, estas líneas formarán parte
de un complejo colectivo de relaciones económicas, sociales, culturales.
Lo que escribo puede ser objeto de historia en la medida en que se pone en
relación con esos contextos sociales que lo abarcan y le prestan sentido.
En cualquier situación concreta podemos descubrir conexiones
semejantes. Todos nuestros actos están determinados por correlaciones que
rebasan nuestra individualidad y que nos conectan con grupos e
instituciones sociales. Desde el momento en que vamos a comer a nuestra
casa, estamos ya inmersos en una institución, la familia, la que a su vez no
puede explicarse más que en el seno de otras instituciones; nos refiere, por
ejemplo, a regulaciones jurídicas y con ellas a un Estado. No hay acción
humana que no esté conectada con un todo. Pues bien, los requerimientos
de que, según decíamos, partía el historiador, suponen esos lazos
comunitarios. Sólo se hacen presentes en la medida en que tenemos cierta
conciencia de estar realizando propósitos en común y de estar sujetos a
reglas que nos ligan. Propósitos y reglas. No podría estar realizando ahora
este acto de escribir si no aceptara implícitamente ciertas reglas de
relación. Pueden no ser normas escritas, como las reglas más elementales
de comunicación entre los hombres, el respeto a las ideas ajenas, la
necesidad de claridad, la consideración del lector posible, etc.; pueden ser
más explícitas, como las que regularán todo el proceso de discusión,
impresión y distribución de estas páginas. Esas reglas responden a
propósitos compartidos, en este caso los del desarrollo y crítica de una
disciplina científica. Reglas y propósitos, al ligar a los miembros de una
comunidad, permiten su convivencia. No habría ningún comportamiento
social si no se diera esa especie de lazo entre los individuos. Una
colectividad, un grupo, una nación, mantienen su cohesión mediante las
reglas compartidas y los propósitos comunes que ligan entre sí a todos sus
miembros. La historia, al explicar su origen, permite al individuo
comprender los lazos que lo unen a su comunidad. Esta comprensión
puede dar lugar a actitudes diferentes.
Por una parte, al comprenderlas, las reglas y propósitos comunitarios
dejan de ser gratuitos; en la medida en que los insertamos en un proceso
colectivo que rebasa a los individuos, cobran significado. Por eso, dar
razón de ellos los afianza y justifica ante los individuos. Al hacer
comprensibles los lazos que unen a una colectividad, la historia promueve
actitudes positivas hacia ella y ayuda a consolidarlas. La historia ha sido,
de hecho, después del mito, una de las formas culturales que más se han
utilizado para justificar instituciones, creencias y propósitos comunitarios
que prestan cohesión a grupos, clases, nacionalidades, imperios. En Israel
primero, en Grecia y Roma después, la historia actuó como factor cultural
de unidad de un pueblo e instrumento de justificación de sus proyectos
frente a otros. Desde entonces, la historia ha sido un elemento
indispensable en la consolidación de las nacionalidades; ha estado
presente tanto en la formación de los estados nacionales como en la lucha
por la sobrevivencia de las nacionalidades oprimidas. En otros casos, la
historia que trata de regiones, grupos o instituciones ha servido para que
los individuos cobren conciencia de su pertenencia a una etnia, a una
comunidad cultural, a una comarca; al hacerlo, ha propiciado la
integración y perduración del grupo como colectividad. Ninguna actividad
intelectual ha logrado mejor que la historia dar conciencia de la propia
identidad a una comunidad. La historia nacional, regional o de grupos
cumple, aun sin proponérselo, con una doble función social: por un lado
favorece la cohesión en el interior del grupo; por el otro, refuerza actitudes
de defensa y de lucha frente a los grupos externos. En el primer sentido,
puede ser producto de un pensamiento que propicia el dominio de los
poderes del grupo sobre los individuos; en el segundo, puede expresar un
pensamiento de liberación colectiva frente a otros poderes externos. Las
historias nacionales “oficiales” suelen colaborar a mantener el sistema de
poder establecido y manejarse como instrumentos ideológicos que
justifican la estructura de dominación imperante. Con todo, muchas
historias de minorías oprimidas han servido también para alentar su
conciencia de identidad frente a los otros y mantener vivos sus anhelos
libertarios.
Pero el acto de comprender los orígenes de los vínculos que prestan
cohesión a una comunidad puede conducir a un resultado diferente al
anterior: en lugar de justificarlos, ponerlos en cuestión. Revelar el origen
“humano, demasiado humano” de creencias e instituciones puede ser el
primer paso para dejar de acatarlas. Al mostrar que, en último término,
todas nuestras reglas de convivencia se basan en la voluntad de hombres
concretos, la historia vuelve consciente la posibilidad de que otras
voluntades les nieguen obediencia. Las historias de la Iglesia, desde la
Reforma hasta el moderno liberalismo, contribuyeron tanto como la crítica
filosófica a la desacralización del catolicismo. La histoire des moeurs del
siglo XVIII fue un factor importante en la desmistificación del absolutismo.
Desde Herodoto, la historia, al mostrar la relatividad de las costumbres y
creencias de los distintos pueblos, ha sido un estímulo constante de crítica
a la inmovilidad de las convenciones imperantes.
En otros casos, los estudios “antioficiales”, al poner en cuestión las
versiones históricas en uso y develar los hechos e intereses reales que
dieron origen a las ideologías vigentes, han servido también para
desacreditarlas. Comprender que las reglas y los propósitos que el Estado
nos inculca fueron producto de intereses particulares puede arrojar sobre
ellos el descrédito. La historia obtiene también este segundo resultado
cuando se propone mostrar los procesos de cambio de instituciones y
normas de convivencia. Entonces revela cómo, detrás de estructuras que se
pretenden inmutables, está la voluntad de hombres concretos y cómo otras
voluntades pueden cambiarlas. Tal sucede en la historia de los procesos
revolucionarios o liberadores. Desde Michelet hasta Trotski, la historia de
las revoluciones ha servido de inspiración a muchos movimientos
libertarios.
¿Para qué la historia? Intentemos una segunda respuesta: para
comprender, por sus orígenes, los vínculos que prestan cohesión a una
comunidad humana y permitirle al individuo asumir una actitud
consciente ante ellos. Esa actitud puede ser positiva: la historia sirve,
entonces, a la cohesión de la comunidad: es un pensamiento integrador;
pero puede también ser crítica: la historia se convierte en pensamiento
disruptivo. Porque, al igual que la filosofía, la historia puede expresar un
pensamiento de reiteración y consolidación de los lazos sociales o, a la
inversa, un pensamiento de ruptura y de cambio.
O TORGAR UN SENTIDO
¿Se agotarían aquí nuestras respuestas? Quizá no. Tenemos la sensación de
que, en las dos respuestas anteriores, algo hemos dejado de lado. No
siempre expresa la historia un interés concreto en nuestro presente y en la
comunidad a que pertenecemos. ¿Acaso no nos interesa, apasionadamente
a veces, conocer la vida de pueblos desaparecidos, alejados para siempre
de nosotros, remotos en el tiempo y en el espacio? ¿No tendríamos un
interés especial, incluso, en la historia de los seres racionales más
distintos a nosotros, los que pertenecieran a una civilización extraña o
incluso a un planeta lejano? Estas preguntas podrían abrirnos a un interés
más profundo que los anteriores, quizá el más entrañable de los que
mueven a hacer historia. Sería el interés por la condición y el destino de la
especie humana, en el pedazo del cosmos en que le ha tocado vivir. Este
interés se manifiesta en dos preguntas, nunca expresadas, presupuestas
siempre en cualquier historia: la pregunta por la condición humana, la
pregunta por el sentido.
La historia examina, con curiosidad, cómo se han realizado las
distintas sociedades, en las formas más disímbolas; la multiplicidad de las
culturas, de los quehaceres del hombre, de sus actitudes y pasiones, el
abanico entero, en suma, de las posibilidades de vida humana se despliega
ante sus ojos. La sucesión de los distintos rostros del hombre es un espejo
de las posibilidades de su condición; a través de ellos puede escucharse lo
que hay de común, de permanente en ser hombre. Historia magistra vitae:
no porque dicte normas o consejos edificantes, menos aún porque dé
recetas de comportamiento práctico; “maestra de la vida” porque enseña, a
través de ejemplos concretos, lo que puede ser el hombre.
Pero la historia no dice todo eso en fórmulas expresas. Su fin no es
enunciar principios generales, leyes, regularidades sobre la vida humana,
ni acuñar en tesis doctrinarias una “idea del hombre”. La historia muestra
todo eso al tratar de revivir, en su complejidad y riqueza, pedazos de vida
humana. En este procedimiento está más cerca de las obras literarias que
de las ciencias explicativas. También la literatura intenta revelar la
condición humana mostrando posibilidades particulares de hombres
concretos. Sin duda, la literatura abre posibilidades verosímiles, pero
ficticias, y la historia, en cambio, sólo revive situaciones reales; sin duda,
la literatura se interesa, ante todo, por personajes individuales, y la
historia, por lo contrario, centra su atención en amplios grupos humanos;
sin duda, en fin, la literatura se niega a explicar lo que describe y la
historia no quiere sólo mostrar sino también dar razón de lo que muestra.
Pero, por amplias que sean sus diferencias, literatura e historia coinciden
en un punto: ambas son intentos por comprender la condición del hombre,
a través de sus posibilidades concretas de vida.
La pregunta por la condición humana se enlaza con la pregunta por su
sentido. Necesitamos encontrar un sentido a la aventura de la especie. Para
responder a esa inquietud, el pensamiento humano ha intentado varias
vías: la religión, la filosofía, el arte; la historia es otra de ellas. La
búsqueda del sentido no da lugar a un “para qué” del quehacer histórico
diferente a los dos que expusimos antes: está supuesto en ellos. El interés
en explicar nuestro presente expresa justamente la voluntad de encontrar a
la vida actual un sentido. Por otra parte, la historia nos lleva a comprender,
dijimos, lo que agrupa, lo que relaciona, lo que pone en contacto entre sí a
los hombres, haciendo que trasciendan su asilamiento. Con ello, estaría
respondiendo a la necesidad que tenemos de prestar significado a nuestra
vida personal al ponerla en relación con la comunidad de los otros
hombres. El historiador permite que cada uno de nosotros se reconozca en
una colectividad que lo abarca; cada quien puede trascender entonces su
vida personal hacia la comunidad de otros hombres y, en ese trascender, su
vida adquiere un nuevo sentido.
La existencia de un objeto, de un acontecimiento, cobra sentido al
comprenderse como un elemento que desempeña una función en un todo
que lo abarca. Veo una extraña barra de hierro. ¿Qué hace allí ese objeto?
“¡Ah!, es la palanca de una máquina”, me digo; el objeto ha dejado de ser
absurdo. La máquina ha dado un sentido a la existencia de la palanca, el
proceso de producción a la máquina, la sociedad de mercado al proceso de
producción, y así sucesivamente. La integración en una totalidad conjura
el carácter gratuito, en apariencia sin sentido, de la pura existencia. De
parecida manera, en los actos humanos. La carrera desbocada de un
hombre en los llanos de Maratón cobra sentido como parte de una batalla,
pero sería absurda si no hubiera salvado a un pueblo, el cual adquiere
significado al revivir dos milenios después en otras culturas, las cuales
cobran sentido…, hasta llegar a un término: la integración en la totalidad
de la especie humana.
La historia ofrece a cada individuo la posibilidad de trascender su vida
personal en la vida de un grupo. Al hacerlo, le otorga un sentido y, a la vez,
le ofrece una forma de perdurar en la comunidad que lo trasciende: la
historia es también una lucha contra el olvido, forma extrema de la
muerte. Y ¿cuál sería el grupo más amplio, el último, hacia el cual podría
trascender nuestra individualidad? La respuesta ha variado. En las
primeras civilizaciones, el mito primero, la historia después, otorgan
sentido al individuo al integrarlo en una tribu o en un pueblo, pero ese
pueblo sólo cobra sentido ante la mirada del dios. La historia judía no
rebasa, en este aspecto particular, la perspectiva reducida de los anales
egipcios o asirios. En Grecia, el horizonte empieza a ser más amplio: más
allá de la integración de los pueblos helénicos se apunta a una colectividad
en la que los actos tanto de los griegos como de los bárbaros cobrarían
sentido. Herodoto abre su historia con estas palabras: “Herodoto de
Halicarnaso expone aquí sus investigaciones (‘historia’, en griego, puede
traducirse por ‘investigación’) para impedir que lo que han hecho los
hombres se desvanezca con el tiempo y que grandes y maravillosas
hazañas, recogidas tanto por los griegos como por los bárbaros, dejen de
nombrarse”. Herodoto quiere impedir que un momento de vida se borre de
la mente de otros hombres y, en este punto, no hace diferencia entre
griegos y bárbaros; lo que lo mueve es, en último término, permitir que
esa vida subsista en la conciencia general de la especie.
Sin embargo, ni griegos ni romanos tuvieron una idea clara del papel
que podrían desempeñar sus pueblos en el seno de una colectividad más
amplia. Esto sólo acontece con la historia cristiana. Para ella, todos los
pueblos cumplen una función en un designio universal que compete a la
humanidad entera; con todo, ese designio no es inmanente a la propia
humanidad sino producto de la economía divina. Más tarde, a partir de
Vico, las leyes que gobiernan a la historia humana se conciben inherentes a
ésta. Los grandes ciclos de la vida de la humanidad o bien su progreso
hacia una meta final es lo que puede otorgar sentido a cualquier historia
particular. Por eso, la mayor trascendencia que puede alcanzar la historia
está ligada a la historia universal. En la historia universal cada individuo
quedaría incorporado a la especie, en una comunidad de entes racionales.
En ese empeño llegaría a su final el afán de integrar toda vida individual
en un todo que la trascienda. ¿Llegaría a su fin en verdad?
Si los actos humanos cobran un nuevo sentido al integrarse a una
comunidad y, a través de ella, a la humanidad, ¿no podríamos preguntar
también: y qué sentido tiene la especie humana, en la inmensidad del
cosmos? La historia actual no puede dar una respuesta, como no puede
darla ninguna ciencia; sólo la religión puede atreverse a balbucir alguna.
Pero, ¿cuál sería la comunidad última en que pudiera integrarse la historia
de la especie? Sólo la comunidad de todo ente racional y libre posible. Tal
vez, en un futuro incierto y lejano, en su persecución nunca satisfecha de
una trascendencia, el hombre busque el sentido de su especie en el papel
que desempeñe en el desarrollo de la razón en el cosmos, tal vez entonces
la historia universal de la especie se ligue a una historia cósmica.
Bastará una observación para mostrar que ese ideal está ya presente en
nosotros. Sin duda se nos ha ocurrido la posibilidad de que, en una
catástrofe futura, causada por los mismos hombres o por un
acontecimiento cósmico, la humanidad dejara de existir. ¿No sería para
nosotros una necesidad dejar un testimonio de lo que fuimos? Ante una
amenaza semejante, pensaríamos en dejar alguna señal, lo más completa
posible, de lo que fue la especie humana, para que, si en épocas futuras,
comunidades racionales de otros planetas vinieran al nuestro, rescataran
nuestra humanidad del olvido.
Éste sería, en suma, el último móvil de la historia, su “para qué” más
profundo: dar un sentido a la vida del hombre al comprenderla en función
de una totalidad que la abarca y de la cual forma parte: la comunidad
restringida de otros hombres primero, la especie humana después y, tal
vez, en su límite, la comunidad posible de los entes racionales y libres del
universo.
AUTENTICIDAD EN LA CULTURA
U N FALSO DILEMA
En nuestra época se inicia, quizá, la última etapa en un largo proceso: el de
la convergencia de todas las culturas hacia una cultura planetaria. Este
proceso tuvo su inicio en el siglo XVI, cuando la cultura cristiana
occidental tocó su último limes. Con la conquista de América y la
circunvalación del globo, dejó de haber para la cristiandad una frontera
última. La civilización nacida en el Mediterráneo empezó entonces su
expansión por el planeta; al proseguir su viaje en busca del límite,
regresaba a su lugar de partida. Pero la abolición de las últimas fronteras
implicaba también la supresión del centro. Hasta entonces, todas las
civilizaciones se habían desarrollado en un espacio cerrado, en torno de un
centro de irradiación. La civilización cristiana no fue una excepción.
Durante centurias Roma fue considerada su centro inmutable. Pero la
superficie de una esfera carece de márgenes; cualquier lugar puede ser el
centro, cualquiera la periferia. La expansión de la civilización occidental
hasta su última frontera fue también el inicio de la pérdida del centro. La
civilización occidental comenzó un proceso por el que dejaría de ser una
civilización circunscrita a un espacio limitado. Roma puede ahora estar en
cualquier parte. Sólo una cultura sin centro ni periferia puede aspirar a
convertirse en cultura universal. La pérdida del centro de la civilización
occidental, iniciada hace poco menos de cinco siglos, abrió así el camino a
la realización de una cultura unida en todo el planeta.
Sin duda, aún no hemos llegado al fin de ese proceso, aún no se ha
constituido la cultura planetaria; no obstante, tal vez hayamos dado el
último paso hacia la unificación. Ese paso fue posible gracias al enorme
adelanto de la tecnología de la comunicación. La ausencia de centro y de
periferia en nuestro mundo podría simbolizarse en dos imágenes: la visión
del planeta azul desde un satélite espacial y la audición simultánea de su
mensaje en todos los puntos del globo. La técnica y la ciencia son las
avanzadas de una cultura una, pero sólo sus avanzadas. Porque si bien el
conocimiento científico no excluye, por principio, a ningún pueblo, la
misma situación no existe en las otras esferas de la cultura ni, mucho
menos, en la organización política. La unificación de la ciencia universal
es sólo un inicio en la construcción de una cultura universal. El empeño de
mantener, en un planeta en realidad uno, centros de poder opuestos y
barreras mentales divisorias puede dar al traste con la marcha hacia la
unidad: en lugar de una Tierra unificada, su estallido en mil pedazos. De
allí que resulte tan importante aclararnos la relación entre el proceso de
unificación y los particularismos que se oponen a él. En este ensayo
solamente tocaré el problema en lo que atañe a los aspectos culturales.
Todo proceso de unificación implica rupturas. El largo camino de
convergencia, iniciado en el siglo XVI, pasa por feroces guerras de
conquista, destrucciones de culturas, servidumbre de pueblos enteros. La
marcha hacia una cultura universal no ha sido resultado del consenso entre
iguales, sino de la dominación y la violencia. En la historia de todos los
pueblos, tanto la constitución de las naciones como la de los imperios se
expresó siempre en el predominio de una cultura más general sobre
culturas particulares. Al someterse al dominio de la cultura más general,
las culturas particulares sufrieron una suerte variable entre dos extremos:
o su destrucción o su asimilación a la nueva cultura. En la mayoría de los
casos, pasaron por un proceso de enajenación y de desintegración; en
ninguno, el paso a un nivel mayor de unificación en las culturas se dio sin
abandonos ni desgarramientos. Éste es el aspecto oscuro del proceso de
convergencia. La vía hacia la unidad implicaba también enajenación y
servidumbre.
De ahí que, al iniciar la que puede ser última etapa hacia una cultura
planetaria, se nos hagan conscientes, con mayor agudeza, los dos aspectos
contrarios de un mismo movimiento histórico. Por un lado, la esperanza de
la integración final de la humanidad en una cultura universal, de la
convergencia de todos los pueblos en una unidad superior; por el otro, la
enajenación, la desintegración de las culturas particulares que esa
convergencia entraña. En el nivel teórico se plantea una pregunta: ¿hasta
qué punto sería posible la convergencia hacia una cultura universal sin
pasar por la desintegración de las culturas particulares?
Esta pregunta se ha formulado simultáneamente en muchos países
cuyas culturas sufren alguna medida de enajenación y servidumbre. Para
ellos no se trata de un acertijo teórico, sino de una cuestión vital. En
distintos países de África, Asia y América Latina, sin que haya habido
influencias recíprocas, la situación común de dependencia ha dado lugar a
movimientos que intentan recuperar las raíces culturales propias, que
incitan a cobrar conciencia de su identidad, frente a un proceso de
homogeneización cultural que se vive como enajenación. Por distintos que
sean esos movimientos intelectuales, tienen en común el intento de
recuperación de las características nacionales (la “identidad”, el “ser”
nacionales) frente a la imposición de una cultura ajena. Reflexiones
semejantes han solido acompañar los procesos de descolonización y los
movimientos de liberación nacional. Por lo general, dan lugar a posturas
que tienden a oponer una cultura propia a rasgos culturales que provienen
de otros pueblos. A veces, ese problema se expresa en términos de una
dualidad insoluble: universalismo frente a particularismo cultural. Ahora
bien, en nuestra época, el más común de los particularismos culturales es
el que se da en el nivel de las naciones; la defensa de la cultura propia
toma entonces el carácter de un nacionalismo cultural.
Pero el dilema entre universalidad y particularidad plantea a cualquier
política cultural un conflicto de valores, imposible de superar. Una política
que propicie el acceso a una cultura universal está guiada por ciertos
valores superiores: creación de una comunidad mundial, comunicación
transparente de todos los pueblos, construcción de un saber universal. Pero
tiene que enfrentarse a la pérdida de la riqueza de las múltiples culturas
particulares y su sujeción a ideologías ajenas de dominio. Por su parte, una
política distinta, que propicie la permanencia de los particularismos frente
a una cultura mundial homogénea, se adhiere a valores contrarios:
preservación de la identidad nacional, riqueza de lo múltiple y singular,
superación de la enajenación. Pero tiene que levantar barreras al proceso
de integración de los pueblos de una unidad superior, garante de la
comunicación universal. En ese conflicto de valores, ¿hasta dónde
sacrificar los unos al optar por los otros? ¿Acaso podemos precisar el
grado en que podemos afirmar nuestras características particulares sin
dañar nuestro acceso a lo universal? A la inversa, ¿es posible señalar el
punto en que se podría asimilar una cultura ajena sin romper la propia
identidad? Expresadas en esos términos, las preguntas no admiten
respuesta. Basta esta observación para percatarnos de que el problema está
mal planteado. Tenemos que analizarlo con otros conceptos que nos
permitan superar el dilema universalidad-particularidad.
En realidad, en ambos cuernos del dilema se persiguen ciertos valores
semejantes, aunque por vías distintas. Lo que tiene de valioso la primera
alternativa no es la universalidad en cuanto tal, sino la integración de las
particularidades en una unidad superior, que asegure la comunicación de
todas ellas. Lo que tiene de valioso la segunda alternativa no es el
particularismo, sino la afirmación de una cultura autónoma, integrada,
libre de enajenación. Integración, unidad, comunicación, autonomía: tales
son los rasgos de la autenticidad. En una y otra opción se buscarían, por
diferentes medios, valores que se darían plenamente en una cultura
auténtica. Así, el falso dilema “universalidad-particularidad” podría
remplazarse por otra oposición más clara y radical: cultura auténtica
frente a cultura inauténtica.
Pero, ¿qué entendemos por “cultura”? ¿Qué condiciones tendría una
“cultura auténtica”?
“CULTURA AUTÉNTICA”
“Cultura” es un término vago. Ha dado lugar a muchas interpretaciones.
No podemos, en tan breve espacio, intervenir en esa discusión. Sólo
retendremos que la tendencia actual predominante es otorgarle al término
un sentido amplio. No se reduce a la suma de productos del trabajo
humano, tales como utensilios, edificios, obras de arte, escritos, etc., sino
que abarca también el conjunto de creencias y actitudes de los miembros
de una sociedad, los cuales se expresan tanto en aquellos productos como
en formas de comportamiento e instituciones. E. B. Tylor había ya
propuesto un concepto “global” de cultura. Entendía por ella “ese todo
complejo que incluye conocimientos, creencias, arte, moral, leyes,
costumbres y cualesquiera otras capacidades y hábitos adquiridos por el
hombre como miembro de una sociedad”.1 La mayoría de los antropólogos
se inclinan, en la actualidad, por una concepción semejante. La
conferencia sobre políticas culturales, organizada por la UNESCO en
México en 1981, retuvo una definición análoga:
En su sentido más amplio, la cultura puede considerarse actualmente como el conjunto de los
rasgos distintivos, espirituales y materiales, intelectuales y afectivos que caracterizan a una
sociedad o un grupo social. Ella engloba, además de las artes y las letras, los modos de vida,
los derechos fundamentales del ser humano, los sistemas de valores, las tradiciones y las
creencias.2
Para intentar ordenar ese conjunto demasiado disímbolo, podríamos
distinguir nosotros, grosso modo, dos aspectos o dimensiones de la
cultura, que denominaríamos, en un afán de simplicidad, “externo” e
“interno”. El primero correspondería a los elementos percibibles
directamente por un observador. Comprendería dos subconjuntos. Por una
parte, los productos materiales de una cultura: edificios, utensilios,
vestidos, obras de arte, conjuntos de signos, etc. Por la otra, los sistemas
de relación y de comunicación, observables a través de casos concretos en
los cuales se realizan o a los que se aplican. Entrarían en esta categoría las
organizaciones sociales, los lenguajes de distintos tipos, los
comportamientos sometidos a reglas (costumbres, ritos, juegos, etcétera).
Pero esa dimensión directamente observable de una cultura sólo es
comprensible al suponer, en los sujetos, un conjunto de estados
disposicionales “internos”, que le da sentido: las creencias, los propósitos
o intenciones y las actitudes colectivas de los creadores de cultura.3 Esta
dimensión “interna” de la cultura es condición de posibilidad de su
dimensión “externa”. Tanto los productos como los comportamientos
observables sometidos a reglas se vuelven comprensibles solamente si
podemos inferir, a partir de ellos, los sistemas de creencias, valoraciones y
propósitos que expresan. La cultura puede considerarse como una
“segunda naturaleza” creada por las comunidades humanas con el objeto
de justificar sus creencias, realizar sus valores elegidos y cumplir sus fines
deseados. Mediante la cultura los hombres intentan varios objetivos:
asegurar el acierto de sus acciones, dar sentido a su vida y a su modo,
acercarse a un ideal de perfección, establecer una comunicación con los
otros.
Ahora ya podemos preguntar: ¿cuándo podríamos decir que una cultura
es auténtica? El término “autenticidad” suele aplicarse, en el lenguaje
ordinario, a comportamientos o a creencias de individuos. Tiene una
connotación moral y psicológica. Hablamos, así, de una “vida auténtica”,
de la “autenticidad” de una conducta, o de las “auténticas convicciones” de
una persona. Si queremos aplicar el término a una cultura colectiva no nos
queda otro recurso que proceder por analogía. Pero ya desde Platón las
analogías del “alma” individual a la sociedad se han mostrado
provechosas.
Solemos decir que el comportamiento de una persona es auténtico
cuando es congruente con sus verdaderas convicciones. De parecida
manera, podríamos calificar de auténticas a las manifestaciones externas
de una cultura si expresan adecuadamente las creencias y actitudes de sus
creadores y si responden a sus propósitos. Productos culturales,
comportamientos colectivos auténticos son los que expresan los valores y
las creencias de una comunidad y sirven para sus fines. Así, la pregunta
por la autenticidad de las formas observables de una cultura nos remite,
inevitablemente, a las disposiciones “internas” que les dan sentido.
Podemos preguntar entonces por lo que constituiría la autenticidad de
ese conjunto de disposiciones internas. ¿Cuándo son auténticas las
creencias y actitudes de una colectividad de manera que den lugar a
productos igualmente auténticos? Creo que, en este punto, podríamos
hablar de dos sentidos de autenticidad, según se refieran a las razones o a
los motivos de creencias y actitudes.4 Veamos el primero.
Por “razones” entendemos, en un sentido amplio, cualquier
fundamento que se aduzca para justificar la verdad o probabilidad de una
creencia. Pueden ser de índole lógica, como pruebas, argumentos,
demostraciones, o bien de carácter personal, como experiencias, o
testimonios, intuiciones, estimaciones. Pues bien, en un primer sentido,
podemos decir que las creencias de una persona no son auténticas cuando
se basan en justificaciones que no han sido examinadas por ella misma,
cuando toma prestadas razones ajenas sin someterlas a discusión. Un
pensamiento inauténtico es el que tiende a aceptar, sin un examen
suficiente, opiniones que otros le inculcan. Decimos, así, que las creencias
de una persona no son auténticas cuando repite ideas recibidas, sin
ponerlas personalmente en cuestión. Pensamiento inauténtico es el que no
expresa una actividad propia del individuo, el que sólo reitera argumentos
prestados, o bien el que no lleva hasta el final el examen crítico de las
opiniones transmitidas. Auténtica, en cambio, es toda convicción que se
funda en las propias razones y resulta, así, del pensamiento personal de
quien la sustenta.
Este sentido de autenticidad es aplicable, en primer lugar, a las formas
intelectuales de una cultura, desde la ciencia y la filosofía hasta muchas
creencias éticas y políticas. Esas expresiones culturales pueden tildarse de
inauténticas si están constituidas por conjuntos de creencias y actitudes
que no son el producto de un examen racional propio sino de la recepción
pasiva del pensamiento de otros. En este sentido, autenticidad es una
forma de referirse a autonomía de la razón. La cultura inauténtica es
heterónoma, porque no es resultado del ejercicio de la propia razón, sino
que es dependiente de un discurso ajeno.
El mismo sentido de autenticidad puede aplicarse también a sistemas
de creencias y actitudes cuyo ideal de conocimiento no es un saber
científico, sino alguna forma de sabiduría: la religión, la literatura, la
moral popular. También ellas se justifican en razones, aunque de otro
género: experiencias vividas, intuiciones personales, aceptación confiada
del testimonio ajeno. También ellas se convierten en inauténticas cuando
dejan de ser convicciones vividas, justificadas en experiencias personales,
cuando se vuelven convenciones heredadas que se aceptan por imposición
de la sociedad. Las creencias que daban sentido a la vida se fijan,
entonces, en un conjunto de dogmas y de fórmulas hechas; dejan de
confirmarse en una forma de vida, para repetirse ciegamente, como
prejuicios aceptados sin discusión. También en este campo, la cultura
inauténtica implica heteronomía.
El caso más patente de sistemas de creencias heterónomas son las
ideologías. El pensamiento ideológico consiste precisamente en la
reiteración de creencias aceptadas sin suficiente discusión, que sirven a los
intereses de los grupos que las formularon. Cultura inauténtica es cultura
manipulada, sujeta a los discursos ideológicos. Cultura auténtica es cultura
crítica, autónoma, fundada en las propias razones.
Pero una cultura no sólo pretende fundar sus ideas en razones; también
obedece a motivos. Por “motivos” entendemos, en un sentido muy general,
cualquier causa psíquica que induce a la acción. Incluimos en ellos tanto
los fines y proyectos conscientes que guían nuestro comportamiento como
los deseos, intereses, impulsos emotivos, muchos de ellos inconscientes,
que nos mueven. Pues bien, en un segundo sentido solemos decir que las
creencias, actitudes o expresiones de una persona no son auténticas cuando
no responden a motivaciones propias sino prestadas, esto es, cuando no
satisfacen necesidades reales de esa persona, no expresan sus verdaderos
deseos, preferencias o temores y no son medios para lograr los fines que
ella se plantea. Una persona exhibe expresiones o comportamientos
inauténticos cuando éstos responden a motivaciones y fines que no son los
suyos. Inautenticidad es, en este sentido, incongruencia de las expresiones
de un sujeto con su personalidad real.
De parecida manera, podemos decir que una manifestación cultural es
inauténtica cuando no es congruente con las necesidades, ni los deseos,
intereses y fines reales de sus creadores o consumidores. Una cultura es
auténtica, en cambio, cuando corresponde, por una parte, a los deseos y
conflictos reales que constituyen la vida profunda de una comunidad,
cuando, por otra parte, es un medio adecuado para cumplir sus fines. La
cultura inauténtica es imitativa; se dedica a repetir creencias, actitudes y
modos de expresión que responden a motivaciones ajenas a las que
impulsan nuestra vida real, y que se originaron para dar respuesta a
deseos, satisfacer intereses y cumplir finalidades de otros grupos sociales.
Una cultura auténtica está integrada al grupo al cual pertenece y es, a la
vez, integradora del grupo. Por una parte, expresa las necesidades, los
valores y propósitos del grupo; por la otra, suministra a todos los
miembros del grupo un medio de reconocerse a sí mismos y de
comunicarse con los demás. Una cultura inauténtica, en cambio, expresa
una escisión entre la vida real del grupo y sus formas de comunicación.
Cultura inauténtica es cultura escindida de la comunidad, enajenada.
En suma, respecto a la justificación de las creencias que sustenta una
cultura, autenticidad querría decir autonomía de la razón, respecto a los
motivos que la impulsan, significaría congruencia con la vida real. Estos
dos sentidos de autenticidad suelen ser complementarios. Una cultura
autónoma, fundada en el examen libre de sus propias justificaciones,
responde a necesidades e intereses propios. A la inversa, sería difícil
concebir una cultura congruente con la propia vida que no tendiera a
justificarse en un pensamiento autónomo. Autonomía y congruencia con la
vida suelen ir de par, tanto en la vida individual como en la colectiva.
N ACIONALISMO CULTURAL
Preguntemos ahora: ¿qué relación guarda la autenticidad de una cultura
con los términos del dilema universalidad-particularidad que ya
examinábamos antes? Se ha ofrecido una primera respuesta. Frente al
efecto desintegrante, en los países colonizados, de una cultura occidental
con pretensiones de universalidad, se ha identificado la vía hacia la
autenticidad con la defensa de los rasgos particulares de cada cultura
autóctona. Es la respuesta de los nacionalismos culturales. En un mundo
dividido en nacionalidades, las particularidades culturales se presentan
generalmente en el nivel del Estado-nación. De hecho, en muchos países
se ha tratado de promover alguna forma de nacionalismo cultural como
política de preservación de la autenticidad. Pero, ¿es ésta efectivamente la
vía más adecuada para alcanzar una cultura auténtica?
Por desgracia, “nacionalismo” es un término vago que puede recibir
varias interpretaciones. Todas ellas, sin embargo, podríamos reducirlas a
un núcleo común de significado. Un “nacionalismo cultural” supone, por
una parte, una actitud de defensa o protección contra influencias externas a
la nación y, por la otra, un hincapié en los contenidos propios de esa
nación. Un nacionalismo cultural implica la idea de que existen elementos,
rasgos peculiares de una cultura, los cuales pueden identificarse, en mayor
o menor grado, con rasgos del pasado (según sea el tipo de “nacionalismo”
de que se trate), pero que, en todo caso, deben defenderse frente a lo
extraño, lo diverso, que podría adulterarlos.
Pues bien, así entendido, todo nacionalismo cultural es proclive a caer
en tres graves confusiones.
Primera: la confusión entre lo auténtico y lo peculiar de una cultura. El
nacionalismo tiende a interpretar lo auténtico en términos de lo distintivo,
lo singular, esto es, de aquellas características peculiares que nos
distinguen de las demás culturas. Pero lo auténtico no siempre coincide
con lo peculiar. Bastarían algunos ejemplos triviales para mostrarlo. Si a
un joven poeta italiano se le incita a escribir como Dante y a un poeta
mexicano como sor Juana, se les está invitando a seguir expresiones
culturales peculiares de su cultura, ¿se les recomienda también
autenticidad? A la inversa, a un físico del tercer mundo que examinara con
detenimiento las últimas aportaciones norteamericanas sobre su tema,
pero desechara las de su propio país por no encontrar ninguna de suficiente
valía, ¿podríamos tildarlo de inauténtico?
Las manifestaciones más auténticas de una cultura pueden ser, en
determinadas situaciones sociales, las menos “peculiares”. Son las
sociedades estáticas, donde las tradiciones desempeñan un papel
preponderante en la cohesión social, las que desarrollan culturas con
rasgos más distintivos. Con la transformación industrial, las culturas
nacionales son cada vez menos peculiares. En las sociedades
desarrolladas, el ámbito de expresiones culturales semejantes y de
influencias recíprocas es muy amplio, porque responde a problemas y
situaciones comunes a todos los países que han llegado a un nivel similar.
Aunque en menor medida, una situación parecida se da también en los
países en proceso de desarrollo. Tanto en los grupos que intentan afianzar
el sistema capitalista como en los que buscan su cambio, resultan más
congruentes con sus intereses reales, sistemas de ideas y valores que
comparten con grupos de otras sociedades situadas en procesos
semejantes, que ideas y valores distintivos, propios de una situación
pasada. En una sociedad moderna, no sólo la ciencia y la filosofía, sino
aun la moral y el arte, tienen que expresar una serie de conflictos nuevos
que no son peculiares de una nación específica. Cierto que el desarrollo
industrial y técnico, aunque propicie formas de cultura mundiales, no
elimina las notables diferencias de las culturas nacionales, pero cada vez
es más difícil distinguir en ellas los elementos que les son peculiares de
los que comparten con otras.
Además, toda cultura nacional es el resultado de la convergencia de
culturas diversas. Esto se aplica con especial propiedad a las culturas
latinoamericanas. Son producto de la unión de la cultura hispánica, las
varias culturas autóctonas de América e importantes aportes africanos y
asiáticos, sin contar con las influencias posteriores francesa y anglosajona.
Pero la cultura hispánica era, a su vez, un mestizaje de culturas: ibérica,
latina, griega, visigótica, arábiga, y las culturas autóctonas provenían de
varias raíces. José Vasconcelos pudo simbolizar con un mito, el de la “raza
cósmica”, esa convergencia de todas las culturas en una. Pero en todas las
regiones encontramos ejemplos semejantes. Ninguna cultura es pura. En
algunas naciones, su cultura actual es incluso el resultado del encuentro de
culturas radicalmente alejadas en sus orígenes. Pensemos en la
confluencia de culturas tradicionales con corrientes modernas occidentales
en países como Japón, India o China. En esos casos, ¿cuál sería la actitud
más auténtica, la que pretenda reiterar un pasado cultural, por ser peculiar,
o la que asimile y desarrolle formas culturales que rompen con él?
Los procesos de ruptura frente a formas culturales existentes pueden
ser el producto de una situación de colonización o dependencia, sí, pero
también pueden ser signos de renovación y de progreso. Porque la
insistencia en las peculiaridades de la propia cultura es expresión, a
menudo, de una actitud defensora de la situación social y temerosa de su
renovación. Al confundir lo auténtico con lo propio, se puede tildar de
“exóticas” las ideas críticas o disidentes del sistema social existente y, a
nombre de preservar un legado cultural propio, fomentar patrones
establecidos. El apego a lo peculiar frente a lo extraño puede cobrar con
facilidad el sentido de reiteración de lo “normal” frente a lo “marginal”,
de lo convencional frente a lo disidente. De allí a la aceptación de
“esencias nacionales” que nos constituyen no hay más que un paso. Y ya
es sabido que esas sutiles “esencias” suelen servir para poner el membrete
de “traidora” o “descastada” a cualquier postura que no acepte las
creencias establecidas. Bajo la defensa de lo propio y la condena de lo
extraño puede ocultarse el temor a cambios susceptibles de transformar la
realidad.
Esa confusión se propicia por la parte de razón que parece tener un
nacionalismo cultural en una relación de dependencia. En situación
semejante es frecuente la imitación, sin examen personal, de ideas y
actitudes que no responden a motivaciones nuestras sino de la metrópoli
dominante. Pero su falta de autenticidad no consiste en el origen externo
de esas ideas, sino en su repetición, sin reflexión ni crítica, y en su falta de
integración a nuestra vida. La cultura imitativa no es inauténtica por
dejarse influir por elementos “extraños a la realidad nacional”, sino por
aceptarlos sin ponerlos en cuestión ni integrarlos a nuestros deseos y
necesidades reales. Su inautenticidad consiste en la reiteración irreflexiva
de contenidos culturales que no responden a nuestra vida. Así, tan
inauténtica puede ser una actividad que repite, sin ponerlos en cuestión,
ideas y valores de la propia tradición cultural, como la que acepta ideas
importadas. A la inversa, muchas actitudes disruptivas frente a la situación
imperante son auténticas, si son fruto de una reflexión personal autónoma,
aunque no repitan ningún contenido peculiar de la propia realidad cultural.
Al no hacer estas distinciones, el nacionalismo cultural corre siempre
el riesgo de confundir cultura nacional con tradición cultural y
autenticidad con reiteración de lo existente.
Segunda. El nacionalismo cultural suele estar amenazado por una segunda
confusión: la confusión entre cultura nacional y cultura una.
El término mismo de “nacionalismo cultural” parece dar por supuesto
que existe una cultura nacional. Convertido en programa político, puede
ser un factor ideológico importante en la convergencia de expresiones
regionales y locales en una unidad superior.
Pero el término “cultura nacional” es la abreviación de una realidad
compleja. De hecho toda cultura nacional es el resultado de muchas
convergencias y disidencias. Por una parte, son muchos los países en los
que coexisten, en realidad, diversas culturas nacionales dentro del
territorio dominado por el mismo Estado, se reconozcan expresamente, o
no, como Estados multinacionales. Es el caso de países tan distintos como
la Unión Soviética, España, Yugoslavia y muchos africanos. Aun en
naciones con una cultura hegemónica, como Perú, México, Irán o Turquía,
subsisten culturas divergentes que corresponden a etnias o comunidades
minoritarias. Por otra parte, en el seno de una cultura dominante se da una
diversidad de variantes regionales y una multiplicidad de valores y
actitudes culturales conflictivas, que corresponden a clases y grupos
sociales distintos. Una política de nacionalismo cultural, por su propia
dinámica, suele tender a impulsar una cultura central uniforme y a
menospreciar esas diferencias. Puede sucumbir incluso a la tentación de
considerar ciertas manifestaciones culturales como arquetipos de cultura
nacional, que entonces se proponen por igual a todas las etnias, regiones y
estratos sociales. Pero cultura auténtica, hemos visto, es la que responde
en cada caso a las formas de vida concretas de cada comunidad y es
producto de su creación autónoma. La idea de una cultura nacional unitaria
puede ir en contra de esa autonomía cultural, puede chocar con las
múltiples y ricas culturas de las etnias, regiones, minorías que componen
un país, y ayudar —como de hecho ha sucedido— a su destrucción, en
nombre de su integración a la cultura nacional. La vía hacia la
autenticidad cultural tendría un sentido contrario: exigiría el respeto y el
fomento de todas las culturas étnicas, de las variantes regionales.
Supondría una política de descentralización radical de la cultura y de
estímulo a la consolidación de centros de creación cultural múltiples en la
misma nación. Pero es difícil concebir cómo sería compatible una
tendencia semejante con la inercia centralizadora propia de una política de
nacionalismo cultural. Este punto nos lleva a una tercera y última
confusión.
Tercera. Una política de nacionalismo cultural es propensa a la confusión
entre cultura nacional y cultura auspiciada por el Estado.
Esta confusión se basa en otra: la de nación con Estado. Nación y
Estado pertenecen, en realidad, a categorías distintas. La nación pertenece
a la categoría de comunidad, el Estado a la de dominación. La nación
supone la integración de muchos individuos y grupos en un todo, por su
adhesión a los mismos valores y su elección de un proyecto común. El
Estado se origina en la sujeción de individuos y grupos a un solo poder
soberano. Valores, proyectos, disposiciones comunes, expresadas en un
lenguaje compartido, constitiuyen la nación; la estructura de poder
constituye el Estado. Hay naciones sin Estado y Estados que abarcan
varias naciones o parte de una nación.
Al asumir como proyecto político un “nacionalismo cultural”, el
Estado tiende a interpretarlo como cultura auspiciada por él. Difícilmente
puede separarlo del fomento de una cultura oficial, destinada a mantener
la cohesión de la nación bajo el dominio del Estado existente. Así
entendido, el nacionalismo cultural tiene una doble función: por una parte
ayuda a la consolidación del Estado nacional frente a las amenazas
colonialistas externas; por la otra, refuerza su dominio en el interior de la
sociedad. De cualquier modo, no coincide necesariamente con el fomento
de la autenticidad cultural.
En efecto, cualquier cultura promovida por el Estado tiende a ser
reiterativa de elementos culturales, propende a consolidar tradiciones, a
consagrar valores culturales. Así, ayuda a establecer patrones de una
cultura “normal”. Las disidencias innovadoras o críticas tienen que ocupar
entonces una postura “marginal”. Pero la producción cultural más creativa
tiende, por lo contrario, a ser disruptiva de la cultura normal; en lugar de
reiterar valores establecidos, tiende a ponerlos en cuestión.
De hecho, muchas culturas nacionales se han renovado a partir de
gérmenes que, en sus comienzos, han sido marginales o disidentes frente a
los patrones culturales aceptados. En el campo de las concepciones del
mundo, pensemos en la introducción de ideas modernas en sociedades
tradicionales, en la irrupción de un pensamiento revolucionario en la
crítica a las ideologías imperantes, en la emancipación mental de
cualquier movimiento ilustrado; en el dominio del arte, recordemos todas
las rupturas contra academias y patrones estéticos consagrados. En todos
estos casos, es en el seno de la nación, no del Estado, donde surgen
movimientos autónomos renovadores.
El nacionalismo, con o sin adjetivo que lo califique, cumple una
función distinta según sea el tipo de Estado que lo utilice. En un proceso
de descolonización o de independencia nacional, puede ayudar a la
integración del país, reforzar sus defensas frente al dominio exterior,
estimular la confianza y el orgullo del país antes dependiente. Es,
entonces, un factor de liberación. Pero cualquier nacionalismo, al integrar
a la comunidad, favorece también la aceptación confiada de las relaciones
sociales. Puede usarse también, por lo tanto, para limar los conflictos de
clase, en aras de la “unidad nacional”, para justificar la situación existente
y rechazar, por “extrañas”, ideas y actitudes disidentes. Se convierte
entonces en un factor de conservación. En algunas situaciones, puede
incluso adquirir una función más siniestra, en manos de un Estado
represivo. El nacionalismo ha sido ideología de muchos movimientos de
liberación pero también de las peores tiranías modernas.
“Nacionalismo cultural” es un término susceptible de múltiples
interpretaciones. Por su imprecisión, es proclive a las tres confusiones que
señalamos. Se dirá que podemos aceptarlo si las evitamos. Sin duda. Pero
entonces nos alejaríamos de lo que comúnmente sugiere la palabra
nacionalismo y no podríamos evitar los consiguientes equívocos. Si
queremos librarnos de ellos, más vale abandonar el término.
H ACIA UNA CULTURA UNIVERSAL
Si la autenticidad en la cultura no coincide necesariamente con la defensa
de un particularismo cultural, la falta de autenticidad no está ligada
tampoco a una posición universalista. Formas inauténticas de cultura no
son las que responden a intereses generales, sino a intereses particulares
de grupos privilegiados. La falta de autenticidad suele disfrazar intereses
de dominio de unos grupos sobre otros. Cultura inauténtica es cultura
ideológica.
Signos de la autenticidad, hemos visto, son la autonomía del
pensamiento y su congruencia con las necesidades y los deseos reales de la
sociedad. Lo que amenaza la autonomía de una cultura no son las ideas de
otros hombres, sino la manipulación de las mentes por una cultura de
consumo al servicio de intereses particulares, sean políticos o comerciales,
internos o externos a las fronteras de un país. La lucha contra la
enajenación cultural no consiste en la afirmación de nuestras
peculiaridades, sino en el ejercicio de un pensamiento libre y riguroso, en
el examen crítico de todo dogmatismo, en la desmistificación de las
ideologías al servicio de grupos particulares. Lo que se opone a una
cultura congruente con nuestra vida, por otra parte, no es la atención a
actitudes y valores originados en otras sociedades, sino el desprecio o la
ignorancia de las necesidades reales de la comunidad a la que
pertenecemos.
La cultura al servicio de intereses particulares aparece tanto en el nivel
nacional como en el mundial. La imposición de una cultura nacional
homogénea sobre múltiples culturas locales o regionales correspondió
generalmente al interés de los grupos dominantes dentro del Estado-
nación. A veces la cultura de una nacionalidad se impuso a las de otras
nacionalidades existentes en el mismo Estado; otra veces, la cultura de una
clase o de un grupo se convirtió en hegemónica, dejando en la
marginalidad a las demás. En todos los casos, la dominación de la cultura
predominante inició un proceso de deterioro y enajenación de otras formas
culturales adaptadas a las comunidades locales.
En los países del Tercer Mundo, el paso de sociedades tradicionales a
una civilización industrial ha agudizado la crisis de las culturas locales. A
menudo, la cultura hegemónica es puesta al servicio de los intereses
económicos que dominan el mercado. Los medios informativos se
encargan de difundir una cultura uniformizada, comercializada,
desprovista de valores superiores, que las ciudades exportan al resto del
país. La modernización de las viejas sociedades se ha acompañado, a
menudo, con el remplazo de ricas culturas tradicionales por los vulgares
patrones culturales de una mediocre sociedad de consumo. En nombre del
“progreso” y la “civilización” se destruyen con frecuencia formas
probadas de sabiduría, dejando en su lugar un vacío de valores. Los
estudios de antropología social efectuados en países en proceso de
desarrollo abundan en ejemplos de la desintegración de culturas
comunitarias, víctimas del proceso de “modernización”.
Esta ruptura de culturas auténticas en el nivel nacional tiene una
analogía en el plano internacional. Después de la descolonización política
suele subsistir, en las antiguas colonias, un “colonialismo mental”, propio
de élites separadas del resto del país. A veces, el extrañamiento entre la
cultura popular y la de grupos mentalmente dependientes de la antigua
metrópoli llega a ser tan grande, que podría hablarse de verdaderos
“enclaves” de cultura importada en un territorio donde predominan
culturas autóctonas. Aun en los casos en que la separación no es tan
tajante, pueden subsistir por mucho tiempo actitudes de dependencia y
subordinación de grupos privilegiados respecto de la cultura de los
antiguos colonizadores. Se producen así culturas imitativas, puramente
receptivas de expresiones espirituales extranjeras, carentes de autonomía y
de originalidad.
También en este caso el proceso se agrava con el acceso a la sociedad
industrial. Muchos medios de comunicación transnacionales se encargan
de propagar por todo el mundo expresiones culturales sometidas a los
cálculos financieros de los grandes consorcios: cultura adocenada, dirigida
a formar hábitos consumistas. A través de la televisión, el cine y la prensa,
se va constituyendo una seudocultura mundial manipulada.
La lucha por una cultura auténtica es también lucha contra esas formas
de dominación mental. Está dirigida por un doble ideal: preservar la
autonomía de las culturas comunitarias frente a los intereses de grupo, e
integrarlas en unidades culturales superiores. Cabe, en efecto, la
posibilidad de una cultura nacional que no destruya, sino que integre las
complejas culturas locales; y, ¿por qué no habría de ser posible también
construir una cultura universal que no sólo no se imponga a las culturas
nacionales sino que resulte de su convergencia?
Ante las múltiples culturas de etnias, nacionalidades, regiones de un
Estado, puede diseñarse una política de respeto, tolerancia y fomento de la
diversidad, sin renunciar a su integración en una unidad superior. Una
posición semejante sólo es posible si se preservan las estructuras y
organizaciones sociales comunitarias, intermedias entre los individuos y el
Estado-nación, que pueden servir de soporte a la diversidad de formas
culturales frente a la cultura hegemónica.
Por otra parte, cultura universal no será la que impongan sobre las
naciones los imperialismos políticos o financieros, sino la que resulte de
la conjunción armónica de las distintas culturas nacionales. Una cultura
sólo puede ser auténticamente universal si no se contrapone a ninguna
cultura particular ni la sojuzga. Ni la cultura occidental actual ni, mucho
menos, su caricatura propagada por los grandes medios de comunicación
internacionales son la cultura universal. Ella está aún por construir y
resultará de la integración de todas las culturas autónomas en un nivel
superior. En realidad, constituye una idea regulativa de la que ignoramos
cuándo y cómo llegaremos a alcanzar. Quizá una de las tareas de la
humanidad en los próximos siglos sea propiciar la fecundación recíproca
de las culturas, para elaborar una cultura unida en su cima, diversa en su
base. Entonces empezaría la historia una de la especie.
1
Véase Primitive Culture, vol. VII, Londres, 1871, p. 7.
2
Véase “Declaración de México”, en Conferencia mundial sobre las políticas culturales.
Informe final, UNESCO, París, 1982, p. 43. Cabría, sin embargo, oponer un reparo a esta
definición: es puramente enumerativa, sin señalar el criterio seguido para la enumeración.
3
Algunos psicólogos sociales (por ejemplo, D. Krech, R. S. Crutchfield y E. L. Ballachey,
Individual in Society, MacGraw-Hill, Nueva York, 1962 p. 146) incluyen esos tres aspectos en
el término común de “actitud”; ésta tendría tres componentes: uno cognitivo (creencia), otro
conativo (intención) y un tercero afectivo-valorativo (actitud propiamente dicha). Me parece
más clara y operativa la posición de otros autores, como Martin Fishbein e Icek Ajzen ( Belief,
Attitude, Intention and Behavior, Addison-Wesley Pub. Co., Reading, Massachusetts, 1975),
que conservan la distinción entre los tres conceptos y reducen el de “actitud” a las
disposiciones afectivo-valorativas.
4
Sobre esta distinción y su relación con las creencias, puede verse mi libro Creer, saber, conocer,
Siglo XXI Editores, México, 1982, caps. 4 y 5.
CRONOLOGÍA
1922
1948
1949
1950
1953
1962
1963
1965
1967
1970
1971
1972
1974
1975
Nace en Barcelona, hijo de padres mexicanos.
Desde este año y hasta 1950 es profesor en la Escuela Normal de
Maestros.
Obtiene el grado académico de maestro en filosofía por la
Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), con mención
Magna cum Laude.
Publica Los grandes momentos del indigenismo en México.
Obtiene una plaza como profesor en la UNAM.
Publica El proceso ideológico de la revolución de Independencia.
Es nombrado secretario de la Rectoría de la UNAM. Publica
Páginas filosóficas.
Obtiene el grado académico de doctor en filosofía por la UNAM,
con mención Summa cum Laude, después de haber cursado sus
estudios de posgrado en la Universidad de la Sorbona, en París, y en
la Ludwiguniversität en Munich, en la entonces República Federal
Alemana.
Publica La idea y el ente en la filosofía de Descartes.
Es nombrado coordinador del Colegio de Filosofía de la UNAM.
Es nombrado jefe de la División de Estudios Superiores de la
Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.
Obtiene una plaza de investigador en la UNAM.
Es nombrado miembro de la Junta de Gobierno de la UNAM.
Publica Signos políticos. Es nombrado director de la División de
Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad Autónoma
Metropolitana (UAM), Campus Iztapalapa, y obtiene también una
plaza como profesor en la misma institución.
Escribe Estudios sobre Husserl.
1978
1979
1980
1982
1983
1985
1986
1989
1992
1995
1996
1997
1998
2004
Es miembro de El Colegio Nacional desde el 14 de noviembre.
También desde este año es miembro de la Sociedad Potosina de
Historia.
Es elegido miembro de la Junta Directiva de la UAM.
Durante un año es presidente de la Asociación Filosófica de
México.
Publica Creer, saber, conocer.
Es nombrado delegado permanente de México ante la UNESCO en
París.
Recopila y publica los ensayos del libro El concepto de ideología y
otros ensayos.
Le otorgan el Premio Nacional de Ciencias Sociales, Historia y
Filosofía.
Desde este año es investigador emérito del Instituto de
Investigaciones Filosóficas de la UNAM. Le conceden el Premio
Universidad Nacional Autónoma de México en Investigación en
Humanidades.
Escribe El pensamiento moderno. Filosofía del Renacimiento.
En México, entre libros, es la publicación de este año.
Este año publica tres libros: La mezquita azul, La significación del
silencio y Una filosofía del silencio: la filosofía de la India.
Aparece su ensayo El poder y el valor. Fundamentos de una ética
política.
Publica en España, Argentina y México su obra Estado plural,
pluralidad de culturas.
El Colegio Académico de la UAM le otorga el grado de Doctor
Honoris Causa.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
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Popular).
Cohen, Jean L., y Andrew Arato, Sociedad civil y teoría política, 2000
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Mannheim, Karl, Ideología y utopía: introducción a la sociología del
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Silva Herzog, Jesús, Trayectoria ideológica de la Revolución mexicana,
1910-1917 y otros ensayos, 1984 (Biblioteca joven).
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———, El pensamiento moderno: filosofía del Renacimiento, 1992
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———, En México, entre libros: pensadores del siglo XX, 1995
(Cuadernos de la Gaceta).
———, Los grandes momentos del indigenismo en México, 1996
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Zizek, Slavoj (comp.), La suspensión política de la ética, 2005 (Filosofía).
*
Sugerencias del editor.
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