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INTELIGENCIA SOCIAL
También de Daniel Goleman
INTELIGENCIA SOCIAL
LA NUEVA CIENCIA DE LAS RELACIONES HUMANAS
Daniel Goleman
A mis nietos
SUMARIO
Prólogo
El descubrimiento de una nueva ciencia
Primera parte
Programados para conectar
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Segunda parte
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Tercera parte
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Cuarta parte
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Quinta parte
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
La economía emocional
La receta del rapport
El wifi neuronal
El instinto del altruismo
La neuroanatomía de un beso
¿Qué es la inteligencia social?
El vínculo roto
El tú y el ello
La tríada oscura
La ceguera mental
Educando la naturaleza
Los genes no son el destino
El fundamento seguro
El punto de ajuste de la felicidad
Las variedades del amor
Las redes del apego
El deseo masculino y el deseo femenino
La biología de la compasión
Las relaciones sanas
El estrés es social
Los aliados biológicos
Una prescripción social
Sexta parte
Consecuencias sociales
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
La zona de rendimiento óptimo
El correccional conectado
Del ello al nosotros
Epílogo
Lo que realmente importa
Apéndice A
Apéndice B
Apéndice C
Una nota sobre las vías superior e inferior
El cerebro social
Una revisión de la inteligencia social
Notas
Índice
Sobre el autor
PRIMERA PARTE
PROGRAMADOS PARA CONECTAR
PRÓLOGO
EL DESCUBRIMIENTO DE UNA NUEVA CIENCIA
Durante los días que precedieron a la segunda invasión americana de
Irak, un puñado de soldados se encaminó hacia una mezquita local para hablar
con el imán con la intención de recabar su apoyo para organizar el
abastecimiento de las tropas. Pero la multitud, temerosa de que los soldados
fuesen a arrestar a su imán o destruir la mezquita, un santuario sagrado, no
tardó en congregarse en las proximidades del templo.
Centenares de musulmanes devotos rodearon entonces a los soldados
gritando y levantando los brazos mientras se abrían paso entre el pelotón,
armado hasta los dientes. El oficial que estaba al mando de la operación, el
teniente coronel Christopher Hughes, cogió entonces rápidamente un megáfono
y, dirigiéndose a sus soldados, les ordenó ¡Rodilla en tierra! . Luego les invitó
a dirigir hacia el suelo el cañón de sus fusiles y, por último, les gritó
¡Sonrían! .
En ese mismo instante, el estado de ánimo de la muchedumbre
experimentó un cambio. Es cierto que algunos todavía gritaban, pero la inmensa
mayoría sonreía y hasta unos pocos se atrevieron a palmear la espalda de los
soldados, mientras Hughes les ordenaba recular lentamente sin dejar de
sonreír.1
Esa respuesta rápida e inteligente culminó un vertiginoso ejercicio de
cálculo social que Hughes se vio obligado a realizar en fracciones de segundo y
en el que tuvo que leer el nivel de hostilidad de la muchedumbre, estimar la
obediencia de sus soldados, valorar la confianza que tenían en él, descubrir una
respuesta instantánea que, trascendiendo las barreras culturales y de lenguaje,
calmase a la multitud y atreverse a llevarla a la práctica.
Esta capacidad, junto a la de entender a las personas, son dos de los
rasgos distintivos que deben poseer los policías (y también, obviamente, los
militares que se ven obligados a tratar con civiles iracundos).2
Independientemente de lo que pensemos sobre la campaña militar en cuestión,
ese incidente pone claramente de relieve la inteligencia social del cerebro para
enfrentarse exitosamente a situaciones tan complejas y caóticas como la
mencionada.
Los circuitos neuronales que sacaron a Hughes de ese apuro fueron los
mismos que se activan cuando, en mitad de un callejón desierto, nos cruzamos
con un desconocido de aspecto siniestro y decidimos seguir adelante o escapar
corriendo. Son muchas las vidas que, a lo largo de la historia, ha salvado ese
radar interpersonal y aun hoy en día sigue siendo esencial para la supervivencia.
De manera bastante menos urgente, los circuitos sociales de nuestro
cerebro se ponen en marcha en cualquier encuentro interpersonal, con
independencia de que nos hallemos en el aula, en el dormitorio o en la sala de
ventas. Estos circuitos están activos cuando la mirada de los amantes se cruza y
se besan por vez primera, cuando reprimimos el llanto y también explican la
intensidad de una charla apasionante con un amigo.
Este sistema neuronal se activa en todas aquellas ocasiones en las que la
oportunidad y la sintonía resultan esenciales. De él precisamente se derivan la
certeza del abogado que quiere exactamente a tal persona en el jurado, la
sensación visceral del negociador de que sabe que el otro acaba de hacer su
última oferta y la convicción del paciente de que puede confiar en su médico. Y
también explica la magia de una reunión en la que todo el mundo deja de mover
nerviosamente sus papeles, se queda quieto y presta atención a lo que está
diciéndose.
Hoy en día, la ciencia se encuentra ya en condiciones de especificar los
mecanismos neuronales que intervienen en tales situaciones.
El cerebro social
En este libro quiero presentar al lector una nueva disciplina que, casi a
diario, nos revela hallazgos sorprendentes sobre el mundo interpersonal.
El descubrimiento más importante de la neurociencia es que nuestro
sistema neuronal está programado para conectar con los demás, ya que el
mismo diseño del cerebro nos torna sociables, al establecer inexorablemente un
vínculo intercerebral con las personas con las que nos relacionamos. Ese puente
neuronal nos deja a merced del efecto que los demás provocan en nuestro
cerebro y, a través de él, en nuestro cuerpo y viceversa.
Aun los encuentros más rutinarios actúan como reguladores cerebrales
que prefiguran, en un sentido tanto positivo como negativo, nuestra respuesta
emocional. Cuanto mayor es el vínculo emocional que nos une a alguien, mayor
es también el efecto de su impacto. Es por ello que los intercambios más
intensos son los que tienen que ver con las personas con las que pasamos día
tras día y año tras año, es decir, las personas que más nos interesan.
Durante esos acoplamientos neuronales, nuestro cerebro ejecuta una
danza emocional, una suerte de tango de sentimientos. En este sentido, nuestras
interacciones sociales funcionan como moduladores, termostatos
interpersonales que renuevan de continuo aspectos esenciales del
funcionamiento cerebral que orquesta nuestras emociones.
Las sensaciones resultantes son muy amplias y repercuten en todo nuestro
cuerpo, enviando una descarga hormonal que regula el funcionamiento de
nuestra biología, desde el corazón hasta el sistema inmunitario. Quizá el más
sorprendente de todos los descubrimientos realizados por la ciencia actual sea el
que nos permite rastrear el vínculo que existe entre las relaciones más
estresantes y ciertos genes concretos que regulan el funcionamiento del sistema
inmunológico.
No es de extrañar que nuestras relaciones no sólo configuren nuestra
experiencia, sino también nuestra biología. Ese puente intercerebral permite que
nuestras relaciones más intensas nos influyan de formas muy diversas, desde las
más leves (como reírnos de los mismos chistes) hasta otras mucho más
profundas (como los genes que activarán o no las células T, los soldados de
infantería con que cuenta el sistema inmunológico en su constante batalla contra
las bacterias y los virus invasores).
Pero este vínculo es un arma de doble filo porque, si bien las relaciones
positivas tienen un impacto beneficioso sobre nuestra salud, las tóxicas pueden,
no obstante, acabar envenenando lentamente nuestro cuerpo.
Casi todos los descubrimientos científicos que presento en este libro han
sido posteriores a la aparición, en 1995, de Inteligencia emocional y cada día
aparecen otros nuevos. Cuando escribí ese libro, mi interés se centró en el
conjunto esencial de capacidades humanas internas que nos permiten gestionar
adecuadamente nuestras emociones y establecer relaciones positivas. En este
nuevo libro, sin embargo, ampliamos el marco de referencia más allá de la
psicología unipersonal (es decir, en las capacidades intrapersonales) y nos
adentramos en la psicología interpersonal, es decir, en la psicología de las
relaciones que mantenemos con los demás.3
Yo aspiro a que este libro acabe convirtiéndose en un gemelo de
Inteligencia emocional, explorando las mismas regiones de la vida humana
desde una perspectiva levemente diferente y proporcionándonos, en
consecuencia, una visión más amplia de nuestro mundo personal.4 Mi atención,
por tanto, se centrará en esos momentos efímeros que jalonan las relaciones
interpersonales y, cuando nos demos cuenta del modo en que nos influyen,
coincidiremos en que tienen consecuencias muy profundas.
Nuestra investigación responde a preguntas tales como ¿Qué hace un
psicópata peligrosamente manipulador? ¿Cómo podemos contribuir a la
felicidad de nuestros hijos? ¿Cuál es el fundamento de un matrimonio positivo?
¿De qué modo pueden las relaciones protegernos de la enfermedad? ¿Qué
puede hacer el maestro o el líder para que el cerebro de sus discípulos o
empleados funcione mejor? ¿Cómo pueden aprender a convivir grupos
separados por el odio? ¿De qué modo podemos servirnos de todos los nuevos
hallazgos para construir una sociedad que aliente lo que realmente nos importa?
La corrosión social
En la medida en que la ciencia pone de manifiesto la necesidad de las
relaciones, éstas parecen hallarse cada vez más en peligro. Son muchos los
rostros que hoy en día asume la corrosión social.
Cuando la maestra de un jardín de infancia de Texas le pidió a una niña
de seis años que recogiera sus juguetes, ésta cogió una rabieta, se puso a
gritar, tiró la silla al suelo, se arrastró bajo la mesa de la maestra y la
pateó con tanta rabia que cayeron los cajones. Este episodio jalonó el
comienzo de una epidemia de incidentes documentados del mismo tipo
entre preescolares del distrito escolar de Fort Worth (Texas)5 que no sólo
afectaban a los malos alumnos, sino también a los mejores. Hay quienes
explican la escalada de violencia entre los niños como una consecuencia
del estrés económico que obliga a los padres a pasarse el día trabajando y
dejando a sus hijos en manos de otras personas o aguardando a solas y
exasperados su regreso. Otros subrayan la existencia de datos que
confirman que el 40 por ciento de los niños de dos años de nuestro país
pasan una media de tres horas diarias frente al televisor, un tiempo que
aprovecharían mejor estando con alguien que les enseñase a relacionarse.
Y también parece que, cuanta más televisión ven, más desobedientes
son.6
En una ciudad alemana, un motorista yace inmóvil en el pavimento
junto a su moto derribada, bajo la atenta mirada de los peatones y de los
conductores que aguardan impávidamente que el semáforo cambie a
verde. Al cabo de unos quince largos minutos, el conductor de un coche
detenido ante el semáforo baja la ventanilla, le pregunta si está herido y
se ofrece a solicitar auxilio con su teléfono móvil. Cuando la emisora de
televisión que había simulado el incidente difundió la noticia se desató el
escándalo porque, en Alemania, para obtener el permiso de conducir, es
necesario recibir formación en primeros auxilios para enfrentarse,
precisamente, a este tipo de situaciones. La gente
comentó cierto
médico de urgencias de un hospital alemán pasa de largo cuando ve a
otros en peligro. No parece importarles gran cosa.
En 2003, los hogares unifamiliares se convirtieron en el estilo de vida
más común en los Estados Unidos. Tiempo atrás, las familias se reunían
en casa al caer la noche pero, en la actualidad, la convivencia entre los
miembros de la familia es cada vez menor. Bowling alone, el aclamado
análisis de Robert Putnam sobre el deshilachado tejido social de nuestro
país, concluye que, en las últimas dos décadas, el capital social (que
suele estimarse en función del número de reuniones públicas y la
pertenencia a asociaciones) ha experimentado un considerable declive.
Mientras que, en los años setenta, dos terceras partes de los
estadounidenses asistían de manera regular a reuniones de organizaciones
a las que estaban formalmente afiliados, esa tasa cayó espectacularmente
en los noventa hasta una tercera parte. Todos estos datos reflejan, en
opinión de Putnam, un considerable debilitamiento, en nuestra sociedad,
de las relaciones interpersonales.7 Desde entonces, ha brotado por
doquier (desde 8.000 en los años cincuenta hasta 20.000 a finales de los
noventa)8 un nuevo tipo de organización que, a diferencia de lo que
ocurría en las antiguas (con sus reuniones cara a cara y un tejido social
cada vez más tupido), mantienen a distancia a sus miembros, ya que la
pertenencia gira en torno al correo electrónico o postal y su principal
actividad no consiste en reunirse, sino en enviar dinero.
Ignoramos los efectos de la conexión y desconexión provocada por las
alternativas que nos proporcionan las nuevas tecnologías. Pero todos estos
rasgos indican un progresivo debilitamiento de las oportunidades de conexión.
El avance inexorable de la tecnología es tan insidioso que nadie ha calculado
todavía sus costes emocionales y sociales.
El aumento de la desconexión
Escuchemos las quejas de Rosie García, que trabaja atendiendo el
mostrador del Hot & Crusty de la estación central de Nueva York, una de las
panaderías más atareadas del mundo. Es tal la muchedumbre que a diario pasa
por la estación que, durante la jornada laboral, siempre hay largas colas de
clientes aguardando su turno.
Son muchos, dice Rosie, los clientes que parecen estar completamente
abstraídos, con la mirada extraviada y sin responder cuando les pregunta ¿En
qué puedo servirle? .
¿En qué puedo servirle? repite entonces Pero siguen silenciosos,
mirando hacia ninguna parte.
Cada vez son más dice las personas que sólo prestan atención
cuando les grito.9
Pero no es que los clientes de Rosie sean especialmente sordos, sino que
sus oídos están taponados por los dos pequeños auriculares de un iPod. Están
enfrascados y perdidos en alguna de las melodías de su lista de reproducción
personalizada, desconectados de todo lo que ocurre a su alrededor y, lo que es
más importante, desconectados también de las personas que les rodean.
Mucho antes del iPod, del walkman y del teléfono móvil, obviamente,
también había gente que iba de un lado a otro ajena al ajetreo de la vida. Este
proceso, se inició con el automóvil, que es una forma de atravesar un espacio
público aislado dentro de un vehículo acristalado de una media tonelada
aproximada de acero arrullado por el sonido de la radio. Las formas de viajar
antes de que el automóvil se convirtiera en un lugar común, sin embargo
desde ir caminando, a caballo o en una carreta tirada por bueyes obligaban a
los viajeros a mantener un estrecho contacto con el mundo que les rodeaba.
El caparazón creado por los auriculares intensifica el aislamiento social.
Esa desconexión proporciona una excusa perfecta no sólo para no reconocer a
los demás como seres humanos, sino para no advertir siquiera su presencia y
tratarlos como meros objetos. La vida de peatón nos brinda, al menos, la
posibilidad de saludar a la persona con la que acabamos de cruzarnos o pasar
unos minutos charlando con un amigo, pero quien está conectado a un iPod
puede ignorar fácilmente a los demás y pasar junto a ellos sin mirarles siquiera.
Desde la perspectiva de quien está escuchando música, sin embargo, él
no está desconectado, sino relacionándose con el cantante, el grupo o la
orquesta que esté escuchando y su corazón late al mismo ritmo que el suyo.
Pero lo cierto es que esos otros virtuales nada tienen que ver con los seres
humanos que caminan un paso o dos por delante y hacia los cuales el arrobado
oyente muestra la mayor de las indiferencias. En la medida en que la tecnología
se apodera de la atención de las personas y la desvía hacia una realidad virtual,
acaba insensibilizándolas a quienes le rodean, con lo que el autismo social
acaba convirtiéndose en una más de las imprevistas consecuencias de la
invasión permanente de la tecnología en nuestra vida cotidiana.
Este aumento de la capacidad tecnológica de conexión es el que permite
que, aun estando de vacaciones, sigamos viéndonos asediados por el trabajo.
Una reciente encuesta ha puesto de manifiesto que el 34 por ciento de los
trabajadores de nuestro país se halla tan conectado con su oficina que vuelve de
sus vacaciones tan estresado o incluso más que cuando las empezó.10 El
correo electrónico y el teléfono móvil ignoran las fronteras que separan la vida
laboral de la vida familiar y privada y requiere nuestra presencia y nos arrastra a
atender al correo electrónico en cualquier momento, independientemente de que
nos hallemos en plena excursión campestre, con nuestros hijos o descansando.
Pero los niños tampoco suelen advertir esta ausencia, porque están
igualmente obsesionados con su propio correo electrónico, algún juego en red o
viendo la televisión en su dormitorio. Un informe francés de una encuesta
mundial realizada con una muestra de 2.500 millones de espectadores de setenta
y dos países ha revelado que, en 2004, las personas pasaban diariamente un
promedio de 3 horas y 39 minutos viendo la televisión; Japón ocupaba, en ese
estudio, el primer lugar con 4 horas y 25 minutos, seguido de cerca por los
Estados Unidos.11
«La televisión advirtió el poeta T.S. Eliot, en 1963, cuando el nuevo
medio estaba difundiéndose en todos los hogares permite que millones de
personas se rían simultáneamente del mismo chiste pero, a pesar de ello, sigan
estando solos.»
Internet y el correo electrónico tienen el mismo impacto. Una encuesta
realizada en nuestro país con una muestra de 4.830 personas ha puesto de
manifiesto que son ya muchos los casos en los que Internet ha desplazado a la
televisión como forma favorita de pasar el tiempo libre. Y la consecuencia
directa de todo ello es que, por cada hora que la gente pasa en Internet, el
contacto personal con amigos, colegas y familia disminuyó 24 minutos. Como
dice Norman Nie, director del Stanford Institute for the Quantitative Study of
Society y especialista en estudios sobre Internet: «Nadie puede recibir un
abrazo o un beso a través de Internet».12
La neurociencia social
Este libro desvela hallazgos muy reveladores sobre el nuevo campo de la
neurociencia social. Cuando emprendí la investigación para acometer esta tarea,
desconocía la existencia de este campo, pero no tardaron en llamarme la
atención un artículo aquí y una noticia allá señalando la existencia de una
comprensión científica más exacta de la dinámica neuronal que subyace a las
relaciones humanas:
A diferencia de lo que ocurre en las demás especies, en el cerebro
humano se ha descubierto una gran abundancia de una nueva clase de
neuronas, las llamadas células fusiformes, que funcionan más
rápidamente que las demás y operan cuando nos vemos obligados a tomar
decisiones sociales instantáneas.
También se ha descubierto recientemente la existencia de una variedad
diferente de neuronas cerebrales, las llamadas neuronas espejo , que
registran el movimiento que otra persona está a punto de hacer y sus
sentimientos y nos predisponen instantáneamente a imitar ese
movimiento y, en consecuencia, a sentir lo mismo que ellos.
Cuando los ojos de una mujer atractiva miran directamente a un hombre
al que encuentran atractivo, el cerebro de éste segrega dopamina, un
inductor de placer, cosa que no sucede cuando mira en otra dirección.
Cada uno de esos descubrimientos nos proporciona una instantánea del
funcionamiento de lo que ha terminado denominándose cerebro social , es
decir, de los circuitos neuronales que operan mientras estamos relacionándonos.
Ninguno de ellos, aisladamente considerado, nos cuenta la historia completa
pero, cuando los contemplamos en conjunto, esbozan el perfil distintivo de una
nueva disciplina.
Poco después de enterarme de esos descubrimientos descubrí el hilo que
los conecta cuando casualmente me enteré de que, en 2003, se había celebrado
en Suecia un congreso científico sobre neurociencia social .
Buscando los orígenes de la expresión neurociencia social descubrí que
habían empezado a usarlo en los años noventa los psicólogos John Cacioppo y
Gary Berntson, a quienes bien podemos considerar como los profetas pioneros
de esta nueva ciencia.13 En una reciente entrevista con Cacioppo, me recordó
que «los neurocientíficos se mostraban muy reacios a estudiar lo que sucede
más allá del cráneo, porque la neurociencia del siglo XX creía que la conducta
social era demasiado compleja».
«Hoy en día añade Cacioppo estamos en condiciones de empezar a
dar sentido al modo en que el cerebro moviliza nuestra conducta social y en que
el mundo social influye en nuestro cerebro y en nuestra biología.» Actualmente
director del Center for Cognitive and Social Neuroscience de la University of
Chicago, Cacioppo ha sido testigo de excepción de un cambio que ha acabado
convirtiendo a este dominio en uno de los temas candentes de la ciencia del
siglo XXI.14
El nuevo campo ya ha empezado a dar sus frutos y nos ayuda a resolver
algunos de los rompecabezas que tanto han desconcertado a los científicos. Las
primeras investigaciones dirigidas por Cacioppo, por ejemplo, pusieron de
relieve que, cuando nos hallamos en una relación tensa, la tasa de hormonas del
estrés aumenta hasta niveles que resultan dañinos para algunos de los genes que
controlan la producción de células que deben enfrentarse a los virus. Hasta
entonces, la ciencia había soslayado el estudio de los caminos neuronales de los
problemas de relación, que ha acabado convirtiéndose en uno de los principales
focos de interés de la nueva neurociencia social.
El aspecto más emblemático de la investigación realizada en este nuevo
campo es el que está congregando a psicólogos y neurocientíficos en torno al
RMN funcional (o RMNf [resonancia magnética nuclear funcional]), un aparato
de imagen cerebral que, hasta el momento, sólo se empleaba para el diagnóstico
clínico en el entorno hospitalario. El RMN utiliza imanes muy potentes (que ha
llevado a los internos a denominar genéricamente imanes a estos aparatos,
como cuando dicen En nuestro laboratorio tenemos tres imanes ) para obtener
una imagen extraordinariamente detallada del cerebro. El RMNf emplea
grandes ordenadores para obtener el equivalente de un vídeo que muestra las
regiones cerebrales que se activan durante una determinada interacción como,
por ejemplo, escuchar la voz de un viejo amigo. Esa investigación está
empezando a proporcionarnos respuestas a preguntas tales como: ¿Qué sucede
en el cerebro de la persona que mira a un ser querido, que está atrapado en el
fanatismo o que busca la estrategia más adecuada para ganar un determinado
juego?
El cerebro social consiste en el conjunto de los mecanismos neuronales
que orquestan nuestras interacciones la suma de nuestros pensamientos y
sentimientos sobre las personas y nuestras relaciones. Los datos más novedosos
y reveladores al respecto indican que el cerebro social tal vez sea el único
sistema biológico de nuestro cuerpo que nos conecta con los demás y se ve, a su
vez, influido por su estado interno.15 Como sucede con otros sistemas
biológicos, desde las glándulas linfáticas hasta el bazo, regulan su actividad en
respuesta a señales que emergen dentro de nuestro cuerpo y no van más allá de
nuestra piel. En este sentido, la sensibilidad general de los senderos neuronales
de nuestro cerebro es realmente excepcional. Es por ello que, cada vez que nos
relacionamos cara a cara (o voz a voz o piel a piel) con alguien, nuestro cerebro
social también se conecta con el suyo.
La neuroplasticidad del cerebro también explica el papel que
desempeñan las relaciones sociales en la remodelación de nuestro cerebro, lo
que significa que las experiencias repetidas van esculpiendo su forma, su
tamaño y el número de neuronas y de conexiones sinápticas. De este modo, la
reiteración de un determinado registro permite que nuestras relaciones claves
vayan moldeando gradualmente determinados circuitos neuronales. No es de
extrañar por tanto que, sentirnos crónicamente maltratados y enfadados o, por el
contrario, emocionalmente cuidados por una persona con la que pasamos
mucho tiempo a lo largo de los años acabe remodelando los senderos
neuronales de nuestro cerebro.
Estos nuevos hallazgos ponen de relieve el impacto sutil y poderoso que
sobre nosotros tienen las relaciones. Y aunque estas novedades puedan resultar
desagradables, en el caso de que tiendan hacia lo negativo, también implican
que el mundo social constituye, en cualquier momento de nuestra vida, una
oportunidad de curación.
Desde esta perspectiva, pues, el modo en que nos relacionamos cobra una
importancia anteriormente insospechada.
¿Qué significa por tanto, a la luz de todos estos nuevos descubrimientos,
ser socialmente inteligente?
Actuar sabiamente
En torno a 1920, poco después de la primera explosión de entusiasmo que
despertó el nuevo test del CI [cociente de inteligencia], el psicólogo Edward
Thorndike definió, por vez primera, a la inteligencia social como «la
capacidad de comprender y manejar a los hombres y las mujeres», habilidades
que todos necesitamos para aprender a vivir en el mundo.
Pero esa definición deja abierta la posibilidad de concluir que la
manipulación es el rasgo distintivo del talento interpersonal.16 Aun hoy en día
existen algunas descripciones de la inteligencia social que no diferencian
claramente las aptitudes del embaucador de los actos genuinamente afectuosos
y socialmente enriquecedores.
La capacidad de manipular a los demás no tiene, en mi opinión, nada que
ver con la inteligencia social, porque únicamente valora lo que sirve a una
persona a expensas de las demás. Convendría, por tanto, considerar a la
inteligencia social en un sentido más amplio, como una aptitud que no sólo
implica conocer el funcionamiento de las relaciones, sino comportarse también
inteligentemente en ellas.17
De este modo, el campo de la inteligencia social se expande desde lo
unipersonal hasta lo bipersonal, es decir, desde las habilidades intrapersonales
hasta las que emergen cuando uno se halla comprometido en una relación. Esta
ampliación del interés va más allá de lo individual y tiene también en cuenta lo
que sucede en la relación interpersonal... y ver más allá también, obviamente,
del interés en que las cosas les vayan bien a los demás por nuestro propio
beneficio.
Esta visión más expandida nos lleva a incluir en la inteligencia social
capacidades como la empatía y el interés por los demás que enriquecen las
relaciones interpersonales. Es por ello que, en este libro, tengo en cuenta una
segunda definición más amplia que Thorndike también propuso para nuestra
aptitud social, es decir, la capacidad de «actuar sabiamente en las relaciones
humanas».18
La receptividad social del cerebro nos obliga a ser sabios y a entender no
sólo el modo en que los demás influyen y moldean nuestro estado de ánimo y
nuestra biología, sino también el modo en que nosotros influimos en ellos. En
realidad, uno de los modos de valorar esta especial sensibilidad consiste en
considerar el impacto que los demás tienen en nosotros y el que nosotros
tenemos en sus emociones y en su biología.
La influencia biológica pasajera que una persona tiene sobre otra nos
sugiere una nueva dimensión de la vida bien vivida: comportarnos de un modo
que resulte beneficioso, aun a nivel sutil, para las personas con las que nos
relacionamos.
Esta perspectiva arroja una nueva luz sobre el mundo de las relaciones y
nos obliga a pensar en ellas de un modo radicalmente diferente, porque sus
implicaciones tienen un interés que va mucho más allá del ámbito
exclusivamente teórico y exige una revisión del modo en que vivimos.
Antes de explorar estas grandes implicaciones, sin embargo, volvamos al
comienzo de esta historia y veamos la sorprendente facilidad con la que
nuestros cerebros se relacionan e intercambian emociones como si de un virus
se tratara.
CAPÍTULO 1
LA ECONOMÍA EMOCIONAL
Cierto día llegaba con retraso a una reunión en el centro de Manhattan y,
como andaba buscando un atajo, me metí en el patio interior de un rascacielos
con la intención de salir por una puerta que había divisado al otro lado y
adelantar así unos minutos.
Pero, en el mismo momento en que entré en el vestíbulo del edificio y me
encontré ante una fila de ascensores, apareció súbitamente un guarda jurado
que, moviendo los brazos, me gritó: ¡Usted no puede estar aquí!
¿Por qué? pregunté, sorprendido.
¡Porque ésta es una propiedad privada! ¡Es una propiedad privada!
gritó, notoriamente agitado.
Entonces me di cuenta de que había entrado inadvertidamente en una
zona de acceso restringido que no estaba adecuadamente señalizada.
No me hubiera equivocado sugerí, en un débil intento de infundir un
poco de razón si en la puerta hubiera una señal que dijese Prohibida la
entrada .
Pero mi comentario no sólo no le tranquilizó, sino que pareció
enfurecerle todavía más.
¡Fuera! ¡Fuera! gritó.
Entonces me marché, inquieto, mientras su ira siguió reverberando en mis
tripas durante varias calles.
Cuando una persona vomita sobre otra sus sentimientos negativos
mediante explosiones de ira, amenazas u otras muestras de indignación o
desprecio activa en ella los mismos circuitos por los que discurren estas
inquietantes emociones, un hecho cuya consecuencia neurológica consiste en el
contagio de esas mismas emociones. Porque hay que decir que las emociones
intensas constituyen el equivalente neuronal de un resfriado y se contagian
con la misma facilidad con que lo hace un rinovirus.
El subtexto emocional en el que se halla inserta cualquier interacción
permite que, independientemente de lo que hagamos, el otro se sienta un poco
(o un mucho) mejor o un poco (o un mucho) peor, como me sucedió a mí en el
caso con el que iniciábamos este capítulo. Por otro lado, la inercia del estado de
ánimo perdura, a modo de rescoldo emocional o, en mi caso, de incendio
emocional , bastante más allá de la conclusión del encuentro.
Estas transacciones tácitas conducen a lo que podemos considerar como
una especie de economía emocional, es decir, el balance de ganancias y
pérdidas internas que experimentamos en una determinada conversación, con
una determinada persona o en un determinado día. Es por ello que el saldo de
sentimientos que hayamos intercambiado determina, al caer la noche, la clase
de día
bueno o malo
que hayamos tenido.
Esta economía interpersonal se halla presente en cualquier interacción
social que vaya acompañada de una transferencia de sentimientos es decir,
casi siempre. Son muchas las versiones que asume esta especie de judo
interpersonal, pero todas ellas se reducen a la capacidad de transformar el
estado de ánimo de los demás y viceversa. Cuando le hago fruncir el ceño,
evoco en usted la preocupación y, cuando usted me hace sonreír, me siento
feliz, en un intercambio oculto en el que las emociones pasan de una persona a
otra, esperanzadoramente con las mejores intenciones.
Una de las desventajas del contagio emocional tiene lugar cuando nos
vemos obligados a vivir un estado negativo por el simple hecho de hallarnos en
el momento equivocado y con la persona equivocada, como me sucedió a mí al
convertirme en víctima involuntaria de la ira de ese guarda jurado. De este
modo, las explosiones emocionales pueden convertir a un mero espectador en la
víctima inocente del estado negativo de otra persona.
Durante esas situaciones, nuestro cerebro busca automáticamente indicios
de peligro, generando un estado de hipervigilancia generado básicamente por la
activación de la amígdala, una región en forma de almendra que se halla
ubicada en el cerebro medio y desencadena las respuestas de lucha, huida o
paralización ante el peligro.1 El miedo es, de todo el espectro de sentimientos,
el principal movilizador de la amígdala.
Cuando la amígdala se ve activada, sus circuitos se apropian de ciertos
puntos clave del cerebro, dirigiendo nuestro pensamiento, nuestra atención y
nuestra percepción hacia lo que nos ha asustado. Entonces prestamos
instintivamente más atención a los rostros de la gente que nos rodea en busca de
sonrisas o ceños fruncidos que nos proporcionen indicios de peligro o signos de
las intenciones de alguien.2
Así es como la atención, impulsada por la amígdala, se centra en los
indicios emocionales. Y esta intensificación de la atención constituye una
especie de lubricante del contagio, alentando nuestra susceptibilidad a las
emociones ajenas y acentuando también, en consecuencia, su efecto.
Hablando en términos generales, la amígdala constituye una especie de
radar cerebral que llama nuestra atención hacia las cosas nuevas,
desconcertantes o de las que tenemos algo que aprender. En este sentido, la
amígdala constituye el sistema de alerta más rudimentario con que cuenta el
cerebro y se ocupa de escrutar el entorno en busca de eventos emocionalmente
intensos, en particular, de posibles amenazas.3 Hace mucho tiempo que la
neurociencia reconoció el papel que desempeña la amígdala como centinela y
desencadenante de la ansiedad, pero sólo muy recientemente nos hemos dado
cuenta de la función social con la que cumple en el sistema cerebral encargado
del contagio emocional.4
La vía inferior: El contagio central
El hombre al que los doctores llaman paciente X había sufrido un par
de ataques que destruyeron las conexiones nerviosas entre sus ojos y la corteza
occipital, que se ocupa del procesamiento visual. De este modo, aunque sus ojos
todavía podían registrar señales, su cerebro había perdido la posibilidad de
descifrarlas. A todos los efectos, el paciente X estaba completamente ciego o
eso era, al menos, lo que parecía.
Las pruebas que se le hicieron presentándole formas tan diversas como
círculos y cuadrados o fotografías de rostros de hombres y mujeres,
demostraron que no tenía la menor idea de lo que sus ojos estaban viendo. Pero
lo curioso es que, cuando se le mostraron imágenes de los rostros de personas
enfadadas o alegres, no tuvo inconveniente alguno en adivinar de inmediato
en una proporción muy superior a la exclusivamente debida al azar
las
emociones expresadas. ¿Qué era lo que estaba sucediendo?
Las tomografías cerebrales realizadas mientras el paciente X adivinaba
los sentimientos revelaron la existencia de una ruta alternativa a la que
habitualmente siguen los impulsos visuales desde el ojo hasta el tálamo (donde
se dirigen todos los inputs sensoriales) y, desde él, hasta la corteza visual. Esa
ruta alternativa transmite directamente la información del tálamo a la amígdala
(derecha e izquierda). Luego la amígdala extrae el significado emocional de los
mensajes no verbales, desde un gesto poco amistoso hasta un cambio brusco de
postura o de tono de voz pocos microsegundos antes de que cobremos
conciencia de lo que estamos viendo.
Pero, aunque la amígdala sea muy sensible a este tipo de mensajes, no
está directamente conectada con los centros del habla y es, literalmente
hablando, muda. Cuando registramos un sentimiento, recibimos señales de los
circuitos neuronales que, en lugar de alertar a las áreas verbales (y permitirnos,
en consecuencia, nombrar lo que sabemos), reproducen esa emoción en nuestro
propio cuerpo.5 Es por ello que, si bien el paciente X no podía ver las
emociones en los rostros, sí que podía sentirlas, una condición conocida como
ceguera afectiva .6
En el caso del cerebro intacto, la amígdala usa esa misma vía para
interpretar las dimensiones emocionales de lo que percibe un tono de voz
alegre, un signo de ira en torno a los ojos, una postura apesadumbrada,
etcétera y procesa esa información subliminalmente, más allá del alcance de
la conciencia consciente. Esta conciencia inconsciente y refleja nos proporciona
indicios de la emoción, movilizando en nosotros el mismo sentimiento (o
reaccionando ante él, como sucede con el miedo que despierta la visión de la
ira), un mecanismo clave en el contagio de los sentimientos ajenos.
El hecho de que podamos provocar cualquier emoción en otra persona o
viceversa pone de relieve la existencia de un poderoso mecanismo energético
que posibilita la transmisión interpersonal de los sentimientos.7 De este modo,
el contagio constituye la transacción básica en la que se asienta la economía
emocional, el toma y daca de sentimientos que, independientemente de su
contenido explícito, acompañan a cualquier relación interpersonal.
Consideremos, por ejemplo, el caso del cajero de supermercado que
transmite su optimismo a todos sus clientes, a los que, de una manera u otra,
siempre acaba arrancando una sonrisa. Ese tipo de personas constituyen el
equivalente emocional de los metrónomos, que nos permiten movernos a un
determinado ritmo.
Ese contagio puede ser grupal, como sucede cuando los espectadores
lloran al contemplar un drama o tan sutil como el tono de una reunión en la que
todo el mundo acaba de mal humor. Pero, por más que podamos percibir las
consecuencias manifiestas de este contagio, solemos ignorar el modo en que se
propagan las emociones.
El contagio emocional ilustra el funcionamiento de lo que podríamos
denominar la vía inferior del cerebro. La vía inferior se refiere a los veloces
circuitos cerebrales que operan de manera automática y sin esfuerzo alguno por
debajo del umbral de la conciencia. La mayor parte de lo que hacemos parece
hallarse bajo el control de grandes redes neuronales que operan a través de la
vía inferior , algo que resulta especialmente patente en el caso de nuestra vida
afectiva. A ese sistema, precisamente, debemos la posibilidad de sentirnos
cautivados por un rostro atractivo o de registrar el tono irónico de un
comentario.
La vía superior , por su parte, discurre a través de sistemas neuronales
que operan de un modo más lento, deliberado y sistemático. Es por ello que
podemos ser conscientes de lo que está ocurriendo y disponemos de cierto
control sobre nuestra vida interna, que se halla fuera del alcance de la vía
inferior. Así, por ejemplo, la vía superior se moviliza cuando pensamos
cuidadosamente en el modo más adecuado de acercarnos a una persona que nos
resulta atractiva o tratamos de encontrar una respuesta ingeniosa a un
comentario sarcástico.
Hay quienes denominan húmeda (o cargada de emoción) y seca (o
serenamente racional) a las vías inferior y superior, respectivamente.8 La vía
inferior opera con sentimientos, mientras que la superior lo hace considerando
con más detenimiento lo que está ocurriendo. La vía inferior nos permite sentir
de inmediato lo que siente otra persona, mientras que la superior nos ayuda a
pensar en lo que estamos sintiendo. En torno a la interacción, habitualmente
muy sutil, entre estas dos modalidades de procesamiento gira toda nuestra vida
social.9
La vía inferior explica que una emoción pueda transmitirse
silenciosamente de una persona a otra sin que nadie se ocupe conscientemente
de ello. Simplificando mucho las cosas, podríamos decir que la vía inferior
discurre por circuitos neuronales que pasan por la amígdala y nódulos
automáticos similares mientras que la superior, por su parte, envía señales a la
corteza prefrontal, centro ejecutivo del cerebro y asiento de la intencionalidad,
lo que explica que podamos pensar en lo que nos está sucediendo.10
La velocidad con la que estos dos caminos neuronales procesan la
información es muy diferente. En este sentido, la vía inferior sacrifica la
exactitud en aras de la velocidad mientras que la superior, mucho más lenta, nos
proporciona una visión más exacta de lo que está ocurriendo.11 La vía inferior,
pues, es rápida y difusa, mientras que la superior es lenta y exacta. En palabras
del filósofo del siglo XX John Dewey, la primera opera en la modalidad veloz
y ruidosa, del tipo primero actúa y después piensa , mientras que la otra es
mucho más detallada y observadora .12
La diferente velocidad de cada una de estas vías en donde la emocional
es varias veces más rápida que la racional nos ayuda a tomar decisiones
instantáneas que quizás posteriormente lamentemos o debamos justificar. Lo
único que la vía superior puede hacer cuando la inferior ya ha reaccionado es
aprovechar las cosas lo mejor que pueda. Como dijo el escritor de cienciaficción Robert Heinlein: «El hombre no es un animal racional, sino un animal
racionalizador».
Los precursores del estado de ánimo
Mientras me hallaba de visita en otro estado, recuerdo haberme quedado
gratamente sorprendido por el tono amable de la voz grabada que me informó
de que El número marcado no existe .
Aunque parezca mentira, me sorprendió mucho la cordialidad que
acompañaba a ese anodino mensaje. Estaba acostumbrado a muchos años de
irritación acumulada con la voz informatizada que suele emplear mi compañía
telefónica regional como si, por alguna razón, los técnicos que habían
programado el irritante y autoritario mensaje de mi compañía habitual, hubieran
decidido castigar a quien marcaba un número equivocado. Ese aborrecible
mensaje evocaba en mi mente la imagen de una operadora presuntuosa e
impertinente que me ponía de inmediato, aunque sólo fuera por un instante, de
mal humor.
El impacto emocional que poseen indicios tan sutiles puede ser muy
importante. Consideren, por ejemplo, el inteligente experimento realizado en
este sentido con estudiantes voluntarios de la Universidad de Wurzburg
(Alemania) que presentamos a continuación.13 Los sujetos debían escuchar una
voz grabada leyendo un párrafo muy árido, una traducción alemana del Tratado
de la naturaleza humana, del filósofo británico David Hume. La cinta venía en
dos versiones diferentes, ligeramente alegre y ligeramente triste, pero la
diferencia era tan sutil que nadie la advertía a menos que se lo indicaran
expresamente.
La investigación demostró que los estudiantes, sordos como estaban al
tono de los sentimientos, salían de la prueba un poco más alegres o un poco más
tristes que antes de pasar por ella ignorando, sin embargo, que su estado de
ánimo había cambiado y sin saber tampoco, por tanto, lo que había provocado
ese cambio.
El cambio seguía presente aun cuando los estudiantes se vieran
obligados, mientras escuchaban, a realizar una tarea distractiva, como rellenar
los agujeros de un tablero de madera. Esta distracción provocaba un ruido en la
vía superior que, si bien obstaculizaba la comprensión intelectual del pasaje
filosófico, no impidió ni un ápice el contagio de estado de ánimo.
Según dicen los psicólogos, una de las diferencias existentes entre los
estados de ánimo y las emociones más burdas es la inefabilidad de sus causas.
Es por ello que, si bien solemos saber lo que ha provocado una determinada
emoción, no es infrecuente que nos hallemos en un estado de ánimo sin saber lo
que nos ha llevado hasta él. En este sentido, el experimento de Wurzburg pone
de relieve que nuestro mundo debe estar lleno de desencadenantes del estado de
ánimo
desde la música ambiental de un ascensor hasta un tono de voz
desagradable de los que somos completamente inconscientes.
Consideremos ahora, por ejemplo, las expresiones que vemos en el rostro
de los demás. Como han descubierto un equipo de investigación sueco, la mera
contemplación de la imagen de un rostro feliz elicita en quien la ve la respuesta
fugaz de tensar los músculos que esbozan la sonrisa.14 De hecho, la fotografía
de alguien cuyo rostro expresa una emoción intensa, como la tristeza, el
disgusto o la alegría, desencadena en nuestro rostro la respuesta refleja de imitar
la expresión que acabamos de ver.
Este reflejo de imitación favorece una especie de puente intercerebral que
nos expone a las influencias emocionales más sutiles de quienes nos rodean. En
este sentido, las personas más sensibles se contagian con más facilidad que la
mayoría mientras que las más insensibles, por su parte, pueden salir incólumes
aun del más nocivo de los encuentros. Pero lo cierto es que, en ambos casos, la
transacción ocurre sin que nosotros la advirtamos.
Imitamos la alegría de un rostro sonriente tensando los músculos faciales
que esbozan la sonrisa, aun sin ser conscientes de ello. Tal vez esa leve sonrisa
pase inadvertida al ojo desnudo, pero la monitorización científica de la
musculatura facial pone claramente de relieve la presencia de ese reflejo
emocional.15 Es como si, en este sentido, nuestro rostro se preparase para
expresar la emoción completa.
Este mimetismo tiene algunas consecuencias biológicas, porque nuestra
expresión facial desencadena los sentimientos que exhibimos. Basta, en este
sentido, con tensar deliberadamente los músculos faciales del modo adecuado
para provocar la emergencia de una determinada emoción. Así, por ejemplo, el
hecho de colocar un lápiz entre los dientes nos obliga a esbozar una sonrisa que
acaba evocando el correspondiente sentimiento positivo.
Edgar Allan Poe tuvo una comprensión intuitiva de este principio cuando
dijo: «Cuando quiero saber lo bondadosa o malvada que es una persona o qué
es lo que está pensando reproduzco en mi rostro, lo más exactamente que
puedo, su expresión y luego aguardo hasta ver cuáles son los pensamientos o
sentimientos que aparecen en mi mente o en mi corazón que equivalen o se
corresponden con esa expresión».16
La percepción de las emociones
París, 1895. Un puñado de almas aventureras se han atrevido a asistir a
una exhibición pionera de los hermanos Lumière, expertos en el nuevo campo
de la fotografía. Por primera vez en la historia, los Lumière iban a presentar una
película cinematográfica, una imagen en movimiento que representaba, en el
más absoluto silencio, la llegada de un tren a una estación envuelto en vapor y
acercándose al público. Fueron muchos los espectadores de esa auténtica
première los que, cuando la película se proyectó, gritaron y se agazaparon
despavoridos bajo sus asientos.
Nadie había visto nunca imágenes en movimiento, por lo que la ingenua
audiencia no podía sino interpretar como real la escalofriante aparición en la
pantalla. Quizás ese momento haya sido el acontecimiento más mágico y
poderoso de toda la historia del cine, porque ninguno de los espectadores sabía
todavía que lo que su ojo estaba viendo no era más que una ilusión. En lo que a
ellos y a su sistema perceptual se refiere, las imágenes proyectadas en la
pantalla eran completamente reales.
Como señala cierto crítico de cine: «La impresión dominante de que esto
es real forma parte del poder primordial del arte», aun hoy en día.17 Esa
sensación de realidad sigue cautivando a los aficionados, porque el cerebro
responde a las ilusiones generadas por el cine con los mismos circuitos
neuronales que emplea para responder a la vida. Es por ello que las emociones
proyectadas en la pantalla también son contagiosas.
Algunos de los mecanismos neuronales implicados en este contagio
pantalla-espectador fueron identificados por un equipo de investigación israelí,
que mostró secuencias del espagueti western de los setenta El bueno, el feo y el
malo a voluntarios que se hallaban conectados a un RMNf. En el que quizás sea
el único artículo de los anales de la neurociencia en contar con la curiosa
contribución de Clint Eastwood, los investigadores llegaron a la conclusión de
que la película jugaba con el cerebro de los espectadores como si de una
marioneta neuronal se tratase.18
Del mismo modo que ocurrió en París en 1895 con los aterrados
espectadores de la mencionada première, el cerebro de los espectadores de El
bueno, el feo y el malo respondía como si la historia imaginaria que se
desarrollaba en la pantalla les estuviera sucediendo a ellos. No parece que el
cerebro haga grandes distingos entre la realidad virtual y la real. Es por ello
que, cuando la cámara hace un picado para mostrar un primer plano, se activan,
en el cerebro de los espectadores, las áreas cerebrales que se ocupan del
reconocimiento de un rostro y cuando, por su parte, en la pantalla aparece un
edificio o un paisaje, se activa el área visual que suele ocuparse del
reconocimiento físico del entorno que nos rodea.
Del mismo modo, cuando la escena que se desarrolla en la pantalla
muestra movimientos delicados de la mano, las regiones movilizadas son las
que gobiernan el tacto y el movimiento y, en las escenas en las que la excitación
es máxima como disparos, explosiones y giros inesperados del argumento ,
los centros que se activan son los ligados al control de las emociones. En
resumen, pues, el cine parece controlar el funcionamiento de nuestro cerebro.
La audiencia se comporta como si fueran marionetas neuronales, porque
lo que ocurre en un determinado momento en el cerebro de un espectador
sucede también en todos los demás. De este modo, la acción desplegada en la
pantalla es la música que desencadena idéntica danza en el cerebro de todos los
presentes.
Como dice un proverbio muy utilizado en el campo de la sociología:
Una cosa es real cuando lo son sus consecuencias . Y es que, si el cerebro
reacciona del mismo modo ante un escenario real que ante uno imaginario, lo
que imaginamos tiene consecuencias biológicas. La vía inferior es la que
determina nuestra respuesta emocional.
La única excepción a esta especie de guiñol parece estar ligada a las áreas
prefrontales de la vía superior, que albergan los centros ejecutivos del cerebro y
posibilitan el pensamiento crítico (incluida la idea de que Esto no es más que
una película ). Es por ello que, en la actualidad, no huimos despavoridos
cuando en la pantalla vemos un tren dirigiéndose a toda velocidad hacia
nosotros aunque, no obstante, el miedo siga haciendo acto de presencia.
Cuanto más destacado o notable es un determinado evento, mayor es la
atención que despliega el cerebro.19 Dos factores que amplifican la respuesta del
cerebro a cualquier realidad virtual como una película son su sonoridad
perceptual y su intensidad emocional, como sucede con los casos del grito y del
llanto. No resulta, por tanto, sorprendente que nuestro cerebro se vea
desbordado por muchas escenas cinematográficas caóticas. Y el mismo tamaño
de la pantalla
ofreciéndonos imágenes monstruosamente grandes
se
20
registra como sonoridad sensorial.
Pero los estados de ánimo son tan contagiosos que podemos percibir un
soplo de emoción en algo tan fugaz como una sonrisa o un ceño fruncido
apenas esbozados o tan árido como la lectura de un pasaje filosófico.
El radar de la insinceridad
Dos mujeres que no se conocían acababan de ver un desgarrador
documental sobre las dolorosas secuelas provocadas por el bombardeo nuclear
de Hiroshima y Nagasaki durante la segunda Guerra Mundial. Ambas se
hallaban profundamente conmovidas y experimentaban una mezcla de angustia,
ira y tristeza.
Pero cuando empezaron a hablar de lo que estaban sintiendo, sucedió
algo muy extraño, porque una de ellas era completamente sincera sobre sus
sentimientos, mientras que la otra, aliada con los investigadores y siguiendo sus
instrucciones, reprimió sus sentimientos, fingiendo indiferencia. En realidad,
parecía como si no tuviera ninguna respuesta emocional aunque, en el fondo, se
sentía inquieta y distraída.
Pero eso era precisamente lo que se pretendía, porque las dos eran
voluntarias de un experimento realizado en la Stanford University sobre las
consecuencias sociales de la represión emocional, solo que una de ellas había
sido
entrenada
para
silenciar
sus
verdaderos
sentimientos.21
Comprensiblemente, la que estaba emocionalmente abierta se sintió fuera de
lugar mientras su compañera hablaba y, en consecuencia, sacó la conclusión de
que jamás la elegiría como amiga.
La que reprimía sus sentimientos, por su parte, se hallaba tensa e
incómoda y se mostraba distraída y preocupada, al tiempo que su presión
sanguínea aumentó considerablemente a medida que avanzaba la conversación.
No es de extrañar que el esfuerzo emocional necesario para reprimir
sentimientos tan perturbadores exija un peaje fisiológico reflejado, en este caso,
por el aumento de la presión sanguínea.
Lo más sorprendente, sin embargo, fue que el mismo efecto se encontró
también en la mujer que hablaba sinceramente de sus emociones. La tensión,
pues, no sólo es palpable, sino también contagiosa.
La sinceridad es la respuesta por defecto del cerebro. A fin de cuentas,
nuestro sistema nervioso transmite todos los estados de ánimo a la musculatura
facial, evidenciando de inmediato nuestros sentimientos. Este despliegue
emocional es automático e inconsciente, razón por la cual su represión exige un
esfuerzo consciente y deliberado. Es por ello que tratar de distorsionar lo que
sentimos y de ocultar el miedo o el enfado exigen un esfuerzo que rara vez
consigue completamente su objetivo.22
En cierta ocasión, una amiga me dijo que, la primera vez que habló con el
hombre que acababa de alquilarle el piso, supo que no debía confiar en él. Y,
a decir verdad, la misma semana en que tenía que mudarse se enteró de que se
había echado atrás y se quedó compuesta y sin casa y obligada a poner el caso
en manos de un abogado.
Ella sólo le había visto el día en que fue a visitar la casa y se lamentaba
diciendo: En cuanto lo vi advertí algo en él y supe que iba a tener problemas .
Ese algo en él refleja el funcionamiento de las vías superior e inferior
operando como una especie de sistema de alarma de la insinceridad. Existen
circuitos especializados en la sospecha que difieren de los empleados en los
casos de la empatía y el rapport y cuya misma existencia pone de relieve la
importancia de la detección de la mentira en los asuntos humanos. La teoría
evolutiva sostiene que la capacidad de detectar el engaño resulta tan esencial
para la supervivencia como la capacidad de confiar y cooperar.
Una investigación en la que se registraba la imagen cerebral de
voluntarios mientras contemplaban a varios actores contando una historia
trágica puso de relieve el radar neuronal concreto implicado en esa tarea. La
investigación descubrió que la expresión facial que acompañaba al relato
provocaba la activación de diferentes regiones neuronales.
Si, por ejemplo, el rostro del actor mostraba la tristeza apropiada, la
región que se activaba en el oyente era la amígdala y los circuitos relacionados
con la tristeza mientras que si, por el contrario, el rostro del actor sonreía
durante el relato triste en un claro ejemplo de incongruencia emocional la
región cerebral que se activaba era la especializada en la vigilancia a las
amenazas sociales o a la información conflictiva. En ese último caso, además,
los oyentes afirmaban desconfiar de la persona que les contaba la historia.23
La amígdala escruta de manera automática y compulsiva a todas las
personas con quienes nos relacionamos para saber si podemos o no confiar en
ellas. ¿Es seguro acercarse a esta persona? ¿Es peligroso? ¿Puedo confiar
realmente en ella? Los pacientes neurológicos que han padecido una grave
lesión en la amígdala son incapaces de determinar si pueden o no confiar en
alguien y, cuando se les muestra una fotografía de un hombre a quien la gente
suele encontrar altamente sospechoso, lo valoran igual que otros en quien casi
todos confían.24
El sistema que nos advierte si podemos confiar o no en alguien discurre a
través de dos ramales neuronales diferentes, la vía superior y la vía inferior.25 La
primera se pone en marcha cuando tratamos de determinar intencionalmente si
alguien es merecedor o no de nuestra confianza. Pero, independientemente de lo
que pensemos al respecto, la amígdala está operando de continuo bajo el umbral
de la conciencia cumpliendo con una función claramente protectora.
La caída de un Casanova
Giovanni Vigliotto era un auténtico don Juan y su encanto le llevaba de
una conquista romántica a otra. Pero lo cierto es que no se trataba de conquistas
sucesivas porque, en realidad, Vigliotto estaba casado simultáneamente con
varias mujeres.
Nadie sabe con seguridad cuántas veces se casó a lo largo de su carrera
porque lo suyo parecía ciertamente una carrera romántica, pero bien pudo
haberlo hecho unas cien veces ya que Vigliotto se ganaba la vida casándose con
mujeres ricas. Pero todo concluyó cuando Patricia Gardner, una de sus
conquistas, le demandó por bigamia.
El juicio puso de relieve lo que llevó a tantas mujeres a enamorarse de él.
Gardner admitió que una de las cosas que más le atrajo de aquel encantador
bígamo fue lo que ella denominó el rasgo sincero de mirarla directamente a
los ojos y sonriendo
aunque lo cierto era que mentía más que un
26
sacamuelas.
Son muchas las cosas que los expertos de las emociones saben leer en
la mirada. Según dicen, es muy frecuente que la tristeza, el disgusto y la culpa o
la vergüenza nos hagan bajar la mirada, desviarla y bajarla y desviarla,
respectivamente. Esto es algo que la mayoría de la gente sabe de manera
intuitiva, por ello la sabiduría popular nos advierte de que un indicio de que
alguien está mintiendo es su incapacidad de mirar directamente a los ojos .
Esto es algo que Vigliotto, como buen estafador, sabía muy bien y era lo
suficientemente diestro para sonreír y mirar directamente a los ojos de sus
víctimas.
Él estaba tramando algo, pero quizás tenía más que ver con el
establecimiento del vínculo que con la mentira. En opinión de Paul Ekman, un
experto mundialmente conocido en la detección de la mentira, la mirada que
parece decir debes creer lo que te estoy diciendo no parece tener mucho que
ver con decir o no la verdad.
A lo largo de sus muchos años de estudio sobre la expresión facial de las
emociones, Ekman se ha especializado en la detección de la mentira. Su ojo está
tan adiestrado en el registro de las sutilezas faciales que detecta fácilmente
discrepancias entre la máscara de las emociones fingidas que utiliza una
persona y las fugas que expresan lo que realmente está sintiendo.27
Mentir exige la actividad consciente e intencional de lo que
denominamos vía superior, que controla los sistemas ejecutivos que mantienen
la congruencia entre nuestras palabras y nuestras acciones. En opinión de
Ekman, los mentirosos prestan más atención a la elección de sus palabras y
censuran lo que dicen, desatendiendo simultáneamente su expresión facial.
La represión de la verdad exige tiempo y esfuerzo mental. Cuando una
persona miente al contestar a una pregunta, su respuesta se inicia un par de
segundos después que cuando es sincera, un retardo debido al esfuerzo que se
requiere para elaborar la mentira y controlar los canales emocionales y físicos a
través de los cuales la verdad puede acabar desvelándose.28
Mentir bien exige concentración, un esfuerzo mental que requiere del
concurso de la vía superior. Pero, puesto que la atención es una capacidad
limitada, el hecho de mentir
que va acompañado de la inhibición del
despliegue involuntario de emociones que podría traslucir esa mentira
consume una dosis extra de recursos neuronales del área prefrontal que la deja
provisionalmente vacía para acometer otra tarea.
Sólo las palabras pueden mentir. Pero el signo más frecuente de que
alguien miente tiene que ver con la discrepancia entre sus palabras y su
expresión facial, como cuando alguien nos asegura que está muy bien
mientras el temblor de voz revela claramente la angustia que está
experimentando.
«No existe ningún detector de mentiras completamente fiable me dijo
Ekman . Pero cualquiera puede detectar las situaciones críticas», es decir, los
momentos en los que las emociones de la persona no coinciden con lo que nos
dice, indicio de un esfuerzo mental adicional que requiere a gritos una
consideración más detenida. Y las razones de esa discrepancia pueden ser muy
diversas, desde el simple nerviosismo hasta la más desvergonzada de las
mentiras.
Los músculos faciales y la decisión de mentir se hallan controlados,
respectivamente, por la vía inferior y por la vía superior. Es por ello que,
mientras estamos contando una mentira, nuestro rostro contradice lo que
estamos diciendo. A fin de cuentas, la vía superior encubre, mientras que la
inferior revela.
Los circuitos de la vía inferior abren muchos caminos al puente neuronal
silencioso que conecta nuestros cerebros. Son precisamente ellos los que nos
ayudan a eludir los escollos que amenazan nuestras relaciones, contribuyendo a
detectar también en quién podemos confiar y a quién debemos evitar
y
transmitiendo contagiosamente nuestros sentimientos.
El amor, el poder y la empatía
El poder desempeña un papel muy importante en el flujo interpersonal de
la emoción. Aunque no resulte posible calibrar el poder relativo de los
integrantes de una pareja, siempre es posible estimarlo aproximadamente en
términos prácticos diciendo que el miembro más poderoso es el que menos
esfuerzo debe hacer por cambiar y aproximarse al otro.29 En el caso de una
relación amorosa, el miembro más poderoso es el que más influye en el modo
en que el otro le siente o se siente a sí mismo y el que más cosas tiene que decir
a la hora de tomar decisiones conjuntas sobre cuestiones económicas o aspectos
de la vida cotidiana como, por ejemplo, ir o no a una fiesta.
A decir verdad, las parejas suelen repartirse tácitamente el poder y uno,
por ejemplo, se ocupa de las cuestiones económicas, mientras que el otro se
encarga, pongamos por caso, de la planificación de las relaciones. Por otra parte
y, en lo que respecta al dominio global de las emociones, el miembro menos
poderoso es el que se ve obligado a realizar los mayores ajustes internos para
converger emocionalmente con el otro.
Estos ajustes son más evidentes cuando uno de los miembros asume
deliberadamente una actitud emocionalmente neutra, como sucede en el caso de
la psicoterapia. Desde la época de Freud, los psicoterapeutas han advertido que
su cuerpo reproduce las emociones que experimentan sus clientes. No es de
extrañar que, cuando un cliente evoca un recuerdo doloroso o se siente aterrado
por un recuerdo traumático, al terapeuta se le humedezcan los ojos o
experimente en su propio estómago la emergencia del miedo.
Freud señaló que el hecho de conectar con su propio cuerpo proporciona
a los psicoanalistas una ventana para asomarse al mundo emocional de sus
clientes. Mientras que la mayor parte de la gente puede registrar las emociones
que se expresan abiertamente, los grandes psicoterapeutas han aprendido a dar
un paso más allá y conectar con matices emocionales que sus pacientes ni
siquiera han permitido que aflorasen a su conciencia.30
Casi un siglo después de que Freud descubriese esas sutilezas, los
investigadores han empezado a desarrollar un método para detectar los cambios
fisiológicos simultáneos que ocurren de continuo durante una conversación.31 El
avance vino de la mano de la aparición de nuevos métodos estadísticos y
ordenadores que permiten a los científicos analizar la extraordinaria cantidad de
datos (como el ritmo cardíaco y similares) que tienen lugar durante una
determinada interacción.
Estos estudios han puesto de relieve que, durante una discusión de pareja,
el cuerpo de uno de los implicados tiende a imitar los cambios que acontecen en
el otro. No creo que nadie se asombre de que la ciencia haya descubierto
recientemente que, cuanto más avanza una discusión, más se exacerban los
sentimientos de ira, pena y tristeza.
Más interesante fue lo que hicieron ciertos investigadores de la relación
de pareja, grabar en vídeo una discusión e invitar luego a desconocidos a
visionar las grabaciones y conjeturar las emociones que estaba experimentando
uno de los participantes.32 El hecho es que, cuando esos voluntarios esbozaron
sus opiniones, su respuesta fisiológica se asemejaba a la del miembro del que se
ocupaban.
Cuanto más exacta es la imitación de la persona observada, más exacta es
también la sensación de lo que esa persona está sintiendo, un efecto que resulta
más patente en el caso de emociones negativas como la ira. Parece pues que la
empatía (es decir, la capacidad de experimentar las emociones que otra persona
está sintiendo) es tanto psicológica como mental y se asienta en el hecho de
compartir el estado interno de la otra persona. Esta danza biológica tiene lugar
cuando una persona empatiza con otra, es decir, cuando comparte sutilmente el
estado fisiológico de la persona con la que está conectada.
Las personas cuyos rostros expresan las expresiones más intensas son
también las que más exactamente juzgan los sentimientos de los demás, lo que
parece derivarse del principio general que afirma que, cuanto más similar sea,
en un determinado momento, el estado fisiológico de dos personas, más
fácilmente podrá sentir cada uno de ellos lo que el otro está experimentando.
Así pues, cuanto mayor es la conexión con una determinada persona, más
fácilmente podremos entender lo que ésta, aunque sólo sea de manera sutil, está
experimentando. En tales casos, la resonancia es tal que, aunque no queramos,
sus emociones son las nuestras.
Resumiendo, pues, las emociones que percibimos tienen consecuencias,
lo que nos proporciona una buena razón para esforzarnos en cambiarlas en una
dirección positiva.
CAPÍTULO 2
UNA RECETA PARA EL RAPPORT
La sesión de psicoterapia está en marcha. El psiquiatra está tenso y
permanece formalmente sentado en su butaca, mientras su paciente yace
tumbada y abatida sobre un sofá de cuero. Es evidente que se encuentran en
longitudes de onda muy diferentes.
El psiquiatra acaba de cometer un grave error terapéutico, interpretando
desafortunadamente un comentario de su paciente. Entonces se disculpa
diciendo Sólo quería subrayar algo que creo que obstaculiza el tratamiento .
No
comienza la paciente, pero el terapeuta la interrumpe de nuevo
con otra interpretación y, en el momento en que está a punto de responder,
vuelve a cortarla.
Cuando finalmente logra hilvanar una frase entera, la paciente se queja de
lo que se vio obligada a soportar mientras vivía con su madre un comentario
que también encierra una queja implícita hacia la actitud del terapeuta.
Así va discurriendo la sesión como un concierto discordante de
instrumentos desafinados.
Veamos ahora lo que sucede, en otro entorno psicoterapéutico, en un
momento de rapport especialmente intenso.
El paciente acaba de comentarle a su terapeuta que ayer mismo concertó
con su novia la fecha de su boda. Llevaban varios meses explorando el miedo al
compromiso de su paciente, que finalmente parecía haber acopiado el coraje
necesario para enfrentarse al matrimonio. Por ello celebraron contentos y en
silencio ese momento.
El rapport es tan completo que sus posturas y movimientos encajan como
si estuvieran ejecutando deliberadamente una danza en la que, cuando uno
avanza, el otro retrocede.
Las grabaciones en vídeo de estas sesiones de terapia muestran un par de
cajas metálicas rectangulares apiladas a modo de los componentes de un equipo
estéreo, de los que salen cables que se hallan conectados a uno de los dedos del
terapeuta y de la paciente y que se encargan de registrar los cambios sutiles de
sus respuestas de sudoración durante toda la sesión.
Estas sesiones se grabaron durante una investigación destinada a poner de
manifiesto la danza biológica que subyace a nuestras interacciones cotidianas.1
En los vídeos de esas sesiones psicoterapéuticas, la respuesta fisiológica
aparece bajo cada uno de los implicados como una línea ondulada (azul para el
paciente y verde para el terapeuta) que oscila al ritmo de la emergencia y
desaparición de las emociones.
El vídeo correspondiente a la primera sesión constituye la imagen misma
de la desconexión y se parece al vuelo nervioso de dos pájaros que van cada
uno por su cuenta.
En la segunda sesión, no obstante, las líneas parecen ejecutar una danza
coordinada que se asemeja al vuelo de una bandada de pájaros y refleja la
sintonía fisiológica que acompaña al rapport.
Este ejemplo ilustra los sofisticados métodos utilizados hoy en día para
estudiar la actividad cerebral, de otro modo invisible, que subyace a nuestras
relaciones interpersonales. Aunque la respuesta de sudoración pueda parecer
ajena al funcionamiento cerebral, la comprensión de lo que sucede en el sistema
nervioso central nos permite aventurar los correlatos neuronales que subyacen a
esa especie de tango interpersonal.
Este estudio fue llevado a cabo por Carl Marci, psiquiatra de la facultad
de medicina de Harvard, que llevó consigo el equipo de monitorización a la
consulta de varios terapeutas voluntarios del área de Boston. Marci ha reunido a
un grupo selecto de investigadores pioneros que han descubierto métodos muy
ingeniosos para ir más allá del cráneo que hasta entonces constituía una frontera
infranqueable de la ciencia del cerebro. Tiempo atrás, la neurociencia sólo
podía centrarse en el estudio del funcionamiento de un solo cerebro pero, en la
actualidad, está en condiciones de analizar simultáneamente el funcionamiento
de dos cerebros, poniendo de relieve la danza neuronal en la que están
implicados.
Los datos de las investigaciones realizadas por Marci le han permitido
esbozar lo que él ha denominado el logaritmo de la empatía , es decir, una
expresión matemática que expresa la interacción concreta existente en la
respuesta de sudoración de dos personas en el momento especial del rapport en
el que uno se siente comprendido por el otro.
El resplandor de la simpatía *
* En castellano en el original. (N. del T.)
Recuerdo haber experimentado este tipo de rapport cada vez que, siendo
estudiante de psicología, entré en el despacho de Robert Rosenthal, profesor de
estadística de Harvard. Bob (como todo el mundo le llamaba) tenía la merecida
reputación de ser el profesor más afectuoso de todo el departamento.
Independientemente de nuestras razones y de la ansiedad con la que fuésemos a
verle, todos salíamos de su despacho con la sensación de haber sido
escuchados, entendidos e invariablemente nos sentíamos, de un modo que me
atrevería a calificar como mágico, mejor.
Bob tenía una habilidad muy especial para que todo el mundo se sintiera
bien y lo hacía de un modo que ni siquiera se notaba. Bien podríamos decir que
su verdadera especialidad científica giraba en torno a los vínculos no verbales
que establecen el rapport. Años más tarde, Bob y una colega publicaron un
importante artículo subrayando los ingredientes fundamentales que convierten a
una relación en algo mágico, es decir, la receta del rapport.2
El rapport sólo existe entre los seres humanos y se halla presente en
cualquier relación afectuosa, comprometida y amable. Pero su importancia va
mucho más allá de los momentos fugaces de bienestar porque, en tal caso, las
decisiones que toman las personas implicadas
ya se trate de una pareja
organizando sus vacaciones o de un equipo de directivos planificando la
estrategia de la empresa son más creativas y eficaces.3
La sensación que acompaña al rapport es muy positiva y genera la
armonía que jalona la simpatía, en donde los distintos implicados experimentan
la cordialidad, la comprensión y la autenticidad del otro. Aunque sólo sea de un
modo provisional, se trata de una sensación que fortalece los vínculos
interpersonales.
Son tres, según Rosenthal, los ingredientes que determinan este tipo de
relación, la atención, la sensación de bienestar mutua y la coordinación no
verbal que, cuando se hallan simultáneamente presentes, favorecen la
emergencia del rapport.4
El primero de los ingredientes es la atención compartida. Cuando dos
personas atienden a lo que el otro dice y hace, se genera una sensación de
interés compartido, una atención de doble sentido que constituye una especie de
adhesivo perceptual y alienta la aparición de los mismos sentimientos.
Uno de los indicadores del rapport es la empatía mutua y eso era
precisamente lo que experimentábamos con Bob, porque él se hallaba
completamente presente y nos prestaba toda su atención. Ése es el indicador que
establece la diferencia entre las relaciones simplemente relajadas y el rapport
porque si bien, en el primer caso, nos sentimos a gusto, no tenemos la sensación
de que la otra persona se halle conectada con nuestros sentimientos.
Rosenthal cita un estudio en el que los sujetos del experimento se
agruparon en parejas. Uno de los miembros de cada pareja, secretamente aliado
con los investigadores, tenía que presentarse con un dedo herido y, en un
determinado momento, parecía volver a lesionarse. Si, durante la supuesta
lesión, el otro estaba mirando a los ojos de la supuesta víctima, se sobresaltaba
e imitaba su expresión dolorida, cosa que era mucho menos probable cuando no
miraba directamente aunque fuese, no obstante, consciente de su dolor.5 Y es
que, cuando no prestamos una atención completa, sólo conectamos con el otro
de un modo parcial y soslayamos detalles cruciales, especialmente de índole
emocional. Mirar directamente a los ojos abre la puerta de acceso a la empatía.
La atención, pues, no es más que el primero de los requisitos
imprescindibles del rapport. El siguiente ingrediente es la sensación positiva,
que se pone básicamente de manifiesto a través del tono de voz y de la
expresión facial. Debemos señalar que, para el establecimiento de una
sensación positiva, los mensajes no verbales son mucho más importantes que
todo lo que podamos decir verbalmente. Resulta sorprendente, en este sentido,
cierto experimento en el que, cuando los directivos proporcionaban a sus
subordinados un feedback poco halagador con un tono de voz y una expresión
cordial y amable, quienes recibían las críticas no dejaban, por ello, de sentirse a
gusto en la relación.6
La coordinación o sincronía constituye el tercer ingrediente fundamental
de la fórmula del rapport de Rosenthal, que habitualmente discurre a través de
canales no verbales tan sutiles como los movimientos corporales, el ritmo y la
sincronía de la conversación. Las personas que han establecido un buen rapport
se sienten bien y expresan libremente sus emociones. Sus respuestas
espontáneas e inmediatas se hallan tan bien coordinadas como si estuvieran
ejecutando una danza planificada de antemano. Sus ojos se cruzan con
frecuencia, sus cuerpos permanecen próximos, se sientan cerca, sus narices
permanecen más próximas que durante una conversación habitual y no se
incomodan por la presencia de silencios.
A falta de tal coordinación, la conversación resulta incómoda, con
respuestas inoportunas y pausas embarazosas, en cuyo caso, los implicados se
mueven nerviosamente o se quedan paralizados, desajustes que acaban
socavando el rapport.
La sincronía
En un determinado restaurante local trabaja una camarera a la que todo el
mundo adora, porque muestra un curioso talento natural para sintonizar con el
ritmo y el estado de ánimo de sus clientes y entrar en sincronía con ellos.
Es silenciosa y discreta con el hombre taciturno que consume lentamente
su refresco en la mesa de la esquina, pero se muestra extravertida y sociable con
los ruidosos trabajadores de una empresa vecina que han venido a comer y se
vuelca por completo al atender la mesa de la joven mamá, fascinando con una
cara divertida y un par de chistes a sus dos hijos hiperactivos. No es de extrañar
que todo el mundo se lo agradezca con una generosa propina.7
Esa camarera tan diestra en captar la longitud de onda de sus clientes
ilustra perfectamente los beneficios interpersonales de la sincronía. Y, cuando
mayor es el grado de sincronía inconsciente existente entre los movimientos y
gestos que tienen lugar durante una determinada interacción, más positivamente
se siente y recuerda el encuentro.
El poder sutil de esta danza se puso claramente de manifiesto en un
ingenioso experimento con estudiantes de la New York University que se
ofrecieron como voluntarios para lo que suponían que se trataba de un nuevo
test psicológico. Los sujetos debían evaluar una serie de fotografías ante otro
estudiante que, confabulado con los investigadores, sonreía, se mantenía serio,
movía nerviosamente el pie o se frotaba el rostro.8
Hiciera lo que hiciese el sujeto aliado con los investigadores, el
voluntario tendía a imitarle. Así, por ejemplo, cuando aquél se frotaba el rostro
o esbozaba una sonrisa, provocaba en el sujeto el mismo tipo de respuesta. La
minuciosa entrevista que siguió al experimento dejó muy claro que los
voluntarios no tenían la menor idea de haber estado sonriendo o sacudiendo
miméticamente su pie ni tampoco habían sido conscientes de la danza gestual
en la que acababan de participar.
Cuando, en otra de las facetas del mismo experimento, el entrevistador
imitaba intencionalmente los movimientos y gestos de la persona con la que
hablaba, no les resultaba especialmente grato, pero la cosa era completamente
distinta cuando los imitaba de manera espontánea.9 A diferencia, pues, de lo que
suelen afirmar libros muy populares al respecto, responder deliberadamente a
alguien imitando los movimientos de sus brazos o asumiendo su postura, por
ejemplo no favorece el rapport. En este sentido, la imitación mecánica y
fingida parece hallarse completamente fuera de lugar.
Los psicólogos sociales han descubierto una y otra vez que, cuanto más
naturalmente coordinados es decir, cuanto más simultáneos, al mismo ritmo o
armonizados de cualquier otro modo
se hallen los movimientos de las
personas que se relacionan, más positivos son sus sentimientos.10 El mejor
modo de percatarnos de ese flujo no verbal consiste en observar una
conversación entre dos amigos desde una distancia que no nos permita escuchar
lo que están diciendo, en cuyo caso, asistimos a una elegante danza de la que
también participa el contacto ocular.11 Es interesante señalar, en este último
sentido, que cierto coach de teatro familiariza a sus discípulos con esta danza
silenciosa visionando películas en las que el sonido, sin embargo, permanece
desconectando.
La ciencia actual dispone de herramientas que actúan como una especie
de lupa que pone de manifiesto aspectos que resultan invisibles al ojo desnudo,
como la sintonía entre el ritmo respiratorio del que escucha y la emisión de aire
del que habla.12 Los experimentos realizados en este sentido han puesto de
relieve que, cuando dos amigos están hablando, su ritmo respiratorio se acopla,
de modo que ambos respiran al mismo tiempo o que, cuando uno exhala, el otro
inhala.
La intensidad de esta sincronía respiratoria es mayor cuanto mayor es la
proximidad entre los participantes y aumenta todavía más en los momentos en
que ríen ya que, en tal caso, comienzan casi en el mismo instante y, mientras lo
hacen, se sincroniza también su ritmo respiratorio.
La coordinación constituye una especie de amortiguador social de los
encuentros interpersonales y cumple con la función de lubricar los momentos
más embarazosos, como las largas pausas, las interrupciones y las ocasiones en
que ambos hablan simultáneamente. Es por ello que, aun cuando una
conversación se deshilvane o caiga en el silencio, la sincronía mantiene la
sensación de relación, transmitiendo un mensaje tácito de acuerdo y
comprensión entre emisor y receptor.
A falta de esta sincronía física, la conversación requiere, para que los
participantes se sientan cómodos, de una mayor coordinación verbal. Esto es
algo que queda muy claro cuando, por ejemplo, las personas no pueden verse
como sucede en una conversación telefónica o a través de un interfono , en
cuyo caso, las pautas verbales y la alternancia deben coordinarse más que en el
caso de que los interlocutores se hallan físicamente presentes.
La simple coincidencia de posturas constituye un elemento
extraordinariamente importante del rapport. Cierto estudio que investigó los
cambios de postura de los alumnos de un aula descubrió por ejemplo que,
cuanto más semejantes son sus posturas a las de sus profesores, más intenso es
el rapport y mayor también su nivel general de implicación mutua. De hecho, la
coincidencia postural constituye un indicador muy claro del clima emocional
del aula.13
La sincronía va acompañada de un placer visceral cuya intensidad es
tanto mayor cuanto mayor sea el tamaño del grupo. La expresión estética de la
sincronía grupal se manifiesta en el disfrute universal de bailar o moverse al
mismo ritmo que puede advertirse en el impulso que mueve los brazos de los
espectadores que hacen la ola en las gradas de un estadio de fútbol.
El fundamento neurológico de la resonancia se halla integrado en la
estructura misma de nuestro sistema nervioso. Aun estando en el útero de la
madre, el feto sincroniza sus movimientos con el ritmo del habla humana, pero
no con otros sonidos. El niño de un año de edad sincroniza el momento y la
duración de su parloteo infantil con el ritmo del habla de su madre y, cuando el
bebé se encuentra con su madre (o cuando dos extraños se ven por vez primera),
la sincronía transmite el mensaje estoy contigo , una forma implícita de decir
continúa, por favor que mantiene el compromiso de la otra persona. Y,
cuando la conversación toca a su fin, se alejan de la sincronía, enviando la señal
implícita de que ha llegado ya el momento de concluir la interacción. Cuando,
por otra parte, la interacción no alcanza la sincronía es decir, cuando se
interrumpen o, de algún modo, no acaban de encajar , se genera un
sentimiento negativo.
Cualquier conversación discurre a través de dos canales, el superior (que
transmite la racionalidad, las palabras y los significados) y el inferior (que opera
a un nivel subverbal y expresa una vitalidad ajena a toda forma), manteniendo
la interacción a través de la experiencia inmediata de la conexión. La sensación
de conexión no depende tanto de lo que se dice como del vínculo emocional
tácito más directo e íntimo.
Esta conexión subterránea no es ningún misterio, porque siempre
manifestamos nuestros sentimientos sobre las cosas mediante expresiones
faciales espontáneas, como gestos, miradas y similares. Es como si, a un nivel
sutil, estuviésemos manteniendo una conversación silenciosa que nos permitiera
adivinar, entre líneas, cómo nos sentimos en la relación y ajustarnos así en
consecuencia.
Cada vez que dos personas conversan podemos contemplar este minué
emocional en la danza de sus cejas, en los gestos rápidos de sus manos, en las
expresiones faciales fugaces, en los veloces ajustes del ritmo verbal, en los
intercambios de miradas y cosas por el estilo. Esta sincronía es la que nos
permite acoplarnos y conectar y, si lo hacemos bien, entrar en resonancia
emocional positiva con los demás.
Cuanta mayor es la sincronía, más semejantes son las emociones que
experimentan los implicados y su mantenimiento determina el ajuste emocional.
Cuando, por ejemplo, un bebé y su madre pasan juntos de un bajo nivel de
energía y alerta a otro más elevado, es mayor el placer que experimentan. La
misma capacidad de resonar de ese modo indica la existencia, aun en los bebés,
de circuitos cerebrales subyacentes que convierten a la sincronía en algo muy
natural.
Los relojes internos
Pregúnteme por qué no puedo contar un buen chiste.
Muy bien. ¿Por qué no puede
Porque carezco de sentido de la oportunidad.
Los buenos cómicos tienen un gran sentido del ritmo y de la oportunidad
para contar chistes y, como sucede en el caso de los concertistas que estudian
una partitura musical, suelen analizar minuciosamente cuántas pulsaciones
deben esperar antes de rematar un chiste o, como bien ilustra el chiste que
acabamos de mencionar, cuándo deben interrumpirlo. Conseguir el pulso justo
garantiza la expresión artística del chiste.
La naturaleza ama el ritmo. La ciencia ha descubierto que el mundo
natural está lleno de sincronías cada vez que un proceso natural se acopla y
oscila al ritmo de otro. Así, cuando las olas están desacompasadas, se anulan
mutuamente y cuando, por el contrario, se sincronizan, se ven amplificadas.
Ese acompasamiento se halla muy presente en el mundo natural (desde
las olas del océano hasta los latidos del corazón) y también ocurre en el
dominio de las relaciones interpersonales cuando nuestros ritmos emocionales
se sincronizan. Cuando un metrónomo humano nos propone un determinado
ritmo nos hace un favor y viceversa.
El mejor modo de advertir esta sincronía quizás consista en escuchar el
despliegue virtuoso de un concierto, en cuyo caso, los músicos parecen
extasiados y oscilar al ritmo de la música. Pero lo más interesante es que, por
debajo de esa evidente sincronía, la conexión se asienta en los mismos cerebros
de los músicos.
La investigación realizada sobre la actividad neuronal de cualquier par de
esos músicos pone de manifiesto una gran sincronicidad. Cuando dos
violoncelistas, por ejemplo, tocan el mismo fragmento musical, el ritmo de
activación neuronal de sus hemisferios derechos parece acoplarse, una sincronía
que es mucho mayor que la existente entre los hemisferios izquierdo y derecho
del cerebro de cada uno de los ejecutantes.14
Para establecer ese grado de sintonía es necesario contar con el concurso
de lo que los neurocientíficos denominan osciladores , es decir, sistemas
neuronales que actúan como relojes que nos permiten llevar a cabo los ajustes y
reajustes necesarios para coordinar su tasa de activación en función de la
periodicidad de un determinado input,15 que va desde algo tan sencillo como el
ritmo al que una amiga le da los platos que está lavando para que usted los
seque hasta algo tan complicado como los movimientos de un pas de deux bien
coreografiado.
Aunque habitualmente demos por sentada esa coordinación, se han
desarrollado elegantes modelos matemáticos para tratar de describir esta
microrrelación.16 Esas matemáticas neuronales se aplican cada vez que
sincronizamos nuestros movimientos con el mundo exterior, no sólo con el
mundo humano, sino también con el mundo físico, como ilustra perfectamente
el portero que intercepta un balón lanzado a toda velocidad o el tenista que
devuelve un saque a 150 kilómetros por hora.
Los matices del ritmo y la sincronía de la más sencilla de las
interacciones son tan complejos como una improvisación de jazz. Si
simplemente se tratara de algo tan sencillo como asentir con la cabeza no habría
motivos para sorprendernos, pero lo cierto es que las cosas son mucho más
complejas.
Consideremos las muchas formas en que nuestros movimientos se
entremezclan.17 Cuando dos personas se hallan inmersas en una conversación,
el movimiento de sus cuerpos parece replicar el ritmo y la estructura del
discurso. El análisis fotograma a fotograma de una conversación revela que los
movimientos de los implicados puntúan el ritmo de su conversación y que los
movimientos de su cabeza y manos coinciden con las vacilaciones y los puntos
de mayor tensión del discurso.18
Lo más sorprendente es que esta sincronización corporal y verbal tiene
lugar en fracciones de segundo en una danza cuya complejidad queda muy lejos
del alcance de nuestro pensamiento. En este sentido, el cuerpo es una especie de
marioneta del cerebro y el reloj cerebral funciona en el orden de los mili o hasta
microsegundos, mientras que nuestro procesamiento de información consciente
(y, en consecuencia, nuestros pensamientos al respecto) lo hace en el orden de
segundos.
Pero, aunque se halle fuera del alcance de la conciencia y baste, para ello,
con la información proporcionada por la simple visión periférica, nuestro
cuerpo se sincroniza con las pautas sutiles de la persona con la que estamos
relacionándonos.19 Esto resulta fácil de advertir cuando caminamos con alguien
porque, al cabo de pocos minutos, nuestros brazos y piernas se mueven en
perfecta armonía, como sucede también cuando entran en sincronía dos
péndulos que oscilan libremente.
Los osciladores son el equivalente neuronal de la cancioncilla de Alicia
en el país de las maravillas que dice: ¡Venga, baila, venga, baila, venga, baila
y déjate llevar! . Cuando estamos con otra persona, esos marcapasos nos
sincronizan inconscientemente, como sucede con los amantes que se acercan
para darse un abrazo o se toman las manos en el mismo instante mientras
caminan por la calle. (En cierta ocasión, una amiga me contó que el hecho de
que el chico con el que estaba paseando mostrase dificultades en seguir el
mismo ritmo era, para ella, un indicador de que más adelante podía tener
problemas.)
Cualquier conversación exige cálculos cerebrales muy complejos en los
que los osciladores neuronales se ven obligados a realizar continuos ajustes para
mantener la sincronía. En esa microsincronía, precisamente, se basa la afinidad
que nos permite experimentar lo mismo que la persona con quien estemos
hablando.
Y esta rumba intercerebral silenciosa nos resulta tan sencilla porque
aprendimos sus movimientos básicos durante nuestra más temprana infancia y,
desde entonces, la hemos estado ejercitando durante toda nuestra vida.
La protoconversación
Imagine a una madre sosteniendo a su bebé en brazos. La madre frunce
los labios dándole un beso a distancia y el bebé, a su vez, le devuelve el beso
apretando sus labios. Cuando la madre sonríe, su hijo relaja los labios y esboza
una sonrisa para acabar estallando en risas, al tiempo que mueve
insinuantemente la cabeza hacia un lado y hacia arriba.
Esta interacción a la que se conoce como protoconversación
duró
menos de tres segundos y, aunque no ocurrieron grandes cosas, hubo entre ellos
una clara comunicación. Éste es el prototipo básico de toda interacción humana,
el rudimento básico de la comunicación.
Los osciladores también operan en la protoconversación. El microanálisis
revela que los bebés y las madres establecen muy precisamente el comienzo, las
pausas y el final de esta comunicación infantil, estableciendo un acoplamiento
en el que cada uno de ellos registra la respuesta del otro y ajusta la suya en
consecuencia.20
Estas conversaciones no son verbales y la presencia de las palabras
cumple en ellas con la función de un mero efecto de sonido.21 La
protoconversación con un bebé discurre a través de la mirada, el tacto y el tono
de voz y los mensajes se transmiten a través de las sonrisas y los arrullos y, más
especialmente, del maternés [motherese], el correlato adulto del habla
infantil.
Más semejante a una canción que a una frase, el maternés subraya la
prosodia y sus matices melódicos trascienden toda cultura, independientemente
de que la madre hable chino mandarín, urdu o inglés. El maternés siempre
suena amable y juguetón, con un tono muy elevado (en torno a 300 herzios),
declamaciones cortas y un ritmo regular.
Es frecuente que la madre sincronice su maternés palmeando o
acariciando a su bebé a un ritmo repetido y periódico. Su cara y los
movimientos de su cabeza se hallan en sincronía con sus manos y su voz y el
bebé a su vez suele responder al movimiento de las manos de su madre
sincronizando sus sonrisas, arrullos y movimientos de mandíbula, labios y
lengua. Esas piruetas son cortas, cuestión de segundos o milisegundos y
finalizan cuando los dos se acompasan, de un modo habitualmente feliz. Madre
e hijo entran con frecuencia en lo que se asemeja a un dueto sincronizado o
alternante, marcado por un ritmo lento que oscila de manera estable en torno a
las 90 pulsaciones por minuto.
Esas observaciones son el fruto de un minucioso e interminable análisis
de interacciones entre madre y bebé grabadas en vídeo por un equipo de
psicólogos evolutivos dirigidos por Colwyn Trevarthen en la University of
Edinburgh. Las investigaciones realizadas al respecto por Trevarthen le han
convertido en un experto mundial en la protoconversación, un dueto en el que
los actores «buscan según dice la armonía y el contrapunto para crear una
melodía».22
Pero, más que establecer una especie de melodía, su interacción gira en
torno a un tema central, las emociones. La frecuencia del contacto y del sonido
de la voz de la madre transmite al bebé el reconfortante mensaje de su amor
que, como dice Trevarthen, establece «un rapport no verbal y no conceptual
inmediato».
Este intercambio de señales establece un vínculo que permite a la madre
alegrar, excitar, tranquilizar o sosegar a su bebé o, por el contrario, alterarle y
provocar su llanto. Durante una protoconversación feliz, la madre y el bebé se
sienten contentos y sintonizados pero, cuando la madre o el niño no cumplen
con su parte de la conversación, los resultados son muy diferentes. Si la madre,
por ejemplo, presta poca atención a su hijo o responde sin ganas, el bebé
reacciona replegándose y, si la respuesta de la madre es inoportuna, se queda
perplejo y angustiado. Si, por el contrario, es el bebé el que deja de participar en
el juego, será la madre la que, a su vez, se sienta mal.
Estas sesiones de protoconversación son, para el niño, seminarios
intensivos en los que aprende a relacionarse. Aprendemos a sintonizar
emotivamente con los demás mucho antes de disponer de palabras para
referirnos a esos sentimientos. La protoconversación es la plantilla básica de
toda relación humana, una conciencia tácita que nos sintoniza quedamente con
los demás. Es por ello que la capacidad de entrar en sincronía como hicimos
cuando éramos bebés guía todas las interacciones sociales que mantenemos a lo
largo de nuestra vida.
Y del mismo modo que, siendo niños, los sentimientos fueron el tema
fundamental de la protoconversación, siguen siendo el vehículo a través del
cual discurre la comunicación adulta. Este diálogo silencioso de sentimientos
constituye el sustrato sobre el que se asientan los demás encuentros, la agenda
oculta, en suma, de toda interacción.
CAPÍTULO 3
EL WIFI NEURONAL
Apenas me hube acomodado en mi asiento del metro de Nueva York se
desencadenó una de esas inquietantes y confusas situaciones que con tanta
frecuencia sacuden la vida ciudadana, un grito a mis espaldas que procedía del
fondo del vagón y, cuando levanté la vista, advertí que el semblante del hombre
que se hallaba frente a mí asumía un aspecto ligeramente ansioso.
Mi mente se puso entonces rápidamente en marcha para tratar de
entender lo que había ocurrido y, sobre todo, cuál debía ser mi respuesta. ¿Se
trataba acaso de una pelea? ¿Alguien había sufrido un ataque de pánico? ¿Había
algún peligro o no era más que una broma de un grupo de adolescentes?
La respuesta me la dio inmediatamente el rostro del mi compañero de
asiento que, abandonando su aspecto preocupado, volvió a sumirse
tranquilamente en la lectura del periódico. Entonces supe que,
independientemente de lo que hubiese ocurrido, todo estaba bien.
Mi ansiedad inicial se había visto azuzada por la suya hasta que su
semblante sereno me devolvió la calma. En tales momentos prestamos
instintivamente atención al rostro de la gente que nos rodea en busca de sonrisas
o ceños fruncidos que nos proporcionen indicios para detectar las señales de
peligro y las intenciones de los demás.1
Los numerosos ojos y orejas de que disponía la horda prehistórica le
permitían detectar el peligro con mayor celeridad de lo que hubiera podido
hacer el individuo aislado. No cabe la menor duda de que, en el mundo poblado
de dientes y garras en que se movían nuestros ancestros, esa capacidad de
diversificar la vigilancia asociada a un mecanismo cerebral que se ocupa de
la detección automática de los signos de peligro y de la correspondiente
activación del miedo ha sido una herramienta muy poderosa en la lucha por
la supervivencia.
Aunque, en los casos de ansiedad extrema, el miedo puede desbordarnos
hasta el punto de impedirnos conectar con los demás, la ansiedad moderada
intensifica las relaciones emocionales, de modo que quienes se sienten
amenazados y ansiosos son especialmente propensos a captar las emociones
ajenas. Qué duda cabe de que, en el caso de la horda primordial, bastaba con la
expresión aterrada de quien acababa de ver un tigre para provocar el pánico y
estimular la respuesta de huida de nuestros congéneres hacia un lugar más
seguro.
Eche un vistazo al siguiente rostro:
XXX
La amígdala reacciona de inmediato a esta imagen con una intensidad
directamente proporcional a la emoción exhibida.2 Cuando alguien que se halla
conectado a un RMNf contempla esta imagen, su propio cerebro expresa el
miedo aunque en un rango, ciertamente, bastante más silencioso.3
Los circuitos neuronales que operan en paralelo en el cerebro de los
implicados durante las relaciones interpersonales propagan un contagio
emocional que abarca el amplio rango de los sentimientos, desde la tristeza y la
ansiedad hasta la alegría.
Los momentos de contagio constituyen un auténtico acontecimiento
neuronal y ponen de relieve el vínculo funcional que, trascendiendo las barreras
de la piel y del cráneo, une nuestros cerebros. En términos sistémicos
podríamos decir que, mientras perdura ese vínculo, los cerebros implicados se
acoplan de modo que el output de uno se convierte en el input del otro, un
feedback intercerebral en el que un cambio en uno de ellos desencadena en el
otro el mismo tipo de respuesta.
El cerebro de quienes se hallan así conectados emite y recibe un flujo de
señales que, en el caso de discurrir de la manera adecuada, amplifica la
resonancia. Este vínculo es precisamente el que posibilita la sincronización de
nuestros pensamientos, sentimientos y acciones. Tengamos en cuenta que,
independientemente de que se trate de la alegría y la ternura o, por el contrario,
de la ansiedad y el resentimiento, siempre estamos emitiendo y recibiendo
estados internos.
La física describe la resonancia como una vibración simpática, es decir,
como la tendencia de una parte a acoplarse al ritmo de la otra y provocar así una
especie de efecto secundario que amplifica y prolonga la respuesta.
Esta conexión intercerebral tiene lugar de manera automática sin
necesidad de prestar ninguna atención especial. Bien podríamos decir que el
intento deliberado de imitar a alguien para acercarnos más a él resulta bastante
torpe. La mejor coordinación es espontánea y no responde a motivos ocultos ni
a la intención consciente de congraciarnos con nadie.4
Esa espontaneidad sólo es posible gracias al concurso de la vía inferior.
La amígdala, por ejemplo, sólo necesita treinta y tres milisegundos y, en
ocasiones, diecisiete (menos de dos centésimas de segundo) para registrar las
señales de miedo en el rostro de otra persona.5 Esto pone claramente de
manifiesto la extraordinaria velocidad con que opera la vía inferior sin
mediación consciente alguna de nuestra parte (aunque podamos sentir la
emergencia difusa del desasosiego).
Pero, por más que ignoremos conscientemente el modo en que opera esta
sincronización interpersonal, lo cierto es que discurre con gran facilidad gracias
a la participación de una clase muy especial de neuronas.
Los espejos neuronales
Aunque no debería tener más de dos o tres años, todavía conservo muy
vivo el siguiente recuerdo. Caminaba con mi madre por el pasillo de la tienda
de comestibles cuando una mujer me sonrió tiernamente y mi boca esbozó
automáticamente una sonrisa. Ese día sentí claramente que mi insospechada
sonrisa no procedía de mi interior, sino de fuera, como si mi rostro fuese una
simple marioneta movida por hilos invisibles que tiraban de mis músculos.
Hoy en día sé que esa inesperada reacción fue una consecuencia de la
actividad de las llamadas neuronas espejo de mi joven cerebro. Porque la
función de las neuronas espejo consiste precisamente en reproducir las acciones
que observamos en los demás y en imitar o tener el impulso de imitar sus
acciones. En estas neuronas se asienta, en suma, el mecanismo cerebral que
explica el viejo dicho Cuando sonríes, el mundo entero sonríe contigo .
Es muy probable que los grandes senderos de la vía inferior discurran a
través de este tipo de neuronas. Hay muchos sistemas de neuronas espejo y, con
el paso del tiempo, probablemente se descubran muchas más.
Estas neuronas wifi son el fruto de un descubrimiento accidental. El
hallazgo tuvo lugar en 1992, cuando los neurocientíficos que estaban
cartografiando el mapa del área sensoriomotora del cerebro de un simio
utilizaron electrodos tan minúsculos que podían ser implantados en una sola
neurona y vieron las células que se activaban durante un determinado
movimiento.6 La investigación demostró que la gran especificidad de las
neuronas de esta región, porque algunas de ellas sólo se ponían en
funcionamiento cuando el simio cogía algo con sus manos, mientras que otras
sólo lo hacían cuando, por el contrario, lo dejaba.
Lo realmente asombroso, sin embargo, tuvo lugar la calurosa tarde en que
un auxiliar entró en el laboratorio con un helado de cucurucho. Los científicos
se sorprendieron al descubrir la activación de una célula cerebral en el mismo
instante en que el simio vio que el auxiliar se acercaba el helado a los labios.
Entonces fue cuando se dieron cuenta de la activación de un conjunto diferente
de neuronas cuando el simio simplemente observaba a otro simio o a uno de los
experimentadores haciendo un determinado movimiento.
A ese primer hallazgo de las neuronas espejo en el cerebro de los simios
le siguió su descubrimiento en el cerebro humano. En un estudio muy
interesante en el que un electrodo del tamaño de un láser controlaba la
activación de una sola neurona en una persona despierta, se observó la
excitación de la neurona tanto cuando la persona anticipaba el dolor de un
pinchazo como cuando veía que alguien recibía un pinchazo, por ejemplo. Ésa
fue la que bien podríamos calificar como una instantánea neuronal de los
rudimentos de la empatía.7
Muchas neuronas espejo se encuentran en el córtex premotor, que
gobierna actividades que van desde el lenguaje hasta el movimiento y la simple
intención de actuar. De este modo, el hecho de que se hallen junto a las
neuronas motoras implica que las regiones cerebrales desencadenantes de un
determinado movimiento pueden verse fácilmente movilizadas por la
observación de alguien ejecutando ese mismo movimiento.8 El ensayo mental
de una determinada acción como imaginarnos pronunciando una conferencia
o visualizando los delicados movimientos que intervienen en un swing de
golf activan las mismas neuronas de la corteza premotora que se activan
cuando efectivamente pronunciamos una conferencia o ejecutamos ese swing.
Desde una perspectiva neurológica, simular un acto es lo mismo que realizarlo
sólo que, en aquel caso, la ejecución real se halla, por así decirlo, inhibida.9
Las neuronas espejo se activan cuando vemos que alguien, por ejemplo,
se rasca la cabeza o se enjuga una lágrima, de modo que parte de la activación
neuronal de nuestro cerebro imita la suya. Y esto transmite a nuestras neuronas
motoras la información de lo que estamos viendo, permitiéndonos participar en
las acciones de otra persona como si fuésemos nosotros quienes realmente las
estuviésemos ejecutando.
Son muchos los sistemas de neuronas espejo que alberga el cerebro
humano. Algunas se ocupan de imitar las acciones de los demás, mientras que
otras se encargan de registrar sus intenciones, interpretar sus emociones o
comprender las implicaciones sociales de sus acciones.10 Cuando, por ejemplo,
voluntarios que están conectados a un RMNf contemplan un vídeo que muestra
el semblante ceñudo o risueño de otra persona, las regiones que se activan en su
cerebro son las mismas que operan en la persona que experimenta la emoción
aunque no, obviamente, de un modo tan intenso.11
El fenómeno del contagio emocional se asienta en estas neuronas espejo,
permitiendo que los sentimientos que presenciamos fluyan a través de nosotros
y ayudándonos así a entender lo que está sucediendo y a conectar con los
demás. Sentimos al otro en el más amplio sentido de la palabra
experimentando en nosotros los efectos de sus sentimientos, de sus
movimientos, de sus sensaciones y de sus emociones.
La habilidad social depende de las neuronas espejo. Por un lado, el hecho
de resonar con lo que advertimos que sucede en otra persona nos predispone a
dar una respuesta rápida y adaptada. Por otro, las neuronas responden a los más
pequeños indicios de la intención de moverse y nos ayudan así a rastrear la
motivación que la alienta.12 Y es que el hecho de experimentar las intenciones
de los demás
y su motivación
nos proporciona una información
socialmente valiosa para aventurar, como camaleones sociales, lo que puede
suceder a continuación.
Las neuronas espejo son esenciales para el aprendizaje infantil. Hace ya
tiempo que sabemos que el aprendizaje por imitación constituye el principal
camino del desarrollo infantil, pero el descubrimiento de las neuronas espejo
explica el modo en que los niños pueden aprender a través de la mera
observación. De este modo, la observación va grabando en su cerebro un
repertorio de emociones y conductas que le permiten conocer el modo en que
funciona el mundo.
Las neuronas espejo del ser humano son mucho más flexibles y diversas
que las de los simios, reflejando así nuestras habilidades sociales más
sofisticadas. Al imitar lo que otra persona siente o hace, las neuronas espejo
establecen un ámbito de sensibilidad compartida que reproduce en nuestro
interior lo que ocurre fuera. Así es como entendemos a los demás
convirtiéndonos, al menos parcialmente, en ellos.13 Esta sensación virtual de lo
que alguien está experimentando coincide con una noción emergente en el
campo de la filosofía de la mente, según la cual, entendemos a los demás
traduciendo sus acciones a un lenguaje neuronal que nos predispone a ejecutar
sus mismas acciones y, de ese modo, nos permite sentir lo mismo que él está
sintiendo.14
Dicho de otras palabras, yo entiendo sus acciones creando de ellas un
modelo en mi cerebro. Como dice Giacomo Rizzolatti, el neurocientífico
italiano que descubrió las neuronas espejo, estos sistemas «nos permiten
entender lo que sucede en la mente de los demás no a través del razonamiento y
el pensamiento conceptual, sino de la simulación directa y el sentimiento».15
La activación paralela de dos circuitos neuronales diferentes a través de
la vía inferior nos proporciona la sensación inmediata de lo que realmente
importa en un determinado momento, lo que genera la sensación de inmediatez
intercerebral que la neurociencia ha denominado resonancia empática .
Los signos externos de esos vínculos internos han sido minuciosamente
descritos por Daniel Stern, psicólogo americano que trabaja en la Universidad
de Ginebra y lleva décadas observando sistemáticamente la relación entre
madres e hijos. Científico evolutivo de la tradición de Jean Piaget, Stern
también se ha dedicado a explorar otro tipo de relaciones adultas como las que
tienen lugar entre amantes o entre psicoterapeuta y paciente.
Sus investigaciones han llevado a Stern a concluir que nuestro sistema
nervioso «está construido para ser registrado por el sistema nervioso de los
demás y sentir lo que sienten como si estuviéramos dentro de su piel»,16
momento en el cual resonamos con su experiencia y ellos con la nuestra.
«Ya no podemos añade Stern seguir considerando a nuestra mente
como algo independiente, separado y aislado», sino que debemos entenderla
como algo permeable y que se halla en continua interacción con otras mentes,
como si un hilo invisible nos uniera a ellas. Continuamente estamos
manteniendo un diálogo inconsciente con las personas con las que nos
relacionamos sintonizando nuestros sentimientos con los suyos.
Provisionalmente, al menos, nuestra vida mental parece una cocreación, una
matriz de la relación interpersonal.
Los circuitos neuronales que movilizan la musculatura facial permiten
que los demás puedan interpretar las emociones que emergen en nuestro interior
(a menos que las reprimamos activamente) y la activación de las neuronas
espejo garantiza que, en el mismo instante en que alguien advierte en nuestro
rostro una determinada emoción, pueda sentirla. Por ello decimos que nosotros
no somos los únicos que experimentamos aisladamente nuestras emociones,
sino que también las experimentan
tanto de un modo manifiesto como
encubierto las personas con las que nos relacionamos.
En opinión de Stern, las neuronas imitadoras se ponen en marcha cada
vez que experimentamos el estado de ánimo de otra persona y resonamos con
sus sentimientos. Este vínculo intercerebral es el que permite que nuestros
pensamientos y emociones discurran por los mismos senderos y que nuestros
cuerpos se muevan a la vez. Cuando las neuronas espejo establecen un vínculo
intercerebral, emprenden un dueto tácito que desbroza el camino para
transacciones más sutiles y poderosas.
El efecto de la cara feliz
Cuando, en los años ochenta, conocí a Paul Ekman, acababa de pasar casi
un año de su vida aprendiendo a controlar voluntariamente, delante de un
espejo, cada uno de los cerca de doscientos músculos de la cara, lo que no
dejaba de estar exento de cierta heroicidad porque, en varias ocasiones, se vio
obligado a aplicarse una ligera descarga eléctrica para poder ubicar algunos
músculos difíciles de detectar. Después de dominar esa hazaña de autocontrol,
esbozó un mapa muy exacto de los distintos sistemas musculares que se ponen
en marcha al exhibir cada una de las grandes emociones y sus múltiples
variantes.
Ekman ha identificado dieciocho tipos diferentes de sonrisa basados en
distintas combinaciones de los quince músculos faciales implicados. Entre ellas
cabe señalar, por nombrar sólo unas pocas, la sonrisa postiza que parece pegada
a un rostro infeliz y transmite una actitud del tipo sonríe y apechuga que
parece el reflejo mismo de la resignación; la sonrisa cruel que exhibe la persona
malvada que disfruta haciendo daño a los demás y la sonrisa distante
característica de Charlie Chaplin, que moviliza un músculo que la mayoría de la
gente no puede mover voluntariamente y parece, como dice Ekman, reírse de
la risa .17
También hay, obviamente, sonrisas genuinas que transmiten la alegría y
la diversión espontánea y que son, con toda probabilidad, las más evocadoras,
por cuanto que son las que más fácilmente registran las neuronas espejo
destinadas a detectar sonrisas y desencadenar las nuestras.18 Como dice cierto
proverbio tibetano: «La mitad de tu sonrisa es para ti y la otra mitad para el
mundo».
La sonrisa es la más positiva de todas las expresiones emocionales,
porque el cerebro humano parece preferir los rostros felices y los reconoce más
fácil y rápidamente que los que expresan emociones negativas, algo que se
conoce como el efecto de la cara feliz .19
Algunos neurocientíficos sugieren que el cerebro posee un sistema que
nos predispone hacia los sentimientos positivos y nos lleva a asumirlos con más
frecuencia que los negativos y a tener, en consecuencia, una visión más positiva
de la vida.
Eso significaría que la naturaleza tiende a fomentar las relaciones
positivas y que no nos hallamos inicialmente predispuestos hacia la hostilidad,
independientemente del importante papel que desempeña la agresividad en los
asuntos humanos.
Los momentos positivos y alegres desencadenan de inmediato la
resonancia, aun entre completos desconocidos. En lo que puede ser otro
ejemplo de investigación psicológica destinada a demostrar lo evidente, se
propuso a parejas de desconocidos una serie de juegos absurdos como por
ejemplo dirigir, hablando a través de una pajita, el movimiento del otro que, con
los ojos vendados, trataba de lanzar y recoger una pelota de esponja [nerf ball],
un ejercicio que abocada a una impotencia que no tardaba en provocarles las
más sonoras risotadas.
Cuando el mismo juego se llevó a cabo sin emplear la pajita y sin vendar
los ojos no llegaban, sin embargo, a estallar en carcajadas, aunque sí que
experimentaban una fuerte sensación de proximidad, por más que sólo hubieran
estado practicando unos pocos minutos.20
Ciertamente, la risa puede ser la distancia más corta entre dos cerebros,
provocando un contagio irrefrenable que establece un vínculo social
inmediato.21 Cuanto más amigos sean dos adolescentes, por ejemplo, más
atolondradamente se reirán y mayor será la sincronía que experimentarán o,
dicho en otras palabras, mayor será su resonancia,22 hasta el punto de que lo que
para un padre puede simplemente parecerle un bullicio infernal puede resultar,
para su hijo, el paradigma de la proximidad.
Guerra de memes
Desde la década de los setenta, las canciones rap han glorificado el estilo
de vida de las bandas juveniles, las armas, las drogas, la agresividad, la
misoginia, los chulos, los buscavidas y el gusto por la ostentación. Pero
últimamente las cosas parecen estar cambiando, como también lo hace la vida
de algunos de sus músicos.
«Parece como si el hip-hop tuviera que ver con fiestas, armas y mujeres
reconoce Darryl McDaniels, cantante del conocido grupo de rap Run D.M.C.
Pero McDaniels, que prefiere el rock and roll al rap, añade Eso está bien para
estar en una disco pero, desde las nueve de la mañana hasta el momento en que
me acuesto, esa música no me dice gran cosa».23
Esta queja presagia el advenimiento de una nueva ola rap que abraza una
visión más completa, aunque todavía controvertida, de la vida. Como admitió
John Stevens, uno de estos raperos reformados al que se conoce como Legend:
«Lo cierto es que no me siento a gusto componiendo música que exalta la
violencia y cosas por el estilo».24
En lugar de eso, Legend y su reformado colega rap Kanye West han ido
derivando hacia una actitud que combina la autocrítica con la ironía social, una
sensibilidad más acusada que refleja su experiencia vital y ha discurrido por
caminos muy ajenos a los que siguieron la mayoría de las estrellas de rap del
pasado. Stevens es graduado por la University of Pennsylvania y Kanye es el
hijo de una profesora de universidad. Como dice Kanye: «Mi madre es
profesora y yo también soy una especie de maestro».
La letra del rap, como cualquier poema, ensayo o novela, puede
entenderse como un sistema de transmisión de memes , es decir, de ideas que
se transmiten de una mente a otra como lo hacen las emociones. No olvidemos
que la noción de un meme se vio modelada por la de gen, una entidad que
también se reproduce transmitiéndose de una persona a otra.
Memes especialmente poderosos como los de democracia o higiene
personal nos llevan a actuar de un determinado modo, porque son ideas que
tienen un impacto muy poderoso.25 Y, cuando unos memes se oponen a otros,
nos hallamos en presencia de una batalla de ideas.
El poder de los memes parece deberse a su relación con la vía inferior, a
través de su asociación con las emociones intensas. Tengamos en cuenta que,
para nosotros, una idea es importante en la medida en que nos moviliza y eso es
precisamente lo que hacen las emociones. Los ritmos oscilantes de la vía
inferior intensifican el impacto provocado por la letra de las canciones rap (o de
cualquier otra canción) y le proporcionan una fuerza muy superior a la que
provocaría su mera lectura. Quizás, en este sentido, los memes sean algún día
entendidos como neuronas espejo en acción.
Sus guiones inconscientes determinan gran parte de lo que hacemos,
especialmente cuando funcionamos en la modalidad automática . Pero cuanto
mayor es su poder sutil para movilizarnos a actuar, más elusivos resultan.
Veamos ahora el extraordinario poder que tienen los memes para dirigir
lo que hacemos en las relaciones interpersonales.26 En un determinado
experimento, un grupo de voluntarios escuchó una lista de palabras que
contenían referencias indirectas a la mala educación, como grosero y
asqueroso , mientras que otro grupo oyó palabras como considerado y
educado , después de lo cual se les invitó a transmitir un mensaje a alguien
que estaba hablando con una tercera persona. Los resultados pusieron de relieve
que dos de cada tres de los que habían atravesado el primer proceso no tuvieron
problema alguno en interrumpir la conversación, mientras que ocho de cada
diez de los que habían atravesado por el segundo aguardaron hasta diez minutos
antes de atreverse a interrumpirla.27
También hay otra forma en la que acontecimientos inadvertidos pueden
conducir a sorprendentes sincronicidades. De qué otro modo podríamos
explicar lo que, en cierta ocasión, nos sucedió a mi esposa y a mí mientras
estábamos de vacaciones en una isla tropical. Una mañana vimos un precioso
velero de cuatro palos navegando en la distancia que mi esposa me propuso
fotografiar, de modo que así lo hice, la primera foto que tomábamos en los diez
días que llevábamos allí.
Pocas horas después, decidí meter la cámara en la mochila y llevarla al
restaurante en el que íbamos a comer. Mientras caminábamos en dirección al
chiringuito, ubicado en una playa cercana, se me ocurrió comentarle que había
cogido la cámara pero, antes de pronunciar una sola palabra, me preguntó:
¿Has traído la cámara? . Fue como si me hubiera leído la mente.
Este tipo de sincronicidades parecen ser el correlato verbal del contagio
emocional. Nuestros trenes asociativos discurren a través de cauces, circuitos de
aprendizaje y recuerdos concretos y, cuando uno de ellos se ha visto
estimulado, aun por la mera mención, sigue activo en el inconsciente, más allá
del alcance de nuestra atención activa.28 Como dijo el famoso dramaturgo ruso
Anton Chejov, jamás pongas nunca un arma en el decorado de la pared del
segundo acto que no pienses usar al finalizar el tercer acto, porque los
espectadores ya estarán aguardando escuchar los primeros disparos.
El simple hecho de pensar en una determinada acción predispone a
nuestra mente a realizarla, proporcionándonos así una especie de guía para
acometer nuestras rutinas cotidianas sin necesidad de realizar el esfuerzo
consciente de pensar en todo lo que debemos hacer a continuación, una especie
de agenda mental de las cosas que tenemos que hacer. Así, por ejemplo, el
hecho de ver el cepillo de dientes en el lavabo nos invita a cogerlo y a lavarnos
automáticamente los dientes.
Este impulso a la acción guía todo tipo de actividades. Es por ello que,
cuando alguien nos habla en voz baja, nosotros le respondemos del mismo
modo y que, cuando hacemos un comentario sobre la última carrera de Fórmula
Uno que hemos visto a alguien que está conduciendo por una autopista, lo más
probable es que pise el acelerador sin darse cuenta siquiera de ello. Parece
como si el cerebro sembrase sentimientos, pensamientos e impulsos similares
en el cerebro de los demás.
Los trenes asociativos que discurren por vías paralelas pueden llevar a
dos personas a pensar, hacer o decir casi lo mismo en el mismo momento. Lo
más probable es que, cuando mi esposa y yo tuvimos el mismo pensamiento,
alguna percepción momentánea desencadenara en nosotros una cadena
asociativa que nos llevó a ambos a pensar en la cámara.
Esa intimidad mental refleja también una proximidad emocional. Es por
ello que, cuanto más cercana y comunicativa sea una determinada pareja, más
exacta será también su comunicación intuitiva.29 Cuanto más conocemos a
alguien y mayor es nuestro rapport, más probable es también que confluyan
nuestros pensamientos, sentimientos, percepciones y recuerdos,30 en una
especie de fusión mental en la que podemos llegar a percibir, pensar y sentir lo
mismo que la otra persona.
Ese tipo de convergencia se da aun entre desconocidos que se convierten
en amigos. Consideremos ahora el siguiente estudio realizado en Berkeley sobre
estudiantes universitarios a los que se les había asignado la misma habitación de
una residencia. Los investigadores seleccionaron a varias parejas de recién
ingresados y rastrearon sus respuestas emocionales mientras visionaban varias
secuencias cinematográficas, una de ellas una divertida comedia protagonizada
por Robin Williams y la otra un dramón que mostraba el duelo de un niño por la
muerte de su padre. En el primer visionado, las reacciones de las personas que
acababan de conocerse eran tan diferentes como las de cualquier otro par de
desconocidos tomados al azar. Siete meses más tarde, sin embargo, resultaron
sorprendentemente similares.31
La locura de las masas
Los hooligans son las bandas de fanáticos del fútbol responsables de las
batallas campales que de vez en cuando sacuden los estadios europeos. Pero,
independientemente del país en el que ocurran, la fórmula que genera este tipo
de episodios es siempre la misma.
La cosa comienza cuando una pequeña panda de forofos llega al lugar del
encuentro con varias horas de antelación y empieza a beber hasta
emborracharse, alborotando y cantando las canciones de su club. En la medida
en que la multitud va congregándose, el grupo se sume en ella ondeando la
bandera de su equipo, con cánticos y gritos en contra del equipo rival que
acaban propagándose a toda la masa. Algunos de los forofos se entremezclan
entonces con los seguidores del otro equipo y la agresividad va en aumento,
hasta que uno de ellos ataca a un fan del equipo rival, desencadenando un
incidente que acaba generalizándose.
La fórmula del histerismo colectivo violento es la misma desde
comienzos de los ochenta, con consecuencias ocasionalmente trágicas.32 La
multitud beligerante y ebria establece las condiciones idóneas para
desencadenar un estallido de violencia, porque el alcohol desinhibe el control
neuronal de los impulsos y, cuando se dispara el primer ataque, el contagio se
ocupa del resto.
En su ensayo Masa y poder, Elias Canetti señala que lo que convierte a
un conjunto de individuos en una masa es su sometimiento a una pasión
compartida, una emoción que se contagia y acaba conduciendo a una acción
colectiva.33 Y esta rápida generalización de los estados de ánimo tiene lugar
gracias a la sincronización fisiológica de sus subsistemas biológicos.34
Es muy probable que la velocidad de transmisión de los cambios de
conducta de una masa se originen en la coordinación de las neuronas espejo y
que la rapidez del proceso de toma de decisiones dependa del tiempo que
necesiten las neuronas espejo para transmitir la sincronía de persona a persona
(aunque ésta, por el momento, no deje de ser más que una mera conjetura).
Este contagio grupal puede advertirse, de manera más reposada, en
cualquier interpretación en la que los actores o los músicos generan un efecto de
campo jugando con las emociones del público como si fueran instrumentos. En
este sentido, las obras de teatro, los conciertos y el cine nos permiten acceder a
un entorno emocional compartido con muchos desconocidos. Como suelen
decir los psicólogos, resonar positivamente con los demás es intrínsecamente
reforzador y hace que todo el mundo se sienta bien.
El contagio grupal tiene lugar aun en el más pequeño de los grupos y
basta, para ello, con que tres personas permanezcan sentadas frente a frente
durante algunos minutos, en cuyo caso, a falta de jerarquía de poder, la persona
con el rostro emocionalmente más expresivo será la que establezca el tono de la
interacción.35
El contagio se transmite a través de cualquier grupo coordinado de
personas. Consideren el siguiente experimento sobre toma de decisiones en el
que un grupo debía reunirse para repartir los beneficios anuales de una supuesta
empresa entre sus empleados sin perder de vista dos objetivos fundamentales,
conseguir el mayor provecho para su candidato y tener en cuenta
simultáneamente el uso más adecuado posible de los fondos de la empresa.
Las agendas conflictivas acaban generando tensión y, al finalizar la
reunión, todo el mundo se siente mal, cosa que no sucede en un grupo con
idéntico objetivo pero que moviliza otro tipo de emociones.
Las dos reuniones mencionadas eran simulaciones empresariales de una
investigación realizada en la Yale University y hoy en día clásica en la que los
voluntarios se dividieron en grupos para repartir los beneficios.36 Lo que nadie
sabía era que uno de los integrantes de cada grupo era, en realidad, un
consumado actor al que se le había asignado la tarea de ser cordial y entusiasta
con uno de los grupos y deprimido y enojado con el otro.
La investigación demostró una clara modificación del estado de ánimo de
los miembros de ambos grupos y que, cuando el actor manifestaba su opinión
amable y cordialmente, los miembros del grupo se sentían mejor que cuando,
por el contrario, se mostraba irritable, en cuyo caso, la gente iba
malhumorándose con el paso del tiempo. Pero nadie parecía saber, no obstante,
lo que había modificado su estado de ánimo que se había visto transformado
inconscientemente.
Los sentimientos que se mueven entre los miembros de un grupo pueden
sesgar el modo en que procesan la información y afectar, en consecuencia, a sus
decisiones.37 Y esto implica que, cualquier grupo que pretenda llegar a una
decisión conjunta haría bien en no centrar exclusivamente su atención en el
contenido de lo que se dice y en tener también en cuenta las emociones
compartidas.
Esta convergencia sugiere la existencia de un magnetismo sutil e
inexorable, un impulso que se asemeja a la gravedad y lleva a las personas que
están estrechamente relacionadas ya sea familiares, amigos o compañeros de
trabajo a pensar y sentir de manera parecida sobre ciertas cosas.
CAPÍTULO 4
EL INSTINTO DEL ALTRUISMO
Una tarde en el Princeton Theological Seminary, cuarenta estudiantes en
prácticas aguardaban para pronunciar un breve sermón del que posteriormente
serían evaluados. A la mitad de ellos se les había asignado temas de la Biblia
entresacados al azar, mientras que la otra mitad debía hablar de la parábola del
buen samaritano, que se detuvo a socorrer a un menesteroso con el que tropezó
en su camino y al que ignoraban personas supuestamente más piadosas .
Cada quince minutos, uno de los seminaristas debía dirigirse al edificio
en el que tenía que pronunciar su sermón, sin saber que estaba participando
involuntariamente en un experimento sobre el altruismo.
Su camino pasaba necesariamente por una puerta en la que un pordiosero
pedía limosna. Veinticuatro de los cuarenta estudiantes pasaron junto a él
ignorándole sin que, en ello, tuviera la menor incidencia el hecho de estar
pensando en la parábola del buen samaritano.1
La investigación demostró la importancia que posee la variable tiempo,
porque sólo uno de cada diez de quienes creían llegar tarde se detuvo, una
proporción que fue seis veces superior entre quienes creían disponer de
suficiente tiempo.
De las muchas variables que intervienen en el altruismo, el hecho de
tener tiempo suficiente para prestar atención ha demostrado ser especialmente
crítica porque, en tal caso, nuestra empatía aumenta y, con ella, también lo hace
la probabilidad de establecer un vínculo emocional. Obviamente, las personas
difieren en su capacidad, disposición e interés en prestar atención. No debe
extrañarnos, por tanto, que el adolescente malhumorado desconecte de su madre
regañona, esté charlando amable y atentamente por teléfono, al instante
siguiente, con su novia. Es precisamente por ello que los seminaristas que
menos tiempo tenían fueron los más incapaces y menos dispuestos a prestar
atención al mendigo porque, al hallarse sumidos en sus propios pensamientos,
no sintonizaron con él y, en consecuencia, tampoco le brindaron su apoyo.2
Es poco probable que, quienes viven en ciudades muy ajetreadas,
adviertan, saluden y ayuden a las personas con las que se cruzan a causa de lo
que se ha denominado el trance urbano , un estado de ensimismamiento en el
que, según los sociólogos, tendemos a sumirnos para sustraernos del incesante
bombardeo de los estímulos que nos rodean. Pero esa estrategia, obviamente, no
sólo nos desconecta de las distracciones, sino también de las apremiantes
necesidades de quienes nos rodean con lo que, como dijo cierto poeta,
acabamos enfrentándonos «al bullicio urbano aturdidos y ensordecidos».
Tampoco debemos olvidar los muchos modos en que la sociedad cierra
nuestras ventanas sensoriales. Es precisamente por ello que el mendigo que pide
limosna en la calle de una ciudad no merece siquiera la atención de los peatones
que, pocos metros más adelante, se detienen a escuchar y responder
solícitamente a la mujer bien arreglada que pide firmas para una determinada
causa política (aunque obviamente las cosas pueden discurrir, dependiendo de
nuestras simpatías, exactamente al revés). Resumiendo, pues, nuestras
prioridades, nuestra socialización y numerosos factores psicológicos y sociales
pueden llevarnos a prestar o no atención y determinar así, en consecuencia,
nuestra empatía y las emociones que experimentamos.
El simple hecho de prestar atención establece una conexión emocional en
cuya ausencia la empatía es imposible.
Cuando hay que prestar atención
Comparen ahora los acontecimientos que tuvieron lugar en el seminario
de Princeton con lo que me ocurrió a mí un buen día en el que, después de la
jornada laboral, me metí en una boca de metro de Times Square de la ciudad de
Nueva York sumido en un torrente de seres humanos que, como siempre a esas
horas, bajaban apresuradamente las escaleras de cemento dispuestos a coger el
próximo tren.
Entonces vi una imagen inquietante ya que, en mitad de la escalera,
yacía, inmóvil y con los ojos cerrados, un hombre desaliñado y sin camisa.
Nadie parecía advertir su presencia y todo el mundo, ansioso por regresar a
casa, le sorteaba saltando literalmente por encima de su cuerpo. Horrorizado,
me detuve para ver lo que ocurría y, en ese mismo instante, sucedió algo muy
curioso ya que, de manera casi instantánea, un pequeño círculo de interesados
se congregó a su alrededor. Entonces se desplegaron espontáneamente los
emisarios de la misericordia, uno en dirección a un quiosco de perritos calientes
para conseguir un poco de comida, otro en busca de una botella de agua y un
tercero para llamar a un policía que, a su vez, solicitó por radio asistencia
sanitaria.
A los pocos minutos el hombre se había reanimado y aguardaba la
llegada de una ambulancia comiendo felizmente. Entonces nos enteramos de
que sólo hablaba español, no tenía dinero y había estado deambulando
hambriento por las calles de Manhattan hasta acabar desmayándose en las
escaleras del metro.
¿Qué fue lo que marcó la diferencia? Obviamente, el simple hecho de
detenerme y prestar atención, lo que pareció despertar a los transeúntes de su
trance, captar su atención y movilizarlos a la acción.
Qué duda cabe de que, en nuestro camino de regreso a casa, todos nos
hallábamos, de un modo u otro, sometidos a los estereotipos silenciosos
derivados de los centenares de vagabundos que, lamentablemente, viven en las
calles de Nueva York y de tantos otros centros urbanos modernos. Y es que los
urbanitas nos enfrentamos a la ansiedad que genera ver a alguien en una
situación tan terrible desarrollando el reflejo de desviar nuestra atención hacia
otra parte.
Creo que, en este sentido, mi propio reflejo se había visto afectado por un
artículo que acababa de escribir para el New York Times sobre el efecto que el
cierre de los hospitales psiquiátricos había provocado convirtiendo a las calles
de la ciudad en una extensión del pabellón psiquiátrico. Para informarme sobre
el tema había pasado varios días en una furgoneta con trabajadores sociales que
se ocupaban de los vagabundos, llevándoles comida, ofreciéndoles refugio y
persuadiendo a los muchos enfermos mentales que hay entre ellos
una
proporción sorprendentemente elevada de la necesidad de acudir a la clínica
en busca de medicación. Ésa fue una experiencia que me permitió, durante unos
días, contemplar a los vagabundos con ojos nuevos.
Otros estudios que han empleado la situación del buen samaritano han
puesto de relieve que las personas que se detienen a ayudar suelen hacerlo
motivados por el malestar que esa situación les provoca y por una sensación
empática de ternura.3 Y es que parece que la probabilidad de prestar ayuda
aumenta cuando prestamos la atención suficiente como para sentir empatía.
El simple hecho de ver a alguien echando una mano suele tener un efecto
edificante , término con el que los psicólogos se refieren al efecto que provoca
en nosotros la observación de un acto bondadoso. Esa inspiración es, de hecho,
el estado que dicen experimentar emocionados
y aun conmocionados
quienes presencian una acción amable, tolerante y compasiva.
Los actos habitualmente calificados como más edificantes consisten en
ayudar a los pobres, a los enfermos y a quienes están atravesando una situación
difícil. Pero no es necesario que esas acciones sean tan exigentes como
hacernos cargo de toda una familia ni tan desinteresadas como la Madre Teresa,
que se ocupó de los desheredados de Calcuta, porque la simple consideración
puede resultar edificante. En un determinado estudio realizado en Japón, por
ejemplo, las personas calificaron como kandou (es decir, situaciones que
conmovieron su corazón), el simple hecho de ver a un miembro de una pandilla
juvenil ceder a un anciano su asiento del metro.4
La investigación realizada al respecto sugiere que este tipo de situaciones
pueden ser contagiosas. En este sentido, el simple hecho de presenciar un acto
bondadoso moviliza el impulso de realizar otro. Tal vez ésa sea una de las
razones por las que los cuentos míticos de todo el mundo abundan en personajes
cuyas valerosas acciones salvan la vida de otras personas. A fin de cuentas, la
investigación psicológica realizada al respecto demuestra que un relato sobre la
bondad provoca
cuando se cuenta vívidamente
el mismo impacto
5
emocional que la observación del mismo acto. Y todo ello parece sugerir que
este contagio discurre a través del camino neuronal que hemos denominado vía
inferior .
La sintonía fina
Durante una visita de cinco días con mi hijo a Brasil, nos sorprendió
descubrir que las personas con las que nos encontrábamos eran cada día más
amables. Se trataba de un cambio realmente espectacular.
Los dos primeros días, los brasileños nos parecían distantes y reservados,
el tercer día nos dimos cuenta de que eran bastante más cordiales de lo que
creíamos, el cuarto día, nos seguían a todas partes y, el día en que regresamos,
nuestros anfitriones nos acompañaron al aeropuerto y se despidieron con un
caluroso abrazo.
¿Significaba ello acaso que los brasileños hubieran cambiado? No, los
únicos que habíamos cambiado habíamos sido nosotros, relajando finalmente la
tensión que sentíamos al encontrarnos en una cultura poco familiar. Fue nuestra
actitud defensiva y reservada la que originalmente les había mantenido a
distancia y nos había impedido advertir su amabilidad y apertura natural.
Al comienzo, estábamos demasiado preocupados como para reconocer la
cordialidad de nuestros anfitriones, como receptores de radio mal sintonizados.
Cuando finalmente nos relajamos, pudimos sintonizar con la emisora correcta y
reconocer la amabilidad que había estado ahí desde el mismo comienzo de
la gente que nos rodeaba. Hasta entonces, sin embargo, nuestra misma ansiedad
y preocupación nos había impedido detectar el resplandor de una mirada, el
esbozo de una sonrisa o la cordialidad manifestada en el tono de voz, los
canales a través de los cuales se transmite la amistad.
La explicación técnica de esta dinámica pone de relieve los límites de
nuestra atención. La ciencia cognitiva utiliza el concepto de memoria operativa
para referirse a la capacidad de la memoria que podemos mantener en nuestra
atención en un determinado momento. Esta capacidad se asienta en la corteza
prefrontal del cerebro, baluarte de la vía superior, cuyos circuitos desempeñan
un papel fundamental a la hora de prestar atención, gestionando lo que ocurre
entre bastidores en el curso de una interacción. De ellos precisamente depende
la búsqueda en la memoria de lo que debemos decir y hacer, aun cuando
sigamos atendiendo a los inputs entrantes y adaptando nuestra respuesta en
consecuencia.
Cuanto más complejos sean los retos a los que nos enfrentamos, más
recursos atencionales consumiremos, porque las señales de ansiedad generadas
por la amígdala inundan las regiones cruciales de la corteza prefrontal y se
manifiestan como preocupaciones que nos impiden prestar atención a cualquier
otra cosa. El ejemplo con el que iniciábamos esta sección ilustra perfectamente
la sobrecarga atencional generada por la tensión.
La naturaleza valora la comunicación entre los miembros de una
determinada especie modelando, en ocasiones, el cerebro para lograr un ajuste
mejor y, en ocasiones, más rápido. Tengamos en cuenta que el cerebro de las
hembras de cierta especie de pez segrega, por ejemplo, durante el cortejo,
hormonas que reconfiguran provisionalmente sus circuitos auditivos para
permitirle sintonizar mejor con la frecuencia de la llamada del macho.6
Algo parecido sucede en el caso del bebé de dos meses de edad, que
puede detectar la proximidad de su madre, lo que instintivamente le tranquiliza,
sosegando su respiración, orientando hacia ella su rostro, fijando su mirada en
sus ojos o en su boca y dirigiendo sus oídos hacia cualquier sonido procedente
de ella con una expresión que los investigadores han denominado entrecejo
fruncido y mandíbula caída , movimientos todos ellos que aumentan la
capacidad del bebé de registrar lo que su madre dice o hace.7
Cuanto mayor sea nuestra atención, más clara, rápida y sutilmente
captaremos, aun en situaciones ambiguas, el estado interno de otra persona. E,
inversamente, cuanto mayor sea nuestro desasosiego, menor será también
nuestra capacidad de empatizar.
El ensimismamiento, en cualquiera de sus formas, dificulta el
establecimiento de la empatía y nos impide también, en consecuencia,
experimentar también la compasión. Cuando nuestra atención se centra en
nosotros mismos, nuestro mundo se contrae, al tiempo que nuestros problemas
y preocupaciones adquieren dimensiones amenazadoras. Cuando, por el
contrario, centramos la atención en los demás, nuestro mundo se expande. En
este último caso, nuestros problemas se dirigen hacia la periferia de nuestra
mente y parecen empequeñecer, con el consiguiente aumento de la capacidad de
establecer contacto con los demás, es decir, de actuar compasivamente.
La compasión instintiva
Una cobaya, suspendida del aire por un arnés, chilla y se esfuerza en
salir de su prisión. Viendo a su congénere en peligro, otra cobaya se
inquieta y se las ingenia para rescatar a la prisionera presionando una
barra que la deposita suavemente en el suelo.
Seis macacos rhesus han sido entrenados para conseguir alimento
tirando de una cadena. A partir de un determinado momento, un séptimo
macaco al que todos pueden ver recibe una dolorosa descarga eléctrica
cada vez que uno de ellos consigue alimento. Al advertir el dolor, cuatro
de los macacos empiezan a tirar de otra cadena que, si bien les
proporciona menos comida, no provoca ninguna sacudida. De los dos
restantes, uno deja de tirar cualquier cadena durante cinco días, mientras
que el otro se abstiene durante doce días, sin que parezca preocuparle
pasar hambre si, con ello, impide que su congénere reciba una descarga.
Casi desde el mismo momento del nacimiento, los bebés que ven u oyen
el llanto de otro bebé, empiezan a llorar, como si ellos estuvieran también
angustiados, cosa que rara vez sucede cuando escuchan una grabación de
su propio llanto. A partir de los catorce meses, sin embargo, los bebés no
se contentan con llorar cuando escuchan el llanto de otro bebé, sino que
también tratan de aliviar, de algún modo, su sufrimiento, una respuesta
que parece fortalecerse en la medida en que crece.
Pareciera, pues, como si los conejillos de indias, los macacos y los bebés
compartiesen el mismo impulso automático que dirige su atención hacia el
sufrimiento de sus semejantes, desencadenando en ellos idénticos sentimientos
y llevándoles a tratar de ayudarles. ¿A qué podemos atribuir la presencia del
mismo tipo de respuesta en especies tan diferentes? Simplemente, al hecho de
que la naturaleza parece conservar las soluciones que funcionan y emplearlas
una y otra vez.
Son muchas las especies que comparten los rasgos más avanzados del
cerebro. Es evidente y está claramente demostrado
que la arquitectura
neuronal de los seres humanos se asemeja mucho a la de otros mamíferos,
especialmente los primates. La similitud existente entre distintas especies y el
mismo impulso a ayudar sugieren la existencia de circuitos cerebrales
subyacentes similares. A diferencia de lo que ocurre en el caso de los
mamíferos, los reptiles no muestran el menor rasgo de empatía, llegándose
incluso a comer sus propias crías.
Es cierto que el ser humano puede llegar a ignorar a alguien que se
encuentra en apuros, pero esa insensibilidad parece reprimir un impulso más
primitivo y automático que lleva a ayudar a quienes se encuentran en peligro.
Las observaciones científicas realizadas en este sentido parecen indicar la
existencia de un sistema de respuesta integrado en el cerebro humano del que
sin duda forman parte las neuronas espejo que se pone en marcha cada vez
que advertimos el sufrimiento de alguien y de inmediato sentimos lo mismo que
él, una sensación cuya intensidad determina poderosamente nuestra tendencia a
ayudar.
Este instinto compasivo proporciona una clara ventaja en el nivel de
adaptabilidad evolutiva, adecuadamente definida como éxito reproductivo y
que se refiere al número de hijos que sobreviven para tener su propia
descendencia. Hace ya casi un siglo, Charles Darwin señaló que la empatía,
preludio de la acción compasiva, ha sido una herramienta de supervivencia muy
eficaz.8 No olvidemos que la empatía lubrica la sociabilidad y que el ser
humano es el animal social por excelencia. En este sentido, hay indicios de que
la sociabilidad ha sido la estrategia fundamental de supervivencia de nuestra
especie y que sus rudimentos se remontan a los primates.
La importancia de la amabilidad resulta evidente también en los primates
que viven hoy en día en estado salvaje en un mundo no muy distinto al de
colmillos y garras de la prehistoria humana, cuando sólo unos pocos de ellos
sobrevivían y tenían descendencia. Consideremos la colonia de cerca de mil
macacos que vive en la remota isla caribeña de Cayo Santiago y que desciende
de la misma camada que, en los años cincuenta, se vio trasplantada desde su
India nativa. Estos macacos viven en pequeños grupos y, al llegar a la
adolescencia, las hembras se quedan mientras los machos abandonan el grupo
de origen para encontrar su lugar en otro grupo.
Esta transición no está exenta de problemas porque, cuando un joven
macho trata de hacerse un hueco en un grupo no familiar, mueren hasta el 20
por ciento de ellos. Las investigaciones científicas que han extraído muestras
del líquido cefalorraquídeo espinal de cien macacos adolescentes han puesto de
relieve que los más sociables presentan los niveles más bajos de hormonas del
estrés, una función inmunitaria más fuerte y, lo que es más importante, se hallan
mejor preparados para aproximarse, hacerse amigos o enfrentarse a los machos
del nuevo grupo. Parece pues que los más sociables son los que más
probabilidades tienen de sobrevivir.9
Veamos ahora otro dato procedente también del mundo de los primates,
esta vez de los mandriles que viven en Kenya cerca del Kilimanjaro, para los
cuales la infancia resulta muy peligrosa porque, en los buenos años, muere
cerca del 10 por ciento de los niños, un porcentaje que aumenta, en los malos,
hasta el 35 por ciento.
Pero cuando los biólogos observaron a las madres de esos mandriles,
descubrieron que las más sociables es decir, las que más tiempo invertían en
el acicalamiento o socializando de algún otro modo tenían hijos con mayores
probabilidades de sobrevivir.
Son dos las razones señaladas por los biólogos para explicar el modo en
que la amabilidad de la madre contribuye a la supervivencia de su prole. Por un
lado, la pertenencia a un grupo gregario que puede defender a sus bebés del
hostigamiento y encontrar mejor comida y cobijo. Por el otro, cuanto más
acicalamiento dan y obtienen las madres, más relajados y sanos tienden a ser
sus hijos, ya que los mandriles sociables también acaban generando mejores
madres.10
El impulso natural que nos lleva a ayudar a los demás puede rastrearse
hasta las situaciones de escasez en las que se forjó el cerebro humano. No
parece difícil conjeturar el modo en que la pertenencia a un grupo favorecía la
supervivencia en las peores condiciones y viceversa, el modo en que el
individuo aislado compitiendo con un grupo en un entorno de escasos recursos
podía suponer una desventaja realmente letal.
Es muy probable que un rasgo tan valioso en la lucha por la existencia
haya acabado integrándose en la estructura misma de nuestros circuitos
cerebrales, porque lo que demuestra ser más eficaz para transmitir los genes a
las futuras generaciones más importancia adquiere en nuestro legado genético.
Si la sociabilidad brindó al ser humano una estrategia ganadora durante la
prehistoria, lo mismo sucede con los sistemas cerebrales a través de los que
opera la vida social.11 Poco debería por tanto sorprendernos la importancia que
tiene nuestra tendencia a la empatía, el conector esencial.
Un ángel en la tierra
Una colisión frontal había convertido su coche en un verdadero acordeón.
Con dos huesos de la pierna derecha rotos, se hallaba atrapada entre los restos
del automóvil siniestrado, dolorida, indefensa y confundida.
Un transeúnte jamás averiguó su nombre se arrodilló entonces junto
a ella, tomó su mano y la consoló mientras los bomberos trataban de liberarla,
lo que la mantuvo tranquila, a pesar del dolor y la ansiedad.
Fue como le llamó más tarde mi ángel en la tierra.12
Jamás sabremos exactamente qué sentimientos llevaron a ese ángel a
arrodillarse junto a esa mujer y consolarla pero, en cualquiera de los casos, la
compasión se asienta necesariamente sobre la empatía.
La empatía requiere de algún tipo de compromiso emocional, un requisito
esencial para comprender cabalmente el mundo interno de otra persona.13 No
cabe la menor duda de que, en este caso, se hallan también en juego las
neuronas espejo. Como dijo cierto neurocientífico: «Ella son las que nos
proporcionen la riqueza de la empatía, el mecanismo fundamental que nos lleva
experimentar personalmente el dolor que vemos que está sintiendo otra
persona».14
Constantin Stanislavski, el creador ruso del conocido método de
formación de actores que lleva su nombre, se dio cuenta de que el actor que
vive un determinado papel puede apelar a sus recuerdos emocionales pasados
para evocar un sentimiento poderoso en el presente. Pero esos recuerdos, según
Stanislavski, no se hallan limitados a nuestras experiencias, porque gracias a la
empatía podemos apelar perfectamente a las emociones de los demás. Como
aconseja el legendario maestro de actores «debemos estudiar a los demás y
acercarnos emocionalmente a ellos tanto como podamos, hasta que la simpatía
acabe convirtiéndose en un sentimiento».15
El consejo de Stanislavski parece profético porque los estudios realizados
sobre imagen cerebral han puesto de relieve que, cuando preguntamos ¿cómo
se siente? , se activan los mismos circuitos neuronales que se ponen en marcha
cuando preguntamos ¿cómo se siente ella? . Y es que el cerebro actúa de
manera casi idéntica cuando experimentamos nuestros propios sentimientos que
cuando experimentamos los sentimientos de los demás.16
Cuando se nos invita a imitar la expresión facial de infelicidad, miedo o
disgusto de alguien y generamos esas mismas emociones, ese sentir en
intencional activa los mismos circuitos que se ponen en marcha cuando
simplemente observamos a la persona (o cuando sentimos espontáneamente esa
emoción). Como bien entendió Stanislavski, estos circuitos son todavía más
intensos cuando la empatía es deliberada.17 Cuando advertimos una emoción en
otra persona, literalmente sentimos lo mismo que ella y, cuanto mayor sea
nuestro esfuerzo o más intensos los sentimientos expresados, más claramente
los experimentaremos en nosotros mismos.
Resulta interesante constatar que el término alemán Einfühlung empezó
traduciéndose al inglés en 1900 como empatía , lo que literalmente significa
sentir en , lo que sugiere una imitación interna de los sentimientos que
experimenta otra persona.18 Como dijo Theodore Lipps, que fue quien importó
la palabra empatía al inglés: «Cuando observo a un funambulista en la cuerda
floja, siento que estoy dentro de él». Es como si, en tal caso, experimentásemos,
en nuestro propio cuerpo, las emociones de otra persona. Pero eso es
precisamente, según los neurocientíficos, lo que sucede porque, cuanto más
activo es el sistema de neuronas espejo de una persona, más intensa es también
la empatía que experimenta.
La psicología actual emplea la palabra empatía en tres sentidos
diferentes: conocer los sentimientos de otra persona, sentir lo que está sintiendo
y responder compasivamente ante los problemas que
la
aquejen,
tres
variedades diferentes de la empatía que parecen formar parte de la misma
secuencia 1-2-3, es decir, le reconozco, siento lo mismo que usted y actúo para
ayudarle.
Como señalan Stephanie Preston y Frans de Waal en una gran teoría que
vincula la percepción y la acción interpersonal, esas tres acepciones coinciden
perfectamente con los descubrimientos realizado por la neurociencia actual
sobre el modo en que funciona el cerebro cuando conectamos con otra
persona.19 Se trata de dos científicos excepcionalmente dotados para abordar
esa discusión, porque Preston ha sido pionero en el empleo de los métodos
desarrollados por la neurociencia social para estudiar la empatía en los seres
humanos, mientras que de Waal, director del Living Links del Yerkes Primate
Center, lleva décadas tratando de aplicar a la conducta humana las conclusiones
extraídas de la investigación sistemática de los primates.
Preston y De Waal señalan que, en un determinado momento de empatía,
nuestras emociones y pensamientos discurren paralelos a los de otra persona. Al
escuchar un grito aterrador de alguien, por ejemplo, pensamos espontáneamente
en lo que podría estar asustándole porque, desde una perspectiva cognitiva,
compartimos con ella una cierta representación mental, es decir, un conjunto
de imágenes, asociaciones y pensamientos relacionados con su problema.
El movimiento que conduce de la empatía al acto discurre a través de las
neuronas espejo, porque la empatía parece haber evolucionado a partir del
contagio emocional y, en consecuencia, también comparte sus mecanismos
neuronales. La empatía primordial no descansa en una determinada región
especializada del cerebro, sino que implica a muchas de ellas, dependiendo de
la persona con la que estemos empatizando y del modo en que nos metamos en
su piel y sintamos lo que están experimentando.
Preston ha descubierto que los circuitos cerebrales que se activan cuando
alguien evoca uno de los momentos más felices de su vida y cuando imagina un
momento parecido de la vida de uno de sus amigos más próximos son casi los
mismos.20 Para entender, dicho en otras palabras, lo que alguien experimenta
es decir, para empatizar con esa persona , empleamos exactamente los
mismos circuitos cerebrales que se ponen en marcha durante nuestra propia
experiencia.21
Toda comunicación requiere que lo que es importante para el emisor
también lo sea para el receptor. Cuando dos cerebros comparten pensamientos y
sentimientos, toman un atajo que les lleva de inmediato al mismo punto, sin
tener que perder tiempo ni palabras en explicar detalladamente lo que ocurre.22
Este proceso reflexivo tiene lugar cada vez que nuestra percepción de
alguien activa automáticamente una imagen o sensación sentida en nuestro
propio cerebro de lo que ellos están haciendo y expresando, en cuyo caso, lo
que está en su mente también está en la nuestra.23 Confiamos en esos mensajes
internos para sentir lo que puede estar sucediendo en la otra persona. ¿Qué
significa, después de todo, una sonrisa, una mirada o un ceño fruncido, sino un
indicio de lo que está sucediendo en la mente de otra persona?
Un antiguo debate
Hoy en día se recuerda al filósofo del siglo XVII Thomas Hobbes por
haber afirmado que la vida, en estado natural en ausencia de todo gobierno
fuerte es sucia, cruel y corta , una guerra sin cuartel de todos contra todos.
Pero, a pesar de esta visión dura y cínica, Hobbes tenía un lado blando y, un
buen día en el que paseaba por las calles de Londres, pasó junto un hombre
viejo y enfermo y, conmovido, le dio una generosa limosna. Cuando el amigo
que le acompañaba le preguntó si hubiera hecho el mismo caso de no existir un
principio religioso o filosófico que hablase de ayudar a los necesitados, Hobbes
replicó afirmativamente. Y también añadió que la mera contemplación de la
miseria humana le llevaba a experimentar en su interior el mismo sufrimiento,
de modo que el hecho de dar limosna no sólo contribuía a aliviar un poco el
sufrimiento de quien la recibía, sino que también resultaba liberador para quien
la daba.24
Desde esta perspectiva, es como si, cuando pretendemos aliviar el
sufrimiento de los demás, lo hiciéramos motivados por nuestro propio interés.
De hecho, hay una escuela moderna de teoría económica que, siguiendo a
Hobbes, sostiene la opinión de que la caridad se debe parcialmente al placer
derivado de imaginar el consuelo de la persona beneficiada y del alivio que
conlleva aliviar nuestra propia ansiedad.
Las versiones más actuales de esta teoría han tratado de reducir los actos
altruistas a formas disfrazadas de interés por uno mismo.25 Hasta hay una
versión, según la cual la compasión es el efecto de un gen egoísta que trata de
maximizar su probabilidad de transmitirse a la siguiente generación
favoreciendo a los parientes cercanos que lo lleven.26
Pero, por más ciertas que sean estas explicaciones, sólo resultan
aplicables a casos muy especiales porque, como bien dijo el sabio chino Mencio
(o Mengzi) en el siglo III aC, siglos antes de Hobbes, hay otro punto de vista
que brinda una explicación más inmediata y universal: «La mente del ser
humano no puede soportar el sufrimiento de sus semejantes».27
La neurociencia actual corrobora la visión de Mencio, añadiendo algunos
datos a este debate multisecular. Cuando vemos a alguien en apuros, en nuestro
cerebro reverberan circuitos similares, en una especie de resonancia empática
neuronal que constituye el preludio mismo de la compasión. De este modo, el
llanto de un niño reverbera en el cerebro de sus padres, provocando en ellos la
misma sensación que, a su vez, les moviliza automáticamente a hacer algo que
le tranquilice.
Esto significa que, de un modo u otro, nuestro cerebro está predispuesto
hacia la bondad. Automáticamente acudimos en ayuda del niño que grita
despavorido o abrazamos a un bebé sonriente. Esos impulsos emocionales son
predominantes y elicitan reacciones instantáneas y no premeditadas. Que ese
flujo de empatía que nos lleva a actuar discurra de un modo tan automático
sugiere la existencia de circuitos cerebrales que se ocupan de ello. El
desasosiego, pues, estimula el impulso a ayudar.
Cuando escuchamos un grito de desesperación, se movilizan en nuestro
cerebro las mismas regiones que experimentan la angustia, así como también la
corteza cerebral premotora, un signo de que estamos preparándonos para la
acción. De manera semejante, al escuchar una historia triste en un tono pesaroso
se activa en el oyente la corteza motora que guía los movimientos , así
como también la amígdala y los circuitos relacionados con la tristeza.28
Asimismo, este estado compartido estimula el área motora del cerebro y nos
prepara para ejecutar la acción pertinente. Nuestra percepción inicial nos
predispone a la acción, puesto que ver es prepararnos para hacer.29
Los circuitos neuronales de la percepción y de la acción comparten, en el
lenguaje cerebral, un código común que permite que lo que percibimos nos
conduzca casi de inmediato a la acción apropiada. Ver o escuchar una
determinada expresión emocionada o tener nuestra atención orientada hacia un
determinado tema estimula de inmediato las neuronas a las que afecta ese
mensaje.
Todo esto fue anticipado ya por Charles Darwin que, en 1872, escribió un
erudito tratado sobre las emociones que los científicos siguen considerando
muy interesante.30 Aunque Darwin consideró a la empatía como un factor de
supervivencia, la interpretación errónea popular de su teoría evolucionista
enfatiza, como dijo Tennyson, «la naturaleza roja de dientes y garras», una
visión despiadada sostenida por los darvinistas sociales , según la cual, la
naturaleza sacrifica a los débiles, distorsionando así la evolución como una
forma de racionalización de la codicia.
Darwin consideraba que cada una de las emociones nos predispone a
actuar de un determinado modo. Así, por ejemplo, el miedo nos paraliza y nos
conduce hacia la huida; la ira nos moviliza hacia la lucha; la alegría nos prepara
para el abrazo, etcétera, etcétera, etcétera, algo que se ha visto corroborado
neuronalmente por los recientes estudios de imagen cerebral. En este sentido, la
activación provocada por una determinada emoción estimula el correspondiente
impulso a actuar.
La vía inferior permite que el sentimiento-acción nos lleve a establecer
vínculos interpersonales. Cuando, por ejemplo, vemos que alguien está asustado
aunque sólo sea en su postura corporal o en el modo en que se mueve se
activan de inmediato en nuestro cerebro los circuitos relacionados con el miedo
y, junto a este contagio, se activan también las regiones cerebrales que nos
predisponen a realizar la correspondiente acción. Y lo mismo podríamos decir
con respecto a otras emociones, como la ira, la alegría, la tristeza, etcétera. De
este modo, el contagio emocional no se limita a transmitir sentimientos, sino
que también prepara automáticamente al cerebro para ejecutar la acción
correspondiente.31
Según una regla general de la naturaleza, los sistemas biológicos emplean
la mínima cantidad de energía, algo que el cerebro realiza estimulando las
mismas neuronas cuando percibe una acción que cuando la ejecuta, una
economía que se repite en todos los niveles del cerebro. En el caso especial de
que alguien se encuentre en peligro, el vínculo percepción-acción hace que
tratar de ayudar sea una tendencia natural del cerebro. De este modo, sentir con
nos predispone a actuar por.
Hay datos que sugieren que, en la mayoría de las situaciones, el ser
humano tiende a ayudar antes a sus seres queridos que a un extraño. A pesar de
ello, sin embargo, la sintonía emocional con un desconocido que se halla en
apuros nos conduce a ayudarle del mismo modo que lo haríamos con nuestros
seres más queridos. Así, por ejemplo, es más probable que las personas más
entristecidas por el llanto de un niño de un orfanato, entreguen dinero o incluso
ofrezcan al niño un hogar provisional, sin importar la distancia social que los
separe.
La predisposición que nos lleva a ayudar a los similares desaparece en el
mismo instante en que nos hallamos ante alguien desesperado o en una
situación muy difícil. En un encuentro directo con tal persona, el vínculo
intercerebral primordial nos lleva a experimentar su sufrimiento como si fuera
el nuestro y estimula, en consecuencia, nuestra acción.32 Y no olvidemos que
ese enfrentamiento directo con el sufrimiento fue, en el inmenso período de
tiempo en que la distancia interpersonal se medía en centímetros o en palmos, la
regla.
Pero por qué, si el cerebro humano dispone de un sistema destinado a
sintonizar con los problemas que experimenta otra persona y nos predispone a
ayudarle, no siempre lo hacemos así. Son muchas las posibles respuestas que
han puesto de relieve los numerosos experimentos realizados al respecto en el
campo de la psicología social. Pero la más sencilla de todas tal vez sea que la
vida moderna va en contra de eso y nos relacionamos a distancia con los
necesitados, lo que implica que no experimentamos la inmediatez del contagio
emocional directo, sino tan sólo la empatía cognitiva o, peor todavía, que nos
quedamos en la mera simpatía y, si bien sentimos lástima por la persona, no
experimentamos su desasosiego y nos mantenemos a distancia, lo que debilita
así el impulso innato a ayudar.33
Como señalan Preston y De Waal: «En la era del correo electrónico, los
ordenadores, las frecuentes mudanzas y las ciudades dormitorio, la balanza se
aleja cada vez más de la percepción automática y exacta del estado emocional
de los demás en cuya ausencia es imposible la empatía». Las distancias sociales
y virtuales que caracterizan a la vida han generado una anomalía que hoy en día
consideramos normal. Y esa distancia impide el desarrollo de la empatía, sin la
cual es imposible el altruismo.
En muchas ocasiones se ha dicho que el ser humano es naturalmente
bondadoso y compasivo con algún que otro ribete esporádico de maldad, pero
esa afirmación no se ha visto, hasta el momento, respaldada por la ciencia y la
historia parece, muchas veces, empeñarse en contradecirla. Pero ahora invito al
lector a hacer el siguiente experimento: imagine el número de personas que, en
todo el mundo, podrían haber cometido hoy en día un acto antisocial, desde la
simple descortesía y el engaño hasta la violación y el homicidio y convierta a
ese número en el sustraendo de una fracción en cuyo minuendo coloca el
número de actos antisociales que realmente ocurren a diario y que nos
proporciona una tasa de maldad potencial que tiende a cero cualquier día del
año. Si, por el contrario, coloca en el minuendo el número de actos bondadosos
realizados un determinado día, la ratio bondad/maldad será siempre positiva (un
dato que habitualmente se nos presenta como si lo cierto fuera lo contrario).
El investigador de Harvard Jerome Kagan propone el siguiente ejercicio
mental para subrayar un aspecto muy concreto de la naturaleza humana, es
decir, que la suma total de la bondad es muy superior a la de la maldad:
«Aunque los seres humanos hayan heredado un sesgo biológico que les permite
sentir ira, celos, egoísmo y envidia y ser duros, agresivos o violentos, también
disponen de un legado biológico todavía más fuerte que les inclina hacia la
bondad, la compasión, la cooperación, el amor y el cuidado, especialmente
hacia los más necesitados». Este sentido ético integrado es según Kagan
«uno de los rasgos biológicos característicos de nuestra especie».34
Con el descubrimiento de los circuitos neuronales que ponen la empatía
al servicio de la compasión, la neurociencia proporciona a la filosofía un
mecanismo para explicar la ubicuidad del impulso altruista. En lugar, pues, de
empeñarse en explicar los actos desinteresados, los filósofos harían bien en
tratar de explicar las innumerables ocasiones en que, por el contrario, los actos
crueles se hallan ausentes.35
CAPÍTULO 5
LA NEUROANATOMÍA DE UN BESO
Todavía conservan muy vivo el recuerdo de su primer beso, un hito muy
importante de su relación. Eran viejos amigos pero, una tarde en que habían
quedado para tomar té y estaban hablando de la dificultad de encontrar pareja,
se miraron detenidamente durante una larga pausa. Luego, cuando estaban a
punto de despedirse, sus miradas volvieron a cruzarse y una fuerza misteriosa
les llevó a fundir sus labios en un beso. Años después siguen ignorando quién
tomó esa iniciativa, pero todavía recuerdan perfectamente el impulso que les
unió.
Quizás ese tipo de mirada constituya el necesario preludio neuronal de un
beso. Los descubrimientos realizados por la neurociencia actual han puesto de
relieve la existencia de una conexión neuronal directa entre los ojos y la corteza
orbitofrontal (una estructura cerebral esencial para la empatía y el ajuste
emocional), un hallazgo que parece corroborar la poética idea de que los ojos
son las ventanas del alma y nos permiten atisbar los sentimientos más
recónditos de otra persona.
Mirar directamente a los ojos de una persona nos vincula estrechamente
con ella, porque
por reducir un momento especialmente romántico a su
dimensión estrictamente neurológica
establece un vínculo entre nuestras
cortezas orbitofrontales (COF), especialmente sensibles a señales tales como el
contacto visual. A fin de cuentas, estos circuitos neuronales sociales
desempeñan un papel fundamental en el registro del estado emocional de los
demás.
Como sucede con la ubicación geográfica de las propiedades
inmobiliarias, el lugar que ocupa una determinada estructura cerebral posee una
importancia extraordinaria. Es por ello que la corteza orbitofrontal, ubicada
inmediatamente detrás y por encima de las órbitas oculares (de ahí el prefijo
orbito ), ocupa un lugar estratégico en la encrucijada existente entre la parte
superior de los centros emocionales y la parte inferior del cerebro pensante. Si
el cerebro fuese un puño, la corteza cerebral se hallaría en el lugar ocupado por
los dedos, los centros subcorticales se hallarían en la palma y la corteza
orbitofrontal ocuparía el lugar en el que se encuentran ambas regiones.
La corteza orbitofrontal conecta directamente y neurona a neurona tres
grandes zonas, la corteza cerebral (o cerebro pensante ), la amígdala (el centro
desencadenante de muchas reacciones emocionales) y el tronco cerebral (es
decir, la región reptiliana , que controla nuestras respuestas automáticas). Esta
estrecha conexión sugiere la existencia de un vínculo rápido y poderoso que
facilita la coordinación instantánea entre el pensamiento, el sentimiento y la
acción. Esta autopista neuronal coordina los inputs procedentes de la vía
inferior (originados en los centros emocionales, el cuerpo y los sentidos) con los
que vienen de la vía superior (que dan sentido a los datos y determinan las
intenciones y planes que guían nuestras acciones).1
Esta conexión entre la parte superior de la corteza cerebral y las regiones
subcorticales inferiores convierte a la corteza orbitofrontal en una auténtica
encrucijada entre la vía superior y la vía inferior, un epicentro que se ocupa de
dar sentido al mundo social que nos rodea. Para integrar la experiencia externa
y la experiencia interna, la corteza orbitofrontal debe llevar a cabo un proceso
de cálculo social instantáneo que nos indica cómo nos sentimos con una
determinada persona, cómo se siente ella con nosotros y cuál debe ser, en
función de todo ello, nuestra respuesta.
De estos circuitos neuronales dependen la delicadeza, el rapport y las
relaciones sociales amables,2 porque la corteza orbitofrontal contiene neuronas
esenciales para detectar las emociones en las expresiones del rostro de los
demás y en los matices de su tono de voz y, al conectar esos mensajes sociales
con nuestra experiencia visceral, sentir el modo en que se sienten.3
Son precisamente estos circuitos los que nos permiten determinar el
significado afectivo que algo o alguien tiene para nosotros. No es de extrañar
que, en este sentido, el RMNf haya puesto de relieve una activación de la
corteza orbitofrontal cuando una madre ve una imagen de su propio hijo, cosa
que no sucede cuando contempla imágenes de otros bebés y que esa activación
determine la intensidad de sus sentimientos de amor y cordialidad.4
Hablando en términos técnicos, los circuitos ligados a la corteza
orbitofrontal asignan un valor hedónico a nuestro mundo social y nos
permiten cobrar conciencia de lo que nos gusta, de lo que nos desagrada y de lo
que adoramos. Y ello también explica, en consecuencia, algunos de los aspectos
que configuran el entramado neuronal de un beso.
La corteza orbitofrontal también valora algunas cuestiones estéticosociales, como nuestra reacción al olor de una persona, una señal primordial
que suele evocar sensaciones muy intensas de gusto o disgusto (de las que
depende, por cierto, el éxito de la perfumería). Recuerdo que, en cierta ocasión,
un amigo me dijo que únicamente podía amar a una mujer cuyo olor al besarla
le gustase.
El beso posee una cualidad motora que se pone en funcionamiento antes
incluso de que las percepciones alcancen la conciencia y cobremos conciencia
de los sentimientos subterráneos que se han activado en nosotros.
Pero no son esos, obviamente, los únicos circuitos neuronales implicados
porque, aun en el primer beso, los osciladores adaptan y coordinan la tasa de
estimulación neuronal y de activación motora encargados de la delicada tarea de
guiar a las dos bocas a la velocidad y trayectoria adecuada para que los labios se
encuentren suavemente sin que los dientes entrechoquen.
La velocidad de la vía inferior
Escuchemos el modo en que un profesor que conozco eligió a su
secretaria, la persona con la que debía pasar la mayor parte de la jornada
laboral:
«Apenas entré en la sala de espera en que estaba sentada me di
inmediatamente cuenta de que su sola presencia me sosegaba. Entonces supe
que se trataba de una persona con la que resultaría muy fácil estar. No por ello,
obviamente, dejé de echar un vistazo a su currículum pero, desde el mismo
comienzo, supe que acabaría contratándola y, desde entonces, no lo he
lamentado un solo instante.»
Intuir si una persona nos gusta o no significa conjeturar si estableceremos
con ella un buen rapport o, al menos, si nos llevaremos bien con ella. ¿Pero
cómo seleccionamos, de entre toda la gente que nos rodea, a nuestros amigos, a
nuestros socios o a nuestra pareja? ¿Cómo detectamos, en suma, a las personas
que nos atraen y las diferenciamos de aquellas otras que nos resultan
indiferentes?
Gran parte de este proceso de toma de decisiones parece depender de la
primera impresión. En un estudio muy revelador, un grupo de universitarios
pasaron, el primer día de clase, entre tres y diez minutos relacionándose con un
extraño e, inmediatamente después, estimaron la probabilidad de que acabasen
convirtiéndose en buenos amigos o en meros conocidos. La investigación puso
de relieve que, nueve semanas más tarde, esa estimación predijo con
considerable exactitud el curso real de la relación.5
Lo que hacemos durante esos juicios tan precisos depende básicamente,
según los neurocientíficos, de un conjunto inusual de neuronas, las neuronas
fusiformes. Como su nombre indica, esas neuronas tienen forma de huso, con
un cuerpo cuatro veces más grande que el de cualquier otra neurona del que
emergen las dendritas y un axón largo y grueso que establece las conexiones
interneuronales. Si tenemos en cuenta que la velocidad de transmisión del
impulso nervioso depende del tamaño de los brazos que conectan a las neuronas
implicadas, no es de extrañar la extraordinaria velocidad de las células
fusiformes.
Existe una densa red de células fusiformes que conectan la corteza
orbitofrontal con la parte superior del sistema límbico, la llamada corteza
cingulada anterior (CCA), que orienta nuestra atención y coordina nuestros
pensamientos, emociones y respuestas corporales con nuestros sentimientos,
estableciendo así una suerte de centro de control neuronal.6 Desde esta unión
crítica, las células fusiformes se extienden a muchas otras regiones cerebrales
diferentes.7
El tipo de substancias a que responden los axones pone de manifiesto la
función que desempeñan en las relaciones sociales. En este sentido, las células
fusiformes son ricas en receptores de serotonina, dopamina y vasopresina, cuyo
papel resulta esencial en las relaciones interpersonales, en el amor, en nuestros
estados de ánimo positivos y negativos y en el placer.
Algunos neuroanatomistas afirman que las células fusiformes constituyen
un rasgo distintivo del ser humano, porque nosotros poseemos una cantidad de
células fusiformes mil veces superior a la de los simios, nuestros parientes más
cercanos, que sólo poseen varios centenares y no parecen hallarse presentes en
el cerebro de ningún otro mamífero.8 También hay quienes sostienen que las
células fusiformes explican por qué algunas personas (o especies de primates)
son socialmente más conscientes o sensibles que otras,9 algo que coincide con
los resultados de ciertas investigaciones de imagen cerebral que han puesto de
relieve una mayor activación de la corteza cingulada anterior en las personas
interpersonalmente más conscientes, es decir, en las personas que no sólo saben
valorar adecuadamente una determinada situación social, sino que también son
capaces de sentir el modo en que otros pueden llegar a percibirla.10
Una de las regiones de mayor concentración de células fusiformes de la
corteza orbitofrontal se denomina F1 y se activa durante nuestras reacciones
emocionales a los demás, especialmente durante la llamada empatía
instantánea.11 Cuando una madre, por ejemplo, escucha el llanto de su hijo o
cuando experimentamos el sufrimiento de un ser querido, el escáner cerebral
muestra una especial activación en esa zona, que también tiene lugar en
momentos emocionalmente cargados, como cuando contemplamos la imagen de
una persona amada, cuando alguien nos parece atractivo o cuando juzgamos si
están tratándonos bien o están engañándonos.
Otra región en la que también abundan las células fusiformes es la
llamada área 24 de la corteza cingulada anterior, que se pone en marcha cuando
experimentamos una emoción intensa y desempeña un papel esencial en nuestra
vida social, orientando el despliegue y el reconocimiento de la expresión facial
de las emociones. Esta región, a su vez, se halla fuertemente conectada con la
amígdala, asiento de nuestras primeras impresiones y detonante también de
muchos de esos sentimientos.
La rapidez que caracteriza a este tipo de neuronas parece explicar la
extraordinaria velocidad con que opera la vía inferior. Cuando conocemos a
alguien, por ejemplo, nuestra sensación de gusto o disgusto puede presentarse
antes incluso de nombrar lo que estamos percibiendo.12 y 13 Es por todo ello que
las células fusiformes pueden explicar el modo en que la vía inferior nos
proporciona una valoración instantánea de gusto o disgusto milisegundos
antes de saber siquiera lo que ha ocurrido.14
Esos juicios sumarísimos, que dependen de las células fusiformes,
desempeñan un papel muy importante para guiar nuestras relaciones
interpersonales y, en consecuencia, nuestra vida social.
Ella vio lo que él estaba viendo
Poco después de su boda, Maggie Verver, la protagonista de la novela de
Henry James La copa dorada, visita a su padre, viudo desde hacía mucho
tiempo, a un hotelito en el campo, entre cuyos clientes había una mujer soltera
que parece mostrarse interesada en él.
Después de echar un rápido vistazo, Maggie se da súbitamente cuenta de
que su padre, que había permanecido soltero cuando debía cuidar de ella, se
siente libre para volver a casarse y, en ese mismo instante, la mirada de su hija
le dice que acaba de entender lo que él está sintiendo, sin haberlo mencionado
siquiera. Sin intercambiar palabra, Adam, el padre de Maggie, tiene entonces la
sensación de que «ella vio lo que él estaba viendo».
En ese diálogo silencioso, «El rostro de ésta no podía ocultarle lo que
albergaba en su mente y, a su manera, había visto lo que los dos estaban
viendo».
La descripción de ese breve episodio de reconocimiento mutuo ocupa
varias páginas del comienzo de la novela y el resto de ese largo relato se ocupa
de las consecuencias de ese singular momento de comprensión hasta que
finalmente Adam vuelve a casarse.15
Henry James supo reflejar perfectamente la extraordinaria riqueza que
puede transmitir una simple mirada. No es de extrañar que una expresión que
dure tan un solo instante encierre volúmenes enteros de significado, porque
estos circuitos neuronales están continuamente activos.
Este radar neuronal está en funcionamiento aun cuando el resto de
nuestro cerebro permanezca inactivo. Resulta muy interesante constatar que tres
de las cuatro regiones neuronales especialmente más activas
que operan
como motores neuronales al ralentí prestos a responder a la menor necesidad ,
tienen que ver con los juicios interpersonales16 y aumentan su actividad cuando
vemos o pensamos en las relaciones interpersonales.
Un grupo de UCLA dirigido por Marco Iacoboni (uno de los
descubridores de las neuronas espejo) y Matthew Lieberman (uno de los
fundadores de la neurociencia social) han utilizado el RMNf para investigar el
funcionamiento de estas zonas.17 Su conclusión es que la actividad por defecto
del cerebro es decir, lo que sucede automáticamente cuando no ocurre nada
más gravita en torno al mundo de las relaciones.18
La rápida tasa metabólica de estas redes neuronales sensibles a las
personas pone de relieve la extraordinaria importancia que ocupa el mundo
social en el diseño de nuestro cerebro. Bien podríamos decir que la actividad
preferida del cerebro en reposo consiste en la revisión de nuestra vida social,
algo que se asemeja a ver una y otra vez nuestro programa de televisión
favorito. De hecho, esos circuitos sociales sólo parecen aquietarse cuando nos
ocupamos de una tarea impersonal, como analizar detenidamente un extracto
bancario, una tarea que, como cualquier otra ligada al análisis de los objetos,
requiere la puesta en marcha de las correspondientes regiones cerebrales.
Quizás esto explique la ventaja que el cerebro atribuye al mundo
interpersonal, que nos lleva a esbozar juicios sobre las personas décimas de
segundo antes de lo que sucedería en cualquier otro caso. Cualquier encuentro
interpersonal activa estos circuitos, esbozando juicios de gusto o disgusto que
predicen si habrá o no relación y, en caso positivo, el curso que tomará.
La progresión de actividad cerebral parte de la corteza cingulada y se
expande, a través de las células fusiformes y la vía inferior, hasta otras regiones
con las que está muy conectada, especialmente la corteza orbitofrontal y
reverbera también en todas las áreas emocionales. Esta red proporciona una
sensación general que, con la colaboración de la vía superior, permite esbozar
una reacción más consciente, ya sea una acción directa o, como ilustra el caso
de Maggie Verver, una simple comprensión silenciosa.
El circuito neuronal que conecta la corteza orbitofrontal con la corteza
cingulada anterior entra en acción cada vez que elegimos la mejor respuesta
posible ante muchas alternativas. Estos circuitos valoran todo lo que
experimentamos, asignándole un valor de gusto o disgusto y configurando
así también nuestra misma sensación de significado, es decir, de lo que nos
importa. Hay quienes actualmente afirman que este cálculo emocional refleja el
sistema de valores fundamental en el que se basa el cerebro para organizar
nuestro funcionamiento, aunque sólo sea determinando nuestras prioridades en
un momento dado. Es por ello que este nódulo neuronal resulta esencial para el
proceso de toma de decisiones social y está muy ligado, por tanto, a las
conjeturas que hacemos de continuo y acaban determinando el éxito o el fracaso
de nuestras relaciones.19
Veamos ahora la asombrosa velocidad con la que el cerebro llega a esas
comprensiones de la vida social. En el primer momento en que nos encontramos
con alguien, estas áreas neuronales esbozan un juicio inicial a favor o en contra
en cuestión de 500 milisegundos.20
Luego viene la cuestión del modo en que debemos reaccionar a la
persona implicada. Una vez que la corteza orbitofrontal ha registrado
claramente nuestra decisión, determina la actividad neuronal durante otro
veinteavo de segundo en el que las regiones prefrontales cercanas, operando en
paralelo, proporcionan información sobre el contexto social y nos ayudan a
esbozar una respuesta más adecuada al momento.
La corteza orbitofrontal, usando los datos del contexto, elabora entonces
la respuesta más equilibrada entre el impulso primordial ( ¡Vete de aquí! ) y la
que mejor funciona (como, por ejemplo, pergeñar una excusa para marchar) sin
experimentar, por ello, esa decisión como una comprensión consciente de las
reglas que guían la decisión, sino como una sensación de corrección .
La corteza orbitofrontal, en suma, determina nuestra acción después de
enterarse de cómo nos sentimos con alguien y lo hace inhibiendo la primera
respuesta instintiva, que podría llevarnos a actuar de un modo que luego
lamentaríamos.
Esta secuencia no sólo ocurre una vez, sino que lo hace de continuo
durante cualquier interacción social. Nuestros mecanismos primarios de guía
social se apoyan, pues, en una serie de tendencias emocionales, ya que nuestra
acción será diferente si la persona con la que estamos nos gusta o nos
desagrada y, si nuestros sentimientos cambian a lo largo de la interacción, el
cerebro social se encarga de ajustar silenciosamente lo que decimos y hacemos
al respecto.
Lo que sucede en esos instantes resulta esencial para una vida social
satisfactoria.
Las decisiones de la vía superior
Una conocida me comentó, en cierta ocasión, que se hallaba muy
preocupada por su hermana, a la que un trastorno mental había tornado muy
proclive a los ataques de ira. La relación entre las dos era muy amable y cordial
pero, sin previo aviso, su hermana la acusaba y atacaba como si estuviera
paranoica.
Como me dijo mi amiga: Cada vez que me acerco a ella, me daña .
Así fue como empezó a protegerse de lo que experimentaba como una
agresión emocional , espaciando sus encuentros, sin responder de inmediato a
sus llamadas y esperando, en el caso de que su voz en el contestador sonase
demasiado enfurecida, un par de días, para darle así el tiempo necesario para
calmarse.
Pero lo cierto es que estaba preocupada por su hermana y no quería
alejarse de ella de modo que, cuando se sentía atacada, recordaba el trastorno
mental y no se lo tomaba como algo personal, ejercitando así una suerte de judo
mental interior que la protegía del contagio nocivo.
La naturaleza automática del contagio emocional nos torna vulnerables a
las emociones aflictivas. Pero ése no es más que el comienzo de la historia
porque también podemos, cuando es necesario, apelar a varias estrategias
mentales para contrarrestarlo que, cuando una determinada relación se ha
tornado destructiva, nos ayudan a establecer una distancia emocional protectora.
La vía inferior opera a gran velocidad, pero ello no nos deja a merced de
lo que sucede en ese pequeño intervalo porque, cuando la vía inferior nos causa
problemas, la superior puede, no obstante, protegernos.
La vía superior nos proporciona alternativas que discurren
fundamentalmente a través de circuitos neuronales ligados a la corteza
orbitofrontal. Los mensajes viajan de continuo de un lado a otro de los centros
de la vía inferior, que disparan nuestra reacción emocional, incluyendo el
simple contagio. Pero la corteza orbitofrontal, sin embargo, también envía un
flujo paralelo de información para activar los centros superiores y estimular así
nuestros pensamientos al respecto, un ramal ascendente, por decirlo así, que nos
proporciona una comprensión más exacta de lo que está sucediendo y posibilita
una respuesta más matizada. De este modo, la vía superior y la vía inferior
participan en todos nuestros encuentros interpersonales, en los que la corteza
orbitofrontal desempeña el papel de estación de relevo.
La vía inferior, con sus neuronas espejo ultrarrápidas, funciona como una
especie de sexto sentido que nos permite sentir, aunque sea de un modo vago y
sin ser claramente conscientes de la conexión, lo que sienten los demás. Esta
especie de empatía primordial instantánea desencadena en nosotros una
respuesta emocional completamente ajena a toda intervención del pensamiento.
La vía superior, por el contrario, se activa cuando prestamos una atención
deliberada a la persona con la que estamos hablando para comprender mejor lo
que está ocurriendo y cambiar, de ese modo, nuestro estado de ánimo, algo que
depende fundamentalmente de nuestro cerebro pensante, en particular, de los
centros prefrontales. En este sentido, la vía superior amplía y flexibiliza el
repertorio establecido y fijo de respuestas de la vía inferior activando su
inmensa variedad de ramificaciones neuronales y aumentando
exponencialmente, en consecuencia, nuestras posibilidades de respuesta a
medida que transcurren los milisegundos.
Así pues, mientras que la vía inferior nos proporciona una afinidad
emocional instantánea, la superior genera una sensación social más compleja
que, a su vez, posibilita una respuesta más apropiada. Y esta flexibilidad
procede de los recursos de la corteza cerebral prefrontal, el centro ejecutivo del
cerebro.
La lobotomía prefrontal, una moda pasajera de la psiquiatría de los años
cuarenta y cincuenta del pasado siglo, seccionaba quirúrgicamente la conexión
existente entre la corteza orbitofrontal y otras regiones cerebrales (en una forma
de cirugía primitiva que no era muy distinta a insertar un destornillador a
través de la cuenca ocular y rebanar con él una parte del cerebro). Los
neurólogos de la época tenían una idea muy difusa de las funciones concretas
que desempeñan las distintas regiones cerebrales y más vaga todavía de la
corteza orbitofrontal, pero descubrieron que, tras ella, los enfermos mentales
anteriormente agitados se tornaban mucho más tranquilos, lo que suponía, dicho
sea de paso, una gran ventaja para quienes se veían obligados a trabajar en
medio del caos reinante en los manicomios en donde, por aquel entonces, se
amontonaban los pacientes psiquiátricos.
Aunque las capacidades cognitivas de los pacientes lobotomizados
permanecían intactas, se observó en ellos un par de misteriosos efectos
colaterales , el achatamiento o desaparición completa de las emociones y el
aumento de la desorientación en situaciones sociales nuevas. Hoy en día, la
neurociencia sabe que esos efectos se debían al hecho de que la corteza
orbitofrontal coordina la interacción entre el mundo social y el modo en que nos
sentimos, determinando así nuestra respuesta. Es también por ello que, en
ausencia de estas matemáticas interpersonales, los pacientes lobotomizados se
hallaban completamente confundidos ante situaciones socialmente novedosas.
Violencia económica
Supongamos que usted y un extraño reciben diez dólares que deben
repartirse como mejor quieran. Sigamos suponiendo que ese desconocido le
ofrece dos dólares (y se queda con los ocho restantes), una propuesta que
cualquier economista consideraría muy razonable porque, a fin de cuentas, dos
dólares siempre es mejor que nada. Pero, por más razonable que pueda parecer,
la gente suele enfadarse ante tal propuesta y, si lo que se le ofrece no es más
que un dólar, llega incluso a indignarse.
Esto es lo que suele ocurrir cuando las personas juegan a lo que los
economistas conductistas han denominado Ultimatum Game, un juego en el que
uno de los participantes debe formular propuestas que el otro sólo puede aceptar
o rechazar y, cuando todas son rechazadas, les deja a ambos sin nada.
No es de extrañar que las propuestas económicamente abusivas
desencadenen una especie de violencia económica.21 Muy usado en
simulaciones de toma de decisiones económicas, el Ultimatum Game se ha visto
recientemente asociado a la neurociencia social gracias a la obra de Jonathan
Cohen, director del Center for the Study of Brain, Mind and Behavior de la
Princeton University, que se ha dedicado a investigar lo que sucede en el
cerebro de los participantes durante el desarrollo del juego.
Cohen es un pionero en el nuevo campo de la neuroeconomía , que se
dedica a analizar las fuerzas neuronales que intervienen en los procesos
racionales e irracionales de toma de decisiones económicas, un ámbito en el que
las vías superior e inferior desempeñan un papel muy importante. Gran parte de
la investigación realizada en este campo gira en torno a las áreas cerebrales que
se activan en aquellas situaciones interpersonales que nos permiten comprender
las fuerzas irracionales que mueven el mercado.
«No es infrecuente dice Cohen que, si alguien ofrece un simple
dólar, la respuesta del otro sea ¡Vete al infierno! . Pero ello, según la teoría
económica, resulta irracional, porque un dólar es mejor que nada. Esto es algo
que resulta desconcertante para los economistas porque, según sus teorías, la
gente siempre quiere aumentar sus beneficios y no acaba de entender que haya
quienes, para castigar una propuesta que les parece injusta, estén dispuestos a
sacrificar el sueldo de un mes.»
Este tipo de enfado es más frecuente cuando el juego tiene lugar en una
sola ronda que cuando son varias las rondas que se juegan porque, en este
último caso, aumentan las probabilidades de alcanzar un acuerdo satisfactorio.
El Ultimatum Game no sólo enfrenta a una persona contra otra, sino que
también establece, dentro de cada una de ellas, un tira y afloja entre la vía
superior y la vía inferior, es decir, entre los sistemas cognitivo y emocional. La
vía superior descansa básicamente en la corteza cerebral prefrontal, esencial
para el pensamiento racional. Como ya hemos visto, el área orbitofrontal yace
en el fondo del área prefrontal y custodia las fronteras que la separan de los
centros que rigen los impulsos emocionales de la vía inferior, como la
amígdala, ubicada en el cerebro medio.
Observando los circuitos neuronales que operan durante las transacciones
microeconómicas que enfrentan a las vías superior e inferior, Cohen ha podido
determinar la influencia de la corteza racional prefrontal y diferenciarla de las
respuestas irreflexivas del tipo ¡Vete al infierno! características de estructuras
de la vía inferior como la ínsula que, durante ciertas emociones, puede
reaccionar tan intensamente como la amígdala. El análisis de los escáneres
cerebrales realizados por Cohen ha puesto de manifiesto que, cuanto más
intensa es la reactividad de la vía inferior, menos racionales son, desde una
perspectiva económica, las reacciones de los jugadores y que, cuanto más activa
se halla el área prefrontal, más equilibrada, por el contrario, es su respuesta.22
En un ensayo titulado The vulcanization of the brain (una referencia a
la hiperracionalidad característica de Mr Spock, el personaje de Star Trek
originario del planeta Vulcano), Cohen analiza la interacción entre el
procesamiento neuronal abstracto propio de la vía superior (que valora
cuidadosa y deliberadamente los pros y los contras) y la actividad de la vía
inferior (más emocional y predispuesta a la respuesta inmediata) y llega a la
conclusión de que depende de la pujanza de la región prefrontal, mediadora de
la racionalidad.
El tamaño de la corteza prefrontal es un elemento que nos distingue de
los demás primates, que tienen regiones prefrontales mucho más pequeñas. A
diferencia de lo que sucede con otras regiones cerebrales especializadas en una
determinada tarea, estos centros ejecutivos requieren más tiempo para realizar
su trabajo. Pero, como ocurre con el resto de los repetidores cerebrales
multiuso, la región prefrontal es mucho más flexible y capaz de enfrentarse a un
rango mucho más amplio de tareas que cualquier otra estructura neuronal.
«La corteza prefrontal me dijo Cohen ha transformado el mundo
humano hasta un punto en el que ya nada es ya física, económica ni socialmente
igual.»
La capacidad creativa de los circuitos prefrontales nos ayuda a esquivar
los mismos escollos generados por el genio humano (como las guerras por el
control del petróleo provocadas por el consumo de gasolina, la sobreabundancia
de calorías de las granjas industrializadas, los delitos informáticos, etcétera,
etcétera, etcétera). Si tenemos en cuenta que muchos de esos peligros y
tentaciones se asientan en los deseos más primordiales de la vía inferior ante la
explosión de oportunidades de autocomplacencia y abuso proporcionados por la
vía superior nos daremos cuenta de que nuestra supervivencia depende, en gran
medida, de esta última.
Como dijo Cohen: «Es cierto que ahora podemos acceder fácilmente a lo
que queremos, como azúcar y grasas, pero todavía debemos aprender a
equilibrar mejor nuestros intereses a corto y a largo plazo».
Este equilibrio depende de la capacidad de la corteza prefrontal de decir
no a los impulsos (y de negarnos, en consecuencia, una segunda ración de
mousse de chocolate) o pensárnoslo mejor (y convertir así una respuesta
violenta en otra más amable), en cuyo caso, la vía superior domina a la
inferior.23
Decir no a los impulsos
Semana tras semana, un hombre de Liverpool (Inglaterra) jugaba a los
mismos números de la lotería nacional: 14, 17, 22, 24, 42 y 47. Un buen día,
mientras contemplaba las noticias en la televisión, se enteró de que esa misma
secuencia había obtenido el premio de dos millones de libras, pero entonces se
dio cuenta de que, por primera vez, había olvidado echar a tiempo su boleto y,
abrumado por la desesperación, acabó suicidándose.
Esta tragedia aparece citada en un artículo científico sobre el
remordimiento que se deriva de una decisión equivocada.24 Esos sentimientos
se originan en la corteza orbitofrontal, despertando la punzada de
recriminaciones y reproches que acabaron sacando de sus casillas a ese pobre
jugador de lotería. Pero los pacientes que presentan lesiones en los circuitos de
la corteza orbitofrontal carecen de ese tipo de sentimientos y jamás se lamentan,
en consecuencia, de las ocasiones perdidas.
La corteza orbitofrontal ejerce una influencia moduladora descendente
sobre el funcionamiento de la amígdala, fuente de impulsos y oleadas
emocionales ingobernables.25 Es precisamente por ello que, quienes tienen
lesionados esos circuitos inhibidores, se comportan como niños que no saben
reprimir sus impulsos emocionales y son incapaces, en consecuencia, de dejar
de imitar el rostro de la persona con la que se encuentran. Y es que, al carecer
de ese dispositivo de seguridad emocional, se encuentran a merced de las
respuestas de la amígdala.
Esos pacientes tampoco muestran la menor preocupación por errores
sociales que atormentarían a otros. Así, por ejemplo, no tienen problema alguno
en besar y abrazar a un completo desconocido, en contar chistes que harían las
delicias del más escatológico de los niños de tres años o en revelar alegremente
sus más embarazosas intimidades a cualquiera que esté dispuesto a escucharles,
ignorando incluso el escándalo que ello pueda ocasionar.26 Tal vez sepan
explicar racionalmente las normas sociales del decoro, pero no muestran el
menor empacho en olvidarlas y quebrantarlas, como si el inadecuado
funcionamiento de la corteza orbitofrontal impidiera a la vía superior modular
el funcionamiento de la inferior.27
La corteza orbitofrontal también funciona mal en el caso de aquellos
veteranos de guerra que, al contemplar una escena bélica en las noticias de la
noche o la explosión de un camión en una película, se ven desbordados por la
emergencia de sus propios recuerdos traumáticos. Ésta es una respuesta que se
origina en una sobreexcitación de la amígdala que envía equivocadamente
oleadas de pánico a cualquier señal que evoque vagamente el trauma original.
En condiciones normales, la corteza orbitofrontal evaluaría adecuadamente esos
sentimientos primordiales de miedo y llegaría a la conclusión de que no se halla
sumido en el fragor de la batalla, sino viendo sencillamente la televisión.
Mientras la vía superior la mantiene a raya, la amígdala no puede
desempeñar el papel de chico malo del cerebro. En este sentido, la corteza
orbitofrontal opera como centro de control que puede reprimir los impulsos
límbicos procedentes de la amígdala. Así pues, cuando los circuitos de la vía
inferior transmiten impulsos emocionales primordiales (como Tengo ganas de
gritar o Estoy tan nervioso que quisiera salir corriendo ), la corteza
orbitofrontal los evalúa para tener una comprensión más exacta de lo que
realmente está ocurriendo ( Estoy en una biblioteca o Ésta no es más que la
primera cita ) y los modula en consecuencia, actuando como una especie de
freno emocional.
En ausencia de este freno, nuestra respuesta resulta inadecuada. Veamos,
por ejemplo, el caso de cierta investigación en la que estudiantes universitarios
desconocidos acudieron a un laboratorio para conocerse virtualmente en un
chat online, una investigación que puso de manifiesto que, cerca del veinte por
ciento de esas charlas no tardaron en asumir tonalidades abiertamente sexuales
y en las que no faltaron los términos explícitos, las representaciones gráficas y
hasta las propuestas más desinhibidas.28
Cuando el experimentador que dirigió esa investigación leyó las
transcripciones de las charlas se quedó atónito porque, cuando acompañó a los
diferentes participantes a sus cubículos, todos ellos se habían mostrado muy
respetuosos, comedidos y educados, algo que contrastaba profundamente con la
desinhibición verbal mostrada en su conducta online.
Es de suponer que ninguno de ellos se habría atrevido a zambullirse en
una conversación tan manifiestamente sexual en el caso de haberse tratado de
un encuentro cara a cara. La relación interpersonal directa nos permite
establecer lazos y mantener un feedback continuo basado en las expresiones
faciales y el tono de voz de los demás que nos dicen de inmediato si estamos
bien o mal encaminados.
Desde hace mucho tiempo
casi desde los mismos orígenes de
Internet se sabe que la conducta de los adultos que están conectados online es
muy desinhibida.29 La vía superior nos ayuda a no transgredir ciertos límites,
pero Internet carece del tipo de feedback que necesita la corteza orbitofrontal
para mantenernos socialmente a raya.
Pensándolo bien
¿Qué hace esa mujer llorando a solas frente a una iglesia? Parece que se
trata de un funeral y está lamentando la pérdida de un ser querido pero,
pensándolo bien esto no tiene pinta de ser un funeral. ¿Qué estaría haciendo,
en tal caso, esa limusina blanca engalanada de flores aparcada frente a la
iglesia. ¡Es una boda! ¡Qué bonito!
Eso fue, aproximadamente, lo primero que pensó al contemplar la
fotografía en la que una mujer estaba llorando delante de una iglesia y se sintió
tan afligida que estuvo a punto de llorar. Después de echarle una segunda
ojeada más detenida y pensárselo mejor, sin embargo, esa primera impresión
cambió por completo y, cuando se dio cuenta de que era una mujer dispuesta a
acudir a una boda, su tristeza se trocó en gozo. Y es que, cuando nuestra
percepción cambia, también lo hacen nuestras emociones.
Este episodio de la vida cotidiana se deriva de una investigación sobre los
mecanismos cerebrales dirigida por Kevin Ochsner que, a los treinta y pocos
años, se ha convertido en una de las figuras pioneras de esta disciplina en
ciernes que emplea las nuevas técnicas de imagen cerebral de que hoy en día
dispone la ciencia.30 Cuando visité a Ochsner en su pulcra oficina, un oasis de
orden en Schermerhorn Hall, la rancia conejera que aloja el departamento de
psicología de Columbia, me explicó sus métodos.
En la investigación realizada por Ochsner, un voluntario del RMNf
Research Center de Columbia yace tumbado sobre una camilla dentro del largo
y oscuro cilindro de un equipo de resonancia magnética, llevando sobre su
cabeza una especie de pajarera encargada de registrar las ondas de radio
emitidas por los átomos de su cerebro. Un espejo diestramente colocado en
ángulo de 45º sobre la jaula proporciona una semblanza de contacto reflejando
una imagen proyectada desde el extremo más alejado de la camilla, la zona en
la que los pies del sujeto asoman del aparato.31
Pero, por más que se trate de un entorno escasamente natural
proporciona, no obstante, una imagen muy detallada de la respuesta cerebral a
determinados estímulos, ya sea la foto de una persona aterrada o, utilizando
auriculares, la risa de un bebé. Los estudios de imagen cerebral que emplean
estos métodos han permitido a los neurocientíficos determinar con una
exactitud sin precedentes las regiones cerebrales que participan en una amplia
diversidad de encuentros interpersonales.
En la investigación dirigida por Ochsner con que iniciábamos esta
sección, una mujer debía contemplar una fotografía y anotar claramente los
pensamientos y sentimientos que la imagen le suscitase. Luego fue invitada a
echar un nuevo vistazo a la fotografía y considerar más detenidamente la
situación. Esa revisión fue la que le permitió pasar de la imagen inicial de un
funeral a la de una boda, un cambio que debilitó los mecanismos neuronales
desencadenantes de su tristeza.
La secuencia neuronal es concretamente la siguiente: la amígdala
derecha, el centro que desencadena las emociones más angustiosas, comienza
llevando a cabo una valoración emocional automática y ultrarrápida de lo que
está sucediendo en la fotografía un funeral y activa, en consecuencia, los
circuitos de la tristeza.
Esa primera respuesta emocional es tan espontánea y veloz que, cuando
la amígdala dispara sus reacciones para activar otras áreas del cerebro, los
centros corticales del pensamiento todavía no han acabado de analizar la
situación. El disparo de la amígdala se ve corroborado y perfeccionado luego
por los sistemas que vinculan los centros emocionales a los cognitivos,
agregando así una tonalidad emocional a nuestra percepción. Así es como se
articulan nuestras primeras impresiones ( ¡Qué triste! Está llorando en un
entierro ).
La reconsideración deliberada de la fotografía ( No es un entierro, sino
una boda ), acaba reemplazando la impresión inicial por otra nueva, momento
en el cual el primer aluvión de sentimientos negativos se ve reemplazado por
otro más positivo e inicia una cascada de mecanismos que acaban silenciando a
la amígdala y otros circuitos relacionados con ella.
Los resultados de la investigación dirigida por Ochsner sugieren que,
cuanta mayor es la implicación de la corteza cingulada anterior, más probable
es que la reconsideración racional posterior acabe transformando positivamente
nuestro estado de ánimo. Cuanto mayor es, además, la activación de ciertas
áreas prefrontales durante la reevaluación, más silenciosa se torna la amígdala.32
Es como si, cuanto más intensa fuera la voz de la vía superior, más silenciosa se
mantuviera la vía inferior.
Parece, pues, que la reconsideración consciente de una situación
perturbadora lleva a la vía superior a controlar la amígdala mediante la
activación de una serie de circuitos prefrontales alternativos. Por su parte, la
estrategia mental concreta a la que apelamos durante la reevaluación parece
determinar cuál de los circuitos que silencian la amígdala se activará.
Hay un circuito prefrontal que se activa cuando contemplamos de manera
objetiva y desapegada como si no tuviéramos la menor implicación personal
con ella (la estrategia típicamente usada, dicho sea de paso, por los
profesionales de la salud) el malestar de otra persona, como el sufrimiento de
un paciente gravemente enfermo, pongamos por caso.
Otra vía superior diferente y menos directa se activa cuando
consideramos la situación del paciente desde una perspectiva más positiva
diciéndonos, por ejemplo, que no está tan enfermo, que posee una constitución
fuerte y que lo más probable es que se recupere.33 Al cambiar de este modo el
significado de lo que percibimos, se modifica también su impacto emocional ya
que, como dijo Marco Aurelio hace ya unos milenios, el sufrimiento «no se
debe a la cosa misma sino al modo en que la estimamos, algo que podemos
revocar en cualquier momento».
Los datos proporcionados por esta reevaluación nos permiten corregir la
idea tan difundida como equivocada de que nos hallamos a merced de nuestra
vida mental, «porque lo que pensamos, sentimos y hacemos discurre
automáticamente en el tiempo que dura un parpadeo».34
Como dice Ochsner, «la idea de que todo sucede automáticamente
resulta muy deprimente. A fin de cuentas, la reevaluación modifica nuestra
respuesta emocional y, cuando la realizamos deliberadamente, logramos un
mayor control consciente de nuestras emociones».
El simple hecho de nombrar mentalmente las emociones que
experimentamos puede refrenar también el funcionamiento de la amígdala, una
forma de reevaluación que tiene grandes implicaciones en nuestra vida social.35
Por un lado, afirma la posibilidad de modificar nuestras reacciones reflejas
negativas hacia alguien, reconsiderando más detenidamente la situación y
reemplazando una actitud irreflexiva por otra más útil tanto para los demás
como para nosotros mismos.
La vía superior también nos proporciona la posibilidad de responder del
modo en que más nos guste, aun frente a un contagio indeseado.36 En tal caso,
en lugar de vernos desbordados por el miedo histérico de alguien, podemos
mantener la calma y proporcionar una ayuda más eficaz y, si alguien se halla
demasiado agitado y no queremos compartir su estado, podemos protegernos
del contagio y permanecer resueltamente en nuestro estado de ánimo preferido.
Son muchos los retos a los que nos enfrenta la vida y, si bien la vía
inferior nos brinda una primera posibilidad de respuesta, la superior nos permite
decidir la que realmente queremos dar.
La remodelación de la vía inferior
David Guy tendría unos dieciséis años de edad cuando experimentó su
primer ataque de ansiedad. Ocurrió en clase de inglés, cuando su maestro le
invitó a leer en voz alta su redacción semanal.
En ese mismo instante, su mente se vio desbordada por imágenes de sus
compañeros de clase porque aunque, por aquel entonces, ya quería ser escritor y
empezaba a experimentar con nuevas técnicas, sabía perfectamente que sus
compañeros no tenían el menor interés en la escritura y no tendrían empacho
alguno en burlarse de él.
David se esforzó denodadamente en evitar lo que se imaginaba el mayor
de los ridículos, pero ello no impidió que se viese paralizado por el miedo. Su
rostro enrojeció, sus manos empezaron a sudar y el corazón le latía tan deprisa
que casi se le cortó la respiración y fue incapaz de articular una sola palabra. Y
lo peor era que, cuanto más lo intentaba, mayor era el pánico que
experimentaba.
Ese miedo escénico no desapareció con el paso del tiempo. Poco importó
que el último curso fuese elegido delegado de clase porque, apenas se enteró de
que debía pronunciar un discurso de aceptación, declinó la oferta. Años más
tarde, después de haber publicado su primera novela a los treinta años de edad,
David sigue sorteando como mejor puede ese tipo de situaciones y rechazando
las invitaciones que recibe para hablar en público de su novela.37
Son muchas las personas que, como David Guy, tienen miedo a hablar en
público. Las encuestas realizadas en este sentido demuestran que ésa es la más
frecuente de todas las fobias y que afecta a uno de cada cinco ciudadanos de
nuestro país. Pero el miedo escénico no es sino una de las principales
modalidades que asume la fobia social , término con el que el manual de
diagnóstico psiquiátrico denomina a la ansiedad generada por situaciones que
van desde el miedo a conocer gente nueva hasta hablar con personas
desconocidas, comer en público o incluso usar un lavabo público.
Como bien ilustra el caso de David, el primer episodio de este tipo suele
presentarse en la adolescencia, pero el miedo dura toda la vida y quien lo
padece hace lo que sea por evitar la situación temida, cuya misma perspectiva
basta para desencadenar un ataque de ansiedad.
El miedo al público tiene un extraordinario poder biológico. En tal caso,
basta con que el sujeto imagine simplemente las críticas de la audiencia para
que la amígdala responda desencadenando un aluvión de hormonas del estrés en
lo que bien podemos considerar como el equivalente de un auténtico temporal
fisiológico.
Esos miedos aprendidos dependen parcialmente de los circuitos
relacionados con la amígdala, un conglomerado neuronal al que Joseph LeDoux
denomina el centro del miedo y al que lleva estudiando desde hace varias
décadas en el Center for Neural Science de la New York University.38 Según
LeDoux, las células de la amígdala en las que se registra la información
sensorial y las áreas adyacentes que aprenden el miedo, desencadenan nuevas
pautas en el momento en que un miedo ha sido aprendido.39
Nuestros recuerdos son, en parte, reconstrucciones. Cada vez que
evocamos un recuerdo, nuestro cerebro lo reescribe, actualizando el pasado en
función de nuestros intereses y preocupaciones presentes. A nivel celular,
recuperar un recuerdo significa pues, según LeDoux, reconsolidarlo , es decir,
modificarlo gracias a una nueva síntesis proteica que nos permite almacenarlo
actualizado.40 Cada vez, pues, que evocamos un recuerdo, reorganizamos su
misma configuración química hasta el punto de que, la próxima vez que lo
evoquemos, volverá tal y como se vio modificado.
Los datos concretos de la nueva consolidación dependen de lo que
aprendamos mientras lo recordemos y, si lo único que experimentamos es el
fogonazo del miedo, no haremos más que profundizarlo. Pero la vía superior
también puede aportar razón a la inferior porque si, en el momento en que
experimentamos el miedo, nos decimos algo que alivie su presión, el mismo
recuerdo suele recodificarse con menor intensidad. Así es como podemos
aprender a evocar gradualmente el recuerdo temido sin experimentar la
emergencia de la angustia en cuyo caso, según LeDoux, las células de la
amígdala se reprograman y desarticulan el condicionamiento original del
miedo.41 Es por ello que el objetivo de este tipo de terapia puede ser
considerado como una reconfiguración gradual de las neuronas ligadas al miedo
aprendido.42
Hay veces en que el tratamiento recurre a la exposición real a las
situaciones ansiógenas, lo que permite a la persona experimentar la fobia y,
simultáneamente, ejercitar el modo de dominarla. Las sesiones de exposición
empiezan con una relajación que, muy a menudo, consiste en unos pocos
minutos de lenta respiración abdominal, seguida de un enfrentamiento a la
situación amenazante en una cuidadosa gradación que culmina en la peor de sus
versiones.
Consideremos, por ejemplo, la terapia de exposición para el control de la
angustia, que opera del mismo modo que la reducción del miedo. Durante las
sesiones que se llevaron a cabo al respecto con policías de tráfico de Nueva
York, una policía afirmó haberse dirigido hecha una furia a un motorista que la
había insultado llamándola ¡Sucia puta! . Ésa fue, durante la terapia de
exposición, la misma frase que se le repitió, primero en un tono lacónico y
luego con una intensidad emocional cada vez mayor que incluso acabó
apelando al empleo de gestos obscenos. La tarea de la policía consistía,
entretanto, en permanecer sentada lo más tranquila posible. La exposición
concluyó con éxito cuando, independientemente de lo aborrecible de la
situación, aprendió a mantenerse relajada y pudo volver de nuevo a la calle y
rellenar tranquilamente una multa de tráfico en medio de un aluvión de
improperios.43
Hay veces en que los terapeutas hacen todo lo posible por recrear, en el
entorno seguro proporcionado por la terapia, la escena desencadenante de un
determinado miedo social. Cierto terapeuta cognitivo muy conocido por su
experiencia en el tratamiento de la ansiedad recurre a la terapia grupal con una
audiencia que ayuda al paciente a superar el miedo a hablar en público.44 En tal
caso, el paciente debe adiestrarse en los métodos de relajación y apelar a
pensamientos que puedan contrarrestar los que habitualmente generan su
ansiedad, mientras el grupo asume actitudes cada vez más ansiógenas, desde el
aburrimiento hasta los comentarios irónicos y la franca desaprobación.
A decir verdad, la intensidad de la exposición debe mantenerse siempre
dentro de los límites de lo manejable. Una mujer que tenía que enfrentarse a una
audiencia manifiestamente hostil se excusó para ir a al cuarto de baño y, una
vez ahí, cerró la puerta y se negó a salir, hasta que finalmente pudieron
persuadirla para que continuase el tratamiento.
El simple hecho de revisar, con alguien que nos ayude a contemplarlo
desde una perspectiva levemente diferente, un recuerdo doloroso puede, según
LeDoux, aliviar gradualmente parte de la ansiedad provocada por el recuerdo
perturbador. Ésta puede ser una de las razones que explican la liberación que
tiene lugar cuando cliente y terapeuta reprocesan lo sucedido, porque la misma
conversación puede modificar el modo en que el cerebro registra lo que está
equivocado.
«Esto es algo según LeDoux que sucede de manera natural cuando
la revisión mental de una determinada preocupación nos permite asumir una
nueva perspectiva», empleando así la vía superior para remodelar la inferior.45
XXX OJO, LO QUE SIGUE HASTA EL FINAL DEL CAPÍTULO ES UNA
NOTA ENMARCADA EN UN RECUADRO XXX
El cerebro social
Como le dirá cualquier neurocientífico, la expresión cerebro social no
se refiere tanto (como hacía la frenología) a un lóbulo o un nódulo neuronal
concreto, como al conjunto de circuitos que orquestan nuestras relaciones
interpersonales.46 Y es que, si bien algunas estructuras cerebrales desempeñan
un papel muy importante en el modo en que gestionamos nuestras relaciones,
no hay ninguna de ellas que se ocupe exclusivamente de nuestra vida social.47
Hay quienes opinan que esta amplia diversificación de la responsabilidad
neuronal de nuestra vida social quizás se deba al hecho de que, al finalizar el
proceso biológico que llevó, en la antigua prehistoria, a la Naturaleza a esculpir
el cerebro de los primates, el grupo acabó asumiendo un papel fundamental en
nuestro repertorio de supervivencia. Y, para la creación del sistema de gestión
de esta nueva posibilidad, la Naturaleza parece haber contado con las
estructuras cerebrales disponibles en esa época, combinando diferentes regiones
ya existentes en un conjunto coherente de vías que nos sirvieran para afrontar
los retos derivados de esas complejas relaciones.
Aunque el cerebro recurra a cualquier parte de la anatomía para tareas
muy diversas, pensar en la actividad cerebral en términos de una determinada
función, como la interacción social, por ejemplo, proporciona a los
neurocientíficos un modo muy sencillo (aunque ciertamente también muy vago)
de organizar la de otro modo desalentadora complejidad de los
aproximadamente cien mil millones de neuronas y sus cerca de cien billones de
conexiones neuronales, la mayor densidad de conexiones conocida por la
ciencia. También hay que recordar que esas neuronas se organizan en módulos
cuya conducta se asemeja a la de un complejo móvil de Calder en el que el
movimiento de un determinado elemento reverbera en todos los demás.
Tampoco debemos olvidar una última complicación y es que la
Naturaleza economiza sus recursos. La serotonina, pongamos por caso, es un
neurotransmisor que genera sentimientos de bienestar en el cerebro. En este
sentido, por ejemplo, los antidepresivos ISRS ( inhibidores selectivos de la
recaptación de serotonina ) incrementan la tasa de serotonina y elevan así el
estado de ánimo. Pero hay que señalar que la serotonina también regula el
funcionamiento del intestino y que cerca del noventa y cinco por ciento de la
serotonina corporal se halla en el tracto digestivo, donde siete tipos diferentes
de receptores gestionan actividades que van desde la liberación del flujo de
enzimas digestivas hasta el movimiento intestinal.48
Del mismo modo que una determinada molécula puede regular la
digestión y la felicidad, casi todos los sistemas neuronales que componen el
cerebro social parecen controlar un determinado rango de actividad pero,
cuando operan en conjunto para hacer frente a una determinada interacción
personal, por ejemplo, redes muy remotas acaban coordinándose y
estableciendo un conducto neuronal común.49
Los métodos de imagen cerebral han posibilitado la mayor parte de la
cartografía del cerebro social. Pero, al igual que sucede con un turista que se
encuentra de paso por París durante sólo unos días, la imagen cerebral no aspira
a visitar todos los lugares interesantes, sino a centrarse exclusivamente en los
aspectos más significativos, lo que necesariamente implica sacrificar los
detalles. Es precisamente por ello que, si bien las imágenes de la RMNf resaltan
la superautopista social que conecta la corteza orbitofrontal con la amígdala,
pierden de vista los detalles concretos de los catorce núcleos diferentes
aproximados que componen la amígdala, cada uno de los cuales desempeña
funciones muy diferentes. Son muchas, pues, las cosas que todavía puede
enseñarnos esta nueva rama de la ciencia. (Los lectores interesados en más
detalles sobre este tema pueden echar un vistazo al Apéndice B.)
Corteza premotora
Corteza prefrontal
Corteza ventromedial
Corteza orbitofrontal
Tallo cerebral
CEREBRO GLOBAL
Corteza cingulada anterior
Ínsula
Hipocampo
Amígdala
SECCIÓN MEDIAL
Algunas de las principales regiones de los circuitos neuronales del cerebro
social
CAPÍTULO 6
¿QUÉ ES LA INTELIGENCIA SOCIAL?
Tres adolescentes de doce años se encaminan hacia un campo de fútbol
para asistir a clase de gimnasia. Delante va un muchacho regordete seguido de
otros dos de aspecto atlético que se mofan de él.
¿Así que vas a tratar de jugar al fútbol? pregunta, en tono sarcástico
y despectivo, uno de ellos, en una situación que, teniendo en cuenta los códigos
sociales que rigen la conducta de esos adolescentes, bien puede desembocar en
una pelea.
El chico rechoncho cierra entonces los ojos unos instantes y respira
profundamente, como si estuviera preparándose para un enfrentamiento. Pero
luego se dirige a los demás con voz tranquila y serena diciendo:
Sí, ya sé que no juego muy bien al fútbol, pero aun así voy a intentarlo
y luego, tras una breve pausa, agrega : Pero lo cierto es que sé dibujar muy
bien. Mostradme algo y veréis lo bien que lo dibujo. Después, dirigiéndose a su
antagonista, añade:
¡Me parece fantástico que sepas jugar bien al fútbol! ¡Me parece
realmente fantástico! A mí también me gustaría jugar tan bien como tú. Quizás,
si sigo entrenándome, acabe consiguiéndolo.
La verdad es que no juegas tan mal responde entonces el primero,
completamente desarmado, en un tono muy afectuoso : Si te interesa quizás
pueda enseñarte algunas cosas.
Este breve episodio constituye un ejemplo magistral de inteligencia social
en acción que puede acabar convirtiendo en una buena amistad lo que
perfectamente podría haber generado una enemistad.1 Y es que nuestro
aspirante a artista no sólo supo capear las turbulentas corrientes sociales de la
enseñanza secundaria, sino que superó también con creces una competición
intercerebral invisible y mucho más sutil.
Conservando la serenidad, nuestro héroe se resistió a reaccionar al
sarcasmo y acabó llevando a sus ofensores hacia un terreno emocionalmente
más amable. Se trata de un ejemplo evidente de una especie de jiujitsu neuronal
aplicado al mundo de la relación que transforma la química emocional
compartida desde un rango hostil hasta otro positivo.
«La inteligencia social se manifiesta claramente en los ámbitos de la
guardería, el patio de recreo, el cuartel, la fábrica y la sala de subastas, pero
elude las condiciones formales estándar del laboratorio.» Eso fue lo que dijo
Edward Thorndike, el psicólogo de la Columbia University que propuso el
concepto, en un artículo publicado en 1920 en el Harper s Montly Magazine,2
en el que afirmó claramente la importancia de las relaciones interpersonales en
multitud de campos, especialmente el liderazgo. «La falta de inteligencia social
puede convertir escribió al mejor de los mecánicos de una fábrica en el
peor de los capataces.»3
Pero, a finales de los cincuenta, David Wechsler, el conocido psicólogo
que puso a punto la que actualmente sigue siendo una de las medidas del CI
más ampliamente utilizadas, desdeñó la inteligencia social considerándola como
«un caso particular de la inteligencia general aplicada al campo de las
situaciones sociales».4
Hoy en día, medio siglo más tarde, parece que ya ha llegado el momento
de recuperar la llamada inteligencia social , en la medida en que la
neurociencia empieza a cartografiar la regiones cerebrales que controlan la
dinámica interpersonal [los lectores interesados pueden encontrar más detalles
al respecto en el Apéndice C].
Si queremos tener una comprensión más plena de la inteligencia social,
deberemos revisar el concepto, asegurándonos de que también incluye aptitudes
no cognitivas como, por ejemplo, la sensibilidad de la madre que sabe calmar
el llanto de su hijo con el contacto adecuado, sin detenerse siquiera a pensar un
instante lo que tiene que hacer.
Los psicólogos todavía no tienen claro cuáles son las habilidades sociales
y cuáles las emocionales. Esto no resulta nada extraño porque, como también
sucede con el cerebro social y el cerebro emocional, ambos dominios se hallan
muy entremezclados.5 Como dice Richard Davidson, director del Laboratory for
Affective Neuroscience de la University of Wisconsin: «Todas las emociones
son sociales. Resulta imposible separar la causa de una emoción del mundo de
las relaciones, porque son las relaciones sociales las que movilizan nuestras
emociones».
Mi propio modelo de la inteligencia emocional se centraba en la
inteligencia social sin prestar, como hacen otros teóricos, mucha importancia a
ese hecho.6 Pero, como hemos acabado descubriendo, el simple hecho de ubicar
la inteligencia social dentro del ámbito de lo emocional nos impide pensar con
claridad en las aptitudes que favorecen la relación, ignorando lo que sucede en
nuestro interior cuando nos relacionamos, una miopía que soslaya la dimensión
social de la inteligencia.7
Los ingredientes fundamentales de la inteligencia social pueden
agruparse, en mi opinión, en dos grandes categorías, la conciencia social (es
decir, lo que sentimos sobre los demás) y la aptitud social (es decir, lo que
hacemos con esa conciencia).
La inteligencia social
La conciencia social se refiere al espectro de la conciencia interpersonal
que abarca desde la capacidad instantánea de experimentar el estado interior de
otra persona hasta llegar a comprender sus sentimientos y pensamientos e
incluso situaciones socialmente más complejas. La conciencia social está
compuesta, en mi opinión, por los siguientes ítems:
Empatía primordial: Sentir lo que sienten los demás; interpretar
adecuadamente las señales emocionales no verbales.
Sintonía: Escuchar de manera totalmente receptiva; conectar con los
demás.
Exactitud empática: Comprender los pensamientos, sentimientos e
intenciones de los demás.
Cognición social: Entender el funcionamiento del mundo social.
La conciencia social
Aptitud social
Pero el simple hecho de experimentar el modo en que se siente otra
persona o de saber lo que piensa o pretende no es más que el primer paso,
porque lo cierto es que no basta con ello para garantizar una interacción
provechosa. La siguiente dimensión, la aptitud social, se basa en la conciencia
social que posibilita interacciones sencillas y eficaces. El espectro de aptitudes
sociales incluye:
Sincronía: Relacionarse fácilmente a un nivel no verbal.
Presentación de uno mismo: Saber presentarnos a los demás.
Influencia: Dar forma adecuada a las interacciones sociales.
Interés por los demás: Interesarse por las necesidades de los demás y
actuar en consecuencia.
Tanto el dominio de la conciencia social como el de la aptitud social van
desde las competencias básicas características de la vía inferior hasta las
articulaciones más complejas propias de la vía superior. Así, por ejemplo, la
sincronía y la empatía primordial son capacidades exclusivas de la vía inferior,
mientras que la exactitud empática y la influencia combinan las vías superior e
inferior. Y, por más blandas que puedan parecer algunas de estas habilidades,
ya existen muchos tests y escalas para valorarlas.
La empatía primordial
Cuando el funcionario de la embajada que debía gestionarle el visado le
preguntó para qué lo necesitaba advirtió en su rostro el destello fugaz del
disgusto. Alertado, le pidió entonces que aguardase unos instantes mientras iba
a otra habitación descubriendo, al teclear su nombre en el banco de datos de
Interpol, que se trataba de un fugitivo reclamado por la policía de varios países.
Este caso ilustra perfectamente la empatía primordial, es decir, la
capacidad de detectar las expresiones fugaces que nos permiten vislumbrar las
emociones ajenas, una modalidad intuitiva y visceral que discurre a través de la
vía inferior y cuya presencia (o ausencia) se expresa, por tanto, de manera muy
veloz y automática ya que, en opinión de los neurocientíficos, se ve activada
por las neuronas espejo.8
Por más callados que estemos, ello no implica que dejemos de emitir
mensajes (a través de nuestro tono de voz y de nuestras expresiones, por más
breves que éstas sean) que, de un modo u otro, transmitan a los demás lo que
estamos sintiendo. Y es que no podemos, por más que lo intentemos, reprimir
todos los signos que revelan nuestras emociones, porque los sentimientos
siempre encuentran un camino para expresarse.
Los tests utilizados para determinar esta empatía primordial valoran la
lectura rápida y espontánea que la vía inferior hace de todos esos signos no
verbales. Pero los tests que para ello se emplean no son pruebas de papel y lápiz
en los que debamos responder a una serie de preguntas, sino que se basan en
nuestras reacciones a las imágenes de los demás.
La primera vez en que escuché hablar de este tipo de pruebas fue durante
la época en que estaba preparando mi tesis y recuerdo a un par de licenciadas
que parecían divertirse más que yo. Se trataba de Judith Hall y de Dane Archer,
que hoy en día trabajan como profesoras de la Northeastern University y de la
University of California de Santa Cruz, respectivamente, y que, por aquel
entonces, estaban preparando, bajo la supervisión de Robert Rosenthal, profesor
de psicología social, una serie de vídeos protagonizados por Hall que, con el
paso del tiempo, ha acabado convirtiéndose en una de las medidas más
utilizadas para determinar el grado de sensibilidad interpersonal.
Archer se encargó de grabar esos vídeos mientras que Hall, que tenía una
cierta experiencia teatral, recreaba situaciones que iban desde devolver un
artículo defectuoso a una tienda hasta hablar de la muerte de un amigo. La
prueba en cuestión, que ha acabado denominándose Perfil de sensibilidad no
verbal (PONS), consiste en pasar decenas de fragmentos de vídeos que duran
un par de segundos y en los que el sujeto debe determinar, viendo tan sólo el
rostro, el cuerpo o la voz de Hall, lo que emocionalmente está sucediendo.9
Quienes mejor se desenvuelven en el PONS son también aquéllos a
quienes sus pares o superiores consideran más sensibles a las relaciones
interpersonales y que han demostrado ser los médicos y maestros que presentan
el mejor rendimiento profesional ya que, en el primero de los casos, sus
pacientes están más satisfechos con sus cuidados y, en el segundo, son
considerados como los más eficaces. También podemos decir que se trata, sin
excepción alguna, de las personas más queridas.
Ésta es una dimensión de la empatía en la que las mujeres se
desenvuelven un tres por ciento mejor que los hombres. Independientemente de
la aptitud considerada, la empatía parece mejorar con el paso del tiempo, como
si el mismo transcurrir de la vida fuese perfeccionándola. Así por ejemplo,
aunque las mujeres con niños que empiezan a caminar detectan mejor los
indicios no verbales que otras mujeres de la misma edad que carecen de ellos,
casi todo el mundo experimenta una considerable mejoría desde el comienzo de
la adolescencia hasta mediados los veinte años.
Otra prueba para determinar la empatía primordial, denominada Leer la
mente en los ojos , fue diseñada por el experto en autismo Simon Baron-Cohen
y su grupo de investigación de la Cambridge University.10 A continuación
presentamos tres de las treinta y seis imágenes que componen la prueba.
Las personas que obtienen una puntuación más elevada en la lectura de
los mensajes transmitidos por los ojos son las más dotadas para la empatía y, en
consecuencia, para cualquier profesión que la requiera (desde la diplomacia
hasta la policía, la enfermería y la psicoterapia). Los que obtienen peores
puntuaciones, por el contrario, son también los más propensos a padecer de
autismo.
La prueba consiste en determinar cuál de los cuatro adjetivos presentados
a continuación describe más exactamente lo que están comunicando los
siguientes pares de ojos:
agradecido ligón,
hostil decepcionado.
avergonzado confiado
bromista deprimido.
serio avergonzado
desconcertado alarmado.
respuesta: ligón, confiado y serio.
La sintonía
La sintonía es un tipo de atención que va más allá de la empatía
espontánea y tiene que ver con una presencia total y sostenida que favorece el
rapport. Las personas diestras en esta habilidad saben dejar a un lado sus
preocupaciones y escuchar de manera atenta y completa.
La capacidad de escuchar parece un talento natural. Pero, como sucede
con el resto de los ingredientes que componen la inteligencia social, todo el
mundo puede ejercitar y mejorar su capacidad de sintonizar con los demás
prestando simplemente más atención.11
El modo de hablar de una persona nos proporciona pistas muy claras de
su capacidad de escucha. Así, por ejemplo, lo que decimos en situaciones de
auténtica conexión tiene en cuenta lo que el otro siente, dice y hace mientras
que, en el caso contrario, los mensajes verbales son como balas que ignoran al
otro y se basan exclusivamente en el estado emocional del emisor. En este
sentido, la capacidad de escuchar es una variable muy importante, porque
hablar a una persona sin escucharla acaba convirtiendo cualquier conversación
en un mero monólogo.
Cuando secuestro una conversación, satisfago mis necesidades sin tener
en cuenta las de mi interlocutor, mientras que la escucha verdadera, por el
contrario, me obliga a sintonizar con sus sentimientos, permitiéndole decir lo
que tenga que decir y que la conversación siga el rumbo que ambos queramos.
Y, cuando este tipo de escucha tiene lugar en ambos sentidos, se establece un
auténtico diálogo en el que cada persona adapta sus comentarios a lo que el otro
siente y dice.
Resulta sorprendente que los mejores vendedores y personas que se
dedican al servicio al cliente manifiesten un tipo de presencia que no parece
atenerse a ningún programa preestablecido. Las investigaciones realizadas con
trabajadores estrella de esos campos han puesto de relieve que, cuando se
aproximan a un consumidor o a un cliente, no lo hacen con la intención de
formalizar una venta sino que, muy al contrario, se consideran como una
especie de asesores que cumplen con la función esencial de escuchar sus
necesidades para poder entenderlas y satisfacerlas más adecuadamente, creen
que su cliente se merece lo mejor y no dudan en ponerse de su lado en sus
justificadas quejas sobre su propia empresa. Son personas que prefieren cultivar
una relación y no parecen dispuestas a arruinar, por una venta, la confianza que
en ellos han depositado sus clientes.12
La investigación realizada en este sentido ha puesto de manifiesto que
saber escuchar constituye un rasgo distintivo de los mejores directivos,
maestros y líderes.13 Y también es una de las tres habilidades que, según sus
organizaciones, distinguen a los mejores profesionales de ayuda (como médicos
o trabajadores sociales),14 que no sólo se toman el tiempo de escuchar y
conectar con los sentimientos de los demás, sino que también formulan
preguntas ajenas al problema inmediato que puedan ayudarles a entender mejor
la situación.
La atención plena se halla hoy en día en peligro debido, entre otras
muchas causas, a nuestra tendencia a ocuparnos de varias cosas a la vez. Por
otra parte, el ensimismamiento y la preocupación contraen nuestra atención y
nos impiden advertir las necesidades y sentimientos de los demás, dificultando
en consecuencia nuestra respuesta empática. Y todo ello disminuye nuestra
capacidad de conectar con los demás e impide, por tanto, la aparición del
rapport.
Pero lo cierto es que la presencia plena no es tan complicada. Como dice
cierto artículo del Harvard Business Review: «Una simple conversación de
cinco minutos puede ser un momento muy significativo pero, para ello,
deberemos dejar a un lado lo que estemos haciendo, postergar la lectura del
informe que estemos leyendo, desconectar nuestro ordenador personal, dejar de
divagar y centrar la atención en la persona con la que estemos».15
La escucha atenta promueve una sincronía fisiológica que armoniza
nuestras emociones.16 Como ya hemos visto en el Capítulo 3, tal sintonía se
pone de manifiesto en aquellos momentos en los que el cliente se siente más
comprendido por su terapeuta. Prestar una atención deliberada puede ser el
mejor modo de promover el rapport. La escucha atenta y cuidadosa orienta
nuestros circuitos neuronales hacia la conexión y nos sintoniza en la misma
longitud de onda que nuestro interlocutor, aumentando así la probabilidad de
que florezcan los demás ingredientes fundamentales del rapport, es decir, la
sincronía y los sentimientos positivos.
La exactitud empática
Hay quienes consideran que la exactitud empática es la habilidad por
excelencia de la inteligencia social. Como dice William Ickes, psicólogo de la
University of Texas que ha abierto nuevos rumbos en esta línea de
investigación, esta habilidad constituye uno de los rasgos distintivos de «los
asesores más diestros, los policías más diplomáticos, los negociadores más
eficaces, los políticos más votados, los vendedores más productivos, los
maestros más exitosos y los terapeutas más perspicaces».17
La exactitud empática se construye a partir de la empatía primordial, pero
le añade la comprensión explícita de lo que otra persona piensa o siente, para lo
cual, obviamente, es necesaria una activación cognitiva que añade, a la empatía
primordial característica de la vía inferior, la actividad neocortical propia de la
vía superior, en particular, de la región prefrontal.18
¿Cómo podemos determinar el grado de exactitud empática? Mediante el
equivalente psicológico de una cámara oculta de televisión. En los
experimentos realizados en este sentido, dos voluntarios entran en una
habitación y un asistente les invita a sentarse en un sofá y les pide que aguarden
un poco. Para pasar el rato, empiezan a hablar y, al cabo de unos seis minutos,
el asistente regresa y, cuando se disponen a comenzar, se enteran de que el
experimento ya ha comenzado porque su interacción ha sido grabada con una
cámara oculta en un armario.
Luego son conducidos a habitaciones separadas, donde visionan la
grabación y cumplimentan una hoja en la que registran sus pensamientos y
sentimientos y lo que sospechan que la otra persona pensaba y sentía en
momentos concretos de la interacción. Este tipo de investigación se ha repetido
en muchos departamentos universitarios de psicología de nuestro país y de todo
el mundo para determinar la capacidad de colegir los pensamientos y
sentimientos tácitos de los demás.19
Cuando una participante, por ejemplo, afirmó sentirse estúpida por no
poder recordar el nombre de uno de sus profesores, su compañero supuso
acertadamente que probablemente se sentía algo extraña durante ese lapso
mientras que, en un error típico de los años de universidad, un muchacho afirmó
estar seguro de que su compañera estaba preguntándose si la invitaría a salir,
cuando lo cierto es que simplemente estaba recordando una obra de teatro que
acababa de ver.
La exactitud empática parece una de las claves fundamentales del éxito
de un matrimonio, especialmente durante los primeros años. Cuanta mayor sea
la exactitud empática mostrada por las parejas durante el primer o segundo año
de su matrimonio, mayor suele ser su nivel de satisfacción y más duradera
también la relación.20 Un déficit de tal competencia, por el contrario, aparece
cuando alguien sabe que su pareja se siente mal, pero no tiene la menor idea de
lo que está pasando por su mente.21
Del mismo modo que las neuronas espejo nos conectan subliminalmente
con lo que alguien pretende hacer, la conciencia de esas intenciones posibilita
una empatía más exacta que nos permite predecir lo que hará. La comprensión
más explícita de los motivos subyacentes de los demás puede ser de vital
importancia cuando, por ejemplo, nos hallamos frente a un atracador o una
multitud enojada, como bien ilustra el relato con el que iniciábamos este libro
de los soldados que se acercaban a la mezquita.
La cognición social
El cuarto aspecto de la conciencia interpersonal es la cognición social,
que consiste en el conocimiento del modo en que realmente funciona el mundo
social.22 Las personas diestras en esta competencia cognitiva saben comportarse
en la mayoría de las situaciones sociales (como los buenos conocedores de las
normas de etiqueta de un restaurante de cinco estrellas) y también son diestros
en la semiótica, es decir, en la decodificación de las señales sociales que nos
permiten saber, por ejemplo, quién es la persona más poderosa de un grupo.
Este tipo de sabiduría se manifiesta tanto en los adultos que saben
interpretar exactamente las corrientes políticas subyacentes de una
organización, como el niño de cinco años que enumera a los mejores amigos de
cada uno de sus compañeros de clase. A fin de cuentas, las lecciones sociales
que aprendimos en el patio de recreo desde hacer amistades hasta establecer
alianzas forman parte del mismo continuo en el que se hallan las reglas
tácitas que permiten la creación de un equipo que funciona y las que gobiernan
las intrigas políticas.
Ésta es una habilidad que se manifiesta en una amplia diversidad de
situaciones sociales, desde el mejor modo de acomodar a los invitados a un
banquete hasta cómo hacer amigos después de mudarse a una ciudad
desconocida. No olvidemos que las mejores soluciones provienen de quienes
saben detectar la información relevante y buscar tranquilamente las mejores
soluciones. La incapacidad crónica de encontrar soluciones a los problemas
sociales no sólo dificulta nuestras relaciones, sino que ha sido identificada
como una variable interviniente en muchos trastornos psicológicos que van
desde la depresión hasta la esquizofrenia.23
La cognición social nos ayuda a gestionar adecuadamente las corrientes
sutiles y cambiantes del mundo social. Este nivel sofisticado de la conciencia
social determina el modo en que damos sentido y atribuimos significado a los
acontecimientos sociales. Es este conocimiento del contexto social el que nos
permite entender por qué un comentario que una persona considera una broma
ocurrente puede parecer insultante a otra y también puede impedirnos advertir
por qué alguien es demasiado consciente o se siente embarazado ante un
comentario improvisado que para un tercero no tiene la menor importancia.
La comprensión que tenemos del mundo social depende de nuestra forma
de pensar, de nuestras creencias y de lo que hayamos aprendido sobre las
normas y reglas sociales implícitas que gobiernan las relaciones interpersonales.
Este conocimiento resulta esencial para establecer una buena relación con
personas de otras culturas, cuyas normas pueden ser muy diferentes de las que
hayamos aprendido en nuestro entorno.
Este talento natural para el conocimiento interpersonal ha sido, durante
décadas, la dimensión fundamental de la inteligencia social. Hay teóricos que
llegan a afirmar que la cognición social, en tanto que inteligencia general
aplicada al mundo social, constituye la única medida exacta de la inteligencia
social. Pero esta visión se centra más en lo que sabemos sobre el mundo
interpersonal que en el modo real en que nos relacionamos con los demás, lo
que ha conducido a medidas de la inteligencia social que, si bien evidencian
nuestro conocimiento de las situaciones sociales, ignoran el modo en que nos
movemos en ellas una deficiencia realmente lamentable.24 Quienes destacan
en la cognición social pero carecen de las aptitudes sociales básicas se mueven
torpemente en el mundo de las relaciones interpersonales.
El efecto de las distintas habilidades de la inteligencia social depende de
su adecuada combinación. En este sentido, la exactitud empática se erige sobre
la escucha y la empatía primordial y todas ellas alientan la cognición social.
Todas las formas de conciencia interpersonal, por otra parte, constituyen los
cimientos de las aptitudes sociales, la segunda parte de la inteligencia social.25
La sincronía
La sincronía, primera de las aptitudes sociales y fundamento de todas las
demás, nos permite emprender una grácil danza no verbal con las personas con
las que nos relacionamos. Es por ello que la falta de sincronía obstaculiza
nuestra competencia social dificultando, en consecuencia, nuestras
interacciones.
La capacidad neuronal de la sincronía descansa en los sistemas de la vía
inferior, como los anteriormente mencionados sistemas neuronales osciladores
y las neuronas espejo. Para entrar en sincronía es necesario ser capaz de leer
instantáneamente los indicios no verbales de la sincronía (que incluyen un
amplio rango de interacciones armoniosamente orquestadas, desde sonreír o
asentir en el momento adecuado hasta orientar adecuadamente nuestro cuerpo
hacia los demás) y actuar en consecuencia, sin pensar siquiera en ello.26 Quienes
no consiguen entrar en sincronía pueden, por el contrario, moverse
nerviosamente, quedarse paralizados o, sencillamente, ignorar su fracaso en
mantener el ritmo de esta danza no verbal.
Cuando una persona no consigue entrar en sincronía, la otra se siente
incómoda y no se preocupa siquiera en establecer rapport. Quienes tienen
dificultades en esta habilidad social sufren típicamente de disemia , es decir,
de la incapacidad de interpretar adecuadamente los signos no verbales que
facilitan las relaciones y de actuar en consecuencia.27 Los indicadores externos
de esta sutil incapacidad social resultan evidentes, porque los disémicos
ignoran, por ejemplo, las señales que jalonan que una conversación está tocando
a su fin e inquietan a sus interlocutores, al no darse cuenta de los signos tácitos
que mantienen abierta la comunicación en dos sentidos.
Las investigaciones realizadas sobre la disemia se han llevado
fundamentalmente a cabo en el ámbito infantil, porque afecta a muchos niños
que sufren de rechazo escolar.28 El niño que padece este problema no mira a la
gente con la que está hablando, no respeta las distancias interpersonales, exhibe
expresiones faciales discordantes con su estado emocional o parece indiscreto o
indiferente al modo en que se sienten los demás. Y poco importa, en este
sentido, que no parezca más que un simple signo de ser un niño , porque
muchos otros niños de su misma edad no presentan las mismas dificultades.29
En el caso de los adultos, la disemia se pone de manifiesto en una
conducta igualmente desconectada.30 La misma ceguera social que muestra el
niño disémico origina las dificultades de relación del mundo adulto, desde la
incapacidad de advertir los signos no verbales hasta la dificultad en establecer
nuevas relaciones. Además, la disemia puede impedir la adecuada gestión de las
expectativas sociales propias del mundo laboral. Es por ello que los adultos
disémicos suelen terminar socialmente aislados.
Estos déficits sociales no suelen deberse a causas neurológicas como el
síndrome de Asperger o el autismo (de los que hablaremos en el Capítulo 9).
Cierta investigación realizada en este sentido ha estimado que el 85 por ciento
de quienes padecen disemia no han aprendido a leer los signos no verbales o a
reaccionar a ellos (por razones que van desde una falta de interacción con pares
hasta el hecho de haber vivido en el seno de una familia que seguía normas
sociales excéntricas o no desplegaba un determinado rango de emociones), que
otro 10 por ciento aproximado se debe a algún trauma emocional que
obstaculizó el necesario aprendizaje y que sólo el 5 por ciento presenta
trastornos neurológicos diagnosticables.31
Actualmente existen varios programas específicamente diseñados para
que, tanto los niños como los adultos, dispongan de la posibilidad de aprender
estas habilidades y remediar así este fallo del aprendizaje.32 Esos programas
suelen empezar enseñando a la persona a cobrar conciencia de los elementos no
verbales de la sincronía, como los gestos, las posturas, el contacto físico, el tono
de voz, el contacto ocular y el ritmo. Cuando la persona aprende a usar más
eficazmente estos distintos ingredientes hasta que puede, por ejemplo, mantener
el contacto ocular mientras habla con alguien sin tener que hacer, para ello,
ningún esfuerzo especial.
La resonancia emocional que tiene lugar cuando entramos naturalmente
en sincronía con alguien es, obviamente, mucho mayor que cuando tratamos de
construirla deliberadamente.33 No resulta difícil advertir, si tenemos en cuenta
que los sistemas cerebrales de la vía inferior en los que se basa la sincronía
operan de manera espontánea y ajena a la conciencia, que cualquier intento de
controlarlos conscientemente pueda entorpecer su funcionamiento. Es por ello
que las personas que participan de este tipo de programas tienen la necesidad de
sobreaprender , ejercitando hasta el punto de que la respuesta nueva y más
armoniosa aparece de manera espontánea.
La presentación de uno mismo
Los actores profesionales son especialmente diestros en la habilidad de la
presentación de uno mismo que les permite transmitir la impresión deseada.
Durante la campaña de 1980 a la candidatura republicana a la presidencia de los
Estados Unidos, Ronald Reagan participó en un debate televisado. En el
momento en que el moderador desconectó el micrófono antes de que acabase su
intervención, Reagan reaccionó poniéndose inmediatamente en pie, cogiendo
otro micrófono y afirmando en tono airado ¡Yo he pagado este show! ¡He
pagado por este micrófono! .
La multitud aplaudió este despliegue espontáneo de asertividad
especialmente en un hombre conocido por su genio
que ha acabado
considerándose como un momento especialmente clave de su campaña. Pero,
como posteriormente confirmó su asesor de campaña, ese arranque
aparentemente tan natural había sido cuidadosamente planificado para explotar
en el momento más adecuado.34
El carisma es un aspecto de la presentación de uno mismo. En este
sentido, el carisma de un locutor, de un maestro o de un líder, se asienta en la
capacidad de despertar en los demás las emociones que ellos mismos
experimentan y de arrastrarles hacia esa franja del espectro emocional.
Podemos advertir claramente este contagio emocional observando el modo en
que una figura carismática se acerca a una muchedumbre.35 Ese tipo de
personas posee un don especial para que los demás se adapten a su ritmo y se
contagien de sus sentimientos.36
El conferenciante que sabe conectar con los demás, abordando cada
cuestión con el tono emocional adecuado para lograr el máximo impacto en su
público ilustra perfectamente el carisma en acción. Los presentadores saben
emplear el momento y la cadencia adecuada aumentando o disminuyendo la
amplitud de su tono de voz en el momento adecuado para movilizar a su
audiencia. Ellos son los transmisores de una emoción que contagian a su
audiencia pero, para ello, se requiere de una habilidad especial.
Veamos, por ejemplo, el caso de cierta universitaria cuya animada
energía la hacía muy popular entre sus compañeros. Se trataba de una muchacha
que expresaba abiertamente sus sentimientos y no tenía problemas en hacer
amigos. Pero lo cierto es que sus profesores tenían una impresión diferente
porque destacaba, entre los muchos alumnos de su clase, por sus arrebatos,
acompañando todos los comentarios que escuchaba con expresiones manifiestas
de gusto o disgusto y sintiéndose, en ocasiones, tan desbordada por sus
emociones que no le quedaba más remedio que abandonar el aula.
Según su profesor, esa chica tenía una expresividad exuberante, pero una
notable falta de autocontrol. Es por ello que, aunque su expresividad podía serle
muy útil en muchos entornos sociales, no le servía de nada en aquellos otros en
los que se requiere un cierto grado de contención.
La capacidad de controlar y encubrir la expresión de las emociones es,
según algunos modelos, clave para la presentación de uno mismo. Quienes son
diestros en este dominio se muestran muy seguros de sí mismos y poseen lo que
suele denominarse savoir-faire. Son personas que se mueven con naturalidad en
cualquier situación, desde el ámbito de las ventas hasta el servicio, la
diplomacia y la política, en la que se requiera una respuesta matizada.
Hablando en términos generales, las mujeres son emocionalmente más
expresivas que los hombres. Pero hay situaciones en las que las mujeres
necesitan equilibrar la expresividad con la presentación de uno mismo. En la
medida en que las normas sociales sigan desdeñando la importancia de la
expresividad, como ocurre en la mayoría de los puestos de trabajo, las mujeres
se ven obligadas a contener ese impulso para poder adaptarse. Nuestra sociedad
tiene normas sutiles implícitas específicas para los hombres y para las mujeres.
En este sentido, por ejemplo, se considera que los hombres expresan más
adecuadamente las emociones de la ira y que las mujeres se mueven mejor en
los del miedo y la tristeza. Esta norma también admite tácitamente el llanto de
una mujer, aunque lo desaprueba en el caso del hombre.37
En el ámbito profesional, sin embargo, el tabú de llorar se extiende
también a las mujeres. Por su parte, el tabú que impide expresar la ira se
desvanece en cuanto la mujer ocupa una posición de poder. Otra norma oculta
admite que los líderes poderosos se muestren airados cuando se ha frustrado el
logro de un objetivo colectivo. Éste es un requisito que satisfacen también las
llamadas mujeres alfa . Independientemente del hecho de que enfurecerse
pueda ser la respuesta más eficaz a una determinada situación, no parece
socialmente fuera de lugar cuando procede del jefe.
Hay personas que son todas ellas presentación de uno mismo, sin que tal
fachada se apoye en una experiencia que la respalde. Las variedades de la
inteligencia social no reemplazan a otras aptitudes necesarias para el
desempeño de un determinado papel. Como acerté a escuchar casualmente en
cierta ocasión en una conversación entre dos hombres de negocios en un
restaurante japonés de Manhattan: «Tiene un don especial para que todo el
mundo le quiera. Pero la verdad es que no creo que pudieras elegir a nadie
peor».
La influencia
El policía municipal estaba multando al Cadillac aparcado en doble fila
en una estrecha calle de tres carriles de uno de los barrios más acaudalados de
Manhattan, impidiendo con ello la puesta en marcha de los que estaban bien
estacionados.
¿Pero qué diablos está haciendo? se escuchó súbitamente gritar al
propietario de Cadillac, un hombre bien arreglado y de mediana edad que salía
con una bolsa de ropa de la tintorería.
Simplemente estoy cumpliendo con mi trabajo. Usted ha estacionado
en doble fila respondió tranquilamente el policía.
¡Pero usted no sabe con quién está hablando! gritó entonces en tono
furioso y amenazador ¡Conozco al alcalde y estoy seguro de que, en cuanto
se entere de esto, le despedirá!
Será mejor que coja el ticket y se largue antes de que llame a la grúa
respondió serenamente el agente, sin ponerse nervioso.
Entonces el conductor cogió su multa, se metió en su coche y abandonó
el lugar, mascullando entre dientes.
Los buenos policías suelen ser diestros en la influencia, es decir, en el uso
del tacto y del autocontrol. Es por ello que no suelen emplear más fuerza de la
necesaria aunque también saben, cuando es preciso, emplear la fuerza, tratando
a las personas violentas con una actitud atenta, serena y profesional.
Los policías más diestros en esta aptitud son los que más fácilmente
consiguen que los demás les obedezcan. Los policías de tráfico de Nueva York,
por ejemplo, son los que presentan una tasa más baja de incidentes que acaban
escalando y convirtiéndose en episodios violentos. Esos policías saben bien el
modo en que su cuerpo reacciona ante un desacato
el presagio de un
problema y su conducta profesional afirma su autoridad tranquilamente, pero
con firmeza. Son personas que no se dejan arrastrar por respuestas instintivas
que desencadenarían una reacción en cadena.38
El uso adecuado de la fuerza, por otra parte, puede ser una táctica
adecuada para resolver o, mejor todavía, para evitar los problemas. Pero la
clave para gestionar adecuadamente las amenazas veladas de agresión física no
reside tanto en la aplicación de la fuerza como en los mecanismos neuronales
que permiten encontrar la respuesta que mejor se adapta a las circunstancias. Y
para ello son necesarias las habilidades de autocontrol, empatía y cognición
social que permiten modular el impulso agresivo, interpretar adecuadamente lo
que la otra persona pueda estar sintiendo, para calibrar así la fuerza mínima
necesaria y adaptarse a las normas que operan en una determinada situación. El
adiestramiento de los circuitos neuronales subyacentes ha sido, hasta el
momento, una tarea poco reconocida de quienes se ocupan de adiestrar a los
demás en el uso adecuado de la fuerza, ya sean civiles o militares. Y es que,
cuanto más hábil sea una persona en el uso de los medios violentos, más
esencial resulta el fortalecimiento de los circuitos neuronales que inhiben el
impulso agresivo.
Estos son los circuitos que modulan nuestros encuentros sociales
cotidianos para mitigar la agresividad. Para que la influencia resulte
constructiva debemos aprender a expresarnos de un modo que logre fácilmente
el resultado social deseado. Las personas diestras en este sentido causan una
impresión más favorable y son consideradas más fiables y amables.39
Quienes saben desplegar la influencia confían en que la conciencia social
guía sus acciones y reconocen aquellas situaciones en que guiñar un ojo, por
ejemplo, puede beneficiar una relación.40 Hay ocasiones en los que resulta
contraproducente manifestar la exactitud empática con un ¡No me gustas! o
¡No me quieres! y en las que lo más prudente parece ser reconocer tal
intuición y actuar tácitamente en consecuencia.
Decidir la tasa óptima de expresividad depende, entre muchos otros
factores, de la cognición social, es decir, del conocimiento de las reglas que
resultan apropiadas a un determinado contexto social, otro ejemplo del modo
sinérgico en que opera la inteligencia social. No olvidemos que, en este sentido,
por ejemplo, la modalidad silenciosa de Beijing resulta inadecuada para
Guadalajara [México].41 El tacto equilibra la expresividad, una discreción social
que nos permite adaptarnos más adecuadamente a nuestro entorno, sin que
nuestra conducta genere tantas olas adversas a nuestro alrededor.
El interés por los demás
Todos los estudiantes implicados en el caso del buen samaritano del que
anteriormente hablábamos se vieron obligados a atravesar la puerta y escuchar
las quejas del mendigo. Pero la empatía, por sí sola, no basta si no va
acompañada de algún tipo de acción.42 Sólo los que se detuvieron a escucharle
manifestaron interés en los demás, otro de los ingredientes básicos de la
inteligencia social.
Como ya hemos visto en el Capítulo 4, los circuitos cerebrales que se
ponen en marcha cuando sentimos las necesidades de los demás constituyen un
acicate para la acción. Por ejemplo, las mujeres que más intensamente
registran la tristeza al observar el vídeo de un bebé llorando son también las
que más fruncen el ceño, un claro indicador de la empatía. Pero esas mujeres no
se limitan a reproducir la respuesta fisiológica del bebé, sino que también son
las que más claramente exhiben el deseo de cogerlo en brazos y consolarlo.43
Cuanto mayor es nuestra empatía e interés por alguien que se encuentra
en apuros, mayor será el impulso a ayudarle, un vínculo que siempre se halla
presente en las personas más motivadas para aliviar el sufrimiento ajeno. Un
estudio realizado en Holanda sobre las donaciones caritativas, por ejemplo,
puso de relieve que el interés por los demás constituye un excelente predictor de
la probabilidad de ayudar a los necesitados.44
En el mundo laboral, por ejemplo, la preocupación que nos lleva a asumir
la responsabilidad de lo que tenemos que hacer genera buenos ciudadanos de la
organización. En este sentido, las personas que se interesan en los demás son las
más dispuestas a tomarse el tiempo y hacer los esfuerzos necesarios para
echarles una mano. De este modo, no sólo se ocupan de su trabajo, sino que
entienden la necesidad de cooperar con los demás para conseguir los objetivos
grupales.
Las personas fisiológicamente más motivadas por el malestar de los
demás, es decir, la personas más susceptibles a este rango del contagio
emocional, son los que más movilizados se encuentran a actuar. Quienes
presentan un menor interés empático, por su parte, son los que más fácilmente
se despreocupan del malestar ajeno. Cierto estudio longitudinal que se ha
llevado a cabo en este sentido ha descubierto que los niños de cinco a siete años
menos inquietos por el malestar de su madre son aquellos que más
probablemente acaben convirtiéndose en adultos antisociales .45 Los
investigadores sugieren que alentar la atención y el interés de esos niños por
las necesidades de los demás puede ser una estrategia eficaz para impedir la
aparición posterior de problemas.
Pero no basta, para movilizarnos a la acción, con el simple interés por los
demás, porque también necesitamos actuar eficazmente. Son muchos los líderes
de organizaciones que tienen objetivos humanitarios que fracasan torpemente
porque carecen de las habilidades básicas y todavía deben desarrollar su
inteligencia social. La preocupación por los demás es más intensa cuando
apelan a habilidades de la vía superior que emplean la experiencia para sus
propios fines. En este sentido, Bill y Melinda Gates son excelentes ejemplos de
esta capacidad, porque recurren a las mejores prácticas del mundo empresarial
para afrontar los devastadores problemas de salud de los necesitados de todo el
mundo y también pasan tiempo conociendo a las personas a las que están
ayudando madres de Mozambique cuyos hijos mueren de malaria y víctimas
del sida de la India , lo que fomenta su interés empático.
El interés por los demás suele ser el impulso básico que moviliza a las
personas hacia las llamadas profesiones de ayuda , como la medicina y el
servicio social. En cierto sentido, estas profesiones pueden ser consideradas
como la manifestación expresa del interés por los necesitados, ya sean los
enfermos o los pobres. Quienes desempeñan esas profesiones se mueven bien
cuando aumenta esa capacidad, pero acaban quemándose, por el contrario,
apenas mengua.
El interés por los demás refleja la capacidad de compasión de una
determinada persona. Es por ello que, en este campo, suelen fracasar las
personas manipuladoras que se muestran muy diestras en otras habilidades de la
inteligencia social. La deficiencia en esta dimensión de las habilidades sociales
es la que más claramente nos permite identificar a las personas antisociales que
se despreocupan por los sentimientos, las necesidades y el sufrimiento de los
demás y, en consecuencia, tampoco hacen nada por ayudarles.
Educando la vía inferior
Ahora que ya tenemos una visión global somera del territorio que abarca
la inteligencia social podemos preguntarnos por la posibilidad de mejorar estas
competencias esenciales. Éste parece, en lo que se refiere a las aptitudes de la
vía inferior, un gran reto. Pero Paul Ekman, una auténtica autoridad en el
campo de la lectura de las emociones que se manifiestan en la expresión facial
(ver Capítulo 1), ha puesto a punto un método que permite, pese a su
funcionamiento instantáneo e inconsciente, el adiestramiento de la empatía
primordial.
El método de Ekman se centra en las microexpresiones, es decir, en las
señales emocionales que aparecen fugazmente en nuestro rostro en menos de un
tercio de segundo, es decir, el tiempo que tardamos en chasquear un dedo. Se
trata de señales emocionales espontáneas e inconscientes que nos proporcionan
indicios del modo en que realmente se siente otra persona, independientemente
de la impresión que esté tratando de proyectar.
Aunque una sola microexpresión no necesariamente indique que la
persona está mintiendo, la mentira descarada suele implicar este tipo de engaño
emocional. Cuanto mejor sea nuestra capacidad de detectar las
microexpresiones, más sencillo nos resultará detectar quién está tratando de
reprimir una verdad emocional. Conviene aquí decir que el funcionario de la
embajada que detectó la mirada fugaz de disgusto atravesando el rostro del
criminal que solicitaba un visado había sido adiestrado en el método de Ekman.
Esta habilidad primordial resulta especialmente valiosa en campos tan
diversos como la diplomacia, la judicatura o la policía, porque las
microexpresiones nos revelan el modo en que realmente se siente una persona
en un determinado momento. Pero también hay que señalar que los amantes, los
vendedores, los maestros y, en última instancia, todo el mundo puede
beneficiarse de la capacidad de leer este tipo de señales.
Estas expresiones emocionales automáticas y fugaces operan a través de
los circuitos de la vía inferior (que se distinguen por su automaticidad y
rapidez) y, para registrar la vía inferior, se requiere también del concurso de la
vía inferior. Es por ello que resulta absolutamente necesario sintonizar
adecuadamente con nuestra empatía primordial.
El método diseñado por Ekman, llamado Herramienta de entrenamiento
en microexpresiones [Micro Expression Training Tool], utiliza un cedé para
perfeccionar la capacidad de detectar estas microexpresiones, un entrenamiento
que dura menos de una hora y del que, hasta el momento, se han beneficiado
decenas de miles de personas.46
Yo lo he probado esta misma mañana. La primera ronda presenta
fotografías de rostros de diferentes personas con una apariencia
emocionalmente neutra que van seguidas de una serie de instantáneas que
expresan una de las siete emociones siguientes, tristeza, ira, miedo, sorpresa,
disgusto, desprecio o felicidad.
Mi tarea ha consistido en adivinar la expresión que acababa de
presenciar, aunque lo único que podría decir es que sólo he visto una
instantánea difusa, porque las sonrisas y los ceños fruncidos discurren a una
velocidad de no más de un quinceavo de segundo que, si bien resulta adecuada
para la vía inferior deja, no obstante, completamente confundida a la superior.
Luego viene una serie de tres sesiones de práctica y posterior revisión que
presentan sesenta imágenes más a una velocidad de la treintava parte de un
segundo. Después de haber esbozado la estimación, el programa permite el
estudio más detenido de los fotogramas que componen las distintas expresiones,
para ejercitar así el dominio de los matices que distinguen la tristeza de la
sorpresa y el disgusto de la ira. Y lo mejor de todo es que el método valora cada
una de las estimaciones como correcta o equivocada , proporcionando así un
feedback esencial (que la vida real casi nunca nos brinda) para ejercitar los
circuitos neuronales que participan en esta resbaladiza tarea.
Mis conjeturas se han basado en una vislumbre ocasional, como el
destello de los dientes, la tensión en la comisura de los labios o los ojos
completamente abiertos que me ha permitido determinar la presencia de la
sonrisa, del desdén o del miedo, respectivamente.
Con mucha frecuencia, sin embargo, mi mente racional se ha quedado
perpleja ante la exactitud de lo que sólo me parecía una mera opinión mientras
que cuando, por el contrario, he tratado de explicarme por qué la imagen difusa
que acababa de ver significaba tal o cual cosa
como, por ejemplo,
Seguramente esa frente levantada significa sorpresa
estaba equivocado.
Parece pues que, cuanto más he confiado en mis tripas, más en lo cierto estaba.
Como afirma la ciencia cognitiva, sabemos más de lo que podemos decir o, por
decirlo de otro modo, la vía inferior trabaja mejor cuando la superior está
desconectada.
Al cabo de veinte o treinta minutos de práctica, he pasado el post-test,
logrando un respetable 86 por ciento de acierto, que superaba con mucho el 50
por ciento del pre-test. Según Ekman, la gente suele puntuar, como ha sucedido
en mi caso, entre el 40 y el 50 por ciento en el primer intento y, tras unos veinte
minutos de entrenamiento, casi todo el mundo mejora hasta alcanzar un
porcentaje de aciertos de entre el 80 y el 90 por ciento.
«Es perfectamente posible sostiene Ekman adiestrar la vía inferior.
¿Pero por qué no lo hemos hecho hasta ahora? Porque nunca antes habíamos
tenido la posibilidad de acceder al feedback adecuado». Cuanto más nos
adiestramos en este sentido, mejor es el resultado obtenido y, para alcanzar la
perfección, es necesario sobreaprender .
Ekman ha descubierto que las personas que han pasado por este tipo de
entrenamiento son más diestras en la detección de las microexpresiones de la
vida real, como la apariencia de tristeza y desaliento que atravesó fugazmente el
rostro del espía británico Kim Philby en su última entrevista pública antes de
escapar a la Unión Soviética o el veloz indicio de disgusto en el testimonio de
Kato Kaelin en el juicio por homicidio que se llevó a cabo contra O.J. Simpson.
No es de extrañar que los investigadores policiales, los negociadores y
muchos otros cuyas profesiones requieren la capacidad de detectar la falta de
sinceridad hayan acudido en masa al entrenamiento de Ekman. Pero lo más
interesante es que este cursillo intensivo de aprendizaje de la vía inferior revela
que estos circuitos neuronales están absolutamente necesitados de aprendizaje.
Lo único que hace falta para ello es enseñarle en el único lenguaje que entiende,
un lenguaje que, por otra parte, no tiene nada que ver con las palabras.
El programa de desarrollo de la inteligencia social de Ekman es un
modelo para el adiestramiento de aptitudes esenciales de la vía inferior, como la
empatía primordial y la interpretación de señales no verbales. De este modo,
Ekman ha demostrado que la conclusión de los psicólogos de que esa conducta
rápida y espontánea trasciende nuestra capacidad de aprendizaje estaba
equivocada. Lo único que se requiere para ello es un nuevo modelo de
aprendizaje que deje a un lado la vía superior y nos permita conectar
directamente con la inferior.
Una revisión de la inteligencia social
Durante los primeros años del siglo XX, un neurólogo llevó a cabo un
experimento con una mujer que sufría de amnesia. Se trataba de un caso tan
grave que, cada vez que la veía, el médico debía presentarse, lo que ocurría casi
a diario.
Un buen día, el doctor escondió en su mano una chincheta y, como
siempre, se presentó estrechando la mano de la paciente pero, en este caso, la
pinchó. Luego se despidió y, al cabo de poco, volvió a entrar y le preguntó a la
mujer si no se habían visto antes y, cuando ella respondió que no, el médico le
tendió la mano pero, en esta ocasión, ella retrajo la suya.
Ésta es una anécdota que suele emplear Joseph LeDoux para ilustrar la
diferencia existente entre la vía superior y la vía inferior.47 La amnesia de la
mujer estaba causada por una lesión en el lóbulo temporal (que forma parte de
los circuitos de la vía superior) pero su amígdala (un nódulo central de la vía
inferior), se hallaba intacta. Es por ello que, aunque su lóbulo temporal no podía
recordar lo que acababa de sucederle, la amenaza de la tachuela se hallaba tan
profundamente grabada en los circuitos de su amígdala que, si bien no
reconoció al doctor, sabía perfectamente que no debía confiar en él.
Conviene reconsiderar, por tanto, la inteligencia social desde la
perspectiva proporcionada por los recientes conocimientos realizados por la
neurociencia. La arquitectura social del cerebro entrelaza los circuitos de la vía
superior y de la vía inferior, dos sistemas que, en el cerebro intacto, operan en
paralelo, como dos timones imprescindibles para navegar adecuadamente por el
mundo social.
Las ideas convencionales sobre la inteligencia social suelen centrarse
excesivamente en habilidades propias de la vía superior, como el conocimiento
social o la capacidad de entender las reglas, procedimientos y normas que
determinan la conducta apropiada a un determinado escenario social.48 La
escuela de la cognición social reduce el talento interpersonal a este tipo de
intelecto general aplicado a las interacciones.49 Aunque este enfoque de la
ciencia cognitiva ha funcionado bien en los ámbitos de la lingüística y de la
inteligencia artificial, topa con sus límites cuando tratamos de aplicarlo al
ámbito de las relaciones humanas.
Centrarnos en el conocimiento de las relaciones soslaya habilidades no
cognitivas tan esenciales como la sincronía y la empatía primordiales, al tiempo
que ignora aptitudes tan importantes como el interés por los demás. Así pues,
las visiones estrictamente cognitivas desdeñan la importancia del aglutinante
intercerebral esencial que construye el fundamento de cualquier interacción.50
Cualquier abordaje completo del espectro de las habilidades de la inteligencia
social debe tener en cuenta tanto las aptitudes de la vía superior como las de la
vía inferior. Actualmente, sin embargo, el concepto y las medidas que se
utilizan para determinarlo omiten demasiados caminos de la vía inferior y
menosprecian, de ese modo, talentos sociales que resultan esenciales para la
supervivencia.
Poco se sabía, cuando, durante los años veinte del pasado siglo en que
Thorndike propuso la necesidad de medir la inteligencia social, sobre los
fundamentos neuronales del CI y menos todavía sobre las habilidades
interpersonales. Hoy en día, sin embargo, la neurociencia social plantea un reto
a los teóricos de la inteligencia, encontrar una definición de nuestras aptitudes
interpersonales que incluya también las capacidades de la vía inferior (como la
habilidad de entrar en sincronía, la escucha atenta y el interés por los demás).
Es por ello que cualquier enfoque de la inteligencia social que aspire a ser
completo debería incluir estos ingredientes básicos de las relaciones nutritivas.
En su ausencia, el concepto de inteligencia social acaba convirtiéndose en una
idea fría y seca que, si bien reconoce la importancia del intelecto calculador
ignora, no obstante, las virtudes del corazón.
Coincido, en este punto, con el difunto psicólogo Lawrence Kohlberg
cuando señaló que el intento de eliminar los valores humanos del ámbito de la
inteligencia social acabó empobreciendo el concepto.51 Aislada y
anónimamente considerada, la inteligencia social involucionó hasta convertirse
en una especie de enfoque exclusivamente pragmático de la influencia y del
control. Hoy más que nunca necesitamos estar muy atentos para no seguir
difundiendo una actitud tan manifiestamente impersonal.
SEGUNDA PARTE
EL VÍNCULO ROTO
CAPÍTULO 7
EL TÚ Y EL ELLO
Una mujer cuya hermana acababa de fallecer me contó que había recibido
la llamada telefónica de condolencia de un amigo que, pocos años atrás, había
perdido también a su propia hermana. Cuando su amigo le dio el pésame, la
mujer, visiblemente conmovida, le abrió su corazón y empezó a contarle los
pormenores de la larga enfermedad que finalmente acabó arrebatándole a su
hermana.
Pero, mientras estaba contándole lo mucho que la añoraba escuchó, al
otro lado de la línea telefónica, el sonido de las teclas de un ordenador, como si
su interlocutor estuviera aprovechando la ocasión para poner al día su correo
electrónico. Entonces sus comentarios fueron vaciándose gradualmente de
contenido hasta tornarse superficiales y automáticos.
Cuando finalmente colgó el teléfono, experimentó la punzada visceral
característica del tipo de relación que el filósofo Martin Buber denominó yoello y se sintió peor que antes de la llamada.
Según Buber, la modalidad de relación yo-ello se caracteriza porque la
persona carece de empatía y de la correspondiente conexión con la realidad
subjetiva del otro que tan evidente es para el emisor como para el receptor.
Quizás el amigo del ejemplo anterior se hubiera sentido en la obligación de
llamarla y expresarle sus condolencias, pero la falta de auténtica conexión
emocional acabó truncando una oportunidad de contacto y convirtiéndola en un
mero gesto despojado de todo contenido.
Buber acuñó la expresión yo-ello para referirse a la franja del espectro
de las relaciones que va desde el simple distanciamiento hasta la manipulación
más burda en la que no tratamos a los demás como personas, sino como cosas y,
en consecuencia, los convertimos en meros objetos.
Los psicólogos, por su parte, emplean la expresión relación
instrumental [agency] para hablar de esta modalidad distante de relación que
nos lleva a considerar a los demás como simples medios para el logro de
nuestros objetivos.1 En este sentido, cada vez que nos despreocupamos de los
sentimientos de los demás y prestamos únicamente atención a lo que nos
interesa de ellos estamos manteniendo una relación instrumental .
Esta modalidad egocéntrica de relación se halla en el polo opuesto de la
comunión , un estado de alta empatía en el que no sólo nos interesamos por
los sentimientos de los demás, sino que nos vemos transformados. Y ello es así
porque la comunión establece un feedback que nos permite conectar con los
demás, mientras que la relación exclusivamente instrumental , por su parte,
nos desconecta de ellos.
Las tareas o preocupaciones que dividen nuestra atención nos despojan de
recursos y establecen una modalidad de funcionamiento automático que sólo
presta la atención mínima necesaria para mantener la conversación, un tipo de
interacción que, cuando la situación exige una mayor presencia, se experimenta
como desconexión .
El exceso de preocupaciones tiene un coste que afecta a cualquier
conversación que aspire a ir más allá de lo estrictamente rutinario,
especialmente cuando nos adentramos en un dominio emocionalmente
conflictivo. Obviamente, la llamada telefónica de condolencia anteriormente
mencionada no pretendía hacer ningún daño, pero la división de la atención que
con más frecuencia de la deseada
caracteriza a la vida moderna, nos
predispone lamentablemente hacia una modalidad de relación impersonal.
La relación yo-tú
La siguiente es una conversación que, en cierta ocasión, escuché
casualmente en un restaurante:
Mi hermano, que tiene treinta y nueve años, es un auténtico cabeza
cuadrada y tiene muy mala suerte con las mujeres. Su primer matrimonio fue
un auténtico fracaso porque, aunque posee muchas habilidades técnicas, carece
de toda competencia social.
Últimamente estoy utilizando un método para no perder tiempo con las
citas. Para ello, emplaza a las distintas candidatas a la misma hora y en el
mismo lugar y las ubica en mesas separadas. Luego se sienta exactamente cinco
minutos frente a cada una de ellas, pasados los cuales suena un timbre y, en el
caso de que decidan volver a verse, intercambian sus direcciones de correo
electrónico para concertar una nueva cita.
Pero lo cierto es que mi hermano echa a perder todas las oportunidades
que se le presentan porque, apenas se sienta, empieza a hablar de sí mismo, sin
mostrar el menor interés por su interlocutora. No me extraña que ninguna mujer
quiera volver a verle.
Comparemos esto con el test de las citas empleado por Allison
Charney, que consistía en contar el tiempo que transcurría antes de que la
persona con la que había quedado le formulase una pregunta que contuviese la
palabra tú . Según cuenta, en su primera cita con Adam Epstein el hombre
con quien un año más tarde acabó casándose , no tuvo siquiera tiempo para
poner en marcha el cronómetro.2
Ese test nos proporciona un indicador muy claro de la capacidad de
establecer contacto con los demás, adentrarse en su realidad interna y
comprenderla. Los psicoanalistas emplean el término intersubjetividad para
referirse a esta modalidad de conexión que permite fundir los mundos internos
de dos personas que la expresión yo-tú describe, en mi opinión, de un modo
bastante más poético.3
Como señaló el austríaco Buber en su libro de 1937 sobre la filosofía de
las relaciones, la relación yo-tú (o yo y tú , como acabó popularizándose en
nuestro país) refleja una conexión muy especial, el tipo de vínculo que, con
mucha frecuencia aunque no siempre , encontramos entre marido y esposa,
miembros de la misma familia y buenos amigos.4 No olvidemos que el vocablo
alemán Du utilizado por Buber es la forma más íntima empleada por amigos y
amantes.
Para Buber, místico y también filósofo, el tú posee una dimensión
trascendente, porque la relación humana con lo Divino es la única conexión
yo-tú que puede mantenerse indefinidamente, el ideal último de nuestra
imperfecta humanidad. Pero las modalidades cotidianas del yo-tú van desde
el simple respecto y cortesía hasta el afecto, la admiración y las innumerables
formas en que manifestamos nuestro amor.
El distanciamiento y la indiferencia emocional que caracterizan a la
relación yo-ello contrasta profundamente con la proximidad de la relación
yo-tú . En la primera (para la que basta con la vía superior y sus aptitudes
racionales y cognitivas asociadas), los demás son meros medios para el logro de
nuestros propios fines mientras que, en la segunda (que establece la conexión y
requiere del concurso de la vía inferior), por el contrario, se convierten en un fin
en sí mismo.
La frontera que separa el ello del tú es muy permeable y fluida. Es
por ello que todo tú puede convertirse, en ocasiones, en un ello y que todo
ello puede acabar convirtiéndose también en un tú. Pero lo cierto es que,
cuando esperamos ser tratados como un tú , la modalidad yo-ello se
experimenta muy negativamente, como sucedió con la llamada telefónica con la
que hemos iniciado esta sección porque, en tales casos, él tratamiento tú se
diluye súbitamente en un ello .
La empatía constituye la antesala misma de la relación yo-tú , en cuyo
caso, nuestro compromiso no es tan superficial porque, como dijo Buber, «la
relación yo-tú sólo puede expresarse con todo nuestro ser». Uno de los rasgos
distintivos del compromiso yo-tú es la sensación sentida , es decir, la
sensación clara de ser objeto de la empatía de otra persona. En esos precisos
momentos no existe la menor duda de que la otra persona sabe lo que estamos
sintiendo y, por ello mismo, nos sentimos reconocidos.5
Como dijo uno de los pioneros del psicoanálisis
y, como también
hemos visto que es fisiológicamente cierto en el Capítulo 2 , cliente y
terapeuta oscilan al mismo ritmo a medida que va intensificándose su
conexión emocional. Como señaló el teórico humanista Carl Rogers, la empatía
terapéutica aparece cuando el cliente se siente comprendido, es decir, se siente
reconocido como tú .
La sensación sentida
En su primer viaje a nuestro país, el psiquiatra japonés Takeo Doi vivió
una situación un tanto embarazosa el día en que, visitando a una persona a la
que acababan de presentarle, su anfitrión le preguntó si tenía hambre, agregando
Creo que tenemos un poco de helado .
En realidad, Doi tenía hambre, pero se sintió desconcertado de que se lo
preguntase una persona a la que acababa de conocer algo que, en Japón,
jamás habría ocurrido y, puesto que las normas de la cultura japonesa no le
permitían aceptar la invitación, la declinó cortésmente.
Doi también recuerda haber alentado la expectativa de que su anfitrión
insistiera y, en consecuencia, se decepcionó al verle admitir tan fácilmente su
negativa. Según dice, cualquier anfitrión japonés habría sentido sencillamente
su hambre y le hubiera ofrecido algo de comer sin mediar palabra alguna.
Esta conciencia de las necesidades y sentimientos ajenos y la
consiguiente respuesta pone de relieve la importancia que la cultura japonesa
(y, hablando en términos generales, todas las culturas orientales) atribuye a la
modalidad de relación yo-tú .
El término japonés amae se refiere a esta especial sensibilidad que se
asienta en la empatía y actúa en consecuencia, sin necesidad alguna de llamar la
atención al respecto.
En la órbita de amae, nos sentimos reconocidos por los demás. En
opinión de Takeo Doi, la estrecha conexión que mantiene la madre con su hijo
una conexión que le permite sentir intuitivamente lo que éste necesita
constituye el prototipo de la estrecha sintonía que impregna la vida cotidiana
japonesa, creando un clima de conexión íntima.6
Aunque no exista, en inglés, ningún término específicamente equiparable
a amae, se trata de una actitud que refleja el hecho empírico de que conectamos
más fácilmente con aquellas personas a las que conocemos y amamos, es decir,
nuestra familia inmediata, nuestros parientes, nuestra pareja y nuestros amigos.
Cuanta más proximidad, dicho en otras palabras, más amae.
La presencia de amae favorece la comunicación directa de pensamientos
y sentimientos. La actitud implícita es algo así como Si yo lo siento, también
debes sentirlo tú, de modo que no es preciso que diga en voz alta lo que quiero,
siento o necesito. Tú debes estar lo suficientemente conectado conmigo como
para sentirlo y obrar en consecuencia, sin necesidad de que te lo pida .
Pero este concepto no sólo tiene un sentido emocional, sino también
cognitivo porque, cuanto más estrecha sea nuestra relación con alguien, más
abiertos y atentos estaremos. Cuanta más historia personal hayamos
compartido, más fácil y rápidamente registraremos lo que otra persona está
sintiendo y más semejante será también el modo en que pensemos y
reaccionemos ante lo que pueda presentarse.
Aunque Buber ha pasado ya de moda en los círculos de la filosofía actual,
el filósofo francés Emmanuel Lévinas ha tomado el relevo como comentarista
del mundo de las relaciones.7 Según Lévinas, la modalidad yo-ello es la más
superficial de las relaciones, porque no se ocupa tanto de conectar con los
demás, como de pensar sobre ellos, cosa que no sucede con la modalidad yotú , en donde uno se zambulle, por decirlo de algún modo, en las profundidades
del otro. Como dice Lévinas, el ello describe al otro en tercera persona y lo
convierte en una mera idea, lo más alejado, en suma, de la conexión íntima.
Los filósofos consideran que nuestra visión implícita del mundo
determina el modo en que pensamos y actuamos. Este conocimiento puede ser
compartido por toda una cultura, por una familia o sencillamente por un par de
amigos y nos ata, con amarras invisibles, a una realidad social construida.
Como indica Lévinas, esta sensibilidad compartida emerge de la relación
interpersonal , lo que significa que nuestra sensación privada y subjetiva del
mundo hunde sus raíces en el mundo de las relaciones.
Como dijo Freud hace ya mucho tiempo, todo aquello que establece
puentes de conexión entre las personas genera sentimientos parecidos , un
hecho que no pasará inadvertido para quien haya entablado una conversación
casual con una persona que le atrae, para el vendedor que llama a un posible
cliente desconocido o para quien pasa simplemente el rato de un viaje de avión
hablando con su compañero de asiento. Por debajo, sin embargo, de esta
relación superficial, Freud advirtió que los vínculos que establecemos con los
demás puede consolidar la identificación, es decir, la sensación de que el otro y
nosotros somos casi uno y el mismo.
Conocer a alguien significa, a nivel neuronal, resonar con sus pautas
emocionales y con sus mapas mentales. Es por ello que, cuanto más se solapan
nuestros mapas, mayor es nuestra identificación y mayor también la realidad
compartida. Cuanto más nos identificamos con alguien, más se funden nuestras
categorías mentales, una fusión inconsciente que supone que lo más importante
para el otro también es, para nosotros, lo más importante. Es más sencillo, por
ejemplo, que los esposos nombren las cosas en que se asemejan que aquéllas
otras en las que difieren pero sólo si se trata de una pareja feliz porque, en
caso negativo, son las diferencias lo que se acentúa.
Otro indicador bastante paradójico, por cierto de esta similitud de
mapas mentales es el que afecta a los prejuicios egoístas ya que, en este caso,
tendemos a compartir con las personas que más valoramos los mismos
pensamientos distorsionados en los que más solemos incurrir. Esto es algo que
se pone de manifiesto, por ejemplo, en la ilusión de invulnerabilidad
desmesuradamente optimista que nos lleva a creer que es más probable que las
cosas malas les sucedan a los demás que a nosotros o a las personas que más
nos interesan.8 Por ello estimamos que las probabilidad de que el cáncer o un
accidente de automóvil nos afecten a nosotros o a nuestros seres queridos es
menor que la de que afecten a los demás.
La experiencia de unidad es decir, la sensación de fusión de nuestra
identidad con alguien
aumenta cuando asumimos la perspectiva de otra
persona y se consolida cuando contemplamos las cosas desde su punto de vista,
una experiencia que, cuando la empatía es mutua, cobra una especial
resonancia.9 No es de extrañar que, en tal caso, las personas que se hallen
estrechamente unidas combinen sus mentes hasta el punto de que una concluya
las frases que la otra ha comenzado, un signo de una relación muy intensa y
profunda que los investigadores de la relación de pareja han denominado
validación de alta intensidad .10
La relación yo-tú se refiere a una relación unificadora que nos lleva a
percibir al otro como alguien distinto de todos los demás. Este tipo de encuentro
profundo jalona los momentos de mayor compromiso y que más vívidamente
recordamos a los que Buber se refería cuando dijo que «toda vida verdadera es
un encuentro».11
A excepción de la santidad, sin embargo, seríamos demasiado exigentes
si aspirásemos a que todo encuentro se moviese en la dimensión yo-tú . Como
dijo Buber, la vida cotidiana oscila inevitablemente entre ambas modalidades de
relación ya que, según dijo, el nuestro es un yo dividido compuesto de «dos
provincias netamente definidas», la del ello y la del tú y, si bien ésta
aparece en los momentos de mayor conexión, pasamos la mayor parte de
nuestra vida en la modalidad utilitaria del ello que se ocupa de hacer las cosas
que hay que hacer.
La utilidad del ello
El columnista del New York Times Nicholas Kristof es un conocido
periodista de investigación ganador de un premio Pulitzer y que ha mantenido
su objetividad en medio de guerras, hambrunas y las principales catástrofes de
las últimas décadas. Pero esa objetividad se perdió un buen día en Camboya
mientras investigaba la escandalosa venta de miles de niños como esclavos de
los traficantes de sexo.12
El momento crítico ocurrió el día en que un proxeneta camboyano le
presentó a una menor de edad menuda y temblorosa llamada Srey Neth y
Kristof cometió el terrible pecado periodístico de comprarla por ciento
cincuenta dólares.
Kristof llevó a Srey Neth y a otra chica a su pueblo y las puso en libertad,
ayudándolas a emprender una nueva vida. Al cabo de un año, Srey Neth estaba
acabando su formación como esteticién en Phnom Penh, la capital de Camboya
y a punto de abrir su propio gabinete, mientras que la otra chica,
lamentablemente, volvió al dinero fácil. Fueron muchos los lectores que,
emocionados por los artículos escritos al respecto por Kristof, enviaron
donaciones a una organización que se dedica a ayudar a chicas como Srey Neth
a comenzar una nueva vida.
La objetividad es uno de los principios fundamentales de la ética
periodística por lo que, desde una perspectiva ideal, el periodista debe asumir el
papel de observador neutral, rastreando los eventos e informando de lo que
ocurre, sin interferir en modo alguno. Así fue como Kristof cruzó la frontera y
se sumió en su relato, abandonando el estricto papel de periodista distante.
Pero el código deontológico del periodismo no es más que un caso
particular de un tipo de relación yo-ello que afecta también a muchas otras
profesiones, desde la medicina hasta la policía. Desde esa perspectiva, por
ejemplo, el cirujano no debería intervenir quirúrgicamente a una persona con la
que mantuviese una relación muy estrecha, por el temor a que sus sentimientos
empañen su claridad mental y, del mismo modo, un policía tampoco debería, en
teoría, permitir que sus relaciones personales interfiriesen con el ejercicio de su
profesión.
En cualquiera de los casos, sin embargo, el principio que nos lleva a
mantener la adecuada distancia profesional aspira a proteger a los implicados
de la imprevisible e inestable influencia de las emociones en el ejercicio
profesional. El mantenimiento de esa distancia es el que nos permite ver a los
demás en función del papel que desempeñan paciente, criminal, etcétera
sin necesidad de conectar con el ser humano que asume ese rol. Y es que,
mientras que la vía inferior nos conecta de inmediato con la ansiedad de los
demás, los sistemas prefrontales pueden tranquilizarnos y proporcionarnos la
distancia emocional necesaria para pensar con la suficiente claridad.13 No
olvidemos que la eficacia de la empatía depende del adecuado equilibrio entre
las vías superior e inferior.
La modalidad ello tiene claras ventajas para el desempeño de la vida
cotidiana, aunque sólo sea para establecer la distancia necesaria para llevar a
cabo nuestras actividades más rutinarias. A fin de cuentas, no es necesario
establecer un vínculo íntimo con todas las personas con las que interactuamos
cotidianamente ya que, para ello, basta con que nos relacionemos basándonos
exclusivamente en el rol social que una determinada persona desempeña
como la camarera o el dependiente, por ejemplo , tratándole como un ello
unidimensional e ignorando simultáneamente las otras dimensiones de su
personalidad, es decir, su plena identidad humana.
Jean Paul Sartre, el filósofo francés del siglo XX, consideraba a esta
unidimensionalidad como un síntoma de la alienación característica de la vida
moderna. En su opinión, los roles públicos constituyen una especie de
ceremonia , una suerte de guión que nos permite tratar a los demás y ser
tratados, a su vez como un ello : «Existe una danza del tendero, como
también hay una danza del sastre y una danza del subastador que tratan de
convencer a sus respectivos clientes de que no son nada más que un tendero, un
sastre o un subastador».14
Pero Sartre no dice nada sobre los beneficios derivados de esta mascarada
yo-ello que nos libera de la necesidad de pasarnos en día sumidos en una
interminable serie de encuentros yo-tú . Así, por ejemplo, la distancia digna
que mantiene el camarero proporciona a sus clientes una burbuja de intimidad
que les libra de intromisiones en su mundo privado. Así es también como el
camarero puede desempeñar eficazmente su trabajo y disponer de la autonomía
interna necesaria para dirigir su atención a sus intereses y búsquedas privadas,
aunque sólo sea en el ámbito del ensueño y de la fantasía.
El rol, pues, nos proporciona una esfera de intimidad en medio de la vida
pública que no se ve amenazada por los comentarios triviales siempre y
cuando no dejen de ser triviales. Por otra parte, la persona que asume el rol
siempre tiene la posibilidad de atender a alguien como un tú, transgrediendo
provisionalmente los límites de su rol y asumiendo su personalidad completa.
Pero, hablando en términos generales, el rol opera como una especie de filtro
que protege parcialmente a la persona que lo desempeña. Es precisamente por
ese motivo que, al menos al comienzo, no vemos a la persona, sino a un ello .
En la relación entre simples conocidos, el rapport aumenta en la medida
en que ambos se involucran en una danza no verbal de atención, sonrisas, gestos
y movimientos coordinados. Pero, en el encuentro con alguien que desempeña
un rol profesional, nuestra atención tiende a centrarse en nuestra necesidad, en
nuestra ansiedad o en el resultado deseado. Las investigaciones realizadas en
este sentido en el ámbito de las relaciones interpersonales de quienes
desempeñan un rol de ayuda
como médicos, enfermeras, consejeros o
psicoterapeutas
evidencian la menor presencia (por ambos lados) de los
ingredientes fundamentales del rapport que impregnan los encuentros
informales.15
Esta atención dirigida hacia objetivos supone un reto para los
profesionales de la ayuda cuya eficacia, después de todo, depende también del
rapport. En el ámbito psicoterapéutico, por ejemplo, la química interpersonal
entre terapeuta y cliente resulta esencial para el establecimiento de una alianza
operativa. En el ámbito de la medicina, la necesaria confianza del paciente en su
médico es esencial para que obedezca sus recomendaciones.
Es por todo ello que, quienes desempeñan ese tipo de roles, harían bien
en preocuparse de que sus encuentros profesionales conserven los ingredientes
esenciales del rapport, equilibrando el necesario desapego con la empatía
suficiente para permitir la dosis mínima de relación yo-tú .
El dolor del rechazo
Para Mary Duffy, la hora de la verdad en que se dio cuenta de que
había dejado de ser contemplada como una persona y pasó a ser considerada
como el carcinoma de la habitación B-2
ocurrió la mañana posterior al día
en que le extirparon un cáncer de mama.
Todavía estaba medio dormida cuando, sin advertencia previa, se vio
rodeada por un montón de desconocidos ataviados con bata blanca, el médico
que la había operado y un grupo de estudiantes de medicina. El doctor, sin
dirigirle la palabra, le quitó la sábana y la despojó del camisón como si fuera un
maniquí, dejándola desnuda.
Demasiado débil para protestar, Duffy esgrimió entonces un irónico
Buenos días que, no obstante, no consiguió impedir la perorata que el médico
se lanzó a dar sobre el cáncer al grupo que, indiferente a su desnudez, rodeaba
su cama.
Cuando, finalmente, el médico se dignó dirigirle la palabra, preguntó
distraídamente: ¿Ha tenido gases?
Pero, cuando ella trató de afirmar su humanidad con un tajante
¡No!
¡Eso no lo hago hasta la tercera cita! , el doctor pareció ofenderse, como si le
hubiera defraudado.16
Lo que Duffy necesitaba en ese momento era que el doctor afirmase
sencillamente su individualidad con un gesto que la tratara con un poco de
dignidad. Necesitaba un momento de yo-tú y lo único que recibió fue una
ducha fría de yo-ello .
Todo nos sentimos, como Duffy, inevitablemente angustiados cuando
esperamos conectar con alguien que, por una u otra razón, no asume su parte y,
a causa de ello, nos sentimos desamparados, como el bebé cuya madre se niega
a prestarle atención.
Ese tipo de sufrimiento tiene un fundamento neuronal, porque nuestro
cerebro registra el rechazo social en la corteza cingulada anterior (o CCA), la
misma región que se activa cuando experimentamos un daño físico y también
provoca, por lo que sabemos entre otras muchas cosas , una angustiosa
sensación de dolor corporal.17
La investigación dirigida por Matthew Lieberman y Naomi Eisenberger
en UCLA sugiere que la corteza cingulada anterior opera como una especie de
alarma neuronal que detecta el peligro del rechazo y alerta a otras partes del
cerebro a reaccionar en consecuencia.18 En ese sentido, ambos opinan que
forma parte de lo que ellos denomina un sistema de identificación social que
parece asentarse en los mismos circuitos cerebrales que avisan al cerebro de un
posible daño físico.
El rechazo evoca una amenaza primordial importante para el cerebro. En
este sentido, Lieberman y Eisenberger nos recuerdan que la integración en un
grupo era esencial para la supervivencia del hombre prehistórico, porque la
exclusión podía implicar su sentencia de muerte, como hoy en día sigue
ocurriendo cuando un mamífero humano se ve en la obligación de sobrevivir en
medio de la naturaleza. Según afirman estos investigadores, el centro del dolor
pudo haber desarrollado esta sensibilidad a la exclusión social como una señal
de alarma que muy probablemente estimula la necesidad de recomponer la
relación amenazada.
Este descubrimiento da sentido a las metáforas que solemos emplear para
referirnos al dolor generado por el rechazo como tener el corazón roto o los
sentimientos heridos , lo que indica la naturaleza física del sufrimiento
emocional. El lenguaje humano parece reconocer esta equiparación entre el
dolor físico y el sufrimiento social, porque son muchos los idiomas en los que
los términos utilizados para describir el sufrimiento social se derivan del mismo
léxico que se emplea para hablar del dolor físico.
También es muy elocuente el hecho de que los simios que tienen
lesionada la corteza cingulada anterior no puedan llorar de angustia cuando se
ven separados de sus madres, un fracaso que, en plena naturaleza, podría poner
en peligro su vida. Del mismo modo, las madres de estos simios que presentan
lesiones en la corteza cingulada anterior ya no responden a los gritos de
aflicción de sus hijos cogiéndoles en brazos para protegerles y, en el caso de los
seres humanos, se ha descubierto que el llanto del bebé activa la corteza
cingulada anterior de su madre y no se desconecta hasta que ésta responde.
Quizás nuestra necesidad primordial de conexión explique la proximidad
de los centros del tallo cerebral asociados a las lágrimas y la risa,19 que afloran
espontáneamente en los momentos de mayor conexión social, como
nacimientos, muertes, bodas y reencuentros largamente esperados. De este
modo, la angustia de la separación y la alegría del vínculo social reflejan el
poder primordial de la conexión.
Cuando esta necesidad de proximidad no se ve adecuadamente satisfecha
pueden presentarse diversos tipos de trastornos emocionales. Los psicólogos
han acuñado el término depresión social para referirse al malestar concreto
causado por las relaciones problemáticas y amenazadoras. El rechazo o el
miedo al rechazo también es una de las causas más comunes de ansiedad. La
sensación de inclusión no depende del número ni de la frecuencia de los
contactos sociales, sino de lo reconocida y aceptada que se sienta, aunque sólo
sea por unas pocas personas clave.20
No es de extrañar, por tanto, que las amenazas de abandono, separación o
rechazo discurran a través de los mismos circuitos cerebrales porque, en un
tiempo, fueron auténticas amenazas
hoy simbólicas
a nuestra
supervivencia física. Es precisamente por ese motivo que, cuando esperamos
ser tratados como un tú y nos tratan como un ello , nos sentimos
especialmente mal.
¿Empatía o proyección?
En cuanto lo vi reconocí vagamente
comenta un psicoanalista
respecto a su primera entrevista con un nuevo paciente la emergencia de una
de las muchas versiones de ansiedad a las que soy susceptible.
Observando atentamente a su paciente mientras le escuchaba, no tardó en
descubrir que lo que tan nervioso le ponía eran sus pantalones, con la raya
perfecta y sin la menor arruga.
Mi paciente prosiguió irónicamente el psicoanalista parecía un
modelo del catálogo Eddie Bauer, mientras que yo parecía recién salido de la
última página del suplemento de tallas grandes y prendas defectuosas.
Estaba tan nervioso que, sin perder el contacto visual, se echó hacia
delante, para poder estirar mejor las perneras de sus pantalones chinos
completamente arrugados. Poco después, el paciente relató un recuerdo muy
intenso de la expresión de desaprobación severa y silenciosa de su madre que
evocó en el analista el recuerdo de la continua insistencia de su madre en que se
planchara los pantalones.
El psicoanalista cita ese ejemplo para ilustrar el papel que desempeña la
empatía en la terapia, esos momentos en los que, según dijo, el terapeuta se
siente perfectamente conectado con su paciente y experimenta exactamente
los mismos sentimientos que él.21 Desafortunadamente, sin embargo, parte de lo
que el analista siente procede de su propio bagaje emocional y constituye una
proyección de su realidad interior sobre la de su paciente. En este sentido, la
proyección ignora la realidad interior de la otra persona y, cada vez que
incurrimos en la proyección, solemos creer con demasiada facilidad que el otro
siente y piensa lo mismo que nosotros.
Esta tendencia se vio advertida hace ya muchos años por el filósofo
David Hume que, en el siglo XIX, advirtió lo que denominó la asombrosa
tendencia del ser humano a atribuir a los demás «las mismas emociones que
observamos en nosotros y encontrar en todas partes las ideas que más presentes
se hallan en nosotros», en nuestra propia mente.22 En la auténtica proyección,
no obstante, no hacemos más que proyectar nuestro mapa del mundo sobre el
mapa del otro, sin ningún tipo de ajuste o sintonía. Las personas demasiado
ensimismadas y perdidas en su mundo interior no tienen mucha más alternativa
que proyectar su propia sensibilidad sobre los demás.
Hay quienes sostienen que cada acto de empatía conlleva una forma sutil
de proyección, porque el hecho de sintonizar con alguien provoca en nosotros
sentimientos y pensamientos que fácil, aunque erróneamente, solemos
atribuirles. El reto del analista consiste en discernir las proyecciones lo que,
técnicamente hablando, se denomina contratransferencia
de la auténtica
empatía. En la medida en que el terapeuta sabe diferenciar los sentimientos
internos que reflejan los sentimientos del paciente de aquellos otros que
proceden de su propia historia, puede registrar con más facilidad lo que
realmente siente el paciente.
Si la proyección convierte al otro en un ello , la empatía nos permite
verlo como un tú , porque establece un feedback que nos ayuda a ajustar
nuestra percepción a su realidad. Mientras controla sus propias reacciones, el
terapeuta puede comenzar advirtiendo que lo que parece un sentimiento propio
no se origina en él, sino en su paciente y su significado acabará tornándose
consciente en la medida en que aflore una y otra vez, al tiempo que va
construyendo la relación cliente-terapeuta. Luego puede compartir esa
sensación interior, devolviendo la experiencia a su paciente, mientras la empatía
va perfeccionando la sintonía.
Nuestro anhelo de bienestar depende, en buena medida, de que los demás
nos consideren un tú , una necesidad de conexión que posiblemente refleje la
necesidad primordial de supervivencia. Es por ello que el eco neuronal de esa
necesidad acrecienta actualmente nuestra sensibilidad a la diferencia existente
entre ello y tú y nos lleva a experimentar el rechazo social de un modo tan
profundo como el sufrimiento psicológico. Si ser tratados como un ello nos
inquieta, igualmente inquietante es tratar de ese modo a los demás.
CAPÍTULO 8
LA TRÍADA OSCURA
Mi cuñado, Leonard Wolf, es un hombre amable y compasivo, un
estudioso de Chaucer y un experto en la literatura y la cinematografía de terror.
Esos intereses le llevaron, hace ya unos cuantos años, a escribir un libro sobre
un asesino en serie de la vida real que, antes de ser atrapado, había estrangulado
a diez personas, incluidos tres miembros de su propia familia.
Para ello, Leonard visitó al asesino en prisión en varias ocasiones.
Cuando finalmente logró acopiar el coraje necesario, le formuló la pregunta que
más le desconcertaba:
¿Cómo pudo hacer una cosa tan espantosa? ¿Acaso no sintió
compasión por sus víctimas?
¡Oh no! replicó entonces el asesino con toda naturalidad . Tuve
que desconectar esa parte de mí porque, de haber experimentado su sufrimiento,
jamás hubiera podido hacerlo.
La empatía es el principal inhibidor de la crueldad, por ello la represión
de la tendencia natural a experimentar lo que los demás sienten nos permite
tratarlos como si no fueran más que una cosa.
La espeluznante respuesta de ese estrangulador
Tuve que desconectar
esa parte de mí
alude a la posibilidad de truncar a propósito la empatía y
contemplar fríamente el sufrimiento ajeno. Es precisamente por ello uno de los
desencadenantes de la crueldad consiste en la represión de la tendencia natural
que nos permite conectar con los demás y sentir lo que sienten.
Quienes carecen de la capacidad de establecer contacto con los demás
caen típicamente dentro del ámbito del narcisismo, el maquiavelismo y la
psicopatía, es decir, lo que los psicólogos han calificado como la tríada
oscura . Todas ellas comparten, en distinta medida, rasgos
a veces muy
ocultos tan poco atractivos como el rencor, la hipocresía, el egocentrismo, la
agresividad y la insensibilidad. 1
No estaría de más que nos familiarizásemos con estas tres modalidades,
aunque sólo fuera para conocerlas mejor, porque la sociedad moderna, que
glorifica las motivaciones egoicas e idealiza a los semidioses de la fama y la
vanidad, puede estar promoviendo inadvertidamente su florecimiento.
Aunque la mayor parte de las personas que caen dentro de la tríada
oscura no satisfacen completamente los criterios del diagnóstico psiquiátrico, en
sus polos más extremos se pierden en la enfermedad mental o se convierten en
auténticos criminales, especialmente en el caso de los psicópatas. Pero la
variedad subclínica resulta mucho más habitual y vive entre nosotros y
podemos encontrarlos en las oficinas, las escuelas, los bares y cualquier recodo
de la vida cotidiana.
El narcisista: Sueños de gloria
El jugador de rugby al que llamaremos Andre se ha ganado a pulso la
justificada fama de ser un engreído y todo el mundo le adora por hacer las
jugadas más espectaculares y difíciles en los momentos más críticos de los
partidos más importantes. Y parece que sus esfuerzos son mayores cuanto más
ruge el público, más brillan los focos y mayor es el riesgo.
En los momentos más difíciles
dijo uno de sus compañeros de
equipo a un periodista nos encanta contar con su presencia.
Pero la verdad es que Andre se apresuró a agregar es un tipo
realmente insoportable. Siempre llega tarde a los entrenamientos, se pavonea
como si fuera Dios jugando al rugby y jamás le he visto hacer un buen placaje.
Además, Andre tiene la costumbre de desaprovechar las jugadas más
sencillas, especialmente en los entrenamientos y en los partidos sin importancia
hasta el punto de que, en cierta ocasión, casi se pelea con un compañero por no
haberle pasado el balón a él sino a otro jugador
que, por cierto, acabó
marcando un gol.
Andre ilustra una variedad del narcisismo. A esas personas sólo les
interesan los sueños de gloria.2 Los narcisistas se aburre con la rutina y sólo
parecen florecer cuando se ven obligados a enfrentarse a un reto difícil, un
rasgo que resulta muy adaptativo en aquellos entornos como los pleitos o el
liderazgo en los que el individuo se ve obligado a moverse en situaciones
habitualmente muy estresantes.
Las versiones sanas del narcisismo se originan en la sensación del niño
mimado de ser el centro del universo y de que sus necesidades son más
importantes que las de los demás. De esa sensación parece derivarse la
autoestima que proporciona al adulto una confianza en sí mismo proporcional a
su nivel de talento, uno de los ingredientes fundamentales del éxito y en cuya
ausencia se repliega y deja de ejercer los dones y las fortalezas que pueda
poseer.
Pero, para que el narcisismo sea realmente sano, debe poseer también una
buena dosis de empatía. En este sentido podríamos decir que, cuanto mayor sea
la capacidad de la persona de tratar a los demás como a sí mismo, más sano
tiende a ser el narcisismo.
Son muchos los narcisistas que se sienten atraídos por aquellos trabajos
de perfil elevado en los que se hallan sometidos a una intensa presión y en los
que pueden desplegar sus mejores talentos y los beneficios también son
mayores, a pesar del riesgo que puedan entrañar. En todos estos casos como
sucedía en el de Andre , el narcisista parece esforzarse más cuanto mayores
son las posibles recompensas.
Esta modalidad de narcisismo puede generar auténticos líderes. En
opinión de Michael Maccoby, un psicoanalista que se ha dedicado al estudio
y tratamiento de los líderes narcisistas, se trata de un trastorno cada vez más
frecuente en los escalafones superiores del ámbito empresarial y que está
directamente relacionado con la competencia, el salario y el glamour.3
Estos líderes ambiciosos y seguros de sí mismos pueden ser muy eficaces
en el competitivo mundo de la empresa actual. Los mejores de ellos son
estrategas dotados y creativos, capaces de formarse una idea global de la
situación, enfrentarse adecuadamente a los retos que les presente la vida y
transmitir un legado positivo a sus subordinados. En este sentido, los narcisistas
más productivos combinan la adecuada confianza en sí mismos con la
capacidad de admitir las críticas, al menos, las críticas que proceden de un
amigo.
Los líderes narcisistas sanos también son capaces de autorreflexión y
están abiertos a la prueba de la realidad. Son personas que poseen la suficiente
perspectiva como para disfrutar durante la búsqueda de sus objetivos. Su
apertura a la información nueva, por otra parte, les torna menos vulnerables a
las situaciones imprevistas y les permite, en consecuencia, tomar decisiones
más razonables.
Pero los narcisistas patológicos, por su parte, no buscan tanto ser amados
como admirados. Entre sus principales fortalezas se cuenta la capacidad de
tener una visión convincente de las cosas que les dota de una habilidad especial
para tener seguidores. A menudo innovadores en el ámbito de los negocios, no
se ven motivados por tener un alto estándar de excelencia interna, sino por los
beneficios adicionales que acompañan al logro de los objetivos propuestos. Y
puesto que les interesan muy poco los efectos de sus acciones sobre los demás,
no son nada escrupulosos con los medios utilizados y suelen despreocuparse por
el coste humano que todo ello pueda suponer. Según Maccoby, estos líderes
también pueden resultar especialmente atractivos en tiempos turbulentos,
aunque sólo sea porque no tienen ningún problema en emprender acciones que
provoquen cambios radicales.
Pero la empatía de esos narcisistas es selectiva y su búsqueda de gloria
les lleva, con cierta frecuencia, a hacer la vista gorda. No es de extrañar, por
tanto, que no muestren el menor empacho en cerrar una empresa, venderla o
despedir a miles de empleados sin preocuparse siquiera por la catástrofe
personal que ello pueda suponer para sus empleados. Porque el hecho es que, en
ausencia de empatía, los remordimientos no existen y estos líderes son
impasibles a las necesidades y sentimientos de sus subordinados.
La sensación de autoestima constituye otro signo muy importante del
narcisismo sano. En este sentido, los narcisistas patológicos suelen poseer una
autoestima muy pobre, lo que genera una inestabilidad y una vulnerabilidad
interna que cierra a las críticas aun al más inspirado de los líderes. Es por ello
que este tipo de líder evita todo feedback constructivo, que siempre percibe
como un ataque. Esta hipersensibilidad a las críticas también lleva a los líderes
narcisistas a desdeñar la información, que sólo buscan de manera selectiva,
aferrándose a aquellos datos que corroboran su punto de vista e ignorando, al
mismo tiempo, los que lo refutan. Son personas que no saben escuchar, sino que
prefieren predicar y adoctrinar.
Algunos líderes narcisistas logran resultados espectaculares, mientras que
otros provocan auténticos desastres. Cuando albergan sueños irreales, carecen
de limitaciones e ignoran los sabios consejos que puedan brindarles, lo que bien
puede acabar arrastrando a toda una empresa por un sendero equivocado. Es por
todo ello que Maccoby advierte que, dado el gran número de líderes narcisistas
que dirigen el mundo empresarial, las organizaciones deberían buscar bien en
buscar un sistema adecuado de compensaciones que les obligase a escuchar y
tener en cuenta las opiniones ajenas. No es de extrañar que, en las
circunstancias actuales, acaben aislados tras un muro de aduladores.
Cierto director general narcisista solicitó, en una ocasión, psicoterapia a
Maccoby con la intención de descubrir por qué se enfadaba tan fácilmente con
sus subordinados y se tomaba como una afrenta personal hasta las más valiosas
sugerencias, sin tener en cuenta a las personas que las habían propuesto. Esa
psicoterapia le permitió rastrear e identificar el origen de su ira hasta el
sentimiento infantil de no haber sido valorado jamás por su distante padre que,
hiciera lo que hiciese, nunca parecía satisfecho con sus logros. Entonces fue
cuando se dio cuenta de que todos sus esfuerzos estaban dirigidos a compensar
con las alabanzas de sus subordinados esa necesidad emocional infantil
insatisfecha. Es por ello que, en cada ocasión en que se sentía infravalorado, no
tardaba en enfurecerse.
Esa comprensión alentó un cambio que le permitió empezar a tomarse en
broma su apremiante necesidad de aplauso. En un determinado momento reunió
a su equipo directivo y les anunció que había emprendido un psicoanálisis,
solicitándoles su opinión al respecto. Tras una larga pausa, un alto ejecutivo
acopió finalmente el coraje necesario para decirle que hacía tiempo que no le
veía enojarse y que, independientemente de lo que estuviera haciendo, estaba
sentándole bien y debía seguir en ello.
El lado oscuro de la lealtad
Mis alumnos
dice cierto profesor de una escuela empresarial
consideran la vida dentro de una organización como una especie de feria de
las vanidades en la que quien quiere prosperar no tiene más remedio que
adular a sus superiores.
Según esos alumnos, la adulación es una de las condiciones
imprescindibles del ascenso y poco importa si, a lo largo de este proceso, se ven
obligados a ocultar, minimizar o distorsionar información importante, porque
con astucia y un poco de suerte, siempre habrá alguien que acabe cargando con
los platos rotos.4
Ese cinismo pone claramente de relieve el peligro que entraña el
narcisismo patológico. Y, cuando esa visión es compartida por una masa crítica
de empleados y se convierte en el protocolo estándar, la organización entera
acaba asumiendo rasgos manifiestamente narcisistas.
Son muchos los problemas generados por este tipo de narcisismo en el
ámbito empresarial. En primer lugar, el hecho de que todo el mundo aliente el
delirio de grandeza del jefe o infle una falsa imagen colectiva se convierte en
una norma operativa que no tarda en impedir toda disidencia sana. Por otro
lado, las organizaciones que carecen de una visión clara y completa de la
realidad pierden la capacidad de responder ágilmente a las demandas que se les
presentan.
A decir verdad, toda empresa quiere que sus empleados estén orgullosos
de trabajar en ella y crean compartir una misión importante, de modo que una
dosis sana y adecuada de narcisismo no entraña ningún problema. El problema
aparece cuando el orgullo no se asienta en los logros reales, sino en una
necesidad desesperada de alabanza.
Este peligro es todavía mayor cuando el líder narcisista sólo está
dispuesto a aceptar mensajes que confirmen su propia sensación de grandeza ya
que, cuando ese líder se torna, a su vez, portador de malas noticias, sus
subordinados empiezan a ocultar deliberadamente los datos que no concuerdan
con la imagen grandiosa. Y no es preciso, para provocar esta distorsión de la
realidad, motivación clínica alguna, porque los mismos empleados cuyo ego se
siente ensalzado por el simple hecho de pertenecer a la organización
distorsionarán deliberadamente la verdad a cambio de las sensaciones generadas
por la adulación del grupo.
Pero la principal víctima del narcisismo colectivo patológico no es la
verdad, sino la relación auténtica entre los empleados. En tal caso, todo el
mundo parece conspirar tácitamente para mantener viva la ilusión compartida,
un entorno en el que prosperan la distorsión y la paranoia, al tiempo que el
trabajo se degrada hasta convertirse en una mera farsa.
En una escena profética de la película de 1983 Silkwood, Karen
Silkwood, una cruzada contra la corrupción en el mundo empresarial, descubre
casualmente al director de una planta industrial retocando fotografías de las
soldaduras de las barras de combustible de un reactor nuclear para que un
trabajo defectuoso cobrase apariencia de seguridad.
Pero el directivo no parecía albergar ninguna duda sobre la flagrante
violación de las normas de seguridad en la que estaba incurriendo. Lo único que
le preocupaba era entregar el trabajo en el tiempo previsto, sin demora que
pusiera en peligro a la empresa y a sus empleados. Por ello se consideraba un
ciudadano ejemplar de la organización.
Desde la época en la que se filmó esa película denuncia ha habido varios
accidentes de este tipo que no sólo han afectado a un reactor nuclear, sino a
todo el entramado de empresas que giraban en torno a Chernobyl. Bajo las
mentiras más descaradas y los fraudes fiscales más sofisticados, esas empresas
se hallaban atrapadas en este problema, el narcisismo colectivo patológico.
Por más que afirmen explícitamente querer conocer la verdad, lo cierto es
que las organizaciones narcisistas alientan tácitamente la hipocresía. No
olvidemos que las ilusiones compartidas florecen en relación directa a la
negación de verdad. Y, cuando el narcisismo afecta a toda la empresa, quienes
se atreven a poner en cuestión los motivos de alabanza aun esgrimiendo datos
cruciales
constituyen una seria amenaza de fracaso y vergüenza para el
narcisista, cuya respuesta refleja es la rabia. No es de extrañar que las empresas
narcisistas no tarden en amonestar, degradar o despedir a quienes osan
cuestionar la grandiosidad del grupo.
La organización narcisista es un universo moral, un mundo cuyas metas,
bondades y medios no se ven cuestionados, sino que son considerados como la
verdad absoluta. En tal empresa no existe, en consecuencia, impedimento
alguno para recurrir a los medios necesarios para alcanzar los objetivos
deseados. De este modo, la continua autocomplacencia impide que nos demos
cuenta de lo mucho que nos hemos divorciado de la realidad, porque las reglas
no parecen aplicarse a nosotros, sino tan sólo a los demás.
El lema del narcisista: Los demás sólo existen para adorarme
Ella había comenzado prometiéndole que le leería un pasaje de una
novela pornográfica, pero ahora estaba furioso. Al comienzo todo pareció ir
muy bien, ella empezó a leer en voz alta y seductora una escena tórrida y él se
sentía un poco excitado. Pero, en la medida, en que aumentaba la intensidad
erótica del pasaje, empezó a ponerse nerviosa, balbucir y tartamudear.
Finalmente llegó a un punto en el que estaba demasiado azorada como
para continuar y, alegando que el pasaje empezaba a ser demasiado
pornográfico, se negó a seguir. Pero las cosas no acabaron ahí, porque luego
agregó que, en él, había algo que la incomodaba y, para empeorar las cosas,
admitió haber seguido adelante y leído el pasaje entero a otros chicos.
Pero lo cierto era que esa misma escena se repitió en ciento veinte
ocasiones con ciento veinte hombres diferentes como parte de una investigación
realizada en cierta universidad y destinada a determinar las causas que llevan a
algunos hombres a forzar el acto sexual.5 El escenario había sido diseñado para
comenzar excitando deliberadamente a los sujetos, parar luego en seco y
finalmente frustrarles.
Pasada esta primera fase, el experimento entraba en otra en la que cada
participante tenía la oportunidad de desquitarse, valorando si la mujer había
realizado bien su trabajo y determinando si merecía o no recibir por él un pago
(y, en este último caso, cuánto debían pagarle) y si debía seguir trabajando o si,
por el contrario, debían despedirla.
La mayoría de los participantes perdonaron a la mujer, sobre todo cuando
se enteraron de que necesitaba el dinero para sufragar sus estudios pero, como
es habitual, los narcisistas fueron los que más se indignaron y los que
recomendaron adoptar medidas más estrictas. La investigación demostró que,
en todos los casos, los narcisistas se consideraron engañados y también fueron
los más implacables. Otra investigación demostró también que, cuanto más
narcisista es el hombre, más elevadas son las puntuaciones que alcanza en una
prueba de actitudes sobre la violencia sexual. Es por todo ello que la conclusión
a la que arribaron los investigadores fue la de que, en el caso de haberse tratado
realmente de una cita, los narcisistas hubieran sido, con toda probabilidad, los
más proclives a forzar una relación sexual, independientemente de las protestas
de su pareja.
Pero aun los narcisistas patológicos pueden llegar, en ocasiones, a ser
encantadores. No olvidemos que el término narcisista se deriva del mito
griego de Narciso, que estaba tan fascinado con su belleza que acabó
enamorándose de su imagen reflejada en un estanque. La ninfa Eco también se
enamoró de él, pero acabó rechazada y con el corazón roto, por ser incapaz de
competir con la fascinación que Narciso sentía por sí mismo.
Son muchas, como sugiere el mito, las personas que se sienten atraídas
por los narcisistas, aunque sólo sea por el carisma derivado de la confianza que
tienen en sí mismos. Pero los narcisistas patológicos también son muy
expeditivos en su rechazo de los demás y, al contemplarse a sí mismos en
términos exclusivamente positivos son, comprensiblemente, más felices cuando
se casan con personas aduladoras.6 A fin de cuentas, el eslogan típico del
narcisista podría ser: Los otros sólo existen para adorarme .
De todos los miembros de la tríada oscura, los narcisistas con los más
ufanos de sí mismos, todo ello convenientemente aderezado con una dosis
necesaria de autoengaño.7 Son muy egoístas y se atribuyen el mérito de los
éxitos, sin asumir jamás la culpa de los fracasos. Se sienten merecedores de la
gloria y no tienen problema alguno en usurpar alegremente el mérito del trabajo
ajeno (sin ver en ello nada equivocado... como tampoco, por cierto, en ninguna
otra cosa que puedan hacer).
Una de las pruebas estándar del narcisismo se ocupa de determinar, entre
otras muchas cosas, si la persona posee una sensación desproporcionada de
superioridad, si tiene fantasías obsesivas y desmesuradas, si experimenta rabia o
vergüenza ante las criticas, si espera favores especiales y si carece de empatía.8
Esta falta de empatía es, precisamente, la que le lleva a ignorar los efectos que
su brusquedad egoísta provoca en la imagen que los demás tienen de él.
Aunque, en ocasiones, pueden ser selectivamente encantadores, los
narcisistas suelen mostrarse bastante desagradables. Poco proclives a la
intimidad emocional, son muy competitivos, cínicos y desconfiados y no dudan
en manipular a las personas que les rodean, glorificándose a sí mismos en
detrimento de los demás. Lo más curioso, sin embargo, es que suelen
considerarse personas amables.9
No es de extrañar que, en estas condiciones, la inflación del ego aparezca
con mucha más frecuencia en las culturas individualistas que en aquellas otras
que alientan el éxito compartido. Las culturas colectivas imperantes en el
Extremo Oriente y el norte de Europa valoran el ajuste al grupo y comparten
tanto los esfuerzos como las recompensas, al tiempo que renuncian a toda
expectativa de ser tratados como personas especiales. Por su parte, las culturas
individualistas como las de Estados Unidos y Australia, por ejemplo, tienden a
alentar los esfuerzos y las recompensas individuales. En este sentido, por
ejemplo, los estudiantes universitarios de nuestro país consideran que su
desempeño en la mayoría de las tareas supera al 66 por ciento de sus
semejantes, mientras que la puntuación al respecto de los estudiantes japoneses
se ubica en torno al 50 por ciento.10
El maquiavélico: Mi fin justifica los medios
El gerente de un gran departamento de un gigante industrial europeo
poseía una reputación un tanto ambigua ya que, mientras que sus subordinados
le temían y odiaban, su jefe le encontraba realmente encantador. Socialmente
muy brillante, hacía todo lo que estuviese en su mano para impresionar no sólo
a su jefe, sino también a todos los clientes. Pero, en cuanto volvía a recluirse en
su despacho, no tardaba en convertirse en el tirano mezquino de siempre,
gritando sin empacho a quienes hacían las cosas mal y sin alentar tampoco a los
que sobresalían.
Un asesor independiente contratado por la empresa para valorar la
actuación de sus directivos detectó de inmediato lo desmoralizados que estaban
los empleados de ese departamento. No hicieron falta muchas entrevistas para
que detectara el egocentrismo de ese directivo, que no mostraba el menor
interés por la empresa ni por las personas cuyo esfuerzo le hacían acreedor de
las alabanzas de su jefe.
El asesor recomendó entonces su sustitución, cosa que el director general
acabó admitiendo a regañadientes, pero nuestro hombre no tuvo el menor
problema en deslumbrar a su nuevo jefe y encontrar otro trabajo similar.
Todos reconocemos de inmediato a este ejecutivo manipulador, porque
impregna la cultura popular y lo hemos visto en incontables ocasiones en los
ámbitos del cine, el teatro y la televisión. Es el estereotipo del bellaco, el
malvado insensible y refinado que no tiene empacho alguno en aprovecharse de
los demás.
Se trata de un personaje tan viejo que ya vemos en forma del demonio
Ravana en la epopeya india del Ramayana y tan contemporáneo como el
emperador del mal de la saga de La guerra de las galaxias. Aparece en
innumerables ocasiones y bajo los ropajes más diversos como el científico loco
que aspira a dominar el mundo o el jefe encantador y desalmado de una banda
de criminales al que todos odian por su maldad y su falta de escrúpulos.
Cuando Nicolás Maquiavelo escribió El príncipe, el manual del siglo
XVI en el que describe las estrategias necesarias para alcanzar y conservar el
poder político sin importar, para ello, los medios utilizados, dio por sentado que
el gobernante ambicioso sólo piensa en sus propios intereses, sin mostrar la
menor preocupación por sus subordinados ni por las personas que debe aplastar
para alcanzar sus objetivos.11 Para el maquiavélico, el fin justifica los medios,
independientemente del sufrimiento que ello pueda provocar. Ésta fue la ética
que floreció durante los siglos posteriores entre los seguidores de Maquiavelo
en los invernaderos de las cortes reales europeas (y que todavía sigue
floreciendo en muchos círculos políticos y empresariales del mundo
contemporáneos).
Maquiavelo no creía en el altruismo y consideraba que el egoísmo es la
única fuerza impulsora de la naturaleza humana. En realidad, sin embargo, es
muy probable que el político maquiavélico no considere egoístas ni malvados
sus fines, porque siempre puede encontrar una justificación racional
convincente. No es de extrañar, por tanto, que los gobernantes totalitarios sigan
justificando su tiranía en la necesidad de proteger al Estado de algún adversario
siniestro, aunque sólo se trate de un enemigo imaginario.
La psicología ha tomado el adjetivo maquiavélico para aplicarlo a
aquellas personas cuya visión del mundo refleja esta actitud cínica según la cual
todo vale . De hecho, las escalas de maquiavelismo más empleadas suelen
basarse en afirmaciones extraídas del libro de Maquiavelo, como la que sostiene
que La diferencia que existe entre los criminales y los demás es que aquéllos
son lo suficientemente estúpidos como para dejarse atrapar y aquella otra
según la cual La mayoría de la gente olvida más rápido la muerte de sus padres
que la pérdida de sus propiedades .
Este tipo de inventarios psicológicos no establece ningún tipo de juicios
morales, hasta el punto de que los talentos que exhibe el maquiavélico entre
los que se cuentan el encanto, la astucia y la confianza
pueden ser
considerados como deseables en contextos muy diversos, que van desde las
ventas hasta la diplomacia y la política. Por otra parte, el maquiavélico tiende a
ser cínicamente calculador y arrogante y suele comportarse de un modo que
socava la confianza y la cooperación de sus semejantes.
Los maquiavélicos son muy calculadores y fríos y no tienen el menor
interés en establecer conexiones emocionales y, al igual que sucede con los
narcisistas, consideran a los demás en términos estrictamente utilitarios como
simples medios que pueden ser manipulados para el logro de sus propios
objetivos. Uno de ellos por ejemplo confió, en cierta ocasión, a un consejero
que acababa de despedir a su novia, poniendo así de manifiesto una visión del
mundo según la cual los demás, independientemente del papel que desempeñen
son, para ellos, piezas intercambiables.
Son muchos los rasgos que el maquiavélico comparte con las otras dos
ramas de la tríada oscura, como la antipatía y el egoísmo. Pero, a diferencia de
lo que sucede con los casos del narcisista y del psicópata, el maquiavélico es
realista consigo mismo y con los demás, sin inflar nunca las cosas ni empeñarse
tampoco en impresionar a nadie.12 Pareciera, en este sentido, que el
maquiavélico prefiere ver las cosas con claridad porque, de ese modo, puede
manipular mejor a los demás.
Según algunos teóricos de la evolución, la inteligencia humana apareció
en la prehistoria como una forma de operar que se encuentra al servicio de la
supervivencia. Desde esa perspectiva, el éxito podía depender de la habilidad
para conseguir la mejor parte sin que el grupo le echase a patadas, una
estrategia que hoy puede seguir proporcionando algún que otro éxito personal a
directivos maquiavélicos como el gerente del tipo beso hacia arriba patada
hacia abajo que hemos mencionado anteriormente. A largo plazo, sin embargo,
las estrategias desplegadas por el maquiavélico suelen envenenar sus relaciones
y creando una mala reputación que acaba conduciéndole al fracaso. No es de
extrañar, por tanto, que su biografía esté inevitablemente salpicada de antiguos
amigos, antiguos amantes y antiguos socios que alberguen hacia él un amargo
resentimiento. Pero una sociedad tan móvil como la nuestra ofrece al
maquiavélico un nicho ecológico idóneo en el que no tiene dificultades para
desplazarse a nuevos territorios lo suficientemente alejados como para no verse
atrapados por sus fechorías.
Los maquiavélicos suelen tener una visión excesivamente unidireccional
de la empatía, focalizándose en las emociones de la persona a la que quieren
manipular para alcanzar sus propios fines. Además, también suelen poseer una
menor sintonía empática que los demás13 y su frialdad parece derivarse de una
carencia esencial en el procesamiento de las emociones, tanto propias como
ajenas. La suya es una visión estrictamente racional y probabilística del mundo
que no sólo se halla despojada de emociones, sino también del sentido ético que
naturalmente impregna las relaciones interpersonales. De ahí, precisamente, se
deriva su tendencia a la maldad.
Al carecer de la capacidad de sentir con los demás, los maquiavélicos no
pueden sentir por ellos y, como sucedía con el asesino en serie con el que
ilustrábamos el comienzo de este capítulo, tienen necesidad de mantener
desconectada una parte de sí mismos. Para ellos, las emociones son tan
desconcertantes que, en los momentos de ansiedad, tal vez no sepan si, como
dijo un experto, se sienten «tristes, cansados, hambrientos o simplemente
mal».14 Quizás sea por ello que el maquiavélico trata de compensar la aridez de
su mundo emocional con exageradas necesidades primordiales de sexo, dinero o
poder ya que sus dificultades se derivan de la imposibilidad de satisfacer todos
esos impulsos con un equipamiento interpersonal que carece de un rango crucial
del radar emocional.
A pesar de todo ello, sin embargo, suelen mostrar una gran capacidad
para sentir lo que alguien puede estar pensando a la que se aferran para
encontrar su lugar en el mundo. En este sentido, los maquiavélicos son grandes
estudiosos del mundo interpersonal al que sólo pueden acceder de manera
superficial, porque su sagaz cognición social les permite detectar matices e
imaginar el modo en que las personas podrían reaccionar ante determinadas
situaciones. Estas capacidades son, precisamente, las que posibilitan su
legendaria superficialidad social.
Como ya hemos visto, algunas de las definiciones actuales de la
inteligencia social se basan fundamentalmente en este tipo de sabiduría social
y podrían dar una elevada puntuación a los maquiavélicos. Pero, aunque su
cabeza sepa lo que hay que hacer, su corazón sigue sin tener la menor idea. Hay
quienes consideran esta combinación de fortaleza y debilidad como una
deficiencia que el maquiavélico trata de compensar mediante la astucia
egoísta.15 Pero, desde esa perspectiva, su capacidad manipuladora trata de
compensar su ceguera a todo el amplio rango de las emociones, una forma
lamentable de adaptación que acaba envenenando sus relaciones.
El psicópata: El otro como objeto
El tema de la sesión de terapia de cierto hospital acabó derivando un buen
día hacia la comida que servían en la cafetería. Unos alabaron entonces los
postres, otros se refirieron a lo mucho que engordaba y uno afirmó su
expectativa de que no volvieran a cocinar lo mismo de siempre.
Pero la cabeza de Peter iba en una dirección completamente diferente,
porque sus pensamientos giraban en torno al dinero que habría en la caja
registradora, cuánta gente se interpondría en el camino que separaba la caja de
la puerta de salida y cuánto tiempo tardaría en encontrar una chica con la que
pasar un buen rato.16
Peter estaba en el hospital a causa de una orden judicial expedida por
haber violado la libertad condicional. Desde su adolescencia, Peter había
abusado del alcohol y de las drogas y se había mostrado agresivo con mucha
frecuencia. Actualmente sufría condena por haber realizado llamadas
telefónicas amenazadoras y, en ocasiones anteriores, había estado en la cárcel
por lesiones y daño a la propiedad. También admitía libremente haber robado a
su familia y a sus amigos.
El diagnóstico de Peter era el de psicopatía, es decir, trastorno de
personalidad antisocial , el nombre con el que el manual de diagnóstico
psiquiátrico denomina hoy en día a un desorden que también se conoce como
sociopatía . Pero, independientemente del modo en que lo llamemos, el
trastorno se asienta en el engaño y la desconsideración, una falta de
responsabilidad que no genera el menor remordimiento
sino tan sólo
indiferencia hacia el sufrimiento emocional que su conducta pueda provocar
en los demás.
Peter, por ejemplo, no entendía que su conducta pudiera resultar lesiva
para los demás. Cuando, durante los encuentros que tenía con su familia, su
madre le hablaba del sufrimiento que les causaba, Peter siempre se sorprendía,
se ponía a la defensiva y acababa asumiendo el papel de víctima . Era incapaz
de admitir que había utilizado a su familia y a sus amigos para sus propios fines
y permanecía, en consecuencia, indiferente al dolor que les causaba.
Para los psicópatas, los demás son siempre un ello que pueden usar y
tirar a voluntad. Esto puede resultar un tanto familiar, porque hay quienes
consideran que la tríada oscura se refiere realmente a diferentes puntos del
mismo continuo que va desde el narcisismo sano hasta la psicopatía. En
realidad, el psicópata y el maquiavélico parecen tan similares que hay quienes
consideran que ésta es la versión subclínica de aquélla (razón, dicho sea de
paso, por la cual no acaba en la cárcel).17 El test fundamental de la psicopatía
incluye la evaluación del egocentrismo maquiavélico , que se pone de
manifiesto en su aquiescencia con afirmaciones del tipo Siempre velo por mis
intereses antes de preocuparme por los intereses ajenos .18
A diferencia, sin embargo, de los maquiavélicos y de los narcisistas, los
psicópatas casi nunca experimentan ansiedad. De hecho, parecen ignorar lo que
es el miedo y están en la desacuerdo con afirmaciones del tipo Saltar en
paracaídas me da mucho miedo . También parecen inmunes y pueden
permanecer tranquilos en situaciones que aterrorizarían a muchas personas. Esta
peculiar ausencia de miedo de los psicópatas es un rasgo que se ha puesto
reiteradamente de manifiesto en un determinado experimento en el que los
sujetos esperaban recibir una descarga eléctrica.19 Lo más habitual es que,
quienes esperan recibir una descarga, muestren una elevada tasa de indicadores
individuales de la ansiedad, como el aumento de la sudoración y del ritmo
cardíaco, cosa que no sucede en el caso de los psicópatas.20
Esta frialdad indica que el psicópata puede ser más peligroso que el
maquiavélico o el narcisista. Al no experimentar ningún tipo de miedo
anticipatorio, el psicópata puede permanece completamente sereno en las
situaciones emocionalmente más intensas, lo que le torna proclive a soslayar
cualquier amenaza de castigo. Esta indiferencia a las consecuencias que lleva a
los demás a obedecer la ley convierte a los psicópatas en los principales
candidatos a prisión de los componentes de la tríada oscura.21
Los psicópatas presentan una curiosa distorsión de la empatía que les
impide reconocer el miedo o la tristeza en el rostro o en la voz de los demás.
Cierto estudio de imagen cerebral realizado con un grupo de psicópatas
criminales evidencia un déficit en varios circuitos asociados a la amígdala, en
un módulo cerebral esencial para la lectura de este rango de emociones y en el
área prefrontal que inhibe los impulsos.22
El vínculo permite que las personas experimenten en sí mismas el
malestar de los demás, cosa que no sucede en el caso de los psicópatas, porque
sus circuitos neuronales le insensibilizan a la franja del espectro emocional
asociada al sufrimiento.23 La crueldad del psicópatas parece insensibilidad
porque, al carecer de radar que les permita detectar el sufrimiento humano, es
literalmente indiferente.24
Como sucede con el caso de los maquiavélicos, los psicópatas suelen ser
muy diestros en la cognición social y saben meterse en la piel de los demás para
hacerse una idea de sus pensamientos y sentimientos y poder así apretar los
botones adecuados . La persuasión social constituye otro de sus rasgos
distintivos, por lo que el test también incluye ítems tales como Por más
molestos que los demás estén conmigo, siempre acabo convenciéndoles con mi
encanto . Hay evidencia además de que algunos psicópatas criminales utilizan
los libros de autoayuda para aprender a manipular mejor a los demás y
conseguir así mediante un enfoque tan rudimentario como el de aprende a
dibujar uniendo los puntos
lo que quieren de ellos.
También hay quienes, hoy en día, emplean la expresión psicópatas
exitosos para referirse a quienes confiesan abiertamente haber participado en
robos, tráfico de drogas, crímenes violentos y similares sin haber sido acusados
ni condenados por ello. En cualquiera de los casos, sin embargo, su
criminalidad, combinada con su pauta clásica de encanto y desenvoltura
superficiales, mentira patológica y un largo historial de impulsividad, les hace
acreedores perfectos al estatus de psicopatía. Según esta teoría, estos psicópatas
son exitosos porque, aunque presentan las mismas tendencias que sus
congéneres, reaccionan con más ansiedad ante la expectativa del miedo, lo que
les lleva a ser más cautelosos y, en consecuencia, menos proclives a acabar en
prisión.25
Esta insensibilidad y frialdad suele aparecer a una edad muy temprana, ya
que la ternura parece completamente ajena al mundo interno de los psicópatas.
Cuando un niño ve a otro enojado, asustado o triste se siente mal, lo que le lleva
a tratar de ayudarle para que se sienta mejor. Pero éste es un rasgo
completamente ajeno a la infancia del psicópata que, siendo niño, no suele
percibir el sufrimiento emocional de los demás y, en consecuencia, no pone
freno a la maldad ni a la crueldad. Es por ello que torturar animales constituye
un precursor de la psicopatía adulta. Otros rasgos que presagian este tipo de
conducta son el acoso escolar, la conducta intimidatoria, las peleas, el sexo
forzado, provocar fuego y una amplia diversidad de delitos contra la propiedad
y las personas.
No es infrecuente que, cuando consideramos a los demás como un mero
objeto, acabemos maltratándolos y abusando de ellos. Esta insensibilidad
alcanza su cúspide en el caso de los psicópatas criminales, como los asesinos en
serie o los corruptores de menores, cuya frialdad refleja su falta de empatía y su
profunda incapacidad para experimentar el malestar de sus víctimas. No es de
extrañar, teniendo en cuenta todo lo dicho, que cierto violador en serie
encarcelado se refiriese al terror que provocaba en sus víctimas diciendo:
«Realmente no lo entiendo. Yo también estaba asustado y no disfrutaba de la
situación».26
El estímulo moral
En los últimos minutos de un reñido partido que debía decidir el equipo
que pasaría a la siguiente fase de la liga universitaria, John Caney, entrenador
del equipo de baloncesto de la Temple University, apeló a medidas
desesperadas.
Chaney sacó entonces a la cancha a un gigante de casi dos metros y
ciento trece kilos de peso con la intención de que hiciese todas las faltas
necesarias sin importar que, de ese modo, lesionase a los jugadores del equipo
contrario. Pero una de esas faltas envió al hospital con un brazo roto a uno de
sus contrincantes con una lesión que le mantendría en el banquillo durante el
resto de la temporada.
Entonces fue cuando Chaney se expulsó a sí mismo. Luego llamó por
teléfono al jugador lesionado y a sus padres para disculparse y se ofreció a
pagar la factura del hospital.27 Como dijo el mismo Chaney a un periodista:
«Me siento muy mal. La verdad es que estoy muy arrepentido por lo que he
hecho».
Este arrepentimiento ilustra claramente la distinción esencial existente
entre los integrantes de la tríada oscura y otras personas que incurren en actos
censurables. El remordimiento y la vergüenza y sus primos hermanos la
vergüenza, la culpabilidad y el orgullo
son emociones sociales o
morales , algo que los integrantes de la tríada oscura sólo experimentan si
es que lo hacen de manera muy amortiguada.
Las emociones sociales presuponen la presencia de la empatía que nos
permite sentir el modo en que los demás experimentan nuestra conducta. En
este sentido, cumplen con una función de policía interna que garantiza la
armonía interpersonal al asegurarse de que lo que decimos y hacemos no
transgrede las normas de lo que resulta apropiado a una determinada situación.
Hay que decir que incluimos al orgullo entre las emociones sociales porque nos
alienta a hacer cosas que los demás valoran, mientras que la vergüenza y la
culpabilidad, por el contrario, nos mantienen a raya sirviendo como una especie
de castigo interno por haber transgredido las normas sociales.
La vergüenza, obviamente, aparece cuando violamos una convención
social, ya sea por no mantener la distancia necesaria, por mostrarnos
descorteses o por decir o hacer algo inadecuado . De ahí el remordimiento que
experimentó cierta persona cuando se enteró de que el hombre al que acababa
de conocer y ante el que había criticado implacablemente la actuación de cierta
actriz era su esposo.
Las emociones sociales también pueden servir como un correctivo de
estos errores. Cuando alguien advierte la emergencia de signos de vergüenza
como el sonrojo, por ejemplo, los demás pueden darse cuenta de que el otro se
siente mal y pueden pedir perdón o corregir el error. Como ha descubierto
cierto estudio, las personas parecen perdonar más fácilmente a quienes se
sienten avergonzados por haber derribado sin querer un expositor de un
supermercado que a quienes se muestran indiferentes.28
El fundamento cerebral de las emociones sociales ha sido estudiado en
pacientes neurológicos propensos a incurrir en errores tales como meter la pata,
hacer revelaciones inapropiadas sobre uno mismo y otras transgresiones de las
normas que rigen las relaciones interpersonales. En este sentido, son ya
proverbiales, por, ejemplo, la imprudencia y las meteduras de pata de quienes
presentan lesiones en el área orbitofrontal.29 Algunos neurólogos han esbozado
la hipótesis de que estos pacientes han perdido la capacidad de la visión mental
y que, por ese mismo motivo, son incapaces de colegir lo que los demás piensan
sobre ellos; otros sugieren que son incapaces de registrar señales de
desaprobación o desaliento y, en consecuencia, no se dan cuenta del modo en
que los demás reaccionan a su conducta y otros, por último, consideran que sus
lapsus sociales se debe a la ausencia de señales emocionales internas que
mantendrían encaminada su conducta social.
A diferencia de las emociones tales como la ira, el miedo o la alegría, que
se hallan integradas en los circuitos neuronales del cerebro desde el mismo
momento del nacimiento o poco después de él, las emociones sociales requieren
del desarrollo de la conciencia de uno mismo, una capacidad que empieza a
emerger a partir del segundo año, cuando la región orbitofrontal se halla ya lo
suficientemente madura. Uno de los hitos fundamentales de este desarrollo
neuronal comienza a aflorar en torno a los catorce meses de edad, momento en
el cual el bebé es capaz de reconocer su imagen en un espejo. Este
reconocimiento de uno mismo en tanto que entidad única va acompañado de la
comprensión de que los demás también son entidades distintas y separadas y, en
consecuencia, coincide con la aparición de la capacidad de avergonzarnos de lo
que los demás puedan pensar de nosotros.
Antes de los dos años, el niño permanece beatíficamente inconsciente del
modo en que los demás puedan juzgarle y no experimenta, en consecuencia, la
menor vergüenza al ensuciar sus pañales, pongamos por caso. Pero, en la
medida en que cobra conciencia de que es un individuo separado y que, por
tanto, se halla también expuesto a la mirada de los demás , posee ya todos los
ingredientes necesarios para experimentar la vergüenza, la primera emoción
infantil. Pero esto no sólo requiere que el niño sea consciente del modo en que
los demás se sienten con él, sino también del modo en que él debería, a su vez,
sentirse con ellos. Esta intensificación de la conciencia social jalona la
emergencia de la empatía infantil y la capacidad de comparar, categorizar y
comprender las sutilezas del mundo social.
Otros tipos de emociones sociales nos llevan a castigar a quienes se
portan socialmente mal, por más que ello suponga para nosotros un riesgo. En
el caso de la ira altruista , por ejemplo, las personas
aun sin ser las
víctimas castigan a quienes han transgredido las normas sociales (a quienes,
por ejemplo, han abusado de la confianza de los demás). Esta ira justa parece
activar un centro de recompensa cerebral, de modo que la norma se refuerza
castigando a los transgresores ( ¡Ése se ha colado! ) proporcionándonos una
sensación interna de satisfacción con nosotros mismos.30
Las emociones sociales funcionan como una especie de brújula moral. La
vergüenza, por ejemplo, aflora cuando los demás se dan cuenta de los errores
que hemos cometido. La culpa, por otra parte, aparece como una especie de
remordimiento interno cuando nos percatamos de que hemos cometido un error.
Hay ocasiones en que la culpa lleva a una persona a corregir sus errores,
mientras que la vergüenza, por el contrario, la pone a la defensiva. También hay
que decir que la vergüenza porta consigo la amenaza del rechazo social,
mientras que la culpa puede conducir a la expiación, pero ambas suelen operar
conjuntamente para impedir las actividades inmorales.
Pero estas emociones pierden todo su poder en los casos ilustrados por la
tríada oscura. Así, por ejemplo, los narcisistas se ven impulsados por el orgullo
y el miedo a la vergüenza, pero no experimentan ninguna sensación de
culpabilidad por sus actos egoístas, algo que también sucede en el caso de los
maquiavélicos. No olvidemos que la culpabilidad requiere del concurso de la
empatía, algo de lo que los maquiavélicos suelen carecer. Y la vergüenza sólo
emerge en los maquiavélicos de un modo muy amortiguado.
El retraso del desarrollo moral característico de los psicópatas se deriva
de un conjunto ligeramente diferente de carencias ligadas a estas emociones
sociales. En ausencia, por ejemplo, de culpabilidad y miedo, el castigo pierde su
eficacia y se torna explosivamente peligroso cuando se combina con la falta de
empatía por el sufrimiento ajeno. Es por ello que, aun en el caso de que sean la
causa de ese malestar, no experimentan vergüenza ni remordimiento alguno. En
estas condiciones, las emociones sociales pierden todo su poder moral.
Aunque un psicópata pueda destacar en la competencia de la cognición
social, la suya es una comprensión exclusivamente intelectual de las reacciones
interpersonales y de las normas que rigen las relaciones sociales que puede
llevarle incluso a manipular mejor a sus víctimas. Es por ello que cualquier
prueba verdadera de la inteligencia social debería ser capaz de identificar y
excluir a los miembros de la tríada oscura. Necesitamos una medida que no
pueda ser superado por un maquiavélico bien entrenado
y, para ello,
convendría incluir una evaluación de la preocupación empática en acción.
CAPÍTULO 9
LA CEGUERA MENTAL
Recibir visitas es, para Richard Borcherds, un auténtico problema, porque
le resulta muy difícil seguir el vaivén de una conversación, no sabe participar en
la danza de las sonrisas y miradas e ignora las sutilezas de las alusiones y los
dobles sentidos. Es por todo ello que zozobra con gran facilidad en el piélago de
las palabras que se desplazan a toda velocidad.
Richard es completamente ajeno a los faroles y engaños que con tanta
frecuencia pueblan el mundo social. Quizás, si alguien se toma el tiempo
necesario para explicárselo, llegue a entender la gracia de un chiste, por qué
alguien se enfada u otro se sonroja avergonzado, pero lo cierto es que es
incapaz de comprender ese tipo de cosas en el mismo momento en que ocurren.
Es precisamente por ello que, cuando los invitados empiezan a llegar, no tarda
en ocultarse detrás de un libro o simplemente se retira a su habitación.
Pero Borcherds es un genio que ha recibido la medalla Fields, una
distinción internacional a la que suele considerarse como el equivalente
matemático del premio Nobel. Sus colegas de la Cambridge University le
muestran un gran respecto, porque sus teorías son tan sofisticadas que casi
nadie llega a entenderlas. Pero, a pesar de todas sus carencias sociales nadie
cuestiona, sin embargo, que Richard Borcherds haya conseguido el éxito.
Cuando Simon Baron-Cohen, director del Autism Research Center de
Cambridge leyó en una entrevista publicada en un periódico que Borcherds
sospechaba que podía padecer el síndrome de Asperger la versión subclínica
del autismo , se puso de inmediato en contacto con él. Y, cuando le describió
en detalle los rasgos característicos del síndrome, la respuesta de este prodigio
de las matemáticas fue simplemente Ése soy yo , ofreciéndose de inmediato
como ejemplo para ilustrar su investigación sobre el síndrome de Asperger.1
La comunicación es, para Borcherds, una cuestión estrictamente
funcional. Por ello se desentiende de toda charla superflua no digamos ya de
preguntarle a alguien cómo se encuentra o de contarle cómo se siente y se
centra exclusivamente de lo que necesita de alguien. Borcherds también evita
las conversaciones telefónicas
aunque pueda explicar perfectamente sus
fundamentos físicos porque el mundo social le confunde y, del mismo modo,
restringe el uso del correo electrónico a la comunicación de las cuestiones
básicas relacionadas con su trabajo. Se desplaza corriendo de un lugar a otro,
aun cuando vaya acompañado de otra persona y, aunque entiende que los demás
puedan considerarle un grosero, sus curiosos hábitos sociales no le parecen
nada extraños.
Su perfil satisface, según Baron-Cohen, todos los criterios estándar del
síndrome de Asperger. El brillante ganador de la medalla Fields tiene una
puntuación muy baja en empatía, en la lectura de los sentimientos ajenos a
través de los ojos y en el establecimiento de amistades íntimas y muy elevada,
por el contrario, en la comprensión de la causalidad física y en la capacidad de
sistematizar información compleja.
Según las investigaciones realizadas por Baron-Cohen y muchos otros,
este perfil una baja empatía y una alta capacidad de sistematización es la
pauta neuronal que subyace al síndrome de Asperger. A pesar, pues, de toda su
brillantez matemática, Borcherds carece de exactitud empática y no puede
llegar a sentir lo que ocurre en la mente de otra persona.
El mono malo
El chiste muestra a un niño viendo como un espantoso extraterrestre
que se halla fuera del campo visual de su padre baja reptando la escalera y, al
pie del texto, se lee: Me rindo, Robert. ¿Qué es lo que tiene dos cuernos, un
ojo y avanza a rastras?
Sólo podemos entender el chiste si somos capaces de inferir cosas que no
se han mencionado. Para empezar, debemos estar familiarizados con la
estructura de las adivinanzas en el idioma inglés y poder así entender que ésa es
la respuesta dada por el padre a una pregunta implícita de su hijo ( ¿Qué tiene
dos cuernos, un ojo y avanza a rastras? ).
Más concretamente, también debemos ser capaces de inferir lo que el
niño está viendo y compararlo con lo que su padre todavía no ha comprendido
y, de ese modo, anticipar la sorpresa que está a punto de llevarse. Freud afirmó
que los chistes yuxtaponen dos marcos de referencia diferentes sobre la
realidad, en este caso, el extraterrestre que está bajando las escaleras y la
suposición del padre de que lo que su hijo acaba de preguntarle no es más que
una adivinanza.
Esta capacidad de entender lo que puede estar ocurriendo en la mente de
otra persona es una de las principales competencias de que dispone el ser
humano a la que los neurocientíficos han denominado visión mental .
La visión mental (a la que, en ocasiones, también se denomina teoría de
la mente ) consiste en la capacidad de darse cuenta de lo que sucede en la
mente de otra persona para poder experimentar así sus sentimientos y deducir
sus pensamientos. Se trata de la capacidad esencial de la exactitud empática.
Aunque, de hecho, no podamos leer la mente de otra persona, sí que podemos
realizar inferencias considerablemente exactas partiendo de los indicios
proporcionados por su rostro, su voz y sus ojos.
Si carecemos de esta capacidad, no podemos amar, cuidar ni cooperar
con los demás
por no mencionar cuestiones tales como competir o
negociar
y nos sentimos incómodos en las interacciones sociales más
sencillas. A falta de visión mental, pues, nuestras relaciones están vacías y nos
relacionamos con los demás como si fueran meros objetos despojados de
sentimientos y pensamientos. Éste es, precisamente, el problema con el que se
ven obligados a lidiar día tras día quienes padecen de síndrome de Asperger o
de autismo, es decir, las personas que padecen ceguera mental .
La visión mental se desarrolla durante los primeros años de vida del niño.
Cada uno de los hitos que jalonan el proceso de desarrollo de la empatía
permite que el niño vaya aproximándose cada vez más al modo en que los
demás piensan y sienten y cuáles podrían, en consecuencia, ser sus intenciones.
Éste es un proceso que discurre, a medida que el niño va madurando, a través de
una serie de estadios que van desde el simple reconocimiento de uno mismo
hasta la conciencia social más sofisticada ( Sé que sabes lo que a ella le gusta ).
Veamos ahora las pruebas que suelen utilizarse para determinar el progreso de
la visión mental del niño:2
Marcar con un signo la frente de un bebé de unos dieciocho meses de
edad y colocarle luego ante un espejo. Los menores de dieciocho meses
todavía no han aprendido a reconocerse a sí mismos y, en consecuencia,
tocarán la marca de la imagen del espejo, mientras que los que hayan
superado esa edad se llevarán, en cambio, la mano a la frente. La
conciencia social requiere, a fin de cuentas, de una sensación de identidad
que nos permita distinguirnos de los demás.
Muéstrele a un niño de año y medio, aproximadamente, dos bocados
muy diferentes como, por ejemplo, galletas y rebanadas de manzana y, a
continuación, observe cuál de ellos prefiere. Luego deje que el niño le
vea saborearlos, evidenciando un claro disgusto por la comida que a él
más le apetezca y mostrando una clara preferencia por la otra. Finalmente
coloque la mano del niño entre ambos y pídale que le ofrezca uno de
ellos. En tal caso, observará que los niños de menos de dieciocho meses
le darán la comida que ellos eligieron, mientras que los mayores le darán
la que usted eligió, porque ya han aprendido que los gustos de los demás
pueden diferir y también pueden pensar de manera diferente a la suya.
Esconda un regalo en algún lugar sin ocultarse de la mirada de niños de
tres y de cuatro años. Saque luego al mayor del cuarto y asegúrese de que
el otro vea cómo vuelve a esconder el regalo en un nuevo escondite.
Después pregúntele dónde cree que buscará el otro el regalo cuando
regrese al cuarto. El niño de tres le dirá que adivinará la nueva posición,
mientras que el de cuatro que ya ha comprendido que la comprensión
de alguien puede ser diferente a la suya responderá que lo buscará en el
escondite original.
El último experimento se refiere a los niños de tres y de cuatro años y a
un muñeco llamado Mono Malo. Luego, el Mono Malo muestra a cada
uno de los niños varios pares de pegatinas y le pregunta cuál es la que
más le gusta quedándose, en todos los casos, con la que el niño prefiera y
dándole la otra (por ello, precisamente, se llama Mono Malo). En torno a
los cuatro años de edad, el niño entiende el juego del Mono Malo y
aprende a decir lo contrario de lo que realmente quiere, para poder
quedarse así con su pegatina preferida. Los niños pequeños, sin embargo,
todavía no entienden las malas intenciones del muñeco y siguen
respondiendo inocentemente la verdad, sin conseguir su pegatina
preferida.3
La visión mental requiere del concurso de varias habilidades básicas,
diferenciarse de los demás, entender que los demás pueden percibir las
situaciones desde una perspectiva diferente a la nuestra (y pensar también, en
consecuencia, de manera diferente a nosotros) y comprender, por último, que
sus objetivos no tienen porqué coincidir con los nuestros.
Cuando el niño domina estas importantes lecciones sociales
habitualmente a eso de los cuatro años de edad su empatía puede ser tan
exacta como la de un adulto. Esta madurez acaba con parte de su inocencia,
porque entonces entiende perfectamente la diferencia existente entre lo que
imagina y lo que realmente ocurre. A los cuatro años de edad aproximadamente
el niño ha establecido ya los rudimentos de la empatía que empleará aunque
posteriormente desde niveles más elevados de complejidad psicológica y
cognitiva a lo largo de toda su vida.4
Esta maduración intelectual aumenta la capacidad del niño para moverse
en el mundo que le rodea, desde el ámbito de las relaciones con los hermanos
hasta el patio de recreo, que no dejan de ser escuelas para la vida. Estas mismas
lecciones irán perfeccionándose a lo largo de los años en niveles diferentes a
medida que el niño vaya ampliando su sofisticación cognitiva, sus redes
sociales y la amplitud de sus contactos.
La visión mental constituye un requisito esencial de la capacidad de
bromear y entender los chistes del niño. Las bromas, las mentiras y la
posibilidad de ser malos también requieren la misma comprensión del mundo
interno de los demás. La ausencia de estas competencias, por otra parte, aleja al
niño autista de quienes poseen un repertorio normal de competencias sociales.
Las neuronas espejo pueden ser esenciales para la visión mental. Aun
entre los niños normales, la capacidad de imaginar la perspectiva de otra
persona y de empatizar con ella correlacionan muy positivamente con la
actividad de las neuronas espejo. La imagen proporcionada por la RMNf revela
una pobre activación de las neuronas espejo de la corteza prefrontal de los
adolescentes autistas mientras ven e imitan expresiones faciales.5
La visión mental puede funcionar mal aun entre los adultos normales.
Consideremos lo que algunas universitarias del Amherst College denominan
echar un vistazo a la bandeja . Cuando las chicas entran en el Valentine
Dining Hall a comer, su mirada se dirige a las demás mujeres, pero no para ver
con quien podrían sentarse ni el modo en que están vestidas, sino la comida que
tienen en su bandeja, lo que las ayuda a abstenerse de aquello que más les gusta,
pero a lo que creen que deben renunciar.
Catherine Sanderson, la psicóloga que descubrió este hecho, también ha
señalado que el hecho de echar un vistazo a la bandeja se asienta en una
distorsión de la visión mental que lleva a las mujeres a ver a las demás mucho
más delgadas y obsesionadas por su aspecto corporal cuando, de hecho, no
existe, en ese sentido, el menor dato objetivo.
Este conjunto distorsionado de creencias conduce a las mujeres que
echan un vistazo a la bandeja a emprender una dieta y, a un tercio
aproximado de ellas, a tomar laxantes o inducirse el vómito, un hábito que
puede llegar a convertirse en un trastorno alimenticio que pone en peligro la
propia vida.6 En este sentido, cuanto más distorsionadas son las creencias sobre
las actitudes de las demás, más radical es la dieta a la que se someten.
Estas ilusiones perceptuales se derivan parcialmente de centrar la
atención en un conjunto de datos distorsionados, lo que lleva a las universitarias
a centrarse en las mujeres más atractivas o más delgadas, confundiendo los
casos extremos con la norma y comparándose, en consecuencia, con éstos.
Los varones, por su parte, no son impermeables a este tipo de errores
aunque, en su caso, se presentan en un dominio relativamente diferente, el de la
bebida. En este sentido, los más propensos a beber toman como referencia el
criterio de los que más beben, una percepción errónea que les lleva a concluir
que, para adaptarse, deben beber más de la cuenta.
Quienes, por el contrario, interpretan más adecuadamente este tipo de
datos evitan el error de tomar los casos extremos por la norma. Para ello,
comienzan valorando lo semejante a ellos que son los demás y, si consideran
que son similares, simplemente asumen que esa persona piensa y siente lo
mismo que ellos. La adecuada vida social depende del libre flujo de este tipo de
juicios instantáneos. Todos somos, en cierto modo, lectores de la mente.
El cerebro masculino
En su infancia, Temple Grandin fue diagnosticada autista. Según dice, se
interesaba por muy pocas cosas y sus compañeros la llamaban la grabadora ,
porque repetía incansablemente una y otra vez las mismas frases.7
Uno de sus juegos favoritos consistía en acercarse a otro niño y decirle
He subido al tiovivo de Nantasket Park y me ha gustado mucho . Luego
preguntaba ¿A ti también te gusta?
Y, cuando los demás niños le respondían, Grandin repetía su respuesta
una y otra vez palabra por palabra, como si fuese una cinta magnetofónica.
El comienzo de la adolescencia supuso, para Temple, una oleada de
ansiedad incontenible (otro de los síntomas del autismo), en la que su especial
sensibilidad al modo en que los animales perciben el mundo que ella asimila
a la hipersensibilidad de los autistas le sirvió de gran ayuda.
Mientras visitaba el rancho de recreo que su tía poseía en Arizona,
Temple advirtió que el ganado de un rancho cercano pasaba por una manga de
compresión de barras de metal en uve que iba estrechándose
progresivamente a medida que las vacas avanzaban. En un determinado
momento, un compresor de aire cerraba la uve y permitía que el veterinario
hiciera su trabajo.
Esa presión, pese a lo que podría parecer, no inquieta a las vacas, sino
que las tranquiliza como sucede, en opinión de Temple, con el bebé envuelto en
pañales. Entonces fue cuando se dio cuenta de que algo así podría ayudarla a
tranquilizarse y, con la ayuda de un profesor de instituto, diseñó un aparato al
que llamó máquina de abrazar y al que todavía recurre de vez en cuando.
Grandin es, en muchos sentidos y no sólo en su diagnóstico autista
una persona muy especial. La probabilidad de que un niño sea autista es cuatro
veces superior a la de las niñas y diez veces superior al síndrome de Asperger.
Simon Baron-Cohen ha esbozado la hipótesis de que el perfil neuronal de las
personas afectadas por estos trastornos constituye el prototipo del cerebro
exclusivamente masculino .
El cerebro exclusivamente masculino no muestra, en su opinión,
indicio alguno de visión mental y sus circuitos neuronales ligados a la empatía
permanecen atrofiados. Pero esa deficiencia va acompañada de extraordinarias
fortalezas intelectuales, como una asombrosa capacidad de concentración que le
permite resolver complejos problemas matemáticos en cuestión de segundos. A
pesar, pues, de su ceguera mental, el cerebro hipermasculino posee una
sorprendente capacidad para la comprensión de los sistemas, ya sea del
mercado de valores, del software o de la física cuántica.
El cerebro exclusivamente femenino , por su parte, destaca en los
ámbitos de la empatía y de la comprensión de los pensamientos y sentimientos
de los demás. Las personas que poseen esta pauta suelen ser excelentes
profesionales de la enseñanza y el counseling, psicoterapeutas muy empáticos y
capaces de conectar con el mundo interno de sus clientes. Pero quienes, por el
contrario, presentan la pauta ultrafemenina tienen tantos problemas con la
sistematización que son, por así decirlo, ciegos a los sistemas .
Baron-Cohen ha puesto a punto una prueba para determinar la capacidad
de experimentar lo que otra persona pueda estar sintiendo. La prueba se llamó
CE (es decir, cociente empático , no inteligencia emocional como suele
conocérsela hoy en día en muchos idiomas) en la que, hablando en términos
generales, la puntuación de las mujeres es más elevada que la de los hombres. Y
también sucede lo mismo en otras medidas de la cognición social como la
comprensión de lo que puede ser una metedura de pata social, la exactitud
empática y la intuición de lo que otra persona podría estar pensando o
sintiendo.8 Finalmente y, como ya hemos visto en el Capítulo 6, las mujeres
también tienden a puntuar más alto que los hombres en la prueba de BaronCohen de leer los sentimientos de una persona a través de sus ojos.
En lo que respecta al pensamiento sistémico, sin embargo, la balanza se
inclina hacia el cerebro masculino. Como señala Baron-Cohen, el rendimiento
masculino en las pruebas diseñadas para determinar la capacidad mecánica
intuitiva y no perderse en sistemas complejos del tipo ¿Dónde está Wally?
(que requieren de una gran atención para detectar figuras inmersas en complejos
dibujos) y para la búsqueda visual en general, los hombres puntúan, por término
medio, más alto que las mujeres. Y también hay que decir que las pruebas
obtenidas en estas pruebas por las mujeres que sufren de autismo son más
elevadas que las de los hombres y peor que cualquier otro grupo en las pruebas
que determinan la empatía.
Afirmar la existencia de un cerebro masculino y de un cerebro
femenino resulta un tanto resbaladizo. No en vano el rector de la Harvard
University se ha metido en un buen lío por sus comentarios insinuando que las
mujeres parecen estar congénitamente peor dotadas que los hombres para el
estudio de las ciencias duras. En este sentido, Baron-Cohen niega por igual
cualquier intento de emplear su teoría para desalentar a las mujeres o a los
hombres de estudiar ingeniería o de dedicarse a la psicoterapia,
respectivamente.9 Según los descubrimientos realizados por Baron-Cohen, los
cerebros de los hombres y el de las mujeres se hallan en un rango que los
capacita por igual para la empatía como para pensar en sistemas. No olvidemos
que muchas mujeres son grandes sistematizadoras y muchos hombres poseen
una extraordinaria capacidad empática.
Quizás el cerebro de Temple Grandin sea lo que Baron-Cohen
denominaría un cerebro masculino . En primer lugar, ha publicado más de
trescientos artículos eruditos sobre ciencia animal. Experta puntera en el campo
de la conducta animal, Grandin ha desarrollado el equipamiento empleado en la
mitad de los sistemas de gestión de ganado de los Estados Unidos y posee una
extraordinaria visión mental. Los sistemas de manipulación diseñados por ella
evidencian una comprensión muy exacta del mundo animal cuya experiencia
profesional le ha permitido mejorar la calidad de la vida de los animales
domésticos de todo el mundo.
Según Baron-Cohen, la pauta cerebral óptima consiste en un cerebro
equilibrado e igualmente capacitado para la empatía como para la
sistematización. El médico dotado de estas capacidades, por ejemplo, puede
realizar diagnósticos exactos y elaborar concienzudos planes de tratamiento que
permitan a sus pacientes sentirse escuchados, respetados y comprendidos.
Aun así, ambos extremos poseen competencias que todavía deben ser
descubiertas. Aunque quienes poseen un cerebro exclusivamente masculino
tienen una elevada probabilidad de presentar el síndrome de Asperger o el
autismo, pueden sobresalir en muchos campos si, como el profesor Borcherds,
encuentran el ámbito adecuado al que aplicar sus talentos. Pero el mundo social
ordinario parece, para ellos, un planeta extraño, de modo que, en ocasiones, se
ven obligados a aprender de memoria los rudimentos básicos de las relaciones
interpersonales.
La comprensión de los seres humanos
¡Qué viejo es usted! fue lo primero que le espetó la hija adolescente
de Layne Habib al tendero de mediana edad.
Quizás no le guste escuchar eso susurró entonces Habib.
¿Por qué no?
preguntó entonces su hija, añadiendo con toda
naturalidad : En Japón, los ancianos son muy respetados.
Este intercambio ilustra perfectamente el diálogo que suelen sostener
madre e hija, porque Habib pasa mucho tiempo enseñando a su hija que,
como Richard Borcherds, padece el síndrome de Asperger y no acaba de
entender esas sutilezas
las normas sociales implícitas que favorecen las
10
relaciones interpersonales.
Pero esa aplastante sinceridad aclara muchas cosas. Cuando su madre le
dijo que, antes de poner fin a una conversación e irse diciendo simplemente
¡Ahora tengo que marcharme!
debía esperar a que apareciera una pausa, su
hija pareció experimentar una súbita comprensión.
Ahora lo entiendo replicó su hija : Tienes que engañarle. Nadie
puede estar tan interesado en lo que dice otra persona. Simplemente tienes que
esperar a que aparezca una pausa para poder largarte.
Estos comentarios tan sinceros han puesto en problemas en más de una
ocasión a la hija de Habib.
Necesito entender bien las estrategias sociales que facilitan las
relaciones interpersonales
me dijo Habib . Ella tiene que aprender, por
ejemplo, que el pequeño hombre blanco miente para no lastimar los
sentimientos de los demás.
Habib, que se dedica a enseñar habilidades sociales a grupos de niños con
necesidades especiales como su hija, afirma que el conocimiento de esos
rudimentos ayuda a su hija a relacionarse con los demás y a salir del
aislamiento de su propio mundo . Es por ello que, si bien los integrantes de la
tríada oscura estudian las reglas sociales para poder manipular mejor a los
demás, quienes padecen el síndrome de Asperger lo hacen sencillamente para
poder relacionarse.
En los grupos de Habib, los niños autistas y los que padecen el síndrome
de Asperger aprenden a reconocer rutinas tan sencillas como el modo adecuado
de entrar en una conversación. Así, por ejemplo, Habib les enseña que, en lugar
de interrumpir simplemente la conversación hablando de su tema favorito,
deben antes enterarse de lo que están hablando y comenzar hablando del mismo
tema.
Esta dificultad para navegar a través del océano de las relaciones
interpersonales pone de manifiesto un problema más básico que afecta a
quienes padecen el síndrome de Asperger. Consideremos, por ejemplo, el
siguiente ejemplo:
A Marie no le gustaba visitar a los parientes de su marido porque eran
muy aburridos y, en la mayor parte de las ocasiones, se pasan la tarde
sentados en un silencio embarazoso. Y lo mismo había ocurrido en esta
ocasión.
En el camino de vuelta a casa, su marido le preguntó qué le había
parecido la visita.
¡Oh, perfectamente! respondió Marie . Era tal el barullo que
apenas si he podido meter baza.11
¿Qué significaba ese comentario?
Marie simplemente estaba bromeando y su irónico comentario expresaba,
obviamente, lo contrario de lo que estaba diciendo. Pero esta simple deducción,
sin embargo, se les escapa a quienes padecen de autismo o del síndrome de
Asperger. Y es que, para entender un comentario irónico, es necesario el
conocimiento social que nos ayuda a entender que lo que una persona dice no
siempre coincide con lo que quiere decir.
En ausencia de esta visión mental, hasta el más sencillo de los algoritmos
sociales como entender, por ejemplo, porqué la gente se siente mal con un
desaire se convierte, para el autista, en un auténtico misterio.12
El escáner cerebral de los autistas ha puesto de relieve una especial
inactividad en una región conocida como área facial de la circunvolución
fusiforme cuando contemplan el rostro de una persona. Esta región no sólo se
ocupa del registro de los rostros, sino de las cosas con las que el individuo está
más familiarizado y de aquellas otras que más le interesan, lo que significa que,
en el caso de los interesados por la ornitología y en el de los entusiastas de los
automóviles, por ejemplo, se activa, respectivamente, cuando un águila surca el
cielo y se acerca un BMW.
En el caso de los autistas, sin embargo, esta región no se activa cuando el
autista mira un rostro ni siquiera el rostro de un familiar y sí que lo hace
cuando contempla cualquier cosa que pueda resultarle fascinante, como el
listado de números de una guía telefónica. Los estudios realizados a este
respecto con autistas han permitido a los investigadores esbozar la regla general
de que, cuanto menor es la activación del área cerebral que suele ocuparse de la
lectura de los rostros cuando miran a alguien, mayores son los problemas con
los que tropiezan en el mundo de las relaciones interpersonales.
Los primeros indicios de este déficit de competencias sociales afloran ya
en la infancia. La mayor parte de los niños presentan una activación del área
fusiforme facial del cerebro cuando miran a los ojos de alguien, cosa que no
sucede en el caso de los autistas que, por su parte, sólo evidencian tal activación
cuando contemplan un objeto que les gusta mucho o sencillamente la pulcritud
con la que han organizado en un estante sus cintas favoritas de vídeo.
De los doscientos músculos aproximados del rostro, los que rodean los
ojos son los más ligados a la expresión de los sentimientos. Cuando
contemplamos el rostro de alguien, nuestra atención se centra en torno a los
ojos, algo que los autistas suelen evitar, lo que quizás explique su omisión de
una información que resulta emocionalmente crucial. Es por ello que esta
evitación del contacto ocular es uno de los indicadores más tempranos de que
un bebé puede acabar convirtiéndose en un autista.
Básicamente impasibles a las relaciones humanas, los autistas mantienen
poco o ningún contacto ocular con los demás, soslayando así cuestiones como
la empatía que tan esenciales son para el establecimiento de vínculos humanos.
No deberíamos pues, por más que parezca una habilidad menor, desdeñar la
importancia del contacto ocular para el aprendizaje de los rudimentos básicos
de las relaciones interpersonales. El vacío de aprendizaje social que esta
carencia provoca en los autistas contribuye poderosamente a su incapacidad
para entender cómo se siente una persona y, en consecuencia, lo que
probablemente esté pensando.
Los niños ciegos, por su parte, compensan su incapacidad para ver el
rostro de los demás desarrollando una sensibilidad muy especial a los indicios
emocionales procedentes de las voces, lo que sucede porque, en tal caso, su
corteza cerebral auditiva asume el control de la región visual desaprovechada
(dando lugar, en ocasiones, a excelentes músicos, como ilustra perfectamente el
caso de Ray Charles).13 Esta hipersensibilidad a la expresión verbal de los
sentimientos es la que posibilita la socialización normal de los niños ciegos,
cuya deficiencia deja a los autistas sordos al mundo de las emociones.
Una de las razones que explican la evitación del contacto ocular de los
autistas parece asentarse en la ansiedad que ello les provoca. Y es que, cuando
miran a los ojos de alguien, la reacción de su amígdala es muy intensa,
indicando la presencia de un gran miedo.14 Es precisamente por ello que, en
lugar de mirar a los ojos de la persona, el niño autista aprende a mirar su boca,
que transmite menos información sobre su estado interior. Pero, aunque esta
táctica reduce su nivel de ansiedad, le impide, cuando se hallan frente a una
persona, acceder a los rudimentos de la sincronía, lo que también obstaculiza,
obviamente, su visión mental.
Este déficit en la lectura de las emociones de los demás puede ayudarnos,
según Baron-Cohen, a poner de relieve los circuitos cerebrales que funcionan
adecuadamente en la gente normal, pero de un modo defectuoso en los autistas.
Para ello llevó a cabo, junto a su equipo, una investigación en la que comparó
los resultados de un RMNf de hombres y mujeres autistas con los de personas
normales mientras un pequeño monitor de vídeo mostraba una serie de
fotografías de ojos como los que hemos presentado en el Capítulo 6 a las que el
sujeto debía responder presionando un botón si los sentimientos que esos ojos
estaban expresando eran simpáticos o antipáticos .
Como es de suponer, la investigación demostró que los autistas estaban
muy equivocados. Lo más sorprendente es que esa sencilla tarea de visión
mental no sólo puso de relieve la existencia de problemas en la corteza cerebral
orbitofrontal de los autistas, sino también en otras regiones cerebrales como la
circunvolución temporal superior y la amígdala que, junto a unas pocas más, ha
puesto reiteradamente de relieve la investigación realizada al respecto.
Como sucede en tantas ocasiones, el estudio del cerebro de las personas
que carecen de una determinada facultad nos proporciona pistas
paradójicamente muy importantes acerca del funcionamiento del cerebro sano,
en este caso, del cerebro social. De este modo, la comparación de la actividad
de la actividad neuronal del cerebro normal con la del cerebro autista pone de
relieve, según Baron-Cohen, los circuitos en los que se asienta buena parte de la
inteligencia social.15
Como luego veremos, la importancia de estos circuitos neuronales no se
limita al enriquecimiento de nuestra vida interpersonal, sino que también afecta
al bienestar de nuestros hijos, a nuestra capacidad de amar y a nuestra salud.
TERCERA PARTE
EDUCANDO LA NATURALEZA
CAPÍTULO 10
LOS GENES NO SON EL DESTINO
Siente a un bebé de cuatro meses en su sillita y muéstrele un juguete
nuevo. Al cabo de veinte segundos, muéstrele otro y, veinte segundos más
tarde, haga lo mismo con un tercero.
Hay bebés que disfrutan con esta invasión de novedades mientras que
otros, por el contrario, se ven desbordados y, en señal de protesta, lloran hasta
llegar a temblar. Estos últimos comparten un rasgo que Jerome Kagan,
psicólogo de Harvard, lleva estudiando cerca ya de tres décadas. Cuando esos
bebés a los que Kagan ha denominado inhibidos
son muy pequeños,
desconfían de los lugares extraños y de las personas desconocidas, una
inhibición que, al alcanzar la edad escolar, se manifiesta como timidez. Según
Kagan, esos niños vergonzosos han heredado una pauta heredada de
neurotransmisores que hipersensibiliza su amígdala y les lleva a responder con
una excitación mayor de la habitual ante las cosas y los eventos novedosos.
Kagan es uno de los psicólogos evolutivos más acreditados desde que
Jean Piaget empezó a estudiar, observando la evolución de las capacidades de
sus propios hijos, los distintos estadios por los que atraviesa el proceso del
desarrollo cognitivo. Kagan tiene una merecida reputación como pensador y
metodólogo de primera clase, una habilidad que combina perfectamente con
unos dotes excepcionales para escribir como un humanista, lo que pone
claramente de manifiesto su profundo conocimiento filosófico y científico hasta
en los mismos títulos de sus libros (como, por ejemplo, Galen s Prophecy).
Cuando, a finales de los setenta, Kagan afirmó por vez primera que un
rasgo del temperamento como la inhibición podía deberse a causas biológicas,
presumiblemente genéticas, fueron muchos los padres que suspiraron aliviados.
No olvidemos que, según la perspectiva cultural imperante en esa época, todos
los problemas infantiles se derivaban de algún error del parentaje [es decir, del
modo en que los padres habían educado a su hijo]. Desde ese punto de vista, por
ejemplo, la timidez era una consecuencia del temor generado por unos padres
excesivamente dominantes; la conducta bravucona del niño ocultaba, tras una
fachada de dureza, la vergüenza provocada por el menosprecio de los padres y
hasta la esquizofrenia era el producto de un doble vínculo , es decir, de
mensajes contradictorios que conllevan la imposibilidad de complacer a los
padres.
Kagan era profesor de psicología en Harvard cuando yo era estudiante.
Que un científico tan insigne como él sugiriese la posibilidad de que el
temperamento se deba a factores más biológicos que psicológicos cayó, según
recuerdo, como una auténtica bomba en algunos de los círculos de Cambridge.
En los pasillos del William James Hall, que alberga el departamento de
psicología de Harvard, se decía que Kagan se había pasado al bando de los
biologicistas que, en esa época, trataban de socavar el empleo de la psicoterapia
en trastornos tales como la depresión llegando a tener el descaro incluso de
sugerir la existencia de causas biológicas.1
Hoy en día, varias décadas más tarde, ese debate parece una pintoresca
reliquia procedente de otros tiempos. El avance de la genética va aumentando a
diario la lista de hábitos temperamentales y conductuales que se hallan
controlados por una secuencia u otra de ADN mientras que la neurociencia, por
su parte, sigue poniendo de manifiesto los circuitos neuronales que funcionan
mal en un determinado trastorno mental y los problemas de neurotransmisores
que acompañan a un rasgo temperamental extremo, desde la hipersensibilidad
hasta la psicopatía.
Pero las cosas, como suele decir Kagan, no son tan sencillas.
El caso de los roedores alcohólicos
Mi mejor amigo de tercer grado fue John Crabbe, un niño espigado y
perspicaz que llevaba gafas de concha como las de Harry Potter. A menudo iba
en bicicleta calle abajo hasta su casa para pasar perezosamente la tarde jugando
interminables partidas de Monopoly. Un verano, sin embargo, su familia se
mudó y ya no volví a saber de él hasta casi medio siglo más tarde.
El mismo día en que me enteré de que el mismísimo John Crabbe era un
famoso especialista en genética del comportamiento que trabajaba en la Oregon
Health and Sciences University y en el Portland VA Medical Center conocido
mira por dónde por sus investigaciones con roedores alcohólicos, le llamé
por teléfono. Durante muchos años, se había dedicado a investigar la conducta
de una cepa de ratones denominada C57BL/6J conocida por su voraz apetito de
alcohol, con la expectativa de que el descubrimiento de las causas de esa
adicción pudiera proporcionarle alguna pista para el tratamiento del
alcoholismo.
Esa cepa de ratones sedientos de alcohol es una de las cien más
empleadas en la investigación médica, como las que son susceptibles a la
diabetes o a las enfermedades cardíacas. Quizás deba decir, en este sentido, que
todas las cobayas de una determinada cepa son, de hecho, clones de las demás y
que sus genes son tan idénticos como los de los gemelos. Una de las virtudes de
este tipo de investigación es su supuesta constancia, porque un ratón de una
determinada cepa debería comportarse igual que cualquier otro ratón de la
misma cepa en cualquier laboratorio de cualquier lugar del mundo. Pero un
sencillo
y hoy en día muy conocido
experimento dirigido por Crabbe
acabó poniendo en cuestión la mencionada constancia.2
«Nos preguntábamos me dijo Crabbe en esa llamada telefónica cuán
estable era esa constancia y, para ello, llevamos a cabo pruebas idénticas en
tres laboratorios diferentes, tratando de mantener constantes las variables
ambientales, desde la marca de pienso con que los alimentábamos Purina ,
hasta su edad y el viaje que habían realizado hasta llegar al laboratorio y
llevamos a cabo el experimento a la misma hora, el mismo día y con idéntico
instrumental.»
Así fue como, entre las 8,30 y las 9,30 de la mañana hora local del 20 de
abril de 1998, Crabbe llevó a cabo el experimento con ratones de ocho cepas
diferentes, incluida la ya mencionada C57BL/6J. La prueba consistió
sencillamente en ofrecer a los ratones la posibilidad de elegir entre beber agua
normal o una solución alcohólica y, como era de esperar, los amantes del licor
eligieron el Martini para roedores con mucha más frecuencia que los de las
demás cepas.
A continuación se utilizó una prueba estándar para determinar el grado de
ansiedad de los ratones. Para ello, se los colocó en el centro de una cruz con
cuatro brazos de plástico de igual longitud que se halla suspendida a unos
noventa centímetros del suelo. Dos de los brazos opuestos poseen unos laterales
altos de plástico transparente que impiden que el animal pueda salirse o caerse,
mientras que los otros dos están abiertos, lo que puede generar en ellos un cierto
miedo. La investigación demostró que los ratones más ansiosos se asustaban y
se quedaban cerca de las paredes protectoras, mientras que los más osados se
atrevían a explorar los callejones abiertos.
Para sorpresa de quienes creen que la conducta se halla exclusivamente
determinada por los genes, la investigación demostró la existencia de notables
diferencias en la prueba de la ansiedad entre los resultados de un laboratorio y
los de otro. Así, por ejemplo, la misma cepa BALB/cByJ se mostró muy
ansiosa en Portland, pero muy osada en el caso de Albany.
«Si todo fuese genético
dijo Crabbe
no habría ningún tipo de
diferencias al respecto.» ¿A qué podían deberse esas diferencias? Es evidente
que algunas variables, como la humedad y el agua
y, quizás la más
importante de todas ellas, las personas que manipulaban a los ratones (porque
uno de los auxiliares, por ejemplo, era alérgico a los ratones y llevaba un
respirador) diferían de un laboratorio a otro.
«No debemos olvidar
agregó Crabbe
que algunas personas son
confiadas y expertas en manipular a los ratones, mientras que otros están
ansiosos o son demasiado bruscos. Mi opinión es que la conducta de los ratones
puede verse afectada, de algún modo, por el estado emocional de la persona que
los manipula.»
La publicación del artículo en el que resumía su experimento en la
prestigiosa revista científica Science desató una auténtica tormenta entre los
neurocientíficos, que se vieron obligados a asumir la inquietante noticia de que
diferencias triviales en el modo en que los ratones eran manipulados en un
laboratorio u otro provocaba cambios en su conducta, lo que ponía de
manifiesto diferencias notables en el modo de expresión de los mismos genes.3
Las conclusiones del experimento de Crabbe y de otros semejantes
realizados en el mismo sentido en otros laboratorios sugieren que los genes son
más dinámicos de lo que, durante todo un siglo, se había dado por sentado. Lo
que importa, pues, no son tanto los genes con los que nacemos, sino su
expresión.
Si queremos entender el modo en que funcionan nuestros genes
deberemos empezar reconociendo la gran diferencia existente entre poseer un
determinado gen y el modo en que ese gen acaba manifestando su signatura
proteica, es decir, el modo en que el ADN genera ARN que, a su vez, fabrica
una proteína que provoca algo en nuestro organismo biológico. De los treinta
mil genes aproximados que posee el cuerpo humano, algunos sólo se expresan
durante el desarrollo embrionario y luego se desactivan para siempre, mientras
que otros se activan y desactivan de continuo y otros, por último, únicamente se
expresan en el hígado o en el cerebro.
El descubrimiento realizado por Crabbe supone un auténtico hito en el
campo de la epigenética , es decir, en el estudio del modo en que nuestras
experiencias determinan el modo en que operan nuestros genes sin cambiar, por
ello, ni un ápice la secuencia de ADN. Los únicos genes que establecen una
diferencia son aquéllos que dirigen la síntesis del ARN. La epigenética muestra
el modo en que el ambiente en que nos movemos traducido en el entorno
químico inmediato que rodea una determinada célula
programa nuestros
genes y determina su grado de activación.
La investigación realizada en el campo de la epigenética ha identificado
muchos de los mecanismos biológicos que controlan la expresión de los genes.
Uno de ellos, que implica al grupo metilo, no sólo activa o desactiva los genes,
sino que también enlentece o acelera su actividad.4 La actividad del grupo
metilo también determina el lugar del cerebro en el que finalmente acabarán los
más de cien mil millones de neuronas y con qué otras diez mil neuronas se
conectarán. Es así como la molécula de metilo acaba esculpiendo nuestro
cuerpo incluido, obviamente, nuestro cerebro.
Esta visión pone fin al debate secular entre los partidarios de la genética y
los del medio ambiente, es decir, entre los defensores de la importancia de los
genes en la determinación de nuestra conducta y quienes, por su parte, afirman
la supremacía de la experiencia. Esta perspectiva pone de manifiesto la falacia
de suponer que nuestros genes son independientes del entorno en que nos
movemos, algo tan absurdo como preguntarnos qué factor tiene más peso en la
determinación de la superficie de un rectángulo, su anchura o su altura.5
El simple hecho de poseer un determinado gen no posee, en sí mismo,
una importancia biológica absoluta. El alimento que ingerimos, por ejemplo,
contiene centenares de substancias que regulan la activación o desactivación de
muchos genes, como las luces de un árbol de Navidad que se encienden y
apagan intermitentemente. Es por ello que, si nos alimentamos
inadecuadamente durante un determinado período de años, podemos activar una
combinación de genes que provocan el tipo de obstrucción arterial que
caracteriza a las enfermedades cardíacas. El brécol, por ejemplo, nos
proporciona una dosis de vitamina B6, que activa al gen triptófano hydroxilasa
para que produzca el aminoácido L-triptófano que, a su vez, contribuye a la
síntesis de la dopamina, un neurotransmisor que, entre otras, cumple con la
función de estabilizar el estado de ánimo.
Es biológicamente imposible que un gen funcione independientemente
del entorno. Los genes están programados para ser controlados por señales
procedentes de nuestro entorno inmediato, incluidas las hormonas del sistema
endocrino y los neurotransmisores cerebrales, algunos de los cuales, a su vez, se
hallan profundamente influidos por nuestras interacciones sociales.6 Y, del
mismo modo que la dieta alimenticia regula el funcionamiento de ciertos genes,
nuestras experiencias sociales también pueden determinar la activación o
desactivación de esos interruptores genómicos.
No basta, pues, con nuestros genes para producir un sistema nervioso
plenamente operativo.7 Es precisamente por ello que, desde este punto de vista,
no sólo se requiere, para criar a un niño seguro o a un niño empático, de un
determinado conjunto de genes, sino del adecuado parentaje u otras
experiencias similares de índole social. Sólo esta combinación garantiza
como veremos el funcionamiento adecuado de nuestros genes. Y, desde esta
perspectiva, el parentaje ejemplifica perfectamente lo que podríamos denominar
epigenética social .
«Hablar de epigenética social señala Crabbe tiene mucho sentido y
constituye, en mi opinión, la nueva frontera del ámbito de la genómica. Este
nuevo reto nos obliga a asumir el efecto del entorno en su expresión. Éste es
otro duro golpe a la visión ingenua del determinismo genético, según la cual la
experiencia no importa, porque todo se debe a la influencia genética.»
Los genes deben expresarse
James Watson que consiguió, junto a Francis Crick, el premio Nobel
por su trascendental descubrimiento sobre la estructura en doble hélice del
ADN
admite poseer un temperamento muy irascible, pero recuperarse
también de él con mucha facilidad. Esta flexibilidad, en su opinión, ilustra
perfectamente el funcionamiento más adecuado posible de todo el espectro de
genes asociados a la agresividad.
El gen en cuestión contribuye a inhibir la ira y puede operar de dos
modos diferentes. En el primero de ellos, el más débil, el gen produce
cantidades ínfimas de la enzima que controla la agresividad, por ello la persona
se enfada más y con más frecuencia que la mayoría y es más propensa a la
violencia. No es de extrañar que las personas que funcionen de acuerdo a esta
pauta acaben dando, con mucha frecuencia, con sus huesos en la cárcel.
En la otra modalidad, el gen produce cantidades mucho mayores de la
enzima en cuestión de modo que, como sucedía con el caso de Watson, la
persona se enfada más, pero también se recupera más prontamente. Esta
segunda modalidad de expresión genética hace mucho más placentera la vida y
permite que los momentos de irritación no duren tanto y hasta que la persona
pueda, en casos muy contados, conseguir el premio Nobel.
Si un gen no produce nunca las proteínas que podrían controlar el
funcionamiento del cuerpo de un determinado modo, puede darse el caso de que
se carezca de ese gen. Si un gen se expresa muy poco, tendrá poca importancia
y si, por el contrario, lo hace mucho, se tratará de un gen muy importante.
El cerebro humano está diseñado para modificarse en función de la
experiencia acumulada. El cerebro, que posee la consistencia de la mantequilla
y se halla encerrado dentro de su caja ósea es tan frágil como complejo. Parte
de esta fragilidad se deriva de su exquisita conexión con el entorno que le
rodea.
Durante mucho tiempo se había creído que los eventos que controlan los
genes eran estrictamente bioquímicos y que dependían, en el mejor de los casos,
de una nutrición correcta o, en el peor de los casos, de la exposición a productos
tóxicos industriales. Hoy en día, sin embargo, los estudios epigenéticos han
puesto de relieve la importancia del modo en que los padres tratan a sus hijos y
han descubierto el modo en que la educación acaba configurando el cerebro del
niño.
El cerebro del niño está programado para crecer, una tarea en cuya
conclusión invertimos más de las dos primeras décadas de nuestra vida, lo que
lo convierte en el último órgano corporal en madurar anatómicamente. A lo
largo de todo ese tiempo, las principales figuras de la vida del niño sus
padres, hermanos, abuelos, maestros y amigos
pueden tener mucha
importancia en el desarrollo de su cerebro, proporcionando una combinación
emocional y social que alienta el desarrollo neuronal. Del mismo modo que la
planta se adapta tanto a un terreno nutritivo como a otro esquilmado, el cerebro
del niño se configura adaptándose a su ecología social, especialmente al clima
emocional proporcionado por las personas más importantes de su entorno.
Algunos sistemas cerebrales son más sensibles que otros a estas
influencias sociales. Y cada red de circuitos neuronales cerebrales dispone de
una ventana temporal óptima durante la cual puede verse conformado por las
fuerzas sociales que le rodean. Algunos de los impactos más profundos parecen
ocurrir durante los dos primeros años de vida, el período durante el cual el
cerebro experimenta su mayor tasa de crecimiento y que le lleva desde los
insignificantes cuatrocientos gramos aproximados que pesa en el momento del
nacimiento hasta unos mil gramos al cabo de veinticuatro meses y un promedio
de mil cuatrocientos cuando alcanza la edad adulta.
A partir de ese momento, las experiencias críticas que experimenta la
persona parecen establecer reostatos biológicos que fijan el nivel de actividad
de los genes que controlan el funcionamiento tanto del cerebro como de otros
sistemas biológicos. De este modo, la epigenética social amplía el espectro de
los factores que controlan el funcionamiento de ciertos genes hasta llegar a
incluir el mundo de las relaciones.
El caso de la adopción nos proporciona un experimento natural único
para evaluar la influencia de los padres adoptivos sobre los genes del niño.
Cierto estudio sobre la hostilidad de los niños adoptados, por ejemplo, comparó
el clima familiar de los padres biológicos con el de sus familias adoptivas. Los
resultados de ese estudio concluyeron que, cuando los niños que habían nacido
en familias con un historial de violencia y agresividad fueron adoptados por
familias pacíficas, sólo el trece por ciento de ellos acabaron exhibiendo rasgos
antisociales mientras que, cuando cayeron en hogares inadecuados
es decir,
familias en las que reinaba la agresividad , la tasa de violencia ascendió al 45
por ciento.8
La vida familiar no sólo parece modificar la actividad de los genes
ligados a la agresividad, sino también a muchos otros rasgos. Una influencia
muy importante parece residir en el amor y la ternura o, por el contrario, en el
rechazo y la frialdad que recibe el pequeño. Michael Meaney, neurocientífico
de la McGill University de Montreal, es un apasionado estudioso de las
implicaciones de la epigenética en la relación humana. Meaney, de complexión
delgada y un interlocutor encantador, posee una extraordinaria capacidad para
sacar conclusiones de sus elaborados estudios en laboratorio con conejillos de
Indias que resultan aplicables al ser humano.
Meaney ha descubierto, al menos en el caso de los ratones, que el
cuidado de los padres puede modificar la misma química de los genes de su
cría.9 Su investigación ha identificado la existencia, en el caso de los roedores,
de una ventana temporal
que se cierra doce horas después del momento del
nacimiento durante la cual tiene lugar un proceso crucial del grupo metilo. En
este sentido, la cantidad de tiempo invertida por la rata madre en lamer y asear a
sus cachorros durante esa ventana temporal determina la pauta química cerebral
con que la cría responderá al estrés durante el resto de su vida.
Cuanto más estimulante sea la madre, más ingeniosa, confiada y valiente
se mostrará su cría y, por el contrario, cuanto menos estimulante, más
lentamente aprenderá y más desbordada se verá por las amenazas. Otra
conclusión igualmente importante es que la tasa de lametazos y de aseo de la
madre determina también el modo en que la cría hembra lame y asea, cuando
llega el momento, a sus propias crías.
Por otra parte, las conexiones neuronales de las crías de madres más
cuidadosas, es decir, las que más lametazos reciben y más aseadas están, son
también más densas, especialmente en la región del hipocampo, asiento de la
memoria y del aprendizaje. Estas crías se mostraron especialmente diestras en
una habilidad roedora básica, encontrar el camino de salida de un determinado
laberinto. Además, también se veían menos alteradas por el estrés cotidiano y
eran más capaces de recuperarse de una reacción estresante cuando ésta se
presentaba.
Las conexiones interneuronales de las crías de madres más descuidadas y
desatentas, por su parte, eran menos densas y su puntuación en la prueba de
encontrar el camino de salida de un laberinto (el equivalente del cociente
intelectual de los ratones) era también más pobre.
El principal contratiempo neuronal de las crías de rata aparece cuando se
ven completamente separadas de sus madres cuando todavía son muy pequeñas.
Esta crisis parece enloquecer a los genes protectores, tornando vulnerables a los
cachorros a una reacción bioquímica en cadena que inunda su cerebro de las
moléculas tóxicas desencadenantes del estrés. En consecuencia, cuando estas
crías crecen se asustan y sobresaltan con más facilidad.
Los equivalentes humanos del lamido y el aseo parecen ser la empatía, la
sintonía y el contacto. Si la investigación realizada por Meaney resulta también
aplicable, como afirma, al ser humano, nuestros padres no sólo nos han legado
su ADN, sino también la impronta del modo en que nos trataron, de la misma
manera que el modo en que tratemos a nuestros hijos determinará, a su vez, el
nivel de actividad de sus propios genes. Este descubrimiento sugiere la
importancia duradera que pueden tener los pequeños actos de afecto de los
padres y la importancia también de las relaciones en la reconfiguración continua
de nuestro cerebro.
El dilema naturaleza-medio ambiente
Es muy fácil hablar de epigenética cuando tratamos con ratones
genéticamente híbridos en condiciones meticulosamente controladas de
laboratorio, pero no lo es tanto hacerlo en el caótico mundo de los seres
humanos.
Ése fue el complejo reto al que se enfrentó la extraordinaria investigación
dirigida por David Reiss en la George Washington University. Reiss, conocido
por sus sagaces estudios sobre la dinámica familiar, contó para ello con la
colaboración de Mavis Heatherington, experto en familias de acogida y Robert
Plomin, líder en el campo de la genética del comportamiento.
Los estudios realizados en torno al tema naturaleza versus medio
ambiente se han centrado en la comparación entre niños criados por sus padres
biológicos y niños adoptados, una investigación que ha permitido determinar el
peso relativo de las influencias familiares y de las estrictamente genéticas en un
rasgo tal como la agresividad, por ejemplo.
En la década de los ochenta, Plomin revolucionó el mundo científico con
los resultados de sus estudios sobre gemelos adoptados que mostraban el peso
relativo de los genes y de la educación en un determinado rasgo o habilidad. En
este sentido, por ejemplo, afirmó que el peso genético de la capacidad
académica de un adolescente, de la sensación de autoestima y de la moral gira
aproximadamente en torno al sesenta, el treinta y el veinticinco por ciento,
respectivamente.10 Pero Plomin y otros que emplearon su método tuvieron que
enfrentarse a las acusaciones de haber valorado únicamente el efecto en un
rango limitado de familias, fundamentalmente la de gemelos criados por padres
biológicos comparados con las de aquellos otros que habían sido criados por
padres adoptivos.
Así fue como, en un intento de dar mayor especificidad a la ecuación, el
grupo de Reiss decidió incluir muchas más variables en las familias de
adopción. Su diseño riguroso les obligaba a encontrar 720 pares de adolescentes
representativos de todo el rango de proximidad genética, desde gemelos
idénticos hasta distintos tipos de hermanos adoptados.11
Para ello, el grupo peinó todo el país para reclutar las familias que sólo
tuvieran dos hijos adolescentes, en cualquiera de seis configuraciones concretas.
Encontrar familias con gemelos y mellizos, el procedimiento estándar, no
supuso ningún problema. Más difícil fue encontrar familias en las que los
padres se hubieran divorciado y sólo hubieran aportado un adolescente a la
nueva familia adoptiva. Pero lo realmente complicado fue encontrar padres
adoptivos que hubieran permanecido casados no menos de quince años.
Después de la ardua tarea de encontrar y reclutar a las familias
adecuadas, los investigadores debieron dedicar años a analizar la inmensa
cantidad de datos acumulados. Algunos de ellos se debieron al inesperado
descubrimiento de que cada niño experimenta a la misma familia de manera
diferente.12 Los estudios sobre gemelos criados separados habían dado por
sentado que todos los hijos de una determinada familia la experimentan del
mismo modo, pero la investigación dirigida por Reiss como las cobayas del
laboratorio de genética de Crabbe acabó con ese supuesto.
Consideremos, por ejemplo, los casos del hijo mayor y del hijo menor.
Desde el mismo momento del nacimiento, el mayor no tiene que compartir el
amor y la atención de sus padres hasta la llegada del menor. Pero éste, por su
parte, se ve en la obligación, desde el primer día, de desarrollar estrategias para
conseguir el afecto y el tiempo de sus padres. De este modo, los niños compiten
para ser únicos, lo que inevitablemente les lleva a ser tratados de manera
diferente. No es cierto, pues, que vivir en la misma familia suponga vivir en el
mismo entorno.
Pero la cuestión es que el tratamiento diferenciado y específico de cada
uno de los hijos demostró tener mucho más peso en la determinación del
temperamento del niño que cualquier influencia genética. Así pues, los
diferentes modos en que el niño encuentra su nicho concreto en el seno de una
familia le convierte en una especie de comodín epigenético.
Además, los padres no son los únicos en dejar su huella en el
temperamento de su hijo, porque lo mismo sucede con todas las personas con
las que convive, especialmente sus hermanos y amigos.
Para complicar todavía más las cosas, la investigación también puso de
relieve la existencia de un factor sorpresa que determinaba de manera
independiente y poderosa el destino de un niño, a saber, el modo en que
empieza a pensar en sí mismo. A decir verdad, la sensación de autoestima de un
adolescente depende fundamentalmente del modo en que ha sido tratado y casi
nada de la genética y, una vez establecida, modela su conducta de manera
completamente ajena a la atención prestada por los padres, las presiones de los
compañeros o cualquier otro dato de índole genética.13
Pero la ecuación que determina el impacto social sobre los genes volvió a
dar un nuevo giro cuando se descubrió que los datos genéticos del niño
determinan, a su vez, el modo en que es tratado. Y es que los padres suelen
abrazan naturalmente más a los niños que se muestran más amorosos que a los
gruñones o indiferentes. Y lo mismo sucede también, en sentido contrario,
cuando la genética lleva al niño a ser irritable, agresivo y difícil, lo que mueve a
los padres a responder de manera más crítica e imponiendo una disciplina más
severa, un tratamiento que empeora la respuesta del niño y favorece la entrada
en una espiral cada vez más negativa.14
En opinión de los investigadores, pues, el afecto de los padres, el modo
en que establecen los límites o las diez mil formas diferentes en que funciona
una familia contribuyen a establecer la expresión de muchos genes. Además,
pues, del afecto de los padres, también debemos tener en cuenta la influencia
que pueden tener un hermano autoritario o un amigo excéntrico.
Todo esto ha acabado desdibujando la vieja distinción antes claramente
definida entre el impacto de la genética (o de la simple imitación) y el del
entorno social. Es por ello que, después de todos los millones gastados y de la
extenuante búsqueda de las familias correctas, los resultados de la investigación
dirigida por Reiss han acabado generando más preguntas que respuestas.
La epigenética todavía es una ciencia demasiado joven para permitirnos
ver claramente lo que sucede en medio de la niebla caótica en que se halla
envuelta la vida familia. Pero, aun así, hay algunos datos que empiezan a
vislumbrarse claramente. Uno de ellos indica el poder de la experiencia para
modificar la influencia de los datos genéticos sobre la conducta.
El establecimiento de los caminos neuronales
El difunto hipnoterapeuta Milton Erickson solía contar que había nacido
en un pequeño pueblo de Nevada a comienzos del siglo XX en donde los
inviernos eran muy crudos y que una de las cosas que más le gustaba era
despertar y descubrir que había nevado.
Esos días, el joven Milton corría a prepararse para asegurarse de ser el
primero en pisar la nieve del camino que conducía hasta la escuela. Luego iba
caminando deliberadamente en zigzag mientras sus botas hollaban un camino
entre la nieve recién caída.
Independientemente de los giros y de las vueltas que diese
decía
Erickson
el siguiente niño seguía inevitablemente esa ruta de menor
resistencia y lo mismo hacía el tercero y también el cuarto de modo que, al
concluir el día, el camino que había hollado acababa convirtiéndose en la ruta
establecida, el camino que irremediablemente seguía todo el mundo.
Erickson solía contar esta historia como una metáfora del modo en que se
instalan los hábitos, pero también nos proporciona un modelo muy adecuado
para ilustrar el modo en que se establecen los senderos neuronales en el cerebro.
Las primeras conexiones entre los circuitos neuronales van fortaleciéndose en la
medida en que se repite la misma secuencia, hasta que acaba convirtiéndose en
una ruta automática y se instaura un nuevo circuito.
El hecho de que el cerebro humano encierre tantos circuitos en tan poco
espacio impone la necesidad continua de extinguir las conexiones cerebrales
que ya no se utilicen, para dejar así espacio a otras nuevas. El viejo dicho
popular úsalo o piérdelo resulta perfectamente aplicable a este implacable
darwinismo neuronal en el que los circuitos cerebrales compiten entre sí por la
supervivencia. Es como si las neuronas que ya no se emplean acabasen
podándose como sucede con las ramas secas.
Al igual que sucede con el montón de arcilla con el que el escultor
empieza a trabajar, el cerebro genera más material del que finalmente necesita.
Es por ello que, a lo largo de la infancia y de la adolescencia, va despojándose
selectivamente de las neuronas que ya no utiliza, conservando aquéllas que le
sirven, mientras las experiencias infantiles
entre las que se incluyen sus
relaciones van esculpiendo su cerebro.
Además de determinar las conexiones que se conservan y consolidan,
nuestras relaciones contribuyen también a conformar nuestro cerebro
determinando las conexiones que establecerán las nuevas neuronas. Por más
que todavía siga enseñándose que, después del nacimiento, el cerebro no puede
generar nuevas neuronas, la investigación realizada al respecto ha acabado
poniendo de relieve que ésa no era más que una mera creencia.15 Hoy en día se
sabe que el cerebro y la médula espinal contienen células germinales que se
convierten en nuevas neuronas a razón de unos pocos miles al día. Así pues,
aunque el ritmo de creación de nuevas neuronas alcanza su cúspide durante la
infancia, se trata de un proceso que perdura toda la vida.
Cuando nace una nueva neurona, emigra hasta su posición definitiva y,
en el curso de un mes, se desarrolla hasta establecer unas diez mil conexiones
con otras neuronas dispersas por todo el cerebro. Durante los cuatro meses
siguientes, aproximadamente, la neurona va consolidando sus conexiones, hasta
acabar integrándose en el funcionamiento cerebral. Como suelen decir los
neurocientíficos, las células que se activan simultáneamente acaban
conectándose.
Durante un período de cinco o seis meses, nuestra experiencia personal
determina las neuronas con las que acabará conectándose la célula recién
nacida.16 En este sentido, la repetición es la clave ya que, cuanto más a menudo
se repita una determinada experiencia, más fuerte será el hábito y más densa, en
consecuencia, la conectividad interneuronal resultante. Meaney ha descubierto
que, en el caso de los ratones, el ejercicio repetido incrementa la velocidad con
la que las nuevas neuronas se integran con las demás. De este modo, el cerebro
va reconfigurándose de continuo, en la medida en que aparecen nuevas
neuronas y se establecen nuevas conexiones.
Y esto no sólo es importante para los roedores, porque la misma dinámica
parece aplicarse también al caso del ser humano, lo que tiene profundas
implicaciones para la configuración de nuestro cerebro social.
Cada sistema cerebral posee un período óptimo durante el cual la
experiencia configura sus circuitos. Los sistemas sensoriales, por ejemplo, se
establecen básicamente durante la temprana infancia, mientras que los
asociados al lenguaje maduran más tarde.17 Y algunos sistemas, como el
hipocampo que, tanto en el caso del ser humano como en el de los ratones,
constituye el asiento del aprendizaje y la memoria
se ven fuertemente
configurados por la experiencia a lo largo de toda la vida. Los estudios
realizados en este sentido con simios, por ejemplo, revelan la existencia de
células del hipocampo que sólo ocupan su lugar durante la infancia pueden
dejar de emigrar cuando la cría experimenta una gran tensión durante ese
período crítico y que, por el contrario, el cuidado parental amoroso favorece la
migración.18
En el caso de los seres humanos, la mayor ventana temporal para la
configuración cerebral afecta al córtex prefrontal, que sigue madurando
anatómicamente hasta el comienzo de la edad adulta. Así pues, las personas que
rodean al niño tienen una ocasión que dura décadas para dejar su impronta en
los circuitos neuronales de la vía superior.
Cuantas más veces ocurra una determinada interacción durante la
infancia más profundamente quedará impresa su huella en los circuitos
cerebrales y mayor su adherencia cuando el niño acabe convirtiéndose en
adulto. Esos momentos repetidos desde la infancia acabarán convirtiéndose en
senderos cerebrales automáticos, como las huellas dejadas por Milton Erickson
en la nieve.19
Consideremos, por ejemplo, el caso de las células fusiformes, esos
conectores extraordinariamente rápidos con los que cuenta el cerebro social.
Los investigadores han descubierto que, en el caso de los seres humanos, estas
células emigran a su ubicación definitiva
fundamentalmente la corteza
orbitofrontal y la corteza cingulada anterior
a eso de los cuatro meses,
momento en el cual establecen sus conexiones con miles de otras células. La
conclusión a la que han arribado los neurocientíficos es simplemente que la
región con la que conectan las células fusiformes y la densidad de esa conexión
dependen básicamente de factores tales como el clima amable y cordial (en el
mejor de los casos) y del estrés familiar (en el peor de ellos).20
Recordemos que las células fusiformes conectan las vías superior e
inferior, ayudándonos así a armonizar nuestras emociones con nuestras
respuestas, una conectividad neuronal que refuerza un conjunto básico de
habilidades ligadas a la inteligencia social. Como dice Richard Davidson, el
neurocientífico del que ya hemos hablado en el Capítulo 6: «Después de que
nuestro cerebro registre la información emocional, el córtex prefrontal nos
ayuda a dar la respuesta más adecuada. El modo en que las relaciones que
mantenemos con los demás activan los genes que configuran estos circuitos
determina nuestro estilo afectivo, es decir, la velocidad e intensidad con la que
respondemos a un determinado estímulo emocional y el tiempo que tardamos en
recuperarnos».
En lo que respecta al aprendizaje de las habilidades de autocontrol, tan
esenciales para facilitar las interacciones sociales, Davidson opina que: «La
neuroplasticidad es mucho mayor al comienzo de la vida que más tarde. La
investigación realizada al respecto en el mundo animal indica que algunos de
los efectos de la experiencia temprana pueden ser irreversibles, de modo que,
una vez que el entorno ha configurado, en nuestra infancia, un determinado
circuito, acaba convirtiéndose en algo completamente estable».21
Imaginen a una madre jugando al inocente juego del peek-a-boo [que
consiste en esconder el rostro detrás de las manos para reaparecer después y
hacer reír así al bebé]. En la medida en que la madre cubre y descubre
repetidamente su cara, el bebé va excitándose progresivamente pero, en el
momento de mayor intensidad, el bebé se gira bruscamente y empieza a
chuparse el pulgar, con la mirada perdida en el espacio.
Ese tipo de mirada jalona el comienzo de una pausa absolutamente
necesaria para que el bebé se tranquilice. La madre le da entonces el tiempo
necesario y espera que vuelva a mirarla para retomar el juego. Pocos segundos
después, el bebé vuelve a mirarla y ambos sonríen.
Supongamos ahora que, cuando el juego alcanza su punto culminante, el
momento en el que el bebé necesita alejarse, chuparse el pulgar y tranquilizarse
antes de volver a establecer contacto con su madre, ésta no espera sino que, en
lugar de ello, se entromete en su campo visual, chasqueando la lengua para
llamarle la atención.
El bebé sigue entonces con la mirada fija ignorando a su madre, pero ella
no ceja en su empeño, acercando más su rostro y obligándole a gemir y a
lloriquear, hasta que se aleja y empieza a chuparse febrilmente el pulgar.
¿Es importante que una madre tome nota de la señal enviada por su bebé,
mientras que otra ignore ese mensaje e insista en llamar su atención antes de
que su hijo esté en condiciones de hacerlo?
Ésta es una pregunta que no puede ser respondida teniendo
exclusivamente en cuenta el juego del escondite. Son muchas las
investigaciones que sugieren que el fracaso repetido del cuidador en establecer
contacto con el niño puede tener efectos duraderos. Esta pauta, repetida a lo
largo de la infancia, va moldeando el cerebro social de un modo tal que hace
que un niño crezca contento con el mundo y sea amable y cariñoso, mientras
que otro, por el contrario, se torne triste, abstraído, enojado y hostil.
Es posible que, en el pasado, esas diferencias se atribuyeran al
temperamento del niño, otro modo, en suma, de hablar de los genes. Hoy en
día, sin embargo, la actividad científica se concentra en el modo en que los
genes del niño pueden verse activados por los miles de interacciones rutinarias
que experimenta a lo largo de su proceso de desarrollo.
La esperanza del cambio
Todavía recuerdo la clase en que Jerome Kagan nos habló de la
investigación que entonces estaba comenzando en Boston y en China que usaba
las reacciones a la novedad de un bebé para identificar a los niños que acabarían
siendo tímidos y vergonzosos. Kagan está hoy en día semijubilado, pero
todavía prosigue esa misma línea de investigación, rastreando los primeros
pasos en la vida adulta de algunos de los que una vez fueron llamados bebés de
Kagan .22
De vez en cuando todavía voy a visitarle a su vieja oficina en el piso
superior del William James Hall, la torre más alta del campus de Harvard. En la
última visita, me habló de su último descubrimiento, la investigación de
veintidós de esos niños con RMNf, porque sus métodos de investigación
siempre están al día. Según me dijo, la imagen cerebral de veintidós bebés
Kagan que años atrás habían sido identificados como inhibidos y que ahora
tienen entre veinte y treinta años había descubierto que tenían una amígdala
especialmente sensible a cualquier novedad.23
Uno de los indicadores del perfil neurológico de la timidez parece ser la
mayor actividad en los colículos, una región de la corteza cerebral sensorial que
se activa cuando la amígdala detecta algo anómalo y posiblemente amenazador.
Pero estos circuitos neuronales también se activan cada vez que percibimos una
discrepancia, cualquier cosa de apariencia extraña o anómala.
Los niños que muestran una baja reactividad en estos circuitos tienden a
ser extravertidos y sociables, mientras que los que muestran una elevada
reactividad se asustan de las novedades y, en consecuencia, tienden a escapar de
las cosas que les parecen inusuales. Este tipo de tendencias suele, en el caso del
niño pequeño, ser autorreforzante, cosa que también sucede por ejemplo, con la
sobreprotección, que impide a los niños tímidos acceso al aprendizaje social
que podría ayudarles a desarrollar otro tipo de reacciones.
En sus primeros estudios, Kagan descubrió que, cuando los padres
alientan (e incluso, en ocasiones, obligan) a sus hijos a estar con compañeros a
los que, de otro modo, evitarían, pueden llegar a superar la mayor parte de las
veces
la predisposición genética a la timidez. Después de décadas de
investigación, Kagan ha descubierto que sólo un tercio de los niños que, poco
después del nacimiento, fueron identificados como inhibidos , seguían
siéndolo al alcanzar la edad adulta.
Hoy en día opina que lo que ha cambiado no es tanto la hiperreactividad
neuronal subyacente porque la reacción de su amígdala y sus colículos sigue
siendo desmesurada , sino lo que el cerebro hace con ese impulso. Y es que
los niños que, con el paso del tiempo, aprenden a resistir el impulso a retraerse,
son capaces de superar la inhibición y comprometerse más plenamente.
Los neurocientíficos usan la expresión andamiaje neuronal para
referirse a un determinado circuito cerebral cuyo uso repetido va consolidando
sus conexiones, como el andamio que permite la construcción de un edificio.
Este andamiaje neuronal es el que explica porqué es necesario el esfuerzo o
quizás simplemente el esfuerzo y la conciencia para establecer y consolidar
un nuevo camino que acabe modificando una determinada pauta conductual.
Como me dijo Kagan: «El setenta por ciento de los niños inhibidos
acaban curándose de su hiperreactividad. Es cierto que el temperamento puede
limitar nuestras posibilidades, pero en modo alguno las determina».
Nadie diría
me dijo Kagan
que el muchacho de diez años que
finalmente ha aprendido a experimentar su miedo y a actuar de otro modo había
sido identificado, en su infancia, como inhibido. Pero lo cierto es que, para usar
la vía superior para domesticar a la inferior se requiere esfuerzo y ayuda... y
también una serie de pequeñas victorias.
Kagan recuerda que, en su caso, una de estas pequeñas victorias fue la
que le llevó a superar un miedo a las inyecciones que, en su infancia, era tan
intenso que se negaba a ir al dentista, hasta que finalmente tropezó con un
dentista que se ganó su confianza. Ver a su hermana lanzarse a la piscina
también le proporcionó el coraje necesario para vencer el miedo y acabar
finalmente aprendiendo a nadar. Y, del mismo modo, al comienzo necesitaba
hablar con sus padres para sobreponerse a una pesadilla, pero finalmente
aprendió a tranquilizarse sólo.
Yo pude sobreponerme a mis miedos fue el título de un ensayo escolar
de ese niño anteriormente miedoso. «Ahora que entiendo mi predisposición a la
ansiedad puedo hablar francamente de los miedos más sencillos.»24
Con un poco de ayuda, pues, los niños inhibidos pueden experimentar un
cambio positivo. En este sentido, el estímulo de la familia o de los demás puede
resultar de gran ayuda, como también lo es el uso de amenazas naturales para
superar su tendencia a la inhibición y aprender a enfrentarse de otro modo a la
situación.
Kagan dice a su propia nieta, que tiene seis años y es muy vergonzosa:
«¡Créeme! ¡Soy tan tímido que debo practicar para no serlo!»
Y luego agrega: «Los padres no parecen darse cuenta de que, aunque la
biología promueve ciertos resultados, no determina lo que puede llegar a
suceder».
Aunque la educación parental no puede cambiar los genes ni modificar
los tics neuronales, la neurociencia ha comenzado a precisar con sorprendente
detalle el modo en que la experiencia cotidiana del niño va esculpiendo sus
circuitos neuronales.
CAPÍTULO 11
UN FUNDAMENTO SEGURO
Tenía veintitrés años cuando se licenció en una conocida universidad
inglesa, el mejor salvoconducto para una carrera exitosa pero, a pesar de ello, se
sentía tan deprimido que consideraba seriamente la posibilidad de suicidarse.
La suya, como confió a su psicoterapeuta, había sido una infancia
terrible. Hijo mayor de una familia numerosa, el día en que cumplió los tres
años ya tenía dos hermanos pequeños. Las disputas entre sus padres eran muy
frecuentes y solían acabar violentamente. El trabajo de su padre le obligaba a
pasar mucho tiempo lejos de casa y su madre agobiada por las peleas de sus
hijos se encerraba en su dormitorio durante horas e incluso, en alguna que
otra ocasión, durante días enteros. Cuando eran pequeños, sus padres,
escudándose en el miedo a que el exceso de atención acabara maleducándoles,
les dejaban llorando a solas horas y horas, descuidando así sus necesidades y
sentimientos más básicos.
Uno de los momentos más dolorosos de su infancia fue la noche en que
tuvo un ataque de apendicitis y permaneció llorando a solas hasta el amanecer.
También recuerda el llanto impotente de sus hermanos pequeños ante la mirada
indiferente de sus padres y lo mucho que acabó odiándoles por ello.
Pero el día más desdichado de toda su vida fue aquél en que su madre le
llevó a la escuela por vez primera. Ese día se sintió completamente abandonado
y no paró de llorar desconsoladamente.
Poco a poco fue aprendiendo a silenciar la necesidad de amor y a vivir sin
necesitar nada de sus padres. No es de extrañar que, cuando emprendió una
terapia, se sintiera aterrado ante la posibilidad de que todos esos sentimientos
acabasen aflorando a la superficie y de que su terapeuta, desestimándolos como
una simple y molesta llamada de atención, se encerrase en otra habitación como
una forma de capear el temporal.1
Este escenario forma parte de un relato clínico presentado por el
psicoanalista británico John Bowlby, cuyos interesantes escritos sobre los
vínculos emocionales entre padres e hijos han acabado convirtiéndole en el más
influyente de los seguidores de Freud que se han ocupado del desarrollo
infantil. Cabe señalar, en este sentido, que Bowlby abordó grandes temas de la
vida humana como el abandono y la pérdida y los vínculos emocionales que
los tornan tan poderosos.
Aunque formado en el psicoanálisis clásico en el que el paciente
permanece tumbado en el diván, Bowlby hizo algo que, en su época a partir
de la década de los cincuenta del pasado siglo
resultó absolutamente
revolucionario. Bowlby no se limitó a contemplar la infancia a través de los
inciertos recuerdos de los pacientes sometidos a psicoanálisis. Su investigación,
muy al contrario, se centró en la observación directa de la relación entre madres
e hijos, siguiendo luego el desarrollo posterior de esos niños con la intención de
poner de relieve la relación existente entre esas tempranas interacciones y sus
hábitos adultos de relación interpersonal.
Bowlby descubrió que el apego sano a los padres es uno de los
componentes esenciales del bienestar infantil. En este sentido, la empatía y
sensibilidad de los padres hacia las necesidades de su hijo contribuyen muy
positivamente al establecimiento en éste de una sensación básica de seguridad
mientras que su ausencia, por el contrario, destaca en aquellos pacientes que
presentan tendencias suicidas, es decir, en quienes siguen sufriendo por
contemplar todavía sus relaciones actuales a través del prisma de una infancia
gravemente perturbada.
El desarrollo sano del niño requiere, según Bowlby, de una adecuada
relación yo-tú . Es por ello que los padres que mantienen la conexión con sus
hijos les proporcionan un fundamento seguro en el que apoyarse cuando se
encuentran mal y necesitan atención, amor y consuelo.
Las nociones de apego y de fundamento seguro fueron esbozadas por
Mary Ainsworth, influyente teórica del desarrollo infantil y principal discípula
americana de Bowlby.2 Son muchos los datos recopilados por los investigadores
que han seguido sus pasos que demuestran la influencia de las sutiles
interacciones entre padres e hijos en el grado de confianza en sí mismos que
éstos acaban desarrollando.
Casi desde el mismo momento del nacimiento, los bebés no son meros
bultos pasivos, sino comunicadores activos en busca de sus propios objetivos.
El sistema bidireccional de comunicación que existe entre el bebé y su cuidador
constituye, en este sentido, una tabla de salvación, una especie de interfono a
través del cual discurre todo el tráfago de mensajes necesarios para poder
satisfacer sus necesidades básicas. Pero, para ello, el bebé debe aprender a
manipular a sus cuidadores mediante un elaborado y complejo sistema de
comunicación que emplea el contacto y la evitación ocular, las sonrisas y las
lágrimas y cuya ausencia puede acabar provocando su desdicha o hasta su
muerte por negligencia.
Basta con observar con detenimiento cualquier protoconversación entre
una madre y su hijo para advertir la presencia de una danza emocional
exquisitamente orquestada cuya iniciativa va alternando de uno a otra. Así, por
ejemplo, cuando el niño sonríe o llora, la madre reacciona en consecuencia,
hasta el punto de que bien podríamos decir que sus acciones constituyen una
respuesta a las emociones de su hijo y viceversa. Es por ello que bien
podríamos considerar a la exquisita sensibilidad que los conecta como una
rudimentaria autopista emocional de doble sentido.
Este vínculo entre padres e hijos proporciona también un vehículo idóneo
para que los padres enseñen a sus hijos las normas de rigen el mundo de las
relaciones, es decir, el modo de prestar atención a los demás, la forma de
acompasar una relación, la manera de abordar una conversación, el modo de
conectar con los sentimientos de otra persona y la forma de encauzar sus
propios sentimientos, lecciones esenciales todas ellas para establecer los
cimientos de una adecuada vida social.
Pero todo esto, por más sorprendente que parezca, también contribuye al
desarrollo intelectual del bebé, porque las lecciones emocionales intuitivas que
proporcionan las protoconversaciones de los dos primeros años de vida van
erigiendo el armazón mental de las conversaciones que empezarán a presentarse
a eso de los dos años y, cuando el niño comienza a dominar el hábito del
lenguaje, preparan el camino para el advenimiento de esa conversación interior
y privada a la que denominamos pensamiento .3
La investigación también ha descubierto que ese fundamento seguro no
sólo cumple con una función emocionalmente protectora, sino que también
estimula la secreción de neurotransmisores que sazonan con una pequeña dosis
de placer la sensación de ser amados y que lo mismo ocurre en la persona que
proporciona ese amor. Décadas después de que Bowlby y Ainsworth esbozasen
sus teorías, los neurocientíficos han acabado identificando que el vínculo entre
padres e hijos está ligado a dos neurotransmisores inductores de placer, la
oxitocina y las endorfinas.4
La oxitocina provoca una agradable sensación de relajación, mientras que
el efecto de las endorfinas se asemeja (aunque de un modo, obviamente, no tan
intenso) al placer adictivo de la heroína. Son los padres y los miembros de la
familia los que, en el caso del bebé, comienzan proporcionando esta sensación
de seguridad cuyo testigo pasará luego sucesivamente a los compañeros de
juego, los amigos y la pareja. No es de extrañar que los distintos sistemas que se
ocupan de la secreción de estas substancias ligadas al cuidado sean conocidos
como el estrato familiar del cerebro social.
Las lesiones de las áreas con una mayor densidad de receptores de
oxitocina perjudican gravemente la capacidad cuidadora de la madre.5 Los
circuitos neuronales son básicamente los mismos en los niños que en sus
madres y también parecen proporcionar buena parte del fundamento neuronal
en el que se asienta el vínculo amoroso que los une. En este sentido, los niños
que se han visto bien atendidos por sus madres poseen una base segura debido,
en gran medida, a que esas substancias cerebrales evocan la sensación interna
de que todo está bien (el fundamento bioquímico, muy probablemente, de lo
que Erik Erikson denominó la sensación básica de confianza del niño en el
mundo).
Las madres de hijos seguros son más atentas y más sensibles al llanto de
su bebé, son más afectuosas y tiernas con él y también se sienten más a gusto
cuando mantienen con él un contacto estrecho como el abrazo. Son madres, en
suma, que saben mantenerse conectadas con su bebé.6 Las madres
desconectadas, por su parte, brindan a sus hijos dos modalidades diferentes de
inseguridad. Cuando la madre se entromete más de la cuenta, su hijo responde
desconectándose y eludiendo activamente la interacción mientras que, en el
caso de que no se implique lo suficiente, reacciona con una pasividad e
impotencia que compromete su capacidad posterior de establecer contacto con
los demás
la misma pauta que Bowlby descubrió en los pacientes que
presentan tendencias suicidas.
Los hijos de madres que hablan relativamente poco con sus hijos y se
mantienen emocionalmente distantes de ellos un caso menos extremo que la
negligencia suelen asumir la actitud de que nada les importa (que se expresa
en una tensión en el labio superior) cuando, de hecho, todo su cuerpo revela
signos evidentes de intensa ansiedad. Son niños que esperan que los demás se
mantengan distantes, razón por la cual se reprimen emocionalmente y, cuando
alcanzan la edad adulta, se mantienen, a su vez, distantes y evitan la intimidad
emocional.
Las madres ansiosas y ensimismadas, por su parte, tienden a permanecer
desconectadas de las necesidades de sus hijos, una pauta que alienta el temor y
la dependencia de sus hijos. Estos niños, a su vez, aprenden a quedarse absortos
en sus propias preocupaciones, son menos capaces de conectar con los demás y,
cuando alcanzan la edad adulta, establecen relaciones de dependencia.
Las interacciones felices y armónicas son, para el niño, una necesidad tan
básica como alimentarse o eructar y, en su ausencia, el niño corre el riesgo de
desarrollar pautas de apego distorsionadas. En resumen, pues, los padres
empáticos, ansiosos y distantes tienden a criar, respectivamente, niños seguros,
ansiosos y evasivos, tres estilos diferentes de apego que, al llegar a la edad
adulta, se manifiestan como estilos de relación interpersonal correlativamente
seguros, ansiosos o evasivos.
La relación es el vehículo fundamental a través del cual los padres
transmiten a sus hijos este tipo de pautas. No es de extrañar, por tanto, que los
estudios sobre gemelos hayan descubierto que, cuando un niño seguro es
adoptado por un padre ansioso, aumenta la probabilidad de que acabe
desarrollando la pauta de ansiedad.7 Por otra parte, el estilo de apego del padre
constituye un excelente predictor con una fiabilidad del 70 por ciento del
estilo que desarrollará su hijo.8
Afortunadamente, sin embargo, si un niño ansioso tropieza casualmente
con un padre vicario seguro es decir, un hermano mayor, un maestro u otro
pariente que cumpla adecuadamente con la función de cuidador , su estilo de
relación emocional puede tornarse más seguro.
El rostro impenetrable
Una madre está jugando con su bebé cuando de repente, deja de
responder y su rostro se torna inexpresivo. En ese mismo instante, el bebé se
asusta y en su cara se advierte la emergencia de la angustia. Si el rostro de la
madre sigue sin mostrar ninguna emoción y sin responder a su desasosiego,
como si fuera de piedra, el bebé empieza a llorar.
El paradigma de la cara quieta , como los psicólogos han denominado a
esta situación, se utiliza deliberadamente para explorar los fundamentos de la
resiliencia , es decir, de la capacidad para recuperarse de una situación
angustiosa. Tengamos en cuenta que el niño sigue mostrándose desasosegado
después de que el rostro de su madre haya recuperado la expresividad. La
velocidad de recuperación refleja su dominio de los rudimentos del autocontrol
emocional, una capacidad básica que se establece durante el primer y segundo
año de vida, en la misma medida en que el niño va ejercitando la transición que
conduce desde la angustia hasta la calma y desde la desconexión hasta la
conexión.
Cuando el rostro de la madre se torna mudo y distante, los bebés tratan de
obligarla a responder recurriendo, para ello, a todo tipo de estrategias, desde el
coqueteo hasta el llanto y, cuando no lo consiguen, los hay que, admitiendo su
impotencia, renuncian, se desconectan y acaban chupándose el pulgar como
forma de autoconsuelo.
En opinión del psicólogo Edward Tronick, que fue quien diseñó el
paradigma de la cara quieta , cuanto más éxito tiene el bebé en solicitar la
reparación del vínculo roto, más aumenta su capacidad social al respecto. De
ello se sigue también que los bebés que aprenden a llamar la atención de
quienes se han desconectado de ellos acaban aprendiendo que los problemas de
relación no son irreversibles.
Así es como se erige el andamiaje de una sensación duradera de
resiliencia de uno mismo y de las relaciones. Estos niños crecen sabiéndose
capaces de relacionarse positivamente con los demás y de restablecer la
conexión cuando ésta se rompe y también suelen confiar en los demás.
Así es como, a eso de los seis meses de edad, los bebés han comenzado
ya a desarrollar un estilo típico de interacción y una forma concreta de pensar
en sí mismos y en los demás. Lo que posibilita este aprendizaje vital es la
sensación de seguridad y de confianza o, dicho en otras palabras, el rapport
con la persona que le sirve de guía. Es la relación yo-tú , en suma, la que
posibilita el desarrollo social del niño.
La conexión entre la madre y su hijo funciona desde el primer día de vida
y, cuanto mayor sea su sincronía, más afectuosas y felices serán sus
interacciones.9 La desconexión, por el contrario, provoca el enfado, la
frustración y el aburrimiento del recién nacido. Es por ello que, si el bebé se
halla sometido a un régimen continuo de desconexión y aislamiento, aprenderá
a confiar exclusivamente en las estrategias que descubra de manera casual. Hay
bebés que, renunciando aparentemente a toda expectativa de ayuda externa, se
centran en prácticas que puedan hacerles sentir mejor, mientras que otros, por
su parte, se alejan o evitan el contacto ocular, estableciendo así el espacio
necesario para consolarse solos.
Pero esta estrategia de distanciamiento puede acabar distorsionando la
capacidad del niño de relacionarse con los demás. En la medida en la que este
estilo va consolidándose, el bebé puede llegar a considerarse incapacitado para
el mundo de las relaciones y a desconfiar de los demás como fuentes de
consuelo. La versión adulta de esta actitud se refleja en las muchas personas
que, cuando se sienten deprimidas, recurren a consuelos solitarios como comer
o beber en demasía o zapear compulsivamente de un canal de televisión a otro.
En la medida en que el tiempo discurre y el niño crece, puede desplegar
esas estrategias de manera estrictamente automática, independientemente de la
situación, como una forma de defensa contra las experiencias que prevé
negativas y sin importar tampoco que esa expectativa se asiente o no en un
fundamento sólido. Pero, de este modo, en lugar de acercarse a los demás con
una actitud abierta y positiva, reacciona replegándose tras una fachada fría y
distante que le sirve de protección.
El vínculo deprimido
Una madre italiana canta a su hija Fabiana la siguiente cancioncilla:
Palmas, palmitas,
papá volverá,
te traerá golosinas
y Fabiana se las comerá.10
Su tono es agudo y su melodía un allegro optimista al que no tardan en
sumarse los gorjeos encantados de su bebé.
Pero, cuando otra madre canta la misma cancioncilla con un tono grave y
un movimiento largo, el bebé no responde con signos de alegría sino, por el
contrario, de desasosiego.
¿Cuál es la diferencia entre ambos casos? La segunda está deprimida y la
primera no.
Esta pequeña diferencia en el modo en que dos madres cantan a sus bebés
refleja dos entornos emocionales completamente diferentes y, en consecuencia,
el modo en que se sentirá el hijo en cualquiera de las principales relaciones que
establezca a lo largo de su vida. Es comprensible, por otra parte, que las madres
deprimidas tengan dificultades en entablar una protoconversación alegre con su
hijo, porque carecen de la energía necesaria para emitir los tonos agudos
característicos del maternés .11
Las madres deprimidas suelen mantenerse muy desconectadas de sus
hijos y muestran una pauta entrometida, enfadada o triste. Esta falta de
conexión impide el establecimiento de un vínculo sólido, al tiempo que las
emociones negativas transmiten al bebé el mensaje de que ha hecho algo mal y
de que debe corregirlo. Ese mensaje, a su vez, intranquiliza al bebé, que no
puede conseguir que su madre le calme ni tampoco puede hacerlo él mismo. Así
es como madre e hijo caen fácilmente presas de una espiral descendente
marcada por el desajuste, la negatividad y los mensajes ignorados.12
Según dicen los especialistas en genética del comportamiento, la
depresión puede ser hereditaria. Es mucha la investigación que se ha realizado
para determinar la heredabilidad de la depresión, es decir, la probabilidad de
que un niño se deprima clínicamente en algún momento de su vida. Pero, como
señala Michael Meaney, los hijos de padres propensos a los ataques de
depresión no sólo heredan los genes de sus padres sino que también deben
relacionarse con el progenitor deprimido cuya participación puede catalizar la
expresión de ese gen.13
Las investigaciones realizadas al respecto han puesto de relieve que las
madres clínicamente deprimidas tienden a apartar más la mirada de sus bebés, a
enfadarse más a menudo, a ser más entrometidas cuando su bebé necesita una
pausa de recuperación y a mostrarse también menos cordiales que las demás.
Sus hijos, por su parte, protestan llorando, el único modo en que saben hacerlo
o acaban renunciando y tornándose apáticos o ensimismados.
Las respuestas concretas del bebé a esta situación pueden ser muy
distintas ya que, en los casos en que la madre se muestra pasiva o distante y
enojada, el hijo tiende a desarrollar la misma pauta. El bebé parece aprender
estos estilos de interacción a través de una serie sucesiva de episodios de
desconexión con su madre deprimida. Además, corren el riesgo de establecer
una falsa sensación de identidad cuando se reconocen incapaces de recomponer
una desconexión o concluyen, por el contrario, que pueden confiar en los demás
para recuperar la sensación de bienestar.
La depresión puede ser el vehículo a través del que la madre transmite a
su hijo todos sus problemas personales y sociales. El impacto hormonal
negativo que tiene en su hijo el miedo de la madre, por ejemplo, comienza ya en
la infancia, porque los bebés de madres deprimidas presentan una tasa más
elevada de hormonas del estrés y una tasa inferior a la normal de dopamina y
serotonina, la pauta de neurotransmisores característica de la depresión.14 Y
poco importa, para ello, que el niño pequeño no se dé cuenta de las grandes
fuerzas que inciden sobre su familia porque, en cualquiera de los casos,
acabarán integrándose en su sistema nervioso.
Pero la epigenética social abre una puerta a la esperanza en tales niños.
Tengamos en cuenta que los padres que, pese a estar levemente deprimidos,
aprenden a gestionar de algún modo su estado de ánimo y asumen una actitud
optimista ante las dificultades parecen mermar la transmisión social de la
depresión.15 Disponer de cuidadores adicionales que no estén deprimidos puede
también proporcionar un fundamento seguro en el que el niño pueda confiar.
Algunos hijos de madres deprimidas aprenden otra lección que tiene
cualidades adaptativas. Y es que muchos de estos ellos acaban convirtiéndose
en excelentes intérpretes de las tornadizas emociones de sus madres, muy
hábiles en el manejo de sus interacciones y saben mantenerlas dentro del rango
de lo positivo (o de lo menos inquietante posible), una habilidad que, aplicada
al ámbito del mundo en general, puede traducirse en una bien ganada
inteligencia social.16
La distorsión de la empatía
Johnny le prestó su pelota nueva a su mejor amigo, pero éste acabó
extraviándola y no le dio otra a cambio.
El amigo de Johnny, la persona con la que realmente le gustaba jugar,
acababa de mudarse y ya no podrá volver a jugar con él.
Cada uno de estos escenarios nos muestra un momento emocionalmente
muy importante en la vida de cualquier niño. ¿Pero cuál es la emoción que
refleja cada uno de ellos?
La mayoría de los niños aprenden a distinguir un sentimiento de otro y
entienden lo que les ha llevado a experimentar este sentimiento o aquel otro,
cosa que no sucede, sin embargo, con los que no han sido adecuadamente
atendidos por sus padres. Es por ello que, según cierta investigación, la mitad
de las respuestas dadas por preescolares que se habían visto descuidados
estaban mal, revelando una tasa de reconocimiento de las emociones muy
inferior a la de los que habían recibido la adecuada atención.17
Los niños privados de las interacciones que enseñan estas habilidades que
representan ven también mermada su capacidad de interpretar las emociones
que impregnan todos los acontecimientos de la vida. Estos niños se han visto
privados de un contacto humano tan básico que son incapaces de diferenciar las
emociones y su comprensión de lo que sienten los demás resulta, en
consecuencia, un tanto difusa.18
Los preescolares que han sido víctimas del abuso es decir, aquellos
cuyos cuidadores les han insultado o maltratado reiteradamente
acaban
viendo ira donde, en realidad, no existe. Y es que los niños maltratados
advierten la presencia de la ira aun en rostros neutros, ambiguos o tristes,
mostrando una sensibilidad exacerbada a la ira que muy probablemente refleje
la existencia de una amígdala hipersensible. Y debo insistir en que esta
sensibilidad parece exclusiva de la ira porque, cuando estos niños contemplan
rostros airados, sus cerebros reaccionan con una mayor activación y responden
normalmente, sin embargo, a los rostros que muestran alegría o miedo.19
Este sesgo también supone que los niños maltratados están especialmente
dotados para detectar el menor signo de que alguien puede estar enfadado. Son
niños que parecen especialmente sensibles a la ira, que la ven hasta en los
lugares en los que, en realidad, no existe y que no por haberla encontrado dejan
de seguir buscándola.20 Conviene señalar que esta hipersensibilidad a la ira que
lleva al sujeto a detectarla donde no existe puede constituir una especie de radar
protector que cumpla, para ellos, con una función protectora porque, después de
todo, se enfrentan a un peligro real.
Pero el problema empieza cuando esos niños llevan su hipersensibilidad
al mundo en general. No es de extrañar, en este sentido, que los niños que más
agresivos se muestran con sus compañeros (niños que, a su vez, suelen haber
sido físicamente maltratados) sobreinterpreten la ira y perciban hostilidad en
rostros completamente neutros. Y es que su conducta hacia los demás niños
suele derivarse de haber percibido una intención hostil donde, en realidad, no la
había.
Gestionar adecuadamente los ataques de ira de un niño supone un gran
reto y también una gran oportunidad para cualquier padre. En condiciones
ideales, el padre no se enojará ni mantendrá una actitud pasiva, abandonando al
niño a su suerte. Si, en lugar de ello, el padre sabe manejar su propia ira, no la
reprimirá ni se dejará arrastrar tampoco por ella, sino que mantendrá el contacto
con su hijo, ayudándole a contener y encauzar adecuadamente su propia rabia.
Esto no significa, obviamente, que el entorno emocional del niño deba
permanecer siempre tranquilo, sino que debe ser lo suficientemente flexible
como para recuperarse prontamente de este tipo de problemas.
El entorno familiar determina la realidad emocional en que se halla
sumido el niño pequeño. Si ese entorno es sano, el niño se siente protegido aun
en medio de los acontecimientos más terribles. Lo que los niños experimentan
en una crisis refleja, en el fondo, el modo en que esa crisis afecta a su familia.
Si los padres consiguen crear un entorno cotidiano seguro y estable, por
ejemplo, los niños que viven en zonas de guerra logran salir indemnes de los
efectos del trauma y la ansiedad.
Con todo ello tampoco estamos diciendo que los padres deban proteger a
sus hijos reprimiendo su desasosiego. David Spiegel, psiquiatra de la Stanford
University que se dedicó a estudiar las secuelas emocionales en el ámbito
familiar de los acontecimientos del 11 de septiembre, ha concluido que los
niños son muy sensibles a las corrientes emocionales de su familia. En su
opinión: «La función protectora de la familia no funciona cuando los padres
fingen que no ha ocurrido nada, sino cuando transmiten a sus hijos la idea de
que están abordando juntos un problema que les afecta a todos».
La experiencia reparadora
Su padre era propenso a los ataques de furia, especialmente cuando
estaba bebido, cosa que sucedía casi a diario, ocasiones en las que cogía a uno
de sus cuatro hijos y le daba una paliza.
Años más tarde, confió a su esposa el miedo que todavía llevaba consigo,
recordando vívidamente que: «Cada vez que veíamos llegar a nuestro padre con
los ojos más pequeños de lo habitual, sabíamos que había llegado el momento
de abandonar la habitación».
Según me dijo, esa confesión le había enseñado la siguiente lección sutil:
«Me doy cuenta de que, cuando era niño, mi marido no recibió la atención que
necesitaba de modo que, cada vez que escucho la misma historia, me recuerdo
debes permanecer presente ».
Si ve, aunque sólo sea por un segundo, que mi atención flaquea
agrega se siente mal. Es tan sensible que detecta perfectamente todas las
ocasiones en que no estoy conectada, por más que parezca estar escuchándole.
Quienes, en su infancia, se vieron más tratados como un ello que como
un tú probablemente todavía no hayan cerrado esas heridas emocionales y, en
consecuencia, muestren una especial hipersensibilidad, puntos flacos que
emergen con más frecuencia en las relaciones más próximas, es decir, con el
esposo, los hijos o los amigos íntimos. Con algo de suerte, sin embargo, las
relaciones adultas proporcionan una oportunidad para cicatrizar esas viejas
heridas. De este modo, en lugar de seguir ignoradas, las cosas pueden mejorar,
como ilustra el caso de ese marido hipersensible y de su diligente y conectada
esposa.
Como sucede con el padre o la esposa que saben cuidar a su hijo o a su
marido, el buen psicoterapeuta sabe también proporcionar un fundamento
seguro. El psiquiatra de UCLA Allan Schore se ha convertido en una figura
heroica entre muchos psicoterapeutas por su revisión de la neurociencia que se
centra en la relación paciente-terapeuta.
La teoría de Schore ha establecido el fundamento neuronal de estos
errores emocionales en la corteza orbitofrontal, piedra angular de los circuitos
cerebrales ligados al mundo de las relaciones.21 El mismo desarrollo de la
corteza orbitofrontal depende, según Schore, de la experiencia del niño. Si los
padres permanecen conectados y proporcionan al niño un fundamento seguro, la
corteza orbitofrontal florece adecuadamente mientras que si, por el contrario, se
muestran insensibles u ofensivos, la corteza orbitofrontal se desarrolla
inadecuadamente, lo que limita su capacidad para regular la amplitud,
intensidad y frecuencia de emociones inquietantes como la ira, el miedo o la
vergüenza.
La teoría de Schore destaca el papel que desempeñan las relaciones
interpersonales en la remodelación de nuestro cerebro a través del fenómeno
conocido como neuroplasticidad, es decir, el modo en que las experiencias
repetidas van esculpiendo la forma, el tamaño y el número de nuestras neuronas
y de sus conexiones sinápticas. La remodelación más intensa depende de
nuestras relaciones clave, movilizando en un determinado sentido algunos
circuitos neuronales. No es de extrañar que, en este sentido, los cuidados y
lesiones provocadas por la persona con la que pasamos tanto tiempo y durante
tantos años acabe remodelando nuestros circuitos cerebrales.
Schore sostiene que las relaciones positivas de la vida adulta pueden
reconfigurar, hasta cierto punto, los circuitos neuronales que se hayan grabado
en el cerebro durante la infancia.
El terapeuta, según Schore, sirve de pantalla de proyección para que el
paciente pueda revivir anteriores relaciones de un modo, en esta ocasión, más
abierto y pleno, despojado de toda culpa, traición y negligencia. De este modo,
donde el padre se mantuvo distante, el terapeuta puede permanecer presente y,
donde la madre se mostró excesivamente crítica, el terapeuta puede brindar su
aceptación, proporcionando así la posibilidad de una experiencia reparadora
que, si bien siempre se anheló, jamás pudo alcanzarse.
Uno de los indicadores más claros de la eficacia de la psicoterapia puede
advertirse en la aparición de un flujo emocional más libre entre terapeuta y
cliente que aprende así a establecer lazos sin temer ni bloquear los sentimientos
inquietantes.22 Los mejores terapeutas saben establecer un clima emocional
seguro, un entorno en el que su cliente pueda sentir y expresar cualquier
sentimiento, desde la furia asesina hasta la tristeza más inconsolable. El mismo
acto de establecer un vínculo con el terapeuta y de que los sentimientos puedan
desplazarse libremente de uno a otro contribuye a que el cliente aprenda a
gestionar por sí solo esos mismos sentimientos.
Del mismo modo en que, en el seno de un entorno seguro, el niño
aprende a manejar sus sentimientos, el psicoterapeuta proporciona al adulto una
segunda oportunidad para que concluya esa tarea. Los ingredientes responsables
de la reparación emocional que tiene lugar en un entorno psicoterapéutico en el
que se establece un adecuado vínculo entre paciente y terapeuta son el rapport y
la confianza, que también pueden presentarse, obviamente, en una relación
amistosa o romántica.
Es por ello que la terapia eficaz
o cualquiera de las otras relaciones
reparadoras de la vida puede acabar enriqueciendo la capacidad de conexión
que, en sí misma, tiene propiedades curativas.
CAPÍTULO 12
EL PUNTO DE AJUSTE DE LA FELICIDAD
Una niña malhumorada de tres años se encuentra con su tío, un blanco
perfecto para su mal genio.
Te odio le dice.
Pues yo te quiero responde sonriente y sorprendido.
Te odio, te odio replica ella, inflexible.
Yo todavía te quiero responde él, todavía más amable.
¡Te odio! grita ella, en tono dramático.
Pues bien, yo todavía te quiero le asegura, abrazándola.
Te quiero concluye entonces ella, fundiéndose en su abrazo.
Los psicólogos evolutivos contemplan este tipo de interacciones
concretas en términos de la comunicación emocional subyacente. Desde esta
perspectiva, la desconexión te quiero/te odio refleja un problema de
interacción que se recompone cuando los implicados vuelven a sintonizar en
la misma longitud de onda emocional.
Como ilustra el rapport final entre esta niña de tres años y su tío, la
posibilidad de corregir la situación hace que ambos se sientan bien, mientras
que su imposibilidad tiene el efecto contrario. En este sentido, la capacidad del
niño de corregir la desconexión
superando la tormenta emocional
interpersonal y restableciendo de nuevo el contacto
encierra una clave
fundamental de la felicidad. El secreto no consiste en eludir las frustraciones y
contratiempos inevitables de la vida, sino en aprender a recuperarnos más
prontamente de ellos y, cuanto más rápida la recuperación, mayor es la
capacidad de disfrute del niño.
Pero, como sucede en tantos otros casos, esta habilidad se aprende en la
infancia. Cuando el bebé y su cuidador están bien conectados, cada uno
responde adecuadamente al mensaje del otro. Durante el primer año de vida, sin
embargo, los bebés carecen de muchos de los circuitos neuronales necesarios
para llevar a cabo esa coordinación. Por ello sólo permanecen conectados como
máximo un 30 por ciento de las veces, con un ciclo natural de conexión y
desconexión.1
La desconexión entristece al bebé, que protesta emitiendo señales de
frustración para recuperar la sintonía perdida. Ahí precisamente podemos
advertir los rudimentos de recomposición de la sintonía perdida, una habilidad
humana esencial cuyo dominio nos permite pasar de la inquietud y la
desconexión a la calma y la conexión.
El mundo que rodea al bebé le proporciona un modelo, para bien o para
mal, para aprender a gestionar la ansiedad. Éste es un aprendizaje que ocurre de
manera implícita (muy probablemente, a través de las neuronas espejo) cuando
el niño observa el modo en que un hermano mayor, un compañero de juegos o
su padre hacen frente a su propia ansiedad emocional. Mediante este
aprendizaje vicario, los circuitos reguladores orbitofrontales encargados de
calmar a la amígdala van ejercitando las estrategias que el niño ve que
emplean otros para tranquilizarse. Pero este tipo de aprendizaje también tiene
lugar de manera explícita cada vez que alguien le recuerda o le ayuda a
gestionar sus sentimientos más incontrolables. Con el tiempo y la práctica van
fortaleciéndose los circuitos de la corteza orbitofrontal encargados de regular
los impulsos emocionales.
Pero el niño no sólo aprende a resistirse a sus propios impulsos
emocionales, sino que también amplía su repertorio de formas de influir en los
demás. Así es como se establecen los cimientos que acaban permitiendo que un
adulto pueda reaccionar del modo en que lo hizo el tío de la niña de tres años
con que iniciábamos el presente capítulo que, sin tensarse ni responder ¡Cómo
te atreves a hablarme de ese modo! , acabó desarmando amorosamente el
enfado de su sobrina.
A eso de los cuatro o cinco años, el niño se encuentra ya en condiciones
de pasar del simple control de las emociones más desbordantes a tener una
mayor comprensión de las causas de su desasosiego y de lo que puede hacer
para aliviarlo, un signo de la maduración de la vía superior. En opinión de
algunos psicólogos, el entrenamiento parental de los primeros cuatro años de
vida puede desempeñar un papel especialmente importante en la consolidación
de las capacidades del niño para gestionar sus propias emociones y aprender a
moverse en el mundo de las relaciones.
A decir verdad, sin embargo, los adultos no siempre ofrecen los mejores
modelos. Cierto estudio que se ha ocupado del modo en que los padres de
preescolares resuelven sus conflictos conyugales ha llegado a la conclusión de
que algunas parejas son muy hostiles, no se escuchan, se muestran muy
enfadados y despectivos y abordan sus problemas alejándose. No es de extrañar
que sus hijos imiten, cuando llegue el momento, esa misma pauta con sus
propias parejas, mostrándose enfadados, despectivos y hostiles.2
Las parejas que, por el contrario, abordaban sus desacuerdos de un modo
más cordial, empático y comprensivo, también se relacionaban con sus hijos de
un modo más amable y retozón. Es por ello que sus hijos aprendieron, a su vez,
a establecer mejores relaciones con sus compañeros de juego y a abordar sus
desacuerdos de manera más eficaz. No es de extrañar, por tanto, que el modo en
que la pareja gestione sus propios desacuerdos acabe convirtiéndose en un
excelente predictor de la forma en que, años más tarde, se comportará su hijo.3
Si todo va bien, el resultado será un niño con una elevada resiliencia al
desasosiego que le permita restablecer prontamente el contacto con los demás.
Para construir lo que los psicólogos evolutivos denominan un núcleo afectivo
positivo (o, dicho en otras palabras, un niño feliz), es necesaria una familia
socialmente inteligente.4
Cuatro formas diferentes de decir no
Consideremos las siguientes posibles respuestas de un padre al intento de
un niño de catorce meses de encaramarse a una mesa sobre la que pende
precariamente una lámpara.
Decir un ¡No! rotundo y buscar luego un lugar al aire libre en el que
el niño pueda encauzar sin peligro su energía.
Ignorarlo hasta escuchar el ruido de la lámpara al caer, decirle luego
tranquilamente que no vuelva a hacerlo y dejar de prestarle atención.
Gritar un enfadado ¡No! , sentirse luego culpable por haber
reaccionado tan bruscamente, darle luego un abrazo de consuelo, sentirse
después decepcionado y no prestarle más atención.
Estas diferentes modalidades de respuesta parental representan por más
inverosímiles que puedan parecer
distintos estilos disciplinarios que la
observación de las interacciones entre padres e hijos han puesto reiteradamente
de manifiesto. Daniel Siegel, el psiquiatra infantil de UCLA que nos presenta
estos posibles escenarios y que ha acabado convirtiéndose en uno de los
pensadores contemporáneos más influyentes en los campos de la psicoterapia y
del desarrollo infantil, sostiene la opinión de que cada una de ellas moldea de
manera diferente los centros del cerebro social.5
Un momento clave de ese proceso tiene lugar cuando el niño se enfrenta
a una situación inquietante o confusa y mira a sus padres en busca de pistas,
para que no sólo sus palabras, sino toda su conducta le indique lo que debe
sentir y responder. El mensaje que transmiten los padres en esos momentos de
enseñanza va construyendo lentamente la sensación de identidad del niño y el
modo en que se relaciona y lo que puede esperar de las personas que le rodean.
Según Allan Schore, colega de Siegel, el tipo de interacción representado
por el primero de los casos mencionados es decir, el padre que dice ¡No! a
su hijo y que luego le muestra un modo mejor de encauzar sus energías tiene
un efecto extraordinario en la corteza orbitofrontal que, no lo olvidemos, sirve
de freno a las emociones. Este abordaje sosiega la excitación inicial del niño
y le enseña, en consecuencia, a gestionar más adecuadamente sus impulsos.6
Después de haber actuado sobre el freno neuronal, el padre le enseña una forma
alternativa y más adecuada de encauzar su excitación en un parque infantil, por
ejemplo.
Lo que esta estrategia enseña al niño es aproximadamente lo siguiente:
A mis padres no siempre les gusta lo que hago pero, si me detengo y descubro
una forma mejor de comportarme, todo estará bien . Este enfoque, en el que el
padre establece claramente un límite y luego busca una forma más adecuada de
encauzar la energía de su hijo ilustra una modalidad de disciplina que
desemboca en un apego seguro. Es por ello que los niños que mantienen un
vínculo seguro con sus padres no dejan de experimentar, por más travesuras que
cometan, la conexión con ellos.
El terrible dos , es decir, el momento en el que el bebé empieza a
responder a sus padres con un rotundo ¡No! en cada ocasión en que le
ordenan hacer algo, representa un hito fundamental en el desarrollo del cerebro.
A partir de ese momento, el cerebro empieza a ser capaz de inhibir los impulsos
diciendo no a los impulsos , una capacidad que sigue ejercitándose a lo
largo de toda la infancia y la adolescencia.7 Los simios y los niños pequeños
comparten las mismas dificultades con esta faceta de la vida social y la razón
para ello depende, en ambos casos, del mismo déficit del desarrollo de las
neuronas ligadas a la corteza orbitofrontal que pueden refrenar la actualización
de un impulso.
La corteza orbitofrontal va madurando anatómicamente durante toda la
infancia. A eso de los cinco años, coincidiendo con el comienzo de la
escolarización, tiene lugar un avance extraordinario que permite el desarrollo
neuronal de esta región. Ese despliegue prosigue hasta eso de los siete años,
expandiendo las capacidades de autocontrol del niño y permitiendo que las
aulas de la escuela secundaria sean mucho más tranquilas que el jardín de
infancia. Los distintos estadios del desarrollo intelectual, social y emocional del
niño van acompañados de la consiguiente maduración de las diferentes regiones
cerebrales, un proceso de maduración anatómica que prosigue hasta una edad
de entre veinte y treinta años.
Lo que sucede en el cerebro del niño cuando los padres no consiguen
establecer un buen contacto depende de la naturaleza concreta de ese fracaso.
Daniel Siegel describe los posibles fracasos de los padres y las dificultades
duraderas que ello provoca en sus hijos.8
Consideremos ahora el caso del padre que reaccionó ignorando al niño
que trataba de subirse a la mesa. Esta modalidad de respuesta ilustra un tipo de
relación caracterizado por la escasa conexión y en la que los padres se
mantienen emocionalmente distantes de sus hijos. No es de extrañar que, en tal
caso, se vea frustrado cualquier intento de conseguir la atención empática de los
padres.
Esta ausencia de vínculo y de ocasión, por tanto, para compartir el
placer y la alegría aumenta la probabilidad de que el niño crezca con una
capacidad limitada para experimentar emociones positivas y que posteriormente
tenga dificultades en la relación interpersonal. En este sentido, los hijos de
padres evasivos crecen muy nerviosos y, cuando son adultos, inhiben la
expresión de las emociones, especialmente de aquéllas que podrían ayudarles a
establecer una relación con una pareja. Los niños que satisfacen este modelo, no
sólo evitan la expresión de sus sentimientos, sino que también escapan de toda
relación emocionalmente próxima.
Siegel denomina muy adecuadamente, a mi entender
ambivalentes
a los padres cuya primera reacción fue la de enfadarse, luego sentirse culpables
y, finalmente, decepcionarse. Aunque tales padres puedan, en ocasiones, ser
amables y cuidadosos, lo más frecuente, sin embargo, es que envíen señales de
desaprobación y rechazo a su hijo, que asuman expresiones faciales de disgusto
o desprecio, que eludan su mirada y que su lenguaje corporal exprese enfado o
desconexión, una actitud emocional que lastima y humilla reiteradamente al
niño.
Los niños suelen responder a este tipo de tratamiento dando bandazos
emocionales o con conductas descontroladas, como el clásico niño travieso
que siempre se mete en problemas. Este fracaso, en opinión de Siegel, tiene su
asiento neurológico en la incapacidad de la región orbitofrontal para decir no
a los impulsos.
Pero hay ocasiones en que la sensación de descuido, de que todo lo hago
mal , deja al niño impotente aunque anhelando todavía la atención de sus
padres. Y el resultado de todo ello es que esos niños acaban considerándose a sí
mismos como básicamente imperfectos. Cuando esos niños alcanzan la edad
adulta, tienden a aplicar a sus relaciones próximas esa misma combinación
ambivalente de necesidad de afecto, de un miedo intenso a no conseguirlo y del
miedo todavía más profundo a sentirse abandonado.9
El esfuerzo del juego
La poetisa Emily Fox Gordon, que hoy en día se halla en la mediana
edad, todavía recuerda vívidamente la felicidad salvaje e incontrolable que
supone vivir en el seno de una familia amorosa de una pequeña aldea de Nueva
Inglaterra. El pueblo entero parecía abrazar a Emily y a su hermano cuando lo
atravesaban en bicicleta: «Los olmos hacían guardia, los perros nos saludaban y
hasta la telefonista nos conocía por nuestros nombres».
Vagar libremente por el campo y correr por los jardines del instituto local
se le antojaba un paseo por un amable paraíso.10
El bienestar que acompaña al hecho de sentirse amado y cuidado por las
figuras más importantes de su vida alienta en el niño el impulso básico de
explorar el mundo que le rodea.
Pero los niños no sólo necesitan el fundamento seguro de una relación en
la que puedan tranquilizarse. Mary Ainsworth, principal discípula americana de
Bowlby, ha subrayado también la necesidad de disponer de un refugio seguro ,
es decir, de un entorno emocionalmente seguro (como su habitación o su casa),
al que regresar después de haber explorado el mundo,11 una exploración que
puede ser tanto física (como pasear en bicicleta por el vecindario), como
interpersonal (conocer nuevas personas y hacer nuevos amigos) o hasta
intelectual (lo que satisface una curiosidad más amplia).
El juego suele proporcionar un cobijo seguro. Son muchos los beneficios
y la experiencia social que acompañan al juego. Tengamos en cuenta que,
durante el juego, el niño aprende una serie de habilidades sociales muy
importantes, como el modo de gestionar las luchas de poder, la forma de
cooperar y establecer alianzas con los demás y la manera adecuada también de
ceder.
El niño aprende todas estas habilidades mientras juega relajadamente con
una sensación de seguridad en donde hasta los errores motivo de ridículo en
el entorno escolar pueden ser divertidos. Así pues, el juego proporciona al
niño un entorno seguro en el que puede atreverse a hacer algo nuevo
experimentando la mínima ansiedad.
El descubrimiento de que los circuitos que se activan durante el juego se
hallan también implicados en la alegría explica porqué el juego resulta tan
divertido. Tengamos en cuenta que los circuitos neuronales que se ponen en
funcionamiento durante la alegría se hallan en una zona ubicada en el tallo
cerebral, la región neuronalmente más antigua y próxima a la columna vertebral
que gobierna los reflejos y las respuestas más primordiales, presente en todos
los mamíferos, incluida la ubicua cobaya.12
El científico que más detenidamente ha estudiado los circuitos neuronales
relacionados con el juego tal vez sea Jaak Panksepp, de la Bowling Green State
University, de Ohio. En su obra maestra, Affective Neuroscience, Panksepp
explora el fundamento neuronal de todos los grandes impulsos, incluyendo el
que nos moviliza a jugar, al que se considera como la fuente cerebral de la
alegría.13 Según Panksepp, los circuitos subcorticales primordiales que
estimulan el juego en las crías de los mamíferos desempeñan un papel esencial
en el desarrollo neuronal del niño. Y el combustible emocional que alienta todo
ese proceso evolutivo parece ser el placer.
En la investigación realizada con roedores en su laboratorio, el grupo de
Panksepp ha descubierto que el juego ofrece otro ejemplo de epigenética social
que fertiliza el desarrollo de los circuitos cerebrales ligados a la amígdala y a
la corteza frontal. Su trabajo ha identificado la existencia de un compuesto
específico generado durante el juego que favorece la transcripción genética en
estas regiones de rápido desarrollo del cerebro social de los más jóvenes.14 Sus
descubrimientos, que muy probablemente resulten también aplicables a otros
mamíferos que comparten el mismo paisaje neuronal que los seres humanos,
añaden un nuevo significado al deseo universal de los niños ¡Quiero jugar! .
El niño puede jugar mejor cuando sabe que dispone de un refugio seguro
y siente la relajación que proporciona el cuidado de un adulto. El simple hecho
de saber que mamá o esa amable canguro están en algún lugar de la casa
proporciona al niño la suficiente seguridad como para perderse libremente en su
propio mundo, un mundo completamente inventado.
El juego infantil requiere y crea su propio espacio, un espacio desde el
que puede enfrentarse de un modo seguro a las amenazas, temores y peligros y
del que siempre vuelve incólume. En este sentido, el juego cumple con una
función claramente terapéutica. Durante el juego, todo sucede en una realidad
como si . El juego, por ejemplo, proporciona al niño un entorno seguro para
aprender a gestionar sus temidas separaciones y abandonos y le proporciona, en
su lugar, la oportunidad de aprender a conocerse y controlarse. De ese modo
también dispone de la ocasión de enfrentarse sin miedos ni inhibiciones a
deseos e impulsos que resultarían demasiado peligrosos en la vida real.
El funcionamiento neurológico de las cosquillas nos proporciona una
pista para entender el papel que desempeña el otro en el juego o, dicho de otro
modo, por qué resulta más divertido jugar con alguien que jugar solo. Todos los
mamíferos tienen cosquillas, puesto que la piel está llena de receptores
especializados que transmiten al cerebro mensajes de los estados de ánimo
ligados a la alegría. Las cosquillas provocan la carcajada y discurren a través de
circuitos diferentes a los de la sonrisa. La carcajada humana, como el juego,
tiene sus correlatos en muchos mamíferos y siempre se ve desencadenada por
las cosquillas.
De hecho Panksepp descubrió que, como sucede en el caso de los bebés,
las crías de rata se sienten atraídas por los adultos que les hacen cosquillas. Por
otro lado, la rata a la que se hace cosquillas emite un chillido de gusto que
parece ser un pariente lejano de las embelesadas carcajadas del niño de tres
años (aunque se trata de un chillido de alta frecuencia de unos 50 kiloherzios
que se halla fuera del rango de registro del oído humano).
En el caso de los seres humanos, la zona de la piel sensible a las
cosquillas se extiende desde la parte posterior del cuello hasta la caja torácica,
la región en la que más fácil resulta desencadenar un ataque incontrolado de
risa. Pero no basta con uno mismo para provocar ese reflejo. No podemos
hacernos costillas a nosotros mismos porque las neuronas implicadas sólo
reaccionan ante estímulos imprevistos motivo por el cual, dicho sea de paso,
basta con el simple movimiento de los dedos frente a un niño junto a un
amenazador ¡Cuchi, cuchi! para desencadenar en él un ataque de risa, el
chiste primordial.15
Los circuitos relacionados con el juego mantienen un vínculo muy
estrecho con las redes neuronales que desatan la carcajada del niño al que se le
hacen cosquillas .16 La misma estructura de nuestro cerebro, pues, nos impulsa
a jugar y alienta la sociabilidad.
La investigación realizada por Panksepp suscita una pregunta muy
interesante: ¿Qué podríamos decir con respecto al niño impulsivo e hiperactivo,
es decir, el niño que pasa rápidamente de una actividad a otra?
Hay quienes consideran estos indicadores como signos del trastorno de
déficit de la atención e hiperactividad (o TDAH) que últimamente ha alcanzado,
al menos en los Estados Unidos, proporciones epidémicas entre los niños
escolarizados.
Todos estos, en opinión de Panksepp extrapolando sus hallazgos en el
ámbito de los roedores al de los seres humanos , no son más que signos de un
sistema neuronal capaz de jugar. Según dice, la medicación psicoestimulante
con la que suele tratarse a los niños aquejados de TDAH reduce la actividad de
los módulos cerebrales ligados al juego de los animales. En este sentido, esboza
la propuesta radical todavía no verificada de no dejar entrar a los niños
pequeños en el aula a primera hora de la mañana hasta después de haber
saciado su deseo de jugar, cuando más dispuestos están a prestar atención.17
(Pero, pensándolo bien, eso era precisamente lo que sucedía en mi escuela
primaria, mucho antes de que empezara a hablarse del TDAH.)
El tiempo invertido en el juego tiene efectos sobre el desarrollo neuronal
y sináptico, porque fortalece los circuitos neuronales. Más allá de todo eso, sin
embargo, el juego pone de relieve, en ocasiones, el efecto del carisma, porque
los adultos, los niños y aun las ratas de laboratorio se sienten atraídos a pasar
más tiempo con quienes más han jugado.18 Y es evidente que algunas de las
raíces primordiales de la inteligencia social se remontan a estos circuitos de la
vía inferior.
En la interacción de los innumerables sistemas cerebrales de control, los
circuitos del juego postergan los sentimientos negativos la ansiedad, la ira y
la tristeza todos los cuales, por su parte, suprimen el juego. En realidad, el
impulso a jugar no se presenta hasta el momento en que el niño se siente
adecuadamente protegido, es decir, relajado con sus compañeros y
familiarizado con el campo de juego. Es por ello que la ansiedad inhibe el juego
en todos los mamíferos, lo que sin duda refleja un diseño neuronal que cumple
con alguna función de supervivencia.
A medida que el niño madura, los circuitos de control emocional
empiezan lentamente a participar en la supresión del impulso efervescente que
nos lleva a reír y a jugar. En la medida en que el neocórtex en especial, los
circuitos reguladores de la corteza prefrontal van desarrollándose durante la
infancia tardía y los primeros años de la adolescencia, el niño va adquiriendo la
capacidad de satisfacer la exigencia social de seriedad . Es así como va
encauzando poco a poco su energía hacia modalidades de placer más maduras
y relegando el juego infantil a un mero recuerdo.
La capacidad de la alegría
Richard Davidson es, sin lugar a dudas, una de las personas más
optimistas que conozco, hasta el punto de que bien podría decir que constituye
el paradigma de la alegría.
Davidson y yo estudiamos juntos. Cuando posteriormente me convertí en
periodista científico, solía consultarle con cierta frecuencia como experto
investigador
los últimos descubrimientos realizados en el campo de la
neurociencia. Del mismo modo que su investigación resultó esencial para
Inteligencia emocional, también basé en su obra parte de mi exploración en la
neurociencia social (como, por ejemplo, el hallazgo de su laboratorio según el
cual, cuanto más se activa la corteza orbitofrontal de una madre mientras
contempla una imagen de su bebé, más intensos son sus sentimientos de amor y
compasión).
Como fundador del campo de la neurociencia afectiva el estudio de las
emociones y el cerebro , la investigación realizada por Davidson se ha
centrado en el estudio de los centros neuronales que determinan nuestro
particular punto de ajuste emocional que determina el rango de emociones que
solemos experimentar.19
Ese punto de ajuste optimista o pesimista se mantiene relativamente
estable. Las investigaciones realizadas en este sentido han puesto de relieve, por
ejemplo, que la euforia que experimentan las personas después de haber ganado
enormes cantidades de dinero en la lotería tarda aproximadamente un año en
recuperar el estado de ánimo promedio en el que antes se hallaban. Y algo
parecido sucede también con las personas que se ven paralizadas por un
accidente que, tras el sufrimiento inicial regresan, aproximadamente al cabo de
un año, al mismo estado en el que solían estar antes del accidente.
Davidson ha descubierto que las dos regiones cerebrales más activas
cuando las personas se encuentran en las garras de una emoción perturbadora
son la amígdala y la corteza prefrontal derecha. Cuando estamos alegres, esas
regiones permanecen mudas y la que se activa es la corteza prefrontal izquierda.
La actividad del área prefrontal constituye un reflejo neuronal de nuestro estado
de ánimo, activándose el lado derecho cuando estamos angustiados y el
izquierdo, por el contrario, cuando estamos animados.
Es por ello que, aun en el caso de que nos hallemos en un estado de
ánimo neutro, la ratio de actividad basal entre nuestras regiones prefrontales
derecha e izquierda nos proporciona una medida considerablemente exacta del
rango de emociones que solemos experimentar. Así pues, las personas que
presentan una mayor activación izquierda son especialmente proclives a los
momentos de depresión o abatimiento, mientras que quienes muestran una
mayor activación derecha suelen ser más alegres.
Lo más interesante es que este termostato emocional no parece activarse
en el momento del nacimiento. Es cierto que cada uno de nosotros posee un
temperamento innato que le torna más o menos proclive a la alegría o la
tristeza, pero la investigación realizada en este sentido ha puesto de relieve que,
independientemente de este punto de partida, nuestra capacidad cerebral adulta
de experimentar alegría depende del tipo de cuidados que hayamos recibido en
la infancia. Además, las personas más felices son también las más resilientes
es decir, las más capaces de superar trastornos y recuperar más prontamente un
estado más tranquilo y feliz , lo que parece evidenciar la existencia de un
vínculo directo entre la resiliencia y la capacidad de ser feliz.
«Muchos de los datos procedentes de la investigación realizada en el
mundo animal observa Davidson muestran que los padres más cuidadosos
las madres que más lamen y asean a sus retoños, por ejemplo promueven
la felicidad y la resiliencia al estrés en sus crías. Uno de los indicadores más
claros de afecto positivo tanto en el caso de los animales como en el de los
seres humanos
es la capacidad de exploración y sociabilidad de la cría,
especialmente en situaciones estresantes como moverse en un entorno
desconocido. Conviene tener pues en cuenta que, en este sentido, la novedad
puede ser tanto una amenaza como una oportunidad. Es por ello que los
animales que hayan recibido más cuidados considerarán los lugares extraños
como una oportunidad y, en consecuencia, los explorarán más libremente y
serán también más sociables.»
Este descubrimiento en el campo animal es equiparable a un hallazgo
realizado por Davidson en una investigación sobre seres humanos de cerca de
sesenta años que habían sido evaluados periódicamente cada cierto tiempo
desde que concluyeron sus estudios secundarios. Cuando el grupo de Davidson
midió el punto de ajuste de su felicidad, la investigación puso de relieve que los
más resilientes y los que mostraban un estado de ánimo más positivo
compartían una pauta reveladora de actividad cerebral. Lo más curioso es que
los adultos que recordaron haber sido mejor cuidados en su infancia tendieron a
presentar una pauta cerebral más tendente a la felicidad.20
¿Pero no serán esos recuerdos amables de la infancia el mero reflejo de la
actitud optimista con la que contemplaban su vida? Tal vez sea así pero, como
me dijo Davidson: «La alegría que impregna el mundo de las relaciones del
niño parece un factor esencial para el establecimiento de los caminos
neuronales que conducen a la felicidad».
La resiliencia
Una pareja adinerada y madura de Nueva York a la que conozco tiene
una hija a la que idolatran. Siempre están obsequiándola y han contratado a
todo un equipo de niñeras que se turnan para que jamás esté desatendida.
Pero, a pesar de la casa de muñecas, el repertorio de juegos de jardín y
los centenares de juguetes que abarrotan su cuarto, sin embargo, la niña que
ahora ya tiene cuatro años parece un tanto desesperada, porque sus padres,
temerosos de que algo la contrariase, jamás le han permitido tener un
compañero de juegos.
La pareja suscribe la curiosa teoría de que, si logran evitar todas las
situaciones estresantes, su hija acabará convirtiéndose en una persona feliz.
Pero esa visión errónea les ha llevado a soslayar la relación existente
entre la resiliencia y la felicidad y asumir una actitud sobreprotectora que, de
hecho, constituye una forma de privación. La misma idea de que hay que evitar
a toda costa el sufrimiento de los niños distorsiona la realidad y no tiene en
cuenta el modo en que el niño aprende a convertirse en una persona feliz.
La investigación realizada en este sentido ha puesto de relieve que la
búsqueda de una elusiva felicidad continua no es tan importante como el modo
de aprender a capear las tormentas emocionales y recuperar la normalidad. El
objetivo del parentaje no debería, por tanto, ser una frágil psicología positiva
que se aferre con uñas y dientes a un supuesto estado de felicidad continua
sino más bien al modo de aprender, suceda lo que suceda, a recuperar la alegría.
Así, por ejemplo, los padres que saben reenmarcar un momento
preocupante (el tipo de sabiduría encerrada en el dicho No hay que llorar sobre
la leche derramada [que viene a significar nuestro A lo hecho, pecho ])
enseñan a sus hijos un método universal que puede enseñarles a desarticular las
emociones negativas. Estas pequeñas intervenciones van enseñando al niño la
capacidad
que acaba integrándose neuronalmente en los circuitos
orbitofrontales de enfrentarse a los problemas contemplando el lado positivo
de las cosas.21
Mal preparados creceremos emocionalmente si, de pequeños, no
aprendemos a gestionar los inevitables contratiempos de la vida. El niño sólo
desarrolla sus recursos internos aprendiendo a soportar los embates del patio de
recreo, campo de adiestramiento de los altibajos de la vida cotidiana. Y, del
mismo modo, el cerebro sólo domina la resiliencia social cuando el niño
renuncia a mantenerse en un monótono estado de placer continuo y se
acostumbra a enfrentarse a los inevitables problemas que acechan a la vida
social.
El valor del estrés depende, en gran medida, del dominio que logre el
niño de esa reacción, que se refleja en la tasa de hormonas ligadas al estrés.
Durante las primeras semanas del año escolar, por ejemplo, los preescolares
más sociables, socialmente competentes y queridos por los demás mostraron
una mayor actividad en los circuitos cerebrales que desencadenan la secreción
de las hormonas del estrés, lo que refleja sus esfuerzos fisiológicos para
responder al reto que implica integrarse en el nuevo grupo social de sus
compañeros de juego.
Esa tasa declina en la medida en que el año avanza y encuentra un nicho
cómodo en esa pequeña comunidad pero, en el caso de los preescolares infelices
y socialmente aislados, por el contrario, siguen manteniéndose o incluso
intensificándose.22
El aumento de la tasa de hormonas ligadas al estrés que aparece durante
los nervios de las primeras semanas pone de relieve una valiosa respuesta
metabólica que moviliza al cuerpo para enfrentarse a una situación
problemática. El dominio del ciclo biológico de excitación y recuperación de la
normalidad refleja la onda sinusoidal característica de la resiliencia. Por el
contrario, los niños que no llegan a dominar el estrés muestran una pauta muy
diferente, porque su funcionamiento biológico es demasiado fijo y su punto de
ajuste demasiado elevado.23
Demasiado asustados
A los dos años de edad, una de mis nietas pasó varios meses fascinada
por Evasión en la granja, una película de dibujos animados un tanto siniestra de
gallinas que tratan de escapar de una granja avícola en la que están condenadas
a morir. Algunas de las secuencias tienen un tono sombrío más característico de
una película de miedo que de una película infantil y hay escenas que pueden
inspirar miedo y hasta terror en los niños de dos años.
Pese a resultar bastante espeluznante, mi nieta quería ver la película una
semana tras otra porque se había convertido, según dijo, en su película favorita.
¿Pero por qué a mi nieta le gustaba tanto una película de miedo? Quizás
la respuesta a esta pregunta resida en el hecho de que la contemplación repetida
de escenas tan terribles, que combinan el miedo con el conocimiento de que,
finalmente, todo acabará bien, proporciona un tipo de aprendizaje neuronal.
Los datos más convincentes de la neurociencia sobre los beneficios del
miedo provienen de un estudio realizado con monos tití.24 Durante el tiempo
que duró la investigación, los monos de diecisiete semanas (el equivalente a los
niños pequeños) eran sacados de su acogedora jaula una vez por semana
durante diez semanas y colocados durante una hora en otra jaula con monos
adultos desconocidos algo que, como ponía claramente de relieve su conducta,
les resultaba realmente aterrador.
Cuando esos monos fueron finalmente destetados (aunque todavía bajo la
tutela de sus madres), se les colocó, en compañía de su madre, en una jaula
extraña en la que estaban solos y en la que había abundantes regalos y muchos
lugares para explorar.
La investigación demostró que los monos que previamente se habían
visto expuestos a las jaulas estresantes eran mucho más valientes y curiosos que
otros de su misma edad que jamás se habían alejado de sus madres. Esos monos
exploraron libremente las nuevas jaulas y probaron todas las comidas con las
que se encontraron, mientras que los que nunca se habían alejado del seguro
regazo de sus madres seguían tímidamente aferrados a ellas.
Resulta muy significativo que los jóvenes independientes no mostraran el
menor signo biológico de activación del miedo, aunque lo hubieran tenido en
sus esporádicas visitas anteriores. De este modo, la exposición repetida a un
lugar que atemoriza parece funcionar como una especie de vacuna contra el
estrés.
La conclusión que extrajeron los investigadores fue que una dosis
moderada de estrés proporciona al cerebro que se halla en proceso de desarrollo
la oportunidad de descubrir el modo de tranquilizarse y dominar la amenaza.
Según afirman los neurocientíficos, los niños expuestos al estrés pueden, como
hacen los monos jóvenes, aprender a dominarlo, un dominio que acaba
integrándose en sus circuitos neuronales, tornándolos más resilientes para
enfrentarse al estrés cuando alcanzan la edad adulta. De este modo, la repetición
de la secuencia que conduce desde el miedo hasta la calma va fortaleciendo la
resiliencia de sus circuitos neuronales y desarrollando así una capacidad
emocional básica.
Como dice Richard Davidson: «La exposición a una dosis manejable de
estrés puede enseñarnos a ser resilientes». Si el estrés es muy leve no
aprenderemos nada mientras que si, por el contrario, es excesivo, los circuitos
neuronales del miedo acaban aprendiendo una lección equivocada. El mejor
indicador de que una película de miedo es demasiado fuerte para un niño se
refleja en la rapidez de recuperación fisiológica. Si su cerebro y su cuerpo
permanecen fijados en la modalidad de activación del miedo no aprenderán a
ser resilientes sino, muy al contrario, la imposibilidad de recuperarse de esa
situación.
Pero cuando la amenaza a la que se enfrenta el niño se halla dentro de
un rango óptimo, experimentando un aumento provisional de la respuesta de
miedo que desaparece en el momento en que en la pantalla aparece la palabra
Fin , podemos asumir la existencia de una secuencia neuronal diferente. Esto
también podría explicar el placer que experimentaba mi nieta de dos años al ver
esa película de miedo y por qué son tantas las personas (especialmente
preadolescentes y adolescentes) que adoran las películas de miedo.
Es evidente que el grado de miedo que puede ser manejado dependerá de
la edad y también del niño, ya que lo que puede ser poco para algunos tal vez
sea excesivo para otros. No olvidemos que la muerte de la madre de Bambi, la
vieja película clásica de Disney, resultó, en su día, traumática para muchos de
los niños que fueron a verla. También es evidente, en este mismo sentido, que
los niños pequeños no deberían ver películas de terror como Pesadilla en Elm
Street que, sin embargo, puede enseñar al adolescente algunas lecciones de
resiliencia. Y ello es así porque, donde el niño pequeño puede verse
desbordado, el adolescente puede disfrutar de una excitante combinación de
peligro y placer.
Si la película es tan terrible que el niño se siente acosado por pesadillas y
terrores diurnos durante meses, el cerebro no habrá aprendido la lección. En tal
caso, en lugar de ayudarle a dominar el miedo, quizás simplemente predisponga
y hasta fortalezca sutilmente la respuesta de miedo. Los investigadores
sospechan que, en este sentido, la depresión y la ansiedad pueden deberse a
situaciones demasiado estresantes ligadas, no tanto a la variedad
cinematográfica, como a la realidad mucho más cruda de una vida familiar
excesivamente tormentosa.
El cerebro social aprende imitando modelos, como el padre que observa
serenamente lo que, para otro, resulta amenazador. Es por ello que, cuando mi
nieta contemplaba una escena especialmente atemorizante mientras escuchaba
la consoladora voz de su madre diciéndole Todo acabará bien (o su padre le
transmitía el mismo mensaje mientras estaba sentada en su regazo) se sentía
segura y podía controlar sus sentimientos, una sensación a la que podía apelar
en momentos posteriores.
Esas lecciones básicas de la infancia dejan su impronta en la vida, no
tanto como una actitud básica hacia el mundo social, sino como la capacidad
para navegar a través de la vorágine del amor adulto. Y el amor, a su vez,
también deja una impronta biológica duradera.
CUARTA PARTE
LAS VARIEDADES DEL AMOR
CAPÍTULO 13
LAS REDES DEL APEGO
Son tres al menos, según la neurociencia, los sistemas cerebrales
independientes, aunque interrelacionados, que movilizan
de maneras
diferentes nuestro corazón. En su intento de desentrañar los misterios del
amor, los neurocientíficos han descubierto la existencia de tres redes neuronales
distintas relacionadas con el apego, el cuidado y el sexo, cada una de las cuales
agrega su especial toque químico (mediante hormonas, neurotransmisores y
circuitos neuronales diferentes) a las múltiples variedades del amor.
El apego determina las personas a las que apelamos en busca de ayuda y
aquellas otras que más extrañamos cuando están ausentes, mientras que el
cuidado, por su parte, nos lleva a prestar más atención a las personas que más
nos interesan. Pero si, en el apego, recibimos afecto y, en el cuidado, por el
contrario, lo damos ¿qué sucede entonces en el caso del sexo? Bueno, el sexo es
sexo.
Cuando todo va bien, el funcionamiento equilibrado de estos tres
sistemas contribuye al diseño de la naturaleza para la conservación de la
especie. El sexo, después de todo, no es más que el punto de partida; el apego
proporciona el aglutinante que no sólo mantiene unida a la pareja, sino también
a todo el grupo familiar y el cuidado, por último, nos lleva a proteger a nuestros
hijos para que puedan crecer hasta tener su propia descendencia. Cada una de
estas tres vertientes del afecto nos conecta también de manera diferente a los
demás.1 Así, por ejemplo, cuando el apego se entrelaza con el cuidado y la
atracción sexual, podemos vivir el auténtico romance pero, cuando uno de esos
tres elementos está ausente, el amor romántico se tambalea.
Son muchos los circuitos neuronales implicados, en combinaciones muy
diversas, en las distintas variedades del amor
romántico, familiar y
parental , así como también en nuestra capacidad de conexión, ya sea a través
de la amistad, la compasión o, sencillamente, el cuidado de un gato. Por
extensión, los mismos circuitos también parecen hallarse presentes, en mayor o
menor grado, en cuestiones tan diversas como nuestras aspiraciones espirituales
o nuestra predilección por los espacios vacíos y las playas desiertas.
Muchos de los caminos neuronales por los que discurre el amor lo hacen
a través de la vía inferior, razón por la cual quienes creen que la inteligencia
social se basa exclusivamente en la cognición se encuentran, en este sentido, un
tanto perdidos. No debemos olvidar que las fuerzas del afecto que nos vinculan
a los demás preceden a la emergencia del cerebro racional. Es por ello que las
razones del amor siempre son subcorticales, aunque su culminación pueda
necesitar una cuidadosa planificación. El amor, pues, requiere de una
inteligencia social plenamente desarrollada en la que la vía inferior se halle en
perfecto maridaje con la superior porque, aisladamente consideradas, resultan
insuficientes para el establecimiento de vínculos poderosos y satisfactorios.
Desentrañar la compleja red neuronal en la que se asienta el afecto puede
ayudarnos a eliminar algunas confusiones y problemas. Cada uno de estos tres
grandes sistemas relacionados con el amor
el apego, el cuidado y la
sexualidad
posee sus propias y complejas reglas. En un determinado
momento, cualquiera de ellos puede destacar como, por ejemplo, cuando una
pareja se mantiene afectuosamente próxima, cuando abrazan a su bebé o cuando
hacen el amor pero, cuando los tres operan simultáneamente, alientan la más
exquisita de las modalidades de relación, un tipo de conexión relajada,
afectuosa y sensual en la que florece el rapport.
El primer paso necesario para entablar este tipo de unión tiene que ver
con la modalidad exploratoria que caracteriza al sistema del apego. Como ya
hemos visto, este sistema inicia su actividad en la temprana infancia, orientando
al pequeño hacia la búsqueda de protección y cuidado por parte de los demás,
especialmente de los padres y de otros cuidadores.2 Y el paralelismo que existe
entre el modo en que entablamos la relación con nuestra pareja y nuestros
primeros apegos vitales son realmente fascinantes.
El arte del cortejo
Es viernes por la noche y el bar del Upper East Side de Nueva York está
abarrotado por una muchedumbre elegantemente vestida. Se trata de un evento
exclusivamente destinado a solteros y en el que la agenda de la velada gira en
torno al ritual del cortejo.
Una mujer desfila ante la barra que conduce a los aseos, moviendo la
melena y contoneando sinuosamente la cadera. Cuando pasa junto a un hombre
que llama su atención, fija su mirada en él unos instantes y, en el caso de que
éste se la devuelva, desvía rápidamente la suya hacia otra parte.
El mensaje que transmite implícitamente todo ese despliegue ritual es el
de Fíjate en mí .
Esa mirada insinuante, seguida de la retirada coqueta, reproduce la
misma secuencia de aproximación y alejamiento que podemos encontrar en la
mayoría de las especies de mamíferos en las que la supervivencia de los
neonatos requiera de la participación del padre, razón por la cual la hembra se
ve obligada a poner a prueba la predisposición del macho hacia la búsqueda y el
compromiso. El arte del cortejo es tan universal que los etólogos lo han
observado incluso en el caso de las ratas, en donde la hembra se acerca y se
aleja repetidamente del macho o pasa velozmente frente a él inclinando la
cabeza y emitiendo los mismos chillidos agudos que las crías cuando están
jugando.3
La sonrisa coqueta que consiste en sonreír mientras se mira hacia otro
lado para pasar luego a mirar directamente al objeto de deseo, antes de apartar
de nuevo la mirada
es una de las dieciocho variedades de sonrisas del
catálogo esbozado por Paul Ekman.
Esa forma de cortejo se sirve de un ingenioso circuito neuronal que
parece haber sido implantado en el cerebro del varón exclusivamente para este
momento. Un equipo de neurocientíficos de Londres ha descubierto la
activación de un circuito dopamínico que libera una dosis de placer cada vez
que un hombre se siente mirado por una mujer que le resulta atractiva.4 Esta
activación no ocurre cuando es el hombre el que mira a una mujer hermosa ni
tampoco cuando establece contacto ocular con una mujer que no le gusta.
Pero, independientemente de que el hombre encuentre más o menos
atractiva a una determinada mujer, el cortejo produce sus propios resultados,
porque los hombres se acercan más a las mujeres más coquetas y menos, por el
contrario, a aquellas otras que, aun siendo atractivas, no coquetean tanto.
Como bien ha documentado un investigador armado de una cámara
fotográfica dotada de un objetivo lateral (que permite, en consecuencia, tomar
fotografías sin que se entere la persona interesada), el cortejo se halla presente
en todas las culturas del mundo, desde París hasta Samoa.5 El coqueteo
constituye el gambito de apertura de la serie de negociaciones tácitas continuas
que jalonan las distintas fases del cortejo, un movimiento estratégico que parece
cumplir con la función de transmitir la información de que uno está en
condiciones de relacionarse.
Algo parecido sucede cuando el niño pequeño muestra su interés
indiscriminado en relacionarse y sonríe abiertamente a cualquiera que le
responda.6 Pero el paralelismo entre esa conducta infantil y el cortejo adulto no
se agota en la sonrisa, sino que prosigue en el establecimiento del contacto
ocular y el animado parloteo con un tono de voz agudo que va acompañado
de gestos exagerados que podemos advertir en el niño deseoso de entablar
relación con alguien.
La siguiente fase, esencial en los momentos iniciales de todo cortejo al
menos en nuestro país es la de la conversación , que parece cumplir con la
función de determinar si realmente merece la pena establecer un vínculo con
esa posible pareja. Esta fase proporciona a la vía superior la posibilidad de
intervenir en un proceso que, hasta ese momento, sólo había discurrido a través
de la vía inferior, como el padre que revisa con suspicacia la agenda de citas de
su hija adolescente.
Mientras que la vía inferior nos lleva a caer en los brazos del otro, la vía
superior nos permite contemplar las cosas desde una perspectiva más amplia, de
ahí la importancia de mantener, después de una cita, una conversación en torno
a un café. De este modo, el cortejo prolongado permite a los implicados calibrar
mejor la capacidad del otro para lo que más les importa, es decir, que la otra
persona sea considerada, comprensiva, receptiva y competente, es decir, digna
de un apego todavía más intenso.
Es así como las distintas fases del cortejo proporcionan a los implicados
la posibilidad de determinar si la persona en cuestión podrá convertirse en una
pareja adecuada, un indicador positivo de que será un buen padre.7 Es en esta
fase que se asemeja al modo en que los bebés de tres meses seleccionan a las
personas con las que quieren relacionarse, centrándose en aquéllas que les
parecen más seguras
cuando los implicados valoran la cordialidad,
sensibilidad y reciprocidad de su interlocutor y toman una decisión.
Cuando una persona ha superado esta prueba, la sincronía jalona la
transición que separa la mera atracción del deseo romántico. El bienestar
generado por esta conexión se pone de manifiesto tanto en el caso de los
bebés como en el de los adultos en las miradas, mimos y arrumacos que
reflejan su proximidad. Durante esta fase, los amantes regresan a un estadio
infantil en el que no faltan los diminutivos, las palabras infantiles, los nombres
privados, los susurros y las caricias. Esta intimidad física jalona el punto en el
que cada uno de ellos se convierte en un eco procedente también de la
infancia en una especie de fundamento seguro para el otro.
A decir verdad, el cortejo puede ser tan tormentoso para los adultos como
las rabietas para los niños, no en vano los niños son tan egocéntricos como
pueden serlo los amantes. Y esta pauta general se adapta también a las distintas
modalidades de riesgo y ansiedad que pueda experimentar una pareja, desde el
romance en tiempos de guerra y los amores prohibidos hasta las mujeres que
se enamoran de hombres peligrosos . Tal vez esto explique por qué, en
algunos casos, el enamoramiento se asemeja más a la adicción que a los juegos
de la infancia.
El neurocientífico Jaak Panksepp sostiene la hipótesis de que, cuando una
pareja se enamora, sus integrantes se convierten, de algún modo, en adictos el
uno del otro.8 La investigación realizada por Panksepp ha puesto de relieve la
existencia de un correlato neuronal entre la dinámica de la adicción a los
opiáceos y la dependencia de las personas con las que experimentamos los
apegos más intensos. Todas las relaciones interpersonales positivas, en su
opinión, deben parte de su placer al sistema de los opiáceos, es decir, a los
mismos circuitos que nos mantienen atados a la heroína y otras sustancias
adictivas.
Entre esos circuitos se cuentan dos estructuras clave del cerebro social, la
corteza orbitofrontal y la corteza cingulada anterior, que también se activan
cuando los adictos desean consumir o están embriagados y se desactivan
durante el proceso de desintoxicación. Este sistema también da cuenta de la
sobrevaloración que hace el adicto de su droga favorita y de su absoluta
incapacidad de dejar de consumirla.9 Y lo mismo que sucede con un objeto
ocurre también, según Panksepp, en el caso del enamoramiento.
Este investigador opina que la gratificación que obtiene el adicto de su
droga reproduce biológicamente el placer natural que obtenemos cuando nos
sentimos conectados a las personas amadas, dos situaciones en las que
intervienen los mismos circuitos neuronales. Aun los animales, según dice,
prefieren pasar más tiempo con aquellos congéneres en cuya presencia hayan
segregado oxitocina y opiáceos naturales, lo que induce una relajada serenidad
que sugiere que esos neuroquímicos no sólo establecen las bases de nuestros
lazos familiares y de nuestras amistades, sino que también desempeñan un
papel muy importante en el enamoramiento.
Los tres estilos diferentes del apego
Ya ha pasado casi un año desde que la hija de Brenda y Bob falleciese
trágicamente a los nueve años mientras dormía.
Bob está sentado leyendo el periódico cuando Brenda entra con los ojos
enrojecidos un signo evidente de que ha estado llorando con algo entre las
manos.
Brenda le informa de que ha encontrado unas fotografías del día en que
llevaron a su pequeña a la playa.
¡Sí! asiente Bob murmurando, sin levantar la mirada del periódico.
Lleva puesto el sombrero que le regaló tu madre continúa Brenda.
¡Hmmm!
refunfuña Bob, sin mirarla todavía y con un tono
claramente impasible.
Cuando Brenda le pregunta si quiere echar un vistazo a las fotografías,
Bob responde simplemente diciendo ¡No! y pasa bruscamente la página del
periódico, escudriñándola sin rumbo fijo.
Brenda le observa en silencio mientras las lágrimas resbalan por sus
mejillas, hasta que finalmente estalla:
¡No te entiendo! ¿No era acaso también tu hija? ¿No la echas de
menos? ¿No te importa nada?
¡Por supuesto que la echo de menos! ¡Pero no quiero hablar de eso!
replica Bob, abandonando el cuarto con cajas destempladas.
Esta dolorosa interacción ilustra perfectamente el modo en que los
diferentes estilos de apego pueden provocar la desconexión de una pareja no
sólo cuando deben afrontar una situación traumática común, sino prácticamente
en cualquier otro momento.10 Brenda quiere hablar de sus sentimientos, pero
Bob los evita. Ella cree que él es frío y distante mientras que él, por su parte, la
considera intrusiva y exigente y, cuanto más se esfuerza Brenda en obligarle a
hablar de sus sentimientos, mayor es el rechazo que experimenta Bob.
Hace mucho que los terapeutas familiares a los que acuden las parejas
para que les ayuden a resolver sus problemas conyugales han constatado la
presencia de esta pauta de exigencia-rechazo que, según las conclusiones de
la neurociencia actual, se asienta en un funcionamiento neuronal diferente. No
se trata, pues, de que una sea mejor que la otra, sino simplemente de que se
derivan de una pauta neuronal diferente.
La infancia deja su impronta en nuestras pasiones adultas, aunque en
ningún lugar lo hace más claramente que en el llamado sistema del apego , es
decir, en las redes neuronales que se activan cada vez que nos relacionamos con
las personas que más nos importan. Como ya hemos visto, los niños que reciben
la atención empática de los adultos que cuidan de ellos experimentan un apego
seguro hacia éstos, es decir, un apego que queda a mitad de camino entre la
identificación y el alejamiento excesivos. Es por ello que los niños que no
recibieron la adecuada atención de sus padres y cuyos sentimientos, en
consecuencia, se vieron ignorados, acaban convirtiéndose en adultos evasivos
que han renunciado a toda esperanza de establecer una conexión cuidadosa. Por
su parte, los hijos de padres ambivalentes que pasan de manera súbita e
imprevisible de la ira a la ternura acaban convirtiéndose en niños ansiosos e
inseguros.
Bob pertenece al tipo evasivo, es decir, el tipo que rehuye las emociones
intensas y, en consecuencia, trata de minimizarlas mientras que Brenda, por su
parte, es del tipo ansioso y, para ella, los sentimientos afloran sin que pueda
reprimirlos, razón por la cual necesita hablar de las cuestiones que le
preocupan.
El tipo seguro, por su parte, se siente cómodo con las emociones y no está
preocupado por ellas. Si Bob hubiese pertenecido al tipo seguro, lo más
probable es que hubiera permanecido emocionalmente disponible durante los
momentos en que Brenda le necesitaba y, si Brenda hubiese pertenecido al tipo
seguro, no habría necesitado tan desesperadamente la atención empática de
Bob.
Una vez establecida en la infancia, la modalidad específica de nuestro
apego se mantiene relativamente estable. Estos estilos distintivos del apego
emergen, en cierta medida, en toda relación cercana, pero en ningún caso lo
hacen con tanta intensidad como en nuestros lazos amorosos. Y, como
evidencia la investigación sobre el apego y las relaciones dirigida por Phillip
Shaver, psicólogo de la University of California, cada uno de ellos posee una
marcada influencia en las relaciones que la persona establece posteriormente a
lo largo de toda su vida.11
Shaver se ha hecho cargo del testigo que, en su día, John Bowlby pasó a
su discípula americana Mary Ainsworth y cuyos estudios pioneros sobre el
modo en que el bebé de nueve meses reacciona a una breve separación de su
madre le llevó a identificar que algunos niños experimentan un apego seguro
mientras que el de otros es, de modos muy diferentes, inseguro. Así es como
Shaver, aplicando el descubrimiento de Ainsworth al mundo de las relaciones
adultas, ha identificado la existencia de varias modalidades diferentes de apego
a las relaciones próximas como, por ejemplo, la amistad, el matrimonio o la
relación entre padres e hijos.12
Los descubrimientos realizados por el equipo de Shaver han puesto de
relieve que el 55 por ciento de los estadounidenses (ya sean bebés, niños o
adultos) caen dentro de la modalidad segura y, en consecuencia, no tienen
problemas de relación y se encuentran cómodos en ellas. Las relaciones de
pareja que establecen las personas seguras se asientan en la expectativa de que
la otra persona esté disponible y conectada y dan por sentado, en consecuencia,
que su pareja se hallará presente en los momentos difíciles y angustiosos, como
ellos lo harían en su caso. Son personas que se sienten a gusto en el mundo de
las relaciones. Las personas que presentan un estilo seguro se consideran
merecedoras de interés, respeto y afecto, al tiempo que consideran que los
demás son accesibles, confiables y albergan buenas intenciones. Es por ello, en
suma, que sus relaciones tienden a ser próximas y confiadas.
Cerca del 20 por ciento de los adultos, por su parte, establecen relaciones
de pareja que caen dentro de la modalidad ansiosa y tienden a pensar que su
pareja no les ama o que no quiere estar con ellos hasta el punto de que, en
ocasiones, su excesiva identificación y la necesidad de sentirse seguros acaba
desencadenando inconscientemente el alejamiento. Son personas que se
consideran indignas del amor y el respeto de los demás, aunque también suelen
idealizar a su pareja.
Una vez que ha establecido una relación, el ansioso suele verse
asaltado fácilmente por el miedo a ser abandonado o a sufrir de algún tipo de
carencia. Son personas propensas a los signos de la adicción al amor , es decir,
preocupación obsesiva, ansiedad y dependencia emocional. A menudo
dominados por la angustia, se sienten asediados por todo tipo de obsesiones
ligadas a la relación como la de ser abandonados por su pareja y, en
consecuencia, permanecen hipervigilantes y celosos de las posibles aventuras
de su pareja. No es de extrañar, en consecuencia, que estas personas
experimenten el mismo tipo de preocupaciones con respecto a sus amistades.
En torno al 25 por ciento de los adultos pertenecen al tipo evasivo y se
sienten incómodos con la proximidad emocional, les resulta difícil confiar en su
pareja o compartir sus sentimientos y se ponen muy nerviosos con los intentos
de establecer una comunicación emocional más íntima. Tienden a reprimir sus
emociones y suelen hacer lo mismo con sus sentimientos de angustia. Puesto
que su expectativa es la de encontrar una pareja en la que no puedan confiar
emocionalmente, sus relaciones íntimas suelen ser muy problemáticas.
La dificultad subyacente a las modalidades ansiosa y evasiva tiene
que ver con la rigidez. Ambas reflejan estrategias que tuvieron su utilidad en
una situación concreta y a las que el sujeto sigue aferrándose por más que hayan
demostrado ya claramente su ineficacia. En presencia de un peligro real, por
ejemplo, la ansiedad estimula la actitud de hacerle frente, pero la ansiedad
desmesurada acaba generando relaciones estáticas.
Cuando se siente angustiado, cada uno de los tipos recurre a sus propias
estrategias de tranquilización. Las personas ansiosas como Brenda se orientan
hacia los demás dependiendo, en consecuencia, del consuelo que esperan que
éstos les proporcionen, mientras que las personas evasivas , como su marido
Bob, se mantienen independientes y tratan de resolver sus problemas por sí
mismos.
Las personas seguras , por su parte, parecen capaces de calmar las
inquietudes de un compañero ansioso, de modo que la relación no se resienta
demasiado. Si uno de los miembros presenta una pauta de apego seguro,
tendrán relativamente pocos conflictos y crisis pero, cuando ambos se sienten
ansiosos, es comprensible que sean también más propensos a las discusiones y
los arrebatos de ira, que exigen un elevado y continuo grado de atención.13
Después de todo, la desconfianza, el resentimiento y el desasosiego son
contagiosos.
El fundamento neurológico
La investigación dirigida por Shave con neurocientíficos de la University
of California, en Davis, ha puesto de relieve que cada uno de esos tres estilos
refleja diferencias concretas en los circuitos del sistema cerebral del apego.14
Estas diferencias afloran con más intensidad en los momentos problemáticos,
como durante una discusión, cuando se pierden en cavilaciones o, peor todavía,
cuando se obsesionan con la ruptura de la pareja.
La investigación realizada con el RMNf durante los momentos en que
tienen lugar esas inquietantes preocupaciones ha puesto de relieve la existencia
de pautas cerebrales bien diferenciadas en las mujeres en función de su
principal estilo de apego (aunque el estudio se ha centrado únicamente en las
mujeres es muy probable que sus conclusiones resulten también aplicables a los
hombres
aunque eso es algo que sólo podrá confirmar la investigación
15
futura).
La tendencia a la obsesión ante la posible pérdida de la pareja, por
ejemplo del tipo ansioso activa regiones de la vía inferior ligadas al lóbulo
temporal anterior (que también se activa durante la tristeza), la corteza
cingulada anterior (que moviliza las emociones) y el hipocampo (un
emplazamiento esencial de la memoria).16 Esta actividad neuronal demostró ser
específica de la ansiedad ligada a las relaciones y no aplicarse a los miedos en
general. También es sorprendente que las mujeres ansiosas sean incapaces, por
más que se lo propongan, de desconectar este circuito que perturba la relación,
como si la intensidad de sus temores obsesivos excediese su capacidad de
desconectar la activación de esos circuitos cerebrales. Pero los circuitos que se
ocupan de calmar la ansiedad parecen funcionar perfectamente para mitigar otro
tipo de preocupaciones
Las mujeres seguras, por el contrario, no tienen ningún problema en dejar
a un lado el miedo a la ruptura de la relación. Su lóbulo temporal anterior
generador de tristeza se desactiva apenas prestan atención a otros pensamientos.
La diferencia crucial reside en el hecho de que las mujeres seguras activan
fácilmente el interruptor neuronal del área orbitofrontal que sosiega la inquietud
generada por el lóbulo temporal anterior.
Por el mismo motivo, las mujeres ansiosas pueden evocar más fácilmente
que las demás los problemas de relación que más ansiedad les generan.17 Según
Shaver, esta tendencia a preocuparse de los problemas de relación puede
interferir con la capacidad de decidir una línea de acción más constructiva.
Las mujeres evasivas poseen una historia neuronal muy diferente ya que,
en su caso, la acción depende de una región de la corteza cingulada que sólo se
activa durante la represión de los pensamientos inquietantes.18 En este tipo de
mujeres, el freno neurológico de las emociones parece bloqueado y, del mismo
modo que las mujeres ansiosas son incapaces de poner fin a sus temores, las
evasivas parecen incapaces de acabar con su represión del temor, por más que
se les pida que lo hagan. Las demás mujeres, por su parte, no tienen ningún
problema en activar y desactivar la corteza cingulada cuando se les pide que
piensen en algo triste y luego que dejen de pensar en ello.
Esta pauta neurológica de represión continua podría explicar por qué las
personas que pertenecen al estilo evasivo experimentan, por ejemplo, muy poca
angustia cuando tiene lugar una ruptura de la relación amorosa o cuando fallece
alguien y mantienen relaciones emocionalmente distantes.19 Pareciera, pues,
como si la ansiedad fuese el precio inevitable que debemos pagar por la
intimidad emocional, aunque sólo sea porque, en tal caso, afloran los problemas
de relación que deben resolverse.20 El tipo evasivo de Shaver parece mantener
una distancia protectora de sus sentimientos perturbadores en detrimento de la
conexión emocional plena con los demás. También hay que decir que Shaver
tuvo ciertas dificultades en reclutar mujeres del tipo evasivo para su estudio,
porque uno de los requisitos del experimento que muy pocas, dicho sea de
paso, pudieron cumplir era haber mantenido una relación amorosa estable
durante un largo período de tiempo.
Recordemos que estos estilos se establecen básicamente durante la
infancia y que, por ello mismo, no parecen deberse a la herencia genética. Y es
precisamente el hecho de que sean aprendidos lo que explica que
posteriormente puedan verse modificados, hasta cierto punto, por algún tipo de
experiencia correctiva, ya sea psicoterapia o algún tipo de relación reparadora.
Por otra parte, la pareja comprensiva siempre puede adaptarse, dentro de ciertos
límites, a esa peculiaridad.
Podemos considerar a los sistemas neuronales del apego, el sexo y el
cuidado como los distintos elementos que componen uno de esos móviles de
Alexander Calder en los que el movimiento de una parte acaba reverberando en
todas las demás. En este sentido, por ejemplo, los estilos del apego modelan la
sexualidad de la persona. Las personas que pertenecen al estilo evasivo tienden
a tener más compañeros sexuales de una sola noche que las del tipo ansioso y
que las del tipo seguras. Fieles a su tendencia a la distancia emocional, las
personas evasivas suelen contentarse con el sexo sin cariño ni intimidad y, si
acaban estableciendo algún tipo de relación, ésta oscila entre la distancia y la
coerción, lo que aumenta la probabilidad de que acaben rompiendo la relación o
divorciándose para tratar luego de volver con la misma pareja.21
Pero los retos que plantean estos estilos de apego y que la pareja se ve
obligada a superar no han hecho más que empezar. Prestemos ahora atención al
caso del sexo.
CAPÍTULO 14
EL DESEO FEMENINO Y EL DESEO MASCULINO
Uno de mis mejores amigos durante el primer año de universidad fue un
excelente jugador de rugby al que llamábamos La masa . Todavía recuerdo el
consejo que le dio su padre, nacido en Alemania, el día en que marchó de casa.
La máxima tenía cierto sabor cínico y brechtiano que, traducida libremente del
alemán, significaba algo así como: Cuando el pene se endurece, el cerebro se
ablanda .
El significado de esta frase, dicho en términos más técnicos, es que los
circuitos neuronales del sexo se asientan en regiones subcorticales de la vía
inferior que se encuentran más allá del alcance del cerebro racional. Es por ello
que, cuanto más desbordados nos vemos por los circuitos de la vía inferior,
menos atención prestamos a las razones esgrimidas por la vía superior.
De ahí precisamente se deriva la irracionalidad que caracteriza a tantas
elecciones románticas que parecen inaccesibles a los circuitos encargados del
pensamiento lógico. Por ello podríamos decir que el cerebro social ama y cuida,
mientras que el deseo discurre a través de los senderos de la vía inferior.
Cierta investigación de imagen cerebral ha demostrado que los circuitos
cerebrales que se activan cuando los hombres y las mujeres contemplan la
fotografía de una persona amada son diferentes, hasta el punto de que
podríamos concluir que el deseo asume dos formas diferentes, una masculina y
otra femenina. Estos centros están ligados, en el caso del hombre enamorado
aunque no en el de la mujer
al procesamiento visual, lo que pone de
manifiesto que el aspecto de la mujer despierta la pasión de un hombre. No es
de extrañar por tanto que, como dice cierta investigadora, haya tantos hombres
interesados en la pornografía visual y que, por ello mismo, la autoestima de la
mujer gire más en torno a su apariencia y, en consecuencia, preste más atención
a su aspecto, para «promocionar visualmente mejor según dice los recursos
de que dispone».1
Los centros del cerebro emocional que se activan cuando la mujer
contempla una imagen de su amado son, por su parte, muy diferentes y se
centran en regiones cognitivas ligadas a la memoria y la atención.2 Esta
diferencia explica por qué las mujeres ponderan más cuidadosamente sus
sentimientos y piensan también más en el papel que, en el futuro, puede
desempeñar su compañero. Es por ello que, al comienzo de la relación, las
mujeres tienden a ser bastante más pragmáticas que los hombres, razón por la
cual se enamoran también más lentamente. Como dice cierto investigador: «El
sexo casual no es, después de todo, tan casual para las mujeres como lo es para
los hombres».3
Después de todo, el radar cerebral del apego necesita varios encuentros
para decidirse a asumir un compromiso. Cuando los hombres se enamoran, se
zambullen en la vía inferior, pero las mujeres aunque también emplean la vía
inferior jamás abandonan completamente la superior.
Una visión más cínica afirma que los hombres buscan objetos sexuales,
mientras que las mujeres buscan objetos de éxito . Pero, aunque los hombres se
sientan atraídos por las mujeres que físicamente más les gustan y éstas por los
signos de poder y de riqueza de aquéllos, esto no es tanto lo que les atrae como
lo que les diferencia,4 porque lo que más atrae al hombre de la mujer y
viceversa es, en ambos casos, la bondad.
Para complicar todavía más las cosas, los circuitos de la vía superior
parecen decididos por puritanismo o en aras de sentimientos más elevados
a reprimir las corrientes subterráneas del deseo. Todas las culturas han
empleado la vía superior para refrenar los impulsos de la vía inferior o, dicho en
términos freudianos, la civilización siempre ha generado malestar. Durante
muchos siglos, por ejemplo, los matrimonios de las clases altas europeas eran
un mero acuerdo entre las familias destinado a garantizar que la propiedad de la
tierra quedara en manos de un determinado linaje. En esencia, los matrimonios
concertados sellaban las alianzas interfamiliares, relegando así el amor y el
deseo al ámbito del adulterio.
Según dicen los historiadores sociales, el ideal romántico de un vínculo
emocional, amoroso y comprometido entre los miembros de la pareja no
apareció, al menos en Europa, hasta la época de la Reforma, jalonando así la
superación del ideal medieval de castidad que consideraba al matrimonio como
un mal necesario. No fue hasta la Revolución Industrial y la emergencia de la
clase media que la noción de amor romántico
según la cual basta, para
casarse, con estar enamorados acabó popularizándose en Occidente. Y es
evidente que, en culturas como la hindú, por ejemplo que aún viven a caballo
entre la tradición y la modernidad , son una minoría las parejas que se casan
por amor y que, con mucha frecuencia, se ven obligadas a hacerlo superando las
objeciones familiares, que siguen decantándose por el matrimonio concertado.
Pero el ideal moderno del matrimonio que combina el compañerismo y el
respeto con los placeres más veleidosos del amor romántico debe reconocer el
hecho de que nuestra biología no siempre colabora en ello. A fin de cuentas, la
familiaridad acaba extinguiendo el deseo y hay ocasiones en que tal cosa puede
ocurrir en el mismo momento en que la otra persona se convierte en un objeto
seguro .
Pero las cosas todavía son más complicadas, porque las moléculas con
que la naturaleza ha dotado a hombres y mujeres les orientan en direcciones
diferentes. Así, por ejemplo, las tasas de substancias inductoras del deseo y del
afecto son, en los hombres, superiores e inferiores, respectivamente, a las que
muestran las mujeres. En esas diferencias biológicas se asientan precisamente
muchas de las tensiones clásicas que enfrentan a hombres y mujeres en el
dominio pasional.
Pero quizás el problema fundamental al que se enfrenta el amor
romántico dejando de lado las cuestiones culturales y de género se deriva
de la tensión existente entre los sistemas cerebrales que subyacen a la sensación
de un apego seguro y aquellos otros en los que se asientan el cuidado y el sexo.
Cada una de esas redes neuronales alienta un determinado conjunto de motivos
y necesidades, que pueden estar en conflicto (en cuyo caso, el amor corre el
peligro de zozobrar) o ser compatibles (en cuyo caso, por el contrario,
florecerá).
Un pequeño truco de la naturaleza
A pesar de ser una mujer independiente y emprendedora, cierta escritora
viajaba siempre con una funda de almohada en la que había dormido su marido
que colocaba sobre la almohada de la cama del hotel en que se hospedaba
porque, según decía, su olor la ayudaba a conciliar el sueño en un lugar extraño.
Esto tiene mucho sentido biológico y nos proporciona una pista de uno de
los trucos empleados por la naturaleza para la conservación de las especies. Y
es que el camino seguido durante los primeros pasos de la atracción sexual o
al menos del interés sexual no discurre a través del pensamiento (ni de la
emoción), sino de la vía inferior (es decir, la vía sensorial) que, en el caso de las
mujeres, se origina en una impresión olfativa mientras que, en el de los
hombres, por el contrario, parte de una impresión visual.
Los científicos han descubierto que el olor del sudor de un hombre puede
tener un efecto muy importante sobre las emociones femeninas, elevando su
estado de ánimo, relajándolas o aumentando la tasa de hormonas reproductivas
luteinizantes responsables de la ovulación.
Éste es, al menos, el resultado de una investigación llevada a cabo en
condiciones estrictamente clínicas (y, en consecuencia, muy poco románticas).
Sobre el labio superior de las voluntarias que participaron en ese experimento
que creían formar parte de un estudio sobre el olor de productos de limpieza
como la cera del piso, por ejemplo se colocaron muestras de una substancia
extraída de las axilas de hombres que llevaban cuatro semanas sin usar
desodorante.5 La investigación demostró que, cuando el olor en cuestión
pertenecía al sudor de un hombre, las mujeres se sentían más relajadas y
contentas, cosa que no sucedía con olores procedentes de cualquier otra fuente.
Según la conclusión de los investigadores que llevaron a cabo ese
experimento, esos olores podrían haber alentado la aparición, en un entorno más
romántico, de sensaciones de tipo sexual. Es de suponer que, cuando una pareja
está bailando, su abrazo hormonal va allanando silenciosamente el camino que
conduce a la excitación sexual, mientras los cuerpos implicados establecen
subliminalmente las condiciones que conducen a la reproducción. Este estudio,
de hecho, formaba parte de una investigación más amplia publicada en la
revista Biology of Reproduction sobre nuevas terapias de fertilidad y tenía
por objeto aislar algún componente activo del sudor.
En el caso de los hombres, este correlato se asienta en el impacto que
tiene la visión del cuerpo de una mujer en los centros cerebrales del placer. El
cerebro masculino parece disponer de detectores de ciertos aspectos clave del
cuerpo femenino, en particular, la ratio pecho-cintura-cadera, un signo de
juventud y belleza que, en sí mismo, puede provocar la estimulación sexual del
varón.6 Los estudios realizados en este sentido en todo el mundo valorando el
atractivo de diferentes siluetas femeninas han concluido que los hombres suelen
preferir a mujeres con una cintura cuya circunferencia es, aproximadamente, un
70 por ciento inferior a la de su cadera.7
Las razones por las que el cerebro masculino funciona de ese modo
llevan décadas siendo objeto de debate. Hay quienes ven esos circuitos
neuronales como un modo de conseguir que los signos biológicos de la
fertilidad de la mujer resulten especialmente atractivos a los hombres y
optimizando, de ese modo, el destino de su esperma.
Sea cual fuere, sin embargo, la razón, se trata de una solución inteligente
de la biología humana: la visión de la mujer moviliza al hombre, mientras que
el olor de éste predispone a la mujer. Pero, por más que ésa haya sido una
estrategia que funcionó perfectamente en los primeros estadios de la prehistoria
humana, no es menos cierto que la vida moderna está provocando ciertas
complicaciones en la neurobiología del amor.
El cerebro de la libido
El único criterio empleado en la selección de las mujeres y los hombres
que participaron en una determinada investigación llevada a cabo en el
University College de Londres fue el de estar verdadera, profunda y
locamente enamorados. La investigación, que escaneó el cerebro de diecisiete
voluntarios mientras contemplaban una fotografía de su pareja y de varios
amigos, llegó a la conclusión de que su funcionamiento neuronal era muy
semejante al de los adictos.8
A diferencia de lo que sucede cuando miramos la imagen de un amigo, la
contemplación de una fotografía de la persona amada provoca, tanto en los
hombres como en las mujeres, la activación de las mismas regiones cerebrales,
especializadas en el amor romántico. Como dice el neurocientífico Jaak
Panksepp, gran parte de esos circuitos se activan también durante los estados
eufóricos generados por la cocaína y los opiáceos. Estos descubrimientos
sugieren que la naturaleza extática y adictiva del enamoramiento tiene una
razón neuronal. Lo más sorprendente, sin embargo, es que, en el caso de los
hombres, ninguno de los circuitos relacionados con el amor intervienen en el
proceso de excitación sexual, aunque sí lo hacen regiones adyacentes a las del
amor, lo que sugiere la existencia de un vínculo anatómico cuando el deseo va
acompañado de amor.9
Este tipo de investigaciones han permitido a la neurociencia desvelar los
misterios de la pasión sexual y poner de relieve la combinación de hormonas y
neurotransmisores que originan el deseo. A decir verdad, la receta del deseo es
distinta en ambos géneros, pero sus elementos compositivos y el momento del
acto sexual en que aparece ponen de manifiesto lo que parece un ingenioso plan
destinado a la propagación de la especie.
Los circuitos neuronales del deseo por los que discurre la libido afectan a
buena parte del cerebro límbico.10 Aunque los dos sexos comparten muchos de
los circuitos de la vía inferior relacionados con la pasión sexual, también
existen considerables diferencias que generan disparidades en el modo en que
cada uno de ellos experimenta el acto amoroso, así como también el modo en
que valoran las distintas facetas del encuentro amoroso.
En el caso de los hombres, la sexualidad y la agresividad dependen de la
actividad en determinadas regiones cerebrales de la testosterona (una hormona
sexual).11 Es por ello que, cuando el hombre se excita sexualmente, aumenta su
tasa de testosterona, cosa que también sucede aunque en menor medida en
el caso de la mujer.
También debemos señalar, en lo que respecta a su dimensión adictiva,
que la tasa de dopamina el agente químico que proporciona un intenso placer
a actividades tan diversas como el juego y la adicción a las drogas se dispara
por igual tanto en los hombres como en las mujeres. Pero el efecto placentero
de la dopamina no sólo aumenta durante la excitación sexual, sino que también
se manifiesta en la frecuencia del coito y en la intensidad del impulso sexual.12
La oxitocina
fuente química del cuidado
impregna con más
profusión el cerebro de las mujeres que el de los hombres y tiene, en
consecuencia, un impacto muy poderoso en los vínculos sexuales que
establecen. La vasopresina (una hormona estrechamente ligada a la oxitocina),
por su parte, también desempeña un papel muy importante en el establecimiento
del vínculo.13 Lo más interesante es que los receptores de vasopresina son muy
abundantes en células fusiformes, los conectores ultraveloces con que cuenta el
cerebro social. Recordemos que las células fusiformes intervienen, por ejemplo,
cuando formulamos juicios muy rápidos e intuitivos sobre una persona a la que
acabamos de conocer. Aunque ninguno de los estudios realizados hasta la fecha
pueda afirmarlo con total seguridad, estas células parecen las candidatas
idóneas a la región cerebral responsable del amor a primera vista o, como
mínimo, al último deseo .
Durante el período que culmina en el acto sexual, aumentan la tasa de
oxitocina en el cerebro masculino, así como también el hambre hormonal
activado por la arginina y la vasopresina (a las que se conoce conjuntamente
como AVP). El cerebro masculino tiene más receptores AVP que el femenino y
la mayoría se hallan concentrados en los circuitos asociados a la excitación
sexual. La gran abundancia de AVP en la pubertad parece intensificar el deseo
sexual del hombre, aumentar en la proximidad de la eyaculación y declinar
rápidamente en el momento del orgasmo.
La oxitocina alienta, tanto en el hombre como en la mujer, la mayoría de
los sentimientos de cariño y placer que experimentan durante el acto sexual. Las
dosis masivas de oxitocina liberadas durante el orgasmo, después del cual un
flujo de agentes químicos parece avivar la ternura y poner, durante un tiempo, a
mujeres y hombres en la misma longitud de onda amorosa.14 También hay que
decir que la secreción de oxitocina sigue siendo muy intensa después del
clímax, especialmente durante los arrumacos que suceden al coito.15
La tasa de oxitocina aumenta considerablemente, en especial en los
hombres, durante el período refractario que sigue al orgasmo, cuando es
frecuente no poder mantener la erección. Resulta sorprendente que, al menos en
las ratas (y, posiblemente también, en el caso de los seres humanos), la
gratificación sexual aliente, en el macho, una triplicación de los niveles de
oxitocina, un cambio cerebral que parece aproximar el funcionamiento químico
de los cerebros masculino y femenino. En cualquiera de los casos, parece que
otra de las funciones de la oxitocina es la de proporcionar un período de
relajación que posibilita el establecimiento del vínculo.
Los circuitos del deseo también predisponen a la pareja para la siguiente
cita. El hipocampo, una estructura crucial para el almacenamiento de la
memoria, posee neuronas ricas en receptores de AVP y también de oxitocina.
La AVP parece grabar con especial intensidad, en el caso en los hombres, la
imagen tentadora de la pareja haciéndola particularmente memorable. La
oxitocina liberada durante el orgasmo también intensifica el recuerdo, grabando
en la mente la imagen de la persona amada.
Pero, por más que nuestra actividad sexual dependa fundamentalmente de
todos estos mecanismos bioquímicos primordiales, no debemos olvidar que los
centros cerebrales de la vía superior también ejercen su influencia y que ésta no
siempre es compatible. Los sistemas cerebrales que, durante milenios, han
permitido la supervivencia de nuestra especie, parecen actualmente vulnerables
a los conflictos y tensiones que pueden acabar convirtiendo al amor en una
empresa yerma.
El deseo implacable
Consideremos el caso de una abogada hermosa e independiente que vivía
con un escritor que trabajaba en casa. Cada vez que ella regresaba del trabajo,
su novio abandonaba lo que estuviera haciendo y empezaba a revolotear a su
alrededor. Una noche, cuando ella estaba a punto de acostarse, él le hizo
furiosamente el amor antes de darle incluso la oportunidad de meterse entre las
sábanas.16
¡Lo único que necesito es un poco de espacio desde el que poder
quererte! respondió ella pero él, sintiéndose herido, la amenazó con irse a
dormir al sofá.
Este pequeño episodio ilustra claramente la otra cara del vínculo y es
que puede resultar sofocante. El objetivo del vínculo no consiste tanto en que
nuestros pensamientos y sentimientos permanezcan conectados de continuo,
sino en disponer también del tiempo necesario para estar a solas cuando así lo
necesitemos. Este ciclo de conexión-desconexión permite el adecuado
equilibrio entre las necesidades del individuo y las de la pareja. Como dice
cierto terapeuta de familia: «Cuanto más separados puedan estar los miembros
de una pareja, más juntos podrán estar».
Cada una de las grandes expresiones que asume el amor el apego, el
deseo y el cuidado
deja una impronta biológica diseñada para mantener
unidos a los miembros de la pareja con su aglutinante químico concreto.
Cuando están de acuerdo, el amor se fortalece pero, cuando entran en conflicto,
puede llegar a zozobrar.
Veamos ahora los problemas que implican los desajustes entre estos tres
grandes sistemas biológicos como sucede, por ejemplo, en la tensión existente
entre el apego y el sexo. Esa desconexión aparece, por ejemplo, cuando uno de
los miembros de la pareja se siente inseguro o, peor todavía, cuando tiene celos
y teme verse abandonado. Desde una perspectiva neurológica, cuando el
sistema del apego se inclina hacia la ansiedad, inhibe la actividad de los otros
dos, un problema que puede acabar corroyendo el deseo sexual y apagar de un
soplo, al menos provisionalmente, el cuidado afectuoso.
La fijación obsesiva del novio en la abogada del caso con el que
iniciábamos la presente sección se asemeja al implacable deseo del bebé que
ignora los sentimientos y las necesidades de su madre. Este tipo de deseos
arcaicos aflora también durante el acto sexual, cuando la pasión lleva a los
amantes a explorar el cuerpo del otro con el mismo ímpetu con el que lo haría
un niño.
Como ya hemos dicho, las raíces infantiles de la intimidad reflotan en los
nombres cariñosos y la vocecilla aguda con que se hablan, un tipo de conducta
que, según los etólogos, activa en el cerebro de los amantes las respuestas
parentales del cuidado y la ternura. La diferencia entre el deseo de un niño y el
de un adulto, no obstante, reside en la capacidad empática adulta, que combina
la pasión con la compasión o, cuanto menos, con el respeto.
Es por ello que Mark Epstein, el psiquiatra que trataba a la abogada en
cuestión, sugirió a su novio la posibilidad de ralentizar lo suficiente el paso
como para permitirle conectar con las emociones de su pareja y proporcionarle
así el suficiente espacio psicológico para que ella pudiese mantenerse en
contacto con su deseo. Esa reciprocidad del deseo y del mantenimiento del
vínculo que les unía acabó proporcionándole una fórmula para devolver a la
mujer la pasión que había perdido.
Todo esto nos retrotrae a la conocida pregunta de Freud, ¿Qué es lo que
quiere la mujer? que Epstein responde diciendo Quiere que su pareja se
preocupe por lo que ella quiere .
El ello consensual
Anne Rice, conocida autora de novelas de vampiros
y de novelas
eróticas escritas bajo seudónimo recuerda que, durante su infancia, ya tenía
vívidas fantasías sadomasoquistas.
Una de sus fantasías más tempranas giraba en torno a elaboradas escenas
de efebos griegos que se veían sometidos al papel de meros esclavos sexuales.
Se sentía fascinada por la homosexualidad masculina y, siendo adulta, se sintió
muy atraída por la cultura homosexual y tuvo muchos amigos gays.17
Éste es el material básico con que Rice elabora sus historias, cuyas
novelas de vampiros, salpicadas de episodios eróticos homosexuales, siguen la
pauta del universo romántico característico del escenario gótico. Y, en sus
novelas eróticas, escritas bajo seudónimo, detalla actividades sadomasoquistas
en las que intervienen ambos sexos. Aunque no a todo el mundo le agraden este
tipo de fantasías sexuales, todas ellas caen, según los investigadores, dentro del
rango de la ensoñación erótica de la gente normal y corriente.
Las exuberantes escenas sexuales que Rice describe con todo detalle no
son, en un sentido normativo, aberrantes , porque todos los estudios que se
han realizado al respecto ponen de manifiesto que pueblan el universo
fantástico tanto de hombres como de mujeres. Una determinada encuesta, por
ejemplo, ha descubierto que las fantasías sexuales más frecuentes incluyen
revivir un encuentro sexual excitante, imaginar que practicamos sexo con
nuestra pareja o con otra persona, practicar sexo oral, hacer el amor en un lugar
romántico, ser irresistible y también verse sometido sexualmente.18
Son muchas las fantasías sexuales que acompañan a una sexualidad sana
y que ofrecen una fuente de estímulo adicional que intensifica la excitación y el
placer.19 Y esto, cuando ambas partes están de acuerdo, puede conducir por
más que algunos consideren que presenta ribetes demasiado crueles
a
fantasías más extrañas todavía que las descritas por Rice.
Mucho hemos avanzado desde que, hace un siglo, Freud proclamó que
«la persona feliz nunca imagina, sino tan sólo la insatisfecha».20 Una fantasía, a
fin de cuentas, no es más que eso, una imaginación vívida. Como dice Rice, por
más que haya contado con numerosas oportunidades para hacerlo, jamás ha
llevado a la práctica sus fantasías. Y es que, aunque no acaben llevándose a la
práctica con otra persona, las fantasías sexuales tienen su utilidad. Los estudios
originales de Alfred Kinsey (que, retrospectivamente considerados,
representaban una muestra sesgada) evidenciaban que el 89 por ciento de
hombres y el 64 por ciento de las mujeres admitían tener fantasías sexuales
durante la masturbación, un descubrimiento sorprendente para una época
aparentemente tan tranquila como la década de los cincuenta, pero demasiado
normalito para la actualidad. Como puso, por vez primera, de relieve el bueno
del profesor Kinsey, las fantasías sexuales de los hombres y de las mujeres son
mucho más frecuentes que lo que públicamente suele admitirse.
Los tabúes sociales que a pesar del show de Jerry Springer y de la
ubicuidad de los sitios porno de Internet siguen presentes explican que la
incidencia real de estas distintas tendencias supere lo que habitualmente se
admite. Los investigadores de la conducta sexual dan por sentada la realidad de
las estadísticas basadas en los datos aportados por los encuestados. Un
determinado estudio en el que se pidió a universitarios de ambos sexos que
llevasen a cabo un estricto registro de los pensamientos y fantasías eróticas
concluyó que los varones y las mujeres pensaban en el sexo unas siete veces y
entre cuatro y cinco veces al día, respectivamente. En otros estudios centrados
en los mismos datos, los hombres afirmaban no tener más de una fantasía
sexual al día, mientras las mujeres parecían hacerlo una vez por semana.
Veamos ahora el número de mujeres y hombres que admiten haber tenido
fantasías sexuales durante el coito. Si bien, en el resto de las situaciones
sexuales, los hombres tienden a tener más fantasías que las mujeres, las
fantasías durante el coito parecen estar más equilibradas un 94 por ciento de
mujeres y un 92 por ciento de hombres (aunque otros informes rebajan estas
cifras hasta un 47 y un 34 por ciento, respectivamente).
Cierto estudio ha puesto de relieve que, si bien tener relaciones sexuales
con la propia pareja es una fantasía bastante frecuente mientras todavía no han
hecho el amor, la fantasía más común durante el coito consiste en imaginar que
se practica el sexo con otra persona.21 Estos datos han llevado a un bromista a
señalar que, cuando una pareja hace el amor, son cuatro las personas
involucradas, dos reales y otras dos que sólo existen en su imaginación.
La mayoría de las fantasías sexuales consideran al otro como un mero
objeto, un ser exclusivamente diseñado para adaptarse a nuestra pasión
preferida, sin tener en cuenta lo que éste podría querer. Pero, en el dominio de
la fantasía, todo está permitido.
Llevar a la práctica una fantasía sexual compartida es, en sí mismo, un
acto de convergencia que establece una clara diferencia entre representar la
fantasía con alguien que participa deliberadamente en ella e imponerla a un
ello .22 Si los participantes están de acuerdo y así lo desean, aun el aparente
escenario yo-ello puede generar un entorno de intimidad. Y es que, en las
circunstancias adecuadas y cuando es mutuamente consentido, considerar al
amante como un ello puede perfectamente formar parte del juego sexual.
Como dice cierto psicoterapeuta: «Una buena relación sexual es como
una buena fantasía sexual», excitante, pero segura. Y luego añade que, cuando
las necesidades emocionales de la pareja son complementarias, la química
resultante
como las fantasías que se entremezclan
puede contribuir a
generar una excitación que contrarresta el desgaste del interés sexual provocado
por el paso de los años.23
La empatía y la comprensión que se muestran los miembros de la pareja
determina la diferencia existente entre el juego y la realidad. Si ambos
acometen el acto de amor como un juego, su misma aceptación de la fantasía
del otro proporciona un marco de referencia empático y reconfortante. Cuando
la pareja se adentra deliberadamente en el terreno del como si
el marco de
referencia que establece que algo no es más que un juego , el vínculo que
mantienen dentro de la realidad imaginada no sólo intensifica el placer, sino que
su misma predisposición hacia el otro expresa una aceptación radical que
constituye un acto implícito de cuidado.
Cuando el sexo se objetiva
Veamos ahora el siguiente ejemplo de manual con el que determinado
psicoterapeuta ilustra la vida amorosa de un narcisista patológico:
Tiene veinticinco años, es soltero, se encapricha de todas las mujeres que
conoce y tiene poderosas y obsesivas fantasías con cada una de ellas. Pero lo
cierto es que siempre repite la misma pauta porque, al cabo de unas pocas citas,
se siente decepcionado y acaba descubriendo repentinamente que su amante es
estúpida, dependiente o físicamente desagradable.
Cuando llegaron las Navidades y se sintió solo, por ejemplo, se cansó de
persuadir a su novia del momento a la que, por cierto, sólo conocía desde
hacía unas pocas semanas para que no fuese a visitar a su familia y se
quedara con él y, cuando ella se negó, la atacó enfurecido y decidió no volver a
verla.
El narcisista tiene la idea equivocada de que las reglas y fronteras
ordinarias no se aplican a él. Y esto significa, como ya hemos visto, que cree
tener derecho a mantener relaciones sexuales con una mujer que le excita, por
más que ella afirme explícitamente que no lo quiere, por ello no duda incluso en
emplear la fuerza para conseguirlo.
Recordemos que la falta de empatía es, junto al egocentrismo y la
tendencia a abusar de los demás, uno de los rasgos característicos del narcisista.
No deberíamos sorprendernos, por tanto, de que los narcisistas asuman
actitudes que les llevan a justificar el uso de la violencia diciéndose que la
víctima estaba pidiéndoselo o que, cuando una mujer dice no , realmente
quiere decir sí .24 Los universitarios narcisistas de nuestro país, por ejemplo,
suelen creer que la chica que deja que los besos y caricias vayan más allá de la
cuenta es la responsable de que su pareja acabe forzándola a mantener
relaciones sexuales . Para algunos hombres, esa creencia justifica
explícitamente la llamada violación por acompañante , en la que el hombre
obliga a la mujer con la que ha estado besándose a seguir adelante, a pesar de
sus protestas.
El predominio de este tipo de actitudes entre algunos hombres explica
parcialmente por qué, en torno al 20 por ciento de las mujeres de nuestro país
afirman haberse visto obligadas por sus maridos, sus novios o cualquier persona
de la que, en aquel tiempo, estaban enamoradas, a mantener una relación sexual
no deseada.25 La misma encuesta puso de relieve que el número de mujeres que
habían sido obligadas, por alguien a quien amaban, a mantener relaciones
sexuales a la fuerza era más de diez veces superior a las que habían sido
víctimas de una violación por parte de un desconocido.
Un estudio de estos acompañantes violadores confesos descubrió que,
en todos estos casos, la violación siguió a un juego sexual mutuamente
consentido en el que el violador no se detuvo a pesar de las protestas de la
mujer.26.
A diferencia de lo que sucede con la mayor parte de los hombres, los
narcisistas parecen disfrutar y encontrar sexualmente excitantes las películas
que reflejan este tipo de situaciones, a pesar del evidente sufrimiento que
provocan.27 Al contemplar este tipo de escenas, los narcisistas se desconectan
del sufrimiento de la mujer y se centran exclusivamente en la autogratificación
del agresor. Resulta curioso que los narcisistas del estudio del que acabamos de
hablar no disfrutaran de la secuencia que mostraba exclusivamente la violación,
en ausencia de los juegos previos y del posterior forcejeo con la mujer
Su falta de empatía torna a los narcisistas indiferentes al sufrimiento que
generan. Es por ese motivo que, mientras que la mujer experimenta el sexo
forzado como un acto repugnante de violencia, él no sólo no comprende, sino
que ni siquiera se compadece de su disgusto. Es evidente en este sentido que,
cuando más empático sea un hombre, menos probable será que actúe
e
28
incluso que imagine actuar como un depredador sexual.
Quizás exista una fuerza hormonal adicional operando en este tipo de
conducta. Las investigaciones realizadas en este sentido han puesto de
manifiesto que los niveles muy elevados de testosterona tornan a los hombres
más proclives a tratar a su pareja como un mero objeto sexual y también les
convierte en cónyuges problemáticos.
Cierto estudio de los niveles de la testosterona de 4.462 hombres
norteamericanos descubrió la existencia de una pauta alarmante entre los que
presentaban registros muy elevados de la hormona masculina.29 Por un lado,
eran más agresivos y más propensos a enzarzarse en peleas y en haber sido
encarcelados. También eran maridos más problemáticos, más tendentes a pegar
o lanzar cosas a su esposa, a mantener relaciones extraconyugales y más
proclives también comprensiblemente a tener problemas de relación y a
divorciarse. Y, cuanto más elevado el nivel de testosterona, peor el panorama.
Pero el estudio también revela, por otra parte, que muchos hombres que
presentan una tasa elevada de testosterona están felizmente casados y la
diferencia, en opinión de estos investigadores, radica en el hecho de que éstos
han aprendido a controlar los impulsos más salvajes movilizados por la
testosterona. No olvidemos que la clave para el control de los impulsos sexuales
y agresivos radica en la región prefrontal, lo que nos lleva de nuevo a la
necesidad de la vía superior y a su capacidad para refrenar el funcionamiento de
la vía inferior operando como una especie de contrapeso de la libido.
Cuando, años atrás, trabajaba como periodista científico para The New
York Times, hablé con un profiler del FBI especializado en el análisis
psicológico de los asesinos en serie que me dijo que esos asesinos casi siempre
acaban exteriorizando sus perversas fantasías sexuales y que hasta las súplicas
de las víctimas se convierten en una fuente de excitación. Ciertamente, los
investigadores de la conducta sexual han identificado la existencia de un
pequeño (afortunadamente) subconjunto de varones que experimentan una
mayor excitación sexual cuando contemplan escenas de violación que escenas
de sexo consentido.30 Ese extraño apetito por el sufrimiento ubica a este atípico
grupo muy lejos de la inmensa mayoría de los hombres hasta el punto de que
los narcisistas que han incurrido en violaciones por acompañante no dudan en
considerar aberrante esta conducta.
Esa falta absoluta de empatía parece explicar por qué los violadores en
serie se muestran inflexibles ante las lágrimas y gritos de sus víctimas. Resulta
muy significativo, en este sentido, que muchos de los violadores que acabaron
siendo condenados afirmasen no sentir, durante la violación, nada por su
víctima y no saber ni tampoco importarles lo que ésta sentía. Casi la mitad
de ellos, por otra parte, estaban convencidos de que su víctima disfrutaba a
pesar de que sus víctimas se sintieran mucho más seguras sintiendo que el
violador estaba en la cárcel.31
Una investigación realizada con hombres que estaban encarcelados por
violación puso de relieve que se trataba de personas que, si bien podían
entender a los demás, eran no obstante incapaces de registrar las expresiones
negativas de las mujeres, pero no las positivas.32 Parece pues que, aunque esos
violadores puedan experimentar la empatía en general, son incapaces o no están
dispuestos a percibir las señales que les impedirían llevar a cabo un acto tan
execrable. Bien podría suceder, por tanto, que los violadores fuesen
selectivamente insensibles, interpretando inadecuadamente las señales que
menos quieren ver, el rechazo o el desasosiego de una mujer.
Más preocupantes resultan los casos de hombres altamente perturbados
que se sienten compulsivamente obligados a exteriorizar fantasías que giran en
torno a escenarios del tipo yo-ello , una pauta típica de los violadores
encarcelados, especialmente los condenados por violación en serie, abusos a
menores y exhibicionismo, que suelen sentirse mucho más excitados por las
fantasías sobre estos abusos que por escenas sexuales más ordinarias.33 Es
evidente que las fantasías no implican, en modo alguno, la necesidad de
llevarlas a la práctica, pero los violadores, que obligan a los demás a participar
en sus actos imaginados, han atravesado la frontera neuronal que separa el
pensamiento de la acción.
Cuando la vía inferior ha superado la barrera impuesta por la vía superior
para impedir la exteriorización de un impulso agresivo, este tipo de fantasías se
convierten en el combustible de todo tipo de actos malvados, cebando una
libido desenfrenada (a la que algunos llaman deseo de poder) que impulsa todo
tipo de crímenes sexuales. En tales casos, la aparición de estas fantasías se
convierte en una señal de peligro, especialmente cuando el hombre carece de
empatía por su víctima, cree que la víctima está disfrutando , siente hostilidad
hacia ella y se siente emocionalmente aislado,34 una combinación realmente
explosiva.
Comparemos ahora, para concluir, la fría disociación de la sexualidad
yo-ello con la cordialidad conectada del encuentro yo-tú . El amor
romántico depende de la resonancia y, sin ella, la conexión íntima con el otro
no es más que lujuria. Es por ello que, cuando la empatía plena y bidireccional
está presente, el otro se convierte también en un sujeto, en un tú y la carga
erótica aumenta espectacularmente. Cuando la pareja no sólo se funde física,
sino también emocionalmente, cada uno de ellos pierde la sensación de ser un
individuo separado y tiene lugar lo que se ha denominado un orgasmo del
ego , un encuentro no sólo de cuerpos, sino del mismo ser de los implicados.35
Pero ni el más galáctico de los orgasmos garantiza que los amantes
cuidarán auténticamente del otro a la mañana siguiente. El respeto opera a
través de su propia lógica neuronal.
CAPÍTULO 15
LA BIOLOGÍA DE LA COMPASIÓN
En una canción ya clásica de los Rolling Stones, Mick Jagger promete a
su novia que acudirá a rescatarla cuando se encuentre emocionalmente en
apuros , resumiendo así en pocas palabras una verdad que afecta a todas las
parejas. Porque lo cierto es que la atracción no es lo único que mantiene unida a
la pareja, sino también el tipo de atención emocional que se prodigan
mutuamente.
El cuidado que la madre brinda a su bebé constituye el prototipo
primordial de este tipo de atención. Según John Bowlby, cada vez que nos
vemos obligados a responder a las necesidades de una persona ya se trate de
nuestra pareja, de nuestro hijo, de un amigo o de un desconocido en apuros
que solicite nuestra ayuda, se pone en marcha el mismo sistema innato del
cuidado.
Hay dos formas diferentes de cuidar a nuestra pareja, proporcionarle un
fundamento para que se sienta protegida y ofrecerle un refugio lo
suficientemente seguro para que pueda enfrentarse al mundo. Desde una
perspectiva ideal, los integrantes de la pareja deberían desempeñar ambos
papeles proporcionando
o recibiendo
consuelo o cobijo cuando fuera
necesario. Éste es, a fin de cuentas, el tipo de reciprocidad que caracteriza a las
relaciones sanas.
Servimos de fundamento seguro cada vez que acudimos al rescate
emocional de nuestra pareja, ya sea ayudándola a resolver un problema,
tranquilizándola o permaneciendo simplemente presentes y atentos. Cuando una
relación nos proporciona seguridad, nuestra energía queda disponible para
enfrentarnos a los retos que puedan presentarse. «Todos nosotros
dijo
Bowlby somos más felices cuando la vida nos proporciona, desde la cuna
hasta la tumba, un fundamento seguro desde el que emprender nuestras grandes
o pequeñas aventuras.»1
Esas aventuras pueden ser tan sencillas como pasar un día en la oficina
o tan complicadas como un logro realmente importante. Basta con echar un
vistazo a los discursos de aceptación de cualquier premio importante para
advertir que todos ellos manifiestan la gratitud que sienten hacia las personas
que les proporcionaron un fundamento seguro, lo que pone de relieve la
extraordinaria importancia que tiene la seguridad y la confianza en nuestras
capacidades.
La sensación de seguridad y el impulso a explorar se hallan
profundamente unidos. Según afirma la teoría de Bowlby, cuanto mayor sea la
protección y seguridad que nos brinda nuestra pareja, más lejos podrá llegar
nuestra exploración e, inversamente, cuanto más complicado el objetivo, más
necesario será ese fundamento para alentar nuestra energía, atención, confianza
y coraje. Ése es, al menos, el resultado de un experimento realizado con ciento
dieciséis parejas que habían permanecido unidas un mínimo de cuatro años2 ya
que, como era de suponer, cuanto más sentía la persona que su pareja le
proporcionaba un fundamento seguro , más dispuesto estaba a enfrentarse con
confianza a las oportunidades que le deparaba la vida.
Pero las grabaciones de vídeo de las parejas charlando de sus respectivos
objetivos vitales pusieron de relieve la importancia que tiene el modo en que se
hablan. Así, por ejemplo, cuanto más abierta, cordial y positiva sea la escucha,
más seguro se siente el otro y más posible es que, al finalizar la charla, eleve el
listón de sus objetivos.
Cuanto más intrusiva y controladora, por el contrario, es la persona que
escucha, más deprimido e inseguro se siente el otro, hasta el punto de acabar
recortando sus aspiraciones y experimentando la consiguiente pérdida de
autoestima. Es por ello que las personas intrusivas suelen ser percibidas como
más desconsideradas y críticas y sus consejos, por tanto, más frecuentemente
rechazados.3 Cualquier intento de control viola la regla básica necesaria para
poder proporcionar un fundamento seguro. En este sentido, sólo hay que
intervenir cuando se nos pregunte o cuando sea absolutamente necesario. Dejar
el espacio suficiente para que el otro siga su propio camino otorga un voto
silencioso de confianza y cualquier intento de control, por el contrario, lo
socava. Inmiscuirnos en los asuntos ajenos no hace más que obstaculizar la
exploración.
Existe una relación muy estrecha entre el estilo de apego y el apoyo. En
este sentido, quienes presentan un estilo de apego más ansioso tienen grandes
dificultades en permitir el espacio suficiente para que el otro pueda llevar a
cabo sus propias incursiones, como también sucede con las madres ansiosas.
Quizás este tipo de personas francamente dependientes pueda ofrecer un
fundamento seguro, pero jamás podrá proporcionar un refugio seguro. Quienes
poseen un estilo evasivo, por el contrario, no tienen problema alguno en dejar
que el otro vaya a su aire, pero difícilmente podrán proporcionar un fundamento
seguro amén de que tampoco saben rescatar emocionalmente a su pareja
cuando ésta los necesita.
La pobre Liat
Parecía una escena sacada del programa de televisión Factor de riesgo .
Liat, una estudiante universitaria, se vio obligada a atravesar una serie de
pruebas, cada una más difícil que la precedente.
La primera de ellas consistió en contemplar varias imágenes de un
hombre quemado y de otro cuyo rostro se había visto grotescamente deformado.
Luego, cuando tuvo que coger y acariciar a una rata, se sintió tan mal que casi
se desmaya. Después tuvo que sumergir un brazo en agua helada hasta el codo
durante medio minuto, pero el dolor era tan intenso que sólo pudo mantenerlo
unos veinte segundos.
Pero cuando, finalmente, se vio obligada a meter la mano en un acuario
de cristal y acariciar una tarántula viva, se sintió tan desbordada que gritó: ¡Ya
no puedo más!
¿Ayudaría usted acaso a Liat a librarse de la prueba ofreciéndose a
ocupar su lugar?
Ésta fue la pregunta que se les formuló a sus compañeros de clase que se
habían alistado como voluntarios en un estudio sobre la influencia de la
ansiedad en la compasión, esa noble extensión del instinto que nos moviliza a
cuidar de los demás. Las distintas respuestas a esa situación evidenciaron que el
tipo de apego no sólo afecta a la sexualidad, sino también a la empatía.
Mario Mikulincer, colega israelí de Phillip Shaver en la investigación
sobre el estilo del apego, ha descubierto que la ansiedad generada por un estilo
de apego inseguro puede llegar a reprimir y hasta anular el impulso altruista que
brota de la auténtica empatía. Gracias un experimento muy sofisticado,
Mikulincer ha acabado demostrando que los tres diferentes estilos de apego
tienen un efecto claramente distinto en nuestra empatía.4
El experimento en cuestión comenzó determinando el estilo de apego de
los participantes, a los que luego se pidió que observaran a la pobre Liat que
también se hallaba, en este caso, confabulada con los investigadores. Los
resultados del experimento demostraron que los más compasivos es decir, los
que más claramente experimentaron la inquietud de Liat y más se ofrecieron a
ocupar su lugar eran los que poseían un estilo de apego seguro. Los ansiosos,
por su parte, se vieron súbitamente desbordados por sus propias reacciones y no
pudieron acudir en su ayuda. Los evasivos, por último, no se ofrecieron a
ayudarla porque ni siquiera advirtieron la existencia de ningún problema.
Cabe subrayar, por tanto, que las personas que muestran un estilo de
apego seguro son las que más fácilmente sintonizan con el desasosiego de los
demás, lo que parece inclinarlas al altruismo y a ayudar a los demás. No es de
extrañar que este tipo de personas cuide activamente sus relaciones,
independientemente de que se trate de una madre que ayuda a su hijo, de la
pareja que brinda apoyo emocional a su cónyuge, del familiar que se apresta a
cuidar a un pariente anciano o, sencillamente, a un desconocido en apuros.
La hipersensibilidad de los ansiosos les torna especialmente vulnerables
llegando incluso, en ocasiones, a contagiarse del sufrimiento de los demás. Es
por ello que, aunque sean capaces de sentir el malestar de los demás, la
intensidad de sus sentimientos puede aumentar hasta el llamado estrés
empático , que genera un nivel de ansiedad tan elevado que resulta imposible
de asumir. El tipo ansioso parece más vulnerable al desgaste generado por la
compasión, experimentando su propia angustia cuando se ve obligado a
enfrentarse al sufrimiento ajeno.
Quienes pertenecen al tipo evasivo también tienen problemas con la
compasión. En primer lugar, se protegen de las emociones dolorosas
reprimiéndolas, una maniobra defensiva que obstaculiza la manifestación de la
empatía y les cierra al contagio emocional de los que sufren. No es de extrañar
por tanto que, en esas condiciones, rara vez ayuden a los demás. Las únicas
ocasiones en que echan una mano son aquéllas en que, de algún modo, pueden
beneficiarse. Es por ello que las contadas ocasiones en que se muestran
compasivos siempre van aderezadas de un condimento que parece decir ¿qué
hay de lo mío? .
El cuidado fluye más libremente cuanto más seguros nos sentimos,
porque nos proporciona un fundamento estable que nos permite sentir empatía
sin vernos desbordados. La comprensión de que sentirnos cuidados nos ayuda a
cuidar a los demás y de que, en caso contrario, no podemos hacerlo tan bien,
llevó a Mikulincer a investigar si el desarrollo de la sensación de seguridad iba
también acompañado de un aumento en la capacidad de cuidar a los demás.
Supongamos que se entera, leyendo el periódico, de los problemas que
está atravesando una mujer soltera con tres hijos pequeños que no tiene trabajo
ni dinero. Todos los días lleva a sus pequeños hambrientos al comedor de
beneficencia, sin cuya ayuda podrían fácilmente morir de inanición.
¿Estaría dispuesto a darles de comer una vez al mes? ¿La ayudaría a
buscar trabajo? ¿La acompañaría a una entrevista laboral?
Éstas fueron las preguntas que formuló Mikulincer a los voluntarios de
otra investigación sobre la compasión. Mikulincer comenzó fomentando la
sensación de seguridad de los sujetos mediante la exposición subliminal (de
unas dos centésimas de segundo, aproximadamente) a los nombres de las
personas que les proporcionaban un fundamento seguro (las personas con las
que, por ejemplo, solían hablar de las cosas que más les importaban) y
dedicando también un tiempo a evocar deliberadamente su imagen.
Especialmente sorprendente fue el impacto de este ejercicio previo en las
personas ansiosas, que no tuvieron entonces problemas en vencer su estrés
empático y su habitual renuencia a ayudar. Este estímulo provisional permitió
que las personas ansiosas se mostrasen más compasivas y reaccionasen como
las seguras. El aumento de la sensación de seguridad parece liberar, pues, una
dosis adicional de atención y energía que el sujeto puede dedicar a las
necesidades de los demás.
Pero las personas evasivas siguieron sin experimentar empatía y
reprimiendo el impulso altruista... a menos que tuvieran la expectativa de ganar
algo a cambio. Su actitud cínica parece corroborar la teoría que niega la
existencia del impulso altruista, según la cual, los actos compasivos siempre
ocultan algún tipo de interés personal, cuando no son manifiestamente egoísta.5
Pero eso, según Mikulincer, sólo es cierto en el caso de quienes pertenecen al
tipo evasivo y tienen dificultades en empatizar con los demás.6
Parece pues que, de las tres modalidades diferentes de apego, las
personas seguras son las más predispuestas a tender su mano a los demás y que
su compasión es directamente proporcional a la necesidad percibida ya que,
cuanto mayor es el sufrimiento que experimentamos, mayor es también nuestra
predisposición a ayudar.
La vía inferior de la compasión
Este tipo de empatía que, según Jaak Panksepp, hunde sus raíces en el
sistema neuronal de la vía inferior que rige el apoyo que proporciona la madre,
es un rasgo que compartimos con muchas otras especies. La empatía parece ser
una respuesta primaria de este sistema porque, como ha demostrado la
investigación y sabe bien cualquier madre , el llanto de un niño posee una
especial capacidad para activar la respuesta fisiológica de su madre que no
aparece cuando escucha los gemidos de un bebé que no es el suyo.7
La capacidad del bebé para evocar en su madre una emoción semejante a
la suya le proporciona indicios de lo que su hijo necesita. Esta capacidad del
llanto infantil para provocar la respuesta de cuidado de una determinada
persona un fenómeno que no sólo podemos advertir en los mamíferos, sino
también en los pájaros sugiere la existencia de una pauta universal de la
Naturaleza que posee un extraordinario valor de supervivencia.
La empatía desempeña un papel esencial en el cuidado que, después de
todo, se centra en responder a las necesidades ajenas más que a las propias. La
compasión es una gran palabra pero, cotidianamente, se presenta en forma de
disponibilidad, sensibilidad y predisposición a responder... rasgos distintivos,
todos ellos, de un buen padre o de un buen amigo. Y recordemos también que el
rasgo que más atractivo resulta de un posible compañero es tanto para los
hombres como para las mujeres la bondad.
Freud señaló la considerable similitud que existe entre la intimidad física
que mantienen los amantes y la que hay entre una madre y su hijo. Como
sucede en este último caso, los amantes pasan mucho tiempo mirándose a los
ojos, acariciándose, haciéndose arrumacos, besándose y manteniendo un
estrecho contacto corporal que les proporciona una sensación de bienestar y
satisfacción.
Dejando a un lado el caso del sexo, la clave neuroquímica del placer que
se deriva de ese tipo de contacto es la oxitocina, la llamada molécula del amor
maternal. La oxitocina, que el cuerpo femenino libera durante el parto y la
lactancia, así como también durante el orgasmo, desencadena el flujo químico
de sentimientos amorosos que toda madre siente hacia su bebé y, en este
sentido, constituye la substancia química primordial desencadenante de la
protección y del cuidado.
Son muchos los efectos provocados por la oxitocina que fluye por el
cuerpo de la madre que cuida de su bebé. Provoca un flujo de leche, pero
también dilata los vasos sanguíneos de la piel que rodea las glándulas
mamarias, lo que acaba calentando el cuerpo de su bebé. La presión sanguínea
de la madre disminuye cuanto más calmada se siente, una sensación que la
torna más sociable y predispuesta a relacionarse con los demás. Así pues,
cuanta más oxitocina, más sociabilidad.
Kerstin Uvnäs-Moberg, una neuroendocrinóloga sueca que ha estudiado
minuciosamente los efectos de la oxitocina en el cuerpo de la madre que
amamanta a su bebé, señala que lo mismo sucede con cualquier persona que
cuida de otra. En este sentido, los circuitos neuronales de la oxitocina se hallan
estrechamente ligados a muchas de las regiones de la vía inferior del cerebro
social.8
Los beneficios de la oxitocina parecen afectar a una amplia diversidad de
interacciones sociales positivas
especialmente a todas las formas de
cuidado en las que los implicados no sólo intercambian energía emocional,
sino que pueden llegar incluso a desencadenar en el otro los buenos
sentimientos que provoca esta substancia. Uvnäs-Moberg sugiere incluso que
repetidas exposiciones a las personas con las que experimentamos los lazos
sociales más próximos puede determinar la secreción de oxitocina, de modo que
basta con su mera presencia o con el hecho de pensar simplemente en ellos
para liberar en nosotros una dosis placentera de oxitocina. No en vano siempre
es posible encontrar, aun en los más pequeños cubículos de las más
desangeladas de las oficinas, alguna que otra fotografía de un ser querido.
La oxitocina puede ser una de las claves neuroquímicas de las relaciones
amorosas y comprometidas. Existe una especie de ratón de la pradera que
establece relaciones monógamas, mientras que otra variedad que no secreta
oxitocina se muestra muy promiscuo y no se vincula nunca a una pareja. En
ciertos experimentos en los que se bloqueó la liberación de esta hormona, los
ratones monógamos que tenían una pareja estable perdieron repentinamente el
interés en el otro y, cuando se liberó en ratones promiscuos que carecían de él,
comenzaron a establecer vínculos.9
Esta situación puede, en el caso de los seres humanos, abocar a un
callejón sin salida, porque la misma química del amor a largo plazo puede
acabar sofocando la química del deseo. Aunque los detalles sean muy
complejos, la vasopresina (una substancia semejante a la oxitocina) puede, en
una determinada interacción, liberar bajos niveles de testosterona mientras que,
en otra, la testosterona puede acabar bloqueando la secreción de oxitocina.
Pero, aunque todavía debamos determinar los pormenores científicos de esta
relación, hay ocasiones en que la testosterona puede aumentar la tasa de
oxitocina, lo que sugiere que al menos a un nivel hormonal el compromiso
no siempre pone fin a la pasión.10
Las alergias sociales
Súbitamente adviertes que el suelo del cuarto de baño está lleno de
toallas mojadas, que monopoliza el mando a distancia y que se rasca la
espalda con un tenedor. Entonces es cuando te ves obligada a enfrentarte a la
verdad inmutable de que no es posible hacerle una felación a quien coloca el
nuevo rollo de papel higiénico sin quitar el rollo vacío del anterior.
Esa letanía de quejas jalona la aparición de una alergia social , un
intenso rechazo hacia los hábitos de una pareja que, como sucede con cualquier
alergeno físico, comienza sin provocar ninguna reacción, pero cuyos efectos
van acumulándose a cada nueva exposición.11 Las alergias sociales suelen
presentarse cuando la pareja empieza a convivir y a conocerse con todas sus
imperfecciones y su cualidad irritativa aumenta en la misma proporción en que
mengua el poder de la idealización romántica.
Según una investigación realizada con universitarios de nuestro país, la
mayoría de alergias sociales desarrolladas por las mujeres tienen que ver con el
comportamiento grosero o desconsiderado (como el hábito del rollo de papel
higiénico que mencionábamos al comienzo de la presente sección), mientras
que las de los hombres giran en torno a la conducta ensimismada o autoritaria
de su pareja. Hay que decir, en este sentido, que las alergias sociales empeoran
con la exposición repetida y que la mujer que, a los dos meses de la relación, no
se siente afectada por el comportamiento grosero de su novio, puede
encontrarlo insoportable al cabo de un año. Y las consecuencias de esta
hipersensibilidad no se agotan en la ira y la angustia porque, cuanto más
molesta resulta, más probable es que acabe provocando la ruptura de la pareja.
Los psicoanalistas nos recuerdan que el deseo de encontrar a la persona
perfecta que cumpla nuestras expectativas y satisfaga nuestras necesidades es
una fantasía primordial imposible de alcanzar. Cuando nos damos cuenta de que
ningún amante o esposo satisfará jamás todas las necesidades insatisfechas que
arrastramos desde la infancia, dejamos de contemplar a nuestra pareja desde el
prisma de nuestros deseos y proyecciones y empezamos a verlos de un modo
más completo y realista.
Según los neurocientíficos, el apego, el cuidado y el deseo sexual no son
sino tres de los grandes siete sistemas neuronales que movilizan nuestros deseos
y nuestras acciones, a los que también hay que agregar, entre otros, la
exploración (que nos lleva a aprender sobre el mundo) y el vínculo social.12
Cada uno de nosotros atribuye una importancia diferente a estos distintos
impulsos neuronales básicos, porque hay quienes viven para viajar de un lado a
otro, mientras que otros parecen estar exclusivamente interesados en las
relaciones. Pero, en lo que se refiere al amor, sin embargo, el apego, el cuidado
y el sexo se hallan en la parte superior de la lista de todo el mundo.
Según John Gottman, investigador pionero de las emociones en el ámbito
del matrimonio, el grado en que una pareja satisface las necesidades principales
de los sistemas neuronales dominantes del otro constituye un excelente
predictor de la estabilidad de la relación.13 Gottman, psicólogo de la University
of Washington, ha acabado desarrollando una gran experiencia en la
determinación del éxito o el fracaso de un matrimonio, llegando incluso a
diseñar un método que le permite predecir, con más del 90 por ciento de
exactitud, si una pareja se separará en los próximos tres años.14
Según Gottman, la insatisfacción de una necesidad primordial como el
contacto sexual o el cuidado, por ejemplo acaba generando un estado de
frustración y resentimiento continuo. Y cuando la vía inferior se ve frustrada
necesita depurarse. Las señales de ese descontento neuronal son los primeros
signos de alarma que indican que la unión se halla en peligro.
También conviene señalar que el rapport deja su impronta en el rostro de
las parejas que viven felices durante décadas que, con el paso de los años,
llegan a parecerse como consecuencia de la reiteración de las mismas
emociones.15 El hecho de que cada emoción tense o relaje un determinado
conjunto de músculos consolida ese paralelismo en la medida en que la pareja
sonríe o frunce el ceño al mismo tiempo y esculpiendo así gradualmente en sus
rostros los mismos surcos, las mismas arrugas y las mismas líneas de expresión.
Este sorprendente efecto fue descubierto en una investigación en la que
se presentó a los sujetos dos series de fotografías de diferentes parejas el día
de su boda y veinticinco años después
cuyas conclusiones pusieron de
manifiesto una mayor similitud facial en aquellos matrimonios que afirmaban
ser más felices.
En cierto sentido, el paso del tiempo permite que cada uno de los
integrantes de la pareja vaya esculpiendo en el otro, a través de centenares de
miles de pequeñas interacciones, las pautas que más deseables se le antojan.
Este silencioso proceso en el que cada uno de los miembros de la pareja va
modelando al otro y que parece orientarse hacia una imagen ideal ha sido
denominado efecto Miguel Ángel .16
La simple cantidad de vínculos positivos que mantiene una determinada
pareja cualquier día o a lo largo de los años parece ser el barómetro más fiel de
la salud de su matrimonio. Un estudio muy revelador, que recurrió a una
muestra de parejas que aceptaron llevar a cabo un análisis minucioso de sus
pautas de interacción durante un desacuerdo previo al matrimonio y unos cinco
años después, ha puesto de relieve que las interacciones de la primera sesión
constituían un excelente predictor del curso que, con el paso del tiempo, iba a
tomar su relación.17
Es evidente, por otra parte, que el vínculo negativo constituye un mal
presagio. En este sentido, las parejas más insatisfechas tendieron a sintonizar
más estrechamente sus emociones durante las discusiones y, cuanto más
negativos se mostraron, menor resultó ser la estabilidad de la relación.
Especialmente nocivas fueron las expresiones de disgusto y de desprecio.18 El
desprecio va mucho más allá de la mera crítica y acaba plasmándose, muy a
menudo, en forma de un insulto rotundo a alguien a quien relegamos a un plano
inferior. Es por ello que el desprecio transmite a la pareja el mensaje de que no
merece nuestra empatía y mucho menos todavía, obviamente, nuestro amor.
Este tipo de vínculo tóxico es todavía peor cuanto mayor es la exactitud
empática de los esposos. Saben exactamente el malestar que experimenta el
otro, pero no se preocupan en ayudarle. Como dijo cierto abogado
experimentado en divorcios, «la indiferencia que consiste en despreocuparse
del otro y no prestarle la menor atención es una de las peores formas de
crueldad conyugal».
También son muy dañinas las pautas en la que un disgusto desencadena
otro, la angustia que aboca al sufrimiento y la tristeza, el enfrentamiento directo
( ¿Pero cómo puedes decirme eso? ) y las interrupciones que impiden que el
otro termine de hablar. Todas estas pautas son claros predictores de que la
pareja acabará rompiéndose, ya sea antes o después de casarse. La mayoría de
las parejas investigadas en ese estudio se separaron al cabo de un año y medio
después de la primera sesión.
Como me dijo John Gottman: «El predictor más importante de la
estabilidad y duración de una pareja que todavía no se ha casado tiene que ver
con los buenos sentimientos que comparte; en el caso de los matrimonios se
trata del modo en que gestionan sus conflictos y, durante los últimos años de un
largo matrimonio, vuelve a girar en torno a los buenos sentimientos».
La monitorización fisiológica de las discusiones de una pareja de sesenta
años sobre algo que les gusta ha puesto de relieve un aumento progresivo de su
alegría, un grado de resonancia que no se alcanza en las parejas de cuarenta, lo
que parece indicar que las parejas satisfechas de sesenta se hallan más
conectadas que las de mediana edad.19
Los estudios exhaustivos realizados por Gottman sobre parejas casadas le
han llevado a extraer la conclusión engañosamente simple de que la ratio
momentos positivos/momentos negativos tiene un extraordinario valor
predictivo. En este sentido, una ratio de cinco a uno constituye un excelente
predictor de la estabilidad de la relación.20
Pero esta ratio no sólo predice la longevidad de la relación, sino también
la salud física de la pareja. Como ya hemos visto, nuestras relaciones
contribuyen a configurar el entorno que activa o desactiva ciertos genes,
podremos contemplar nuestras relaciones íntimas desde una perspectiva
radicalmente nueva. Así pues, la red invisible de la relación tiene consecuencias
biológicas muy importantes en nuestros vínculos más próximos.
QUINTA PARTE
LAS RELACIONES SANAS
CAPÍTULO 16
EL ESTRÉS ES SOCIAL
Cuando, una semana antes de su boda, el novelista ruso León Tolstoy
que, por aquel entonces, tenía treinta y cuatro años dejó leer a su prometida
Sonya de tan sólo diecisiete su diario personal, ésta se quedó desolada al
enterarse de la conflictiva y disoluta vida sexual de su futuro marido, que
incluía un apasionado romance con una vecina con la que había llegado a tener
un hijo ilegítimo.1
Pocos días después, Sonya
en plenos preparativos para la boda
escribió en su diario la siguiente entrada: «Le gusta atormentarme y verme
llorar ¿Qué está haciéndome? De este modo, acabaré alejándome de él y
amargándole la vida».
Ese comienzo tan poco auspicioso jalonó el preludio emocional de un
matrimonio que duró cuarenta y ocho años. La tumultuosa y épica batalla
conyugal de los Tolstoy se vio puntuada por largas treguas en las que Sonya dio
a luz a trece hijos y desentrañó y pasó a limpio el manuscrito de las veintiún mil
páginas de las novelas de León, incluidas Guerra y Paz y Ana Karenina.
A pesar de la devota entrega de su esposa, León escribió ese mismo año
en su diario, refiriéndose a Sonya «Su injusticia y su egoísmo me asustan y
atormentan», mientras que ella hablaba de León en los siguientes términos:
«¿Cómo puedo amar a un insecto que parece disfrutar picándome?»
A mitad de su vida, las entradas de sus diarios se referían a su
matrimonio como un infierno insoportable, como si fuesen dos enemigos
viviendo bajo el mismo techo y, poco antes de la noche en que León murió
mientras se alejaba de casa, Sonya escribió: «No hay día en que mi corazón no
reciba algún que otro golpe agregando , golpes que, con toda seguridad,
acortan mi vida».
¿Estaba Sonya en lo cierto al afirmar que las relaciones tormentosas
acortan la vida? No parece ser ésa, al menos, la conclusión que nos sugiere el
caso de los Tolstoy, porque León vivió hasta los ochenta y dos años y Sonya le
sobrevivió otros nueve, muriendo a los setenta y cuatro.
El efecto de factores epigenéticos blandos
como las relaciones, por
ejemplo
sobre la salud sigue siendo una cuestión científicamente muy
elusiva. El único modo de establecer la existencia de esos efectos y su
importancia requiere de la observación y el seguimiento, a lo largo de muchos
años, de miles de personas. Los estudios que sugieren que la cantidad de
relaciones que mantenemos constituye un predictor de la salud olvidan que lo
que verdaderamente cuenta no es tanto la cantidad como la calidad. Y es que,
en lo que respecta a sus efectos sobre la salud, el número de vínculos sociales
que mantenemos resulta mucho menos importante que el clima emocional que
las alienta.
El ejemplo de Tolstoy ilustra que las relaciones pueden convertirse
fácilmente tanto en una fuente de angustia como de alegría. En el mejor de los
casos, el apoyo emocional que nos proporcionan nuestros allegados tiene un
impacto positivo sobre la salud, un efecto que se pone claramente de relieve en
las personas que poseen una salud frágil. Cierta investigación realizada con
personas mayores hospitalizadas por insuficiencia cardíaca congestiva, por
ejemplo, descubrió en quienes afirmaban mantener relaciones afectuosas una
probabilidad de recaída tres veces inferior que en aquéllos que carecían de
ellas.2
En este sentido, el amor parece ser un factor muy importante. Como ha
puesto de relieve otra investigación realizada al respecto, los varones que sufren
de una enfermedad coronaria que les obliga a someterse a una angiografía y
tienen menos apoyo de sus seres queridos experimentan un 40 por ciento más
de bloqueos que quienes dicen tener relaciones más afectuosas.3 Son muchos,
por otra parte, los estudios epidemiológicos que consideran a las relaciones
tóxicas como un factor de riesgo de enfermedad y muerte tan importante como
el tabaco, la elevada presión sanguínea, el colesterol, la obesidad y la falta de
actividad física.4 Y esta relación opera de modos diferentes, protegiéndonos de
la enfermedad e intensificando los estragos causados por la enfermedad y la
vejez.
A decir verdad, las relaciones sólo nos cuentan una parte de la historia...
porque los factores de riesgo son muchos y muy diversos, desde la
susceptibilidad genética hasta el tabaco. Pero todos los datos de que
actualmente disponemos parecen coincidir en subrayar el importantísimo papel
que, entre todos ellos, desempeñan nuestras relaciones. Y ahora, gracias a esta
especie de eslabón perdido que es el cerebro social, la ciencia médica ha
empezado a esbozar la influencia biológica que sobre nuestra salud tienen, para
bien o para mal, las relaciones que mantenemos.5
Una guerra de todos contra todos
Hobbes era el nombre con el que los investigadores bautizaron a un
mandril macho al que observaron mientras atacaba a un grupo de congéneres
que vivía en las selvas de Kenia. Ejemplificando perfectamente el espíritu
adusto de su tocayo el filósofo del siglo XVII Thomas Hobbes según el cual,
la vida, bajo el barniz de la civilización, es «sucia, brutal y mezquina» , ese
mandril luchó con uñas y dientes hasta alcanzar la cúspide de la jerarquía de la
manada.
Los investigadores valoraron el impacto de Hobbes sobre los otros
machos determinando su tasa de cortisol en sangre y resultó evidente que su
salvaje agresividad reverberó a través de los sistemas endocrinos de los machos
con los que tuvo que pelear para conseguir su objetivo.
En situaciones de estrés, la glándula adrenal libera cortisol, una de las
hormonas que el cuerpo necesita para movilizarse y enfrentarse a una
emergencia.6 Estas hormonas tienen efectos muy diversos en el cuerpo y entre
ellos se cuentan algunos que resultan adaptativos a corto plazo para la curación
de las lesiones.
Habitualmente necesitamos una tasa moderada de cortisol, que opera
como una especie de combustible biológico para nuestro metabolismo y
contribuye a regular el sistema inmunitario. Pero si la tasa del cortisol en sangre
permanece demasiado elevada durante demasiado tiempo, nuestra salud acaba
resintiéndose. Y debemos recordar que la secreción crónica de cortisol (y otras
hormonas relacionadas) está muy ligada a las enfermedades cardiovasculares, al
deterioro de la función inmunitaria, a la diabetes, a la hipertensión y hasta a la
destrucción de las neuronas del hipocampo, lo que acaba menoscabando la
memoria.
Pero el cortisol no sólo provoca disfunciones en el hipocampo, sino que
también influye en la amígdala, estimulando el crecimiento de las dendritas que
responden al miedo. Además, el aumento de cortisol también afecta a la
capacidad de regiones esenciales de la corteza prefrontal para regular las
señales de miedo procedentes de la amígdala.7
Son tres los grandes efectos neuronales del exceso de cortisol. Por una
parte, provoca disfunciones en el hipocampo que obstaculizan el aprendizaje,
sobregeneralizando el miedo a cuestiones irrelevantes (como, por ejemplo, el
tono de voz). Por otra parte, activa el funcionamiento de los circuitos de la
amígdala. Y, por último, impide que la región prefrontal module
adecuadamente las señales procedentes de una amígdala hiperreactiva. Como
resultado combinado de todo ello, la amígdala se descontrola y activa el miedo,
mientras el hipocampo percibe erróneamente motivos de miedo en todas partes.
Es muy probable que, en el cerebro de los simios, este estado vaya
acompañado de una hipervigilancia a indicios que revelan la presencia de un
extraño como Hobbes. Ésta es una condición de hipervigilancia e
hiperreactividad que, en el caso de los seres humanos, ha recibido el nombre de
síndrome de estrés postraumático .
Los sistemas biológicos clave que vinculan el estrés a la salud son el
sistema nervioso simpático (SNS) y el eje hipotalámico-pituitaria-adrenal
(HPA). Cuando nos hallamos en una situación estresante, el SNS y el eje HPA
asumen el reto, segregando hormonas que nos preparan para hacer frente a la
emergencia o la amenaza. Pero para ello apelan, entre otros, a recursos
procedentes de sistemas tan esenciales para la salud como el inmunitario y el
endocrino, lo que puede acabar debilitándolos, ya sea durante un instante o
incluso, en ocasiones, durante años.
El estado emocional activa o desactiva los circuitos del SNS y los del eje
HPA generando estrés, en el peor de los casos, y felicidad, en el mejor de ellos.
Y dado el poder que tienen los demás sobre nuestras emociones (a través del
contagio emocional, por ejemplo), el vínculo causal va más allá de nuestro
cuerpo y llega a extenderse al mundo de nuestras relaciones.8
Los cambios fisiológicos asociados a los altibajos aleatorios de las
relaciones no tienen, en este sentido, mucha importancia. Sólo cuando esos
altibajos perduran durante muchos años pueden acabar provocando niveles
elevados de estrés biológico (técnicamente conocidos como carga alostática )
que precipitan la aparición de una enfermedad o empeoran sus síntomas.9
El modo en que una determinada relación influye en nuestra salud
depende de la sumatoria de interacciones emocionales positivas y negativas que
tengamos a lo largo de los meses y los años. Cuanto más débiles nos hallemos
como sucede al comienzo de una enfermedad grave, durante el proceso de
recuperación de un infarto o cuando alcanzamos una edad muy avanzada más
poderoso es el impacto de las relaciones en nuestra salud.
Es por todo ello que el largo y tormentoso
aunque longevo
sufrimiento de los Tolstoy no refleja tanto la norma como una notable
excepción, como aquellos centenarios que achacan su longevidad a los pasteles
de nata o al paquete de cigarrillos que se fuman a diario.
La toxicidad del insulto
A pesar de exponerse a perder el trabajo y, muy posiblemente también, a
sufrir un episodio de hipertensión, Elysa Yanowitz se mantuvo fiel a sus
principios. Cierto día, un alto ejecutivo de su empresa cosmética visitó la
sección de perfumería de unos grandes almacenes de la ciudad de San Francisco
y ordenó a Elysa, jefa de ventas regional, que despidiera a una de sus mejores
vendedoras.
Y todo ello porque, en opinión de ese ejecutivo, la vendedora en cuestión
no le parecía suficientemente atractiva o, en sus propias palabras, lo
suficientemente interesante . Yanowitz, que no sólo consideraba a la empleada
como una auténtica estrella de las ventas, sino como una persona
perfectamente presentable, consideró la orden tan injustificada como indignante
y, en consecuencia, se negó a despedirla.
Yanowitz no tardó en tener problemas con el resto de sus jefes. Aunque
la empresa acababa de nombrarla jefa de ventas del año, empezaron
súbitamente a reprocharle todo tipo de errores, hasta que se dio cuenta de que
estaban preparando el terreno para despedirla. Fue entonces cuando sufrió un
ataque de hipertensión y solicitó una baja por enfermedad que la empresa,
dicho sea de paso, aprovechó para contratar a una sustituta.10
Independientemente del cauce por el que discurra la demanda interpuesta
por Yanowitz contra su antigua empresa (que todavía se halla pendiente de
sentencia), lo cierto es que pone de relieve la posible existencia de una relación
causal entre la hipertensión y el trato recibido de sus superiores.11
Veamos ahora los resultados de una investigación realizada en Gran
Bretaña sobre la salud de trabajadores que, en días alternos, habían tenido dos
jefes diferentes, uno con el que se relacionaban muy bien y otro al que temían.12
Los resultados de la investigación concluyeron que los días en que se hallaban
bajo la supervisión del jefe temido, su presión sanguínea promedia sistólica y
diastólica experimentó un ascenso de 13 y 6 puntos, respectivamente (de 113/75
a 126/81). Pese a hallarse todavía dentro del rango de lo aceptable, estas
lecturas bien podrían, en el caso de perdurar, acabar provocando una
hipertensión en las personas más propensas.13
Otras investigaciones realizadas en Suecia con trabajadores de diferentes
niveles y con funcionarios del Reino Unido han demostrado que, quienes
ocupan los escalafones inferiores de una empresa tienen una tendencia cuatro
veces superior a padecer enfermedades cardiovasculares que quienes ocupan el
escalafón superior, que no se ven obligados a soportar los caprichos de sus
jefes.14 Por otra parte, los trabajadores que se sienten injustamente criticados y
cuyos jefes ignoran sus demandas presentan una tasa de enfermedades
coronarias un 30 por ciento más elevada que quienes se sienten bien tratados.15
En las jerarquías rígidas, los jefes tienden a ser más autoritarios y a
expresar más abiertamente el desprecio hacia sus subordinados que, a su vez,
experimentan una confusa mezcolanza de hostilidad, miedo e inseguridad.16 El
insulto, un hábito demasiado frecuente en ese tipo de jefes, sirve para reafirmar
su poder, al tiempo que torna indefensos y vulnerables a sus subordinados.17 No
es de extrañar que, en tales condiciones puesto que su salario y hasta la
conservación de su puesto de trabajo dependen directamente de su jefe el
trabajador tienda a obsesionarse por la relación con su jefe e interprete como
infausto cualquier intercambio que no sea manifiestamente positivo. Hablando
en términos generales, la conversación con cualquier persona que ocupe un
rango más elevado en el escalafón de la empresa provoca un aumento de la
presión sanguínea significativamente superior al que acompaña a una
conversación similar con un compañero de trabajo.18
Veamos ahora los diferentes modos en que es posible gestionar este tipo
de afrentas. En una relación entre pares siempre es posible enfrentarse al insulto
y hasta recibir una disculpa. Cuando el insulto, sin embargo, procede de alguien
que sustenta el poder, los subordinados (quizá sabiamente) suelen reprimir su
ira y responder con una tolerancia resignada. Y ésta es una respuesta pasiva
que no cuestiona el insulto que acaba confiriendo tácitamente al superior
permiso para seguir actuando del mismo modo.
Quienes responden al insulto con el silencio experimentan un aumento
significativo de la presión sanguínea. No es extrañar por tanto que, si los
mensajes humillantes perduran a lo largo del tiempo, la persona que se reprime
se sienta cada vez más ansiosa e impotente hasta caer finalmente en la
depresión, una situación que, prolongada a lo largo del tiempo, aumenta
considerablemente la probabilidad de desencadenar una enfermedad
cardiovascular.19
En un determinado estudio, por ejemplo, un centenar de hombres y
mujeres llevaron consigo un aparato que registraba su presión sanguínea cada
vez que mantenían una interacción.20 La investigación demostró que, cuando se
relacionaban con familiares o amigos con los que se encontraban a gusto (es
decir, cuando mantenían interacciones agradables y tranquilas), su presión
sanguínea disminuía, mientras que, cuando se relacionaban con personas
problemáticas, aumentaba. Pero el avance más importante tuvo lugar cuando se
relacionaron con personas ambivalentes como, por ejemplo, un padre arrogante,
una pareja voluble o un amigo competitivo. Pero, aunque el jefe caprichoso
represente el arquetipo de esta situación, no hace más que expresar una
dinámica que impregna todas nuestras relaciones.
Aunque podamos mantenernos a distancia de quienes nos resultan más
desagradables, son muchas las personas con las que cotidianamente nos
relacionamos que caen inevitablemente dentro de esta categoría mixta y que,
en consecuencia, a veces nos hacen sentir muy bien y otras terriblemente mal.
Las relaciones ambivalentes imponen, pues, una sobrecarga emocional, porque
cada interacción resulta imprevisible y hasta, en ocasiones, potencialmente
explosiva lo que requiere, en consecuencia, un esfuerzo y una vigilancia
adicional.
La ciencia médica ha determinado el mecanismo biológico a través del
cual las relaciones tóxicas influyen en las enfermedades cardiacas. Cierta
investigación sobre el estrés en la que los voluntarios tenían que defenderse de
la falsa acusación de haber robado en una tienda21 demostró que, mientras
trataban de explicarse, sus sistemas inmunitario y cardiovascular se combinaron
de manera potencialmente letal, ya que el sistema inmunológico produjo
linfocitos T, mientras las paredes de los vasos sanguíneos segregaron una
substancia vinculada a las células T que acelera la formación de una placa en el
endotelio que obstruye las arterias.22
Lo que resulta médicamente más sorprendente son los desajustes
relativamente pequeños que pueden desencadenar este mecanismo. Es por ello
que, cuanto más rutinarios sean los eventos estresantes, mayor es el riesgo de
padecer una enfermedad cardíaca.
La cadena causal
Es muy interesante descubrir la existencia de una correlación general
entre las relaciones estresantes y la falta de salud e identificar uno o varios
eslabones de las posibles cadenas causales. Pero, a pesar de que las
investigaciones realizadas sugieran ocasionalmente la implicación de
determinados mecanismos biológicos, los médicos suelen mantener una actitud
muy escéptica e insistir en la existencia de factores causales muy diversos. Es
posible, por ejemplo, que las relaciones problemáticas lleven a alguien a beber
o fumar en demasía o a padecer de insomnio, lo que también podría ser una
causa inmediata de mala salud. Es por ello que la investigación ha seguido
rastreando la existencia de un vínculo biológico más claro y ajeno a este tipo de
razones.
Consideremos el caso de Sheldon Cohen, psicólogo de la Carnegie
Mellon University, que probablemente sea la persona que más resfriados ha
contagiado.23 Pero no se trata de que Cohen sea un malvado, porque su
investigación se halla al servicio de la ciencia. En condiciones rigurosamente
controladas, la investigación dirigida por Cohen ha expuesto sistemáticamente a
los sujetos voluntarios a un rinovirus que provoca el resfriado común, con la
intención de determinar las causas que provocan, en un tercio de las personas
expuestas, una amplia diversidad de síntomas, mientras las demás, por su parte,
sólo experimentan una leve congestión nasal.
El método desarrollado por Cohen es muy estricto, colocando a los
voluntarios en cuarentena veinticuatro horas antes de la exposición, para
asegurarse de que no han pillado el resfriado en otra parte. Durante los
siguientes cinco días (y tras recibir 800 dólares), los sujetos permanecen en una
unidad especial con otros voluntarios, manteniendo entre sí una distancia
mínima de un metro, para asegurarse de que no se infectan.
Durante esos cinco días, sus secreciones nasales fueron analizadas en
busca de datos técnicos (como el peso total de sus mucosidades), se verificó
también la presencia de los rinovirus específicos y se les realizó un análisis de
sangre para determinar la presencia de posibles anticuerpos. Así fue como
Cohen tomó una medida del resfriado mucho más exacta que la mera cantidad
de estornudos y el catarro nasal.
Sabemos que los bajos niveles de vitamina, el tabaco y el insomnio
incrementan la probabilidad de infección. ¿Cabe también agregar, a esos
factores, las relaciones estresantes? Según Cohen, la respuesta a esta pregunta
es claramente positiva.
El riguroso método seguido por Cohen asigna valores numéricos muy
concretos a los factores que hacen que una persona se resfríe, mientras que otra
permanece sana. Los resultados de su investigación han puesto de relieve que
quienes mantienen relaciones más conflictivas son dos veces y media más
proclives a desarrollar la enfermedad que los demás, un resultado que ubica a
las relaciones problemáticas en el mismo rango causal que la falta de vitamina
C o los problemas de insomnio (mientras que el hecho de fumar, el más dañino
de los hábitos, los tornaba tres veces más proclives a sucumbir a la
enfermedad). También hay que decir que, en este sentido, los conflictos que
duran un mes o más aumentan la susceptibilidad a la enfermedad, mientras que
aquellos que tienen un carácter ocasional no ponen el peligro la salud.24
Aunque las discusiones continuas son malas para la salud, permanecer
aislados todavía es peor. Si los comparamos con quienes poseían una amplia red
de relaciones sociales, los que mantenían pocas relaciones era 4,2 veces más
proclives a resfriarse, convirtiendo a la soledad en un factor de riesgo todavía
más importante que el hecho de fumar.
Parece, pues, que cuanto mayor es nuestro ámbito de relaciones, menor es
nuestra vulnerabilidad al resfriado. Tal vez, si tenemos en cuenta que el hecho
de relacionarnos aumenta la probabilidad de contraer la enfermedad, esta idea
nos parezca contraintuitiva, pero no debemos olvidar que las relaciones sociales
movilizan los estados de ánimo positivos, al tiempo que reducen la incidencia
de los negativos, eliminando el cortisol y aumentando nuestra respuesta
inmunológica en condiciones de estrés.25 Así pues, las relaciones parecen
protegernos del mismo riesgo de exposición al resfriado que promueven.
La percepción de la maldad
Son muchas las personas que, como Elysa Yanowitz, se sienten
humilladas en el ámbito laboral. En cierta ocasión, por ejemplo, recibí el
siguiente correo electrónico de una mujer que trabajaba en una empresa
farmacéutica: «Tengo problemas con mi jefa, que me parece una persona muy
desagradable. Ella es amiga de toda la jerarquía superior y, por primera vez en
toda mi carrera profesional, mi confianza empieza a tambalearse y me siento
impotente. Creo que el estrés está enfermándome».
¿Estaba esa mujer suponiendo simplemente la existencia de un vínculo
causal entre el trato que recibía de su jefa y su enfermedad física?
Veamos. Este caso concuerda perfectamente con las conclusiones de un
metaanálisis de doscientos ocho estudios que incluían a 6.153 individuos
sometidos a muy diversos factores estresantes, que iban desde hallarse sumidos
en entornos muy ruidosos y desagradables hasta enfrentamientos con personas
realmente aborrecibles.26 Las conclusiones de ese metaanálisis realizado por
Margaret Kemeny, experta en medicina conductual de la facultad de medicina
de la University of California de San Francisco y su colega Sally Dickerson
han puesto de relieve que la peor de todas las formas de estrés consiste en asistir
impotentes a las crítica de alguien, como ilustran perfectamente los casos de
Yanowitz y de la empleada de la empresa farmacéutica que acabamos de referir.
Como me dijo la misma Kemeny, las amenazas y los retos son más estresantes
«cuando tienen lugar en público y uno se siente juzgado».
Todos los estudios considerados valoraban las reacciones al estrés en
función del aumento en la tasa de cortisol.27 La investigación demostró que los
niveles más elevados de cortisol se presentaban cuando el voluntario debía
realizar una tarea difícil como restar 17 de 1242 y seguir sustrayendo 17 del
resultado obtenido en voz alta lo más rápidamente posible bajo la atenta
mirada de alguien que debía enjuiciar su desempeño. Resulta muy curioso que,
en los casos en que el sujeto debía realizar la misma tarea sin verse, no obstante,
sometido al juicio de nadie, la tasa de cortisol fuese casi tres veces inferior.28
Supongamos ahora, por ejemplo, que usted se halla en una entrevista de
trabajo y que, mientras expone sus habilidades y su experiencia social al
respecto, el entrevistador le contempla con una expresión seria y distante
tomando notas en su cuaderno y que luego, para empeorar todavía más las
cosas, empieza a hacer comentarios críticos que restan importancia a sus
habilidades.
Ésta fue, precisamente, la endiablada situación que se vieron obligados a
atravesar los voluntarios de un experimento sobre el estrés social que, en
realidad, creían haber acudido a una entrevista de trabajo. Desarrollada por
investigadores de Trier (Alemania), esta difícil prueba ha acabado utilizándose
en los laboratorios de todo el mundo, porque sus resultados son muy
interesantes. El laboratorio de Kemeny ha empleado una variante del
experimento de Trier para valorar el impacto biológico del estrés social.
Dickerson y Kemeny sostienen la opinión de que el hecho de sentirnos
evaluados amenaza nuestra identidad social , es decir, el modo en que nos
vemos a nosotros mismos a través de los ojos de los demás. Esta sensación de
valor y estatus social y también, en consecuencia, de autoestima se deriva
de los mensajes acumulados que nos transmiten los demás sobre el modo en que
nos perciben. Este tipo de amenazas a la posición que los demás nos atribuyen
tienen un poderoso impacto en nuestro funcionamiento biológico y hasta en
nuestra supervivencia. Después de todo, la ecuación inconsciente es que, si los
demás nos consideran indeseables, no sólo nos sentimos avergonzados, sino
también rechazados.29
La actitud enervante y hostil de un entrevistador activa el eje HPA y
desencadena algunas de las tasas más elevadas de cortisol que cualquier
simulación estresante de laboratorio haya provocado jamás. El test del estrés
social estimula mucho más la secreción de cortisol que el paradigma
habitualmente utilizado en este tipo de experimentos, en el que los voluntarios
se ven obligados a llevar a cabo una serie de problemas matemáticos cada vez
más complejos en situaciones de gran tensión ambiental, con un ruido de fondo
ensordecedor y en el que, pese a que un molesto timbre nos avisa puntualmente
de todos nuestros errores, no hay nadie que nos esté juzgando.30 Y es que las
situaciones problemáticas impersonales se olvidan muy fácilmente, pero las
críticas acaban avergonzándonos.31
Pero no es necesario, para que nuestra tasa de cortisol experimente un
rápido aumento, que alguien nos enjuicie externamente, porque los mismos
efectos aparecen también en presencia de un juez simbólico que sólo existe en
nuestra mente. En este sentido, la audiencia virtual puede afectar al eje HPA tan
poderosamente como el público real porque, según Kemeny «en el momento en
que usted piensa en sí mismo, crea una representación interna que, a su vez,
actúa sobre su cerebro» del mismo modo en que lo haría la realidad que
representa.
La indefensión aumenta la sensación de estrés. En los estudios sobre el
cortisol analizados por Dickerson y Kemeny, las peores amenazas fueron
aquéllas que superaban la capacidad de la persona para hacerles frente. Y,
cuando la amenaza se mantiene independientemente de nuestros esfuerzos, los
niveles de cortisol se disparan, una situación que se asemeja a la que deben
atravesar quienes se sienten objeto de críticas injustificadas o las dos mujeres
que sufrieron acoso laboral de las que anteriormente hablábamos. Es por ello
que la crítica, el rechazo y el acoso mantienen el eje HPA, por así decirlo, en
superdirecta.
La investigación realizada por Kemeny ha puesto de relieve que las
situaciones estresantes provocadas por una fuente impersonal
como una
molesta alarma de automóvil que no podemos apagar, por ejemplo no ponen
en peligro nuestra necesidad de aceptación y pertenencia. Quizás sea por ello,
según Kemeny, que nuestro cuerpo se recupera más rápidamente en cuestión
de cuarenta minutos de un disparo impersonal de la tasa de cortisol mientras
que, si la causa se debe a un juicio social negativo, la tasa de cortisol asciende
un 50 por ciento por encima de la normalidad y el sujeto no se recupera hasta
pasada una hora o incluso más.
Las herramientas de imagen cerebral de que dispone la ciencia actual nos
permiten identificar las regiones cerebrales que reaccionan con mayor
intensidad a la percepción de la maldad. Recordemos, por ejemplo, la
simulación de ordenador empleada en el laboratorio de Jonathan Cohen en
Princeton en la que dos voluntarios que se hallan en un escáner RMN juegan al
Ultimatum Game y en donde, como ya hemos visto en el Capítulo 5, deben
repartirse una determinada cantidad de dinero que el otro sólo puede aceptar o
rechazar.
Cuando los voluntarios consideran que el otro les ha hecho una propuesta
injusta, su cerebro evidencia una especial activación de la ínsula anterior, que
parece acompañar a los sentimientos de ira y disgusto. En consecuencia, no sólo
muestran signos de malestar, sino también es mucho más probable que no sólo
rechacen esa oferta, sino también, independientemente de cuál sea, la siguiente.
Cuando creen, por el contrario, estar jugando contra un simple programa de
ordenador, su ínsula se mantiene tranquila, independientemente de lo injusta
que sea la oferta. Y es que el cerebro social parece establecer una distinción
crucial entre el daño accidental y el daño intencional y reacciona más
intensamente a este último.
Estos descubrimientos pueden ayudar a los clínicos a entender un
rompecabezas ligado al trastorno de estrés postraumático. ¿Por qué calamidades
de intensidad similar provocan un sufrimiento más intenso y duradero cuando la
víctima cree que han sido provocados deliberadamente por otra persona que
cuando se trata del mero resultado de una catástrofe natural? Los huracanes, los
terremotos y otros desastres naturales provocan muchas menos víctimas del
TEP que actos malvados como la violación y el abuso físico. Las consecuencias
del trauma, como las de todo estrés, son peores cuando la víctima cree que han
sido intencionalmente dirigidos contra él,
La clase del 57
Mil novecientos cincuenta y siete fue el año en que Elvis Presley
irrumpió en la conciencia nacional de los Estados Unidos apareciendo en la
noche dominical del show de Ed Sullivan, el programa de televisión de mayor
audiencia en aquella época. La economía americana experimentaba el auge de
la posguerra, Dwight D. Eisenhower era presidente, los automóviles ostentaban
estrafalarias aletas posteriores y los adolescentes se reunían en guateques a los
que acudían con adultos que actuaban como carabinas .
Ese año, los investigadores de la University of Wisconsin emprendieron
un estudio en el que participaron unos diez mil estudiantes de secundaria, casi
un tercio de los matriculados en todo el estado. Esos adolescentes volvieron a
ser entrevistados en un par de ocasiones más, al alcanzar los cuarenta y cuando
tenían en torno a los cuarenta y cinco años. Unos veinte años después, algunos
de ellos fueron reclutados por Richard Davidson, de la University of Wisconsin,
para llevar a cabo una investigación de seguimiento en el WM Keck Laboratory
for Functional Imaging and Behavior que, usando una metodología mucho más
sofisticada que la disponible en 1957, estudió la correlación existente entre su
biografía social, su actividad cerebral y su función inmunitaria.
Las entrevistas anteriores habían establecido la cualidad de las relaciones
mantenidas por los sujetos a lo largo de su vida, que ahora se vieron
comparadas con valores ligados al deterioro físico, como la actividad crónica de
sistemas que fluctúan cuando el sujeto se ve enfrentado al estrés, como la
presión sanguínea y las tasas en sangre de colesterol, cortisol y otras hormonas
ligadas al estrés. Éstos y otros valores similares no sólo demostraron su valor
como predictores de la probabilidad de experimentar una enfermedad
cardiovascular, sino también del deterioro del funcionamiento mental y físico
posterior. Una puntuación total muy elevada en este sentido presagia una
muerte temprana.32 Esta investigación estableció claramente la importancia de
las relaciones, porque existe una correlación muy elevada entre el perfil físico
de riesgo elevado y el tono emocional desfavorable acumulado a lo largo de las
relaciones más importantes que el sujeto mantiene durante su vida.33
Consideremos, por ejemplo, el caso de la chica anónima de la clase del
57 a la que llamaremos Jane. Su vida afectiva había sido muy difícil, una
auténtica letanía de desencuentros. Sus padres habían sido alcohólicos. Durante
su infancia, convivió muy poco con su padre, cuando entró en la adolescencia,
se vio acosada sexualmente por él y, cuando alcanzó la madurez, temía a la
gente y se mostraba alternativamente enfadada y ansiosa con las personas más
cercanas. Posteriormente se casó, pero no tardó en divorciarse y su escasa vida
social le proporcionó muy poco consuelo. En la investigación médica realizada
para el estudio de Davidson, presentaba nueve de los veintidós síntomas
médicos seleccionados de los que fue evaluada.
La historia de las relaciones de Jill una de las compañeras de clase del
instituto de Jane , por el contrario, había sido muy rica y plena. Aunque su
padre había muerto al poco de cumplir los nueve años, se sintió muy protegida
y cuidada por su madre. Jill también se sentía muy próxima a su marido y a sus
cuatro hijos, una vida familiar muy satisfactoria y una vida social muy activa,
llena de amigos y conocidos. Y, a los sesenta años, sólo parecía presentar tres
de los veintidós síntomas de los que anteriormente hablábamos.
También debemos señalar aquí, obviamente, que la presencia de una
elevada correlación no necesariamente debe ser interpretada como causación. El
único modo de demostrar la existencia de un vínculo causal entre la calidad de
relación y la salud requiere de la identificación de los mecanismos biológicos
específicos intervinientes. En este sentido, las pruebas sobre la actividad
cerebral de los integrantes de la clase de 1957 realizadas por Davidson
proporcionaron algunas pistas realmente sorprendentes.
Jill, la mujer que había tenido una madre cuidadosa, relaciones
satisfactorias y muy pocas quejas médicas era, a eso de los sesenta años, la
persona de la clase del 57 con una mayor predominancia de la actividad de la
corteza cerebral prefrontal izquierda con respecto a la derecha, el tipo de
actividad cerebral que, según los descubrimientos realizados por Davidson,
predicen una vida más placentera.
Por su parte, Jane, la mujer divorciada hija de padres alcohólicos y que, a
los sesenta, presentaba muchos problemas médicos, tenía precisamente la pauta
cerebral opuesta, porque era la persona con una mayor predominancia de la
actividad del área prefrontal derecha sobre la izquierda de todos los integrantes
de su clase. Esa pauta sugiere que Jane reacciona con un mayor desasosiego y
que se recupera también más lentamente de los contratiempos emocionales.
Los mecanismos cerebrales de la vía superior encierran una clave muy
importante para gestionar adecuadamente la turbulencia característica de la vía
inferior. Como demostró una investigación anterior realizada por el mismo
Davidson, el área prefrontal izquierda regula los circuitos de las áreas inferiores
del cerebro que determinan nuestra resiliencia, es decir, la rapidez con que nos
recuperamos del desasosiego.34 Es por ello que, cuanto mayor es la actividad
prefrontal izquierda (con respecto a la derecha) de un determinado sujeto,
mejores son las estrategias cognitivas desarrolladas para controlar las
emociones y más rápida, en consecuencia, su recuperación emocional lo que, a
su vez, determina la velocidad con la que la tasa de cortisol recobra la
normalidad. En resumen, pues, la salud resiliente depende, en buena medida, de
la capacidad de la vía superior para manejar la inferior.
Entonces fue cuando la investigación dirigida anteriormente por
Davidson dio un paso más hacia adelante, descubriendo la existencia de una
elevada correlación entre la actividad en la corteza prefrontal izquierda y la
rapidez con la que el sistema inmunitario reacciona ante la gripe. El hecho es
que las personas que presentan una mayor activación en esa región poseen
sistemas inmunológicos que movilizan una cantidad de anticuerpos de la gripe
tres veces superior a los demás.35 Éstas son, para Davidson, diferencias
clínicamente significativas que muestran, dicho en otras palabras, que quienes
presentan una mayor actividad en la corteza prefrontal izquierda tienen menos
probabilidad de contraer la gripe en el caso de verse expuestos al virus.
Davidson considera que todos estos datos le proporcionan una ventana
para establecer la anatomía de la resiliencia. En este sentido, una historia de
relaciones lo suficientemente segura proporciona, en su opinión, los recursos
internos necesarios para recuperarse más prontamente de las pérdidas y
contratiempos emocionales, como ilustra el caso de Jill, la mujer con una madre
amorosa, pero que también había perdido a su padre a los nueve años.
Así pues, los estudiantes de Wisconsin que, durante su infancia, se vieron
obligados a soportar situaciones más estresantes mostraron, al alcanzar la edad
adulta, una menor capacidad de recuperación y se vieron, en consecuencia, más
desbordados por el estrés. Aquellos otros que, por el contrario, se habían visto
expuestos, durante la infancia, a niveles más manejables de estrés, era más
probable que, al llegar a la edad adulta, tuvieran una ratio prefrontal más
positiva. Parece esencial, por tanto, para el desarrollo de la capacidad de
recuperación emocional, la presencia, durante la infancia, de un adulto atento y
cuidadoso que proporcione al niño un fundamento seguro.36
La epigenética social
Laura Hillenbrand, autora del best-séller Seabiscuit, padece, desde hace
mucho tiempo, síndrome de fatiga crónica, una enfermedad debilitante que la
deja enfebrecida y exhausta y que, en ocasiones, requiere cuidados intensivos
durante meses enteros. Mientras escribía Seabiscuit, ese cuidado se lo
proporcionó su marido Borden que, de algún modo, sacó la energía necesaria
mientras todavía seguía estudiando
para ser su enfermero, ayudándola a
comer y beber, acompañándola cuando necesitaba caminar y leyendo en voz
alta para ella.
Pero Hillebrand recuerda que, una buena noche escuchó, mientras estaba
en su dormitorio, un ruido suave y bajo y, cuando miró hacia arriba,
descubrió a su marido caminando y sollozando por el piso de arriba . Entonces
estuvo a punto de llamarle, pero se contuvo a tiempo al darse cuenta de que
quería estar solo.
A la mañana siguiente, Borden estaba a su lado, tan jovial y alegre como
siempre , dispuesto a ayudarla.37
Borden supo manejar adecuadamente su angustia para no preocupar
innecesariamente a su débil esposa. Son muchas las personas que, como
Borden, se ven obligadas a cuidar día y noche de un ser querido, una situación
estresante que, cuando se mantiene mucho tiempo, exige un peaje inevitable del
que resienten la salud y el bienestar hasta del más devoto de los cuidadores.
Los datos más reveladores a este respecto proceden de una investigación
interdisciplinar llevada a cabo en la Ohio State University por la psicóloga
Janice Kiecolt-Glaser y su marido, el inmunólogo Ronald Glaser.38 En una serie
de experimentos muy interesantes, los Glaser han acabado demostrado que los
efectos del estrés prolongado se manifiestan incluso en el nivel de la expresión
genética de las células inmunológicas esenciales para luchar contra las
infecciones y restañar las heridas.
El equipo de la Ohio State University estudió a diez mujeres de más de
sesenta años que cuidaban de un marido que padecía la enfermedad de
Alzheimer que, hablando en términos generales, se hallan sometidas a una gran
tensión las veinticuatro horas del día y que, con mucha frecuencia, se sienten
terriblemente aisladas y descuidadas.39 Un estudio anterior sobre mujeres que se
hallaban en situaciones de estrés similares había descubierto que su sistema
inmunológico era casi incapaz de elaborar los anticuerpos necesarios para
enfrentarse a la gripe y, en consecuencia, contraían con más frecuencia la
enfermedad.40 La nueva y más elaborada investigación sobre la función
inmunológica reveló que las mujeres pertenecientes al grupo de cuidadores de
enfermos de Alzheimer presentaban signos muy inquietantes en un amplio
rango de indicadores.
Los datos genéticos, en particular, resultaron sorprendentes. La
investigación demostró que, comparadas con las mujeres de su mismo rango de
edad, las mujeres del experimento mostraban un descenso del 50 por ciento en
la expresión de un gen que regula el funcionamiento de varios mecanismos
inmunológicos esenciales. El gen en cuestión, llamado GHmRNA, se ocupa de
la producción de linfocitos y estimula la actividad de las llamadas células
asesinas y de los macrófagos, que cumplen con la función de destruir las
bacterias invasoras.41 Esto también puede explicar el descubrimiento anterior de
que las mujeres más estresadas necesitaron del orden de nueve días más para
cicatrizar una pequeña herida que las mujeres no estresadas del grupo de
control.
Un factor clave en el deterioro de la capacidad inmunitaria parece girar
en torno a la ACTH [hormona adrenocorticotrópica], precursora del cortisol y
una de las hormonas segregadas cuando se dispara el funcionamiento del eje
HPA. La ACTH bloquea la producción de interferón, un agente inmunológico
esencial que disminuye la reactividad de los linfocitos, es decir, los glóbulos
blancos que dirigen el ataque del cuerpo contra las bacterias invasoras. La
cuestión es que el estrés continuo generado por el cuidado prolongado en una
situación de aislamiento social afecta al control cerebral del eje HPA que, a su
vez, reduce la capacidad de los genes del sistema inmunitario como el
GHmRNA para desempeñar adecuadamente su trabajo de oponerse a la
enfermedad.
Las consecuencias del estrés prolongado también parecen afectar al
mismo ácido desoxirribonucleico de los cuidadores, acelerando la tasa de
envejecimiento de las células y añadiendo años a su edad biológica. Otra
investigación centrada en el ADN de las madres que cuidan de un hijo
crónicamente enfermo ha descubierto que, cuanto mayor es la carga que soporta
el sujeto, mayor es también su tasa de envejecimiento celular.
La tasa de envejecimiento se determinó midiendo la longitud de los
telómeros de los glóbulos blancos madre. El telómero es un pedazo de ADN al
final del cromosoma de la célula que va acortándose cada vez que la célula se
divide para replicarse. Las células se reproducen repetidamente a lo largo de
toda la vida para reparar el tejido o, en el caso de glóbulos blancos, para luchar
contra la enfermedad. En algún momento posterior a las diez o cincuenta
divisiones (dependiendo del tipo de célula), el telómero también se acorta para
reproducirse más y la célula acaba jubilándose , lo que nos proporciona una
medida genética de la pérdida de vitalidad.
Esta medida demostró que las madres que cuidan de un hijo crónicamente
enfermo son, por término medio, diez años biológicamente mayores que otras
de su misma edad cronológica. Entre las excepciones se hallan aquellas mujeres
que, pese a llevar una vida muy agitada, se sienten apoyadas y tienen, pese a
cuidar también de un familiar enfermo, células más jóvenes.
La inteligencia social colectiva puede proporcionar alternativas al
abrumador peaje que debe soportar el cuidador. Consideremos ahora el caso de
Philip Simmons, de Sandwich (Nueva Hampshire), sentado en su silla de ruedas
en un resplandeciente día de otoño y rodeado de amigos y vecinos. A los treinta
y cinco años de edad, Simmons, profesor universitario de inglés con dos hijos
pequeños, había sido diagnosticado de una enfermedad neurológica
degenerativa llamada esclerosis lateral amiotrófica [denominada también
enfermedad de Lou Gehrig] y le habían pronosticado de dos a cinco años de
vida. Ya había sobrevivido a ese pronóstico, pero ahora la parálisis había
pasado de sus piernas a sus brazos, incapacitándole para llevar a cabo las tareas
más rutinarias. Fue entonces cuando un amigo le pasó el libro Share the Care,
que describe lo que puede hacer la persona que padece una enfermedad grave
para crear un grupo de apoyo.
Treinta y cinco vecinos se reunieron para ayudar a Simmons y a su
familia. Coordinando sus horarios fundamentalmente a través del teléfono y el
correo electrónico, se turnaron para actuar como cocineros, conductores,
niñeras, asistentes domésticos
o, como ese hermoso día de otoño,
jardineros durante los últimos años de la vida de Simmons, que finalmente
murió a los cuarenta y cinco. Esta familia virtual extendida supuso una
extraordinaria ayuda para Simmons y su esposa, Kathryn Field, una ayuda que
permitió, entre otras muchas cosas, que Kathryn siguiera trabajando como
artista, lo que le permitió aliviar los problemas económicos y proporcionó a su
familia, según dice, la sensación de ser queridos por nuestra comunidad .42
Casi todos los integrantes de FOPAK (el acrónimo con el que, en inglés
[Amigos de Phil y Kathryn ] se llamaban a sí mismos) coincidían, por su parte,
en estar agradecidos por haber tenido la oportunidad de ayudar a sus amigos.
CAPÍTULO 17
LOS ALIADOS BIOLÓGICOS
Cuando mi madre abandonó la enseñanza universitaria y se retiró, se
encontró con una casa muy grande y también muy vacía. Mi padre había muerto
hacía ya unos años y todos sus hijos nos habíamos ido a vivir a otras ciudades,
algunas muy distantes. Entonces fue cuando esa antigua profesora de sociología
hizo algo que, retrospectivamente considerado, me parece un ejemplo excelente
de inteligencia social, ofrecer una habitación gratis a estudiantes postgraduados,
preferentemente de culturas orientales, que respetan y valoran a los ancianos.
Hace ya más de treinta años que mi madre se jubiló, pero todavía sigue
compartiendo la casa. Desde entonces ha convivido con personas originarias de
lugares tan diversos como Japón, Taiwán, y, actualmente, Beijing, lo que
ciertamente parece haber sido muy beneficioso para su salud y bienestar.
Cuando mi madre tenía noventa años, la pareja con la que convivía tuvo una
hija y esa niña, que hoy en día tiene dos años de edad, la trata como si fuera su
abuela, abrazándola de continuo y visitándola cada mañana a su dormitorio para
ver si ya se ha levantado.
Tal vez ese encantador diablillo revoloteando por la casa sea la causa del
rejuvenecimiento, tanto físico como mental, que experimentó mi madre. Sea
cual fuere, sin embargo, la causa de su longevidad, no me cabe la menor duda
de que el suyo es un ejemplo claro de inteligencia social.
La muerte de amigos y conocidos va arrancando una a una las hojas del
árbol de las relaciones que mantienen los ancianos. Pero ellos también podan
selectivamente sus ramas, quedándose tan sólo con las que más positivas les
resultan.1 Ésta es una estrategia que tiene un gran sentido biológico porque, en
la medida en que envejecemos, también lo hacen nuestras células, nuestro
sistema inmunitario se debilita e inevitablemente nos tornamos más frágiles. Es
por ello que la renuncia voluntaria a las relaciones menos gratificantes favorece
la gestión de las emociones. Un reciente estudio pionero realizado con ancianos
de nuestro país que parecían envejecer bien ha puesto de relieve que, cuanto
más positivas son sus relaciones, menor es la presencia de indicadores
biológicos de estrés como el aumento en la tasa de cortisol.2
También hay que señalar que las relaciones más próximas no siempre son
las más positivas e importantes. Es cierto que, en muchas ocasiones, los
parientes cercanos nos facilitan la vida, pero no lo es menos que, en muchas
otras, por el contrario, nos la complican. Es por ello que la renuncia deliberada
a las relaciones menos gratificantes proporciona a los ancianos la posibilidad de
gestionar más adecuadamente la combinación de sentimientos positivos y
negativos que necesariamente acompañan a cualquier relación.3
Otro estudio ha descubierto que, siete años después de vivir solos, los
ancianos que tienen una vida social más rica y se sienten más apoyados
despliegan más habilidades cognitivas que los que permanecen aislados.4 La
sensación de aislamiento, por más paradójico que pueda resultar, tiene poco o
nada que ver con las horas que pasamos a solas o con el número de contactos
sociales que mantenemos un determinado día. Y ello es así porque la sensación
de aislamiento depende básicamente de la ausencia de relaciones próximas y
afectuosas. Lo que realmente importa, en este sentido, no es tanto la cantidad
como la calidad, es decir, la cordialidad, la proximidad emocional, el apoyo y la
positividad de las interacciones. Es por ello que la sensación de aislamiento
que, dicho sea de paso, correlaciona positivamente con la salud (puesto que,
cuanto más aislada se siente una persona, más frágil tienden a ser sus sistemas
inmunológico y cardiovascular) no tiene gran cosa que ver con el número de
conocidos y contactos que tiene la persona.5
Pero hay otro argumento biológico que corrobora la necesidad de que los
ancianos cuiden deliberadamente sus relaciones. Y es que la neurogénesis es
decir, el proceso de creación de nuevas neuronas prosigue durante la vejez,
aunque a un ritmo ciertamente más lento que en décadas anteriores. Pero ese
enlentecimiento, según algunos neurocientíficos, quizás no sea más que un
simple efecto colateral de la monotonía. No olvidemos que la complejificación
del entorno social de una persona favorece el aprendizaje, aumentando el ritmo
de creación de nuevas neuronas. Es por ello que actualmente hay
neurocientíficos que colaboran con arquitectos en el diseño de residencias para
ancianos en las que los ocupantes se vean obligados, en el transcurso de su
rutina cotidiana, a relacionarse con los demás, algo que mi madre llevó a cabo
por su cuenta sin que nadie se lo dijera.6
El campo de batalla conyugal
Al salir de la tienda de comestibles de un pequeño pueblo escuché
casualmente la siguiente conversación entre dos ancianos que están sentados en
un banco.
¿Qué sabes de los tal?
Ya los conoces respondió lacónicamente el otro . Sólo ha tenido
una discusión en toda su vida pero todavía siguen con ella.
Ya hemos hablado del coste biológico que acompaña al desgaste
emocional de una relación. El modo en que los problemas de relación acaban
socavando la salud fue descubierto por cierta investigación que solicitó a
parejas voluntarias de recién casados que afirmaban ser muy felices en su
matrimonio
que mantuviesen una conversación de treinta minutos sobre
algún tema controvertido.7 La investigación puso de manifiesto que la discusión
provocaba un incremento de cinco de las seis hormonas adrenales estudiadas,
incluyendo el aumento de la ACTH [hormona adrenocorticotrópica], que refleja
una estimulación del eje HPA. Como consecuencia de ello, la presión sanguínea
también se disparó, al tiempo que los indicadores de activación de la función
inmunitaria disminuyeron varias horas.
La capacidad del sistema inmunitario para enfrentarse a las situaciones
disminuyó hasta horas después de la discusión, un problema tanto más intenso
cuanto mayor había sido la hostilidad que habían desplegado. La conclusión
que extrajeron los investigadores es que el sistema endocrino «sirve como
puente de conexión entre las relaciones personales y la salud», desencadenado
la liberación de hormonas ligadas al estrés que pueden llegar a impedir el
adecuado funcionamiento de los sistemas inmunitario y cardiovascular.8 Así
pues, las discusiones conyugales afectan a sus sistemas inmunitario y endocrino
y, en el caso de que la situación perdure a lo largo del tiempo, los daños parecen
acumularse.
En otra investigación que formaba parte de un estudio sobre los
problemas conyugales, se invitó al mismo laboratorio a parejas de más de
sesenta años (que llevaban casados un promedio de cuarenta y dos) para que
mantuvieran una discusión monitorizando sus respuestas. De nuevo, en este
caso, la investigación puso de relieve un acusado menoscabo en el
funcionamiento de los sistemas inmunitario y endocrino que era tanto mayor
cuanto mayor el disgusto provocado por la discusión. No es de extrañar por
tanto, si tenemos en cuenta que el envejecimiento debilita tanto el sistema
inmunitario como el cardiovascular, que la hostilidad entre los miembros de una
pareja de avanzada edad pueda tener graves consecuencias sobre la salud. A
decir verdad, los problemas biológicos son más intensos en el caso de las
personas mayores que en el de los recién casados... aunque se trata, sin
embargo, de un efecto que sólo parece afectar a las mujeres.9
Este sorprendente resultado afecta tanto a las mujeres recién casadas
como a las mayores. También resulta comprensible que las recién casadas que
mostraron una mayor disminución en los valores relacionados con la función
inmunitaria durante y después de la pelea fueran precisamente aquéllas que,
un año más tarde, manifestaran estar más desengañadas con su matrimonio.
El enfado de los maridos durante esas discusiones también
desencadenaba, en las mujeres, un aumento significativo de la tasa de hormonas
relacionadas con el estrés que, comprensiblemente, era mucho menor en el caso
de las mujeres cuyos maridos se mostraban más amables y afectuosos. Pero lo
más curioso es que el sistema endocrino de los maridos, sin embargo, no
experimentó grandes cambios, independientemente de que la discusión hubiera
sido agradable o desagradable. La única excepción la constituyó el caso de
quienes afirmaban sostener discusiones más exasperantes en casa. En estos
casos extremos, la respuesta inmunitaria cotidiana de ambos miembros de la
pareja era mucho más pobre que la que presentaban las parejas más armoniosas.
Los datos procedentes de múltiples fuentes sugieren que la salud de las
mujeres es más vulnerable que la de los hombres a la influencia de los
conflictos conyugales. Hablando en términos generales, las mujeres no parecen
ser biológicamente más reactivas que los hombres.10
Tal vez esta diferencia se deba a la mayor importancia concedida por las
mujeres a los vínculos más próximos.11 Las encuestas realizadas a este respecto
en los Estados Unidos han puesto de manifiesto que la fuente principal de
satisfacción y bienestar de las mujeres se asienta en las relaciones positivas. En
el caso de los hombres, sin embargo, las relaciones no parecen ser tan
importantes como la sensación de desarrollo o la independencia personal.
Además, el instinto femenino de cuidar a los demás lleva a las mujeres a
sentirse personalmente más responsables y vulnerables, en consecuencia, al
destino de sus seres queridos.12 Por otra parte, las mujeres también están más
conectadas con los altibajos de sus relaciones y más susceptibles también, por
tanto, a verse arrastradas por ellos.13
Otro descubrimiento importante es que las mujeres dedican mucho más
tiempo que los hombres a dar vueltas a los problemas de relación y los revisan
con más detenimiento (como también recuerdan mejor y pasan más tiempo
recordando los buenos momentos) y no conviene olvidar que los recuerdos
negativos pueden llegar a ser muy perturbadores, irrumpiendo súbita e
inesperadamente en nuestra mente. Así pues, el simple hecho de recordar un
problema puede desencadenar los cambios biológicos asociados, razón por la
cual la tendencia a dar vueltas y más vueltas a las preocupaciones acaba
cobrándose también su peaje físico.14
Es por todas estas razones que los problemas de relación provocan
reacciones biológicas más adversas en las mujeres que en los hombres.15
Conviene decir, en este sentido, que la tasa de colesterol de las mujeres de la
clase del 57 del estudio de Wisconsin mencionado anteriormente estaba mucho
más ligada al estrés generado por el matrimonio que la de los hombres.
Cierto estudio sobre pacientes con insuficiencia cardíaca congestiva ha
puesto de manifiesto, en las mujeres, una mayor probabilidad de que los
problemas de relación desencadenen una muerte temprana.16 Las mujeres
también son más proclives que los hombres al infarto derivado del estrés
emocional generado por una grave crisis de relación como un divorcio o una
muerte mientras que, en el caso de los hombres, el desencadenante más habitual
gira en torno al esfuerzo físico. Las mujeres mayores, por su parte, parecen más
vulnerables a una enfermedad denominada por los médicos síndrome del
corazón roto y que consiste en el aumento de la tasa de hormonas asociadas al
estrés que genera una situación emocionalmente dolorosa como, por ejemplo, la
muerte inesperada de un ser querido.17
La mayor reactividad biológica de las mujeres a los altibajos de la
relación nos proporciona alguna que otra pista para entender lo que, hasta
ahora, había sido un auténtico rompecabezas para los científicos, por qué el
matrimonio parece beneficiar la salud de los hombres, aunque no la de las
mujeres. Ése es un hallazgo que aparece reiteradamente en todas las
investigaciones realizadas para determinar la relación existente entre
matrimonio y salud. En mi opinión, sin embargo, esta conclusión no
necesariamente es cierta y lo que ha complicado las cosas ha sido sencillamente
la falta de imaginación de los científicos.
Los resultados de una investigación realizada con cerca de quinientas
mujeres casadas, de entre cincuenta y sesenta años, a las que se pidió que
respondieran a la sencilla pregunta ¿Cuán satisfecha está usted de su
matrimonio? de las que se realizó un seguimiento posterior durante trece años,
nos proporcionan una imagen completamente diferente. Los resultados de esta
investigación concluyeron meridianamente que, cuanto más satisfecha se
hallaba la mujer, mejor era su estado de salud.18 Y es que, cuanto más disfruta
la mujer del tiempo que pasa con su pareja, cuanto más comprendida se siente,
cuanto más coincide con él en las cuestiones económicas, cuanto más satisfecha
está de su vida sexual y cuantos más gustos e intereses comparten, los datos
clínicos de los hombres y de las mujeres reflejan la misma historia. A fin de
cuentas, la presión sanguínea y las tasas de glucosa y colesterol malo de las
mujeres que se hallan satisfechas con su matrimonio son inferiores a los de las
mujeres que se sienten infelices.
Otras investigaciones que no han diferenciado los datos de las mujeres
felices e insatisfechas con su matrimonio han concluido que las mujeres
parecen biológicamente más vulnerables que los hombres a los altibajos de su
matrimonio. Pero los efectos de esa montaña rusa emocional son selectivos ya
que, cuando hay más bajos que altos, la salud de la mujer se resiente mientras
que, en el caso contrario, su salud como la de su marido se beneficia.
Rescatadores emocionales
Imaginen a una mujer tumbada de espaldas en una camilla que va
sumiéndose lentamente en las fauces de un inmenso RMN que sólo le deja libre
unos pocos centímetros. Luego escucha el inquietante gemido de los enormes
imanes eléctricos girando a su alrededor, mientras contempla una sucesión de
imágenes que aparecen en un monitor de vídeo ubicado sobre su rostro.
Cada doce segundos, la pantalla muestra una secuencia de formas
geométricas de diferentes colores como, por ejemplo, un cuadrado verde o un
triángulo rojo y se le ha dicho que, cuando aparezca una determinada forma y
color, recibirá una descarga eléctrica que, aunque no llegue a ser dolorosa, sí
resultará desagradable.
A veces afronta la situación a solas, en otras ocasiones, un extraño sujeta
su mano y hay veces en que experimenta el reconfortante contacto de la mano
de su marido.
Ése fue el problema que tuvieron que afrontar las ocho mujeres que se
alistaron como voluntarias para una investigación realizada en el laboratorio de
Richard Davidson destinada a averiguar los efectos del apoyo biológico que
proporcionan las personas queridas en momentos de ansiedad y estrés. Los
resultados demostraron la existencia de una ansiedad muy inferior cuando la
mujer sujetaba la mano de su marido que cuando afrontaba a solas la descarga.19
El contacto con la mano de un desconocido proporcionaba, por su parte,
cierta ayuda, pero tampoco era muy notable. Resulta muy curiosa, en este
sentido, la imposibilidad del equipo de Davidson de realizar el experimento a
ciegas porque, absolutamente en todos los casos, dicho sea de paso, las
mujeres sabían perfectamente si la mano que sujetaban era o no la de su esposo.
El análisis RMNf demostró que, cuando las mujeres se enfrentaban solas
a la descarga, tenía lugar una activación de las regiones del cerebro social que
movilizan la respuesta de emergencia del eje HPA y provocan la descarga de
hormonas asociadas al estrés en todo el cuerpo.20 Si la amenaza no hubiera
consistido en una simple descarga, sino en algo mucho más personal como
una entrevista de trabajo hostil, por ejemplo
es casi seguro que los
investigadores hubieran asistido a una activación mucho mayor de esas mismas
regiones.
Así pues, el contacto de la mano de un ser querido demostró ser muy
tranquilizador. Este tipo de investigación arroja mucha luz sobre la importancia
que, para bien o para mal, tienen nuestras relaciones, porque nos proporciona
una instantánea del funcionamiento del cerebro durante un acto de rescate
emocional.
La investigación también concluyó el importante descubrimiento de que,
cuanto más satisfecha se siente una mujer con su matrimonio, mayor es el
beneficio biológico que proporciona el contacto con la mano de la persona
amada. Este descubrimiento parece responder finalmente al viejo misterio
científico de por qué algunos matrimonios ponen en juego la salud de las
mujeres, mientras que otros, por el contrario, la protegen.
El contacto piel a piel como hacen también el calor y la vibración
resulta especialmente reconfortante porque promueve la liberación de oxitocina
(lo que tal vez explique el alivio del estrés que provocan los masajes o los
abrazos suaves y acogedores). La oxitocina actúa como una hormona
reguladora descendente del estrés, disminuyendo la actividad del eje HPA y
del SNS que, cuando perdura mucho tiempo, acaba poniendo en peligro la
salud.21
La liberación de oxitocina provoca muchos cambios positivos en el
cuerpo.22 Cuando el control de nuestro sistema autónomo pasa del sistema
simpático al parasimpático, nuestra presión sanguínea experimenta un claro
descenso. En tal caso, el metabolismo cambia desde una modalidad que
predispone a la respuesta de la musculatura larga a otra en la que vuelve a
acumular nutrientes que posibilitan el desarrollo y la curación. Los niveles de
cortisol caen entonces en picado (lo que implica una notable disminución de la
actividad del eje HPA), al tiempo que aumenta nuestro umbral al dolor (lo que
nos torna menos sensibles a las incomodidades) y también aumenta la velocidad
de la cicatrización.
La vida media de la oxitocina en el cerebro es relativamente corta,
cuestión de minutos pero, con el tiempo, las relaciones positivas y próximas nos
proporcionan una fuente relativamente estable de liberación de ese bálsamo
neuroquímico a cada contacto físico, cada abrazo y cada interacción afectuosa.
Esta liberación continua de oxitocina
frecuente, por otro lado, cuando
estamos con personas que nos quieren
parece uno de los principales
beneficios a largo plazo del afecto. De este modo, la misma substancia que nos
mantiene cerca de las personas amadas acaba convirtiendo las relaciones
afectuosas en una fuente de bienestar biológico.23
Recordemos por regresar al caso de los Tolstoy del que anteriormente
hablábamos
que, a pesar del resentimiento que impregna muchas de las
páginas de sus diarios, acabaron teniendo trece hijos. Y ello necesariamente
implica que, independientemente de los problemas que asediaban a la pareja, el
suyo debió ser un hogar en el que abundaba el afecto y en el que se hallaban
rodeados de rescatadores emocionales.
El contagio positivo
A sus cuarenta y un años, Anthony Radziwill agonizaba de fibrosarcoma
un tipo de cáncer letal en la unidad de cuidados intensivos de un hospital
de la ciudad de Nueva York. Su viuda Carole nos cuenta que, el día anterior,
recibió la visita de su primo John F. Kennedy Jr. que, pocos meses más tarde,
acabó muriendo cuando el avión que pilotaba se estrelló cerca de la isla de
Martha s Vineyard.
Cuando John entró en la habitación del hospital, iba todavía ataviado con
el esmoquin que llevaba al enterarse de que Anthony había sido ingresado en la
UCI y de que, según los médicos, no le quedaban más que unas pocas horas de
vida.
Luego, tomando la mano de su primo, empezó a cantar en voz baja la
canción de cuna titulada The teddy bears picnic que tantas veces les había
cantado su madre, Jackie Onassis, cuando eran pequeños.
Anthony, al borde de la muerte, se unión entonces suavemente a su canto.
Así fue como John, según cuenta Carole, «llevó a Anthony al lugar más
seguro que pudo encontrar».24
Estoy seguro de que esa afectuosa conexión, que pone claramente de
relieve el tipo de contacto más adecuado para ayudar a un ser querido, alivió los
últimos momentos de vida de Radziwill.
Esa intuición cuenta hoy con datos sólidos en los que apoyarse, porque la
reciente investigación ha demostrado que, en el caso de las personas
emocionalmente interdependientes, cada uno desempeña un papel activo en la
regulación de las respuestas fisiológicas del otro. Este proceso de acoplamiento
biológico significa que los signos que uno recibe del otro poseen la capacidad
de movilizar su cuerpo, tanto en un sentido positivo como negativo.
En cualquier relación nutricia, cada uno de los miembros de la pareja
ayuda al otro a gestionar sus sentimientos más angustiosos, como hacen los
padres que cuidan adecuadamente a sus hijos. Ellos pueden, cuando estamos
estresados o alterados, ayudarnos a revisar lo que genera nuestro desasosiego,
quizás para responder mejor o simplemente para colocar las cosas en
perspectiva pero interrumpiendo, en cualquiera de los casos, la cascada
neuroendocrina negativa.
Mantenernos alejados de las personas a las que amamos nos despoja de
un apoyo biológico muy importante cuya ausencia seguramente se expresa en
forma de añoranza. Y no cabe la menor duda de que parte de la desorganización
que experimentamos tras la muerte de una persona querida también refleja la
ausencia de esa parte virtual de nosotros mismos. Esa pérdida de un aliado
biológico contribuye a explicar el aumento del riesgo de enfermedad o muerte
que suele acompañar a la muerte de un ser querido.
De nuevo advertimos aquí la existencia de una curiosa diferencia de
género y es que, en situaciones estresantes, el cerebro de la mujer segrega más
oxitocina que el del hombre. Esto tiene un efecto tranquilizador que moviliza a
la mujer a buscar la ayuda de los demás para que se encarguen de sus hijos o
para hablar con un amigo, por ejemplo. Según la psicóloga de UCLA Shelley
Taylor, cuando las mujeres cuidan a los demás y hacen amistades , sus
cuerpos liberan una dosis adicional de oxitocina, lo que resulta muy
tranquilizador.25 Este impulso que nos lleva a cuidar a los demás y a
relacionarnos con ellos puede ser exclusivamente femenino. Tengamos en
cuenta que los andrógenos (las hormonas sexuales masculinas) suprimen los
efectos calmantes de la oxitocina, mientras que los estrógenos (las hormonas
sexuales femeninas), los potencian. Esta diferencia parece llevar a los hombres
y a las mujeres a abordar de manera diferente las amenazas, éstos a solas y
aquéllas buscando la ayuda de los demás. Cuando, por ejemplo, se les decía que
iban a recibir una descarga eléctrica, las mujeres preferían recibirla en
compañía, mientras que los hombres tendían a enfrentarla a solas. Por otra
parte, los hombres parecen más capaces de calmar su desasosiego
distrayéndose, para lo cual basta, en muchas ocasiones, con una cerveza y un
televisor.
Cuantas más amistades profundas tenga una mujer, menos probable es
que su cuerpo se deteriore al envejecer y más, por el contrario, que sus últimos
años de vida sean más placenteros. La investigación realizada al respecto ha
puesto de relieve que el efecto de la falta de amistades es tan intenso, en el caso
de la mujer, como el hábito de fumar o la obesidad. Aun después de un golpe
tan doloroso como la muerte de la pareja, las mujeres que cuentan con el apoyo
de una amistad en la que puedan confiar se recuperan más rápidamente del
impacto físico y de la disminución de vitalidad que suele acompañar a la
pérdida de un ser querido.
Cada uno de nosotros ha desarrollado algunas herramientas para
gestionar adecuadamente sus emociones (como buscar consuelo o revisar lo que
le causa problemas, por ejemplo), pero esas herramientas pueden verse
complementadas con las que nos proporcionan las personas con las que
mantenemos una relación próxima (desde ofrecer consejo o aliento hasta el
simple contagio emocional positivo, por ejemplo). La matriz primordial de las
relaciones que establecemos con las personas más próximas se asienta en
nuestra infancia, es decir, en la fisiología de nuestras interacciones más
tempranas. Los mecanismos de este lazo que conecta nuestro cerebro con el
cerebro de los demás perduran toda la vida, vinculando nuestra biología a la de
las personas con las que más nos identificamos.
La psicología emplea la expresión, bastante desacertada, a mi entender,
de unidad psicobiológica mutuamente reguladora para referirse a esta
combinación en que se relajan las fronteras psicológicas y fisiológicas que
habitualmente separan el yo del tú, nuestro yo del yo de los demás.26 Esta
relajación permite una co-regulación bidireccional en la que tiene lugar una
influencia biológica recíproca. Resumiendo, pues, no sólo ayudamos (o
dañamos) a los demás a nivel emocional, sino también a nivel biológico, porque
su hostilidad aumenta súbitamente nuestra presión sanguínea, mientras que su
afecto, por el contrario, la disminuye.27
Es por todo ello que la pareja, los amigos íntimos o los parientes cercanos
en quienes podamos confiar como fundamento seguro constituyen un auténtico
aliado biológico. Los nuevos descubrimientos realizados por la medicina sobre
la importancia de las relaciones en la salud debería llevarnos a prestar más
atención a las relaciones emocionales que mantienen los enfermos graves. No
basta, pues, con ocuparnos exclusivamente del tratamiento médico, sino que
también deberíamos empezar a prestar atención a esos aliados biológicos que
son las relaciones.
La presencia curativa
Cuando, hace ya muchos años, viví en la India rural, me sorprendió
enterarme de que los hospitales de la región no solían dar comida a sus
pacientes. Pero lo más sorprendente fue la razón que para ello aducían porque,
según decían, los pacientes ingresaban acompañado de toda su familia, que
acampaba en la habitación, preparaba su comida y, de muchos otros modos,
contribuía a cuidarle.
Me parece muy interesante que las personas que aman al paciente
permanezcan a su lado día y noche, con lo que su sufrimiento físico no
necesariamente debe ir acompañado de un sufrimiento emocional. ¡Qué
diferencia con el aislamiento social que habitualmente caracteriza a los
hospitales occidentales!
Cualquier sistema sanitario interesado en promover la calidad de vida de
sus pacientes debería ocuparse de alentar también su propia capacidad curativa.
Basta con imaginar a una paciente tumbada en la cama de un hospital esperando
que la operen al día siguiente para darnos cuenta de que no le quedan muchas
más alternativas que preocuparse. No olvidemos que las emociones tienden a
contagiarse y que, cuanto más estresado y vulnerable se sienta alguien, más
sensible es y más claramente registra los sentimientos de las personas que le
rodean.28 No es difícil imaginar dadas estas condiciones que, si la paciente
preocupada comparte la habitación con otro paciente que también debe ser
operado, la facilidad con la que puede desencadenarse una escalada de ansiedad
y miedo. La investigación también ha descubierto que, si en la cama de al lado,
yace una paciente que acaba de salir de una operación exitosa
y, en
consecuencia, se siente relativamente tranquila y liberada el efecto emocional
sobre su compañera de habitación será más tranquilizador.29
Sheldon Cohen, que llevó a cabo la investigación con rinovirus que
hemos mencionado en un capítulo anterior, insiste en la importancia de que los
pacientes hospitalizados busquen deliberadamente aliados biológicos, señalando
incluso la posibilidad de contratar a «personas que se integren en la red social
del enfermo, especialmente personas a las que el sujeto pueda abrir su
corazón». Cuando a un amigo mío le diagnosticaron un cáncer posiblemente
letal, por ejemplo, tomó la decisión clínicamente muy inteligente, en mi
opinión de contar con la ayuda de un psicoterapeuta con el que pudiera hablar
mientras él y su familia se veían obligados a atravesar la vorágine de la
angustia.
Como me dijo el mismo Cohen: «El descubrimiento más sorprendente
sobre las relaciones y la salud física es que las personas socialmente integradas
las personas casadas, las que tienen familiares y amigos muy próximos y las
que pertenecen a grupos religiosos y sociales en los que participan
activamente tardan menos tiempo en recuperarse de la enfermedad y también
viven más tiempo. Unos dieciocho estudios muestran, hasta el momento, el
estrecho vínculo existente entre las relaciones sociales y la mortalidad».
Cohen considera que el hecho de que el paciente dedique tiempo y
energía a estar con las personas que más nutritivas le resultan tiene efectos muy
saludables.30 Es por ello que recomienda que el paciente reduzca, en la medida
de lo posible, el número de interacciones emocionalmente tóxicas, al tiempo
que aumenta las positivas.
Sería mucho más interesante en opinión de Cohen que, en lugar de
que un extraño se ocupase de enseñar a la víctima de un infarto el mejor modo
de evitar una recurrencia seleccionáramos, de entre la lista de personas en las
que el enfermo confía, aquéllas que más se interesan por él y las adiestrásemos
para que se convirtieran en aliados biológicos que ayuden a llevar a cabo los
cambios de estilo de vida necesarios.
Pero, por más importante que sea, para los enfermos y los ancianos, el
apoyo social, son muchos los factores que impiden la satisfacción de la
necesidad de establecer una conexión estrecha. Entre todas ellas destaca la
torpeza y ansiedad que suelen experimentar los amigos y familiares que rodean
al paciente. Especialmente en el caso de enfermedades socialmente
estigmatizadas o cuando el paciente se enfrenta a la muerte es muy frecuente
que, quienes más cerca se hallan del sujeto, estén más preocupados y
angustiados, lo que pone en tela de juicio su capacidad de ayudarle e incluso, en
ocasiones, la conveniencia misma de que vayan a visitarle.
Como dice Laura Hillenbrand, la escritora a la que el síndrome de fatiga
crónica recluía en cama, a veces hasta varios meses: «La mayor parte de las
personas que me rodeaban dieron entonces un paso atrás. Los amigos
preguntaban a otros amigos cómo me encontraba pero, después de un par de
tarjetas deseándome una pronta recuperación, no volvía a saber de ellos.»
Cuando finalmente tomó la iniciativa de llamar a los viejos amigos, las
conversaciones eran a menudo tan torpes que no era infrecuente que se sintiera
estúpida por haberles llamado.
Pero, como sucede con cualquiera que se sienta aislado por la
enfermedad, Hillenbrand anhelaba el contacto y los aliados biológicos perdidos
Como dice Sheldon Cohen, los resultados de las investigaciones científicas
realizadas al respecto «nos obligan a transmitir a la familia y amigos del
paciente la necesidad de que no les ignoren ni les aíslen... aun en el caso de que
no sepan qué decir. Visitarles es, en este sentido, muy importante».
Este consejo significa que, cuando estamos preocupados por la
enfermedad de una persona siempre podemos, por más confundidos que
nos hallemos, brindarles el regalo de nuestra afectuosa presencia, una
presencia que, en el mejor de los casos, debería ser empática y
emocionalmente equilibrada. La simple presencia puede tener una
importancia extraordinaria, aun en el caso de pacientes que se hallen en
un estado vegetativo y parezcan completamente inconscientes a causa de
una lesión cerebral grave. La investigación realizada con el escáner
cerebral ha puesto de relieve que, cuando alguien rememora
acontecimientos emocionantes del pasado o toca suavemente a un
paciente que se halla en estado de coma
lo que la jerga médica
denomina estado mínimamente consciente
se activan, en su cerebro,
los mismos circuitos que se ponen en marcha en las personas cuyo
cerebro está intacto,31 por más que su incapacidad de responder con una
palabra o una mirada les lleve a parecer completamente desconectados.
Una amiga me contó haber leído casualmente, en cierta ocasión, un
artículo sobre personas que se habían recuperado de un coma. El artículo en
cuestión afirmaba que aunque, en tal caso, el sujeto sea incapaz de mover un
solo músculo, puede escuchar y entender todo lo que se dice. Da la casualidad
de que mi amiga leyó ese artículo en el autobús en el que viajaba para ver a su
madre, que precisamente se hallaba en ese estado después de una resucitación
que siguió a un ataque de insuficiencia cardíaca congestiva. Esa comprensión
transformó por completo la experiencia de mi amiga, que permaneció
sencillamente sentada junto a su madre en el difícil trance que finalmente acabó
con su vida.
La proximidad emocional resulta mucho más valiosa en el caso de los
pacientes clínicamente más frágiles, es decir, los que padecen enfermedades
crónicas, los que tienen un sistema inmunitario más débil y las personas
ancianas. Con todo ello no quiero decir que este tipo de atención sea una
panacea, pero los datos de las investigaciones realizadas al respecto ponen
claramente de relieve su extraordinaria importancia. En este sentido, el amor
resulta sumamente valioso, porque no sólo mejora el tono emocional del
paciente, sino que también constituye un ingrediente biológicamente activo en
cualquier tratamiento.
Es precisamente por ello que el doctor Mark Pettus insiste en la necesidad
de reconocer los mensajes sutiles con los que el paciente expresa su necesidad
de atención compasiva y de hacer caso a todas sus invitaciones , que suelen
asumir la forma de una lágrima, una sonrisa, una mirada o aun el silencio.
Consideremos la dolorosa experiencia que debió atravesar Pettus cuando
se vio obligado a ingresar a su hijo pequeño en un hospital para ser operado,
mientras el niño se veía abrumado, asustado y confundido y, al no haber
aprendido todavía a hablar, incapaz de entender lo que ocurría.32 Después de la
operación, su hijo permanecía en cama intubado por todas partes: una sonda
intravenosa conectada al brazo, una sonda nasal que llegaba hasta su estómago,
el respirador que insuflaba oxígeno en sus fosas nasales, otra sonda de anestesia
conectada a la médula y una última sonda uretral encargada de drenar su vejiga.
Durante el tiempo que duró esa ordalía, Pettus y su esposa se
comunicaron con su hijo con el corazón roto recurriendo, para ello, a los
pequeños gestos que expresan el afecto, es decir, el contacto, la mirada y la
simple presencia.
Como dice el mismo Pettus: «el amor fue nuestro idioma».
CAPÍTULO 18
UNA PRESCRIPCIÓN SOCIAL
Un traumatólogo en prácticas de uno de los mejores hospitales del mundo
estaba pasando consulta a una mujer de unos cincuenta años que se quejaba de
dolor en el cuello a causa de una grave hernia discal. Aunque hacía varios años
que sentía dolor, jamás había consultado a un médico, porque le bastaba con las
manipulaciones de un quiropráctico para obtener un alivio provisional pero el
dolor iba en aumento y empezaba a tener miedo.
Ella y su hija llevaban unos veinte minutos acribillando al médico a
preguntas en un intento de aclarar sus dudas y disipar sus miedos sin
conseguirlo.
Entonces irrumpió en la habitación la médica de cabecera dispuesta a
poner fin a la consulta, prescribiendo la inyección de un anestésico local y de un
esteroide en la articulación para reducir la inflamación y calmar el dolor y
recomendando una tabla de ejercicios de rehabilitación para extender y
fortalecer la musculatura del cuello. La hija no pareció entender la utilidad de
ese tratamiento y lanzó una nueva andanada de preguntas a la doctora que, por
aquel entonces, ya se había puesto en pie y estaba a punto de abandonar la
habitación.
Ignorando los signos tácitos de que la conversación estaba tocando a su
fin, la hija siguió asediándola a preguntas y, cuando finalmente salió del cuarto,
el especialista todavía permaneció con ellas unos diez minutos, hasta que la
paciente aceptó seguir el tratamiento.
Poco después, la médica de cabecera llamó a nuestro médico a su
consulta y le dijo:
Me parece muy bien que te intereses por los pacientes, pero no
podemos permitirnos el lujo de permanecer tanto tiempo con una consulta. Sólo
disponemos de quince minutos para cada paciente y ello incluyendo el tiempo
de tomar notas. Estoy segura de que, después de pasar varias noches sin dormir
pasando a limpio tus notas y de tener que volver a la clínica al día siguiente, no
tardarás en comportarte de otro modo.
Pero a mí me interesa mucho la relación con los pacientes protestó
tímidamente el residente . Yo quiero establecer un buen rapport, quiero
entender a mis pacientes y, para ello, no me basta con un simple cuarto de hora.
Entonces fue cuando la médica de cabecera cerró exasperada la puerta
para poder hablar con él en privado.
Fíjate le dijo en los pacientes que están aguardando en la sala de
espera. Esa mujer ha sido muy egoísta reteniéndote tanto tiempo. Sólo
disponemos de diez minutos para cada paciente. No tenemos más tiempo.
Luego se lanzó a explicarle los pormenores contables del tiempo que, en
ese hospital, podía concederse a cada paciente y el porcentaje de cada factura
que, después de descontar las tasas (es decir, el seguro de responsabilidad
profesional, los gastos del hospital, etcétera), finalmente ganaba el médico. La
conclusión era que, si un médico facturaba unos 300.000 dólares al año, sus
ingresos netos anuales girarían en torno a los 70.000 dólares. El único modo,
pues, de ganar más dinero parece consistir en visitar a más pacientes en menos
tiempo.
Nadie parece satisfecho con la medicina moderna, que se caracteriza por
esperas cada vez más largas y visitas cada vez más cortas. Los pacientes no son
los únicos que deben sufrir la mentalidad contable a la que cada vez se halla
más sometido el ámbito de la medicina, ya que los médicos cada vez se quejan
más de no poder disponer del tiempo necesario para estar con sus pacientes. Y
éste es un problema que no sólo afecta a los Estados Unidos porque, como dice
cierto neurólogo europeo que trabaja para el plan nacional de salud de su país:
«Están aplicando a los seres humanos la lógica de las máquinas. Calculan,
basándose en nuestros protocolos, el tiempo que debemos pasar con cada
paciente, pero no tienen en cuenta el tiempo que necesitamos para hablar con
ellos, para relacionarnos con ellos, para explicarles lo que está sucediendo y
para hacerles, en suma, sentirse mejor. Cada vez son más los médicos que, en
este sentido, se sienten frustrados... porque, si queremos tratar a la persona y
no sólo a la enfermedad necesitamos más tiempo».
El germen del burnout empieza a establecerse durante las agotadoras
horas pasadas en la facultad de medicina y en el período de prácticas. No es de
extrañar por tanto que la carga impuesta por una visión economicista que exige
cada vez más de los médicos esté provocando un aumento progresivo entre
ellos de la tasa de burnout. Las encuestas realizadas en este sentido han puesto
de relieve que entre el 80 y el 90 por ciento de los médicos se hallan, de un
modo u otro, aquejados de esa silenciosa epidemia,1 cuyos síntomas, por otra
parte, son evidentes, agotamiento emocional relacionado con el trabajo,
intensos sentimientos de insatisfacción y una actitud despersonalizada que se
asienta en la modalidad de relación yo-ello .
La falta de amor organizada
La paciente de la habitación 4D había ingresado en el hospital a causa de
una neumonía que se había mostrado refractaria a muchos fármacos. Y dada su
avanzada edad y otras muchas complicaciones médicas, el pronóstico era muy
grave.
Al cabo de varias semanas, la enfermera del turno de noche había
entablado con ella una especie de amistad. Aparte de ella, no recibía ninguna
visita y tampoco tenía amigos ni parientes a quienes comunicar su posible
muerte. Esa enfermera, con la que sólo podía comunicarse a través de
monosílabos, era su único contacto con el mundo humano.
Cuando sus signos vitales empezaron a fallar, la enfermera se dio cuenta
de que la paciente de la habitación 4D estaba a punto de morir. Fue entonces
cuando decidió pasar el resto de su turno en esa habitación, permaneciendo
sencillamente presente y sosteniendo su mano durante sus últimos momentos de
vida.
¿Cuál creen ustedes que fue la respuesta de su supervisora a ese
humanitario gesto?
¡La amonestó por perder el tiempo, no sin antes registrar por escrito sus
quejas en su expediente personal!
Como bien dice Aldous Huxley en su libro La filosofía perenne:
«Nuestras instituciones son la falta de amor organizada», una máxima que
resulta igualmente aplicable a cualquier sistema que sólo contempla a las
personas desde la perspectiva yo-ello . Cuando tratamos a las personas como
un número, como meras piezas intercambiables que, en sí mismas, carecen de
todo interés e importancia, sacrificamos la empatía en aras de la eficacia y la
rentabilidad.
Consideremos, por ejemplo, el caso muy frecuente, por otra parte
del paciente hospitalizado que necesita una radiografía y al que, a primera hora
de la mañana, le advierten que esa mañana tiene cita en radiología.
Lo que no le dicen es que, para el hospital (al menos en los Estados
Unidos), las radiografías de los pacientes externos son más rentables que las de
los ingresados, que se ven pagadas por la cuota estándar de las compañías de
seguros.
No es de extrañar, por tanto, que los pacientes hospitalizados se vean
obligados a permanecer en cola a menudo ansiosamente horas y horas para
realizar una prueba que, en teoría, no iba a durar más de cinco minutos. Y la
cosa puede llegar a ser mucho peor porque, en algunas ocasiones, el paciente
debe ayunar desde la medianoche del día anterior con lo cual, si se demora
hasta la tarde, no desayuna ni come.
«Nuestros servicios me dijo cierto ejecutivo de un hospital están
excesivamente centrados en los ingresos. No tenemos en cuenta el modo en que
se siente el enfermo mientras espera, no prestamos atención a sus expectativas
y, en consecuencia, tampoco les tratamos adecuadamente. Nuestras actividades
y nuestro flujo de información no están al servicio del paciente, sino del
personal médico.»
Hoy en día, sin embargo, sabemos que las emociones tienen mucha
importancia en la salud, lo que pone claramente de relieve que, cuando
ignoramos a los pacientes y los tratamos en aras de una supuesta eficacia
como un mero número, desaprovechamos el valor terapéutico de los aliados
biológicos. Con todo ello no pretendo decir que la medicina deba ser blanda ,
porque los cirujanos y las enfermeras compasivos todavía deben usar el bisturí
y los procedimientos dolorosos, respectivamente. Pero el bisturí y el dolor son,
por así decirlo, menos dolorosos cuando se emplean de manera amable y
compasiva. Y es que el reconocimiento, la consideración y la atención alivian
significativamente el sufrimiento mientras que el estrés y la negación, por el
contrario, lo intensifican.
Si queremos que nuestras organizaciones sean más humanitarias
deberemos cambiar tanto los corazones y las mentes de quienes se encargan de
proporcionar el cuidado como las reglas básicas explícitas y tácitas que
rigen el funcionamiento de la institución. Son muchos los signos que
actualmente revelan la necesidad de este cambio.
Reconocer al ser humano
Imaginen a un cardiocirujano famoso que mantiene una actitud
emocionalmente tan distante que no sólo evidencia una falta de compasión
hacia sus pacientes sino que a veces llega a tratarles de un modo
manifiestamente despectivo. Cierto día, mientras hacía su ronda diaria
acompañado de sus alumnos, los médicos en prácticas, dijo a un paciente
gravemente enfermo al que acababa de operar (un hombre que había intentado
suicidarse lanzándose desde la ventana de un quinto piso) que, la próxima vez
que quisiera castigarse, tratase de aprender a jugar al golf, provocando su
angustia y desesperación entre las risas contenidas de sus discípulos.
Pocos días después, ese mismo cirujano se halla en la consulta de la
otorrino del hospital porque ha expectorado sangre y tiene un extraño picor en
la garganta. Su rostro revela claramente su miedo, su confusión, su
incomodidad y su desorientación. Cuando finalmente concluye la exploración,
la otorrino le dice que tiene un tumor en las cuerdas vocales y le prescribe una
biopsia y otras pruebas.
Cuando se aleja para dejar paso a la siguiente visita, escucha mascullar a
la cirujana ¡Demasiado trabajo! ¡Parece que hoy va a ser un día muy
atareado! .
Éste fue el relato que me contó el difunto Peter Frost, profesor de ciencias
empresariales que, después de haber sido paciente de un pabellón oncológico,
emprendió una campaña para promover la compasión en el entorno
hospitalario.2 Para Frost, resulta increíble que el entorno hospitalario no
reconozca al ser humano y que la persona que está luchando por su vida se vea
también obligada a luchar por su dignidad.
Con demasiada frecuencia, los engranajes de la maquinaria institucional
que caracteriza a la medicina moderna acaban machacando a las personas. Hay
quienes sostienen que, cuando el personal médico se deja el corazón en casa, la
actitud mecanicista genera un sufrimiento yatrogénico innecesario. Aun en el
caso de los moribundos, los mensajes insensibles del médico pueden, en
ocasiones, provocar más sufrimiento emocional que la enfermedad misma.3
Ese reconocimiento ha alentado la emergencia de un movimiento que
aspira a una medicina centrada en el paciente o centrada en la relación que
lleve el foco de la atención médica más allá del mero diagnóstico e incluya a la
persona, mejorando así la calidad de la relación entre médico y paciente.
Este movimiento, que aspira a expandir la atención de la medicina a los
ámbitos de la comunicación y la empatía, ilustra perfectamente la diferencia
existente entre el modo en que deberían ser las cosas y la práctica real. El
primer artículo del código deontológico de la American Medical Association
aconseja al médico proporcionar un cuidado competente y compasivo. La
mayoría de los programas académicos de las facultades de medicina incluyen
un módulo sobre la relación entre paciente y médico y tanto los médicos como
las enfermeras reciben rutinariamente cursos de reciclaje sobre habilidades
interpersonales y de comunicación. Pero sólo en los últimos años, el examen
final para recibir el título ha empezado a tener en cuenta, al menos en los
Estados Unidos, la capacidad del médico para establecer el rapport y
comunicarse adecuadamente con el paciente.
Parte del impulso que ha puesto en marcha este nuevo abordaje es de
naturaleza defensiva. Tengamos en cuenta que, según cierto estudio publicado
en el año 1997 en el Journal of the American Medical Association muy
controvertido por otra parte , la causa fundamental de demandas por mala
praxis no giran tanto en torno a errores médicos como a la falta de
comunicación.4
Los médicos menos demandados, por su parte, son los que establecen un
mejor rapport con sus pacientes. Se trata de médicos que realmente ayudan a
sus pacientes, médicos que comentan con ellos lo que pueden esperar de su
visita o de su tratamiento y que mantienen con ellos algún tipo de contacto
físico, que se sientan y también no olvidemos la importancia que tiene el
humor en el establecimiento de un rapport rápido e intenso que se ríen con
ellos.5 Pero lo más importante es que les piden su opinión, aclaran sus dudas y
les alientan a hablar mostrando, en suma, no sólo interés en su diagnóstico, sino
también en su persona.
Según el citado estudio, el tiempo es una variable muy importante,
porque la duración media de las consultas de estos últimos médicos superaba en
unos tres minutos y medio las de los más denunciados. Parece haber, pues, una
relación inversamente proporcional entre la duración de la visita y la
probabilidad de ser demandado. Para establecer un buen rapport se requiere
tiempo, una observación ciertamente inquietante, dada la presión económica
que sufren los médicos que les obliga a ver a más pacientes en menos tiempo.
Cada vez hay más evidencia científica de la importancia del rapport. Una
revisión de las investigaciones realizadas al respecto ha puesto de relieve que
los pacientes que consideran que su médico es empático y les proporciona
información valiosa se sienten más satisfechos.6 Pero hay que aclarar que esa
satisfacción no depende exclusivamente de los datos que el médico
proporciona, sino también del modo en que lo hace. En este sentido, por
ejemplo, el tono de voz interesado y emocionalmente comprometido parece
conferir una mayor utilidad a las palabras del médico. Otro beneficio adicional
del rapport es que, cuanto más satisfecho se halle el paciente con su médico,
más recordará sus instrucciones y mejor, en consecuencia, las obedecerá.7
Pero las ventajas del rapport no se limitan al ámbito estrictamente
médico, sino que también son de índole manifiestamente económica. Al menos
en los Estados Unidos, en donde el mercado es cada vez más competitivo, la
entrevista de salida que tiene lugar cuando los clientes se dan de baja en un
determinado seguro sanitario reveló que el 25 por ciento de ellos lo
abandonaban porque «no les agradaba el modo en que se relacionaba con ellos
el médico que les habían asignado». 8
La transformación del doctor Robin Youngson comenzó el mismo día en
que tuvo que ingresar en el hospital con el cuello roto a su hija de cinco años.
Durante tres interminables meses, él y su esposa acompañaron impotentes a su
hija que, tumbada boca arriba, poco más podía hacer que contemplar el techo de
la habitación.
Esa tribulación llevó al doctor Youngson, anestesiólogo de Auckland
(Nueva Zelanda), a emprender una campaña para que el código de derechos de
los pacientes incluyera también el de ser tratados de manera compasiva.
«He pasado la mayor parte de mi vida profesional confiesa el doctor
Youngson reduciendo al ser humano que se hallaba frente a mí a una especie
de cultivo fisiológico ». Pero la experiencia de su hija le permitió según dice,
recuperar su humanidad y darse cuenta de que esa actitud cosificadora
desaprovecha el potencial curativo de la relación.
Es cierto que, en el estamento médico, también hay personas de buen
corazón, pero lo cierto es que la cultura médica reprime llegando incluso, con
demasiada frecuencia, a destruir
el interés empático y convirtiendo al
paciente no sólo en una víctima del tiempo y del dinero, sino también de lo que
el doctor Youngson ha denominado «estilos disfuncionales de pensamiento y
creencias de los médicos que se caracterizan por un reduccionismo lineal, una
actitud crítica y pesimista y una gran intolerancia a la ambigüedad. Creemos,
muy equivocadamente en mi opinión, que el desapego clínico es clave para
aclarar la percepción».
Según el doctor Youngson, su profesión padece actualmente de una
especie de impotencia aprendida y «hemos perdido la compasión». Desde su
punto de vista, sin embargo, el enemigo no se encuentra tanto en los corazones
de los médicos y de las enfermeras porque, a su entender, sus colegas pueden
ser muy amables sino en la excesiva confianza que depositan en la tecnología
médica. No es de extrañar, si a ello le añadimos la implacable fragmentación de
la medicina que lleva a remitir al paciente de un especialista a otro y la
creciente presión a que se ve sometido el personal de enfermería para que se
ocupe cada vez de más pacientes, que éstos acaben viéndose obligados a
asumir, independientemente de que estén o no preparados para ello, la
supervisión última de su tratamiento.
La palabra curación [heal] se deriva de la antigua expresión inglesa
hal, que significa completar o remediar . Así pues, el verdadero significado
del término curación va mucho más allá del simple hecho de poner fin a una
determinada enfermedad e implica ayudar también a la persona a recuperar su
bienestar emocional y su sensación de totalidad. Para curar , pues, los
pacientes necesitan algo más que cuidados médicos... algo que resulta más
accesible a la compasión que a la medicina y a la tecnología.
El diagrama de flujo del cuidado
Nancy Abernathy estaba impartiendo un seminario de habilidades
interpersonales y toma de decisiones a alumnos de primer curso de medicina
cuando se enteró de que su marido, de sólo cincuenta años, había muerto de
infarto, en plenas vacaciones de inverno, mientras esquiaba campo a través en
el bosque de detrás de su casa de Vermont.
Súbitamente viuda, Abernathy se vio obligada a cuidar de sus dos hijos
adolescentes y compartió, durante el siguiente semestre, sus sentimientos de
duelo y pérdida con sus alumnos, una realidad que se ven obligados a afrontar a
diario los familiares de los pacientes fallecidos.
En un determinado momento, Abernathy confió a sus alumnos el miedo
que tenía a impartir el mismo seminario al año siguiente, especialmente la clase
en que los participantes tenían que llevar fotografías de su familia. ¿Qué
fotografías
se preguntaba
llevaría ella y cuáles serían las penas que
compartiría? ¿Cómo evitaría el llanto cuando tuviese que hablar de la muerte de
su marido?
A pesar de ello, sin embargo, Abernathy aceptó encargarse del mismo
seminario al año siguiente y se despidió de sus alumnos al finalizar el curso.
Cuando llegó el siguiente otoño y Abernathy entró a dar la temida clase
descubrió sorprendida que el aula estaba ya parcialmente llena con sus antiguos
alumnos, que habían acudido espontáneamente para ofrecerle su apoyo.
«Éste me parece un ejemplo perfecto de lo que realmente es la compasión
afirma Abernathy , la simple conexión humana entre quien sufre y quien
puede ayudar.»9
Pero quienes desempeñan la misión de cuidar a los demás también
necesitan, a su vez, ser cuidados. Es por ello que, en todas las organizaciones
que se dedican al servicio, el cuidado que se prestan entre sí los miembros del
personal influye directamente en la calidad de sus servicios.
Este tipo de cuidado, que constituye una versión adulta del fundamento
seguro, puede observarse a diario en cualquier puesto de trabajo en las
interacciones cotidianas alentadoras. Entre ellas cabe destacar el hecho de
permanecer abierto, escuchar, atender una queja, mostrar respeto o valorar el
trabajo realizado por otra persona.
Las personas que trabajan en profesiones de ayuda y carecen de un
fundamento seguro son cada vez más susceptibles a la denominada fatiga de la
compasión .10 El abrazo, la escucha atenta y la mirada empática son muy
importantes pero, con demasiada frecuencia, se pierden en medio de la
actividad frenética característica de cualquier entorno laboral dedicado al
servicio. Pero la observación cuidadosa permite cartografiar el toma y daca del
cuidado. En este sentido, las observaciones realizadas por William Kahn que,
durante tres años, se dedicó a contemplar, desde una perspectiva antropológica,
las pequeñas interacciones que cotidianamente tenían lugar entre los miembros
de una organización dedicada al servicio social, le permitieron esbozar el
diagrama de flujo virtual del cuidado.11 La organización en cuestión que,
como todas las organizaciones sin ánimo de lucro, disponía de pocos fondos y
menos personal
se ocupaba de proporcionar a los niños sin hogar un
voluntario adulto que desempeñase simultáneamente el papel de compañero,
mentor y modelo de rol.
Kahn descubrió que las relaciones compasivas no son nada especial, sino
que impregnan la vida cotidiana de cualquier puesto de trabajo. No es nada
extraño que, cuando un nuevo trabajador social tiene que presentar un caso
difícil en la reunión semanal, por ejemplo, los más experimentados en un
ejemplo claro del despliegue natural del cuidado escuchen atentamente sus
frustraciones, formulen preguntas, silencien las críticas y comenten lo
interesante que les parece su trabajo.
En cierta reunión, sin embargo, en la que se suponía que la supervisora
iba a presentar su caso más problemático, se despreocupó de su objetivo y, en
lugar de ello, lanzó a un monólogo sobre los problemas administrativos que más
le preocupaban.
Durante toda su presentación, la supervisora permaneció con la mirada
fija en sus notas, evitando todo contacto visual, dejando muy pocas
oportunidades para las preguntas, menos todavía para los comentarios y
desentendiéndose por completo de lo que pensaran los trabajadores sociales.
Tampoco mostró ningún interés por el exceso de trabajo que éstos se veían
obligados a soportar y, cuando le formularon una pregunta sobre el programa,
no supo qué responder. Bien podríamos decir que esa supervisora sacó un cero
en cuidado.
Veamos ahora, empezando por arriba, el flujo del cuidado en esa misma
organización. El director general contaba con el apoyo entusiástico del equipo
directivo. El gerente, por ejemplo, le proporcionaba un fundamento seguro,
escuchaba atentamente sus problemas y frustraciones, le ofrecía ayuda y le
aseguraba que el equipo no le abandonaría y que dispondría de la autonomía
que necesitara para hacer las cosas a su modo.
Pero el gerente jamás prestó el mismo tipo de cuidado a los trabajadores
sociales sobre cuyas espaldas recaía, a fin de cuentas, el trabajo esencial de la
organización. Jamás les preguntó cómo se sentían, nunca les alentó ni mostró el
menor respeto por sus pacientes esfuerzos. Su relación emocional con ellos era
prácticamente nula, sólo hablaba con ellos en términos abstractos y se
desentendía de su frustración y de la rabia que sentían cuando disponían de esa
extraña oportunidad. Bien podría decirse que el único resultado era la
desconexión.
Pero ello no significaba que no cuidase a ninguno de sus subordinados,
porque lo cierto es que mantenía una curiosa relación con la persona encargada
de recaudar fondos que, a su vez, le respondía del mismo modo. Era como si
ambos se apoyasen mutuamente escuchándose sus problemas y ofreciéndose
consoladores consejos, pero ambos estaban igualmente desconectados de sus
subordinados.
Paradójicamente, la supervisora apoyaba mucho más a su jefe que el
apoyo que recibía de él. Esta inversión del flujo natural, en la que quien debe
recibir apoyo se ve obligado a darlo característico también de las familias
disfuncionales en las que el padre abdica de su responsabilidad y, en una
curiosa permuta de roles, busca el apoyo de sus hijos
resulta
lamentablemente demasiado frecuente.
Algo parecido sucedía también con la supervisora en cuestión que, si bien
se apoyaba en los trabajadores, también se despreocupaba de ellos. En cierta
reunión en la que un trabajador le preguntó si había conseguido ya el formulario
utilizado por otra organización para recopilar los datos de los casos de abuso
infantil, por ejemplo, la supervisora afirmó haberlo intentado sin éxito,
momento en el cual otro trabajador social se ofreció para conseguirlo. Así es
como, con la excusa de estar soportando una gran tensión emocional, los
supervisores suelen delegar sus responsabilidades en los trabajadores sociales.
En este tipo de organizaciones, el grueso del cuidado es el que tiene lugar
entre los mismos trabajadores sociales. Emocionalmente descuidados por sus
supervisores, enfrentados a presiones terribles y escapando como pueden del
burnout, tratan así de protegerse emocionalmente. Eso era patente en las
reuniones que celebraban por su cuenta en ausencia de la supervisora, en las
que se interesaban por cómo les iba, se escuchaban atenta y empáticamente y se
brindaban apoyo emocional concreto y, hablando en términos generales, se
cuidaban mutuamente.
Fueron muchos los trabajadores sociales que comentaron a Kahn que,
cuanto más cuidados se sentían, en mejores condiciones se hallaban para cuidar
a los demás. Como dijo uno de ellos «Cuando me siento bien tratado, me
entrego en cuerpo y alma».
Pero la entrega emocional no correspondida acaba cobrándose siempre su
peaje. Y es que, a pesar de todos los esfuerzos realizados, los trabajadores se
hallaban emocionalmente exhaustos. No es de extrañar que, en la medida en
que pasaba el tiempo, fueran alejándose emocionalmente de su trabajo hasta
que acabaron quemándose y abandonándolo. A los dos años y medio, catorce
personas pertenecientes a los seis escalafones diferentes de la empresa habían
renunciado a su trabajo.
Sin la necesaria recarga, los cuidadores terminan emocionalmente vacíos.
Sólo cuando los trabajadores de la salud se sienten apoyados cuando lo
necesitan, están en condiciones de ofrecer lo mismo a sus pacientes. Pero el
trabajador social, el médico o la enfermera quemados , carecen de recursos
emocionales.
Curando al curador
Pero hay otro argumento más pragmático que corrobora la importancia de
la compasión en el ámbito de la medicina porque, en términos de eficacia de
costes el criterio utilizado por las organizaciones para tomar decisiones ,
contribuye a la conservación del personal valioso. Y ésta conclusión viene
avalada por un estudio sobre el trabajo emocional realizado por trabajadores
de la salud, especialmente las enfermeras.12
Las enfermeras que se ven afectadas por su trabajo tienden a perder la
sensación de importancia de su misión y tienen una peor salud física y una
mayor tendencia a renunciar a su trabajo. Según los investigadores, estos
efectos se derivan del hecho de que las enfermeras acaban contagiándose de
la inquietud, la ira y la ansiedad de los pacientes, una negatividad que amenaza
con desbordar y afectar a las relaciones que mantienen con los demás, ya sean
pacientes o compañeros de trabajo.
Las enfermeras que, por su parte, mantienen relaciones más positivas con
sus pacientes, tienen un estado de ánimo más positivo y se sienten
emocionalmente mejor. Cuestiones tan sencillas como hablar amablemente o
mostrar afecto lleva a las enfermeras a estresarse menos con su trabajo y con los
encuentros con los pacientes y demás miembros del personal. Además, las
enfermeras emocionalmente más conectadas tienen una mejor salud física, la
sensación de que la suya es una misión importante y abandonan también menos
su trabajo.
Cuanto más tensa está una enfermera con sus pacientes, mayor es la
tensión que recibe de ellos y cuanto más alienta, por el contrario, su bienestar y
el bienestar de sus familias, mejor se siente. Obviamente, cualquier enfermera
atravesará, a lo largo de un día de trabajo, por ambos tipos de situaciones, pero
los datos sugieren que, cuanto más aliente los buenos sentimientos, mejor se
sentirá y la ratio de emociones positivas/negativas se halla, en cierta medida,
en sus propias manos.
Una de las cuestiones que generan más tensión emocional es estar
escuchar continuamente las quejas de los demás, un problema que suele
conocerse con el nombre de fatiga de la compasión y que consiste en verse
desbordado por la angustia de la persona a la que se está tratando de ayudar.
Pero éste es un problema cuya solución no consiste en que el cuidador deje de
escuchar, sino en encontrar el adecuado apoyo emocional. En un entorno
médico compasivo, personas como las enfermeras, que se hallan en la misma
vanguardia de la lucha contra el dolor y la desesperación, necesitan
metabolizar el sufrimiento inevitable, lo que contribuiría a aumentar su
resiliencia emocional. Las instituciones deben asegurarse de que las enfermeras
y demás miembros del personal tienen el suficiente apoyo como para ser
empáticos sin llegar a quemarse .
Del mismo modo que las personas cuyo trabajo las torna más vulnerables
a las lesiones provocadas por el estrés sostenido se toman de vez en cuando un
tiempo de descanso, quienes desempeñan un trabajo emocionalmente estresante
también podrían beneficiarse de una pausa para recuperarse. Pero ese tiempo no
se institucionalizará mientras los gestores sigan sin reconocer la importancia
en ocasiones crucial del esfuerzo emocional que, junto a otras obligaciones,
se ven obligados a afrontar quienes se dedican a la profesión sanitaria.
Resulta sorprendente que el componente emocional de los trabajos
relacionados con la salud no suela considerarse verdadero trabajo, pero si lo
consiguiéramos, los trabajadores sanitarios podrían funcionar mucho mejor. El
problema consiste en prestar más atención a estas dimensiones en la práctica de
la medicina, porque no es algo que suela tenerse en cuenta al considerar las
solicitudes de empleo y menos todavía en el ámbito de los líderes de la
medicina.
Lo peor sin embargo es que, al elegir a sus líderes, la medicina parece
incurrir en lo que cierto observador irónico calificó como la tendencia que lleva
a ascender a las personas a su nivel de incompetencia. Esto significa, por
ejemplo, que la elección de un jefe de departamento o de un ejecutivo suele
basarse exclusivamente en su experiencia técnica individual como cirujano, sin
tener en cuenta capacidades tan esenciales como la empatía.
«Cuando las personas se ven ascendidas a posiciones directivas sin
considerar sus habilidades interpersonales, sino tan sólo su experiencia médica
señala Joan Strauss, directora del departamento de mejora del servicio del
famoso Massachussets General, adscrito a la Harvard University deberían
pasar antes por un proceso de entrenamiento. En este sentido, por ejemplo, es
muy frecuente que sean incapaces de relacionarse de un modo abierto y
respetuoso... sin caer en los extremos del bobo y del déspota.»
Los estudios que se han dedicado a comparar los factores que determinan
el desempeño de los líderes estrella y de los mediocres en el ámbito del
servicio humano han puesto de relieve que lo que realmente importa no tiene
tanto que ver con el conocimiento médico o las habilidades técnicas como con
la inteligencia emocional y social.13 Obviamente, el conocimiento médico es
muy importante en el caso de los líderes del entorno sanitario, pero existe una
determinada competencia umbral que deberían poseer todos los profesionales
que se dedican a la salud. Lo que realmente diferencia a los líderes en el ámbito
de la medicina va mucho más allá de las habilidades estrictamente técnicas e
incluye competencias interpersonales tales como la empatía, la resolución de
conflictos y el desarrollo de los demás. A fin de cuentas, la medicina compasiva
necesita líderes compasivos, es decir, líderes que sepan proporcionar a sus
subordinados un fundamento emocional desde el que poder trabajar seguros.
Las relaciones curativas
A sus cuarenta años de edad, el prestigioso abogado de Boston Kenneth
Schwartz fue diagnosticado de cáncer de pulmón. El día antes de la operación
acudió, como le habían dicho, al departamento de precirugía del hospital y se
sentó a esperar a que le llamaran en una sala de espera atestada mientras las
enfermeras iban presurosas de un lado a otro.
Cuando finalmente le llamaron, entró en un despacho en el que una
enfermera le pasó una entrevista preoperatoria. Al comienzo le pareció muy
brusca hasta el punto de que, según dijo, se sintió como otro paciente sin rostro.
Pero, en cuando se enteró de que tenía cáncer de pulmón, su rostro se suavizó,
le tomó la mano y le preguntó cómo se sentía.
En el momento en que Schwartz le habló de su hijo Ben, de dos años de
edad, fue como si ambos se despojasen súbitamente de los roles de paciente y
enfermera. Entonces ella le dijo que su sobrino también se llamaba Ben y,
cuando se despidieron le aseguró enjugándose las lágrimas que, aunque no
formaba parte de su cometido habitual, iría a visitarle antes de la operación.
Cuando, al día siguiente, estaba sentado en una silla de ruedas esperando
que le llevasen a la sala de operaciones, recibió su visita y, sujetándole la mano
y con los ojos llorosos, le deseó suerte.
Ése no fue sino el primero de una serie de encuentros bondadosos y
compasivos con el personal médico que, como dijo Schwartz, «hicieron
tolerable lo insoportable».14
Poco antes de su muerte, que tuvo lugar unos meses después, Schwartz
hizo una generosa aportación para fundar el Kenneth B. Schwartz Center del
Massachussets General Hospital, una fundación que aspira a que más pacientes
puedan beneficiarse de ese tipo de cuidados, una fundación que, dicho en sus
propias palabras, «aliente y proporcione un apoyo médico compasivo» que
ofrezca esperanza a los pacientes, apoyo a los cuidadores y ayuda durante el
proceso de curación.15
El Schwartz Center entrega un premio anual a la compasión para
honrar al personal médico que se haya mostrado especialmente bondadoso en el
trato con los pacientes y que, en ese sentido, pueda servir de modelo a los
demás. Otra innovación muy prometedora del Center consiste en una variante
de los encuentros habituales en los que el personal médico se entera de los
últimos descubrimientos realizados en su campo. En lugar de ello, los
Schwartz Center Rounds proporcionan al personal del hospital la posibilidad
de reunirse para compartir sus preocupaciones y sus miedos, que se basan en la
premisa de que la comprensión de sus sentimientos y de sus respuestas permite
a los cuidadores mejorar la conexión personal que establecen con sus
pacientes.16
«Cuando celebramos nuestro primer Schwartz Center Round
dice la
doctora Beth Lown, del Mt. Auburn Hospital de Cambridge (Massachussets)
no esperábamos a más de sesenta o setenta personas, lo que ya está muy bien
pero, para nuestra sorpresa, se presentaron unas ciento sesenta, un dato que
refleja claramente la necesidad de hablar sinceramente de lo que conlleva
nuestro trabajo.»
Como representante de la American Academy on Physicians and Patients,
la doctora Lown tiene una perspectiva única. Desde su punto de vista: «La
cultura hospitalaria va erosionando lentamente las motivaciones que llevan a
tantas personas a interesarse por la medicina, reemplazándola por una
orientación biomédica que se centra básicamente en la tecnología y tiene por
objeto dar cuanto antes de alta al paciente. El problema, pues, no consiste tanto
en saber si es posible enseñar la empatía, sino en determinar lo que hacemos
mal para erradicarla del corazón de los estudiantes de medicina.»
Que los exámenes para expedir el título incluyan hoy en día una
valoración de las habilidades interpersonales refleja la importancia que está
empezando a cobrar, en el ámbito médico, el cultivo de habilidades como el
rapport y el establecimiento de relaciones. Pensemos, por poner sólo un
ejemplo, en la importancia de la entrevista médica que, hablando en general,
el médico llevará a cabo unas 200.000 veces a lo largo de toda su carrera ,17
que proporciona al médico y al paciente una oportunidad extraordinaria para
establecer una buena alianza de trabajo.
La mente analítica del médico ha dividido a la entrevista en siete partes
discretas, desde el modo de empezar hasta la recopilación de información y la
planificación del tratamiento y cuyas líneas directrices no se centran tanto en las
dimensiones médicas
que se dan por sentadas
como en los aspectos
humanos.
Entre otras muchas cosas, por ejemplo, estas directrices subrayan la
importancia de que el médico permita que el paciente acabe sus frases, en lugar
de dirigir la conversación desde el comienzo y que procure responder a todas
sus preocupaciones y preguntas. Es necesario establecer una conexión personal
que permita al médico entender el modo en que el paciente percibe la
enfermedad y el tratamiento. Los criterios de la entrevista, en suma, necesitan
destacar la empatía y el establecimiento del rapport.
«Aunque éstas sean en opinión de la doctora Lown habilidades que
puedan ser enseñadas y aprendidas, deben ser practicadas y cultivadas como
cualquier otra competencia clínica». De este modo concluye los médicos
no sólo serán más eficaces, sino que los pacientes asumirán más fácilmente al
tratamiento y estarán más satisfechos con el cuidado que reciben.
Pocos meses antes de morir, Kenneth Schwartz, dijo claramente que:
«Los actos humanitarios silenciosos son, para el mantenimiento de la esperanza,
más curativos que la radioterapia y la quimioterapia. Y aunque no crea que,
para vencer al cáncer, baste con la esperanza, ciertamente ha significado, para
mí, algo extraordinariamente importante».
SEXTA PARTE
CONSECUENCIAS SOCIALES
CAPÍTULO 19
LA ZONA DE RENDIMIENTO ÓPTIMO
Supongamos que, mientras se dirige en coche a su trabajo, va pensando
en la importante reunión que tiene esa misma mañana y recordando de vez en
cuando que, al llegar al semáforo, hoy no tiene que seguir recto como siempre,
sino cambiar de dirección hacia la izquierda para dejar el traje en la
tintorería.
Súbitamente escucha, detrás de usted, la sirena de una ambulancia y, se
apresta a cambiar de carril y cederle el paso, advirtiendo cómo se aceleran los
latidos de su corazón.
Pasado el momento, sus pensamientos vuelven a dirigirse hacia la
reunión, pero todavía está muy alterado y no puede concentrarse como antes.
Cuando finalmente está aparcando descubre que se ha olvidado por completo
de la tintorería.
Este pasaje no procede de ningún manual de gestión empresarial, sino del
inicio del artículo The Biology of Being Frazzled [ La biología del
agotamiento ], publicado por la prestigiosa revista Science, en el que se
resumen las distorsiones que provocan, en nuestro pensamiento y acción, las
preocupaciones de la vida cotidiana.1
La excitación emocional que acompaña al agotamiento impide el
adecuado funcionamiento de los centros ejecutivos del cerebro. Es por ello que,
cuando estamos agotados, no podemos concentrarnos ni pensar con claridad, un
hecho que pone claramente de relieve el extraordinario interés que posee el
clima emocional óptimo de los entornos escolar y laboral.
Desde una perspectiva neurológica es necesario, para el rendimiento
laboral y académico excelentes, un determinado estado cerebral del que nos
aleja la biología misma de la ansiedad.
Destierra el temor fue un lema muy empleado por Richard Deming, el
difunto gurú del control de calidad. Según decía, el miedo enfría el clima
emocional del entorno laboral, en cuyo caso, los trabajadores se muestran
renuentes a hablar, a compartir nuevas ideas y a organizarse, con lo cual
diminuye, obviamente, la calidad del producto final. Y lo mismo podríamos
decir que sucede también en el ámbito escolar, porque el miedo afecta al
funcionamiento de nuestra mente y entorpece el aprendizaje.
La neurobiología básica del agotamiento pone de relieve el programa por
defecto empleado por el cuerpo cuando debe enfrentarse a una amenaza. Así,
por ejemplo, cuando nos hallamos ante una situación estresante, se activa el eje
HPA que predispone al cuerpo para afrontar la situación. No es de extrañar que,
en tal caso, la vía superior
demasiado lenta para hacer frente a una
emergencia
se vea provisionalmente marginada y que la amígdala acabe
usurpando el lugar que le corresponde a la corteza prefrontal como centro
ejecutivo del cerebro, fomentando el desencadenamiento de todo tipo de hábitos
automáticos y de respuestas reflejas.2
Cuando el cerebro abdica de sus funciones y deja el proceso de toma de
decisiones en manos de la vía inferior nos vemos despojados de nuestras
mejores capacidades pensantes. Y, cuanto más intensa es la presión, más se
resienten nuestros pensamientos y nuestras acciones.3 Esta usurpación
ascendente de la amígdala obstaculiza el aprendizaje, el asentamiento de la
información en la memoria operativa, la respuesta flexible y creativa, la
capacidad de centrar deliberadamente la atención y la planificación y
organización eficaz, en cuyo caso, acabamos sumidos en lo que los
neurocientíficos denominan una disfunción cognitiva .4
«No recuerdo haber estado nunca tan mal en el trabajo me confesó, en
cierta ocasión, un amigo como la temporada en que mi empresa llevó a cabo
un reajuste laboral en la que cada día desaparecía un nuevo empleado a causa,
según decían los informes oficiales, de razones personales . El clima de miedo
era tan palpable que nadie podía concentrarse y resultaba imposible hacer las
cosas bien.»
No es de extrañar que la eficacia cognitiva de nuestro cerebro sea menor
cuanto mayor la ansiedad experimentada. En esta situación mentalmente tan
deficiente, las distracciones distorsionan nuestra atención y nos impiden
acceder a nuestros mejores recursos cognitivos. Ese estado de ansiedad extrema
merma nuestra atención, obstaculiza la capacidad de asimilar nueva
información e impide la emergencia de nuevas ideas. En este sentido, el pánico
es uno de los principales enemigos del aprendizaje y de la creatividad.
La vía neuronal por la que discurre la disforia va desde la amígdala hasta
la corteza prefrontal derecha. Cuando este circuito se activa, nuestros
pensamientos se aferran obsesivamente a lo que genera el desasosiego. Y, en la
medida en que nos vemos atrapados por la preocupación y el resentimiento,
pongamos por caso, diminuye también nuestra agilidad mental. Algo parecido
sucede también cuando estamos tristes, momento en el cual disminuye el nivel
de activación de la corteza prefrontal y generamos menos pensamientos.5 Así
pues, los extremos de la ansiedad y la ira, por un lado, y de la tristeza, por el
otro, nos alejan de la zona de rendimiento cerebral óptimo.
El aburrimiento, por su parte, también deja su impronta negativa en el
funcionamiento cerebral porque, cuando nuestra mente divaga, se desvanece la
motivación y perdemos la capacidad de concentración. Ésta es una situación
que se refleja claramente en la mirada ausente tan frecuente, por otra parte
que exhiben quienes se hallan atrapados en una reunión excesivamente larga.
Todos recordamos perfectamente los días de tedio de nuestra infancia, cuando
nuestra mirada vagaba ausente y absorta más allá de la ventana del aula.
Un estado óptimo
Toda la clase se ha organizado en parejas y está haciendo crucigramas.
Cada pareja tiene dos ejemplares del mismo crucigrama, uno de ellos completo
y el otro vacío. Quien tiene el crucigrama lleno, debe proporcionar
en
español, puesto que se trata de una clase de español las pistas necesarias para
que su compañero complete el crucigrama.
Todos están tan absortos que, al sonar el timbre que anuncia el final de la
clase, siguen trabajando. No es de extrañar que, en la redacción que tuvieron
que escribir al día siguiente empleando las palabras recién aprendidas, todos
mostrasen una excelente comprensión del nuevo vocabulario. A fin de cuentas,
el hecho de hallarse absorto en lo que está haciendo constituye el signo
distintivo del verdadero aprendizaje.
Nada tiene que ver esta clase con aquella otra de inglés que versaba sobre
el uso adecuado de las comas y en la que una estudiante aburrida sacó de su
bolso el catálogo de una tienda de ropa y se puso discretamente a hojearlo.
El educador Sam Intrator pasó un año entero observando el
funcionamiento de este tipo de aulas y, cada vez que advertía un momento
especialmente interesante
como el día del crucigrama de la clase de
español , preguntaba a los alumnos lo que estaban pensando y sintiendo.6
Si la mayoría de los alumnos afirmaban hallarse enfrascados en lo que
estaban aprendiendo, se trataba de una de esas situaciones a las que acabó
calificando como especialmente comprometidas que siempre comparten los
mismos ingredientes, una curiosa combinación de atención, entusiasmo e
intensidad emocional positiva. De ahí, precisamente, se deriva el gozo de
aprender.
Según Antonio Damasio, neurocientífico de la University of Southern
California y pionero en la investigación de la relación existente entre la ciencia
del cerebro y la experiencia humana, esos momentos placenteros reflejan «una
coordinación fisiológica y un funcionamiento óptimos de las operaciones
vitales». Son precisamente esos estados gozosos, en opinión de Damasio, los
que nos permiten ir más allá de la rutina cotidiana, sentirnos bien y avanzar.
La ciencia cognitiva ha descubierto según dice Damasio que los
estados positivos que facilitan la capacidad de actuar , alientan un
funcionamiento más armónico que acentúa la eficacia y libertad de lo que
hacemos. En ellos se asientan según dice los llamados estados de máxima
armonía de las redes neuronales que gobiernan nuestras operaciones mentales.
Cuando nuestra mente funciona de ese modo, su eficacia, rapidez y poder
son máximos. Son momentos en los que nos hallamos silenciosamente
emocionados. Los estudios de imagen cerebral han puesto de relieve que el área
cerebral que despliega una mayor actividad cuando las personas se hallan en un
estado tan estimulante y optimista es la corteza prefrontal, el centro de la vía
superior.
El aumento de la actividad prefrontal va acompañado de habilidades
como el pensamiento creativo, la flexibilidad cognitiva y el procesamiento de
información.7 Aun los médicos, modelos de excelencia racional, piensan más
claramente cuando se encuentran en un estado de ánimo más positivo. Cierta
investigación llevada a cabo en este sentido, por ejemplo, ha puesto de relieve
que los radiólogos (que se ocupan de interpretar las radiografías y ayudar a
otros médicos a realizar un diagnóstico más adecuado) trabajan con más rapidez
y exactitud después de recibir un regalo que eleva ligeramente su estado de
ánimo. En tal caso, sus comentarios diagnósticos incluyen sugerencias muy
valiosas para el tratamiento y la consulta.8
La U invertida
La representación gráfica de la relación existente entre la habilidad (y
habitualmente también el rendimiento) mental y el espectro de estados de ánimo
asume la forma de una U invertida con las patas levemente separadas. La
alegría, la competencia cognitiva y el rendimiento excelente ocurren en la
cúspide de la figura. En uno de los extremos de una pata se encuentra el
aburrimiento y, en el de la otra, la ansiedad. Es por ello que, cuanto mayor sea
la apatía o la angustia que experimentamos ya sea escribiendo una redacción
o elaborando un informe peor es nuestro rendimiento.9
Los retos que despiertan nuestro interés nos sacan del estupor del
aburrimiento, aumentan nuestra motivación y focalizan nuestra atención. La
cúspide del desempeño cognitivo tiene lugar en el punto superior de la
motivación y la atención, es decir, en el punto en el que intersectan la dificultad
de la tarea y nuestra capacidad de responder adecuadamente. Más allá de ese
punto de óptima eficacia cognitiva, el reto empieza a superar nuestra capacidad
y nos adentramos en la parte negativa de la U invertida.
Saboreamos el pánico cuando nos damos cuenta, pongamos por caso, de
que hemos estado demorando excesivamente un artículo o un informe. Es por
ello que, a partir de ese punto, la ansiedad va erosionando progresivamente
nuestra competencia cognitiva.10 En la medida en que aumenta la dificultad de
la tarea y el desafío empieza a desbordarnos, va activándose progresivamente la
vía inferior. Cuando, finalmente, el reto supera nuestras posibilidades, la vía
superior renuncia a sus posibilidades y entrega a la inferior las riendas del poder
del cerebro.11
RENDIMIENTO
Elevado
Bajo
ESTRÉS
Elevado
Bajo
Eficacia cognitiva óptima
Aburrimiento
Ansiedad
La U invertida representa gráficamente la relación entre el nivel de estrés y el
rendimiento mental en tareas tales como el aprendizaje y la toma de decisiones.
Tengamos en cuenta que el nivel de estrés varía en función de la intensidad del
reto, de modo que una intensidad muy leve promueve el desinterés y el
aburrimiento. El reto adecuado, por su parte, moviliza el interés, la atención y la
motivación (que, cuando alcanza su nivel óptimo, va acompañada del
rendimiento y el logro cognitivo máximos). Cuando, por último, el reto supera
nuestra capacidad, se intensifica el estrés que, en su caso extremo, colapsa tanto
el desempeño como el aprendizaje.
Este cambio neuronal del control de la vía superior a la vía inferior
explica precisamente la forma de la U invertida. Tengamos en cuenta que la U
invertida refleja el impacto sobre el aprendizaje y el desempeño de esos dos
diferentes sistemas neuronales. Ambos aparecen cuando el aumento de atención
y motivación estimulan la actividad de los glucocorticoides. Es por ello que el
nivel sano de cortisol alienta el compromiso.12 En este sentido, los estados de
ánimo positivos desencadenan una concentración de cortisol (de ligera a
moderada) que caracteriza al mejor aprendizaje.
Cuando el estrés va más allá de ese punto óptimo en el que las personas
aprenden y funcionan mejor, irrumpe un segundo sistema neuronal que segrega
la elevada tasa de norepinefrina característica del miedo.13 A partir de este
punto que jalona el inicio de la caída en el pánico la intensificación del
estrés no hace más que empeorar nuestra eficacia y desempeño mental.
Durante los estados de ansiedad muy elevada, el cerebro segrega dosis
altas de cortisol y norepinefrina que interfieren con el adecuado funcionamiento
de los mecanismos neuronales en los que se asientan el aprendizaje y la
memoria. Cuando las hormonas ligadas al estrés superan una determinada tasa
crítica, se dispara el funcionamiento de la amígdala, al tiempo que disminuye el
de las regiones prefrontales, que pierden entonces su capacidad para contener
los impulsos dirigidos por la amígdala.
Como sabe perfectamente cualquier estudiante que se haya descubierto
estudiando más cuanto más cerca se halla el día del examen, una cierta tensión
estimula la motivación y focaliza la atención. Hasta cierto punto, la atención
selectiva aumenta cuanto mayor es la tensión, cosa que sucede, por ejemplo,
cuando se acerca la fecha de entrega de un trabajo, cuando nos hallamos bajo la
atenta mirada de un profesor o cuando tenemos que enfrentarnos a un reto
desafiante. Además, el hecho de prestar una atención completa alienta la
eficacia cognitiva de la memoria operativa y culmina en el rendimiento mental
óptimo.
Más allá, sin embargo, de ese punto es decir, más allá del punto en el
que el reto todavía es proporcional a nuestra capacidad , la ansiedad no hace
más que erosionar nuestras capacidades cognitivas. En esa región, nuestras
capacidades empeoran considerablemente y los estudiantes de matemáticas, por
ejemplo, experimentan una notable reducción de la atención necesaria para
resolver un problema. La investigación realizada en este sentido ha puesto de
relieve que la preocupación ansiosa ocupa nuestro espacio atencional,
obstaculizando la capacidad de solucionar problemas y entender nuevos
conceptos.14
Todo esto afecta muy directamente a nuestro funcionamiento en el aula y
en el entorno laboral. No se trata tan sólo de que, cuando estemos distraídos,
pensemos con menos claridad, sino que también perdemos el interés por las
cosas que nos importan.15 Los psicólogos que se han dedicado a estudiar los
efectos del estado de ánimo en el aprendizaje han llegado a la conclusión de
que, cuando los estudiantes no están atentos ni se encuentran a gusto en clase,
sólo absorben una pequeña parte de la información que se les proporciona.16
Los mismos problemas se aplican tanto a los maestros como a los líderes
del mundo empresarial. Los sentimientos negativos debilitan la empatía y el
interés. Las evaluaciones realizadas por los directivos que están de mal humor,
por ejemplo, son peores, centran excesivamente su atención en los aspectos
problemáticos y expresan opiniones más desaprobadoras.17 Y lo mismo, muy
probablemente, ocurre también en el caso de los maestros.
El funcionamiento más adecuado de la vía superior tiene lugar en un
rango de estrés que va de bajo a moderado, más allá del cual se dispara el
funcionamiento de la vía inferior.18
Una clave neuronal del aprendizaje
La tensión se palpa en el ambiente de esa clase de química. Todo el
mundo está nervioso porque sabe que, en cualquier momento, el profesor puede
llamarles a la pizarra para que solucionen un complicado problema de química
que sólo sabrán resolver los alumnos más avanzados. Es un momento en que los
buenos alumnos se sienten orgullosos y todos los demás avergonzados.
En el aire flotan amenazas sociales como el miedo al juicio del profesor o
el hecho de parecer estúpido a los ojos de los compañeros que activan las
hormonas ligadas al estrés y disparan, en consecuencia, la tasa de cortisol, un
miedo social que entorpece el funcionamiento de los mecanismos cerebrales del
aprendizaje.19
Existen grandes diferencias interpersonales en la ubicación de la cúspide
de la U. Los estudiantes que pueden asumir un mayor estrés sin perder, por
ello, el acceso a las habilidades de la vía superior se muestran imperturbables en
la pizarra, independientemente de que respondan bien o mal (y muy
probablemente, cuando sean adultos, tengan éxito en profesiones de alto riesgo
como accionistas de Wall Street, que pueden ganar o perder una fortuna en un
parpadeo del mercado). Los más susceptibles, sin embargo, a la activación del
eje HPA, se descubrirán mentalmente paralizados aun en situaciones de bajo
estrés. Es por ello que, quienes no estén bien preparados para el examen
sorpresa de química o aprenden más lentamente, sólo padecerán cuando sean
llamados para salir a la pizarra.
El hipocampo, ubicado cerca de la amígdala, en el cerebro medio, es un
órgano fundamental para el aprendizaje. Esta estructura permite el paso del
contenido de la memoria operativa
es decir, la nueva información
provisionalmente ubicada en la corteza prefrontal al almacenamiento a largo
plazo, un acto neuronal que constituye la esencia misma del aprendizaje.
Cuando finalmente nuestra mente relaciona estos nuevos datos con lo que ya
sabemos, podremos recordar la nueva información semanas o incluso años más
tarde.
Lo que el estudiante escucha en clase o lee en un libro discurre a través
de senderos neuronales que funcionan sin un ápice de comprensión. De hecho,
todo lo que nos sucede en la vida, todos los detalles que recordamos, dependen
del hipocampo. La retención continua de los recuerdos requiere de una gran
actividad neuronal. En realidad, la inmensa mayoría de la neurogénesis es
decir, el proceso de creación de nuevas neuronas y el establecimiento de
conexiones con las demás tiene lugar en el hipocampo.
El hipocampo es especialmente vulnerable al estrés emocional continuo a
causa de los efectos dañinos del cortisol. En situaciones de estrés prolongado, el
cortisol ataca a las neuronas del hipocampo, enlenteciendo y aun reduciendo el
número total de neuronas, lo que provoca un impacto desastroso sobre el
aprendizaje. Es por ello que las depresiones graves y los traumas intensos, por
ejemplo, desencadenan un flujo continuo de cortisol que provoca la muerte de
las neuronas del hipocampo. Con la recuperación, sin embargo, el hipocampo
provoca el aumento del número de neuronas y su correspondiente crecimiento.20
Cuando el estrés es menos intenso, largos períodos de una elevada tasa de
cortisol parece impedir el desarrollo de esas neuronas. De este modo, el cortisol
activa el funcionamiento de la amígdala al tiempo que deteriora el hipocampo,
dirigiendo nuestra atención hacia las emociones y restringiendo la capacidad de
asimilar nueva información. De hecho, lo que nos preocupa deja, en tal caso,
una impronta tan profunda que, pasado el día del examen sorpresa, recordamos
mucho más claramente los pormenores de la situación relacionados con el
miedo que el contenido concreto del examen.
Los resultados de cierta simulación realizada para determinar los efectos
del cortisol sobre el aprendizaje en la que una serie de universitarios tenían que
aprender de memoria una lista de palabras e imágenes después de haber
recibido una inyección que aumentaba su tasa de cortisol, pusieron de relieve la
misma U invertida de la que estamos hablando. Así pues, los que habían
recibido una dosis de suave a moderada recordaban más fácilmente, al cabo de
un par de días, lo que habían memorizado. En el caso de haber recibido una
dosis elevada, sin embargo, el cortisol deterioraba su recuerdo, muy
probablemente a causa del papel esencial desempeñado por el hipocampo.21
Esto tiene implicaciones muy profundas sobre el tipo de atmósfera
escolar que favorece el aprendizaje. Recordemos que el entorno social afecta
tanto a la cantidad como al destino de las neuronas recién creadas. Y, si
tenemos en cuenta que las nuevas células necesitan un mes para madurar y
cuatro más para establecer vínculos con el resto de las neuronas, cualquiera
entenderá que el entorno que rodee al sujeto durante ese período determina
parcialmente la forma y la función final de esas neuronas. Es por ello que las
nuevas células que facilitan el recuerdo durante un semestre codificarán en sus
vínculos lo que hayan aprendido durante ese tiempo... y que esa codificación,
en consecuencia, será mejor cuanto más adecuado al aprendizaje sea el tono
emocional.
El desasosiego, por el contrario, dificulta el aprendizaje. Hace ya casi
medio siglo, Richard Alpert que entonces se hallaba en Stanford demostró
experimentalmente lo que todo estudiante sabe, que la ansiedad elevada
interfiere con la capacidad de aprobar un examen.22 Una reciente investigación
con estudiantes universitarios que debían pasar un examen de matemáticas
descubrió que, cuando se les decía que ese examen era una mera práctica ,
puntuaban un diez por ciento mejor que cuando creían que formaba parte de un
equipo que dependía de su puntuación para obtener un premio en metálico... lo
que corrobora que el estrés social provoca un deterioro en el funcionamiento de
la memoria operativa. También hay que señalar el dato curioso de que el déficit
de esta capacidad cognitiva básica fue más intenso en los alumnos más
inteligentes.23
Consideremos ahora el caso de un grupo de estudiantes de dieciséis años
cuyas puntuaciones en una prueba sobre capacidad matemática realizada a
escala nacional los ubicaba en el percentil 95 (es decir, que se hallaban en el 5
por ciento más elevado).24 El experimento en cuestión determinó que algunos
de ellos eran muy buenos en clase de matemáticas mientras que otros, por el
contrario, tenían dificultades pese a hallarse extraordinariamente capacitados.
La investigación realizada al respecto demostró que el factor esencial que
explicaba esa diferencia radicaba en que, cuando aquéllos se sumían en sus
estudios, se hallaban concentrados y muy a gusto el 40 por ciento de las veces,
cosa que en éstos los más ansiosos sólo ocurría un 30 por ciento de las
ocasiones. Los peores estudiantes de matemáticas, por su parte, sólo
experimentaban esos estados óptimos el 16 por ciento de las veces y una gran
ansiedad en torno al 55 por ciento.
Dada la extraordinaria importancia que parecen tener las emociones en el
rendimiento, la principal tarea emocional de los profesores y de los líderes
empresariales es la misma, contribuir a que sus alumnos y subordinados
alcancen y se mantengan el mayor tiempo posible en la cúspide de la U
invertida.
Poder y flujo emocional
Cada vez que una reunión parecía estancarse, el presidente lanzaba una
crítica sobre alguno de los presentes que pudiera asumirla (habitualmente el
jefe de marketing, que era su mejor amigo) y, después de haber llamado de ese
modo la atención de los asistentes, proseguía la reunión. Esa táctica revivía
súbitamente el interés de todo el mundo y los movilizaba desde el aburrimiento
hasta el compromiso.
Las expresiones de disgusto del líder se sirven del contagio emocional.
Adecuadamente calibrados, este tipo de ataques puede llamar la atención y
movilizar a los empleados. Son muchos los líderes que saben que, si bien una
dosis adecuada de irritación pueden resultar muy movilizadora, su exceso puede
resultar paralizante. El mejor modo de saber si un mensaje desagradable ha sido
bien calibrado consiste en ver si moviliza a las personas hasta su zona de
rendimiento óptimo o si, por el contrario, les lleva más allá y les sume en la
región en la que el desasosiego socava el rendimiento.
El poder también influye en el contagio emocional, determinando sobre
cuál de los cerebros implicados gravitará la interacción. Y hay que decir que las
emociones fluyen con especial intensidad desde la persona socialmente más
dominante a la menos dominante.
En este sentido, los seres humanos atribuimos naturalmente más
importancia y prestamos más atención a lo que dice y hace la persona más
poderosa del grupo. Esto amplifica la intensidad del mensaje emocional
transmitido por el líder y confiere a sus emociones una cualidad especialmente
contagiosa. Como escuché decir, en cierta ocasión, a un líder de una pequeña
organización: «Cuando estoy enfadado, los demás se contagian como si de la
gripe se tratara».
El tono emocional del líder tiene una importancia realmente
extraordinaria. Cuando el líder, por ejemplo, transmite una mala noticia (su
decepción, por ejemplo, con un empleado que no ha conseguido alcanzar sus
objetivos) con un tono cordial, los asistentes la valoran positivamente. Cuando,
por el contrario, una buena noticia (la satisfacción por haber alcanzado el
objetivo previsto) se transmite con una expresión taciturna, los presentes tienen
la sensación de que las cosas no van bien.25
Este efecto de la emoción se vio corroborado por un experimento en el
que cincuenta y seis jefes de equipos simulados de trabajo se vieron
externamente movilizados hacia estados de ánimo positivos y negativos y
posteriormente se determinó el impacto emocional que ello provocaba en los
grupos que dirigían.26 Los miembros del equipo dirigido por los líderes
optimistas revelaron un estado de ánimo más positivo y se hallaban también
mejor coordinados y obtenían más con menos esfuerzo. Los equipos dirigidos
por jefes gruñones, por su parte, demostraron hallarse más descoordinados y
también eran más ineficaces. Pero lo peor de todo fue que los esfuerzos
alentados por el miedo para complacer al líder les llevó a elegir las peores
estrategias y a tomar decisiones equivocadas.
Mientras que las expresiones de disgusto adecuadamente dosificadas del
jefe pueden resultar muy eficaces, el simple enfado resulta, sin embargo,
contraproducente como técnica de liderazgo. Cuando el líder apela de manera
sistemática al mal genio para movilizar a sus subordinados quizás se hagan más
cosas, pero no necesariamente se hacen bien. Además, los estados de ánimo
negativos socavan inevitablemente el clima emocional e impiden el adecuado
funcionamiento del cerebro.
Bien podríamos reducir el liderazgo a la serie de intercambios sociales
mediante los cuales el líder moviliza las emociones de sus subordinados en un
sentido positivo o negativo. En los intercambios de mayor cualidad, por
ejemplo, el subordinado siente la atención, la empatía, el apoyo y la positividad
de su jefe mientras que en los peores, por el contrario, se siente aislado y
amenazado.
Este mismo tipo de efecto se manifiesta también en aquellas otras
relaciones en las que una persona tiene poder sobre otra como, por ejemplo, en
las relaciones maestro-discípulo, médico-paciente y padre-hijo. Todas éstas son,
obviamente, relaciones muy diferentes pero, a pesar de ello, pueden resultar
muy beneficiosas y alentar el desarrollo, la educación o la curación de la
persona menos poderosa.
Este potencial, sin embargo, se desaprovecha con demasiada frecuencia.
Consideremos, por ejemplo, el caso de una trabajadora del ámbito de la
asistencia sanitaria que acababa de perder a su bebé recién nacido y que,
mientras estaba recuperándose en el hospital, recibió la visita de su jefe. Ella
suponía que había ido para brindarle su apoyo ante una pérdida tan devastadora.
Pero, cuando se enteró de que lo único que le interesaba era saber cuándo
volvería a su trabajo, se enfadó tanto que solicitó ser trasladada a otro
departamento.
Esa insensibilidad del jefe no sólo corre el riesgo de desaprovechar a los
trabajadores más brillantes, sino que también socava su eficacia cognitiva. Los
líderes socialmente inteligentes ayudan a sus subordinados a contener y a
recuperarse del desasosiego emocional. Aunque sólo sea desde la perspectiva de
la empresa, el líder no debería mostrarse indiferente, sino reaccionar
empáticamente y actuar en consecuencia.
Los jefes: El bueno, el feo y el malo
Cualquier trabajador reconocerá fácilmente la existencia de dos tipos de
jefes, uno con el que le gusta trabajar y el otro del que quieren librarse.
Independientemente del tipo de gente y del lugar, las listas que al respecto han
generado grupos muy diversos, desde reuniones de directores generales hasta
congresos de maestros de la escuela en ciudades tan diferentes como Sao Paulo,
Bruselas y St. Louis (Missouri), se asemejan a la siguiente:
El buen jefe
El mal jefe
escucha
es alentador
es sociable
es valiente
tiene sentido del humor
es empático
es resolutivo
es responsable
es humilde
es completamente insensible
es incrédulo
es reservado
intimida
tiene mal genio
es egocéntrico
es indeciso
es culpabilizador
es arrogante
comparte la autoridad
es desconfiado
Así pues, los mejores jefes son personas seguras, empáticas y conectadas,
personas que nos hacen sentir tranquilos, valorados e inspirados, mientras que
los peores son personas distantes, difíciles y arrogantes que, en el mejor de los
casos, nos hacen sentir incómodos y, en el peor, despiertan nuestro
resentimiento.
Es interesante constatar que estos dos diferentes conjuntos de atributos
concuerdan perfectamente con el buen padre y el mal padre que alientan,
respectivamente, la seguridad y la ansiedad. De hecho, la dinámica emocional
de la gestión de los empleados en el entorno laboral se asemeja mucho a la de la
educación de los hijos. Tengamos en cuenta que, si bien el modelo básico de un
fundamento seguro se establece en la infancia, no concluye en ella, porque son
muchas las personas que, a lo largo de la vida, van relevándose en el
desempeño de este papel. Así, por ejemplo, en la escuela, es el maestro el que
asume ese testigo que, cuando accedemos al mundo laboral, suele pasar a
manos de nuestro jefe.
Como me dijo George Kohlrieser, psicólogo y profesor de liderazgo en el
International Institute for Management Development de Suiza: «El fundamento
seguro es una fuente de seguridad, energía y confianza que nos permite
movilizar nuestra propia energía», observando también que el hecho de
disponer de un fundamento seguro en el entorno laboral resulta esencial para
conseguir un rendimiento excelente.
Según Kohlreiser, cuando el trabajador se siente seguro, se centra más en
lo que está haciendo, consigue sus objetivos y no considera los obstáculos como
amenazas, sino como retos. Cuando, por el contrario, se siente ansioso, se
preocupa demasiado por el fantasma del fracaso y teme ser rechazado o
abandonado (lo que, en el contexto laboral, significa ser despedido). Es por ello
que, en este último caso, sólo juega sobre seguro.
Las personas que sienten que su jefe les proporciona un fundamento
seguro son, en opinión de Kohlrieser, más libres para explorar, se divierten más,
asumen más riesgos, introducen cambios y están más dispuestos a enfrentarse a
nuevos retos. Otra ventaja adicional es que, cuando los líderes que establecen
un fundamento seguro se ven obligados a proporcionar un feedback negativo,
los subordinados no sólo lo reciben más abiertos, sino que se benefician
también de conocer información que, de otro modo, resulta difícil de aceptar.
Como el padre, sin embargo, el líder no debería sobreproteger a sus
empleados librándoles de todo tipo de tensión. A fin de cuentas, el desarrollo de
la resiliencia requiere de un cierto grado de la incomodidad derivada de las
presiones que suelen acosar al entorno laboral. Pero, sabiendo que el exceso de
tensión puede resultar desbordante, el líder inteligente proporciona un
fundamento seguro disminuyendo, en el caso de que sea posible, la tensión... o,
cuanto menos, no intensificándola.
Cierto ejecutivo de nivel medio, por ejemplo, me dijo: «Mi jefe es un
excelente intermediario. Sean cuales fueren las presiones que le lleguen desde
arriba y debo decir que son muchas jamás nos las transmite directamente.
Eso es precisamente lo que hace el jefe de un departamento anejo al nuestro,
obligando a sus subordinados a realizar un balance trimestral de las ganancias y
de las pérdidas, aunque sus productos tarden entre dos y tres años en llegar al
mercado».
Cuanto más resilientes, motivados o buenos sean, por otra parte, los
miembros de un determinado equipo de trabajo o, dicho en otras palabras,
cuanto más cerca se muevan de la cúspide de la U mejores son los resultados
obtenidos, aunque el líder se halle muy desconectado y sea muy exigente. Pero,
cuanto ese tipo de líder pasa a una cultura menos agresiva, puede provocar un
auténtico desastre. Un hombre de negocios me habló, en cierta ocasión, de un
líder que se mostraba muy exigente las veinticuatro horas del día los siete días
de la semana y que no tenía el menor empacho en gritar cuando algo le
desagradaba. «Cuando su empresa se fundió con otra continuó diciéndome
el mismo estilo que antes le funcionaba tan bien ahuyentó a los jefes de la
empresa fusionada, que acabaron considerándole intolerable. Dos años después
de la fusión, el valor de las acciones de la empresa seguía estancado».
El niño no puede escapar al sufrimiento emocional que necesariamente
acompaña al proceso de desarrollo y, del mismo modo, la toxicidad emocional
parece ser un subproducto natural de la vida empresarial, porque los empleados
se ven despedidos, los niveles superiores dictan políticas injustas y los
trabajadores descargan sus frustraciones sobre sus compañeros. Y son muchas
las causas que provocan esta situación, como jefes arbitrarios, compañeros de
trabajo desagradables, procedimientos frustrantes o cambios caóticos que
provocan reacciones que van desde la angustia y la rabia hasta la desesperación
y la pérdida de confianza.
Afortunadamente, sin embargo, no sólo tenemos que depender del jefe,
porque los compañeros, el equipo de trabajo, los amigos y aun la misma
organización pueden proporcionar la sensación de fundamento seguro. En un
determinado entorno laboral, todo el mundo contribuye a generar el clima
emocional que, a fin de cuentas, no es sino la sumatoria de los estados de ánimo
que se mueven en las relaciones que mantenemos durante toda la jornada
laboral. Independientemente, pues, del rol que desempeñemos, del modo en que
cumplamos con nuestro trabajo, de cómo nos relacionemos y de cómo
contribuyamos a que se sientan los demás, todos aportamos nuestro granito de
arena al clima emocional general.
La mera existencia de un supervisor o de un compañero de trabajo al que
podamos recurrir cuando nos sentimos frustrados representa un auténtico
bálsamo. Son muchos los casos en los que los compañeros de trabajo
constituyen una especie de
familia
cuyos miembros se sienten
emocionalmente vinculados, una sensación que alienta la fidelidad entre los
miembros del grupo. Es por ello que, cuanto más fuertes son los vínculos
emocionales entre los trabajadores, más motivado, productivo y satisfactorio
resultará su trabajo.
En el entorno laboral, la sensación de compromiso y satisfacción
depende, en gran medida, de los cientos y cientos de interacciones que
mantenemos cotidianamente con supervisores, compañeros o clientes. La
acumulación y frecuencia de momentos positivos y de momentos negativos
determina nuestra satisfacción y, en consecuencia, nuestro rendimiento. Así
pues, el modo en que nos sentimos en nuestro puesto de trabajo depende de la
suma total de pequeños intercambios, un cumplido por el trabajo bien hecho,
una palabra de aliento después de un contratiempo, etcétera.27
El simple hecho de tener una persona en la que poder confiar determina
el modo en que nos sentimos. Según cierta encuesta realizada con más de cinco
millones de personas de más de quinientas organizaciones diferentes, uno de los
factores más importantes para hallarse a gusto en el trabajo consiste en contar
en él con un buen amigo .28
Cuantas más fuentes de apoyo emocional tengamos en nuestro entorno
laboral, mejor nos encontraremos en él. Un grupo unido y dirigido por un líder
seguro
y que aliente la confianza
establece un clima emocional tan
contagioso que hasta las personas ansiosas se sienten relajadas.
Como me dijo el jefe de un prestigioso equipo científico: «Jamás admito
en nuestro equipo a nadie que no haya pasado un tiempo trabajando con
nosotros. Luego solicito a mis colaboradores su opinión y la tengo en cuenta. Si
falta la química interpersonal , no me arriesgo a contratar a nadie, por más
buenos que sean en otros aspectos».
El líder socialmente inteligente
El departamento de recursos humanos de una gran empresa organizó un
taller de un día de duración dirigido por un famoso experto. El día del evento,
sin embargo, la asistencia desbordó todas las expectativas de los organizadores
que, en el último momento, se vieron obligados a celebrar el acontecimiento en
otra sala que, pese a permitir la entrada de todos, no se hallaba bien
acondicionada.
La pésima acústica del local impedía a quienes se hallaban más lejos
escuchar claramente al orador. Durante uno de los períodos de descanso, una
mujer se dirigió enfadada al jefe de recursos humanos, quejándose de no poder
ver la pantalla en la que se proyectaba la imagen del orador ni poder escuchar
tampoco sus palabras.
«Yo sabía que lo único que podía hacer era escucharla, empatizar con
ella, admitir el problema y hacer lo que estuviera en mi mano para corregirlo
me dijo el jefe de recursos humanos . Después de hablar con ella, me dirigí a
los encargados del equipo audiovisual y conseguí que levantasen un poco más
la pantalla, aunque no pude hacer nada para corregir los problemas de sonido».
«Cuando, al finalizar el día, volví a ver a esa mujer, me dijo que, aunque
las cosas apenas si habían cambiado porque siguió sin poder ver ni oír gran
cosa
ahora, al menos, estaba bastante más tranquila y valoraba muy
positivamente el hecho de que la hubiera escuchado y tratado de ayudar».
Cuando los trabajadores se sienten enojados y frustrados, el líder siempre
puede como hizo ese jefe de recursos humanos escuchar con empatía,
mostrar preocupación y hacer lo que esté en su mano para mejorar las cosas lo
que, independientemente de que lo consiga o no, resulta emocionalmente
beneficioso. Cuando el líder escucha los sentimientos de sus subordinados, les
ayuda a metabolizarlos, de modo que pueden dejar de enfurecerse y seguir
adelante.
El líder no necesariamente tiene que estar de acuerdo con la postura o la
reacción de la persona. El simple hecho de reconocer su punto de vista,
disculpándose en el caso de que sea necesario o tratando, cuando tal cosa sea
posible, de remediar el problema, mitiga parte de la toxicidad, tornando menos
dañinas las emociones destructivas. Los resultados de una encuesta realizada
con dos millones de empleados de setecientas empresas diferentes revelaron
que la mayoría de ellos no concedían tanta importancia al salario como al hecho
de tener un jefe bondadoso.29 Este descubrimiento tiene implicaciones
empresariales que van mucho más allá del hecho de que el trabajador se sienta a
gusto. La misma encuesta puso de relieve que la opinión positiva que los
empleados tienen de su jefe es un movilizador de la productividad y una
garantía de permanencia. Nadie quiere, cuando tiene la posibilidad de elegir,
trabajar con un jefe tóxico, aunque ello vaya acompañado de un salario
superior, a menos que esté ahorrando lo suficiente como para abandonarlo con
más seguridad.
El punto de partida del liderazgo socialmente inteligente consiste en
permanecer presente y conectado. Sólo desde ahí puede desplegarse la amplia
diversidad de facetas que componen la inteligencia social, desde darse cuenta
de cómo se sienten los trabajadores y por qué, hasta relacionarse amablemente
con ellos y movilizarlos a un estado más positivo. No existe ninguna receta que
nos diga lo que debemos hacer en cada situación, ninguna varita mágica que
pueda promover el desarrollo de la inteligencia social en el entorno laboral. Sea
lo que fuere lo que hagamos mientras estamos relacionándonos, la única medida
del éxito se halla en el punto en que concluye la U invertida de cada persona.
El mundo empresarial se halla en la vanguardia de las aplicaciones de la
inteligencia social. Cuando las personas trabajan juntas durante mucho tiempo,
la empresa se convierte en un sustituto de la familia, del pueblo y de la red
social del que en cualquier momento podemos ser despedidos. Y esta
ambivalencia básica es la que explica el crecimiento desaforado de la esperanza
y del miedo en tantas organizaciones.
La excelencia en la gestión humana no puede seguir ignorando estas
corrientes afectivas subterráneas, porque tienen consecuencias muy importantes
y alientan el desarrollo de las habilidades interpersonales. Y puesto que las
emociones son tan contagiosas, cualquier jefe independientemente del nivel
en que se halle debería recordar que de él o de ella depende el que las cosas
mejoren o empeoren.
Una conexión especial
Maeva iba a una escuela ubicada en uno de los barrios más pobres de
Nueva York y, aunque tenía trece años, se había visto obligada a repetir curso
en un par de ocasiones y todavía se hallaba en sexto grado.
Maeva tenía fama de ser muy revoltosa. Todos los maestros sabían que,
en ocasiones, abandonaba la clase dando un portazo, se negaba a volver y
pasaba el día deambulando por los pasillos.
Cuando llegó Pamela, la nueva profesora de inglés, no tardaron en
advertirle del problema. Es por ello que, el primer día de clase, después de
asignar a sus alumnos la tarea de determinar la idea sobre la que versaba un
determinado texto, Pamela se dirigió a Maeva con la intención de ayudarla.
A los pocos minutos se dio cuenta de que Maeva estaba muy preocupada
por su nivel de lectura, que no superaba el de un niño de parvulario.
«Son muchos los problemas conductuales generados por la inseguridad
que experimenta el alumno incapaz de realizar las tareas que se le encomiendan
me dijo Pamela . Maeva ni siquiera entendía el significado de las palabras.
Resulta sorprendente que hubiera llegado a sexto grado sin saber leer.»
Después de ayudar a Maeva a llenar su ficha leyéndosela, Pamela fue a
hablar con el maestro de educación especial encargado de ese tipo de casos.
Ambos coincidieron en que la única alternativa de que disponía Maeva para no
ser expulsada era aprender a leer.
Pero, como todos le habían dicho, Maeva seguía siendo un problema. No
dejaba de hablar, era muy agresiva con sus compañeros y se peleaba de
continuo, cualquier cosa con tal de evitar la lectura. Y, por si esto fuera poco,
cada tanto exclamaba ¡No quiero hacer esto! , abandonando la clase con un
portazo y perdiendo el tiempo en los pasillos.
A pesar de la resistencia, Pamela se entregó completamente a la tarea de
ayudar a Maeva y, cuando se enfadaba con otro alumno, iba con ella al pasillo
buscando un mejor modo de solucionar las cosas.
Poco a poco, Maeva fue dándose cuenta de que Pamela se interesaba por
ella: «Bromeábamos y pasábamos mucho rato juntas y volvía a clase apenas
terminaba de almorzar, hasta el día en que conocí a su madre».
Cuando su madre se enteró de que Maeva no sabía leer, se sorprendió
mucho, pero tenía otros siete hijos y pasaba tan desapercibida en casa como en
la escuela. Así fue como Pamela acabó convenciendo a su madre para que le
prestara más atención y la ayudase a hacer los deberes.
El boletín de calificaciones mostró el mismo fracaso en casi todas las
asignaturas que cuando había estado con otra maestra pero, tras cuatro meses
con Pamela, los cambios empezaron a evidenciarse.
Al finalizar el semestre, había dejado de ocultar su frustración en los
pasillos y ya no abandonaba el aula. Pero lo más importante era que había
aprobado todas las asignaturas y que había obtenido una nota muy alta en
matemáticas.
Al cabo de pocos meses, había adelantado tanto que, cuando llegó un
nuevo alumno que no sabía leer procedente del África Occidental, se ofreció a
enseñarle los secretos de la lectura.
La especial conexión que se estableció entre Pamela y Maeva constituye
un vehículo extraordinario para alentar la capacidad de aprender de los niños.
La reciente investigación ha puesto de relieve que los alumnos que sienten una
especial conexión ya sea con los maestros, con los demás estudiantes o con la
misma escuela obtienen un mejor rendimiento y se enfrentan mejor a los
peligros que acosan al adolescente moderno.30 En este sentido, los estudiantes
emocionalmente conectados presentan tasas inferiores de violencia, acoso
escolar, vandalismo, ansiedad, depresión, abuso de drogas, suicidio, absentismo
y abandono escolar.
La conexión de la que estamos hablando no es un dato ambiguo, sino el
vínculo emocional entre los alumnos y el resto de las personas que se mueven
en el ámbito escolar, desde los demás niños hasta los maestros y el personal. Un
modo muy poderoso de alentar este vínculo consiste simplemente en establecer
el tipo de relación entre alumno y adulto que brinda a los alumnos el
fundamento seguro que Maeva necesitaba para seguir adelante.
Veamos ahora lo que todo esto puede significar para los alumnos cuyo
rendimiento se halla en el 10 por ciento inferior que, como Maeva, corren el
riesgo de fracasar. En una investigación realizada con una muestra
representativa de novecientos diez alumnos de primer grado de todo nuestro
país, observadores entrenados evaluaron el efecto del estilo de enseñanza de los
profesores y el aprendizaje de los niños que más peligro corrían de fracaso
escolar.31 Los mejores resultados tienen lugar cuando los maestros:
Conectan con el niño y responden a sus necesidades, estados de ánimo,
intereses y capacidades, lo que permite que guíen sus interacciones.
Establecen un clima positivo en el aula con conversaciones agradables y
estimulantes y muchas risas.
Son amables con sus discípulos y mantienen una consideración
positiva hacia ellos.
Gestionan adecuadamente el aula, con expectativas y rutinas claras,
pero lo suficientemente flexibles para que los alumnos no tengan
problema alguno en seguirlas.
Los peores resultados, por el contrario, tienen lugar cuando el maestro
asume una postura del tipo yo-ello e impone su propia agenda sobre sus
alumnos sin conectar con ellos o permaneciendo emocionalmente distante y
desconectado. Este tipo de maestro se enfada más a menudo y recurre a
métodos más punitivos para restablecer el orden.
Los buenos alumnos siguen siéndolo independientemente del entorno.
Pero, cuando el alumno que corre peligro de fracaso escolar tiene un maestro
frío y controlador, su rendimiento académico empieza a vacilar, aun cuando
aquél se atenga a las mejores directrices pedagógicas. La investigación también
ha puesto de relieve que los maestros amables y sensibles promueven el
aprendizaje de los alumnos más problemáticos.
Pero la influencia de los maestros emocionalmente conectados no
concluye en el primer grado. Así, por ejemplo, cuando los alumnos de sexto
grado tienen un maestro de ese tipo, sus calificaciones no sólo son mejores ese
año, sino también al año siguiente.32 Los buenos maestros son como los buenos
padres porque, al proporcionar un fundamento seguro, establecen un entorno
que posibilita el mejor funcionamiento del cerebro de sus alumnos. Ese
fundamento constituye un refugio seguro, una zona protegida desde la que el
alumno puede aventurarse a explorar y conseguir dominar algo nuevo.
La interiorización de ese fundamento seguro tiene lugar cuando el
alumno aprende a gestionar más adecuadamente su ansiedad y a centrar mejor
su atención, lo que alienta su capacidad para adentrarse en su zona óptima de
aprendizaje. En la actualidad, ya existen cientos de programas de aprendizaje
emocional y social que se ocupan de esto. Los mejores de ellos se adaptan
perfectamente al programa escolar para niños de cualquier edad, inculcándole
habilidades como la conciencia de uno mismo, la gestión de las emociones
negativas, la empatía y la adecuada gestión de las relaciones. Un metaanálisis
definitivo de más de un centenar de estos programas ha demostrado que los
alumnos no sólo acaban dominando habilidades como tranquilizarse y portarse
bien, sino que también aprenden más, mejoran sus calificaciones y presentan
puntuaciones en los tests de rendimiento académico que se hallan un doce por
ciento por encima de aquellos estudiantes similares que no han seguido tales
programas.33
Estos programas funcionan mejor cuando el alumno siente que su
maestro se interesa por ellos. Pero, independientemente de que una escuela
ofrezca o no a sus alumnos estos programas, cuando los maestros crean un
entorno empático y sensible, no sólo mejoran las calificaciones de sus
discípulos, sino que también estimulan sus ganas de aprender.34 Es muy
importante, en este sentido, que el alumno cuente con un adulto que le apoye.35
Cada Maeva, en suma, necesita una Pamela.
CAPÍTULO 20
EL CORRECCIONAL CONECTADO
Veamos ahora la lista con la que Martin, de tan sólo quince años,
enumera las cicatrices que la vida ha dejado en su cuerpo.
A los once años se rompió las piernas y a los doce volvió a rompérselas.
Sus manos están llenas de las cicatrices causadas por las peleas y las manchas
que han dejado en ellas las drogas, los robos y las relaciones sexuales
impropias . En un brazo tiene la huella de una quemadura que se hizo fumando
marihuana y en el otro la cicatriz de un cuchillazo.
Desde los once años sufre de insomnio a causa de los traumas
emocionales provocados por el maltrato, los abusos sexuales a los que, desde
los siete años, se vio sometido (a manos de su propio padre) y las lesiones
cerebrales que le quedaron como secuela de un intento de suicidio a los once.
Cuando sólo tenía ocho años según dice
frió su cerebro a base de
pastillas, anfetaminas, marihuana, alcohol, hongos y opio .
Esta letanía de horrores es común a muchos adolescentes recluidos en
correccionales, que han acabado convirtiéndose en el único modo de atajar una
vida conflictiva en la que el maltrato infantil se entremezcla con el abuso de
substancias y la predación social.
Países con sistemas sociales más humanitarios que el nuestro no castigan
a esos adolescentes, sino que les proporcionan tratamiento , pero en los
Estados Unidos se les trata del peor modo posible, encerrándoles en un
correccional, que no es sino una especie de prisión. Y es que los correccionales
no sólo son el entorno más adecuado para abandonar el crimen sino, en la
mayoría de los casos, la mejor garantía de reincidencia.
Pero Martin puede considerarse muy afortunado, porque vive en
Missouri, un estado que, desde hace tiempo, no se preocupa tanto por castigar a
los delincuentes juveniles como por brindarles un tratamiento más adecuado.
Años atrás, un tribunal federal calificó a su principal institución correccional
como una cárcel militar y la sancionó por desterrar a los internos revoltosos a
una oscura celda de castigo conocida como el agujero . «No eran pocos
confesaba el anterior alcaide los niños que tenían los ojos amoratados, la
nariz rota y el rostro lleno de cardenales. Tampoco era infrecuente que los
carceleros muchos de ellos auténticos sádicos tumbasen al suelo a los
niños de un puñetazo y les patearan la entrepierna.»1
Me parece lamentable que haya tantos correccionales a los que pueda
seguir aplicándose esta descripción. Pero, desde de que el estado de Missouri
decidiera dar un paso hacia adelante y cambiar de estrategia, Martin dispone de
una ventana abierta a la esperanza. Hoy en día, vive en un casa que forma parte
de una red compuesta por viejas escuelas, antiguos caserones y algún que otro
convento abandonado que fue fundada en 1983 para alojar a adolescentes
problemáticos.
Cada una de esos hogares alberga unas tres docenas de adolescentes a
cargo unos pocos adultos. De este modo, no son engranajes anónimos de una
gran institución, sino que se conocen por su nombre y viven en una familia en
la que tienen la posibilidad de establecer una relación personal con los adultos
que los cuidan.
No hay celdas ni barrotes, sino tan sólo alguna que otra puerta cerrada y
un pequeño equipo de vídeo que se encarga de la seguridad. El clima emocional
del lugar se asemeja más al de una casa que al de una cárcel. Los adolescentes
se agrupan en equipos de unas diez personas y los responsables se ocupan de
que nadie se salte las reglas. De este modo, los distintos equipos comen,
duermen, estudian y se duchan juntos bajo la supervisión de un par de
cuidadores.
Tampoco hay esposas ni celdas de castigo y, si alguno de los internos
crea problemas, todo el mundo sabe sujetarle para garantizar la seguridad de los
demás, cogiéndole de brazos y piernas y derribándole al suelo, donde le
mantienen hasta que se calma y recupera la compostura. Según el director del
programa, las peleas son casi inexistentes y, en las contadas ocasiones en que se
ha desencadenado un incidente, esa estrategia jamás ha provocado una lesión
seria.
Los miembros de cada grupo se sientan en círculo una media docena de
veces al día para comentar cómo se sienten. Cualquiera puede solicitar, en esas
ocasiones, la presencia de una persona ajena al grupo para exponer un problema
o elevar una queja, la mayor parte de las veces sobre cuestiones de seguridad y
respeto. Así es como la atención puede ir desde las cuestiones académicas o de
limpieza hasta las corrientes emocionales subterráneas que, en el caso de ser
ignoradas, acaban provocando un estallido. Cada tarde se reúnen para llevar a
cabo actividades destinadas a alentar la camaradería, la cooperación, la empatía
y la percepción exacta de los demás y desarrollar así la confianza y la
comunicación interpersonal.
Todo eso acaba proporcionándoles un fundamento seguro y permitiendo
el desarrollo de las habilidades sociales que tan desesperadamente necesitan.
Este clima de confianza es esencial para que los adolescentes se abran a su
turbulento pasado. En la medida en que expresan su historia de negligencia,
violencia doméstica, maltrato físico y abuso sexual, van cobrando conciencia de
las fechorías y delitos que acabaron provocando su reclusión.
Pero el tratamiento no concluye el día en que abandonan la institución.
En lugar de verse arbitrariamente asignados a la tutela de un funcionario
sobrecargado de trabajo práctica habitual en la mayoría de los estados los
jóvenes de Missouri conocen a la persona que supervisará su caso desde el
mismo instante en que cruzan la puerta del reformatorio. Es por ello que,
cuando son liberados, ya tienen una relación con la persona encargada de
encauzar su proceso de reinserción.
El cuidado posterior es uno de los factores clave de la fórmula empleada
en Missouri. Cada uno de los adolescentes excarcelados se reúne a menudo con
su coordinador y, más frecuentemente, con un supervisor, habitualmente de su
misma ciudad o un estudiante de la universidad local, que se encarga de
controlar su progreso y le ayuda a encontrar trabajo.
¿Cuáles son los beneficios de este tipo de tratamiento? Son muy pocos
los estudios de seguimiento de los adolescentes que han salido de un
correccional, pero cierta investigación realizada en 1999 puso de relieve que la
tasa de reincidencia del programa de Missouri era, al cabo de los tres años de
haberlo abandonado, de un 8 por ciento, una cantidad ínfima si la comparamos
con el 30 por ciento de reincidencia de los que habían pasado por Maryland, por
ejemplo. Otro estudio que comparó los que volvían a un tribunal de menores, a
la prisión o que perdían la libertad condicional durante el año posterior a la
excarcelación descubrió que la de Missouri era tan sólo del 9 por ciento, muy
inferior, por cierto, a la del 28 por ciento de Florida.2
Tampoco hay que olvidar, por último, el coste humano que supone
encerrar a los jóvenes en lugares tan espantosos. En los últimos cuatro años,
ciento diez adolescentes se suicidaron en los reformatorios de nuestro país
mientras que, en los veinte años que lleva en marcha el programa de Missouri,
no ha habido un solo intento de suicidio.
El modelo del Kalamazoo
La pequeña ciudad de Kalamazoo (Michigan) estaba muy agitada y todo
el mundo parecía tener algo que decir sobre la decisión de incrementar hasta
ciento cuarenta millones de dólares el presupuesto destinado a la nueva prisión.
Porque, si bien todos coincidían en que la vieja estaba ya atestada y en que sus
condiciones eran infrahumanas, no acababan de ponerse de acuerdo en lo que
debían hacer.
Algunos consideraban necesario ampliar el viejo recinto reformando las
alambradas, las celdas y los cerrojos mientras que, según otros, el objetivo
prioritario de la comunidad consistía en evitar la delincuencia y, en caso de no
lograrlo, impedir que volviera a repetirse.
Es por ello que todos los implicados líderes religiosos, abogados de los
reclusos, el jefe de la policía, los jueces, los directores de las escuelas locales,
los trabajadores de la salud mental, los liberales demócratas y los conservadores
republicanos aceptaron de buen grado la sugerencia de uno de los jueces de la
localidad para tratar de esas cuestiones durante un día de retiro en el cercano
Fetzer Institute.
En ese encuentro se puso de manifiesto un movimiento que está
recorriendo nuestro país, en la medida en que los ciudadanos preocupados van
asumiendo el fracaso del régimen penitenciario para protegerles de los
delincuentes, que no hacen más que repetir lo único que saben hacer, cometer
crímenes. Es por ello que todo el mundo parece estar cuestionando hoy en día el
significado mismo del término correccional .
Una de las filosofías dominantes en los círculos penitenciarios es la idea
de que los presos deben ser castigados por haber transgredido los límites de lo
permitido. A decir verdad, los prisioneros se ven condenados a diferentes tipos
de castigo en función del crimen cometido pero, para muchos, la prisión es un
entorno infernal en el que los internos se ven obligados a luchar con uñas y
dientes y en el que sólo sobreviven los más duros. De este modo, la cárcel se
convierte en una jungla sometida al dominio de las reglas impuestas por los más
poderosos, el paraíso del psicópata en el que reina la crueldad.
¿Pero se les ocurren peores lecciones neuronales que las que aprendemos
en un universo dominado por la relación yo-ello ? Para sobrevivir en ese
entorno se requiere de una amígdala tendente a la hipervigilancia paranoica y de
una desconfianza y una distancia emocional que nos proteja y nos mantenga
siempre dispuestos a emprender una pelea. Difícilmente podríamos crear un
entorno más adecuado para alentar los instintos criminales.
¿Les parece acaso que ésa es la única escuela de que dispone nuestra
sociedad para corregir los errores de adolescentes, que todavía tienen toda una
vida por delante? Poco debe sorprendernos que, después de pasar unos meses o
unos años en agujeros tan infectos, no tarden en volver de nuevo a él.
Convendría, en lugar de seguir confiando en abordajes que no hacen más
que alentar la delincuencia, reconsiderar el verdadero significado de la
expresión corrección desde la perspectiva de la neuroplasticidad y aprestarnos
a reconfigurar los circuitos cerebrales con otro tipo de interacciones sociales.
Tengamos en cuenta que muchos de los presos lo son debido a carencias
neuronales de su cerebro social que obstaculizan su empatía y les incapacitan
para controlar adecuadamente sus impulsos.
Una de las claves neuronales del autocontrol se asienta en el conjunto de
neuronas de la corteza orbitofrontal que se ocupan de inhibir los impulsos
agresivos procedentes de la amígdala. Es por ello que, en el momento en que
sus impulsos violentos desbordan su capacidad de inhibirlos, quienes presentan
un déficit en la corteza orbitofrontal tienden a incurrir en acciones crueles.
Nuestras cárceles están llenas de este tipo de criminales. Así pues, una de las
pautas neuronales en las que se asienta esta violencia descontrolada parece
radicar en una infraactivación de los lóbulos prefrontales, habitualmente debida
a lesiones violentas sufridas en la infancia.3
Este déficit se centra en los circuitos neuronales que conectan la región
orbitofrontal con la amígdala, el vínculo neuronal que nos permite refrenar los
impulsos destructivos.4 Es precisamente por ello que, quienes presentan
lesiones en el lóbulo frontal, poseen lo que los psicólogos denominan un escaso
control cognitivo
y son incapaces, en consecuencia, de dirigir
voluntariamente sus pensamientos, especialmente cuando se ven desbordados
por sentimientos negativos.5 Y es que, al carecer de freno neuronal, son
incapaces de resistirse a la irrupción de los impulsos destructivos.
Este circuito cerebral esencial sigue creciendo y desarrollándose hasta
que la persona tiene, aproximadamente, entre veinte y treinta años.6 Desde una
perspectiva neuronal, la sociedad dispone, durante el período de reclusión, de
una auténtica oportunidad para consolidar los circuitos neuronales en los que se
asientan la hostilidad, la impulsividad y la violencia de los prisioneros o
fortalecer, por el contrario, los mecanismos neuronales del autocontrol que
permiten pensar antes de actuar y hasta la misma capacidad de obedecer la ley.
Quizá la gran oportunidad perdida del sistema penitenciario haya sido su
fracaso en tratar a los jóvenes prisioneros durante la fase de mayor plasticidad
de su cerebro social. Es por ello que las lecciones que se aprenden
cotidianamente en la cárcel dejan, para bien o para mal, una impronta muy
profunda y duradera en el desarrollo neuronal de la persona.
No tenemos muchas razones para estar orgullosos, porque no sólo
desaprovechamos la ocasión de ayudar a esos jóvenes a reconfigurar más
adecuadamente los circuitos neuronales que les permitan volver al buen camino,
sino que los condenamos a una escuela de criminalidad. No es de extrañar que
la tasa de recaída en la actividad criminal de los prisioneros de hasta veinticinco
años que recién acaban de iniciar su carrera criminal sea la más elevada de
cualquier grupo de edad.
En los Estados Unidos hay más de dos millones de personas encarceladas
(cuatrocientas ochenta y dos por cada cien mil habitantes), una de las tasas más
elevadas de todo el mundo, seguida de Gran Bretaña, China, Francia y Japón.7
La población reclusa es, hoy en día, siete veces superior a la de hace tres
décadas, mientras que los gastos que supone han aumentado a un ritmo todavía
más acelerado, desde cerca de 9.000 millones de dólares en los años ochenta
hasta más de 60.000 millones en el año 2005. El presupuesto asignado al
sistema penitenciario es, después de la asistencia sanitaria, el que más
aceleradamente está creciendo. El aumento del número de presos de nuestro
país ha experimentado una explosión demográfica que ha atestado las cárceles y
son muchos los estados y condados que, como Kalamazoo, hacen denodados
esfuerzos por descubrir el modo de sufragar ese gasto.
Pero, más urgente todavía que el coste económico es, no obstante, el
coste humano porque, cuando alguien cae en las redes del sistema penitenciario,
son muy pocas las probabilidades de escapar de él. Tengamos en cuenta que dos
terceras partes de los reos excarcelados de los Estados Unidos vuelven a ser
arrestados al cabo de tres años.8
Éstas fueron las crudas realidades contempladas por los inquietos
ciudadanos de Kalamazoo que, al finalizar el día de retiro, habían coincidido en
una causa común: «Convertir Kalamazoo en la comunidad más segura y justa
de los Estados Unidos». Para ello, rastrearon todo el país en busca de los
abordajes que la investigación hubiese demostrado más útiles, es decir, aquellos
que presentaran beneficios concretos como, por ejemplo, un notable descenso
en la tasa de reincidencia.
El resultado es bastante inusual, un programa basado en evidencias que se
ocupa de reconectar a las personas problemáticas con quienes se ocupan de
ellos.9 La propuesta del grupo de Kalamazoo se sirve de un amplio abanico de
esfuerzos que van desde impedir el crimen hasta el uso provechoso del tiempo
que los sujetos pasan en la cárcel y proporcionar a los excarcelados una red de
relaciones que les ayuden a permanecer alejados de la cárcel.
El principio que alienta todos esos esfuerzos se basa en el hecho de que
las relaciones de apoyo impiden el crimen y que esas relaciones deben
comenzar en el barrio, es decir, el lugar en que los jóvenes corren más peligro
de convivir con el crimen.
Las comunidades conectadas
Los vecinos de cierto barrio empobrecido del sudeste de Boston han
convertido un antiguo solar en un huerto en el que cultivan repollos, coliflores y
tomates, rodeado de una cerca en la que un cartel, pintado a mano, reza
Respetad nuestro esfuerzo, por favor .
Este pequeño mensaje de esperanza refleja una clara predisposición de
ayudar al vecindario. ¿Seguirán, en tales condiciones, los adolescentes que
haraganean perezosamente en una esquina intimidando a los más pequeños?
¿Les invitarán ahora los adultos a dispersarse, llamando incluso para ello a sus
padres? El respeto y el cuidado determinan la diferencia existente entre un
huerto comunitario y un solar abandonado y lleno de basura concurrido por
traficantes de drogas.10
A mediados de los noventa, por ejemplo, una asociación de sacerdotes
negros se dedicó a recoger a los niños que pasaban el tiempo en las calles de los
barrios más degradados de Boston e integrarlos en programas extraescolares
dirigidos por adultos. La tasa de homicidios de Boston descendió rápidamente,
durante los años noventa, desde ciento cincuenta y uno en 1991 a treinta y cinco
diez años más tarde, como también sucedió en otras ciudades del condado.
Aunque el gran declive de los índices de criminalidad de los años noventa
se atribuyó fundamentalmente al auge económico experimentado durante esa
época, la cuestión sigue todavía en pie: ¿De qué modo podemos contribuir a
establecer, como hicieron esos sacerdotes negros, un tejido social que
contribuya a reducir el crimen en una determinada zona? La respuesta a esta
pregunta viene de la mano de una investigación de diez años sobre la posible
relación existente entre crimen y compromiso comunitario dirigido por el
psiquiatra Felton Earls de Harvard cuyas conclusiones sugieren una respuesta
claramente positiva.
Con la ayuda de un equipo de investigación, Earls grabó mil
cuatrocientas ocho cintas de vídeo de ciento noventa y seis barrios de Chicago,
incluyendo los más humildes y con mayor índice de criminalidad,
documentando toda la vida ciudadana, desde las actividades de la iglesia hasta
el tráfico de drogas. Las cintas se vieron posteriormente cotejadas con los
registros de los crímenes cometidos en esos mismos barrios, así como también
con entrevistas con ocho mil setecientos ochenta y dos residentes. 11
El grupo de Earls descubrió la existencia de dos factores fundamentales
que influyen en la tasa de criminalidad. El primero de ellos es el nivel general
de pobreza del barrio, del que hace tiempo que se sabe que influye muy
directamente en el índice de criminalidad (como también sucede con el
analfabetismo, otro factor oculto). El segundo es el tipo de relación que existe
entre los miembros de la comunidad. La combinación simultánea de pobreza y
desconexión ejerce una influencia mucho más poderosa en la tasa de
criminalidad de una determinada zona que otros factores habitualmente citados,
como la raza, el sustrato étnico o la estructura familiar.
Earls descubrió que, aun en los barrios más degradados, las relaciones
personales positivas no sólo iban acompañadas de un índice más bajo de
criminalidad, sino también de un menor uso de drogas entre los jóvenes, menos
embarazos adolescentes no deseados y un mejor rendimiento académico de los
niños. Según Earls, muchas comunidades afroamericanas de bajos ingresos
tienen una fuerte tradición de ayuda mutua a través de las iglesias y la familia
extendida que, en su opinión, constituyen una estrategia muy provechosa de
lucha contra el crimen.
Cuando un grupo de vecinos se ocupa de limpiar los graffitis de las
paredes es menos probable que aparezcan nuevas pintadas.12 Y es que, si el
vecindario presta atención a los delitos, los niños saben que los mayores cuidan
de ellos, una actitud que, en los barrios más empobrecidos, resulta muy
importante para que los vecinos se protejan entre sí y, más especialmente, a los
hijos de los demás.
Se acabaron los pensamientos negativos
Durante su adolescencia, el hijo de un viejo amigo al que llamaré
Brad empezó a beber y, cada vez que tomaba unas copas de más, se convertía
en una persona agresiva y hasta violenta. Esta conducta le llevó a una serie de
encontronazos con la ley que finalmente le llevaron a la cárcel por herir
gravemente a un compañero de clase en una pelea que tuvo lugar en el
dormitorio universitario.
«Independientemente de la acusación
me dijo un día en que fui a
visitarle , el mal genio es el origen del encarcelamiento.» Afortunadamente, el
hijo de mi amigo tuvo la suerte de ser asignado a un programa piloto dirigido a
personas en las que se había depositado una cierta expectativa de cambio. Así
fue como se vio invitado a formar parte de una unidad especial constituida por
seis celdas que recibían un seminario diario sobre cuestiones tales como
reconocer la diferencia existente entre acciones basadas en el pensamiento
creativo , el pensamiento negativo o la ausencia de pensamiento .
En el resto de prisión, las peleas y la conducta agresiva se hallaban a la
orden del día. Brad se dio cuenta de que el reto al que se enfrentaba consistía en
aprender a manejar adecuadamente su ira en un entorno en el que la violencia y
la dureza determina el lugar que uno ocupa en la jerarquía. Según me dijo, se
trata de un mundo basado en la paranoia del nosotros contra ellos , según la
cual cualquiera que lleve uniforme o se relacione con alguien que lleva
uniforme es el enemigo .
«Todo el mundo se enoja con mucha facilidad y se irrita fácilmente por
los motivos más triviales. Y es innecesario decir que los conflictos se resuelven
a puñetazos. Afortunadamente, en el programa al que había sido asignado, las
cosas se hacían de otro modo.»
A pesar de ello, sin embargo, los problemas siguieron acosando a Brad.
«En un determinado momento
me dijo
ingresó en el programa un
muchacho de mi edad que se pasaba el día riéndose de mí. Yo estaba muy
enfadado con él pero no, por ello, me dejé llevar por la ira. Al comienzo,
simplemente daba media vuelta y me iba, pero eso no dio resultado porque me
seguía a todas partes. Luego le dije que me parecía un estúpido y que me
importaba un rábano lo que dijese, pero seguía en las mismas.
»Finalmente me permití sentir la ira lo suficiente como para gritarle lo
estúpido que era. Entonces empezamos a mirarnos fijamente a los ojos. Era
como si estuviéramos a punto de empezar una pelea.
»Cuando dos internos quieren pelear, se meten en una celda y cierran la
puerta detrás de ellos. De ese modo impiden que los celadores se den cuenta de
lo que ocurre. Ahí comienzan a pelearse hasta que uno de los dos se rinde. Así
fue como nos metimos en mi celda y cerramos la puerta pero, como yo no
quería pelear, le dije Si quieres darme un puñetazo puedes hacerlo. Ya he
recibido unos cuantos y uno más no importa. Pero no voy a pelear contigo .
»Curiosamente no me golpeó y pasamos las siguientes dos horas
charlando tranquilamente de lo que nos estaba sucediendo. Al día siguiente le
transfirieron a otra unidad pero, cuando le veo en el patio, ya no se mete
conmigo.»
El programa del que participó Brad es uno de los que el grupo de trabajo
de Kalamazoo identificó como más adecuado para los jóvenes delincuentes. Los
adolescentes encarcelados por delitos violentos que han pasado por estos
programas en los que aprenden a detenerse y pensar antes de reaccionar,
considerar respuestas alternativas diferentes y sus posibles consecuencias y
permanecer también más serenos , son menos impulsivos e inflexibles y
provocan también menos peleas.13
A diferencia de lo que sucedió con mi joven amigo, sin embargo, la
mayor parte de los reclusos jamás consiguen corregir los hábitos y
circunstancias que les mantienen atrapados en el círculo de excarcelación,
reincidencia y nuevo encarcelamiento. No parece pues muy acertado, dada la
elevada tasa de reincidencia, el nombre de correccional con el que suele
conocerse a esas instituciones.
En realidad, las prisiones no son lugares en los que los reos se corrijan
sino, en la mayoría de los casos, auténticas universidades del crimen que no
hacen más que perfeccionar las habilidades para el crimen que le llevaron allí y
desarrollar otras nuevas. No es extraño que las relaciones que entablan en la
cárcel sean las peores que puedan encontrar y se vean, con demasiada
frecuencia, aconsejados por internos más experimentados. Es por ello que, en el
momento de su liberación, suelan ser más insensibles y crueles y se hayan
especializado en la delincuencia.14
Los circuitos del cerebro social encargados de la empatía y la regulación
de los impulsos emocionales, las dos principales deficiencias de la población
reclusa, son los que más tardan en madurar anatómicamente. Los datos de los
reos de las instituciones estatales y federales ponen de relieve que una cuarta
parte de ellos tiene menos de veinticinco años, lo que significa que todavía
estamos a tiempo de movilizar el desarrollo de esos circuitos hacia una pauta
más respetuosa con la ley.15 La evaluación cuidadosa de los programas de
rehabilitación empleados en las prisiones descubrió que los delincuentes
juveniles constituyen un grupo de edad en el que todavía estamos en
condiciones de impedir la recaída.16
La eficacia de esos programas sería mucho mayor si tuviesen en cuenta
los métodos empleados por los cursos de aprendizaje emocional y social.17
Estos programas enseñan las lecciones básicas para encauzar adecuadamente la
ira, manejar los conflictos, la empatía y la gestión de uno mismo. Y, según la
investigación realizada al respecto, reducen el número de peleas, el acoso
escolar y el hostigamiento un 69, un 75 y un 67 por ciento, respectivamente.18
La cuestión es si resultarán también aplicables a la población reclusa de
adolescentes de hasta veintipico años (y quizás, en el mejor de los casos, a los
internos de mayor edad).19
La perspectiva de utilizar el entorno carcelario como una oportunidad
para proporcionar una auténtica reeducación neuronal correctiva es una cuestión
realmente muy importante porque, en la medida en que se pongan en marcha, el
número de reclusos puede experimentar un drástico descenso. Si conseguimos
que los delincuentes juveniles abandonen la vida criminal tal vez consigamos
desecar la riada humana que alimenta nuestras prisiones.
Un análisis exhaustivo de los 272.111 reclusos excarcelados de las
prisiones de los Estados Unidos en 1994 puso de relieve que, a lo largo de su
carrera criminal, habían sido arrestados por un total de 4.877.000 crímenes
(unas diecisiete acusaciones por cabeza) sin contar que ésos sólo fueron los
crímenes de los que habían sido acusados.20
Con el adecuado correctivo, ese problema podría haberse subsanado casi
desde el mismo comienzo, pero lo más probable es que esos delincuentes sigan
engrosando su historial delictivo a medida que pasan los años.
Cuando yo era joven, los correccionales solían llamarse reformatorios
y, ciertamente, podría serlo si hubieran sido diseñados como entornos para el
aprendizaje de las habilidades necesarias para permanecer fuera de la cárcel, no
sólo la capacidad de leer y escribir y el adiestramiento laboral, sino también la
conciencia de uno mismo, el autocontrol y la empatía. En tal caso, las prisiones
se convertirían en auténticos reformatorios , es decir, lugares destinados a la
transformación de los hábitos neuronales.
Quizás fue gracias a ello que, como comprobé un par de años después,
Brad había vuelto a la universidad y se costeaba los estudios conduciendo el
autobús de un elegante restaurante.
Había pasado un tiempo compartiendo casa con algunos de sus viejos
amigos de instituto pero, como él mismo me dijo, «no se tomaban muy en serio
los estudios y pasaban el tiempo emborrachándose y peleando. Por ello decidí
mudarme». Hoy en día, vive con su padre y sigue centrado en sus estudios.
«Es cierto que perdí algunos amigos dice , pero no me arrepiento de
ello. Ahora soy mucho más feliz.»
Fortalecer las relaciones
Una madrugada de junio de 2004, un incendio destrozó el puente cubierto
de Mood, un auténtico monumento histórico de Bucks County (Pennsylvania).
Cuando dos meses después los autores fueron descubiertos y arrestados,
toda la comunidad se escandalizó, porque los seis autores que les habían
despojado del precioso recuerdo de tiempos más idílicos eran conocidos
estudiantes del instituto local, todos ellos de buena familia .
En una reunión pública en la que también participaron los seis pirómanos,
uno de los padres manifestó su enfado con los desconocidos que le habían
atacado a él y a su hijo en un medio de comunicación local. Pero también
admitió estar tan afectado por el delito cometido por su hijo que tenía un nudo
en el estómago y no podía dormir ni dejar de pensar en ello. Finalmente,
vencido por el dolor, rompió a llorar.
Cuando se dieron cuenta del sufrimiento que habían generado en sus
familias y vecinos, los jóvenes se sintieron tan mal que pidieron perdón
arrepentidos y dijeron que desearían poder arreglar las cosas.21
El encuentro ilustra perfectamente la llamada justicia retributiva que
sostiene que, además del castigo, los delincuentes deben enfrentarse a las
consecuencias emocionales de sus acciones y corregir, en la medida de lo
posible los desmanes cometidos.22 El programa de Kalamazoo también
considera que la justicia retributiva constituye un ingrediente activo en la lucha
contra la delincuencia.
En ese tipo de programas, los mediadores buscan algún modo en que el
delincuente pueda reparar el daño cometido, ya sea pagándolo, viéndose
obligado a enfrentarse a las consecuencias del crimen desde el punto de vista de
la víctima o pidiendo perdón con auténtico arrepentimiento. Según las palabras
del director de uno de tales programas de cierta prisión de California: «El
impacto de estas sesiones es muy emocionante y, en muchos de los casos, es la
primera vez que el delincuente establece una relación entre su delito y la
víctima».
Emarco Washington era un delincuente juvenil de California. Durante su
adolescencia había sido adicto al crack y recurría habitualmente al robo y el
asalto para costearse ese hábito, mostrándose especialmente grosero cuando su
madre no le daba dinero para su adicción. A eso de los treinta, no había año que
no hubiera pasado por la cárcel desde que entró en la adolescencia.23
Lo primero que hizo Washington cuando salió de la cárcel de San
Francisco en la que pasó por varios programas de justicia retributiva
combinados con un entrenamiento en reducción de violencia fue llamar a su
madre y disculparse. «Le dije que, aunque me hubiera enojado cuando no me
daba dinero, lo último que quería era lastimarla. Fue como si me limpiara por
dentro y me quedó claro que, si conseguía cambiar mi comportamiento y mi
lenguaje, podía demostrarme a mí mismo y a los demás que no era una mala
persona».
El subtexto emocional de la justicia retributiva lleva a los delincuentes a
cambiar el modo en que perciben a sus víctimas desde el ello hasta el tú o,
dicho de otro modo, despierta su empatía. Muchos de los delitos cometidos por
los delincuentes juveniles tienen lugar mientras están bebidos o drogados. Es
por ello que, desde su perspectiva, la víctima no existe y tampoco
experimentan, en consecuencia, responsabilidad alguna por sus acciones. Al
establecer un vínculo empático con la víctima, la justicia retributiva reestablece
la conexión que tan importante parece ser para modificar el rumbo de la vida.
El grupo de Kalamazoo también identificó la existencia de un momento
muy importante, el momento en que el joven prisionero vuelve a casa. Es
demasiado sencillo, sin intervención externa alguna, caer en los viejos amigos,
los viejos hábitos y, en la mayoría de los casos, acabar de nuevo con los huesos
en la cárcel.
Entre la multitud de enfoques que aspiran a mantener a los expresidiarios
en el buen camino, hay uno que me parece especialmente exitoso, la terapia
multisistémica.24 Quizás el término terapia resulte aquí inapropiado, porque
no se trata de sesiones individuales de cincuenta minutos en la consulta de un
terapeuta. En lugar de ello, la intervención propuesta por la terapia
multisistémica tiene lugar en medio de la vida cotidiana, en casa, en la calle, en
la escuela, en cualquier lugar y con cualquier persona con la que el
expresidiario pase su tiempo.
Durante este período crítico, el sujeto se ve acompañado a todas partes
por un consejero que comienza familiarizándose con su mundo privado. La
intención es la de encontrar apoyos adecuados, como la persona que podría
convertirse en su amigo, el familiar que podría desempeñar el papel de mentor o
la iglesia que pueda cumplir con la función de familia vicaria. Finalmente, le
ayuda a mantenerse alejado de aquellas personas cuya influencia podría
llevarles nuevamente a la cárcel y a pasar más tiempo con las personas que
podrían ayudarle.
El enfoque es fundamentalmente pragmático y se centra en la disciplina,
el afecto, el estudio, el deporte, conseguir un trabajo y reducir el tiempo pasado
con personas problemáticas. Y lo más importante de todo consiste en el cultivo
de una red de relaciones sanas con personas que le cuiden y puedan ayudarle a
acabar asumiendo la responsabilidad de su vida. Se trata de un abordaje que
presta una atención muy especial a las personas, es decir, la familia extendida,
los vecinos y los amigos.25
Aunque sólo dura cuatro meses, la terapia multisistémica parece ser muy
eficaz. La tasa de recaída en la delincuencia de los jóvenes tres años después de
haber pasado por el programa cae del 70 al 25 por ciento. Y lo más
sorprendente es que estos resultados también son aplicables a los casos más
graves y difíciles, es decir, aquellos cuyos delitos fueron más violentos y serios.
Un estudio del gobierno sobre la edad de los prisioneros señala que el
grupo que crece más rápido es el de mediana edad y que casi todos ellos tienen
tras de sí un largo historial delictivo.26 La mayoría se encuentran abocados al
inevitable punto final de una vida criminal que comenzó en su juventud, con su
primera detención.
Es por ello que esa primera ocasión constituye una excelente oportunidad
para intervenir y dar el golpe de timón necesario para alejarles del crimen. Ése
es un momento esencial para desviarles del movimiento ambulatorio que, de
otro modo, acabará conduciéndoles de nuevo inevitablemente a la cárcel.
Todo el mundo puede beneficiarse de la adopción de programas que
realmente funcionan y reeducan el cerebro social. De hecho, un programa
global como el de Kalamazoo está compuesto de módulos muy diferentes. La
lista de las cosas que funcionan abarcan un amplio espectro de intervenciones
que van desde promover la alfabetización hasta conseguir un trabajo que
merezca la pena y asumir la responsabilidad de las propias acciones. Pero todos
los ingredientes que lo componen comparten el mismo objetivo, enseñar a los
delincuentes a ser mejores personas, no mejores criminales.
CAPÍTULO 21
DEL ELLOS AL NOSOTROS
Poco antes del final del apartheid el sistema que mantenía segregados
a los afrikaaners descendientes de los colonos holandeses de los grupos de
color
se celebró, en Sudáfrica, un seminario clandestino orientado al
desarrollo de las habilidades de liderazgo que reunió durante cuatro días a unos
quince ejecutivos blancos y otros tantos líderes de la comunidad negra.
El último día, todos se quedaron clavados frente al televisor mientras el
presidente W.F. de Klerk pronunciaba el famoso discurso que acabó con el
apartheid. Durante ese discurso, de Klerk levantó la prohibición de una larga
lista de organizaciones ilegales y decretó una amnistía que liberó a numerosos
presos políticos.
Anne Loersebe, una líder de la comunidad negra, estaba radiante porque,
para ella, el nombre de cada una de las organizaciones iba asociado al rostro de
algún conocido que, finalmente, podría salir de su escondrijo.
Al finalizar el discurso, cada uno de los participantes tuvo la oportunidad
de pronunciar unas breves palabras a modo de despedida. La mayoría
simplemente subrayó lo interesante que le había parecido el seminario y mostró
su agradecimiento por haber tenido la oportunidad de asistir.
Cuando le llegó, sin embargo, el turno al quinto participante, un
afrikaaner alto y emocionalmente muy reservado, se levantó y dijo, mirando
fijamente a Anne: «Quiero que sepa que me educaron para pensar que usted no
era más que un animal» y luego rompió a llorar.1
No debemos olvidar que nosotros-ellos no es más que el plural de yoello y comparte, en consecuencia, su misma dinámica subyacente. Como
señaló Walter Kaufmann, traductor inglés de Buber, la expresión nosotrosellos «escinde el mundo en dos, los hijos de la luz y los hijos de la oscuridad,
las ovejas y las cabras, los elegidos y los condenados».2
No es posible, desde esa perspectiva, empatía ni, por tanto, relación
alguna entre uno de nosotros y uno de ellos . Es precisamente por ese
motivo que, si uno de ellos se atreve a hablar con uno de nosotros , no le
escuchamos con la misma atención que si hablara uno de nosotros .
El abismo que separa el ellos del nosotros sólo puede crearse en un
clima de ausencia de empatía que nos permite proyectar sobre ellos cualquier
cosa que queramos. Como dice el mismo Kaufmann: «La bondad, la
inteligencia, la integridad, la humanidad y la victoria son prerrogativas del
nosotros , mientras que la maldad, la estupidez, la hipocresía y la derrota
forman parte del ellos ».
Cuando nos relacionamos con alguien como si fuera uno de ellos ,
nuestro corazón se cierra al altruismo. Éstas son, al menos, las conclusiones de
los experimentos realizados al respecto. Cierta investigación en la que se
preguntó a una serie de voluntarios si estarían dispuestos a recibir una descarga
eléctrica en lugar de una persona de la que sólo habían recibido una breve
descripción, puso de relieve que, cuanto más ajena era ésta y, por tanto,
cuanto más atribuible al ellos
menor era la predisposición a ocupar su
3
lugar.
«El odio dice Elie Weisel, superviviente del Holocausto y ganador del
premio Nobel de la paz es un cáncer que se transmite de persona a persona y
de pueblo en pueblo».4 Como ilustran los ejemplos de los serbios y los croatas o
de los protestantes y los católicos de Irlanda del Norte, la historia de la
humanidad está salpicada de los crímenes perpetrados por un grupo contra otro,
aun cuando sean muchas más las similitudes que les unen que las cosas que les
separan.
Nos vemos obligados a enfrentarnos al reto que supone vivir en una
civilización global con un cerebro que mantiene un vínculo primordial con la
tribu en que nacimos. Como dice cierto psiquiatra que creció en medio de los
disturbios étnicos que han asolado la isla de Chipre, el llamado narcisismo de
las pequeñas diferencias
que consiste en subrayar las pequeñas diferencias
que nos separan ignorando, al mismo tiempo, las grandes similitudes que nos
unen permite que grupos muy semejantes pasen del nosotros al ellos y,
una vez ubicados a cierta distancia psicológica, se conviertan en presa fácil de
nuestra hostilidad.
Este proceso impide el adecuado funcionamiento de la categorización,
una función cognitiva que permite a la mente proporcionar orden y significado
al mundo que nos rodea. Suponer que la siguiente entidad con la que nos
encontramos pertenece a la misma categoría que la última nos permite navegar
a través del entorno siempre cambiante en que nos hallamos inmersos.
Una vez activados los prejuicios, nuestra visión se enturbia y tendemos a
aferrarnos aquello que los confirma y a ignorar lo que los refuta. Es por ello que
los prejuicios resultan tan difíciles de erradicar y que, cuando contemplamos a
alguien desde esa perspectiva, nuestra percepción se distorsiona hasta el punto
de impedirnos advertir si resulta aplicable el estereotipo. En este sentido, los
estereotipos hostiles sobre un determinado grupo son, en tanto que creencias no
verificadas, categorías mentales completamente equivocadas.
Hay ocasiones en que basta con una leve sensación de ansiedad, con un
miedo difuso o con el simple desasosiego generado por la ignorancia de los
rasgos culturales característicos de un determinado grupo para iniciar la
distorsión de una categoría cognitiva. A partir de ese momento, cada nueva
inquietud, cada imagen poco halagüeña de los medios de comunicación y cada
sensación de haber sido maltratados pasan a engrosar nuestro pliego de
acusaciones contra el Otro. Es entonces cuando la desconfianza deja paso a la
antipatía y la antipatía acaba derivando en antagonismo.
La ira predispone al prejuicio aun en aquellos casos en los que las
distorsiones sean muy leves. Como la llama que se acerca a una yesca, el
antagonismo cataliza la transformación del nosotros y ellos (es decir, la mera
percepción de la diferencia) en nosotros contra ellos (es decir, la actividad
manifiestamente hostil).
La ira y el miedo, ambos estimulados por la amígdala, amplifican el
poder destructivo de los prejuicios. Entonces es cuando, desbordada por la
intensidad de las emociones, se interrumpe la actividad prefrontal y la vía
inferior acaba usurpando el papel que le corresponde a la superior. Así es como
nuestra capacidad de pensar claramente se ve distorsionada, impidiendo la
aparición de una respuesta que pueda corregir el problema. Y, en el mismo
momento en que asumimos esa visión de ellos , dejamos de cuestionarla aun
en ausencia de ira o de miedo.
Los prejuicios implícitos
Son muchas las formas que asume la división entre nosotros y ellos ,
desde el odio más feroz hasta los estereotipos sutiles que incluso suelen pasar
desapercibidos para quienes los sustentan. Esos sesgos se esconden en la vía
inferior en forma de prejuicios implícitos , es decir, estereotipos que operan de
manera automática e inconsciente. Estos prejuicios silenciosos pueden llegar a
movilizar respuestas como la decisión de despedir a tal o cual persona de un
grupo de candidatos igualmente cualificados
que no concuerdan con las
5
creencias conscientemente sustentadas.
La investigación cognitiva ha puesto de manifiesto que personas que no
muestran signo externo alguno de prejuicio y adoptan una visión positiva sobre
un determinado grupo pueden albergar, sin embargo, prejuicios ocultos. El Test
de Asociación Implícita por ejemplo, nos presenta una palabra estímulo y nos
pide que la adscribamos lo más rápidamente posible a una determinada
categoría.6 La escala que utiliza para determinar actitudes implícitas sobre si las
mujeres se hallan tan capacitadas como los hombres para desempeñar una
carrera científica pide, por ejemplo, al sujeto que adscriba palabras como
medicina y humanidades a categorías tales como hombres o mujeres .
La velocidad con la que establecemos esa correspondencia es mayor
cuando una determinada idea concuerda con el modo en que pensamos sobre
algo. Así, por ejemplo, quienes crean que las mujeres se mueven peor que los
hombres en el ámbito científico, adscribirán más rápidamente, cuestión de
décimas de segundo (sólo detectables mediante un minucioso análisis), el
término hombre a categorías relacionadas con la ciencia.
Los prejuicios, por más implícitos y sutiles que sean, distorsionan
nuestras decisiones para dar empleo o hasta el veredicto de culpabilidad de
quienes pertenecen a un determinado grupo.7 También hay que decir que el
efecto de los prejuicios es menor cuanto más claras sean las reglas a seguir y
mayor, por el contrario, cuanto más difusas.
Cierta científica cognitiva, por ejemplo, se sorprendió al descubrir que un
test de creencias implícitas revelaba la existencia inconsciente de un estereotipo
contra las mujeres que, como ella misma, se dedicaban al ámbito de la ciencia.
Ése fue el motivo que la llevó a modificar la decoración de su despacho,
rodeándose de fotografías de científicas famosas como Marie Curie.
¿Pero puede acaso eso transformar nuestras actitudes? Parece que sí.
Tiempo atrás, los psicólogos consideraban a las categorías mentales
inconscientes como actitudes implícitas inmutables. El hecho de que su
influencia surta un efecto automático e inconsciente les llevaba a creer en la
imposibilidad de escapar de sus consecuencias. Después de todo, la amígdala
desempeña un papel esencial en los prejuicios implícitos (así como también en
los explícitos)8 y los circuitos de la vía inferior no parecen fáciles de cambiar.
Sin embargo, la reciente investigación realizada al respecto ha puesto de
manifiesto que los estereotipos y los prejuicios automáticos no son tan fijos
como se creía, es decir, que las creencias implícitas no reflejan los sentimientos
verdaderos de una persona y que, en consecuencia, pueden ser modificados.9
A nivel neuronal, esta fluidez refleja el hecho de que la vía inferior puede seguir
aprendiendo a lo largo de toda la vida.
Consideremos un experimento muy sencillo sobre reducción de
estereotipos en el que se mostraron una serie de cuarenta fotografías
cuidadosamente seleccionadas de negros muy admirados (como Bill Cosby y
Martin Luther King) y de blancos a quien todo el mundo despreciaba (como el
asesino en serie Jeffrey Dahmer, por ejemplo) a personas que tenían prejuicios
implícitos contra los negros. La exposición era mínima y cada sesión duraba,
aproximadamente, unos quince minutos.10
Ese breve proceso de entrenamiento de la amígdala provocó un cambio
espectacular en las puntuaciones obtenidas por las personas en la prueba de
creencias implícitas que puso de relieve una reducción de los prejuicios
inconscientes contra los negros que seguía manteniéndose veinticuatro horas
más tarde. Es muy probable que, si las imágenes de las personas admiradas
pertenecientes a un determinado grupo se vieran inyectadas de vez en cuando
(como sucede, por ejemplo, con los personajes de un programa favorito de
televisión), el cambio fuese mucho más duradero. A fin de cuentas, la amígdala
aprende de continuo y no hay motivo para que siga atrapada en un prejuicio.
Son muchos los métodos que, hasta el momento, se han mostrado útiles
para la disminución de los efectos de los prejuicios implícitos.11 Cuando a los
sujetos del experimento se les dijo que una prueba de CI había demostrado que
tenían una inteligencia muy elevada, sus prejuicios implícitos negativos se
desvanecían pero cuando, por el contrario, se les decía que habían obtenido un
CI muy bajo, se veían fortalecidos. El prejuicio implícito contra los negros, por
otra parte, disminuía cuando era un supervisor negro el que les transmitía un
feedback positivo.
La presión social también tiene sus efectos porque, cuando el sujeto se
halla en un entorno en el que un determinado prejuicio está fuera de lugar ,
también presentan menos prejuicios implícitos. Aun la determinación explícita
a ignorar la pertenencia de una persona a un determinado grupo puede acabar
reduciendo los prejuicios ocultos.12
Esto se asemeja a una especie de judo neuronal porque, cuando las
personas piensan en la tolerancia o hablan de ella, se activa el área prefrontal y
se aquieta la amígdala, asiento de los prejuicios implícitos.13 En este sentido,
cuando la vía superior se compromete positivamente, la inferior pierde su poder
para activar los prejuicios. Quizás sea ésta la dinámica neuronal que opera en
las personas que asisten a programas específicamente orientados a aumentar la
tolerancia, como las extraordinarias medidas antidiscriminatorias emprendidas
por las fuerzas armadas de los Estados Unidos.
Un modo muy diferente y novedoso de neutralizar los prejuicios fue
descubierto en una serie de experimentos israelíes que activaban la sensación de
seguridad de las personas empleando métodos sutiles como evocar, por
ejemplo, el recuerdo de un ser querido. Parece pues que la sensación
provisional de seguridad reduce los prejuicios que mantiene el sujeto hacia un
determinado grupo, como los fundamentalistas árabes o los judíos
ultraortodoxos, por ejemplo, hasta el punto de predisponerles incluso a
relacionarse con ellos.
Con todo esto no queremos decir que la sensación fugaz de seguridad
pueda resolver conflictos históricos y políticos que llevan mucho tiempo
instalados, Pero lo cierto es que la evidencia sugiere claramente la posibilidad
de disminuir el efecto de los prejuicios, aun de los prejuicios implícitos.14
Salvando las distancias
Lo que puede salvar la división entre nosotros y ellos ha sido, desde
hace mucho tiempo, objeto de acalorado debate entre los psicólogos que han
estudiado las relaciones intergrupales. Pero la solución a este debate ha llegado
de la mano del trabajo de Thomas Pettigrew, psicólogo social que se ha
dedicado a estudiar los prejuicios desde poco después de que el movimiento
estadounidense de los derechos civiles aboliera las fronteras legales
interraciales. Pettigrew, nativo de Virginia, ha sido uno de los primeros
psicólogos en zambullirse en el estudio del odio racial.
Pettigrew fue discípulo de Gordon Allport, el psicólogo social que
sostuvo, por vez primera, que la amistad y el contacto sostenido socavan los
cimientos mismos de los prejuicios. Hoy en día, tres décadas más tarde,
Pettigrew ha concluido el mayor análisis realizado hasta la fecha de los estudios
que se han centrado en el tipo de contacto que elimina la hostilidad intergrupal.
Pettigrew y sus colegas revisaron minuciosamente 515 estudios realizados en
los últimos sesenta años y llevaron a cabo un análisis estadístico que incluía las
respuestas de una muestra de 250.493 personas procedentes de treinta y ocho
países diferentes. Los grupos en cuestión abarcaban desde las relaciones entre
negros y blancos en los Estados Unidos hasta una multitud de resentimientos
étnicos, raciales y religiosos dispersos por todo el mundo, así como también los
prejuicios en contra de los ancianos, los discapacitados y los enfermos
mentales.15
Su investigación ha concluido que el compromiso emocional, como la
amistad o la relación de pareja entre individuos de uno y otro bando, favorece la
aceptación del otro grupo como una totalidad.
Cierto estudio realizado entre afroamericanos que, durante la infancia,
habían jugado con blancos, ha puesto de relieve que el hecho de tener un
compañero de juegos perteneciente al otro bando (aunque sus escuelas se
hallaran entonces segregadas) constituye una excelente vacuna contra los
prejuicios. Y lo mismo ocurrió también durante el apartheid entre las amas de
casa rurales afrikaaner que habían trabado amistad con sus trabajadores
domésticos africanos.
Cierta investigación ha puesto significativativamente de relieve que la
proximidad entre miembros de grupos divididos reduce los prejuicios. Pero no
basta, para modificar los prejuicios hostiles, con el mero contacto casual en la
calle o en el trabajo.16 El requisito esencial para vencer los prejuicios es, según
Pettigrew, la conexión emocional que, con el tiempo, va generalizándose a
todos ellos . Los europeos que, por ejemplo, mantienen buenas amistades con
gente perteneciente a un grupo étnico enfrentado como sucede, por ejemplo,
en los casos de alemanes y turcos, franceses y norteafricanos o británicos e
indios, por ejemplo muestran muchos menos prejuicios hacia el otro bando
como totalidad.17
«Todavía es posible, en tal caso, sustentar un estereotipo general sobre
ellos
me dijo Pettigrew , pero ya no está cargado de sentimientos
negativos.»
Cierta investigación sobre los prejuicios dirigida por Pettigrew y un
grupo de colegas alemanes ha puesto de manifiesto el extraordinario papel que
desempeña, en este sentido, la presencia o ausencia de contacto. Según
Pettigrew, los alemanes orientales tienen, hablando en términos generales, más
prejuicios hacia otros grupos, (desde los polacos hasta los turcos) que los
alemanes occidentales. Los actos violentos contra minorías, por ejemplo, son
bastante más frecuentes en los territorios de la antigua Alemania Oriental que
en la antigua República Federal y el estudio de quienes se hallan encarcelados
por tales actos ha puesto de manifiesto un par de cosas, la presencia de
prejuicios más exacerbados y que casi no han tenido el menor contacto con
personas pertenecientes a los grupos tan odiados.»
«Cuando el gobierno comunista de la antigua Alemania Oriental abrió las
puertas a un gran número de cubanos o africanos, los mantuvo segregados
agrega Pettigrew , pero la antigua República Federal lleva décadas de
adelanto en las relaciones intergrupales. Y también descubrimos prosigue
que, cuanto mayor es el contacto que los alemanes tienen con una determinada
minoría, más amistosos se muestran» hacia el grupo en cuestión.18 Dicho de
otro modo, cuando el ello se convierte en tú , el ellos se convierte en
nosotros .
¿Pero qué podemos decir con respecto a los prejuicios implícitos, es
decir, los estereotipos sutiles en los que ni siquiera reparan quienes afirman no
tener ningún prejuicio? ¿No se trata, acaso, de un punto también muy
importante? En este sentido, Pettigrew mantiene una actitud un tanto escéptica.
«Los grupos suelen tener según dice estereotipos sobre ellos mismos
que están muy extendidos en su cultura. Yo, por ejemplo, soy hijo de escoceses,
porque mis padres fueron inmigrantes. Según se dice, los escoceses somos
tacaños, pero nosotros damos la vuelta al estereotipo y decimos que sólo somos
ahorradores , con lo cual, el estereotipo permanece, pero su valencia
emocional se ha visto transformada.»
Los tests que suelen emplearse para determinar los prejuicios implícitos
analizan las categorías cognitivas de la persona que, en sí mismas, no son sino
abstracciones despojadas de todo sentimiento. Pero, según Pettigrew, lo que
realmente importa en un estereotipo es el sentimiento que le acompaña. Es por
ello que el simple hecho de sustentar un determinado estereotipo resulta
bastante menos importante que su correlato emocional.
Quizás, dada la intensidad de las tensiones intergrupales, sea un lujo
preocuparnos por los prejuicios implícitos reservado a aquellos lugares en los
que los prejuicios ya no se expresen en forma de odio sino de un leve sesgo. Lo
importante pues, cuando los grupos se hallan manifiestamente enfrentados, son
las emociones mientras que, cuando se llevan bien, hay que prestar atención a
los residuos mentales de los prejuicios que alientan actos sutiles de prejuicio.
La investigación dirigida por Pettigrew ha demostrado que el sentimiento
negativo hacia un determinado grupo es un predictor mucho más claro de
acciones hostiles que el simple hecho de tener una visión poco halagüeña de
ellos .19 Hay veces en que los estereotipos perduran aun después de que
personas pertenecientes a grupos hostiles entablen una amistad. Pero, cuando
los sentimientos se activan, las cosas son muy diferentes.
«Aunque el estereotipo general siga presente, ahora no me molesta
especula Pettigrew . Los prejuicios implícitos pueden permanecer pero,
cuando cambian las emociones también lo hace, en consecuencia, la conducta».
La solución puzzle
Para protegerse de las fricciones intergrupales a las que habitualmente se
ven sometidas, las alumnas portorriqueñas y dominicanas de un gran instituto
de Manhattan se unieron en una banda.
De tanto en tanto, sin embargo, todavía surgen problemas ocasionales
entre miembros de ambas facciones. Un buen día, por ejemplo, se desató una
pelea entre dos chicas, cuando una portorriqueña insultó a una dominicana por
mostrarse demasiado arrogante para ser una inmigrante tan reciente. A partir de
ese momento, las dos se enemistaron y lo mismo sucedió con las lealtades del
grupo.
Los alumnos de los institutos de los Estados Unidos se hallan inmersos en
una mezcla étnica cada vez más diversa. En este nuevo microcosmo global, la
forma estándar de la discriminación que habitualmente es nosotros contra
ellos
se ve reinventada de continuo.20 No es de extrañar, por ello, que las
viejas categorías enfrentadas (blancos frente a negros) se vean reemplazadas
por otras muchas más sutiles. En el instituto de Manhattan del que acabamos de
hablar, por ejemplo, las divisiones no sólo tienen lugar entre negros y latinos,
sino también entre asiáticos ABC [american born chinese, es decir, chinos
nacidos en los Estados Unidos] y asiáticos FOB [fresh off the boat, es decir,
recién llegados].
Y las perspectivas de la inmigración en los Estados Unidos durante las
próximas décadas parecen indicar que esta mezcla multiestratificada, con su
gran diversidad de grupos a los que adscribirse o de los que alejarse, seguirá
enmarañando más todavía las versiones del nosotros y del ellos .
Una lección muy importante de los costes de un clima socialmente tenso
fue el espantoso tiroteo que arrasó el instituto de Columbine el 20 de abril de
1999, cuando dos chicos se vengaron de la marginación a que se habían visto
sometidos matando, antes de suicidarse, a varios condiscípulos y a un maestro.
Esa tragedia inspiró al psicólogo social Elliot Aronson a abordar el problema y
concluir que hundía sus raíces en un clima escolar «competitivo, exclusivista y
marginador».
«Los adolescentes que se hallan sumidos en ese entorno viven según
Aronson
atormentados por un clima general de insultos y rechazos que
convierte en un auténtico suplicio la experiencia de ir a clase. Hay casos en que
esa situación es mucho peor y los alumnos lo describen como un infierno vivo
en el que se sienten inseguros, impopulares, insultados y objeto de las burlas de
los demás».21
Pero esta situación no afecta solamente a los Estados Unidos, porque
países como Noruega y Japón están esforzándose también en resolver el
problema del acoso escolar. El problema de la desconexión se halla presente
dondequiera que haya alumnos que se vean rechazados y marginados.
Hay quienes interpretan este hecho como el simple efecto secundario de
la norma social que eleva a algunos alumnos a la categoría de estrellas y
simultáneamente margina a otros. Pero la investigación realizada con las
personas a las que se soslaya o recuerda su pertenencia a un grupo
marginado , muestra que el rechazo puede hundir al sujeto en la distracción, la
preocupación, la ansiedad, el letargo y la sensación de que la vida carece de
sentido.22 Gran parte de la angustia que experimentan los adolescentes se deriva
de este mismo miedo a la exclusión.
Recordemos que el dolor provocado por el rechazo se registra en la
misma región del cerebro social que reacciona al dolor físico real. El rechazo
social de los estudiantes puede torpedear el rendimiento académico.23 El
deterioro de la memoria operativa una capacidad cognitiva esencial para la
asimilación de nueva información explica la considerable disminución del
dominio de asignaturas tales como las matemáticas.24 Más allá, sin embargo, de
los problemas de aprendizaje, los alumnos desconectados tienden a ser más
agresivos y destructivos en clase, al tiempo que muestran una escasa asistencia
y un mayor índice de abandono escolar.
El universo social de la escuela ocupa un lugar muy importante en la vida
del adolescente, lo que supone tanto un riesgo (como muestran los datos sobre
la alienación) como una oportunidad. No olvidemos que la escuela también
proporciona al adolescente un laboratorio vivo en el que aprender a
relacionarse.
Aronson aceptó el reto de ayudar a los estudiantes a establecer relaciones
sanas. Para ello, se apoyó en un dato que, según la psicología social, sirve para
pasar del ellos al nosotros , según el cual, los miembros de grupos hostiles
que trabajan juntos en la consecución de un objetivo común acaban
aceptándose.
Es por ello que Aronson aboga por lo que denomina la clase puzzle , es
decir, una clase en la que los alumnos deben organizarse en equipo para llevar a
cabo un trabajo del que posteriormente serán evaluados. Cada miembro del
equipo posee así una pieza esencial del puzzle que les permitirá comprender del
tema en cuestión. Si el objetivo, por ejemplo, consiste en el estudio de la
segunda Guerra Mundial, los distintos integrantes del equipo deberán
especializarse en una determinada tarea, para lo cual, acuden a un grupo que
congrega a miembros de todos los equipos en donde aprende el tema que luego
debe explicar a los miembros de su propio equipo.
La única posibilidad de llegar a dominar el tema propuesto consiste en
escuchar atentamente lo que cada uno de ellos tiene que decir. Es por ello que,
si el grupo interrumpe la intervención de uno de sus miembros con abucheos o
desconecta porque no le gusta la persona que les transmite la información, todos
corren el riesgo de suspender. De este modo, el aprendizaje se convierte en un
laboratorio que alienta la escucha, el respeto y la cooperación.
La investigación realizada en este sentido ha demostrado que las personas
que trabajan en equipos puzzle abandonan más rápidamente sus estereotipos
negativos. Del mismo modo, los estudios realizados en escuelas multiculturales
han puesto de relieve que, cuanto mayor es el número de contactos amistosos
que mantienen alumnos pertenecientes a grupos separados, menores son
también sus prejuicios.25
Consideremos, por ejemplo, el caso de Carlos, un alumno de quinto grado
que se vio obligado a abandonar su escuela, poblada de alumnos
mexicoamericanos como él, para ir a otra ubicada en un barrio más próspero, en
la que su extraño acento y su menor preparación le convirtieron en el blanco
inmediato de las burlas de toda la clase.
Cuando llegó, sin embargo, la clase puzzle , los mismos compañeros
que anteriormente le ridiculizaban necesitaron, para superar la prueba, de su
pieza del acertijo. Y si bien es cierto que, al comienzo, siguieron burlándose de
él pero, no tardaron en echarle una mano y animarle. Y, cuanto más le
ayudaban, más relajado estaba y más claramente se explicaba. Poco a poco, su
rendimiento mejoró y sus compañeros acabaron aceptándole.
Varios años más tarde, Aronson recibió una carta de Carlos, cuando
estaba a punto de graduarse en una universidad. En esa carta, Carlos recordaba
lo asustado que estaba, lo mucho que había odiado la escuela hasta el punto de
creer que era un estúpido... y lo crueles y hostiles que habían sido sus
compañeros. Después de la clase puzzle , sin embargo, las cosas empezaron a
cambiar y sus antiguos verdugos acabaron convirtiéndose en sus amigos.26
«Ahí empecé a disfrutar del estudio escribió Carlos . Ahora estoy a
punto de matricularme en la facultad de derecho de Harvard.»
El perdón y el olvido
Era un frío día de diciembre y el reverendo James Parks Morton, antiguo
deán de la Catedral Episcopaliana de Nueva York y actual director de The
Interfaith Center, tenía malas noticias. Sus principales benefactores habían
recortado la financiación y no podía seguir pagando el alquiler del centro, de
modo que se hallaban, por así decirlo, a punto de convertirse en unos sin
techo .
Poco antes de Navidad, sin embargo, recibieron la visita de un curioso
salvador, el jeque Moussa Drammeh, un inmigrante senegalés que, habiéndose
enterado del problema, les brindó la posibilidad de alojarse en un edificio en el
que estaba a punto de poner en marcha una guardería.
El deán Morton vio, en esa oportunidad proporcionada por un musulmán
para que pudieran reunirse, entre otros, budistas, hindúes, cristianos, judíos y
musulmanes y trabajar en los problemas comunes, una parábola que ilustraba
perfectamente la misión del grupo. O, dicho en palabras de Drammeh: «Cuanto
más conocemos al otro y más dispuestos estamos a sentarnos, beber y reír con
él, menos inclinados estaremos a verter su sangre».27
¿Pero qué podemos hacer para curar las heridas cuando la sangre ya se ha
derramado? Porque hay que decir que una de las principales consecuencias de
la violencia intergrupal consiste en la metástasis de los prejuicios y de la
animadversión.
Son muchas las razones, más allá del mantenimiento de relaciones
personales armoniosas, para acelerar el proceso, una vez cesadas las
hostilidades. Una de ellas es de índole biológica, porque el hecho de aferrarse al
odio y al rencor tiene importantes consecuencias fisiológicas. La investigación
realizada al respecto revela que el simple hecho de pensar en un grupo al que
odiamos provoca la emergencia de una ira reprimida. En tal caso, el cuerpo se
ve inundado de hormonas asociadas al estrés, al tiempo que aumenta la presión
sanguínea y empeora la eficacia del sistema inmunitario. Y también parece que,
cuanto más a menudo y con más intensidad se repite esta secuencia de ira muda,
mayor es el riesgo de padecer consecuencias biológicas duraderas.
El perdón es un antídoto para esta situación.28 Y es que, cuando
perdonamos a alguien con quien estábamos resentidos, se invierte esta reacción
biológica, es decir, disminuye la presión sanguínea y la tasa de hormonas
asociadas al estrés, se enlentece el ritmo cardíaco y disminuye también el
sufrimiento y la depresión.29
Aunque el perdón puede tener consecuencias sociales, como convertirnos
en amigos de los antiguos enemigos, no necesariamente asume siempre esa
forma. Especialmente en el caso de que las heridas no hayan cicatrizado
todavía, el perdón no pasa por olvidar lo que ha ocurrido y reconciliarnos con el
agresor, sino por descubrir el modo de liberarnos de las garras de la obsesión
por el daño que nos hayan provocado.
Un equipo de psicólogos adiestró, durante una semana, a diecisiete
hombres y mujeres de Irlanda del Norte, tanto católicos como protestantes, en la
práctica del perdón, todos los cuales habían perdido un familiar a causa de la
violencia sectaria. Durante esa semana, sin embargo, todos ellos tuvieron la
oportunidad de exteriorizar su sufrimiento y aprender nuevos métodos para
pensar en la tragedia, sin centrarse tanto en el daño como en honrar la memoria
de sus seres queridos y, de ese modo, orientarse hacia un futuro más
esperanzador. Fueron muchos los que ayudaron a otros a atravesar el mismo
ritual del perdón. Finalmente, el grupo no sólo experimentó menos sufrimiento
emocional, sino que también informó de una considerable disminución de los
síntomas físicos del trauma como, por ejemplo, el insomnio y la falta de
apetito.30
Perdonar es algo muy importante, pero ello no implica que debamos
olvidar. Para aprender de los errores cometidos es necesario recordarlos. La
humanidad debe recordar los actos de opresión y brutalidad como cuentos
morales, como un recordatorio para el futuro. Como dice el rabino Lawrence
Kushner con respecto al Holocausto: «Quiero recordar su horror para
asegurarme de que nadie se vea obligado a pasar jamás por algo parecido».31
La mejor respuesta que pueden dar quienes han aprendido la lección más
terrible de «lo que significa verse sacrificado por el poder de un estado
tecnocrático que ha enloquecido» consiste, según Kushner, en ayudar a quienes
corren peligro de caer en las garras del genocidio.
Ése es, precisamente, el tema sobre el que versa Nuevo amanecer , un
folletín radiofónico muy popular en Ruanda donde, entre 1990 y 1994, la
violencia hutu puso fin a la vida de 700.000 de sus vecinos tutsi y a cuantos
hutu se opusieron a la matanza.
El guión, ubicado en el presente, relata las tensiones existentes entre dos
poblados recolectores que se disputan la tierra que los separa. A modo de
versión moderna de Romeo y Julieta, la joven Batamuliza está enamorada de
Shema, un joven de la otra aldea. Para complicar más las cosas, su hermano
mayor Rutanagira, jefe de una facción que incita al odio contra el otro pueblo,
pretende obligar a Batamuliza a casarse con uno de sus compinches.
Batamuliza, sin embargo, pertenece a un grupo compuesto por jóvenes de
ambas aldeas que buscan nuevos modos de oponerse a los instigadores del odio
y alejarse de los ataques planificados.
Esta resistencia activa al odio se hallaba ausente durante los genocidios
que hace una década asolaron el país. El subtexto de New Dawn
un
proyecto conjunto de un filántropo holandés y psicólogos estadounidenses
consiste en el desarrollo de la capacidad de oponerse al odio.32
«Proporcionamos herramientas para comprender el camino que conduce al
genocidio y lo que podemos hacer para que jamás vuelva a repetirse» dice
Ervin Staub, psicólogo en la Universidad de Massachussets en Amherst y uno
de los guionistas.
Staub conoce la dinámica del genocidio por propia experiencia y por
haber investigado en ella. Él fue, en su infancia, uno de las decenas de miles de
niños judíos húngaros salvados de los nazis por el embajador sueco Raoul
Wallenberg y, en su libro The Roots of Evil, resume las fuerzas psicológicas que
engendran el asesinato en masa.33
El caldo de cultivo más adecuado para la emergencia de este tipo de
problemas se origina en las tensiones provocadas por períodos de gran agitación
social como crisis económicas y caos político en lugares donde ha habido una
historia de división entre un grupo dominante y otro dominado. La confusión
reinante lleva a los miembros del grupo dominante a interesarse por ideologías
que convierten al grupo más débil en un chivo expiatorio al que se culpa de
todos los males y presentan un futuro mejor que ellos supuestamente están
impidiendo. El odio todavía se propaga más fácilmente cuando el grupo
mayoritario ha sido agredido en el pasado y todavía se siente herido y ofendido.
Una vez que el mundo aparece como algo peligroso, el aumento de la tensión
desata la necesidad de recurrir a la violencia contra ellos como una forma de
defensa, aun cuando tal autodefensa equivalga a un genocidio.
Son varios los rasgos que aumentan la probabilidad del estallido de la
violencia como, por ejemplo, cuando el grupo agredido no puede hablar y
defenderse y cuando los países vecinos que podrían manifestar su condena
no dicen ni hacen nada para impedirlo. «Cuando los espectadores contemplan
pasivamente la violencia, los agresores interpretan ese silencio como una
aprobación señala Staub . Y una vez que la violencia se desata, las víctimas
quedan excluidas del área moral. Entonces ya no hay nada que pueda
detenerles.»
Éstas
y los antídotos del odio como expresar abiertamente la
oposición son las nociones que Staub ha enseñado, en colaboración con la
psicóloga Laurie Anne Pearlman, a grupos de políticos, periodistas y líderes
comunitarios ruandeses.34 «Les pedimos que apliquen estas comprensiones a su
propia experiencia y debo decir que los efectos son muy poderosos. De este
modo, promovemos la curación de la comunidad y desarrollamos las
herramientas que puedan contribuir a resistir las fuerzas de la violencia.»
Su investigación demuestra que los hutus y los tutsis que ha pasado por
ese entrenamiento se sienten menos traumatizados por lo que les sucedió y
aceptan más al otro grupo. Pero, para superar la división existente entre
nosotros y ellos , se requiere algo más que amistad y una fuerte conexión
emocional. No basta con el perdón, según Staub, cuando los grupos enfrentados
siguen viviendo juntos y los agresores no reconocen lo que han hecho ni
muestran arrepentimiento ni empatía por los supervivientes. Es como si, cuando
el perdón es unilateral, el desequilibrio se amplificase.
Staub distingue el perdón de la reconciliación, que consiste en la revisión
honesta de la opresión y en llevar a cabo el esfuerzo de corregir las cosas, como
el realizado por la Truth and Reconciliation Comission de Sudáfrica después del
final del apartheid. En el caso de Ruanda, la reconciliación supone el
reconocimiento de los agresores de lo que hicieron y que los miembros de
ambos bandos puedan verse de un modo más realista. Así es como se abre la
puerta a la convivencia.
«Los tutsis le dirán
señala Staub
que algunos hutus trataron de
salvarles la vida y que, por el bien de sus hijos, están dispuestos a colaborar con
ellos. Si ellos se disculpan, nosotros podemos perdonarles ».
EPÍLOGO
LO QUE REALMENTE IMPORTA
En cierta ocasión conocí a un hombre que había sido invitado a un
crucero de una semana en yate por las islas griegas. Pero no se trataba, según
me dijo, de un yate cualquiera, sino de un auténtico superyate que como yo
mismo pude corroborar en un grueso volumen profusamente ilustrado que se
hallaba expuesto sobre una mesa cercana figuró durante mucho tiempo en un
libro que dedicaba un par de páginas a los pormenores de cada uno de esos
lujosos barcos.
La decena aproximada de invitados estaba emocionada por la magnitud,
comodidad e impecable factura del yate hasta el día en que junto a ellos ancló
otro todavía mayor. Entonces consultaron el libro y descubrieron que su nuevo
vecino náutico pertenecía a un príncipe saudita y destacaba entre los cinco yates
de recreo más grandes del mundo. Pero lo más sorprendente de todo era que ese
yate iba escoltado de otro
tan grande como el suyo
encargado del
abastecimiento de cuya proa salía un enorme trampolín que colgaba sobre el
océano.
¿Cabe pensar en la existencia de algo así como una envidia de yate ?
Eso es, al menos, lo que opina Daniel Kahneman, psicólogo de la Princeton
University, según el cual, ese caso extremo de la envidia es un ejemplo de lo
que él denomina la rueda del molino hedónica . Kahneman, que recibió un
premio Nobel en economía, utiliza la imagen de la rueda de molino para
explicar la escasa correlación que existe entre la satisfacción con la vida y las
circunstancias vitales (como la riqueza, por ejemplo).
Según Kahneman, las personas más ricas no son las más felices porque,
cuanto más dinero tenemos, más elevadas son nuestras expectativas, lo que nos
lleva a aspirar a placeres más y más caros. Así pues, esa rueda de molino jamás
se detiene, ni aun en el caso de las personas más ricas de la tierra. Como dice el
mismo Kahneman: «Es cierto que los ricos pueden experimentar más placeres
que los pobres, pero no lo es menos que, para quedar igualmente satisfechos,
requieren también de más placer».1
Pero la investigación realizada por Kahneman también sugiere una
posible vía de escape de la rueda de molino hedónica, el establecimiento de
relaciones más gratificantes. Una investigación realizada por Kahneman y su
equipo en la que pidieron a más de mil mujeres de nuestro país que evaluasen
todas las actividades que realizaban determinado día (lo que hacían, con quién
estaban y cómo se sentían) puso de relieve que la felicidad no depende tanto del
nivel de ingresos, de las presiones laborales ni del estado civil, como de las
personas con las que se relacionaban.2
No debería sorprendernos que las dos actividades que la investigación
reveló más placenteras fuesen hacer el amor y relacionarse con los demás.
Menos agradables demostraron ser el trabajo y los viajes. Quizá lo más
sorprendente resultó ser el orden de factores determinantes de la felicidad que,
de mayor a menor, fueron los siguientes:
los amigos
los parientes
el esposo o la pareja
los hijos
los clientes
los compañeros de trabajo
el jefe
la soledad
De hecho, Kahneman nos invita a reconsiderar nuestras relaciones y el
placer que nos proporcionan y a aprovechar (en la medida en que nos lo
permitan nuestra agenda y nuestro dinero) el tiempo de un modo más
gratificante. Más allá de esas soluciones logísticas evidentes todos tenemos, sin
embargo, la posibilidad de recrear nuestras relaciones y tornarlas más
enriquecedoras.
Gran parte de lo que hace que nuestra vida merezca la pena se deriva de
de nuestras sensaciones de plenitud y felicidad. Y la calidad de nuestras
relaciones es una de las fuentes principales de esos sentimientos. Tampoco
debemos olvidar que muchos de nuestros estados de ánimo son fruto del
contagio emocional, es decir, de las relaciones que mantenemos con los demás.
En cierto sentido, las relaciones resonantes son como vitaminas emocionales
que nos alimentan y nos ayudan a superar los momentos más difíciles.
Todo el mundo está de acuerdo en que las relaciones constituyen el signo
universalmente más representativo de una buena vida. Aunque los pormenores
concretos varíen de una cultura a otra, todos coinciden en que las relaciones
afectuosas constituyen el rasgo distintivo de la existencia humana óptima .3
Como ya hemos visto en el Capítulo 15, el investigador conyugal John
Gottman descubrió que la proporción aproximada de interacciones positivas y
negativas en los matrimonios estables y felices es de cinco a una. Quizá esta
ratio sea una especie de proporción áurea que afecte a cualquier relación.
Siempre podemos, al menos teóricamente, llevar a cabo un inventario y
ponderar la importancia nutricia de cada una de nuestras relaciones.
Una proporción de cinco interacciones negativas por cada interacción
positiva pondría, en este sentido, de relieve una necesidad urgente.
Tengamos en cuenta que una ratio negativa no necesariamente significa
que, por el hecho de estar atravesando un momento (o una temporada) difícil,
debamos poner fin a esa relación. La solución no consiste en alejarnos de esa
persona, sino en hacer lo que esté en nuestra mano para modificar la situación.
Son muchas las soluciones que para ello proponen los expertos. Las hay que
sólo funcionan si los demás también están dispuestos a intentarlo pero, en caso
contrario, siempre podemos aumentar nuestra resiliencia e inteligencia social y
modificar, de ese modo, nuestra participación en ese tango social.
Obviamente, también debemos ponderar el modo en que nosotros
influimos en la vida de quienes nos rodean, lo que significa revisar el modo en
que cumplimos con nuestras responsabilidades como esposos, parientes, amigos
y miembros respetuosos de la comunidad.
El enfoque yo-tú permite que la empatía acabe conduciendo a su
siguiente paso natural, la acción comprometida. Entonces es cuando el cerebro
social opera como un sistema integrado que nos orienta hacia el altruismo, las
buenas obras y los actos compasivos. Y, dadas las crudas realidades sociales y
económicas de nuestro tiempo, la cuidadosa sensibilidad de la inteligencia
social tiene sus propios beneficios.
La ingeniería social
Martin Buber creía que la preponderancia cada vez mayor de las
relaciones yo-ello característica de las sociedades modernas amenaza el
bienestar del ser humano. Él fue quien nos advirtió contra la cosificación de
las personas, es decir, la despersonalización de las relaciones que corroe la
calidad de nuestra vida y hasta el mismo espíritu del ser humano.4
Una voz profética que se anticipó a la de Buber fue la de George Herbert
Mead, filósofo americano de comienzos del siglo XX y creador de la idea del
yo social , es decir, la sensación de identidad cuando nos contemplamos en el
espejo de las relaciones. Según Mead, la meta del progreso social consiste en
una inteligencia social perfeccionada con un mayor rapport y una mayor
comprensión mutua.5
Quizás estos ideales utópicos de la comunidad humana puedan parecer
ajenos a las tragedias y fricciones que asolan al siglo XXI. La sensibilidad
científica, en general y no sólo dentro del ámbito de la psicología , no se
encuentra cómoda en la dimensión moral y son muchos los científicos que la
relegan al campo de las humanidades, la filosofía o la teología. Pero la exquisita
sensibilidad del cerebro social no sólo nos obliga a admitir que nuestras
emociones y hasta nuestra misma biología dependen, para bien o para mal, de
los demás y que, por ello mismo, debemos asumir la responsabilidad que nos
compete por el modo en que influimos en los demás.
Buber nos advierte en contra cualquier visión que se muestre indiferente
ante el sufrimiento de los demás, sólo emplea las habilidades sociales para fines
exclusivamente egoístas y recomienda, en su lugar, una postura que tenga en
cuenta la empatía y el respeto, una visión que asume la responsabilidad de los
demás y de uno mismo.
Esa dicotomía tiene implicaciones para la misma neurociencia social.
Como siempre, las comprensiones proporcionadas por la ciencia pueden ser
bien o mal utilizadas. No resulta difícil imaginar el uso orwelliano de las
conclusiones de las investigaciones realizadas con el RMNf por la neurociencia
social en los ámbitos, pongamos por caso, de la publicidad y de la propaganda,
para amplificar el impacto emocional de un determinado mensaje. De este
modo, sin embargo, la ciencia acaba convirtiéndose en un mero vehículo para
difundir el mensaje de la explotación.
Esto no es nada nuevo, porque las consecuencias imprevistas de los
nuevos descubrimientos son el correlato inevitable del progreso tecnológico.
Cada nueva generación tecnológica inunda el mercado antes de que
conozcamos bien todos sus efectos, lo que convierte a toda innovación en un
experimento social.
Por otra parte, los neurocientíficos sociales ya están planificando
aplicaciones mucho más útiles. Una de ellos se centra en el uso de un logaritmo
de la empatía la conexión fisiológica que tiene lugar durante los momentos
de rapport para enseñar a los psicoterapeutas y a los médicos a establecer un
mejor contacto con sus pacientes. Otra emplearía un ingenioso dispositivo
inalámbrico que el paciente puede llevar consigo las veinticuatro horas del día y
que monitoriza sus funciones fisiológicas, enviando automáticamente una señal
cada vez que advierte, por ejemplo, que el sujeto está entrando en un episodio
depresivo, una especie de psiquiatra virtual accesible las veinticuatro horas del
día.6
Las nuevas comprensiones proporcionadas por el cerebro social y el
efecto que provocan las relaciones sociales en nuestra biología nos ayudan
también a reorganizar más adecuadamente las instituciones sociales.
Convendría reconsiderar pues, dada la importancia que tienen las relaciones
sanas, el modo en que habitualmente tratamos a los enfermos, los ancianos y los
presos.
En el caso de los enfermos crónicos o de los moribundos, por ejemplo,
podríamos buscar también apoyo para las personas pertenecientes al círculo
familiar y social del paciente que asumen el papel de acompañantes durante las
interminables horas del día y de la noche. En el caso de los ancianos, que
actualmente se ven relegados a residencias inhóspitas y aisladas, podríamos
crear albergues en los que conviviesen personas de todas las edades, remedando
así el mismo tipo de familia extendida que, durante la mayor parte de la
humanidad, cobijó a los ancianos. Y como ya hemos visto, también podemos
reorganizar el sistema penitenciario para que los presos sigan en contacto con
vínculos humanos más beneficiosos.
También convendría reconsiderar el personal que trabaja en todas esas
instituciones, desde las escuelas hasta los hospitales y las prisiones, sectores
vulnerables, todos ellos, a una visión errónea que valora los objetivos sociales
en función de intereses estrictamente económicos. Ésta es una mentalidad que,
en última instancia, ignora las relaciones emocionales que movilizan nuestras
mejores capacidades.
Los líderes deben reconocer su impacto en el clima emocional que
impregna los pasillos de sus organizaciones y determina independientemente
de que lo valoremos en función de las puntuaciones de un test, la consecución
de determinados objetivos o la conservación de las enfermeras más
competentes el logro de las metas colectivas.
Por todo ello necesitamos, como propuso Edward Thorndike en 1920,
promover la sabiduría social, es decir, las competencias que alientan el
crecimiento y desarrollo de las personas con las que nos relacionamos.
La felicidad nacional bruta
El pequeño reino himalayo de Bután, por ejemplo, se toma muy en serio
la felicidad nacional bruta de su país, a la que considera tan importante como
el producto nacional bruto, el indicador habitualmente usado para determinar el
desarrollo económico.7 Según el rey de Bután, la política pública no debería
centrarse exclusivamente en la economía, sino que también debería tener en
cuenta la sensación de bienestar. A decir verdad, los pilares de la felicidad
nacional de Bután se asientan en la seguridad económica, la conservación del
medio ambiente, la salud, la democracia y una educación respetuosa con la
cultura local, de modo que el desarrollo económico no es más que uno de los
múltiples factores que componen la ecuación.
Pero el concepto de felicidad nacional bruta no es una prerrogativa
exclusiva de Bután, porque existe un pequeño, aunque creciente, número de
economistas que están empezando a conceder a la felicidad personal y a la
satisfacción con la vida la misma importancia que al desarrollo económico.
Según dicen, la creencia universal en los círculos políticos de todo el mundo de
que el consumo nos hace más felices está equivocada. Es por ello que esos
economistas están desarrollando nuevos métodos para medir el bienestar que no
se centran exclusivamente en el nivel de ingresos o en la tasa de empleo, sino
que tiene también en cuenta la satisfacción con las relaciones personales y la
sensación de que la vida tiene un sentido.8
Daniel Kahneman advirtió la bien documentada falta de correlación entre
el desarrollo económico y la felicidad (exceptuando el caso básico en el que las
personas pasan de no tener nada a tener muy poco).9 Recientemente está
difundiéndose entre los economistas el reconocimiento de que sus modelos
hiperracionales ignoran la vía inferior y las emociones en general y por ese
motivo no llegan a comprender las decisiones que toman las personas, mucho
menos las que los hacen felices.10
La noción de solución tecnológica
con la que se conoce a la
aplicación de la tecnología y de la ingeniería a los asuntos humanos fue
acuñada por Alvin Weinberg, antiguo director del Oak Ridge Nacional
Laboratory y fundador del Institute for Energy Analysis. Weinberg alcanzó su
mayoría de edad científica de los años cincuenta y sesenta del pasado siglo, una
época muy proclive a las visiones utópicas que consideraban a la tecnología
como una panacea que podía resolver todos los problemas humanos y
sociales.11 De ahí precisamente se derivó la propuesta de crear una gran red de
centrales nucleares que, según se decía, abaratarían considerablemente el coste
de la energía y, si se ubicaban en la costa, proporcionarían agua potable,
fomentando el bienestar de naciones enteras. (Hay que decir que algunos
ecologistas están empezando a reconsiderar el uso de la energía nuclear como
una solución a los problemas derivados del calentamiento global.)
Ahora que ya ha superado los noventa años, la visión de Weinberg ha
dado un giro filosófico y aleccionador. «La tecnología según me dijo nos
permite desconectarnos de los demás y de nosotros mismos. La civilización está
atravesando una época muy singular. Lo que una vez fue importante ha acabado
dejándolo de ser. Actualmente, la vida se vive frente a un monitor de ordenador
y las relaciones personales se mantienen a distancia. Vivimos en un metamundo
y nuestra atención se centra en los últimos desarrollos tecnológicos. Pero las
cuestiones más importantes siguen siendo la familia y la responsabilidad social
y colectiva».
Como consejero científico de la presidencia de los Estados Unidos
Weinberg escribió, durante los años sesenta, un artículo muy influyente sobre lo
que él denominó criterios para la decisión científica . Ese artículo introdujo la
idea de que los valores podrían servirnos como guía para la asignación del
presupuesto dedicado a la ciencia y como una cuestión válida en la filosofía de
la ciencia. Hoy en día, casi medio siglo más tarde, ha reconsiderado lo que es
útil e importante para determinar las prioridades del presupuesto de una
nación. Según me dijo: «La visión convencional opina que el capitalismo es la
única forma eficaz de asignar los recursos pero lo cierto es que carece de
compasión».
«Me pregunto si no estarán agotándose las posibilidades de nuestros
modelos económicos y si la elevada tasa de paro global a la que asistimos no
será un fenómeno estructural y muy profundo, en lugar de meramente
coyuntural. Quizá siempre haya un número considerable (y probablemente
creciente) de personas que no puedan encontrar un buen trabajo. ¿Cómo
podríamos transformar, me pregunto, nuestro sistema para que no sólo fuese
eficaz, sino también compasivo?»
Paul Farmer, el legendario cruzado por su trabajo sobre la salud pública
en Haití y África, condena abiertamente la violencia estructural de un sistema
económico que mantiene las desigualdades y lleva a tantos desheredados del
mundo a salir a cualquier precio de la pobreza.12 Una solución, según él,
consistiría en considerar a la asistencia sanitaria como un derecho fundamental.
En el mismo sentido, Weinberg afirma: «El capitalismo compasivo nos
obligaría a cambiar nuestras prioridades y asignar más recursos del presupuesto
nacional a las buenas obras. Modificar el sistema económico en un sentido más
compasivo también proporcionaría una mayor estabilidad a nuestros sistemas
políticos».
Pero los modelos económicos que actualmente dirigen las políticas
nacionales suelen desentenderse del sufrimiento humano (aunque
rutinariamente estimen el coste económico de desastres naturales como
inundaciones o hambrunas). Uno de los resultados más elocuentes de este
abordaje son las políticas que sofocan económicamente a los países más pobres
con deudas tan enormes que apenas si dejan dinero para el alimento y el
cuidado médico de sus niños.
Esta actitud económica se halla aquejada de una ceguera mental que
carece de la capacidad de asumir el punto de vista de los demás. La empatía es
esencial para un capitalismo compasivo que tenga en cuenta el sufrimiento
humano y su alivio.
Todo esto justifica la necesidad de crear una sociedad compasiva. Los
economistas, por ejemplo, harían bien en considerar los beneficios sociales que
podría suponer el parentaje socialmente inteligente y el establecimiento de
programas escolares que promuevan el desarrollo de habilidades sociales y
emocionales tanto en el sistema educativo como en el penitenciario.13 De este
modo, los esfuerzos realizados por la sociedad para mejorar el funcionamiento
del cerebro social podrían beneficiar tanto al niño como a la comunidad en la
que vive. Estos beneficios irían, en mi opinión, desde el logro de objetivos
escolares más elevados hasta un mejor rendimiento laboral, con el consiguiente
aumento de la felicidad y la competencia social de los niños hasta una mayor
seguridad y salud colectiva. Y qué duda cabe de que las personas más educadas,
seguras y sanas contribuyen muy positivamente al desarrollo de cualquier
economía.
Son muchos, en suma dejando a un lado las especulaciones , los
beneficios que podría proporcionarnos el desarrollo de relaciones sociales más
afectuosas.
El murmullo de la camaradería
En su exuberante Yo canto al cuerpo eléctrico , Walt Whitman dice
poéticamente:
Me he dado cuenta de que basta estar con los que uno quiere,
Me basta demorarme al atardecer con aquellos que quiero.
Me basta sentir cerca la hermosa carne, la carne que es curiosa, que
respira y que ama.
Pasar entre la gente y tocar alguno, o rozar con el brazo el cuello de un
hombre o de una mujer. ¿No es esto mucho?
No pido otra alegría, nado en ella como en el mar.
Hay algo en estar cerca del hombre y de mujeres y de mirarlos, y en su
contacto y en su olor, que es grato al alma.
Todas las cosas son gratas al alma, pero ésta es la más grata.
El contacto humano alienta la vitalidad, especialmente de las relaciones
amorosas. Es por ello que las personas que más nos importan constituyen una
especie de elixir, un manantial vivo de energía. El intercambio neuronal entre
un padre y su hijo, entre un abuelo y su nieto, entre amantes, entre los
miembros de una pareja satisfecha o entre buenos amigos tiene virtudes bien
palpables.
Ahora que la neurociencia está comenzando a cuantificar el murmullo de
la camaradería y sus beneficios, podemos prestar atención al impacto biológico
de la vida social. Las implicaciones de los vínculos que mantenemos con
nuestras relaciones, nuestra función cerebral y nuestra misma salud y bienestar
son realmente sorprendentes.
Deberíamos revisar la creencia de que somos inmunes a los encuentros
sociales tóxicos. Tenemos la curiosa creencia de que, exceptuando los
tempestuosos estados pasajeros, las relaciones que mantenemos no afectan a
nuestro funcionamiento biológico. Pero ésta no es más que una mera ilusión
porque, del mismo modo que podemos contagiarnos de un virus, también
podemos pillar un desaliento emocional que nos torne más vulnerables a ese
virus y que, de un modo u otro, socave nuestro bienestar.
Desde esta perspectiva, los estados emocionalmente negativos como el
disgusto, el desprecio y la rabia son el equivalente al humo del tabaco que va
dañando lentamente los pulmones de los fumadores pasivos. El equivalente
interpersonal del cuidado preventivo de la salud del cuerpo físico consistiría,
pues, en añadir más emociones positivas a nuestro entorno.
En este sentido, la responsabilidad social comienza aquí y ahora, cada
vez que nuestras acciones contribuyen a crear estados óptimos en los demás,
tanto en las personas con las que casualmente nos cruzamos como en aquellos a
los que amamos y cuidamos. Como Whitman, cierto científico que estudia el
valor de supervivencia de la sociabilidad afirma que la lección práctica que
deberíamos extraer de todo ello consiste en «la necesidad de cuidar nuestras
relaciones sociales».14
Todos eso está muy bien y es muy sano para nuestra vida personal, pero
se ve afectado por las fuertes corrientes sociales y políticas de nuestro tiempo.
El siglo pasado subrayó lo que nos divide y nos enfrentó a los límites de la
empatía y la compasión colectiva.
Desde una perspectiva estrictamente logística, el antagonismo que atizó
los odios intergrupales durante la mayor parte de historia humana resultaba
bastante manejable. Los limitados medios de destrucción de que disponíamos
mantuvieron el daño dentro de ciertos límites. Pero, en el siglo XX, sin
embargo, la tecnología y la eficacia organizativa multiplicó extraordinariamente
nuestro potencial destructivo. Es por ello que, como mordazmente profetizó el
poeta W.H. Auden: «Hemos de amarnos los unos a los otros o morir».
Esta visión refleja perfectamente la urgencia que acompaña al
desencadenamiento del odio. Pero ello no implica que estemos impotentes,
porque esa misma sensación de urgencia puede servir para recordarnos que el
reto esencial al que colectivamente nos enfrentamos en este siglo consiste en
ampliar el círculo del nosotros y disminuir simultáneamente el del ellos .
La nueva ciencia de la inteligencia social nos proporciona herramientas
para ir expandiendo gradualmente los límites de la frontera del nosotros . No
necesitamos aceptar las divisiones que alimentan el odio, sino establecer
puentes con los demás y ampliar nuestra empatía hasta llegar a incluirlos a
pesar de las diferencias que nos separen de ellos. A fin de cuentas, los circuitos
del cerebro social nos conectan a la misma esencia común que todos los seres
humanos compartimos.
APÉNDICE A
Una nota sobre las vías inferior e superior
La vía inferior opera rápida, automática e inconscientemente. La vía
superior, por su parte, nos brinda la posibilidad de asumir un control voluntario,
pero requiere de un esfuerzo y una determinación consciente y funciona más
lentamente. Esta diferenciación entre las vías superior e inferior posee una gran
importancia para la conducta y simplifica extraordinariamente los confusos y
complejos circuitos que se entretejen en el cerebro.
Aunque los detalles neuronales concretos de cada uno de esos sistemas
todavía no estén claros y se hallen bajo el escrutinio de la ciencia, la
diferenciación establecida al respecto por Matthew Lieberman, científico de
UCLA, resulta muy valiosa. Lieberman denomina sistema X (que incluye,
entre otras regiones neuronales, a la amígdala) y sistema C (que incluye a la
corteza cingulada anterior y a ciertas áreas de la corteza prefrontal) a las
modalidades automática y controlada, respectivamente.1
Los distintos sistemas cerebrales operan en paralelo, combinando en
diferentes proporciones las funciones automáticas y controladas. Cuando
leemos, por ejemplo, decidimos dónde mirar y reflexionamos deliberadamente
en el significado de lo que vemos (capacidades que implican a la vía superior),
dejando funciones tales como el reconocimiento de pautas, la extracción de
significado, el descifrado sintáctico, por ejemplo, en manos de los mecanismos
automáticos. Son tantas las funciones que desempeña la vía inferior que mal
podríamos concluir que la lectura es una actividad mental que depende
exclusivamente de la vía superior. Por más pues que, en este libro, presentemos
una clara dicotomía entre lo superior y lo inferior, conviene subrayar que, en
realidad, se trata de un amplio espectro que abarca gradaciones muy diversas.2
La tipología de las vías superior e inferior resume las dos grandes
dimensiones cognitiva-afectiva y automática-controlada y las organiza como
automática-afectiva y controlada-cognitiva. Para los propósitos de este libro
hemos dejado de lado, pues, los casos de funciones cognitivas automáticas
altamente adaptativas (como reconocer, por ejemplo, la palabra que estamos
leyendo) y las emociones generadas intencionalmente (mucho más raras, pero
que podemos advertir en aquellos actores que pueden emocionarse a voluntad).3
El procesamiento automático propio de la vía inferior parece ser la
modalidad por defecto con la que el cerebro opera de continuo. La vía superior,
por su parte, se pone en marcha cuando un acontecimiento inesperado, un error
o el intento deliberado de pensar interrumpe el procesamiento automático
(como sucede, por ejemplo, cuando debemos tomar una decisión difícil). Desde
esta perspectiva, la mayor parte de la corriente de nuestro pensamiento discurre
a través de la vía automática.
Dentro de ciertos límites, sin embargo, la vía superior puede, si así lo
queremos, anular el funcionamiento de la inferior. De ello depende,
básicamente, la capacidad de decidir.
APÉNDICE B
El cerebro social
Para que un nuevo conjunto de circuitos aparezca en el cerebro debe tener
una gran importancia para quienes lo poseen, aumentando la probabilidad de
que su poseedor viva para transmitirlo a sus sucesores. La vida grupal fue, para
los primates, un excelente mecanismo de adaptación. Todos los primates viven
en grupos que les ayudan a satisfacer las exigencias de la vida multiplicando los
recursos a los que puede acceder cualquier miembro aislado y proporcionando
así una importancia extraordinaria a las buenas relaciones sociales. El cerebro
social parece el mecanismo adaptativo utilizado por la naturaleza para
enfrentarse al reto de sobrevivir como parte de un grupo.
¿Qué quieren decir los neurocientíficos cuando hablan de cerebro
social? La idea de que el cerebro está compuesto de áreas discretas, cada una
de las cuales se encarga aisladamente de una tarea concreta parece hoy en día
tan anticuada como las imágenes de la frenología decimonónica que
explicaban el significado de las circunvoluciones cerebrales. Hoy en día
sabemos perfectamente que los circuitos neuronales que se ocupan de una
determinada tarea mental no están ubicados en un lugar concreto, sino que se
hallan distribuidos por todo el cerebro y que, cuanto más compleja es la tarea,
más amplia es esa distribución.
Las distintas zonas del cerebro se relacionan de un modo tan complejo
que expresiones tales como cerebro social no son más que ficciones, aunque
ciertamente se trate de ficciones útiles. Para entender las cosas, sin embargo, los
científicos se han dedicado a determinar los sistemas cerebrales que se ponen en
marcha en el desempeño de una determinada función. Es por ello que han
agrupado los centros que se ocupan del movimiento y de la actividad sensorial
en conceptos tales como
cerebro motor
y
cerebro sensorial ,
respectivamente. Algunos de estos cerebros se refieren a zonas que se hallan
anatómicamente relacionadas como, por ejemplo, el cerebro reptiliano , que
incluye las regiones inferiores que regulan el funcionamiento de los reflejos
automáticos y similares y que son evolutivamente tan antiguas que las
compartimos con los reptiles. Estas etiquetas heurísticas resultan más útiles
cuando los neurocientíficos quieren centrar la atención en los niveles superiores
de organización cerebral, es decir, los módulos y redes neuronales que
colaboran en el desempeño de una determinada función (como ocurre, en
nuestro caso, con las interacciones sociales).
Es por ello que el cerebro social
es decir, los módulos neuronales
dispersos que orquestan nuestra actividad cuando nos relacionamos con los
demás se halla extendido por todas partes. No existe, en el cerebro, ningún
lugar concreto que se encargue de controlar las interacciones sociales. La
expresión cerebro social , por el contrario, se refiere a un conjunto de redes
neuronales diferentes que, aunque fluidas y muy amplias, operan
integradamente. En este sentido, el cerebro funciona de un modo unificado
coordinando sistemas muy diversos y alejados.
Aunque la neurociencia todavía no haya llegado a un acuerdo general
para establecer un mapa concreto del cerebro social, sus investigaciones
empiezan a coincidir en las regiones que se activan durante las interacciones
sociales. Una de las primeras propuestas identificó la existencia de un vínculo
muy importante entre ciertas estructuras del área prefrontal (especialmente la
corteza orbitofrontal y la corteza cingulada anterior) y determinadas regiones
subcorticales (básicamente la amígdala)1 que se ha visto corroborada y detallada
por investigaciones más recientes.2
Dada la amplia diversificación de los circuitos relacionados con el
cerebro social, las redes neuronales implicadas dependen, en gran medida, de la
actividad social en la que nos hallemos implicados. Así, por ejemplo, durante
una simple conversación se sincroniza la actividad de ciertas regiones
cerebrales mientras que, cuando consideramos si alguien nos gusta, las regiones
que se activan son muy diferentes (aunque se hallen solapadas con las
anteriores).
Revisemos ahora rápidamente algunas de las conclusiones de los
descubrimientos realizados hasta la fecha sobre los circuitos que se activan
durante una determinada actividad. Las neuronas espejo de la corteza prefrontal
y de la región parietal (y posiblemente otras) gestionan las representaciones
compartidas, es decir, las imágenes que aparecen en nuestra mente cuando
hablamos con algún conocido. Otras neuronas implicadas en el movimiento se
activan cuando nos dedicamos simplemente a observar las acciones de otra
persona, como sucede durante la intrincada danza de gestos y movimientos
corporales que acompañan a cualquier conversación. Las células del opérculo
parietal derecho se ponen en marcha para orquestar los movimientos con que
respondemos a nuestro interlocutor.
La interpretación y la respuesta a los mensajes emocionales implícitos en
el tono de voz de otra persona activan en nosotros los circuitos que conectan la
ínsula y la corteza premotora con el sistema límbico, especialmente la amígdala.
En la medida en que la conversación prosigue, los vínculos directos que la
amígdala mantiene con el tallo cerebral controlan la reacción del sistema
autónomo, aumentando la tasa cardíaca, por ejemplo, en respuesta a una
acalorada discusión.
Las neuronas del área fusiforme del lóbulo temporal se ocupan de
reconocer e interpretar las emociones en el rostro de los demás y de controlar
dónde se dirige la mirada de una persona. Las áreas somatosensoriales se
activan cuando registramos el estado de otra persona y advertimos nuestra
respuesta. Y cuando enviamos nuestros propios mensajes emocionales, los
núcleos del tallo cerebral envían señales para que nuestros nervios faciales
frunzan el ceño, esbocen una sonrisa o enarquen las cejas.
Mientras permanecemos conectados con otra persona, nuestro cerebro
experimenta dos modalidades diferentes de empatía, una que discurre
rápidamente (a través de las conexiones existentes entre la corteza sensorial, el
tálamo y la amígdala y que determinan nuestra respuesta) y otra más lenta (que
va desde el tálamo hasta el neocórtex y la amígdala y provoca una respuesta
más racional). El contagio emocional discurre a través de la primera de estas
vías, posibilitando la imitación neuronal automática de los sentimientos de la
otra persona. La segunda vía, por su parte, gira en torno al cerebro pensante y
nos abre a otra modalidad de empatía que puede llevarnos, si así lo deseamos, a
interrumpir la conexión.
Aquí entran en juego los circuitos neuronales que conectan el sistema
límbico con las cortezas orbitofrontal y cingulada anterior, regiones que se
activan cuando percibimos la emoción de otra persona y ajustamos a ella
nuestra propia respuesta emocional. Tengamos en cuenta que, hablando en
términos generales, la corteza prefrontal cumple con la función de modular
adecuada y eficazmente nuestras emociones. De este modo, si lo que la otra
persona dice nos molesta, la región prefrontal siempre nos permite seguir
centrados y mantener la conversación.
Cuando tenemos que pensar en el mensaje emocional de otra persona, las
regiones dorsolateral y ventromedial prefrontales nos ayudan a ponderar lo que
todo ello significa y considerar más detenidamente las alternativas de que
disponemos. ¿Qué respuesta, por ejemplo, será más adecuada a la situación
inmediata y estará más de acuerdo con nuestros objetivos a largo plazo?
Bajo toda esa danza interpersonal, el cerebelo (ubicado en la base del
cerebro) mantiene nuestra atención centrada en la otra persona, registrando los
datos sutiles implícitos en sus expresiones faciales fugaces. La sincronía no
verbal e inconsciente es decir, la compleja coreografía que acompaña a una
conversación nos obliga a tener en cuenta un auténtico aluvión de datos
socialmente relevantes. Y ello, a su vez, depende de las antiguas estructuras del
tallo cerebral, en particular del cerebelo y de los ganglios basales. La
importancia de esas estructuras del cerebro inferior en las relaciones
interpersonales les proporciona un papel secundario en los circuitos del cerebro
social.3
El hecho de que todas esas regiones participen en la orquestación de las
interacciones sociales (aun de las simplemente imaginadas) supone que la
lesión de cualquiera de ellas obstaculiza nuestra capacidad de sintonizar con los
demás. Cuando más complicada es una determinada interacción social, más
complejas las redes neuronales interconectadas que se activan. Son muchos,
pues, los circuitos y regiones cerebrales que desempeñan un papel en el cerebro
social, un territorio neuronal que apenas hemos comenzado a cartografiar en
detalle.
Un modo de empezar a identificar los circuitos esenciales del cerebro
social podría ser el de subrayar las redes neuronales mínimas que se ponen en
funcionamiento durante un determinado acto social.4 Los neurocientíficos de
UCLA, por ejemplo, han descubierto la puesta en marcha de los siguientes
circuitos en el acto de percibir e imitar las emociones de otra persona. La
corteza temporal superior permite la percepción visual inicial de la otra persona,
enviando esa descripción a las neuronas de la región parietal que equiparan la
observación de un acto a su ejecución. Luego esas neuronas agregan más
información sensorial y somática a la descripción y la envían a la corteza frontal
inferior, que codifica el objetivo de la acción que debe ser imitada. Por último,
una copia sensorial de las acciones vuelve a la corteza temporal superior, que se
encarga de controlar la respuesta resultante.
En lo que se refiere a la empatía, los circuitos afectivos calientes deben
conectarse con los circuitos sensoriales y motores fríos o, dicho en otras
palabras, el sistema sensoriomotor debe conectarse con el centro afectivo
ubicado en el sistema límbico. El equipo de UCLA ha descubierto que el
vínculo anatómicamente más probable de esa conexión parece ser una región de
la ínsula que conecta la región límbica con algunas partes de la corteza frontal.5
Los científicos del National Institute of Mental Health (NIMH) sostienen
que nuestra intención de esbozar un mapa del cerebro social no debería
llevarnos a hablar de un sistema neuronal unitario, sino de circuitos
interrelacionados que, en ocasiones, trabajan conjuntamente y, en otras, lo
hacen de un modo separado.6 En el caso de la empatía primordial
es decir,
en el contagio de un sentimiento de una persona a otra , por ejemplo, los
neurocientíficos han determinado los caminos que conectan la corteza sensorial
con el tálamo y la amígdala y, desde ahí, con los circuitos encargados de emitir
la respuesta apropiada. En el caso de la empatía cognitiva , que consiste en
sentir los pensamientos de otra persona , los circuitos van desde el tálamo
hasta la corteza y la amígdala y, desde ahí, hasta los circuitos encargados de
emitir la respuesta.
En lo que respecta a empatizar con determinadas emociones concretas,
los investigadores del NIMH sugieren la posibilidad de establecer distinciones
adicionales. Algunos datos proporcionados por el RMNf sugieren, por ejemplo,
la existencia de diferentes caminos para registrar el miedo o la ira de otra
persona. Las expresiones de miedo parecen activar la amígdala, pero rara vez la
corteza orbitofrontal, mientras que la ira, por su parte, activa la corteza
orbitofrontal, pero no la amígdala. Esa diferencia puede estar relacionada con el
distinto papel desempeñado por cada una esas emociones. En el caso del miedo,
nuestra atención se dirige hacia lo que lo causó pero, en el de la ira, nos
centramos en lo que podemos hacer para modificar la reacción de esa persona y,
en lo que respecta al disgusto, por último, la amígdala permanece inactiva y, en
su lugar, se movilizan ciertas estructuras de los ganglios basales y de la ínsula
anterior.7 Y no debemos olvidar que todos esos circuitos específicos de la
emoción se ponen en marcha tanto cuando experimentamos la emoción
concreta como cuando vemos que alguien está experimentándola.
Los científicos de NIMH también afirman la existencia de otra variedad
de circuitos para la llamada empatía cognitiva , que no sólo nos permiten tener
una idea de lo que otra persona está pensando, sino decidir también lo que al
respecto deberíamos hacer. Estos circuitos neuronales esenciales parecen
implicar a la corteza frontomedial, la cisura temporal superior y el lóbulo
temporal.
También hay un correlato neuronal para el vínculo que existe entre la
empatía y nuestra sensación de los que está bien y de lo que está mal. Así, por
ejemplo, la investigación realizada con pacientes que presentan lesiones
cerebrales que les llevan a abandonar sus normas morales anteriores o que se
encuentran confundidos al enfrentarse a la necesidad de determinar lo que está
bien y lo que está mal pone de relieve la necesidad de que las regiones
cerebrales destinadas a evocar e interpretar los estados viscerales permanezcan
intactas.8 Las regiones cerebrales que se activan durante los juicios morales
una serie de circuitos que van desde ciertas regiones del tallo cerebral
(especialmente el cerebelo) hasta determinadas zonas de la corteza cerebral
incluyen la amígdala, el tálamo, la ínsula y el tallo cerebral superior. Todas
estas regiones se hallan también implicadas en la percepción de nuestros
sentimientos y de los sentimientos de otra persona. Uno de los circuitos que la
investigación parece haber identificado como esencial para la empatía va desde
el lóbulo frontal hasta el lóbulo temporal anterior (incluyendo la amígdala y el
córtex insular).
El funcionamiento cerebral puede ser cartografiado estudiando las
habilidades dañadas en los pacientes que presentan una determinada lesión
neuronal.9 Para ello se comparó a los pacientes neurológicos que tienen lesiones
en distintos circuitos emocionales del cerebro social con otros que presentaban
lesiones en regiones diferentes. Mientras que ambos grupos fueron igualmente
capaces de desempeñar tareas cognitivas, como responder a las preguntas de un
test del CI, sólo los que tenían lesionadas las regiones emocionales mostraron
un funcionamiento inadecuado de sus relaciones, tomaban decisiones
interpersonales inadecuadas, no sabían interpretar cómo se sentía la otra
persona y eran incapaces de enfrentarse adecuadamente, en consecuencia, a las
demandas de la vida social.
Los pacientes que presentan estos déficits sociales tienen lesiones en un
conglomerado neuronal al que el neurólogo de la University of Southern
California Antonio Damasio, en cuyo laboratorio se llevó a cabo el estudio de
estos pacientes, ha denominado marcador somático . Cada vez que debemos
tomar una decisión, especialmente en nuestra vida personal y social,10 este
marcador somático opera vinculando áreas relacionadas de las regiones
ventromedial prefrontal, parietal y cingulada, así como también la ínsula
derecha y la amígdala. Las habilidades sociales activadas por esta región del
cerebro social parecen esenciales para el adecuado funcionamiento de nuestras
relaciones. Es por ello que los pacientes que presentan lesiones en los circuitos
del marcador somático no saben interpretar ni enviar las señales emocionales
adecuadas y, por ello mismo, pueden tomar decisiones socialmente desastrosas.
Lo que Damasio denomina marcadores somáticos parece solaparse con
los sistemas neuronales citados por Stephanie Preston y Frans de Waal en su
modelo de la acción-percepción del cerebro social. Ambos modelos afirman
que, cuando registramos las emociones de otra persona, se movilizan en nuestro
cerebro la mismas vías neuronales que se activan cuando somos nosotros
quienes experimentamos ese sentimiento, así como también los circuitos de las
imágenes y acciones mentales relacionadas (el impulso que nos lleva a actuar).
Otros estudios realizados con el RMNf sugieren que la ínsula vincula los
sistemas espejo con la región límbica, generando el componente emocional del
vínculo neuronal.11
Los detalles concretos de una interacción acaban, obviamente,
determinando las regiones cerebrales que operan cuando respondemos, como
pone de relieve la investigación con RMNf de diferentes situaciones sociales.
Los estudios de imagen del cerebro de voluntarios que escuchaban relatos de
situaciones socialmente embarazosas (como escupir comida en un plato durante
una cena formal) pusieron de relieve una mayor actividad en la corteza
prefrontal medial y en las áreas temporales
que se movilizan cuando
empatizamos con el estado mental de otra persona
así como también la
corteza orbitofrontal lateral y la corteza prefrontal medial.12 Estas mismas áreas
se estimulan cuando el relato señala que la comida se escupió de manera
involuntaria (porque la persona se estaba ahogando). Esta red neuronal parece
controlar el caso más general de decidir si una determinada acción será
socialmente apropiada, una de las pequeñas e interminables decisiones a las que
continuamente nos enfrenta la vida interpersonal.
Los estudios clínicos de pacientes neurológicos que no logran tomar las
decisiones adecuadas y, en consecuencia, suelen meter la pata o incurrir en
otros errores interpersonales muestran lesiones en la región ventromedial de
la corteza prefrontal. Antoine Bechara, colega de Damasio, observa que esta
región desempeña un papel fundamental en la integración de los sistemas
cerebrales de la memoria, la emoción y el sentimiento y que su daño impide el
adecuado funcionamiento del proceso de toma de decisiones sociales. En la
investigación de las situaciones embarazosas, los sistemas más activos sugieren
la existencia de una red alternativa en una región dorsal de la cercana corteza
prefrontal medial, un área que incluye la corteza cingulada anterior.13 Esta
región, según Damasio, representa un cuello de botella que conecta las redes
que gestionan la planificación motora, el movimiento, la emoción, la atención y
la memoria operativa.
Todas éstas son, para el neurocientífico, sugerencias muy tentadoras
pero todavía necesitamos saber muchas más cosas para desentrañar la red en
que se asienta la neurología de la vida social.
APÉNDICE C
Una revisión de la inteligencia social
Desde una perspectiva evolutiva, la inteligencia puede ser considerada
con una de las capacidades que más han contribuido a la supervivencia de
nuestra especie. El cerebro social se desarrolló básicamente en las especies de
mamíferos que vivían en grupos y evolucionó como un mecanismo de
supervivencia.1 Los sistemas cerebrales que determinan la diferencia existente
entre los seres humanos y el resto de los mamíferos creció en proporción directa
con el número de individuos que componían la horda primordial.2 Por ello
algunos científicos han llegado a decir que lo que ha permitido al homo sapiens
eclipsar al resto de los humanoides no ha sido tanto su superioridad física ni sus
destreza cognitivas sino, precisamente, sus habilidades sociales.3
Los psicólogos evolucionistas afirman que el cerebro social
y, en
consecuencia, la inteligencia social se desarrolló para satisfacer el reto de
gestionar adecuadamente las corrientes sociales de los grupos de primates, es
decir, quién es el macho alfa, con quién puedo contar y a quién y cómo debo
complacer (cosa que se pone de manifiesto, por ejemplo, en la conducta de
acicalamiento). En el caso de los seres humanos, la necesidad de participar en el
razonamiento social
especialmente, la coordinación, la cooperación y la
competencia ha impulsado el desarrollo del cerebro y, en consecuencia, de la
inteligencia.4
Las grandes funciones del cerebro social, desde la relación sincrónica
hasta las diferentes modalidades de la empatía, la cognición social, las
habilidades de relación y la preocupación por los demás apuntan hacia
dimensiones diferentes de la inteligencia social. Esta perspectiva evolutiva nos
invita a revisar el papel que desempeña la inteligencia social en la taxonomía de
las capacidades humanas y a reconocer que la inteligencia puede llegar a
incluir habilidades no cognitivas (lo que precisamente hizo Howard Gardner
con su revolucionario concepto de inteligencias múltiples ).
Los hallazgos realizados por la neurociencia en el campo de la
inteligencia social pueden revolucionar las ciencias sociales y conductuales.
Los recientes descubrimientos de la llamada neuroeconomía (que estudia el
funcionamiento del cerebro durante el proceso de toma de decisiones), por
ejemplo, han puesto en entredicho los presupuestos básicos de la economía.5
Sus conclusiones han sacudido los cimientos del pensamiento económico
estándar, especialmente la idea de que las decisiones sobre el dinero que toman
las personas se ajustan a modelos estrictamente racionales como, por ejemplo,
los árboles de decisiones. Hoy en día, los economistas están empezando a darse
cuenta de que los modelos que tienen también en cuenta el procesamiento de la
vía inferior poseen una mayor capacidad predictiva que los estrictamente
racionales.
Del mismo modo, el campo de la teoría y de los tests de inteligencia
parece hoy lo suficientemente maduro como para revisar sus presupuestos
básicos. En los últimos años, la inteligencia social ha sido un páramo científico
ignorado por los psicólogos sociales y los estudiosos de la inteligencia. Una
excepción ha sido la explosión de la investigación sobre la inteligencia
emocional iniciado en 1990 por el trabajo pionero de John Mayer y Peter
Salovey.6
Como me dijo el mismo Mayer, la idea original de Thorndike
consideraba que la inteligencia está compuesta por la tríada inteligencia
mecánica, inteligencia abstracta e inteligencia social, pero no consiguió
encontrar el modo de medir la inteligencia social. Cuando, en los años noventa,
empezó a entenderse el papel desempeñado por las emociones, «la inteligencia
emocional según Mayer empezó a ocupar el lugar que le correspondía en
el triunvirato en el que había fracasado la inteligencia social».
La reciente emergencia de la neurociencia social pone de relieve que ya
ha llegado ya el momento de que la inteligencia social ocupe el lugar que le
corresponde junto a su gemela, la inteligencia emocional. La revisión de la
inteligencia social debería reflejar más claramente el funcionamiento del
cerebro social, agregándole capacidades habitualmente ignoradas que, no
obstante, tienen una importancia extraordinaria en el mundo de las relaciones.
El modelo de la inteligencia social que presento de manera exclusivamente
tentativa en este libro sólo aspira a mostrar el aspecto que podría tener ese
concepto. Estoy convencido de que habrá quienes organicen las dimensiones
que propongo de otro modo o que sugieran las suyas propias, ya que ésta no es
más que una de las muchas posibles formas de categorizarla. No cabe la menor
duda de que la investigación futura acabará conduciendo a modelos más válidos
y convincentes de la inteligencia social. Mi objetivo aquí no es otro que el de
catalizar la emergencia de ese pensamiento.
Modo en que las habilidades de la inteligencia social se adaptan al modelo de la
inteligencia emocional
Inteligencia Emocional
Inteligencia Social
Conciencia de uno mismo
Conciencia social
Empatía primordial
Exactitud empática
Escucha
Cognición social
Autogestión
Capacidades sociales o gestión de las relaciones
Sincronía
Presentación de uno mismo
Influencia
Preocupación
Algunos psicólogos dirán que los rasgos distintivos de la inteligencia
social que propongo añadir a las definiciones estándar de inteligencia
proceden de dominios no cognitivos. Pero ésa es precisamente la cuestión
porque, en lo que respecta a la inteligencia de la vida social, el cerebro combina
habilidades muy dispares. Competencias no cognitivas como la empatía
primordial, la sincronía y la preocupación son aspectos extraordinariamente
adaptativos del repertorio de supervivencia social con que cuenta el ser
humano. Y estas aptitudes ciertamente nos ayudan a cumplir más
adecuadamente con el mandato de Thorndike de actuar sabiamente en
nuestras relaciones.
La vieja noción de que la inteligencia social es algo exclusivamente
cognitivo, como afirmaban muchos de los primeros teóricos de la inteligencia,
sugiere que la inteligencia social es equiparable a la inteligencia general misma.
No me cabe la menor duda de que algunos científicos cognitivos coincidirán en
que se trata de la misma capacidad. Después de todo, su disciplina compara la
vida mental a un procesador de información que discurre a través de caminos
estrictamente racionales.
Pero tal foco exclusivo en las habilidades mentales de la inteligencia
social soslaya el importante papel desempeñado por los afectos y la vía inferior.
Es por ello que sugiero la necesidad de asumir una nueva perspectiva que va
más allá del mero conocimiento sobre la vida social e incluye habilidades
automáticas que tienen mucha importancia en nuestra vida social y tiene en
cuenta la vía superior y la vía inferior. Éstas son habilidades que las distintas
teorías de la inteligencia social actualmente en boga sólo han considerado en
contadísimas ocasiones.
La visión de los teóricos de la inteligencia sobre las aptitudes de la vida
social puede ser mejor entendida a la luz de la historia de este campo. Cuando,
en 1920, Edward Thorndike propuso por vez primera el concepto de
inteligencia social, la noción recién desarrollada de cociente intelectual estaba
todavía remodelando el pensamiento del novedoso campo de la psicometría,
que aspiraba a encontrar el modo de medir las habilidades humanas. Era un
tiempo en el que la psicología se hallaba comprensiblemente embriagada por
los recientes éxitos obtenidos por el concepto de CI para clasificar a los
millones de soldados reclutados durante la primera Guerra Mundial y asignarles
tareas y empleos que pudieran desempeñar adecuadamente.
Los pioneros teóricos de la inteligencia social trataron de encontrar una
medida análoga al cociente intelectual que se refiriese al talento en el
desempeño de la vida social. Guiados por el nuevo campo de la psicometría,
buscaron formas de evaluar las diferencias interpersonales en las aptitudes
sociales que fueran el correlato del razonamiento espacial y verbal medido por
el CI.
El fracaso de estos tempranos intentos se debe a que sólo tenían en cuenta
la comprensión intelectual de las situaciones sociales. Uno de los primeros tests
de la inteligencia social, por ejemplo, valoraba habilidades cognitivas tales
como identificar a qué situación social se ajustaba mejor una determinada frase.
A finales de los años cincuenta del pasado siglo, David Wechsler, que
desarrolló una de las medidas más empleadas del cociente intelectual, descartó
de un plumazo la importancia de la inteligencia social, considerándola como «la
inteligencia general aplicada al campo de las situaciones sociales» y
desterrándola así de los grandes mapas de la inteligencia humana.7
Una notable excepción a esta situación fue el complejo modelo de la
inteligencia desarrollado a finales de los sesenta del pasado siglo por J.P.
Guilford, en el que enumeró ciento veinte habilidades intelectuales diferentes,
treinta de las cuales tenían que ver con la inteligencia social.8 Pero, a pesar de
todos sus esfuerzos, el enfoque de Guilford fue incapaz de generar predicciones
significativas sobre el modo en que operaban las personas en el mundo social.
Modelos recientes más relevantes de la inteligencia social, la inteligencia
práctica de Robert Sternberg y la inteligencia interpersonal de Howard
Gardner han tenido un impacto mucho mayor.9 Hasta el momento, sin embargo,
la psicología no ha conseguido esbozar una teoría coherente de la inteligencia
social que la distinga claramente del cociente intelectual y tenga aplicaciones
prácticas.
La vieja visión consideraba a la inteligencia social como la aplicación de
la inteligencia general una habilidad fundamentalmente cognitiva a las
situaciones sociales, según la cual, la inteligencia social consiste en el
conocimiento del mundo social. Pero el hecho es que este enfoque no diferencia
a esta capacidad de g , la inteligencia general misma.
¿Qué es, pues, lo que distingue a la inteligencia social de g ? Todavía
no disponemos de una respuesta adecuada a esta pregunta. Y ello es así porque,
entre otras muchas cosas, la profesión psicológica forma parte de una
subcultura científica que, en su paso por la universidad y otros procesos de
formación, socializa a sus adeptos. Como resultado de todo ello, los psicólogos
tienden a contemplar el mundo a través de las lentes mentales proporcionadas
por su mismo campo de estudio lo que, obviamente, puede estar sesgando su
capacidad para comprender la verdadera naturaleza de la inteligencia social.
Cuando pedimos a la gente normal que enumere las capacidades que
hacen que una persona sea inteligente, todo el mundo destaca la importancia de
las competencias sociales. Pero, cuando solicitamos ese mismo encargo a
psicólogos expertos en el estudio de la inteligencia, su énfasis se centra en
competencias exclusivamente cognitivas como las habilidades verbales y la
resolución de problemas.10 Así pues, la visión despectiva que Weschler tenía de
la inteligencia social parece seguir alentando en las creencias implícitas de su
campo.
Los psicólogos que han tratado de medir la inteligencia social se han
visto frustrados por la elevada correlación existente entre sus resultados y los de
los tests del CI, sugiriendo que tal vez no exista diferencia real entre el talento
cognitivo y el talento social.11 Ésta fue una de las principales razones que
explican el abandono de la investigación sobre la inteligencia social. Pero ese
problema parece deberse a la definición sesgada de la inteligencia social como
una mera capacidad cognitiva aplicada al campo social.
Este enfoque valora el talento interpersonal basándose en lo que la
persona afirma saber, preguntando a las personas si están de acuerdo con
afirmaciones tales como Puedo entender la conducta de los demás o Sé
cómo mis acciones influyen en los demás , que han sido extraídas de una escala
sobre la inteligencia social desarrollada recientemente.12 Los psicólogos que
elaboraron el test pidieron a un panel de expertos compuesto por catorce
profesores de psicología que definieran la inteligencia social y llegaron a la
conclusión de que se trata de «la capacidad de entender a los demás y de
entender el modo en que reaccionarán ante diferentes situaciones sociales» o,
dicho en otras palabras, la mera cognición social.13
Pero los psicólogos saben que no basta con esa definición. Es por ello que
formularon preguntas adicionales para determinar el modo en que se
comportaban socialmente preguntándoles, por ejemplo, si estaban de acuerdo
con afirmaciones del tipo Tardo un tiempo en conocer a los demás . Pero lo
cierto es que ese test también debería prestar atención a habilidades de la vía
inferior que tienen que ver con el desempeño de una vida social rica. La
neurociencia social está descubriendo el modo en que se ponen en marcha las
distintas vías de conocimiento y acción cuando nos relacionamos con los
demás. Obviamente, estos caminos incluyen habilidades de la vía superior,
como la cognición social, pero la inteligencia social también emplea habilidades
propias de la vía inferior como la sincronía, la conexión, la intuición social, la
preocupación empática y, muy probablemente, la compasión. Es por ello que
nuestras ideas sobre lo que hace que una persona sea socialmente más
inteligente deberían ser más completas y abarcadoras.
Esas habilidades son no verbales e intuitivas y discurren en cuestión de
microsegundos, mucho antes de que la mente pueda elaborar un pensamiento al
respecto. Aunque haya quienes piensen que las habilidades de la vía inferior son
triviales, lo cierto es que establecen los cimientos mismos de la vida social. El
hecho de que se trate de habilidades no verbales las excluye del campo de
aplicación de los tests de papel y lápiz habitualmente usados para determinar la
inteligencia social.14 El hecho, pues, de utilizar la vía superior para tratar de
determinar la inferior me parece una estrategia bastante cuestionable.
Colwyn Trevarthen, el psicólogo evolutivo de la University of
Edinburgh, afirma muy convincentemente en mi opinión que las ideas
ampliamente aceptadas sobre la cognición social generan grandes
malentendidos sobre las relaciones humanas y el lugar que ocupan las
emociones en la vida social.15 Mientras que la ciencia cognitiva ha servido muy
adecuadamente en los campos de la lingüística y la inteligencia artificial, topa
con sus límites cuando pretendemos aplicarla a las relaciones humanas. Y ello
es así porque deja de lado habilidades no cognitivas tan importantes para
conectarnos con los demás como la sincronía y la empatía primordial. La
revolución provocada por la neurociencia cognitiva en el ámbito de la
inteligencia emocional no ha llegado todavía al campo de la teoría de la
inteligencia... y mucho menos lo ha hecho la reciente revolución en el campo de
la inteligencia social.
Cualquier medida convincente de la inteligencia social no sólo debería
incluir los enfoques propios de la vía superior (para los que los cuestionarios
son ciertamente muy adecuados), sino también medidas de la vía inferior como
el PONS o el test de lectura de las microexpresiones de Ekman,16 poner al
sujeto evaluado en una situación social simulada (empleando quizá la realidad
virtual) o tener en cuenta la visión que tienen los demás sobre las habilidades
sociales de alguien.17 Sólo entonces llegaremos a disponer de un perfil más
adecuado de la inteligencia social.
Resulta muy embarazoso que los tests utilizados para determinar el CI no
tengan un soporte racional que los sostenga, porque fueron diseñados ad hoc
para predecir el éxito en el aula. Como señalan John Kihlstrom y Nancy Cantor,
el test para determinar el cociente de inteligencia es casi enteramente ateórico y
fue exclusivamente elaborado «basándose en el tipo de actividades que realizan
los niños en la escuela».18
Pero la escuela es un artefacto muy reciente de la civilización. La fuerza
más poderosa de nuestra arquitectura cerebral no consiste tanto en la necesidad
de conseguir un aprobado como en gestionar adecuadamente el mundo social.
Los teóricos evolucionistas sostienen que la inteligencia social fue el talento
primordial del cerebro humano que se refleja en el gran tamaño de la corteza
cerebral. Lo que hoy en día consideramos como inteligencia se asienta, según
ellos, en los sistemas neuronales que originalmente usamos para relacionarnos
con un grupo complejo. Harían bien, quienes afirman que la inteligencia social
no es más que la inteligencia general aplicada a las situaciones sociales, en
empezar a considerar la posibilidad de que lo cierto sea precisamente lo
contrario. Quizás, en suma, la inteligencia general no sea más que un derivado
de la inteligencia social a la que nuestra cultura ha acabado concediendo un
valor extraordinario.
AGRADECIMIENTOS
Aunque son muchas las personas que han contribuido a las ideas
presentadas en este libro sus conclusiones, sin embargo, son exclusivamente
mías. Estoy especialmente agradecido a los expertos que han revisado las
distintas secciones de mi libro, especialmente a Cary Cherniss, de Rutgers
University; Jonathan Cohen, de la Princeton University; John Crabbe, de la
Oregon Health and Sciences Center y del Portland VA Hospital; John
Cacioppo, de la University of Chicago; Richard Davidson, de la University of
Wisconsin; Owen Flanagan, de la Duke University; Denise Gottfredson, de la
University of Maryland; Joseph LeDoux, de la New York University; Matthew
Lieberman, de UCLA; Kevin Ochsner, de la Columbia University; Phillip
Shaver, de la University of California en Davis, Ariana Vora, de la Harvard
Medical School y Jeffrey Walter, de JP Morgan Partners. Agradecería que los
lectores que descubriesen la presencia de errores objetivos en el texto lo
notificasen a mi website www.DanielGoleman.info para corregirlos en
posteriores ediciones.
Doy también las gracias por haber estimulado mi pensamiento al
respecto, entre otros muchos, a:
Elliot Aronson, de la University of California en Santa Cruz; Neal
Ashkanazy, de la University of Queensland, Brisbane (Australia); Warren
Bennis, de USC; Richard Boyatzis, de la Case Western Reserve University;
Sheldon Cohen, de la Carnegie Mellon University; Jonathan Cott; Frans de
Waal, de la Emory University; Georges Dreyfus, del Williams Collage; Mark
Epstein, de Nueva York; Howard Gardner, de la Harvard University; Paul
Ekman, de University of California de San Francisco; John Gottman, de la
University of Washington; Sam Harris, de UCLA; Fred Gage, del Salk Institute;
Layne Habib, Shokan, New York; Judith Hall, de la Northeastern University;
Kathy Hall, del American International College; Judith Jordan, del Wellesley
College; John Kolodin, de Hadley (Mass.); Jerome Kagan, de la Harvard
University; Daniel Kahneman, de la Princeton University; Margaret Kemeny,
de la University of California en San Francisco; John Kihlstrom, de UCLA;
George Kohlrieser, del International Institute for Management Development, de
Lausanne (Suiza); Robert Levenson, de University of California en Berkeley;
Carey Lowell, de Nueva York; Beth Lown, de la Harvard Medical School;
Pema Latshang, del Department of Education de Nueva York; Annie McKee,
del Teleos Leadership Institute; Carl Marci, de la Harvard Medical School;
John Mayer de la University of New Hampshire; Michael Meaney, de la McGill
University; Mario Mulkinicer, de la University of Bar-Ilian, Ramat Gan
(Israel); Mudita Nisker y Dan Clurman, de Communication Options; Stephen
Nowicki, de la Emory University; Stephanie Preston, de la University of Iowa
Hospitals and Clinics; Hersh Shefrin, de la University of Santa Clara; Thomas
Pettigrew, de la University of California en Santa Cruz; Stefan Rechstaffen, del
Omega Institute; Robert Riggio, del Claremont McKenna College; Robert
Rosenthal, de la Universidad de California en Riverside; Susan Rosenbloom, de
la Drew University; John F. Sheridan, de la Ohio State University; Joan Strauss,
del Massachussets General Hospital; Daniel Siegel, de UCLA; David Spiegel,
de la Stanford Medical School; Daniel Stern, de la University of Geneva; Erica
Vora, de la St. Cloud State University; David Sluyter, del Fetzer Institute;
Leonard Wolf, de Nueva York; Alvin Weinberg, del Institute for Energy
Analysis (jubilado) y Robin Youngson, de la Clinical Leaders Association de
Nueva Zelanda.
Rachel Brod, mi principal ayudante, me proporcionó un fácil acceso a
multitud de fuentes científicas. También estoy sumamente agradecido a Rowan
Foster, siempre dispuesto para lo que necesitara y que se ha ocupado de que
todo funcionase perfectamente. Sigue siendo un placer trabajar con un editor
tan extraordinario como Toni Burbank. Y, como siempre, siento una gratitud
infinita por Tara Bennett-Goleman, la mejor de las parejas en la escritura y en la
vida y una auténtica guía de la inteligencia social.
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