Fotografía de portada: Maruch Sántiz Gómez (Cruztón, Chis., México, 1975) No pegar a alguien con rastrojo y carrizo; de la Serie Creencias, 1994 Plata/gelatina y texto en tzotzil 57.5 × 47.5 cm Ed. of 20 AP1 Texto original en tzotzil: Mu xtun jmaj jbajtik ta k’ajben, ta aj, yu’un ta la xijbakub, li k’ajben xchi’uk aje ch’abal ya’lel taki te’ je’ cha’al jech tzlok’ta ti jbek’taltike, ma’uk no’ox vo’otik yu’un k’alal ta chij. “Si se le pega a una persona con rastrojo y carrizo, esa persona se enflaquece, ya que el rastrojo y el carrizo no tienen humedad, y lo mismo le pasa a nuestro cuerpo. Pero no sólo a la gente le provoca mal, sino también a los borregos.” LUIS VILLORO El concepto de ideología Y OTROS ENSAYOS BIBLIOTECA UNIVERSITARIA DE BOLSILLO Luis Villoro El concepto de ideología Y OTROS ENSAYOS FONDO DE CULTURA ECONÓMICA Primera edición, 1985 Segunda edición (Biblioteca Universitaria de Bolsillo), 2007 Primera edición electrónica, 2015 Editor: MARTÍ SOLER Diseño de forro: LEÓNs MUÑOZ SANTINI D. R. © 2007, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008 Comentarios: [email protected] Tel. (55) 5227-4672 Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor. ISBN 978-607-16-3123-7 (ePub) Hecho en México - Made in Mexico ÍNDICE Prólogo Del concepto de ideología Distintos sentidos de ideología Notas Condiciones para introducir un nuevo concepto teórico Del concepto noseológico de ideología Intento de definición de ideología Doble función teórica del concepto de ideología Del concepto sociológico de ideología De la “mistificación” ideológica Conclusiones El concepto de ideología en Marx y en Engels Un estilo de pensar Conciencia falsa Instrumento de dominio Apariencia Superestructura Reflejo La ideologización del marxismo El concepto de actitud y el condicionamiento social de las creencias Alcance explicativo del principio de Marx Propuesta de un nuevo esquema teórico Dificultades del esquema propuesto El concepto de “interés de clase” Algunas conclusiones Filosofía y dominación El sentido de la historia Dar razón del presente Integrar o liberar Otorgar un sentido Autenticidad en la cultura Un falso dilema “Cultura auténtica” Nacionalismo cultural Hacia una cultura universal Cronología PRÓLOGO Los seis ensayos que componen este volumen fueron escritos en épocas y ocasiones diferentes, pero todos son variantes de una reflexión continuada sobre el mismo tema: la doble función que ejercen las creencias colectivas en una sociedad sometida a una estructura de dominación. Una situación de dominio requiere ciertas creencias comunes destinadas a afianzar el orden existente. Un pensamiento que responde a intereses particulares de una clase, de un grupo, intenta justificarlas. El concepto de ideología corresponde a este tipo de pensamiento y a las creencias que origina. Pero en cualquier situación de dominio puede darse también un pensamiento que busca romper o modificar ese orden. Frente a las creencias ideológicas, está la actividad racional que las pone en cuestión, frente a un pensamiento reiterativo de las convenciones existentes, un pensamiento disruptivo. Una y otra función pueden estudiarse en actividades específicas de la razón o aun en el conjunto de la cultura de una sociedad. En este segundo caso, están en relación con el problema de la autenticidad o inautenticidad de las formas culturales. Las relaciones entre esas dos funciones de las creencias y sus correspondientes formas de pensamiento no son simples. Un mismo conjunto de creencias puede, en una ocasión, cumplir con una función disruptiva y, en otra, ejercer una función reiterativa de un dominio. Tampoco se trata de tipos de creencias separadas con nitidez. Las ideologías corresponden a creencias insuficientemente justificadas. Por ello encubren la realidad, al interpretarla con conceptos que la distorsionan. Sin embargo, bajo la distorsión también puede verse, de algún modo, la realidad. Por su parte, la actividad desmistificadora de las ideologías suele descubrir una realidad oculta bajo las creencias convencionales, pero puede también eludirla, dando lugar a nuevas creencias encubridoras. Así, entre esas dos formas de pensamiento existe una relación compleja; habría una dialéctica propia al ejercicio de la razón en una sociedad concreta. Estos estudios no ofrecen una teoría de esa dialéctica, pero desean contribuir a ese proyecto mediante el tratamiento de temas específicos. Los tres primeros ensayos se ocupan del concepto de ideología. Se trata, sin duda, de un término impreciso. De tanto haber sido usado con diferentes sentidos en distintos contextos, mientras no se precise, confunde las cosas en lugar de esclarecerlas. Pero, el hecho mismo de su uso tan frecuente ¿no nos indica que carecemos de otra palabra igualmente sugerente para expresar lo que “ideología” intenta denotar? Porque ese concepto surge para responder a un problema real. Cuando un concepto se vuelve vago, por manido, una vía para aclararlo es hacer de lado las interpretaciones innumerables que lo han confundido, a fin de intentar recuperarlo en sus orígenes y poder, así, pensarlo de nuevo. Hay que preguntarse cuál es el problema exacto para cuya solución resultó indispensable introducir ese concepto y cuáles deben ser, en consecuencia, sus notas, si ha de resolverlo. Por esa razón los tres ensayos proponen una relectura de Marx y de Engels que pretende no ser prisionera del posterior “marxismo”. Con ella intento dos operaciones. Primero: precisar un concepto de ideología que tenga una función teórica insustituible por otros conceptos. Parto de las múltiples observaciones que se encuentran en las obras de Marx y de Engels, sin alcanzar un tratamiento sistemático, para tratar de llegar a definiciones claras. Segundo: el concepto de ideología forma parte de un esquema teórico, que Marx enuncia pero no alcanza a completar en una teoría acabada. En el tercer ensayo intento una contribución a la elaboración de esa teoría, con la propuesta de esquemas explicativos que podrían completar los principios enunciados por Marx. Para precisar y completar ideas formuladas por un filósofo del pasado es menester tratarlas como pensamiento vivo. Muerto es un pensamiento que, convertido en doctrina, se transmite y reitera sin ponerse en cuestión. Vivo es sólo el pensamiento como actividad crítica permanente, susceptible de confrontarse con otras ideas de nuestra época. Repensar una filosofía supone transformarla de “doctrina” en reflexión que se cuestiona a sí misma. Por desgracia, el “marxismo-leninismo” no sólo logró codificar en un sistema inconmovible lo que era una actividad crítica, sino que también acertó a aislar ese sistema de todas las otras corrientes creadoras de pensamiento, dejándolo al margen de muchos progresos intelectuales posteriores. Los tres ensayos intentan hacer a un lado las polémicas marxistas posteriores (aunque estén presentes entre líneas), para recuperar el proceso de reflexión de Marx. Por otra parte, no tratan de una doctrina, sino de una reflexión viva que requiere una discusión crítica a la luz de otros planteamientos actuales. Creo que las ideas de Marx, al ponerlas en estrecha relación con conceptos provenientes de otras corrientes de pensamiento, resultan más fructíferas que encerradas en su propio sistema. El marxismo es uno de los ejemplos más claros de cómo un pensamiento libertario y crítico, al convertirse en doctrina, se vuelve ideológico. Un pensamiento dirigido a poner fin a la explotación puede servir, entonces, a otra forma de dominio. Tal vez la mayor tragedia histórica de nuestro tiempo haya sido la evolución de las revoluciones proletarias hacia estados represivos dominados por una nueva burocracia. Y esa tragedia tiene su contraparte filosófica: la transformación del marxismo, que, de una actividad crítica libertaria, pasó a ser una doctrina autosuficiente, aislada de otras formas de pensamiento crítico. Tratar los escritos de Marx como un pensamiento en ejercicio, capaz de ser controvertido, precisado, superado, es también recuperar su fuerza libertaria. Los tres ensayos siguientes son de distinto género. Examinan la doble función social del pensamiento, en diferentes campos: la filosofía, la historiografía y la cultura en general. En la práctica de la filosofía y en la de la historia, se hace más clara la relación entre un pensamiento destinado a integrar a los individuos en un orden social y otro que cumple una función contraria. La misma dialéctica cobra otro aspecto si consideramos un problema que ha preocupado a gran parte de la inteligencia latinoamericana: el del carácter auténtico de una cultura. Este problema, propio, en realidad, de todas las sociedades en situación de marginalidad o dependencia, puede verse también a la luz de la doble función social de las creencias colectivas. Es el tema del último ensayo. Al tratar de la autenticidad de la cultura, incidimos expresamente en un tema de nuestra circunstancia latinoamericana. Pero creo que todos los ensayos tienen una motivación en esa circunstancia. Puede leerse la historia de América Latina, desde sus inicios, como una lucha constante por liberarse de distintas formas de dominación. Liberarse de la dominación quiere decir: adelantar hacia una sociedad racional de hombres libres: porque no puede haber una sociedad racional más que con la supresión del sometimiento de unos hombres por otros. Desde el punto de vista espiritual, la historia de nuestra América puede verse también como el esfuerzo constante por alcanzar una cultura y un pensamiento auténticos, como el intento de romper nuestra enajenación en formas de pensamiento prestadas y lograr la autonomía que nunca hemos alcanzado. Por ello nuestra filosofía está obligada a reflexionar sobre las vías y condiciones de realización de una comunidad libre y racional. Los obstáculos a esa empresa son de distinta índole: nuestra enajenación y dependencia, la corrupción, la opresión y la violencia desmedidas de los grupos dominantes y explotadores…, pero también las formas irracionales de la violencia libertaria que lucha contra la dominación. Todos son engranajes inconscientes del mismo círculo de irracionalidad que mantiene la opresión. Tanto en la violencia de los dominadores como en las formas irracionales de las luchas libertarias reconocemos el papel de las ideologías. América Latina está enferma de discursos ideológicos. Pero el remedio no es la pura y simple negación de las ideologías. Proclamar “el fin de las ideologías” cuando aún dominan palmariamente tantos comportamientos colectivos es una salida de avestruz. La vía racional es, por lo contrario, averiguar en qué consiste un pensamiento ideológico, para poder reconocerlo y aclarar su función. Estos ensayos desearían aportar algo a esa tarea. La procedencia de los ensayos es la siguiente: “Del concepto de ideología” fue publicado en la revista Plural, núm. 31, abril de 1974. La versión actual contiene ligeras enmiendas a ese artículo. “El concepto de ideología en Marx y en Engels” formó parte del libro colectivo Ideología y ciencias sociales, compilado por Mario H. Otero y publicado por la Coordinación de Humanidades de la UNAM, en 1979. “El concepto de actitud y el condicionamiento social de las creencias” fue entregado a la revista Humanidades, de la Universidad Autónoma Metropolitana, para ser publicado en su primer número. Agradezco a su director, el maestro Gabriel Vargas, su autorización para incluirlo en este libro. “Filosofía y dominación” fue mi discurso de ingreso a El Colegio Nacional y se publicó en Nexos, núm. 12, diciembre de 1978. “El sentido de la historia” formó parte del volumen Historia ¿para qué?, de la editorial Siglo XXI, 1980. “Autenticidad en la cultura” es una ponencia presentada en una reunión sobre “Universales transculturales”, organizada por la UNESCO, que tuvo lugar en Ottawa, Canadá, en agosto de 1983. Aunque recoge varios párrafos de un artículo anterior (“De las confusiones de un nacionalismo cultural”, en Sábado (suplemento de unomasuno), 18 de diciembre de 1982), se publica ahora por primera vez en su integridad. DEL CONCEPTO DE IDEOLOGÍA D ISTINTOS SENTIDOS DE IDEOLOGÍA Uno de los términos filosóficos más usados actualmente es el de “ideología”. Es también uno de los términos cuyo significado es más variable e impreciso. No todos los que lo emplean tienen una idea clara de lo que entienden por él, y muchos de los que sí la tienen lo usan con sentidos diferentes. La palabra es ya antigua. Fue usada por primera vez por Destutt de Tracy para referirse a su teoría de la formación de las ideas. Pero quienes le dieron sus connotaciones actuales fueron Marx y Engels. Marx y Engels entendieron por “ideología” un tipo especial de “conciencia falsa” determinada por las relaciones sociales. No lo aplicaron nunca al conocimiento verdadero, sino sólo a una forma de error socialmente condicionada. Desde entonces, el término está ligado a la teoría marxista. Muchos seguidores de Marx lo han utilizado ampliamente, aunque no siempre con el mismo sentido. Mientras en la mayoría, como en Lukács o en Althusser, conserva su sentido original de “falsa conciencia”, en otros se aplica también a cualquier conjunto de creencias ligadas a una clase social, aunque se consideren verdaderas. Así, Lenin hablaba de “ideología proletaria”, y en algunos marxistas es frecuente encontrar el término aplicado incluso al pensamiento científico, como en Adam Schaff, quien habla de “ciencia ideológica”. Pero el término ha rebasado los límites del marxismo. Otra corriente, la llamada “sociología del conocimiento” —cuyo principal representante es Karl Mannheim— ayudó también a ponerlo en boga. Partiendo del concepto acuñado por Marx, le dio una mayor amplitud… y vaguedad. Ideología significó cualquier conjunto de conocimientos o de creencias, verdaderas o falsas, que estuvieran condicionadas socialmente; se llegó así a un “panideologismo”, pues cualquier creencia podía, en ese sentido, ser tildada de ideología. En la actualidad, fuera de la escuela marxista, el concepto es usado también por algunos sociólogos anglosajones en un sentido semejante al de Marx, pero no idéntico: se refiere a sistemas organizados de creencias irracionales, aceptadas por autoridad, que cumplen una función de dominio sobre los individuos. Esta breve reseña basta para mostrar que la difusión del concepto, en lugar de precisarlo, ha servido para confundirlo. Pero un concepto teórico sólo es útil en la medida en que tenga un sentido preciso. En este escrito trataré de llegar a una definición del concepto que sea teóricamente útil. Para ello habrá que ordenar primero los distintos sentidos en que se ha usado hasta ahora. Podemos agruparlos en cuatro, que corresponden a otras tantas caracterizaciones del término. Las cuatro se encuentran en Marx, en Engels y en la mayoría de los autores marxistas; en otros escritores hallamos unas y faltan, en cambio, otras. Pero no se encuentran expresadas como sigue; yo he tratado de reducirlas a sus formulaciones más simples y precisas. Se entiende por ideología: (C1) Conjuntos de enunciados que tienen estas dos características: a) Presentan los productos de un trabajo como cosas o cualidades de cosas independientes de ese trabajo; b) explican el proceso de producción por esos productos cosificados. En Marx y Engels, “ideología” tiene este sentido cuando se aplica a la religión o a la filosofía idealista alemana. En ambos casos, se refiere a doctrinas que cosifican (reifican) ideas y que pretenden explicar por esas ideas a su productor o al proceso histórico de su producción. En el lenguaje común, tiene ese sentido cuando tildamos de “deformación ideológica” el intento de explicar una actuación política por las ideas que declaran tener sus actores y no por la función objetiva que realmente cumple (juzgar, por ejemplo, la tendencia política de un partido o de un gobernante por sus declaraciones y discursos y no por las medidas que toma). También tiene ese sentido al aplicarse, en El capital, a la economía política clásica, que considera el valor como una cualidad de la mercancía y ésta como una “cosa”, ocultando así su carácter de producto de un trabajo concreto. (C2) Conjuntos de enunciados que presentan como un hecho o cualidad objetiva lo que es cualidad subjetiva. Esta caracterización general puede formularse de varias maneras: a) Enunciados que presentan intereses particulares, de clase, como intereses generales. b) Enunciados de valor (de preferencia personal) que se presentan como enunciados de hechos. c) Enunciados que expresan deseos o emociones personales y se presentan como descriptivos de cualidades objetivas. La formulación a se encuentra expresamente en La ideología alemana y en la Miseria de la filosofía. Las formulaciones b y c se pueden encontrar aludidas incidentalmente en escritos de Marx o Engels; quien las desarrolló con mayor precisión fue Theodor Geiger. La ideología consiste en una forma de ocultamiento en que los intereses y preferencias propios de un grupo social se disfrazan, al hacerse pasar por intereses y valores universales, y se vuelven así aceptables por todos. En el lenguaje ordinario se emplea continuamente en este sentido; por ejemplo, si llamamos ideológica a una concepción moral que pretende imponérsenos, cuando nos parece responder a prejuicios y preferencias limitadas a un grupo o a una época. Notemos que estas dos primeras caracterizaciones de ideología la describen como una forma de falsedad. Los enunciados ideológicos se presentan como si expresaran un conocimiento, cuando son, en realidad, una forma de error. Este concepto de ideología pertenece, pues, a la teoría del conocimiento. Podríamos hablar de un “concepto noseológico” de ideología. Pero en este concepto aún no se alude a las causas que expliquen ese error. Para ello habrá que pasar a las dos caracterizaciones siguientes: (C3) Conjuntos de enunciados que expresan creencias condicionadas, en último término, por las relaciones sociales de producción. Corresponden al concepto de ideología como parte de la superestructura social en Marx y en Engels. Aquí nos encontraríamos con variantes según los distintos autores. Podría tratarse de estilos de pensar y creencias básicas de una época histórica, de creencias comunes al conjunto de una sociedad, o bien de creencias que corresponden a una clase o un grupo social específicos. De cualquier modo, ideológica sería cualquier creencia condicionada por las relaciones sociales. Este concepto de ideología es el que se encuentra también, con distintos matices, en la “sociología del conocimiento”. En este sentido solemos hablar, por lo común, de la “ideología imperante en la Edad Media”, de la “ideología del capitalismo”, o bien de la ideología de los grupos financieros”, “de las clases medias” o “del proletariado”. (C4) Conjuntos de enunciados que expresan creencias que cumplen una función social: a) de cohesión entre los miembros de un grupo; b) de dominio de un grupo o una clase sobre otros. La formulación a no se encuentra expresamente en Marx; sí en algunos autores marxistas, como Althusser. La formulación b se encuentra en Marx y en todos los autores marxistas. Junto con otras notas añadidas, forma parte también del concepto de ideología como sistema organizado de creencias irracionales, destinado a dirigir a los individuos con vistas a una acción de dominio, utilizada por autores no marxistas, como Hans Freyer, Daniel Bell y Edward Shils. Ideología se define, así, no sólo por su condicionamiento social, como en la caracterización anterior, sino también por la función objetiva que cumple, en las luchas sociales, para lograr o mantener el dominio de un grupo. Ideológico resulta todo conjunto de creencias que manipulan a los individuos para impulsarlos a acciones que promueven el poder político de un grupo o una clase determinados. Notemos que estas dos últimas caracterizaciones de ideología difieren de las anteriores. Mientras aquéllas se referían a un conjunto de enunciados falsos, éstas se refieren a creencias determinadas socialmente, pero no indican que sean verdaderas o falsas. No definen la ideología por su relación con el conocimiento, sino por sus causas o consecuencias sociales. Frente al concepto noseológico de ideología, de que antes hablamos, estas dos últimas caracterizaciones corresponden a un concepto sociológico de ideología. Uno y otro conceptos no se implican necesariamente y podrían, por lo tanto, usarse por separado. N OTAS 1. El término de “ideología” no se aplica a enunciados o creencias aisladas, sino a conjuntos de enunciados o creencias, que pueden estar más o menos sistematizados, pueden ser más o menos teóricos y son susceptibles de ser compartidos por un grupo de individuos. 2. ¿A qué objetos se refiere la “ideología”? En muchos autores, el término se aplica a un conjunto de entidades o procesos mentales variados: a “ideas”, “representaciones”, “conceptos”, “opiniones”, etc., lo cual crea confusión. No conviene, sin embargo, referirlo a entidades mentales cuya existencia es dudosa o inverificable. Debe aplicarse a entidades cuya aceptación no comprometa a ninguna teoría metafísica o psicológica. Geiger, para evitar la confusión, sostiene que se refiere exclusivamente a “proposiciones”. Pero el término “proposición” es discutible y hay filósofos que niegan, con buenas razones, la necesidad de emplearlo (por ejemplo, Quine). En cualquier caso, las proposiciones (si existen) se expresan en entidades verbales concretas: los enunciados (statements, en la terminología inglesa, que podría ser traducido también por “aseveraciones”). Otros autores hablan de “discursos ideológicos”. El término es correcto porque tampoco compromete a la admisión de determinadas entidades mentales o de “proposiciones”. Pero los discursos son justamente conjuntos de enunciados. Por esas razones, formulo las dos primeras caracterizaciones de “ideología”, (C1) y (C2), en términos de “enunciados”. Notemos que no aluden, entonces, a ninguna entidad mental o psíquica. Directamente no se refieren a las creencias de las personas individuales, sino a los enunciados en que se expresan dichas creencias. Pero, al referirse a los enunciados, podrían aplicarse en un sentido indirecto a las creencias expresadas. Porque la ideología está constituida por enunciados, puede ser falsa o verdadera, pues la verdad o falsedad sólo puede predicarse de enunciados. Las dos caracterizaciones siguientes de “ideología” (C3) y (C4), en cambio, no incluyen verdad o falsedad en el concepto de ideología, porque se refieren a las relaciones de ciertos hechos (el hecho de que un sujeto S crea o asevere el enunciado E) con sus condiciones o funciones sociales, es decir con otros hechos; y un hecho no puede ser verdadero ni falso, simplemente es. Por eso las formulo en términos de creencias. Las creencias son disposiciones; pueden expresarse en un comportamiento verbal, en la formulación de enunciados, pero pueden expresarse también en comportamientos no verbales. (C3) y (C4) hablan de condiciones y de funciones sociales. Ahora bien, lo que puede estar directamente condicionado o puede tener una función social no son los enunciados sino las creencias o los comportamientos de los individuos. Sólo indirectamente puedo decir que un conjunto de enunciados esté condicionado socialmente o tenga una función social: en la medida en que en ellos se expresan creencias. Porque creo en algo, formulo ciertos enunciados; porque la comunicación de un enunciado me induce a creer en algo, ese enunciado cumple una función social. Así, mientras el concepto noseológico de ideología se refiere directamente a entidades verbales, que pueden ser verdaderas o falsas (enunciados), el concepto sociológico se refiere directamente a hechos psíquicos, que pueden tener causas y efectos sociales (creencias). 3. El concepto noseológico (caracterizado en C1 y C2) y el concepto sociológico (caracterizado en C3 y C4) de ideología responden a preguntas distintas y cumplen, por lo tanto, una función teórica diferente. (C1) y (C2) responden a la pregunta: ¿en qué consiste la falsedad (mejor: la insuficiente justificación) de los enunciados ideológicos? (C3) y (C4) responden a la pregunta: ¿cómo se explica que ciertos individuos tengan ciertas creencias (que pueden expresarse en enunciados ideológicos en el sentido anterior)? El concepto sociológico de ideología puede aplicarse a cualquier creencia, y por ende, indirectamente a cualquier conjunto de enunciados, sean verdaderos o falsos. No dice nada acerca de la verdad o falsedad de los enunciados. Su función teórica es explicar las creencias por sus relaciones sociales. Su método para determinar la ideología debe ser, pues, una investigación sociológica. El concepto noseológico de ideología, en cambio, sólo se aplica a enunciados que no están lo bastante justificados e, indirectamente, a las creencias expresadas en ellos. No dice nada acerca de las relaciones entre las creencias y las relaciones sociales. Su función teórica es describir una forma de error. Su método para determinar la ideología debe ser, pues, un análisis conceptual (científico o filosófico). 4. La ambigüedad y confusión en el uso del término “ideológico” se debe a la interferencia entre estos dos conceptos. Para evitar la ambigüedad puede aceptarse uno solo de ellos y rechazarse el otro. Así, algunos autores, como Geiger, al reducir la ideología a “proposiciones” y caracterizar las proposiciones ideológicas en términos de “sin sentidos”, tienden a hacer de lado el concepto sociológico, o al menos no logran relacionarlo claramente con su caracterización de “ideología”. Otros autores marxistas, como Schaff, y la sociología del conocimiento acaban haciendo a un lado el concepto noseológico de ideología y pueden, así, aplicarlo a todas las creencias, incluso a las verdaderas. Con todo, en Marx se conserva la ambigüedad. Ideología es a la vez un concepto noseológico (una forma de error) y un concepto sociológico (“superestructura”). Esta ambigüedad podría deberse a falta de precisión y de análisis conceptual, pero también a que Marx intentó con ese concepto un tipo de explicación teórica que sólo era posible al incluir en él tanto el nivel noseológico como el sociológico, aunque no acertó a precisar con claridad suficiente cómo se relacionaban ambos en el mismo concepto. Ésta es la tesis que trataré de demostrar en los siguientes apartados. CONDICIONES PARA INTRODUCIR UN NUEVO CONCEPTO TEÓRICO La introducción de un nuevo concepto en una ciencia empírica, mediante una definición apropiada, debe estar justificada teóricamente. El concepto debe ser operativo, es decir, debe servir para comprender o explicar, mejor que otros conceptos, un sector de la realidad. Para ello debe cumplir, por lo menos, con los siguientes requisitos: 1) Debe referirse a un fenómeno que no pueda ser designado con otros conceptos en uso. Si no fuera así, el nuevo concepto saldría sobrando o sería redundante. 2) Debe tener una función explicativa, es decir, debe servir para dar razón de un hecho por otros hechos. Para ello debe formar parte de una teoría explicativa y poderse definir en función de otros conceptos de esa teoría. 3) Debe tener una función eurística, es decir, debe servir para orientar al investigador al descubrimiento de nuevos hechos o relaciones entre hechos. Dicho de otra manera: su introducción debe suministrar una respuesta a un problema específico planteado, para resolver el cual no servirían otros conceptos en uso. La definición de ideología debe cumplir, por lo menos, con esos tres requisitos. Veamos en qué medida los conceptos noseológico y sociológico de ideología los llenan. La mejor manera de examinarlo será determinar cuál es el problema específico al que trata de responder el concepto de ideología. ¿Cuál es la situación particular que hizo necesaria la introducción de ese concepto, porque no podía ser comprendida ni explicada por otros conceptos? Sólo si el concepto de ideología sirve para explicar una situación real que otros conceptos no explican, será pertinente su uso. Pero entonces, la definición que aceptamos de ese término será la que sirva para ese propósito teórico. D EL CONCEPTO NOSEOLÓGICO DE IDEOLOGÍA Examinemos, primero, si es pertinente aceptar una definición puramente noseológica de ideología. Puedo dar dos tipos de explicación de una misma creencia. Si pregunto ¿por qué S cree que E (“E” está en lugar de cualquier enunciado)?, puedo dar dos clases de respuestas: 1) Señalar las razones (en el sentido de “fundamentos”, “evidencias”, “justificaciones racionales”) que tiene S para aceptar (o aseverar) E. 2) Señalar las causas o motivos que indujeron a S a aceptar (o a aseverar) E. Por ejemplo, si pregunto ¿por qué creía Platón en la inmortalidad del alma?, puedo dar dos respuestas: mencionar los argumentos filosóficos del Fedón para probar la inmortalidad del alma, los cuales funcionan como razones en las que se funda el enunciado “el alma es inmortal”, o bien indagar, en la educación recibida por Platón, en su psicología o en las influencias sociales a que estuvo sometido, las causas que lo empujaron a creer en un alma inmortal y a aceptar esos argumentos como válidos. Las dos explicaciones se mueven en planos diferentes; no se excluyen ni contraponen. La explicación por razones se refiere al enunciado y, por consiguiente, a su verdad o falsedad. Si las razones en que se funda el enunciado E son objetivamente suficientes, diremos que el sujeto S no sólo cree que E, sino que sabe que E.1 En tal caso, tiene una garantía para asegurar la verdad de E y ello basta para explicar que S crea que E. S cree que E porque E está justificado en razones objetivamente suficientes. Ésta es una explicación adecuada de su creencia. Por ejemplo: si demuestro que un teorema se deriva necesariamente de los axiomas aceptados en un sistema formal, basta esa demostración para explicar por qué asevero ese teorema. Sería excesivo, después de la demostración, preguntar todavía: “Bueno, pero ¿por qué aceptas ese teorema?” Lo acepto porque tengo razones suficientes, porque está justificado objetivamente, porque lo he demostrado. Otro ejemplo: si me convenzo de que los argumentos de Platón prueban efectivamente la inmortalidad del alma, es decir, son “suficientes” para justificarla teóricamente, resulta extraño que todavía pregunte “¿por qué Platón creía en un alma inmortal?” Platón creía en ella porque sus argumentos se lo demostraron. La necesidad obvia de otra explicación aparece, en cambio, cuando las razones aducidas para fundar un enunciado se juzgan insuficientes. Nos sentimos obligados a explicar las causas de la creencia de Platón en un alma inmortal en la medida en que los argumentos que presenta no nos parecen fundar su existencia. Entonces surge la pregunta: Si S cree que E, y no tiene razones suficientes para justificar E, ¿por qué entonces llegó a esa creencia? Para que considere necesario plantear esa pregunta, debo negar o dudar de la verdad de E. La creencia injustificada requiere necesariamente una explicación ulterior. El concepto noseológico de ideología lo define como un tipo de enunciados insuficientemente justificados. La creencia en esos enunciados es, pues, igualmente injustificada. Ahora bien, (C1) se limita a describir un tipo de enunciados no fundados; pero no se refiere a las condiciones ni a los motivos de la creencia en esos enunciados. No da, por lo tanto, una explicación de la existencia de esos enunciados. (C2) describe también un tipo de enunciados no fundados, mediante la introducción de términos psicológicos como “intereses”, “preferencias”, “deseos”, “emociones”. Podría reformularse de la siguiente manera: ideología es un conjunto de enunciados no justificados objetivamente, en los cuales ciertos motivos psicológicos (intereses, preferencias, etc.) inducen a creer en ellos pese a carecer de razones suficientes para fundarlos. Reformulada así, (C2) no sólo describe enunciados, sino que intenta una explicación de la creencia en ellos. Pero se trata de una explicación psicológica. Señala los motivos que puede tener un individuo para aceptar enunciados injustificados. Como explicación psicológica es teóricamente insuficiente. En efecto, los conceptos que usa (intereses, preferencias, etc.) son vagos, se refieren a entidades mentales difíciles de experimentar y no forman parte de una teoría explicativa general que los defina con precisión. Mucho más explicativos serían los conceptos de racionalización, ilusión, proyección, que pertenecen a la teoría psicoanalítica. Mediante esos conceptos, probablemente se pudieran explicar las creencias injustificadas de que habla (C) en una forma más 2 precisa. El concepto de ideología resulta, pues, insuficiente como concepto teórico, si se reduce a un mero concepto noseológico. En efecto, en ese caso se limita a caracterizar un tipo de enunciados insuficientemente fundados que pueden dar lugar a falsedad, pero no suministra una explicación adecuada de la existencia de esos enunciados. Para hacerlo, tendría que remitir a otros conceptos psicológicos. INTENTO DE DEFINICIÓN DE IDEOLOGÍA Pero la explicación por motivos no es la única que puede darse de una creencia injustificada. Los enunciados descritos por (C1) y (C2) pueden remitirnos a un tipo de explicación diferente: por factores sociales. Sólo entonces es preciso introducir un concepto nuevo, que sirva para conectar la creencia de S en E con ciertos factores sociales y que no pueda reducirse a un concepto psicológico. La introducción del concepto de ideología cumple así, en la explicación sociológica de la creencia injustificada, una función análoga a la que cumple el concepto de racionalización en la explicación psicológica de la misma creencia. La explicación por factores sociales y la explicación por motivos psicológicos no se contraponen, si bien la primera podría ser más “radical”. En efecto, podría explicar, a la vez, las creencias (como lo hace también, a su modo, la explicación por motivos) y los motivos psicológicos. Pero notemos que ambas explicaciones sólo son pertinentes si se refieren a creencias injustificadas objetivamente. Si están justificadas, bastarían las razones suficientes en que se funda el enunciado, para explicar la creencia. La puerta abierta, tanto a la dinámica del inconsciente como a la dinámica social de las creencias, es la observación de las creencias injustificadas. Llegamos así a una definición de ideología que podríamos enlistar como C5: Las creencias compartidas por un grupo social son ideológicas si y sólo si: 1) No están suficientemente justificadas; es decir, el conjunto de enunciados que las expresan no se funda en razones objetivamente suficientes. 2) Cumplen la función social de promover el poder político de ese grupo; es decir, la aceptación de los enunciados en que se expresan esas creencias favorece el logro o la conservación del poder de ese grupo. Notemos que podemos formular alternativamente la definición en términos de “creencias” o de “enunciados que expresan creencias”. Esto es indispensable para poder pasar de 1 a 2, es decir, para poder conectar un conjunto de enunciados con su función social. En la definición podríamos incluir una tercera condición: que las creencias estén condicionadas por la situación social del grupo, determinada en último término por su lugar en las relaciones de producción. Sin embargo, creo que esta tercera condición no sería indispensable para la definición, por dos razones. En primer lugar, ese condicionamiento es difícil de determinar empíricamente, lo que nos enfrenta a un sinnúmero de problemas. Engels observó ya las dificultades para señalar con precisión tanto el grado de dependencia de la superestructura ideológica respecto de las relaciones de producción, como los diferentes eslabones que enlazan la situación social y la ideología de una clase. Los intentos posteriores de la “sociología del conocimiento” han servido para mostrar la dificultad de comprender, de manera a la vez conceptualmente precisa y empíricamente observable, cualquier tipo de relación causal entre base social e ideología. En cambio, la función social que objetivamente cumple un conjunto de creencias se ha mostrado más fácil de determinar y puede estar sujeta a métodos más seguros de comprobación. En segundo lugar, el análisis de la génesis social de las creencias —aun suponiendo que pudiera determinarse con cierta precisión— no revela necesariamente el grupo al que sirven esas creencias (por ejemplo una doctrina surgida en un medio pequeñoburgués puede expresar los intereses objetivos del proletariado, y viceversa). No hay esa confusión, en cambio, en el análisis de las funciones que cumplen las creencias —cualquiera que sea su origen—. El paso del análisis de la causa al de la función permite descubrir mejor la situación de cada elemento dentro de una estructura social. Con todo, aquí no cabe una discusión de estos puntos que, en realidad, no son esenciales para el tema que ahora nos ocupa. La intentaremos en el tercer ensayo incluido en este libro. Tendríamos, así, una definición de ideología que incluiría el concepto noseológico, en la condición 1, y el concepto sociológico, en la condición 2. Si no resultara pedante, podríamos hablar de un concepto “integral” de ideología. Se trataría de un término interdisciplinario cuya función sería poner en relación conceptos noseológicos con conceptos sociológicos. Al incluir en un solo concepto las creencias injustificadas y su función social, el término “ideología” cumple una función teórica doble que no podría cumplir un concepto puramente noseológico o puramente sociológico: 1) Tiene una función explicativa: explica las creencias injustificadas, en una forma distinta a la explicación psicológica. 2) Tiene una función eurística: orienta al investigador para descubrir un tipo de creencias injustificadas (y, por ende, de enunciados no verdaderos) a partir del examen de su función social. Esta doble tarea no la puede realizar ningún otro término en uso. Así, el problema específico, para solucionar el cual fue necesario introducir ese concepto, no es el de la existencia de enunciados no fundados, ni el del condicionamiento social de las creencias, sino el de la existencia de una relación estrecha entre creencias injustificadas y factores sociales. En otras palabras, el concepto de ideología, tal como fue usado por Marx, trata de responder a la pregunta: ¿En qué relación se encuentran ciertos enunciados insuficientemente fundados con ciertos factores sociales? Por ello tiene que ser un concepto interdisciplinario. Pero, para justificar la definición propuesta, debemos mostrar que efectivamente cumple la doble función teórica señalada. D OBLE FUNCIÓN TEÓRICA DEL CONCEPTO DE IDEOLOGÍA 1. Función explicativa. Un examen científico o un análisis filosófico de una doctrina puede mostrar que sus enunciados no se apoyan en razones suficientes. Pero no basta con esto para determinar esa doctrina como “ideológica”. En tal caso, cualquier doctrina filosófica podría con razón tildar a las contrarias de “ideológicas”. Pero el descubrimiento de la falta de justificación suficiente de una doctrina plantea otro problema: ¿Por qué, pese a ser injustificada, un grupo social cree en ella? La definición de ideología inducirá a indagar las funciones sociales que cumple su aceptación colectiva. Entonces deberemos pasar del análisis conceptual al análisis sociológico. Si éste descubre que la aceptación de la doctrina cumple una función de poder, quedará explicada. Sólo entonces podremos llamar a la doctrina “ideológica”. Un ejemplo de este paso se encuentra en La ideología alemana. Marx parte de la crítica filosófica de la religión y del idealismo alemán. Es esa crítica la que muestra la insuficiencia de las pretendidas razones en que se fundaban esas doctrinas. Entonces puede plantear, con pleno sentido, una segunda pregunta: ¿Por qué se aceptan, pese a ser injustificadas? La primera explicación que se ocurre es psicológica: es la respuesta de Feuerbach. En este momento no es necesario aún introducir el concepto de ideología. La segunda respuesta conduce a Marx a un nuevo descubrimiento: remite primero a la división del trabajo, después, a los conceptos de estructura y superestructura sociales. Este paso no demuestra la falsedad de las doctrinas consideradas, pues ésta ya había sido mostrada por el análisis filosófico, pero explica la creencia en esas doctrinas. El concepto de ideología expresa ese descubrimiento. Remplaza el concepto feuerbachiano de “proyección” (y los afines de “enajenación”, “extrañamiento”) y pasa, así, de la explicación psicológica a la explicación sociológica. Por otro lado, el concepto de ideología resulta explicativo porque forma parte de una teoría más general. Esa teoría no es sólo noseológica ni sólo sociológica: intenta comprender a la vez las creencias y su dinámica social. 2. Función eurística. Pero, una vez establecido el concepto de ideología, puede recorrerse el camino inverso: de la función social de las creencias a la falsedad de los enunciados en que éstas se expresan. Podemos observar que la aceptación de una doctrina por un grupo cumple, de hecho, una función social de dominio. Éste es el resultado de una indagación sociológica. No determina la falsedad de esa doctrina, pues habla de las relaciones de las creencias con factores sociales, y de ellas no se puede inferir nada acerca de la verdad o falsedad de los enunciados. Sin embargo, puede poner al investigador en la pista correcta para descubrir un error. La función social de la creencia le permitirá preguntarse si no se tratará de una ideología, esto es, si esa creencia estará o no justificada, pregunta que no se hubiera hecho antes. Entonces, el investigador revisará críticamente las razones en que se funda esa doctrina. La observación de su función social no ha demostrado la falsedad de la doctrina, pero ha orientado al investigador a que ponga en cuestión los supuestos en que pretende fundarse. Entonces el investigador deberá pasar del examen sociológico a un análisis epistemológico para determinar la insuficiencia de las razones en que se basa. Sólo entonces podrá designar esa doctrina como “ideológica”. También encontramos en Marx un ejemplo de este paso teórico. Marx muestra, en El capital, la función que cumple la economía política clásica para mantener el mercado capitalista y reproducir esa forma de producción. Pero percatarse de esa función social no basta para calificarla de falsa o de ideológica. Con todo, gracias a esa observación, Marx puede poner en cuestión los conceptos fundamentales de la economía clásica y mostrarlos infundados. Esta segunda tarea ya no la ejerce el examen de su función social; es sólo el análisis económico el que muestra que las razones en que se fundaba la economía clásica no eran suficientes; entonces puede remplazar el concepto “fetichista” del valor y de la mercancía por otros más científicos. Sólo así, la concepción que antes se consideraba científica puede ahora calificarse de ideológica. Para llegar a esto fueron necesarias dos operaciones enteramente distintas: 1) Examen de la función que cumple una doctrina económica en la sociedad capitalista; este examen explica la creencia en la doctrina pero no la determina como injustificada. 2) Análisis de las razones en que se funda esa doctrina; es un análisis científico (económico en este caso) de los supuestos de la doctrina, que puede mostrar que las razones para aceptarla son insuficientes. Lo importante es que, en muchos casos, el segundo paso no se daría si no se da el primero. Lo cual es particularmente interesante en el supuesto de las creencias básicas, aceptadas sin discusión, en que suelen basarse muchas doctrinas pretendidamente científicas. Normalmente no solemos poner en cuestión las creencias; sólo nos veremos impelidos a hacerlo si se demuestra que su aceptación cumple una función social que favorece el poder de un grupo. El concepto de ideología, al incluir en su definición ambos pasos, puede orientar al investigador a descubrir errores encubiertos. Sólo así puede tener una función desmistificadora de creencias. D EL CONCEPTO SOCIOLÓGICO DE IDEOLOGÍA Ahora se nos hará más clara la limitación del concepto puramente sociológico de ideología, frente al concepto interdisciplinario que propongo. El primero definiría la ideología por sus condiciones o funciones sociales, sin incluir la suficiencia o insuficiencia de las razones en que se fundan sus enunciados. Pero ese concepto es tan general que puede aplicarse a todas las creencias. Podría, en rigor, referirse a cualquier ciencia, en cualquier momento de su desarrollo, al igual que a las opiniones injustificadas. No permite, por ende, distinguir con claridad entre enunciados ideológicos y científicos. No puede usarse tampoco para orientar al investigador en el descubrimiento de creencias injustificadas. En efecto, la mera observación de los factores sociales con los que está en relación un conjunto de creencias no dice nada acerca de los enunciados en que se expresan. Con el concepto sociológico de ideología, se pierde, pues, la función eurística y “desmistificadora” que tenía ese concepto en Marx. Ejemplo claro es la llamada “sociología del conocimiento”. D E LA “MISTIFICACIÓN” IDEOLÓGICA Hemos dicho que la definición propuesta de ideología permite cumplir una función desmistificadora. Tenemos que mostrar, aunque sea someramente, cómo la realiza. En efecto, si por ideología no se entiende cualquier clase de creencias injustificadas sino sólo aquellas que tienen una función de dominio, el concepto abre un nuevo campo de investigación: el de las operaciones mediante las cuales ciertas creencias cumplen dicha función. Orienta, así, al descubrimiento de procedimientos de engaño que hacen posible una función social. Una creencia puede cumplir una función de dominio si es aceptada por otros como justificada; su aceptación engendra la disposición a comportarse de determinada manera. Ahora bien, una creencia justificada (es decir aquella que pueda expresarse en enunciados fundados en razones suficientes) puede ser aceptada por otros por la simple exposición de las razones en que se basa. Tal sucede con la ciencia. Pero una creencia injustificada sólo puede ser aceptada por otros en la medida en que se presente como si estuviera justificada. Para que la creencia injustificada pueda cumplir una función de dominio, es menester, pues, un proceso de ocultamiento o engaño, que podríamos llamar “mistificación”. Cabría intentar una descripción de los diferentes tipos de ocultamiento ideológico. Por lo pronto, a modo de ejemplo, podría señalar dos. 1. Un enunciado descriptivo E, con un sentido claro a, se funda en una serie de razones que se consideran suficientes. Con todo, al ser usado políticamente, en beneficio de un grupo o clase social, sirve para dominar; adquiere en ese uso un sentido nuevo b sumamente confuso, que se añade a a, sin remplazarlo. (Ejemplos: uso político de frases en que intervienen términos como “democracia”, “Revolución mexicana”, “socialismo”, etc. al servicio de la consolidación, respectivamente, del capitalismo, del desarrollo dependiente o, por último, de la burocracia soviética.) Se generan, así, enunciados que podríamos designar como F para distinguirlos de los anteriores. En ellos se incluye el sentido confuso b, sin distinguirlo del sentido genuino a. Ejemplos: enunciados en que se usa “democracia” con el sentido b de “sistema capitalista occidental”, sin distinguirlo de su sentido original a de “gobierno efectivo del pueblo”; enunciados en que se emplea “Revolución mexicana” como el sistema político de cierto capitalismo dependiente (sentido b), sin perder su sentido histórico original; o “socialismo” como el régimen que impera de hecho en la Unión Soviética (sentido b), sin dejar de connotar la sociedad liberada de la explotación (sentido a). Esos enunciados F en que se incluye el sentido b no están ya fundados en las razones suficientes que permitían fundar el enunciado E. Los enunciados F no están fundados: la creencia en ellos es injustificada. Sin embargo, el ideólogo presenta para F las mismas razones que servían para justificar E. Esto permite que otros acepten F (con el sentido añadido b), sin percatarse del engaño. (Ejemplos: se acepta el capitalismo al aceptar las razones que fundan la democracia, se acepta el desarrollo dependiente por las razones que legitiman la Revolución mexicana, se acepta la dictadura de la burocracia soviética por las razones en que se basa el socialismo.) La crítica ideológica consistirá en: 1) Señalar la función social que cumple la creencia en F. 2) Descubrir la confusión entre los sentidos a y b a la que inducen los usos sociales de F. 3) Restaurar el sentido preciso, a, eliminando así la función social de dominio. (Ejemplos: mostrar que el capitalismo occidental no tiene una función democrática, que el sistema capitalista dependiente mexicano no cumple con la Revolución, que la dictadura de la burocracia soviética no es socialismo). 2. Un enunciado valorativo E, con un sentido claro a, puede despertar en cualquier hombre un conjunto de emociones positivas hacia los objetos o valores que enuncia. (Ejemplos: enunciados en que intervengan términos como “libertad”, “paz”, “amor”.) Al ser usado E políticamente, en determinadas situaciones concretas, en beneficio de un grupo o clase, puede adquirir otro significado confuso b que, si se diera aislado de a, podría despertar otras emociones contrarias; esas emociones nuevas, ligadas al sentido b, impedirían la aceptación de E. Pero el sentido confuso b se oculta bajo el sentido claro a. Sobre él recaen entonces las mismas emociones positivas que acompañan a a; así puede ser aceptado. (Ejemplos: al ser usado políticamente, “paz” puede adquirir el sentido de “negociación o represión de conflictos existentes”; en la prédica religiosa, “amor” o “caridad” pueden adquirir el sentido real de “resignación confiada a una situación de sujeción”, “no rebelión”: en ambos casos, el nuevo uso es aceptado sólo porque se transfieren a él las emociones que despierta el sentido más preciso y original de los términos.) Podrían señalarse otras formas de mistificación. Con todo, creo que en muchas de ellas habría una operación semejante: el encubrimiento de un sentido claro por otro confuso y la atribución al enunciado que tiene sentido confuso de las razones que justifican el enunciado con sentido claro. De allí que la “falsedad” ideológica no sea un error cualquiera, sino un encubrimiento o distorsión de un enunciado que puede ser verdadero. La crítica ideológica no consistirá en negar ese enunciado, sino en descubrirlo bajo su sentido confuso; es decir, en rectificar la distorsión, en restablecer el enunciado original detrás de sus usos políticos encubridores. La metáfora de la “imagen invertida” aludiría a esa característica: para llegar a la verdad no se trataría de negar toda validez a la imagen, sino de rectificar su distorsión, “volteándola”. Pero, para poder efectuar esa “rectificación”, necesitamos fijarnos a la vez en la función social que cumplen las creencias, en los nuevos sentidos que el uso social de las creencias da a los enunciados y en las razones en que se fundan esos enunciados. El concepto propuesto de ideología permite incluir esos puntos; no así los conceptos noseológico o sociológico. CONCLUSIONES Resumamos, para terminar, las conclusiones a que hemos llegado. 1) Los conceptos puramente noseológico y puramente sociológico de ideología son insuficientes. El concepto de ideología, para ser teóricamente fructífero tiene que ser un concepto interdisciplinario. Señala una forma específica de error en que puede incurrir la razón e intenta, a la vez, explicarlo. Sólo así puede precavernos contra una especie de falsedad, antes inadvertida. Para determinar que una creencia es ideológica debemos demostrar, a la vez y por vías diferentes, que se trata de una creencia insuficientemente justificada y que cumple una función social determinada. 2) Por consiguiente, no toda creencia insuficientemente justificada puede tildarse de “ideológica”, sino sólo aquellas que un examen sociológico demuestre que cumplen la función de promover el poder de un grupo. A la inversa, no todo conjunto de creencias condicionado socialmente puede llamarse ideológico, sino sólo aquel que, además, se demuestra injustificado. 3) Así empleado, el concepto de ideología abre un nuevo campo de investigación: el de los usos sociales del lenguaje como procedimiento de mistificación. Con estas breves observaciones sólo he tratado de obedecer a la habitual manía del filósofo: intentar precisar un concepto confuso. 1 Sobre la distinción entre creer y saber, y sobre el concepto de “razones objetivamente suficientes”, puede verse mi libro Creer, saber, conocer, Siglo XXI Editores, México, 1982, caps. 6 y 7. EL CONCEPTO DE IDEOLOGÍA EN MARX Y EN ENGELS LA PALABRA “ideología” es usada actualmente en los más diversos sentidos. Éstos pueden variar desde una acepción tan amplia y vaga como “un conjunto de creencias generales sobre el mundo y la sociedad”, hasta otra más estrecha pero igualmente vaga como “conciencia falsa”. Entre esos dos extremos podemos encontrar casi todos los sentidos intermedios, según los propósitos de cada autor. En los mismos escritores marxistas, pese a participar de una sola tradición conceptual, la palabra es usada a menudo sin precisión y en sentidos diferentes. Al volverse equívoca, deja de expresar un concepto teórico genuino. Parte de la confusión tiene su fuente en la diversidad de usos que tiene el término en las obras de Marx y de Engels. Una tarea indispensable para aclarar el concepto es, pues, distinguir con precisión los sentidos que tiene en esas obras. Es menester establecer las distintas connotaciones del término así como la conexión que puede haber entre ellas. Tal vez aparezca entonces que el valor teórico del concepto de ideología consiste justamente en unir en una sola noción connotaciones que no se implican analíticamente. Ésta es la tarea que se intentará en este ensayo. Para ello habrá que rescatar los usos que tiene el término en los escritos de Marx y de Engels, encubiertos y confundidos a menudo por toda la literatura posterior. Este artículo se restringirá, por lo tanto, a las obras de esos autores y procurará que su análisis no se vea distorsionado por las interpretaciones de autores posteriores. U N ESTILO DE PENSAR En los escritos de Marx y de Engels de los años 1843 a 1848, especialmente en La ideología alemana, aparece un concepto de ideología más preciso y limitado que el usual en muchos autores marxistas posteriores. Este mismo concepto se encuentra implícito en El capital y subsiste en escritos posteriores de Engels. Podemos llamarlo el sentido “estricto” de ideología. Este concepto “estricto” de ideología, a su vez, abarca varias connotaciones que no se implican necesariamente. Aunque éstas se dan, de hecho, simultáneamente en las obras de Marx, el análisis conceptual requiere tratarlas por separado, para poder estudiar sus conexiones. La primera aparición del término está ligada a la crítica al idealismo, que Marx concentra en la filosofía de Hegel y sus discípulos. Las críticas múltiples y variadas de Marx al idealismo podrían derivarse de una sola: el rechazo del supuesto en que se basa esa concepción del mundo. El idealismo expresa el intento de explicar la realidad, tanto natural como humana, por el desenvolvimiento de las ideas. El meollo de las críticas de Marx podría resumirse en tres posiciones básicas: a) En Hegel las ideas cobran realidad, adquieren una entidad propia e independiente: hay una “cosificación” de las ideas; b) El desarrollo histórico y social se explica por el desarrollo de las ideas así cosificadas; c) Esta seudoexplicación encubre el verdadero ser del hombre: al presentar un producto del hombre como si fuera su productor, se oculta al hombre concreto bajo una abstracción. Pero este modo de proceder no es exclusivo de Hegel. Corresponde a una manera de considerar las cosas (Betrachtungsweise), un modo de ver el mundo que está supuesto, a menudo implícito, en muchas doctrinas distintas y que puede expresarse en diferentes formas. El núcleo de idealismo —resumido en esas tres proposiciones básicas— no es una teoría específica, sino un punto de vista sobre el mundo, una representación general dentro de la cual pueden encontrar acomodo diversas teorías. Más que de una doctrina, se trata de una disposición mental a ver el mundo y el hombre de determinada manera: disposición que suele inducir a adoptar una manera o “estilo” de pensar que puede expresarse en esferas muy variadas de la actividad intelectual. La misma manera de ver las cosas y el mismo estilo de pensar se encuentran en campos distintos al hegelianismo, por ejemplo, en la religión. Marx sigue la interpretación de la religión por Feuerbach. Según él los dioses son una proyección de las características esenciales del hombre. Una vez que el hombre proyecta su esencia fuera de él, se somete a esa proyección; su producto se convierte en su amo y productor. La operación mental, aunque se refiera a cosas distintas, es del mismo estilo que la que realiza Hegel con las ideas. En ambos casos se dota de entidad independiente a un producto de la actividad humana y se ve el mundo, y el hombre en él, como producto de esa entidad. Por eso, la crítica a la religión que emprende Feuerbach es, en el fondo, crítica a un modo de ver las relaciones del hombre con el mundo, que está supuesto tanto en el cristianismo como en muchas corrientes filosóficas. Así se entiende que Marx pueda decir, en la Crítica a la filosofía del derecho de Hegel, de 1844, que “la crítica a la religión es el supuesto de toda crítica”. En efecto, “el fundamento de la crítica a la religión es el hombre hace la religión, la religión no hace al hombre”,1 así como el fundamento de la crítica al idealismo sería: el hombre hace las ideas, las ideas no hacen al hombre. La religión busca al hombre en la “realidad fantástica del cielo”; pero el hombre no es algo abstracto, sino un ente concreto, situado en su sociedad, en su Estado. “Ese Estado, esa sociedad producen la religión, una conciencia invertida del mundo, porque ellos son un mundo invertido.”2 La crítica a la religión no consiste, pues, en destruir sus argumentos o sus doctrinas, sino en destacar el estilo de ver el mundo y de pensar que está supuesto en las religiones concretas; éste consiste en una disposición mental que Marx llama “conciencia invertida” de la realidad. Por eso la crítica a la religión puede transformarse fácilmente en crítica a otra concepción diferente: la concepción idealista del derecho y de la política; pues ésta participa de la misma manera “invertida” de ver las cosas. Por distintas que sean la religión cristiana y la filosofía hegeliana del derecho, tienen en su base esa misma “conciencia” o “mentalidad”: el hombre en sociedad se ve como creatura de sus propias ideas, fantasías y creencias; en ambas doctrinas, se oculta la condición (Zustand) real del hombre bajo una idea abstracta. Más tarde, en la Miseria de la filosofía, de 1847, Marx encuentra el mismo estilo de pensar expresado en una doctrina que corresponde a un campo muy distinto a la filosofía hegeliana y a la religión: en la economía política; lo reconoce en la obra de Proudhon. “Lo que Hegel ha hecho con la religión, el derecho, etc., trata de hacerlo el señor Proudhon con la economía política.”3 La semejanza no está en las doctrinas de Hegel y Proudhon, sino en la disposición a pensar de determinada manera, supuesta en una y en otra doctrina. En ambos casos se encuentra “en las categorías lógicas la esencia de todas las cosas”. Lo que hace Hegel con las ideas en general, lo hace Proudhon con las categorías económicas, comprenderlas como ideas eternas, preexistentes.4 Encontramos en Proudhon el mismo tipo de “conciencia invertida”, propio de la filosofía alemana. Las categorías económicas sólo son las expresiones teóricas, las abstracciones de las relaciones sociales de producción. El señor Proudhon, como auténtico filósofo, pone las cosas de cabeza y ve en las relaciones reales solamente la encarnación de aquellos principios, de aquellas categorías que, como nos dice aún el señor Proudhon, el filósofo, dormitaban en el seno de la razón impersonal de la humanidad. Conforme a la misma manera de proceder intelectual, el proceso histórico se explica por el orden de las ideas abstractas, y no a la inversa. Marx cita a Proudhon: No ofrecemos [escribe Proudhon] una historia según el orden del tiempo, sino según la secuencia de las ideas. Las fases o categorías económicas se introducen en su manifestación, a veces al mismo tiempo que ella, a veces en una sucesión contraria. No por ello las teorías económicas dejan de tener su sucesión lógica y su seriación en la razón: ese orden pretendemos haber descubierto.5 Vemos cómo en todas estas críticas, a través de una doctrina particular se apunta a una manera común de pensar que constituye un supuesto, a veces explícito, pero frecuentemente implícito y aun inconsciente, de muchas doctrinas que se refieren a campos distintos. Se encuentra en la religión, la filosofía, el derecho, la política, la economía. Se trata de un estilo de pensar “metafísico”: “Las cosas de este mundo sólo son tejidos cuya trama está formada por las categorías lógicas”.6 La crítica consiste justamente en mostrar cómo ese modo de pensar está supuesto sin discusión en las doctrinas consideradas. Se entenderá mejor cuál es ese supuesto, si se compara la crítica de Marx a Hegel con la de los “jóvenes hegelianos” (Bauer, Strauss, Stirner, Feuerbach). Ambas tienen mucho en común: tanto en Marx como en los jóvenes hegelianos, se trata de liberar a las mentes del dominio enajenante de las ideas “cosificadas” y recuperar la condición del hombre como libre productor y amo de sus propias creencias. Así resume Marx en La ideología alemana el sentido de la crítica que realizan los jóvenes hegelianos: Los hombres siempre se han hecho hasta ahora representaciones falsas sobre ellos mismos, sobre lo que son o deben ser. Por sus representaciones de Dios, del hombre normal, etc., dirigieron sus relaciones. Los engendros de su mente rebasaron su mente. Ante sus creaturas, ellos, los creadores, se inclinaron. Liberémosles de las quimeras mentales, de las ideas, de los dogmas, de las esencias imaginarias bajo cuyo yugo languidecen. Rebelémonos contra ese dominio de los pensamientos. Enseñémosles a cambiar esas ilusiones por pensamientos que responden a la esencia del hombre, dice el uno, a comportarse críticamente frente a ellas, dice el otro, a arrancárselas de la mente, dice el tercero, y la realidad existente se derrumbará. Estas fantasías inocentes e infantiles —continúa Marx— forman el núcleo de la nueva filosofía de los jóvenes hegelianos.7 Según este párrafo, los jóvenes hegelianos parecen proponer el mismo proyecto liberador de las ideas enajenantes que Marx propugna. En efecto, es el programa que deriva de la crítica a la religión, y Marx coincide con su rechazo del dominio de las ideas sobre su productor. ¿Por qué, entonces, lo califica de “fantasías inocentes o infantiles”? Porque la crítica de los jóvenes hegelianos, pese a esa apariencia, se queda a medio camino; en el fondo participa aún del mismo supuesto de la doctrina que critica. Aunque traten de mostrar la falsedad de las ideas “ilusorias”, comparten —sin darse plena cuenta— el mismo estilo de pensar que las produjo: también ellos creen que la realidad depende, de algún modo, de las ideas, puesto que están convencidos de que transformando éstas se transformará también aquélla. Todo se debate exclusivamente en el terreno intelectual. Allí ha de darse la batalla decisiva. En eso —y no en su actitud crítica— consiste su “inocencia” o “infantilismo”. Los jóvenes hegelianos coinciden con los viejos hegelianos en la creencia en el dominio de la religión, de los conceptos, de lo general, sobre el mundo existente. Sólo que los unos combaten ese dominio como una usurpación y los otros lo festejan como legítimo. Entre estos jóvenes hegelianos, las representaciones, los pensamientos, los conceptos y, en general, los productos de la conciencia —para ellos independiente— aparecen como las auténticas cadenas de los hombres, así como entre los viejos hegelianos se mostraban como los verdaderos vínculos de la sociedad humana. Por ello se entiende que los jóvenes hegelianos sólo tengan que combatir contra esas ilusiones de la conciencia. Como, según su fantasía, las relaciones entre los hombres, toda su actividad y sus impulsos, sus cadenas y sus limitaciones son producto de su conciencia, los jóvenes hegelianos, consecuentes con ellos mismos, establecen el postulado moral de transformar su conciencia actual en una conciencia humana, crítica o egoísta y franquean así sus limitaciones.8 Frente a una filosofía especulativa y metafísica como la de Hegel, los jóvenes hegelianos levantan el programa de una filosofía crítica: liberar de las ilusiones metafísicas mediante la crítica de las ideas. Ese propósito coincide con el de Marx, quien también realiza esa crítica. Pero la filosofía crítica no llega a la raíz del problema, porque cree que basta con la crítica para liberar a los hombres de las ilusiones, que es suficiente la transformación de las conciencias para lograr la transformación de los hombres, cuando, en realidad, el mismo estilo de pensar esclavizante seguirá ejerciendo su dominio, pese a todas las críticas, mientras no cambie la realidad social. La crítica de los jóvenes hegelianos es vituperable no por ser crítica, sino por no ser radical; por no percatarse de que se levanta sobre el mismo supuesto que critica. Por otra parte, la filosofía crítica concibe esa liberación del dominio de las ideas como liberación del hombre, porque concibe al hombre fundamentalmente como conciencia. Pero el hombre liberado por la crítica de las ideas es aún un hombre abstracto, que no corresponde a los individuos concretos, reales. El programa liberador, por ser puramente intelectual, oculta tras la enajenación en las ideas, la raíz de la enajenación que afecta al hombre concreto. A Feuerbach, con cuya crítica a la religión coincide Marx, le hace un reproche semejante. La crítica de Feuerbach se refiere sólo a un aspecto aislado de la enajenación religiosa: considera al hombre religioso abstraído de sus circunstancias históricas, reducido a un proceso de conciencia, y piensa que, al cambiar esa conciencia, también desaparecerá la enajenación. Feuerbach —dice la sexta “Tesis”— se vio obligado a “hacer abstracción del proceso histórico, a fijar en sí el sentimiento religioso y a presuponer un individuo humano abstracto, aislado”. Para que desaparezca la enajenación religiosa no basta con cambiar las mentes, hay que transformar a los hombres mismos, en sus relaciones concretas. Ése parece ser el sentido de la cuarta “Tesis” sobre Feuerbach: “Debemos comprender la base mundana de la enajenación religiosa en sí misma y en su contradicción y revolucionarla en la práctica. Así, tras de que, por ejemplo, la familia terrestre se haya descubierto como el secreto de la Sagrada Familia, ésta misma debe ser aniquilada teórica y prácticamente”.9 En suma, el pensamiento religioso y la crítica feuerbachiana a la religión, la filosofía especulativa de Hegel y la filosofía crítica de los jóvenes hegelianos, difieren en su espíritu crítico, pero son las dos facetas de una misma manera general de comprender el mundo. En la medida en que la filosofía crítica restringe al hombre a algo abstracto, constituido por sus procesos conscientes, y piensa que su transformación depende exclusivamente de sus cambios mentales, participan aún de la misma mentalidad que pretende criticar. Pues bien, a esa mentalidad o estilo de pensar denomina Marx “ideología”. El término parece haber sido acuñado para referirse específicamente a la filosofía de Hegel y de los jóvenes hegelianos. De ahí el adjetivo “alemana” para distinguirla de la ideología francesa de Destutt de Tracy. Pero, al destacar los caracteres esenciales de la filosofía idealista, el término se aplica a lo que tiene en común con otras expresiones intelectuales. La crítica a la ideología consiste fundamentalmente en mostrar que esas concepciones religiosas, filosóficas, jurídicas, económicas, etc., se levantan sobre una creencia básica de la que depende su validez, pero que no está, ella misma, justificada; esa creencia, base de todas las demás, es un modo o estilo de pensar que no puede aducir ningún fundamento racional de su verdad. La ideología es, pues, el supuesto básico no demostrado de esas concepciones teóricas. La crítica a la ideología no es, en Marx, refutación de una concepción particular, sino mostración de una creencia no justificada, supuesta en varias concepciones teóricas. CONCIENCIA FALSA La ideología no es sólo una creencia injustificada, sino también una conciencia invertida de la realidad, esto es, una creencia falsa. ¿Cómo percatarse de que ese estilo de pensar “invierte” las relaciones entre la mente y la realidad si no pudiera juzgársele desde otro punto de vista contrario? Una forma de pensar sólo puede parecer “invertida” en relación con otra forma de pensar “derecha”. Para juzgar que una creencia es injustificada, basta comprobar que no se acompaña de una fundamentación suficiente, pero para afirmar que es falsa, necesita algo más: mostrar que no corresponde a la realidad. Para ello tengo que suponer una creencia contraria que sí corresponda a ella. Así, sólo puedo aseverar que el modo de pensar ideológico es falso, a partir de otro que lo ponga sobre sus pies. La verdadera crítica a las concepciones ideológicas no puede compartir su supuesto (como lo hace la filosofía crítica de los jóvenes hegelianos), tiene que levantarse sobre un supuesto contrario. Así, la crítica radical de la ideología no puede conducir a oponer a ésta otro modo de pensar igualmente ideológico, sino justo una “manera de ver” (Betrachtungsweise) que corresponda a la realidad. Frente a la sustantivización de las entidades mentales que convierte a la conciencia en algo independiente y autosuficiente, la crítica de la ideología las considera como meros productos de la actividad del individuo. “No es la conciencia la que determina la vida, sino la vida la que determina la conciencia. En la primera manera de ver las cosas se parte de la conciencia como de un individuo vivo; en la segunda, correspondiente a la vida real, se parte de los mismos individuos vivientes reales y se considera la conciencia sólo como su conciencia.”10 Los individuos reales no corresponden a un hombre abstracto, considerado sólo como conciencia y libre albedrío. Se encuentran inmersos en ciertas relaciones sociales de las que son parcialmente inconscientes y actúan sobre condiciones materiales determinadas, independientes de su voluntad. Las representaciones mentales que tienen los individuos no son independientes de su vida real. Por el contrario, dice Marx, son la “expresión consciente” de sus relaciones reales y la “confirmación de su producción, de su comercio, de su organización política y social”. Así, “el representar, el pensar, el comercio espiritual de los hombres aparecen aquí como emanación (Ausfluss) directa de su comportamiento material”. Este punto de vista contrario al ideológico, abre la posibilidad de emplear un método que sería justamente el contrario al que recorre la filosofía alemana. “No se partirá de lo que los hombres dicen, se imaginan o representan, tampoco de los hombres dichos, pensados, imaginados, representados, para llegar, a partir de ellos, a los hombres vivientes; se partirá de los hombres realmente activos y, a partir de su proceso vital real, se explicitará el desarrollo de los reflejos y ecos ideológicos de ese proceso vital.”11 Poner el idealismo hegeliano “sobre sus pies” no es más que la consecuencia teórica de ese cambio, más básico, en la creencia básica supuesta en la doctrina idealista; es el resultado de la crítica radical al estilo de pensar ideológico. Más tarde, en el “Posfacio” a la segunda edición de El capital, presentará su método como el contrario al idealista, pero esa inversión del método supone una inversión previa del punto de vista: Mi método dialéctico no sólo es fundamentalmente distinto del de Hegel, sino su directo contrario. Para Hegel, el proceso de pensamiento, que él convierte incluso, bajo el nombre de idea, en un sujeto independiente, es el demiurgo de lo real, lo cual sólo constituye su apariencia externa. Para mí lo ideal no es, por el contrario, nada más que lo material traducido y traspuesto a la mente del hombre (im Menschenkopf).12 Notemos que: a) la inversión del método no deriva de una refutación filosófica del mismo, sino del abandono del supuesto implícito en él: la manera de ver ideológica. Ese supuesto no estaba fundado, a su vez, en el método. Es este supuesto no justificado el que la crítica a la ideología ha puesto en cuestión. b) Al poner en cuestión el punto de vista ideológico, se adopta el punto de vista contrario. Sólo entonces se revela el primero como una inversión de la realidad. La mostración de la falsedad de la ideología depende de esa adopción y sólo puede hacerse a partir de ese nuevo punto de vista no ideológico. Por fin, frente a la confianza de la filosofía crítica en liberar a los hombres mediante la transformación de las conciencias, la concepción no ideológica reconocerá que el cambio de las conciencias sólo será el resultado de una transformación histórica. Ésta no explica la práctica por la idea; explica las formaciones de ideas por la práctica material y arroja, en consecuencia, el resultado de que todas las formas y los productos de la conciencia pueden resolverse, no por la crítica, por reducción a la “autoconciencia” o por su transformación en “fantasmas”, “espectros”, “desvaríos”, etc., sino sólo por la transformación práctica de las relaciones sociales reales de las que surgieron esas ilusiones idealistas, que no es la crítica sino la revolución la fuerza impulsora de la historia, incluso de la religión, de la filosofía y de cualquier teoría.13 La filosofía entendida como crítica de las especulaciones ilusorias es sólo un paso. No puede realizar la liberación que busca, porque se mantiene en el plano de la transformación mental. Así se entiende la tesis de la Crítica a la filosofía del derecho de Hegel, de 1844. La crítica permanece, en Alemania, en el campo de la filosofía, no es disidencia práctica con las condiciones del Estado moderno, sino disidencia teórica con las ideas que corresponden a esas condiciones. Pero la verdadera liberación de esas ideas, que busca la crítica filosófica, se logrará sólo con el cambio de las condiciones sociales. Luego, la negación de la filosofía crítica, esto es, de su pretensión a ser factor de liberación, logrará lo que ella pretende; será pues su realización. Así se entienden esas frases paradójicas: “El cerebro de esta emancipación [del hombre] es la filosofía, su corazón es el proletariado. La filosofía no puede realizarse sin la supresión (Aufhebung) del proletariado, el proletariado no puede suprimirse sin la realización de la filosofía”.14 “Filosofía” no se refiere aquí a ningún sistema de pensamiento (mucho menos, al “materialismo dialéctico”, todavía inexistente) sino a la actividad crítica que pretende la liberación de las mentes. La revolución de las relaciones sociales enajenantes es la realización de los objetivos que persigue la filosofía crítica, porque es la que permite abolir las condiciones que dan lugar al pensamiento ideológico. En suma, en las obras de la primera época de Marx, “ideología” designa una manera peculiar de ver el mundo y la describe como “invertida”, por lo tanto, como falsa. Pero para poder juzgarla falsa, precisa adoptar la manera de ver contraria. No tendría sentido, entonces, llamar a su vez “ideología” a ese otro punto de vista. Por definición es no ideológico. ¿Qué es, entonces? Sólo puede ser, frente a la ilusión de la ideología, un saber de lo real; y éste es el comienzo del conocimiento científico. Así se comprende que Marx escriba: “Allí donde cesa la especulación, en la vida real, empieza también la ciencia real, positiva, la explicitación de la actividad práctica, del proceso de desarrollo práctico de los hombres. Las frases acerca de la conciencia cesan, su lugar debe tomarlo un saber real. Con la explicitación de la realidad la filosofía autónoma pierde su medio de existencia”.15 Así como la mentalidad ideológica era el supuesto de la especulación filosófica idealista, así la mentalidad contraria sienta el supuesto de una teoría científica de la historia y de la sociedad. Sobre ese supuesto puede levantarse ya la teoría que explique la ideología misma. Notemos que, estrictamente, Marx tiene que dar dos pasos lógicos distintos para mostrar la falsedad de la ideología. Primero, la crítica de las doctrinas idealistas (Hegel, Proudhon, los neohegelianos) conduce a revelar detrás de ellas un supuesto: un estilo de pensar no justificado racionalmente. Revela pues la ideología como creencia no justificada. Pero no toda creencia injustificada es necesariamente falsa. La falsedad de ese estilo de pensar sólo puede demostrarse desde una teoría que sí esté debidamente fundada. Esa teoría se levanta sobre el supuesto de la abolición del modo de pensar ideológico y la adopción del punto de vista contrario. Así, la noción de ideología como una forma de conciencia falsa no puede desligarse de la misma teoría que la explica. Es un concepto descriptivo de un modo de pensar, pero también explicativo, en la medida en que da razón de ese modo de pensar falso; para ello, debe formar parte de una teoría que explique la ideología. Ahora podemos empezar a despejar algunos equívocos: 1. El término “ideología” no se refiere a cualquier conjunto de creencias; tampoco se aplica a una concepción filosófica o política determinada, sino a un estilo de pensar que puede estar supuesto en muchas creencias y doctrinas distintas. 2. El término “ideología” connota un modo de pensar (una “conciencia”) falso. Luego, no tendría sentido, para Marx, hablar de ideología verdadera o científica. Tampoco resultaría congruente oponer una ideología proletaria a una ideología burguesa, etc., al modo de Lenin. Si el pensamiento proletario tiene un punto de vista real, será por principio no ideológico. 3. Pero no cualquier concepción falsa es ideológica, sino un tipo peculiar de falsedad cuyas características resume Marx con el término metafórico de “inversión”, aunque esa falsedad quizá, está supuesta en la gran mayoría de las concepciones religiosas, filosóficas y políticas habidas hasta ahora. 4. La crítica a la ideología no puede ser ella misma ideológica. Supone la adopción de un punto de vista contrario, sobre el cual puede levantarse un pensamiento teórico y que puede ser el primer paso hacia un saber científico. Pero Marx no restringe a las notas señaladas su concepción de ideología. Le adscribe otras, que no pueden deducirse analíticamente de la definición que hemos dado de ella, pero que se derivan de un examen de la realidad efectuado a partir de la teoría. INSTRUMENTO DE DOMINIO Hasta ahora, el concepto de ideología se ha referido a una creencia básica falsa. Pero la misma teoría que muestre su falsedad debe explicar por qué se llega a creer en ella. Una creencia no justificada debe ser explicada. Si la ideología es una creencia básica falsa, ¿cómo es posible que alguien la sostenga? La explicación de las creencias ideológicas se hará en términos de su condicionamiento por las relaciones sociales y de la función social que cumplen. En efecto, por una parte, las ideas son emanaciones o productos de la realidad social; por la otra, cumplen una función en ella. A la connotación noseológica de ideología como conciencia falsa, se añade así una connotación sociológica. Esta segunda no puede derivarse de la primera por simple análisis lógico. En efecto, de la falsedad o falta de justificación de una creencia no puede deducirse nada acerca de sus relaciones con la sociedad, ni viceversa. Lo primero atañe a las proposiciones creídas y sólo puede demostrarse por un análisis de la validez de las razones en que pretende justificarse; lo segundo (el condicionamiento y la función social de las creencias) atañe a las creencias, como disposiciones a actuar de determinada manera, y sólo puede derivarse de un examen sociológico de la relación que tengan esas creencias con actividades o comportamientos sociales. Para relacionar ambos puntos es menester, pues, una teoría de la sociedad que establezca claramente las relaciones entre creencias y relaciones sociales. En La ideología alemana no encontramos una teoría semejante —que, en realidad, nunca llegará a completarse en la obra de Marx y de Engels—, sino sólo la formulación de ciertos principios generales que servirían de base y orientación para construir esa teoría. Una condición para la aparición de la ideología está en la división del trabajo. La división del trabajo se convierte realmente en división en el momento en que se introduce una división entre el trabajo material y el intelectual. Desde ese momento la conciencia puede realmente imaginar que es algo distinto a la conciencia de la práctica existente y que representa realmente algo, sin representar algo real; desde ese momento la conciencia está en posibilidad de emanciparse del mundo y de transitar a figurar la teoría “pura”, la teología, la filosofía, la moral, etc.16 Pero es obvio que la división del trabajo es apenas una condición remota y muy general de la aparición de la ideología. Tal vez por eso, Marx no vuelve a insistir en ella. Hay otra explicación más inmediata. Hemos visto que el punto de vista no ideológico considera que las ideas corresponden a las relaciones sociales concretas en que se encuentran los individuos y, de algún modo, las expresan. Con términos generales y vagos, podríamos decir que las ideas son emanaciones o productos de la realidad social y no a la inversa. Pues bien, el modo de pensar ideológico lleva a convertir conceptos que sólo responden a relaciones sociales determinadas históricamente, en conceptos válidos universalmente. Este proceder se manifiesta mejor en el campo de la economía política y allí lo señala Marx desde la Miseria de la filosofía: Los economistas se comportan de una manera singular. Para ellos sólo hay dos clases de instituciones, artificiales y naturales. Las instituciones del feudalismo son instituciones artificiales, las de la burguesía, naturales. Se asemejan en esto a los teólogos, quienes también distinguen dos clases de religiones. Cualquier religión que no sea la suya es una invención de los hombres, mientras que su propia religión es una revelación de Dios. Cuando los economistas dicen que las relaciones actuales —las relaciones de la producción burguesa— son naturales, dan a entender con ello que son relaciones en las cuales la creación de la riqueza y el desarrollo de las fuerzas productivas se realizan en conformidad con la naturaleza. Así, esas relaciones son ellas mismas leyes naturales independientes del influjo del tiempo. Son leyes eternas, que siempre tienen que regir a la sociedad.17 Más tarde, en los Grundrisse, de 1857, Marx vuelve a tomar esta idea, refiriéndola a los economistas clásicos. “La producción debe más bien exponerse —véase por ejemplo Mill— a diferencia de la distribución, etc., como enmarcada dentro de las leyes naturales y eternas independientes de la historia, lo que hace que se deslicen por debajo de cuerda, en abstracto, las relaciones burguesas como leyes naturales inconmovibles de la sociedad.”18 No sólo los conceptos económicos, también los jurídicos y políticos sufren esta trasposición. Podría verse cómo los conceptos centrales del liberalismo humanista, “libertad”, “igualdad”, “voluntad”, aplicados al hombre en general, amplían a toda la sociedad las relaciones de intercambio que se dan en un sistema de librecambio. El liberalismo presenta como valores abstractos, fundamentales de todo hombre, aquellos a los que puede acceder un ciudadano que participe en una formación social basada en el librecambio. Por tanto, la igualdad y la libertad no sólo son respetadas en el cambio basado en los valores de cambio, sino que el cambio de valores de cambio es la base productiva, real, de toda igualdad y libertad. Como ideas puras, libertad e igualdad son expresiones meramente idealizadas, idealizaciones del cambio; como ideas desarrolladas en las relaciones jurídicas, políticas y sociales, su base sigue siendo la misma, aunque elevada [ahora] a otra potencia.19 La universalización de las ideas que corresponden a una situación histórica particular se refiere a dos tipos de enunciados: enunciados que expresan leyes generales y enunciados de valor. Por una parte, se consideran válidos universalmente tipos de relación social históricamente determinados; por la otra, se presentan como valores universales para todo hombre aquellos que rigen para un grupo en una situación particular, la cual se propone como modelo universal, válido para todos. Esta universalización de las ideas responde al interés de la clase. Toda nueva clase que toma el lugar de otra dominante antes que ella, está obligada, simplemente para cumplir su objetivo, a presentar su interés como el interés común de todos los miembros de la sociedad, esto es, para expresarlo de una manera ideal: a dar a sus pensamientos la forma de la generalidad, a presentarlos como los únicos racionales, válidos universalmente.20 No se trata necesariamente de una operación consciente ni corresponde a un engaño deliberado. Por lo contrario, la mayoría de las veces es inconsciente y el ideólogo la efectúa con la firme convicción de que maneja conceptos universalmente válidos. Por ejemplo, Marx menciona el caso de la pequeña burguesía ascendente, en el 18 Brumario. “No debemos formarnos la idea limitada de que la pequeña burguesía quiere imponer, por principio, un interés egoísta de clase. Antes bien, ella cree que las condiciones particulares de su liberación son condiciones generales, únicas sobre las cuales puede salvarse la sociedad moderna y evitarse la lucha de clases.”21 Es Engels quien, años más tarde, señalará cómo la falsedad de la ideología se debe a que los intereses que oculta permanecen desconocidos. “La ideología —escribe— es un proceso que se efectúa por el llamado pensador conscientemente sin duda, pero con una falsa conciencia. Los verdaderos impulsos que lo mueven permanecen desconocidos para él; de lo contrario no sería tal proceso ideológico.”22 Por otra parte, “interés de clase” no parece tener una connotación psicológica. No debería entenderse por ese término los deseos o aspiraciones que de hecho tengan los individuos que componen una clase. Si así fuera, el interés de clase quedaría determinado por un examen psicológico de los individuos y no por un análisis sociopolítico de la situación de esa clase, como pretende Marx. Por “interés de clase” habría que entender lo que efectivamente la favorece para lograr o conservar una situación de poder en la sociedad, en un momento histórico determinado. Esto parece indicar una frase del 18 Brumario: “Así como en la vida privada se distingue entre lo que un hombre piensa y dice de sí mismo, y lo que realmente es y hace, con mayor razón en las luchas históricas hay que distinguir entre las frases y las figuraciones de los partidos y su organismo real y sus intereses reales, entre su representación y su realidad”.23 Las aspiraciones declaradas de un partido corresponden, pues, a la “representación” que tiene de sí mismo, sus “intereses reales”, en cambio, están determinados por su realidad, esto es, por la función que efectivamente cumplen en la lucha de clases. La ideología se expresaría, pues, en una falsa generalización, por la que se presentan como universalmente válidos ciertos conceptos sobre la realidad y ciertos valores que rigen en una formación social dada, cuya vigencia corresponde al interés de dominio de una clase. Éste no es un proceso consciente, semejante al engaño deliberado o a la mentira, sino una operación espontánea de la que rara vez se percata el ideólogo. Notaremos que hay una analogía entre esta operación mental y la “racionalización” de los deseos inconscientes que años después descubrirá Freud. En ambos casos se expresan en enunciados de pretendida validez universal deseos o intereses particulares inconscientes; en ambos casos, esa operación tiene como resultado justificar racionalmente y, por ende, legitimar la vigencia de esos deseos o intereses. Con todo, las diferencias son también notables. La “racionalización” se refiere a impulsos o deseos individuales y cumple una función psicológica en favor del individuo. La “ideologización” se refiere a intereses objetivos de un amplio grupo de personas y cumple una función social en favor de ese grupo. La primera puede descubrirse examinando las expresiones individuales; la segunda, analizando las creencias comunes y la posición social de un grupo. La ideología favorece, con el dominio de las ideas, el dominio de una clase. Marx no ofrece una teoría que derive de la falsa universalización de las creencias su función de dominio. Con todo, ese enlace no parece muy complicado. Al presentarse como universalmente válidos, a todos los miembros de una sociedad, conceptos y valores propios de una clase, se propicia la adhesión general. Al adherirse a ellos todos los individuos, acaban aceptando el punto de vista de la clase y, dirigiendo su conducta por sus valores, se someten mentalmente a las creencias que favorecen y expresan los intereses de esa clase. Así, en la ideología el dominio real se disfraza y aparece como si fuera exclusivamente un dominio de las ideas sobre las conciencias. El individuo cree obedecer en su comportamiento a ideas universalmente válidas y en verdad obedece, sin saberlo, al orden de dominio de una clase. Dicho de otra manera: Estas relaciones materiales de dependencia, por oposición a las relaciones personales… hacen que los individuos aparezcan, ahora, dominados por abstracciones, mientras que anteriormente dependían unos de otros. Ahora bien, la abstracción o la idea no es otra cosa que la expresión teórica de aquellas relaciones materiales que mandan sobre ellos. Como es natural, las relaciones sólo pueden expresarse en ideas, y así vemos que los filósofos conciben como la característica de la época moderna el hecho de hallarse [ésta] dominada por ideas, en tanto que identifican la caída de este imperio de las ideas con el nacimiento de la libre individualidad. Un error tanto más fácil de cometer desde el punto de vista ideológico cuanto que aquella dominación de las relaciones… se manifiesta en la conciencia de los individuos, a su vez, como un imperio de las ideas y la fe en la eternidad de estas ideas, es decir, de aquellas relaciones materiales de dependencia, se ve nutrida y fortalecida, of course, de todos los modos posibles, por las clases dominantes.24 De ahí las frases tajantes de La ideología alemana: “Los pensamientos de la clase dominante son en cada época los pensamientos dominantes” y “los pensamientos dominantes no son nada más que la expresión ideal de las relaciones materiales dominantes”.25 Fórmula que reaparece en el Manifiesto comunista: “Las ideas dominantes de una época siempre fueron sólo las ideas de la clase dominante”.26 La ideología se explica porque cumple con una función social específica: ser un instrumento de dominio. No es producto de una ilusión psicológica ni podría desaparecer al curar esa ilusión; es resultado de una necesidad social, porque realiza una tarea indispensable para mantener las relaciones materiales existentes y, por ende, el dominio de clase. Al grado que la ideología sólo puede desaparecer al cambiar esas relaciones materiales y suprimirse el dominio de una clase sobre otras. Resultaría utópico pensar, por lo tanto, que la crítica y la lucha intelectual podrían dar cuenta del estilo de pensar ideológico. “Toda esta apariencia de que el dominio de una clase determinada sea sólo el dominio de ciertos pensamientos, cesa naturalmente de por sí en cuanto el dominio de clases en general cesa de ser la forma del orden social, en cuanto ya no es necesario, por ende, presentar un interés particular como general o como ‘lo general’.”27 Pensar que contra el dominio de las falsas ideas cabe una “lucha ideológica” (como pensarán tantos “ideólogos” marxistas posteriores) es una ilusión; la única lucha contra la ideología es la práctica. En resumen, el concepto estricto de ideología reúne dos connotaciones que no se implican lógicamente, pero que se encuentran vinculadas de hecho al fenómeno estudiado: 1) Estilo de pensar “invertido”; 2) que sirve al dominio de una clase. 1 es un concepto noseológico; se refiere a un tipo de falsedad de ciertas creencias. 2 es un concepto sociológico; se refiere a la función social que cumplen esas creencias al ser comunicadas. 2 no puede derivarse de la definición de 1. Para derivar 2 es menester una teoría que establezca: a) La ideología efectúa una falsa generalización de conceptos que corresponden a condiciones sociales particulares y expresan intereses de una clase. b) Esa falsa generalización sirve al dominio de una clase. Estas ideas constituyen los principios generales que deben guiar una explicación de la ideología; pero no bastan ellos solos para dar una explicación completa en cada caso. Para ello habría que determinar con precisión, en cada circunstancia estudiada, por lo menos tres puntos: a) los pasos intermedios y el alcance del condicionamiento de las creencias por las relaciones sociales materiales; b) las maneras precisas en que la comunicación de esas creencias tiene por resultado un dominio de clase; c) el papel que desempeña en ese proceso la falsa universalización de las creencias. Engels vio y expuso, en sus últimos años, la necesidad de aclarar esos puntos. Mientras no se aclaren, no podemos considerar que exista una teoría de la ideología; la noción de ideología funcionará como un concepto eurístico para orientar la investigación en cada estudio concreto. Esta función puede cumplirla si no se restringe a un concepto exclusivamente noseológico o exclusivamente sociológico. En efecto, sirve para orientar la investigación en la medida en que establece un vínculo empírico entre un tipo de creencias falsas y la función social de esas creencias. Su valor teórico consiste justamente en establecer ese vínculo entre creencias y relaciones sociales. Es este carácter, a la vez noseológico y sociológico, del concepto de ideología el que permite a Marx pasar de la consideración de una manera no justificada de pensar, a la función social de dominio que la explica: tal es la vía de La ideología alemana. Pero también le permite recorrer el camino inverso: pasar de la comprobación de la función que cumple un tipo de pensamiento, al descubrimiento de su carencia de justificación: es la vía que seguirá El capital. A PARIENCIA En los Grundrisse y en El capital ya no se encuentra expuesto el concepto de ideología. Sin embargo, esa noción está presente, como un trasfondo, en ambas obras. Los análisis económicos de El capital son inseparables de la crítica a la economía política clásica, la cual está inficionada de un modo de pensar ideológico. Dijimos que la crítica contra la ideología no podía ser, a su vez, ideológica, sino que debía conducir a un modo de pensar supuesto en la tarea científica. La oposición entre dos estilos de pensar, uno ideológico y otro científico, recorre todo El capital. En el párrafo “El fetichismo de la mercancía y su secreto” encontramos el ejemplo más claro de la influencia del modo de pensar “invertido” sobre el análisis económico. La economía clásica —piensa Marx— toma el valor como una propiedad material de la mercancía; luego, el carácter social del trabajo es visto como si fuera una propiedad de sus productos, cuando que, en realidad, es una relación entre individuos. Al hacer esto participa de un modo de pensar semejante al de la religión o de la filosofía idealista. En efecto, cosifica productos de la actividad humana para explicar ésta por aquéllos. Es solamente la relación social determinada de los mismos hombres, la que aquí toma la forma fantasmagórica de una relación entre cosas. Para encontrar una analogía debemos huir a la región nebulosa del mundo religioso. Ahí los productos de la mente humana parecen dotados de una vida propia, parecen figuras independientes que mantienen relaciones entre sí y con los hombres. Así sucede en el mundo de las mercancías con los productos de la mano del hombre. A esto llamo el fetichismo, que se adhiere a los productos del trabajo tan pronto como son producidos como mercancías y que, por lo tanto, es inseparable de la producción de mercancías. El pensamiento económico realiza una inversión, del todo semejante a la ideológica. No sólo porque cosifica un producto social (el valor de cambio) como si fuera una propiedad de la mercancía, sino que trastrueca la relación entre las relaciones de producción y las relaciones entre esos productos. “Su propio movimiento social reviste para ellos la forma de un movimiento de cosas, bajo cuyo control están, en vez de controlarlos ellos.” Se trata de una manera de pensar que, según la operación característica de la ideología, convierte en generales las relaciones que están condicionadas por una formación social históricamente determinada. Esas formas constituyen justamente las categorías de la economía burguesa. Son formas de pensamiento válidas socialmente y por lo tanto objetivas, correspondientes a las relaciones de producción de este modo de producción social históricamente determinado: la producción de mercancías. Todo el misticismo del mundo de las mercancías, todo el encanto y la magia que nimban los productos del trabajo basados en la producción de mercancías, se desvanecen de inmediato, tan pronto transitamos a otras formas de producción.28 Se trata de una falsa visión, porque no percibe lo que la mercancía es, sino sólo cómo se manifiesta exteriormente. Ve la mercancía como lo que aparece (valor de cambio), pero no como lo que es (producto de un trabajo social). El capital está atravesado por la distinción entre “apariencia” y “esencia” o “realidad”. El análisis científico consiste justamente en rebasar la visión que se contenta con las relaciones patentes entre las cosas, y descubrir detrás de ellas las relaciones estructurales generales que explican esas otras relaciones aparentes. El modo de pensar de la economía clásica se detiene en la apariencia, porque considera como esenciales las determinaciones que tiene el valor en la forma de producción capitalista. El error anterior, o bien hizo fuertemente abstracción de las diferencias entre plusvalía y ganancia, tasa de plusvalía y tasa de ganancia, para poder establecer como fundamental la determinación del valor, o bien, con esta determinación del valor renunció a toda base de comportamiento científico para atenerse a aquellas diferencias casuales, manifiestas en la apariencia; esta confusión de los teóricos muestra mejor que nada como el capitalista práctico, preso de la lucha de la competencia, e imposibilitado totalmente para penetrar a través de su apariencia, tiene que ser incapaz de conocer a través de la apariencia (Shein), la esencia (Wesen) y la estructura (Gestalt).29 Si bien Marx reconoce que la economía política clásica funda la ciencia económica, también le critica que permanezca en gran medida prisionera de un estilo de pensar que no pone en cuestión y que le impide captar la estructura real de la sociedad. La ideología actúa como obstáculo para la comprensión científica. La visión ideológica opera como un prejuicio infundado que orienta la actividad del científico, de tal modo que le impide formularse las preguntas adecuadas y poner en cuestión sus propias hipótesis. Así, el modo fetichista de pensar desorienta la labor del científico. “Una parte de los economistas caen en el engaño por el fetichismo adherido al mundo de las mercancías o por la apariencia objetiva de las determinaciones sociales del trabajo.”30 La economía política descubrió, con Ricardo, que el contenido del valor era el trabajo social; no obstante, siguió considerándolo como si fuera una propiedad de la mercancía y no se preguntó por qué el trabajo reviste esa forma de valor. El modo de pensar fetichista impide que el investigador ponga en cuestión los conceptos de que parte y detiene el análisis. Para proseguirlo es menester liberar la mente de esa creencia injustificada. El análisis económico de El capital revela el supuesto no justificado de la economía política anterior y permite así plantearse la pregunta que aquélla no se planteaba. Esta labor crítica no corresponde, según Marx, a la filosofía sino a la reflexión científica; y compara su tarea con la del físico: “El físico observa los procesos naturales allí donde se presentan en la forma más relevante y menos velados por influencias perturbadoras, o bien, cuando es posible, realiza experimentos bajo condiciones que aseguren el desarrollo del proceso en su pureza”.31 El mismo proceso de análisis que descarta las influencias perturbadoras del modo de pensar ideológico (fetichista), abre la posibilidad de alcanzar la estructura real de los fenómenos. Así, la crítica a la ideología no se efectúa desde una doctrina “filosófica”. En cuanto consiste en la revelación de los prejuicios que impiden una visión correcta, corresponde a la reflexión científica. No puede haber progreso en el pensamiento científico sin esta crítica de los supuestos. Por lo tanto, la desaparición completa del supuesto ideológico no dejaría el lugar a ninguna concepción filosófica sino a la teoría científica de la realidad. Como decía La ideología alemana: “allí donde cesa la especulación, comienza la ciencia real”. La crítica de la ideología conduciría a la desaparición de las doctrinas filosóficas. Esto no quiere decir que la propia crítica científica no esté condicionada por las relaciones sociales, tal como lo está la ideología. Las mismas condiciones del desarrollo social que explican el pensar ideológico como instrumento de dominio pueden explicar también la crítica teórica como expresión de la lucha de clases contra ese dominio. En el Manifiesto comunista se encontraba ya esta idea, aplicada a la teoría del socialismo: “Las proposiciones teóricas de los comunistas no se basan, en modo alguno, en ideas, en principios inventados o descubiertos por tal o cual reformador del mundo. Son sólo expresiones generales de las relaciones efectivas de una lucha de clases existente, de un movimiento histórico que se desarrolla ante nuestros ojos”.32 Las relaciones sociales se expresan tanto en el pensar ideológico como en las proposiciones teóricas del comunismo. En El capital, la crítica a la economía política clásica y la nueva teoría se presentan como “representación” intelectual de una clase en lucha. El peculiar desarrollo histórico de la sociedad alemana excluía, pues ahí, cualquier progreso original de la economía “burguesa” pero no de su crítica. En la medida en que esa crítica representa, en términos generales, a una clase, sólo puede representar a la clase cuya misión histórica es trastocar el régimen capitalista de producción y abolir finalmente las clases: el proletariado.33 Notemos que, en todos estos párrafos, la doctrina que representa al proletariado en lucha es siempre “crítica” o “teoría”. Lo opuesto a la ideología burguesa no puede ser una ideología o una filosofía proletaria, sino una reflexión crítica. En efecto, sólo la crítica científica realiza en el campo de las ideas una emancipación semejante a la que el proletariado realiza en el campo de la práctica. ¿Cómo puede esa reflexión estar ligada a una clase? Marx no desarrolló este punto. Con todo, las ideas expuestas bastan para orientar la respuesta. Parece, ante todo, claro que “representar” (vertreten) no tiene el sentido de “reproducir en la mente” o de “reflejar”, sino el de “ocupar la posición de”. La crítica contra la ideología ocupa, en el campo de las ideas, una posición semejante a la que tiene el proletariado frente a la burguesía en el campo de las relaciones materiales. La actitud crítica frente a la economía clásica corresponde a la actitud práctica contra la clase a la que beneficia esa doctrina. Este sentido de “representar” está claramente expuesto en un párrafo del 18 Brumario en el que Marx se refiere a los ideólogos de la pequeña burguesía: Lo que los hace representantes de la pequeña burguesía es que ellos, en su mente, no rebasan los límites que tampoco rebasan los pequeñoburgueses en su vida; que, por lo tanto, ellos se ven impulsados teóricamente a las mismas tareas y soluciones a las que el interés material y la situación social impulsan a aquéllos [los pequeñoburgueses]. Ésta es, en general, la relación de los representantes políticos y literarios de una clase con la clase que representan.34 Se trata de una relación de analogía: el representante de una clase tiene, en el campo intelectual, limitaciones e impulsos teóricos semejantes a los que esa clase tiene en el campo de sus intereses materiales. Así, la misma crítica puede ser “representante” del proletariado, en la medida en que se plantea una tarea de emancipación mental análoga al proyecto de emancipación material que se plantea el proletariado. En efecto, si la concepción ideológica sirve de instrumento de dominio de una clase, la crítica contra esa concepción —y la teoría científica consecuente— sirve de instrumento de liberación contra ese dominio. Por ello también podríamos decir que la crítica científica contra la ideología “expresa” a la clase cuyo interés está en liberarse de esa ideología. Esta relación analógica de “representación” o de “expresión” entre una actividad intelectual y una actividad práctica no dice nada sobre la verdad o falsedad de una doctrina. En efecto, del hecho de que una doctrina cumpla determinada función social o responda a una actitud práctica determinada no puede concluirse que sea falsa o verdadera. Por otra parte, la observación de que la crítica contra el pensar ideológico “represente” o “exprese” un interés de clase no basta para quitarle su carácter científico. Por el contrario, esa crítica “representa” al proletariado en la medida en que lo libera de la falsa conciencia que sirve para dominarlo, en la medida, por lo tanto, en que le permite acceder a un pensamiento justificado racionalmente. Así como la reflexión científica se plantea la disolución del engaño ideológico, el proletariado tiene por misión la destrucción del dominio de clase que utiliza ese engaño. Por fin, vimos que el pensamiento ideológico sirve como instrumento de dominio en la medida en que presenta como universalmente válidos conceptos y valores particulares. El análisis científico, al revelar esa falsa generalización y mostrar el condicionamiento histórico de ese pensamiento, sirve de instrumento de liberación. Podemos ya resumir el proceso que se pretende seguir en El capital, para pasar de la ideología a la ciencia a través de la crítica contra la ideología. Tiene dos aspectos claramente diferenciados: a) Por un lado, la crítica de los conceptos que maneja la economía política muestra que suponen una creencia básica (un prejuicio) no justificada, la cual impide plantearse preguntas decisivas y se detiene en la apariencia. b) Por el otro, la teoría económica tiene que mostrar cómo esas creencias corresponden al punto de vista de una clase y ejercen una función social de mantenimiento de las relaciones existentes de producción. Una y otra tarea son distintas. La primera corresponde al análisis de los conceptos básicos de la economía política y conduce, en El capital, a una nueva teoría del valor; la segunda corresponde al análisis estructural de las relaciones de producción y conduce a una teoría más general de la evolución de las formas de producción. Pero ambos análisis están íntimamente ligados. En efecto, al mostrar que una doctrina está basada en un supuesto injustificado, se orienta al investigador para que explique qué función cumple la adopción de ese prejuicio. A la inversa, al mostrar que una doctrina expresa los intereses de una clase y cumple una función de dominio, se orienta al investigador para que ponga en cuestión los fundamentos de esa doctrina y descubra los supuestos en que pudiera basarse. Pues bien, el concepto estricto de ideología es justamente el que permite enlazar esas dos tareas. Al unir una connotación noseológica con una sociológica, permite orientar la investigación para que descubra una función social a partir de una creencia injustificada o, a la inversa, un prejuicio a partir de una función social. La crítica contra la ideología no constituye en sí misma una ciencia, pero permite despejar las creencias no justificadas que se oponen a que la ciencia alcance la realidad detrás de las apariencias. Permite, pues, el paso de un paradigma teórico teñido por el prejuicio a otro paradigma liberado de él. SUPERESTRUCTURA En la etapa de La ideología alemana, la noción del condicionamiento de las ideas por las relaciones sociales se presenta sólo como expresión del punto de vista contrario al ideológico, pero no alcanza a formularse en una teoría completa. Sólo en obras posteriores intenta precisarse. Para ello emplea Marx el concepto de superestructura. Una primera formulación del marco general de una teoría sobre las relaciones entre pensamientos y condiciones materiales aparece en el 18 Brumario. Sobre las diversas formas de propiedad, sobre las condiciones sociales de existencia, se levanta toda una superestructura (Uberbau) de sensibilidades, ilusiones, modos de pensar y concepciones de vida diversos y configurados de un modo peculiar. La clase entera los crea y los configura a partir de sus bases materiales y de las correspondientes relaciones sociales. El individuo aislado, a quien se los imbuye la tradición y la educación, puede imaginarse que son los móviles genuinos y el punto de partida de su conducta.35 Notemos que para caracterizar a la superestructura no se emplea el término ideología, sino otros términos más generales como “modo de pensar”, “concepción de la vida”, “sensibilidad”. El estilo de pensar ideológico, de que hablaba La ideología alemana sería, sin duda, uno de esos modos de pensar, pero cabrían otros. Por otra parte, la superestructura configurada por la clase se refiere claramente a esos modos generales de pensamiento en los que participa un amplio grupo, se convierten en convenciones socialmente compartidas, constituyen el bagaje de la tradición y son transmitidos por la educación social. Corresponde pues a un conjunto de creencias básicas, convenciones sociales, valoraciones generales, que pueden ligarse con amplios grupos sociales. No se refiere, en cambio, a las producciones intelectuales particulares, a las obras científicas, filosóficas, literarias o artísticas individuales. Estas producciones particulares estarían “configuradas por la clase”, pertenecerían a la superestructura, sólo en la medida en que en ellas se expresaran las creencias básicas, el modo de pensar colectivo — transmitido por tradición y educación— propio de esa clase. Años más tarde, en el famoso “Prólogo” a la Contribución a la crítica de la economía política, se encuentra la misma idea en un conocido párrafo: En la producción social de su vida, los hombres contraen determinadas relaciones necesarias, independientes de su voluntad, relaciones de producción que corresponden a un determinado nivel de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. El conjunto de esas relaciones de producción forma la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la que se levanta una superestructura política y jurídica y a la que corresponden determinadas formas de conciencia social. El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de la vida social, política y espiritual en general. No es la conciencia de los hombres la que determina su ser sino, por el contrario, su ser social el que determina su conciencia. La superestructura está constituida, pues, por las formas jurídicas y políticas de un lado, por las “formas de conciencia social”, del otro. Una vez más, abarca sólo las formas generales de pensamiento que constituyen creencias comunes a una formación histórica en una época determinada. Más adelante continúa: Al considerar esos cambios, hay que distinguir siempre entre el cambio material ocurrido en las condiciones económicas de producción, que puede comprobarse con la exactitud propia de las ciencias naturales, y las formas jurídicas, políticas, religiosas, artísticas o filosóficas, en una palabra, ideológicas, en que los hombres cobran conciencia de ese conflicto y luchan por resolverlo.36 Por primera y —hasta donde yo sé— única vez en sus escritos, Marx parece darle a la palabra ideología un sentido más amplio. No se limita a designar una forma característica de pensamiento, la “conciencia invertida”, sino que parece referirse a todas las formas intelectuales de una sociedad. Con todo, el párrafo citado señala una excepción: a la ideología se contrapone el pensamiento científico, tanto en las ciencias naturales como en las “económicas”. Caben pues dos interpretaciones diferentes del párrafo: 1) “Ideología” conservaría, aun aquí, su sentido estricto. Frente al conocimiento científico, único verdadero y justificado, el resto de las formas intelectuales en una sociedad dividida en clases constituye una manera invertida, falsa por lo tanto, de pensamiento. 2) Aun admitiendo la distinción entre ciencia e ideología, “ideología” se referiría a toda la superestructura intelectual que no fuera científica. “Ideología” tendría, pues, aquí, un sentido amplio, que la haría sinónima de “superestructura”, si ésta no incluyera el conocimiento científico. La ambigüedad entre las dos interpretaciones posibles no queda despejada. De cualquier modo, ese único párrafo, por ser tan citado, fue el estímulo para originar, en la literatura marxista posterior, una ampliación del sentido de ideología. Ideología ya no designará solamente un estilo de pensar falso que cumple una función social determinada; ahora se identificará con cualquier forma de pensamiento condicionada por las relaciones de producción. Marx no vuelve expresamente a emplear la palabra en ese sentido amplio. Tampoco en los escritos de Engels, posteriores a la muerte de Marx, encontramos el sentido amplio de ideología. Engels sigue usando el término en su sentido inicial. Por ejemplo, en el Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana define la ideología como “una actividad con ideas concebidas como entidades sustantivas, con un desarrollo independiente y sometidas tan sólo a sus propias leyes”.37 Reconocemos una caracterización del estilo de pensar ideológico que se encontraba en La ideología alemana. En una carta, dos años más tarde, considera la “conciencia invertida” como una nota definitoria de ideología: “[…] esta inversión que, mientras no se le reconoce, constituye lo que llamamos modo de concebir ideológico […] ”. En otra ocasión, restringe claramente el término ideología a un modo de pensar falso y, en gran medida, inconsciente.38 Es obvio que no toda forma de pensamiento socialmente condicionada responde a esas definiciones. Este concepto estricto de ideología se encuentra presente en toda la obra de Engels sin excepción. En ningún caso la ideología se confunde con la superestructura de una formación social. Siempre se refiere a un estilo de pensar, caracterizado por una determinada forma de falsedad (la “inversión”) y que cumple una función de dominio.39 Con todo, posteriormente llega a ser usual en sectores amplios del pensamiento marxista una utilización del concepto en un sentido amplio, según el cual cualquier forma cultural o intelectual, socialmente determinada, sería ideológica. La superestructura social se identifica con la esfera ideológica. El concepto de ideología ya no se refiere a ciertas creencias básicas generales de las sociedades basadas en el dominio de clase, que tienen por función perpetuar ese dominio, sino a cualquier conjunto de creencias —verdaderas o falsas, fundadas o infundadas, generales o particulares— que respondan a una situación social dada. Lenin aplica el término, con gran laxitud, incluso al pensamiento socialista. Habla de “ideología proletaria” frente a “ideología burguesa”. “Ideología” puede designar cualquier pensamiento ligado a una clase social. Este sentido amplio de ideología se atribuye a menudo al propio Marx. Sin embargo, como hemos visto, no puede apoyarse en ningún escrito de él ni de Engels, con excepción tal vez del párrafo citado de la Contribución a la crítica de la economía política, el cual, por otra parte, admite una interpretación distinta. El uso del término “ideología” en ese sentido amplio es tan común en la literatura marxista, a partir de Lenin, que debemos detenernos a examinarlo. No se trata de una simple convención semántica. En efecto, ampliar el sentido de este concepto conduce a tales dificultades que pierde todo valor teórico. Enumeremos las más importantes. 1. Al ampliar el concepto de ideología, su introducción en un contexto explicativo resulta superflua. En efecto, resulta sinónimo de cualquier otro concepto, igualmente general, que abarque todo conjunto de creencias, o aun todo conjunto de actitudes, como “esfera intelectual”, “cultural”, etc. Un concepto tan general es indeterminado e inútil como concepto explicativo 2. El concepto amplio de ideología no tiene ninguna relación con la verdad o falsedad de las creencias, ni siquiera con su justificación. Puede referirse a creencias falsas, a opiniones infundadas pero no necesariamente falsas, y hasta a creencias fundadas; “ideología” deja de servir como concepto teórico para explicar una forma de error. 3. A menudo, en la literatura marxista posterior a Lenin, el concepto estricto de ideología (con su connotación de “conciencia falsa”) y este concepto amplio suelen mezclarse y confundirse. Se da lugar entonces a seudoproblemas. La confusión conduce, en unos autores, a sostener que toda ideología en sentido amplio (por ende, toda creencia no científica, socialmente condicionada) es de algún modo falsa, o “distorsiona” la realidad. En otros autores, interesados en salvar la verdad de la ciencia, conduce a sostener que ésta no puede pertenecer a la superestructura social (puesto que se identifica ideología con superestructura y la ciencia no puede considerarse falsa). Ambas tesis son difíciles de admitir. Responden, en verdad, a un falso problema engendrado por una doble confusión. La confusión podría disiparse si se hace claro que: 1) La determinación social de una creencia no implica lógicamente su falsedad. No es contradictorio que haya creencias verdaderas y socialmente condicionadas. Luego la ciencia puede formar parte de la superestructura sin ser falsa. Pero entonces, o bien la ideología no designa toda la superestructura (en el concepto estricto de ideología), o bien no toda ideología distorsiona la realidad (en el concepto amplio de ideología). El falso problema nace de confundir dos conceptos de ideología tan distintos. 2) Establecer que una creencia no sea científica no es condición suficiente para establecer su falsedad. Luego no hay manera de demostrar que en la esfera superestructural no haya creencias verdaderas. 4. El concepto amplio de ideología lo es también en otro sentido. Al abarcar toda la esfera intelectual, incluye no sólo los modos generales de pensar, las creencias básicas comúnmente compartidas y “transmitidas por la tradición y la educación”, sino que se aplica a cualquier teoría particular, a cualquier discurso concreto literario, filosófico, moral, etc. Empieza a hablarse entonces del “contenido ideológico” de tal o cual novela, del “carácter ideológico” de una doctrina filosófica o aun científica y hasta de la ideología expresada en una corriente artística. Todo se vuelve ideología. Ahora bien, si es posible mostrar con cierta precisión cómo un estilo de pensar, compartido por muchos individuos, implica una manera invertida de ver la realidad, resulta muy difícil, cuando no imposible, mostrar lo mismo de cualquier discurso teórico concreto, cualquier doctrina particular o texto literario. Al ampliar tanto su sentido, el concepto se vuelve en realidad inaplicable a muchos de los productos culturales. Llamar ideología a todo discurso o doctrina particulares, o bien es una generalización falsa del concepto estricto de ideología, o bien no significa más que es justamente un discurso o doctrina intelectual. 5. El concepto estricto de ideología, tal como lo utilizó Marx, supone una manera de ver contraria, según la cual las ideas aparecen condicionadas por las relaciones sociales; sin este punto de vista no se hubiera llegado a caracterizarla como una conciencia “invertida”. Pero para determinar en un caso específico si un discurso es ideológico, no es necesario conocer su génesis social; basta con mostrar que no está suficientemente justificado y que se usa como instrumento de dominio. En cambio, el concepto amplio de ideología está ligado a una explicación genética de las creencias. En efecto, lo que determina, según ese concepto, que un conjunto de creencias sea ideológico es su carácter superestructural, el cual refleja una situación de clase. En verdad el concepto amplio de ideología no proviene de una simple generalización del concepto estricto, sino de una idea de formación social que nunca logró una precisión suficiente, Engels observó que, en La ideología alemana, Marx y él descuidaron tratar la manera como se derivaban las representaciones intelectuales a partir de los hechos económicos básicos.40 Pero este “descuido” tuvo una gran ventaja: no atar el concepto de ideología a una teoría genética de las ideas, insuficientemente desarrollada. En efecto, la tesis del origen o derivación social de las representaciones intelectuales, que incluye la determinación de la esfera intelectual por la base económica, tal como está expuesta en los textos de Marx, señala apenas un marco teórico general que, para convertirse en teoría explicativa, debe ser completado y precisado en muchos aspectos. Esto lo reconoció el propio Engels, en algunas cartas de sus últimos años. Mientras no se logre determinar con precisión puntos como: los eslabones intermedios que ligan la base económica y las ideas, las distintas formas de condicionamiento o determinación entre una y otras, las formas de acción y reacción entre base y superestructura, la determinación relativa de las ideas por otros elementos superestructurales, etc., la tesis genética permanecerá en el estado de simple principio general, pero no constituirá una teoría explicativa. El concepto estricto de ideología, en cambio, no sólo surgió antes de la constitución de esa teoría, sino que no depende de ella. Puede usarse para explicar la falsedad de muchas creencias, sin acudir a una determinación genética. 6. La ampliación del concepto de ideología da lugar a un problema que aparece tanto en la llamada “sociología del conocimiento”, como en algunos autores marxistas contemporáneos: la relación entre ciencia e ideología. ¿La ciencia es también ideología? Esta pregunta resulta absurda si usamos ideología en su sentido estricto. Lo que puede ser ideológico no es la ciencia misma, sino creencias básicas que acompañan a las teorías científicas, valoraciones acerca de los enunciados científicos, proposiciones acerca de la utilización y aplicación de los conocimientos científicos, etcétera. Se suscita, en cambio, un problema desde el momento en que por ideología se entienda todo conjunto de enunciados socialmente condicionado. Caben entonces varias respuestas que varían entre dos extremos: la ideologización de toda ciencia (hay ciencia burguesa y ciencia proletaria) o la negación del condicionamiento social de la ciencia (la ciencia no forma parte de la superestructura). Ambas tesis son indefendibles. Surgen como intentos desesperados de resolver un falso problema nacido de la confusión entre los dos conceptos distintos de ideología. Así, muchas páginas polémicas sobre ese punto (por ejemplo, la controversia Althusser-Schaff) resultan superfluas. 7. Por último, si ideológica es toda superestructura, la crítica a la ideología es ella misma ideológica. Por lo tanto, todo pensamiento parece tener una validez relativa a la clase o a su situación social. El concepto amplio de ideología, al subrayar la determinación social de todas las creencias, parece conducir al seudoproblema de la relatividad de toda forma de pensamiento, tal como se presenta, por ejemplo, en el “perspectivismo” de Mannheim. REFLEJO El hincapié puesto en la explicación genética de la ideología en sentido amplio se acompaña también de la importancia desusada concedida a una idea imprecisa: la de reflejo. La palabra reflejo aparece de paso en un párrafo de La ideología alemana, en que se compara a la ideología con la imagen formada en el fondo del ojo: “Si en toda la ideología los hombres y sus relaciones aparecen de cabeza, como en una cámara oscura, este fenómeno deriva de su proceso vital histórico, como la inversión de los objetos en la retina deriva directamente de su proceso físico”. Al contrario de la ideología, el verdadero método “partirá de los hombres realmente activos y a partir de su proceso vital real expondrá también el desarrollo de los reflejos y ecos ideológicos de ese proceso vital”.41 Como ha mostrado en un excelente ensayo Ludovico Silva,42 la imagen de la cámara oscura y del reflejo es usada como una simple metáfora que no puede hacer las veces de un concepto teórico. Entre el hecho físico del reflejo luminoso y la relación compleja que media entre las relaciones sociales y las representaciones mentales, no puede establecerse más que un símil muy vago. Al igual que usa ese símil Marx, también emplea el del eco sonoro, como podría haber acudido a otras analogías: la de la sombra y el cuerpo, pongamos por caso. El término “reflejo” sólo es útil dentro de la metáfora de la cámara oscura, para ilustrar, con una imagen gráfica, cómo el ideólogo toma la sombra, el eco, el reflejo, por la realidad. Fuera de esa metáfora pierde cualquier valor explicativo. Sin embargo, inspirado en esa imagen, Engels desarrolla en el Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana toda una teoría noseológica. Acepta, con Feuerbach, que “nuestra conciencia y nuestro pensamiento, por más suprasensibles que parezcan, son el producto de un órgano corporal, material: el cerebro”. Establece que “las impresiones del mundo exterior en el hombre se expresan en su mente, se reflejan en ella como sentimientos, pensamientos, impulsos, actos volitivos […]”; más adelante, describe los conceptos como las “imágenes mentales” de las cosas en nuestra cabeza.43 Aquí las palabras “reflejo” e “imagen”, son usadas en un contexto y con un sentido distinto al de La ideología alemana. Ya no se trata de una metáfora destinada a ilustrar la idea de la inversión ideológica, sino de un término que pretende tener un uso técnico, para designar la relación de conocimiento entre la realidad exterior y ciertos contenidos mentales: conceptos, sentimientos, impulsos, etc. Por otra parte, la fuente de que proviene el reflejo ya no son las relaciones sociales sino las impresiones del mundo exterior. El problema entero de la filosofía se presenta como el de la relación entre pensar y ser, en estos términos simples: “¿Es nuestro pensamiento capaz de conocer el mundo real? ¿Podemos nosotros, en nuestras representaciones y conceptos sobre el mundo real, formarnos una imagen refleja (Spiegelbild) correcta de la realidad?”44 La imagen puede ser correcta o incorrecta, según se adecúe a la realidad. Engels sostiene una teoría del conocimiento de un ingenuo realismo: los conceptos se presentan como imágenes mentales situadas en nuestro cerebro y causadas —de algún modo que no se especifica— por las impresiones de las cosas. La verdad es la adecuación entre esa imagen y la realidad que de algún modo la produjo. Por “reflejo” se entiende tanto la imagen producida como el proceso por el cual se produce. Tanto la concepción de la idea como imagen mental, como la explicación causal de esa imagen a partir de las impresiones sensibles se remontan al cartesianismo. Ambas han sido blanco de tantas críticas demoledoras, desde Kant hasta Wittgenstein, que ningún filósofo serio podría ya sostenerla, al menos en una versión tan simple. Pero, aun aceptando la teoría de la imagen mental y la de su causación, la idea de reflejo no puede tener, dentro de esa concepción, un valor teórico. En efecto, es una palabra que proviene del campo de los fenómenos ópticos; trasladada a la relación de conocimiento, se convierte en un término metafórico vago que simplemente nombra, pero no define ni explica una relación entre dos tipos de hechos totalmente distintos: un hecho psíquico (la imagen mental) y un hecho físico o psicofísico (la cosa o la impresión sensible). Ambos hechos relacionados quedan a su vez sin definir y son localizados sin ninguna precisión: la imagen está en la cabeza o en el cerebro; lo que refleja, en el mundo exterior. Sin embargo, esa metáfora no sólo es usada para designar el origen del conocimiento, sino para caracterizar todo un sistema concatenado de proposiciones: una doctrina filosófica. Ahora bien, Engels escribe que una doctrina ya no refleja sólo la realidad material (como decía antes) sino algo aún más indefinido que llama el proceso histórico. Refiriéndose a la filosofía de Hegel, dice: “para ella no subsiste más que el ininterrumpido proceso del devenir y del perecer, del ascenso sin fin de lo inferior a lo superior, cuyo mero reflejo (Widerspiegelung) en el cerebro pensante es ella misma”.45 Puesto en este camino, la idea de reflejo se emplea para explicar las diferencias entre un pensamiento revolucionario y otro conservador. La revolución como proceso histórico se reflejaría en un pensamiento dialéctico y la detención del proceso de cambio en un pensamiento estático, metafísico. Siguiendo estas ideas, se ofrece una interpretación nueva de la inversión ideológica que fue expuesta en La ideología alemana. “Había que descartar —escribe Engels— esta inversión ideológica. Nosotros volvimos a ver, de un modo materialista, en los conceptos de nuestra mente las imágenes de las cosas reales, en lugar de considerar las cosas reales como imágenes de tal o cual fase del concepto absoluto.”46 La concepción ideológica ya no se presenta aquí como un estilo de pensar inclinado a dar explicación de la realidad por los conceptos, sino como una doctrina noseológica, obviamente absurda, que sostendría que los objetos reales son “imágenes” de los conceptos. La crítica a la ideología, por su parte, ya no se ve como el cuestionamiento de aquel estilo de pensar, sino como la adopción de otra doctrina noseológica, materialista, que sostendría la tesis de que los conceptos son “imágenes” de las cosas. La ideología, interpretada como doctrina filosófica, quedaría combatida por la adopción de una doctrina contraria. Así, en esta obra tardía de Engels, la teoría de la ideología se hace depender de una doctrina noseológica difícilmente aceptable y, desde luego, no científica. El análisis y la crítica de un estilo de pensar, tal como lo realiza La ideología alemana, se dobla con una teoría del conocimiento que no estaba incluida en ese análisis crítico. Al convertir una metáfora ilustrativa en un seudoconcepto teórico, la inversión ideológica se interpreta como una creencia burda: tomar las ideas por causas y la realidad por su imagen o efecto. Si la ideología consistiera efectivamente en una doctrina semejante, difícilmente encontraríamos ideólogos, salvo tal vez entre algunos hegelianos rezagados. En realidad, el proceso de inversión ideológica que trataba de describir La ideología alemana era mucho más sutil. No consiste en una doctrina, sino en una mentalidad inconsciente que predispone a pensar de cierta manera y que puede manifestarse en muchas doctrinas diferentes; consiste en una disposición a ver las cosas de una determinada manera más que de otra: disposición a concederle a los procesos mentales funciones explicativas o determinantes de la realidad y a juzgar las relaciones reales por las relaciones entre los conceptos que nos formamos de ellas. Igualmente simple es la doctrina noseológica que remplaza, en este escrito, a la crítica de la ideología. Aparte de la vaguedad e imprecisión de los conceptos empleados, cerebro, imagen, reflejo, etc., subsiste en esa doctrina la cosificación del concepto, al verlo como una imagen situada en un lugar físico (el cerebro), o como un producto. El concepto sigue siendo “algo”, una entidad espacio-temporal, capaz de actuar y ser actuada causalmente. Poner la ideología sobre sus pies consiste sólo en un cambio de dirección en la relación de causalidad entre el objeto exterior y la imagen mental. Ahora bien, ya vimos que el rasgo más distintivo de la mentalidad ideológica era la tendencia a dotar a las ideas de sustancialidad semejante a la de las cosas reales, en cosificarlas. En este sentido, la teoría del conocimiento de Engels, como todo el materialismo ingenuo de que forma parte, participa aún de una mentalidad ideológica. Aunque ya no considere a las ideas como causas o determinantes de la realidad, sigue viéndolas como entidades susceptibles de entrar en relaciones causales con las cosas. La liberación radical de un modo de pensar ideológico llevaría, antes bien, a eliminar la idea de concepto como “algo” en la mente; llevaría a reducirlo a un elemento de un contexto de relaciones reales, de carácter social. En este sentido, los intentos de definir el concepto en función de la conducta real, de los sistemas lingüísticos o del uso de los signos conforme a reglas —independientemente de su valor filosófico— están mucho más libres de un modo de pensar ideológico que el “materialismo dialéctico” de Engels y de sus seguidores. Pero lo que interesa destacar es que la teoría de la ideología esbozada en La ideología alemana no depende de ésa ni de ninguna otra doctrina noseológica. Para percatarse del carácter ideológico de un modo de pensar es menester, sin duda, adoptar un punto de vista contrario, dejar de considerar el pensamiento como una entidad independiente y verlo condicionado por un conjunto de relaciones sociales. Este punto de vista puede sentar la base para desarrollar un tratamiento científico del problema. Pero para ello no es necesario construir sobre ese punto de vista una doctrina filosófica específica. El concepto de ideología presentado en La ideología alemana puede formar parte de una teoría científica sobre las relaciones sociales y sobre la historia; no depende, en cambio, de la adopción de una filosofía determinada. Pensar lo contrario sería sostener que la crítica a la ideología consiste en contraponer una doctrina filosófica a otra. Marx no pensaba así: la crítica a la ideología es crítica a la filosofía, tanto a la filosofía especulativa (por ejemplo, Hegel), como a la filosofía crítica (por ejemplo, los jóvenes hegelianos); la mentalidad no ideológica no consiste en aceptar otra doctrina, sino en renunciar a ella en favor de la praxis y de la comprensión científica. Pensar que basta adoptar otra filosofía para quedar a salvo de la filosofía idealista es trasladar el problema de la liberación mental al terreno de la ciencia… que es justamente lo que hacían los jóvenes hegelianos, según Marx. La única forma de luchar por liberarnos del pensamiento ideológico, repetiría Marx, no es adoptar una doctrina determinada, sino transformar a la vez las relaciones sociales que condicionan ese pensamiento ideológico y nuestra mentalidad condicionada por ellas. LA IDEOLOGIZACIÓN DEL MARXISMO La idea del reflejo se une con facilidad, en autores marxistas posteriores, al concepto amplio de ideología. Las ideologías —identificadas con la superestructura— reflejarían las relaciones sociales. La relación de analogía, según la cual un modo de pensar representa (en el sentido de “ocupa el lugar de”) a una clase, se trastrueca en una relación de causalidad, según la cual un modo de pensar refleja (“es imagen de”) la clase que lo produjo. Las ideologías actúan, a su vez, sobre las relaciones que las produjeron, dotadas de nuevo de alguna realidad sustantiva. Por otra parte, en el concepto amplio de ideología, la crítica a la ideología y la teoría consiguiente tienen que situarse también en la superestructura; se ven entonces como “reflejos” de la clase explotada. La crítica a la ideología es, en ese sentido, tan ideológica como las doctrinas que critica. La crítica a la ideología no consiste sólo en disolver la influencia perturbadora del prejuicio ideológico, sino en oponer a ese prejuicio otras creencias contrarias. La conciencia se convierte en la palestra de esa lucha. El abandono, a partir de Lenin, del concepto estricto de ideología, junto con la teoría del reflejo, dieron lugar, en el marxismo posterior, a concebir la crítica a la ideología como una lucha de ideas, que se dirime en las conciencias: la lucha entre una concepción filosófica revolucionaria y otra reaccionaria o burguesa. Y el marxismo-leninismo fue identificado con esa concepción filosófica revolucionaria. Los siguientes párrafos de Iudin y Rosental pueden servir de ejemplo, entre otros muchos, de este modo de pensar: Todas las ideologías son un reflujo de la existencia social […] la ideología de la clase obrera es el marxismo-leninismo, es la gran fuerza ideológica del partido comunista y de la clase obrera en la transformación revolucionaria y socialista de la sociedad. La ideología burguesa moderna, por el contrario, es una fuerza reaccionaria. Sirve a los intereses de la burguesía en su lucha contra la clase obrera y el socialismo […] La eliminación de la influencia de la ideología burguesa sobre los hombres no llega por sí sola, por tendencia espontánea, sino a través de una cruel lucha de ideas contra ella.47 ¿No reconocemos en estos párrafos un estilo de pensar según el cual la emancipación del hombre se dirime en el terreno de la conciencia? El marxismo y la ideología burguesa son dos fuerzas en combate que reflejan las fuerzas sociales en lucha. El tránsito del sentido estricto de ideología a su sentido amplio y la teoría del reflejo constituyen el primer paso en la ideologización del propio marxismo. Y, una vez convertida en ideología, lo que era crítica liberadora está en situación de funcionar como instrumento de dominio. En la evolución del concepto de ideología se expresa así la trágica paradoja de la evolución del pensamiento marxista. La obra de Marx es, a la vez, crítica radical del modo de pensar ideológico y fundamentación de una teoría racional sobre la sociedad y la historia. Su función es liberar de los instrumentos ideológicos de dominio. Pero pronto se codifica en un sistema filosófico, el materialismo dialéctico o la filosofía marxista- leninista; a la concepción del mundo idealista se opone esta otra concepción del mundo. El abandono del concepto estricto de ideología corresponde a esa transformación. El “materialismo dialéctico” puede tener entonces una función ambigua. En la medida en que se incorpora en él la crítica radical y la teoría marxista, sigue funcionando como crítica liberadora contra las ideologías de dominio de las sociedades capitalistas. Pero en la medida en que se transforma en un sistema especulativo que participa aún, por ello, de un modo de pensar ideológico (en el sentido estricto de Marx), puede funcionar, en el socialismo burocrático soviético, como un aparato ideológico de dominio en manos del nuevo Estado. 1 Marx Engels Werke, Dietz Verlag, Berlín, 1961, t. 1, p. 378. Todas las citas de este artículo se refieren a esa edición. En lo sucesivo usaremos las siglas MEW. Las traducciones de las citas son mías, con el objeto de evitar las imprecisiones que suelen encontrarse en más de una versión castellana. 2 MEW, t. 1, p. 378. 3 MEW, t. 4, p. 128. 4 Cf. “Uber P. J. Proudhon”, de 1865, en MEW, t. 16, p. 28. Notemos que en ese mismo artículo Marx le hace a Proudhon mayor justicia que en la Miseria de la filosofía, al reconocer que “Proudhon guarda con Saint Simon y Fourier aproximadamente la misma relación que Feuerbach con Hegel” (ibid., p. 25). 5 MEW, t. 4, pp. 130 y 126. 6 MEW, t. 4, p. 127. 7 MEW, t. 3, p. 13. 8 MEW, t. 3, p. 19. 9 “Thesen über Feuerbach”, MEW, t. 3, p. 6. 10 MEW, t. 3, p. 27. 11 MEW, t. 3, p. 26. 12 MEW, t. 23, p. 27. 13 MEW, t. 3, p. 38. 14 MEW, t. 1, p. 391. 15 MEW, t. 3, p. 17. 16 MEW, t. 3, p. 31. 17 MEW, t. 4, p. 143. 18 Grundrisse. Lineamientos fundamentales para la crítica de la economía política, 1857-1858, trad. de Wenceslao Roces, 2 vols., FCE, México, 1985, t. 1, p. 4. 19 Ibid., p. 136. 20 MEW, t. 3, p. 47. 21 MEW, t. 8, p. 141. 22 Carta de Engels a F. Mehring, 14 de julio de 1893, MEW, t. 39, p. 97. 23 MEW, t. 8, p. 139. 24 Grundrisse…, op. cit., t. 1, p. 67. 25 MEW, t. 3, p. 46. 26 MEW, t. 4, p. 480. 27 MEW, t. 3, p. 48. 28 MEW, t. 23, pp. 86, 89 y 90. 29 MEW, t. 25, p. 178. 30 MEW, t. 23, p. 97. 31 MEW, t. 23, p. 12. 32 MEW, t. 4, p. 475. 33 MEW, t. 23, p. 22. Una idea semejante se encuentra ya expresada, con claridad, en un artículo de Engels, de 1847, “Los comunistas y Karl Heinzen”: “El comunismo, en la medida en que es teórico, es la expresión teórica de la posición del proletariado en la lucha y la comprensión teórica de las condiciones de liberación del proletariado”, MEW, t. 4, p. 322. 34 MEW, t. 8, p. 142. 35 MEW, t. 8, p. 139. 36 MEW, t. 13, pp. 8 y 9. 37 MEW, t. 21, p. 303. 38 Carta de Engels a C. Schmidt, 27 de octubre de 1890, MEW, t. 37, p. 492 y carta a F. Mehring, 14 de julio de 1893, MEW, t. 39, p. 97. 39 Algunas traducciones al español muy difundidas contribuyen a hacer creer que el sentido amplio de ideología se encuentra también en escritos de Engels. Por ejemplo, en el único texto castellano “revisado y autorizado por el Instituto Marx-Engels-Lenin de Moscú”, reproducido en la mayoría de las ediciones populares, de Del socialismo utópico al socialismo científico, se lee: “La estructura económica de la sociedad en cada época de la historia constituye, por tanto, la base real cuyas propiedades explican en última instancia toda la superestructura de las instituciones jurídicas y políticas, de la ideología religiosa, filosófica, etc., de cada periodo histórico” (Ediciones Sociales, México, 1940, p. 40). Aquí el término ideología parece referirse a cualquier concepción religiosa o filosófica de cualquier época. Pero en el original no aparece ese término; dice: “[…] de los modos de representación (Verstellungsweise) religiosos, filosóficos, etc. […]” (MEW, t. 19, p. 208). La misma traducción dice en otra parte: “El socialismo moderno no es más que el reflejo ideológico de este conflicto material […]” (ibid. , p. 44). El adjetivo “ideológico” se refiere aquí al pensamiento socialista, lo que contradeciría palmariamente el concepto estricto de ideología que hemos expuesto en estas páginas. Pero Engels no emplea ese adjetivo. El texto alemán dice: “El socialismo moderno no es más que el reflejo mental (Gedankenreflex) […]”. El traductor estaba obviamente influido por el concepto amplio, leninista, de ideología. Otro ejemplo: en la traducción igualmente “oficial” de la carta a Schmidt de 1890 leemos: “[…] si bien las condiciones materiales de vida son el primum agens, eso no impide que la esfera ideológica reaccione a su vez sobre ellas […]” (Marx y Engels, Obras escogidas, ed. del Instituto Marx-Engels-Lenin de Moscú, t. II, p. 457). Parece que, en ese párrafo, el adjetivo “ideológica” está usado en un sentido muy amplio, como sinónimo de “intelectual”, y el término “esfera ideológica” como sinónimo de “superestructura”. Pero el original no emplea esos términos; dice simplemente: “[…] la esfera ideal […]”. 40 Carta a F. Mehring, 14 de julio de 1893, MEW, t. 39, p. 26. 41 La ideología alemana, MEW, t. 3, p. 26. 42 Teoría y práctica de la ideología, Nuestro Tiempo, México, 1971, pp. 36 y ss. 43 MEW, t. 21, pp. 277, 282 y 293. 44 MEW, t. 21, p. 275. 45 MEW, t. 21, p. 267. 46 Ibid., p. 292. 47 “Diccionario de filosofía y sociología marxista”, incluido en Engels, Dialéctica de la naturaleza, Pavlov, México, p. 459. EL CONCEPTO DE ACTITUD Y EL CONDICIONAMIENTO SOCIAL DE LAS CREENCIAS* A LCANCE EXPLICATIVO DEL PRINCIPIO DE MARX Al hablar del condicionamiento social de las creencias no podemos menos de referirnos a Marx; tenemos que recordar de nuevo uno de los textos más citados, el pasaje del “Prólogo” a la Contribución a la crítica de la economía política: En la producción social de su vida, los hombres contraen determinadas relaciones necesarias, independientes de su voluntad, relaciones de producción, que corresponden a un determinado nivel de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. El conjunto de estas relaciones de producción forma la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la que se levanta una superestructura política y jurídica y a la que corresponden determinadas formas de conciencia social. El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de la vida social, política y espiritual en general.1 El principio del condicionamiento de la superestructura por la base económica no expresa una teoría acabada; para ello faltaría definir con precisión los términos usados y establecer las relaciones de causalidad entre los distintos factores que se mencionan. Se limita a enunciar los conceptos generales que podrían constituir el marco de una teoría explicativa por elaborar. Por otra parte, el principio no se presenta como la generalización de casos particulares; no es el resultado de un estudio histórico de distintas formaciones sociales en las que se mostrara cómo, de hecho, diferentes modos de producción permiten explicar sus superestructuras. Se ofrece, más bien, como una conjetura teórica, como una hipótesis regulativa de la investigación, o —en palabras del propio Marx— como un “hilo conductor” (Leitfaden) de sus estudios. Que ese principio no constituía una teoría explicativa acabada lo vio bien Engels; en varias cartas, escritas entre los años 1890 y 1893, señaló sus insuficiencias. “Teníamos que subrayar, frente a los adversarios que lo negaban, ese principio capital (Hauptprinzip), y no siempre había el tiempo, el lugar y la ocasión para dar la debida importancia a los demás momentos que intervienen en las acciones y reacciones.”2 La falla la situó Engels en dos puntos. En primer lugar, faltaba determinar el proceso por el cual se producían las ideas a partir de la “base”. En una conocida carta a Franz Mehring escribía: Todos hemos hecho hincapié —y teníamos que hacerlo— en la derivación (Ableitung) de las representaciones políticas, jurídicas y otras ideológicas, así como de las acciones que ellas hacen posibles, a partir de los hechos económicos básicos. Con ello descuidamos el aspecto formal por el contenido: descuidamos la forma y manera como se originan esas representaciones.3 ¿En qué forma se condicionan las creencias (“representaciones”) por las situaciones económicas y sociales? ¿Cuáles son los eslabones intermedios que permitirían derivar un hecho del otro? En segundo lugar, las creencias están condicionadas también por otros factores que no forman parte de la base económica: la historia específica de la disciplina a que pertenecen esas creencias, la influencia de otros dominios culturales, factores políticos, institucionales, etc. La relación causal entre base y superestructura no es lineal; existe también una acción de las creencias sobre otras creencias y sobre la base material. “Si bien el modo de existencia material es el primum agens, esto no excluye que el dominio ideal ejerza sobre ella un efecto reactivo, aunque secundario.”4 ¿Cuál sería entonces el tipo de condicionamiento entre la base y la esfera de las ideas? No podríamos considerar la base material como la única causa necesaria y suficiente de un conjunto de creencias. Si así fuera, habría que aceptar que a determinadas relaciones de producción correspondería con necesidad determinada ideología; pero entonces deberíamos poder subsumir todos los casos particulares, sin excepción posible, dentro de leyes generales que enunciaran una correspondencia entre tipos de relaciones de producción y tipos de creencias. Esta interpretación es demasiado fuerte. No podemos establecer esas leyes generales necesarias porque, en cada caso concreto, tenemos que admitir otras condiciones iniciales, variables, que explican las creencias de ese caso. Por el contrario, si el factor económico se considerara como una condición inicial del mismo valor explicativo que las demás, la interpretación sería demasiado débil; el principio enunciado por Marx tendría que descartarse, puesto que las relaciones de producción ya no serían la causa que explicara la superestructura, sino un factor del mismo valor que otros. Frente a una y otra interpretación, la salida de Engels es de todos conocida: el factor económico no es una causa única, pero sí “de última instancia”: Según la concepción materialista de la historia, el factor determinante en última instancia de la historia es la producción y reproducción de la vida real. Ni Marx ni yo hemos afirmado nada más. Si alguien lo tergiversa diciendo que el factor económico es el único determinante, convierte aquella proposición en una frase absurda, abstracta, que nada dice.5 Pero, ¿qué quiere decir que una condición inicial sea la condición “en última instancia” frente a las otras? Sólo puede significar que, mientras las otras condiciones no pueden determinar el efecto sin acompañarse de la condición predominante, ésta puede determinar el efecto acompañada por esas condiciones o por otras alternativas. Podríamos expresar lo mismo con otras palabras: mientras las otras condiciones determinan el efecto pero no la condición predominante (“en última instancia”), ésta determina tanto las otras condiciones como el efecto. En términos de Max Weber, sería una condición “adecuada” frente a otras “accidentales”; aunque — notemos— ninguna por sí sola es “suficiente”.6 En suma, la base económica es condición necesaria de un conjunto determinado de creencias y, a la vez, de otros factores que también condicionan esas creencias. Dado un conjunto de creencias, en una coyuntura histórica particular, podemos señalar varias condiciones que la explican: otros elementos superestructurales (otras creencias), factores psicológicos, procesos de justificación racional, relaciones sociales de diversos tipos, relaciones de producción. Todas ellas aparecen como condiciones de la creencia por explicar, pero la última sería “adecuada”, porque sería condición tanto de la creencia por explicar como de los otros factores circunstanciales que ayudan a explicarla. Pero entonces surge un problema: ¿cómo establecer, entre un conjunto de condiciones iniciales de un hecho por explicar, cuál es la condición adecuada? ¿Cómo mostrar que esa condición determina efectivamente las demás? Para poder distinguir, en el seno de un conjunto de condiciones iniciales, una condición “adecuada”, es menester establecer las relaciones por las que esa condición determina las demás. Mientras no se conozca el proceso por el que la condición “en última instancia” determina las otras, no contaremos con una teoría del condicionamiento de las creencias por la base económica o social. Y ésa es justamente la falla que Engels señalaba en la aplicación del principio formulado por Marx. A falta de una teoría acabada, el historiador o el sociólogo que quiera probar una relación de determinación entre base y superestructura se ve obligado a partir de la consideración de casos particulares e intentar explicarlos por una estructura que pudiera aplicárseles. Pero en cada caso histórico las condiciones iniciales son prácticamente indefinidas y varían considerablemente. Al investigador le quedan dos opciones: 1) Restringirse a un caso particular. Tratar de determinar las condiciones iniciales concretas más importantes de ese caso y renunciar a generalizar sus resultados a otros casos. O bien: 2) Generalizar. Tomar como base ciertos rasgos comunes a varios casos y renunciar a considerar todas las condiciones iniciales, que varían considerablemente de uno a otro caso. Examinemos las dos opciones. l. Estudio de casos particulares. Podemos partir de la hipótesis general del condicionamiento de las creencias por las condiciones económicas; cabe imaginar un modelo ideal de sociedad en el que se daría ese condicionamiento, sin intromisión de otros factores condicionantes. Lo aplicamos entonces, como guía de investigación (Leitfaden), a un caso concreto. En él se podrían analizar las condiciones accidentales más importantes de una ideología determinada (políticas, educativas, psicológicas, culturales, etc.) en su interrelación. Pero, en la medida en que descubramos sus características históricas concretas, esas condiciones serán tan complejas y “coyunturales” que no podrán generalizarse a otros casos. Ésta es la experiencia común del historiador. Entonces, la hipótesis de que partimos no actúa como una ley general, sino como un principio eurístico que tiene por función guiar al investigador a que descubra las relaciones concretas existentes en un caso particular. Ese principio puede servir de orientación al historiador o al sociólogo para buscar los factores relevantes que dan razón de un hecho y relegar otros elementos. Parece decirle: “pregúntate cuáles son las relaciones de producción y los intereses sociales ligados a los grupos que intervienen en una situación histórica; si lo haces, podrás comprender muchos otros fenómenos concretos”. El principio eurístico orienta al historiador hacia la ordenación, en una estructura coherente, de la totalidad de los datos de que dispone. Resulta, de hecho, fructífero para convertir un caos de hechos históricos en un conjunto de relaciones con sentido. La utilización como principio eurístico de la hipótesis general propuesta por Marx, no elimina, por lo tanto, su valor teórico, pero sí le señala límites. Sirve para interpretar y comprender, en cada caso, una situación histórica particular, pero no para explicarla por subsunción en leyes generales. Por otra parte, la validez teórica del principio quedará limitada a los casos particulares en que tenga éxito la investigación dirigida por él. 2. Generalizaciones basadas en analogías. Podemos también establecer una relación de correspondencia entre base y superestructura, por generalización de varios casos. Entonces, tendremos que hacer de lado muchas condiciones “accidentales”, que varían en cada caso, y fijarnos sólo en elementos comunes susceptibles de generalización. En muchos estudios esta operación se efectúa mediante el examen de una “correspondencia” entre rasgos de la infraestructura económica o de las relaciones sociales y rasgos de las concepciones ideológicas de una sociedad en una época determinada. Se ha hecho esta operación en sociedades primitivas tomadas como una unidad. Así se ha podido ver una correspondencia entre el modo de producción de una tribu y su panteón (las sociedades agrarias suelen tener, por ejemplo, religiones “ctónicas”, en las que los ritos de iniciación juegan un papel central, mientras las sociedades nómadas tienen una religión “celeste”), o bien entre su organización social y su concepción astronómica (É. Durkheim), o entre su estructura de poder y su concepción del mundo (H. Frankfort, E. O. James). Una operación semejante se ha efectuado también en el estudio de sociedades más desarrolladas, al relacionar un “estilo de pensar” predominante con una organización social o un modo de producción. Por ejemplo, la relación entre la concepción astronómica medieval y la sociedad jerárquica, o entre la concepción mecanicista del mundo y la manufactura (Max Scheler); o bien entre la organización de la polis griega y la metafísica presocrática (George Thomson); o, en fin, entre la sociedad “unidimensional” y el cientificismo empirista (Marcuse). En todos estos casos, el investigador establece una analogía entre una estructura económica o social, por una parte, y una concepción general del mundo o estilo de pensar, por la otra. De allí la multiplicidad y vaguedad de términos que suelen usar esos autores para describir la relación entre ambas: correspondencia, reflejo, imagen, semejanza, etc. Se pretende descubrir una correspondencia entre dos estructuras, que puede ser de varias clases. En unos casos, se establece un isomorfismo entre ambas estructuras; por ejemplo, entre el carácter jerárquico y cerrado de la sociedad y un sistema astronómico, o entre el equilibrio que establece la ley en la ciudad y el equilibrio de los elementos del cosmos bajo un principio ordenador. En otros casos, se trata más bien de una similitud entre rasgos característicos de dos campos de una sociedad; por ejemplo, entre la producción agraria y los dioses de la fertilidad, entre el poder imperial que regula la producción y los dioses solares reguladores de la marcha cósmica; habría aquí una semejanza entre tipos de actividades realizadas en esferas distintas. También puede pensarse en establecer paralelos entre el nivel de las fuerzas productivas de una sociedad y un estilo de pensar; por ejemplo, entre el alto desarrollo de la técnica y un racionalismo tecnológico, o entre una situación de escasez y un pensamiento mágico. De cualquier modo, se establecen correspondencias entre tipos de relaciones de producción o de relaciones sociales, por una parte, y tipos de creencias colectivas, por la otra. Pero esa correspondencia no puede pretender ser causal. En efecto, para que así fuera faltaría demostrar dos cosas: 1) Habría que demostrar que entre las dos estructuras correspondientes existe una relación necesaria, de modo que a cualquier sociedad de un tipo definido corresponda un tipo determinado de creencias. 2) Faltaría probar que el tipo de relaciones de producción determina el tipo de concepción del mundo, y no a la inversa. Ninguno de esos dos puntos queda demostrado al establecer la correspondencia. El razonamiento por analogía establece, por principio, similitudes entre dos estructuras o dominios de una sociedad, pero no una relación de determinación necesaria entre ellos. Tampoco puede conducir al establecimiento de leyes generales, sino sólo a la consideración de regularidades típicas, que no excluyen la posibilidad de contraejemplos históricos. Por otra parte, la comunidad de forma o de rasgos característicos entre una y otra estructura tiene que ser muy general. Para encontrar una analogía entre ellas tenemos que hacer de lado muchas características diferenciales y considerar sólo un conjunto limitado de rasgos comunes. Luego, sin hacerles violencia, la analogía no es aplicable a doctrinas particulares complejas, sino sólo a “ideas del mundo”, “creencias básicas comunes”, “estilos de pensar” constituidos por unos cuantos rasgos que pueden encontrarse en varias doctrinas y discursos diferentes. Así, la analogía sólo puede dar cuenta de las creencias más generales que constituyen una ideología. Por ejemplo, se puede señalar la correspondencia entre una sociedad agraria y una religión en la que tienen importancia dioses y ritos de fertilidad, pero no explicar las características específicas que distinguen a esa religión de otras análogas; se puede esperar que en una sociedad tecnológica avanzada se den ciertas formas de pensamiento racionalista y pragmatista, pero no se puede dar razón de tal o cual doctrina filosófica o científica particular en función de esa correspondencia. Por fin, la analogía suele establecerse entre la situación económica o la organización de una formación social considerada como una unidad, por una parte, y el estilo de pensar común a toda la sociedad, o a toda una época histórica, por la otra. Es difícil que pueda establecerse, sin violencia, una analogía entre la situación de un grupo o clase social determinados y sus creencias particulares. Pese a esas limitaciones, tampoco esta segunda vía carece de interés teórico. En efecto, si bien no puede suministrar una explicación causal, permite describir rasgos relevantes de tipos de relaciones económico sociales a los que corresponderían tipos de estilos de pensamiento. El razonamiento por analogía tendría también un valor eurístico. Al estudiar un caso concreto, el historiador o el sociólogo pueden orientar su investigación por la búsqueda de las correspondencias señaladas y alcanzar así una interpretación coherente de los datos de que disponen. Con todo, en ningún caso pueden pretender aplicar esas correspondencias a modo de leyes explicativas. En suma, las dos vías que hemos resumido se han mostrado útiles para lograr una interpretación y comprensión más racional de las sociedades. Ambas pueden tener un valor eurístico que oriente la investigación empírica; ambas pueden fungir como hipótesis contrastables con los datos históricos o sociológicos. Pero ninguna constituye una teoría explicativa completa; ninguna puede pretender enunciar leyes generales ni establecer relaciones causales necesarias. Para que tuvieran fuerza explicativa, deberían acompañarse de un esquema teórico que estableciera relaciones de determinación causal entre las distintas condiciones consideradas y que fuera aplicable a cualquier caso posible. Para ello, dicho esquema debería establecer con claridad las relaciones entre los diversos factores que unen la base económica con la superestructura. PROPUESTA DE UN NUEVO ESQUEMA TEÓRICO Propongamos otra manera de proceder: poner en relación la situación económica de distintos grupos con sus modos de pensar, mediante un término intermedio: sus disposiciones a actuar. Partiríamos de un esquema teórico que permitiera conectar la base con la superestructura, mediante eslabones intermedios. Podría ser el siguiente: 1) La posición de cada grupo en el proceso de producción y reproducción de la vida real condiciona su situación social. 2) La situación social de cada grupo condiciona las necesidades preferenciales que tienen sus miembros. 3) Esas necesidades preferenciales tienden a ser satisfechas. Para ello, generan impulsos y valoraciones hacia ciertos objetos de carácter social; esos impulsos y valoraciones constituyen disposiciones a actuar, de manera favorable o desfavorable en relación con aquellos objetos. 4) Las disposiciones a actuar en relación con los objetos sociales condicionan (junto con otras condiciones adicionales) ciertas creencias. El esquema teórico pretende ligar la base económica y social (1) con las creencias (4) mediante dos eslabones intermedios: la creación de necesidades preferenciales (2) que condicionan, a su vez, disposiciones preferenciales (3). El término 4 se refiere sólo a ciertos conjuntos de creencias colectivas que llamamos “ideologías”. Por ese concepto entendemos un conjunto de creencias de un grupo social, insuficientemente justificadas, que cumplen la función de promover el poder de ese grupo. No podemos entrar aquí a justificar esa definición, que intentamos en otro trabajo.7 El término 3 se refiere a disposiciones a actuar que han recibido un nombre preciso en la psicología social contemporánea: actitudes. El término actitud aparece por primera vez con un sentido técnico, en una obra de Thomas y Znaniacki.8 Esos autores concibieron la actitud como una disposición psicológica en que el sujeto está dirigido hacia un objeto de relevancia social y determina las respuestas de ese sujeto; la dirección al objeto implica una apreciación favorable o desfavorable hacia él. Por ello definieron la actitud como “un estado mental del individuo dirigido hacia un valor”. La actitud se refería sólo a disposiciones adquiridas por individuos pertenecientes a un medio social determinado; se podían distinguir, así, de los instintos y de cualesquiera otras disposiciones caracterológicas o innatas. Muy pronto el concepto de actitud se convirtió en una idea central de la psicología social. Aunque mantiene hasta la fecha cierta imprecisión, ha mostrado ser útil en muchas investigaciones empíricas. Se intentó precisar el concepto mediante nuevas definiciones. Destacan la de Bogardus como “tendencia a actuar en favor o en contra (towards or against) de un factor circundante, que adquiere así un valor positivo o negativo”, y la de Thurstone, como “la carga de afecto en favor o en contra de un objeto psicológico”.9 La actitud se refería, pues, primordialmente a una disposición afectiva y valorativa dirigida a un objeto, de carácter socialmente adquirido. Gordon W. Allport suministrará una definición más precisa que, aún hoy, puede considerarse válida: “Una actitud es un estado mental o neuronal de disposición (readiness), organizado mediante la experiencia, que ejerce una influencia directiva o dinámica sobre la respuesta del individuo a todos los objetos o situaciones con los que está relacionado”.10 Influida por la definición anterior podemos encontrar otra más concisa en un autor reciente, Martin Fishbein: la actitud sería “una predisposición aprendida a responder a un objeto dado, de una manera consistentemente favorable o desfavorable”.11 Ambas definiciones permiten distinguir la actitud de otros componentes psíquicos. Puesto que la actitud es aprendida o deriva de la experiencia, se distingue de otras disposiciones no adquiridas, como las caracterológicas e instintivas; puesto que tiene una relación afectivovalorativa o dinámica con su objeto, se distingue de otras disposiciones adquiridas, como las creencias puramente descriptivas; por último, puesto que es una disposición a responder, puede distinguirse de estados no disposicionales, como los sentimientos. Entre actitudes y creencias habría relaciones estrechas. Ambas pueden comprenderse como disposiciones a responder a determinada manera, pero mientras la actitud se refiere al factor afectivo y evaluativo de la disposición a actuar, la creencia se refiere al factor cognoscitivo. Podríamos decir que la actitud está determinada por pulsiones (deseos, quereres, afectos) dirigidas hacia el objeto, mientras la creencia está determinada por las propiedades que el sujeto aprehende en el objeto o le atribuye. Esta diferencia podría ejemplificarse en el uso de distintos enunciados para una y otra disposición. Si decimos “los negros huelen mal” —señala Allport— expresamos una creencia, en cambio la frase “no soporto a los negros” expresa una actitud. El primer tipo de enunciado atribuye una propiedad a un objeto, con mayor o menor probabilidad; el segundo expresa una preferencia, de mayor o menor grado, hacia el objeto. El concepto de actitud tiene un valor explicativo, tanto de otras disposiciones psíquicas como de acciones. En efecto, fue introducido justamente para explicar un síndrome de acciones —entre las que se encuentran respuestas verbales— que presentan cierta consistencia entre sí, aunque se den en circunstancias diversas. Por ejemplo, la expresión de opiniones negativas sobre los negros, los variados comportamientos de repudio ante miembros de esa raza, el disgusto ante sus costumbres o hábitos, manifestados en circunstancias variadas y referidos a individuos distintos, pueden explicarse como un conjunto coherente si los suponemos determinados por una misma actitud negativa ante el objeto social “hombre negro”. De este modo, comportamientos y creencias que pueden diferir considerablemente entre sí y parecer desligados, se relacionan, al referirlas a una actitud común. Posiciones conservadoras en política, creencias religiosas tradicionales, preferencias sexuales machistas, conductas familiares represivas, opiniones morales convencionales, pueden conectarse entre sí al considerarlas determinadas por una actitud peculiar, que podríamos llamar autoritaria. Así, una misma actitud puede condicionar una multiplicidad de comportamientos y creencias. Con todo, la relación entre actitudes y creencias empieza apenas a ser estudiada en forma sistemática. Martin Fishbein y sus colaboradores son pioneros en este tema. Junto con Raven, Fishbein ideó un método empírico para medir por separado creencias y actitudes. Mediante la aplicación de ciertas escalas pueden estudiarse las diferencias y relaciones entre esas dos variables.12 Los resultados son prometedores. Por lo pronto, permiten algunas conclusiones generales: 1) Creencias y actitudes se condicionan recíprocamente. Los cambios de actitudes tienden a causar cambios de creencias y viceversa. 2) Toda actitud implica ciertas creencias básicas, pero les añade una dimensión afectivo-valorativa. 3) A la inversa, las actitudes hacia un objeto determinan un conjunto de creencias acerca de ese objeto. Una misma actitud hacia un objeto puede estar en la base de varios conjuntos de creencias referidas a ese objeto, que comparten un “estilo de pensar” común. Podemos estudiar también actitudes colectivas, esto es, actitudes compartidas por una mayoría significativa de un grupo social. De hecho, todo grupo social más o menos organizado tiende a promover en sus miembros esas actitudes comunes. Las actitudes colectivas hacia ciertos objetos sociales constituyen un lazo de cohesión y condicionan creencias comunes en muchos grupos. Esas creencias comunes, a su vez, refuerzan las actitudes. Por ejemplo, la actitud favorable a la autoridad parental, transmitida por una educación represiva, conduce a creencias acerca de la sociedad que favorecen en ella la estabilidad y el orden; éstas, a su vez, refuerzan las actitudes autoritarias. El esquema teórico que proponemos señala sólo las relaciones más generales entre los distintos factores que condicionan las creencias. Todas ellas tendrían que confirmarse empíricamente. Para ello habría que demostrar cómo: 1) a las diferentes posiciones en el proceso de producción corresponden variaciones de situaciones sociales; 2) a las diferentes situaciones sociales corresponden necesidades preferenciales en los individuos y a éstas, actitudes determinadas; y 3) a las variaciones de actitudes corresponden variaciones en las creencias. La primera relación compete a una investigación social, dirigida por el principio general señalado por Marx; las otras dos relaciones competen a la psicología social. Para obtener una confirmación empírica del esquema teórico propuesto, se requerirían aún muchas investigaciones concretas. Mientras no se realicen en forma sistemática, no podemos extraer conclusiones acerca de la validez explicativa del esquema teórico. Sin embargo, existen ya algunos trabajos que permiten razonablemente esperar su confirmación en investigaciones posteriores. Los estudios sobre el prejuicio, realizados en el campo de la psicología social, han permitido establecer una relación entre ciertas actitudes y ciertas variables sociales que las condicionan. Los investigadores en este campo no han buscado expresamente condicionamientos de clase;13 han perseguido más bien la relación entre actitudes y características sociales tales como posición social, movilidad, heterogeneidad, etc. B. Bettelheim y M. Janowitz14 encontraron relaciones significativas entre la situación de los individuos en la escala social, las formas de educación de grupos sociales, su movilidad social, por una parte, y las actitudes prejuiciosas, por la otra. G. W. Allport,15 como consecuencia de su estudio sobre el prejuicio, llegó a proponer 10 “leyes” que según él establecerían las condiciones sociales de ciertas actitudes. Las actitudes colectivas estarían, así, determinadas por variables sociales que pueden detectarse empíricamente. Por otra parte, Allport demuestra la función que tienen las actitudes en beneficio del grupo: mantienen su cohesión interna, refuerzan su dominio sobre otros grupos y regulan o equilibran sus relaciones frente a ellos, funciones todas asignadas, en la literatura marxista, a la ideología. Éstas y otras muchas investigaciones empíricas arrojan consecuencias importantes. Ante todo, permiten distinguir entre actitudes individuales y colectivas, y establecen con firmeza la existencia de actitudes de grupo. Además, pueden caracterizar tipos de actitudes colectivas que cumplen una función específica en el mantenimiento y la reproducción de las relaciones sociales que las condicionan. Sobre todo, abren la posibilidad de concebir la correspondencia entre sistemas de creencias y ciertos factores sociales, ya no como un postulado abstracto, sino como una relación susceptible de examen empírico, mediante la medición de actitudes. Otros estudios han permitido también establecer relaciones entre conjuntos de creencias y actitudes. Desde la labor innovadora de Adorno y sus colaboradores,16 se abrió una vía prometedora en el estudio de las creencias estereotipadas de grupos sociales: ponerlas en relación con los tipos de personalidad que las condicionan. El concepto de personalidad puede entenderse como un síndrome de actitudes. La personalidad está condicionada por formas de educación y de vida familiar, las cuales dependen, a su vez, de relaciones sociales determinadas. Así concebido ese concepto, pueden establecerse tipos de personalidad que sirvan para explicar la existencia de estilos de pensamiento y de creencias comunes a muchos individuos. Conjuntos variados de creencias, que pueden diferir de una persona a otra pero que orientan comportamientos semejantes, pueden explicarse si están determinados por un tipo de personalidad. M. Rokeach,17 por su parte, aunque obtuvo resultados en parte diferentes a los de Adorno, confirmó la posibilidad de emplear métodos empíricos para mostrar el condicionamiento de sistemas de creencias, en tipos de personalidad, los cuales dependerían, a su vez, de estructuras familiares. Esos estudios bastan para mostrar la viabilidad de nuestra hipótesis: el concepto de actitud puede fungir como el eslabón intermedio que permite conectar la base social con los sistemas de creencias colectivas. Por otra parte, suministran al esquema teórico propuesto una referencia a hechos observables, que permiten confirmarlo o falsificarlo. El esquema que proponemos es susceptible de aplicarse en las dos vías de investigación señaladas en el apartado anterior. En ambas pondría en relación, mediante condiciones intermedias, las relaciones económicas y su superestructura. Podría aplicarse al estudio de situaciones históricas concretas, guiado por el principio eurístico que antes mencionamos. Nuestro esquema teórico incitaría, por una parte, a descubrir actitudes colectivas, debajo de la multiplicidad de creencias expresadas por los distintos actores de la historia; por la otra, a poner esas actitudes en relación con situaciones sociales propias de cada grupo. El concepto de actitud histórica de una clase o de un grupo social permitiría conectar las condiciones económicas y sociales con las ideologías de ese grupo y suministrar una explicación racional a un proceso histórico.18 El esquema propuesto permite también conectar causalmente las dos estructuras entre las que un pensamiento analógico puede establecer correspondencias más o menos vagas. Por ejemplo, la correspondencia entre una sociedad agraria y su forma de religión podría explicarse porque el proceso de producción engendra ciertas necesidades, las cuales propician actitudes afectivas y valorativas dirigidas a los procesos de fertilidad, crecimiento y renovación de la naturaleza; estas actitudes determinan, a su vez, estilos de pensamiento que están en la base de ciertas creencias religiosas. La correspondencia entre campos separados se explica al señalar, en las necesidades y actitudes sociales, sus nexos causales. La aplicación del mismo esquema permitiría, por otra parte, descartar como vanas e infundadas otras analogías en las que no pudiera encontrarse ese nexo causal. D IFICULTADES DEL ESQUEMA PROPUESTO Pese a las ventajas señaladas, el esquema teórico que proponemos presenta serias dificultades. Su consideración permitiría precisarlo, pues sólo al darles respuesta podría nuestro esquema convertirse en una teoría acabada. Tratemos de enumerarlas: 1. Relaciones entre situaciones sociales y necesidades preferenciales.19 Sólo en un modelo idealizado de sociedad podríamos considerar en forma aislada los distintos grupos, clases, estamentos que la componen. Sólo en ese modelo abstracto se podrían caracterizar necesidades preferenciales distintas para cada grupo, que corresponderían a distintas situaciones sociales. Pero en ninguna sociedad real se encuentran grupos aislados. Todos sufren la influencia de otros grupos y de la formación social global a la que pertenecen. Por ello podemos encontrar en un grupo necesidades preferenciales que podrían no derivar de su posición social específica, sino haber sido inducidas en él por otros grupos o clases sociales. De las necesidades propias de un grupo, que constituyen carencias reales derivadas de su situación particular como grupo, habría que distinguir las necesidades “artificiales” derivadas de su relación con la sociedad a que pertenece. Muchas de ellas podrían ser resultado del sistema de dominación a que el grupo está sujeto. Serían entonces las actitudes y creencias de otros grupos o clases sociales las que provocarían esas necesidades artificiales. Por ejemplo, a las necesidades específicas de un proletariado marginal urbano se añaden necesidades consumistas, inducidas en él por los sistemas de publicidad y de comunicación de masas, manejados por grupos comerciales dominantes; la inducción de esas necesidades ayuda a mantener la situación dominada del proletariado marginal. Sin embargo, aun en este caso, la aparición de necesidades artificiales en ese grupo puede explicarse por un doble factor que remite a su situación social. Por un lado, también ellas están condicionadas por la situación social del grupo, porque de ésta forman parte, no sólo las características que lo distinguen de otros grupos, sino también las que lo ligan a ellos en el seno de una formación social. Por otro lado, las creencias y actitudes de los grupos dominadores, que inducen esas necesidades en los dominados, pueden explicarse, a su vez, por la situación social de dominio y por la necesidad que dichos grupos dominadores tienen de mantenerla. Si esto es así, para explicar las creencias y actitudes de un grupo A debemos admitir dos tipos de cadenas causales: 1) Una cadena lineal: la situación social específica de A causa necesidades preferenciales propias de A y éstas determinan actitudes y creencias igualmente características de ese grupo, destinadas a satisfacerlas. 2) Cadenas más complejas, por ejemplo: la situación social de A en relación con la formación social a la que pertenece, condiciona la recepción de actitudes y creencias propias de los grupos B o C; esas actitudes y creencias inducen en A otras necesidades preferenciales; por otra parte, las actitudes y creencias propias de los grupos B o C están condicionadas por su propia situación en la formación social a la que pertenecen. De este modo, pese a la complejidad que pudieran tener esas cadenas causales, la situación social de los distintos grupos —determinada por su lugar en el proceso de producción— sigue siendo la condición explicativa “en última instancia”. Las observaciones anteriores se aplican también a situaciones individuales. En algunos individuos pueden crearse necesidades preferenciales, distintas a las propias de su grupo, que adquieren por su contacto con otros grupos de su sociedad o aun de otras sociedades; estas nuevas necesidades podrían dar lugar a actitudes y creencias susceptibles de modificar parcialmente la situación social del grupo. Estamos entonces ante un fenómeno de cambio de actitudes, que puede dar lugar a situaciones de movilidad social, o de “desclasamiento”. Notemos que, así como las necesidades preferenciales determinan actitudes y creencias que les corresponden, las necesidades artificiales inducidas a un grupo desde fuera, condicionan otras actitudes y creencias inducidas. En el nivel de las creencias deberíamos distinguir también entre creencias que responden a las necesidades reales, propias de la situación peculiar del grupo, y creencias inducidas en él, que obedecen a la situación del grupo en un sistema de dominación. Para diferenciar ambas habría que fijarse en la función real que cumplen unas y otras. Las primeras, al responder a necesidades propias del grupo, sirven para orientar comportamientos que las satisfagan; son pues benéficas al grupo en cuanto tal, al aumentar su sentido de identidad, su cohesión y su poder de defensa o de dominio frente a otros grupos. Las segundas, al responder a necesidades inducidas por las relaciones del grupo con otros, determinan comportamientos que satisfacen necesidades propias de grupos ajenos y refuerzan la relación de dominio respecto de ellos. 2. Actitudes y creencias colectivas. Otra dificultad concierne al modo de establecer creencias y actitudes propias de un grupo. Tendríamos que distinguir métodos diferentes, según el campo de estudio. En la investigación social suelen usarse métodos de medición de actitudes y creencias, mediante escalas que intentan cuantificar los resultados de la aplicación de encuestas diseñadas al efecto. La actitud adjudicada a un grupo corresponde a la manifestada por una mayoría significativa de sus miembros. El método llega, así, a juicios de probabilidad que establecen una frecuencia en la incidencia de actitudes, susceptible de ser medida numéricamente. Este método sólo puede determinar relaciones de probabilidad entre las condiciones que figuran en nuestro esquema teórico. En la antropología social, la observación participante directa del comportamiento de los miembros de un grupo, sin acudir a mediciones de frecuencias, puede llegar a resultados semejantes por simple inducción. En el quehacer histórico tenemos que proceder de otro modo, puesto que está vedada la aplicación de encuestas a los actores históricos y no es posible la investigación de campo. Partimos del testimonio documental de comportamientos y creencias de distintos miembros de un grupo o una clase, en una coyuntura determinada; a partir de ellos, inferimos actitudes comunes a todos esos comportamientos y creencias. Si encontramos manifestaciones individuales que no expresen esas actitudes comunes, tenemos que explicarlas por su relación con otros grupos sociales. Al inferir actitudes comunes partiendo de creencias y comportamientos variados, nos dejamos guiar por nuestro esquema teórico: buscamos las actitudes que responden a la situación social peculiar de ese grupo.20 3. Aplicación del esquema teórico a encuestas. Las encuestas y escalas de medición empleadas hasta ahora en la psicología social no permitirían la aplicación del esquema teórico propuesto en este trabajo. En efecto, todas ellas son resultado de la desconfianza, de corte empirista, hacia los modelos teóricos complejos, previos a la investigación de campo. Ninguna ha partido del planteamiento previo de preguntas como las que se han hecho en este trabajo. De ahí lo limitado de sus resultados. Para contrastar con los hechos el modelo teórico propuesto, habría que elaborar encuestas que partieran de un marco teórico en el que se incluyeran variables susceptibles de medir, a la par que las actitudes, la situación social de los grupos y sus necesidades preferenciales. A los métodos ideados por la psicología social contemporánea habría que añadir el marco teórico inspirado en el “principio” de Marx. 4. Distinción entre actitudes y creencias. Otra dificultad es que los métodos de medición de actitudes usados con mayor frecuencia no distinguen con suficiente claridad entre preguntas destinadas a dar a conocer actitudes y preguntas referidas a creencias. La mayoría de las escalas de actitudes han pretendido medir fundamentalmente la evaluación positiva o negativa hacia un objeto, pero para ello toman en cuenta respuestas verbales que expresan indistintamente creencias, intenciones y afectos. La elaboración de métodos de medición más precisos, en la línea abierta por Martin Fishbein y sus colaboradores, sería indispensable para nuestro problema. Por otro lado, como ya observamos, en historia no es posible aplicar esos métodos. Para distinguir entre actitudes y creencias, el historiador tratará de descubrir, debajo de las expresiones de creencias manifestadas por los actores de la historia, supuestos afectivos y valorativos comunes, a menudo no expresados, pero que tienen que admitirse como condición de posibilidad de esas creencias. 5. Acción recíproca entre actitudes y creencias. En los procedimientos de medición de actitudes se logra determinar, a menudo, las actitudes o síndromes de actitudes que condicionan ciertas creencias, pero no pueden separarse de ellas otras creencias básicas, implícitas en las actitudes. De hecho, toda expresión de actitud presupone la creencia en la existencia (real o posible) de su objeto. La actitud negativa hacia los negros, por ejemplo, presupone, por lo menos, la creencia de que los negros existen y de que son una raza humana distinta. Por supuesto que esa actitud condiciona, a su vez, otras creencias más complejas sobre los negros; permite, por ejemplo, aceptar con facilidad los estereotipos acerca de su pretendida grosería, suciedad, pereza, etc. Habría, pues, que distinguir entre las creencias condicionadas por una actitud y otras creencias básicas presupuestas en esa actitud. Por otra parte, entre actitudes y creencias se da una situación semejante a la señalada en el punto 1, entre situaciones sociales y necesidades preferenciales. También las creencias pueden inducir nuevas actitudes.21 Las actitudes condicionan la adopción de creencias que, a su vez, refuerzan esas actitudes. Este proceso circular sirve para preservar y reproducir una situación social. Por ejemplo, una estructura familiar patriarcal y autoritaria da lugar a formas de educación que favorecen ciertas actitudes ante el poder, la libertad individual, el sexo, etc., las cuales condicionan sistemas de creencias; pero esos sistemas refuerzan, a su vez, las actitudes originarias y, al hacerlo, preservan la estructura familiar que las hizo posibles. Puede darse también otro caso: creencias provenientes de fuera del grupo inducen en sus miembros actitudes nuevas; las cuales pueden cambiar estructuras sociales. Existe pues una circularidad aparente. La aparente circularidad obliga a justificar por qué, dada la acción recíproca entre actitudes y creencias, se eligen las primeras como condiciones “adecuadas” frente a las segundas. Creo que podrían aducirse dos razones decisivas. Primera. Entre las condiciones iniciales de un efecto dado, se considera causa adecuada a la que determina el efecto aunque varíen las otras condiciones. En este caso, el concepto de actitud es introducido para explicar, relacionándolos entre sí, conjuntos de creencias que pueden ser muy diversos. Las creencias pueden variar, en un mismo sujeto o de un sujeto a otro, permaneciendo la misma actitud. La personalidad, entendida como conjunto organizado de actitudes, permanece en la base de varias creencias cambiantes. No puede decirse lo mismo de las creencias; sería difícil encontrar creencias comunes que permanecieran en un sujeto aun cuando cambiaran sus actitudes. Segunda. Las actitudes se encuentran ligadas, en forma directa, a las necesidades y, a través de éstas, a las condiciones materiales. En este sentido, son más elementales y primarias que las creencias derivadas de ellas. Las necesidades provocan impulsos, deseos hacia los objetos o situaciones objetivas que pueden satisfacerlas. Las creencias, en cambio, pueden presentarse en un nivel más elaborado, no tienen esa relación inmediata con las necesidades. Así, al elegir a las actitudes como condiciones adecuadas, podemos obtener una cadena causal completa, desde las situaciones materiales hasta las creencias, por intermedio de las actitudes. Si procediéramos a la inversa, no podríamos establecer esa cadena, pues no podríamos explicar los factores materiales a partir de las creencias. Claro que la explicación supone una teoría de la personalidad, en la que funjan como factores fundamentales las pulsiones destinadas a satisfacer necesidades (o a abolir el estado de tensión que éstas provocan). La interpretación alternativa (explicar las actitudes por las creencias) tendría que comprometerse con otra teoría de la personalidad —de carácter idealista— en la que se derivaran las necesidades, y las pulsiones que provocan, a partir del sistema de creencias, lo cual parece imposible. Al establecer las actitudes como causas adecuadas en relación con las creencias, no podemos excluir, sin embargo, acciones reactivas de las creencias para reforzar o cambiar actitudes previas. Cabría, en este punto, una respuesta semejante a la que dimos, en el punto 1, sobre la acción recíproca entre situaciones sociales y necesidades preferenciales. También aquí sería menester explicar las creencias susceptibles de inducir nuevas actitudes, por otras actitudes supuestas en esas creencias. Asimismo cabría distinguir entre creencias originadas en actitudes propias del grupo y creencias provenientes de fuera, basadas en actitudes y necesidades preferenciales de otros grupos o del sistema social en su conjunto. Las dificultades enumeradas no bastan, en mi opinión, para rechazar el esquema teórico propuesto, pero sí indican la necesidad de completarlo y afinarlo hasta llegar a una teoría acabada. Para lograrlo, sería menester ponerlo a prueba, aplicándolo a situaciones concretas, tanto en la investigación sociológica como en la histórica. EL CONCEPTO DE “INTERÉS DE CLASE” El concepto de actitud puede servir también para aclarar otro concepto de la teoría marxista: el de interés. Un pasaje conocido para estudiar ese concepto se encuentra en El 18 brumario de Luis Bonaparte.22 Lo que convierte a los ideólogos demócratas en representantes de la pequeña burguesía, escribe Marx, “es que no rebasan, en su mente, los límites que tienen los pequeñoburgueses en su vida; que, por lo tanto, se ven impulsados, en la teoría, a los mismos problemas y soluciones que impulsan a aquéllos, en la práctica, el interés material y la situación social”. Analicemos este párrafo. Se trata de un razonamiento por analogía. Existe una semejanza entre: 1) una forma de vida, impulsada por un interés material, y 2) una mentalidad teórica. La segunda representa a la primera, en la medida en que puede establecerse esa analogía. Sin embargo, en todo razonamiento por analogía debe haber un término medio que permita poner en relación los dos extremos considerados. En este caso, el único concepto que puede fungir como término medio es el de interés de clase: la forma de vida de los pequeñoburgueses puede compararse con la mentalidad de los demócratas porque en ambos se muestra un interés de clase semejante. El interés de clase no puede revelarse en lo que los hombres dicen, sino en su comportamiento. “Así como en la vida privada se distingue entre lo que un hombre piensa y dice de sí mismo y lo que es y hace realmente, en las luchas históricas cabe distinguir aún más entre las frases y figuraciones de los partidos y su organismo real e intereses reales, entre la representación que tienen de sí mismos y su realidad.”23 Hay que distinguir, pues, entre creencias y discursos, por una parte, e intereses, por la otra. Los intereses habría que leerlos en las acciones externas de los partidos; corresponden, por ende, a disposiciones a actuar. Por otra parte, el interés de clase motiva también la aceptación de creencias generales. “No se debe tener la idea limitada de que la pequeña burguesía quiere imponer, por principio, un interés egoísta de clase. Antes bien, ella cree que las condiciones particulares de su liberación son las condiciones generales, únicas dentro de las cuales puede ser salvada la sociedad moderna y evitarse la lucha de clases.”24 El interés motiva en el ideólogo creencias generales, mediante un proceso de “racionalización”: hace que acepte como universalmente válidas creencias que lo favorecen. En la misma forma, el interés motiva en los pequeñoburgueses comportamientos prácticos benéficos para su clase. Así, el interés puede servir de término medio en la analogía entre la conducta de la clase y la mentalidad de sus representantes: la forma de vida de una clase cumple, en la práctica, una función análoga a la que cumplen las creencias generales, en la teoría: servir intereses. Pero el término “interés” es vago. Para que motive tanto los comportamientos como las creencias generales, habría que concebirlo como una disposición a actuar dirigida por la preferencia hacia ciertos objetos. Gordon W. Allport25 consideraba los intereses como “un tipo especial de actitudes permanentes que se refieren, como regla, a una clase de objetos, más que a un objeto singular”. Partiendo de esa definición, podríamos entender como “interés de grupo o de clase” un conjunto de actitudes permanentes, comunes a los miembros del grupo social, dirigidas a una clase de objetos, que tienden a dar satisfacción a necesidades propias de ese grupo. Así, esas actitudes permanentes pueden explicar que exista un comportamiento de un grupo, consistente a través de varias situaciones, dirigido a cumplir con necesidades del grupo: cohesión, defensa, dominio, etc. Pero esas mismas actitudes permanentes permiten explicar también que los miembros del grupo lleguen a ciertas creencias generales, mediante la operación de “generalización” propia de la ideología. Entender los intereses en función de actitudes colectivas permanentes, comprobables por observación, permite añadir al esquema teórico marxista un concepto que hace posible su verificación o falsación. Cabría distinguir también, claro está, entre los intereses reales, propios de una clase o grupo social, y los intereses aparentes, expresados de hecho por esa clase o grupo, inducidos en él por otros grupos o clases. Los primeros estarían constituidos por conjuntos de actitudes colectivas que tienden a satisfacer necesidades reales, propias del grupo, y sirven para reforzar su cohesión y sus capacidades de defensa y poder. Los segundos, los formarían conjuntos de actitudes que tienden a satisfacer necesidades artificiales, inducidas en el grupo, gracias a su situación en un sistema de dominación, por otros grupos, y que sirven para reforzar ese sistema de dominación. El concepto de interés colectivo corresponde, así, en el esquema teórico que hemos propuesto, a las “disposiciones a actuar” afectivas y valorativas, o “actitudes permanentes”, las cuales permiten enlazar las necesidades preferenciales de un grupo o clase con sus creencias. Por ejemplo, las necesidades de un grupo dominante, para mantener sus prerrogativas sociales, dan lugar a un interés específico, el cual, a su vez, condiciona la aceptación de ciertas ideologías que justifican esas prerrogativas. A la inversa, el interés emancipatorio real de ciertos grupos dominados puede explicar su tendencia a impugnar ideologías imperantes y ser explicado, a su vez, por las necesidades propias de su situación explotada o reprimida. La relación entre forma de vida y mentalidad, expresada como una relación de analogía en El 18 brumario, aparecería, en nuestro esquema, como un condicionamiento social. A LGUNAS CONCLUSIONES El principio teórico señalado por Marx podría dar lugar a una teoría explicativa, susceptible de contrastarse con los hechos, si se elabora un esquema teórico que incluya conceptos disposicionales. Éstos fungirían como los eslabones intermedios que permitirían enlazar la “base material” de un grupo con sus sistemas de creencias. Como cualquier explicación por disposiciones, no señalaría determinaciones necesarias, sino relaciones de probabilidad y tendencias, susceptibles de medición, mediante métodos adecuados. Pero la utilización de un modelo teórico semejante supone el encuentro de corrientes teóricas distintas; se enfrentaría, por ende, a dificultades nacidas, no tanto de la crítica racional, cuanto del prejuicio. Para que los métodos actuales de medición de actitudes pudieran emplearse en la confirmación del condicionamiento social de las creencias, habría que vencer la resistencia de muchos psicólogos empíricos al empleo de modelos teóricos complejos; habría, en efecto, que construir cuestionarios pensados expresamente para obtener respuestas a las interrogantes de ese modelo teórico. Habría que superar también otro prejuicio de signo contrario. Los estudios marxistas sobre este tema han permanecido a menudo en el nivel de la discusión conceptual y han desdeñado contrastar los principios generales que utilizan, con enunciados de observación. El prejuicio antiempirista de muchos autores marxistas los ha llevado al extremo de considerar suspecta toda investigación sistemática de hechos concretos que no se limite a apoyar sus tesis más generales. Estos dos prejuicios de signo opuesto vuelven, sin duda, difícil la adopción de la línea de investigación sugerida en este trabajo. Sin embargo, creo que sólo podrá elaborarse una teoría acabada de la ideología si somos capaces de proponer esquemas teóricos, susceptibles de ser confirmados por métodos probados de investigación empírica. El concepto de actitud, en su relación con los conceptos de necesidad y creencia, podría servir para este propósito. * Una primera versión de este trabajo fue presentada el 12 de marzo de 1981 en el Departamento de Filosofía de la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa. Quiero agradecer los comentarios que me hicieron en esa ocasión José Porfirio Miranda y León Olivé; sus observaciones me ayudaron a precisar ideas; muchas de ellas han sido incorporadas a esta nueva versión. 1 Marx Engels Werke, Dietz Verlag, Berlín, 1961, t. 13, pp. 8-9 (en lo sucesivo: MEW). 2 Carta a J. Bloch, 21 de septiembre de 1890, MEW, t. 37, p. 465. 3 Carta a F. Mehring, l4 de julio de 1893, MEW, t. 39, p. 96. 4 Carta a C. Schmidt, 5 de agosto de 1890, MEW, t. 37, p. 436. 5 Carta a J. Bloch, 21 de septiembre de 1890, MEW, t. 37, p. 463. 6 Max Weber, The Methodology of the Social Sciences, The Free Press, Nueva York, 1968, pp. 174 y ss. 7 Véase “Del concepto de ideología”, supra, pp. 15 y ss. 8 Badger (ed.), The Polish Peasant in Europe and America, Boston, 1918. 9 Véase L. L. Thurstone, “The Measurement of Social Attitudes”, Journal of Abnormal and Social Psychology, núm. 26, 1932, pp. 249-269. 10 “Attitudes”, en C. Murchinson (comp.), A Handbook of Social Psychology, Russell and Russell, Nueva York, 1935, vol. 2, p. 810. 11 Véase Martin Fishbein e Icek Ajzen, Belief, Attitude, Intention and Behavior, Addison-Wesley Pub. Co., Reading, Massachusetts, 1975, p. 6. 12 M. Fishbein y B. H. Raven, “The AB Scales: An Operational Definition of Belief and Attitude”, Human Relations, 1962, vol. 15, pp. 35-44. 13 Sólo conozco dos trabajos de psicología social que se hayan planteado encontrar relaciones entre determinaciones de clase y actitudes, con resultados interesantes pero muy limitados: J. S. Bruner y L. Postman, “Symbolic Value as an Organizing Factor in Perception”, Journal of Social Psychology, vol. 27, 1948, pp. 203-208, y N. Warren, “Social Class and Construct System: an Examination of the Cognitive Structure of Two Social Class Groups”, British Journal of Social and Clinical Psichology, vol. 5, 1966, pp. 254-260. 14 Social Change and Prejudice, 3ª ed., The Free Press, Nueva York, 1975. 15 The Nature of Prejudice, Addison-Wesley Pub. Co., Cambridge, Massachusetts, 1954. 16 The Authoritarian Personality, Science Editions, John Wiley and Sons, Nueva York, 1964. 17 The Open and Closed Mind, Basic Books, Inc., Nueva York, 1960. 18 Antes de exponer los fundamentos teóricos de este método lo puse en práctica en un trabajo de historia: El proceso ideológico de la revolución de Independencia, 4ª ed., UNAM, 1953, 1982. En ese estudio, las actitudes históricas de los distintos grupos, que están condicionadas por sus situaciones económicas y sociales, sirven para explicar sus ideologías políticas. 19 Las dificultades a las que responden este punto y el siguiente me fueron planteadas por León Olivé. 20 En el trabajo histórico mencionado en la nota 18 seguí este procedimiento metódico. 21 Este punto me fue señalado por José Porfirio Miranda. 22 MEW, t. 8, p. 142. 23 MEW, t. 8, p. 139. 24 Ibid., p. 141. 25 Véase Murchison, op. cit, p. 808. FILOSOFÍA Y DOMINACIÓN EN NUESTRA época, la actividad filosófica se ha vuelto motivo de perplejidad. Sus doctrinas parecen estar destinadas a dar paso a un saber racionalmente más seguro, la ciencia, o bien a disfrazar opiniones socialmente manejables, las ideologías. ¿Entre ciencia e ideología queda algún lugar para la filosofía? ¿Tiene algún objeto aún, entre la fascinación por la mentalidad científica y las intoxicaciones ideológicas, aquel pretendido saber que nunca estuvo demasiado seguro de sí mismo? ¿Para qué la filosofía?, preguntamos con frecuencia. Estas breves reflexiones, más tentativa que logro, buscarán una respuesta por un camino sesgado: la filosofía vista desde la estructura social de dominio. La filosofía siempre ha tenido una relación ambivalente con el poder social y político. Por una parte, tomó la sucesión de la religión como justificadora teórica de la dominación. Todo poder constituido ha tratado de legitimarse, primero en una creencia religiosa, después en una doctrina filosófica. Todo poder por constituir ha buscado en el fervor de una promesa divina, en la visión de un mundo utópico o en el análisis racional de una sociedad, el fundamento de sus pretensiones revolucionarias. Tal parece que la fuerza bruta que sustenta al dominio careciera de sentido para el hombre si no se justificara en un fin aceptable. El discurso filosófico, al relevo de la religión, ha estado encargado de otorgarle ese sentido: es un pensamiento de dominio. Por otro lado, la filosofía ha sido vista a menudo como un ejercicio corrosivo del poder. Desde Grecia, el filósofo genuino aparece como un personaje inconforme, cínico o extravagante, o bien desdeñoso de la cosa pública, distante y distinto, “escondido en un rincón…, murmurando con tres o cuatro jovenzuelos” (Gorgias, 485d). Con frecuencia es tildado de corruptor, de disolvente, de introductor de peligrosas novedades. A lo largo de la historia, casi todo filósofo renovador ha merecido, en algún momento, alguno de estos epítetos: disidente, negador de lo establecido, perturbador de las conciencias, sacrílego o hereje, anárquico o libertino, reacio e independiente, cuando no francamente revolucionario. En efecto, la actividad filosófica auténtica, la que no se limita a reiterar pensamientos establecidos, no puede menos de ejercerse en libertad de toda sujeción a las creencias aceptadas por la comunidad: es un pensamiento de liberación. Justificadora del poder y negadora de la sujeción de la razón, pensamiento de dominio y pensamiento de liberación. ¿Cómo explicar esta ambigüedad? ¿La contradicción aparente no podrá revelarnos una característica importante de la filosofía? Examinemos los dos rasgos con que, desde Sócrates, se ha presentado la actividad filosófica: ésta ha pretendido ser, a la vez, reforma del entendimiento y elección de vida nueva. Veamos el primer rasgo. Tratemos primero de caracterizar lo que tiene de específico la pregunta filosófica frente a otro tipo de interrogante. La pregunta filosófica lleva a su término una operación que se encuentra implícita en cualquier pregunta científica: poner a prueba tanto las creencias recibidas como el aparato conceptual supuesto en ellas. Pero, en su labor cotidiana, la “ciencia normal” (en la acepción de Kuhn) se refiere principalmente a hechos, a objetos o clases de objetos y a relaciones entre esos hechos u objetos. La manera de responder a los problemas planteados es comprender esos hechos y relaciones mediante un “paradigma” o una teoría conceptual previamente aceptados por esa disciplina científica. Porque tiene que dar razón de hechos u objetos dados, el pensamiento científico parte de ciertas creencias básicas, con las que los interpreta y explica, y a las que no puede poner en cuestión en su proceso explicativo. Explicar quiere decir: subsumir hechos o relaciones entre hechos bajo esquemas conceptuales cuya validez se acepta. Así, la “ciencia normal” no es posible más que sobre la base de un marco conceptual, compartido por la comunidad científica, de paradigmas y de teorías explicativas, supuestas por la misma pregunta, que no se ponen en cuestión en la labor cotidiana de la ciencia. Sólo cuando un paradigma o una teoría se muestra incapaz de dar razón de los hechos, la interrogación ha de dirigirse a ellos. En esos casos, la pregunta ya no se refiere a hechos, objetos o relaciones entre ellos, sino a las creencias básicas y los conceptos supuestos en la ciencia normal. Sólo entonces el científico siente la necesidad de poner a prueba su propio aparato conceptual. La pregunta científica se radicaliza. Esa radicalización es un paso de la pregunta científica a la filosófica. La pregunta filosófica, en efecto, no se refiere a hechos u objetos del mundo, ni siquiera a clases de ellos; se refiere al marco conceptual supuesto en cualquier pensamiento sobre esos hechos u objetos, y, por consiguiente, atañe a las creencias básicas que anteceden a cualquier interpretación o explicación racionales. La suscita un permanente asombro, una perplejidad ante cualquier opinión no revisada, ante cualquier creencia compartida, ante cualquier saber heredado; azoro frente a “lo aceptado sin discusión”, frente a “lo obvio”. Desde Sócrates, que recorría las calles de la ciudad para sacudir la seguridad de sus conciudadanos en sus opiniones, hasta Wittgenstein, empeñado en señalar a la mosca la salida de la botella de su propio aparato conceptual, el filósofo se ha adjudicado la tarea de poner en cuestión todo supuesto, toda opinión aceptada sin discusión, toda convención compartida, poner en cuestión, en último término, el sistema de conceptos que permite formular una pregunta con sentido. Su objeto es puramente conceptual. Por eso, si el conocimiento implica una relación con hechos u objetos del mundo, la filosofía propiamente no conoce, piensa. Es un pensamiento sobre el conocimiento; un pensamiento que interroga sobre nuestra pretensión de saber. En algún momento, en el siglo XVII, ese pensamiento quiso ser tan radical que pretendió partir de la duda universal acerca de todas las creencias recibidas, para reconstruir sobre bases firmes la ciencia. Ahora comprendemos lo imposible de esa empresa; hemos aprendido que aun el cuestionamiento más radical tiene que seguir admitiendo creencias básicas de las que no puede deshacerse. Pero, si bien la filosofía no puede ser una “reconstrucción universal del saber”, como quería Descartes, sí puede ser, al menos, una “reforma del entendimiento”. La pregunta filosófica conduce a la crítica de la razón por ella misma. Ésta podría resumirse en tres operaciones ligadas entre sí. Primero: El análisis de los conceptos. Permite rechazar los conceptos oscuros y alcanzar conceptos cada vez más precisos: reforma de nuestro aparato conceptual. Segundo: El examen de las razones en que se fundan enunciados que expresan nuestras creencias. Permite rechazar las opiniones infundadas y llegar a creencias fundadas en razones: reforma de nuestras creencias. Tercero: Lo anterior permite deslindar las preguntas que no pueden formularse, por carecer de sentido o de respuesta, de otras legítimas, y llegar así a preguntas cada vez más iluminadoras: reforma de nuestra capacidad inquisitiva. Aunque se restrinja este proceso al examen de conceptos y cuestiones específicas, como las que habitualmente trata el filósofo, el entendimiento no puede ser el mismo antes y después de él. La crítica de la razón conduce inevitablemente al olvido de conceptos oscuros y creencias infundadas y a la formulación de nuevos conceptos y creencias; libera el entendimiento, así sea parcialmente, de ciertas creencias aceptadas sin discusión; le permite reformar el marco conceptual en que se basan esas creencias. Ahora bien, ninguna sociedad podría subsistir sin un sistema de creencias compartidas y un marco conceptual aceptado, que son transmitidos día con día por la educación y la práctica social. Esas creencias reiteradas rigen el comportamiento social, permiten una acción ordenada dentro de la estructura de dominación existente. Constituyen, de hecho, un aparato de dominio sobre las mentes, que asegura la reiteración del orden social. La actividad filosófica pone en cuestión las creencias adquiridas al pertenecer a una sociedad, para acceder a otras, basadas en la propia razón. Cada quien debe examinar por sí mismo los fundamentos de sus creencias. Por eso la transmisión de una verdad filosófica es lo contrario del adoctrinamiento. No consiste en comunicar opiniones, sino en hacer ver las razones en que se funda una creencia, de tal modo que el otro sólo hará suya esa creencia si los fundamentos en que se basa se imponen a su propio entendimiento. Comunicar una verdad filosófica consiste en abrir la mente ajena para que vea, por sí misma, las razones en que se funda. “La filosofía no se enseña —dijo Kant—; sólo se enseña a filosofar.” En efecto, frente al adoctrinamiento de las mentes por las voces exteriores, la actividad filosófica pretende despertar en cada quien su propio “maestro interior”, como llamaba san Agustín a la voz de la propia razón. Así, la reforma del entendimiento libera la mente de su sujeción a las creencias impuestas y la pone en franquía para aceptar las que vea por sí misma. Emancipa a la razón del dominio de las convenciones, rompe la sujeción a los aparatos conceptuales que reiteran un dominio. Es cierto, muchos filósofos pueden no plantearse ese objetivo; en el mundo académico actual, algunos incluso lo despreciarían: quisieran parecer “neutrales” frente a toda situación de dominio. ¿Qué más alejado, en apariencia, de una actividad liberadora, que un análisis conceptual sobre un tema específico del lenguaje ordinario o del discurso científico, como los que llenan hoy en día las revistas especializadas de filosofía? Con todo, en la medida en que ese análisis cuestiona y analiza conceptos previamente aceptados, en la medida en que discute creencias compartidas, por más restringidos que sean unos y otras, pone en entredicho, aun sin proponérselo, un instrumento de dominación. Por su preguntar mismo y por su operación crítica, no por su intención expresa, la actividad filosófica es un pensamiento disruptivo, es decir, cumple una función de ruptura de las creencias. Por ello, la actividad filosófica ha solido presentarse con imágenes que expresan, con distintas variantes, un tema común: la negación de una situación servil o enajenada y el acceso de la razón a una situación liberada de su servidumbre. Los ejemplos históricos abundan: prisioneros atados en una caverna que escapan, por fin, hacia la luz solar; abandono de la dispersión y recogimiento sobre sí mismo; iluminación interior; destrucción de los “ídolos del foro y del teatro”; descubrimiento de una “razón pura”; conversión de una “actitud natural”, olvidada de la propia razón, a la “actitud reflexiva”; “curación”, “terapia” contra los engaños del lenguaje. Por distintas que sean esas imágenes, en todas se expresa un movimiento de ruptura. Pasemos ahora al segundo rasgo que señalábamos como característico de la filosofía. Desde sus inicios, la filosofía no está desligada de una búsqueda de la “vida buena”. La reforma del entendimiento revela también, a menudo, el camino de una vida justa. La vida filosófica se distingue de otras elecciones de vida por pretender fundarse en un examen personal de la razón liberada, y no en los “decires” (“mitos” en griego) de la comunidad. ¿Cuál es esa “vida buena” señalada por la libre razón? Las discrepancias son enormes. Los modelos de vida que presentan las distintas filosofías varían considerablemente. Pueden incluso situarse entre extremos en apariencia opuestos: en un polo, por ejemplo, el desprendimiento de todo apego a la vida mundana, predicado por un Plotino; en el otro, la afirmación nietzscheana de la vida plena; de un lado, la impasibilidad estoica ante los sufrimientos; del otro, la afirmación, desde Platón a Schopenhauer, del amor o la compasión como vías de salvación; en un extremo, Aristóteles y Spinoza: la paz de la actitud contemplativa; en el otro, Marx: la entrega a la praxis transformadora del mundo. Dentro de esta diversidad de posiciones, ¿no habrá en todas ellas un rasgo común que pudiera definirlas respecto al tema que nos ocupa? La búsqueda de la “vida buena” se inicia en un cambio de actitud: rechazo de valores y formas de vida usuales, y elección de otros valores no cumplidos cabalmente. La vida buena no se realiza siguiendo las convenciones reiteradas día con día, que mantienen unida a la sociedad y permiten la continuidad de un orden. Por lo general, la postulación de la “vida justa” deja de confirmar las creencias morales que justifican esa práctica social e implica la aceptación de una moral más alta, que rompe con usos y valoraciones establecidos. A menudo, ese cambio de actitud llega hasta una inversión de valores: en su límite, la vida buena supone la elección de lo distinto a la práctica reiterada en la sociedad establecida. Así, en una sociedad donde priva el afán de poder, el sabio griego elige sufrir la injusticia antes que cometerla, o bien preservar su libertad interior, puro de toda ambición y de todo dominio; en un mundo henchido de apariencias, el filósofo hindú elige el vacío interior y el apartamiento; y muchos siglos más tarde, en una civilización enajenada por el lucro y la explotación, será el filósofo quien postule de nuevo lo otro: un mundo futuro donde el hombre llegará a ser hermano del hombre. Cualesquiera que sean las formas en que se presente la vida nueva, coinciden en un punto: es siempre liberación y autenticidad. La sociedad de dominación existente no realiza esa vida; para acceder a ella hay que romper con el conformismo de ideologías y morales convencionales. La “vida buena” se coloca, de algún modo, fuera de las prácticas sociales dominantes: se proyecta en un mundo de utopía, se refugia en una pequeña comunidad de sabios, se encierra en la altiva independencia del individuo, o bien se concreta en un grupo o clase social impugnadora del dominio. La vida buena es lo otro en el seno de la sociedad existente. En la mayoría de las filosofías, la vía de la liberación, aunque se presente como universal, se ofrece sólo a cada individuo. En algunas, en cambio, se postula como ideal de liberación colectiva. A la imagen del hombre justo liberado, sucede la de la liberación de la comunidad de todos los hombres. El filósofo se convierte entonces en reformador o aun en revolucionario. Con ello amplía la búsqueda de la vida justa del “alma” individual a la sociedad entera. El pensamiento disruptivo propio de toda filosofía adquiere, así, un nuevo alcance. Es difícil entender a los filósofos reformadores o revolucionarios si no suponemos, en el fondo de su reflexión, esa búsqueda de la vida justa de que antes hablamos. Por estricto que sea el rigor científico con que algunos pretendan ejercer su pensamiento, siempre está presente el cambio de actitud que lleva a rechazar los valores de la sociedad de dominio y a postular los contrarios. Así como la vida justa individual se realiza “fuera” de las prácticas dominantes, la vida colectiva justa se coloca en un estado situado “más allá” de la sociedad existente. No sólo eso: la sociedad existente sólo puede justificarse si se funda en ese estado distinto, ya sea porque derive de él y realice sus valores, o porque tienda a él como a su fin. La dominación sólo es legítima si se basa en un estado sin dominio. En efecto, en el estado que legitima el poder se ha suprimido la estructura de dominio propia de la sociedad existente; justo por ello, se sitúa “fuera” de ella. En unas filosofías se trata de un estado ajeno a la historia; se coloca entonces en la naturaleza (la “ley natural”), en un orden ideal (como en La república de Platón), o en un “no-lugar” (la Utopía). En otras, está situado antes de la sociedad civil, en un “estado de naturaleza” previo a la dominación. En algunas, por fin, se coloca en el fin de la historia, en un “mundo de los fines” o en una “sociedad sin clases”, donde la raíz misma de la dominación se disolvería. La reforma del entendimiento suele acompañarse, así, de un proyecto de reforma de vida y, eventualmente, de una reforma de la comunidad. Si por su preguntar teórico, la actividad filosófica era cuestionamiento y discrepancia, por su actitud práctica adquiere un signo más de negación. Frente al pensamiento utilizado para integrar la sociedad y asegurar así su continuidad como esa misma sociedad, el pensamiento filosófico es un pensamiento de ruptura, de alteridad. ¿Cómo es posible entonces que se convierta tan fácilmente en servicial? ¿Por qué extraña dialéctica ese pensamiento disruptivo se transforma en un sostén de la sociedad de dominio? Revisemos los dos rasgos que distinguíamos en la filosofía: la reforma del entendimiento y la elección de una forma de vida. Por el primero, la filosofía consiste en una actividad racional continua; en ella, el preguntar, el poner en cuestión, el analizar y precisar conceptos sólo se detienen un momento para sentar sus resultados y continuar de inmediato con una nueva inquisición. Ningún argumento puede darse por concluido, ningún análisis llega a conceptos que no puedan a su vez analizarse, ninguna respuesta deja de remitir a una nueva interrogante. Crítica permanente de la razón, su progreso no consiste en formular enunciados definitivos, sino en disolver falsas preguntas y plantear otras más iluminadoras, en rechazar conceptos confusos y alcanzar otros más precisos. Con todo, el resultado de esa actividad se fija en un discurso, esto es, en un conjunto de enunciados enlazados entre sí en un orden o en un sistema. La reflexión queda apresada, detenida en proposiciones concluyentes: se expresa en un conjunto de tesis, que pueden proponerse a la aceptación o el rechazo del otro. El discurso filosófico, fijado en cláusulas, definiciones, premisas, conclusiones, se independiza de la actividad racional que lo produjo; objetivado, se da por un producto acabado de la razón. Ya no sirve sólo para comunicar el camino de la razón en su proceso inquisitivo, sino para expresar un conjunto de creencias que pueden o no compartirse. Al plasmarse en un discurso, la actividad filosófica puede convertirse en doctrina. Doctrina es un conjunto enlazado de opiniones que pueden enseñarse. Transmitir la filosofía como actividad reflexiva consistía en despertar en cada quien su propia razón para que ésta viera por sí misma. Aceptar un enunciado filosófico significaba seguir y reproducir con la propia razón la pregunta, el análisis y la argumentación que condujo a ese enunciado. Comunicar una doctrina filosófica, en cambio, consiste en proponer un conjunto de creencias conectadas entre sí, para que el otro se adhiera a ellas. No se transmite la actividad racional sino su producto. Codificado en su propia germanía, sellado como un sistema consistente de opiniones, el producto de la razón, separado de su práctica productora, puede manejarse como una “concepción del mundo”, creencia común de una escuela, de una “corriente filosófica”, cuando no de un grupo, de una secta. El aprendiz de filósofo ya no es llamado a repetir en sí mismo el asombro y la inquisición de su propia razón; ahora es invitado a seguir un “ismo”, a dejarse guiar por las tesis de una escuela. El pensamiento liberador de toda creencia compartida ha dado lugar así a un nuevo sistema compartido de creencias. Proceso semejante sucede con la filosofía entendida como reforma de vida. La postulación de la “vida buena” supone un cambio personal de actitud. Por eso, en este campo, la filosofía no está desligada de la práctica. El pensamiento filosófico invita a elegir una forma de vida, la práctica de esa vida corrobora el pensamiento. La vida nueva no puede fundamentarse sin el testimonio personal. Así como, en su actividad crítica, la transmisión del filosofar sólo podía ser el despertar de la libre razón del otro, en su propuesta práctica, la transmisión de la filosofía sólo consiste en suscitar en el otro la convicción personal y el cambio de actitud que lo lleve a abrazar una nueva forma de vida. Las razones que comunica el discurso filosófico tienen ese último propósito. Pero, también aquí, el resultado de la actividad filosófica, al expresarse en un discurso, puede transformarse en una doctrina moral o política. Se presenta como un conjunto consistente de tesis y sentencias, de valoraciones, de normas o preceptos de vida, de regulaciones prácticas. Entonces puede ser usada, manipulada, para orientar y dirigir la acción de los demás. Su codificación en una doctrina es la amenaza que pesa sobre todo pensamiento liberador, tanto el que busca la emancipación personal, en una práctica moral, como el que intenta una liberación colectiva, en la práctica política. En todos los casos, el pensamiento disruptivo puede coagularse en un sistema codificado de sentencias, tesis, preceptos, recetas. Detenido, separado de la práctica individual o social, según el caso, ya no se transforma al tenor de la vida que lo produjo. Comunicar la filosofía convertida en doctrina ya no consiste en invitar a un cambio de actitud para que el otro elija libremente una práctica nueva de vida, sino en transmitir un conjunto de creencias, para que el otro sujete su vida a ellas. Al convertirse en doctrina, una filosofía puede ser usada para mover a los otros con distintos propósitos; pero hay uno que me interesa destacar: puede servir como instrumento de cohesión social. En una sociedad dividida en clases, la cohesión buscada no puede menos que reproducir sistemas de dominación. Legisladores, sacerdotes, moralistas pueden hacer suya una doctrina de liberación personal para consolidar un grupo, una iglesia, una clase social; aparatos políticos, burocracias, partidos, pueden apropiarse una doctrina de liberación colectiva para justificar su poder. Con tal de integrarse en el grupo y sentirse seguros en él, los individuos someten su razón a la doctrina aprendida. La actividad destinada a poner en cuestión las creencias que nos dominan genera entonces creencias que dominan de nuevo a las mentes. Esto es posible por un doble paso: primero, la independencia del discurso filosófico respecto de la práctica racional que lo produjo, y su fijación en una doctrina. Segundo, su utilización como instrumento de cohesión y de dominio. Al dar este segundo paso, la filosofía viene a convertirse en ideología. Esa conversión satisface una necesidad. Todo grupo social requiere creencias que, compartidas por todos sus miembros y al reiterarse en el comportamiento cotidiano, le presten homogeneidad y cohesión. Las creencias aceptadas comúnmente se manifiestan en disposiciones a actuar de modo que se mantenga el orden y la seguridad en el grupo. Las creencias compartidas nos ocupan, en el doble sentido del término: nos dan nuestro lugar dentro de una estructura social, incluso dentro de un orden cósmico, y nos mantienen “ocupados”, esto es, nos permiten actuar debidamente en los papeles sociales que nos corresponden. Al ocuparnos en una sociedad regida por la dominación, las creencias compartidas, a cambio de satisfacer nuestra necesidad de integración y seguridad, aseguran nuestra colaboración en la estructura de poder existente. Así, el pensamiento disruptivo, al utilizarse en una doctrina que se enseña y comparte, puede dar lugar a un pensamiento integrador, destinado a mantener la continuidad. El pensamiento que abría la razón a lo distinto de las creencias aceptadas, puede desembocar en un pensamiento cuya función es reiterar lo mismo: las creencias usuales y usadas en un grupo. Es esa función, y no su contenido, lo que separa un pensamiento de liberación de un pensamiento de dominio, la filosofía de la ideología. Un mismo discurso, al ser transmitido, puede suscitar en el otro la liberación de sus prejuicios y el despertar de la propia razón, o bien, por el contrario, imponérsele como una opinión indiscutida que lo ocupa e integra en una estructura de dominio; en este segundo caso, el “maestro interior” de cada quien cede su lugar a toda clase de maestros “externos”. Ahora se nos hará más claro, tal vez, por qué los poderes sociales acuden a la filosofía para legitimarse. La dominación sólo es efectiva cuando los dominados la aceptan. Por ello tiene que presentarse como nodominación, esto es, como realización de otros valores: libertad, equidad, felicidad, etc. El estado de dominación se legitima en el consenso si se presenta como una situación en que puede realizarse lo otro de la dominación, postulado por la filosofía. La utilización del pensamiento de lo distinto como instrumento para reproducir la misma situación de dominio es justamente la ideología. Esta operación se realiza mediante un pensamiento encubridor: tal es el pensamiento de dominación. El encubrimiento consiste en presentar el pensamiento de ruptura como si se ejerciera al compartir las creencias que aseguran la continuidad social; presentar el pensamiento de liberación, que abre a una forma de vida y a una sociedad distintas, como si se expresara en doctrinas comúnmente aceptadas, que aseguran la reiteración de la forma de vida y la sociedad existentes. El encubrimiento ideológico puede verse en el uso que el poder político puede hacer de las doctrinas filosóficas. En muchos casos el ejercicio de una dominación aparece como una realización histórica de aquel otro estado postulado por una filosofía. Los ejemplos en la historia del pensamiento son muchos: la Conquista española pretende realizar los valores del cristianismo, que es justamente negación de toda conquista; la dictadura jacobina invoca el “contrato social”, que tenía por fin preservar la libertad; la explotación capitalista pretende garantizar los derechos del hombre, que implican la negación de toda explotación; la dominación de las nuevas burocracias se justifica en la liberación del proletariado, que conduciría a la negación de todo dominio burocrático. ¿No ha sido el destino de la mayoría de los pensamientos libertarios el de ser usados para justificar situaciones de dominio? Al alejarse de la práctica que le dio origen, al abandonar su cuestionamiento continuo, al fijarse en un “ismo”, un pensamiento libertario está listo para convertirse en servidor de un poder establecido. La ideología es ese encubridor del pensamiento filosófico, que utiliza sus doctrinas al servicio de una dominación. Al término de estas reflexiones podemos regresar a nuestra pregunta inicial: ¿Para qué la filosofía? La integración social requiere un pensamiento reiterativo que nos ocupe. En las sociedades actuales, el pensamiento reiterativo opera como instrumento de dominación. La sociedad dominada se rigidiza en un sistema enajenante: los productos de la razón dominan a su productor. Pero todo progreso, toda liberación implica ruptura. La actividad filosófica es el tábano de la conformidad ideológica. Impide la tranquila complacencia en las creencias aceptadas, reniega de la satisfacción de sí mismo en las convicciones reiteradas. Con ello, da testimonio perpetuo de la posibilidad de liberación de la razón. Y ¿no es ahora más necesario que nunca ese pensamiento de ruptura, en esta época de pensamiento homogeneizado, reducido a lugares comunes, enlatado y consumido en grandes cantidades, en esta sociedad de pensamiento manipulado, servicial, fascinado por la fuerza y el poder, en esta época y en esta sociedad, en suma, en que la razón parece haber sido domesticada por el afán de ganancia o de dominio? Si la ideología nace de la necesidad de seguridad e integración sociales, la filosofía satisface una necesidad de autenticidad y libertad. ¿No está ahora más viva que nunca esa necesidad? ¿No requerimos con urgencia aprender a asombrarnos de nuevo ante las opiniones que, por “obvias”, se nos quieren inculcar, aprender a poner en cuestión de nuevo todos los mitos con que nos han adormecido, recuperar la precisión y veracidad de los conceptos bajo los disfraces gastados de los discursos en uso? Así entendida, la filosofía no puede reducirse a su práctica profesional. Ningún profesor guarda el monopolio de la actividad filosófica, ni hay academia alguna que garantice su ejercicio. La filosofía es la actividad disruptiva de la razón y ésta se encuentra en el límite de todo pensamiento científico. Porque toda ciencia genuina, al ser radical, es crítica constante del pensamiento usado y usual, propio de la ideología. La filosofía no es una profesión, es una forma de pensamiento, el pensamiento que trabajosamente, una y otra vez, intenta concebir, sin lograrlo nunca plenamente, lo distinto, lo alejado de toda sociedad en que la razón esté sujeta. Lo distinto, nunca alcanzado, buscado siempre en la perplejidad y en la duda, es veracidad frente a prejuicio, ilusión o engaño, autenticidad frente a enajenación, libertad frente a opresión. EL SENTIDO DE LA HISTORIA D AR RAZÓN DEL PRESENTE Historia, ¿para qué? La primera respuesta en acudir a la mente sería: la historia obedece a un interés general en el conocimiento. Al historiador, como a cualquier científico, le interesa conocer un sector de la realidad; la historia tendría como objetivo el esclarecimiento racional de ese sector. En este sentido, el interés del historiador no diferiría del que pudiera tener un entomólogo al estudiar una población de insectos o un botánico al clasificar las diferentes especies de plantas que crecen en una región. Igual que al entomólogo o al botánico, al historiador le basta esa afición por el conocimiento para justificar su empeño. Sin duda, así sucede con cualquier ciencia: se justifica en el interés general por conocer, el cual cumple una necesidad de la especie. Porque la especie humana necesita del conocimiento para lograr lo que en otras obtiene el instinto: una orientación permanente y segura de sus acciones en el mundo. Con todo, quien diera esta respuesta correría el riesgo de disgustar a más de un historiador. Cualquier historiador pensaría que, después de todo, su disciplina tiene una relevancia para los hombres mayor que la de un entomólogo, y que sus investigaciones, aunque presididas por un interés en conocer, están motivadas también por otros afanes más vitales, ligados a su objeto. Una colonia de abejas no puede despertar en nosotros, diría, el mismo tipo de interés que una colectividad humana. Si logramos determinar el objeto al que se dirige la atención del historiador, frente al que retiene la de otros científicos, daríamos quizá con una diferencia específica del conocimiento histórico. Un acercamiento podría ser: la historia responde al interés en conocer nuestra situación presente. Porque, aunque no se lo proponga, la historia cumple una función: la de comprender el presente. Desde las épocas en que el hombre empezó a vivir en comunidad y a utilizar un lenguaje, tuvo que crear interpretaciones conceptuales que pudieran explicarle su situación en el mundo en un momento dado. En los pueblos primitivos, el pensamiento mítico tiene a menudo un sentido genético. Muchos mitos son etiológicos: intentan trazar el origen de una comunidad, con el objeto de explicar por qué se encuentra en determinado lugar y en tales o cuales circunstancias. Algunos pueblos invocan leyendas para dar razón de la presencia de la tribu en un paraje y de su veneración por algún lugar sagrado, por ejemplo: los primeros antecesores surgieron del fondo de la tierra por una cueva situada en el centro del territorio de la tribu. Otros pueblos atribuyen su origen a un antepasado divino, más o menos semejante al hombre, cuyas actividades, fundadoras de costumbres o instituciones, narran los mitos. El totemismo tiene, entre otros aspectos, el de remitir a la génesis de una colectividad humana: hay clanes que nacieron de un determinado animal, otros, de otro; esto explica la peculiaridad de sus caracteres y hábitos. El origen de diferentes instituciones, regulaciones y creencias suele también señalarse en acontecimientos que sucedieron en un tiempo remoto. Así, hay mitos para explicar las relaciones de parentesco, que las refieren a un momento en que se establecieron, leyendas que justifican el poder de ciertas personas por alguna hazaña de sus antecesores semihumanos, mitos que dan razón, por sucesos del pasado remoto, de una emigración, de la erección de un poblado, de la preferencia por una especie de caza, de un hábito alimenticio. Parecería que, de no remitirnos a un pasado con el cual conectar nuestro presente, éste resultara incomprensible, gratuito, sin sentido. Remitirnos a un pasado dota al presente de una razón de existir, explica el presente. Esta función que cumplía el mito en las sociedades primitivas la cumple la historia en las sociedades desarrolladas. Un hecho deja de ser gratuito al conectarse con sus antecedentes. A menudo, la conexión es interpretada como una explicación y el antecedente en el tiempo, como causa. En historia se suelen confundir las dos acepciones de la palabra “principio”. Principio quiere decir “primer antecedente temporal de una secuencia”, “inicio”, pero también tiene el sentido de “fundamento”, de base en que descansa la validez o la existencia de algo, como cuando hablamos de “los principios del derecho”, o “del Estado”. La historia quizá nazca, como lo hizo notar Marc Bloch, de lo que él llamó “ídolo de los orígenes” o “ídolo de los principios”, es decir, de la tendencia a pensar que, al hallar los antecedentes temporales de un proceso, descubrimos también los fundamentos que lo explican. La historia nacería, pues, de un intento por comprender y explicar el presente acudiendo a los antecedentes que se presentan como sus condiciones necesarias. En este sentido, la historia admite que el pasado da razón del presente; pero, a la vez, supone que el pasado sólo se descubre a partir de aquello que explica: el presente. Cualquier explicación empírica debe partir de un conjunto de hechos dados, para inferir de ellos otros hechos que no están presentes, pero que debemos suponer para dar razón de los primeros. Así también en la historia. El historiador pensará, por ejemplo, que el Estado actual puede explicarse por sus orígenes, pero si se propone esa tarea es justamente porque ese Estado existe, en el presente, con ciertas características que plantean preguntas; y son esas preguntas las que incitan a buscar sus antecedentes. El historiador tiene que partir de una realidad actual, nunca de una situación imaginaria; esto es lo que separa su indagación de la del novelista, quien también, a menudo, escudriña en el pasado. Quiere esto decir que, a la vez que el pasado permite comprender el presente, el presente plantea las interrogantes que incitan a buscar el pasado. De allí que la historia pueda verse en dos formas: como un intento de explicar el presente a partir de sus antecedentes pasados, o como una empresa de comprender el pasado desde el presente. Puede verse como “retrodicción”, es decir, como un lenguaje que infiere lo que pasó a partir de lo que actualmente sucede. Esta observación podría ponernos en la pista de una motivación importante de la historia. El historiador, al examinar su presente, suele plantearle preguntas concretas. Trata de explicar tal o cual característica de su situación que le importa especialmente, porque su comprensión permitirá orientar la vida en la realización de un propósito concreto. Entonces, al interés general por conocer se añade un interés particular que depende de la situación concreta del historiador. Es cierto que ese interés particular puede quedar inexpresado, oculto detrás de la obra; es cierto también que a menudo puede permanecer inconsciente para el historiador, asunto de psicología, al margen de los métodos históricos empleados; pero aunque no esté dicho, se muestra en las preguntas —explícitas o tácitas— que presiden la obra histórica. Así, el intento de explicar nuestro presente no puede menos que estar motivado por un querer relacionado con ese presente. Benedetto Croce describía la historia como “el acto de comprender y entender inducido por los requerimientos de la vida práctica”. En efecto, la historia nace de necesidades de la situación actual, que incitan a comprender el pasado por motivos prácticos. Si nos fijamos en esta relación presente-pasado, veremos cómo son intereses particulares del historiador, que se originan en su coyuntura histórica concreta, los que suelen moverlo a buscar ciertos antecedentes, de preferencia a otros. A modo de ejemplos podríamos recordar algunos momentos de la historiografía. La historia política con base documental tiene sus inicios en historiadores renacentistas italianos: ellos necesitaban indagar los antecedentes en que se basaban los pequeños Estados de la península, con el objeto de recomendar a los príncipes las medidas eficaces para consolidarse. El comienzo de una metodología crítica se encuentra en historiadores y teólogos de la Reforma protestante. ¿Por qué en ellos? Porque querían dejar de lado lo que consideraban aberraciones del catolicismo; había que explicar por qué la Iglesia se había corrompido y redescubrir el mensaje auténtico del Evangelio, para normar sobre él sus vidas. Para ello tuvieron que establecer métodos más confiables, que permitieran discriminar entre los documentos verdaderos y los falsos, someter a crítica la veracidad de los testigos, antiguos padres, legisladores e historiadores de la Iglesia, determinar los autores y las fechas de elaboración de los textos. Para poder demostrar la justeza de sus pretensiones tuvieron que intentar un nuevo tipo de historia. Por más útiles que hayan sido al interés general de la ciencia, los inicios de la crítica documental estuvieron motivados por un interés particular de la vida coetánea. Pensemos en ejemplos más cercanos a nosotros. La historia de México nace a partir de la Conquista. Los primeros escritos responden a un hecho contemporáneo: el encuentro de dos civilizaciones; intentan manejarlo racionalmente para poder orientar la vida ante una situación tan desusada. De allí los diferentes tipos de historia con que nos encontramos. Los cronistas escriben con ciertos objetivos precisos: justificar la Conquista o a determinados hombres de esa empresa, fundar las pretensiones de dominio de la cristiandad o de la Corona, dar fuerza a las peticiones de mercedes de los conquistadores o aun de nobles indígenas. Otras obras tienen fines distintos: las historias de los misioneros están dirigidas principalmente a explicar y legitimar la evangelización, esto es, la colonización cultural. Un examen superficial de las historias escritas por misioneros basta para percatarnos de que responden a una pregunta planteada por el presente: ¿cómo es posible “salvar” a ese nuevo pueblo, es decir, asimilarlo a los valores espirituales de la cristiandad? En el siglo XIX el condicionamiento de la historia por los requerimientos presentes es aún más claro. Las historias que escriben Bustamente, Zavala y Alamán están regidas por la misma idea: urge rastrear en el pasado inmediato las condiciones que expliquen por qué la nación ha llegado a la situación postrada en que se encuentra; al mismo tiempo que contestan preguntas planteadas por su situación, justifican programas que orientan la acción futura. La historia intenta dar razón de nuestro presente concreto; ante él no podemos menos que tener ciertas actitudes y albergar ciertos propósitos; por ello la historia responde a requerimientos de la vida presente. Debajo de ella se muestra un doble interés: interés en la realidad, para adecuar a ella nuestra acción, interés en justificar nuestra situación y nuestros proyectos; el primero es un interés general, propio de la especie; el segundo es particular a nuestro grupo, nuestra clase, nuestra comunidad. Por ello es tan difícil separar en la historia lo que tiene de ciencia de lo que tiene de ideología. Sin duda, ambos intereses pueden coexistir sin distorsionar el razonamiento; pero es frecuente que los intereses particulares del historiador, ligados a su situación, dirijan intencionadamente la selección de los datos, la argumentación y la interpretación, a modo de demostrar la existencia de una situación pasada que satisfaga esos intereses. Esta observación nos conduce a una segunda respuesta. INTEGRAR O LIBERAR Los requerimientos de la vida presente que nos llevan a investigar los antecedentes históricos no son individuales. Si lo que trato de explicar es una situación conflictiva personal, ello me llevará a indagar en mi biografía; podrá ser un estímulo para hurgar en mi pasado. Ese estímulo estaría en la base de un análisis psicológico, pero no me conduciría a la historia. Las situaciones que nos llevan a hacer historia rebasan al individuo, plantean necesidades sociales, colectivas, en las que participa un grupo, una clase, una nación, una colectividad cualquiera. Las situaciones presentes que tratamos de explicar con la historia nos remiten a un contexto que nos trasciende como individuos. Si escribo estas páginas tengo en mente a las personas que pueden leerlas; detrás de ellas están las ideas de otros muchos hombres; al publicarse, estas líneas formarán parte de un complejo colectivo de relaciones económicas, sociales, culturales. Lo que escribo puede ser objeto de historia en la medida en que se pone en relación con esos contextos sociales que lo abarcan y le prestan sentido. En cualquier situación concreta podemos descubrir conexiones semejantes. Todos nuestros actos están determinados por correlaciones que rebasan nuestra individualidad y que nos conectan con grupos e instituciones sociales. Desde el momento en que vamos a comer a nuestra casa, estamos ya inmersos en una institución, la familia, la que a su vez no puede explicarse más que en el seno de otras instituciones; nos refiere, por ejemplo, a regulaciones jurídicas y con ellas a un Estado. No hay acción humana que no esté conectada con un todo. Pues bien, los requerimientos de que, según decíamos, partía el historiador, suponen esos lazos comunitarios. Sólo se hacen presentes en la medida en que tenemos cierta conciencia de estar realizando propósitos en común y de estar sujetos a reglas que nos ligan. Propósitos y reglas. No podría estar realizando ahora este acto de escribir si no aceptara implícitamente ciertas reglas de relación. Pueden no ser normas escritas, como las reglas más elementales de comunicación entre los hombres, el respeto a las ideas ajenas, la necesidad de claridad, la consideración del lector posible, etc.; pueden ser más explícitas, como las que regularán todo el proceso de discusión, impresión y distribución de estas páginas. Esas reglas responden a propósitos compartidos, en este caso los del desarrollo y crítica de una disciplina científica. Reglas y propósitos, al ligar a los miembros de una comunidad, permiten su convivencia. No habría ningún comportamiento social si no se diera esa especie de lazo entre los individuos. Una colectividad, un grupo, una nación, mantienen su cohesión mediante las reglas compartidas y los propósitos comunes que ligan entre sí a todos sus miembros. La historia, al explicar su origen, permite al individuo comprender los lazos que lo unen a su comunidad. Esta comprensión puede dar lugar a actitudes diferentes. Por una parte, al comprenderlas, las reglas y propósitos comunitarios dejan de ser gratuitos; en la medida en que los insertamos en un proceso colectivo que rebasa a los individuos, cobran significado. Por eso, dar razón de ellos los afianza y justifica ante los individuos. Al hacer comprensibles los lazos que unen a una colectividad, la historia promueve actitudes positivas hacia ella y ayuda a consolidarlas. La historia ha sido, de hecho, después del mito, una de las formas culturales que más se han utilizado para justificar instituciones, creencias y propósitos comunitarios que prestan cohesión a grupos, clases, nacionalidades, imperios. En Israel primero, en Grecia y Roma después, la historia actuó como factor cultural de unidad de un pueblo e instrumento de justificación de sus proyectos frente a otros. Desde entonces, la historia ha sido un elemento indispensable en la consolidación de las nacionalidades; ha estado presente tanto en la formación de los estados nacionales como en la lucha por la sobrevivencia de las nacionalidades oprimidas. En otros casos, la historia que trata de regiones, grupos o instituciones ha servido para que los individuos cobren conciencia de su pertenencia a una etnia, a una comunidad cultural, a una comarca; al hacerlo, ha propiciado la integración y perduración del grupo como colectividad. Ninguna actividad intelectual ha logrado mejor que la historia dar conciencia de la propia identidad a una comunidad. La historia nacional, regional o de grupos cumple, aun sin proponérselo, con una doble función social: por un lado favorece la cohesión en el interior del grupo; por el otro, refuerza actitudes de defensa y de lucha frente a los grupos externos. En el primer sentido, puede ser producto de un pensamiento que propicia el dominio de los poderes del grupo sobre los individuos; en el segundo, puede expresar un pensamiento de liberación colectiva frente a otros poderes externos. Las historias nacionales “oficiales” suelen colaborar a mantener el sistema de poder establecido y manejarse como instrumentos ideológicos que justifican la estructura de dominación imperante. Con todo, muchas historias de minorías oprimidas han servido también para alentar su conciencia de identidad frente a los otros y mantener vivos sus anhelos libertarios. Pero el acto de comprender los orígenes de los vínculos que prestan cohesión a una comunidad puede conducir a un resultado diferente al anterior: en lugar de justificarlos, ponerlos en cuestión. Revelar el origen “humano, demasiado humano” de creencias e instituciones puede ser el primer paso para dejar de acatarlas. Al mostrar que, en último término, todas nuestras reglas de convivencia se basan en la voluntad de hombres concretos, la historia vuelve consciente la posibilidad de que otras voluntades les nieguen obediencia. Las historias de la Iglesia, desde la Reforma hasta el moderno liberalismo, contribuyeron tanto como la crítica filosófica a la desacralización del catolicismo. La histoire des moeurs del siglo XVIII fue un factor importante en la desmistificación del absolutismo. Desde Herodoto, la historia, al mostrar la relatividad de las costumbres y creencias de los distintos pueblos, ha sido un estímulo constante de crítica a la inmovilidad de las convenciones imperantes. En otros casos, los estudios “antioficiales”, al poner en cuestión las versiones históricas en uso y develar los hechos e intereses reales que dieron origen a las ideologías vigentes, han servido también para desacreditarlas. Comprender que las reglas y los propósitos que el Estado nos inculca fueron producto de intereses particulares puede arrojar sobre ellos el descrédito. La historia obtiene también este segundo resultado cuando se propone mostrar los procesos de cambio de instituciones y normas de convivencia. Entonces revela cómo, detrás de estructuras que se pretenden inmutables, está la voluntad de hombres concretos y cómo otras voluntades pueden cambiarlas. Tal sucede en la historia de los procesos revolucionarios o liberadores. Desde Michelet hasta Trotski, la historia de las revoluciones ha servido de inspiración a muchos movimientos libertarios. ¿Para qué la historia? Intentemos una segunda respuesta: para comprender, por sus orígenes, los vínculos que prestan cohesión a una comunidad humana y permitirle al individuo asumir una actitud consciente ante ellos. Esa actitud puede ser positiva: la historia sirve, entonces, a la cohesión de la comunidad: es un pensamiento integrador; pero puede también ser crítica: la historia se convierte en pensamiento disruptivo. Porque, al igual que la filosofía, la historia puede expresar un pensamiento de reiteración y consolidación de los lazos sociales o, a la inversa, un pensamiento de ruptura y de cambio. O TORGAR UN SENTIDO ¿Se agotarían aquí nuestras respuestas? Quizá no. Tenemos la sensación de que, en las dos respuestas anteriores, algo hemos dejado de lado. No siempre expresa la historia un interés concreto en nuestro presente y en la comunidad a que pertenecemos. ¿Acaso no nos interesa, apasionadamente a veces, conocer la vida de pueblos desaparecidos, alejados para siempre de nosotros, remotos en el tiempo y en el espacio? ¿No tendríamos un interés especial, incluso, en la historia de los seres racionales más distintos a nosotros, los que pertenecieran a una civilización extraña o incluso a un planeta lejano? Estas preguntas podrían abrirnos a un interés más profundo que los anteriores, quizá el más entrañable de los que mueven a hacer historia. Sería el interés por la condición y el destino de la especie humana, en el pedazo del cosmos en que le ha tocado vivir. Este interés se manifiesta en dos preguntas, nunca expresadas, presupuestas siempre en cualquier historia: la pregunta por la condición humana, la pregunta por el sentido. La historia examina, con curiosidad, cómo se han realizado las distintas sociedades, en las formas más disímbolas; la multiplicidad de las culturas, de los quehaceres del hombre, de sus actitudes y pasiones, el abanico entero, en suma, de las posibilidades de vida humana se despliega ante sus ojos. La sucesión de los distintos rostros del hombre es un espejo de las posibilidades de su condición; a través de ellos puede escucharse lo que hay de común, de permanente en ser hombre. Historia magistra vitae: no porque dicte normas o consejos edificantes, menos aún porque dé recetas de comportamiento práctico; “maestra de la vida” porque enseña, a través de ejemplos concretos, lo que puede ser el hombre. Pero la historia no dice todo eso en fórmulas expresas. Su fin no es enunciar principios generales, leyes, regularidades sobre la vida humana, ni acuñar en tesis doctrinarias una “idea del hombre”. La historia muestra todo eso al tratar de revivir, en su complejidad y riqueza, pedazos de vida humana. En este procedimiento está más cerca de las obras literarias que de las ciencias explicativas. También la literatura intenta revelar la condición humana mostrando posibilidades particulares de hombres concretos. Sin duda, la literatura abre posibilidades verosímiles, pero ficticias, y la historia, en cambio, sólo revive situaciones reales; sin duda, la literatura se interesa, ante todo, por personajes individuales, y la historia, por lo contrario, centra su atención en amplios grupos humanos; sin duda, en fin, la literatura se niega a explicar lo que describe y la historia no quiere sólo mostrar sino también dar razón de lo que muestra. Pero, por amplias que sean sus diferencias, literatura e historia coinciden en un punto: ambas son intentos por comprender la condición del hombre, a través de sus posibilidades concretas de vida. La pregunta por la condición humana se enlaza con la pregunta por su sentido. Necesitamos encontrar un sentido a la aventura de la especie. Para responder a esa inquietud, el pensamiento humano ha intentado varias vías: la religión, la filosofía, el arte; la historia es otra de ellas. La búsqueda del sentido no da lugar a un “para qué” del quehacer histórico diferente a los dos que expusimos antes: está supuesto en ellos. El interés en explicar nuestro presente expresa justamente la voluntad de encontrar a la vida actual un sentido. Por otra parte, la historia nos lleva a comprender, dijimos, lo que agrupa, lo que relaciona, lo que pone en contacto entre sí a los hombres, haciendo que trasciendan su asilamiento. Con ello, estaría respondiendo a la necesidad que tenemos de prestar significado a nuestra vida personal al ponerla en relación con la comunidad de los otros hombres. El historiador permite que cada uno de nosotros se reconozca en una colectividad que lo abarca; cada quien puede trascender entonces su vida personal hacia la comunidad de otros hombres y, en ese trascender, su vida adquiere un nuevo sentido. La existencia de un objeto, de un acontecimiento, cobra sentido al comprenderse como un elemento que desempeña una función en un todo que lo abarca. Veo una extraña barra de hierro. ¿Qué hace allí ese objeto? “¡Ah!, es la palanca de una máquina”, me digo; el objeto ha dejado de ser absurdo. La máquina ha dado un sentido a la existencia de la palanca, el proceso de producción a la máquina, la sociedad de mercado al proceso de producción, y así sucesivamente. La integración en una totalidad conjura el carácter gratuito, en apariencia sin sentido, de la pura existencia. De parecida manera, en los actos humanos. La carrera desbocada de un hombre en los llanos de Maratón cobra sentido como parte de una batalla, pero sería absurda si no hubiera salvado a un pueblo, el cual adquiere significado al revivir dos milenios después en otras culturas, las cuales cobran sentido…, hasta llegar a un término: la integración en la totalidad de la especie humana. La historia ofrece a cada individuo la posibilidad de trascender su vida personal en la vida de un grupo. Al hacerlo, le otorga un sentido y, a la vez, le ofrece una forma de perdurar en la comunidad que lo trasciende: la historia es también una lucha contra el olvido, forma extrema de la muerte. Y ¿cuál sería el grupo más amplio, el último, hacia el cual podría trascender nuestra individualidad? La respuesta ha variado. En las primeras civilizaciones, el mito primero, la historia después, otorgan sentido al individuo al integrarlo en una tribu o en un pueblo, pero ese pueblo sólo cobra sentido ante la mirada del dios. La historia judía no rebasa, en este aspecto particular, la perspectiva reducida de los anales egipcios o asirios. En Grecia, el horizonte empieza a ser más amplio: más allá de la integración de los pueblos helénicos se apunta a una colectividad en la que los actos tanto de los griegos como de los bárbaros cobrarían sentido. Herodoto abre su historia con estas palabras: “Herodoto de Halicarnaso expone aquí sus investigaciones (‘historia’, en griego, puede traducirse por ‘investigación’) para impedir que lo que han hecho los hombres se desvanezca con el tiempo y que grandes y maravillosas hazañas, recogidas tanto por los griegos como por los bárbaros, dejen de nombrarse”. Herodoto quiere impedir que un momento de vida se borre de la mente de otros hombres y, en este punto, no hace diferencia entre griegos y bárbaros; lo que lo mueve es, en último término, permitir que esa vida subsista en la conciencia general de la especie. Sin embargo, ni griegos ni romanos tuvieron una idea clara del papel que podrían desempeñar sus pueblos en el seno de una colectividad más amplia. Esto sólo acontece con la historia cristiana. Para ella, todos los pueblos cumplen una función en un designio universal que compete a la humanidad entera; con todo, ese designio no es inmanente a la propia humanidad sino producto de la economía divina. Más tarde, a partir de Vico, las leyes que gobiernan a la historia humana se conciben inherentes a ésta. Los grandes ciclos de la vida de la humanidad o bien su progreso hacia una meta final es lo que puede otorgar sentido a cualquier historia particular. Por eso, la mayor trascendencia que puede alcanzar la historia está ligada a la historia universal. En la historia universal cada individuo quedaría incorporado a la especie, en una comunidad de entes racionales. En ese empeño llegaría a su final el afán de integrar toda vida individual en un todo que la trascienda. ¿Llegaría a su fin en verdad? Si los actos humanos cobran un nuevo sentido al integrarse a una comunidad y, a través de ella, a la humanidad, ¿no podríamos preguntar también: y qué sentido tiene la especie humana, en la inmensidad del cosmos? La historia actual no puede dar una respuesta, como no puede darla ninguna ciencia; sólo la religión puede atreverse a balbucir alguna. Pero, ¿cuál sería la comunidad última en que pudiera integrarse la historia de la especie? Sólo la comunidad de todo ente racional y libre posible. Tal vez, en un futuro incierto y lejano, en su persecución nunca satisfecha de una trascendencia, el hombre busque el sentido de su especie en el papel que desempeñe en el desarrollo de la razón en el cosmos, tal vez entonces la historia universal de la especie se ligue a una historia cósmica. Bastará una observación para mostrar que ese ideal está ya presente en nosotros. Sin duda se nos ha ocurrido la posibilidad de que, en una catástrofe futura, causada por los mismos hombres o por un acontecimiento cósmico, la humanidad dejara de existir. ¿No sería para nosotros una necesidad dejar un testimonio de lo que fuimos? Ante una amenaza semejante, pensaríamos en dejar alguna señal, lo más completa posible, de lo que fue la especie humana, para que, si en épocas futuras, comunidades racionales de otros planetas vinieran al nuestro, rescataran nuestra humanidad del olvido. Éste sería, en suma, el último móvil de la historia, su “para qué” más profundo: dar un sentido a la vida del hombre al comprenderla en función de una totalidad que la abarca y de la cual forma parte: la comunidad restringida de otros hombres primero, la especie humana después y, tal vez, en su límite, la comunidad posible de los entes racionales y libres del universo. AUTENTICIDAD EN LA CULTURA U N FALSO DILEMA En nuestra época se inicia, quizá, la última etapa en un largo proceso: el de la convergencia de todas las culturas hacia una cultura planetaria. Este proceso tuvo su inicio en el siglo XVI, cuando la cultura cristiana occidental tocó su último limes. Con la conquista de América y la circunvalación del globo, dejó de haber para la cristiandad una frontera última. La civilización nacida en el Mediterráneo empezó entonces su expansión por el planeta; al proseguir su viaje en busca del límite, regresaba a su lugar de partida. Pero la abolición de las últimas fronteras implicaba también la supresión del centro. Hasta entonces, todas las civilizaciones se habían desarrollado en un espacio cerrado, en torno de un centro de irradiación. La civilización cristiana no fue una excepción. Durante centurias Roma fue considerada su centro inmutable. Pero la superficie de una esfera carece de márgenes; cualquier lugar puede ser el centro, cualquiera la periferia. La expansión de la civilización occidental hasta su última frontera fue también el inicio de la pérdida del centro. La civilización occidental comenzó un proceso por el que dejaría de ser una civilización circunscrita a un espacio limitado. Roma puede ahora estar en cualquier parte. Sólo una cultura sin centro ni periferia puede aspirar a convertirse en cultura universal. La pérdida del centro de la civilización occidental, iniciada hace poco menos de cinco siglos, abrió así el camino a la realización de una cultura unida en todo el planeta. Sin duda, aún no hemos llegado al fin de ese proceso, aún no se ha constituido la cultura planetaria; no obstante, tal vez hayamos dado el último paso hacia la unificación. Ese paso fue posible gracias al enorme adelanto de la tecnología de la comunicación. La ausencia de centro y de periferia en nuestro mundo podría simbolizarse en dos imágenes: la visión del planeta azul desde un satélite espacial y la audición simultánea de su mensaje en todos los puntos del globo. La técnica y la ciencia son las avanzadas de una cultura una, pero sólo sus avanzadas. Porque si bien el conocimiento científico no excluye, por principio, a ningún pueblo, la misma situación no existe en las otras esferas de la cultura ni, mucho menos, en la organización política. La unificación de la ciencia universal es sólo un inicio en la construcción de una cultura universal. El empeño de mantener, en un planeta en realidad uno, centros de poder opuestos y barreras mentales divisorias puede dar al traste con la marcha hacia la unidad: en lugar de una Tierra unificada, su estallido en mil pedazos. De allí que resulte tan importante aclararnos la relación entre el proceso de unificación y los particularismos que se oponen a él. En este ensayo solamente tocaré el problema en lo que atañe a los aspectos culturales. Todo proceso de unificación implica rupturas. El largo camino de convergencia, iniciado en el siglo XVI, pasa por feroces guerras de conquista, destrucciones de culturas, servidumbre de pueblos enteros. La marcha hacia una cultura universal no ha sido resultado del consenso entre iguales, sino de la dominación y la violencia. En la historia de todos los pueblos, tanto la constitución de las naciones como la de los imperios se expresó siempre en el predominio de una cultura más general sobre culturas particulares. Al someterse al dominio de la cultura más general, las culturas particulares sufrieron una suerte variable entre dos extremos: o su destrucción o su asimilación a la nueva cultura. En la mayoría de los casos, pasaron por un proceso de enajenación y de desintegración; en ninguno, el paso a un nivel mayor de unificación en las culturas se dio sin abandonos ni desgarramientos. Éste es el aspecto oscuro del proceso de convergencia. La vía hacia la unidad implicaba también enajenación y servidumbre. De ahí que, al iniciar la que puede ser última etapa hacia una cultura planetaria, se nos hagan conscientes, con mayor agudeza, los dos aspectos contrarios de un mismo movimiento histórico. Por un lado, la esperanza de la integración final de la humanidad en una cultura universal, de la convergencia de todos los pueblos en una unidad superior; por el otro, la enajenación, la desintegración de las culturas particulares que esa convergencia entraña. En el nivel teórico se plantea una pregunta: ¿hasta qué punto sería posible la convergencia hacia una cultura universal sin pasar por la desintegración de las culturas particulares? Esta pregunta se ha formulado simultáneamente en muchos países cuyas culturas sufren alguna medida de enajenación y servidumbre. Para ellos no se trata de un acertijo teórico, sino de una cuestión vital. En distintos países de África, Asia y América Latina, sin que haya habido influencias recíprocas, la situación común de dependencia ha dado lugar a movimientos que intentan recuperar las raíces culturales propias, que incitan a cobrar conciencia de su identidad, frente a un proceso de homogeneización cultural que se vive como enajenación. Por distintos que sean esos movimientos intelectuales, tienen en común el intento de recuperación de las características nacionales (la “identidad”, el “ser” nacionales) frente a la imposición de una cultura ajena. Reflexiones semejantes han solido acompañar los procesos de descolonización y los movimientos de liberación nacional. Por lo general, dan lugar a posturas que tienden a oponer una cultura propia a rasgos culturales que provienen de otros pueblos. A veces, ese problema se expresa en términos de una dualidad insoluble: universalismo frente a particularismo cultural. Ahora bien, en nuestra época, el más común de los particularismos culturales es el que se da en el nivel de las naciones; la defensa de la cultura propia toma entonces el carácter de un nacionalismo cultural. Pero el dilema entre universalidad y particularidad plantea a cualquier política cultural un conflicto de valores, imposible de superar. Una política que propicie el acceso a una cultura universal está guiada por ciertos valores superiores: creación de una comunidad mundial, comunicación transparente de todos los pueblos, construcción de un saber universal. Pero tiene que enfrentarse a la pérdida de la riqueza de las múltiples culturas particulares y su sujeción a ideologías ajenas de dominio. Por su parte, una política distinta, que propicie la permanencia de los particularismos frente a una cultura mundial homogénea, se adhiere a valores contrarios: preservación de la identidad nacional, riqueza de lo múltiple y singular, superación de la enajenación. Pero tiene que levantar barreras al proceso de integración de los pueblos de una unidad superior, garante de la comunicación universal. En ese conflicto de valores, ¿hasta dónde sacrificar los unos al optar por los otros? ¿Acaso podemos precisar el grado en que podemos afirmar nuestras características particulares sin dañar nuestro acceso a lo universal? A la inversa, ¿es posible señalar el punto en que se podría asimilar una cultura ajena sin romper la propia identidad? Expresadas en esos términos, las preguntas no admiten respuesta. Basta esta observación para percatarnos de que el problema está mal planteado. Tenemos que analizarlo con otros conceptos que nos permitan superar el dilema universalidad-particularidad. En realidad, en ambos cuernos del dilema se persiguen ciertos valores semejantes, aunque por vías distintas. Lo que tiene de valioso la primera alternativa no es la universalidad en cuanto tal, sino la integración de las particularidades en una unidad superior, que asegure la comunicación de todas ellas. Lo que tiene de valioso la segunda alternativa no es el particularismo, sino la afirmación de una cultura autónoma, integrada, libre de enajenación. Integración, unidad, comunicación, autonomía: tales son los rasgos de la autenticidad. En una y otra opción se buscarían, por diferentes medios, valores que se darían plenamente en una cultura auténtica. Así, el falso dilema “universalidad-particularidad” podría remplazarse por otra oposición más clara y radical: cultura auténtica frente a cultura inauténtica. Pero, ¿qué entendemos por “cultura”? ¿Qué condiciones tendría una “cultura auténtica”? “CULTURA AUTÉNTICA” “Cultura” es un término vago. Ha dado lugar a muchas interpretaciones. No podemos, en tan breve espacio, intervenir en esa discusión. Sólo retendremos que la tendencia actual predominante es otorgarle al término un sentido amplio. No se reduce a la suma de productos del trabajo humano, tales como utensilios, edificios, obras de arte, escritos, etc., sino que abarca también el conjunto de creencias y actitudes de los miembros de una sociedad, los cuales se expresan tanto en aquellos productos como en formas de comportamiento e instituciones. E. B. Tylor había ya propuesto un concepto “global” de cultura. Entendía por ella “ese todo complejo que incluye conocimientos, creencias, arte, moral, leyes, costumbres y cualesquiera otras capacidades y hábitos adquiridos por el hombre como miembro de una sociedad”.1 La mayoría de los antropólogos se inclinan, en la actualidad, por una concepción semejante. La conferencia sobre políticas culturales, organizada por la UNESCO en México en 1981, retuvo una definición análoga: En su sentido más amplio, la cultura puede considerarse actualmente como el conjunto de los rasgos distintivos, espirituales y materiales, intelectuales y afectivos que caracterizan a una sociedad o un grupo social. Ella engloba, además de las artes y las letras, los modos de vida, los derechos fundamentales del ser humano, los sistemas de valores, las tradiciones y las creencias.2 Para intentar ordenar ese conjunto demasiado disímbolo, podríamos distinguir nosotros, grosso modo, dos aspectos o dimensiones de la cultura, que denominaríamos, en un afán de simplicidad, “externo” e “interno”. El primero correspondería a los elementos percibibles directamente por un observador. Comprendería dos subconjuntos. Por una parte, los productos materiales de una cultura: edificios, utensilios, vestidos, obras de arte, conjuntos de signos, etc. Por la otra, los sistemas de relación y de comunicación, observables a través de casos concretos en los cuales se realizan o a los que se aplican. Entrarían en esta categoría las organizaciones sociales, los lenguajes de distintos tipos, los comportamientos sometidos a reglas (costumbres, ritos, juegos, etcétera). Pero esa dimensión directamente observable de una cultura sólo es comprensible al suponer, en los sujetos, un conjunto de estados disposicionales “internos”, que le da sentido: las creencias, los propósitos o intenciones y las actitudes colectivas de los creadores de cultura.3 Esta dimensión “interna” de la cultura es condición de posibilidad de su dimensión “externa”. Tanto los productos como los comportamientos observables sometidos a reglas se vuelven comprensibles solamente si podemos inferir, a partir de ellos, los sistemas de creencias, valoraciones y propósitos que expresan. La cultura puede considerarse como una “segunda naturaleza” creada por las comunidades humanas con el objeto de justificar sus creencias, realizar sus valores elegidos y cumplir sus fines deseados. Mediante la cultura los hombres intentan varios objetivos: asegurar el acierto de sus acciones, dar sentido a su vida y a su modo, acercarse a un ideal de perfección, establecer una comunicación con los otros. Ahora ya podemos preguntar: ¿cuándo podríamos decir que una cultura es auténtica? El término “autenticidad” suele aplicarse, en el lenguaje ordinario, a comportamientos o a creencias de individuos. Tiene una connotación moral y psicológica. Hablamos, así, de una “vida auténtica”, de la “autenticidad” de una conducta, o de las “auténticas convicciones” de una persona. Si queremos aplicar el término a una cultura colectiva no nos queda otro recurso que proceder por analogía. Pero ya desde Platón las analogías del “alma” individual a la sociedad se han mostrado provechosas. Solemos decir que el comportamiento de una persona es auténtico cuando es congruente con sus verdaderas convicciones. De parecida manera, podríamos calificar de auténticas a las manifestaciones externas de una cultura si expresan adecuadamente las creencias y actitudes de sus creadores y si responden a sus propósitos. Productos culturales, comportamientos colectivos auténticos son los que expresan los valores y las creencias de una comunidad y sirven para sus fines. Así, la pregunta por la autenticidad de las formas observables de una cultura nos remite, inevitablemente, a las disposiciones “internas” que les dan sentido. Podemos preguntar entonces por lo que constituiría la autenticidad de ese conjunto de disposiciones internas. ¿Cuándo son auténticas las creencias y actitudes de una colectividad de manera que den lugar a productos igualmente auténticos? Creo que, en este punto, podríamos hablar de dos sentidos de autenticidad, según se refieran a las razones o a los motivos de creencias y actitudes.4 Veamos el primero. Por “razones” entendemos, en un sentido amplio, cualquier fundamento que se aduzca para justificar la verdad o probabilidad de una creencia. Pueden ser de índole lógica, como pruebas, argumentos, demostraciones, o bien de carácter personal, como experiencias, o testimonios, intuiciones, estimaciones. Pues bien, en un primer sentido, podemos decir que las creencias de una persona no son auténticas cuando se basan en justificaciones que no han sido examinadas por ella misma, cuando toma prestadas razones ajenas sin someterlas a discusión. Un pensamiento inauténtico es el que tiende a aceptar, sin un examen suficiente, opiniones que otros le inculcan. Decimos, así, que las creencias de una persona no son auténticas cuando repite ideas recibidas, sin ponerlas personalmente en cuestión. Pensamiento inauténtico es el que no expresa una actividad propia del individuo, el que sólo reitera argumentos prestados, o bien el que no lleva hasta el final el examen crítico de las opiniones transmitidas. Auténtica, en cambio, es toda convicción que se funda en las propias razones y resulta, así, del pensamiento personal de quien la sustenta. Este sentido de autenticidad es aplicable, en primer lugar, a las formas intelectuales de una cultura, desde la ciencia y la filosofía hasta muchas creencias éticas y políticas. Esas expresiones culturales pueden tildarse de inauténticas si están constituidas por conjuntos de creencias y actitudes que no son el producto de un examen racional propio sino de la recepción pasiva del pensamiento de otros. En este sentido, autenticidad es una forma de referirse a autonomía de la razón. La cultura inauténtica es heterónoma, porque no es resultado del ejercicio de la propia razón, sino que es dependiente de un discurso ajeno. El mismo sentido de autenticidad puede aplicarse también a sistemas de creencias y actitudes cuyo ideal de conocimiento no es un saber científico, sino alguna forma de sabiduría: la religión, la literatura, la moral popular. También ellas se justifican en razones, aunque de otro género: experiencias vividas, intuiciones personales, aceptación confiada del testimonio ajeno. También ellas se convierten en inauténticas cuando dejan de ser convicciones vividas, justificadas en experiencias personales, cuando se vuelven convenciones heredadas que se aceptan por imposición de la sociedad. Las creencias que daban sentido a la vida se fijan, entonces, en un conjunto de dogmas y de fórmulas hechas; dejan de confirmarse en una forma de vida, para repetirse ciegamente, como prejuicios aceptados sin discusión. También en este campo, la cultura inauténtica implica heteronomía. El caso más patente de sistemas de creencias heterónomas son las ideologías. El pensamiento ideológico consiste precisamente en la reiteración de creencias aceptadas sin suficiente discusión, que sirven a los intereses de los grupos que las formularon. Cultura inauténtica es cultura manipulada, sujeta a los discursos ideológicos. Cultura auténtica es cultura crítica, autónoma, fundada en las propias razones. Pero una cultura no sólo pretende fundar sus ideas en razones; también obedece a motivos. Por “motivos” entendemos, en un sentido muy general, cualquier causa psíquica que induce a la acción. Incluimos en ellos tanto los fines y proyectos conscientes que guían nuestro comportamiento como los deseos, intereses, impulsos emotivos, muchos de ellos inconscientes, que nos mueven. Pues bien, en un segundo sentido solemos decir que las creencias, actitudes o expresiones de una persona no son auténticas cuando no responden a motivaciones propias sino prestadas, esto es, cuando no satisfacen necesidades reales de esa persona, no expresan sus verdaderos deseos, preferencias o temores y no son medios para lograr los fines que ella se plantea. Una persona exhibe expresiones o comportamientos inauténticos cuando éstos responden a motivaciones y fines que no son los suyos. Inautenticidad es, en este sentido, incongruencia de las expresiones de un sujeto con su personalidad real. De parecida manera, podemos decir que una manifestación cultural es inauténtica cuando no es congruente con las necesidades, ni los deseos, intereses y fines reales de sus creadores o consumidores. Una cultura es auténtica, en cambio, cuando corresponde, por una parte, a los deseos y conflictos reales que constituyen la vida profunda de una comunidad, cuando, por otra parte, es un medio adecuado para cumplir sus fines. La cultura inauténtica es imitativa; se dedica a repetir creencias, actitudes y modos de expresión que responden a motivaciones ajenas a las que impulsan nuestra vida real, y que se originaron para dar respuesta a deseos, satisfacer intereses y cumplir finalidades de otros grupos sociales. Una cultura auténtica está integrada al grupo al cual pertenece y es, a la vez, integradora del grupo. Por una parte, expresa las necesidades, los valores y propósitos del grupo; por la otra, suministra a todos los miembros del grupo un medio de reconocerse a sí mismos y de comunicarse con los demás. Una cultura inauténtica, en cambio, expresa una escisión entre la vida real del grupo y sus formas de comunicación. Cultura inauténtica es cultura escindida de la comunidad, enajenada. En suma, respecto a la justificación de las creencias que sustenta una cultura, autenticidad querría decir autonomía de la razón, respecto a los motivos que la impulsan, significaría congruencia con la vida real. Estos dos sentidos de autenticidad suelen ser complementarios. Una cultura autónoma, fundada en el examen libre de sus propias justificaciones, responde a necesidades e intereses propios. A la inversa, sería difícil concebir una cultura congruente con la propia vida que no tendiera a justificarse en un pensamiento autónomo. Autonomía y congruencia con la vida suelen ir de par, tanto en la vida individual como en la colectiva. N ACIONALISMO CULTURAL Preguntemos ahora: ¿qué relación guarda la autenticidad de una cultura con los términos del dilema universalidad-particularidad que ya examinábamos antes? Se ha ofrecido una primera respuesta. Frente al efecto desintegrante, en los países colonizados, de una cultura occidental con pretensiones de universalidad, se ha identificado la vía hacia la autenticidad con la defensa de los rasgos particulares de cada cultura autóctona. Es la respuesta de los nacionalismos culturales. En un mundo dividido en nacionalidades, las particularidades culturales se presentan generalmente en el nivel del Estado-nación. De hecho, en muchos países se ha tratado de promover alguna forma de nacionalismo cultural como política de preservación de la autenticidad. Pero, ¿es ésta efectivamente la vía más adecuada para alcanzar una cultura auténtica? Por desgracia, “nacionalismo” es un término vago que puede recibir varias interpretaciones. Todas ellas, sin embargo, podríamos reducirlas a un núcleo común de significado. Un “nacionalismo cultural” supone, por una parte, una actitud de defensa o protección contra influencias externas a la nación y, por la otra, un hincapié en los contenidos propios de esa nación. Un nacionalismo cultural implica la idea de que existen elementos, rasgos peculiares de una cultura, los cuales pueden identificarse, en mayor o menor grado, con rasgos del pasado (según sea el tipo de “nacionalismo” de que se trate), pero que, en todo caso, deben defenderse frente a lo extraño, lo diverso, que podría adulterarlos. Pues bien, así entendido, todo nacionalismo cultural es proclive a caer en tres graves confusiones. Primera: la confusión entre lo auténtico y lo peculiar de una cultura. El nacionalismo tiende a interpretar lo auténtico en términos de lo distintivo, lo singular, esto es, de aquellas características peculiares que nos distinguen de las demás culturas. Pero lo auténtico no siempre coincide con lo peculiar. Bastarían algunos ejemplos triviales para mostrarlo. Si a un joven poeta italiano se le incita a escribir como Dante y a un poeta mexicano como sor Juana, se les está invitando a seguir expresiones culturales peculiares de su cultura, ¿se les recomienda también autenticidad? A la inversa, a un físico del tercer mundo que examinara con detenimiento las últimas aportaciones norteamericanas sobre su tema, pero desechara las de su propio país por no encontrar ninguna de suficiente valía, ¿podríamos tildarlo de inauténtico? Las manifestaciones más auténticas de una cultura pueden ser, en determinadas situaciones sociales, las menos “peculiares”. Son las sociedades estáticas, donde las tradiciones desempeñan un papel preponderante en la cohesión social, las que desarrollan culturas con rasgos más distintivos. Con la transformación industrial, las culturas nacionales son cada vez menos peculiares. En las sociedades desarrolladas, el ámbito de expresiones culturales semejantes y de influencias recíprocas es muy amplio, porque responde a problemas y situaciones comunes a todos los países que han llegado a un nivel similar. Aunque en menor medida, una situación parecida se da también en los países en proceso de desarrollo. Tanto en los grupos que intentan afianzar el sistema capitalista como en los que buscan su cambio, resultan más congruentes con sus intereses reales, sistemas de ideas y valores que comparten con grupos de otras sociedades situadas en procesos semejantes, que ideas y valores distintivos, propios de una situación pasada. En una sociedad moderna, no sólo la ciencia y la filosofía, sino aun la moral y el arte, tienen que expresar una serie de conflictos nuevos que no son peculiares de una nación específica. Cierto que el desarrollo industrial y técnico, aunque propicie formas de cultura mundiales, no elimina las notables diferencias de las culturas nacionales, pero cada vez es más difícil distinguir en ellas los elementos que les son peculiares de los que comparten con otras. Además, toda cultura nacional es el resultado de la convergencia de culturas diversas. Esto se aplica con especial propiedad a las culturas latinoamericanas. Son producto de la unión de la cultura hispánica, las varias culturas autóctonas de América e importantes aportes africanos y asiáticos, sin contar con las influencias posteriores francesa y anglosajona. Pero la cultura hispánica era, a su vez, un mestizaje de culturas: ibérica, latina, griega, visigótica, arábiga, y las culturas autóctonas provenían de varias raíces. José Vasconcelos pudo simbolizar con un mito, el de la “raza cósmica”, esa convergencia de todas las culturas en una. Pero en todas las regiones encontramos ejemplos semejantes. Ninguna cultura es pura. En algunas naciones, su cultura actual es incluso el resultado del encuentro de culturas radicalmente alejadas en sus orígenes. Pensemos en la confluencia de culturas tradicionales con corrientes modernas occidentales en países como Japón, India o China. En esos casos, ¿cuál sería la actitud más auténtica, la que pretenda reiterar un pasado cultural, por ser peculiar, o la que asimile y desarrolle formas culturales que rompen con él? Los procesos de ruptura frente a formas culturales existentes pueden ser el producto de una situación de colonización o dependencia, sí, pero también pueden ser signos de renovación y de progreso. Porque la insistencia en las peculiaridades de la propia cultura es expresión, a menudo, de una actitud defensora de la situación social y temerosa de su renovación. Al confundir lo auténtico con lo propio, se puede tildar de “exóticas” las ideas críticas o disidentes del sistema social existente y, a nombre de preservar un legado cultural propio, fomentar patrones establecidos. El apego a lo peculiar frente a lo extraño puede cobrar con facilidad el sentido de reiteración de lo “normal” frente a lo “marginal”, de lo convencional frente a lo disidente. De allí a la aceptación de “esencias nacionales” que nos constituyen no hay más que un paso. Y ya es sabido que esas sutiles “esencias” suelen servir para poner el membrete de “traidora” o “descastada” a cualquier postura que no acepte las creencias establecidas. Bajo la defensa de lo propio y la condena de lo extraño puede ocultarse el temor a cambios susceptibles de transformar la realidad. Esa confusión se propicia por la parte de razón que parece tener un nacionalismo cultural en una relación de dependencia. En situación semejante es frecuente la imitación, sin examen personal, de ideas y actitudes que no responden a motivaciones nuestras sino de la metrópoli dominante. Pero su falta de autenticidad no consiste en el origen externo de esas ideas, sino en su repetición, sin reflexión ni crítica, y en su falta de integración a nuestra vida. La cultura imitativa no es inauténtica por dejarse influir por elementos “extraños a la realidad nacional”, sino por aceptarlos sin ponerlos en cuestión ni integrarlos a nuestros deseos y necesidades reales. Su inautenticidad consiste en la reiteración irreflexiva de contenidos culturales que no responden a nuestra vida. Así, tan inauténtica puede ser una actividad que repite, sin ponerlos en cuestión, ideas y valores de la propia tradición cultural, como la que acepta ideas importadas. A la inversa, muchas actitudes disruptivas frente a la situación imperante son auténticas, si son fruto de una reflexión personal autónoma, aunque no repitan ningún contenido peculiar de la propia realidad cultural. Al no hacer estas distinciones, el nacionalismo cultural corre siempre el riesgo de confundir cultura nacional con tradición cultural y autenticidad con reiteración de lo existente. Segunda. El nacionalismo cultural suele estar amenazado por una segunda confusión: la confusión entre cultura nacional y cultura una. El término mismo de “nacionalismo cultural” parece dar por supuesto que existe una cultura nacional. Convertido en programa político, puede ser un factor ideológico importante en la convergencia de expresiones regionales y locales en una unidad superior. Pero el término “cultura nacional” es la abreviación de una realidad compleja. De hecho toda cultura nacional es el resultado de muchas convergencias y disidencias. Por una parte, son muchos los países en los que coexisten, en realidad, diversas culturas nacionales dentro del territorio dominado por el mismo Estado, se reconozcan expresamente, o no, como Estados multinacionales. Es el caso de países tan distintos como la Unión Soviética, España, Yugoslavia y muchos africanos. Aun en naciones con una cultura hegemónica, como Perú, México, Irán o Turquía, subsisten culturas divergentes que corresponden a etnias o comunidades minoritarias. Por otra parte, en el seno de una cultura dominante se da una diversidad de variantes regionales y una multiplicidad de valores y actitudes culturales conflictivas, que corresponden a clases y grupos sociales distintos. Una política de nacionalismo cultural, por su propia dinámica, suele tender a impulsar una cultura central uniforme y a menospreciar esas diferencias. Puede sucumbir incluso a la tentación de considerar ciertas manifestaciones culturales como arquetipos de cultura nacional, que entonces se proponen por igual a todas las etnias, regiones y estratos sociales. Pero cultura auténtica, hemos visto, es la que responde en cada caso a las formas de vida concretas de cada comunidad y es producto de su creación autónoma. La idea de una cultura nacional unitaria puede ir en contra de esa autonomía cultural, puede chocar con las múltiples y ricas culturas de las etnias, regiones, minorías que componen un país, y ayudar —como de hecho ha sucedido— a su destrucción, en nombre de su integración a la cultura nacional. La vía hacia la autenticidad cultural tendría un sentido contrario: exigiría el respeto y el fomento de todas las culturas étnicas, de las variantes regionales. Supondría una política de descentralización radical de la cultura y de estímulo a la consolidación de centros de creación cultural múltiples en la misma nación. Pero es difícil concebir cómo sería compatible una tendencia semejante con la inercia centralizadora propia de una política de nacionalismo cultural. Este punto nos lleva a una tercera y última confusión. Tercera. Una política de nacionalismo cultural es propensa a la confusión entre cultura nacional y cultura auspiciada por el Estado. Esta confusión se basa en otra: la de nación con Estado. Nación y Estado pertenecen, en realidad, a categorías distintas. La nación pertenece a la categoría de comunidad, el Estado a la de dominación. La nación supone la integración de muchos individuos y grupos en un todo, por su adhesión a los mismos valores y su elección de un proyecto común. El Estado se origina en la sujeción de individuos y grupos a un solo poder soberano. Valores, proyectos, disposiciones comunes, expresadas en un lenguaje compartido, constitiuyen la nación; la estructura de poder constituye el Estado. Hay naciones sin Estado y Estados que abarcan varias naciones o parte de una nación. Al asumir como proyecto político un “nacionalismo cultural”, el Estado tiende a interpretarlo como cultura auspiciada por él. Difícilmente puede separarlo del fomento de una cultura oficial, destinada a mantener la cohesión de la nación bajo el dominio del Estado existente. Así entendido, el nacionalismo cultural tiene una doble función: por una parte ayuda a la consolidación del Estado nacional frente a las amenazas colonialistas externas; por la otra, refuerza su dominio en el interior de la sociedad. De cualquier modo, no coincide necesariamente con el fomento de la autenticidad cultural. En efecto, cualquier cultura promovida por el Estado tiende a ser reiterativa de elementos culturales, propende a consolidar tradiciones, a consagrar valores culturales. Así, ayuda a establecer patrones de una cultura “normal”. Las disidencias innovadoras o críticas tienen que ocupar entonces una postura “marginal”. Pero la producción cultural más creativa tiende, por lo contrario, a ser disruptiva de la cultura normal; en lugar de reiterar valores establecidos, tiende a ponerlos en cuestión. De hecho, muchas culturas nacionales se han renovado a partir de gérmenes que, en sus comienzos, han sido marginales o disidentes frente a los patrones culturales aceptados. En el campo de las concepciones del mundo, pensemos en la introducción de ideas modernas en sociedades tradicionales, en la irrupción de un pensamiento revolucionario en la crítica a las ideologías imperantes, en la emancipación mental de cualquier movimiento ilustrado; en el dominio del arte, recordemos todas las rupturas contra academias y patrones estéticos consagrados. En todos estos casos, es en el seno de la nación, no del Estado, donde surgen movimientos autónomos renovadores. El nacionalismo, con o sin adjetivo que lo califique, cumple una función distinta según sea el tipo de Estado que lo utilice. En un proceso de descolonización o de independencia nacional, puede ayudar a la integración del país, reforzar sus defensas frente al dominio exterior, estimular la confianza y el orgullo del país antes dependiente. Es, entonces, un factor de liberación. Pero cualquier nacionalismo, al integrar a la comunidad, favorece también la aceptación confiada de las relaciones sociales. Puede usarse también, por lo tanto, para limar los conflictos de clase, en aras de la “unidad nacional”, para justificar la situación existente y rechazar, por “extrañas”, ideas y actitudes disidentes. Se convierte entonces en un factor de conservación. En algunas situaciones, puede incluso adquirir una función más siniestra, en manos de un Estado represivo. El nacionalismo ha sido ideología de muchos movimientos de liberación pero también de las peores tiranías modernas. “Nacionalismo cultural” es un término susceptible de múltiples interpretaciones. Por su imprecisión, es proclive a las tres confusiones que señalamos. Se dirá que podemos aceptarlo si las evitamos. Sin duda. Pero entonces nos alejaríamos de lo que comúnmente sugiere la palabra nacionalismo y no podríamos evitar los consiguientes equívocos. Si queremos librarnos de ellos, más vale abandonar el término. H ACIA UNA CULTURA UNIVERSAL Si la autenticidad en la cultura no coincide necesariamente con la defensa de un particularismo cultural, la falta de autenticidad no está ligada tampoco a una posición universalista. Formas inauténticas de cultura no son las que responden a intereses generales, sino a intereses particulares de grupos privilegiados. La falta de autenticidad suele disfrazar intereses de dominio de unos grupos sobre otros. Cultura inauténtica es cultura ideológica. Signos de la autenticidad, hemos visto, son la autonomía del pensamiento y su congruencia con las necesidades y los deseos reales de la sociedad. Lo que amenaza la autonomía de una cultura no son las ideas de otros hombres, sino la manipulación de las mentes por una cultura de consumo al servicio de intereses particulares, sean políticos o comerciales, internos o externos a las fronteras de un país. La lucha contra la enajenación cultural no consiste en la afirmación de nuestras peculiaridades, sino en el ejercicio de un pensamiento libre y riguroso, en el examen crítico de todo dogmatismo, en la desmistificación de las ideologías al servicio de grupos particulares. Lo que se opone a una cultura congruente con nuestra vida, por otra parte, no es la atención a actitudes y valores originados en otras sociedades, sino el desprecio o la ignorancia de las necesidades reales de la comunidad a la que pertenecemos. La cultura al servicio de intereses particulares aparece tanto en el nivel nacional como en el mundial. La imposición de una cultura nacional homogénea sobre múltiples culturas locales o regionales correspondió generalmente al interés de los grupos dominantes dentro del Estado- nación. A veces la cultura de una nacionalidad se impuso a las de otras nacionalidades existentes en el mismo Estado; otra veces, la cultura de una clase o de un grupo se convirtió en hegemónica, dejando en la marginalidad a las demás. En todos los casos, la dominación de la cultura predominante inició un proceso de deterioro y enajenación de otras formas culturales adaptadas a las comunidades locales. En los países del Tercer Mundo, el paso de sociedades tradicionales a una civilización industrial ha agudizado la crisis de las culturas locales. A menudo, la cultura hegemónica es puesta al servicio de los intereses económicos que dominan el mercado. Los medios informativos se encargan de difundir una cultura uniformizada, comercializada, desprovista de valores superiores, que las ciudades exportan al resto del país. La modernización de las viejas sociedades se ha acompañado, a menudo, con el remplazo de ricas culturas tradicionales por los vulgares patrones culturales de una mediocre sociedad de consumo. En nombre del “progreso” y la “civilización” se destruyen con frecuencia formas probadas de sabiduría, dejando en su lugar un vacío de valores. Los estudios de antropología social efectuados en países en proceso de desarrollo abundan en ejemplos de la desintegración de culturas comunitarias, víctimas del proceso de “modernización”. Esta ruptura de culturas auténticas en el nivel nacional tiene una analogía en el plano internacional. Después de la descolonización política suele subsistir, en las antiguas colonias, un “colonialismo mental”, propio de élites separadas del resto del país. A veces, el extrañamiento entre la cultura popular y la de grupos mentalmente dependientes de la antigua metrópoli llega a ser tan grande, que podría hablarse de verdaderos “enclaves” de cultura importada en un territorio donde predominan culturas autóctonas. Aun en los casos en que la separación no es tan tajante, pueden subsistir por mucho tiempo actitudes de dependencia y subordinación de grupos privilegiados respecto de la cultura de los antiguos colonizadores. Se producen así culturas imitativas, puramente receptivas de expresiones espirituales extranjeras, carentes de autonomía y de originalidad. También en este caso el proceso se agrava con el acceso a la sociedad industrial. Muchos medios de comunicación transnacionales se encargan de propagar por todo el mundo expresiones culturales sometidas a los cálculos financieros de los grandes consorcios: cultura adocenada, dirigida a formar hábitos consumistas. A través de la televisión, el cine y la prensa, se va constituyendo una seudocultura mundial manipulada. La lucha por una cultura auténtica es también lucha contra esas formas de dominación mental. Está dirigida por un doble ideal: preservar la autonomía de las culturas comunitarias frente a los intereses de grupo, e integrarlas en unidades culturales superiores. Cabe, en efecto, la posibilidad de una cultura nacional que no destruya, sino que integre las complejas culturas locales; y, ¿por qué no habría de ser posible también construir una cultura universal que no sólo no se imponga a las culturas nacionales sino que resulte de su convergencia? Ante las múltiples culturas de etnias, nacionalidades, regiones de un Estado, puede diseñarse una política de respeto, tolerancia y fomento de la diversidad, sin renunciar a su integración en una unidad superior. Una posición semejante sólo es posible si se preservan las estructuras y organizaciones sociales comunitarias, intermedias entre los individuos y el Estado-nación, que pueden servir de soporte a la diversidad de formas culturales frente a la cultura hegemónica. Por otra parte, cultura universal no será la que impongan sobre las naciones los imperialismos políticos o financieros, sino la que resulte de la conjunción armónica de las distintas culturas nacionales. Una cultura sólo puede ser auténticamente universal si no se contrapone a ninguna cultura particular ni la sojuzga. Ni la cultura occidental actual ni, mucho menos, su caricatura propagada por los grandes medios de comunicación internacionales son la cultura universal. Ella está aún por construir y resultará de la integración de todas las culturas autónomas en un nivel superior. En realidad, constituye una idea regulativa de la que ignoramos cuándo y cómo llegaremos a alcanzar. Quizá una de las tareas de la humanidad en los próximos siglos sea propiciar la fecundación recíproca de las culturas, para elaborar una cultura unida en su cima, diversa en su base. Entonces empezaría la historia una de la especie. 1 Véase Primitive Culture, vol. VII, Londres, 1871, p. 7. 2 Véase “Declaración de México”, en Conferencia mundial sobre las políticas culturales. Informe final, UNESCO, París, 1982, p. 43. Cabría, sin embargo, oponer un reparo a esta definición: es puramente enumerativa, sin señalar el criterio seguido para la enumeración. 3 Algunos psicólogos sociales (por ejemplo, D. Krech, R. S. Crutchfield y E. L. Ballachey, Individual in Society, MacGraw-Hill, Nueva York, 1962 p. 146) incluyen esos tres aspectos en el término común de “actitud”; ésta tendría tres componentes: uno cognitivo (creencia), otro conativo (intención) y un tercero afectivo-valorativo (actitud propiamente dicha). Me parece más clara y operativa la posición de otros autores, como Martin Fishbein e Icek Ajzen ( Belief, Attitude, Intention and Behavior, Addison-Wesley Pub. Co., Reading, Massachusetts, 1975), que conservan la distinción entre los tres conceptos y reducen el de “actitud” a las disposiciones afectivo-valorativas. 4 Sobre esta distinción y su relación con las creencias, puede verse mi libro Creer, saber, conocer, Siglo XXI Editores, México, 1982, caps. 4 y 5. CRONOLOGÍA 1922 1948 1949 1950 1953 1962 1963 1965 1967 1970 1971 1972 1974 1975 Nace en Barcelona, hijo de padres mexicanos. Desde este año y hasta 1950 es profesor en la Escuela Normal de Maestros. Obtiene el grado académico de maestro en filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), con mención Magna cum Laude. Publica Los grandes momentos del indigenismo en México. Obtiene una plaza como profesor en la UNAM. Publica El proceso ideológico de la revolución de Independencia. Es nombrado secretario de la Rectoría de la UNAM. Publica Páginas filosóficas. Obtiene el grado académico de doctor en filosofía por la UNAM, con mención Summa cum Laude, después de haber cursado sus estudios de posgrado en la Universidad de la Sorbona, en París, y en la Ludwiguniversität en Munich, en la entonces República Federal Alemana. Publica La idea y el ente en la filosofía de Descartes. Es nombrado coordinador del Colegio de Filosofía de la UNAM. Es nombrado jefe de la División de Estudios Superiores de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Obtiene una plaza de investigador en la UNAM. Es nombrado miembro de la Junta de Gobierno de la UNAM. Publica Signos políticos. Es nombrado director de la División de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM), Campus Iztapalapa, y obtiene también una plaza como profesor en la misma institución. Escribe Estudios sobre Husserl. 1978 1979 1980 1982 1983 1985 1986 1989 1992 1995 1996 1997 1998 2004 Es miembro de El Colegio Nacional desde el 14 de noviembre. También desde este año es miembro de la Sociedad Potosina de Historia. Es elegido miembro de la Junta Directiva de la UAM. Durante un año es presidente de la Asociación Filosófica de México. Publica Creer, saber, conocer. Es nombrado delegado permanente de México ante la UNESCO en París. Recopila y publica los ensayos del libro El concepto de ideología y otros ensayos. Le otorgan el Premio Nacional de Ciencias Sociales, Historia y Filosofía. Desde este año es investigador emérito del Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM. Le conceden el Premio Universidad Nacional Autónoma de México en Investigación en Humanidades. Escribe El pensamiento moderno. Filosofía del Renacimiento. En México, entre libros, es la publicación de este año. Este año publica tres libros: La mezquita azul, La significación del silencio y Una filosofía del silencio: la filosofía de la India. Aparece su ensayo El poder y el valor. Fundamentos de una ética política. Publica en España, Argentina y México su obra Estado plural, pluralidad de culturas. El Colegio Académico de la UAM le otorga el grado de Doctor Honoris Causa. REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS EN EL FCE* Aron, Raymond, Dimensiones de la conciencia histórica, 1983 (Colección Popular). Cohen, Jean L., y Andrew Arato, Sociedad civil y teoría política, 2000 (Sociología). Küng, Hans, Una ética mundial para la economía y la política, 2000 (Política y Derecho). Mannheim, Karl, Ideología y utopía: introducción a la sociología del conocimiento, 2005 (Conmemorativa 70 Aniversario). Silva Herzog, Jesús, Trayectoria ideológica de la Revolución mexicana, 1910-1917 y otros ensayos, 1984 (Biblioteca joven). Villoro, Luis, De la libertad a la comunidad, 2004 (Cuadernos de la Cátedra Alfonso Reyes). ———, El pensamiento moderno: filosofía del Renacimiento, 1992 (Cuadernos de la Gaceta). ———, El poder y el valor. Fundamentos de una ética política, 1997 (Filosofía). ———, En México, entre libros: pensadores del siglo XX, 1995 (Cuadernos de la Gaceta). ———, Los grandes momentos del indigenismo en México, 1996 (Cuadernos de la Gaceta). Zizek, Slavoj (comp.), La suspensión política de la ética, 2005 (Filosofía). * Sugerencias del editor.