L. JOSÉ FERMÍN CORSO

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Coadjutor JOSÉ FERMÍN CORSO DE VENZ
Nació en Valencia el 17 Julio 1899; profesó en Colombia en Enero de 1921; murió en
Caracas el 4 Enero 1935, a 35 años de edad y 14 de profesión.
Carta mortuoria.
Caracas, 10 de Enero de 1935.
Queridos Hermanos:
Apenas comenzando el año 1935, ya el Ángel de la Muerte ha visitado esta Casa
llevándose a nuestro óptimo hermano, Profeso. Perpetuo, Coadjutor José Fermín Corso, de 35
años de edad.
Había nacido en Valencia, Carabobo, hijo de Juan Corso y María De Venz de Corso,
personas muy religiosas, de fe robusta y práctica. Su padre, hombre de comunión diaria, a
pesar de sus 75 años, todas las mañanas, a las 5 am., ayuda la Santa Misa en la Parroquia de
la Divina Pastora de Valencia.
Esos ejemplos familiares prepararon su alma para los gérmenes de la vocación
religiosa, que se manifestaron y desarrollaron en el Colegio Salesiano de esa ciudad, en el
que entró en 1909. De Valencia pasó a Bogotá, entonces sede de la Inspectoría, y luego a
Mosquera, para los estudios de latín y el Noviciado.
El sueño perenne de su vida fue el Sacerdocio, pero por dos veces tuvo que abandonar
los estudios: Dios disponía otra cosa. Lo llamaba a la Congregación Salesiana pero como
Coadjutor.
Con profundo dolor de su corazón se sometió a la voluntad de Dios. Su Obispo, que
conocía sus óptimas cualidades le ofreció un puesto en el Seminario. Pero él le respondió que
había conocido la voluntad del Señor a través de sus Superiores y que no ambicionaba otra
cosa que ser hijo de Don Bosco y consagrar todas sus energías al bien de los jóvenes en el
estado querido por Dios.
Al terminar su Noviciado hizo la primera profesión en la Casa de Mosquera (Enero de
1921) y tres años más tarde, en esa misma Casa, los votos perpetuos (Enero de 1924). En
Colombia aprendió, ejerció y enseñó el arte de la Encuadernación, llegando a ser tan
competente, que hasta publicó un Manual de Encuadernación.
En Diciembre de 1927, al volver de Colombia fue destinado a esta Casa como
Encargado de la Escuela Gratuita y del Oratorio Domingo Savio.
Sólo Dios sabe el bien que hizo nuestro Hermano en los siete años que trabajó en este
cargo!
Su actividad no tenía límites: no vivía ni respiraba, por así decirlo, sino por su Escuela
y por su Oratorio. Se hacía todo para todos para llevarlos a todos a Cristo. Y qué no hacía
para atraer a los jóvenes al Oratorio, de todas partes de la ciudad! Hacía distribuir hojas
volantes; él mismo dictaba conferencias en las veladas dominicales, a nombre de su Oratorio
(entonces el Teatro se llenaba de una manera increíble); recurría a todas partes para obtener
ayudas y de todas partes las recibía. Era insinuante en el pedir e incomparable en el
agradecer, de modo que todos los que lo conocían quedaban ligados a él y a su obra.
Para que los jóvenes no se fueran del Oratorio, les buscaba diversiones sanas, como
aparatos de gimnasia, pasavolantes, toboganes, ruedas, películas, teatros, bazares, loterías,
paseos, dulces, etc… Él a su vez se transformaba en electricista, pintor, decorador de
estatuas, que luego vendía a beneficio del Oratorio.
La piedad era el alma de su vida: no era sentimentalismo sino fe viva y operante. La
alimentaba con la oración asidua, a la que acudía toda vez que debía superar alguna
dificultad. Y no rezaba solo: reunía a su alrededor a los mejores alumnos para darle más
eficacia a su oración.
Siempre puntual a la meditación y a la lectura espiritual, frecuentísimas sus visitas a
Jesús Sacramentado, siempre acompañado de un grupo de jóvenes y de hermanos. Edificante
cuando recibía la Sagrada Comunión, que nunca dejaba.
Cultivaba y promovía entre sus muchachos, entre los internos del Colegio y también
entre las personas externas la devoción a María Auxiliadora, a San José y a San Luis
Gonzaga. Preparaba con esplendor sus novenas y sus fiestas. Fue un entusiasta de Don Bosco
y de Domingo Savio. A Domingo Savio le hizo levantar un monumento en el jardín de la
Escuela. De Don Bosco colocó una gran estatua en la portería, a la vista de los que pasaran, y
otra en el patio del Oratorio. Su celo se extendía no sólo a los jóvenes, sino también a sus
familias. Recomendaba los más pobres a la atención de personas pudientes y de buena
posición. Protegía las obras católicas de la zona, pidiendo a los sacerdotes que dictaran
conferencias a las mismas y organizando especiales funciones religiosas.
Cultivaba la castidad con suma delicadeza, y diré mejor, con escrupulosidad1 sin
temores inútiles. La sabía hacer florecer entre sus jóvenes, que no tenían misterios para él en
esta materia, de modo que siempre podía impedir el mal con sólo estar presente.
Por su asistencia asidua y cuidadosa, por el modo con que los hacía encariñarse al
Oratorio y a la Escuela, por la piedad que sabía hacer reinar, se decía que los muchachos del
Maestro Corso parecían novicios y no hay que maravillarse si suscitaba entre ellos numerosas
vocaciones.
Los pocos días de su enfermedad dieron una magnífica idea del grado de virtud que
había alcanzado. A pesar de que, al decir de los médicos, los dolores que sufría eran de los
más atroces, no se escapó de sus labios ni un solo lamento. Cuando el mal le hacía sufrir más,
repetía: “Sea todo por Ti, Dios mío!”. Murió serenamente cuando para salvarlo se estaba
intentando una intervención quirúrgica.
El pésame suscitado por su muerte fue unánime. Continuamente las mamás y los
muchachos desfilaron ante su cadáver, llorando y rezando. El mismo día de su sepultura, una
familia en estado irregular sintió remordimiento y ante el recuerdo del Maestro Corso,
legitimó su unión.
Sus funerales fueron un verdadero triunfo. Tomaron parte centenares y centenares de
padres y madres de familia, amigos, bienhechores y protectores de la Escuela y del Oratorio y
un ejército de muchachos.
El Excmo. Señor Nuncio, Monseñor Cento, al tener noticia de la muerte del querido
hermano, dijo: “Es una de aquellas pérdidas que más he sentido, ya que me pareció siempre
un hombre completo”.
Su papá, al recibir las gracias del Padre Inspector por haber regalado un hijo a la
Congregación, dijo: “Ese era el camino por el que lo quería Dios, y ay de él si no lo hubiera
seguido!” Y nuestro hermano lo siguió de tal modo que “viviendo poco tiempo, llenó mucha
vida”.
Es mi convencimiento y el de todos los hermanos de esta casa, el de la Inspectoría y el
de muchas personas, que el Maestro Corso voló directamente al Paraíso sin pasar por el
Purgatorio. Sin embargo, por si tuviera necesidad, ofrezcámosle la caridad de nuestras
oraciones.
No olvidéis tampoco esta Casa y a quien se profesa vuestro hermano en Cristo Jesús,
Sac. José Raymondi,
Director
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