Subido por quejelenbarbara

Escrituras- Noé Jitrik (1)

Anuncio
1
Sección Identidad y lengua en la creación literaria
Panel:
La apertura hacia la universalidad: el diálogo con otras
literaturas
Noé Jitrik, noviembre 2004
Escrituras
Nunca me llamó la atención, o tal vez nunca lo advertí cuando era
chico, en el período que va desde el más antiguo de mis recuerdos
–una noche de una fiesta brillante de luces, en un salón lleno de
personas hablando con pasión e intensidad- hasta el que podría ser
el último en el pueblo –una mirada prolongada, al atardecer, desde
la ventanilla de un tren en un vagón de segunda clase, dirigida al
pueblo que estábamos dejando para siempre- que en mi familia se
escribiera o, al menos, que tuviera alguna importancia hacerlo.
Estarían, sus miembros, ocupados con otras cosas o, en los
momentos en que eso podía hacerse, más interesados en resolver,
por vía oral, arduos asuntos de interés familiar. Por ahí,
simplemente, escribir no era necesario, no formaba parte de ese
conjunto de modos tan universales de resolver la relación con el
tiempo que puede ser que tengan otras personas. Mi madre no lo
hacía: mis más remotos recuerdos sólo la recuperan sobre una tela
o una máquina, cosiendo ropa para sus hijos pero, además, detalle
decisivo, no sabía escribir, como lo vine a saber después, en
ninguno de los idiomas por los que había pasado o que le habían
tocado en suerte. Tampoco la suya, mi abuela, que no porque ya
estuviera ciega cuando yo empecé a tener conciencia de que estaba
ahí y formaba parte de mi mundo, habría intentado o querido seguir
esa vía de comunicación o de distracción, que escribir también lo
es. No sabían y eso era todo, hay gente que vive así toda su vida,
en santa ignorancia, pero en el caso de ambas debe haber una
explicación porque, por lo demás, eran mujeres inteligentes, de
réplicas rápidas y concisas y de reacciones positivas. La
explicación reside en el origen, acerca del cual nunca en realidad
pregunté nada sino hasta muchos años más tarde, cuando muy pocos o
nadie me podían informar acerca de quién había sido el primero de
la estirpe o de la familia ni de dónde llegó ni por qué fue a
parar al remoto pueblo en el que ambas habían vivido hasta emigrar
a la Argentina, con familias que habían estado ahí desde siempre –
siglos supongo. Puedo imaginar, sin embargo, que todas esas
preguntas tienen respuesta en la noción de migraciones ancestrales
que transformaron la geografía europea, durante las cuales nadie
debe haber sido consultado ni deseado ir al sitio en el que en
algún momento recaló, todos debieron ser enviados, y recluidos, de
una manera u otra, en esas aldeas en las que, además de muchas
otras carencias, no debía haber habido escuelas; o si las había
les estaban vedadas a las mujeres, las mujeres no tenían por qué
aprender a leer o a escribir puesto que los hombres del colectivo
judío lo hacían en los lóbregos escritorios de las sinagogas, no
2
seguramente para intercambiar ideas o sentimientos o para
informarse de lo que ocurría más allá de lo conocido sino sólo
para celebrar la ajena grandeza del Señor sin nombre. Y ni hablar
de escuelas rusas, no creo que en la Rusia en la que había durado
el grupo que después fue mi familia hubiera existido un plan
semejante al sarmientino, con sincera y visionaria preocupación
por
lograr
una
integración
nacional
de
elementos
humanos
disímiles. Que eran considerados disímiles no hay duda pero ¿eran
considerados humanos los judíos en la Rusia zarista?
Tal vez mis hermanos escribían, pero sin que se notara, por
obligaciones o razones escolares, lo cual no es seriamente
escribir: así debía ser porque uno de ellos, el mayor, que muy
jovencito entró a trabajar en el correo y llegó a ser un orgulloso
telegrafista, escribía en otra parte, no en la casa: había
adquirido muy pronto una caligrafía aunque oficinesca muy bella,
cursiva, perfecta, que posteriormente exhibía como un sello de
personalidad y con la cual, después de escuchar con atención el
repiqueteo del telégrafo, escribía los telegramas mediante lápices
que llamábamos de “tinta”, cuya virtud consistía en que sus trazos
eran indelebles, tratar de borrar algún error producía manchas,
del mismo modo que tratar de borrar trazos de tinta líquida. Nunca
más he visto esa clase de lápices, supongo que ya no existen, que
en mis manos eran un verdadero peligro, no en las de mi hermano,
muy ducho en su manejo, había que ver y admirar cómo les sacaba
punta.
Por otra parte, la atmósfera de la casa no predisponía a la
escritura, así como tampoco el mobiliario: no puedo recordar en
qué lugar, cuando empecé a ir a la escuela, yo hacía mis deberes,
como se decía entonces, tal vez en la gran mesa del comedor, donde
todos y cada uno hacían sus cosas, muy diversas; me queda claro,
en cambio, que por las noches la familia se reunía en ese espacio
cuadrangular al que llamo comedor pero que servía de cocina, sala
de estar, también comedor y quizás dormitorio para alguno de mis
hermanos, acaso para mí mismo, y que allí se hablaba, no podría
decir de qué y no me lo reprocho, después de todo han pasado casi
setenta años y las imágenes se hacen estáticas, las figuras
inmóviles,
por
más
que
sigan
conservando
una
entrañable
luminosidad.
Allí, no puedo imaginar ningún otro lugar en esa casa helada,
mi padre, que en ocasiones leía en voz alta para todos,
escribiría, no como se podría entender ahora, para llevar un
diario, como alguna vez imaginé que podía haberlo hecho en las
últimas páginas, en blanco, del ejemplar de la Biblia que todavía
conservo, como lo hacían los protestantes que en ese lugar
anotaban todos los acontecimientos familiares o para, en un nivel
más alto, hacer textos –si lo hubiera hecho habrían sido
narraciones,
que
nunca
hizo
tampoco
verbalmente,
de
sus
desventuras desde que había salido de su casa materna en la remota
Minsk hasta su llegada a Buenos Aires, en 1907- sino cartas que
sin duda enviaba muy de tanto en tanto a sus parientes en Rusia y
cuyas respuestas venían en sobres abultados, cargados de letras y
de coloridos sellos postales: su corresponsal era su hermano menor
3
que, según llegué a saber mucho después, era oficial en el
Ejército Rojo, es probable que fuera un bolchevique, filiación o
concepto que mi padre nunca comentó: ¿habría sido o querido ser él
mismo comunista, antes de emigrar? Escribiría esas cartas en ruso
o en idisch, no tengo modo de determinarlo, pero no en castellano,
idioma y grafía que para su hermano debía ser extravagante aunque
él, no obstante, lo conocía y lo manejaba, yo diría que
medianamente bien para lo que podía necesitar, sobre todo en un
lugar en el que muy pocos lo hablaban, como si vivir así de
separados del país no fuera una anomalía: si alguien hubiera
podido entrar en las casas y recorrer las calles del pueblo
escuchando las conversaciones se habría creído en algún lugar de
Europa, no en la misteriosa pampa argentina.
Puedo, aun entre las brumas de escenas tan lejanas, rehacer
el marco de esos reducidos actos de escritura de mi padre: algo
separado de los demás en esa habitación comunal –que yo recuerdo
llena de luz pero que debía estar casi en penumbra, apenas
clausuradas las sombras de la noche por una lamparilla mínima-,
concentrado en su labor, midiendo las expresiones, pesando las
informaciones, recorrería un papel con una lapicera que culminaba
en una pluma de brillante acero, de las llamadas cucharita, en
cuyo centro un ojo dejaba salir la tinta que el cuenco recogía, y
que producía un ruido que entonces me parecía angustioso y
desgarrador pero que ahora, a la distancia, se me figura que es un
resumen, una síntesis o el zumo de una delicia perdida o una
melodía que por debajo de las palabras va sosteniendo un sentido.
Lo único que me queda de su escritura es su firma estampada,
quiero creer que solemnemente, en dos lugares emblemáticos para
mí, en mi partida de nacimiento, ante el Jefe del Registro Civil,
y en el boletín de calificaciones de mi cuarto grado, como
legítima aceptación y hasta consagración de mensuales éxitos
escolares que no hacían época pero que tampoco traían problemas
(“es un buen alumno”, “debe mejorar su cuaderno”, “es un excelente
alumno” y así siguiendo, mes a mes). Esa firma aparece segura, los
rasgos se echan hacia la derecha, el trazo es decidido, lo que
prueba que sabía bien de qué se trataba cuando firmaba. Hay dos
iniciales en la firma: la del nombre, una B, y la del apellido,
una J; en la primera la columna parece haber comenzado arriba, de
modo tal que el trazo hace abajo un recomienzo que permite dibujar
el cuerpo principal de la letra y concluirla con un cierre en
forma de broche rematado por un punto; en la segunda hay una
especie de capitel que permitiría entender el pasaje fonético
hacia la ye, que con frecuencia así se interpreta mi apellido,
pero lo que más me llama la atención es la fuerza puesta en la t
que está en el centro mismo de la firma: es un trazo cargado pero
preciso que contrasta con la delgadez de las letras que siguen y
que declinan en la ka final. ¿Qué estaría afirmando en esa cruz
que es toda t? ¿Un orgullo, una convicción, un deseo de no ceder?
En todo
el trazado
se pueden percibir, como indefinible
persistencia de la memoria, restos de escritura cirílica, no
hebraica, una marca semejante a un tatuaje que se quiere borrar
pero que en su estar ahí, recordando que lo que se quiere olvidar
4
no se puede recuperar, se convierte, en el trazo de la letra, en
un objeto de absoluta separación. Miro alguna vez esa firma y
reconozco, con dolor, que es en realidad lo único que me queda de
mi padre, entre concreto y todo lo simbólico que puede ser una
descarga de tinta sobre una letra, que hay en ello un llamado que
no es advertencia, un evanescente toque que no puedo desarrollar
porque murió muy joven, siendo yo todavía un niño que sintió su
muerte como una rúbrica, el otro modo de una firma que miro a
veces sin entender qué me significa pero que fue sin duda un
escudo protector.
La caricia
Por el contrario, tuve la mejor maestra que se podría tener para
aprender otras cosas, no el sexo pero sí el amor. Durante la
primera semana de mi asistencia a la escuela primaria, en lo que
entonces se llamaba “primero inferior”, conducido el primer día
por mi madre, no se me pasaba por la cabeza que yo tuviera que
copiar palotes ni recitar cosas como las que todos mis compañeros
recitaban. Me recuerdo tranquilo, sin hacer caso, no apartado ni
embriagado por
un monólogo interior, diría más bien que
indiferente a lo que significaba todo ese rumor del elemental
aprendizaje. Estaba ahí, eso era un hecho, cómo no ir a la
escuela, una cosa era ir a la escuela, esa obligación, y otra muy
diferente encontrarle un sentido, pero nada en mi interior,
ninguna ley, me obligaba a aprender nada. Al cabo de esa semana,
mis hermanas empezaron a preocuparse, o tal vez nadie se preocupó
demasiado,
por
sabiduría,
darle
tiempo
al
niño,
o
por
irresponsabilidad o porque graves problemas los llevaban a
desjerarquizar ese aspecto tan importante de la vida en familia;
de esa neutralidad extraje una consecuencia que hoy juzgo
equivocada: la de que leer y escribir era menos importante de lo
que se cree y que era muy posible que ir a la escuela tuviera un
alcance que yo bien podía pasar por alto.
Cuando esa semana había concluido y empezaba la segunda, la
maestra se acercó a mí, puso su mano en mi cabeza, la acarició y
yo sentí una especie de turbulencia que muchos años después
entendí que correspondía a la aparición en mi primaria vida de eso
que se suele designar como el amor, por más complicado y difícil
que sea definirlo. Puedo decir, entonces, que me enamoré de esa
mujer que ya no sé qué tan joven fuera, su caricia me despertó un
sentimiento tan fuerte de emulación que en menos de una semana
aprendí a leer y a escribir, intuyendo, quizás, que existen los
exámenes del amor y que yo los estaba rindiendo por primera vez en
mi vida, sin usar esa palabra, sin querer nada más que dar ocasión
a que esa mano se posara, con esa deseada suavidad, en mi cabeza,
y que la acariciara, deseando asimismo vagamente que prosiguiera
con las caricias que, lo entendí con total claridad, no eran de la
misma índole que las que me proporcionaban mis hermanas o mi
madre. En una semana, digo, aprendí a leer y a escribir y no más
de dos meses después, cuando comenzaba el otoño, fui a la
biblioteca del pueblo y saqué un libro, era La cabaña del tío Tom,
5
no recuerdo quien me lo indicó, y lo empecé a leer, con
tenacidad y la obstinación que marcaron toda mi vida de lector.
la
Poesía
Ya no recuerdo qué más pasó durante ese primer año escolar en
materia de aprendizaje ni si yo hablaba de mis novedosas
sensaciones con mis compañeros, ni siquiera recuerdo quiénes eran;
tampoco puedo rememorar el modo en que en casa se tomaba esta
afición o entrega o rito, si con benevolencia o con indiferencia,
como muchas otras cosas que suelen hacer los niños y que parecen
muy naturales. De lo que sí conservo una imagen es de la maestra
preparando a todos los niños para una fiesta de fin de año en la
que probaría no sólo qué habían aprendido, cómo habían cambiado y
qué eran capaces de hacer, triunfo de su apuesta inicial y básica,
sino qué podía inventar para luchar contra el tedio pueblerino que
debía ser mucho para una mujer tal vez joven, venida de otra parte
y tal vez poco acostumbrada a la vida del campo. Nos hacía
aprender unos versitos, nos paraba al frente de la clase para
decirlos y todos se morían de vergüenza, tan poco preparados como
estábamos a las cosas superiores del arte. Sin embargo, yo
ensayaba el mío en casa y cuando lo decía frente a mis hermanos
todos se reían de buena gana, como si yo estuviera haciendo un
buen chiste. Tal vez no se estaban burlando de mí sino iniciándose
en algo así como una elemental crítica literaria, de recepción
quizás pero también ideológica pues cuando yo recitaba “Mi padre
quiere que yo sea general/ Mi tío que yo sea obispo” y proseguía
con sucesivos deseos de triunfos sociales en una sociedad tan
remota y ajena, para culminar con una declaración rutilante, “Pero
yo lo que quiero ser es un gran señor confitero”, se quedaban en
lo que ahora puede designarse como “ilusión referencial”, estaban
atentos sólo al referente, tan extravagante para nuestra vida de
inmigrantes y pueblerinos como las princesas para Rubén Darío, que
no podían menos que reírse puesto que no podían discutir los
propósitos de la maestra ni el énfasis que yo ponía en la
recitación.
El hecho es que las clases de ese primer año terminaron y la
fiesta de cierre tendría lugar en la tarde de un día de diciembre
de 1934. En un gesto irresponsable, que me llena, siempre que se
reproduce, de un invencible sentimiento de culpa, consideré que el
acto escolar en el que debía actuar no era contradictorio con
otras actividades que pudieran ejecutarse previamente. Hacía
calor, el patio ardía y la casa no ofrecía ningún refugio de modo
que fui a la calle y allí me encontré con algunos chicos, conmigo
éramos cuatro. Decidimos jugar a la pelota en medio de la calle
reseca, bajo el sol; nos fabricamos una de papel y armamos los
sumarios equipos, dos contra dos; los más grandes, astutos, se
reservaron los respectivos arcos y nos mandaron al frente a los
más chicos; el partido debía comenzar tirando la pelota hacia
arriba; así
se hizo y al saltar al mismo tiempo la cabeza del
otro chico me golpeó en la nariz de modo tan contundente que el
partido se suspendió casi antes de empezar; la nariz me dolía a
más no poder y comencé a sangrar y lo primero que pensé era que no
6
podría ir a la fiesta y no recibiría de la maestra la caricia o el
beso cuya esperanza me había hecho aceptar el ridículo de la
recitación. No fue grave y ya en casa mi madre me puso paños
fríos, algo hizo para que la hemorragia cesara pero nada pudo
hacer para que mi nariz recuperara su perfil original: cada vez
que por creer que puedo hacer algo “entretanto” se me deteriora la
acción principal, a veces largamente preparada, me toco la nariz y
se me hace presente el fantasma de la interferencia al que yo
mismo convoco, como si la participación que me toca en un
acontecimiento central tuviera que disminuir para poder sentir el
aleteo de la fatalidad o el sabor del peligro o el perfume de la
frustración, nada de lo cual suele estar ausente de los momentos
que, porque implican un reconocimiento o una fuente de placer,
consideramos importantes en nuestra vida: puede ser un simple
llegar tarde, o tener un accidente imprevisto, o creer que no
puedo dejar de completar un párrafo cuando debería hacer marchado
ya para el lugar en el que se me espera, en un largo etcétera cuyo
punto de partida es la nariz torcida por un golpe sufrido en una
tarde caliginosa del mes de diciembre de 1934.
Mi madre me llevó a la fiesta, la maestra estaba ocupada con
los detalles, la tropa de niños era indócil por timidez o por
innata rebeldía y los parientes, que ocupaban el gran patio de
tierra recién regado y en el que se podía respirar un grato
perfume a desierto dominado, estarían ansiosos por ver cómo sus
hijos habían respondido a esfuerzos de la maestra que no
comprendían bien, el himno nacional, patriotismos esotéricos para
ellos, rimas y ritmos que por más que fueran sencillos escaparían
de su horizonte de comprensión lingüística, hecha a otras y más
duras inflexiones. En un momento, que llegó fatalmente, me tocó el
turno, tenía que pasar al frente y actuar pero me resistí, no
quería, me planté con firmeza y dije que no, que no iba a recitar
nada. La maestra resolvió el problema: por un lado me dio un beso
y, por el otro, un empujón de modo que de pronto me vi en el
modesto escenario y, acorralado, largué esos tontos versos que sin
embargo nunca olvidé.
Lecturas
Pasado el terrible verano y antes de enfrentarme con el no menos
amenazante invierno la búsqueda de entretenimiento tenía otro
carácter. Yo supongo que, aunque no lo formulamos así, desde niño
el paso del tiempo es el principal enemigo y las estrategias para
derrotarlo no son muchas: cuando no se las halla viene el tedio,
el aburrimiento y la sensación de que nada sucede y aun de que
nada tiene sentido. Es por eso que se habla de “pasatiempos”, el
más importante de los cuales es el juego, en especial el erótico:
cuando está a nuestro alcance el paso del tiempo se hace más
liviano, imperceptible, no se nota y la angustia de su misteriosa
e implacable duración se repliega.
En las tardes de otoño, después de haber vuelto de la
escuela, ocupados los otros niños en sus propias e importantes
labores, o sea sin alternativas a la vista, leer, a mediados de
mis seis, siete y ocho años, se me convirtió en la ocupación por
7
excelencia. Ya dije por qué y cómo empecé a hacerlo e, incluso,
que el primer libro que cayó en mis manos fue La cabaña del Tío
Tom, ese novelón lacrimógeno que no sé quién me sugirió que
leyera. Lo hice apasionadamente, con una obstinación y una
persistencia en la lectura que me han acompañado toda la vida sin
que nadie, cosa extraña, lo tomara demasiado en cuenta ni
intentara reprimir esta novedosa afición que yo ejecutaba en la
más absoluta soledad; me recuerdo sentado en el suelo y apoyado en
la pared trasera del galpón que mi padre había construido o hecho
construir para instalar allí su breve industria del agua gaseosa,
mirando hacia el oeste y teniendo sobre mis rodillas temblorosas
el libro en el cual la injusta suerte del esclavo negro, tan
devoto de sus amitos, me conmovía hasta las lágrimas, ignorante,
en ese momento, de lo que sobre tan abnegado personaje pensaban
millones de personas, de todo color, que lo encontraban repugnante
nada más que por esa devoción.
No sé cuánto tiempo pasó después de esa primera lectura,
quizás semanas, quizás meses; tal vez alguien advirtió mi
inclinación y me recomendó otras lecturas, tal vez fue en la
biblioteca del pueblo, de la que yo había retirado el primer
libro, donde, como siguiendo una lógica de lectura bastante
universal, hicieron que me pusiera a leer un libro de un carácter
muy diferente, El Conde de Montecristo; puedo asegurar que así fue
pues nunca
volví a leer esa novela y, sin embargo, tanto la
desdicha y la venganza de Edmundo Dantés me han marcado en
general, pura presencia de una magia vital o posibilidad
esperanzada de una transformación de lo peor en lo más excelso,
como, indeleblemente, la sabiduría del maravilloso Abate Faría, a
quien recuerdo como el más extraordinario ejemplo de ese
constructivismo, eso lo razoné mucho después, que hizo la grandeza
de una burguesía iluminada o deslumbrada por la invención. No es
de extrañar, en consecuencia, que leyera después La isla
misteriosa, de Julio Verne, aunque no sé si fue en esa época; tal
vez, en cambio, me interné en la heroicidad piratesca de Salgari,
aunque no estoy seguro de que en algún momento, antes de la
adolescencia, supe de las islas y los piratas malayos; más bien,
creo, me atrapó Los tres mosqueteros, no como modelo de una
heroicidad imposible de imitar sino como idea de lealtad, de
fidelidad a una causa, de consecuencia con un temperamento aunque,
si lo pienso un poco más, es posible que me haya atraído el mundo
de la realeza o de la inteligencia puesta tanto en el mal, el
siniestro Richelieu, como en su antagonista clásico, el bien,
Athos, Porthos y Aramis.
Durante mi octavo año, y gracias a una ocurrencia de mi padre
que había considerado, tal vez porque me había visto leer tan
denodadamente, que podía pasar, como ya lo relaté,
de primero
superior a tercero en otra escuela, la llamada “provincial”, fui
desdichado, infeliz diría, aunque no sé si alguien se daba cuenta;
el malestar que me causaba no rendir, no aprender, no responder a
las exigencias de un maestro severo, unido a una creciente
debilidad física, un principio de anemia que poco tiempo después
se reveló como psicológico, palabra clave que, por supuesto, no
8
funcionaba en ese tiempo, hizo que me refugiara aún más en la
lectura; creo que fue durante ese duro año cuando leí todos esos
folletines, tal vez más que durante el anterior, de lo cual saco
que la lectura ha sido y es para mí por momentos fuga y refugio
más que aprendizaje. Cuando, por fin, el otoño daba lugar a la
primavera, la lectura fue cesando hasta terminar casi por completo
en el verano de ese año y cuando estaba a punto de llegar a los
nueve años de edad y se estaba preparando nuestra emigración, ese
viaje a Buenos Aires que cambió de una manera radical la dirección
que había estado tomando mi vida, o que no tomaba todavía.
Si la memoria no me traiciona creo que retomé la lectura unos
cinco años después cuando mi hermano mayor, que se había quedado
en el pueblo, firme en su puesto de telegrafista, me entregó, como
una prolongación de la biblioteca, una antología de textos de
Rubén Darío que había llegado a sus manos o había sustraído no sé
cómo ni motivado por qué, puesto que no era lector y menos de
poesía: el volumen, empastado, sin fecha de edición, contenía
poemas de Azul y algunos cuentos, que recuerdo muy bien pese a que
ya pasaron casi sesenta años: “El rey burgués”, “La canción del
oro” y otros igualmente memorables. El libro tenía sellos que
tratamos de eliminar, como para borrar las huellas de un crimen,
vana e ingenuamente: lo que queda me retrotrae a la biblioteca y
la no declarada devoción que le presté pudo haber justificado el
latrocinio de mi hermano que debe haber creído, tal vez, que tal
objeto me correspondía pero sin adivinar que ese libro me abriría
una avenida por la que traté y trato de transitar desde entonces,
sin haber intuido que la música de esos poemas me autorizaría a mí
mismo a escribir poesía alguna vez, tan bella como la que ese
libro me ofrecía y algunos de cuyos versos se me han fijado, con
una fuerza equivalente a la que el propio Darío se entregó en su
hermoso “Margarita Gautier”, que yo me repetía mientras caminaba
por las calles anhelante de ese sentimiento de pérdida que a él le
dio un lugar en el mundo: “Fija en mi mente está”, escribió, y
eso, lo que está fijo en mi mente, regresa incontenible, yerto y
animado al mismo tiempo, perdido y hallado al mismo tiempo.
Descargar