Iglesia de Resistencia en camino sinodal Carta pastoral 2019 Las cartas a las Iglesias del libro del Apocalipsis (Apc. 2,1-3,22) iluminaron como Palabra de Dios la experiencia de comunión y reflexión de la Asamblea arquidiocesana del 11 de agosto. Como Iglesia, nos hemos descubierto un pequeño rebaño, a quien el Padre ha querido confiar el Reino (cf. Lc 12,32). Un pueblo que realiza su misión, mientras peregrina en el tiempo, sin olvidar su procedencia trinitaria. Un pueblo que tiene su concreción histórica pero que trasciende toda necesaria expresión institucional (EG 111). Por ello, necesitamos asumir este privilegio de gracia, conscientes de nuestras fragilidades. En esta condición no caben el triunfalismo, la búsqueda del éxito, ni la conquista de espacios de poder; intereses que están lejos de hacernos miembros genuinos de la Iglesia de Cristo. En esta asamblea hemos sentido la necesidad de recuperar el valor, la belleza y el significado evangélico de los vínculos humanos; cordiales, confiados y transparentes para con Dios y entre nosotros. Porque no queremos ser solo una sociedad organizada, o una institución con personería jurídica, para evitar lo que dice el PP. Francisco: ¡Dios nos libre de una Iglesia mundana bajo ropajes espirituales o pastorales! Esta mundanidad asfixiante se sana tomándole el gusto al aire puro del Espíritu Santo, que nos libera de estar centrados en nosotros mismos, escondidos en una apariencia religiosa vacía de Dios. ¡No nos dejemos robar el Evangelio! (EG 97). Redescubrirnos como Iglesia, Pueblo de la Pascua, reunido por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (cf. LG 4), renueva nuestra vocación de ser Pueblo santo, peregrino y servidor. Signo de fraternidad según el mandamiento del amor recíproco de Jesús, que es fuente y da sentido a todo lo que somos y hacemos. I. La Iglesia, Familia de Dios Un clamor en las cartas escritas a nuestra Iglesia local por la asamblea expresa la necesidad de ser una Iglesia, más familia. Iglesia que crea espacios de inclusión, centrada en la espiritualidad y necesitada de salir al encuentro en los diversos ambientes. Una Iglesia que en el vínculo con los pobres revive su identidad y su misión. Este clamor vuelve la mirada a la Iglesia apostólica que vivió la fe, organizada en pequeñas Comunidades familiares y locales. En el Nuevo Testamento es clara la dimensión local y familiar de las comunidades eclesiales. La Iglesia, familia de Dios, se encuentra y se hace presente en las casas de los cristianos 1. Es una Iglesia que se reúne en torno a la Eucaristía y que vive de la presencia de Aquél que dijo: Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, yo estoy en medio de ellos (Mt 18,20). Lo importante no es la cantidad de congregados, sino la presencia pascual del Resucitado en medio de ellos, que suscita la fe, reanima la esperanza y envía a dilatar su Reino en el mundo. También el Concilio Vaticano II quiso recuperar esta auto comprensión de la Iglesia, llamándola Iglesia doméstica (cf. LG 11), y santuario doméstico (cf. AA 11). Resulta entonces providencial y oportuno aspirar también en el momento presente a ser también nosotros Iglesia familia. Antes que nada ser casa de todos los que aceptan y quieren vivir el proyecto que anunció e inició Jesús de Nazaret. Iglesia, casa de familia, habitada por personas concretas, que con su vida son anuncio de salvación en la misma comunidad, hacia adentro, según las circunstancias y situaciones particulares de cada uno. Y como familia, todos - fieles laicos, miembros de la vida consagrada, y los llamados para ejercer el Ministerio sagrado- desafiados a testimoniar la comunión misionera en nuestro mundo. 1 En cada de Aquila y Priscila (Rm 16,5.23), de Gayo; 1Cor 16,19; Col 4,15: de Ninfa; Flm 2: de Filemón. Comprender nuestra identidad eclesial, desde la simplicidad, la grandeza y la belleza de la vida doméstica nos recuerda la dignidad y grandeza de la familia cristiana en sí. Pero esto también es una provocación a preguntarnos acerca del modo como nos vinculamos hoy. Es desafiarnos a renunciar a ese estilo de relaciones distantes, impersonales, interesadas y clericalistas. ¿Vivimos y nos vinculamos desde la conciencia de ser hijos e hijas amados y salvados por la misericordia divina? Vivir como Iglesia – familia implica recuperar vínculos de confianza, de respeto; construir relaciones en la sencillez, en la honestidad y el desinterés para recuperar nuestras comunidades. Todos somos hermanos, sujetos, y destinatarios, de esta misión del entero Pueblo de Dios (cf. LG 13-17). Una zona pastoral dejó por escrito este llamado: Iglesia diocesana, busca ser “más familia”, unida y servicial, abierta y compasiva; trata de fortalecer los lazos y vínculos humanos fomentando espacios para encontrarnos y achicar distancias; no tanto para planificar sino para encontrarnos y sentir el amor y el dolor de nuestros hermanos, caminando juntos, haciéndonos el aguante. Sustentaremos esto en el tiempo encontrándonos, compartiendo y festejando y celebrando la vida como viene. Como Iglesia tenemos la posibilidad de brindar espacios a situaciones de familia, que exigen un acompañamiento especial: familias pobres, postergadas, con falta de trabajo, en conflictos, en situación de calle, etc. para atender esta realidad de modo más maduro y sabio, resuena tan actual volver oír la voz del Señor que nos invita a convertirnos y volver al entusiasmo y la entrega del amor primero (Apc 2,4). Optemos, entonces, en las puertas del año pastoral que viene, por edificar juntos una Iglesia que en comunión se distinga por la sencillez, la austeridad, la espontaneidad, la creatividad, con la alegría y la confianza de vernos ya como una única familia. II. La Iglesia es sínodo por naturaleza PP Francisco nos habló de la “pirámide invertida”, para hacer entender que toda autoridad o poder en la Iglesia tiene razón de ser en cuanto sirve y da la vida por los hermanos. Ha querido el Señor, que su Pueblo nuevo, la Iglesia, en el modo de vivir y de organizarse, no fuera ni monárquico, ni democrático. No existe, de hecho, concepto o modelo civil de convivencia social que pueda reflejar adecuadamente lo que es y, a lo que está llamada a ser la Iglesia. Hemos compartido la reflexión y la experiencia que la Iglesia es sínodo por naturaleza. Es decir, familia de Dios en la que todos sus miembros, laicos y pastores, según la única, radical y común dignidad, caminan juntos, cada uno según su tarea y responsabilidad. El concilio Vaticano II recuerda que los laicos tienen como hermanos a los que constituidos por el sagrado ministerio, (…) los que apacientan la familia de Dios, de tal modo que sea cumplido por todos el mandamiento de la caridad (cf. LG 32). Y para corroborar esta mutua responsabilidad recuerda la famosa reflexión de san Agustín: Si me asusta lo que soy para ustedes, también me consuela lo que soy con ustedes. Para ustedes soy obispo, con ustedes soy cristiano. Aquel nombre expresa un deber, éste un gracia; aquél indica un peligro, éste la salvación (Serm 340, I). La Iglesia es sinodal, compartiendo la misma condición filial, anunciando el Evangelio, celebrando la fe y poniendo al servicio los dones y talentos recibidos por la gracia y asistencia del Espíritu (cf. EG 119). En ella, caminando como único Pueblo santo de Dios, sabemos, sentimos y actuamos como sujetos corresponsables de la propagación del Reino (cf. EG 47-48). Todos y cada uno, escuchando al Espíritu, orando, dialogando y aportando lo propio, para ponernos al servicio del Evangelio. Colaborando en la orientación y el discernimiento que corresponde como oficio propio, a quienes recibieron de la Iglesia la misión del pastoreo (cf. EG 30). Ayudándonos a superar el clericalismo piramidal, enfermizo y absorbente de épocas pasadas (cf. EG 102). Iglesia sinodal, significa caminar juntos activando procesos (cf. EG 24.44) descentralizados (cf. EG 16), en los que todos aportan, escuchan, dialogan; donde todos buscan discernir con parresía misionera y audacia evangélica. La intención fundamental, será “no apagar el Espíritu, no despreciar la profecía, discerniéndolo todo para quedarse con lo mejor” (1Tes 5,19-21). En la preparación de la asamblea, y en la misma nos hemos ejercitado en escucharnos (cf. EG 40.171). Escuchar es la actitud esencial en todo proceso eclesial auténtico, porque sin escucha no hay participación madura, no acontece la sinodalidad. Escuchar con atención y prudencia evangélica a los otros hermanos ayuda a discernir con cuidado, procurando el mayor bien posible. En relación a esto, Iglesia sinodal, no es la que necesariamente convoca y realiza sínodos. Sinodalidad es practicar la naturaleza misma de la Iglesia, que se activa y se visibiliza en la medida en que todos, reconociéndose auténticos hermanos, sin mayor ni menor dignidad que la de la filiación bautismal, caminan juntos en el anuncio, la celebración y el testimonio, mientras peregrinan en la esperanza. Sinodalidad no son momentos o eventos puntuales y aislados en la agenda arquidiocesana, sino un estilo, un proceso para vivir acorde con nuestra identidad recibida. Necesitamos humildad y valentía, para convertir nuestra mentalidad a este estilo sinodal, más evangélico y coincidente con el espíritu de la Iglesia primitiva. Necesitamos recuperar el modo tan propio y específico de la Iglesia, de abrazar la vida y la realidad con franqueza y sencillez, para activar caminos de encuentro y de evangelización. En este espíritu sinodal otra zona pastoral diocesana escribió: Iglesia Diocesana: No temas volver a tu primer amor, para que juntos sigamos fortaleciendo el valor de la vida y responder a imagen de la Sagrada Familia. Esfuérzate para que familias y jóvenes sientan sentido de pertenencia a la Iglesia, pudiendo expresarse y ser escuchados, acogidos y contenidos, abriendo tus puertas, sostenida siempre en la Palabra viva de Dios y anunciando un mensaje de encuentro con Dios y el hermano. III. La Iglesia es misionera por vocación Iglesia, Sínodo, Misión, son palabras y realidades inseparables, así lo expresa el PP Francisco: La intimidad de la Iglesia con Jesús es una intimidad itinerante, y la comunión “esencialmente se configura como comunión misionera” (EG 23). Es necesario, como Pueblo de Dios asumir con serenidad, pero con seriedad y urgencia, la consigna de pasar de una pastoral de mera conservación a una pastoral decididamente misionera (EG 15). Consigna eco de lo que enseñó el Vaticano II cuando nos recordaba que “todos los discípulos de Cristo, han recibido el encargo de extender la fe según sus posibilidades” (LG 17). Nuestra comunión misionera pone en evidencia de modo más fuerte el mandato misionero de Jesús que nos anuncia el cuarto evangelio: Ámense unos a otros..; de esto conocerán que son mis discípulos…(Jn 13,34-35). Como Iglesia somos enviados al mundo, a esta sociedad global y pluralista de hoy, no para imponer ni forzar a nada, ni a nadie. Con la actitud pacífica, dialogal y propositiva con que Jesús instauró su Reino. PP Francisco lo recordaba así: “La grandeza de su reino no es el poder según el mundo, sino el amor de Dios, un amor capaz de alcanzar y restaurar todas las cosas. Por este amor, Cristo se abajó hasta nosotros, vivió nuestra miseria humana, probó nuestra condición más ínfima: la injusticia, la traición, el abandono; experimentó la muerte, el sepulcro, los infiernos. De esta forma nuestro Rey fue incluso hasta los confines del Universo para abrazar y salvar a todo viviente. No nos ha condenado, ni siquiera conquistado, nunca ha violado nuestra libertad, sino que se ha abierto paso por medio del amor humilde que «todo lo excusa, todo lo espera, todo lo soporta» (29/11/ 2016). Con esta actitud y conducta la Iglesia también puede atraer a muchos y anunciar un modo distinto de vincularnos en sociedad, de cuidar el mundo y defender la vida. También aquí, no se trata solo de organizar misiones extraordinarias permanentes. Es la vida ordinaria de nuestras comunidades eclesiales, la que manifiesta y realiza el plan de Dios en el mundo y en la historia, y que hace acontecer de la salvación prometida (cf. AG 9). La misión es reclamo y exigencia para la Iglesia de su íntima conciencia y vocación; es su estado permanente (cf. EG 25.27). El desafío de la misión, entonces, no es otra cosa que la necesidad de ser fieles, a lo que en realidad somos. “Ser Iglesia es ser Pueblo de Dios, de acuerdo con el gran proyecto de amor del Padre. Esto implica ser el fermento de Dios en medio de la humanidad. Quiere decir anunciar y llevar la salvación de Dios en este mundo nuestro, que a menudo se pierde, necesitado de tener respuestas que alienten, que den esperanza, que den nuevo vigor en el camino. La Iglesia tiene que ser el lugar de la misericordia gratuita, donde todo el mundo pueda sentirse acogido, amado, perdonado y alentado a vivir según la vida buena del Evangelio” (EG 114). Necesitamos, por lo tanto, estar especialmente atentos para descentrar los círculos autorreferenciales que, a veces, atrofian y postergan a nuestras Comunidades eclesiales. Tenemos que mirar más allá de nosotros mismos, ir hacia todos: integrar el campo y la ciudad, las periferias barriales y los lugares más alejados de la diócesis, para descubrir esos ámbitos socioculturales, como posibilidades de salida, de diálogo y de anuncio (cf. EG 30). Esta opción, reclama actitud sinodal de participación y acción organica de laicos y ministros ordenados, para ayudarnos a repensar nuestros objetivos, nuestros criterios, organizaciones y métodos (cf. EG 16.31.33.246), evitando tantas reuniones infecundas y prolongados discursos vacíos (cf. EG 207). La gracia de ser Iglesia ayuda a concluir con la propuesta que redactó otra zona pastoral: Inspirados por el Espíritu Santo, como Iglesia peregrina, activa y abierta a los desafíos de estos tiempos queremos proponernos como horizonte vivir “una Iglesia misionera, en salida”. IV. Gratitud y compromiso No podemos, sino estar agradecidos por la experiencia, la escucha recíproca y la alegría de haber compartido en asamblea este espíritu sinodal y de familia en el encuentro de agosto. Hay muchas exigencias y a la vez todos somos conscientes de la desproporción en los medios, pero podemos renovar nuestro compromiso a la gracia que nos fue dada. Disponernos a ser instrumentos del Reino de Dios en esta hora de la historia y en esta Iglesia local, donde la Providencia nos sitúa. Podemos ser, aquí y ahora, miembros y constructores de la Iglesia chaqueña donde se puedan visibilizar ya vínculos de comunión, de confianza y de solidaridad. Esta opción puede iniciar verdaderos procesos sinodales de participación, discernimiento y de acción orgánica. Algunos criterios sinodales han resonado fuerte con el deseo de ser una Iglesia más familia: debemos ayudarnos a no ser aduana de la gracia, sino facilitadores del encuentro con Cristo. Fue escrito para nuestra Iglesia este pedido: Necesitas recuperar el valor de la familia, con sus nuevas y diferentes realidades; hablar y dialogar sobre las ideologías que invaden los medios de comunicación para poder guiar y responder a las ideas y mentalidad que tienen nuestros jóvenes. Esto implicará reconocer los dones y carismas presentes en las personas, en las parroquias, en la diócesis, para que ponga de manifiesto la realidad poliédrica de la Iglesia. Ante el avance del consumismo y las adicciones se pidió con insistencia por una Iglesia contenedora y solidaria hacia los jóvenes, para tenerlos como prioridad pastoral. Una Iglesia que trate de recuperar espacios de encuentro y formación especialmente para jóvenes, conservando el propósito de no maltratar procesos, sino hacer crecer el trigo, sin perder la paciencia por el crecimiento de la cizaña. Acompañando los desafíos y los dolores de nuestra gente, otro criterio sinodal será descubrir siempre motivos para celebrar la vida y animar la esperanza ante las situaciones sociales desafiantes que vivimos. Por esta razón también se pidió: “una Iglesia servidora, que asista a los que más sufren y menos tienen. Ser una iglesia con apertura a los pobres, con acogida a todas las personas, inclusiva, centrada en la espiritualidad, iglesia misionera en todos lados (calles, negocios, oficinas públicas, barrios, medios de comunicación), imitando a Jesús con los discípulos de Emaús. En conclusión, estamos invitados a ser Iglesia Madre, como María con un amor sin límites, ¡Iglesia de puertas abiertas, realista y cálida! Como ella comunicadora de la alegría y del dinamismo misionero, como ella Iglesia del servicio y del encuentro, que abre el corazón a todos y acompaña el camino hasta la cruz y la resurrección. Una Iglesia rica de la presencia del Espíritu, con la parresía que expulsa su temor de salir, y con audacia para ofrecer la alegría del encuentro con un Dios vivo a los que buscan el sentido de sus vidas. Porque quienes se encuentran con Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío existencial, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría (EG 1). Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, 8 de diciembre de 2019. + Ramón Alfredo Dus Arzobispo de Resistencia, Ch. ¿Qué es la parresía? Para saber Hay una característica que tiene la santidad y es la parresía, dice el Papa Francisco. Pero, ¿qué significa parresía? Esta palabra quiere decir: “hablar con atrevimiento”. Implica no sólo la libertad de expresión, sino la obligación de hablar con la verdad para el bien común, incluso frente al peligro individual. Dice el Papa que la parresía incluye: “Audacia, entusiasmo, hablar con libertad, fervor apostólico”. Significa tener empuje evangelizador, tener audacia para mostrar el espíritu cristiano. Jesús animaba a sus discípulos a no tener miedo, sabiéndonos siempre acompañados por Él. Ese atrevimiento no nos viene por sentirnos fuertes o sabios, sino que, aun siendo frágiles, nos hemos de sentir portadores de un tesoro que les puede hacer mucho bien a quienes lo reciban. Para pensar La vida de los santos puede sorprendernos por la audacia que tuvieron al emprender obras que estaban más allá de sus fuerzas. Un ejemplo lo fue la vida de San Francisco Xavier. En su juventud vivía alejado de Dios, hasta que conoció a San Ignacio y decidió seguirle de cerca. Después fue al Oriente a evangelizar, pues sabía que muchísimas personas no conocían ni el nombre de Jesucristo. Era una aventura colosal. Viajó hasta la India, y desde ahí partía a tierras desconocidas, para transmitir la fe y bautizar a aquellos indígenas. Solía viajar solo o con un traductor, sorteando toda suerte de peligros: inclemencias del tiempo, numerosos animales peligrosos –tigres, tarántulas, víboras de todo tipo, etc.-, hasta tribus antropófagas. En una ocasión iba acompañado de un traductor autóctono y se encontró con una tribu que se comía a los extranjeros. Fue tanto el miedo del traductor, que se quedó mudo. No lograba traducir el mensaje de paz que le decía San Francisco Xavier, pues estaban furiosos y dispuestos a comérselos. En esa situación tan tensa, se le ocurrió al santo empezar a cantarles, en latín, un himno litúrgico. Y como por encanto, la tribu se apaciguó y pudo empezar a comunicarse con ellos y convertirlos a la fe. ¿Cómo pudo emprender esas tareas tan difíciles? Además del gran amor a Dios que le movía, el santo era llevado por el Don de Consejo y de Fortaleza que el Espíritu Santo le infundía. Pensemos si somos dóciles para atrevernos a realizar la tarea que Dios espera de nosotros. Para vivir Existe el peligro siempre latente de no querer salirnos de una situación segura. El Papa Francisco nos previene de esta actitud que nos impiden salir de “nuestro mundo” y que toma diferentes posturas: individualismo, espiritualismo, encerramiento en pequeños mundos, nostalgias, repetición de esquemas prefijados, pesimismo, etc. Hay que dejarse “despertar” por el Señor y nos saque de un mal acostumbramiento que nos impide tratar de cambiar realidades inmorales e ir a personas que buscan a Dios, pero la vida los ha apartado muy lejos de Él. Incluso esas personas pueden estar a nuestro lado. El Papa Francisco nos invita a pedirle la gracia al Espíritu Santo de tener el valor apostólico para comunicar el Evangelio a los demás, aunque implique renunciar a la comodidad. Padre José Martínez Colín, Doctor en Filosofía por la Universidad de Navarra. Capellán del Colegio Chapultepec en Culiacán.