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(Anónimo) Pitágoras Y Los Misterios De Delfos

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PITAGORAS (LOS MISTERIOS DE DELFOS)
Conócete a ti mismo, y conocerás el Universo y los Dioses (Inscripción del templo de Delfos)
El sueño, el Ensueño y el Éxtasis son las tres puertas abiertas sobre el Más Allá, de donde nos
vienen la ciencia del alma y el arte de la adivinación.
La Evolución es la ley de la Vida.
El Número es la ley del Universo.
La Unidad es la ley de dios.
I. Grecia en el siglo VI
El alma de Orfeo había atravesado como un divino meteoro el tempestuoso cielo de la Grecia
naciente. Desaparecido él, las tinieblas lo invadieron nuevamente. Después de una serie de
revoluciones, los tiranos de Tracia quemaron sus libros, derribaron sus templos, expulsaron a sus
discípulos. Los reyes griegos y muchas ciudades, más envidiosos de su desenfrenada licencia que
de la justicia que se desprende de las puras doctrinas, los imitaron. Pretendióse borrar su
recuerdo, destruir sus últimos vestigios, y todo estuvo tan bien hecho que algunos siglos después
de su muerte una parte de Grecia dudaba de su existencia. En vano los iniciados conservaron su
tradición durante más de mil años; en vano Pitágoras y Platòn hablaban de èl como de un hombre
divino; los sofistas y los rectores ya no lo veìan màs que como una leyenda acerca de los
orìgenes de la mùsica. Aún en nuestros dìas los eruditos niegan porfiadamente la existencia de
Orfeo. Se apoyan principalmente! en el hecho de que ni Homero ni Hesìodo pronunciaron su
nombre. Pero el silencio de esos poetas se explica solamente por la prohibiciòn que los gobiernos
locales habìan impuesto sobre el gran iniciador. Los discìpulos de Orfeo no perdìan ocasiòn
alguna para referir todos los poderes a la autoridad suprema del templo de Delfos y no cesaban
de repetir que era preciso someter al consejo de los antictiones las diferencias producidas entre
los diversos Estados de Grecia. Eso molestaba a los demagogos tanto como a los tiranos.
Homero -que probablemente recibiò su iniciaciòn en el santuario de Tiro, y cuya mitologìa es la
traducciòn poètica de la teologìa de Sankoniaton-, el jonio Homero bien pudo ignorar al dorio
Orfeo, cuya tradiciòn era tanto màs secreta cuanto màs perseguida estaba. En cuanto a Hesìodo,
nacido cerca del Parnaso, debiò de conocer su nombre y su doctrina por el santuario de Delfos;
pero sus iniciadores le impusieron silencio, y con razòn.
Entre tanto, Orfeo vivìa en su obra, vivìa en sus discìpulos y en los mismos que lo negaban.
¿Què es esa obra? ¿Dónde hay que buscar esa alma vital? ¿En la oligarquìa militar y feroz de
Esparta, donde la ciencia es despreciada, la ignorancia erigida en sistemas, la brutalidad exigida
como un complemento del valor? ¿En esas implacables guerras de Mesenia, donde se viera a los
espartanos perseguir hasta el exterminio a un pueblo vecino, y a esos romanos de Grecia
anunciar la roca Tarpeya y los sangrientos laureles del Capitolio cuando arrojaron al abismo al
heroico Aristòmenes, defensor de su patria? ¿Acaso en la democracia turbulenta de Atenas,
siempre presta a caer en la tiranìa? ¿En la guardia pretoriana de Pisìstrato o en el puñal de
Harmodio y de Aristogitòn, oculto bajo una rama de mirto? ¿En las ciudades numerosas de la
Hèlade de la Gran Grecia y del Asia Menor, donde Atenas y Esparta ofrecen los dos tipos
opuestos? ¿En todas esas democracias y tiranìas! envidiosas, celosas y siempre dispuestas a
destrozarse entre sì? No, el alma de Grecia no està allì. Està en sus templos, en sus Misterios y en
sus iniciados. Està en el santuario de Júpiter en Olimpia, en el de Juno en Argos, en el de Ceres
en Eleusis; reina sobre Atenas con Minerva, irradia desde Delfos con Apolo, que domina y
penetra en todos los templos con su luz. Ese es el centro de la vida helènica, el cerebro y el
corazòn de Grecia. Ahì van a instruirse los poetas que traducen a la multitud las verdades
sublimes en vivientes imàgenes, los sabios que la propagan con dialèctica sutil. El espìritu de
Orfeo circula donde quiera que papite la Grecia inmortal. Volvemos a encontrarlo en las luchas
poèticas y gimnàsticas, en los juegos de Delfos y de Olimpia, instituciones felices que
imaginaron los sucesores del maestro para acercar y refundir las doce tribus griegas. Lo tocamos
con el dedo en el tribunal de los anfictiones, en esa asamblea de los grandes iniciados, corte !
suprema y arbitral que se reunìa en Delfos, gran poder de justicia y concordia, el único donde
Grecia volviò a hallar su unidad en horas de heroìsmo y abnegaciòn.
Sin embargo, esa Grecia de Orfeo, que tenìa por intelecto una pura doctrina conservada en los
templos, por alma una religiòn plàstica y por cuerpo una alta corte de justicia centralizada en
Delfos, comenzaba a declinar desde el siglo VII.
Las órdenes de Delfos ya no eran respetadas, violàbanse los territorios sagrados. Es que habìa
desaparecido la raza de los grandes inspirados, poderes polìticos; los propios Misterios
comenzaron desde entonces a corromperse. El aspecto general de Grecia habìa cambiado. La
antigua realeza sacerdotal y agrìcola era reemplazada por la tiranìa pura y simple, por la
aristocracia militar o por la democracia anàrquica. Los templos habìanse tornado impotentes para
prevenir la disoluciòn amenazante. Precisaban una nueva ayuda. Habìase hecho necesaria una
vulgarizaciòn de las doctrinas esotèricas. Para que el pensamiento de Orfeo pudiera vivir y
difundirse en todo su esplendor, era preciso que la ciencia de los templos pasara a las òrdenes
laicas. Y se deslizò, tras diversos disfraces, en la cabeza de los legisladores civiles, en las
escuelas de los poetas, bajo los pòrticos de los filòsofos. Estos sintieron para su enseñanza la
misma necesidad que Orfeo habìa reconoc! ido para la religiòn, la de dos doctrinas: una pùblica,
otra secreta, que exponìan la misma verdad en medida y forma diferentes, apropiadas al
desarrollo de sus alumnos. Dicha evoluciòn diò a Grecia sus tres grandes siglos de creaciòn
artìstica y de esplendor intelectual. Permitiò al pensamiento òrfico, que es a la vez el impulso
primero y la sìntesis ideal de Grecia, concentrar toda su luz e irradiarla sobre el mundo entero,
antes que su edificio polìtico, minado por las disensiones intestinas, se sacudiera bajo los golpes
de Macedonia para desmoronarse finalmente por la fèrrea mano de Roma.
La evoluciòn de que hablamos tuvo numerosos obreros. Suscitò fìsicos como Tales, legisladores
como Solòn, poetas como Pìndaro, hèroes como Epaminondas; pero tuvo un jefe reconocido, un
iniciado de primer orden, una inteligencia soberana, creadora y ordenadora. Pitàgoras es el
maestro de la Grecia laica, como Orfeo lo es de la Grecia Sacerdotal. Traduce, continùa el
pensamiento religioso de su predecesor y lo aplica a los tiempos nuevos. Pero su traducciòn es
una creaciòn, pues coordina las inspiraciones òrficas en un sistema completo; les suministra la
prueba cientìfica en su enseñanza y la prueba moral en su instituto de educaciòn, en la orden
pitagòrica que le sobrevive.
Aunque haya aparecido en la plena luz de la historia, Pitàgoras ha quedado como un personaje
casi legendario. La razòn principal de ello es la persecuciòn encarnizada de que fue vìctima en
Sicilia y que costò la vida a tantos pitagòricos. Algunos perecieron aplastados bajo los
escombros de su escuela incendiada, otros murieron de hambre en un templo. El recuerdo y la
doctrina del maestro solamente se perpetuaron a travès de los discìpulos que consiguieron huir a
Grecia. Platòn, con gran esfuerzo y a alto precio, se procurò por intermedio de Arquitas un
manuscrito del maestro, que por otra parte jamàs escribiò su doctrina esotèrica sino en signos
secretos y bajo forma simbòlica. Su verdadera acciòn, como la de todos los reformadores,
ejercìase por la enseñanza oral. Pero la esencia del sistema consiste en los Versos dorados de
Lisis en el comentario de Hierocles, en los fragmentos de Filolao y de Arquitas, asì como en el
Timeo de Platòn, que contiene la cosmo! gonìa de Pitàgoras. Por ùltimo, los escritores de la
antigüedad estàn rebosantes del filòsofo de Crotona. Nos transmiten las anècdotas que pintan su
sabidurìa, su belleza y su maravilloso poder sobre los hombres. Los neoplatònicos de Alejandrìa,
los gnòsticos y hasta los primeros Padres de la Iglesia lo citan como una autoridad. Preciosos
testimonios, donde vibra siempre la poderosa oleada de entusiasmo que la gran personalidad de
Pitàgoras supo comunicar a Grecia y cuyas ùltimas sacudidas son todavìa sensibles ocho siglos
despuès de su muerte.
Vista desde lo alto, examinada con las claves del esoterismo comparado, su doctrina presenta un
magnìfico conjunto, un todo solidario cuyas partes estàn ligadas por una concepciòn
fundamental. Encontramos allì una reproducciòn razonada de la doctrina esotèrica de la India y
de Egipto, a la cual da la claridad y la simplicidad helènica añadièndole un sentimiento màs
enèrgico, una idea màs neta de la libertad humana.
En la misma època, y sobre diversos puntos del globo, grandes reformadores vulgarizaban
doctrinas anàlogas. Lao -Tsè salía en China del esoterismo de Fo-hi; el ùltimo Buda, SadkyaMuni, predicaba a orillas del Ganges; en Italia, el sacerdocio etrusco enviaba a Roma un iniciado
provisto de libros sibilinos; el rey Numa, que procurò refrenar con prudentes instituciones las
ambiciones amenazadoras del Senado Romano. Y no por obra del azar dichos reformadores
aparecen al mismo tiempo entre pueblos tan diversos. Sus diferentes misiones concurren a una
finalidad comùn. Prueban que, en ciertas épocas, una misma corriente espiritual atraviesa
misteriosamente toda la humanidad. ¿De dònde procede? De ese mundo divino que està fuera de
nuestra vista, pero del cual los genios y los profetas son enviados y testigos.
Pitàgoras atravesò el mundo antiguo antes de decir su palabra en Grecia. Viò al Àfrica y Asia, a
Menfis y Babilonia, viò su polìtica y su iniciaciòn. Su vida tempestuosa parece un navìo lanzado
en plena tormenta; con las velas desplegadas persigue su fin sin desviarse de la ruta, imagen de la
calma y la fuerza en medio de los elementos desencadenados. Su doctrina dà la sensaciòn de una
noche fresca que sucede a los agudos fuegos de una jornada abrumadora. Hace pensar en la
belleza del firmamento, que despliega poco a poco sus archipièlagos centelleantes y sus armonìas
etèreas sobre la cabeza del observador.
Procuremos despojar a una y otra de las oscuridades de la leyenda y de los prejuicios de la
escuela.
II . LOS AñOS DE VIAJE
Al comienzo del siglo VI de nuestra era, Samos constituìa una de las islas màs florecientes de
Jonia. La rada de su puerto abrìase frente a las montañas violetas de la muelle Asia Menor, de
donde provenìan todos los lujos y todas las seducciones. La ciudad extendìase sobre la verdeante
orilla de una amplia bahìa y se ordenaba en anfiteatro sobre la montaña, al pie de un promontorio
coronado por el templo de Neptuno. La dominaban las columnatas de un palacio magnìfico. Allì
reinaba el tirano Polìcrates. Luego de haber privado a Samos de sus libertades, le habìa dado el
lustre de las artes y de un esplendor asiàtico. Heteras de Lesbos, llamadas por èl, habìanse
establecido en un palacio cercano al suyo e invitaban a los jòvenes de la ciudad a fiestas en las
cuales les enseñaban las voluptuosidades màs refinadas, sazonadas con mùsicas, danzas y
festines. Anacreonte, llamado a Samos por Polìcrates, fue conducido hasta allì en un trireme con
velas de pùrpura y màstiles dorados! , y el poeta, teniendo en la mano una copa de plata labrada,
recitò ante esa alta corte del placer sus odas acariciantes y perfumadas como una lluvia de rosas.
La suerte de Polìcrates se habìa hecho proverbial en toda Grecia. Tenìa por amigo al faraòn
Amasis, quien muchas veces le advirtiò que desconfiara de una ventura tan continuada y, sobre
todo, que no se jactase de ella. A la indicaciòn del monarca egipcio respondiò Polìcrates
arrojando su anillo al mar. "Hago este sacrificio a los dioses", dijo. Al dìa siguiente, un pescador
llevò al tirano el anillo precioso, que habìa encontrado en el vientre de un pescado. Cuando el
faraòn supo esto declarò que rompìa su amistad con Polìcrates, porque una aventura tan insolente
le acarrearìa la venganza de los dioses. Sea o no cierta la anècdota, el fin de Polìcrates fue
tràgico. Uno de sus sàtrapas lo atrajo a una provincia vecina, lo hizo expirar en el tormento y
ordenò que su cuerpo fuese clavado en una cruz sobre el monte Micale! . De esta manera los
habitantes de Samos pudieron ver, en una! sangrienta puesta de sol, el cadàver de su tirano
crucificado sobre un promontorio, frente a la isla donde reinara entre la gloria y los placeres.
Pero volvamos al comienzo del reinado de Polìcrates. En una noche clara, un hombre jòven
hallàbase sentado en un bosque de agnocastos de lucientes hojas, no lejos del templo de Juno,
cuya fachada dòrica estaba bañada por la luna llena que hacìa resaltar su mìstica majestad. Un
rato antes habìa rodado a sus pies un rollo de papiro que contenìa un canto de Homero. Su
meditaciòn, comenzada al crepùsculo, duraba aùn y se prolongaba en el silencio de la noche.
Hacìa tiempo que se habìa puesto el sol, pero su disco fulgurante todavìa flotaba ante la mirada
del joven soñador, en una irreal presencia, porque su pensamiento erraba lejos del mundo visible.
Pitàgoras era hijo de un rico joyero de Samos y de una mujer llamada Partenis. La Pitia de
Delfos, consultada durante un viaje por los jòvenes desposados, les habìa prometido: "Un hijo
que serà ùtil a todos los hombres, en todos los tiempos", y el oràculo habìa enviado a los esposos
a Sidòn, en Fenicia, a fin de que el hijo predestinado fuera concebido, moldeado y dado a su luz
lejos de las turbadoras influencias de su patria. Antes de su nacimiento, el hijo maravilloso habìa
sido consagrado fervorosamente por sus padres a la luz de Apolo, en la luna del amor. El niño
naciò; cuando èste tuvo un año, su madre, por consejo que de antemano le dieron los sacerdotes
de Delfos, lo llevò al templo de Adonái en un valle del Lìbano. Allì lo bendijo el gran sacerdote.
Despuès la familia retornò a Samos. El hijo de Partenis era muy hermoso, dulce, moderado,
pleno de justicia. Sòlo la pasiòn intelectual brillaba en sus ojos y daba a sus actos una secreta
energìa. Lejos ! de contrariarlo, sus padres habìan estimulado su precoz inclinaciòn al estudio de
la sabidurìa. Pudo conversar libremente con los sacerdotes de Samos y con los sabios que habìan
comenzado a fundar en Jonia algunas escuelas donde enseñaban los principios de la fìsica. A los
dieciocho años habìa seguido las lecciones de Hermodamas de Samos; a los veinte, las de
Ferecides de Siros; incluso habìa conferenciado con Tales y Anaximandro en Mileto. Esos
maestros le abrieron nuevos horizontes, pero ninguno lo satisfizo. Entre sus enseñanzas
contradictorias buscaba interiormente el vìnculo, la sìntesis , la unidad del gran Todo. Ahora el
hijo de Partenis habìa llegado a una de esas crisis en que el espìritu, sobreexcitado por la
contradicciòn de las cosas, concentra todas sus facultades en un esfuerzo supremo para entrever
el objetivo, para encontrar el camino que conduce al Sol de la verdad, al centro de la vida.
En esa noche càlidad y esplèndida, el hijo de Partenis miraba alternativametne la tierra, el templo
y el cielo estrellado. Allì, sobre èl, en torno suyo, estaba Demèter, la tierra-madre, la Naturaleza,
que èl querìa penetrar. Respiraba sus poderosas emanaciones, sentìa la invencible atracciòn que a
èl, átomo pensante, lo encadenaba a su seno como una parte inseparable de ella misma. Esos
sabios que consultara le habìa dicho: "De ella surge todo. Nada proviene de nada. El alma
procede del agua o del fuego, o de ambos. Sutil emanaciòn de los elementos, no escapa de ellos
sino parar retornar a ellos. Resìgnate a su ley fatal. Tu ùnico mèrito serà el de conocerla y
someterte a ella".
Luego observaba el firmamento y las letras de fuego que forman las constelaciones en la
insondable profundidad del espacio. Esas letras debìan tener un sentido. Porque si lo
infinitamente pequeño, el movimiento de los àtomos, tiene su razòn de ser, ¿còmo lo
infinitamente grande, la dispersiòn de los astros, cuyo agrupamiento representa el cuerpo del
universo, no la tendrìa? ¡Ah, sì, cada uno de esos mundos tiene su ley propia, y todos juntos se
mueven por un Nùmero y en una armonìa suprema! Pero ¿quièn descifrarà alguna vez el alfabeto
de las estrellas? Los sacerdotes de Juno le habìan dicho: "El cielo de los dioses fue antes que la
Tierra. Tu alma proviene de ahì. Ruega a ellos, para que pueda ascender de nuevo".
Esta meditaciòn fue interrumpida por un canto voluptuoso que surgìa de un jardìn, a orillas del
Imbraso. Las voces lascivas de las lesbias confundìanse lànguidamente con los sones de la cìtara;
algunos jòvenes les respondieron con canciones bàquicas. A esas voces se mezclaron de pronto
algunos gritos agudos y lùgubres que llegaban desde el puerto. Eran rebeldes que Polìcrates
hacìa cargar en una barca para venderlos como esclavos en Asia. Para amontonarlos bajo los
puentes de los remeros, les golpeaban con làtigos erizados de clavos. Sus aullidos y sus
blasfemias se perdieron en la noche; despuès, todo volviò al silencio.
El joven tuvo un doloroso estremecimiento, pero lo reprimiò para recogerse en sì mismo. El
problema estaba frente a èl, màs punzante, màs agudo. La Tierra decìa: ¡Fatalidad! El cielo
decìa: ¡Providencia!. Y la Humanidad, que flota entre ambos, respondìa: ¡Locura! ¡Dolor!
¡Esclavitud! Pero en el fondo de sì mismo el futuro adepto escuchaba una voz invencible que
respondìa a las cadenas de la Tierra y a los centelleos del cielo con este grito: ¡Libertad! ¿Quièn,
pues, tenìa razòn? ¿Los sabios, los sacerdotes, los locos, los desventurados o èl mismo? ¡Ah!,
todas esas voces estaban en lo cierto, cada uno triunfaba en su esfera, pero ninguna le entregaba
su razòn de ser. Los tres mundos existìan inmutables como el seno de Demèter, como la luz de
los astros y como el corazòn humano; pero solamente aquel que supiera encontrar su acuerdo y la
ley de su equilibrio serìa un verdadero sabio, ùnicamente èse poseerìa la ciencia divina y podrìa
ayudar a los hombres. ¡En l! a sìntesis de los tres mundos estaba el secreto del Cosmos!
Al pronunciar esa palabra que acababa de hallar, Pitàgoras se levantò. Su mirada fascinada se
fijò en la fachada dòrica del templo. El severo edificio parecìa trasfigurado bajo los castos rayos
de Diana. Creyò descubrir allì la imagen ideal del mundo y la soluciòn del problema que
buscaba. Porque la base, las columnas, el arquitrabe y el frontòn triangular le representaron de
pronto la triple naturaleza del hombre y del universo, del microcosmo y del macrocosmo
coronado por la unidad divina, que es en sì misma una trinidad. El Cosmos, dominado y
penetrado por Dios, formaba:
La Tètrada sagrada, inmenso y puro sìmbolo,
Fuente de la Natura, modelo de los Dioses.
Sì, oculta en esas lìneas geomètricas estaba la clave del universo, la ciencia de los nùmeros, la
ley ternaria que rige la constituciòn de los mundos, la del septenario que preside su evoluciòn. Y
en una visiòn grandiosa, Pitàgoras vio moverse los mundos segùn el ritmo y la armonìa de los
nùmeros sagrados. Viò el equilibrio de la Tierra y el cielo, cuyo fiel està sostenido por la libertad
humana; los tres mundos: natural, humano y divino, sostenièndose, determinàndose
recìprocamente y representando el drama universal por un doble movimiento descendente y
ascendente. Adivinò las esferas del mundo invisible envolviendo al visible y animàndolo
incesantemente; concibiò por fin la depuraciòn y la liberaciòn del hombre, ya en este mismo
mundo, mediante la triple iniciaciòn. Viò todo eso, y su vida, y su obra, en una iluminación
instantànea y clara, con la certidumbre irrefragable del espìritu que se siente frente a la Vida. Fue
un relàmpago. Ahora se trataba de pr! obar por medio de la Razòn lo que su pura Inteligencia
habìa captado en lo Absoluto, y para ello era menester una vida humana, un trabajo de Hèrcules.
Pero, ¿dònde encontrar la ciencia necesaria para llevar a felìz tèrmino semajante labor? Ni los
cantos de Homero, ni los sabios de Jonia, ni los templos de Grecia bastaban para ello.
El espìritu de Pitàgoras, al que repentinamente le habìan crecido alas, comenzò a hundirse en su
pasado, en su nacimiento cubierto de velos y en el misterioso amor de su madre. Un recuerdo de
la infancia se le presentò con incisiva precisiòn. Recordaba que a la edad de un año su madre lo
habìa llevado a un valle del Lìbano, al templo de Adonài. Volviò a verse muy pequeño, abrazado
al cuello de Partenis, en medio de montañas colosales, de selvas enormes, donde un rìo se
precipitaba en catarata. Ella estaba de pie, en una terraza protegida por grandes cedros. Un
sacerdote majestuoso, de barba blanca, sonreìa a la madre y al hijo, a la vez que se expresaba
solemnemente, con palabras que èl no comprendìa. Su madre le habìa recordado a menudo las
extrañas palabras del hierofante de Adonài: "¡Oh!, mujer de jonia, tu hijo serà grande por la
sabidurìa, pero recuerda que si bien los griegos poseen aùn la ciencia de los dioses, la ciencia de
Dios no se encuentra màs q! ue en Egipto". Esas palabras se le presentaban junto con la sonrisa
materna, el hermoso rostro del anciano y el estrèpito lejano de la catarata, dominado por la voz
del sacerdote, en un paisaje grandioso como el sueño de otra vida. Por vez primera adivinò el
sentido del oràculo. Mucho habìa oìdo hablar del prodigioso saber de los sacerdotes egipcios y
de sus Misterios formidables; pero creyò que podrìa prescindir de ellos. Ahora comprendìa que
le era necesaria aquella "ciencia de Dios" para penetrar hasta el fondo de la Naturaleza, y que no
la encontrarìa màs que en los templos de Egipto. La dulce Partenis era quien, con su instinto de
Madre, lo habìa preparado para esa obra, lo habìa llevado como ofrenda al Dios soberano.
A partir de ese momento tomò la resoluciòn de dirigirse a Egipto para hacerse iniciar.
Polìcrates se jactaba de proteger a los filòsofos tanto como a los poetas. Se apresurò a dar a
Pitágoras una carta de recomendaciòn para el faraòn Amasis, quien lo presentò a los sacerdotes
de Menfis. Éstos lo recibieron con alguna resistencia y tras muchas dificultades. Los sabios
egipcios desconfiaban de los griegos, a quienes tenìan por ligeros e inconstantes. Hicieron cuanto
pudieron para desalentar al joven samio. Pero el novicio se sometiò con una paciencia y un valor
inquebrantables a las demoras y a las pruebas que le impusieron. Sabìa desde el comienzo que
solamente llegarìa al conocimiento por medio del entero dominio de la voluntad sobre todo su
ser. Su iniciaciòn durò ventidòs años, durante el pontificado del gran sacerdote Sonchis. Hemos
relatado, en el libro de Hermes, las pruebas, las tentaciones, los terrores y los èxtasis del iniciado
de Isis, hasta la muerte aparente y catalèptica del adepto y su resurrecciòn en la luz de Osiris.
Pitàgoras ! atravesò todas esas fases que permitìan realizar, no como una vana teorìa sino como
algo vivido, la doctrina del Verbo-Luz o de la Palabra universal y la de la evoluciòn humana a
travès de los siete ciclos planetarios. A cada paso de esta vertiginosa ascensiòn, las pruebas se
renovaban de manera màs temible. Cien veces se arriesgaba la vida, sobre todo si se querìa
arribar al manejo de las fuerzas ocultas, a la peligrosa pràctica de la magia y la teurgia. Como
todos los grandes hombres, Pitàgoras tenìa fe en su estrella. No rechazaba nada de cuanto podìa
conducirlo a la ciencia, y no le detenìa el temor de la muerte porque veìa la vida en el màs allà.
Cuando los sacerdotes egipcios reconocieron en èl una fuerza de alma extraordinaria y esa pasiòn
impersonal de la sabidurìa que es la cosa màs rara del mundo, le abrieron los tesoros de su
experiencia. Entre ellos se formò y se templò. Allì pudo profundizar las matemàticas sagradas, la
ciencia de los nùmeros o de los principios! universales, que convirtiò en el centro de su sistema y
form! ulò de manera nueva. La severidad de la disciplina egipcia en los templos le hizo conocer,
por otra parte, el prodigioso poder de la voluntad humana sabiamente ejercida y adiestrada, sus
infinitas aplicaciones tanto al cuerpo como al alma. "La ciencia de los nùmeros y el arte de la
voluntad son las dos claves de la magia -decìan los sacerdotes de Menfis-; abren todas las puertas
del universo". Fue, pues, en Egipto donde Pitàgoras adquiriò esa visiòn elevada que permite
percibir las esferas de la vida y las ciencias en un orden concèntrico, comprender la involuciòn
del espìritu en la materia mediante la creaciòn universal, y su evoluciòn o reascenso hacia la
unidad merced a esa creaciòn individual que se llama desarrollo de una conciencia.
Pitàgoras habìa llegado a la cumbre del sacerdocio egipcio y quizà soñaba con regresar a Grecia,
cuando la guerra estallò en la cuenca del Nilo con todas sus calamidades y arrastrò en un nuevo
torbellino al iniciado de Osiris. Desde hacìa tiempo, los dèspotas de Asia meditaban la ruina de
Egipto. Sus asaltos, repetidos durante siglos, habìan fracasado ante la sabidurìa de las
instituciones egipcias, la fuerza del sacerdocio y la energìa de los faraones. Pero el reino
inmemorial, asilo de la ciencia de Hermes, no debìa durar eternamente. El hijo del vencedor de
Babilonia, Cambises, se abatiò sobre Egipto con sus ejèrcitos innumerables y hambrientos como
mangas de langostas, y puso fin a la instituciòn del faraonato cuyo origen se perdìa en la noche
de los tiempos. A juicio de los sabios, era una catàstrofe para el mundo entero. Hasta entonces
Egipto habìa resguardado a Europa contra Asia. Su influencia protectora se extendìa sobre toda
la cuenca del Mediterrà! neo por medio de los templos de Fenicia, Grecia, y Etruria, con los
cuales el alto sacerdocio egipcio estaba en relaciòn constante. Una vez derribado ese baluarte el
Toro se abalanzarìa, con la cabeza gacha, sobre las costas helènicas. Pitàgoras viò, pues, còmo
Cambises invadìa a Egipto. Pudo ver còmo el dèspota persa, digno herededo de los bandidos
coronados de Nìnive y Babilonia, saqueaba los templos de Menfis y Tebas y destruìa el de
Amòn. Pudo ver al faraòn Psametik conducido a presencia de Cambises, cargado de cadenas,
colocado sobre un otero a cuyo alrededor debieron alinearse los sacerdotes, las principales
familias y la corte del rey. Pudo ver a la hija del faraòn cubierta de harapos y seguida por todas
sus damas de honor revestidas de manera semejante; al prìncipe heredero y a dos mil jòvenes,
conducidos con freno en la boca y cabestro al cuello, antes de ser decapitados; al faraòn
Psametik ahogando sus sollozos ante la horrenda escena, y al infame Cambises, sentado! en el
trono, complacièndose con el dolor de su adversario de! rrotado. Cruel pero instructiva lecciòn
de la historia, despuès de las lecciones de la ciencia. ¡Què imagen de la naturaleza animal,
desencadenada en el hombre hasta llegar a ese monstruo del despotismo, que todo lo pisotea, e
impone a la humanidad el reinado del màs implacable destino merced a su odiosa apoteosis!
Cambises hizo trasladar a Pitàgoras a Babilonia, con una parte del sacerdocio egipcio, y lo
internò allì. Esa ciudad colosal, que Aristòteles compara a un paìs rodeado de murallas, ofrecìa
por entonces un inmenso campo de observaciòn. La antigua Babel, la gran prostituida de los
profetas hebreos, era màs que nunca, despuès de la conquista persa, un pandemonio de pueblos,
lenguas, cultos y religiones, en medio de los cuales el despotismo asiàtico erigìa su torre
vertiginosa. Segùn las tradiciones persas, su duraciòn se remonta a la legendaria Semìramis. Ella
habìa construìdo -decìase- su recinto, monstruo de noventa y cinco kilòmetros de perìmetro, el
Imgum-Bel, sus murallas por donde dos carros podìan correr a la par, sus terrazas superpuestas,
sus palacios macizo de policromos relieves, sus templos sostenidos por elefantes de piedra y
coronados por dragones multicolores. Allì se habìan sucedido los dèspotas que avasallaron a
Caldea, Asiria, Persia, una part! e de Tartaria, Judea, Siria y el Asia Menor. Allì Nabucodonosor,
el asesino de los magos, mantuvo en cautiverio al pueblo judìo, que seguìa practicando su culto
en un rincòn de la inmensa ciudad donde Londres habrìa cabido cuatro veces. Los mismos judìos
habìan proporcionado al gran rey un ministro poderoso en la persona del profeta Daniel. Con
Baltasar, hijo de Nabucodonosor, los muros de la vieja Babel se derrumbaron finalmente bajo los
golpes vengadores de Ciro, y Babilonia pasò por muchos siglos al dominio persa. Por esta serie
de acontecimientos anteriores, en el momento en que arribò Piàgoras, tres religiones diferentes se
codeaban en el alto sacerdocio de Babilonia: los antiguos sacerdotes caldeos, los sobrevivientes
del mazdeìsmo persa y los elegidos del cautiverio judìo. Ello prueba que esos diversos sacerdotes
se entendìan entre sì por el lado esotèrico; fue precisamente el papel de Daniel, que, aunque
afirmara al Dios de Moisès, quedò como primer ministro con Nabu! codonosor, Baltasar y Ciro.
Pitàgoras debiò ensanchar su horizonte, ya tan vasto, al estudiar tales doctrinas, religiones y
cultos, cuya sìntesis aùn conservaban algunos iniciados. Pudo profundizar en Babilonia los
conocimientos de los magos, herederos de Zoroastro. Si los sacerdotes egipcios eran los ùnicos
que poseìan las claves universales de las ciencias sagradas, los magos persas tenìan fama de
haber lllevado muy lejos la pràctica de ciertas artes. Se atribuìan el manejo de esas potencias
ocultas de la Naturaleza que se llaman el fuego pantomorfo y la luz astral. En sus templos decìase-, las tinieblas se producìan en pleno dìa, las làmparas se encendìan por sì mismas, se veìa
a los dioses emitir radiaciones y se oìa rugir al rayo. Los magos llamaban Leòn celestial a ese
fuego incorpòreo, agente generador de la electricidad, que sabìan condensar o disipar a voluntad,
y denominaban serpientes a las corrientes elèctricas de la atmòsfera y a las magnèticas de la
Tierra, que pretendìa! n dirigir como flechas sobre los hombres. Habìan realizado tambièn un
estudio especial del poder sugestivo, atractivo y creador del verbo humano. Para la evocaciòn de
los espìritus empleaban fòrmulas graduadas y tomadas de las màs antiguas lenguas de la Tierra.
Esta era la razòn psìquica que daban de ello: "Nada cambies en los nombres bàrbaros de la
evocaciòn; porque son los nombres panteìsticos de Dios; estàn imantados por las adoraciones de
una multitud y su poder es infable". Dichas evocaciones, practicadas en medio de purificaciones
y plegarias, eran, para hablar con propiedad, lo que màs tarde se llamò la magia blanca.
En Babilonia, pues, Pitàgoras penetrò en los arcanos de la antigua magia. Al mismo tiempo, en
ese antro del despotismo viò un gran espectàculo: sobre los escombros de las desmoronadas
religiones del Oriente, sobreponièndose a su sacerdocio diezmado y degenerado, un grupo de
iniciados intrèpidos, sòlidamente unidos, defendìan su ciencia, su fe y, en la medida en que
podìan, la justicia. Erguidos ante los dèspotas, como Daniel en el foso de los leones, dispuestos
siempre al sacrificio, fascinaban y domesticaban a la bestia del poder absoluto con su poder
espiritual, y le disputaban el terreno palmo a palmo.
Despuès de su iniciaciòn egipcia y caldea, el hijo de Samos sabìa mucho màs de fìsica que sus
maestros y que ningùn otro griego, sacerdote o laico, de su tiempo. Conocìa los principios
eternos del universo y sus aplicaciones. La Naturaleza le habìa abierto sus abismos; los groseros
velos de la materia se habìan desgarrado ante sus ojos para mostrarle las esferas maravillosas de
la Naturaleza y de la humanidad espiritualizada. En el templo de Neith-Isis en Menfis, y en el
Bel, en Babilonia, habìa aprendido muchos secretos sobre el pasado de las religiones, sobre la
historia de los continentes y las razas. Habìa podido comparar las ventajas y los inconvenientes
del monoteìsmo judìo, del politeìsmo griego, del trinitarismo hindù y del dualismo persa. Sabìa
que todas esas religiones eran los rayos de una misma verdad, tamizados por distintos grados de
inteligencia y por diversos estados sociales. Tenìa la clave, es decir, la sìntesis de todas esas
doctrinas, en ! la ciencia esotèrica. Su mirada, abrazando el pasado y hundièndose en el porvenir,
debìa juzgar el presente con una singular lucidez. Su experiencia le mostraba a la humanidad
amenazada por las peores plagas, por la ignorancia de los sacerdotes, el materialismo de los
sabios y la indisciplina de las democracias. En medio del relajamiento universal veìa crecer el
despotismo asiàtico, y desde esa negra nube un ciclòn formidable iba a descargarse sobre la
indefensa Europa.
Era, pues, hora de retornar a Grecia, de cumplir allì su misiòn, de comenzar su obra.
Pitàgoras habìa estado internado en Babilonia durante doce años. Para salir de allì necesitaba una
orden del rey de los persas. Un compatriota, Demòcedes, el mèdico del rey, intercediò en su
favor y obtuvo la libertad del filòsofo. Pitàgoras volviò, pues, a Samos tras treinta y cuatro años
de ausencia. Encontrò a su patria aplastada por un sàtrapa del gran rey. Escuelas y templos
estaban cerrados; poetas y sabios habìan huido, como una bandada de golondrinas, ante el
cesarismo persa. Tuvo por lo menos el consuelo de recoger el postrer suspiro de su primer
maestro, Hermodamas, y de encontrar a su madre Partenis, la ùnica que no dudara de su regreso.
Porque todo el mundo habìa creìdo muerto al hijo aventurero del joyero de Samos. Pero jamàs
dudò ella del oràculo de Apolo. Comprendìa que, bajo su blanco vestido de sacerdote egipcio, su
hijo se preparaba para una elevada misiòn. Sabìa que del templo de Neith-Isis saldrìa el maestro
bienhecho, el profeta luminoso! con quien ella soñara en el bosque sagrado de Delfos y que el
hierofante de Adonài le prometiera bajo los credos del Lìbano.
Y ahora una barca ligera, sobre las azuladas ondas de las Cìclades, conducìa, a la madre y al hijo
hacia un nuevo exilio. Huìan, con todo cuanto tenìan, de la oprimida y perdida Samos. Ponìan
proa a Grecia. Ni las coronas olìmpicas ni los laureles del poeta tentaban al hijo de Partenis. Su
obra era màs misteriosa y más grande: despertar el alma dormida de los dioses en los santuarios;
devolver su fuerza y su prestigio al templo de Apolo, y luego fundar en algùn lado una escuela
de ciencia y de vida de donde no saldrìan polìticos ni sofistas, sino hombres y mujeres iniciados,
madres verdaderas y hèroes puros.
III. EL TEMPLO DE DELFOS. LA CIENCIA APOLÌNEA. TEORÌA DE LA ADIVINACIÒN.
LA PITONISA TEÓCLEA
De la llanura de Fòcide se ascendìa a las rientes praderas que bordean las orillas del Plistios, y
desde allì se entraba, entre altas montañas, en un valle tortuoso. A cada paso el valle tornàbase
màs estrecho, y la comarca màs grandiosa y desolada. Se alcanzaba por ùltimo un cìrculo de
montañas abruptas coronadas por picos salvajes, verdadero embudo de electricidad rebasado por
frecuentes tormentas. Bruscamente en el fondo de la garganta sombrìa, aparecìa la ciudad de
Delfos, como un nido de àguilas, sobre un peñasco rodeado de precipicios y dominado por las
dos cimas del Parnaso. Desde lejos veìanse resplandecer las Victorias y los caballos de bronce,
las innumerables estatuas de oro escalonadas sobre la ruta sagrada y alineadas como una guardia
de hèroes y de dioses en torno del templo dòrido de Febo Apolo.
Era el lugar màs santo de Grecia. Allì profetizaba la Pitia y se reunían los anfictiones; allì,
alrededor del santuario, todos los pueblos griegos habìan levantado capillas que encerraban
tesoros en ofrenda. Allì, procesiones de hombres, mujeres y niños, llegados de lejos, subìan la
ruta sagrada para saludar al dios de la Luz. Desde tiempos inmemoriales la religiòn consagrò
Delfos a la veneraciòn de los pueblos. Habìan contribuìdo a ello su situaciòn central en la
Hèlade, su peñasco resguardado de los asaltos y fàcil de defender. El dios estaba hecho para
impresionar la imaginaciòn; una singularidad le diò su prestigio. En una caverna, detràs del
templo, se abrìa una grieta de donde surgìan vapores frìos que provocaban, segùn se aseguraba,
la inspiraciòn y el èxtasis. Plutarco cuenta que, en tiempos muy remotos, un pastor habìa
comenzado a profetizar al sentarse al borde de dicha grieta. Primero lo creyeron loco; pero como
sus predicciones se realizaran empe! zò a concederse atenciòn al hecho. Los sacerdotes se
apoderaron del lugar y lo consagraron a la divinidad. De ahì la instituciòn de la Pitia, a la cual se
hacìa sentar en un trìpode sobre la grieta. Los vapores que salìan del abismo le producìan
convulsiones, extrañas crisis, y provocaban en ella esa segunda vista que se comprueba en los
sonàmbulos notables. Esquilo, cuyas afirmaciones deben tenerse en cuenta, pues era hijo de un
sacerdote de Eleusis e iniciado èl mismo, nos enseña en Las Eumènides, por intermedio de la
Pitia, que Delfos habìa sido consagrado primeramente a la Tierra, enseguida a Temis (la justicia),
despuès a Febe (la luna mediadora), y por ùltimo a Apolo, el dios solar. Cada uno de esos
nombres representan largos perìodos y abarca siglos en la simbòlica de los templos. Pero la
celebridad de Delfos data de Apolo. Dicen los poetas que Jùpiter, habiendo querido conocer el
centro de la Tierra, hizo partir dos àguilas del levante y del poniente, que se encontra! ron en
Delfos. ¿De dònde viene ese prestigio, esa autoridad u! niversal e indiscutible que hizo de Apolo
el Dios griego por excelencia, y que hace que haya conservado para nosotros mismos una
irradiaciòn inexplicable?
Nada nos enseña la historia sobre este punto importante. Interrogad a los oradores, a los poetas, a
los filòsofos: sòlo os daràn explicaciones superficiales. La verdadera respuesta a esa pregunta fue
un secreto del templo. Procuremos penetrarlo.
En el pensamiento òrfico, Dionisos y Apolo eran dos revelaciones diversas de la misma
divinidad. Dionisos representaba la verdad esotèrica, el fondo y el interior de las cosas, abierto
ùnicamente a los iniciados. Contenìa los misterios de la vida, las existencias pasadas y futuras,
las relaciones del alma y del cuerpo, del cielo y la Tierra. Apolo personificaba la misma verdad
aplicada a la vida terrestre y al orden social. Inspirador de la poesìa, la medicina y las leyes, era
la ciencia por la adivinaciòn, la belleza por el arte, la paz de los pueblos mediante la justicia, la
armonìa del alma y del cuerpo merced a la purificaciòn. En una palabra: para el iniciado,
Dionisos significaba nada menos que el espìritu divino en evoluciòn en el universo, y Apolo su
manifestaciòn en el hombre terrestre. Los sacerdotes habìan hecho comprender esto al pueblo por
medio de una leyenda. Le habìan dicho que Baco y Apolo se habìan disputado en tiempos de
Orfeo el trìpode d! e Delfos. Baco lo cediò voluntariamente a su hermano y se habìa retirado a
una de las cimas del Parnaso, donde las mujeres tebanas, celebraron sus misterios. En realidad,
los dos hijos de Jùpiter se dividìan el imperio del mundo. Uno reinaba sobre el misterioso màs
allà; el otro, sobre los vivientes.
En Apolo, pues, volvemos a encontrar el Verbo solar, la Palabra universal, el gran Mediador, el
Vishnù de los hindùes, el Mitra de los persas, el Horus de los egipcios. Pero las viejas ideas del
esoterismo asiàtico se revistieron en la leyenda de Apolo con una belleza plàstica, un esplendor
incisivo que las hizo penetrar màs profundamente en la conciencia humana, con las flechas del
dios: "serpientes de alas blancas que se desprenden de su arco de oro", dice Esquilo.
Apolo brota de la gran noche en Delos; todas las diosas saludan su nacimiento; camina, toma el
arco y la lira; sus rizos flotan en el aire, su carcaj resuena sobre sus hombros; y el mar palpita, y
toda la isla resplandece en un baño de llamas y de oro. Es la epifanìa de la luz divina, que con su
augusta presencia crea el orden, el esplendor y la armonìa, cuyo eco maravilloso es la poesìa. El
dios se traslada a Delfos y atraviesa con sus flechas una serpiente monstruosa que desolaba la
comarca; sanea la regiòn y funda el templo: imagen de la victoria de esta luz divina sobre las
tinieblas y sobre el mal. En las religiones antiguas la serpiente simbolizaba, a la vez, el cìrculo
fatal de la vida y el mal que de allì proviene. Y, sin embargo, de esa vida comprendida y
dominada surge el conocimiento. Apolo matador de la serpiente, es el sìmbolo del iniciado que
atraviesa la Naturaleza mediante la ciencia, la domina con su voluntad y, rompiendo el cìrculo
fatìdico! de la carne, asciende en el esplendor del espìritu, en tanto que los despedazados
fragmentos de la animalidad humana se retuercen en la arena. Por eso Apolo es el patrono de las
expiaciones, de las purificaciones del alma y del cuerpo. Salpicado por la sangre del monstruo,
expiò, se purificò a sì mismo en un exilio de ocho años, bajo los amargos y salobres laureles del
valle del Tempe. Apolo, educador de los hombres, prefiere residir entre ellos; se complace en las
ciudades, entre la juventud virial, en las luchas de la poesìa y la palestra, pero sòlo
temporalmente permanece allì. En el otoño regresa a su patria, en el paìs de los hiperbòreos. Es
el pueblo misterioso de las almas luminosas y transparentes que viven en la eterna aurora de una
felicidad perfecta. Allì se encuentran sus verdaderos sacerdotes y sus sacerdotisas amadas. Vive
con ellos en una comunidad ìntima y profunda; y, cuando quiere hacer un regalo real a los
hombres, les trae desde el paìs de los hiperbòreo! s una de esas almas luminosas y la hace nacer
sobre la Tierra! para enseñar y encantar a los mortales. El mismo vuelve a Delfos todas las
primaveras, cuando se cantan los peanes y los himnos. Sòlo visible para los iniciados, llega con
su blancura hiperbòrea, en un carro arrastrado por melodiosos cisnes. Habita de nuevo el
santuario, donde la Pitia transmite sus oràculos, donde lo escuchan los sabios y los poetas.
Entonces los ruiseñores cantan, la fuente de Castalia borbotea en ondas argentadas, y los efluvios
de una luz deslumbradora y de una mùsica celestial penetran en el corazòn del hombre y hasta en
las venas de la Naturaleza.
En esta leyenda de los hiperbòreos se trasluce con brillantes rayos el fondo esotèrico del mito de
Apolo. El paìs de los hiperbòreos es el màs allà, el empíreo de las almas victoriosas cuyas
auroras astrales iluminan las zonas multicolores. El mismo Apolo personifica la luz inmaterial e
inteligible, de la cual es imagen fìsica el Sol y de donde manan todas las verdades. Los cisnes
maravillosos que lo conducen son los poetas, los divinos genios, mensajeros de su gran alma
solar, que dejan en pos temblores de luz y melodìa. Apolo hiperbòreo personifica, pues, el
descenso del cielo a la Tierra, la encarnaciòn de la belleza espiritual en la sangre y la carne, el
aflujo de la verdad trascendental mediante la inspiraciòn y la adivinaciòn.
Pero ya es tiempo de levantar el velo dorado de las leyendas y penetrar en el templo mismo
¿Còmo se ejercìa la adivinaciòn? Tocamos aquì los arcanos de la ciencia apolìnea y de los
misterios de Delfos.
Un vìnculo profundo unìa en la antigüedad a la adivinaciòn y a los cultos solares. El culto del sol
es la clave de oro de todos los misterios llamados màgicos.
Desde los orìgenes de la civilizaciòn, la adoraciòn del hombre ario se dirigiò hacia el Sol como
fuente de la luz, del calor y de la vida. Pero cuando el pensamiento de los sabios de elevò del
fenòmeno a la causa, concibieron detràs de ese fuego sensible y de esa luz visible un fuego
inmaterial y una luz inteligible. Identificaron al primero con el principio masculino, con el
espíritu creador o la esencia intelectual del universo, y a la segunda con su principio femenino,
su alma formadora, su sustancia plàstica. Dicha intuiciòn se remonta a tiempos inmemoriales. La
concepciòn de que hablo se mezcla a las màs antiguas mitologìas. Circula en los himnos vèdicos
bajo la forma de Agni, el fuego universal que penetra todas las cosas. Se expande en la religiòn
de Zoroastro, donde el culto de Mitra representa la parte esotèrica. Zoroastro dice formalmente
que el Eterno creò por medio del Verbo viviente la luz celestial, simiente de Ormuz, principio de
la luz y el f! uego materiales. Para el iniciado de Mitra, el sol no es màs que un grosero reflejo de
esa luz. En su gruta oscura, cuya bòveda tiene estrellas pintadas, invoca el sol de gracia, el fuego
de amor, vencedor del mal, reconciliador de Ormuz y de Ahrimàn, purificador y mediador, que
reside en el alma de los santos profetas. En las criptas de Egipto los iniciados buscan ese mismo
sol bajo el nombre de Osiris. Cuando Hermes pide contemplar el origen de las cosas, sièntese
primeramente sumergido en las ondas etéreas de una luz deliciosa donde se mueven todas las
formas vivientes. Despuès, hundido en las tinieblas de la espesa material, escucha una voz y
reconoce en ella la voz de la luz. Al mismo tiempo brota un fuego desde las profundidades;
enseguida, el caos se ordena y se aclara. En el Libro de los muertos de los egipcios, las almas
bogan penosamente hacia esa luz en la barca de Isis. Moisés adoptò plenamente dicha teorìa en
el Génesis. Aelohim dijo: "Hàgase la luz", y la luz s! e hizo. Ahora bien, la creaciòn de esta luz
precede a la del ! Sol y las estrellas. Ello quiere decir que, en el orden de los principios y de la
cosmogonìa, la luz inteligible precede a la luz material. Los griegos que dieron forma humana a
las ideas màs abstractas y las dramatizaron expresaron la misma doctrina en el mito de Apolo
hiperbòreo.
El espìritu humano, pues, merced a la contemplaciòn interna del universo desde el punto de vista
del alma y de la inteligencia, llegò a concebir una luz inteligible, un elemento imponderable que
sirve de intermediario entre la materia y el espìritu. Serìa fàcil demostrar que los fìsicos
modernos se acercan insensiblemente a la misma conclusiòn por un camino opuesto, es decir,
buscando la constituciòn de la materia y viendo la imposibilidad de explicarla por sì misma. Ya
en el siglo XVI, estudiando las combinaciones quìmicas y la metamorfosis de los cuerpos,
Paracelso habìa llegado a admitir un agente universal y oculto por medio del cual operarìan. Los
fìsicos de los siglos XVII y XVIII, se concibieron el universo como una màquina muerta,
creyeron en el vacìo absoluto de los espacios celestes. Sin embargo, cuando se reconociò que la
luz no es la emisiòn de una materia radiante, sino la vibraciòn de un elemento imponderable,
debiò admitirse que el espacio ent! ero quedaba lleno de un fluido infinitamente sutil que
penetraba todos los cuerpos y por medio del cual se transmitìan las ondas del calor y de la luz.
Volvìase de esta manera a las ideas de la fìsica y de la teosofìa griegas. Newton, que habìa
consagrado su vida entera el estudio de los movimientos de los cuerpos celestes, fue màs lejos.
Llamò a ese èter sensorium Dei, o el cerebro de Dios; es decir, el òrgano por el cual el
pensamiento divino actùa tanto en lo infinitamente grande como en lo infinitamente pequeño. Al
emitir dicha idea, que le parecìa necesaria para explicar la simple rotaciòn de los astros, ese gran
fìsico nadaba en plena filosofìa esotèrica. El èter que el pensamiento de Newton encontraba en
los espacios, lo habìa encontrado Paracelso en el fondo de sus alambiques y lo habìa llamado luz
astral. Ahora bien, ese fluido imponderable aunque presente por doquier y que todo lo penetra,
ese agente sutil pero indispensable, esa luz invisible a nuestros ojo! s pero que està en el fondo
de todos los centelleos y de toda! s las fosforescencias, lo comprobò un fìsico alemàn en una
serie de experimentos sabiamente coordinados. Reichenbach habìa observado que sujetos de gran
sensibilidad nerviosa, colocados en una càmara perfectamente oscura frente a un imàn, veìan en
ambos extremos fuertes rayos de luz roja, amarilla y azul. Esos rayos vibraban a veces con
movimiento ondulatorio. Prosiguiò sus experiencias con toda clase de cuerpos, especialmente
cristales. En torno de todos esos cuerpos los sujetos sensibles vieron emanaciones luminosas.
Alrededor de la cabeza de los hombres situados en la càmara oscura vieron irradiaciones blancas;
pequeñas llamas salìan de sus dedos. En la primera fase de su sueño, los sonàmbulos ven a veces
con esos mismos signos a su magnetizador. La pura luz astral sòlo aparece en el elevado èxtasis,
pero se polariza en todos los cuerpos, se combina con todos los fluìdos terrestres y desempeña
papeles diversos en la electricidad, en el magnetismo terrestre y en el magneti! smo animal. El
interès de las experiencias de Reichenbach consiste en haber hecho tocar con el dedo los lìmites
y la transiciòn de la visiòn fìsica a la visiòn astral, que puede conducir a la visiòn espiritual.
Permiten entrever tambièn los refinamientos infinitos de la materia imponderable. En este
camino, nada nos impide concebirla tan fluìda, tan sutil y penetrante, que en cierta manera se
torne homogènea con el espìritu y le sirva de perfecta vestidura.
Acabamos de ver que la fìsica moderna debiò reconocer un agente universal imponderable para
explicar el mundo, que comprobò ademàs su presencia y que retornò asì, sin saberlo, a las ideas
de las teosofìas antiguas. Procuremos ahora definir la naturaleza y la funciòn del fuido còsmico
de acuerdo con la filosofìa de lo oculto en todos los tiempos. Porque acerca de dicho principio
capital de la cosmogonìa, Zoroastro està de acuerdo con Heràclito, Pitàlgoras con San Pablo, los
cabalistas con Paracelso. Por doquier reina Cibeles-Maya, la gran alma del mundo, la sustancia
vibrante y plástica que el soplo del Espìritu creador maneja a su voluntad. Sus ocèanos etéreos
sirven de vìnculo entre todos los mundos. Es la gran Mediadora entre lo invisible y lo visible,
entre el espìritu y la materia, entre el interior y el exterior del universo. Condensada en masas
enormes en la atmòsfera, estalla en rayo bajo la acciòn del Sol. Sorbida por la tierra, circula por
ella en c! orrientes magnèticas. Sutilizada en el sistema nervioso del animal, transmite su
voluntad a los miembros, sus sensaciones al cerebro. Màs aùn, ese fluido sutil forma organismos
vivos semejantes a los cuerpos materiales, porque sirve de sustancia al cuerpo astral del alma,
vestimenta luminosa que el espìritu se teje sin cesar a sì mismo. Segùn sean las almas que
reviste, segùn los mundos que envuelve, ese fluìdo se transforma, se afina o se espesa. No solo
corporiza el espìritu y espiritualiza la materia, sino que en su seno animado refleja las cosas, las
voluntades y los pensamientos humanos en un perpetuo espejismo. La fuerza y la duraciòn de
esas imàgenes es proporcional a la intensidad de la voluntad que las produce. Y en verdad no hay
otro medio para explicar la sugestiòn y la transmisiòn del pensamiento a distancia, ese principio
de la magia comprobado y reconocido en nuestros dìas por la ciencia. De esta manera, el pasado
de los mundos tiembla en la luz astral con imàg! enes inciertas, y el porvenir pasèase allì con las
almas viva! s que el destino ineluctable obliga a descender a la carne. Ese es el sentido del velo
de Isis y del manto de Cibeles, en los que son tejidos todos los seres.
Vemos ahora que la doctrina teosòfica de la luz astral es idèntica a la doctrina secreta del verbo
solar en las religiones de Oriente y de Grecia. Vemos tambièn còmo se vincula esa doctrina con
la de la adivinaciòn. La luz astral se revela en ella como el medium universal de los fenòmenos
de visiòn y de èxtasis, y los explica. Es a la vez el vehìculo que transmite los movimientos del
pensamiento y el espejo vivo donde el alma contempla las imàgenes del mundo material y
espiritual. Una vez trasportado a ese elemento, el espìritu del vidente sale de las condiciones
materiales. Cambia para èl la medida del espacio y del tiempo. En cierto modo participa en la
ubicuidad del fluido universal. La materia opaca se torna trasparente para èl; y el alma,
separàndose del cuerpo, elevàndose en su propia luz, llega por medio del èxtasis a penetrar en el
mundo espiritual, a ver las almas revestidas con sus cuerpos etèreos y a comunicarse con ellas.
Todos los antiguos inici! ados tenìan la idea neta de esta segunda vista o vista directa del espìritu.
Testigo de ello es Esquilo, que hace decir a Clitemnestra: "Mira esas heridas, tu espìritu puede
verlas; cuando dormimos tiene el espìritu ojos màs penetrantes; en pleno dìa, los mortales no
abarcan un campo vasto con su mirada".
Agreguemos que esta teorìa de la clarividencia y del éxtasis està maravillosamente de acuerdo
con las numerosas experiencias, cientìficamente practicadas por investigadores y mèdicos de
nuestro siglo, acerca de sonàmbulos lùcidos y de clarividentes de todo tipo. De acuerdo con esos
hechos contemporàneos procuraremos caracterizar brevemente la sucesiòn de estados psìquicos,
desde la clarividencia simple hasta el éxtasis cataléptico.
El estado de clarividencia -ello surge de miles de hechos bien comprobados- es un estado
psìquico que difiere tanto del sueño como de la vigilia. Lejos de disminuir, las factultades
intelectuales del clarividente aumentan de manera asombrosa. Su memoria es màs precisa, su
imaginaciòn màs vivida, su inteligencia màs despierta. Por ùltimo, y èse es el hecho capital, se ha
desarrollado un sentido nuevo, que ya no es corporal sino del alma. No solo los pensamientos del
magnetizador se transmiten a èl como en el simple fenòmeno de la sugestiòn, lo cual sale ya del
plano fìsico; sino que el clarividente lee en el pensamiento de los asistentes, ve a travès de las
paredes, penetra a centenares de leguas en interiores donde jamàs estuvo y en la vida ìntima de
gentes que no conoce. Sus ojos estàn cerrados y nada pueden ver, pero su espìritu ve màs lejos y
mejor que sus ojos abiertos, y parece viajar libremente en el cuerpo, es un estado normal y
superior desde el punt! o de vista del espìritu. Porque su conciencia se ha tornado màs profunda,
su visiòn màs amplia. El yo sigue siendo el mismo, pero ha pasado a un plano superior donde su
mirada, liberada de los groseros òrganos del cuerpo, abarca y penetra un horizonte màs vasto.
Debe hacerse notar que ciertos sonàmbulos, al recibir los pases del magnetizador, se sienten
inundados por una luz cada vez màs resplandeciente, en tanto que el despertar les parece un
penoso retorno a las tinieblas.
La sugestiòn, la lectura del pensamiento y la visiòn a distancia son hechos que prueban ya la
existencia independiente del alma y nos transportan por encima del plano fìsico del universo sin
hacernos salir de èl totalmente. Pero la clarividencia tiene variedades infinitas y una escala de
estados diversos mucho màs extendida que la de la vigilia. A medida que se asciende por ella, los
fenòmenos se tornan màs raros y extraordinarios. No citemos sino las etapas principales. La
retrospecciòn es una visiòn de los acontecimientos pasados conservados en la luz astral y
reavivados por la simpatìa del vidente. La adivinaciòn propiamente dicha es una visiòn
problemàtica de las cosas por venir, ya sea por una introspecciòn del pensamiento de los
vivientes que contiene en germen las acciones futuras, ya por la influencia oculta de espìritus
superiores que despliegan el porvenir en imàgenes vivas ante el alma del clarividente.
En ambos casos son proyecciones del pensamiento en la luz astral. Por ùltimo, el èxtasis se
define como una visiòn del mundo espiritual, donde espìritus buenos o malos se le aparecen al
vidente en forma humana y se comunican con èl. El alma parece realmente transportada fuera del
cuerpo, casi abandonado por la vida y endurecido en una catalepsia cercana a la muerte. De
acuerdo con los relatos de los grandes extàticos, nada puede compararse con la belleza y el
esplendor de esas visiones ni con el sentimiento de inefable fusiòn con la esencia divina, que los
transporta como a una embriaguez de luz y de mùsica. Es posible dudar de la realidad de esas
visiones. Pero es preciso agregar que si, en el estado medio de la clarividencia, el alma tiene una
percepciòn justa de los lugares alejados y de los ausentes, es lógico admitir que, en su exaltación
más elevada, pueda tener la visión de una realidad superior e inmaterial.
La tarea del porvenir consistirà, a nuestro parecer, en otorgar a las facultades trascendentes del
alma humana su dignidad y su función social, reorganizàndolas bajo la égida de la ciencia y
sobre las bases de una religión verdaderamente universal, abierta a todas las verdades. Entonces
la ciencia, regenerada por la verdadera fe y por el espíritu de caridad, alcanzará con los ojos
abiertos esas esferas por donde vaga la filosofía especulativa, tanteando con los ojos vendados.
Sí, la ciencia se tornará vidente y redentora a medida que aumente en ella la conciencia y el amor
por la humanidad. Y acaso sea por "la puerta del sueño y de las ensoñaciones", como decía el
viejo Homero, por donde la divina Psique, desterrada de nuestra civilización y llorando en
silencio bajo su velo, vuelva a entrar en posesión de sus altares.
Sea como fuera, los fenòmenos de clarividencia observados en todas sus fases por investigadores
y médicos del siglo XIX arrojan una novísima luz sobre el papel de la adivinación en la
antigüedad y sobre una multitud de fenómenos, en apariencia sobrenaturales, que llenan los
anales de todos los pueblos. Es indispensable, ciertamente, distinguir las partes de la leyenda y
de la historia, de la alucinaciòn y de la visiòn verdadera. Pero la psicologìa experimental de
nuestros días nos enseña a no rechazar en masa los hechos que están en la posibilidad de la
naturaleza humana y a estudiarlos desde el punto de vista de las leyes comprobadas. Si la
clarividencia es una facultad del alma, no es posible relegar pura y simplemente en el dominio de
la superstición a los profetas, los oráculos y las sibilas. La adivinación pudo ser conocida y
practicada por los templos antiguos con principios fijos, en una finalidad social y religiosa. El
estudio comparado de las religi! ones y de las tradiciones esotèricas muestra que dichos
principios fueron los mismos por doquier, aunque su aplicación haya variado infinitamente. Lo
que desacreditò al arte de la adivinaciòn es su corrupciòn, que dio lugar a los peores abusos,
porque sus bellas manifestaciones son únicamente posibles en seres de una grandeza y de una
pureza excepcionales.
La adivinaciòn, tal como se ejercía en Delfos, estaba fundada sobre los principios que acabamos
de exponer, y la organización interior del templo correspondía a ellos. Como en los grandes
templos de Egipto, se componía de un arte y de una ciencia. El arte consistìa en penetrar lo
lejano, el pasado y el porvenir, mediante la clarividencia o el éxtasis profético; la ciencia, en
calcular el porvenir según las leyes de la evolución universal. Arte y ciencia se equilibraban
recíprocamente. Nada diremos de esa ciencia, llamada genetlialogía por los antiguos y de la cual
la astrología de la Edad Media sólo es un fragmento imperfectamente comprendido; hagamos
constar únicamente que venía a ser como enciclopedia esotérica aplicada al porvenir de los
pueblos y de los individuos. Muy útil como orientación, resultó siempre muy problemática en su
aplicación. Únicamente los espíritus de primer orden hicieron uso de ella. Pitàgoras la había
profundizado en Egipto. En Greci! a era ejercida con datos menos completos y menos precisos.
Por el contrario, la clarividencia y la profecìa habían llegado muy lejos.
Se ejercìa en Delfos por intermedio de mujeres jóvenes y ancianas, llamadas Pitias o pitonisas,
que desempeñaban el papel pasivo de sonámbulas clarividentes. Los sacerdotes interpretaban,
traducían, arreglaban sus oráculos, frecuentemente confusos, según sus propios criterios. Los
historiadores modernos no han visto en la institución de Delfos otra cosa que la explotación de la
superstición mediante un charlatanismo inteligente. Pero además de la admisión de la ciencia
adivinatoria de Delfos por toda la antigüedad filosófica, muchos oráculos relatados por
Herodoto, como los referentes a Creso y a la batalla de Salamina, hablan en su favor. Ese arte
tuvo, sin duda, su comienzo, su florecimiento y su decadencia. El charlatanismo y la corrupción
terminaron por mezclarse con él; testimonio: el caso del rey Cleómenes, que corrompió a la
superiora de las sacerdotisas de Delfos para privar a Demarato de la reyecía. Plutarco escribió un
tratado para indagar las razo! nes de la extinción de los oráculos, y esa degeneración fue sentida
como una desgracia por toda la sociedad antigua. En la época precedente, la adivinación se
cultivó con una sinceridad religiosa y una profundidad científica que la elevó a la altura de un
verdadero sacerdocio. Sobre el frontón del templo leíase la inscripción siguiente: "Conócete a ti
mismo", y esta otra sobre la puerta de entrada: "Quien no tenga las manos puras que no se
acerque aquì". Esas frases decían al que llegaba que las pasiones, las mentiras, las hipocresías
terrestres no debían cruzar el umbral del santuario y que en su interior reinaba la verdad divina
con temible seriedad.
Pitàgoras llegó a Delfos después de haber hecho una gira por todos los templos de Grecia.
Residió con Epiménides en el santuario de Júpiter Idano; estuvo presente en los juegos olímpicos
y había presidido los misterios de Eleusis, donde el hierofante le cediera su lugar. Por doquier
fue recibido como un maestro. Lo esperaban en Delfos. El arte adivinatorio languidecìa, y
Pitàgoras querìa devolverle su profundidad, su fuerza y su prestigio. No venía tanto para
consultar a Apolo cuanto para esclarecer a sus intérpretes, reavivar su entusiasmo y despertar su
energía. Actuar sobre ellos era actuar sobre el alma de Grecia y preparar su porvenir.
Por suerte encontró en el templo un instrumento maravilloso, que un designio providencial
parecía haberle reservado.
La joven Teóclea pertenecía al colegio de las sacerdotisas de Apolo. Procedía de una de esas
familias en que la dignidad de sacerdote es hereditaria. Las grandes impresiones del santuario,
las ceremonias del culto, los peanes, las fiestas de Apolo pìtico e hiperbóreo habían alimentado
su infancia. La imaginamos como una de esas jóvenes que sienten aversión innata e instintiva por
todo cuanto atrae a las otras. No aman a Ceres y temen a Venus. Porque la pesada atmòsfera
terrestre las inquieta, y el amor físico vagamente entrevisto les parece una violación del alma,
una quiebra de su ser intacto y virginal. Por el contrario son extrañamente sensibles a corrientes
misteriosas, a influencias astrales. Cuando caía la luna en los oscuros bosquecillos de la fuente
de Castalia, Teóclea veía sombras blancas que por allí se deslizaban. Escuchaba voces en pleno
día. Cuando se exponía a los rayos del sol levante, su vibración la hundía en una especie de
éxtasis, en el q! ue escuchaba invisibles coros. Sin embargo, era muy insensible a las
supersticiones y a las idolatrías populares del culto. Las estatuas la dejaban indiferente; tenía
horror por el sacrificio de animales. A nadie hablaba de las apariciones que turbaban su sueño.
Sentía, con el instinto de las clarividentes, que las sacerdotisas de Apolo no poseían la suprema
luz que ella necesitaba. Las sacerdotisas sin embargo, habían puesto su mirada sobre Teóclea
para decidirla a hacerse pitonisa. Sentíase como atraída por un mundo superior cuya clave no
poseía. ¿Quiénes eran esos dioses que se apoderaban de ella entre suspiros y estremecimientos?
Quería saberlo antes de entregarse a ellos, pues las grandes almas tienen necesidad de ver claro,
incluso cuando se abandonan a las potencias divinas.
¡Con què profunda sacudida, con què presentimiento misterioso debió de agitarse el alma de
Teóclea cuando vió por vez primera a Pitàgoras y cuando oyó su voz elocuente retumbando entre
las columnas del santuario apolíneo! Sintió la presencia del iniciador que aguardaba, reconoció a
su maestro. Quería saber; sabría por su intermedio, ¡y él haría hablar a ese mundo interior, a ese
mundo que llevaba en ella! Él, por su parte, debió reconocer en Teócleas con la seguridad y la
penetración de su golpe de vista, el alma viva y vibrante que infundiera un nuevo espíritu. Desde
la primera mirada que cambiaron, desde la primera palabra que dijeron, una cadena invisible
unió al sabio de Samos con la joven sacerdotisa, que lo escuchaba sin decir nada, bebiendo las
palabras con sus grandes ojos atentos. No sé quién ha dicho que el poeta y la lira se reconocían
mediante una vibración profunda cuando se acercaban. Así se reconocieron Pitágoras y Teóclea.
Desde la salida del sol, Pitàgoras mantenìa largas conferencias con los sacerdotes de Apolo
llamados santos y profetas. Pidió que la joven sacerdotisa fuera admitida en ellas, a fin de
iniciarla en su enseñanza secreta y prepararla para su función. Pudo, pues, seguir las lecciones
que el maestro daba todos los días delante del santuario. Pitàgoras estaba por entonces en la
plenitud de la edad. Llevaba ajustada su blanca túnica según la costumbre egipcia; una banda de
pùrpura ceñía su vasta frente. Cuando hablaba, su mirada grave y reposada se fijaba sobre el
interlocutor y lo envolvía en su cálida luz. A su alrededor, el aire parecía tornarse más leve y
totalmente intelectual.
Las conferencias del sabio de Samos con los más altos representantes de la religión griega
tuvieron una importancia decisiva. No se trataba solamente de adivinación e inspiración, sino del
porvenir de Grecia y de los destinos del mundo entero. Los conocimientos, los títulos y los
poderes que había adquirido en los templos de Menfis y Babilonia le concedían la mayor
autoridad. Tenía derecho a hablar como superior y guía a los inspiradores de Grecia. Lo hizo con
la elocuencia de su genio, con el entusiasmo de su misión. Para iluminarles la inteligencia
comenzó por referirles su juventud, sus luchas, su iniciación egipcia. Les habló de aquella tierra
egipcia, madre de Grecia, de aquel Egipto viejo como el mundo, inmutable como una momia
cubierta de jeroglìficos en el fondo de sus piràmides, pero que poseìa en su tumba el secreto de
los pueblos, de las lenguas, de las religiones. Desplegó ante sus ojos los Misterios de la gran Isis,
terrestre y celeste, madre de! los dioses y de los hombres, y hacièndoles atravesar sus pruebas los
sumergió con él en la luz de Osiris. Después llegó el turno de Babilonia, de los magos caldeos,
de sus ciencias ocultas, de esos templos profundos y macizos donde evocan el fuego viviente en
que se mueven los demonios y los dioses.
Al escuchar a Pitàgoras, Teóclea experimentaba sorprendentes sensaciones. Todo cuanto èl decìa
se grababa en su espíritu con trazos de fuego. Esas cosas le parecían a la vez maravillosas y
conocidas. Creía que las recordaba al aprenderlas. Las palabras del maestro le hacían flojear las
páginas del universo como si fuera un libro. Ya no veía a los dioses con sus efigies humanas,
sino en sus esencias que forman las cosas y los espìritus. Fluía, subía, descendía con ellos por los
espacios. A veces tenía la ilusión de no sentir más los límites de su cuerpo y disiparse en el
infinito. De esta manera su imaginación entraba poco a poco en el mundo invisible, y las
antiguas huellas de él, que encontraba en su propia alma, le decía que ésa era la verdadera, la
única realidad; la otra no era más que apariencia. Sentía que bien pronto se abrirían sus ojos
interiores para leer directamente en ella.
Desde esas alturas, el maestro volvió a traerla bruscamente a la Tierra narrando las desventuras
de Egipto. Despuès de haber desplegado la grandeza de la ciencia egipcia, la mostró
sucumbiendo durante la invasión persa. Pintó los horrores de Cambises, los templos saqueados,
los libros sagrados arrojados a la hoguera, los sacerdotes de Osiris asesinados o dispersados, el
monstruo del despotismo persa reuniendo en su mano de hierro toda la vieja barbarie asiàtica, las
razas errantes y semisalvajes del centro de Asia y del fondo de la India que solo esperaban una
ocasión para abalanzarse sobre Europa. Sí, ese ciclón en crecimiento debía precipitarse sobre
Grecia con la misma seguridad con que se sabe que surgirà el rayo de las nubes que se
amontonan en el aire. ¿Estaba preparada la dividida Grecia para resistir ese choque terrible? Ni
siquiera se daba cuenta de ello. Los pueblos no evitan sus destinos, y, si no velan sin cesar, los
dioses los precipitan. La sab! ia nación de Hermes, Egipto, ¿acaso no se había hundido tras seis
mil años de prosperidad? ¡Ay, Grecia, la bella Jonia, terminará màs rápidamente aún! Llegará un
tiempo en que el dios solar abandonará este templo, en que los bárbaros derribarán sus piedras, y
en que los pastores llevarán a pacer sus rebaños sobre las ruinas de Delfos...
Ante esas siniestras profecìas, el rostro de Teóclea se transformó y adquirió una expresión de
espanto. Fue deslizàndose hasta el suelo, y anudando sus brazos en torno de una columna, fija la
mirada, abismada en sus pensamientos, parecía el genio del Dolor llorando sobre la tumba de
Grecia.
"Pero -continuó Pitágoras- ésos son secretos que es preciso sepultar en el fondo de los templos.
El iniciado atrae la muerte o la rechaza a voluntad. Al formar la cadena mágica de las
voluntades, los iniciados prolongan tambièn la vida de los pueblos. Corresponde a vosotros
retardar la hora fatal, hacer brillar a Grecia, hacer resplandecer en ella el verbo de Apolo. Los
pueblos son lo que los hacen sus dioses; pero los dioses no se revelan sino a quienes los llaman.
¿Què es Apolo? El Verbo de Dios ùnico que se manifiesta eternamente en el mundo. La verdad
es el alma de Dios, su cuerpo es la luz. Sólo la saben los sabios, los videntes, los profetas; los
hombres no ven más que su sombra. Esos espíritus glorificados a los cuales llamamos héroes y
semidioses habitan esa luz, en legiones, en esferas innumerables. Ese es el verdadero cuerpo de
Apolo, el sol de los iniciados, y sin sus rayos nada de grande se hace sobre la Tierra. Así como el
imán atrae al hierro, ! de la misma manera, mediante nuestros pensamientos y plegarias atraemos
la inspiración divina. ¡A vosotros incumbe transmitir a Grecia el verbo de Apolo, y Grecia
resplandecerá con luz inmortal!"
Merced a tales discursos, Pitàgoras alcanzó a devolver a los sacerdotes de Delfos la conciencia
de su misión. Teóclea los absorbía con una pasión silenciosa y concentrada. Se transformaba a
ojos vistas, bajo el pensamiento y la voluntad del maestro como bajo un lento encantamiento. De
pie, en medio de los ancianos asombrados, soltaba su negra cabellera y la apartaba de su cabeza,
como si sintiera correr fuego por ella. Sus ojos, muy abiertos y trasfigurados, parecían
contemplar ya a los genios solares y planetarios en sus orbes esplèndidos y en su intensa
irradiación.
Un día cayó por sí misma en un sueño profundo y lúcido. Los cinco profetas la rodearon, pero
permaneció insensible tanto a sus voces como a su contacto. Pitàgoras se le acercó y le dijo:
-Levàntate y ve hacia donde mi pensamieto te envía. ¡Porque ahora eras la Pitonisa!
A la voz del maestro, un temblor recorrió todo su cuerpo y la elevó en una larga vibración. Sus
ojos estaban cerrados; sólo veía por sus adentros.
-¿Dónde estás? Preguntó Pitágoras.
-Subo...subo siempre.
-¿Y ahora?
-Nado en la luz de Orfeo...
-¿Què ves en el porvenir?
-Grandes guerras...hombres de bronce...blancas victorias...¡Apolo vuelve a habitar su santuario y
yo seré su voz!...Pero tú, su mensajero, tú, ¡ay, ay!, vas a abandonarme... y llevarás su luz a
Italia.
La vidente, cerrados los ojos, habló largo rato, con su voz musical, anhelante, rítmica; despuès,
repentinamente, con un sollozo, cayò como muerta.
Asi volcaba Pitàgoras las puras enseñanzas en el seno de Teóclea y la templaba como una lira
para recibir el aliento de los dioses. Una vez exaltada a esa altura de inspiración, se convirtió
para él mismo en una antorcha, gracias a la cual pudo sondear su propio destino, atravesar el
posible futuro y dirigirse a la zona sin orillas de lo invisible. Esa contraprueba palpitante de las
verdades que él enseñaba llenó a los sacerdotes de admiración, despertó su entusiasmo y reanimó
su fe. El templo tenía ahora una pitonisa inspirada, sacerdotes iniciados en las ciencias y las artes
divinas; Delfos podía volver a ser un centro de vida y de acciòn.
Pitágoras se detuvo allí un año entero. Solamente partió hacia la Gran Grecia despuès de instruir
a los sacerdotes en todos los secretos de su doctrina y haber formado a Teóclea para su
ministerio.
IV - LA ORDEN Y LA DOCTRINA
La ciudad de Crotona ocupaba la extremidad del golfo de Tarento, cerca del promontorio del
Lacio, frente a la alta mar. Era, con Sìbaris, la ciudad màs floreciente de la Italia meridional.
Tenìan fama su constituciòn dòrica, sus atletas vencedores en los juegos de Olimpia, sus mèdicos
rivales de los Asclepìades. Los sibaritas debieron la inmortalidad a su lujo y su molicie. Los
crotonios acaso hubieran sido olvidados, no obstante sus virtudes, de no haber tenido la gloria de
ofrecer un refugio a la gran escuela de filosofìa esotèrica conocida con el nombre de secta
pitagòrica, que puede considerarse como madre de la escuela platònica y antecesora de todas las
escuelas idealistas. Por nobles que sean las descendientes, la antecesora las sobrepasa en mucho.
La escuela platònica procede de una iniciaciòn incompleta; la escuela estoica ha perdido ya la
verdadera tradiciòn. Los otros sistemas de filosofìa antigua y moderna son especulaciones màs o
menos felices, ! mientras que la doctrina de Pitàgoras estaba basada sobre una ciencia
experimental y era acompañada de una completa organizaciòn de la vida.
Como las ruinas de la ciudad desaparecida, los secretos de la orden y del pensamiento del
maestro estàn hoy profundamente sepultados en la tierra. Procuremos, sin embargo, hacerlos
revivir. Serà para nosotros ocasiòn de penetrar hasta el corazòn de la doctrina esotèrica, arcano
de las religiones y de las filosofìas, y de levantar una punta del velo de Isis a la luz del genio
griego.
Muchas razones determinaron a Pitàgoras a elegir esa colonia dòrica como centro de acciòn. Su
objetivo no era solamente enseñar la doctrina esotèrica a un cìrculo de discìpulos elegidos, sino
tambièn aplicar sus principios a la educaciòn de la juventud y a la vida del Estado. Ese plan
comportaba la fundaciòn de un instituto para la iniciaciòn laica, con la oculta intenciòn de
transformar poco a poco la organizaciòn polìtica de las ciudades a la imagen de ese ideal polìtico
y religioso. Es indudable que ninguna de las repùblicas de la Hèlade o del Peloponeso hubiese
tolerado dicha innovaciòn. El filósofo habrìa sido acusado de conspirar contra el Estado. Las
ciudades griegas del golfo de Tarento, menos minadas por la demagogia, eran màs liberales.
Pitàgoras no se engañò al esperar una acogida favorable para sus reformas en el senado de
Crotona. Agreguemos que sus miras se extendìan màs allà de Grecia. Siguiendo la evoluciòn de
sus ideas, preveìa la caìda del ! helenismo y soñaba con depositar en el espìritu humano los
principios de una religiòn cientìfica. Al fundar su escuela en el golfo de Tarento difundìa las
ideas esotèricas en Italia y conservaba en el vaso precioso de su doctrina la esencia purificada de
la sabidurìa oriental para los pueblos de Occidente.
Al llegar a Crotona, que tendìa entonces a la vida voluptuosa de su vecina Sìbaris, Pitàgoras
produjo una verdadera revoluciòn. Porfirio y Jàmblico nos pintan sus comienzos màs bien como
los de un mago que como los de un filòsofo. Reuniò a los jòvenes en el templo de Apolo, y
mediante su elocuencia consiguió apartarlos de la disipaciòn. Congregò a las mujeres en el
templo de Juno y las persuadiò de que llevasen sus vestidos de oro y sus adornos a ese mismo
templo, como trofeos de la derrota de la vanidad y del lujo. Envolvìa de gracia la austeridad de
sus enseñanzas; una llama comunicativa se escapaba de su sabidurìa. La belleza de su rostro, la
nobleza de su persona, el encanto de su fisonomìa y de su voz, terminaban por seducir. Las
mujeres lo comparaban con Jùpiter; los jòvenes con Apolo hiperbòreo. Cautivaba, arrastraba a la
multitud, muy asombrada de enamorarse de la virtud y de la verdad al escucharlo.
El Senado de Crotona o Consejo de los Mil se inquietò por ese ascendiente. Intimò a Pitàgoras a
que, en su presencia, diera razòn de su conducta y de los medios que empleaba para dominar los
espìritus. Fue para èl ocasiòn de desarrollar sus ideas sobre la educaciòn y de demostrar que,
lejos de amenazar a la constituciòn dòrica de Crotona, no hacìan màs que robustecerla. Cuando
hubo ganado para su proyecto a los ciudadanos màs ricos y la mayorìa del Senado, les propuso la
creaciòn de un instituto para èl y sus discìpulos. Esa cofradìa de iniciados laicos llevarìa una vida
comùn, en un edificio construìdo a propòsito, pero sin separarse de la vida civil. Aquellos que ya
merecieran el tìtulo de maestro podrìan enseñar las ciencias fìsicas, psìquicas y religiosas. En
cuanto a los jòvenes, serìan admitidos a las lecciones de los maestros y a los diversos grados de
la iniciaciòn, segùn su inteligencia y buena voluntad, con la fiscalizaciòn del jefe de la or! den.
Para comenzar debìan someterse a las reglas de la vida comùn y pasar toda la jornada en el
instituto, bajo la vigilancia de los maestros. Quienes quisieran entrar formalmente en la orden
debìan abandonar su fortuna a un curador, con la libertad de recuperarla cuando lo quisieran.
Habrìa en el instituto una secciòn para las mujeres, con iniciaciòn paralela, pero diferenciada y
adaptada a los deberes de su sexo.
Dicho proyecto fue adoptado con entusiasmo por el Senado de Crotona, y al cabo de algunos
años se elevaba en los alrededores de la ciudad un edificio rodeado de vastos pòrticos y bellos
jardines. Los crotonios lo llamaron el templo de las Musas; y, en realidad, en el centro de esas
construcciones, cerca de la modesta morada del maestro habìa un templo dedicado a dichas
divinidades.
Así naciò el instituto pitagòrico que llegó a ser a la vez colegio de educaciòn, academia de
ciencias y pequeña ciudad modelo con la direcciòn de un gran iniciado. Mediante la teorìa y la
pràctica, mediante las ciencias y las artes reunidas, se llegaba lentamente a esa ciencia de las
ciencias, a esa armonìa màgica del alma y el intelecto con el universo, que los pitagòricos
consideraban como el arcano de la filosofìa y de la religiòn. La escuela pitagòrica tiene para
nosotros un interès supremo porque fue la màs notable tentativa de iniciaciòn laica. Sìntesis
anticipada del helenismo y del cristianismo, injertò el fruto de la ciencia en el árbol de la vida;
conociò esa realizaciòn interna y viviente de la verdad que sola la fe profunda puede dar.
Realizaciòn efìmera, pero de una importancia capital, que tuvo la fecundidad del ejemplo.
Para hacernos una idea, penetremos en el instituto pitagòrico con el novicio y sigamos paso a
paso su iniciaciòn.
La prueba
Sobre una colina, entre cipreses y olivos, brillaba la blanca residencia de los hermanos iniciados.
Desde abajo, bordeando la costa, podían distinguirse sus pòrticos, sus jardines, su gimnasio. El
templo de las Musas sobrepasaba las dos alas del edificio con su columnata circular, de aérea
elegancia. Desde la terraza de los jardines exteriores se dominaba la ciudad con su Pritaneo, su
puerto, su plaza de las asambleas. A lo lejos, el golfo se extendìa entre las costas agudas como en
una copa de àgata, y el mar Jònico cerraba el horizonte con su lìnea de azur. Algunas veces
veìase salir del ala izquierda a mujeres vestidas de diversos colores, descendiendo en largas filas
hacia el mar por el sendero de cipreses. Iban a cumplir sus ritos en el templo de Ceres. Con
frecuencia, tambièn, desde el ala derecha veìase subir a hombres de blanca tùnica hacia el templo
de Apolo. Y no era una de las menores atracciones, para el inquieto pensamiento de la juventud,
imagi! nar que la escuela de los iniciados estaba colocada bajo la protecciòn de esas dos
divinidades, una de las cuales, la Gran Diosa, contenìa los misterios profundos de la Mujer y de
la Tierra, mientras que la otra, el Dios solar, revelaba los del Hombre y los del cielo.
La pequeña villa de los elegidos sonreìa, pues, fuera y por encima de la ciudad populosa. Su
tranquila serenidad atraìa los nobles instintos de la juventud, pero nada se veìa de cuanto pasaba
en su interior, se sabìa que no era fàcil hacerse admitir allì. Una simple verja servìa de defensa a
los jardines anexos al instituto de Pitàgoras, y la puerta de entrada permanecìa abierta durante el
dìa. Pero habìa allí una estatua de Hermes y en su pedestal se leìa: Eskato Bebeloi (¡Fuera los
profanos!). Todos respetaban esa orden de los misterios.
Pitágoras era extremadamente exigente para la admisiòn de novicios, diciendo que "cualquier
madera no es apta para hacer un Mercurio". Los jòvenes que deseaban entrar en la asociaciòn
debìa soportar un perìodo de prueba y ensayo. Presentados por sus parientes o por uno de los
maestros, se les permitìa primero ingresar en el gimansio pitagòrico, donde los novicios se
entregaban a los juegos propios de su edad. A la primera mirada notaba el joven que ese
gimnasio no se parecìa al de la ciudad. Nada de gritos violentos, nada de grupos alborotadores; ni
la fanfarronerìa ridìcula, ni la vana exhibiciòn de fuerza de los atletas en germen, desafiàndose
mutuamente y mostràndose sus mùsculos, sino grupos de jóvenes afables y distinguidos, que
paseaban de dos en dos bajo los pòrticos o jugaban en la arena. Con gracia y simplicidad lo
invitaban a participar de sus conversaciones, como si fuera uno de los suyos, sin molestarlo con
una mirada de sospecha o una sonrisa ma! ligna. En la arena ejecitàbanse en la carrera, en el
lanzamiento de la jabalina y del disco. Se ejecutaban tambièn combates simulados bajo la forma
de danzas dòricas, pues Pitàgoras habìa desterrado severamente de su instituto la lucha cuerpo a
cuerpo, diciendo que era superfluo, y aùn peligroso, desarrollar el orgullo y el odio con la fuerza
y la agilidad; que los hombres destinados a practicar las virtudes de la amistad no debìan
comenzar por derribarse unos a otros y rodar en la arena como bestias feroces; que un verdadero
hèroe sabìa combatir con coraje, pero sin furor; que el odio nos torna inferiores a cualquier
adversario. El recièn llegado escuchaba estas màximas del maestro repetidas por los novicios,
orgullosos de comunicarle su sabidurìa precoz. Al mismo tiempo lo estimulaban a manifestar sus
opiniones, a contradecirlos libremente. Alentado por esas expresiones, el ingenuo pretendiente
mostraba muy pronto y abiertamente su verdadera naturaleza. Dichoso de ser escu! chado y
admirado, peroraba y se expandìa a sus anchas. Durant! e ese tiempo los maestros lo observaban
de cerca, sin reprenderlo jamàs. Pitàgoras llegaba imprevistamente para estudiar sus gestos y sus
palabras. Concedìa especial atenciòn al modo de andar y a la risa de los jòvenes. La risa -decìamanifiesta el carácter de una manera indubitable y ningùn disimulo puede embellecer la risa de
un malvado. Habìa hecho tambièn un estudio tan profundo de la fisonomìa humana que sabìa
leer en ella el fondo del alma.
Con esas observaciones minuciosas, el maestro se hacìa una idea precisa de sus futuros
discìpulos. Al cabo de algunos meses llegaban las pruebas decisivas. Eran una imitaciòn de la
iniciaciòn egipcia, pero muy atenuadas y adaptadas a la naturaleza griega, cuya
impresionabilidad no hubiera soportado los mortales espantos de las criptas de Menfis y Tebas.
Al aspirante pitagòrico se le hacìa pasar la noche en una caverna, en los alrededores de la ciudad,
donde se aseguraba que habìa monstruos y apariciones. Los que no tenìan fuerzas para soportar
las impresiones fùnebres de la soledad y de la noche, o rehusaban entrar, o huìan al amanecer,
eran considerados demasiado dèbiles para la iniciaciòn y rechazados.
La prueba moral era màs seria. Bruscamente, sin preparaciòn, una mañana cualquier se encerraba
al confiado discípulo en una celda triste y desnuda. Se le dejaba una pizarra y le ordenaba
frìamente que encontrara el sentido de uno de los sìmbolos pitagòricos, por ejemplo: "¿Què
significa el triàngulo inscripto en el cìrculo?", o bien: "¿Por què el dodecaedro comprendido en
la esfera es la cifra del universo?". Pasaba doce horas en su celda con su pizarra y su problema,
sin otra compañìa que pan seco y un vaso de agua. Luego lo conducìan a una sala, ante los
novicios reunidos. En dicha circunstancia, èstos tenìan orden de burlarse sin piedad del
desdichado, que desconcertado y hambriento, comparecìa ante ellos como un culpable. "Ahì està
-decìan- el nuevo filòsofo. ¡Què rostro inspirado tiene! Va a contarnos sus meditaciones. No nos
ocultes lo que has descubierto. Vas a tener que andar asì entre todos los sìmbolos. ¡Un mes màs
con ese régimen y te habràs conve! rtido en un gran sabio!".
En ese momento, el maestro observaba la actitud y la fisonomìa del joven con una atenciòn
profunda. Irritado por el ayuno, abrumado por los sarcasmos, humillado por no haber podido
resolver un enigma incomprensible, debìa de hacer un gran esfuerzo para dominarse. Algunos
lloraban de rabia; otros respondìan con palabras cìnicas; otros, fuera de sì, rompìan furiosamente
su pizarra, cubriendo de injurias a la escuela, al maestro y a sus discìpulos. Pitàgoras aparecìa
entonces y decìa con calma que habiendo soportado tan mal la prueba del amor prorio, se le
rogaba no volver màs a una escuela de la que tenìa tan mala opiniòn, y cuyas virtudes
elementales deben ser la amistad y el respeto por los maestros. El candidato desahuciado se
retiraba corrido, y a veces se convertìa en un enemigo temible para la orden, como ese famosa
Cilòn que màs tarde amotinò al pueblo contra los pitagòricos y produjo la catàstrofe de aquella.
Quienes, por el contrario, soportaban los a! taques con firmeza, quienes respondìan a las
provocaciones con reflexiones justas y espirituales, y declaraban que estarìan dispuestos a
recomenzar cien veces la prueba para obtener una sola parcela de la sabidurìa, eran
solemnemente admitidos en el noviciado y recibìan las felicitaciones entusiastas de sus nuevos
condiscìpulos.
Primero grado-Preparaciòn-El noviciado y la vida pitagòrica
Solamente entonces comenzaba el noviciado llamado preparaciòn (paraskeiè), que duraba por lo
menos dos años y podìa prolongarse hasta cinco. Los novicios u oyentes (akousikoi) estaban
sometidos a la regla absoluta del silencio durante las lecciones. No tenìan derecho a hacer una
objeciòn a sus maestros ni a discutir sus enseñanzas. Debìan recibirlas con respeto y luego
meditarlas largamente y a solas. Para imprimir esta regla en el espìritu del nuevo oyente, se le
mostraba una estatua de mujer envuelta en un largo velo y con un dedo sobre sus labios, la Musa
del silencio.
Pitàgoras no creìa que la juventud fuese capaz de comprender el origen y el fin de las cosas.
Pensaba que ejercitarla en la dialèctica y el razonamiento, antes de haberle dado el sentido de la
verdad, sòlo podìa producir cabezas huecas y sofistas presuntuosos. Soñaba con desarrollar, ante
todo, en sus alumnos la facultad primordial y superior del hombre: la intuiciòn. Y para ello no
enseñaba cosas misteriosas o difìciles. Partìa de los sentimientos naturales, de los primeros
deberes del hombre al entrar en la vida, y mostraba su relaciòn con las leyes universales. Como
primeramente inculcaba a los jòvenes el amor hacia los padres, acrecìa dicho sentimiento
asimilando la idea de padre a la de Dios, el gran creador del universo. "No hay nada màs
venerable -decìa- que la cualidad de padre. Homero llamò a Jùpiter el rey de los dioses, màs para
mostrar toda su grandeza lo llamò el padre de los dioses y de los hombres". Comparaba a la
madre con la Naturaleza gener! osa y bienhechora; asì como Cibeles celeste produce los astros,
así como Dèmeter da a luz los frutos y las flores de la Tierra, asì tambièn la madre nutre al niño
con todas las alegrìas. El hijo, pues, debìa honrar en su padre y en su madre a los representantes,
a las efigies terrestres de esas grandes divinidades. Mostraba, ademàs, que el amor que se tiene
por la patria proviene del amor que en la infancia se ha sentido por la madre. Los padres no nos
son dados por el azar, como lo cree el vulgo, sino por un orden antecedente y superior llamado
fortuna o necesidad. Se debe honrarlos; pero es precios elegir el amigo. Se instaba a los novicios
a agruparse de dos en dos, segùn sus afinidades. El màs joven debìa buscar en el mayor las
virtudes que perseguìa en sì mismo y ambos compañeros debìan estimularse a una vida mejor.
"El amigo es otro yo, es preciso honrarlo como un Dios", decìa el maestro. Si bien la regla
pitagòrica imponìa al novicio oyente una sumisiòn absoluta respe! cto de los maestros, le
devolvìa su plena libertad en el enca! nto de la amistad; de ella hacìa el estimulante de todas las
virtudes, la poesìa de la vida, el camino del ideal.
Las energìas individuales quedaban reveladas asì, la moral se hacìa viva y poètica, la regla
aceptada con amor dejaba de ser una imposiciòn y se convertìa en la afirmaciòn misma de una
individualidad. Pitàgoras querìa que la obediencia fuese un asentimiento. Ademàs, la enseñanza
moral preparaba la enseñanza filosòfica. Porque las relaciones que se establecìan entre los
deberes sociales y las armonìas del Cosmos hacìan presentir la ley de las analogìas y de las
concordancias universales. En esa ley reside el principio de los Misterios, de la doctrina oculta y
de toda filosofìa. El espìritu del alumno se habituaba asì a encontrar el sello de un orden invisible
sobre la realidad visible. Màximas generales, prescripciones sucintas, abrìan las perspectivas
sobre ese mundo superior. Dìa y noche, los versos de oro sonaban al oído del alumno con los
acentos de la lira:
Rinde a los dioses inmortales el culto consagrado, conserva luego tu fe.
Al comentar esta màxima se mostraba que los dioses, diversos en apariencia, en el fondo eran los
mismos en todos los pueblos, ya que correspondìan a las mismas fuerzas intelectuales y
anìmicas, activas en todo el universo. El sabio podìa, pues, honrar a los dioses de su patria,
aunque teniendo acerca de su esencia una idea diferente de la del vulgo. Tolerancia para todos
los cultos; unidad de los pueblos en la humanidad; unidad de las religiones en la ciencia
esotèrica: esas ideas nuevas se dibujaban vagamente en el espìritu del novicio, como divinidades
grandiosas entrevistas en el esplendor del poniente. Y la lira de oro proseguìa sus graves
enseñanzas:
Reverencia la memoria de los hèroes bienhechores, de los espìritus semidioses.
Detrás de esos versos el discípulo veía relucir, como a través de un velo, a la divina Psique, al
alma humana. La ruta celeste brillaba como una estela de luz. Porque en el culto de los hèroes y
los semidioses, el iniciado contemplaba la doctrina de la vida futura y el misterio de la evoluciòn
universal. Al novicio no se le revelaba ese gran secreto; pero lo preparaban para comprenderlo
hablàndole de una jerarquìa de seres superiores a la humanidad, llamados hèroes y semidioses,
que son sus guìas y sus protectores. Agregàbase que servìan de intermediarios entre el hombre y
la divinidad, que por ellos se podìa llegar gradualmente a acercarse a la segunda si se practicaban
las virtudes heroicas y divinas. "Pero, ¿còmo comunicarse con esos genios invisibles? ¿De dònde
viene el alma? ¿Adònde va? ¿Y por què ese sombriò misterio de la muerte?" El novicio no se
atrevìa a formular dichas preguntas, pero podìan ser adivinadas en sus miradas, y por toda
respuesta sus ! maestros le mostraban luchadores en la tierra, estatuas en los templos y almas
glorificadas en el cielo, "en la ciudadela ìgnea de los dioses", a la que llegarà Hèrcules.
En el fondo de los Misterios antiguos, todos los dioses eran reducidos al dios ùnico y supremo.
Esta revelaciòn, comprendida con todas sus consecuencias, se convertìa en la clave del Cosmos.
Por ello se la reservaba por entero para la iniciaciòn propiamente dicha. El novicio nada sabìa de
ella. Sólo se le dejaba entrever esta verdad a travès de lo que se le decìa de los poderes de la
Mùsica y del Nùmero. Porque los nùmeros, enseñaba el maestro, contienen el secreto de las
cosas y Dios es la armonìa universal. Los siete modos sagrados, construìdos sobre las siete notas
del heptacordio, corresponden a a los siete colores de la luz, a los siete planetas, y a los siete
modos de existencia que se reproducen en todas las esferas de la vida material y espiritual, desde
la màs pequeña hasta la màs grande. Las melodìas de esos modos, sabiamente infundidas, debìan
entonar el alma y tornarla suficientemente armoniosa para vibrar exactamente al soplo de la
verdad.
A esta purificaciòn del alma correspondìa necesariamente la del cuerpo, que se obtenìa por
medio de la higiene y la disciplina severa de las costumbres. Vencer las pasiones era el primer
deber de la iniciaciòn. Quien no ha hecho de su propio cuerpo una armonìa no puede reflejar la
armonìa divina. Sin embargo, el ideal de la vida pitagòrica nada tenìa de la vida ascètica, puesto
que el matrimonio estaba considerado como santo. Pero se recomendaba la castidad a los
novicios y la moderaciòn a los iniciados, como una fuerza y una perfecciòn. "No cedas a la
voluptuosidad sino cuando consientas en ser inferior a tì mismo", decìa el maestro. Agregaba que
la voluptuosidad no existe por sì misma, y la comparaba "al canto de las sirenas, que cuando nos
acercamos a ellas se desvanecen y sòlo nos permiten hallar huesos quebrados y carnes sangrantes
sobre un escollo roìdo por las olas, mientras que la verdadera dicha es semejante al concierto de
las Musas que deja una ce! lestial armonìa en el alma". Pitàgoras creìa en las virtudes de la mujer
iniciada, pero desconfiaba mucho de la mujer natural. A un discìpulo que le preguntaba cuàndo
le serìa permitido acercarse a una mujer, le respondiò irònicamente: "Cuando estès cansado de tu
calma."
La jornada pitagòrica se ordenaba de la manera siguiente: apenas el disco ardiente del Sol surgìa
de entre las azules olas del mar Jònico y doraba las columnas del templo de las Musas, y doraba
las columnas del templo de las Musas, por encima de la residencia de los iniciados, los jòvenes
pitagòricos entonaban un himno a Apolo mientras ejecutaban una danza dòrica de caràcter virial
y sagrado. Despuès de las abluciones de rigor se hacìa en silencio un paseo hasta el templo. Cada
despertar es una resurrecciòn que tiene su flor de inocencia. El alma debìa recogerse al comienzo
de la jornada y permanecer virgen para la lecciòn matinal. En el bosque sagrado agrupàbanse en
torno del maestro o de sus intèrpretes, y la lecciòn se prolongaba bajo el frescor de los grandes
àrboles o a la sombra de los pòrticos.
A mediodìa se elevaba una plegaria a los hèroes, a los genios benèvolos. La tradiciòn esotèrica
suponìa que los buenos espìritus prefieren acercarse a la Tierra con la irradiaciòn solar, mientras
que los malos espìritus frecuentan la sombra y se difunden en la atmòsfera con la noche. La
comida frugal de mediodìa componìase generalmente de pan, miel y olivas. La tarde estaba
consagrada a los ejercicios gimnàsticos, y luego al estudio, a la meditaciòn y a un trabajo mental
acerca de la meditaciòn de la mañana. Despuès de la puesta del sol hacìase una oraciòn en
comùn, se cantaba un himno a los dioses cosmogònicos, a Jùpiter celeste, a Minerva Providencia,
a Diana protectora de los muertos. Durante ese tiempo, al estoraque, el manà o el incienso ardìan
en el altar al aire libre, y el himno, mezclado al perfume, ascendìa dulcemente en el crepùsculo,
mientras las primeras estrellas travesaban el pálido azur. La jornada concluìa con la comida de la
noche, despuès ! de lo cual el màs joven hacìa una lectura que comentaba el de mayor edad.
Asì transcurrìa la jornada pitagòrica, lìmpida como una fuente, clara como una mañana sin
nubes. El año se acompasaba de acuerdo con las grandes fiestas astronòmicas. De esta manera, el
retorno de Apolo hiperbòreo y la celebraciòn de los misterios de Ceres reunìan a los novicios e
iniciados de todos los grados: hombres y mujeres. Veìase a mujeres jòvenes tañendo liras de
marfil, a mujeres casadas luciendo peplos de pùrpura y azafràn, que ejecutaban coros alternativos
acompañados de cantos, con los movimientos armoniosos de la estrofa y de la antistrofa que màs
tarde imitò la tragedia. En medio de esas grandes fiestas, en que la divinidad parecìa presente en
la gracia de la forma y los movimientos, en la melodìa incisiva de los coros, el novicio tenìa
como un presentimiento de las fuerzas ocultas, de las leyes todopoderosas del universo animado,
del cielo profundo y transparente. Los matrimonios, los ritos fùnebres tenìan un carácter màs
ìntimo pero no menos ! solemne. Para impresionar las imaginaciones se habìa concebido una
ceremonia original. Cuando un novicio salìa voluntariamente del instituto para emprender de
nuevo la vida vulgar, como cuando un discìpulo habìa traicionado un secreto de la doctrina, lo
que sòlo ocurriò una vez, los iniciados le erigìan una tumba en el recinto sagrado, como si
estuviese muerto. El maestro decìa: "Está màs muerto que los muertos, puesto que ha retornado a
la mala vida; su cuerpo se pasea entre los hombres, pero su alma està muerta; llorèmosle." Y esa
tumba erigida a un vivo lo perseguìa como su propio fantasma y como un siniestro augurio.
Segundo grado-Purificaciòn-Los nùmeros-La Teogonìa
Era un dìa felìz, "un dìa de oro", como decìan los antiguos, aquel en que Pitágoras recibìa al
novicio en su morada y lo aceptaba solemnemente en el grupo de sus discìpulos. Entraba
enseguida en relaciones constantes y directas con el maestro; penetraba en el patio interior de su
residencia, reservado a sus fieles. De ahì el nombre de esotèricos, (los de adentro) opuesto al de
exotèricos (los de afuera). Comenzaba la verdadera iniciaciòn.
Dicha revelaciòn consistìa en una exposiciòn completa y razonada de la doctrina oculta, desde
sus principios contenidos en la ciencia misteriosa de los nùmeros hasta las ùltimas consecuencias
de la evoluciòn universal, los destinos y los fines supremos de la divina Psique, del alma
humana. Esa ciencia de los nùmeros era conocida bajo diversos nombres en los templos de
Egipto y de Asia. Como daba la clave de toda la doctrina, era ocultada cuidadosamente al vulgo.
Las cifras, las letras, las figuras geomètricas o las representaciones humanas que servìan de
signos a esa àlgebra del mundo oculto, sòlo eran comprendidas por el iniciado. Este no descubrìa
el secreto a los adeptos sino despuès de haber recibido el juramento del silencio. Pitàgoras
formulò esa ciencia en un libro escrito por su mano y llamado: Hieros logos (la palabra sagrada).
Ese libro no nos ha llegado; pero los escritos posteriores de los pitagòricos Filolao, Hierocles y
Arquitas, los dià! logos de Platòn, los tratados de Aristòteles, Porfirio y Jàmblico nos permiten
conocer sus principios. Si han permanecido como letra muerta para los filòsofos modernos, ello
es a causa de que su sentido y su trascendencia sòlo pueden comprenderse por la comparaciòn de
todas las doctrinas esotèricas del Oriente.
Pitágoras lllamaba matemàticos a sus discìpulos, porque su enseñanza superior comenzaba con la
doctrina de los nùmeros. Pero esta matemàtica sagrada, o ciencia de los principios, era a la vez
màs transcendete y màs vida que la matemàtica profana, ùnica que conocen nuestros sabios y
nuestros filòsofos. En ella el NÚMERO no era considerado como una cantidad abstracta sino
como la virtud intrìnseca y activa del UNO supremo, de dios, fuente de la armonìa universal. La
ciencia de los nùmeros era la de las fuerzas vivas, de las facultades divinas en acciòn en los
mundos y en el hombre, en el macrocosmo y en el microcosmo...
Al penetrarlos, al distinguir, y explicar su juego, Pitàgoras creaba nada menos que una teogonìa o
una teologìa racional.
Una teologìa verdadera debería suministrar los principios de todas las ciencias. Sòlo serà la
ciencia de Dios si muestra la unidad y en encadenamiento de las ciencias de la Naturaleza.
Únicamente merece su nombre a condiciòn de constituir el òrgano y la sìntesis de todas las otras.
He ahì justamente el papel que desempeñaba en los templos egipcios la ciencia del verbo
sagrado, formulada y precisada por Pitàgoras con el nombre de ciencia de los nùmeros. Tenìa la
pretensiòn de proporcionar la clave del ser, de la ciencia y de la vida. El adepto, guiado por el
maestro, debìa comenzar por contemplar sus principios en su propia inteligencia antes de seguir
sus mùltiples aplicaciones en la inmensidad concèntrica de las esferas de la evoluciòn.
Un poeta moderno ha presentido dicha verdad cuando hace descender a Fausto entre las Madres
para devolver la vida al fantasma de Helena. Fausto capta la clave màgica, la tierra se hunde bajo
sus pies, lo domina el vèrtigo se sumerge en el vacío de los espacios. Finalmente llega hasta las
Madres que velan sobre las formas originarias del gran Todo y hacen surgir los seres del molde
de los arquetipos. Esas Madres son los nùmeros de Pitàgoras, las fuerzas divinas del mundo. El
poeta nos ha entregado el temblor de su propio pensamiento ante esa zambullida en los abismo
de lo Insoldable. Para el iniciado antiguo, en quien la vista directa de la inteligencia se
despertaba poco a poco como un sentido nuevo, esta revelaciòn interior le parecìa màs bien una
ascensiòn hasta el gran sol incandescente de la Verdad, desde donde contemplaba en la plenitud
de la luz los seres y las formas, proyectados en el torbellino de las vidas por una irradiaciòn
vertiginosa.
No llegaba en un dìa a esta posesiòn interna de la verdad, en la que el hombre realiza la vida
universal mediante la concentraciòn de sus facultades. Se necesitaban años de ejercicio, el
acuerdo tan difìcil del alma y la voluntad. Antes de manejar la palabra creadora -¡y cuàn pocos
llegan a ello!- es preciso deletrear la palabra sagrada sìlaba a sìlaba.
Pitàgoras tenìa la costumbre de impartir esa enseñanza en el templo de las Musas. Los
magistrados de Crotona lo habìan hecho construir, a su expreso pedido y segùn sus indicaciones,
muy cerca de su morada, en un jardìn cerrado. Sòlo los discìpulos del segundo grado penetraban
allì con el maestro. En el interior de ese templo circular veìanse las nueve Musas en màrmol. De
pie, en el centro, vigilaba Hestia, solemne y misteriosa, envuelta en un velo. Con su mano
izquierda protegìa la llama de un hogar; con la derecha señalaba el cielo. Entre los griegos, como
entre los romanos, Hestia o Vesta es la guardiana del principio divino presente en todas las cosas.
Conciencia del fuego sagrado, tiene su altar en el templo de Delfos, en el Pritaneo de Atenas y en
el hogar màs humilde. En el santuario de Pitàgoras simbolizaba la Ciencia divina o central de la
Teogonìa. A su alrededor, las Musas esotèricas llevaban, ademàs de sus nombres tradicionales y
etimològicos, el ! de las ciencias ocultas y las artes sagradas, cuyo cuidado les estaba confiado.
Urania encarnaba la astronomìa y la astrologìa; Polimnia, la ciencia de las almas en la otra vida y
el arte de la adivinaciòn; Melpòmene, con su màscara tràgica, la ciencia de la vida y de la
muerte, de las transformaciones y de los renacimientos. Esas tres Musas superiores constituìan
en conjunto la cosmogonìa o fìsica celeste. Calìope, Clìo y Euterpe presidían la ciencia del
hombre o psicologìa con sus artes correspondientes: medicina, magia, moral. El ùltimo grupo:
Terpsìcore, Erato y Talìa, abarcaban la fìsica terrestre, la ciencia de los elementos, de las piedras,
de las plantas y de los animales.
Así, desde el comienzo, el organismo de las ciencias, calcado sobre el organismo del universo,
aparecìa ante el discìpulo en el cìrculo viviente de las Musas iluminadas por la llama divina.
Despuès de haber conducido a sus discìpulos hasta ese pequeño santuario, Pitàgoras abrìa el libro
del Verbo y comenzaba su enseñanza esotèrica. "Esas Musas -decìa- no son màs que las efigies
terrestres de las potencias divinas cuya inmaterial y sublime belleza contemplarèis en vosotros
mismos. Asì como ellas observan el Fuego de Hestia, del cual emanan y que les da el
movimiento, el ritmo y la melodìa, de la misma manera debèis sumergiros en el Fuego central
del universo, en el Espìritu divino, para expandiros con èl en sus manifestaciones visibles".
Entonces, con gesto poderoso y atrevido, Pitàgoras arrebataba a sus discìpulos del mundo de las
formas y las realidades; borraba el tiempo y el espacio y los hacìa descender con èl a la gran
Mònada, en la esencia del ser incr! eado.
Pitàgoras la llamaba el Uno primero compuesto de armonìa, el fuego masculino que todo lo
atraviesa, el Espìritu que se mueve por sì mismo, el Indivislbe y el gran No Manifestado cuyo
pensamiento creador està representado por los mundos efìmeros, el Único, el Eterno, el
Invariable oculto bajo las cosas mùltiples que pasan y que cambian. "La esencia en sì se sustrae
al hombre -dijo el pitagòrico Filolao-. No conoce màs que las cosas de este mundo donde lo
finito se combina con lo infinito. ¿Y còmo puede conocerlas? Porque hay entre èl y las cosas una
armonìa, una relaciòn, un principio comùn; y ese principio les es dado por el. Uno que les otorga
con su esencia la medida y la inteligibilidad. El es la medida comùn entre el objeto y el sujeto, la
razòn de las cosas gracias a la cual participa el alma en la razòn ùltima del Uno. Pero ¿Cómo
acercarse a El, al Ser inasible? ¿Vió jamàs alguien al señor del tiempo, al alma de los soles, a la
fuente de las inteligenc! ias? No, y sòlo confundièndose con èl se penetra su esencia. Es
semejante a un fuego invisible colocado en el centro del universo, cuya àgil llama circula en
todos los mundos y mueve la òrbita. Agregaba Filolao que la obra de la iniciaciòn consistìa en
acercarse al gran Ser asemejàndosele, adquiriendo la mayor perfecciòn posible , dominando las
cosas por medio de la inteligencia, tornàndose asì activo como èl y no pasivo como ellas.
"Vuestro ser, vuestra alma ¿no es un microcosmo, un pequeño universo? Pero està llena de
tempestades y de discordias. Y bien: se trata de realizar allì la unidad en la armonìa. ¡Entonces,
sòlo entonces, Dios descenderà en vuestra conciencia; entonces participarèis de su poder y harèis
de vuestra voluntad la piedra del ara, el altar de Hestia, el trono de Jùpiter!"
Dios, la sustancia indivisible, tiene, pues, por nùmero la Unidad que contiene al Infinito; por
nombre, el de Padre, Creador o Eterno-Masculino; por signo, el Fuego viviente, sìmbolo del
Espìritu, esencia del Todo. He ahì el primero de los principios.
Pero las facultades divinas son semejantes al loto mìstico que el iniciado egipcio, acostado en su
sepulcro, ve surgir de la negra noche. No es al comienzo sino un punto brillante, luego se abre
como una flor y el centro incandescente florece como una rosa de luz de mil pétalos. Pitàgoras
decìa que la gran Mònada actùa como Dìada creadora. Desde el momento en que se manifiesta,
Dios es doble; esencia indivisible y sustancia divisible; principio masculino, activo, animador, y
principio femenino pasivo o materia plàstica animada. La Díada representaba, pues, la uniòn del
Eterno Masculino y del Eterno Femenino en Dios, las dos facultades divinas esenciales y
correspondientes. Orfeo habìa expresado poèticamente dicha idea en este verso:
Júpiter es el Esposo y la Esposa divinos.
Todos los politeìsmos han tenido intuitivamente conciencia de esta idea, al representar a la
divinidad ya bajo forma masculina, ya bajo forma femenina.
Y esa Naturaleza viviente, eterna, esa gran Esposa de Dios, no es solamente la Naturaleza
terrestre, sino la Naturaleza celeste invisible a los ojos de la carne, el Alma del mundo, la Luz
primordial, alternativametne Maya, Isis o Cibeles, que al ser la primera en vibrar bajo el impulso
divino encierra las esencias de todas las almas, los tipos espirituales de todos los seres. Luego es
Demèter, la tierra viviente y todas las tierras con los cuerpos que contienen y en los cuales
vienen a encarnarse dichas almas. Luego es la Mujer, compañera del Hombre. En la humanidad,
la mujer representa la Naturaleza; y la imagen perfecta de Dios no es el Hombre solo, sino el
Hombre y la Mujer. De ahì su invencible, embrujadora y fatal atracciòn, de ahì la embriaguez del
Amor, donde se representa el sueño de las creaciones infinitas y el oscuro presentimiento de que
el Eterno Masculino y el Eterno Femenino gozan de una uniòn perfecta en el seno de Dios.
"Honor, pues, a la Mu! jer, en la Tierra y en el cielo -decìa Pitàgoras, como todos los iniciados
antiguos-; ella nos permite comprender a la gran Mujer, a la Naturaleza. Que sea su imagen
santificada y que nos permita ascender por grados hasta la gran Alma del Mundo, que engendra,
conserva y renueva; hasta la divina Cibeles, que arrastra el pueblo de las almas en su manto de
luz".
La mónada representa la esencia de Dios, la Dìada su facultad generadora y reproductiva. Esta
genera el mundo, florecimiento visible de Dios en el espacio y el tiempo. Pero el mundo real es
triple. Porque asì como el hombre se compone de tres elementos distintos pero fundidos uno en
otro, el cuerpo, el alma y el espìritu, de la misma manera el universo està dividido en tres esferas
concèntricas: el mundo natural, el mundo humano y el mundo divino. La Trìada o ley del
ternario es, pues, la ley constitutiva de las cosas y la verdadera clave de la vida. Se la vuelve a
encontrar en todos los diversos grados de la escala de la vida, desde la constituciòn de la cèlula
orgànica a travès de la constituciòn fisiològica del cuerpo animal, del funcionamiento del sistema
sanguìneo y del sistema cerebroespinal, hasta la constituciòn hiperpsìquica del hombre, la del
universo y la de Dios. De esa manera abre como por encanto al espìritu maravillado la estructura
interna de! l universo; muestra las correspondencias infinitas del macrocosmo y del microcosmo.
Actùa como una luz que pasara por las cosas para tornarlas transparentes, y hace brillar los
mundos pequeños y grandes como otras tantas linternas màgicas.
Expliquemos esa ley mediante la correspodencia esencial del hombre y del universo.
Pitágoras admitìa que el espìritu del hombre o el intelecto tiene de Dios su naturaleza inmortal,
invisible, absolutamente activa. Porque el espìritu es el que se mueve a sì mismo. Llamaba al
cuerpo su parte mortal, divisible y pasiva. Pensaba que la que llamamos alma està estrechamente
unida al espìritu, pero formada por un tercer elemento intermediario que proviene del fluido
còsmico. El alma asemeja, pues, a un cuerpo etèreo que el espìritu se teje y se construye a sì
mismo. Sin dicho cuerpo etèreo no se podrìa animar al cuerpo material, que no serìa màs que una
masa inerte y sin vida. El alma tiene una forma semejante a la del cuerpo al que vivifica, y le
sobrevive despuès de la disoluciòn o la muerte. Se convierte entonces, segùn la expresiòn de
Pitàgoras retomada por Platòn, en el carro sutil que lleva al espìritu hacia las regiones divinas y
lo deja caer nuevamente en las regiones tenebrosas de la materia, segùn que sea màs o menos
buena o malvada. Ah! ora bien: la constituciòn y la evoluciòn del hombre se repite en cìrculos
crecientes sobre toda la escala de los seres y en todas las esferas. Asì como la humana Psique
lucha entre el espìritu que la atrae y el cuerpo animal, en el que se hunde con sus raìces
terrestres, y el mundo divino de los puros espìritus, donde està su fuente celestial y hacia el que
aspira a elevarse. Y lo que ocurre en la humanidad ocurre en todas las tierras y en todos los
sistemas solares con proporciones siempre diversas, de modos siempre nuevos. Extended el
cìrculo hasta lo infinito, y, si podès, abrazad en un solo concepto los mundos sin lìmite. ¿Qué
encontrarèis? El pensamientto creador, el fludio astral y de los mundos en evoluciòn: el espìritu,
el alma y el cuerpo de la divinidad. Levantando el velo tras velo y sondeando las facultades de
esa misma divinidad, serèis allì la Trìada y la Dìada envolvièndose en la sombrìa profundidad de
la Mònada, como una florescencia de estrellas en los abism! os de la inmensidad.
De acuerdo con esta rápida exposiciòn es fácil concebir la importancia capital que Pitàgoras
asignaba a la ley del ternario. Puede decirse que ella constituye la piedra angular de la ciencia
esotèrica. Todos los grandes iniciadores religiosos han tenido conciencia de ella, todos los
teòsofos la han presentido. Un oràculo de Zoroastro dice:
El nùmero tres reina por doquier en el universo y la Mònada es su principio.
El mèrito incomparable de Pitàgoras es haberla formulado con la claridad del genio griego. Hizo
de ella el centro de su teogonìa y el fundamento de las ciencias. Velada ya en los escritos
esotèricos de Platòn, pero enteramente incomprendida por los filòsofos posteriores, dicha
concepciòn, en los tiempos modernos, solo ha sido penetrada por algunos raros iniciados en las
ciencias ocultas. Vemos ahora què amplia y sòlida base ofrecìa la ley del ternario para la
clasifidaciòn de las ciencias, para el edificio de la cosmogonìa y de la psicologìa.
Asì como el ternario universal se concentra en la unidad de Dios o en la Mònada, de la misma
manera el ternario humano se concentra en la conciencia del yo y en la voluntad, que congrega
todas las facultades del cuerpo, del alma y del espìritu en su viviente unidad. El ternario humano
y divino resumido en la Mònada constituye la Tètrada sagrada. Pero el hombre no realiza su
propia unidad sino de una manera relativa. Porque su voluntad, que actúa sobre todo su ser, no
puede sin embargo actuar simultànea y plenamente en sus tres òrganos, es decir: en el instinto, en
el alma y en el intelecto. El intelecto y Dios mismso no se le aparecen sino alternativa y
sucesivamente reflejados por esos tres espejos. 1) Visto a travès del instinto y del calidoscopio de
los sentidos, Dios es mùltiple e infinito como sus manifestaciones. De ahì el politeìsmo, donde el
nùmero de los dioses no està limitado. 2) Visto a travès del alma razonante, Dios es doble, es
decir, espìritu! y materia. De ahì el dualismo de Zoroastro, de los maniqueos y de muchas otras
religiones. 3) Visto a travès del intelecto puro es triple, es decir: espìritu, alma y cuerpo en todas
las manifestaciones del universo. De ahì los cultos trinitarios de la India (Brahma, Vishnù, Siva)
y la misma trinidad del cristianismo (Padre, Hijo y Espìritu Santo). 4) concebido por la voluntad
que resume el todo, Dios es ùnico, y tenemos asì el monoteìsmo hermètico de Moisès en su
pleno rigor. Aquì ya no hay personificaciòn, ya no hay encarnaciòn; salimos del universo visible
y volvemos a entrar en lo Absoluto. El Eterno reina ùnicamente sobre el mundo reducido a
polvo. La diversidad de las religiones proviene, pues, del hecho de que el hombre no realiza la
divinidad sino a travès de su propio ser, relativo y finito, mientras que Dios realiza a cada
instante la unidad de los tres mundos en la armonìa del universo.
Esta ùltima aplicaciòn demostrarìa por sì sola la virtud en cierta manera màgica del Tetragrama
en el orden de las ideas. No solo se encontraban en èl los principios de la ciencia, la ley de los
seres y su modo de evoluciòn, sino tambièn la razòn de las religiones diversas en su unidad
superior. Era verdaderamente la clave universal. De ahì el entusiasmo con que Lisis habla de èl
en los Versos dorados, y se comprender ahora por què los pitagòricas juraban por este gran
sìmbolo:
Juro por aquel que graba en nuestros corazones
La Tètrada sagrada, inmenso y puro sìmbolo,
Fuente de la Natura, modelo de los Dioses.
Pitàgoras llevaba mucho màs lejos su enseñanza de los nùmeros. En cada uno de ellos definìa un
principio, una ley, una fuerza activa del universo. Pero decìa que los principios esenciales estàn
contenidos en los cuatro primeros nùmeros, ya que adicionàndolos o multiplicàndolos se
encuentran todos los otros. Del mismo modo, la infinita variedad de los seres que componen el
universo està producida por las combinaciones de las tres fuerzas primordiales: materia, alma,
espìritu, bajo el impulso creador de la unidad divina que las mezcla y las diferencia, las
concentra y las anima. Igual que los principales maestros de la ciencia esotèrica, Pitàgoras
asignaba una gran importancia al nùmero siete y al nùmero diez. Siete, por ser el compuesto de
tres y de cuatro, significa la uniòn del hombre y la divinidad. Es la cifra de los adeptos, de los
grandes iniciados, y como expresa la realizaciòn completa en toda cosa mediante siete grados,
representa la ley de la evoluc! iòn. El nùmero diez, formado por la adiciòn de los cuatro primeros
que contiene al precedente, es el nùmero perfecto y por excelencia ya que representa todos los
principios de la divinidad, evolucionados y reunidos, en una nueva unidad.
Al terminar la enseñanza de su teogonìa, Pitàgoras mostraba a sus discìpulos las nueve Musas,
que personifican a las ciencias agrupadas de tres en tres y presiden el triple ternario evolucionado
en nueve mundos, formado con Hestia, la Ciencia divina, guardiana del Fuego primordial, la
Dècada sagrada.
Tercer grado-Perfecciòn-Cosmogonìa y psicologìa. La evoluciòn del alma
El discìpulo recibiò del maestro los principios de la ciencia. Esa primera iniciaciòn habìa hecho
caer las espesas costras de materia que recubrìan los ojos de su espìritu. Desgarrando el velo
brillante de la mitologìa, lo arrancò al mundo visible para arrojarlo desatinadamente por los
espacios sin lìmite y sumergirlo en el sol de la Inteligencia, desde donde la Verdad irradia sobre
los tres mundos. Pero la ciencia de los nùmeros no era màs que el preàmbulo de la gran
iniciaciòn. Armado con esos principios se trataba ahora de descender desde las alturas de lo
Absoluto hasta las profundidades de la Naturaleza para captar allì el pensamiento divino en la
formaciòn de las cosas y en la evoluciòn del alma a travès de los mundos.
La cosmogonìa y psicologìa esotèricas alcanzaban a los mayores misterios de la vida, a secretos
peligrosos y celosamente guardados de las ciencias y las artes ocultas. Pitàgoras preferìa por ello
dar esas lecciones durante la noche, lejos del dìa profano, a orillas del mar, en las terrazas del
templo de Ceres, entre el leve murmullo de las olas jònicas de tan melodiosa cadencia, ante las
lejanas fosforescencias del Cosmos estrellado, o bien en las criptas del santuario, de donde las
làmparas egipcias esparcìan una claridad igual y dulce. Las mujeres iniciadas asistìan a esas
reuniones nocturnas. Algunas veces, sacerdotes o sacerdotisas llegados de Delfos o de Eleusis
acudìan a confirmar las enseñanzas del maestro con el relato de sus experiencias o con la palabra
lùcida del sueño clarividente.
La evoluciòn material y la evoluciòn espiritual del mundo son dos movimientos inversos, pero
paralelos y concordantes, en toda la escala del ser. Uno no se explica sino por el otro, y juntos
explican el mundo. La evoluciòn material representa la manifestaciòn de Dios en la materia
merced al alma del mundo, que la modela. La evoluciòn espiritual representa la elaboraciòn de la
conciencia en las mònadas individuales y sus tentativas de volver a unirse, a través del ciclo de
las vidas, con el espíritu divino de donde emanan. Ver el universo desde el punto de vista fìsico,
o desde el punto de vista espiritual, no es considerar un objeto diferente: es mirar el mundo por
los dos extremos opuestos. Desde el punto de vista terreno, la explicaciòn racional del mundo
debe comenzar con la evoluciòn material, puesto que por ese lado se nos aparece; pero al
hacernos ver el trabajo del Espìritu universal en la materia y al perseguir el desarrollo de las
mònadas individual! es, conduce insensiblemente al punto de vista espiritual y nos hace pasar del
exterior al interior de las cosas, del reserso del mundo a su anverso.
Asì, por lo menos, procedìa Pitàgoras, que consideraba al universo como un ser vivo, animado
por una gran alma y penetrado por una gran inteligencia. La segunda parte de su enseñanza
comenzaba, pues, por la cosmogonìa.
De atenernos a las divisiones del cielo, que encontramos en los fragmentos esotèricos de los
pitagòricos, dicha astronomìa serìa semejante a la de Tolomeo: la Tierra inmòvil y el Sol girando
a su alrededor, junto con los planetas y todo el cielo. Pero el principio mismo de esa astronomìa
nos advierte que ella es puramente simbòlica. En el centro de su universo Pitàgoras emplaza el
Fuego (del cual el Sol no es màs que un reflejo). Ahora bien, en todo el esoterismo del Oriente el
Fuego es el signo representativo del Espìritu, de la Conciencia divina, universal. Lo que nuestros
filòsofos toman generalmente por la fìsica de Pitàgoras y de Platòn, no es, pues, otra cosa que
una descripciòn ilustrada de su filosofìa secreta, luminosa para los iniciados, pero tanto màs
impenetrable para el vulgo cuando que se la hacìa pasar por una simple fìsica. Busquemos, pues,
allì, una especie de cosmografìa de la vida de las almas, y nada màs. La regiòn sublunar designa
la esf! era donde se ejerce la atracciòn celeste y es llamada el cìrculo de las generaciones. Los
iniciados entendìan con ello que la Tierra es para nosotros la regiòn de la vida corporal. Allí se
realizan todas las operaciones que compañan a la encarnación y desencarnación de las almas. La
esfera de los seis planetas y el Sol responde a categorías ascendentes de espíritus. El Olimpo,
concebido como una esfera rodante, es llamado el cielo de los fijos, porque està asimilado a la
esfera de las almas perfectas. Dicha astronomìa infantil recubre, pues, una concepciòn del
Universo espiritual.
Pero todo nos conduce a creer que los antiguos iniciados, y particularmente Pitàgoras, tenìan
nociones mucho màs justas del universo fìsico. Aristòteles dice positivamente que los
Pitagòricos creìan en el movimiento de la Tierra alrededor del Sol. Copèrnico afirma que la idea
de la rotaciòn de la Tierra alrededor de su eje se le presentó al leer, en Ciceròn, que un tal
Hicetas, de Siracusa, habìa hablado del movimiento diurno de nuestro planeta. A sus discìpulos
del tercer grado, Pitàgoras les enseñaba el doble movimiento de la Tierra. Sin poseer las medidas
exactas de la ciencia moderna, sabìa, como los sacerdotes de Menfis, que los planetas surgidos
del Sol giran a su alrededor; que las estrellas son otros tantos sistemas solares gobernados por las
mismas leyes que el nuestro, cada uno de los cuales tiene su rango en el inmenso universo. Sabìa
tambièn que cada mundo solar forma un pequeño universo que tiene su correspondencia en el
mundo espiritual y su pr! opio cielo. Los planetas serían para marcar su escala. Pero esas
nociones, que habrìan trastornado la mitologìa popular y que la multitud hubiera tachado de
sacrìlegas, jamàs eran confiadas a la escritura vulgar. Sólo se enseñaban bajo el sello del màs
profundo secreto.
El universo visible, decìa Pitàgoras, el cielo con todas sus estrellas, no es màs que una forma
pasajera del alma del mundo, de la gran Maya, que concentra la materia esparcida en los espacios
infinitos, y luego la disuelve y la disemina en imponderable fluido còsmico. Cada torbellino solar
posee una parcela de esta alma universal, que evoluciona en su seno durante millones de siglos
con una fuerza de impulsiòn y una medida especial. En cuanto a las potencias, los reinos, las
especies y las almas vivas que aparecen sucesivamente en los astros de este pequeño mundo,
provienen de Dios, descienden del Padre; es decir, emanan de un orden espiritual inmutable y
superior, asì como de una evoluciòn material anterior, de un sistema solar extinguido, segùn debe
entenderse. De dichas potencias invisibles, unas, absolutamente inmortales, dirigen la formaciòn
de este mundo; otras esperan su eclosiòn en el sueño còsmico o en el ensueño divino, para entrar
en las generaci! ones visibles de acuerdo con su rango y segùn la ley eterna. Entre tanto, el alma
solar y su fuego central, que mueve directamente la gran Mònada, trabaja la materia en fusiòn.
Los planetas son hijos del Sol. Cada uno de ellos, elaborado por las fuerzas de atracciòn y de
rotaciòn inherentes a la materia, está dotado de un alma semiconsciente, surgida del alma solar, y
tiene su carácter distinto, su papel particular en la evoluciòn. Como cada planeta es una
expresiòn diversa del pensamiento de Dios y ejerce una funciòn especial en la cadena planetaria,
los antiguos sabios identifican los nombres de los planetas con los de los grandes dioses, que
representan las facultades divinas que actúan en el universo.
Los cuatro elementos, de los cuales estàn formados los astros y todos los seres, designan cuatro
estados graduados de la materia. El primero, el màs denso y grosero, es el màs refractario al
espìritu: el ùltimo, el màs refinado, muestra una gran afinidad por èl. La tierra representa el
estado sòlido; el agua, el estado lìquido; el aire, el estado gaseoso; el fuego, el estado
imponderable. El quinto elemento, o etèrico, representa un estado de la materia tan sutil y vivaz
que ya no es atòmico y està dotado de penetraciòn universal. Es el fluìdo còsmico originario, la
luz astral o el alma del mundo.
Despuès Pitàgoras hablaba a sus discìpulos de Egipto y de Asia. Sabìa que la Tierra en fusiòn
estaba primitivamente rodeada de una atmòsfera gaseosa que, licuada por su enfriamiento
sucesivo, habìa formado los mares. De acuerdo con su costumbre, resumìa metafòricamente esta
idea diciendo que los mares eran producidos por las làgrimas de Saturno (el tiempo còsmico).
Pero he aquì que aparecen los reinos, los gèrmenes invisibles, flotando en el aura etèrea de la
Tierra, se arremolinan en su vestidura gaseosa, y son atraìdos luego, al seno profundo de los
mares y a los primeros continentes emergidos. Los mundos vegetal y animal, todavìa
confundidos, aparecen casi al mismo tiempo. La doctrina esotèrica admite la transformaciòn de
las especies no sòlo de acuerdo con la ley secundaria de la selecciòn, sino tambièn de acuerdo
con la ley primaria de la percursiòn de la Tierra por las potencias celestiales, y de todos los seres
vivos por principios inteligibles y fuerzas invisibles. Cuando una especie nueva aparece sobre el
globo, ocurre que una raza de almas de tipo superior se encarna en una época dada en los
descendientes de la especie antigua, para hacerle ascender un escalòn remodelàndola y
transformàndola a su imagen. Asì es como la doctrina esotèrica explica la apariciòn del hombre
sobre la Tierra. Desde el punto de vista! de la evoluciòn terrestre, el hombre es la ùltima rama y
la coronaciòn de todas las especies anteriores. Pero dicho punto de vista no basta para explicar su
entrada en escena, como no bastarìa para explicar la apariciòn de la primera alga o del primer
crustàceo en el fondo de los mares. Todas esas creaciones sucesivas suponen, como cada
nacimiento, la percusiòn de la Tierra por las potencias invisibles que crean la vida. La del
hombre supone el reinado anterior de una humanidad celestial que preside la eclosiòn de la
humanidad terrestre y le envìa, como las olas de una formidable marea, nuevos torrentes de
almas que se encarnan en sus flancos y hacen brillar los primeros rayos de una luz divina en ese
ser extraviado en la animalidad y obligado para vivir, a luchar contra todas las potencias de la
Naturaleza.
Pitàgoras, instruìdo por los templos de Egipto, tenìa nociones precisas sobre las grandes
revoluciones del globo. La doctrina india y egipcia conocìan la existencia del antiguo continente
austral, que produjo la raza roja y una potente civilizaciòn, llamada Atlàntida por los griegos.
Atribuìa la emergencia, y la inmersiòn alternativa de los continentes a la oscilaciòn de los polos
y admitìa que la humanidad habìa travesado, de esa manera, seis diluvios. Cada ciclo
interdiluviano lleva el predominio de una gran raza humana. En medio de los eclipses parciales
de la civilizaciòn y de las facultades humanas hay un movimiento general ascendente.
He aquì, pues, a la humanidad constituìda y a las razas lanzadas en su carrera a travès de los
cataclismos del globo. Pero sobre ese globo, que al nacer tomamos como base inmutable del
mundo no obstante que èl mismo flota arrastrado en el espacio, sobre esos continentes que
emergen de los mares para desaparecer nuevamente, en medio de esos pueblos que pasan, de
esas civilizaciones que se desmoronan, ¿cuàl es el grande, el punzante, el eterno misterio?. Es el
gran problema interior, el de cada uno y el de todos; es el problema del alma, que descubre en sì
un abismo de tinieblas y de luz, se contempla con una mezcla de encanto y terror, y se dice: "No
soy de este mundo, porque no basta èl para explicarme. No vengo de la Tierra y voy hacia otra
parte. Pero ¿adònde?" Es el misterio de Psique que encierra a todos los otros.
La cosmogonìa del mundo visible, decìa Pitàgoras, nos ha conducido a la historia de la Tierra, y
èsta al misterio del alma humana. Con èl tocamos el santuario de los santuarios. El arcano de los
arcanos. Una vez despertada su conciencia, el alma se convierte para sì en el màs asombroso de
los espectàculos. Pero esta misma conciencia no es otra cosa que la superficie iluminada de su
ser, donde ella sospecha oscuros e insondables abismos. En su profundidad desconocida, la
divina Psique contempla con una mirada fascinada todas las vidas y todos los mundos: el pasado,
el presente, el futuro que une a la Eternidad. "Conòcete a tì mismo y conoceràs el universo de los
dioses". Ese es el secreto de los sabios iniciados. Màs para penetrar por esa puerta estrecha en la
inmensidad del universo invisible, despertamos en nosotros la vida directa del alma purificada y
armèmonos con la antorcha de la Inteligencia, con la ciencia de los principios y de los Nùmeros
sagrados.!
Pitàgoras pasaba asì de la cosmogonìa fìsica a la cosmogonìa espiritual. Despuès de la evoluciòn
de la Tierra referìa la evoluciòn del alma a travès de los mundos. Fuera de la iniciaciòn, esa
doctrina es conocida con el nombre de transmigraciòn de las almas. Sobre ninguna parte de la
doctrina oculta se ha disparatado màs que sobre èsta, aunque la literatura antigua y moderna solo
la conozcan bajo pueriles disfraces. El mismo Platòn, el que màs contribuyò a popularizarla entre
todos los filòsofos, solo nos ha dejado bosquejos fantàsticos y por momentos extravagantes, ya
sea que su prudencia o sus juramentos le hayan impedido decir todo cuanto sabìa. Pocas personas
se dan cuenta en nuestros dìas de que esa doctrina pudo tener para los iniciados un aspecto
cientìfico, abrir perspectivas infnitas y dar consuelos divinos al alma. La doctrina de la vida
ascensional del alma a travès de la serie de existencias es el rasgo comùn de las tradiciones
estoèricas y la co! ronaciòn de la teosofìa. Agrego que tiene para nosotros una importancia
capital. Porque el hombre de hoy rechaza con igual desprecio la inmortalidad abstracta y vaga de
la filosofìa y el cielo infantil de la religiòn primaria. Y, sin embargo, le producen horror la
sequedad y la nada del materialismo. Aspira inconscientemente a la conciencia de una
inmortalidad orgànica, que responda a la vez a las exigencias de su razòn y a las necesidades
indestructibles de su alma. Se comprende, por lo demàs, por què los iniciados de las religiones
antiguas, al tener conocimiento de esas verdades, las mantuvieron tal ocultas. Son de naturaleza
tal que producen vèrtigo a los espìritus poco ilustrados. Se vinculan estrechamente a los
profundos misterios de la generaciòn espiritual, de los sexos y la generaciòn en la carne, de
donde derivan los destinos de la humanidad futura.
Era esperada, pues, con una especie de estremecimiento esa hora capital de la enseñanza
esotèrica. Por la palabra de Pitàgoras, como mediante un lento encantamiento, la basta materia
parecìa perder su peso, las cosas de la Tierra tornàbanse transdparentes, las del cielo visibles al
espìritu. Esferas de oro y azur, surcadas por esencias lumnosas, desplegaban sus orbes hacia el
infinito.
Entonces los discìpulos, hombres y mujeres, agrupados alrededor del maestro en una parte
subterrànea del templo de Ceres llamada cripta de Proserpina, escuchaban con palpitante
emociòn la historia celestial de Psique.
¿Què es el alma humana? Una parcela de la gran alma del mundo, una chispa del espìritu divino,
una mònada inmortal. Pero si su posible porvenir se abre en los esplendores insondables de la
conciencia divina, su misteriosa eclosiòn se remonta hasta los orìgenes de la materia organizada.
Para llegar a ser lo que es en la humanidad actual fue preciso que atravesase todos los reinos de
la Naturaleza, toda la escala de los seres, desarrollàndose gradualmente a travès de una serie de
innumerables existencias. El espìritu que modela los mundos y condensa la materia còsmica en
masas enormes, se manifiesta con intensidad diversa y concentraciòn siempre mayor en los
reinos sucesivos de la Naturaleza. Fuerza ciega e indistinta en el mineral, individualizada en la
planta, polarizada en la sensibilidad y el instinto de los animales, en esa lenta elaboraciòn tiende
hacia la mònada consciente; y la mónada elemental es visible en el animal màs inferior. El
elemento anìmico ! y espiritual existe, pues, en todos los reinos, aunque solamente en estado de
cantidad infinitesimal en los reinos inferiores. Las almas que existen en estado de gèrmenes en
los reinos inferiores permanecen sin salir de ellos durante inmensos perìodos, y ùnicamente
despuès de grandes revoluciones còsmicas pasan a un reino superior cambiando de planeta. Todo
cuanto pueden hacer durante el perìodo de vida en un planeta es ascender algunas especies.
¿Dónde comienza la mònada? Es como preguntar la hora en que se formò una nebulosa, o en que
un sol reluciò por vez primera. Sea como fuera, lo que constituye la esencia de un hombre
cualquier ha debido evolucionar durante millones de años a travès de una cadena de planetas y de
los reinos inferiores, conservando a travès de todas esas existencias un principio individual que
la sigue por doquier. Dicha individualidad, oscura pero indestructible, constituye el sello divino
de la mònada en que Dios quiere manifestarse mediante la conci! encia.
Cuanto màs asciende en la serie de los organismos tanto màs la mònada desarrolla los principios
latentes que estàn en ella. La fuerza polarizada se torna sensible; la sensibilidad, instinto; el
instinto, inteligencia. Y a medida que se enciende la antorcha vacilante de la conciencia, esta
alma tòrnase màs independiente del cuerpo, màs capaz de llevar una existencia libre. El alma
fluida y no polarizada de los minerales y de los vegetales està ligada a los elementos de la tierra.
La de los animales, fuertemente atraìda por el fuego terrestre, reside en èl algún tiempo despuès
de abandonar su cadaver; luego vuelve a la superficie del globo para reencarnarse en su especie
sin poder abandonar jamàs las capas bajas del aire. Estas se encuentran pobladas por
"elementales" o almas animales, que tienen su papel en la vida atmosfèrica y una gran influencia
oculta sobre el hombre. Sòlo el alma humana viene del cielo y regresa a èl tras la muerte. Pero
¿en què época de! su larga existencia còsmica el alma elemental se convirtiò en alma humana?
¿Por què crisol incandescente, por què llama etèrea debiò pasar para ello? La transformaciòn, en
un perìodo interplanetario, no ha sido posible màs que por el encuentro con almas humanas ya
plenamente formadas, que desarrollaron en el alma elemental su principio espiritual e
imprimieron su divino prototipo como un sello de fuego en su sustancia plàstica.
Pero ¡cuàntos viajes, cuàntas encarnaciones, cuàntos ciclos planetarios debieron atravesarse para
que el alma humana asì formada llegara a ser el hombre que nosotros conocemos! Segùn las
tradiciones esotèricas de la India y de Egipto, los individuos que componen la humanidad actual
habrìan comenzado su existencia humana sobre otros planetas, donde la materia es mucho menos
densa que en el nuestro. El cuerpo del hombre era entonces casi vaporoso; sus encarnaciones,
leves y fàciles. Sus facultades de perpecciòn espiritual directa habrìan sido muy potentes y muy
sutiles en esta primera fase humana; la razòn y la inteligencia, por el contrario, se hallarìan en
estado embrionario. En ese estado semicorporal, semiespiritual, el hombre veìa los espìritus;
todo era esplendor y encanto para sus ojos, mùsica para sus oìdos. Escuchaba hasta la armonìa de
las esferas. No pensaba ni reflexionaba; apenas tenìa voluntad. Se dejaba vivir bebiendo los
sonidos, las forma y la! luz, flotando como un sueño de la vida a la muerte y de la muerte a la
vida. Eso es lo que llamaban los òrficos el cielo de Saturno. Solamente al encarnarse sobre
planetas cada vez màs densos, segùn la doctrina de Hermes, llegò el hombre a materializarse. Al
encarnarse en una materia màs espesa, la humanidad ha perdido su sentido espiritual, pero
mediante su lucha cada vez màs fuerte con el mundo exterior ha desarrollado pujantemente su
razòn, su inteligencia, su voluntad. La Tierra es el ùltimo peldaño de ese descenso en la materia
que Moisès llama la salida del paraìso y Orfeo la caìda en el cìrculo sublunar. A partir de ahì, el
hombre puede remontar penosamente los cìrculos en una serie de existencias nuevas y recobrar
sus sentidos espirituales por medio del libre ejercicio de su intelecto y de su voluntad. Solamente
entonces, dicen los discìpulos de Hermes y de Orfeo, el hombre adquiere por su acciòn la
conciencia y la posesiòn de lo divino; solamente entonces llega a s! er hijo de Dios. Y aquellos
que llevaron ese nombre en la Tie! rra debieron, antes de aparecer entre nosotros, descender y
volver a ascender la aterrorizadora espiral.
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