Subido por Ciencias Sociales

Conferencia Maquiavelo JM BERMUDO

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Maquiavelo en nuestros tiempos.
"Un
país que necesita un estado para estar
(Anasagasti, El País, 8 de Enero de 1994).
unido
no
es
un
país".
"Ma comunque si sia, io non giudico né giudicherò mai essere difetto
difendere alcuna opinione con le ragioni, sanza volervi usare o
l'autorità o la forza" (N. Machiavelli, Discorsi, I, LVIII).
Nuestro propósito en esta charla es reflexionar sobre la
pregunta: ¿es el "maquiavelismo intrínseco a la política, como
parecen pensar todos menos los políticos?. La respuesta puede
darse desde muy diversos léxicos o "juegos de lenguaje", como
dicen los postmodernos. Nosotros lo haremos desde el propio
Maquiavelo, desde el marco conceptual que nos dejó y que poco
tiene que ver con esa "doctrina del mal" a la que ha dado
nombre. Es decir, previo a responder a la pregunta ofreceremos
una reinterpretación del pensamiento del florentino, que
entendemos novedosa. Luego, aprovechándonos de su teoría,
abordaremos la pregunta maldita.
I. Repensar Maquiavelo.
Insistir a estas alturas sobre el carácter innovador o
revolucionario de sus ideas resultaría una trivialidad y ponerlo
como un gran desconocido, denunciando una injusticia histórica,
parecería una impostura. No tenemos ya que condenar a
Maquiavelo, como lo hizo la Europa del XVI, guiada por el
Concilio de Trento; tampoco tenemos ya que salvarlo, de las mil
maneras que se ha hecho, ni del anatema exorcizante del
antimaquiavelismo teológico ni de la apropiación impertinente
del maquiavelismo cínico. Ni siquiera es ya necesario resaltar,
como hiciera F. Bacon en Advancement of Learning, la "gran
deuda" que tenemos con el florentino: "Tenemos una gran deuda
con Maquiavelo y con algunos otros, que han descrito lo que los
hombres hacen y no lo que deberían hacer. Porque no es posible
unir la duplicidad de las serpientes a la inocencia de las
palomas si no se conocen con exactitud todos los recursos de la
serpiente: su rastrera bajeza, su perfidia, el veneno que lleva
su mordedura".
Hoy podemos leer y repensar a Maquiavelo sin más pasión que la
propia de la comprensión histórica y sin más objetivos externos
que usarlo como pretexto u ocasión para pensar algún aspecto de
nuestro presente desde la perspectiva desplazada, insólita, casi
filosóficamente prohibida, del florentino. Nuestra reflexión
persigue describir esa perspectiva y apuntar cómo desde ella se
ven algunos elementos de la política de nuestro tiempo, cómo
desde ella pueden tratarse algunos problemas de política moral,
y de moral política, de nuestros días. Sin renunciar, claro
está, a decir de pasada algo nuevo sobre el escritor florentino,
aunque se han dicho tantas cosas del mismo que no es fácil en
este orden de cosas ser original.
Nuestra esperanza en aportar algo nuevo en los estudios
maquiavelianos no se fundamenta en que, como lamenta G. Mounin,
Maquiavelo haya sido poco leído, al menos en los últimos
tiempos, excepto en Italia; ni en el agravante de que la
historiografía italiana, tal vez porque el papa sigue estando en
Roma, ha buscado sólo proteger a Maquiavelo de los fantasmas
inquisitoriales del pasado, presentándolo como "hombre de su
tiempo"1. Sospecha Mounin que el "maquiavelismo", como conjunto
de
principios
configuradores
de
una
ideología
que
la
historiografía ha codificado, sacado de contexto y constituido
en filosofema frente al cual tomar posición, no se ajusta bien
al pensamiento que aparece expresado en las obras de Maquiavelo.
"La decena de frases célebres a que se reduce Maquiavelo la
mayoría de las veces fuera de Italia no es una geometría
euclidiana de la política eterna"2.
La tesis que pretendemos defender puede sintetizarse así: la
aportación maquiaveliana a la filosofía política es una teoría,
en sentido fuerte, del estado de excepción. Su método y su
estilo literario impiden que ésta se nos ofrezca estructurada y
acabada; pero su obra ofrece las claves y los elementos que
permiten la elaboración del concepto. No afirmamos que fuera
éste el objetivo consciente del florentino; pero sus análisis,
sus valoraciones y sus propuestas se ajustan perfectamente a una
teoría implícita de la excepcionalidad política, que opera, que
está en "estado práctico" en sus obras.
Tesis de Gramsci ("Note sul Machiavelli, sulla politica e
sullo stato moderno", en Quaderni del carcere, Vol. 4. Torino,
Einaudi, 1966, pág. 13). Es también la tesis de Sasso y de la
mayoría de autores italianos.
1
2
G. Mounin, Machiavel. París, Seuil, 1958, pág. 7.
1. Maquiavelo y el maquiavelismo.
Un buen conocedor de la obra de Maquiavelo ha escrito que "Si
Maquiavelo (con su vida, su obra y todos los debates alrededor
de su obra) no hubiese puesto el problema envenenado del fin y
de los medios, el problema de las relaciones entre toda política
y toda moral, tal vez no valdría una hora de esfuerzo"3. Hay
dudas razonables de que sea ese el mérito o atractivo principal
del pensamiento del florentino; en todo caso, sí parece acertado
convenir en que la versión trivializada de Maquiavelo, lo que
todo el mundo "sabe" del mismo, es su abominable tesis "el fin
justifica los medios".
La verdad es que Maquiavelo nunca escribió esa frase (la cual,
dicho sea de pasada, ni es filosóficamente trivial ni
políticamente aberrante); las expresiones del florentino más
cercanas a esa sentencia podrían traducirse más propiamente como
"las consecuencias justifican los medios", tesis sin duda más
audaz y también más discutible. En todo caso, Maquiavelo no es
eso, o no es solamente eso. El interés actual del florentino
refiere inmediatamente a la política contemporánea. Tuvo el
acierto de abrir un nuevo continente a la reflexión política, en
su tiempo limitada a describir "espejos de príncipes", cual
modelos (de virtudes cristianas) a imitar; giró la mirada y
descubrió que el trabajo apasionante de la política no consistía
en el "arte de gobierno" de pueblos en situaciones normales,
sino en la capacidad de fundar estados nuevos o restablecer los
que han entrado en crisis. Maquiavelo comprendió -un poco por
experiencia y conocimiento histórico, otro poco por inferencia
desde las concepciones cíclicas de la historia en que se
inspiraba- que todos los estados pasaban por el momento de la
crisis, de la destrucción; y dedicó su esfuerzo a pensar esas
situaciones excepcionales, en que las leyes y costumbres ya no
sirven, por ineficaces e inapropiadas, y el modo de salvar el
ciclo, evitar la disolución y prorrogar la vida de la república.
En su tiempo, época de fronteras débiles, el problema parecía de
urgencia; en nuestros días, con las fronteras consolidadas,
parece que el peligro del fin del estado se ha alejado del
horizonte (al menos en el mundo occidental). Parecería, por
tanto, que la reflexión de Maquiavelo fuera ajena a nuestro
momento, en que la fijación y solidez de las fronteras y la
vigencia del orden internacional parecen haber alejado del
3
G. Mounin, Machiavel. París, Seuil, 1958, pág. 7.
horizonte cualquier situación excepcional. De hecho, las
reflexiones
del
florentino
sobre
temas
militares,
tan
abundantes, apasionadas y, a veces, peregrinas, carecen de todo
interés
actual, más
allá
del
erudito.
Ahora
bien,
la
desaparición de una república por vía militar no es más que una
forma posible, relevante en un periodo histórico, de la
desaparición de una república. Aceptando el propio concepto
maquiaveliano de situación excepcional, caracterizada por la
"corrupción" de las leyes y costumbres, la pérdida de unidad
como pueblo, de respeto institucional, en fin, de vida ética,
habría muchas razones para ver en nuestros paises occidentales
síntomas de crisis. Podría decirse que los estados de nuestro
tiempo ya no son repúblicas; son colecciones de individuos,
sujetos de derechos individuales, que contratan entre sí,
libremente, en el marco de unas reglas aceptadas; pero no son
propiamente una comunidad. Podemos preferir este orden "social",
donde la política es eficazmente sustituida por la gestión, a
una república, a una comunidad, como la pensada por Maquiavelo,
en la que la vida ética se anteponía a la autonomía moral y a
los derechos; pero nuestras preferencias no eliminan la
verosimilitud del carácter excepcional -desde una perspectiva
como la del florentino- de nuestra situación política; ni la
sospecha de que, tal vez por ello, el "maquiavelismo" sea una
cualidad intrínseca a la práctica política de nuestro tiempo.
Esta es la perspectiva que nos interesa, y la que guiará nuestra
lectura del florentino. Que Maquiavelo, un hombre discreto,
prudente, humanista y moralista, prestara su nombre a la
"doctrina del mal", no deja de ser una contingencia que la
historia, especialmente la historia de la Iglesia romana,
permite explicar. La "doctrina del mal", entendida como defensa
consciente, estratégica, cínica, del recurso al mal para
conseguir unos objetivos particulares y egoistas, es tan antigua
como el mundo, aunque desde el Renacimiento pasara a llamarse
"maquiavelismo". Podemos asegurar sin la menor duda que
Maquiavelo nunca defendió ese recurso al mal a nivel individual,
como "moralidad privada", o como "inmoralidad" individual; ni
siquiera defendió ese recurso al mal a nivel político, de forma
generalizada; sólo admitió la legitimidad de recurrir al mal en
situaciones excepcionales, para salvar un estado, para evitar
que un pueblo deje de ser una comunidad de vida; es decir, sólo
justificó el uso estratégico del mal en situaciones en que, en
rigor, la propia distinción entre "bien" y "mal" pierde todo
sentido por haber desaparecido las condiciones en que tiene
sentido hablar de moralidad, a saber, la comunidad política. E
incluso, en estos casos, sólo justificaría el uso del mal (de la
crueldad, del engaño, del disimulo, de la mentira) cuando
tuviera como resultado efectivo la reconstrucción de la
república, de la comunidad de leyes y costumbres, en definitiva,
de la vida ética del pueblo. Nunca el "fin", las intenciones,
fueron para Maquiavelo fuente de legitimación; sólo las
circunstancias (excepcionales) y los resultados (instauración o
salvación de una comunidad política) le sirvieron de referente.
La interpretación de Maquiavelo como defensor de doctrinas
perversas o transgresoras, de príncipes déspotas y crueles, del
recurso indiscriminado al engaño y la mentira, de la conquista y
el mantenimiento del poder a cualquier precio, es una invención
que sólo la incuria y la ignorancia de los textos ha permitido
mantenerse viva a lo largo de los siglos. Maquiavelo, en rigor,
simplemente obliga a reflexionar sobre el gran problema
filosófico político de todos los tiempos: el problema de la
relación entre moral y política en situaciones excepcionales.
Para el florentino estaba claro que, en situaciones normales, de
paz, prosperidad, concordia y gloria de la república, el
gobernante simplemente tiene que cumplir con su deber, que es el
de respetar las leyes y costumbres vigentes y aceptadas. Su
audacia consistió en preguntarse si ese respeto de las normas
morales y de justicia es adecuado en ciudades corruptas,
debilitadas,
desintegradas,
cuando
están
amenazadas
de
aniquilación su unidad, su identidad e incluso su existencia
física; y su valor radicaba en en atreverse a contestar que, a
veces, en determinadas circunstancias, hay que recurrir a
estrategias "inmorales" para salvar la posibilidad misma de la
vida vida ética, es decir, la existencia de la comunidad, del
pueblo constituido en república.
2. Del "maquiavelismo" al "maquiavelianismo".
Para pasar a la reflexión sobre el maquiavelismo en nuestro
tiempo, hemos de reconstruir, en sus tesis básicas, la doctrina
de Maquiavelo, diferenciándola de esa "doctrina del mal" a la
que ha dado nombre.
2.1. Pesimismo ontológico.
En
Maquiavelo
hay
toda
una
filosofía,
aunque
poco
conceptualizada.
El conocido pesimismo del florentino no es meramente ideológico,
no es simplemente el tópico lamento de la volubilidad del
hombre, la inconstencia de sentimientos e ideas, sus ambiciones
y deslealtades, etc.. Es un pesimismo apoyado en una clásica y
fuerte concepción cíclica de la historia, inspirada en Polibio,
que le exige pensar las cosas civiles sometidas a la inexorable
ley de la degeneración. Y entiende que esta visión de las cosas
debe ser asumida por el legislador o por el "organizador de una
república". En efecto, haciéndose eco de la clásica teoría de
las tres formas de gobierno (monárquico, aristocrático y
popular), y tras inclinarse por la opinión de los "más sabios",
que opinan que en rigor las formas de gobierno son seis, "de las
cuales tres son pésimas y las otras tres buenas en sí mismas",
confesará con resignación que las tres buenas, las antes
mencionadas, son inevitablemente inestables y precarias, pues
"el principado fácilmente se vuelve tiránico, la aristocracia
con facilidad evoluciona en oligarquía, y el gobierno popular se
convierte en licencioso sin dificultad" (Discursos, I, 2). No
hay, pues, razón alguna para el optimismo. El político, el
forjador de un estado, debe tener presente en su acción ese
carácter intrínseco, ontológico, de las cosas humanas. "De modo
que si el organizador de una república ordena la ciudad según
uno de los regímenes buenos, lo hace para poco tiempo, porque
irremediablemente degenerará en su contrario, por la semejanza
que tienen en este asunto la virtud y el vicio" (Discursos, I,
2).
El pesimismo de Maquiavelo se refleja en la rápida y tópica
descripción del "círculo en que giran todas las repúblicas"
(Texto 3), pasando inevitablemente de la monarquía a la anarquía
a través de la tiranía, la aristocracia, la oligarquía y el
gobierno popular. En la misma, la necesidad rige el ciclo de
manera
inexorable;
no
se
trata
de
errores
históricos
corregibles, sino de una ley inscrita en las cosas humanas.
Maquiavelo cree en la idea de la inexorable degeneración de las
cosas civiles. Desde la misma, la crisis de las repúblicas, su
desembocadura en una situación de excepción, amenazada de
desaparición, aparece como inevitable. Esa situación crítica
deja de ser una contingencia para convertirse en una fase de la
vida de las repúblicas; y, por tanto, la nueva ciencia de la
política, hasta ahora ocupada en el gobierno de las ciudades en
situaciones normales, de paz y seguridad, debe reconvertirse y
ocuparse -incluso de forma primordial- de las situaciones
excepcionales, de esos momentos en que la degeneración pone a un
pueblo ante el horizonte de su desaparición como pueblo.
2.2. Los límites de la acción política.
Este marco conceptual deja un estrecho ámbito para la acción
política; y el desenlace necesario en las crisis, pone las
situaciones de excepción como objetos privilegiados del arte del
gobierno. Hay dos o tres momentos en los Discorsi en que se
manifiesta de modo alarmante la falta de razones para la
esperanza. Así, cuando nos dice "un pueblo acostumbrado a vivir
bajo un príncipe, si por casualidad llega a ser libre,
difícilmente mantiene la libertad" (Discursos, I, 16). La
costumbre de la servidumbre hace siervos; un pueblo acostumbrado
a vivir bajo un príncipe, habituado a la sumisión, sólo sirve
para vivir bajo el amo: "porque aquel pueblo es como un animal
que, aunque de naturaleza feroz y silvestre, se ha alimentado
siempre en prisión y servidumbre, y que, dejado luego a su
suerte, libre en el campo, no estando acostumbrado a procurarse
el alimento ni sabiendo los lugares en que puede refugiarse, se
convierte en presa fácil para el primero que quiera ponerle de
nuevo las cadenas" (Discursos, I, 16). Igual, dice el
florentino, pasa con el pueblo en las monarquías. Al no estar
acostumbrado a deliberar, desconociendo los principios de la
defensa y del gobierno, sin el alma moldeada en la vida
política, acabará presa de un yugo más pesado que aquél del que
se ha librado.
Es "dificilísimo" que un pueblo pase del principado a la
república,
régimen
de
la
libertad,
aprovechando
una
contingencia, una situación de excepción. Y, como el mismo
Maquiavelo aclara, ello es así en el supuesto más favorable, a
saber, en el caso de un pueblo en el que no ha penetrado la
corrupción, pueblos donde aún se encuentra más de lo bueno que
de lo malo: "Porque un pueblo donde por todas partes ha
penetrado la corrupción no puede vivir libre, no ya un breve
espacio de tiempo, sino ni un minuto siquiera, como veremos más
adelante" (Discursos, I, 16). Y como los principados y las
monarquías son regímenes corruptos, donde los hombres han
perdido su libertad, las perspectivas son desoladoras.
Y si por un golpe de la fortuna una ciudad corrompida (una
monarquía, una tiranía) lograra la libertad, sería muy difícil
mantenerla. La corrupción, intrínseca a las cosas civiles, hace
difícil conservar las repúblicas o, llegado su derrumbe,
reconstruir otras nuevas:"porque no hay leyes ni órdenes que
basten para frenar una universal corrupción" (Discursos, I, 18)
Maquiavelo no habla sólo de corrupción moral; se refiere
fundamentalmente a la corrupción política e institucional. La
corrupción de las cosas civiles, en especial de las leyes y de
las costumbres, no hace referencia a ninguna moral o idea de
justicia abstractas; refiere directamente a su eficacia, a su
vigencia, a su fuerza para conseguir la unidad e identidad de un
pueblo. Cuando las leyes y las costumbres no son respetadas -no
consiguen hacerse respetar- son consideradas corruptas por el
florentino; es decir, han quedado sin funcionalidad, no son
adecuadas a las circunstancias. Las leyes incapaces de imponer
el respeto a las costumbres son tan corruptas como las
costumbres incapaces de imponer el respeto a las leyes.
Por tanto, la corrupción es intrínseca a leyes y costumbres en
la medida en que los pueblos tienen una historia, cambian las
circunstancias,
las
necesidades,
las
virtudes,
etc.
La
corrupción es inevitable: "los ordenamientos y las leyes hechos
en una república en sus orígenes, cuando los hombres eran
buenos, ya no resultan adecuados más tarde, cuando se han vuelto
malo". Las circunstancias cambian; con ello, los ordenamientos,
las constituciones, quedan desfasados, se vuelven impotentes, o
sea se corrompen. Y si, ante esa tendencia de los ordenamientos
constitucionales a no cambiar, a devenir anacrónicos, ineficaces
y corruptos, se pretendiera completarlos con nuevas leyes, no se
escaparía a la corrupción: "si las leyes cambian en una ciudad
según los acontecimientos, los ordenamientos no cambian nunca, o
raras veces, de donde resulta que las nuevas leyes no bastan,
porque las invalidan los ordenamientos, que han permanecido
inmutables" (Discursos, I, 18). Y si las nuevas leyes, para
salvar la vida común, van más allá de los principios
constitucionales, al devenir arbitrarias expresan otras forma de
corrupción.
Maquiavelo no ve salida posible: una ciudad corrompida no tiene
otra salida, si tiene alguna, que cambiar el ordenamiento. Pues
-sospecha el florentino- el ordenamiento constitucional bueno
para una república de ciudadanos libres y educados en el respeto
a las leyes y costumbres no lo es para una ciudad corrompida o
de
súbditos
acostumbrados
a
la
servidumbre;
nuevas
circunstancias imponen nuevas cualificaciones de los político.
Los dos ejemplos que nos ofrece, referidos a Roma, son
explícitos (Ver Texto 6). Para la elección de los magistrados,
el ordenamiento romano otorgaba el cargo entre quienes lo
solicitaban; este procedimiento, válido cuando sólo aspiraban a
las
magistraturas
los
ciudadanos
dignos,
se
volvió
"perniciosísimo" una vez corrupta la ciudad, tal que solicitaban
los cargos los que tenían poder en vez de los que tenían virtud.
Un procedimiento bueno entre ciudadanos buenos, es pernicioso
entre ciudadanos corruptos.
2.3. El "Príncipe" como figura política de excepción.
El mensaje final de Maquiavelo es claro: corrompida la ciudad,
no basta con cambiar las leyes -que rigen la vida entre los
ciudadanossino
que
deben
cambiarse
los
ordenamientos
constitucionales
-que
regulan
el
funcionamiento
de
las
instituciones. Esto viene a ser equivalente a afirmar la
necesidad de una revolución; pero una revolución que no podrá
ser popular y republicana, por lo antes dicho, sino que
provendrá de la capacidad personal de un hombre, un forjador de
estado, un príncipe dotado de cualidades extraordinarias.
Rechaza el cambio gradual, dirigido por un hombre prudente, y se
inclina por un cambio "de golpe", el cual tampoco ve nada fácil.
"En cuanto a renovar los ordenamiento de golpe, cuando todos
reconocen que no son buenos, afirmo que esa falta de utilidad,
que se conoce fácilmente, es difícil de corregir, porque para
hacerlo no basta con recurrir a los procedimientos habituales,
que
ya
son
malos,
sino
que
es
preciso
usar
medios
extraordinarios, como la violencia y las armas, y convertirse,
antes que nada, en príncipe de la ciudad, para poder dosponerlo
todo a su modo" (Discursos, I, 18). Por primera vez nos
encontramos con la referencia al "príncipe de gran virtù", capaz
de reconstruir un pueblo -pues una ciudad corrupta ha dejado de
ser un pueblo, una república de ciudadanos libres, respetuosos
de las leyes y las costumbres, que comparten una vida éticamediante el recurso a "medios extraordinarios". De momento, sólo
queremos
resaltar
que
este
recurso,
verdaderamente
extraordinario, no es un ideal político general y abstracto; es
la única alternativa a un mal en unas circunstancias dadas, a
una situación verdaderamente excepcional, en la que el pueblo ha
perdido su identidad y vida ética y está abocado a la
desintegración o a la conquista por el vecino.
Maquiqvelo no defiende el "Principado" como forma de gobierno ni
propone el "Peincipe" como modelo de gobernante. El "Principado"
es una salida de excepción en la que no confía del todo; el
"Príncipe" es una figura de excepción, muy escasa, pero la única
que aporta algo de esperanza. Además, su "gran virtú" se muestra
a posteriori, si realmente es capaz de restaurar la paz y la
unidad, imponer nuevas leyes y hacerlas cumplir, y ordenara
ciudad de tal modo que, a su muerte, pueda prolongarse su obra
hasta que la obediencia por miedo deje paso a la obediencia por
costumbre; su "virtú" se prueba en su capacidad para conseguir
que el odio al príncipe sea sustituido por simple temor y, a ser
posible, por amor al príncipe; en fin, si consigue reestablecer
la concordia y la cooperación, dando entrada de nuevo a una
ciudad de hombres libres, a una república. El "Principe", por
tanto, además de ser una figura de excepción es una figura de
transición. Si no, aunque impusiera la paz, no sería un
príncipe, sino un vulgar tirano.
Es en ese contexto en el que deben interpretarse los rasgos de
esa figura; sin esa perspectiva el príncipe es el rostro del
demonio. ;aquiavelo lo describe como alguien que siendo bueno
sea capaz de hacer el mal; o, con más rigor, como alguien que
siendo de naturaleza bueno, actúe como si fuera malo (Ver Texto
7). Un príncipe capaz de recurrir a la fuerza, a la simulación,
al engaño; un príncipe capaz de ser temido, si el temor es útil
para mantener la paz; un hombre capaz de aparentar crueldad sin
ser cruel; capaz de mentir aparentando veracidad: "todo príncipe
debe desear ser tenido por clemente y no por cruel (...). Debe,
por tanto, un príncipe no preocuparse de la fama de cruel si a
cambio mantiene a sus súbditos unidos y leales (...). Y de entre
todos los príncipes, al príncipe nuevo le resulta imposible
evitar la fama de cruel por estar los Estados nuevos llenos de
peligros" (El Príncipe, XVII).
El modelo de príncipe de Maquiavelo no es para tiempos de paz y
gloria, sino para situaciones dramáticas, en que se requieren
medios no habituales, contrarios a la moral común que rige en
situaciones normales, siendo por ello tan difícil su aparición.
"Y como el reconducir una ciudad a una verdadera vida política
presupone un hombre bueno, y llegar a ser por la violencia
príncipe de una ciudad presupone uno malo, sucederá rarísimas
veces que un hombre bueno quiera llegar a ser príncipe por malos
caminos, aunque su fin sea bueno, o que un hombre malo que se ha
convertido en príncipe quiera obrar bien, y le quepa en la
cabeza emplear para el bien aquella autoridad que ha conquistado
con el mal" (Discursos, I, 18). La ciudad que tenga la suerte
de, en sus situaciones excepcionales -por las que necesariamente
ha de pasar empujada por la inexorable corrupción de las cosas
civiles-, contar con un príncipe bueno que tenga la virtù de
reinstaurar el bien (la restauración de la república) con medios
malos pero necesarios, prorrogará su existencia; la que no,
desaparecerá como pueblo.
Maquiavelo, republicano convencido, amante de la libertad y de
la igualdad civil, se ve llevado, por su teoría, a reconocer que
en las situaciones de crisis políticas extremas los pueblos,
para seguir siendo pueblos, no tienen otra alternativa que
encontrarse con la fortuna de un príncipe de gran virtù; un
príncipe que, en definitiva, sea capaz de comprender que la
moralidad pertenece a la ciudad y que, por tanto, salvar la
ciudad, instaurarla, es el acto más noble y útil para la vida
moral, que es idéntica a la vida civil.
2.4. La imagen del príncipe.
El rpincipe de Maquiavelo, por el contexto en que debe realizar
su acción, ha de reunir ciertos rasgos que, interpretados
sesgadamente definen el rostro del mal. En primer lugar, el
príncipe necesita "ammazzare i flglioli di Bruto" (matar a los
hijos de Bruto) (Discursos, I, 16). Maquiavelo alude al hecho
que relata Tito Livio, referente a Lucio Junio Bruto, libertador
y primer cónsul de Roma. Según el relato, los hijos de Bruto,
que añoran el orden aristocrático abolido, conspiran contra su
padre y pretenden restaurar a Tarquino; acaban juzgados y
ajusticiados por orden de su mismo padre. Maquiavelo toma esa
acción de Bruto como símbolo del valor, del coraje, de la virtù.
Pero, sobre todo, destaca la actitud de los hijos, que preferían
la vida desenfrenada de los reyes a la austeridad impuesta por
los cónsules, "de modo que para ellos la libertad del pueblo se
convertía en esclavitud" (Discursos, I, 16). Se simboliza no
tanto la lealtad de Bruto, capaz de ajusticiar a sus hijos,
cuando la dura necesidad de eliminar radicalmente los restos del
régimen anterior.
En cualquier caso, Maquiavelo eleva a categoría universal la
necesidad de eliminar a cuantos conspiran y ponen en peligro la
república (Ver Texto 8); con ello plantea uno de los grandes
conflictos entre
moral y
política.
Sin entrar
en las
complejidades del problema, nos limitamos simplemente a llamar
la atención sobre el siguiente hecho: la llamada a "matar a los
hijos de Bruto" se hace en un contexto preciso, de máximo
peligro para la república; se aplica en un contexto de
conspiración contra la libertad del pueblo para recuperar, por
unos pocos, los viejos modos de vida del despotismo y los
privilegios. Aunque Maquiavelo lo eleva a norma general, al
decir que "quien se hace cargo del gobierno de una multitud, en
régimen de libertad o de principado, y no toma medidas para
asegurar su gobierno frente a los enemigos del nuevo orden,
constituirá un estado de muy corta vida" (Discursos, I, 16),
debe
entenderse
siempre
en
el
contexto
de
situaciones
excepcionales.
El segundo rasgo de la imagen del príncipe es el de ser
"discípulo de Quirón". Tras reconocer "cuán loable es en un
príncipe mantener la palabra dada y comportarse con integridad y
no con asticia" (El Príncipe, XVIII), pero también que sólo han
hecho grandes cosas los príncipes "que han tenido pocos
miramientos hacia sus propias promesas", sabiendo burlar a los
otros con astucia, nos dice (Ver Texto 9): "Debéis, pues, saber
que existe dos formas de combatir: la una con las leyes, la otra
con la fuerza. La primera es propia del hombre, la segunda de
las bestias; pero como la primera muchas veces no basta,
conviene recurrir a la segunda. Por tanto, es necesario a un
príncipe saber utilizar correctamente la bestia y el hombre.
Este punto fue enseñado veladamente a los príncipes por los
antiguos, los cuales escriben cómo Aquiles y otros muchos de
aquellos príncipes antiguos fueron entregados al centauro Quirón
para que los educara bajo su disciplina. Esto de tener por
profesor a alguien medio bestia y medio hombre no quiere decir
otra cosa sino que es necesario a un príncipe saber usar una y
otra naturaleza y que la una no dura sin la otra" (El Príncipe,
XVIII).
Esa "doble naturaleza" del príncipe es tal vez la clave del
pensamiento de Maquiavelo, para quien la regla máxima de la
política consiste en saber adecuar la estrategia a las
circunstancias, con el objetivo constante de salvar la
república, su unidad, su identidad, su libertad y su gloria. El
príncipe debe saber usar las armas de la bestia, por si fuere
necesario; y el príncipe nuevo -tema central del El Príncipe,
por ser siempre excepcional la instauración de un estado,
necesitará siempre el recurso a la bestia. Pero, dispuestos a
combatir como bestias, es conveniente distinguir entre dos
formas, ambas útiles y complementarias: la de la zorra y la del
león, "porque el león no se protege de las trampas ni la zorra
de los lobos" (El Príncipe, XVIII). Es necesario ser,
alternativamente, zorra y león, para protegerse de las trampas y
para ahuyentar a los lobos.
Maquiavelo no defiende luchar como bestias sino cuando las
circunstancias (excepcionales) lo imponen; en condiciones
normales, el príncipe debe combatir como hombre, con las leyes.
De hecho, refiriéndose a este último consejo de no respetar las
promesas cuando hacerlo sea contraproducente, dirá que "si los
hombres fueran todos buenos, este precepto no sería correcto"
(El Príncipe, XVIII).
Pero Maquiavelo va más lejos, y a las armas del león y de la
zorra añade otra exquisitamente humana, la más sofisticada y
perversa, la que hace a las otras armas realmente eficaces: se
trata de la simulación, tercer rasgo de la imagen del príncipe.
Los príncipes deben, si las circunstancias lo requieren, luchar
como el león y la zorra; pero, además, han de enmascarar esa
naturaleza de león y de zorra: "es necesario saber colorear bien
esta naturaleza y ser un gran simulador y disimulador" (El
Príncipe, XVIII).
Por último otro elemento de la imagen del príncipe es el de buen
gestor de la crueldad. Maquiavelo no duda en que el príncipe que
ha de salvar un Estado o crear uno de nuevo ha de recurrir a la
violencia y a la crueldad; reconoce que habrá de recurrir a
procedimientos "muy crueles y contrarios a la forma de vivir no
solamente cristiana, sino humana" (Discursos, I, 26). Pero dirá
con claridad que dichos actos sólo ante razones poderosas están
justificados. E incluso va más allá al decir sin ambiguedades
que todos los hombres deben evitar caer en ellos, siendo
preferible dejar de ser rey antes de ocasionar la ruina de
tantos hombres (Discursos, I, 26). Por tanto, esas estrategias
"inmorales" sólo se justifican, en el pensamiento de nuestro
autor, en el marco de una situación de excepción como es la
fundación de un nuevo principado.
No es cierto, insistimos, en que el florentino subordine la
ética a la política; toda su idea de la política gira en torno a
la constitución y defensa de una comunidad de vida ética.
Tampoco es cierto que oponga política y moral; aunque,
ciertamente, no tiene una idea moderna, kantiana, de la
moralidad, distingue los valores cristianos y humanos; pero su
ideal de vida no es la del individuo moral, sino la comunidad
ética. Para salvar ésta estará siempre dispuesto a todo.
En Maquiavelo la política siempre tiene la ética como referente;
en situaciones normales, porque el gobernante debe ejercer su
arte de gobierno en el más escrupuloso respeto de las leyes,
usos y costumbres; en situaciones excepcionales, porque el
príncipe debe ejercer su arte de fundador de estados de forma
inequívocamente orientada a instaurar un principado que dé paso
a una república o comunidad de vida ética. En rigor, para el
florentino la política y la ética, como la religión y el
derecho, son todos instrumentos que se legitiman por sus
resultados, por su eficacia en la instauración, defensa y
mantenimiento de la república, entendida ésta como la condición
de posibilidad de una vida humana.
3. La república, lugar de la vida moral.
Junto a este carácter precario de las perfecciones y virtudes
humanas, junto a la intrínseca tendencia a la degeneración, el
político debe tener presente, a la hora de edificar una ciudad,
el fundamento general de la vida en común (Ver Texto 3). Los
hombres, para el florentino, no llegan a la vida en común
buscando alguna perfección intelectual, sino huyendo de la
muerte, por motivos de defensa. Sólo con vistas a la
sobrevivencia los hombres se dotan de un jefe, lo aceptan y lo
obedecen. Una vez más es la necesidad, y no la libertad, la que
pone su determinación, la que está en el origen de la ciudad.
Ahora bien, esa vida en común, forzada por la necesidad, puso
las condiciones del conocimiento moral: "Aquí tuvo su origen el
conocimiento de las cosas honestas y buenas y de su diferencia
de las perniciosas y malas" (Discursos, I, 2). La vida moral,
por tanto, según Maquiavelo, pertenece a la ciudad, es un don de
la vida en común; no es un ideal del hombre, sino del hombre que
vive en comunidad, del ciudadano. Sólo en la ciudad se adquiere
el conocimiento moral y sólo en ella es posible la vida moral;
la moralidad sólo puede ser prescrita a ciudadanos, es decir, a
hombres en condiciones de libertad e igualdad políticas, de
autonomía de su voluntad.
Esta nos parece una idea básica del pensamiento del florentino,
aunque no esté suficientemente explicitada. Su defensa de la
política, del estado, aunque sea saliéndose de la prescripción
moral, o enfrentándose abiertamente a ella, adquiere un nuevo
sentido si se interpreta desde esta perspectiva: todo está
permitido para salvar la república, la vida de un pueblo como
pueblo, porque sólo en ella tiene sentido hablar de vida moral;
salvar la república es salvar la posibilidad de la moral. Esta
concepción puede, ciertamente, ser objeto de crítica filosófica,
especialmente desde la ontología individualista contemporánea;
pero no nos parece susceptible de trivialización e ingenuo
desprecio ideológico.
La ciudad no sólo es la condición del conocimiento y de la vida
moral; como observa el propio Maquiavelo, esa misma vida en
común fue la condición del "conocimiento de la justicia". La
vida en común enseñó a los hombres el precio a pagar por sus
acciones, el odio y las venganzas suscitadas por unas y la
aprobación y reconocimiento por otras; y así, poco a poco,
comprendieron la conveniencia de impedir unas y fomentar otras,
de elaborar leyes que las regularan y castigos para quienes las
violaran. De esta forma, conocieron la justicia, que el
florentino identifica con las leyes que evitan o castigan lo que
produce discordia, odio y escisión en la ciudad, o que propicían
la amistad, la compasión y la unidad en la misma.
Es enn este contexto donde debe valorarse la maquiavélica máxima
"el fin justifica los medios" (Ver Texto 10). Efectivamente,
Maquiavelo, nunca la formula así. La expresión más cercana
refiere a un contexto preciso, siempre excepcional, donde
Maquiavelo dirá que si, en tal caso, un legislador o fundador de
estados
(nunca un particular) actuara así (con esa crueldad,
con esa simulación), olvidándose de sí mismo y orientado
únicamente a salvar la república, siempre estaría justificado
"ante los que entiendan de estas cosas". Pues "sucede que,
aunque le acusan los hechos, le excusan los resultados; y cuando
éstos son buenos, como en el caso de Rómulo, siempre le
excusarán, porque se debe reprender al que es violento para
estropear, no al que lo es para componer" (Discursos, I, 9).
Por tanto, para el florentino los medios no se justifican por el
fin, sino por las consecuencias, por la bondad de las mismas; en
segundo lugar, que las consecuencias buenas son las que
benefician a la República -y, en especial, las que fundan o
salvan una república-, y nunca las que favorecen intereses
individuales mezquinos. Y por si hubiera alguna duda respecto a
la nobleza política de los objetivos de Maquiavelo, recordemos
su distinción entre la violencia para destruir y violencia para
construir, siendo ésta la justificada, como se expresa en este
hermoso pasaje: "Además, si uno es apto para organizar, no
durará mucho la cosa organizada si la coloca sobre las espaldas
de uno solo, y sí lo hará si reposa sobre los hombros de muchos
y son muchos los que se preocupan de mantenerla. Porque del
mismo modo que no conviene que sean muchos los encargados de
organizar una cosa, porque las diversas opiniones impedirían
esclarecer lo que sería bueno para ella, una vez que se ha
establecido no será fácil que se aparten de ahí" (Discursos, I,
9). Sus preferencias por el legislador personal son así
compatibles con una concepción popular de la política. Al fin y
al cabo, nos dice el florentino, si Rómulo merece excusa por la
muerte de su hermano y de su compañero es porque lo hizo "por el
bien común, y no por ambición"; por eso, enseguida, instauró un
senado que le aconsejara, y no una tiranía. Como es obvio, las
tesis maquiavelianas, una vez contextualizadas debidamente,
adquieren un significado ajeno a lo "maquiavélico".
II. Pensar nuestro presente.
Abordemos ya la pregunta: ¿es el "maquiavelismo intrínseco a la
política, como parecen pensar todos menos los políticos?.
Nuestra preocupación no se debe a la presencia de maquiavelismo
en nuestra sociedad; que lo hay, y mucho, tal vez más de lo que
se dice. Ni siquiera a la presencia de maquiavelismo en
política; que también lo hay, y mucho, aunque tal vez menos de
lo que se dice. Estas cosas son hoy filosófiamente irrelevantes,
aunque tengan vital importancia, en cuanto ya tenemos la
terapia: moralidad y legalidad. Nuestra preocupación surge
cuando comenzamos a sospechar que ese "maquiavelismo" es
"maquiavelianismo", es decir son estrategias inevitables,
necesarias, intrínsecas a la política en nuestras democracias
liberales. En esa perspectiva nos parece urgente pensar el
presente.
En el fondo, la respuesta vendrá dada, en gran medida, por
nuestro diagnóstico de la situación. Si consideramos que la
situación política es de normalidad, entonces obviamente esas
prácticas políticas a las que nos referimos son simplemente
"maquiavélicas", es decir, forman parte de lo que el florentismo
llamaba despotismo, tiranía o corrupción. Si, por el contrario,
entendemos que la nuestra es una situación de excepción,
entonces dichas prácticas quedan legitimadas o, al menos,
explicadas como intrínsecas a las circunstancias de crisis de la
república. Como hemos visto, en la lógica del florentino las
situaciones de excepción generan y justifican estrategias de
excepción.
Si aceptamos la tesis de Maquiavelo sobre la relación de
necesidad
entre
situaciones
de
excepción
y
estrategias
inmorales, podemos optar entre dos vías de reflexión del
problema. Primera, ilustrar el sentimiento generalizado de la
inevitable presencia del "maquiavelismo" en la política: "Todos
son iguales; y, si no, se hacen iguales", "el poder corrompe";
luego argumentar que esas prácticas corruptas son intrínsecas a
las democracias liberales; y, al fin, concluir que estamos en
una estado de excepción permanente. La segunda, partir de una
descripción que muestre que el estado actual de las democracia
liberales constituye un estado de excepción; luego, argumentar
la adecuación al mismo de estrategias "maquiavélicas"; y, al
fin, concluir que son intrínsecas a la nuestras democracias
liberales. Eligiremos esta segunda vía, más ontológica.
Para hacer un análisis convincente de nuestra época como
"situación excepcional", necesitaríamos abordar muchos temas;
como ya lo hemos hecho en nuestro Maquiavelo, consejero de
príncipes, nos limitaremos aquí a reflexionar sobre tres, que
nos parecen especialmente atractivos y los más filosóficos: la
levedad del "ser político", el carácter efímero del poder
político y la "corrupción" de las leyes y de las costumbres en
nuestras sociedades.
1. La levedad del ser político.
Aunque suponga jugar a la ficción, no podemos -o no queremosevitar esta pregunta: ¿qué le habría parecido a Maquiavelo
nuestra
época?.
Al
no
poder
liberarse
de
su
cerebro
renacentista, seguramente le habría parecido incomprensible y
extraña. Pero, además, nos tememos que, de poder contemplarla,
le parecería insoportablemente gris, tan uniforme y deslucida
como la severidad escolástica. Un orden civil sin condottieri y
sin auténticos príncipes, sin hombres políticos capaces del
crimen y del heroísmo, sin hijos de papas ni de cardenales, sin
capitanes mercenarios traidores, sin estados y linajes con odio
eterno declarado, sin proyectos políticos de gloria y de
conquista...; un mundo así parecería al florentino el propio de
pueblos sin virtú, en el sentido más riguroso de la hermosa
palabra; propio de pueblos mediocres, sin deseo de ser, de
hacerse, de autodeterminarse, es
decir, a la espera de la regeneración o la disolución que le
vendría del exterior.
Ahora bien, y siguiendo con la ficción, si Maquiavelo
contemplara nuestros tiempos con cerebro trasplantado moderno,
despojando así a su mirada del contagio anacrónico de la ética y
la estética renacentistas, ¿no le parecería un orden como el
nuestro un modelo de estabilidad y de absoluta normalidad
política, una fase histórica de los estados totalmente ajena a
cualquier síntoma de excepcionalidad?. La ausencia de guerras,
la estabilidad de las fronteras, la seguridad de la soberanía,
el poder de la ley, tal vez deslumbraran al florentino; pero su
agudeza mental, su finura observadora y su capacidad para
penetrar en el ser de las cosas humanas seguramente le llevarían
a comprender, bajo la apariencia de estabilidad y normalidad, el
mal de la "corruzione", la debilidad del poder político, la
inseguridad de la república.
La aplicación de la maquiaveliana teoría de la excepcionalidad
política a nuestras democracias, para ver en ellas bajo su
apariencia de normalidad un estado de excepción permanente, nada
tiene que ver con el recurso a las figuras apocalípticas de las
abundantes doctrinas del declive de occidente. Ciertamente,
Maquiavelo describió las situaciones excepcionales siempre con
sonidos de tambores de guerra y nuestra tradición cultural ha
conservado las representaciones de estados de excepción o de
emergencia indisolublemente ligados a imágenes de lucha civil,
sublevación
armada,
golpe
de
Estado,
etc.
Por
tanto,
aparentemente, nada más difícil que pensar nuestra vida política
occidental como una situación de excepción. Nuestra paz, nuestro
orden, nuestra estabildad, convierten en impostura cualquier
pretensión de tal tipo. No obstante, siempre ha de ir más allá
de las imágenes quien quiera encontrar las razones.
En una reflexión de este tipo conviene hacer cuantos esfuerzos
sean posibles para evitar el peligro del anacronismo. El siglo
XVI italiano tiene pocas semejanzas con el actual momento
europeo; y las semejanzas, por otro lado, por sí mismas tampoco
darían derecho a trasvasar las categorías. Por lo tanto,
conceptos maquiavelianos como "excepcionalidad", "corrupción",
"legitimidad", si queremos recuperarlos para el análisis del
presente, deben ser reformulados adecuadamente en sus contenidos
para convertirlos en categorías actuales.
Para hacer una traducción razonable de la idea maquiaveliana de
estado de excepción aplicable a nuestro tiempo es necesario, en
primer lugar, tomar constancia de la profunda diferencia entre
las concepciones ontológicas, especialmente las relativas a la
realidad política y social, del Renacimiento y de nuestra
civilización. Debemos, por tanto, comenzar por la cuestión más
abstracta, por el concepto mismo del ser. Entre el Renacimiento
y nuestro mundo cultural occidental se ha dado una fuerte
diferencia en cuanto a la intensidad de la realidad, en cuanto a
la profundidad ontológica. Ya Platón, ante la precariedad e
inestabilidad del ser empírico, postuló el ser del las ideas
majestuoso en su inmovilidad y eternidad. En el Renacimiento,
tal vez por ser una época de existencia política frágil e
inestable, se pensaba la realidad, el ser de las cosas, con
fuerte
sustantividad,
con
extraordinaria
constancia
y
continuidad, es decir, con profunda identidad.
Las mismas situaciones de excepción eran, en la imaginación de
Maquiavelo,
coyunturas
dramáticas,
revoluciones,
conjuras,
conquistas, etc.; en el universo renacentista la realidad civil
es mucho más inestable, frágil, trágica, que en nuestra época.
Por ello, sin duda, puede imaginarse que un país depende de la
virtú de un caballero o de un capricho de la fortuna, de la
audacia o de la intriga; por similares razones se ven las
instituciones
excesivamente
vulnerables
a
la
corrupción,
dependiendo de una puñalada, de un vaso de veneno, de una
emboscada, de una traición o de un oportuno halago. En el ideal
renacentista aún pesa mucho la espada, el "arte della guerra",
como origen, sostén y verdugo de señoríos y principados. La
guerra parecía el origen y el fin de los estados, la causa de su
gloria y de su servidumbre. Maquiavelo necesariamente había de
representarse las situaciones de excepción con ruidos de espadas
y olores de pólvora, con
territorios divididos y pueblos
dispersos, con conjuras y complots, con intrigas cortesanas y
alianzas principescas, con colores de venganzas y tambores de
muerte.
Tales situaciones parecen, por fortuna, haber desaparecido
definitivamente
de
nuestro
espacio
geopolítico;
nuestra
conciencia del mismo ha alejado definitivamente de su horizonte
las guerras de conquista, las luchas dinásticas, las rebeliones
populares, los golpes de estado, las conjuras jacobinas, en fin,
esa inestabilidad radical que ponía en juego la existencia misma
de la república. Nuestras coyunturas "extraordinarias" -crisis
económicas, cambios de gobiernos, inseguridad ciudadana, incluso
terrorismo- parecen pálidos reflejos de las renacentistas; en
ellas no se ven seriamente amenazados ni los derechos de los
hombres, ni las fronteras de los estados, ni su unidad, ni su
soberanía, ni apenas la legitimidad constitucional.
Ahora bien, si en el mundo renacentista la realidad política
empírica es frágil y el ser político es inestable, en cambio la
idea del ser social y la propia idea del ser del hombre eran
fuertes, con profundidad y solidez; la fragilidad de las
fronteras o de la soberanía contrastaba con la constancia del
modo de vida y con la fijeza del ideal humano, de su dignidad y
su poder. La debilidad empírica parecía compensarse con la
fortaleza metafísica.
En nuestra época, por el contrario, en que la realidad política
se muestra más consistente, segura y estructurada, el ser social
del hombre en cambio es sumamente superficial y maleable. Y tal
vez sea esta debilidad ontológica la garantía de su resistencia
empírica, la mejor arma para su sobrevivencia. En nuestra época
el ser es ligero en todas sus formas de existencia. Todo es
tibio, sin perfiles, sin profundidad, sin carácter, sin
grandeza. Incluso en nuestro país, más barroco que ilustrado,
los
éxtasis,
las
convulsiones,
el
catastrofismo,
son
superficiales y efímeros. Es efímera y superficial la fe
religiosa; es efímera y superficial la ideología política; es
efímera y superficial la identidad nacional.
Todo esto tiene su aspecto positivo, indudablemente, pues
también son epidérmicos los entusiasmos, las crisis sociales y
los "pactos con el diablo". En cualquier caso, y al margen de la
valoración que del hecho se haga, lo importante es que subyace
esta debilidad del ser que caracteriza la civilización
occidental. Tal vez la definitiva y total humanización de la
realidad, tanto natural como social, que por fin es vista, si no
como obra humana, sí como sometida al hombre, al alcance de
nuestro poder de denominación y de destrucción, ha favorecido
esa concepción contingentista del ser. Aunque tal vez esta
concepción débil del ser también tenga su origen en otras
razones, por ejemplo, la adecuación de esta idea al mercado y a
la vida política actuales, que hacen de la potencialidad una
perfección y de la determinación sustantiva un obstáculo. A
primera vista al menos, la debilidad ontológica aporta una mayor
adecuabilidad a un orden económico que prima de forma creciente
la cualificación abstracta de la fuerza de trabajo respecto a la
profesionalización sustantiva; la debilidad ontológica permite
una mayor adecuabilidad en el mosaico complejo y evanescente de
la producción, de la política y de la cultura.
Maquiavelo contemplaba otra realidad, con perfiles más rígidos e
identidades más sustantivas, de lealtades fuertes e ideales
fijos. En la representación renacentista del mundo los estados
nacían y desaparecían en la guerra, su existencia de orden, paz,
cooperación y creación estaba perfectamente limitada en ambos
extremos por el caos, la sangre, las conquistas y la
destrucción. En el mundo renacentista las conjuras no eran
pactos de salón, sino compromisos definitivos que acababan en
exposiciones de cabezas cortadas en las plazas públicas. En ese
mundo aún había lugar para los héroes, para capitanes de
horrorosa crueldad, para hombres que retaban a lo divino en las
artes, las ciencias y las técnicas; y para papas tan
sobrehumanos que engendraban príncipes de gran virtú.
Al lado de esa cultura renacentista nuestra época fácilmente nos
resulta imprecisa, suave, relajada, ordenada y acomodada en su
monotonía exquisitamente burguesa. En nuestro mundo un pueblo
puede desaparecer como pueblo, pero lenta y evolutivamente, en
régimen de eutanasia pasiva y ajeno a las convulsiones de la
conquista o el desgarro de la fragmentación; puede dejar de
perseverar en el ser, o dejar de ser uno, en definitiva, dejar
de ser, pero bajo una lenta y sedante evolución estética y
antropológica impuesta en última instancia por los cambios en la
producción y en el consumo. Puede perder su ser, cambiar de
identidad, serena e inconscientemente, bajo la ilusión de
constancia que le presta la invulnerabilidad de las fronteras y
la continuidad constitucional.
Es decir, las situaciones de excepción de nuestro mundo
occidental, si es que existen, no se parecen en sus aspectos
empíricos a las pensadas por Maquiavelo; en buena lógica, habrán
perdido todo su dramatismo, como las restantes formas del ser.
No es extraño que un discurso como el liberal, que se representa
el origen del estado como un proceso lento y evolutivo en el
que, partiendo de formas de vida natural se van constituyendo
unidades sociales más amplias, donde la cooperación libre y
voluntaria permite una vida social autosuficiente sin estado,
siendo
éste
un
simple
paso
más,
conveniente
pero
no
absolutamente
necesario
(y,
por
tanto,
esencialmente
instrumental y marginal)...; no es extraño, decimos, que tal
discurso se represente coherentemente la excepcionalidad como
simple conjunto de disfuncionalidades del estado o del mercado.
Lo que en el universo renacentista era la quiebra de un estado,
la impotencia del poder político para cumplir su tarea de
mantener la unidad, la identidad, la independencia y la gloria
de la república, en nuestro universo occidental queda reducido a
simple debilidad del poder político. Lo que en el mundo
renacentista se vivía como tragedia, al asumirse como principio
que la función del poder político era la conservación de la
identidad del estado (unidad, independencia, leyes, cultura...),
en nuestro mundo se vive como anomía o como insatisfacción
antropológica. Hemos perdido gran parte de la sensibilidad ante
la "independencia" al aceptar la inclusión en un orden
internacional; hemos perdido en gran medida el fervor de la
unidad con nuestro pluralismo y nuestro relativismo; hemos
perdido pasión por nuestras leyes y cultura ante su constante
cambio e impersonalización. En definitiva, aunque esté en juego
la identidad de nuestra república (estado, país, nación...),
vivimos esa situación con la ligereza y superficialidad que se
corresponden con la mencionada "levedad del ser".
Si es así, hemos de plantear la pregunta: ¿puede ser considerado
estado de excepción aquél en el cual, aunque la soberanía, las
fronteras, la unidad, no están en peligro, en cambio el ser
político es débil?. La debilidad del ser político, o sea, de la
voluntad colectiva, de la identidad cultural y moral, de la
diferencia
histórica,
¿no
manifiesta
una
situación
de
excepción?. Tal vez para nuestro tiempo, dominado por el
ensimismamiento de lo político, la presencia estable de la forma
política sea lo determinante. Pero, en cierto modo, hay muchas
razones para pensar que puede reproducirse lánguidamente la
forma política del estado al mismo tiempo que la comunidad se
diluye. El resultado, un conjunto de individuos controlados por
un poder político, puede crear la ilusión de estado o ser
adoptado por ideal de vida; pero con la misma legitimidad puede
hablarse de "estado de excepción" en cuanto que la comunidad
política está en vías de desaparecer. Claro está, podemos llamar
a tal situación "revolución" y sentirnos felices por la
victoria; pero, sin entrar en la cuestión ideológica, esta
levedad del ser político constituye un argumento a tener en
cuenta cara a definir nuestras democracias como situaciones
políticas de excepción mientras se considere como fin del estado
la constitución de una comunidad racional de hombres libres.
2. Carácter efímero del poder político democrático-liberal.
Para el florentino las situaciones políticas de excepción
consisten, fundamentalmente, en momentos necesarios por los que
pasan los pueblos caracterizados por afectar su sobrevivencia,
de forma mediata o inmediata. Caben, por tanto, situaciones
excepcionales en las que el pueblo no sólo se juega su estado,
su independencia política, sino incluso sus leyes, sus
costumbres, su cultura, su identidad; hay otros momentos en los
que estas cosas no están amenazadas de forma inminente,
situaciones excepcionales menos dramáticas en las que sólo está
en juego la estabilidad política, el orden legal existente, los
valores públicos arraigados en las instituciones y las
costumbres. La excepcionalidad de estas situaciones, en la
medida en que no ponen en juego de forma inmediata la
sobrevivencia del pueblo, deriva de que, en el marco de la
teoría de la corrupción de las cosas civiles maquiaveliana, esas
situaciones menos dramáticas no dejan de ser momentos en que se
favorece la corrupción; y, como ya hemos dicho, las situaciones
políticas normales sólo son aquellas en las que el constante e
inevitable proceso de corrupción se detiene temporalmente o se
desacelera hasta mínimos.
En este orden de cosas, la precariedad del poder político era,
en el esquema maquiaveliano, un índice indudable de la debilidad
del estado, de su corrupción, en suma, una característica de la
situación de excepción. ¿Podemos afirmar que el poder político
de nuestros estados es precario, en el sentido maquiaveliano?.
De nuevo hemos de insistir en la absoluta necesidad de evitar
los anacronismos. Maquiavelo se hacía una representación de la
realidad muy viva y vibrante, con fuertes colores, donde la
arena política, en lugar de ser un sofisticado y abstracto plató
televisivo, era la húmeda y coloreada de un circo romano. Pero
si somos capaces de llevar a cabo esta traducción escalar, del
verismo del "circo" al imaginario del "plató", encontraremos que
es siempre la misma pregunta y, posiblemente, que sólo hay una
respuesta.
La actualidad de la teoría maquiaveliana, es decir, su utilidad
actual para pensar nuestro presente, es distinta según fijemos
la atención en las formas más dramáticas de su concepción de la
excepcionalidad política o bien atendamos a las variantes más
suaves. Nos referimos, claro está, a la utilidad para pensar
nuestro presente, occidental y eurocéntrico. Porque, en otro
sentido, "príncipes" contemporáneos como Fujimori o Eltsin
parecen sacados de la teoría -no de la imaginería- del
florentino. Sin duda alguna no son "príncipes maquiavelianos" en
el orden estético; pero en su virtú, en tanto que discípulos de
Quirón, bajo su vulgar biografía parece esconderse el alma seca
de la versión siglo XX del príncipe maquiavélico, versión en la
que lo heroico es sustituido por lo populista y los grandes
ideales perversos por la miserable pero no menos perversa
cotidianeidad.
Incluso, para cerrar este excurso, tal vez haya quien añore un
segundo Tito cualquiera que, de forma gris oscura y eficaz y
aunque usara el antiideal de la mediocritas cristiana, hubiera
mantenido apagado el horno yugoeslavo antes de que la justicia,
la libertad y la dignidad humana perecieran, aunque fuera
honorablemente, aunque fuera en la forma heroica y noble de
morir por querer nacer. Un segundo Tito, de alma maquiaveliana y
estética postmoderna, que hubiera comprendido que para que la
justicia, la libertad y la dignidad humana sean posible debe
salvarse incondicionalmente el "orden político" a cualquier
precio, tal vez -insistimos: sólo "tal vez habría ahorrado a la
historia este infierno, aunque con ello atrajera hacia sí mismo
las iras de la historia.
Volviendo a la reflexión teórica, creemos que es un argumento en
favor de la caracterización de nuestra época como una situación
política excepcional el que podamos mostrar que el poder
político es efímero. Y, a nuestro entender, es efímero por gozar
de un reconocimiento muy débil y contingente; y también es
efímero por razones intrínsecas a su forma o manera de ser.
Creemos que es defendible tal respuesta especialmente si tenemos
en cuenta que la concepción maquiaveliana de la excepcionalidad
política incluía como elementos importantes la lucha por el
poder, la
no aceptación de la
autoridad política,
la
consiguiente resistencia a cumplir las leyes y, en fin, los
efectos derivados en la disolución de las costumbres. Por
decirlo en otros términos, la excepcionalidad política es
entendida como precariedad del orden político y debilidad de la
conciencia civil, como provisionalidad en lo político y anomía
en lo civil.
Identificar "precariedad" con "excepcionalidad" en el plano de
la política es ciertamente discutible; y la autoridad de
Maquiavelo no tiene por qué ser aceptada, ni nosotros la
esgrimimos al efecto. Debemos anticiparnos, por tanto, a una
posible respuesta crítica, a saber, aquella que argumentara que
el reinado de lo efímero no tiene necesariamente que ser pensado
como "situación excepcional", en la medida en que no afecta
necesariamente a la sobrevivencia de los estados. Puede incluso
argumentarse que la instalación de los político en lo efímero es
una conquista del hombre, una perfección, porque, por un lado,
es saludable en cuanto expresa superación de fanatismos y
entusiasmos despóticos, y porque, por otro lado, lo efímero
supone mayor equilibrio, al implicar menor esfuerzo, exigir
menor coherencia, suscitar más débiles pasiones, etc., con lo
cual se prorroga la existencia del régimen político.
Hemos de reconocer que, ciertamente, es un argumento crítico
consistente y con fuerza persuasiva, que merecería más detenida
atención. No obstante, no nos parece aceptable por dos razones.
Primera, porque la provisionalidad y la precariedad de lo
político, si no amenaza al estado en su determinación política,
no es tanto porque sea una situación política normal cuanto
porque expresa la normalización de la excepcionalidad. La
enfermedad puede ser más larga que la salud, pero no deja de ser
degeneración. Cuando la fortaleza del estado se consigue por su
marginalización, por su renuncia a la determinación ontológica,
por su aceptación de la mera instrumentalidad, es una fortaleza
perversa.
No discutimos la legitimidad de quien haga profesión de fe por
lo precario como esencia de lo político, incluso aunque se
tratara de una opción meramente estética o retórica; pero nos
creemos en condiciones de afirmar razonadamente que tal posición
quiere en realidad decir que se opta por lo excepcional, cosa en
abstracto -pero sólo en abstracto- tan legítima como optar por
la guerra o por el suicidio. Pero, además, tenemos la sospecha
de que optar por lo efímero, bello en abstracto, es falaz en lo
concreto; lo efímero puede asumirse y beatificarse, pero
sospechamos que más que una opción o ideal es una renuncia o
aceptación de la indigencia.
En segundo lugar, aun aceptando que lo efímero fuera una
perfección del ser político, del estado, se oculta la idea más
importante tanto para Maquiavelo como para el mundo clásico,
idea que compartimos con el florentino, a saber, que lo que está
en juego, en definitiva y en última instancia, es el pueblo, es
la identidad del pueblo, y no las formas del aparato político.
La precariedad de lo político y, en particular, de los aparatos
del estado, podría convertirse en un valor en sí sólo en el
supuesto de considerarlo un fin en sí mismo; en cambio, cuando
el fin último es el pueblo como una comunidad racional de
existencia social, como una manera de ser hombres, a saber, la
manera humana, la precariedad de lo político, que pasa a ser un
instrumento, debe valorarse por sus efectos funcionales. Un
instrumento o medio "precario" es intrínsecamente malo.
Por tanto, la apuesta por lo efímero en el orden político supone
considerar la forma del estado un fin en sí mismo. En este
sentido, nos tememos que considerar el carácter efímero del
orden instuticional una perfección implica aceptar que la
perfección del ser no es, como decía Leibniz, ser uno; en otras
palabras, supone aceptar que la identidad no es una perfección
del ser ni, por tanto, del pueblo ni del hombre.
Aceptada la precariedad del poder político como síntoma de un
estado de excepción, sólo nos queda insistir en la existencia
empírica de dicha precariedad. Hemos dicho ya que la misma se
manifiesta en argumentos empíricos, referentes al mayor o menor
grado de reconocimiento de la autoridad política, y en
argumentos
intrínsecos
al
orden
político.
Más
adelante
volveremos sobre los primeros; nos detendremos ahora en los
referentes a la forma del poder político democrático.
No dudamos que la elección es más deseable que la herencia;
Maquiavelo también la prefería. Y no dudamos, tampoco, de las
ventajas de poner en juego el poder periódicamente. El problema
no es de preferencias, sino de coherencia. De lo que se trata es
de decidir si tal poder democrático, con todas sus ventajas, no
implica una situación de las caracterizadas como "excepcionales"
desde la teoría maquiaveliana. Y ya sabemos que, aunque la
conclusión fuera positiva, de aquí no se derivarían en modo
alguno razones definitivas para su rechazo; pero sí se derivaría
como conclusión la necesidad de que en tal forma de estado estén
presentes las prácticas maquiavelianas.
Creemos que puede afirmarse razonablemente que la propia forma
de reproducción del poder político democrático manifiesta su
intrínseca debilidad y su carácter efímero. Por un lado, el
carácter
temporal,
limitado,
de
todas
las
elecciones
democráticas genera la provisionalidad: hay que conquistar el
poder constantemente. Por supuesto que de aquí se derivan muchas
ventajas; pero no por ello se oscurece la precariedad esencial,
constitutiva, del poder político democrático. Podemos repetir
hasta resultar sospechosos que "eso es bueno", que ahí reside su
virtud. E incluso podemos aburrirnos de llamar "buena" a la
alternancia y al pluralismo. Posiblemente sea así; no es este un
problema en el que podamos entrar. Lo que nos interesa es
resaltar que la opción democrática del poder lleva de forma
intrínseca a la legitimación permanente, como el cambio social
de nuestras sociedades lleva a la legislación permanente y a la
reforma permanente; y que, en consecuencia, la vida política en
las democracias está condenada a la provisionalidad y la
excepción, así como a los efectos consiguientes en las
estrategias. Por supuesto que la lucha por el poder y su
legitimación se hace en claves modernas, de forma civilizada,
tolerable e incluso deseable; pero un poder efímero, que debe
reconquistarse o revalidarse permanentemente, aunque no recurra
a "matar a los hijos de Bruto" se verá lanzado inexorablemente a
las artes de Quirón.
3. La corrupción en las leyes y en las costumbres.
Hemos dicho anteriormente que toda situación política en la que
avance la corrupción debe calificarse de excepcional, pues
contribuye a acortar la vía de los estados. Las dificultades
para determinar la excepcionalidad de una situación cuando no
está inmediata y directamente en riesgo la sobrevivencia del
pueblo o, al menos, de su orden político, se debe a las
dificultades empíricas para determinar lo que está realmente en
juego en cada caso. Esto no es algo que sea fácil de ver, unas
veces porque los efectos no son inmediatos y siempre por la
dificultad intrínseca a la valoración de las situaciones
sociales. En todo caso parece razonable el criterio de
Maquiavelo, para quien el termómetro de la normalidad-
excepcionalidad políticas es especialmente sensible a la
existencia
de
un
gobierno
con
reconocimiento
público
generalizado. Aceptar el gobierno, aceptar su autoridad, es
aceptar su ley, sus instituciones, sus decisiones; es construir
una sociedad civil con costumbres, prácticas, relaciones y
valores. La no aceptación del gobierno expresa la existencia de
la corrupción, pues el florentino, con buen juicio, consideraba
que una buena política es aquella que es aceptada por el pueblo.
Como hemos dicho, Maquiavelo distingue dos modelos de príncipe,
ajustados
respectivamente
a
situaciones
normales
y
excepcionales, siendo las circunstancias, "gli accidenti", la
necesidad, lo que determina el modelo apropiado. El príncipe
normal, al que Maquiavelo se refiere en escasas ocasiones, tiene
como cualidades esenciales el respeto a las leyes y a las
costumbres. Hemos de suponer, pues, que las situaciones normales
son aquellas en que el cumplimiento voluntario de las leyes y la
práctica espontánea de las costumbres, por sí mismas, garantizan
el respeto a la autoridad, la unidad y la prosperidad del
estado. Las situaciones excepcionales, en cambio, manifiestan la
impotencia de éstas; y esta impotencia, y sólo ella, debemos
subrayarlo, es lo que el florentino llama corrupción.
Por lo que se refiere a las leyes, debemos hacer un esfuerzo
constante en diferenciar la corrupción privada del político de
la corrupción funcional e institucional del mismo; o, si se
prefiere, entre la corrupción del político y la corrupción de la
política. La primera, que está en nuestros tiempos a la orden
del día, insistimos una vez más que no nos interesa aquí. La
misma es un accidente, una contingencia, todo lo rechazable que
se quiera, dentro de la vida de nuestros estados. Este tipo de
corrupción, en tanto que es privada, aunque se ejerza en
relación con la política, pues básicamente consiste en
aprovechar su función pública e institucional para beneficio
particular, no nos es indiferente, pero tiene su lugar adecuado
en el campo de la degeneración de las costumbres y de la
moralidad individual, y en dicho campo debe ser abordada.
En cambio la corrupción de la política, entendida como pérdida
de eficacia de las leyes y las instituciones, como impotencia en
el cumplimiento normal de su función, es absolutamente esencial
para la vida de los estados. Recordemos que, en el esquema
maquiaveliano, este tipo de corrupción está inscrito como
necesidad en el devenir de las cosas civiles y caracteriza unas
situaciones bien determinadas.
Maquiavelo, efectivamente, señalaba cómo las constituciones, por
muy perfectas que fueran, acababan siendo desbordadas por las
exigencias de las circunstancias, siempre nuevas; y mostraba
que, si bien las leyes permitían ir actualizando la eficacia de
la constitución, dando respuestas eficientes ante las nuevas
circunstancias, a la larga se engendraba necesariamente un grave
problema: o bien las leyes, para responder a situaciones
imprevisibles, desbordaban el espíritu constitucional y se
enfrentaban al texto fundacional, o bien, incapaces de mantener
la normalidad al mantenerse en el espíritu de la constitución,
se volvían ineficaces, impotentes para mantener la paz y el
orden civil, que constituyen su justificación. En ambos casos,
pues, podía hablarse de "corrupción" de las leyes y las
instituciones; en ambos casos, pues, se engendraba una situación
de excepción, que exigía medidas extraordinarias, que habían de
afectar a la constitución misma. Como puede percibirse, se trata
de una "corrupción" técnica, ajena a toda codificación moral,
aunque normalmente en esas situaciones el pueblo las sienta como
inmorales e injustas.
Por suerte nuestros políticos han aprendido bien aquella lección
maquiaveliana que aconsejaba, a efectos de perfeccionar la
constitución, es decir, para potenciar la validez de ésta,
incluir en su texto, como norma propia, la regla de su reforma.
Por tanto, la corrupción de las leyes difícilmente puede ya
provenir de su desviación constitucional para ajustarse a la
eficacia. Si no es así, ¿de donde provendría su corrupción?. En
términos maquiavelianos, habría que responder que de su
ineficacia, de su impotencia para conseguir adecuadamente su
fin. Pero, ¿acaso no cumplen su fin las leyes en los estados
occidentales?.
Es un problema difícil, como ya hemos dicho, porque exige una
definición previa del fin del estado, lo que supone una
indiscutible posición ideológica; de todas formas, no eludimos
el compromiso. Entendemos, en línea con una fecunda corriente
filosófica ilustrada, que el fin del estado es posibilitar la
existencia de una comunidad racional. Por ser "comunidad", ha de
haber una identidad cultural y moral, un proyecto de vida común;
y, en consecuencia, la igualdad y la solidaridad deben ser
determinaciones de la voluntad de cada uno de sus miembros. Por
ser "racional", la identidad, la opción por la voluntad
colectiva, ha de ser un proceso libre e individual.
Este carácter
principio, no
"racional", que
estaba presente
para nosotros constituye
en Maquiavelo. Por eso
un
el
florentino veía la construcción de la comunidad como obra de la
figura
personalizada
del
príncipe;
nosotros,
en
cambio,
contemplamos la misma como obra de todo un pueblo a través de un
sistema complejo de representaciones. La "racionalidad" exige la
intervención libre y voluntaria del individuo, con todas las
mediaciones que la realidad empírica exija. Creemos que este
concepto de "comunidad racional", cuya complejidad no se nos
escapa aunque aquí no podamos abordar su análisis, es un
progreso en la concepción de la comunidad, posibilitado
históricamente tanto por ricas corrientes de pensamiento
político como por no menos ricas experiencias prácticas.
Maquiavelo, cinco siglos antes, pensaba en términos de una
comunidad
cuya
identidad
equivalía
a
indeterminación
e
indiferencia en vez de significar la rica totalidad que engloba
las determinaciones y las diferencias en la unidad de la
cooperación y la solidaridad social.
En este sentido, nos parece más razonable la posición de
Rousseau que la de Maquiavelo, y nos sentimos más próximos al
ginebrino. El florentino, sin duda rindiendo tributo a la
conciencia histórica, veía el pueblo como un producto del
príncipe artesano, como obra del poder político. Rousseau, en
una época nueva, en la que el hombre ha recuperado su
individualidad, en la que el ser ya no se deriva del pertenecer
a una nación, casta o estamento y en la que el pueblo se piensa
no como obra de un príncipe artesano sino como decisión
colectiva, comprenderá con lucidez que primero es el acto por el
cual los individuos se constituyen en pueblo y luego el acto por
el cual el pueblo se dota de poder político. Este es ya un acto
colectivo, una determinación de la voluntad general. Es el
pueblo, constituido en sociedad política el que, desde entonces,
tiene a su cargo reproducir la vida de la comunidad, su orden,
sus valores, su identidad y su voluntad.
El príncipe de Maquiavelo sólo podía producir súbditos; el de
Rousseau había de producir ciudadanos. En ambos casos el poder
político asumía plenamente la función de crear y reproducir la
comunidad, pero en el primer caso en los límites de la voluntad
del príncipe y en el segundo en los marcados por la voluntad
general. Y si en una situación de excepción el ginebrino no duda
de la legitimidad de estrategias excepcionales, inspirando la
revolución francesa, la legitimidad de servir a la moralidad
(libertad, igualdad y fraternidad) con acciones no regidas por
sus normas (la guillotina) requiere que la excepcionalidad de la
situación sea vivida y sentida por el pueblo, deseada por la
voluntad general, no bastando la lucidez de un príncipe
iluminado y redentor.
Lo
que
pretendemos
subrayar
fundamentalmente
es
que,
coincidiendo tanto con el florentino como con el ginebrino en lo
fundamental, es decir, en que una sociedad debe asumir la tarea
de su autodeterminación y en que el estado o forma política de
que se dota es el medio imprescindible y más adecuado para ello,
puede disentirse en aspectos particulares, importantes en la
práctica, pero coincidentes todos en el criterio de que el poder
político debe ejercer la determinación ontológica y no limitarse
a garantizar las reglas de juego de la competición de todos
contra todos. Cabe, por tanto, dentro de este criterio, una
concepción del poder político como acto de autodeterminación por
excelencia, tal que cuando el mismo se constituye como opción
consciente y libre de los individuos la comunidad política
resultante puede ser llamada "comunidad racional".
Más aún, creemos que puede ser compartido por amplios sectores
liberales la idea de que el fin del estado, el fin de la
política, es el ideal ético, siempre que éste no se entienda
como una doctrina concreta sino como la aspiración a conseguir
que los miembros de la comunidad, todos sus miembros, estén en
condiciones de ejercer su propia autodeterminación, de practicar
su autonomía moral, de decidir como dueños de sí mismo la
realización de su vida. No pertenece al ideal ético así
concebido ninguna consigna finalista, como la felicidad, el
bienestar, la salvación, la gloria, la libertad o la igualdad;
sólo pertenece al mismo la conquista de la situación social,
económica, cultural y política que permita a cada uno decidir su
opción final de forma racional, sea cual fuere su elección, sin
más limitaciones que la de no ser un obstáculo para los otros.
Si se acepta este marco de discusión, las distintas posiciones
y, en particular, la asignación de funciones al poder político,
pasamos de la mera confrontación ideológica a un debate
racional.
Pues bien, esta concepción del estado y de la política, al
servicio del ideal ético, en el que caben todas las opciones de
vida moral razonables, nos debe permitir contestar la pregunta
que antes habíamos formulado: ¿cumplen las leyes su función en
nuestros estados?, ¿garantizan por sí mismas el cumplimiento de
su fin?.
Parece razonable considerar que unas leyes e instituciones
adecuadas para ese fin no pueden ser vistas por los hombres como
formas alienadas de su voluntad, sino como manifestaciones
libres y conscientes de ésta. Si los hombres no se reconocen en
sus instituciones, si no aman sus leyes como obra suya, si no se
someten
a
ellas
voluntariamente,
como
ejercicio
de
autodeterminación; si, por el contrario, ven en ellas opresión,
dominio, arbitrariedad, relaciones sociales asimétricas o, como
mínimo, un mal menor, un precio por la vida y la paz, entonces
el estado no es la forma de una comunidad racional de hombres
libres e iguales sino meramente un aparato de control de los
conflictos, tal vez necesario para la coexistencia pero no
suficiente para una vida humana. Y un estado de este tipo no
puede
considerarse
"normal"
sino
bajo
la
más
absoluta
resignación; tal estado expresa una situación excepcional.
En concreto, podemos aceptar el criterio maquiaveliano de que si
en un estado las leyes cumplen su función por el temor que
imponen, por el miedo a la fuerza coactiva que las respalda,
dicho
estado
manifiesta
una
situación
de
crisis,
de
excepcionalidad, ya que el miedo a la ley, su no reconocimiento,
es un síntoma de que la fuerza es necesaria para garantizar el
orden civil; y donde la fuerza es necesaria para mantener la
paz, no hay normalidad política y sí hay situación de excepción.
Incluso Maquiavelo había detectado lúcidamente este aspecto,
como vimos en el análisis de sus Discursos. Si un tirano
consigue hacerse amar, consigue el reconocimiento social,
entonces puede ser considerado un príncipe de gran virtú: usó la
fuerza, la astucia, la crueldad, el engaño, para sacar al país
del desorden e imponer un orden en el que es posible la vida
humana, como prueba el hecho de que llegara a ser reconocido, a
pesar de los crímenes con que accediera al poder. En cambio,
quien no puede renunciar a seguir usando la fuerza, la traición,
el engaño... para mantener el orden, es que no tiene virtú. En
rigor, la excepcionalidad se mide por el grado de aceptación
popular del orden político y jurídico, por el nivel de
aceptación voluntaria, porque protege las formas de vida, las
relaciones, los valores y los derechos con los que el pueblo se
identifica; es decir, aceptación de un orden político no por
miedo, sino porque contribuye a que el pueblo se sienta pueblo y
los individuos hombres que deciden su vida coordinadamente con
los otros, en eso que llamamos comunidad racional de hombres
libres.
Y no deberíamos resucitar los fantasmas antimaquiavélicos
sospechando que con tal argumento estaríamos justificando el
poder político por su fin, fuera cual fuera su origen y sus
métodos. Creemos haber insistido hasta la saciedad que las
estrategias se justifican por los resultados, pero éstos
dependen de su adecuación a las circunstancias; y, como decía el
florentino, un pueblo acostumbrado a vivir en libertad... nunca
aceptará de buen grado la opresión. Por tanto, todo régimen
despótico impuesto a quienes están habituados a vivir en
repúblicas será condenable porque nunca podrá conquistar la
voluntad del pueblo, condenándose a ser tiránico. Nuestro mundo
occidental no es ya apto para despotismos; todo régimen
despótico será excepcional y, en su fracaso, tiránico. Pero el
rechazo
a
estrategias
despóticas,
como
requieren
las
circunstancias, no equivale a que el poder político renuncie a
su fin: forzar a las conciencias a ser coherentes con el ideal
universal que reconocen; forzar a las voluntades a querer
aquello que, en el silencio de las pasiones, se dice "justo",
"bueno", "honesto" y "razonable".
El riesgo de la sumisión del individuo a la comunidad -o, lo que
suena peor y por ello es más usado en la crítica, al estadoestará siempre presente. El riesgo de que la comunidad sea
tribal e indeterminada, en lugar de racional y diferenciada,
exige pensar ésta como idea, es decir, referencia a la que
constantemente dirigir nuestra acción. Pero ese riesgo de
ensimismamiento de lo político hay que asumirlo y combatirlo, ya
que la alternativa no es mejor: un regreso a la dominación del
hombre sobre el hombre y, paradójicamente, una reaparición del
tribalismo
ante
la
debilidad
y
lo
efímero
de
la
autodeterminación. En definitiva, al margen de la dureza
empírica de una u otra, es más racional la sumisión al estado
que
la
sumisión
a
un
particular: aquella expresa
una
imperfección del orden político; ésta, en nuestro tiempo, una
perversión del mismo.
Caracterizada
así,
en
este
aspecto
particular,
la
excepcionalidad política, nos falta únicamente determinar si en
nuestros estados occidentales las leyes cumplen suficientemente
su función, si las cumplen bien y si la cumplen normalmente, es
decir, sin apoyo en la violencia de estado, o si, por el
contrario, no se dan algunas de estas condiciones. La verdad es
que éste es el aspecto menos favorable para destacar las
carencias de las democracias. O, dicho de otro modo, en cuanto
al respeto a las leyes las democracias aportan sus mejores
avales como estados normales. De todas formas, podemos señalar
algunas deficiencias.
En un sentido amplio parece innegable que las leyes cumplen su
objetivo, o parte del mismo, cual es el de mantener el orden, la
unidad y el respeto a la autoridad; proteger con aceptable
eficiencia el cumplimiento de los deberes y garantizar
razonablemente los derechos de los ciudadanos. Ciertamente, a
este nivel cumplen su fin; lo dudoso es que este nivel de
cumplimiento sea el que requieren las situaciones normales, y no
más bien las excepcionales. Hay muchos signos empíricos de que
en nuestra sociedad occidental las leyes no son amadas, no son
vistas como expresión de la racionalidad, de la justicia o de la
voluntad general; no son consideradas como creaciones propias,
como instrumentos de la autodeterminación. Hay muchos síntomas,
en cambio, de que la función agregadora, y no integradora, que
cumplen se debe a la virtú del príncipe, es decir, al poder del
estado, a su capacidad de coacción o de manipulación; muchos
indicios de que cumplen su función, en el grado y cualidad que
la cumplen, no por su reconocimiento sino por el temor que
inspiran. Y, según lo dicho, si su eficacia deriva del temor, es
porque se da una situación de excepción. Cuando los hombres no
reconocen en la ley la voluntad colectiva, cuando no reconocen
en la ley su interés, cuando ven en ella una obligación y no su
libertad, una imposición y no una razón, es porque el estado ha
entrado en una fase de corrupción típica de las situaciones de
excepción.
Con todo, el respeto a la ley es suficiente para mantener el
estado, para alejar todo peligro de desintegración. Tal función
ya es suficiente para muchos; para otros, es la única legítima.
De tal modo, las leyes son eficaces respecto a unos objetivos
muy limitados, por haber renunciado al ideal de la comunidad. Es
cierto que no sentimos nuestra época como un estado de
excepción; es cierto que hemos elaborado una idea de la
excepcionalidad apropiada para considerar nuestra situación como
de absoluta normalidad; pero no lo es menos que así hemos
renunciado a lo que ha constituido el más bello ideal humano: el
de una comunidad racional de hombres libres e iguales. O sea, la
noción de "normalidad" que usamos es el resultado de la renuncia
a ese ideal, la aceptación de su ausencia como normal. Dicho en
otras palabras, hemos conseguido normalizar la excepcionalidad,
habituarnos a la carencia de ese orden cívico que es la
verdadera norma.
Durante siglos, y no faltan pensadores que aún se suman a esa
tendencia, la filosofía ha intentado hacer creer a los hombres,
mediante discursos y argumentos diferentes, la existencia de un
orden moral, natural y racional, que debían tomar como la norma
para dirigir y valorar la vida humana, individual y política. La
filosofía moderna tuvo que renunciar, entre otros muchos
absolutos, a la existencia real de ese orden, a su fundamento
metafísico, pero mantuvo la existencia ideal del mismo,
debidamente renovado, como idea reguladora del hombre, como
creación suya y para sí, como medio para autodeterminarse y
hacerse a sí mismo conforme a su propio ideal. Lo que en la
filosofía clásica se presentaba con la legitimación de Dios o de
la Naturaleza, en la ilustrada aparecía sin otra legitimación
que la necesidad que del mismo tenía el ser vivo llamado
"hombre" para devenir realmente hombre, es decir, para llegar a
gozar de una naturaleza y una vida humanas; en definitiva, para
que llegara a ser tal como ha deseado ser, tal como se ha
representado a sí mismo en su ideal.
La concepción universalista, ilustrada, del estado moderno
recogió ese objetivo como ideal, consciente de que el hombre
puede plantearse esos retos y, en tanto se los proponga,
conseguirlos. Con mesura y realismo la ilustración puso de
relieve que este ideal no es un deber natural, ni una norma
teológica o metafísica fundamentada; la ilustración aceptó sin
dramatismos que el deber, como el valor, no estaban escritos en
el ser ni eran innatos a la razón; pero, al mismo tiempo,
estableció que los hombres pueden establecer valores y deberes
convencionalmente, proponerse ideales artificiosamente, que
tales creaciones manifestaban la excelencia del hombre y que la
perfección de éste se medía por su capacidad para darse y
conquistar sus propios objetivos y para vivir de acuerdo con sus
propios modelos. Esa capacidad era la "autodeterminación". Todo
esto se expresó en la doctrina del contrato social, metáfora que
servía para poner un origen a la legitimidad política, para
afirmar el carácter humano de ese origen. A partir de ese
momento, la normalidad política pasaba a ser equivalente a
vigencia del pacto social.
El contrato social no sólo declara oficialmente al hombre sujeto
político, creador del estado, en definitiva, como decía
Rousseau, soberano; sino que lo declara sujeto moral, creador de
la norma de equidad, de justicia y de solidaridad. El contrato
social es la ficción jurídica que permite a los hombres
reconocerse humanos, o sea, miembros de una comunidad ética. Al
liberar su sociabilidad de toda determinación teológica o
natural y ponerla como conquista de los hombres, se dio a si
mismo un ideal a conseguir y con ello ejerció la tarea más
bella,
noble
y
específicamente
humana,
la
de
la
autodeterminación.
En las representaciones más optimistas se recogió como contenido
de ese pacto el ideal de comunidad de hombres libres e iguales.
Aunque las situaciones empíricas discreparan con frecuencia de
las declaraciones políticas, había una conciencia de que el
contrato social estaba vivo como ideal político y, por tanto, en
vías de su realización. En la medida en que este discurso era
vigente, las leyes se veían como expresión de la libertad,
definiendo
ésta
positivamente,
como
libre
ejercicio
de
autodeterminación.
Desgraciadamente, como los mismos ilustrados sospechaban, su
discurso era "demasiado humano". La añoranza de lo absoluto unas
veces, y otras la invocación del realismo y de la autoridad de
la experiencia, favorecieron una actitud de rechazo, a veces
revestida
con
las
ropas
progresistas
del
escepticismo
antimetafísico y antiidealista. La línea de pensamiento que
acabaría imponiéndose en nuestras sociedades -al margen de
residuos filosóficos tradicionales- vendría a suponer un modelo
social vaciado de todo ese ideal del contractualismo ilustrado,
aunque este se mantuviera como "doctrina oficial" de los
estados. No costó trabajo poner en el puesto de mando al
individuo, sus derechos, y especialmente su libertad, ahora
entendida negativamente como márgenes de actuación no regulados
por la ley. Esta, como el estado en general, se verá como un mal
menor, como un precio a pagar por la sobrevivencia y el
bienestar. Con mirada realista -o cínica, según se mire- se
negará toda relación de la ley con la razón, con la
universalidad, para verla como expresión de correlaciones de
fuerzas parlamentarias, políticas o sociales. Con la omnipotente
autoridad de la experiencia se estableció que el individuo no
puede amar la ley, que va contra su naturaleza amar lo universal
y que sólo llega a tolerarla por miedo o interés y a obedecerla
en función inversamente proporcional a sus previsiones de burlar
su aparato de coacción.
La verdad es que esta visión liberal-libertaria de la sociedad
tenía a su favor tanto su coherencia con los métodos y los
modelos filosóficos dominantes como su perfecto acoplamiento a
la productividad económica; al menos así nos parece, aunque
sobrepasa en mucho nuestras fuerzas, y nuestros objetivos
actuales, entrar en el análisis de esta hipótesis. Lo que sí
consideramos facilmente constatable es el resultado final, la
conciencia actual, en que la ley se acepta, no se ama y, en
algunas de sus dimensiones, se burla cuando se puede.
Derivar el derecho y el deber de un pacto entre hombres hace
añorar el origen divino del poder. Derivar la legitimidad de la
ley del procedimiento de su elaboración, hace añorar la justicia
absoluta. Fundar el orden social en un acto de la voluntad
humana, hace añorar el carácter natural de la sociedad. Y, en
nuestros días, cuando la vida política se ha hecho absolutamente
transparente, cuando ya nadie puede enmascarar que las leyes
reflejan correlaciones de fuerzas parlamentarias, cuando, como
lúcidamente enunciara Hobbes, la ley es obligación, es siempre
recorte de un derecho, parece imposible ese reconocimiento de la
ley como expresión de la voluntad común de individuos libres y
racionales.
Si la ley, por tanto, no puede ser amada; si necesariamente
aparece como ajena al individuo, como negación de su derecho, de
su libertad, sólo cumple su función de forma mínima y mediante
el temor: "mínima", porque mantiene a los hombres reunidos y los
conflictos en niveles tolerables, pero no consigue unir a los
hombres en una comunidad solidaria; mediante el "temor", porque
su eficacia se deriva de la violencia que le acompaña y que
exige su cumplimiento. Consigue hacer del hombre un animal
domesticado, lo que no es poco; pero no un ser humano. Como
diría Maquiavelo, las mismas leyes en otras circunstancias tal
vez tuvieran otros efectos; pero su impotencia es signo de su
corrupción. Esta eficacia parcial que la reconocemos no es
intrínseca, sino que le viene del príncipe: del temor que éste
sea capaz de generar por su incumplimiento, de su fuerza para
imponerla y del discurso simulador con que sea capaz de engañar
a sus súbditos.
En conclusión, si la ley en nuestras democracias ya no es
fundamento o condición de la moralidad, por expresar meramente
correlaciones de fuerzas parlamentarias, políticas o sociales,
entonces la ley no funda una comunidad racional de hombres
libres e iguales. La autoridad política tampoco, pues su
legitimidad y su virtú son similares a las de las leyes. Por
tanto, si hacemos valer la teoría maquiaveliana, puede hablarse
de "excepcionalidad política".
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Roma,
I.Cuadro cronológico.
1469
Lorenzo "el Magnífico" accede al poder en Florencia, a la muerte de su
padre Piero de Medici. El 13 de Mayo nace en Florencia Niccolò Maquiavelli.
1478
Tras la conjura de los Pazzi, el régimen de los Medici refuerza sus
controles y recorta las libertades.
1490
Savonarola predica su doctrina en Florencia con creciente éxito.
1492
Muere Lorenzo el Magnífico y le sucede su hijo Piero.
1494
Las tropas de Carlos VIII entran en Italia y acaban con el régimen de los
Medici, que son expulsados de Florencia. En esta ciudad se instaura una
República populista conforme a la línea doctrinal de Savonarola.
1498
Savonarola es detenido, condenado y quemado en la hoguera. Muere el rey
francés Carlos VIII. Maquiavelo es nombrado secretario de la Segunda
Cancillería de la República de Florencia.
1499
El hijo del Papa Alejandro VI, César Borgia, comienza su aventura
conquistando tierras en la Romaña. Maquiavelo lleva a cabo sus primeras
acciones diplomáticas ante Catalina Sforza y Iacopo de Appiano. Este mismo
año redacta el Discurso sobre Pisa.
1500
Primera legación de Maquiavelo a Francia. Comienza a redactar Del carácter
de los franceses. Luis XII de Francia y Fernando el Católico se reparten el
reino de Nápoles.
1501
Contrae matrimonio con Marietta Corsini. Redacta el Discurso sobre la Paz
entre el Emperador y el Rey.
1502
Cambios en la Constitución de Florencia. Piero Soderini accede al poder,
siendo nombrado "gomfaloniero" de justicia. Maquiavelo conoce a César
Borgia.
1503
Muerte de Alejandro VI; tras el breve papado de Pio III, sube al trono
pontificio Julio II. Hundimiento de César Borgia y triunfo de las tropas
españolas sobre las francesas en la disputa por Nápoles. Redacción de los
opúsculos: De la manera de tratar a los pueblos sublevados del valle de
Chiana, La traición del Duque Valentino a Vitellozzo Vitelli, Oliverotto de
Fermo y otros, Algunas palabras que decir acerca de la disposición del
dinero.
1504
Segundo viaje a la corte francesa. Escribe la Primera década.
1506
Primeras experiencias de Maquiavelo como organizador de la milicia
florentina. Redacta escritos sobre el tema: Cuál es el motivo de las
ordenanzas, dónde se encuentra y qué es lo que se debe hacer y Ordenanzas
de la milicia florentina.
1508
Legación a Alemania, a la corte del emperador Maximiliano. Escribe el
Informe sobre los asuntos de Alemania.
1509
Florencia reconquista Pisa; Venecia es derrotada por los ejércitos de la
Liga de Cambrai (formada por el Papa y el rey de Francia). Segunda legación
de Maquiavelo ante Maximiliano. Redacción de Disposiciones para la
reconquista de Pisa, Discursos sobre los asuntos de Alemania y sobre el
emperador, Capítulo de la ambición y Segunda década.
1510
Julio II y Venecia se alían contra Francia. Tercera legación de Maquiavelo
a la corte francesa. Redacción de Retrato de los asuntos de Francia.
1511
El Papa, Venecia y España constituyen la Liga Santa contra Francia. Cuarta
legación de Maquiavelo a Francia. Redacción de Fantasía sobre Iacopo
Savello.
1512
Francia es derrotada por la Liga. En Florencia caen Soderini y la
República, retornando los Medici. Maquiavelo es depuesto de sus cargos.
Escribe Retrato de los asuntos de Alemania, Sobre la distribución de la
caballería de ordenanza florentina y Tomad buena nota de este escrito. A
los Palleschi.
1513
Muere Julio II y León X Medici es elegido Papa. Maquiavelo es acusado de
conjurar contra los Medici; es procesado y encarcelado. En el exilio del
Albergaccio emprende la redacción de los Discursos y redacta El Príncipe.
1515
Muere Fernando el Católico. A instancia de Vettori, Maquiavelo escribe las
Fantasías sobre las ordenanzas.
1516
Frecuenta las tertulias de los "Orti Oricellari".
1517
Escribe El asno.
1518
Escribe La mandrágora, El diálogo sobre nuestra lengua y La novela de
Belgafor. Comienza a redactar el Arte de la guerra.
1520
Una estancia en Luca origina el Sumario de los asuntos de la ciudad de Luca
y Vida de Castruccio Castracane de Luca. El Studio florentino lo nombra
historiador; comienza a gestar las Historias florentinas.
1521
Muere León X. Se publica el Arte de la guerra.
1522
A instancias del Cardenal de Medici redacta Minuta de disposiciones para la
reforma del Estado de Florencia.
1523
Guerra entre España y Francia. Clemente VII Medici es elegido
Agostino Nifo, en su De regnandi peritia, plagia El Príncipe.
1524
Se edita en Roma La mandrágora. A finales de año redacta Clizia, inspirada
en un texto de Plauto.
1525
Carlos V derrota en Pavía a los franceses. Maquiavelo es rehabilitado para
ocupar cargos públicos. Termina de redactar las Historias florentinas; en
Francia triunfa Clizia.
1526
Triunfo apoteósico de La mandrágora en Venecia. Maquiavelo vuelve a la
actividad política. Visita los ejércitos de la Liga de Cognac (el Papa,
Milán, Venecia y Florencia) que se enfrentan a las tropas españolas de
Carlos V. Redacta Informe sobre una visita efectuada para fortificar
Florencia y Disposiciones para la institución de la magistratura de los
cinco curadores de las murallas de la ciudad de Florencia.
1527
"Saco de Roma" por las
son expulsados de la
escribe Exhortación a
siguiente es enterrado
Papa.
tropas imperiales. Cae el régimen de los Medici, que
ciudad. Restauración de la República. Maquiavelo
la penitencia. Muere el 21 de Junio, y al día
en Santa Croce.
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