Amistad y enemistad en el concepto kanti

Anuncio
AMISTAD Y ENEMISTAD EN EL CONCEPTO KANTIANO DE LA POLÍTICA1
María José Callejo Hernanz
Universidad Complutense de Madrid
En un trabajo de 1980 titulado «Notas sobre el terrorismo», se refería Rafael Sánchez Ferlosio a una forma de imaginarse la racionalidad y la justicia, subyacente a la mentalidad del
terrorista, que es quizá uno de los disfraces más abyectos de la miseria moral. Consiste (digámoslo así, dado el contexto kantiano de nuestra investigación) en una peculiar violación del
imperativo categórico, por virtud de la cual la muerte del otro es considerada meramente como
medio, y no como fin en sí. No se mata por odio, ni porque se tenga nada personal contra el
matado, quién sea él en persona no cuenta, se le mata por lo que representa y en la medida en
que su muerte, o mejor, su «eliminación», se considera «objetivamente» un modo pertinente
de luchar contra ello, un paso necesario, estratégica, racionalmente apropiado, en el camino
de una causa justa: «la idea de que las muertes sin odio, las eliminaciones, son muertes limpias
suele aplicarse para acreditar la necesidad de unas muertes; donde no hay odio ni pasión no
hay subjetividad, motivos irracionales, y hay, por tanto, objetividad, racionalidad; y quien dice
racionalidad, dice necesidad, y quien dice necesidad, dice justicia. (No parezca tan caricaturesco, que aún los hay más insensatos). El guardia se mata y se tira, porque no hay nada personal contra él; su muerte es solamente el medio de afrentar al poder que representa»2. Pues
bien, en este punto añade S. Ferlosio: «Por supuesto, lo malo no sería que hubiese algo personal
en contra del matado; lo malo es que no haya nada impersonal a su favor» (cursiva mía).
Creo que toda la ética y todo el derecho brotan de «esto impersonal a favor del otro» cuya supresión es, ciertamente, lo malo a secas. Y me gustaría exponer que de esta misma fuente brota,
asimismo, la posibilidad de una determinación de la humanitas del hombre suficiente para
sostener un concepto específico de la política o, por decirlo en los términos de Carl Schmitt,
que va a ser el interlocutor latente de estas páginas sobre Kant, «un criterio conceptual de lo
político».
De hecho, el título de este trabajo («amistad y enemistad...») hace referencia a la tarea categorial planteada en las siguientes líneas de El concepto de lo político, y a la propuesta teórica que
se argumenta en esta obra (aunque no podremos discutirla aquí más que implícitamente):
1
Este trabajo, como otros que se recogen en este volumen, fue concebido y redactado en el contexto del último
proyecto de investigación dirigido por Juan Manuel Navarro Cordón, Naturaleza humana y comunidad (II): H.
Arendt, K. Polanyi y M. Foucault. Tres recepciones de la antropología política de Kant en el siglo XX (FFI200912402). Su publicación aquí quiere ser un testimonio de gratitud por la posibilidad de iluminación y discusión de
las cuestiones del pensamiento contemporáneo con ayuda de los clásicos de la filosofía que la labor investigadora
del profesor Navarro, a través del grupo de investigación creado por él, ha consolidado institucionalmente en la
Facultad de Filosofía de la UCM.
2
Carácter y destino. Ensayos y artículos escogidos, selección de I. Echevarría y C. Feliu, Santiago de Chile, Universidad Diego Portales, 2011, pp. 292-3.
609
MARÍA JOSÉ CALLEJO HERNANZ
Supongamos que en el dominio de lo moral la distinción última es la del bien y el mal, que en lo
estético lo es la de lo bello y lo feo; que en lo económico la de lo beneficioso o lo perjudicial, o tal
vez la de lo rentable y lo no rentable. El problema es si existe alguna distinción específica, comparable a esas otras aunque, claro está, independiente de ellas, autónoma y que se imponga por
sí misma como criterio simple de lo político; y si existe ¿cuál es?
Pues bien, la distinción política específica, aquella a la que pueden reconducirse todas las
acciones y motivos políticos, es la distinción amigo y enemigo. Lo que esta proporciona no es
desde luego una definición exhaustiva de lo político, ni una descripción de su contenido, pero sí
una determinación de su concepto, en el sentido de un criterio. [...] El sentido de la distinción
amigo-enemigo es designar el grado máximo de intensidad de una unión o separación, de una
asociación o disociación3.
El ensayo que emprendemos de localizar efectivamente en el discurso de Kant el funcionamiento de la diferencia señalada por Schmitt como «distinción política específica», de mostrar
su peculiar encaje en la arquitectura interna de la comprensión kantiana de «lo político», y de
exponer el sentido, ciertamente opuesto al de Schmitt, que ese concepto adquiere entonces,
tiene sin duda un aspecto de paradójica confirmación de la pertinencia formal de la propuesta
schmittiana; pero puede presentarse también como la explicitación del orden de razones y premisas ontológico-políticas que nos permitirían hacer la defensa de lo que en otro pasaje, esta
vez de una obra publicada unos años antes y titulada La situación histórico-espiritual del Parlamentarismo actual, Schmitt consideraba una «necedad irresponsable» y hasta una fuente
de posible «injusticia», a saber, el intento de convertir abstracciones como «el hombre en general», o la «humanidad», en referencias fundamentales de un pensamiento político (y querríamos problematizar así el orden de razones y premisas ontológico-políticas que sostienen
este juicio de Schmitt y su aparente plausibilidad):
Por mucho que fuera injusto despreciar la dignidad humana de cada individuo también sería
una necedad irresponsable –que llevaría a los peores modos de la falta de forma, y por ende a
una injusticia aún peor– desconocer las particularidades específicas de las diversas esferas. En
el dominio de lo político, los seres humanos no se relacionan entre sí de una forma abstracta,
como seres humanos, sino como seres políticamente interesados y políticamente determinados,
como ciudadanos del Estado, gobernantes o gobernados, aliados o adversarios políticos, es decir,
aparecen encuadrados en todo caso en categorías políticas. En la esfera de lo político no es posible hacer abstracción de lo político y no dejar otra cosa que la igualdad humana universal; del
mismo modo que en el dominio de lo económico los seres humanos no son captados como hombres en general, sino como productores, consumidores, etc., esto es, solo dentro de categorías
específicamente económicas4.
Kant ciertamente no ha hablado de lo político, pero sí ha suministrado una teoría de la política en la que está presente la preocupación categorial a la que acabamos de referirnos. Encierra, sin duda, una tesis acerca de la conexión de la política con el derecho, pero no confunde
política y derecho, ni reduce la político a lo jurídico. En la misma medida manifiesta una clara
conciencia de las premisas metafísicas (no entraré ahora en más precisiones) que este planteamiento involucra, así como del conflicto, ciertamente no solo teórico, en que semejante teo3
Der Begriff des Politischen. Text von 1932 mit einem Vorwort und drei Corollarien, Berlín, Duncker & Humblot,
2002 (7ª ed., 5ª reimp. de la edición de 1963), pp. 26-27.
4
Die geistesgechichtliche Lage des heutigen Parlamentarismus [1923/1926], Berlín, Duncker & Humblot, 2010
(9ª edición), p. 17. En El concepto de lo político Schmitt niega que lo político constituya una esfera particular de
la acción humana, un dominio específico (por decirlo así lo «deslocaliza» o «desterritorializa»), y lo piensa
tranversal y modalmente, como una cierta intensidad de las asociaciones y disociaciones en cualquiera de las
esferas o regiones, pero mantiene la necesidad de encontrar un criterio autónomo que permita reconocerlo cuando
se da. La crítica al «intento liberal» de hacer funcionar la humanidad abstracta como categoría política (y de
expulsar así el concepto de enemigo, y la eventualidad del conflicto) se endurece con ello aún más.
610
AMISTAD Y ENEMISTAD EN EL CONCEPTO KANTIANO DE LA POLÍTICA
ría interviene. El conjunto podría resumirse quizá con la conocida fórmula de H. Arendt: «el
sentido de la política es la libertad», cuya raigambre kantiana nos parece indudable, pero en el
argumento de Kant el vínculo de política y libertad se presenta con una fórmula distinta, alberga
una riqueza de determinaciones específicas y tiene un alcance sistemático que desborda el planteamiento de Arendt. Su explicitación debe ser, por lo pronto, nuestro punto de partida5.
1. LA DEFINICIÓN KANTIANA DE LA POLÍTICA
¡Ay de aquel que reconoce una política distinta de la que guarda como sagradas las
leyes del derecho! (AA XXIII, 345)
1.1. Como es sabido, Kant desliza su definición de la política, la tesis de que la política es «teoría
del derecho practicada» [ausübende Rechtslehre], en el primero de los dos apéndices que cierran su opúsculo de 1795 Hacia la paz perpetua (ZeF). En ese contexto preciso se trata, por lo
pronto, de impugnar la opinión común según la cual habría una suerte de antinomia entre Moral
y Política. De acuerdo con la definición propuesta, la diferencia entre la Moral (de la que el Derecho es una rama y la Ética otra) y la Política no sería entonces una diferencia de contenidos
entre los que hubiese que elegir (una diferencia de «esencia» o «esfera»), sino una variación
específica de la diferencia y relación entre «teoría» y «práctica», lo que aquí significa: entre la
consideración in abstracto de ciertos principios y su consideración in concreto, es decir, en la
aplicación. Y por lo mismo no podría haber conflicto objetivo entre Moral y Política.
Los principios empero de los que aquí se trata no son leyes de la naturaleza, sino leyes de
la libertad, no determinan lo que es y acontece, sino lo que la Razón, sin consultar a la experiencia, establece que debe –o no debe– ser y acontecer; delinean, pues, no un sistema de conocimiento, sino una praxis en sentido objetivo. De concederse una ineptitud fundamental de
los principios «teóricos» de la Moral (en este contexto: de sus ideales y apriorismos, de sus
abstractas exigencias universales, que se presentan con la autoridad del deber) para la
«práctica» (en este contexto: para la resolución in concreto de los problemas de la convivencia
de los hombres que se presentan en lo particular y contingente del espacio histórico, insertos
pues en el orden del ser), de ceder ante los argumentos sedicentemente «realistas» de los llamados «políticos prácticos», según los cuales la aplicación de tales principios puros en las relaciones humanas efectivamente dadas es necesariamente irrealizable, o genera sistemática e
inevitablemente consecuencias paradójicas indeseables (nuevas formas de tiranía, destrucción
de las libertades reales, ruina y crímenes... ), lo que ante todo quedaría suprimido sería la Moral
5
Si la la discusión que iniciamos aquí tiene por interlocutor latente la obra citada de Carl Schmitt, la otra referencia
fundamental es, en efecto, Hannah Arendt. No solo sus Lecciones sobre la filosofía política de Kant, sino tambien
los textos de mediados de los cincuenta agrupados bajo el título ¿Qué es política? y la conferencia de 1958
«Libertad y política» (en todos los casos he manejado las ediciones alemanas de la editorial Piper). En todos ellos
encontramos reiteradamente la tesis de que «el sentido de la política es la libertad», cuyos fundamentos kantianos
nos proponemos exponer.
Para la orientación en los muchos y complejos pliegues del concepto de libertad en Kant, un trabajo de Juan
Manuel Navarro Cordón contiene el principio de orden y la tópica sistemática de acuerdo con la cual procedo:
«Sendas de la libertad», en Javier Echevarría (ed.), Del Renacimiento a la Ilustración (vol. II), Madrid, Trotta,
2000, pp. 277-308. Por otro lado, en la interpretación de la relación entre derecho y política han sido determinantes la lectura de los trabajos de Volker Gerhardt, Immanuel Kants Entwurf «Zum ewigen Frieden». Eine
Theorie der Politik, Darmstadt, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 1995, y «Ausübende Rechtslehre. Kantsbegriff
der Politik», en Shönrich, G/Kato Y.(eds.), Kant in der Diskussion der Moderne, Fráncfort, Suhrkamp, 1996, pp.
464-488; así como el ensayo de Wolfgang Kersting «Kant und die politische Philosophie der Gegenwart», publicado como introducción a la nueva edición de Wohlgeordnete Freiheit. Immanuel Kants Rechts-und Staatsphilosophie, Padeborn, Mentis, 2007, pp. 13-69, y el artículo de Luigi Caranti «Politica», en Besoli S./La Rocca,
C./Mastinelli (eds.), L’universo kantiano. Filosofia, scienza, sapere, Macerata, Quodlibet, 2010, pp. 347-389.
611
MARÍA JOSÉ CALLEJO HERNANZ
misma: semejante sedicente praxis (in thesi) quedaría invalidada precisamente «en la
práctica» (in hypothesi).
Y por eso, lo que se juega en este esfuerzo kantiano por plantear el concepto de la Política
en el horizonte de la Moral, es decir, en el horizonte de la libertad como una «esfera» u «orden
de lo real» esencialmente distinto de la naturaleza, como un mundo «inteligible» de sentido
al que solo nos da acceso el factum de la conciencia de la ley moral, y por trazar la figura del
político comprometido en la tarea de hacerlo efectivamente real precisamente en la naturaleza,
a saber, la figura del «político moral», es la vigorosa negativa de Kant a que la Moral misma
pueda quedar vaciada de sentido específico, y reducida entonces a una suerte de «Física social»
pragmáticamente orientada, a una «Doctrina general de la Prudencia» (de la que la doctrina
de la prudencia política sería una parte especial). Se entendería por tal una suerte de teoría de
la elección racional de los medios apropiados para fines determinados «naturalmente» en función de su utilidad para la satisfacción de necesidades e inclinaciones (es decir, para la felicidad). Ahora bien, semejante absorción empírica del concepto de «lo moral» es, a juicio de Kant,
la negación de que haya en general Moral:
En sí misma, la Moral es ya una praxis en sentido objetivo, es decir, un conjunto de leyes según
las cuales debemos obrar y que mandan incondicionadamente, y es un absurdo manifiesto que,
después de que se ha concedido a este concepto de deber su autoridad, se quiera decir todavía
que, sin embargo, no se puede [obrar según esas leyes]. Pues entonces este concepto cae por sí
mismo fuera de la Moral (ultra posse nemo obligatur); por tanto, no puede haber ningún
conflicto de la Política, entendida como Doctrina del Derecho en ejercicio, con la Moral,
entendida como Doctrina del Derecho pero teórica (por tanto, ningún conflicto de la Praxis con
la Teoría): de admitirse semejante conflicto, habría que entender por Moral una Doctrina
general de la Prudencia, es decir, una teoría de las máximas con las que elegir los medios más
idóneos para los propósitos de cada cual calculados en función del propio provecho, es decir,
habría que negar que haya en general una Moral (VIII, 370).
Ciertamente, para la comprensión del argumento es esencial reparar en que lo que Kant
entiende aquí por «Moral» (de cara a una definición de la «Política», y a una justificación de
la perfecta compatibilidad de la Política con la Moral) no es en modo alguno la Ética, sino precisamente el Derecho, el cual coincide con la Ética en la condición de disciplina «normativa»,
pero se diferencia esencialmente de ella en cuanto al alcance y estructura de esa normatividad.
Las del Derecho son también, en efecto, «leyes del deber ser», y no del ser, por decirlo en términos de Kelsen: no explican procesos según leyes de la causalidad, formulan actos de la voluntad mediante los que se imputan ciertas consecuencias a ciertos comportamientos;
kantianamente: son leyes de la libertad, no de la naturaleza. Pero la normatividad jurídica se
distingue de la normatividad ética en que las leyes jurídicas de la libertad prescinden enteramente de la exigencia (ética) de que esas leyes mismas sean ya el móvil de su cumplimiento, y
por el contrario incluyen analíticamente una coacción externa compatible con la libertad. Y es
que las exigencias de la libertad que se expresan en el Derecho refieren no tanto al fuero interno
de la conciencia que proyecta sus máximas cuanto a la estructura del mundo compartido en
que los hombres actúan: delinean, viene a decir Kant, las condiciones de posibilidad de una
relación externa sin sometimiento entre sujetos corporales que, abocados a la coexistencia e
interacción en un mismo espacio, no pueden evitar el influjo recíproco y por ende la mutua
dependencia. Conciernen, pues, a la creación de un orden de cosas tal que queda garantizado
«el único derecho innato» que corresponde a todos los hombres por su humanidad, la libertad
entendida como «independencia del arbitrio constrictivo de otro»6. Y esto es tanto como decir
6
«La libertad (entendida como independencia del arbitrio constrictivo de otro), en la medida en que puede coe-
612
AMISTAD Y ENEMISTAD EN EL CONCEPTO KANTIANO DE LA POLÍTICA
(para expresarlo ahora con la fórmula que Kant utiliza en ZeF) que la normatividad jurídica
no tiene por objeto el deber del amor a los hombres (y el mandato de procurar por tanto su
bienestar), sino el deber del respeto al derecho de los hombres (y el mandato por tanto de limitar en función de ese respeto los medios susceptibles de emplearse para perseguir su bienestar). En cuanto estrictamente «jurídicas», las leyes del Derecho no regulan las necesidades
o inclinaciones que los sujetos en cada caso procuran satisfacer, no imponen fines, ni se inmiscuyen en si las acciones que unos y otros emprenden son acordes o no con los fines que
persiguen, sino que prescriben solamente la forma de la relación de los arbitrios que hace posible a todos y cada uno perseguir a su manera tales fines. Esta diferente relación con la felicidad es lo que prevalece en ZeF cuando Kant presenta el Derecho y la Ética como «las dos ramas
de la Moral», y cuando denuncia la tendencia de los políticos a hablar el cálido lenguaje de la
Ética, en detrimento del lenguaje más mundano y frío (pero también más severo y costoso para
sus intereses de poder) del Derecho (ZeF, VIII, 386).
Pero, por otro lado, debemos subrayar también que en la definición kantiana de la Política
se trata no tanto del Derecho cuanto de la «teoría del Derecho». El Derecho no mienta ahí primariamente el Derecho positivo, es decir, el Derecho «puesto» mediante actos de la voluntad
del legislador, y la «teoría del Derecho» a la que se alude no es entonces el conocimiento científico del Derecho positivo (su reconstrucción sistemática). Se trata, más bien, del sistema de
los principios a priori que residen en la Razón humana (los haga suyos o no el legislador
fáctico) y subyacen a toda legislación positiva como fundamento y criterio supremo de lo justo
jurídico. Como Kant no tiene inconveniente en reconocer, semejante «teoría pura del Derecho», en cuya puesta en práctica consistiría la Política, no es entonces otra cosa que el «Derecho natural», no otra cosa pues que «metafísica» (del Derecho). Pero entendiendo por tal
solamente la constelación de elementos constitutivos de la forma jurídica en general, como
forma de la libertad, vale decir, la posibilidad de una legislación exterior de la libertad en general. Ahora bien, en la propia estructura de esa forma está ciertamente la anterioridad de la
idea jurídico-racional de lo justo respecto de cualquier positivación de la misma mediante una
legislación «estatutaria», su anterioridad en esa misma medida respecto de la situación de
poder que haga efectivas a las leyes positivas, pero también la necesidad de reconocer entonces
la situación provisional de las relaciones jurídicas en ausencia de semejante poder público, y
de proyectar por tanto la condición de la validez perentoria (y por tanto de la plena realidad)
de las leyes del Derecho como un sistema de «Derecho público».
Al Derecho natural tal como Kant lo entiende pertenece, en definitiva, la distinción de Derecho privado y Derecho público, es decir, el conocimiento a priori del muy distinto destino
de lo justo jurídico si el desacuerdo de los hombres al respecto tiene lugar en condiciones de
libertad sin ley o en condiciones de libertad bajo leyes positivas, y la exigencia racional del
tránsito de la situación de Derecho privado al Derecho público. De hecho, Kant denomina
«postulado del Derecho público» al imperativo inmanente a la forma jurídica misma de renunciar a la libertad sin ley propia del estado naturaleza (que consagra el privilegio del más
fuerte, y el imperio de la violencia sobre el derecho) para reconfigurarla entera como libertad
legal, propia del estado civil (que instituye un poder artificial supremo, bajo el que cede toda
violencia, con el fin de dar la palabra al derecho) (Rechtlehre, §§ 41-44 y 47). Ese imperativo
expresa el deber jurídico de dar a la coexistencia de los hombres una constitucion civil, lo que
requiere la unificación de los arbitrios particulares bajo el novum artificial de una voluntad
colectiva dotada de un poder supremo, de la cual nacerían las leyes a las que se someten y los
xistir con la libertad de cualquier otro según una ley universal es este derecho único, originario, que compete a
todo hombre por su humanidad» (Rechtslehre, VI, 237).
613
MARÍA JOSÉ CALLEJO HERNANZ
procedimientos que garantizan a cada cual su derecho. Es decir, el deber de transfigurar la
vida natural de los hombres (que es siempre ya vida social y cultural, más o menos conflictiva)
en vida civil en el Estado (civitas). Semejante transfiguración, dice Kant, es un «fin en sí
mismo» (Gemeinspruch, VIII, 289).
Ahora bien, no cualquier constitución civil garantiza apropiadamente el derecho, y la cosa
se complica por cuanto que la necesidad de estado civil como estado jurídico se extiende no
solo a las relaciones entre individuos, sino también entre los distintos Estados, y aun entre los
Estados y los individuos, en tanto que ciudadanos del mundo. Lo constitucional ha de desplegarse, pues, en tres niveles: estatal, interestatal y cosmopolita. Pero, a diferencia del juez, que
debe aplicar el Derecho positivo, empezando por las leyes constitucionales, lo que el político
ha de «aplicar» cuando legisla y cuando gobierna es, más bien, una suerte de iuspublicismo
racional, orientado a poner de acuerdo la legislación y las instituciones existentes con los principios jurídicos de libertad que les dan sentido. Su «teoría» brota, ciertamente, de la exigencia
racional de habilitar sociedad civil, vida civil (según el principio «todos los hombres que pueden
influirse recíprocamente tienen que pertenecer a alguna constitución civil»). Ahora bien, teniendo en cuenta que el sentido de ese concepto es pensar un dispositivo de universalización
de la libertad, una institución de igualdad en la libertad, frente a la injusticia estructural del
estado de naturaleza (el estado en que la violencia decide el derecho, y el grado de libertad de
que se disfruta es, por tanto, proporcional a la fuerza), pertenece a esa misma «teoría del derecho público» el desglose del «postulado del Derecho público» en tres decisiones fundamentales, que pueden formularse por ello como leyes fundamentales del iuspublicismo racional:
(i) la decisión no simplemente por alguna constitución en general, sino por la constitución republicana, que es la constitución basada en los derechos fundamentales y la separación de poderes (pues esta es, dice Kant, la única acorde enteramente con el Derecho), (ii) la decisión por
una transformación del Derecho de Gentes, de derecho regulador de la guerra en un derecho
de la federación de la paz; en fin, (iii) la decisión por una redefinición de la ciudadanía del
mundo que no sea una excusa para el colonialismo o el imperialismo, y que comporte en esa
medida una limitación del derecho cosmopolita a las condiciones de la hospitalidad general7.
El saber de estos tres imperativos es la sabiduría práctica del político moral. Sobre la base
de esta sabiduría, han de articularse su prudencia política y el arte político. Prudencia y arte
incluirán sin duda conocimientos empíricos, enjuiciamiento de la contingencia, cálculo de los
tiempos apropiados para las modificaciones institucionales, etc., pero se orientarán siempre
por aquellos imperativos. Podemos denominar «republicanismo» a todo el conjunto. Kant esboza del siguiente modo los márgenes de actuación del político republicano como político
moral:
El político moral convertirá en principio suyo que cuando se encuentren defectos que no se han
podido evitar, sea en la constitución del Estado sea en la relación entre Estados, es deber, principalmente para los Jefes de Estado, preocuparse de cómo puedan corregirse lo antes posible
para hacer esa constitución o esa relación adecuadas al derecho natural, que se levanta ante
nuestros ojos como modelo en la idea de la Razón. Ahora bien, como el desgarramiento de un
vínculo de unión política o cosmopolita antes de que esté en disposición de venir a sustituirlo
una constitución mejor es contrario a toda prudencia política, la cual en este punto está en armonía con la Moral, sería ciertamente absurdo exigir que aquel defecto haya de subsanarse enseguida y de manera tempestuosa; pero que al menos la máxima de la necesidad de tal modificación
7
Se trata, en efecto, de los tres «artículos definitivos para la paz perpetua» que constituyen el cuerpo central del
opúsculo de 1795: 1) En cada Estado la constitución debe ser republicana 2) El derecho de gentes debe estar
fundado en un federalismo de Estados libres 3) El derecho cosmopolita debe estar limitado a las condiciones de
la hospitalidad general.
614
AMISTAD Y ENEMISTAD EN EL CONCEPTO KANTIANO DE LA POLÍTICA
aliente del modo más íntimo en quien tiene el poder, para que permanezca en una constante aproximación al fin (la constitución mejor según leyes jurídicas), eso sí puede exigírsele. (VIII, 372).
1.2. Ahora bien, definir la Política como «teoría del Derecho practicada» no solo es establecer
que «el sentido de la política es la libertad» (por decirlo con la fórmula de H. Arendt), sino hacerlo con plena consciencia de que entenderla así es oponerse a otra definición, relativamente
compartida, de la Política como «arte de utilizar el mecanismo de la naturaleza para el gobierno
de los hombres», que precisamente deja enteramente fuera de juego el concepto de libertad y
no administra otra cosa que «naturaleza», y en esa misma medida se autocomprende como
ingeniería social y técnica de poder. No hay pues conflicto (objetivo) entre Moral y Política,
viene a decir Kant, pero sí hay conflicto (subjetivo) entre dos maneras de concebir lo político.
De manera que la definición kantiana de la Política, la caracterización del «político moral» que
propugna, debe verse como una intervención beligerante contra un concepto inmoral de la
política, propio dice Kant del «moralismo político». Este tiene detrás de sí toda una metafísica
(una ontología y una teología políticas que Kant no duda en calificar en algún momento de
«desesperadas»), cuyo univocismo «arroja al hombre a una misma clase con el resto de las
máquinas vivientes, permitiendo solo que la conciencia de no ser seres libres, que les habitaría,
haga de ellos, en su propio juicio, los más miserables de entre todos los seres del mundo». Semejante «teoría» no se presenta como tal. Más bien sale a la luz precisamente cada vez que los
«políticos prácticos», o sus intelectuales de guardia, claman contra la ingenuidad de los «políticos teóricos». Pero no merece ser oída, pues no solo no ha sometido a examen público su
legitimidad teórica, sino que es en parte la causa del mal que anuncia:
Así, por ejemplo, es un principio de la política moral: que un pueblo debe unirse en un Estado
de acuerdo únicamente con los conceptos jurídicos de la libertad y la igualdad, y este principio
no está fundado en la prudencia, sino en el deber. Que ahora, para oponerse a él, empiecen los
moralistas políticos a sutilizar lo que quieran sobre el mecanismo natural de una masa de hombres que entra en sociedad, mecanismo que debilitaría la fuerza de esos principios y arruinaría
sus miras, o a intentar demostrar su afirmación contraria por medio de ejemplos tomados de
constituciones mal organizadas de los tiempos antiguos y de los modernos (por ejemplo, democracias sin sistema representativo): no merecen que se les preste oído; principalmente porque
incluso es probable que semejante teoría deletérea produzca ella misma el mal que predice, ya
que arroja al hombre a una misma clase con el resto de las máquinas vivientes, permitiendo solo
que la conciencia de no ser seres libres, que les habitaría, haga de ellos, en su propio juicio, los
más miserables de entre todos los seres del mundo (VIII, 378).
La posición de Kant ciertamente no carece de supuestos teóricos de carácter ontológicometafísico (no menos que aquella a la que se opone), pero la diferencia es que la premisas kantianas son las únicas que permiten sostener la especificidad del concepto mismo del Derecho.
Ahora bien, si esas premisas mismas no hubieran mostrado previamente su legitimidad teórica,
habría que dar la razón a los sedicentes «prácticos»:
Ciertamente, si no hay libertad y Ley moral fundada en ella, sino que todo lo que acontece o
puede acontecer es mero mecanismo de la naturaleza, la Política (entendida como arte de utilizar
ese mecanismo para el gobierno de los hombres) es entonces toda la sabiduría práctica y el concepto de Derecho un pensamiento vacío de contenido (ZeF, VIII, 372).
Establecer que hay libertad y ley moral fundada en ella ha sido empero la operación fundamental de la Crítica de la Razón, mediante el ensamblaje de dos piezas teóricas decisivas
como la doctrina de la idealidad del tiempo y del espacio (que permite replantear enteramente
la distinción de lo sensible y lo inteligible) y la doctrina del factum rationis (que descubre el
615
MARÍA JOSÉ CALLEJO HERNANZ
sentido de lo inteligible como práctico-puro)8. Sobre la base de que hay libertad y ley moral
basada en ella, la exigencia de juridificación de todas las relaciones humanas se plantea entonces necesariamente como una tarea de republicanización del Derecho público fácticamente
existente. Pues bien, vamos a ver que esta comprensión «reformista» de la tarea política no
solo no es ajena a la consideración del conflicto como un eje esencial de la existencia humana,
sino que a ella subyace la distinción amigo-enemigo en una peculiar declinación de la misma,
y por tanto (en términos de Schmitt) una muy precisa delimitación de «lo político». Y vamos
a ver que tal concepción de lo político, diferenciando con claridad el espacio del Derecho y el
de la Política, se abre paso precisamente a partir de una reflexión sobre el Derecho y sobre ciertas premisas de «lo jurídico» que proyectan, pensamos, un ontología política alternativa a la
del llamado «realismo político».
2. DERECHO: COACCIÓN Y PUBLICIDAD
2.1. El Derecho presupone, por un lado, ciertamente, algo así como «la malignidad de la naturaleza humana que hace necesaria la coacción exterior» (ZeF, VIII, 381). Digamos: una suerte
de enemistad metafísica de los hombres entre sí, independiente de que se conozcan o no, del
odio o del afecto entre ellos, por virtud de la cual la vecindad del otro es, en ausencia de un
dispositivo específico que la neutralice, una amenaza potencial para la libertad de cada cual,
que fuerza o bien a mantenerse a distancia unos de otros, o bien, si no pueden evitar la cercanía
(esto es, el quedar el uno bajo el radio de acción del otro), a descubrir un dispositivo neutralizador de la amenaza. El Derecho, como sistema de leyes coactivas solo bajo las cuales la libertad de uno es compatible con la de todos los demás en igual medida, es precisamente ese
dispositivo que anula la amenaza. De ahí que la idea del Derecho conduzca, desde ella misma,
a la idea de un poder, que como efectividad de esa coacción, modifica la condición «natural»
de la coexistencia de los hombres e instituye el «estado jurídico» entre quienes no pueden
evitar la vecindad. Solo la existencia de semejante poder civil, denominado así porque confiere
efectividad al Derecho, pone fin al «estado de guerra» en que consiste el «estado natural» de
la coexistencia de los hombres, neutraliza su enemistad estructural (lo que no quiere decir
que acabe con sus conflictos empíricos), y por decirlo así reconfigura esa coexistencia como
un «estado de paz» (esto es, como un estado en que el procedimiento de resolución de conflictos no es la guerra, sino el proceso judicial). El eventual rechazo de esta solución por parte
del otro autoriza a apartarlo, aunque no se tenga nada personal contra él, es decir, a considerarlo como un enemigo:
Entre hombres que viven unos al lado de otros el estado de paz no es un estado natural (status
naturalis); el estado natural es más bien un estado de guerra, es decir, aunque no siempre un
estallido de las hostilidades, una permanente amenaza con él. El estado de paz tiene, por tanto,
que instituirse; pues la cesación de las hostilidades no es aún seguridad de que haya paz, y hasta
que un vecino no reciba esa seguridad del otro (cosa que no puede ocurrir, empero, más que en
un estado legal), puede tratar a este, al que ha exhortado a darle esa seguridad, como a un enemigo (ZeF, VIII, 348-9).
Ahora bien, semejante «malignidad humana», o enemistad estructural de seres racionales
finitos, corporales y confinados de hecho en un espacio finito, no ha de entenderse como una
constatación puramente antropológica (como una suerte de «insociabilidad» característica de
8
Sobre esta articulación, a la que Kant denomina «modo de pensar consecuente», véase especialmente el prólogo
a la Crítica de la Razón práctica, y el apéndice a su Analítica titulado «Iluminación crítica de la Analítica de la
Razón pura práctica».
616
AMISTAD Y ENEMISTAD EN EL CONCEPTO KANTIANO DE LA POLÍTICA
la especie humana frente a otras especies, verificable tanto a escala de los individuos como de
los grupos humanos), sino como un rasgo estructural de la libertad misma, en la medida en
que a una razón finita le es dado conocerla determinadamente9. Conocerla, en efecto, como
fuente posibilitante (ratio essendi) de la idea misma de Derecho (y del Estado –civitas– como
institución del poder civil solo bajo cuya condición se hace efectivamente real el Derecho), y
de la obligación específicamente jurídica (en su diferencia con las obligaciones éticas), que en
ello se pone de manifiesto como ratio cognoscendi de la libertad en su dimensión de libertad
exterior. La denominaremos, por eso, una «enemistad trascendental»10.
2.2. Pero el Derecho presupone también, por otro lado, algo así como una suerte de amistad
metafísica de los hombres, que yace en la discursividad y dialogicidad del espacio jurídico
mismo, en la «exterioridad» humana de la libertad, y hace necesaria en último término la publicidad del derecho11. Y es que, antes incluso de la constitución del estado civil y del Derecho
público, las relaciones jurídicas las crean las palabras que acompañan a los actos, y este fenómeno general, que las palabras dichas en ciertas condiciones puedan crear relaciones objetivamente válidas entre los hombres, es tan esencial al Derecho como el anteriormente mentado
fenómeno de la necesidad de la coacción12. Si este acreditaba una cierta vinculación de la libertad y el mal, que hacía comparecer la libertad bajo el signo de la restricción, ahora se trata
de la existencia de un vínculo entre la libertad y el uso de la palabra, un anclaje de la libertad
en el lenguaje (en la institución general del sentido y en la específica performatividad de los
actos de habla), que sitúa la presencia determinada de la libertad bajo el signo de una suerte
9
«No es en absoluto la experiencia la que nos ha enseñado la máxima humana de actuar violentamente y la malignidad que lleva a los hombres a combatirse unos a otros antes de que aparezca una legislación exterior que
tenga poder, así pues, no es en absoluto un factum lo que hace necesaria la coacción legal pública, sino que, por
muy benignos y amantes del derecho que pensemos a los hombres, se encuentra ya a priori en la idea racional de
semejante estado (no jurídico) que, antes de que se establezca un estado legal público, los hombres, pueblos y
Estados aislados no pueden nunca estar seguros de que no vayan a ejercer violencia unos contra otros, y precisamente por hacer cada uno lo que le parece justo y bueno por su propio derecho, sin depender para ello de la opinión de otro» (Rechtslehre, § 44).
10
La idea del Derecho es inseparable de la conciencia de la exigencia racional de la relación jurídica con los otros,
y constituye un conocimiento (práctico) determinado de la libertad. Ahora bien, esa determinación solo es tal
por oposición a alguna otra cosa, a algún otro saber de la libertad, que tiene lugar asimismo a partir de exigencias
internas de la comprensión de la acción como acción; pero justamente de aquellas que representan el contrapunto
de la relación jurídica en tanto que relación exterior de la libertad. Como hemos visto, esa otra cosa, el saber de
la libertad en su dimensión interior, es la conciencia de la exigencia ética, la conciencia de una obligación referida
no a lo que se quiere y a lo que se hace para lograrlo, sino al modo de quererlo y al motivo por el cual se lo quiere.
De esta manera, el conjunto formado por Derecho y Ética, la diferenciación en el eje exterior/interior de los
«deberes» (es decir, de la normatividad de la acción), se muestra como la división exhaustiva de la Moral como
esfera de la «libertad». Pero, a su vez, de la esfera de la libertad como esfera de la normatividad solo se sabe en la
medida se contrapone a una esfera distinta, la esfera de la causalidad, a la que Kant denomina «naturaleza». Con
otras palabras, la diferenciación de lo jurídico y lo ético muestra ciertamente una hendidura en la libertad misma
como régimen del sentido moral del discurso, pero presupone, a su vez, como condición de su inteligibilidad una
hendidura más grave aún: la diferencia de lo físico y lo moral, esto es, la existencia de dos sentidos, de una
dualidad de órdenes de lo real, regidos respectivamente por leyes del ser y leyes del deber ser. Todas estas
distinciones se anulan empero en la noción de una Razón Absoluta. Y todas ellas, como dimensiones de la Finitud
de la Razón, están llamadas a conservarse y articularse en la mismidad del único territorio, la vida de los hombres,
en el que se plantea la tarea política.
11
«Si hago abstracción de toda materia del Derecho Público (según las diversas relaciones empíricamente dadas
de los hombres en el Estado o también de los Estados entre sí), tal como habitualmente se piensan los juristas
que lo hacen, aún me queda la forma de la publicidad [die Form der Publizität], cuya posibilidad está contenida
en toda pretensión jurídica, ya que sin ella no habría justicia (que solo puede ser pensada como públicamente
manifiesta), y en consecuencia tampoco habría derecho, pues solo la justicia adjudica [erteilt] el derecho» (ZeF,
VIII, 381).
12
Cf. por ejemplo, el papel decisivo de la declaratio en la constitución de la posesión jurídica de un objeto, y antes
aún en lo que es la condición de este concepto: en la diferenciación de posesión empírica y posesión inteligible, y
en el concepto de adquisición originaria (Rechtslehre §§ 1, 7, 8, 10). Cf. por otro lado, la noción de una «posesión
jurídica provisional» en el estado de naturaleza (§ 7).
617
MARÍA JOSÉ CALLEJO HERNANZ
de ampliación, de un ensanchamiento de lo real, más allá de las situaciones empíricas y sus
condiciones espacio-temporales13. El Derecho presupone, en efecto, la posibilidad de entenderse los hombres sobre instituciones comunes, como son las relaciones jurídicas mismas, de
carácter y contenido no solo artificial sino, en buena medida, intangible, inaprehensible en términos puramente sensibles. Y tales instituciones están construidas mediante cierta administración pública de la palabra, la cual en ciertas condiciones proyecta una trama civil de las
relaciones humanas (a la que Kant no tiene problema en denominar nouménica) según principios de la libertad independientes del plexo físico de las mismas.
Lo que aquí estoy denominando de momento «amistad metafísica» entre los hombres por
el mero hecho de ser hombres fue localizado por Aristóteles, y por cierto que en unos términos
ontológico-políticos bien concretos y distantes de los kantianos, como aquella posibilidad de
amistad en el límite de la imposibilidad de la amistad que comparece precisamente allí donde
toda sustancia ética común parece haberse esfumado, a saber, en el caso límite de la relación
del amo con el esclavo. Ahí, en efecto, la mera condición de hombre, identificada con la capacidad de vincularse por leyes o convenios, es suficiente para afirmar una especie de justicia, y
por tanto de amistad, incluso con el otro con el que no es posible amistad:
En cuanto esclavo, pues, no es posible la amistad hacia él, si bien lo es en cuanto hombre, porque
parece existir una especie de justicia entre todo hombre y todo el que puede participar con él de
una ley o convenio, y por tanto, también una especie de amistad, en cuanto el segundo es hombre
(Ét.Nic., 1161 b).
Pues bien, en un planteamiento como el de Kant, la existencia del Derecho, es decir, la realidad de una diferencia de naturaleza entre la coacción justa que es propia de la ley jurídica14
respecto de la coacción máximamente injusta de la pura violencia15, diferencia que todos los
hombres entienden, y que despierta en ellos el sentimiento del respeto hacia la primera, atestigua no solo la dificultad de la coexistencia de los hombres, que hace necesaria la solución coactiva, sino también un ser común suyo que los une íntimamente, aunque no tengan nada en
común, en el que yace la posibilidad de una versión de la coacción compatible con (porque garantizadora de) la libertad de todos, la solución jurídica. Eso común que los hombres comparten es la palabra, las instituciones comunes de la gramática de la lengua en que en cada caso
se entienden, a través de las cuales se abren a la posibilidad de gramática en general (a la posibilidad por ende de moverse entre lenguas, sin quedar encerrados en la particularidad de la
lengua propia), y a las posibilidades de existencia racional liberadas con ello: a saber, el poder
de objetivar sus pensamientos al comunicarlos mutuamente, el poder de ponerlos en cuestión
y revocarlos al confrontarlos con los pensamientos de los otros, y el poder en fin de fundar realidad común que, para bien y para mal, la palabra tiene entre ellos. La comunicabilidad de
principio en que la palabra los mantiene como individuos, y también como conjuntos de individuos, es una suerte de amistad no empírica, digamos, una «amistad trascendental» de los
hombres (pues se da independientemente de que se conozcan o no, y de cuáles sean sus relaciones fácticas, si tienen o no mutuamente algo personal a su favor, o más bien en su contra)
que constituye su humanitas, que los hace saberse por tanto con-géneres16. Tampoco se trata
13
Cf. la «exposición» y «deducción» del concepto de lo mío y tuyo exterior, y el carácter sintético a priori de la
proposición que expresa la posibilidad de la posesión jurídica de una cosa, en la Rechtslehre (§§ 2, 4-7).
14
Pues impidiendo, de acuerdo con lo previsto por la ley, el obstáculo a la libertad de uno que es la eventual coacción
ilegal por parte del otro garantiza una igual libertad para todos sin excepción. Cf. Rechtslehre, Introducción, § D.
15
Que sencillamente es la imposición del poder del fuerte sobre el débil, y repugna como tal a la razón, de manera
que la exigencia de salir del estado de naturaleza (postulado del derecho público) «puede extraerse analíticamente
del concepto del derecho, en las relaciones externas, por oposición a la violencia» (§ 42).
16
La consideración de este concepto (y en definitiva de la pregunta «¿qué es el hombre ») en la perspectiva de la
filosofía trascendental y no simplemente de la antropología es el asunto de fondo de de la Crítica del Juicio. La
618
AMISTAD Y ENEMISTAD EN EL CONCEPTO KANTIANO DE LA POLÍTICA
aquí de constataciones antropológicas, sino de estructuras trascendentales de la finitud de la
Razón, y por ende de la libertad humana, de las que vive la forma jurídica misma.
2.3. El Derecho, ciertamente, no es el fundamento de semejantes estructuras trascendentales
de la libertad humana. Pero el Derecho atestigua específicamente que (y hasta qué punto) precisamente en esta capacidad racional de reconocer hechos comunes y vinculantes cuya existencia se debe a meras palabras, soy capaz de percibir al otro esencialmente como uno de los
míos precisamente en su no ser mío sino solo de él mismo, y me percibo a mí mismo como
uno de los suyos, en mi ser mío y no de él. En virtud de lo que antes he denominado «enemistad
trascendental» la cercanía (la familiaridad, la mutua inclinación, la dependencia incluso) entre
los hombres nunca es lo suficientemente cercana como para excluir de iure el conflicto entre
sus libertades (que no deja ser expresión posible de la esencial independencia de sus arbitrios,
y en esa medida de su irreductible pluralidad como condición de la libertad); en cambio, en
virtud de semejante amistad trascendental, de este algo impersonal a favor del otro en cada
uno, la distancia entre los hombres (su mutua extrañeza, y todas las diferencias que puedan
separarlos) nunca es lo suficientemente lejana como para impedir la creación de instituciones
comunes, y el sometimiento voluntario a las mismas. Por eso, decimos, tal amistad es, no
menos que la enemistad que hace necesaria la coacción, una premisa cooriginariamente implícita en la idea misma de una ley jurídica de la libertad, que contiene así el vínculo esencial
entre el lenguaje humano y la libertad como causalidad inteligible de los hombres17. Ahora
bien, añadíamos, el modo como está presente en el concepto mismo de Derecho esa amistad
trascendental es la exigencia de la publicidad del Derecho, es decir, la necesidad del paso de
la situación («natural») de Derecho privado a una situación («civil») de Derecho público, necesidad que yace en el Derecho privado mismo (es decir, en la menesterosidad –falta de garantía, carácter meramente provisional de toda relación jurídica– propia del estado de
naturaleza). Ese tránsito comporta, ante todo, una muy precisa modulación de la lingüisticidad de la realidad jurídica, que es esencial al concepto de «seguridad jurídica»: su expresión
en enunciados explícitos, de carácter general, proclamados de antemano según ciertos requisitos formales por una autoridad pública, su formulación, pues, como leyes positivas («estatutarias» las llama Kant), bajo las cuales queda articulada la vida social y transformada en
vida civil.
Es esencial para el argumento dejar bien fijada esta posición: que tanto la enemistad trascendental que hace necesaria la coacción, como la amistad trascendental que hace posible la
forma necesariamente pública de la ley jurídica son aquí, simplemente, presupuestos, condiciones de sentido, del concepto de una «ley jurídica». La amistad de que hablamos no se deduce, pues, de la constatación de ciertos hechos antropológicos como la «socialidad» de la
claridad de Kant al respecto se apunta ya en el § 5 (donde Kant caracteriza la complacencia en la belleza –cuyas
paradojas ponen en pie la hipótesis fundamental de una conexión del sentimiento de placer y displacer con el
principio trascendental de la facultad de juicio– como propia exclusivamente del hombre, a diferencia del placer
en lo bueno, que compartimos con todos los seres racionales, o el placer en lo agradable, que es común en todos
los animales) y culmina en el § 60 con la definición de la humanitas y de la felicidad acorde con ella, que es una
felicidad ensanchada más allá de la mera satisfacción de necesidades, y vinculada esencialmente al sentimiento
de la posibilidad, abierta por el lenguaje, de comunicarse con los otros íntima y universalmente a la vez: «“humanidad” significa, por un lado, el sentimiento general de participación [la “simpatía universal”] y, por otro, la capacidad para poder comunicarse en lo más íntimo y universalmente; propiedades que unidas las dos constituyen
la felicidad adecuada a la humanidad, por medio de la cual se distingue de la limitación animal».
17
Dicho todavía con otras palabras: la percepción de la alteridad vecina era, en ausencia de un dispositivo que
garantice la preservación del derecho propio, la percepción de una amenaza; pues bien, la condición de que el
dispositivo en cuestión pueda ser precisamente el derecho y no la violencia técnicamente organizada, depende
de que haya también y en la misma medida una suerte de percepción de la mismidad conmigo del otro en cuanto
otro, que me hace reconocer mi alteridad respecto de mí mismo, y nos coloca en cambio a ambos en una igualdad
y cercanía esencial, por lejos que nos hallemos en todas nuestras identificaciones y diferenciaciones empíricas.
619
MARÍA JOSÉ CALLEJO HERNANZ
especie humana, el interés biológico de cooperar para sobrevivir, o cosas de este tipo, pero
tampoco se explicita a partir de facta como el desarrollo cultural en general, los intercambios
simbólicos vinculados al hecho de hablar tal o cual lengua, etc. Es esencial, pues, reconocer semejante «amistad» (como antes la «enemistad») en la mera legalidad de la ley jurídica, en la
consistencia misma de su validez, tal como el constructo racional del estado de naturaleza
puede proyectarla cuando proyecta su necesidad: la ley jurídica es estructural, esencialmente
ley dicha, comunicada a todos, y solo así produce sus efectos de «justicia».
Pero precisamente por ello (no menos que por su carácter necesariamente coactivo) la ley
jurídica se revela como esencialmente referida a seres racionales no angélicos, expresa una referencia específica a la humanitas del hombre. Y la humanitas se determina, a su vez, a partir
de la libertad como el lugar, el ahí, en que la Razón pura práctica necesita ser meramente jurídica. La publicidad es constitutiva de su forma de ley, y es por tanto un ingrediente decisivo
de la diferencia entre derecho y violencia, constitutiva de la condición solo bajo la cual el dispositivo neutralizador de la amenaza, el mecanismo «pacificador» resulta ser el derecho, y no
la administración inteligente de la mera violencia, resulta ser un dispositivo de la libertad y
para la libertad, y no solo un ingenio para maximizar el sometimiento18.
3. LO POLÍTICO EN KANT
3.1. Ahora bien, por lo mismo, no debe confundirse esta publicidad que es requisito esencial
de la legalidad de la ley jurídica con la mera difusión de cualesquiera mandatos, con la pura
transmisión general de una orden. La publicidad del derecho es ante todo el carácter público
de la voluntad legisladora, su no ser una voluntad particular sino una voluntad general, la cual
se muestra como tal en la medida en que, como voluntad pública, ante todo instituye mediante
su legislación luz pública, espacio de juego para la vida pública (en la que ella misma se construye y perfecciona, es decir, gana su forma de voluntad verdaderamente pública), y en esa
misma medida margen para el examen público de la propia legislación, de manera que la obediencia que la ley exige pueda ser pensada y querida por cada uno de los sometidos a ella como
un ejercicio de la propia libertad en condiciones de justicia y el orden de cosas así regulado
reconocido, en esa misma medida, como legítimo19. La específica publicidad de la ley y de la
sentencia judicial que dice, a propósito del caso, qué es de derecho ahí, presupone pues, ante
todo (no de hecho, ciertamente, sino nuevamente «de derecho»), la existencia de esta dimen18
Precisamente por ello, como vamos a ver un poco más adelante, la posibilidad o imposibilidad de elevarse a la publicidad se convierte, bajo el título de «principio trascendental del Derecho público», en el criterio racional de descubrimiento de la «falsedad» (en el sentido de incompatibilidad con el derecho de los hombres) de un principio de
acción política: «Toda pretensión jurídica debe poseer esta susceptibilidad de publicidad y, habida cuenta de que es
facilísimo enjuiciar si tal publicabilidad tiene lugar en un caso que se presenta, esto es, si la publicidad se deja unir
o no a los principios del agente, puede, por ello, suministrar un criterio, fácil de usar y que se encuentra a priori en
la Razón, para conocer enseguida –por decirlo así, mediante un experimento de la Razón pura– la falsedad (el caracter de contraria a derecho) de la mencionada pretensión (praetensio iuris) en el caso negativo» (ZeF, 381).
19
Cf. el desarrollo del concepto de «voluntad pública» en Gemeinspruch, VIII, pp. 294-5, 297 y sobre todo, tras
la recusación (con Hobbes) de todo pretendido derecho de resistencia, la afirmación (contra Hobbes) de la existencia de derechos inalienables del pueblo frente al soberano (pp. 303-5). Esos derechos se cifran en la libertad
de expresar públicamente críticas y objeciones a la legislación (libertad de pluma). Tales críticas son, por otra
parte, imprescindibles para rectificar los errores de esta y ayudar así al legislador a conocer su auténtica voluntad
(evitando el desacuerdo de esta consigo misma, la consiguiente puesta en cuestión de su autoridad y la aparición
de focos de sedición). Y es que, dice Kant, «en toda comunidad tiene que haber una obediencia sujeta al mecanismo de la constitución estatal, con arreglo a leyes coactivas (que conciernen a todos), pero a la vez tiene que
haber un espíritu de libertad, pues en lo que atañe al deber universal de los hombres todos exigen ser persuadidos
racionalmente de que tal coacción es legítima, a fin de no incurrir en contradicción consigo mismos. La obediencia
sin este espíritu de libertad es la causa que da lugar a todas las sociedades secretas. Porque la intercomunicación
es una vocación natural de la humanidad, principalmente en aquello que concierne al hombre en general (cursiva mía) [...]».
620
AMISTAD Y ENEMISTAD EN EL CONCEPTO KANTIANO DE LA POLÍTICA
sión pública como tal, y de un régimen de acciones públicas, presupone, en fin, la entera dimensión del «uso público de la Razón», en cuya libertad (que es simplemente la libertad de
hablar a un público en general) cifraba Kant la posibilidad de la Ilustración20.
Pero con todo esto estamos diciendo que la publicidad del mandato jurídico (y con esa publicidad la existencia misma del Estado), que perfecciona (realiza) la juridicidad, y es necesaria
como regulador interno de la legalidad de la coacción (es decir, no solo de su facticidad sino
también de su validez), presupone (en la idea misma) abierta ya, previamente, la dimensión
de lo político. Entenderemos por lo político, de momento, una muy precisa modulación de la
mencionada amistad trascendental de los hombres implícita en la discursividad y dialogicidad
de la razón humana y que es el fundamento posibilitante del uso público de la Razón. Ese vínculo de Razón y lenguaje, que permite a todos los hombres (por decirlo a la manera de Aristóteles) «participar en leyes y convenios», alberga siempre ya la posibilidad de «algo impersonal
a favor del otro», y «lo político» tal como parece dibujarse en el discurso crítico de Kant reside
en la humana capacidad óntico-ontológica de empuñar esa posibilidad y hacer de ella el principio de transformación de la vida social de los hombres en vida civil. Más concretamente: lo
político es aquella modulación posible de la amistad trascendental (aquel modo posible de ejecutarse el vínculo de humanitas que liga a los hombres en una condición de congéneres) que
hace de tal amistad el principio expreso de acciones públicas empíricas, conscientemente promovidas y orientadas por la exigencia racional de libertad en condiciones de justicia.
Así pues, lo político es kantianamente una posibilidad de la libertad, y se podría definir por
la decisión de fondo (la «intención» [Gesinnung]) de convertir a la amistad no empírica, estructural (la que me une íntima y universalmente a aquellos con los que nada me une, y de los
que es posible que me separen diversas enemistades empíricas más o menos sustanciales) en
el principio empírico, en la máxima, de acciones eficaces en la construcción y perfeccionamiento, de acuerdo con los conceptos puros del Derecho, de las instituciones jurídicas empíricas (positivas, históricas) de lo común. La exigencia de esa modulación óntico-ontológica (la
exigencia de lo político) yace empero en la Razón pura práctica, es decir, en la misma fuente
de la Moral y del Derecho. Y la definición kantiana de la política y, sobre todo, la caracterización
del «político moral» que la desarrolla en el primer apéndice de ZeF, así como la indicación explícita de los principios de la prudencia política que le es propia (las fórmulas trascendentales
del Derecho público), en el segundo apéndice, constituyen la exposición del contenido de esta
decisión. Detengámonos un momento en este último punto.
3.2. En efecto, contra la teoría jurídico-política del absolutismo, caracterizada por Kant como
«una política que aborrece la luz» (VIII, 386) porque sitúa el secreto no solo en el origen de la
soberanía, sino en la esencia misma del «difícil arte de la política» (orientada entonces a aumentar el poder y la gloria del Estado, tanto interior como exteriormente), las fórmulas «trascendentales» del Derecho público elevan la publicabilidad, la posibilidad de decir en voz alta
las máximas de la acción política, a criterio de su justicia (esto es, de su compatibilidad con el
Derecho) que permitiría zanjar las dificultades de la «práctica» dando prioridad al derecho
de los hombres sobre cualquier otra consideración. Ahora bien, semejante principio «trascendental» se obtiene poniendo fuera de juego precisamente el carácter «coactivo» de las leyes
jurídicas (es decir, la nota decisiva a la hora de distinguir Derecho y Ética, necesariamente presente por tanto en el principio «metafísico» supremo de aquel):
Una vez que se ha hecho abstracción de todo lo empírico que contiene el concepto de Derecho
Político y de Derecho de Gentes (como es, por ejemplo, la malignidad de la naturaleza humana
que hace necesaria la coacción), se puede denominar fórmula trascendental del Derecho Público
20
Tal es, en efecto, el argumento principal del opúsculo de 1784 Was ist Aufklärung?
621
MARÍA JOSÉ CALLEJO HERNANZ
a la siguiente proposición: «Son injustas [Unrecht] todas las acciones referidas al derecho de
otros hombres cuya máxima no es compatible con la publicidad» (ZeF, VIII, 381).
Semejante operación de abstracción no nos devuelve sin embargo a la esfera de la Ética: el
principio en cuestión es un principio jurídico, subraya Kant, y suministra un procedimiento
pragmático, extraordinariamente resolutivo (por decirlo así, «existencial» y «realista»), a la
deliberación política:
Este principio no ha de considerarse meramente como ético (perteneciente a la doctrina de la
virtud), sino también como jurídico (concerniente al derecho de los hombres). Pues una máxima
que no cabe que pueda llegar a proferirse en voz alta sin arruinar al mismo tiempo el propio
propósito, que tiene que guardarse en secreto enteramente si quiere tener éxito, y que no puedo
confesar públicamente sin suscitar con ello indefectiblemente la resistencia de todos contra lo
que intento, no puede tener esta animadversión necesaria y universal –y por tanto susceptible
de inteligirse a priori– de ninguna otra parte que de la injusticia con la que amenaza a todos y
cada uno (ibid.).
Se objetará: un principio resolutivo, ciertamente, si de lo que se trata es de excluir máximas
injustas, pero que deja todavía un margen de indeterminación muy amplio a la hora de
enjuiciar y decidir lo que positivamente haya de hacerse, que no orienta, pues, suficientemente,
sobre lo que pueda ser una Política acorde con el Derecho. Para hacer frente a esta objeción,
Kant propone «otro principio trascendental, y afirmativo, del Derecho público», cuya fórmula
expresa en grado sumo, según creo, la decisión de convertir en operativa políticamente
(existencial, ónticamente) la estructura ontológica a la que hemos denominado «amistad
trascendental»:
Todas las máximas que necesitan de la publicidad (para no malograr su fin) concuerdan con el
Derecho y la Política y los aúnan.
No se trata ya del uso de la posibilidad o imposibilidad de la publicidad como el reactivo
(en sentido químico) que permite la separación de lo con toda certeza injusto, sino de la interpretación de su necesidad (para el éxito de un máxima) como principio positivo del descubrimiento de las máximas justas (en una acepción estrictamente jurídico-política de la justicia).
Se puede estar seguro de que máximas políticas que, afectando a los derechos de los individuos,
de los grupos existentes en una comunidad, o de los pueblos vecinos de ella, no meramente
soportan la publicidad, sino que la necesitan para tener éxito basan ese éxito en el final de la
desconfianza entre los miembros de los cuerpos políticos. Se puede confiar entonces, piensa
Kant, en que tales máximas ponen en juego un fragmento de bien común, y por eso la prudencia
moral las reconoce como justas políticamente. Tales máximas contienen la armonía de la Moral
y la Política, lo que aquí significa que descubren en cada caso la materia apropiada al progreso
del derecho de los hombres, y hacen del bienestar de la comunidad la consecuencia del respeto
al Derecho.
3.3. Nos encontramos siempre ya en medio de instituciones jurídico-políticas, y ciertamente
expresan muchas veces una decisión opuesta a la que se acaba de apuntar (pues como posibilidad de la libertad, lo político incluye también esta suerte de autonegación de la libertad, siempre ya dada en la historia, que se expresa como «despotismo», así como su legitimación
mediante el «moralismo político»), pero su existencia, en lo que tiene ya de mínimo civil, de
neutralización por tanto del «estado de naturaleza», es la base real imprescindible para poder
comenzar la tarea de la verdadera política, que no consiste tanto en la instauración de ese mínimo cuanto en su transformación progresiva, encaminada a hacer que eso de «la libertad en
condiciones de justicia» (o sea, el acuerdo de los productos de la historia, de la reflexión y la
622
AMISTAD Y ENEMISTAD EN EL CONCEPTO KANTIANO DE LA POLÍTICA
acción jurídica de los hombres, con las exigencias del derecho racional) sea real, siquiera parcialmente real, en la tierra. Por insuficientes, imperfectas y hasta inicuas que puedan ser, esas
instituciones ya civiles (aunque injustas) son, atendiendo a su interna pretensión de sentido
(que es al mismo tiempo el criterio de su crítica), obras de la libertad en la historia, y tanto su
perseverancia como su transformación son enjuiciables e imputables a los hombres (no a magnitudes suprahumanas como la Providencia, la Naturaleza o la Historia).
Ahora bien, semejante comprensión de lo político, de la acción política, presupone, en esa
misma medida, un tercer vínculo trascendental, un tercer régimen de condiciones, de la libertad finita: ya no solo el vínculo de la libertad y el mal que hace necesaria la coacción, ni solo el
vínculo de la libertad humana y el lenguaje que se realiza en la publicidad del derecho, sino el
vínculo de la libertad y el tiempo, que posibilita la reforma del derecho, la transformación
constitucional del Estado «de hecho» («despótico») en el «Estado de Derecho» («republicano») que debe ser, el trabajo en la rectificación y perfeccionamiento de las instituciones, interpretadas como los humanos intentos de adecuar las condiciones de su existencia a las
exigencias de la Razón. El vínculo de la libertad y el tiempo señala la dimensión de la política
como intervención en la historia, como construcción de sentido en la historia; la necesidad de
comprensión de esta como inscrita en (porque interpelada por la posibilidad de) un progreso
del mal al bien, de la injusticia a la justicia, de la guerra a la paz, cuyo principio político-moral
de movimiento es justamente la reforma.
La esencialidad de este vínculo hace que Kant aluda a él no simplemente en escritos denominados impropiamente de «filosofía de la historia», sino incluso en el contexto metafísico
puro de la doctrina del Derecho público. Así, refiriéndose al concepto de la «constitución republicana», y a su diferencia de plano respecto de las llamadas «formas de Estado» (autocracia,
aristocracia, democracia), escribe Kant:
Las formas de Estado representan solo la letra de la legislación originaria del estado civil, por lo
tanto pueden permanecer mientras una antigua y extendida costumbre las considere necesarias
para la maquinaria de la constitución política. Pero el espíritu de aquel contrato originario
(anima pacti originarii) implica la obligación, por parte del poder constituyente, de adecuar la
forma de gobierno a aquella idea, por tanto, si no puede hacerlo de una vez, la obligación de ir
cambiando paulatina y continuamente hasta que concuerde en cuanto a su efecto, con la única
constitución legítima, es decir, la de una república pura […] Esta es la única constitución política
estable, en la que la ley ordena por sí misma y no depende de ninguna persona particular; este
es el fin último de todo Derecho público […] (Rechtslehre, § 52).
4. DERECHO DE GENTES Y POLÍTICA MORAL
4.1. Hacia la paz perpetua suele considerarse como una aportación teórica clásica y decisiva a
la fundamentación de un Derecho internacional público concebido como orden jurídico cosmopolita, y no como mero sistema de regulación de la guerra y conservación de relaciones de
equilibrio entre Estados soberanos. En el siglo XX se ha encarecido su influencia determinante
en la gestación efectiva de instituciones como la Sociedad de Naciones, la ONU o el Tribunal
Penal de La Haya. Ahora bien, si el opúsculo de 1795 es todo esto, lo es en la medida en que
contiene ante todo una contribución sobre el concepto de la política. En este sentido, el corazón
de todo el trabajo está en las partes del mismo que se denominan «apéndices», y es desde ellos
desde donde debe leerse el cuerpo principal del proyecto, formado por artículos preliminares,
artículos definitivos y suplementos de un tratado de paz perpetua. Que el campo elegido por
Kant para exponer su teoría de la política sea especialmente el de la llamada política exterior,
y su horizonte por tanto el «Derecho de Gentes», se debe a que este ámbito de las relaciones
623
MARÍA JOSÉ CALLEJO HERNANZ
entre Estados presenta características propias de un importante valor fenomenológico para
conjugar la doble tarea de una teoría de la política: visibilizar la interna conexión de la Política
con el Derecho, pero aislar también la especificidad y autonomía relativa de la política.
El concepto de Derecho de Gentes supone, en efecto, contrarrestada mediante la institución del Estado la enemistad trascendental de los individuos (esa enemistad que no nos da a
conocer experiencia alguna, sino que viene exigida por la lógica interna del constructo teórico
de una libertad sin ley, es decir, de la libertad en el estado de naturaleza), en la que radica la
necesidad racional del Estado como poder civil de dar efectividad a la coacción jurídica21. El
Derecho de Gentes afronta más bien el paradójico factum de que las personas morales que la
teoría del Derecho público piensa como creadoras de la paz civil se hallan en estado de guerra.
¿Ha de interpretarse esta enemistad de los Estados como una nota analítica del mismo constructo teórico «estado de naturaleza» del que se deduce la necesidad del Estado, de manera
que lo que hemos denominado enemistad trascendental de los hombres la incluya (es decir,
sea no solo una enemistad de las personas físicas sino también de las personas morales construidas por mor del Derecho), o es más bien una situación de hecho que atestigua entonces
una insospechada validez empírico-descriptiva del presunto constructo teórico-normativo, facticidad que no referiría entonces a un pasado prejurídico sino a un presente antijurídico? ¿Señala un límite insuperable de las posibilidades de juridicidad de las relaciones humanas (al ser
el fruto fatal de los esfuerzos por la juridicidad, que han dado lugar a los soberanos estatales)
o más bien un punto intermedio en el camino de la pacificación por el Derecho de las relaciones
humanas?
Esta es la cuestión a la que se enfrenta el «Derecho de Gentes» existente en la época de
Kant, y a la que responde, a juicio de Kant, de una manera contradictoria, claudicando respecto
del sentido de la pretensión jurídica misma, por cuanto que esa respuesta estriba en su autocomprensión esencial como un «derecho para la guerra». Semejante autocomprensión delata
que se está interpretando la enemistad entre los Estados como inscrita en la enemistad trascendental de los hombres, y localizando en ella el elemento no neutralizable de esa enemistad,
el núcleo en que el nexo de la libertad y el mal se resuelve en la inocencia de la naturaleza, y el
Derecho humano debe, por decirlo así, dejar paso finalmente a una Justicia superior (ya se
piense como «tribunal de la Historia», o como «inocencia del Devenir»). Para Kant esta resolución es inaceptable, porque disuelve la diferencia misma entre libertad y naturaleza, entre
Moral y Física, y significa en esa medida no solo un vaciamiento del Derecho, sino la sepultura
especulativa del «reino de la libertad» en una nueva figura de la ontología sin límites. Por eso
considera necesario no interpretar como esencial a la particularidad de los Estados la enemistad entre ellos, pero entenderla en cambio como fruto inevitable de una insuficiencia de
radicalidad y consecuencia en su desarrollo jurídico, y buscar por eso en el concepto puro del
Derecho público mismo, que solucionó teóricamente el problema de la pacificación de los individuos, las claves trascendentales de la posibilidad de superar o neutralizar la mencionada
hostilidad entre «sociedades civiles».
4.2. La razón por la que el Derecho de Gentes consideraba insuperable el horizonte de la guerra
entre los Estados, y se limitaba a ser una regulación de la guerra entre iguales, es la imposibilidad, de acuerdo con sus premisas (concentradas a estos efectos en el concepto de la «soberanía» de tales actores políticos), de pensar un poder civil superior al poder civil del Estado, ni
por ende un instancia que, prosiguiendo la analogía con la solución del problema de la guerra
21
Lo que no quiere decir que el Estado haga a los hombres fácticamente amigos, pero sí que es la condición bajo
la cual se garantiza que esas sus enemistades fácticas, en la medida en que hagan imposible la libertad de todos
y cada uno sin excepción, serán impedidas por el poder civil legalmente constituido.
624
AMISTAD Y ENEMISTAD EN EL CONCEPTO KANTIANO DE LA POLÍTICA
entre personas físicas, pueda someterlos a leyes coactivas de Derecho internacional público y
pacificar las relaciones interestatales. No se puede disminuir la absolutez de la soberanía estatal, viene a decir la perspectiva del Derecho de Gentes, sin quebrar enteramente toda la arquitectura jurídica de lo que hemos denominado libertad en condiciones de justicia. Por tanto,
más allá del Estado, la guerra (el estado de naturaleza) permanece como límite último de la
paz por el Derecho y, en la medida en que la guerra misma esté debidamente juridificada (formalizada, regulada, y así limitada y relativizada), como comienzo del campo propiamente dicho
de la (gran) Política (esto es, del juego de la diplomacia, en el que la guerra se inscribiría como
un medio de la política cuando aquella no puede resolver los conflictos). Pues, en efecto, allí
donde termina la posibilidad de coacción termina el estado jurídico propiamente dicho, y la
única coacción «moral» que puede inclinar a los hombres a no transgredir los conceptos jurídicos es una improbable autolimitación ética o filantrópica de sus gobernantes, lo cual ciertamente es algo bastante menos seguro (y seguramente bastante más peligroso, a tenor de la
experiencia de las guerras de religión que asolaron Europa en los siglos XVI y XVII) que una razonable civilización de la guerra misma, que permita al menos, aun dentro del permanente
estado de guerra potencial, una diferenciación nítida de las situaciones efectivas de guerra actual y de paz actual y, terminada la situación de guerra efectiva, el retorno de la efectiva (aunque
de iure solo temporal) situación de paz.
Pero, ¿es verdad que la coacción es la nota más esencial de la legalidad jurídica y que allí
donde termina su posibilidad y se sigue hablando de exigencia moral lo que hay es, a lo sumo,
Ética, de manera que si se quiere ser mínimamente sensato y no dejar en las manos de la
«Ética» estas cosas que tienen que ver con la libertad de los pueblos, el camino es, sobre la
base del reconocimiento del derecho a la guerra de los Estados (como atributo de su soberanía), una regulación jurídica de la guerra que puedan comprometerse a cumplir sin menoscabo
de su libertad, y una política exterior capaz de tejer una relación de equilibrio entre ellos que
administre razonablemente el estallido de las hostilidades? ¿Es verdad que pacificar por el camino del Derecho las relaciones internacionales solo puede significar subordinar la pluralidad
de los Estados a un poder estatal de segundo grado, universal, digamos una «república mundial», y que ello solo podría hacerse a costa de la soberanía estatal particular, esto es, de la disolución del «pluriverso» de los Estados y aun del concepto mismo de un Derecho de Gentes,
y de la transformación de toda cuestión política en cuestión, más bien, de policía? ¿Es verdad
que la soberanía, que ha podido ser un medio eficaz en la construcción de un derecho público
secularizado, se muestra, al final, demasiado dependiente del modelo teológico absolutista que
la inspira y se transforma en el nuevo obstáculo para el progreso hacia la paz?
Kant no está dispuesto a aceptar semejantes conclusiones, y propone como es sabido una
solución «sustitutiva» de la «república mundial», a saber, la «federación libre de repúblicas»
comprometidas a buscar soluciones pacíficas (es decir, procesales) a sus conflictos; solución
que, entiende, es plenamente jurídica, «pues está dada y es necesaria según principios a priori
del Derecho»22 y sin embargo resulta compatible con la premisa del Derecho de Gentes, el pluralismo de los Estados (premisa que Kant comparte). Como ha subrayado Gerhardt, el complejo razonamiento de Kant es aquí específicamente político, y no meramente jurídico, pero
su carácter político-moral depende (subrayamos nosotros) del paso a primer plano de la validez
del principio de amistad trascendental presupuesto por la publicidad del Derecho. El concepto
del Estado y de la soberanía es irrenunciable por razones internas al propio concepto de lo jurídico-público; y también por una consideración de prudencia política: porque el pluralismo
22
ZeF, toda esta argumentación está recogida en el «segundo artículo definitivo», y especialmente en las páginas
VIII, 355-357.
625
MARÍA JOSÉ CALLEJO HERNANZ
del mundo estatal es la mejor defensa contra la tendencia, estructural en todo Estado, a incrementar su poder hasta transformarse en el «cementerio de la libertad» conocido como «monarquía universal», o contra el peligro de llegar a semejante «despotismo sin alma» sin
buscarlo deliberadamente, por la vía de una precipitada fusión de los pueblos, debida a factores
socioeconómicos, climáticos o de cualquier otro tipo23. Pero lo que está por discutir, a un nivel
dogmático, es que los límites de la posibilidad de la coacción sean sin más los límites del Derecho público en relación con el fin de la institución de la paz perpetua.
«Institución de la paz perpetua» es otra manera de designar la «superación del estado de
naturaleza», el logro de un estado jurídico, también en las relaciones internacionales. Ciertamente, la fundación del estado de paz consiste en la fundación del Estado si falta absolutamente
todo estado jurídico, si el único dato de partida es la «libertad sin ley». Pero, en primer lugar,
la existencia de múltiples Estados es ya en general (aunque imperfecta y fragmentariamente) la
existencia de libertad bajo leyes, la existencia de estado jurídico (de poder civil, y no meramente
natural), aunque no de un único poder civil. Y, en segundo lugar, la existencia en medio de esa
multiplicidad de al menos un Estado que se ha dotado ya de una constitución republicana
(como es el caso de la Francia surgida de la Revolución, y consolidada en 1795 tanto frente a la
reacción interna como frente a los Estados despóticos coaligados contra ella) es el principio de
una posible cadena de reformas en esa misma dirección de las naciones vecinas. Este último
punto, existencial, fáctico, es decisivo para Kant. A partir de aquí, de esta decisiva modificación
de los datos, la solución del problema de la universalización del estado jurídico podría no tener
que pasar necesariamente por la fundación de un Estado de Estados.
Es verdad que la posibilidad de la coacción externa es la nota esencial para diferenciar normatividad jurídica y normatividad ética. Pero ya en las relaciones interindividuales se muestran ciertos casos límite (el llamado «caso de necesidad», los supuestos en que se apela a la
«equidad») donde se da existencia de juridicidad, esto es, de perseverancia de la juridicidad
del problema, e imposibilidad de proponer coacción alguna por parte de la autoridad pública.
Por eso es importante rescatar en su integridad lo que hemos denominado presupuestos de la
idea de Derecho, que son ligazones trascendentales de la libertad con estructuras de la finitud,
como el mal, o el lenguaje, o el tiempo. Sin duda, decíamos, uno de esos presupuestos es la
enemistad trascendental (el vínculo de la libertad y el mal) que hace necesaria la coacción, pero
no lo es menos la dimensión de amistad trascendental (el vínculo de la libertad y el lenguaje)
que convierte a la publicidad en forma del derecho. Si la enemistad trascendental exige la configuración de la ley jurídica como ley coactiva, la amistad trascendental habilita la publicidad
como rasgo constitutivo de la legalidad de la coacción en juego. Y ambas son condiciones de
la noción de soberanía estatal. Ahora bien, la decisión de usar la segunda, en la acepción procedimental propuesta en las fórmulas trascendentales del Derecho público, como criterio de
enjuiciamiento de los principios de acción política, abre la posibilidad de inéditas instituciones
de Derecho público, adecuadas a una realidad interestatal en la que, por hipótesis, no es posible
la coacción, pero el punto de partida de las construcciones jurídicas puras tampoco puede ser
sin más «estado de naturaleza», sino precisamente una pluralidad de actores de naturaleza jurídica «pública».
4.3. Pues bien, el camino de la publicidad —y de la efectiva construcción de una esfera pública
cosmopolita— bajo «fórmulas trascendentales del principio del Derecho público» es el método
que propone Kant para localizar los principios de la política pura artífice de una obra institucional como la federación de la paz. Semejante política, que es ciertamente una política de la
23
ZeF, VIII, 367-8, cf. Religion, VI, 34-5.
626
AMISTAD Y ENEMISTAD EN EL CONCEPTO KANTIANO DE LA POLÍTICA
amistad, tiene a su favor, subraya Kant, un elemento real «en la naturaleza humana» demasiado olvidado por el moralismo político de los llamados «realistas», y puede apelar a dicho
elemento como a su fundamento más hondo. En efecto, la posibilidad real de semejante institución (que es la otra cara del deber jurídico-político de trabajar en su construcción) radica
en último término en una disposición grandiosa del hombre al bien, que constituye el contrapunto inextirpable de su malignidad, y que Kant cifra en el «respeto por el Derecho», adormecido acaso pero latente siempre en lo profundo del corazón humano. La afirmación de
semejante disposición como anclaje real de instituciones posibles no tiene nada de ingenuamente filantrópico, ni de melifluamente edificante. En un inesperado y brillante giro de su argumentación, Kant trae como testigo de cargo para probar su existencia no ejemplos positivos
de decisiones políticas promovidas por el respeto al Derecho, sino precisamente los circunloquios y las mentiras en las que se ve forzado a envolverse quien quiere burlarlo. Que semejante
disposición al bien existe en los hombres, y que en ella yace un potentísimo y temible móvil de
sus acciones, se atestigua paradójicamente, argumenta Kant, en la necesidad de mentir, y de
ocultar sus verdaderas máximas hostiles al Derecho, en que se ven los poderosos de la tierra.
Es como si supieran de la inviabilidad de proclamar, en voz alta, algo así como «un derecho
del más fuerte» (es decir, que no hay derecho, sino solo naturaleza) para justificar los crímenes
que de hecho perpetran (los cuales no conocen ni siquiera el límite del «Derecho de Gentes»
allí donde la relación exterior lo es con pueblos sin Estado, en las colonias). Es como si temieran
la formidable resistencia que se levantaría contra ellos por parte de los otros Estados si, al pisotear el derecho de los hombres con los hechos, no se revistieran sin embargo con la autoridad
de su nombre, si no se presentasen incluso como sus paladines. El homenaje de palabra que
aún le rinden, la imposibilidad de ser francos respecto de los principios por los que de hecho
actúan, testimonia su oscuro y astuto saber de la imposibilidad de contener la violencia irresistible (al unirse las fuerzas de los amenazados) que desataría su brutal violencia desnuda de
toda esa legitimación jurídica; un oscuro y astuto saber, en fin, de que es precisamente el prestigio y la autoridad en el corazón humano de esa frágil palabra, que ellos vacían de contenido,
el dique que aún los protege de semejante potencia24.
5. EPÍLOGO. PUBLICIDAD JURÍDICO-POLÍTICA Y COMUNICABILIDAD DEL JUICIO ESTÉTICO PURO.
EL «SENSUS COMMUNIS» COMO PRINCIPIO A PRIORI DE LA AMISTAD TRASCENDENTAL Y APERTURA DE «LO POLÍTICO»
5.1. Sin la forma de la publicidad la ley no es legal, y la coacción exterior que respalda el cumplimiento de su mandato no es la coacción de la ley. La necesidad de la publicidad de las leyes
jurídicas también yace en la naturaleza misma de la Razón jurídica, como Razón finita. Y si,
24
«Dada la malignidad de la naturaleza humana, que se deja ver sin tapujos en la libre relación de los pueblos
(mientras que en el estado legal civil queda muy velada gracias a la coacción del gobierno) es sin embargo
sorprendente que la palabra Derecho todavía no haya podido ser expulsada totalmente de la política de guerra por
pedante […]; pues para justificar un ataque bélico todavía se sigue aduciendo fielmente a Hugo Grocio, Pufendorf,
Vattel, etc. (sin otro papel aquí que el de proporcionar un triste consuelo), aunque su código, formulado filosófica
o diplomáticamente, no tenga legalmente la menor fuerza, ni pueda siquiera tenerla (porque los Estados como
tales no están bajo una coacción exterior común), y aunque no haya un solo ejemplo de que nunca jamás los
argumentos armados con testimonios de tan importantes varones hayan movido a un Estado a desistir de sus
planes. – Este homenaje que todo Estado rinde al concepto de Derecho (por lo menos de palabra) prueba sin
embargo que se encuentra en el hombre una disposición moral, todavía más grandiosa, aunque en este tiempo
adormecida, a domeñar por fin el principio malo en él (que él no puede negar), y a esperar esto también de otros;
pues de lo contrario la palabra Derecho nunca se les vendría a la boca a los Estados que quieren hostilizarse
mutuamente, a no ser meramente para hacer burlas con ella, como aquel príncipe galo, que la explicó diciendo:
“es el privilegio que la naturaleza ha dado al fuerte sobre el débil, el que este deba obedecerle”» (ZeF, VIII, 355).
627
MARÍA JOSÉ CALLEJO HERNANZ
dentro de un planteamiento estrictamente kantiano, se quieren buscar sus fundamentos trascendentales deben rastrearse en la esencialidad del lenguaje a la Razón pura, en lo que Kant
llama en la KrV su discursividad, o también su acroamaticidad, como Razón finita. Esta no
solo consiste en la necesidad de la palabra para estructurar el pensamiento, sino en la necesidad, para que haya en general pensamiento, de que el pensamiento sea comunicado, de que
la palabra que lo designa sea palabra hablada, palabra comunicada de igual a igual. La tesis
de que la comunicación del pensamiento es esencial para que haya pensamiento es el fondo filosófico-trascendental del problema en virtud del cual la publicidad de la ley es esencial a su
existencia como ley. Tanto lo uno como lo otro manifiestan un único hecho: que la racionalidad
de la Razón humana presupone la pluralidad de los hombres y que su peculiar eficacia (constitutiva y regulativa) como poder normativo de realidad y de verdad (teórica y práctica) precisa
para su despliegue del uso libre de la palabra entre ellos25.
La objetividad del conocimiento teórico de las cosas o la publicidad que da objetividad a
las relaciones jurídicas entre las personas manifiestan indirectamente, cada una a su manera,
el ser (en) común de los hombres. Pues bien, como ha enseñado H. Arendt, la indagación kantiana del vínculo de Razón, lenguaje y acción, y por ende del ser-común como tal, adopta en
su punto de llegada la forma de una nueva Crítica, de un relanzamiento de la investigación
trascendental como Crítica del Juicio. No podemos exponer aquí este argumento, pero sí queremos resaltar el resultado más hondo y sorprendente de la fenomenología de la «amistad
trascendental» contenida en esta obra: el ser común de los hombres destella, como sentido
común estético, en el sentimiento de placer puro, desvinculado de toda pretensión de verdad
teórica o práctica, y ligado meramente a contemplación de la forma bella de las cosas del
mundo (ligado en esa medida a la mera reflexión sobre los productos de la naturaleza y el
arte). Esto es precisamente lo que muestra la llamada «Estética» kantiana (vid. por ejemplo los
§§ 9, 21-22, 39-40 de la tercera Crítica): que esa constitución a priori, este esencial «ser-conel-otro», sin el cual no habría objetividad teórica ni práctica, solo puede ser aislado fenomenológicamente (es decir, visibilizado y expuesto como un enigmático principio trascendental) en
el punto cero de la disociación de naturaleza y libertad, como esferas de objetividad. Que solo
es posible hacerlo comparecer si se indaga el factum de la extraña validez común de juicios
estrictamente singulares y carentes de toda objetividad, como son los juicios de belleza. La
25
Los textos de Kant al respecto pueden multiplicarse. Me importa que están también en lugares esenciales de la
filosofía teórica de Kant. Allí colocan la posibilidad del pensamiento, y aun el concepto de la «Razón pura», bajo
condiciones político-institucionales específicas, que anuncian una prioridad de principio de la exterioridad respecto
de la interioridad (prioridad que en la metafísica, por ejemplo, resulta ser la clave de la refutación del idealismo, y
en la antropología un antídoto fundamental contra la locura) y una suerte de anterioridad específica de la constitución jurídico-política, como condición, respecto de los frutos más exquisitos de la libertad, como son la ciencia,
la virtud y el gusto. Nos limitamos aquí a reseñar dos textos decisivos. En el opúsculo ¿Qué significa orientarse en
el pensar? (1786) leemos: «A la libertad de pensar se opone en primer lugar la coacción civil. Ciertamente se dice:
una potestad superior puede quitarnos la libertad de hablar o de escribir, pero en absoluto puede quitarnos la libertad de pensar. Pero ¡sí que pensaríamos mucho, y no sé con qué corrección, si no pensáramos por decirlo así
en comunidad con otros a los que comunicamos nuestros pensamientos y que nos comunican los suyos! Así pues,
bien se puede decir que aquella potestad externa que arrebata a los hombres la libertad de comunicar públicamente
sus pensamientos también les quita la libertad de pensar: la única piedra preciosa que nos queda en medio de
todas las cargas civiles, y el solo talismán por medio del cual puede encontrarse aún remedio a todos los males de
este estado» (VIII, 144). Pero es que, en la Crítica de la Razón pura misma, Kant había escrito: «En todas sus empresas la Razón tiene que someterse a la crítica, y no puede quebrantar mediante prohibiciones la libertad de la
crítica sin dañarse a sí misma y atraer sobre sí una sospecha perjudicial. Ahora bien, nada hay tan importante en
lo que respecta a la utilidad, y nada hay tan sagrado, que tenga derecho a sustraerse a su examen y puesta a prueba
por una exhaustiva investigación que no conoce autoridad de personas. En esta libertad descansa incluso la existencia de la Razón; la suya no es una autoridad dictatorial, sino que su pronunciamiento es, en todo momento, el
acuerdo de ciudadanos libres, cada uno de los cuales ha de poder manifestar sin reserva sus reparos e incluso su
veto» (Crítica de la Razón pura, A 738-9/B 766-7, la cursiva es mía).
628
AMISTAD Y ENEMISTAD EN EL CONCEPTO KANTIANO DE LA POLÍTICA
necesidad de preguntar entonces por la interna relación que vincula el juicio político con el
juicio estético puro, la república con la belleza, no significa ninguna «estetización» de la Política, sino por el contrario la localización de la fuente de esta última en lo más hondo, y lo
más común, de la Razón común26.
5.2. La Crítica del Juicio expone el descubrimiento estrictamente «trascendental» de que la
dimensión subjetivo-regulativa de la Razón misma, que (de acuerdo con las dos primeras Críticas) contiene las máximas o principios de orientación en la contingencia (los pensamientos
que a la razón no le da igual pensar o no, y cuya modalidad epistemológica no es el saber, mas
tampoco la opinión, sino la fe), que toda esa dimensión del sentido (en tanto que distinta de la
cuestión de la verdad), tenía a la base de su posibilidad un principio trascendental desconocido,
vinculado a la mera reflexión sobre la representaciones de las cosas y a una insospechada sensibilidad pura (esta vez no en cuanto intuición pura, sino como «sentimiento de la vida») o
afectabilidad por esa reflexión misma. La humanitas del hombre se hacía valer en la facultad
del juicio reflexivo puro no como propiedad antropológica, sino como momento de la estructura
trascendental de la configuración propiamente moral (ética y jurídica) y propiamente teórica
(científica) de la validez del saber humano. Mas no abriendo esferas nuevas, sino como principio de la «articulabilidad» de iure de naturaleza y libertad en lo empírico, como posibilidad
ahí de acuerdo de lo sensible con las exigencias del concepto, como «conformidad a fin» del
único territorio de aplicación de los principios a priori (teóricos y prácticos) de la razón, y lugar
así de la unidad de la Razón. Tal sentido de la humanitas aflora en la tercera Crítica como dimensión específica de la «heautonomía» del Juicio reflexivo, ligada al ejercicio feliz de la palabra que dice a los otros la belleza de las cosas, y a cierta amistad trascendental (que destella
en esa comunicabilidad del sentimiento) entre seres que quizá no tienen nada en común salvo
el ser destinatarios de derecho de este íntimo enunciado del sentimiento de un placer puro,
en el que Kant cifra la felicidad acorde con la humanidad (KU, § 60).
El pluralismo y la universalidad del enunciado de la belleza de las cosas reúne, en efecto, a
los hombres, en tanto que juzgan con entendimiento y sentidos, en una suerte de comunidad
estética pura, i.e., en una comunidad del sentimiento situada empero en el grado cero de lo
social-sustancial (independiente de clase, nación, cultura, etc.): del sentimiento, a saber, como
26
En este sentido, no me parecen justas las críticas de Wellmer a la tesis principal de H. Arendt, según la cual la
cuestión de lo político en Kant se debe localizar en la Crítica del Juicio estético, pero tampoco las más matizadas
de Volker Gerhardt. Es verdad que, en los fragmentos conservados, Arendt parece descuidar los textos de Kant
que recogen explícitamente su comprensión de la política (por ejemplo, la teoría de la política expuesta en ZeF),
como si las claves jurídico-morales de los mismos planteasen, presuntamente, un horizonte inadecuado, el de la
Razón pura práctica (el orden de la voluntad, en último término) y no el del Juicio, para localizar la facultad de
lo político, cuando ciertamente solo los principios de aquella suministran para Kant, como hemos visto, el horizonte mismo del problema. Pero no es menos cierto que precisamente el principio del Juicio reflexionante, localizado en la indagación trascendental del gusto, aporta la determinabilidad del sustrato suprasensible de la
naturaleza y en esa medida la deducción trascendental de la realizabilidad de principio de los fines inteligibles
de la libertad en el espacio sensible de los fenómenos (KU, § IX). Semejantes fines, las obras de la libertad, son
en efecto esas instituciones republicanas que el político moral ha de construir en la naturaleza e historia humanas,
y perfeccionar poco a poco, y son en todo caso esas cosas comunes sobre las que han de poder juzgar y discutir
racionalmente los hombres (aunque sobre ellas no quepa hacer demostraciones matemáticas). Ahora bien, el
lugar de semejante construcción y enjuiciamiento no es una nueva esfera de leyes a priori, sino el territorio irreductiblemente empírico de la «aplicación» de las leyes a priori de la naturaleza y de la libertad: la naturaleza materialiter spectata. Su aptitud para acoger las estructuras del concepto y de la razón (el idealismo de la finalidad
de la naturaleza y el arte) ha quedado expuesta precisamente en la analítica de la belleza, y esa es toda la función
de la Estética de la KU. Ahora bien, sobre la tierra de semejante acuerdo trascendental (en el que la Razón pura
práctica toma interés, según se anuncia en el § 22 y se explica en el § 42) se levanta entonces, expresamente, la
tarea política de ensamblar lo racional-moral y lo sensible-teórico, lo a priori y lo empírico, en un mundo propiamente humano, sostenido en las aludidas instituciones del derecho público. La política (que no en vano, como
dijera Aristóteles, es «arquitectónica») se revela en ello como el exponente sistemático de la unidad de la Razón.
629
MARÍA JOSÉ CALLEJO HERNANZ
efecto inmediato en el ánimo de cada cual de las operaciones puras de la reflexión, y aptitud
en esa medida para mundo común y espacio público. Así entendido, y este es el punto que nos
interesaba destacar, el sentido común nombra incluso la fuente del principio trascendental
del Derecho (de la política de la amistad que promueve) y contiene la promesa del iuspublicismo cosmopolita. Por eso, creo que Schmitt acierta en su escrito sobre el Parlamentarismo
cuando habla de «fe política» y señala que Kant fue la expresión de la «fe política» de su época:
si Kant ha tematizado como nadie, en efecto, «la fe en el progreso de la publicidad y en la capacidad del público de −indefectiblemente− ilustrarse a sí mismo, en cuanto dispone de libertad para ello», es porque ha sido capaz de fundar esa fe no meramente en una antropología
sino en una ontología fundamental, en una determinación de la humanidad del hombre, como
ligazón trascendental de las palabras a las cosas y a los otros, y de fundar en semejante estructura de la humanitas la exigencia jurídica de la Ilustración y el criterio de lo político acorde
con ella.
630
Descargar