Subido por Ana Rita Villar

Material didactico

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EL ARTE DE CONTAR CUENTOS
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CLAUDIO LEDESMA
Referentes teóricos
El ser humano es narrativo por naturaleza, necesita contar para darle sentido a su existencia.
La narración oral se remonta a los orígenes de las sociedades. Este viejo oficio es la cuna
primera de toda estructura cultural de la humanidad. En efecto, debió de ser la primera
manifestación artística surgida después del lenguaje articulado, a causa de los pocos
elementos y materiales que precisa: en principio solamente la palabra, el cuerpo y la voz.
El contador de cuentos en todo tiempo y lugar encontró quién lo escuchara,
satisfaciendo así esas necesidades básicas del individuo y de la sociedad. Esto se explica
porque este tipo de actividad responde a una apetencia emocional innata en cada hombre.
En las primeras evoluciones de las sociedades primitivas, los narradores eran
quienes conservaban y transmitían la historia y hechos relevantes de sus comunidades. En
la comunidad nómada, por ejemplo, los hombres más importantes de la tribu eran el jefe, el
guerrero y el narrador, que en las largas noches acostumbraba a contar historias y concluir
diciendo: «te la he contado para acortar la noche».
Al pasar la sociedad de la etapa de la barbarie a la del pastoreo, el narrador se
convirtió también en el custodio de la tradición de la tribu.
La primera noticia escrita sobre la narración de cuentos proviene de una colección
de papiros egipcios que se conoce con el nombre de «Cuentos de los Magos». La mayoría
de los eruditos están de acuerdo en que data del año 4000 A. C.
Los romanos y los gitanos eran grandes difusores del cuento, los primeros por sus
incursiones guerreras y de conquistas, y los segundos por su renuencia a la palabra escrita,
característica que los acompaña hasta hoy.
Los cruzados constituyen el tercer gran contingente de difusores de cuentos. En
Grecia e Islandia surgieron respectivamente las figuras del «Trovador Eólico» y del
«Escaldo Escandinavo», ambas intérpretes de la poesía épica.
Paralelamente a todos estos movimientos, se desarrollan dos escuelas diferentes de
narradores: los «Ollams» en Irlanda y los «Bardos» en Gales, contadores de cuentos o
leyendas históricas.
Los trovadores y los juglares de la Edad Media, entre los siglos X y XV, tomaban
las plazas de los pueblos por asalto, ganándose la vida con sus relatos y romances. Los
cantares de gesta, en la península ibérica, eran largas narraciones en verso referentes a las
hazañas de los héroes populares nacionales.
Los sacerdotes mayas narraban la historia sagrada de su pueblo. Al llegar a Santo
Domingo, en el siglo XVI, las crónicas españolas registraron el contar de los indígenas,
bailando y cantando, denominado areyto.
Antes de la llegada de los europeos a América, la literatura era básicamente de
tradición oral. Aún hoy, en las tribus que habitan, existe la figura del chamán, que cumple
otros papeles además de contar. Es a través de ellos que se enseña a los niños la historia y
las costumbres de su pueblo y los conocimientos necesarios para la vida adulta y para
convivir con la naturaleza.
Modernamente, este oficio artístico, con normas y técnicas transmisibles a todos, se
remonta a finales del siglo XIX, sobre todo en los países sajones, pasando luego a los
latinoamericanos.
Concretamente en Argentina, contar cuentos es una tradición que se ha mantenido
en nuestros pueblos hasta el día de hoy. El cuentero popular de las zonas rurales tiene aún
mucha vigencia e importancia, aunque sin técnicas conscientes, ingenuo e intuitivo. En
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Tierra del Fuego, los onas narraban alrededor de fogatas. En Venezuela existen numerosas
tradiciones narradoras. Los guajiros acostumbraban a cantar extensas narraciones
mitológicas y en la tribu de los yanomami también contaban historias de tradición oral.
En África, el narrador recibe el nombre de Griot. En este continente se dice que,
cuando un anciano muere, una biblioteca arde. El escritor Madou Hampaté Ba (Mali, 1900 Costa de Marfil, 1991), especializado en recuperación y transmisión cultural africana,
escribe: «Los pueblos de raza negra, sin desarrollar la escritura, han desarrollado el arte de
la palabra de una manera muy especial. A pesar de no estar escrita, su literatura no es
menos bella. Cuántos poemas, cuántas epopeyas, cuentos históricos y heroicos, fábulas,
mitos y leyendas admirables se han transmitido a través de los siglos, fielmente llevados
por la memoria prodigiosa de los hombres de la oralidad, apasionadamente enamorados de
un lenguaje bello y de la poesía. Yo soy un diplomado de la gran universidad de la palabra
enseñada bajo la sombra de los baobabs».
En África existe un personaje típico: el narrador de historias conocido como Anansi,
el hombre araña, con cabeza y tronco de humano, pero con patas de araña, capaz de relatar
muchas historias ancestrales. Quince Duncan Moodie (1940), narrador costarricense de
origen afroamericano, escribe: «Los cuentos de Anansi tienen una gran importancia al
identificar un legado común africano en donde prevalece la tradición oral. En este ámbito
de la oralidad se enmarcan los relatos de la araña. Es decir, la memoria ha servido de
vehículo para determinar la identidad que ha transmitido huellas de africanía, identidad
plasmada o transmutada en los relatos de la araña, mediante consignas que permiten
identificar su origen: la tradición oral (cuentos a la luz de la luna), una araña junto a
animales parlantes, travesuras, enseñanzas y la fórmula que reza: “Érase una vez cuando el
tiempo era tiempo”, algo que sugiere, por ejemplo, la presencia de estos cuentos desde
mucho años y la vigencia de las experiencias culturales a través de la palabra y el
transcurso irremediable del tiempo».
En las islas de Madagascar existen palabras mágicas para cerrar un cuento. Los narradores
concluyen diciendo:
Angano, angano,
arira, arira.
Izaho pitantara,
ianareo pitsent sitra.
Que quiere decir:
«Es un cuento, es un cuento.
Si es mentira, es mentira.
Yo soy el narrador
y a ustedes les encanta».
En Asia existen dos géneros principales: el Rakugo, de historias cortas y
humorísticas; y el Kodan, de relatos extensos y de carácter histórico.
El escritor español Víctor Giménez, en su libro Cuentos, leyendas y fábulas de la
India, escribe: «En la India, crisol de algunas de las filosofías más elaboradas de la especie
humana, amalgama de tradiciones y culturas, fundición de etnias y razas, la tradición
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educativa se ha basado siempre en la transmisión oral. Mediante la palabra se han
transmitido creencias cuyo origen linda con la aparición del lenguaje, conceptos abstractos
de una altura tal que justo ahora empezamos a comprobar científicamente, códigos morales
y legales sobre los que se han sustentado todas las organizaciones sociales vigentes hasta la
fecha. Nada hay, pues, de extraño en el hecho de que su tradición narrativa, en lo que a
cuentos, leyendas y fábulas se refiere, sea una de las más ricas del mundo».
El «Halka» marroquí permite contar incorporando al mismo tiempo todos los
personajes y utilizando todos los recursos que tiene el actor.
En España, el juglar-bululú es un actor que va contando los elementos narrativos del
texto interpretado y que sabe diferenciar claramente, vocal y gestualmente, a los personajes
que van apareciendo, en una actitud que se confunde con la personificación del teatro
normativo. Este actor realiza múltiples y sucesivas identificaciones y vuelve
sistemáticamente a sus actitudes y modos de narrador oral: «Ahora habla el juez», «ahora
habla el escribano», «ahora habla la dueña», «ahora habla el Doctor». Su característica
fundamental es que siempre tiene en cuenta al público y su entorno. No tiene espectadores,
sino interlocutores que están delante de él. Los mira, se gira en redondo para que todos lo
puedan escuchar y ver. Puede incluso repetir un pasaje si cree que un sector del público no
se ha enterado, o detenerse en el momento más interesante para improvisar según la
situación. Luego vuelve al hilo de una narración que no ha memorizado, sino que ha
aprehendido para poder manipularla según su necesidad.
Ninguno es mejor que el otro, todos ellos lo hacen distinto. La persona que narra
siempre lo hace porque lo disfruta, porque al hacerlo goza. Es una manera de dar, de
comunicarse, de compartir con los otros. Esto nos hace sentirnos más felices.
El cuento oral
El cuento oral tiene la virtud de acercar a las personas y unirlas en un sentimiento común.
Los pueblos antiguos lo sabían y narraban cuentos al caer la tarde, casi siempre alrededor
de una fogata, porque el fuego aparece siempre cuando se cuenta un cuento, ya sea en
forma de fogón o de brasero.
En el campo argentino se cuentan los cuentos junto a la cocina de leña, hornos de
barro y braseros, sobre todo en noches de viento y aguacero. En todas las culturas, los
cuentos han sido patrimonio de las mujeres que lavaban la ropa en el río o cardaban la lana.
Mientras trabajaban en grupo se entretenían contando cuentos.
En el poema «En el fondo del lago», de Diego Dublé Urrutia, leemos:
Soñé que era muy niño, que estaba en la cocina
escuchando los cuentos de la vieja Paulina.
Numerosos estudiosos del folclore han recopilado estos cuentos orales, entre ellos
Fidel Sepúlveda, quien los publicó en el libro «Cuentos folclóricos para niños». Allí están
«La tenquita y la escarcha», «La Flor Lililá», entre otros.
A Gabriela Mistral, siendo niña, le gustaban las narraciones que le contaban los
campesinos de su aldea natal, en el valle del Elqui. Sentada alrededor del brasero o en el
corredor de una casa de campo, oía cuentos que la iniciaron en el arte de la palabra y la
imaginación. Más tarde recordaría esas viejas fábulas campesinas. En un mundo rural son
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los ancianos quienes transmiten esos cuentos con palabras mágicas, como un conjuro antes
de iniciarlo:
«Estera y esteritas para secar peritas…
estera y esterones para secar orejones…
no le echo más matutines
para dejarlos para los fines…
ni se los dejaré de echar
porque de todo ha de llevar…
pan y pan para los monjes de San Juan…
pan y vino para los monches capuchinos…
pan y cebada para los que no saben nada».
La niña Lucila abre sus ojos asombrados y escucha atenta aquellas historias
legendarias que se narraban en el valle del Elqui, en medio del follaje de las higueras
mágicas de la noche de San Juan. Desde entonces le quedó el gusto por el relato popular.
Ella misma lo cuenta: «Mi madre no sabía contar o no le gustaba hacerlo. Mi padre
sabía contar, pero sabía él demasiadas cosas desde su buen latín hasta su noble dibujo
decorativo; era hombre extraordinario y yo prefiero acordarme de los contadores corrientes.
Dos o tres viejos de aldea me dieron el folclore del Elqui —mi región—, y esos relatos con
la historia bíblica que me enseñara mi hermana (…) fueron toda, toda mi literatura infantil.
Después he leído cuantas obras maestras del género infantil andan por el mundo. Yo quiero
decir que las narraciones folclóricas de mis cinco años y las demás que me han venido
después son las mejores para mí, son eso que llaman “la belleza pura” los profesores de
estética, las más embriagantes como fábula y las que yo llamo clásicas por encima de todos
los clásicos».
Gabriela Mistral comprende, años más tarde, la importancia de esos contadores de
cuentos, encantadores de alma que fascinaron con la palabra oral en un mundo donde no
había libros. Suplieron la falta de bibliotecas con una verdadera biblioteca oral. Fue ella
quien inició en México «la hora del cuento», para que hubiese un momento del día en que
la maestra relatara o leyera un cuento a los niños por el simple placer de contarlo.
Comprendía que ahí radicaba el arte de la imaginación. Así escribe:
«El contador ha de ser sencillo y hasta humilde si ha de repetir sin añadidura fábula
nuestra que no necesite adobo; deberá ser donoso, surcado de gracia en la palabra,
espejeante de donaire (…); deberá reducirlo todo a imágenes, cuando describe, además de
contar, y también cuando solo cuenta (…); deberá renunciar a lo extenso que en la
narración es más gozo de adulto que de niño (…); procurará que su cara y su gesto lo
ayuden fraternalmente en el relato bello, porque el niño gusta de ver conmovido y muy vivo
el rostro del que cuenta. Si su voz es fea, medios hay de que la eduque siquiera un poco
hasta sacarle alguna dulzura, pues es regalo que agradece el que escucha una voz grata y
que se pliega como una seda al asunto. Si yo fuese directora de Normal, una cátedra de
folclore general y regional abriría en la escuela. Además —insisto—, no daría título de
maestro a quien no contase con agilidad, con dicha, con frescura y hasta con alguna
fascinación».
En «La pasión de leer» Gabriela Mistral escribe: «La primera lectura de los niños
sea aquella que se aproxima lo más posible al relato oral del que viene saliendo; es decir, a
los cuentos de viejas y los sucedidos locales. Folclore, mucho folclore, todo el que se
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pueda, que será el que se quiera. Se trata del momento en que el niño pasa de las rodillas
mujeriles al seco banco escolar, y cualquier alimento que se le allegue debe llevar color y
olor de aquellas leches de anteayer».
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El arte de contar cuentos
Todos somos narradores orales en algún momento del día: cuando contamos lo que hicimos
el fin de semana, una película que vimos o un chisme. Ponemos en acción recursos en
forma inconsciente para que el oyente se interese en el relato. Para atraparlo, bajamos la
voz, luego la subimos, lo miramos fijamente a los ojos, trabajamos con gestos, pausas y
movimientos para no perder la atención del que escucha. Evocamos un suceso y lo
ordenamos cronológicamente. Trabajamos sin saberlo sobre una estructura con un
principio, un desarrollo y un fin. Apelamos sin saberlo al narrador espontáneo que todos
llevamos dentro.
Graciela Montes, miembro fundador de ALIJA (Asociación Argentina de Literatura
Infantil y Juvenil de la Argentina) y cofundadora y de la revista cultural La Mancha, nos
propone:
«¿Quiere hacer algo imprevisto y ganarse una cuota de libertad?
Cuéntese un cuento.
Un cuento que a usted le contaron alguna vez, que recuerda tal vez
imperfectamente.
Un cuento nuevo, que improvisa mientras cuenta. Un relato de la memoria. Lo que
leyó en un libro. Una película. Lo que le sucedió esta mañana mientras salía de casa.
Alguna historia para contar hay siempre. Y no tema, siempre va a haber alguien que quiera
escucharla, también hay hambre de historias.
Pida cuentos también, como hace un niño. Aprenda de él. Sólo un niño, en su
radiante prepotencia de niño, sabe pedir un cuento. Dramáticamente, como cosa de vida o
muerte, sin pudor ni mezquindades. Piense que el niño sabe bien de qué se trata, aunque
usted lo haya olvidado.
Cuente, porque contando usted estará horadando los muros de la prisión, ganando
espacio. Contar es un acto de libertad muy apreciable. Más todavía: contar y pedir que a
uno le cuenten es, en medio de la industria cultural, un acto revolucionario, no previsto y al
margen del mercado.
Piense que (el poder de la palabra) se trata de un poder muy apreciable, no habría
que desperdiciarlo. Con ese poder especulaba Sherezade para demorar la sentencia del rey
Schariar. Sabía, como buena narradora que era, que nada malo le sucedería mientras
pudiera seguir contando y comprometiendo a su público en el cuento, puesto que ahí,
adentro del cuento, eran otras las reglas.
Claro que tal vez su relato no alcance para hechizar a nadie, puede ser una pequeña
anécdota, algo muy breve. De todas formas, mientras dure, usted mantendrá lo fatal a raya.
Contar, volver a contar no es un gesto menor, afloja las soldaduras, introduce una
cuña en lo establecido».
Y Sherezade no sólo salvó su vida, sino que también consiguió marido y no
cualquier marido… Claro que tuvo que contar mil y un cuentos.
Desempolvemos al narrador espontáneo que llevamos dentro, buceemos dentro
nuestro para encontrarlo. Y ojo, que nos vamos a encontrar con muchas cosas que
queríamos decir. El cuento será la excusa perfecta, es agregarle un cuarto a la casa de la
vida, poder hacer cosas que en la existencia común y corriente no podríamos llevar a cabo,
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viajar al fondo del mar, subir a las estrellas, descubrir el tesoro de la isla o los males de la
caja de Pandora.
Recuerdo a una querida alumna, Nelly Murriello. Perteneció a los primeros grupos
que formé. Cuando en el primer día del taller pregunté a cada uno por qué se acercaba a
aprender a contar cuentos, Nelly me dijo: «Deseo aprender a contar cuentos para contarles a
mis nietos». Realizó un primer cuatrimestre. Al finalizar el segundo, ella estaba por estrenar
su espectáculo, su primer unipersonal. Y era de cuentos eróticos. Las que vienen por los
nietos son las peores, son las que se miran adentro y después todo explota y vuela por los
aires. Las que descubren que tenían muchas cosas que decir, y no cualquier cosa, son las
que se animan a mirase adentro. Desempolvan los fantasmas, abren los arcones, sacan los
recuerdos y destraban las puertas que estaban cerradas.
Graciela Beatriz Cabal (Buenos Aires, 11 de noviembre de 1939 - 23 de febrero de
2004), escritora argentina de literatura infantil y juvenil, habla de las silenciadas y las
silenciosas, que no es lo mismo. Silenciadas son aquellas mujeres que tuvieron que callar
por un mandato social y no son conscientes de su silencio. Silenciosas son aquellas que son
conscientes de su silencio y lo utilizan como una suerte de arma. Silenciosa es Meryl Streep
encarnando a Clara en la película «La casa de los espíritus». Decide callar como una forma
de castigo a su marido y le retira la palabra. Silenciosa es la protagonista de la película «La
lección de piano», o Kate Winslet encarnando al personaje Hanna Schmitz, en la película
«El lector». Mujeres que, ante la opción de decir lo que los otros quieren que digan, eligen
callar.
Por supuesto que el acto de contar cuentos es reparador, terapéutico, tanto para el
que escucha como para el que cuenta. En definitiva, contar un cuento es también jugar,
volver a ser niño.
Fernando Pessoa tenía arraigada la felicidad en esa infancia: «Cuando era chico era
feliz, celebramos mi cumpleaños, me contaban cuentos y ninguno estaba muerto».
Como rutina, yo acostumbro ir a un café con mi amiga Roxana Sandy y decirle: «Te
cuento un cuento». Ella es mi escucha, mi público ideal.
Búsquese a conciencia ese «público ideal», puede ser un amigo o compañero de
trabajo. Hijos o pareja, abstenerse, suelen ser muy lapidarios…
Con mi amiga Roxana habilitamos el espacio de contar y escuchar cuentos, por más
que seamos adultos. Somos grandes porque no somos niños, pero creo que jamás
llegaremos a ser adultos.
¿En qué consiste el acto de narrar?
John Berger, crítico de arte, pintor y escritor, comenta:
«¿Por qué relatamos historias? ¿Para pasar el rato? A veces. ¿Para informar? ¿Para
decir algo que no ha sido dicho todavía? Sí, a veces, sólo para ganarnos el pan de cada día o
para hacer que la gente entienda lo afortunada que es, dado que hoy la mayor parte de los
relatos son trágicos. A veces parece que el relato tiene una voluntad propia, la voluntad de
ser repetido, de encontrar un oído, un compañero. Como los camellos cruzan el desierto, así
los relatos cruzan la soledad de la vida, ofreciendo hospitalidad al oyente, o buscándola. Lo
contrario de un relato no es el silencio o la meditación, sino el olvido. Siempre, siempre,
desde el principio, la vida ha jugado con el absurdo. Y dado que el absurdo es el dueño de
la baraja y del casino, la vida no puede hacer otra cosa que perder. Y, sin embargo, el
hombre lleva a cabo acciones, a menudo valientes. Entre las menos valientes, y no obstante,
eficaces, está el acto de narrar. Estos actos desafían el absurdo y lo absurdo. ¿En qué
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consiste el acto de narrar? Me parece que es una permanente acción en la retaguardia contra
la permanente victoria de la vulgaridad y de la estupidez. Los relatos son una declaración
permanente de quien vive en un mundo sordo. Y esto no cambia. Siempre ha sido así. Pero
hay otra cosa que no cambia, y es el hecho de que de vez en cuando ocurren milagros. Y
nosotros conocemos los milagros gracias a los relatos».
Me gusta pensar que los cuentos nos protegen de los ogros y de las brujas,
precisamente porque nos hablan de ogros y de brujas. Los cuentos, como amuletos, son
escudos contra la desesperanza, el desconsuelo, lo absurdo y la vulgaridad. Los cuentos nos
amparan y me ayudan a rebelarme contra la estupidez y la acelerada vida. Vivimos en un
mundo apurado, que nos atropella con imágenes rápidas, mediáticas y ya digeridas. La
narración oral nos obliga a parar un poco, a detenernos en esta sociedad tan veloz y
completar el cuento con nuestra propia imaginación y nuestra propia historia.
Cuando nos referimos al acto de contar cuentos, enseguida la asociación directa es
con la infancia. Los primeros cuentos aparecen en la noche, antes de dormir, quizá porque
en esos momentos en que entramos en el poder de Morfeo no podemos distinguir qué es
realidad o fantasía.
Luego, en la etapa de la educación, con cuatro o cinco años, también somos
inundados —por suerte— con cuentos. Pero a medida de que avanzamos en la escuela, va
desapareciendo este espacio y es poco común el profesor que nos cuente un cuento o al
menos nos lo lea. Si aparecen los cuentos es para identificar palabras graves, agudas y
esdrújulas o terminaciones en «aba». En la educación secundaria esto es mucho más
notorio, la literatura y el acto de contar cuentos aparecen con un rol funcional al proceso de
educación.
Dice Ana María Machado, periodista, profesora, pintora y escritora brasileña, que
«hay que hacer valer el trabajo de los cuentos en la escuela con un valor cultural y no
educacional», porque seguramente, sin proponérselo, dentro de lo cultural está lo
educacional.
Cuando voy a contar cuentos a una escuela realizo un pacto con las maestras. Los
cuentos que yo narro son para disfrutar, nada más. Y no falta alguna que me pregunte: «¿Y
los niños no tienen que trabajarlos después?». A lo que yo le contesto: «No hay mayor
trabajo en la cabeza de un niño que estar callado, con los ojos abiertos y las orejas atentas».
En su cabeza está sucediendo una revolución de cosas. Posturas como las de esta maestra
han hecho que los niños creen anticuerpos: cuando estoy por comenzar a contar, los
adolescentes, por ejemplo, se resisten porque piensan que después van a tener que separar
los personajes primarios y los secundarios. Pero el cuento es mágico: sucede, seduce y
atrapa.
Tuve una revelación cuando Santiago, uno de mis alumnos de la Universidad de
Buenos Aires, escuchaba contar un cuento de Manuel Mujica Laínez a una de sus
compañeras. Santiago quedó fascinado y yo le pregunté por qué no escogía textos de ese
autor si le había gustado tanto el cuento. Me respondió: «No, Mujica Laínez está atravesado
por la escolaridad». Lo había padecido tanto que se había convertido en un autor maldito
para él.
No creo que se pueda enseñar a otra persona a leer literatura, es más bien un
contagio que una enseñanza. Por supuesto que la narración oral es, en definitiva, una
invitación a leer; pero para mí es una consecuencia, no un objetivo.
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Me importa que lo que cuento sea bello y de gran calidad literaria, nada más. Poco
me importa si es un cuento, un relato, una leyenda, un ensayo o un capítulo de una novela;
mucho menos el sexo o la edad de los autores. Es decir, me nutro de literatura, del arte de
las palabras. El arte no tiene edad ni género. Tampoco busco respuestas ni mensajes. Como
narrador, ningún mensaje pretende dejar ni esclarecer nada a nadie, ni nada que se le
parezca.
Cuento porque me gusta, porque es lo que sé hacer. Y porque creo que el arte de
contar cuentos es un arte en sí mismo, no subsidiario ni funcional de la lectura o literatura.
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La técnica para contar cuentos
En principio buscaremos el cuento que deseamos narrar oralmente. La búsqueda es un
proceso arduo y placentero. Hasta ahora consumíamos la literatura en la intimidad. Si nos
gustaba un cuento, le sacábamos una fotocopia y lo regalábamos. Pero ahora vamos a
contarlo, a compartirlo. Vamos a solidarizar esa literatura que es otra forma de consumirla.
Nuestro ojo lector se transformará en un ojo narrador, porque no leeremos por placer, sino
que lo haremos con el objetivo preciso de contar. Y nos vamos a dar cuenta de que
encontraremos muchos cuentos hermosos y maravillosos, pero no para ser contados. «Ese
cuento», cuando lo encontremos, sabremos que es él, porque tendremos la necesidad de
contarlo, trasmitirlo, comunicarlo.
La narración oral es un medio de expresión. Etimológicamente, ex-presión. El
cuento explota dentro nuestro, por eso lo tenemos que sacar por la boca. Una vez
encontrado el cuento —muchas veces el cuento nos encuentra a nosotros—, vamos a leerlo
y a empezar el proceso de adaptación y aprendizaje.
El cuento está concebido para ser leído, por eso no lo puedo contar tal como está
escrito. Tengo que realizar un proceso de adaptación y traslación de lenguaje, pasarlo del
lenguaje escrito al lenguaje oral. Así como se llevan piezas literarias al cine, y se traslada el
lenguaje escrito al lenguaje cinematográfico, lo mismo sucederá cuando contemos
oralmente el cuento. La oralidad tiene reglas que son distintas a las de la escritura.
Cuando voy a contar un cuento me preocupo por:
1. ¿Cuál es el mensaje del autor?
2. ¿Cuál es el mensaje que yo quiero dar como narrador?
3. ¿Cuáles son las marcas o huellas de ese autor en su texto?
Mensaje del autor
El narrador necesita tener claro el mensaje del autor para saber si va a realizar una
adaptación o una versión libre. Si el narrador respeta el mensaje, está realizando una
adaptación; si no lo respeta —algo que puede suceder—, ya nos encontramos ante una
versión libre.
Es importante comunicar esto a los oyentes cuando el cuento finalice, simplemente
para que cuando vayan a buscar ese cuento sepan que se encontrarán con algo diferente, si
es que lo que escucharon fue una versión libre y no una adaptación. De todas formas,
generalmente el narrador oral realiza adaptaciones. En muy pocas ocasiones hace versiones
libres.
Realizar una versión libre sería cambiar el mensaje del autor, el sentido, o el final de
la historia.
Mensaje del narrador
Cada narrador oral va a resaltar algo diferente del cuento, dará su mensaje sin traicionar el
mensaje del autor. Esto sucede porque cada narrador oral trabaja con un texto y con un
subtexto. El texto es lo que escuchamos, las palabras que tomamos del autor y del cuento.
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Y el subtexto es el lugar donde nos paramos para contar, lo que le dará sentido al cuento y
tiene que ver con nuestra historia.
Ernest Hemingway habla de «La teoría del iceberg». Dice que lo que se ve del
iceberg es una porción menor, que la superficie mayor no se ve, que es mucho más grande
y se encuentra por debajo del mar. Esta teoría llevada a la narración oral sería lo que se ve,
el texto que se escucha; y lo que no se ve, que es mucho más grande, nuestra historia, es el
subtexto, el lugar donde nos paramos para contar y darle sentido al cuento. Esa información
está en el cuento, pero no en palabras, sino en el sentido, en las imágenes que evocamos y
nos conmueven.
Cada narrador oral es una persona diferente con su propia historia; por lo tanto, cada
versión del cuento será diferente, por más que el cuento sea el mismo.
Marcas o huellas del autor
Cada escritor tiene una huella, una marca en sus textos. Es como reconocer la música que
tiene cada cuento. Identificar esa partitura es lo que lo hace particular y único.
Esas huellas o marcas pueden estar dadas por una construcción literaria, por una
imagen sensorial, por una metáfora o simplemente es «eso del cuento» a lo que no puedo
renunciar. Es lo que voy a aprender tal como está escrito, y no porque me proponga
memorizarlo, sino porque es tan bello y está tan bien escrito que lo recuerdo, porque uno se
acuerda simplemente de las cosas que le gustan.
Es importante identificar estas marcas o huellas porque es lo que va a diferenciar,
seguramente, el cuento de la anécdota. Yo, como narrador oral, quiero contar el cuento, la
literatura, etimológicamente, el arte de las palabras.
Aprendizaje del cuento
Voy a aprender el cuento, pero no voy a memorizarlo, porque no voy a hacer literatura oral,
sino narración oral. La diferencia radica en que la narración oral es una síntesis del texto
escrito. El autor necesita palabras que nosotros como cuentacuentos podemos reemplazar o
resumir con un gesto, una intención, una mirada o un matiz.
Veremos cuatro técnicas que utilizo para estudiar los cuentos y adaptarlos sin
memorizarlos:
1. Storyboard
Un storyboard, o guión gráfico, es un conjunto de ilustraciones mostradas en secuencia con
el objetivo de servir de guía para entender una historia.
Es una técnica que viene del cine, son los dibujos de las escenas antes de ser
llevadas a la pantalla: una suerte de historieta de la película dividida en cuadros con
imágenes o dibujos. Tomo una hoja y la divido en cuatro cuadros. Luego secuencio el
cuento a través de dibujos. No hay que ser un gran dibujante, sí tener la astucia para colocar
los elementos que me anclen al texto.
Esos dibujos son para uno mismo, no para mostrarlos a los oyentes, y sirven para
empezar a contar despegándonos del texto. Si internalizamos las cuatro fotografías del
cuento, estaremos aprendiendo la secuencia sin estar aferrados a las palabras.
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Esto, por supuesto, será el esqueleto del cuento. Luego sumaremos el mensaje del
autor, el mensaje que queremos dar como narrador y las marcas del autor, porque queremos
contar el cuento y no la anécdota.
Dice la escritora española Carmen Martín Gaite (Salamanca, 8 de diciembre de
1925 - Madrid, 23 de julio de 2000), en el «Cuento de nunca acabar»: «Cuenta bien quien
ha mirado bien».
En resumen, el storyboard sería un guión gráfico, un conjunto de ilustraciones
mostradas en secuencia, en un orden determinado, con el fin de servir de guía para
visualizar una historia, para tener en cuenta la estructura de una historia o película antes de
realizarse o filmarse.
El storyboard proporciona una disposición visual de acontecimientos de los hechos
tal como deben ser vistos, únicamente con imágenes.
2. Núcleos de acción
Son los motores o los sucesos que van moviendo la historia. No son las palabras del cuento,
sino las acciones que hacen que el cuento se desarrolle y avance. Es como el storyboard,
pero con palabras, con las acciones. Enumero las acciones para tenerlas en cuenta y sé
hacia dónde tengo que ir.
3. Osmosis
Le saco fotocopia al texto a adaptar, leo dos veces y en el tercer tiempo de lectura comienzo
a trabajar con resaltadores. Con amarillo marco el mensaje del autor. Con verde, el mensaje
que quiero dar yo como cuentacuentos. Y con rosa, cuáles son las marcas del autor. Luego
transcribo esa síntesis. El transcribir también es una forma de fijar. Todo proceso de
adaptación es también un proceso de creación. Cuidado de no enamorarse de lo que uno
escribe, siempre en la narración oral hay que aprender a renunciar al texto.
Llevo ese cuento transcrito conmigo a todas partes, lo voy leyendo varias veces para
ir construyendo en mi cabeza el orden de secuencia.
Lo voy repitiendo oralmente para que me suene en la oreja. Cuando necesito,
recurro a la adaptación escrita.
4. Planos y espacios
Para narrar disponemos de tres planos y dos espacios para contar. Espacio parcial es cuando
el narrador oral cuenta parado o sentado, pero sin desplazarse. Espacio total es cuando el
narrador oral cuenta en todo el espacio disponible, se desplaza y se suscribe a contar en
todo el terreno.
Existen tres planos: alto o superior, medio y bajo o inferior.
Hay cuentos con estructuras o repetición. Generalmente, son tres veces. La idea es
unir el texto al plano o espacio. Por ejemplo, pensemos en «El árbol florecido de lilas», de
María Teresa Andruetto. La misma autora, al escribir el cuento, divide en tres: pone uno y
escribe la primera parte; pone dos y continúa; pone tres y finaliza con la última parte.
Llevemos ahora el trabajo de planos y espacios a esta historia, pensando al cuento
desde una estructura y no desde las palabras.
Uno:
Claudio Ledesma
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El hombre se sienta debajo de un árbol florecido de lilas, se sienta a esperar.
Vamos a trabajar desde un espacio parcial. Ubicaremos a los cuatro personajes que
aparecen de distintos flancos. De un lado, el hombre rico; de otro lado, la joven hermosa;
detrás el niño y del otro costado la madre del muchacho.
Poco importa el orden que le demos, lo importante es que todos los personajes le
preguntan: «¿Qué haces sentado bajo la sombra de este árbol?». El joven siempre responde:
«Espero».
Dos:
En la segunda parte les propongo trabajar con un espacio total.
La joven sale a la calle, está muy apurada, tiene mucha prisa. Salió a buscar, a
encontrar, a recorrer el mundo entero. La joven busca en todo los puntos cardinales.
Les propongo ubicar estos puntos cardinales alrededor de la silla donde el joven
estuvo sentado esperando. Norte, sur, este y oeste. Aparece en cada punto cardinal un
hombre distinto, el hombre de los ojos de agua, el de la voz quebrada, las manos de seda y
los pies de alas. A los cuatro les pregunta lo mismo: «¿Sos el que busco?». Y los cuatro
responden: «¡No!», y se van.
Poco importa el orden, lo importante es tener en cuenta el texto de esta estructura.
Les doy otro dato que nos puede ayudar a recordar las características de los hombres
que la joven encuentra en los puntos cardinales: Como regla nemotécnica, empezar con las
características de los hombres desde arriba hacia abajo. Primero encontrará al hombre con
los ojos de agua, luego se encontrará con el hombre de la voz quebrada, el hombre de las
manos de seda y finalmente el hombre de los pies de alas.
Tres:
En la parte uno contamos la historia del joven que espera. En la parte dos, contamos
la historia de la mujer que busca. En la parte tres, la gitana le lee la mano a la joven y le
dice que el joven la está esperando debajo del árbol. La idea es recordar el texto recorriendo
el espacio. Finalmente, las características de los cuatro hombres las reúne el joven que
espera.
Estos ejercicios hay que vivirlos desde la práctica.
Otro ejercicio que hacemos en el taller aplicando esta técnica es con el cuento
«Pequeña historia de un amor grande», de mi querida amiga y colega Alejandra Oliver
Gulle. Transcribo el texto y explico las consignas de trabajo:
Narrador 1:
Ella masticó las letras que lo nombraban a él
y las tragó una por una.
Para que su amor ya no tuviera nombre.
La propuesta es pensar en el nombre de él y tomar las letras desde un plano
superior, desde arriba.
Narrador 2
Luego, rompió la foto del portarretratos
y también se lo tragó.
Para que su amor ya no tuviera rostro.
Claudio Ledesma
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La foto del portarretrato la sacamos de un velador. Plano inferior, desde abajo. La mesa
velador no está en el cuento, pero la incluyo como subtexto.
Narrador 3
Más tarde, hizo añicos las cartas apasionadas
y otra vez masticó y tragó cada pedazo.
Para que su amor ya no tuviera historia.
Las cartas apasionadas las sacamos del cajón de una cómoda, plano medio.
La idea es recordar el texto desde esos planos, colocando esa información en el
texto para anclar al cuento.
Narrador 1
El empacho le duró toda la semana.
El amor, toda la vida.
La marca, la huella del cuento, lo que no puedo cambiar ni modificar.
Narrador 2
Murió a los noventa años de un ataque al corazón.
En un intento desesperado por salvarle la vida,
los médicos le abrieron el pecho,
pero nada pudieron hacer.
Recordar esta parte del cuento teniendo un registro corporal. O apropiarse del
cuento pensando en el subtexto, alguna información que sea únicamente nuestra.
Narrador 3
Le hallaron la aorta obstruida
por un pequeño pedazo de papel amarillento.
Estaba escrito con letra de hombre.
Y los tres juntos dicen:
Y decía: «TE QUIERO».
Este texto lo cuentan en el taller entre tres narradores, cada uno teniendo en cuenta
su plano y espacio.
La idea de contar de a dos o de a tres en el taller es para que el cuentacuentos se
sienta acompañado y sostenido por un compañero en el acto de narrar, sobre todo en las
primeras experiencias.
De esa forma, el movimiento nos lleva al texto y no al revés. Algo así como las
acciones físicas del teatro.
Método de las acciones físicas
Claudio Ledesma
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La técnica de las acciones físicas fue concebida por Stanislavski, sin embargo empezó a
desarrollar el trabajo del actor sobre el personaje a finales de su vida. Fue en el año 1936
que empieza a escribir el texto «El Inspector», donde fundamenta el «Método de las
Acciones Físicas». Analiza la vivencia y la encarnación donde el elemento que guía y que
sirve como área de estudio y de contraste es la acción física.
El análisis del personaje es la primera etapa de acercamiento al texto. Después, el
actor comienza a improvisar los sucesos y acciones sin saber el texto.
El actor se imagina lo que le ocurrió al personaje en su pasado y su futuro, va
incorporando pequeños detalles para construir el personaje en el presente.
Este trabajo corporal obliga al actor a memorizar la obra a través de los
movimientos y acciones, para luego agregarle el texto.
El actor recuerda y guarda en su memoria aquellos momentos en que el personaje realiza
movimientos, desplazamientos de planos y espacios.
Una vez que se han fijado todas las acciones físicas mediante el análisis activo,
todas ellas se acaban tejiendo de forma lógica y coherente en un todo orgánico; es decir, en
una línea ininterrumpida de las acciones físicas del personaje a lo largo de toda la obra.
Es una partitura física que se ha construido de forma rigurosa y precisa. Las
palabras del texto se van incorporando paulatinamente en la partitura física y vocal de
manera orgánica, de modo que el texto queda supeditado a la acción física en lugar de
volcarse de forma mecánica o de memoria.
Claudio Ledesma
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El cuentero, el declamador y el cuentista
El cuentero nace, el narrador oral o cuentacuentos se hace
En resumen, diremos que la narración oral es un medio de expresión, el cual se manifiesta
con belleza y arte (es decir, con su propia técnica) en un instante único de creencia en la
fantasía o realidad. Es una forma de comunicación que se nutre de la ficción, sin otro apoyo
que la palabra, los gestos y los movimientos. El oyente forma con el narrador la otra parte
de una unidad, pues él debe recrear en su imaginación el relato que le cuentan, con su
propia historia personal. Esto crea un estrecho vínculo que genera placer y se retroalimenta
produciendo emociones y sentimientos. Se logra con concentración, mirando directamente
a los ojos, rompiendo esa cuarta pared que propone el actor y director escénico ruso
Konstantín Stanislavski y compartiendo la historia.
En el teatro el actor muestra, en la narración oral se comparten imaginarios. El texto
no se estudia de memoria, es el cuento recreado en la imaginación del narrador y oyente el
que permite improvisar, realizar comentarios y establecer un vínculo directo de
comunicación.
Hay que diferenciar la técnica del narrador oral o cuentacuentos, del cuentero.
El narrador oral adquiere la técnica por haberla aprendido en forma expresa y por su
propia voluntad y decisión. Los cuenteros, en cambio, son los narradores espontáneos que
cuentan de forma intuitiva. Muchas veces los cuenteros no saben leer o escribir, por lo tanto
su fuente no serán cuentos literarios, sino que serán sucedidos, anécdotas o historias
familiares de aparecidos o leyendas.
El cuentero nunca elige ser cuentero, son los otros los que le dan ese espacio, ese
lugar. Piensen en su familia, en alguna tía, tío, abuela o abuelo, que en las reuniones
familiares le decían que lo cuente él o ella porque lo sabe contar. Los otros son los que
convalidan el espacio del cuentero, los que lo legitiman. Él nunca decide ser cuentero. Lo
hace en forma natural, espontánea y muy efectiva. Es un don innato.
El cuentero nace, el narrador oral se hace.
A continuación les presento un párrafo escrito por M. E. Maxwel, quien describe, en
su artículo «Seri rama», un cuento de hadas contado por un cuentero malayo: tomado del
libro de Ana Padovani, «Contar Cuentos», de editorial Paidos.
«Sentado en el salón de un Rajá o un jefe, el narrador de historias que
probablemente es un hombre que no sabe leer ni escribir, empieza uno de los romances que
forman parte de su repertorio, entonando las palabras como si estuviera leyendo un libro en
voz alta. Posiblemente se ha colocado adrede, cerca de la puerta que lleva al apartamento
de las mujeres. Y las risas o los aplausos del público masculino allá afuera resuenan detrás
de las cortinas donde las mujeres de la casa estarán siguiendo la narración con gran interés.
La narración continúa, tal vez, hasta bien alcanzada la noche cuando es interrumpida hasta
la noche siguiente. El narrador no olvida nada, ha estado contando sus historias desde joven
y heredó sus romances de su padre o de los antepasados que lo habían contado a los
antepasados del público actual. Una pequeña recompensa, una bienvenida cálida y una
buena cena esperan al narrador malayo donde sea que venga o vaya, caminando entre los
pueblos, como Homero lo hacía entre las villas griegas».
Claudio Ledesma
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A continuación, un fragmento de una narración de cuentos en una aldea de la India,
contada por un testigo presencial, Víctor Giménez, en su libro Cuentos, leyendas y fábulas
de la India, publicado por José J. Olañeta en Barcelona, 2005:
«Cuando ya no hubo niños a la vista y en medio del jolgorio general, empezaron los
relatos más satíricos y eróticos, teñidos todos con el fino y penetrante sentido del humor
que preside todas las actividades del pueblo indio y que tan difícil le resulta de entender a
un occidental. Muchos de estos cuentos empezaban con un: “¿te acuerdas de lo que pasó
entre fulano y mengano?”, lo cual era una muestra de lo que se trataba, es decir, de
mantener viva la memoria histórica del poblado. Ahora ya no se seguía un orden de las
intervenciones pero cuando alguien empezaba un relato, quizás repetido cientos de veces
anteriormente, todos callaban y prestaban atención y pobre del que se olvidara de una línea
del mismo. ¡Toda la aldea se encargaba de recordársela!
Al final del segundo periodo nocturno, las mujeres y muchos de los hombres
empezaron a retirarse, agotados pero felices, entre saludos y votos de amistad eterna. Ahora
solo quedábamos una quincena de hombres y un par de ancianas que se resistían a perderse
el final de la velada.
Nuevamente cambió el tono de las narraciones. Ahora los hombres, influidos más
por el efecto del cansancio que del alcohol, se volvieron melancólicos e intimistas y sus
narraciones siguieron el mismo camino. En esos momentos, la profundidad de las
emociones y de su visión de la vida, se abrió camino y los jóvenes dejaron de hablar para
escuchar a los mayores y aprender de sus bocas, una vez más, como a lo largo de toda su
vida, la sabiduría de la vida. Ya no se trataba de cuentos o de narraciones. Ya no era una
celebración o un concurso. Era simplemente un grupo de personas condenadas a pasar toda
una vida juntos, expresando sus anhelos, tristezas y sueños. Y yo ya no era el invitado, el
extranjero amigo de un amigo a quien se quería agasajar, sino uno más entre ellos, uno más
entre los muchos seres que pueblan este mundo lleno de amor y sufrimiento».
¿Se puede narrar la poesía?
Yo creo que no, porque el recitado de poesía exige otra técnica: la declamación.
La declamación es un arte que ya casi no existe. Antaño los hombres estudiaban
teatro y las mujeres declamación en el Conservatorio de Declamación.
Existieron grandes figuras de este género. Estoy pensando en Berta Singerman, con
la poesía clásica; Cipe Lincovsky, con la poesía más contemporánea; Fernando Ochoa, que
recitaba por la radio la poesía gauchesca; o Héctor Gagliardi, con la poesía de Buenos Aires
y más lunfarda.
En Chile fue famoso el actor, poeta, dramaturgo y declamador Alejandro Flores
(1896-1962), que recitaba con su voz de galán teatral y era seguido por su público en el
teatro y por muchos auditores en la radio. Grabó discos con sus recitaciones, siendo la más
famosa «Señor»:
«Hace ya mucho tiempo que al dolor de la carga
se ha curvado mi espalda y astillado mi hombro
y a pesar que mi senda día a día se alarga,
ni suplico tu gracia, ni siquiera te nombro».
Claudio Ledesma
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También fueron famosas «Soneto a una flor», «Oración de nuestro siglo», «El
artista», «Alondra» y «Déjame subir al carro, carretero, que me muero», de Joaquín
Dicenta.
Una recitadora chilena que grabó discos y casetes fue Inés Moreno (1920-2003),
que declamaba poemas de Federico García Lorca, Pablo Neruda, Gabriela Mistral, Óscar
Castro, Vicente Huidobro, Nicanor Parra, Juvencio Valle, Walt Whitman, entre muchos
otros.
La técnica de la declamación exige estudiar el texto poético de memoria, por la rima
y la métrica, cosa que no hacemos cuando contamos un cuento.
Como el texto poético se estudia de memoria, para no desconcentrarse, las
declamadoras recurrían a la cuarta pared, enfocando un punto fijo en el horizonte, sin mirar
al público. Cualquier descuido, cualquier desconcentración, podía hacer perder el ritmo y la
memoria, y sería imposible improvisar en un texto poético.
Muchas veces nos enamoramos de una prosa poética y queremos contarla, como por
ejemplo los textos de Oliverio Girondo.
He visto y escuchado a muchos narradores orales lucirse con textos de prosa poética
en su repertorio. Lo han hecho con mucho éxito.
Alguna vez Martín, un alumno, me dijo que quería contar «Las ruinas circulares» de
Jorge Luis Borges, a lo que yo le respondí que era imposible, que Borges no se podía
contar.
Sin embargo, él preparó el cuento. Cuando lo trajo al taller y lo escuché, la sorpresa
fue mía: estaba contando «Las ruinas circulares» y eran construcciones literarias y palabras
de Jorge Luis Borges las que salían de su boca.
Con los talleres que imparto, siempre el que más aprende soy yo. Martín me enseñó
que yo no podía contar Borges, pero que él sí, porque tenía «la pasión de decir» que nos
cuenta Eduardo Galeano. Aprendí que la prosa poética, o Borges, o Cortázar o cualquier
autor, se puede narrar oralmente, siempre y cuando haya un trabajo sobre su texto y el
narrador tenga el deseo latente y palpitante de estar tan enamorado de ese cuento que
buscará la forma de compartirlo.
¿Cuentacuentos o Cuentista?
Eraclio Zepada, cuentero, cuentista y cuentacuentos mexicano, dijo: «Escribir es un oficio
solitario, contar es un oficio solidario».
No es objetivo de la narración oral que el cuentacuentos escriba sus propios cuentos,
aunque a veces podrá hacerlo.
La tarea del narrador oral es de difusión y no la de creación de textos. De todas
formas estará creando un hecho artístico, tomando el cuento que otro escribió para darle
vida y pasarlo por su voz, cuerpo y mirada.
El momento de producción de consumo del cuentista es indirecto. El cuentista
escribirá el cuento, lo corregirá, luego lo seguirá modificando con ayuda de su editor.
Luego el texto pasará a imprenta y, cuando el cuento se publique, el lector podrá
consumirlo cuando vaya a la librería y adquiera el libro. Actualizará los sentidos con su
lectura, como dice Umberto Eco.
En cambio, el momento de producción y consumo del narrador oral o cuentacuentos
es directo, porque se consume en el mismo momento de su producción. Esto le confiere a la
narración oral una categoría de arte viviente, porque sucede, transcurre y perece en el
Claudio Ledesma
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momento de su producción. Difícilmente se pueda almacenar en un cd o un video. Allí
entrarán en juego otros lenguajes y el material deberá ser editado para conseguir algo de esa
magia que sucede en el vivo y directo.
Las versiones de los textos son orales y, precisamente al ser orales, siempre serán
diferentes.
A veces, en el taller, muchos alumnos traen cuentos propios para ser contados. Yo
se los permito porque creo que el momento de taller y aprendizaje es de absoluta libertad.
Les pido que cuenten el cuento en clase y les aconsejo que para la muestra ante público
busquen un texto de autor, no suyo.
Algo que destaca mi repertorio es la calidad de los textos literarios que narro.
Siempre reparo y hago mucho hincapié en ello. Para mí es muy importante.
Un buen cuento muchas veces salva a un narrador inexperto y, con una buena
estructura, hasta lo sostiene. Pero como dije anteriormente, los alumnos siempre me
enseñan, sobre todo me ayudan con mis prejuicios, que obviamente los tengo, sin saberlo.
Esta alumna tiene nombre y apellido: Mónica Debuchy. Ella trajo un cuento suyo al
taller. Le dije que lo podía contar en clase y que buscáramos otro de algún autor para la
muestra. Pero cuando Mónica narró su historia, fue tan increíble que le pedí que contara ese
cuento en la muestra. Yo se lo pedí.
A la semana siguiente trajo otro cuento suyo. Yo me dije: «Bueno, uno puede tener
un muy buen cuento, pero dos…».
Mónica empezó a contar en clase, yo no podía creer cómo lo hacía y la calidad del
texto. Este segundo cuento era tan bueno e increíble como el primero.
Al finalizar el taller, yo le pedí a Mónica que hiciera «El baúl de la poesía», su
primer unipersonal con todos sus cuentos. La función la organicé en la ciudad de La Plata
en los espacios que coordino.
Mónica Debuchy hasta hoy sigue contando sus propios cuentos y sigue escribiendo.
Va publicando su tercer libro y muchos cuentacuentos narran —me incluyo— cuentos
suyos.
Mónica es una excepción. Y espero seguir encontrando excepciones como ella en el
camino de la vida y de los cuentos.
Claudio Ledesma
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Literatura y narración oral
Los antiguos no profesaban nuestro culto del libro
—cosa que me sorprende—;
veían en el libro un sucedáneo de la palabra oral.
Aquella frase que se cita siempre:
Scripta maner verba volat,
no significa que la palabra oral sea efímera,
sino que la palabra escrita es algo duradero y muerto.
En cambio, la palabra oral tiene algo de alado,
de liviano; alado y sagrado,
como dijo Platón.
Todos los grandes maestros de la humanidad han sido,
curiosamente,
maestros orales.
Jorge Luis Borges, El libro, en Borges oral
Cualquier ser humano con sensibilidad y el don de la palabra sencilla, imaginaria,
sugerente, fulgurante, puede ser narrador oral. No hace falta tener un bagaje intelectual, eso
llegará en el proceso. El cuentacuentos comienza a leer mucho más, a conocer y descubrir
autores con el objetivo de buscar repertorio para contar. Se vuelve una adicción. Como dije
anteriormente, perdemos el placer de la lectura y buscamos con el objetivo de contar. Todo
pasara a ser «es contable» o «no es contable».
El texto literario es inalterable, en la narración oral hay una síntesis del texto escrito.
El efecto del cuento oral ya no se produce indirectamente por la asociación de
palabras escritas o grabadas en una página, sino directamente, a través de la expresión
verbal y gestual. Pero por otro lado, hay el escollo de lo fugaz de la palabra. No se puede
volver la página para aclarar los puntos oscuros. La palabra es efímera, fugaz, es por eso
que la narración oral debe ser precisa, con todos los datos necesarios, pero al mismo tiempo
desprovista de descripciones superfluas que puedan estorbar la comprensión. No podemos
dar vuelta la hoja para aclarar los puntos oscuros.
Cuando se escoge un cuento para ser contado, hay un temor reverencial por
cambiarle las palabras o modificarlo en el proceso de adaptación. Evidentemente, uno
mismo no quiere traicionar al autor. Inconscientemente pensamos: «Quién soy yo para
cambiar o modificar esto que tan bien está escrito», pero el cuento debe ser cambiado,
necesariamente tiene que ser modificado, traducido a otro lenguaje. Deberá pasar del
lenguaje escrito al lenguaje oral, y cada vez que lo contemos iremos cambiándolo.
Al narrarlo oralmente, y con la escucha del otro, percibimos qué partes del cuento
no funcionaron, qué partes sí, qué tengo que desarrollar más porque no es claro; si se
entendió el conflicto, si el final literario coincide con el final oral.
Muchas veces el final literario coincide con el final oral, y finalizamos el cuento
como está escrito. Otras veces, el final literario no coincide con el final oral y debemos
construirlo. ¿Y cómo es eso? Posiblemente el final literario está bien para ser leído, pero
para ser contado no nos sirve. Entonces debemos construir ese final oral posiblemente
trasladando el penúltimo párrafo como último. O repetir el párrafo inicial. Yo muchas veces
llevo el título al final y lo incorporo como parte del texto.
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Al cambiar el final del cuento no significa que cambiamos el sentido, el mensaje o
la ideología del cuento. En este caso, el orden de los factores no altera el texto.
Quería compartir unas reflexiones del escritor argentino Gustavo Roldán (1935 –
2012) sobre si el texto escrito es un texto sagrado.
«Si hasta las palabras del buen Dios se interpretan de distintas maneras, quién puede
hablar de la sacralización de un texto. No, por supuesto, nada es sagrado, pero eso no quiere
decir que un texto pueda ser cambiado caprichosa y arbitrariamente.
El principio de cualquier traslación de un lenguaje a otro es el Cambio. Se modifica
un texto para ser llevado al cine o al teatro, o para contarlo. Eso es imperioso y necesario.
¿Pero qué se modifica? Por qué aquí está el problema: “Hay que cambiar para que todo siga
igual”.
Esta vez damos vuelta el sentido de la brillante y perversa frase del Gatopardo, que
predica cómo impedir los cambios sociales. Sí, el texto puede y debe ser cambiado —
traducido a otro lenguaje— para que siga diciendo lo mismo. Esto significa cosas muy
concretas. Repito: para que siga diciendo lo mismo. Lo que en buen romance quiere decir
que lo cambiable es el lenguaje para adecuarlo a otro tipo de manifestación. No en el
sentido espíritu, fondo, mensaje, etc.
De alguna manera contar un cuento —cuándo se puede, porque algunos se empeñan
en ser leídos— es volverlo a su faz original, al estado primigenio de una historia,
devolviéndole la música de las palabras, el manejo de los silencios, la gestualidad del rostro
y de las manos. Nada más plausible y beneficioso para la literatura que proveerla de esos
elementos que se pierden con la escritura.
Muchos, muchísimos siglos, entendieron que leer era leer en voz alta. Después nos
fuimos olvidando mientras aprendíamos a leer en silencio y allí, seguramente por una falta
de práctica, se nos fue desafinando el oído, hasta llegar a creer que con los ojos ya
alcanzaba.
Nada más falso. La literatura es una música que debe ser escuchada.
Entonces la respuesta es muy simple: los textos escritos no son sagrados. Es más,
están esperando —de nuevo, cuando se puede— que un contador de cuentos lo haga
funcionar en plenitud, devolviéndoles lo que una necesidad práctica les hizo perder.
Pero la pregunta inicial, como todas las preguntas, puede tener múltiples
significados.
Depende de quién las haga y a quienes las haga. Puede querer decir, por ejemplo, si
el contador de cuentos tiene derecho a modificar la historia —a darle un final feliz cuando
no lo tiene, a cambiarle la ideología, es decir, a cambiar el cuento—. No, no lo tiene. En ese
caso está contando otro cuento. Y para eso, lo mejor es que elija ese otro cuento que quiere
contar. En ese caso es una arbitrariedad y una falta de respeto y hasta una infracción a las
leyes. Cualquiera sabe —cualquiera que quiera saber— que los derechos legales de un
autor lo protegen de toda modificación que se haga de su obra.
Las obras no son sagradas, pero esto es una pregunta extremada y con un sentido
que pone al autor entre la espada y la pared. Y estar entre la espada y la pared —siempre—
le pone a uno los pelos de punta, y casi, que lo invita a hacerse a un lado».
Comparto gran parte de esta reflexión, excepto el final de su nota.
Es cierto que la narración oral tiene más códigos comunes con el cine que con la
literatura. Una buena película es una historia que te cuentan con un orden de secuencia de
Claudio Ledesma
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imágenes. Estoy de acuerdo en que el principio de traslación de un lenguaje a otro es el
cambio. Y que en su origen la literatura era oral. Si contamos cuántos años tiene la
humanidad, el libro, como objeto, es prácticamente nuevo. Se creó para que esa literatura
pueda llegar a todos. Cuando el autor publica su libro, su lectura e interpretación ya pasa a
ser del otro.
No comparto su reflexión final, me parece que uno puede cambiar el sentido del
cuento, el mensaje o su ideología, siempre y cuando haga saber al público que está
realizando una versión libre, basada en tal o cuál obra. Ya no es una adaptación.
De todas formas, si uno escoge un cuento para ser narrado, es porque quiere contar
ese cuento y no otro, entonces difícilmente cambiará sentido, mensaje o ideología.
La Sociedad General de Autores de la Argentina (Argentores) protege la obra de los
autores y cuando realizamos el trámite para pedir autorización podemos hacerlo como
versión libre o como adaptación.
En el primer caso, como versión libre, el narrador oral se convierte en autor del
texto, porque es un nuevo cuento que surge. Y en el segundo caso, como adaptación,
Argentores se comunica con el autor y este autoriza o no su realización, algo que no sucede
con la versión libre.
En un principio muchos autores estaban en contra de que se les contara sus cuentos.
Decían: «Yo que pensé tanto estas palabras, viene el cuentacuentos y me las cambia».
Pero ellos también fueron aprendiendo con nosotros que no hacemos literatura oral,
sino narración oral. Al ver que realizábamos su difusión y, por tanto, sus ventas de libros
aumentaban, muchos escritores han cambiado de parecer.
Los miles de alumnos que pasaron por mi taller durante veinte años han comprado
libros de Graciela Beatriz Cabal, Liliana Heker, Eduardo Galeano, Mario Benedetti, entre
otros. Muchos los han descubierto en el taller, sin contar al público que me ha escuchado en
los espectáculos.
Siempre, al finalizar, me preocupo y ocupo de dar los títulos de los cuentos,
nombres y apellidos de los autores. Es lo mínimo que podemos hacer para dar crédito a los
escritores.
Comparto con Roldan lo de «depende de quién los haga». Claro que he escuchado
cuentacuentos que me indignan, pero no se puede generalizar. Así como hay narradores
orales buenos y narradores orales malos, hay docentes buenos y docentes malos, médicos
buenos y médicos malos, escritores buenos y escritores malos.
Muchas veces he escuchado cuentos que me han gustado gracias al narrador oral. El
cuentacuentos, con su pasión de decir, descubrió algo y, con emoción y sensibilidad, me
mostró un cuento diferente al que yo había leído.
El escritor tiene que escribir bien, porque ese es su trabajo, su oficio.
Y el narrador deberá contar bien si es que se considera un profesional del arte de las
palabras.
Claudio Ledesma
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