Subido por Jesus Esteban Bermeo Vargas

Inmaculada concepción de María

Anuncio
LA MÁS PERFECTAMENTE REDIMIDA POR EL MÁS PERFECTO REDENTOR
«No podríamos llamar a Cristo perfectísimo Redentor ni a María perfectísima redimida
si no afirmásemos la preservación del pecado original» (Beato Juan Duns Scoto).
El dogma de la Inmaculada Concepción de María es un ejemplo de cómo el pueblo creyente y los
teólogos han logrado penetrar una verdad que no estaba expresamente consignada en la Revelación.
Se aduce como un caso donde el sensus fidei y la Tradición, se han mostrado como un camino seguro
para llegar a la verdad de la fe. El Papa Benedicto XVI subraya la importancia de ese «sentido de la
fe» del pueblo creyente que es capaz de adelantarse a la misma formulación teológica y dogmática:
«Por tanto el Pueblo de Dios precede a los teólogos y todo esto gracias a ese sensus fidei sobrenatural,
es decir, esa capacidad infundida por el Espíritu Santo que capacita para abrazar la realidad de la fe,
con la humildad del corazón y de la mente. En este sentido el Pueblo de Dios es magisterio que precede
y que después deber ser profundizado y acogido intelectualmete por los teólogos» (Benedicto XVI, 07VII-2010).
Para precisar el sentido de esta verdad de fe y profundizar su riqueza doctrinal seguiremos su
desarrollo sincrónico empezando por los Padres y la lex orandi de la Iglesia, siguiendo con el periodo
de confrontación por las formulaciones a favor o en contra de la Inmaculada Concepción de María y
concluyendo con el Magisterio y la lex credendi que se dio con la formulación dogmática. Y a modo
de colofón describiremos cómo este dogma tiene una implicación para nuestra vida.
Como lo expresa el Catecismo de la Iglesia, fue a lo largo de los siglos donde se fue tomando
conciencia de que María «llena de gracia» por Dios, había sido redimida de su concepción (CEC 491),
no obstante, esta conciencia no fue del todo diáfana desde el inicio, sino que implicó un proceso de
maduración y esclarecimiento doctrinal. La concepción de María era ya celebrada desde finales del s.
VII por la Iglesia de Oriente, «en la que era exaltada con el título de la Panaghía, la toda santa, la
mujer en la que no hubo el menos rastro de pecado (…) Los himnos litúrgicos la denominaban santa,
santísima, inmaculada, irreprochable, sin tacha ni defecto» (Kniazeff, 1990. 104-105; citado en:
García, 2017. 254). La oración mariana más antigua Sub tuum praesidium, que el Papa Francisco nos
ha invitado a recitar con frecuencia, llamaba a María «Santa Madre de Dios (…) virgen gloriosa y
bendita». Este lenguaje litúrgico aun siendo muy expresivo sobre la singular santidad de la Virgen
María, no intentaba conseguir la precisión de un enunciado teológico (García, 2017. 255).
Los padres de la tradición oriental afirmaban de manera especial su fe en la santidad de María. Cirilo
de Alejandría, en el discurso pronunciado en el Concilio de Éfeso, comparaba la santidad del cuerpo
de María, en el que habitó el Hijo de Dios y del cual nació con la santidad del templo: «Salve María,
templo donde Dios habita, templo santo (…) Salve, María, la criatura más preciosa de la creación;
salve, María, paloma purísima» (Cirilo de Alejandría, Discurso pronunciado en el Concilio de Éfeso;
citado en: García, 2017. 257).
En esta misma línea, Gregorio de Nisa decía que «el seno de la bienaventurada Virgen, por haber
servido a un nacimiento inmaculado, es proclamado santo en el evangelio ya que el nacimiento no
destruyó la virginidad» (Gregorio de Nisa, De virginitate.19; citado en: García, 2017. 257); para él
María era inmaculada: «La plenitud de la divinidad que residía en Cristo brilló a través de María, la
Inmaculada (Ibid., 2). Hay que hacer notar, que cuando los teólogos y poetas orientales utilizaban la
palabra «inmaculada» no le daban el sentido que tiene para los Padres latinos, ya que «no incluían la
exención de la Madre de Dios del pecado original, dado que la teoría del pecado original no existía
entre ellos; afirmaban únicamente la santidad perfecta de María desde su origen» (García, 2017. 258).
En la Iglesia de Occidente fue fundamental para el desarrollo de la doctrina el paralelismo Eva-María
(Müller, 1998. 506). A María se la describe como la nueva Eva, asociada al nuevo Adán. Sin duda,
que en este primer momento, la idea no llegaba a la consecuencia explícita de una inmunidad de María
con respecto al pecado original, pero se indicaba ya cierta segregación de María respecto al pecado:
«Eva vencida, María vencedora, serían como las imágenes que están subyacentes a este paralelismo»
(Pozo, 2005. 318). La fiesta litúrgica en Occidente se inició en Inglaterra con el título de «Inmaculada
Concepción»; de allí se extendió a Francia y al resto de Europa, hasta hacerse casi universal.
El periodo fundamental para la comprensión de esta verdad de fe lo constituyó la controversia que se
dio entre aquellos que afirmaban el privilegio de la «inmaculada» y los que sostenía por su parte la
doctrina de la «maculada». Las dos grandes cuestiones que parecían imposibilitar la verdad de la
inmaculada fueron: en primer lugar, ¿cómo podría conciliarse esta doctrina, sobre todo en la teoría
agustiniana, según el cual en toda concepción en la que actúa la concupiscencia, es inevitable que el
pecado original se transmita, si María no había sido engendrada virginalmente, sino de modo
totalmente natural? Y la segunda, que causó mayor resistencia, incluso en una figura tan importante
como santo Tomás, ¿cómo puede hablarse de una preservación de María del pecado original y de su
impecancia o santidad actual sin poner en peligro la universalidad y la necesidad de la gracia redentora
de Jesucristo para todos y cada uno de los seres humanos sin excepción? (Pozo, 2005. 323-325).
La vía de solución a la primera cuestión, comenzó a abrirse paso cuando Anselmo de Canterbury y su
discípulo Eadmero, comprendieron que la esencia del pecado original consiste en la gracia de la
ausencia de la gracia sobrenatural y que su elemento material está constituido por la consecuencia y
no como causa del pecado; de manera que era posible hablarse de una existencia o inexistencia del
pecado original incluso en el caso de una generación natural, tal como ocurre en María (Müller, 1998.
506). Fue por su parte, Juan Duns Scoto, quien aportó una solución al problema especulativo de la
redención universal de Cristo:
«Dado que Cristo es el mediador perfectísimo de la salvación, se sigue también que cada persona es
redimida de la manera que le conviene. Y no es conciliable con el honor de Cristo que su madre hubiera
estado, ni tan siquiera por un solo instante, bajo el dominio del pecado. También María necesita, al
igual que el resto de los seres humanos, la redención, pero fue redimida prevenientemente ya en el
primer instante de su existencia en virtud de los méritos de Cristo. Todos los restantes miembros del
género humano han sido redimidos del pecado original, en el que ha incurrido con la concepción y el
nacimiento y de los pecados actuales personalmente cometidos. Pero María fue librada por la gracia de
Cristo de contraer este pecado y de la posibilidad de cometer pecados personales (Scoto, Ord. III d. 3
q.1; citado en: Müller, 1998. 506)
El Magisterio posterior se mostró condescendiente con esta verdad de fe, si bien no hubo una
pronunciación formal hasta mucho tiempo después. El Papa Sixto IV introdujo en el año de 1477 la
festividad de la Inmaculada Concepción de María, con sus correspondientes textos litúrgicos para la
misa. El Concilio de Trento trata indirectamente este tema al final de su decreto sobre el pecado
original: «Declara, sin embargo, este mismo santo Concilio que no es intención suya comprender en
ese decreto en que se trata del pecado original, a al bienaventurada e inmaculada Virgen María Madre
de Dios» (Dz 1516). Estas palabras, que a primera vista pueden parecer una mera declaración de
neutralidad, son asumidas y valoradas positivamente por Pío IX como a favor del dogma de la
Inmaculada (Cf., Pío IX, Ineffabilis Deus. 7). Posteriormente, es muy importante la Bula Sollicitudo
ómnium ecclesiarum del Papa Alejandro VII, en la que describe el estado de opinión de su tiempo:
«el número de lo que afirman la Inmaculada Concepción ha crecido de manera que ya casi todos los
católicos la abrazan» (Pozo, 2005. 323-325); las palabras con las que declara cuál es el objeto del
culto y en qué consiste esta opinión piadosa, van a ser casi las mismas con las que el Papa Pío XI, el
8 de diciembre de 1854, define solemnemente la Inmaculada Concepción de María:
«Declaramos, pronunciamos y definimos que la doctrina que sostiene que la beatísima Virgen María
fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por
singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús Salvador
del género humano, está revelada por Dios» (Dz 2803).
Este enunciado de fe es muy importante para la comprensión de la elección y la gracia, y para la
realización de la libertad humana, pues la libertad creada no se ve limitada o entorpecida por la
predeterminación de todos los hombres a la salvación en virtud de la gracia, sino que es activamente
motivada para llegar a la consumación plena a la que está llamada por naturaleza (Müller, 1998. 509).
Para concluir la presentación de este dogma, quisiera tomar tres implicaciones que tiene la Inmaculada
Concepción para la vida, y que el Papa Benedicto XVI nos comunicaba en su discurso el 8 de
diciembre de 2012:
«(…) En ella no hay obstáculo, no hay pantalla, no hay nada que la separe de Dios. Este es el
significado de su ser sin pecado original: su relación con Dios está libre de la más mínima fisura; no
hay separación, no hay sombra de egoísmo, sino una perfecta sintonía: su pequeño corazón humano
está perfectamente «centrado» en el gran corazón de Dios (…) María, nos recuerda ante todo que la
voz de Dios no se reconoce en el estruendo y en la agitación; su proyecto sobre nuestra vida personal
y social no se percibe permaneciendo en la superficie, sino bajando a un nivel más profundo, donde las
fuerzas que actúan no son las económicas y políticas, sino las morales y espirituales.
Hay una segunda cosa, más importante aún, que la Inmaculada nos dice, y es que la salvación del
mundo no es obra del hombre —de la ciencia, de la técnica, de la ideología—, sino que viene de la
Gracia (...) María es llamada la «llena de gracia» (Lc 1, 28) y con esta identidad nos recuerda la
primacía de Dios en nuestra vida y en la historia del mundo; nos recuerda que el poder del amor de
Dios es más fuerte que el mal, y que puede colmar los vacíos que el egoísmo provoca en la historia de
las personas, de las familias, de las naciones y del mundo.
(…) Y de aquí se deriva la tercera cosa que nos dice María Inmaculada: nos habla de la alegría, esa
alegría auténtica que se difunde en el corazón liberado del pecado. El pecado lleva consigo una tristeza
negativa que induce a cerrarse en uno mismo. La Gracia trae la verdadera alegría, que no depende de
la posesión de las cosas, sino que está enraizada en lo íntimo, en lo profundo de la persona y que nadie
ni nada pueden quitar».
Descargar