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Nueva antologia de la novela negra

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ANTOLOGÍA
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INTRODUCCIÓN
Roberto Herrera Gallardo
No hay sensación más humana y natural que el miedo y no
hay miedo más arcaico que el temor a lo desconocido.
H. P. Lovecraft
El término «novela negra» es un concepto demasiado metafórico, al
fin y al cabo literario, que se ha usado indistintamente para referirse
a todas aquellas manifestaciones narrativas, no necesariamente
novelas, cuyo motivo que las sustenta —el hilo tensionante de la
narración—, es el suspenso (en su connotación inglesa, suspense,
«expectación impaciente y ansiosa por el desarrollo de un suceso,
especialmente de un relato»), y todos aquellos elementos temáticos
que lo provocan o, cuando menos, lo sugieren.
Así, en un primer intento amplio de definición, diremos que
por Novela Negra entenderemos toda aquella modalidad temática
vinculada a la literatura de suspenso (terror, horror y misterio)
cuyos matices estéticos apuntan hacia lo grotesco, lo macabro, lo
escabroso y lo violento.
El estado de suspenso, permite que esta especie de
subgénero temático, predominantemente épico—narrativo, se
asocie por extensión con los relatos fantásticos y sobrenaturales
denominados de terror o con aquellos que entrañan elementos
horríficos de la realidad cotidiana llamados de horror, así como los
también llamados de misterio (detectivescos, policíacos o del bajo
mundo del crimen, aludiendo nominalmente a la revista
norteamericana de relatos policíacos de los años cuarenta, Black
Mask, o a la francesa Serie Noir de la editorial Gallimard),
caracterizados por intrigas, crímenes y otros hechos de sangre,
cuyas conjeturas retan al ingenio, la racionalidad y la fe, llevando al
lector a sensaciones extremas de vértigo o de confusión que
encuentran en la intriga y el miedo un estado psicosensorial
dominante.
La catarsis del miedo (que a la vez implica duda,
incertidumbre, angustia e incluso asco y repulsión) es pues, el fin
último de las intenciones y los efectismos narrativos que toda buena
novela negra, o más bien dicho, que todo buen escritor de este
género provoca o intenta provocar con su creación.
Sin embargo, el problema fundamental de la novela negra,
al igual que el de la novela de ciencia—ficción, no radica en lo que
por ella podamos o no entender, sino en el poco o casi nulo estudio
serio que como fenómeno literario y comercial, se ha hecho al
respecto hasta nuestros días.
Muchos críticos literarios, en un afectado afán de ortodoxia
canónica, no reconocen en la novela negra un subgénero temático
dentro de la narrativa contemporánea y, otros, los más benévolos,
mantienen hacia ella una postura en extremo conservadora muy
parecida a la asumida por los hombres de letras de los siglos XVII y
XVIII que, afectados por la poética racionalista de Böileau, apenas
consideraban a la comedia en función de su «hermana mayor», la
tragedia, un «género chico» dentro de la dramática. El tiempo, sin
embargo, le daría la razón a Molière.
Actualmente y no sabemos si afortunadamente, en el
mercado editorial hay muchas más novelas «negras», y muchos más
autores y lectores dispuestos a escribir y leer novelas negras, que
sesudos tratados de crítica sobre la materia. Lo cual hace de estas
narraciones un fenómeno literario, hasta cierto punto «salvaje»,
poco explorado y plenamente vivo que aún y sin estar sujeto al
museo de la literatura, se construye y reconstruye día a día como,
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en su momento, lo hicieron en los albores de la Edad Media las
lenguas neolatinas a partir de la agonía del latín.
Veremos así, atendiendo a una visión amplia e incluyente,
bajo el nombre de novela negra, tanto novelas o relatos vinculados
a lo fantástico (novelas góticas, de terror, leyendas, mitos antiguos
refundidos y reinterpretados modernamente bajo la forma de
fenómenos paranormales que se salen de lo lógicamente
explicable), como novelas y relatos de temas oscuros y mórbidos
que entrañan un misterio enigmático y una intriga de suspenso
(novela policíaca, detectivesca, de aventuras, del bajo mundo
criminal o de horror psicológico).
Así, explicar el impacto social y cultural de la producción
literaria denominada de manera genérica como «novela negra»,
desde la misma literatura, no es fácil ya que para un grupo se
constriñe meramente a lo fantástico y para otro, exclusivamente a
lo policial.
El espíritu de esta antología no es optar por una u otra
interpretación sino ofrecer una visión lo bastantemente incluyente
que permita al lector contemplar el género en su más amplia
acepción.
Actualmente el interés por este tipo de literatura ha crecido
más, en el imaginario colectivo de nuestra sociedad posmoderna,
por la influencia cultural del cine, la nota roja periodística y el cómic,
que como resultado de un proceso de desarrollo con antecedentes
bien definidos dentro de la literatura, propiamente dicha.
Por ejemplo, en México, hasta los ochenta, y muy
especialmente en nuestro ámbito literario local, a partir de los
noventa, se había escrito muy poco sobre este tipo de literatura.
Curiosamente, lo poco escrito que existe no procede, en su
mayor parte, de los círculos literarios y académicos tradicionales,
sino del underground contracultural, donde algunos adeptos han
divulgado, aunque sin mucho éxito, sus impresiones sobre el género
en publicaciones de autor casi caseras, producto de pequeños
colectivos de lectores y escritores, la mayoría de ellos jóvenes
amantes del cómic y la música alternativa vinculada a una estética
gótica y oscura (a la ciencia—ficción, al llamado «neopoliciaco
mexicano» de Paco Ignacio Taibo II, a la literatura necronómica de
Lovecraft o al horror «extremo» de Stephen King y los guiones
cinematográficos del cine gore o pulp de las últimas tres décadas
inspirados en el cómic negro de Frank Miller, Warren Ellis y otros
dibujantes y argumentistas).
Tomando en cuenta esta implícita dificultad, al presente
curso no lo mueve la fija idea de «teorizar» sobre la novela negra, ni
mucho menos, el establecimiento de un combate bizantino de
definiciones librescas en pro de que al género le sea reconocido su
existencia como tal.
La intención del mismo, es quizás mucho más modesta: que
el alumno lea y relea algunos relatos del género y que con sus
propias armas teóricas y metodológicas de crítica y percepciones,
pueda llegar, o cuando menos, aproximarse a una interpretación
singular y personal de lo que por el tema conciba o llegue a
concebir. Afortunadamente cualquier intento entraña ya una
posibilidad.
La catarsis del miedo es sin duda el «gancho» de interés que
las novelas negras ejercen sobre sus lectores, lo que nos subyuga,
seduciéndonos. Pero ¿Dónde radica el placer que el miedo ejerce
sobre nosotros? ¿En qué parte de nuestra capacidad sensorial y
sensible se encuentra ese filamento incitante y excitante que nos
cautiva y colapsa haciéndonos amantes morbosos, casi obscenos,
del suspenso calculado provocado por ese tipo de emociones
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extremas? La respuesta a estas cuestiones podría ser más simple de
lo que se pudiera pensarse si se recurriera a la fisiología o a la
psicología clínica utilizada por los sensoriólogos. Todo se reduciría a
una cosa: la estimulación por vía de emisiones calculadas de
adrenalina que, bajo ciertas circunstancias conscientes, pueden
resultar placenteras al ser humano en el cumplimiento efímero de
una vieja aspiración también efímera y humana, tener control y
dominio pleno de nuestras emociones al límite, por más difíciles que
éstas sean de controlar. En otras palabras, poner orden dentro del
caos sensorial hacia lo desconocido, que no dominamos, y que es lo
que verdaderamente nos aterra, como diría el viejo Lovecraft.
Quizás esta explicación nos sirva para explicar algún tipo de
miedo light, mismo que radica en el gusto de algunos y algunas a
someterse voluntariamente a experiencias «aterradoras»: caminar a
oscuras por los estrechos y oxidados pasillos de las «casas del
terror» en las ferias (con monstruos de utilería y toda una inocente
parafernalia de látex más grotesca que terrorífica) o quizás, ver
alguna película de terror como El exorcista, con las nuevas escenas,
al lado de una novia empalagosa y gritona, en una sala
cinematográfica semivacía un lunes en la última función..
Sin embargo, yo no quisiera seguir esta ruta de explicación
del miedo calculado, del miedo con olor y sabor a «palomitas» y
«pon—pons», de aquél por el que se paga un boleto, sino de aquél
otro que no buscamos, que no esperamos y que no queremos,
aquél que produce la confusión sensorial y sensible que prescinde
de falsos y rebuscados clichés góticos para asustar.
Digámoslo así, el miedo real y absoluto que anida en los
parámetros de la cotidianeidad, en torno a nosotros, y que no
podemos manipular ni provocar. El miedo en su estado natural: esa
sensación básica y súbita que nos confunde atemorizándonos de
verdad y que radica en el parámetro ficcional de las grandes novelas
negras.
En esta antología, el lector podrá encontrar un desfile de
autores y relatos que nos hablan por sí mismos de la evolución de
un género aparentemente «nuevo» pero que, en realidad, está
ligado a las más antiguas tradiciones literarias de las letras
universales.
Edgar Allan Poe, Guy de Maupassant, Teophile Gautier, H. P.
Lovecraft, Arthur Conan Doyle, Ryonosuke Akutagawa, Horacio
Quiroga y W. W. Jacobs, Pedro Zarraluki y Alda Teodorani, son
solamente algunos de los autores que la componen y sus filiaciones
literarias van del romanticismo más siniestro también llamado
«gótico», hasta las tendencias actuales del género policial: el gore
(del inglés «sangre coagulada») de los setenta y ochenta y el pulp
(del inglés «aplastar, hacer papilla») de los noventa.
Movimientos estéticos éstos, que son la síntesis
hiperviolenta y sangrienta del horror extremo, inspirado por el cine
de Alfred Hitchcock (Psycho y The Birds), Dario Argento
(Pandemonium), Francis Ford Coppola (Apocalypsis Now), Oliver
Stone (Natural Born Killers), Quentin Tarantino (Pulp Fiction y
Reservoirs Dogs), Jan Kounen (Dobermann) y Robert Rodríguez (Sin
City) entre otros, y que, con su influencia en la creación literaria,
han generado otro concepto negro de novela, denominado novela
roja; pasando, a su vez por los relatos de misterio del siglo XIX, del
solitario e infalible August Dupin de Poe (Los crímenes de la calle
Morgue), al opiómano y trágico Sherlock Holmes de Conan Doyle
(El perro de los Baskerville y La banda moteada), hasta llegar al siglo
XX, de la saga novelística de Agatha Christie sobre el detective
Hércules Poirot, los relatos negros de Dashiell Hammet, P. D .
James, Patricia Highsmith y las novelas de Thomas Harris sobre el
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culto y enigmático psiquiatra sibarita y caníbal Hannibal Lecter (The
silence of the Lambs y Hannibal), a las cuales se les denomina
también thrillers (del inglés thrill «estremecimiento, temblor»).
Llegando, finalmente, al horror maravilloso y esperpéntico de los
autores afiliados al realismo mágico y tremendista del mundo
ibérico.
Vampiros, fantasmas, espectros, monstruos terribles hijos
de la aberración científica o moral (algunos seres primigenios de
origen extraterrestre), posesos y locos atormentados que combaten
con sus demonios interiores, malévolas criaturas de la noche y el
sueño, animales grotescos y nauseabundos, mansiones, objetos y
páramos embrujados y letales asesinos demenciales autores de los
crímenes más espeluznantes y obscenos, son algunos de los
inquilinos que habitan estas páginas al acecho.
Pero no hay que temerles, todos son hijos del morboso
placer del miedo anidado en la mente humana y sus extravíos, un
poco goyescos, por aquello de que los sueños de la razón producen
monstruos, pero a la vez, tan humanos y propios a ti y a mí, como el
miedo a la noche, o a un espeluznante alarido en tu casa mientras
duermes y todos duermen, o cuando menos eso intentas
desesperadamente creer.
Para concluir, esta introducción no podría estar completa si
no se hiciera referencia algunos de los libros que fueron
fundamentales para la organización de esta antología, así como para
orientar algunos de los criterios de crítica y de comentario de los
compiladores.
Se recomienda primeramente leer la Introducción a la
literatura fantástica de Tzvetan Todorov; la Antología de la literatura
fantástica de Adolfo Bioy Cásares, Silvina Ocampo y Jorge Luis
Borges; los dos volúmenes de Cuentos fantásticos del siglo XIX,
compilados y comentados por Italo Calvino; la antología, Cuentos de
terror, de Fernando Valls editada por Grijalbo y que reúne a varios
autores contemporáneos españoles; de la misma casa editorial,
Escalofríos de Douglas E. Winter, que aglutina algunos de los relatos
de los jóvenes maestros del terror y el horror en los Estados Unidos
posteriores a Lovecraft, como Stephen King, Clive Barker, Paul Hazel
y M. John Harrison; también de Grijalbo, la Antología del horror y el
misterio de Tomás Doreste en cuatro tomos que yo considero
imprescindible; Horror: lo mejor del terror contemporáneo,
antología de Charles L. Grant, con lo mejor del género en
Norteamérica en los ochenta; en Porrúa, la Antología de cuentos de
misterio y terror de Ilán Stavans; y una reciente antología en
coedición Grijalbo—Mondadori, Juventud caníbal, con los relatos de
«horror extremo» (el llamado pulp) de los escritores italianos de la
denominada por Douglas Coupland, generación X, altamente
influidos por los guiones cinematográficos de Quentin Tarantino;
además de un sinnúmero de antologías menores sobre literatura
fantástica, de horror y de misterio (en gran medida del género
policiaco y de espionaje), principalmente dirigidas a jóvenes, que se
encuentran en el mercado editorial de nuestro país.
Como curiosidades, es recomendable leer en inglés
o en sus muy contadas traducciones españolas, los relatos de la
revista Twilight Zone (Dimensión Desconocida), editada por T. E. D.
Klein en Estados Unidos; la colección de novelas de Patricia
Highsmith y P. D. James que inspiraron algunas películas Alfred
Hitchcock y los capítulos de sus series de televisión de los años
sesenta y setenta; dentro del mismo paralelo literario cito la
colección de relatos policiacos Sangre Fría, compilada por Peter
Sellers que reúne además de él a otros escritores norteamericanos y
británicos (Tony Aspler, Ted Wood, Anthony Hand, James Powel,
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Edward D. Hoch, Sara Woods, Alexander Law, Tim Heald y Sara
Plews).
Mención aparte merecen las novelas negras
mexicanas editadas por las editoriales Roca, Planeta, Joaquín
Mortiz, Grijalbo y Nueva Imagen, dentro del género policiaco, con
autores como Paco Ignacio Taibo II (sobre todo su saga novelística
sobre el mexicanísimo y tragicómico detective Héctor Belascoarán
Shayne), Rosaura Salcedo Saleme (La prima Daniela) y Guillermo
Zambrano (Los crímenes del paraíso), entre otros.
Destaco en Jalisco, dentro del género gótico del terror a
Alfonso López Rodríguez que en 1993 publicó en edición de autor su
novela Horacio: la logia del vampiro, cuya historia nos habla de la
existencia de una fraternidad vampírica tapatía relacionada con una
serie de extraños crímenes ocurridos en la Barranca de Huentitán,
esta novela, ambientada en la Guadalajara de finales de los sesenta
y principios de los setenta, utiliza toda la parafernalia vampiresca y
a go—go de la época; también de Guadalajara, el joven escritor Luis
G. Abaddie con sus interesantes textos El grito de la máscara y El
último relato de Ambrose Bierce, inspirado en la misteriosa
desaparición de este mítico escritor norteamericano de relatos
macabros ocurrida en nuestro país durante la época de la
Revolución Mexicana (el mismo personaje que recrea Carlos
Fuentes en Gringo Viejo) y también muy loable resulta su estudio
sobre el Necronomicón y sus implicaciones dentro de la obra de
Lovecraft.
Cambiando de rumbos resulta interesante la colección
«Novela Roja» (Carne fresca, Manual de perdedores, Arena en los
zapatos, entre otras), del grupo editorial catalán Zeta (hoy Ediciones
B), dedicada a jóvenes escritores que incursionan dentro del gore y
del pulp en distintos países como España, Chile, Argentina, Japón,
Gran Bretaña y Francia, como Juan Sasturain, Masako Togawa,
Joseph N. Gores, Miguel Agustini, Bill Pronzini, Samuel Fuller, Ed
McBein, Margaret Miller, entre otros, a los cuales hay que seguir
muy de cerca.
Para nuestros fines, no sobran ni estorban las
curiosidades bibliográficas: libros de nota roja periodística, crímenes
y asesinos célebres, bestiarios, diccionarios de símbolos, mitología,
demonología, vampirología y fenómenos paranormales, cuyos
objetos de estudio, más allá de su seudocientificismo, nutren la
vitalidad temática de esta literatura. Al respecto destaca la
colección Nota Roja en México de los años 30’s, 40’s, 50’s, 60’s y
70’s, publicada por Diana entre 1990 y 1995; Crímenes
espeluznantes, del periodista y penalista David García Salinas en
editorial La Prensa; el libro de estrambótico título, Los
narcosatánicos de Matamoros y otros crímenes espeluznantes, de
Tomás Doreste; Jack el Destripador de Collin Wilson; La familia
satánica de Charles Manson y El libro del demonio y los exorcistas
del escritor argentino Alejandro Vignati, en Posada; El libro
completo de los vampiros de Nigel Manson; la Biblia de lo
paranormal de John Godwin, Este mundo desconcertante; de la
Oxford Press y en inglés, la Enyclopedia of Withchcraft and
Demonology, toda una joya bibliográfica para los amantes del
ocultismo; entre muchos textos que, amen de ser interesantes,
pueden servirnos de referentes aleatorios dentro de la
interpretación.
El mundo de la novela negra es, como puede
apreciarse hasta aquí, denso, amplio y ambiguo. Por ello no podría
ser contemplado desde una y simple visión reduccionista, ya que es
mucho más fácil apreciar sus efectos que sus causas.
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Es una literatura ligada al placer del miedo, del espanto y
del misterio morboso sobre un mundo de sombras que nos seduce y
ataca en los momentos de mayor incertidumbre, haciéndonos
partícipes de lo macabro en sus más variadas formas.
Su difusión y desarrollo en el último siglo, ha tenido grandes
aliados tecnológicos como ya se ha dicho antes, especialmente el
cine, desde el Nosferatu del maestro del expresionismo alemán,
Morneau (1922); pasando por las maravillosas interpretaciones de
los monstruos del star system de Hollywood en los años treinta,
cuarenta y cincuenta, la momia y el monstruo de Frankenstein
encarnados por Boris Karloff, Drácula por Bela Lugosi, y el fantasma
de la opera y el hombre lobo por Lon Chaney, padre e hijo,
respectivamente.
Monstruos con los que crecimos y que fueron creando
desde el siniestro y nostálgico blanco y negro de la pantalla, desde
el inocente y rebuscado arte del maquillaje, un imaginario colectivo
común del terror, que hoy se continúa a través de la renovada visión
de las nuevas y millonarias versiones cinematográficas (el
Frankenstein de Brannagh y el Drácula de Coppola), las series de
televisión, la creciente industria del best seller, donde basta citar un
nombre: Stephen King, legítimo heredero literario de Poe y
Lovecraft en Norteamérica, quien, según el prestigiosos semanario
neoyorkino, Books & Arts, es el escritor en lengua inglesa más leído
de la segunda mitad del siglo XX (por encima incluso de monstruos
editoriales como Ray Bradbury, Isaac Asimov, Irving Wallace,
Truman Capote, Carl Sagan y Howard Fast), con más de 60 millones
de libros vendidos, muchos de los cuales han sido llevadas al cine,
citemos solamente The Shinnig (El resplandor), cinta ya clásica del
terror, que coronó la carrera como director de Stanley Kubrick y le
confirió el primer oscar en su carrera al actor Jack Nicholson.
Así, este encanto e interés colectivo por un género
anteriormente cuestionado e incluso negado por los altos círculos
académicos y la crítica, escenifica el más importante fenómeno de
revalorización literaria de principios del siglo XXI.
El deseo de quienes hemos compilado la presente antología
es que con su lectura, el estudioso del tema, por más neófito que
sea, encuentre motivos de satisfacción literaria que lo hagan
compartir nuestro optimismo e interés.
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I. TERROR
INTRODUCCIÓN
Encarni López Gonzálvez
Tal como ya se tuvo en cuenta en la introducción a esta antología, el
término «novela negra» es muy amplio, diverso y, sobre todo,
ambiguo; siempre pertinente a los híbridos, haciendo muy difícil
una definición completa y clara que abarque una serie de textos sin
que deje de lado otros de temática y tratamiento similar.
Se ha enfocado el tema desde la perspectiva de la
ambigüedad y el efecto que esta provoca en el lector mediante la
identificación catártica del personaje (Todorov), del sentimiento que
se deslinda del mismo texto (división tradicional del gótico: gótico
temprano — terror vs. gótico tardío — horror; entendiendo terror
como el temor ocasionado por laberintos y pasadizos físicos en los
que transcurre la acción del texto, siendo por ello un temor más
colectivo, más social culturalmente y siempre aunado al
«sentimiento de lo sublime»; y horror como el temor ahora
ocasionado a partir de un proceso de interiorización del mismo,
haciendo que los laberintos, escenografías... no estén presentes en
el texto y provocando con ello un temor más profundo, inconsciente
y, por tanto, individual), y en definitiva un sinfín de perspectivas
(casi tantas como textos) todas bien fundamentadas y
argumentadas que, en cambio, en muchas de las ocasiones se
contradicen entre sí.
Si esto no fuera suficiente, tenemos que añadir el gran
aporte del cine, con otros tratamientos y desarrollos del tema y de
los géneros, tan diferentes en muchas ocasiones a los tradicionales
literarios; o, cómo no, el desarrollo del cómic y la novela gráfica,
cargada de un lenguaje visual que aborda, de igual modo, los
mismos temas y en ocasiones los mismos textos (como la
adaptación de Carmilla de Roy Thomas en el guión y en las
ilustraciones Rafa Fonténiz e Isaac del Rivero, o la versión más
reciente de Gustavo López).
Sabiendo de antemano que nos enfrentamos a un universo
retorcido y caótico de textos (tanto teóricos como de ficción),
fusionados, puros, vivos en definitiva, hemos optado por ofrecer
unas pequeñas definiciones que si no concluyentes, al menos sí
aclaratorias con respecto a cada uno de los géneros a partir de los
que se manifiesta la novela negra. Por esta razón, y debido al
impacto del cine no solo en la literatura, sino en el arte y en las
distintas manifestaciones culturales del mismo, partiremos de una
división de los géneros más cercana al tratamiento que hace el texto
cinematográfico de los mismos, pues es indudable afirmar que, si en
un principio fue la literatura un elemento importante en el
desarrollo del séptimo arte (en cuanto a argumentos, historias,
escenarios, tratamiento de temas...), hoy en día es innegable que ha
ocurrido un proceso inverso: el cine, con toda su magnificencia de
lenguaje visual y globalizador —en el mejor de los sentidos de la
palabra—, es el que en cierto sentido marca la pauta del desarrollo
o tratamiento de algunos géneros o a la hora de construcciones de
personajes, escenarios o, al más puro estilo de Madame Bovary, de
vidas o anhelos de las mismas.
Si, tal como ya se ha afirmado, la novela negra será aquella
que trabaje la incertidumbre (suspense), entendiendo por esta
aquella que provoca miedo, rechazo, ansiedad, angustia..., las
distintas formas de manejarla corresponderán a los distintos
géneros de la misma: terror, horror y misterio o policial.
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De esta forma, el terror sería el género que maneja la
incertidumbre—temor utilizando para ello toda una serie de
«criaturas», imaginarios mitológicos, leyendas o folklore. No es
extraño entonces que muchos autores que han adoptado esta
perspectiva hayan llegado a afirmar que el terror está emparentado
con lo rural, con lo más primitivo, en el sentido de este inmenso y
rico imaginario de tradiciones populares con suerte tan vivo en las
zonas poco industrializadas.
En el género del terror, por tanto, encontraremos las
leyendas populares, los monstruos, frankensteins, vampiros, brujas,
alienígenas... Son en general aquellas historias en las que aparece
siempre un personaje fantástico.
En este sentido, dentro de la literatura de terror tenemos en
un primer momento aquellos textos con fuerte tradición popular,
incluso aquellos que no son fantásticos completamente, sino de
índole maravillosa, como las hagiografías o las mismas crónicas de
Indias. Estos textos si bien no son «aterradores» en sí mismos, sí
utilizan muchos de los ingredientes de este terror que estamos
tratando de definir, sobre todo esta carga de tradición popular de la
que hablábamos. Por ellos, las tradiciones orales o leyendas
populares cobran gran importancia en el terror, siendo en muchas
ocasiones base fundamental para el desarrollo del tema. El ejemplo
más claro de esto lo encontramos en el vampiro mismo, una
criatura nacida del imaginario popular.
Los primeros textos considerados completamente en esta
concepción del terror son, indudablemente, los góticos, sobre todo
aquel gótico temprano inaugurado por Horace Walpole y su Castillo
de Otranto allá por 1764, cuyo final la crítica tradicionalmente ha
marcado alrededor de 1824 con la publicación de Melmoth el
errabundo de Robert Maturin. Digo tradicionalmente porque no
todas las tendencias de la crítica opinan que el gótico se agotase y
luego surgiese un «neo—gótico», sino que siempre estuvo vivo,
publicándose obras constantemente y adaptándose continuamente
a las circunstancias sociopolíticas o contextuales que les ha tocado
vivir. Es por ello que no sería exagerado llegar a afirmar que el
gótico, de todos los géneros o tratamientos de temas, es uno de los
más ricos y continuos de la tradición literaria pues no han cesado de
aparecer textos desde su inauguración oficial en 1764.
Claro, no todos los textos góticos pertenecen claramente al
género del terror. Por eso más arriba se señaló que era este «gótico
temprano» fundamentalmente el que se movía claramente y sin
ambigüedades por la espera del terror. Sin embargo, no ocurre lo
mismo con el gótico sureño, por ejemplo, tradicional de Estados
Unidos e inaugurado, con un margen de treinta años al inglés, en
1796 con Wieland de Charles Brockden Brown.
Una de las características principales del gótico
estadounidense ha sido siempre la ambigüedad. Precisamente el
manejo de esta ambigüedad y la ansiedad creada a partir de
elementos cotidianos y no mediante la intrusión de cualquier
elemento fantástico—maravilloso (como trabaja el terror,
generalmente), el desarrollo de las acciones en sociedades si no
nuevas (las puritanas estadounidenses), urbanas o modernas, al
menos con este concepto de nueva sociedad burguesa que se hace
a sí misma, tan presente en los nuevos pobladores americanos,
hacen que este tipo de textos se desarrollen fundamentalmente
mediante el horror, no el terror. Por eso hay que tener en cuenta
que los límites establecidos entre los géneros de la novela negra son
flexibles y en la mayoría de ocasiones intermitentes, haciendo que
un texto de misma temática y de índole similar, en un caso se
mueva en el terror pero en otro en el horror. Otro ejemplo más
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claro de esto son los textos de Edgar A. Poe, considerado maestro
del horror, aun cuando por definición siempre ha sido uno de los
padres del gótico sureño; o Truman Capote, que a partir del manejo
de atmósferas y sin que realmente ocurra nada excepcional logra
despertar la ansiedad en el lector.
Algo similar ocurre con la novela británica Frankenstein o el
moderno Prometeo de Mary Shelley, que a pesar de aparentemente
pertenecer al terror, también lo hace al género de ciencia ficción y,
por tanto al horror, resultando con ello un texto que maneja
libremente y de manera majestuosa ambos géneros.
Teniendo en cuenta todo lo anterior, especialmente lo dicho
en cuanto al manejo de textos góticos y al concepto de continuidad
en la tradición gótica, no tiene sentido hablar de «neo—gótico»
(refiriéndonos al boom comercial fundamentalmente que se da en
la tradición en los ochenta aproximadamente), pues realmente
nunca ha dejado de existir. Si bien es cierto que es una
reelaboración de temas y estructuras, relacionados con lo
contextual (entiéndase con ello el «nuevo» modo de ver la vida, de
entender la relación entre el individuo y el universo, el individuo y la
divinidad, los temores y ansiedades de la época…), que obligan a la
tradición a renovarse o a adaptarse a las nuevas circunstancias.
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JOHAN WOLFGANG GOETHE (1749-1832)
Poeta, dramaturgo y filósofo alemán, considerado a la altura de los
grandes talentos del Renacimiento. No sólo se dedicó a las letras,
sus estudios científicos son de gran valor. Admirado en su tiempo, el
mismo Napoleón en 1808, emocionado al verle, exclamó: Voilá un
homme. En su larga vida ocupó diversos cargos públicos en la corte
Weimar, donde incluso fue ministro de minas y administrador de
finanzas. En su producción literaria destaca Fausto, su obra maestra,
que se ve completada por las novelas Werther, Los años de
aprendizaje de Wilhelm Meister, las afinidades electivas, y sus obras
de teatro: Ifigenia, Egmont y Tasso.
La novia de Corinto (1797), traducción incluida en Bernardo
Ruiz, «La pasión del vampiro», Casa del Tiempo, UAM, Vol. XIV,
Época II, N° 70-71, diciembre 97-enero 98, pp. 10-15. No especifica
de quién es traducción.
LA NOVIA DE CORINTO
Provenía de Atenas un joven
que llegó a Corinto, donde nadie lo conocía.
Contaba él con la amable recepción de uno de sus habitantes:
sus padres estaban unidos por la hospitalidad,
y habían convenido, mucho tiempo atrás,
el matrimonio de una y otro:
su hija y su hijo.
Pero, ¿sería bienvenido aún
si no compra con cariño este favor?
Él es todavía pagano, como los suyos;
pero ellos ya son cristianos y se han bautizado.
Cuando nace una nueva fe,
el amor y la fe jurada, frecuentemente,
se destruyen como una mala yerba.
Ya la casa entera reposa;
padre e hijas; sólo la vigilia es de la madre;
que recibe con diligencia al huésped:
de inmediato lo conduce a la habitación más bella.
Previniendo sus deseos,
le presenta los vinos y manjares más preciados.
Tras atenderlo, ella le desea una buena noche.
Pese al buen alimento servido,
él no siente deseo alguno de alimentarse;
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la fatiga lo hace rechazar manjares y bebida.
y gustaremos juntos los goces divinos.»
Y, vestido, se recuesta en el lecho.
Casi duerme
Cuando un huésped extraño
se introduce en la recámara
por la puerta abierta.
«Quédate lejos de mí, buen hombre, deténte.
Yo no estoy consagrada a la alegría.
El último paso, ay, fue dado
por mi querida madre: vencida por la enfermedad,
ella hizo al mejorar el juramento
de que mi juventud y mi cuerpo
serían ofrecidos, de inmediato, al servicio del cielo.
Y apenas el brillante cortejo de los antiguos dioses
partió, la casa quedó en silencio.
Ya no se adora más que a un solo Dios
invisible en el cielo, Salvador sobre la cruz;
a quien nadie aquí le ofrece en sacrificio
toros o corderos
sino víctimas humanas en cantidad infinita.»
Al resplandor de la lámpara ve avanzar
por el cuarto a una joven silenciosa y púdica,
cubierta de un velo y un vestido blancos;
un lazo negro y oro ciñe la frente.
Cuando ella lo percibe
se azora y estremece
y alza blanca su mano.
«¿Soy, entonces —clama ella—, tan extraña en mi propia casa
que para nada me avisan la presencia de un huésped?
Es así, ay, que se me tiene encerrada en mi celdilla,
y que mientras, aquí, se me cubre de vergüenza.
Pero sigue reposando en tu lecho,
me alejaré con la rapidez con que vine.»
«Quédate, bella joven», grita él
levantándose con precipitación.
«He aquí los dones de Ceres, he aquí los de Baco,
y he aquí, querida niña, que tú traes el amor.
¡Estás pálida de miedo!
Ven, querida, joven ven
Y él le pregunta y reflexiona todas sus palabras;
ninguna escapa a su espíritu.
«¿Será posible que en esta callada habitación
frente a mí esté mi novia bien amada?
¡Sé mía entonces!
Los juramentos de nuestros padres
nos valieron ya la bendición del Cielo.»
«No soy yo quien te está destinada, buen hombre;
se reservó para ti a mi más joven hermana.
Cuando en mi celdilla silenciosa sea librada a mis tormentos,
en sus brazos, piensa en mí;
en mí que no pienso sino en ti,
12
que me consumo de amor
y que, pronto, me iré a esconder bajo la tierra.»
quien, como ella, la vacía de un solo trago, golosamente.
Y durante esa comida silenciosa, él le solicita su amor.
«No, lo juro por esta flama
que desde ahora Himeneo hace brillar por nosotros:
tú no estás perdida, ni para mí ni para el placer,
y tú me acompañarás a la casa de mi padre:
bien amada, quédate aquí;
celebra conmigo, en este mismo instante
aunque inesperado, nuestro festín nupcial.»
Su pobre corazón, ay, estaba enfermo de amor.
Pero ella se resiste
a toda súplica
hasta que él se echa a llorar en la cama.
Entonces intercambiaron los gajes de la fidelidad:
ella le tiende una cadena de oro
y él desea ofrecerle una copa de plata,
de arte incomparable.
«¡Esta copa no es para mí;
pero te pido
me regales un rizo de tus cabellos!»
En ese momento suena la hora lúgubre de los espíritus,
y entonces, solamente, la joven parece a gusto.
Ávidamente, de sus labios pálidos; ella bebió
el vino de un rojo sombrío como la sangre.
Pero del pan de trigo
que él le ofreció amablemente,
no tomó la menor migaja.
Y viene ella y se tiende cerca de él.
«¡Ay, cómo sufro de ver tu tormento.
Pero, ay, si tocas mis miembros
sentirás estremecido lo que te escondí:
blanca como la nieve
pero fría como el hielo
es la amante que elegiste!»
Él la toma con ardor en sus vigoroso brazos,
llevado por la fuerza de su joven amor.
«Espera entonces recalentarte más, cerca de mí, todavía,
aunque sea la tumba quien te haya enviado hacia mí.
Mezclemos nuestros alientos, intercambiemos nuestros besos,
¡que nuestro amor se desborde!
¿No te inflamas al sentir la llama que me devora?»
Más fuerte aún los unió el amor:
las lágrimas se mezclaron a sus arrebatos.
Con avidez ella asirá el fuego de sus labios,
y ninguno se siente vivir si no es en el otro.
Y ella tiende la copa al joven,
13
Con la furia amorosa del joven
la sangre congelada de la muchacha se recalienta;
pero en su pecho el corazón sigue inmóvil.
Mientras tanto, la madre, retrasada por los cuidados del aseo,
pasa aún con suave marcha por el corredor frente al cuarto.
Escucha tras la puerta, oyó largo tiempo
esos sonidos extraños:
voces voluptuosas y lamentos
de un novio y de su prometida,
balbuceantes insensatos del amor.
Ella permanece de pie, inmóvil, frente a la puerta,
porque ante todo desea convencerse plenamente:
escucha colérica los juramentos de amor más solemnes,
las palabras de amor y de promesa:
«¡Silencio, el gallo despierta!»
«Pero la noche que viene,
¿vendrás de nuevo?». Y besos sobre besos.
La madre no puede contener más tiempo su indignación,
abre con rapidez la bien sabida cerradura.
«¿En esta casa hay entonces hijas perdidas,
capaces de entregarse así de pronto al extraño?»
Abre la puerta, entra.
Y a la luz de la lámpara
distingue, oh Cielos, a su propia hija.
Y el joven, en el primer momento de terror,
quiere cubrir con su velo a la muchacha,
esconder bajo el tapiz a la bien amada.
Pero ella se defiende y libera con prontitud
como con la fuerza de un espíritu
su alta estatura
se yergue lentamente sobre el lecho.
«Madre, madre,—dice con una voz sepulcral—,
¿me reprocha, entonces, esta noche tan bella?
¿Me expulsa usted de esta cama cálida?
¿Sólo desperté para entregarme a la desesperación?
¿Ya no le satisface
en buena hora haberme amortajado en un sudario y desposado en
la tumba?
»Pero una ley que me es propia me impulsa
fuera de la fosa estrecha al duro manto de la tierra.
Los cantos salmodiados por tus sacerdotes
y su bendición no tienen efecto alguno.
El agua y la sal son incapaces
de extinguir los ardores juveniles
y, ay, la tierra no enfría el amor.
»Este joven me fue prometido,
cuando en pie estaba todavía el templo de la amable Venus,
madre, y usted faltó a su promesa
ligándose por un juramento bárbaro y sin valor.
Porque ningún Dios acogerá
14
a una madre que jura
rehusar la mano de su hija.
»Una fuerza me arroja fuera de la fosa
para buscar todavía los bienes de los que me despojaron;
para amar aún al esposo ya perdido
y para aspirar la sangre de su corazón.
»Y cuando éste muerto,
me pondré en busca de otros;
y mis jóvenes amantes serán víctimas de mi deseo furioso.
»Bello joven, tus días están contados.
Morirás de languidez, en este siglo.
Te regalé mi collar,
yo me llevo el rizo de tus cabellos.
Míralo bien:
Mañana tus cabellos estarán grises;
Solamente en la tumba renegrecerán.
»Escuche, ahora, madre, mi última plegaria;
Haga levantar una hoguera,
abra la estrecha tumba donde me ahogo,
y dé reposo a los amantes entregándolos al fuego.
»Cuando la chispa salte,
cuando ardan las cenizas,
nos elevaremos hacia los antiguos dioses.»
15
JOHN WILLIAM POLIDORI (1795-1821).
Procedente de una familia de origen italiano. Se graduó a los
diecinueve años en Medicina con el tema del sonambulismo y
mesmerismo (de gran boga en el ámbito científico de la época)
como tesis de fin de carrera, lo que ya deja ver su inclinación por los
hechos más «extraños». En 1816 conoce a Lord Byron y entra a su
servicio como secretario personal. Se desarrollará una relación
nefasta entre ambos caracterizada por la posible atracción
homosexual así como por la humillación por parte del poeta inglés
al hacer de Polidori el objeto de sus más crudos sarcasmos y
extravagancias porque, tal y como decía, lo atacaba de los nervios.
Byron lo llamará «the little Doctor Polly-Dolly». Tras haber viajado al
lado del Lord, regresa a Inglaterra. En 1819, el mismo año que
publica The Vampire, edita Ernestus Berchtold. Murió en 1821, en
circunstancias extrañas aún no aclaradas, parece que medio loco y
de sobredosis.
Texto completo en John W. Polidori, “El vampiro” en J. W. Polidori,
P. B. Shelley, M. W. Shelley, Lord Byron, Fantasmagoriana,
Traducción de Jordi Fibla Feito, Ediciones Península, Barcelona,
1997, pp. 17-56.
EL VAMPIRO
Sucedió en medio de las disipaciones de un duro invierno en
Londres. Apareció en diversas fiestas de los personajes más
importantes de la vida nocturna y diurna de la capital inglesa, un
noble, más notable por sus peculiaridades que por su rango.
Miraba a su alrededor como si no participara de las
diversiones generales. Aparentemente, sólo atraían su atención las
risas de los demás, como si pudiera acallarlas a su voluntad y
amedrentar aquellos pechos donde reinaba la alegría y la
despreocupación. Los que experimentaban esta sensación de temor
no sabían explicar cuál era su causa. Algunos la atribuían a la mirada
gris y fija, que penetraba hasta lo más hondo de una conciencia,
hasta lo más profundo de un corazón. Aunque lo cierto era que la
mirada sólo recaía sobre una mejilla con un rayo de plomo que
pesaba sobre la piel que no lograba atravesar.
Sus rarezas provocaban una serie de invitaciones a las
principales mansiones de la capital. Todos deseaban verle, y quienes
se hallaban acostumbrados a la excitación violenta, y
experimentaban el peso del ennui, estaban sumamente contentos
de tener algo ante ellos capaz de atraer su atención de manera
intensa.
A pesar del matiz mortal de su semblante, que jamás se
coloreaba con un tinte rosado ni por modestia ni por la fuerte
emoción de la pasión, pese a que sus facciones y su perfil fuesen
bellos, muchas damas que andaban siempre en busca de notoriedad
trataban de conquistar sus atenciones y conseguir al menos algunas
señales de afecto. Lady Mercer, que había sido la burla de todos los
monstruos arrastrados a sus aposentos particulares después de su
casamiento, se interpuso en su paso, e hizo cuanto pudo para llamar
su atención... pero en vano. Cuando la joven se hallaba ante él,
16
aunque los ojos del misterioso personaje parecían fijos en ella, no
parecían darse cuenta de su presencia. Incluso su imprudencia
parecía pasar desapercibida a los ojos del caballero, por lo que,
cansada de su fracaso, abandonó la lucha.
Mas aunque las vulgares adúlteras no lograron influir en la
dirección de aquella mirada, el noble no era indiferente al bello
sexo, si bien era tal la cautela con que se dirigía tanto a la esposa
virtuosa como a la hija inocente, que muy pocos sabían que hablase
también con las mujeres.
Sin embargo, pronto se ganó la fama de poseer una lengua
meritoria. Y bien fuese porque la misma superaba al temor que
inspiraba aquel carácter tan singular, o porque las damas se
quedaron perturbadas ante su aparente odio del vicio, el caballero
no tardó en contar con admiradoras tanto entre las mujeres que se
ufanaban de su sexo junto con sus virtudes domésticas, como entre
las que las manchaban con sus vicios.
Por la misma época, llegó a Londres un joven llamado
Aubrey. Era huérfano, con una sola hermana que poseía una fortuna
más que respetable, habiendo fallecido sus padres siendo él niño
todavía.
Abandonado a sí mismo por sus tutores, que pensaban que
su deber sólo consistía en cuidar de su fortuna, en tanto
descuidaban aspectos más importantes en manos de personas
subalternas, Aubrey cultivó más su imaginación que su buen juicio.
Por consiguiente, alimentaba los sentimientos románticos del honor
y el candor, que diariamente arruinan a tantos jóvenes inocentes.
Creía en la virtud y pensaba que el vicio lo consentía la
Providencia sólo como un contraste de aquella, tal como se lee en
las novelas. Pensaba que la desgracia de una casa consistía tan sólo
en las vestimentas, que la mantenían cálida, aunque siempre
quedaban mejor adaptadas a los ojos de un pintor gracias al
desarreglo de sus pliegues y a los diversos manchones de pintura.
Pensaba, en suma, que los sueños de los poetas eran las
realidades de la existencia.
Aubrey era guapo, sincero y rico. Por tales razones, tras su
ingreso en los círculos alegres, le rodearon y atosigaron muchas
mujeres, con hijastras casaderas, y muchas esposas en busca de
pasatiempos extraconyugales. Las hijas y las esposas infieles pronto
opinaron que era un joven de gran talento, gracias a sus brillantes
ojos y a sus sensuales labios.
Adherido al romance de sus solitarias horas, Aubrey se
sobresaltó al descubrir que, excepto en las llamas de las velas, que
chisporroteaban no por la presencia de un duende sino por las
corrientes de aire, en la vida real no existía la menor base para las
necedades románticas de las novelas, de las que había extraído sus
pretendidos conocimientos.
Hallando, no obstante, cierta compensación a su vanidad
satisfecha, estaba a punto de abandonar sus sueños, cuando el
extraordinario ser antes mencionado y descrito se cruzó en su
camino.
Le escrutó con atención. Y la imposibilidad de formarse una
idea del carácter de un hombre tan completamente absorto en sí
mismo, de un hombre que presentaba tan pocos signos de la
observación de los objetos externos a él —aparte del tácito
reconocimiento de su existencia, implicado por la evitación de su
contacto, dejando que su imaginación ideara todo aquello que
halagaba su propensión a las ideas extravagantes —pronto convirtió
a semejante ser en el héroe de un romance. Y decidió observar a
aquel retoño de su fantasía más que al personaje en sí mismo.
17
Trabó amistad con él, fue atento con sus nociones, y llegó a
hacerse notar por el misterioso caballero. Su presencia acabó por
ser reconocida.
Se enteró gradualmente de que Lord Ruthven tenía unos
asuntos algo embrollados, y no tardó en averiguar, de acuerdo con
las notas halladas en la calle, que estaba a punto de emprender un
viaje.
Deseando obtener más información con respecto a tan
singular criatura, que hasta entonces sólo había excitado su
curiosidad sin apenas satisfacerla, Aubrey les comunicó a sus
tutores que había llegado el instante de realizar una excursión, que
durante muchas generaciones se creía necesaria para que la
juventud trepara rápidamente por las escaleras del vicio,
igualándose con las personas maduras, con lo que no parecerían
caídos del cielo cuando se mencionara ante ellos intrigas
escandalosas, como temas de placer y alabanza, según el grado de
perversión de las mismas.
Los tutores accedieron a su petición, e inmediatamente
Aubrey le contó sus intenciones a Lord Ruthven, sorprendiéndose
agradablemente cuando éste le invitó a viajar en su compañía.
Muy ufano de esta prueba de afecto, por parte de una
persona que aparentemente no tenía nada en común con los demás
mortales, aceptó encantado. Unos días más tarde, ya habían
cruzado el Canal de la Mancha.
Hasta entonces, Aubrey no había tenido oportunidad de
estudiar a fondo el carácter de su compañero de viaje, y de pronto
descubrió que, aunque gran parte de sus acciones eran plenamente
visibles, los resultados ofrecían unas conclusiones muy diferentes,
de acuerdo con los motivos de su comportamiento.
Hasta entonces, Aubrey no había tenido oportunidad de
estudiar a fondo el carácter de su compañero de viaje, y de pronto
descubrió que, aunque gran parte de sus acciones eran plenamente
visibles los resultados ofrecían conclusiones muy diferentes, de
acuerdo con los motivos de su comportamiento.
Su compañero era muy liberal: el vago, el ocioso y el
pordiosero recibían de su mano más de lo necesario para aliviar sus
necesidades más perentorias. Pero Aubrey observó asimismo que
Lord Ruthven jamás aliviaba las desdichas de los virtuosos,
reducidos a la indigencia por la mala suerte, a los cuales despedía
sin contemplaciones y aun con burlas. Cuando alguien acudía a él no
para remediar sus necesidades, sino para poder hundirse en la
lujuria o en las más tremendas iniquidades, Lord Ruthven jamás
negaba su ayuda.
Sin embargo, Aubrey atribuía esta nota de su carácter a la
mayor importunidad del vicio, que generalmente es mucho más
insistente que el desdichado y el virtuoso indigente.
En las obras de beneficencia del Lord había una
circunstancia que quedó muy grabada en la mente del joven: todos
aquellos a quienes ayudaba Lord Ruthven, inevitablemente veían
caer una maldición sobre ellos, pues eran llevados al cadalso o se
hundían en la miseria más abyecta.
En Bruselas y otras ciudades por las que pasaron, Aubrey se
asombró ante la aparente avidez con que su acompañante buscaba
los centros de los mayores vicios. Solía entrar en los garitos de faro,
donde apostaba, y siempre con fortuna, salvo cuando un canalla era
su antagonista, siendo entonces cuando perdía más de lo que había
ganado antes. Pero siempre conservaba la misma expresión pétrea,
imperturbable, con la generalmente contemplaba a la sociedad que
le rodeaba.
18
No sucedía lo mismo cuando el noble se tropezaba con la
novicia juvenil o con un padre infortunado de una familia numerosa.
Entonces, su deseo parecía la ley de la fortuna, dejando de lado su
abstracción, al tiempo que sus ojos brillaban con más fuego que los
del gato cuando juega con el ratón ya moribundo.
En todas las ciudades dejaba a la florida juventud asistente a
los círculos por él frecuentados, echando maldiciones, en la soledad
de una fortaleza del destino que la había arrastrado hacia él, al
alcance de aquel mortal enemigo.
Asimismo, muchos padres sentábanse coléricos en medio de
sus hambrientos hijos, sin un solo penique de su anterior fortuna,
sin lo necesario siquiera para satisfacer sus más acuciantes
necesidades.
Sin embargo, cuanto ganaba en las mesas de juego, lo
perdía inmediatamente, tras haber esquilmado algunas grandes
fortunas de personas inocentes.
Este podía ser el resultado de cierto grado de conocimiento
capaz de combatir la destreza de los más experimentados.
Aubrey deseaba a menudo decirle todo esto a su amigo,
suplicarle que abandonase esta caridad y estos placeres que
causaban la ruina de todo el mundo, sin producirle a él beneficio
alguno. Pero demoraba esta súplica, porque un día y otro esperaba
que su amigo le diera una oportunidad de poder hablarle con
franqueza y sinceridad. Cosa que nunca ocurrió.
Lord Ruthven, en su carruaje, y en medio de la naturaleza
más lujuriosa y salvaje, siempre era el mismo: sus ojos hablaban
menos que sus labios. Y aunque Aubrey se hallaba tan cerca del
objeto de su curiosidad, no obtenía mayor satisfacción de este
hecho que la de la constante exaltación del vano deseo de
desentrañar aquel misterio que a su excitada imaginación empezaba
a asumir las proporciones de algo sobrenatural.
No tardaron en llegar a Roma, y Aubrey perdió de vista a su
compañero por algún tiempo, dejándole en la cotidiana compañía
del círculo de amistades de una condesa italiana, en tanto él visitaba
los monumentos de la ciudad casi desierta.
Estando así ocupado, llegaron varias cartas de Inglaterra,
que abría con impaciencia. La primera era de su hermana dándole
las mayores seguridades de su cariño; las otras eran de sus tutores;
y la última le dejó asombrado.
Si antes había pasado por su imaginación que su compañero
de viaje poseía algún malvado poder, aquella carta parecía reforzar
tal creencia. Sus tutores insistían en que abandonase
inmediatamente a su amigo, urgiéndole a ello en vista de la maldad
de tal personaje, a causa de sus casi irresistibles poderes de
seducción, que tornaban sumamente peligrosos sus hábitos para
con la sociedad en general.
Habían descubierto que su desdén hacia las adúlteras no
tenía su origen en el odio a ellas, sino que había requerido, para
aumentar su satisfacción personal, que las víctimas —los
compañeros de la culpa— fuesen arrojadas desde el pináculo de la
virtud inmaculada a los más hondos abismos de la infamia y la
degradación. En resumen: que todas aquellas damas a las que había
buscado, aparentemente por sus virtudes, habíanse quitado la
máscara desde la partida de Lord Ruthven, y no sentían ya el menor
escrúpulo en exponer toda la deformidad de sus vicios a la
contemplación pública.
Aubrey decidió al punto separarse de un personaje que
todavía no le había mostrado ni un solo punto brillante en donde
posar la mirada. Resolvió inventar un pretexto plausible para
19
abandonarle, proponiéndose, mientras tanto, continuar vigilándole
estrechamente y no dejar pasar la menor circunstancia acusatoria.
De este modo, penetró en el mismo círculo de amistades
que Lord Ruthven, y no tardó en darse cuenta de que su amigo
estaba dedicado a ocuparse de la inexperiencia de la hija de la dama
cuya mansión frecuentaba más a menudo. En Italia, es muy raro que
una mujer soltera frecuente los círculos sociales, por lo que Lord
Ruthven se veía obligado a llevar adelante sus planes en secreto.
Pero la mirada de Aubrey le siguió en todas sus tortuosidades, y
pronto averiguó que la pareja había concertado una cita que sin
duda iba a causar la ruina de una chica inocente, poco reflexiva.
Sin pérdida de tiempo, se presentó en el apartamento de su
amigo, y bruscamente le preguntó cuáles eran sus intenciones con
respecto a la joven, manifestándole al propio tiempo que estaba
enterado de su cita para aquella misma noche.
Lord Ruthven contestó que sus intenciones eran las que
podían suponerse en semejante menester. Y al ser interrogado
respecto a si pensaba casarse con la muchacha, se echó a reír.
Aubrey se marchó, e inmediatamente redactó una nota
alegando que desde aquel momento renunciaba a acompañar a
Lord Ruthven durante el resto del viaje. Luego le pidió a su sirviente
que buscase otro apartamento, y fue a visitar a la madre de la joven,
a la que informó de cuanto sabía, no sólo respecto a su hija, sino
también al carácter de Lord Ruthven.
La cita quedó cancelada. Al día siguiente, Lord Ruthven se
limitó a enviar a su criado con una comunicación en la que se avenía
a una completa separación, mas sin insinuar que sus planes
hubieran quedado arruinados por la intromisión de Aubrey.
Tras salir de Roma, el joven dirigió sus pasos a Grecia, y tras
cruzar la península, llegó a Atenas.
Allí fijó su residencia en casa de un griego, no tardando en
hallarse sumamente ocupado en buscar las pruebas de la antigua
gloria en unos monumentos que, avergonzados al parecer de ser
testigos mudos de las hazañas de los hombres que antes fueron
libres para convertirse después en esclavos, se hallaban escondidos
debajo del polvo o de intrincados líquenes.
Bajo su mismo techo habitaba un ser tan delicado y bello
que podía haber sido la modelo de un pintor que deseara llevar a la
tela la esperanza prometida a los seguidores de Mahoma en el
Paraíso, salvo que sus ojos eran demasiado pícaros y vivaces para
pretender a un alma y no a un ser vivo.
Cuando bailaba en el prado, o correteaba por el monte,
parecía mucho más ágil y veloz que las gacelas, y también mucho
más grácil. Era, en resumen, el verdadero sueño de un epicuro.
El leve paso de Ianthe acompañaba a menudo a Aubrey en
su búsqueda de antigüedad. Y a veces la incosciente joven se
empeñaba en la persecución de una mariposa de Cachemira,
mostrando la hermosura de sus formas al dejar flotar su túnica al
viento, bajo la ávida mirada de Aubrey que así olvidaba las letras
que acababa de descifrar en una tablilla medio borrada.
A veces, sus trenzas relucían a los rayos del sol con un brillo
sumamente delicado, cambiando rápidamente de matices,
pudiendo ello haber sido la excusa del olvido del joven anticuario
que dejaba huir de su mente el objeto que antes había creído de
capital importancia para la debida interpretación de un pasaje de
Pausanias.
Pero, ¿por qué intentar describir unos encantos que todo el
mundo veía, mas nadie podía apreciar?
Era la inocencia, la juventud, la belleza, sin estar aún
contaminadas por los atestados salones, por las salas de baile.
20
Mientras el joven anotaba los recuerdos que deseaba
conservar en su memoria para el futuro, la muchacha estaba a su
alrededor, contemplando los mágicos efectos del lápiz que trazaba
los paisajes de su solar patrio.
Entonces, ella le describía las danzas en la pradera,
pintándoselas con todos los colores de su juvenil paleta; las pompas
matrimoniales entrevistas en su niñez; y, refiriéndose a los temas
que evidentemente más la habían impresionado, hablaba de los
cuentos sobrenaturales de su nodriza.
Su afán y la creencia en lo que narraba, excitaron el interés
de Aubrey. A menudo, cuando ella contaba el cuento del vampiro
vivo, que había pasado muchos años entre amigos y sus más
queridos parientes alimentándose con la sangre de las doncellas
más hermosas para prolongar su existencia unos meses más, la suya
se le helaba a Aubrey en las venas, mientras intentaba reírse de
aquellas horribles fantasías.
Sin embargo, Ianthe le citaba nombres de ancianos que, por
lo menos, habían contado entre sus contemporáneos con un
vampiro vivo, habiendo hallado a parientes cercanos y algunos
niños marcados con la señal del apetito del monstruo. Cuando la
joven veía que Aubrey se mostraba incrédulo ante tales relatos, le
suplicaba que la creyese, puesto que la gente había observado que
aquellos que se atrevían a negar la existencia del vampiro siempre
obtenían alguna prueba que, con gran dolor y penosos castigos, les
obligaba a reconocer su existencia.
Ianthe le detalló la aparición tradicional de aquellos
monstruos, y el horror de Aubrey aumentó al escuchar una
descripción casi exacta de Lord Ruthven.
Pese a ello, el joven, persistió en querer convencer a la
joven griega de que sus temores no podían ser debidos a una cosa
cierta, si bien al mismo tiempo repasaba en su memoria todas las
coincidencias que le habían incitado a creer en los poderes
sobrenaturales de Lord Ruthven.
Aubrey cada día sentíase más ligado a Ianthe, ya que su
inocencia, tan en contraste con las virtudes fingidas de las mujeres
entre las que había buscado su idea de romance, había conquistado
su corazón. Si bien le parecía ridícula la idea de que un muchacho
inglés, de buena familia y mejor educación, se casara con una joven
griega, carente casi de cultura, lo cierto era que cada vez amaba
más a la doncella que le acompañaba constantemente.
En algunas ocasiones se separaba de ella, decidido a no
volver a su lado hasta haber conseguido sus objetivos. Pero siempre
le resultaba imposible concentrarse en las ruinas que le rodeaban,
teniendo constantemente en su mente la imagen de quien lo era
todo para él.
Ianthe no se daba cuenta el amor que por ella
experimentaba Aubrey, mostrándose con él la misma chiquilla casi
infantil de los primeros días. Siempre, no obstante, se despedía del
joven con frecuencia, mas ello se debía tan sólo a no tener a nadie
con quien visitar sus sitios favoritos, en tanto su acompañante se
hallaba ocupado bosquejando o descubriendo algún fragmento que
había escapado a la acción destructora del tiempo.
La joven apeló a sus padres para dar fe de la existencia de
los vampiros. Y todos, con algunos individuos presentes, afirmaron
su existencia, pálidos de horror ante aquel solo nombre.
Poco después, Aubrey decidió realizar una excursión, que le
llevaría varias horas. Cuando los padres de Ianthe oyeron el nombre
del lugar, le suplicaron que no regresase de noche, ya que
necesariamente debería atravesar un bosque por el que ningún
griego pasaba, una vez que había oscurecido, por ningún motivo.
21
Le describieron dicho lugar como el paraje donde los
vampiros celebraban sus orgías y bacanales nocturnas. Y le
aseguraron que sobre el que se atrevía a cruzar por aquel sitio
recaían los peores males.
Aubrey no quiso hacer caso de tales advertencias, tratando
de burlarse de aquellos temores. Pero cuando vio que todos se
estremecían ante sus risas por aquel poder superior o infernal, cuyo
solo nombre le helaba la sangre, acabó por callar y ponerse grave.
A la mañana siguiente, Aubrey salió de excursión, según
había proyectado. Le sorprendió observar la melancólica cara de su
huésped, preocupado asimismo al comprender que sus burlas de
aquellos poderes hubiesen inspirado tal terror.
Cuando se hallaba a punto de partir, Ianthe se acercó al
caballo que el joven montaba y le suplicó que regresase pronto,
pues era por la noche cuando aquellos seres malvados entraban en
acción. Aubrey se lo prometió.
Sin embargo, estuvo tan ocupado en sus investigaciones que
no se dio cuenta de que el día iba dando fin a su reinado y que en el
horizonte aparecía una de aquellas manchas que en los países
cálidos se convierten muy pronto en una masa de nubes
tempestuosas, vertiendo todo su furor sobre el desdichado país.
Finalmente, montó a caballo, decidido a recuperar su
retraso. Pero ya era tarde. En los países del sur apenas existe el
crepúsculo. El sol se pone inmediatamente y sobreviene la noche.
Aubrey se había demorado con exceso. Tenía la tormenta encima,
los truenos apenas se concedían un respiro entre sí, y el fuerte
aguacero se abría paso por entre el espeso follaje, en tanto el
relámpago azul parecía caer a sus pies.
El caballo se asustó de repente, y emprendió un galope
alocado por entre el espeso bosque. Por fin, agotado de cansancio,
el animal se paró, y Aubrey descubrió a la luz de los relámpagos que
estaba en la vecindad de una choza que apenas se destacaba por
entre la hojarasca y la maleza que le rodeaba.
Desmontó y se aproximó, cojeando, con el fin de encontrar
a alguien que pudiera llevarle a la ciudad, o al menos obtener asilo
contra la furiosa tormenta.
Cuando se acercaba a la cabaña, los truenos, que habían
callado un instante, le permitieron oír unos gritos femeninos, gritos
mezclados con risotadas de burla, todo como en un solo sonido.
Aubrey quedó turbado. Mas, soliviantado por el trueno que
retumbó en aquel momento, con un súbito esfuerzo empujó la
puerta de la choza. No vio más que densas tinieblas, pero el sonido
le guió. Aparentemente, nadie se había dado cuenta de su
presencia, pues aunque llamó, los mismos sonidos continuaron, sin
que nadie reparase al parecer en él.
No tardó en tropezar con alguien, a quien apresó
inmediatamente. De pronto, una voz volvió a gritar de manera
ahogada, y al grito sucedió una carcajada. Aubrey hallóse al
momento asido por una fuerza sobrehumana. Decidido a vender
cara su vida, luchó mas en vano. Fue levantado del suelo y arrojado
de nuevo al mismo con una potencia enorme. Luego, su enemigo se
le echó encima y, arrodillado sobre su pecho, le rodeó la garganta
con las manos. De repente, el resplandor de varias antorchas
entrevistas por el agujero que hacía las veces de ventana, vino en su
ayuda. Al momento, su rival se puso de pie y, separándose del
joven, corrió hacia la puerta. Muy poco después, el crujido de las
ramas caídas al ser pisoteadas por el fugitivo también dejó de oírse.
La tormenta había cesado, y Aubrey, incapaz de moverse,
gritó, siendo oído poco después por los portadores de antorchas.
22
Entraron a la cabaña, y el resplandor de la resina quemada
cayó sobre los muros de barro y el techo de bálago, totalmente
lleno de mugre.
A instancias del joven, los recién llegados buscaron a la
mujer que le había atraído con sus chillidos. Volvió, por tanto, a
quedarse en tinieblas. Cuál fue su horror cuando de nuevo quedó
iluminado por la luz de las antorchas, pudiendo percibir la forma
etérea de su amada convertida en un cadáver.
Cerró los ojos, esperando que sólo se tratase de un
producto espantoso de su imaginación. Pero volvió a ver la misma
forma al abrirlos, tendida a su lado.
No había el menor color en sus mejillas, ni siquiera en sus
labios, y en su semblante se veía una inmovilidad que resultaba casi
tan atrayente como la vida que antes lo animara. En el cuello y en el
pecho había sangre, en la garganta las señales de los colmillos que
se habían hincado en las venas.
—¡Un vampiro! ¡Un vampiro! —gritaron los componentes
de la partida ante aquel espectáculo.
Rápidamente construyeron unas parihuelas, y Aubrey echó
a andar al lado de la que había sido el objeto de tan brillantes
visiones, ahora muerta en la flor de su vida.
Aubrey no podía ni siquiera pensar, pues tenía el cerebro
ofuscado, pareciendo querer refugiarse en el vacío. Sin casi darse
cuenta, empuñaba en su mano una daga de forma especial, que
habían encontrado en la choza. La partida no tardó en reunirse con
más hombres, enviados a la búsqueda de la joven por su afligida
madre. Los gritos de los exploradores al aproximarse a la ciudad,
advirtieron a los padres de la doncella que había sucedido una
horrorosa catástrofe. Sería imposible describir su dolor. Cuando
comprobaron la causa de la muerte de su hija, miraron a Aubrey y
señalaron el cadáver. Estaban inconsolables, y ambos murieron de
pesar.
Aubrey, ya en la cama, padeció una violentísima fiebre, con
mezcolanza de delirios. En estos intervalos llamaba a Lord Ruthven y
a Ianthe, mediante cierta combinación que le parecía una súplica a
su antiguo compañero de viaje para que perdonase la vida de la
doncella.
Otras veces lanzaba imprecaciones contra Lord Ruthven,
maldiciéndole como asesino de la joven griega.
Por casualidad, Lord Ruthven llegó por aquel entonces a
Atenas. Cuando se enteró del estado de su amigo, se presentó
inmediatamente en su casa y se convirtió en su enfermero
particular.
Cuando Aubrey se recobró de la fiebre y los delirios,
quedose horrorizado, petrificado, ante la imagen de aquel a quien
ahora consideraba un vampiro. Lord Ruthven —con sus amables
palabras, que implicaban casi cierto arrepentimiento por la causa
que había motivado su separación— y la ansiedad, las atenciones y
los cuidados prodigados a Aubrey, hicieron que éste pronto se
reconciliase con su presencia.
Lord Ruthven parecía cambiado, no siendo ya el ser apático
de antes, que tanto había asombrado a Aubrey. Pero tan pronto
terminó la convalecencia del joven, su compañero volvió a ofrecer la
misma condición de antes, y Aubrey ya no distinguió la menor
diferencia, salvo que a veces veía la mirada de Lord Ruthven fija en
él, al tiempo que una sonrisa maliciosa flotaba en sus labios. Sin
saber por qué, aquella sonrisa le molestaba.
Durante la última fase de su recuperación, Lord Ruthven
pareció absorto en la contemplación de las olas que levantaba en el
mar la brisa marina, o en señalar el progreso de los astros que,
23
como el nuestro, dan vueltas en torno al Sol. Y más que nada,
parecía evitar todas las miradas ajenas.
Aubrey, a causa de la desgracia sufrida, tenía su cerebro
bastante debilitado, y la elasticidad de espíritu que antes era su
característica más acusada parecía haberle abandonado para
siempre.
No era tan amable del silencio y la soledad como Lord
Ruthven, pero deseaba estar solo, cosa que no podía conseguir en
Atenas. Si se dedicaba a explorar las ruinas de la antigüedad, el
recuerdo de Ianthe a su lado le atosigaba de continuo. Si recorría los
bosques, el paso ligero de la joven parecía corretear a su lado, en
busca de la modesta violeta. De repente, esta visión se esfumaba, y
en su lugar veía el rostro pálido y la garganta herida de la joven, con
una tímida sonrisa en sus labios.
Decidió rehuir tales visiones, que en su mente creaban una
serie de amargas asociaciones. De este modo, le propuso a Lord
Ruthven, a quien sentíase unido por los cuidados que aquel le había
prodigado durante su enfermedad, que visitasen aquellos rincones
de Grecia que aún no habían visto.
Los dos recorrieron la península en todas las direcciones,
buscando cada rincón que pudiera estar unido a un recuerdo. Pero
aunque lo exploraron todo, nada vieron que llamase realmente su
interés.
Oían hablar mucho de diversas bandas de ladrones, mas
gradualmente fueron olvidándose de ellas atribuyéndolas a la
imaginación popular, o a la invención de algunos individuos cuyo
interés consistía en excitar la generosidad de aquellos a quienes
fingían proteger de tales peligros.
En consecuencia, sin hacer caso de tales advertencias, en
cierta ocasión viajaban con muy poca escolta, cuyos componentes
más debían servirles de guía que de protección. Al penetrar en un
estrecho desfiladero, en el fondo del cual se hallaba el lecho de un
torrente, lleno de grandes masas rocosas desprendidas de los altos
acantilados que lo flanqueaban, tuvieron motivos para arrepentirse
de su negligencia. Apenas se habían adentrado por paso tan angosto
cuando se vieron sorprendidos por el silbido de las balas que
pasaban muy cerca de sus cabezas, y las detonaciones de varias
armas.
Al instante siguiente, la escolta les había abandonado, y
resguardándose detrás de las rocas, empezaron todos a disparar
contra sus atacantes.
Lord Ruthven y Aubrey, imitando su ejemplo, se retiraron
momentáneamente al amparo de un recodo del desfiladero.
Avergonzados por asustarse tanto ante un vulgar enemigo, que con
gritos insultantes les conminaban a seguir avanzando, y estando
expuestos al mismo tiempo a una matanza segura si alguno de los
ladrones se situaba más arriba de su posición y les atacaba por la
espalda, determinaron precipitarse al frente, en busca del
enemigo...
Apenas abandonaron el refugio rocoso, Lord Ruthven
recibió en el hombro el impacto de una bala que le envió rodando al
suelo. Aubrey corrió en su ayuda, sin hacer caso del peligro a que se
exponía, mas no tardó en verse rodeado por los malhechores, al
tiempo que los componentes de la escolta, al ver herido a Lord
Ruthven, levantaron inmediatamente las manos en señal de
rendición.
Mediante la promesa de grandes recompensas, Aubrey
logró convencer a sus atacantes para que trasladasen a su herido
amigo a una cabaña situada no lejos de allí. Tras hacer concertado el
rescate a pagar, los ladrones no le molestaron, contentándose con
24
vigilar la entrada de la cabaña hasta el regreso de uno de ellos, que
debía percibir la suma prometida gracias a una orden firmada por el
joven.
Las energías de Lord Ruthven disminuyeron rápidamente.
Dos días más tarde, la muerte pareció ya inminente. Su
comportamiento y su aspecto no había cambiado, pareciendo tan
inconsciente al dolor como a cuanto le rodeaba. Hacia el fin del
tercer día, su mente pareció extraviarse, y su mirada se fijó
insistentemente en Aubrey, el cual sintióse impulsado a ofrecerle
más que nunca su ayuda.
—Sí, tú puedes salvarme... Puedes hacer aún mucho más...
No me refiero a mi vida, pues temo tan poco a la muerte como al
término del día. Pero puedes salvar mi honor. Sí, puedes salvar el
honor de tu amigo.
—Decidme cómo —asintió Aubrey—, y lo haré.
—Es muy sencillo. Yo necesito muy poco... Mi vida necesita
espacio... Oh, no puedo explicarlo todo... Mas si callas cuanto sabes
de mí, mi honor se verá libre de las murmuraciones del mundo, y si
mi muerte es por algún tiempo desconocida en Inglaterra... yo...
yo... ah, viviré.
—Nadie lo sabrá.
—¡Júralo! —exigió el moribundo, incorporándose con gran
violencia—. ¡Júralo por las almas de tus antepasados, por todos los
temores de la naturaleza, jura que durante un año y un día no le
contarás a nadie mis crímenes ni mi muerte, pase lo que pase, veas
lo que veas!
Sus ojos parecían querer salir de sus órbitas.
—¡Lo juro! —exclamó Aubrey.
Lord Ruthven de dejó caer sobre la almohada, lanzando una
carcajada, y expiró.
Aubrey retiróse a descansar, mas no durmió pues su
cerebro daba vueltas y más vueltas sobre los detalles de su amistad
con tan extraño ser, y sin saber por qué, cuando recordaba el
juramento prestado sentíase invadido por un frío extraño, con el
presentimiento de una desgracia inminente.
Levantóse muy temprano al día siguiente, e iba ya a entrar
en la cabaña donde había dejado el cadáver, cuando uno de los
ladrones le comunicó que ya no estaba allí, puesto que él y sus
camaradas lo habían transportado a la cima de la montaña, según la
promesa hecha al difunto de que lo dejarían expuesto al primer rayo
de luna después de su muerte.
Aubrey quedóse atónito ante aquella noticia. Junto con
varios individuos, decidió ir adonde habían dejado a Lord Ruthven,
para enterrarlo debidamente. Pero una vez en la cumbre de la
montaña, no halló ni rastro del cadáver ni de sus ropas, aunque los
ladrones juraron que era aquel el lugar en que dejaron al muerto.
Durante algún tiempo su mente perdióse en conjeturas,
hasta que decidió descender de nuevo, convencido de que los
ladrones habían enterrado el cadáver tras despojarlo de sus
vestiduras.
Harto de un país en el que sólo había padecido tremendos
horrores, y en el que todo conspiraba para fortalecer aquella
superstición melancólica que se había adueñado de su mente,
resolvió abandonarlo, no tardando en llegar a Esmirna.
Mientras esperaba un barco que le condujera a Otranto o a
Nápoles, estuvo ocupado en disponer los efectos que tenía consigo
y que habían pertenecido a Lord Ruthven. Entre otras cosas halló un
estuche que contenía varias armas, más o menos adecuada para
asegurar la muerte de una víctima. Dentro se hallaban varias dagas
y yataganes.
25
Mientras los examinaba, asombrado ante sus curiosas
formas, grande fue su sorpresa al encontrar una vaina ornamentada
en el mismo estilo que la daga hallada en la choza fatal. Aubrey se
estremeció, y deseando obtener nuevas pruebas, buscó la daga. Su
horror llegó a su culminación cuando verificó que la hoja se
adaptaba a la vaina, pese a su peculiar forma.
No necesitaba ya más pruebas, aunque sus ojos parecían
como pegados a la daga, pese a lo cual todavía se resistía a creerlo.
Sin embargo, aquella forma especial, los mismos esplendorosos
adornos del mango y la vaina, no dejaban el menor resquicio a la
duda. Además, ambos objetos mostraban gotas de sangre.
Partió de Esmirna y, ya en Roma, sus primeras
investigaciones se refirieron a la joven que él había intentado
arrancar a las artes seductoras de Lord Ruthven. Sus padres se
hallaban desconsolados, totalmente arruinados, y a la joven no se la
había vuelto a ver desde la salida de la capital de Lord Ruthven.
El cerebro de Aubrey estuvo a punto de desquiciarse ante
tal cúmulo de horrores, temiendo que la joven también hubiese sido
víctima del mismo asesino de Ianthe. Aubrey tornóse más callado y
retraído y su sola ocupación consistió ya en apresurar a sus
postillones, como si tuviese necesidad de salvar a un ser muy
querido.
Llegó a Calais, y una brisa que parecía obediente a sus
deseos no tardó en dejarle en las costas de Inglaterra. Corrió a la
mansión de sus padres y allí, por un momento, pareció perder,
gracias a los besos y abrazos de su hermana, todo recuerdo del
pasado. Si antes, con sus infantiles caricias, ya había conquistado el
afecto de su hermano, ahora que empezaba a ser mujer todavía la
quería más.
La señorita Aubrey no poseía la alada gracia que atrae las
miradas y el aplauso de las reuniones y fiestas. No había en ella el
ingenio ligero que sólo existe en los salones. Sus ojos azules jamás
se iluminaban con ironías o sarcasmos. En toda su persona había
como un halo de encanto melancólico que no se debía a ninguna
desdicha sino a un sentimiento interior, que parecía indicar un alma
consciente de un reino más brillante.
No tenía el paso leve, que atrae como el vuelo grácil de la
mariposa, como un color grato a la vista. Su paso era sosegado y
pensativo. Cuando estaba sola, su semblante jamás se alegraba con
una sonrisa de júbilo. Pero al sentir el afecto de su hermano, y
olvidar en su presencia los pesares que le impedían el descanso,
¿quién no habría cambiado una sonrisa por tanta dicha?
Era como si los ojos de la joven, su rostro entero, jugasen a
la luz de su esfera propia. Sin embargo, la muchacha sólo contaba
dieciocho años, por lo que no había sido presentada en sociedad,
habiendo juzgado sus tutores que debían demorarse tal acto hasta
que su hermano regresara del continente, momento en que se
constituiría en su protector.
Por tanto, resolvieron que darían una fiesta con el fin de
que ella apareciese "en escena". Aubrey habría preferido estar
apartado de todo bullicio, alimentándose con la melancolía que le
abrumaba. No experimentaba el menor interés por las frivolidades
de personas desconocidas, aunque se mostró dispuesto a sacrificar
su comodidad para proteger a su hermana.
De esta manera, no tardaron en llegar a su casa de la
capital, a fin de disponerlo todo para el día siguiente, elegido para la
fiesta.
La multitud era excesiva. Una fiesta no vista en mucho
tiempo, donde todo el mundo estaba ansioso de dejarse ver.
26
Aubrey apareció con su hermana. Luego, estando solo en un
rincón, mirando a su alrededor con muy poco interés, pensando
abstraídamente que la primera vez que había visto a Lord Ruthven
había sido en aquel mismo salón había sido en aquel mismo salón,
sintióse de pronto cogido por el brazo, al tiempo que en sus oídos
resonaba una voz que recordaba demasiado bien.
—Acuérdate del juramento.
Aubrey apenas tuvo valor para volverse, temiendo ver a un
espectro que le podría destruir; y distinguió no lejos a la misma
figura que había atraído su atención cuando, a su vez, él había
entrado por primera vez en sociedad.
Contempló a aquella figura fijamente, hasta que sus piernas
casi se negaron a sostener el peso de su cuerpo. Luego, asiendo a un
amigo del brazo, subió a su carruaje y le ordenó al cochero que le
llevase a su casa de campo.
Una vez allí, empezó a pasearse agitadamente, con la
cabeza entre las manos, como temiendo que sus pensamientos le
estallaran en el cerebro.
Lord Ruthven había vuelto a presentarse ante él... Y todos
los detalles se encadenaron súbitamente ante sus ojos; la daga..., la
vaina..., la víctima..., su juramento.
¡No era posible, se dijo muy excitado, no era posible que un
muerto resucitara!
Era imposible que fuese un ser real. Por eso, decidió
frecuentar de nuevo la sociedad. Necesitaba aclarar sus dudas. Pero
cuando, noche tras noche, recorrió diversos salones, siempre con el
nombre de Lord Ruthven en sus labios, nada consiguió.
Una semana más tarde, acudió con su hermana a una fiesta
en la mansión de unas nuevas amistades. Dejándola bajo la
protección de la anfitriona, Aubrey retiróse a un rincón y allí dio
rienda suelta a sus pensamientos.
Cuando al fin vio que los invitados empezaban a marcharse,
penetró en el salón y halló a su hermana rodeada de varios
caballeros, al parecer conversando animadamente. El joven intentó
abrirse paso para acudir junto a su hermana, cuando uno de los
presentes, al volverse, le ofreció aquellas facciones que tanto
aborrecía.
Aubrey dio un tremendo salto, tomó a su hermana del brazo
y apresuradamente la arrastró hacia la calle. En la puerta encontró
impedido el paso por la multitud de criados que aguardaban a sus
respectivos amos. Mientras trataba de superar aquella barrera
humana, volvió a su oído la conocida y fatídica voz:
—¡Acuérdate del juramento!
No se atrevió a girar y, siempre arrastrando a su hermana,
no tardó en llegar a casa.
Aubrey empezó a dar señales de desequilibrio mental. Si
antes su cerebro había estado sólo ocupado con un tema, ahora se
hallaba totalmente absorto en él, teniendo ya la certidumbre de que
el monstruo continuaba viviendo.
No paraba ya mientes en su hermana, y fue inútil que ésta
tratara de arrancarle la verdad de tan extraña conducta. Aubrey
limitábase a proferir palabras casi incoherentes, que aún aterraban
más a la muchacha.
Cuando Aubrey más meditaba en ello, más transtornado
estaba. Su juramento le abrumaba. ¿Debía permitir, pues, que aquel
monstruo rondase por el mundo, en medio de tantos seres
queridos, sin delatar sus intenciones? Su misma hermana había
hablado con él. Pero, aunque quebrantase su juramento y revelase
las verdaderas intenciones de Lord Ruthven, ¿quién le iba a creer?
27
Pensó en servirse de su propia mano para desembarazar al mundo
de tan cruel enemigo. Recordó, sin embargo, que la muerte no
afectaba al monstruo. Durante días permaneció en tal estado,
encerrado en su habitación, sin ver a nadie, comiendo sólo cuando
su hermana le apremiaba a ello, con lágrimas en los ojos.
Al fin, no pudiendo soportar por más tiempo el silencio y la
soledad salió de la casa para rondar de calle en calle, ansioso de
descubrir la imagen de quien tanto le acosaba. Su aspecto distaba
mucho de ser atildado, exponiendo sus ropas tanto al feroz sol de
mediodía como a la humedad de la noche. Al fin, nadie pudo ya
reconocer en él al antiguo Aubrey. Y si al principio regresaba todas
las noches a su casa, pronto empezó a descansar allí donde la fatiga
le vencía.
Su hermana, angustiada por su salud, empleó a algunas
personas para que le siguiesen, pero el joven supo distanciarlas,
puesto que huía de un perseguidor más veloz que aquellas: su
propio pensamiento.
Su conducta, no obstante, cambió de pronto. Sobresaltado
ante la idea de que estaba abandonando a sus amigos, con un feroz
enemigo entre ellos de cuya presencia no tenían el menor
conocimiento, decidió entrar de nuevo en sociedad y vigilarle
estrechamente, ansiando advertir, a pesar de su juramento, a todos
aquellos a quienes Lord Ruthven demostrase cierta amistad.
Mas al entrar en un salón, su aspecto miserable, su barba de
varios días, resultaron tan sorprendentes, sus estremecimientos
interiores tan visibles, que su hermana vióse al fin obligada a
suplicarle que se abstuviese en bien de ambos a una sociedad que le
afectaba de manera tan extraña.
Cuando esta súplica resultó vana, los tutores creyeron su
deber interponerse y, temiendo que el joven tuviera transtornado el
cerebro, pensaron que había llegado el momento de recobrar ante
él la autoridad delegada por sus difuntos padres.
Deseoso de precaverle de las heridas mentales y de los
sufrimientos físicos que padecía a diario en sus vagabundeos, e
impedir que se expusiera a los ojos de sus amistades con las
inequívocas señales de su trastorno, acudieron a un médico para
que residiera en la mansión y cuidase de Aubrey.
Este apenas pareció darse cuenta de ello: tan
completamente absorta estaba su mente en el otro asunto. Su
incoherencia acabó por ser tan grande, que se vio confinado en su
dormitorio. Allí pasaba los días tendido en la cama, incapaz de
levantarse.
Su rostro se tornó demacrado y sus pupilas adquirieron un
brillo vidrioso; sólo mostraba cierto reconocimiento y afecto cuando
entraba su hermana a visitarle. A veces se sobresaltaba, y
tomándole las manos, con unas miradas que afligían intensamente a
la joven, deseaba que el monstruo no la hubiese tocado ni rozado
siquiera.
—¡Oh, hermana querida, no le toques! ¡Si de veras me
quieres, no te acerques a él!
Sin embargo, cuando ella le preguntaba a quién se refería,
Aubrey se limitaba a murmurar:
—¡Es verdad, es verdad!
Y de nuevo se hundía en su abatimiento anterior, del que su
hermana no lograba ya arrancarle.
Esto duró muchos meses. Pero, gradualmente, en el
transcurso de aquel año, sus incoherencias fueron menos
frecuentes, y su cerebro se aclaró bastante, al tiempo que sus
tutores observaban que varias veces diarias contaba con los dedos
cierto número, y luego sonreía.
28
Al llegar el último día del año, uno de los tutores entró en el
dormitorio y empezó a conversar con el médico respecto a la
melancolía del muchacho, precisamente cuando al día siguiente
debía casarse su hermana.
Instantáneamente, Aubrey mostróse alerta, y preguntó
angustiosamente con quién iba a contraer matrimonio. Encantados
de aquella demostración de cordura, de la que le creían privado,
mencionaron el nombre del Conde de Marsden.
Creyendo que se trataba del joven conde al que él había
conocido en sociedad, Aubrey pareció complacido, y aún asombró
más a sus oyentes al expresar su intención de asistir a la boda, y su
deseo de ver cuanto antes a su hermana. Aunque ellos se negaron a
este anhelo, su hermana no tardó en hallarse a su lado. Aubrey, al
parecer, no fue capaz de verse afectado por el influjo de la
encantadora sonrisa de la muchacha, puesto que la abrazó, la besó
en las mejillas, bañadas en lágrimas por la propia joven al pensar
que su hermano volvía a estar en el mundo de los cuerdos.
Aubrey empezó a expresar su cálido afecto y a felicitarla por
casarse con una persona tan distinguida, cuando de repente se fijó
en un medallón que ella lucía sobre el pecho. Al abrirlo, cuál no
sería su inmenso estupor al descubrir las facciones del monstruo
que tanto y tan funestamente había influido en su existencia.
En un paroxismo de furor, tomó el medallón y, arrojándolo
al suelo, lo pisoteó. Cuando ella le preguntó por qué había destruído
el retrato de su futuro esposo, Aubrey la miró como sin
comprender. Después, asiéndola de las manos, y mirándola con una
frenética expresión de espanto, quiso obligarla a jurar que jamás se
casaría con semejante monstruo, ya que él...
No pudo continuar. Era como si su propia voz le recordase el
juramento prestado, y al girarse en redondo, pensando que Lord
Ruthven se hallaba detrás suyo, no vio a nadie.
Mientras tanto, los tutores y el médico, que todo lo habían
oído, pensando que la locura había vuelto a apoderarse de aquel
pobre cerebro, entraron y le obligaron a separarse de su hermana.
Aubrey cayó de rodillas ante ellos, suplicándoles que
demorasen la boda un solo día. Mas ellos, atribuyendo tal petición a
la locura que se imaginaban devoraba su mente, intentaron
calmarle y le dejaron solo.
Lord Ruthven visitó la mansión a la mañana siguiente de la
fiesta, y le fue negada la entrada como a todo el mundo. Cuando se
enteró de la enfermedad de Aubrey, comprendió que era él la causa
inmediata de la misma. Cuando se enteró de que el joven estaba
loco, apenas si consiguió ocultar su júbilo ante aquellos que le
ofrecieron esta información.
Corrió a casa de su antiguo compañero de viaje, y con sus
constantes cuidados y fingimiento del gran interés que sentía por su
hermano y por su triste destino, gradualmente fue conquistando el
corazón de la señorita Aubrey.
¿Quién podía resistirse a aquel poder? Lord Ruthven
hablaba de los peligros que le habían rodeado siempre, del escaso
cariño que había hallado en el mundo, excepto por parte de la joven
con la que conversaba. ¡Ah, desde que la conocía, su existencia
había empezado a parecer digna de algún valor, aunque sólo fuese
por la atención que ella le prestaba! En fin, supo utilizar con tanto
arte sus astutas mañas, o tal fue la voluntad del Destino, que Lord
Ruthven conquistó el amor de la hermana de Aubrey.
Gracias al título de una rama de su familia, obtuvo una
embajada importante, que le sirvió de excusa para apresurar la
29
boda (pese al trastorno mental del hermano), de modo que la
misma tendría lugar al día siguiente, antes de su partida para el
continente.
Aubrey, una vez lejos del médico y el tutor, trató de
sobornar a los criados, pero en vano. Pidió pluma y papel, que le
entregaron, y escribió una carta a su hermana, conjurándola —si en
algo apreciaba su felicidad, su honor y el de quienes yacían en sus
tumbas, que antaño la habían tenido en brazos como su esperanza y
la esperanza del buen nombre familiar— a posponer sólo por unas
horas aquel matrimonio, sobre el que vertía sus más terribles
maldiciones.
Los criados prometieron entregar la misiva, mas como se la
dieron al médico, éste prefirió no alterar a la señorita Aubrey con lo
que, consideraba, era solamente la manía de un demente.
Transcurrió la noche sin descanso para ninguno de los
ocupantes de la casa. Y Aubrey percibió con horror los rumores de
los preparativos para el casamiento.
Vino la mañana, y a sus oídos llegó el ruido de los carruajes
al ponerse en marcha. Aubrey se puso frenético. La curiosidad de los
sirvientes superó, al fin, a su vigilancia. Y gradualmente se alejaron
para ver partir a la novia, dejando a Aubrey al cuidado de una
indefensa anciana.
Aubrey se aprovechó de aquella oportunidad. Saltó fuera de
la habitación y no tardó en presentarse en el salón donde todo el
mundo se hallaba reunido, dispuesto para la marcha. Lord Ruthven
fue el primero en divisarle, e inmediatamente se le acercó,
asiéndolo del brazo con inusitada fuerza para sacarle de la estancia,
trémulo de rabia.
Una vez en la escalinata, le susurró al oído:
—Acuérdate del juramento y sabe que si hoy no es mi
esposa, tu hermana quedará deshonrada. ¡Las mujeres son tan
frágiles...!
Así desciendo, le empujó hacia los criados, quienes,
alertados ya por la anciana, le estaban buscando. Aubrey no pudo
soportarlo más: al no hallar salida a su furor, se le rompió un vaso
sanguíneo y tuvo que ser trasladado rápidamente a su cama.
Tal suceso no le fue mencionado a la hermana, que no
estaba presente cuando aconteció , pues el médico temía causarle
cualquier agitación.
La boda se celebró con toda solemnidad, y el novio y la
novia abandonaron Londres.
La debilidad de Aubrey fue en aumento, y la hemorragia de
sangre produjo los síntomas de la muerte próxima. Deseaba que
llamaran a los tutores de su hermana, y cuando éstos estuvieron
presentes y sonaron las doce campanadas de la medianoche,
instantes en que se cumplía el plazo impuesto a su silencio, relató
apresuradamente cuanto había vivido y sufrido... y falleció
inmediatamente después.
Los tutores se apresuraron a proteger a la hermana de
Aubrey, mas cuando llegaron ya era tarde. Lord Ruthven había
desaparecido, y la joven había saciado la sed de sangre de un
vampiro.
30
ERNEST THEODORE AMADEUS HOFFMANN (1776-1822)
Escritor y compositor romántico alemán. Estudió Derecho pero sus
grandes pasiones fueron la literatura y la música. Su fama, sin
embargo, se debe más a su obra literaria que a sus composiciones.
Destacan sus cuentos fantásticos, llenos de una belleza alucinante
que desembocan en ocasiones en pesadilla, en ellos aborda temas
como el desdoblamiento de la personalidad, la locura y el mundo de
los sueños, ejerció una gran influencia en otros románticos como
Victor Hugo y Edgar Allan Poe. Obras: Cuentos y Los elixires del
diablo (novela).
VAMPIRISMO
—Por cierto es muy asombroso —tomó la palabra Sylvester— que
casi en la misma época de Walter Scott, si no me equivoco, surgiera
un poeta inglés que produjo algo verdadera magnífico en una
tendencia por completo diferente. Pienso en lord Byron, a mi
parecer más poderoso y genuino que Thomas moore. Su Sitio de
Corinto es una obra maestra llena de las más vigorosas imágenes,
de los pensamientos más geniales. En ella predomina su inclinación
por lo sombrío, aun por lo espantoso y horrible, y no he podido leer
todavía su Vampiro, ya que la sola idea de tal criatura, si alcanzo a
entenderla, me provoca un helado estremecimiento. Hasta donde
sé, un vampiro no es otra cosa que un muerto viviente que chupa la
sangre de los vivos.
—¡Ja, ja! —exclamó Lothar, riendo—. Un poeta como tú, mi
estimado amigo Sylvester, debería estar suficientemente versado en
toda clase de historias de magos, brujas y otras cosas diabólicas;
hasta ha de entender por sí mismo un poco de magia y brujería,
cuanto menos lo necesario como para componer algunos poemas y
otros artificios. Pero en lo que concierne particularmente al
vampirismo, y solo para que compruebes mi extraordinaria
ilustración en tales cosas, quiero citarte un ameno opúsculo con el
que podrás instruirte sobre esta oscura materia. El título completo
dice: M. Michael Ranft, diácono de Nebra. Tratado de la masticación
y trituración de muertos en las tumbas, en el que se demuestra la
verdadera condición de los vampiros y chupadores de sangre
húngaros, y en el que se reseñan también todos los escritos
publicados hasta ahora sobre esta materia.
»Ya el título te convencerá de la solidez de la obra
mencionada, y de ello deducirás que un vampiro no es otra cosa que
un ser maldito, que se hace enterrar como un muerto y se levanta
31
luego de la tumba para chupar la sangre de los que duermen, los
cuales a su vez se transforman en vampiros, según los informes que
el maestro Ranft proporciona sobre Hungría, donde los vecinos de
aldeas enteras han terminado por convertirse en vampiros. Para
volver inofensivo a uno de estos vampiros, hay que desenterrarlo,
atravesarle el corazón con una estaca y quemar su cuerpo hasta
reducirlo a cenizas. Estas abominables criaturas no siempre
aparecen con su propio aspecto, sino en masque. Eso cuenta
aproximadamente, según recuerdo con gran vivacidad, una carta
que un oficial de Belgrado escribió a un doctor en Leipzig con el
propósito de conocer la verdadera naturaleza del vampirismo:
“En la aldea llamada Kinkilina, llegó a ocurrir que dos
hermanos eran atormentados por un vampiro; se turnaban entre sí
para velar el sueño del otro, cuando de pronto un perro abrió las
puertas, pero ante los gritos volvió a salir corriendo; al final, los dos
se quedaron dormidos, tras lo cual uno de ellos, en tan solo un
momento, pesentó una pequeña mancha roja bajo la oreja derecha,
y murió a los tres días”.
El oficial concluía diciendo: “Como de esto se hace aquí un
misterio fuera de lo común, me permito solicitarle humildemente su
calificada opinión sobre si tales espíritus son simpatéticos,
diabólicos o astrales, punto sobre el que insisto con mucho con
mucho respecto, etc.”. Toma de ejemplo a este oficial para
aprender.
»Acabo de acordarme de su nombre; era Sigmund
Alexander Friedrich von Kottwitz, el portaestardarte del ejército del
príncipe Alejandro. En aquel entonces, los militares se mostraban
solo muy de vez en cuando preocupados por el vampirismo. En la
obra del maestro Ranft se encuentra precisamente un acta,
redactada en términos forenses por dos médicos militares, en
presencia de dos oficiales del mismo regimiento de Alejandro, en la
que se refiere el hallazgo y exterminio de un vampiro. Entre otras
cosas, en aquella acta se dice: “Como se demostró que se trataba de
un verdadero vampiro, ellos mismos le atravesaron el corazón con
una estaca, a consecuencia de lo cual soltó un estentóreo gruñido y
copiosa sangre manó de él”.
»¿No es esto asombroso y a la vez instructivo?
—Si bien es posible tomar todo lo del maestro Ranft —
replicó Sylvester— como meramente novelesco, o incluso
extravagante, ateniéndonos al asunto en sí, y sin considerar el
informe, el vampirismo parece una de las ideas más terriblemente
espantosas, tanto más terriblemente espantosa cuanto que esa idea
degenera en horror, en lo abominablemente repugnante.
—Y sin tener eso en cuenta —dijo Cyprian, cortando a su
amigo la palabra—, de la idea misma puede salir un material que,
tratado por un poeta de rica fantasía, al que no le falte tacto
poético, suscite ese profundo estremecimiento propio del horror
lleno de misterio que habita en nuestro propio pecho y que, rozado
por las descargas eléctricas de un oscuro mundo espiritual,
conmueve el alma sin perturbarla. El adecuado tacto poético del
poeta ha de evitar justamente que lo espantoso degenere en
repugnante y nauseabundo; pues el hecho de que casi todo parezca
bastante extravagante hace también que el efecto sobre nuestro
ánimo disminuya. ¿Por qué no ha de estar permitido al poeta mover
las palancas del miedo, el espanto y el horror? ¿Acaso porque, aquí
y allá, un espíritu débil no lo soporta? No deberían entonces servirse
platos fuertes, pues a la mesa se sientan algunas personas de
naturaleza débil o que tienen el estómago echado a perder.
—¡Tu apología de lo espantoso —tomó la palabra
Theodor— no es en absoluto necesaria, mi querido y fantástico
32
Cyprian! Todos conocemos ciertamente de qué modo maravilloso
los más grandes poetas han sabido mover con esa palanca el intrior
más profundo del alma humana. ¡Basta con pensar en Shakespeare!
¿Y quién ha comprendido eso mejor que nuestro brillante Tieck en
varios de sus relatos? Tan solo quiero mencionar «Hechizo de
amor». La idea de este cuento maravilloso debe despertar en todo
corazón un helado estremicimiento de muerte, así como su final el
más profundo horror, y sin embargo los colores están mezclados
con tal fortuna que, a pesar de todo lo espantoso y aterrador, nos
asalta el misterioso embrujo de lo trágico, al que nos entregamos en
cuerpo y alma. Cuán cierto es lo que Tieck pone en boca de su
Manfred para rebatir los prejuicios de las mujeres contra lo
horripilante en poesía. Es el horror que se da en el mundo cotidiano,
nada menos que eso, lo que atormenta y destroza el corazón con
suplicios que no tienen consuelo. Es la crueldad de los hombres la
que genera la miseria que los grandes y pequeños tiranos producen
sin piedad con la diabólica burla del infierno, así como las reales
historias de fantasmas. Y qué hermoso lo dice el poeta: «Pero en
semejantes invenciones maravillosas la miseria del mundo no puede
sino aparecer salpicada de manera juguetona por alegres colores, y
de modo tal, pienso, que hasta una mirada no muy fuerte tendría
que poder soportarla».
—Con mucha frecuencia —dijo Lothar— evocamos a aquel
poeta profundamente genial, cuyo reconocimiento la posteridad ha
preservado en su más alta excelencia, mientras que aquellos que
arden rápidamente como fuegos fatuos, con un brillo prestado que
en el momento puede cegar la vista, se apagan con igual rapidez.
»Considero, por lo demás, que la fantasía puede ser
despertada con medios muy sencillos, y que lo espantoso a menudo
se funda más en el contenido que en la apariencia. “La mendiga de
Locarno”, de Kleist, al menos para mí, comporta en sí misma todo el
horror posible, y sin embargo, ¡qué sencilla fábula!
»¡Una mendiga a la que se le ordena con rudeza colocarse
detrás de la estufa como un perro y que, muerta, todos los días se
arrastra por el piso y se tiende en la paja detrás de la estufa, sin que
nadie perciba nada!
»Y, sin embargo, es la tonalidad maravillosa del conjunto lo
que produce un efecto tan poderoso. Kleist supo no solo mojar el
pincel en cada uno de los potes de pintura, sino también crear como
ningún otro un cuadro viviente, aplicando los colores con el vigor y
la genialidad del más perfecto maestro. No necesitó hacer levantar
de la tumba a ningún vampiro, le bastó con una vieja mendiga.
—Siguiendo con nuestra conversación sobre el vampirismo
—tomó la palabra Cyprian— me viene a lamente una horrible
historia que leí o escuché hace tiempo. Creo que más bien fue esto
último, ya que, según recuerdo, el narrador insistió en que la
historia era verdadera, y nombró a la familia condal y a la residencia
donde ocurrió todo. Si la historia ya ha sido publicada y les resulta
conocida, interrúmpanme, porque no hay nada más aburrido que
poner sobre la mesa cosas harto sabidas.
—Noto —dijo Ottmar— que otra vez vas a ofrecer al
mercado algo muy fantástico y terrorífico; piensa al menos en San
Serapión y sé tan breve como puedas, para que nuestro Vinzenz
retome la palabra, ya que, por lo que veo, está muy impaciente por
relatarnos el cuento maravilloso que nos prometió.
—¡Calma, calma! —exclamó Vinzenz—. Nada me gustaría
más que Cyprian tendiese un negro tapiz de fondo a la
representación «mímico-plástica» de mis alegres y, según creo, muy
saltarinas figuras, las cuales tendrán así un aspecto espléndido.
33
Empieza pues, mi querido Cyprian, y sé sombrío, aterrador, incluso
espeluznante, más que el vampírico lord Byron, al que no he leído.
El conde Hypolit —comenzó entonces Cyprian— había regresado de
sus largos viajes para tomar posesión de la rica herencia de su
padre, muerto hacía nomucho tiempo. El palacio se hallaba en una
de las regiones más hermosas y amenas del país, y la renta que
producían aquellas tierras alcanzaba para costear su
embellecimiento. Todo lo que al gusto del conde, a lo largo de sus
viajes, y especialmente en Inglaterra, había parecido más atractivo,
elegante, suntuoso, debía ahora levantarse de nuevo ante sus ojos.
Cortesanos y artistas, tantos como necesitaba, se reunieron en
torno de él acudiendo a su llamado, y pronto comenzaron las obras
del palacio, el trazado de un espacioso parque de gran estilo, que
incluía iglesia, cmementerio y capilla como parte de un bosquecillo
artificial. Todos los trabajos eran dirigidos por el conde, ya que
poseía los conocimientos necesarios; de tal modo se entregó a etas
ocupaciones en cuerpo y alma que transcurrió un año sin qeu
siquiera le viniese a la mente, como le había aconsejado su anciano
tío, asomarse en la corte y mostrarse a los ojos de las jóvenes para
escoger como esposa a la más bella, a la mejor y a la más noble.
Cierta mañana estaba sentado a la mesa de dibujo trazando el
proyecto de un nuevo edificio, cuando una vieja baronesa, lejana
pariente de su padre, se hizo anunciar. Hypolit recordó de
inmediato, al oír el nombre de la baronesa, que su padre hablaba
siempre de esta anciana con la más profunda aversión, hasta con
repugnancia, y a todas las personas que querían acercarse a ella les
advertía que se alejasen, aunqeu sin explicar jamás los motivos del
peligro. Cuando le preguntaban por el motivo, el conde
acostumbraba decir que había ciertas cosas sobre las que era mejor
callar que hablar. Tanto más cuanto se sabía que en la corte
circulaban oscuros rumores acerca de une scandaloso e inaudito
proceso criminal en el que se había hallado involucrada la baronesa,
en razón del cual había sido separada de su marido y expulsada de
su lejano lugar de residencia, llegando a obtener su sobreseimiento
solo gracias a la intervención del príncipe. Muy molesto se sintió
Hypolit por la proximidad de una persona a la que su padre
aborrecía, aunqeu los motivos de tal aversión le fueran
desconocidos. Pero las reglas de la hospitalidad, tenidas en alta
consideración en la región, lo obligaban a dar la bienvenida a quella
desagradable visita. Nunca una persona, sin que fuera odiosa en lo
más mínimo, había causado en el conde una impresión tan
antipática por su pariencia externa como la baronesa. Al entrar, la
anciana lo atravesó con una mirada ardiente, bajó luego los ojos y
se disculpó por la visita con una actitud casi sumisa. Se quejó de que
el padre del conde, víctima de extraños prejuicios a los que
malintencionados enemigos lo habían inducido solapadamente, la
hubiera odiado hasta la muerte, y de que ella, aunque se consumía
en la más amarga pobreza y se avergonzaba de su estado, nunca
hubiera recibido tampoco la más mínima ayuda de su parte. Ahora,
encontrándose inesperadamente en posesion de una pequeña suma
de dinero, le había sido posible abandonar su residencia y huir a una
lejana aldea de provincia. Sin embargo, al emprender el viaje, no
había podido resistir el impulso de ver al hijo de aquel hombre al
que, a pesar de su odio injusto e implacable, respetaba altamente.
Fue el conmovedor tono de sinceridad con el qeu habló la baronesa
lo que emocionó al conde, tanto más cuanto que, al apartar la
mirada del rostro hostil de la vieja, quedó absorto en la
contemplación de la maravillosa, adorable y encantadora criatura
que la acompañaba. La baronesa calló; el conde no pareció darse
34
cuenta y permaneció abstraído. Entonces la baronesa, invocando la
perturnación qeu le causaba aquel lugar, se disculpó por no haber
presentado al entrar a su hija Aurelia. Bastó eso para que el conde
recuperara la palabra y, sonrojándose hasta los ojos para
desconcierto de la adorable muchacha, reclamó que se le
concediese reparar aquello de lo que solo por un malentendido
podía culparse a su padre, y le permitiesen admitirlas en su palacio.
Manifestando sus mejores deseos, tomó la mano de la baronesa,
pero de pronto la respiración y el habla se le cortaron y un frío
estremecimiento lo sobrecogió en lo más íntimo. Sintió su mano
aferrada por unos dedos rígidos como la muerte, y la deshuesada
figura de la baronesa, que lo contemplaba con ojos sin expresión, le
pareció, en su odioso vestido de colores, un cadáver acicalado.
—¡Oh, Dios mío, cuánta desgracia en este instante! —gritó
Aurelia y comenzó a gemir suavemente con tono tan apremiante
que su pobre madre de repente fue presa de un ataque compulsivo,
del que se recuperó en seguida, como al parecer era costumbre, sin
necesidad de valerse de medio alguno.
El conde se desprendió con esfuerzo de la baronesa y, al
tomar la mano de Aurelia y posar con ardor en ella sus labios, sintió
que a él volvían el incadescente fuego de la vida y los dulces
placeres del amor. Encontrándose ya cerca de la edad madura, el
conde experimentó por primera vez todo el poder de la pasión y no
le fue posible disimular en lo más mínimo sus sentimientos, y el
modo en que Aurelia lo aceptó con un recato casi infantil encendió
en él las más bellas esperanzas. Apenas habían pasado unos pocos
minutos cuando la baronesa despertó de su desmayo y, por
completo inconsciente de lo que había sucedido, aseguró al conde
que la invitación a permanecer en el palacio durante algún tiempo
la honraba altamente y que olvidaba para siempre cualquier
injusticia que su padre hubiera cometido contra ella. Fue así como la
situación cambió repentinamente en la casa del conde, y él hubo de
creer que un especial favor del destino le había enviado a la única
persona en toda la tierra que, como esposa adorada y complacida,
podía concederle la mayor felicidad de esta existencia mundana. La
conducta de la anciana baronesa siguió siendo la misma:
permanecía silenciosa, seria, incluso reservada, y demostraba,
cuando la ocasión lo requería, un suave carácter y un corazón
abierto a cualquier alegría inocente. El conde se había habituado al
hecho de que la vieja tuviera un rostro cadavérico y una figura
fantasmal, atribuyéndolo todo a su naturaleza enfermiza, así como a
cierta tendencia a un tétrico vagabundear, ya que, como le
comunicaron sus criados, acostumbraba a dar paseos nocturnos por
el parque hasta el cementerio. Se avergonzaba de que los prejuicios
de su padre hubieran podido afectarlo tanto, y los insistentes
consejos de su viejo tío para que venciera aquel sentimiento que lo
cautivaba y abandonara una relación que, tarde o temprano, habría
de llevarlo al desastre, fueron perdiendo influencia. Persuadido
hasta lo más hondo de su alma del intenso amor de Aurelia, pidió su
mano, y cabe recordar con qué alegría la baronesa, viéndose
transportada de la más profunda indigencia al seno de la felicidad,
aceptó esta propuesta. La palidez y aquel singular aspecto que
indicaban una aflicción extremadamente honda se desvanecieron
entonces del rostro de Aurelia, y la bienaventuranza del amor brilló
en sus ojos, coloreó de rosa sus mejillas.
La mañana del día de la boda, un acontecimiento
estremecedor hizo desvanecer los deseos del conde. Encontraron a
la baronesa inerte en el parque, no lejos del cementerio, tendida
boca abajo sobre la tierra, y estaban transportando su cuerpo al
palacio en el preciso momento en el que el conde se levantaba y
35
salía a la ventana con la sensación deliciosa de una inminente
felicidad. Creyó que la baronesa solo había sufrido uno de sus
acostumbrados desmayos; sin embargo, todos los intentos por
reanimarla fueron en vano: estaba muerta. Aurelia se entregó más
bien poco a los desahogos de un tremendo dolor y, muda, sin
derramar lágrimas, parecía más bien herida en lo más íntimo de su
ser. El conde temía por su amada, y con mucho cuidado y suavidad
se atrevió a recordarle su condición de niña desamparada, lo cual
exigía que dejara de hacer lo conveniente solo para hacer lo más
conveniente, a saber, adelantar todo lo posible el día de la boda,
aplazado por la muerte de su madre. Aurelia cayó entonces en
brazos del conde y exclamó, mientras un torrente de lágrimas
manaba de sus ojos, con una voz penetrante que desgarraba el
corazón:
—¡Sí, sí, por todos los santos, mi bienaventuranza, sí!
El conde atribuyó este profundo arrebato de emoción al
amargo pensamiento de que se encontraba perdida, sin hogar ni
adónde ir, y al hecho de que el decoro imposibilitaba también su
permanencia en el palacio. Personalmente se ocupó de que una
anciana y honrada matrona fuera su dama de compañía hasta que,
pocas semanas después, llegó de nuevo el día de la boda, que esta
vez no vino acompañado de ningún acontecimiento infortunado,
sino que coronó la felicidad de los novios. Aurelia se había
encontrado hasta entonces en un permanente estado de tensión.
No era el dolor por la pérdida de su madre, no: un miedo interior,
inefable, leal, parecía más bien perseguirla sin descanso. En medio
de los más dulces diálogos amorosos empalidecía mortalmente,
como sobrecogida de terror, y se arrojaba con lágrimas en los ojos
en los brazos del conde, como queriendo aferrarse a él para impedir
que un invisible poder maléfico la arrastrase a la perdición, mientras
exclamaba:
—¡No, nunca, nunca!
Solamente ahora, casada con el conde, aquel estado de
excitación y aquel terrible miedo interior parecían haber
desaparecido. Era inevitable que el conde sospechara que algún
secreto fatídico perturbaba a Aurelia en lo más íntimo de su alma,
pero con razón consideraba inoportuno preguntarle acerca de ello,
en tanto aquel temor persistiese y ella misma callara al respecto.
Solo con cautela se atrevió a indagar cuál podría ser la causa de su
singular estado de ánimo. Aurelia dijo entonces que sería para ella
un gran alivio abrir ahora por entero su corazón a su amado esposo.
No poco se sorprendió el conde cuando se enteró de que
únicamente la conducta impía de su madre había sido la causa de
que todo ese desquiciado malestar recayese sobre Aurelia.
—¿Hay algo más espantoso —exclamó Aurelia— que odiar,
que aborrecer a la propia madre?
Pues ni el padre ni el tío se habían visto dominados por
falsos prejuicios, y la baronesa había engañado al conde con
premeditada hipocresía. El conde consideró como un golpe de
suerte para la tranquilidad de ambos que la malvada madre hubiese
muerto el mismo día de la boda. No lo ocultó para nada; pero
Aurelia explicó que, precisamente desde la muerte de su madre, se
sentía dominada por sombrías y temibles premoniciones, y que no
podía evitar el terrible miedo de pensar que la muerta se levantaría
de la tumba y la apartaría de los brazos de su amado para
precipitarla en el abismo. Aurelia recordaba de manera muy confusa
(según contó) que una mañana durante su más temprana infancia,
al despertar oyó un espantoso tumulto en la casa. Las puertas se
abrían y se cerraban, extrañas voces gritaban entremezclándose
36
unas con otras. Cuando al fin se hizo un poco de calma, la nodriza
tomó a Aurelia del brazo y la llevó a una gran habitación donde
habría muchas personas reunidas en torno de una mesa sobre la
que yacía un hombre que solía jugar con ella, que le obsequiaba
golosinas y al que llamaba papá. Extendió las manos hacia él y quiso
besarlo. Los labios, que antes eran cálidos, estaban ahora helados, y
Aurelia, sin saber por qué, rompió a llorar desconsoladamente. La
nodriza la condujo a una casa extraña, donde permaneció un largo
tiempo, hasta que apareció una señora y se la llevó en un carruaje.
Era su madre, que poco después se trasladó con Aurelia a la corte.
Aurelia tendría cerca de dieciséis años cuando un hombre se
presentó en casa de la baronesa, quien lo recibió con alegría y
confianza, como si se tratase de un viejo y querido amigo. Empezó a
venir cada vez más a menudo de visita y pronto la situación de la
baronesa cambió de un modo considerable. En vez de alquilar una
buhardilla, vestirse con pobres vestidos y alimentarse mal, como
había hecho hasta entonces, se mudó a un bonito barrio en la zona
más hermosa de la ciudad, ostentaba lujosos vestidos, comía y
bebía con el extraño, de quien era diariamente huésped, y
participaba en todas las diversiones públicas que se ofrecían en la
corte. Pero esta mejora en la situación de su madre, debida
evidentemente al extraño, no tuvo efecto alguno sobre Aurelia.
Mientras la baronesa se entregaba a la diversión con el extraño,
Aurelia permanecía encerrada en su habitación y se veía obligada a
vivir tan austeramente como antes. El extraño, aunque se
encontraba cerca de los cuarenta años, tenía un fresco aspecto
juvenil, su figura era esbelta y su rostro poseía, por así decirlo, una
belleza muy viril. A Aurelia, no obstante, le resultaba desagradable
porque su conducta, a pesar de que intentaba mantener un
elegante decoro, a menudo era torpe, vulgar, plebeya. La mirada
con que la observaba, sin embargo, comenzó a llenarla de un
siniestro horror, de un espanto cuya causa no sabía cómo explicarse
a sí misma. La baronesa no se había tomado siquiera la molestia de
decir una sola palabra a Aurelia acerca del extraño. Entonces
mencionó su nombre, agregando que el barón era inmensamente
rico y un pariente lejano. Alabó su figura, sus rasgos, y terminó
preguntándole a Aurelia si le agradaba. Aurelia no disimuló el íntimo
espanto que le producía el extraño; la baronesa, entonces, le lanzó
una mirada que la aterrorizó profundamente y le reprochó que
dijese algo tan necio e ingenuo. Poco después, la baronesa empezó
a tratar a Aurelia con amabilidad, como nunca antes lo había hecho.
Le regaló hermosos vestidos, ricos adornos a la moda, y se le
permitió participar en las fiestas. El extraño intentaba ganarse el
favor de Aurelia, pero solo conseguía caerle cada vez más
antipático. Finalmente, un desdichado azar, fatal para su tierno
espíritu juvenil, le deparó ser testigo secreto de una inaudita
atrocidad del extraño y de su corrompida madre. Cuando días
después el extraño, medio borracho, la rodeó con sus brazos de una
manera que no dejaba lugar a dudas sobre sus perversas
intenciones, la desesperación le dio las fuerzas de un hombre; logró
sacárselo de encima tirándolo al suelo de espaldas, huyó y se
encerró en su habitación. La baronesa entonces le aclaró a Aurelia
fríamente y con firmeza que, como el extraño mantenía la casa y
ella no tenía en absoluto el deseo de volver a la antigua indigencia,
no había lugar para vanos y tontos remilgos; Aurelia debía ceder a
los deseos del extraño, quien de lo contrario amenazaba con
abandonarlas. En lugar de compadecerse de las desgarradoras
súpilicas de Aurelia, de sus ardientes lágrimas, la anciana, riendo a
carcajadas con atrevida desvergüenza, comenzó a hablar de las
ventajas de una relación que le proporcionaría todos los placeres de
37
la vida, mofándose tanto de cualquier sentimiento virtuoso que la
joven quedó espantada. Aurelia se vio perdida y el único medio de
salvación posible le pareció huir sigilosamente. Pudo hacerse con la
llave de la casa, empacó unas pocas pertenencias que cubrirían las
necesidades más apremiants y se delizó después de medianoche
por el vestíbulo apenas iluminado, mientras creía que su madre
dormía profundamente. Estaba ya por salir en silencio, en el más
completo silencio, cuando la puerta de la casa rechinó al
entreabrirse y retumbaron pasos en la escalera. La baronesa
apareció en el vestíbulo, dirigiéndose hacia Aurelia, vestida con una
bata raída y sucia, el pecho y los brazos desnudos, el pelo gris
despeinado y salvajemente agitada. Detrás de ella venía el extraño,
gritando con voz chillona:
—¡Espera, maldito Satanás, bruja del infierno, voy a hacerte
tratar tu banquete de bodas!
Arrastró de los pelos a la vieja hasta el medio de la
habitación y empezó a golpearla del modo más brutal con el bastón
que llevaba consigo. La baronesa soltó un espantoso alarido de
terror y Aurelia, a punto de desvanecerse, gritó por la ventana
abierta pidiendo auxilio. Dio la casualidad de que justamente pasara
por allí una patrulla armada de la policía, que entró al instante en la
casa.
—¡Atrápenlo! —exclamó la baronesa, dirigiéndose a los
guardias y retorciéndose de dolor—. ¡Agárrenlo bien! Miren su
espalda desnuda… Es…
En cuanto la baronesa pronunció elnombre, el sargento de
policía que comandaba la patrulla dio un grito de júbilo:
—¡Ajá! ¡Al fin te tenemos, Urian!
Y así fue como detuvieron al extraño y lo arrastraron fuera
enseguida, por más que trató de resistirse. A pesar de todo lo
sucedido, la baronesa se había percatado muy bien de la intención
de Aurelia. De momento se conformó con agarrarla violentamente
del brazo, llevarla a su habitación y cerrar la puerta con llave sin
decir palabra. A la mañana siguiente , la baronesa salió y no regresó
hasta muy tarde, mientras Aurelia, encerrada en su cuarto como en
una celda, no pudo ver ni hablar con nadie, debiedno pasar todo el
día sin comer ni beber.
Así transcurrieron varios días. A menudo la baronesa miraba
a Aurelia con ojos encendidos de ira y parecía querer tomar una
determinación, hasta que una noche recibió una carta cuyo
contenido aparentemente le causó alegría.
—Absurda criatura —le dijo—, eres la culpable de todo,
pero está bien, ni siquiera deseo que te alcance la terrible maldición
que el malvado espíritu arrojó sobre ti.
Luego de esto la baronesa fue nuevamente amable con ella
y Aurelia, ahora que aquel hombre abominable se había alejado de
la casa, ya no volvió a pensar en huir y obtuvo a cambio algo más de
libertad.
Pasó algún tiempo y una mañana en que Aurelia se
encontraba sola en su habitación se oyó un gran estruendo en la
calle. La doncella entró abruptamente y le contó que, mientras los
gruardias llevaban a la cárcel al hijo del verdugo, marcado con
hierro por robo y asesinato, estehabía tratado de escaparse. Aurelia
se asomó con miedo a la ventana, sobrecogida por un temeroso
presentimiento; no se había engañado: allí estaba el extraño que,
flanqueado por numerosos guardias y fuertemente encadenado, era
trasladado sobre una carreta. De nuevo lo llevaban preso para que
expiara su condena. Aurelia casi se desmaya en el sillón cuando la
espantosa y salvaje mirada del sujeto se cruzó con la suya, al tiempo
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que con gestos amenazadores levantaba su puño cerrado hacia la
ventana.
Otra vez la baronesa volvió a estar mucho fuera de casa,
aunque siempre retornaba para hablar con Aurelia e irle con
consideraciones acerca de su destino y de las amenazas que se
cernían sobre ella, que podrían arrastrarla nuevamente hacia una
vida opacamente triste. Por la doncella, que había llegado a la casa
después de los acontecimientos de aquella noche y que había sido
puesta al tanto de cómo aquel bribón había mantenido relaciones
íntimas con la señora baronesa. Aurelia se enteró de que en la corte
se lamentaba mucho que su madre hubiera sido engañada tan
vilmente por ese infame criminal. Aurelia sabía muy bien que las
cosas habían sido de otro modo, y le parecía imposible que ni
siquiera los mismos guardias policiales que hacía poco habían
detenido a ese hombre en casa de la baronesa estuvieran
convencidos de la estrecha amistad de ella con el hijo del vergudo,
desde el momento en qeu mientras lo apresaban ella habría
proferido su nombre y señalado su espalda con la marca de hierro
candente, la reconocida seña del criminal. De aquí que hasta la
doncella comentase a veces de modo ambiguo lo que se fantaseaba
aquí y allá y cómo se pretendía conocer las rigurosas investigaciones
que había ordenado el tribunal e incluso que la honorable banoresa
había sido amenazada de arresto, ya que el infame hijo del verdugo
habí acontado cosas muy extrañas.
La pobre Aurelia debió de nuevo reconocer el depravado
carácter de su madre, a quien de todos modos le parecía posible
seguir asistiendo a la corte después de aquellos horrorosos
acontecimientos. Finalmente, la baronesa se vio forzada a
abandonar el lugar en el cual se sentía perseguida por una sospecha
ignominiosa, aunque bien fundada, y a huir hacia una regió lejana.
En ese viaje llegaron al palacio del conde y ocurrió lo que se ha
contado. Aurelia se sentía más que feliz, libre de toda preocupación
enfermiza; pero qué profundo terror se apoderó de ella cuando, al
hablarle a su madre del favor divino que la envolvía en ese
sentimiento de benaventuranza, esta, echando llamas por los ojos,
gritó con voz estridente:
—Eres mi desgracia, criatura abyecta y sin salvación, pero ya
verás: ¡en medio de tu soñada felicidad te alcanzará mi venganza, si
unamuerte repentina me sobrecoge! En el espasmo que me constó
tu nacimiento, la astucia de Satán…
Aurelia se detuvo aquí, se echó sobre el pecho del conde y
le suplicó que la excusase de repetir todo lo que la baronesa había
llegado a decir en su furor demencial. Se sentía destrozada por
dentro al pensar en el miedo que le producía el presentimiento de
que se cumpliría la horrible amenaza que su madre, poseída por
malvados poderes, había proferido. El conde consoló a su esposa
tan bien como pudo, pese a que él mismo se sintió agitado por un
mortal escalofrío. Ya más tranquilo, tuvo que confesarse a sí mismo
que la profunda atrocidad de la baronesa, aunque ya hubiera
muerto, arrojaba una negra sombra sobre su vida, que había
imaginado más clara que el sol.
Al poco tiempo, Aurelia comenzó a mostrarse bastante
cambiada. Mientras la palidez mortal del rostro y el brillo apagado
de sus ojos parecían dar signos de enfermedad, la actitud confusa,
inestable e incluso esquiva de Aurelia dejaba entrever que algún
nuevo secreto, oculto en el interior de su ser, la sobresaltaba. Huía
hasta de su marido, ya encerrándose en su habitación, ya buscando
los sitios más apartados del parque y, cuando se dejaba ver, sus ojos
llorosos, los consumidos rasgos de su semblante, indicaban que
sufría algún espantoso tormento. En vano se esforzó el conde por
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averiguar la causa del estado de su esposa, y solo consiguió
rescatarlo del completo desconsuelo que finalmente había caído la
conjetura de un famoso médico, según el cual la gran irritabilidad de
la condesa y todos aquellos síntomas amenazadores en su cambio
de estado únicamente podían signifcar una dulce espera que haría
la felicidad del matrimonio. El médico mismo, sentado un día a la
mesa del conde y la condesa, se permitió toda clase de alusiones a
aquel supuesto estado de dulce espera. La condesa parecía
indiferente a todo lo que escuchaba, aunque de pronto prestó
mucha atención cuando el médico comenzó a hablar de los raros
antojos que a veces sienten las mujeres en ese estado, a los cuales
se entregan sin tener en consideración su salud y la nociva
influencia sobre el niño. La condesa abrumó al médico con
preguntas, y ese no se cansó de relatar los casos más curiosos y
divertidos de su propia experiencia médica:
—Por supuest—dijo—, hay también ejemplos de antojos del
todo anormales, por los que ciertas mujeres han llegado a cometer
el más horrible de los actos. Así, la mujer de un herrero tenía un
deseo tan irrefrenable por la carne de su esposo que no descansó
hasta que, un día en que él volvió a casa borracho, lo atacó
imprevistamente con un gran cuchillo y se lo clavó con tal ferocidad
que pocas horas después entregaba su espíritu.
No bien el médico terminó de decir estas palabras, la
condesa cayó desvanecida en el sofá, y solo con gran trabajo pudo
ser rescatada del ataque de nervios que la sobrecogió a
continuación. El médico vio entonces que había sido muy
imprudente mencionar aquel terrible suceso en presencia de una
mujer tan nerviosa.
Benéfico, sin embargo, pareció haber sido el efecto de la
crisis sobre estado de la condesa, pues llegó a estar más tranquila,
aunque muy pronto una actitud extrañamente rígida, un fuego
sombrío en sus ojos y un color cada vez más mortecino arrojaron
sobre el conde una nueva y atormentadora duda acerca del estado
de su esposa. Lo más explicable del estado en que se encontraba la
condesa residía, sin embargo, en que tampoco tomaba el menor
alimento y manifestaba el más insuperable asco por todo, en
especial por la carne, a tal punto que más de una vez se levantó de
la mesa dando vivas muestras de repulsión. El arte del médico
fracasó, pues ni las súplicas más cariñosas y encarecidas del conde
ni nada en el mundo podían hacer que la condesa tomase su
medicina. Dado que pasaban semanas y meses sin que la condesa
probase bocado, dado que existía un misterio inescrutable en cómo
era capaz de mantenerse con vida, el médico consideró entonces
que allí había en juego algo que iba más allá de los límites de la
fidedigna ciencia humana. Abandonó el palacio bajo una excusa
cualquiera, pero el conde pudo notar perfectamente que el
acreditado médico vislumbraba en el estado de la condesa algo
demasiado enigmático, incluso ominoso, como para aguardar más
tiempo y ser testigo de una inescrutable enfermedad, sin poder
hacer nada por ayudarla. Puede imaginarse en qué estado de ánimo
debió dejar todo ello al conde; pero todavía no había terminado.
Justo por esa época, un viejo y fiel servidor tuvo la
oportunidad de revelar al conde, una vez que se encontró con él a
solas, que la condesa desde hací aun tiempo abandonaba todas las
noches el palacio y regresaba al rayar el día. Un frí helado paralizó al
conde. Solo entonces cayó en la cuenta de que desde hacía un
tiempo, a medianoche lo sobrecogía un sueño para nada natural,
que ahora atribuía a algún narcótico que la condesa le
proporcionaba con el fin de poder abandonar, sin ser notada, la
alcoba que, contra las nobles costumbres, compartía con su esposo.
40
Los más negros presentimientos acudieron a su alma; pensó en la
diabólica madre, cuyas inclinaciones afloraban acaso en la hija; en
alguna relación adúltera y abominable; en el perverso hijo del
verdugo.
A la noche siguiente iba a develársele el espantoso secreto,
lo unico que podìa ser la causa del inexplicable estado de su esposa.
La condesa solia, al anochecer, preparar ella misma el té que
tomaba con su esposo, y luego se retiraba. El conde esa vez no
bebió una sola y, mientras leía en la cama, como era su costumbre,
no sintió en modo alguno, hacia la medianoche, la somnolencia que
otras veces lo sobrecogía. No obstante, volvió a zambullirse en la
almohada y se quedó quieto, como si estuviera bien dormido.
Suavemente, sin hacer ruido, la condesa dejó entonces su lecho, se
acercó a la cama del conde, le iluminó el rostro y se deslizó fuera de
la alcoba. Con el corazón palpitante, el conde se levantó, se echó un
manto y siguió a su esposa. Era una noche de luna muy clara, de
modo que, aunque ella le llevaba una considerable ventaja, el conde
podía percibir con nitidez la figura de Aurelia envuelta en una túnica
blanca. La condesa tomó el camino que, a través del parque, llevaba
hacia el cementerio, y despareció detrás del muro. El conde corrió
velozmente tras ella y cruzó el portón del cementerio, que encontró
abierto. Allí, bajo el clarísimo resplandor de la luna, divisó apenas
delante de sí un círculo de horribles figuras espectrales. Viejas
mujeres semidesnudas con los cabellos al viento se hallaban
arrodilladas en el suelo, y en el medio del círculo yacía el cadáver de
un hombre, del que se alimentaban con voracidad de lobo.
¡Aurelia estaba entre ellas!
Presa de un salvaje horror, el conde salió corriendo sin
sentido, acosado por un terror mortal, por los pavores del infierno,
a través de los senderos del parque, hasta que, bañado en sudor, se
encontró de nuevo, a la luz del amanecer, ante las puertas del
palacio. Instintivamente, sin pensar con claridad en lo que hacía se
lanzó escaleras arriba y se abrió paso por entre las habitaciones
hasta el aposento. Allí yacía la condesa, al parecer entregada a un
dulce y suave ensueño, y el conde convencerse de que solo había
sido una atroz visión onírica, o, dado que era consciente del paseo
nocturno, del cual daba testimonio su manto humedecido por el
rocío del amanecer, que más bien una aparición capaz de perturbar
los sentidos le había causado aquel miedo mortal. Sin esperar a que
la condesa se despertase, abandonó la alcoba, se visió y montó a
caballo. La cabalgata en la bella mañana a través de los perfumados
arbustos, desde donde lo saludaban el alegre canto de los pájaros al
despertar, disipó las terribles imágenes de la noche; reanimado y
sereno, regresó al palacio. Pero cuando ambos, el conde y la
condesa, se sentaron solos a la mesa y ella, en cuanto se sirvió la
carne guisada, quiso abandonar la habitación dando muestras de
profundo asco, la verdad de lo que había visto por la noche se
presentó, atroz, ante el alma del conde. Con feroz ira, se levantó de
un salto y gritó con voz terrible:
—¡Maldito aborto del infierno, conozco tu asco por el
alimento de los hombres; arrancas tu comida de las tumbas, mujer
diabólica!
Pero no bien el conde soltó estas palabras, la condesa,
dando alaridos, se abalanzó sobre él y lo mordió en el pecho con la
furia de una hiena.
El conde empujó al suelo a la rabiosa criatura, y entregó su
espíritu entre espantosas convulsiones.
El conde se hundió en la locura.
41
—¡Ay —dijo Lothar, tras el silencio que se hizo entre los
amigos—, ay, mi admirable Cyprian, has pronunciado palabras
eximias! Frente a tu historia, el vampirismo es un juego de niños,
una divertida broma de carnaval. No, todo aquí resulta tan horrible,
interesante y abundantemente condimentado con tanta asa foetida
que un paladar sobreexcitado, para que ningún alimento natural ya
tenga sabor, no pueda sino disfrutar mucho con ello.
—Y, sin embargo —tomó la palabra Theodor—, nuestro
amigo enturbió algunas cosas y pasó tan rápidamente por encima
de otras que consiguió suscitar un fugaz, temeroso y horrible
estremecimiento que quisiéramos agradecer. Recuerdo ciertamente
haber leído esta abominable historia fantasmal en un viejo libro.
Pero allí todo estaba narrado con profusión de detalles y los
horrores de los antiguos eran expuestos con amore, de modo que el
conjunto dejaba a cambio una impresión sumamente desagradable
que no puede olvidar por mucho tiempo.
»Estaba contento de haber olvidado aquella fruslería
repugnante, y Cyprian no debería habérmela recordado, aunque he
de reconocer que pesó bastante en nuestro patrono San Serapión, y
suscitó en nosotros un intenso horror, sobre todo hacia el final.
Todos hemos palidecido un poco, pero más que nadie el narrador
mismo.
42
PIERRE JULES THÉOPHILE GAUTIER (1811-1872)
Poeta, dramaturgo, novelista, periodista, crítico literario y fotógrafo
francés. Pese a ser un ardiente defensor del Romanticismo, su obra
tiene referencias del Parnasianismo (del que fue fundador), del
Simbolismo y el Modernismo. Junto a Baudelaire y Moreau formó
parte del Club des Hashischins (El Club del Hachís) y fue uno de los
primeros artistas en vivir la experiencia creativa de las drogas.
Obras: La muerte enamorada, Mademoiselle de Maupin, Viaje a
España, Arria Marcella, Le roman de la momie, La comédie de la
mort, Le Capitaine Fracasse, Émaux et camées, entre otras.
«La muerta enamorada» es de 1836.
LA MUERTA ENAMORADA
Padre, tiene curiosidad por saber si yo nunca he gustado el amor:
pues bien, sí. La mía es una historia singular y terrible y, aunque
tenga ahora setenta años, soy siempre harto reacio a la idea de
remover las cenizas de semejante recuerdo. Pero a usted no quiero
rehusarle nada: en todo caso, nunca haría un relato de este género
a un alma menos experta que la suya. Se trata de sucesos tan
extraños, que casi no me arriesgo a creer que me hayan ocurrido
verdaderamente. El hecho es que me he encontrado, por algo más
de tres años, a merced de una ilusión diabólica. Yo, pobre sacerdote
de campaña, he llevado todas las noches en sueño (¡quiera Dios que
sólo haya sido un sueño) una vida de Sardanápalo. Me bastó echar
una sola mirada, tal vez un tanto complacido, sobre una criatura de
sexo femenino, para casi llevar mi alma a la pérdida; pero por
fortuna, al fin, con la ayuda de Dios y de mi santo patrono, logré
expulsar al espíritu maligno que me poseía. Mi existencia, en cierto
momento, se había complicado con una vida nocturna
suplementaria y en completo contraste con la otra. Durante el día,
era un cura casto, enteramente ocupado en plegarias y cosas
santas; pero de noche, apenas cerraba los ojos, me transformaba en
un joven señor, fino conocedor de mujeres, perros y caballos,
jugador de dados, bebedor, blasfemo; y cuando, al alba, me
despertaba, la impresión que experimentaba era antes bien la de
estar entonces durmiendo y soñar que hacía de sacerdote. De esa
vida de sonámbulo me ha quedado el recuerdo desgraciadamente
indeleble de palabras y objetos que nunca debí haber visto; y,
aunque jamás haya salido de las paredes de mi presbiterio, se diría,
sintiéndome hablar, que yo fuera en cambio un hombre corrido
que, después de haber aprovechado de todos los placeres que
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ofrece el mundo, se ha acercado a la religión para concluir en el
seno de Dios su jornada demasiado turbulenta, y no el humilde
seminarista que fui en realidad, envejecido luego en una parroquia
ignorada por la mayoría, perdida en el fondo de un bosque donde
nunca tuve ocasión de relacionarme con las cosas del siglo.
Sí, he amado como quizá nadie en el mundo ha amado
jamás, con un amor furioso, de tal modo violento, hasta
maravillarme yo mismo de que mi corazón no haya reventado
nunca, con tensión semejante. ¡Ah! ¡Qué noches! ¡Qué noches!
La vocación de hacerme sacerdote la había sentido desde
la más tierna infancia, por lo que todos mis estudios fueron
orientados a ese fin, y mi vida, hasta los veinticuatro años, no fue
sino un largo noviciado. Concluidos los estudios de teología y
pasados todos los grados menores, mis superiores me consideraron
digno, a pesar de mi extrema juventud, de trasponer el último y más
temible umbral. Quedó establecido que yo sería ordenado
sacerdote durante la semana de Pascua.
Hasta entonces nunca había estado fuera del recinto que
comprendía colegio y seminario: sabía vagamente que existía algo
que respondía al nombre de “mujer”, pero nunca detuve mi
pensamiento en aquello: era de una inocencia perfecta.
No lamentaba nada, y no sentía, por eso, la menor
vacilación ante el compromiso irrevocable que estaba por contraer:
me sentía lleno de regocijo e impaciencia. Creo que nunca novio
alguno ha contado las horas que le separan de las bodas con ardor
más febril que el mío: no podía siquiera dormir, excitado por la idea
de que podría decir misa. Ser sacerdote: no concebía nada más bello
en el mundo: hubiera rehusado convertirme en rey o poeta.
Llegado el gran día, me dirigí hacia la iglesia con paso tan
ligero, que me parecía tener alas en las espaldas. Me creía
semejante a un ángel, y me extrañaba el rostro sombrío y
preocupado de mis compañeros: porque éramos muchos los que
debíamos recibir las órdenes. Había pasado la noche en plegaria, y
me encontraba en un estado de exaltación lindante con el éxtasis. El
obispo, anciano venerable, me parecía Dios, en actitud de
contemplar su propia eternidad. A través de las bóvedas del templo
entreveía el cielo.
Usted, hermano, conoce todos los detalles de la ceremonia:
bendición, comunión, unción de la palma de las manos con el aceite
de los catecúmenos, para terminar con el santo sacrificio, que se
ofrece al unísono con el obispo.
¡Oh, cuánta razón tenía Job! ¡Cuán imprudente es no hacer
un pacto anticipado con los propios ojos! Por azar, levanté de
pronto la cabeza y, de golpe, vi ante mí, tan cercana que hubiera
podido tocarla (aun cuando, en realidad, estuviera más bien lejos),
una joven mujer de rara belleza, vestida como una reina. Fue como
si me cayeran escamas de los ojos: experimenté la sensación de un
ciego, que recobra de improviso la vista. El obispo, tan esplendoroso
hasta ese momento, se apagó inmediatamente, los cirios
empalidecieron en sus candelabros de oro, como las estrellas al
sobrevenir la mañana, y en toda la iglesia se hizo una tiniebla
completa. La fascinadora criatura se destacaba de aquel escenario
de sombra como una revelación divina: parecía que se iluminara por
sí sola, y que ella misma fuera una fuente de luz.
Bajé los párpados, decidido a no levantarlos nunca más,
para sustraerme a toda sugestión que pudiera provenir del exterior;
porque, en realidad, me sentía siempre más desviado y sabía
siempre menos lo que debía hacer.
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Un minuto después, reabrí los ojos, porque, aun a través de
las pestañas, la veía brillar en una penumbra enrojecida, como si
estuviera mirando el sol.
¡Oh, cuán bella era! Los más grandes pintores, aun cuando
tratan de hacer el retrato de la Virgen, y buscan por eso representar
un tipo ideal de belleza, no se acercan ni siquiera lejanamente a
aquella fabulosa realidad. Ninguna paleta de pintor, ningún verso de
poeta podría dar idea de ella. Yo no sé aún si la llama que la
iluminaba procedía del cielo o del infierno, pero, de seguro, llegaba
del uno ni del otro.
A medida que la observaba, sentía abrirse en mí puertas de
las que hasta entonces no sospechaba ni siquiera su posibilidad, y la
vida se me aparecía bajo una luz asaz diversa. Era como si naciera a
una nueva existencia, a otro orden de ideas. Una espantosa angustia
me oprimía el corazón, y cada minuto que pasaba me parecía al
mismo tiempo un segundo y un siglo. La ceremonia, sea como fuere,
proseguía, y me transportaba siempre más lejos de aquel mundo,
cuya entrada asediaban furiosamente mis deseos recién nacidos. No
obstante, en el momento fatal dije “sí”. Hubiera querido decir “no”,
todo en mí se rebelaba y protestaba contra la violencia que mi
lengua le estaba haciendo a mi alma: una fuerza oculta me
arrancaba las palabras de la garganta, a pesar mío. Algo igual debe
acontecerle a las muchas niñas que van al altar con la firme
resolución de rechazar el esposo que les ha sido impuesto de
penosamente: llegado el momento, ninguna realiza su propósito.
Algo igual debe acontecerle a todas las pobres novicias que
terminan tomando el velo, aun cuando estuvieran muy decididas a
desgarrarlo en pedazos en el momento de los votos. No se osa
hacer estallar escándalo semejante en presencia de todos, ni
decepcionar la expectativa de tantas excelentes personas. Se
adivina, tejida y concentrada en vuestra respuesta, toda la voluntad
de cada uno de los presentes: sus miradas fijas oprimen como una
capa de plomo. Y además cada cosa se halla tan perfectamente
preparada, todo se halla tan bien dispuesto por anticipado, y parece
tan evidentemente irrevocable, que cualquier reacción personal
sucumbe bajo aquel peso enorme y no puede sino ceder
definitivamente.
La mirada de la bella desconocida mudaba gradualmente de
expresión, a medida que la ceremonia continuaba. Al principio
tierna y acariciadora, se teñía más y más de una suerte de desdén y
desaprobación, como expresando descontento por no haber sido
escuchada.
Hice un esfuerzo, que en sí hubiera sido suficiente para
mover una montaña, tratando de expresar en un grito mi voluntad
de no hacerme sacerdote. Pero nada logré. La lengua estaba pegada
al paladar, y me fue imposible traducir mi intención con el más
insignificante gesto negativo. Me encontraba, aunque despierto, en
una suerte de pesadilla.
Ella pareció sensible al martirio que yo estaba sufriendo y,
como si quisiera alentarme, me lanzó una mirada llena de divinas
promesas. Sus ojos eran un poema, de los que cada mirada
constituía una canción.
Era como si me dijera:
“Si quisieras ser mío, yo te haría ciertamente más feliz que
cuanto puede hacerte Dios en el Paraíso; los ángeles se sentirían
envidiosos. Desgarra ese sudario fúnebre, con el que están por
cubrirte: yo soy la belleza, la juventud, la vida. Ven a mí: juntos
seremos el amor. Nuestra existencia transcurrirá como un sueño, y
será sólo un largo, eterno beso. Tira por tierra el vino del cáliz que
te ofrecen, y serás libre. Yo te guiaré hacia islas desconocidas:
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dormirás sobre mi seno, en un lecho de oro macizo, bajo un
baldaquín de plata, porque te amo, y quiero arrebatarte a Dios,
hacia el cual tantos nobles corazones derraman inútilmente
torrentes de amor, que ni siquiera llegan hasta él”.
Me parecía sentir estas palabras acompañadas por una
música de infinita dulzura, porque su mirar tenía algo de sonoro, y
las frases que sus bellísimos ojos me transmitían resonaban en lo
profundo de mi corazón como si una boca invisible me las soplara
en el alma. Me sentía muy dispuesto a renunciar a Dios, pero
entretanto continuaba maquinalmente cumpliendo todas las
formalidades del rito. La hermosa me echó una mirada tan
suplicante como desesperada que fue como si aguzadas hojas
traspasaran mi corazón.
Pero ahora estaba hecho: era sacerdote.
Creo que nunca rostro humano supo expresar angustia más
desgarradora: la muchacha que ve caer a su lado al prometido,
fulminado de improviso por un síncope, la madre que encuentra
vacía la cuna de su niño, el avaro que encuentra una piedra en el
sitio de su tesoro, el poeta que ha dejado caer en el fuego la única
copia del manuscrito de su obra más importante, no tienen
ciertamente una expresión más desolada e inconsolable. Púsose
blanca como el mármol, los bellísimos brazos se le cayeron a lo largo
del cuerpo. Apoyóse en un pilar, como si las piernas ya no pudieran
sostenerla. En cuanto a mí, estaba lívido, la frente bañada de sudor
más ardiente que el del Calvario. Me dirigí vacilante hacia la puerta
de la iglesia, me sofocaba; las bóvedas me parecían aplastar mis
espaldas: me sentía como si debiera sostener yo solo el peso íntegro
de la cúpula.
Estaba por trasponer el umbral cuando una mano aferró
bruscamente la mías: ¡una mano de mujer! No la había tocado
nunca: era fría como la piel de una serpiente, y sin embargo me dejó
una sensación ardorosa como la marca de un hierro candente. Era
ciertamente ella. “¡Desdichado! ¡Qué has hecho!”, me susurró.
Luego, desapareció entre el gentío.
Pasó ante mí el viejo obispo. Me escrutó con aire severo. En
efecto, mi continente debía parecer harto extraño: palidecía y
enrojecía de continuo, y sin razón aparente, la cabeza me daba
vueltas. Uno de mis compañeros tuvo piedad de mi estado, y se
tomó la molestia de acompañarme de nuevo: solo, no hubiera
encontrado ciertamente el camino del seminario. A la vuelta de una
callejuela, mientras mi compañero miraba a otro lado, un pajecito
negro, extrañamente vestido, se me acercó y, sin detenerse, me
entregó una pequeña cartera preciosamente historiada,
haciéndome seña de que la ocultara. La deslicé en la manga, y no la
saqué sino cuando me volví a encontrar a solas en mi celda. Hice
saltar la manilla: dentro había nada más que dos hojitas de papel
con estas palabras: “Clarimonda, palacio Concini”. Estaba tan poco
informado, en esa época, de las cosas del mundo, que nada sabía de
Clarimonda, si bien a la redonda se hablase mucho de ella, y además
ignoraba por completo donde estaba el palacio Concini. Hice mil
conjeturas, una más desaforada que la otra, pero, en verdad, lo que
contaba para mí era lograr volver a verla, y le daba muy poca me
importancia a lo que ella fuera, gran dama o cortesana.
Aquel amor recién nacido se había arraigado de manera
indestructible, y ni siquiera pensé en la posibilidad de arrancarlo.
Esa mujer me dominaba ahora completamente, con una solo mirada
había hecho de mí otro hombre, besaba mi mano en el sitio en que
ella la había rozado; horas enteras repetía su nombre. No debía
hacer más que cerrar los ojos para verla tan claramente como si en
realidad estuviera presente, y me repetía de continuo las palabras
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que ella pronunciara en la puerta de la iglesia: “Desdichado, ¿qué
has hecho?”. Me daba cuenta del horror de mi situación y todos los
aspectos más tristes de mi estado se me descubrían con nitidez; ¡ser
sacerdote quería decir permanecer casto, no hacer el amor, no
cuidarse nunca del sexo ni de la edad, apartar los ojos de toda
belleza, comportarse como un ciego, arrastrarse siempre en la
sombra gélida de un claustro o de una iglesia, no tener contactos
sino con moribundos, velar cadáveres de desconocidos, y llevar
siempre luto con esa sotana negra que, sin ningún cambio, podría
servir muy bien además como sudario para envolverse en el ataúd!
¿Cómo hacer para ver nuevamente a Clarimonda? No
hallaba ningún pretexto para salir del seminario, pues que no tenía
amistades en la ciudad. Además, ni siquiera debía quedarme en
esos lugares, antes esperaba que me destinaran a una parroquia.
Intentaba arrancar las barras de mi ventana, pero estaba a una
altura impresionante, y además no tenía una escala de cuerdas, por
consiguiente era inútil pensar en ello. Por otra parte, sólo hubiera
podido bajar de noche, ¿y cómo habría podido salir de apuros en el
dédalo de calles, que apenas conocía? Todas estas dificultades, que
para otro tal vez hubieran sido insignificantes, parecían insalvables
al mísero seminarista, recién nacido al amor, sin experiencia, sin
dinero y sin ropas.
¡Ah! Si no hubiera sido sacerdote, habría podido verla todos
los días; habría sido su amante, su esposo, me decía, enceguecido
como estaba, y, en vez de encontrarme aquí envuelto en este
siniestro sudario, llevaría ropas de seda y velludo, cadena de oro,
espada y plumas, como todos los perfectos caballeros. Mis cabellos,
en vez de recibir la humillación de una ancha tonsura, se ondularían
alrededor de mi cuello en un movimiento de rizos. Tendría
hermosos bigotes untados, sería un galán. En cambio, una sola
horita pasada ante un altar, alguna media palabra articulada de
mala gana, habían bastado para sacarme completamente del
número de los vivos: ¡yo mismo había construido mi tumba, yo
mismo había echado el cerrojo de mi prisión! Me asomé a la
ventana: el cielo estaba maravillosamente azul, los árboles se
habían puesto sus ropajes primaverales, la naturaleza resplandecía
con un gozo que me parecía irónico. La plaza del lugar estaba llena
de gente que iba y venía. Jóvenes parejas se dirigían, abrazadas,
hacia la sombra de los jardines y los emparrados. Pasaban algunas
comitivas, entre cantos y estribillos de bebedores: tal movimiento,
el ímpetu y la alegría general, hacían resaltar aún más
lastimosamente mi lucha y mi soledad. No pude soportar ese
espectáculo, cerré la ventana y me arrojé en la cama, lleno el
corazón de odio y celos irrefrenables, mordiendo mis dedos y el
cobertor, como haría una tigresa con hambre de tres días.
No sé cuánto tiempo estuve así; pero mientras me revolvía
en la cama con rabioso espasmo, vi de pronto al abad Serapion
inmóvil en medio de la habitación, estudiándome atentamente.
Tuve vergüenza de mí mismo y, dejando caer la cabeza sobre el
pecho, me tapé los ojos con las manos.
“Romualdo, amigo mío, te está ocurriendo algo anormal”,
me dijo apaciblemente Serapion, luego de unos minutos de silencio.
“Tu conducta es en verdad inexplicable. Un ser pío, tranquilo y dulce
como tú se agita en su celda como una fiera. Cuídate, hermano, de
no escuchar las sugestiones del diablo, porque el espíritu maligno,
irritado por saberte desde ahora consagrado al Señor, te ronda y
hace el último esfuerzo por atraerte hacia él. En vez de dejarte
abatir, querido Romualdo, hazte una hermosa coraza de plegarias y
mortificaciones, y combate con fuerza a tu enemigo: sólo así
vencerás. La prueba es necesaria a la virtud. Las almas más
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aguerridas han padecido momentos semejantes. Reza, medita,
ayuna: el espíritu maligno se batirá en retirada”.
El discurso del abad Serapion me ayudó a volver a
encontrarme a mí mismo, y a restituirme un poco de calma.
“Venía a anunciarte tu nominación en la parroquia de C. Ha
muerto el sacerdote que la tenía hasta ahora, y el obispo te ha
designado para sucederle. Encuéntrate listo mañana.”
Asentí con un movimiento de cabeza, y el abad me dejó de
nuevo solo.
Abrí el misal y comencé a leer una plegaria, pero las
palabras se me confundían ante los ojos, y el libro se me deslizó de
la mano sin que yo hiciera nada para retenerlo.
¡Partir mañana, sin haberla visto de nuevo! Agregar una
ulterior imposibilidad a todas las que ya se interponían entre
nosotros. Perder para siempre la esperanza de encontrarla, de no
ser por milagro. ¿Y si le escribiera? ¿A quién jamás podía confiarme,
vestido como lo estaba de los sacros paramentos? Experimenté una
angustia indecible. Me volvió a la mente lo que el abad había dicho
de los ardides del diablo, lo raro de toda la aventura, la belleza
sobrenatural de Clarimonda, el resplandor fosforescente de sus
ojos, el tacto ardiente de sus manos, la turbación en que me
sumiera, la transfiguración que en mí se había operado, mi devoción
que se deshiciera en un instante, todo probaba con claridad la
presencia de Satanás y acaso aquella sedeña mano no fuese sino el
guante que recubría su garra. Estos pensamientos me provocaron
un inmenso terror: recogí el misal, y torné a orar.
Al día siguiente, Serapion vino a buscarme. Dos mulas
aguardaban en la puerta, con nuestros escasos bagajes. Recorriendo
las calles de la ciudad, escrutaba ansiosamente cada ventana, para
ver si en ella aparecía Clarimonda, pero todavía era muy temprano,
y la ciudad no había abierto aún los ojos. Mi mirada trataba de
penetrar más allá de los cortinados que cubrían las ventanas de los
palacios a lo largo de nuestro camino. Serapion debía sin duda
atribuir este interés mío a la admiración por la elegante arquitectura
de aquellos lugares, porque demoraba el paso de su cabalgadura
para darme tiempo de ver todas las cosas.
Llegamos, al fin, a las puertas de la ciudad, y comenzamos a
ascender la colina. Desde la cima, me volví una última vez para ver
de nuevo los lugares en que vivía Clarimonda. La sombra de una
nube cubría toda la ciudad. Los techos azules y rojos estaban
dispersos en una media tinta general, sobre la que flotaban, con
blancos copos de espuma, los humos de la mañana. Por un singular
efecto óptico resaltaba, dorado por el único rayo de luz un edificio
que sobrepasaba en altura a todas las construcciones cercanas,
inmersas en la niebla y, aunque se encontraba en realidad a más de
una legua de nosotros, me parecía muy próximo, y podía distinguir
todos sus detalles.
“¿Cuál es aquel palacio iluminado por el sol?”, pregunté a
Serapion. Se resguardó de la luz con la mano y me contestó: “Es el
antiguo palacio que el príncipe Concini ha regalado a la cortesana
Clarimonda. Parece que es teatro de orgías monstruosas”.
Justamente en aquel instante, fuese realidad o ilusión, me
pareció advertir en la terraza una clara pequeña figura que
resplandeció un segundo y en seguida se apagó. ¡Era Clarimonda !
¿Sabía acaso que en ese mismo momento, desde lo alto de aquel
áspero sendero que me alejaba aún más de ella, yo cubría con los
ojos su casa, que un burlón juego de luces parecía poner al alcance
de mi mano, casi invitándome a entrar en ella como señor?
Ciertamente, ella debía saberlo: su alma era demasiado afín a la mía
para no sentir mis propias turbaciones y era de seguro éste el
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sentimiento que la había incitado, aun envuelta en sus velos
nocturnos, a salir a la terraza, al comenzar la mañana.
La sombra engulló también el palacio quedándome delante
sólo un océano inmóvil de techos, además de los cuales no se
distinguía sino una ondulación montañosa. Serapion estimuló a su
mula, y la mía la siguió. Una curva del sendero quitó para siempre
de mi vista la ciudad de S. a la que no debía ya volver.
Después de tres días de camino, a través de campos asaz
desolados, vimos apuntar el gallo de la cima del campanario de la
iglesia donde debía servir. Tras un sendero tortuoso, rodeado de
cabañas y corrales, nos encontramos ante el edificio, que no era de
magnífico. Un vestíbulo ornado con algunas nervaduras y dos o tres
pilares de cerámica groseramente tallados, un techo de tejas y
contrafuertes de arenisca igual al de los pilares, era todo. A la
izquierda, el cementerio lleno de hierbas, con una gran cruz de
hierro en el centro. A la derecha, a la sombra de la iglesia, el
presbiterio, harto desnudo y mísero.
Era una casa de extrema sencillez, de una árida dignidad.
Entramos. Algunas gallinas picoteaban sobre la tierra escasos granos
de arena. Acostumbradas aparentemente al negro hábito de los
eclesiásticos, en nada se extrañaron con nuestra presencia, y apenas
se molestaron para dejarnos pasar.
Un ladrido flojo y enmohecido se escuchó, y vimos a un
perro acercarse. El animal perteneció a mi predecesor. Tenía la
mirada sin brillo, la pelambre gris y todos los síntomas de la más alta
vejez que puede un perro alcanzar. Con ternura lo acaricié y él
también se puso a caminar a mi lado con un aire de inexpresable
satisfacción.
Una mujer, igualmente añosa, y que había sido la
gobernanta del viejo cura, vino con prontitud a nuestro encuentro, y
después de haberme hecho entrar en una sala baja, me preguntó si
mi intención era conservarla.
Le respondí que yo la conservaría conmigo, tanto a ella
como al perro y, también, a las gallinas, y a todo el mobiliario que su
amo le había dejado a su muerte, lo que la hizo entrar en un estado
de euforia. Por su parte, el abad Serapion pagó de inmediato el
precio que ella pidió.
Arreglada mi estancia, el abad Serapion regresó al
seminario. Por tanto, quedé solo y sin más apoyo que el mío propio.
El recuerdo de Clarimonda volvió a obsesionarme y, a pesar de los
esfuerzos que hice por rechazarlo, no siempre lo logré.
Una tarde paseando entre la alameda bordeada de boj del
jardincillo, me pareció ver a través de la enramada una forma
femenina que seguía todos mis movimientos, y el destello entre el
follaje de dos iris verdes de mar; pero no era sino una ilusión; y tras
pasar al otro lado de la alameda, no encontré nada más que la
huella de un pies sobre la arena, tan breve que podía confundirse
con la del pie de un niño. El jardín estaba rodeado por muy altas
murallas; registré todas las esquinas y rincones, mas no había nadie.
Jamás pude explicarme tales circunstancias que, por lo demás, no
fueron nada comparadas con los extraños acontecimientos que me
debían ocurrir.
Así viví más de un año, cumpliendo con exactitud las
obligaciones de mi estado. Rezaba, ayunaba, consolaba y socorría a
los enfermos, daba limosna hasta quedarme sólo con lo que
satisficiera mis necesidades fundamentales.
Pero sentía en el fondo de mí una aridez extrema. Y las
fuentes de la gracia se mantuvieron secas para mí. No gozaba de esa
satisfacción que otorga el cumplimiento de una santa misión; mi
ideal estaba más lejos, y las palabras de Clarimonda con frecuencia
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regresaban a mis labios como un refrán involuntario. ¡Oh, hermano,
medita bien en esto! Por haber levantado una sola vez la vista hacia
una mujer, por una falta tan ligera en apariencia, padecí durante
muchos años la agitación más miserable: mi vida se vio afectada
para siempre.
No me detendré más en esta serie de desafíos y obre estas
victorias interiores, seguidas siempre de las recaídas más profundas,
y pasaré de inmediato a una circunstancia decisiva. Una noche,
tocaron con violencia a la puerta. La vieja ama de llaves fue abrir, y
un hombre de piel morena, ricamente vestido, se recortó en el
umbral. Algo en su aspecto atemorizó al principio a la anciana, pero
el hombre la tranquilizó y le dijo que había venido a buscarme para
una tarea que incumbía a mi ministerio. Su dueña, una gran dama,
se estaba muriendo, y deseaba un sacerdote. Tomé lo que era
menester para la extremaunción, y me di prisa en seguirle. Ante la
puerta resoplaban impacientes dos caballos negros como la noche y
un cándido humo surgía de sus narinas. El hombre me ayudó a
montar en uno de los dos corceles, y saltó sobre el otro. Apretó las
rodillas y dejó libres las bridas de su caballo, que partió como una
flecha. El mío lo siguió, devorando el camino. Veía la tierra
desaparecer bajo nosotros, gris y surcada: los perfiles oscuros de los
árboles huían a los costados como un ejército en derrota.
Atravesamos un bosque tan sombrío y gélido que me corrió por la
piel un escalofrío de terror supersticioso. Las centellas, que las
herraduras de nuestros caballos arrancaban a las piedras, formaban
tras de nosotros una estela de fuego, y si alguien hubiera podido
vernos a mí y a mi guía en aquella hora de la noche, nos habría
tomado por dos espectros a caballo de un íncubo.
La crin de los dos caballos se enmarañaba siempre más,
arroyos de sudor corrían sobre sus flancos, pero cuando los veía
extenuarse, el escudero, para reanimarlos, daba un grito gutural,
que no tenía nada de humano, y la carrera recobraba aun mayor
furia. El paso de nuestras cabalgaduras resonó más estrepitoso
sobre un piso ferrado, y pasamos bajo una siniestra arcada oscura
que se abría entre dos inmensas torres. En el castillo reinaba gran
agitación: bandadas de domésticos, antorcha en mano, atravesaban
el patio en todas direcciones, y luces diversas salían y bajaban
lentamente. De modo confuso pude entrever inmensas
arquitecturas, arcadas, columnas, rampas, un conjunto de
construcciones digno de un palacio real.
Un pajecillo negro, el mismo que me diera la esquela de
Clarimonda y que reconocí al instante, me ayudó a bajar de la silla, y
un mayordomo, vestido de velludo negro, vino hacia mí.
apoyándose en un bastón de marfil. Gruesas lágrimas le corrían de
los ojos sobre la barba blanca. “¡Demasiado tarde!” , dijo,
meneando la cabeza. “Demasiado tarde. Pero si no hizo a tiempo
para salvar el alma, venga al menos a velar su cuerpo.”
Me tomó de un brazo, y me condujo a la cámara mortuoria.
Yo lloraba tanto como él, porque había adivinado que la muerta no
era otra que mi Clarimonda, tan desesperadamente amada.
Me arrodillé, sin atreverme a mirar el catafalco que se
encontraba en medio de la estancia, y me puse a recitar los salmos
con fervor, agradeciendo a Dios haber puesto una tumba entro
aquella mujer y yo, lo que me permitía citar en mi plegaria su
nombre, ahora santificado. Pero poco a poco mi santo fervor
disminuyó y comencé a fantasear. Aquella cámara no tenía nada de
una cámara mortuoria. En vez del aire fétido y cadaverino que
respiraba siempre en tales lugares, un lánguido perfume de esencias
orientales, un no sé cuál afrodisíaco olor de mujer flotaba
dulcemente en el aire tibio. La pálida luz de la estancia parecía más
50
bien una iluminación sabiamente dispuesta para la voluptuosidad,
que el lívido reflejo que de ordinario palpita cerca de un cadáver.
Pensaba en el singular caso que me había hecho encontrar de nuevo
a Clarimonda justamente en el momento en que la perdía por
siempre, y un suspiro de pena escapó de mi pecho.
Me pareció sentir también un suspiro a mis espaldas, y me
volví instintivamente. Era sólo el eco, pero en ese movimiento mis
ojos cayeron sobre el catafalco que antes había tratado de no mirar.
Las colgaduras de damasco purpúreo dejaban ver a la
muerta, extendida, con las manos juntas sobre el pecho. Estaba
cubierta de una sábana de lino, de una blancura deslumbradora,
que resaltaba aun más al lado del color sanguíneo de las colgaduras
y tan sutil que no lograba ocultar nada del seductor relieve de su
cuerpo. Antes bien se dijera una estatua de alabastro, o mejor, una
joven durmiente sobre quien hubiera caído la nieve.
No podía contenerme más: aquel aire de alcoba me
exaltaba, y yo caminaba a largos pasos por toda la estancia,
parándome continuamente a contemplar la hermosa difunta, bajo la
transparencia del sudario. Extraños pensamientos pasaban por mi
mente. Me imaginaba que no estuviera realmente muerta, y que
todo fuese una maña suya para atraerme al castillo y hablarme de
su amor.
Y luego me dije: “¿Será de verdad Clarimonda? ¿Y qué
prueba tengo de ello? El pajecito negro podría haber cambiado de
amo. Soy un loco en desesperarme así”. Me aproximé al lecho
mortuorio, y miré con intensidad aún mayor la causa de mi tortura.
¿Debo confesarlo? La perfección de sus formas me turbaba más de
lo que fuera el caso, y ese reposo era tan semejante a un simple
sueño que cualquiera habría podido engañarse.
Olvidé que estaba en ese lugar para un servicio fúnebre, y
me creí un esposo por vez primera en la cámara de la joven mujer
que, púdica, se cubre el rostro. Trastornado por el dolor, arrebatado
del gozo, temblando de temor y placer, me incliné hacia ella y
levanté lentamente la punta del sudario, reteniendo la respiración
por temor de despertarla. Era en efecto Clarimonda, como la viera
en la iglesia el día en que había sido ordenado sacerdote: estaba
seductora como entonces, y la muerte le agregaba sólo una
coquetería complementaria. Permanecí largamente absorbido en
aquella muda contemplación, y entanto más la miraba, menos podía
convencerme de que la vida hubiera podido verdaderamente
abandonar ese cuerpo estupendo. Le toqué ligeramente el brazo,
estaba frío, pero no más que su mano cuando rozara la mía bajo el
portal de la iglesia. ¡Ah! Qué amargo sentimiento de desesperación
y de impotencia. Qué agonía aquella vigilia. La noche avanzaba y,
sintiendo acercarse el momento de la separación eterna, no pude
evitar la triste y suprema dulzura de poner un tenue beso sobre los
labios de aquella que había tenido todo mi amor. ¡Oh prodigio! Una
leve respiración se unió a la mía y los labios de Clarimonda
respondieron a la presión de mi boca: sus ojos se abrieron,
recobraron la luz, y ella, suspirando, separó los brazos y me los echó
alrededor del cuello, con un aire de inefable éxtasis.
“Romualdo”, me dijo con voz lánguida y dulce, como las
vibraciones últimas de un arpa. “¿Qué haces? Te he esperado tan
largamente que me he muerto. Pero somos prometidos. Podré
verte y llegarme hasta ti. Adiós, Romualdo, adiós. Te amo y te
ofreceré esta vida que tu reclamaste en mí por un instante con un
beso. Hasta pronto.”
Reclinó hacia atrás la cabeza, mientras sus brazos aún me
ceñían. Un torbellino de viento abrió vivamente la ventana y entró
51
en la estancia. La lámpara se extinguió y yo caí desvanecido sobre el
pecho de la hermosa difunta.
Cuando volví en mí, me encontré tendido en mi lecho, en el
pequeño dormitorio de mi presbiterio. La anciana ama de llaves se
afanaba en la habitación con senil agitación, abriendo y cerrando
gavetas, o mezclando polvillos en los vasos. Viéndome abrir los ojos,
la anciana dio un gritito de alegría, pero yo estaba tan débil que no
pude decir una palabra ni hacer gesto alguno. Supe luego que había
permanecido en aquel estado durante tres días enteros, no dando
otro signo de vida que una respiración casi imperceptible. El ama de
llaves me refirió que el mismo hombre de la piel oscura que me
viniera a buscar de noche, me había traído a la mañana siguiente en
una litera, marchándose en seguida. Apenas pude discernir las
ideas, repasé mentalmente todas las circunstancias de aquella
noche fatal. Al principio pensé que quizás había sido víctima de una
ilusión, pero la existencia de circunstancias reales y palpables
destruyó bien pronto esta hipótesis. No podía creer que había
soñado desde el momento que el ama de llaves viera cómo el
hombre de los dos caballos negros, del cual recordaba cuanto me lo
hizo extraño. Sin embargo, nadie sabía de la existencia en el
dintorno de un castillo, semejante a aquél donde volviera a ver a
Clarimonda.
Una mañana vi entrar al abad Serapion. Mientras me pedía
noticias de mi salud, con tono hipócritamente meloso, fijaba en mí
sus amarillas pupilas leoninas, y me hundía sus miradas como una
sonda en el fondo del alma. Después, me hizo algunas preguntas
sobre el modo como yo gobernaba mi parroquia, si me encontraba
bien en ella, cómo empleaba mi tiempo libre, cuáles eran mis
lecturas favoritas, y otras cuestiones insignificantes de este género.
La conversación no tenía, es evidente, ninguna relación con aquello
que en realidad él había venido a decirme. De pronto, sin
preámbulo alguno, como si de improviso se hubiera acordado de
algo que temiera olvidar, me dijo con voz clara y vibrante, que
resonó en mis oídos cual las trompetas del Juicio Final:
“La cortesana Clarimonda murió días pasados tras una orgía
de ocho días y ocho noches. Ha sido cosa fantástica e infernal. Se
han repetido los hechos horripilantes de los festines de Baltazar y
de Cleopatra. Los convidados eran servidos por esclavos de piel
negra que hablaban una lengua desconocida y que, a mi entender,
no son sino demonios. Sobre Clarimonda han corrido muchas
extrañas leyendas, y todos sus amantes han terminado de manera
mísera o violenta. Se ha dicho también que era una vampira. Pero
para mí, es Belcebú en persona”.
Calló, observándome aun más atentamente, como para ver
el efecto que en mí tenían sus palabras. No había podido evitar un
gesto, al sentir nombrar a Clarimonda, y turbación y terror se
manifestaron en mi rostro, aunque yo hiciera de todo para
dominarme. Serapion me lanzó una ojeada preocupada y severa.
Luego me dijo: “Hijo mío, debo ponerte en guardia. Tienes un pie
sobre un abismo: cuida de no precipitarte en él. Satanás usa de
pacientes argucias, y las tumbas no siempre son definitivas. Sería
necesario cerrar la piedra tumbal de Clarimonda con triple sello,
porque parece que ésta ni siquiera es la primera vez que ha muerto.
Dios vele sobre ti, Romualdo”.
Y Serapion, volviéndome las espaldas, se marchó con
lentitud.
Estaba completamente restablecido, y ahora había
retomado mis funciones habituales. El recuerdo de Clarimonda y las
palabras del viejo abad estaban siempre presentes en mi espíritu, a
pesar de que ningún evento extraordinario hubiera venido a
52
confirmar las funestas prevenciones de Serapion. Comenzaba a
pensar que sus temores y mis terrores fueran excesivos, cuando una
noche tuve un sueño. Apenas me había dormido, cuando sentí
levantarse las cortinas de mi lecho.
Me levanté bruscamente y vi que una sombra femenina
estaba ante mí. Reconocí en seguida a Clarimonda. Tenía en la mano
una linternilla del tipo de las que se ponen en las tumbas, cuyo
resplandor tornaba aún más transparentes sus dedos afilados. Por
toda vestimenta tenía el sudario, cuyos pliegues retenía sobre el
vientre como si se avergonzara de estar tan escasamente vestida;
pero su pequeña mano no lograba por completo su intención. Era
tan blanca que la albura del lienzo se confundía con la palidez de su
carne bajo el tenue rayo de la lamparilla. Envuelta en aquel fino
tejido que traicionaba todos los contornos de su joven cuerpo, se
hubiera dicho más el marmóreo retrato de una antigua bañista que
una mujer viva. Pero muerta o viva, estatua o mujer, sombra o
cuerpo, su belleza era siempre la misma: sólo la luz verdosa de sus
pupilas estaba levemente apagada y pálida su boca. Posó la
lamparilla sobre la mesa y se echó a los pies del lecho, luego me
dijo, inclinándose sobre mí, con aquella su voz al mismo tiempo
argentina y aterciopelada que nunca sentí a nadie:
“Me hice esperar mucho, querido Romualdo: quizá pensaste
que te había olvidado. Pero he debido venir de tan lejos, y de un
lugar de donde ninguno retorna: no hay sol ni luna en el país del
que vengo, ni espacio, ni sombra, ni sendero para el pie, ni aire para
las alas, y sin embargo heme aquí: mi amor es más poderoso que la
muerte y terminará por vencerla. Cuántos rostros mortecinos y
terribles he visto en mi viaje. Con qué pena mi alma retornada a la
vida por la fuerza de la voluntad, ha debido adaptarse de nuevo a mi
cuerpo. Qué fatiga para levantar la tierra con que me habían
cubierto. Mira: la palma de mis manos está martirizada. Bésala: sólo
así la curarás, amor dilecto.”
Me aplicó sobre los labios, una después de otra, sus frías
palmas. Las bese muchas veces, mientras ella me miraba con una
sonrisa de inefable complacencia.
Confieso para mi vergüenza que había olvidado
completamente los consejos del abad Serapion, mi propio hábito
talar. Había caído sin oponer ninguna resistencia al primer asalto. Ni
siquiera había intentado rechazar la tentación. La frescura que
emanaba de la piel de Clarimonda penetraba en la mía, y sentía
correr por mi cuerpo voluptuosos escalofríos. ¡Pobre niña! A pesar
de todo lo que luego vi, me apena aún creer que fuese un demonio.
Por lo menos no tenía ciertamente apariencia de tal, y Satanás
nunca ha encubierto mejor sus astucias. Estaba echada sobre el
costado de mi mala cama, en una actitud llena de espontánea
coquetería, cada tanto me pesaba las manos entre los cabellos y
formaba rizos como si quisiera probar el efecto, en torno a mi
rostro, de diversos aderezos. Yo la dejaba hacer con la más culpable
complacencia, mientras ella acompañaba sus gestos con la más
seductora charla.
“Te amaba mucho antes ya de verte, querido Romualdo. Y
te buscaba por todas partes. Te vi en la iglesia en aquel fatal
momento y me dije en seguida: Qes élf. Cuán celosa estoy de Dios, a
quien amas más que a mí. Qué infeliz soy. No tendré más tu corazón
para mi sola, yo que por ti he forzado mi tumba y vengo a dedicarte
mi vida, que he retomado sólo para hacerte feliz.”
Cada frase era interrumpida por caricias delirantes, que me
aturdieron al punto de que, para consolarla, osé proferir una
blasfemia terrible y decirle que la amaba al menos tanto como a
Dios. Inmediatamente sus pupilas se reavivaron.
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“Es verdad. Me amas tanto como a Dios”, exclamó
abrazándome. “Desde el momento que es así, vendrás conmigo y
me seguirás adonde yo vaya. Dejarás esos horrendos ropajes
negros. Serás el más bello y el más envidiado de los caballeros, serás
mi amante. ¡Nada malo es ser el amante confeso de Clarimonda, de
aquella que rechazó a un Papa! Qué vida dulce y dorada llevaremos.
Mi señor, ¿cuándo partimos?”
“¡Mañana! ¡Mañana!”, grité en mi delirio.
“Esta bien, mañana”, prosiguió Clarimonda. “Tendré así
tiempo para cambiarme: el vestido que llevo es demasiado escaso,
no conviene a un largo viaje. Necesito además avisar a mis
servidores que aún me creen muerta. Dinero, ropajes, carruaje,
todo estará pronto mañana. Vendré a buscarte a esta misma hora.”
Me rozó apenas la frente con los labios, la lamparilla se
extinguió, las cortinas se cerraron nuevamente, y no vi nada ya. Un
sueño de plomo, un sueño sin pesadillas, me envolvió dejándome
en la inconsciencia hasta la mañana siguiente. Me desperté más
tarde que de costumbre, y el recuerdo de aquella singular aparición
me perturbó durante todo el día. Terminé por persuadirme de que
había sido fruto de mi exaltada imaginación. Sin embargo, las
sensaciones habían sido tan vivas que me era difícil creer que no
fueran reales, y no sin aprensión me metí en cama a la noche,
después de haber rogado a Dios que me librara de todo perverso
pensamiento, y protegiera la castidad de mi sueño.
Me dormí en seguida profundamente, y el sueño del día
anterior se reanudó. Las cortinas se levantaron, apareciendo
Clarimonda no ya diáfana en su blanco sudario, sino gaya y
esplendorosa, en un soberbio vestido de velludo verde con
recamados de oro. Sus rizos rubios escapaban de un amplio
sombrero negro, recargado de blancas plumas; tenía ella en la mano
una pequeña fusta con un chiflo de oro en la punta. Me tocó
suavemente y me dijo: “¿Entonces, bello durmiente? ¿Es así cómo
te preparas? Pensaba encontrarte levantado. Apresúrate, no hay
tiempo que perder. Vístete y partamos.”
Salté fuera del lecho. Ella misma me entregaba las ropas,
sacándolas de un paquete que había traído, riendo de mi torpeza, e
indicándome su justo uso, cuando, por la prisa, me equivocaba. Me
peinó ella misma, presentándome luego un espejo. “¿Te place?
¿Quieres tomarme como tu camarera personal?”
No era ya el mismo, no me parecía al que era antes más de
cuanto una estatua recuerda al bloque de piedra informe del cual ha
sido sacada. Era hermoso, y mi vanidad se veía sensiblemente
requerida por esta metamorfosis. Aquellas vestimentas elegantes,
aquel rico jubón todo bordado, hacían de mí un personaje
completamente distinto. El espíritu de mi ropa penetraba en mi piel.
Di algunos pasos de aquí para allá en el aposento, para adquirir una
cierta soltura de movimientos. Clarimonda me observaba, satisfecha
de su obra: “Bien, basta ahora de niñerías, queridísimo Romualdo.
Debemos ir lejos, es tiempo de ponerse en camino si queremos
llegar”. Me tomó de la mano, arrastrándome con ella. Todas las
puertas se abrían ante ella, a su sola aparición.
En la puerta encontramos a Margaritone, el escudero que
me hiciera de guía la primera vez. Tenía de la brida a tres caballos
negros, uno para cada uno de nosotros. Esos caballos debían
ciertamente haber nacido de yeguas fecundadas por el céfiro,
porque corrían más veloces que el viento, y la luna, que se levantara
en el momento de nuestra partida para iluminarnos, rodaba en el
cielo como la rueda desprendida de un carro: la veíamos saltar de
árbol en árbol y reforzarse para mantenernos detrás. Desde aquella
noche en adelante mi naturaleza, en cierto sentido, se duplicó:
54
había en mí dos hombres, uno de los cuales no conocía al otro. A
veces me creía un sacerdote que todas las noches pensaba ser un
joven señor, otras veces un joven señor que soñaba ser un
sacerdote. No lograba ya distinguir el sueño de la vigilia y no sabía
dónde comenzaba la realidad y dónde concluía la ilusión. El joven
señor fatuo y libertino se burlaba del sacerdote, el sacerdote
detestaba las acciones disolutas del joven señor. Dos espirales
encajadas una en la otra, sin jamás tocarse no obstante,
representarían bien la imagen de aquella vida bicéfala que fue la
mía. A pesar de lo extraño de esta situación, no creo, sin embargo,
haber rozado con la locura, ni siquiera un instante. Siempre
conservé bien precisa la percepción de mis dos existencias. Sólo
había un hecho absurdo que no lograba explicarme: o sea, el
sentimiento de un mismo “yo” que podía subsistir en dos hombres
tan diferentes. Era una anomalía de la que no me daba yo cuenta,
sea que creyera ser el cura del villorrio de ***, o il signor Romualdo,
amante reconocido de Clarimonda.
Quedaba siempre el hecho de que yo estaba, o creía estar,
en Venecia. Aun hoy no he podido discernir bien cuánto hubo de
realidad y cuánto de ilusión en esa extraña aventura. Vivíamos en
un grandioso palacio de mármol sobre el Canal Grande, rico de
estatuas y de frescos, con dos Tiziano de la mejor época en el
dormitorio de Clarimonda. Teníamos a nuestra disposición una
góndola y un batelero cada uno, nuestra cámara de música y
nuestro poeta. Clarimonda entendía la vida a lo grande, y había algo
de Cleopatra en su naturaleza. En cuanto a mí, llevaba una vida de
príncipe, y levantaba polvareda como si perteneciera a la familia de
uno de los doce apóstoles o de los cuatro evangelistas de la
república serenísima; no hubiera dado marcha atrás en mi camino
para ceder el paso al dogo, y no creo que, después de la caída
celestial de Satán, haya habido persona más orgullosa e insolente
que yo. Iba al Ridotto y jugaba lances infernales. Frecuentaba la
mejor sociedad, hijos de papá, también arruinados, actrices,
estafadores, parásitos y espadachines. Sin embargo, a pesar de las
costumbres disolutas, permanecí fiel a Clarimonda. La amaba
perdidamente. Ella había despertado la saciedad y detenido la
inconstancia. Tener a Clarimonda era como gozar de veinte amantes
distintas; como poseer todas las mujeres, tan movediza, voluble,
multiforme, era ella: un verdadero camaleón. Hacía cometer con
ella misma la infidelidad que se habría realizado con otras,
asumiendo completamente el carácter, el talante y el tipo de belleza
de la mujer que pareciera atrayente. Centuplicado, ella me devolvía
su amor; y era en vano que los jóvenes patricios y aun los viejos del
Concilio de los Diez le hicieran magníficas proposiciones. Hasta un
Foscari se hizo llegar a ella para proponerle desposarse; ella rehusó
del todo. Ella tenía suficiente oro y no deseaba más que el amor, un
amor joven, puro, despertado por ella y que debía ser el primero y
el postrero. Yo, a mi vez, hubiera sido perfectamente feliz de no ser
por una pesadilla maldita y recurrente cada noche, que me hacía
creer un cura de pueblo macerándose y haciendo penitencia por sus
excesos diurnos. Asegurado por la costumbre. Tranquilizado por la
costumbre de estar con Clarimonda, ni siquiera pensaba ya en el
modo extraño en que nos habíamos conocido. Sin embargo, las
palabras del abad Serapion regresaban a veces a mi memoria
despertándome cierta inquietud.
Desde hacía cierto tiempo, la salud de Clarimonda era
menos perfecta. Su tez cotidianamente palidecía más y más. Los
médicos nada comprendían de su enfermedad, y no sabían qué
hacer. Prescribieron remedios insignificantes, y no volvieron más.
Pero ella continuaba palideciendo a ojos vista, y su piel era siempre
55
más fría. Estaba blanca y casi amortecida como en aquella noche
afamada del castillo desconocido. Me desesperaba verla
languidecer así. Conmovida por mi dolor, ella me sonreía
dulcemente con la expresión melancólica de quienes sabes que
pronto deben morir.
Una mañana estaba yo desayunando a un costado de su
lecho, por no dejarla sola ni un minuto. Mientras cortaba una fruta,
me hice por casualidad un tajo bastante profundo en el dedo. La
sangre brotó en seguida en rojo arroyuelo y algunas gotas
salpicaron a Clarimonda. De inmediato sus ojos brillaron, su
fisonomía asumió una expresión de salvaje alegría que nunca le
viera. Saltó fuera del lecho con agilidad animal, como un gato o una
mona, y se precipitó sobre mi herida, poniéndose a chuparla con
voluptuosidad indecible. Sorbía la sangre a cortos tragos, lenta y
gustosamente como un experto que saborea un Jerez o un vino de
Siracusa. Entrecerraba los ojos: su redonda pupila verde se había
vuelto oblonga. Cada tanto se interrumpía para besarme la mano,
luego continuaba apretando sus labios sobre los labios de la herida,
para tratar de hacer salir algunas gotas purpúreas más. Cuando vio
que ya no salía sangre, se levantó, con los ojos húmedos y brillantes,
más rósea que aurora de mayo, el rostro recompuesto, la mano
tibia y húmeda, en suma, más bella que nunca y en perfecto estado
de salud.
“No moriré más. ¡No moriré más!”, gritó, loca de alegría,
colgándose de mi cuello. “Mi vida está en la tuya, y todo lo que es
mío viene de ti. Algunas gotitas de tu rica y noble sangre, más
preciosa que cualquier elixir, me han devuelto a la vida.”
Esta escena me dejó largamente meditabundo,
suscitándome los más extraños pensamientos sobre Clarimonda.
Esa misma noche, apenas el sueño me trajo de nuevo a mi
presbiterio, volví a ver al abad Serapion, más grave y más
preocupado que nunca. Me observó atentamente y me dijo: “No
contento con perder el alma, ahora quieres perder también tu
cuerpo. Joven infeliz, has caído en una trampa”. El tono con que
pronunció estas pocas palabras me tocó vivamente, pero aquella
impresión no me duró mucho; numerosos cuidados disiparon mi
atención de la escena. Sin embargo, una noche, en un espejo, cuya
posición traidora ella no había calculado, vi que Clarimonda vertía
un polvillo en la taza de vino aromatizado que acostumbraba
prepararme al término de la cena. Tomé la taza, fingí llevarla a los
labios, y luego la puse sobre un mueble, como si tuviera la intención
de concluirla más tarde, pero apenas la hermosa me volvió las
espaldas, la derramé rápidamente bajo la mesa. Fui después a mi
cámara, y me tendí sobre el lecho, decidido a no dormir para darme
cuenta de lo que sucediera. No debí esperar mucho. Clarimonda
entró en camisa de noche y, desembarazándose de sus velos, se
tendió junto a mí en el lecho. Se aseguró de que yo estuviera
verdaderamente dormido, luego me desnudó un brazo y,
quitándose de los cabellos un alfiler de oro, comenzó a murmurar:
“¡Una gotita, sólo una gotita, un puntito bermejo en mi
alfiler! Ya que tu me amas todavía, no debo morir aún. Pobre amor
mío, beberé tu hermosa sangre, tan brillante. Duerme, mi bien;
duerme, mi dios; duerme, mi niño; no te haré ningún mal, no
tomaré de tu vida más que aquello que me basta para que no se
extinga la mía. Si no te amara tanto, podría servirme de las venas de
cualquier otro amante, pero, desde que te conozco, todos el resto
me repugna. Qué hermoso brazo, redondo, blanco. No me decido a
punzar esta bella pequeña vena amor mío.” Y mientras hablaba
lloraba, y yo sentía sus lágrimas caerme sobre el brazo. Finalmente
se decidió, me hizo una pequeña incisión con el alfiler, y se puso a
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chupar la sangre que brotaba. Apenas hubo sorbido algunas gotas,
el temor de agotarme la indujo a ponerme un pequeño emplasto,
luego de haber frotado la herida con un ungüento que la cicatrizó
inmediatamente.
Ya no podía dudar, el abad Serapion tenía razón. Sin
embargo, a pesar de la certeza, no podía impedirme amar a
Clarimonda, y le hubiera dado con gusto toda la sangre que
necesitaba para prolongar su artificial existencia. Por otra parte, ni
siquiera sentía gran temor. La mujer frenaba a la vampiro; y lo que
había visto y escuchado, lo demostraba por completo; tenía,
además, venas copiosas que no podían agotarse tan pronto, y no
me sentía dispuesto a regatear mi vida gota a gota. Hasta me
hubiera abierto por mí mismo las venas, diciéndole: “Bebe, y que mi
amor se infiltre en tu cuerpo con mi sangre”. Evitaba aludir al
narcótico y a la escena del alfiler, y nuestra unión se mantenía
perfecta. Sólo mis escrúpulos de sacerdote continuaban
atormentándome como nunca, y no sabía cuáles nuevas
maceraciones inventar para dominar y mortificar mi carne. Aunque
todas estas visiones pudieran ser involuntarias, y yo no fuera
culpable de ellas, no me atrevía a tocar a Cristo con las manos tan
impuras y un con un espíritu impregnado por libertinaje semejante,
real o producto del sueño. A fin de evitarme el caer en poder de
aquellas penosas alucinaciones, me obligaba a no dormir, teniendo
mis párpados abiertos con los dedos, y permanecía de pie, apoyado
en las paredes, luchando con todas mis fuerzas contra el sueño.
Pero la arenilla del amodorramiento me irritaba los ojos muy pronto
y, viendo inútil toda lucha dejaba caer los brazos con desánimo y
cansancio, y de nuevo me arrastraba la corriente hacia aquellas
pérfidas riberas. Serapion me dirigía las exhortaciones más
enérgicas, y me reprochaba mi flaqueza y escaso fervor. Un día que
estaba más inquieto que de costumbre, me dijo: “Para librarte de
esta obsesión no hay más que un remedio, y; aun cuando sea
extremoso convendrá adoptarlo. Sé dónde ha sido sepultada
Clarimonda. Es necesario desenterrara, y que veas en cuál estado
lastimoso se encuentra el objeto de tu insano amor. Ya no te
sentirás tentado de perder el alma por un inmundo ser, devorado
por los gusanos, próximo a deshacerse en polvo. Volverás de seguro
en ti, después de esta experiencia”. Estaba tan enervado por aquella
doble vida que accedí. Quería saber de una vez por todas quién,
entre el sacerdote y el joven señor, era víctima de una ilusión.
Estaba decidido a matar en provecho del uno o del otro, a uno de
los dos hombres que vivían en mí, o también a aniquilar a ambos,
porque semejante vida no podía durar.
El abad Serapion se proveyó de una azada, una leva y una
linterna y a medianoche fuimos al cementerio de *** cuya
disposición conocía al dedillo. Después de haber iluminado varias
lápidas con la linterna, llegamos finalmente a una piedra semioculta
por las hierbas, y devorada por el musgo y las plantas parásitas,
sobre la cual desciframos el comienzo de una inscripción:
Aquí yace Clarimonda
La más bella de las mujeres
que cuando vivió...
“Es justamente aquí”, dijo Serapion, y posando en tierra la
linterna, introdujo la leva en la fisura terminal de la piedra, y
comenzó a levantarla. La piedra cedió, y él comenzó a trabajar con
la azada. Le miraba hacer, más sombrío y silencioso que la noche. En
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cuanto a él, doblado sobre su macabra tarea, estaba bañado en
sudor, jadeaba, y su afanosa respiración parecía el estertor de un
agonizante. Era un extraño espectáculo, y quien nos hubiera visto,
nos tomara por profanadores o ladrones de sudarios, antes que por
dos sacerdotes. El celo de Serapion tenía algo de duro y salvaje que
lo tornaba más semejante a un demonio que a un apóstol, y su
rostro de grandes rasgos austeros, profundamente marcados por el
reflejo de la linterna, no tenía nada de tranquilizador. Sentía un
sudor helado correrme por los miembros; los cabellos se erizaban
en mi cabeza; en lo íntimo de mí mismo veía el acto del austero
Serapion como un abominable sacrilegio, y hubiera querido que de
las nubes oscuras que rondaban pesadamente sobre nosotros
surgiera un triángulo de fuego que lo redujese a polvo. Los búhos,
encaramados en los cipreses, inquietados por el resplandor de la
linterna, venían a batir pesadamente contra el vidrio sus alas
polvorientas, emitiendo penosos gemidos. Los lobos aullaban a lo
lejos, y mil ruidos siniestros laceraban el silencio. Finalmente, la
azada de Serapion golpeó el ataúd, y se escucharon resonar sus
tablas con un rumor seco y sonoro, ese espantoso rumor sordo que
sale de la nada cuando se la roza. Serapion abrió la tapa, y vi a
Clarimonda, blanca como el mármol, juntas las manos. El albo
sudario la envolvía como único ropaje. Una pequeña gota roja
parecía una rosa en la comisura de su pálida boca. Serapion, al verla,
se enfureció: “Hete aquí, demonio, cortesana desvergonzada,
bebedora de sangre y de oro”. Asperjó con agua bendita el cuerpo y
el ataúd, y con el hisopo trazó una señal de la cruz. La pobre
Clarimonda, apenas salpicada por el santo rocío, se deshizo en
polvo. No quedó más que una mezcla informe de cenizas y huesos
medio calcinados. “He aquí tu amante, señor Romualdo”, dijo el
inexorable presbítero mostrándome esos tristes despojos, “¿aún te
aún estaríais tentado por dar un paseo por el Lido y Fusina con
vuestra belleza?” Bajé la cabeza. Una gran ruina se hizo en mi
interior. Volví a mi presbiterio, y el señor Romualdo, amante de
Clarimonda, se apartó del pobre sacerdote, con quien durante tanto
tiempo había tenido una tan singular compañía. Sólo la noche
siguiente a Clarimonda; me dijo como la primera vez en el portal de
la iglesia: “Desdichado, ¿qué has hecho? ¿Por qué escuchaste a ese
sacerdote imbécil? ¿No eras acaso feliz conmigo? ¿Qué daño te
había hecho para darte el derecho de violar mi tumba miseranda y
poner al desnudo las miserias de mi nada? toda comunicación entre
nuestras almas y nuestros cuerpos está por siempre rota. Adiós. Me
extrañarás”.
Se deshizo en el aire como niebla, y no la volví a ver nunca
más. Por desgracia, dijo la verdad. La he llorado más de una vez, y la
lloro todavía. He ganado la paz del alma a bien caro precio. El amor
de Dios no fue luego sobrado para remplazar al suyo. “Ésta es,
hermano, la historia de mi juventud. No mire jamás a una mujer, y
camine con los ojos bajos, porque, por casto y tranquilo que usted
sea, basta un minuto para perder la eternidad”.
58
ERIC STANISLAUS, CONDE DE STENBOCK (1860-1895)
Eric Magnus Andreas Stanislaus von Stenbock, conde de Stenbock,
conde de Borges y barón de Tarpa en Estonia, fue uno de los dandys
más característicos de la bohemia londinense finisecular. Fue uno
de los fundadores del Club de los Idiotas, sociedad literaria en la que
se fingían personalidades y problemas distintos con el fin de
desarrollar temas literarios, explorando para ello las facetas más
oscuras de la personalidad.
Entre sus obras: los libros de poemas Amar, dormir y soñar
(1881), Mirto, lamento y ciprés (1883), La sombra de la muerte
(1893); y la colección de cuentos Estudios de la muerte (1894).
«La historia verdadera de un vampiro» se incluye en Estudios de la
muerte (1894). A su vez, recogido en Vampiria. Veinticuatro
historias de revinientes en cuerpo, excomulgados, upires, brucolacos
y otros chupadores de sangre. De Polidori a Lovecraft, edición crítica
de Ricardo Ibarlucía y Valeria Castelló-Joubert, traducción de
Ricardo Ibarlucía, Adriana Hidalgo editora S.A., Argentina, 2002, pp.
439-446.
LA HISTORIA VERDADERA DE UN VAMPIRO
Las historias de vampiros se localizan por lo general en Estiria: la
mía también. Estiria de ninguna manera es la clase de lugar
romántico descrito por aquellos que obviamente nunca han estado
allí. Es una región chata, nada interesante, célebre únicamente por
sus pavos, sus pollos castrados y la estupidez de sus habitantes. Los
vampiros por lo general llegan de noche, en carruajes tirados por
dos caballos negros.
Nuestro vampiro llegó en el común y corriente ferrocarril, Y
a la tarde temprano. Han de creer que quiero impresionarlos, o
quizá que con la palabra «vampiro» me refiero a un vampiro
financiero. No, soy totalmente seria. El vampiro del que hablo, que
arrasó nuestro corazón y nuestro hogar, era un vampiro real.
Sí, devastó nuestro hogar, asesinó a mi hermano —mi único
objeto de admiración— y también a mi querido padre. Sin embargo,
a la vez debo decir que ya no le guardo rencor.
Sin duda han leído en los diarios passim acerca de «la
baronesa y sus bestias». Justamente escribo esto para contar cómo
llegué a gastar la
Mayor parte de mi inútil salud en un asilo para animales
abandonados.
Ahora soy vieja; cuando ocurrió aquello yo era una niña de
aproximadamente trece años. Empezaré por describir a nuestra
familia. Éramos polacos; nuestro apellido era Wronski: vivíamos en
Estiria, donde teníamos un castillo. Nuestra familia era muy
limitada. Estaba formada, con exclusión de los domésticos, por mi
padre solo, nuestra gobernanta —una belga entrañable llamada
Mademoiselle Vonnaert—, mi hermano y yo. Permítanme comenzar
con mi padre: era anciano, y tanto mi hermano como yo éramos h,
59
alijos de su vejez. De mi madre no recuerdo nada: murió al dar
nacimiento a mi hermano, que era sólo un año, o no tanto, más
joven que yo. Nuestro padre era estudioso, estaba continuamente
ocupado leyendo libros, en su mayoría sobre temas abstrusos y en
toda clase de idiomas desconocidos. Tenía una larga barba blanca, y
lucía habitualmente un gorro de terciopelo negro.
¡Qué bondadoso era con nosotros! Lo era todavía más de lo
que podría decirles. Sin embargo, yo no era su favorita. Todo su
corazón era para Gabriel: Gabryel, como pronunciamos en polaco.
Él siempre lo llamaba por el apodo ruso Gavril. Hablo, claro, de mi
hermano, que se asemejaba al único retrato de mi madre, un ligero
esbozo en carbón que colgaba en el estudio de mi padre. Pero de
ninguna manera estaba celosa: mi hermano era y había sido el único
amor de mi vida. Por su causa ahora mantengo en Westbourne Park
un hogar para gatos y perros abandonados.
Yo era en aquel tiempo, como dije anteriormente, una niña;
mi nombre era Carmela. Mi largo pelo enmarañado estaba siempre
en desorden, y nunca conseguí peinarlo correctamente. No era
linda; al menos, mirando una fotografía mía de esa época, no creo
que pueda describirme de tal modo. Aunque, al miemo tiempo,
cuando miro la fotografía, pienso que mi expresión pudo haber sido
agradable para alguna gente: rasgos irregulares, boca grande y
enormes ojos salvajes.
Iba camino a ser desobediente; no tan desobediente como
Gabriel, en opinión de Mlle. Vonnaert. Mlle. Vonnaert, permítanme
intercalar, era toda una excelente persona, de mediana edad, que
hablaba realmente buen francés, a pesar de ser belga, y podía
también hacerse entender en alemán, que, como es posible que
sepan, es el idioma común de Estiria.
Encuentro difícil describir a mi hermano Gabriel; había algo
de extraño y de sobrehumano en él, o quizás debería decir de
protohumano, algo entre lo animal y lo divino. Quizá la idea griega
del fauno pueda ilustrarlo que quiero decir, pero tampoco
alcanzará. Tenía ojos grandes y salvajes como los de tina gacela; su
pelo, como el mío, estaba siempre enmarañado: este rasgo en
común conmigo, asociado al hecho —como oí decir tiempo
después— de que nuestra madre hubiera sido de raza gitana,
explica el innato temperamento salvaje de nuestra naturaleza. Nada
podía inducirlo a ponerse zapatos y medias, excepto los domingos,
cuando también se dejaba peinar el cabello, aunque sólo por mí.
¿Cómo haré para describir la gracia de aquella boca adorable,
moldeada verdaderamente en arc d’amour? Siempre pienso en el
texto del Salmo: «La gracia está derramada sobre tus labios, pues
Dios te bendijo eternamente». Sus labios parecían exhalar el aire
mismo de la vida. ¡Tenía una figura hermosa, flexible, llena de vida y
de elasticidad!
Corría más velozmente que cualquier ciervo, saltaba como
una ardilla a la rama más alta de un árbol; se lo podría haber
tomado por el signo y el símbolo de la vitalidad misma. Pero raras
veces lograba ser persuadido por Mlle. Vonnaert de estudiar sus
lecciones: aunque cuando lo hacía , aprendía con extraordinaria
rapidez. Era capaz de tocar todos los instrumentos imaginables,
empuñando un violín por aquí, por allá y por cualquier parte,
excepto por el lugar correcto, fabricando él mismo instrumentos de
cañas, incluso palillos. Mlle. Vonnaert hacía esfuerzos fútiles para
convencerlo de que aprendiera a tocar el piano. Supongo que era lo
que se dice un consentido, aunque sólo en el aspecto superficial del
término. Nuestro padre estaba dispuesto a perdonarle todos los
caprichos.
60
Una de sus peculiaridades, cuando muy pequeño, era que la
simple vista de la carne le provocaba horror. Nada en el mundo
podía convencerlo de que la probara. Otra cosa particularmente
notable en él era su extraordinario poder sobre los animales. Todos
parecían volverse dóciles en sus manos. Los pájaros se posaban
sobre sus hombros. Mlle. Vonnaert y yo a veces lo perdíamos en
medio del bosque, ya que de repente salía corriendo disparado.
Luego lo encontrábamos cantando dulcemente o silbando para sí,
rodeado de todo tipo de criaturas del bosque: puercoespines,
zorrinos, liebres, marmotas, ardillas y otros animales por el estilo.
Con frecuencia los traía consigo a casa e insistía en quedárselos.
Esta extraña ménagerie paralizaba el corazón de la pobre Mlle.
Vonnaert. Gabriel resolvió vivir en el pequeño cuarto de una
torrecilla; pero en vez de subir por las escaleras, prefería trepar por
un castaño muy alto y entrar por la ventana. En contradicción con
todo esto se encontraba su costumbre de servir durante la misa de
los domingos en la iglesia parroquial, con el pelo bien peinado,
sobrepelliz blanco y casaca roja. Lucía lo más recatado y dócil
posible. Entonces parecía tocado por un elemento divino. ¡Qué
expresión de éxtasis había en aquellos ojos llenos de gloria!
Hasta aquí no les he hablado del vampiro. Permítanme, sin
embargo, empezar con mi relato de una vez. Un día mi padre tenía
que marcharse a un pueblo vecino, como hacía a menudo. Pero esta
vez volvió acompañado de un huésped. El caballero, dijo, había
perdido el tren, y hasta el arribo de otro a nuestra estación, que era
un empalme, tendría en consecuencia que aguardar toda la noche,
ya que los trenes no pasaban con frecuencia por aquellos parajes.
Había trabado conversación con mi padre en el tren que llegó con
retraso de la ciudad, y había aceptado consecuentemente la
invitación a pasar la noche en nuestra casa. Pero claro, como
ustedes saben, en estas regiones apartadas somos casi patriarcales
en nuestra hospitalidad.
Fue anunciado como el conde Vardalek, un nombre
húngaro. Pero hablaba alemán bastante bien: no con la acentuación
monótona de los húngaros, sino más bien, si se quiere, con una
ligera entonación eslava. Su voz era peculiarmente suave e
insinuante. Enseguida descubrimos que sabía hablar polaco, y Mlle.
Vonnaert dio pruebas de su buen francés. Parecía, en efecto,
conocer todas las lenguas. Pero permítanme que les dé mi primera
impresión. Era más bien alto, con un hermoso cabello ondulado,
algo largo, que acentuaba una cierta femineidad en su rostro
lampiño. Su figura tenía algo de serpiente, no puedo decir qué. Los
rasgos eran refinados, y tenía manos largas, delgadas, sutiles, que
irradiaban magnetismo; una nariz algo larga y sinuosa, una boca
agraciada y una sonrisa atractiva, que desmentía la intensa tristeza
de la expresión de su mirada. Al llegar sus ojos estaban
entrecerrados —a decir verdad, estaban habitualmente así—, de
modo que no pude distinguir su color. Daba la impresión de estar
rendido de cansancio. Me fue imposible adivinar su edad.
De pronto, Gabriel irrumpió en la habitación: tenía una
mariposa amarilla adherida a su pelo. Cargaba en sus brazos una
ardillita. Por supuesto, estaban con las piernas descubiertas, como
de costumbre. El extranjero levantó la mirada al verlo aproximarse;
entonces pude observar sus ojos. Eran verdes; parecieron dilatarse y
aumentar de tamaño. Gabriel se quedó inmóvil, con una mirada de
susto, como la de un páfaro fascinado por una serpiente. Y sin
embargo, tendió su mano al recién venido. Vardalek, tomando su
mano —no sé por qué retuve un detalle tan trivial—, le presionó el
puso con el dedo índice. Súbitamente, Gabriel salió corriendo y se
precipitó en su cuarto de la torre, esta vez por la escalera, y no por
61
el árbol. Me aterrorizaba lo que el conde pudiera pensar de él.
Grande fue mi sorpresa cuando bajó con su traje aterciopelado de
domngo, zapatos y medias. Le peiné el cabello y lo arreglé bien.
Cuando el extraño bajó para cenar, algo se había alterado
en su aspecto y daba la sensación de ser mucho más joven. La
elasticidad de su piel, combinada con una complexión delicada, era
rara de ver en un hombre. Cara a cara, me chocó que fuera muy
pálido.
Bueno, durante la cena estuvimos todos encantados con él,
especialmente mi padre. El conde parecía estar cabalmente al tanto
de todos sus hobbies particulares. En un momento, mientras
comentaba sus experiencias militares, mi padre dijo algo sobre un
chico que tocaba el tambor y que fue herido en combate. Los ojos
del conde volvieron a abrirse por completo y se dilataron: ahora con
una expresión particularmente desagradable, apagada y muerta,
aunque a la vez animada por alguna horrible excitación. Pero esto
fue sólo momentáneo.
El tema central de su conversación con mi padre giró en
torno de ciertos curiosos libros de mística. Mi padre los había
adquirido recientemente y no podía descifrarlos, pero Vardaleck
daba por completo la impresión de comprender. A la hora de los
postres, mi padre le preguntó si tenía prisa por alcanzar su destino:
si no, podía permanecer con nosotros un poco: aunque nuestra casa
estaba en una región apartada, podía encontrar muchas cosas de su
interés en la biblioteca.
El conde respondió:
—No tengo prisa. Nada en particular me obliga en absoluto
a ir a ese lugar, y si puedo serle útil descifrando esos libros, me
quedaré muy contento —luego agregó con una sonrisa amarga, muy
amarga—: Ya ve que soy un cosmopolita, un errabundo sobre la faz
de la tierra.
Después de cenar mi padre le preguntó si sabía tocar el
piano.
—Sí, un poco —dijo y se sentó al piano. Comenzó entonces
a tocar una csarda húngara: salvaje, rapsódica, maravillosa.
Es la música que vuelve locos a los hombres. Él prosiguió
con el mismo ímpetu.
Gabriel estaba apostado junto al piano, los ojos dilatados y
fijos; su cuerpo temblaba.
Por fin, ante un particular motivo —ya que no tengo una
palabra mejor para referirme a la relâche de una csarda, el punto
donde el movimiento es cuasi lento del principio comienza de
nuevo— dijo muy lentamente:
—Sí, creo que yo también sé tocar eso.
Fue de inmediato a buscar su violín y el xilófono que había
fabricado con sus propias manos, y en efecto, alternando los
instrumentos, reprodujo verdaderamente muy bien la misma
melodía.
Vardaleck lo miró y dijo con una voz muy triste:
—¡Pobre niño! Tienes el alma de la música dentro de ti.
Yo no pude comprender por qué le parecía que debía
consolar a Gabriel en vez e felicitarlo por haber demostrado
realmente un talento extraordinario.
Gabriel se mostró tan temeroso como los animales
silvestres que se comportaban mansamente con él. Nunca antes le
había caído simpático un extraño. Por regla general, si un extraño
venía a casa por alguna casualidad, se escondía de él, y yo tenía que
subirle la comida al cuarto de la torre. Pueden imaginarse cuál fue
mi sorpresa cuando a la mañana siguiente lo vi paseando de la
62
mano por el jardín con Vardaleck, conversando animadamente con
él y mostrándole la colección de mascotas que había recogido del
bosque y por la cual habíamos tenido que improvisar un zoológico a
medida. Daba la impresión de estar enteramente bajo el dominio de
Vardaleck. Lo que nos sorprendió (pues a no ser por ello nos
agradaba el extranjero, especialmente por ser amable con Gabriel)
fue que parecía, aunque no de manera notoria al principio —
excepto quizá para mí, que me di cuenta de todo con sólo mirarlo—
ir perdiendo gradualmente su salud y vitalidad. Aún no se había
puesto pálido; pero había cierta lasitud en sus movimientos que de
ninguna manera existía antes.
Mi padre se hallaba cada vez más agradecido con el conde
Vardaleck. Lo ayudaba en sus estudios, y no estaba dispuesto a
dejarlo irse, lo que de todos modos hacía algunas veces —a Trieste,
según decía— y regresaba siempre, trayendo de regalo extrañas
joyas orientales y telas.
Conocé a toda clase de personas provenientes de Trieste,
incluso orientales. No obstante, había tal extrañeza y magnificencia
en aquellas cosas que ya entonces no estaba segura de que no era
posible que viniesen de un sitio como Trieste, memorable para mí
principalmente por sus tiendas de corbatas.
Cuando Vardaleck estaba fuera, Gabriel continuamente
preguntaba por él y hablaba de su persona. Pero, al mismo tiempo,
parecía su antigua vitalidad y espíritu. Vardalek siempre regresaba
mucho más viejo de aspecto, descolorido y fatigado. Gabriel corría a
su encuentro y lo besaba en la boca. Entonces le daba un ligero
escalofrío, y al cabo de un rato empezaba a parecer joven de nuevo.
Las cosas continuaron así durante algún tiempo. Mi padre
no quería oír hablar de los permanentes viajes de Vardalek. Llegó a
ser un residente de nuestra casa. Yo ciertamente, al igual que Mlle.
Vonnaert, no podía menos que observar las diferencias que se
habían operado en Gabriel. Pero mi padre parecía totalmente ciego
a ello.
Una noche bajé las escaleras para buscar algo que había
dejado en el cuarto de dibujo. Al subir de nuevo pasé frente a la
habitación de Vardalek. Estaba tocando en el piano, que había sido
puesto allí especialmente para él, uno de los nocturnos de Chopin,
muy hermoso. Me detuve, apoyándome sobre la balaustrada para
escuchar.
Algo blanco apareció en la oscura escalinata. En nuestra
región creíamos en fantasmas. Traspasada de terror, me aferré a la
balaustrada. ¡Cuál no fue mi asombro al ver a Gabriel descendiendo
la escalinata, con los ojos fijos como si estuviera en un trance! Me
aterró aun más de lo que pudiera haberlo hecho un fantasma.
¿Podía creer en mis sentidos? ¿Podía tratarse de Gabriel?
Simplemente no era capaz de moverme. Gabriel, envuelto
en su largo camisón blanco, bajó las escaleras y empujó la puerta. La
dejó abierta. Vardalek seguía tocando, pero hablaba mientras lo
hacía.
—Nie umiem wyrazic jak ciehie kocham —dijo ahora en
polaco—. Mi amor, me alegraría complacerte; pero tu vida es mi
vida, y yo debo vivir, yo que más bien muero. ¿Dios no tendrá
piedad alguna de mí? ¡Oh! ¡Oh, vida! ¡Oh, tortura de vida!
Aquí hizo tronar un acorde agónico y extraño, luego
continuó tocando suavemente.
—¡Oh, Gabriel, mi amado! —susurró casi para sí—. Mi vida,
sí vida. ¡Oh! ¿Por qué vida? Estoy seguro de que no es mucho lo que
pido de ti. Seguramente, tu sobreabundancia de vida puede
complacer un poco a quien ya está muerto. No, detente, lo que
debe ser, ¡debe ser!
63
Gabriel permaneció en silencio, con la misma expresión fija
y vacía, de pie en el centro de la habitación. Era evidente que
caminaba dornido. Vardalek siguió tocando, luego dijo:
—Ahora ve, Gabriel, ya es suficiente.
Y Gabriel salió de la habitación, subió la escalinata con el
mismo paso lento, con la misma mirada inconsciente. VArdalek
embistió de nuevo contra el piano, y auque no tocaba muy fuerte,
daba la impresión de que las cuerdas iban a romperse. Nunca se oyó
una música tan extraña y desconsoladora.
Sólo sé que me encontró Mlle. Vonnaert por la mañana, en
estado inconsciente, al pie de las escaleras. ¿Había sido un sueño
después de todo? Ahora estoy segura de que no lo fue. En aquel
momento pensé que quizás lo fuera, y no le dije nada a nadie.
Ciertamente, ¿qué podía decir?
Bueno, permítanme abreviar esta larga historia. Gabriel, que
jamás había conocido un momento de debilidad en su vida, cayó
enfermo y debimos mandar buscar un médico a Gratz, que no pudo
darnos ninguna explicación sobre su extraño malestar.
Debilitamiento gradual, dijo, ningún mal orgánico en absoluto. ¿Qué
debía entenderse por eso?
Mi padre por fin tomó conciencia del hecho de que Gabriel
estaba enfermo. Su ansiedad era espantosa. Las últimas hebras
grises de su cabello desaparecieron y se volvió totalmente blanco.
Fuimos a Viena en busca de médicos. Pero todo con el mismo
resultado.
Gabriel por lo general estaba inconsciente, y cuando
recobraba la conciencia sólo parecía reconocer a Vardalek, que se
sentaba continuamente junto a su cama y lo cuidaba con la mayor
ternura.
Un día me hallaba sola en la habitación. Vardalek gritó
súbitamente, casi con ferocidad:
—Traigan un sacerdote ahora mismo, ahora mismo —
repitió—. ¡Ya es demasiado tarde!
Gabriel estiró sus brazos espasmódicamente, y los puso
alrededor del cuello de Vardalek.
Era el único movimiento que había hecho en mucho tiempo.
Vardalek se inclinó y lo besó en los labios. Yo corrí escaleras abajo y
enseguida ordenaron buscar a un sacerdote. Cuando regresé,
Vardalek no estaba allí. El sacerdote administró la extremaunción.
Me pareció que Gabriel ya estaba muerto, aunque no lo creíamos
así en el momento.
Vardalek había desaparecido por completo, y cuando me
puse a buscarlo no lo encontré en ningún lado; no he vuelto a verlo
ni he oído hablar de él desde entonces.
Mi padre murió poco después, repentinamente viajo y
doblegado por el dolor. Y así todo lo de los Wronsky qeudó en mis
solas manos. Y aquí me tienen, una mujer vieja, habitualmente
objeto de burlas, porque mantengo, en memoria de Gabriel, un
asilo para animales abandonados, ¡y la gente, por regla general, no
cree en los vampiros!
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HORACIO QUIROGA (1874-1937)
Escritor uruguayo perteneciente en un primer momento al
movimiento modernista, el cual fue abandonando hasta crear un
estilo propio, caracterizado fundamentalmente por la oscuridad del
género humano y su relación con lo primitivo, generalmente visto a
través de la selva. Crítico de cine, este cuento aquí incluido trata de
la visión del terror que Quiroga tenía relacionado con el cine. En un
momento dado llegó a afirmar que el terror cinematográfico
desaparecería en cuanto el cine llegar a ser sonoro. «El vampiro»
fue publicado el mismo año en que se realizó la primera película
sonora.
La vida de Quiroga estuvo marcada por las muertes trágicas:
de su padre, su mejor amigo —al que mató él mismo
accidentalmente—, de su primera esposa y la suya propia: se
suicidó ingiriendo cianuro.
Algunas de sus obras: Cuentos de amor, de locura y de
muerte (1916), Cuentos de la selva (1918) y Anaconda (1921), entre
otras.
Texto publicado en La Nación el 11 de septiembre de 1927.
Posteriormente fue incluido en Más allá. Recogido en Vampiria.
Veinticuatro historias de revinientes en cuerpo, excomulgados,
upires, brucolacos y otros chupadores de sangre. De Polidori a
Lovecraft, edición crítica de Ricardo Ibarlucía y Valeria CastellóJoubert, Adriana Hidalgo editora S.A., Argentina, 2002, pp. 573-590.
EL VAMPIRO
Son estas líneas las últimas que escribo. Hace un instante acabo de
sorprender en los médicos miradas significativas sobre mi estado: la
extrema depresión nerviosa en que yazgo llega conmigo a su fin.
He padecido hace un mes un fuerte shock seguido de fiebre
cerebral. Mal repuesto aún, sufro una recada que me conduce
directamente a este sanatorio.
«Tumba viva» han llamado los enfermos nerviosos de la
guerra a estos establecimientos aislados en medio del campo,
donde se yace inmóvil en la penumbra, y preservado por todos los
medios posibles del menor ruido. Sonara bruscamente un tiro en el
corredor exterior, y la mitad de los enfermos moriría. La explosión
incesante de las granadas ha convertido a estos soldados en lo que
son. Yacen extendidos a lo largo de sus camas, atontados, inertes,
muertos de verdad en el silencio que amortaja como denso algodón
su sistema nervioso deshecho. Pero el menor ruido brusco, el cierre
de una puerta, el rodar de una cucharita, les arranca un horrible
alarido.
Tal es su sistema nervioso. En otra época esos hombres
fueron briosos e inflamados asaltantes de la guerra. Hoy, la brusca
caída de un plato los mataría a todos.
Aunque yo no he estado en la guerra, no podría resistir
tampoco un ruido inesperado. La sola apertura a la luz de un postigo
me arrancaría un grito.
Pero esta represión de torturas no calma mis males. En la
penumbra sepulcral el silencio sin límites de la vasta sala, yazgo
inmóvil, con los ojos cerrados, muerto. Pero dentro de mí, todo mi
ser está al acecho. Mi ser todo, mi colapso y mi agonía son un ansia
blanca y extenuada hasta la muerte, que debe sobrevenir en breve.
65
Instante tras instante, espero oír más allá del silencio, desmenuzado
y puntillado en vertiginosa lejanía, un crepitar remoto. En la tiniebla
de mis ojos espero a cada momento ver, blanco, concentrado y
diminuto, el fantasma de una mujer.
En un pasado reciente e inmemorial, ese fantasma paseó
por el comedor, se detuvo, reemprendió su camino, sin saber qué
destino era el suyo.
Después………………………………………………….
Yo era un hombre robusto, de buen humor y nervios sanos.
Recibí un día una carta de un desconocido en que se me solicitaba
datos sobre ciertos comentarios hechos una vez por mí alrededor de
los rayos N1.
Aunque no es raro recibir demandas por el estilo, llamó mi
atención el interés demostrado hacia un ligero artículo de
divulgación, de parte de un individuo a todas luces culto, como en
sus breves líneas lo dejaba traslucir el incógnito solicitante.
Yo recordaba apenas los comentarios en cuestión. Contesté
a aquel, sin embargo, dándole, con el nombre del periódico en que
habían aparecido, la fecha aproximada de su publicación. Hecho lo
cual me olvidé del todo del incidente.
Un mes más tarde, tornaba a recibir otra carta de la misma
persona. Preguntábame si la experiencia de que yo hacía mención
en mi artículo (evidentemente lo había ya leído) era sólo una
fantasía de mi mente, o había sido realizada de verdad.
Me intrigó un poco la persistencia de mi desconocido en
solicitar de mí, vago diletante de las ciencias, lo que podía obtener
con sacra autoridad en los profundos estudios sobre la materia;
pues era evidente que en alguna fuente me había informado yo
cuando comenté la extraña acción de los rayos N1. Y a pesar de
esto, que no podía ser ignorado por mi culto corresponsal, se
empeñaba él en comprobar, por boca mía, la veracidad y la
precisión de ciertos fenómenos de óptica que cualquier hombre de
ciencia podía confirmarle.
Yo apenas recordaba, como he dicho, lo que había escrito
sobre los rayos en cuestión. Haciendo un esfuerzo hallé en el fondo
de mi memoria la experiencia a que aludía el solicitante, y le
contesté que si se refería al fenómeno por el cual los ladrillos
asoleados pierden la facultad de emitir rayos N1 cuando se los
duerme con cloroformo, podía garantirle que era exacto. Gustavo Le
Bon, entre otros, había verificado el fenómeno.
Contesté, pues, a este tenor, y torné a olvidarme de los
rayos N'. Breve olvido. Una tercera carta llegó, con los
agradecimientos de fórmula sobre mi informe, y las líneas finales
que trascribo tal cual.
«No era esa la experiencia sobre la cual deseaba conocer su
impresión personal. Pero comprendo que una correspondencia
proseguida así llegaría a fastidiar a usted, le ruego quiera
concederme unos instantes de conversación, en su casa o donde
tuviera a bien otorgármelos.»
Tales eran las líneas. Desde luego, yo había desechado ya la idea
inicial de tratar con un loco. Ya entonces, creo, sospeché qué
esperaba de mí, por qué solicitaba mi impresión y a dónde quería ir
mi incógnito corresponsal. No eran mis pobres conocimientos
científicos lo que le interesaba.
Y esto lo vi por fin, tan claro como ve un hombre en el
espejo su propia imagen, observándole atentamente, cuando al día
siguiente don Guillén de Orzúa y Rosales —así decía llamarse— se
sentó a mi frente en el escritorio, y comenzó a hablar.
66
Ante todo hablaré de su físico. Era un hombre en la segunda
juventud, cuyo continente, figura y mesura de palabras
denunciaban a las claras al hombre de fortuna larga e
inteligentemente disfrutada. El hábito de las riquezas —de vieux—
riche— era evidentemente lo que primero se advertía en él.
Llamaba la atención el tono cálido de su piel alrededor de
los ojos, como el de las personas dedicadas al estudio de los rayos
catódicos. Peinaba su cabello negrísimo con exacta raya al costado,
y su mirada tranquila y casi fría expresaba la misma seguridad de sí
y la misma mesura de su calmo continente.
A las primeras palabras cambiadas:
—¿Es usted español? —le pregunté, extrañado de la falta de
acento peninsular, y aún hispanoamericano, en un hombre de tal
apellido.
—No —me respondió brevemente. Y tras una corta pausa
me expuso el motivo de su visita:
—Sin ser un hombre de ciencia —dijo, cruzando las manos
encima de la mesa—, he hecho algunas experiencias sobre los
fenómenos a que he aludido en mi correspondencia. Mi fortuna me
permite el lujo de un laboratorio muy superior, desgraciadamente, a
mi capacidad para utilizarlo. No he descubierto fenómeno nuevo
alguno ni mis pretensiones pasan de las de un simple ocioso,
aficionado al misterio. Conozco algo la singular fisiología —
llamémosla así— de los rayos N1, y no hubiera vuelto a insistir en
ellos, me parece, si el anuncio de un artículo hecho por un amigo,
primero, y el artículo mismo, después, no hubieran vuelto a
despertar mi mal dormida curiosidad por los rayos N1. Al final de
sus comentarios impresos, sugiere usted el paralelismo entre ciertas
ondas auditivas y emanaciones visuales. Del mismo modo que se
imprime la voz en el circuito de la radio, se puede imprimir el efluvio
de un semblante en otro circuito de orden visual. Si me he hecho
entender bien —pues no se trata de energía eléctrica alguna—,
ruego a usted quiera responder a esta pregunta: ¿Conocía usted
alguna experiencia a este respecto cuando escribió sus comentarios
o la sugestión de esas corporizaciones fue sólo en usted una
especulación imaginativa? Es este el motivo y la curiosidad, señor
Grant, que me han llevado a escribirle dos veces, y me han traído
luego a su casa, tal vez a incomodarle a usted.
Dicho lo cual, y con las manos siempre cruzadas, esperó.
Yo respondí inmediatamente. Pero con la misma rapidez
que se analiza y desmenuza un largo recuerdo antes de contestar,
me acordé de la sugestión a que había aludido el visitante: si la
retina impresionada por la ardiente contemplación de un retrato
puede influir sobre una placa sensible al punto de obtener un
«doble» de ese retrato, del mismo modo las fuerzas vivas del alma
pueden, bajo la excitación de tales rayos emocionales, no producir,
sino «crear» una imagen en un circuito visual y tangible…
Tal era la tesis sustentada en mi artículo.
—No sé —había respondido yo inmediatamente— que se
hayan hecho experiencias al respecto… Todo eso no ha sido más
que una especulación imaginativa, como dice usted muy bien. Nada
hay de serio en mi tesis.
—¿No cree usted, entonces, en ella?
Y con las cruzadas manos siempre calmas, mi visitante me
miró.
Esa mirada —que llegaba recién— era lo que me había
preiluminado sobre los verdaderos motivos que tenía mi hombre
para conocer «mi impresión personal».
Pero no contesté.
67
—Ni para mí ni para usted es un misterio —continuó él—
que los rayos N1 solos no alcanzarán nunca a impresionar otra cosa
que ladrillos o retratos asoleados. Otro aspecto del problema es el
que me trae a distraerlo de sus preciosos momentos…
—¿A hacerme una pregunta, concediéndome una
respuesta? —lo interrumpí sonriendo—. ¡Perfectamente! Y usted
mismo, señor Rosales, ¿cree en ella?
—Usted sabe que sí —respondió.
Si entre la mirada de un desconocido que echa sus cartas
sobre la mesa y la de otro que oculta las suyas ha existido alguna
vez la certeza de poseer ambos el mismo juego, en esa circunstancia
nos hallábamos mi interlocutor y yo.
Sólo existe un excitante de las fuerzas extrañas, capaz de
lanzar en explosión un alma: ese excitante es la imaginación. Para
nada interesaban los rayos N1 a mi visitante. Corría a casa, en
cambio, tras el desvarío imaginativo que acusaba mi artículo.
—¿Cree usted, entonces —le observé— en las impresiones
infrafotográficas? ¿Supone que yo soy… sujeto?
—Estoy seguro —me respondió.
—¿Lo ha intentado usted consigo mismo?
—No aún; pero lo intentaré. Por estar seguro de que usted
no podría haber sentido esa sugestión oscura, sin poseer su
conquista en potencia, es por lo que he venido a verlo.
—Pero las sugestiones y las ocurrencias abundan —torné a
observar—. Los manicomios están llenos de ellas.
—No. Lo están de las ocurrencias «anormales», pero no
vistas «normalmente», como las suyas. Sólo es imposible lo que no
se puede concebir, ha sido dicho. Hay un inconfundible modo de
decir una verdad por el cual se reconoce que es verdad. Usted
posee ese don.
—Yo tengo la imaginación un poco enferma… —argüí,
batiéndome en retirada.
—También la tengo enferma yo —sonrió él—. Pero es
tiempo —agregó levantándose— de no distraerle a usted más. Voy
a concretar el fin de mi visita en breves palabras: ¿Quiere usted
estudiar conmigo lo que podríamos llamar su tesis? ¿Se siente usted
con fuerza para correr el riesgo?
—¿De un fracaso? —inquirí.
—No. No son los fracasos lo que podríamos temer.
—¿Qué?
—Lo contrario…
—Creo lo mismo —asentí yo, y en pos de una pausa—. ¿Está
usted seguro, señor Rosales, de su sistema nervioso?
—Mucho —tornó a sonreír con su calma habitual—. Sería
para mí un placer tenerle a usted al cabo de mis experiencias. ¿Me
permite usted que nos volvamos a ver otro día? Yo vivo solo, tengo
pocos amigos y es demasiado rico el conocimiento que he hecho de
usted para que no desee contarlo entre aquéllos.
—Encantado, señor Rosales —me incliné.
Y un instante después, dicho extraño señor abandonaba mi
compañía.
Muy extraño, sin duda. Un hombre culto, de gran fortuna, sin patria
y sin amigos, entretenido en experiencias más extrañas que su
mismo existir, teníalo todo de su parte para excitar mi curiosidad.
Podría él ser un maniático, un perseguido y un fronterizo; pero lo
que es indudable es que poseía una gran fuerza de voluntad… Y para
los seres que viven en la frontera del más allá racional, la voluntad
es el único sésamo que puede abrirles las puertas de lo
eternamente prohibido.
68
Encerrarse en las tinieblas como una placa sensible ante los
ojos y contemplarla hasta imprimir en ella los rasgos de una mujer
amada, no es una experiencia que cueste la vida. Rosales podía
intentarla, realizarla, sin que genio alguno puesto en libertad viniera
a reclamar su alma. Pero la pendiente ineludible y fatal a que esas
fantasías arrastran, era lo que me inquietaba en él y temía por mí.
A pesar de sus promesas, nada supe de Rosales durante algún
tiempo. Una tarde la casualidad nos puso uno al lado del otro en el
pasadizo central de un cinematógrafo, cuando salíamos ambos a
mitad de una sección. Rosales se retiraba con lentitud, alta la cabeza
a los rayos de la luz y sombras que partían de la linterna proyectora
y atravesaban oblicuamente la sala.
Parecía distraído con ello, pues tuve que nombrarlo dos
veces para que me oyera.
—Me proporciona usted un gran placer—me dijo—. ¿Tiene
usted algún tiempo disponible, señor Grant?
—Muy poco —le respondí.
—Perfecto. ¿Diez minutos, sí? —Entramos entonces en
cualquier lado.
Cuando estuvimos frente a sendas tazas de café que
humeaban estérilmente:
—¿Novedades, señor Rosales? —le pregunté—. ¿Ha
obtenido usted algo?
—Nada, si se refiere usted a cosa distinta de la impresión de
una placa sensible. Es esta una pobre experiencia que no repetiré
más, tampoco. Cerca de nosotros puede haber cosas más
interesantes… Cuando usted me vio hace un momento, yo seguía el
haz luminoso que atravesaba la sala. ¿Le interesa a usted el
cinematógrafo, señor Grant?
—Mucho.
—Estaba seguro. ¿Cree usted que esos rayos de proyección
agitados por la vida de un hombre no llevan hasta la pantalla otra
cosa que una helada ampliación eléctrica? Y perdone usted la
efusión de mi palabra… Hace días que no duermo, he perdido casi la
facultad de dormir. Yo tomo café toda la noche, pero no duermo… Y
prosigo, señor Grant: ¿Sabe usted lo que es la vida en tina pintura, y
en qué se diferencia un mal cuadro de otro? El retrato oval de Poe
vivía, porque había sido pintado con «la vida misma». ¿Cree usted
que sólo puede haber un remedo de vida en el semblante de la
mujer que despierta, levanta e incendia la sala entera? ¿Cree usted
que tina simple ilusión fotográfica es capaz de engañar de ese modo
el profundo sentido que de la realidad femenina posee un hombre?
Y calló, esperando mi respuesta.
Se suele preguntar sin objeto. Pero cuando Rosales lo hacía,
no lo hacía en vano. Preguntaba seriamente para que se le
respondiera.
¿Pero qué responder a un hombre que me hacía esa
pregunta con la voz medida y cortés de siempre? Al cabo de un
instante, sin embargo, contesté:
—Creo que tiene usted razón a medias… Hay, sin duda, algo
más que luz galvánica en una película; pero no es vida. También
existen los espectros.
—No he oído decir nunca —objetó él— que mil hombres
inmóviles y a oscuras hayan deseado a un espectro.
Se hizo una larga pausa, que rompí levantándome.
—Van ya diez minutos, señor Rosales —sonreí.
Él hizo lo mismo.
—Ha sido usted muy amable escuchándome, señor Grant.
¿Querría llevar su amabilidad hasta aceptar una invitación a comer
69
en mi compañía el martes próximo? Cenaremos solos en casa. Yo
tenía un cocinero excelente, pero está enfermo… Pudiera también
ser que faltara parte de mi servicio. Pero a menos de ser usted muy
exigente, lo que no espero, saldremos del paso, señor Grant.
—Con toda seguridad. ¿Me esperará usted?
—Si a usted le place.
—Encantado. Hasta el martes entonces, señor Rosales.
—Hasta entonces, señor Grant.
Yo tenía la impresión de que la invitación a comer no había sido
meramente ocasional, ni el cocinero faltaba por enfermedad, ni
hallaría en su casa a gente alguna de su servicio. Me equivoqué, sin
embargo, porque al llamar a su puerta fui recibido y pasado de linos
a otros, por hombres de su servidumbre, hasta llegar a la
antealcoba, donde tras larga espera se me pidió disculpas por no
poder recibirme el señor: estaba enfermo, y aunque había
intentado levantarse para ofrecerme él mismo las excusas, le había
sido imposible hacerlo. El señor iría a verme apenas le fuera posible
ponerse en pie.
Tras el mucamo hierático, y por bajo de la puerta
entreabierta, se veía la alfombra del dormitorio, fuertemente
iluminada. No se oía en la casa una sola voz. Se hubiera jurado que
en aquel mudo palacete se velaba a enfermos desde meses atrás. Y
yo había reído con el dueño de casa tres días antes.
Al día siguiente recibí la siguiente esquela de Rosales:
«La fatalidad, señor y amigo, ha querido privarme del placer de su
visita cuando honró usted ayer mi casa. ¿Recuerda usted lo que le
había dicho de mi servicio? Pues esta vez fui yo el enfermo. No
tenga usted aprensiones: hoy me hallo bien, y estaré igual el martes
próximo. ¿Vendrá usted? Le debo a usted una reparación. Soy de
usted, atentamente, etcétera».
De nuevo el asunto del servicio. Con la carta en la mano, pensé en
qué seguridad de cena podía ofrecerme el comedor de un hombre
cuya servidumbre estaba enferma o incompleta, alternativamente,
y cuya mansión no ofrecía otra vida que la que podía darle un
pedazo de alfombra fuertemente iluminada.
Yo me había equivocado una vez respecto de mi singular
amigo; y comprobaba entonces un nuevo error. Había en todo él y
su ámbito demasiada reticencia, demasiado silencio y olor a crimen,
para que pudiera ser tomado en serio. Por seguro que estuviera
Rosales de su fortaleza mental, era para mí evidente que había
comenzado ya a dar traspiés sobre el pretil de la locura.
Congratulándome una vez más de mi recelo en asociarme e
inquietar fuerzas extrañas con un hombre que sin ser español
porfiaba en usar giros hidalgos de lenguaje, me encaminé el martes
siguiente al palacio del ex enfermo, más dispuesto a divertirme con
lo que oyera que a gozar de la equívoca cena de mi anfitrión.
Pero la cena existía, aunque no la servidumbre, porque el
mismo portero me condujo a través de la casa al comedor, en cuya
puerta golpeó con los nudillos, esfumándose enseguida.
Un instante después el mismo dueño de casa entreabría la
puerta, y al reconocerme me dejaba paso con una tranquila sonrisa.
Lo primero que llamó mi atención al entrar fue la
acentuación del tono cálido, como tostado por el sol o los rayos
ultravioleta, que coloreaba habitualmente las mejillas y las sienes de
mi amigo. Vestía smoking. Lo segundo que noté fue el tamaño del
lujosísimo comedor, tan grande que la mesa, aun colocada en el
tercio anterior del salón, parecía hallarse al fondo de éste. La mesa
70
estaba cubierta de manjares, pero sólo había tres cubiertos. Junto a
la cabecera del fondo, vi en traje de soirée, una silueta de mujer.
No era, pues, yo solo el invitado. Avanzamos por el
comedor, y la fuerte impresión que ya desde el primer instante
había despertado en mí aquella silueta femenina, se trocó en
tensión sobreaguda cuando pude distinguirla claramente.
No era una mujer, era un fantasma; el espectro sonriente,
escotado y traslúcido de una mujer.
Un breve instante me detuve; pero había en la actitud de
Rosales tal parti—pris de hallarse ante lo normal y corriente, que
avancé a su lado. Y pálido y crispado asistí a la presentación.
—Creo que usted conoce ya al señor Guillermo Grant,
señora —dijo a la dama, que sonrió en mi honor. Y Rosales a mí.
—Perfectamente —respondí, inclinándome pálido como un
muerto.
—Tome usted, pues, asiento —me dijo el dueño de casa— y
dígnese servirse de lo que más guste. Ve usted ahora por qué debí
prevenirle por las deficiencias que podríamos tener en el servicio.
Pobre mesa, señor Grant… Pero su amabilidad y la presencia de esta
señora saldarán el débito.
La mesa, ya lo he advertido, estaba cubierta de manjares.
En cualquier otra circunstancia distinta de aquélla, la fina
1luvia del espanto me hubiera erizado y calado hasta los huesos.
Pero ante el parti—pris de vida normal ya anotado, me deslicé en el
vago estupor que parecía flotar sobre todo.
—¿Y usted, señora, no se sirve? —me volví a la dama, al
notar intacto su cubierto.
—¡Oh, no, señor! —me respondió con el tono de quien se
excusa por no tener apetito. Y juntando las manos bajo la mejilla,
sonrió pensativa.
—¿Siempre va usted al cinematógrafo, señor Grant? —me
preguntó Rosales.
—Muy a menudo —respondí.
—Yo lo hubiera reconocido a usted enseguida —se volvió a
mí la dama—. Lo he visto muchas veces…
—Muy pocas películas suyas han llegado hasta nosotros —
observé.
—Pero usted las ha visto todas, señor Grant —sonrió el
dueño de casa—. Esto explica el que la señora lo haya hallado a
usted más de una vez en las salas.
—En efecto —asentí, y tras una pausa sumamente larga—:
¿Se distinguen bien los rostros desde la pantalla?
—Perfectamente —repuso ella. Y agregó un poco
extrañada—: ¿Por qué no?
—En efecto —torné a repetir, pero esta vez en mi interior.
Si yo creía estar seguro de no haber muerto en la calle al
encaminarme a lo de Rosales, debía perfectamente admitir la trivial
y mundana realidad de una mujer que sólo tenía vestido y un vago
respaldo de silla en su interior.
Departiendo estos ligeros temas, los minutos pasaron.
Como la dama llevara con alguna frecuencia la mano a sus ojos:
—¿Está usted fatigada, señora? —dijo el dueño de casa—.
¿Querría usted recostarse un instante? El señor Grant y yo
trataremos de llenar, fumando, el tiempo que usted deja vacío.
—Si, estoy un poco cansada… —asintió nuestra invitada,
levantándose—. Con permiso de ustedes —agregó, sonriendo a
ambos uno después del otro. Y se retiró llevando su riquísimo traje
de soirée a lo largo de las vitrinas, cuya cristalería velóse apenas a
su paso.
Rosales y yo quedamos solos, en silencio.
71
—¿Qué opina usted de esto? —me preguntó al cabo de un
rato.
—Opino —respondí— que si últimamente lo he juzgado mal
dos veces, he acertado en mi primera impresión sobre usted.
—Me ha juzgado usted dos veces loco, ¿verdad?
—No es difícil adivinarlo…
Quedamos otro momento callados. No se notaba la menor
alteración en la cortesía habitual de Rosales, y menos aún en la
reserva y la mesura que lo distinguían.
—Tiene usted una fuerza de voluntad terrible… —murmuré
yo.
—Sí —sonrió—. ¿Cómo ocultárselo? Yo estaba seguro de mi
observación cuando me halló usted en el cinematógrafo. Era «ella»,
precisamente. La gran cantidad de vida delatada en su expresión me
había revelado la posibilidad del fenómeno. Una película inmóvil es
la impresión de un instante de vida, y esto lo sabe cualquiera. Pero
desde el momento en que la cinta empieza a correr bajo la
excitación de la luz, del voltaje y de los rayos N1, toda ella se
transforma en un vibrante trazo de vida, más vivo que la realidad
fugitiva y que los más vivos recuerdos que guían hasta la muerte
misma nuestra carrera terrenal. Pero esto lo sabemos sólo usted y
yo.
—Debo confesarle —prosiguió Rosales con voz un poco
lenta— que al principio tuve algunas dificultades. Por un desvío de
la imaginación, posiblemente, corporicé algo sin nombre… De esas
cosas que deben quedar para siempre del otro lado de la tumba.
Vino a mí, y no me abandonó por tres días. Lo único que eso no
podía hacer era trepar a la cama… Cuando hace una semana llegó
usted a casa, hacía ya dos horas que no lo veía, y por eso di orden
de que lo hicieran pasar a usted. Pero al sonar sus pasos lo vi
crispado al borde de la cama, tratando de subir… No es cosa que
conozcamos en este mundo… Era un desvarío de la imaginación. No
volverá más. Al día siguiente jugué mi vida al arrancar de la película
a nuestra invitada de esta noche… Y la salvé. Si se decide usted un
día a corporizar la vida equívoca de la pantalla, tenga cuidado, señor
Grant… Más allá y detrás de este instante mismo, está la Muerte…
Suelte su imaginación, azúcela hasta el fondo… Pero manténgala a
toda costa en la misma dirección bien atraillada, sin permitirle que
se desvíe… Esta es tarea de la voluntad. El ignorarlo ha costado
muchas existencias… ¿Me permite usted un vulgar símil? En un
arma de caza, la imaginación es el proyectil, y la voluntad es la mira.
¡Apunte bien, señor Grant! Y ahora, vamos a ver a nuestra amiga,
que debe estar ya repuesta de su fatiga. Permítame usted que lo
guíe.
El espeso cortinado que había traspuesto la dama abríase a
un salón de reposo, vasto en la proporción misma del comedor. En
el fondo de este salón elevábase un estrado dispuesto como alcoba,
al que se ascendía por tres gradas. En el centro de la alcoba alzábase
un diván, casi un lecho por su amplitud, y casi un túmulo por la
altura. Sobre el diván, bajo la luz de numerosos plafonniers
dispuestos en losange, descansaba el espectro de una bellísima
mujer.
Aunque nuestros pasos no sonaban en las alfombras, al
ascender las gradas ella nos sintió. Y volviendo a nosotros la cabeza,
con una sonrisa llena aún de molicie:
—Me he dormido —dijo—. Perdóneme, señor Grant, y lo
mismo usted, señor Rosales. Es tan dulce esta calma.
—¡No se incorpore usted, señora, se lo ruego! —exclamó el
dueño de casa, al notar su decisión—. El señor Grant y yo
acercaremos dos sillones, y podremos hablar con toda tranquilidad.
72
—¡Oh, gracias! —murmuró ella—. ¡Estoy tan cómoda así…!
Cuando hubimos hecho lo indicado por el dueño de casa:
—Ahora, señora —prosiguió éste—, puede pasar el tiempo
impunemente. Nada nos urge, ni nada inquieta nuestras horas. ¿No
lo cree usted así, señor Grant?
—Ciertamente —asentí yo, con la misma inconsciencia ante
el tiempo y el mismo estupor con que se me podía haber anunciado
que yo había muerto hacía catorce años.
—Yo me hallo muy bien así —replicó el espectro, con ambas
manos colocadas bajo la sien.
Y debimos conversar, supongo, sobre temas gratos y
animados, porque cuando me retiré y la puerta se cerró tras de mí,
hacía ya largas horas que el sol encendía las calles.
Llegué a casa y me bañé enseguida para salir; pero al sentarme en la
cama caí desplomado de sueño, y dormí doce horas continuas.
Torné a bañarme y salí esta vez. Mis últimos recuerdos flotaban,
cerníanse ambulantes, sin memoria de lugar ni de tiempo. Yo
hubiera podido fijarlos, encararme con cada uno de ellos; pero lo
único que deseaba era comer en un alegre, ruidoso y chocante
restaurante, pues a más de un gran apetito, sentía pavor de la
mesura, del silencio y del análisis.
Yo me encaminaba a un restaurante. Y la puerta a que llamé
fue la del comedor de la casa de Rosales, donde me senté ante mi
cubierto puesto.
Durante un mes continuo he acudido fielmente a cenar allá, sin que
mi voluntad haya intervenido para nada en ello. En las horas diurnas
estoy seguro de que un individuo llamado Guillermo Grant ha
proseguido activamente el curso habitual de su vida, con sus
quehaceres y contratiempos de siempre. Desde las 21, y noche a
noche, me he hallado en el palacete de Rosales, en el comedor sin
servicio, primero, y en el salón de reposo, después.
Como el soñador de Armageddon, mi vida a los rayos del sol
ha sido una alucinación, y yo he sido un fantasma creado para
desempeñar ese papel. Mi existencia real se ha deslizado, ha estado
contenida como en una cripta, bajo la alcoba amorosa y el dosel de
plafonniers lívidos, donde en compañía de otro hombre hemos
rendido culto a los dibujos en losange del muro, que ostentaban por
todo corazón el espectro de una mujer.
Por todo noble corazón…
—No sería del todo sincero con usted —rompió Rosales una
noche en que nuestra amiga, cruzada de piernas y un codo en la
rodilla, pensaba abstraída—. No sería sincero si me mostrara con
usted ampliamente satisfecho de mi obra. He corrido graves riesgos
para unir a mi destino esta pura y fiel compañera; y daría lo que me
resta de años por proporcionarle un solo instante de vida… Señor
Grant: he cometido un crimen sin excusa. ¿Lo cree usted así?
—Lo creo —respondí—. Todos sus dolores no alcanzarían a
redimir un solo errante gemido de esa joven.
—Lo sé perfectamente… Y no tengo derecho a sostener lo
que hice…
—Deshágalo.
Rosales sacudió la cabeza:
—No, nada remediaría…
Hizo una pausa. Luego, alzando la mirada y con la misma
expresión tranquila y el tono reposado de voz que parecía alejarlo a
mil leguas del tema:
—No quiero reticencias con usted —dijo—. Nuestra amiga
jamás saldrá de la niebla doliente en que se arrastra... de no mediar
73
un milagro. Sólo un golpecito del destino puede concederle la vida a
que toda creación tiene derecho, si no es un monstruo…
—;Qué golpecito? —pregunté.
—Su muerte, allá en Hollywood.
Rosales concluyó su taza de café y yo azucaré la mía.
Pasaron sesenta segundos. Yo rompí el silencio:
—Tampoco eso remediaría nada… —murmuré.
—¿Cree usted? —dijo Rosales.
—Estoy seguro… No podría decirle por qué, pero siento que
es así. Además usted no es capaz de hacer eso…
—Soy capaz, señor Grant. Para mí, para usted, esta creación
espectral es superior a cualquier engendro vivo por la sola fuerza
rutinaria del subsistir. Nuestra compañera es obra de una
conciencia, ¿oye usted, señor Grant? Responde a una finalidad casi
divina, y si la frustro, ella será mi condenación ante las tumultuosas
divinidades donde no cabe ningún dios pagano. ¿Vendrá usted de
vez en cuando durante mi ausencia? El servicio de mesa se pone al
caer la noche, ya lo sabe usted, y desde ese momento todos
abandonan la casa, salvo el portero. ¿Vendrá usted?
—Vendré —repuse.
—Es más de lo que podría esperar —concluyó Rosales
inclinándose.
Fui. Si alguna noche estuve allí a la hora de cenar, las más de las
veces llegaba tarde, pero siempre a la misma hora, con la
puntualidad de un hombre que va de visita a casa de su novia. La
joven y yo, en la mesa, solíamos hablar animadamente, sobre temas
variados; pero en el salón apenas cambiábamos una que otra
palabra y callábamos enseguida, ganados por el estupor que fluía de
las cornisas luminosas, y que hallando las puertas abiertas o
filtrándose por los ojos de llave, impregnaba el palacete de un
moroso mutismo.
Con el transcurso de las noches, nuestras breves frases
llegaron a concretarse en observaciones monótonas y siempre
sobre el mismo tema, que hacíamos de improviso:
—Ya debe estar en Guayaquil —decía yo con voz distraída.
O bien ella, muchas noches después:
—Ha salido ya de San Diego —decía al romper el alba.
Una noche, mientras yo con el cigarro pendiente de la mano
hacía esfuerzos para arrancar mi mirada del vacío, y ella vagaba
muda con la mejilla en la mano, se detuvo de pronto y dijo:
—Está en Santa Mónica…
Vagó un instante aún, y siempre con la cara apoyada en la
mano subió las gradas y se tendió en el diván. Yo la sentí sin mover
los ojos, pues los muros dé1 salón cedían llevándose adherida mi
vista, huían con extrema velocidad en líneas que convergían sin
juntarse nunca. Una interminable avenida de cicas surgió en la
remota perspectiva.
—¡Santa Mónica! —pensé atónito.
Qué tiempo pasó luego, no puedo recordarlo. Súbitamente
ella alzó su voz desde el diván:
—Está en casa —dijo.
Con el último esfuerzo de volición que quedaba en mí
arranqué mi mirada de la avenida de cicas. Bajo los plafonniers en
rombo incrustados en el cielorraso de la alcoba, la joven yacía
inmóvil, como una muerta. Frente a mí, en la remota perspectiva
transoceánica, la avenida de cicas destacábase diminuta con una
dureza de líneas que hacía daño.
74
Cerré los ojos y vi entonces, en una visión brusca como una
llamarada, un hombre que levantaba un puñal sobre una mujer
dormida.
—¡Rosales! —murmuré aterrado. Con un nuevo fulgor de
centella el puñal asesino se hundió.
No sé más. Alcancé a oír un horrible grito —posiblemente
mío—, y perdí el sentido.
Cuando volví en mí me hallé en mi casa, en el lecho. Había pasado
tres días sin conocimiento, presa de una fiebre cerebral que
persistió más de un mes. Fui poco a poco recobrando las fuerzas. Se
me había dicho que un hombre me había llevado a casa a altas
horas de la noche, desmayado.
Yo nada recordaba, ni deseaba recordar. Sentía una laxitud
extrema para pensar en lo que fuere. Se me permitió más tarde dar
breves paseos por casa, que yo recorría con mirada atónita. Fui al
fin autorizado a salir a la calle, donde di algunos pasos sin conciencia
de lo que hacía, sin recuerdos, sin objeto…Y cuando en un salón
silencioso vi venir hacia mí a un hombre cuyo rostro me era
conocido, la memoria y la conciencia perdida calentaron
bruscamente mi sangre.
—Por fin le veo a usted, señor Grant —me dijo Rosales,
estrechándome efusivamente la mano—. He seguido con gran
preocupación el curso de su enfermedad desde mi regreso y un
momento dudé de que triunfaría usted.
Rosales había adelgazado. Hablaba en voz baja, como si
temiera ser oído. Por encima de su hombro vi la alcoba iluminada y
el diván bien conocido, rodeado, como un féretro, de altos cojines.
—¿Está ella allí? —pregunté.
Rosales siguió mi mirada y volvió luego a mí sus ojos con
sosiego.
—Sí —me respondió. Y tras una breve pausa—: Venga usted
—me dijo.
Subimos las gradas y me incliné sobre los cojines. Sólo había
allí un esqueleto.
Sentí la mano de Rosales estrechándome firmemente el
brazo. Y con su misma voz queda:
—Es ella, señor Grant. No siento sobre la conciencia peso
alguno, ni creo haber cometido error. Cuando volví de mi viaje, no
estaba más ella… Señor Grant. ¿Recuerda usted haberla visto en el
instante mismo de perder usted el sentido?
—No recuerdo… —murmuré.
—Es lo que pensé… Al hacer lo que hice la noche de su
desmayo, ella desapareció de aquí… al regresar yo, torturé mi
imaginación para recogerla de nuevo del más allá… ¡Y he aquí lo que
he obtenido! Mientras ella perteneció a este mundo, pude
corporizar su vida espectral en una dulce criatura. Arranqué la vida
de la otra para animar su fantasma y ella, por toda substanciación,
pone en mis manos su esqueleto…
Rosales se detuvo. De nuevo había yo sorprendido su
expresión ausente mientras hablaba.
—Rosales… —comencé.
—¡Pst! —me interrumpió, bajando aún más el tono—. Le
ruego no levante la voz… Ella está allí.
—¿ Ella…?
—Allí, en el comedor… ¡Oh, no la he visto…! Pero desde que
regresé vaga de un lado para otro… Y siento el roce de su vestido.
Preste usted atención un momento… ¿Oye usted?
75
En el mudo palacete, a través de la atmósfera y las luces
inmóviles, nada oí. Pasamos un rato en el más completo silencio.
—Es ella —murmuró Rosales satisfecho—. Oiga usted
ahora: esquiva las sillas mientras camina…
Por el espacio de un mes entero, todas las noches Rosales y
yo hemos velado el espectro en huesos y blanca cal de la que fue un
día nuestra invitada señorial. Tras el espeso cortinado que se abre al
comedor, las luces están encendidas. Sabemos que ella vaga por allí,
atónita e invisible, dolorosa e incierta. Cuando en las altas horas
Rosales y yo vamos a tomar café, acaso ella está ya ocupando su
asiento desde horas atrás, fija en nosotros su mirada invisible.
Las noches se suceden unas a otras, todas iguales. Bajo la
atmósfera de estupor en que se halla el recinto, el tiempo mismo
parece haberse suspendido, como ante una eternidad. Siempre ha
habido y habrá allí un esqueleto bajo los plafonniers, dos amigos en
smoking en el salón, y una alucinación confinada entre las sillas del
comedor.
Una noche hallé el ambiente cambiado. La excitación de mi
amigo era visible.
—He hallado por fin lo que buscaba, señor Grant —me
dijo—. Ya observé a usted una vez que estaba seguro de no haber
cometido ningún error. ¿Lo recuerda usted? Pues bien: sé ahora que
lo he cometido. Usted alabó mi imaginación, no más aguda que la
suya, y mi voluntad, que le es en cambio muy superior. Con esas dos
fuerzas creé una criatura visible, que hemos perdido, y un espectro
de huesos, que persistirá hasta que… ¿Sabe usted, señor Grant, qué
ha faltado a mi obra?
—Una finalidad —murmuré—, que usted creyó divina…
—Usted lo ha dicho. Yo partí del entusiasmo de una sala a
oscuras por una alucinación en movimiento. Yo vi algo más que un
engaño en el hondo latido de pasión que agita a los hombres ante
una amplia y helada fotografía. El varón no se equivoca hasta ese
punto, advertí a usted. Debe de haber allí más vida que la que
simulan un haz de luces y una cortina metalizada. Que la había, ya lo
ha visto usted. Pero yo creé estérilmente, y éste es el error que
cometí. Lo que hubiera hecho la felicidad del más pesado
espectador, no ha hallado bastante calor en mis manos frías, y se ha
desvanecido… El amor no hace falta en la vida; pero es
indispensable para golpear ante las puertas de la muerte. Si por
amor yo hubiera matado, mi criatura palpitaría hoy de vida en el
diván. Maté para crear, sin amor; y obtuve la vida en su raíz brutal:
un esqueleto. Señor Grant: ¿Quiere usted abandonarme por tres
días y volver el próximo martes a cenar con nosotros?
—¿Con ella…?
—Sí; usted, ella y yo… No dude usted… El próximo martes.
Al abrir yo mismo la puerta, volví a verla, en efecto, vestida con su
magnificencia habitual, y confieso que me fue muy grato el advertir
que ella también confiaba en verme. Me tendió la mano con la
abierta sonrisa con que se vuelve a ver a un fiel amigo al regresar de
un largo viaje.
—La hemos extrañado a usted mucho, señora —le dije con
efusión.
—¡Y yo, señor Grant! —repuso, reclinando la cara sobre
ambas manos juntas.
—¿Me extrañaba usted? ¿De veras?
—¿A usted? ¡Oh, sí, mucho! —Y tornó a sonreírme
largamente.
76
En ese instante me daba yo cuenta de que el dueño de casa
no había levantado los ojos de su tenedor desde que comenzáramos
a hablar. ¿Sería posible...?
—Y a nuestro anfitrión, señora, ¿no lo extrañaba usted?
—¿A él…? —murmuró ella lentamente. Y deslizando sin
prisa su mano de la mejilla, volvió el rostro a Rosales.
Vi entonces pasar por sus ojos fijos en él la más insensata
llama de pasión que por hombre alguno haya sentido una mujer.
Rosales la miraba también. Y ante aquel vértigo de amor femenino
expresado sin reserva el hombre palideció.
—A él también… —murmuró la joven con voz queda y
exhausta.
En el transcurso de la comida ella afectó no notar la
presencia del dueño de casa mientras charlaba volublemente
conmigo, y él no abandonó casi su juego con el tenedor. Pero las
dos o tres veces en que sus miradas se encontraron como al
descuido, vi relampaguear en los ojos de ella, y apagarse enseguida
en desmayo, el calor incontenible del deseo.
Y ella era un espectro.
—¡Rosales! —exclamé en cuanto estuvimos un momento
solos—. ¡Si conserva usted un resto de amor a la vida, destruya eso!
¡Lo va a matar a usted!
—¿Ella? ¿Está usted loco, señor Grant?
—Ella, no. ¡Su amor! Usted no puede verlo, porque está
bajo su imperio. Yo lo veo. La pasión de ese… fantasma, no la resiste
hombre alguno.
—Vuelvo a decirle que se equivoca usted, señor Grant.
—¡No; usted no puede verlo! Su vida ha resistido a muchas
pruebas, pero arderá como una pluma, por poco que siga usted
excitando a esa criatura.
—Yo no la deseo, señor Grant.
—Pero ella sí lo desea a usted. ¡Es un vampiro, y no tiene
nada que entregarle! ¿Comprende usted?
Rosales nada respondió. Desde la sala de reposo, o de más
allá, llegó la voz de la joven:
—¿Me dejarán ustedes sola mucho tiempo?
En ese instante, recordé bruscamente el esqueleto que
yacía allí…
—¡El esqueleto, Rosales! —clamé—. ¿Qué se ha hecho su
esqueleto?
—Regresó —respondióme—. Regresó a la nada. Pero ella
está ahora en el diván… Escúcheme usted, señor Grant: jamás
criatura alguna se ha impuesto a su creador… Yo creé un fantasma;
y, equivocadamente, un harapo de huesos. Usted ignora algunos
detalles de la creación… Oigalos ahora. Adquirí una linterna y
proyecté las cintas de nuestra amiga sobre una pantalla muy
sensible a los rayos N1 (los rayos N1, ¿recuerda usted?). Por medio
de un vulgar dispositivo mantuve en movimiento los instantes
fotográficos de mayor vida de la dama que nos aguarda… Usted
sabe bien que hay en todos nosotros, mientras hablamos, instantes
de tal convicción, de una inspiración tan a tiempo, que notamos en
la mirada de los otros, y sentimos en nosotros mismos, que algo
nuestro se proyecta adelante… Ella se desprendió así de la pantalla,
fluctuando a escasos milímetros al principio, y vino por fin a mí, tal
como usted la ha visto… Hace de esto tres días. Ella está allí…
Desde la alcoba llegónos de nuevo la voz lánguida de la
joven:
—¿Vendrá usted, señor Rosales?
—¡Deshaga eso, Rosales —exclamé, tomándolo del brazo—,
antes de que sea tarde! ¡No excite más ese monstruo de sensación!
77
—Buenas noches, señor Grant —me despidió él con una
sonrisa, inclinándose.
Y bien, esta historia está concluida. ¿Halló Rosales en el mundo
fuerza para resistir? Muy pronto —acaso hoy mismo— lo sabré.
Aquella mañana no tuve ninguna sorpresa al ser llamado
urgentemente por teléfono, ni la sentí al ver las cortinas del salón
doradas por el fuego, la cámara de proyección caída, y restos de
películas quemadas por el suelo. Tendido en la alfombra junto al
diván, Rosales yacía muerto.
La servidumbre sabía que en las últimas noches la cámara
era transportada al salón. Su impresión es que debido a un
descuido, las películas se han abrasado, alcanzando las chispas a los
cojines del diván. La muerte del señor debe imputarse a una lesión
cardiaca, precipitada por el accidente.
Mi impresión era otra. La calma expresión de su rostro no
había variado, y aún su muerto semblante conservaba el tono cálido
habitual. Pero estoy seguro de que en lo más hondo de las venas no
le quedaba una gota de sangre.
78
II. HORROR
INTRODUCCIÓN
Encarni López Gonzálvez
Conociendo ya la definición tanto de novela negra como de terror
en cuanto a género mediante el que se manifiesta esta, no es tan
difícil ofrecer una definición de horror, conservando los mismos
parámetros y observaciones que se tuvieron en cuenta para la del
terror. Es decir, que los límites entre ambos géneros (terror y
horror) no son rígidos ni mucho menos lineales, sino flexibles y
discontinuos, haciendo que fácilmente un mismo texto se mueva a
sus anchas en un momento determinado por uno o por otro al
siguiente.
Así, habíamos señalado que el ejemplo más claro de esto
tenía lugar en los textos góticos, sobre todo los de origen
estadounidense, caracterizados por una ambigüedad más profunda
y por una mínima aparición de un hecho fantástico o maravilloso.
Entonces, si habíamos dicho que el terror es aquel género
con una fuerte raíz en las tradiciones populares, en las mitologías, el
folklore, lo rural en definitiva, el horror en cambio de caracteriza
precisamente por la presentación de una realidad alterada (ya sea
fuera de le mente del personaje o dentro de ella), que lo vincula
más a lo urbano. De este modo, el terror por lo mismo de tener un
origen común a las tradiciones comunitarias populares podría
decirse que es más «colectivo» o «comunitario», que despierta una
sensación más o menos generalizada en todos los individuos de una
comunidad con una cultura común; sin embargo, el horror por lo
mismo que no incluye un hecho o criatura fantástica, se aleja
precisamente por ello de este imaginario colectivo, presenta una
reacción más individual, una reacción más personalizada del temor.
Los textos de horror nacen con los románticos y
decadentistas, ya sea en Europa o en la orilla estadounidense. Así,
en el lado europeo tenemos a Maupassant, maestro del horror, y la
aparición de «El horla», un cuento de acechos, de alteridades y
paranoias de una mente alterada (¿o no?) cuya lectura despierta los
temores más íntimos. Al otro lado del océano, en el ámbito
anglosajón, tenemos a Edgar Allan Poe y, por citar algunos, «El
corazón delator» o «El pozo y el péndulo», aunque son muchos los
títulos que se suman a estos nombres y que se mueven en la esfera
del horror de una forma majestuosa. En el ámbito hispanohablante
no podemos olvidarnos al majestuoso Clemente Palma, digno
heredero de Poe que juega magistralmente con el lector y sus
temores mediante la alteración de una realidad que siempre acaba
convirtiéndose en agresiva, lacerante y mortal. Tal es el caso, por
ejemplo, de Mors ex vita o la colección de relatos recogidos en
Cuentos malévolos.
Hoy en día, como ocurría con el terror, es muy difícil
encasillar un texto únicamente en el horror, precisamente por la
tendencia general en el arte de borrar los límites entre los géneros y
particularmente en la novela negra por provocar reacciones más
intensas. Así, por ejemplo, en el género del misterio se incluyen los
textos cuyo tema principal es la conspiración (una realidad más que
alterada), en lugar de incluirse exclusivamente en el horror,
mostrando una vez más que las fronteras o límites entre los géneros
negros son tan sutiles que la mayoría de las veces nos topamos con
un texto que se mueve libremente por más de uno a la vez.
79
WILLIAM WYMARK JACOBS (1863-1943)
Humorista, novelista y cuentista británico. Se le conoce
principalmente por uno de sus relatos macabros, La pata de mono
(The Monkey's Paw), incluido en el libro de cuentos The Lady of the
Barge (La dama de la barca, 1902). La mayor parte de su obra, sin
embargo, se adscribe al género humorístico. Obras: Erizos de mar
(Sea Urchins), Nudos marineros (Sailor's Knots) y Rondas nocturnas
(Night Watches), todas ellas recopilaciones de cuentos.
LA PATA DE MONO
I
La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum
Villa los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre
e hijo jugaban al ajedrez. El primero tenía ideas personales sobre el
juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros que
provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente
junto a la chimenea.
—Oigan el viento —dijo el señor White; había cometido un
error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera.
—Lo oigo —dijo éste moviendo implacablemente la reina—.
Jaque.
—No creo que venga esta noche —dijo el padre con la mano
sobre el tablero.
—Mate —contestó el hijo.
—Esto es lo malo de vivir tan lejos —vociferó el señor White
con imprevista y repentina violencia—. De todos los suburbios, este
es el peor. El camino es un pantano. No se qué piensa la gente.
Como hay sólo dos casas alquiladas, no les importa.
—No te aflijas, querido —dijo suavemente su mujer—,
ganarás la próxima vez.
El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de
complicidad entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios
y disimuló un gesto de fastidio.
—Ahí viene —dijo Herbert White al oír el golpe del portón y
unos pasos que se acercaban. Su padre se levantó con apresurada
hospitalidad y abrió la puerta; le oyeron condolerse con el recién
venido.
Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido, con los
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ojos salientes y la cara rojiza.
—El sargento mayor Morris —dijo el señor White,
presentándolo. El sargento les dio la mano, aceptó la silla que le
ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casa traía
whisky y unos vasos y ponía una pequeña pava de cobre sobre el
fuego.
Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La
familia miraba con interés a ese forastero que hablaba de guerras,
de epidemias y de pueblos extraños.
—Hace veintiún años —dijo el señor White sonriendo a su
mujer y a su hijo—. Cuando se fue era apenas un muchacho.
Mírenlo ahora.
—No parece haberle sentado tan mal —dijo la señora White
amablemente.
—Me gustaría ir a la India —dijo el señor White—. Sólo para
dar un vistazo.
—Mejor quedarse aquí —replicó el sargento moviendo la
cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levemente, volvió a sacudir la
cabeza.
—Me gustaría ver los viejos templos y faquires y
malabaristas —dijo el señor White—. ¿Qué fue, Morris, lo que usted
empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algo por
el estilo?
—Nada —contestó el soldado apresuradamente—. Nada
que valga la pena oír.
—¿Una pata de mono? —preguntó la señora White.
—Bueno, es lo que se llama magia, tal vez —dijo con
desgana el militar.
Sus tres interlocutores lo miraron con avidez.
Distraídamente, el forastero llevó la copa vacía a los labios: volvió a
dejarla. El dueño de casa la llenó.
—A primera vista, es una patita momificada que no tiene
nada de particular —dijo el sargento mostrando algo que sacó del
bolsillo.
La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de
mono y la examinó atentamente.
—¿Y qué tiene de extraordinario? —preguntó el señor
White quitándosela a su hijo, para mirarla.
—Un viejo faquir le dio poderes mágicos —dijo el sargento
mayor—. Un hombre muy santo... Quería demostrar que el destino
gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele
impunemente. Le dio este poder: Tres hombres pueden pedirle tres
deseos.
Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas
desentonaban.
—Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? —preguntó
Herbert White.
El sargento lo miró con tolerancia.
—Las he pedido —dijo, y su rostro curtido palideció.
—¿Realmente se cumplieron los tres deseos? —preguntó la
señora White.
—Se cumplieron —dijo el sargento.
—¿Y nadie más pidió? —insistió la señora.
—Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas
que pidió; la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión de la
pata de mono.
Habló con tanta gravedad que produjo silencio.
—Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán
—dijo, finalmente, el señor White—. ¿Para qué lo guarda?
El sargento sacudió la cabeza:
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—Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo;
pero creo que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias.
Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es
un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme
después.
—Y si a usted le concedieran tres deseos más —dijo el señor
White—, ¿los pediría?
—No sé —contestó el otro—. No sé.
Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la
tiró al fuego. White la recogió.
—Mejor que se queme —dijo con solemnidad el sargento.
—Si usted no la quiere, Morris, démela.
—No quiero —respondió terminantemente—. La tiré al
fuego; si la guarda, no me eche la culpa de lo que pueda suceder.
Sea razonable, tírela.
El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición.
Preguntó:
—¿Cómo se hace?
—Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en
voz alta. Pero le prevengo que debe temer las consecuencias.
—Parece de Las mil y una noches —dijo la señora White. Se
levantó a preparar la mesa—. ¿No le parece que podrían pedir para
mí otro par de manos?
El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron
al ver la expresión de alarma del sargento.
—Si está resuelto a pedir algo —dijo agarrando el brazo de
White— pida algo razonable.
El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a
Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida el talismán fue, en
cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de la
vida del sargento en la India.
—Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como
en los otros —dijo Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se
alejó con prisa, para alcanzar el último tren—, no conseguiremos
gran cosa.
—¿Le diste algo? —preguntó la señora mirando
atentamente a su marido.
—Una bagatela —contestó el señor White, ruborizándose
levemente—. No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que
tirara el talismán.
—Sin duda —dijo Herbert, con fingido horror—, seremos
felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio,
así no estarás dominado por tu mujer.
El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó con
perplejidad.
—No se me ocurre nada para pedirle —dijo con lentitud—.
Me parece que tengo todo lo que deseo.
—Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto?
—dijo Herbert poniéndole la mano sobre el hombro—. Bastará con
que pidas doscientas libras.
El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y
levantó el talismán; Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño a
su madre y tocó en el piano unos acordes graves.
—Quiero doscientas libras —pronunció el señor White.
Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor
White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él.
—Se movió —dijo, mirando con desagrado el objeto, y lo
dejó caer—. Se retorció en mi mano como una víbora.
—Pero yo no veo el dinero —observó el hijo, recogiendo el
talismán y poniéndolo sobre la mesa—. Apostaría que nunca lo veré.
82
—Habrá sido tu imaginación, querido —dijo la mujer,
mirándolo ansiosamente.
Sacudió la cabeza.
—No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.
Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de
fumar sus pipas. El viento era más fuerte que nunca. El señor White
se sobresaltó cuando golpeó una puerta en los pisos altos. Un
silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron
para ir a acostarse.
—Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa,
en medio de la cama —dijo Herbert al darles las buenas noches—.
Una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará
cuando estés guardando tus bienes ilegítimos.
Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad y miró las
brasas, y vio caras en ellas. La última era tan simiesca, tan horrible,
que la miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la mesa su
vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer,
tocó la pata de mono; se estremeció, limpió la mano en el abrigo y
subió a su cuarto.
II
A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad
del sol invernal, se rió de sus temores. En el cuarto había un
ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa pata
de mono; arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía
terrible.
—Todos los viejos militares son iguales —dijo la señora
White—. ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo
puede creerse en talismanes en esta época? Y si consiguieras las
doscientas libras, ¿qué mal podrían hacerte?
—Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza —dijo
Herbert.
—Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad
que parecían coincidencias —dijo el padre.
—Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi
vuelta —dijo Herbert, levantándose de la mesa—. No sea que te
conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte.
La madre se rió, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse
por el camino; de vuelta a la mesa del comedor, se burló de la
credulidad del marido.
Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta corrió a
abrirla, y cuando vio que sólo traía la cuenta del sastre se refirió con
cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes.
—Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas —
dijo al sentarse.
—Sin duda —dijo el señor White—. Pero, a pesar de todo, la
pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo.
—Habrá sido en tu imaginación —dijo la señora
suavemente.
—Afirmo que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era...
¿Qué sucede?
Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos
movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se decidía a
entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una
galera nueva y reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre
se detuvo tres veces en el portón; por fin se decidió a llamar.
Apresuradamente, la señora White se quitó el delantal y lo
escondió debajo del almohadón de la silla.
Hizo pasar al desconocido. Éste parecía incómodo. La miraba
furtivamente, mientras ella le pedía disculpas por el desorden que
83
había en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La señora esperó
cortésmente que les dijera el motivo de la visita; el desconocido
estuvo un rato en silencio.
—Vengo de parte de Maw & Meggins —dijo por fin.
La señora White tuvo un sobresalto.
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert?
Su marido se interpuso.
—Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos.
Supongo que usted no trae malas noticias, señor.
Y lo miró patéticamente.
—Lo siento... —empezó el otro.
—¿Está herido? —preguntó, enloquecida, la madre.
El hombre asintió.
—Mal herido —dijo pausadamente—. Pero no sufre.
—Gracias a Dios —dijo la señora White, juntando las
manos—. Gracias a Dios.
Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en
la seguridad que le daban y vio la confirmación de sus temores en la
cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su
marido que parecía tardar en comprender, y le tomó la mano
temblorosamente. Hubo un largo silencio.
—Lo agarraron las máquinas —dijo en voz baja el visitante.
—Lo agarraron las máquinas —repitió el señor White,
aturdido.
Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano
de su mujer, la apretó en la suya, como en sus tiempos de
enamorados.
—Era el único que nos quedaba —le dijo al visitante—. Es
duro.
El otro se levantó y se acercó a la ventana.
—La compañía me ha encargado que le exprese sus
condolencias por esta gran pérdida —dijo sin darse la vuelta—. Le
ruego que comprenda que soy tan sólo un empleado y que
obedezco las órdenes que me dieron.
No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida.
—Se me ha comisionado para declararles que Maw &
Meggins niegan toda responsabilidad en el accidente —prosiguió el
otro—. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, le
remiten una suma determinada.
El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose,
miró con terror al visitante. Sus labios secos pronunciaron la
palabra: ¿cuánto?
—Doscientas libras —fue la respuesta.
Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente,
extendió los brazos, como un ciego, y se desplomó, desmayado.
III
En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y
mujer dieron sepultura a su muerto y volvieron a la casa transidos
de sombra y de silencio.
Todo pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron
y quedaron esperando alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero
los días pasaron y la expectativa se transformó en resignación, esa
desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía.
Pocas veces hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días
eran interminables hasta el cansancio.
Una semana después, el señor White, despertándose
bruscamente en la noche, estiró la mano y se encontró solo.
El cuarto estaba a oscuras; oyó cerca de la ventana, un llanto
contenido. Se incorporó en la cama para escuchar.
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—Vuelve a acostarte —dijo tiernamente—. Vas a coger frío.
—Mi hijo tiene más frío —dijo la señora White y volvió a
llorar.
Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White.
La cama estaba tibia, y sus ojos pesados de sueño. Un despavorido
grito de su mujer lo despertó.
—La pata de mono —gritaba desatinadamente—, la pata de
mono.
El señor White se incorporó alarmado.
—¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?
Ella se acercó:
—La quiero. ¿No la has destruido?
—Está en la sala, sobre la repisa —contestó asombrado—.
¿Por qué la quieres?
Llorando y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo
histéricamente:
—Sólo ahora he pensado... ¿Por qué no he pensado antes?
¿Por qué tú no pensaste?
—¿Pensaste en qué? —preguntó.
—En los otros dos deseos —respondió en seguida—. Sólo
hemos pedido uno.
—¿No fue bastante?
—No —gritó ella triunfalmente—. Le pediremos otro más.
Búscala pronto y pide que nuestro hijo vuelva a la vida.
El hombre se sentó en la cama, temblando.
—Dios mío, estás loca.
—Búscala pronto y pide —le balbuceó—; ¡mi hijo, mi hijo!
El hombre encendió la vela.
—Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo.
—Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de
pedir el segundo?
—Fue una coincidencia.
—Búscala y desea —gritó con exaltación la mujer.
El marido se volvió y la miró:
—Hace diez días que está muerto y además, no quiero
decirte otra cosa, lo reconocí por el traje. Si ya entonces era
demasiado horrible para que lo vieras...
—¡Tráemelo! —gritó la mujer arrastrándolo hacia la
puerta—. ¿Crees que temo al niño que he criado?
El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se
acercó a la repisa.
El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo
todavía no formulado trajera a su hijo hecho pedazos, antes de que
él pudiera escaparse del cuarto.
Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó
alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se
encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano.
Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le
pareció cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural.
Le tuvo miedo.
—¡Pídelo! —gritó con violencia.
—Es absurdo y perverso —balbuceó.
—Pídelo —repitió la mujer.
El hombre levantó la mano:
—Deseo que mi hijo viva de nuevo.
El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo
con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla mientras la
mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se
movió de allí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a
su mujer que estaba en la ventana. La vela se había consumido;
85
hasta casi apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras
vacilantes.
Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el
hombre volvió a la cama; un minuto después, la mujer, apática y
silenciosa, se acostó a su lado.
No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un
escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White juntó coraje,
encendió un fósforo y bajó a buscar una vela.
Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se
detuvo para encender otro; simultáneamente resonó un golpe
furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada.
Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta
que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un
tercer golpe.
—¿Qué es eso? —gritó la mujer.
—Un ratón —dijo el hombre—. Un ratón. Se me cruzó en la
escalera.
La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la
casa.
—¡Es Herbert! ¡Es Herbert! —La señora White corrió hacia la
puerta, pero su marido la alcanzó.
—¿Qué vas a hacer? —le dijo ahogadamente.
—¡Es mi hijo; es Herbert! —gritó la mujer, luchando para
que la soltara—. Me había olvidado de que el cementerio está a dos
millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta.
—Por amor de Dios, no lo dejes entrar —dijo el hombre,
temblando.
—¿Tienes miedo de tu propio hijo? —gritó—. Suéltame. Ya
voy, Herbert; ya voy.
Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El
hombre la siguió y la llamó, mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido
de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la mujer,
anhelante:
—La tranca —dijo—. No puedo alcanzarla.
Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la
pata de mono.
—Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara...
Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor
White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca
al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y,
frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo.
Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la
casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por
la escalera, y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio
valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba
desierto y tranquilo.
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EDGAR ALLAN POE (1809-1849)
WILLIAM WILSON
Escritor romántico estadounidense, que se destacó como cuentista,
¿Qué decir de ella?
¿Qué decir de la torva CONCIENCIA,
de ese espectro en mi camino?
Chamberlayne, Pharronida.
poeta, crítico y editor. Renovó la literatura gótica y se le considera el
padre del cuento de terror psicológico y del moderno relato corto.
Fue precursor también del relato detectivesco y de la literatura de
ciencia ficción. Ejerció gran influencia sobre los simbolístas
franceses así como en narradores tan diversos como Kafka, Borges,
Lovecraft, Cortázar y Stephen King. En la poesía destaca El cuervo,
poema oscuro celebrado por Baudelaire, y que ha llegado a
constituir un manifiesto del Romanticismo estadounidense en sí
mismo. Sus relatos más famosos son: La Caída de la Casa de Usher,
Los crímenes de la Calle Morgue, El pozo y el péndulo, El gato negro,
El extraño caso del Señor Valdemar, El corazón delator, El barril de
amontillado, La Muerte Roja y su novela corta Las aventuras de
Arthur Gordon Pym.
Extraído de Edgar Allan Poe, Cuentos completos, Alianza,
2002, pp. 26-37. Traducción de Julio Cortázar.
Permitidme que, por el momento, me llame a mí mismo William
Wilson. Esta blanca página no debe ser manchada con mi verdadero
nombre. Demasiado ha sido ya objeto del escarnio, del horror, del
odio de mi estirpe. Los vientos, indignados, ¿no han esparcido en las
regiones más lejanas del globo su incomparable infamia? ¡Oh
proscrito, oh tú, el más abandonado de los proscritos! ¿No estás
muerto para la tierra? ¿No estás muerto para sus honras, sus flores,
sus doradas ambiciones? Entre tus esperanzas y el cielo, ¿no
aparece suspendida para siempre una densa, lúgubre, ilimitada
nube?
No quisiera, aunque me fuese posible, registrar hoy la
crónica de estos últimos años de inexpresable desdicha e
imperdonable crimen. Esa época —estos años recientes— ha
llegado bruscamente al colmo de la depravación, pero ahora sólo
me interesa señalar el origen de esta última. Por lo regular, los
hombres van cayendo gradualmente en la bajeza. En mi caso, la
virtud se desprendió bruscamente de mí como si fuera un manto.
De una perversidad relativamente trivial, pasé con pasos de gigante
87
a enormidades más grandes que las de un Heliogábalo. Permitidme
asaltados por defectos constitucionales análogos a los míos, poco
que os relate la ocasión, el acontecimiento que hizo posible esto. La
pudieron hacer mis padres para contener las malas tendencias que
muerte se acerca, y la sombra que la precede proyecta un influjo
me distinguían. Algunos menguados esfuerzos de su parte, mal
calmante sobre mi espíritu. Mientras atravieso el oscuro valle,
dirigidos, terminaron en rotundos fracasos y, naturalmente, fueron
anhelo la simpatía —casi iba a escribir la piedad— de mis
triunfos para mí. Desde entonces mi voz fue ley en nuestra casa; a
semejantes. Me gustaría que creyeran que, en cierta medida, fui
una edad en la que pocos niños han abandonado los andadores,
esclavo de circunstancias que excedían el dominio humano. Me
quedé dueño de mi voluntad y me convertí de hecho en el amo de
gustaría que buscaran a favor mío, en los detalles que voy a dar, un
todas mis acciones.
pequeño oasis de fatalidad en ese desierto del error. Me gustaría
Mis primeros recuerdos de la vida escolar se remontan a
que reconocieran —como no han de dejar de hacerlo— que si
una vasta casa isabelina llena de recovecos, en un neblinoso pueblo
alguna vez existieron tentaciones parecidas, jamás un hombre fue
de Inglaterra, donde se alzaban innumerables árboles gigantescos y
tentado así, y jamás cayó así. ¿Será por eso que nunca ha sufrido en
nudosos, y donde todas las casas eran antiquísimas. Aquel
esta forma? Verdaderamente, ¿no habré vivido en un sueño? ¿No
venerable pueblo era como un lugar de ensueño, propio para la paz
muero víctima del horror y el misterio de la más extraña de las
del espíritu. Ahora mismo, en mi fantasía, siento la refrescante
visiones sublunares?
atmósfera de sus avenidas en sombra, aspiro la fragancia de sus mil
Desciendo de una raza cuyo temperamento imaginativo y
arbustos, y me estremezco nuevamente, con indefinible delicia, al
fácilmente excitable la destacó en todo tiempo; desde la más tierna
oír la profunda y hueca voz de la campana de la iglesia quebrando
infancia di pruebas de haber heredado plenamente el carácter de la
hora tras hora con su hosco y repentino tañido el silencio de la fusca
familia. A medida que avanzaba en años, esa modalidad se
atmósfera, en la que el calado campanario gótico se sumía y
desarrolló aún más, llegando a ser por muchas razones causa de
reposaba.
grave ansiedad para mis amigos y de perjuicios para mí. Crecí
Demorarme en los menudos recuerdos de la escuela y sus
gobernándome por mi cuenta, entregado a los caprichos más
episodios me proporciona quizá el mayor placer que me es dado
extravagantes y víctima de las pasiones más incontrolables. Débiles,
alcanzar en estos días. Anegado como estoy por la desgracia —¡ay,
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demasiado real!—, se me perdonará que busque alivio, aunque sea
mismo que, poco antes, agrio el rostro, manchadas de rapé las
tan leve como efímero, en la complacencia de unos pocos detalles
ropas, administraba férula en mano las draconianas leyes de la
divagantes. Triviales y hasta ridículos, esos detalles asumen en mi
escuela? ¡Oh inmensa paradoja, demasiado monstruosa para tener
imaginación una relativa importancia, pues se vinculan a un período
solución!
y a un lugar en los cuales reconozco la presencia de los primeros
En un ángulo de la espesa pared rechinaba una puerta aún
ambiguos avisos del destino que más tarde habría de envolverme en
más espesa. Estaba remachada y asegurada con pasadores de
sus sombras. Dejadme, entonces, recordar.
hierro, y coronada de picas de hierro. ¡Qué sensaciones de profundo
Como he dicho, la casa era antigua y de trazado irregular.
temor inspiraba! Jamás se abría, salvo para las tres salidas y
Alzábase en un vasto terreno, y un elevado y sólido muro de
retornos mencionados; por eso, en cada crujido de sus fortísimos
ladrillos, coronado por una capa de mortero y vidrios rotos,
goznes, encontrábamos la plenitud del misterio... un mundo de
circundaba la propiedad. Esta muralla, semejante a la de una
cosas para hacer solemnes observaciones, o para meditar
prisión, constituía el límite de nuestro dominio; más allá de él
profundamente.
nuestras miradas sólo pasaban tres veces por semana: la primera,
El dilatado muro tenía una forma irregular, con muchos
los sábados por la tarde, cuando se nos permitía realizar breves
espaciosos recesos. Tres o cuatro de los más grandes constituían el
paseos en grupo, acompañados por dos preceptores, a través de los
campo de juegos. Su piso estaba nivelado y cubierto de fina grava.
campos vecinos; y las otras dos los domingos, cuando concurríamos
Me acuerdo de que no tenía árboles, ni bancos, ni nada parecido.
en la misma forma a los oficios matinales y vespertinos de la única
Quedaba, claro está, en la parte posterior de la casa. En el frente
iglesia del pueblo. El director de la escuela era también el pastor.
había un pequeño cantero, donde crecían el boj y otros arbustos;
¡Con qué asombro y perplejidad lo contemplaba yo desde nuestros
pero a través de esta sagrada división sólo pasábamos en raras
alejados bancos, cuando ascendía al pulpito con lento y solemne
ocasiones, tales como el día del ingreso a la escuela o el de la
paso! Este hombre reverente, de rostro sereno y benigno, de
partida, o quizá cuando nuestros padres o un amigo venían a
vestiduras satinadas que ondulaban clericalmente, de peluca
buscarnos y partíamos alegremente a casa para pasar las vacaciones
cuidadosamente empolvada, tan rígida y enorme... ¿podía ser el
de Navidad o de verano.
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¡Aquella casa! ¡Qué extraño era aquel viejo edificio! ¡Y para
que no dejaban de inspirarnos temor. Uno de ellos contenía la
mí, qué palacio de encantamiento! Sus vueltas y revueltas no tenían
cátedra del preceptor «clásico», y el otro la correspondiente a
fin, ni tampoco sus incomprensibles subdivisiones. En un momento
«inglés y matemáticas». Dispersos en el salón, cruzándose y
dado era difícil saber con certeza en cuál de los dos pisos se estaba.
recruzándose en interminable irregularidad, veíanse innumerables
Entre un cuarto y otro había siempre tres o cuatro escalones que
bancos y pupitres, negros y viejos, carcomidos por el tiempo,
subían o bajaban. Las alas laterales, además, eran innumerables —
cubiertos de libros harto hojeados, y tan llenos de cicatrices de
inconcebibles—, y volvían sobre sí mismas de tal manera que
iniciales, nombres completos, figuras grotescas y otros múltiples
nuestras ideas más precisas con respecto a aquella casa no diferían
esfuerzos del cortaplumas, que habían llegado a perder lo poco que
mucho de las que abrigábamos sobre el infinito. Durante mis cinco
podía quedarles de su forma original en lejanos días. Un gran balde
años de residencia jamás pude establecer con precisión en qué
de agua aparecía en un extremo del salón, y en el otro había un reloj
remoto lugar hallábanse situados los pequeños dormitorios que
de formidables dimensiones.
correspondían a los dieciocho o veinte colegiales que seguíamos los
cursos.
Encerrado por las macizas paredes de tan venerable
academia, pasé sin tedio ni disgusto los años del tercer lustro de mi
El aula era la habitación más grande de la casa y —no puedo
vida. El fecundo cerebro de un niño no necesita de los sucesos del
dejar de pensarlo— del mundo entero. Era muy larga, angosta y
mundo exterior para ocuparlo o divertirlo; y la monotonía
lúgubremente baja, con ventanas de arco gótico y techo de roble.
aparentemente lúgubre de la escuela estaba llena de excitaciones
En un ángulo remoto, que nos inspiraba espanto, había una división
más intensas que las que mi juventud extrajo de la lujuria, o mi
cuadrada de unos ocho o diez pies, donde se hallaba el sanctum
virilidad del crimen. Sin embargo debo creer que el comienzo de mi
destinado a las oraciones de nuestro director, el reverendo doctor
desarrollo mental salió ya de lo común y tuvo incluso mucho de
Bransby. Era una sólida estructura, de maciza puerta; antes de
exagerado. En general, los hombres de edad madura no guardan un
abrirla en ausencia del «dómine» hubiéramos preferido perecer
recuerdo definido de los acontecimientos de la infancia. Todo es
voluntariamente por la peine forte et dure. En otros ángulos había
como una sombra gris, una remembranza débil e irregular, una
dos recintos similares mucho menos reverenciados por cierto, pero
evocación indistinta de pequeños placeres y fantasmagóricos
90
dolores. Pero en mi caso no ocurre así. En la infancia debo de haber
Sólo mi tocayo, entre los que formaban, según la fraseología
sentido con todas las energías de un hombre lo que ahora hallo
escolar, «nuestro grupo», osaba competir conmigo en los estudios,
estampado en mi memoria con imágenes tan vívidas, tan profundas
en los deportes y querellas del recreo, rehusando creer ciegamente
y tan duraderas como los exergos de las medallas cartaginesas.
mis afirmaciones y someterse a mi voluntad; en una palabra,
Y sin embargo, desde un punto de vista mundano, ¡qué
pretendía oponerse a mi arbitrario dominio en todos los sentidos. Y
poco había allí para recordar! Despertarse por la mañana, volver a la
si existe en la tierra un supremo e ilimitado despotismo, ése es el
cama por la noche; los estudios, las recitaciones, las vacaciones
que ejerce un muchacho extraordinario sobre los espíritus de sus
periódicas, los paseos; el campo de juegos, con sus querellas, sus
compañeros menos dotados.
pasatiempos, sus intrigas... Todo eso, por obra de un hechizo mental
La rebelión de Wilson constituía para mí una fuente de
totalmente olvidado más tarde, llegaba a contener un mundo de
continuo embarazo; máxime cuando, a pesar de las bravatas que
sensaciones, de apasionantes incidentes, un universo de variada
lanzaba en público acerca de él y de sus pretensiones, sentía que en
emoción, lleno de las más apasionadas e incitantes excitaciones. Oh,
el fondo le tenía miedo, y no podía dejar de pensar en la igualdad
le bon temps, que ce siècle defer!
que tan fácilmente mantenía con respecto a mí, y que era prueba de
El ardor, el entusiasmo y lo imperioso de mi naturaleza no
su verdadera superioridad, ya que no ser superado me costaba una
tardaron en destacarme entre mis condiscípulos, y por una suave
lucha perpetua. Empero, esta superioridad —incluso esta
pero natural gradación fui ganando ascendencia sobre todos los que
igualdad— sólo yo la reconocía; nuestros camaradas, por una
no me superaban demasiado en edad; sobre todos..., con una sola
inexplicable ceguera, no parecían sospecharla siquiera. La verdad es
excepción. Se trataba de un alumno que, sin ser pariente mío, tenía
que su competencia, su oposición y, sobre todo, su impertinente y
mi mismo nombre y apellido; circunstancia poco notable, ya que, a
obstinada interferencia en mis propósitos eran tan hirientes como
pesar de mi ascendencia noble, mi apellido era uno de esos que,
poco visibles. Wilson parecía tan exento de la ambición que espolea
desde tiempos inmemoriales, parecen ser propiedad común de la
como de la apasionada energía que me permitía brillar. Se hubiera
multitud. En este relato me he designado a mí mismo como William
dicho que en su rivalidad había sólo el caprichoso deseo de
Wilson —nombre ficticio, pero no muy distinto del verdadero—.
contradecirme, asombrarme y mortificarme; aunque a veces yo no
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dejaba de observar —con una mezcla de asombro, humillación y
cedía públicamente la palma de la victoria, Wilson se las arreglaba
resentimiento— que mi rival mezclaba en sus ofensas, sus insultos o
de alguna manera para darme a entender que era él quien la había
sus oposiciones cierta inapropiada e intempestiva afectuosidad.
merecido; pero, no obstante eso, mi orgullo y una gran dignidad de
Sólo alcanzaba a explicarme semejante conducta como el producto
su parte nos mantenía en lo que se da en llamar «buenas
de una consumada suficiencia, que adoptaba el tono vulgar del
relaciones», a la vez que diversas coincidencias en nuestros
patronazgo y la protección.
caracteres actuaban para despertar en mí un sentimiento que quizá
Quizá fuera este último rasgo en la conducta de Wilson,
sólo nuestra posición impedía convertir en amistad. Me es muy
conjuntamente con la identidad de nuestros nombres y la mera
difícil definir, e incluso describir, mis verdaderos sentimientos hacia
coincidencia de haber ingresado en la escuela el mismo día, lo que
Wilson. Constituían una mezcla heterogénea y abigarrada: algo de
dio origen a la convicción de que éramos hermanos, cosa que creían
petulante animosidad que no llegaba al odio, algo de estima, aún
todos los alumnos de las clases superiores. Estos últimos no suelen
más de respeto, mucho miedo y un mundo de inquieta curiosidad.
informarse en detalle de las cuestiones concernientes a los alumnos
Casi resulta superfluo agregar, para el moralista, que Wilson y yo
menores. Ya he dicho, o debí decir, que Wilson no estaba
éramos compañeros inseparables.
emparentado ni en el grado más remoto con mi familia. Pero la
No hay duda que lo anómalo de esta relación encaminaba
verdad es que, de haber sido hermanos, hubiésemos sido gemelos,
todos mis ataques (que eran muchos, francos o encubiertos) por las
ya que después de salir de la academia del doctor Bransby supe por
vías de la burla o de la broma pesada —que lastiman bajo la
casualidad que mi tocayo había nacido el 19 de enero de 1813, y la
apariencia de una diversión— en vez de convertirlos en franca y
coincidencia es bien notable, pues se trata precisamente del día de
abierta hostilidad. Pero mis esfuerzos en ese sentido no siempre
mi nacimiento.
resultaban fructuosos, por más hábilmente que maquinara mis
Podrá parecer extraño que, a pesar de la continua inquietud
planes, ya que mi tocayo tenía en su carácter mucho de esa
que me ocasionaba la rivalidad de Wilson, y su intolerable espíritu
modesta y tranquila austeridad que, mientras goza de lo afilado de
de contradicción, me resultara imposible odiarlo. Es cierto que casi
sus propias bromas, no ofrece ningún talón de Aquiles y rechaza
diariamente teníamos una querella, al fin de la cual, mientras me
toda tentativa de que alguien ría a costa suya. Sólo pude
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encontrarle un punto vulnerable que, proveniente de una
moral o física, entre mi rival y yo. En aquel tiempo no había
peculiaridad de su persona y originado acaso en una enfermedad
descubierto el curioso hecho de que éramos de la misma edad, pero
constitucional, hubiera sido relegado por cualquier otro antagonista
comprobé que teníamos la misma estatura, y que incluso nos
menos exasperado que yo. Mi rival tenía un defecto en los órganos
parecíamos mucho en las facciones y el aspecto físico. También me
vocales que le impedía alzar la voz más allá de un susurro apenas
amargaba que los alumnos de los cursos superiores estuvieran
perceptible. Y yo no dejaba de aprovechar las míseras ventajas que
convencidos de que existía un parentesco entre ambos. En una
aquel defecto me acordaba.
palabra, nada podía perturbarme más (aunque lo disimulaba
Las represalias de Wilson eran muy variadas, pero una de
cuidadosamente) que cualquier alusión a una semejanza intelectual,
las formas de su malicia me perturbaba más allá de lo natural.
personal o familiar entre Wilson y yo. Por cierto, nada me permitía
Jamás podré saber cómo su sagacidad llegó a descubrir que una
suponer (salvo en lo referente a un parentesco) que estas
cosa tan insignificante me ofendía; el hecho es que, una vez
similaridades fueran comentadas o tan sólo observadas por
descubierta, no dejo de insistir en ella. Siempre había yo
nuestros condiscípulos. Que él las observaba en todos sus aspectos,
experimentado aversión hacia mi poco elegante apellido y mi
y con tanta claridad como yo, me resultaba evidente; pero sólo a su
nombre tan común, que era casi plebeyo. Aquellos nombres eran
extraordinaria penetración cabía atribuir el descubrimiento de que
veneno en mi oído, y cuando, el día de mi llegada, un segundo
esas circunstancias le brindaran un campo tan vasto de ataque.
William Wilson ingresó en la academia, lo detesté por llevar ese
Su réplica, que consistía en perfeccionar una imitación de
nombre, y me sentí doblemente disgustado por el hecho de
mi persona, se cumplía tanto en palabras como en acciones, y
ostentarlo un desconocido que sería causa de una constante
Wilson desempeñaba admirablemente su papel. Copiar mi modo de
repetición, que estaría todo el tiempo en mi presencia y cuyas
vestir no le era difícil; mis actitudes y mi modo de moverme pasaron
actividades en la vida ordinaria de la escuela serían con frecuencia
a ser suyos sin esfuerzo, y a pesar de su defecto constitucional, ni
confundidas con las mías, por culpa de aquella odiosa coincidencia.
siquiera mi voz escapó a su imitación. Nunca trataba, claro está, de
Este sentimiento de ultraje así engendrado se fue
imitar mis acentos más fuertes, pero la tonalidad general de mi voz
acentuando con cada circunstancia que revelaba una semejanza,
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se repetía exactamente en la suya, y su extraño susurro llegó a
fueron acentuando. Y, sin embargo, en este día ya tan lejano de
convertirse en el eco mismo de la mía.
aquéllos, séame dado declarar con toda justicia que no recuerdo
No me aventuraré a describir hasta qué punto este
ocasión alguna en que las sugestiones de mi rival me incitaran a los
minucioso retrato (pues no cabía considerarlo una caricatura) llegó
errores tan frecuentes en esa edad inexperta e inmadura; por lo
a exasperarme. Me quedaba el consuelo de ser el único que
menos su sentido moral, si no su talento y su sensatez, era mucho
reparaba en esa imitación y no tener que soportar más que las
más agudo que el mío; y yo habría llegado a ser un hombre mejor y
sonrisas de complicidad y de misterioso sarcasmo de mi tocayo.
más feliz si hubiera rechazado con menos frecuencia aquellos
Satisfecho de haber provocado en mí el penoso efecto que buscaba,
consejos encerrados en susurros, y que en aquel entonces odiaba y
parecía divertirse en secreto del aguijón que me había clavado,
despreciaba amargamente.
desdeñando sistemáticamente el aplauso general que sus astutas
Así las cosas, acabé por impacientarme al máximo frente a
maniobras hubieran obtenido fácilmente. Durante muchos meses
esa desagradable vigilancia, y lo que consideraba intolerable
constituyó un enigma indescifrable para mí el que mis compañeros
arrogancia de su parte me fue ofendiendo más y más. He dicho ya
no advirtieran sus intenciones, comprobaran su cumplimiento y
que en los primeros años de nuestra vinculación de condiscípulos
participaran de su mofa. Quizá la gradación de su copia no la hizo
mis sentimientos hacia Wilson podrían haber derivado fácilmente a
tan perceptible; o quizá debía mi seguridad a la maestría de aquel
la amistad; pero en los últimos meses de mi residencia en la
copista que, desdeñando lo literal (que es todo lo que los pobres de
academia, si bien la impertinencia de su comportamiento había
entendimiento ven en una pintura) sólo ofrecía el espíritu del
disminuido mucho, mis sentimientos se inclinaron, en proporción
original para que yo pudiera contemplarlo y atormentarme.
análoga, al más profundo odio. En cierta ocasión creo que Wilson lo
He aludido más de una vez al desagradable aire protector
advirtió, y desde entonces me evitó o fingió evitarme.
que asumía Wilson conmigo, y de sus frecuentes interferencias en
En esa misma época, si recuerdo bien, tuvimos un violento
los caminos de mi voluntad. Esta interferencia solía adoptar la
altercado, durante el cual Wilson perdió la calma en mayor medida
desagradable forma de un consejo, antes insinuado que ofrecido
que otras veces, actuando y hablando con una franqueza bastante
abiertamente. Yo lo recibía con una repugnancia que los años
insólita en su carácter. Descubrí en ese momento (o me pareció
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descubrir) en su acento, en su aire y en su apariencia general algo
lámpara, me aventuré por infinitos pasadizos angostos en dirección
que empezó por sorprenderme, para llegar a interesarme luego
al dormitorio de mi rival. Durante largo tiempo había estado
profundamente, ya que traía a mi recuerdo borrosas visiones de la
planeando una de esas perversas bromas pesadas con las cuales
primera infancia; vehementes, confusos y tumultuosos recuerdos de
fracasara hasta entonces. Me sentía dispuesto a llevarla de
un tiempo en el que la memoria aún no había nacido. Sólo puedo
inmediato a la práctica, para que mi rival pudiera darse buena
describir la sensación que me oprimía diciendo que me costó
cuenta de toda mi malicia. Cuando llegué ante su dormitorio, dejé la
rechazar la certidumbre de que había estado vinculado con aquel
lámpara en el suelo, cubriéndola con una pantalla, y entré
ser en una época muy lejana, en un momento de un pasado
silenciosamente. Luego de avanzar unos pasos, oí su sereno
infinitamente remoto. La ilusión, sin embargo, desvanecióse con la
respirar. Seguro de que estaba durmiendo, volví a tomar la lámpara
misma rapidez con que había surgido, y si la menciono es para
y me aproximé al lecho. Estaba éste rodeado de espesas cortinas,
precisar el día en que hablé por última vez en el colegio con mi
que en cumplimiento de mi plan aparté lenta y silenciosamente,
extraño tocayo.
hasta que los brillantes rayos cayeron sobre el durmiente, mientras
La enorme y vieja casa, con sus incontables subdivisiones,
mis ojos se fijaban en el mismo instante en su rostro. Lo miré, y
tenía varias grandes habitaciones contiguas, donde dormía la mayor
sentí que mi cuerpo se helaba, que un embotamiento me envolvía.
parte de los estudiantes. Como era natural en un edificio tan
Palpitaba mi corazón, temblábanme las rodillas, mientras mi espíritu
torpemente concebido, había además cantidad de recintos menores
se sentía presa de un horror sin sentido pero intolerable. Jadeando,
que constituían las sobras de la estructura y que el ingenio
bajé la lámpara hasta aproximarla aún más a aquella cara. ¿Eran
económico del doctor Bransby había habilitado como dormitorios,
ésos... ésos, los rasgos de William Wilson? Bien veía que eran los
aunque dado su tamaño sólo podían contener a un ocupante.
suyos, pero me estremecía como víctima de la calentura al imaginar
Wilson poseía uno de esos pequeños cuartos.
que no lo eran. Pero, entonces, ¿qué había en ellos para
Una noche, hacia el final de mi quinto año de estudios en la
confundirme de esa manera? Lo miré, mientras mi cerebro giraba
escuela, e inmediatamente después del altercado a que he aludido,
en multitud de incoherentes pensamientos. No era ése su aspecto...
me levanté cuando todos se hubieron dormido y, tomando una
no, así no era él en las activas horas de vigilia. ¡El mismo nombre!
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¡La misma figura! ¡El mismo día de ingreso a la academia! ¡Y su
impresiones sólidas o serias y dejando en el recuerdo tan sólo las
obstinada e incomprensible imitación de mi actitud, de mi voz, de
trivialidades de mi existencia anterior.
mis costumbres, de mi aspecto! ¿Entraba verdaderamente dentro
No quiero, sin embargo, trazar aquí el derrotero de mi
de los límites de la posibilidad humana que esto que ahora veía
miserable libertinaje, que desafiaba las leyes y eludía la vigilancia
fuese meramente el resultado de su continua imitación sarcástica?
del colegio. Tres años de locura se sucedieron sin ningún beneficio,
Espantado y temblando cada vez más, apagué la lámpara, salí en
arraigando en mí los vicios y aumentando, de un modo insólito, mi
silencio del dormitorio y escapé sin perder un momento de la vieja
desarrollo corporal. Un día, después de una semana de estúpida
academia, a la que no habría de volver jamás.
disipación, invité a algunos de los estudiantes más disolutos a una
Luego de un lapso de algunos meses que pasé en casa
orgía secreta en mis habitaciones. Nos reunimos estando ya la
sumido en una total holgazanería, entré en el colegio de Eton. El
noche avanzada, pues nuestro libertinaje habría de prolongarse
breve intervalo había bastado para apagar mi recuerdo de los
hasta la mañana. Corría libremente el vino y no faltaban otras
acontecimientos en la escuela del doctor Bransby, o por lo menos
seducciones todavía más peligrosas, al punto que la gris alborada
para cambiar la naturaleza de los sentimientos que aquellos sucesos
apuntaba ya en el oriente cuando nuestras deliberantes
me inspiraban. La verdad y la tragedia de aquel drama no existían
extravagancias llegaban a su ápice. Excitado hasta la locura por las
ya. Ahora me era posible dudar del testimonio de mis sentidos; cada
cartas y la embriaguez me disponía a proponer un brindis
vez que recordaba el episodio me asombraba de los extremos a que
especialmente blasfematorio, cuando la puerta de mi aposento se
puede llegar la credulidad humana, y sonreía al pensar en la
entreabrió con violencia, a tiempo que resonaba ansiosamente la
extraordinaria imaginación que hereditariamente poseía. Este
voz de uno de los criados. Insistía en que una persona me reclamaba
escepticismo estaba lejos de disminuir con el género de vida que
con toda urgencia en el vestíbulo.
empecé a llevar en Eton. El vórtice de irreflexiva locura en que
Profundamente excitado por el vino, la inesperada
inmediata y temerariamente me sumergí barrió con todo y no dejó
interrupción
me
alegró
en
vez
de
sorprenderme.
Salí
más que la espuma de mis pasadas horas, devorando las
tambaleándome y en pocos pasos llegué al vestíbulo. No había luz
en aquel estrecho lugar, y sólo la pálida claridad del alba alcanzaba a
96
abrirse paso por la ventana semicircular. Al poner el pie en el
me envolví en una nube de morbosas conjeturas. No intenté
umbral distinguí la figura de un joven de mi edad, vestido con una
negarme a mí mismo la identidad del singular personaje que se
bata de casimir blanco, cortada conforme a la nueva moda e igual a
inmiscuía de tal manera en mis asuntos o me exacerbaba con sus
la que llevaba yo puesta. La débil luz me permitió distinguir todo
insinuados consejos. ¿Quién era, qué era ese Wilson? ¿De dónde
eso, pero no las facciones del visitante. Al verme, vino
venía? ¿Qué propósitos abrigaba? Me fue imposible hallar
precipitadamente a mi encuentro y, tomándome del brazo con un
respuesta a estas preguntas; sólo alcancé a averiguar que un súbito
gesto de petulante impaciencia, murmuró en mi oído estas
accidente acontecido en su familia lo había llevado a marcharse de
palabras:
la academia del doctor Bransby la misma tarde del día en que
—¡William Wilson!
emprendí la fuga. Pero bastó poco tiempo para que dejara de
Mi embriaguez se disipó instantáneamente.
pensar en todo esto, ya que mi atención estaba completamente
Había algo en los modales del desconocido y en el temblor
absorbida por los proyectos de mi ingreso en Oxford. No tardé en
nervioso de su dedo levantado, suspenso entre la luz y mis ojos, que
trasladarme allá, y la irreflexiva vanidad de mis padres me
me colmó de indescriptible asombro; pero no fue esto lo que me
proporcionó una pensión anual que me permitiría abandonarme al
conmovió con más violencia, sino la solemne admonición que
lujo que tanto ansiaba mi corazón y rivalizar en despilfarro con los
contenían aquellas sibilantes palabras dichas en voz baja, y, por
más altivos herederos de los más ricos condados de Gran Bretaña.
sobre todo, el carácter, el sonido, el tono de esas pocas, sencillas y
Estimulado por estas posibilidades de fomentar mis vicios,
familiares sílabas que había susurrado, y que me llegaban con mil
mi temperamento se manifestó con redoblado ardor, y mancillé las
turbulentos recuerdos de días pasados, golpeando mi alma con el
más elementales reglas de decencia con la loca embriaguez de mis
choque de una batería galvánica. Antes de que pudiera recobrar el
licencias. Sería absurdo detenerme en el detalle de mis
uso de mis sentidos, el visitante había desaparecido.
extravagancias. Baste decir que excedí todos los límites y que,
Aunque este episodio no dejó de afectar vivamente mi
dando nombre a multitud de nuevas locuras, agregué un copioso
desordenada imaginación, bien pronto se disipó su efecto. Durante
apéndice al largo catálogo de vicios usuales en aquella Universidad,
algunas semanas me ocupé en hacer toda clase de averiguaciones, o
la más disoluta de Europa.
97
Apenas podrá creerse, sin embargo, que por más que
procediendo como todos los tahúres, le permití ganar considerables
hubiera mancillado mi condición de gentilhombre, habría de llegar a
sumas a fin de envolverlo más efectivamente en mis redes. Por fin,
familiarizarme con las innobles artes del jugador profesional, y que,
maduros mis planes, me encontré con él (decidido a que esta
convertido en adepto de tan despreciable ciencia, la practicaría
partida fuera decisiva) en las habitaciones de un camarada llamado
como un medio para aumentar todavía más mis enormes rentas a
Preston, que nos conocía íntimamente a ambos, aunque no
expensas de mis camaradas de carácter más débil. No obstante, ésa
abrigaba la más remota sospecha de mis intenciones. Para dar a
es la verdad. Lo monstruoso de esta transgresión de todos los
todo esto un mejor color, me había arreglado para que fuéramos
sentimientos caballerescos y honorables resultaba la principal, ya
ocho o diez invitados, y me ingenié cuidadosamente a fin de que la
que no la única razón de la impunidad con que podía practicarla.
invitación a jugar surgiera como por casualidad y que la misma
¿Quién, entre mis más depravados camaradas, no hubiera dudado
víctima la propusiera. Para abreviar tema tan vil, no omití ninguna
del testimonio de sus sentidos antes de sospechar culpable de
de las bajas finezas propias de estos lances, que se repiten de tal
semejantes actos al alegre, al franco, al generoso William Wilson, el
manera en todas las ocasiones similares que cabe maravillarse de
más noble y liberal compañero de Oxford, cuyas locuras, al decir de
que todavía existan personas tan tontas como para caer en la
sus parásitos, no eran más que locuras de la juventud y la fantasía,
trampa.
cuyos errores sólo eran caprichos inimitables, cuyos vicios más
negros no pasaban de ligeras y atrevidas extravagancias?
Era ya muy entrada la noche cuando efectué por fin la
maniobra que me dejó frente a Glendinning como único
Llevaba ya dos años entregado con todo éxito a estas
antagonista. El juego era mi favorito, el écarté. Interesados por el
actividades cuando llegó a la Universidad un joven noble, un
desarrollo de la partida, los invitados habían abandonado las cartas
parvenu llamado Glendinning, a quien los rumores daban por más
y se congregaban a nuestro alrededor. El parvenu, a quien había
rico que Herodes Ático, sin que sus riquezas le hubieran costado
inducido con anterioridad a beber abundantemente, cortaba las
más que a éste. Pronto me di cuenta de que era un simple, y,
cartas, barajaba o jugaba con una nerviosidad que su embriaguez
naturalmente, lo consideré sujeto adecuado para ejercer sobre él
sólo podía explicar en parte. Muy pronto se convirtió en deudor de
mis habilidades. Logré hacerlo jugar conmigo varias veces y,
una importante suma, y entonces, luego de beber un gran trago de
98
oporto, hizo lo que yo esperaba fríamente: me propuso doblar las
Difícil es decir ahora cuál hubiera sido mi conducta en ese
apuestas, que eran ya extravagantemente elevadas. Fingí resistirme,
momento. La lamentable condición de mi adversario creaba una
y sólo después que mis reiteradas negativas hubieron provocado en
atmósfera de penoso embarazo. Hubo un profundo silencio,
él algunas réplicas coléricas, que dieron a mi aquiescencia un
durante el cual sentí que me ardían las mejillas bajo las miradas de
carácter destemplado, acepté la propuesta. Como es natural, el
desprecio o de reproche que me lanzaban los menos pervertidos.
resultado demostró hasta qué punto la presa había caído en mis
Confieso incluso que, al producirse una súbita y extraordinaria
redes; en menos de una hora su deuda se había cuadruplicado.
interrupción, mi pecho se alivió por un breve instante de la
Desde hacía un momento, el rostro de Glendinning perdía la
intolerable ansiedad que lo oprimía. Las grandes y pesadas puertas
rubicundez que el vino le había prestado y me asombró advertir que
de la estancia se abrieron de golpe y de par en par, con un ímpetu
se cubría de una palidez casi mortal. Si digo que me asombró se
tan vigoroso y arrollador que bastó para apagar todas las bujías. La
debe a que mis averiguaciones anteriores presentaban a mi
muriente luz nos permitió, sin embargo, ver entrar a un
adversario como inmensamente rico, y, aunque las sumas perdidas
desconocido, un hombre de mi talla, completamente embozado en
eran muy grandes, no podían preocuparlo seriamente y mucho
una capa. La oscuridad era ahora total, y solamente podíamos sentir
menos perturbarlo en la forma en que lo estaba viendo. La primera
que aquel hombre estaba entre nosotros. Antes de que nadie
idea que se me ocurrió fue que se trataba de los efectos de la
pudiera recobrarse del profundo asombro que semejante conducta
bebida; buscando mantener mi reputación a ojos de los testigos
le había producido, oímos la voz del intruso.
presentes —y no por razones altruistas— me disponía a exigir
—Señores —dijo, con una voz tan baja como clara, con un
perentoriamente la suspensión de la partida, cuando algunas frases
inolvidable susurro que me estremeció hasta la médula de los
que escuché a mi alrededor, así como una exclamación desesperada
huesos—. Señores, no me excusaré por mi conducta, ya que al obrar
que profirió Glendinning, me dieron a entender que acababa de
así no hago más que cumplir con un deber. Sin duda ignoran
arruinarlo por completo, en circunstancias que lo llevaban a
ustedes quién es la persona que acaba de ganar una gran suma de
merecer la piedad de todos, y que deberían haberlo protegido hasta
dinero a Lord Glendinning. He de proponerles, por tanto, una
de las tentativas de un demonio.
manera tan expeditiva como concluyente de cerciorarse al respecto:
99
bastará con que examinen el forro de su puño izquierdo y los
—Señor Wilson —dijo nuestro anfitrión, inclinándose para
pequeños paquetes que encontrarán en los bolsillos de su bata
levantar del suelo una lujosa capa de preciosas pieles—, esto es de
bordada.
su pertenencia. (Hacía frío y, al salir de mis habitaciones, me había
Mientras hablaba, el silencio era tan profundo que se
echado la capa sobre mi bata, retirándola luego al llegar a la sala de
hubiera oído caer una aguja en el suelo. Dichas esas palabras, partió
juego.) Supongo que no vale la pena buscar aquí —agregó, mientras
tan bruscamente como había entrado. ¿Puedo describir... describiré
observaba los pliegues del abrigo con amarga sonrisa— otras
mis sensaciones? ¿Debo decir que sentí todos los horrores del
pruebas de su habilidad. Ya hemos tenido bastantes. Descuento que
condenado? Poco tiempo me quedó para reflexionar. Varias manos
reconocerá la necesidad de abandonar Oxford, y, de todas maneras,
me sujetaron rudamente, mientras se traían nuevas luces.
de salir inmediatamente de mi habitación.
Inmediatamente me registraron. En el forro de mi manga
Humillado, envilecido hasta el máximo como lo estaba en
encontraron todas las figuras esenciales en el écarté y, en los
ese momento, es probable que hubiera respondido a tan amargo
bolsillos de mi bata, varios mazos de barajas idénticos a los que
lenguaje con un arrebato de violencia, de no hallarse mi atención
empleábamos en nuestras partidas, salvo que las mías eran lo que
completamente
técnicamente se denomina arrondées; vale decir que las cartas
extraordinario. La capa que me había puesto para acudir a la
ganadoras tienen las extremidades ligeramente convexas, mientras
reunión era de pieles sumamente raras, a un punto tal que no
las cartas de menor valor son levemente convexas a los lados. En
hablaré de su precio. Su corte, además, nacía de mi invención
esa forma, el incauto que corta, como es normal, a lo largo del
personal, pues en cuestiones tan frívolas era de un refinamiento
mazo, proporcionará invariablemente una carta ganadora a su
absurdo. Por eso, cuando Preston me alcanzó la que acababa de
antagonista, mientras el tahúr, que cortará también tomando el
levantar del suelo cerca de la puerta del aposento, vi con asombro
mazo por sus lados mayores, descubrirá una carta inferior.
lindante en el terror que yo tenía mi propia capa colgada del brazo
Todo
estallido
de
indignación
ante
concentrada
en
un
hecho
por
completo
semejante
—donde la había dejado inconscientemente—, y que la que me
descubrimiento me hubiera afectado menos que el silencioso
ofrecía era absolutamente igual en todos y cada uno de sus detalles.
desprecio y la sarcástica compostura con que fue recibido.
El extraño personaje que me había desenmascarado estaba
100
envuelto en una capa al entrar, y aparte de mí ningún otro invitado
fundar una conjetura cualquiera. Cabía advertir, sin embargo, que
llevaba capa esa noche. Con lo que me quedaba de presencia de
en las múltiples instancias en que se había cruzado en mi camino en
ánimo, tomé la que me ofrecía Preston y la puse sobre la mía sin
los últimos tiempos, sólo lo había hecho para frustrar planes o
que nadie se diera cuenta. Salí así de las habitaciones, desafiante el
malograr actos que, de cumplirse, hubieran culminado en una gran
rostro, y a la mañana siguiente, antes del alba, empecé un
maldad. ¡Pobre justificación, sin embargo, para una autoridad
presuroso viaje al continente, perdido en un abismo de espanto y de
asumida tan imperiosamente! ¡Pobre compensación para los
vergüenza.
derechos de un libre albedrío tan insultantemente estorbado!
Huía en vano. Mi aciago destino me persiguió, exultante,
Me había visto obligado a notar asimismo que, en ese largo
mostrándome que su misterioso dominio no había hecho más que
período (durante el cual continuó con su capricho de mostrarse
empezar. Apenas hube llegado a París, tuve nuevas pruebas del
vestido exactamente como yo, lográndolo con milagrosa habilidad),
odioso interés que Wilson mostraba en mis asuntos. Corrieron los
mi atormentador consiguió que no pudiera ver jamás su rostro las
años, sin que pudiera hallar alivio. ¡El miserable...! ¡Con qué
muchas veces que se interpuso en el camino de mi voluntad.
inoportuna, con qué espectral solicitud se interpuso en Roma entre
Cualquiera que fuese Wilson, esto, por lo menos, era el colmo de la
mí y mis ambiciones! También en Viena... en Berlín... en Moscú. A
afectación y la insensatez. ¿Cómo podía haber supuesto por un
decir verdad, ¿dónde no tenía yo amargas razones para maldecirlo
instante que en mi amonestador de Eton, en el desenmascarador de
de todo corazón? Huí, al fin, de aquella inescrutable tiranía,
Oxford, en aquel que malogró mi ambición en Roma, mi venganza
aterrado como si se tratara de la peste; huí hasta los confines
en París, mi apasionado amor en Nápoles, o lo que falsamente
mismos de la tierra. Y en vano.
llamaba mi avaricia en Egipto, que en él, mi archienemigo y genio
Una y otra vez, en la más secreta intimidad de mi espíritu,
maligno, dejaría yo de reconocer al William Wilson de mis días
me formulé las preguntas: «¿Quién es? ¿De dónde viene? ¿Qué
escolares, al tocayo, al compañero, al rival, al odiado y temido rival
quiere?» Pero las respuestas no llegaban. Minuciosamente estudié
de la escuela del doctor Bransby? ¡Imposible! Pero apresurémonos
las formas, los métodos, los rasgos dominantes de aquella
a llegar a la última escena del drama.
impertinente vigilancia, pero incluso ahí encontré muy poco para
101
Hasta aquel momento yo me había sometido por completo
encontrar (no diré por qué indigna razón) a la alegre y bellísima
a su imperiosa dominación. El sentimiento de reverencia con que
esposa del anciano y caduco Di Broglio. Con una confianza por
habitualmente contemplaba el elevado carácter, el majestuoso
completo desprovista de escrúpulos, me había hecho saber ella cuál
saber y la ubicuidad y omnipotencia aparentes de Wilson, sumado al
sería su disfraz de aquella noche y, al percibirla a la distancia, me
terror que ciertos rasgos de su naturaleza y su arrogancia me
esforzaba por llegar a su lado. Pero en ese momento sentí que una
inspiraban, habían llegado a convencerme de mi total debilidad y
mano se posaba ligeramente en mi hombro, y otra vez escuché al
desamparo, sugiriéndome una implícita, aunque amargamente
oído aquel profundo, inolvidable, maldito susurro.
resistida sumisión a su arbitraria voluntad. Pero en los últimos
Arrebatado por un incontenible frenesí de rabia, me volví
tiempos acabé entregándome por completo a la bebida, y su
violentamente hacia el que acababa de interrumpirme y lo aferré
terrible influencia sobre mi temperamento hereditario me hizo
por el cuello. Tal como lo había imaginado, su disfraz era
impacientarme más y más frente a aquella vigilancia. Empecé a
exactamente igual al mío: capa española de terciopelo azul y
murmurar, a vacilar, a resistir. ¿Y era sólo la imaginación la que me
cinturón rojo, del cual pendía una espada. Una máscara de seda
inducía a creer que a medida que mi firmeza aumentaba, la de mi
negra ocultaba por completo su rostro.
atormentador sufría una disminución proporcional? Sea como
—¡Miserable! —grité con voz enronquecida por la rabia,
fuere, una ardiente esperanza empezó a aguijonearme y fomentó
mientras cada sílaba que pronunciaba parecía atizar mi furia—.
en mis más secretos pensamientos la firme y desesperada
¡Miserable impostor! ¡Maldito villano! ¡No me perseguirás... no, no
resolución de no tolerar por más tiempo aquella esclavitud.
me perseguirás hasta la muerte! ¡Sígueme, o te atravieso de lado a
Era en Roma, durante el carnaval del 18..., en un baile de
máscaras que ofrecía en su palazzo el duque napolitano Di Broglio.
Me había dejado arrastrar más que de costumbre por los excesos de
lado aquí mismo!
Y me lancé fuera de la sala de baile, en dirección a una
pequeña antecámara contigua, arrastrándolo conmigo.
la bebida, y la sofocante atmósfera de los atestados salones me
Cuando estuvimos allí, lo rechacé con violencia. Trastrabilló,
irritaba sobremanera. Luchaba además por abrirme paso entre los
mientras yo cerraba la puerta con un juramento y le ordenaba
invitados, cada vez más malhumorado, pues deseaba ansiosamente
ponerse en guardia. Vaciló apenas un instante; luego, con un ligero
102
suspiro, desenvainó la espada sin decir palabra y se aprestó a
singulares facciones de su rostro, que no fueran las mías, que no
defenderse.
coincidieran en la más absoluta identidad.
El duelo fue breve. Yo me hallaba en un frenesí de
Era Wilson. Pero ya no hablaba con un susurro, y hubiera
excitación y sentía en mi brazo la energía y la fuerza de toda una
podido creer que era yo mismo el que hablaba cuando dijo:
multitud. En pocos segundos lo fui llevando arrolladoramente hasta
—Has vencido, y me entrego. Pero también tú estás muerto desde
acorralarlo contra una pared, y allí, teniéndolo a mi merced, le
ahora... muerto para el mundo, para el cielo y para la esperanza. ¡En
hundí varias veces la espada en el pecho con brutal ferocidad.
mí existías... y al matarme, ve en esta imagen, que es la tuya, cómo
En aquel momento alguien movió el pestillo de la puerta.
te has asesinado a ti mismo!
Me apresuré a evitar una intrusión, volviendo inmediatamente
hacia mi moribundo antagonista. ¿Pero qué lenguaje humano
puede pintar esa estupefacción, ese horror que se posesionaron de
mí frente al espectáculo que me esperaba? El breve instante en que
había apartado mis ojos parecía haber bastado para producir un
cambio material en la disposición de aquel ángulo del aposento.
Donde antes no había nada, alzábase ahora un gran espejo (o por lo
menos me pareció así en mi confusión). Y cuando avanzaba hacia él,
en el colmo del espanto, mi propia imagen, pero cubierta de sangre
y pálido el rostro, vino a mi encuentro tambaleándose.
Tal me había parecido, lo repito, pero me equivocaba. Era
mi antagonista, era Wilson, quien se erguía ante mí agonizante. Su
máscara y su capa yacían en el suelo, donde las había arrojado. No
había una sola hebra en sus ropas, ni una línea en las definidas y
103
TRUMAN CAPOTE (1924-1984)
Novelista norteamericano de gran profundidad psicológica, autor de
tres de las novelas más emblemáticas de la literatura
norteamericana del siglo XX: El arpa verde, Desayuno en Tiffany’s y
A sangre fría.
«Miriam» (1945), traducción de Juan Villoro. Extraído de
Truman Capote, Cuentos completos, Círculo de Lectores, Barcelona,
2007. Título de la obra original, The Complete Stories of Truman
Capote. Traducción, José Manuel Álvarez Flórez, Paula Brines,
Benito Gómez Ibáñez, Enrique Murillo, Ángela Pérez, Juan Villoro y
Jaime Zulaica, Edición cedida por Editorial Anagrama S.A., 2004, pp.
47-61.
MIRIAM
Desde hacía varios años Mrs. H. T. Miller vivía sola en un agradable
apartamento (dos habitaciones y una cocina pequeña) de un viejo
edificio de piedra recién rehabilitado, cerca del río Este. Era viuda: el
seguro de Mr. H.T. Miller le garantizaba una cantidad razonable. Le
interesaban pocas cosas, no tenía amigos dignos de mención y rara
vez se aventuraba más allá del colmado de la esquina. Los otros
habitantes del edificio parecían no repararen ella: sus ropas eran
anodinas; sus facciones, simples, discretas; no usaba maquillaje;
llevaba el pelo gris acerado corto y ondulado sin mayor esmero, y
en su último cumpleaños había cumplido sesenta y uno. Sus
actividades rara vez eran espontáneas: mantenía inmaculados los
dos cuartos, fumaba algún cigarrillo de vez en cuando, cocinaba ella
misma y cuidaba del canario.
Entonces conoció a Miriam. Nevaba aquella noche. Después
de secar los platos de la cena, hojeó un periódico vespertino y dio
con el anuncio de una película en un cine de barrio. El título sonaba
bien. Le costó trabajo ponerse su abrigo de castor, se anudó las
botas impermeables y salió del apartamento. Dejó una luz
encendida en el vestíbulo: nada le molestaba tanto como la
sensación de oscuridad.
La nieve era fina, caía con suavidad, se disolvía en el
pavimento. El viento del río sólo dejaba sentir su filo en las
esquinas. Mrs. Miller se apresuró, abstraída, la cabeza inclinada,
como un topo que cavara un camino ciego. Se detuvo en una
farmacia y compró una caja de pastillas de menta.
Había bastante cola frente a la taquilla; se puso al final.
Tendrían que esperar un poco (gruñó una voz cansada). Mrs. Miller
hurgó en su bolso de cuero hasta que reunió el importe exacto de la
104
entrada. La cola parecía que iba para largo; miró a su alrededor,
buscando algo que la distrajera; de repente descubrió a una niña
bajo el borde de la marquesina.
Su pelo era el más largo y extraño que había visto jamás: de
un blanco plateado, como el de un albino; le caía hasta la cintura en
franjas sueltas y uniformes. Era delgada, frágil. Su postura —los
pulgares en los bolsillos de un abrigo de terciopelo ciruela hecho a
medida— tenía una elegancia natural, peculiar.
Sintió una curiosa emoción, y cuando sus miradas se
cruzaron, sonrió afectuosamente.
La niña se le acercó:
—¿Podría hacerme un favor?
—Con mucho gusto, si está en mi mano —dijo Mrs. Miller.
—Oh, es bastante sencillo. Sólo quiero que me compre una
entrada; si no, no me dejarán entrar. Tome. Tengo el dinero.
Y le tendió graciosamente dos monedas de diez centavos y
una de cinco.
Entraron juntas en el cine. Una acomodadora las llevó al
vestíbulo; faltaban veinte minutos para que terminara la película.
—Me siento como una auténtica delincuente —dijo Mrs.
Miller en tono alegre; se sentó—. Quiero decir que esto es ilegal,
¿no? Espero no haber hecho nada malo. ¿Tu madre sabe que estás
aquí, amor? Lo sabe, ¿no?
La niña guardó silencio. Se desabrochó el abrigo y lo dobló
sobre su regazo. Llevaba un cursi vestidito azul oscuro; una cadena
de oro prendía de su cuello; sus dedos, sensibles, como los de un
músico, jugaban con ella. Al examinarla con mayor atención, Mrs.
Miller decidió que su verdadero rasgo distintivo no era el pelo, sino
los ojos: color avellana, firmes, nada infantiles, tan grandes que
parecían consumirle el rostro.
Mrs. Miller le ofreció una pastilla de menta:
—¿Cómo te llamas?
—Miriam —dijo, como si, de un modo extraño, repitiera una
información conocida.
—¡Vaya, qué curioso!, yo también me llamo Miriam. Y no es
precisamente un nombre común. ¡No me digas que tu apellido es
Miller!
—Sólo Miriam.
—¿No te parece curioso?
—Medianamente.
Miriam presionó la pastilla con su lengua. Mrs. Miller se
ruborizó. Se sentía incómoda; cambió de conversación.
—Tienes un vocabulario extenso para ser tan pequeña.
—¿Sí?
—Pues sí. —Cambió de tema precipitadamente—. ¿Te
gustan las películas?
—No sé —dijo Miriam—, no había venido nunca. El
vestíbulo se empezó a llenar de mujeres. Las bombas del noticiario
explotaron a lo lejos. Mrs. Miller se levantó, presionando el bolso
bajo su brazo.
—Más vale que me apresure a encontrar asiento —dijo—.
Encantada de haberte conocido. Miriam asintió apenas.
Nevó toda la semana. Las ruedas y los pies pasaban
silenciosos sobre la calle; la vida era como un negocio secreto que
perduraba bajo un velo tenue pero impenetrable. En aquella caída
sosegada no había cielo ni tierra, sólo nieve que giraba al viento,
congelando los cristales de las ventanas, enfriando los cuartos,
mitigando, amortiguando la ciudad. Había que tener una luz
encendida a todas horas. Mrs. Miller perdió la cuenta de los días:
105
imposible distinguir el viernes del sábado; el domingo fue el
colmado: cerrado por supuesto.
Esa noche hizo huevos revueltos y un tazón de sopa de
tomate. Luego, tras ponerse una bata de franela y des maquillarse la
cara, se acostó y se calentó con una bolsa de agua caliente bajo los
pies. Leía el Times cuando sonó el timbre. Seguramente se trataba
de un error; quienquiera que fuese enseguida se iría. Pero el timbre
sonó y sonó hasta convertirse en un zumbido insistente. Miró el
reloj: poco más de las once. No era posible; siempre se dormía a las
diez.
Le costó trabajo salir de la cama; atravesó la sala con
premura, descalza.
—Ya voy, ¡paciencia!
El cerrojo se había trabado, trató de moverlo a uno y otro
lado, el timbre no paraba.
—¡Basta! —gritó.
El pasador cedió. Abrió la puerta unos centímetros.
—Por el amor de Dios, ¿qué…?
—Hola —dijo Miriam.
—Oh…, vaya, hola. —Mrs. Miller dio unos pasos inseguros
en el recibidor—. Si eres aquella niña.
—Pensé que no iba a abrir nunca, pero no he soltado el
botón. Sabía que estaba en casa. ¿No se alegra de verme?
No supo qué decir. Vio que Miriam llevaba el mismo abrigo
de terciopelo ciruela y una boina del mismo color. Su cabello blanco
había sido peinado en dos trenzas brillantes con enormes moños
blancos en las puntas.
—Ya que me he esperado tanto, al menos déjeme entrar —
dijo.
Es tardísimo...
Miriam la miró inexpresivamente.
—¿Y eso qué importa? Déjeme entrar. Hace frío aquí fuera y
llevo un vestido de seda. —Con un gracioso ademán hizo a un lado a
Mrs. Miller y entró en el apartamento.
Dejó su abrigo y su boina en una silla. Era verdad que
llevaba un vestido de seda. De seda blanca. Seda blanca en febrero.
Mangas largas y una falda hermosamente plisada que producía un
susurro mientras ella se paseaba por la habitación.
—Me gusta este sitio —dijo—, me gusta la alfombra, mi
color favorito es el azul. —Tocó una rosa de papel en el florero de la
mesa de centro—: Imitación —comentó con voz lánguida—, qué
triste. ¿Verdad que son tristes las imitaciones?
Se sentó en el sofá, extendiendo su falda con delicadeza.
—¿Qué quieres? —preguntó Mrs. Miller
—Siéntese —dijo Miriam—, me pone nerviosa ver a la gente
de pie.
Se dejó caer en un taburete.
—¿Qué quieres? —repitió.
—¿Sabe?, creo que no se alegra de verme. Por segunda vez
carecía de respuesta; su mano se movió en un vago ademán. Miriam
rió y se arrellanó sobre una pila de cojines lustrosos. Mrs. Miller
advirtió que la niña no era tan pálida como recordaba; sus mejillas
estaban encendidas.
—¿Cómo has sabido dónde vivía? Miriam frunció el
entrecejo.
—Eso es lo de menos. ¿Cuál es su nombre?, ¿cuál es el mío?
—Pero si no estoy en la guía telefónica.
—Ah ¿No podemos hablar de otra cosa?
106
—Tu madre debe de estar loca para dejar que una niña
como tú vaya por ahí a cualquier hora de la noche, y con esa ropa
tan ridícula. Le debe de faltar un tornillo.
Miriam se levantó y fue a un rincón donde colgaba de una
cadena una jaula encapuchada. Atisbó bajo la cubierta.
—Es un canario —dijo—, ¿Puedo despertarlo? Me gustaría
oírlo cantar.
—Deja en paz a Tommy —contestó ansiosa—. No te atrevas
a despertarlo.
—De acuerdo —dijo Miriam—, aunque no veo por qué no
puedo oírlo cantar. —Y luego—: ¿Tiene algo de comer? ¡Me muero
de hambre! Aunque sólo sea pan con mermelada y un vaso de
leche.
—Mira —Mrs Miller se levantó del taburete—, mira, si te
hago un buen bocadillo, ¿te portarás bien y te irás corriendo a casa?
Seguro que es más de medianoche.
—Está nevando —le echó en cara Miriam—. Hace frío y está
oscuro.
Mrs. Miller trató de controlar su voz:
—No puedo cambiar el clima. Si te preparo algo de comer,
prométeme que te irás.
Miriam se frotó una trenza contra la mejilla. Sus ojos
estaban pensativos, como si sopesaran la propuesta. Se volvió hacia
la jaula.
—Muy bien —dijo—. Lo prometo.
«¿Cuántos años tiene? ¿Diez? ¿Once?» En la cocina, Mrs.
Miller abrió un frasco de mermelada de fresa y cortó cuatro
rebanadas de pan. Sirvió un vaso de leche y se detuvo a encender
un cigarrillo.«¿Y por qué ha venido?» Su mano tembló al sostener la
cerilla, fascinada, hasta que se quemó el dedo. El canario cantaba.
Cantaba como lo hacía por la mañana y a ninguna otra hora.
—¿Miriam? —gritó—, Miriam, te he dicho que no molestes
a Tommy.
No hubo respuesta. Volvió a llamarla; sólo escuchó al
canario. Inhaló el humo y descubrió que había encendido el filtro...
Atención, tenía que dominarse.
Entró la comida en una bandeja y la colocó en la mesa de
centro. La jaula aún tenía puesta la capucha. Y Tommy cantaba.
Tuvo una sensación extraña.
No había nadie en el cuarto. Atravesó el gabinete que daba
a su dormitorio; se detuvo en la puerta a tomar aliento.
—¿Qué haces? —preguntó.
Miriam la miró; sus ojos tenían un brillo inusual Estaba de
pie junto al buró, y tenía delante un joyero abierto. Examinó a Mrs.
Miller unos segundos, hasta que sus miradas se encontraron, y
sonrió.
—Aquí no hay nada de valor —dijo—, pero me gusta esto.
—Su mano sostenía un camafeo—. Es precioso.
—¿Y si lo dejas en su sitio…?
De pronto sintió que necesitaba ayuda. Se apoyó en el
marco de la puerta. La cabeza le pesaba de un modo insoportable;
sentía la presión rítmica de sus latidos. La luz de la lámpara parecía
a punto de desfallecer.
—Por favor, niña…, es un regalo de mi marido...
—Pero es hermoso y lo quiero yo —dijo Miriam—. Démelo.
Se incorporó, esforzándose en formular una frase que de
algún modo pusiera el broche a salvo; entonces se dio cuenta de
algo en lo que no había reparado desde hacía mucho: no tenía a
quien recurrir, estaba sola. Este hecho, simple y enfático, la aturdió
107
completamente; sin embargo, en esa habitación de la silenciosa
ciudad nevada había algo que no podía ignorar ni (lo supo con
alarmante claridad) resistir.
Miriam comió vorazmente; cuando se terminó el pan con
mermelada y la leche, sus dedos se movieron sobre el plato como
telarañas en busca de migajas. El camafeo refulgía en su blusa, el
rubio perfil parecía un falso reflejo de quien lo llevaba.
—Estaba buenísimo—asintió—, ahora sólo faltaría un pastel
de almendra o de cereza. Los dulces son deliciosos, ¿no cree?
Mrs. Miller se mantenía en precario equilibrio sobre el
taburete, fumando un cigarrillo. La red del pelo se le había ido
ladeando y le asomaban mechones hirsutos. Tenía los ojos
estúpidamente concentrados en nada; las mejillas con manchas
rojas, como si una violenta bofetada le hubiera dejado marcas
perdurables.
—¿No hay dulce, un pastel?
Mrs. Miller sacudió el cigarrillo; la ceniza cayó en la
alfombra. Ladeó la cabeza levemente, tratando de enfocar sus ojos.
—Has prometido que te ¿irías si te daba de comer —dijo.
—¿En serio? ¿Eso he dicho?
—Fue una promesa, estoy cansada y no me encuentro nada
bien.
—No se altere —dijo Miriam—. Es broma.
Cogió su abrigo, lo dobló sobre su brazo y se colocó la boina
frente al espejo. Finalmente se inclinó muy cerca de Mrs. Miller y
murmuró:
—Déme un beso de buenas noches.
—Por favor…—prefiero no hacerlo.
Miriam alzó un hombro y arqueó una ceja:
—Como guste.
Fue directamente a la mesa de centro, tomó el florero que
tenía unas rosas de papel, lo llevó a donde la dura superficie del
piso yacía al descubierto y lo dejó caer. Pisoteó el ramo después que
el cristal reventara en todas direcciones. Luego, muy despacio, se
dirigió a la puerta. Antes de cerrarla se volvió hacia Mrs. Miller con
una mirada llena de curiosidad y estudiada inocencia.
Mrs. Miller pasó el día siguiente en cama. Se levantó una
vez para dar de comer al canario y tomar una taza de té. Se tomó la
temperatura: aunque no tenía fiebre, sus sueños respondían a una
agitación febril, a una sensación de desequilibrio, presente incluso
cuando miraba el techo con los ojos muy abiertos, un sueño se
colaba entre los otros como el esquivo y misterioso tema de una
compleja sinfonía; le traía escenas de precisa nitidez que parecían
trazadas por una mano de intensidad virtuosa; una niña pequeña,
vestida de novia y ataviada con una guirnalda, encabezaba una
procesión, una hilera gris que descendía por una montaña; había un
silencio inusual hasta que una mujer preguntaba desde atrás:
«¿Adónde nos lleva?». «Nadie lo sabe», respondía un viejo que
caminaba delante. «Pero, ¿verdad que es hermosa?», intervenía un
tercero. «¿Acaso no es como una flor congelada…, tan blanca y
deslumbrante?»
El martes por la mañana ya se encontraba mejor. El sol se
colaba por las persianas en haces incisivos, arrojando una luz que
desbarataba sus nocivas fantasías. Abrió la ventana y descubrió un
día de deshielo, templado como en primavera; una hilera de nubes
limpias, nuevas, se arrugaba contra el inmenso azul de un cielo
fuera de temporada, y más allá de la línea de azoteas podía ver el
río, el humo de las chimeneas de los remolcadores que se curvaba
en un viento tibio. Un enorme camión plateado cepillaba la nieve
amontonada en la calle; el aire propagaba el ronroneo del motor.
108
Después de arreglar el apartamento fue al colmado, hizo
efectivo un cheque y siguió hacia Schrafft’s, donde desayunó y
conversó alegremente con la camarera. Ah, era un día maravilloso
—casi como un día festivo—, hubiera sido una tontería regresar a
casa.
Tomó un autobús que iba por la Avenida Lexington hasta la
calle Ochenta y seis. Había decidido ir de compras.
No tenía idea de lo que quería o necesitaba; caminó sin
rumbo fijo, atenta sólo a la gente que pasaba; se fijó en que iban
con prisa y tensos, hasta que se sumió en una incómoda sensación
de aislamiento.
Aguardaba en la esquina de la Tercera Avenida cuando le
vio. Era viejo, patizambo, iba agobiado por una carga de paquetes a
reventar. Llevaba un desleído abrigo color café y una gorra de
cuadros. De repente se dio cuenta de que intercambiaban una
sonrisa: nada amistoso, sólo dos fríos destellos de reconocimiento.
Sin embargo, estaba segura de no haberlo visto antes.
El hombre estaba junto a una columna del tren elevado.
Cuando atravesó la calle, él se volvió y la siguió.
Se le acercó bastante; de reojo, ella veía su reflejo vacilante
en los escaparates.
Luego, a mitad de una manzana, se detuvo y lo encaró.
También él se detuvo e irguió la cabeza, sonriendo.
¿Qué podía decirle? ¿Qué podía hacer allí, a plena luz del día, en la
calle Ochenta y seis? Era inútil; aceleró el paso, despreciando su
propia identidad.
La Segunda Avenida se ha vuelto una calle deprimente,
hecha de restos y sobras, parte asfalto, parte adoquines, parte
cemento; su atmósfera de abandono es permanente. Caminó cinco
manzanas sin encontrar a nadie, seguida por el incesante crujido de
las pisadas en la nieve. Cuando llegó a una floristería el sonido
seguía a su lado. Se apresuró a entrar. Le miró a través de la puerta
de cristal: el hombre siguió de largo, sin aminorar el paso, la mirada
fija hacia el frente, pero hizo algo extraño y revelador: se alzó la
gorra.
—¿Seis de las blancas, dice? —preguntó la florista.
—Sí —dijo ella—, rosas blancas.
De ahí fue a una cristalería y escogió un florero, presunto
sustituto del que había roto Miriam, aunque el precio era
desmedido y el florero mismo (pensó) de una vulgaridad grotesca.
Sin embargo, había iniciado una serie de adquisiciones inexplicables,
como quien obedece a un plan trazado de antemano, del que no
tiene el menor conocimiento ni control.
Compró una bolsa de cerezas escarchadas, y en una
confitería llamada Knickerbocker se gastó cuarenta centavos en seis
pastelillos de almendra.
En la última hora había vuelto a hacer frío; las nubes
ensombrecían el sol como lentes borrosas y el cielo se teñía con la
osamenta de una penumbra anticipada; una bruma húmeda se
mezcló con la brisa; las voces de los últimos niños que corrían sobre
la nieve sucia amontonada en la calle sonaban solitarias y
desanimadas. Pronto cayó el primer copo.
Cuando Mrs. Miller llegó al edificio de piedra, la nieve caía como
una cortina y las huellas de las pisadas se desvanecían nada más
impresas.
Las rosas blancas quedaron muy decorativas en el florero.
Las cerezas escarchadas brillaban en un plato de cerámica. Los
pastelillos de almendra, espolvoreados de azúcar, aguardaban una
109
mano. El canario aleteaba en su columpio y picoteaba una barra de
alpiste.
A las cinco en punto sonó el timbre. Sabía quién era.
Recorrió el apartamento arrastrando el dobladillo de su bata.
—¿Eres tú? —preguntó.
—Claro. —La palabra resonó aguda desde el vestíbulo—.
Abra la puerta.
—Vete —dijo Mrs. Miller.
—Dése prisa, por favor… Que traigo un paquete pesado.
—Vete.
Regresó a la salita, encendió un cigarrillo, se sentó y
escuchó el timbre con toda calma: una y otra y otra vez.
—Más vale que te vayas, no tengo la menor intención de
dejarte entrar.
Al poco rato el timbre dejó de sonar. Mrs. Miller
permaneció inmóvil unos diez minutos. Luego, al no oír sonido
alguno, pensó que Miriam se habría ido. Caminó de puntillas; abrió
un poquito la puerta. Miriam estaba apoyada en una caja de cartón,
acunando una bonita muñeca francesa entre sus brazos.
—Creí que ya no vendría —dijo de mal humor—. Tome,
ayúdeme a meter esto, pesa muchísimo.
Más que a una fascinación sucumbió a una curiosa
pasividad. Entró la caja y Miriam la muñeca. Miriam se arrellanó en
el sofá; no se molestó en quitarse el abrigo ni la boina; miró
distraídamente a Mrs. Miller, quien dejó caer la caja y se detuvo,
vacilante, tratando de recuperar el aliento—Gracias —dijo Miriam.
A la luz del día parecía agotada y afligida; su pelo, menos luminoso.
La muñeca a la que hacía mimos tenía una exquisita peluca
empolvada, sus estúpidos ojos de cristal buscaban consuelo en los
de Miriam—. Tengo una sorpresa —continuó—. Busque en la caja.
Mrs. Miller se arrodilló, destapó el paquete y sacó otra
muñeca, luego un vestido azul, seguramente el que Miriam llevaba
aquella primera noche en el cine; sobre el resto dijo:
—Sólo hay ropa, ¿por qué?
—Porque he venido a vivir con usted —dijo Miriam,
doblando el rabillo de una cereza—. ¡Qué amable, me ha comprado
cerezas!
—¡Eso no puede ser! Vete, por el amor de Dios, ¡vete y
déjame en paz!
—¿…y las rosas y los pastelillos de almendra? ¡Qué
generosa, de verdad! ¿Sabe? Las cerezas están deliciosas. El último
lugar donde viví era la casa de un viejo tremendamente pobre;
jamás teníamos cosas buenas de comer. Creo que aquí seré feliz. —
Hizo una pausa para estrechar a su muñeca—Bueno, dígame dónde
puedo poner mis cosas...
La cara de Mrs. Miller se disolvió en una máscara de arrugas
rojizas; empezó a llorar: un llanto artificial, sin lágrimas, como si, no
habiendo llorado en mucho tiempo, hubiera olvidado cómo se
hacía. Retrocedió cautelosamente. Siguiendo el contorno de la
pared hasta sentir la puerta.
Atravesó el vestíbulo y corrió escaleras abajo hasta un
descansillo. Golpeó frenéticamente la puerta del primer
apartamento a su alcance. Le abrió un pelirrojo de baja estatura.
Entró haciéndolo a un lado.
—Oiga, ¿qué coño es esto?
—¿Pasa algo, amor?
Una mujer joven salió de la cocina, secándose las manos
Mrs. Miller se dirigió a ella:
110
—Escúchenme —gritó—, me avergüenza comportarme de
este modo, pero..., bueno, soy Mrs. Miller y vivo arriba y... —Se
cubrió la cara con las manos—. Resulta tan absurdo...
La mujer la condujo a una silla mientras el hombre,
nervioso, revolvía las monedas en su bolsillo.
—¿Y bien?
—Vivo arriba. Una niña ha venido a verme, creo que le
tengo miedo. No quiere irse y yo no puedo…, va a hacer algo
horrible. Ya me ha robado un camafeo, pero está a punto de hacer
algo peor, ¡algo horrible!
—¿Es pariente suya? —preguntó el hombre. Mrs. Miller
negó con la cabeza:
—No sé quién es. Se llama Miriam, pero en realidad no la
conozco.
—Tiene que calmarse, guapa —le dijo la mujer, dándole
golpecitos en el brazo—. Harry se encargará de la niña. Date prisa,
amor.
Ella dijo:
—La puerta está abierta: es el 5A. El hombre salió, la mujer
trajo una toalla y le humedeció la cara.
—Es usted muy amable —dijo—. Lamento comportarme
como una tonta, pero esa niña perversa...
—Claro, guapa —la consoló la mujer—. Más vale tomárselo
con calma.
Mrs. Miller apoyó la cabeza en la curva de su brazo;
estaba tan quieta que parecía dormida. La mujer puso la
radio: un piano y una voz rasposa llenaron el silencio. La mujer
zapateó con excelente ritmo.
—Tal vez deberíamos subir nosotras también —dijo.
—No quiero volver a verla. No quiero ir a ningún sitio del
que ella pueda estar cerca.
—Vamos, vamos, ¿sabe qué debería haber hecho? Llamar a
la policía.
Precisamente entonces oyeron al hombre en las escaleras.
Entró a zancadas, rascándose la nuca con el ceño fruncido.
—Ahí no hay nadie —dijo, sinceramente embarazado—
.Debe de haberse largado.
—Eres un imbécil, Harry —exclamó la mujer—. Hemos
estado aquí todo el tiempo y habríamos visto... —Se detuvo de
golpe; la mirada del hombre era penetrante.
—He buscado por todas partes —dijo—, y la verdad es que
no hay nadie. Nadie. ¿Entendido?
—Dígame —Mrs. Miller se incorporó—, dígame, ¿ha visto
una caja grande?, ¿o una muñeca?
—No. No, señora.
La mujer, como si pronunciara un veredicto, dijo:
—Bueno, para haber pegado ese alarido...
Mrs. Miller entró despacito en su apartamento y se detuvo
en medio de la salita. No, en cierto modo no había cambiado: las
rosas, los pastelillos y las cerezas estaban en su sitio. Pero era una
habitación vacía, más vacía que un espacio sin muebles ni
familiares, inertes e inanimados como un salón fúnebre. El sofá
emergía frente a ella con una extrañeza nueva: su vacuidad tenía un
significado que hubiera sido menos agudo y terrible de haber estado
Miriam allí hecha un ovillo. Fijó la mirada en el lugar donde
recordaba haber dejado la caja. Por un momento, el taburete giró
angustiosamente. Se asomó a la ventana; no había duda: el río era
real, la nieve caía. Pero a fin de cuentas uno nunca podía ser testigo
111
infalible: Miriam, allí de un modo tan vivo, y, sin embargo, ¿dónde
estaba? ¿Dónde, dónde?
Como en sueños, se hundió en una silla. El cuarto perdía sus
contornos; estaba oscuro y no había manera de impedir que se
hiciera más oscuro; no podía alzar la mano para encender una
lámpara.
Cerró los ojos y sintió un impulso ascendente, como un buzo
que emergiera de profundidades más oscuras, más verdes.
En momentos de terror o de enorme tensión sobrevienen
instantes de espera; la mente aguarda una revelación mientras la
calma teje Su madeja sobre el pensamiento; es como un sueño, o
como un trance sobrenatural, un remanso en el que se atiende a la
fuerza del razonamiento tranquilo: bueno, ¿y qué si no había
conocido nunca a una niña llamada Miriam? ¿Se había asustado
como una estúpida en la calle? A fin de cuentas, igual que todo lo
demás, eso tampoco importaba. Miriam la había despojado de su
identidad, pero ahora recobraba a la persona que vivía en ese
cuarto, que se hacía su propia comida, que tenía un canario, alguien
en quien creer y confiar: Mrs. H. T. Miller
En medio de esa sensación de contento, se percató de un
doble sonido: el cajón del buró que se abría y se cerraba. Le parecía
estar escuchándolo con mucho retraso: abrirse, cerrarse. Luego, a
este ruido áspero le siguió un susurro tenue, delicado; el vestido de
seda se aproximaba más y más, se volvía tan intenso que hasta las
paredes vibraban. El cuarto cedía bajo una ola de murmullos.
Mrs. Miller se puso rígida, y abrió los ojos ante una mirada
hueca y fija:
—Hola —dijo Miriam.
112
GUY DE MAUPASSANT (1850-1893)
Junto a Poe y los rusos Gogol y Chejov, es considerado como el más
grande cuentista del siglo XIX. Influido y animado por su maestro
Flaubert, a quien conoció a los quince años, inició una carrera
literaria que lo llevaría a la publicación de sus cuentos: Bola de Sebo,
La Casa Tellier, La Señorita Fifí y El Horla, entre otros. Fue un nexo
entre el romanticismo y el realismo tardíos y el naturalismo y la
estética simbolista. Murió demente a los cuarenta y tres años a
consecuencia de la sífilis.
EL HORLA
8 de mayo
¡Qué hermoso día! He pasado toda la mañana tendido sobre la
hierba, delante de mi casa, bajo el enorme plátano que la cubre, la
resguarda y le da sombra. Adoro esta región, y me gusta vivir aquí
porque he echado raíces aquí, esas raíces profundas y delicadas que
unen al hombre con la tierra donde nacieron y murieron sus
abuelos, esas raíces que lo unen a lo que se piensa y a lo que se
come, a las costumbres como a los alimentos, a los modismos
regionales, a la forma de hablar de sus habitantes, a los perfumes
de la tierra, de las aldeas y del aire mismo.
Adoro la casa donde he crecido. Desde mis ventanas veo el
Sena que corre detrás del camino, a lo largo de mi jardín, casi
dentro de mi casa, el grande y ancho Sena, cubierto de barcos, en el
tramo entre Ruán y El Havre.
A lo lejos y a la izquierda, está Ruán, la vasta ciudad de
techos azules, con sus numerosas y agudas torres góticas, delicadas
o macizas, dominadas por la flecha de hierro de su catedral, y
pobladas de campanas que tañen en el aire azul de las mañanas
hermosas enviándome su suave y lejano murmullo de hierro, su
canto de bronce que me llega con mayor o menor intensidad según
que la brisa aumente o disminuya.
¡Qué hermosa mañana!
A eso de las once pasó frente a mi ventana un largo convoy
de navíos arrastrados por un remolcador grande como una mosca,
que jadeaba de fatiga lanzando por su chimenea un humo espeso.
Después, pasaron dos goletas inglesas, cuyas rojas banderas
flameaban sobre el fondo del cielo, y un soberbio bergantín
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brasileño, blanco y admirablemente limpio y reluciente. Saludé su
paso sin saber por qué, pues sentí placer al contemplarlo.
11 de mayo
Tengo algo de fiebre desde hace algunos días. Me siento dolorido o
más bien triste.
¿De dónde vienen esas misteriosas influencias que
trasforman nuestro bienestar en desaliento y nuestra confianza en
angustia? Diríase qué el aire, el aire invisible, está poblado de lo
desconocido, de poderes cuya misteriosa proximidad
experimentamos. ¿Por qué al despertarme siento una gran alegría y
ganas de cantar, y luego, sorpresivamente, después de dar un corto
paseo por la costa, regreso desolado como si me esperase una
desgracia en mi casa? ¿Tal vez una ráfaga fría al rozarme la piel me
ha alterado los nervios y ensombrecido el alma? ¿Acaso la forma de
las nubes o el color tan variable del día o de las cosas me ha
perturbado el pensamiento al pasar por mis ojos? ¿Quién puede
saberlo? Todo lo que nos rodea, lo que vemos sin mirar, lo que
rozamos inconscientemente, lo que tocamos sin palpar y lo que
encontramos sin reparar en ello, tiene efectos rápidos,
sorprendentes e inexplicables sobre nosotros, sobre nuestros
órganos y, por consiguiente, sobre nuestros pensamientos y nuestro
corazón.
¡Cuán profundo es el misterio de lo Invisible! No podemos
explorarlo con nuestros mediocres sentidos, con nuestros ojos que
no pueden percibir lo muy grande ni lo muy pequeño, lo muy
próximo ni lo muy lejano, los habitantes de una estrella ni los de
una gota de agua… con nuestros oídos que nos engañan,
trasformando las vibraciones del aire en ondas sonoras, como si
fueran hadas que convierten milagrosamente en sonido ese
movimiento, y que mediante esa metamorfosis hacen surgir la
música que trasforma en canto la muda agitación de la naturaleza...
con nuestro olfato, más débil que el del perro... con nuestro sentido
del gusto, que apenas puede distinguir la edad de un vino.
¡Cuántas cosas descubriríamos a nuestro alrededor si
tuviéramos otros órganos que realizaran para nosotros otros
milagros!
16 de mayo
Decididamente, estoy enfermo. ¡Y pensar que estaba tan bien el
mes pasado! Tengo fiebre, una fiebre atroz, o, mejor dicho, una
nerviosidad febril que afecta por igual el alma y el cuerpo. Tengo
continuamente la angustiosa sensación de un peligro que me
amenaza, la aprensión de una desgracia inminente o de la muerte
que se aproxima, el presentimiento suscitado por el comienzo de un
mal aún desconocido que germina en la carne y en la sangre.
18 de mayo
Acabo de consultar al médico pues ya no podía dormir. Me ha
encontrado el pulso acelerado, los ojos inflamados y los nervios
alterados, pero ningún síntoma alarmante. Debo darme duchas y
tomar bromuro de potasio.
25 de mayo
¡No siento ninguna mejoría! Mi estado es realmente extraño.
Cuando se aproxima la noche, me invade una inexplicable inquietud,
como si la noche ocultase una terrible amenaza para mí. Ceno
rápidamente y luego trato de leer, pero no comprendo las palabras
y apenas distingo las letras. Camino entonces de un extremo a otro
de la sala sintiendo la opresión de un temor confuso e irresistible, el
114
temor de dormir y el temor de la cama. A las diez subo a la
habitación. En cuanto entro, doy dos vueltas a la llave y corro los
cerrojos; tengo miedo… ¿De qué?… Hasta ahora nunca sentía temor
por nada. . . abro mis armarios, miro debajo de la cama; escucho...
escucho... ¿qué?... ¿Acaso puede sorprender que un malestar, un
trastorno de la circulación, y tal vez una ligera congestión, una
pequeña perturbación del funcionamiento tan imperfecto y
delicado de nuestra máquina viviente, convierta en un melancólico
al más alegre de los hombres y en un cobarde al más valiente?
Luego me acuesto y espero el sueño como si esperase al verdugo.
Espero su llegada con espanto; mi corazón late intensamente y mis
piernas se estremecen; todo mi cuerpo tiembla en medio del calor
de la cama hasta el momento en que caigo bruscamente en el sueño
como si me ahogara en un abismo de agua estancada. Ya no siento
llegar como antes a ese sueño pérfido, oculto cerca de mí, que me
acecha, se apodera de mi cabeza, me cierra los ojos y me aniquila.
Duermo durante dos o tres horas, y luego no es un sueño
sino una pesadilla lo que se apodera de mí. Sé perfectamente que
estoy acostado y que duermo… Lo comprendo y lo sé… Y siento
también que alguien se aproxima, me mira, me toca, sube sobre la
cama, se arrodilla sobre mi pecho y tomando mi cuello entre sus
manos aprieta y aprieta... Con todas sus fuerzas para
estrangularme.
Trato de defenderme, impedido por esa impotencia atroz
que nos paraliza en los sueños: quiero gritar y no puedo; trato de
moverme y no puedo; con angustiosos esfuerzos y jadeante, trato
de liberarme, de rechazar ese ser que me aplasta y me asfixia, ¡pero
no puedo!
Y de pronto, me despierto enloquecido y cubierto de sudor.
Enciendo una bujía. Estoy solo.
Después de esa crisis, que se repite todas las noches,
duermo por fin tranquilamente hasta el amanecer.
2 de junio
Mi estado se ha agravado. ¿Qué es lo que tengo? El bromuro y las
duchas no me producen ningún efecto. Para fatigarme más, a pesar
de que ya me sentía cansado, fui a dar un paseo por el bosque de
Roumare. En un principio, me pareció que el aire suave, ligero y
fresco, lleno de aromas de hierbas y hojas vertía una sangre nueva
en mis venas y nuevas energías en mi corazón. Caminé por una gran
avenida de caza y después por una estrecha alameda, entre dos filas
de árboles desmesuradamente altos que formaban un techo verde y
espeso, casi negro, entre el cielo y yo.
De pronto sentí un estremecimiento, no de frío sino un
extraño temblor angustioso. Apresuré el paso, inquieto por
hallarme solo en ese bosque, atemorizado sin razón por el profundo
silencio. De improviso, me pareció que me seguían, que alguien
marchaba detrás de mí, muy cerca, muy cerca, casi pisándome los
talones.
Me volví hacia atrás con brusquedad. Estaba solo.
Únicamente vi detrás de mí el resto y amplio sendero, vacío, alto,
pavorosamente vacío; y del otro lado se extendía también hasta
perderse de vista de modo igualmente solitario y atemorizante.
Cerré los ojos, ¿por qué? Y me puse a girar sobre un pie
como un trompo. Estuve a punto de caer; abrí los ojos: los árboles
bailaban, la tierra flotaba, tuve que sentarme. Después ya no supe
por dónde había llegado hasta allí. ¡Qué extraño! Ya no recordaba
nada. Tomé hacia la derecha, y llegué a la avenida que me había
llevado al centro del bosque.
115
3 de junio
He pasado una noche horrible. Voy a irme de aquí por algunas
semanas. Un viaje breve sin duda me tranquilizará.
2 de julio
Regreso restablecido. El viaje ha sido delicioso. Visité el monte
Saint-Michel que no conocía.
¡Qué hermosa visión se tiene al llegar a Avranches, como
llegué yo al caer la tarde! La ciudad se halla sobre una colina.
Cuando me llevaron al jardín botánico, situado en un extremo de la
población, no pude evitar un grito de admiración. Una extensa bahía
se extendía ante mis ojos hasta el horizonte, entre dos costas
lejanas que se esfumaban en medio de la bruma, y en el centro de
esa inmensa bahía, bajo un dorado cielo despejado, se elevaba un
monte extraño, sombrío y puntiagudo en las arenas de la playa. El
sol acababa de ocultarse, y en el horizonte aún rojizo se recortaba el
perfil de ese fantástico acantilado que lleva en su cima un fantástico
monumento.
Al amanecer me dirigí hacia allí. El mar estaba bajo como la
tarde anterior y a medida que me acercaba veía elevarse
gradualmente a la sorprendente abadía. Luego de varias horas de
marcha, llegué al enorme bloque de piedra en cuya cima se halla la
pequeña población dominada por la gran iglesia. Después de subir
por la calle estrecha y empinada, penetré en la más admirable
morada gótica construida por Dios en la tierra, vasta como una
ciudad, con numerosos recintos de techo bajo, como aplastados por
bóvedas y galerías superiores sostenidas por frágiles columnas.
Entré en esa gigantesca joya de granito, ligera como un encaje,
cubierta de torres, de esbeltos torreones, a los cuales se sube por
intrincadas escaleras, que destacan en el cielo azul del día y negro
de la noche sus extrañas cúpulas erizadas de quimeras, diablos,
animales fantásticos y flores monstruosas, unidas entre sí por finos
arcos labrados.
Cuando llegué a la cumbre, dije al monje que me
acompañaba:
—¡Qué bien se debe estar aquí, padre!
—Es un lugar muy ventoso, señor—me respondió. Y nos
pusimos a conversar mientras mirábamos subir el mar, que
avanzaba sobre la playa y parecía cubrirla con una coraza de acero.
El monje me refirió historias, todas las viejas historias del
lugar, leyendas, muchas leyendas.
Una de ellas me impresionó mucho. Los nacidos en el monte
aseguran que de noche se oyen voces en la playa y después se
perciben los balidos de dos cabras, una de voz fuerte y la otra de voz
débil. Los incrédulos afirman que son los graznidos de las aves
marinas que se asemejan a balidos o a quejas humanas, pero los
pescadores rezagados juran haber encontrado merodeando por las
dunas, entre dos mareas y alrededor de la pequeña población tan
alejada del mundo, a un viejo pastor cuya cabeza nunca pudieron
ver por llevarla cubierta con su capa, y delante de él marchan un
macho cabrío con rostro de hombre y una cabra con rostro de
mujer; ambos tienen largos cabellos blancos y hablan sin cesar:
discuten en una lengua desconocida, interrumpiéndose de pronto
para balar con todas sus fuerzas.
—¿Cree usted en eso?—pregunté al monje.
—No sé—me contestó.
Yo proseguí:
—Si existieran en la tierra otros seres diferentes de
nosotros, los conoceríamos desde hace mucho tiempo; ¿cómo es
posible que no los hayamos visto usted ni yo?
116
—¿Acaso vemos—me respondió—la cienmilésima parte de
lo que existe? Observe por ejemplo el viento, que es la fuerza más
poderosa de la naturaleza; el viento, que derriba hombres y
edificios, que arranca de cuajo los árboles y levanta montañas de
agua en el mar, que destruye los acantilados y que arroja contra
ellos a las grandes naves, el viento que mata, silba, gime y ruge,
¿acaso lo ha visto alguna vez? ¿Acaso lo puede ver? Y sin embargo
existe.
Ante este sencillo razonamiento opté por callarme. Este
hombre podía ser un sabio o tal vez un tonto. No podía afirmarlo
con certeza, pero me llamé a silencio. Con mucha frecuencia había
pensado en lo que me dijo.
3 de julio
Dormí mal; evidentemente, hay una influencia febril, pues mi
cochero sufre del mismo mal que yo. Ayer, al regresar, observé su
extraña palidez. Le pregunté:
—¿Qué tiene, Jean?
—Ya no puedo descansar; mis noches desgastan mis días.
Desde la partida del señor parece que padezco una especie de
hechizo.
Los demás criados están bien, pero temo que me vuelvan
las crisis.
4 de julio
Decididamente, las crisis vuelven a empezar. Vuelvo a tener las
mismas pesadillas. Anoche sentí que alguien se inclinaba sobre mí y
con su boca sobre la mía, bebía mi vida. Sí, la bebía con la misma
avidez que una sanguijuela. Luego se incorporó saciado, y yo me
desperté tan extenuado y aniquilado, que apenas podía moverme.
Si eso se prolonga durante algunos días volveré a ausentarme.
5 de julio
¿He perdido la razón? Lo que pasó, lo que vi anoche, ¡es tan extraño
que cuando pienso en ello pierdo la cabeza!
Había cerrado la puerta con llave, como todas las noches, y
luego sentí sed, bebí medio vaso de agua y observé distraídamente
que la botella estaba llena.
Me acosté en seguida y caí en uno de mis espantosos
sueños del cual pude salir cerca de dos horas después con una
sacudida más horrible aún. Imagínense ustedes un hombre que es
asesinado mientras duerme, que despierta con un cuchillo clavado
en el pecho, jadeante y cubierto de sangre, que no puede respirar y
que muere sin comprender lo que ha sucedido.
Después de recobrar la razón, sentí nuevamente sed;
encendí una bujía y me dirigí hacia la mesa donde había dejado la
botella. La levanté inclinándola sobre el vaso, pero no había una
gota de agua. Estaba vacía, ¡completamente vacía! Al principio no
comprendí nada, pero de pronto sentí una emoción tan atroz que
tuve que sentarme o, mejor dicho, me desplomé sobre una silla.
Luego me incorporé de un salto para mirar a mi alrededor. Después
volví a sentarme delante del cristal transparente, lleno de asombro
y terror. Lo observaba con la mirada fija, tratando de imaginarme lo
que había pasado. Mis manos temblaban. ¿Quién se había bebido el
agua? Yo, yo sin duda. ¿Quién podía haber sido sino yo? Entonces...
Yo era sonámbulo, y vivía sin saberlo esa doble vida misteriosa que
nos hace pensar que hay en nosotros dos seres, o que a veces un ser
extraño, desconocido e invisible anima, mientras dormimos, nuestro
117
cuerpo cautivo que le obedece como a nosotros y más que a
nosotros.
¡Ah! ¿Quién podrá comprender mi abominable angustia?
¿Quién podrá comprender la emoción de un hombre mentalmente
sano, perfectamente despierto y en uso de razón al contemplar
espantado una botella que se ha vaciado mientras dormía? Y así
permanecí hasta el amanecer sin atreverme a volver a la cama.
6 de julio
Pierdo la razón. ¡Anoche también bebieron el agua de la botella, o
tal vez la bebí yo!
10 de julio
Acabo de hacer sorprendentes comprobaciones. ¡Decididamente
estoy loco! Y sin embargo...
El 6 de julio, antes de acostarme puse sobre la mesa vino,
leche, agua, pan y fresas. Han bebido —o he bebido—toda el agua y
un poco de leche. No han tocado el vino, ni el pan ni las fresas.
El 7 de julio he repetido la prueba con idénticos resultados.
El 8 de julio suprimí el agua y la leche, y no han tocado nada.
Por último, el 9 de julio puse sobre la mesa solamente el
agua y la leche, teniendo especial cuidado de envolver las botellas
con lienzos de muselina blanca y de atar los tapones. Luego me
froté con grafito los labios, la barba y las manos y me acosté.
Un sueño irresistible se apoderó de mí, seguido poco
después por el atroz despertar. No me había movido; ni siquiera mis
sábanas estaban manchadas. Corrí hacia la mesa. Los lienzos que
envolvían las botellas seguían limpios e inmaculados. Desaté los
tapones, palpitante de emoción. ¡Se habían bebido toda el agua y
toda la leche! ¡Ah! ¡Dios mío...!
Partiré inmediatamente hacia París.
12 de julio
París. Estos últimos días había perdido la cabeza. Tal vez he sido
juguete de mi enervada imaginación, salvo que yo sea realmente
sonámbulo o que haya sufrido una de esas influencias
comprobadas, pero hasta ahora inexplicables, que se llaman
sugestiones. De todos modos, mi extravío rayaba en la demencia, y
han bastado veinticuatro horas en París para recobrar la cordura.
Ayer, después de paseos y visitas, que me han renovado y vivificado
el alma, terminé el día en el Théatre-Francais. Representábase una
pieza de Alejandro Dumas hijo. Este autor vivaz y pujante ha
terminado de curarme. Es evidente que la soledad resulta peligrosa
para las mentes que piensan demasiado. Necesitamos ver a nuestro
alrededor a hombres que piensen y hablen. Cuando permanecemos
solos durante mucho tiempo, poblamos de fantasmas el vacío.
Regresé muy contento al hotel, caminando por el centro. Al
codearme con la multitud, pensé, no sin ironía, en mis terrores y
suposiciones de la semana pasada, pues creí, sí, creí que un ser
invisible vivía bajo mi techo. Cuán débil es nuestra razón y cuán
rápidamente se extravía cuando nos estremece un hecho
incomprensible.
En lugar de concluir con estas simples palabras: «Yo no
comprendo porque no puedo explicarme las causas», nos
imaginamos en seguida impresionantes misterios y poderes
sobrenaturales.
14 de julio
Fiesta de la república. He paseado por las calles. Los cohetes y
banderas me divirtieron como a un niño. Sin embargo, me parece
118
una tontería ponerse contento un día determinado por decreto del
gobierno. El pueblo es un rebaño de imbéciles, a veces tonto y
paciente, y otras, feroz y rebelde. Se le dice: «Diviértete». Y se
divierte. Se le dice: «Ve a combatir con tu vecino». Y va a combatir.
Se le dice: «Vota por el emperador». Y vota por el emperador.
Después: «Vota por la república». Y vota por la república.
Los que lo dirigen son igualmente tontos, pero en lugar de
obedecer a hombres se atienen a principios, que por lo mismo que
son principios sólo pueden ser necios, estériles y falsos, es decir,
ideas consideradas ciertas e inmutables, tan luego en este mundo
donde nada es seguro y donde la luz y el sonido son ilusorios.
16 de julio
Ayer he visto cosas que me preocuparon mucho. Cené en casa de mi
prima, la señora Sablé, casada con el jefe del regimiento 76 de
cazadores de Limoges. Conocí allí a dos señoras jóvenes, casada una
de ellas con el doctor Parent que se dedica intensamente al estudio
de las enfermedades nerviosas y de los fenómenos extraordinarios
que hoy dan origen a las experiencias sobre hipnotismo y sugestión.
Nos refirió detalladamente los prodigiosos resultados
obtenidos por los sabios ingleses y por los médicos de la escuela de
Nancy. Los hechos que expuso me parecieron tan extraños que
manifesté mi incredulidad.
—Estamos a punto de descubrir uno de los más importantes
secretos de la naturaleza—decía el doctor Parent—, es decir, uno de
sus más importantes secretos aquí en la tierra, puesto que hay
evidentemente otros secretos importantes en las estrellas. Desde
que el hombre piensa, desde que aprendió a expresar y a escribir su
pensamiento, se siente tocado por un misterio impenetrable para
sus sentidos groseros e imperfectos, y trata de suplir la impotencia
de dichos sentidos mediante el esfuerzo de su inteligencia. Cuando
la inteligencia permanecía aún en un estado rudimentario, la
obsesión de los fenómenos invisibles adquiría formas comúnmente
terroríficas. De ahí las creencias populares en lo sobrenatural. Las
leyendas de las almas en pena, las hadas, los gnomos y los
aparecidos; me atrevería a mencionar incluso la leyenda de Dios,
pues nuestras concepciones del artífice creador de cualquier
religión son las invenciones más mediocres, estúpidas e
inaceptables que pueden salir de la mente atemorizada de los
hombres. Nada es más cierto que este pensamiento de Voltaire:
"Dios ha hecho al hombre a su imagen y semejanza pero el hombre
también ha procedido así con él.
«Pero desde hace algo más de un siglo, parece percibirse
algo nuevo. Mesmer y algunos otros nos señalan un nuevo camino
y, efectivamente, sobre todo desde hace cuatro o cinco años, se han
obtenido sorprendentes resultados.»
Mi prima, también muy incrédula, sonreía. El doctor Parent
le dijo:
—¿Quiere que la hipnotice, señora?
—Sí; me parece bien.
Ella se sentó en un sillón y él comenzó a mirarla fijamente.
De improviso, me dominó la turbación, mi corazón latía con fuerza y
sentía una opresión en la garganta. Veía cerrarse pesadamente los
ojos de la señora Sablé, y su boca se crispaba y parecía jadear.
Al cabo de diez minutos dormía.
—Póngase detrás de ella—me dijo el médico.
Obedecí su indicación, y él colocó en las manos de mi prima
una tarjeta de visita al tiempo que le decía: «Esto es un espejo; ¿qué
ve en él?»
—Veo a mi primo—respondió.
119
—¿Qué hace?
—Se atusa el bigote. —¿ Y ahora ?
—Saca una fotografía del bolsillo.
—¿Quién aparece en la fotografía?
—Él, mi primo.
¡Era cierto! Esa misma tarde me habían entregado esa
fotografía en el hotel.
—¿Cómo aparece en ese retrato?
—Se halla de pie, con el sombrero en la mano.
Evidentemente, veía en esa tarjeta de cartulina lo que hubiera visto
en un espejo.
Las damas decían espantadas: «¡Basta! ¡Basta, por favor!»
Pero el médico ordenó: «Usted se levantará mañana a las
ocho; luego irá a ver a su primo al hotel donde se aloja, y le pedirá
que le preste los cinco mil francos que le pide su esposo y que le
reclamará cuando regrese de su próximo viaje». Luego la despertó.
Mientras regresaba al hotel pensé en esa curiosa sesión y
me asaltaron dudas, no sobre la insospechable, la total buena fe de
mi prima a quien conocía desde la infancia como a una hermana,
sino sobre la seriedad del médico. ¿No escondería en su mano un
espejo que mostraba a la joven dormida, al mismo tiempo que la
tarjeta?
Los prestidigitadores profesionales hacen cosas semejantes.
No bien regresé me acosté.
Pero a las ocho y media de la mañana me despertó mi
mucamo y me dijo:
—La señora Sablé quiere hablar inmediatamente con el
señor.
Me vestí de prisa y la hice pasar.
Sentóse muy turbada y me dijo sin levantar la mirada ni
quitarse el velo:
—Querido primo, tengo que pedirle un gran favor.
—¿De qué se trata, prima?
—Me cuesta mucho decirlo, pero no tengo más remedio.
Necesito urgentemente cinco mil francos.
—Pero cómo, ¿tan luego usted?
—Sí, yo, o mejor dicho mi esposo, que me ha encargado
conseguirlos.
Me quedé tan asombrado que apenas podía balbucear mis
respuestas. Pensaba que ella y el doctor Parent se estaba burlando
de mí, y que eso podía ser una mera farsa preparada de antemano y
representada a la perfección.
Pero todas mis dudas se disiparon cuando la observé con
atención. Temblaba de angustia. Evidentemente esta gestión le
resultaba muy penosa y advertí que apenas podía reprimir el llanto.
Sabía que era muy rica y le dije:
—¿Cómo es posible que su esposo no disponga de cinco mil
francos? Reflexione. ¿Está segura de que le ha encargado
pedírmelos a mí?
Vaciló durante algunos segundos como si le costara mucho
recordar, y luego respondió:
—Sí... sí... estoy segura.
—¿Le ha escrito?
Vaciló otra vez y volvió a pensar. Advertí el penoso esfuerzo
de su mente. No sabía. Sólo recordaba que debía pedirme ese
préstamo para su esposo. Por consiguiente, se decidió a mentir.
—Sí, me escribió.
—¿Cuándo? Ayer no me dijo nada.
—Recibí su carta esta mañana.
120
—¿Puede enseñármela?
—No, no... contenía cosas íntimas... demasiado personales...
y la he... la he quemado.
—Así que su marido tiene deudas.
Vaciló una vez más y luego murmuró:
—No lo sé.
Bruscamente le dije:
—Pero en este momento, querida prima, no dispongo de
cinco mil francos.
Dio una especie de grito de desesperación:
—¡Ay! ¡Por favor! Se lo ruego! Trate de conseguirlos…
Exaltada, unía sus manos como si se tratara de un ruego. Su
voz cambió de tono; lloraba murmurando cosas ininteligibles,
molesta y dominada por la orden irresistible que había recibido.
—¡Ay! Le suplico... Si supiera cómo sufro... los necesito para
hoy. Sentí piedad por ella.
—Los tendrá de cualquier manera. Se lo prometo.
—¡Oh! ¡Gracias, gracias! ¡Qué bondadoso es usted!
—¿Recuerda lo que pasó anoche en su casa?—le pregunté
entonces.
—Sí.
—¿Recuerda que el doctor Parent la hipnotizó?
—Sí.
—Pues bien, fue él quien le ordenó venir esta mañana a
pedirme cinco mil francos, y en este momento usted obedece a su
sugestión.
Reflexionó durante algunos instantes y luego respondió:
—Pero es mi esposo quien me los pide. Durante una hora
traté infructuosamente de convencerla. Cuando se fue, corrí a casa
del doctor Parent. Me dijo:
—¿Se ha convencido ahora?
—Sí, no hay más remedio que creer.
—Vamos a ver a su prima.
Cuando llegamos dormitaba en un sofá, rendida por el
cansancio. El médico le tomó el pulso, la miró durante algún tiempo
con una mano extendida hacia sus ojos que la joven cerró debido al
influjo irresistible del poder magnético.
Cuando se durmió, el doctor Parent le dijo:
—¡Su esposo no necesita los cinco mil francos! Por lo tanto,
usted debe olvidar que ha rogado a su primo para que se los preste,
y si le habla de eso, usted no comprenderá.
Luego le despertó. Entonces saqué mi billetera.
—Aquí tiene, querida prima. Lo que me pidió esta mañana.
Se mostró tan sorprendida que no me atreví a insistir. Traté,
sin embargo, de refrescar su memoria, pero negó todo
enfáticamente, creyendo que me burlaba, y poco faltó para que se
enojase.
........................................
Acabo de regresar. La experiencia me ha impresionado tanto que no
he podido almorzar.
19 de julio
Muchas personas a quienes he referido esta aventura se han reído
de mí. Ya no sé qué pensar. El sabio dijo: «Quizá».
21 de julio
Cené en Bougival y después estuve en el baile de los remeros.
Decididamente, todo depende del lugar y del medio. Creer en lo
121
sobrenatural en la isla de la Grenouillère sería el colmo del
desatino... pero ¿no es así en la cima del monte Saint-Michel, y en la
India? Sufrimos la influencia de lo que nos rodea. Regresaré a casa
la semana próxima.
30 de julio
Ayer he regresado a casa. Todo está bien.
2 de agosto
No hay novedades. Hace un tiempo espléndido. Paso los días
mirando correr el Sena.
4 de agosto
Hay problemas entre mis criados. Aseguran que alguien rompe los
vasos en los armarios por la noche. El mucamo acusa a la cocinera y
ésta a la lavandera quien a su vez acusa a los dos primeros. ¿Quién
es el culpable? El tiempo lo dirá.
6 de agosto
Esta vez no estoy loco. Lo he visto... ¡Lo he visto! Ya no tengo la
menor duda… ¡Lo he visto! Aún siento frío hasta en las uñas… El
miedo me penetra hasta la médula... ¡Lo he visto!...
A las dos de la tarde me paseaba a pleno sol por mi rosedal;
caminaba por el sendero de rosales de otoño que comienzan a
florecer.
Me detuve a observar un hermoso ejemplar de Géant des
batailles, que tenía tres flores magníficas, y vi entonces con toda
claridad cerca de mí que el tallo de una de las rosas se doblaba
como movido por una mano invisible: ¡luego, vi que se quebraba
como si la misma mano lo cortase! Luego la flor se elevó, siguiendo
la curva que habría descrito un brazo al llevarla hacia una boca y
permaneció suspendida en el aire trasparente, muy sola e inmóvil,
como una pavorosa mancha a tres pasos de mí.
Azorado, me arrojé sobre ella para tomarla. Pero no pude
hacerlo: había desaparecido. Sentí entonces rabia contra mí mismo,
pues no es posible que una persona razonable tenga semejantes
alucinaciones.
Pero, ¿tratábase realmente de una alucinación? Volví hacia
el rosal para buscar el tallo cortado e inmediatamente lo encontré,
recién cortado, entre las dos rosas que permanecían en la rama.
Regresé entonces a casa con la mente alterada; en efecto, ahora
estoy convencido, seguro como de la alternancia de los días y las
noches, de que existe cerca de mí un ser invisible, que se alimenta
de leche y agua, que puede tocar las cosas, tomarlas y cambiarlas de
lugar; dotado, por consiguiente, de un cuerpo material aunque
imperceptible para nuestros sentidos, y que habita en mi casa como
yo...
7 de agosto
Dormí tranquilamente. Se ha bebido el agua de la botella pero no
perturbó mi sueño.
Me pregunto si estoy loco. Cuando a veces me paseo a
pleno sol, a lo largo de la costa, he dudado de mi razón; no son ya
dudas inciertas como las que he tenido hasta ahora, sino dudas
precisas, absolutas. He visto locos. He conocido algunos que seguían
siendo inteligentes, lúcidos y sagaces en todas las cosas de la vida
menos en un punto. Hablaban de todo con claridad, facilidad y
profundidad, pero de pronto su pensamiento chocaba contra el
escollo de la locura y se hacía pedazos, volaba en fragmentos y se
122
hundía en ese océano siniestro y furioso, lleno de olas fragorosas,
brumosas y borrascosas que se llama «demencia».
Ciertamente, estaría convencido de mi locura, si no tuviera
perfecta conciencia de mi estado, al examinarlo con toda lucidez. En
suma, yo sólo sería un alucinado que razona. Se habría producido en
mi mente uno de esos trastornos que hoy tratan de estudiar y
precisar los fisiólogos modernos, y dicho trastorno habría provocado
en mí una profunda ruptura en lo referente al orden y a la lógica de
las ideas. Fenómenos semejantes se producen en el sueño, que nos
muestra las fantasmagorías más inverosímiles sin que ello nos
sorprenda, porque mientras duerme el aparato verificador, el
sentido del control, la facultad imaginativa vigila y trabaja. ¿Acaso
ha dejado de funcionar en mí una de las imperceptibles teclas del
teclado cerebral? Hay hombres que a raíz de accidentes pierden la
memoria de los nombres propios, de las cifras o solamente de las
fechas. Hoy se ha comprobado la localización de todas las partes del
pensamiento. No puede sorprender entonces que en este momento
se haya disminuido mi facultad de controlar la irrealidad de ciertas
alucinaciones.
Pensaba en todo ello mientras caminaba por la orilla del río.
El sol iluminaba el agua, sus rayos embellecían la tierra y llenaban
mis ojos de amor por la vida, por las golondrinas cuya agilidad
constituye para mí un motivo de alegría, por las hierbas de la orilla
cuyo estremecimiento es un placer para mis oídos.
Sin embargo, paulatinamente me invadía un malestar
inexplicable. Me parecía que una fuerza desconocida me detenía,
me paralizaba, impidiéndome avanzar, y que trataba de hacerme
volver atrás. Sentí ese doloroso deseo de volver que nos oprime
cuando hemos dejado en nuestra casa a un enfermo querido y
presentimos una agravación del mal.
Regresé entonces, a pesar mío, convencido de que
encontraría en casa una mala noticia, una carta o un telegrama.
Nada de eso había, y me quedé más sorprendido e inquieto aún que
si hubiese tenido una nueva visión fantástica.
8 de agosto
Pasé una noche horrible. Él no ha aparecido más, pero lo siento
cerca de mí. Me espía, me mira, se introduce en mí y me domina.
Así me resulta más temible, pues al ocultarse de este modo parece
manifestar su presencia invisible y constante mediante fenómenos
sobrenaturales.
Sin embargo he podido dormir.
9 de agosto
Nada ha sucedido. pero tengo miedo.
10 de agosto
Nada: ¿qué sucederá mañana?
11 de agosto
Nada, siempre nada; no puedo quedarme aquí con este miedo y
estos pensamientos que dominan mi mente; me voy.
12 de agosto, 10 de la noche
Durante todo el día he tratado de partir, pero no he podido. He
intentado realizar ese acto tan fácil y sencillo —salir, subir en mi
coche para dirigirme a Ruán— y no he podido. ¿Por qué?
123
13 de agosto
Cuando nos atacan ciertas enfermedades nuestros mecanismos
físicos parecen fallar. Sentimos que nos faltan las energías y que
todos nuestros músculos se relajan; los huesos parecen tan blandos
como la carne y la carne tan líquida como el agua. Todo eso
repercute en mi espíritu de manera extraña y desoladora. Carezco
de fuerzas y de valor; no puedo dominarme y ni siquiera puedo
hacer intervenir mi voluntad. Ya no tengo iniciativa; pero alguien lo
hace por mí, y yo obedezco.
dominadora. ¿Es acaso el fin del mundo? Pero, ¿quién es el ser
invisible que me domina? ¿Quién es ese desconocido, ese
merodeador de una raza sobrenatural?
Por consiguiente, ¡los invisibles existen! ¿Pero cómo es
posible que aún no se hayan manifestado desde el origen del
mundo en una forma tan evidente como se manifiestan en mí?
Nunca leí nada que se asemejara a lo que ha sucedido en mi casa. Si
pudiera abandonarla, irme, huir y no regresar más, me salvaría,
pero no puedo.
14 de agosto
¡Estoy perdido! ¡Alguien domina mi alma y la dirige! Alguien ordena
todos mis actos, mis movimientos y mis pensamientos. Ya no soy
nada en mí; no soy más que un espectador prisionero y aterrorizado
por todas las cosas que realizo. Quiero salir y no puedo. Él no quiere
y tengo que quedarme, azorado y tembloroso, en el sillón donde me
obliga a sentarme. Sólo deseo levantarme, incorporarme para
sentirme todavía dueño de mí. ¡Pero no puedo! Estoy clavado en mi
asiento, y mi sillón se adhiere al suelo de tal modo que no habría
fuerza capaz de movernos.
De pronto, siento la irresistible necesidad de ir al huerto a
cortar fresas y comerlas. Y voy. Corto fresas y las como. ¡Oh Dios
mío! ¡Dios mío! ¿Será acaso un Dios? Si lo es, ¡salvadme! ¡Libradme!
¡Socorredme! ¡Perdón! ¡Piedad! ¡Misericordia! ¡Salvadme! ¡Oh, qué
sufrimiento! ¡Qué suplicio! ¡Qué horror!
16 de agosto
Hoy pude escaparme durante dos horas, como un preso que
encuentra casualmente abierta la puerta de su calabozo. De pronto,
sentí que yo estaba libre y que él se hallaba lejos. Ordené uncir los
caballos rápidamente y me dirigí a Ruán. Qué alegría poder decirle a
un hombre que obedece: «¡Vamos a Ruán!»
Hice detener la marcha frente a la biblioteca donde solicité
en préstamo el gran tratado del doctor Hermann Herestauss sobre
los habitantes desconocidos del mundo antiguo y moderno.
Después, cuando me disponía a subir a mi coche, quise
decir: «¡A la estación!», y grité —no dije, grité— con una voz tan
fuerte que llamó la atención de los transeúntes: "A casa", y caí
pesadamente, loco de angustia, en el asiento. Él me había
encontrado y volvía a posesionarse de mí.
15 de agosto
Evidentemente, así estaba poseída y dominada mi prima cuando fue
a pedirme cinco mil francos. Obedecía a un poder extraño que había
penetrado en ella como otra alma, como un alma parásita y
17 de agosto
¡Ah! ¡Qué noche! ¡Qué noche! Y sin embargo me parece que
debería alegrarme. Leí hasta la una de la madrugada. Hermann
Herestauss, doctor en filosofía y en teogonía, ha escrito la historia y
las manifestaciones de todos los seres invisibles que merodean
124
alrededor del hombre o han sido soñados por él. Describe sus
orígenes, sus dominios y sus poderes. Pero ninguno de ellos se
parece al que me domina. Se diría que el hombre, desde que pudo
pensar, presintió y temió la presencia de un ser nuevo más fuerte
que él —su sucesor en el mundo— y que como no pudo prever la
naturaleza de este amo, creó, en medio de su terror, todo ese
mundo fantástico de seres ocultos y de fantasmas misteriosos
surgidos del miedo. Después de leer hasta la una de la madrugada,
me senté junto a mi ventana abierta para refrescarme la cabeza y el
pensamiento con la apacible brisa de la noche.
Era una noche hermosa y tibia, que en otra ocasión me
hubiera gustado mucho.
No había luna. Las estrellas brillaban en las profundidades
del cielo con estremecedores destellos.
¿Quién vive en aquellos mundos? ¿Qué formas, qué seres
vivientes, animales o plantas, existirán allí? Los seres pensantes de
esos universos, ¿serán más sabios y más poderosos que nosotros?
¿Conocerán lo que nosotros ignoramos? Tal vez cualquiera de estos
días uno de ellos atravesará el espacio y llegará a la tierra para
conquistarla, así como antiguamente los normandos sometían a los
pueblos más débiles.
Somos tan indefensos, inermes, ignorantes y pequeños,
sobre este trozo de lodo que gira disuelto en una gota de agua.
Pensando en eso, me adormecí en medio del fresco viento
de la noche.
Pero después de dormir unos cuarenta minutos, abrí los
ojos sin hacer un movimiento, despertado por no sé qué emoción
confusa y extraña. En un principio no vi nada, pero de pronto me
pareció que una de las páginas del libro que había dejado abierto
sobre la mesa acababa de darse vuelta sola. No entraba ninguna
corriente de aire por la ventana. Esperé, sorprendido. Al cabo de
cuatro minutos, vi, sí, vi con mis propios ojos, que una nueva página
se levantaba y caía sobre la otra, como movida por un dedo. Mi
sillón estaba vacío, aparentemente estaba vacío, pero comprendí
que él estaba leyendo allí, sentado en mi lugar. ¡Con un furioso
salto, un salto de fiera irritada que se rebela contra el domador,
atravesé la habitación para atraparlo, estrangularlo y matarlo! Pero
antes de que llegara, el sillón cayó delante de mí como si él hubiera
huido. . . la mesa osciló, la lámpara rodó por el suelo y se apagó, y la
ventana se cerró como si un malhechor sorprendido hubiese
escapado por la oscuridad, tomando con ambas manos los
batientes.
Había escapado; había sentido miedo, ¡miedo de mí!
Entonces, mañana… Pasado mañana o cualquier a de
estos... Podré tenerlo bajo mis puños y aplastarlo contra el suelo.
¿Acaso a veces los perros no muerden y degüellan a sus amos?
18 de agosto
He pensado durante todo el día. ¡Oh!, sí, voy a obedecerle, seguiré
sus impulsos, cumpliré sus deseos, seré humilde, sumiso y cobarde.
Él es más fuerte. Hasta que llegue el momento...
19 de agosto
¡Ya sé… Ya sé todo! Acabo de leer lo que sigue en la Revista del
Mundo Científico:
Nos llega una noticia muy curiosa de Río de
Janeiro. Una epidemia de locura,
comparable a las demencias contagiosas
que asolaron a los pueblos europeos en la
125
Edad Media, se ha producido en el Estado
de San Pablo. Los habitantes despavoridos
abandonan sus casas y huyen de los
pueblos, dejan sus cultivos, creyéndose
poseídos y dominados, como un rebaño
humano, por seres invisibles aunque
tangibles, por especies de vampiros que se
alimentan de sus vidas mientras los
habitantes duermen, y que además beben
agua
y
leche
sin
apetecerles
aparentemente ningún otro alimento.
El profesor don Pedro Henríquez,
en compañía de varios médicos eminentes,
ha partido para el Estado de San Pablo, a
fin de estudiar sobre el terreno el origen y
las manifestaciones de esta sorprendente
locura, y poder aconsejar al Emperador las
medidas que juzgue convenientes para
apaciguar a los delirantes pobladores.
¡Ah! ¡Ahora recuerdo el hermoso bergantín brasileño que pasó
frente a mis ventanas remontando el Sena, el 8 de mayo último! Me
pareció tan hermoso, blanco y alegre. Allí estaba él que venía de
lejos, ¡del lugar de donde es originaria su raza! ¡Y me vio! Vio
también mi blanca vivienda, y saltó del navío a la costa. ¡Oh Dios
mío!
Ahora ya lo sé y lo presiento: el reinado del hombre ha
terminado.
Ha venido aquel que inspiró los primeros terrores de los
pueblos primitivos. Aquel que exorcizaban los sacerdotes inquietos
y que invocaban los brujos en las noches oscuras, aunque sin verlo
todavía. Aquel a quien los presentimientos de los transitorios
dueños del mundo adjudicaban formas monstruosas o graciosas de
gnomos, espíritus, genios, hadas y duendes. Después de las groseras
concepciones del espanto primitivo, hombres más perspicaces han
presentido con mayor claridad. Mesmer lo sospechaba, y hace ya
diez años que los médicos han descubierto la naturaleza de su
poder de manera precisa, antes de que él mismo pudiera ejercerlo.
Han jugado con el arma del nuevo Señor, con una facultad
misteriosa sobre el alma humana. La han denominado magnetismo,
hipnotismo, sugestión… ¡Qué sé yo! ¡Los he visto divertirse como
niños imprudentes con este terrible poder! ¡Desgraciados de
nosotros! ¡Desgraciado del hombre! Ha llegado el... el... ¿Cómo se
llama?… El… Parece qué me gritara su nombre y no lo oyese… El…
Sí… Grita… Escucho... ¿Cómo?... Repite... El... Horla... He oído… El
Horla… Es él… ¡El Horla.… Ha llegado!…
¡Ah! El buitre se ha comido la paloma, el lobo ha devorado
el cordero; el león ha devorado el búfalo de agudos cuernos: el
hombre ha dado muerte al león con la flecha, el puñal y la pólvora,
pero el Horla hará con el hombre lo que nosotros hemos hecho con
el caballo y el buey: lo convertirá en su cosa, su servidor y su
alimento, por el solo poder de su voluntad. ¡Desgraciados de
nosotros!
No obstante, a veces el animal se rebela y mata a quien lo
domestica... Yo también quiero... Yo podría hacer lo mismo... pero
primero hay que conocerlo, tocarlo y verlo. Los sabios afirman que
los ojos de los animales no distinguen las mismas cosas que los
nuestros… Y mis ojos no pueden distinguir al recién llegado que me
oprime. ¿Por qué? ¡Oh! Recuerdo ahora las palabras del monje del
monte Saint-Michel: «¿Acaso vemos la cienmilésima parte de lo que
126
existe? Observe, por ejemplo, el viento que es la fuerza más
poderosa de la naturaleza, el viento que derriba hombres y edificios,
que arranca de cuajo los árboles, y levanta montañas de agua en el
mar, que destruye los acantilados y arroja contra ellos a las grandes
naves; el viento, que silba, gime y ruge. ¿Acaso lo ha visto usted
alguna vez? ¿Acaso puede verlo? ¡Y sin embargo existe!»
Y yo seguía pensando: mis ojos son tan débiles e
imperfectos que ni siquiera distinguen los cuerpos sólidos cuando
son trasparentes como el vidrio… Si un espejo sin azogue obstruye
mi camino chocaré contra él como el pájaro que penetra en una
habitación y se rompe la cabeza contra los vidrios. Por lo demás, mil
cosas nos engañan y desorientan. No puede extrañar entonces que
el hombre no sepa percibir un cuerpo nuevo que atraviesa la luz.
¡Un ser nuevo! ¿Por qué no? ¡No podía dejar de venir! ¿Por
qué nosotros íbamos a ser los últimos? Nosotros no los distinguimos
pero tampoco nos distinguían los seres creados antes que nosotros.
Ello se explica porque su naturaleza es más perfecta, más elaborada
y mejor terminada que la nuestra, tan endeble y torpemente
concebida, trabada por órganos siempre fatigados, siempre
forzados como mecanismos demasiado complejos, que vive como
una planta o como un animal, nutriéndose penosamente de aire,
hierba y carne, máquina animal acosada por las enfermedades, las
deformaciones y las putrefacciones; que respira con dificultad,
imperfecta, primitiva y extraña, ingeniosamente mal hecha, obra
grosera y delicada, bosquejo del ser que podría convertirse en
inteligente y poderoso.
Existen muchas especies en este mundo, desde la ostra al
hombre. ¿Por qué no podría aparecer una más, después de
cumplirse el período que separa las sucesivas apariciones de las
diversas especies?
¿Por qué no puede aparecer una más? ¿Por qué no pueden
surgir también nuevas especies de árboles de flores gigantescas y
resplandecientes que perfumen regiones enteras? ¿Por qué no
pueden aparecer otros elementos que no sean el fuego, el aire, la
tierra y el agua? ¡Sólo son cuatro, nada más que cuatro, esos padres
que alimentan a los seres! ¡Qué lástima! ¿Por qué no serán
cuarenta, cuatrocientos o cuatro mil? ¡Todo es pobre, mezquino,
miserable! ¡Todo se ha dado con avaricia, se ha inventado
secamente y se ha hecho con torpeza! ¡Ah! ¡Cuánta gracia hay en el
elefante y el hipopótamo! ¡Qué elegante es el camello!
Se podrá decir que la mariposa es una flor que vuela. Yo
sueño con una que sería tan grande como cien universos, con alas
cuya forma, belleza, color y movimiento ni siquiera puedo describir.
Pero lo veo… Va de estrella a estrella, refrescándolas y
perfumándolas con el soplo armonioso y ligero de su vuelo… Y los
pueblos que allí habitan la miran pasar, extasiados y maravillados…
¿Qué es lo que tengo? Es el Horla que me hechiza, que me
hace pensar esas locuras. Está en mí, se convierte en mi alma. ¡Lo
mataré!
19 de agosto
Lo mataré. ¡Lo he visto! Anoche yo estaba sentado a la mesa y
simulé escribir con gran atención. Sabía perfectamente que vendría
a rondar a mi alrededor, muy cerca, tan cerca que tal vez podría
tocarlo y asirlo. ¡Y entonces!... Entonces tendría la fuerza de los
desesperados; dispondría de mis manos, mis rodillas, mi pecho, mi
frente y mis dientes para estrangularlo, aplastarlo, morderlo y
despedazarlo.
Yo acechaba con todos mis sentidos sobreexcitados.
127
Había encendido las dos lámparas y las ocho bujías de la
chimenea, como si fuese posible distinguirlo con esa luz.
Frente a mí está mi cama, una vieja cama de roble, a la
derecha la chimenea; a la izquierda la puerta cerrada
cuidadosamente, después de dejarla abierta durante largo rato a fin
de atraerlo; detrás de mí un gran armario con espejos que todos los
días me servía para afeitarme y vestirme y donde acostumbraba
mirarme de pies a cabeza cuando pasaba frente a él.
Como dije antes, simulaba escribir para engañarlo, pues él
también me espiaba. De pronto, sentí, sentí, tuve la certeza de que
leía por encima de mi hombro, de que estaba allí rozándome la
oreja. Me levanté con las manos extendidas, girando con tal rapidez
que estuve a punto de caer. Pues bien... Se veía como si fuera pleno
día, ¡y sin embargo no me vi en el espejo!... ¡Estaba vacío, claro,
profundo y resplandeciente de luz! ¡Mi imagen no aparecía y yo
estaba frente a él! Veía aquel vidrio totalmente límpido de arriba
abajo. Y lo miraba con ojos extraviados; no me atrevía a avanzar, y
ya no tuve valor para hacer un movimiento más. Sentía que él
estaba allí, pero que se me escaparía otra vez, con su cuerpo
imperceptible que me impedía reflejarme en el espejo. ¡Cuánto
miedo sentí! De pronto, mi imagen volvió a reflejarse pero como si
estuviese envuelta en la bruma, como si la observase a través de
una capa de agua. Me parecía que esa agua se deslizaba lentamente
de izquierda a derecha y que paulatinamente mi imagen adquiría
mayor nitidez. Era como el final de un eclipse. Lo que la ocultaba no
parecía tener contornos precisos; era una especie de transparencia
opaca, que poco a poco se aclaraba.
Por último, pude distinguirme completamente como todos
los días.
¡Lo había visto! Conservo el espanto que aún me hace
estremecer.
20 de agosto
¿Cómo podré matarlo si está fuera de mi alcance?
¿Envenenándolo? Pero él me verá mezclar el veneno en el
agua y tal vez nuestros venenos no tienen ningún efecto sobre un
cuerpo imperceptible. No... No... decididamente no. Pero
entonces... ¿Qué haré entonces?
21 de agosto
He llamado a un cerrajero de Ruán y le he encargado persianas
metálicas como las que tienen algunas residencias particulares de
París, en la planta baja, para evitar los robos. Me haré además una
puerta similar. Me debe haber tomado por un cobarde, pero no
importa...
10 de septiembre
Ruán, Hotel Continental. Ha sucedido... Ha sucedido... Pero, ¿habrá
muerto? Lo que vi me ha trastornado.
Ayer, después que el cerrajero colocó la persiana y la puerta
de hierro, dejé todo abierto hasta medianoche a pesar de que
comenzaba a hacer frío. De improviso, sentí que estaba aquí y me
invadió la alegría, una enorme alegría. Me levanté lentamente y
caminé en cualquier dirección durante algún tiempo para que no
sospechase nada. Luego me quité los botines y me puse
distraídamente unas pantuflas. Cerré después la persiana metálica y
regresé con paso tranquilo hasta la puerta, cerrándola también con
dos vueltas de llave. Regresé entonces hacia la ventana, la cerré con
un candado y guardé la llave en el bolsillo.
128
De pronto, comprendí que se agitaba a mi alrededor, que él
también sentía miedo, y que me ordenaba que le abriera. Estuve a
punto de ceder, pero no lo hice. Me acerqué a la puerta y la
entreabrí lo suficiente como para poder pasar retrocediendo, y
como soy muy alto mi cabeza llegaba hasta el dintel. Estaba seguro
de que no había podido escapar y allí lo acorralé solo,
completamente solo. ¡Qué alegría! ¡Había caído en mi poder!
Entonces descendí corriendo a la planta baja; tomé las dos lámparas
que se hallaban en la sala situada debajo de mi habitación, y, con el
aceite que contenían rocié la alfombra, los muebles, todo. Luego les
prendí fuego, y me puse a salvo después de cerrar bien, con dos
vueltas de llave, la puerta de entrada.
Me escondí en el fondo de mi jardín tras un macizo de
laureles. ¡Qué larga me pareció la espera! Reinaba la más completa
oscuridad, gran quietud y silencio; no soplaba la menor brisa, no
había una sola estrella, nada más que montañas de nubes que
aunque no se veían hacían sentir su gran peso sobre mi alma.
Miraba mi casa y esperaba. ¡Qué larga era la espera! Creía
que el fuego ya se había extinguido por sí solo o que él lo había
extinguido. Hasta que vi que una de las ventanas se hacía astillas
debido a la presión del incendio, y una gran llamarada roja y
amarilla, larga, flexible y acariciante, ascender por la pared blanca
hasta rebasar el techo. Una luz se reflejó en los árboles, en las
ramas y en las hojas, y también un estremecimiento, ¡un
estremecimiento de pánico! Los pájaros se despertaban; un perro
comenzó a ladrar; parecía que iba a amanecer. De inmediato,
estallaron otras ventanas, y pude ver que toda la planta baja de mi
casa ya no era más que un espantoso brasero. Pero se oyó un grito
en medio de la noche, un grito de mujer horrible, sobreagudo y
desgarrador, al tiempo que se abrían las ventanas de dos
buhardillas. ¡Me había olvidado de los criados! ¡Vi sus rostros
enloquecidos y sus brazos que se agitaban!...
Despavorido, eché a correr hacia el pueblo gritando:
«¡Socorro! ¡Socorro! ¡Fuego! ¡Fuego!». Encontré gente que ya
acudía al lugar y regresé con ellos para ver.
La casa ya sólo era una hoguera horrible y magnífica, una
gigantesca hoguera que iluminaba la tierra, una hoguera donde
ardían los hombres, y él también. Él, mi prisionero, el nuevo Ser, el
nuevo amo, ¡el Horla!
De pronto el techo entero se derrumbó entre las paredes y
un volcán de llamas ascendió hasta el cielo. Veía esa masa de fuego
por todas las ventanas abiertas hacia ese enorme horno, y pensaba
que él estaría allí, muerto en ese horno...
¿Muerto? ¿Será posible? ¿Acaso su cuerpo, que la luz
atravesaba, podía destruirse por los mismos medios que destruyen
nuestros cuerpos?
¿Y si no hubiera muerto? Tal vez sólo el tiempo puede
dominar al Ser Invisible y Temido. ¿Para qué ese cuerpo
transparente, ese cuerpo invisible, ese cuerpo de Espíritu, si
también está expuesto a los males, las heridas, las enfermedades y
la destrucción prematura?
¿La destrucción prematura? ¡Todo el temor de la
humanidad procede de ella! Después del hombre, el Horla. Después
de aquel que puede morir todos los días, a cualquier hora, en
cualquier minuto, en cualquier accidente, ha llegado aquel que
morirá solamente un día determinado en una hora y en un minuto
determinado, al llegar al límite de su vida.
No... No... No hay duda, no hay duda... no ha muerto… Entonces
tendré que suicidarme…
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STEPHEN KING (1947-)
«Cuando alguien se halla esclavizado por una intensa emoción
tiende a perder la perspectiva, el control... O, en vez de eso, entrega
el control a otra persona. Pero, a pesar de la momentánea
satisfacción de ese acto, tarde o temprano se llega a la comprensión
de que se ha entregado lo único que una persona posee realmente:
la libertad. Y la reacción es variable: disgusto con uno mismo,
autocompasión, horror..., y algo peor. El éxito de Stephen King se
basa menos en las historias que narra que en el cuidado hacia los
personajes sobre los que escribe. Dicho cuidado hace reales a los
personajes, y con ello los relatos se hacen igualmente reales. En
cuanto eso sucede, no hay escape posible, tanto si uno quiere como
si no.»
Entre sus obras encontramos: Carrie, El misterio de Salem’s
Lot, Christine, Cujo, Los niños del maíz, entre otras.
Extraído de El umbral de la noche (Night Shift), publicado
por el autor en 1978.
EL ÚLTIMO TURNO
Viernes, dos de la mañana.
Cuando Warwick subió, may estaba sentado en el banco
contiguo al ascensor, el único lugar del tercer piso donde un pobre
trabajador podía fumarse un pitillo. No le alegró ver a Warwick.
Teóricamente, el capataz no debía asomar las narices en el terreno
durante el último turno. Teóricamente, debía quedarse en su
despacho del sótano, bebiendo café de la jarra que descansaba
sobre el ángulo de su escritorio. Además, hacía calor.
Era el mes de junio más caluroso que se recordaba en Gates
Falls, y el termómetro de la Orange Cruz que también colgaba junto
al ascensor había alcanzado en una oportunidad los treinta y cuatro
grados a las tres de la mañana. Sólo Dios sabía qué clase de infierno
era la tejeduría en el turno de tres a once.
Hall manejaba la carda: un armatoste fabricado en 1934 por
una desaparecida firma de Cleveland. Sólo trabajaba en la tejeduría
desde abril, de modo que todavía ganaba el salario mínimo de un
dólar con stenta y ocho céntimos por hora, a pesar de lo cual estaba
satisfecho. No tenía esposa, ni una chica estable, ni debía pagar
alimentos por divorcio. Le gustaba vagabundear, y durante los
últimos tres años había viajado, haciendo auto-stop, de Berkley
(estudiante universitario) a Lake Tahoe (botones) a Galveston
(estibador) a Miami (cocinero de minutas) a Wheeling (taxista y
lavaplatos) a Gates Falls, Maine (cardador). No planeaba volver a
partir hasta que comenzara a nevar. Era un individuo solitario y
prefería el turno de once a siete, cuando la sangre de la tejeduría
circulaba en su punto más bajo, para no hablar de la temperatura
ambiente.
Lo único que no le gustaba eran las ratas.
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El tercer piso era largo y estaba desierto, y sólo lo iluminaba
el titilante resplandor de los tubos fluorescentes. A diferencia de
otros pisos permanecía relativamente silencioso y desocupado...,
por lo menos en lo que a seres humanos se refería. Las ratas eran
harina de otro costal. La única máquina que funcionaba en el
terreno era la carda. El resto de la planta estaba ocupado por los
sacos de cuarenta y cinco kilos de fibra que aún debía ser peinada
por los largos dientes de las máquinas de may. Estaban apilados en
largas hileras, como ristras de salchichas, y algunos de ellos (sobre
todo los de aquellos materiales para los que no había demanda)
tenían años de antigüedad y estaban cubiertos por una sucia capa
gris de deshechos industriales. Eran excelentes nidos para las ratas,
unos animales inmensos, panzones, con ojos feroces y en cuyos
cuerpos bullían los piojos y las pulgas.
Hall había la costumbre de acumular un pequeño arsenal de
latas de gaseosa que sacaba del cubo de la basura, durante la hora
de descanso. Cuando había poco trabajo se las arrojaba a las ratas, y
después las recuperaba parsimoniosamente. Sólo que esta vez le
sorprendió el Señor Capataz, que había subido por la escalera y no
por el ascensor, demostrando que todos tenían razón al afirmar que
era un furtivo hijo de puta.
—¿Qué hace, Hall?
—Las ratas –respondió Hall, consciente de que su
explicación debía de resultar muy poco convincente ahora que las
ratas habían vuelto a acurrucarse en sus madrigueras—. Cuando las
veo les arrojo latas.
Warwick hizo un breve ademán de asentimiento. Era un
gigante rollizo con el pelo cortado al cepillo. Tenía la camisa
arremangada y el nudo de la corbata estirado hacia abajo. Miró
atentamente a Hall.
—No le pagamos para que arroje latas a las ratas, caballero.
Ni siquiera aunque las vuelva a recoger.
—Hace veinte minutos que Harry no me envía material –
arguyó Hall, pensando: ¿Por qué diablos no te quedaste donde
estabas, bebiendo tu café? —. No puedo pasar por la carda el
material que no me ha llegado.
Warwick asintió como si el tema ya no le interesara.
—Quizá será mejor que suba a conversar con Wisconsky –
dijo—. Apuesto cinco contra uno a que está leyendo una revista
mientras la mierda se acumula en sus arcones.
Hall permaneció callado.
Warwick señaló súbitamente con el dedo.
—¡Ahí hay una! ¡Reviente a esa cerda!
Hall arrojó con un movimiento vertiginoso la lata de Nehi
que tenía en la mano. La rata, que los había estado mirando con sus
ojillos brillantes como municiones desde encima de uno de los sacos
de tela, huyó con un débil chillido. Warwich echó la cabeza hacia
atrás y lanzó una carcajada mientras Hall iba a buscar la lata.
—He venido a hablarle de otro asunto –dijo Warwick.
—¿De veras?
—La semana próxima es la del cuatro de julio –prosiguió el
capataz. Hall hizo un ademán de asentimiento. La tejeduría estaría
cerrada desde el lunes hasta el sábado: una semana de vacaciones
para el personal con más de un año de antigüedad, y una semana de
inactividad sin salario para el personal con menos de un año de
antigüedad—. ¿Quiere trabajar?
Hall se encogió de hombros.
—¿Qué hay que hacer?
—Vamos a limpiar toda la planta del sótano. Hace dos años
que nadie la toca. Es una pocilga. Usaremos mangueras.
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—¿La comisión de sanidad del Ayuntamiento de ha dado un
tirón de orejas al consejo de Administración?
Warwick lo miró fijamente.
—¿Le interesa o no? Dos dólares por hora, paga doble el
cuatro. Trabajaremos en el último turno, porque es el más fresco.
Hall hizo un cálculo mental. Una vez descontados los
impuestos, cobraría alrededor de setenta y cinco dólares. Mejor que
cero, como había previsto.
—De acuerdo.
—Preséntese el lunes junto a la tintorería.
Hall lo siguió con la mirada cuando se encaminó
nuevamente hacia la escalera. Warwick se detuvo a mitad de
camino y se volvió hacia Hall.
—Usted ha sido estudiante universitario, ¿verdad?
Hall asintió con un movimiento de cabeza
—Muy bien, mono sabio. Lo recordaré.
Se fue. Hall se sentó y encendió otro cigarrillo, con una lata
de gaseosa en la mano y alerta a los desplazamientos de las ratas.
Imaginó lo que encontrarían en el sótano, o mejor dicho en el
segundo sótano, un piso por debajo de la tintorería. Húmedo,
oscuro, lleno de arañas y paños podridos y filtraciones del río... y
ratas. Quizás incluso murciélagos, los aviadores de la familia
roedora. Qué asco.
Hall lanzó la lata con fuerza, y después sonrió cáusticamente
para sus adentros mientras oía el vago rumor de la voz de Warwick
que llegaba por los conductos de ventilación. Le estaba cantando las
cuarenta a Harry Wisconsky.
Muy bien, mono sabio. Lo recordaré.
Dejó de sonreír bruscamente y aplastó la colilla. Poco
después Wisconsky empezó a enviar nylon crudo por los tubos y
Hall reanudó el trabajo. Y al cabo de unos minutos las ratas se
asomaron y se apostaron sobre los sacos del fondo del largo recinto,
escudriñándole con sus fijos ojillos negros. Parecían los miembros
de un jurado.
Lunes, once de la noche.
Había aproximadamente treinta y seis hombres sentados en
torno cuando Warwick entró vestido con unos viejos vaqueros
insertados dentro de las altas botas de goma. Hall había estado
escuchando a Harry Wisconsky, que era inmensamente gordo,
inmensamente holgazán, e inmensamente pesimista.
—Será inmundo –decía Wisconsky cuando entró el Señor
Capataz—. Esperad y veréis. Volveremos a casa más negros que una
medianoche en Persia.
—¡Muy bien! –anunció Warwick—. Abajo conectamos
sesenta bombillas, de modo que tendremos suficiente luz para ver
lo que hacemos. Ustedes, muchachos –señaló a un grupo de
hombres que estaban apoyados contra los carretes de secado—,
quiero que empalmen las mangueras de la tubería principal de agua
que pasa junto al hueco de la escalera. Disponemos de
aproximadamente ochenta metros para cada hombre, de modo que
bastatán. No se hagan los chistosos y no bañen a sus compañeros si
no quieren que acaben en el hospital. Tienen mucha fuerza.
—Alguien saldrá malparado –profetizó Wisconsky
agriamente—. Esperad y veréis.
—Y ustedes –prosiguió Warwick, señalando al grupo del que
formaban parte Hall y Wisconsky—. Ustedes formarán esta noche la
brigada de basureros. Irán en parejas, con una carretilla eléctrica
para cada equipo. Hay viejos muebles de oficina, sacos de tela,
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fragmentos de máquinas rotas, lo que se les ocurra. Apilaremos
todo junto al pozo de ventilación del extremo oeste. ¿Alguien no
sabe manejar una carretilla?
Nadie levantó la mano. Las carretillas eléctricas eran unos
vehículos alimentados a batería, semejantes a pequeños camiones
de basura. Después de mucho uso despedían un olor nauseabundo
que le recordaba a Hall el de los cables eléctricos chamuscados.
—Muy bien— dijo Warwick—. Manos a la obra.
Martes, dos de la mañana.
Hall estaba fastitiado y harto de escuchar la sistemática
andanada de blasfemias de Wisconsky. Se preguntó si serviría para
algo pegarle un puñetazo. Probablemente no. Sólo le daría a
Wisconsky otro motivo para protestar.
Hall se había dado cuenta de que lo pasarían mal, pero no
hasta semejante extremo. Para empezar, no había previsto el olor.
La fetidez contaminada del río, mezclada con la pestilencia de las
telas descompuestas, de la mampostería podrida, de las materias
vegetales. En el último rincón, donde empezaron el trabajo, Hall
descubrió una colonia de enormes hongos blancos que se asomaban
por el cemento resquebrajado. Sus manos entraron en contacto con
ellos mientras tironeaba de una herrumbrada rueda dentada, y le
parecieron curiosamente tibios e hinchados, como la carne de un
hombre enfermo de bocio.
Las lamparillas no bastaban para disipar doce años de
oscuridad: sólo conseguían hacerla retroceder un poco y
proyectaban un enfermizo resplandor amarillo sobre todo aquel
caos. El recinto parecía la nave en ruinas de una iglesia profanada,
con su alto techo y las descomunales máquinas abandonadas que
nunca conseguirían mover, con sus paredes húmedas salpicadas por
manchones
de
musgo
amarillo
que
había
crecido
incontrolablemente, y con el coro atonal que producía el agua de las
mangueras al correr por la red de cloacas casi obstruidas que
desembocaban en el río, debajo de la cascada.
Y las ratas..., tan formidables que, comparadas con ellas, las
del tercer piso parecían enanas. Dios sabía con qué se alimentaban
allí abajo. El grupo de limpieza levantaba constantemente tablas y
sacos dejaba al descubierto inmensos nidos de papel desgarrado, y
los hombres miraban con repulsión atávica cómo las crías de ojos
abultados y cegados por la oscuridad perenne huían por grietas y
huecos.
—Hagamos un alto para fumar un pitillo –dijo Wisconsky.
Parecía sin resuello, pero Hall no entendía por qué, pues había
holgazaneado durante toda la noche. De cualquier forma, ya era
hora, y en ese momento no les veía nadie.
—Está bien. –Hall se recostó contra el borde de la carretilla
eléctrica y encendió un cigarrillo.
—No debería haberme dejado convencer por Warwick –
refunfuñó Wisconsky—. Éste no es un trabajo para hombres. Pero
aquella noche se puso furioso cuando me encontró en la letrina del
cuarto piso con los pantalones levantados. Caramba, cómo se
enfadó.
Hall no contestó. Pensaba en Warwick y en las ratas. Entre
el uno y las otras existía un vínculo extraño. Las ratas parecían
haberse olvidado por completo de los hombres durante su larga
estancia bajo la tejeduría: eran audaces y casi no tenían miedo. Una
de ellas se había alzado sobre las patas traseras, como una ardilla,
hasta que Hall se colocó a la distancia justa para asestarle un
puntapié, y entonces la bestia se abalanzó sobre la bota, hincándole
los dientes. Había centenares, quizá miles. Se preguntó cuántos
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tipos de enfermedades llevaban consigo en ese pozo negro. Y
Warwick. Había algo en él...
—Necesito el dinero –dijo Wisconsky—. Pero por Dios,
amigo, éste no es un trabajo para hombres. Esas ratas. –Miró
temerosamente en torno—. Casi parecen pensar. Incluso me
pregunto qué sucedería si nosotros fuéramos pequeños y ellas
grandes...
—Oh, cállate –le interrumpió Hall.
Wisconsky lo miró, ofendido.
—Oye, lo siento, amigo. Sólo se trata de que... –Su voz se
apagó gradualmente—. ¡Jesús, cómo apesta este sótano! –
exclamó—. ¡Éste no es un trabajo para hombres!
Una araña se asomó sobre el borde de la carretilla y le trepó
por el brazo. Wisconsky la apartó con un manotazo y con un bufido
de asco.
—Vamos –dijo Hall, aplastando el cigarrillo—. Cuanta más
prisa nos demos, antes saldremos de aquí.
—Supongo que sí –asintió Wisconsky amargamente—.
Supongo que sí.
Martes, cuatro de la mañana.
Hora de la merienda.
Hall y Wisconsky estaban sentados con otros tres o cuatro
hombres, comiendo sus bocadillos con unas manos negras que ni
siquiera el detergente industrial podía limpiar. Hall masticaba sin
dejar de mirar el pequeño despacho del capataz, rodeado por
paneles de vidrio. Warwick bebía café y comía con deleite unas
hamburguesas frías.
—Ray Upson tuvo que irse a casa –anunció Charlie Brochu.
—¿Vomitó? –preguntó alguien—. Eso casi me sucedió a mí.
—No. Ray tendría que comer mierda de vaca para vomitar.
Le mordió una rata.
Hall, caviloso, dejó de inspeccionar a Warwick.
—¿De veras? –preguntó.
—Sí. –Brochu meneó la cabeza—. Yo estaba en su equipo.
Nunca he visto nada más inmundo. Saltó de un agujero de uno de
esos viejos sacos de tela. Debía de tener el tamaño de un gato. Se le
prendió a la mano y empezó a masticarla.
—Jesús –musitó uno de los hombres, poniéndose verde.
—Sí –continuó Brochu—. Ray chilló como una mujer, y no se
lo reprocho. Sangraba como un cerdo. ¿Y pensáis que esa fiera lo
soltó? No señor. Tuve que pegarle tres o cuatro veces con una tabla
para desprenderla. Ray parecía enloquecido. La pisoteó hasta
reducirla a un pingajo de piel. Nunca he visto nada más espantoso.
Warwick le vendó la mano y lo envió a casa. Le dijo que mañana se
haga examinar por el médico.
—Fue muy generoso, el hijo de puta –comentó alguien.
Como si lo hubiera oído, Warwick se levantó en su
despacho, se enderezó y se acercó a la puerta.
—Es hora de volver al trabajo.
Los hombres se pusieron lentamente en pie, y tardaron lo
más posible en armar sus cestas, y en sacar bebidas frescas y
golosinas de las máquinas expendedoras. Después iniciaron el
descenso, haciendo repicar con desgana los tacones sobre los
peldaños de acero.
Warwick pasó junto a Hall y le palmeó el hombro.
—¿Cómo marcha eso, mono sabio? –No esperó la
respuesta.
—Vamos –le dijo pacientemente Hall a Wisconsky, que se
estaba atando el cordón del zapato. Bajaron.
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Martes, siete de la mañana.
Hall y Wisconsky salieron juntos. Hall tuvo la impresión de
que por algún motivo inexplicable había heredado al rechoncho
polaco. Wisconsky ostentaba un mugre casi cósmica, y su gorda cara
de luna estaba manchada como la de un crío al que acabara de
zurrarle el matón del barrio.
Ninguno de los otros hombres hacía bromas, como de
costumbre, no se tiraban de los faldones de las camisas, nadie
preguntaba chistosamente quién calentaba la cama de la mujer de
Tony entre la una y las cuatro. Sólo el silencio, y un chasquido
ocasional cuando alguien esupía sobre el piso roñoso.
—¿Quieres que te lleve? –preguntó Wisconsky indeciso.
—Gracias.
No hablaron mientras atravesaban Mill Street y cruzaban el
puente. Cuando Wisconsky le dejó frente a su apartamento sólo
intercambiaron un lacónico saludo
Hall fue directamente a la ducha, sin dejar de pensar en
Warwick, tratando de identificar qué era lo que atraía en el Señor
Capataz, qué era lo que le hacía sentir que estaban misteriosamente
ligados el uno al otro.
Se durmió apenas apoyó la cabeza sobre la almohada, pero
su sueño fue entrecortado y nervioso: soñó con ratas.
Miércoles, una de la mañana.
Era mejor manejar las mangueras.
No podían entrar hasta que el contingente de basureros
hubiese limpiado una sección, y muy a menudo terminaban de lavar
antes de que la sección siguiente estuviera despejada..., lo que
significaba que disponían de tiempo para fumar un cigarrillo. Hall
manejaba la boquilla de una de las largas mangueras y Wisconsky
iba y venía desenredándola, abriendo y cerrando el grifo, apartando
los obstáculos.
Warwick estaba de mal humor porque el trabajo se
desarrollaba con gran lentitud. Tal como marchaban las cosas sería
imposible terminar el jueves.
Ahora se ajetreaban entre un cúmulo caótico de equipos de
oficina del siglo XIX que habían sido apilados en un rincón –
escritorios con tapa de corredera, libros de contabilidad mohosos,
montones de facturas, sillas con los asientos rotos— y ése era el
paraíso de las ratas. Veintenas de ellas chillaban y corrían por los
pasillos oscuros y demenciales que formaban un verdadero
laberinto dentro de ese conglomerado, y después de que mordieron
a dos hombres, los restantes se negaron a trabajar hasta que
Warwick envió a alguien arriba en busca de unos pesados guantes
reforzados con caucho, que por lo general los utilizaba el personal
de la tintorería que debía manipular ácidos.
Hall y Wisconsky esperaban el momento de entrar con sus
mangueras, cuando un hombrón de pelo arenoso llamado
Carmichael empezó a aullar maldiciones y a retroceder,
golpeándose el pecho con las manos enguantadas, llenando la
estancia con su retumbar.
Una rata colosal, con la pelambre surcada por vetas grises y
con ojillos repulsivos y brillantes, había hincado los dientes en su
camisa y colgaba de allí, chillando y tamborileando sobre la barriga
de Carmichael con sus patas traseras. Finalmente Carmichael la
derribó de un puñetazo, pero tenía un gran agujero en la camisa y
un fino hilo de sangre le chorreaba desde encima de una tetilla. La
cólera se disipó de sus facciones. Se volvió y vomitó.
Hall dirigió el chorro de la manguera hacia la rata, que era
vieja y se movía lentamente, apretando aún entre las mandíbulas un
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jirón de la camisa de Carmichael. La presión rugiente del agua la
despidió contra la pared, al pie de la cual, cayó flácidamente.
Warwick se acercó, con una sonrisa extraña y tensa en los
labios. Le palmeó el hombro a Hall.
—Es mucho mejor que arrojarles latas a esas pequeñas hijas
de puta, ¿verdad, mono sabio?
—Vaya con la pequeña hija de puta –comentó Wisconsky—.
Mide más de treinta centímetros de largo.
—dirija la manguera hacia allí. –Warwick señaló la pila de
muebles—. ¡Ustedes, muchachos, apártense!
—Con mucho gusto –murmuró uno de ellos.
Carmichael encaró a Warwick, con las facciones
descompuestas y convulsionadas.
—¡Tendrá que pagarme una compensación por esto! Voy
a...
—claro que sí –respondió Warwick, sonriendo—. Le mordió
una teta. Salga de en medio antes que le aplaste el agua.
Hall apuntó la boquilla y soltó el chorro. Éste hizo impacto
con un estallido blanco de espuma, y derribó un escritorio y astilló
dos sillas. Las ratas salieron disparadas por todas partes, ratas más
grandes que cualquiera de las que Hall había visto antes. Oyó que
los hombres lanzaban gritos de asco a medida que aquéllas corrían,
con sus ojos enormes y sus cuerpos curvilíneos y gordos. Vislumbró
una que parecía tan grande como un cachorro de perro de seis
semanas, bien desarrollado. Siguió blandiendo la manguera hasta
que no vio más ratas.
—¡Muy bien! ¡Muy bien! –exclamó Warwick—. ¡A recogerlo
todo!
—¡Yo no me empleé como exterminador! –protestó Cy
Ippeston, con tono de rebeldía. Hall había bebido unas copas con él
la semana anterior. Era un chico joven, que usaba una gorra de
béisbol manchada de hollín y una camiseta deportiva.
—¿Ha sido usted, Ippeston? –preguntó Warwick.
Ippeston parecía inseguro, pero se adelantó.
—Sí. Estoy harto de estas ratas. Me inscribí en la nómina
para limpiar, no para correr el riesgo de pescar la rabia o el tifus o
quién sabe qué. Quizá sea mejor que me dé de baja.
Los otros dejaron escapar un murmullo de aprobación.
Wisconsky miró de reojo a Hall, pero éste estudiaba la boquilla de
su manguera. Tenía un orificio parecido al de una pistola calibre 45,
y probablemente podría derribar a un hombre a una distancia de
siete metros.
—¿Quiere marcar su tarjeta en el reloj, Cy?
—Me gusta la idea –respondió Ippeston.
Warwick hizo un ademán de asentimiento.
—Muy bien. Váyase. Junto con quienes quieran
acompañarlo. Pero en esta empresa no rigen las normas del
sindicato, ni han regido nunca. El que marque ahora la salida nunca
volverá a marcar la entrada. Yo me ocuparé de que sea así.
—Qué miedo –murmuró Hall.
Warwick dio media vuelta.
—¿Ha dicho algo, mono sabio?
Hall le miró inocentemente.
—Me estaba aclarando la garganta, Señor Capataz.
Warwick sonrió.
—¿Tenía un mal sabor en la boca?
Hall no contestó.
—¡Muy bien, manos a la obra! –rugió Warwick.
Volvieron al trabajo.
Jueves, dos de la mañana.
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Hall y Wisconsky trabajaban con las carretillas, recogiendo
trastos. La pila contigua al pozo de ventilación del ala oeste había
alcanzado dimensiones fabulosas, pero aún no habían completado
la mitad del trabajo.
—Feliz Cuatro de julio –exclamó Wisconsky cuando hicieron
un alto para fumar. Estaban trabajando cerca de la pared norte,
lejos de la escalera. La luz era muy mortecina, y una ilusión acústica
hacía que los otros hombres parecieran estar a muchos kilómetros
de distancia.
—Gracias. —Hall dio una larga chupada a su cigarrillo—.
Esta noche no he visto muchas ratas.
—Nadie las ha visto –respondió Wisconsky—. Quizá se han
espabilado.
Estaban en el extremo de un pasillo estrafalario,
zigzagueante, formado por pilas de viejos libros de contabilidad y
facturas, sacos mohosos de tela, y dos enormes y obsoletos telares
planos.
—Puaj –masculló Wisconsky, escupiendo—. Ese Warwick...
—¿A dónde supones que se han ido las ratas? –inquirió Hall,
casi hablando consigo mismo— No se han introducido en las
paredes... –Miró la mampostería húmeda y desconchada que
rodeaba los colosales bloques de los cimientos—. Se ahogarían. El
río ha saturado todo.
De pronto algo negro y aleteante se lanzó en picado sobre
ellos. Wisconsky lanzó un alarido y se llevó las manos a la cabeza.
—Un murciélago –comentó Hall, y lo siguió con la mirada
mientras Wisconsky se erguía.
—¡Un murciélago! ¡Un murciélago! –aulló Wisconsky—.
¿Qué hace un murciélago en el sótano? Teóricamente viven en los
árboles y bajo los aleros y...
—Éste era grande –musitó Hall—. ¿Y qué es al fin y al cabo
un murciélago, sino una rata con alas?
—Jesús –gimió Wisconsky—. ¿Cómo...?
—¿Cómo entró? Quizá por donde salieron las ratas.
—¿Qué pasa ahí detrás? –gritó Warwick desde algún lugar
situado a sus espaldas—. ¿Dónde están?
—No se acalore –dijo Hall en voz baja. Sus ojos refulgieron
en la oscuridad.
—¿Ha sido usted, mono sabio? –gritó nuevamente Warwick.
Parecía más próximo.
—¡No se preocupe! –exclamó Hall—. ¡Me he dado un golpe
en la espinilla!
Warwick lanzó una risa breve, ronca.
—¿Quiere una condecoración?
Wisconsky miró a Hall.
—¿Por qué dijiste eso?
—Mira. –Hall se arrodilló y encendió una cerilla. En medio
del cemento húmedo y resquebrajado había una superficie
cuadrada—. Golpea esto.
Wisconsky golpeó.
—Es madera.
Hall hizo un ademán afirmativo.
—Es el remate de un soporte. He visto algunos otros aquí.
Debajo de esta sección del sótano hay otra planta.
—Dios mío –suspiró Wisconsky, asqueado.
Jueves, tres y media de la mañana.
Ippeston y Brochu estaban detrás de ellos con una de las
mangueras de alta presión, en el ángulo noreste, cuando Hall se
detuvo y señaló el piso.
—Preví que lo encontraríamos aquí.
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Era una gran escotilla de madera con un corroído anillo de
hierro implantado cerca del centro.
Retrocedió hasta Ippeston y le dijo:
—Corta el chorro un minuto. –Y cuando sólo salió un hilo de
agua, gritó—: ¡Eh! ¡Eh, Warwick! ¡Venga un momento!
Warwick se acercó chapoteando y miró a Hall con la misma
sonrisa cruel de siempre en los ojos.
—¿Se le ha desatado el cordón del zapato, mono sabio?
—Mire –dijo Hall. Pateó la escotilla—. Un segundo sótano.
—¿Y qué? –preguntó Warwick—. Ésta no es la hora del
recreo, mono...
—Ahí es donde están sus ratas –le interrumpió Hall—. Se
están reproduciendo ahí abajo. Hace un rato Wisconsky y yo vimos
incluso un murciélago.
Algunos de los otros hombres se habían congregado y
miraban la escotilla.
—No me importa –insistió Warwick—. Es trabajo consistía
en limpiar el sótano, no...
—Necesitará por lo menos veinte exterminadores, bien
adiestrados –prosiguió Hall—. Le costará una fortuna a la gerencia.
Qué lástima.
Alguien se rió.
—Me parece difícil.
Warwick miró a Hall como si éste fuera un insecto colocado
bajo una lupa.
—Usted sí que está chalado –comentó, con tono
fascinado—. ¿Cree que me importa un rábano cuántas ratas hay ahí
abajo?
—Esta tarde y ayer he estado en la biblioteca –explicó Hall—
. Es una suerte que me haya recordado a cada rato que soy un mono
sabio. Estudié las ordenanzas de sanidad del Ayuntamiento,
Warwick..., fueron dictadas en 1911, antes de que esta tejeduría
tuviera suficiente poder para sobornar a la junta. ¿Sabe lo que
descubrí?
La mirada de Warwick era fría.
—Váyase de paseo, mono sabio. Está despedido.
—Descubrí –continuó Hall, como si no le hubiera oído—,
descubrí que en Gates Falls hay una ordenanza sobre alimañas. Por
si no lo sabe, se deletrea así: a-l-i-m-a-ñ-a-s. El término abarca a
todos los animales portadores de enfermedades, como murciélagos,
zorrinos, perros no matriculados... y ratas. Sobre todo ratas. Las
ratas figuran catorce veces en dos párrafos, Señor Capataz.
Convénzase, pues, de que apenas marque por última vez mi tarjeta
iré directamente al despacho del encargado municipal y le contaré
lo que sucede aquí.
Hizo una pausa, disfrutando al ver las facciones de Warwick
congestionadas por el odio.
—Creo que entre yo, él y la comisión municipal podremos
conseguir una orden de clausura para este edificio. Y el cierre no se
limitará al sábado, Señor Capataz. Además sospecho cómo
reaccionará su patrón cuando se entere. Espero que haya pagado
las cuotas de su seguro de desempleo, Warwick.
Las manos de Warwick se agarrotaron.
—Maldito mocoso, debería... –Miró la escotilla y
súbitamente reapareció su sonrisa—. He decidido volver a
emplearle, mono sabio.
—Sospechaba que se espabilaría.
Warwick hizo un ademán de asentimiento, con la misma
sonrisa extraña en los labios.
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—Usted es muy listo. Creo que será bueno que baje allí,
Hall. Así contaremos con la opinión informada de una persona con
estudios universitarios. Le acompañará Wisconsky.
—¡Yo no! –exclamó Wisconsky—. Yo no...
Warwick le miró
—¿Usted qué?
Wisconsky se calló.
—Estupendo –dijo Hall jubilosamente—. Necesitaremos tres
linternas. Creo que había una hilera de artefactos de seis pilas en la
oficina principal, ¿no es cierto?
—¿Quiere llevar a alguien más? –preguntó Warwick con
tono expansivo—. Con mucho gusto. Elija a su hombre.
—Usted –respondió Hall plácidamente. En su rostro había
reaparecido la expresión enigmática—. Al fin y al cabo, es justo que
esté representada la administración de la empresa, ¿no le parece?
Para que Wisconsky y yo no veamos demasiadas ratas ahí abajo.
Alguien (pareció ser Ippeston) lanzó una risotada.
Warwick miró atentamente a sus hombres. Éstos
escudriñaban las puntas de sus zapatos. Por fin señaló a Brochu.
—Brochu, suba a la oficina y traiga tres linternas. Dígale al
sereno que le abra la puerta.
—¿Por qué me has metido en este lío? –gimió Wisconsky,
dirigiéndose a Hall—. Sabes que aborrezco esas...
—No he sido yo –contestó Hall, y miró a Warwick.
Warwick le devolvió la mirada y ninguno desvió la vista.
Jueves, cuatro de la mañana.
Brochu volvió con las linternas. Le entregó una a Hall, otra a
Wisconsky y otra a Warwick.
—¡Ippeston! Pásele la manguera a Wisconsky.
Ippeston obedeció. La boquilla temblaba delicadamente
entre las manos del polaco.
—Muy bien –le dijo Warwick a Wisconsky—. Usted
marchará en el medio. Si ve ratas, duro con ellas.
—Claro –pensó Hall—. Y si hay ratas, Warwick no las verá. Y
Wisconsky tampoco, después de encontrar un suplemento de diez
dólares en el sobre del jornal.
Warwick señaló a dos de sus hombres.
—Levántela.
Uno de ellos se inclinó sobre el anillo de hierro y tiró. Al
principio Hall pensó que no cedería, pero después se zafó con un
chasquido extraño, crujiente. El otro hombre metió los dedos
debajo del borde de la tapa para ayudar a levantarla, y en seguida
los retiró con un grito. Sus manos se habían convertido en un
hervidero de enormes escarabajos ciegos.
El hombre que aferraba el anillo volcó la escotilla hacia atrás
con un gruñido convulsivo y la dejó caer. La cara inferior estaba
ennegrecida por una fangosidad desconocida, que Hall nunca había
visto antes. Los escarabajos se desplomaron entre las tinieblas de
abajo y corrieron por el suelo, donde fueron triturados bajo los pies.
—Miren –dijo Hall.
En la cara inferior de la escotilla había una cerradura
herrumbrada, con el pestillo echado por dentro, y ahora roto.
—Pero no debería estar abajo –murmuró Warwick—.
Debería estar arriba. ¿Por qué...?
—Por muchos motivos –respondió Hall—. Quizá para que
nadie pudiera abrirlo desde aquí, por lo menos cuando la cerradura
era nueva. Quizá para que nada de lo que estaba de ese lado
pudiera salir.
—¿Pero quién echó el pestillo? –inquirió Wisconsky.
139
—Ah... misterio – exclamó Hall irónicamente, mientras
miraba a Warwick.
—Escuchad –susurró Brochu.
—¡Dios mío! –sollozó Wisconsky—. ¡Yo no bajaré!
Era un ruido suave, casi expectante. El roce y golpeteo de
miles de patas, el chillido de las ratas.
—Podrían ser ranas— comentó Warwick.
Hall lanzó una carcajada.
Warwick apuntó hacia abajo con su linterna. Una
destartalada escalera de tablas conducía hacia las piedras negras del
subsuelo. No se veía ni una rata.
—Estos peldaños no aguantarán nuestro peso –dictaminó
Warwick categóricamente.
Brochu se adelantó dos pasos y saltó sobre el primer
escalón. Éste crujió pero no dio señales de ceder.
—No le he dicho que hiciera eso –farfulló Warwick.
—Usted no estaba presente cuando la rata mordió a Ray –
dijo Brochu en voz baja.
—En marcha –exclamó Hall.
Warwick paseó una última mirada sardónica sobre el círculo
de hombres y después se acercó al borde en compañía de Hall.
Wisconsky se colocó de mala gana entre los dos. Bajaron uno por
uno: primero Hall, después Wisconsky y por último Warwick. Los
rayos de sus linternas enfocaron el piso, que estaba ondulado y
encrespado por un centenar de protuberancias y valles
demenciales. La manguera se arrastraba a saltos detrás de
Wisconsky como una serpiente torpe.
Cuando llegaron al fondo, Warwick paseó la luz en torno.
Alumbró unas pocas cajas podridas, algunos toneles y casi nada
más. La infiltración de agua del río había formado charcos que
llegaban hasta los tobillos de sus botas.
—Ya no las oigo –susurró Wisconsky.
Se alejaron lentamente de la escotilla, arrastrando los pies
por el limo. Hall se detuvo y dirigió la luz de la linterna hacia un
enorme cajón de madera sobre el que estaban pintadas unas letras
blancas.
—Elías Varney –leyó—. Mil ochocientos cuarenta y uno.
¿Ese año la tejeduría ya estaba aquí?
—No –contestó Warwick—. No la construyeron hasta 1897.
¿Pero eso qué importa?
Hall no dijo nada. Siguieron avanzando. El segundo sótano
parecía más largo de lo que debería haber sido. La pestilencia era
más fuerte: un olor de descomposición y putrefacción y cosas
enterradas. Y el único ruido seguía siendo el débil y cavernoso goteo
del agua.
—¿Qué es eso? –preguntó Hall, dirigiendo su rayo de luz
hacia un resalto de hormigón que asomaba unos sesenta
centímetros dentro del sótano. Del otro lado se prolongaba la
oscuridad, y en ese momento Hall creyó oír allí unos ruidos furtivos.
Warwick miró el saliente.
—Es... no, no puede ser.
—La pared exterior de la tejeduría, ¿verdad? Y más
adelante...
—Me vuelvo atrás –espetó Warwick, girando brucamente.
Hall le cogió con gran fuerza por el cuello.
—No se irá a ninguna parte, Señor Capataz.
Warwick le miró, cortando la oscuridad con su sonrisa.
—Usted está loco, mono sabio. ¿No es cierto? Loco de
remate.
140
—No debería ser tan despótico, amigo. Siga adelante.
Wisconsky gimió.
—Hall...
—Dame eso. –Cogió la manguera. Soltó el cuello de
Warwick y le apuntó con la manguera a la cabeza. Wisconsky dio
media vuelta y trepó estrepitosamente hasta la escotilla. Hall ni
siquiera le miró—. Adelante, Señor Capataz.
Warwick encabezó la marcha y pasó debajo del punto
donde la tejeduría terminaba sobre sus cabezas. Hall paseó la luz en
torno y experimentó un frío regocijo: su premonición se había
confirmado. Las ratas se habían congregado alrededor de ellos,
silenciosas como la muerte. Apiñadas, unas con otras. Miles de
ojillos les miraban vorazmente. Alienadas hasta la pared, algunas
llegaban, por su altura, a la espinilla de un hombre.
Warwick las vio un momento después y se detuvo en seco.
—Nos están rodeando, mono sabio. –Su tono seguía siendo
sereno, controlado, pero tenía una vibración disonante.
—Sí –asintió Hall—. Siga.
Avanzaron, arrastrando la manguera tras ellos. Hall miró en
una oportunidad hacia atrás y observó que las ratas habían cerrado
filas detrás de ellos y estaban mordisqueando la dura funda de lona.
Una alzó la cabeza y casi pareció sonreírle antes de volver a bajarla.
Entonces también vio los murciélagos. Colgaban de los toscos
travesaños, y algunos eran tan grandes como cuervos o cornejas.
—Mire –dijo Warwick, y enfocó el rayo de la linterna
aproximadamente un metro y medio más adelante.
Una calavera, cubierta de moho verde, se reía de ellos. Más
lejos vieron un cúbito, media pelvis, arte de una caja torácica.
—No se detenga –ordenó Hall. Sintió que algo estaba dentro
de él, algo alucinado y oscurecido por los colores. Que Dios me
ayude: usted va a ceder antes que yo, Señor Capataz.
Pasaron de largo junto a los huesos. Las ratas no les
acosaban y parecían mantenerse a una distancia constante. Hall vio
que una de ellas cruzaba por el camino que ellos debían seguir. Las
sombras la ocultaron, pero vislumbró una inquieta cola rosada, del
grosor de un cable telefónico.
El piso se empinaba bruscamente al frente y después volvía
a bajar. Hall oía un ruido intenso de deslizamientos sigilosos.
Provenía de algo que quizá ningún hombre viviente había visto
jamás. Pensó que tal vez había estado buscando algo como eso
durante todos sus años de absurdas peregrinaciones
Las ratas se aproximaban, deslizándose sobre sus panzas,
obligándoles a avanzar.
—Mire –espetó Warwick fríamente.
Hall se dio cuenta. Algo les había ocurrido a las ratas que
tenían atrás, una mutación repulsiva que jamás podría haber
sobrevivido a la luz del sol. La Naturaleza no lo habría permitido.
Pero ahí abajo, la Naturaleza había asumido otro rostro macabro.
Las ratas eran gigantescas, y algunas medían hasta noventa
centímetros de altura. Pero habían perdido las patas traseras y eran
ciegas como topos o como sus primos voladores. Se arrastraban
hacia delante con sobrecogedora vehemencia.
Warwick se volvió y encaró a Hall, conservando su sonrisa
merced a una brutal fuerza de voluntad. Hall sintió, sinceramente,
admiración por él.
—No podemos seguir internándonos, Hall. Debe entenderlo.
141
—Creo que las ratas tienen una cuenta pendiente con usted
–dijo Hall.
Warwick perdió el control de sí mismo.
—Por favor –rogó—. Por favor.
Hall sonrió.
—Siga adelante.
Warwick miraba por encima del hombro.
—Están royendo la manguera. Cuando la hayan agujereado
no podremos volver.
—Lo sé. Siga adelante.
—Está loco... –Una rata pasó corriendo sobre la bota de
Warwick y éste gritó. Hall sonrió e hizo seña con la linterna. Les
rodeaban por todas partes, y ahora las más próximas estaban a
menos de treinta centímetros.
Warwick reanudó la marcha. Las ratas retrocedieron.
Escalaron el minúsculo promontorio y miraron hacia abajo. Warwick
llegó primero y Hall vio que su rostro se ponía blanco como el papel.
Le chorreaba la baba por el mentón.
—Oh, mi Dios. Jesús bendito.
Y se volvió para correr.
Hall abrió la boquilla de la manguera y el chorro de alta
presión alcanzó de lleno a Warwick en el pecho, derribándole y
haciéndolo desaparecer. Se oyó un largo alarido más potente que el
estruendo del agua. Un ruido de convulsiones.
—¡Hall! –Gemidos. Un colosal y tétrico chillido que pareció
llenar la Tierra—. ¡HALL POR EL AMOR DE DIOS...!
Un súbito desgarramiento viscoso. Otro grito, más débil.
Algo enorme se meció y se volteó. Hall oyó claramente el crujido
húmedo que producen los huesos al fracturarse.
Una rata desprovista de patas se abalanzó sobre él,
mordiendo, guiada por una forma grosera de sonar. Su cuerpo era
flácido, tibio. Hall le apuntó casi distraídamente con la manguera,
despidiéndola lejos. El chorro no tenía tanta presión como antes.
Hall caminó hasta el borde del promontorio mojado y miró
hacia abajo.
La rata llenaba todo el hueco del otro extremo de esa tumba
mefítica. Era una descomunal masa gris, palpitante, ciega,
totalmente desprovista de patas. Cuando la enfocó la linterna de
Hall, emitió un chillido abominable. Ésa era, pues, su reina,
la magna mater. Algo monstruoso e innominado a cuya progenie tal
vez algún día le crecerían alas. Parecía eclipsar lo que quedaba de
Warwick, pero probablemente ésta era una ilusión óptica. Era el
efecto de ver una rata del tamaño de un ternero Holstein.
—Adiós, Warwick –dijo Hall. La rata estaba celosamente
agazapada sobre el Señor Capataz, tironeando de un brazo flácido.
Hall se volvió y empezó a caminar rápidamente en sentido
inverso, ahuyentando a las ratas con la manguera cuyo chorro era
cada vez menos potente. Algunas de ellas superaban la barrera y se
abalanzaban sobre sus piernas, mordiéndolas por encima de la caña
de las botas. Una se prendió obstinadamente de su muslo,
desgarrando la tela de los pantalones de cordero. Hall la derribó de
un puñetazo.
Había recorrido casi las tres cuartas partes del trayecto
cuando un zumbido feroz pobló la oscuridad. Levantó la vista y la
gigantesca silueta voladora se estrelló contra su rostro.
Los murciélagos mutantes aún no habían perdido la cola.
Ésta se enroscó alrededor de la garganta de Hall formando un lazo
inmundo que lo apretó mientras los dientes buscaban el punto
142
blando en la base del cuello. Se retorcía y agitaba sus alas
membranosas, aferrándose a la camisa en busca de apoyo.
Hall levantó a ciegas la boquilla de la manguera y golpeó
una y otra vez el cuerpo fofo. El animal cayó y Hall lo pisoteó,
vagamente consciente de sus propios gritos. Una avalancha de ratas
se precipitó sobre sus pies, trepó por sus piernas.
Corrió con paso tambaleante, librándose de algunas de
ellas. Las otras le mordían el vientre, el pecho. Una se montó sobre
su hombro y le introdujo el hocico inquisitivo en la oreja.
Chocó con otro murciélago. Éste se posó un momento sobre
su cabeza, chillando, y le arrancó una tira de cuero cabelludo.
Sintió que su cuerpo se entumecía. Sus orejas se llenaron
con la algarabía de la legión de ratas. Tomó un último impulso,
tropezó con los cuerpos peludos, cayó de rodillas. Se echó a reír,
con una risa aguda, estridente.
Jueves cinco de la mañana.
—Será mejor que alguien baje –dijo Brochu prudentemente.
—Yo no –susurró Wisconsky —. Yo no.
—No, tú no, cagón –exclamó Ippeston con tono despectivo.
—Bueno, vamos –dictaminó Brogan, trayendo otra
manguera. Yo, Ippeston, Dangerfield, Nedeau. Stevenson, ve a la
oficina y trae más linternas.
Ippeston miró hacia la oscuridad con expresión pensativa.
—Quizá se han detenido a fumar un cigarrillo –comentó—.
Qué diablos, no son más que unas pocas ratas. Stevenson volvió con
las linternas. Poco después iniciaron el descenso.
143
PEDRO ZARRALUKI (Barcelona, 1954)
Escritor español. Tras más de dos décadas de carrera ha logrado un
gran prestigio entre la crítica y el público, tanto como novelista
como narrador de relatos, siendo estos últimos traducidos a muchos
idiomas. Obras: Entre sus libros de relatos más reconocidos se
encuentran Galería de enormidades y Retrato de familia con
catástrofe; en cuanto a sus novelas destacan: El responsable de las
ranas (Premio Ciudad de Barcelona 1990), el Ojo Crítico, La historia
del silencio (Premio Herralde de Novela 1995), La noche del
tramoyista, Para amantes y ladrones y Un encargo difícil (Premio
Nadal 2005).
LAS FUENTES DEL VACÍO
¡Que el ave negra y codiciosa extienda sus
alas sobre mí!
¡Que me ahogue esta bestia, que el huracán
arrastre mis ignorados despojos, y el aire se lleve
mi nombre y mi memoria!
LEOPARDI
¿Qué es el horror? Para muchos esta pregunta será tan solo un
juego literario, pero lo será porque no se han detenido a
considerarla con la debida atención. ¿Qué es exactamente el
horror? ¿Se podría decir con mi maestro que es la desesperación
llevada al límite, o caeríamos con ellos en la trampa de la filosofía?
De una cosa estoy seguro: el horror no nace del temor a la muerte,
o cuando menos no puede formularse de esta manera. Si su causa
fuera nuestro paso al más allá, su gestación podría situarse en el
temor a la agonía. Y, sin embargo, tampoco es el miedo a vernos
agónicos lo que nos causa el horror… No me resulta fácil
expresarme. Sin duda serán muchos los que clamen al cielo contra
las páginas que voy a escribir, pero la verdad es que no intento
tranquilizar a nadie. Tampoco sería capaz, como podrá apreciar el
lector menos avispado. Gracias a esto, mi situación es la idónea para
abordar ciertos temas que el resto de la gente parece decidida a
rehuir. Tanto es así que mi pensamiento está posiblemente
censurado, y sin duda nadie lo tomará en consideración como no
sea para equipararlo a esos relatos llenos de espectros y de
sombras. Pero lo que voy a narrar no guarda relación con los delirios
de ensueño, sino con el líquido viscoso que circula en el interior de
nuestras venas.
Mi maestro no creía en los espíritus, y consideraba esta
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incredulidad el primer peldaño para ascender a las cimas del horror.
Según el viejo profesor, solo podía acariciar el verdadero pánico el
que tuviera la lucidez suficiente para saber que ese monstruo
goyesco, cartilaginoso y obsceno instalado a los pies de su cama era
una concreción aleatoria de su pensamiento. En esto consistió
nuestra primera lección, pero no quiero adelantar acontecimientos.
Tampoco quiero salir en defensa del viejo profesor, pues sé bien
que de hacerlo sería censurado con mayor rigor si cabe. En este
momento en que la libertad me muestra su faz estremecedora, solo
quiero dejar constancia de algo indiscutible: las consecuencias de su
discurso fueron terribles y de sobra conocidas, pero esto no pone en
duda la coherencia de su pensamiento.
Mi maestro fue un hombre que se entregó al estudio casi
con voracidad y sin ninguna ilusión, como podrán atestiguar los
muchos alumnos que pasaron por su cátedra. Sus lecciones se
hicieron famosas por la grandeza de su mensaje, bello y
desesperado, y porque era un orador excelente. Nunca se atuvo al
programa oficial, y durante veinte años tituló Las fuentes del vacío a
su personal interpretación de la filosofía. Hace siete inviernos,
inmediatamente después de las vacaciones de Navidad, el anciano
profesor anunció que iba a dar un cursillo especial sobre la
malignidad de la sabiduría. Llamó a aquel improvisado seminario
Kierkegaard y Conrad: el descubrimiento del horror, y fue tal la
afluencia de oyentes que tuvo que instalarse en el aula magna. Fue
un invierno duro, el más duro que recuerdo, y por la mañana la
universidad aparecía inmersa en una bruma densa y fría. Los días de
lluvia todo se cubría con una capa quebradiza de agua casi helada, y
era como si el mundo hubiera perdido para siempre su calor. A
pesar de ello —y quizá para librarse de todo oyente que no fuera
realmente empecinado—, mi maestro convocó el cursillo a las ocho
de la mañana.
Intentaré recordar aquel curso para salvar lo poco que
queda del trabajo de toda una vida dedicada a desenmascarar la
angustia. Por otro lado, soy consciente de que es imposible
rememorar un discurso como el del profesor, lleno por igual de
cabos sueltos, de citas incongruentes y de interrogantes
descorazonadores. Su procedimiento dubitativo y caótico acabó, sin
embargo, por ser del todo implacable, aunque tan terrible como la
disolución en la locura. Esta última impresión es la que el mundo —
espantado por el vértigo del horror— conservará de mi maestro. Los
hombres no pueden admitir el insulto de la más extrema lucidez, y
por ello el anciano profesor pasará a la historia como alguien que no
supo encontrar un buen asidero para su cordura: ¡Pero mi profesor
era un hombre sobrado de razones y de argumentos para defender
que la maldad nace del corazón del hombre, y que los monstruos
rebosan de su inteligencia!
El día de la primera lección soplaba un viento helado que
resonaba en el interior del aula magna. No había amanecido aún, y
en el gran recinto solo se oían algunas toses aisladas. Las luces
mortecinas llenaban de tristeza el ambiente, y las altas ventanas de
medio punto parecían las bocas de pozos insondables. Alicia,
sentada a mi lado, me contemplaba con ojos melancólicos y
bostezaba procurando no hacer ruido. Para ella, ni la vida ni el
pensamiento daban comienzo hasta que en el horizonte aparecía el
sol. Era incapaz de entender que la inteligencia, cuanto más
profundo, más se interna en el reino de las sombras.
El viejo profesor entró en el aula, y siguiendo su inveterada
costumbre cerró con llave la gran puerta de roble para que nadie
pudiera molestarle hasta que la clase hubiera concluido. Luego
descendió al estrado por un pasillo lateral, y sin alzar la vista del
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suelo se situó tras la vetusta mesa de conferencias. Entretuvo un
buen rato en acomodarse en la butaca, siempre con la mirada
perdida en la superficie erosionada de la mesa. Por fin, encendió la
lamparita de pantalla con un dedo tembloroso, y entregó a su
auditorio unas pupilas llenas de indeferencia.
—Debo iniciar este curso con una advertencia —dijo con voz
quebrada pero poderosa—. Ya que no detuve mi vida en la juventud
como mandan los cánones clásicos, me hubiera gustado aparecer
ante ustedes tal como lo hacía el voluble Alaeddin: precedido por un
lictor que, agitando un hacha con el mango erizado de puñales,
gritaba sin descanso: «¡Atrás, atrás! ¡Huid todos del que lleva en sus
manos la muerte de los reyes!»
Se oyó una risita en algún lugar de las últimas filas. El
profesor había enmudecido, y nos contemplaba con la mirada
errabunda con que se contempla un paisaje. El viento bramaba con
tal fuerza en el exterior que parecía que se nos fueran a volar los
papeles, pero en el aula la atmósfera estaba casi inmóvil. Alicia me
dirigió una breve sonrisa, y luego se echó aliento en los dedos para
darles calor. Entonces mi maestro dio comienzo a la exposición
descarnada de su pensamiento, y lo hizo con unas palabras que
nunca olvidaré:
—Señores: Kierkegaard asentó el supuesto evidente de que
la desesperación resulta inevitable para el mortal capaz de concebir
el infinito. Voy a dedicar el curso que ahora comienza a exponer las
razones por las que me adhiero a esta especie de pesimismo
cronológico, pero no me tomaría la molestia de hacerlo si no
estuviera dispuesto a tratar el tema in extremis. Cincuenta años
después de la muerte de Kierkegaard, el novelista Joseph Conrad
encontró la palabra para nominar el extremo intolerable de la
desesperación: el horror. Pero Conrad nos llevó a la selva
impenetrable para conseguirlo, y nosotros no vamos a salir de esta
aula. ¿Qué es el horror?
Con estas palabras inauguró mi maestro el que iba a ser su
último curso. Confesaré en este punto que yo era uno de sus
buenos alumnos, y que él me conocía sobradamente. Mi devoción
por sus teorías era un poco pueril en el sentido estricto del término,
pero a medida que han pasado los años estas teorías no han hecho
sino sentarse en mi entendimiento con una fuerza cada vez mayor y
más estable. Con él aprendí que un hombre se acerca tanto más a la
verdad cuanto más se deja de llevar por la duda y por la tristeza. El
destino del Coloso de Rodas estaba escrito en su inmutable gesto
descomunal: se mantuvo en pie tan solo sesenta años.
Aquel primer día el profesor intentó demostrar que la
angustia era una creación del alma, y que esta creación incluía el
motivo que la causaba. Para él era muy importante que
entendiéramos la angustia como una visión devastadora que
conjugaba la inestabilidad y el ímpetu necesarios para situarnos en
el ojo del ciclón, en donde todo nace y en donde sin embargo no
hay nada. El motivo de la angustia, fuera real o ficticio, era tan solo
la excusa para provocar en nuestro interior una súbita y brutal
ausencia, y para hundirnos en una implosión en la que podíamos
contemplar lo único verdaderamente espantoso: el vacío. No debía,
pues, considerarse la angustia como la respuesta a un estímulo, sino
como el deseo de la razón de contemplar su propia disolución
ancestral.
—Abbas II, sha de Persia, abrasó en una hoguera a todas las
mujeres de su serrallo porque en una embriaguez le habían dejado
solo. Con ello dio al horror una escenografía bastante aceptable
como para que podamos entenderlo. Ya veremos si alcanzó así tan
solo la cima de la crueldad, o si en la cima había también un miedo
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insoportable a algo. De momento, lo único que debemos
preguntarnos es si nosotros haríamos lo mismo si fuéramos como él
ilimitadamente libres, ilimitadamente poderosos, pero tan mortales
como el leproso más purulento y despreciable de su reino.
Alicia salió del aula con un malhumor que yo entendía bien
aunque no lo compartiera. Para mí, la desesperanza del viejo
profesor era una consecuencia inevitable del pensamiento
comprometido. Alicia opinaba, por el contrario, que el camino hacia
nuestro interior era el camino hacia la única alegría posible. Para
ella —y en eso coincidía con Julios Bahnsen, adalid del pesimismo y
defensor de la ilógica absoluta—, el universo estaba entregado a
una especie de caos elemental sin el que la complejidad sería
inconcebible. Pero eso era para Alicia motivo de regocijo, pues el
hombre había sido capaz de dar nombre a todas las cosas, y había
sido capaz de descomponer el arco iris y de intentar una armonía
para el ruido.
—Está emponzoñado —dijo Alicia en la cafetería de la
facultad—. Si algo me da miedo de verdad es lo que oculta en su
cerebro. Estoy segura de que sería capaz de cualquier atrocidad con
tal de cubrirlo todo con un manto negro y polvoriento.
Tomábamos café sentados junto a una de las ventanas. Pasé
una mano por el cristal para desempañarlo. Aunque en la cafetería
hacía calor, el cristal estaba frío como el hielo. Puse mi palma
helada en la mejilla de Alicia, y Alicia tuvo un escalofrío pero no se
apartó. Me miró con sus ojos serenos. La mirada de Alicia, tan
brutalmente llena, me producía una especie de tortura metafísica.
Ella decía que sus ojos habían pertenecido a una prostituta griega, y
más antiguamente a una niña que tiritaba de frío en el fondo de una
cueva. Pero aquella breve y romántica historia de su mirada no se
atrevía a retroceder más, mucho más en el tiempo, hasta llegar al
monstruo ciego, ni hablaba de la descomposición de los órganos
muertos. En aquellos días se me hacía intolerable pensar que las
pupilas de Alicia debían anegarse en el barro de la putrefacción.
Pero Alicia no podía entender mi sufrimiento. A veces se burlaba
diciendo que, al revés que Pigmalión, yo hubiera pedido a Afrodita
que convirtiera a mi amada en una estatua de mármol.
Fue entonces cuando sonó un alarido largo como el
desgarro de una sábana. En la cafetería todos callaron, pero en un
primer momento sólo yo salí corriendo al pasillo. El que gritaba era
un compañero de curso al que no conocía, y que me había llamado
la atención por la extremada palidez de su piel y porque nunca
había despegado los labios. Tenía la espalda apoyada en la pared, y
el rostro desencajado por un pavor sin límites y sin causas
aparentes. Me puse delante de él, pero sus ojos vagaban sin verme
y de su boca brotaba un gemido apagado. Quise cogerle por los
hombros. En ese momento se desplomó con un largo estertor, y
quedó tendido en el suelo braceando entre violentas convulsiones.
No supe qué hacer. Miré hacia la gente que nos rodeaba, y entonces
vi que el viejo profesor estaba a mi lado. No se molestaba en ocultar
el placer con que estudiaba el ataque de su alumno.
—La epilepsia es un estado muy interesante —me dijo sin
dejar de mirarlo—. Durante el acceso epiléptico el cerebro trabaja
mucho más que en la vigilia, por supuesto, pero más también de lo
que trabaja durante el sueño. El epiléptico se acelera hasta un
punto que usted o yo nunca conoceremos. Me gustaría saber qué es
lo que ha visto ese muchacho para sentir tanta angustia… Es posible
que sea el único que haya empezado a entender mis palabras.
Alicia… Alicia. ¿Por qué fuiste siempre incapaz de
entendernos? ¿Por qué fuiste siempre tan desordenada y tan… poco
consistente? No quiero interrumpir la narración, pero necesito que
147
sepas que ya en aquellos días odiaba tus juegos de palabras, y
odiaba el extraño placer que encontrabas en las paradojas. No podía
soportar que la intensidad de tu mirada no escondiera ninguna
grandeza. Eras tan infiel a todo que volvías siempre a ti misma con
la risa insoportable de la adolescente que corre a ocultarse en su
dormitorio, y sin embargo tus pupilas, como un remanso
inalterable, me llevaban a pensar que eras hija de la Esfinge. ¡Qué
engaño tan lamentable! ¡Solo tenías en común con la Esfinge el
gusto por las adivinanzas!
En la segunda conferencia, el viejo profesor se instaló en su
butaca, hundió la cara en sus manos y permaneció largo rato
inmóvil. Sentado en la primera fila, el epiléptico temblaba de forma
casi imperceptible. Llovía a cántaros, y había numerosas bajas entre
los oyentes. Alicia, a mi lado, canturreaba con evidente ánimo
provocativo mientras hojeaba una revista. El profesor posó en ella
una mirada sombría, y yo me apresuré a hacerla callar. Por encima
de nosotros, por encima del edificio y por encima del viento, los
truenos bramaban entre un oleaje de nubes densas y oscuras que
hacían imposible el amanecer. Aquel día no habría otra luz que el
fulgor efímero de los rayos. Hasta el viejo profesor parecía herido
por el frío.
—Para Platón, uno de los filósofos que más han errado, los
cielos eran la imagen cambiante de la eternidad. Él aún creía en el
tiempo cíclico, y por lo tanto en el eterno retorno. Fue el
cristianismo, que por la crucifixión de su profeta necesitaba
establecer acontecimientos históricos únicos, el que introdujo la
noción de tiempo lineal. Al hacerlo, se vio obligado a darle un
principio y un final: la Creación y el Apocalipsis. Solo en el siglo
pasado, con el perfeccionamiento del reloj, se llegó a entender el
Tiempo como lo que realmente es: como una entidad abstracta o, lo
que viene a ser lo mismo, como un monstruo de la razón.
Mi maestro apagó las luces y puso en marcha un proyector.
A partir de ese momento habló desde la sombra, desde el frío
inmenso de la oscuridad, mientras a su lado aparecían imágenes
que me sumieron en un profundo malestar. La lluvia producía un
estruendo apagado al otro lado de los cristales. Vimos un vientre
abierto, buitres devorando carroña, un anciano que mostraba sus
manos deformadas por la artritis. El pensamiento se hizo a la vez
inútil y necesario al idear el Tiempo, pues desde entonces no
consigue llegar jamás al lugar que se ha propuesto, pero tampoco
puede dejar de avanzar incesantemente. Vimos una fosa en la que
se hacinaban cadáveres desnudos, una máscara de madera
adornada con dientes y con cabellos, un grupo de jóvenes orientales
que nos miraban riendo y señalaban el suelo, en donde había el
cuerpo de un hombre decapitado. No hay escapatoria porque nunca
tendremos tanto tiempo como el Tiempo para huir de él, y tampoco
podremos diluirnos de nuevo en las fuerzas ciegas, ese Todo inmóvil
del que no debimos salir. Vimos el rostro de una anciana consumido
por el llanto, un cúmulo de fetos amontonados con los ojos saltones
como peces, un hombre joven que con una mano sostenía por el
cuello el cadáver de una muchacha, mientras introducía la otra
mano en el cuerpo de ella a través de su esternón desgarrado. No es
el miedo a la muerte lo que nos causa el horror. Tampoco es el
miedo a la locura, pues la locura no nos altera en nada realmente
sustancial. El horror nace del miedo a un deseo inconfesable: el de
volver a esa bestialidad sin culpas de la que nos arrancaron los
monstruos de la razón.
¿Por qué llorabas, Alicia? ¿Por qué te indignabas con mi
maestro? Ya ves que el viejo profesor no estaba descaminado, y que
si pecaba de algo era de una absurda benevolencia. Se mostró tan
148
magnánimo con nosotros que a veces me tienta pensar que aquel
curso fue solo el último capricho de un anciano. Pero no quiero
criticarle, y no voy a hacerlo aunque en este momento me sienta
superior a él. Debo considerar que tenía razón en lo fundamental.
No es el miedo a la muerte y tampoco es el miedo a la locura. El
horror es un pozo sin fondo abierto en nuestro pecho. Algo que tú
no podías entender, Alicia. No podías entenderlo porque odiabas la
grandeza de lo insondable. Por eso te identificabas con el lobo del
que nos habló el profesor en la última conferencia. No querías venir.
Tuve que llevarte un gran tazón de café a la cama para que me
acompañaras a aquel día inolvidable. Caía una lluvia de agujas, y la
niebla era tan densa que los edificios de la universidad parecían
navegar sin rumbo por un mar inmóvil. La noche era una losa
inamovible, y el frío se deslizaba como un reptil por el interior de
nuestra ropa. Pero conseguí que me acompañaras y creo que hice
bien, pues de otra manera nunca hubieras llegado a sospechar mi
espantoso tormento.
El epiléptico estaba más pálido y trémulo que nunca. Mi
maestro entró en el aula y cerró con llave la puerta. Luego subió al
estrado, y ante el asombro de todos se arremangó el abrigo y
procedió a anudarse una cuerda en el antebrazo. La apretó con
fuerza ayudándose con los dientes. A mi lado, tiritabas en tu butaca,
queridísima Alicia. El profesor tomó asiento y abrió el cajón de su
mesa.
—Se dice que Petronio, del Petronio latino y no del obispo
de Bolonia, que se abrió las venas y luego se vendó la herida para
poder elegir el momento exacto de su muerte. Es una anécdota que
siempre me ha gustado, y además es lo bastante práctica como para
que en este momento me atreva a remedarla.
El viejo profesor extendió el brazo sobre la mesa, y sacó del
cajón un hacha pequeña. Se le escapó un gemido, pero alzó el hacha
con decisión y la dejó caer con un gesto de rabia. Sonó un levísimo
chasquido que se confundió con el golpe que hizo la hoja al clavarse
en la madera. Noté los dedos de Alicia que se hundían en mi
costado, y creo que el aula se llenó de gritos. Pero yo no podía
apartar la mirada de los ojos de mi maestro, que nos contemplaban
con una indolencia en la que se adivinaba un asomo de ardor. No es
el miedo a la muerte, pero tampoco es el miedo a la locura. El
epiléptico se había encogido sobre el vientre y se tambaleaba,
boqueando. Con la mano que le quedaba, el profesor apartó el
miembro amputado con un gesto de asco, y luego se contempló la
herida. Entonces quiso reanudar la clase, aunque temblaba
violentamente y sus alumnos se hacinaban ante la puerta cerrada.
Se hacinaban ante la puerta, pero no los movía el miedo a la muerte
ni el miedo a la locura…
—Hay un poema de Vigny que se llama La muerte del lobo.
Un cazador nos cuenta cómo persiguió a su presa, y cómo luchó el
lobo por huir y con qué fiereza se volvió contra los perros que le
acosaban. Pero llegado el momento final, acorralado y sin fuerzas, el
lobo había muerto con los ojos muy abiertos y sin soltar un gemido.
Gemir, llorar, rezar, todo el igualmente cobarde. Cumple con energía
tu larga y pesada tarea en la vida que la suerte te ha deparado, y
después, tal como yo hago, sufre y muere sin abrir los labios.
Alicia se había levantado y me tiraba del brazo. El profesor
volvió a mirarse la herida, pues a pesar del torniquete su sangre se
derramaba por la mesa. El epiléptico cayó al suelo con estruendo.
Se llevó las manos a la boca y empezó a golpear su frente contra las
baldosas. Alicia me tiraba del brazo y gritaba junto a mi oído.
¡Pobre, pobre Alicia! ¡Solo quería huir! ¡Qué idea tan mediocre tenía
del alma del hombre! Mi maestro quitó la sangre de la mesa con
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gesto de fastidio, y luego clavó en mí sus pupilas encendidas. Sólo
yo permanecía sentado. En el fondo del aula resonaban los golpes
con que intentaban derribar la puerta, y se oían voces airadas, y la
pobre Alicia me tiraba del brazo y gritaba sin parar. Berreaba como
si la estuvieran degollando, mientras yo veía cómo entraba poco a
poco el infinito en los ojos de m maestro. ¡Pobre, pobre Alicia,
obstinada en conservar la vida a su lado! ¡Pobre Alicia, que no supo
verse a sí misma como una contradicción llena de turbulencias! Sus
gritos se hicieron cada vez más insoportables. El epiléptico pateaba
clavado al suelo. Y entonces el profesor tuvo un ligero vahído, y
comprendí que se asustaba. No pudo esperar más. Sin apartar sus
ojos de los míos tiró con fuerza del torniquete, y su corazón
comenzó a bombear sangre por la herida, y era tanto su flujo que
pensé que el mundo se iba a desangrar a través de su brazo. Pero en
ese momento las puertas del aula sucumbieron con un espantoso
crujido, y todos huyeron con el atropello del ganado espantado, y
Alicia y yo también salimos de allí y corrimos, corrimos sin parar
entre la gente asustada, y corrimos después por los pasillos vacíos
hasta caer agotados ante un ventanal desde el que se veía, como un
navajazo horizontal, la línea ardiente del amanecer.
¡Qué gran oportunidad perdió mi maestro! Bien es verdad
que he tenido que esperar algunos años, pero por fin he asimilado
aquella lección que no pudo acabar, y he comprendido también su
última debilidad. A él le bastó con suicidarse, pero un hombre debe
arrastrar en su retirada al mundo al que pertenece. Sardanápalo, el
gran rey de Asiria, hizo matar a sus mujeres, a sus hijos, a sus
animales y esclavos antes de suicidarse, y ordenó quemar su palacio
de Nínive para que todo muriera con él, incluso el paso del tiempo y
la inercia de la memoria. Yo no podía soportar más la
desesperación, pero tampoco podía tolerar que mi angustia
renaciera en corazones que dependían de mí. Eso es lo que nunca
pudiste entender, Alicia, porque eras ciertamente como el lobo del
poema. Por eso has luchado con arrogancia contra mi terrible
designio, convencida quizá de que podías hacer algo por conservar
las vidas de nuestros hijos. Y porque eras como el lobo has aceptado
tu derrota ojos cansados, y has encorvado el testuz con la dignidad
absorta de las fieras. Ahora voy a dejar de escribir porque no
soporto la visión de vuestros cuerpos desmadejados. Mi pequeño
Alberto ha tenido la desgracia de perder el rostro, pero la dulce, la
dulce y traviesa Elena tiene clavados en mí unos ojos
vertiginosamente vacíos. Esa es la mirada que nos causa horror, y en
el fondo es una mirada sencilla. Ha llegado el momento de que yo
también contemple la nada. Dentro de un instante mis pupilas se
ausentarán, asombradas por haber sufrido el destello absurdo de la
vida.
Que nadie se acerque a mí.
150
VICENTE MOLINA FOIX (Elche, 1946)
Escritor y cineasta español. Estudió Filosofía e Historia del Arte en
Inglaterra, fue catedrático en Oxford y desde los años setenta ha
enfocado su interés por el cine (como director y crítico) y por la
literatura. Fue uno de los autores incluidos en la célebre antología
de Castellet Nueve novísimos poetas españoles. Traductor de
Shakespeare al español y libretista de varias óperas de Luis de
Pablo. Obras: En narrativa Museo provincial de los horrores, Busto
(Premio Barral 1973), Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La
Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), El vampiro de la calle
México (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El Abrecartas (Premio
Nacional de Narrativa 2007); es autor del drama Los abrazos del
pulpo (1985) y del poemario Los espías del realista (1990).
EL NIÑO CON OREJAS
Era el primer hijo, y tenían curiosidad. Preguntaron a unos padres
con antigüedad, se suscribió ella a la Enciclopedia del niño europeo,
y él llamó por teléfono a su madre a refrescarle la memoria de las
papillas. Una vecina, «partera por necesidad», bajó dos o tres
noches para tantear las durezas del vientre hinchado y hacer
pronósticos.
Llegó el día y fue niño, que era lo que él y ella esperaban.
Pero la partera levantó al bebé de la cuna y le inspeccionó los
rincones, sin querer convencerse del sexo de la criatura, que ella
había previsto diferente.
El bautizo fue una fiesta de reconciliación entre las familias
y de la partera consigo misma, con su ciencia equivocada. Los
padres de ella miraron bien ese día al yerno (aunque seguía sin
gustarles el piso adonde había llevado a vivir a su hija, a trasmano,
sin montacargas), y la madre de él aceptó que la estatura de 1,80 de
su nuera, tan por encima de la media española femenina, tan
desproporcionada para su propio hijo, podía ser una ventaja en el
futuro del recién nacido. Hubo acuerdo de llamarle Abilio.
A la vecina humillada se le encomendó durante toda la
ceremonia el cuidado del niño, que durmió antes de salir de casa y
en la iglesia, y solo en el momento de la caída del agua abrió los ojos
para acusar la mirada de las dos cabezas del águila cristiana que
cubría la pila bautismal.
Los padres fueron buenos padres, y sin necesidad de
consultar los fascículos del Niño europeo reaccionaron bien el día en
que las hormigas de ese primer verano extraordinariamente
caluroso subieron hasta la cuna y se pasearon por los pañales
húmedos del niño, que no lloró, aunque le salieron sarpullidos
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después de retirada la fila. Tampoco llamaron al médico cuando la
urraca doméstica de la partera le clavara el pico en los labios y
estuviera sorbiéndole no sabían cuánta sangre, hasta que su dueña,
al darse cuenta, matase al pájaro de un solo golpe con la pala de las
moscas.
A pesar de los antecedentes de la madre, el niño crecía más
lentamente de lo normal. Para compensar, le sacaban mucho de
paseo, a los parques más concurridos de la ciudad, y siempre
endomingado. La abuela paterna, que tenía piano en casa y la culpa
de no haberse atrevido a tocar nunca en concierto, le encargó una
chichonera de cascabeles expresamente afinados para ella en
Salzburgo; cuando la criatura levantaba la cabeza, los cascabeles
componían la melodía de la Malagueña, pero si lloraba con
espasmos a uno y otro lado, sonaban unos acordes de Granada. El
avance del cochecito por la senda central de los Jardines
Municipales hacía bailar a las niñeras que no estuviesen en ese
momento ocupadas con un beso en el banco de los novios.
Los abuelos maternos, a los que les tiraba mucho la pintura,
no quisieron ser menos y le compraron en el extranjero un chupete
experimental que al ser lamido por la lengua del niño coloreaba la
materia orgánica contenida en un frasquito adosado a la cadena del
cuello. Cuanto más largos eran los lametones, más intenso se hacía
el color de la materia, hasta que, al alcanzar el rojo carmín, un
resorte situado en el tapón del frasco se disparaba
termodinámicamente proyectando dibujos animados en la cara del
pequeño. Esos muñecos del tebeo bailando sobre la piel rosada
eran la distracción favorita de los bebés del parque.
El niño no parecía tener oído musical. Y la Malagueña
especialmente le sacaba de quicio. Estaba él despierto, eufórico
después de atracarse con el pecho del ama, llegaba el padre a darle
un beso y el niño alzaba la cabecita para recibirlo: los cascabeles del
gorro atacaban la canción famosa. Y entonces rompía a llorar, pero
era peor, porque en su desespero movía tanto la chichonera que los
cascabeles sobreponían sin ton las notas de Granada y Malagueña,
en una mezcla tan disonante que un día acabó con la paciencia del
ama de cría, que no era otra que la partera.
En su segundo cumpleaños, la abuela, terca, después de
consultar a su hijo, heredero de esta melomanía, hizo venir de
Salzburgo al técnico para cambiar el signo de la afinación.
Al principio, Abilio reaccionó bien a la majestuosidad del
adagio de la Novena de Beethoven, pero el campanilleo grave no
gustó a los habituales del paseo, y el niño perdió el coro de soldados
y tatas que tantos regalitos le solían traer al coche. El nuevo
programa austriaco comprendía también, en alternancia, La trucha
de Schubert y el lamento de los hebreos del Nabuco. El parque
prefería lo español.
Fue tal el abandono que sufrió un niño tan popular antes
por la alegría de sus músicas, que los abuelos maternos (azuzados
por la espina que su hija tenía clavada desde que abandonara a
causa de una mala rodilla sus estudios de danza clásica) pensaron
algo distinto al chupete orgánico, cuya materia viva, con el paso del
tiempo, había fermentado y, aparte de emanar gases fétidos,
proyectaba solamente animación abstracta.
Lo que compraron en una subasta fue un andador de estilo
Luis XV verdaderamente histórico, pues había servido para enseñar
los primeros pasos a un príncipe de la rama borbónica francesa sin
esperanzas de corona. Los tirantes que sujetaban el cuerpo del niño
tenían incrustados escudos de nácar con la flor de lis, y el calzado
complementario, también de estilo, consistía en unos borceguíes
bordados de oro con los que el delfín había ensayado precozmente
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la gavota en los bailes donde sus mayores mataban el aburrimiento
de la república. El niño volvió así a ser el mimado indiscutible de las
niñeras.
A los siete años, un Abilio no muy distinto al de los jardines participó
en un concurso de pintura infantil a escala regional. En la batalla de
los instintos artísticos que libraban padres y abuelos sobre su
cuerpo desde la pila, acabó ganando el factor materno.
Pequeño de estatura pero bonito de cuerpo, con largos
bucles rubios cayendo sobre una frente abombada de piel tersa,
bajo la que brillaban sus ojos verdes de finísimas y largas pestañas,
compareció Abilio en la escena de la competición, un estrado en el
patio de las Escuelas Pías abarrotado de padres en las gradas,
vestido de la forma que en los años siguientes le haría famoso:
chinelas de raso anudadas con cintas de colores, mallas negras
hasta la rodilla, camisola fruncida de manga abierta, chalina, boina
francesa ladeada. En la boca una pipa apagada y vacía, sobre los
labios unos bigotes de carboncillo pintados con voluntaria
exageración. Mientras él mezclaba los colores en su paleta, la
abuela paterna, que no se resignaba, obtuvo permiso de los jueces
de la prueba para tocar al piano unas piezas que servirían al niño de
acompañamiento.
No solo ganó ese concurso, sino que empezó a difundirse la
fama del Niño con las Manos de Ángel y los Pies de Centella. Y
empezaron a pedirle demostraciones públicas, pagadas, de su
talento. Un talento que consitía en pintar con asombrosa celeridad y
mucha verosimilitud cualquier paisaje, escena histórica o semblante
que el público solicitase, pero con una espectacular añadidura.
Abilio era capaz de realizar el pedido de los retratos, el atardecer
romántico o la estampa zoológica mientras sus piernecitas no muy
desarrolladas ejecutaban magistralmente, con las zapatillas
reglamentarias, los pasos de ballet que esos mismos espectadores
quisieran ver en las tablas. En vilo, sin caerse de las cabriolas, con un
difícil juego de jetés, el Niño seguía moviendo diestramente las
manos sobre el papel, y por lo general hacía coincidir el remate de
la obra pictórica con la caída final del baile.
El padre dejó su trabajo en una compañía de seguros, la
madre y las abuelas sus labores, el abuelo materno la cómoda
administración de unas rentas. Todos unidos en torno al niño
prodigio emprendieron una vida de maletas hechas y deshechas, de
sueños cortos en los ferrocarriles, de insomnios en la sábana tiesa
de los cuartos de hotel, ya que la expectación suscitada por el raro
arte de Abilio rebasó pronto el aforo de los colegios, los salones de
actos parroquiales y las cajas de ahorro provincial.
Tenía ya trece años, pero aún le vestían puerilmente de bailarín y de
bohemio, porque a los públicos siempre les ha gustado la
desproporción. Paticorto, rollizo, con los bucles asomando debajo
de la gorra de pintor decimonónico, Abilio salía tímidamente a
escena y estallaban con los aplausos las primeras carcajadas. Un
asistente vestido de librea —el padre o el abuelo, según los días—
colocaba al fondo, como amenaza propia del mundo infantil, unas
grandes orejas de burro acartonadas, para el caso aún desconocido
de que el artista tropezase o no supiera plasmar una petición.
Un día, actuando benéficamente en un albergue del Ejército
de la Salvación en la ciudad suiza de Lucerna, y después de una serie
de éxitos muy aplaudidos al representar en poquísimo tiempo y de
puntillas la exacta silueta de los picos alpinos de la zona, se produjo
un incidente. Estaba Abilio terminando una lámina en la tarima
levantada en la cabecera de la capilla del albergue, acompañado en
153
las evoluciones de un danzón sacro por el armonio que tocaba un
anciano soldado, cuando se salió por las rendijas del instrumento
una rata que se encaminó hacia el artista, sin que los ocupantes de
los bancos repletos de la nave la pudiesen ver.
Las abuelas, que vigilaban el espectáculo desde el altillo
jugando una partida de pinacle, no quisieron espantar a los
espectadores y lograron contener el grito instintivo de la mujer.
Pero la abuela materna se santiguó tres veces, al tiempo que decía
una jaculatoria apropiada, y la rata se detuvo unos segundos. En
seguida continuó avanzando con pasos cortos a espaldas del Niño,
entregado en ese momento al último retoque de la lámina sin dejar
de hacer trenzas con sus ágiles piernas.
Cuando ya el animal estaba encaramándose al último
escalón del estrado y se habían dado los primeros gritos de
repugnancia y las primeras caras de terror, Abilio, concluida la obra,
la mostró al banco en el que se sentaban el oficial del ejército local y
el burgomaestre de la ciudad, y la capilla entera rompió en una
ovación de alivio. Allí estaban las aguas del Reuss bañando con su
inconfundible color pardo los aledaños del albergue de desvalidos
donde transcurría la función, los palafitos del puente medieval, las
arquerías de madera decorada con danzas de la muerte, pero en la
esquina de la lámina, sobrevolando el río, la imagen de una rata con
todos los rasgos de la intrusa.
El roedor, asustado por la ovación o molesto de haber
perdido el privilegio del asco, salió disparado sin alcanzar su
objetivo de la plataforma y se perdió en los fuelles del armonio.
Pero al reanudarse la exhibición artística después de la
interrupción que supuso no tanto la proeza de Abilio como la subida
del burgomaestre, que besó al Niño en la boca con verdadero cariño
y le entregó una llave de no se sabe qué puerta, la primera petición
procedió de la última fila de bancos, de una figura encorvada y
envuelta en un manto negro. Nadie, excepto el Niño y su familia,
agrupada al completo junto al estrado, entendió la solicitud.
—¿Sabrías pintar el cuerpo desnudo de una niña de trece
años?
Los suizos se volvieron confusos al oír una voz cascada pero
potente, tan incomprensible, y el intérprete de turno, un jesuita
navarro aclimatado desde hacía años en el cantón, no quiso
traducir, sin duda por temor a que los indicios obscenos de la
demanda ofendieran los oídos del vetusto público asistente.
Sin alterarse, Abilio se dirigió a la figura del fondo y le
contestó en la misma lengua:
—No, no sé.
Y antes de que el abuelo se le adelantase en el intento de
retirarlas, bajó corriendo los peldaños del estrado y, empinándose
ante el trípode de las orejas de burro, las descolgó y se las puso en
la cabecita, encima de los bucles y de la boina de pintor.
Así se inició una serie de espectáculos desdichados del Ángel de las
Centellas, como se le anunciaba a veces en las carteleras para
abreviar. La palabra española sonó con la misma pregunta
conflictiva en Budapest, en el Festspielhaus de Bayreuth, en un
precioso teatro rococó de Munich. Y aunque las irrupciones
intempestivas de la figura embozada siempre ocurrían después de
una demostración de virtuosismo de pies y manos del artista, la
fama de su fallo, la imagen final del Niño con las grandes orejas de
cartón tapándole del todo los bucles dorados, afectaron a su
reputación.
El rey de Bélgica, sin embargo, mostró interés en sus
habilidades y le invitó a palacio con la esperanza de que la reina —
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que llevaba unos meses malhumorada, metida en la cama sin
querer asomarse a los balcones bajo los que sus súbditos,
seriamente preocupados, acudían a vitorearla— se animara, siendo,
como era, sensible a los encantos de la niñez.
La recepción se hizo, un día de soleada primavera
bruselense, al aire libre, en un belvedere de los jardines reales, y al
celebrarse ante una concurrencia restringida, las dos abuelas,
tranquilas, después de ayudar a su nieto con los arreos del atuendo
de torerito goyesco especial para ese día, se desinteresaron de las
incidencias posteriores para volver a la baraja.
El rey, hombre piadoso, dio inicio a la actuación
propiamente dicha pidiéndole al Niño una Sagrada Familia del
pajarito, que Abilio ejecutó, aún quieto de piernas, sin comerse
ninguno de los detalles entrañables de Murillo. Un aplauso cerrado,
una leve sonrisa de la reina apoyada desmayadamente sobre unos
cojines apilados bajo un quiosco. Vinieron después, por petición
oportunista de los sicofantes, una Anunciación en el estilo de Fra
Angelico, un Ecce Homo de escuela primitiva norte-europea, el
Cristo de Velázquez, una Pietà flamenca, unas Santas mujeres
naturalistas ante la losa, una Ascensión con coro de ángeles
barrocos, y en todas las pinturas el Niño acertó en el trazo, en los
colores, en la iconografía de los precedentes, con el mérito —que
encendía a los belgas— de hacerlo a la par de unos volatines de
tauromaquia antigua.
Se estaba logrando lo imposible. La reina reía, al ver lo
preciosa que le salió al Ángel la palma de martirio de una santa
sevillana que había hecho en dos pinceladas, y se incorporó de su
yacija, saliendo después del pabellón al sol del mediodía para
acercarse al caballete.
Pero el traicionero clima de los Países Bajos acabó con la
fiesta y con la curación, pues, superando en rapidez a las
mismísimas manos del Niño, rasgó con filo negro el cielo meridiano
para dejar caer sobre la reina, el belvedere, los parterres, sobre
toda Bruselas, una lluvia de gotas gruesas y una descarga de
truenos.
La corte, siempre parsimoniosa en sus traslados, se mojó
antes de alcanzar el interior de la orangerie, y en la confusión de la
oscuridad que provocó el manto de los nubarrones, el rey perdió a
la reina y se perdieron bajo el furor del agua las obras acabadas del
Ángel.
Con la tormenta y la huida de los presentes salieron de la
espesura de sus albercas los sapos, arrastrando los vientres de una
selecta alimentación. Y Abilio, que no se había movido del tablado y
desoyó el consejo de su abuelo de cubrirse con una gabardina y un
paraguas, hizo algo peor. Se adelantó hacia el borde de los
estanques ocupado por los sapos, los miró, tan mojado como ellos,
hinchado en su ropaje de seda como ellos por el buche de sus sacos
vocales, y pareció entender el mensaje del altísimo croar. Se fue
desnudando poco a poco, con la dificultad de las apretadas prendas
taurinas, hasta quedar en cueros bajo la lluvia. A continuación, y sin
importarle el frío, la humedad y el alarido de las damas de palacio al
ver lo que estaban viendo, procedió a pintar su autorretrato.
Una vez que hubo terminado, sin omitir detalle de su oculta
femineidad —los senos pequeños pero formados, con la areola
pálida de la niña anunciando unos pezones de mujer, la lisa caída de
los muslos, la línea curva de las caderas, los labios genitales sin
resquicio, sin vello, y junto a ellos el comienzo de un miembro viril
raquítico sobre testículos del tamaño de una mandarina—, se visitó
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y desapareció, coincidiendo con la aclaración del cielo y la vuelta de
los anfibios a sus bajos fondos.
La corte guardó silencio, y la noticia de lo ocurrido no se hizo
pública. Pero el rey belga, estafado y furioso por la recaída, ahora
con visos histéricos, de la reina, consiguió acabar con la carrera
artística de la monstruosa criatura. Las pocas galas de exhibición
contratadas aún en los países a los que no había llegado la noticia
de las orejas fueron canceladas sin explicación, y la empresa familiar
como tal se disgregó.
Pero un año después de los acontecimientos de Bruselas
volvemos a encontrar a Abilio a la luz de los focos y con aplausos de
otro público. La arena de los circos, el césped de los grandes
estadios, el barracón de las ferias ambulantes acogía a Óiliba,
«¿ángel, diabla, zahorí, hechicera?», y hay que decir que con más
lucro.
En esos lugares los ávidos espectadores han de guardar cola
mientras comen algodón de azúcar, y sentarse después en las
gradas de madera sin comodidad. A los redobles de un tambor que
el altavoz amplía hasta ensordecer, aparece ante las cortinillas
negras del escenario una figura encorvada, con el embozo negro de
las campesinas españolas y una voz que sorprende por su potencia
en cuerpo tan gastado. Ella es la que anuncia, introduciendo en cada
país palabras chapurreadas del idioma nacional, el prodigio que va a
verse a continuación: un ser mitad niña y mitad efebo «con las
manos preternaturales de un Miguel Ángel y los pies alados de la
Pavlova.»
Se abren las cortinillas y desciende la luz. Una música lenta,
francesa, grabada, empieza a sonar, y aparece por el lateral el
portento humano, Óiliba va vestida, muy vestida —de maja, de
gitana, de sílfide esquemática—, pero su ayudante, que al quitarse
en escena el embozo español se revela como la antigua partera de
la vecindad (que fue siguiendo a su antigua cría por toda Europa
hasta dar con la verdadera identidad y hacer justicia a su kábalas), la
desviste poco a poco. Expectación del público.
Ya desnuda, indiferencia de Óiliba, que mira con ojos
desvariados al punto de fuga de los barracones. Unos focos de
bombilla envuelta en celofanes de color iluminan con aguas turbias
la carne blanca, grasa, de la adolescente de los dos sinos, mientras
un segundo tamborileo magnetofónico indica al público que puede
ya expresar sus deseos; visibles en las manos de la partera, el cazo
de los óleos y los pinceles arreglados. Sin perder los modos del
trance, Óiliba ejecuta con el arte de siempre las figuras que le piden
sobre su propio pecho de rosicler, sobre sus muslos depilados.
Tatuada al final de las sesiones con todos los dibujos del capricho
humano, cubierta así de nuevo con el vestido inmaterial de los
colores, Óiliba bajará bailando hasta las filas del público para que
sus solicitantes comprueben la verdad del trazo y la rareza de sus
tributos sexuales en movimiento.
En ciudades portuarias y mineras, a la sesión de tarde,
familiar, suele seguir otra de altas horas, para mayores, en la que los
borrachos de la última copa le piden danzas concupiscientes del
Lejano Oriente, y se dice que Óiliba no utiliza pinceles ni colores en
esas pintadas nocturnas, sino el fluido de sus secreciones
corporales.
Así transcurrieron dos años de felicidad y buenas taquillas para las
dos mujeres… Pues hay que reconocer que cada día pasado por el
cuerpo de Óiliba favorecía los rasgos de la doncella sobre el
muchacho.
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Y un buen día comenzó la gira por Gran Bretaña, país que
hasta entonces se había resistido al especial arte del Ángel, incluso
en los días de su normalidad.
A ellas, sin embargo, les gustó mucho la isla, por una
disposición atenta de sus gentes, que hacía a los públicos menos
vocingleros, pacientes en las colas, y más que eso por el amor
generalizado a los animales. Pues hay que señalar que Óiliba y la
partera fundaban en cada país, en cada parada de su recorrido
artístico, una familia de aves de corral y mamíferos de compañía
que guardaban entre cajas y alimentaban ellas mismas al final de las
funciones. No era raro, por ello, oír balidos y el jadeo del celo de las
perras en medio de la ejecución de una pintura de las más largas.
Pero Sanidad les obligaba a abandonar en las fronteras estos
rebaños y polladas.
En Exeter, primera plaza de su gira inglesa, la roulotte
enseguida estuvo llena de gatitos, de la oveja merina de la zona, de
gansos, todos guardados por una gran perra Spaniel y sus cachorros.
Vino después Portsmouth, donde actuaron con éxito en la
feria anual del lugar, instalada junto a los espolones de madera del
puerto. Y estando Óiliba en una difícil posición, una tarde de sesión
autorizada, pues tenía que pintar en su paletilla —con espátula
adosada a un alargador— la Torre de Londres pedida por un niño
mientras zapateaba un fandango, le interrumpieron violentamente
unas voces:
—¡Impostor!
—¡¡Impostora!!
Y después de una pausa de vacilación:
—¡¡Impostoras!!
Como en Suiza, la audiencia inglesa se volvió atónita sin
entender palabra, y aún con más asombro cuando vieron por el
pasillo central de la carpa a cinco extraños, tres de mucha edad,
completamente húmedos y cargados de bultos de viaje. Les seguían,
con la lengua fuera, dos policías del servicio de aduanas.
A pesar de que en los espectáculos de esa gira ya se había
convenido con el Board of Censors que Óiliba llevase taparrabos y
sujetador, al menos en las matinées, las estrictas leyes inglesas
sobre el trabajo de menores habían sido invocadas, nada más
desembarcar, hacía solo una hora, del ferry SantanderSouthampton, y los recién llegados —los padres y abuelos de Abilio,
como habráse imaginado— consiguieron detener el show.
Hubo un pequeño revuelo, pero no entre el público, que
abandonó dócilmente sus asientos para ser reembolsado en taquilla
hasta el último penique, sino entre bastidores, donde la partera,
soliviantando con un falso piar al gallinero, a punto estuvo de causar
heridas de picotazo en la familia española.
Fue entonces cuando, haciéndose oír por encima del
galimatías de las lenguas y los aullidos del zoo, Óiliba recuperó la
voz y la apostura de Abilio, se sobrepuso y, acercándose a sus
parientes legítimos, dijo:
—Papá, mamá, abuelo, abuelitas. Acercaos. Qué alegría.
¿No me dáis un beso?
Aunque al principio se resitieron, por aprensión de
estrechar entre sus brazos a aquel ser ambiguo y pintarrajeado, la
escena acabó en una apoteosis de apretones y ternuras mutuas,
observada con resentimiento por la partera y con emoción por los
más curtidos estibadores del condado, que abandonaban en último
lugar la carpa. Los animales, con el instinto que les es propio,
volvieron enseguida a sus establos, a la abundancia del forraje
nuevo, pues veían que el marco de la reconciliación les dejaban
fuera.
157
Una tercera fase en la carrera artística del antiguo Ángel de las
Centellas dio comienzo, con un reparto distinto de competencias. La
codicia de los familiares, única razón de la larga peripecia de
búsqueda de su retoño y del viaje a Inglaterra, se vería colmada con
una participación proporcional en los beneficios, administrados con
equidad por la partera, que fue confirmada en su puesto de
manager en pago a la intuición que mostró en el parto y antes del
parto de Abilio y por su perseverancia después.
Habían regresado al continente, y en Milán, en Francfort, en
el sur de Francia, el espectáculo más simplificado en lo artístico, fue
adquiriendo ribetes principalmente escabrosos y una notoriedad en
los barrios de mala fama. Óiliba salía con un body apretado y larga
boquilla al escenario, donde la partera, siempre la partera, señalaba
en el strip tease a los lujuriosos las comisuras de la vulva, a los
invertidos de cada país el pene de tamaño reducido pero erecto por
estimulación, a los indiferentes sexuales el mero primor manual.
Así se fue agotando el repertorio o la curiosidad malsana de
los públicos. Las carpas se vaciaron, las colas menguaron, el abuelo
apenas traía a los niños con su pancarta y sus barbas de chivo
caprichosamente entrelazadas. Y entonces Óiliba tuvo una
ocurrencia. Volverían a España, pero con un espectáculo distinto, no
erótico, «una obra de arte total», en la que cada miembro de la
familia reunida tuviese un cometido.
Cruzaron los Pirineos por Somport, y los modernos carros de
los cómicos, las DKV con aire acondicionado y ducha, avanzaron por
el paisaje de la patria, que Óiliba y la partera, tanto tiempo
ausentes, apreciaban más. Así hasta llegar a Zaragoza, lugar donde
se instalaron y empezó el montaje del barracón; las fiestas de la
Virgen estaban próximas.
Aun antes de acabar la instalación, el Carrusel de los
Horrores suscitó la curiosidad de los zaragozanos, y el día de la
Virgen, tanto los naturales como los forasteros pasaron de largo
ante el Tubo de la Risa, el Tobogán Acuático, el Látigo, la Noria, para
agolparse delante de las cortinas rojas que cerraban la entrada al
Carrusel.
Unas letras de neón por allí nunca visto, traído de Alemania,
anunciaban a intervalos cortos el nombre del espectáculo, y en los
laterales y cuerpos inferiores de la fachada paneles más pequeños
describían detalles de ese «Gran Museo Internacional del Miedo»
que se visitaba en vagoneta, al modo de la vieja atracción de los
trenes-fantasma. Todo, y no solo las vagonetas aparcadas delante
de la boca de entrada, era lujoso y nuevo; Óiliba gastó en la
construcción del carrusel las recaudaciones de muchos meses, e
incluso convenció a los roñosos padres y abuelos de que sus propias
ganancias no estarían mejor invertidas que en ese fabuloso negocio.
La expectación del primer día le daba la razón.
Sonada la hora de apertura —pues ya la procesión de la
Virgen había regresado a la catedral y los fuegos artifciales daban
paso a la verbena—, la partera dejó un momento el taburete de la
taquilla para levantar el cordón de terciopelo que impedía el acceso
a los cochecitos. Apreturas, gritos, pisotones. Y en medio de la
confusión de distinguir a los auténticos primeros de la cola, se
acercó al barracón una comitiva nupcial, que a pie desde la Seo,
donde había tenido lugar la boda, llegaba a la feria para sellar con
una salida lúdica la promesa trascendental. Por graciosa cesión de
los que se disputaban la primacía, los recién casados ocuparon la
vagoneta de la cabeza, aunque pagando la entrada como los demás.
Caídas las cortinas tras el paso del vagón, la oscuridad del
túnel y una inesperada humedad hicieron que la novia se apretase
158
aún más de lo explicable al pecho del marido. Inmediatamente
después, el primer alarido.
La alcoba que se encendió al paso del carricoche, en los
primeros metros del recorrido, mostraba con realismo su arte
macabro: un gran piano de cola blanco cuyas teclas se hundían en
obediencia a pulsaciones invisibles emitiendo música de misterio.
En el centro del teclado unas ajadas pero elegantes manos
femeninas, cortadas limpiamente a la altura de la muñeca, parecían
responsabilizarse, pese a su inmovilidad, de la música.
A continuación la vagoneta aminoraba la velocidad para que
se pudiese ver, en fugaces parpadeos de bombillas camufladas, una
galería de desnudos grecorromanos con las amputaciones suelen
darse en estatuas verídicas: una Venus sin brazos, un Doríforo cojo
de la pierna derecha, un Sileno de carnes flaccidas con grandes
esquirlas en la cabeza y, en el centro, vigilando los pedestales, una
loba capitolina de carne y hueso que imponía, a pesar de la
mampara.
Seguían entrando carricoches, y el griterío del carrusel subía
de tono, aumentado por el aplauso de los entusiastas. Pero los
novios, que pasaban por todo antes, quedaron turbados con la
última figura de esa escena clásica, pues no parecía de cera ni
mecánico el Laocoonte sin hijos que estaba siendo devorado en ese
mismo momento por dos enormes serpientes vivas. La cabeza ya
había sido engullida por uno de los reptiles —el otro prefería las
extremidades—, y solo la barba de rizos del anciano sobresalía entre
los colmillos sanguilonentos.
A la desposada le cayeron entonces en el velo de tul ilusión
unas gotas que tenían que ser, le dijo él, de la pintura fresca del
barracón recién acabado, pero que en color y densidad se
asemejaban a la sangre.
La siguiente vitrina era estrictamente material: un gran
tórculo de piedra prensaba miembros sueltos de maniquíes
humanos perfectamente simulados en plástico, que en forma de
espeso mazacote pasaban a una licuadora de aspas gigantes, las
cuales lanzaban el líquido resultante a un gran lienzo blanco situado
al fondo de la vitrina. Pinturas informales, fantasmagorías de vivo
color, perfiles caprichosos, quedaban un instante fijados en la
pared, hasta que la siguiente andanada líquida los desfiguraba,
creando encima cuadros aún más enrevesados.
A esas alturas hubo un intento por parte de la novia de
levantarse del carricoche para salir como fuese del túnel, pero el
novio la sujetó por la mano clavándole con mezcla de amor intenso
y saña la alianza reciente. Así pasaron delante de unos cubículos
más pequeños donde largos pinceles automáticos que parecían
estar allí para ejecutar su obra sobre unos cuerpos blanquísimos de
mujer resultaban en realidad acabar en punzones que desgarraban
la carne dudosa de esos caballetes especiales.
Y la pareja, que tenía poca cultura, no pudo captar el
significado del siguiente conjunto, consistente en personificaciones
con movimiento de cuadros célebres de la historia. Entre reyes y
ángeles, musas, mártires, grandes damas y heroínas del Sitio,
destacaba, en cada pequeño escenario, el acompañamiento animal:
un ciervo, un gato persa, una camada de perros falderos, el águila
imperial, una suerte de centauro con su bacante desvanecida en el
espinazo, impacientes los bichos por el calor de la vitrina e
irrespetuosos con el orden de acabado de las escenas. Solo el áspid
se demoraba en chupar tradicionalmente el pecho femenino
ampuloso y muy sumido de la que hacía de reina.
Faltaba lo peor. Un olor de carne o pelo o lana chamuscada
dominaba el túnel a partir de un recodo donde la luz tenue del
159
exterior (con las prisas de la inauguración, los tablones no estaban
bien ensamblados) dejaba ver en el suelo, fuera del circuito previsto
por los constructores, jirones de ropa y peroles humeantes y un
cuchillo de sierra manchado en los dientes. Pasado el recodo volvía
la ilusión teatral.
Suspendida en el vacío del nuevo escenario, la hermosa
cabeza de un hombre de edad mediana, sin cuello, sin tronco,
emitía con voz estridente, desafinada, arias de ópera italiana que
taladraban los oídos. Pero al acercarse más, pues allí los raíles se
torcían hasta casi tocar el vehículo con la pared, se podía observar
que la cabeza cantante se despojaba automáticamente de una
máscara, revelando el cutis de un rostro horriblemente quemado y
cubierto de costuras.
Se produjeron entonces los primeros desmayos en las
vagonetas, la protesta de los terceros en el orden del recorrido.
Pero el sistema electrónico de la conducción a distancia no preveía
altos. Por eso tuvo la pareja de novios que ver lo que venía a
continuación, que era un homenaje a Van Gogh (hasta ahí sí
llegaban en su cultura elemental).
Detrás de los cristales un brazo articulado se alzaba una y
otra vez con una navaja barbera en la punta y rozaba sin llegar a
cotar la silueta de una cabeza. Pero después, es decir, fuera del
escaparate, en la propia pared del túnel junto a la que pasaban los
viajeros, había diez orejas frescas, chorreantes de distinta carne y
edad, colgadas de garfios como los cortes de las carnicerías.
La velocidad aumentaba. ¿No se puede parar esto? Mi
dinero. Que me devuelvan mi dinero. Quién estará detrás de esta
barbaridad. Y es que todo tiene un límite. Las voces de ira quedaban
ahogadas por la compleja maquinaria que ahora impulsaba los
bólidos hacia arriba.
Porque el carrusel se hacía montaña rusa al final. El coche
de los novios, siempre precursor, empezó a subir, a subir, mientras
ellos se daban el beso del último adiós.
Desde la cima, el resplandor del claro día zaragozano, que se
filtraba por las hilachas de la cortina de salida, les hizo conscientes
de la altura de la pendiente. Empezaron a descender rápidamente.
Pero no tanto como para dejar de percibir en la última alcoba el
logro más artístico del barracón: El lago de los cisnes o algo
preparado con esa intención, pues sobre una balsa de líquido rojo
nadaban mansamente, con la fatua altivez de esos animales, unos
cisnes blancos del corral que ya en Aragón Óiliba y su partera
cómplice habían formado. La música era la propia de ese ballet.
No vieron más. Ni ellos ni los siguientes. Era imposible. La
velocidad de la bajada era vertiginosa, y el frenazo final demasiado
brusco. Algunos llegaron ya a ese punto sin sentido. Otros, con el
pelo arrancado y las ropas deshechas. Y eso que antes de salir al
exterior aún les esperaba la última experiencia: un espantajo con
cara de niño y faldones de mujer que sobrevolaba el techo del
último tramo y despedía a los visitantes salpicándoles con un hisopo
de sangre o, bueno, de lo que nuevamente debían de ser gotas de
pintura roja espesa y caliente.
La traedia de la feria ocasionó la suspensión de las fiestas del Pilar,
la hospitalización (con secuelas imborrables) de la recién casada, el
encarcelamiento de los culpables. Óiliba, que esperaba a las
primeras parejas a la salida, con atuendo masculino y una cizalla
ensangrentada en las manos, fue detenida y en un principio puesta
bajo tutela del Tribunal de Menores. La partera, abucheada por los
picadísimos propietarios de las atracciones vacías del ferial, pasó la
noche en comisaría.
160
La policía y el médico forense tuvieron que hacer muchos
esfuerzos para recomponer los restos despedazados de los
cadáveres de los padres y abuelos, que fueron al fin enterrados en
el cementerio local sn certeza de que no hubiese entre ellos partes
plásticas o vísceras de gallina. El zoológico allí fundado por las
asesinas se repartió. Las aves y animales domésticos quedaron en
manos de los niños de la policía, las especies raras se donaron al
Safari Park de la provincia y los ofidios criminales fueron
exterminados.
Hubo un juicio. Pasó el tiempo. Y alcanzada la mayoría de
edad de Óiliba, las dos mujeres se reunieron finalmente en la prisión
femenina de Yeserías, donde se dice que pasaron su larga condena
conjunta en una misma celda y en un clima de conformidad. Según
el testimonio de un exconvicto, fueron felices.
161
AMBROCE BIERCE (1842-1913)
«Nació en el estado de Ohio, en 1842. Participó en la guerra de
secesión, cuyos episodios evocaría más tarde en muchos de sus
relatos. Cultivó el cuento de terror, con menos fantasía que Poe,
pero con más refinada técnica. Se le ha reprochado cinismo,
morbosidad. Se le reconoce capacidad de invención, estilo lúcido,
amplio dominio de los recursos del cuento.
Desapareció misteriosamente en 1913, en México
convulsionado por las revoluciones.»
Extraído de la Antología del cuento extraño de Rodolfo
Walsh, Edicial, Buenos Aires, 2001, volumen 1, pp. 195-215.
Selección, traducción y notas biográficas de Rodolfo Walsh.
EL AHORCADO
I
Desde un puente ferroviario de Alabama del Norte, un hombre
miraba las aguas que se deslizaban veloces veinte pies más abajo.
Tenía las manos detrás de la espalda, ceñidas las muñecas por una
cuerda. Una soga atada a una viga, sobre su cabeza, le rodeaba
flojamente el cuello; el seno de la soga pendía al nivel del sus
rodillas. Algunos tablones sueltos, colocados sobre los durmientes
que sustentaban las vías férreas, sosteníanle a él y a sus verdugos:
dos soldados rasos del ejército federal, dirigidos por un sargento
que, en tiempos de paz, podría haber sido ayudante de sheriff. A
corta distancia, y sobre la misma improvisada plataforma, había un
oficial armado, con el uniforme correspondiente a su graduación:
capitán. En cada extremo del puente, un centinela en posición de
presentar armas, es decir, con el fusil vertical frente al hombro
izquierdo, el percutor apoyado en el antebrazo, y éste horizontal y
rígido a través del pecho; posición solemne y antinatural, que obliga
a mantener el cuerpo erguido. En apariencia, estos dos hombres no
debían darse por enterados de lo que ocurría en el centro del
puente; se limitaban a bloquear los dos extremos de la tablazón que
lo atravesaba.
Detrás de uno de los centinelas no se divisaba a nadie: las
vías férreas penetraban rectamente en un bosque, en un trecho de
cien yardas, y después se curvaban y desaparecían. Más lejos,
seguramente, habría un puesto de avanzada. La opuesta margen del
río era terreno despejado, una suave cuesta coronada por una
barrera de troncos verticales, aspillerada para los fusiles, con una
sola tronera por donde asomaba la boca de un cañón de bronce que
dominaba el puente. En mitad de la cuesta, entre el puente y el
162
fuerte, estaban los espectadores: una compañía de infantería de
línea, en posición de descanso, las culatas de los fusiles apoyadas en
el suelo, los cañones ligeramente inclinados hacia atrás contra el
hombro derecho, las manos cruzadas sobre la caja. A la derecha de
la formación había un teniente; la punta de su espada rayaba el
suelo; su mano izquierda descansaba sobre la derecha. Salvo el
grupo de cuatro hombres que ocupaban el centro del puente, nadie
se movía. Los soldados miraban con fijeza el puente, pétreos e
inmóviles. Los centinelas, apostados en las márgenes del río,
parecían estatuas. El capitán., de brazos cruzados, silencioso,
observaba la labor de sus subordinados, pero sin hacer un gesto. La
muerte es un personaje que, cuando viene precedido de anuncio,
deben recibir con formales manifestaciones de respeto aun aquellos
que más familiarizados están con ella. En el código de la etiqueta
militar, el silencio y la inmovilidad son otras tantas formas de
respeto.
El hombre cuya ocupación, en aquel instante, era hacerse
ahorcar, aparentaba unos treinta y cinco años. Vestía de paisano, de
hacendado, para ser más exactos. Sus rasgos eran regulares: nariz
recta, boca firme, frente amplia, larga cabellera oscura peinada
hacia atrás, que detrás de las orejas caía sobre el cuello de la
chaqueta bien ceñida al cuerpo. Tenía bigote y barba en punta, pero
no patillas; sus ojos eran grandes, de color gris oscuro, y abrigaban
una expresión bondadosa, sorprendente en quien, como él, tenía la
garganta ceñida por la soga. No era, evidentemente, un asesino
vulgar. Pero el código militar, muy liberal en estas cosas, prevé la
posibilidad de ahorcar a toda clase de gentes, sin excluir a los
caballeros.
Acabados los preparativos, los dos soldados se apartaron
llevándose los tablones que les habían servido de sostén. El
sargento volvióse hacia el capitán, saludó y se colocó tras él; el
oficial, a su vez, dio un paso a un costado. Estos movimientos
dejaron al reo y al sargento parados en los extremos del mismo
tablón, que atravesaba tres durmientes. El extremo que sostenía al
condenado tocaba casi un cuarto durmiente; el peso del capitán
había mantenido firme el tablón; ahora lo afianzaba el del sargento.
A una señal de aquél, el sargento daría un paso a un costado, se
volcaría la tabla y el reo caería entre dos durmientes. El condenado
debió reconocer que el procedimiento era simple y eficaz. No le
habían cubierto la cara ni vendado los ojos. Contempló un instante
su «inseguro apoyo»; después dejó que su mirada vagase sobre el
agua del río que corría debajo. Llamóle la atención un pedazo de
madera flotante que danzaba en el agua, y sus ojos lo observaron
descender la corriente. ¡Con cuánta lentitud se movía! ¡Qué arroyo
perezoso!
Cerró los ojos, para fijar sus últimos pensamientos en su
esposa y sus hijos. El agua dorada por el sol matinal, las
melancólicas nubecillas de vapor allá lejos, junto a las márgenes del
río; el fuerte, los soldados, el leño flotante, todas esas cosas lo
habían distraído. Y ahora tuvo conciencia de una nueva
perturbación, que desintegraba el recuerdo de sus seres amados.
Era un sonido que no podía ignorar ni comprender, una percusión
aguda, neta, metálica, como el golpe del martillo sobre el yunque
del herrero; una sucesión de notas tintineantes. Se preguntó, qué
era, y si estaba lejos o cerca, pues tanto parecía lo uno como lo otro.
Su ritmo era regular, pero lento como el de las campanas que tocan
a difunto. Aguardaba cada toque con impaciencia y, sin saber por
qué, con aprensión. Los intervalos de silencio se alargaron
progresivamente; las demoras se tornaron obsesivas. A medida que
se volvían más infrecuentes, los sonidos aumentaban en fuerza y
163
agudeza. Heríanle el oído como puñaladas; sintió miedo de gritar. Lo
que oía era el tictac de su reloj.
Abrió los ojos y nuevamente vio el agua a sus pies. «Si
pudiera desatarme las manos —pensó—, acaso tendría tiempo para
desceñirme la soga y zambullirme en el río. Buceando, podría
escapar a las balas, y nadando vigorosamente alcanzar la orilla,
ganar el bosque y llegar a mi casa. Las líneas del enemigo, gracias a
Dios, no han rebasado mi casa; los invasores no han llegado aún a
mi esposa y mis hijos.»
Mientras el cerebro del condenado, más que elaborar estos
pensamientos que hemos intentado traducir en palabras, los recibía
como fugaces destellos, el capitán hizo al sargento la señal
convenida. El sargento dio un paso a un costado.
II
Peyton Farquhar era un hacendado rico, perteneciente a una
antigua y respetada familia de Alabama. Siendo amo de esclavos y
político, como todos los demás esclavistas, era también
naturalmente secesionista de alma y ardoroso partidario de la causa
sudista. Motivos de fuerza mayor, que no es menester relatar aquí,
le impidieron sentar plaza en el valeroso ejército que luchó en las
desastrosas campañas cuya culminación fue la caída de Corinth. La
inactividad, sin embargo, acabó por enardecerlo como una afrenta.
Deseaba una válvula de escape para sus energías, anhelaba la vida
noble del soldado y la oportunidad de distinguirse. Y estaba seguro
de que tarde o temprano se le presentaría la oportunidad, como se
presenta a todos en tiempo de guerra. Entretanto, hacía lo que
podía. Ningún servicio le habría parecido demasiado humilde,
siempre que contribuyera a la causa del Sur; ninguna aventura
demasiado peligrosa, siempre que estuviera acorde con el carácter
de un paisano que, en el fondo de su corazón, era militar, y que de
buena fe y sin mayor discriminación estaba de acuerdo, al menos en
parte, con el aforismo que dice —con evidente infamia— que en la
guerra y en el amor sólo importan los medios.
Una tarde, mientras Farquhar y su esposa estaban sentados
en un banco rústico, cerca de la entrada del parque, un jinete con
uniforme gris llegó al portón y pidió un vaso de agua. La señora
Farquhar tuvo a honra el servirle con sus propias manos.
Mientras iba en busca del agua, su esposo se acercó al.
polvoriento jinete y le preguntó con ansiedad que noticias traía del
frente.
—Los yanquis están arreglando las vías férreas —respondió
el hombre—, y se preparan para otro avance. Han llegado al puente
de Owl Creek. Lo repararon y alzaron una empalizada en la otra
margen: El comandante publicó un bando y lo hizo clavar en todas
partes. Dice que cualquier civil a quien se sorprenda dañando las
vías férreas, puentes, túneles o trenes será ahorcado
sumariamente. Yo mismo vi el bando.
—¿Qué distancia hay de aquí al puente de Owl Creek?
—Unas treinta millas.
—Y de este lado del arroyo, ¿no hay fuerzas enemigas?
—Sólo un puesto avanzado, a media milla de distancia,
sobre el ferrocarril, y un centinela en la cabeza del puente.
—Y si un hombre, un civil, un perito en ahorcaduras —dijo
Farquhar sonriendo—, eludiera el puesto de avanzada y dominara al
centinela, ¿qué podría hacer?
El soldado reflexionó.
—Estuve allí hace un mes —repuso—. Observé que la
inundación del invierno último había acumulado una gran cantidad
de leños flotantes contra la primera pila del puente. Ahora la
164
madera está seca y arderá como estopa.
La mujer trajo el agua, que el soldado bebió. Le agradeció
ceremoniosamente, hizo una reverencia a su esposo y se marchó.
Una hora después, ya entrada la noche, volvió a pasar por la
plantación, rumbo al norte, de donde había venido. Era un espía
federal.
III
Al caer en línea recta entre las traviesas del puente, Peyton
Farquhar perdió el sentido, y fue como si perdiera la vida. De ese
estado vino a sacarle siglos después, o tal al menos le pareció el
dolor de una fuerte presión en la garganta, seguido por una
sensación de sofoco. Agudos, lacerantes alfilerazos irradiaban de su
garganta y estremecían hasta la última fibra de su cuerpo y de sus
extremidades. Esas lumbraradas de dolor parecían propagarse a lo
largo de ramificaciones perfectamente definidas, y pulsar con
periodicidad inconcebiblemente veloz. Eran como, pequeños
torrentes de fuego palpitante que calentaban su cuerpo a una
temperatura insoportable. En cuanto a su cabeza, sólo
experimentaba una sensación de congestión, como si fuera a
estallarle. Estas impresiones estaban desligadas del pensamiento. La
parte intelectual de su ser ya se había desvanecido; sólo podía
sentir, y sentir era el tormento. Tenía conciencia de que se estaba
moviendo. Rodeado por una nube luminosa, de la que era apenas el
corazón incandescente, ya sin sustancia material, se balanceaba en
inconcebibles arcos de oscilación, como un vasto péndulo. De
pronto, con terrible subitaneidad, la luz que lo rodeaba saltó
disparada hacia arriba, y sintió el chapoteo de una zambullida. Un
estruendo brutal palpitaba en sus oídos, y todo estaba frío y oscuro.
Recuperó la facultad de pensar: comprendió que la soga se había
cortado; había caído al arroyo. La sensación de asfixia no aumentó:
el nudo que le apretaba el cuello lo sofocaba ya e impedía que el
agua llegara a sus pulmones. ¡Morir estrangulado en el fondo de un
río! La idea le pareció absurda. Abrió los ojos en la negrura, y vio
sobre su cabeza un fulgor, pero ¡cuán distante, cuán inaccesible!
Seguía hundiéndose, porque la luz se tornaba más débil, cada vez
más débil, hasta convertirse en mera vislumbre. Después comenzó a
crecer y abrillantarse, y adivinó que ascendía a la superficie... Lo
comprendió con disgusto, pues había empezado a experimentar una
sensación de bienestar. «Ahorcado y ahogado —pensó—, vaya y
pase; pero no quiero que me baleen. No, no quiero que me baleen;
no es justo.»
No tuvo conciencia del esfuerzo, pero un agudo dolor en las
muñecas le advirtió que estaba tratando de soltar sus manos. Prestó
cierta atención indiferente al forcejeo, como un curioso que observa
las proezas de un juglar, sin interesarse mucho por el resultado.
¡Qué espléndido esfuerzo! ¡Qué vigor magnífico y sobrehumano!
¡Ah, valerosa empresa! ¡Bravo! La cuerda estaba rota; sus brazos se
abrieron y flotaron hacia arriba; las manos tornáronse vagamente
visibles a la luz que aumentaba. Con renovado interés las observó
precipitarse —primero una, después la otra— sobre el nudo que le
ceñía el cuello. Lo arrancaron y lo echaron ferozmente a un costado,
y las ondulaciones de la soga le hicieron pensar en una culebra de
agua.
—¡Átenla otra vez! ¡Átenla otra vez!
Creyó gritar estas palabras a sus manos. Porque a la
ausencia del nudo habían sucedido las más espantosas ansias
experimentadas hasta ese momento. El cuello le dolía
terriblemente; el cerebro lo sentía como incendiado; el corazón,
que hasta entonces había aleteado débilmente, le pareció que daba
165
un gran salto y buscaba salírsele por la boca. Sentía todo el cuerpo
atormentado y dilacerado por insoportables ramalazos. Pero sus
manos rebeldes no obedecían la orden. Golpeaban vigorosamente
el agua, con rápidas brazadas verticales, obligándole a salir a la
superficie. Sintió emerger su cabeza; el pecho se le expandió
convulsivamente, y con un supremo estremecimiento de dolor sus
pulmones aspiraron una gran bocanada de aire, que expelió
instantáneamente con un aullido.
Estaba ahora en plena posesión de sus sentidos. Más aún,
los sentía sobrenaturalmente aguzados y vigilantes. Algo, dentro de
la terrible perturbación de su sistema orgánico, se los había
exaltado y refinado a tal punto que registraban cosas jamás
percibidas anteriormente. Sentía los rizos del agua, escuchaba
separadamente el ruido que hacía cada uno de ellos al chocar
contra su cara. Miró el bosque en la margen del arroyo, vio los
árboles, las hojas, las nervaduras de cada hoja... Vio los insectos que
se movían en las hojas, las cigarras, las mariposas multicolores, las
arañas grises que tendían sus telas entre una rama y otra. Percibió
los colores prismáticos de las gotas de rocío en millones de briznas
de hierba. El zumbido de los mosquitos que danzaban sobre los
remansos de la corriente, el chasquido de alas de las libélulas, los
golpes de las patas de las esquilas, como remos impulsando un
bote... Oía con perfecta claridad todos esos sonidos. Bajo sus ojos se
deslizó un pez, y oyó el ruido que hacía su cuerpo hendiendo el
agua.
Había salido a la superficie, de espaldas al puente. Un
segundo más tarde el mundo visible pareció girar, pausado,
tomándolo a él como centro, y entonces vio el puente, el fuerte, los
soldados sobre el puente, el capitán, el sargento, los dos soldados
rasos, sus verdugos. Estaban recortados en silueta contra el cielo
azul. Gritaban y gesticulaban, señalándolo; el capitán había
desenfundado su pistola, pero no hizo fuego; los otros estaban
desarmados. Sus movimientos eran grotescos y horribles,
gigantesca su estampa.
Súbitamente oyó una detonación y algo chasqueó en el
agua a pocos centímetros de su cabeza, salpicándole la cara. Luego,
un segundo estampido, y vio a uno de los centinelas, fusil al
hombro; una nubecita de humo brotaba del caño. El fugitivo vio el
ojo de aquel hombre clavado en los suyos, detrás de la mira del
fusil. Era un ojo gris, y recordó haber leído alguna vez que los ojos
grises eran los más certeros, y que todos los tiradores famosos
tenían ojos grises. Éste, sin embargo, había errado.
Un remolino atrapó a Farquhar y lo hizo dar media vuelta;
quedó mirando nuevamente el bosque de la orilla opuesta al fuerte.
Una voz clara y penetrante, que entonaba una cantilena monótona,
vibraba ahora a sus espaldas y se deslizaba sobre el agua con una
nitidez que perforaba y mitigaba todos los otros ruidos, inclusive el
palpitar de las ondas contra su rostro. Aunque no era soldado, había
frecuentado los campamentos lo bastante para comprender la
significación terrible de ese canturreo deliberado, arrastrado y
lento. El teniente, en la orilla, había resuelto intervenir en los
acontecimientos matinales. Cuán frías e inmisericordes, con qué
entonación inexpresiva y tranquila, presagiando y afianzando la
serenidad de los tiradores, cuán exactamente espaciadas cayeron
aquellas crueles palabras:
—Atención, compañía... Preparen armas... Listos...
Apunten... Fuego.
Farquhar buceó, se hundió todo lo que pudo. El agua
aullaba en sus oídos con la voz del Niágara, y aun así, escuchó el
trueno opaco de la salva, y al ascender a la superficie halló en su
166
camino relucientes fragmentos metálicos, singularmente achatados,
que bajaban oscilando lentamente. Algunos lo tocaron en la cara y
en las manos; después se desprendieron y siguieron su descenso.
Uno se alojó entre el cuello de su camisa y la nuca; estaba
desagradablemente tibio, y Farquhar lo arrancó de un tirón.
Al salir jadeando a la superficie, comprendió que había
estado mucho tiempo bajo el agua. La corriente lo había arrastrado
en forma perceptible. Estaba cada vez más cerca de la salvación. Los
soldados acababan de cargar nuevamente sus armas; las baquetas
metálicas llamearon simultáneamente a la luz del sol, al salir de las
bocas de los fusiles; describieron un círculo en el aire y
desaparecieron en las fundas. Los dos centinelas hicieron fuego
nuevamente, por separado, mas sin puntería.
El perseguido vio todo esto por sobre el hombro; ahora
nadaba vigorosamente a favor de la corriente. Su cerebro
funcionaba con tanta energía como sus brazos y sus piernas. Sus
pensamientos tenían la velocidad del relámpago.
«El oficial —razonó— no repetirá ese error, típico del militar
riguroso. Es tan fácil esquivar una andanada como un solo tiro.
Probablemente ha ordenado ya fuego a discreción. ¡Válgame Dios,
no puedo eludir todas las balas!»
A dos pasos de distancia hubo un tremendo chapoteo, y
luego un sonido penetrante y móvil, que pareció propagarse de
regreso al fuerte, y culminó en una explosión que conmovió el río
hasta sus profundidades. Una columna de agua descendió sobre él,
cegándolo, estrangulándolo. El cañón participaba en el juego. Al
asomar la cabeza en el hervor del agua convulsionada, oyó el silbido
del rebote, y casi al mismo tiempo la bala tronchaba
estruendosamente los arbustos del bosque cercano.
«No volverán a equivocarse —pensó—. La próxima vez
usarán metralla. No debo perder de vista ese cañón. El humo me
servirá de advertencia; la detonación llega demasiado tarde,
demora más que el proyectil. Es un buen cañón.»
Súbitamente sintió que giraba y giraba como un trompo. El
agua, las márgenes, el puente ahora distante, el fuerte y los
hombres, todo estaba mezclado y confuso. De los objetos, sólo
percibía el color: bandas horizontales y circulares de color. Giraba
en el centro de un torbellino, y la velocidad de rotación y de avance
lo enfermaba y aturdía. Pocos segundos más tarde fue lanzado
sobre la grava, al pie de la margen izquierda del río (la margen
meridional), detrás de una saliente que lo ocultaba a sus enemigos.
Lo volvieron a la realidad la súbita interrupción del movimiento y el
escozor de una de sus manos lacerada por la arenilla. Lloró de
alegría. Hundió los dedos en la arena, la derramó a puñados sobre
su cabeza y la bendijo en alta voz. Era como el oro, como una lluvia
de diamantes, rubíes, esmeraldas. Nada había más hermoso. Los
árboles de la ribera parecían gigantescas plantas de jardín; notó en
ellos un orden definido. Aspiró la fragancia de sus flores. Entre los
troncos brillaba una extraña luz rosada, y el viento arrancaba de sus
ramas la música de las arpas eólicas. Peyton Farquhar no sintió
deseos de perfeccionar su huida; se contentaba con permanecer en
ese lugar encantado hasta que volvieran a capturarlo.
Un zumbido, y luego un repiqueteo de metralla que
conmovió las altas ramas de los árboles, lo arrancaron de su
ensoñación. El frustrado artillero había disparado al azar un
cañonazo de despedida. Peyton Farquhar se incorporó de un salto,
corrió por el declive de la ribera y se internó en el bosque.
Anduvo todo el día, orientándose por el sol. El bosque
parecía interminable; no se veía un claro, ni siquiera una picada de
leñadores. Nunca había creído vivir en una comarca tan salvaje; la
167
revelación tenía algo de pavoroso.
Al caer la noche estaba postrado por la fatiga y el hambre,
con los pies llagados. El recuerdo de su esposa y de sus hijos lo
obligó a seguir. Por fin halló un camino, y comprendió que iba en la
dirección propicia. Era ancho y recto como una calle de ciudad; sin
embargo, parecía intransitado. Ni campos cultivados lo bordeaban,
ni habitación alguna, ni el ladrido de un perro sugería la presencia
humana. Los troncos negros de los grandes árboles formaban
paredes verticales a ambos lados, convergiendo en un punto del
horizonte, como un diagrama en una lección de perspectiva. Alzó la
vista y vio fulgir grandes estrellas de oro, que le parecieron
desconocidas y formaban extrañas constelaciones. Abrigó la certeza
de que estaban agrupadas en un orden provisto de secreto y
maligno significado. Poblaban el bosque a ambos lados extraños
rumores: oyó, repetidamente, murmullos en un idioma
desconocido.
Le dolía el cuello. Al tocarlo con la mano lo notó
horriblemente hinchado. Adivinó un círculo negro donde lo había
ceñido la cuerda. Sentía los ojos congestionados; ya no podía
cerrarlos. La sed le hinchaba la lengua: la sed y la fiebre; para
mitigarla, sacó la lengua al aire fresco, entre los dientes. El césped
de la intransitada alameda era como una alfombra blanda. Ya no
sentía el camino bajo sus pies.
Indudablemente, a pesar del sufrimiento, se ha quedado
dormido mientras caminaba, porque ahora contempla otra escena...
O quizá, simplemente, ha vuelto en sí después de un delirio. Se halla
ante la reja de su propia casa. Todo está como lo dejó, todo brilla
espléndido bajo el sol matinal. Seguramente ha caminado toda la
noche. Abre el portón, echa a andar por la amplia vereda blanca, ve
un revuelo de faldas; su mujer, fresca, bella y dulce, baja de la
vereda a su encuentro. Al pie de la escalinata se queda esperando,
con una sonrisa de inefable alegría, en una actitud de incomparable
gracia y dignidad. ¡Cuán hermosa es! Él avanza con los brazos
abiertos. Y cuando va a estrecharla, siente un golpe demoledor en la
nuca; una enceguecedora luz blanca fulgura a su alrededor, oye un
ruido semejante a un cañonazo... ¡Después todo es oscuridad y
silencio!
Peyton Farquhar estaba muerto. Su cadáver, con el cuello
quebrado, se balanceaba suavemente entre los maderos del viejo
puente de Owl Creek.
168
III. MISTERIO
INTRODUCCIÓN
Roberto Herrera Gallardo
Dentro de los géneros negros, la literatura de misterio engloba una
serie de categorías temáticas que la hacen particularmente
significativa, y van del tradicional relato con temática policiaco—
detectivesca hasta aquel, más actual, de ambiente paranormal en
torno a las múltiples teorías de la conspiración (política,
extraterrestre y religiosa). Dentro de este género, el suspenso radica
en el enigma oculto, la verdad escondida que nos es revelada
mediante pistas falsas, información fragmentaria y hechos extraños
que castigan y confunden nuestra certidumbre. La órbita del
misterio fomenta un tipo de suspenso particular en el lector que ve
confrontadas sus dudas y miedos, su cada vez más fragil
certidumbre, con hechos que parecen escaparse de una lógica que
los haga explicables, es decir comprensibles.
El relato de suspenso supone así, una épica del bien contra
el mal, en tanto vivifica un combate de la luz contra las fuerzas
“oscuras” que se alimentan de la mentira. Sólo así, desde esta visión
más cercana a la moral judeocristiana, Poe, el fundador del relato
de misterio y aficionado a los retos mentales (los criptogramas),
justificaba la existencia de un nuevo héroe caracterizado por su
capacidad para desentrañar los misterios en torno a algo tan
aborrecible moralmente como un crimen violento sin explicación
aparente. La existencia de estas “mentes brillantes” (el caballero
Dupin de Los crímenes de la calle Morgue o el Sherlock Holmes de
las novelas de Conan Doyle) cuyo proceso reflexivo y analítico
sorprende al sujeto común, ejemplifican el surgimiento de una
nueva heroicidad deductiva al servicio de la verdad.
El detective privado, es decir, aquel que actúa al margen de
las fuerzas establecidas del orden, ve en la solución de los casos que
se le presentan una victoria de la justicia, pero también una victoria
del bien en su acepción más cristiana. Pese a su talento, el detective
decimonónico cumple las funciones del héroe romántico: es
solitario, posee extrañas manías y muestra un escepticismo crónico
hacia la naturaleza humana que lo condenan a una misantropía casi
autista o, en el peor de los casos, a la violenta certeza de que nada
cambiara las cosas.
En el siglo XX, el detective sufrirá cambios importantes. A su
soledad se le agregarán elementos de marginalidad y decadencia
traducidos en debilidades, excesos y vicios que lo llevarán a tocar
fondo e irrumpir en el violento mundo del hampa propio de una
sociedad urbana prohibitiva, autocensurable e insatisfactoria. Su
sagacidad deductiva en franca crisis, dará paso a un crudo sentido
de la subsistencia y de la inmediatez. Las armas del intelecto dejan
de funcionar y dan paso a las armas de fuego, a los ambientes más
sórdidos donde lo ilícito es moneda de cambio corriente. El héroe
de la novela negra estará ahora más cercano a un personaje
existencialista y su permanencia, dependerá ante todo de un
desarrollado sentido del tiempo y la distancia, instrumentos más
propios del peleador callejero que del flemático detective.
Por su parte, las historias estarán motivadas más que por la
justicia, por un franco deseo de venganza, de desagravio violento,
anónimo y sin piedad. El talento ya no basta para resolver el
misterio, ahora se precisa de intuiciones al límite y de una irónica,
cuando no cruel, circunstancialidad. Las fuerzas de la oscuridad
rebasan la esfera del hampa cuando el sistema político, defensor del
“bien común” se corrompe y genera un poder oculto y siniestro
alterno, parapetado en la institucionalidad maquiavélica de la
169
impunidad. Surgen entonces las conspiraciones políticas, la
represión, los intereses del “más alto nivel” y una vocación
ideológica que sustituye al viejo orden maniqueo del bien y del mal.
Ante este relativismo axiológico: matar ya no es un pecado bajo
“ciertas circunstancias”.
La novela negra de misterio colindará bajo sus formas más actuales,
con la novela política, el horror psicológico y lo paranormal,
generando subproductos híbridos de estética pulp, que ya no se
focalizan necesariamente desde la visión del detective, sino desde la
mente criminal.
170
EDGAR ALLAN POE
Los crímenes de la calle Morgue (1841). Extraído de Edgar Allan Poe,
Cuentos completos, Alianza, 2002, pp. 229-250. Traducción de Julio
Cortázar.
LOS CRÍMENES DE LA RUE MORGUE
Las condiciones mentales que suelen considerarse como analíticas
son, en sí mismas, poco susceptibles de análisis. Las consideramos
tan sólo por sus efectos. De ellas sabemos, entre otras cosas, que
son siempre, para el que las posee, cuando se poseen en grado
extraordinario, una fuente de vivísimos goces. Del mismo modo que
el hombre fuerte disfruta con su habilidad física, deleitándose en
ciertos ejercicios que ponen sus músculos en acción, el analista goza
con esa actividad intelectual que se ejerce en el hecho de
desentrañar. Consigue satisfacción hasta de las más triviales
ocupaciones que ponen en juego su talento. Se desvive por los
enigmas, acertijos y jeroglíficos, y en cada una de las soluciones
muestra un sentido de agudeza que parece al vulgo una
penetración sobrenatural. Los resultados, obtenidos por un solo
espíritu y la esencia del método, adquieren realmente la apariencia
total de una intuición.
Esta facultad de resolución está, posiblemente, muy
fortalecida por los estudios matemáticos, y especialmente por esa
importantísima rama de ellos que, impropiamente y sólo teniendo
en cuenta sus operaciones previas, ha sido llamada par excellence
análisis. Y, no obstante, calcular no es intrínsecamente analizar. Un
jugador de ajedrez, por ejemplo, lleva a cabo lo uno sin esforzarse
en lo otro. De esto se deduce que el juego de ajedrez, en sus efectos
sobre el carácter mental, no está lo suficientemente comprendido.
Yo no voy ahora a escribir un tratado, sino que prologo únicamente
un relato muy singular, con observaciones efectuadas a la ligera.
Aprovecharé, por tanto, esta ocasión para asegurar que las
facultades más importantes de la inteligencia reflexiva trabajan con
mayor decisión y provecho en el sencillo juego de damas que en
171
toda esa frivolidad primorosa del ajedrez. En este último, donde las
piezas tienen distintos y bizarres movimientos, con diversos y
variables valores, lo que tan sólo es complicado, se toma
equivocadamente —error muy común— por profundo. La atención,
aquí, es poderosamente puesta en juego. Si flaquea un solo
instante, se comete un descuido, cuyos resultados implican pérdida
o derrota. Como quiera que los movimientos posibles no son
solamente variados, sino complicados, las posibilidades de estos
descuidos se multiplican; de cada diez casos, nueve triunfa el
jugador más capaz de concentración y no el más perspicaz. En el
juego de damas, por el contrario, donde los movimientos son únicos
y de muy poca variación, las posibilidades de descuido son menores,
y como la atención queda relativamente distraída, las ventajas que
consigue cada una de las partes se logran por una perspicacia
superior. Para ser menos abstractos supongamos, por ejemplo, un
juego de damas cuyas piezas se han reducido a cuatro reinas y
donde no es posible el descuido. Evidentemente, en este caso la
victoria —hallándose los jugadores en igualdad de condiciones—
puede decidirse en virtud de un movimiento recherche resultante
de un determinado esfuerzo de la inteligencia. Privado de los
recursos ordinarios, el analista consigue penetrar en el espíritu de
su contrario; por tanto, se identifica con él, y a menudo descubre de
una ojeada el único medio —a veces, en realidad, absurdamente
sencillo— que puede inducirle a error o llevarlo a un cálculo
equivocado.
Desde hace largo tiempo se conoce el whist por su
influencia sobre la facultad calculadora, y hombres de gran
inteligencia han encontrado en él un goce aparentemente
inexplicable, mientras abandonaban el ajedrez como una frivolidad.
No hay duda de que no existe ningún juego semejante que haga
trabajar tanto la facultad analítica. El mejor jugador de ajedrez del
mundo sólo puede ser poco más que el mejor jugador de ajedrez;
pero la habilidad en el whist implica ya capacidad para el triunfo en
todas las demás importantes empresas en las que la inteligencia se
enfrenta con la inteligencia. Cuando digo habilidad, me refiero a esa
perfección en el juego que lleva consigo una comprensión de todas
las fuentes de donde se deriva una legítima ventaja. Estas fuentes
no sólo son diversas, sino también multiformes. Se hallan
frecuentemente en lo más recóndito del pensamiento, y son por
entero inaccesibles para las inteligencias ordinarias. Observar
atentamente es recordar distintamente. Y desde este punto de
vista, el jugador de ajedrez capaz de intensa concentración jugará
muy bien al whist, puesto que las reglas de Hoyle, basadas en el
puro mecanismo del juego, son suficientes y, por lo general,
comprensibles. Por esto, el poseer una buena memoria y jugar de
acuerdo con «el libro» son, por lo común, puntos considerados
como la suma total del jugar excelentemente. Pero en los casos que
se hallan fuera de los límites de la pura regla es donde se evidencia
el talento del analista. En silencio, realiza una porción de
observaciones y deducciones. Posiblemente, sus compañeros harán
otro tanto, y la diferencia en la extensión de la información
obtenido no se basará tanto en la validez de la deducción como en
la calidad de la observación. Lo importante es saber lo que debe ser
observado. Nuestro jugador no se reduce únicamente al juego, y
aunque éste sea el objeto de su atención, habrá de prescindir de
determinadas deducciones originadas al considerar objetos
extraños al juego. Examina la fisonomía de su compañero, y la
compara cuidadosamente con la de cada uno de sus contrarios. Se
fija en el modo de distribuir las cartas a cada mano, con frecuencia
calculando triunfo por triunfo y tanto por tanto observando las
172
miradas de los jugadores a su juego. Se da cuenta de cada una de las
variaciones de los rostros a medida que avanza el juego, recogiendo
gran número de ideas por las diferencias que observa en las
distintas expresiones de seguridad, sorpresa, triunfo o desagrado.
En la manera de recoger una baza juzga si la misma persona podrá
hacer la que sigue. Reconoce la carta jugada en el ademán con que
se deja sobre la mesa. Una palabra casual o involuntaria; la forma
accidental con que cae o se vuelve una carta, con la ansiedad o la
indiferencia que acompañan la acción de evitar que sea vista; la
cuenta de las bazas y el orden de su colocación; la perplejidad, la
duda, el entusiasmo o el temor, todo ello facilita a su
aparentemente intuitiva percepción indicaciones del verdadero
estado de cosas. Cuando se han dado las dos o tres primeras
vueltas, conoce completamente los juegos de cada uno, y desde
aquel momento echa sus cartas con tal absoluto dominio de
propósitos como si el resto de los jugadores las tuvieran vueltas
hacia él.
El poder analítico no debe confundirse con el simple
ingenio, porque mientras el analista es necesariamente ingenioso, el
hombre ingenioso está con frecuencia notablemente incapacitado
para el análisis. La facultad constructiva o de combinación con que
por lo general se manifiesta el ingenio, y a la que los frenólogos,
equivocadamente, a mi parecer, asignan un órgano aparte,
suponiendo que se trata de una facultad primordial, se ha visto tan
a menudo en individuos cuya inteligencia bordeaba, por otra parte,
la idiotez, que ha atraído la atención general de los escritores de
temas morales. Entre el ingenio y la aptitud analítica hay una
diferencia mucho mayor, en efecto, que entre la fantasía y la
imaginación, aunque de un carácter rigurosamente análogo. En
realidad, se observará fácilmente que el hombre ingenioso es
siempre fantástico, mientras que el verdadero imaginativo nunca
deja de ser analítico.
El relato que sigue a continuación podrá servir en cierto
modo al lector para ilustrarle en una interpretación de las
proposiciones que acabo de anticipar.
Encontrándome en París durante la primavera y parte del
verano de 18..., conocí allí a Monsieur C. Auguste Dupin. Pertenecía
este joven caballero a una excelente, o, mejor dicho, ilustre familia,
pero por una serie de adversos sucesos se había quedado reducido
a tal pobreza, que sucumbió la energía de su carácter y renunció a
sus ambiciones mundanas, lo mismo que a procurar el
restablecimiento de su fortuna. Con el beneplácito de sus
acreedores, quedó todavía en posesión de un pequeño resto de su
patrimonio, y con la renta que éste le producía encontró el medio,
gracias a una economía rigurosa, de subvenir a las necesidades de
su vida, sin preocuparse en absoluto por lo más superfluo. En
realidad, su único lujo eran los libros, y en París éstos son fáciles de
adquirir.
Nuestro conocimiento tuvo efecto en una oscura biblioteca
de la rue Montmartre, donde nos puso en estrecha intimidad la
coincidencia de buscar los dos un muy raro y al mismo tiempo
notable volumen. Nos vimos con frecuencia. Yo me había interesado
vivamente por la sencilla historia de su familia, que me contó
detalladamente con toda la ingenuidad con que un francés se
explaya en sus confidencias cuando habla de sí mismo. Por otra
parte, me admiraba el número de sus lecturas, y, sobre todo, me
llegaba al alma el vehemente afán y la viva frescura de su
imaginación. La índole de las investigaciones que me ocupaban
entonces en París me hicieron comprender que la amistad de un
hombre semejante era para mí un inapreciable tesoro. Con esta
173
idea, me confié francamente a él. Por último, convinimos en que
viviríamos juntos todo el tiempo que durase mi permanencia en la
ciudad, y como mis asuntos económicos se desenvolvían menos
embarazosamente que los suyos, me fue permitido participar en los
gastos de alquiler, y amueblar, de acuerdo con el carácter algo
fantástico y melancólico de nuestro común temperamento, una
vieja y grotesca casa abandonada hacía ya mucho tiempo, en virtud
de ciertas supersticiones que no quisimos averiguar. Lo cierto es
que la casa se estremecía como si fuera a hundirse en un retirado y
desolado rincón del faubourg Saint—Germain.
Si hubiera sido conocida por la gente la rutina de nuestra
vida en aquel lugar, nos hubieran tomado por locos, aunque de
especie inofensiva. Nuestra reclusión era completa. No recibíamos
visita alguna. En realidad, el lugar de nuestro retiro era un secreto
guardado cuidadosamente para mis antiguos camaradas, y ya hacía
mucho tiempo que Dupin había cesado de frecuentar o hacerse
visible en París. Vivíamos sólo para nosotros.
Una rareza del carácter de mi amigo —no sé cómo
calificarla de otro modo— consistía en estar enamorado de la
noche. Pero con esta bizarrerie, como con todas las demás suyas,
condescendía yo tranquilamente, y me entregaba a sus singulares
caprichos con un perfecto abandon. No siempre podía estar con
nosotros la negra divinidad, pero sí podíamos falsear su presencia.
En cuanto la mañana alboreaba, cerrábamos inmediatamente los
macizos postigos de nuestra vieja casa y encendíamos un par de
bujías intensamente perfumadas y que sólo daban un lívido y débil
resplandor, bajo el cual entregábamos nuestras almas a sus
ensueños, leíamos, escribíamos o conversábamos, hasta que el reloj
nos advertía la llegada de la verdadera oscuridad. Salíamos
entonces cogidos del brazo a pasear por las calles, continuando la
conversación del día y rondando por doquier hasta muy tarde,
buscando a través de las estrafalarias luces y sombras de la
populosa ciudad esas innumerables excitaciones mentales que no
puede procurar la tranquila observación.
En circunstancias tales, yo no podía menos de notar y
admirar en Dupin (aunque ya, por la rica imaginación de que estaba
dotado, me sentía preparado a esperarlo) un talento
particularmente analítico. Por otra parte, parecía deleitarse
intensamente en ejercerlo (si no exactamente en desplegarlo), y no
vacilaba en confesar el placer que ello le producía. Se vanagloriaba
ante mí burlonamente de que muchos hombres, para él, llevaban
ventanas en el pecho, y acostumbraba a apoyar tales afirmaciones
usando de pruebas muy sorprendentes y directas de su íntimo
conocimiento de mí. En tales momentos, sus maneras eran glaciales
y abstraídas. Se quedaban sus ojos sin expresión, mientras su voz,
por lo general ricamente atenorada, se elevaba hasta un timbre
atiplado, que hubiera parecido petulante de no ser por la
ponderada y completa claridad de su pronunciación. A menudo,
viéndolo en tales disposiciones de ánimo, meditaba yo acerca de la
antigua filosofía del Alma Doble, y me divertía la idea de un doble
Dupin: el creador y el analítico.
Por cuanto acabo de decir, no hay que creer que estoy
contando algún misterio o escribiendo una novela. Mis
observaciones a propósito de este francés no son más que el
resultado de una inteligencia hiperestesiada o tal vez enferma. Un
ejemplo dará mejor idea de la naturaleza de sus observaciones
durante la época a que aludo.
Íbamos una noche paseando por una calle larga y sucia,
cercana al Palais Royal. Al parecer, cada uno de nosotros se había
sumido en sus propios pensamientos, y por lo menos durante
174
quince minutos ninguno pronunció una sola sílaba. De pronto,
Dupin rompió el silencio con estas palabras:
—En realidad, ese muchacho es demasiado pequeño y
estaría mejor en el Théâtre des Varietés.
—No cabe duda —repliqué, sin fijarme en lo que decía y sin
observar en aquel momento, tan absorto había estado en mis
reflexiones, el modo extraordinario con que mi interlocutor había
hecho coincidir sus palabras con mis meditaciones.
Un momento después me repuse y experimenté un
profundo asombro.
—Dupin —dije gravemente—, lo que ha sucedido excede mi
comprensión. No vacilo en manifestar que estoy asombrado y que
apenas puedo dar crédito a lo que he oído. ¿Cómo es posible que
haya usted podido adivinar que estaba pensando en... ?
Diciendo esto, me interrumpí para asegurarme, ya sin
ninguna dada, de que él sabía realmente en quién pensaba.
—¿En Chantilly? —preguntó—. ¿Por qué se ha
interrumpido? Usted pensaba que su escasa estatura no era la
apropiada para dedicarse a la tragedia.
Esto era precisamente lo que había constituido el tema de
mis reflexiones. Chantilly era un ex zapatero remendón de la rue
Saint Denis que, apasionado por el teatro, había representado el
papel de Jeries en la tragedia de Crebillon de este título. Pero sus
esfuerzos habían provocado la burla del público.
—Dígame usted, por Dios —exclamé—, por qué método, si
es que hay alguno, ha penetrado usted en mi alma en este caso.
Realmente, estaba yo mucho más asombrado de lo que
hubiese querido confesar.
—Ha sido el vendedor de frutas —contestó mi amigo—
quien le ha llevado a usted a la conclusión de que el remendón de
suelas no tiene la suficiente estatura para representar el papel de
Jerjes et id genus omne.
—¿El vendedor de frutas? Me asombra usted. No conozco a
ninguno.
—Sí; es ese hombre con quien ha tropezado usted al entrar
en esta calle, hará unos quince minutos.
Recordé entonces que, en efecto, un vendedor de frutas,
que llevaba sobre la cabeza una gran banasta de manzanas, estuvo a
punto de hacerme caer, sin pretenderlo, cuando pasábamos de la
calle C... a la calleja en que ahora nos encontrábamos. Pero yo no
podía comprender la relación de este hecho con Chantilly.
No había por qué suponer charlatanerie alguna en Dupin.
—Se lo explicaré —me dijo—. Para que pueda usted darse
cuenta de todo claramente, vamos a repasar primero en sentido
inverso el curso de sus meditaciones desde este instante en que le
estoy hablando hasta el de su rencontre con el vendedor de frutas.
En sentido inverso, los más importantes eslabones de la cadena se
suceden de esta forma: Chantilly, Orión, doctor Nichols, Epicuro,
estereotomía de los adoquines y el vendedor de frutas.
Existen pocas personas que no se hayan entretenido, en
cualquier momento de su vida, en recorrer en sentido inverso las
etapas por las cuales han sido conseguidas ciertas conclusiones de
su inteligencia. Frecuentemente es una ocupación llena de interés, y
el que la prueba por primera vez se asombra de la aparente
distancia ilimitada y de la falta de ilación que parece median desde
el punto de partida hasta la meta final. Júzguese, pues, cuál no sería
mi asombro cuando escuché lo que el francés acababa de decir, y no
pude menos de reconocer que había dicho la verdad. Continuó
después de este modo:
175
—Si mal no recuerdo, en el momento en que íbamos a dejar
la calle C... hablábamos de caballos. Éste era el último tema que
discutimos. Al entrar en esta calle, un vendedor de frutas que
llevaba una gran banasta sobre la cabeza, pasó velozmente ante
nosotros y lo empujó a usted contra un montón de adoquines, en
un lugar donde la calzada se encuentra en reparación. Usted puso el
pie sobre una de las piedras sueltas, resbaló y se torció levemente el
tobillo. Aparentó usted cierto fastidio o mal humor, murmuró unas
palabras, se volvió para observar el montón de adoquines y
continuó luego caminando en silencio. Yo no prestaba particular
atención a lo que usted hacía, pero, desde hace mucho tiempo, la
observación se ha convertido para mí en una especie de necesidad.
»Caminaba usted con los ojos fijos en el suelo, mirando, con
malhumorada expresión, los baches y rodadas del empedrado, por
lo que deduje que continuaba usted pensando todavía en las
piedras. Procedió así hasta que llegamos a la callejuela llamada
Lamartine, que, a modo de prueba, ha sido pavimentada con
tarugos sobrepuestos y acoplados sólidamente. Al entrar en ella, su
rostro se iluminó, y me di cuenta de que se movían sus labios. Por
este movimiento no me fue posible dudar que pronunciaba usted la
palabra «estereotomía», término que tan afectadamente se aplica a
esta especie de pavimentación. Yo estaba seguro de que no podía
usted pronunciar para sí la palabra «estereotomía» sin que esto le
llevara a pensar en los átomos, y, por consiguiente, en las teorías de
Epicuro. Y como quiera que no hace mucho rato discutíamos este
tema, le hice notar a usted de qué modo tan singular, y sin que ello
haya sido muy notado, las vagas conjeturas de ese noble griego han
encontrado en la reciente cosmogonía nebular su confirmación. He
comprendido por esto que no podía usted resistir a la tentación de
levantar sus ojos a la gran nobula de Orión, y con toda seguridad he
esperado que usted lo hiciera. En efecto, usted ha mirado a lo alto, y
he adquirido entonces la certeza de haber seguido correctamente el
hilo de sus pensamientos. Ahora bien, en la amarga tirada sobre
Chantilly, publicada ayer en el Musée, el escritor satírico, haciendo
mortificantes alusiones al cambio de nombre del zapatero al
calzarse el coturno, citaba un verso latino del que hemos hablado
nosotros con frecuencia. Me refiero a éste:
Perdidit antiquum litera prima sonum1.
»Yo le había dicho a usted que este verso se relacionaba con
la palabra Orión, que en un principio se escribía Urión. Además, por
determinadas discusiones un tanto apasionadas que tuvimos acerca
de mi interpretación, tuve la seguridad de que usted no la habría
olvidado. Por tanto, era evidente que asociaría usted las dos ideas:
Orión y Chantilly, y esto lo he comprendido por la forma de la
sonrisa que he visto en sus labios. Ha pensado usted, pues, en
aquella inmolación del pobre zapatero. Hasta ese momento, usted
había caminado con el cuerpo encorvado, pero a partir de entonces
se irguió usted, recobrando toda su estatura. Este movimiento me
ha confirmado que pensaba usted en la diminuta figura de Chantilly,
y ha sido entonces cuando he interrumpido sus meditaciones para
observar que, por tratarse de un hombre de baja estatura, estaría
mejor Chantilly en el Théâtre des Varietés.
Poco después de esta conversación hojeábamos una edición
de la tarde de la Gazette des Tribunaux cuando llamaron nuestra
atención los siguientes titulares:
EXTRAORDINARIOS CRÍMENES
Esta madrugada, alrededor de las tres, los
1
La antigua palabra perdió su primera letra.
176
habitantes del quartier Saint—Roch
fueron despertados por una serie de
espantosos gritos que parecían proceder
del cuarto piso de una casa de la rue
Morgue, ocupada, según se dice, por una
tal Madame L'Espanaye y su hija
Mademoiselle
Camille
L'Espanaye.
Después de algún tiempo empleado en
infructuosos esfuerzos para poder
penetrar buenamente en la casa, se forzó
la puerta de entrada con una palanca de
hierro, y entraron ocho o diez vecinos
acompañados de dos gendarmes. En ese
momento cesaron los gritos; pero en
cuanto aquellas personas llegaron
apresuradamente al primer rellano de la
escalera, se distinguieron dos o más voces
ásperas
que
parecían
disputar
violentamente y proceder de la parte alta
de la casa. Cuando la gente llegó al
segundo rellano, cesaron también
aquellos rumores y todo permaneció en
absoluto silencio. Los vecinos recorrieron
todas las habitaciones precipitadamente.
Al llegar, por último, a una gran sala
situada en la parte posterior del cuarto
piso, cuya puerta hubo de ser forzada, por
estar cerrada interiormente con llave, se
ofreció a los circunstantes un espectáculo
que sobrecogió su ánimo, no sólo de
horror, sino de asombro.
Se hallaba la habitación en
violento desorden, rotos los muebles y
diseminados en todas direcciones. No
quedaba más lecho que la armadura de
una cama, cuyas partes habían sido
arrancadas y tiradas por el suelo. Sobre
una silla se encontró una navaja barbera
manchada de sangre. Había en la
chimenea dos o tres largos y abundantes
mechones de pelo cano, empapados en
sangre y que parecían haber sido
arrancados de raíz. En el suelo se
encontraron cuatro napoleones, un
zarcillo adornado con un topacio, tres
grandes cucharas de plata, tres cucharillas
de metal d’Alger y dos sacos conteniendo,
aproximadamente, cuatro mil francos en
oro. En un rincón se hallaron los cajones
de una cómoda abiertos, y, al parecer,
saqueados, aunque quedaban en ellos
algunas cosas. Se encontró también un
cofrecillo de hierro bajo la cama, no bajo
su armadura. Se hallaba abierto, y la
cerradura contenía aún la llave. En el cofre
no se encontraron más que unas cuantas
cartas viejas y otros papeles sin
importancia.
No se encontró rastro alguno de
Madame L'Espanaye; pero como quiera
177
que se notase una anormal cantidad de
hollín en el hogar, se efectuó un
reconocimiento de la chimenea, y —
horroriza decirlo— se extrajo de ella el
cuerpo de su hija, que estaba colocado
cabeza abajo y que había sido introducido
por la estrecha abertura hasta una altura
considerable. El cuerpo estaba todavía
caliente. Al examinarlo se comprobaron
en
él
numerosas
escoriaciones
ocasionadas sin duda por la violencia con
que el cuerpo había sido metido allí y por
el esfuerzo que hubo de emplearse para
sacarlo. En su rostro se veían profundos
arañazos, y en la garganta, cárdenas
magulladuras y hondas huellas producidas
por las uñas, como si la muerte se hubiera
verificado por estrangulación.
Después de un minucioso examen
efectuado en todas las habitaciones, sin
que
se
lograra
ningún
nuevo
descubrimiento,
los
presentes
se
dirigieron
a
un
pequeño
patio
pavimentado, situado en la parte
posterior del edificio, donde hallaron el
cadáver de la anciana señora, con el cuello
cortado de tal modo, que la cabeza se
desprendió del tronco al levantar el
cuerpo. Tanto éste como la cabeza
estaban tan horriblemente mutilados, que
apenas conservaban apariencia humana.
Que sepamos, no se ha obtenido
hasta el momento el menor indicio que
permita aclarar este horrible misterio.»
El diario del día siguiente daba algunos nuevos pormenores:
LA TRAGEDIA DE LA RUE MORGUE
Gran número de personas han sido
interrogadas con respecto a tan
extraordinario y horrible affaire (la
palabra affaire no tiene todavía en Francia
el poco significado que se le da entre
nosotros), pero nada ha podido deducirse
que arroje alguna luz sobre ello. Damos a
continuación todas las declaraciones más
importantes que se han obtenido:
Pauline
Dubourg,
lavandera,
declara haber conocido desde hace tres
años a las víctimas y haber lavado para
ellas durante todo este tiempo. Tanto la
madre como la hija parecían vivir en
buena armonía y profesarse mutuamente
un gran cariño. Pagaban con puntualidad.
Nada se sabe acerca de su género de vida
y medios de existencia. Supone que
Madame
L'Espanaye
decía
la
buenaventura para ganarse el sustento.
Tenía fama de poseer algún dinero
escondido. Nunca encontró a otras
178
personas en la casa cuando la llamaban
para recoger la ropa, ni cuando la
devolvía. Estaba absolutamente segura de
que las señoras no tenían servidumbre
alguna. Salvo el cuarto piso, no parecía
que hubiera muebles en ninguna parte de
la casa.
Pierre
Moreau,
estanquero,
declara que es el habitual proveedor de
tabaco y de rapé de Madame L'Espanaye
desde hace cuatros años. Nació en su
vecindad y ha vivido siempre allí. Hacía
más de seis años que la muerta y su hija
vivían en la casa donde fueron
encontrados
sus
cadáveres.
Anteriormente a su estadía, el piso había
sido ocupado por un joyero, que alquilaba
a su vez las habitaciones interiores a
distintas personas. La casa era propiedad
de Madame L'Espanaye. Descontenta por
los abusos de su inquilino, se había
trasladado al inmueble de su propiedad,
negándose a alquilar ninguna parte de él.
La buena señora chocheaba a causa de la
edad. El testigo había visto a su hija unas
cinco o seis veces durante los seis años.
Las dos llevaban una vida muy retirada, y
era fama que tenían dinero. Entre los
vecinos había oído decir que Madame
L'Espanaye decía la buenaventura, pero él
no lo creía. Nunca había visto atravesar la
puerta a nadie, excepto a la señora y a su
hija, una o dos voces a un recadero y ocho
o diez a un médico.
En esta misma forma declararon
varios vecinos, pero de ninguno de ellos
se dice que frecuentaran la casa. Tampoco
se sabe que la señora y su hija tuvieran
parientes vivos. Raramente estaban
abiertos los postigos de los balcones de la
fachada principal. Los de la parte trasera
estaban siempre cerrados, a excepción de
las ventanas de la gran sala posterior del
cuarto piso. La casa era una finca
excelente y no muy vieja.
Isidoro Muset, gendarme, declara
haber sido llamado a la casa a las tres de
la madrugada, y dice que halló ante la
puerta principal a unas veinte o treinta
personas que procuraban entrar en el
edificio. Con una bayoneta, y no con una
barra de hierro, pudo, por fin, forzar la
puerta. No halló grandes dificultades en
abrirla, porque era de dos hojas y carecía
de cerrojo y pasador en su parte alta.
Hasta que la puerta fue forzada,
continuaron los gritos, pero luego cesaron
repentinamente. Daban la sensación de
ser alaridos de una o varias personas
víctimas de una gran angustia. Eran
179
fuertes y prolongados, y no gritos breves y
rápidos. El testigo subió rápidamente los
escalones. Al llegar al primer rellano, oyó
dos voces que disputaban acremente. Una
de éstas era áspera, y la otra, aguda, una
voz muy extraña. De la primera pudo
distinguir algunas palabras, y le pareció
francés el que las había pronunciado.
Pero, evidentemente, no era voz de mujer.
Distinguió claramente las palabras «sacre»
y «diable». La aguda voz pertenecía a un
extranjero, pero el declarante no puede
asegurar si se trataba de hombre o mujer.
No pudo distinguir lo que decían, pero
supone que hablasen español. El testigo
descubrió el estado de la casa y de los
cadáveres como fue descrito ayer por
nosotros.
Henri Duval, vecino, y de oficio
platero, declara que él formaba parte del
grupo que entró primeramente en la casa.
En términos generales, corrobora la
declaración de Muset. En cuanto se
abrieron paso, forzando la puerta, la
cerraron de nuevo, con objeto de
contener a la muchedumbre que se había
reunido a pesar de la hora. Este opina que
la voz aguda sea la de un italiano, y está
seguro de que no era la de un francés. No
conoce el italiano. No pudo distinguir las
palabras, pero, por la entonación del que
hablaba, está convencido de que era un
italiano. Conocía a Madame L'Espanaye y
a su hija. Con las dos había conversado
con frecuencia. Estaba seguro de que la
voz no correspondía a ninguna de las dos
mujeres.
Odenheimer,
restaurateur.
Voluntariamente, el testigo se ofreció a
declarar. Como no hablaba francés, fue
interrogado haciéndose uso de un
intérprete. Es natural de Amsterdam.
Pasaba por delante de la casa en el
momento en que se oyeron los gritos. Se
detuvo durante unos minutos, diez,
probablemente.
Eran
fuertes
y
prolongados, y producían horror y
angustia. Fue uno de los que entraron en
la casa. Corrobora las declaraciones
anteriores en todos sus detalles, excepto
uno: está seguro de que la voz aguda era
la de un hombre, la de un francés. No
pudo distinguir claramente las palabras
que había pronunciado. Estaban dichas en
alta voz y rápidamente, con cierta
desigualdad,
pronunciadas,
según
suponía, con miedo y con ira al mismo
tiempo. La voz era áspera. Realmente, no
puede asegurarse que fuese una voz
aguda. La voz grave dijo varias veces:
180
«Sacré», «diable», y una sola «Mon Dieu.»
Jules Mignaud, banquero, de la
casa Mignaud et Fils, de la rue Deloraie. Es
el mayor de los Mignaud. Madame
L'Espanaye tenía algunos intereses. Había
abierto una cuenta corriente en su casa de
banca en la primavera del año... (ocho
años antes). Con frecuencia había
ingresado pequeñas cantidades. No retiró
ninguna hasta tres días antes de su
muerte. La retiró personalmente, y la
suma ascendía a cuatro mil francos. La
cantidad fue pagada en oro, y se encargó
a un dependiente que la llevara a su casa.
Adolphe Le Bon, dependiente de
la Banca Mignaud et Fils, declara que en el
día de autos, al mediodía, acompañó a
Madame L'Espanaye a su domicilio con los
cuatro mil francos, distribuidos en dos
pequeños talegos. Al abrirse la puerta,
apareció Mademoiselle L'Espanaye Ésta
cogió uno de los saquitos, y la anciana
señora el otro. Entonces, él saludó y se
fue. En aquellos momentos no había
nadie en la calle. Era una calle apartada,
muy solitaria.
William Bird, sastre, declara que
fue uno de los que entraron en la casa. Es
inglés. Ha vivido dos años en París. Fue
uno de los primeros que subieron por la
escalera. Oyó las voces que disputaban. La
gruesa era de un francés. Pudo oír algunas
palabras, pero ahora no puede recordarlas
todas. Oyó claramente “sacré” y “Man
Dieu”. Por un momento se produjo un
rumor, como si varias personas peleasen.
Ruido de riña y forcejeo. La voz aguda era
muy fuerte, más que la grave. Está seguro
de que no se trataba de la voz de ningún
inglés, sino más bien la de un alemán.
Podía haber sido la de una mujer. No
entiende el alemán.
Cuatro
de
los
testigos
mencionados
arriba,
nuevamente
interrogados, declararon que la puerta de
la habitación en que fue encontrado el
cuerpo de Mademoiselle L'Espanaye se
hallaba cerrada por dentro cuando el
grupo llegó a ella. Todo se hallaba en un
silencio absoluto. No se oían ni gemidos ni
ruidos de ninguna especie. Al forzar la
puerta, no se vio a nadie. Tanto las
ventanas de la parte posterior como las de
la fachada estaban cerradas y aseguradas
fuertemente por dentro con sus cerrojos
respectivos. Entre las dos salas se hallaba
también una puerta de comunicación, que
estaba cerrada, pero no con llave. La
puerta que conducía de la habitación
delantera al pasillo estaba cerrada por
181
dentro con llave. Una pequeña estancia de
la parte delantera del cuarto piso, a la
entrada del pasillo, estaba abierta
también, puesto que tenía la puerta
entornada. En esta sala se hacinaban
camas viejas, cofres y objetos de esta
especie. No quedó una sola pulgada de la
casa sin que hubiese sido registrada
cuidadosamente. Se ordenó que tanto por
arriba como por abajo se introdujeran
deshollinadores por las chimeneas. La
casa constaba de cuatro pisos, con
buhardillas (mansardas). En el techo se
hallaba, fuertemente asegurado, un
escotillón, y parecía no haber sido abierto
durante muchos años. Por lo que respecta
al intervalo de tiempo transcurrido entre
las voces que disputaban y el acto de
forzar la puerta del piso, las afirmaciones
de los testigos difieren bastante. Unos
hablan de tres minutos, y otros amplían
este tiempo a cinco. Costó mucho forzar la
puerta.
Alfonso García, empresario de
pompas fúnebres, declara que habita en la
rue Morgue, y que es español. También
formaba parte del grupo que entró en la
casa. No subió la escalera, porque es muy
nervioso y temía los efectos que pudiera
producirle la emoción. Oyó las voces que
disputaban. La grave era de un francés. No
pudo distinguir lo que decían, y está
seguro de que la voz aguda era de un
inglés. No entiende este idioma, pero se
basa en la entonación.
Alberto Montan, confitero declara
haber sido uno de los primeros en subir la
escalera. Oyó las voces aludidas. La grave
era de francés. Pudo distinguir varias
palabras. Parecía como si este individuo
reconviniera a otro. En cambio, no pudo
comprender nada de la voz aguda.
Hablaba rápidamente y de forma
entrecortada. Supone que esta voz fuera
la de un ruso. Corrobora también las
declaraciones generales. Es italiano. No ha
hablado nunca con ningún ruso.
Interrogados de nuevo algunos
testigos, certificaron que las chimeneas de
todas las habitaciones del cuarto piso eran
demasiado
estrechas
para
que
permitieran el paso de una persona.
Cuando hablaron de “deshollinadores”, se
refirieron a las escobillas cilíndricas que
con ese objeto usan los limpiachimeneas.
Las escobillas fueron pasadas de arriba
abajo por todos los tubos de la casa. En la
parte posterior de ésta no hay paso
alguno por donde alguien hubiese podido
bajar mientras el grupo subía las
182
escaleras. El cuerpo de Mademoiselle
L'Espanaye estaba tan fuertemente
introducido en la chimenea, que no pudo
ser extraído de allí sino con la ayuda de
cinco hombres.
Paul Dumas, médico, declara que
fue llamado hacia el amanecer para
examinar los cadáveres. Yacían entonces
los dos sobre las correas de la armadura
de la cama, en la habitación donde fue
encontrada Mademoiselle L'Espanaye. El
cuerpo de la joven estaba muy magullado
y lleno de excoriaciones. Se explican
suficientemente estas circunstancias por
haber sido empujado hacia arriba en la
chimenea. Sobre todo, la garganta
presentaba grandes excoriaciones. Tenía
también profundos arañazos bajo la
barbilla, al lado de una serie de lívidas
manchas que eran, evidentemente,
impresiones de dedos. El rostro se hallaba
horriblemente descolorido, y los ojos
fuera de sus órbitas. La lengua había sido
mordida y seccionada parcialmente. Sobre
el estómago se descubrió una gran
magulladura, producida, según se supone,
por la presión de una rodilla. Según
Monsieur
Dumas,
Mademoiselle
L'Espanaye había sido estrangulada por
alguna persona o personas desconocidas.
El cuerpo de su madre estaba
horriblemente mutilado. Todos los huesos
de la pierna derecha y del brazo estaban,
poco o mucho, quebrantados. La tibia
izquierda, igual que las costillas del mismo
lado, estaban hechas astillas. Tenía todo el
cuerpo con espantosas magulladuras y
descolorido. Es imposible certificar cómo
fueron producidas aquellas heridas. Tal
vez un pesado garrote de madera, o una
gran barra de hierro —alguna silla—, o
una herramienta ancha, pesada y roma,
podría haber producido resultados
semejantes. Pero siempre que hubieran
sido manejados por un hombre muy
fuerte. Ninguna mujer podría haber
causado aquellos golpes con clase alguna
de arma. Cuando el testigo la vio, la
cabeza de la muerta estaba totalmente
separada del cuerpo y, además,
destrozada. Evidentemente, la garganta
había sido seccionada con un instrumento
afiladísimo, probablemente una navaja
barbera.
Alexandre
Etienne,
cirujano,
declara haber sido llamado al mismo
tiempo que el doctor Dumas, para
examinar los cuerpos. Corroboró la
declaración y las opiniones de éste.
»No han podido obtenerse más
183
pormenores importantes en otros
interrogatorios. Un crimen tan extraño y
tan complicado en todos sus aspectos no
había sido cometido jamás en París, en el
caso de que se trate realmente de un
crimen. La Policía carece totalmente de
rastro, circunstancia rarísima en asuntos
de tal naturaleza. Puede asegurarse, pues,
que no existe la menor pista.
En la edición de la tarde, afirmaba el periódico que reinaba todavía
gran excitación en el quartier Saint—Roch; que, de nuevo, se habían
investigado cuidadosamente las circunstancias del crimen, pero que
no se había obtenido ningún resultado. A última hora anunciaba una
noticia que Adolphe Le Bon había sido detenido y encarcelado; pero
ninguna de las circunstancias ya expuestas parecía acusarle.
Dupin demostró estar particularmente interesado en el
desarrollo de aquel asunto; cuando menos, así lo deducía yo por su
conducta, porque no hacía ningún comentario. Tan sólo después de
haber sido encarcelado Le Bon me preguntó mi parecer sobre
aquellos asesinatos.
Yo no pude expresarle sino mi conformidad con todo el
público parisiense, considerando aquel crimen como un misterio
insoluble. No acertaba a ver el modo en que pudiera darse con el
asesino.
—Por interrogatorios tan superficiales no podemos juzgar
nada con respecto al modo de encontrarlo —dijo Dupin—. La Policía
de París, tan elogiada por su perspicacia, es astuta, pero nada más.
No hay más método en sus diligencias que el que las circunstancias
sugieren. Exhiben siempre las medidas tomadas, pero con
frecuencia ocurre que son tan poco apropiadas a los fines
propuestos que nos hacen pensar en Monsieur Jourdain pidiendo su
robede—chambre, pour mieux entendre la musique. A veces no
dejan de ser sorprendentes los resultados obtenidos. Pero, en su
mayor parte, se consiguen por mera insistencia y actividad. Cuando
resultan ineficaces tales procedimientos, fallan todos sus planes.
Vidocq, por ejemplo, era un excelente adivinador y un hombre
perseverante; pero como su inteligencia carecía de educación, se
equivocaba con frecuencia por la misma intensidad de sus
investigaciones. Disminuía el poder de su visión por mirar el objeto
tan de cerca. Era capaz de ver, probablemente, una o dos
circunstancias con una poco corriente claridad; pero al hacerlo
perdía necesariamente la visión total del asunto. Esto puede decirse
que es el defecto de ser demasiado profundo. La verdad no está
siempre en el fondo de un pozo. En realidad, yo pienso que, en
cuanto a lo que más importa conocer, es invariablemente
superficial. La profundidad se encuentra en los valles donde la
buscamos, pero no en las cumbres de las montañas, que es donde la
vemos. Las variedades y orígenes de esta especie de error tienen un
magnífico ejemplo en la contemplación de los cuerpos celestes.
Dirigir a una estrella una rápida ojeada, examinarla oblicuamente,
volviendo hacia ella las partes exteriores de la retina (que son más
sensibles a las débiles impresiones de la luz que las anteriores), es
contemplar la estrella distintamente, obtener la más exacta
apreciación de su brillo, brillo que se oscurece a medida que
volvemos nuestra visión de lleno hacía ella. En el último caso, caen
en los ojos mayor número de rayos, pero en el primero se obtiene
una receptibilidad más afinada. Con una extrema profundidad,
embrollamos y debilitamos el pensamiento, y aun lo confundimos.
Podemos, incluso, lograr que Venus se desvanezca del firmamento
184
si le dirigimos una atención demasiado sostenida, demasiado
concentrada o demasiado directa.
»Por lo que respecta a estos asesinatos, examinemos
algunas investigaciones por nuestra cuenta, antes de formar de ellos
una opinión. Una investigación como ésta nos procurará una buena
diversión —a mí me pareció impropia esta última palabra, aplicada
al presente caso, pero no dije nada—, y, por otra parte, Le Bon ha
comenzado por prestarme un servicio y quiero demostrarle que no
soy un ingrato. Iremos al lugar del suceso y lo examinaremos con
nuestros propios ojos. Conozco a G..., el prefecto de Policía, y no me
será difícil conseguir el permiso necesario.
Nos fue concedida la autorización, y nos dirigimos
inmediatamente a la rue Morgue. Es ésta una de esas miserables
callejuelas que unen la rue Richelieu y la de Saint—Roch. Cuando
llegamos a ella, eran ya las últimas horas de la tarde, porque este
barrio se encuentra situado a gran distancia de aquel en que
nosotros vivíamos. Pronto hallamos la casa; aún había frente a ella
varias personas mirando con vana curiosidad las ventanas cerradas.
Era una casa como tantas de París. Tenía una puerta principal, y en
uno de sus lados había una casilla de cristales con un bastidor
corredizo en la ventanilla, y parecía ser la loge de concierge2. Antes
de entrar nos dirigimos calle arriba, y, torciendo de nuevo, pasamos
a la fachada posterior del edificio. Dupin examinó durante todo este
rato los alrededores, así como la casa, con una atención tan
cuidadosa, que me era imposible comprender su finalidad.
Volvimos luego sobre nuestros pasos, y llegamos ante la
fachada de la casa. Llamamos a la puerta, y después de mostrar
nuestro permiso, los agentes de guardia nos permitieron la entrada.
2
Portería.
Subimos las escaleras, hasta llegar a la habitación donde había sido
encontrado el cuerpo de Mademoiselle L'Espanaye y donde se
hallaban aún los dos cadáveres. Como de costumbre, había sido
respetado el desorden de la habitación. Nada vi de lo que se había
publicado en la Gazette des Tribunaux. Dupin lo analizaba todo
minuciosamente, sin exceptuar los cuerpos de las víctimas. Pasamos
inmediatamente a otras habitaciones, y bajamos luego al patio. Un
gendarme nos acompañó a todas partes, y la investigación nos
ocupó hasta el anochecer, marchándonos entonces. De regreso a
nuestra casa, mi compañero se detuvo unos minutos en las oficinas
de un periódico.
He dicho ya que las rarezas de mi amigo eran muy diversas y
que je les menageais: esta frase no tiene equivalente en inglés.
Hasta el día siguiente, a mediodía, rehusó toda conversación sobre
los asesinatos. Entonces me preguntó de pronto si yo había
observado algo particular en el lugar del hecho.
En su manera de pronunciar la palabra «particular» había
algo que me produjo un estremecimiento sin saber por qué.
—No, nada de particular —le dije—; por lo menos, nada
más de lo que ya sabemos por el periódico.
—Mucho me temo —me replicó— que la Gazette no haya
logrado penetrar en el insólito horror del asunto. Pero dejemos las
necias opiniones de este papelucho. Yo creo que si este misterio se
ha considerado como insoluble, por la misma razón debería de ser
fácil de resolver, y me refiero al outre carácter de sus circunstancias.
La Policía se ha confundido por la ausencia aparente de motivos que
justifiquen, no el crimen, sino la atrocidad con que ha sido
cometido. Asimismo, les confunde la aparente imposibilidad de
conciliar las voces que disputaban con la circunstancia de no haber
hallado arriba sino a Mademoiselle L'Espanaye, asesinada, y no
185
encontrar la forma de que nadie saliera del piso sin ser visto por las
personas que subían por las escaleras. El extraño desorden de la
habitación; el cadáver metido con la cabeza hacia abajo en la
chimenea; la mutilación espantosa del cuerpo de la anciana, todas
estas consideraciones, con las ya descritas y otras no dignas de
mención, han sido suficientes para paralizar sus facultades,
haciendo que fracasara por completo la tan cacareada perspicacia
de los agentes del Gobierno. Han caído en el grande aunque común
error de confundir lo insólito con lo abstruso. Pero precisamente
por estas desviaciones de lo normal es por donde ha de hallar la
razón su camino en la investigación de la verdad, en el caso de que
ese hallazgo sea posible. En investigaciones como la que estamos
realizando ahora, no hemos de preguntarnos tanto «qué ha
ocurrido» como «qué ha ocurrido que no había ocurrido jamás
hasta ahora». Realmente la sencillez con que yo he de llegar o he
llegado ya a la solución de este misterio, se halla en razón directa
con su aparente falta de solución en el criterio de la Policía.
Con mudo asombro, contemplé a mi amigo.
—Estoy esperando ahora —continuó diciéndome mirando a
la puerta de nuestra habitación— a un individuo que aun cuando
probablemente no ha cometido esta carnicería bien puede estar, en
cierta medida, complicado en ella. Es probable que resulte inocente
de la parte más desagradable de los crímenes cometidos. Creo no
equivocarme en esta suposición, porque en ella se funda mi
esperanza de descubrir el misterio. Espero a este individuo aquí en
esta habitación y de un momento a otro. Cierto es que puede no
venir, pero lo probable es que venga. Si viene, hay que detenerlo.
Aquí hay unas pistolas, y los dos sabemos cómo usarlas cuando las
circunstancias lo requieren.
Sin saber lo que hacía, ni lo que oía, tomé las pistolas,
mientras Dupin continuaba hablando como si monologara. Se
dirigían sus palabras a mí pero su voz no muy alta, tenía esa
entonación empleada frecuentemente al hablar con una persona
que se halla un poco distante. Sus pupilas inexpresivas miraban
fijamente hacia la pared.
—La experiencia ha demostrado plenamente que las voces
que disputaban —dijo—, oídas por quienes subían las escaleras, no
eran las de las dos mujeres. Este hecho descarta el que la anciana
hubiese matado primeramente a su hija y se hubiera suicidado
después. Hablo de esto únicamente por respeto al método; porque,
además, la fuerza de Madame L'Espanaye no hubiera conseguido
nunca arrastrar el cuerpo de su hija por la chimenea arriba tal como
fue hallado. Por otra parte, la naturaleza de las heridas excluye
totalmente la idea del suicidio. Por tanto, el asesinato ha sido
cometido por terceras personas, y las voces de éstas son las que se
oyeron disputar. Permítame que le haga notar no todo lo que se ha
declarado con respecto a estas voces, sino lo que hay de particular
en las declaraciones. ¿No ha observado usted nada en ellas?
Yo le dije que había observado que mientras todos los
testigos coincidían en que la voz grave era de un francés, había un
gran desacuerdo por lo que respecta a la voz aguda, o áspera, como
uno de ellos la había calificado.
—Esto es evidencia pura —dijo—, pero no lo particular de
esa evidencia. Usted no ha observado nada característico, pero, no
obstante había algo que observar. Como ha notado usted los
testigos estuvieron de acuerdo en cuanto a la voz grave. En ello
había unanimidad. Pero lo que respecta a la voz aguda consiste su
particularidad, no en el desacuerdo, sino en que, cuando un italiano,
un inglés, un español, un holandés y un francés intentan describirla
186
cada uno de ellos opina que era la de un extranjero. Cada uno está
seguro de que no es la de un compatriota, y cada uno la compara,
no a la de un hombre de una nación cualquiera cuyo lenguaje
conoce, sino todo lo contrario. Supone el francés que era la voz de
un español y que «hubiese podido distinguir algunas palabras de
haber estado familiarizado con el español». El holandés sostiene
que fue la de un francés, pero sabemos que, por «no conocer este
idioma, el testigo había sido interrogado por un intérprete». Supone
el inglés que la voz fue la de un alemán; pero añade que «no
entiende el alemán». El español «está seguro» de que es la de un
inglés, pero tan sólo «lo cree por la entonación, ya que no tiene
ningún conocimiento del idioma». El italiano cree que es la voz de
un ruso, pero «jamás ha tenido conversación alguna con un ruso».
Otro francés difiere del primero, y está seguro de que la voz era de
un italiano; pero aunque no conoce este idioma, está, como el
español, «seguro de ello por su entonación». Ahora bien, ¡cuán
extraña debía de ser aquella voz para que tales testimonios
pudieran darse de ella, en cuyas inflexiones, ciudadanos de cinco
grandes naciones europeas, no pueden reconocer nada que les sea
familiar! Tal vez usted diga que puede muy bien haber sido la voz de
un asiático o la de un africano; pero ni los asiáticos ni los africanos
se ven frecuentemente por París. Pero, sin decir que esto sea
posible, quiero ahora dirigir su atención sobre tres puntos. Uno de
los testigos describe aquella voz como «más áspera que aguda»;
otros dicen que es «rápida y desigual»; en este caso, no hubo
palabras (ni sonidos que se parezcan a ella), que ningún testigo
mencionara como inteligibles.
»Ignoro qué impresión —continuó Dupin— puedo haber
causado en su entendimiento, pero no dudo en manifestar que las
legítimas deducciones efectuadas con sólo esta parte de los
testimonios conseguidos (la que se refiere a las voces graves y
agudas), bastan por sí mismas para motivar una sospecha que bien
puede dirigirnos en todo ulterior avance en la investigación de este
misterio. He dicho «legítimas deducciones», pero así no queda del
todo explicada mi intención. Quiero únicamente manifestar que
esas deducciones son las únicas apropiadas, y que mi sospecha se
origina inevitablemente en ellas como una conclusión única. No diré
todavía cuál es esa sospecha. Tan sólo deseo hacerle comprender a
usted que para mí tiene fuerza bastante para dar definida forma
(determinada tendencia) a mis investigaciones en aquella
habitación.
»Mentalmente, trasladémonos a ella. ¿Qué es lo primero
que hemos de buscar allí? Los medios de evasión utilizados por los
asesinos. No hay necesidad de decir que ninguno de los dos
creemos en este momento en acontecimientos sobrenaturales.
Madame y Mademoiselle L'Espanaye no han sido, evidentemente,
asesinadas por espíritus. Quienes han cometido el crimen fueron
seres materiales y escaparon por procedimientos materiales. ¿De
qué modo? Afortunadamente, sólo hay una forma de razonar con
respecto a este punto, y éste habrá de llevarnos a una solución
precisa. Examinemos, pues, uno por uno, los posibles medios de
evasión. Cierto es que los asesinos se encontraban en la alcoba
donde fue hallada Mademoiselle L'Espanaye, o, cuando menos, en
la contigua, cuando las personas subían las escaleras. Por tanto, sólo
hay que investigar las salidas de estas dos habitaciones. La Policía ha
dejado al descubierto los pavimentos, los techos y la mampostería
de las paredes en todas partes. A su vigilancia no hubieran podido
escapar determinadas salidas secretas. Pero yo no me fiaba de sus
ojos y he querido examinarlo con los míos. En efecto, no había
salida secreta. Las puertas de las habitaciones que daban al pasillo
187
estaban cerradas perfectamente por dentro. Veamos las chimeneas.
Aunque de anchura normal hasta una altura de ocho o diez pies
sobre los hogares, no puede, en toda su longitud, ni siquiera dar
cabida a un gato corpulento. La imposibilidad de salida por los ya
indicados medios es, por tanto, absoluta. Así, pues, no nos quedan
más que las ventanas. Por la de la alcoba que da a la fachada
principal no hubiera podido escapar nadie sin que la muchedumbre
que había en la calle lo hubiese notado. Por tanto, los asesinos han
de haber pasado por las de la habitación posterior. Llevados, pues,
de estas deducciones y, de forma tan inequívoca, a esta conclusión,
no podemos, según un minucioso razonamiento, rechazarla,
teniendo en cuenta aparentes imposibilidades. Nos queda sólo por
demostrar que esas aparentes «imposibilidades» en realidad no lo
son.
»En la habitación hay dos ventanas. Una de ellas no se halla
obstruida por los muebles, y está completamente visible. La parte
inferior de la otra la oculta a la vista la cabecera de la pesada
armazón del lecho, estrechamente pegada a ella. La primera de las
dos ventanas está fuertemente cerrada y asegurada por dentro.
Resistió a los más violentos esfuerzos de quienes intentaron
levantarla. En la parte izquierda de su marco veíase un gran agujero
practicado con una barrena, y un clavo muy grueso hundido en él
hasta la cabeza. Al examinar la otra ventana se encontró otro clavo
semejante, clavado de la misma forma, y un vigoroso esfuerzo para
separar el marco fracasó también. La Policía se convenció entonces
de que por ese camino no se había efectuado la salida, y por esta
razón consideró superfluo quitar aquellos clavos y abrir las
ventanas.
»Mi examen fue más minucioso, por la razón que acabo ya
de decir, ya que sabía era preciso probar que todas aquellas
aparentes imposibilidades no lo eran realmente.
Continué razonando así a posteriori. Los asesinos han
debido de escapar por una de estas ventanas. Suponiendo esto, no
es fácil que pudieran haberlas sujetado por dentro, como se las ha
encontrado, consideración que, por su evidencia, paralizó las
investigaciones de la Policía en este aspecto. No obstante, las
ventanas estaban cerradas y aseguradas. Era, pues, preciso que
pudieran cerrarse por sí mismas. No había modo de escapar a esta
conclusión. Fui directamente a la ventana no obstruida, y con cierta
dificultad extraje el clavo y traté de levantar el marco. Como yo
suponía, resistió a todos los esfuerzos. Había, pues, evidentemente,
un resorte escondido, y este hecho, corroborado por mi idea, me
convenció de que mis premisas, por muy misteriosas que
apareciesen las circunstancias relativas a los clavos, eran correctas.
Una minuciosa investigación me hizo descubrir pronto el oculto
resorte. Lo oprimí y, satisfecho con mi descubrimiento, me abstuve
de abrir la ventana.
»Volví entonces a colocar el clavo en su sitio, después de
haberlo examinado atentamente. Una persona que hubiera pasado
por aquella ventana podía haberla cerrado y haber funcionado solo
el resorte. Pero el clavo no podía haber sido colocado. Esta
conclusión está clarisima, y restringía mucho el campo de mis
investigaciones. Los asesinos debían, por tanto, de haber escapado
por la otra ventana. Suponiendo que los dos resortes fueran iguales,
como era posible, debía, pues, de haber una diferencia entre los
clavos, o, por lo menos, en su colocación. Me subí sobre las correas
de la armadura del lecho, y por encima de su cabecera examiné
minuciosamente la segunda ventana. Pasando la mano por detrás
188
de la madera, descubrí y apreté el resorte, que, como yo había
supuesto, era idéntico al anterior. Entonces examiné el clavo. Era
del mismo grueso que el otro, y aparentemente estaba clavado de
la misma forma, hundido casi hasta la cabeza.
»Tal vez diga usted que me quedé perplejo; pero si piensa
semejante cosa es que no ha comprendido bien la naturaleza de mis
deducciones. Sirviéndome de un término deportivo, no me he
encontrado ni una vez «en falta». El rastro no se ha perdido ni un
solo instante. En ningún eslabón de la cadena ha habido un defecto.
Hasta su última consecuencia he seguido el secreto. Y la
consecuencia era el clavo. En todos sus aspectos, he dicho,
aparentaba ser análogo al de la otra ventana; pero todo esto era
nada (tan decisivo como parecía) comparado con la consideración
de que en aquel punto terminaba mi pista. «Debe de haber algún
defecto en este clavo», me dije. Lo toqué, y su cabeza, con casi un
cuarto de su espiga, se me quedó en la mano. El resto quedó en el
orificio donde se había roto. La rotura era antigua, como se deducía
del óxido de sus bordes, y, al parecer, había sido producido por un
martillazo que hundió una parte de la cabeza del clavo en la
superficie del marco. Volví entonces a colocar cuidadosamente
aquella parte en el lugar de donde la había separado, y su
semejanza con un clavo intacto fue completa. La rotura era
inapreciable. Apreté el resorte y levanté suavemente el marco unas
pulgadas. Con él subió la cabeza del clavo, quedando fija en su
agujero. Cerré la ventana, y fue otra vez perfecta la apariencia del
clavo entero.
»Hasta aquí estaba resuelto el enigma. El asesino había
huido por la ventana situada a la cabecera del lecho. Al bajar por sí
misma, luego de haber escapado por ella, o tal vez al ser cerrada
deliberadamente, se había quedado sujeta por el resorte, y la
sujeción de éste había engañado a la Policía, confundiéndola con la
del clavo, por lo cual se había considerado innecesario proseguir la
investigación.
»El problema era ahora saber cómo había bajado el asesino.
Sobre este punto me sentía satisfecho de mi paseo en torno al
edificio. Aproximadamente a cinco pies y medio de la ventana en
cuestión, pasa la cadena de un pararrayos. Por ésta hubiera sido
imposible a cualquiera llegar hasta la ventana, y ya no digamos
entrar. Sin embargo, al examinar los postigos del cuarto piso, vi que
eran de una especie particular, que los carpinteros parisienses
llaman ferrades, especie poco usada hoy, pero hallada
frecuentemente en las casas antiguas de Lyon y Burdeos. Tienen la
forma de una puerta normal (sencilla y no de dobles batientes),
excepto que su mitad superior está enrejada o trabajada a modo de
celosía, por lo que ofrece un asidero excelente para las manos. En el
caso en cuestión, estos postigos tienen una anchura de tres pies y
medio3, más o menos. Cuando los vimos desde la parte posterior de
la casa, los dos estaban abiertos hasta la mitad; es decir, formaban
con la pared un ángulo recto. Es probable que la Policía haya
examinado, como yo, la parte posterior del edificio; pero al mirar las
ferrades en el sentido de su anchura (como deben de haberlo
hecho), no se han dado cuenta de la dimensión en este sentido, o
cuando menos no le han dado la necesaria importancia. En realidad,
una vez se convencieron de que no podía efectuarse la huida por
aquel lado, no lo examinaron sino superficialmente. Sin embargo,
para mí era claro que el postigo que pertenecía a la ventana situada
a la cabecera de la cama, si se abría totalmente, hasta que tocara la
3
3,5 pies = 1 metro aprox.
189
pared, llegaría hasta unos dos pies4 de la cadena del pararrayos.
También estaba claro que con el esfuerzo de una energía y un valor
insólitos podía muy bien haberse entrado por aquella ventana con
ayuda de la cadena. Llegado a aquella distancia de dos pies y medio
(supongamos ahora abierto el postigo), un ladrón hubiese podido
encontrar en el enrejada un sólido asidero, para que luego, desde
él, soltando la cadena y apoyando bien los pies contra la pared,
pudiera lanzarse rápidamente, caer en la habitación y atraer hacia sí
violentamente el postigo, de modo que se cerrase, y suponiendo,
desde luego, que se hallara siempre la ventana abierta.
»Tenga usted en cuenta que me he referido a una energía
insólita, necesaria para llevar a cabo con éxito una empresa tan
arriesgada y difícil. Mi propósito es el de demostrarle, en primer
lugar, que el hecho podía realizarse, y en segundo, y muy
principalmente, llamar su atención sobre el carácter extraordinario,
casi sobrenatural, de la agilidad necesaria para su ejecución.
»Me replicará usted, sin duda, valiéndose del lenguaje de la
ley, que para «defender mi causa» debiera más bien prescindir de la
energía requerida en ese caso antes que insistir en valorarla
exactamente. Esto es realizable en la práctica forense, pero no en la
razón. Mi objetivo final es la verdad tan sólo, y mi propósito
inmediato conducir a usted a que compare esa insólita energía de
que acabo de hablarle con la peculiarísima voz aguda (o áspera), y
desigual, con respecto a cuya nacionalidad no se han hallado
siquiera dos testigos que estuviesen de acuerdo, y en cuya
pronunciación no ha sido posible descubrir una sola sílaba.
A estas palabras comenzó a formarse en mi espíritu una
vaga idea de lo que pensaba Dupin. Me parecía llegar al límite de la
4
2 pies = 60 cm. (aprox.).
comprensión, sin que todavía pudiera entender, lo mismo que esas
personas que se encuentran algunas veces al borde de un recuerdo
y no son capaces de llegar a conseguirlo. Mi amigo continuó su
razonamiento.
—Habrá usted visto —dijo— que he retrotraído la cuestión
del modo de salir al de entrar. Mi plan es demostrarle que ambas
cosas se han efectuado de la misma manera y por el mismo sitio.
Volvamos ahora al interior de la habitación. Estudiemos todos sus
aspectos. Según se ha dicho, los cajones de la cómoda han sido
saqueados, aunque han quedado en ellos algunas prendas de vestir.
Esta conclusión es absurda. Es una simple conjetura, muy necia, por
cierto, y nada más. ¿Cómo es posible saber que todos esos objetos
encontrados en los cajones no eran todo lo que contenían?
Madame L'Espanaye y su hija vivían una vida excesivamente
retirada. No se trataban con nadie, salían rara vez y, por
consiguiente, tenían pocas ocasiones para cambiar de vestido. Los
objetos que se han encontrado eran de tan buena calidad, por lo
menos, como cualquiera de los que posiblemente hubiesen poseído
esas señoras. Si un ladrón hubiera cogido alguno, ¿por qué no los
mejores, o por qué no todos? En fin, ¿hubiese abandonado cuatro
mil francos en oro para cargar con un fardo de ropa blanca? El oro
fue abandonado. Casi la totalidad de la suma mencionada por
Monsieur Mignaud, el banquero, ha sido hallada en el suelo, en los
saquitos. Insisto, por tanto, en querer descartar de su pensamiento
la idea desatinada de un motivo, engendrada en el cerebro de la
Policía por esa declaración que se refiere a dinero entregado a la
puerta de la casa. Coincidencias diez veces más notables que ésta
(entrega del dinero y asesinato, tres días más tarde, de la persona
que lo recibe) se presentan constantemente en nuestra vida sin
despertar siquiera nuestra atención momentánea. Por lo general las
190
coincidencias son otros tantos motivos de error en el camino de esa
clase de pensadores educados de tal modo que nada saben de la
teoría de probabilidades, esa teoría a la cual las más memorables
conquistas de la civilización humana deben lo más glorioso de su
saber. En este caso, si el oro hubiera desaparecido, el hecho de
haber sido entregado tres días antes hubiese podido parecer algo
más que una coincidencia. Corroboraría la idea de un motivo. Pero,
dadas las circunstancias reales del caso, si hemos de suponer que el
oro ha sido el móvil del hecho, también debemos imaginar que
quien lo ha cometido ha sido tan vacilante y tan idiota que ha
abandonado al mismo tiempo el oro y el motivo.
»Fijados bien en nuestro pensamiento los puntos sobre los
cuales he llamado su atención (la voz peculiar, la insólita agilidad y
la sorprendente falta de motivo en un crimen de una atrocidad tan
singular como éste), examinemos por sí misma esta carnicería. Nos
encontramos con una mujer estrangulada con las manos y metida
cabeza abajo en una chimenea. Normalmente, los criminales no
emplean semejante procedimiento de asesinato. En el violento
modo de introducir el cuerpo en la chimenea habrá usted de admitir
que hay algo excesivamente exagerado, algo que está en
desacuerdo con nuestras corrientes nociones respecto a los actos
humanos, aun cuando supongamos que los autores de este crimen
sean los seres más depravados. Por otra parte, piense usted cuán
enorme debe de haber sido la fuerza que logró introducir tan
violentamente el cuerpo hacia arriba en una abertura como aquélla,
por cuanto los esfuerzos unidos de varias personas apenas si
lograron sacarlo de ella.
»Fijemos ahora nuestra atención en otros indicios que
ponen de manifiesto este vigor maravilloso. Había en el hogar unos
espesos mechones de grises cabellos humanos. Habían sido
arrancados de cuajo. Sabe usted la fuerza que es necesaria para
arrancar de la cabeza, aun cuando no sean más que veinte o treinta
cabellos a la vez. Usted habrá visto tan bien como yo aquellos
mechones. Sus raíces (¡qué espantoso espectáculo!) tenían
adheridos fragmentos de cuero cabelludo, segura prueba de la
prodigiosa fuerza que ha sido necesaria para arrancar tal vez un
millar de cabellos a la vez. La garganta de la anciana no sólo estaba
cortada, sino que tenía la cabeza completamente separada del
cuerpo, y el instrumento para esta operación fue una sencilla navaja
barbera. Le ruego que se fije también en la brutal ferocidad de tal
acto. No es necesario hablar de las magulladuras que aparecieron
en el cuerpo de Madame L'Espanaye. Monsieur Dumas y su
honorable colega Monsieur Etienne han declarado que habían sido
producidas por un instrumento romo. En ello, estos señores están
en lo cierto. El instrumento ha sido, sin duda alguna, el pavimento
del patio sobre el que la víctima ha caído desde la ventana situada
encima del lecho. Por muy sencilla que parezca ahora esta idea,
escapó a la Policía, por la misma razón que le impidió notar la
anchura de los postigos, porque, dada la circunstancia de los clavos,
su percepción estaba herméticamente cerrada a la idea de que las
ventanas hubieran podido ser abiertas.
»Si ahora, como añadidura a todo esto, ha reflexionado
usted bien acerca del extraño desorden de la habitación, hemos
llegado ya al punto de combinar las ideas de agilidad maravillosa,
fuerza sobrehumana, bestial ferocidad, carnicería sin motivo, una
grotesquerie en lo horrible, extraña en absoluto a la humanidad, y
una voz extranjera por su acento para los oídos de hombres de
distintas naciones y desprovista de todo silabeo que pudieran
advertirse distinta e inteligiblemente. ¿Qué se deduce de todo ello?
¿Cuál es la impresión que ha producido en su imaginación?
191
Al hacerme Dupin esta pregunta, sentí un escalofrío.
—Un loco ha cometido ese crimen —dije—, algún lunático
furioso que se habrá escapado de alguna Maison de Santé vecina.
—En algunos aspectos —me contestó— no es desacertada
su idea. Pero hasta en sus más feroces paroxismos, las voces de los
locos no se parecen nunca a esa voz peculiar oída desde la calle. Los
locos pertenecen a una nación cualquiera, y su lenguaje, aunque
incoherente, es siempre articulado. Por otra parte, el cabello de un
loco no se parece al que yo tengo en la mano. De los dedos
rígidamente crispados de Madame L'Espanaye he desenredado esté
pequeño mechón. ¿Qué puede usted deducir de esto?
—Dupin —exclamé, completamente desalentado—, ¡qué
cabello más raro! No es un cabello humano.
—Yo no he dicho que lo fuera —me contestó—. Pero antes
de decidir con respecto a este particular, le ruego que examine este
pequeño diseño que he trazado en un trozo de papel. Es un facsímil
que representa lo que una parte de los testigos han declarado como
cárdenas magulladuras y profundos rasguños producidos por las
uñas en el cuello de Mademoiselle L'Espanaye, y que los doctores
Dumas y Etienne llaman una serie de manchas lívidas
evidentemente producidas por la impresión de los dedos.
Comprenderá usted —continuó mi amigo, desdoblando el
papel sobre la mesa y ante nuestros ojos —que este dibujo da idea
de una presión firme y poderosa. Aquí no hay deslizamiento visible.
Cada dedo ha conservado, quizás hasta la muerte de la víctima, la
terrible presa en la cual se ha moldeado. Pruebe usted ahora de
colocar sus dedos, todos a un tiempo, en las respectivas
impresiones, tal como las ve usted aquí.
Lo intenté en vano.
—Es posible —continuó— que no efectuemos esta
experiencia de un modo decisivo. El papel está desplegado sobre
una superficie plana, y la garganta humana es cilíndrica. Pero aquí
tenemos un tronco cuya circunferencia es, poco más o menos, la de
la garganta. Arrolle a su superficie este diseño y volvamos a efectuar
la experiencia.
Lo hice así, pero la dificultad fue todavía más evidente que
la primera vez.
—Esta —dije— no es la huella de una mano humana.
—Ahora, lea este pasaje de Cuvier —continuó Dupin.
Era una historia anatómica, minuciosa y general, del gran
orangután salvaje de las islas de la India Oriental. Son harto
conocidas de todo el mundo la gigantesca estatura, la fuerza y
agilidad prodigiosas, la ferocidad salvaje y las facultades de
imitación de estos mamíferos. Comprendí entonces, de pronto, todo
el horror de aquellos asesinatos.
—La descripción de los dedos —dije, cuando hube
terminado la lectura— está perfectamente de acuerdo con este
dibujo. Creo que ningún animal, excepto el orangután de la especie
que aquí se menciona, puede haber dejado huellas como las que ha
dibujado usted. Este mechón de pelo ralo tiene el mismo carácter
que el del animal descrito por Cuvier. Pero no me es posible
comprender las circunstancias de este espantoso misterio. Hay que
tener en cuenta, además, que se oyeron disputar dos voces, e,
indiscutiblemente, una de ellas pertenecía a un francés.
—Cierto, y recordará usted una expresión atribuida casi
unánimemente a esa voz por los testigos; la expresión «Mon Dieu».
Y en tales circunstancias, uno de los testigos (Montani, el confitero)
la identificó como expresión de protesta o reconvención. Por tanto,
yo he fundado en estas voces mis esperanzas de la completa
192
solución de este misterio. Indudablemente, un francés conoce el
asesinato. Es posible, y en realidad, más que posible, probable, que
él sea inocente de toda participación en los hechos sangrientos que
han ocurrido. Puede habérsele escapado el orangután, y puede
haber seguido su rastro hasta la habitación. Pero, dadas las agitadas
circunstancias que se hubieran producido, pudo no haberle sido
posible capturarle de nuevo. Todavía anda suelto el animal. No es
mi propósito continuar estas conjeturas, y las califico así porque no
tengo derecho a llamarlas de otro modo, ya que los atisbos de
reflexión en que se fundan apenas alcanzan la suficiente base para
ser apreciables incluso para mi propia inteligencia, y, además,
porque no puedo hacerlas inteligibles para la comprensión de otra
persona. Llamémoslas, pues, conjeturas, y considerémoslas así. Si,
como yo supongo, el francés a que me refiero es inocente de tal
atrocidad, este anuncio que, a nuestro regreso, dejé en las oficinas
de Le Monde, un periódico consagrado a intereses marítimos y muy
buscado por los marineros, nos lo traerá a casa.
Me entregó el periódico, y leí:
CAPTURA
En el Bois de Boulogne se ha encontrado a
primeras horas de la mañana del día... de
los corrientes (la mañana del crimen), un
enorme orangután de la especie de
Borneo. Su propietario (que se sabe es un
marino perteneciente a la tripulación de
un navío maltés) podrá recuperar el
animal, previa su identificación, pagando
algunos pequeños gestos ocasionados por
su captura y manutención. Dirigirse al
número... de la rue... Faubourg Saint—
Germain... tercero.
—¿Cómo ha podido usted saber —le pregunté a Dupin— que el
individuo de que se trata es marinero y está enrolado en un navío
maltés?
—Yo no lo conozco —repuso Dupin—. No estoy seguro de
que exista. Pero tengo aquí este pedacito de cinta que, a juzgar por
su forma y su grasiento aspecto, ha sido usada, evidentemente,
para anudar los cabellos en forma de esas largas guerres5 a que tan
aficionados son los marineros. Por otra parte, este lazo saben
anudarlo muy pocas personas, y es característico de los malteses.
Recogí esta cinta al pie de la cadena del pararrayos. No puede
pertenecer a ninguna de las dos víctimas. Todo lo más, si me he
equivocado en mis deducciones con respecto a este lazo, es decir,
pensando que ese francés sea un marinero enrolado en un navío
maltés, no habré perjudicado a nadie diciendo lo que he dicho en el
anuncio. Si me he equivocado, supondrá él que algunas
circunstancias me engañaron, y no se tomará el trabajo de
inquirirlas. Pero, si acierto, habremos dado un paso muy
importante. Aunque inocente del crimen, el francés habrá de
conocerlo, y vacilará entre si debe responder o no al anuncio y
reclamar o no al orangután.
Sus razonamientos serán los siguientes: «Soy inocente; soy
pobre; mi orangután vale mucho dinero, una verdadera fortuna
para un hombre que se encuentra en mi situación. ¿Por qué he de
perderlo por un vano temor al peligro? Lo tengo aquí, a mi alcance.
5
Coletas.
193
Lo encontraron en el Bois de Boulogne, a mucha distancia del
escenario de aquel crimen. ¿Quién sospecharía que un animal ha
cometido semejante acción? La Policía está despistada. No ha
obtenido el menor indicio. Dado el caso de que sospecharan del
animal, será imposible demostrar que yo tengo conocimiento del
crimen, ni mezclarme en él por el solo hecho de conocerlo. Además,
me conocen. El anunciante me señala como dueño del animal. No sé
hasta qué punto llega este conocimiento. Si soslayo el reclamar una
propiedad de tanto valor y que, además, se sabe que es mía,
concluiré haciendo sospechoso al animal. No es prudente llamar la
atención sobre mí ni sobre él. Contestaré, por tanto, a este anuncio,
recobraré mi orangután y le encerraré hasta que se haya olvidado
por completo este asunto.»
En este instante oímos pasos en la escalera.
—Esté preparado —me dijo Dupin—. Coja sus pistolas, pero
no haga uso de ellas, ni las enseñe, hasta que yo le haga una señal.
Habíamos dejado abierta la puerta principal de la casa. El
visitante entró sin llamar y subió algunos peldaños de la escalera.
Ahora, sin embargo, parecía vacilar. Le oímos descender. Dupin se
precipitó hacia la puerta, pero en aquel instante le oímos subir de
nuevo. Ahora ya no retrocedía por segunda vez, sino que subió con
decisión y llamó a la puerta de nuestro piso.
—Adelante —dijo Dupin con voz satisfecha y alegre.
Entró un hombre. A no dudarlo, era un marinero; un
hombre alto, fuerte, musculoso, con una expresión de arrogancia no
del todo desagradable. Su rostro, muy atezado, estaba oculto en
más de su mitad por las patillas y el mustachio. Estaba provisto de
un grueso garrote de roble, y no parecía llevar otras armas. Saludó,
inclinándose torpemente, pronunciando un «Buenas tardes» con
acento francés, el cual, aunque, bastardeada levemente por el suizo,
daba a conocer a las claras su origen parisiense.
—Siéntese, amigo —dijo Dupin—. Supongo que viene a
reclamar su orangután. Le aseguro que casi se lo envidio. Es un
hermoso animal, y, sin duda alguna, de mucho precio. ¿Qué edad
cree usted que tiene?
El marinero suspiró hondamente, como quien se libra de un
peso intolerable, y contestó luego con voz firme:
—No puedo decírselo, pero no creo que tenga más de
cuatro o cinco años. ¿Lo tiene usted aquí?
—¡Oh, no! Esta habitación no reúne condiciones para ello.
Está en una cuadra de alquiler en la rue Dubourg, cerca de aquí.
Mañana por la mañana, si usted quiere, podrá recuperarlo. Supongo
que vendrá usted preparado para demostrar su propiedad.
—Sin duda alguna, señor.
—Mucho sentiré tener que separarme de él —dijo Dupin.
—No pretendo que se haya usted tomado tantas molestias
para nada, señor —dijo el hombre—. Ni pensarlo. Estoy dispuesto a
pagar una gratificación por el hallazgo del animal, mientras sea
razonable.
—Bien —contestó mi amigo—. Todo esto es, sin duda, muy
justo. Veamos. ¿Qué voy a pedirle? ¡Ah, ya sé! Se lo diré ahora. Mi
gratificación será ésta: ha de decirme usted cuanto sepa con
respecto a los asesinatos de la rue Morgue.
Estas últimas palabras las dijo Dupin en voz muy baja y con
una gran tranquilidad. Con análoga tranquilidad se dirigió hacia la
puerta, la cerró y se guardó la llave en el bolsillo. Luego sacó la
pistola, y, sin mostrar agitación alguna, la dejó sobre la mesa.
La cara del marinero enrojeció como si se hallara en un
arrebato de sofocación. Se levantó y empuñó su bastón. Pero
194
inmediatamente se dejó caer sobre la silla, con un temblor
convulsivo y con el rostro de un cadáver. No dijo una sola palabra, y
le compadecí de todo corazón.
—Amigo mío —dijo Dupin bondadosamente—, le aseguro
que se alarma usted sin motivo alguno. No es nuestro propósito
causarle el menor daño. Le doy a usted mi palabra de honor de
caballero y francés, que nuestra intención no es perjudicarle. Sé
perfectamente que nada tiene usted que ver con las atrocidades de
la rue Morgue. Sin embargo, no puedo negar que, en cierto modo,
está usted complicado. Por cuanto le digo comprenderá usted
perfectamente, que, con respecto a este punto, poseo excelentes
medios de información, medios en los cuales no hubiera usted
pensado jamás. El caso está ya claro para nosotros. Nada ha hecho
usted que haya podido evitar. Naturalmente, nada que lo haga a
usted culpable. Nadie puede acusarle de haber robado, pudiendo
haberlo hecho con toda impunidad, y no tiene tampoco nada que
ocultar. También carece de motivos para hacerlo. Además, por
todos los principios del honor, está usted obligado a confesar
cuanto sepa. Se ha encarcelado a un inocente a quien se acusa de
un crimen cuyo autor solamente usted puede señalar.
Cuando Dupin hubo pronunciado estas palabras, ya el
marinero había recobrado un poco su presencia de ánimo. Pero
toda su arrogancia había desaparecido.
—¡Que Dios me ampare! —exclamó después de una breve
pausa—. Le diré cuanto sepa sobre el asunto; pero estoy seguro de
que no creerá usted ni la mitad siquiera. Estaría loco si lo creyera.
Sin embargo, soy inocente, y aunque me cueste la vida le hablaré
con franqueza.
En resumen, fue esto lo que nos contó:
Había hecho recientemente un viaje al archipiélago Indico.
Él formaba parte de un grupo que desembarcó en Borneo, y pasó al
interior para una excursión de placer. Entre éI y un compañero suyo
habían dado captura al orangután. Su compañero murió, y el animal
quedó de su exclusiva pertenencia. Después de muchas molestias
producidas por la ferocidad indomable del cautivo, durante el viaje
de regreso consiguió por fin alojarlo en su misma casa, en París,
donde, para no atraer sobre él la curiosidad insoportable de los
vecinos, lo recluyó cuidadosamente, con objeto de que curase de
una herida que se había producido en un pie con una astilla, a bordo
de su buque. Su proyecto era venderlo.
Una noche, o, mejor dicho, una mañana, la del crimen, al
volver de una francachela celebrada con algunos marineros,
encontró al animal en su alcoba. Se había escapado del cuarto
contiguo, donde él creía tenerlo seguramente encerrado. Se hallaba
sentado ante un espejo, teniendo una navaja de afeitar en una
mano. Estaba todo enjabonado, intentando afeitarse, operación en
la que probablemente había observado a su amo a través del ojo de
la cerradura. Aterrado, viendo tan peligrosa arma en manos de un
animal tan feroz y sabiéndole muy capaz de hacer uso de ella, el
hombre no supo qué hacer durante un segundo. Frecuentemente
había conseguido dominar al animal en sus accesos más furiosos
utilizando un látigo, y recurrió a él también en aquella ocasión. Pero
al ver el látigo, el orangután saltó de repente fuera de la habitación,
echó a correr escaleras abajo, y, viendo una ventana,
desgraciadamente abierta, salió a la calle.
El francés, desesperado, corrió tras él. El mono, sin soltar la
navaja, se paraba de vez en cuando, se volvía y le hacía muecas,
hasta que el hombre llegaba cerca de él; entonces escapaba de
nuevo. La persecución duró así un buen rato. Se hallaban las calles
195
en completa tranquilidad, porque serían las tres de la madrugada. Al
descender por un pasaje situado detrás de la rue Morgue, la
atención del fugitivo fue atraída por una luz procedente de la
ventana abierta de la habitación de Madame L'Espanaye, en el
cuarto piso. Se precipitó hacia la casa, y al ver la cadena del
pararrayos, trepó ágilmente por ella, se agarró al postigo, que
estaba abierto de par en par hasta la pared, y, apoyándose en ésta,
se lanzó sobre la cabecera de la cama. Apenas si toda esta gimnasia
duró un minuto. El orangután, al entrar en la habitación, había
rechazado contra la pared el postigo, que de nuevo quedó abierto.
El marinero estaba entonces contento y perplejo. Tenía
grandes esperanzas de capturar ahora al animal, que podría escapar
difícilmente de la trampa donde se había metido, de no ser que lo
hiciera por la cadena, donde él podría salirle al paso cuando
descendiese. Por otra parte, le inquietaba grandemente lo que
pudiera ocurrir en el interior de la casa, y esta última reflexión le
decidió a seguir al fugitivo. Para un marinero no es difícil trepar por
una cadena de pararrayos. Pero una vez hubo llegado a la altura de
la ventana, cerrada entonces, se vio en la imposibilidad de
alcanzarla. Todo lo que pudo hacer fue dirigir una rápida ojeada al
interior de la habitación. Lo que vio le sobrecogió de tal modo de
terror que estuvo a punto de caer. Fue entonces cuando se oyeron
los terribles gritos que despertaron, en el silencio de la noche, al
vecindario de la rue Morgue. Madame L'Espanaye y su hija, vestidas
con sus camisones, estaban, según parece, arreglando algunos
papeles en el cofre de hierro ya mencionado, que había sido llevado
al centro de la habitación. Estaba abierto, y esparcido su contenido
por el suelo. Sin duda, las víctimas se hallaban de espaldas a la
ventana, y, a juzgar por el tiempo que transcurrió entre la llegada
del animal y los gritos, es probable que no se dieran cuenta
inmediatamente de su presencia. El golpe del postigo debió de ser
verosímilmente atribuido al viento.
Cuando el marinero miró al interior, el terrible animal había
asido a Madame L’Espanaye por los cabellos, que, en aquel instante,
tenía sueltos, por estarse peinando, y movía la navaja ante su rostro
imitando los ademanes de un barbero. La hija yacía inmóvil en el
suelo, desvanecida. Los gritos y los esfuerzos de la anciana (durante
los cuales estuvo arrancando el cabello de su cabeza) tuvieron el
efecto de cambiar los probables propósitos pacíficos del orangután
en pura cólera. Con un decidido movimiento de su hercúleo brazo le
separó casi la cabeza del tronco. A la vista de la sangre, su ira se
convirtió en frenesí. Con los dientes apretados y despidiendo llamas
por los ojos, se lanzó sobre el cuerpo de la hija y clavó sus terribles
garras en su garganta, sin soltarla hasta que expiró. Sus extraviadas
y feroces miradas se fijaron entonces en la cabecera del lecho, sobre
la cual la cara de su amo, rígida por el horror, apenas si se distinguía
en la oscuridad. La furia de la bestia, que recordaba todavía el
terrible látigo, se convirtió instantáneamente en miedo.
Comprendiendo que lo que había hecho le hacía acreedor de un
castigo, pareció deseoso de ocultar su sangrienta acción. Con la
angustia de su agitación y nerviosismo, comenzó a dar saltos por la
alcoba, derribando y destrozando los muebles con sus movimientos
y levantando los colchones del lecho. Por fin, se apoderó del cuerpo
de la joven y a empujones lo introdujo por la chimenea en la
posición en que fue encontrado. Inmediatamente después se lanzó
sobre el de la madre y lo precipitó de cabeza por la ventana.
Al ver que el mono se acercaba a la ventana con su mutilado
fardo, el marinero retrocedió horrorizado hacia la cadena, y, más
que agarrándose, dejándose deslizar por ella, se fue inmediata y
precipitadamente a su casa, con el temor de las consecuencias de
196
aquella horrible carnicería, y abandonando gustosamente, tal fue su
espanto, toda preocupación por lo que pudiera sucederle al
orangután. Así, pues, las voces oídas por la gente que subía las
escaleras fueron sus exclamaciones de horror, mezcladas con los
diabólicos parloteos del animal.
Poco me queda que añadir. Antes del amanecer, el
orangután debió de huir de la alcoba, utilizando la cadena del
pararrayos. Maquinalmente cerraría la ventana al pasar por ella.
Tiempo más tarde fue capturado por su dueño, quien lo vendió por
una fuerte suma para el Jardín des plantes. Después de haber
contado cuanto sabíamos, añadiendo algunos comentarios por
parte de Dupin, en el bureau del Prefecto de Policía, Le Bon fue
puesto inmediatamente en libertad. El funcionario, por muy
inclinado que estuviera en favor de mi amigo, no podía disimular de
modo alguno su mal humor, viendo el giro que el asunto había
tomado y se permitió una o dos frases sarcásticas con respecto a la
corrección de las personas que se mezclaban en las funciones que a
él le correspondían.
—Déjele que diga lo que quiera —me dijo luego Dupin, que
no creía oportuno contestar—. Déjele que hable. Así aligerará su
conciencia. Por lo que a mí respecta, estoy contento de haberle
vencido en su propio terreno. No obstante, el no haber acertado la
solución de este misterio no es tan extraño como él supone, porque,
realmente, nuestro amigo el Prefecto es lo suficientemente agudo
para pensar sobre ello con profundidad. Pero su ciencia carece de
base. Todo él es cabeza, mas sin cuerpo, como las pinturas de la
diosa Laverna, o, por mejor decir, todo cabeza y espalda, como el
bacalao. Sin embargo, es una buena persona. Le aprecio
particularmente por un rasgo magistral de hipocresía, al cual debe
su reputación de hombre de talento. Me refiero a su modo de nier
ce qui est, et d'expliquer ce qui n'est pas6.
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«De negar lo que es y explicar lo que no es». Rousseau, nouvelle Heloïse.
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ARTHUR CONAN DOYLE (1859-1930)
Escritor de misterio de origen inglés cuyo personaje, Sherlock
Holmes, es el estereotipo universal del detective privado cuya
poderosa capacidad analítica lo lleva a develar los más difíciles e
increíbles casos criminales. Gracias a sus historias, Doyle disfrutó en
vida de un éxito literario inusitado, a tal grado, que el Scotland Yard,
creyendo en la existencia real de Holmes, solicitó su colaboración en
la solución de los sangrientos asesinatos de Jack el Destripador.
Como médico de profesión y autor de obras policiacas a Dolyle
también se le llegó a implicar en este horrendo caso. Dentro de la
obra de este autor destacan las narraciones El perro de los
Baskerville, El club de los pelirrojos, La banda moteada, El pulgar del
ingeniero, El campeón de football, Los Cunningham's, Las dos
manchas de sangre, entre otras.
Texto extraído de la edición digital de los cuentos de
Sherlock Colmes, disponible en www.librodot.com, y titulada Las
aventuras de Sherlock Holmes. Antología descargada en julio de
2008.
UN CASO DE IDENTIDAD
––Querido amigo ––dijo Sherlock Holmes mientras nos senta amos
a uno y otro lado de la chimenea en sus aposentos de Baker Street–
–. La vida es infinitamente más extraña que cualquier cosa que
pueda inventar la mente humana. No nos atreveríamos a imaginar
ciertas cosas que en realidad son de lo más corriente. Si pudiéramos
salir volando por esa ventana, cogidos de la mano, sobrevolar esta
gran ciudad, levantar con cuidado los tejados y espiar todas las
cosas raras que pasan, las extrañas coincidencias, las intrigas, los
engaños, los prodigiosos encadenamientos de circunstancias que se
extienden de generación en generación y acaban conduciendo a los
resultados más extravagantes, nos parecería que las historias de
ficción, con sus convencionalismos y sus conclusiones sabidas de
antemano, son algo trasnochado e insípido.
––Pues yo no estoy convencido de eso ––repliqué––. Los
casos que salen a la luz en los periódicos son, como regla general,
bastante prosaicos y vulgares. En los informes de la policía podemos
ver el realismo llevado a sus últimos límites y, sin embargo,
debemos confesar que el resultado no tiene nada de fascinante ni
de artístico.
––Para lograr un efecto realista es preciso ejercer una cierta
selección y discreción ––contestó Holmes––. Esto se echa de menos
en los informes policiales, donde se tiende a poner más énfasis en
las perogrulladas del magistrado que en los detalles, que para una
persona observadora encierran toda la esencia vital del caso. Puede
creerme, no existe nada tan antinatural como lo absolutamente
vulgar.
Sonreí y negué con la cabeza.
––Entiendo perfectamente que piense usted así ––dije––.
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Por supuesto, dada su posición de asesor extraoficial, que presta
ayuda a todo el que se encuentre absolutamente desconcertado, en
toda la extensión de tres continentes, entra usted en contacto con
todo lo extraño y fantástico. Pero veamos ––recogí del suelo el
periódico de la mañana––, vamos a hacer un experimento práctico.
El primer titular con el que me encuentro es: «Crueldad de un
marido con su mujer». Hay media columna de texto, pero sin
necesidad de leerlo ya sé que todo me va a resultar familiar.
Tenemos, naturalmente, a la otra mujer, la bebida, el insulto, la
bofetada, las lesiones, la hermana o casera comprensiva. Ni el más
ramplón de los escritores podría haber inventado algo tan ramplón.
––Pues resulta que ha escogido un ejemplo que no favorece
nada a su argumentación ––dijo Holmes, tomando el periódico y
echándole un vistazo––. Se trata del proceso de separación de los
Dundas, y da la casualidad de que yo intervine en el esclarecimiento
de algunos pequeños detalles relacionados con el caso. El marido
era abstemio, no existía otra mujer, y el comportamiento del que se
quejaba la esposa consistía en que el marido había adquirido la
costumbre de rematar todas las comidas quitándose la dentadura
postiza y arrojándosela a su esposa, lo cual, estará usted de
acuerdo, no es la clase de acto que se le suele ocurrir a un novelista
corriente. Tome una pizca de rapé, doctor, y reconozca que me he
apuntado un tanto con este ejemplo suyo.
Me alargó una cajita de rapé de oro viejo, con una gran
amatista en el centro de la tapa. Su esplendor contrastaba de tal
modo con las costumbres hogareñas y la vida sencilla de Holmes
que no pude evitar un comentario.
––¡Ah! ––dijo––. Olvidaba que llevamos varias semanas sin
vernos. Es un pequeño recuerdo del rey de Bohemia, como pago por
mi ayuda en el caso de los documentos de Irene Adler.
––¿Y el anillo? ––pregunté, mirando un precioso brillante
que refulgía sobre su dedo.
––Es de la familia real de Holanda, pero el asunto en el que
presté mis servicios era tan delicado que no puedo confiárselo ni
siquiera a usted, benévolo cronista de uno o dos de mis pequeños
misterios.
––¿Y ahora tiene entre manos algún caso? ––pregunté
interesado.
––Diez o doce, pero ninguno presenta aspectos de interés.
Ya me entiende, son importantes, pero sin ser interesantes.
Precisamente he descubierto que, por lo general, en los asuntos
menos importantes hay mucho más campo para la observación y
para el rápido análisis de causas y efectos, que es lo que da su
encanto a las investigaciones. Los delitos más importantes suelen
tender a ser sencillos, porque cuanto más grande es el crimen, más
evidentes son, como regla general, los motivos. En estos casos, y
exceptuando un asunto bastante enrevesado que me han mandado
de Marsella, no hay nada que presente interés alguno. Sin embargo,
es posible que me llegue algo mejor antes de que pasen muchos
minutos porque, o mucho me equivoco, o ésa es una cliente.
Se había levantado de su asiento y estaba de pie entre las
cortinas separadas, observando la gris y monótona calle londinense.
Mirando por encima de su hombro, vi en la acera de enfrente a una
mujer grandota, con una gruesa boa de piel alrededor del cuello, y
una gran pluma roja ondulada en un sombrero de ala ancha que
llevaba inclinado sobre la oreja, a la manera coquetona de la
duquesa de Devonshire. Bajo esta especie de palio, la mujer miraba
hacia nuestra ventana, con aire de nerviosismo y de duda, mientras
su cuerpo oscilaba de delante a atrás y sus dedos jugueteaban con
los botones de sus guantes. De pronto, con un arranque parecido al
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del nadador que se tira al agua, cruzó presurosa la calle y oímos el
fuerte repicar de la campanilla.
––Conozco bien esos síntomas ––dijo Holmes, tirando su
cigarrillo a la chimenea––. La oscilación en la acera significa siempre
un affaire du coeur. Necesita consejo, pero no está segura de que el
asunto no sea demasiado delicado como para confiárselo a otro. No
obstante, hasta en esto podemos hacer distinciones. Cuando una
mujer ha sido gravemente perjudicada por un hombre, ya no oscila,
y el síntoma habitual es un cordón de campanilla roto. En este caso,
podemos dar por supuesto que se trata de un asunto de amor, pero
la doncella no está verdaderamente indignada, sino más bien
perpleja o dolida. Pero aquí llega en persona para sacarnos de
dudas.
No había acabado de hablar cuando sonó un golpe en la
puerta y entró un botones anunciando a la señorita Mary
Sutherland, mientras la dama mencionada se cernía sobre su
pequeña figura negra como un barco mercante, con todas sus velas
desplegadas, detrás de una barquichuela. Sherlock Holmes la acogió
con la espontánea cortesía que le caracterizaba y, después de cerrar
la puerta e indicarle con un gesto que se sentara en una butaca, la
examinó de aquella manera minuciosa y a la vez abstraída, tan
peculiar en él.
––¿No le parece ––dijo–– que siendo corta de vista es un
poco molesto escribir tanto a máquina?
––Al principio, sí ––respondió ella––, pero ahora ya sé
dónde están las letras sin necesidad de mirar.
Entonces, dándose cuenta de pronto de todo el alcance de
las palabras de Holmes, se estremeció violentamente y levantó la
mirada, con el miedo y el asombro pintados en su rostro amplio y
amigable.
––¡Usted ha oído hablar de mí, señor Holmes! ––exclamó––.
¿Cómo, si no, podría usted saber eso?
––No le dé importancia ––dijo Holmes, echándose a
reírSaber cosas es mi oficio. Es muy posible que me haya entrenado
para ver cosas que los demás pasan por alto. De no ser así, ¿por qué
iba usted a venir a consultarme?
––He acudido a usted, señor, porque me habló de usted la
señora Etherege, a cuyo marido localizó usted con tanta facilidad
cuando la policía y todo el mundo le habían dado ya por muerto.
¡Oh, señor Holmes, ojalá pueda usted hacer lo mismo por mí! No
soy rica, pero dispongo de una renta de cien libras al año, más lo
poco que saco con la máquina, y lo daría todo por saber qué ha sido
del señor Hosmer Angel.
––¿Por qué ha venido a consultarme con tantas prisas? ––
preguntó Sherlock Holmes, juntando las puntas de los dedos y con
los ojos fijos en el techo.
De nuevo, una expresión de sobresalto cubrió el rostro algo
inexpresivo de la señorita Mary Sutherland.
––Sí, salí de casa disparada ––dijo–– porque me puso
furiosa ver con qué tranquilidad se lo tomaba todo el señor
Windibank, es decir, mi padre. No quiso acudir a la policía, no quiso
acudir a usted, y por fin, en vista de que no quería hacer nada y
seguía diciendo que no había pasado nada, me enfurecí y me vine
derecha a verle con lo que tenía puesto en aquel momento.
––¿Su padre? ––dijo Holmes––. Sin duda, querrá usted decir
su padrastro, puesto que el apellido es diferente.
––Sí, mi padrastro. Le llamo padre, aunque la verdad es que
suena raro, porque sólo tiene cinco años y dos meses más que yo.
––¿Vive su madre?
––Oh, sí, mamá está perfectamente. Verá, señor Holmes, no
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me hizo demasiada gracia que se volviera a casar tan pronto,
después de morir papá, y con un hombre casi quince años más
joven que ella. Papá era fontanero en Tottenham
Court Road, y al morir dejó un negocio muy próspero, que
mi madre siguió manejando con ayuda del señor Hardy, el capataz;
pero cuando apareció el señor Windibank, la convenció de que
vendiera el negocio, pues el suyo era mucho mejor: tratante de
vinos.
»Sacaron cuatro mil setecientas libras por el traspaso y los
intereses, mucho menos de lo que habría conseguido sacar papá de
haber estado vivo.
Yo había esperado que Sherlock Holmes diera muestras de
impaciencia ante aquel relato intrascendente e incoherente, pero vi
que, por el contrario, escuchaba con absoluta concentración.
––Esos pequeños ingresos suyos ––preguntó––, ¿proceden
del negocio en cuestión?
––Oh, no señor, es algo aparte, un legado de mi tío Ned, el
de Auckland. Son valores neozelandeses que rinden un cuatro y
medio por ciento. El capital es de dos mil quinientas libras, pero yo
sólo puedo cobrar los intereses.
––Eso es sumamente interesante ––dijo Holmes––.
Disponiendo de una suma tan elevada como son cien libras al año,
más el pico que usted gana, no me cabe duda de que viajará usted
mucho y se concederá toda clase de caprichos. En mi opinión, una
mujer soltera puede darse la gran vida con unos ingresos de sesenta
libras.
––Yo podría vivir con muchísimo menos, señor Holmes,
pero comprenderá usted que mientras siga en casa no quiero ser
una carga para ellos, así que mientras vivamos juntos son ellos los
que administran el dinero. Por supuesto, eso es sólo por el
momento. El señor Windibank cobra mis intereses cada trimestre, le
da el dinero a mi madre, y yo me las apaño bastante bien con lo que
gano escribiendo a máquina. Saco dos peniques por folio, y hay
muchos días en que escribo quince o veinte folios.
––Ha expuesto usted su situación con toda claridad ––dijo
Holmes––. Le presento a mi amigo el doctor Watson, ante el cual
puede usted hablar con tanta libertad como ante mí mismo. Ahora,
le ruego que nos explique todo lo referente a su relación con el
señor Hosmer Angel.
El rubor se apoderó del rostro de la señorita Sutherland,
que empezó a pellizcar nerviosamente el borde de su chaqueta.
––Le conocí en el baile de los instaladores del gas ––dijo––.
Cuando vivía papá, siempre le enviaban invitaciones, y después se
siguieron acordando de nosotros y se las mandaron a mamá. El
señor Windibank no quería que fuéramos. Nunca ha querido que
vayamos a ninguna parte. Se ponía como loco con que yo quisiera ir
a una fiesta de la escuela dominical. Pero esta vez yo estaba
decidida a ir, y nada me lo iba a impedir. ¿Qué derecho tenía él a
impedírmelo? Dijo que aquella gente no era adecuada para
nosotras, cuando iban a estar presentes todos los amigos de mi
padre. Y dijo que yo no tenía un vestido adecuado, cuando tenía
uno violeta precioso, que prácticamente no había sacado del
armario. Al final, viendo que todo era en vano, se marchó a Francia
por asuntos de su negocio, pero mamá y yo fuimos al baile con el
señor Hardy, nuestro antiguo capataz, y allí fue donde conocí al
señor Hosmer Angel.
––Supongo ––dijo Holmes–– que cuando el señor
Windibank regresó de Francia, se tomaría muy a mal que ustedes
dos hubieran ido al baile.
––Bueno, pues se lo tomó bastante bien. Recuerdo que se
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echó a reír, se encogió de hombros y dijo que era inútil negarle algo
a una mujer, porque ésta siempre se sale con la suya.
––Ya veo. Y en el baile de los instaladores del gas conoció
usted a un caballero llamado Hosmer Angel, según tengo entendido.
––Así es. Le conocí aquella noche y al día siguiente nos visitó
para preguntar si habíamos regresado a casa sin contratiempos, y
después le vimos... es decir, señor Holmes, le vi yo dos veces, que
salimos de paseo, pero luego volvió mi padre y el señor Hosmer
Angel ya no vino más por casa.
––¿No?
––Bueno, ya sabe, a mi padre no le gustan nada esas cosas.
Si de él dependiera, no recibiría ninguna visita, y siempre dice que
una mujer debe sentirse feliz en su propio círculo familiar. Pero por
otra parte, como le decía yo a mi madre, para eso se necesita tener
un círculo propio, y yo todavía no tenía el mío.
––¿Y qué fue del señor Hosmer Angel? ¿No hizo ningún
intento de verla?
––Bueno, mi padre tenía que volver a Francia una semana
después y Hosmer escribió diciendo que sería mejor y más seguro
que no nos viéramos hasta que se hubiera marchado. Mientras
tanto, podíamos escribirnos, y de hecho me escribía todos los días.
Yo recogía las cartas por la mañana, y así mi padre no se enteraba.
––¿Para entonces ya se había comprometido usted con ese
caballero?
––Oh, sí, señor Holmes. Nos prometimos después del
primer paseo que dimos juntos. Hosmer.. el señor Angel... era
cajero en una oficina de Leadenhall Street... y...
––¿Qué oficina?
––Eso es lo peor, señor Holmes, que no lo sé.
––¿Y dónde vivía?
––Dormía en el mismo local de las oficinas.
––¿Y no conoce la dirección?
––No... sólo que estaban en Leadenhall Street.
––Entonces, ¿adónde le dirigía las cartas?
––A la oficina de correos de Leadenhall Street, donde él las
recogía. Decía que si las mandaba a la oficina, todos los demás
empleados le gastarían bromas por cartearse con una dama, así que
me ofrecí a escribirlas a máquina, como hacía él con las suyas, pero
se negó, diciendo que si yo las escribía se notaba que venían de mí,
pero si estaban escritas a máquina siempre sentía que la máquina se
interponía entre nosotros. Esto le demostrará lo mucho que me
quería, señor Holmes, y cómo se fijaba en los pequeños detalles.
––Resulta de lo más sugerente ––dijo Holmes––. Siempre he
sostenido el axioma de que los pequeños detalles son, con mucho,
lo más importante. ¿Podría recordar algún otro pequeño detalle
acerca del señor Hosmer Angel?
––Era un hombre muy tímido, señor Holmes. Prefería salir a
pasear conmigo de noche y no a la luz del día, porque decía que no
le gustaba llamar la atención. Era muy retraído y caballeroso. Hasta
su voz era suave. De joven, según me dijo, había sufrido anginas e
inflamación de las amígdalas, y eso le había dejado la garganta débil
y una forma de hablar vacilante y como susurrante. Siempre iba
bien vestido, muy pulcro y discreto, pero padecía de la vista, lo
mismo que yo, y usaba gafas oscuras para protegerse de la luz
fuerte.
––Bien, ¿y qué sucedió cuando su padrastro, el señor
Windibank, volvió a marcharse a Francia?
––El señor Hosmer Angel vino otra vez a casa y propuso que
nos casáramos antes de que regresara mi padre. Se mostró muy
ansioso y me hizo jurar, con las manos sobre los Evangelios, que,
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ocurriera lo que ocurriera, siempre le sería fiel. Mi madre dijo que
tenía derecho a pedirme aquel juramento, y que aquello era una
muestra de su pasión. Desde un principio, mi madre estuvo de su
parte e incluso parecía apreciarle más que yo misma. Cuando se
pusieron a hablar de casarnos aquella misma semana, yo pregunté
qué opinaría mi padre, pero ellos me dijeron que no me preocupara
por mi padre, que ya se lo diríamos luego, y mamá dijo que ella lo
arreglaría todo. Aquello no me gustó mucho, señor Holmes.
Resultaba algo raro tener que pedir su autorización, no siendo más
que unos pocos años mayor que yo, pero no quería hacer nada a
escondidas, así que escribí a mi padre a Burdeos, donde su empresa
tenía sus oficinas en Francia, pero la carta me fue devuelta la
mañana misma de la boda.
––¿Así que él no la recibió?
––Así es, porque había partido para Inglaterra justo antes
de que llegara la carta.
––¡Ajá! ¡Una verdadera lástima! De manera que su boda
quedó fijada para el viernes. ¿Iba a ser en la iglesia?
––Sí, señor, pero en privado. Nos casaríamos en San
Salvador, cerca de King's Cross, y luego desayunaríamos en el hotel
St. Pancras. Hosmer vino a buscarnos en un coche, pero como sólo
había sitio para dos, nos metió a nosotras y él cogió otro cerrado,
que parecía ser el único coche de alquiler en toda la calle. Llegamos
las primeras a la iglesia, y cuando se detuvo su coche esperamos
verle bajar, pero no bajó. Y cuando el cochero se bajó del pescante y
miró al interior, allí no había nadie. El cochero dijo que no tenía la
menor idea de lo que había sido de él, habiéndolo visto con sus
propios ojos subir al coche. Esto sucedió el viernes pasado, señor
Holmes, y desde entonces no he visto ni oído nada que arroje
alguna luz sobre su paradero.
––Me parece que la han tratado a usted de un modo
vergonzoso ––dijo Holmes.
––¡Oh, no señor! Era demasiado bueno y considerado como
para abandonarme así. Durante toda la mañana no paró de insistir
en que, pasara lo que pasara, yo tenía que serle fiel, y que si algún
imprevisto nos separaba, yo tenía que recordar siempre que estaba
comprometida con él, y que tarde o temprano él vendría a reclamar
sus derechos. Parece raro hablar de estas cosas en la mañana de tu
boda, pero lo que después ocurrió hace que cobre sentido.
––Desde luego que sí. Según eso, usted opina que le ha
ocurrido alguna catástrofe imprevista.
––Sí, señor. Creo que él temía algún peligro, pues de lo
contrario no habría hablado así. Y creo que lo que él temía sucedió.
––Pero no tiene idea de lo que puede haber sido.
––Ni la menor idea.
––Una pregunta más: ¿Cómo se lo tomó su madre?
––Se puso furiosa y dijo que yo no debía volver a hablar
jamás del asunto.
––¿Y su padre? ¿Se lo contó usted?
––Sí, y parecía pensar, lo mismo que yo, que algo había
ocurrido y que volvería a tener noticias de Hosmer. Según él, ¿para
qué iba nadie a llevarme hasta la puerta de la iglesia y luego
abandonarme? Si me hubiera pedido dinero prestado o si se hubiera
casado conmigo y hubiera puesto mi dinero a su nombre, podría
existir un motivo; pero Hosmer era muy independiente en
cuestiones de dinero y jamás tocaría un solo chelín mío. Pero
entonces, ¿qué había ocurrido? ¿Y por qué no escribía? ¡Oh, me
vuelve loca pensar en ello! No pego ojo por las noches.
Sacó de su manguito un pañuelo y empezó a sollozar
ruidosamente en él.
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––Examinaré el caso por usted ––dijo Holmes,
levantándose––, y estoy seguro de que llegaremos a algún resultado
concreto. Deje en mis manos el asunto y no se siga devanando la
mente con él. Y por encima de todo, procure que el señor Hosmer
Angel se desvanezca de su memoria, como se ha desvanecido de su
vida.
––Entonces, ¿cree usted que no lo volveré a ver?
––Me temo que no.
––Pero ¿qué le ha ocurrido, entonces?
––Deje el asunto en mis manos. Me gustaría disponer de
una buena descripción de él, así como de cuantas cartas suyas
pueda usted proporcionarme.
––Puse un anuncio pidiendo noticias suyas en el Chronicle
del sábado pasado ––dijo ella––. Aquí está el recorte, y aquí tiene
cuatro cartas suyas.
––Gracias. ¿Y la dirección de usted?
––Lyon Place 31, Camberwell.
––Por lo que he oído, la dirección del señor Angel no la supo
nunca. ¿Dónde está la empresa de su padre?
––Es viajante de Westhouse & Marbank, los grandes
importadores de clarete de Fenchurch Street.
––Gracias. Ha expuesto usted el caso con mucha claridad.
Deje aquí los papeles, y acuérdese del consejo que le he dado.
Considere todo el incidente como un libro cerrado y no deje que
afecte a su vida.
––Es usted muy amable, señor Holmes, pero no puedo
hacer eso. Seré fiel a Hosmer. Me encontrará esperándole cuando
vuelva.
A pesar de su ridículo sombrero y de su rostro inexpresivo,
había un algo de nobleza que imponía respeto en la sencilla fe de
nuestra visitante. Dejó sobre la mesa su montoncito de papeles y se
marchó prometiendo acudir en cuanto la llamáramos.
Sherlock Holmes permaneció sentado y en silencio durante
unos cuantos minutos, con las puntas de los dedos juntas, las
piernas estiradas hacia adelante y la mirada fija en el techo. Luego
tomó del estante la vieja y grasienta pipa que le servía de consejera
y, después de encenderla, se recostó en su butaca, emitiendo
densas espirales de humo azulado, con una expresión de infinita
languidez en el rostro.
––Interesante personaje, esa muchacha ––comentó––. Me
ha parecido más interesante ella que su pequeño problema que,
dicho sea de paso, es de lo más vulgar. Si consulta usted mi índice,
encontrará casos similares en Andover, año 77, y otro bastante
parecido en La Haya el año pasado.
––Parece que ha visto en ella muchas cosas que para mí
eran invisibles ––le hice notar.
––Invisibles no, Watson, inadvertidas. No sabía usted dónde
mirar y se le pasó por alto todo lo importante. No consigo
convencerle de la importancia de las mangas, de lo sugerentes que
son las uñas de los pulgares, de los graves asuntos que penden de
un cordón de zapato. Veamos, ¿qué dedujo usted del aspecto de
esa mujer? Descríbala.
––Pues bien, llevaba un sombrero de paja de ala ancha y de
color pizarra, con una pluma rojo ladrillo. Chaqueta negra, con
abalorios negros y una orla de cuentas de azabache. Vestido
marrón, bastante más oscuro que el café, con terciopelo morado en
el cuello y los puños. Guantes tirando a grises, con el dedo índice de
la mano derecha muy desgastado. En los zapatos no me fijé. Llevaba
pendientes de oro, pequeños y redondos, y en general tenía aspecto
de persona bastante bien acomodada, con un estilo de vida vulgar,
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cómodo y sin preocupaciones.
Sherlock Holmes aplaudió suavemente y emitió una risita.
––¡Por mi vida, Watson, está usted haciendo maravillosos
progresos! Lo ha hecho muy bien, de verdad. Claro que se le ha
escapado todo lo importante, pero ha dado usted con el método y
tiene buena vista para los colores. No se fie nunca de las
impresiones generales, muchacho, concéntrese en los detalles. Lo
primero que miro en una mujer son siempre las mangas. En un
hombre, probablemente, es mejor fijarse antes en las rodilleras de
los pantalones. Como bien ha dicho usted, esta mujer tenía
terciopelo en las mangas, un material sumamente útil para
descubrir rastros. La doble línea justo por encima de las muñecas,
donde la mecanógrafa se apoya en la mesa, estaba perfectamente
definida. Una máquina de coser del tipo manual deja una marca
semejante, pero sólo en la manga izquierda y en el lado más alejado
del pulgar, en vez de cruzar la manga de parte a parte, como en este
caso. Luego le miré la cara y, advirtiendo las marcas de unas gafas a
ambos lados de su nariz, aventuré aquel comentario acerca de
escribir a máquina siendo corta de vista, que tanto pareció
sorprenderla.
––También me sorprendió a mí.
––Pues resultaba bien evidente. A continuación, miré hacia
abajo y quedé muy sorprendido e interesado al observar que,
aunque sus zapatos se parecían mucho, en realidad estaban
desparejados: uno tenía un pequeño adorno en la punta y el otro
era de punta lisa. Y de los cinco botones de cada zapato, uno tenía
abrochados sólo los dos de abajo, y el otro el primero, el tercero y el
quinto. Ahora bien, cuando ve usted que una joven, por lo demás
impecablemente vestida, ha salido de su casa con los zapatos
desparejados y a medio abotonar, no tiene nada de extraordinario
deducir que salió a toda prisa.
––¿Y qué más? ––pregunté vivamente interesado, como
siempre, por los incisivos razonamientos de mi amigo.
––Advertí, de pasada, que antes de salir de casa, pero
después de haberse vestido del todo, había escrito una nota. Usted
ha observado que el guante derecho tenía roto el dedo índice, pero
no se fijó en que tanto el guante como el dedo estaban manchados
de tinta violeta. Había escrito con prisas y metió demasiado la
pluma en el tintero. Ha tenido que ser esta mañana, pues de no ser
así la mancha no estaría tan clara en el dedo. Todo esto resulta
entretenido, aunque bastante elemental, pero hay que ponerse a la
faena, Watson. ¿Le importaría leerme la descripción del señor
Hosmer Angel que se da en el anuncio?
Levanté a la luz el pequeño recorte impreso. «Desaparecido,
en la mañana del día 14, un caballero llamado Hosmer Angel.
Estatura, unos cinco pies y siete pulgadas; complexión fuerte, piel
atezada, cabello negro con una pequeña calva en el centro, patillas
largas y bigote negro; gafas oscuras, ligero defecto en el habla. La
última vez que se le vio vestía levita negra con solapas de seda,
chaleco negro con una cadena de oro y pantalones grises de paño,
con polainas marrones sobre botines de elástico. Se sabe que ha
trabajado en una oficina de Leadenhall Street. Quien pueda aportar
noticias, etc., etc.»
––Con eso basta ––dijo Holmes––. En cuanto a las cartas... –
–continuó, echándolas un vistazo–– son de lo más vulgar. No hay en
ellas ninguna pista del señor Angel, salvo que cita una vez a Balzac.
Sin embargo, presentan un aspecto muy notable, que sin duda le
llamará la atención.
––Que están escritas a máquina ––dije yo.
––No sólo eso, hasta la firma está a máquina. Fíjese en el
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pequeño y pulcro «Hosmer Angel» escrito al pie. Y, como verá, hay
fecha pero no dirección completa, sólo «Leadenhall Street», que es
algo muy inconcreto. Lo de la firma resulta muy sugerente... casi
podría decirse que concluyente.
––¿De qué?
––Querido amigo, ¿es posible que no vea la importancia
que esto tiene en el caso?
––Mentiría si dijera que la veo, a no ser que lo hiciera para
poder negar que la firma era suya, en caso de que se le demandara
por ruptura de compromiso.
––No, no se trata de eso. Sin embargo, voy a escribir dos
cartas que dejarán zanjado el asunto. Una, para una firma de la City;
y la otra, al padrastro de la joven, el señor Windibank, pidiéndole
que venga a visitarnos mañana a las seis de la tarde. Ya es hora de
que tratemos con los varones de la familia. Y ahora, doctor, no hay
nada que hacer hasta que lleguen las respuestas a las cartas, así que
podemos desentendernos del problemilla por el momento.
Tenía tantas razones para confiar en las penetrantes dotes
deductivas y en la extraordinaria energía de mi amigo, que supuse
que debía existir una base sólida para la tranquila y segura
desenvoltura con que trataba el singular misterio que se le había
llamado a sondear. Sólo una vez le había visto fracasar, en el caso
del rey de Bohemia y la fotografía de Irene Adler, pero si me ponía a
pensar en el misterioso enredo de El signo de los Cuatro o en las
extraordinarias circunstancias que concurrían en el Estudio en
escarlata, me sentía convencido de que no había misterio tan
complicado que él no pudiera resolver.
Lo dejé, pues, todavía chupando su pipa de arcilla negra,
con el convencimiento de que, cuando volviera por allí al día
siguiente, encontraría ya en sus manos todas las pistas que
conducirían a la identificación del desaparecido novio de la señorita
Mary Sutherland.
Un caso profesional de extrema gravedad ocupaba por
entonces mi atención, y pasé todo el día siguiente a la cabecera del
enfermo. Eran ya casi las seis cuando quedé libre y pude saltar a un
coche que me llevara a Baker Street, con cierto miedo de llegar
demasiado tarde para asistir al desenlace del pequeño misterio. Sin
embargo, encontré a Sherlock Holmes solo, medio dormido, con su
larga y delgada figura enroscada en los recovecos de su sillón. Un
formidable despliegue de frascos y tubos de ensayo, más el olor
picante e inconfundible del ácido clorhídrico, me indicaban que
había pasado el día entregado a los experimentos químicos que
tanto le gustaban.
––Qué, ¿lo resolvió usted? ––pregunté al entrar.
––Sí, era el bisulfato de bario.
––¡No, no! ¡El misterio! ––exclamé.
––¡Ah, eso! Creía que se refería a la sal con la que he estado
trabajando. No hay misterio alguno en este asunto, como ya le dije
ayer, aunque tiene algunos detalles interesantes. El único
inconveniente es que me temo que no existe ninguna ley que pueda
castigar a este granuja.
––Pues, ¿de quién se trata? ¿Y qué se proponía al
abandonar a la señorita Sutherland?
Apenas había salido la pregunta de mi boca y Holmes aún
no había abierto los labios para responder, cuando oímos fuertes
pisadas en el pasillo y unos golpes en la puerta.
––Aquí está el padrastro de la chica, el señor James
Windibank ––dijo Holmes––. Me escribió diciéndome que vendría a
las seis. ¡Adelante!
El hombre que entró era corpulento, de estatura media, de
206
unos treinta años de edad, bien afeitado y de piel cetrina, con
modales melosos e insinuantes y un par de ojos grises
extraordinariamente agudos y penetrantes. Dirigió una mirada
inquisitiva a cada uno de nosotros, depositó su reluciente chistera
sobre un aparador y, con una ligera inclinación, se sentó en la silla
más próxima.
––Buenas tardes, señor James Windibank ––dijo Holmes––.
Creo que es usted quien me ha enviado esta carta mecanografiada,
citándose conmigo a las seis.
––Sí, señor. Me temo que llego un poco tarde, pero no soy
dueño de mi tiempo, como usted comprenderá. Lamento mucho
que la señorita Sutherland le haya molestado con este asunto,
porque creo que es mucho mejor no lavar en público los trapos
sucios. Vino en contra de mis deseos, pero es que se trata de una
muchacha muy excitable e impulsiva, como ya habrá notado, y no es
fácil controlarla cuando se le ha metido algo en la cabeza.
Naturalmente, no me importa tanto tratándose de usted, que no
tiene nada que ver con la policía oficial, pero no es agradable que se
comente fuera de casa una desgracia familiar como ésta. Además,
se trata de un gasto inútil, porque, ¿cómo iba usted a poder
encontrar a ese Hosmer Angel?
––Por el contrario ––dijo Holmes tranquilamente––, tengo
toda clase de razones para creer que lograré encontrar al señor
Hosmer Angel.
El señor Windibank tuvo un violento sobresalto y se le
cayeron los guantes.
––Me alegra mucho oír eso ––dijo.
––Es muy curioso ––comentó Holmes–– que una máquina
de escribir tenga tanta individualidad como lo que se escribe a
mano. A menos que sean completamente nuevas, no hay dos
máquinas que escriban igual. Algunas letras se gastan más que
otras, y algunas se gastan sólo por un lado. Por ejemplo, señor
Windibank, como puede ver en esta nota suya, la «e» siempre
queda borrosa y hay un pequeño defecto en el rabillo de la «r».
Existen otras catorce características, pero éstas son las más
evidentes.
––Con esta máquina escribimos toda la correspondencia
en la oficina, y es lógico que esté un poco gastada ––dijo
nuestro visitante, mirando fijamente a Holmes con sus ojillos
brillantes.
––Y ahora le voy a enseñar algo que constituye un estudio
verdaderamente interesante, señor Windibank ––continuó Holmes–
–. Uno de estos días pienso escribir otra pequeña monografía acerca
de la máquina de escribir y su relación con el crimen. Es un tema al
que he dedicado cierta atención. Aquí tengo cuatro cartas
presuntamente remitidas por el desaparecido. Todas están escritas
a máquina. En todos los casos, no sólo las «es» están borrosas y las
«erres» no tienen rabillo, sino que podrá usted observar, si mira con
mi lupa, que también aparecen las otras catorce características de
las que le hablaba antes.
El señor Windibank saltó de su silla y recogió su sombrero.
––No puedo perder el tiempo hablando de fantasías, señor
Holmes ––dijo––. Si puede coger al hombre, cójalo, y hágamelo
saber cuando lo tenga.
––Desde luego ––dijo Holmes, poniéndose en pie y
cerrando la puerta con llave––. En tal caso, le hago saber que ya lo
he cogido.
––¿Cómo? ¿Dónde? ––exclamó el señor Windibank,
palideciendo hasta los labios y mirando a su alrededor como una
rata cogida en una trampa.
207
––Vamos, eso no le servirá de nada, de verdad que no ––
dijo Holmes con suavidad––. No podrá librarse de ésta, señor
Windibank. Es todo demasiado transparente y no me hizo usted
ningún cumplido al decir que me resultaría imposible resolver un
asunto tan sencillo. Eso es, siéntese y hablemos.
Nuestro visitante se desplomó en una silla, con el rostro
lívido y un brillo de sudor en la frente.
––No ... no constituye delito ––balbuceó.
––Mucho me temo que no. Pero, entre nosotros,
Windibank, ha sido una jugarreta cruel, egoísta y despiadada,
llevada a cabo del modo más ruin que jamás he visto. Ahora,
permítame exponer el curso de los acontecimientos y contradígame
si me equivoco.
El hombre se encogió en su asiento, con la cabeza hundida
sobre el pecho, como quien se siente completamente aplastado.
Holmes levantó los pies, apoyándolos en una esquina de la repisa de
la chimenea, se echó hacia atrás con las manos en los bolsillos y
comenzó a hablar, con aire de hacerlo más para sí mismo que para
nosotros.
––Un hombre se casó con una mujer mucho mayor que él,
por su dinero ––dijo––, y también se beneficiaba del dinero de la
hija mientras ésta viviera con ellos. Se trataba de una suma
considerable para gente de su posición y perderla habría
representado una fuerte diferencia. Valía la pena hacer un esfuerzo
por conservarla. La hija tenía un carácter alegre y comunicativo, y
además era cariñosa y sensible, de manera que resultaba evidente
que, con sus buenas dotes personales y su pequeña renta, no
duraría mucho tiempo soltera. Ahora bien, su matrimonio
significaba, sin lugar a dudas, perder cien libras al año. ¿Qué hace
entonces el padrastro para impedirlo? Adopta la postura más obvia:
retenerla en casa y prohibirle que frecuente la compañía de gente
de su edad. Pero pronto se da cuenta de que eso no le servirá
durante mucho tiempo. Ella se rebela, reclama sus derechos y por
fin anuncia su firme intención de asistir a cierto baile. ¿Qué hace
entonces el astuto padrastro? Se le ocurre una idea que honra más
a su cerebro que a su corazón. Con la complicidad y ayuda de su
esposa, se disfraza, ocultando con gafas oscuras esos ojos
penetrantes, enmascarando su rostro con un bigote y un par de
pobladas patillas, disimulando el timbre claro de su voz con un
susurro insinuante... Y, doblemente seguro a causa de la miopía de
la chica, se presenta como el señor Hosmer Angel y ahuyenta a los
posibles enamorados cortejándola él mismo.
––Al principio era sólo una broma ––gimió nuestro
visitante—. Nunca creímos que se lo tomara tan en serio.
––Probablemente, no. Fuese como fuese, lo cierto es que la
muchacha se lo tomó muy en serio; y, puesto que estaba
convencida de que su padrastro se encontraba en Francia, ni por un
instante se le pasó por la cabeza la sospecha de una traición. Se
sentía halagada por las atenciones del caballero, y la impresión se
veía aumentada por la admiración que la madre manifestaba a viva
voz. Entonces el señor Angel empezó a visitarla, pues era evidente
que, si se querían obtener resultados, había que llevar el asunto tan
lejos como fuera posible. Hubo encuentros y un compromiso que
evitaría definitivamente que la muchacha dirigiera su afecto hacia
ningún otro. Pero el engaño no se podía mantener indefinidamente.
Los supuestos viajes a Francia resultaban bastante embarazosos.
Evidentemente, lo que había que hacer era llevar el asunto a una
conclusión tan dramática que dejara una impresión permanente en
la mente de la joven, impidiéndole mirar a ningún otro pretendiente
durante bastante tiempo. De ahí esos juramentos de fidelidad
208
pronunciados sobre el Evangelio, y de ahí las alusiones a la
posibilidad de que ocurriera algo la misma mañana de la boda.
James Windibank quería que la señorita Sutherland quedara tan
atada a Hosmer Angel y tan insegura de lo sucedido, que durante
diez años, por lo menos, no prestara atención a ningún otro
hombre. La llevó hasta las puertas mismas de la iglesia y luego,
como ya no podía seguir más adelante, desapareció
oportunamente, mediante el viejo truco de entrar en un coche por
una puerta y salir por la otra. Creo que éste fue el encadenamiento
de los hechos, señor Windibank.
Mientras Holmes hablaba, nuestro visitante había
recuperado parte de su aplomo, y al llegar a este punto se levantó
de la silla con una fría expresión de burla en su pálido rostro.
––Puede que sí y puede que no, señor Holmes ––dijo––.
Pero si es usted tan listo, debería saber que ahora mismo es usted y
no yo quien está infringiendo la ley. Desde el principio, yo no he
hecho nada punible, pero mientras mantenga usted esa puerta
cerrada se expone a una demanda por agresión y retención ilegal.
––Como bien ha dicho, la ley no puede tocarle ––dijo
Holmes, girando la llave y abriendo la puerta de par en par––. Sin
embargo, nadie ha merecido jamás un castigo tanto como lo
merece usted. Si la joven tuviera un hermano o un amigo, le
cruzaría la espalda a latigazos. ¡Por Júpiter! ––exclamó acalorándose
al ver el gesto de burla en la cara del otro––. Esto no forma parte de
mis obligaciones para con mi cliente, pero tengo a mano un látigo
de caza y creo que me voy a dar el gustazo de...
Dio dos rápidas zancadas hacia el látigo, pero antes de que
pudiera cogerlo se oyó un estrépito de pasos en la escalera, la
puerta de la entrada se cerró de golpe y pudimos ver por la ventana
al señor Windibank corriendo calle abajo a toda la velocidad de que
era capaz.
––¡Ahí va un canalla con verdadera sangre fría! ––dijo
Holmes, echándose a reír mientras se dejaba caer de nuevo en su
sillón––. Ese tipo irá subiendo de delito en delito hasta que haga
algo muy grave y termine en el patíbulo. En ciertos aspectos, el caso
no carecía por completo de interés.
––Todavía no veo muy claros todos los pasos de su
razonamiento ––dije yo.
––Pues, desde luego, en un principio era evidente que este
señor Hosmer Angel tenía que tener alguna buena razón para su
curioso comportamiento, y estaba igualmente claro que el único
hombre que salía beneficiado del incidente, hasta donde nosotros
sabíamos, era el padrastro. Luego estaba el hecho, muy sugerente,
de que nunca se hubiera visto juntos a los dos hombres, sino que el
uno aparecía siempre cuando el otro estaba fuera. Igualmente
sospechosas eran las gafas oscuras y la voz susurrante, factores
ambos que sugerían un disfraz, lo mismo que las pobladas patillas.
Mis sospechas se vieron confirmadas por ese detalle tan curioso de
firmar a máquina, que por supuesto indicaba que la letra era tan
familiar para la joven que ésta reconocería cualquier minúscula
muestra de la misma. Como ve, todos estos hechos aislados, junto
con otros muchos de menor importancia, señalaban en la misma
dirección.
––¿Y cómo se las arregló para comprobarlo?
––Habiendo identificado a mi hombre, resultaba fácil
conseguir la corroboración. Sabía en qué empresa trabajaba este
hombre. Cogí la descripción publicada, eliminé todo lo que se
pudiera achacar a un disfraz – –las patillas, las gafas, la vozy se la
envié a la empresa en cuestión, solicitando que me informaran de si
alguno de sus viajantes respondía a la descripción. Me había fijado
209
ya en las peculiaridades de la máquina, y escribí al propio
sospechoso a su oficina, rogándole que acudiera aquí. Tal como
había esperado, su respuesta me llegó escrita a máquina, y
mostraba los mismos defectos triviales pero característicos. En el
mismo correo me llegó una carta de Westhouse & Marbank, de
Fenchurch Street, comunicándome que la descripción coincidía en
todos sus aspectos con la de su empleado James Windibank. Voílá
tout!
––¿Y la señorita Shutherland?
––Si se lo cuento, no me creerá. Recuerde el antiguo
proverbio persa: «Tan peligroso es quitarle su cachorro a un tigre
como arrebatarle a una mujer una ilusión.» Hay tanta sabiduría y
tanto conocimiento del mundo en Hafiz como en Horacio.
210
AGATHA MARY CLARISSA MILLER CHRISTIE (1890-1976)
Narradora británica conocida como la “Reina del Crimen”, es la
escritora de misterio más famosa del mundo. Publicó más de 80
novelas y obras de teatro, la mayoría de ellas llevadas al cine y a la
televisión. Su personaje más famoso es el detective Hércules Poirot.
Obras: El misterioso señor Brown, El misterio de las siete esferas, El
asesinato de Roger Ackroyd, Los cuatro grandes, Peligro inminente,
Asesinato en el Expreso de Oriente, Némesis, entre otras.
EL CASO DEL BUNGALOW
—Ahora recuerdo un caso... —dijo Jane Helier. Su bello rostro se
iluminó con la sonrisa confiada del niño que busca aprobación. Era
la sonrisa que conmovía a diario al público de Londres y que había
hecho la fortuna de los fotógrafos—. Le ocurrió a una amiga mía —
dijo con precaución.
Todo el mundo hizo hipócritas gestos de aliento. El coronel
Bantry, su esposa, don Henry Clithering, el doctor Lloyd y la anciana
señorita Marple estaban convencidos de que la “amiga” de Jane era
ella misma. Hubiera sido incapaz de recordar o interesarse por algo
que afectara a cualquier otra persona.
—Mi amiga —continuó Jane—, no mencionaré su nombre,
era una actriz muy conocida.
Nadie exteriorizó la menor sorpresa y don Henry Clithering
pensó para sí: “Me pregunto cuánto tardará en olvidarse de la farsa
y dirá 'yo' en vez de 'ella'...”
—Mi amiga se encontraba de gira por provincias, de esto hará uno o
dos años. Supongo que es mejor no decir el nombre del lugar.
Estaba en la ribera de un río, muy cerca de Londres. Lo llamaré...
Hizo una pausa, frunciendo el entrecejo. Al parecer,
inventar un simple nombre era demasiado para ella, y don Henry
acudió en su ayuda.
—¿Lo llamamos Riverbury? —le sugirió.
—Oh, sí, espléndido, Riverbury, lo recordaré. Bien, como
decía, esta amiga mía se encontraba en Riverbury con su compañía
cuando ocurrió algo muy curioso.
Volvió a fruncir el entrecejo.
—¡Es tan difícil decir lo que una quiere decir! —se
lamentó—. Temo confundirme y decir unas cosas antes que otras.
211
—Lo hace usted muy bien —le dijo el doctor Lloyd para
animarla—. Continúe.
—Bien, pues ocurrió algo muy curioso. Mi amiga fue llevada
al puesto de policía. Al parecer se había cometido un robo en su
bungalow, situado junto al río, y habían detenido a un joven que les
contó una extraña historia, y por eso fueron a buscarla. Nunca había
estado en un puesto de policía, pero se mostraron muy amables con
ella, amabilísimos.
—No me extraña en absoluto —dijo don Henry.
—El sargento, creo que era un sargento, o tal vez fuese un
inspector, la invitó a sentarse y le explicó lo ocurrido. Desde luego
yo vi en seguida que se trataba de una equivocación.
“¡Aja! —pensó don Henry—. '¡Yo!' Ya está, lo que
imaginaba”.
—Eso dijo mi amiga —continuó Jane, sin advertir su propia
traición—. Explicó que había estado ensayando en el hotel con su
suplente y que nunca había oído siquiera el nombre de señor
Faulkener. Y el sargento dijo: “señorita Hel...”.
Se detuvo muy sonrojada.
—¿Señorita Helman? —le sugirió don Henry con un guiño.
—Sí, sí, eso es. Gracias. El sargento dijo: “Señorita Helman,
creo que debe de haber alguna equivocación, puesto que usted se
aloja en el Bridge Hotel”. Y luego me preguntó si me importaría que
me confrontaran con aquel joven. No sé si se dice confrontar o
carear. No lo puedo recordar.
—No importa realmente —le aseguró don Henry.
—De todos modos, yo dije: “Claro que no”. Y lo trajeron y
dijeron: “Ésta es señorita Helier” y... ¡Oh! —Jane se interrumpió
boquiabierta.
—No importa, querida —le dijo señorita Marple para
consolarla—. De todas maneras lo hubiéramos adivinado. Y no nos
ha dicho el nombre del lugar ni nada realmente importante.
—Bueno —dijo Jane—. Mi intención era contárselo como si
le hubiera ocurrido a otra persona, pero es difícil, ¿verdad? Quiero
decir que una se olvida.
Todos le aseguraron que era muy difícil y una vez tranquilizada,
prosiguió con su algo enrevesado relato.
—Era un hombre muy atractivo, mucho. Joven y pelirrojo. Al
verme se quedó con la boca abierta y el sargento le preguntó: “¿Es
ésta la dama?” Y él contestó: “No, desde luego que no. Qué
estúpido he sido”. Yo le sonreí, diciéndole que no tenía importancia.
—Me imagino la escena —dijo don Henry.
Jane Helier frunció el entrecejo.
—Déjeme pensar cómo sería mejor continuar.
—¿Y si nos contara de qué se trata, querida? —dijo señorita
Marple con tal amabilidad que nadie pudo sospechar su ironía—.
Quiero decir que cuál era la equivocación de aquel joven y de qué se
trataba el robo.
—Oh, sí —exclamó Jane—. Bien, ese joven, Leslie Faulkener,
había escrito una comedia. A decir verdad había escrito varias,
aunque nunca le representaron una. Y me envió una en particular
para que la leyera. Yo lo ignoraba, ya que recibo cientos de obras de
teatro y leo muy pocas, sólo aquéllas de las que sé algo. De todas
formas, así fue, y al parecer el señor Faulkener recibió una carta
mía, sólo que resultó que no la había escrito yo. ¿Comprenden?
Hizo una pausa con ansiedad y todos le aseguraron que la
habían entendido.
—En ella le decía que había leído su comedia, que me
gustaba mucho y que viniera a hablar conmigo. Le daba la dirección,
212
el bungalow de Riverbury. De modo que el señor Faulkener, muy
satisfecho, fue a verme a ese lugar: el bungalow. Le abrió la puerta
una doncella a quien él preguntó por la señorita Helier y ella le dijo
que la señorita Helier lo estaba esperando y le hizo pasar al salón,
donde lo recibió una mujer que él aceptó como si fuera yo, lo cual
resulta bastante extraño, puesto que me había visto actuar y mis
fotografías son bien conocidas en todas partes, ¿verdad?
—Por todo lo largo y ancho de Inglaterra —replicó la señora
Bantry—. Pero a menudo hay una gran diferencia entre la fotografía
y el original, mi querida Jane. Así como cuando se ve a las artistas
fuera del escenario. No todas las actrices pueden superar esa
prueba como tú, recuérdelo.
—Bueno —dijo Jane un tanto aplacada—, es posible. De
todas formas describió a aquella mujer diciendo que era alta, rubia,
de grandes ojos azules y muy atractiva, de modo que debía
parecerse bastante a mí. Desde luego, él no sospechó nada y ella se
sentó, comenzó a charlar de su comedia y de las ganas que tenía de
representarla. Mientras hablaban, les sirvieron unos combinados y
el señor Faulkener tomó uno. Bueno, eso es todo lo que recuerda,
que se bebió el combinado. Cuando despertó, o volvió en sí, estaba
tendido en la carretera junto a la cuneta, desde luego donde no
había peligro de que lo atropellaran. Estaba muy débil y
desorientado, tanto que, cuando se levantó y echó a andar
tambaleándose, no sabía adónde se dirigía. Dijo que, de haber
estado en posesión de todas sus facultades, hubiera vuelto al
bungalow para tratar de averiguar lo ocurrido, pero se sentía tan
torpe y aturdido que siguió caminando sin saber apenas lo que
hacía. Empezaba a rehacerse cuando fue detenido por la policía.
—¿Por qué lo detuvieron? —preguntó el doctor Lloyd.
—¡Oh! ¿No se lo dije? —exclamó Jane abriendo mucho los
ojos—. Qué tonta soy, por el robo.
—Usted mencionó un robo, pero no dijo dónde tuvo lugar ni
por qué.
—Bueno, ese bungalow, ese al que fue él, no era mío, por
supuesto. Pertenecía a un hombre cuyo nombre era...
De nuevo Jane Helier frunció el entrecejo.
—¿Quiere que vuelva a hacer de padrino? —le preguntó
don Henry—. Seudónimos gratis. Descríbame al individuo y yo lo
bautizaré.
—Lo había alquilado un acaudalado caballero, de la ciudad.
—Don Herman Cohen —sugirió don Henry.
—Le va perfectamente. Lo alquiló para una mujer, esposa
de un actor y también actriz.
—Al actor podemos llamarle Claud Leason —dijo don
Henry— y a ella por su nombre artístico, por ejemplo, señorita Mary
Kerr.
—Creo que es usted muy inteligente —dijo Jane—. A mí no
se me ocurren las cosas tan fácilmente. Bien, era una especie de
casita de campo donde don Herman... ¿ha dicho usted Herman?, y
la dama pretendían pasar los fines de semana. Por supuesto, la
esposa no sabía nada de esto.
—Es lo que suele ocurrir —dijo don Henry.
—Y le había regalado a la actriz una buena cantidad de
joyas, incluidas unas esmeraldas muy finas.
—¡Ah! —exclamó el doctor Lloyd—. Ya vamos llegando.
—Estas joyas estaban en el bungalow bien cerradas en un
joyero. La policía dijo que era una imprudencia, que cualquiera pudo
cogerlas.
213
—¿Ves, Dolly? —intervino el coronel Bantry—. ¿Qué es lo
que te digo siempre?
—Bueno, según he visto por propia experiencia —contestó
la señora Bantry—, es siempre la gente cuidadosa la que pierde sus
joyas. Yo no encierro las mías en ningún joyero, las guardo sueltas
en un cajón debajo de las medias. Me atrevo a decir que si... ¿cómo
se llama?, si Mary Kerr hubiese hecho lo mismo, no se las hubieran
robado tan fácilmente.
—Las habrían encontrado —replicó Jane—, pues todos los
cajones fueron abiertos y su contenido esparcido por el suelo.
—Entonces no andaban buscando joyas —dijo la señora
Bantry—, sino documentos secretos. Es lo que ocurre siempre en las
novelas.
—No sé nada de ningún documento secreto —respondió
Jane pensativa—. No los oí mencionar.
—No se distraiga, señorita Helier —dijo el coronel Bantry—.
No se inquiete usted por las pistas falsas disparatadas que diga mi
esposa.
—Siga hablando del robo —le indicó amablemente don
Henry.
—Sí. La policía recibió una llamada telefónica de alguien que
se hizo pasar por Mary Kerr. Dijo que habían robado en el bungalow
y describió a un joven pelirrojo que se había presentado aquella
mañana en el bungalow. A su doncella le pareció un tipo muy raro y
se negó a dejarlo entrar, pero más tarde lo vio salir por una ventana.
Lo describió con tanto detalle que la policía lo detuvo media hora
después y entonces él contó su historia y mostró mi carta. Vinieron
a buscarme y al verme, dijo lo que ya les he contado: ¡que no era
yo!
—Una historia muy curiosa —dijo el doctor Lloyd—. ¿El
señor Faulkener conocía a esa señorita Kerr?
—No, no la conocía, o por lo menos eso dijo. Pero aún no les
he contado lo más curioso. La policía fue al bungalow y lo
encontraron tal como lo he descrito antes: los cajones por el suelo y
ni rastro de las joyas, pero no había nadie. Hasta algunas horas más
tarde no regresó Mary Kerr, quien negó haberles telefoneado y
afirmó que nada sabía de lo ocurrido hasta aquel momento. Al
parecer había recibido un telegrama de su representante
ofreciéndole un papel importante y concertando una entrevista a la
que naturalmente se había apresurado a acudir. Al llegar allí,
descubrió que todo había sido una broma y que el representante no
le había enviado ningún telegrama.
—Un truco bastante usado para quitarla de en medio —
comentó don Henry—. ¿Qué me dice de los criados?
—Había ocurrido lo mismo. Sólo tenía una doncella a la que
llamaron por teléfono, aparentemente de parte de Mary Kerr, para
decirle que ésta se había olvidado algo muy importante y dándole
instrucciones para que cogiese cierto bolso de mano que estaba en
un cajón de su dormitorio y tomara el primer tren. La doncella así lo
hizo, desde luego, y dejó la casa cerrada. Pero cuando llegó al club
de la señorita Kerr, que era donde le dijeron que esperara a su
señora, la esperó en vano.
—¡Hum! —murmuró don Henry—. Empiezo a comprender.
La casa se quedó vacía y entrar por una de sus ventanas no creo que
resultara muy difícil. Pero no veo qué pinta en todo esto el señor
Faulkener. ¿Y quién telefoneó a la policía, si no fue señorita Kerr?
—Eso nadie llegó a averiguarlo nunca.
—Es curioso —comentó don Henry—. ¿Resultó ser el joven
quien dijo ser?
214
—Oh, sí. Incluso presentó la carta que supuso escrita por mí.
La letra no se parecía en nada a la mía, pero, claro, no era de
esperar que conociese mi letra.
—Bien, precisemos los hechos con claridad —dijo don
Henry—. Corríjame si me equivoco. La señora y la doncella son
alejadas de la casa. Atraen a ese joven a la casa por medio de una
carta falsa, aprovechando la circunstancia de que usted se
encontraba aquella semana actuando en Riverbury. El joven ingiere
una droga y la policía recibe una llamada que hace que sospechen
de él. Se ha cometido un robo. ¿Supongo que se llevarían las joyas?
—Oh, sí.
—¿Y fueron recuperadas?
—No, nunca. A decir verdad, creo que don Herman intentó
echar tierra al asunto. Pero no pudo conseguirlo y me parece que su
esposa solicitó el divorcio por este motivo, aunque no lo sé con
certeza.
—¿Qué le ocurrió al señor Leslie Faulkener?
—Que al fin fue puesto en libertad. La policía no tenía
suficientes pruebas contra él. ¿No les parece que es todo muy
extraño?
—Realmente muy extraño. La primera pregunta es: ¿qué
historia debemos creer? Señorita Helier, he observado que usted se
inclina hacia la del señor Faulkener. ¿Tiene usted alguna razón para
ello aparte de su propio instinto?
—No, no —contestó Jane contrariada—. Supongo que no.
Pero era tan simpático y se disculpó de tal modo por haber tomado
a otra persona por mí, que tuve el convencimiento de que decía la
verdad.
—Ya comprendo —dijo don Henry con una sonrisa—. Pero
debe admitir que pudo inventar esa historia con toda facilidad y
haber escrito él mismo la carta que se suponía que era de usted.
También pudo tomar alguna droga después de cometer el robo,
pero confieso que no veo qué propósito pudiera tener semejante
actuación. Era más sencillo entrar en la casa y desaparecer
tranquilamente, a menos que lo hubiese visto algún vecino y él lo
supiera. Entonces pudo rápidamente idear este plan para desviar las
sospechas y explicar su presencia en la casa.
—¿Tenía dinero? —preguntó la señorita Marple.
—No lo creo —respondió Jane—. No, más bien me parece
que andaba bastante apurado.
—Todo este asunto resulta muy curioso —dijo el doctor
Lloyd—. Debo confesar que si aceptamos la historia de ese joven
como cierta, el caso presenta más dificultades. ¿Para qué iba a
querer la dama que pretendía hacerse pasar por la señorita Helier
mezclar en el asunto a un desconocido? ¿Por qué montar una
comedia tan terriblemente complicada?
—Dime, Jane —dijo la señora Bantry—. ¿Llegó a
encontrarse frente a frente el joven Faulkener con Mary Kerr en
algún momento durante los interrogatorios?
—No puedo asegurarlo —contestó Jane despacio y
esforzándose por recordar.
—¡De no ser así, el caso está resuelto! —exclamó la señora
Bantry—. Estoy segura de que tengo razón. ¿Qué es más sencillo
que pretender que había sido reclamada en la ciudad? Luego
telefonea desde Paddington o cualquier otra estación a su doncella
y, mientras ésta va a la ciudad, ella regresa. El joven acude a la cita,
lo droga y prepara la escena del robo con el mayor lujo posible de
detalles. Telefonea a la policía, les da la descripción de la víctima
propiciatoria y vuelve de nuevo a la ciudad. Luego regresa a su casa
en el último tren y se hace la inocente y sorprendida.
215
—Pero, ¿por qué iba a robar sus propias joyas, Dolly?
—Siempre lo hacen —respondió la señora Bantry—. Y de
todas formas se me ocurren mil razones. Tal vez quería dinero y es
posible que don Herman no se lo diera, por lo que simula el robo de
las joyas y luego las vende en secreto. O quizás alguien le estuviera
haciendo chantaje, amenazándola con decírselo a su marido o a la
esposa de don Herman. También es posible que ya las hubiera
vendido, y don Herman lo sospechara, le preguntara por ellas y se
viera obligada a hacer algo. Eso sucede muy a menudo en las
novelas. O quizá se las estaba haciendo montar de nuevo y tenía en
casa una imitación falsa. O bien... ésta es una buena idea y no tan
típica... simula que le han sido robadas, se pone frenética y él le
regala otras. De este modo tiene dos lotes en vez de uno. Estoy
segura de que esa clase de mujeres saben muchos trucos.
—Eres muy inteligente, Dolly —le dijo Jane con
admiración—. A mí no se me habría ocurrido.
—Es posible que lo sea, pero no ha dicho que tenga razón —
comentó el coronel Bantry—. Yo me inclino a sospechar del
caballero de la ciudad. Él sabría la clase de telegrama que haría
marcharse de su casa a la actriz y el resto pudo arreglarlo fácilmente
con la ayuda de una buena amiga. Al parecer nadie ha pensado en
preguntarle a él si tiene una cortada.
—¿Qué opina usted, señorita Marple? —preguntó Jane
volviéndose hacia la anciana, que había fruncido el entrecejo.
—Querida, en realidad no sé qué decir. Don Henry se reirá,
pero esta vez no recuerdo ningún caso similar ocurrido en el pueblo
que me sirva de ayuda. Desde luego, hay varios aspectos de su
relato que son muy sugerentes. Por ejemplo, la cuestión del
servicio. En... ejem... en una casa de costumbres tan dudosas, la
sirvienta debía conocer perfectamente la situación, y una muchacha
decente no hubiera aceptado jamás semejante empleo, ni su madre
se lo hubiera permitido ni por un momento. De modo que podemos
suponer que la doncella no era muy de fiar. Pudo dejarles la casa
abierta a los ladrones mientras ella iba a Londres para desviar
sospechas. Debo confesar que me parece la solución más probable.
Sólo que si fuese obra de unos ladrones corrientes me resultaría
muy raro, ya que para un robo así se precisan más conocimientos de
los que pueda tener una doncella.
La señorita Marple hizo una pausa antes de proseguir con
aire soñador:
—No puedo dejar de pensar que hubo algo más, quiero
decir algún conflicto personal. Supongamos, por ejemplo, que
alguien se sintiera despechado. ¿Tal vez una joven actriz a quien él
no hubiera tratado bien? ¿No creen que eso explicaría mejor las
cosas? Un intento deliberado para complicarle la vida: Eso es lo que
parece. Y no obstante, no resulta del todo satisfactorio.
—Vaya, doctor, usted no ha dicho nada —dijo Jane—. Me
había olvidado de usted.
—De mí se olvida siempre todo el mundo —contestó el
doctor con tristeza—. Debo de tener una personalidad muy
anodina.
—¡Oh, no! —exclamó Jane—. ¿Quiere, pues, darnos su
opinión?
—Me encuentro en la posición de estar de acuerdo con las
soluciones de todos y al mismo tiempo con ninguna. Yo tengo la
teoría descabellada, y probablemente totalmente errónea, de que la
esposa tiene algo que ver en el asunto. Me refiero a la de don
Herman. No tengo el menor indicio en qué basarme, sólo sé que les
sorprendería saber las cosas extraordinarias, realmente muy
216
extraordinarias, que son capaces de hacer las esposas engañadas si
se les mete en la cabeza.
—¡Oh! Doctor Lloyd —exclamó la señorita Marple,
excitada—, qué inteligente es usted. No me había acordado para
nada de la pobre señora Pebmarsh.
Jane la miró extrañada.
—¿La señora Pebmarsh? ¿Quién es la señora Pebmarsh?
—Pues... —la señorita Marple vacilaba—... ignoro si tendrá algo que
ver con esto. Es una lavandera que robó un broche con un ópalo
que estaba prendido en una blusa y lo escondió en casa de otra
mujer.
Jane pareció más confundida que nunca.
—¿Y eso le hace ver claro este asunto, señorita Marple? —
dijo don Henry con su habitual guiño.
Mas, ante su sorpresa, la señorita Marple negó con la cabeza.
—No, me temo que no. Debo confesar que estoy
completamente desorientada. Lo que sí sé es que las mujeres
deberían estar siempre unidas y defender en caso de apuro a las de
su propio sexo. Creo que ésta es la moraleja de la historia que acaba
de contarnos la señorita Helier.
—Debo confesar que no había considerado el aspecto ético
del misterio —dijo don Henry en tono grave—. Tal vez vea con más
claridad el significado de sus palabras cuando la señorita Helier nos
haya dado la solución.
—¿Cómo? —exclamó Jane, todavía más asombrada.
—Estoy confesando que “nos damos por vencidos”. Usted y
sólo usted, señorita Helier, ha tenido el alto honor de presentar un
misterio tan complicado que incluso la misma señorita Marple ha
tenido que confesar su derrota.
—¿Todos se dan por vencidos? —preguntó en alta voz Jane.
—Sí. —Tras un minuto de silencio durante el cual todos
esperaban que los demás tomasen la palabra, don Henry volvió a
llevar la voz cantante—. Es decir, que nos limitamos a presentar las
soluciones esbozadas por todos nosotros: una de cada caballero,
dos de la señorita Marple y cerca de una docena de la señora B.
—No llegaban a una docena —replicó la señora Bantry—.
Algunas eran variaciones sobre el mismo tema. ¿Y cuántas veces he
de decirle que no quiero que me llame señora B?
—De modo que se dan por vencidos. —Jane estaba
pensativa—. Es muy interesante.
Se inclinó hacia delante en la silla y empezó a limarse las uñas con
aire ausente.
—Bueno —dijo la señora Bantry—. Vamos, Jane. ¿Cuál es la
solución?
—¿La solución?
—Sí. ¿Qué ocurrió en realidad?
Jane la miró de hito en hito.
—No tengo la menor idea.
—¿Cómo?
—Siempre quise saberla y pensé que entre todos ustedes,
que son tan inteligentes, podrían dármela.
Todo el mundo disimuló su contrariedad. Todos aceptaban
que Jane fuese tan hermosa, pero en aquel momento todos
pensaron que había llevado demasiado lejos su estupidez. Incluso la
belleza más trascendental no podía excusarla.
—¿Quiere decir que la verdad nunca fue descubierta? —
preguntó don Henry.
—No. Y por eso, como les dije, pensé que ustedes me la
podrían explicar a mí.
Jane parecía contrariada, como si hubiera sido agraviada.
217
—Bueno, yo... yo... —dijo el coronel Bantry, y le fallaron las
palabras.
—Eres una joven muy irritante, Jane —dijo su esposa—. De
todas maneras, estoy segura y siempre lo estaré de que tengo
razón. Y si nos dijera los verdaderos nombres de todas esas
personas, lo comprobaría.
—No creo que pueda hacerlo —replicó Jane lentamente.
—No, querida —intervino la señorita Marple—. La señorita
Helier no puede hacer eso.
—Claro que puede —dijo la señora Bantry—. No seas tan
escrupulosa. Los mayores podemos comentar algún que otro
escándalo. De todas maneras, díganos por lo menos quién era el
magnate de la ciudad.
La señorita Jane negó con la cabeza y la señorita Marple
continuó apoyando a la joven.
—Debió de ser un caso muy desagradable —le dijo.
—No —replicó Jane pensativa—. Creo... creo que más bien
disfruté.
—Bien, es posible —respondió la señorita Marple—.
Supongo que rompería la monotonía. ¿Qué comedia estaba usted
representando?
—Smith.
—Oh, sí. Es una de Somerset Maugham, ¿verdad? Todas sus
obras son muy inteligentes. Las he visto casi todas.
—Vas a reponerla el próximo otoño, ¿verdad? —le preguntó
la señora Bantry.
Jane asintió.
—Bueno —dijo la señorita Marple poniéndose en pie—.
Debo irme a casa. ¡Es tan tarde! Pero he pasado una velada muy
entretenida. No sucede a menudo. Creo que la historia de la
señorita Helier se lleva el premio. ¿No les parece?
—Siento que se hayan disgustado conmigo —dijo Jane—,
porque no sé el final. Supongo que debí decirlo antes.
Su tono denotaba pesar y el doctor Lloyd salvó la situación con su
galantería acostumbrada.
—Mi querida amiga, ¿por qué había de sentirlo? Usted nos
ha presentado un bonito problema para que aguzáramos nuestro
ingenio. Lo único que lamento es que ninguno de nosotros haya
sabido resolverlo convenientemente.
—Hable por usted —dijo la señora Bantry—. Yo lo he
resuelto, estoy completamente convencida.
—¿Sabe que creo que tiene usted razón? —intervino Jane—
. Lo que ha dicho parecía muy razonable.
—¿A cuál de sus siete soluciones se refiere? —preguntó don
Henry molesto.
El doctor Lloyd ayudaba a la señorita Marple a ponerse sus
chanclos. “Sólo por si acaso”, dijo. El doctor debía acompañarla
hasta su vieja casa y, una vez envuelta en diversos chales de lana,
les dio a todos las buenas noches. Después, acercándose a Jane
Helier, le murmuró unas palabras en el oído. Tal exclamación de
sorpresa salió de los labios de Jane que hizo que los demás se
volvieran a mirarla.
Asintiendo con una sonrisa, la señorita Marple se dispuso a
marcharse seguida por la mirada de Jane Helier.
—¿Vas a acostarte, Jane? —preguntó la señora Bantry—.
¿Qué te ocurre, Jane?
Parece como si acabaras de ver un fantasma.
218
Con un profundo suspiro, la actriz se rehizo y, sonriendo a
los dos hombres, siguió a su anfitriona hacia la escalera. La señora
Bantry entró con la joven en su habitación.
—El fuego está casi apagado —dijo removiendo inútilmente
el rescoldo—. No son ni capaces de encender bien el fuego, estas
estúpidas doncellas. Aunque supongo que ya es muy tarde. ¡Vaya,
es más de la una!
—¿Crees que hay muchas personas como ella? —preguntó
Jane Helier.
Se había sentado a un lado de la cama, al parecer perdida en sus
pensamientos.
—¿Como la doncella?
—No, como esa extraña anciana, ¿cómo se llama? ¿Marple?
—¡Oh! No lo sé. Imagino que es bastante corriente
encontrar ancianitas como ella en los pueblos.
—Oh, Dios mío —replicó Jane—. No sé qué hacer, de veras.
Suspiró profundamente.
—¿Qué te ocurre?
—Estoy preocupada.
—¿Por qué?
—Dolly —Jane Helier adquirió de pronto un tono solemne—
, ¿sabes lo que esa extraña viejecita me murmuró al oído esta noche
un poquito antes de marcharse?
—No. ¿Qué?
—Me dijo: “Si yo fuera usted no lo haría, querida. Nunca se
ponga en manos de otra mujer, aunque la considere su amiga”.
¿Sabes, Dolly, que eso es absolutamente cierto?
—¿El consejo? Sí, tal vez lo sea, pero no le veo la aplicación.
—Cree que no debo confiar totalmente en otra mujer. Y,
además, estaría en sus manos. No se me había ocurrido pensarlo.
—¿De qué mujer estás hablando?
—De Netta Greene, mi suplente.
—¿Y qué diablos sabe la señorita Marple de tu suplente?
—Imagino que lo ha adivinado, aunque no sé cómo.
—Jane, ¿quieres explicarme en seguida de qué estás
hablando?
—De mi historia, la que acabo de contarles. Oh, Dolly, esa
mujer, la que apartó a Claud de mi lado...
La señora Bantry asintió y a su memoria acudió el primer
matrimonio desgraciado de Jane con Claud Averbury, el actor.
—Se casó con ella y yo podía haberle dicho lo que iba a
suceder. Claud lo ignoraba, pero ella pasa los fines de semana con
don Joseph Salmon en el bungalow del que les he hablado. Yo
quería descubrirla, demostrar a todo el mundo la clase de mujer
que es. Y con un robo, todo hubiera tenido que salir a relucir.
—¡Jane! —exclamó la señora Bantry—. ¿Imaginaste tú el
caso que acabas de contarnos?
Jane asintió.
—Por eso escogí la obra Smith. En ella aparezco vestida de
doncella y tengo a mano el disfraz. Y cuando me enviaran al puesto
de policía sería lo más sencillo del mundo decir que estaba
ensayando mi papel en mi hotel con mi suplente, cuando en
realidad estaríamos en el bungalow. Yo me limitaría a abrir la puerta
y servir los combinados, y Netta simularía ser yo. Él no volvería a
verla, por supuesto, de modo que no habría forma de que la
reconociera. Y yo cambio muchísimo vestida de doncella. Y, además,
no se mira a las doncellas como si fueran personas. Luego
planeábamos llevarlo a la carretera, coger las joyas, telefonear a la
policía y regresar al hotel. No me gustaría que sufriera el pobre
muchacho, pero don Henry no parece creer que vaya a sufrir,
219
¿verdad? Y ella saldría en los periódicos y Claud sabría cómo es en
realidad.
La señora Bantry se sentó exhalando un gemido.
—Oh, mi cabeza. Y todo este tiempo... Jane Helier, ¡eres
terrible! ¡Y nos has contado la historia como si nada!
—Soy una buena actriz —contestó Jane complacida—.
Siempre lo he sido, aunque la gente diga lo contrario. No me
descubrí en ningún momento, ¿verdad?
—La señorita Marple tenía razón —murmuró la señora
Bantry—. El elemento emocional. Oh, sí, el elemento emocional.
Jane, pequeña, ¿te das cuenta de que un robo es un robo y de que
podrías acabar irremisiblemente en la cárcel?
—Bueno, ninguno de ustedes lo adivinó —respondió Jane—,
excepto la señorita Marple.
Su rostro volvió a adquirir una expresión preocupada.
—Dolly, ¿crees realmente que hay mucha gente como ella?
—Con franqueza, no lo creo —contestó la señora Bantry.
Jane volvió a suspirar.
—De todos modos, es mejor no arriesgarse. Y desde luego
estaría por completo en las manos de Netta, eso es cierto. Podría
hacerme chantaje o volverse contra mí. Me ayudó a pensar todos
los detalles y dice que me tiene un gran afecto, pero no hay que
fiarse nunca de las mujeres. No, creo que la señorita Marple tiene
razón. Será mejor no arriesgarse.
—Pero, querida, si ya te has arriesgado...
—Oh, no. —Jane abrió del todo sus grandes ojos azules—.
¿No lo comprendes? ¡Nada de esto ha ocurrido todavía! Yo
intentaba probarlo con ustedes, por así decirlo.
—No lo entiendo —replicó la señora Bantry muy digna—.
¿Quieres decir que se trata de un proyecto futuro y no de un hecho
consumado?
—Pensaba ponerlo en práctica este otoño, en septiembre.
Ahora no sé qué hacer.
—Y Jane Marple lo adivinó, supo averiguar la verdad y no
nos lo dijo —añadió la señora Bantry dolida.
—Creo que por eso dijo lo que dijo: lo de que las mujeres
deben ayudarse. No me ha descubierto delante de los caballeros. Ha
sido muy generoso por su parte. Pero no me importa que tú lo
sepas, Dolly.
—Bueno, renuncia a ese proyecto, Jane. Te lo suplico.
220
RYONUSUKE AKUTAGAWA (1892-1927)
Cuentista y novelista japonés perteneciente a la generación
denominada neorrealista que surgió en Japón a fines de la Primera
Guerra Mundial; sus obras, en su mayoría cuentos, reflejan su
interés por la vida del Japón feudal. Se suicidó ingiriendo veronal a
los treinta y cinco años después de una severa crisis nerviosa. Uno
de sus relatos (En un bosque de bambúes) inspiró la película
Rashomon de Akira Kurosawa. Su amigo Kikuchi Kan, en su honor,
creó en 1935 el Premio de Literatura Akutagawa, el más prestigioso
de Japón. Obras: destacan sus colecciones de cuentos Sombras del
farol, Flores de la noche, El abanico de Donan, Los engranajes
Sombras del farol, Flores de la noche, El abanico de Donan, Los
engranajes y la novela La vida de Nobusuke Daidoiji.
EN UN BOSQUE DE BAMBÚES
Declaración del leñador interrogado por el oficial de investigaciones
de la Kebushi:
—Yo confirmo, señor oficial, mi declaración. Fui yo el que descubrió
el cadáver. Esta mañana, como lo hago siempre, fui al otro lado de
la montaña para hachar abetos. El cadáver estaba en un bosque al
pie de la montaña. ¿El lugar exacto? A cuatro o cinco cho, me
parece, del camino del apeadero de Yamashina. Es un paraje
silvestre, donde crecen el bambú y algunas coníferas raquíticas.
El muerto estaba tirado de espaldas. Vestía ropa de cazador
de color celeste y llevaba un eboshi de color gris, al estilo de la
capital. Sólo se veía una herida en el cuerpo, pero era una herida
profunda en la parte superior del pecho. Las hojas secas de bambú
caídas en su alrededor estaban como teñidas de suho. No, ya no
corría sangre de la herida, cuyos bordes parecían secos y sobre la
cual, bien lo recuerdo, estaba tan agarrado un gran tábano que ni
siquiera escuchó que yo me acercaba.
¿Si encontré una espada o algo ajeno? No. Absolutamente
nada. Solamente encontré, al pie de un abeto vecino, una cuerda, y
también un peine. Eso es todo lo que encontré alrededor, pero las
hierbas y las hojas muertas de bambú estaban holladas en todos los
sentidos; la victima, antes de ser asesinada, debió oponer fuerte
resistencia. ¿Si no observé un caballo? No, señor oficial. No es ese
un lugar al que pueda llegar un caballo. Una infranqueable espesura
separa ese paraje de la carretera.
Declaración del monje budista interrogado por el mismo oficial:
221
—Puedo asegurarle, señor oficial, que yo había visto ayer al que
encontraron muerto hoy. Sí, fue hacia el mediodía, según creo; a
mitad de camino entre Sekiyama y Yamashina. Él marchaba en
dirección a Sekiyama, acompañado por una mujer montada a
caballo. La mujer estaba velada, de manera que no pude distinguir
su rostro. Me fijé solamente en su kimono, que era de color violeta.
En cuanto al caballo, me parece que era un alazán con las crines
cortadas. ¿Las medidas? Tal vez cuatro shaku cuatro sun1, me
parece; soy un religioso y no entiendo mucho de ese asunto. ¿El
hombre? Iba bien armado. Portaba sable, arco y flechas. Sí,
recuerdo más que nada esa aljaba laqueada de negro donde llevaba
una veintena de flechas, la recuerdo muy bien.
¿Cómo podía adivinar yo el destino que le esperaba? En
verdad la vida humana es como el rocío o como un relámpago... Lo
lamento... no encuentro palabras para expresarlo...
Declaración del soplón interrogado por el mismo oficial:
—¿El hombre al que agarré? Es el famoso bandolero llamado
Tajomaru, sin duda. Pero cuando lo apresé estaba caído sobre el
puente de Awataguchi, gimiendo. Parecía haber caído del caballo.
¿La hora? Hacia la primera del Kong, ayer al caer la noche. La otra
vez, cuando se me escapó por poco, llevaba puesto el mismo
kimono azul y el mismo sable largo. Esta vez, señor oficial, como
usted pudo comprobar, llevaba también arco y flechas. ¿Que la
víctima tenía las mismas armas? Entonces no hay dudas. Tajomaru
es el asesino. Porque el arco enfundado en cuero, la aljaba laqueada
en negro, diecisiete flechas con plumas de halcón, todo lo tenía con
él. También el caballo era, como usted dijo, un alazán con las crines
cortadas. Ser atrapado gracias a este animal era su destino. Con sus
largas riendas arrastrándose, el caballo estaba mordisqueando
hierbas cerca del puente de piedra, en el borde de la carretera.
De todos los ladrones que rondan por los caminos de la
capital, este Tajomaru es conocido como el más mujeriego. En el
otoño del año pasado fueron halladas muertas en la capilla de
Pindola del templo Toribe, una dama que venía en peregrinación y
la joven sirvienta que la acompañaba. Los rumores atribuyeron ese
crimen a Tajomaru. Si es él quien mató a este hombre, es fácil
suponer qué hizo de la mujer que venía a caballo. No quiero
entrometerme donde no me corresponde, señor oficial, pero este
aspecto merece ser aclarado.
Declaración de una anciana interrogada por el mismo oficial:
—Sí, es el cadáver de mi yerno. Él no era de la capital; era
funcionario del gobierno de la provincia de Wakasa. Se llamaba
Takehito Kanazawa. Tenía veintiséis años. No. Era un hombre de
buen carácter, no podía tener enemigos.
¿Mi hija? Se llama Masago. Tiene diecinueve años. Es una
muchacha valiente, tan intrépida como un hombre. No conoció a
otro hombre que a Takehiro. Tiene cutis moreno y un lunar cerca
del ángulo externo del ojo izquierdo. Su rostro es pequeño y
ovalado.
Takehiro había partido ayer con mi hija hacia Wakasa.
¡Quién iba a imaginar que lo esperaba este destino! ¿Dónde está mi
hija? Debo resignarme a aceptar la suerte corrida por su marido,
pero no puedo evitar sentirme inquieta por la de ella. Se lo suplica
una pobre anciana, señor oficial: investigue, se lo ruego, qué fue de
mi hija, aunque tenga que arrancar hierba por hierba para
encontrarla. Y ese bandolero... ¿Cómo se llama? ¡Ah, sí, Tajomaru!
222
¡Lo odio! No solamente mató a mi yerno, sino que... (Los sollozos
ahogaron sus palabras.)
Confesión de Tajomaru:
Sí, yo maté a ese hombre. Pero no a la mujer. ¿Que dónde está ella
entonces? Yo no sé nada. ¿Qué quieren de mí? ¡Escuchen! Ustedes
no podrían arrancarme por medio de torturas, por muy atroces que
fueran, lo que ignoro. Y como nada tengo que perder, nada oculto.
Ayer, pasado el mediodía, encontré a la pareja. El velo
agitado por un golpe de viento descubrió el rostro de la mujer. Sí,
sólo por un instante... Un segundo después ya no lo veía. La
brevedad de esta visión fue causa, tal vez, de que esa cara me
pareciese tan hermosa como la de Bosatsu. Repentinamente decidí
apoderarme de la mujer, aunque tuviese que matar a su
acompañante.
¿Qué? Matar a un hombre no es cosa tan importante como
ustedes creen. El rapto de una mujer implica necesariamente la
muerte de su compañero. Yo solamente mato mediante el sable que
llevo en mi cintura, mientras ustedes matan por medio del poder,
del dinero y hasta de una palabra aparentemente benévola. Cuando
matan ustedes, la sangre no corre, la víctima continúa viviendo.
¡Pero no la han matado menos! Desde el punto de vista de la
gravedad de la falta me pregunto quién es más criminal. (Sonrisa
irónica.)
Pero mucho mejor es tener a la mujer sin matar a hombre.
Mi humor del momento me indujo a tratar de hacerme de la mujer
sin atentar, en lo posible, contra la vida del hombre. Sin embargo,
como no podía hacerlo en el concurrido camino a Yamashina, me
arreglé para llevar a la pareja a la montaña.
Resultó muy fácil. Haciéndome pasar por otro viajero, les
conté que allá, en la montaña, había una vieja tumba, y que en ella
yo había descubierto gran cantidad de espejos y de sables. Para
ocultarlos de la mirada de los envidiosos los había enterrado en un
bosque al pie de la montaña. Yo buscaba a un comprador para ese
tesoro, que ofrecía a precio vil. El hombre se interesó visiblemente
por la historia... Luego... ¡Es terrible la avaricia! Antes de media
hora, la pareja había tomado conmigo el camino de la montaña.
Cuando llegamos ante el bosque, dije a la pareja que los
tesoros estaban enterrados allá, y les pedí que me siguieran para
verlos. Enceguecido por la codicia, el hombre no encontró motivos
para dudar, mientras la mujer prefirió esperar montada en el
caballo. Comprendí muy bien su reacción ante la cerrada espesura;
era precisamente la actitud que yo esperaba. De modo que, dejando
sola a la mujer, penetré en el bosque seguido por el hombre.
Al comienzo, sólo había bambúes. Después de marchar
durante un rato, llegamos a un pequeño claro junto al cual se
alzaban unos abetos... Era el lugar ideal para poner en práctica mi
plan. Abriéndome paso entre la maleza, lo engañé diciéndole con
aire sincero que los tesoros estaban bajo esos abetos. El hombre se
dirigió sin vacilar un instante hacia esos árboles enclenques. Los
bambúes iban raleando, y llegamos al pequeño claro. Y apenas
llegamos, me lancé sobre él y lo derribé. Era un hombre armado y
parecía robusto, pero no esperaba ser atacado. En un abrir y cerrar
de ojos estuvo atado al pie de un abeto. ¿La cuerda? Soy ladrón,
siempre llevo una atada a mi cintura, para saltar un cerco, o cosas
por el estilo. Para impedirle gritar, tuve que llenarle la boca de hojas
secas de bambú.
Cuando lo tuve bien atado, regresé en busca de la mujer, y
le dije que viniera conmigo, con el pretexto de que su marido había
223
sufrido un ataque de alguna enfermedad. De más está decir que me
creyó. Se desembarazó de su ichimegasa y se internó en el bosque
tomada de mi mano. Pero cuando advirtió al hombre atado al pie
del abeto, extrajo un puñal que había escondido, no sé cuándo,
entre su ropa. Nunca vi una mujer tan intrépida. La menor
distracción me habría costado la vida; me hubiera clavado el puñal
en el vientre. Aun reaccionando con presteza fue difícil para mí
eludir tan furioso ataque. Pero por algo soy el famoso Tajomaru:
conseguí desarmarla, sin tener que usar mi arma. Y desarmada, por
inflexible que se haya mostrado, nada podía hacer. Obtuve lo que
quería sin cometer un asesinato.
Sí, sin cometer un asesinato, yo no tenía motivo alguno para
matar a ese hombre. Ya estaba por abandonar el bosque, dejando a
la mujer bañada en lágrimas, cuando ella se arrojó a mis brazos
como una loca. Y la escuché decir, entrecortadamente, que ella
deseaba mi muerte o la de su marido, que no podía soportar la
vergüenza ante dos hombres vivos, que eso era peor que la muerte.
Esto no era todo. Ella se uniría al que sobreviviera, agregó jadeando.
En aquel momento, sentí el violento deseo de matar a ese hombre.
(Una oscura emoción produjo en Tajomaru un escalofrío.)
Al escuchar lo que les cuento pueden creer que soy un
hombre más cruel que ustedes. Pero ustedes no vieron la cara de
esa mujer; no vieron, especialmente, el fuego que brillaba en sus
ojos cuando me lo suplicó. Cuando nuestras miradas se cruzaron,
sentí el deseo de que fuera mi mujer, aunque el cielo me fulminara.
Y no fue, lo juro, a causa de la lascivia vil y licenciosa que ustedes
pueden imaginar. Si en aquel momento decisivo yo me hubiera
guiado sólo por el instinto, me habría alejado después de
deshacerme de ella con un puntapié. Y no habría manchado mi
espada con la sangre de ese hombre. Pero entonces, cuando miré a
la mujer en la penumbra del bosque, decidí no abandonar el lugar
sin haber matado a su marido.
Pero aunque había tomado esa decisión, yo no lo iba a
matar indefenso. Desaté la cuerda y lo desafié. (Ustedes habrán
encontrado esa cuerda al pie del abeto, yo olvidé llevármela.) Hecho
una furia, el hombre desenvainó su espada y, sin decir palabra
alguna, se precipitó sobre mí. No hay nada que contar, ya conocen
el resultado. En el vigésimo tercer asalto mi espada le perforó el
pecho. ¡En el vigésimo tercer asalto! Sentí admiración por él, nadie
me había resistido más de veinte... (Sereno suspiro.)
Mientras el hombre se desangraba, me volví hacia la mujer,
empuñando todavía el arma ensangrentada. ¡Había desaparecido!
¿Para qué lado había tomado? La busqué entre los abetos. El suelo
cubierto de hojas secas de bambú no ofrecía rastros. Mi oído no
percibió otro sonido que el de los estertores del hombre que
agonizaba.
Tal vez al comenzar el combate la mujer había huido a
través del bosque en busca de socorro. Ahora ustedes deben tener
en cuenta que lo que estaba en juego era mi vida: apoderándome
de las armas del muerto retomé el camino hacia la carretera. ¿Qué
sucedió después? No vale la pena contarlo. Diré apenas que antes
de entrar en la capital vendí la espada. Tarde o temprano sería
colgado, siempre lo supe. Condénenme a morir. (Gesto de
arrogancia.)
Confesión de una mujer que fue al templo de Kiyomizu:
—Después de violarme, el hombre del kimono azul miró
burlonamente a mi esposo, que estaba atado. ¡Oh, cuánto odio
debió sentir mi esposo! Pero sus contorsiones no hacían más que
clavar en su carne la cuerda que lo sujetaba. Instintivamente corrí,
224
mejor dicho, quise correr hacia él. Pero el bandido no me dio
tiempo, y arrojándome un puntapié me hizo caer. En ese instante, vi
un extraño resplandor en los ojos de mi marido... un resplandor
verdaderamente extraño... Cada vez que pienso en esa mirada, me
estremezco. Imposibilitado de hablar, mi esposo expresaba por
medio de sus ojos lo que sentía. Y eso que destellaba en sus ojos no
era cólera ni tristeza. No era otra cosa que un frío desprecio hacia
mí. Más anonadada por ese sentimiento que por el golpe del
bandido, grité alguna cosa y caí desvanecida.
No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que recuperé la
conciencia El bandido había desaparecido y mi marido seguía atado
al pie del abeto. Incorporándome penosamente sobre las hojas
secas, miré a mi esposo: su expresión era la misma de antes: una
mezcla de desprecio y de odio glacial. ¿Vergüenza? ¿Tristeza?
¿Furia? ¿Cómo calificar a lo que sentía en ese momento? Terminé
de incorporarme, vacilante; me aproximé a mi marido y le dije:
—Takehiro, después de lo que he sufrido y en esta situación
horrible en que me encuentro, ya no podré seguir contigo. ¡No me
queda otra cosa que matarme aquí mismo! ¡Pero también exijo tu
muerte! Has sido testigo de mi vergüenza! ¡No puedo permitir que
me sobrevivas!
Se lo dije gritando. Pero él, inmóvil, seguía mirándome
como antes, despectivamente. Conteniendo los latidos de mi
corazón, busqué la espada de mi esposo. El bandido debió
llevársela, porque no pude encontrarla entre la maleza. El arco y las
flechas tampoco estaban. Por casualidad, encontré cerca mi puñal.
Lo tomé, y levantándolo sobre Takehiro, repetí:
—Te pido tu vida. Yo te seguiré.
Entonces, por fin movió los labios. Las hojas secas de bambú
que le llenaban la boca le impedían hacerse escuchar. Pero un
movimiento de sus labios casi imperceptible me dio a entender lo
que deseaba. Sin dejar de despreciarme, me estaba diciendo:
«Mátame».
Semiconsciente, hundí el puñal en su pecho, a través de su
kimono.
Y volví a caer desvanecida. Cuando desperté, miré a mi
alrededor. Mi marido, siempre atado, estaba muerto desde hacía
tiempo. Sobre su rostro lívido, los rayos del sol poniente,
atravesando los bambúes que se entremezclaban con las ramas de
los abetos, acariciaban su cadáver. Después... ¿qué me pasó? No
tengo fuerzas para contarlo. No logré matarme. Apliqué el cuchillo
contra mi garganta, me arrojé a una laguna en el valle... ¡Todo lo
probé! Pero, puesto que sigo con vida, no tengo ningún motivo para
jactarme. (Triste sonrisa.) Tal vez hasta la infinitamente misericorde
Bosatsu abandonaría a una mujer como yo. Pero yo, una mujer que
mató a su esposo, que fue violada por un bandido... qué podía
hacer. Aunque yo... yo... (Estalla en sollozos.)
Lo que narró el espíritu por labios de una bruja:
—El salteador, una vez logrado su fin, se sentó junto a mi mujer y
trató de consolarla por todos los medios. Naturalmente, a mí me
resultaba imposible decir nada; estaba atado al pie del abeto. Pero
la miraba a ella significativamente, tratando de decirle: «No lo
escuches, todo lo que dice es mentira». Eso es lo que yo quería
hacerle comprender. Pero ella, sentada lánguidamente sobre las
hojas muertas de bambú, miraba con fijeza sus rodillas. Daba la
impresión de que prestaba oídos a lo que decía el bandido. Al
menos, eso es lo que me parecía a mí. El bandido, por su parte,
escogía las palabras con habilidad. Me sentí torturado y
enceguecido por los celos. Él le decía: «Ahora que tu cuerpo fue
225
mancillado tu marido no querrá saber nada de ti. ¿No quieres
abandonarlo y ser mi esposa? Fue a causa del amor que me
inspiraste que yo actué de esta manera». Y repetía una y otra vez
semejantes argumentos. Ante tal discurso, mi mujer alzó la cabeza
como extasiada. Yo mismo no la había visto nunca con expresión tan
bella. ¡Y qué piensan ustedes que mi tan bella mujer respondió al
ladrón delante de su marido maniatado! Le dijo: «Llévame donde
quieras». (Aquí, un largo silencio.)
Pero la traición de mi mujer fue aún mayor. ¡Si no fuera por
esto, yo no sufriría tanto en la negrura de esta noche! Cuando,
tomada de la mano del bandolero, estaba a punto de abandonar el
lugar, se dirigió hacia mí con el rostro pálido, y señalándome con el
dedo a mí, que estaba atado al pie del árbol, dijo: «¡Mata a ese
hombre! ¡Si queda vivo no podré vivir contigo!». Y gritó una y otra
vez como una loca: «¡Mátalo! ¡Acaba con él!». Estas palabras,
sonando a coro, me siguen persiguiendo en la eternidad. ¡Acaso
pudo salir alguna vez de labios humanos una expresión de deseos
tan horrible! ¡Escuchó o ha oído alguno palabras tan malignas!
Palabras que... (Se interrumpe, riendo extrañamente.)
Al escucharlas hasta el bandido empalideció. «¡Acaba con
este hombre!». Repitiendo esto, mi mujer se aferraba a su brazo. El
bandido, mirándola fijamente, no le contestó. Y de inmediato la
arrojó de una patada sobre las hojas secas. (Estalla otra vez en
carcajadas.) Y mientras se cruzaba lentamente de brazos, el bandido
me preguntó: «¿Qué quieres que haga? ¿Quieres que la mate o que
la perdone? No tienes que hacer otra cosa que mover la cabeza.
¿Quieres que la mate?...»
Solamente por esa actitud, yo habría perdonado a ese
hombre. (Silencio.)
Mientras yo vacilaba, mi esposa gritó y se escapó,
internándose en el bosque. El hombre, sin perder un segundo, se
lanzó tras ella, sin poder alcanzarla. Yo contemplaba inmóvil esa
pesadilla. Cuando mi mujer se escapó, el bandido se apoderó de mis
armas, y cortó la cuerda que me sujetaba en un solo punto. Y
mientras desaparecía en el bosque, pude escuchar que murmuraba:
«Esta vez me toca a mí». Tras su desaparición, todo volvió a
la calma. Pero no. «¿Alguien llora?», me pregunté. Mientras me
liberaba, presté atención: eran mis propios sollozos los que había
oído. (La voz calla, por tercera vez, haciendo una larga pausa.)
Por fin, bajo el abeto, liberé completamente mi cuerpo
dolorido. Delante mío relucía el puñal que mi esposa había dejado
caer. Asiéndolo, lo clavé de un golpe en mi pecho. Sentí un
borbotón acre y tibio subir por mi garganta, pero nada me dolió. A
medida que mi pecho se entumecía, el silencio se profundizaba. ¡Ah,
ese silencio! Ni siquiera cantaba un pájaro en el cielo de aquel
bosque. Sólo caía, a través de los bambúes y los abetos, un último
rayo de sol que desaparecía... Luego ya no vi bambúes ni abetos.
Tendido en tierra, fui envuelto por un denso silencio. En aquel
momento, unos pasos furtivos se me acercaron. Traté de volver la
cabeza, pero ya me envolvía una difusa oscuridad. Una mano
invisible retiraba dulcemente el puñal de mi pecho. La sangre volvió
a llenarme la boca. Ese fue el fin. Me hundí en la noche eterna para
no regresar...
226
GILBERT KEITH CHESTERTON (1874-1936)
Escritor inglés autor de ensayos, narraciones, poemas, biografías,
artículos periodísticos y libros de viajes. Su personaje más famoso es
el Padre Brown, un sacerdote católico de apariencia ingenua cuya
agudeza psicológica lo vuelve un formidable detective y que aparece
en más de 50 historias reunidas en cinco volúmenes, publicados
entre 1911 y 1935. Obras: El hombre que fue jueves, El hombre
eterno, La inocencia del Padre Brown, La balada del caballo blanco,
Ortodoxia.
Extraído de La cruz azul y otros cuentos, Hyspamérica,
edición exclusiva para Ediciones Orbis, Barcelona, 1988, pp. 201223. Título original: The Bottomless Well. Traducción cedida por
editorial Plaza & Janés.
EL POZO SIN FONDO
En un oasis o verde isla de los mares de arena, rojos y amarillos, que
se extienden más allá de Europa en dirección a Oriente, se puede
hallar un contraste un tanto fantástico, que no es menos típico de
un lugar como aquél porque los tratados internacionales hayan
hecho de él un puesto avanzado de la ocupación británica. El sitio es
famoso entre los arqueólogos por algo que no es precisamente un
monumento, sino un simple agujero en el suelo. Pero es un agujero
redondo como el de un pozo, y probablemente perteneció a unas
grandes obras de irrigación de fecha remota y discutida, tal vez lo
más antiguo de aquel antiguo país. Hay una orla verde de palmas y
chumberas alrededor de la negra boca del pozo; pero nada queda
de la mampostería exterior, salvo dos piedras voluminosas y
maltratadas que se levantan como jambas de un portal que a
ningún sitio conduce y en las cuales algunos de los arqueólogos más
idealistas, en ciertos momentos del amanecer o de puesta de sol, se
figuran descubrir borrosas líneas de figuras o facciones de una
monstruosidad más que babilónica; mientras que arqueólogos más
racionalistas, en las horas más racionales de la plena luz, no ven
nada más que dos rocas informes. Se puede haber observado, sin
embargo, que no todos los ingleses son arqueólogos.
Muchos de los reunidos en aquel lugar por razones militares
y oficiales tenían otras aficiones que la arqueología. Y es un hecho
positivo que los ingleses consiguieron hacer en este desierto
oriental, con arena y cuatro hierbas verdes, un pequeño terreno de
golf que tenía un cómodo club en un extremo y, en el otro, este
monumento primitivo. No hacían servir este arcaico abismo como
bunker, porque por tradición era insondable y hasta, para todo
efecto práctico, insondado. Cualquier proyectil deportivo que fuera
227
a parar allí podía considerarse literalmente como una bala perdida.
Pero a menudo se paseaban a su alrededor, en sus momentos de
descanso, conversando
o fumando cigarrillos, y uno de ellos acababa de ir allí desde
el club para encontrar a otro que miraba un tanto pensativo al
interior del pozo.
Ambos ingleses llevaban ropas ligeras y cascos blancos y
pugarees; pero aquí terminaba casi enteramente el parecido. Y
ambos, simultáneamente, dijeron la misma palabra; pero la dijeron
en dos tonos completamente distintos.
—¿Ha oído usted la noticia? —preguntó el hombre que
venía del club—. ¡Es espléndido!
—Es espléndido —respondió el que se hallaba junto al pozo.
Pero el primero pronunció la palabra como podía hacerlo un
joven hablando de una mujer; y el segundo como podía hacerlo un
viejo hablando del tiempo; no sin sinceridad, pero, indudablemente,
sin fervor.
Y, en esto, el tono de los dos hombres era suficientemente
característico de ellos. El primero, un cierto capitán Boyle, era de un
estilo amuchachado y decidido, moreno y con una especie de fuego
natural en el rostro que no pertenecía a la atmósfera del Oriente,
sino más bien al ardor y a las ambiciones del Occidente. El otro era
un hombre de más edad y, ciertamente, un residente más antiguo:
un oficial civil llamado Horne Fisher; y sus párpados caídos y su
caído bigote rubio expresaban toda la paradoja del inglés en
Oriente. Tenía demasiado calor para ser otra cosa que frío.
Ninguno de ellos creyó necesario mencionar qué era lo que
denominaban espléndido. Hubiera sido, en efecto, una conversación
superflua sobre algo que todo el mundo conocía. La notable victoria
sobre una amenazadora coalición de turcos y árabes, obtenida por
tropas al mando de Lord Hastings, el veterano de tantas victorias
notables, no sólo era conocida de esta pequeña guarnición tan
cercana al campo de batalla, sino que los periódicos la habían
divulgado ya por todo el Imperio.
—Ninguna otra nación del mundo podía haber hecho una
cosa así —exclamó el capitán Boyle con entusiasmo.
Horne Fisher seguía mirando al pozo silenciosamente; un
momento después respondió:
—Tenemos, ciertamente, el arte de deshacer errores. En
esto es en lo que se engañaron los pobres prusianos. Ellos sólo
saben cometer errores y adherirse a ellos. Hay realmente cierto
talento en deshacer errores.
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Boyle—. ¿Qué
error?
—Todo el mundo sabe que esto fue morder más de lo que
se podía mascar —respondió Horne Fisher. Era una peculiaridad de
Fisher la de que siempre dijera que todo el mundo sabía cosas que
sólo a una persona entre un millón era permitido conocer—. Y fue,
ciertamente, una gran suerte que Travers llegara tan a punto. Es
curioso lo a menudo que la cosa acertada la hace el segundo jefe
hasta cuando el primero es un gran hombre, como Colborne en
Waterloo.
—Esto debería añadir toda una provincia al Imperio —
observó el otro.
—Bien; supongo que los Zimmern habían insistido que se
llegara hasta el canal —observó Fisher pensativo—, aunque todo el
mundo sabe que hoy día el anexionar provincias no siempre resulta
un negocio.
El capitán Boyle frunció las cejas ligeramente
desconcertado. No teniendo la menor idea de haber oído hablar de
228
los Zimmern en toda su vida, sólo pudo responder impasible:
—Bien; uno no puede ser un pequeño engländer.
Horne Fisher sonrió con una sonrisa agradable.
—Aquí todos somos pequeños engläners —dijo—. Todos
quisiéramos hallarnos de vuelta en la pequeña Inglaterra.
—Me parece que no sé de qué está usted hablando —dijo el
joven, un poco receloso—. Se creería que usted no admira a
Hastings... ni a nada.
—Lo admiro infinitamente —respondió Fisher—. Es, con
mucho, el más capacitado para este puesto; comprende a los
musulmanes y puede hacer de ellos lo que quiere. Por esta razón yo
no soy partidario de excitar contra él la animosidad de Travers sólo
por lo ocurrido en este asunto.
—Verdaderamente, no comprendo adonde va usted a parar
— dijo el otro con franqueza.
—Tal vez no valga la pena comprenderlo —repuso Fisher
con despego—; y, por otra parte, no necesitamos hablar de política.
¿Conoce usted la leyenda árabe, acerca de este pozo?
—Temo no estar muy versado en leyendas árabes —dijo
Boyle algo picado.
—Es una lástima —repuso Fisher—, especialmente desde el
punto de vista de usted. El mismo Lord Hastings es una leyenda
árabe. Tal vez sea esto lo verdaderamente importante en él. Si su
reputación se desvaneciera, esto nos debilitaría entoda el Asia y el
África. Bien; la historia acerca de este agujero en el suelo, que llega
hasta nadie sabe dónde, siempre me ha fascinado un poco. Es
mahometana por la forma; pero no me extrañaría que fuese más
antigua que Mahoma. Se refiere a un llamado sultán Aladino; no
nuestro amigo de la lámpara, por supuesto, pero un poco parecido a
él en lo de tener que ver con genios y gigantes y cosas por el estilo.
Dicen que ordenó a los gigantes que le construyeran una especie de
pagoda que se elevara y se elevara hasta por encima de las estrellas.
Lo más alto posible, como decía la gente que construía la torre de
Babel. Pero los que erigieron la torre de Babel eran gente modesta y
casera, una especie de ratoncillos, si se les compara con el viejo
Aladino. Sólo querían una torre que llegara al cielo, una pura
bagatela. El quería una torre que pasara del cielo, que se elevara
por encima de él y continuara creciendo siempre. Y Alá lo abatió con
un rayo, que penetró en la tierra, abriendo un agujero cada vez más
profundo, hasta que hizo un pozo que no tiene, como la torre no
debía tener, remate. Y, por aquella torre invertida de tinieblas, el
alma del orgulloso sultán está cayendo sin cesar.
—¡Qué estrafalario es usted! —dijo Boyle—. Habla como si
uno pudiera creer estas fábulas.
—Tal vez crea en la moraleja y no en la fábula —respondió
Fisher—. Ahí viene Lady Hastings; creo que la conoce usted.
El club del campo de golf servía, naturalmente, para muchas
otras cosas a más del golf. Era el único centro de reunión de la
guarnición, aparte de las oficinas estrictamente militares; tenía una
sala de billar y un bar, y hasta una excelente biblioteca técnica para
los oficiales que fueran lo bastante depravados para tomar en serio
su profesión. Entre éstos se contaba el general en persona, cuya
cabeza plateada y cuyo rostro moreno, como el de un águila de
bronce, se encontraban a menudo inclinados sobre los mapas e
infolios de la biblioteca. El gran Lord Hastings creía en la ciencia y en
el estudio, como en otros austeros ideales de vida, y había dado
sobre este punto muchos consejos paternales al joven Boyle, cuyas
visitas a aquel lugar eran un poco más intermitentes. De una de
estas rachas de estudio acababa de salir el joven por una puerta de
cristales de la biblioteca que daba al campo de golf. Pero, por
229
encima de todo, el club estaba dispuesto para satisfacer las
necesidades sociales de las damas, tanto por lo menos como las de
los caballeros; y Lady Hastings lo mismo podía representar su papel
de reina en aquellas reuniones que en su propio salón. Estaba
eminentemente dotada para desempeñar este papel y, como decían
algunos, eminentemente inclinada a ello. Era mucho más joven que
su marido; una dama atractiva y, a veces, peligrosamente atractiva;
y Mr. Horne Fisher la contempló con expresión algo burlona,
mientras se alejaba majestuosamente con el joven militar. Después,
su mirada melancólica se desvió hacia la verde y espinosa
vegetación que rodeaba el pozo; vegetación de aquella curiosa
forma de cactos en que una hoja gruesa nace directamente de otra
sin tallo ni pecíolo. Esto daba a su espíritu imaginativo la siniestra
impresión de una proliferación ciega, sin forma ni objeto. Una flor o
un arbusto de Occidente crece hasta dar la flor, que es su corona y
contenido. Pero esto era como si unas manos salieran de otras
manos o unos pies salieran de otros pies, en una pesadilla.
—Siempre añadiendo una provincia al Imperio —dijo con
una sonrisa; y agregó más tristemente—: Pero no sé, después de
todo, si he tenido razón.
Una voz fuerte y cordial interrumpió sus meditaciones; y él
levantó la vista y sonrió al ver el rostro de un antiguo amigo. La voz
resultaba más cordial que el rostro, que, a primera vista, era
decididamente hosco. Era una cara típica de leguleyo con
mandíbulas y cejas hirsutas; y pertenecía a un personaje
eminentemente legal, aunque entonces se hallara agregado en una
calidad semimilitar a la Policía de aquel salvaje distrito. Cuthbert
Grayne era acaso más un criminólogo que un jurisconsultor o un
policía; pero en aquellos medios semisalvajes había acertado a
convertirse en una combinación práctica de las tres cosas. Contaba
en su haber el descubrimiento de toda una serie de extraños
crímenes orientales; pero, como pocas personas entendían en esta
rama del saber o sentían afición por ella, su vida intelectual
resultaba algo solitaria. Entre las pocas excepciones contaba a
Horne Fisher, quien tenía una curiosa facilidad para hablar de casi
todo con casi todo el mundo.
—¿Está usted estudiando botánica o arqueología? —
preguntó Grayne—. Nunca sabré dónde termina su interés, Fisher.
Yo diría que lo que usted no sabe no vale la pena de ser sabido.
—Se equivoca usted —respondió Fisher con una sequedad y
hasta una acritud muy desusadas en él—. Es lo que sé lo que no
merece la pena de ser conocido. Todo el lado peor de las cosas;
todas las razones secretas y los móviles corrompidos y el soborno y
el chantaje que llaman política. No puedo estar tan orgulloso de
haber bajado a esta sentina que vaya a jactarme de ello con los
muchachos de la calle.
—¿Qué significa esto? ¿Qué le pasa a usted? —preguntó su
amigo—. Nunca lo había visto tomar así las cosas.
—Estoy avergonzado de mí mismo —respondió Fisher—.
Acabo de echar un jarro de agua fría sobre los entusiasmos de un
muchacho.
—Esa explicación me parece insuficiente —observó el
criminólogo.
—Claro está que el entusiasmo era una pura mentecatez
periodística —continuó Fisher—; pero yo debería saber que a esa
edad las ilusiones pueden ser ideales. Y siempre valen más que la
realidad. Y hay una responsabilidad muy grande en desviar a un
joven de la rutina del ideal más idiota.
—Y ¿cuál puede ser?
—Lo expone uno a empujar con una nueva energía en una
230
dirección mucho peor —respondió Fisher—. Una dirección sin
objeto, un abismo sin fondo, como el pozo sin fondo.
Fisher no volvió a ver a su amigo hasta quince días después,
cuando se encontraba en el jardín detrás del club, en el lado
opuesto al campo de golf. Era un jardín fuertemente coloreado y
perfumado de plantas semitropicales a la luz de un ocaso en el
desierto. Otros dos hombres estaban con él, siendo el tercero el
ahora célebre segundo jefe, conocido de todos como Tom Travers,
un hombre moreno y flaco que parecía más viejo de lo que era
realmente, con un surco en la frente y un algo saturnino en la forma
misma de su negro bigote. Acababa de servirles el café el árabe que
ahora oficiaba temporalmente como camarero del club, aunque ya
era una figura familiar y hasta famosa como antiguo criado del
general. Se llamaba Said y era notable entre otros semitas por esa
monstruosa longitud de su cara amarilla y esa altura de su estrecha
frente que se da a veces entre ellos, y producía una impresión
irracional de algo siniestro, a pesar de su agradable sonrisa.
—Nunca me ha parecido tener confianza en este individuo
— dijo Grayne cuando el hombre se hubo marchado—. Es muy
injusto, ya lo sé, porque, indudablemente, es muy adicto a Hastings
y le salvó la vida, según dicen. Pero los árabes muchas veces son así:
leales a un solo hombre. No puedo evitar el pensar que sería capaz
de desollar a cualquier otra persona, y hasta de hacerlo a traición.
—Bien —dijo Travers con una sonrisa un poco agria—;
mientras no haga daño a Hastings, al mundo no le importaría gran
cosa.
Hubo un silencio un tanto embarazoso, lleno de recuerdos
de la gran batalla, y, entonces, Horne Fisher dijo lentamente:
—Los periódicos no son el mundo, Tom. No se apure usted
por lo que dicen. En el mundo de usted todos conocen la verdad.
—Me parece que vale más que no hablemos del general
ahora —observó Grayne—, porque acaba de salir del club.
—No viene hacia aquí —dijo Fisher—; no hace más que
acompañar a su mujer al automóvil.
Efectivamente, mientras hablaban, la dama apareció a la
puerta del club, seguida de su marido, quien entonces se le
adelantó rápidamente para abrir el portillo del jardín. Mientras lo
hacía, ella se volvió y dijo unas palabras a un hombre solitario
sentado en una silla de bambú a la sombra del portal, el único
hombre que quedaba en el desierto club, aparte de los tres que
estaban en el jardín. Fisher escudriñó un momento en la sombra y
vio que se trataba del capitán Boyle.
Un instante después, con cierta sorpresa por parte de los
del grupo, el general reapareció y, volviendo a subir los escalones,
dijo a su vez una o dos palabras a Boyle. Entonces hizo un signo a
Said, quien acudió corriendo con dos tazas de café, y los dos
hombres entraron otra vez en el club llevando cada uno una taza en
la mano.
Inmediatamente, un destello de luz blanca en la creciente
oscuridad mostró que se habían encendido las luces eléctricas en la
biblioteca.
—Café e investigación científica —dijo Travers
torvamente— . Todos los lujos del saber y de la teoría. Bien; he de
irme, porque yo también tengo mi trabajo.
Y se levantó un tanto demasiado rígido, saludó a sus
compañeros y desapareció en la oscuridad.
—Yo sólo deseo que Boyle se limite a la investigación
científica —dijo Horne Fisher—. No estoy muy tranquilo acerca de
él. Pero hablemos de otra cosa.
Hablaron de otra cosa mucho más tiempo de lo que
231
probablemente se imaginaban, hasta que llegó la noche tropical y
una espléndida luna plateó todo el paisaje; pero, antes de que fuera
lo bastante clara para que permitiera ver los objetos, Fisher había
observado ya que las luces de la biblioteca se apagaban de pronto.
Estuvo esperando que los dos hombres salieran por la puerta que
daba al jardín, mas no vio a nadie.
—Habrán ido a dar un paseo por el campo de golf —dijo.
—Es muy posible —respondió Grayne—. Va a hacer una
noche magnífica.
Acababa de decir esto cuando oyeron una voz que los
llamaba desde la sombra proyectada por el club, y se sorprendieron
al percibir a Travers, que corría hacia ellos gritando:
—Necesito la ayuda de ustedes. Ha ocurrido algo muy grave
en el campo de golf.
Al instante se hallaron todos corriendo a.través del fumador
y de la biblioteca del club en medio de una completa oscuridad
material y mental. Pero Horne Fisher, a pesar de su afectación de
indiferencia, era persona de una curiosa y casi sobrenatural
sensibilidad para las atmósferas, y ya había sentido la presencia de
algo más que un accidente. Tropezó con un mueble de la biblioteca
y casi se estremeció al choque; porque la cosa se movió como él no
se había imaginado que pudiera moverse un mueble. Pareció
moverse como algo vivo que cediera y, no obstante, devolviera el
golpe. Un momento después Grayne encendía las luces, y Fisher
pudo ver que lo ocurrido era únicamente que había tropezado con
una estantería giratoria, la cual, al oscilar, había vuelto a chocar con
él; pero el sobresalto experimentado le reveló su propia
subconciencia de algo misterioso y monstruoso. Había varias de
estas estanterías giratorias esparcidas por la biblioteca; sobre una
de ellas se veían dos tazas de café y sobre otra, un gran libro
abierto. Era la obra de Budge sobre jeroglíficos egipcios, con láminas
en color de extraños pájaros y dioses: y, en el mismo momento de
pasar corriendo, Fisher sintió que había algo extraño en el hecho de
que fuera este libro y no un tratado de ciencia militar el que se
hallara abierto en aquel sitio y en aquella ocasión. Hasta percibió el
hueco en el bien ordenado estante de donde había sido sacado, y le
dio la impresión de algo horrible, como un boquete en la dentadura
de un rostro siniestro.
Una carrera los llevó en pocos minutos al otro extremo del
campo, delante del pozo sin fondo; y a pocas yardas de éste,
iluminado por un claro de luna tan fuerte como la luz del día, vieron
lo que habían ido a ver.
El gran Lord Hastings yacía de cara al suelo, en una postura
extraña y violenta, con un codo erecto sobre su cuerpo, el brazo
doblado y su mano grande y huesuda asiendo la espesa hierba.
Pocos pasos más allá, estaba Boyle, casi igualmente inmóvil, pero
puesto a gatas y contemplando fijamente el cadáver. Podía no
haber sido únicamente obra de la sorpresa o del azar; había algo
torpe y siniestro en la postura cuadrúpeda y en el rostro abstraído.
Era como si la razón lo hubiera abandonado. Detrás de él sólo se
veía el brillante cielo azul, y el principio del desierto, aparte de las
dos grandes piedras rotas de enfrente del pozo. Y era a esta luz y en
esta atmósfera como los hombres podían imaginar que veían en
ellas caras enormes y espantosas que los estaban mirando.
Horne Fisher se inclinó, tocó la fuerte mano que todavía se
agarraba a la hierba y la halló fría como una piedra.
Hubo un silencio angustioso; y luego Travers observó
secamente:
—Esto es de su incumbencia, Grayne; usted se encargará de
interrogar al capitán Boyle. Yo no entiendo nada de lo que dice.
232
Boyle se había rehecho y se había levantado; pero su
semblante continuaba ofreciendo un terrible aspecto que lo hacía
parecer una máscara nueva o la cara de otro hombre.
—Estaba mirando el pozo —dijo— y, al volverme, vi que se
había caído.
Grayne tenía una expresión extremadamente sombría.
—Como dice usted, esto es cosa mía —indicó—; ante todo,
he de pedirles que me ayuden a llevar al general a la biblioteca y
que me dejen examinar las cosas a fondo.
Una vez depositado el cadáver en la biblioteca, Grayne se
volvió a Fisher y dijo con una voz que había recobrado su
naturalidad y su confianza:
—Voy a encerrarme y a hacer primero un reconocimiento
completo. Cuento con usted para mantener el contacto con los
demás y someter a Boyle a un interrogatorio preliminar. Yo le
hablaré más tarde. Y telefonee usted a la comandancia para que
manden un policía; hágalo venir en seguida aquí y que aguarde
hasta que yo lo llame.
Sin decir más, el gran investigador criminal entró en la
biblioteca iluminada, cerrando la puerta tras de sí; y Fisher, sin
replicar, se volvió y se puso a hablar sosegadamente con Travers.
—Es curioso —dijo— que esto haya ocurrido precisamente
delante de aquel sitio.
—Sería realmente curioso —respondió Travers—, si el sitio
hubiera tenido en esta ocasión algún papel en ello.
—Me parece —dijo— que el papel que no ha tenido es más
curioso todavía.
Y con estas palabras, aparentemente sin sentido, se volvió al
agitado Boyle y, agarrándolo del brazo, se puso a hacerle pasear a la
luz de la luna, hablando en voz baja.
Había ya despuntado el día cuando Cuthbert Grayne apagó
las luces de la biblioteca y salió al campo de golf. Fisher se paseaba
solo, con aire indolente; pero el mensajero policía que había
mandado llamar permanecía cuadrado a cierta distancia.
—He mandado a Boyle con Travers —observó Fisher con
indiferencia—; él lo vigilará y, de todos modos, vale más que
duerma.
—¿Le ha sacado usted algo? —preguntó Grayne—. ¿Le dijo
lo que estaban haciendo él y Hastings?
—Sí —respondió—; me hizo un relato bastante claro de
todo. Dijo que, después de que Lady Hastings se hubo marchado en
el automóvil, el general lo invitó a tomar café con él en la biblioteca
para examinar un punto de arqueología local. Boyle empezaba a
buscar el libro de Budge en una de las estanterías giratorias cuando
el general lo encontró en una de las adosadas a la pared. Después
de mirar algunas láminas, salieron, al parecer un poco
precipitadamente, al campo de golf y se encaminaron al pozo; y,
mientras Boyle miraba dentro de él, oyó detrás de sí un baque, y, al
volverse, encontró al general como lo hallamos nosotros. Se puso de
rodillas para examinar el cadáver, y entonces se sintió paralizado
por una especie de terror y no pudo acercarse a él ni tocarlo. Pero
yo no le doy importancia a esto: a las personas afectadas por la
conmoción de una sorpresa se las encuentra a veces en las posturas
más raras.
Grayne esbozó una torva sonrisa de atención, y dijo, tras un
breve silencio:
—Bien; no le ha dicho a usted demasiadas mentiras.
Realmente, es una relación estimablemente clara y coherente de lo
ocurrido, que sólo deja fuera todo lo importante.
—¿Ha descubierto usted algo ahí dentro? —preguntó
233
Fisher.
—Lo he descubierto todo —respondió seriamente Grayne.
Fisher guardó un silencio un tanto sombrío, mientras el otro
proseguía su explicación en un tono reposado y firme.
—Tenía usted razón, Fisher, al decir que el joven estaba en
peligro de lanzarse a un abismo. Tuviera o no tuviera que ver con
ello, como usted se imagina, el menoscabo que usted causó al
concepto que él tenía del general, lo cierto es que desde hace algún
tiempo no se ha estado portando bien con él. Es un asunto
desagradable, y no quiero extenderme en explicaciones; pero está
bien claro que la mujer del general tampoco se portaba bien con su
marido. Yo no sé hasta qué punto llegó la cosa, pero en todo caso
llegó hasta el punto de obrar a escondidas; porque cuando Lady
Hastings habló con Boyle fue para decirle que había ocultado una
nota en el libro de Budge en la biblioteca. El general lo oyó, o de
algún modo se enteró de ello, y se fue directamente al libro y
encontró el papel. Lo puso ante Boyle y, naturalmente, tuvieron una
escena. Y Boyle se encontró ante otra cosa también; se encontró
ante una pavorosa alternativa, en la cual la vida del hombre
significaba la ruina, y su muerte significaba el triunfo y hasta la
felicidad.
—Bien —observó Fisher al cabo—. No lo censuro por no
haberle contado a usted la parte de la mujer en esta historia. Pero
¿cómo se ha enterado usted de lo de la carta?
—La hallé sobre el cadáver del general —respondió
Grayne—; pero he encontrado algo peor que esto. El cadáver había
adquirido la rigidez peculiar de ciertos venenos asiáticos. Entonces
examiné las tazas de café, y entiendo lo bastante en cuestión de
química para reconocer la presenecia del veneno en el poso de una
de ellas. Ahora bien: el general se fue directamente a la librería,
dejando su taza de café sobre la estantería que había en medio de la
habitación. Mientras estaba vuelto de espaldas y Boyle fingía buscar
en la estantería, éste se quedó solo con las dos tazas. El veneno
tarda diez minutos en obrar; y un paseo de diez minutos podía
llevarlos al pozo sin fondo.
—Sí —observó Horne Fisher—. Y, ¿qué me dice usted del
pozo sin fondo?
—¿Qué tiene que ver el pozo sin fondo con esto? —
preguntó su amigo.
—No tiene nada que ver —respondió Fisher—. Eso es lo que
yo encuentro absolutamenete desconcertante e increíble.
—Y, ¿por qué razón había de tener algo que ver con el
asunto ese agujero en el suelo?
—Es un agujero en la argumentación de usted —dijo
Fisher—. Pero ahora no quiero insistir en ello. Por cierto que hay
otra cosa que debería decirle a usted. Le indiqué que había puesto a
Boyle bajo la custodia de Travers. No le engañaría si dijera que puse
a Travers bajo la custodia de Boyle.
—¿No quería usted decir que sospecha de Travers? —
exclamó el otro.
—Estaba mucho más airado contra el general de lo que
pudiera estar Boyle —observó Horne Fisher con curiosa
indiferencia.
—Usted no dice lo que piensa —exclamó Grayne—. Le he
dicho que encontré veneno en una de las tazas de café.
—Por supuesto, siempre hay que contar con Said —añadió
Fisher—, ya sea por odio o a sueldo de otro. Convinimos en que era
capaz de casi todo.
—Y convinimos en que era incapaz de hacer daño a su amo
—replicó Grayne.
234
—Bien, bien —dijo Fisher amablemente—, me atrevo a
decir que usted tiene razón, pero me gustaría dar un vistazo a la
biblioteca y a las tazas de café.
Pasaron adentro, mientras Grayne se volvía al policía que
estaba aguardando y le tendía una nota para que la telegrafiaran
desde la comandancia. El hombre saludó y se fue precipitadamente;
y Grayne, siguiendo a su amigo, entró en la biblioteca y lo encontró
al lado de la estantería de en medio de la estancia sobre la cual se
hallaban situadas las tazas vacías.
—Aquí es donde Boyle buscó el libro de Budge, o fingió
buscarlo, según usted —dijo.
Mientras hablaba, Fisher se puso en cuclillas, para mirar los
libros de la estantería giratoria; porque todo el mueble no era
mucho más alto que una mesa corriente. Un momento después se
enderezaba de un salto, como si lo hubieran picado.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó.
Pocas personas habían visto, si es que lo había visto alguna,
a Horne Fisher conducirse como se condujo entonces. Lanzó una
mirada a la puerta, vio que la ventana abierta estaba más cerca, la
salvó de un salto, como si fuera una valla y echó a correr tras el
policía que se perdía de vista. Grayne, que se quedó mirándolo, vio
pronto reaparecer su figura alta y desmadejada que había
recobrado toda su flojedad e indolencia habituales. Iba
abanicándose despacio, con una hoja de papel: el telegrama que tan
violentamente había interceptado.
—Afortunadamente detuve esto —observó—. Hemos de
mantener secreto este asunto. Hastings tiene que haber muerto de
apoplejía o de síncope.
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó el otro investigador.
—Lo que pasa —dijo Fisher— es que dentro de unos días
nos hallaremos en una agradable alternativa: la de ahorcar a un
inocente o mandar al infierno el Imperio británico.
—¿Quiere esto significar —preguntó Grayne— que este
infernal crimen ha de quedar sin castigo?
Fisher lo miró fijamente.
—Ya está castigado —dijo.
Y después de un breve momento de silencio continuó:
—Usted ha reconstruido el crimen con admirable habilidad,
amigo mío, y casi todo lo que ha dicho usted es verdad. Dos
hombres con dos tazas de café entraron en la biblioteca y pusieron
las tazas sobre la estantería, y fueron juntos hasta el pozo, y uno de
ellos era un asesino y había vertido veneno en la copa del otro. Pero
esto no fue hecho mientras Boyle estaba buscando en la estantería
giratoria. El buscó en ella el libro de Budge, que contenía la nota;
pero me imagino que Hastings ya lo había trasladado a los estantes
de la pared. Formaba parte de aquel horrendo juego el que fuera él
quien lo encontrara primero. Ahora bien, ¿qué hace un hombre
para buscar en una estantería giratoria? Generalmente no anda
dando saltos a su alrededor acurrucado en la actitud de una rana. Le
da sencillamente un impulso y el mueble gira sobre sí mismo.
Miraba ceñudamente al suelo mientras hablaba, y había
bajo sus pesados párpados una luz que no se veía allí con
frecuencia. El misticismo que yacía sepultado bajo todo el cinismo
de su experiencia estaba despierto y se movía en lo profundo de su
alma. Su voz tomaba giros e inflexiones tales como si fueran dos
hombres los que estaban hablando.
—Esto es lo que Boyle hizo; tocó apenas el mueble y éste
giró con la misma facilidad con que gira la Tierra; porque la mano
que lo hizo girar no fue la suya. Dios, que hace girar la rueda de
todas las estrellas, tocó aquella rueda y le hizo dar media vuelta a
235
fin de que su terrible justicia se cumpliera.
—Empiezo a tener —dijo Grayne— una vaga y horrible idea
de lo que usted quiere decir.
—Es muy sencillo —dijo Fisher—; cuando Boyle se levantó
de su postura agachada, había ocurrido algo de que él no se había
dado cuenta, de que su enemigo no se había dado cuenta, de que
no se había dado cuenta nadie. Las dos tazas de café habían
cambiado exactamente de lugar.
La cara pétrea de Grayne pareció haber soportado un
choque en silencio; ni una de sus líneas se alteró, pero al hablar, su
voz salió inesperadamente débil.
—Comprendo lo que quiere decir —dijo—, y, como ha dicho
usted, cuanto menos se hable de ello mejor. No fue el amante quien
trató de desembarazarse del marido, sino al revés. Y una historia
como ésta sobre un hombre como éste nos arruinaría aquí. ¿Tuvo
usted alguna presunción de ello al principio?
—El pozo sin fondo, como le dije —respondió Fisher—. Eso
fue lo que me intrigó desde el principio. No porque tuviera algo que
ver con ello. Porque no tenía nada que ver con ello.
Permaneció un momento callado, como meditando por
dónde empezaría, y después continuó:
—Cuando un asesino sabe que su enemigo estará muerto al
cabo de diez minutos y lo lleva al borde de un abismo insondable es
que se propone echar allí su cadáver. ¿Qué otra cosa cabría? Un
tonto de nacimiento tendría el sentido de hacerlo; y Boyle no es un
tonto de nacimiento. Bien, ¿por qué no lo hizo Boyle? Cuanto más
pensaba en ello, más sospechaba que había habido algún error en el
crimen, por decirlo así. Alguien había llevado a alguien allí para
echarlo dentro; y, no obstante, no lo había echado. Yo tenía una
idea impresa y horrenda de alguna sustitución o inversiórrde
papeles; entonces me bajé a hacer girar la estantería por casualidad,
y al instante lo vi todo, porque vi las dos tazas girar otra vez, como
lunas en el cielo.
Después de una pausa, Cuthbert Grayne dijo:
—¿Y qué diremos a los periódicos?
—Mi amigo Harold March llega hoy de El Cairo —repuso
Fisher—. Es un periodista hábil y brillante. Pero, a pesar de esto, es
un hombre de honor; de manera que no debe usted decirle la
verdad.
Media hora después, Fisher volvía a pasear de un lado a
otro, delante del club, con el capitán Boyle, este último ahora con
un aire muy abrumado y aturdido, tal vez el de un hombre más
triste y avisado.
—Y respecto a mí, ¿qué? —decía—. ¿Estoy justificado? ¿No
se me va a justificar?
—Creo y espero —respondió Fisher— que no se va a
justificar. No debe haber sospecha alguna contra él y, por
consiguiente, tampoco ninguna contra usted. Cualquiera sospecha
contra él, por no decir cualquier historia contra él, nos echaría por el
suelo desde Malta a Mandalay. El era un héroe a la vez que un santo
terror para los musulmanes. De hecho, casi podría usted llamarlo un
héroe musulmán al servicio de Inglaterra. Por supuesto, él se
entendía bien con ellos a causa de su pequeña dosis de sangre
oriental; le venía de su madre, la bailarina de Damasco; todo el
mundo lo sabe.
—¡Oh! —repitió maquinalmente Boyle, mirándolo con unos
ojos muy abiertos—. ¡Todos lo saben!
—Yo diría que había un rasgo de ella en sus celos y en su
feroz venganza —continuó Fisher—. Pero, a pesar de esto, el crimen
nos arruinaría entre los árabes, con mayor motivo por cuanto fue
236
algo como un crimen contra la hospitalidad. Ha sido odioso para
usted y es bastante terrible para mí. Pero hay algunas cosas que no
se pueden hacer, y, mientras yo viva, ésta es una de ellas.
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Boyle, mirándolo
con curiosidad—. ¿Por qué usted, precisamente, ha de mostrarse
tan apasionado en esto?
—Supongo —dijo el otro— que es porque soy un pequeño
engländer.
—Nunca he podido entender qué quería usted significar con
eso —respondió Boyle.
—¿Piensa usted que Inglaterra es tan pequeña —dijo Fisher,
con calor en su fría voz—, que no puede detener un hombre a
través de unos pocos miles de millas? Usted me quiso dar una
lección de patriotismo teórico, mi joven amigo, pero ahora se trata,
para usted y para mí, de patriotismo práctico, y sin mentiras para
ayudarlo. Usted hablaba como si todo marchara bien para nosotros
en el mundo entero, en un crescendo triunfal que culminaba en
Hastings. Yo le dije que todo había ido mal aquí para nosotros,
excepto Hastings. Su nombre era el único que nos quedaba como
conjuro; y éste no debe perderse también. ¡No, por Dios! Ya es
bastante malo que una banda de infernales judíos nos haya
plantado aquí, donde no hay ningún interés británico que servir y sí
todo un infierno desencadenado contra nosotros, sólo porque el
Narigudo Zimmern ha prestado dinero a la mitad del ministerio. Ya
es bastante malo que un viejo prestamista de Bagdad nos haga
librar sus batallas; no podemos luchar con la mano derecha cortada.
Nuestro único tanto era Hastings y su victoria, que en realidad era la
victoria de otro. Tom Travers tiene que sufrir, y usted también.
Después, tras un silencio, señaló al pozo sin fondo y dijo en
un tono más tranquilo:
—Ya le dije que no creía en la filosofía de la Torre de
Aladino. No creo en el Imperio que cree tocar el cielo; no creo en la
Union Jack subiendo eternamente como la Torre. Pero, si usted cree
que voy a dejar que la Union Jack se hunda eternamente como el
pozo sin fondo, en la derrota y en la irrisión entre las befas de los
judíos que nos han chupado los huesos... Yo no haré esto, se lo digo
categóricamente: no, aunque el Canciller sufra el chantaje de veinte
millones con sus periódicos indecentes; no, aunque el Primer
Ministro se case con veinte judías yanquis; no, aunque Woodville y
Carstairs tengan acciones en veinte minas trucadas. Si la cosa está
realmente tambaleándose, no debemos ser nosotros, ¡Dios nos
valga!, los que le demos el empujón.
Boyle lo estaba mirando con un azoramiento que casi era
miedo y que tenía hasta un algo de repugnancia.
—Parece haber algo espantoso —dijo— en las cosas que
sabe usted.
—Sí —respondió Horne Fisher—, y no es que esté muy
complacido con mi pequeño caudal de conocimientos y reflexiones.
Pero, como éste ha contribuido en parte a evitar que a usted lo
ahorcaran, no veo por qué tiene que quejarse de él.
Y, como si se avergonzara de su exaltación, volvió la espalda
al joven y se alejó hacia el pozo sin fondo.
237
DASHIELL HAMMET (1894-1961)
Extraído de la edición digigal: Antología de relatos breves, de
Dashiell Hammet. Pp. 75-109.
Título original: «The Big Knockover» (1927).
EL GRAN GOLPE
Encontré a Paddy el Mexicano en el garito de Jean Larrouy.
Paddy, un estafador simpático que se parecía al rey de España,
me mostró sus grandes dientes blancos en una sonrisa, con un pie
me acercó una silla y le dijo a la chica que estaba sentada a la mesa
con él:
—Nellie, te presento al detective con el corazón más grande de
todo San Francisco. Este gordito hará lo que sea por quien sea, a
nada que crea poder colgarle una cadena perpetua. —Se volvió
hacia mí y con un movimiento de su cigarro me señaló la chica—:
Nellie Wade, a ella no puedes echarle nada encima. No necesita
trabajar: su viejo es contrabandista de alcohol.
Era una muchacha delgada, vestida de azul, piel blanca, grandes
ojos verdes y con el pelo corto color de nuez. Su rostro, mustio
hasta ese momento, revivió en un resplandor de belleza mientras
tendía su mano hacia mí a través de la mesa. Ambos reímos por lo
que había dicho Paddy.
—¿Cinco años? —me preguntó.
—Seis —la corregí.
—¡Maldita sea! —exclamó Paddy, sonriente, en tanto que hacía
una seña al camarero—. Algún
día estafaré a algún detective.
Hasta ese momento había estafado a todos: jamás había
dormido en una trena.
Miré otra vez a la muchacha. Seis años antes, esta Ángel Grace
Cardigan había timado a media docena de tipos de Filadelfia,
aunque no les había sacado demasiado. Dan Morey y yo le
habíamos echado el guante, pero ninguna de sus víctimas quiso
presentar cargos contra ella, de modo que hubo que soltarla. Por
238
aquel entonces, era una joven de diecinueve años, si bien le
sobraban dotes y mañas.
En mitad del salón, una de las chicas de Larrouy empezó a
cantar Tell Me What You Want And I'll Tell You What You Get. Paddy
el Mexicano echó ginebra de su propia botella dentro de los vasos
con tónica que nos había traído el camarero. Bebimos y le entregué
a Paddy un trozo de papel que llevaba escrito un nombre y unas
señas.
—Itchy Maker me ha pedido que te pase esto —expliqué—. Le
vi ayer en la casona de Folsom. Dice que es de su madre y que
quiere que tú la visites y compruebes si necesita algo. Supongo que
ha querido decir que debes entregarle su parte de vuestro último
trabajo.
—Hieres mis tiernos sentimientos —dijo Paddy; guardó el
papel y sacó a relucir una vez más la botella.
Bebí mi segunda tónica con ginebra y junté los pies, dispuesto a
levantarme de la silla y a marcharme a mi mesa. En ese instante,
cuatro clientes de Larrouy llegaron desde la calle. Al reconocer a
uno de ellos, cambié de idea y permanecí sentado. Alto, nada gordo,
iba todo lo emperejilado que puede ir un hombre bien vestido. Sus
ojos eran penetrantes, la cara aguda con unos labios que parecían
cuchillos afilados y un bigote pequeño y bien recortado: Bluepoint
Vance. Me pregunté qué estaría haciendo a mil quinientos
kilómetros de su coto privado de Nueva York.
Mientras me lo preguntaba, le di la espalda fingiendo
interesarme en la cantante que ofrecía a los clientes, en ese
momento, / Want To Be A Bum. Por detrás de ella, lejos, en un
rincón, entreví otra cara familiar que también pertenecía a otra
ciudad: Happy Jim Hacker, gordo y sonrosado pistolero de Detroit,
sentenciado a muerte dos veces y dos veces indultado.
Cuando volví a mirar al frente, Bluepoint Vance, con sus tres
compañeros, se había situado a dos mesas de distancia. Se hallaba
de espaldas a nosotros. Estudié a sus compañeros.
Sentado frente a Vance, vi a un joven gigante de anchos
hombros, pelo rojizo, ojos azules y una cara rústica que, a su modo
brutal, casi salvaje, era bien parecida. A su izquierda estaba una
joven de ojos astutos y oscuros, que llevaba un sombrero
lamentable. La chica hablaba con Vance. La atención del gigante
pelirrojo se había concentrado en el cuarto miembro del grupo. La
joven bien se lo merecía.
Ni alta ni baja, ni delgada ni regordeta. Llevaba una especie de
túnica rusa negra, con bordados en verde de los que colgaban dijes
de plata. En el respaldo de su silla había extendido un abrigo de piel
negra. Ella debía andar por los veinte: ojos azules, boca roja, rizos
castaños asomando bajo el turbante negro, verde y plata... y qué
nariz. Atractiva, sin necesidad de perderse en detalles. Lo dijey
Paddy el Mexicano asintió con un «así es» y Ángel Grace me sugirió
que fuese a decirle a Red O'Leary que yo pensaba que la chica era
atractiva.
—¿Red O'Leary es ese pájaro gigante? —pregunté mientras me
deslizaba hacia abajo en misilla, para poder estirar mis pies bajo la
mesa y por entre las piernas de Paddy y Ángel Grace—. ¿Quién es su
hermosa amiguita?
—Nancy Reagan, y la otra es Sylvia Yount.
—¿Y ese soplagaitas que está de espaldas? —probé sus
conocimientos.
El pie de Paddy, en busca del de la joven por debajo de la mesa,
tropezó con el mío.
—No me des de puntapiés, Paddy —le rogué—. Me portaré
bien. Además, no pienso quedarme a recibir golpes. Me voy a casa.
239
Intercambiamos saludos y me dirigí hacia la puerta, dando la
espalda a Bluepoint Vance.
Junto a la entrada, tuve que hacerme a un lado para dar paso a
dos hombres que venían de la calle. Ambos me conocían, pero
ninguno de los dos me dirigió el más breve saludo. Eran Sheeny
Holmes (no el viejo que había montado el expolio de Moose Jaw en
los tiempos de las carretas) y Denny Burke, el rey de Frog Island en
Baltimore. Menuda pareja: incapaces de matar a nadie, a no ser que
tuvieran ganancias aseguradas y cobertura política.
Una vez fuera, giré hacia Kearny Street y caminé sin prisa; iba
pensando que esa noche había lleno de ladrones en el garito de
Larrouy, algo más que un simple goteo casual de visitantes notables.
Desde un portal una sombra interrumpió mis elucubraciones. La
sombra me dijo:
—¡Psss!
Me detuve y escudriñé hasta comprobar que era Beno, un
vendedor de diarios casi tonto que me había pasado algunos datos,
unos buenos, otros falsos.
—Tengo sueño —gruñí antes de acercarme a Beno y a su
montón de periódicos en el portal—. Ya me han contado lo del
mormón que tartamudeaba, o sea que si es eso lo que quieres
decirme, me
marcho ahora mismo.
—De mormones no sé nada —protestó—. Pero sé otras cosas.
—¿Y?
—A ti te va bien decir «¿y?», pero lo que quiero saber es qué
me tocará a mí.
—Échate en este agradable portal y duerme —le aconsejé
mientras me encaminaba hacia mi
casa—. Cuando despiertes te encontrarás muy bien.
—¡Eh! Oye, tengo algo para ti. ¡Lo juro por Dios!
—¿Y?
—¡Oye! —se acercó, susurrando—. Han montado un golpe
contra el Nacional de Marinos. No sé cuál es la pandilla, pero es
verdad... ¡Lo juro por Dios! No quiero engañarte. No puedo darte
nombres. Sabes que te los daría si los supiera. Lo juro por Dios.
Dame diez dólares. La noticia bien los vale, ¿verdad? Es de las
mismísimas fuentes..., ¡lo juro por Dios!
—¡Sí, de la fuente de la plaza!
—¡No! Juro por Dios que yo...
—¿Qué golpe es ése, pues?
—No lo sé. Lo que he podido averiguar es que piensan limpiar a
los Marinos. Lo juro por...
—¿Dónde lo has averiguado?
Beno sacudió la cabeza. Le puse un dólar de plata en la mano.
—Cómprate otro poco de droga y piénsalo mejor —le dije—. Si
es lo suficientemente divertido, me lo contarás y te daré los otros
nueve.
Me encaminé hacia la esquina; me rascaba la frente mientras
analizaba el cuento de Beno. Así, tal cual, sonaba a lo que,
seguramente, era: un cuento chino inventado para sacarle un dólar
a un detective crédulo. Pero había más. El garito de Larrouy —sólo
uno de los muchos que había en la ciudad— estaba poblado de
bandidos que constituían una amenaza contra vidas y propiedades.
Por lo menos, valía la pena tenerlo en cuenta, sobre todo sabiendo
que la aseguradora que cubría al
Banco Nacional de Marinos era cliente de la Agencia de Detectives
Continental.
Al otro lado de la esquina, a menos de cuatro metros de Kearny
Street, me detuve.
240
A mis espaldas, en la calle que acababa de abandonar, habían
sonado dos disparos: provenían de una pistola de grueso calibre.
Volví sobre mis pasos. Cuando giré en la esquina vi un grupo de
hombres en la calle. Un joven armenio, un chico guapo de
diecinueve o veinte años, pasó a mi lado en dirección contraria a la
que yo llevaba, a paso lento, silbando Broken-hearted Sue.
Me uní al grupo que rodeaba a Beno y que ya era casi una
muchedumbre. Estaba muerto; de los dos agujeros que tenía en el
pecho, manaba la sangre hasta el montón de periódicos arrugados
sobre la acera.
Me acerqué al garito de Larrouy y eché un vistazo. Red O'Leary,
Bluepoint Vance, Nancy Reagan, Sylvia Yount, Paddy el Mexicano,
Ángel Grace, Denny Burke, Sheeny Holmes y Happy Jim Hacker
habían desaparecido: todos.
Regresé al lugar en que se hallaba el cadáver de Beno. De
espaldas contra la pared, aguardé a que llegara la policía,
preguntara cosas sin lograr nada ni encontrar testigos y a que se
marchara, llevándose consigo los restos del vendedor de periódicos.
Me fui a mi casa y me acosté.
A la mañana siguiente pasé una hora en el archivo de la
agencia, rebuscando entre fotografías y antecedentes. No teníamos
nada sobre Red O'Leary, Denny Burke, Nancy Reagan ni Sylvia
Yount; y sólo algunas suposiciones acerca de Paddy el Mexicano; ni
una letra escrita sobre Ángel Grace, Bluepoint Vance, Sheeny
Holmes y Happy Jim Hacker, pero estaban allí sus fotografías. A las
diez en punto —hora de apertura de los bancos— salí, rumbo al
Nacional de Marinos, con todas esas fotografías y la advertencia de
Beno.
La oficina de la Agencia de Detectives Continental en San
Francisco está situada en un edificio de oficinas de Market Street. El
Banco Nacional de Marinos ocupa la planta baja de un elevado
edificio gris en Montgomery Street, en el centro financiero de San
Francisco. Jamás me ha gustado caminar innecesariamente, ni
siquiera siete manzanas, de modo que lo lógico hubiera sido que
subiese a algún autobús. Pero había atasco en Market Street, de
modo que fui andando, para lo cual giré en Grand Avenue.
Al poco de echar a andar comprendí que algo no iba bien en la
zona de la ciudad hacia la cual me dirigía. En principio, ruidos,
estrépitos, traqueteos, explosiones. En Sutter Street, un hombre
que pasaba a mi lado, entre gruñidos, se sostenía la cara con ambas
manos como si quisiera poner en su lugar una mandíbula dislocada.
Llevaba una mancha roja en la mejilla.
Bajó por Sutter Street. El embrollo de tráfico llegaba hasta
Montgomery Street. Hombres excitados, con la cabeza descubierta,
corrían de un lado a otro. Las explosiones se oían con más nitidez.
Un coche lleno de policías pasó calle abajo, a toda la velocidad que
le permitía el tráfico.
Una ambulancia venía, calle arriba, haciendo sonar su sirena,
subiéndose en la acera cuando el tráfico le impedía el paso por la
calzada.
Crucé Kearny Street al trote. Al otro lado de la calle corrían dos
policías. Uno llevaba el arma desenfundada. Ante nosotros, los
ruidos de las explosiones formaban un coro siniestro.
Cuando giré en Montgomery Street me fui encontrando cada
vez menos mirones: el centro de la calzada estaba lleno de
camiones, autocares de excursión y taxis, todos vacíos. Una
manzana más arriba, entre Bush Street y Pine Street, el infierno
estaba en pleno jubileo.
El jolgorio tenía su climax justo en el centro de la manzana,
donde estaban, frente por frente, el Banco Nacional de Marinos y la
241
Compañía Golden Gate.
Las siguientes seis horas las pasé más ocupado que una pulga
en el cuerpo de una gorda.
Ya avanzada la tarde, me tomé un descanso en mi faena de
sabueso y me fui a la oficina a celebrar junta con el Viejo. Estaba
recostado en su silla, mirando por la ventana, repiqueteando sobre
el escritorio con su clásico lápiz amarillo.
Mi jefe era un hombre alto, robusto, de unos setenta años,
bigote blanco, cara de niño-abuelo y plácidos ojos azules por detrás
de unas gafas sin montura; un hombre tan acogedor como una soga
de ahorcar. Cincuenta años de dar caza a toda clase de malhechores
para la Agencia Continental le habían vaciado de todo lo que no
fuese cerebro y un cortés modo de hablar. Su caparazón de cortesía
sonriente era siempre el mismo, independientemente de que las
cosas le cayeran mal o bien y, por tanto, poco significaba en uno u
otro caso. Quienes trabajábamos a sus órdenes nos enorgullecíamos
de su sangre fría. Solíamos asegurar, en broma, que el Viejo era
capaz de escupir hielo en pleno julio y, entre nosotros, le
llamábamos Poncio Pilato, a causa de su sonrisa amable cuando nos
enviaba a que nos crucificaran en un caso suicida.
Apartó su vista de la ventana cuando entré, me señaló una silla
con la cabeza y se pasó un extremo del lápiz por el bigote blanco.
Sobre su escritorio, los diarios de la tarde vociferaban, a cinco
colores, los titulares del doble atraco al Banco Nacional de Marinos
y a la Compañía Golden Gate.
—¿Cuál es la situación? —me preguntó con el mismo tono con
que podría haber preguntado qué tiempo hacía.
—La situación tiene sus bemoles —le expliqué—. Si hubo
ladrones metidos en el asunto, han debido ser ciento cincuenta. Yo
mismo he visto, o he creído ver, a unos cien, y había muchos más a
quienes no he visto y que andarían por allí para entrar a todo trapo
cuando hicieran falta refuerzos frescos. Y han sacado tajada, sin
duda. Embrollaron a la policía y la han dejado hecha un asco de
tanto ir y venir. Han dado el golpe en los dos sitios a las diez en
punto, se han apoderado de toda la manzana, han espantado del
lugar a la gente sensata y a la que no, la han tumbado de un tiro. El
saqueo era coser y cantar para una pandilla de esa envergadura.
Veinte o treinta por banco, mientras los demás aguantaban la cosa
en la calle. No han tenido más que hacer el equipaje y llevárselo a
casa.
»Ahora se está celebrando una reunión de ejecutivos
indignadísimos, accionistas de ojos desorbitados y demás, que no
paran de chillar pidiendo el corazón del jefe de policía. La policía no
hace milagros, ya se sabe, pero no existe departamento de policía
equipado para controlar catástrofe como ésta, se pongan como se
pongan. Todo el atraco duró menos de veinte minutos. Ha habido,
digamos, ciento cincuenta atracadores, bien armados para resistir y
con los pasos calculados al centímetro. ¿Cómo se podría llevar a los
polis necesarios, hacerse cargo de la situación, planear una
estrategia y llevarla a la práctica en tan poco tiempo? Es muy fácil
decir que la policía tendría que preverlo todo y disponer de un
operativo para cada emergencia. Pero esos mismos pájaros que
ahora gritan «corrupción» serían los primeros en aullar «¡qué
robo!» si les subieran los impuestos un par de céntimos para
comprar más equipo y alistar más policías.
»Sin embargo, la policía ha fracasado, de eso no hay duda. Y
van a rodar no pocas cabezas gordas. Los coches blindados no han
valido de nada y las granadas han sido útiles a medias, puesto que
los ladrones también conocían ese juego. Pero la verdadera
desgracia del jaleo han sido las ametralladoras de la policía.
242
Banqueros e inversores han dicho que ya estaban emplazadas: que
las atascaron deliberadamente o que las manejaban sin saber, eso
se lo pregunta todo el mundo. Sólo una de todas esas
ametralladoras llegó a disparar y no demasiado bien.
»La huida fue por Montgomery hacia Columbus, en dirección al
norte, pues. A lo largo de Columbus, el desfile se disolvió, de dos en
dos coches, por las calles laterales. La policía montó una emboscada
entre Washington y Jackson: cuando lograron abrirse camino hasta
allí, los coches de los atracadores ya se habían esparcido por toda la
ciudad. Ya se han hallado varios... vacíos.
»Aún no hay informes completos, pero hasta este momento lo
que se sabe es más o menos lo siguiente: el botín es de sabe Dios
cuántos millones y, sin ninguna duda, el más alto que se haya
conseguido con armas convencionales. Dieciséis polis han quedado
fuera de combate y hay una cantidad tres veces mayor de heridos.
Doce espectadores inocentes, empleados de banco y clientes, han
sido asesinados, y otros tantos, por lo menos, heridos de gravedad.
Hay dos bandidos muertos, junto a otros cinco cadáveres de los que
no se sabe si eran atracadores o mirones que se acercaron
demasiado. Los asaltantes han perdido, que sepamos, siete
hombres; hay treinta y un detenidos, todos con alguna herida.
»Uno de los muertos es el gordo Boy Clarke. ¿Lo recuerda?
Escapó a tiros del juzgado de Des Moines hace tres o cuatro años.
Pues bien, le hemos encontrado en el bolsillo un trozo de papel con
el plano de Montgomery Street entre Pine y Bush, la manzana del
atraco. Por la parte de atrás del plano había instrucciones escritas a
máquina, que le decían con exactitud qué debía hacer y cuándo.
Una X en el plano le indicaba dónde aparcar el coche en el que tenía
que llegar con sus siete hombres y había un círculo en el lugar en
que debía apostarse con ellos, con los ojos puestos en las cosas en
general y en las ventanas y los techos de los edificios del otro lado
de la calle en particular. Los números 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7 y 8 en el
plano señalan las puertas de entrada, escalones, una ventana
profunda y detalles similares, como sitios en los cuales parapetarse,
por si fuera necesario disparar contra techos y ventanas. Clarke no
debía prestar atención al extremo de la manzana limitado por Bush
Street, pero en cambio, si la policía cargaba por el lado de Pine
Street, él y sus hombres tendrían que ir hacia allí para distribuirse
en los puntos marcados con las letras a, b, c, d, e, f, g y h. Su cadáver
estaba en el punto a. Cada cinco minutos, durante el atraco, debía
enviar un hombre hasta un coche detenido en la calle, en el lugar
señalado con una estrella, para ver si había nuevas instrucciones.
Debía advertir a sus hombres que si le mataban, uno de ellos
tendría que comunicarlo a las personas del coche para que se les
asignara un nuevo jefe. Cuando se diera la señal para la retirada,
enviaría uno de sus hombres hacia el coche en que habían llegado al
lugar. Si el coche estaba en condiciones de marcha aún, ese hombre
debía sentarse al volante y avanzar sin adelantar al coche que
tuviese delante. Si el coche estaba inutilizado, el hombre tenía que
acudir al coche marcado con la estrella en busca de instrucciones;
allí le dirían cómo conseguir otro vehículo. Supongo que contaban
con hallar una buena cantidad de coches aparcados con los cuales
solucionar inconvenientes. Mientras estuviesen aguardando al
coche, Clarke y sus hombres debían echar todo el plomo que
pudiesen sobre cada uno de los blancos de su zona y nadie debía
subir al coche hasta que el vehículo no estuviese justamente
delante de cada cual; luego debían dirigirse por Montgomery hacia
Columbus, hasta... en blanco.
«¿Comprende usted? —pregunté—. Tenemos ciento cincuenta
pistoleros divididos en grupos y con jefes de grupo, con planos y una
243
lista de lo que debe hacer cada cual, con la indicación de la boca de
incendio junto a la que debía arrodillarse, el ladrillo sobre el que
había de poner los pies, el sitio en que debía escupir... ¡todo, menos
el nombre y las señas del policía al que tenía que matar! Daba igual
que Beno me contase o no los detalles: ¡los hubiera tomado por
palabrería de drogadicto!
—Muy interesante —dijo el Viejo, con una sonrisa blanda.
—La del gordo Boy ha sido la única lista de instrucciones que se
ha encontrado —proseguí con mi informe—. He visto varias
caras conocidas entre los muertos y los detenidos, y la policía
aún tiene que identificar a otros. Algunos son cerebros locales,
pero la mayoría parece género importado. Detroit, Chicago,
Nueva York, St. Louis, Denver, Portland, Los Ángeles, Filadelfia,
Baltimore: parece que de todos lados han enviado
representantes. Tan pronto como la policía les identifique, le
haré una lista de nombres.
»De los que no han sido detenidos, Bluepoint Vance parece ser
el objetivo fundamental. Estaba en el coche que ha dirigido las
operaciones. No sé quién más se hallaba junto a él. Shivering Kid
estaba en los preparativos y creo que también Alphabet Shorty
McCoy, aunque no logré verle bien. El sargento Bender me ha dicho
que creyó ver a Toots Salda y a Darby M'Laughlin, y Morgan ha visto
al Dis-and-Dat Kid. Una buena reunión de fueras de la ley: ladrones,
pistoleros, estafadores y atracadores desde Rand a McNally.
»La jefatura ha sido una carnicería durante toda la tarde. La
policía no ha liquidado a ninguno de sus huéspedes (que yo sepa,
por lo menos), pero como hay Dios que les están transformando en
creyentes. Los periodistas, que no hacen más que quejarse de lo
que llaman tercer grado, andan por allí ahora. Después de unos
golpes, algunos de los huéspedes han hablado. Pero la maldición de
todo esto es que no saben una palabra. Conocen ciertos nombres:
Denny Burke, Toby Lugs, el viejo Pete Best, el gordo Boy Clarke y
Paddy el Mexicano. Algo es algo, pero ni los mejores brazos de la
policía han podido sacar una sola palabra más a esos tipos.
»El atraco pueden haberlo organizado así: Denny Burke, por
ejemplo, tiene fama de habilidoso en Baltimore. Pues bien, coge a
ocho o diez muchachos tan astutos como él, de uno en uno. "¿Te
gustaría conseguir unos céntimos en la Costa?", les pregunta.
"¿Cómo?", averigua el candidato. El rey de Frog Island responde:
"Haciendo lo que te ordenen. Tú ya me conoces; te aseguro que es
la faena más rápida que jamás se haya pensado: una patada y todo
arreglado. Todos los que intervengan volverán a casa con más pasta
que la que nunca han soñado... y volverán si no abren la boca
cuando no deben. Eso es lo que te propongo. Si no estás de
acuerdo, olvídate".
»Esos tipos conocen a Denny, y si él dice que el trabajo es
bueno, les basta con su palabra. Y se comprometen con él. Denny
no les ha dicho nada, se ha asegurado de que tengan buenas armas,
les ha dado un billete para San Francisco y veinte dólares a cada
uno, y les ha dicho dónde le verían una vez aquí. Anoche los reúne a
todos y les dice que el trabajo es hoy por la mañana. En esos
momentos, ya se habían paseado por la ciudad lo suficiente como
para advertir que era un hervidero de talentos visitantes,
incluyendo a reyezuelos como Toots Salda, Bluepoint Vance y
Shivering Kid. O sea que esta mañana, tan chulos y arrogantes, con
el rey de Frog Island en cabeza, se ponen en marcha, a ejecutar su
tarea.
»Los demás heraldos habrán dicho cosas similares, aunque
haya habido variantes. En medio del revoltillo del calabozo, la
policía ha hecho lugar para meter algunos de sus chivatos. Pocos
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son los atracadores que se conocen entre sí, o sea que los chivatos
han tenido una tarea fácil por delante. Sin embargo, lo único que
han podido agregar a lo ya sabido es que los detenidos aguardan
una liberación en masa para esta noche. Al parecer, piensan que la
banda asaltará los calabozos y los pondrá en libertad. Lo más
posible es que todo eso sea basura, pero esta vez la policía estará
preparada, de todos modos.
»Ésta es la situación hasta el momento. La policía barre las
calles y detiene a cualquiera que necesite un afeitado o que no
pueda exhibir un certificado de buena conducta firmado por su
párroco; además vigila con especial atención los trenes expresos, los
barcos y los autocares. He enviado a Jack Counihan y a Dick Foley a
North Beach, para que merodeen por los lugares conocidos de
reunión y vean qué logran averiguar.
—¿Crees que Bluepoint Vance ha sido el verdadero cerebro de
este asalto? —preguntó el Viejo.
—Eso espero... al menos le conocemos.
El Viejo hizo girar su silla para que sus ojos apacibles pudiesen
contemplar otra vez el paisaje que se le ofrecía a través de la
ventana y, con aire reflexivo, tamborileó sobre el escritorio con el
lápiz.
—Pues me temo que no —dijo con tono que parecía pedir
perdón—. Vance es una alimaña, un criminal con mil recursos y
mucha decisión, pero su debilidad es la más común entre los tipos
de su clase. Sus aptitudes son buenas para una acción de momento,
no para un plan de futuro. Ha llevado a cabo alguna operación de
largo alcance, pero siempre he pensado que tenía detrás a otro
cerebro dándole las ideas.
No podía discutir. Si el Viejo decía que algo era así o asá, lo
normal era que así fuese, porque era uno de esos tipos que aunque
estén viendo un nubarrón por la ventana se limitan a decir «Creo
que está lloviendo» porque piensan que alguien puede estar
echando agua desde el tejado.
—¿Y quién será ese súper-cerebro? —pregunté.
—Es casi seguro que tú lo sabrás antes que yo —me dijo
mientras me dirigía una de sus
benévolas sonrisas.
Regresé a los calabozos para seguir ayudando a cocer a algunos
detenidos en su propio jugo; hasta las ocho, hora en que mi apetito
me recordó que no había comido nada desde después de
desayunar. Solucioné el asunto y luego me encaminé al bar de
Larrouy, andando a paso lento, sin prisa, para que el ejercicio no
interrumpiera mi digestión. Estuve en aquel antro durante casi una
hora, sin ver a nadie que me interesara en especial. Pocos de los
presentes me eran conocidos y ninguno demostraba entusiasmo
por acercarse a mí: en los círculos criminales suele ser poco
saludable que te vean señalando con el mentón junto a un
detective, justo cuando se acaba de llevar a cabo un trabajo.
Al no sacar nada en limpio de allí, me marché en dirección a
otro agujero: el de Wop Healy, calle arriba. Me recibieron del mismo
modo; me senté a una mesa y permanecí solo. La orquesta de Healy
interpretaba Don't You Cheat con todas sus energías mientras los
parroquianos que se sentían en buen estado atlético se
descoyuntaban sobre la pista de baile. Uno de los bailarines era Jack
Counihan, que tenía los brazos ocupados en torno a una chica
robusta, de piel olivácea y de cara agradable pero facciones
estúpidas.
Jack era un muchacho alto, delgado, de veintitrés años —o
veinticuatro— que había aparecido como empleado de la
Continental unos pocos meses antes. Era el primer trabajo que tenía
245
y jamás lo hubiera conseguido de no haber insistido el padre en que
si su hijito quería seguir disponiendo del dinero familiar, debía
hacerse a la idea de que ser universitario no era trabajo suficiente
para toda una vida. Y así había llegado Jack a la agencia: había
pensado que la faena de detective sería divertida. A pesar de que
apresar al ladrón que tocaba en cada caso resultaba más difícil para
él que elegir una corbata adecuada, era un prometedor talento
detectivesco. Joven, agradable, de buena musculatura para su
delgadez, de cabellos suaves, con cara y modales de caballero,
nervioso y rápido de cabeza y manos, rebosaba esa alegría juvenil a
la que no le importa nada de nada. Tenía la cabeza completamente
llena de pájaros, por supuesto, y necesitaba de alguien que lo
sujetara, pero yo prefería trabajar con él en vez de hacerlo con no
pocos hombres de experiencia que conozco.
Pasó media hora sin nada que me interesara.
Luego entró un muchacho; venía de la calle y era un chico
delgado, vestido con ropas poco convencionales, pantalones muy
ajustados, zapatos muy brillantes y con una impúdica cara cetrina
de facciones muy pronunciadas. Era el muchacho que se me había
cruzado silbando, Broadway abajo, un momento después de que
Beno hubiese sido despachado.
Me eché hacia atrás en mi silla, de modo que el amplio
sombrero de una mujer se interpusiera entre nosotros, mientras
observaba al joven armenio esquivando mesas hasta llegar a una, en
un rincón apartado, en la que estaban sentados tres hombres. El
joven habló —tal vez no les dirigió a ellos más de una docena de
palabras— y se alejó hacia otra mesa, en la que se hallaba sentado
un hombre de nariz roma y pelo negro. El armenio se dejó caer
sobre una silla, frente al hombre de la nariz roma, dijo unas pocas
palabras, respondió con aire burlón a algunas preguntas del otro y
pidió
un trago. Después de haber bebido su copa, atravesó el salón para ir
a hablar con un hombre de cara de halcón y de inmediato se
marchó del bar.
Le seguí. Al salir, pasé junto a la mesa en que Jack estaba con su
chica, y le eché una mirada furtiva. Una vez fuera, vi al armenio que
se alejaba, a media manzana de distancia. Jack Counihan me dio
alcance y me adelantó. Con un Fátima en la boca le pregunté:
—¿Tienes una cerilla, hermano?
Mientras encendía el cigarrillo con una cerilla de la caja que
Jack me había dado, le dije protegido por las manos:
—Ese pájaro de la ropa vistosa... síguelo. Iré detrás de ti. Yo no
le conozco, pero si ha sido él quien ha limpiado a Beno por hablar
conmigo anoche, me conoce. ¡Pégate a sus talones!
Jack se guardó las cerillas en el bolsillo y se largó a la caza del
muchacho. Le di cierta ventaja y luego le seguí. Y entonces ocurrió
algo interesante. La calle estaba bastante llena de transeúntes. La
mayoría eran hombres, algunos caminaban, otros holgazaneaban en
las esquinas y frente a las paradas de venta de bebidas gaseosas.
Cuando el joven armenio llegó a la esquina de un callejón, en el que
había luz, dos hombres se le aproximaron y hablaron con él;
entonces, se separaron, de modo que el muchacho quedó entre
ambos. El armenio intentaba seguir caminando, al parecer sin
prestarles atención, pero uno de los hombres le detuvo extendiendo
un brazo frente a él. El otro hombre extrajo su mano del bolsillo
derecho y la alzó hasta la cara del muchacho: sus nudillos emitieron
un centelleo plateado bajo la luz. Con un movimiento veloz, el
muchacho eludió el brazo y el puño amenazantes y atravesó el
callejón a paso tranquilo, sin siquiera volverse a mirar de reojo a los
dos hombres que, de inmediato, echaron a andar deprisa tras él.
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Antes de que le diesen alcance, otro hombre les dio alcance a
ellos. Era un individuo de anchos hombros, brazos largos y aspecto
simiesco que yo no conocía. Con cada uno de sus brazos aprisionó a
un hombre. Con sus garras en las respectivas nucas, los apartó de su
trayectoria, los sacudió hasta hacerles caer los sombreros de la
cabeza, hizo chocar ambos cráneos, que sonaron como maderas
quebradas, y arrastró los cuerpos exánimes para ocultarlos callejón
arriba. Mientras esto sucedía, el muchacho armenio seguía
caminando, con su porte airoso de siempre, sin echar ni una sola
mirada hacia atrás.
Cuando el rompecráneos salió del callejón, pude verle la cara a
la luz: era un rostro de piel oscura y rasgos pronunciados, ancho y
plano, con músculos prominentes en unas mandíbulas que parecían
convertírsele en abscesos por debajo de los lóbulos de las orejas. El
mono aquel escupió, se alzó los pantalones y se escurrió hacia la
calle, en pos del muchacho.
El armenio se metió en el bar de Larrouy. El rompecráneos le
siguió. Salió el muchacho; por detrás, a menos de un metro de
distancia, le seguía el rompecráneos. Jack les había seguido hasta el
interior del bar, pero yo me había quedado fuera.
—¿Sigue con los recados? —pregunté.
—Sí. Ha hablado con cinco hombres en el bar. Tiene un
guardaespaldas estupendo, ¿verdad?
—Sí. Y tú tendrás que poner mucha atención para no meterte
en medio de los dos —le aconsejé—. Si se separan, yo seguiré al
rompecráneos y tú no sueltes al pájaro.
Nos separamos para continuar con nuestro juego. Nos hicieron
recorrer todos los tugurios de San Francisco: cabarets, salones de
billar, hoteluchos de mala muerte, bodegas, garitos y todo lo
imaginable. En todos esos lugares el chico fue encontrando
hombres a los que transmitir su docena de palabras y, entre uno y
otro lugar, fue encontrándose con otros hombres en algunas
esquinas.
En varias ocasiones me sentí tentado de seguir a alguno de
aquellos tipos, pero me resistía a dejar a Jack solo con el muchacho
y con su guardaespaldas: parecían ser muy importantes. Tampoco
podía pedirle a Jack que siguiese él a alguno de aquellos hombres,
porque no resultaba seguro para mí dejarme ver por el armenio. De
modo que seguimos adelante con el juego tal como lo habíamos
iniciado, siguiendo a nuestra pareja de agujero en agujero, mientras
la noche avanzaba hacia el día.
Unos pocos minutos después de medianoche, nuestros
hombres salieron de un pequeño hostal en Kearny Street y, por
primera vez desde que les seguíamos, caminaron a la par, uno junto
a otro, hasta Green Street, donde giraron hacia el este a lo largo de
Telegraph Hill. A media manzana de allí subieron los escalones de la
fachada de una desvencijada casa de huéspedes y desaparecieron
en el interior del edificio. Me uní a Jack en la esquina en la que se
había apostado.
—Ya ha entregado todas las invitaciones —supuse—. De lo
contrario, no habría permitido que su guardaespaldas entrase con
él. Si durante la próxima media hora no sucede nada, yo me voy y tú
te quedas de plantón aquí hasta mañana por la mañana.
Veinte minutos después, el rompecráneos salió de la casa y se
marchó calle abajo.
—Yo le sigo. Tú quédate a ver qué pasa con el crío —ordené a
Jack Counihan.
El rompecráneos dio diez o doce pasos y se detuvo. Miró hacia
atrás, hacia la casa, alzando la cara para observar los pisos
superiores. En ese momento, Jack y yo pudimos oír lo que el mono
247
había oído, el sonido que le había hecho detenerse. Arriba, en la
casa, gemía un hombre. No era un gemido demasiado fuerte.
Incluso en el momento en que se había elevado lo suficiente como
para que nosotros pudiésemos oírlo, era débil. Pero en esa voz
temblona, en esa única voz, se barruntaban todos los terrores
mortales posibles. A Jack le castañeteaban los dientes; a mí se me
erizaban los pelos y se me encogía el alma. Pero aun así no pude
evitar que se me frunciera el entrecejo. El gemido era demasiado
débil, maldita sea, para ser como era.
El rompecráneos entró en acción. De cinco ágiles zancadas
regresó a la casa. No pisó ni uno solo de los escalones de la fachada.
De la acera pasó al interior del vestíbulo con un único salto que
ningún mono podía haber superado en velocidad, agilidad y sigilo.
Un minuto, dos minutos, tres minutos. El gemido cesó. Tres minutos
más y el rompecráneos abandonaba la casa una vez más. Se detuvo
en la acera para escupir y alzarse los pantalones. Luego se perdió
calle abajo.
—Ve tú tras él, Jack —ordené—. Iré a ver al muchacho ahora.
No podrá reconocerme.
La puerta de entrada del hostal estaba no sólo sin llave, sino
abierta de par en par. Eché a andar por un pasillo, en el que una luz
mortecina, que venía del piso superior, dibujaba apenas un tramo
de escalera. Subí y giré hacia la parte delantera de la casa. El gemido
provenía de esa zona, de ese piso o del siguiente. Era muy posible
que el rompecráneos hubiese dejado abierta la puerta de la
habitación ya que no se había entretenido en cerrar la puerta de la
calle.
En el segundo piso no tuve suerte, pero el tercer picaporte que
tanteé con cautela en el tercer piso giró y permitió que el borde de
la puerta se separara de su marco. Ante aquella rendija aguardé un
momento; no oí más que un sonoro ronquido procedente del otro
extremo del pasillo. Puse una palma contra la puerta y la abrí unos
treinta centímetros más. Ningún sonido. El cuarto estaba negro
como los planes de un político honesto. Deslicé mi mano por
encima del marco, palpé unos centímetros del empapelado: el
interruptor de la luz. Encendí. Dos bombillas en el centro del cuarto
arrojaron su débil luz amarillenta sobre una habitación sórdida y
sobre el muchacho armenio, que yacía muerto, encima de la cama.
Entré en la habitación, cerré la puerta y me acerqué al cadáver.
Los ojos del muchacho estaban abiertos y salidos de sus órbitas.
Tenía una sien oscurecida por la marca de un golpe. Su garganta se
abría en una línea roja que la atravesaba de oreja a oreja. Junto a
esa línea, en los pocos puntos que no se hallaban cubiertos de
sangre, el delgado cuello mostraba marcas oscuras. El
rompecráneos había golpeado al chico en la sien y luego le había
intentado estrangular. Pero el muchacho no estaba muerto y había
recuperado la conciencia suficiente como para echarse a gemir: no
la suficiente como para no hacerlo. El rompecráneos había
regresado para rematar su faena con un cuchillo. Tres líneas rojas
sobre las mantas de la cama indicaban los lugares en los que la hoja
del cuchillo había sido limpiada.
Asomaban todos los forros de los bolsillos del armenio. El
rompecráneos les había dado la vuelta. Revisé toda la ropa del
cadáver; pero, tal y como esperaba, no hallé nada: el asesino se lo
había llevado todo consigo. El cuarto no me brindó nada más que
unas pocas ropas que no ofrecían ninguna información.
Hecho el registro, me quedé en medio del cuarto, rascándome
el mentón y sumido en cavilaciones. En el pasillo se oyó un crujido.
Retrocedí tres pasos sobre mis zapatos con suela de goma y me
metí dentro de un armario sucio, cuya puerta dejé entreabierta
248
apenas.
Sobre la puerta sonó el repiqueteo de unos nudillos, mientras
yo desenfundaba mi revólver. Los
nudillos repiquetearon otra vez, en tanto que una voz femenina
decía:
—¡Kid! ¡Eh, Kid!
Ni el golpe de los nudillos ni la voz eran fuertes. Alguien movió
el picaporte. La puerta se abrió
para dar paso a la chica de ojos inquietos a quien Ángel Grace había
llamado Sylvia Yount.
La sorpresa le paralizó los ojos cuando los posó sobre el cuerpo
del armenio.
—¡Santo infierno! —jadeó antes de marcharse.
Ya medio había salido del armario cuando oí que la joven
regresaba, de puntillas. Metido nuevamente en mi agujero, aguardé
con el ojo puesto en la habitación. Entró en el cuarto deprisa, cerró
la puerta sin hacer ruido y se acercó a la cama para inclinarse sobre
el cadáver del muchacho. Las manos de Sylvia Yount se movieron
sobre el cuerpo, explorando los bolsillos, cuyos forros yo había
metido en su lugar.
—¡Maldita suerte! —dijo la mujer en voz alta cuando terminó la
estéril búsqueda. Luego se marchó, al parecer, de la casa.
Le di tiempo para que llegara a la acera. Se dirigía hacia Kearny
Street cuando abandoné el hospedaje. La seguí por Kearny hasta
Broadway y por Broadway hasta el bar de Larrouy. El bar estaba
lleno, sobre todo cerca de la puerta; los clientes entraban y salían.
Me encontraba a menos de dos metros de la chica cuando ella
detuvo a un camarero para preguntarle con un susurro lleno de
excitación:
—¿Red está aquí?
El camarero sacudió la cabeza.
—No ha venido esta noche.
La muchacha salió del bar y, taconeando a toda prisa, se
encaminó hacia un hotel de Stockton Street.
La observé desde el ventanal que daba a la calle, mientras se
acercaba al mostrador y hablaba con el recepcionista. Éste negó con
la cabeza. La joven volvió a hablar y el empleado le dio papel y
sobre, sobre los cuales garabateó algo con un lápiz que había sobre
el escritorio. Antes de abandonar mi posición para ocupar otra más
protegida desde la cual me fuese posible cubrir la retirada de Sylvia
Yount, me fijé a qué casillero iba a parar el sobre con la nota.
Desde el hotel, en un autobús, la chica se dirigió hacia la
esquina de Market y Powell y luego subió por Powell hasta O'Farrell.
Allí un joven de cara redonda, que llevaba abrigo y sombrero grises,
le salió al encuentro ofreciéndole el brazo y la condujo hasta un taxi,
detenido en O'Farrell Street. Les dejé ir, no sin antes tomar nota del
número de la matrícula del taxi: el hombre de la cara redonda
parecía un cliente más que un compinche.
Eran algo menos de las dos de la mañana cuando regresé a
Market Street y me dirigí hacia la oficina. Fiske, que está a cargo de
la agencia por las noches, me dijo que Jack Counihan no había
regresado ni se había comunicado con él aún. Nada nuevo había
sucedido. Le pedí que hiciese levantar a algún agente y al cabo de
diez o quince minutos tuvo éxito con Mickey Linchan, que se
despertó para atender la llamada.
—Oye, Mickey —le dije—. Te he elegido la más hermosa
esquina de la ciudad para que te quedes en ella por el resto de la
noche. Así que ponte los pañales y te largas para allá, ¿vale?
Entre sus gruñidos y sus maldiciones, logré intercalarle el
nombre y el número del hotel de Stockton Street, le describí a Red
249
O'Leary y le expliqué en qué casillero habían dejado la nota.
—Puede que Red no esté viviendo allí, pero es importante
cubrir esa posibilidad —finalicé mi explicación—. Si le ves, trata de
no perderle hasta que yo logre enviar a alguien que te lo quite de
encima. —Colgué en medio de un estallido de maldiciones,
provocado por mis palabras.
La central de policía estaba en pleno movimiento cuando
llegué, aunque nadie, todavía, hubiese intentado asaltar los
calabozos del piso superior. Con intervalos de pocos minutos,
llegaban nuevos lotes de sospechosos. Por todos los rincones había
policías, uniformados o vestidos de paisano. La sala de detectives
era un avispero.
Al intercambiar información con los detectives de la policía, les
conté lo ocurrido con el muchacho armenio. Nos hallábamos
organizando una excursión para visitar los restos mortales del chico
cuando se abrió la puerta del despacho del capitán y el teniente
Duff entró en la sala.
—Allez! Oop! —dijo mientras apuntaba con un grueso dedo a
O'Gar, Tully, Reecher, Hunt y a mí—. En Fillmore hay algo que vale la
pena ver.
Le seguimos hasta su coche.
Nuestro destino era una casa gris de Fillmore Street. Gran
cantidad de gente se había reunido en la calle, con la vista fija en la
casa. Un camión de policía estaba aparcado frente a la puerta
principal; los uniformes policiales poblaban la entrada y la acera.
Un cabo de bigotes rojizos saludó a Duff y nos introdujo en la
casa mientras nos explicaba:
—Han sido los vecinos quienes nos han pasado el dato; dijeron
que había pelea y cuando llegamos aquí ya no quedaba quien
pudiese reñir, de verdad.
Lo único que quedaba en aquella casa eran catorce hombres
muertos.
Once de ellos habían sido envenenados: dosis excesiva de
somníferos en la bebida, dijo el forense. A los otros tres los habían
matado a tiros en el pasillo, a intervalos regulares. De todo ello se
deducía que todos habían bebido un tonel entero —un tonel bien
cargado— y que los que no habían bebido, fuese por templanza o
porque sospechaban algo, habían sido asesinados de un disparo
cuando intentaban huir.
La identidad de los cadáveres nos dio una idea de cuál había
sido el nudo de la cuestión. Eran todos ladrones y se habían bebido
el veneno a la salud del botín del día.
No conocíamos a todos los muertos, pero todos nosotros
conocíamos a algunos y los archivos nos dirían, más tarde, quiénes
eran los otros. La lista completa parecía el Quién es Quién en el
Mundo de los Ladrones.
Allí estaban el Dis-and-Dat Kid, que habían huido de
Leavenworth dos meses atrás; Sheeny Holmes; Snohomish Shitey,
quien se suponía que había muerto como un héroe en Francia, en
1919;
L. A. Slim de Denver, sin calcetines ni ropa interior y, como siempre,
con un billete de mil cosido a cada hombrera de la chaqueta; Spider
Girrucci, que llevaba un chaleco a prueba de balas bajo la camisa y
que lucía aquella cicatriz desde la coronilla hasta el mentón debida
al cuchillo de su propio hermano; Old Pete Best, que en tiempos
había sido congresista; Nigger Vojan, que alguna vez había ganado
ciento setenta y cinco mil dólares en una partida de póquer en
Chicago (sobre su cuerpo, en tres lugares distintos, tenía tatuada la
palabra Abracadabra; Alphabet Shorty McCoy; Tom Brooks, cuñado
Alphabet Shorty e inventor de aquel tiovivo de Richmond, con cuyas
250
ganancias había construido hoteles; Red Cudahy, que había asaltado
un tren de la Union Pacific en 1924; Denny Burke; Bull McGonicke,
pálido todavía tras los quince años que había pasado en Joliet, y
Toby Pulmones, compinche de Bull, que solía jactarse de haberle
limpiado el bolsillo al presidente Wilson en un cabaret dudoso de
Washington. El último de la lista era Paddy el Mexicano.
Duff echó una mirada a los cadáveres y no pudo
por menos que dejar escapar un silbido. —Otro
par de golpes como éste —dijo— y nos
quedaremos todos sin trabajo. Ya no quedarán
ladrones de los que haya que proteger a los
ciudadanos honestos. —Me alegra que esto te
siente bien —le aseguré—. A mí... no me gustaría
nada ser policía de
San Francisco durante los próximos días.
—¿Por qué?
—Mira esto: una obra maestra de traición. Ahora mismo
nuestra ciudad está llena de tipos dudosos que esperan a que uno
de estos cadáveres les lleve su parte del atraco. ¿Qué te figuras tú
que sucederá cuando corra la voz de que no habrá pasta para la
pandilla? Habrá cien estranguladores, o más, que correrán en busca
del dinero que ha desaparecido. Habrá tres robos por manzana y un
atraco en cada esquina; te robarán hasta las monedas para el
autobús. ¡Que Dios te ampare, hijo, por lo que vas a sudar para
ganarte la paga!
Duff encogió sus robustos hombros y pasó por entre los
cadáveres en dirección al teléfono. Cuando terminó con sus
llamadas, yo hice la mía a la agencia.
—Hace un par de minutos ha llamado Jack Counihan —me dijo
Fiske y me repitió la dirección de Army Street que le había dado el
muchacho—. Ha dicho que ha puesto a sus hombres allí, con
compañía.
Llamé para que me enviaran un taxi y luego me volví hacia Duff
para explicarle:
—Voy a salir un momento. Te llamaré aquí si hay algo que
tenga relación con esto... y si no lo hay también. ¿Esperarás?
—Si no tardas mucho, sí.
Descendí del taxi a dos manzanas de las señas que Fiske me
había dado y bajé por Army Street hasta encontrar a Jack Counihan
apostado en un rincón oscuro.
—Tengo una mala noticia —fue su saludo de bienvenida—.
Mientras llamaba desde un restaurante que está un poco más
arriba, se me ha escurrido alguno de éstos.
—¿Sí? ¿Cómo ha sido la cosa?
—Pues, después de que el mono ese se marchara de Green
Street, le seguí hasta una casa de
Fillmore Street y...
—¿Qué número?
El número que Jack me dijo era el de la casa con los cadáveres,
de donde yo venía.
—Durante los diez o quince minutos siguientes fueron llegando
entre diez y doce tipos. La mayoría llegó andando, solos o por
parejas. Luego aparcaron dos coches al mismo tiempo. Nueve
hombres. Los he contado. Se metieron en la casa y los coches
quedaron delante de la entrada. Pasó un taxi y lo llamé, por si mi
hombre se alejaba en alguno de esos coches.
»No sucedió nada durante los siguientes treinta minutos,
contados a partir del momento en que los nueve tipos entraron en
la casa. Luego fue como si todos se hubieran calentado... muchos
gritos, algunos disparos. Duró el tiempo suficiente como para
251
despertar a todo el vecindario. Cuando el griterío cesó, diez
hombres (también los he contado) salieron a la carrera de la casa, se
metieron en los coches y se marcharon. Mi hombre iba con ellos.
»Mi fiel taxista y yo gritamos "¡A la carga!" y salimos tras ellos.
Hasta aquí hemos llegado; han entrado a esa casa, al otro lado de la
calle, donde todavía está aparcado uno de los coches. Al cabo de
una media hora, poco más o menos, pensé que era mejor llamar a la
agencia, de modo que dejé el taxi; (que aún está a la vuelta de la
esquina, con el contador en marcha) y hablé con Fiske. Cuando volví
aquí, uno de los coches se había ido, ¡maldita sea!, y no sé quién se
ha marchado en él. ¿Lo he estropeado todo?
—¡Por supuesto! Tendrías que haberte llevado los coches
contigo para llamar a Fiske. Vigila al que |ha quedado allí mientras
voy en busca de algún refuerzo.
Desde el restaurante que me había señalado Jack llamé a Duff,
le dije dónde estaba y agregué: —Si te vienes con tus hombres, tal
vez saquemos algún provecho de la situación. Un par de coches
llenos de tipos que han pasado por Fillmore Street sin recalar allí,
han llegado hasta esta casa. Puede que algunos sigan dentro cuando
tú llegues, si vienes de inmediato.
Duff trajo consigo a sus cuatro detectives y a una docena de
agentes uniformados. Atacamos la casa por el frente y por la parte
trasera. No perdimos tiempo en llamar al timbre; nos limitamos a
echar abajo las puertas. En el interior todo fue negrura hasta que
encendimos nuestras linternas. No hubo resistencia. En condiciones
normales, los seis hombres que encontramos allí dentro nos habrían
liquidado, o poco menos, a pesar de que los triplicábamos en
número. Pero estaban demasiado muertos para eso.
Nos miramos unos a otros boquiabiertos.
—Oh, esto empieza a resultar aburrido —se quejó Duff
mientras se metía en la boca un buen trozo de tabaco—. Lo normal
es que el trabajo sea rutinario, pero estoy empezando a cansarme
de meterme en habitaciones llenas de ladrones asesinados.
En este caso la lista de nombres era mucho menos larga que la
anterior, pero mucho más importante. Estaban Shivering Kid (nadie
cobraría ya el dinero ofrecido como recompensa por entregarle);
Darby M'Laughlin, con sus gafas de concha ladeadas sobre la nariz y
con sus diez mil dólares de diamantes en dedos y corbata; Happy
Jim Hacker; Donkey Marr, el último de los patizambos Marr, todos
asesinos, padre y cinco hijos; Toots Salda, el hombre más poderoso
en el reino de los ladrones, que una vez había sido arrestado y había
huido con los dos policías de Savannah a los que se hallaba
esposado, y Rumdum Smith, que había asesinado a Lefty Read en
Chicago en 1916 y que llevaba un rosario rodeando una de sus
muñecas.
Allí no se había tratado de un envenenamiento caballeroso: los
habían liquidado con un rifle del 30, provisto de silenciador casero,
pero eficaz. El rifle estaba sobre la mesa de la cocina. Una puerta
comunicaba la cocina con el comedor. Frente a esa puerta, sobre la
pared opuesta, se abría de par en par otra de dos hojas que
conducía al salón en el que yacían los cadáveres. Todos estaban
junto a la pared de enfrente, como si les hubiesen alineado allí para
fusilarles.
El empapelado gris de la pared estaba manchado de sangre y
mostraba los agujeros de un par de proyectiles que habían
atravesado la mampostería. Los jóvenes ojos de Jack Counihan
advirtieron unas manchas sobre el papel: no eran accidentales.
Estaban cerca del suelo, junto al cuerpo de Shivering Kid. Los dedos
de la mano derecha de Kid estaban sucios de sangre. Antes de
morir, había escrito sobre la pared, con los dedos mojados en su
252
propia sangre y en la de Toots Salda. Las letras de cada palabra se
desdibujaban en los lugares en que el dedo se había quedado sin
sangre y la grafía era deforme, temblorosa, porque, casi sin duda,
debía haber escrito a oscuras.
Tratamos de completar los trazos que faltaban, de descifrar las
letras superpuestas, de adivinar cuando no podíamos hacer otra
cosa. El resultado fue un par de palabras: Big Flora.
—Para mí eso no significa nada —dijo Duff—, pero es un
nombre y la mayoría de los nombres que tenemos pertenecen a
hombres que están muertos ahora, de modo que será bueno que lo
agreguemos a nuestra lista.
—¿Qué pensáis de esto? —preguntó O'Gar, el sargento
detective de la sección de Homicidios, famoso por su cabeza en
forma de bala. Se refería a los cadáveres—. Sus amigos les han
quitado la pasta, los han alineado contra la pared y luego el mejor
tirador de todos ellos les ha disparado desde
la cocina, ¡bing, bing, bing, bing, bing, bing!
—Así parece —asentimos todos.
—De Fillmore Street han venido diez —dijo—. Seis se han
quedado aquí. Cuatro se han marchado a otra casa... donde algunos
de ellos no querrán compartir su parte con los demás. Lo único que
habrá que hacer será seguir el rastro de cadáveres de casa en casa,
hasta que no haya quedado más que uno, que es capaz de jugar a
suicidarse y permitir que se recupere el botín tan íntegro como al
principio. Muchachos, os deseo que no tengáis que quedaros en pie
toda la noche para llegar hasta los restos mortales de ese último
ladrón. Ven, Jack, lo mejor será que nos vayamos a dormir un rato.
A las cinco en punto de la mañana abrí mi cama me deslicé
entre las sábanas. Me dormí antes de que saliera de mis pulmones
la última bocanada s de humo de mi Fátima-de-las-buenas-noches.
A las cinco y quince minutos en punto me despertó el teléfono.
Quien hablaba era Fiske:
—Mickey Linchan acaba de llamar para decirme que tu Red
O'Leary se ha metido en la cueva,
a dormir, hace una media hora.
—Dile que lo detengan —respondí, y a las cinco y diecisiete
minutos estaba dormido otra vez.
Con la ayuda del reloj despertador, salté de la cama a las nueve,
desayuné y me dirigí hacia la sala de detectives de la policía para
enterarme de cómo les había ido con el pelirrojo. El resultado era
lamentable.
—Nos tiene varados —me dijo el capitán—. Le sobran
coartadas para el día del atraco y para todas las horas de anoche. Y
ni siquiera podemos acusar de vagabundeo a ese hijo de puta. Tiene
medios de vida. Es vendedor del Diccionario Enciclopédico Universal
de Conocimiento Útil y Valioso de Humperdickel, o algo parecido.
Comenzó a repartir folletos de propaganda el día antes del golpe y a
la hora en que se producía el atraco él estaba yendo de puerta en
puerta para preguntar a la gente si le compraban o no sus malditos
libros. Al menos, tiene tres testigos que así lo confirman. Anoche
estuvo en un hotel desde las once hasta las cuatro y media, jugando
a los naipes, y tiene testigos. No le hemos encontrado encima nada,
ni tampoco en su cuarto.
Le pedí el teléfono al capitán para llamar a casa de Jack
Counihan.
—¿Podrías identificar a alguno de los hombres que viste
anoche? —le pregunté cuando logró desprenderse de las sábanas y
acudir al teléfono.
—-No. Estaba oscuro y se movían muy deprisa. Apenas si podía
verle la cara al taxista.
253
—De modo que no puede, ¿eh? —dijo el capitán—. Pues yo
puedo tenerle veinticuatro horas,
sin acusarle, y eso voy a hacer, pero tendré que soltarle luego, a
menos que tú puedas desenterrar alguna cosa.
Después de pensar durante algunos minutos con el cigarrillo en
la boca, sugerí:
—Tal vez será mejor que le sueltes ahora mismo. Se ha provisto
de todas las coartadas necesarias, de modo que no tiene motivos
para ocultarse. Le dejaremos solo durante todo el día, para que se
convenza de que nadie le sigue y, por la noche, iremos tras él sin
abandonarle ni un solo instante. ¿Has sabido algo acerca de Big
Flora?
—No. El chico asesinado en Green Street era Bernie
Bernheimer, alias Motsa Kid. Creo que era un ratero, al menos se
codeaba con rateros, pero no era muy...
El repiqueteo del teléfono le interrumpió.
—Sí —respondió al levantar el auricular, y luego agregó—: Un
momento —antes de ofrecerme el aparato.
Una voz femenina me dijo desde el otro extremo:
—Soy Grace Cardigan. He llamado a tu agencia y me han dicho
dónde podría encontrarte. Necesito verte. ¿Puedes venir ahora
mismo?
—¿Dónde estás?
—En el locutorio telefónico de Powell Street.
—Estaré allí dentro de quince minutos —le dije.
Llamé a la agencia y le pedí a Dick Foley que se encontrara
conmigo en la esquina de Ellis Street y Market Street cinco minutos
más tarde. Luego devolví el teléfono al capitán.
—Hasta luego —saludé antes de marcharme para cumplir con
mis citas.
Dick Foley estaba en la esquina cuando yo llegué. Era un
canadiense trigueño y menudo, que apenas si alcanzaba el metro
cincuenta de estatura puesto en pie sobre unos tacones exagerados
y que no debía pesar más de cuarenta kilos; hablaba como un
telegrama en escocés y era capaz de seguir a una gota de agua
salada desde Golden Gate hasta Hong-Kong sin perderla de vista ni
siquiera durante una mínima fracción de segundo.
—¿Conoces a Ángel Grace Cardigan? —le pregunté.
Se ahorró una palabra sacudiendo la cabeza: No.
—Voy a verla al locutorio de Powell Street. Cuando nos
separemos, la sigues. Es una chica lista
y estará buscándote todo el tiempo. O sea que no te será tan
sencillo el asunto, pero haz lo que puedas.
La boca de Dick describió una curva hacia abajo antes de abrirse
en una de sus largas y rarísimas frases completas:
—Cuanto más difíciles parecen, más fáciles son —dijo.
Foley se mantuvo a cierta distancia de mí cuando entré en el
locutorio. Ángel Grace estaba de pie cerca de la puerta. Tenía la cara
más mustia que nunca y por lo tanto mucho menos hermosa; pero
sus ojos verdes seguían siendo bellísimos y brillaban con un fuego
que nada tenía de mustio. Llevaba un periódico enrollado en una
mano. No habló, ni sonrió, ni hizo ninguna clase de gesto de saludo.
—Vamos al restaurante de Charley; allí podremos hablar —le
dije, mientras la guiaba a la vista de Dick Foley.
No logré sacarle ni un murmullo antes de sentarnos a una mesa
apartada, y aun allí, sólo habló cuando el camarero se marchó con
nuestros pedidos. Entonces desplegó el diario sobre la mesa con
manos temblorosas.
—¿Esto es verdad? —me preguntó.
Eché una mirada a la noticia que su dedo tembloroso señalaba:
254
era un relato de lo que se había hallado en las casas de Fillmore
Street y de Army Street. Pero era un relato parcial. De un vistazo,
comprobé que no había nombres y que la policía había censurado
bastante la noticia. Mientras fingía leer, me pregunté si sería
ventajoso para mí decirle a la chica que la historia era falsa. Pero no
pude deducir cuál sería la utilidad de ello, de modo que le ahorré a
mi alma el peso de una mentira.
—Prácticamente sí —le aseguré.
—¿Has estado allí? —Había dejado caer el diario al suelo y
estaba inclinada sobre la mesa.
—Con la policía.
—¿Estaba...? —su voz se quebró en una nota ronca. Tenía los
dedos blancos clavados en el
mantel y levantaban dos pequeñas ondulaciones en la litad de la
mesa.
Se aclaró la garganta.
—¿Quién estaba...? —alcanzó a decir en su segundo intento.
Hubo una pausa. Esperé. Sus ojos se abatieron y vi la película
acuosa que apagaba el fuego que
despedían. Durante la pausa llegó el camarero con nuestra comida,
la depositó sobre la mesa y se marchó.
—Tú sabes qué te he querido preguntar —me dijo entonces, en
voz baja, entrecortada—. ¿Estaba allí? ¿Estaba allí? ¡Dímelo, por el
amor de Dios!
Las pesé a ambas: verdad contra mentira, mentira contra
verdad. Y una vez más la verdad triunfó.
—Paddy el Mexicano murió... Fue asesinado... en la casa de
Fillmore Street —le dije.
Las pupilas de sus ojos se contrajeron hasta convertirse en
minúsculos puntos y luego se dilataron hasta casi cubrir el verde del
iris. La joven no dijo una sola palabra ni emitió ningún sonido. Su
cara estaba vacía. Empuñó el tenedor y se llevó un bocado de
ensalada hasta los labios..., luego otro. Me incliné sobre la mesa
para quitarle el tenedor de la mano.
—Lo único que haces es echarte la ensalada sobre la ropa —
gruñí—. No puedes comer si no abres la boca para meterte la
comida.
Tendió las manos sobre la mesa, en busca de las mías;
temblaba, me apretó las manos con unos dedos que se sacudían en
movimientos espasmódicos y que me arañaron con sus uñas.
—¿No me estás mintiendo? —sollozó mientras le rechinaban
los dientes—. ¡Tú eres honesto! ¡Lo fuiste conmigo aquella vez, en
Filadelfia! Paddy me ha dicho siempre que eres el único
detective decente que existe. ¿No me engañas?
—Te he dicho la verdad —le aseguré—. ¿Paddy significaba
mucho para ti?
Asintió con un movimiento rendido y se dominó para dejarse
caer en un estado parecido al
estupor.
—Está abierta la puerta para vengarle —sugerí.
—¿Quieres decir...?
—Que hables.
Me observó con una mirada fija y en blanco durante un largo
rato, como si intentara buscar algún sentido para lo que yo le había
dicho. Leí la respuesta en sus ojos antes de que ella la tradujese en
palabras.
—Juro por Dios que quisiera poder hacerlo. Pero yo soy hija de
John Cardigan, el Cajacartón. No soy quién para delatar a nadie. Tú
estás del otro lado y yo no puedo pasarme al tuyo. Ojalá pudiese.
Pero la sangre de los Cardigan es demasiado poderosa. A cada
255
minuto desearé que les eches el guante y que estén bien muertos,
pero...
—Tus sentimientos son nobles, o al menos tus palabras lo son
—me burlé de ella—. ¿Quién te figuras que eres? ¿Juana de Arco?
¿Tu hermano Frank estaría entre rejas ahora si su compinche,
Johnny el Fontanero, no le hubiese señalado con el dedo en el
rodeo de Great Falls? ¡Despierta, chiquilla! Eres una ladrona entre
ladrones y quienes no traicionan son traicionados. ¿Quiénes han
liquidado a tu Paddy? ¡Sus compinches! Pero tú no puedes devolver
el golpe porque eso sería deshonesto. ¡Dios!
Lo único que conseguí con mi discurso fue que se le acentuara
más su aire mustio.
—Yo devolveré el golpe —me dijo—. Pero no puedo, no puedo
ser una chivata. No puedo decirte nada. Si fueses un pistolero, te...
De todos modos, tendrá la ayuda que necesite para llevar adelante
mi juego. Dejémoslo todo así, ¿quieres? Me figuro cómo te sientes
tú frente a todo esto, pero... ¿Me dirás quién más... quién más
había... a quién más han encontrado en esas casas?
—¡Sí, por supuesto! —rugí en la cara de Ángel Grace—. Te lo
diré todo. Te dejaré que me agotes con una bomba hasta quedar
seco. ¡Pero, claro, tú no me darás ni siquiera una pista para
mantener intachable la ética de tu muy honorable profesión de
ratera!
Por el hecho de ser mujer, la joven ignoró cada una de mis
palabras y se limitó a repetir:
—¿Quién más?
—No te lo diré. Pero voy a hacer otra cosa. Te diré el nombre
de dos que no estaban allí. Big Flora y Red O'Leary.
Su aire letárgico se disipó. Estudió mi expresión con sus ojos
verdes, envolviéndome con una mirada torva, oscurecida y salvaje.
—¿Estaba Bluepoint Vance? —preguntó. —¿Tú qué crees? —
repliqué.
Durante otro par de segundos volvió a estudiar mi expresión y
luego se puso de pie.
—Gracias por lo que me has dicho —se despidió—, y gracias
por haber acudido a mi llamada. Espero que logres vencer.
Se marchó, quedando en manos de Dick Foley. Yo me dediqué a
saborear la comida.
Esa tarde, a las cuatro en punto, Jack Counihan y yo detuvimos
el coche que habíamos alquilado en un lugar desde el que podíamos
vigilar la puerta de entrada del hotel Stockton.
—Ya ha aclarado su situación con la policía, de modo que tal
vez no tiene motivos para marcharse de aquí —expliqué a Jack—, y
prefiero no meterme con la gente del hotel, porque no les conozco.
Si no le vemos por aquí dentro de un par de horas, tendremos que
hablar con ellos.
Nos entretuvimos con nuestros cigarrillos, con minuciosas
consideraciones que versaban sobre quién sería el próximo
campeón de los pesos pesados, consejos sobre cómo comprar una
buena ginebra y qué hacer luego con ella; hablamos de la injusticia
de las nuevas disposiciones de la agencia que, en cuanto a pago de
gastos, consideraban que Oakland estaba dentro de la ciudad, y
agotamos algunos otros temas igualmente excitantes. Con todo ello,
pasó el tiempo y llegamos a las
nueve y diez de la noche.
A las nueve y diez, Red O'Leary salió del hotel.
—Dios es bueno —dijo Jack, mientras descendía el coche para
seguir a pie a nuestro hombre.
Por mi parte, puse en marcha el motor. v El gigante de la cabeza
roja no nos llevó demasiado lejos. La puerta de entrada al bar de
256
Larrouy se lo tragó unos pocos momentos más tarde. Después de
aparcar el coche, entré en el bar. Tanto O'Leary como Jack habían
encontrado asientos.
La mesa de Jack estaba junto a la pista de baile. O'Leary se
hallaba al otro extremo del salón, cerca de un rincón. Una pareja de
gordos rubios dejaba la mesa de ese rincón en el momento en que
yo entré, de modo que persuadí al camarero que ya me guiaba
hacia una mesa de que lo hiciera hacia la que estaba próxima a Red
O'Leary.
El pelirrojo miraba en otra dirección; Red tenía los ojos puestos
en la puerta de entrada; la observaba con una ansiedad que se
convirtió en alegría cuando vio entrar a una muchacha. Era la chica
que Ángel Grace había llamado Nancy Reagan. Ya he dicho que era
bonita. Y el pequeño y desafiante sombrero azul que aquella noche
le ocultaba por entero el cabello no disminuía su belleza.
El pelirrojo se puso de pie con precipitación y se llevó por
delante a un camarero y a un par de clientes mientras se dirigía
hacia la muchacha. Como premio a su vehemencia, se ganó alguna
expresión provocativa que no pude oír y una sonrisa de ojos azules y
dientes muy blancos que... vaya... era muy dulce. Condujo a la joven
hasta su mesa y la hizo sentar en una silla que quedaba frente a mí;
él, por supuesto, se sentó frente a la muchacha.
La voz de O'Leary era un gruñido de barítono del que mis oídos
en estado de alerta no pudieron pillar ni una sola palabra. Al
parecer, era mucho lo que tenía que comunicar a la joven y a ella le
resultaba agradable lo que oía.
—Pero, Reddy, cariño, no tendrías que haberlo hecho —dijo la
muchacha en cierto instante. Su voz (conozco otras palabras, pero
será mejor que nos limitemos a ésta) era dulce. Además de un
aroma sensual, tenía clase. Fuera quien fuese esa muñeca de
pistoleros, o bien había tenido un buen inicio en la vida, o bien
había aprendido su papel a la perfección. De vez en cuando, en los
momentos en que la orquesta dejaba de tocar, me era posible oír
unas pocas palabras; pero no significaban mucho para mí y sólo
logré saber que ni la chica ni su rústico acompañante estaban el uno
en contra del otro.
El bar estaba casi vacío cuando llegó Nancy Reagan. Sobre las
diez de la noche, en cambio, estaba lleno, y las diez es una hora muy
temprana para los clientes de Larrouy. Comencé a prestar menos
atención a la amiga de Red —a pesar de lo bonita que era— y
mucha más a mis vecinos. Mientras comprobaba el hecho, advertí
que la proporción de mujeres era mínima con respecto a la de los
hombres. Hombres, con cara de ratas, con cara de cuchillo,
mandíbulas cuadradas, mentones agudos, rostros pálidos,
huesudos, hombres de aspecto gracioso, otros rudos, otros
vulgares. Se hallaban sentados de dos en dos, de cuatro en cuatro, a
una misma mesa. Llegaban más hombres y... maldita sea... muy
pocas mujeres.
Hablaban como si no tuvieran interés en lo que decían. Miraban
a su alrededor, recorrían el salón con la mirada y, al llegar a la cara
de O'Leary, sus expresiones se vaciaban de todo contenido. Y
siempre esas miradas eventuales y aburridas se detenían en el
gigante pelirrojo durante uno o dos segundos.
Volví mi atención hacia O'Leary y Nancy Reagan. Red estaba
ahora un poco más erguido en su silla que unos minutos antes. Pero
su posición era suelta, fácil y, aunque sus hombros se habían
encorvado apenas, no revelaba rigidez. La chica le dijo algo. Red se
echó a reír mientras volvía su cara hacia el centro del salón. Parecía
reír no sólo de lo que ella le había dicho, sino también de aquellos
hombres sentados a su alrededor, a la expectativa. Era una risa
257
sincera, joven y descuidada.
La muchacha pareció sorprendida, como si algo en aquella risa
la hubiese desconcertado. Luego siguió hablando de lo mismo con
su acompañante. Pensé que Nancy no sabía que se hallaba sentada
sobre dinamita. O'Leary, en cambio, sí lo sabía. Cada centímetro de
su cuerpo, cada gesto suyo parecían pregonar: «Soy robusto, fuerte,
joven, rudo y pelirrojo. Muchachos, cuando vosotros queráis
cumplir con vuestra faena, allí estaré yo.»
Transcurría el tiempo. Unas pocas parejas bailaban. Jean
Larrouy iba y venía con una negra sombra de cuidado en su cara
redonda. Su bar estaba lleno de clientes pero, sin duda, en ese
instante, Larrouy hubiese preferido tenerlo vacío.
Sobre las once me puse de pie e hice una seña a Jack Counihan.
Se acercó a mi mesa, nos estrechamos la mano, intercambiamos
algunos «¿Cómo estás?» y «Pues muy bien, ya lo ves», y Jack se
sentó a mi mesa.
—¿Qué pasa? —me preguntó bajo la protección de los sonidos
de la orquesta—. No puedo ver nada claro, pero hay algo en el aire.
¿O es que me estoy poniendo histérico?
—Lo estarás, en pocos minutos. Los lobos se están reuniendo y
Red O'Leary es el cordero. Si tuvieses una mano libre podrías pillar a
alguno de los más tiernos, pero estos gorilas han intervenido en el
atraco a un banco y, en el momento de la paga, se han encontrado
con que los sobres estaban vacíos o con que ni siquiera había
sobres. Habrá corrido la voz de que tal vez O'Leary sepa qué ha
pasado. Y así es como están las cosas. Ahora esperan... quizá a
alguien... quizá a tener suficiente alcohol dentro de su cuerpo.
—¿Y nos hemos sentado aquí porque ésta va a ser la mesa más
cercana al blanco de todos estos tipos en cuanto se haya montado
el espectáculo? —preguntó Jack—. Vayamos a la mesa de Red.
Estaremos más cerca aún y, además, me gusta mucho la chica que
está sentada con el pelirrojo.
—No te pongas ansioso; tendrás tu diversión en el momento
correspondiente —le prometí—. Es absurdo que O'Leary muera. Si
hacen un pacto caballeresco con él, nosotros nos mantendremos
fuera del asunto. Pero si las cosas se ponen feas para Red, tú y yo
los defenderemos; a él y a la chica.
—¡Así se habla, amigo del alma! —sonrió Jack, con una mueca
que le marcó una línea blanca en torno a la boca—. ¿Algún detalle
especial? ¿O simplemente nos metemos a protegerles, sin más?
¿Ves la puerta que está a mis espaldas, hacia mí derecha? En cuanto
se arme el jaleo, iré a abrirla. Entretanto, tú mantendrás despejado
el camino hacia allá. Cuando yo grite, le prestas a Red la ayuda
necesaria para que llegue a esa puerta.
—¡Oh, sí, sí! —miró la galería de tipos tan poco tranquilizadores
que le rodeaba, se humedeció los labios y luego clavó los ojos en la
mano con que sostenía el cigarrillo: una mano temblorosa—. Espero
que no pienses que soy un cobarde —dijo—. Pero no soy un asesino
con tanta experiencia como tú. Y ésta es una reacción ante la idea
de esta inminente matanza.
—¡Y un cuerno de reacción! —le respondí—. Estás tieso de
miedo. ¡Pero no hagas tonterías, por favor! Si intentas hacer tu
propio número, te aseguro que me encargaré que no quede nada de
lo que estos gorilas quieran dejar de ti. Haz lo que te he ordenado y
nada más. Si se te ocurre alguna idea brillante, guárdatela para
comunicármela luego.
—¡Oh, mi conducta será absolutamente ejemplar! —me
aseguró con énfasis.
Era casi medianoche cuando los lobos vieron aparecer lo que
habían estado aguardando. La última ficción de indiferencia
258
desapareció de aquellas caras que, gradualmente, habían ido
ganando en tensión. Sillas y pies resonaron sobre el suelo: todos se
apartaban unos centímetros de sus mesas. Los músculos se
flexionaban para que sus cuerpos estuviesen prontos para la acción.
Las lenguas humedecieron los labios y los ojos se clavaron al mismo
tiempo en la puerta de entrada al bar.
Bluepoint Vance llegaba a la reunión. Llegó solo, saludando a
sus amistades, a derecha e izquierda; su cuerpo delgado se movía
con gracia, con soltura, dentro de un traje de excelente corte. Una
sonrisa de total confianza le cubría la cara de facciones definidas.
Sin ninguna prisa, y sin pausa, se acercó a la mesa de Red O'Leary.
Me era imposible ver la cara de Red, pero tenía rígidos los músculos
de la nuca. La muchacha dirigió una sonrisa cordial a Vance y le dio
la mano. Lo hizo con toda naturalidad. Era evidente que no sabía
nada.
Vance hizo que su sonrisa gravitara desde la cara de Nancy
Reagan hasta la cara del gigante pelirrojo. Parecía la mueca del gato
que juega con el ratón.
—¿Cómo van los negocios, Red? —preguntó.
—Pues estupendos —fue la respuesta inmediata.
La orquesta había dejado de tocar. Larrouy, de pie junto a la
puerta de entrada, se enjugaba la frente con un pañuelo. Junto a mi
mesa, a la derecha, un mono de pecho como un tonel, nariz
quebrada y traje a rayas anchas, respiraba con pesadez por entre
sus dientes de oro; los ojos grises y acuosos se le salían de las
órbitas para no perder un solo movimiento de O'Leary, Vance y
Nancy. Su actitud pasaba casi desapercibida: eran muchos los que
hacían lo propio.
Bluepoint Vance giró la cabeza para llamar a un camarero:
—Una silla.
El camarero acercó una silla a la mesa que enfrentaba la pared.
Vance se sentó echado hacia atrás, apenas vuelto con aire indolente
hacia Red; su brazo izquierdo estaba arqueado sobre el respaldo de
la silla y su mano derecha sostenía un cigarrillo casi con desgana.
—Bien, Red —dijo después de haberse acomodado en el
asiento—. ¿Tienes alguna noticia para mí?
Su voz era suave, pero lo bastante alta como para ser oída en
las mesas cercanas.
—Ni una palabra. —La voz de O'Leary no pretendía denotar
sentimientos amistosos ni precauciones.
—¿Qué? ¿Conque nada del otro jueves? —la sonrisa de Vance
entreabrió sus labios delgados y en sus ojos oscuros brilló una
chispa de regocijo muy poco agradable—. ¿Nadie te ha dado nada
que debas entregarme?
—No —aseguró O'Leary, enfático.
—¡Dios! —exclamó Vance, mientras la sonrisa de su boca y de
sus ojos se ahondaba y se volvía menos agradable aún—. ¡Qué
ingratitud! ¿Me ayudarás a cosechar, Red?
—No.
Me sentí disgustado con aquel pelirrojo de poco seso: casi
estuve a punto de dejarle librado a su suerte en el momento en que
estallara la tormenta. ¿Por qué no trataba de ganar tiempo? ¿Por
qué no inventaba un cuento estúpido que Bluepoint se viese
obligado a aceptar, siquiera a medias? Pero no... aquel O'Leary tenía
un orgullo tan tosco, que se ponía en el papel de niño y se obligaba
a montar un espectáculo en lugar de utilizar el meollo. Si hubiese
arriesgado su propio pellejo en el jaleo que se avecinaba, habría
sido justo. Pero no era justo de ningún modo que Jack y yo
tuviésemos que sufrir las mismas consecuencias. Aquel gigantesco
zoquete era demasiado valioso para permitir que desapareciera. Y
259
nosotros íbamos a tener que dejarnos zurrar para librarle de lo que
se merecía por su empecinamiento de chiquilicuatre. No era justo.
—Tengo que recibir cierta cantidad de dinero, Red. —Vance
hablaba con un tono entre perezoso e insultante—. Y necesito ese
dinero. —Dio una chupada a su cigarrillo y, como por casualidad,
arrojó el humo a la cara del pelirrojo. Luego prosiguió—: Mira, ya
sabes que en la lavandería te piden veintiséis céntimos por lavar un
pijama. Necesito ese dinero.
—Duerme con la ropa interior puesta —replicó O'Leary.
Vance se echó a reír. Nancy Reagan sonrió, pero en su cara se
dibujaba un gesto de inquietud. Al parecer, la muchacha no sabía
cuál era el tema de la charla, pero no podía por menos de
comprender que había algún tema especial.
O'Leary se inclinó hacia delante y habló con voz clara y alta, de
modo que cualquiera pudiese oírle:
—Bluepoint, no tengo nada que darte... ni ahora ni nunca. Y
esto vale para cualquiera que esté interesado en el asunto. Si tú o
tus amigos pensáis que os debo algo... tratad de quitármelo. ¡Al
infierno contigo, Bluepoint Vance! Y si no te sienta bien lo que te he
dicho... pues aquí están tus amigos. ¡Diles que vengan!
¡Qué flor y nata de idiota! Pensé que lo único que me sentaría
bien en ese momento sería una ambulancia... sin duda tendrían que
llevarme con él.
La sonrisa de Vance estaba cargada de malignidad. Sus ojos
arrojaban chispas a la cara de
O'Leary.
—¿Te apetece que sea así, Red?
O'Leary alzó sus poderosos hombros y luego los dejó caer.
—No me importa que haya pelea —dijo—. Pero será mejor que
Nancy quede fuera del asunto. —Se volvió hacia la muchacha—.
Será mejor que te marches, cariño, voy a tener mucho trabajo.
La chica fue a decir algo, pero Vance, con sus palabras, no le
permitió continuar. Le hablaba con suavidad y no se opuso a que
Nancy se marchara. En resumen, vino a decirle que sin duda se
sentiría muy sola en adelante, sin Red. Incluso se permitió entrar en
detalles acerca de esa futura soledad.
La mano derecha de Red O'Leary descansaba sobre la mesa. De
pronto se alzó en dirección a la boca de Vance. Al llegar a su
objetivo, la mano se había convertido en puño. Un golpe así suele
ser poco eficaz. La fuerza debe provenir de los músculos del brazo,
precisamente, de los menos adecuados. Sin embargo, Bluepoint
Vance se vio proyectado desde su asiento hasta la mesa contigua.
Las sillas del bar de Larrouy quedaron vacías. La fiesta había
comenzado.
—De pie —rugí a Jack Counihan, e hice todo lo posible para
mostrarme como el gordito nervioso que era en ese instante. Me
precipité hacia la puerta trasera, esquivando a los hombres que, sin
prisa aún, se dirigían hacia O'Leary. Debo haber tenido el aspecto
del tío temeroso que se escabulle cuando hay jaleo, porque a nadie
se le ocurrió detenerme y llegué a la puerta antes de que la pandilla
estrechara filas alrededor de Red. La puerta estaba cerrada, pero sin
llave. Giré hasta quedar de espaldas a ella, con una porra en la
mano derecha y el revólver en la izquierda. Ante mí había muchos
hombres, pero todos ellos me daban la espalda.
Erguido junto a su mesa, O'Leary dominaba la escena; su cara
rústica y rojiza se había puesto tensa, en una expresión de
desdeñoso desafío, y su cuerpo de gigante se balanceaba sobre las
plantas de los pies. Entre el pelirrojo y yo estaba Jack Counihan, con
la cara vuelta hacia mí, y la boca crispándosele en una sonrisa
nerviosa mientras sus ojos bailoteaban, deleitados.
260
Bluepoint Vance ya se había puesto de pie. Un hilo de sangre le
caía desde los finos labios hasta el mentón. Sus ojos eran puro hielo;
observaban a Red O'Leary con la mirada calculadora del leñador que
mide el árbol que se dispone a echar abajo. La pandilla de Vance
tenía los ojos fijos en
su jefe.
—¡Red! —vociferé en medio del silencio—. ¡Por aquí, Red!
Las caras se volvieron hacia mí... todas las caras que había en el
salón... millones...
—¡Ven, Red! —gritó Jack Counihan, en tanto avanzaba un paso,
con su revólver desenfundado.
La mano de Bluepoint Vance relampagueó en dirección al
bolsillo interno de su chaqueta. El
revólver de Jack disparó hacia él. Bluepoint se echó hacia el suelo
antes de que el gatillo del joven se hubiese movido. El proyectil se
perdió en el vacío, pero la suerte de Vance estaba echada.
Red alzó a la chica con su brazo izquierdo. Una descomunal
automática había florecido en su puño derecho. Luego ya no pude
prestar mucha atención al pelirrojo: estaba muy ocupado.
La cueva de Larrouy rebosaba de armas: revólveres, cuchillos,
porras, chismes para adornar los nudillos, sillas que se
balanceaban con mucho garbo, botellas y toda la miscelánea
posible en materia de elementos destructivos. Muchos de esos
hombres anhelaban poner sus armas en contacto conmigo. El
juego consistía en tratar de alejarme de aquella puerta. Para
O'Leary hubiese sido una buena tarea. Pero yo no soy un
gigante joven de pelo rojo. Ya rondaba los cuarenta años y, por
lo menos, tenía ocho kilos de más. Me gustaba el ocio acorde
con mi peso y mi edad: y aquella ocasión no me deparaba el
ocio que a mí me gustaba.
Un portugués estrábico me lanzó una cuchillada al cuello y me
arruinó la corbata. Le di encima de la oreja, con el costado de mi
revólver, antes de que pudiese apartarse de mí; la oreja le quedó
colgando sobre el cuello. Un chico sonriente, de no más de veinte
años, se arrojó contra mis piernas: una de esas triquiñuelas del
rugby. Sentí sus dientes en la rodilla, que alcé, y los sentí quebrarse.
Un mulato picado de viruelas apoyó el cañón de su revólver sobre el
hombro del tipo que tenía delante. Mi porra golpeó con fuerza el
brazo de aquel hombre, que se inclinó hacia un lado en el momento
preciso en que el mulato oprimía el gatillo consiguiendo que el
disparo le volase la mitad de la cara.
Hice fuego dos veces. Una, cuando vi un arma que me apuntaba
al pecho, a menos de treinta centímetros de distancia; la segunda,
cuando descubrí a un hombre, de pie sobre una mesa cercana,
haciendo puntería hacia mi cabeza. Por lo demás, me confié a mis
brazos y piernas y economicé proyectiles. La noche era joven y yo
sólo tenía una docena de pildoritas. Seis en el revólver y seis en mi
bolsillo.
Aquello era un costal lleno de gatos rabiosos. Esguince a la
derecha, esguince a la izquierda, patada, esguince a la derecha,
esguince a la izquierda, patada. Sin descanso, sin un blanco. Dios
proveerá siempre algún tipo que reciba los golpes del revólver o de
la porra, y algún vientre en el que hundir el pie.
Una botella llegó por los aires y se encontró con mi frente. El
sombrero amortiguó su fuerza, pero el golpe no me sentó nada
bien. Me incliné y sólo pude quebrar una nariz, cuando tendría que
haber roto un cráneo. El salón olía mal, la ventilación era
paupérrima. Alguien tendría que haber advertido a Larrouy de
aquella deficiencia. ¿Qué tal te ha sentado esa caricia en la sien,
rubiales? Esta rata de mi izquierda se me está acercando
261
demasiado. La arrastré hacia mi derecha para que se entienda con
el mulato y luego le daré con todas mis fuerzas. ¡No ha estado tan
mal! Pero no puedo continuar así toda la noche. ¿Dónde están Red y
Jack? ¿De pie, por allí, observando mi número?
Alguien me tiró algo sobre el hombro, un piano, a juzgar por la
sensación que me produjo. No pude esquivarlo. Otra botella se llevó
mi sombrero y parte de mi pelo. Red O'Leary y Jack Counihan se
abrían paso a golpes, con la chica protegida entre los dos.
Mientras Jack sacaba a la joven por la puerta, Red y yo
limpiamos un pequeño círculo en torno a nosotros. El pelirrojo era
hábil para eso. No quise dejarle solo con aquella carga, pero
tampoco me preocupaba por ahorrarle ejercicio.
—¡Vamos! —gritó Jack.
Red y yo atravesamos el umbral y cerrarnos la puerta de golpe.
No hubiese aguantado ni siquiera con cerradura. O'Leary disparó
tres veces a través de la hoja de la puerta, para que los muchachos,
al otro lado, tuviesen en qué pensar. E iniciamos nuestra retirada.
Nos hallábamos en un estrecho pasaje iluminado por una luz
bastante potente. A un extremo se
veía una puerta cerrada. Hacia la derecha se alzaba una escalera.
—¿Recto? —preguntó Jack, que iba al frente.
O'Leary respondió:
—Sí.
Yo ordené:
—No. Vance ya habrá hecho bloquear esa puerta, si es que sus
monos no lo han hecho antes.
Arriba, por la escalera, al tejado.
Llegamos a la escalera. A nuestras espaldas la puerta se abrió
con violencia. De inmediato la luz se apagó. Al otro extremo del
pasaje la puerta se abrió de par en par, a juzgar por el ruido. Ni un
mínimo rayo de luz atravesaba ninguna de las dos puertas. Vance
hubiese querido un poco de luz. Sin duda Larrouy debía haber
accionado el interruptor, con la esperanza de evitar que su almacén
quedara convertido en astillas.
En el pasaje a oscuras crecía el tumulto, mientras nosotros
subíamos por la escalera mediante el antiguo sistema del tanteo.
Fueran quienes fuesen los que habían entrado por la puerta trasera,
se estaban uniendo a los que nos seguían desde el bar. Se unían
entre topetazos, maldiciones y algún que otro disparo. ¡Sus fuerzas
crecían! Subíamos Jack a la cabeza, luego la muchacha, yo por
detrás y Red O'Leary que cerraba la marcha.
Galante, Jack iba dando pistas a la joven:
—Cuidado en el descansillo, media vuelta a la izquierda ahora,
la mano derecha contra la pared y...
—¡Cállate! —le gruñí—. Es preferible dejar que se caiga y no
que se nos echen encima todos
esos monos.
Llegamos al segundo piso. Era la negrura misma. Y el edificio
tenía tres plantas.
—No encuentro el comienzo del otro tramo —se quejó Jack.
Tanteamos en la oscuridad, en busca del tramo de escaleras
que nos podría llevar hasta el tejado. No pudimos hallarlo. Abajo, el
alboroto se aquietaba. La voz de Vance advertía a los suyos que se
estaban mezclando y dando de golpes unos con otros; todos se
preguntaban por dónde habíamos salido nosotros. Al parecer, nadie
lo sabía. Nosotros tampoco.
—Por allí —llamé entre la oscuridad. Me abrí paso por el pasillo
hacia la parte posterior del edificio—. A algún lado iremos a parar.
Desde abajo aún nos llegaban ruidos, pero ya no eran de pelea.
Los hombres hablaban de conseguir alguna luz. Tropecé contra una
262
puerta, al otro lado del pasillo, y la abrí. Un cuarto con dos
ventanas, a través de las cuales el pálido resplandor de las luces de
la calle nos pareció el brillo del sol, después de la oscuridad en que
nos habíamos movido. Mi pequeña banda me siguió y cerramos la
puerta.
Red O'Leary atravesó el cuarto y se asomó por una de las
ventanas.
—La calle trasera —murmuró—. No hay modo de bajar, como
no sea saltando.
—¿Alguien a la vista? —pregunté.
—No veo a nadie.
Miré a mi alrededor: una cama, un par de sillas, una cómoda y
una mesa.
—Tiraremos la mesa por la ventana —dije—. La arrojaremos
tan lejos como nos sea posible y quiera Dios que el estrépito les
haga salir antes de que se decidan a echar una mirada aquí arriba.
Red y la muchacha se aseguraban mutuamente que cada uno
estaba aún entero y de una sola pieza. El pelirrojo se apartó de la
joven para echarme una mano con la mesa. La balanceamos un par
de veces y la soltamos. La mesa se comportó muy bien, al estrellarse
contra la pared del edificio de enfrente para caer dentro de un patio
y producir un buen estrépito sobre una pila de hojalata o una
colección de cubos de basura o algo semejante que generó un
simpático estruendo. Pero no se habría oído a más de una manzana
y media de distancia.
Nos apartamos de la ventana en el momento en que nuestros
perseguidores comenzaron a precipitarse hacia la calle por la puerta
trasera del bar de Larrouy.
La muchacha, incapaz de hallar heridas en el cuerpo de O'Leary,
se había dedicado a Jack Counihan. El chico tenía un corte en la
mejilla. Y ella se proponía curárselo con un pañuelo.
—Cuando termines con éste —le decía Jack a su improvisada
enfermera—, saldré para que me hagan otro en la otra mejilla.
—¡Oh!, ésa es una buena idea —aprobó Nancy.
—San Francisco es la segunda ciudad de California. Sacramento
es la capital del estado. ¿Te interesa la geografía? ¿Quieres que te
hable de Java? Nunca he estado allí, pero tomo el café que
produce la isla. Si...
—¡Tonto! —dijo Nancy, y se echó a reír—. Si no te quedas
quieto, terminaré ya mismo.
—¡Oh!, ésa ya no es una buena idea —replicó mi ayudante—.
Me quedaré quieto.
Nancy no hacía más que enjugar la sangre de la mejilla: una
sangre que tendría que haberse secado allí, por si sola. Cuando
terminó sus primeros auxilios perfectamente inútiles, la joven retiró
la mano con lentitud, observando los poco visibles resultados con
aire de orgullo. Cuando su mano llegó a la altura de los labios de
Jack, él inclinó la cabeza hacia delante y estampó un beso en la
punta de uno de esos dedos.
—¡Tonto! —dijo Nancy otra vez y alejó su mano deprisa.
—Déjate de ésas —masculló Red O'Leary—, o te pongo fuera
de combate.
—Métete en lo que te importa —respondió Jack Counihan.
—¡Reddy! —gritó Nancy, demasiado tarde.
La derecha de O'Leary salió a relucir. Jack recibió el golpe en
mitad del estómago y fue a dar en el suelo, dormido. El gigante
pelirrojo giró sobre sus talones para enfrentarse conmigo.
—¿Tienes algo que decir? —preguntó.
Miré hacia abajo, a Jack, con una sonrisa. Luego alcé la cabeza
para sonreírle a Red.
263
—Estoy avergonzado de él —dije—. Dejarse poner fuera de
combate por un pesado que usa la
derecha.
—¿Quieres probarla?
—¡Reddy! ¡Reddy! —suplicó la muchacha, pero ninguno de los
dos le prestábamos atención.
—Si lo haces con la derecha —respondí al pelirrojo...
—Lo haré —prometió, y así lo hizo.
Yo hice mi parte: esquivé el golpe torciendo la cabeza y le metí
el índice en el mentón.
—Ése podría haber sido un puñetazo —le advertí.
—¿Sí? Pues allí va uno.
Me las apañé para soportar su izquierda, flexionando mi brazo
por delante de mi garganta. Pero
con eso ya había agotado mis recursos defensivos. Y me pareció mi
deber tratar de hacerle algo al gigante, si es que me era posible. La
muchacha le aprisionó un brazo y se colgó de él.
—Reddy, cariño, ¿no te ha bastado la pelea de esta noche? ¿No
puedes ser sensato, aunque seas irlandés?
Tuve que reprimir la tentación de darle un buen golpe, mientras
su amiguita le tenía aferrado.
El pelirrojo se echó a reír, bajó la cabeza y besó en los labios a la
muchacha. Luego me dedicó una sonrisa.
—Siempre hay una segunda vez —me dijo, de buen talante.
—Será mejor que salgamos de aquí si es posible —dije—. Has
organizado demasiado jaleo y no estamos a salvo en este lugar.
—No te preocupes tanto, gordito —me respondió Red—.
Cógete de los bordes de mi chaqueta y yo te sacaré.
El muy idiota. De no haber sido por Jack y por mí en ese
momento no le quedarían ni siquiera los bordes de la chaqueta.
Nos acercamos a la puerta poniendo todos nuestros sentidos.
No se oía ningún ruido.
—La escalera hacia el tercer piso debe estar por delante —
susurré—: busquémosla.
Abrimos la puerta con cuidado. La luz que llegaba por atrás fue
suficiente para dejarnos vislumbrar una promesa de quietud. Nos
deslizamos por el pasillo, cada uno con una mano en un brazo de la
muchacha. Tenía la esperanza de que Jack se las compusiera para
salir de allí: él mismo se había hecho poner fuera de combate y yo
tenía mis propios problemas.
Nunca había pensado que el edificio del bar de Larrouy fuera
tan grande como para tener un pasillo de un kilómetro de longitud.
Y lo tenía. Recorrimos casi medio kilómetro en la oscuridad antes de
llegar a la escalera por la que habíamos subido. No nos detuvimos
allí para escuchar las voces del piso inferior. Al cabo de otro medio
kilómetro, el pie de O'Leary halló el escalón inicial del tramo que
llevaba hacia arriba.
En ese preciso instante, un grito brotó del extremo inferior del
tramo de escalera que habíamos dejado atrás.
—¡Arriba! ¡Están arriba!
Una luz blanca relampagueó sobre el gritón y un inconfundible
tono irlandés se dejó oír en las
palabras que alguien dijo desde abajo:
—Vamos, baja, bola de viento.
—La policía —susurró Nancy Reagan. A empellones subimos
por la escalera que nos conducía hacia el tercer piso.
Más oscuridad, tal como la que habíamos dejado atrás. Nos
detuvimos en el tope de la escalera. Al parecer no teníamos
compañía.
—El tejado —dije—. Corramos el riesgo de encender una
264
cerilla.
A nuestras espaldas, en un rincón, la débil luz de la cerilla nos
dejó ver una escala adherida a la pared que llevaba hasta una
trampilla en el cielo raso. En el mínimo tiempo posible nos hallamos
sobre el tejado del bar de Larrouy, con la trampilla cerrada ya.
—Todo de maravilla —dijo O'Leary—, y si las ratas de Vance y la
poli se entretienen unos minutos más... ¡vía libre!
Dirigí la marcha por los tejados. Bajamos unos tres metros para
pasar al edificio contiguo y luego subirnos apenas para llegar al
siguiente. Al final de ese tercer tejado, encontramos una escalera de
incendios que bajaba hasta un patio estrecho con una puerta que
daba a un callejón.
—Por aquí tendría que ser —dije y comencé a bajar.
La chica bajó por detrás de mí y, por último, lo hizo Red. El patio
en el que habíamos ido a dar estaba vacío: una pequeña superficie
de cemento entre dos edificios. El extremo de la escalera de
incendios crujió bajo mi peso, pero el ruido no produjo ninguna
alarma a nuestro alrededor. La oscuridad del patio era mucha, pero
no llegaba a la negrura total.
—Cuando estemos en la calle, nos separaremos —me dijo
O'Leary, sin una palabra de gratitud por mi ayuda: una ayuda que,
según él, no habría sido necesaria, sin duda—. Tú te irás por tu lado
y nosotros por el nuestro.
—Aja —asentí, mientras me devanaba los sesos para
determinar qué podía hacer en esas circunstancias—. Investigaré
ese callejón antes de salir.
Con sumo cuidado me dirigí hacia el otro lado del patio y
arriesgué mi cabeza descubierta para atisbar en el callejón. Estaba
en silencio, pero en una de las esquinas, a un cuarto de manzana,
dos vagabundos parecían estar muy entregados a su holgazanería.
No eran policías. Di un paso hacia la calle y los llamé. No podían
reconocerme a esa distancia y con tan poca luz; tampoco había
motivos para que pensasen que yo no era de la pandilla de Vance,
en el caso de que ellos sí lo fueran.
Cuando se encaminaron hacia donde me hallaba yo, retrocedí
hasta el patio y silbé a Red. No era de los que hay que llamar dos
veces cuando hay pelea. Llegó a mi lado en el instante en que los
otros dos hacían su aparición. Me encargué de uno de ellos. Red del
otro.
Lo que yo necesitaba era organizar algún lío. Tuve que sudar
como una mula para conseguirlo. Para ser justos, aquellos dos eran
un par de caramelos. El mío no sabía qué hacer frente a mis
embestidas. Tenía un revólver, pero lo primero que consiguió fue
dejarlo caer y, en la refriega, lo pateamos lejos de todo posible
alcance. El vago se dobló en dos, mientras yo sudaba tinta para
hacerle recuperar su posición erguida. La oscuridad me prestaba su
auxilio, pero aun así era ridículo fingir que aquel tipo me estaba
dando guerra; mi intención era ponerle a espaldas de O'Leary, que
en esos momentos no tenía ninguna dificultad con el suyo.
Por fin lo logré. Estaba detrás de O'Leary, que había
arrinconado a su adversario contra la pared con una mano y, con la
otra, se disponía a ponerle fuera de combate. Sujeté con la mano
izquierda la muñeca de mi contrincante, le hice girar hasta que
quedó de rodillas, desenfundé mi revólver y le metí un tiro en la
espalda a O'Leary, por debajo del hombro derecho.
Red se inclinó, sin dejar de aplastar a su hombre contra la
pared. Yo me deshice del mío con un golpe del cañón de mi arma.
—¿Te ha dado, Red? —le pregunté, en tanto que le sostenía
con un brazo y asestaba un buen golpe en la cabeza de su oponente.
—Sí.
265
—Nancy—llamé.
La chica corrió hacia nosotros.
—Sosténlo de ese lado —dije a la muchacha—. Trata de tenerte
en pie, Red, y nos escurriremos de aquí ya mismo.
La herida era demasiado fresca aún para que afectara a sus
movimientos, pero tenía el brazo derecho fuera de combate.
Bajamos por la calle hasta una esquina. Tuvimos perseguidores
antes de llegar a ella. Caras curiosas nos observaron en la calle. A
una manzana de distancia, un policía comenzó a moverse en
dirección a nosotros. Con la muchacha sosteniendo a O'Leary de un
lado y yo del otro, corrimos durante media manzana para llegar
hasta el coche que habíamos utilizado Jack y yo. La calle estaba
animada en el momento en que puse en marcha el motor y la chica
acomodó al gigante pelirrojo en el asiento trasero. El poli gritó y nos
obsequió con un tiro al aire. Abandonamos el vecindario.
No me había fijado ningún destino todavía, de modo que
después de la primera escapada veloz, disminuí la marcha, di la
vuelta a no pocas esquinas y me detuve en una calle oscura, al otro
lado de Van Ness Avenue.
Red estaba casi caído en un rincón del asiento trasero; la chica
trataba de mantenerlo erguido cuando me volví a mirarles.
—¿Adónde? —pregunté.
—¡Un hospital, un médico, algo! —sollozó la muchacha—. ¡Está
muriéndose!
No me creí semejante cosa. Y si era verdad, la culpa era del
propio Red. De haber demostrado la gratitud suficiente como para
llevarme consigo en calidad de compañero, no me hubiese visto yo
obligado a dispararle, de modo que tuviese que llevarme consigo en
calidad de enfermera.
—¿Adónde quieres ir, Red? —le pregunté, tocándole una rodilla
con el dedo.
Me respondió con dificultad: las señas del hotel de Stockton
Street.
—Eso no me parece bien —me opuse—. Todo el mundo en la
ciudad sabe que ésa es tu cueva y si vuelves allá, te limpiarán.
Piénsalo. ¿Adónde quieres ir?
—Hotel —repitió.
Me puse de rodillas sobre el asiento y me incliné hacia él, para
seguir con mi trabajo de convencimiento. Estaba débil. Ya no podría
resistir mucho tiempo más. Intimidar a un hombre que, después de
todo, tal vez estuviese a punto de morir, no era muy caballeresco.
Pero ya había invertido no pocos cuidados en aquel pollo con la
intención de que me condujese hasta sus compinches. Y no estaba
dispuesto a amilanarme por tan poca cosa. Durante algunos
minutos me dio la impresión de que aún no se encontraba lo
bastante débil. Tal vez me vería obligado a dispararle nuevamente.
Pero la muchacha me secundó de modo admirable y, por último,
entre ambos logramos convencerle de que la única alternativa
segura era marcharnos a algún lugar donde pudiese permanecer
oculto, mientras se le brindara la atención médica que le era
imprescindible. En rigor no le convencimos de nada... Sólo le
fatigamos hasta que cedió, porque se encontraba demasiado débil
para continuar la discusión. Me dio una dirección de las afueras de
la ciudad, cerca de Holly Park.
Con la esperanza de que todo fuese para bien, enfilé el coche
hacia allá.
Era una casa pequeña en medio de una hilera de otras casas
pequeñas. Sacamos a nuestro gigantón del coche y entre ambos le
arrastramos hasta la puerta de la calle. Casi podría haberlo hecho
por sí mismo, sin ayuda nuestra. La calle estaba a oscuras. No se
266
veía ninguna luz dentro de
la casa. Hice sonar el timbre.
No sucedió nada. Otro timbrazo. Luego, otro más.
—¿Quién es? —preguntó una voz áspera, desde el interior de la
casa.
—Red está herido —respondí.
Hubo silencio durante unos momentos. Luego la puerta se
abrió, menos de diez centímetros. A través de la abertura llegaba un
hilo de luz: suficiente para reconocer la cara chata y los
protuberantes músculos de las mandíbulas del rompecráneos que
había sido guardaespaldas y verdugo de Motsa Kid.
—¿Qué diablos? —preguntó.
—Asaltaron a Red. Casi lo liquidan —expliqué empujando hacia
delante al pelirrojo semiinconsciente.
Pero no conseguimos mover la puerta: el rompecráneos la
sostuvo tal como estaba.
—Esperaréis —dijo antes de cerrarnos la puerta en las narices.
Desde el interior nos llegó su
voz—: Flora.
Aquello sí que fue bueno. Red nos había llevado al sitio exacto
que yo pretendía descubrir.
Cuando el rompecráneos volvió a abrir la puerta, la abrió de par
en par y Nancy Reagan y yo nos adelantamos con nuestro fardo.
Junto al rompecráneos, de pie, vestida con una prenda de mal corte
y de seda negra, una mujer nos observaba. Big Flora, supuse.
Mediría, por lo menos, metro setenta y cinco, sobre los tacones
finos de sus pantuflas. Eran muy pequeñas aquellas pantuflas y
comprobé que también lo eran sus manos sin anillos. Pero no el
resto de su cuerpo. Tenía hombros anchos, un pecho amplio y una
garganta rosada que, a pesar de su piel suave, dejaba ver una
musculatura de luchador. Aparentaba, poco más o menos, mis años
— cerca de los cuarenta— y tenía el pelo muy rubio, rizado y
brillante; la piel sonrosada subrayaba la belleza brutal de su cara.
Sus ojos profundos eran grises, sus labios gruesos estaban bien
delineados y su nariz era lo bastante ancha y curvada como para
darle un aspecto de fuerza; el mentón de Big Flora era digno de esa
nariz. Desde la frente hasta la garganta, su piel rosada encubría
suaves y poderosos músculos.
Aquella Big Flora no era un juguete. Tenía el aspecto y la actitud
de una mujer que bien podía haber organizado el atraco y la traición
posterior. A menos que su rostro y su cuerpo mintiesen, era
poseedora de toda la fortaleza física y mental, y de la voluntad
necesarias para el caso. Y aún algo más, si fuera preciso. El material
de que estaba hecha, sin duda, era más duro que el del mono
rompecráneos que estaba de pie a su lado o que el del gigante
pelirrojo que yo sostenía.
—¿Bien? —preguntó una vez que la puerta se hubo cerrado a
nuestras espaldas. Su voz era profunda pero no masculina... era una
voz adecuada a su porte.
—Vance lo ha atacado con toda su pandilla en el bar de
Larrouy. Tiene un tiro en la espalda — le respondí.
—¿Tú quién eres?
—¡Mételo en la cama! —desvié el tema—. Tendremos toda la
noche para hablar.
Big Flora se volvió e hizo chasquear sus dedos. Un hombrecito
viejo y desarrapado emergió de una puerta cercana a la parte
trasera de la habitación. Sus ojos marrones transmutaban un miedo
cerval.
—Ve arriba, maldición —ordenó Flora—. Prepara la cama, lleva
agua caliente y toallas.
267
El hombrecito trepó por la escalera como si fuese un conejo
atacado de reumatismo.
El rompecráneos ocupó el puesto de la muchacha junto a Red y
entre ambos lo llevamos, escaleras arriba, hasta un cuarto en el que
el viejo se movía deprisa, con las manos cargadas de palanganas.
Flora y Nancy Reagan nos siguieron. Echamos al herido boca abajo
sobre la cama y le desnudamos. Aún manaba sangre del orificio del
proyectil. Red O'Leary estaba inconsciente.
Nancy Reagan perdió todo su aplomo.
—¡Está muriéndose! ¡Llamad a un médico! ¡Oh, Reddy, amor
mío...!
—¡Cállate! —ordenó Big Flora—. Este mierda tenía que ir a
reventar al bar de Larrouy, justamente esta noche. —Aprisionó al
hombrecito asustado por un hombro y lo empujó hacia la puerta—.
Desinfectante y más agua —le ordenó—. Dame la navaja, Pogy.
El hombre con aspecto de mono extrajo el arma de uno de sus
bolsillos. Tenía una larga hoja que había sido afilada hasta
convertirse en una lámina de metal estrecha y fina. Ésta es la navaja
que ha cortado la garganta del Motsa Kid, pensé. Con aquella misma
navaja, Big Flora iba a extraer el proyectil enterrado en la espalda de
Red O'Leary.
El mono Pogy arrinconó a Nancy Reagan sobre una silla
mientras se realizaba la operación. El hombrecito asustado estaba
de rodillas junto a la cama y alcanzaba a Flora lo que ella le pedía, y
enjugaba la sangre a Red a medida que inundaba la herida y corría
hacia los lados.
Yo permanecía de pie, junto a Flora, encendiendo cigarrillos del
paquete que ella me había entregado. Cuando Flora alzaba la
cabeza, mi función era pasar el cigarrillo de mi boca a la suya. La
mujer llenaba sus pulmones con una chupada que consumía la
mitad del cigarrillo y hacía un gesto afirmativo. Entonces yo le
quitaba el cigarrillo de la boca. Flora exhalaba el humo y volvía a su
tarea. A continuación, con la colilla que tenía entre manos, le
encendía otro cigarrillo y me preparaba para entregárselo cuando
me lo pidiera.
Big Flora estaba de sangre hasta los codos. Su cara estaba
cubierta de sudor. Era una verdadera carnicería y llevaba tiempo.
Pero cuando Flora se irguió para exhalar la última bocanada de
humo, había extraído el proyectil de la espalda de Red, el flujo de
sangre se había detenido y el pelirrojo estaba vendado.
—Gracias a Dios que todo ha terminado —dije antes de
encender uno de mis propios cigarrillos—. Esas píldoras que fumas
tú son insoportables.
El hombrecito asustado fregaba el suelo. Nancy Reagan se
había desmayado sobre la silla, al otro lado del cuarto, y nadie le
prestaba atención.
—No le quites el ojo a este caballero, Pogy —ordenó Flora al
rompecráneos mientras me señalaba con un movimiento de su
cabeza—. Voy a lavarme.
Me acerqué a la muchacha, le friccioné las muñecas, le eché
unas gotas de agua en la cara. Recuperó el sentido.
—Le han sacado la bala. Red duerme. Dentro de una semana
estará metido en otra nueva pelea —le dije.
Se puso en pie de un brinco y corrió hacia la cama.
Flora reapareció en el cuarto. Se había lavado y se había
cambiado el vestido negro, manchado de sangre, por un kimono
verde que se entreabría aquí y allá y dejaba ver gran parte de su
ropa interior, de color orquídea.
—Habla —ordenó, de pie frente a mí—. ¿Quién, qué y por qué?
—Soy Percy Maguire —le respondí, como si ese nombre, que
268
acababa de inventar, lo explicase todo.
—Eso contesta al quién —me dijo Big Flora, como si mi nombre
inventado no explicase nada—. ¿Qué hay del qué y del porqué? El
mono Pogy, de pie a un lado, me observó de pies a cabeza. Soy bajo
y regordete. Mi cara no asusta ni siquiera a un niño, pero es testigo
fidedigno de una vida que no se ha desarrollado en medio del
refinamiento y las comodidades. La diversión de aquella noche me
lo había decorado con golpes y arañazos y había operado ciertos
cambios en mi ropa.
—Con que Percy —repitió el rompecráneos con una sonrisa
llena de dientes amarillos y separados—. ¡Dios, tus viejos debían ser
daltónicos!7
—Eso contesta también al qué y al porqué —insistí frente a
Big Flora, sin prestar atención al chiste del representante del
zoológico—. Soy Percy Maguire y quiero mis ciento cincuenta mil
dólares.
Las cejas de Flora se abatieron sobre sus ojos.
—¿Que quieres ciento cincuenta mil dólares?
Asentí bajo su cara bella y brutal.
—Sí. Por eso he venido.
—¡Oh! No los tienes aún, ¿y los quieres?
—Oye, hermana, quiero mi pasta. —Tenía que mostrarme duro
si quería que el juego continuase—. Eso de tú quieres y de tú no los
tiene aún sólo me ha dado sed. Hemos participado en el gran golpe,
¿sabes? Y luego, cuando supimos que el pago no llegaría, le he dicho
al chico que iba conmigo: «No te preocupes, chico, tendremos
nuestra pasta. Tú sigue a Percy.» Y luego ha venido Bluepoint y me
ha pedido que me metiera en el asunto con él y le he dicho: «Pues
7
Juego de palabras con Maguise, marabú. (N. del T.).
claro que sí.» Y el chico y yo nos hemos ido con él hasta aquel bar,
para ver a Red. Entonces le he dicho al chico: «Estos pistoleros
baratos quieren liquidar a Red y eso no nos lleva a ninguna parte. Lo
sacaremos de aquí y lo obligaremos a que nos lleve hasta el sitio en
que Big Flora está sentada sobre el botín. Ahora que han quedado
tan pocos en el asunto, bien podemos pedir ciento cincuenta mil
por cabeza. Si después de eso se nos ocurre liquidar a Red, pues
bueno, eso haremos. Pero los negocios antes que el placer y ciento
cincuenta de los grandes es un real negocio.» Y eso hemos hecho.
Le abrimos una salida al gigantón cuando ya no tenía ninguna. El
chico se puso pesado con el pelirrojo y la muchacha, y recibió una
paliza. A mí eso me da igual. Si esta cría vale ciento cincuenta mil
para él... pues es justo. Yo he venido con Red. Por derecho, tendría
que recibir los ciento cincuenta mil del chico... que serían
trescientos mil en total... pero si me das los ciento cincuenta mil que
he venido a buscar dejamos todo liquidado ya mismo.
Me figuraba que este discurso podía tener algún efecto. Por
supuesto que ni había soñado con que ella me diese un solo
céntimo. Pero si los jefes de la banda no conocían a esta gente, ¿por
qué había de pensar que esta gente conocía a todos los miembros
de la pandilla?
Flora dio una orden a Pogy:
—Ve a quitar ese cacharro de delante de la puerta.
Me sentí más a gusto cuando el rompecráneos salió. Big Flora
no lo hubiese enviado fuera a cambiar de sitio el coche de haberme
preparado alguna jugarreta.
—¿Habrá algo de comida aquí? —pregunté como si me hallara
en mi propia casa.
La mujer se acercó a la escalera y gritó:
—Haznos algo de comer.
269
Red seguía inconsciente aún. Nancy Reagan, sentada junto a la
cama, sostenía una mano del
pelirrojo. La cara de la chica estaba totalmente blanca. Big Flora
regresó al cuarto, echó una mirada al herido, le aplicó una mano a la
frente y le tomó el pulso.
—Baja—me dijo.
—Yo... yo preferiría quedarme aquí, si es posible —balbuceó
Nancy Reagan. Tanto su voz como sus ojos traslucían el terror que le
inspiraba Big Flora.
La mujer, sin decir palabra, bajó la escalera. La seguí hacia la
cocina, donde el hombrecito estaba preparando huevos y jamón en
una sartén. Observé que la ventana y la puerta trasera estaban
reforzadas con gruesas maderas sostenidas por fuertes tablones
atornillados al suelo. El reloj que estaba sobre el fregadero marcaba
las dos y cincuenta de la madrugada.
Flora sacó a relucir una botella de licor y sirvió un par de copas:
para ella y para mí. Nos sentamos a la mesa y, mientras
esperábamos la comida, Flora maldijo a Red O'Leary y a Nancy
Reagan, por encontrarse y estropearlo todo justo en el momento en
que ella, Flora, más necesitaba de la fuerza del gigantón. Los maldijo
individualmente, como pareja y hasta planteó una cuestión racial al
maldecir a todos los irlandeses. El hombrecito nos puso en la mesa
los huevos y el jamón.
Habíamos ingerido ya los sólidos y estábamos mejorando el
sabor de nuestra segunda taza de café con unas gotas de alcohol,
cuando regresó Pogy. Traía noticias.
—Al otro lado de la calle, en la esquina, hay un par de tipos que
no me caen bien.
—¿Polis o...? —preguntó Flora.
—O —respondió el mono.
Flora volvió a maldecir a Red y a Nancy. Pero ya había agotado
el tema. Se dirigió a mí, pues.
—¿Por qué diablos les has traído aquí? —preguntó—. ¡Mira
que dejar una pista de un
kilómetro de ancho! ¿Por qué no has dejado que ese idiota muriera
donde le acertaron?
—Le he traído aquí para conseguir mis ciento cincuenta mil.
Pásamelos y seguiré mi camino. No me debes nada más que eso. Y
yo no te debo nada a ti. Dame la pasta, en lugar de darme
palabras, y ahuecaré el ala ahora mismo.
—Diablos, sí que lo harás —dijo Pogy.
La mujer me miró entre sus párpados entornados y siguió
bebiendo su café.
Quince minutos más tarde, el hombrecito desarrapado llegó
corriendo a la cocina y diciendo que oía pasos sobre el techo. Sus
opacos ojos marrones parecían los de un buey aterrorizado, y sus
labios blanquecinos se estremecían bajo el bigote ralo y amarillento.
Flora le aplicó diversos calificativos y lo envió escaleras arriba
nuevamente. Se puso de pie y se ajustó el kimono verde en torno al
robusto cuerpo.
—Tú estás aquí —me dijo—, y tendrás que quedarte con
nosotros. No hay otra salida. ¿Tienes un arma?
Admití que tenía un revólver, pero sacudí la cabeza para
negarme a todo lo demás.
—No ha llegado la hora de mi entierro... todavía —respondí—.
Harían falta los ciento cincuenta mil, en metálico, en propia mano,
para que Percy se metiera en el jaleo.
Yo quería saber si el producto del atraco estaba en la casa.
La voz llena de sollozos de Nancy Reagan llegó hasta nosotros
desde la escalera:
270
—¡No, cariño, no! Por favor, por favor, ¡vuelve a la cama! ¡Te
estás matando, Reddy, querido!
Red O'Leary irrumpió en la cocina. Estaba desnudo, a excepción
de unos pantalones grises y del vendaje. Sus ojos parecían
afiebrados y felices. Sus labios resecos se estiraban en una sonrisa.
Sostenía una pistola en la mano izquierda. El brazo derecho le
pendía junto al costado, inútil. Por detrás de él venía al trote Nancy
Reagan. La chica dejó de suplicarle y se acurrucó cerca de la espalda
del gigante al ver a Big Flora.
—Haz sonar la campana y salgamos —dijo entre risotadas el
pelirrojo semidesnudo—. Vance está en la calle.
Flora se acercó a él, le aplicó un par de dedos al pulso y los
mantuvo allí durante unos segundos. De inmediato, hizo un gesto
de asentimiento.
—Tú, loco, hijo de tal —dijo con un tono que denotaba orgullo
maternal más que cualquier otra cosa—. Ya te encuentras bien para
una pelea. Y nos viene al pelo, maldita sea, porque ahora mismo se
va a organizar una.
Red se echó a reír. Era una carcajada triunfante que se jactaba
de su propia tosquedad. Luego sus ojos se volvieron hacia mí. Se le
desvaneció la risa y una mirada inquisitiva los convirtió en una línea
oscura.
—Hola —me dijo—. He soñado contigo, pero no puedo
recordar qué pasaba en el sueño. Pasaba... espera. Lo recordaré
dentro de un minuto. Sucedía... ¡Por Dios! ¡He soñado que eras tú el
que me metía el plomo en el cuerpo!
Flora me dedicó una sonrisa: la primera que veía yo en sus
labios y habló deprisa: —No lo sueltes, Pogy.
Giré para abandonar mi asiento describiendo una trayectoria
oblicua.
El puño de Pogy me alcanzó en la sien. Me tambaleé a todo lo
ancho de la cocina e hice todos los esfuerzos posibles por mantener
el equilibrio. Entretanto, pensaba en el golpe sobre la sien de Motsa
Kid. Pogy ya se me había echado encima cuando una pared me
ayudó a recuperar la vertical.
Logré meterle uno de mis puños en su chata nariz —¡plaf!— y
de inmediato comenzó a chorrear sangre. Pero me había aferrado
con sus garras pilosas; metí el mentón y le di un cabezazo en la cara;
el perfume de Big Flora me inundó la nariz. Sus ropas de seda me
rozaron. Agarrándome un buen mechón de pelo con cada mano me
levantó la cabeza, ofreciendo mi cuello a Pogy. El mono lo aferró
con sus dos garras. Dejé de resistir. Aquella presión en mi garganta
no era mortal, pero no tenía nada de agradable.
Flora me requisó la porra y el revólver.
—Treinta y ocho especial —declaró en voz alta el calibre del
arma—. Te he sacado un proyectil del treinta y ocho especial de la
espalda, Red. —Las palabras me sonaron débiles, entre el zumbido
que me llenaba el cráneo.
En la cocina, la voz del viejo balbuceaba algo. No pude
comprender lo que estaba diciendo. Las manos de Pogy me
soltaron; me apreté la garganta con mis propias manos: era infernal
la sensación de no sentir ya esos dedos duros como garfios. La
negrura que me cubría los ojos se disipó con lentitud, dando paso a
innumerables nubecitas purpúreas que flotaban y flotaban en torno
a mí. En ese momento me senté sobre el suelo; entonces supe que
había estado de espaldas.
Las nubes purpúreas se disiparon lo bastante como para ver, a
través de ellas, que en la cocina habíamos quedado sólo tres
personas. En un rincón, temblando sobre una silla, se hallaba Nancy
Reagan. Sentado en otra, junto a la puerta, con una pistola en la
271
mano, estaba el hombrecito aterrorizado. Sus ojos reflejaban miedo
y desesperación. Su arma y su mano se sacudían en dirección a mí.
Traté de pedirle que dejase de temblar o que no me apuntase con el
arma, pero aún no podía decir una palabra.
Escaleras arriba resonaron los disparos de varias armas, cuyo
estrépito parecía más fuerte a causa del reducido espacio de la casa.
El hombrecito dio un respingo.
—Sácame de aquí —susurró en forma sorpresiva—. Te daré
todo, todo. ¡Sí! Te lo daré todo... si
me sacas de esta casa. Ese débil rayo de luz, que se filtraba por
donde antes no había ni siquiera un punto luminoso,
me devolvió el uso de mis cuerdas vocales:
—Habla deprisa —logré decir.
—Te entregaré a los que están allá arriba. A ese demonio de
mujer. Te daré el dinero, te lo daré
todo... si me dejas salir de aquí. Soy viejo. Me encuentro enfermo.
No puedo vivir en la cárcel.
¿Qué tengo que ver yo con los robos? Nada. ¿Es culpa mía que ella
sea un demonio de mujer?... Tú lo has visto ya. Soy un esclavo... yo,
que estoy casi al final de mi vida. Abusa de mí, me maldice, me
pega... es el cuento de nunca acabar. Y ahora tendré que ir a la
cárcel porque esa mujer es un demonio. Soy viejo, no podré vivir en
la cárcel. Déjame que me marche. Hazme ese favor. Te entregaré a
ese demonio de mujer... y a los otros demonios que están con ella...
y te entregaré el dinero que han robado. ¡De verdad! —y el viejo
siguió gimoteando y sollozando, abatido en la silla, presa del pánico.
—¿Como podría sacarte de aquí? —pregunté mientras me
levantaba sin apartar los ojos de su arma. Tenía que llegar hasta él
mientras estuviese hablándome.
—Tú puedes. Eres amigo de la policía... lo sé. La policía está
aquí ahora... Esperan la luz del día para entrar en la casa. Yo mismo,
con mis viejos ojos, les he visto llegar con Bluepoint Vance. Tú
puedes sacarme de aquí entre tus amigos, los policías. Haz lo que te
pido y te entregaré a esos demonios y el dinero.
—Me parece bien —le dije; avancé un paso hacía él, con sumo
cuidado—. ¿Pero podré marcharme de aquí cuando quiera?
—¡No! ¡No! —exclamó sin prestar atención al segundo paso
que yo había dado en dirección a él—. Antes te entregaré a esos
tres demonios. Y el dinero. Eso haré. Luego tú me sacarás fuera de
aquí... y también a esta chica. —Con un movimiento brusco de la
cabeza, me señaló a Nancy Reagan, cuya cara blanca, bella aún, a
pesar de que el terror la cubría por completo, se había convertido
casi por entero en un par de ojos desorbitados—. Ella también. No
tiene nada que ver con los crímenes de esos demonios. Ha de
marcharse conmigo.
Me pregunté qué se propondría hacer aquel anciano conejo.
Fruncí el ceño con el más profundo de los aires pensativos; al mismo
tiempo avancé otro paso hacia mi interlocutor.
—No cometas errores —susurró el viejo con fruición—. Cuando
ese demonio de mujer regrese aquí, morirás... te matará, sin duda.
Tres pasos más y hubiese estado lo bastante cerca de él como
para atacarlo y quitarle el arma.
Ruido de pasos en la sala. Demasiado tarde para saltar.
—¿Sí? —siseó el viejo con desesperación.
Asentí con la cabeza una décima de segundo antes de que Big
Flora apareciese en el vano de la puerta.
Estaba vestida, presta para la acción, con unos pantalones
azules que tal vez serían de Pogy, mocasines de tacón bajo y una
blusa de seda. Un lazo le sujetaba los cabellos rubios y rizados a la
altura de la nuca. Llevaba un revólver en la mano y uno en cada
272
bolsillo del pantalón.
El que tenía en la mano se elevó hasta apuntarme a la altura del
pecho.
—Estás liquidado —me dijo, sin ningún rodeo.
Mi nuevo compinche gimoteó:
—¡Un momento! ¡Un momento, Flora! Aquí no, por favor.
Déjame llevarlo al sótano.
Flora le echó una mirada despreciativa y encogió sus anchos
hombros cubiertos de seda.
—Date prisa —ordenó—. Dentro de media hora será de día.
Sentí que podía echarme a llorar hasta las carcajadas en las
narices de ellos. ¿Es que iba a creerme que aquella mujer permitiría
al viejo conejo cambiar sus planes? Supongo que antes debía haber
concedido alguna importancia a la ayuda del vejete; de lo contrario
no me hubiera sentido tan desilusionado al ver que la comedia era,
en realidad, una farsa. Pero cualquier situación en la que me
metiera no podía ser peor que aquella en la que me hallaba.
De modo que me encaminé hacia la sala, con el viejo a mis
espaldas, abrí la puerta que él me indicó, encendí la luz del sótano y
comencé a descender por la rústica escalera.
Por detrás el viejo susurraba:
—Primero te mostraré dónde está el dinero y luego te
entregaré a esos demonios. ¿No olvidarás tu promesa? ¿Nos harás
pasar entre la policía a la muchacha y a mí?
—Sí, claro —aseguré al vejete.
Se acercó a mí y me puso la empuñadura de un arma en la
mano:
—Aguanta esto —murmuró.
Cuando metí en mi bolsillo el arma, el viejo me dio otra, que
había sacado con su mano libre del bolsillo interior de la chaqueta.
A continuación me mostró el botín. Aún estaba dentro de las
cajas y de los sacos en los que había salido de los bancos. El viejo
insistió en mostrarme el contenido de algunos sacos y cajas: fajos
verdes con las bandas amarillas que les habían puesto en el banco.
Cajas y sacos estaban apilados en una pequeña celda de ladrillos
que cerraba con una puerta provista de candado. La llave estaba en
poder del viejo.
Cerró la puerta cuando terminamos nuestra inspección, pero no
le puso el candado. Luego me hizo recorrer una parte del camino
que habíamos seguido al llegar.
—Allí está el dinero, ya lo has visto —me dijo—. Ahora vamos a
por ésos. Quédate aquí, ocúltate tras esas cajas.
Un tabique dividía el sótano por la mitad. El tabique mostraba
la abertura de una puerta inexistente. El lugar que señaló el viejo
como escondite estaba cerca de esa abertura, junto al tabique y por
detrás de cuatro grandes cajas de cartón. Oculto allí, estaría a la
derecha y apenas por detrás de cualquiera que bajase la escalera y
atravesara el sótano en dirección a la celda donde se hallaba
guardado el dinero. Es decir, que estaría en esa posición cuando los
que llegasen atravesaran la abertura del tabique.
El viejo rebuscaba algo dentro de una de las cajas. Por fin
extrajo un tubo de plomo de unos cincuenta centímetros de
longitud que parecía un trozo de tubo de riego. Me lo puso en la
mano mientras me explicaba su plan.
—Vendrán de uno en uno. Cuando estén a punto de atravesar
esta puerta, ya sabrás qué hacer con esto. Entonces serán tuyos y
cumplirás tu promesa, ¿verdad?
—Oh, sí —le aseguré, como entre sueños.
Se marchó escaleras arriba. Me acurruqué junto a las cajas y me
puse a examinar las armas que me había dado... y maldita sea mi
273
estampa si les encontré algún defecto. Estaban cargadas y, al
parecer, listas para entrar en acción. Ese detalle final me dejó por
entero desconcertado. Ya no supe si me encontraba en un sótano o
en un globo.
Cuando Red O'Leary, aún vestido sólo con aquellos pantalones
grises y las vendas, apareció en el sótano, tuve que sacudir con
violencia mi cabeza para aclararme a tiempo y asestarle un buen
golpe en la nuca, tan pronto como su pie desnudo traspuso la
abertura del tabique. Cayó al suelo de bruces.
El viejo se escurrió, escaleras abajo, con una cara llena de
muecas sonrientes.
—¡Deprisa! ¡Deprisa! —jadeó mientras me ayudaba a arrastrar
al pelirrojo hacia la celda del dinero.
Allí sacó a relucir dos trozos de cordel y ató pies y manos del
gigante.
—¡Deprisa! —volvió a jadear antes de abandonarme para
precipitarse escaleras arriba.
Regresé a mi escondrijo y sopesé el tubo de plomo. Me
preguntaba si no sería que Flora me había asesinado y que ahora
gozaba de las recompensas a mis virtudes... en un paraíso en el que
podría divertirme para siempre, donde podría aporrear a todos
aquellos tipos que tan mal se habían portado conmigo allá abajo.
El rompecráneos con cara de mono bajaba por la escalera.
Llegó hasta la puerta. Le di en la cabeza con intensos deseos de
partírsela. El vejete se acercó a la carrera. Arrastramos a Pogy hasta
la celda. Lo maniatamos.
—¡Deprisa! —jadeó el conejo, que brincaba de un lado a otro
en su excitación—. La siguiente es ella... ¡pega fuerte!
Subió por la escalera y oí sus pisadas sobre mi cabeza,
resonantes y apresuradas.
Parte de mi perplejidad ya me había abandonado y estaba
haciendo sitio a cierta dosis de inteligencia dentro de mi cráneo.
Esta locura en que nos habíamos metido no era real. No podía estar
sucediendo. Jamás nada se había resuelto así. No es verdad que
puedas estarte en un rincón poniendo fuera de combate a una
persona tras otra, como una máquina, mientras un conejo
calamitoso, desde el otro lado, te las va mandando una a una. ¡Qué
estupidez! ¡Ya basta!
Me aparté de mi escondite, dejé el tubo de plomo a un lado y
descubrí otro agujero para ocultarme: bajo unos estantes, junto a la
escalera. Acurrucado allí, empuñé un arma en cada mano. Este
juego en el que me había metido era —tenía que serlo— peligroso
en su parte final. Y no me iba a seguir arriesgando.
Flora descendía por la escalera. A sus espaldas, trotaba el
hombrecito.
Con un revólver en cada mano, la mujer hizo girar su ojos por
todo el sótano. Llevaba la cabeza gacha, como un animal que se
apresta para la lucha. Sus fosas nasales se estremecían. Su cuerpo
descendía sin prisa, pero sin detenerse, con un movimiento
equilibrado, como el de una bailarina. Aunque viviera un millón de
años, jamás olvidaría el cuadro de aquella mujer hermosa y brutal
bajando los escalones desparejos. Era un bello animal de riña que se
dirigía a la pelea.
Me vio cuando me incorporé.
—¡Suelta las armas! —le dije, aunque sabía muy bien que ella
no me obedecería.
El hombrecito extrajo de su manga una porra de color marrón y
golpeó a Flora detrás de una
oreja, en el momento en que ella me apuntaba con sus revólveres.
Salté a tiempo para sujetarla antes de que cayera al suelo.
274
—¡Pues ya lo ves! —me dijo el hombrecito, jubiloso—. Tienes el
dinero y los tienes a ellos. Ahora nos vas a sacar de aquí a mí y a la
chica.
—Antes la meteremos a ella junto con los otros.
Después de haber dispuesto a Flora, le pedí al viejo que cerrase
la puerta de la celda. Lo hizo; con una mano me apoderé de la llave
y con la otra de su cuello. Se movió como una serpiente mientras yo
le revisaba la ropa para quitarle la porra y el revólver. También le
encontré un cinturón con dinero.
—Quítatelo —ordené—. No te llevarás nada.
Sus dedos se afanaron por desprender la hebilla, arrastrando el
cinturón por debajo de sus ropas y lo dejaron caer al suelo. Estaba
bien relleno.
Siempre sujetándole por el cuello, le hice subir la escalera. La
muchacha seguía sentada sobre la silla de la cocina, como si la
hubiesen congelado en esa posición. Fue necesario que la obligase a
tomar un trago de whisky y que le dijera una buena tanda de
palabras antes de que lograra hacerle comprender que saldría de allí
junto con el viejo y que no debía decir ni una sola palabra a nadie y
menos a la policía.
—¿Dónde está Reddy? —me preguntó cuando los colores le
volvieron a la cara, que ni aun en los peores momentos había
perdido la belleza, y los pensamientos a la mente.
Le dije que estaba bien y le prometí que lo internarían en un
hospital antes de que finalizara la mañana. La joven no hizo ninguna
otra pregunta. La envié escaleras arriba, en busca de su sombrero y
de su abrigo, acompañé al viejo que pedía su propio sombrero y
luego los metí a ambos en el salón delantero de esa planta.
—Os quedaréis aquí hasta que venga a buscaros —les dije.
Cerré la puerta con llave, me guardé la llave en el bolsillo y salí.
La puerta principal y la ventana de la fachada de la casa estaban
atrancadas como las de la parte trasera. No quise arriesgarme a
abrirlas, aunque ya había bastante luz afuera. De modo que subí al
piso de arriba, preparé una bandera con la funda de una almohada y
el larguero de una cama y la hice asomar por una ventana. Luego
permanecí a la expectativa. Al cabo de unos pocos minutos, una voz
profunda se dejó oír:
—De acuerdo, di lo que tengas que decir. Me asomé entonces y
anuncié a los policías que iba a dejarlos entrar.
Tardé cinco minutos en abrir la puerta a hachazos. El jefe de
policía, el capitán de detectives y media fuerza policial aguardaban
en la acera y en la calzada, cuando por fin logré franquearles la
entrada. Los conduje hasta la celda del sótano y entregué a Big
Flora, Pogy y Red O'Leary, junto con el dinero. Flora y Pogy estaban
conscientes, pero no dijeron ni una palabra.
Mientras los funcionarios se arremolinaban en torno a su presa,
subí al piso de arriba. La casa estaba llena de oficiales de policía.
Intercambié saludos con ellos mientras me dirigía hacia el cuarto en
que había dejado a Nancy Reagan y al vejete. El teniente Duff tenía
puesta su mano sobre el picaporte de la puerta cerrada. O'Gar y
Hunt estaban a su espalda.
Sonreí a Duff y le entregué la llave.
El teniente abrió la puerta, miró al viejo, a la chica —sobre todo
a la chica— y luego a mí. El conejo y Nancy estaban de pie en el
centro de la habitación. Los ojos marchitos del vejete dejaban ver su
miserable estado de terror. Los azules de la joven estaban
oscurecidos por la ansiedad. Pero aquel aire ansioso no desmerecía
en nada su belleza.
—Si te pertenece, no te reprocho que la hayas encerrado bajo
llave —murmuró O'Gar en mi oído.
275
—Ya os podéis marchar —les dije a mis presuntos prisioneros—
. Antes de volver al trabajo,
dormid todo lo que os haga falta.
Ambos asintieron con un movimiento de cabeza y salieron de la
casa.
—¿Así es como se equilibran las cosas en tu agencia? —
preguntó Duff—. Los agentes
femeninos compensan la fealdad de los agentes masculinos.
Dick Foley entró a la sala.
—¿Qué ha sucedido? —le pregunté.
—Todo ha terminado. La Ángel me llevó hasta Vance. Vance me
condujo hasta aquí. Yo traje a
la poli. Ellos han arrestado a ambos.
Dos disparos resonaron en la calle.
Fuimos hasta la puerta y advertimos gran movimiento junto a
uno de los coches de la policía, calle abajo. Nos acercamos al lugar.
Bluepoint Vance, esposado, estaba tendido a medias sobre el
asiento, a medias sobre el suelo.
—Le estábamos custodiando, en el coche, Houston y yo —
explicaba a Duff un hombre de boca y rasgos duros y ropas de
paisano—. Intentó huir, tenía aferrada el arma de Houston con las
dos manos. Traté de separarlos... dos veces. ¡El capitán me mandará
al infierno! Quería tenerle aquí a toda costa para que mantuviera un
careo con los otros. Pero sabe Dios que si he disparado, ha sido
porque se trataba de él o de Houston.
Duff insultó al hombre vestido de paisano llamándole mico
inútil, mientras alzaban a Vance hasta el asiento. Los ojos torturados
de Bluepoint se fijaron en mí.
—¿Te conozco? —preguntó con esfuerzo—. ¿Continental...
Nueva... York?
—Sí —le dije.
—¿Has... salido... del bar... de Larrouy... con... Red?
—Sí —le confirmé—. Hemos apresado a Red, Pogy y toda la
pasta.
—Pero... no... a... Papa...dop...oul...os.
—¿Al papá de quién? —pregunté con impaciencia.
Vance se irguió en el asiento.
—Papadopoulos —repitió después de haber reunido las últimas
fuerzas agónicas que le quedaban—. He tratado... dispararle... le
vi... marcharse... la chica... el poli... demasiado rápido... hubiese...
querido...
Sus palabras se apagaron. Su cuerpo se estremeció. La muerte
le cubría la mirada casi por entero. Un médico de chaqueta blanca
quiso meterle en el coche. Le empujé hacia afuera y me incliné
sobre Vance para pasarle un brazo por detrás de los hombros. Mi
nuca era un témpano y tenía el estómago vacío.
—Oye, Bluepoint —le grité a la cara—. ¿Papadopoulos? ¿El
viejecito? ¿El cerebro del atraco?
—Sí —dijo Vance y la última gota de vida que quedaba en él se
extinguió junto con el sonido de esa palabra.
Dejé caer el cadáver sobre el asiento y me marché.
¡Por supuesto! ¿Cómo no lo había comprendido antes? El muy
bribón. ¿Si, a pesar de su aparente terror, no hubiese sido él el jefe
de la operación, cómo podría haberme enviado a los otros, uno
cada vez? Estaban rodeados; era cosa de morir en la pelea o
rendirse y ser colgados. No había otra salida. La policía tenía a
Vance, y éste podía decir, y lo haría, que el pequeño bufón era el
jefe... El viejo no tenía posibilidad de engañar a los jurados con el
rollo de su edad, de su debilidad y con su papel de esclavo de los
otros.
276
Y yo... sin ninguna posibilidad de elección, estaba obligado a
aceptar su ofrecimiento. De lo contrario, estaba aniquilado. Había
sido un juguete en sus manos; sus cómplices también habían sido
un juguete para él. Les había traicionado, de la misma manera que
ellos le habían ayudado a traicionar a los demás... y yo le había
dejado marcharse con toda tranquilidad.
Claro que podría poner todo patas arriba por toda la ciudad,
para buscarle: mi promesa se había limitado a sacarle de la casa,
pero...
¡Qué vida!
277
PATRICIA HIGHSMITH (1921-1995)
Narradora estadounidense de suspense. Saltó a la fama a los
veinticuatro años con su cuento Extraños en un tren que fue
adaptado como guión cinematográfico por Raymond Chandler para
la célebre película del mismo nombre de Alfred Hitchcock. En sus
últimos años padeció de alcoholismo y vivió en la soledad hasta su
muerte. Otras obras adaptadas al cine son No beses a un extraño,
Tira a mamá del tren y El talento de Mr. Ripley. Obras: Siete cuentos
misóginos, Los cadáveres exquisitos, Crímenes bestiales, Crímenes
imaginarios, La casa negra, Una afición peligrosa, entre otras.
LA COARTADA PERFECTA
La multitud se arrastraba como un monstruo ciego y sin mente hacia
la entrada del metro. Los pies se deslizaban hacia adelante unos
pocos centímetros, se paraban, volvían a deslizarse. Howard odiaba
las multitudes. Le hacían sentir pánico. Su dedo estaba en el gatillo,
y durante unos segundos se concentró en no permitir que lo
apretara, pese a que se había convertido en un impulso casi
incontrolable.
Había descosido el fondo del bolsillo de su sobretodo, y
ahora sujetaba la pistola en ese bolsillo con su mano enguantada.
Las bajas y anchas espaldas de George estaban a menos de medio
metro frente a él, pero había un par de personas entre medio.
Howard giró los hombros y se encajó en el espacio entre un hombre
y una mujer, empujando ligeramente al hombre.
Ahora estaba inmediatamente detrás de George, y la parte
delantera de su sobretodo desabrochado rozaba la espalda del
abrigo del otro. Howard niveló la pistola en su bolsillo. Una mujer
golpeó su brazo derecho, pero mantuvo firme la puntería contra la
espalda de George, con los ojos fijos en su sombrero de fieltro. Una
voluta del humo del cigarro del otro hombre se enroscó en las fosas
nasales de Howard, familiar y nauseabunda. La entrada del metro
estaba a tan sólo un par de metros. Dentro de los próximos cinco
segundos, se dijo Howard, y al mismo tiempo su mano izquierda se
movió para echar hacia atrás el lado derecho de su sobretodo, hizo
un movimiento incompleto, y una décima de segundo más tarde la
pistola disparó.
Una mujer chilló.
Howard dejó caer la pistola a través del abierto bolsillo.
278
La multitud había retrocedido ante la explosión del arma,
arrastrando a Howard consigo. Unas cuantas personas se agitaron
ante él, pero por un instante vio a George en un pequeño espacio
vacío en la acera, tendido de lado, con el delgado cigarro a medio
fumar aún sujeto entre sus dientes, que Howard vio desnudos por
un instante, luego cubiertos por el relajarse de su boca.
—¡Le han disparado! —gritó alguien.
—¿Quién?
—¿Dónde?
La multitud inició un movimiento hacia adelante con un
rugir de curiosidad, y Howard fue arrastrado hasta casi donde
estaba tendido George.
—¡Échense atrás! ¡Van a pisotearlo! —gritó una voz
masculina.
Howard fue hacia un lado para librarse de la multitud y bajó
las escaleras del metro. El rugir de voces en la acera fue
reemplazado de pronto por el zumbido de la llegada de un tren.
Howard rebuscó mecánicamente algo de cambio y sacó una
moneda. Nadie a su alrededor parecía haberse dado cuenta de que
había un hombre muerto tendido en la parte de arriba de las
escaleras. ¿No podía usar otra salida para volver a la calle e ir en
busca de su coche? Lo había aparcado apresuradamente en la
Treinta y cinco, cerca de Broadway. No, podía tropezar con alguien
que lo hubiera visto cerca de George en la multitud. Howard era
muy alto. Destacaba. Podía recoger el coche un poco más tarde.
Miró su reloj. Exactamente las 5:54.
Cruzó la estación y tomó un tren hacia el norte. Sus oídos
eran muy sensibles al ruido, y normalmente el chirrido del acero
sobre acero era una tortura intolerable para él; pero ahora,
mientras permanecía de pie sujeto a una de las correas, apenas
escuchaba el insoportable ruido y se sentía agradecido por la
despreocupación de los pasajeros que leían el periódico a su
alrededor. Su mano derecha, aún en el bolsillo de su sobretodo,
tanteó automáticamente el descosido fondo. Esta noche tenía que
volver a coserlo, se recordó. Bajó la vista a la parte delantera de la
prenda y vio, con un repentino shock, casi con dolor, que la bala
había abierto un agujero en el sobretodo. Sacó rápidamente su
mano derecha y la colocó sobre el agujero, sin dejar de mirar el
panel publicitario que tenía delante.
Frunció intensamente el ceño mientras revisaba todo el
asunto una vez más, intentando ver si había cometido algún error
en alguna parte. Había abandonado el almacén un poco antes que
de costumbre —a las 5:15— para poder estar en la calle Treinta y
cuatro a las 5:30, cuando George abandonaba siempre su tienda. El
señor Luther, el jefe de Howard, había dicho: «Hoy termina usted
pronto, ¿eh, Howard?» Pero lo mismo había ocurrido algunas otras
veces antes, y el señor Luther no pensaría en nada malo al respecto.
Y había borrado todas las posibles huellas de la pistola, y también de
las balas. Había comprado la pistola haría unas cinco semanas en
Bennington, Vermont, y no había tenido que dar su nombre cuando
lo hizo. No había vuelto a Bennington desde entonces. Creía que era
realmente imposible que la policía pudiera llegar a encontrar el
rastro del arma. Y nadie le había visto disparar aquel tiro, estaba
seguro de ello. Había escrutado a su alrededor antes de meterse en
el metro, y nadie miraba en su dirección.
Howard tenía intención de ir hacia el norte unas cuantas
estaciones, luego regresar y recoger su coche; pero ahora pensó
que primero debía librarse del sobretodo. Demasiado peligroso
intentar que cosieran un agujero como aquél. No tenía el aspecto de
la quemadura de un cigarrillo, parecía exactamente lo que era.
279
Debía apresurarse. Su coche estaba a menos de tres manzanas de
donde había disparado a George. Probablemente sería interrogado
esta noche acerca de George Frizell, porque la policía interrogaría
con toda seguridad a Mary, y si ella no mencionaba su nombre, sus
caseras —la de ella y la de George— sí lo harían. George tenía tan
pocos amigos.
Pensó en meter el sobretodo en alguna papelera en una
estación del metro. Pero demasiada gente se daría cuenta de ello.
¿En una de la calle? Eso también parecía muy llamativo; después de
todo, era un sobretodo casi nuevo. No, tenía que ir a casa y coger
algo para envolverlo antes de poder tirarlo.
Salió en la estación de la calle Setenta y dos. Vivía en un
pequeño apartamento en la planta baja de un edificio de piedra
marrón en la calle Setenta y cinco Oeste, cerca de la avenida West
End. Howard no vio a nadie cuando entró, lo cual era estupendo
porque podía decir, si era interrogado al respecto, que había vuelto
a casa a las 5:30 en vez de casi a las 6:00. Tan pronto hubo entrado
en su apartamento y encendido la luz, Howard supo lo que haría
con el sobretodo: quemarlo en la chimenea. Era lo más seguro.
Sacó algunas monedas y un aplastado paquete de cigarrillos
del bolsillo izquierdo del sobretodo, se quitó la prenda y la tiró
sobre el sofá. Entonces cogió el teléfono y marcó el número de
Mary.
Respondió al tercer timbrazo.
—Hola, Mary —dijo—. Hola. Ya está hecho.
Un segundo de vacilación.
—¿Hecho? ¿De veras, Howard? No estarás...
No, no estaba bromeando. No sabía qué otra cosa decirle,
qué otra cosa se atrevía a decir por teléfono.
—Te quiero. Cuídate, querida —dijo con voz ausente.
—¡Oh, Howard! —Se echó a llorar.
—Mary, probablemente la policía hablará contigo. Quizá
dentro de unos pocos minutos. —Crispó la mano en el auricular,
deseoso de rodear a la mujer con sus brazos, de besar sus mejillas
que ahora debían estar húmedas de lágrimas—. No me menciones,
querida..., simplemente no lo hagas, te pregunten lo que te
pregunten. Todavía tengo que hacer algunas cosas y he de
apresurarme. Si tu casera me menciona, no te preocupes por ello,
puedo arreglarlo..., pero tú no lo hagas primero. ¿Has entendido? —
Se daba cuenta de que le estaba hablando de nuevo como si fuera
una niña, y de que eso no era bueno para ella; pero éste no era el
mejor momento para estar pensando en lo que era bueno para ella
y lo que no—. ¿Has entendido, Mary?
—Sí —dijo ella, con un hilo de voz.
—No estés llorando cuando venga la policía, Mary. Lávate la
cara. Tienes que tranquilizarte... —Se detuvo—. Ve a ver una
película, amor, ¿quieres? ¡Sal antes de que llegue la policía!
—Está bien.
—¡Prométemelo!
—De acuerdo.
Colgó y se dirigió a la chimenea. Arrugó algunas hojas de
periódico, puso un poco de leña encima y encendió una cerilla.
Ahora se alegró de haber comprado algo de leña para Mary,
se alegró de que a Mary le gustara el fuego de la chimenea, porque
él llevaba meses viviendo allí antes de conocer a Mary y nunca había
pensado en encender el fuego.
Mary vivía directamente al otro lado de la calle frente a
George, en la Dieciocho Oeste. Lo primero que haría la policía sería
lógicamente ir a casa de George e interrogar a su casera, porque
George vivía solo y no había a nadie más a quién interrogar. La
280
casera de George... Howard recordaba unos breves atisbos de ella
inclinada fuera de su ventana el verano pasado, delgada, pelo gris,
espiando con una horrible intensidad lo que hacía todo el mundo en
la casa..., indudablemente le diría a la policía que había una chica al
otro lado de la calle con la que el señor Frizell pasaba mucho
tiempo. Howard sólo esperaba que la casera no lo mencionara
inmediatamente a él, porque era lógico que supusiera que el joven
con el coche que acudía a ver a Mary tan a menudo era su novio, y
era lógico que sospechara la existencia de un sentimiento de celos
entre él y George. Pero quizá no lo mencionara. Y quizá Mary
estuviese fuera de la casa cuando llegara la policía.
Hizo una momentánea pausa, tenso, en el acto de echar
más madera al fuego. Intentó imaginar exactamente lo que Mary
sentía ahora, tras saber que George Frizell estaba muerto. Intentó
sentir lo mismo él, a fin de poder predecir su comportamiento, a fin
de poder ser capaz de confortarla mejor. ¡Confortarla! ¡Lo había
liberado de un monstruo! Debería sentirse regocijada. Pero sabía
que al principio se sentiría destrozada. Conocía a George desde que
era una niña. George había sido el mejor amigo de su padre... pero
cuál hubiera sido el comportamiento de George con otro hombre
era algo que Howard sólo podía suponer; cuando el padre de ella
murió, George, soltero, se había hecho cargo de Mary como si fuera
su padre. Pero con la diferencia de que controlaba todos sus
movimientos, la convenció de que no podía hacer nada sin él, la
convenció de que no debía casarse con nadie que él desaprobara. Lo
cual era todo el mundo. Howard, por ejemplo. Mary le había dicho
que había habido otros dos jóvenes antes a los que George había
arrojado de su vida.
Pero Howard no había sido arrojado. No había caído en las
mentiras de George de que Mary estaba enferma, de que Mary
estaba demasiado cansada para salir o para ver a nadie. George
había llegado a llamarlo varias veces e intentado romper sus citas...,
pero él había ido a su casa y la había sacado muchas tardes, pese al
terror que ella sentía de la furia de George. Mary tenía veintitrés
años, pero George había conseguido que siguiera siendo una niña.
Mary tenía que ir con George incluso para comprar un vestido
nuevo. Howard no había visto nada como aquello en su vida. Era
como un mal sueño, o algo en una historia fantástica que era
demasiado inverosímil para creerlo. Howard había supuesto que
George estaba enamorado de ella de alguna extraña manera, y se lo
había preguntado a Mary poco después de conocerla, pero ella le
había dicho: «¡Oh, no! ¡Jamás me ha tocado, nunca!» Y era
completamente cierto que George nunca la había tocado siquiera.
En una ocasión, mientras se decían adiós, George había rozado sin
querer su hombro, y había saltado hacia atrás como si acabara de
quemarse y había dicho: «¡Disculpa!» Era muy extraño.
Sin embargo, era como si George hubiera encerrado la
mente de Mary en alguna parte... como una prisionera de su propia
mente, como si no tuviera mente propia. Howard no podía
expresarlo en palabras. Mary tenía unos ojos blandos y oscuros que
miraban de una forma trágica e impotente, y esto hacía que a veces
se sintiera como loco al respecto, lo bastante loco como para
enfrentarse a la persona que le había hecho aquello a la muchacha.
Y la persona era George Frizell. Howard nunca podría olvidar la
mirada que le lanzó George cuando Mary los presentó, una mirada
superior, sonriente, de suficiencia, que parecía decir: «Puedes
intentarlo. Sé que vas a intentarlo. Pero no vas a llegar muy lejos.»
George Frizell había sido un hombre bajo y fornido con una
pesada mandíbula y densas cejas negras. Tenía una pequeña tienda
en la calle Treinta y seis Oeste, donde se especializaba en reparar
281
sillas, pero a Howard le parecía que no tenía otro interés en la vida
más que Mary. Cuando estaba con ella se concentraba sólo en ella,
como si estuviera ejerciendo algún poder hipnótico sobre ella, y
Mary se comportaba como si estuviera hipnotizada. Estaba
completamente dominada por George. Siempre estaba mirándolo,
observándolo por encima del hombro para ver si aprobaba lo que
estaba haciendo, aunque sólo estuviera sacando unas chuletas del
horno.
Mary amaba a George y lo odiaba al mismo tiempo. Howard
había sido capaz de conseguir que odiara a George, hasta cierto
punto..., y luego ella se ponía de pronto a defenderlo de nuevo.
—Pero George fue tan bueno conmigo después de que mi
padre muriera, cuando estaba completamente sola, Howard —
protestaba. Y así habían derivado durante casi un año, con Howard
intentando eludir a George y ver a Mary unas cuantas veces a la
semana, con Mary vacilando entre continuar viéndolo o romper con
él porque tenía la sensación de que le estaba haciendo demasiado
daño.
—¡Quiero casarme contigo! —le había dicho Howard una
docena de veces, cuando Mary se había sumido en sus agónicos
accesos de autocondenacíón. Nunca había conseguido hacerle
comprender que haría cualquier cosa por ella.
—Yo también te quiero, Howard —le había dicho ella
muchas veces, pero siempre con una tristeza trágica que era como
la tristeza de un prisionero que no puede hallar una forma de
escapar. Pero había una forma de liberarla, una forma violenta y
definitiva. Howard había decidido seguirla...
Ahora estaba de rodillas delante de la chimenea, intentando
romper el sobretodo en trozos lo bastante pequeños como para que
ardieran bien. La tela resultaba extremadamente difícil de cortar, y
las costuras casi igual de difíciles de desgarrar. Intentó quemarla sin
cortarla, empezando con la esquina inferior, pero las llamas
trepaban por el tejido hacia sus manos, mientras que el material en
sí parecía tan resistente al fuego como el asbesto.
Se dio cuenta de que tenía que cortarlo en trozos pequeños.
Y el fuego debía ser más grande y más ardiente.
Howard añadió más leña. Era una chimenea pequeña con
una parrilla de hierro abombada y no mucho fondo, de modo que
los trozos de madera que había puesto asomaban por delante más
allá del borde de la parrilla. Atacó de nuevo el sobretodo con las
tijeras. Pasó varios minutos tan sólo para desprender una manga.
Abrió una ventana para conseguir que el olor de la tela quemada
saliera de la habitación.
El sobretodo completo le ocupó casi una hora porque no
podía poner mucho a la vez sin ahogar el fuego. Contempló el
último trozo empezar a humear en el centro, observó las llamas
abrirse camino y lamer un círculo que se iba haciendo más grande.
Estaba pensando en Mary, veía su blanco rostro dominado por el
miedo cuando llegara la policía, cuando le comunicaran por segunda
vez la muerte de George. Intentaba imaginar lo peor, que la policía
había llegado justo después de que él hablara con ella, y que ella
había cometido algún imperdonable error, había revelado a la
policía lo que ya sabía de la muerte de George, pero era incapaz de
decirles quién se lo había comunicado; imaginó que en su histeria
pronunciaba su nombre, Howard Quinn, como el del hombre que
podía haberlo hecho.
Se humedeció los labios, aterrado de pronto por el
convencimiento de que no podía confiar en Mary. La amaba —
estaba seguro de ello—, pero no podía confiar en ella.
282
Por un alocado y ciego momento, sintió deseos de correr a
la calle Dieciocho Oeste para estar con ella cuando llegara la policía.
Se vio a sí mismo enfrentarse desafiante a los agentes, con su brazo
rodeando los hombros de Mary, respondiendo a todas las
preguntas, parando cualquier sospecha. Pero eso era una locura. El
simple hecho de que estuvieran allí, en el apartamento de ella,
juntos...
Oyó una llamada a su puerta. Un momento antes había
visto con el rabillo del ojo a alguien entrar por la puerta delantera
del edificio, pero no había pensado que pudieran acudir a verlo a él.
De pronto empezó a temblar.
—¿Quién es? —preguntó.
—La policía. Estamos buscando a Howard Quinn. ¿Es éste el
apartamento Uno A?
Howard miró al fuego. El sobretodo había ardido por
completo, del último trozo no quedaban más que unas brillantes
ascuas. Y ellos no estarían interesados en la prenda, pensó. Sólo
habían venido para hacerle unas preguntas, como se las habían
hecho a Mary. Abrió la puerta y dijo:
—Yo soy Howard Quinn.
Eran dos policías, uno bastante más alto que el otro.
Entraron en la habitación. Howard vio que ambos miraban a la
chimenea. El olor a tela quemada flotaba todavía en la habitación.
—Supongo que sabe usted por qué estamos aquí —dijo el
agente más alto—. Quieren verlo en comisaría. Será mejor que
venga con nosotros—. Miró fijamente a Howard. No era una mirada
amistosa.
Por un momento Howard creyó que iba a desvanecerse.
Mary debía de habérselo contado todo, pensó; todo.
—Está bien —dijo.
El agente más bajo tenía los ojos fijos en la chimenea.
—¿Qué ha estado quemando aquí? ¿Tela?
—Sólo un viejo..., unas viejas prendas —dijo Howard.
Los policías intercambiaron una mirada, una especie de
señal regocijada, y no dijeron nada. Parecían tan seguros de su
culpabilidad, pensó Howard, que no necesitaban hacer preguntas.
Habían supuesto que había quemado su sobretodo y por qué lo
había quemado. Howard tomó su trinchera del armario y se la puso.
Salieron de la casa y bajaron los escalones delanteros hacia
un coche del Departamento de Policía aparcado junto al bordillo.
Howard se preguntó qué le estaría ocurriendo a Mary
ahora. No había tenido intención de traicionarlo, estaba seguro de
ello. Quizás había sido un desliz accidental después de que la policía
la interrogara e interrogara hasta hacer que se derrumbase. 0 quizás
ella se había mostrado tan trastornada cuando llegaron que lo dijo
todo antes de darse cuenta de que lo estaba haciendo. Howard se
maldijo a sí mismo por no haber tomado más precauciones respecto
a Mary, por no haberla enviado fuera de la ciudad. La noche
anterior le había dicho a Mary que iba a hacerlo hoy, así que no
debería haber resultado una impresión tan grande para ella. ¡Qué
estúpido había sido! ¡Qué poco la comprendía realmente después
de todos sus esfuerzos por conseguirlo! ¡Cuánto mejor habría sido si
hubiera matado a George sin decirle a ella nada en absoluto!
El coche se detuvo, y salieron. Howard no había prestado
atención al lugar al que se dirigían, y no intentó verlo ahora. Había
un gran edificio delante de él, y cruzó una puerta con los dos
agentes y desembocó en una habitación parecida a una pequeña
sala de tribunal donde un agente de policía estaba sentado tras un
alto escritorio, como un juez.
—Howard Quinn —anunció uno de los policías.
283
El agente en el escritorio alto lo miró desde arriba con
interés.
—Howard Quinn. El joven de la prisa terrible —dijo con una
sonrisa sarcástica—. ¿Es usted el Howard Quinn que conoce a Mary
Purvis?
—Sí.
—¿Y a George Frizell?
—Sí —murmuró Howard.
—Eso pensé. Su dirección coincide. He estado hablando con
los chicos de homicidios. Desean formularle algunas preguntas.
Parece que también tiene problemas allí. Para usted ha sido una
tarde ajetreada, ¿eh?
Howard no acababa de comprender. Miró a su alrededor en
busca de Mary. Había otros dos policías sentados en un banco
contra la pared, y un hombre con un traje raído dormitando en otro
banco; pero Mary no estaba en la habitación.
—¿Sabe por qué está usted aquí esta noche, señor Quinn?
—preguntó el agente en tono hostil.
—Sí —Howard miró a la base del alto escritorio. Sentía
como si algo en su interior se estuviera derrumbando, un armazón
que lo había sostenido durante las últimas horas, pero que había
sido imaginario todo el tiempo..., su sensación de que tenía un
deber que cumplir matando a George Frizell, que así liberaba a la
muchacha a la que amaba y que le amaba, que liberaba al mundo
de un hombre malvado, horrible y monstruoso. Ahora, bajo los fríos
ojos profesionales de los tres policías, Howard podía ver lo que
había hecho tal como lo veían ellos..., como el arrebatar una vida
humana, ni más ni menos. ¡Y la muchacha por quien lo había hecho
lo había traicionado! Lo deseara o no, Mary lo había traicionado.
Howard se cubrió los ojos con una mano.
—Puede que esté trastornado por el asesinato de alguien a
quien conocía, señor Quinn, pero a las seis menos cuarto no sabía
usted nada de eso... ¿o sí lo sabía, por alguna casualidad? ¿Era por
eso por lo que tenía tanta prisa para llegar a su casa o a donde
fuera?
Howard intentó imaginar lo que el agente quería decir. Su
cerebro parecía paralizado. Sabía que había disparado a George casi
exactamente a las 5:43. ¿Estaba siendo sarcástico el agente?
Howard lo miró. Era un hombre de unos cuarenta años, con un
rostro rechoncho y alerta. Sus ojos eran desdeñosos.
—Estaba quemando alguna ropa en su chimenea cuando
entramos, capitán —dijo el policía más bajo que estaba de pie al
lado de Howard.
—¿Oh? —dijo el capitán—. ¿Por qué quemaba usted ropa?
Lo sabía muy bien, pensó Howard. Sabía lo que había
quemado y por qué, del mismo modo que lo sabían los dos agentes
de policía.
—¿Qué ropa estaba quemando? —preguntó el capitán.
Howard siguió sin decir nada. La irónica pregunta lo
enfurecía y avergonzaba al mismo tiempo.
—Señor Quinn —dijo el capitán en un tono más fuerte—, a
las seis menos cuarto de esta tarde atropelló usted a un hombre con
su coche en la esquina de la Octava Avenida y la calle Sesenta y
ocho y se dio a la fuga. ¿Es eso correcto?
Howard alzó la vista hacia él, sin comprender.
—¿Se dio cuenta usted de que había atropellado a alguien,
sí o no? —preguntó el capitán, con voz más fuerte aún.
Estaba allí por otra cosa, se dio cuenta de pronto Howard.
¡Atropellar a alguien con el coche y salir huyendo!
—Yo... no...
284
—Su víctima no ha muerto, si eso le hace más fácil el hablar.
Pero eso no es culpa suya. Ahora se halla en el hospital con una
pierna rota..., un hombre viejo que no puede permitirse pagar un
hospital. —El capitán le miró con el ceño fruncido—. Creo que
deberíamos llevarlo a verle. Supongo que sería bueno para usted.
Ha cometido uno de los delitos más vergonzosos de los que puede
culparse a un hombre..., atropellar a alguien y no detenerse a
auxiliarlo. De no ser por una mujer que se apresuró a tomar el
número de su matrícula, tal vez no lo hubiéramos atrapado nunca.
Howard comprendió de pronto.
La mujer había cometido un error, quizá sólo un número en
la matrícula.... pero le había proporcionado una coartada. Si no lo
aceptaba, estaba perdido. Había demasiado contra él, aunque Mary
no hubiera dicho nada.... el hecho de que hoy había abandonado el
almacén antes de lo habitual, la maldita coincidencia de la llegada
de la policía justo cuando estaba quemando el sobretodo. Howard
alzó la vista al furioso rostro del capitán.
—Estoy dispuesto a ir a ver a ese hombre —dijo con voz
contrita.
—Llévenlo al hospital —dijo el capitán a los dos policías—.
Cuando vuelva, los chicos de homicidios ya estarán aquí. E
incidentalmente, señor Quinn, se le exigirá una fianza de cinco mil
dólares. Si no quiere pasar aquí la noche, será mejor que los
consiga. ¿Quiere intentar conseguirlos esta noche?
El señor Luther, su jefe, podía conseguirlos para él aquella
misma noche, pensó Howard.
—¿Puedo hacer una llamada telefónica?
El capitán hizo un gesto hacia un teléfono en una mesa
contra la pared.
Howard buscó el número del señor Luther en la guía que
había sobre la mesa y lo marcó. Respondió la señora Luther. Howard
la conocía un poco, pero no se entretuvo en educados intercambios
de banalidades y preguntó si podía hablar con el señor Luther.
—Hola, señor Luther —dijo—. Querría pedirle un favor. He
tenido un mal accidente con el coche. Necesito cinco mil dólares de
fianza... No, no estoy herido, pero.... ¿podría extender para mi un
cheque y enviarlo con un mensajero?
—Traeré el cheque yo mismo —dijo el señor Luther—.
Usted quédese tranquilo ahí. Pondré al abogado de la compañía en
el asunto si necesita usted ayuda. No acepte ningún abogado que le
ofrezcan, Howard. Tenemos a Lyles, ya sabe.
Howard le dio las gracias. La lealtad del señor Luther lo
azoraba. Le pidió al agente de policía que estaba a su lado cuál era
dirección de la comisaría y se la dio a su jefe. Luego colgó y salió con
los dos policías que lo habían estado aguardando.
Se dirigieron a un hospital en la Setenta Oeste. Uno de los
policías preguntó en recepción dónde estaba Louis Rosasco, 1uego
subieron en el ascensor.
El hombre estaba en una habitación para él solo, con la
cama levantada y la pierna escayolada y suspendida por cuerdas del
lecho. Era un hombre canoso de unos sesenta y cinco o setenta
años, con un rostro largo y curtido y oscuros y hundidos ojos que
parecían extremadamente cansados.
—Señor Rosasco —dijo el agente de policía más alto—, éste
es Howard Quinn, el hombre que lo atropelló.
El señor Rosasco asintió sin mucho interés, aunque clavó sus
ojos en Howard.
—Lo siento mucho —dijo Howard torpemente—. Estoy
dispuesto a pagar todas las facturas que le ocasione el accidente,
285
puede estar seguro de ello. —El seguro de su coche se ocuparía de
la factura del hospital, pensó. Luego estaba el asunto de la multa del
tribunal.... al menos mil dólares cuando todo hubiera terminado,
pero se las arreglaría con algunos préstamos.
El hombre en la cama seguía sin decir nada. Parecía
atontado por los sedantes.
El agente que los había presentado se mostró insatisfecho
de que no tuvieran nada que decirse el uno al otro.
—¿Reconoce a este hombre, señor Rosasco?
El señor Rosasco negó con la cabeza.
—No vi al conductor. Todo lo que vi fue un gran coche
negro que se lanzaba sobre mí —dijo lentamente—. Me golpeó un
lado de la pierna...
Howard encajó los dientes y aguardó. Su coche era verde,
verde claro. Y no era particularmente grande.
—Era un coche verde, señor Rosasco —dijo el policía más
bajo con una sonrisa. Estaba comprobando una pequeña ficha
amarilla que había sacado de su bolsillo—. Un sedán Pontiac verde.
Cometió usted un error.
—No, era un coche negro —dijo positivamente el señor
Rosasco.
—No. Su coche es verde, ¿no es así, Quinn?
Howard asintió una sola vez, rígido.
—A las seis empezaba a ser oscuro. Probablemente no pudo
verlo usted muy bien —dijo alegremente el policía al señor Rosasco.
Howard miró al señor Rosasco y contuvo el aliento. Por un
momento el señor Rosasco miró a los dos agentes, con el ceño
fruncido, desconcertado, y luego su cabeza cayó hacia atrás sobre la
almohada. Estaba dispuesto a dejarlo correr. Howard se relajó un
poco.
—Creo que será mejor que duerma un poco, señor Rosasco
—dijo el agente más bajo—. No se preocupe por nada. Nosotros nos
ocuparemos de todo.
Lo último que vio Howard de la habitación fue el cansado y
marchito perfil del señor Rosasco en la almohada, con los ojos
cerrados.
El recuerdo de su rostro permaneció con Howard mientras
bajaban al vestíbulo. Su coartada...
Cuando llegaron de vuelta a la comisaría el señor Luther ya
había llegado, y también un par de hombres con ropas civiles..., los
hombres de homicidios, supuso Howard. El señor Luther se dirigió
hacia Howard, con su redondo y sonrosado rostro preocupado.
—¿Qué es todo esto? —preguntó—. ¿Realmente atropelló
usted a alguien y se dio a la fuga?
Howard asintió, con rostro avergonzado.
—No estaba seguro de haberle alcanzado. Hubiera podido
pararme... pero no lo hice.
El señor Luther lo miró con ojos llenos de reproche, pero iba
a permanecer leal, pensó Howard.
—Bien, ya les he dado el cheque de su fianza —dijo.
—Gracias, señor.
Uno de los hombres con ropas civiles se dirigió hacia
Howard. Era un hombre esbelto, con penetrantes ojos azules y un
rostro delgado.
—Tengo algunas preguntas que hacerle, señor Quinn.
¿Conoce usted a Mary Purvis y a George Frizell?
—Sí.
—¿Puedo preguntarle dónde estaba usted esta noche a las
seis menos veinte?
286
—Estaba..., iba en mi coche hacia el norte. Desde los
almacenes donde trabajo en la Cincuenta y tres y la Séptima
Avenida a mi apartamento en la calle Setenta y cinco.
—¿Y atropelló a un hombre a las seis menos cuarto?
—Lo hice —admitió Howard.
El detective asintió con la cabeza.
—¿Sabe que alguien disparó contra George Frizell esta tarde
exactamente a las seis menos dieciocho minutos?
El detective sospechaba de él, pensó Howard. ¿Qué les
habría dicho Mary? Si tan sólo supiera... Pero el capitán de la policía
no había dicho específicamente que Frizell hubiera sido tiroteado.
Howard juntó las cejas.
—No —dijo.
—Pues así fue. Hablamos con su novia. Ella dice que lo hizo
usted.
El corazón de Howard se detuvo por un momento. Miró los
interrogantes ojos del detective.
—Eso simplemente no es cierto.
El detective se encogió de hombros.
—Está muy histérica. Pero también está muy segura.
—¡Eso no es cierto! Salí del almacén, allí es donde trabajo,
alrededor de las cinco. Tomé el coche... —Su voz se quebró. Era
Mary quien lo estaba hundiendo... Mary.
—Usted es el novio de Mary Purvis, ¿no? —insistió el
detective.
—Sí —respondió Howard—. No puedo..., ella tiene que
estar...
—¿Quería usted apartar a Frizell del camino?
—Yo no lo maté. ¡No tengo nada que ver con ello! ¡Ni
siquiera sabía que hubiera muerto! —balbuceó.
—Frizell veía a Mary muy a menudo, ¿no? Eso es lo que me
han dicho las dos caseras. ¿Pensó alguna vez que podían estar
enamorados el uno del otro?
—No. Por supuesto que no.
—¿No estaba usted celoso de George Frizell?
—En absoluto.
Las arqueadas cejas del detective descendieron y se
juntaron en el centro. Todo su rostro fue un signo de interrogación.
—¿No? —preguntó, sarcástico.
—Escuche, Shaw —dijo el capitán de la policía, al tiempo
que se ponía en pie detrás de su escritorio—. Sabemos dónde
estaba Quinn a las seis menos cuarto. Puede que sepa quién lo hizo,
pero no lo hizo él.
—¿Sabe usted quién lo hizo, señor Quinn? —preguntó el
detective.
—No, no lo sé.
—El capitán McCaffery me dice que estaba quemando usted
algunas ropas en su chimenea esta noche. ¿Estaba quemando un
sobretodo?
Howard agitó la cabeza en un desesperado signo de
asentimiento.
—Estaba quemando un gabán, y una chaqueta también.
Estaban llenos de polillas. No los quería más tiempo en mi armario.
El detective apoyó un pie en una silla de respaldo recto y se
inclinó más hacia Howard.
—Eran unos momentos más bien curiosos de quemar un
gabán, ¿no cree? ¿Justo después de atropellar a un hombre con su
coche y quizá matarlo? ¿Qué gabán estaba quemando.? ¿El del
asesino? ¿Tal vez porque tenía un agujero de bala en él?
—No —dijo Howard.
287
—¿No arregló usted las cosas para que alguien matara a
Frizell? ¿Alguien que le trajo ese gabán para que se desembarazara
de él?
—No —Howard miró al señor Luther, que estaba
escuchando atentamente. Se envaró.
—¿No mató usted a Frizell, saltó a su coche y corrió a su
casa, atropellando a un hombre por el camino?
—Shaw, eso es imposible —intervino el capitán
McCaffery—. Tenemos la hora exacta en que ocurrió. ¡No puedes ir
de la Treinta y cuatro y la Séptima hasta la Sesenta y ocho y la
Octava en tres minutos, no importa lo rápido que conduzcas!
¡Enfréntate a ello!
El detective mantuvo los ojos clavados en Howard.
—¿Trabaja usted para ese hombre? —preguntó; hizo un
gesto con la cabeza hacia el señor Luther.
—Sí.
—¿A qué se dedica?
—Soy el vendedor para Long Island de Artículos Deportivos
William Luther. Contacto con las escuelas en Long Island, y también
coloco nuestros artículos en los almacenes de ahí fuera. Informo al
almacén de Manhattan a las nueve y a las cinco. —Recitó aquello
como un loro. Sentía débiles las rodillas. Pero su coartada se
mantenía..., como un muro de piedra.
—Muy bien —dijo el detective. Bajó su pie de la silla y se
volvió al capitán—. Todavía seguimos trabajando en el caso. La cosa
aún está muy abierta para nuevas noticias, nuevos indicios. —Le
sonrió a Howard, una fría sonrisa de despedida. Luego añadió—: Por
cierto, ¿ha visto usted esto alguna vez antes? —Sacó su mano del
bolsillo, con el pequeño revólver de Bennington en su palma.
Howard lo miró con el ceño fruncido.
—No, nunca lo había visto antes.
El hombre volvió a guardarse el arma en el bolsillo.
—Puede que deseemos hablar de nuevo con usted —dijo,
con otra débil sonrisa.
Howard sintió la mano del señor Luther sobre su brazo.
Salieron a la calle.
—¿Quién es George Frizell? —preguntó el señor Luther.
Howard se humedeció los labios. Se sentía muy extraño,
como si hubieran acabado de golpearle en la cabeza y su cerebro
estuviera entumecido.
—Un amigo de una amiga. Un amigo de una muchacha que
conozco.
—¿Y la muchacha? ¿Mary Purvis, dijo el policía? ¿Está usted
enamorado de ella?
Howard no respondió. Clavó la vista en el suelo mientras
andaban.
—¿Es la que lo ha acusado?
—Sí —dijo Howard.
La mano del señor Luther se apretó más alrededor de su
brazo.
—Creo que le iría bien un trago. ¿Entramos?
Howard se dio cuenta de que estaban de pie frente a un
bar. Abrió la puerta.
—Ella estará probablemente muy trastornada —dijo el
señor Luther—. A las mujeres les ocurre eso. Fue un amigo suyo al
que dispararon, ¿no es cierto?
Ahora era la lengua de Howard la que estaba paralizada,
mientras que su cerebro giraba a toda velocidad. Estaba pensando
que no iba a poder volver a trabajar para el señor Luther después de
esto, que no podía engañar a un hombre como el señor Luther... El
288
señor Luther seguía hablando y hablando. Howard tomó el pequeño
vaso de licor y bebió la mitad de su contenido. El señor Luther le
estaba diciendo que Lyles le sacaría de aquello lo más rápidamente
que fuera posible.
—Tiene que ser más cuidadoso, Howard. Es usted
impulsivo. Siempre he sabido eso. Tiene sus lados buenos y malos,
por supuesto. Pero esta noche..., tuve la sensación de que usted
sabía que podía haber disparado a ese hombre.
—Tengo que llamar por teléfono —dijo Howard—.
Discúlpeme un minuto. —Se apresuró a la cabina de la parte de
atrás del bar. Tenía que saber de ella. Mary tenía que estar ya en
casa. Si no estaba en casa, iba a morirse allí mismo, dentro de la
cabina telefónica. Estallaría.
—¿Diga? —Era la voz de Mary, apagada y carente de vida.
—Hola, Mary. Soy yo. No es posible..., ¿qué le dijiste a la
policía?
—Se lo conté todo —dijo Mary lentamente—. Que tú
mataste a mi amigo.
—¡Mary!
—Te odio.
—¡Mary, no lo dirás en serio! —exclamó. Pero sí lo decía en
serio, y él lo sabía.
—Yo lo quería y lo necesitaba, y tú lo mataste —dijo ella—.
Te odio.
Howard apretó los dientes y dejó que las palabras
resonaran en su cerebro. La policía no iba a cogerlo. Ella no podría
hacerle esto, al menos. Colgó.
Luego permaneció de pie allí en la barra, mientras la
tranquila voz del señor Luther seguía desgranando y desgranando
palabras como si no se hubiera parado mientras Howard
telefoneaba.
—La gente tiene que pagar, eso es todo —estaba diciendo
el señor Luther—. La gente tiene que pagar por sus errores y no
cometerlos de nuevo... Ya sabe que pienso mucho en usted,
Howard. Superará todo esto. —Hizo una pausa—. ¿Habló con la
señorita Purvis?
—No pude comunicarme con ella —dijo Howard.
Diez minutos más tarde había dejado al señor Luther y se
dirigía al centro de la ciudad en un taxi. Le había dicho al conductor
que se detuviera en la Treinta y siete y la Séptima, para que en caso
de ser seguido por la policía, pudiera simplemente caminar un poco
desde allá hasta coger su coche.
Bajó en la calle Treinta y siete, pagó al conductor y miró a su
rededor. No vio ningún coche que pareciera estar siguiéndolo.
Caminó en dirección a la calle Treinta y cinco. Los dos
whiskys de centeno que se había tomado con el señor Luther le
habían dado fuerzas. Caminó rápidamente, con la cabeza alzada, y
sin embargo de una forma curiosa y aterradora, se sentía
completamente perdido. Su Pontiac verde estaba aparcado junto al
bordillo allá donde lo había dejado. Sacó las llaves y abrió la puerta.
Tenía una multa.... la vio tan pronto como se sentó detrás
del volante. Sacó la mano y la cogió de debajo del limpiaparabrisas.
Una multa de aparcamiento.
Un asunto insignificante, pensó, tan insignificante que
sonrió. Mientras conducía hacia casa, se le ocurrió que la policía
había cometido un error muy estúpido no retirándole su permiso de
conducir cuando lo tuvieron en la comisaría, y empezó a reírse de
ello. La multa estaba en el asiento a su lado. Parecía tan trivial, tan
289
inocua comparada con lo que había pasado, que se rió de la multa
también.
Luego, casi con la misma brusquedad, sus ojos se llenaron
de lágrimas. La herida que le había causado las palabras de Mary
todavía estaba abierta, y sabía que aún no había empezado a
dolerle. Y, antes de que empezara a doler, intentó fortalecerse. Si
Mary se obstinaba en acusarlo, él insistiría en que fuera examinada
por un psiquiatra. No estaba cuerda del todo, siempre lo había
sabido. Había intentado llevarla a un psiquiatra por lo de George,
pero ella siempre se había negado. No tenía la menor posibilidad
con sus acusaciones, porque él tenía una coartada, una coartada
perfecta. Pero si ella insistía...
Había sido Mary quien en realidad lo había animado a matar
a George, ahora estaba seguro de ello. Había sido ella quien había
metido la idea en su cabeza con un millar de cosas que había ido
insinuando. No hay salida a esta situación, Howard, a menos que él
muera. Así que él lo había matado —por ella—, y Mary se había
vuelto contra él. Pero la policía no iba a cogerlo.
Había un espacio para aparcar de casi cinco metros cerca de
su casa y Howard deslizó el coche junto al bordillo. Lo cerró y fue a
su casa.
El olor a tela quemada flotaba aún en su apartamento, y lo
sorprendió, porque tenía la sensación de que había pasado mucho
tiempo. Estudió la multa de aparcamiento de nuevo, ahora bajo una
mejor luz.
Y supo de pronto que su coartada había desaparecido tan
bruscamente como apareció.
La multa le había sido impuesta exactamente a las 5:45.
290
JAMES ELLROY (1948).
Escritor norteamericano nacido en Los Ángeles. Sus padres se
divorciaron siendo él muy joven, y su vida estuvo marcada por el
asesinato de su madre en 1958, que nunca fue resuelto. Ellroy vivió
una infancia y adolescencia rebelde hasta alistarse en el ejército,
carrera que abandonó para cuidar de su padre, tras un infarto. A la
muerte de éste se dedicó de lleno a la vida delictiva, dormía en las
calles y estuvo en la cárcel; se entregó al alcohol y a las drogas y
padeció neumonía en dos ocasiones, hasta que finalmente decidió
rehacer su vida, apuntándose a Alcohólicos Anónimos y trabajando
como caddie de golf, profesión que le permitía ganarse a la vida
mientras escribía. Sus novelas se caracterizan por un estilo seco,
cortante, con frecuentes elipsis y un tono macabro, pesimista y
oscuro. Se ha centrado en el género policiaco con libros como La
Dalia Negra, adaptado al cine por Brian de Palma, o L.A.
Confidential, que también fue llevado al cine. Sus personajes
decadentes y carentes de esperanza lo han llevado a ser
denominado “El perro demoníaco de la novela negra americana”.
UN ESPECTÁCULO CRUENTO
El boxeo es:
Un espectáculo cruento sin animales y rerregulado. Una
pelea de gallos para estetas y blandengues.
El boxeo es un microcosmos. El boxeo provoca a los popes.
El boxeo desgarra a los escritores y les inspira parrafadas brillantes.
El boxeo estimula la testosterona. El boxeo bombea en las
bolas. El boxeo magulla y te hace buscar sentido.
El boxeo mexicano es:
Boxeo destilado. Boxeo hecho estoicismo. Boxeo
hiperbolizado.
El boxeo mexicano es machismo magnificado. El boxeo
mexicano es bravuconería. El boxeo mexicano significa que mueres
por amor y vives para impresionar y apabullar a tus colegas.
El boxeo en Las Vegas es:
Pompa de los bajos fondos. Westminster West. Los mejores
de la categoría como lo mejor de la cuadra.
El boxeo en Las Vegas es Roma rediviva. Los gladiadores
divierten a grandes apostadores. Matones imperiales explotan a
maxihombres musculosos y se inyectan sus ingresos.
Me llegó la noticia:
Erik Morales se enfrenta a Marco Antonio Barrera.
Peso pluma junior. Pelea por el título. Las Vegas.
Tenía que ir.
Me encanta el boxeo. Desde hace mucho tiempo.
Mis padres se divorciaron en el 55. Los fines de semana me
tenía mi padre. Nos encerrábamos. Veíamos combates.
Teníamos un televisor de pantalla en burbuja. Devorábamos
salsa de queso. Mi padre jaleaba la raza y el “corazón”.
291
Le gustaban, sobre todo, los púgiles blancos. Después
venían los mexicanos. Los que menos, los negros.
El corazón eclipsaba la raza. El corazón mitigaba la raza. El
corazón proporcionaba a los mexicanos el estatus de Hombre
Blanco.
“Mexicanos” abarcaba a cualquier hispano. “Mexicanos”
abarcaba a algunos italianos. “Mexicanos” abarcaba al negro
cubano Kid Gavilán.
Mi padre confundía raza y geografía. Era un wasp. Llegó a
Los Ángeles y aprendió español. Era partidario de la integración.
Sabía que el Hombre Blanco mandaba. Sabía que el Moreno
deseaba integrarse.
Mi padre aceptaba que lo hiciera si cumplía los requisitos.
Raza. Corazón. Mi educación primaria.
Vivía en Los Ángeles. Veía combates por televisión. Asistía a
combates en directo.
El Olympic. El Hollywood Legion Stadium.
Humo. Luces cenitales. Cerveza y cáscaras de cacahuate.
Papá me llevaba. Nos sentábamos con mexicanos. Veíamos
como los mexicanos le pateaban el culo a tres razas.
Papá era un camaleón. Papá gesticulaba como un loco. Papá
se mexicanizaba.
Hablaba con mexicanos. Les daba palmadas en la espalda.
Me traducía lo que decían.
Comentarios masculinos. Mi educación primaria.
“Cazatalentos”. “Busca el cuerpo”. “Acorrálalo”. “Pendejo”.
“Cojones”. “Maricón”.
Mi papá establecía diferencias entre mexicanos. Los
inmigrantes ilegales eran “espaldas mojadas”.
Los espaldas mojadas tenían corazón. Cruzaban a nado el
Río Grande. Buscaban trabajo.
Se esforzaban. Trabajaban duramente. Anhelaban el estatus
de Hombre Blanco.
Los maleantes eran pachucos. A los pachucos les faltaba
corazón.
Los pachucos se untaban el pelo. Tenían muchos hijos.
Portaban navaja.
Rajaban policías. Fumaban marihuana. Desdeñaban el
estatus de Hombre Blanco.
Conocí a dos chicos mexicanos, Reyes y Danny. Eran de
Tijuana.
Habían visto peleas en Tijuana. Habían visto el número del
burro. Eran fans de Art Aragón y Lauro Salas.
Fumé marihuana con ellos. Tenía diez años.
Me mareé. Lance puñetazos al aire como un maricón.
Mi madre murió. Me quedé con mi padre
permanentemente. Veíamos combates. Comíamos guarradas
delante del televisor.
5/12/58:
Peso welter. Combate por el título. Don Jordan contra Virgil
Atkins, El Oso.
Gana Jordan. Jordan es un negrito dominicano.
Es un mulato. A mi papá le cae bien. Le concede el estatus
de mexicano.
Es un psicópata. Fue asesino infantil. Con diez años, mataba
hombres. Mató treinta en un mes.
Los mexicanos eran asesinos. Lo decía mi papá. Mi papá
hablaba español. Mi papá había visto el número del burro. Mi papá
estaba muy puesto.
292
10/12/58:
Pesos semipesados. Combate por el título. Archie Moore
contra Yvon Durelle.
Es el Apocalipsis. Gana Moore. Moore es negro. Durelle es
de Acadia.
Mi papá otorga a Moore un ascenso de estatus. Lo
mexicaniza. Mi papá degrada a Durelle. Lo mexicaniza.
Durelle “come cuero”. Durelle “entra con la cara”.
27/7/60:
Pesos welter. Combate por el título. Jordan pierde con
Benny Kid Paret.
Paret es un negro cubano. Mi papá lo odia. Mi papá
confirma su raza.
24/3/62:
Pesos welter. Combate por el título. Paret contra Emile
Griffith.
Griffith es negro. Griffith es isleño. Griffith machaca a Paret.
Paret muere.
Paret había hablado mal de Griffith. Lo había llamado
marica.
Odio sexual. Venganza. Mi educación primaria.
Fui a peleas. Vi peleas por televisión. Leí revistas de boxeo.
Viví en L.A. Rondaba por ahí. Me complacía la estratificación
social.
Los negros vivían al sur. Los mexicanos, al este. Los blancos
vivían en todas partes.
Los negros reclamaban derechos civiles. Los mexicanos
reclamaban conflicto y honor personal.
Los mexicanos crecían canijos. Los mexicanos eran rápidos
de movimientos. Los mexicanos se hacían estoicos y efusivos.
Los mexicanos eran codiciosos. Los mexicanos tenían
aspiraciones. Los mexicanos sabían que el Hombre Blanco era el
Jefe.
Los mexicanos se codeaban con los blancos. Los gustos
compartidos unían. Fluía un idioma común.
“Chile con carne”. “Una cerveza, por favor”. “Gancho al
hígado”.
Me mexicanicé. Me mexicanicé con circunspección wasp.
Llevaba camisas Sir Guy. Provocaba peleas con chicos.
Coseché resultados diversos.
Me faltaba potencia. Me faltaba habilidad. Me faltaba
velocidad. Me faltaba corazón.
Quedó evidenciado. Mis derrotas fueron ignominiosas. Mis
victorias patéticas.
Verano del 64:
Tenía dieciséis años. Medía un metro ochenta y cinco.
Pesaba sesenta y tres kilos. Mi padre decía que era el número uno
de la división de los pesos papel higiénico.
Desafié a mi colega, Kenny Rudd.
Seis asaltos. Con guantes. En el Robert Burns Park.
Cuidadores en los rincones. Árbitro. Bolsa de cinco dólares.
Yo tenía estatura. Tenía envergadura. Rudd tenía corazón.
Rudd tenía velocidad y potencia.
Rudd me dio una paliza. Peleó con el torso desnudo. Yo
llevaba una camisa Sir Guy.
Mi padre se puso enfermo. Lo ingresaron en el hospital.
Tuvo de compañero de habitación a un mexicano.
Hablaron de peleas. Yo les llevaba enchiladas con queso.
Mi padre murió. El mexicano se recuperó.
Viví solo. Veía combates por televisión. Fui al Olympic.
293
Vi a Little Red López. Vi a Bobby Chacón. Vi a seis millones
de tipos que se llamaban Sánchez o Martínez.
Me sentaba en primera. La sangre me salpicaba. Comía
serrín.
Me sentaba en el gallinero. Compartía vasos de meados con
Josés y Humbertos. Protestaba los tongos. Arrojaba los meados.
Rociaban a los putos jueces.
Cometí unas hazañas estúpidas. Me metí en líos. Me desvié
y pagué.
Cumplí condena en la cárcel del condado. Hablé de
combates con Manueles malvados y Pedros pendencieros. Peleé
con una maricona mexicana llamada Duraznos.
Duraznos me buscó las cosquillas. Yo respondí. Imité a
Benny Kid Paret. Lo llamé “maricón”.
Duraznos me coceó el culo. Los guardias se lo llevaron.
Reclusos de tres razas se partieron de risa.
Disequé mi derrota. Até algunos cabos.
El boxeo mexicano explica a los blancos blandengues y
vulgares la división mente/cuerpo.
El boxeo mexicano es esmerado. El boxeo mexicano es inspirado.
Es énfasis salvaje. Es boxeo básico devuelto a la distancia
corta.
Avanzas. Acechas. Acorralas. Acobardas con la amenaza del
ataque.
Atosigas a tu hombre. Encajas el punteo de la diestra. Entras
a la contra con ganchos al cuerpo.
Instigas los intercambios. Acortas la distancia.
Recibes para dar. Rifas tus posibilidades de supervivencia.
Tragas golpes. Absorbes el dolor. Absorbes el dolor para agotar a tu
adversario y explotar sus descuidos. Absorbes el dolor para poner a
prueba tu jactancia.
Trabas al rival cuando estás desesperado. Retrocedes
cuando estás aturdido o medio grogui. Rehúyes el intercambio de
golpes para evitar la cuenta y ganar segundos.
Los golpes al cuerpo minan la respiración. El ímpetu mina la
voluntad. El dolor absorbido destruye células cerebrales. El dolor
absorbido forma el carácter y establece ideales necios.
El boxeo mexicano es saber popular.
Los púgiles mexicanos mastican filetes crudos. Tragan la
sangre y escupen la carne.
Los púgiles mexicanos sorben mezcal. Hacen gárgaras y se
tragan el gusano.
Los púgiles mexicanos se entrenan en alturas de tres mil
metros. Los púgiles mexicanos se entrenan en burdeles.
El boxeo mexicano es memoria.
Combates en plazas de toros. Peleas en los actos de pesaje.
Riñas en las fiestas de celebración de victorias.
Combates.
El triple enfrentamiento. Años 70 y 71. Rubén Olivares y
Chucho Castillo.
El Inglewood Fórum. Todos los asientos vendidos.
El roqueño Rubén retrocede. Chucho achucha y choca.
Tercer asalto: Rubén reposa recostado. Rubén se reincorpora y se
recupera rápidamente.
Rubén gana el primer combate. Decisión unánime. El
resultado reclama una revancha.
Segunda pelea. Rubén se rompe. Chucho troncha y
machaca. Rubén lanza ganchos de izquierda. Chucho contraataca a
contrapunto.
294
Rubén se rasga. Sangra por un corte en el párpado
izquierdo. La herida decide. Se acabó: Chucho gana por K.O. técnico
en el 14.
El desempate deslumbra. Es todo presión. Chucho derriba a
Rubén. Rubén se recupera y responde.
Rubén remonta. Rubén castiga las costillas. Chucho lame la
lona. Rubén reina en el ring.
23/4/77:
El Fórum. Combate sin título en juego. Carlos Zárate y
Alfonso Zamora.
Entre los dos setenta y cuatro peleas. Setenta y tres por K.O.
El primer asalto transcurre despacio. Zárate prueba a
Zamora. Un chiflado salta al ring. La policía se lo lleva. Le da una
paliza.
Segundo asalto:
Zárate ataca. Zárate acorrala a Zamora. Zárate lanza
ganchos de izquierda.
Tercer asalto:
Zárate caza a Zamora.
Zamora cae. Cuenta de ocho y la campana.
Cuarto asalto:
Zárate entra en la guardia. Zamora queda desarbolado.
K.O. técnico tras dos caídas.
Se acabó. No hay color. No hay clamor.
El padre de Zamora salta al ring. El padre de Zamora ataca al
preparador de Zárate.
La consecuencia es inmediata: Zárate-Zamora, segundo
combate.
Memoria:
Zárate. Lupe Pintor. Chango Carmona.
El gran Salvador Sánchez. Julio César Chávez, “el gran
campeón mexicano”.
Mexicanos. Hombres Blancos. Pregúntenle a mi papá…
El Morales-Barrera olía a preliminar o a guerra.
Morales acreditaba 35 y 0. Ceñía el cinturón de la WBC.
Tenía juventud. Tenía velocidad. Tenía un ataque más
variado.
Llevaba una carrera ascendente. Tenía un contrato
televisivo con la HBO. Era el “próximo Chávez” profetizado.
Barrera era el anterior “próximo Chávez”. Había encajado
algunos derechazos y lo habían tachado de la profecía.
Estaba 49 y 2. Tenía el título de la WBO. Los bromistas lo
llamaban “el WBOBO”.
Barrera había representado el ataque mexicano.
Acosaba. Acorralaba. Lanzaba el gancho de izquierda.
Barrera había tenido un descalabro.
Había tenido una carrera ascendente. Había tenido un
contrato exclusivo con la HBO. Junior Jones cortó su ascenso.
A derechazos.
Una derrota por K.O. Una revancha. Derrota por puntos.
Barrera acusa las derrotas. Barrera sufre amnesia temporal.
Barrera regresa.
Barrera es mexicano. Barrera es católico. Barrera busca la
redención.
Barrera es un chico rico. Procede de la Ciudad de México.
El boxeo acaba algún día. Barrera lo sabe. Quiere estudiar
Derecho.
Morales viene de Tijuana. Procede de clase media. Su papá
era púgil.
295
Es un tipo tierno. Financia cenas de Nochebuena. Ganó el
título y depositó la bolsa en el banco. Regaló computadoras a unas
escuelas de Tijuana.
Los dos eran buenos chicos. “Buenos chicos” es un apelativo
de los aficionados. Los “buenos chicos” son asesinos que limitan su
violencia al cuadrilátero.
Las Vegas era Tijuana desencadenada.
Yo estuve en Tijuana en el 66. Me hicieron una mamada. Vi
el número del burro.
Tijuana asustaba.
Estuve en Las Vegas en el 2000. Las Vegas era peor.
Me alojé en el Bellagio. Me habían dicho que tenía “clase”.
Acertaban y se equivocaban.
Contaba con una galería de arte.
Contaba con máquinas tragamonedas silenciosas. Contaba
con largas limusinas.
Sus matriculas: cézanne/matisse/Picasso.
Mi suite era amplia, Mi suite tenía una lista de direcciones
de iglesias. Mi suite tenía canales de televisión pornográficos.
Me instalé. Recorrí el Strip. Calculé mal las distancias.
La fachadas de los hoteles se extendíiian.
Fosos medievales. Imitaciones de París. Falsos Manhattan.
El tráfico callejero avanzaba a paso de tortuga. Los peatones
caminaban boquiabiertos. Paseaban con niños pequeños y cocteles
en la mano. Paseaban con vasos de monedas de máquinas
tragaperras.
Tomé un taxi. El taxista era un chiflado. Olía a Ku Klux Klan.
Se hurgaba la nariz. Se hurgaba los dientes. Bebía cerveza en
un vaso del Mc Donald’s.
Habló de boxeo.
Le gustaba Morales. Barrera era pan viejo. J.C. Chávez era
inferior. Había perdido con Frankie “El Cirujano” Randall. El taxista
me contó que Chávez había destrozado su suite en el Grand.
Habló de boxeo mexicano.
Los cholos tenían corazón. Los cholos peleaban sucio. Los
cholos se cogían a las cabras.
Habló de los combates en Las Vegas.
Morales-Barrera era una pelea menor. Para aficionados
entendidos. Estrellas del rap y capullos del cine, abstenerse.
Loa grandes combates estremecían Las Vegas. Los grandes
combates movían mucha lana.
El dinero en taquilla. El pago por televisión. Las ganancias
del casino. Los grandes apostadores atraídos para que pierdan.
Los grandes combates atraían grandes nombres. Famosos
en primera fila.
Los grandes combates eran los de pesos pesados. Un gran
combate significaba Tyson y mal rollo. Un gran combate significaba
Óscar de la Hoya.
Óscar era lindo. Óscar golpeaba de lo lindo. Óscar fascinaba
a las mujeres.
Óscar no es un mexicano auténtico. Nada puede ser
auténtico si viene de Los Ángeles.
296
NEOPOLICIACO MEXICANO
LA NOVELA NEGRA EN MÉXICO
Roberto Herrera Gallardo
La producción de novela policiaca mexicana ha sido relevante y
creciente en los últimos cincuenta años, con un periodo de
florecimiento durante los años setenta y ochenta, los mismos años
de la “guerra sucia” en que los poderes fácticos y represores del
priísmo gobernante hacían escarnio de los últimos resabios del 68
(utópicos guerrilleros juveniles e incipientes “terroristas urbanos”)
que desde la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco hasta la sierra
de Chihuahua, trataron infructuosamente de tomar el poder.
El hecho de que el boom de la novela policiaca mexicana
coincida con una época de represión política (y policiaca) no es
circunstancial, ya que estas novelas fueron un espacio de
resistencia. En casi la mayoría de las tramas, desde El complot
mongol (1969) de Rafael Bernal (y aún antes, en las novelas de Luis
Spota) hasta No habrá final feliz (1988) de Paco Ignacio Taibo II, los
protagonistas (personajes sombríos: burócratas metidos a
detectives o guaruras cursis en busca de expiación) luchan al final
contra el verdadero criminal: “el Sistema”, perversa y siniestra
entidad burocrática que en nombre de “la Revolución” (ya desde
entonces un mito) roba, extorsiona, secuestra, viola y asesina.
Con irónico humor negro, Vázquez Montalbán, el gran
escritor catalán, lo reduce todo a la frase “En este país el principal
sospechoso es la policía”.
De este modo la novela negra mexicana no es una
tradicional trama centrada en el mundo del hampa, en “los bajos
fondos” al estilo de los escritores norteamericanos de los años
veinte y treinta (Dashiell Hammett, Raymond Chandler o Jim
Thompson), sino una novela que, sin faltarle el necesario elemento
de suspenso, hace alarde de contenidos altamente políticos que en
buena medida expresan la insatisfacción revolucionaria, el
desencanto ideológico y el enojo generacional de una joven camada
de escritores de izquierda forjados principalmente en el periodismo.
La novela negra, ha dicho Taibo II, es una novela de rabiosos
con carácter reivindicativo “la literatura sirve para mejorar la
realidad… hay en ella una necesidad de recompensarla, sólo que
para que algo mejore, primero tiene que empeorar… para mí el
Conde de Montecristo es un consumador de la venganza social”.8
A partir de los noventa, se comienza a hablar del
“neopoliciaco mexicano” abanderado por Taibo II y sus novelas
sobre el detective Héctor Belascuarán Shayne (En caso de duda,
Días de Combate, Algunas nubes, Sueños de frontera, Adiós Madrid,
entre otras) las cuales reciben dos premios literarios Hammett y por
otros escritores que bajo su influencia llegan incluso a superarlo.
Un ejemplo destacado, lo es el recientemente esclarecido
escritor poblano, Juan Hernández Luna, autor de una trilogía que
vale la pena leer integrada por las novelas Quizás otros labios,
Naufragio y Yodo. Para este autor “el humor no debe estar ausente
en toda novela negra, ya que el humor es una especie de exorcismo
al horror de una sociedad como la que vivimos… el horror y el
humor son antitéticos complementarios”.9
Pese a ello, existen novelas como El miedo a los animales de
Enrique Serna, Morir en el Golfo de Héctor Aguilar Camín, Mi prima
Daniela de Rosaura Salcedo Saleme o la más extraña de las novelas
de Fernando del Paso, Linda 67, que aunque no son en toda
8
Foro de Novela Negra, Feria Internacional del Libro de Guadalajara, 2 de
diciembre de 2004.
9
Ibid.
297
extensión autores del género, bien pudieran entrar en esta
categoría por el contenido de sus tramas.
En la última década los escritores Guillermo Zambrano de
Monterrey y Elmer Mendoza de Culiacán, han ido de la novela
histórica de tintes negros (México por asalto de Zambrano) a la
novela del narco. Este último es el caso de Mendoza, del que se
destacan sus novelas El amante de Janis Joplin y Balas de plata, así
como el libro de cuentos Efecto Tequila, donde el México “bronco”
baila igual al ritmo de la banda que al ritmo de las balas, en medio
de la corrupción política, la ingobernabilidad ñoña y el miedo a
morir mientras te comes una tostada de aguachile en un puesto
callejero.
298
JUAN HERNÁNDEZ LUNA (1962-2010)
Escritor mexicano nacido en el Distrito Federal, considerado como el
mejor escritor del género policiaco en México al morir
prematuramente a los 48 años. Vivió la mayo parte de su vida en
Puebla. Fue ganador en dos ocasiones del Premio Hammett a la
mejor novela policiaca publicada en países hispanoparlantes. Es
autor de media docena de novelas entre las que destacan: Quizá
otros labios, Cadáver de ciudad, Naufragio, Tabaco para el puma y
Yodo, considerada su mejor novela.
¡BANG!
Estoy de pie frente al caño oscuro de una pistola, la cual es
sostenida por un hombre que me observa detenidamente y con
gestos nada amigables. Intento moverme pero el hombre hace una
seña indicando que no lo haga o de lo contrario habrá de disparar.
Obedezco sin dejar de observar el caño oscuro de la pistola.
Hay un principio a mi lado. Abajo en la calle se observaron
un auto estacionado con el motor funcionando y las luces
encendidas. No logro distinguir si hay alguien dentro del auto.
Permanezco quieto esperando que el hombre me diga lo que debo
hacer. No tengo las manos levantadas y eso me preocupa, no
demasiado, pero sé que eso no corresponde al guión normal de
alguien que es amenazado con una pistola.
Un balazo. Si la bala me entra debo procurar cortar la
hemorragia, estabilizar mi presión arterial. Lo más probable es que
el maldito proyectil venga sucio, lo cual me provocaría una
infección. Herido, derribado de espaldas sobre la azotea de este
edificio, sería difícil proteger los tejidos nerviosos de posibles daños,
me sería imposible extirpar mis tegumentos insalvables y restaurar
los demás.
¡Aggggg! ¡Ciudad de México, qué hermoso cielo tan oscuro
tienes! El que va a morir te saluda y mira cada una de tus nubes
rojas y huidizas llevadas por el viento del sur.
Diálogos. En este momento tendría que haber un diálogo.
Frases amenazantes que digan quién es el que tiene el poder, y a
pesar de que hay una pistola que me amenaza, todo indica que soy
yo el que tiene el as bajo la manga.
Pienso en “el as bajo la manga” y al instante me arrepiento.
299
Uno no debería decir frases trilladas, ni siquiera en la vida
real. El hombre permanece frente a mí. No tengo idea de cuánto
tiempo ha transcurrido; entonces decido buscar otro archivo en mi
memoria y busco el momento en que llegamos hasta este punto.
Recorrido. Mis pasos corren veloces por la calle, hay unas
escaleras, es una vecindad totalmente desierta a estar horas, las
luces están apagadas, en el patio hay juguetes de niños que
permanecen. Subo por la escalera, siento cómo un hombre me
persigue. El ruido de mis pasos subiendo, seguidos de otros pasos
más pesados que van tras de mí, me mantiene alerta.
Hay gritos. Una anciana se asoma por su ventana y ve mi
cara sudorosa. Quiero intentar una broma, decirle algo así como
buuuuuuu, pero los ruidos de los pasos que vienen tras de mí lo
impiden y sigo subiendo hacia la azotea.
Y llegamos a la azotea y corro pero no hay hacia dónde más
seguir. Volteo y encuentro al tipo con la pistola, quien me dice que
me detenga, que es mejor que todo acabe de una vez.
Supongo que es mejor que todo termine, pero veo el caño
oscuro de la pistola y lo veo a él y noto su cara picada por la viruela
o el acné o alguna de esas malditas enfermedades de la piel. Y
entonces mi vista va del caño de la pistola a su cara lastimada.
Reconsidero. Así que no es un acantilado, no es una
barranca, no es el planeta del martirio; es el vacío que provoca un
edificio de aproximadamente cuatro o cinco pisos.
Desde la azotea se ve el humo de alguna refinería hacia el
poniente de la ciudad; a esta hora se puede ver cómo los ángeles de
la guarda se marchan a dormir; se miran las luces del Eje Central
fundirse con el magma brillante que proviene del aeropuerto; se
oyen todos los ruidos de todos los autos mezclarse con el tic tac de
los corazones de niños y niñas; se oye una canción de mariachi; se
oyen toses y arrumacos; se levanta la luna contra la Torre Mayor; el
poniente se llena de sangre; el sur es sólo niebla, y a mí que sólo me
da por recordar poemas…
Amiga mía a la que amo, no envejezcas…
Correr. Correr con todo lo que llevas dentro desde tu
infancia.
Es pesado el bulto; la infancia es un fardo demasiado grande
para correr mientras se huye de una pistola.
Sonrisa. Las mujeres sonríen de manera torcida. Las mujeres
no son sinceras en el reír. Es una mujer que estoy seguro que
conozco desde hace muchos años atrás, cuando mis manos eran
árbol y planetas. Y entonces supongo que la conozco y he dormido
con ella, pero no lo puedo precisar ya que su cabello peinado en
salón es deprimente y la veo que me insulta.
Atrás de ella hay un hombre; tiene el rostro lastimado por el
acné, por la viruela o por alguna de esas malditas enfermedades de
la piel.
Salgo del cuarto y la mujer me sigue. Creo que desea
preguntarme algo.
Un cadáver tarda aproximadamente tres días en
descomponer su piel. El interior se llena de gases tóxicos que
provocan llagas en el exterior; luego la piel sucumbe, se parte y los
gases se liberan. Si el cadáver es expuesto al sol no se requieren
más de diez días para que todo acabe, la carne se pudra y el olor se
masifique y se disuelva entre la vida. Al final sólo queda el esqueleto
y acaso remanentes del hígado, el órgano más fuerte del cuerpo
humano, el más resistente en ser eliminado por la descomposición.
Una ironía, si se considera que la muerte hubiera sido provocada
por la cirrosis.
300
Yo no tengo cirrosis, ni siquiera tengo un cuerpo. Soy una
materia que flota aquí en esta azotea donde sigo viendo el caño
obscuro de una pistola que un hombre me apunta. Al poniente, la
mancha extensa y oscura del Bosque de Chapultepec; al sur de la
huella eterna de mis dudas; al norte la sombra de una mujer rubia
que se aleja; al otro norte otra rubia y otro adiós.
Regreso mi vista hacia la mancha poniente y vuelo a
encontrarme con el caño oscuro de la pistola.
Días atrás. Dime que no habrás de abandonarme, dice una
voz a mis oídos, y la escucho como si fuera la de una sirena subida
en el barco de Ulises. Y Ulises, yo, me mantengo firme en el timón,
atado con cuerdas y tratando de cruzar el mar sin hacer caso de sus
cantos. La sirena se acerca, me braza, intenta tomar el timón y
dirigirme hacia una isla, pero me sobrepongo y el barco continúa el
rumbo. De pronto noto que el barco ha dejado de ser tal; ya ni
siquiera es un simple tronco navegando en el azul del océano; el
barco es una cama, el mar es una habitación y a mi lado está una
mujer que susurra a mi oído, y ahí donde debe estar el horizonte
aparece una puerta y entonces ésta se rompe de una patada y un
hombre entra con una pistola en su mano y me apunta justo a la
frente.
La sirena desaparece.
No hay mar en esta vida.
Un escenario de huida debe ser limitado. No se puede andar
por el mundo corriendo de un lado a otro; deben existir límites
donde alguno de los personajes acepte su agotamiento.
Soy el hombre que sostiene un arma en su mano derecha.
Frente a mí, un hombre busca huir pero yo lo detengo y le digo que
no haga ningún movimiento extraño o de lo contrario habré de
disparar. Mi dedo toca el gatillo del arma y en ese momento
totalmente, por completo, de manera absoluta, se me olvida el
motivo de mi agresión.
Ya no quiero disparar, no deseo esta arma en mis manos.
Una bala recorre dieciocho mil kilómetros cuarenta y tres
metros con cincuenta centímetros por segundo, el equivalente a la
velocidad de la mentira, la velocidad de un amor sanguinario y torpe
y cruel.
Una bala calibre .45 me destroza aproximadamente veinte
centímetros de piel del corazón y me deja un boquete de salida
equivalente a tres ausencias, a cuatro despedidas.
Si el vacío no es vacío, no es barranca ni precipicio, si sólo es
la maldita distancia entre cuatro pisos hacia el suelo, ¿existen
posibilidades de sobrevivencia?
Movimiento.
¡Alto!
Hay una mujer rubia que buscó mi nombre y mis datos y
que me citó en este lugar. Las señales son claras; lo que se llama
affair. Y yo que no soy imbécil estaba seguro de que a una rubia
semejante se le pilla en la cama cada dos siglos.
Éste era mi siglo.
El hombre con la pistola aparece a mitad del siglo.
La rubia desaparece al agotarse el siglo.
Anacronía.
Cuando se huye se procura no dejar a nadie detrás de la
gente que se quiere.
Un caño oscuro. Mismo por donde se viene a la vida, mismo
por donde se puede ir.
¿Una tumba se puede considerar un caño oscuro?
¿Una vagina es un caño oscuro?
¿Un pene es un caño oscuro?
301
Jean Valjean cargando a Mario por los caños oscuros…
El conde de Montecristo huyendo por los caños oscuros…
El estetoscopio llevando la señal de la vida es un caño
oscuro…
El bing bang, el maldito hoyo negro, los putos quark son
caños oscuros…
Las rubias no son buenas compañeras de aventura.
Las pistolas son mejores amigas de aventuras.
Las mujeres morenas tampoco son buenas amigas de
aventuras.
El día no ha sido bueno.
A sus más de setenta años, la señora camina de un lado a
otro de la pieza; con ella pasea un gato y ella mira con recelo el
lomo animal. Parece inquieto, casi siempre se pone así por la lluvia;
acaso será por eso que a los gatos no les gusta el agua. Pero éste es
una gato extraño, casi nunca sale, así que no debería tener miedo
de la lluvia; de hecho jamás he visto al gato fuera de la casa. ¿Cómo
se le llama el gato? El gato tiene un nombre peculiar; su marido lo
llama y el gato acude a su regazo, pero hace tiempo que las cosas se
le van olvidando. Esa maldita enfermedad que si supiera su nombre
la diría pero que obviamente también se le ha olvidado cómo le ha
ocurrido con muchas de las cosas de este mundo, y ella cree que a
etas alturas de la vida es mejor ir olvidando cosas, soltando lastre,
como un globo que necesita permanecer ligero para soportar los…
¿cómo le llaman? Sí, los últimos reveses de la vida. Dios, si tan sólo
supiera qué significa un revés; un revés era una puntada en sus
tiempos de chamaca cuando aprendió a coser y a bordar y esas
cosas que hacen que una mujer sea más mujer, manualidades como
planchar y cocinar a fin de tener contento a un hombre y el hombre
lleve el sustento a la casa, pero ahora cuál puede ser el significado
en “¿el revés de la vida?” Cómo es posible que la vida tenga un
revés, y si tiene un revés debería tener un derecho, pero ella jamás
ha tenido un derecho. La vida ha sido difícil, vaya que lo sabe,
llegaron a aquel cuarto de vecindad cuarenta años atrás, por
mientras, y así se fueron acumulando años y el mientras se convirtió
en el siempre, y desde entonces ahí se quedaron a vivir, y hubo
hijos, claro que sí, tres hijos, dos niños y una niña, todos nacieron
muertos, por eso no tuvieron ganas de intentar la cuarta cría, para
qué traer muertos a este mundo cuando se supone que a este
mundo se viene a dar vida; no, nada de hijos, había que aceptar la
soledad y los gatos que su marido llevaba a la casa, algunos de los
cuales se habían marchado agotados por la escasa comida y el
espacio oloroso a pobreza y grasa. Únicamente aquel gato se había
quedado con ellos y desde entonces vivía ahí, escondido bajo los
muebles; pero aquella noche el gato parecía nervioso, sería por la
lluvia. Ella podía sentir el olor a humedad y también sus músculos se
lo recordaban; esa noche llovería, estaba segura, lo mejor sería ir a
cerrar la ventana para evitar que el sillón de la sala fuera a mojarse.
Caminó, volvió a mirar al animal con el lomo arqueado y corrió las
cortinas de la venta para cerrar las hojas de ésta, y fue cuando miró
cómo por las escaleras un hombre subía apresurado; aquello le
extrañó, tal vez sería alguien que iría a la azotea por la ropa para
evitar que ésta mojara, pero no, en aquella vecindad los hombres
jamás subían a la azotea y menos a recoger la ropa. Sabía que tenía
razón cuando vio que tras aquel hombre iba otro, con la misma
prisa, llevando en su mano una pistola y algo gritaba, pero ella no lo
recuerda, no recuerda las palabras, sabe que son palabras pero no
puede diferenciar una de un grito y de un insulto, si le dicen árbol
ella piensa lodo. Si le dicen tijera lo relaciona con un día de
descanso; entonces prefiere cerrar la ventana y esperar que la lluvia
302
termine y su marido llegue y que la soledad permanezca y el animal,
ese animal que se llama silencio o se llama terapia, deje de maullar
para así escuchar mejor interior, a ver si de ahí llega un mejor
recuerdo…
La boca de una pistola no es un hoyo simple, se mueve de
manera ondulante, tal vez el tipo que sostiene el arma está
temblando. Igual pudiera no ser una pistola sino acaso un arma
blanca, sea más fácil esquivar, me aferro a esta posibilidad, al
menos el tajo no tiene la rapidez de una bala. ¿O sí? ¿Alguien ha
medido la rapidez de un tajo? En todo caso qué es más peligroso,
¿un atajo o una bala? Obvio, todo depende del mismo lugar en que
la herida se lleva a cabo. Si el cuchillo hiere la vena femoral…
¿Brillan las armas blancas? Busco en la oscuridad el destello pero no
existe, entonces todo es pavura, no hay arma blanca, solo una
pistola.
¡Bang!
Aquí viene.
Me toca. Mi cuerpo se arquea y se sacude por el impacto.
Casi de inmediato siento el hervor de la sangre correr entre
mi camisa. Todo yo soy una vena adolorida, un canal oscuro, un
túnel.
Y entonces por mi túnel llega Jean Valjean cargando a
Mario.
Y el conde de Montecristo me sonríe con la estolidez en mis
manos.
Y me quedo viendo el vacío de la ciudad enorme.
Con sus torres y sus calles.
Y esas lucecitas.
Y no caigo.
Me sostengo en el borde porque yo tengo el as bajo la
manga: los calzones de la rubia en la bolsa de mi saco. Mi gran
fetiche como recuerdo de una noche glorioso en la cama. Tengo
también las palabras para decirle al tipo que por mí puede irse a
chingar a su puta madre, que cabrones como yo no se mueren todos
los días y entonces sobreviene el giro que permite apenas escuchar
el suussss de otra bala rozando mi pecho.
Y luego…
Mi vida ha sido grande y jodida.
Benéfica y estúpida.
Maravillosa y absurda.
¿Por qué no dejarla que se así en su caída?
Cuatro o cinco pisos.
Caída hermosa.
No verá nada.
Yo soy grande.
¿Hay algo más hermoso que volar durante la muerte?
Yo lo hago.
303
FRANCISCO G. HAGHENBECK (1965).
Escritor mexicano de policiaco nacido en el Distrito Federal. Obtuvo
el premio Vuelta de Tuerca 2006 a la mejor primera novela policiaca
con Trago amargo, y es guionista de cómics norteamericanos tan
populares como Crimson. Novelas destacadas: El código nazi,
Solamente una vez (biografía novelada sobre Agustín Lara), Hierba
santa (2009, sobre la vida de Frida Kahlo), Aliento a muerte (2010,
de corte histórico) El diablo me obligó (2011) y El caso Tequila
(2012).
EL CÓMICO QUE NO SONREÍA
Escuché el nombre de Andrea Rojas el mismo día en que conocí a
Cantinflas. Era agradable, inteligente y con fino sentido del humor.
Cantinflas no. El era como el resto de las estrellas de Cinelandia:
simplemente una estrella una estrella.
Mientras que el presidente Lyndon B. Johnson estaba
dispuesto a mandar un ser humano a la Luna, yo había decidido
permanecer un par de meses en la ciudad de México. Deseaba
hacer lo típico: ir a una función de lucha libre, apostar al toro en una
corrida en la Plaza México, tomar una botella de tequila en la
cantina Tenampa, y disfrutar una Banana Split en la nevería Roxy.
También hacer lo no típico. Cuidar a mamá mientras se recuperaba
de una operación médica. Su convalecencia me había sacado de
aquella semivida como sabueso beatnik en Venice Beach. No me
importó. Siempre es agradable pasar un tiempo en el sitio donde
nací. Pero poco, pues la ciudad es una amante traicionera. Los que
la aman y habitan sólo reciben dolor.
Sabiendo que andaban por esos rumbos, mi antiguo jefe me
había recomendado para hacer un trabajo local. Desde que se retiró
repartía trabajos, como Santa Claus. Supuse que ese año me había
portado bien: me trajo a Cantinflas.
La cita fue en las afueras de la ciudad, en un lujoso
fraccionamiento llamado Jardines del Pedregal de San Ángel,
enclavado entre roca volcánica de alguna erupción tan antigua
como mi Ford Woody. La casa era una chulada. Parecía un enorme
sándwich de concreto con grandes ventanales, y muebles tan
austeros, seguramente diseñados por daneses. La vista era gloriosa:
entre un jardín de cactus se veían los volcanes nevados a lo lejos.
304
Me hicieron pasar a la sala de estar. Supongo que ese lugar
tendría mejores aspiraciones que sólo estar. Podría ser cancha de
futbol o estado de la República. En ella había un par de muebles
colocados tan espaciadamente que sería necesario tomar tranvía
para moverse entre ellos. Yo permanecía sentado en uno, al lado de
varios trofeos. Después de leer en una estatua dorada que Fortino
Mario Alfonso Moreno Reyes “Cantinflas” era el ganador del Globo
de Oro, comencé a aburrirme. Una voz hizo que olvidaran ni
decisión de salir huyendo.
_Me dijeron que es bueno. Me gustaría tener referencias,
señor Sunny Pascal_ se escuchó desde una puerta, a una distancia
un poco menor que un país europeo. De la puerta emergió el
cómico. Me encontraba frente al actor más éxitos de México. No era
más alto que yo. Eso era algo. (En Los Ángeles me consideraban el
enano perdido de Blanca Nieves.) Él vestía un ruidoso saco de
gamuza color vino tinto. Playera blanca con cuello de tortuga y unas
gafas oscuras de tamaño de un parabrisas de auto. Caminaba con
lentitud. Pulcramente. A medida que se acercaba a mí noté que
tenía unos cincuenta y tantos años, pero que una reciente cirugía
estética lo hacía verse de cuarenta y tantos. Aún portaba algunas
vendas. En su rostro estirado había una ligera textura a dinero:
dólares gringos.
-Yo sé que ha ganado premios, pero eso no me confirma
que sea usted actor- respondí. Mí insolencia era gratuita. Él no me la
cobraría. Hubo una pausa. Tan larga como un silencio entre dos
amantes en película francesa.
-Supongo que cobra en dólares- me acribilló, sentándose en
uno de los muebles daneses. En Dinamarca destaparon el
champagne. Cantinflas había usado uno de sus diseños.
-Del mismo tipo de los que usted cobró por La vuelta al
mundo en ochenta días y por Pepe- contesté mu última insolencia.
No sonrió. Para ser cómico no parecía haber mucho humor en él.
-Esas películas fueron un fracaso. Los gringos no
entendieron mi humor de lépero. Aquí en México es donde soy el
rey- me explicó, mientras abría una cigarrera de plata para extraer
un cigarrillo. Me ofreció uno. Lo rechacé. No deseo ser un cliché
andante. Soy el único detective que no fuma-. Yo pago por su
silencio. Carmandy me dijo que es de los que cierran el pico. Eso es
importante para mi reputación.
-Puede confiar en mí. Inclusive conocí a Doris Day antes de
que fuera virgen- le regalé mi mejor sonrisa ingenua. No le arranqué
ni un gesto. Era un avaro con el humor. Lo dejaba todo para la
cámara.
-He recibido varias cartas. Me piden dinero… mucho. Dicen
que tienen información que podría hacerme daño- me explicó
mientras fumaba. Me era imposible ver sus ojos detrás de las gafas.
Me hacía sentir incómodo.
- ¿Y es verdad?
-Eso no es de su incumbencia. Usted sólo sigue órdenes
gruñó. Me levanté. Acomodé mi guayabera negra y viré hacia la
salida. Hizo un gesto con la mano para detenerme; entonces volví a
sentarme-. Lo siento. Es la costumbre de tratar con las bestias de la
policía de esta ciudad.
-¿Exactamente qué desea que haga, señor Moreno?
Pregunté en mi mejor pose de oficinista con traje y corbata.
La barba beatnik y mis huaraches no me ayudaron a sonar
convincente.
-Andrea Rojas. Dele dinero Dígale que es lo único que
pagaré por su silencio. Ya la prensa y la policía me liberaron de
305
cualquier cargo por la muerte de Myriam- refunfuñó. Dijo ese
nombre como su hubiera pisado caca de perro. Sus gafas oscuras
voltearon a ver mi cara de que no entendí nada-. Myriam Roberts,
una modelo estadounidense. Ella se suicido en el hotel Alfer hace un
par de años. Dejó una carta de despedida para mí.
Cantinflas sacó un pedazo de papel de su saco y me lo
entregó. Era una nota sencilla. Escrita con fina letra femenina.
Podría ser una carta de amor o la lista del mandado. Se leía
claramente:
Querido Mario:
Por favor olvídame. Tú nunca me pudiste comprender, no
puedo entender este lugar. Sé bueno con Mario. Tú has sido bueno
conmigo pero no me puedes dar tu amor, porque yo realmente te
he querido. Estoy segura de que serás bueno con nuestro hijo.
Al terminar de leerla, se la devolví. La dobló con cuidado y la
introdujo de nuevo en la bolsa de su saco. La que estaba a la altura
del corazón.
-Me va a platicar la versión completa o la condensada para
el Selecciones del Reader’s Digest?- cuestioné. El cómico alzó los
hombros.
-La policía me interrogó. Yo la conocía desde hace años.
El niño se llama Carlos. Lo adopté, es mi hijo ahora. No
quiero que sigan jugando con mi familia. Encuentre a Rojas, páguele
y encárguese de que nunca vuelva a buscarme.
Apareció en la puerta una secretaria mejor construida que
las pirámides de Teotihuacán. Venía enfundada en faldas cortas, y
con tremendo crepé que rozaba el techo. Me entrego un fajo de
dólares y una carta, haciendo hincapié en mi silencio.
-Aunque no acepte el trabajo, tendrá que firmar la carta de
confidencialidad. No quiero que venda la noticia de mi operación
estética a Mike Oliver por tres tequilas, ni ver esta casa rodeada de
fotógrafos chupasangre.
-Acepto no se preocupe. Carmandy tiene razón: calladito me
veo más bonito- respondí mientras tomaba los dólares y firmaba su
carta. Los mexicanos somos orgullosos. No nos gusta que nos
saquen la ropa sucia. Ni siquiera deseamos que el resto del mundo
se entere si nos apesta la boca.
A mediados de los setenta, a México lo habían vestido y maquillado
para que pareciera una urbe moderna. El presidente López Mateos
había construido una bigbway tipo Los Ángeles, a la que le puso el
coqueteo nombre de Periférico. La ciudad era una delicia de
contrastes entre los modernos edificios, las construcciones
coloniales y las casa rústicas. Estaba salpicada de cabarés desde lo
más fino, como La fuente o el Terraza Cassino, hasta El Quinto Patio
e El Imperio. Así que mi amor por los cocteles podía darse rienda
suelta en cualquiera de ellos.
Salí de la casa de cómico con el fajo de billetes y una
dirección para hacer la entrega. Escondí la plata en el
compartimiento secreto destinado a la Colt. Tan poco humor me
había dado sed. La boca me pedía un trago aunque no fuera
mediodía. Manejé mi Ford Woody por calles con nombres robados
de una poesía de walt Whitman: Roca, Agua, Fuentes, Lluvia, Brisa o
Nubes. Estaba componiendo en mi mente un poema cuando noté
que un enorme Lincoln Continental color azul cobalto me seguía.
Era tan imponente como un barco pirata. Cuando el auto me cerró
el paso, haciendo que me detuviera y del interior salió un tipo
moreno que parecía la versión portátil de King Kong, supuse que no
estaba tan errado: a los piratas y a la policía mexicana tan sólo los
separa un par de siglos.
306
-¿Quién chingaos te crees para meter tus narices, pendejo?al bajar escupió sobre el parabrisas. King Kong junior usaba una
corbata tan ancha que podía cubrir su auto. Era color rosa y aún
descansaban en ella rastros de su desayuno.
El traje era un par de tallas más pequeño. Lo que más me
desagradó fue su olor a ajo.
-Hace mucho que dejé de creerme cualquier cosa,
compadre- respondí con calma. Fue un error. Eso lo supe cuando vi
entrar su puño por la ventana, cual ariete medieval. Prácticamente,
el golpe me expulsó del auto. Esa noche me costaría trabajo respirar
por la nariz.
El amigo gorila me recetó dos golpes más. Al tenerme en el
suelo. Logró dejarme dos patadas en el estómago, que todavía
guardo. Cuando hubo suficiente sangre en el pavimento, me reviso
los bolsillos.
-¿Quién te llamo cabrón? ¿Fue esa hija de puta de Rojas,
verdad? –continuó preguntando mientras leía mis documentos. Se
tardó. Supongo que no había logrado terminar la primaria. Me los
aventó con un gruñido-: ¡Un detective maricón gringo ¡ ¡Sólo eso
faltaba!
De dos zancadas entró a mi auto. Revisó lo que había en él.
Logré cómo volaba mi disco de los castros, un brasier del que aún
no lograba recordar a su propietaria, y una botella de tequila vacía.
-¿Dónde está el dinero? –me preguntó. Para que yo
entendiera bien, lo recalcó con una patada.
-En la cartera traigo tres dólares y veinte pesos…-balbuceé.
El gorila se agacho hasta que casi se encontraron nuestros
rostros. Si yo hubiera sido un tipo romántico, habría logrado
besarlo. Pero no era del tipo que me gustan: rubias y caderonas.
_Si me chingas, te mato. ¿Entendiste, gringuito?
_Soy mexicano…_logré decir. No me escuchó. Tomó los
dólares y se largó. Pasó mucho tiempo antes de que yo lograra
levantarme. No uso reloj, por lo que tuve que confiar en mi vejiga.
Cuando las ganas de orinar fueron mayores que el dolor, me
incorporé. La Calle permanecía vacía. Tan sólo pude ver los grandes
portones de las mansiones. Abrí la bragueta y me dispuse a
descargar la vejiga. No había comenzado aún, cuando escuché un
auto patrulla sonar su sirena. Nunca están cuando los necesitas. Me
multaron por faltas a la moral.
Me recobré con cinco tequilas. Quizás fueron más. Dormí dos días
seguidos, y cuando me aburrí de los programas de concursos en la
televisión, regresé a trabajar. Tomé la dirección que me entregó la
secretaria. Era en la colonia Condesa. A sólo unos pasos de la
nevería Roxy. Decidí comer ese helado que tanto anhelé y conocer a
la tal Andrea Rojas. Conduje hasta un edificio de departamentos. Se
encontraba frente a un hermoso parque con grandes árboles y un
estanque de patos. A sus alrededores paseaban madres judías
ortodoxas arrastrando carritos de bebés, y españoles republicanos,
quienes fumaban olorosos puros y pensaban en matar a Franco.
Era una isla entre el caos de la ciudad. Un respiro entre los
emigrados.
A un lado del acceso a la propiedad había un taller de
bicicletas. También rentaban esos instrumentos que sólo dejaban
heridas y lloriqueos. El encargado leía su periódico La Prensa
mientras comía unos tamales.
_Buenas tardes. ¿Cómo va el día? _ pregunté cual si no
tuviera nada mejor que hacer que simplemente preguntar.
_Malo, pero ahorita que salgan de clase se compone_
respondió el mecánico sin dejar de consumir su sagrado almuerzo.
307
En la ciudad de México se respeta ciegamente la hora de comer.
Incluso si hubiera una guerra de misiles soviéticos y americanos,
todos saldrían a comer algo grasoso y picante.
_Ando buscando a una amiga. Vive en el edificio. Quizás la
conoce: Andrea Rojas_ le solté el buscapiés. Sin dejar de masticar su
tamal, contestó:
_ ¿La señorita Rojas? Vive en el 202. Está durmiendo.
_Debió de ser una noche agitada. Alcohol, fiesta.
El hombre abrió los ojos del tamaño de una tortilla. Soltó
una carcajada:
- ¡Ni tiempo tiene para eso ¡ ¿Qué no ve que estudia en la
Uni y trabaja? Se la pasó dibujando su tarea toda la noche.
Le fui a comprar su cena para que no perdiera el tiempo. Mi
cara de idiota fue más que obvia. El buscapiés reventó sobre mí.
_Creo que no la voy a despertar_ me despedí. El mecánico
continuó comiendo.
Yo compre mi helado. Era de pistache. Hice guardia sentado
en una de las bancas del parque. Andrea Rojas apareció un par de
horas después, cuando ya una bola de escuincles había rentado
bicicletas y se entretenía dejando pedazos de rodilla en el
pavimento.
Salió del edificio y saludó al mecánico. Éste le dijo algo
mientras me señalaba. Andrea Rojas volteó hacia mí. Pude
observarla mejor. Resultaba un placer verla. Su pelo era negro, muy
obscuro. La piel apiñonada hacía resaltar sus enormes ojos. Cuerpo
fino, pero firme. Cada curva estaba donde debía estar. Toda
enfundada en traje de minifalda y mallones negros. Llevaba una
boina ligeramente girada a la izquierda. Era una hermosa diosa “en
onda”.
_No recuerdo tenerte como amigo. Tampoco eres policía.
Estas muy zotaco y muy zarrapastroso. ¿Quién eres?_ me interrogó
inclinándose con las manos en las caderas. Pensé en responderle de
inmediato, pero me tomé algún tiempo para disfrutarla.
_Soy amigo de un amigo.
_Ese amigo de ambos, ¿tiene nombre, o sus padres no
tuvieron dinero para el bautizo? _dictó. Su lengua era rápida. Un
hueso duro de roer.
_Moreno. Algunos le dicen Mario. Otro no.
Sus profundos ojos negros se clavaron como cuchillos en mí.
Maldijo en un murmullo. Se dio media vuelta y me dijo: _ ¡Dile que
no esté chingando ¡
Me paré de la banca para seguirla. Tuve que apresurar el
paso, era rápida.
_Es curioso que digas eso. Él dice exactamente lo mismo de
ti. Andrea Rojas se volteó con gesto de disgusto. Alzó los hombros y
comenzó a gritarme:
_ ¡Ya le dije que nos soy yo¡ No he mandado ninguna nota
a…_antes de que continuara regañándome, descubrí que el Lincoln
color cobalto pasaba a un lado de nosotros. Iba muy de prisa como
para que la pistola pudiera apuntarnos. Con un rápido movimiento
tiré al piso a la muchacha. Las balas pasaron a sólo una cabeza de
nosotros. Para cuando me incorporé, el auto azul había
desaparecido. Andrea permanecía en el suelo. Me gustó que no
llorara. Me atraen las mujeres duras.
_Necesitamos hablar. Y no tienes idea de cuánto necesito
un trago.
_Cabrón, yo necesito dos_ expresó con la cara blanca como
fantasma, mientras se incorporaba. Al oírla decir eso estuve a punto
de pedirle matrimonio.
308
Caminamos varias cuadras, internándonos al nuevo lugar de
moda donde bares, restaurantes y tiendas se aglomeraban para
capturar a algún incauto turista: La Zona Rosa. Ahí siguiendo mi
olfato de sabueso de cocteles, nos metimos a un bar tiki, el Mauna
Loa. Yo le platiqué quién era, qué hacía, y mi vida.
Eso me tomó unos veinte minutos. Cuando fue el turno de
ella, habló por más de dos horas. No me importó. Un mai tai
acompañado de esos ojos negros era lo más cercano al paraíso.
Me explicó que estudiaba arquitectura en la Universidad. En
sus tiempos libres trabajaba como niñera y se juntaba con un
comité de estudiantes, quienes hablaban de política, fumaban droga
y arreglaban el país con sus ideales. Ahí conoció a su novio. Sus
padres murieron. Y su único pariente era un tío que trabajaba en
Guatemala, Era independiente, excitante y hermosa. Me había
sacado el “premio mayor”.
_... Los jóvenes debemos juntarnos. El futuro está en
nuestras manos _ me dijo sobreexcitada.
_No veo cómo puedo cambiar al mundo. Necesitaría ser
Superman y ponerme la capa para hacer justicia. Mientras no tenga
superfuerza y no pueda volar, prefiero quedarme con los que
sobreviven _admití. Era filosofía de tercera. Pero era mía, y no se la
prestaba a nadie.
_ ¡Quizás eso deberías ser ¡Un superhéroe, y rescatar a los
necesitados, no trabajar para los opresores _ me gruñó. Enojada se
veía atractiva.
_¿Como tu antiguo jefe, el señor Moreno? ¿Por eso lo
chantajeas? _ le disparé duro. No necesitaba tanta crueldad, pero
tenía que ganarme mi salario.
_Él sólo me contrató para cuidar a su hijo. Estaba casado
con otra señora; por eso no sabía qué hacer. Lo ayudé con el niño
después del suicidio _ me narró sin darle importancia.
¿Entonces no hubo ninguna relación extraoficial? Es alguien
famoso.
¿Crees que estuve involucrada con el señor Moreno?
¡Eres un pervertido¡ _se burló de mí. Mi caso de
desmoronaba. No era una chantajista_. Él pagó el entierro y la
capilla ardiente después de que la señora Myriam murió. No sé si la
amaba o no, pero cumplió su promesa de cuidar al niño sin que le
afectara el escándalo a su esposa. Aún así, la policía siempre trató
de inculparlo.
¿Policía?
_Sí, los tipos malos que usan placas, pistolas, y tienen cara
de perros. Si no los conoces, con gusto te presento a uno
_respondió con una sonrisa pícara. Tomó un poco de su bebida para
dejarse contemplar. Ella sabía que me tenía en sus redes_. ¿Y tú?
¿Andas con una mujer?
_Bueno, no que yo sepa_ balbuceé, desconcertado por la
pregunta.
¿Con un hombre? _me volvió a disparar. Se estaba
vengando.
_Tampoco. Ni siquiera con un animal, vegetal o mineral. ¿Y
tu novio?
_Tiempo pasado. Era estudiante de filosofía y letras. Amaba
más la causa social que a mí. Por eso lo dejé.
_Vaya, un Superman verdadero. ¿Usaba el viejo truco de las
gafas para pasar por niño bobo? Ese truco lo puedo hacer yo sin
lentes.
309
No respondió. Hizo una mueca mitad sonrisa, mitad
disgusto.
_No soy quien mandó las notas al señor Moreno. Mucho
gusto. Debo regresar a casa, Pancho Villa no ha comido _me dijo al
colocarse su boina.
_El del coche azul puede estar esperándote. No sería bueno
para tu salud _le expliqué. Eso no la detuvo. Era roca pura.
_Algún día tendré que regresar. Si desean hacerme algo, no
podré evitarlo.
_Déjame que te acompañe. Podría ser tu héroe…_ murmuré
mientras soltaba un par de billetes para cubrir la cuenta. Y la seguí
hacia la salida_. ¿Pancho Villa?
_Mi gato negro _respondió con voz de colegiala. Me derretí.
Para cuando llegamos a su edificio, los niños que rentaron las
bicicletas seguramente estaban en terapia intensiva, o peor,
bebiendo chocolate en sus casas. La noche daba un nuevo toque a
la colonia, refrescándola con murmullos de familias alrededor del
televisor. El mecánico aún permanecía en su local. Había cambiado
el tamal por una botella de cerveza, unos tacos y un compadre.
No saludó al vernos pasar. Mientras Andrea rebuscaba en su
bolsa la llave de acceso, pude ver un enorme gato negro maullando
desde el alféizar de la ventana. Supuse que se trataba del
mismísimo general Villa. Le sonreí.
Cuando Andrea abrió la puerta de la entrada al edificio, mi
nariz saltó. Un fuerte aroma a ajo me electrizó. Reconocí el olor.
Sabía que lo portaba un orangután con corbata ancha.
Cuando traté de detener a Andrea, King Kong junior salió de
un rincón, arma en mano. Pasó su brazo alrededor del cuello de la
chica, como una serpiente. Me dije varias maldiciones por dejar la
Colt en el coche.
_ ¡Te dije que no te metieras en esto, gringuito¡ _ gruñó el
tipo. Andrea permanecía tranquila. Ni siquiera forcejeaba. Sabía que
ese hombre no dudaría en dispararle.
_Sé que te dio el dinero para ella. Yo armé este negocio. Ella
ni vela en el entierro. No debiste meterte, cabrón _ explicó molesto.
Andrea no parecía sorprendida.
_...Eres policía que llevó el caso de la señora Myriam _ le
dijo ella. El gorila se movió molesto sin soltarla. Por un instante
pareció pasmado al ser descubierto. Luego regresó a lo que sabía
hacer bien: ser un cabrón.
_ ¡Tú cállate, pinche vieja¡… Órale, saca la lana _escupió.
Alce las manos. Me encontraba en el umbral de la puerta del
edificio.
_Está en mi coche…
_ ¡No me mientas, o la mato¡ _gritó. Alcé más las manos.
_Estás escondida donde guardo mi pistola. Por eso no lo
encontraste otra vez _tuve que explicarle. Volteó a ver a Andrea.
Ella, como roca, clavada sus ojos negros en él por haberla
involucrado en algo sucio. El policía se dirigió a mí mientras se
acercaba.
_Vamos. Sin pendejadas.
Salimos a la calle. Caminé despacio. El mecanismo de
bicicletas y su compadre seguían la fiesta. Si lográbamos llegar al
auto, seguramente al agarrar el dinero nos mataría a ambos. Pensé
en ocupar en instrumento igual de mortal que mi pistola. Tomé una
de las bicicletas y se la arrojé con todas mis fuerzas a King Kong
junior. Él no esperaba algo así. Soltó a Andrea para disparar hacia la
bicicleta. Cuando ésta golpeó su mano, y la torció hacia él, seguía
310
con el dedo en el gatillo. La última bala cruzó su ojo. Como en el
cine, el gorila cayó sobre la banqueta, muerto. No hubo rubia que le
llorara. El mecánico se levantó. Se acercó a él y nos dijo:
-¡Qué madrazo ¡
-es endemoniadamente bueno- admití. La copa fue a mis labios.
Sorbí del coctel margarita y lo devolví a su hielera de plata. Miré
alrededor. El lugar era hermoso. Estábamos en el patio de una
hacienda colonial donde el sonido de los pájaros y el murmullo de
una fuente nos arrullaba. Un mesero tan pulcro como un obstetra,
servía las copas. Cantinflas tenía su propio empleado cerca. El recién
abierto restaurante San Ángel Inn parecía ser el lugar de moda.
Todos sus comensales trabajaban en cine, radio, televisión, política
o escándalos sexuales.
Del bolsillo de mi pantalón saqué el bulto de dólares. Lo
coloqué en la mesa, a un lado de mi coctel. El señor Moreno miró
los billetes por un segundo. Desaparecieron en su saco color
mostaza.
_Tomé mis honorarios del dinero. Espero que no haya
problema con eso_ le expliqué sin dejar de beber el maravilloso
elíxir.
-Así que puede prometer que nunca más me van a molestar
con ese chantaje. Me sorprende que no necesitara el dinero… -me
dijo seriamente el cómico, quien se había despojado de todo rastro
de su operación, para aparecer en público.
-Se lo aseguro. Eso ya no es problema para usted. Le
recomiendo que se busque uno nuevo –expliqué bebiendo toda mi
margarita. Era un hecho, el San Ángel Inn es el mejor lugar para
beber un trago.
- ¿Cómo puedo saber que me dice la verdad, señor Pascal?
-De la misma manera en que yo pensé que usted me decía
la verdad cuando me contrató. Esa vez, usted me mintió –respondí.
Me acerqué a él. No se movió. Descansaba en su equipal con las
piernas cruzadas-. Nunca me dijo que ya había contratado a un ex
policía para pagar el chantaje, ni que cuando pidieron más dinero, lo
despidió, pues deseaba que terminara todo de una vez por todas.
Tampoco me dijo que éste era el mismo policía que lo interrogó por
el suicidio.
Esperé una reacción de la estrella de cine. Merecía su Globo
de Oro. Ni siquiera levantó la ceja.
-Le debo una disculpa –murmuró como quien tropieza por
error. Moví la cabeza asqueado. Me levanté. Un mesero me mostro
la cuenta de las margaritas que bebí. Le pasé el papel al famoso
cómico.
-Mi salario no incluye gastos –gruñí. El telón había caído. Yo
ya estorbaba en ese lugar. Traté de irme de la terraza, pero no
pude. Regresé para indagar la verdad- Me pregunto si usted sabía
que ese policía era el mismo que lo chantajeaba en nombre de
Andrea. Quizás no me llamó para pagar el chantaje, sino para
protegerla. Temía que él llegara a lastimarla. Deseaba salvarla; que
yo le pateara los huevos a ese cabrón y usted ni siquiera saliera
despeinado. ¿No fue así?
En ese instante, el actor personificó al personaje de leperito
que tanto éxito había tenido en sus películas. Cambió su voz, se
movió diferente. Dejo de ser Mario Moreno y se convirtió en
Cantinflas para decirme:
-Ahí está el detalle, chato. Ni yo estoy para contarlo, ni
usted para oírlo, pero óigame, que eso sí va a estar en chino
saberlo…
Sólo me dejó una gran sonrisa. La única que me regaló.
311
Afuera me esperaba andrea rojas. Miraba la construcción de la
esquina: un intento de fábrica polaca convertida en casa habitación.
La habían pintado con chocantes colores azul, amarillo y rojo. Al
verme, se volvió para explicar:
-Aquí vivían Diego Rivera y Frida Kahlo. Cada uno tenía su
propia casa, pero él mandó construir un puente para cruzar al
cuarto de ella, pues vivía de otro lado. ¿No se te hace romántico?
-Yo hubiera hecho la cama más grande. Era una solución
más barata –opiné atontado por las margaritas. Andrea me miró.
Me hundí en sus ojos negros.
-¿Qué haces allá? Ellos no nos quieren. Creen que somos
basura. Deberías volver a tu ciudad. El país está cambiando. Juntos
podemos hacer cosas. Devolverle la justicia a nuestro pueblo. ¿Por
qué tienes que regresar?
En ese momento encontré más de un millón de respuestas
coherentes. En casi todas le daba la razón. Por algún extraño motivo
no dije ninguna. Me limité a sujetar su cara para plantearme un
largo y húmedo beso. Me correspondió por un segundo. Durante
éste, sentí que estaba en el cielo. Luego me apartó.
Movió la cabeza, molesta. No me entendía. Yo tampoco me
entiendo. Me dio la espalda y comenzó a alejarse calle abajo. Fue la
última vez que la vi. Años después, me dirían que estuvo en
Tlatelolco, en el 68, cuando el ejército disparó a los estudiantes que
se manifestaban. Desapareció esa noche. No pude saber nada sobre
su cuerpo. Por eso, en las noches sofocantes, cuando estoy un poco
borracho, me pongo a imaginar que logró huir de la matanza y se
refugió en Guatemala.
Quizás terminó su carrera y tuvo una hija que podría ser una
heroína enmascarada luchando por la justicia de nuestro país, como
ella soñaba.
Pero sé que eso no puede ser verdad, pues en México las
películas terminan sólo en final feliz.
312
ALEJANDRO ALMAZÁN (1971)
Escritor y periodista mexicano nacido en el Distrito Federal,
orientado a la crónica y a la novela sobre el mundo del narcotráfico.
Ha ganado tres veces el Premio Nacional de Periodismo en la
categoría de la crónica y el Premio Fernando Benítez. Es autor de los
libros de investigación periodística: La victoria que no fue, Gumaro
de Dios, el caníbal y Placa 36; así como de las novelas Entre perros,
Palestina, historias que Dios nunca hubiera escrito y El más buscado.
Sus textos sobre el narco han sido publicados en antologías
recientes de España, México y Venezuela.
UN NARCO SIN SUERTE
SINOPSIS
Jota Erre es dueño de un perro de pelea que ha quedado ciego,
tiene unos cuantos casetes de Chamín Correa, un Dodge Dart 70
que no arranca, un reloj de mano al que se le descompuso el
segundero, un zapapico Truper y una guitarra con la que cantó en su
boda. Un día, viendo una película de Pedro Infante, se da cuenta de
que la pobreza ni en la tele es bonita. Entonces agarra a su esposa y
dos hijos, y baja de la sierra. Pronto descubrirá que la mayoría de los
que han emigrado de su pueblo a Culiacán viven como Dios manda:
si no lo tienen lo compran y si no lo compran lo arrebatan. Jota Erre
terminará imantado por ese mundo de dinero y pólvora, y hará lo
que esté a su alcance para poder cantar ese corrido que dice. Ya
empecé a ganar dinero, las cosas están volteadas, ahora me llaman
patrón, tengo mi clave privada. Para convertirse en un capo que se
respete, Jota Erre probará suerte como achichicle, motero, sicario,
narcomenudista, lavador de droga y prestanombres. Esa vida, sin
embargo, lo llevará a conocer la mala suerte y a entenderlo de una
vez por todas: Eso de que todo aquel que entra al narco se hace rico
es nomás un pinchi mito.
INTENTO NÚMERO UNO
Todo empezó así: estaba yo en mi cantón, oyendo a Chamín Correa
bien acá, cuando llegó un primo que había bajado de la sierra bien
cuajado, bien billetudo. Pariente – me dijo-, ocupo una gente de
harta confianza pa’ bajar la mota a Culiacán. Y no sé, como que ves
en un jale de esos una ilusión de hacerte rico y dices chingue a su
madre, de aquí soy. Yo ya estaba fastidiado de vender productos
naturistas. Aquí en Culiacán a la raza no le interesa morirse de un
313
infarto o del azúcar, y pos casi no vendes. ¿Y qué hice? Le entré Pa’
qué te digo que no si sí. Además, en esos años, te hablo de los
noventa, el jale estaba tranquilo. El cártel era uno solo y no había las
broncas de hoy, donde tienes que definirte si trabajas pa’l Chapo
Guzmán o pa’ los Beltrán. Como si uno no supiera que, escojas a
quien escojas, de todas maneras te van a matar. Total que mi
cabeza de volada se puso a hacer cuentas y la verdad resultaba una
buena pachocha irme de motero. Mi amá se enojó, pero no le hice
caso. Ya ves que los sinaloenses somos mitad tercos y mitad vale
madres. Nomás te voy a decir una cosa, cabrón me dijo mi amá, si te
matan, que Dios no lo quiera, no vengas a aparecerte por aquí que
ya con el ánima de tu padre tengo suficiente.
Culiacán. Jota Erre serpentea por la avenida Lázaro Cárdenas, a la
altura de la colonia Popular. La estética Ilusión está cerrada porque
la dueña, Micaela Cabral, recibió hace pocos días la visita de un tipo
que no fue a cortarse el pelo. Fue a decirle te traigo un regalo, sacó
la nueve milímetros y le disparó seis veces, Jota Erre se sabe esta y
otras historias del puñado de muertos que deambulan por estas
calles. Él no quiere morir. Por eso me ha pedido que no ponga su
nombre. Tampoco le gustaría que hable del trabajo por el que
conoció al Hijo del Santo ni que describa su rostro. Acepta, eso sí
decir que hoy se dedica a la cantada, que tiene dos mujeres y que
roza los 40 años.
Ese fue el trato. Y, una vez aceptado, nos trepamos a un
auto que le diría a cualquier valet que recibirá buena propina, y Jota
Erre aceleró como si pisara una serpiente. Así llegamos hasta aquí,
el cruce con la calle Río Aguanaval, la última parada de Micaela.
Jota Erre dice que esa cuarentona no estaba involucrada en
la mafia, que la han de haber tumbado porque, últimamente, en
Culiacán se mata por capricho. Y tiene razón: en febrero, el mes que
terminó ayer, hubo más muertos que días: 41 de los 130 en todo
Sinaloa. Hasta podría decirse que en esta ciudad la tasa de
natalidad, 1.5 por día, se controla por el mismo número de
asesinatos.
Pero no quiero desviarme del tema; yo he venido aquí a
escuchar la verídica historia de Jota Erre.
Tú sabes que no solo de pan vive el hombre y ái te voy
tendido como bandido a Tamazula. Yo me wachaba como el jefe de
los moteros, con una troca bien chila y con el cuerno bien terciado.
Y nada, bato. Llegué de achichincle. De pinchi gato. Y pos a trabajar,
ni modo que qué. Ahí aprendí que, pa’ que no nos vieran los
helicópteros de los guachos, teníamos que ir a un arroyo a
empaquetar la mota en greña. Y eso sí: nada de hablar ni agarrar
cura con los compas. Si dices algo o te andas riendo, el jefe te suelta
un chingazo.
¿Has estado cuando empaquetan la mota? Chale, entonces
no has vivido. Como nadie habla nomás se oyen los ruidos de los
gatos hidráulicos y de la cinta canela. ¿Sí sabes que con los gatos se
hacen los cuadritos? Pos sí, con esa madre armas los paquetes, y ya
luego los envuelves con hule delgadito, del que usan las doñas en la
cocina, y después bien la cinta canela. Les echas grasa pa’ que no se
mojen cuando los lleven por mar, y al final les avientas otra pasada
de hule y cinta. Eso hice durante tres meses, hasta que se juntaron
como cinco toneladas. Tú y tú van a bajar la mota, nos dijo mi primo
y nos dio un radio de esos de banda corta, y las llaves de los
camiones. Y ái te fui, siguiendo a los punteros, los weyes que van en
las cuatrimotos diciéndote si hay guachos o no. Todo iba bien, pero
como el jale lo haces de noche, pos no miras muy bien y yo me fui a
estrellar. Tuvieron que mandar otra media rodada, pasamos la mota
314
en friega y nos quedamos en un pueblo porque nos amaneció. Total
que pa’ no hacértela tan larga, entregué el jale en Culiacán y me
lancé a cobrarle a mi primo. En la vida todo se paga me dijo, y tú
desmadraste un camión. Pero pariente, no chingues, si no fue
porque quise, le contesté. Nada, nada pescadito, cuentas claras
amistades largas. Nomás porque mi amá es su madrina sacó
doscientos pinchis dólares. Le valió madre que le haya dicho que me
había rifado al cien. Pinchi bato. Si yo no sé por qué me aferré.
Desde esa vez debí haber entendido que en el narco está duro el
piojo.
VIDA FAMOSA
Sentado en una hielera y escuchando un corrido le jalé a un cuerno
de chivo, rodeado de mis amigos con los versos recordaba todo lo
que en mi vida he sido, canta el Coyote ahora que Jota Erre maneja
por los Huisaches, un arrabal donde la mayoría de los jóvenes
piensa que la mejor salida es la fama y el sabor de una muerte
violenta.
La chamacada de hoy está enferma de mafia me dice este
Jota Erre que, vale contrarlo de una vez, habla tan rápido que
parece estar un una lucha constante contra un cronómetro. Los
plebes le entran al negocio nomás pa’ rozarse con el Macho Prieto o
con el Chino Ántrax, los pistoleros del cártel. Entran pa’ decir que
son gente del chapo o del Mayo Zambada, y así imponer respeto y
sentirse la cagada más grande. Quieren andar en una troca pa’
darse una vuelta a las prepas y subirse morrita…
Pero al final tienen dinero, ¿no? Lo interrumpo.
¡Ni madres! Y pega en el volante para reafirmar sus
palabras. Las trocas que traen son robadas, porque los jefes se los
permiten pa’ trabajar; la ropa que usan en china, chafa, pura
imitación; las pistolas tampoco son suyas, y si conocieras en la
ratonera que viven te darían más lástima.
Pintas una vida muy distinta a la que aparentan.
Yo anduve en el negocio, tengo amigos en él, y puedo
decirte que un setenta por ciento, si no es más, está bien jodido. Se
gastan lo poco que ganan en droga y pisto. Aquí en Culiacán a nadie
le gusta confesar su pobreza, prefieren pedirte fiado y decirte que
es pa’ una inversión.
INTENTO NÚMERO DOS
Quihubo, bato me dijo un compadre por teléfono. Se lo voy a decir
rapidito porque estos tratos no debe escucharlos ni la sombra de
uno. Y que me suelta que quería mis servicios pa’ mover cocaína.
Hasta bendije a los pinchis colombianos. Y no sé, como que me
dieron ganas de brindar conmigo mismo, con mi alma se puede
decir. Y ái me tienes yendo a su cantón, pa’ que me explicara el jale.
Neta que me waché en Bolivia, en Perú, en Colombia y en todos
esos pinches países drogos. Y nada. Mi compadre me mandó a
Mexicali. Me dijo que rentara una casa pa’ guardar la coca, que yo la
iba a recoger en el Golfo de Santa Clara y que otro bato la cruzaría
por California. Pero qué coca ni que nada, era mota. Ni modo, me
dije, y me eché un gallo pero nomás pa’ que apestara.
En el primer jale no tuve problemas. La mota llegó a su
destino. La bronca fue que mi compadre no me pagó. Es que tenía
deudas, pero pa’l siguiente cargamento tiene sus dinero, me
prometió.
Ese segundo cargamento fue en Semana Santa. Me acuerdo
porque durante el día nos vestíamos de turista. Ya sabes: bermudas,
sandalias y lentes oscuros. Ya en la noche íbamos a donde estaba el
faro descompuesto que se conoce como El machoro. Ahí
315
esperábamos a los pangueros. Una de esas noches les echamos tres
veces la luz de la lámpara pa’ decirles que se acercaran, que ya
estábamos listos. Pero ellos nos contestaron con dos luces. Y dos
luces, por si no sabes, es que hay peligro. Echamos un zorro
alrededor, pero todo estaba bien oscuro y no vimos nada.
Decidimos aguantar. Y no sé, pero en una de esas waché hacia el
faro y que alcanzo a ver un bato prendiendo un cigarro. ¡Ya nos
cayeron, fuga, fuga!, les dije a mis compas y en friega nos abrimos.
Yo venía en una troca que traía la gasolina pa’ los pangueros, y
¡madres! Que se atasca en la arena. No, pos patas pa’ qué las
quiero. La bronca es que nunca he sido delgado y me fui cayendo
entre los balazos. Me fui tocando el cuerpo, pero no tenía nada,
solo miedo. ¡Policía judicial; párate, cabrón!, alcanzaba a oír, y yo
nomás pidiéndole a Dios que me ayudara, aunque ya sé que no
debo meterlo en estas pendejadas. Total que alcancé a llegar al
pueblo y le pedí ayuda a un viejo pescador. Compa le dije, me
vienen siguiendo, hazme el paro; mi troca se quedó atascada, pero
ahí tengo doscientos litros de gasolina, son tuyos si me ayudas. Y
como la gasolina en esos lugares vale oro, el bato me escondió en
una troje donde guardaba cagadero y medio.
Los judiciales empezaron a buscarme casa por casa. ¿Dónde
andas, cabrón?, alcanzaba a escuchar que gritaba un bato, que
luego supe era el comandante Jorge Magaña, el papá del chavalo
ese que mató a una familia en el Defe, ese que se llama Orlando.
Orita que te encuentres me vas a ver a la cara pa’ que sepas a quién
buscar en el infierno, gritaba el comandante y yo me oriné. Total
que no me hallaron y hasta las horas salí de la troje pa’ darle los
doscientos litros de gasolina al viejo y me jalé a Mexicali.
Cuando llegué, vi a la casa toda desordenada, como si la
hubieran cateado. No, pos mejor me fui, pero afuerita ya estaba el
comandante Magaña con mis compas. ¿Así que tú eres el hijo de la
chingada que andaba buscando ayer? Me dijo. Pos te salvaste
porque ya arreglamos el asunto. Y el arreglo era que la policía se
quedaría con la mitad de la mota. Me acuerdo que hasta nos
ayudaron descargarla de las pangas.
Mi compadre me pagó quinientos dólares. Me dijo que la
había perdido al jale, que entendiera la situación y yo lo mandé a la
chingada. Casi cuatro meses arriesgando el pellejo pa’ quinientos
dólares. La mitad se lo mandé a mi esposa y con el resto compré
productos naturistas que quise vender en Mexicali. Digo quise
porque el día que salí a venderlos, iba caminando cuando un bato
me aventó la troca. Era el comandante Magaña. ¿Quihubo, pinchi
sinaloense, traficando y no me avisan?, me dijo de entrada y sacó la
pistola. No jefe, ya no ando en ese jale; ya trabajo limpiamente, y le
enseñé mis productos. Me creyó después de darme unos zapes y
cortar cartucho en mi cabeza. Es tu día de suerte me dijo. Necesito a
alguien con contactos pa’ cruzar polvo. Pensé que la vida me estaba
dando otra oportunidad y le dije que sí. Tiré mis productos en la
carretera y me subí con él. En el camino fue más específico y me
desanimé: en realidad quería que fuera madrina, que anduviera
madriando a los puchadores y me pagaría con autos robados pa’
que yo los vendiera. Vas a pensar que soy un idiota, pero nunca me
ha gustado robar. Me pueden acusar de todo, pero no de ratero. Y
pos ái te vengo a Culiacán sin un pinchi peso.
AUTÓGRAFO
En la marisquería donde comemos, una preparatoriana se acerca e
interrumpe a Jota Erre.
-¿Usted es Jota Erre, el cantante?
-No le contesta Jota Erre-. Me parezco, pero no.
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-Sí es a mí no me va a engañar.
-Oquei, si tú lo dices- y Jota Erre sonríe como diablo en
pastorela, encogiéndose de hombros.
-Deme un autógrafo dice la preparatoria, entregándole un
libreta y bolígrafo.
Firmó Jota Erre: Con todo mi cariño. El que se parece a Jota
Erre.
INTENTO NÚMERO TRES
La fuerza de costumbre es cabrona y yo extrañaba andar en el ajo.
Te estoy hablando ya del dos mil tres, dos mil cuatro. Y así, cuando
más lo pedí que busca un viejón de mi pueblo, Quiero que hagas un
paro me dijo; ve a matar a un cabrón que me debe dinero, ¿cómo
ves? Simón le contesté sin pensarla. Nomás porque no he tenido
chanza, pero cuando hay que chingar chigo y cuando hay que pasar
desapercibido… Ya, ya, párale me dijo ¿Tienes visa? Simón. Y ái te
voy esa misma noche a Tijuana, pa’ pasarme a San Ysidro.
Cuando llegues le hablas a tal bato, él te va a llevar con el
que debe, me había dicho el viejón y yo seguí las instrucciones.
Compa, soy Jota Erre, ya ando aquí, dije por teléfono. Está bien, nos
vemos en el cruce de la guasinton y la mein, me dijo y yo sin saber
donde estaba eso porque nunca había ido al gabacho. Le pregunté a
una Pochita que estaba dos tres y me dijo que debía subirme al
troley, que contara tres estaciones, que ái me bajara y saliendo ái
estaba esas calles. Y sí, bajando del troley vi la guiasinton y la mein.
Compa, ya estoy aquí, le volví a llamar. ¿Dónde está usted hay un
macdonals?, me preguntó. Waché y le dije que sí. ¿Enfrente hay un
futloker?, volvió a preguntarme. Waché y le dije que sí. Ái voy,
deme unos quince minutos. Y pasó una hora y nada. Entonces le
hablé al viejón y le conté que el bato me traía como su pendejo.
¿Sabe?, yo creo que este también está coludido con el que debe, le
dije. Pos mira me contestó, en cuanto lo veas dile que te dé las
armas, le preguntas dónde vive aquel cabrón y tumbas a los dos.
Como a las dos horas le marque al bato. Oiga hijo de su pinchi
madre, aquí me tiene esperándolo como vil tacuache, no mame. A
ver, compa, ¿dónde está, que no lo miro? Pos aquí frente a
macdonals. Pos si ya son las tres de la mañana, a esta hora ya hasta
los perros se fueron a dormir. A ver compa pregúntele a alguien
cómo se llama donde está. Pero si no hay nadie. Y caminé hasta la
parada del camión y un que hablaba español me dijo: En nacional
ciry. Le volví a marcar al bato y le dije: ¡Estoy en nacional ciry,
cabrón! No compa, está usted muy pendejo me dijo. Yo estoy en
Fontana, como a tres horas de donde está hablando. Chale. ¿Yo qué
iba a saber que en el gabacho hay miles de calles guasinton y mein?
Ya en Fontana, el bato me llevó hasta donde según vivía el
wey que tenía que matar. Me dijo qué troca manejaba, que estaba
gordo como cochito y me dio su apodo. Me la pasé wachándolo una
semana hasta que se apareció el cabrón. En friega saqué la pistola y
entré a su casa rompiendo la puerta. ¡Hasta aquí llegaste cerdo!, le
dije apenas lo vi. El bato era puerco pero no trompudo, y le di una
madriza a la charles bronson. Luego corté cartucho y le dije: Me
manda el viejón, ¿cuáles son tus últimas palabras? Sé que se oyó
bien mamón, pero fue lo único que se me ocurrió. ¡No me mates,
compa! ¡No me mates! Y yo diciéndole que no fuera puto, que los
de Durango nos dejábamos ir con calma y dignidad, porque me
habían dicho que era por ahí. Él empezó a decirme que no conocía a
fulano y zutano, que ellos le podían ayudar a conseguir el dinero. Yo
me saque de onda porque yo conocía a su gente. ¿Pos como se
llama compa?, le pregunté. ¿Y qué crees? El bato era uno de los de
la clínica de mi carnal. Valiendo madre. Si no lo reconocí fue porque
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estaba bien gordo y ya se le había deformado la cara. ¿Entonces tú
eres Jota Erre?, me preguntó y terminamos de dándonos un pinchi
abrazo.
Le conté cómo estaba el jale y él me pidió veinte días pa’
juntar el dinero. Yo le dije al viejón que el bato se estaba
escondiendo, pero que me diera tiempo pa’ encontrarlo. Oiga, ¿y si
el bato quiere pagar?, le pregunté. Pos se la perdonas porque es de
la familia. Total que todos los días salí de fiesta con el gordo. Pero lo
bueno se acaba pronto y yo me regresé a Culiacán porque pagó.
Nomás bajé del avión y me fui derechito a la casa del viejón.
De los tres mil dólares que había dado de viáticos ya nomas me
habían quedado como cincuenta dólares, y él me había dicho que al
regresar fuera a verlo pá pagarme el trabajito. Me recibió de volada,
me abrazo, me dijo que le había gustado mi dedicación, o algo así, y
que en la mañanita fuera a su rancho, que ahí iba a estar Miguelón,
su hombre de confianza, pa’ decirme qué seguía. Ir al rancho del
viejo no cualquiera, y por eso pensé que mínimo, me iba a regalar
una de sus trocas o me pagaría con droga. Y que voy llegando a la
hora que me dijo, que pregunto por Miguelón y que me ponen a
podar el pinchi pasto y a darles de tragar a los caballos. Neta. Te lo
juro por mis hijos. No, pos no aguanté. Le di las gracias al viejón y
volví a la calle a vender mis productos naturistas.
EL PISTOLERO
KOMANDER: Qué sorpresa encontrarlo en mi rancho. ERICK
ESTRADA: Hace un rato lo estoy esperando. KOMANDER: ¿Por qué
trae bastantes pistoleros? ERICK ESTRADA: Yo prefiero bastante
dinero. KOMANDER: No comprendo de qué estás hablando. ERICK
ESTRADA: Me pagaron por asesinarlo.
La chamacada escucha corridos como estos y andan diciendo que
traen callos en los dedos de tanto jalar el gatillo –filosofa Jota Erre
cuando pasamos por el estadio de beisbol. Luego baja la ventanilla
entintada para ver los guindas exactos y les mienta la madre a los
Tomateros.- Te decía: cuando mucho. O sea: esos batos nomás
saben una cosa: que van a morir y que no será una muerte fácil.
INTENTO NÚMERO CUATRO
Un día entendí que el narco es el negocio más individualista de
todos, que es onda de uno y nomás. Que aquí dos cabezas sirven pa’
que te den en la madre más pronto, y por eso no está de más ser
desconfiado. Por eso nunca pude trabajar bien allá en Michoacán. Ái
te va pa’ que me entiendas:
Un narco segundón me propuso que fuera su socio en el
cruce de mota. ¿Wachas? Ya no iba a ser un pinchi gato. Esto era
más grande, era un jale donde no faltaría quién quisiera arañarnos
las manos de tanto billete que tendríamos. No, compa, siempre
salgo jodido, le dije porque el bato sabía que yo era de los que no se
dejaba ir de hocico a la primera. Y me estuvo rogando hasta que le
dije arre pues. Él puso millón y medio de pesos, y lo que debía hacer
era comprar la mota, transportarla, cruzarla y cobrar. Lleva las de
ganar, y sin tanto riesgo porque en ese entonces, como el dos mil
seis, todavía te dejaban trabajar por tu cuenta siempre y cuando
pagaras piso. La bronca fue que los de Juárez y los pinchis Zetas se
pusieron ambiciosos y violentos, y pos ahora es una locura llevártela
tú solo. Pero te decía: ái te voy tendidos como bandido a mi pueblo
pa’ comprar mota. Y nada. Todos tenían apalabrada la mota con el
Chapo y no pudieron venderme. Fui a Badiraguato y nada, quesque
la siembra había estado jodida por el calentamiento de no sé qué,
qué no se más había salido pa’ trescientas avionetas y que iban pa’
318
los Beltrán. Fui Atascaderos, en chihuahua, y tampoco; Ya estaba
vendida a los Carrillo. No, pos bajé bien agüitado, ¿Sabe qué,
compa? le dije a mi socio, este negocio parece estar hecho con la
mano del diablo, no hay mota. ¿Cómo no va haber, compa, si es lo
que sobra? Se lo juro por la tumba de mi padre. Mi socio hizo unas
llamadas. Ya está, compa dijo. Váyase a Michoacán, allá por Lázaro
Cárdenas, allá sí hay. Y me fui en fuga, pensando en el billete que
me iba a embauchar si salía el jale.
Allá llegué con un bato bien pinchi enfadoso, con dientes de
plata y que se le tiraba de galán. Dos días me estuvo castre y castre
con los sinaloenses éramos güevones, borrachos, feos y maricones.
Tuve que ponerles unas pinchis ganatadas en la cara y decirles que
nos fuéramos respetando, y que yo había ido a comprar mota y él a
conseguirla.
Donde estábamos era un playa y pa’ subir por la mota era
un chinga; máximo tres horas. El mundo ideal. Desde el primer día
nos pusimos a bajar unos kilos y entre más bajábamos, más
insoportable se ponía el bato enfadoso. ¿Cómo te diré? Era
presumido. Sacaban mi troca y se paseaban por el pueblo con el
estéreo a todo volumen. Compa, ya déjese de payasadas, nos van a
atorar, le reclamé. ¿Cómo cree?, aquí todo está controlado. De
andar con la troca pasó a aventar balazos y luego a emborracharse y
decir que trabajaba pa’ unos sinaloenses pesados. Ya no dijo más
porque, una mañana llegó la judicial a mi hotel. Quise salirme por la
ventana, pero por todos lados había policías. Cuando salí, waché
que tenían todo madriado al bato enfadoso. ¡No he dicho nada, no
he dicho nada!, decía el cabrón. Le dije al comandante que sí, era de
Sinaloa, y que estaba ahí porque un socio y yo queríamos poner una
empacadora de camarón que traeríamos de Mazatlán. Pos fíjese
que no le creo, pero tampoco le hemos encontrado a este fulano la
mota; lo voy a vigilar, ya está advertido, y se fue. La mota estaba en
la casa de la amante del bato enfadoso, por eso no la encontraron
los federales.
Y luego le hablé a mi socio: Este pinchi bato enfadoso jodió
todo, mañana me voy. ¿Cuánta monta ha juntado? Tonelada y
media. Está bueno, mañana le mando las pangas y véngase ya.
Al otro día mi socio cumplió con la palabra y llevamos la
nota a las pangas. Y yo creo que era la una de la mañana cuando nos
cayó la judicial. ¡Trépense, compa!, trépese, me dijo el panguero y ái
ahí te voy. En ese momento, en ese momento la verdad, no me
agüitó que qué haígamos dejado media tonelada en la playa. Lo que
yo quería era perder a la policía. Y sí le dimos tan recio mar adentro
que nos perdimos hasta nosotros. Como habíamos salido en fuga, al
panguero no le dio tiempo de poner la brújula. Y ái fue cuando le
juré a Dios que si me ayudaba a librarla sería el último jale.
Sería bien largo contarte cada uno de los siete días que
estuvimos perdidos. A lo mejor hasta escribió una novela de eso. Lo
que sí te digo es que como al cuarto día empecé a alucinar; veía
tráileres en el mar, y eso que no le metí al perico como los dos batos
con los que iba. Ellos, en algún momento, se quisieron matar a
cuernazos; se reclamaban mutuamente por lo de la brújula. Yo me
quemé todo, parecía cáscara de mango podrido, y bajé kilos como
nunca. En el quinto día vimos un barco, pero era de la Marina y otra
vez a alta mar. La gasolina se nos empezó a acabar y, cuando
creímos que íbamos a morir en una panga llena de mota, apareció
un barco. Nos ayudaron a subir mis compas les apuntaron con los
cuernos, y yo nomás les pedí de comer y agua. La neta nos
alivianaron. Hasta nos orientaron con la brújula. Estábamos como a
veinte horas de las Islas Marías. Y así, a puro motor muerto,
pudimos llegar a Mazatlán. Ahí nos rescató mi socio.
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Yo quería descansar pero en chinga tuve que irme a Mexicali
pa’ vender la mota porque ya se estaba poniendo café, y así ya no
sirve. La vendí, cierto, pero bien barata y ni siquiera recuperamos la
inversión. O sea: no gané ni madres.
PLEBITAS CHACALOSAS
Lucen las mejores marcas y ropa de pedrería, los más caros
celulares, uno para cada día, las uñas bien decoradas, les gusta
verse bonitas.
Esta música del movimiento alterado es pura enfermedad
dice Jota Erre ahora que suena en el estéreo una tal Jazmín. Esa
música y que aquí anden paseando las hijas de los pesados hacen
que las morras se sientan narcas. Unas se ven débiles, pero
consiguen cuernos y se vuelven poderosas. Y las otras sueñan con
andar con uno de su calaña. Pero volvemos a lo mismo: en el narco
la mayoría de los batos no tiene ni dónde caerse muerto.
Si alguien de ellos te escuchara pensarían que les tienes
envidia.
Jota Erre me mira con cierto desprecio y da vuelta en la
primera calle. Toca el claxon frente a una casa que el tiempo le ha
dada un poco de consistencia. Un tipo, que no pasará de los 30
años, sale y saluda a Jota Erre.
-Compa: ¿cuánto llevas en el jale?
-¿Por qué? –pregunta desconfiado el tipo y me mira como si
fuese policía.
-¡Contesta, cabrón!, ¿cuánto? Interviene Jota Erre.
-Ya voy pa’ los ocho años –responde-¿Y tienes dinero?
-Pos no tanto así, pero traigo esa troca que levanta morras
de a madre.
Jota Erre acelera y me dice:
-¿Wachaste cómo está el pedo?
INTENTO NÚMERO CINCO
Mis días como narcomenudista fueron fugaces. Tardé más en
aprender cómo lavar coca, que darme cuenta de que el traficante
terminaría trabajando pa’ pagarle al cártel o termina muerto. Yo
empecé a vender grapas cuando iba a cobrarle a la gente me salía
con la pistola, diciéndome que no me iban a pagar. Y que a ver
cómo le hacía. Por eso te digo que ahí no dure mucho. Luego un
capo me busco para lavar un kilo de la buena. Y ái me tienes
comprando el éter, la acetona, el ácido clorhídrico, el amoniaco, el
papel y las vasijas. Yo había lavado por pedacitos y esa vez, por
güeva se puede decir, lavé toda un jalón. ¡Y madres!, que se me
hecha a perder. Le dije al narco y él me salió con que tenía dos días
para pagarle. El bato era cabrón, nomas de oírlo mentar se le
pegaba a uno las diabetes. Y ái me tienes consiguiendo quince mil
dólares. Pedí prestado aquí y allá, le vendí el alma a unos cuantos, y
hasta mi mamá vendió un carrito que tenía Chale, quien sabe por
qué, pero como que todo se echa a perder en esta vida, ¿no?
REFLEXIÓN SIERREÑA
¿Te arrepientes de algo? Le pregunto a Jota Erre cuando vamos a la
fiesta de un locutor de radio en Culiacán.
Sí y no le dice y los dientes le relucen como el acero. Sí,
porque puede aprovechar el tiempo en algo más de bien. No,
porque les puedo decir a mis hijos que el narco no es mundo que
pintan. No, porque nunca robé ni maté a nadien. Yo creo que la vida
debe ser la que está arrepentida de que siga yo aquí, porque este
jale es como la lotería, y el premio gordo es vivir.
320
EL ÚLTIMO INTENTO
Mi dizque carrera de narco estaba de picada. Yo no quería saber
nada. Ora sí le iba a cumplir a Dios. Pero pa’ ese entonces me buscó
la mano derecha de uno de los chacas. Lo ocupamos pa’ que sea el
prestanombres, le vamos a pagar bien. Como no más se trataba de
hacerle el paro a una gente, posno entré en conflicto con Dios. Lo
que tenía que hacer era acompañarlos a Oaxaca, decir que era un
empresario, hospedarme en el hotel Victoria y esperar a que llegara
una avioneta llena de coca. Y ái te fui ve fui vestido bien acá, bien
placoso. Llegué y me presentaron al viejón, al dueño de la droga. He
oído de ti, dicen que eres honrado; pendejo, pero honrado, me dijo
y yo nomás me reí. Ni modo que qué.
Me hospedé en el Victoria, ya te dije, y me puse a esperar.
Había días que nomás dormía y otros jugaba ajedrez con el viejón.
Una tarde, el brazo derecho me dijo que la avioneta iba a llegar esa
noche, que si todo salía bien, yo me devolvía a Culiacán con un buen
billete. Bajé al restorán y me puse a tragar como cochino de pura
alegría. Me acuerdo que en la tele estaba una película de narcos, y
yo pensé que qué sentido tenía verla si yo estaba con el viejón. En
eso, vi a dos batos que en los diez días que llevaba hospedado
nunca había visto. Y luego otros tres. Y luego otro. Salí, fui con los
pistoleros del viejón y les dije lo que había visto. Ellos me mandaron
a avisarle al viejón y, cuando subí, el viejón ya sabía cómo estaba el
rollo: ¡Son militares, ya nos chingaron!
Desde morro, casa a la que iba, casa a la que veía por dónde
saltarme. Y pos en el hotel había encontrado una escalerita que te
llevaba a otro predio. No se agüite, patrón, yo lo voy a sacar, le dije
y me lo llevé. Cruzamos la calle y él se subió a un carro y se fue. Su
brazo derecho me dijo que yo también aplicara la fuga, que el
cargamento había sido decomisado, que no iba a haber billete.
Me regresé a Culiacán como pude, pero no perdí la
esperanza de una buena recompensa. Al tiempo lo vi en
Guadalajara. ¿Y sabes qué pasó? Nada, nomás me abrazó, me dijo
que nunca iba a olvidar lo que hice por él y me regaló un bucanas
dieciocho. Valiendo Madre.
EL SEÑOR DE LA MONTAÑA
Un tipo sostenía el Nextel. Al otro lado del auricular alguien
escuchaba el cover que cantaba Jota Erre: Joaquín Loera lo es y será
prófugo de la justicia, el señor de la montaña, también jefe en la
ciudad; amigo del buen amigo, enemigo de enemigos, alegre y
enamorado así es Loera, lo es y será.
Cuando terminó de cantar, el tipo del Nextel se acercó a
Jota Erre y le entregó el radio. Escuchó: Canta usted muy bien,
compa, lo felicito; ái cuando se le ofrezca algo en todo México
nomás búsqueme.
¿A poco era el chapo?- le pregunto a Jota Erre cuando
llegamos a su casa.
-El mismo que viste y calza.
Jota Erre se desparrama en el sillón y empieza a platicarme
su vida como músico. Pero esa es otra historia.
321
BERNARDO FERNÁNDEZ, BEF (1972)
Escritor y diseñador gráfico nacido en México, especializado en la
novela policiaca y cómic. Obtuvo el premio Memorial Silverio
Cañada en España por su primera novela policiaca Tiempo de
Alacranes. Es autor de obras de ciencia ficción como Gel azul. Su
novela Hielo Negro se convirtió en una de las mejores novelas del
género publicadas en México en 2012.
COLECCIÓN PRIVADA
A las siete de la mañana comenzó a sonar el set de música jungle
que Lizzy había programado en su iPod para despertarse. Se estiró
entre las sábanas de seda negra del futón king size.
Como todos los días, lo primero que vio al abrir los ojos fue
el cuadro de Julio Galán que colgaba justo en la pared contraria a la
de la cabecera, en su departamento de Polanco.
Quince minutos después, Helga, su entrenadora personal, la
esperaba en le gimnasio de la recámara contigua con un jugo
energético en la mano. Se trataba de una alemana ex finalista
olímpica que la acompañaba a todas partes.
-Guten tang –dijo la rubia. Lizzy respondió con un gruñido.
Lizzy hizo ejercicio aeróbico durante cuarenta minutos y una
hora de pesas. A las nueve, tras una ducha y té verde al tiempo que
revisaba su correo en un iPhone. Era la única ocupante del inmenso
comedor cuyos ventanales daban hacia el Castillo de Chapultepec.
Pancho le llevaba cada uno de los platos desde la cocina, donde los
prepara él mismo.
A las diez de la mañana, en el estacionamiento de sus
oficinas en Santa Fe, Lizzy descendió de su auto, un Impala 1970,
negro con llamas pintadas en los costados.
Por órdenes suyas, se habían recuperado el auto de un taller
mecánico de Perros Muertos, Coahuila, y mandado restaurar a Los
Ángeles.
Las primeras horas de la mañana las ocupó en atender los
asuntos financieros. Harta de las finanzas caóticas que había dejado
su difunto padre, se había hecho asesorar por un experto financiero
que le sugirió diversificar sus fondos en varios instrumentos de
inversión.
322
Ella adoraba verificar los dividendos de sus cuentas. Le
fascinaba saberse más rica cada mañana.
A las doce tomó un refrigerio, fruta fresca, galletas altas en
fibra y té. Antes de la comida, a las dos de la tarde, recibió la
llamada de uno de sus galeristas en Europa. Pese a que estudió
artes en la School of visual Arts de Toronto, abandonó su carrera
creativa para concentrarse en aumentar su colección de arte
contemporáneo.
-Lizzy Darling, tengo algo que te va a fascinar –dijo su amito
Thierry desde París, con un español gangoso.
-Lo veo difícil, Tierritas, la última vez me ofreciste pura
basura.
-Te vas a ir de espaldas, mon amour, tengo siete piezas de
David Nebrada. Tras un silencio tenso, Lizzy preguntaba:
-¿Cuánto?
El dinero nunca era problema.
A las dos y media entró al salón vip del Blanc de Blancs, sobre
Reforma, donde saludó a don Renato, viejo empresario amigo de su
papá, quien comía con el secretario del Trabajo.
Los viejos invitaron a Lizzy a sentarse con ellos, propuesta
que declinó amablemente. Se despidió y caminó hacia su mesa
favorita, al fondo del restaurante.
En el camino se encontró a Marianito Mazo, hijo de un
productor de telenovelas, que comía con un par de cantantes pop
que gozaban de sus quince minutos de fama. Marianito la saludó de
beso, le presentó a las dos chicas (“Éstas son Lola y Dayanara”) y la
invitó a un coctel que tendría en casa de sus papás, en el Pedregal,
el sábado siguiente.
-Creo que andaré de viaje –dijo sonriente Lizzy-; deja
verificarlo y mi secretaria confirma con la gente de tu oficina.
Se despidieron con afecto.
Finalmente Lizzy pudo sentarse.
Pidió una ensalada de arúgula con carpaccio de salmón y
vino blanco.
Comió en silencio mientras revisaba sus mails en el celular.
Aprovecho para chatear con su primo Omar, que trabajaba de DJ en
un disco de Ibiza.
-¿Mademoiselle? – La interrumpió el maitre – el caballero
de la aquella mesa le manda esta copa.
Levantó la vista hacia donde le señalaban.
Desde el otro lado de restaurante, el secretario particular
del procurador general de la República le guiñó un ojo.
Por la tarde pidió a bonnie, su secretaria, que cancelara todas sus
citas para darse un tratamiento de fangoterapia en un spa de Santa
Fe, apenas a unas cuadras de su oficina.
-Recuerda que tienes pendiente ir al almacén –observó la
gringa con su cerrado acento texano.
-No se me olvida. Voy en la noche –repuso Lizzy. Se fue
caminando al spa, para desconsuelo de Pancho, que no quería que
anduviera desprotegida a ninguna hora. Ella siempre lograba
escabullirse.
La chica que le aplicaba el lodo sobre la espalda, una
francesa recién llegada de Lyon, no pudo evitar decir:
-Tiene usted un derriérre pguecioso. Figme y suave como un
melocotón.
-Muchas gracias –dijo Lizzy.
323
Llegó al museo Tamayo a las ocho y media de la noche, a bordo del
viejo BMW blindado de su padre, manejando por Pancho. Tras ellos,
dos camionetas Windstar repletas de guaruras los escoltaban.
Iba vestida totalmente de piel negra, con el cabello recogido
en un chongo atravesado por palillos chinos.
Casi se veía hermosa.
-Espérenme afuera. No quiero llamar la atención –ordenó
en la puerta del museo.
-Niña… -protestó el guarura con voz cavernosa.
-Obedece.
Pancho ordenó que su equipo de ocho escoltas entrenados
en Israel –dos de ellos eran mujeres- se apostaran en puntos
estratégicos alrededor del museo. Todo el tiempo, el viejo guarura
mantuvo contacto con ellos por radiocomunicador.
Le ponían nervioso los caprichos de la niña, pero le había
jurado al Señor, su padre cuidar de ella.
Adentro, ajena a las consideraciones de su guardaespaldas,
Lizzy repartía besos entre galeristas, coleccionistas de arte,
curadores, críticos y artistas.
Era una celebridad en el ámbito del arte. Todo mundo sabía
de su colección y sus gustos peculiares. A más de uno sorprendía los
recursos con que contaba. Pocos preguntaban de dónde provenían.
Se inauguraba una retrospectiva del pintor armenionorteamericano Rabo Karabekian. Ocho de las piezas pertenecían a
la colección de Lizzy. Invariablemente pedía que se le diera crédito
como colección privada. No quería ninguna publicidad.
Tuvo que atravesar una barrera humana para saludar al
artista, quien atravesar una barrera humana para saludar al artista,
quien la reconoció a la distancia.
¡Lizzy, baby ¡-al anciano artista se le ilumino el rostro al ver
a su colección favorita.
¿How you doing, Rab?
Platicaron animados una media hora. Cuando la prensa
quiso tomar fotos, Lizzy declino amablemente.
El pintor le dijo que habría un after en el departamento del
curador de la exposición, en la Condesa. Que le encantaría que
viniera. Ella se disculpó.
-Got some business to tale care of, sorry –y se despidió de
todo el mundo.
Camino a su auto; sonó su celular.
-Los tenemos –dijo una voz cavernosa, al otro lado de la
línea.
Unos segundos de silencio.
_ ¿Están contigo?
_Simón, ésa.
_Te voy a lanzar una galletita al hocico, como a Scooby Doo
–repuso Lizzy antes de colgar.
Subió al BMW y ordenó que la llevaran al almacén.
Sin preguntar nada, Pancho enfiló hacia la bodega que la
MDA, su empresa fantasma, tenía en un parque industrial de
Vallejo. No cruzaron palabra durante todo el trayecto.
El equipo de seguridad del almacén los recibió, sorprendidos por la
hora de la visita. Una puerta de acero se deslizó pesadamente para
dejar pasar al BMW y a las Windstar.
El Bwana, lugarteniente de Lizzy en el norte de la ciudad,
salió a recibirlos. Era un cholo, ex porro que había aprendido algo de
química a su paso por la facultad de ciencias. Un sujeto violento
curtido en las calles de East. L.A.
324
En secreto, Lizzy lo hallaba atractivo, fascinada por la belleza
salvaje de sus rasgos indígenas y su cuerpo atlético de
basquetbolista, generalmente vestido de jeans bombachos con el
torso desnudo, los pezones perforados por argollas, con tatuajes de
la Virgen de Guadalupe y la Santa Muerte reptando por toda la piel.
A veces, en lo profundo de sus sueños, Lizzy se permitía
fantasear con el cuerpo musculoso del cholo. Fantasía que se
esfumaba apenas se despertaba.
-Dichosos los ojos, ésa – dijo el Bwana a manera de saludo
en el patio de la nave industrial. Llevaba una escuadra .38 calada en
los pantalones y un paliacate verde cubriendo su cabeza rapada.
-Ya quiero terminar con esto. ¿Dónde están?
-This way – y se internó en el cuerpo de la bodega. Lizzy lo
siguió, dejando fuera a sus escoltas y a los gatilleros que cuidaban
del almacén.
El Bwana la guió bodega adentro, por pasillos estrechos
retacados de cajas rotuladas con caracteres coreanos. Pancho los
siguió, unos metros atrás, con una mochila de lona al hombro que
llamó la atención del Bwana.
Lizzy había especificado que se diseñaran esos pasillos como
un laberinto. Sólo unos cuantos conocían el camino hasta el centro.
El arquitecto, un gay solterón que solía pasear a sus perros por la
avenida Ámsterdam, había aparecido muerto en la carretera libre a
Toluca tiempo después de terminada la obra.
Algo iba platicando el cholo a sus jefa, pero a ella le fue
imposible entenderlo por la mezcla rapeada de spanglish y slang
fronterizo. Cada que llegaban a una puerta, el Bwana tecleaba un
código de acceso en las cerraduras electrónicas que protegían los
cruces.
Cuando llegaron al centro de la bodega. El Bwana tecleó un
código diferente. Esta vez, una compuerta se abrió en el suelo,
dejando al descubierto una escalinata que condujera a una cámara
subterránea, aislada del exterior por una capa de hule espuma de
alta densidad, igual que un estudio de grabación.
Al fondo se escuchaban gemidos. Apenas audibles, casi
murmullos.
-Welcome to asuntos especiales, ésa – dijo el Bwana.
Lizzy descendió por los escalones. El sótano estaba oscuro.
Se iluminó al tocar un interruptor, revelando la fuente de los
gemidos.
Un hombre y una mujer, amarrados con alambre de púas a
unas sillas de vinilo y amordazados con cinta canela. Ella tenía un
ojo reventado. Estaban cubiertos de sangre seca, con un charco de
sus propias excrecencias a sus pies.
-Huelen mal. Murmuró Lizzy.
Pancho de inmediato roció los dos cuerpos con un Lysol en
aerosol extraído de la mochila de lona. El hombre y la mujer se
retorcieron por el ardor del desodorante.
Lizzy se acercó a la chica. Revisó con curiosidad la cuenca
vacía.
-¿Dices que venía con él cuando lo levantaron?
-Simón, ésa. Es su colita. Bad luck.
La jefa del cártel de Constanza volteó hacia el hombre. Era
Wílmer, el asistente de Iménez, el capo colombiano con el que Lizzy
había estado negociando apenas unas semanas antes. La gente del
Bwana había descubierto que estaban introduciendo anfetaminas
brasileñas por su cuenta al territorio nacional.
325
Wílmer era el responsable de la operación. Antes, un
verdadero cabrón. Ahora, lo que quedaba de él gimoteaba como un
cachorrro atropellado.
Lizzy pudo ver una lágrima escurrir por su mejilla mugrosa.
Hundidos en la mierda, todos son iguales.
Dio una patada de aikido en la mandíbula del hombre. Sintió
el hueso quebrarse bajo su suela. El golpe lo mandó al suelo. Su
aullido hubiera retumbado por el cuarto de no haber estado
amordazado.
La chica comenzó a retorcerse, intentando gritar bajo la
cinta que sellaba sus labios reventados.
Lizzy le arrancó la mordaza de golpe. Al hacerlo, levantó un
buen trozo de piel. -¿Qué dices?
-Po… por… favor… te…ngo una …hija…
En el suelo, el hombre lloraba. Ella lo volteó bocarriba con la
punta de sus botas.
-“Llora como una mujer por lo que no pudiste defender
como hombre” – citó Lizzy. Enseguida alargó su mano hacia Pancho.
El guarura sacó de la mochila de lona de bat de madera con
el logo de los Venados de Mazatlán, atravesado por una docena de
clavos de acero de cuatro pulgadas. Un objeto heredado del padre
de Lizzy.
-Aquí, las anfetas las movemos nosotros –dijo ella al hombre
del suelo-; no me gustan los sudacas metiches. Esto es lo que le
pasa a los que se meten en mis nichos de mercado. Considéralo una
declaración de guerra.
Avanzó hacia el hombre con el bat en la mano. En silencio,
Pancho agradeció ser tuerto y tener el ojo malo desviado hacia ese
lado. Discretamente, el Bwana volteó hacia la puerta.
Cuando la mujer de la silla vio lo que iba a suceder, comenzó
gritar sin control.
326
CARLOS VELÁZQUEZ (1978)
Escritor mexicano nacido en Torreón, Coahuila. Autor de cuento,
poesía y reseña sobre temas vinculados con la lucha libre, el narco y
la contracultura. Es autor de las colecciones de cuentos Cuco
Sánchez Blues (2003), La Biblia Vaquera (2008), Remix EP (2009) y La
marrana negra de la literatura rosa. Ganó el Premio Magdalena
Mondragón de cuento en 2005.
LA BIBLIA VAQUERA
(FICHA BIBLIOGRÁFICA DE UN LUCHADOR DIYEI SANTERO
FANÁTICO RELIGIOSO Y PINTOR)
Nací en una esquina. En una arena de lucha libre. En Gómez Palacio.
Soy lagunero. Soy rudo. Soy un Espanto.
Siempre viví en San Pedro Amaro de la Purificación,
Coahuila. El mejor western de mi infancia, rue des Petites Epicuros,
París, julio, 19**, era ver a mi padre enmascarado tocar su viejo
saxofón de plástico arriba del cuadrilátero. Se llamaba Eusebio
Laiseca. Pero era conocido en la noche de Belgrano como el Espanto
I, accionista de la compañía RCA. Además de luchador
grecorromano y de su aflicción por las nalgas de Raquel Güelch,
formó parte del famoso dueto de música norteña El Palomo y El
Gorrión.
|Pisé la arena Olímpico Laguna a los cinco años. Aún
recuerdo a mi padre improvisar con las espaldas planas sobre la
lona un tema de frí con su doble cuarteto. Ese día, entre las doce
cuerdas y las cuatro esquinas y antes de que Don Cherry se lanzara
desde la tercera con su trompeta de juguete, desfilé por mis
obsesiones. La primera, el burladero símbolo de bar que es la
máscara de mi padre, y la segunda, la Biblia que me regaló cuando
derrotó al Santo, el Enmascarado de Plata. Latinoamericana y de
bolsillo, forrada de mezclilla. Una lindura de color que oscilaba entre
el intenso azul Blue Demon y el de los pantalones Levis 501 sin
deslavar. Mi padre la bautizó como La Biblia Vaquera* y ya no pude
separarme de ella. Se convirtió en mi blánquet. Era yo un nuevo
Linus. El Linus del ring neón.
A los dieciséis vi morir a dos yonquis: Espanto I y Espanto II.
Mi padre me heredó su máscara, la capa y unas botas hechas a
327
mano por grupis anglosexuales. Yo no abandoné mis estudios.
Licenciatura en análisis y discrepancias del Lado B, el Bonus track y
el Track oculto. Una noche, mientras trabajaba en mi tesis sobre la
influencia que ha ejercido la técnica mp3 en la elaboración de trajes
de luchadores de imitación, el Joven Murrieta anunció en el
noticiero de las diez la continuación de una leyenda, la aparición en
cartelera del Hijo del Santo. Entonces me subí a luchar.
Debuté un domingo 21 de diciembre. Mi padrino fue el
Yelero Aguilar. Lucha semifinal. Relevos australianos. Los Ministros
de la Muerte I y II y Espanto Jr. vs. Tony Rodríguez, Caballero Halcón
y Pequeño Halcón. Réferi: Sergio Cordero.
* A.k.a. The Country Bible.16
Subimos
al
ring
acompañados
por
edecarnes
internacionales. Las Primas, grupo femenil de argentinas que
cantaban: Saca la mano Antonio, que mamá está en la cocina. De
música de fondo sonaba Never Let Me Down Again de Depeche
Mode. Ahí se definió mi estilo de lucha. Lo que después la banda
llamaría Kitsch Retro Neo Vulgar. La experimentación que me
llevaría a programar a Ministry con Rocío Banquells y a Los Ángeles
Negros, Los Terrícolas y Los Caminantes con María Daniela y su
Sonido Láser.
Ninguna arena de lucha libre cuenta con clima artificial,
estacionamiento o baños limpios. Debido a que gané el Primer
Concurso de Instalación Coahuila 2002 con un conjunto de jaulas
que denominé Primeras adolescentes, la crítica me calificó de fan de
Technologic, nuevo video de Daft Punk. Otro sector, no enfurecido
por la escandalosa ascendencia de mi fama, me clasificó como el
niño genio de la pintura lagunera.
La Biblia Vaquera es como las Matemáticas Negras o como
un Little Brown Book. Antes de cada pelea, en el vestidor abría mi
Biblia frente a un altar dedicado a Yemayá, Eleguá, Changó, Ochún y
Obatalá. ofrecía en sacrificio cualquier sencillo pop que sonara en la
radio y me comía su corazón de pollo. Era un privilegiado de la
santería. Los dioses cubanos me protegían en mis combates.
Porque Gómez Pancracio ha sido siempre un exquisito
faisán productor de luchadores de aroma, mis exposiciones
individuales y colectivas crecieron en proporción con mis
detractores. El comisionado de box y lucha en declaración sublime
me condenó a una gira por el circuito Torreón-GómezLerdo. Los Ministros y yo triunfamos en todos los antros. En el
Auditorio Municipal, catedral del costalazo, despojamos de sus
máscaras a Los Diabólicos I, II y III. Tripleta de hermanos que
atendían una carnicería en el centro de Gómez Patricio. Mi
apoderado, pendiente de que tuviéramos un efectista cartel, nos
consiguió una lucha estelar, la última como mosqueteros, pues
sabía que debía abandonar la formación clásica de powertrio: bajo,
batería y guitarra, para lanzarme como solista.
Mi primera presentación en apartado fue en el Coliseo
Laguna. El espectador de lucha no es distinto al cinéfilo o al que
asiste al balet. Están hambrientos por mentarle la madre al árbitro,
por bañar de orines al abanderado. Entonces comencé a sufrir el
síndrome de abstinencia. Era un mano a mano contra el Gran
Markus. En la oscuridad de mi vestidor, poseído y desnudo,
sacrifiqué un single de Mecano. Sentí malilla por la necesidad de Los
Ministros cuando me trepé al ring con La Biblia Vaquera en mano.
La presumí al público, a los bomberos, la policía, la prensa. Coloqué
la mano sobre mi coraza y prometí cumplir con la Ley de Murphy.
Sonó la campana y el Gran Markus me dijo quita tu chingaderita
328
Wrangler y vamos a jugar billar. Lo derroté en dos caídas. La primera
y la segunda.
Mis contrincantes siempre eran rudos o exóticos. Mi
mánayer y San Juditas Tadeo, si no te callas te madreo, decían que
un gladiador que como yo va por todas las tortas ahogaperros, no
malgasta sus indulgencias en coreografías convencionales.
La sangre debe salpicar las butacas y manchar a las rubias.
La angustia existencial que acompaña a los luchadorcitos de hule sin
romper el empaque me motivó a escribir y me posesioné no sólo
como el crítico de artes plásticas más joven de la ciudad, sino como
el primero y, hasta la fecha, el único.
Mi columna Contemporánea permanece vigente, aparece
los jueves en el periódico Milenio Laguna. Como catador de obra
pictórica fui implacable. Me convertí en el verdugo local.
Mi siguiente exposición fue en la plaza de toros. Me
enfrenté a Blue Panther, el maestro lagunero. Una lluvia itálica caía
desde el inicio de la función y la edecambre se negó a salir sin
paraguas. Abandoné el vestidor abrazado de una muñeca inflable.
La ovación fue catastrófica. Parecía el Territorio Santos Modelo,
casillero de los guerreros del Santos Laguna.
No se veía nada parecido en la lucha libre desde que
huracán Ramírez saliera con la Tonina Jackson. La plaza es un
terreno apropiado para la experimentación. La arena del ruedo y la
intemperie permiten expandir las técnicas de jazz-rock-fusion y
ensayar otras con el funk.
Una minigira por San Pedroslavia y Pancho I. Mamadero me
preparó para una más extensa por las arenas de barrio de Piernas
Negras, San Pedrosburgo, Monterrey y Estación Marte.
Jugué en casi todas las posiciones: cácher, jardinero central
y en solitón. Estaba en condiciones de participar en una revuelta de
relevos atómicos a beneficio de la Cruz Roja, todo se lo debía a mi
mánayer y al Santo Niño Anacleto.
El archivo municipal propuso que por mi guarrito glamur en
la mezcladora, las tornamesas y el escratch, me concedieran el
Premio Estatal de la Juventud. Competí con artistas, roqueros,
escritores, pero el gobierno del estrado me lo concedió por mis
aportaciones a la cordura popular atemporánea. La comunidad
gutural protestó. En especial el grupúsculo frívolo de condecorosas
damas de sociedad, a quienes etiqueté La Vanguardia Cacerolera y
denosté como a correosas salchichas para asar marca Ponderosa,
damiselas copetonas que elevaron el taller de repujado al rango de
filiación artística. Cómo que se lo otorgaban a un luchador. A un
rudo. De jodido se lo hubieran dado a Martín Mantra.
El reconocimiento, es natural, tanto en la salud como en la
enfermedad me proporcionó un carpazo de estrella del pop.El
enroque de envidia que atiricia a todo comarcalaguneroso los
animó a hacer de la burla su estofa y me pusieron un apodo
acertado, inmejorable, leonero, el más fiel a mí mismo: La Diva.
La batalla entre voluntarios de la Cruz de olvido se
programó en Gomitos. En la Olímpico Laguna. Final de lujo. Relevos
vintage. Hijo del Santo, Fishman, Dr. Wagner y Acuario vs. Pimpinela
Escarlata, Sexypiscis, Súper Súper Súper Súper Porky: Brazo de Plata
y Espanto Jr.
Para atender al hijo del que filmó los salmos como cliente
consentido de taquería, dibujé un pentáculo en mi vestidor y en el
centro deposité un cedé de Mariana ochoa. Cuando me enteré de
que jugaría unas venciditas con mi protorrival, apelé a toda la
brujería que un luchador santero puede codificar por Sky.
Como ya era de rigor, aparecí en el entarimado con La Biblia
Vaquera en alto. De música ambiente sonaba Amor de la calle en
329
versión de Juan Salazar. La bronca fue capturada para la televisión.
La fracción dura de la lucha libre mit la fracción dura de la lucha
libre. El pleitazo alcanzó raitin de programa de diyéis
fanáticorreligiosos. Nos descalificaron. Al rito de los rudos los rudos
los rudos, el Médico Asesino saltó de la segunda fila vestido de civil
y madreamos al Hijo del Santo hasta romperle la máscara y
confiscarle la sangre de mártir, enrochados por los gritos de los
ocurrentes: chínguenlo, chínguenlo al pinche enano.
Tomé el micrófono y reté al Hijo del Santo por el
campamento. Todo santo merece su capilla. Público. Público. Reto
al Hijo del Santo por el cinturón. El enano madreado se acercó a la
cabina y agarró el micro. Acepto. Acepto Espanto Jr. No eres pieza.
Sólo en montón puedes. Tú solo no eres pieza Espanto Jr. Con esas
lonjas que tienes, que ningún cirujano te quiere operar, no eres
pieza.
Los multicitados compromisos del enano de plata orillaron a
los promotores a programar el concierto hasta después de que
volviera de su gira de dos meses por Japón con Savoy Brown. Mi
apoderoso y San Juditas Tarareo concertaron que había que darle
mantenimiento al aparato de aire, ponerle un 20flotador nuevo,
echarle aceite a las chumaceras y cambiarle la paja. un asunto con
fines de lucro. y para hacer más atractivo el desplante y llegar con
más currículo a la pelea.
La primera máscara que arrebaté fue el Premio de
Adquisición de la DCCCXLVIII Bienal de Arte Nuevo del Estado de
Coahuila. A partir de eso las vitrinas de la lonchería de mi casa
aumentaron en especie y variedad. En mes y medio de capacitación
docente crecieron mis acciones en la bolsa. Invertí en pirotecnia
tailandesa y comencé a fumar habanos de a doscientos cuarenta y
cinco pesos. Espléndidos.
Arranqué una cabellera. El Premio Estatal de Periodismo
Coahuila. Mi tránsito por la libre: prolificote. Era la sensación
grupera. una mezcla entre Lidia Ávila y Martha Villalobos, la más
ruda, salvaje y sanguinaria de las luchadoras lesbianas de la
industria porno.
La segunda mascarita que me amerité fue la beca del Fondo
Estatal para la Costura por las Tardes de Coahuila en la categoría de
investigación artística. El proyecto fue la escritura de un ensayo
total, el libro definitivo que interrelacionaría mis conceptos teóricos
sobre la tornalucha libre, la arquitortura y la música electrónica con
las bodas de rancho.
El fin de semana anterior a que regresara el enano platero
tuve mi último agarre de preparación. Fue en la galería de la Alianza
Francesa. Nombré a la exposición Morir en los desiertos. La prensa
me consintió, dicen los malintencionados. que se portó benévola
conmigo. Es mentira. Sólo reconocieron mi talento. El comentario
por el que más me aborrecen es el de Ignacio Echevarría de El País:
Espanto Jr., el magnate absoluto del imperio del hip hop.
Apaniqué al enano enmascarado. Antes de largarse, yo era
un terroncito de azúcar morena sin refinar y volvió a meterse a la
jaula con un mafioso terrorista motorizado. Haría falta algo con más
toxinas que un látigo y una silla para evitar que le arrancara la
cabecita de póquet trumpet que tiene.
La moda impuesta por las bodas de los famosos se estiró a
todos los círculos del entretenimiento y el tedio masivos. Vendieron
el combate como vil puesta en escena a una televisora que para
darle en la madre a la competencia la trasmitió por cadena abierta.
Nada de peiperviú.
El espectáculo se llamó Maldita Primavera. La arena estaba
de bote en bote. La voz de Yuri proveniente de las bocinas del jom
330
títer se confundía con los gritos de los vendedores y la
muchedumbre famélica, delirantota y borracha: sodacerveza.
Lonches jediondos. Gorditas con cólera.
Apareció primero en pantalla El hijo del Santo. Su sécond
era el Solitario. El mío mini Espectrito. Dejé el placard rudo saturado
de humo. había ofrendado tres elepés de Pandora que quemé entre
convulsiones, cánticos intraducibles y oraciones de estampita
recogida en la carretera.
Salí vestido de seminarista cartesiano. Apenas me vio con
un pie rumbo al ring, el encargado de sonorizar las emociones de los
apasionamientos a la lucha puso una canción de la tremenda Sonora
Dinamita.
Ae ae ae ae.
Ae ea.
Ae ae ae ae.
Ae ea.
Llorá corazón llorá.
Llorá corazón llorá.
Llorá corazón llorá que tu lagunero no vuelve más. Lucharán
de dos a tres caídas sin límite de tiempo por el campeonato nacional
güelter. En el extremo rudo, el orgullo de la Comarca Lagunera, La
Diva: Espanto Jr. Por el bando técnico,
El Enmascarado de Plata, El hijo del Santo.
ya se va tu lagunero, negra.
Se va para no volver.
ya se va tu lagunero, negra.
Se va para no volver.
Antes de que se oiga, de que suene la campana, un niño se
acopló junto a las cuerdas para tomarse una foto conmigo y una
sexosa mujer se acercó a darme un beso. El local estaba dividido. La
popularidad del enano no convencía a los facinerosos y alegadores
ocupantes de la planta alta y los precios populares, consumidores
de puro lonche de mortadela.
Empezó la querella, me planté en el centro de los cuatro
postes, abrí mi Biblia Vaquera y comencé a predicar en yoruba.
Lengua negra, hijo de Espanto, cumbianchero, tenía al público
embelesado y me apoyaban. Mátalo. Mátalo Espanto Jr. El sermón
continuaba.
Jesus gonna be here.
gonna be here soon.
you gotta keep the devil
Way down in the hole.
Dominé al hijo del Santo en tres caídas. Ni el tope suicida,
ninguna llave, ni la de a caballo me doblegaron. Biblia Vaquera y
cinturón en mano, macicé el micrófono con mi voz de maniático
predicador callejero. A ver tú, enano protagonista de películas
camp, te reto a una lucha máscara vs. máscara sin ampáyer. Solos.
Extrayéndonos el cuero de las correas. El actor de guiones
rascuaches contestó Acepto Espanto Jr. La semana que entra, aquí
mismo, a una sola caída. El jueves, día institucional para la práctica
del ilustre deporte en gomitos, recibimos la noticia de que la
olímpico Laguna estaba vetada. El motivo era que el público de la
primera división arrojaba demasiados objetos a la cancha. Sucede
con frecuencia en el balompié. El partido se realizaría a puerta
cerrada y se trasmitiría por cadena nacional.
La arena estaba vacía. Sólo los séconds ingenieros de sonido
custodiaban las consolas. Subimos al ring al mismo tiempo. Cada
uno ocupó su lugar en su esquina. Detrás de las tornamesas. No fue
una lucha cardíaca ni dramática. Mi oponente arrasó conmigo. Era
un hijo de papi. Su colección de viniles europeos marcó la
331
superioridad. Era inmensa. Amplísima. Más de dos mil quinientos
listos para disponer de ellos y animar una noche entera a la multitud
rave.
Yo me esforcé por extractar lo mejor de mi material. Por
más yuxtaposiciones malabares de género que realicé, sampleos,
rogramación, efectos, el repertorio del enano y sus habilidades me
opacaron de manera rampante. Todo su equipo era de primer nivel.
Las agujas, los audífonos, todo importado.
El sacrilegio cometido dos horas antes, el apuñalamiento de
decenas de discos, no funcionó. La Biblia Vaquera tampoco
respondió. La estrujé, le imploré, la maldecí y fracasé.
No esperé a que una autoridad en la materia me exigiera
que me despojara de mi máscara: perdí y yo mismo me la quité
frente a la cámara. Pronuncié mi nombre y mi profesión de
sociólogo y le aventé su trofeo al ganador.
Camino al vestidor rudo, coloqué La Biblia Vaquera en el
tercer asiento de la primera fila y me alejé con la idea de retar al
Hijo del Santo dentro de un mes a una lucha máscara vs. cabellera,
en mi tierra, en San Pedro, Bahía.
332
HÍBRIDOS
HOWARD PHILLIPS LOVECRAFT (1890-1937)
Escritor norteamericano de horror y ciencia ficción. Se le considera
el precursor del denominado «horror cósmico». Fue un gran
innovador del cuento de horror, gracias a su personal tratamiento
de la atmósfera de sus historias. Dentro de su producción destaca
también el ensayo, el género epistolar y algunos poemas. Dentro de
su producción destacan los relatos que la crítica engloba bajo el
nombre de los Mitos de Cthulhu (divinidad maligna creada por él)
entre los que están: La llamada de Cthulhu, El calor de fuera del
espacio, El horror de Dunwich, El que susurra en la oscuridad, En las
montañas de la locura, Los sueños de la casa de la bruja, La sombra
sobre Innsmouth y El abismo en el tiempo; destaca también el
ensayo El horror sobrenatural en la literatura, así como las noticias
dispersas sobre la supuesta existencia de libros herméticos como el
Necronomicón.
LA LLAMADA DE CTULHU
Es imposible que tales potencias o seres hayan sobrevivido... hayan
sobrevivido a una época infinitamente remota donde... la conciencia
se manifestaba, quizá, bajo cuerpos y formas que ya hace tiempo se
retiraron ante la marea de la ascendiente humanidad... formas de
las que sólo la poesía y la leyenda han conservado un fugaz recuerdo
con el nombre de dioses, monstruos, seres míticos de toda clase y
especie...
Algernon Blackwood
1. EL BAJORRELIEVE DE ARCILLA
No hay en el mundo fortuna mayor, creo, que la incapacidad de la
mente humana para relacionar entre sí todo lo que hay en ella.
Vivimos en una isla de plácida ignorancia, rodeados por los negros
mares de lo infinito, y no es nuestro destino emprender largos
viajes. Las ciencias, que siguen sus caminos propios, no han causado
mucho daño hasta ahora; pero algún día la unión de esos disociados
conocimientos nos abrirá a la realidad, y a la endeble posición que
en ella ocupamos, perspectivas tan terribles que enloqueceremos
ante la revelación, o huiremos de esa funesta luz, refugiándonos en
la seguridad y la paz de una nueva edad de las tinieblas. Algunos
teósofos han sospechado la majestuosa grandeza del ciclo cósmico
del que nuestro mundo y nuestra raza no son más que fugaces
incidentes. Han señalado extrañas supervivencias en términos que
nos helarían la sangre si no estuviesen disfrazados por un blando
optimismo. Pero no son ellos los que me han dado la fugaz visón de
esos dones prohibidos, que me estremecen cuando pienso en ellos,
y me enloquecen cuando sueño con ellos. Esa visión, como toda
temible visión de la verdad, surgió de una unión casual de
elementos diversos; en este caso, el artículo de un viejo periódico y
333
las notas de un profesor ya fallecido. Espero que ningún otro logre
llevar a cabo esta unión; yo, por cierto, si vivo, no añadiré
voluntariamente un sólo eslabón a tan espantosa cadena. Creo, por
otra parte, que el profesor había decidido, también, no revelar lo
que sabía, y que si no hubiese muerto repentinamente, hubiera
destruido sus notas.
Tuve por primera vez conocimiento de este asunto en el
invierno de 1926—1927, a la muerte de mi tío abuelo, George
Gammel Angell, profesor honorario de lenguas semíticas de la
Universidad de Brown, Povidence, Rhode Island. El profesor Angell
era una autoridad vastamente conocida en materia de antiguas
inscripciones y a él habían recurrido con frecuencia los
conservadores de los más importantes museos. Muchos deben por
lo tanto recordar su desaparición, acaecida a la edad de noventa y
dos años. Las oscuras razones de su muerte aumentaron aún más el
interés local. El profesor había muerto mientras volvía del barco de
Newport, y, según afirman los testigos, luego de recibir el empellón
de un marinero negro. Éste había surgido de uno de los curiosos y
sombríos pasajes situados en la falda abrupta de la colina que une
los muelles a la casa del muerto, en la Calle Williams. Los médicos,
incapaces de descubrir algún desorden orgánico, concluyeron, luego
de un perplejo cambio de opiniones, que la muerte debía atribuirse
a una oscura lesión del corazón, determinada por el rápido ascenso
de una cuesta excesivamente empinada para un hombre de tantos
años. En ese entonces no vi ningún motivo para disentir de ese
diagnóstico, pero hoy tengo mis dudas... y algo más que dudas.
Como heredero y ejecutor de mi tío abuelo, viudo y sin
hijos, era de esperar que yo examinara sus papeles con cierta
atención. Trasladé con ese propósito todos sus archivos y cajas a mi
casa de Boston. El material ordenado por mí será publicado en su
mayor parte por la Sociedad Norteamericana de Arqueología; pero
había una caja que me pareció sumamente enigmática, y sentí
siempre repugnancia a mostrársela a otros. Estaba cerrada, y no
encontré la llave hasta que se me ocurrió examinar el llavero que el
profesor llevaba siempre consigo. Logré abrirla entonces, pero me
encontré con otro obstáculo mayor y aún más impenetrable. ¿Qué
significado podían tener ese curioso bajorrelieve de arcilla, y esas
notas, fragmentos y recortes de viejos periódicos? ¿Se había
convertido mi tío, en sus últimos años, en un devoto de las más
superficiales imposturas? Resolví buscar al excéntrico escultor que
había alterado la paz mental del anciano.
El bajorrelieve era un rectángulo tosco de dos centímetros
de espesor y de unos treinta o cuarenta centímetros cuadrados de
superficie; indudablemente de origen moderno. Los dibujos, sin
embargo, no eran nada modernos, ni por su atmósfera ni por su
sugestión; pues aunque las rarezas del cubismo y el futurismo sean
numerosas y extravagantes, no suelen reproducir esa críptica
regularidad de la escritura prehistórica. Y la mayor parte de los
dibujos parecía ser ciertamente alguna especie de escritura. A pesar
de mi familiaridad con los papeles y colecciones de mi tío, no logré
identificarla, ni sospechar siquiera alguna remota relación.
Sobre esos supuestos jeroglíficos había una figura de
carácter evidentemente representativo, aunque la ejecución
impresionista impedía comprender su naturaleza. Parecía una
especie de monstruo, o el símbolo de un monstruo, o una forma
que sólo una fantasía enfermiza hubiese podido concebir. Si digo
que mi imaginación, algo extravagante, se representó a la vez un
pulpo, un dragón y la caricatura de un ser humano, no traicionaré el
espíritu del dibujo. Sobre un cuerpo escamoso y grotesco, provisto
de alas rudimentarias, se alzaba una cabeza pulposa y coronada de
334
tentáculos; pero era el contorno general lo que la hacía más
particularmente horrible. Detrás de la figura se embozaba una
arquitectura ciclópea.
Las notas que acompañaban a este curioso objeto, además
de unos recortes de periódicos, habían sido escritas por el profesor
mismo y no tenían pretensiones literarias. El documento en
apariencia más importante estaba encabezado por las palabras EL
CULTO DE CTHULHU, escritas cuidadosamente en caracteres de
imprenta para evitar todo error en la lectura de un nombre tan
desconocido. El manuscrito se dividía en dos secciones: la primera
tenía el siguiente título: “1925, Sueño y obra onírica de H. A. Wilcox,
Calle Thomas 7, Providence, R.I.”, y la segunda: “Informe del
inspector John R. Legrasse. Calle Bienville 121, Nueva Orleáns, a la
Sociedad Norteamericana de Arqueología, 1928. Notas del mismo y
del profesor Webb”. Las otras notas manuscritas eran todas muy
breves: relatos de sueños curiosos de diferentes personas, o citas de
libros y revistas teosóficos (principalmente La Atántida y la Lemuria
perdida de W. Scott—Elliot), y el resto comentarios acerca de la
supervivencia de las sociedades y cultos secretos, con referencia a
pasajes de tratados mitológicos y antropológicos como la La rama
dorada de Frazer, y El culto de las brujas en Europa Occidental de la
señorita Murray. Los recortes de periódicos aludían principalmente
a casos de alienación mental y a crisis de demencia colectiva en la
primavera de 1925.
La primera parte del manuscrito principal relataba una
historia muy curiosa. Parece que el 1° de marzo de 1925 un joven
delgado, moreno, de aspecto neurótico y presa de gran excitación,
había visitado al profesor Angell con el singular bajorrelieve de
arcilla, entonces todavía fresco y húmedo. En su tarjeta se leía el
nombre de Henry Anthony Wilcox, y mi tío había reconocido en él al
hijo menor de una excelente familia, con la que estaba ligeramente
relacionado. Wilcox, que desde hacía un tiempo estudiaba dibujo en
la Escuela de Bellas Artes de Rhode Island, y que vivía en el hotel
Fleur de Lys muy cerca de esta institución, era un joven precoz de
genio indudable, pero muy excéntrico. Desde su infancia había
llamado la atención por las historias y sueños extraños que se
complacía en relatar. Se denominaba a sí mismo “físicamente
hipersensitivo”; pero la gente seria de la vieja ciudad comercial lo
consideraba simplemente “raro”. No había frecuentado nunca a los
de su propia clase y poco a poco había ido retirándose de toda
actividad social. Actualmente sólo era conocido por algunos estetas
de otras ciudades. La Asociación Artística de Providence, deseosa de
preservar su conservadorismo, lo había desahuciado.
En aquella visita, decía el manuscrito, el escultor había
pedido bruscamente la ayuda de los conocimientos arqueológicos
de su huésped para identificar los jeroglíficos. El joven hablaba de
un modo pomposo y descuidado que impedía simpatizar con él. Mi
tío le respondió con sequedad, pues la evidente edad de la tableta
excluía toda posible relación con las ciencias arqueológicas. La
réplica del joven Wilcox, que impresionó bastante a mi tío como
para que la reprodujera palabra por palabra, tuvo ese énfasis
poético que caracterizaba sin duda su conversación habitual.
—Es nueva, es cierto —le dijo—, pues la hice anoche
mientras soñaba con extrañas ciudades; y los sueños son más viejos
que la cavilosa Tiro, la contemplativa Esfinge o Babilonia, guarnecida
de jardines.
Y comenzó a narrar una historia desordenada que, de
pronto, despertó en mi tío un recuerdo. El anciano se mostró
febrilmente interesado. La noche anterior había habido un leve
temblor de tierra —el más violento de los que habían sacudido
335
Nueva Inglaterra en esos últimos años— que había afectado
terriblemente la imaginación de Wilcox. Ya en cama, y por primera
vez en su vida, había visto en sueños unas ciudades ciclópeas de
enormes bloques de piedra y gigantescos y siniestros monolitos de
un horror latente, que exudaban un limo verdoso. Muros y pilares
estaban cubiertos de jeroglíficos, y de las profundidades de la tierra,
de algún punto indeterminado, venía una voz que no era una voz,
sino más bien una sensación confusa que sólo la fantasía podía
traducir en esta unión de letras casi imposibles: Cthulhu fhtagn.
Esta mezcla de letras fue la llave del recuerdo que excitó y
perturbó al profesor Angell. Interrogó al escultor con minuciosidad
científica, y estudió con intensidad casi frenética el bajorrelieve que
el joven había estado esculpiendo en sueños, vestido sólo con su
ropa de dormir, y temblando de frío. Mi tío culpó a su avanzada
edad, dijo Wilcox más tarde, el no reconocer con rapidez los
jeroglíficos y el dibujo. Muchas de sus preguntas le parecieron un
poco fuera de lugar a su visitante, especialmente aquellas que
trataban de relacionar a este último con sociedades y cultos
extraños; y Wilcox no pudo entender por qué mi tío le prometió
repetidamente guardar silencio si admitía ser miembro de una de
las tan innumerables sectas paganas o místicas. Cuando el profesor
quedó al fin convencido de que Wilcox ignoraba de verdad toda
doctrina o cultos secretos, le suplicó que no dejara de informarle
acerca de sus sueños. Este pedido dio sus frutos, pues a partir de
esa primera entrevista el manuscrito menciona las visitas diarias del
joven y la descripción de sorprendentes visiones nocturnas cuyo
tema principal era siempre unas construcciones ciclópeas de piedra,
húmedas y oscuras, y una voz o inteligencia subterránea que gritaba
una y otra vez, en enigmáticos y sensibles impactos, algo
indescriptible. Los dos sonidos que se repetían con más frecuencia
eran los representados por las palabras Cthulhu y R'lyeh.
El 23 de marzo, continuaba el manuscrito, Wilcox faltó a la
cita. Una investigación realizada en el hotel reveló que había sido
atacado por una fiebre de origen desconocido y que lo habían
llevado a la casa de sus padres, en la Calle Waterman. Se había
puesto a gritar en medio de la noche, despertando a varios artistas
que vivían en el mismo hotel, y desde entonces había pasado
alternativamente de la inconsciencia al delirio. Mi tío telefoneó en
seguida a la familia, y desde ese momento siguió de cerca el caso,
yendo a menudo a la oficina del doctor Tobey, en Thayer Street,
médico de cabecera del joven. La mente febril de Wilcox
alimentaba, aparentemente, extrañas imágenes; el doctor se
estremeció al recordarlas. No sólo incluían una repetición de los
sueños anteriores, sino también una criatura gigantesca “de varios
kilómetros de altura” que caminaba o se movía pesadamente.
Wilcox nunca lo describía en todos sus detalles, pero las pocas e
incoherentes palabras que recordaba el doctor Tobey convencieron
al profesor de que aquél era el monstruo que el joven había
intentado representar. Cuando Wilcox se refería a su obra, añadió el
doctor, caía en seguida, invariablemente, en una especie de letargo.
Cosa rara, su temperatura no estaba nunca por encima de lo
normal; sin embargo, su estado se parecía más al de una fiebre
violenta que al de un desorden del cerebro.
El 2 de abril a las tres de la tarde, la enfermedad cesó de
pronto. Wilcox se sentó en la cama, asombrado de encontrarse en la
casa de sus padres, e ignorando totalmente lo que había ocurrido en
sus sueños o en la realidad desde el 22 de marzo. Como el médico
declarara que estaba curado, a los tres días volvió a su hotel. Pero
ya no le fue de ninguna utilidad al profesor Angell. Junto con su
336
enfermedad se habían desvanecido todos aquellos sueños, y luego
de oír durante una semana los relatos inútiles e irrelevantes de unas
muy comunes visiones, mi tío dejó de anotar los pensamientos
nocturnos del artista.
Aquí terminaba la primera parte del manuscrito, pero las
abundantes notas invitaban de veras a la reflexión. Sólo el
escepticismo inveterado que informaba entonces mi filosofía puede
explicar mi persistente desconfianza. Las notas describían lo que
habían soñado diversas personas en el mismo período en que el
joven Wilcox había tenido sus extrañas revelaciones. Mi tío, parecía,
había organizado rápidamente una vasta encuesta entre casi todos
aquellos a quienes podía interrogar sin parecer impertinente,
pidiendo que le contaran sus sueños y le comunicaran las fechas de
todas sus visiones notables. Las reacciones habían sido variadas;
pero el profesor recibió más respuestas que las que hubiese
obtenido cualquier otro hombre sin la ayuda de un secretario.
Aunque no conservó la correspondencia original, las notas
formaban un completo y muy significativo resumen. La aristocracia
y los hombres de negocios —la tradicional “sal de la tierra” de
Nueva Inglaterra— dieron un resultado casi completamente
negativo, aunque hubo algunos pocos casos de informes de
impresiones nocturnas, siempre entre el 13 de marzo y el 2 de abril,
período de delirio de joven escultor. Los hombres de ciencia no
fueron tampoco muy afectados, aunque por lo menos cuatro vagas
descripciones sugerían la visión fugaz de extraños paisajes, y uno de
ellos hablaba del temor a algo anormal.
Las respuestas más pertinentes procedían de artistas y
poetas, que si hubieran podido comparar sus notas hubieran sido
presas del pánico. Ante la falta de las cartas originales, llegué a
sospechar que el compilador había estado haciendo preguntas
insidiosas o había deformado el texto de la correspondencia para
corroborar lo que había resuelto ver. Por eso persistí en la creencia
de que Wilcox, conociendo de algún modo los viejos documentos
reunidos por mi tío, había estado engañándolo. Estas respuestas de
los artistas narraban una perturbadora historia. Entre el 28 de
febrero y 2 de abril gran parte de ellos había tenido sueños muy
curiosos, alcanzando su máxima intensidad en el tiempo del delirio
del escultor. Una cuarta parte hablaba de escenas y sonidos
semejantes a los descritos por Wilcox y algunos confesaban su
terror ante una criatura gigantesca y sin nombre. Un caso, que las
notas describían con énfasis, era particularmente triste. El sujeto, un
arquitecto muy conocido, algo inclinado al ocultismo y la teosofía,
se volvió completamente loco la noche que llevaron al joven Wilcox
a la casa de sus padres, y murió meses después gritando que lo
salvaran de algún escapado habitante del infierno. Si mi tío hubiese
conservado los nombres de estos casos, en vez de reducirlos a
números, yo hubiera podido hacer alguna investigación personal.
Pero, como estaban las cosas, sólo pude encontrar a unos pocos.
Todos, sin embargo, confirmaron las notas. Me pregunté a menudo
si aquellos a quienes había interrogado el profesor Angell se habían
sentido tan intrigados como este grupo. Nunca les di explicaciones,
y es mejor así.
Los recortes de prensa, como ya he dicho, trataban de casos
de pánico, manía y excentricidad, siempre en el mismo período. El
profesor Angell debió de haber empleado una agenda de recortes,
pues el número de estos extractos era prodigioso, y además
procedían de todos los rincones del mundo. Uno describía un
suicidio nocturno en Londres: un hombre había saltado por una
ventana luego de lanzar un grito horrible. En una confusa carta al
editor de un periódico sudamericano un fanático anunciaba,
337
apoyándose en sus visiones, un futuro siniestro. Un despacho de
California relataba que una colonia teosófica había comenzado a
usar vestiduras blancas ante la proximidad de un “glorioso
acontecimiento”, que no llegaba nunca, mientras las noticias de la
India se referían cautelosamente a una seria agitación de los
nativos, producida a fines de marzo. Las orgías vudúes se habían
multiplicado en Haití, y en África se había hablado de unos cantos
misteriosos. Los oficiales norteamericanos radicados en Filipinas
habían tenido ciertas dificultades con algunas tribus, y en la noche
de 22 de marzo los policías de Nueva York habían sido molestados
por levantinos histéricos. Confusos rumores recorrieron también el
oeste de Irlanda, y un pintor llamado Ardois—Bonnot exhibió en
1926, en el salón de primavera de París, un blasfemo Paisaje de
Sueño. En los asilos de alienados los desórdenes fueron tan
numerosos que sólo un milagro logró impedir que el cuerpo médico
advirtiera curiosas semejanzas y sacara apresuradas conclusiones.
Una rara colección de recortes, de veras; apenas concibo hoy el
crudo racionalismo con que los hice a un lado. Pero quedé
convencido de que el joven Wilcox había tenido noticias de unos
sucesos anteriores mencionados por el profesor.
2. EL INFORME DEL INSPECTOR LEGRASSE
Los sucesos anteriores por los que mi tío diera tanta importancia al
sueño del escultor y al bajorrelieve eran el tema de la segunda
mitad del largo manuscrito. Ya una vez, parecía, el profesor Angell
había visto los odiosos contornos del monstruo anónimo, había
meditado sobre los desconocidos jeroglíficos, y había oído las
sílabas que sólo la palabra Cthulhu podía traducir... Todo esto en
circunstancias tan sobrecogedoras que no es raro que persiguiese al
joven Wilcox con preguntas y ruegos. Esta experiencia anterior
había ocurrido diecisiete años antes, en 1908, mientras la Sociedad
Norteamericana de Arqueología celebraba su consejo anual, en
Saint—Louis. El profesor Angell, por su autoridad y sus méritos,
había desempeñado un papel importante en todas las
deliberaciones, y a él se acercaron varios profanos que
aprovechaban la oportunidad de la convocatoria para hacer
preguntas y plantear problemas.
El jefe de ese grupo no tardó en convertirse en centro de
atracción de todo el congreso. Era un hombre de aspecto muy
común, mediana edad, y que había hecho el viaje de Nueva Orleáns
a Saint—Louis en busca de cierta información que no había podido
obtener en su distrito. Se llamaba John Raymond Legrasse y era
inspector de policía. Traía consigo el objeto de su viaje: una
estatuita de piedra, repugnante y grotesca, muy antigua
aparentemente, cuyo origen no había logrado determinar.
No debe creerse que el inspector Legrasse se interesara por
la arqueología. Todo lo contrario; su deseo de instruirse tenía como
único origen razones puramente profesionales. La estatuita, ídolo,
fetiche o lo que fuese, había sido capturada meses antes en los
pantanos boscosos del sur de Nueva Orleáns, en el curso de una
expedición contra una presunta ceremonia vudú. Tan singulares y
odiosos eran los ritos, que la policía comprendió que se hallaba ante
un culto totalmente ignorado, e infinitamente más diabólico que los
del vudú. Los confusos e increíbles relatos arrancados por la fuerza a
los prisioneros nada informaron sobre su posible origen. De ahí el
deseo de la policía de consultar a alguna autoridad para identificar
así el horrible símbolo, y seguir las huellas del culto hasta sus
fuentes.
El inspector Legrasse no había esperado que su pedido
convocara una impresión semejante. La aparición de la curiosa
338
estatuita bastó para excitar a los hombres de ciencia, y pronto todos
rodearon al inspector para contemplar de cerca la diminuta figura
cuya rareza y aspecto de genuina y abismal antigüedad abrían
perspectivas tan misteriosas y arcaicas. Nadie reconoció la escuela
escultórica de la que había nacido la estatua, y sin embargo
centenares y hasta miles de años parecían haberse posado en la
oscura y verdosa superficie de aquella piedra desconocida.
La figura, que los miembros del congreso pasaron de mano
en mano para estudiarla con más minuciosidad, medía de unos
veinte a veinticinco centímetros de altura y estaba finamente
labrada. Representaba un monstruo de contornos vagamente
antropoides, pero con una cabeza de pulpo cuyo rostro era una
masa de tentáculos, un cuerpo escamoso que sugería cierta
elasticidad, cuatro extremidades dotadas de garras enormes, y un
par de alas largas y estrechas en la espalda. Esta criatura, que
exhalaba una malignidad antinatural, parecía ser de una pesada
corpulencia, y estaba sentada en un pedestal o bloque rectangular,
cubierto de indescriptibles caracteres. Las puntas de las alas
rozaban el borde posterior del bloque, el asiento ocupaba el centro,
mientras que las garras largas y curvas de las plegadas extremidades
asían el borde anterior y descendían hasta un cuarto de la altura del
pedestal. La cabeza de cefalópodo se inclinaba hacia el dorso de las
garras enormes que apretaban las elevadas rodillas. El conjunto
daba una impresión de vida anormal, más sutilmente terrorífico a
causa de la imposibilidad de establecer su origen. Su vasta,
pavorosa e incalculable edad era innegable; sin embargo, nada
permitía relacionarlo con algún tipo de arte de los comienzos de la
civilización.
El material de la estatua encerraba otro misterio. No había
nada parecido, en la geología o la mineralogía, a aquella pieza
jabonosa, verdinegra, de estrías doradas o iridiscentes. Los
caracteres de la base eran igualmente desconcertantes, y ninguno
de los miembros del congreso, a pesar de que representaban a la
mitad de las autoridades mundiales en esta esfera, pudo descubrir
el más remoto parentesco lingüístico. Tanto la figura como el
material pertenecían a algo increíblemente lejano, totalmente
distinto de la humanidad que conocemos: algo sugería, de un modo
terrible, antiguos y profanos ciclos en los que nuestro mundo y
nuestras concepciones no habían participado.
Y, sin embargo, mientras los miembros del congreso
sacudían la cabeza y se confesaban incapaces de resolver el
misterio, uno de ellos creyó descubrir algo raramente familiar en la
efigie y los jeroglíficos, y al fin, no sin reticencia, confesó lo que
sabía. Este hombre era el hoy desaparecido William Channing
Webb, profesor de antropología en la Universidad de Princeton y
explorador de bastante renombre.
Cuarenta y ocho años antes el profesor Webb había
recorrido Groenlandia e Islandia en busca de ciertas inscripciones
rúnicas que hasta ese entonces no había podido descubrir. En la
costa occidental de Groenlandia se había encontrado con una tribu
degenerada de esquimales, cuya religión, un culto demoníaco
curioso, lo había impresionado sobremanera por su faz
deliberadamente sanguinaria y repulsiva. Era aquella una fe que los
otros esquimales ignoraban casi del todo, y a la que se referían
estremeciéndose. Databa, decían, de épocas muy antiguas,
anteriores al nacimiento del mundo. Junto a ritos anónimos y
sacrificios humanos había invocaciones de origen tradicional
dirigidas a un demonio supremo o tornasuk. El profesor Webb había
oído esa invocación en boca de un viejo angekok, o brujo sacerdote,
y la había transcrito fonéticamente, hasta donde era posible, en
339
caracteres romanos. Pero lo que ahora parecía importante era el
fetiche adorado en ese culto, y alrededor del cual bailaban los
esquimales cuando la aurora boreal brillaba muy por encima de los
acantilados de hielo. Era, declaró el profesor, un tosco bajorrelieve
de piedra con una figura horrible y algunos caracteres misteriosos.
Creía recordar que se parecía, por lo menos en todos los rasgos
esenciales, a la criatura bestial que ahora estaban examinando.
Este relato, recibido con asombro y sorpresa por los
miembros del congreso, pareció excitar al inspector Legrasse, que
abrumó al profesor a preguntas. Habiendo copiado una invocación
recitada por uno de los oficiantes del pantano, rogó al profesor
Webb que tratase de recordar las sílabas recogidas en Groenlandia.
Siguió una comparación exhaustiva de todos los detalles y un
instante de sombrío silencio cuando el profesor y el detective
convinieron en la virtual identidad de las frases. He aquí, en
sustancia (la división de las palabras fue establecida de acuerdo con
las pausas tradicionales observadas por los oficiantes), lo que el
brujo esquimal y los sacerdotes de Luisiana habían cantado a sus
ídolos:
Ph'nglui mglw'nafh Cthulhu R'lyeh wgah'nagl fhtagn.
Legrasse había tenido más suerte que el profesor Webb,
pues varios prisioneros le habían revelado el sentido de esas
palabras. Era algo así:
En su casa de R'lyeh el fallecido Cthulhu espera soñando.
Y entonces, respondiendo a un ruego general, el inspector
relató minuciosamente su experiencia con los fieles del pantano;
veo ahora que mi tío dio gran importancia a esa historia. Tenía
cierto parecido con las ensoñaciones más extravagantes de los
teósofos y los creadores de mitos, y revelaba una asombrosa
imaginación de carácter cósmico que nadie hubiese esperado entre
parias y vagabundos.
El 1° de noviembre de 1907 la policía de Nueva Orleáns
había recibido un alarmado mensaje de la región pantanosa del Sur.
Los colonos, gente primitiva, pero de buen natural, descendientes
en su mayor parte de Laffite, eran presas del pánico a causa de algo
desconocido que había invadido la región durante la noche. Se
trataba en apariencia de un culto vudú, pero de una especie más
terrible que todo lo que ellos conocían. Desde que el malévolo
tamtam había comenzado a sonar incesantemente en aquellos
bosques oscuros donde nadie osaba aventurarse, habían
desaparecido varias mujeres y niños. Se habían oído gritos
irracionales, chillidos desgarradores y cantos lúgubres, y unas llamas
diabólicas habían bailado en la espesura. Los vecinos, añadía el
aterrorizado mensajero, no podían soportarlo.
En las primeras horas de la tarde veinte policías partieron
en dos carricoches y un automóvil, guiados por el tembloroso
colono. Cuando el camino se hizo intransitable abandonaron los
vehículos y durante varios kilómetros chapotearon en silencio a
través de los espesos bosques de cipreses donde nunca penetraba
la luz del día. Raíces tortuosas y nudos malignos de musgo español
retardaban la marcha, y de vez en cuando una pila de piedras
húmedas o los fragmentos de una pared en ruinas hacían más
depresiva aquella atmósfera que los árboles deformados y las
colonias de hongos contribuían a crear. Al fin apareció un miserable
conjunto de chozas, y los histéricos colonos corrieron a agruparse
alrededor de las vacilantes linternas. El apagado golpear de los
tamtams se oía débilmente a lo lejos, la brisa traía muy de cuando
en cuando un chillido que helaba la sangre. Un resplandor rojizo
parecía filtrarse por entre el follaje pálido, más allá de las
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interminables avenidas de la noche selvática. A pesar de su
repugnancia a quedarse nuevamente solos, todos los habitantes del
lugar se negaron a avanzar un solo paso hacia la escena del culto
maldito, de modo que el inspector Legrasse y sus diecinueve colegas
tuvieron que aventurarse sin guías por aquellas negras arcadas de
horror donde ninguno de ellos había puesto el pie.
La región en que ahora entraba la policía tenía
tradicionalmente muy mala fama, y en su mayor parte no había sido
explorada por hombres blancos. Algunas leyendas se referían a un
lago secreto en que vivía una colosal e informe criatura, algo
parecida a un pólipo y de ojos fosforescentes, y, según los colonos,
unos demonios de alas de murciélago salían a medianoche de sus
cavernas para adorar al monstruo. Afirmaban que éste estaba allí
desde antes que La Salle, de los indios, y aun de las bestias y pájaros
del bosque. Era una verdadera pesadilla, y verlo significaba la
muerte. Pero se aparecía en sueños a los hombres, y eso bastaba
para que éstos se mantuviesen alejados. La orgía vudú se
desarrollaba en los límites extremos del área aborrecida, pero aun
así el emplazamiento era bastante malo, y eso quizá había
aterrorizado a los colonos más que los chillidos o incidentes.
Sólo la poesía o la locura podían haber reproducido los
ruidos que oyeron los hombres de Legrasse mientras atravesaban
lentamente el sombrío pantano, acercándose a la luz rojiza y a los
apagados tamtams. Hay una cualidad vocal propia de las bestias; y
nada más terrible que oír una de ellas cuando el órgano de donde
proviene debería emitir otra. Una furia animal y una licencia
orgiástica se exacerbaban allí hasta alcanzar alturas demoníacas con
gritos y aullidos extáticos que reverberaban en los bosques
tenebrosos como ráfagas pestilentes surgidas de los abismos del
infierno. De vez en cuando cesaban los gritos y lo que parecía un
coro de voces roncas entonaba la odiosa melopea1:
Ph'nglui mglw'nafh Cthulhu R'lyeh wgah'nagl fhtagn.
Por fin los hombres llegaron a un sitio donde el bosque era
menos denso, y se encontraron de pronto en el lugar mismo de la
escena. Cuatro trastabillaron, un quinto perdió el conocimiento, y
otros dos lanzaron un grito de horror que, por suerte, fue apagado
por el tumulto salvaje de la orgía. Legrasse roció con agua
pantanosa el rostro del hombre desvanecido, y luego todos
contemplaron el espectáculo fascinados por el horror.
En un claro natural del pantano se alzaba una isla verde de
tal vez un acre de extensión, desprovista de árboles y bastante seca.
Allí saltaba y se retorcía una horda de anormalidades humanas más
indescriptibles que cualquiera de las que hubiese podido pintar un
Sime o un Angarola. Sin ropas, esta híbrida muchedumbre bramaba,
rugía y se contorsionaba alrededor de una hoguera circular. De vez
en cuando se abrían las cortinas de fuego y se podía distinguir en el
centro un bloque de granito de unos dos metros y medio de alto, en
cuya cima, incongruente por su pequeñez, se alzaba la funesta
estatuita. En diez cadalsos instalados a intervalos regulares en un
ancho círculo que rodeaba la hoguera, con el monolito como centro,
colgaban con la cabeza hacia abajo los cuerpos extrañamente
mutilados de los desaparecidos colonos. Dentro de este círculo
saltaba y rugía el anillo de fieles, moviéndose de izquierda a derecha
en una bacanal interminable entre el círculo de cadáveres y el
círculo de fuego.
Pudo haber sido sólo la imaginación o pudo haber sido un
simple eco, pero uno de los hombres, un impresionable español,
creyó oír que las invocaciones eran seguidas por unas respuestas
antifonales que procedían de un lejano y sombrío lugar, situado en
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lo más profundo de aquel bosque de leyenda. Este hombre, Joseph
D. Gálvez, a quien más tarde encontré e interrogué, era
desbordantemente imaginativo. Llegó a decir que había oído el
débil golpear de unas grandes alas y que había vislumbrado unos
ojos luminosos y una enorme masa blanca detrás de los árboles más
lejanos. Pero creo que estaba demasiado influido por las
supersticiones locales.
La inactividad de los hombres paralizados fue
comparativamente de poca duración. El deber venció pronto todas
las dudas, y aunque los celebrantes debían de llegar al centenar, la
policía, confiada en sus armas de fuego, irrumpió en medio de la
horda. Durante cinco minutos el caos y el tumulto fueron
indescriptibles. Hubo furiosos golpes, disparos y huidas. Pero
finalmente Legrasse pudo contar cuarenta y siete prisioneros, a los
que obligó a vestirse rápidamente, y que rodeó de policías. Cinco de
los celebrantes habían muerto, y otros dos, muy malheridos, fueron
transportados por sus cómplices en improvisadas parihuelas. La
imagen del monolito fue sacada con todo cuidado y llevada por
Legrasse.
Examinados en el cuartel de la policía, luego de un viaje
agotador, los prisioneros resultaron ser mestizos de muy baja ralea,
y mentalmente débiles. Eran en su mayor parte marineros, y había
algunos negros y mulatos, procedentes casi todos de las islas de
Cabo Verde, que daban un cierto matiz vudú a aquel culto
heterogéneo. Pero no se necesitaron muchas preguntas para
comprobar que se trataba de algo más antiguo y profundo que un
fetichismo africano. Aunque degradados e ignorantes, los
prisioneros se mantuvieron fieles, con sorprendente consistencia, a
la idea central de su aborrecible culto.
Adoraban, dijeron, a los Grandes Antiguos que eran muy
anteriores al hombre y que habían llegado al joven mundo desde el
cielo. Esos Antiguos se habían retirado ahora al interior de la tierra y
al fondo del mar, pero sus cadáveres se habían comunicado en
sueños con el primer hombre, quien inventó un culto que nunca
había muerto. Este era ese culto, y los prisioneros dijeron que había
existido siempre y que siempre existiría, ocultándose en lejanías
desiertas y lugares retirados hasta que el gran sacerdote Cthulhu
saliese de su sombría morada en la ciudad submarina de R'lyeh para
reinar otra vez sobre la Tierra. Algún día vendría, cuando los astros
ocuparan una determinada posición; y el culto secreto estaría allí,
esperándolo.
Mientras tanto no podían decir nada más. Se trataba de un
secreto que ni la tortura podría arrancarles. La humanidad no era lo
único consciente en la Tierra, pues había unas formas que emergían
de la sombra para visitar a sus escasos fieles. Pero éstas no eran los
Grandes Antiguos. Ningún ser humano había visto a los Antiguos. El
ídolo de piedra representaba al gran Cthulhu, pero nadie podía decir
si los otros eran o no como él. Nadie era capaz de descifrar ahora la
antigua escritura; muchas cosas se transmitían oralmente. La
invocación ritual no era el secreto. Éste no se comunicaba nunca en
voz alta. El canto significaba: “En su casa de R'lyeh el fallecido
Cthulhu espera soñando”.
Sólo dos de los prisioneros fueron juzgados bastante
cuerdos y se les ahorcó; el resto fue enviado a diversas
instituciones. Todos negaron haber participado en los crímenes
rituales, y afirmaron que los culpables de aquellas muertes eran los
Alas—Negras que habían venido hasta ellos desde su refugio
inmemorial en el bosque encantado. Pero nada coherente se pudo
saber de aquellos aliados misteriosos. Lo que la policía logró
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obtener salió en su mayor parte de un viejísimo mestizo llamado
Castro, quien pretendía haber tocado puertos distantes y hablado
con los jefes inmortales del culto en las montañas de China.
El viejo Castro recordaba fragmentos de odiosas leyendas
que empequeñecían las especulaciones de los teósofos y hacían de
nuestro mundo algo reciente y fugaz. En ciclos muy lejanos otros
seres habían gobernado la Tierra. Habían vivido en grandes
ciudades, y sus vestigios podían encontrarse aún —le habían dicho a
Castro los inmortales de China— en unas piedras ciclópeas de
algunas islas del Pacífico. Habían muerto muchísimo antes de la
aparición del hombre, pero había artes que podrían revivirlos
cuando los astros volvieran a ocupar su justa posición en los cielos
de la eternidad. Estos seres, indudablemente, procedían de las
estrellas y habían traído sus imágenes con ellos.
Estos Grandes Antiguos, continuó Castro, no eran de carne y
hueso. Tenían forma —¿no lo probaba acaso esta imagen estelar?—
, pero esa forma no era material. Cuando las estrellas eran propicias
iban de mundo en mundo a través del cielo; pero cuando eran
desfavorables, no podían vivir. Pero aunque ya no viviesen, no
habían muerto en realidad. Yacían todos en casas de piedra en la
gran ciudad de R'lyeh, preservada por los sortilegios del gran
Cthulhu para el día que las estrellas y la Tierra pudiesen recibir su
gloriosa resurrección. Pero en esa época alguna fuerza exterior
debía ayudar a la liberación de sus cuerpos. Los conjuros que
impedían que se descompusieran impedían también que se
moviesen, y los Antiguos tenían que contentarse con yacer y pensar
en la oscuridad mientras transcurrían millones de años. Conocían
todo lo que ocurría en el mundo, pues su lenguaje consistía en la
transmisión del pensamiento. En ese mismo instante hablaban en
sus tumbas. Cuando, luego de un caos infinito, aparecieron los
primeros hombres, los Grandes Antiguos hablaron a los más
sensibles moldeándoles los sueños.
Aquellos primeros hombres, murmuró Castro, establecieron
el culto con que se adoraba a los ídolos de los Grandes Antiguos;
ídolos traídos de estrellas oscuras en una época infinitamente
lejana. Ese culto no moriría hasta que las estrellas volvieran a ser
favorables. Los sacerdotes sacarían entonces al gran Cthulhu de su
tumba para que reviviese a sus vasallos y volviera a asumir su
reinado en la Tierra. Ese tiempo sería fácil de conocer, pues
entonces la humanidad se parecería a los Grandes Antiguos: salvaje
y libre, más allá del bien y del mal, sin moral y sin ley. Y todos los
hombres 
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