INFANTIL • JUVENIL • ARRAYAN N A R R A T I V A El cisne y la luna relata, desde la perspectiva del joven Eliodoro, la vida de María Cristina Burgos, profesora de una escuela rural del sur de Chile. Por los recuerdos del joven desfilan sus compañeros de escuela, los profesores, los sencillos habitantes del pueblo de Kalkuhué y, especialmente, su abnegada maestra. Gallegos demuestra toda su maestría en la poética descripción de ambientes naturales y es capaz de sumergimos, con un lenguaje vigoroso y emotivo, en una obra qpe se impone por su gran sinceridad, sentido de realidad, desarrollo de mundos valóricos y de crecimiento personal; aspectos que se cruzan en los personajes de esta novela juvenil. Además, todo ello integrado al bello escenario que brinda la imponente naturaleza del sur de Chile. Manuel Gallegos. Narrador, dramaturgo y educador. Ha escrito una serie de obras teatrales dedicadas a los niños, cuyos temas se arraigan especialmente en las raíces folclóricas, en el juego infantil y en el mundo poético. Se destacan El carnaval de los animales; Tres obras para Navidad; Encuentro en Tritón y otras obras y Mi Primer Teatro (Arrayán Editores). Por su incursión en la narrativa, Arrayán Editores le ha publicado Travesía infernal; Cuentos para no cortar, y, ahora, la novela El cisne y la luna. EDITORES., 9 789562 403016 Dirección de Colección INFANTIL • JUVENIL • ARRAYÁN Manuel Gallegos E l cisne y la luna Héctor Hidalgo González Corrección de Estilo Alejandro Cisternas Ulloa N A R R A T I V A Dirección Gráfica Leonardo Vilches Robert Diseño Gráfico Equipo de Diseño Arrayán Ilustraciones y cubierta Carlos Miranda Ilustraciones de\ Carlos Miranda © Manuel Gallegos Abarca. © Arrayán Editores S.A. Bernarda Morín 435, Providencia, Santiago de Chile. Teléfono: (56-2) 431 4200 • Fax: (56-2) 431 4282. http://www.an-ayan.cl • e-mail: [email protected]. Inscripción N°: 119.937 • I.S.B.N.: 956-240-301-7, Primera edición, junio de 2001. Segunda edición, octubre de 2003. Reservados todos los derechos para todos los países. Prohibida su reproducción parcial o tota!, bajo las sanciones establecidas en la ley Impreso en Chile por Imprenta Maval. A María Teresa y Dolores Estela, mis queridas hermanas. A Marcelo y Francisco, para que no olviden la dura y hermosa labor de su madre como maestra. Y a Carmen Gloria Cereceda Bravo, inestimable maestra y amiga. ;1 CAPÍTULO 1 E liodoro se sentó a orillas del lago a observar el horizonte azul. Ante su vista, el nevado y silencioso volcán Chelle* parecía acompañarlo en sus sentimientos. La mañana estuvo fría y el cielo cubierto por un manto blanco de nubes, l'cro a mediodía todo cambió. El sol despertó el azul más azul lid lago y el verde más verde de los árboles y arbustos de la ribera. Eliodoro había regresado al lugar que inevitablemente lo arrastraba a un pasado doloroso. Había vivido y crecido en esos parajes que marcaron en forma significativa su existencia. Luego, completó sus estudios en otras ciudades y trabajó duro paia alcanzar su propósito. Se sentía orgulloso y estaba agraNota: Todas las palabras de origen mapuche escritas en cursiva aparecen con su significado alfinalde la novela. 7 decido de las personas que estuvieron atentas de su formación en los primeros años de la niñez. Pensando en estas cosas decidió permanecer allí y pasar la tarde a orillas del lago. Después, partiría rumbo a Kalkuhué, su aldea natal, para visitar a sus padres. Reconocía que estaba tan ansioso como nostálgico y en ese momento todo lo llevaba a recordar a su querida maestra, la señora María Cristina Burgos. No podía dejar de pensar en ella, pues había sido determinante en su formación en ese período de la vida tan importante como es la infancia. Así, con la mirada clavada en el bello paisaje en tomo al lago, se dispuso a rememorar los años en que estudió en su pueblo natal. Y situó los recuerdos desde la vez en que la señora María Cristina estuvo muy grave a causa de una lílcera originada por exceso de tensión nerviosa. El y todos sus compañeros de curso se preocuparon bastante por lo que le ocurría a su querida maestra y le escribieron al hospital contándole en detalle lo que pasaba en su ausencia. Le enviaron dibujos y tarjetas, haciéndola reír y despertar en ella la alegría que siempre conocieron. Hasta que la maestra finalmente volvió a clases y pareció que con ello todo regresaba a la normalidad. No había un día de clases en que Eliodoro, junto a su perro, no esperara a la maestra bajo el coigüe que crecía en la acera opuesta a la escuela. El pequeño observaba cómo el cielo típico de las mañanas luminosas de junio resplandecía entre las hojas verde oscuro del árbol, mientras sobre el lomo de la cí cisne y la luna i (mil llera de los Andes estallaba un gigantesco sol naranja, que H-parlía sus gajos dorados sobre las nubes. Desde ese particular refugio vio pasar por la vereda de r i i l r t - n i c apurados a sus compañeros; ibanriendo,tiritando, con l.r, i aras enrojecidas por el frío. A esa misma hora, el destari.ilado autobús rural se detuvo, cubriendo con su mole la antil'iia lachada de tejuelas ennegrecidas de la escuela y, como una píllala que se rompe, bajó presurosa una parvada de niños. Entre filos, también lo hizo el profesor Norberto Astudillo, quien al ilivisar a Eliodoro esbozó una sonrisa irónica, diciéndole: —¡Esperas inútilmente a tu profesora, Píchíchel ¡Hoy no viene en el autobús! Pichiche era el apodo que sólo la maestra usaba en ciertas ocasiones para dirigirse a él con cariño. —¿Qué quiere decir Pichiche, señora? —preguntó el niño cuando la maestra lo llamó de tal modo por primera vez. —Es una palabra mapuche, compuesta por pichi, que significa 'pequeño, menudo', y che: 'gente'. Es decir, 'gente menuda' —le explicó dándole un alegre y sonoro beso. Mientras los niños desocupaban el autobús, el vehículo expelía una humareda oscura a través del tubo de escape y después partía de nuevo. Eliodoro miró al profesor y con inquietud le preguntó: —¿Estará enferma, señor? El hombre, vestido de cuello y corbata, con el temo gris 8 9 Manuel Gallegos claro de siempre y unos gastados botines de reno, levantó los hombros al mismo tiempo que expresaba un lacónico "quizás". El cabello negro peinado a la gomina hacía sobresalir aún más su prominente nariz. Los niños siempre la imaginaban creciendo como la de Pinocho; de allí el origen del apodo que le tenían, acuñado y conocido sólo entre ellos. E l profesor Astudillo acostumbraba husmear en todos los rincones. A causa de esto, en las pupilas de los pequeños se repetía la imagen de una nariz saliendo de la oficina del director; también de la sala de profesores, del patio, de la cocina y de las salas de clases, siempre apareciendo y esfumándose con una rapidez asombrosa. La nariz era tal vez un poco más grande de lo corriente, pero la actitud del personaje la convertía en descomunal. Eliodoro, con una tierna sonrisa dibujada en su rostro moreno y redondo, observó a su perro Anti, su inseparable amigo. Enseguida le pasó la mano sobre el pelaje color oro de la cabeza y le ordenó regresar a casa. E l animal movió la cola y oliendo las bastillas deshinchadas de los pantalones de su amo dio media vuelta y siguió la ruta hecha a diario, por la berma. Él, en cambio, con el cabello revuelto por el viento, avanzó unos pasos hasta la orilla del camino. Allí se quedó mirando la larga cinta de cemento que parecía incrustarse en medio de los dos volcanes: el Chelle y el Rucamanqui. E l primero, menudo y fino, cubierto de nieves eternas desde la cintura hasta su cima redondeada y suave. Parecía justificar el significado de su nombre, 'gaviota pequeña', dado por los 12 El cisne y la luna aborígenes del lugar. El otro, un volcán mayor, con la cúspide destrozada a causa de innumerables erupciones ocurridas hace cientos de años, semejaba un nido gigante, motivo que impulsó a la gente a llamario Rucamanqui, es decir, 'nido de cóndores'. El niño tenía la esperanza, como había sucedido en ocasiones anteriores, de que la maestra llegara en taxi colectivo. Pero no la divisaba. Entonces, prefirió voltear la cabeza hacia el oriente, distinguiendo a un kilómetro el aserradero, situado enfrente del escuálido servicentro que poseía tan solo una bencinera. En la cercanía se erguían las casas ordenadas en líneas paralelas, dispuestas hacia el norte, a uno y otro lado de las calles sin pavimentar del pueblo de Kalkuhué. En verdad, el pueblo se ajustaba más a las dimensiones de una aldea, y tan cierto era esto, que ni siquiera aparecía en los mapas o guías turísticas, por lo que intentar ubicarlo se convertía en una tarea inútil. Las casas, construidas en madera, eran de baja altura, sencillas y cubiertas con tejuelas de alerce oscurecidas por el sol, por la lluvia y los años; estas modestas viviendas reflejaban tanto en el exterior como en el interior la pobreza de quienes moraban en ellas. L a mayoría de los hombres del pueblo trabajaba en el aserradero y las mujeres atendían sus casas y, a la vez, se ocupaban en las diversas labores del campo. v Kalkuhué no había cambiado tanto. En términos generales, se mantenía igual desde su fundación, realizada por los colonos germanos a mediados del siglo XIX, quienes recibieron 13 iviamet uaiiegos aquellas tierras de manos del gobierno chileno cuando el lugar aún se encontraba cubierto por bosques impenetrables. Las tierras en ese tiempo estaban escasamente habitadas por sus primeros dueños naturales: los cuneos y huilliches. Tres siglos después, los españoles habían abierto senderos a través de estos territorios, formando pueblos a fuerza de hachas, espadas y de la religión. Posteriormente, por esas mismas sendas pasaron los colonos alemanes en busca de la tierra prometida y, estableciéndose en diferentes sectores, rozaron los bosques, levantaron sus casas y se dedicaron al cultivo de la tierra y a la cría de animales. Con el paso de los años, interesados en dar educación a sus hijos, los colonos alemanes construyeron una escuela a orillas del camino principal y, poco a poco, en las inmediaciones fueron surgiendo las casas de los obreros y campesinos chilenos contratados por los pertinaces europeos. Después, los hijos de los inquilinos pudieron asistir a clases allí, conservándose desde entonces el mismo edificio que conoció Eliodoro como escuela. Por último, a la salida del caserío instalaron el campo santo y una iglesia, de tal manera que el visitante siempre se encontraba primero con los muertos y luego con los vivos. Así nació Kalkuhué y Eliodoro pensó que así se iba a quedar, al parecer, por largo tiempo. El niño demoró lo que más pudo en traspasar la reja de la escuela, mirando a cada instante el camino. De pronto, de un segundo a otro, su corazón dio un salto de alegría al divisar en 14 El cisne y la luna .1 I k i i i / o n l e un taxi colectivo. Es que a Eliodoro no le gustaba 1.1 i s i l í e l a sin la "señora"; con ella todo era distinto. Cuando la maestra se enfermaba, sentía las duras miradas de los profesól e . i | i i e se hacían cargo del curso, además de las llamadas de aiciición, anotaciones y el obligado regreso temprano a casa. Apenas el automóvil estuvo cerca, el niño identificó a la sciiDia María Cristina y cuando se detuvo frente a la entrada, M- apresuró a recibiría. Ella acostumbraba a vestir de manera i n l o i n i a l , combinando con delicado gusto los colores alegres ( | i i i - l e hacían resaltar el cabello castaño y lafinuradel rostro. I a maestra sonrió y saludó a Eliodoro mientras éste asía su enorme maletín. Tomado de la mano de la profesora el niño i i i i / i ) l a descascarada puerta del edificio. Un grupo de escol a i i s acudió feliz a darle la bienvenida, como si ella hubiera rstailo ausente durante largos meses. j ; ; ;;,,!; l i a n niños nacidos y criados en el campo, abiertamente ili-mostrativos y necesitados de afecto. Consideraban la escuela i u m o su segundo hogar o, tal vez, el primero para muchos. Por esa la/ón, rara vez faltaban a clases, a pesar de las interminal i l i s lluvias, del frío o de los intensos temporales de viento, tan pi opios de esa zona sureña. l i l i e l pasillo apareció la nariz del profesor Norberto Astui l i l l o . quien se sorprendió de ver al niño muy orgulloso tomado lie la mano de la maestra. Entonces Eliodoro lo miró de reojo V pasi) muy cerca de él esbozando una leve sonrisa triunfadora 111 MIS labios, como queriendo decir: "¡Te va a crecer la nariz, 15 Manuel uallegos Pinocho mentiroso!". Al niño le daba la impresión de que el profesor Astudillo tenía celos por el cariño que todos sentían por la maestra, porque sus alumnos no lo esperaban como lo hacían con ella. . En caso de que hiciera un hermoso día, la señora María Cristina les había prometido ir de excursión al río Ñipaco, del que constantemente ellos le hablaban, en especial de sus paseos durante el verano y de cómo se bañaban en el río. Para alegría de todos, esa mañana el sol escaló la ciíspide del volcán Chelle, iluminando todo el valle central cubierto de pampas y bosquedales. Eso bastó para que el curso la esperara con ansiedad. ; :••> " u . „ ; . ,íMedia hora más tarde, ante la mirada disimulada de los otros profesores, el 4° básico formado en dos filas cruzó el portal de la escuela. La maestra, por casualidad, alcanzó a vislumbrar un conjunto de sonrisas sarcásticas en los rostros de algunos profesores asomados al ventanal de la oficina del director. Estos rara vez sacaban a los estudiantes de la sala, salvo para las clases de Educación Física y para la Operación DEYSE. / ' j h M ^ ' V í í ' i o - ' ^ n i j i - i ; h,,; "Es mucho trabajo", dijo en una ocasión Róbinson Gatica, un profesor alto, moreno y con pinta de galán de cine, al que todos llamaban "Padre Gatica, el que predica y no practica". "¿Y si les pasa algo a los chicos? ¡No, no, no, es demasiada responsabilidad", agregó esa vez Trinidad Montealegre, conocida por los niños con el apodo de La Loca de la Campana. El cisne y la luna I ' l u l i i . i unos cincuenta años y con tan sólo dos haciendo clases 1M l.i istiiela. La profesora poseía la curiosa obsesión de tocar l.i 1 .iiiipana para los recreos, ocultando, quizás, detrás de ese m'sio un liesconocido trauma, reflejado también en su rostro y malhumorado, contradiciendo la alegría de su apellido priii-o |i,lll'IIUI. I .11 oliimna avanzó siguiendo la orilla del camino en direc1 m i l poiiK-nte, semejando el vuelo de una bandada de fárdelas en pcrlecla formación sobre el océano. Los niños no paraban 11> I r 11 y de agobiar a la maestra con preguntas. lín pt)cos minutos atravesaron el terreno destinado hacía m i i i l u i s años para que allí se construyera la plaza de Kalkuhué. I'i MI i l lugar aún permanecía en total abandono, cubierto de i i i . i l i / a y sólo demarcado por unos esmirriados aromos; allí los lugaban al fútbol hasta el anochecer. iiiiiii'. Al dejar atrás la última calle de la aldea, arribaron frente ii l a lijMiia de La Virgen de las Lomas. En medio de verdes y (iiidiilantes pampas y rodeada por un cerco de varas delj J i u l a s , se elevaba lafigurade la Virgen con el Niño Jesús en Ims hra/Ds; ambas imágenes estaban pintadas completamente i l 1 o l o r blanco. En tomo al pedestal que sostenía a la Virgen l i a l i i a i i plantado hortensias azules, moradas, rojas y blancas. Sin i i i i l i . i i i ' o , con la llegada de la primavera y el verano todo ese i ' s p a c i o se cubría con margaritas y dedales de oro. En el cielo, l.r. roloiulrinas dibujaban coronas invisibles, e instalada en la tk- un estacón, una solitaria loica observaba el entorno l'iini.i 17 16 con curiosidad, mientras media docena de Lliqui-llique embellecía con sus delicados trinos el apacible altar campestre. Los niños se acercaron a la Virgen, mirándola con respeto y veneración. La maestra, como otras veces, los estimuló a que le cantaran canciones aprendidas en clase. Sin esperar un minuto, las voces surgieron con naturalidad, elevándose hasta acompañar el vuelo juguetón de las golondrinas. Los pájaros parecían reconocer a los chicos, ya que acostumbraban a observarlos salir y entrar desde la comisa de la sala de clases. La maestra oró en silencio. Pareció como si rogara tener la suficiente fuerza para soportar el dolor causado por la actitud desconsiderada de los demás profesores. Una vez le comentó a Alba Barría que, quizás, era ella la equivocada y quien debía hacer un esfuerzo para ser como los otros. Sin embargo, esta sola posibilidad, "ser como los otros", le abría grietas en el alma. "Para mí, ser como los otros, sería igual que morir de a pausa", le afirmó en esa ocasión a su amiga. Cuando los niños concluyeron sus cantos se despidieron en silencio de la Santa Madre y retomaron el camino de regreso. Más allá de la Virgen de las Lomas, a partir de ambas riberas del camino, se extendían los campos cuidadosamente labrados por los colonos alemanes, irguiéndose de trecho en trecho algún robusto y solitario roble cual guardián en medio de la pampa. Los treinta muchachos del curso parecían reflejar la alegría del canto de los gorriones al amanecer, observándolo todo con jubiloso asombro. El cisne y la luna Niños, ¿conocen ese árbol? —preguntó la maestra, indi. .nido un ejemplar cubierto de hojas grandes, coloreadas de un vi-KÍi- intenso y verde-celeste pálido por el envés. ¡Un canelo! —irmmpió Gabriel, brillándole su cabello iii)'io. I'l muchacho, de contextura frágil y delgada, poseía una limada inteligente, siempre alerta. Su espíritu inquieto lo hacía aparecer superior a los demás y normalmente se trenzaba en disi iisiones con los compañeros del curso. IY ese otro es un ulmo, señora! —exclamó la menuda y lunilla Teresa. ,, Y por qué la miel de ulmo es blanca? —consultó Soledad, iii(i\o en gracioso vaivén unas largas trenzas castañas. ¡La miel de ulmo es blanca porque susfloresson blancas! roniestó en el acto Cecilia con su voz ronca, pestañeando dos .u iiiiinas negras en el rostro delgado y mate, viéndose aún más moieiia por el cabello azabache derramado sobre los hombros. ¡No tiene nada que ver! —intervino el corpulento David, .il momento de afirmar los lentes entre su desordenada cabellera castaña. Las niñas huían de él por su diaria manía de correr como i aballo desbocado a través de los pasillos de la escuela. ¡Sí tiene que ver! ¿Verdad, señora? —aclaró Cecilia, i|iiirii se apoyó como siempre en la mirada de la maestra, a i|iiii-ii adoraba. Entonces, inspirando profundo, volvió a explirai: ¡La miel de ulmo es blanca porque las abejas obtienen el néctar de sus flores! 18 19 ifiunutl KjaUt^OS El cisne y la luna Así prosiguieron interpretando variadas canciones, algunas tradicionales y otras creadas por la profesora. Tenían fama de ser buenos cantantes. Aparte de hacerlo por gusto, la maestra los motivaba aún más. Cuando escuchaba música se sentía en comunión con el mundo; era el más delicioso regalo para su alma. Por eso don Gustavo, su marido, muchas veces la sorprendía con una nueva grabación musical de regalo, lo que alegraba su espíritu infinitamente. Durante la semana, en repetidas ocasiones, por no decir todos los días, se oían las voces de los niños interpretando hermosos cantos en la sala de clases. En cierta oportunidad, la profesora Olga Rebolledo comentó a su colega Verónica Matamala: —¡Ya comenzó el concierto de "Los Niños Cantores de Viena"! —Las dos mujeres rieron a carcajadas de la broma, pero, al darse vuelta, quedaron congeladas al descubrir a la señora María Cristina. —¡Miren esas bandurrias! —exclamó empinada en la punta de los pies. A ella los niños le tenían el apodo de "La Fosforito", debido a la delgadez de su cuerpo. No obstante, María Estela escondía un alma en extremo sensible y sus lágrimas siempre estaban a punto de dar un brinco por alguna situación triste o por un simple llamado de atención de la maestra. voces de los niños parecían pájaros en vuelo sobre el asfalto, se encumbraban a la copa de los árboles y caían otra vez al camino. —Cecilia tiene razón —afirmó la profesora. En ese preciso segundo, María Estela desvió la atención del grupo: •! • Con la bandada de pájaros frente a sus ojos, Eliodoro se acercó al alambrado y gritándoles a todo pulmón hizo que levantaran el vuelo y cruzaran el camino graznando, tal como si formaran parte de una compañía de soldados que alerta con sones de trompetas la aparición del enemigo. Todos aplaudieron felices la travesura, maravillados con el paso del enorme escuadrón sobre sus cabezas. La caminata continuó sin novedad por unos minutos, hasta que la maestra, dándose cuenta del cansancio del grupo, expresado en un repentino silencio, los alentó a que cantaran de nuevo. —¡El Pon-Pon, señora! —propuso Elisa, la mejor alumna del curso. Esbelta, de bonitafigura,su característico moño "cola de caballo" llamaba tanto la atención como su inteligencia. La propuesta fue aprobada unánimemente y, marcando el ritmo con las manos, comenzaron a entonar aquella canción de ese perro regalón al que no le gustaba vivir en la ciudad. Las 20 El camino hasta el río parecía alargarse como una masa de pan, bajando y subiendo; entretanto, el sol rebotaba en el pavimento por donde pasaba el grupo de niños. De vez en cuando los conductores de algunos vehículos hacían sonar las bocinas para advertir su presencia, saludando o gritándole piropos a la maestra, los que eran recibidos por los chicos con risas y aplausos. Transcurridos tres cuartos de hora llegaron por fin al destino. Pero la desilusión fue mayúscula: el río Ñipaco se había 21 Manuel Gallegos convertido en apenas un arroyo cubierto de arbustos y nialezas que impedíate arribar a las orillas. Para David ésta la oportunidad de exhibir sus conocimientos y cualidade líder. Convencí <^ a la maestra a que bajaran a través '^^ Una senda descubierta por él, abriéndose paso entre coliSües, matas de murtal» arrayanes _y sauces chilenos hasta desembocar en una e^'igua poza, donde se refrescaron la cabeza y el rostro. L a profesora no los autorizó a mojarse "^ás, provocando la in\}^^^ protesta de David y de sus seguidores ocasionales. El cisne y la luna I US demás, atraídos por la conversación, se agruparon ake(li d n i i l i ' ambos. . :. . ; ... , , ; lil'h' I rviiium. significa "Cóndor veloz" y Naimán "Cóndor Man es cóndor; Levi, veloz y Nai, libre. "( ondor veloz y libre" —resumió la maestra. I'ionlo Eliodoro advirtió que no todos los presentes estaban • i i i i i ' . l i ' i l í o s de la conversación. Diego, famoso por lo desordea pesar de su privilegiada inteUgencia, grító: 11.lili) \, , .S1111 |iapá es indio, entonces tú también lo eres! "^Niños —les habló maestra, intentando cambiar el centro de atención—, el nombf^ de esteríoes "Ñipaco". Una palabra de Origen mapuche. ¿Sal?^ alguno de ustedes su significado? Ellos se miraron repitiendo la palabra Ñipaco una y otra vez eon elfinde encontrarle sentido. ^Anoche, señora —intervino Eliodoro—, cuando le conté a mi papá del paseo, él i^e preguntó también sobre el nombre del río y, como no lo s^'^ía, me dijo que Ñipaco significaba "agu^ del arbolillo". Él P sabe porque, es mapuche y recuerda •cuchas palabras de su lengua. --"Agua del arbolillo" —repitió la maestra—. ¡Es un hermoso nombre, niños! . . usted, señora, ¿s3t>e el significado de mi apellido Levi'^n hjaimárf! —le pregu<^tó entusiasm ado Eliodoro. J^"-¿Y tú le crees gringo porque tienes el pelo rubio y los i i | n s a/ules? ¡De dónde saliste, cuando eres más chileno que l i i ' . p i i i o t o s c o n rienda"! —le gritó Andrés en defensa de Elioi l i M i i , i l a i i d o l e además un empujón a Diego. Este le respondió m i l un manotazo en el hombro y entonces el defensor volvió a l a I .ii)'a laii/.ándose con todas sus fuerzas sobre el insolente, estirado en el suelo. / -ili|.inilolo li.i ¡ Hasta niños! ¡No deben golpearse! —intervino la maesaviulaiido al caído. '''^ í;-;.-Ofi:, • Andrés se quedó esperando, con el rostro y el pecho agii . i i l i i I s i e muchacho era conocido como "el papá" del curso |ii'i los u-iterados intentos de imponer orden, a pesar de recu11II m i l i has veces sólo a los puños para conseguirlo. Corpuojos verdes y cabello castaño, poseía mal humor y un li i i i i -. t i l - Manuel Gallegos busca ele los panes de tiza, la leña o cualquier otro imprevisto surgido en clases. E l día, para Andrés, comenzaba a las cinco lie la mañana, ayudándole a su padre en la lechada y otras laboivs del campo. Después, desayunaba un tazón de leche acompañado de churrascos o, y luego, con la mochila al hombro y tranco rápido cubría los dos kilómetros hasta el camino principal para abordar el autobiís que lo dejaba en la escuela a las OChoenpUntO. = ••'^-•'•'Í .iv;^-:;'-^»,/?!:^^ = ^ Se produjo un tenso silencio entre Diego y Andrés, lanzándose fieras miradas. Entonces, utilizando un tono sereno, la profesora les habló: ; ¡ i : . v - •: - M Í J M ; —Créanme niños que me siento orgullosa de tener a un alumno cuyo origen es mapuche. No debemos olvidar que ellos son la raíz del pueblo chileno. ¡Lucharon durante tres siglos contra quienes intentaron arrebatarles su hogar, su tierra! Hoy, una infinidad de lugares tienen nombre aborigen; incluso este pueblo. Nuestro vocabulario incluye gran cantidad de palabras de su lengua; y otras variadas costumbres que aún permanecen vivas en nosotros. Para los mapuches la naturaleza es sagrada, la respetan y cuidan como nosotros no hemos aprendido todavía, niños. Por otro lado, igualmente me siento orgullosa de Diego. Cuando los españoles conquistaron estas tierras, se mezclaron con los indígenas, tuvieron hijos y así, la mayoría provenimos de ese origen mestizo. Siglos después, en ( I ) Churrascos: especie de sopaipilla hecha de harina, agua y sal, frita en aceite, El cisne y la luna plena colonización germana, algunos se relacionaron con chilenas, dando vida a hijos morenos, otros de cabellos rubios, castaños y ojos azules o verdes. Esas diferencias físicas no deben constituir la causa de insultos o golpes. Ahora somos todos chilenos. ¡Es importante saber acerca de nuestro origen, pero no para terminar enemistados! ¿No les parece, niños? Ante la convicción y energía impuestas en cada una de las palabras por la maestra, un pesado silencio inundó el ambiente, mientras una brisa helada levantó e hizo bailar sus cabelleras. —Entonces, ¿existen motivos para darse de puñetes? —preguntó a los contendores. —No, señora—dijo Andrés. z. —Ninguno, señora —replicó Diego. —Por lo tanto, ¿qué les impide darse la mano? En ambos floreció una sonrisa amigable; avanzaron dos pasos y se dieron un corto apretón de manos en tanto el resto aplaudía con satisfacción. La maestra les ordenó salir al camino para regresar. Una vez en el puente que tiene el mismo nombre delrío,Pablo, con su cabello de oro en forma de melena agitado por el viento, gritó imaginando ser Rodrigo de Triana al avistar el nuevo mundo, pero en lugar de exclamar: ¡Tierra! ¡Tierra!, dijo: —¡El autobús! ¡El autobús! común en el sur de Chile. 25 24 Manuel Gallegos El cisne y la luna El hombre dirigió la mirada a los pequeños. Ellos esperaron. El hombre sonrió: los había reconocido. O tal vez imaginó ver a un humilde rebaño de ovejas suplicándole por sus vidas —Pero, ¿alguno de ustedes trajo dinero? —los interrogó la maestra con un rápido movimiento de cabeza. " hué, pero los niños y yo salimos a pasear sin dinero y estamos cansados, -r:/m, . .^vi:-!: . • ^ ' —¡Estamos salvados! ¡Bravo! ¡Bravo! ¡Viva! —vitorearon los excursionistas. • • :¡ . • o;- : , . - Los niños se miraron de reojo y buscaron en sus ropas. Sebastián, delgado y menudo, mostró los bolsillos rotos muerto de la risa. Pablo extrajo un puñado de pulidas piedras como su único tesoro. La pequeña Alicia, famosa por el orden y limpieza de los cuadernos, a quien la maestra distinguía siempre como alumna esforzada, extendió la mano, dejando ver una moneda de cien pesos y dijo: —¡ Yo tengo, pero no alcanza para todos! Sus caras se cubrieron de tristeza porque el viaje en autobús se esfumaba. y se compadeció. .¡ . .. . —¡Por esta vez les daré crédito, señorita! ¡Arriba todos! —gritó a quienes ya aglomerados en la pisadera comenzaron a subir radiantes de alegría. Entonces, con la idea de María Estela en la cabeza, Eliodoro se dirigió al conductor, proponiéndole: —Señor conductor, en pago, nosotros queremos cantarte. ¡Sabemos hartas canciones bonitas! La maestra, al concluir la jomada y ya camino a casa, aún —Buenas tardes, señor. Vamos hasta la escuela de Kalku- Contentos comenzaron a cantar, alegrando a los demás pasajeros del vehículo. Las canciones se sucedieron una tras otra hasta que llegaron frente a la fachada de la escuela. A causa del bulhcio producido, otra vez una cortina se descorrió en la sala de la dirección. Aquellos rostros asomados no se explicaban cómo María Cristina Burgos lograba esetipode cosas: salir con sus alumnos de paseo y traerios de regreso en autobús, todos felices de la vida. E l autobús, que hacía un recorrido entre los pueblos de Licanco y Quilleco, se acercaba tocando la bocina. Al instante y sin que ninguno se pusiera de acuerdo, treinta brazos se levantaron para hacerio detener. E l vehículo frenó a metros del puente. Entonces, la señora María Cristina se vio obligada a subir y hablar con el conductor. —¡Entonces, amigo, apagaré mi reproductor de discos compactos! —concluyó el hombre, y lanzó una enorme carcajada mientras presionaba el botón para silenciar el viejo radiorreceptor que emitía molestos chirridos en lugar de música. —¡Señora, pero si usted le habla al conductor, seguro que no nos cobra! —afirmó Andrés. —¡Si nos lleva gratis, podemos cantarle durante todo el camino!—exclamó María Estela, riendo. 26 27 Manuel Gallegos no alejaba de la mente esasrisasirónicas de sus colegas profesores, risas acompañadas de palabras y gestos expresados con disimulo, indicando con ello la poca disposición a una comunicación franca. Entonces, reconcentrada y de una manera natural, concluyó para sí misma: "Sus actitudes me hieren porque no pretendo otra cosa que hacer bien mi trabajo, entregándoles lo mejor de mí a los chicos. Me miro en ellos y pienso en cómo me habría gustado que hubiera sido la escuela en los tiempos de mi niñez y, entonces, sin dudar, les entrego lo que no tuve. ¿Qué habrá ocurrido en el espíritu de mis colegas? ¿Por qué ya no aletea en sus ojos la mariposa de la alegría, de la sorpresa, del amor? ¿Qué ocurrió con sus sueños? ¿Por qué eligieron esta profesión si son tan infelices? ¿Por qué me observan como si yo fuera un bicho raro? Sus comentarios de apariencia inofensiva, el silencio o los sutiles gestos parecen dardos invisibles que se clavan en mi alma. A pesar de que los niños me ayudan a olvidarlos, la hora de clases acaba y al otro día debo encontrarme otra vez con mis colegas y con el director, de manera irremediable." A la mañana siguiente del paseo, Eliodoro y sus compañeros entraron más felices a la sala de clases y mientras las niñas se colocaban los delantales a cuadrillé azul, los muchachos se cambiaban los zapatos cubiertos de barro por zapatillas tejidas de lana. Durante ese quehacer, comentaban con espontaneidad y a borbotones acerca de la excursión del día anterior. El cisne y la luna La maestra, de vez en cuando intervenía para evitar que todos iiablaran a la vez y, de ese modo, cada cual opinó sobre lo vivido, manifestando al unísono el deseo de repetir la salida, proponiéndole otros lugares cercanos. Después, la señora María Cristina les pidió escribir una carta a alguien conocido, contándole la aventura del río —¿Y será una carta de verdad? —interrogó Margarita, brillándole unos ojos tiernos y negros en su rostro moreno y delgado. • = •• • ' - • •[ ' —¡Por supuesto que será de verdad! Mañana traerán un sobre y una moneda para que yo pueda llevarlas al correo de Quilleco, ¿les parece? Aprobaron contentos la idea y, con entusiasmo, cada uno buscó los útiles necesarios para acometer dicha tarea. —¿Y a quién vamos a escribirle? —preguntó María Lstela. — i A quien tú quieras! A un primo, a un amigo o amiga, a una tía... —Yo no tengo a nadie lejos. ¿Podría escribirie a la señora Alicia Morel? —intervino Teresa, recordando a una de las autoras del libro que estaban leyendo. —Sí, claro, ¿por qué no? —¡Yo le voy a escribir a Iván Zamorano! —gritó David. 29 28 Manuel Gallegos —En la carta —explicó la maestra— deberán contarte a la persona elegida "todo" el paseo de ayer. Si alguno escribe, por ejemplo, de este modo: "Ayer fui con mis compañeros de escuela al río Ñipaco, lo pasé muy bien. Saludos." Quiero que sepan que esa carta no la voy a enviar. Se trata de escribir lo que más recuerden, refiriéndose a las bandurrias y su bullicioso concierto, a la Virgen de la Lomas, al río que no era río o al inesperado viaje en autobús sin tener dinero, y tantas otras situaciones que vivimos juntos en la excursión. Sus alumnos habían entendido y sin chistar se dispusieron a trabajar. Como Eliodoro se sentaba siempre en el primer banco, junto a María Estela, a quien le quedaban colgando los pies de la silla, se levantó sin decir nada, fue hasta el estante situado cerca de la entrada de la sala, lo abrió y sacó una radiograbadora que había sido llevada por la maestra porque las de la escuela no funcionaban. Eligió una grabación, y una melodía fascinante comenzó a invadir la sala. Se trataba de la Suite Aysén, del compositor chileno Iván Barrientos Garrido. Sus notas parecían elevarse en el aire, jugando en el cabello de las niñas y de los niños. Eliodoro reguló el volumen y regresó a sentarse. En la humilde sala temperada por una antigua estufa a leña que la maestra alimentaba de vez cuando, los chicos trabajaron felices y concentrados, como en una poblada colmena en pleno movimiento al despuntar, el día. Las paredes estaban cuidadosamente adornadas con algunos afiches, destacándose en especial uno enmarcado en madera de alerce por el padre de 30 El cisne y la luna Gabriel. Tenía dibujado un simpático enano que volaba en una hoja de árbol con un libro abierto en las manos. E l afiche, traído de la capital por don Gustavo, el esposo de la maestra, anunciaba la Feria Internacional del Libro de Santiago. En ese uistante Eliodoro miró al duende y, de improviso, lo vio salir del cuadro montado en su hoja y volar por sobre las cabezas, dejándose llevar por los sones de la música, planeando como una gaviota sobre el mar mientras leía absorto su libro. También, en la pared del fondo había dibujos hechos por los niños, y en un pequeñoflorerode plástico se sostenía a duras penas una enorme hortensia azulina llevada por María Estela para atlornar la mesa de la profesora. Pero las delicadas notas del I'reludio no se quedaban en la sala; se escabullían sigilosas por entre las rendijas de las ventanas al patio del colegio y, atravesándolo en fuga hacia el norte, saltaban la pandereta para jugar con las golondrinas que sobrevolaban en la extensa pampa de uno de los fundos de los colonos alemanes. La maestra, apoyada en el libro de clases abierto sobre la mesa, comenzó a escribir los datos estadísticos del curso. ('uando en la radiograbadora se escuchó el segundo tema de la suite, "La Llamada", ella levantó la vista e hizo un lento giro sobre las menudas cabezas de los niños y mirando más allá del l e r c o de madera, sintió por un instante que la invadía una infinita sensación de dulzura. Esa grabación era un regalo de don Gustavo. En el reverso ik- la carátula aparecía un texto impreso donde el autor infor31 El cisne y la luna Miaba poéticamente sobre el origen de su creación: la ausencia tic la esposa amada, quien, a causa de una enfermedad inculable, sólo pudo permanecer un breve tiempo a su lado. "Me gusta esta música —pensaba la señora María Cristina— porque despierta en mi alma tantas emociones y porque percibo los bosques, el viento, el agua y su murmullo dulce y lejano". Aquella composición musical era un recuerdo único para ella. En el interior de la carátula se podía leer en letra manusciita la siguiente dedicatoria: "Para María Cristina y Gustavo: ('on gran aprecio y amistad, recordando que "aquel que camina una sola legua sin amor, camina amortajado a su propio funeral. Iván Barrientos." En uno de los viajes a la capital con el propósito de comprar artículos de escritorio para su librería de Quilleco, don Gustavo hizo lo posible por ubicar al músico favorito de su esposa, V después de varios encuentros, éste escribió unas afectuosas palabras a sus nuevos amigos, citando un verso del poeta norleaincricano Walt Whitman. Entre tanto, la maestra observaba cómo sus alumnos oían agradados aquella música mientras trabajaban. De pronto, como una golondrina errante cruzó un pensamiento por su i aheza y lo escribió en un pequeño cuaderno escolar: "¿Habrá vuelto alguna vez el autor de la Suite Aysén a su tierra natal, donde, a pesar de su espíritu herido creó esa música tan bella? S\l sufrimiento de un alma sensible puede crear obras artístit as tan hermosas, ¿podré yo, con mi pobre sensibihdad, encon- Manuel Gallegos trar una salida al dolor y vivir en paz? ¿O tal vez debo ahogarlo y no sufrir por situaciones o hechos que a los demás les son indiferentes?" > , . ,. Los niños habían terminado las cartas, casi todos incluyeron dibujos pintados con lápices de colores. La señora María ristina les prometió leerías en la tarde y, al día siguiente, ada uno haría lo mismo frente a sus compañeros. La clase ontinuó con matemática y ciencias naturales hasta poco antes e la hora de almuerzo. Entonces, dejaron los útiles ordeados, salieron al pasillo y entraron al comedor. Allí, unas argas mesas de gruesos maderos aguardaban a dos cursos en l primer tumo. En bandejas de plástico con compartimentos ara el pan, el servicio, un vaso, la ensalada y el plato único, es servían el almuerzo de la Junta Nacional de Auxilio Escolar Becas. El comedor comunicaba a la cocina por medio de una entana grande a través de la que pasaban las bandejas. Era na sala fría, poco acogedora y muchas veces desaseada, pero llos no se daban cuenta de esto. Para muchos, este almuerzo e la escuela era vital, aunque a veces lo comían sólo por tener onciencia de que al llegar a sus casas no encontrarían nada e comer y únicamente al caer la tarde se servirían un té con an. Después, de regreso a la sala afinde cambiar las zapatilas por los zapatos, se preparaban para volver a sus casas. Sin mbargo, con el tiempo algunos profesores descuidaron esta ostumbre, por lo que el pasillo y las salas se veían en repeidas ocasiones sucios. Esto enfureció a la maestra y un día ijo: El cisne y la luna —¡Los niños no pueden estudiar en un lugar desaseado! ¡Y nosotros tampoco podemos enseñar en medio de la mugre y el desorden! Me pregunto: ¿qué dirán los apoderados cuando entran a la escuela? -• - ^ : —Personalmente, en la lista de útiles incluí las zapatillas de lana, pero si no las traen, es asunto de ellos —intervino Róbinson Gatica, profesor protegido del director por cuanto éste le ayudaba en la oficina a responder los oficios y ordinarios; es decir, la múltiple documentación que debía redactar el director cada día. Alba Barría, la joven maestra incorporada hacía poco a la escuela, intervino en la conversación: —Yo estoy de acuerdo con la colega—. E l resto se quedó i-n silencio por unos segundos, mirándose, y la profesora agregó—: Debemos inculcaries hábitos a los alumnos. E l desde la escuela es nuestra responsabilidad. ! ' aseo —Creo —argumentó la señora María Cristina, sintiéndose apoyada por primera vez— que no basta con informaries a pi incipio de año; se les debe reiterar una y otra vez la exigencia de las zapatillas por medio de una comunicación al apodelado y en reuniones de curso. Yo sé que ellos pueden cambiar, port|ue he visitado sus hogares y he comprobado la preocupade sus madres por el aseo de la casa. ción Entonces, si sus casas están limpias, como dice usted, ( iisiinita, ¿por qué aquí se comportan diferente? —preguntó (I ilnector, acercándose al gmpo. 34 35 Manuel Gallegos —La razón es que en la escuela los adultos no se preocupan. Si se mantuvieran los pisos limpios, por ejemplo, haciéndoles hincapié en conservarlos así, los niños responderían positivamente. —Pero, entonces, ¿para qué existe un auxiliar de aseo en la escuela? —reflexionó Verónica Matamala. —Ustedes saben, colegas, que don Félix ha trabajado la vida entera en esta escuela. E l hombre ya está anciano y hace lo que puede, ¡pero los bárbaros de estudiantes que tenemos no demoran nada en ensuciar! —aclaró el director. A pesar de las insistentes quejas y después de haberlo tratado en consejo de profesores, jamás salió la nota al apoderado y los pasillos continuaron el resto del año igual. No obstante, la maestra se dio cuenta de que no estaba sola. Había alguien entre el profesorado con quien podía compartir las inquietudes y eso ya era un alivio. Por lo menos, ella se preocupó de tener su sala limpia, obligando al profesor Norberto Astudillo, que la ocupaba en la tarde, a dejarla tal como la había encontrado. De lo contrario, en la jomada siguiente descubría en el pizarrón un amable e ingenioso recado recordándole a él y a sus alumnos lo hermoso que era estudiar y trabajar en un lugar aseado. ' 'iO,ú i'lpj -'.Uu', CAPÍTULO 2 E liodoro caminó por la gmesa arena mojada de la orilla del lago Küyenpür. Recogió unas piedrecillas pulidas i|iK- hizo chocar en la palma de su mano y luego las lanzó con hu'i/a sobre la solitaria playa. Una diminuta mariposa blanca, i II un rápido y discontinuo vuelo, cmzó ante sus ojos y desapai i i lo. En ese instante recordó cuando su amigo Gabriel entró .1 l a sala de clases y descubrió a un costado de la pizarra algo i | n c le llamó poderosamente la atención. En aquella ocasión se .[i.iici), estiró el brazo y entre sus dedos tomó un alfiler atravesado al cuerpo de una mariposa. L a trasladó con mucho cuiil.iilo, y exclamó: (Mire, señora! ¡Qué linda mariposa! —^prormmpió Elisa. 37 36 Manuel Gallegos —¡Pobrecita! ¿Qué hicieron con ella? —preguntó Karina, abriendo aiín más esos grandes y redondos ojos bajo una tupida chasquilla de cabello castaño. Todos rodearon a Gabriel con los ojos sorprendidos. La maestra, observando la mariposa, comentó: —La deben haber dejado ayer los chicos de la tarde. —¡Y todavía está viva! —exclamó Eliodoro. —¡Es una Mariposa con Ojos! —apuntó David. —¡Todas tienen ojos que yo sepa! —dijo Sebastián, causando una explosión de risa en todos los compañeros del curso. —¡No, no! ¡Se les llama así por los ojos pintados en las alas! —explicó David. —¡Señora —suplicó la morena Catalina—, sáquele por favor el alfiler! ¡Le debe de doler una enormidad! La maestra estaba asombrada de la supervivencia de la mariposa. Había pasado la tarde y la noche clavada a la pared. —¡Qué niños tan malos hicieron eso, señora! —murmuró angustiada María Estela. En ese instante, su pena fue inmensa, y aferrada a la señora María Cristina sollozó en silencio. La maestra había puesto sobre la mesa a la mariposa y con sumo cuidado retiró el alfiler del frágil cuerpo del insecto. Los niños sintieron en sus propias carnes el deslizamiento de la estaca de metal y sólo descansaron cuando la profesora completó la operación. 38 El cisne y la luna Era un hermoso ejemplar de mariposa, de color café-rojizo, con un enorme ojo dibujado en cada una de las cuatro alas. Además, dos antenas en forma de pluma adornaban su cuerpo grande y alargado. —¿Qué haremos con ella? —intervino Sebastián, preocupado. —Debe de tener hambre —afirmó Elisa. —¡Hay que darie pan! —propuso Gabriel, extrayendo del bolsillo de su delantal un trozo que desmenuzó en migajas que (icjó cerca de la mariposa. Después de un largo silencio de espera y ante la absoluta indiferencia del insecto por el alimento ofrecido, Cecilia exclamó: —A lo mejor quiere comer hojas de esa violeta de Persia -y corrió a traerie una hoja de la planta de hermosas flores rojas que estaba ubicada sobre el estante. Inmediatamente le dieron las hojas y un poco de agua en lina tapa de bebida, pero la "florcita con alas", como la llamó la maestra, no reaccionó. —¡Cómo pueden ser tan ignorantes. Dios mío! ¿Dónde han visto a un bicho como este comer hojas deflores?—irrumConsuelo, quien, por sus rasgos proporcionados y finos, provocaba en los chicos continuas atenciones y preferencias, u-sumidas en un comentario de Catalina: "Todos andan como /;inganos detrás de la reina". — Y tú que te las das de sabia, ¿qué comen entonces las 39 Manuel Gallegos mariposas? —la interrogó maliciosamente Yolanda con su cara sonrosada. —Para tu información, las mariposas se alimentan del néctar de las flores —respondió con orgullo y seguridad Consuelo—. ¿Supongo que sabrás lo que es el néctar? —¡Claro que lo sé! —contestó indignada Yolanda y acercándose a su compañera le dio un empujón. —¡Señora, la Yoli-Membrillo está peleando otra vez! Así llamaban a Yolanda desde que tuvo hepatitis el año anterior. —¡Niños! —intervino la maestra deteniendo la trifulca—. ¡Se me ha ocurrido una idea! Les propongo lo siguiente: cada uno podría llevar la mariposa a su casa por un día y cuidaría hasta que se reponga. —¡Es una buena idea, señora, porque si la dejamos aquí los chicos de la tarde la van a matar! —exclamó María Estela. —¡ Yo me la llevo primero! —propuso Eliodoro. —¡Y después yo! —gritó Pablo, feliz. —¡Y después me toca a mí! —¡Y a mí! —Muy bien, niños, así se irán turnando. Busquen alguna caja para llevaría —sugiríó la maestra al mismo tiempo que María Estela se acercaba con lágrimas en los ojos a murmurarle: El cisne y la luna —Ojalá se salve, ¿verdad? —Sí, hijita, ojalá pueda salvarse. Sebastián encontró una caja de té vacía y, entonces, con cxiremo cuidado Eliodoro depositó la mariposa en el interior, fiiscguida, la tapó y como un frágil tesoro la fue a dejar sobre sil pupitre. -¡Para qué se preocupa tanto por una mariposa, colega, si .líucra hay miles! —le dijo después Verónica Matamala a la maestra mientras limpiaba con un pañuelo sus gruesos lentes. iJIa, a diario se ufanaba de estimular en sus alumnos la creatividad y el gusto por la lectura, cosas que la señora María Crisuna consideraba "ideas de importación", y que seguramente liahía escuchado en algún curso de perfeccionamiento o leído por ahí, pero ignoraba cómo llevarías a la práctica. Entonces, l;i profesora Matamala agregó: Es un simple experímento, colega. ¿Para qué daríe tanta importancia a una mariposa clavada por un alfiler? Entiendo que es un experimento de los alumnos de sépII1110 año, pero la dejaron clavada allí y mis niños la descuImorón aún viva. Les dolió el alma contemplarla así. ¿Qué (|iii'iían que hiciera? ¡A mí me importa mucho lo que ellos •.irnian! ¡Me interesa sobremanera respetar los sentimientos de mis alumnos y educar su sensibilidad! i .os docentes que escuchaban sonrieron por la preocupa(11111 (le la maestra ante tan insignificante hecho. 41 40 El cisne y la luna Defraudada, María Cristina salió a la calle y esperó el autobús de la una y media de la tarde que ya se asomaba enfrente del aserradero. —¡Señora María Cristina! —le gritó Eliodoro—. ¿Puedo irme con usted? —¿Vas a Quilleco, Pichichel —Sí, señora, esfinde mes y debo acompañar a mi mamá a las compras. Ella me esperará en el supermercado. El cielo estaba cubierto de nubes oscuras y hacía frío. La mayoría de los niños se habían retirado de la escuela y el lugar estaba envuelto por una atmósfera tan triste que incluso se traspasó a los ojos de la profesora. En esto, el vehículo se detuvo junto a ellos y subieron. Primero pasaron ante sus miradas las pampas y una laguna donde era común encontrar una bandada de patos silvestres y unas cuantas garzas. La señora María Cristina le contó a Eliodoro que una mañana le pidió a una colega suya, quien a veces la llevaba en automóvil a la t'scuela, que se detuviera un momento para observar a una hermosa pareja de cisnes cuello negro que, por alguna maravillosa ra/ón, ese día estaba en la laguna. r n;.* Í?Í • Í •/ —Estas hermosas aves —le explicó a Eliodoro— abundaron hace muchos años en este lugar que está a los pies (k'l volcán Chelle, pero en el lago Küyenpür: fueron desaparencndo con la llegada de la civilización, que terminó con su liahilat, y las que se salvaron de morir emigraron lejos. Sólo muy de vez en cuando una que otra se detiene a descansar en 43 alguna perdida y aislada laguna como esta del camino, pero al lago Küyenpür jamás volvieron. Recordó la maestra que en esa ocasión estuvo largo rato observando a los cisnes hasta que, inesperadamente, las aves emprendieron el vuelo. Al volver al vehículo de su amiga le dijo: —"¡Qué hermosa y triste es la vida de los cisnes! ¿Te das cuenta? ¡Hermosa porque siempre andan en pareja y son fieles uno del otro hasta la muerte. Triste, porque deben huir constantemente para encontrar la paz y tranquilidad que necesitan para vivir!" Su compañera de trabajo, en aquella oportunidad, sólo asintió con la cabeza. —"¡Mira! ¿tefijasteen aquella garza?" —agregó María Cristina con entusiasmo a su amiga. El cisne y la luna —No. No, señora. ¡Me encanta que me cuente esas cosas! Más allá de la laguna, el camino desembocaba en una suave y larga pendiente cerrada a ambos lados por tupidos árboles. —¡Me fascina esta arboleda! Te contaré, Eliodoro, que cuando conocí este camino hace diez años, creí que esos árboles eran ñ/r^í. ¿Los conoces? , Él movió negativamente la cabeza y la maestra siguió: Sin embargo, su rostro otra vez se ensombreció y permaneció en silencio por largo rato. El chico, para no molestarla, nnró por la ventanilla. La maestra, mientras, muy cavilosa —¿Te estoy aburriendo, Pichichel —regresó de sus recuerdos María Cristina. El autobús continuó por la pendiente ondulante que terminaba en el ancho y quieto río Llufülafkén. A la maestra aquel lut le traía especiales recuerdos. Le encantaba ir hasta allí de paseo con su familia. Y su rostro pareció iluminarse al conirmplar el paisaje. María Cristina inspiró hondo y al pasar el aiiiobús sobre el puente, observó por unos segundos el ancho y oscuro fondo del río. —Nada de lo que ocurre a su alrededor inmuta a la garza, ni mucho menos la distrae de su mundo interior. ¡Parece que ni siquiera notó la presencia de los cisnes! ¡Con cuántos cisnes y garzas nos encontramos cada día! —reflexionó la maestra en voz alta. Su compañera de trabajo se quedó mirándola sin entender y María Cristina estaba segura que aquella vez la creyó loca. —Los confundí porque yo sólo los había visto en una revista y, sin querer, los asocié a esa música del mismo autor (le la "Suite Aysén", titulada "A un bosque de ñires". Después, nú marido me sacó del error: —"Esos árboles, María Cristina, son coigües nuevos— Me dijo y agregó: —"Los ñires sólo se encuentran en la alta cordillera. Pero esto en nada cambió mi encanto por este trayecto cubierto de ramas siempre verdes, extendidas como brazos al cielo"! —concluyó. .,• i Una garza gigante permanecía apoyada con elegancia en una sola pata, absorta en el horizonte del agua. La esbelta ave permaneció inmóvil durante los minutos que ellas contemplaron los cisnes. 44 45 Manuel Gallegos pensó: "Si mi corazón estaba feliz hace un momento y en paz mi alma, ¿por qué razón las condiciones del trabajo envenenan mi espíritu? ¿Por qué la mediocridad me afecta tan hondamente? Yo no quiero convertirme en uno de ellos, quienes después de diez, quince o veinte años de trabajo parecen acabados. ¿Alguna vez tuvieron sensibilidad e ilusiones en sus almas? Sin duda las tuvieron, pero, ¿qué les pasó entonces? ¿Qué ocurrió en sus vidas que las espantó y no quedaron ni siquiera las sombras?" De pronto, Eliodoro dándose cuenta de que el autobús había dejado atrás el paradero donde ella debía bajar, le advirtió: —¡Señora! ¿Usted no va a su casa? —¿Por qué? —¡Mire, ya pasamos el paradero! ¡Dios mío, es cierto! —y sonriendo comentó—: ¡Qué proíesora tan lunática tienes, Pichichel Rápidamente tomó su bolso, se despidió agitando con la mano y descendió del autobús. calino CAPÍTULOS E liodoro llegó caminando hasta un viejo muelle del lago Küyenpür, el que permanecía como silencioso testigo iW laflorecienteépoca del transporte naviero a vapor, del que ahora no quedaba ningún barco, y para saber de él se debía ircurrir a antiguas fotografías o a croquis de viajeros. El joven se sentó sobre los maderos apolillados y, con la rajiidez de una estrella fugaz, asomó en su memoria la figura \W su padre, don Anselmo Levimán Liucura, quien era un hombre bajo, rechoncho, con unos ojos redondos, sonrientes y bondadosos. Muy raras veces se afeitaba, manteniendo siem|iie una incipiente barba. Trabajaba en el aserradero de Kalkuhtir. donde tenía la responsabilidad de la mantención de las iii;i(|uinas cortadoras y cepilladoras. En repetidas ocasiones, años atrás, la empresa despidió per47 46 Manuel Uallegos m Cisne y la luna ,,.,,«-.„:«,..•.• descubría esperándola bajo el coigüe con los zapatos estilando tenía el trabajo asegurado. E l chico volvía a reír por la explica- debía poner más cuidado al vestirse. Otras veces la maestra lo de la experiencia, no la podía asumir cualquiera y por tal razón doro recordó cómo rió con la idea de la maestra y entendió que caba y le explicaba que su especialidad, aprendida por medio la sala en caso de que le ocurriera el mismo percance. Eho- ver así a su padre, y don Anselmo al percatarse de ello, se acer- nes. Por último, optó por pedirie un par a fin de tenerios en a sufrir ante la idea de quedar cesante. A Eliodoro le afligía incluso una vez lo envió de regreso a cambiarse los calceti- sonal y él, ocultándolo para no preocupar a la familia, comenzó esto, Eliodoro rara vez se enfermaba. muchos sacrificios y Eliodoro sentía la ausencia del padre, ya agua y junto a su perro, también empapado. Pero, a pesar de ción. Pero todo no era tan fácil. Para afianzar su trabajo hacía que este debía permanecer el día completo en el aserradero, incluso cumplir, a veces, turnos los sábados y los domingos. A raíz de aquel hecho, un día la señora María Cristina lo invitó al pueblo de Quilleco para comprarte un par de zapatos. res salarios. nómicos le había sido imposible seguir un tratamiento médico. huelga que duró un mes en todo el país por demanda de mejo- común de las personas y, por no poseer suficientes medios eco- acerca de los bajos sueldos de los profesores y recordaba la sordera, lo que la obligaba a hablar con mayor volumen que el un par de zapatos, porque en repetidas oportunidades escuchó ocupada de sus hijos. A pesar de ser joven, padecía de una leve Pensaba que la señora debía quererlo bastante para comprarle la mañana siguiente. Era una mujer humilde, siempre muy pre- torno, semejante a las espigas de trigo, lo que le gustó mucho. dor de las ocho de la noche y la traían de regreso a las ocho de el sí lo eran. E l calzado tenía una delgada trenza en el con- kilómetros de Kalkuhué. L a pasaba a buscar un autobús alrede- una y otra vez como si fueran un valioso tesoro; al menos, para trabajaba en horario nocturno en una industria pesquera, a 25 El niño sintió una alegría inmensa por el regalo. Los miraba L a madre de Eliodoro, doña Leontina Naimán González, momento al chico le pareció que el mundo era distinto. Pensó de la casa. Por ese motivo, en ocasiones, la maestra lo descu- supo. Entonces, la señora María Cristina les enseñó. Desde ese corriendo rumbo a la escuela, distante tan sólo cuatro cuadras dido a leer. ¿Qué había hecho el profesor de primero? Nadie lo les alcanzaba el tiempo, hasta desayunaban. Después, salían año, pero a pesar de ello, la mayoría del curso no había apren- año mayor que él, despertaban y se vestían solos, y cuando Eliodoro conoció a su maestra cuando cursaba segundo Ante esas circunstancias, Eliodoro y su hermana Elena, un bría con calcetines de diferente color o la chomba al revés. Ella, con ternura y humor, hacía que se diera vuelta la prenda. que lo más importante de su vida había ocurrido en el instante de aprender a juntar las sílabas y de leer una palabra com49 48 picta. Al término de cada jomada, desde la salida de la escuela, iniciaba la lectura de todo lo que se le cruzaba por sus ojos. Lo primero que leía era el letrero del almacén de enfrente: "Paquetería El Pudú."; después, "Aserradero Kalkuhué"; enseguida, "Hojalatería", y así: "Se vende leña de ulmo", "Calle Uno, Calle Dos, Calle Tres", "Vote por...", el resto de las letras pintadas las había diluido la lluvia. El trayecto a su casa normalmente lo hacía en diez minutos; después de aprender a leer demoraba más de media hora. —Señora —le dijo una vez doña Leontina a la maestra, casi gritando debido a su sordera—, estoy tan feliz de que le haya enseñado a leer a mi hijo. ¡Ha sido como un milagro! ¡Gracias, muchas gracias, señora! Se lo agradezco tanto porque yo, en realidad, no sé leer. La mujer irmmpió en un inesperado llanto y, después de una pausa, continuó: ' • • ' —Pero, ¿sabe? Estoy preocupada. Fíjese que la única entretención de este niñito durante el día es leer todo lo parecido a una palabra. Si estamos tomando once, él toma la caja de té o cual(|uier envase y lee de principio afinlas etiquetas, también las revistas y los pocos libros existentes en casa. ¡Todas las santas tardes, cuando no viene a ensayo de teatro, se las pasa leyendo! No le atrae la televisión ni tampoco salir a jugar. Su hermana y amiguitos del barrio se burian de él, diciéndole que se "le pelarán los alambres" como a un tal don Quijote de la Mancha si sigue así. ¿Qué puedo hacer, señora? i Yo no quiero que mi niño se vuelva loco! 51 La maestra sonrió con dulzura al oír las palabras de la mujer, y sintió una inmensa felicidad nacida de ese deslumbramiento vivido por sus alumnos cuando aprendían algo. La profesora la tranquilizó explicándole el natural entusiasmo del chico, el que pronto disminuiría, como sucede con todos los niños frente a un juguete nuevo. No obstante, la pasión de Eliodoro por la lectura no mermó; al contrario, cada día fue mayor. Al inicio del tercer año básico, la maestra comenzó a leeries todas las mañanas unas cuantas páginas del libro "Perico Trepa por Chile", de Marcela Paz y Alicia Morel. En forma paulatina, en ellos se despertó un profundo interés por escucharía. Sagradamente, a primera hora de los cinco días de clases, la obligaban a continuar leyendo. La novela, de 293 páginas, contaba la historía de Perico, un niño pobre de ocho años de edad —como ellos—, que vivía en Tierra del Fuego. E l niño protagonista debió dejar la escuela para trabajar con su padre y convertirse en pastor de ovejas. Solo, en las desoladas pampas de esa enorme isla, ayudó a una oveja a tener su cría e inmediatamente surgió en él un hondo cariño por la recién nacida, procurándole todo tipo de cuidados. E l padre de Perico vendió las ovejas y el corazón del niño no resistió dejar partir a su amiga Marisol, que así había llamado al animalito, y se las ingenió para acompañaría. En el diario afán de daríe protección, le sucedieron un sinfín de aventuras que lo llevaron a recorrer el país, desde la extremo sur, es decir, el Estrecho de Magallanes, hasta Arica, que está en el extremo norte. Los niños gozaban de las situaciones divertidas, sufrían con los conflictos y penas del protagonista, como también no dejaban de aplaudir sus ingeniosas ocurrencias. La lectura del libro fue un éxito total. E l cariño, el entusiasmo, la alegría y pasión comunicada por la maestra al leer, producía una atmósfera de encantamiento. El gusto por la lectura nació de ese maravilloso placer de escuchar, sentir y revivir aquella historia. Y de esa forma cautivó sus espíritus por medio de las palabras, estimulándolos ardientemente a desear oír otras aventuras, hasta llegar al momento en que, por iniciativa propia, pidieron a la maestra libros para leer solos. Así ocurrió durante todo ese año: terminaron leyendo entre quince y veinte libros cada uno y otros tantos, con la profesora. Una mañana, la señora María Cristina descubrió a Eliodoro dando vueltas con disimuló las páginas de un libro bajo el banco; lo hacía mientras ella explicaba una materia. No resistió más, se detuvo y le dijo: —¿Qué está leyendo, mi Pichichel —Este libro de mi hermano mayor que encontré en la casa —le contestó. —¿Qué libro es? —"Edipo rey", de un autor llamado Sófocles, señora. La maestra quedó muda. Tuvo ganas de reír pero se repri- 52 53 mió. Jamás pensó que su alumno de nueve años de edad permanecería absorto leyendo una obra dramática destinada a los alumnos de enseñanza media. Optó por no hacer ningún comentario sobre el asunto. Entonces, le preguntó sobre las partes de una planta, que era lo que estaba tratando en esos momentos en la clase, ante lo que éste respondió: —La planta está compuesta de raíz, tallo,floresy frutos. E l agua y el sol son importantes para su vida. Del agua extrae los nutrientes y gracias al sol realiza la fotosíntesis. Repitió con exactitud lo expresado por la maestra cuando lo sorprendió leyendo el libro. Entonces, la señora María Cristina sólo se limitó a animarle a seguir leyendo, pero en otro momento y lo invitó a que cuando lo terminara se lo contara a sus compañeros. Principalmente, pensando en los demás niños, le pidió no distraerse en otras cosas si ella explicaba ciertos temas. Pero no pasó mucho tiempo cuando descubrió a uno de sus alumnos leyendo la Biblia y a otro la revista "Condorito", en la misma clase. En esa época, considerando que los libros enviados por el Ministerio de Educación permanecían, por orden del director, debidamente guardados en cajas dentro de un estante con llave, debido al temor de que fueran ensuciados si los usaban los estudiantes, a la maestra se le ocurrió comunicarse con Alicia Morel, una de las autoras del primer libro que leyeron o, mejor dicho, "oyeron". Como ella ignoraba su dirección particular envió la carta a la editorial que había publicado el libro, 54 El cisne y la luna desde donde —pensó— se la podrían hacer llegar a la escritora. La maestra le contó en la carta acerca del lugar donde vivían los niños, sobre sus numerosas lecturas y de lo hermoso i|ue podría ser para ellos conocer en persona o, por lo menos, a través de una carta a un escritor. Además, le acompañó las misivas que le habían escrito lo chicos, donde le manifestaban la opinión acerca de su libro, con dibujos y saludos cariñosos incluidos. A los quince días la escritora les respondió con una tarjeta de saludo y treinta libros de regalo, tanto de ella como de otros autores de IBBY-Chile, es decir, la Organizacióón Internacional para el Libro Infantil y Juvenil, cuya filial chilena fue fundada justamente por la otra autora del libro que leyeron, Marcela Paz. Al enterarse de la carta de la señora Alicia Morel, los niños se sintieron felices de tener una escritora famosa como amiga. Cuando la maestra les leyó la tarjeta, la emoción fue tan grande que irrumpieron en aplausos. Los niños de una perdida escuela en el campo sureño, pobre, y a más de 1.200 kilómetros de la capital, se sintieron considerados y queridos por alguien tan importante, que había escrito tantos libros para los niños de Chile y de otros países. La maestra también se sintió feliz de recibir el regalo de la escritora. Al concluir la jomada, como todos los días, llegó hasta la sala de profesores a dejar el libro de clases, llevando la carta y la tarjeta de la escritora entre sus manos. Contó 55 entusiasmada a sus colegas lo sucedido. Éstos la escucharon y observaron la tarjeta sin hacer mayores comentarios. La única que reaccionó compartiendo su alegría fue Alba Barría, r: r,: —¡Te felicito, María Cristina! —le dijo— ¡Qué hermosa tarjeta! ¡Te confieso que jamás se me habría ocurrido escribirle a una escritora! No sé, uno los ve tan lejos. —¡No imaginas lo feliz que estaban los niños! Fíjate que inmediatamente se les ocurrió juntar dinero para sacar una fotocopia a la tarjeta y tener cada uno la suya. ¿Quieres ver los libros que les envió? Alba Barría aceptó gustosa la invitación y ambas salieron de la sala, contentas, en medio del silencio de los demás. CAPÍTULO 4 E liodoro no sabe por qué recordó de pronto una de esas lejanas mañanas en el pueblo de Kalkuhué, en que había amanecido especialmente helado. El camino y los campos parecían cubiertos de harina cruda, tan albos como si hubiera nevado. Las pozas formadas por la lluvia de la tarde anterior despertaron escarchadas, y los niños, camino a la escuela, semejaban pequeñas locomotoras a carbón echando humo blanco por las bocas. Al llegar a la sala, fueron directo a la estufa para calentarse la cara, los pies y las manos que, de tanto frío, casi no las sentían. Entró la maestra y se acercó a saludaríos. Después, les pidió salir al patio. Intrigados y sorprendidos de la propuesta, le preguntaron el motivo. Ella, sonriendo, sólo les informó que se trataba de una sorpresa. Y a 57 56 Manuel Gallegos afuera, levantó el brazo e indicó hacia los volcanes. Su rostro se iluminó con esa luz rasante de las primeras horas del día después de una intensa escarchada, y les dijo: —¡Miren, niños, cómo nace el sol! ¿No es maravilloso? ¡Contemplen esos colores! — Y éstos observaron con los ojos brillantes por la luminosidad. El amanecer entre los dos volcanes, erguidos sobre el lago Küyenpür, parecía un gigantesco fuego artificial estallando en cámara lenta. —¡Señora, esas nubes están pintadas de color naranja! —exclamó Margarita. —¡Qué potente! —señaló Andrés con la cara roja por el hielo del aire. —¡La nieve del volcán parece una flor rosada! —gritó Pablo, con su voz suave y mirada inteligente. —¡El color del cielo nace en un débil azulino hasta llegar a un intenso azul-mar! —agregó Celeste. En ese momento, su persona menuda y tímida pareció crecer. Llamó la atención de la maestra esa espontánea expresión de la niña, normalmente retraída y callada. Había ingresado hacía sólo dos semanas a la escuela, porque —según les contó la maestra—, su padre encontró un trabajo mejor remunerado en los campos colindantes a Kalkuhué. —¡Qué maravilloso! ¿Verdad, niños? —insistió la profesora. Asintieron con movimientos de cabeza, riendo contentos. Ellos consideraban a la profesora una persona especial, un 58 poco loca, tal vez lunática, como se definía ella misma, distinta a la mayoría de los adultos que conocían, pero llena de fuerza y sinceridad. Esta y otras razones los inclinaba a quererla muy fácilmente. —¡Respirenhondo, niños! ¡Uno, dos, tres! ¡Esoes! ¿Saben? ¡Me encanta contemplar los amaneceres! Fíjense bien, ninguna mañana es igual a otra. Cada día es diferente. Si lográramos pintar lo que nuestros ojos ven en este instante, nadie lo creería. Todos dirán: "Ah, es un dibujo infantil: ese azul del cielo no existe. Ese color naranja y aquel rojo tampoco". Sin embargo, existen, y ustedes lo están apreciando, ¿verdad? E l grupo aprobó a coro, sonriendo. —¡Silencio! ¡Escuchen! —los alertó de pronto la señora María Cristina. Desde el fondo del patio y por sobre la pandereta se acercaba volando una bandada de loros. Siguieron su vuelo a gran altura, causándoles hilaridad el estridente y desordenado diálogo que llevaban mientras se dirigían a los campos en busca de alimento. , —¡Se parecen a unos que yo conozco! —afirmó riendo la maestra, y cuando la mancha verde se perdió detrás del techo de la escuela, agregó: —¡Para espantar el frío vamos a jugar a la "Pinta"! Su idea los puso felices y rápidamente ella gritó llevar la pinta, correteándolos por el patio. En un momento, Eliodoro salió 60 corriendo al baño y sin querer divisó a la profesora Verónica Matamala observando absorta el patio donde ellos jugaban. Ella sonrió con ironía, luego caminó por el pasillo mientras sostenía un paquete entre las manos y se metió en la oficina del director. El chico pasó junto a la puerta entreabierta y alcanzó a oír: —¡Hay que ser bien loca para hacer esas tonteras! —. E l director, de contextura gruesa, bordeaba los 60 años. Gustaba lucir impecables temos cruzados y unos bigotes ralos que maquillaba creyendo que nadie lo advertía. Con su voluminoso cuerpo arrellanado detrás del escritorio, daba la impresión de estar siempre cansado. Miró lánguidamente a la interíocutora y le respondió: —¡Déjela, Verónica; cada loco con su tema nada más! Abrió con avidez el paquete dejado por la profesora sobre el escritorio, sacó un enorme pastel empolvado que todos conocen como "beríín". Se lo pasó a la mujer; enseguida, tomó otro igual y llevándolo a la boca le dio tal mordisco que el azúcar en polvo le marcó las infladas mejillas y el resto cayó en las anchas solapas de la chaqueta. El niño regresó corriendo al patio. Después de unos quince minutos de juego, la señora María Cristina les pidió volver a la sala. Una vez allí, la maestra llamó a Eliodoro para que le confesara la causa de su actitud silenciosa y el porqué de su rostro afligido: —Señora, yo traté de hablaríe, pero usted estaba tan entu61 siasmada mostrándonos el amanecer que decidí esperar. Le tengo una mala noticia , „ —Dime, hijito —contestó envuelta en una nube de polvo de tiza mientras borraba lo escrito en el pizarrón. —Se murió la mariposita. La maestra detuvo el brazo y dirigiéndole su mirada descubrió que el niño bajó la cabeza al sentir resbalar unas lágrimas por sus mejillas. El resto de los chicos lo habían oído y guardaron silencio. María Estela se acercó a su pupitre, levantó la caja con suavidad, dio unos pasos hacia la profesora y la dejó sobre el escritorio. Ésta, abriéndola cuidadosamente, observó el valioso contenido. ' —¡Señora, la mariposa parece haber dejado algo en ese rincón de la caja! ¿Serán huevos? —¡ Sí, sí, María Estela, tienen todo el aspecto de ser huevos! Al percibir la consternación expresada en los rostros infantiles, la señora María Cristina, continuó: —Niños, no deben sentirse culpables por la muerte de la mariposa. Ustedes intentaron salvarla pero ya era demasiado tarde —. Después de un rato mirando los semblantes compungidos, agregó: —¡Se me ocurre una idea! ¡Que Eliodoro vaya a dejar esos huevos en el tronco del coigüe de la entrada! ¡Es muy posible que en agradecimiento al esfuerzo que ustedes hicieron por salvaría, les dejara ese hermoso regalo! ¡El regalo son sus huevos, de donde nacerán otras mariposas como ella! I ,as palabras de la maestra fueron cot>^Q ^^y^ ¿Q sol en un cielo oscuro de lluviosas nubes. E l rastro de cada uno de Hus alumnos se iluminó, imaginando cór^i^ ^¿lo unos días nacerían otras mariposas, hecho que alegró sus corazones y en ini nnpulso irreprimible les hizo aplaudir emocionados. EntonI es, cuando Eliodoro regresó de la misión encomendada, ella .iprovechó para hablaríes acerca de la vj^^ g^tog insectos, nnenlras con dibujos simples trazados Con rapidez, esbozaba las etapas del nacimiento de una mariposa en el pizarrón. Los niños quedaron sorprendidos, sin entender en su totalidad la explicación. Entonces, Eliodoro levantó la ^^^^^ para pedir la palabra: —Señora, ayer en la tarde fui a la biblioteca de la escuela porque quería saber cómo cuidar a la niariposa y en un libro de insectos chilenos hallé lo que usted dice, pero, ¿sabe lo que descubrí? ¡Mire, aquí está! La profesora se acercó, tomó el libro y 1Q observó. —¡ Se parece a la maríposa encontrada por Gabriel! —¡Sí, señora, y ahí sale el nombre y todo! La maestra fue mostrando de batico en banco el libro abierto: —¿La observan bien? —¡Es igual! —exclamó Pablo. —¡Sí, sí, tiene exactamente los mismos colores! —agregó Teresa. 63 62 Manuel Gallegos —¡Los ojos de las alas son idénticos, señora! —intervino Sebastián. —¡Muy bien! ¡Felicito a Eliodoro por haberse preocupado en averiguar algo más sobre las mariposas! Pero, dinos, ¿cuál es el nombre de ella? —¡Señora, aquí lo dice!— Eliodoro tomó nuevamente el libro y leyó en voz alta: —"Su nombre científico es Polythysana Cinerascens. Y habita desde Atacama hasta Chiloé. La gente comúnmente la llama 'Mariposa con ojos' por tener unos grandes círculos como ojos dibujados en las cuatro alas". El cisne y la luna u^íadores. ¿Les parece? El objetivo será recopilar la mayor cantidad de información sobre las mariposas. Las chicas y chicos respondieron entusiasmados, contentos lie la proposición. La tristeza sentida por el infortunado insecto comenzó a debilitarse, en especial cuando pensaron que en realidad no había muerto del todo al dejaries sus huevos. —¡Tenía razón David, señora; él sabía cómo se llamaba! —Así es, Consuelo. David conocía el nombre común de la mariposa y Eliodoro investigó el nombre científico. Ambos se merecen un aplauso, ¿no creen? El curso entero los aplaudió. David, como un campeón de boxeo, levantó los brazos jugueteando, lo que provocó gran hilaridad en el resto. ,. . — A l observar este libro me doy cuenta de que nuestra mariposa podría corresponder a un tipo especial llamado polilla. Será mejor, con el propósito de saber más acerca de ella, hacer una investigación sobre la vida de estos insectos: cómo nacen, dónde viven y cuáles son las diversas clases que existen. ¡Creo que mientras más logremos saber acerca de algo o alguien, lo aprenderemos a amar también con mayor profundidad! Bien, entonces, vamos a formar grupos de cuatro inves64 65 CAPÍTULO 5 E l joven Eliodoro se tendió sobre la gruesa arena del lago Küyenpür y disfrutó con el cielo tapizado de gigantescas nubes, las que poseían una poderosa fuerza de atracción para su alma desde que era niño. Vio cruzar unas gaviotas y admiró el apacible vuelo planeador. Éstas remontaban desde el mar a través del cauce del río Llufülafkén hasta el lago Küyenpür y volvían con la puesta del sol. El joven evocó inevitablemente un lejano 25 de junio. Lo recordaba con tanta precisión porque coincidía con el cumpleaños de su padre y, por lo tanto, le traía una buena dosis de gratos momentos; sin embargo, un día como aquel, en la escuela, al final de la jomada, Andrés acusó a Margarita de haber regalado dulces a los demás chicos menos a él. No era 66 primera vez que ella, durante este último tiempo, había sido especialmente generosa con sus compañeros. Este hecho llamó la atención de la maestra y al enterarse ahora por boca de un alumno, creyó que era la oportunidad para preguntarle a la niña acerca de la procedencia de los dulces, pero ésta sólo respondió con sonrisas, esquivando la respuesta. Entonces Andrés, despechado, prorrumpió: —¡Los compra con dinero que el viejo Heriberto, a ella y a otras niñas, les regala cuando van a su casa! En el rostro de Andrés, Eliodoro alcanzó a percibir una sonrisa picara al final de la acusación. Entonces la señora María Cristina le pidió a la niña que se quedara un momento en la sala, mientras los semaneros hacían el aseo. —Margarita, cuéntame, ¿de dónde has sacado el dinero para comprar dulces? —Mi papá me lo dio. —¿Estás segura que me estás diciendo la verdad, hijita? ', —¡Sí, sí, es cierto, señora! —Te conozco muy bien, Margarita. En tus ojos veo que me mientes. La niña, recorría con nerviosismo los botones del delantal. Tenía el rostro encendido y sus ojos denotaban que estaba a punto de estallar en lágrimas. Hasta que declaró con una voz casi inaudible: —Bueno, señora, es cierto, le mentí. Los dulces me los regala el viejo Heriberto. —¿Y quién es el viejo Heriberto? —Uno que vive allá, casi a la entrada del pueblo. —¿Y sólo a ti te ha regalado dinero? —A mí y a otras chicas. —¿Y por qué? La niña permaneció silenciosa, escondiendo el rostro, con las manos apegadas al cuerpo, como en un intento de también querer ocultarlo. —Margarita, dime la verdad, por favor —insistió la maestra. —Él nos invita a su casa diciéndonos que nos conviene. Entonces, nos hace unos cariños. La maestra quedó impresionada al escuchar la confesión de la niña. Consideró muy grave el hecho y se propuso indagar más sobre el asunto. — Dime, ¿con quién has ido allí? —Con la Yéssica del séptimo. -Pero, ¿qué te ha hecho ese hombre, hijita? Si me lo dices, te aseguro no va a ocurrirte nada. , —¿Me lo promete? Porque él me prohibió contarlo. Dijo que si lo hacía iba a arrepentirme toda la vida. —Te lo aseguro, mi niña: él no sabrá nada y, además, prometo protegerte y darte mi ayuda. La chica afirmó con la cabeza e impulsivamente abrazó a la maestra. Luego, apartándose, le habló: —Cuando voy allí, él me hace cariño en las manos, en el pecho y... -¿Y..? 69 68 Margarita no respondió e indicó con la mano su vientre y se puso a llorar. Con un acogedor abrazo la señora María Cristina logró tranquilizarla, estimulándola a no temer hablar con ella. La hizo prometer no ir otra vez donde ese hombre, porque lo que él hacía estaba mal y lo más seguro que fuese un enfermo mental. .'i.'...;;:;^/; r : ; i . r —Cuando tú seas una mujer adulta —le explicó con dulzura— y encuentres a alguien que te ame y tú también lo ames, podrás aceptar y ofrecer cariños de verdadero amor en tu cuerpo, pero, Margarita, éste es un hombre viejo que se aprovecha de una niña de sólo nueve años, y eso es muy malo. Ya más tranquila, la niña se fue a su casa. La maestra ordenó los libros sobre la mesa y por la puerta abierta vio venir al director. Rápidamente se levantó, salió a su encuentro y de inmediato le expuso la situación. La respuesta la sorprendió: —Créame, Cristinita, que me produce profundo dolor lo que me cuenta. De sólo pensar en esa pequeñita que tiene la misma edad de mi única nieta, me parte el corazón. El director, emocionado, no pudo contener las lágrimas y sacando un pañuelo de su bolsillo se las secó. La profesora tampoco pudo contener la pena, brillándole los ojos de emoción. Entonces, el hombre, respiró hondo e inesperadamente su semblante se endureció y con una voz disdnta dijo: —¡Pero si esto no es novedad aquí, Cristinita! ¡Ocurre todos los días! ¡Qué se puede esperar de esta aldea donde abunda la degeneración a todo nivel! ¡Hemos hablado con las 70 autoridades locales, con Carabineros y nada! Hace unos meses ocurrió algo parecido. Se inició una investigación y la respuesta se diluyó como una pastilla efervescente. ¡Es una périlida de tiempo denunciar estos hechos! —Creo, señor director —insistió la maestra con energía—, que las cosas no las podemos dejar así. Nuestro deber en una aldea como ésta consiste también en preocupamos de lo que les sucede en la calle a los niños. Si no, ¿qué educación estamos entregándoles? ¿Acaso las nuevas ideas educacionales no sugieren que debemos integrar a los padres y a la comunidad en el proceso educativo? Y si es así, entonces no podemos cerrar los ojos ante lo que les ocurre a nuestras alumnas a una cuadra de la escuela. ¿No le parece? —Sí, sí, tiene razón, pero, se lo advierto, usted se echará muchos problemas encima. La señora María Cristina respondió con una mirada firme. Un tenso silencio inundó el espacio entre ambos. Entonces, el director, olvidándose de su cargo y ya más relajado, agregó: —Bueno, sí, sí, Cristinita, yo la entiendo. Seré sincero con usted. ¡Ya estoy aburrido de todo esto! Cuando comencé a trabajar, también quise cambiar el mundo, luchar, salir en defensa de causas justas aun cuando fueran perdidas y, con el tiempo, comprendí que nadaba solo contra la corriente. Finalmente, eso me cansó. — Y ese cansancio lo llevó a la indiferencia, a la abulia, colaborando con su actitud a degradar nuestra profesión. En sus palabras todo está bien; sin embargo, las acciones contradi71 Manuel Gallegos cen lo que expresa. Perdóneme acerca de lo que voy a decirle, señor director, pero no lo puedo callar. Por el sueldo que gano no venderé lo más preciado de mí: la valentía de expresar lo que pienso sobre mi trabajo. Su interés, señor director, dejó de ser la educación. Usted habla como si fuera un anciano sin serlo. ¡Yo no soy una profesora nueva, llevo diez años ejerciendo y el día que piense y actúe como usted, ¿sabe lo que voy a hacer? —No. No lo sé, Cristinita. —¡Pues me retiraré y me dedicaré a otra cosa! Se despidió formalmente, dio media vuelta y se alejó. CAPÍTULO 6 E liodoro lanzó una piedra sobre la superficie del lago y contempló las ondas provocadas por el impacto y las aguas rizadas por el viento. Se sintió inquieto y atrapado por algunas situaciones de desagrado, las que lo arrastraban a dar vueltas y vueltas sin que se pudiera desligar de ellas. De nuevo recordó lo que le sucedió a Margarita. El mismo día que la maestra conversó con la niña, envió a buscar a su madre para informarle de lo acontecido. Esa tarde tenían ensayo de teatro y Eliodoro fue el primero en llegar a la sala. Mientras leía sus pariamentos en silencio, escuchó que la mujer le decía: —¡Pero eso no es posible! ¡Dios mío! ¡Qué terrible, señora María Cristina! Mi niñita, ¿por qué a ella? •'li 72 73 Vestida de oscuro y con sencillez, la mujer reflejaba en las manos el diario y agotador trabajo hogareño. Lloró desconsolada y entre lágrimas preguntó a la chica: —¿Es verdad eso, hijita? Margarita, aterrorizada, sólo afirmó con la cabeza. —¡Esto, señora, no lo podemos dejar así! Vamos a denunciar a ese hombre porque es un peligro para su hija y las demás niñas. —Sí, sí, señora María Cristina. Y usted ¿sabe quién es? —Sí. Lo sé, pero, perdóneme, no se lo puedo decir todavía. Ahora iré a informarie al director de nuestra conversación y pedirle su ayuda. ¿Está de acuerdo en hacer la denuncia, verdad? La mujer se quedó callada, moviéndose inquieta, indecisa de hablar: • —Bueno, no sé. Yo soy dueña de casa y para estas cosas se necesita tiempo. A veces, uno pierde todo el día en la comisaría o el juzgado, usted sabe, eso es así. También, debo contárselo a mi marido. ¡Dios mío, a él le tengo un miedo horrible! Es muy violento y esto lo sacará de juicio, estoy segura. —Señora Raquel, ¿no se da cuenta de que está en juego la salud mental y física de su hija? ¡No podemos permitir a un degenerado andar suelto por el pueblo! ¿No lo comprende? —Sí, sí, tiene usted razón —concluyó la mujer y volvió 74 a explotar en llanto, contagiando también a su hija. La maestra tranquilizó a doña Raquel y acarició la cabeza de Margarita. Luego, dirigiéndose a Eliodoro, quien había comenzado a pintar unos carteles, le pidió ayuda para llevar los rollos sobrantes de cartulina a la dirección. Cuando entraron a la oficina, el chico los dejó sobre una mesa y la maestra lo hizo esperar afuera. Allí se quedó, junto a la puerta, desde donde alcanzaba a divisar parte del escritorio del director. Este, arrellanado como siempre en su sillón, sólo ante la insistencia de la maestra decidió llamar a la policía. Tomó el teléfono, marcó el número y habló con alguien, explicándole lo sucedido. Después de unos minutos de conversación, colgó. — E l detective Muñoz nos aconseja llevar a la chica al hospital con el objeto de hacerle un examen y, a continuación, pasar a estampar la denuncia al cuartel. ¿Podría ir usted, Cristinita?, porque yo estoy muy ocupado organizando la comida que tendremos mañana para celebrar el cumpleaños de la colega Montealegre. A propósito, usted participará ¿no es cierto? —No, no asistiré, señor. Permiso. Y al darse vuelta para salir, este le dijo: —¡Qué lástima! Bueno, manténgame informado de todo, Cristinita. Cuente con mi apoyo. Eliodoro oyó los pasos de la maestra y se retiró de la puerta. Ella se mordía los labios y su cuerpo entero parecía temblar. Enseguida caminó con paso rápido y seguro hasta la sala. Se detuvo, y antes de entrar hizo esfuerzos para dominarse. Daba 75 la impresión de que no deseaba que la vieran irritada. Entonces, después de hablar con las dos mujeres, llamó a Eliodoro para encargarle que al llegar sus compañeros aprovecharan de ensayar solos mientras ella iba a la ciudad. Así lo hicieron los niños, desconocedores de cuanto sucedía con la maestra en esos momentos. Como Eliodoro vivía enfrente de la casa de Margarita y normalmente en las tardes se juntaban a jugar un rato, ella le contó lo sucedido. Habían ido a Quilleco en auto colectivo y ella se mantuvo en silencio los cinco kilómetros que los separan de Kalkuhué. Tuvo tanto miedo que su frágil cuerpo no dejó de temblar en el trayecto. La señora María Cristina la tranquilizaba cariñosamente, hablándole de otras cosas. Una vez en el hospital, se dirigieron al servicio de urgencia, donde, al no haber otros pacientes, fueron atendidas de inmediato. Ante la petición del auxiliar de enfermería sólo entró Margaríta con doña Raquel. La maestra aguardó en la sala de espera. Después de veinte minutos, salieron. Tras cmzar la puerta batiente, el rostro de doña Raquel reflejaba una angustia contenida y simulando tranquilidad, comentó: —No es nada. El doctor dijo no haber sido nada. Margarita se dio cuenta que la maestra —por la expresión del rostro— no le había creído a su madre. La niña tampoco se enteró de lo que el médico habló aparte con ella. 76 Al salir de allí caminaron por la calle principal hasta la antigua casona de madera usada como cuartel de la policía. Un hombre de mediana edad, informalmente vestido, se presentó como el detective Muñoz. Las saludó con cortesía e invitó a subir a través de una crujiente escala al tercer piso. Entraron a una pequeña sala ubicada en el altillo del edificio, amoblada sólo con una mesa y dos sillas comunes, de madera. E l lugar era poco acogedor, tenebroso, lo que aumentó el miedo de Margarita. E l detective pidió a la madre que esperara en el pasillo por unos minutos. Después cerró la puerta, se sentó detrás de la mesa y comenzó a indagar en detalle sobre lo ocurrido, haciéndole preguntas a la chica y transcribiendo las respuestas en una vieja máquina de escribir eléctrica. Alrededor de treinta minutos después, el detective concluyó: —Margarita, ¿cómo se llama el hombre? —Todos le dicen el viejo Beto, pero se llama Heriberto. * —Hoy lo conocí —agregó la maestra—. Los niños me lo mostraron. Es un hombre de unos sesenta años, mal vestido, bajo, delgado, moreno, y con una pequeña joroba. Andaba rondando la escuela en actitud sospechosa, como en la búsqueda de nuevas víctimas. —Es lo más probable. Señora, esto se debe mantener en absoluta reserva para que el hombre no escape. Intentaré pedir al juez una orden de arresto para este individuo. El detective, entonces, se levantó y dirigiéndose a la puerta llamó a doña Raquel. Cuando ésta pasó le informó que, 77 ^ ' lomando en cuenta las declaraciones de su hija, el hombre en cuestión había abusado de ella y de otras estudiantes de la escuela, que tratara de estar tranquila, ya que él se preocuparía de encerrarlo. Le pidió mantener a la chica sin salir de la casa durante a lo menos dos días. —Señor detective, sé que ustedes conocen quién es el hombre. ¡Yo también tengo derecho a saberlo! —Señora, por el momento es preferible que lo ignore. —Pero, ¿por qué? ¡Soy la madre y si se trata de un hombre de A'Í?//:M/IMÍ'necesito estar alerta! El detective pensó unos instantes, dio media vuelta y le contestó a la mujer: —Está bien, se lo diré, pero le pido por el bien de la investigación y de su hija, no decirlo a nadie. —Se lo prometo, señor. —Se trata de un hombre de edad, con una joroba, a quien llaman el Beto. —¡Dios mío! ¡El Beto! ¡No puede ser! ¡No puede ser! A ese hombre, señor policía, nosotros lo conocemos mucho, si casi es de la familia, porque es un primo lejano de mi marido. Se llama Heriberto. ¿Es cierto, hijita que fue el Beto? —Sí, mamá. •' • - ' • •' ' —¡Santísimo corazón de Jesús! ¡Pero si él ahora mismo está en casa cuidando a tus hermanos! ¡No tenía con quién 79 Manuel Gallegos dejarlos y recurrí a él porque siempre tiene tan buena voluntad y es bondadoso con los niños! ¡Señorcito santo! ¡Mi marido lo va a querer matar! —gritó la mujer en una crisis de llanto e histeria. —Cálmese, señora. Nuevamente se confirma la regla: quienes cometen estos delitos son hombres de la misma familia o parientes cercanos de la víctima. —¡No lo puedo creer! ¡Tendré que regresar inmediatamente o llamar por teléfono a una vecina para que saque a los niños de la casa y los cuide hasta mi vuelta! ¡Dios mío! ¿Comprende? ¡ Ahora están con ese hombre! El cisne y la luna Esa tarde no hubo noticias de la aprehensión del viejo Beto. . —¿Quién lo iba a imaginar, cuando a ese hombre lo veíamos a diario en la calle y era aparentemente inofensivo? —discurrió Eliodoro. La inmediata reacción del padre y del tío de Margarita, al enterarse del hecho, fue salir a la calle en busca del hombre para daríe una paliza, pero doña Raquel les rogó no hacerío, contándoles el compromiso con el detective; de lo contrario podría escapar y frustrarse todo. —Esperemos hasta mañana, hombre —le propuso el hermano. Así lo hicieron. En la planta baja indicó el aparato telefónico a la mujer y ésta se comunicó. Cuando terminó, el detective les dijo: —¡No harán nada! —dijo el enfurecido padre de Margarita—. Todo se va en papeleos y trámites. ¡Después, los delincuentes salen al día siguiente a la calle, "libres de polvo y paja" a continuar con sus fechorías! —Yo quisiera ir a aprehenderio en este momento, señora, pero no puedo sin una orden del juez. Bajemos, por favor. En el primer piso podrá llamar por teléfono. —Esta tarde lo detendremos. Pediré también al juez que solicite el informe médico al hospital. Y, por favor, señora, no diga nada de esto a nadie. E l hombre puede llegar a enterarse y escapará. La madre se despidió agradecida del policía. Subieron a otro automóvil colectivo y regresaron a Kalkuhué. La maestra volvió a la escuela. Sus alumnos ya se habían marchado y sólo Eliodoro decidió esperaría para saber lo ocurrido, pero ella sólo le contó generalidades. 80 —¡Está bien, sólo hasta mañana! Al otro día los detectives detuvieron al Beto y en el cuartel procedieron a interrogarío. Este lo negó todo, pero el juez, considerando el informe médico y las contradicciones del inculpado, estableció la existencia de violación. Por lo tanto, lo condenó a la cárcel. La señora María Cristina Burgos sintió una profunda tranquilidad al pensar que ahora sus alumnas podían ir seguras camino a la escuela, libres de las bajezas de ese hombre. 81 —¡La felicito, Cristinita! Usted logró lo que nadie había conseguido hasta ahora en Kalkuhué. Cada vez que se iniciaba un proceso parecido, se diluía en el tiempo, perdiendo nosotros la fe —argumentó el director de la escuela ante el grupo de profesores. —¡En todo caso, una no puede andar haciéndose la heroína, intentando solucionar asuntos de este tipo! —opinó Verónica Matamala. —¡Y no sólo ocurren cosas de este tipo! ¡Las hay peores! —afirmó riendo Trinidad Montealegre, arrastrando a la risa al resto. —Me parece, señor director y colegas —dijo Alba—, que yo hubiera hecho lo mismo que María Cristina. ¡No es justo que se dude de su intención! Ella lo hizo por las niñas de la escuela y no para recibir sus aplausos. ¡Ahora, después de oídos, tomo conciencia con quiénes realmente trabajo! Yo estaba ciega y no me daba cuenta. Es muy fácil, pienso yo, esconder la cabeza como el avestruz ante nuestra realidad tan particular. Aquí, nosotros no sólo cumplimos la labor educativa, sino que también hacemos el papel de padres, enfermeras, consejeras, asistentes sociales, psicólogas y auxiliares cuando la sala está sucia. ¡Nosotros mismos elegimos ser maestros en una escuela rural y debemos asumir lo que significa! María Cristina hizo lo imposible por evitar que ese hombre siguiera ensuciando el cuerpo, la mente y el corazón de las niñas de la escuela. Perdónenme, colegas, pero creo que deberíamos seguir su ejemplo. Y ya es tiempo que realmente entreguemos una buena educación sexual a nuestros alumnos. E l nuevo concepto de educación que comienza a echar raíces en nuestro país requerirá de otro espíritu y debemos prepararnos. ¡Quizá debamos comenzar por depurar nuestros corazones! Tras la intervención de Alba Barría, no hubo ninguna otra opinión. Cada uno se escabulló. La señora María Cristina, dirigiéndose a su colega, le dijo: • ' / >, —Alba, quiero agradecer tus palabras. • • -• —Nada tienes que agradecer, Cristina. Expresé lo que siento y pienso solamente. Soy yo la que debo estar agradecida de ti por ayudarme a despertar y valorar mi vocación. En nuestro medio la gente es muy buena para criticar, hablar mal o inventar cosas acerca del otro, pero en el momento de destacar las acciones positivas, nadie abre la boca. —Sí, tienes razón. Alba. ¡Ese mundillo superficial y falto de generosidad es el que me enferma! —Debes tomario con más calma, María Cristina. Tu entrega como profesional se estrella contra la indiferencia de los otros. —Me asombra que tú, amiga, siendo una profesora joven, hables con tanta madurez sobre esto. Ojalá no te contamines. —Tú no lo has hecho. ' . —Sólo he actuado confidelidada mis pensamientos y prin- 82 83 cipios. En cuanto a los alumnos, siempre estoy dispuesta a escucharlos y aprender de ellos. En especial en lo que se refiere a mantener viva la llama de la sorpresa, de estimularlos a maravillarse por lo que puedan ver sus ojos. A propósito, te tengo un regalo—. Extrajo de su cartera una hoja doblada y manteniéndola en sus manos le dijo: —Es el Decálogo de la Maestra de Gabriela Mistral. Una querida profesora de la universidad donde estudié me lo dio a conocer y créeme, Alba, en esas pocas líneas está lo más importante de nuestra vocación. Lo he leído infinidad de veces, palabra por palabra, hasta grabarlas en mi alma y en mi carne. Como ejemplo te citaré dos de esos pensamientos: "Ama, si no puedes amar mucho, no enseñes niños"; y "Maestro. Sé fervoroso, para encender lámparas has de llevar fuego en tu corazón". ¿No sería esto suficiente para hacer un cambio de raíz en nuestro sistema pedagógico. Alba? Su compañera de trabajo lo leyó de inmediato y al concluir unas silenciosas lágrimas humedecieron la hoja entre sus manos. Se acercó a su amiga y la abrazó: —¡Gracias, María Cristina! ¡Esos pensamientos son maravillosos y te identifican plenamente! No los olvidaré, te lo aseguro. Ahora, si ya te vas, aprovecharé de irme acompañada, ¿te parece?—Ambas mujeres salieron de la escuela conversando, sintiendo reconfortada el alma al percibir que su amistad se había enriquecido. CAPÍTULO 7 E 'liodoro recordó la humilde casa de su infancia; era /como casi la de todos sus compañeros de escuela, estaba formada por tres habitaciones: un par de dormitorios y una sala que hacía las veces de comedor y de cocina, además de sala de estar. Algunos habían agregado a este tipo de viviendas otras piezas prefabricadas, en la medida que aumentaba la familia. Construidas de madera sobre pilotes de troncos y envueltas las paredes exteriores por oscuras tejuelas de alerce, parecían imitar al escamado cuerpo de los jureles. Su interior sencillo, amoblado con lo esencial, se distinguía por la extremada limpieza que la madre del chico conseguía en el piso de anchas tablas, y del mismo modo, la vajilla y la cocina a leña. Sobre ésta, colgaba la zarabanda de coligue donde 85 84 doña Leontina con unas pinzas de madera prendía la ropa para que se secara. Las habitaciones tenían sencillos catres con cubrecamas de lana de múltiples colores, y pequeños objetos de adorno cuidadosamente ordenados sobre antiguas carpetas tejidas a crochet. La mayoría de las casas de la aldea, en especial la de los inquiUnos, eran mantenidas con el mismo cuidado de Umpieza que el hogar de Eliodoro. Afuera, en el estrecho patio, su madre mantenía un frondoso huerto con plantaciones de lechugas, repollos blancos y morados, habas y papas. Desde allí, se podía observar el volcán Chelle, convertido para él en un faro mágico. Cuando iba con su padre a las pampas o al monte en busca de leña, a Ehodoro le bastaba descubrir el mullido cono nevado para ubicarse en el espacio y sentirse seguro. En las mañanas lo veía iluminarse con el sol trepando por una de sus laderas. Y entonces, pensaba: "el sol duerme en el volcán". Elena rió cuando le repitió su poético pensamiento. Según su hermana, el sol no dormía y si lo hiciera, no lo haría en el volcán. —Además, no cabe en el cráter —concluyó la niña. Otras veces distinguía en la cúspide de la cónica montaña una enorme nube con forma de boina y entonces, exclamaba: —¡Mamá, mañana va a llover! —¿Porqué,hijito? ' " ' —¡El Chelle se ha puesto la boina! — Y en el acto corría donde ella y le recitaba: ; ,, ; "Si tiene una boina vendrá lluvia. - '• - Si tiene un sombrero el tiempo será bueno." • ' ' " Eran unos versos de la tradición lugareña que su padre le había enseñado. La mujer, entonces, dejaba de pelar unas papas y se asomaba a la puerta trasera de la vivienda para complacerío. Sus ojos descubrían sobre la cima del volcán una perfecta boina de nubes blancas. Irremediablemente, en la tarde o al anochecer, se dejaba caer la lluvia, confirmando su poético vaticinio. La señora María Cristina tenía también un particular modo de enterarse del mal tiempo. Constataba la proximidad de un aguacero por la nerviosa inquietud percibida en la sala, expresada horas antes de ocurrir. Cuando los niños actuaban extrañamente eufóricos y desobedientes más allá de lo normal, era signo inequívoco de lluvia en un par de horas. Eso sí, según su opinión, las señales descritas convertían la mañana en una jornada agotadora, por lo que no gustaba de esas manifestaciones meteorológicas. Los demás profesores de la escuela bautizaron a esa expresión infantil como "el barómetro infalible". En otras ocasiones el Chelle desaparecía totalmente cubierto por grandes y azabachadas nubes, permaneciendo así días completos, incluso hasta una semana. Cuando esto sucedía, el ánimo de Eliodoro se derrumbaba. Le provocaba ensimismamiento y tristeza. Había perdido la luz del faro. E l volcán 87 S6 llegó a ser una importante compañía en su existencia. En algunas ocasiones, pensando en el significado del nombre Chelle, imaginaba a la enorme montaña como un ave blanquecina, aterida y acurrucada por el frío. A causa de esa profunda relación nacida en su espírítu desde los primeros años de vida, había concebido a la ciudad que lleva el mismo nombre del volcán como un lugar magnífico, un sueño maravilloso. Por ese motivo, cuando integró el grupo de teatro formado por la maestra y comenzaron a actuar en diversos villorrios, germinó en su interior el deseo de viajar a conocer la ciudad de Chelle, sospechando que sería tan hermosa como el querído volcán. El furgón azul con el sello blanco de la Ilustre MunicipaUdad de Quilleco en las puertas llegó a buscar al grupo teatral de la escuela. A la maestra le gustaba mostrar las obras de los alumnos las veces que fuera posible. Estaba convencida de que les hacía bien para el desarrollo personal. Y, en esa ocasión, habían sido invitados a actuar a los pies del volcán Rucamanqui, en la aislada Escuela de Pancul, ubicada a treinta kilómetros de Kalkuhué. Para los veinte actores del grupo ésta era una vivencia única: el solo hecho de salir de la aldea representaba ya una aventura apasionante. Cargaron el vehículo con los telones, la utilería y el vestuario necesarío para la representación de la obra, la cual titularon como "El maravilloso circo de Kalkuhué^ E l furgón salió de la aldea y atravesó Quilleco de punta a punta. Esta es una ciudad cuyo nombre, según cuenta la Icviiida, se oríginó cuando los aborígenes habitantes de las millas de la laguna Küyenpür, al ver cómo los extranjeros iK upaban sus tierras y quemaban los bosques, lloraron inconNolablemente durante una semana. Desde ese día, en recuerdo de ese infinito dolor, comenzaron a nombrarlo Quilleco, es i Ice ir. Agua de Lágrimas. Después, el vehículo cruzó el valle a través de arroyos, bosques y pampas hasta llegar a la desembocadura del río Pichico, cuyo reducido cauce hacía honor al significado de su nombre: agua escasa. Desde allí se desviaron por el camino paralelo a las oríllas del río, dejando atrás hermosos campos abiertos e internándose pronto en un tupido túnel de coigües, ulmos y arrayanes que parecían saludaríos. Unos cinco kilómetros antes de llegar a la escuela, al mirar por la ventanilla del vehículo, Eliodoro exclamó: —¡ Miren esa tierra negra! —¡Claro! —respondió Pablo— ¿Y de qué otro color va a ser? ¿No te das cuenta que es ceniza del volcán? Todos los viajeros se arrimaron a observar. Don José, el conductor, hombre de unos cincuenta años, esmerado y amigable, detuvo la camioneta, invitándolos a bajar para contarles lo siguiente: —¡Esta es tierra volcánica, niños! Hace muchos años el volcán despertó de su sueño de siglos. Prímero, comenzó a salir del cráter un inofensivo hilillo de humo, aumentando con 89 88 el pasar de las horas hasta reventar en una gigantesca erupción que ennegreció el cielo. ¡El cráter se abrió y dejó salir ríos de lava ardiente por las laderas, quemando todo lo existente a su paso! Junto al humo expulsaba ceniza y piedrecillas a cientos de kilómetros, las cuales cayeron sobre los campos, cubriéndolos con esta capa de tierra oscura como el carboncillo. Levantaron las cabezas para contemplar la cumbre del volcán coronada por una nube de nieve. David se agachó y cogió un puñado de tierra, examinándola atentamente. Los demás imitaron la acción y, luego, la guardaron en los bolsillos. Observándolos con disimulo, la señora María Cristina sonrió y mantuvo silencio. ,—¡Miren! ¡Encontré una piedra volcánica! —gritó Cecilia, mostrando un trozo de roca negra del tamaño de una manzana grande entre las manos. Los otros, en el acto comenzaron a buscar también. Cuando cada uno tuvo su tesoro, el conductor ordenó: —¡Todo el mundo a bordo! — Y dirigiéndose a la profesora comentó con simpatía: —¡Creo que esta vez les cobraré sobrepeso! Ella rió, agradeciéndole el gesto de haber detenido el vehículo para que sus alumnos bajaran a conocer y les hablara con tanta amabilidad. —Señora, si los chicos jamás han tenido en las manos un puñado de tierra volcánica, ¿cómo sabrán lo que es verdaderamente un volcán? —Tiene usted razón, don José. > A poco avanzar, subiendo y bajando por el angosto camino húmedo, la maestra se entretuvo en apreciar las bellas flores rojas del chilko, que colgaban como diminutos faroles encendidos; el hermoso color dorado de los ondulantes troncos de los arrayanes, y las gigantescas hojas del pangue. Don José advirtió que a mano izquierda del camino había un grupo de personas alrededor de algo que no podía distinguir con claridad. —Tal vez ha ocurrido un accidente —comentó. Después detuvo el vehículo a la orilla del camino, puso el freno de mano, enganchó el cambio y dio instrucciones perentorias: —¡Niños, esperen por favor un momento! Señora, le ruego que no les permita bajar. Salió del furgón y se dirigió con paso apresurado hacia el grupo de curiosos. Habló con un hombre que presenciaba el desconocido suceso, e inquirió con él lalinformación necesaria, luego regresó al vehículo: . ; • \ —¡Acabamos de encontramos con el príncipbvde los Andes sureños! —exclamó entusiasmado. Los niños lo nairaron sin entender y entonces él continuó: \ —¡Tienen encerrado en una jaula a un hermosa puma! Hablé con el hombre que lo cuida y me dijo que no exisíe peligro alguno; al contrario, se alegró de que lo pudieran cotaocer los niños. —Se volvió a sus pasajeros y les preguntí^: \ 90 Manuel Gallegos —¿Quieren verlo? Todos afirmaron al unísono, sin dudar. Don José, después de explicarle a la maestra y ésta aceptar encantada, los hizo bajar en orden. Los chicos se pusieron nerviosos y a la vez felices ante esta inusitada invitación, sobre todo por no haberla siquiera imaginado. Caminaron hacia la jaula, expectantes e inquietos, no faltos de cierto disimulado temor. Los demás curiosos ya se retiraban, quedando enteramente libre la visión para ellos. E l guardián del animal, un sencillo agricultor, sonriente, de piel y cabellos blancos, les advirtió que no se acercaran demasiado para no poner nervioso al puma y, de esa manera, pudieran observarlo mejor. Este era un bello ejemplar adulto, con su piel dorada, clara, suave y un cuerpo fuerte y armonioso. • María Estela y Elisa buscaron las manos de la maestra, no soltándose hasta sentirse seguras otra vez en el furgón. —Este puma —habló el hombre— lo cazamos anoche, porque ya hacía varias semanas bajaba a mi campo a comerse los animales domésticos. Yo tenía cuatro pudúes y una veintena de gansos. Uno a uno los fue matando hasta dejarme sin venados ni gansos. Entonces, fue necesario darie caza. Conseguí esta jaula-trampa y después de varios días de espera lo atrapé. —Señor —intervino Cecilia—, ¿qué le hará al puma? ¿Lo va a matar? —Mentiría si no les dijera que en un instante, producto del enojo y la furia de perder a mis animales, no me dieron ganas 92 El cisne y la luna lie matarío, incluso una noche salí armado con esa intención. il'or suerte no lo encontré! Yo amo a los animales y no puedo actuar vengativamente. El puma carece de culpa. Sus bosques los han talado y por esa causa desaparecieron las especies que él cazaba para alimentarse. Si bajó de la montaña a comerse uús animales, no lo hizo por maldad. ¡Nosotros, los hombres, somos los responsables por terminar con su ambiente natural! Además, yo no debo matarío: la ley lo prohibe y si lo hago, me llevan a la cárcel. ¡Estoy satisfecho de haberío capturado y saber que no seguirá atacando a mis animales! —¿Y el puma puede matar hombres? —le preguntó Pablo, abriendo los ojos más de lo normal. — E l puma ataca al hombre sólo si éste lo agrede. En el auditorio se produjo un relajamiento después de esta afirmación; sin embargo, no dejaron de tener miedo, conservando la debida distancia entre ellos y la jaula. —¿Y qué hará con él, señor? —intervino Eliodoro. —¿Te lo quieres llevar? —preguntó el hombre sonriendo. —¡Bueno! ¡Podríamos integrarío a nuestra obra del circo! ¿Se imaginan un león de verdad? ¡Tenemos a una domadora y tres tigres! —irrumpió nuevamente Eliodoro, seguido de la rísa de sus compañeros que entendieron la broma. —Lo que sucede, señor —explicó la maestra— es que estos chicos forman parte del grupo de teatro de la escuela de Kalkuhué y han sido invitados a hacer una presentación en la escuela 93 de Pancul. La obra trata de un circo, uno de cuyos números son tres tigres. —¡Pero nuestros tigres son mansos! ¡Tan mansos que los llevamos junto a nosotros en el furgón! —agregó Gabriel con forzada seriedad. ,: El hombre lanzó una sonora carcajada, seguida también de la risa del grupo como un eco. Luego, felicitó al grupo por lo que hacían y, después de unos segundos de contemplar silenciosamente al animal, contestó la pregunta de Eliodoro: —Informé al Servicio Agrícola y Ganadero de la captura del puma. Ellos vendrán mañana para llevarlo a un sector lejano de aquí, a un parque natural ubicado al inicio de la Carretera Austral, donde podrá vivir tranquilo, en libertad y tener comida sin necesidad de acercarse a poblados. Los compañeros de Eliodoro mostraron satisfacción con movimientos de cabeza y entusiastas aplausos, aprobando la actitud del hombre. ¡r, ' —Bueno —concluyó la maestra—, le agradezco mucho haber permitido a mis alumnos conocer al puma y, también, por su instructiva conversación. Estoy segura de que los niños no olvidarán tan fácilmente esta experiencia. Sólo quisiera pedirle un último favor. Me gustaría tomarle una foto a ellos y a usted junto a la jaula para llevarla de recuerdo a la escuela. Ante la aprobación del hombre, el grupo se ubicó a cierta distancia del puma. Don José le ofreció a la maestra tomar él la 94 lulo, y la profesora gustosa se unió a sus alumnos. Luego, cada lino se despidió y agradeció al generoso anfitrión. Subieron al M'hículo comentando y bromeando acerca de lo ocurrido. Al retomar el viaje, observaron hasta perder de vista la prisión donde permanecía el animal casi inmóvil. —Debo agradecerte nuevamente, don José, la maravillosa oportunidad ofrecida por usted a mis alumnos —le dijo la maestra, ubicada en el asiento del copiloto. —La verdad, señora, es que al hacerio para ellos, lo hago recordando a un chico mío que se lo llevó una enfermedad. Al regalarles alegría a sus niños se la estoy dando también a él —dijo el hombre con los ojos llorosos. —Lo comprendo—. Después de una breve pausa emotiva y con la vista en el camino, la maestra volvió a mirar al conductor, agregando: —¡Estoy segura de que su hijito se siente feliz con cada gesto suyo, don José! ,i . .i ,r La escuela de Pancul, nombre que significa 'cachorro de puma', estaba situada a un costado del camino, el que dejaba ver en ambas orillas cientos de troncos de alerces milenarios que habían sido quemados irresponsablemente. Esos troncos se alzaban al cielo como manos en actitud de ruego, de compasión. La camioneta se detuvo y todos comenzaron a bajar, quedando sorprendidos y admirados del paisaje. —¿Quién quemó esos árboles? —consultó David. —Algunos, fueron quemados por el volcán; otros, por los 95 hombres —afirmó don José. —¡No me gustaría vivir aquí: hay pumas. Además, el volcán hace cosas feas —opinó Cecilia, observando con temor a ese inmenso gigante de roca y nieve que se elevaba ante sus ojos. —¡A mí me encantaría! ¡Les pondría trampas a los pumas y si uno me ataca, ¡Paf! ¡Chas! ¡Raaaam! ¡lo hago un nudo! —exclamó Andrés, haciendo una cómica demostración de lucha libre que provocó carcajadas en el grupo. Salió a recibiríos un hombre vestido con sencillez, ademanes respetuosos y amables. Los saludó uno a uno. Era un profesor de la escuela, de rostro tan colorado que a Pablo le pareció un tomate. Presentándose como el profesor Mancilla, manifestó gran entusiasmo por el teatro y les mostró los dos escenaríos que les tenía preparados. —Aquí será la actuación de las cuatro de la tarde, dirigida a los alumnos de la escuela. El lugar era un largo y angosto salón con varías puertas a un costado que daban a las salas de clases. En uno de sus extremos, unas débiles tarímas habían sido convertidas en escenario. Después, el profesor Mancilla los llevó al fondo del salón, abrió la puerta que daba a la parte trasera de la construcción de madera y les informó: —La segunda función será en aquel escenario al aire libre. ¡Están invitados los padres, apoderados y gente de todo el valle que vendrá al atardecer! 96 ' El elenco de actores con su directora bajaron los bártulos del vehículo. Instalaron al fondo del escenario un telón blanco en el que relucía una gigantesca cara de payaso. Y en un rincón del escenario se ubicó el equipo de sonido, consistente en un órgano electrónico manipulado por Javier, el hijo de doce años de la maestra, encargado de los efectos de sonido y de la interpretación musical. Se vistieron con la ropa de los personajes en una sala de clases; las niñas, como eran menos, lo hicieron en la oficina de la directora. Acto seguido, se pintaron la cara utilizando pinturas de color rojo, blanco y amarillo, además de lápices café y negro. Entretanto, había comenzado a llegar el público integrado por alumnos de la escuela, quienes trasladaron sus propias sillas de las salas de clases. Eran niños pobres, hijos de campesinos del sector, que verían por primera vez una obra teatral. Ellos sabían lo que era el teatro porque con sus profesores en más d e una oportunidad habían practicado algunas dramatizaciones; sin embargo, ahora sería distinto, verían a un grupo de niños actores venidos de lejos, "un grupo de fama", como dijo el profesor Mancilla, impresionado por el hecho de que tenían hasta un programa impreso con el nombre del grupo, el título de la obra en la portada y en el interior el reparto de los actores con sus personajes. . ^ . . . . . Se inició la función con el desfile de los artistas, apareciendo por el hueco de la enorme y colorida boca de payaso, como lo hacen en todo gran circo que se precie de tal. Des- 97 pues de desaparecer todos por el mismo lugar, el señor Corales fue presentando a cada uno por los nombres artísticos en el momento de hacer la entrada a la pista e iniciar la actuación. La obra retrataba las peripecias de un circo pobre, de esos cientos que recorren los pueblos de Chile. Los espectadores al principiorieroncon timidez, pero al ver cómo los actores se divertían y jugaban en el escenario, soltaron la risa confiadamente. Eliodoro, la estrella más pequeña del circo, interpretaba a un payaso servicial y juguetón que, sin hablar una sola palabra, ayudaba a entrar y sacar la utilería necesaria de los distintos personajes. Aplausos y carcajadas arrancaron las variadas acciones del grupo. Al finalizar, el público los aplaudió con cariño, y recibieron felicitaciones de la directora y profesores de la escuela mientras los agasajaban con una abundante once. Para ellos fue el banquete niás exquisito recibido en todas las presentaciones. Por encontrarse entre los pies del volcán y los altos bosques de coigües, el atardecer llegó antes a la escuela de Pancul. Por el camino, tanto del norte como del sur, se veían hombres, mujeres y niños caminar hasta el magnífico escenario natural y, en silencio, tomaban asiento en los troncos y bancas frente a la tarima ubicada en medio de una verde y húmeda pampa. Algunas mujeres habían llegado con un cojín bajo el brazo para apreciar el espectáculo cómodamente. Sólo dos ampolletas grandes alumbraban el escenario, permitiendo distinguir el rostro de los actores y sus movimientos. Hl profesor Mancilla subió al tablado e imitó a un típico l'usentador circense, dando comienzo a la obra. El público rió (ir principio a fin con los diálogos y juegos,ya que los niños se hacían oír con voz fuerte y segura como les había enseñado la maestra. E l cielo, de un azul oscuro, parecía una inmensa larpa con orificios brillantes. Los ojos y oídos sorprendidos de esa gente sencilla revelaban el disfrute de ver a Las Hermanas Marambio, equilibristas internacionales; también a Yolanda, la Keina de la Magia Americana; Cuchi-Cuchi, la domadora de Tigres de Malasia; el Unicornio Azul, único en el mundo, y por último, el diálogo del Señor Corales con los Payasos Repollito, Chocolatito, Choclito y Caramelito. , Los payasos reían exageradamente hasta caer al suelo. Unos a otros se daban golpes con sus típicas tablas, las que aumentan el sonido del golpe pero no provoca dolor. Eliodoro, en el papel de mascota del circo, aparecía por el rincón menos esperado, tiraba de las chaquetas de los otros y daba golpes también con la tabla de payaso. Al final, persiguieron al señor Corales, mientras se oía la música del desfile y regresaban al escenario a despedirse. Concluida la presentación se escucharon fuertes y afectuosos aplausos, en agradecimiento por haberios hecho pasar un momento grato, una pausa en la ardua tarea del campo. Terminó así una jomada doble de actuación y debían volver a su aldea. Uno a uno la maestra los felicitó por el brillante desempeño 98 iii el escenario. Y fue entonces cuando le comentó al profesor Maiisilla, reflexionando en voz alta: -¿Qué les ocurre a estos chicos, que en el escenario crecen 1 orno si fueran actores con un largo entrenamiento? Debe ser. Mil duda, la magia del teatro y ese algo indefinible o misterioso nacido del alma, invitándolos a entregar lo mejor de sí a los espectadores. Cada día compruebo en estos humildes niños ci')mo el arte les ayuda a superarse y a vislumbrar otras realidades. El profesor Mansilla sólo afirmó con admiración en rápidos movimientos de cabeza. ., i,¡ De regreso a Kalkuhué, la luna que los había acompañado durante la representación continuó junto a ellos en el trayecto, apareciendo y ocultándose entre la arboleda, en el serpenteante camino, hasta encontraria,finalmente,esperándolos tendida en el lago. Fue entonces cuando Eliodoro le preguntó a la maestra: —Señora, ¿cuándo iremos a actuar a C/íí//e? —Algún día iremos, Eliodoro, algún día. Cuando llegaron el lunes a clases, sólo Alba Barría se interesó en saber cómo les había ido, preguntándoles detalles de las actuaciones y felicitándolos por el éxito del viaje. De algún modo se sentía partícipe de esa alegría porque algo de ella igualmente estuvo presente en el trabajo del grupo. Ella diseñó y confeccionó el vestuario de los personajes de la obra a 101 pedido de la señora María Crístina, considerando sus espcci;' les habilidades en esa matería. Alba Barría los hizo con buen gusto y amor, ante lo cual la maestra quedó muy agn' decida. Nadie más se interesó en saber del viaje a Pancul tampoco el director. En el acto de los días lunes en el patio, éste, después de los acostumbrados llamados de atención que hacía a los alumnos por micrófono, les dio la bienvenida de la semana y felicitó a los jóvenes que se habían destacado en el encuentro deportivo del día sábado en Quilleco. La maestra se mantuvo atenta, deseando íntimamente que también felicitara al grupo de teatro, pero no lo hizo, a pesar de tener conocimiento de la actividad. Para él era más importante lo deportivo que lo cultural y, después del acto, se excusó de esta manera: —Crísdnita, discúlpeme pero tuve tantas preocupaciones esta mañana que lo olvidé. Lo cierto es que, conociendo al director, esto no preocupó a Eliodoro. En sus pensamientos había quedado rondando la respuesta de la maestra cuando le dijo que algún día irían a Chelle. Esperanza que muy pronto se frustró. Nunca fueron a actuar allí porque al año siguiente ya no hubo grupo de teatro en la escuela. CAPÍTULO 8 D e las tantas cosas que le pasaron a Eliodoro, de muchas le quedó un dejo de trísteza, pero también de otras guardó los recuerdos más luminosos de su época escolar. Por ejemplo, el viaje a Pancul, las excursiones a la Virgen de las Lomas, las representaciones teatrales, la lectura de cuentos y los fantásticos juegos que improvisaba la maestra. Sin embargo, lo de Margarita fue enormemente impactante para él y todos sus compañeros de curso. A partir de tal suceso comenzaron a tener más cuidado y también asumieron que las relaciones con los adultos no siempre serían tan edificantes o positivas como quisieran; por lo tanto, en el aprendizaje de esas y otras experíencias sintieron a la maestra junto a ellos, lo que los ayudó a crecer y enfrentar el mundo más preparados. 102 Con la llegada de la primavera se realizó la inauguración de un circuito cerrado de televisión para la escuela. En aquel evento, el profesor Gadca hizo su papel preferido: el de maestro de ceremonia. A él asistió el alcalde de Quilleco; también, Modesto Maldonado, jefe del Departamento Administrativo de Educación Municipal de Quilleco; el comandante del Cuerpo de Bomberos; el capitán de Carabineros; el gerente del aserradero y el cura párroco de Quilleco. Se agregaban a la lista de invitados otros conocidos y habituales jefes y subjefes municipales. Entre ellos se distinguía Richard Cifuentes, más conocido como E l Charro Cifuentes, quien llegó a ocupar el cargo de jefe del Departamento de Cultura de la Ilustre Municipalidad de Quilleco. En la colorida ceremonia inaugural, el profesor Gadca agradeció en su alocución al Ministerio de Educación por el proyecto que les permitiría implementar una red de circuito cerrado de televisión, el que sería de gran utilidad para la comunidad escolar. Como demostración de su uso, el profesor Gatica preparó para la ocasión un breve programa en que él, personalmente, aparecía en pantalla oficiando como conductor del mismo; después de aquello se daría por inaugurado el proyecto con bombos y platillos. Dos días después se reahzaría el desfile del 18 de Sepdembre para celebrar las Fiestas Patrias, por lo que la novedad del equipo de circuito cerrado de televisión pasó a un segundo plano. E l día del desfile, Ehodoro, al llegar a la escuela, reco- noció el reluciente automóvil deportivo de color blanco que se detuvo en el frontis. Modesto Maldonado, el jefe del Departamento Administrativo de Educación Municipal, bajó ágilmente del vehículo y entró al pasillo de la escuela donde encontró a Róbinson Gatica. Mientras el niño se cambiaba los zapatos por las zapatillas de lana, les oyó decir: - •' ' ' ' " —¿Cómo está, Gatica? —lo saludó Maldonado mientras este leía el diario—. Y agregó: —¿No hay nadie en mi escuela?—. El hombre acostumbraba a hablar con arrogancia. —¡Buenos días, don Modesto! ¡Qué alegría tenerlo aquí! Por el momento sólo se encuentra la señora María Cristina y este humilde servidor. Los demás deben estar a punto de llegar, don Modesto. ¿Pasamos a servirnos un cafecito? —No, no gracias, Gatica. Dígame, ¿cómo van los preparativos para esta tarde? —¡ Viento en popa, don Modesto! . :=: Í : ? —Yo invité, gracias a mis buenas relaciones, a la banda del regimiento de Aguas Verdes para acompañar a las delegaciones. Ellos, después del desfile de la mañana en Quilleco, vendrán en la tarde a Kalkuhué. —Pero, don Modesto, como usted sabe, la banda de la escuela ya está dispuesta. —¡Ellos son sólo niños, Gatica! Necesitamos algo más espectacular, ¿entiende? No se preocupe, yo he pensado en todo. 105 104 Manuel Gallegos —Pero,... —Nada de peros, Gatica. —Sí, señor. Eran las 8 A.M. y el jefe se había dejado caer en la escuela. Revisó el libro de asistencia, escribió una anotación y se retiró. Al salir, algunos profesores entraban con paso apresurado. Él, con una amplia sonrisa, los saludó y continuó su camino. Modesto Maldonado gustaba darse un aire juvenil, el que se reflejaba en su automóvil y en la manera de vesdr. Era común verlo en la oficina con temos de encendidos colores y luciendo en la mano derecha dos llamativos anillos de oro. En el instante que los demás profesores se enteraron de la visita del jefe, se reflejó el temor en sus rostros por haber sido descubiertos enflagranteatraso. Entre los profesores que fueron llegando a la escuela estaba Alonso Cárdenas, incorporado en marzo a la escuela. Él se hizo cargo de formar la banda para el que sería, sin haberlo jamás imaginado, el último desfile en Kalkuhué. El profesor Cárdenas preparó a los alumnos paciente y arduamente durante meses para la presentación. Aprendieron la Marcha Radetzky de Johann Strauss, El Penacho Rojo de Adríano Reyes Fuentes y un conjunto de alegres y hermosas fanfarrias. El día tan esperado había llegadofinalmentey alrededor de las cuatro de la tarde, Kalkuhué se despobló. Sus habitantes tomaron ubicación a lo largo de la calle principal para presen106 El cisne y la luna ciar el paso de las delegaciones invitadas. Participarían, entre otros, la escuela de Kalkuhué con sus alumnos y profesores, además de representantes, tanto de alumnos como de profesores, de escuelas aledañas y otras instituciones locales. A sólo minutos de iniciarse el desfile, Richard Cifuentes, celular en mano, corrió a través de la calle rodeada de público hasta la cabecera de las delegaciones ya formadas y, dirigiéndose al director de la banda estudiantil, le comunicó: —Estímado colega, lamento informarie que su banda no podrá acompañar a los participantes del desfile. Deberán pasar locando sólo una vez ante las autoridades, al igual que las demás delegaciones. La Banda del regimiento de Aguas Verdes tomará el papel de ustedes. , . —Pero, ¿por qué? No lo entiendo. Usted se comprometió con los niños. ¡Y han ensayado durante meses! ¿Se da cuenta de lo que esto provocará en ellos? —Lo siento, colega, son órdenes superiores. E l protocolo de desfiles indica que cuando participa un destacamento del ejército, este debe ser acompañado por su banda militar y hacerse cargo del desfile completo. Yo sólo le transmito las órdenes de la autoridad. Y eso es lo definitivo. Eliodoro observó cómo Cifiaentes dio media vuelta, marcó un número en el celular y hablando alto regresó con paso rápido, temiendo que le ocuparan la silla en la tarima de las autoridades. Alonso Cárdenas reunió a la banda en la berma del camino y les dio a conocer el mensaje del coordinador general del 107 Manuel Gallegos desfile. Los niños quedaron mudos, impávidos. La mayoría reaccionó al golpe con lágrimas en los ojos. El director trató de tranquilizarlos, intentando hallar un argumento. Fue inútil. Para ellos había sido demasiado dolorosa y frustrante la determinación. , , , , , . ,, , , , , , —Entonces, señor, es mejor que no desfilemos —balbuceó Daniel, de 7° año. —Sí, sí —exclamaron unos y otros—. ¡No desfilemos! i Vamonos a casa, mejor! —Tal vez deberíamos hacerío como lo ordenan y después hablar con el director o el alcalde —reflexionó Alonso Cárdenas en voz alta. —¿Y qué vamos a lograr, señor, si ellos están de acuerdo con lo informado por el Charro Cifuentes? —adujo David, sosteniendo entre los brazos un enorme tambor. —¡Don Alonso, esto no lo aceptamos! ¡Aquí está mi instrumento! ¡Yo me retiro de la banda! —concluyó un muchacho de 8° año. —¡Y aquí está el mío! : " > —¡Y el mío! . —¡Un momento, jóvenes! —los detuvo Alonso Cárdenas. —¿Qué culpa tengo yo? ¿Acaso no ensayé con ustedes durante todo este tiempo, preparándolos para el desfile? ¿Por qué no devuelven los instrumentos al jefe de cultura y a las autoridades que tomaron la decisión? 108 El cisne y la luna I as palabras del profesor los sorprendió, pero inmediata- ^ iiu'iiie reaccionaron: • ¡Sí, estoy de acuerdo! —gritó David, para quien la banda había transformado en lo más importante de su vida, la que había logrado apasionario de verdad, revelando sus ocultas cualidades musicales. Hinca acdvidad —¡Les propongo algo! —irrumpió Eliodoro con la caja < ni gando de una banda de cuero color blanco sobre el pecho. Sus compañeros lo observaron con sorpresa. Les hizo un gesto para que se acercaran y desapareció tragado por un círculo de espaldas. Así, después de oírio unos minutos, el grupo se abrió como una rosa para explicar al resto la estrategia acordada. —¡De acuerdo, señor. ¡Lo haremos como ellos dicen, tocaremos sólo una vez! —declaró David en nombre de todos. ^ El desfile comenzó con la brillante interpretación de la banda de la escuela, avanzando entre la multitud que los aplaudía, contenta y orgullosa de poseer un conjunto musical propio en Kalkuhué. Entonces, cuando llegaron al sector de las autoridades, de manera intempestiva, cada integrante fue dejando de tocar y acercándose a los pies de la tarima abandonó allí su instrumento. El alcalde y todo su séquito, estupefactos, se levantaron como impulsados por un resorte, no entendiendo lo que ocurría. La gente se agrupó alrededor de la banda, igualmente sin comprender. Alonso Cárdenas, levantando la voz, se dirigió a los altos personeros de la comuna: ^. ' 109 El cisne y la luna —¡Señores: estos niños han sido engañados! ¡El señor Cifuentes les prometió que serían la banda oficial de este desfile y ahora, a sólo cinco minutos de comenzar, les informa que desfilarán como cualquier otra delegación pues la banda del regimiento ocupará su lugar para el resto de la ceremonia! ¡Ellos se han preparado durante seis meses y se les defrauda de esta manera! ¡Por esta razón devuelven los instrumentos a quienes pertenecen, renunciando a la banda porque no aceptan un atropello semejante! ¡Y quien les habla, su profesor de música, los apoya en esta decisión, tomada libremente! E l público oyó las palabras del director de la banda y al instante surgió en los presentes un sentimiento de solidaridad, aplaudiéndolo con entusiasmo. Alonso Cárdenas dio media vuelta y abrazó a algunos de sus pequeños músicos que lloraban de rabia y pena, mientras se alejaban de allí. Todo Kalkuhué los respaldó, dejando a las autoridades abandonadas en el estrado. Richard Cifuentes recibió del alcalde la orden de continuar con el desfile y éste corrió hasta el comandante del regimiento de Aguas Verdes, comunicándole la decisión del alcalde. En estas circunstancias, comenzó el desfile y las delegaciones lo hicieron sólo ante el pequeño grupo de espectadores sentados sobre la tarima. Los aldeanos habían seguido a la banda, dejando la calle vacía. Concluido el acto, el alcalde le manifestó su malestar al director de la escuela respecto del escándalo ocurrido, responsabilizándolo del proceder de la banda escolar. .r,.r..>., Dos días después, a fin de ganarse el favor de los aldeanos. 111 Manuel Gallegos el alcalde concertó una reunión con todos los integrantes de la banda, ofreciéndoles viajar a la capital sin costo alguno con el fin de actuar en diversos lugares. Curiosamente, después de ese viaje, Modesto Maldonado caducó el contrato del profesor Cárdenas. Sin embargo, la señora María Cristina Burgos lo defendió de esta manera: ,'í,' l-iífS' —¡Nosotros, colegas, no podemos quedamos tranquilos ante el despido de Alonso! E l es un valioso maestro que no sólo formó la banda, sino también el coro, el gmpo folclórico y el conjunto de guitarras. ¿Cómo es posible que lo dejemos ir de este modo, sin hacer oír nuestra voz a las autoridades? —¡Estoy de acuerdo con María Cristina! -opinó Alba Barría y continuó: — E l día menos pensado, por algo que no le guste a la autoridad, cualesquiera de nosotros podría ser despedido de la noche a la mañana. Propongo que nos unamos y manifestemos nuestra opinión por escrito al jefe del Departamento de Educación y al propio alcalde. Todos los profesores, por primera vez, apoyaron una acción que consideraban justa. A la señora María Cristina le costaba creerio. Después, comprendió que ellos, tratándose de defender el puesto de trabajo, se unían. También los apoderados y junta de vecinos de la aldea se hicieron presentes, apoyando al profesor Alonso Cárdenas, y para alegría de los niños de Kalkuhué, el profesor de educación musical volvió a hacerles clases. CAPÍTULO 9 E ' liodoro había observado hacía sólo unos minutos, cómo yuna nube semejante a una pera de agua avanzaba con lentitud hasta quedar sobre su cabeza, y después, soltar una fina llovizna que se esparció por lariberadel lago. Tal como esa mañana de hacía algunos años en que llovía suave y acompasadamente y todo parecía normal. Pero esa lejana mañana tuvo un serio trastorno para él. El autobús llegó con su carga de risas infantiles y los estudiantes entraron a la escuela para comenzar las clases como de costumbre, pero, algo rompía el equilibrio diario: el pupitre de Eliodoro estaba vacío. La maestra seguramente se extrañó de no divisarlo esperándola bajo el coigüe y, más tarde, al pasar la lista de asistencia, preguntó: 113 112 Manuel Gallegos —¿Alguien sabe de Eliodoro? —¡Seguro se quedó enredado entre las sábanas, señora! —intervino el gracioso de David, provocando carcajadas en los demás. —¡No, señora —irrumpió Diego—, yo lo divisé temprano! ¡ Iba corriendo a comprar el pan! La clase continuó y en el primer recreo la señora María Cristina se enteró por Elena, la hermana de Eliodoro, que la profesora Olga Rebolledo lo había enviado de vuelta a casa por llegar atrasado. Al oír el motivo de la ausencia del chico, su rostro se desencajó. Pensó un instante, inspiró profundo y entonces, con resuelta actitud, se dirigió a la sala de la señora Olga: —¿Quiero saber por qué razón despachaste a Eliodoro a su casa? —Simplemente, llegó atrasado —contestó evitando la mirada de quien la interpelaba. B,—¿Estás de turno hoy? - : w. -'^ —No—dijo demudada la otra profesora. —Entonces, no tenías ningún derecho. El único que puede hacerio es el director y quien esté de tumo. Tú sabías que hoy me corresponde a mí. . — i Pero él llegó atrasado! —Te lo repito: no debiste inmiscuirte en lo que no te con- 114 i cierne. Me parece un acto desleal. Y esto no lo dejaré así. Discúlpame, pero no me dejas otra alternativa. En ese preciso minuto el Director entraba a la sala, sonriéndoles, en sus acostumbradas visitas a los cursos. La maestra, entonces, con dificultad le habló: —Justamente deseaba exponerle una situación delicada, señor Director La colega aquí presente ha tomado una decisión que no le corresponde con uno de mis alumnos. Eliodoro Levimán llegó algunos minutos atrasado y lo despachó a su casa sin estar ella de tumo. —¿Olguita hizo eso? —Sí, señor—respondió la profesora. —Pero, usted no estaba de turno, Olguita. Debería haberle informado a la colega. —Sí, sí, señor. ^ ^ ii —Además —agregó la señora María Cristina—, ¿sabe usted por qué, en muy contadas ocasiones, mi alumno llega atrasado? —Lo ignoro —respondió el hombre. —Porque sus padres no están cuando él sale de casa. La madre trabaja de noche en una pesquera y el padre en el aserradero durante todo el día. Entonces, el niño y su hermana deben despertar y vestirse solos, prepararse el desayuno y salir. Muchas veces sólo alcanzan a vestirse y aquí toman su leche. 116 ,S¡ supiera cuántas veces el chico se ha desmayado de hambre durante la primera hora de clases! Son niños que gracias a su propio interés vienen a la escuela. Y, a pesar de esto, Eliodoro es el mejor alumno del curso. —No sabía eso —afirmó el director con sinceridad. —Yo tampoco —dijo hosca, Olga Rebolledo. —Cristinita fiene razón al reclamar por su actitud, colega. Aunque el niño incurriera en falta, a usted no le correspondía lomar esa determinación. Bueno, en todo caso, son situaciones superables. No es para terminar ofuscados. Como el chico vive cerca, lo enviaré a buscar y asunto arreglado. ¿De acuerdo? — E l asunto no es tan así, señor director, y tal vez éste sea el momento de aclararlo: algunos colegas, y esto lo he confirmado en variadas oportunidades, castigan psicológicamente a mis niños. —Explíqueme, Cristinita, que no lo entiendo. —Le expreso mi opinión sincera sobre el asunto. Creo percibir cierta fobia por mis alumnos, quienes se destacan y me manifiestan siempre su cariño. ¿Usted ha visto cómo me aguardan todas las mañanas en la vereda? Dígame, ¿a algún otro colega lo esperan de ese modo? ¿Cuáles son los alumnos más destacados en los puntos de cada mes, en especial en la lectura y dramatizaciones? ¿A qué curso pertenece la mayoría de los niños del gmpo de teatro? A propósito, señor director, ¿usted ha visto las últimas obras preparadas por el gmpo teatral de la escuela? 117 - —No, no he tenido tiempo, lamentablemente. / ' —Es una lástima, porque en todas partes han quedado admirados de su actuación, dejando una excelente imagen de la escuela. —Permiso —dijo la profesora Olga Rebolledo, intentando retirarse. —¡Olguita! —la detuvo el hombre—, espero que esto no se repita porque, sin desearlo, puede tener un desenlace peor Recuerde que los niños no deben pagar por nuestros conflictos personales. —¡Eso creo yo también! —concluyó la señora María Cristina y regresó a su sala, donde fue asaltada a preguntas por sus alumnos: —¿Qué pasó con Pichiche, señora? —la interrogó María Estela. Ella los hizo sentar y les explicó, informándoles que el director enviaría a alguien a buscarlo a su casa. haciendo lo que nos encanta! Iremos de paseo, cantaremos todos los días, leeremos gran cantidad de cuentos, jugaremos a aprender y decir poesías, además de representar más y más obras de teatro. Estudiarán la matemática, la historia y las ciencias con lindos y entretenidos juegos. También saldremos al patio a mirar el volcán, el sol, la lluvia y los granizos. ¡Y sobre todo, no vamos a pasar un sólo día sin estar contentos! ¿De acuerdo? Con eufórico entusiasmo y en forma espontánea los chicos aplaudieron las palabras de la maestra, demostrándole en ese gesto el apoyo absoluto e incondicional que Ehodoro también siempre le brindó. IH t í . 'lü (.SUi':- /••ric;;;!. • ^{ VíUp .•;>Í:M —¡Bravo! —exclamaron al unísono todos. —¿Sabe, señora? Yo creo que como nosotros hacemos hartas cosas con usted, a los demás profesores les da envidia —argumentó Diego. —¡Yo pienso lo mismo! —opinó Consuelo—. Por esa razón, cuando usted falta y otro profesor debe reemplazada, se desquitan con nosotros. >-j t. .•>-¡.? - i —¡Pero no les vamos a dar en el gusto! ¡Continuaremos 119 118 CAPÍTULO 10 E ra inevitable, aquel lugar lo vinculaba con muchas personas queridas. De improviso sintió un breve, intenso y dulce aguijón en su alma. Se acordó de Celeste, su compañera de curso. Ella había llegado a mitad de año a la escuela y su persona inspiró afecto inmediato en la señora María Cristina, tal vez por ese especial comportamiento retraído que la hacía mantener una actitud silenciosa, pensativa y aislada del grupo. Eliodoro no olvidó nunca el color mate de su rostro, el cabello negro, y esa sonrisa encantadora que siempre lucía. A ella no le atraía el castellano, la matemática, la historia ni la educación física; sólo le gustaba dibujar y pintar. El modo de comunicarse con los demás era a través de líneas y colores. Así plasmaba su mundo interior Difícil de comprender por cualquier persona. 120 Sin embargo, la maestra pudo hacerio. Hablaba lo esencial en clases: sólo se le oía a primera hora de la mañana un "presente, señora" y un "hasta mañana, señora", al término de la jomada. I'ara los compañeros de curso poseía una atracción única: les encantaba observar aquellos dibujos y pinturas, quedando sorprendidos de su habilidad y los intensos colores que elegía. Entre ella y la maestra se había tendido un sólido puente de comunicación. A Celeste le gustaba la alegría de la profesora, disfrutaba de las lecturas y salidas a contemplar el sol al amanecer o un arco iris después de la lluvia o la escarcha en una mañana helada. La niña le respondía de una manera cariñosa, a pesar de permanecer encerrada casi todo el tiempo en ese mundo especial, no compartiendo con sus compañeros en los juegos diarios. —Un día te invitaré a mi casa, ¿quieres? —le propuso la j —¿Y a dormir? ,. .: señora María Cristina. —Si tus padres te dan permiso, ningún problema. A ella le provocaba una gran temura la niña, sentimiento cuyo origen venía —según lo confesó risueñamente alguna vez a su amiga Alba— del vacío que sentía como madre. Siempre deseó con intensidad tener una mujercita y sólo tuvo dos varones—. Tal vez esté allí —repetía— la razón de querer tan fácilmente a mis alumnas. Un mes y medio más tarde, para el cumpleaños de su hijo menor, la promesa se hizo realidad. La maestra invitó a Celeste i 121 a su casa. Los padres de la chica estaban felices con la profesora y la autorizaron a quedarse del viernes al sábado. Además, Javier, no dejó también de invitar a Eliodoro por considerarlo "el amigo chico de la escuela". , > , - , . M , . . . Ocho amigos de Javier asistieron a la fiesta, además de Celeste y su compañero de curso. Ambos, debido a falta de mayor confianza con los otros invitados, no se separaron ni un momento. Comieron una exquisita torta de hoja rellena de manjar hecha por la maestra, se entretuvieron jugando con los globos, a lanzar serpentinas en el patio y recibir felices las sorpresas repartidas porelfestejado. ' ' • ¡ « Í K i ; i.,; A la horafijada,los padres de los amigos de Javier llegaron a buscarlos y, entonces, los dos invitados especiales ayudaron a la maestra a ordenar y limpiar la casa. —¡Esto parece el desastre de Rancagua! —exclamó riendo Eliodoro. La señora María Cristina consideró muy divertida la expresión de su alumno y rió de buenas ganas con Celeste y Javier —No te has equivocado, Pichiche, ¡esta ha sido una verdadera batalla campal! Cuando terminaron de ordenar, con la ayuda también de don Gustavo y su hijo, Celeste le preguntó: —En esa cama dormirá Pichice y en ésta, mi linda Celeste. Javier, cansado, se había ido a acostar. Los invitados se prepararon para hacer lo mismo mientras la maestra conversaba con su esposo. 0,.^.,,^,-,.. Entonces, la señora María Cristina fue a daries las buenas noches, se sentó en la cama donde estaba acostada Celeste y le dijo pasándole la mano con temura sobre la cabeza. —Me alegro que hayas venido, hijita. —Gracias, señora. A mí me ha gustado mucho venir también. Esta casa ahora está muy linda, pero cuando usted llegó aquí estaba todo descuidado y sucio, ¿verdad? La señora María Cristina quedó muda por un instante. Era la primera vez que la chica visitaba su casa. —¿Cómo lo sabes, hijita? —le preguntó. , . , , ,. —Sólo lo sé. En mi mente lo vi. Cuando usted llegó a esta casa debió reparar las maderas y pintarías, ¿no es cierto? La maestra afirmó con un leve movimiento de la cabeza. Celeste hizo una pausa, observando las paredes de la habitación y se detuvo en una pequeña fotografía enmarcada en madera roja. —¿Ese de allí es su hijo grande? *• • —Ah..., a él lo veo como un gran ingeniero. ¿Sabe dónde Ella los condujo a una habitación con dos camas y seña- —Sí, es mi hijo Pedro que estudia en la universidad. —Señora, ¿y dónde vamos a dormir nosotros? lando con su mano, dijo: , ,,. ^] trabajará? 123 122 —No —respondió la maestra, sorprendida. Su hijo aún no terminaba la carrera y no podía sospechar siquiera dónde trabajaría. La niña, con los dedos puestos en las sienes y los ojos cerrados, continuó hablándole: ,„ —Él trabajará en L a Lechera de Quilleco y allí tendrá un importante cargo. ¿Sabe, señora? Usted se va a cambiar a una casa más grande, muy hermosa y que le gusta tanto. —Pero, ¿cómo lo sabes, hijita? Acostado en la otra cama, Eliodoro estaba muy interesado en la conversación y simulaba leer una revista. Mantenía los oídos atentos, casi sin respirar. —Sólo lo sé, señora. Simplemente lo sé. —Yo jamás te he hablado de eso. Celeste. Pero, es verdad lo que dices. Sueño con volver a mi casa grande y hermosa, la que debo arrendar para financiar los estudios del hijo mayor; mientras tanto, con mi marido, hemos arrendado esta humilde casa a un precio módico. —Sí, lo sé, señora. Y le diré algo: cuando vuelva a la otra casa, tendrá las paredes cubiertas de libros y todas las maderas estarán escritas. Usted será feliz. Y su marido, don Gustavo, quien la quiere mucho, un día la llevará a conocer otros países. La señora María Cristina estaba perpleja, no sabía cómo reaccionar. Quizá pensó en correr donde Gustavo, pero sintió temor de que si lo hacía rompería la magia del momento y tal vez su alumna ya no desearía seguir hablando. Entonces, Eliodoro observó cómo Celeste se acercaba al oído de la maestra para deciríe algo en secreto. A pesar de hacerse el dormido e intentar alargar las orejas, no pudo oír ni entender nada. \ —Pero, ¿cómo sabes esas cosas, hijita? ¿Las sueñas? —No, no son sueños. Las veo en mi mente. Los otros me informan. —¿Quiénes son los otros? —Unos niños —hizo una pausa y mirándola a los ojos continuó—. Esto se lo cuento sólo a usted, señora. Nos llamamos los Salvadores. Yo siempre estoy en contacto con ellos y cuando alguno está en peligro vamos en su ayuda. ¡Claro que no siempre podemos, porque son muchos los que nos necesitan! ¿Usted cree en los ángeles? La maestra asintió con la cabeza. —Los ángeles existen y cuidan a los chicos. Y aunque no lo crea, yo me comunico con ellos. Eliodoro mantuvo los ojos cerrados, escuchando cada palabra que decía su amiga. —No se asuste, señora —la tranquilizó la niña—. Yo la voy a cuidar donde usted se encuentre, porque su corazón es bondadoso y contiene mucho amor. Es como una fuente inagotable, mientras más amor da, más parece tener Mis amigos me pidieron venir y hablarle. Hay personas que buscan su mal. No 124 125 tiebe tomarlas en cuenta. Al comienzo no podrá con ellas y se enfermará, pero su gran corazón y alma fuerte la salvarán y saldrá adelante. Yo la protegeré. Ahora, señora, ya no puedo seguir hablando, porque comunicarme con la mente me cansa demasiado. —Duerme bien, hijita, y gracias por lo que me has contado. Ahora descansa, y tú también Pichiche, que duermas bien. Apagó la luz y salió a su dormitorio donde conversó con don Gustavo hasta tarde. Finalmente, Eliodoro alcanzó a oír a medias que le decía a su esposo: —¡No, no, si no es mi cansancio ni mis nervios, cariño, es verdad! —Está bien, está bien. Pero no olvides, María Cristina, que los chicos tienen una gran imaginación. Es probable que a la maestra le costara conciliar el sueño esa noche, dándole vueltas una y otra vez a las palabras de Celeste en su cabeza, igual como le ocurrió a Eliodoro. El tampoco comprendía esos poderes que, de alguna manera, lo asustaban. Después, el silencio envolvió la casa, interrumpido sólo por una fuerte lluvia que se dejó caer muy fuerte sobre el techo de zinc. Celeste estuvo sólo tres meses en la escuela. Su padre, por una dolencia en la columna y ante la negativa e intransigencia del patrón en apoyarlo para seguir un tratamiento, debió dejar el trabajo, lo que significó también abandonar la casa de inqui- 127 lino e ir en busca de otra fuente laboral. La maestra no supo dónde se fue Celeste y por años pensó en ella, recordándola en clases como un ángel aparecido en su vida. Intentó en varias ocasiones ubicarla cuando alguien le informó que la niña estaba viviendo en una pequeña aldea de la cordillera de la costa. Pero resultó una pista falsa. Celeste no vivía allí. Posteriormente, un hecho que le llamó la atención fue la coincidencia del nacimiento de la chica con el día de Santa Cristina, el 24 de julio. Un detalle insignificante que, con el tiempo, se convirtió para ella en un elemento que envolvía aún más el misterio de su breve paso por la escuela, en especial cuando sus palabras se fueron cumpliendo una a una. . .. s . ..!. ,. >; , , i .,k-n,. ., •• i ...,!.,, !' i . ., ,. • .-,' CAPÍTULO 11 ' ( / ;'• '^n , í , V. D espués de la breve lluvia el cielo se despejó y, al oeste, el día se fue apagando con destellos rosados, extendiéndose en alargadas nubes terminadas en punta. En esas nubes —como dice la leyenda— descansan eternamente las flechas de los guerreros huilliches, muertos en combate contra los invasores. Atardece en Quilleco. Los volcanes Chelle y Rucamanqui reciben en las alburas el último saludo del sol con sus ya débiles manos doradas. Más tarde, una lanza blanca se clavará sobre las aguas del lago Küyenpür, y durante la noche se iluminará con miles de otras lanzas yflechasenviadas desde el redondo kultrún plateado de la luna. Por esta razón y no por capricho los antiguos llamaron al lago Küyenpür, es decir, 'luna llena'. 128 129 Manuel Gallegos Eliodoro contemplaba las pequeñas olas que se rompían entre las piedras, una a una, como las imágenes de su memoria. De pronto, junto a un intenso destello sobre la superficie del lago, recordó uno de los momentos más difíciles en su vida de niño. Una vez que la señora María Cristina regresó al hogar junto a su esposo e hijo y cuando compartían una tranquila cena mientras avanzaba el anochecer, cubriéndose de espesas nubes el cielo, de improviso, la campanilla del teléfono trizó aquel instante. Al contestar, de inmediato reconoció la voz de Róbinson Gatica, quien la saludó diciéndole: —Disculpe por molestarla, colega, pero quiero informarle que uno de sus alumnos ha tenido un accidente. Atropellaron a Eliodoro Levimán. ¡No, no se asuste, por favor; al parecer, no es tan grave! Lo llevaron inmediatamente al hospital de Quilleco. —¡Pobrecito, mi Pichichel —exclamó la maestra prorrumpiendo en llanto. Agradeció al compañero de trabajo el gesto de avisarle, percibiendo gran preocupación en su voz por lo ocurrido. Apenas colgó el auricular les contó a Gustavo y a Javier lo sucedido. En breves minutos ella y su esposo llegaron al área de urgencia del hospital. Allí encontraron al padre de Eliodoro, paseándose nervioso y reflejando una honda tristeza en sus ojos. Ambos lo saludaron con afecto. Él, parecía destrozado: ; \¡;: ; , 'jL '«s.. ; i;;,.-:;; : —Lo están atendiendo, inaudible. señora —murmuró con voz » —¿Cómoestáél? El cisne y la luna - ..'.u/;,; —Dice el doctor que sigue inconsciente y lo tienen en nhscrvación. Se golpeó fuerte la cabeza en el pavimento. —¡Pobrecito! ¡Estuvo tan contento en el ensayo de hoy! —exclamó angustiada la maestra, siéndole imposible detener el llanto. —¿Cómo se accidentó? —interrogó don Gustavo. —De regreso de la escuela salió a andar en mi bicicleta, como lo hace cada vez que estoy en casa, y enfrente del aserradero, un automóvil lo pasó a llevar. ¡Cuántos accidentes han ocurrido en esas escasas cuadras, señora! ¡Aquellos condenados cruzan el pueblo a toda velocidad! ¡Creen que es una pista de carreras! Infinitamente largas se hicieron las horas de espera. Cada vez, al abrirse las puertas batientes, el padre del chico se levantaba, pensando que lo llamarían para comunicarle su mejoría, o, quizás, que lo vería aparecer caminando listo para irse a casa. De la calle entró un carabinero junto a un hombre de unos 40 años, de ascendencia extranjera, acompañado de una mujer joven, morena y delgada. E l uniformado, dirigiéndose a la enfermera ubicada detrás del alto mesón, le preguntó por el estado de salud del niño y ésta, leyendo con tono maquinal un cuaderno abierto, dijo: "Eliodoro Levimán Naimán presenta un TEC cerrado y permanece inconsciente con agudas contusiones en la cabeza y extremidades". 130 131 Después de anotar en una minúscula libreta, el carabinero consultó a los allí reunidos por algún familiar. Don Anselmo, levantándose apresurado, se acercó al policía. Este, después de unas cuantas preguntas personales, se dio media vuelta y le señaló al hombre junto a la mujer que reía con descaro. —Es el conductor que atropello a su hijo —le informó. El hombre daba la impresión de tranquilidad y no expresaba signo alguno de alteración por lo ocurrido mientras hablaba animadamente con la acompañante. El padre de Eliodoro sintió retorcérsele el alma al escuchar la risa de la mujer, magnificada en aquel lugar Quitándoles la vista, regresó donde la maestra y su esposo sentados, contándoles la conversación con el carabinero. La señora María Cristina miró fríamente al conductor que lo había atropellado y profirió: —¡En más de veinte minutos que lleva aquí, ese hombre no ha preguntado nada acerca del niño! ¡Pero, ya te las verás con la justicia, sinvergüenza! —Cálmate, querida—la tranquilizó don Gustavo en el preciso momento que el carabinero con la pareja desaparecían detrás de la mampara de vidrio de la salida. —Lo deben llevar detenido al cuartel hasta saber qué ocurrirá con mi hijo. En ese instante se abrió la puerta batiente del recinto y apareció un médico preguntando en voz alta: —¿Dónde está el padre o la madre de Eliodoro Levimánl —¡Aquí, señor! —contestó el hombre levantándose con rapidez. — E l pequeño deberá quedar hospitalizado. Sólo mañana podremos informarle más sobre su real situación. Aquí están sus ropas. —¿Pero, qué tiene el niño, doctor? —irrumpió la maestra. —Presenta golpes en la cabeza y en otras zonas del cuerpo. Nada se puede decir todavía sin los resultados de otros exámenes que se conocerán mañana. Vayanse tranquilos, porque queda en buenas manos. La señora María Cristina reprimió la emoción después de las palabras del médico. Don Anselmo hizo un atado con sus ropas y las puso en una bolsa de plástico. Después, volviéndose a la maestra, dijo: —Iré a buscar a Leontina. Como usted sabe, ella cumple tumo de noche en la fábrica y es mi deber ir a contárselo. Además, para que mañana venga temprano a ver al niño. Salieron los tres a la calle. La oscuridad envolvía el jardín del hospital y los gigantescos mañíos de la entrada. Nuevamente una lenta lluvia cubrió el entorno. E l clima sureño refleja el alma de los seres humanos en sus constantes alteraciones. —A esta hora y con este tiempo, don Anselmo, ¿en qué va a ir? —No lo sé, don Gustavo, pero algo habrá. 132 • 1^ i —¡Nosotros lo acompañaremos!—afirmó la maestra, —No, no, muchas gracias, es muy lejos, señora. m ' —¡No importa, don Anselmo, despreocúpese! ¡Vamos! —concluyó el esposo de la maestra. Subieron a su auto y tomaron rumbo a Lolomahuida. Luego de veinte minutos viajando en dirección sur, se desviaron hacia la costa y arribaron a la pesquera donde trabajaba la madre de Eliodoro. Don Anselmo bajó del vehículo y acercándose a la caseta del guardia le explicó en breves palabras la situación. E l hombre llamó por citófono al interior de la fábrica y en escasos minutos apareció doña Leontina, ignorando aún lo sucedido. Al enterarse, lanzó un ahogado quejido como si en ese instante hubiera recibido una profunda puñalada en el pecho. Los ojos se le inundaron de lágrimas y, enseguida, se abrazó a la maestra. ;, —Debe intentar tener calma, señora Leontina. ¡Gracias a Dios, su hijito está atendido por excelentes médicos y mañana podrá verio! Muy pronto él se pondrá bien. ,, , Un grupo de mujeres con delantal y gorro blanco, llevando entre las manos unas cajas de plástico vacía, cruzó por allí en ese momento. La madre del chico se acercó a contarles. Estas, con actitudes y expresiones cálidas de comprensión y solidaridad, la tranquilizaron. Por último, le desearon buena suerte, comprometiéndose ellas en asumir el trabajo de la amiga. (Idlc a la profesora todas las molestias, mientras la lluvia que ya se había desatado torrencialmente, obligaba a don Gustavo a conducir con extremo cuidado. t Como nada podían hacer a esas horas en el hospital, la maestra y su esposo fueron a dejarlos a Kalkuhué. E l paso de las horas hasta el otro día se iba a convertir en la espera más larga en la vida de doña Leontina. Más, mucho más extensa a las vividas en el trabajo nocturno, donde contaba los minutos para llegar a tiempo y ver a sus hijos antes de partir a la escuela, lo que escasas veces conseguía. Para la señora María Cristina serían también horas interminables. Ella vivió una situación curiosamente idéntica hacía alrededor de diez años, cuando atropellaron a Pedro, su hijo mayor, por lo que debió permanecer dos noches en la Unidad de Cuidados Intensivos. En ese tiempo vivían en Santiago y desde aquel momento ella nunca quiso la capital. La maestra conocía la angustia y el dolor de tener a un hijo hospitalizado, ignorando su real estado de salud. Sabía de esa terrible espera, y consciente de la inutilidad de su esfuerzo, se tranquilizaba con el corazón pleno de esperanza al dejar en manos de los doctores y de Dios al hijo amado. • Apenas arribó la claridad de la mañana, la maestra se dirigió al hospital. Subió hasta el tercer piso y en el pasillo encontró a la madre de Eliodoro, quien al veria la abrazó con ansiedad, diciéndole: De regreso a Quilleco, los padres del muchacho en el asiento trasero del auto no dejaban de hablar de él, agradecién- 135 134 —Su Pichiche se agravó durante la noche, pero al amanecer tuvo una leve recuperación. L a enfermera jefe nos dijo que debemos esperar. ¡¡'.¡h: •• i ' . ' —Sí, esperar, esperar —repitió la maestra, acogiendo a la mujer envuelta en un mar de lágrimas. Don Anselmo estaba deshecho, parecía un sonámbulo. No hablaba. —¿Qué vamos a hacer, señora María Cristina? —Rezar mucho, señora Leontina. Sólo eso nos queda. Rezar para que su hijito mejore. . ^. Los acompañó casi una hora y luego partió a la escuela, donde la esperaban sus alumnos. .., , ' > Durante el trayecto a la escuela, su mente y corazón estaban aprisionados por un profundo sentimiento de angustia. Fugaces imágenes se sucedían en su interior: veía el rostro de Eliodoro feliz al recibir los aplausos del público en la última obra donde él se había lucido. Lo vislumbraba en la sala de clases, sonriente. De pronto, distinguía su semblante por encima de los demás, como si fuera un ser invisible, angelical. Y entonces pensó que, a lo mejor. Dios lo quería en su reino de ángeles y lo llevaría. Con una rapidez asombrosa apareció también la figura de su hijo mayor en el hospital y las noches junto a él, esperando que abriera los ojos y regresara a la vida. Pedro mejoró y hoy ya es un hombre. Esa misma esperanza atesoraba en ese instante por Eliodoro. Aquellas lágrimas se sumaron a 5> 136 Manuel Gallegos las gotas de lluvia golpeando con insistencia el parabrisas del auto colectivo minutos antes de llegar a la escuela. Ante sus ojos, el día entristecía aún más su alma, ahondando el dolor, la intranquilidad e impotencia de no poder hacer nada. Fue directamente a informarie al director acerca de la visita al hospital y éste la autorizó para ir con el curso a rezarte a la Virgen de las Lomas. Los niños, en esa ocasión, como se lo relató Pablo a Eliodoro, cuando lo fue a ver después al hospital, caminaron en silencio, ordenados y cabizbajos hasta el santuario. Recogieron algunas margaritas en el trayecto y al llegar allí las dejaron en pequeños tarros oxidados en tomo a los pies de la Virgen. Después, con brillos de emoción en los ojos, guardaron silencio. De pronto, María Estela tomó ubicación delante del gmpo y dijo en voz alta: ira, apenas salió de clases voló al hospital, encontrándose allí con los padres de Eliodoro. - N o hay mejoría, señora María Cristina - l e infomtió el hombre. -Entonces, sólo nos queda seguir esperando, don Anselmo, y no perder ni un segundo la fe en su recuperación. —Queremos pedirte, Virgencita de las Lomas, que hables con Jesús para que ayude a Pichiche y lo mejore. Él está muy mal en el hospital. Por favor, cuídalo, madrecita. Siempre cuando salimos con la señora, Pichiche es el primero en traerte flores y cantarte. Virgencita, te pedimos este favor especial. Sólo podemos prometerte ser mejores cada día. Pichiche tiene un buen corazón y jamás te olvida. Amén. Por último, estimulados por la profesora, cantaron a la virgen y regresaron con un hondo convencimiento de haber sido escuchados. Durante la mañana no hubo noticias alentadoras. La maes139 138 CAPÍTULO 12 E El cisne v la luna —¡El director anunció la distribución de los cursos para el próximo año y, sin consultármelo, determinó dejarme un primer año con 41 alumnos en jomada de la tarde! ¿Te imaginas? —Pero, ¿cómo? ¿Y no consideró tu opinión? —¡Nada! Tú sabes que no puedo aceptar la jomada de la larde. Debo preocuparme de mi hijo. Ü, ; ;,3 i. —De todas formas, cuando se cumpla la Reforma deberás venir todo el día. . . ^ i u ^ . u —Sí, pero eso sucederá a la menos en dos años más, una vez que construyan el doble de salas para mantener a los niños de la mañana y de la tarde en la escuela. Para entonces podré resolverlo teniendo una empleada en casa. El asunto de ahora es que me cambiaron de jomada y quitaron el curso sin antes conversario conmigo, desconociendo el trabajo que he realizado. ¿Te das cuenta lo que significa trabajar con 41 alumnos en primer año? —Pero, María Cristina, estoy segura de que habrá alguna solución. —¡Estoy indignada! —exclamó la señora María Cristina cuando la vio llegar —¡Exacto! Calcula, mi querida Alba: si una hora pedagógica tiene cuarenta y cinco minutos, ¿cuánto le corresponde a cada alumno para ser atendido? ¿Te das cuenta? ¿Qué se puede hacer? ¡No, no, no lo aceptaré! lena le informó en detalle a Eliodoro sobre lo ocurrido en la escuela mientras él estuvo inconsciente en el hospital. En esa semana el grupo de teatro no ensayó; sus compañeros carecían de buen ánimo a causa del accidente. La maestra, de todas maneras, los reunió para reconfortarlos y contarles del estado de salud del compañero, pidiéndoles que no dejaran de orar por él. Alba Barría, la madrina del grupo, había llegado también ese día a saber noticias y apoyar a su colega. —Pero ¿qué ocurre? ^ —¡Es una locura! -¿Cuál? 140 141 —Hablar nuevamente con el director... —¡Es inútil, Alba! —la interrumpió—. Lo conozco muy bien. El ya lo decidió y no va a cambiar. —¡Qué injusto! —Pienso que es una especie de venganza. ¡El propósito ha sido desquitarse de mí porque no comulgo con su camarilla! —Bueno, bueno, trata de tener calma. Alguna salida se encontrará al asunto. El conflicto fue agrandándose en el alma de la señora María Cristina y cada día era mayor la molestia por haberse resuelto de ese modo su situación laboral. —A pesar de esto. Alba, vengo contenta a encontrarme con mis alumnos —le dijo una mañana María Cristina a su amiga, con voz resignada —. Allí, entre esas cuatro humildes paredes, frente a esos ojos de niños pobres, soy feliz. ¡Como si fuera la mejor de las actrices me transformo, dejando fuera de la sala de clases las tristezas y preocupaciones! Siento mi alma contenta de conversar con ellos, encantándome oírios contar sus vivencias, como esta mañana cuando Gabriel me dijo: —¡Señora, hoy ayudé a nacer un temerito! —¿Sí? ¡Cuéntanos, por favor! —lo incentivé con entusiasmo. El niño se sintió feliz de percibir mi interés, al darle la oportunidad de hablar acerca de su vida: —Me levanté como todos los días a las seis de la mañana 142 para ayudar a mi papá en la lechada. ¡Mi papá me pidió que I lloramos a ver la vaca preñada y, en el momento de entrar al establo, el temerito ya estaba naciendo! ¡Quedó sobre la paja como asustado! ¡Es muy bonito, todo café con manchas blancas! Trataba de ponerse en pie, pero sus patas no lo sostenían. —¿Y tú lo vas a cuidar? —irmmpió Consuelo, interesada. —Sí, mi papá lo dejó a mi cargo. Los niños quedaron encantados de lo que su compañero les contó yrieronde nervios imaginando al ternero recién nacido. Así como lo contó a su amiga, transcurrían infinidades de clases de la señora María Cristina. Le gustaba que sus alumnos se expresaran con sus propias palabras, nacidas de la vida diaria. Ella compartía con Alba Barría estas experiencias, diciéndole que de ese modo desarrollaban el lenguaje, descubrían el gusto de hablar bien, de aprender a ordenar las ideas y lograr mayor dominio de sí mismos. Al cerrar la maestra la puerta tras de sí, parecía como si el sol se hubiera instalado en forma permanente en la sala y en la vida de esos niños. Y luego, al comenzar la lectura diaria, los transportaba a otros mundos, deseando pasar la mañana sólo leyendo. Sin embargo, este ambiente de alegre comunicación se rompía en el alma de la profesora al sonar la campana para salir a recreo. Su curso era parte de un todo e inevitablemente llegaba el momento de relacionarse con el resto. Debía abandonar la particular isla y anibar a la sala de profesores. Saludaba .'143 í a los colegas que entraban uno a uno a repetir el mismo ritual diario: escribir algunas notas en el libro de clases, servirse un café, comentar a veces algún acontecimiento del pueblo y esperar el nuevo repique de campana. La señora María Crislina, a estas alturas, percibía la tensión reinante en el ambiente, mortificándole el alma. Un silencio pesado, cargado de complicidad gozosa ante su conñictiva situación, se sentía en el aire e impregnaba el rostro y gestos de los compañeros de trabajo. Existían dos vías de escape para ella: las ventanas que daban al patio y a la pandereta del fondo, vislumbrando las pampas verdes donde habría querido huir con su imaginación, o bien un libro entre las manos. Normalmente optaba por las dos alternativas, ignorando muchas veces a sus colegas. Esta atmósfera se fue reiterando, acumulándose hasta hacerse insoportable. En ocasiones, la profesora Alba Barría, en quien había descubierto una especial afinidad y cuya alma "aún no estaba contaminada", según las palabras de la maestra, la rescataba del lejano refugio donde se escondía, interesándola en algún buen tema hasta que lograba hacer aflorar esa natural y contagiosa alegría tan propia de su persona. —¡No, no lo dejaré así. Alba! ¡No tengo nada que perder y no temo hablar! Si me callo, entonces sí perderé lo más importante que siempre he enseñado a mis alumnos: decir la verdad sin miedo a expresarla. —Tal vez si dejaras pasar unos días, las cosas pueden cambiar. 145 ' —¡No, no les daré en el gusto! Necesito decirle al director en su cara lo que siento y pienso, porque aquí nadie se atreve a contradecirle. —Está bien, María Cristina. Tienes razón. ¡Tú me has demostrado que si uno no defiende su dignidad de profesor y de persona, no podrá mirar de frente a los alumnos y enseñarles a defender sus ideas o principios! ¡Sí, sí, es tal como lo dices! ¡Nuestro trabajo no consiste en llenar como a un buzón la mente de los niños, sino, enseñarles a ser personas pensantes, sensibles y creativas! ¡Eso es lo más valioso y de allí parte todo! í' —Gracias, Alba. Me das fuerzas para continuar, porque no sólo es importante entender, sino también sentir, hacerio correr por las venas, como te ocurre ahora a ti: "Para encender lámparas has de llevar fuego en tu corazón". Veo que ahora no sólo lo has comprendido, realmente lo vives —le dijo con lágrimas en los ojos. La compañera de trabajo se acercó y la abrazó con afecto. Después de la jomada de aquel día, la señora María Cristina y Alba Barría tomaron el autobús y, sentadas una al lado de la otra, conversaron animadamente. De pronto. Alba Barría descubrió en dirección a la cabina del conductor la nariz de Norberto Astudillo, quien intentaba abrirse paso, pero no lo pudo conseguir ya que el vehículo estaba atestado de gente. —¡Te felicito por tu intervención en el consejo, María Cristina! ! Dije lo que mi deber y mi corazón me dictaban. Le dejé Miiiv en claro al director que ni siquiera me consultó para camlii.unie de jomada. —Eso no le importó nada. -¡Claro, si está acostumbrado a imponer sus ideas y capri(líos! Y cuando le exigí una razón para que yo no continuara ion el curso, a pesar de estar preparada para hacer clases desde primero a octavo año, ¿qué me respondió? ,y ¡ • —¡Sólo reafirmó su poder diciendo que un director podía tomar esas decisiones sin consultaries a los docentes! — Y después, el muy zorro, me alabó diciendo que yo era una profesora irremplazable para alumnos de primero. ,. , —¡Debí reprimir la risa al mirar su cara cuando le dijiste que sus razones no te convencían! ,v)n>n«v/ —¡Cómo no va a entender que al alejarme de mi curso, interferirá ese valioso proceso pedagógico iniciado con ellos en segundo año! —¡Lo peor, María Cristina, fue cuando le pediste que no te llamara más "Crisfinita"! —¡El viejo se quería morir! "'^^ Rieron las dos mujeres. Se quedaron unos momentos en silencio y retomaron pronto la conversación. —Te agradezco. Alba, que tú y Alonso, hayan sido los únicos en apoyarme. _ 146 ^. 147 El cisne y la luna Una antigua úlcera estomacal se le había reactivado con los presentes acontecimientos. María Cristina se sentía acorralada y sin poder hacer nada para conseguir tranquilidad. A l despedirse de su amiga en el paradero del autobús le dijo: —Sí, lo sé. Por eso, no tuve miedo de hablar. Él favoreció la ignoraba. A la maestra, en apariencia no le importó, sin iiubargo, poco a poco fue martirizando su alma. —Los otros, tú sabes, sólo acatan ciegamente las decisiones superiores. •«.w.-nf. u .n,.:^ • a Trinidad Montealegre con la jomada de la mañana porque pertenece a su círculo de amigos. Sinceramente, Alba, ellos no imaginan que para mí, realmente, ésta fue una batalla ganada. —¿Cómo? • ?). u í —¡La victoria de ser fiel a mí misma! ¿Te das cuenta? —¡ Silencio, que se acerca Norberto! —¡Que escuche el muy intmso! ' • • r ' 1 Norberto Astudillo había avanzado por el pasillo hasta llegar junto a ellas. Las saludó sonriendo en el instante que se ponían de pie para bajar del autobús al avistar ya el centro de Quilleco. La señora María Cristina, a pesar de haber expresado el motivo de su molestia y de sentirse más desahogada, no podía evitar mostrar una irritabilidad a flor de piel. Se alteraba por insignificantes situaciones hogareñas e incluso con su propio hijo y esposo, sumándose, además, la incertidumbre de la salud de Eliodoro, que la tenía preocupada. A la ya difícil situación por la que pasaba, se agregó el hecho de que Olga Rebolledo había tenido una muy buena relación anterior con ella, pero después del conflictivo atraso de Eliodoro, no volvió a saludaría durante el resto del año. Cada vez que se encontraban, la primera daba vuelta la cara y en las reuniones de consejo 148 —¿Los ves. Alba? Se mueven como si fueran títeres manejados por hilos claramente identificables. Parecen estar acostumbrados a recibir órdenes y hacer lo que quieran con ellos. ¡Cómo no comprenden que son personas y tienen derecho a expresar sus pensanüentos! Como maestros se convierten en máquinas grabadoras que repiten un mismo mensaje una y otra vez. Caen en conversaciones triviales y sólo piensan en organizar comidas para hacer feliz al director. ¡Dios mío! ¡Cómo he podido soportar tanto tiempo esto! ¡Cómo! sú'? .'ffUifr, h] din;;. < J j í { ¡ J W : i t ; f ' j l í r - i m u i iMtj¡,ii); '•['•IÚÍ: ÍJI:J<¡ ,;.:\:.riq ,üc, 149 •v'iíjía V'nsíf ríníiiji í.í oiT:-', í;:,,Qr;r;. , .¡fii/- i- . i,;..-,-...!/,; fíVííjblO 'WlV^'ñ í; <í,)Ú;:; n-. ír..Ji5r/n.v. ' CAPÍTULO 13 ÍViiO '/fifí!' ^ -fin/, f!-, a señora María Cristina subió corriendo los tres pisos y al buscar la habitación donde permanecía Eliodoro, vio con sorpresa venir a su encuentro a los padres y a la hermana del niño. L El cisne y la luna ^ , La maestra se quedó pensativa: "Hace un cuarto de hora, yo estaba a orillas delríoy ese bello picaflor.." —¿Qué dice, señora? —le preguntó extrañada la mujer. —No, no es nada. Sólo hablaba en voz alta. ¡He tenido tantas diñcultades en la escuela! ' —Lo sabemos, señora —conñrmó don Anselmo. —¿Cómo lo saben? —¿Olvida que en Kalkuhué uno se entera de todo en cuestión de minutos? * —No se preocupe, señora María Cristina —le dijo en un tono bondadoso doña Leontina—. Recuerde que estamos junto a usted, apoyándola. Desde segundo año, cuando la conocimos, los apoderados hemos estado muy satisfechos de tenería como maestra de nuestros hijos, a quienes ha tratado con amor, temura y preocupación. —¡Ya pueden estar tranquilos: recuperamos a su hijo! ¡Es un muchacho muy fuerte! —¡Qué alegría. Dios mío! —exclamó la maestra abrazando a los tres. ¡Es una bendición! De manera intempestiva se abrió la puerta de la habitación y salió el médico. Un hombre de unos 50 años, de estatura mediana, moreno y de cabello cano, acercándose afable al gmpo, dijo: —¡Eliodoro, mi niñito, ha recuperado la conciencia! —le gritó la madre, feliz. —¿Qué pasa, señora Leontina? —¡ Gracias a Dios! —exclamó la maestra. — E l preguntó inmediatamente por usted, señora. —¿Y cuándo sucedió que no me avisaron? —Hace un cuarto de hora, no más. Nosotros estábamos en su pieza, pero ahora el doctor lo está examinando. —Sí, gracias a Dios, señora. Nosotros hacíamos lo imposible y el chico no respondía. Pero estén tranquilos ahora, la recuperación es segura. | 150 151 El cisne y la luna -¡Gracias, doctor! —dijo su madre y en un gesto imprevisii) le tomó la mano y se la besó. Ii! médico sonrió con bondad, ya que comprendía la alegría lie esos corazones, como antes también el dolor de la incierta espera. —¿Podemos verio, doctor? —Sí, pero sólo unos minutos y de a una persona cada vez, por favor. —Entre, entre primero, señora. Nosotros acabábamos de estar con él y preguntaba mucho por usted. —¡Gracias, señora Leontina! Abrió con suavidad la puerta y entró despacio, temiendo producir demasiado ruido. Eliodoro estaba vestido con una camisola blanca en la única cama de la habitación junto a la ventana, desde donde se divisaba el volcán Chelle. Miraba absorto la pirámide de nieve y, al sentir pasos, volvió los ojos, alegrándose infinitamente de reconocer a su profesora: ¡«in. kuijí.//^ —¡Hola, mi Pichiche! Lo saludó cariñosamente, acercándose a darle un beso. E l sólo le sonrió emocionado. La maestra tomó su mano entre las suyas y este volvió a sonreír. —¡Me alegro mucho de verte, hijito! —¡Yo también! —musitó el niño. • no ¿oiA ' * ' 133 • —¿Cómo te sientes? Í: ' ' ' ^ ' —Bien, señora. ^ —¿Así es que intentaste chocar una camioneta? —No —dijo sonriendo por la ocurrencia de la maestra. —¿Teduele? . ,, —Un poco la pierna, nada más. —¿Sabes que un pajarito me avisó que viniera a verte? ¡Era un hermoso picaflor que no me dejó tranquila hasta cuando tomé el camino al hospital! De regreso de la escuela, llegando al puente del río Llufülafque'n, sin pensarlo hice detener el vehículo y bajé, encaminándome hasta mi lugar preferido. Absorta, me quedé mirando por unos instantes la corriente lenta del río. De improviso, divisé un hermoso picaflor entre las ramas de una mata de chilko. Inesperadamente voló hacia el camino y con rapidez regresó a escasa distancia donde yo estaba. Una y otra vez hizo el mismo recorrido. Me quedé inmóvil observándolo y, de repente, paralizada, exclamé: —'¡Pichichel" Como si en un segundo viviera una importante revelación, me levanté con energía y en un dos por tres estuve en el camino. El pajarito dio unas vueltas indicando con insistencia una misma dirección: la línea blanca central del pavimento hacia el este. ¡No me cupo duda alguna: tú me estabas llamando! Me di vuelta y miré a lo lejos: un vehículo con letrero amarillo en el techo se acercaba. Lo hice detenerse y subí. IS4 —¡Buenas tardes! ¿Podría seguir a ese picaflor, por favor? —le dije al conductor Este, que me conocía, sonrió. Avergonzada, le expliqué: —Discúlpeme, señor Ocurre que minutos antes de aparecer usted, divisé un hermoso picaflor sobre el camino y al subir a su auto todavía pensaba en esa linda avecilla. ¡Por favor, lléveme rápido al hospital de Quillecol —Lo haré encantado, señora, y no se preocupe. Usted fue profesora de mi hijita el año pasado. Por razones de trabajo debimos trasladamos a Quilleco, pero ella no la ha olvidado jamás. Siempre está diciendo que le gustaría ser como su maestra, porque según sus propias palabras: "La señora María Cristina ama la naturaleza, le encanta enseñar, leer y admirar el río, el lago y los pajaritos". De manera que la entiendo muy bien, señora—. E l hombre hizo funcionar el motor del vehículo e inició raudo el trayecto a la ciudad. Yo observaba con disimulo a través del parabrisas, intentando ubicar al picaflor De pronto lo descubrí. Continuaba el vuelo a veces por el centro y otras, sobre la orilla del camino, pero al entrar a la ciudad lo perdí deñnitivamente. Al llegar al hospital, bajé del auto y subí rápido los tres pisos. Eliodoro rió de contento al terminar la maestra su relato. —¿No sería el mismo que hace un momento llegó a golpear mi ventana para anunciarme su visita? —le dijo el niño, no extrañándole en absoluto lo manifestado por ella, conñrmándole con la pregunta su total creencia en la historia. —Toma, te traje un libro de cuentos. 155 Manuel Gallegos J El cisne y la luna lo van a estar tus compañeros. Ellos, cada día que pasa han ido hasta la Virgen de las Lomas a llevarlefloresen tu nombre y a |)cdirle su ayuda. • •• ' • -^f^ —¡Gracias, señora! —Sus ojos se iluminaron de contentos al observar el libro y acariciar con los dedos el lomo y la cubierta. —¿Sabe? —agregó—, hoy no podré ir al ensayo de teatro. Debo quedarme unos días aquí. Eliodoro no pudo decir nada, sólo apretó la mano de la profesora que había girado la cabeza para dejar caer unas lágrimas. La maestra afirmó con un leve movimiento de cabeza. —¿Sabe, señora? ¡Cuando yo sea grande voy a estudiar —Pero usted, señora, parece no estar bien ¿verdad? para maestro! —Estoy bien, mi Pichiche. ¡Mejor aún al saber de tu recuperación! -í ..ti-, '..-..u, .. wí\r -¿Qué? , i . . . ' • ,. ' —¡Sí, quiero ser profesor, señora! —Cuando desperté hace un rato tenía en nú cabeza un mal —¡Hijito! —exclamó ella acercándose a darle un beso, intuyendo sus motivaciones—. Te diré algo, Pichiche. ¿Recuerdas esa vez que tú y Celeste estuvieron en mi casa? sueño. ¿Se acuerda de la mariposa que encontramos en la sala? • —Sí, hijito, la recuerdo. —En el sueño la veía atrapada en una red, pero, de pronto, distinguí en ella su rostro, señora. ¡Como si usted fuera esa mariposa! —Sí, señora. —Esa noche Celeste me reveló su poder de predecir el futuro. Me habló de muchas cosas que, en ese momento, yo dudé en creer y, sin embargo, se han cumplido. En aquella oportunidad me dijo en secreto al oído: "Ése —indicándote a ti— cuando sea mayor va a estudiar y será un gran profesor". Hijito —continuó la maestra—, me agrada que pienses así y sigas los dictados del corazón para encontrar tu felicidad. Sólo te diré algo: aún eres un niño y queda bastante tiempo para esa decisión. Tú podrás estudiar la carrera que desees porque eres inteligente y responsable. A l maestro lo sostiene sólo su vocación, lo espiritual, pues económicamente no es remunerado como se lo merece. Yo, por ejemplo, nunca pensé en ser < L a maestra lo miró sorprendida. ' —¡Y unas manos grandes, enormes, comenzaron a enterrarle lentamente un alfiler! Yo lo sentía también entrar en mi pecho, produciéndome intenso dolor. Quise gritar y no pude. Quise abrir los ojos y tampoco pude. ¡De improviso, desperté, encontrándome aquí, en esta sala de hospital, recordando a ese automóvil acercarse a toda velocidad y golpearme fuerte! —Tranquilo, descansa, hijito, ya no hables más. Lo importante es que ahora, gracias a los médicos y a Dios, estás recuperándote. Y tus padres y yo estamos felices, como iguahnente 157 156 Manuel Gallegos profesora- Y te confieso haberlo hecho porque mis padres no podían pagarme otra carrera. A pesar de esto, poco a poco fui enamorándome de mi profesión y dándome cuenta, sin ^^pQfiérmelo, que podría llegar a ser una buena profesora al descubrir ™ infinito amor hacia los niños. Entonces compre"^* que uno, hijito, debe elegir aquello que le hará sentir pl^''^ ^^^'^ humano porque esa decisión lo acompañará toda la vida. ¡Bueno, bueno, nada más de conversación! Otro día vendré a verte, ahora descansa. ¿io un beso en la frente y se despidió: __¡fe quiero mucho, Pichiche! jYo también, señora! jiiaestra salió de la sala y al instante entraron los padres (jgl niño. Eliodoro presintió que ella regresó con el alma aliviada y fortalecida a su hogar, dejándolo muy contento. Su hermana Elena, en la visita de la tarde siguiente, le contó qu^ compañeros esperaban ansiosos saber de él esa mañana, y ^' enterarse por la señora María Cristina de la milagrosa recuperación, comenzaron a saltar y aplaudir con alegría Los cantos que se escucharon desde la sala fueron los más hermosos y alegres oídos desde hacía mucho tiempo en la escuela, tanto fue así que las golondrinas, embelesadas, no salieron de su escondite ese día. , CAPÍTULO 14 D espués de una semana en el hospital y de regreso a la escuela, Eliodoro esperó ese primer día a la señora donde siempre: bajo el coigüe. E l perro Anti, estuvo también enfermo. Su madre le dijo que los perros enfermaban de tristeza por la ausencia de sus amos. — ¡ Y tenía razón, señora, porque apenas me vio, sus achaques desaparecieron por encanto! —contó más tarde el chico a su profesora. Aquel día la maestra llegó en taxi colectivo porque traía tres enormes bolsas. Eliodoro le ayudó como pudo a llevarlas hasta la sala. E l l a parecía feliz con su carga, pero no quiso decirle nada ante la curiosi- 158 Manuel Gallegos dad del niño. Sólo le confesó que era una sorpresa. Entonces, cuando y a estuvieron todos en la sala y en sus bancos, la maestra les habló: —¡Les he traído un hermoso regalo de unos niños de Santiago! L a hermana de mi esposo, mi cuñada, que tiene a sus hijos estudiando en un colegio de la capital, reunió entre los alumnos gran cantidad de ropa para ustedes. ¿Qué les parece? Sus alumnos no pudieron resistir y aplaudieron de alegría por ese magnífico regalo. Acto seguido, la maestra les pidió que se quedaran sentados en sus puestos mientras ella abría las bolsas. Y así comenzó a sacar, como si se tratara de baúles mágicos, hermosas prendas de variados colores. — ¡ A q u í hay un vestido! ¡Veamos; este le quedará bien a Yolanda! L a niña se levantó feliz a recibirlo y sin pensarlo dos veces se lo puso encima de su uniforme. — ¡ Y esta polera le quedará pintada a David! ¡Este pantalón con esa chaqueta de colegio le vendrán bien a Eliodoro! ¡Ese suéter y estas zapatillas, estoy segura que le gustarán a Pablo! ¡No me cabe duda que esos zapatos con ese pantalón le quedarán a la medida a Sebastián ¡Mira, Margarita! Esta es una parka para la lluvia y te viene como anillo al dedo. m Mmuel Gallegos L a chica, emocionada, abrazó a la maestra diciéndole al oído lo mucho que la quería, porque desde lo ocurrido con el viejo Heriberto, ella siempre estuvo apoyándola y entregándole cariño, lo que la ayudó a superar aquella traumática experiencia. Y así, a cada uno la maestra le regaló una tenida completa de ropa de muy buena calidad, casi nueva. Para todos alcanzó, incluso la señora María Cristina le llevó a Alba Barría un paquete con ropa de tallas grandes para que se la regalara a sus alumnos. A l enterarse los padres de los niños, quedaron eternamente agradecidos de la maestra. — ¡ N u n c a pensamos que la señora nos llevaría regalos así, m a m á ! E l l a nos contó que su cuñada, al saber que en nuestra escuela había muchos niños sin ropa ni zapatos para asistir a clases, propuso en el curso de uno de sus hijos de 4° básico hacer una campaña para reunir lo que necesitábamos. ¡Muchos de ellos ni siquiera sabían dónde estaba nuestra escuelita, pero la maestra les explicó en una carta, agradeciéndoles en nuestro nombre! —fue el entusiasta comentario de Eliodoro al llegar a casa. — ¡ Q u é lindo es saber que en otras partes los niños cuyos padres tienen mejor situación económica se preocupan de regalar la ropa que ya no usan! ¡Dios se los agradecerá! —concluyó doña Leontina. El cisne y la luna —¡Jamás olvidaremos este día! ¡Es como haber tenido una Navidad anticipada, mamá! — e x c l a m ó Eliodoro. - A pesar de esos gestos de la señora María Cristina, Eliodoro notaba tristeza y preocupación en los ojos de su maestra. Había muchas cosas que él, como niño, no podía saber ni tampoco se atrevía a preguntar. Pensaba que serían cosas de grandes y a él no se las explicarían. Ocurrió que la señora María Cristina no llegó a clases durante los primeros días de esa semana y el chico le preguntó al profesor Robinson Gatica la razón de su ausencia. Él le informó que su profesora hizo llegar una licencia médica y no sabía cuándo iba a volver a la escuela. Entonces, el sábado siguiente fue a saber de ella a su casa en Quilleco. Eran alrededor de las cinco de la tarde y al descubrir a Eliodoro en el marco de su puerta, la maestra y su esposo se alegraron sinceramente de verlo. E l los saludó y lo invitaron pasar a la casa, guiándolo hasta la sala de estar. — Y o vine a visitarla, señora, porque el profesor Róbinson me dijo que usted estaba enferma. — A s í es, hijito, y no te lo puedo ocultar. Quizá por mucho tiempo no podré ir a la escuela. Como tú eres mi mejor alumno y has llegado a ser casi un hijo nuestro, te lo diré, ¿verdad, Gustavo? : • ! 163 — S í , sí, estoy de acuerdo. ¡Tú has sido como un verdadero hijo, Eliodoro! báu nA>^ .d' —Gracias, don Gustavo. ' % —Bueno —dijo ella—, decidí pedir permiso sin goce de sueldo por seis meses con la intención de descansar y, entre otros proyectos, buscar una actividad laboral distinta por algún tiempo. Pienso que, de continuar como estoy, mi salud física y psicológica empeorarán. — L a vamos a echar mucho de menos, señora — m u s i t ó el niño con un nudo en la garganta, a punto de explotar en llanto. L a señora María Cristina se acercó y lo abrazó. Entonces, Eliodoro dio libre cauce a su pena y lloró largamente. Días antes, don Gustavo y su esposa habían ido a hablar con el Jefe del Departamento Administrativo de Educación Municipal, a fin de exponerle el caso y solicitarle su autorización. Modesto Maldonado, como siempre, los saludó con una amplia sonrisa de propaganda dentífrica, acompañada de extrema amabilidad en las palabras y expresiones. Detrás del escritorio escuchó los argumentos con una actitud de suficiencia, moviéndose como péndulo de reloj en un enorme y negro sillón giratorio mientras intervenía con exclamaciones teñidas de un afectado acento y gestos amanerados. Por último, evitando la mirada de ambos, argumentó: v t u j usiurf/ ,..;•*> 'i ui I Í £ J ; M * —Me resulta imposible concederie ese permiso, ( I istinita. No puedo darle seis meses, a lo m á s , cuatro. > '» —Pero ¿por qué cuatro y no seis? —le preguntó la maestra. ^ ' .a^j.-n —De acuerdo con la ley, en efecto, yo estoy autorizado para otorgar permiso hasta seis meses, pero de éstos los que "yo" estime conveniente. Y otra cosa: si le otorgo el permiso, podrá ser sólo a partir de 15 días más. Necesito ese tiempo para buscar un suplente. — ¡ N o , señor! —repuso ella, conteniéndose—. E n quince días más estaré peor si continúo trabajando. No iré a la escuela a partir del lunes. E l reemplazante no es problema mío. —Entiendo que esté afectada, Cristinita, pero, "yo" tengo un cuerpo de profesores que " y o " conduzco y por el cual debo velar. ¿Por qué no habla con el director? — ¡ N o voy a conversar con él otra vez! —Pero, Cristinita —fundamentó Maldonado—, tengo noticias de que la escuela funciona muy bien. L a Jefe Técnico me ha hecho llegar un excelente informe donde no menciona ninguna dificultad. E s seguro que ella debió haber intervenido en el cambio de su jomada. , , , ^. 165 164 — S i intervino lo ignoro, porque hasta ahora no he escuchado su parecer —afirmó la maestra. I| Don Gustavo, sin poder evitar dar su opinión, ya que conocía a Maldonado desde antes de que asu miera el cargo, dijo: - —¿Te das cuenta, Modesto, que el Gobierno está implementando una Reforma Educacional y con esas actitudes los propios partidarios la están socavando en sus cimientos? Tú sabes, y disculpa mi intromisión, que María Cristina se ha destacado siempre como profesora. Estos últimos años realizó una experiencia de estímulo por la lectura única en la comuna y quizá en la región. ¡Cada uno de los niños de cuarto básico leyó veinte libros en el año, y por su propio gusto! Además de los leídos por ella en voz alta a los chicos. Estos, han mejorado la expresión oral y escrita, elevaron su baja autoestima y la comprensión en las diversas asignaturas. Y otra cosa, Maldonado: tú estás en conocimiento que su grupo de teatro ha llevado a cabo una labor de extensión cultural a otras escuelas de la comuna. ¡Es un orgullo que haya sido distinguido como los mejores de la provincia! Don Gustavo hizo una pausa, se puso en pie y le habló con entereza a Maldonado. —Entonces, Modesto, ¿crees tú que éste es el pago a una profesora que les ha dado a los niños la opor166 iiiiiiclad para desarrollar sus talentos y que presti(•i.i a la escuela y a este departamento de educación mimicipal con sus presentaciones artísticas y su l.ibor pedagógica? ¿ N o está ella respondiendo a lo modular de l a Reforma puesta en marcha, trabaliiiido mejor que muchos otros que sólo se limitan a iL'orizar sobre ésta? Maldonado guardó silencio. Sabía de la veracidad de los argumentos de don Gustavo. Tenía conciencia de la injusticia cometida con la señora María Cristina, pero él debía defender a la autoridad de la escuela y —según su pensamiento— el hilo siempre se corta por el lado m á s débil. Acto seguido, dio un gran suspiro y concluyó: .¡.^.,,,. , ^ ^, j , , ^ —Bueno, conversaré con el director. Sólo le pido, Cristinita, presentarse el lunes al trabajo. L e advierto que si recurre a una licencia médica, le negaré rotundamente el permiso. L a maestra no contestó. Don Gustavo, al mirarla, comprendió que tenía y a su propia decisión y no era necesario agregar más. Ambos se levantaron y despidiéndose con formalidad, salieron. E l diagnóstico del médico confirmó que la señora María Cristina padecía de un alto grado de tensión nerviosa, afectando peligrosamente su úlcera. Por lo tanto, en principio, le otorgó quince días de licencia. 167 Manuel Gallegos E l lunes no fue a la escuela. E l martes, la secretaria del director del Departamento Administrativo de Educación Municipal llamó a la maestra, en nombre de su jefe, para informarme que él había conversado con el alcalde y éste autorizó el permiso de seis meses a contar del día anterior. L a señora María Cristina le agradeció por su llamado y colgó. Había hecho valer sus derechos, a disgusto de Modesto Maldonado. Eliodoro, en los brazos de la maestra, había dejado lentamente de llorar y ahora tomaba un vaso de jugo que don Gustavo le había traído. De pronto, se oyó el fuerte pito de la tetera en la cocina y la señora se puso en pie, diciéndoles: —¡Todos a la mesa! E l hijo menor de la maestra había salido a la casa de un compañero, así que sólo tomaron once los tres. Eliodoro, al ver a su maestra tranquila y contenta, fue alejando su pena. Don Gustavo le preguntó por sus padres y su hermana. Él les contó también que Anti iba a tener hijos con una perrita vecina. Cuando terminaron ya estaba oscureciendo y debía volver a Kalkuhué. L a señora María Cristina lo abrazó. L e dio un beso en la cara y en la frente. E l niño dio media vuelta y se fue sin volver la cabeza, porque ya no pudo contener más su emoción. CAPÍTULO 15 D esde entonces Eliodoro no tuvo más clases con la señora María Cristina. Llegó una reemplazante para cumplir ese período de seis meses. Y al año siguiente tuvo otra profesora, así como en los cursos venideros. En esa época, la maestra recibió algunos "regalos del cielo", como ella misma decía: su hijo mayor se tituló de ingeniero y, como lo habían proyectado, la familia volvió a la casa que tenían en arriendo. —Cuando debí dejarla para costear los estudios del hijo en la capital, lloré durante semanas en silencio, pero lo hice por él. ¡Soñaba con que mi hijo fuera un profesional y viviéramos otra vez en casa!—. Sin embargo, lo que ella nunca pensó, fue verio trabajando en la Lechera de Quilleco, tal como lo predijo Celeste. 169 El cisne y la luna Manuel Gallegos En varias ocasiones Eliodoro fue de visita donde su profesora y ella, como siempre, lo atendía con especial cariño. Una vez, el padre de Gabriel, su compañero de curso, le vendió a la maestra, treinta varas^'* de leña y el chico invitó a Eliodoro para que los ayudara a guardaría ordenada en el patio techado. A pesar de lo cansador del trabajo, se entretuvieron, ya que imaginaban estar haciendo "castillos de palos". La casa era grande, hermosa, toda de madera, rodeada de un amplio jardín cuidado con esmero por la señora María Cristina. Después de ordenar la leña, la maestra les sirvió jugo de naranjas, galletas de miel y como premio cinco monedas de cien pesos a cada uno. Don Gustavo, consciente de que había llegado el momento de pensar en sí mismos, y en especial en su esposa que pasaba por un momento difícil, pidió un crédito a un banco y la invitó a hacer realidad su viejo sueño de viajar En sus vidas, siempre encontraron la manera de conocer otros lugares durante las vacaciones. Primero nuestro país, pensaban ambos y así ya habían recorrido el norte, centro y sur de Chile. Ahora decidieron por primera vez ir al extranjero y visitar el país que ella más ansiaba conocer: México. Le encantaron —como le contó en detalle a Eliodoro cuando la fue a visitar después de su llegada— las románticas serenatas en las plazas y calles de Ciudad de México, Gua(lalajara y Veracruz, donde apreció también los bailes de la zarabanda, el huapango, la mañanita y los corridos. E l pueblo de Pátzcuaro cautivó sus ojos con la bella y colorida artesanía, así como también el vestuario de los mariachis en los distintos lugares visitados, y, sobre todo, la maravilló el intenso amor de los mexicanos por sus raíces e identidad. A don Gustavo lo atrapó la Plaza de la Luna, rodeada de imponentes pirámides en la antigua ciudad de Teotihuacán, apreciando con placer y admiración los vestigios de las culturas toltecas, mayas y aztecas, aparte de disfrutar con entusiasmo de la comida de ese país. De regreso del feliz viaje, la señora María Cristina volvió renovada a la escuela. En reiteradas ocasiones pensó postular a otro municipio, pero si lo hacía, debía someterse a un sistema de contrata anual en calidad de profesora novata. Del mismo modo, en algún momento consideró la alternativa de trabajar en colegios particulares; sin embargo, interiormente se negaba a hacerlo. Su alma se sentía plena enseñándoles a niños de escasos recursos de la zona rural. La maestra siguió haciendo clases por cinco años más, cuando otra vez reaparecieron con intensidad los dolores por la úlcera que tenía. Internada en el hospital de Quilleco, un día llegó a visitaria (1) Vara: En el sur de Chile se llama así a un marco de madera de poco menos de un metro cuadrado de superficie, dentro del cual se colocan los trozos de leña, apilados. Es, por lo tanto una medida para la compra y venta de la leña. Olga Rebolledo. 171 170 Manuel Gallegos —Vine a verte, María Cristina, y también a pedirte disc pas—le dijo. —Pero, ¿por qué disculpas? ' * —Por no haber reconocido mi error y enojarme tanto tiempo inútilmente. " —No, los niños no son rencorosos. 9 —Sí, fue una niñería. j —Eso lo decidiste tú, no yo. .^ Se produJQjia-sileacioJargo entre las dos mujeres. Entonces, Olga R¡ebolle6o levantó su mano y le pasó un ramo de frágiles lirios silvestres de los que a la maestra le gustaba recoger cada vez que podía camino a la escuela. > —Gracias, Olga —le dijo—. Ya era hora de que habláramos. Tuvimos antes una bonita amistad que no podía perderse por falta de comunicación. —Sí, reconozco que me he puesto hosca y de mal humor. Ahora comprendo que la soledad no es una buena compañía. Los golpes de la vida a veces son difíciles de superar e incuban en el alma rencor y hasta envidia. Perdóname, Cristina. Quisiera recuperar nuestra amistad. Siento que he crecido y dejado atrás esos dolores que me hacían mal. Tu amistad es importante para mí. ...^ —Te agradezco, Olga, la visita y las flores. Sólo basta tu presencia para olvidar aquel mal rato. , . , ,„., ,j j . ^ , , , Le extendió las manos y ella le dio un abrazo cariñoso. La El cisne y la luna Miiora María Cristina sintió en ese instante unas tibias gotas icshalar por su cuello. '"•^< Cada día la maestra recibía también la visita de alguno de MIS nuevos alumnos que le contaba las alternativas diarias de (lases. Quiénes se habían portado mal y quiénes bien, además (le expresarle lo mucho que la echaban de menos. Se entretenía leyendo los mensajes llevados por uno de ellos, que hacía el papel de mensajero cuando no podían viajar los otros. Después de variados y múltiples exámenes durante dos semanas, el médico resolvió operaria. Todo parecía normal. Una mañana, como se había programado, se llevó a cabo la intervención quirúrgica. Sin embargo, la maestra no la resistió,^ produciéndose en forma inexplicable un paro cardiacírqüe le " apagó en segundos la vida. i.,,.. El hecho provocó un fuerte impacto en Quilleco y Kalkuhué. Nadie esperaba un desenlace tan abrupto de una enfermedad que, por lo común, era controlada sin peligro de muerte. María Cristina Burgos tenía sólo 52 años. Los compañeros de Eliodoro que ya cursaban educación media en el liceo de Quilleco, donde él también estudiaba, se sintieron profundamente consternados. No sólo éstos la lloraron, sino también todos los niños de promociones anteriores, convertidos ya en adultos, la mayoría trabajando en diversos oficios y unos pocos siguiendo estudios superiores, quienes acostumbraban a saludarla con cariño y agradecimiento cuando por casualidad la veían en algún lugar de la ciudad. 172 173 " A l enterarse esa mañana Eliodoro, creyó sentir fierros ardientes penetrando su corazón. El paisaje oscureció a su alrededor y debió buscar dónde apoyarse para no caer Tenía ya dieciséis años y había alcanzado la estatura normal para su edad, dejando de ser el más pequeño del curso. La inmediata reacción que tuvo fue ir a casa de la maestra para confirmar la noticia. En el taxi colectivo, camino a Quilleco, se le agolparon miles de recuerdos vividos con la maestra. Al cruzar el puente del río Llufülafquén recordó ese fin de año cuando, junto a sus compañeros de curso, llegaron hasta allí a bañarse y comer salchichas asadas en un palo. También asaltaron su mente las presentaciones del grupo de teatro, los libros leídos, conciertos y obras teatrales a las que asistieron, el encuentro con escritores invitados de la capital, las cartas enviadas a diversas personas, los paseos por la orilla del Küyenpür y, en especial, la época en que ella le enseñó a leer Bajó del automóvil a dos cuadras de la plaza y caminó en dirección norte, subiendo una suave cuesta. Sintió el alma contrita y los músculos del cuerpo tensos a causa de las últimas horas vividas. En la cima del exiguo terraplén descubrió la casa. Estaba igual, salvo las señales deltiemposobre las maderas. Allí se erguían los gigantescos secuoyas, mucho más crecidos. Esos árboles exóticos originarios de América del Norte, plantados allí por alguno de los primeros colonos llegados a vivir a la orilla del lago en el siglo pasado. Recordó esa vez mando le dijo a la maestra que esos árboles crecerían hasta elevar su casa por los cielos. —¡Ojalá suceda lo que dices, l'ichiche, porque de ese modo tendría una vista única del lago y los volcanes! —le respondió riendo alegremente ella. Entró por el portón abierto, caminó unos pasos hacia la puerta de la casa, tocó el timbre y después de unos núnutos apareció una mujer joven y morena, con delantal blanco: —Buenas tardes —murmuró—, soy ex-alumno de la señora María Cristina y quisiera saber de ella. Hubo unos segundos de silencio. La mujer lo miró y dijo con evidentes señales de llanto y dolor en el rostro: — L a señora falleció anoche. —¡Es cierto, entonces...! , =• - * ' ^ L , f Le fue imposible poner atajo a sus lágrimas y lloró desconsoladamente. La mujer, sin saber cómo reaccionar, lo hizo pasar y sentarse. Le sirvió un vaso de agua con azúcar y le dijo: —Mañana a las cuatro de la tarde serán los funerales. Don Gustavo y sus hijos darán cumplimiento a la voluntad de la señora María Cristina de lanzar las cenizas de su cuerpo a las agu&s del hgo Küyenpür —Muchas gracias, señorita. Ha sido muy amable. i! ; Fue todo lo que atinó a balbucear y se retiró. Al salir y caminar por la vereda, miró con nostalgia la casa, desandando con paso lento el camino. Observó el patio donde estibó la leña con 175 174 SU amigo Gabriel, la empalizada que ayudó a cambiar al hijo mayor de la maestra por nuevos maderos de coigüe y pintada después por don Gustavo. Se detuvo a contemplar el hermoso jardín donde ella gustaba plantar azaleas, rosas y tulipanes, como también un pequeño huerto de lechugas, cilantro, ajos, habas y arvejas. L a veía con su dulce sonrisa, caminando en el prado, feliz. El guardaría esa imagen de la maestra, no olvidando también lo que había sufrido por defender sus ideas. Al día siguiente se dirigió a la catedral donde le hicieron una misa de despedida. Allí encontró a todos sus antiguos compañeros de escuela, como él, transformados ya en jóvenes y a quienes abrazó uno a uno con hondo afecto. También habían llegado los profesores y autoridades de la comuna. Solitaria, muy cerca del ánfora que contenía las cenizas de la maestra, distinguió a Alba Barría. En sus ojos reflejaba el alma golpeada ante la repentina ausencia de la colega y amiga por quien llegó a sentir una gran admiración. Al final del pasillo, acongojados como dos almas en pena, estaban los padres de Eliodoro, tomados de la mano para darse valor uno al otro. Una profunda emotividad invadió a los asistentes cuando se presentó el grupo orquestal de la escuela de Kalkuhué, dirigido por el profesor Alonso Cárdenas, quien, agradecido por lo que ella hizo por él, preparó un homenaje junto a sus alumnos, ejecutando con instrumentos de cuerda y viento varias canciones que la maestra acostumbraba a enseñarles. Aquellos que ella tanto amaba la despedían como hubiera deseado: cantándole. Por último, los familiares levantaron el ánfora y salieron en • dirección al lago. Dejándose llevar por el corazón, Eliodoro no pudo resistir al impulso de seguirios y estar presente en ese momento, aunque sólo fuera desde la distancia. Se fue canúnando con el pequeño ramo de camelias blancas que había recogido en las primeras horas de la mañana del jardín de su casa. Llegó hasta la orilla del Küyenpür, dejó el ramo defloressobre una piedra y desde allí observó cómo don Gustavo, junto a Pedro y Javier, sus hijos, subieron a un bote y remaron alrededor de quinientos metros lago adentro. Después de unos minutos en los que nada parecía ocurrir, el padre abrió la pequeña ánfora y dejó caer parte de las cenizas, esparciéndolas el viento con suavidad sobre la superficie del agua. Luego, pasando el preciado recipiente a los hijos, repitieron el gesto. Se abrazaron largamente y, por último, don Gustavo cogió otra vez los remos y dirigió la , embarcación a tierra. Al desembarcar con los ojos enrojecidos f por el llanto, reconocieron a Eliodoro y este se acercó a salu- ' darios con un sentido abrazo. Después, se despidieron. Miró al horizonte y sintió una infinita soledad. Entonces, exclamó en voz baja para sí mismo: —¡No, no, es inútil, no logro aceptar que nuestra maestra haya muerto! x i ? . Se quedó callado, expectante, inmóvil, como si esperara una repuesta. Luego, caminó por la orilla del agua, observando como las menudas olas mojaban sus zapatos. Se detuvo y agregó: 177 176 5 ti cisne y la urna —¡Debí haberlo adivinado! ¡Aquí deseaba permanecer eternamente! ¡Ella amaba este lago! ¡Küyenpürl ¡Luna Llena! ¿Han visto la luna llena carmesí reflejada en el lago Luna I Jena? —nos decía,riendode sus juegos de palabras y aconsejándonos: — ¡Es algo que no se deben perder en sus vidas! ¡Su color encamado es tan intenso como el sol! ¡Rojo de vida, de fuerza, de amor! Y cuando es plateado, parece cubrirlo todo con esa dulce paz que contiene—. ¡Cuántas veces nos habló de la luna y del lago! De los amaneceres, de su paz en días de calma, de su furia en la tormenta, convertido en un verdadero mar Nos contaba maravillosas historias de los primeros habitantes de sus orillas. Y también de cómo don Gustavo lo amaba porque fue frente al Küyenpür donde él le reveló a ella su amor ¡Qué triste debe estar don Gustavo! Yo los quería a ambos. Siempre iban juntos a todas partes. Se apoyaban el uno al otro, reflejando un profundo amor ¡Por eso también envidiaban a la señora! Eliodoro se puso en cuclillas, estiró los brazos, hundió ambas manos abiertas en el agua y las levantó unidas a la altura del pecho. Un rayo del sol de la tarde iluminó las palmas ahuecadas, produciendo reflejos de arco iris en la superficie del diminuto lago formado en sus manos. Sonrió entre lágrimas y elevando más los brazos vació enteramente el agua en su rostro: —¡Mi dulce maestra! —exclamó. Eliodoro estaba ahora solo frente al lago, después de tantos años. Y durante esas horas había recordado sus años de niño junto a la maestra que tanto había significado en su vida. 179 S Mmuel Gallegos Las aguas cristalinas del Küyenpür habían cambiado de color. Tomaron el oscuro azul del cielo mientras los volcanes parecían esfumarse con los reflejos rosados bajo las primeras estrellas. En ese momento percibió que alguien se acercó a él. Se levantó y descubrió a una joven de tez mate, hermoso cabello negro, largo y liso que estaba a su lado. E l reflejo de esa luz especial en sus ojos lo hizo recordar un rostro familiar. —Eliodoro —musitó ella—. Él, se quedó mudo, mirándola. - S o y Celeste. axioy^n El cisne y la luna Lliodoro dio unos pasos en silencio y la abrazó, manifesi.iiidole sin palabras lo reconfortante que le resultaba verla en isL' preciso instante. Después, continuó hablando: —¡Qué bueno haberte encontrado. Celeste! No me cabe (luda que en esto intervino la señora María Cristina. —Creo que quien me llamó fuiste tú. -¿Yo? —Con la fuerza de tus sentimientos. Eliodoro movió afirmativamente la cabeza sin decir nada. A;AÍAH.::U^Í,..-' —¿Celeste? ¿Mi compañera de escuela? ¡No lo puedo creer! —Comprendo que no me hayas reconocido. ¡Hace tanto tiempo y sólo compartimos apenas tres meses! —Sin embargo, siempre me acordaba de ti. Nunca supe adonde te habías ido. La señora María Cristina tampoco se enteró. No he olvidado cuando nos invitó al cumpleaños de su hijo y tú le dijiste un montón de cosas que le sucederían en la vida. Ella, a medida de ir cumpliéndose lo dicho por ti, estuvo cada vez más convencida de haberse encontrado con un ángel. Celeste le sonrió con timidez, respondiéndole: —¡Sabía que te iba a ver algún día! Aunque no esperaba que fuera en esta ocasión en que se cumple otro aniversario de la muerte de la maestra. .in...^"' - - —Presiento que la señora María Cristina estará feliz de verte convertido en unflamanteprofesor —¿Y cómo lo sabes? —No es necesario ser adivina para saberlo. Yo siempre lo supe. —¡Ahora lo recuerdo! Esa vez que me atropellaron y estuve grave en el hospital, le conté a la señora mi sueño de ser maestro como ella. Entonces, me confesó un secreto: la noche del cumpleaños en su casa, tú le dijiste al oído que yo llegaría a ser profesor algún día. Y así ha sucedido. Celeste. Ya me he titulado y estoy muy contento a causa de ello. —¡Es el mejor regalo que puedes haberte hecho a ti mismo, a tus padres y a la señora María Cristina! Eliodoro la miró a los ojos y tomó conciencia de tener a su 180 lado a la querida compañera que con tanta temura mitigaba la ausencia de la maestra. Sin decir una palabra, cayó de rodillas sobre la arena, hundiendo la cabeza en su pecho y con lágrimas en los ojos agregó: —¡Cuánto dolor, Celeste, tuvo mi corazón por la partida de nuestra maestra! • La joven se arrodilló junto a él, lo abrazó por los hombros en un gesto de comprensión, dejando caer también unas silenciosas lágrimas. Eliodoro tomó su mano y se levantó. Ella cogió el ramo de camelias que había traído y delicadamente lo dejó sobre la superficie del agua, donde flotó con suavidad produciendo unas ínfimas ondas. —¡Esasfloresle gustaban tanto a ella! Desde que sus cenizas fueron lanzadas al lago y estuve viviendo aquí, le traje siempre camelias a la señora. — Y cuando tú ya no pudiste hacerio por estar estudiando lejos, lo hice yo cada vez, como ahora. ' ~ Sólo se oyó el leve sonido del agua rompiendo en diminutas olas en la orilla. Las sombras del anochecer comenzaban a cubrir lentamente las aguas del lago. Enseguida, ambos miraron al horizonte y vieron al volcán Chelle nevado, tranquilo, humilde, pero magnánimo. Se quedaron unos instantes en silencio, observando el lago Küyenpür de una orilla a la otra. De pronto, Eliodorofijóla mirada en un punto y prormmpió: —¡Mira, Celeste, un cisne! ¡Allí! ¿Lo ves? Por el recodo de una puntilla se desplazaba sobre las aguas un cisne cuello negro en dirección a ellos. Guardaron silencio, observando al ave nadar con elegancia, embelleciendo aún más el paisaje de ese día. —La señora María Cristina nos contaba que los cisnes tienen sólo una pareja en la vida y si uno de ellos moría, el otro se quedaba solo, esperando la muerte. Así le pasó a don Gustavo también. Se produjo un silencio entre ambos y Eliodoro, inesperadamente, le dijo: -¿Oyes? -¿Qué? —¡Me pareció escuchar esa música que oíamos en clases! ¡Aquella que para la maestra era la más hermosa de todas: "La Llamada" de la Suite Aysén!, ¿te acuerdas? —¡Sí, la recuerdo muy bien! ¡Es bella y dulce como una música celestial! Se quedaron unos minutos en silencio, oyéndola en sus mentes casi sin respirar y manteniendo la vista en el cisne. Se dieron cuenta de que éste parecía oír también los mágicos sones. —Eliodoro, tu espíritu ha reenconti-ado el alma de la maestra y la llevarás siempre junto a ti. Por esa razón, tu rostro debe sonreír ¡Estoy segura de que aquel cisne ha sido una señal de ella para que estés contento! 184 185 Manuel Gallegos La miró con los ojos iluminados por un profundo brillo de paz interior y no pudo dejar de abrazarla, emocionado. Al mirar otra vez hacia el lago, el cisne inició un lento y largo desplazamiento hasta elevarse por sobre la ciudad en dirección sur Se quedaron contemplándolo, tomados de las manos, hasta que se convirtió en una menuda mota de nube blanca que desapareció en el infinito, en el instante en que una enorme luna dorada se elevaba entre los dos volcanes. • - . i h vi .-•'ími'-. ' • > ANTI: Sol VOCABULARIO MAPUCHE Y 04 .uíh'ídu; íst- 'wr. A ;tí >/iíi^ CARIMAHUIDA: Monte verde. COLIGUE: Planta cuyas varillas duras los aborígenes usaban para disfintas labores domésticas. CHELLE: Gaviota pequeña. ^ ' "•" """^ CHILKO: Arbusto he hermosas ñores con forma de pequeños faroles rojos. ; >/ ¿',Í:ÜÍ ^ - O V U COIGÜE: Árbol autóctono de hojas siempre verdes, propio del sur de Chile. Su madera es muy valorada por su resistencia y calidad. CuNCOs: Aborígenes que conforman el subgrupo de los huilliches. Ocuparon las tierras entre Río Bueno y la Isla de Chiloé. HUILLICHES: Gente del Sur (Huilü: sur; che: gente). Subgmpos pertenecientes a los mapuches. Habitaron desde el río Toltén hasta Chiloé. En la Isla de Chiloé constituyen la raíz del pueblo chilote y de la cultura que hasta hoy admiramos. LEVIMÁN: Cóndor veloz. LicANCo: Agua de piedra preciosa. LOLOMAHUIDA: Monte del cangrejo. LLIQUI-LLIQUI: Nombre popular de un pequeño pajarito del sur Su cuerpo diminuto y gordo es de color normalmente café. LLUFÜLAFQUÉN: Aguas profundas. de sortilegios. KALKUHUÉ : Lugar 186 187 KÜYENPÜR: Luna llena. /, tííjt /. i: j -i i:' rOí • NAIMÁN: Cóndor libre. NiPACo: Agua del arbolillo. i; NoTRO, NOTRu: También se le conoce como Ciruelillo. Árbol de hermosas flores con forma de dedos largos en pequeños racimos de color rojo. ÑIRES: Árbol que crece en la alta cordillera. PANCUL: Cachorro de puma. PANGUE: Planta de hojas grandes cuyos tallos son las nalcas, de uso comestible para ensaladas. Planta halorragácea. PICHICHE: Gente menuda. ; : ;í /i;; j n PICHICO: Agua escasa. -ÍÍ. PUDÚ: E l ciervo más pequeño del mundo, nativo del sur de Chile, en especial de Chiloé. . . . . j , QUILLECO: Lugar de lágrimas. -¡ol RUCAMANQUI: Nido de Cóndores. :.,/<• l - u ':AMA< -lan =rij> 1 .••;.•! ii .-'ííiíí-ii'^'JírMtüíi Capítulo 1 Capítulo 2 Capítulo 3 Capítulo 4 Capítulo 5 Capítulo 6 Capítulo 7 Capítulo 8 Capítulo 9 Capítulo 10 Capítulo 11 Capítulo 12 Capítulo 13 Capítulo 14 Capítulo 15 1:' ÍNDICE ^ -Xtr 'MJVn sin mi 7 37 47 57 66 73 85 103 113 120 129 140 150 159 169 vn.h. 187 Vocabulario mapuche ' ' ! i 189 188