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Bown

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CHAD P. BOWN es investigador titular Reginald Jones en el Peterson Institute for
International Economics.
DOUGLAS A. IRWIN es profesor de Economía John French en el Dartmouth College y
autor de Clashing Over Commerce: A History of U.S. Trade Policy.
El ataque de Trump al sistema de comercio mundial
Y por qué desvincularse de China cambiaría todo
Chad P. Bown y Douglas A. Irwin
Donald Trump se ha mantenido fiel a su palabra. Luego de vituperar el libre comercio
durante su campaña para la presidencia de Estados Unidos, ha hecho del nacionalismo
económico el elemento central de su agenda presidencial. Su gobierno se ha retirado de
algunos acuerdos comerciales, entre los que figuran el Acuerdo Transpacífico de
Cooperación Económica (TPP, por sus siglas en inglés), y ha renegociado otros, como el
Tratado de Libre Comercio para América del Norte (TLCAN) y el Acuerdo de Libre
Comercio entre los Estados Unidos de América y la República de Corea. Muchas de las
acciones de Trump, tales como imponer aranceles al acero y aluminio, equivalen a un
proteccionismo abierto y han perjudicado la economía estadounidense. Otras han tenido
efectos menos evidentes, pero no menos dañinos. Al incumplir las reglas del comercio
internacional, el gobierno ha debilitado el prestigio del país en el mundo y ha llevado a
otros países a considerar el uso de las mismas herramientas para limitar arbitrariamente el
comercio. También ha adoptado deliberadamente medidas para debilitar la Organización
Mundial del Comercio (OMC), algunas de las cuales dañarán permanentemente el sistema
multilateral de comercio. Y, en su movimiento más temerario, está tratando de utilizar la
política comercial para desvincular las economías china y estadounidense.
Un futuro gobierno estadounidense que quiera tomar un rumbo más tradicional en
comercio podrá deshacer algunos de los daños y comenzar a reparar la destrozada reputación
del país como socio comercial confiable. Sin embargo, en algunos aspectos no va a haber
vuelta atrás. Los ataques del gobierno de Trump a la OMC y las justificaciones legales de todo
tipo que ha dado para muchas de sus acciones proteccionistas amenazan con hacer pedazos
el sistema unificado de comercio mundial. En relación con China, también ha quedado claro
que el gobierno está empeñado en romper las relaciones, no en componerlas. La separación
de las dos economías más grande del mundo desencadenaría un realineamiento mundial.
Otros países se verían forzados a escoger entre los dos bloques comerciales rivales. Incluso
si Trump pierde la reelección en 2020, el comercio mundial nunca volverá a ser el mismo.
LÍNEAS DE COMBATE
Durante los dos primeros años de la presidencia de Trump hubo batallas campales entre los
llamados globalistas (representados por Gary Cohn, entonces director del Consejo
Económico Nacional) y los nacionalistas (representados por los consejeros de Trump: Steve
Bannon y Peter Navarro). El presidente acusaba un instinto nacionalista, pero los globalistas
esperaban contener sus impulsos y dirigir su necesidad de atraer atención a acuerdos
llamativos. Así, lograron retrasar la introducción de algunos nuevos aranceles y evitar que
Trump se retirara precipitadamente de acuerdos comerciales.
Para mediados de 2018, los defensores de la globalización habían dejado la presidencia, y
los nacionalistas —entre ellos el Presidente— estaban al mando. Trump tiene una visión
gravemente distorsionada del comercio internacional y las negociaciones internacionales. Al
ver el comercio como un juego de suma cero, donde unos ganan a costa de que otros pierdan,
insiste en tratos puntuales en vez de relaciones regulares, disfruta de la ventaja que le generan
las aranceles y favorece el uso de políticas arriesgadas, escaladas y amenazas públicas por
encima de la diplomacia. El Presidente ha dejado claro que le gustan los aranceles (“las
guerras comerciales son buenas y fáciles de ganar”) y que quiere más (“soy un hombre de
aranceles”).
Aunque el motor de la política estadounidense durante los últimos 70 años haya sido
buscar acuerdos para abrir el comercio y reducir las barreras, todos los presidentes han usado
medidas proteccionistas con propósitos políticos para ayudar a determinadas industrias. El
presidente Ronald Reagan, por ejemplo, puso un límite a las importaciones con el fin de
proteger las industrias automotriz y acerera durante lo que entonces se consideró como la
peor recesión en Estados Unidos desde la Gran Depresión. Sin embargo, Trump ha gozado
de un periodo de fuerte crecimiento económico, bajo desempleo y una ausencia virtual de
presión proteccionista por parte de las industrias y el sector laboral. No obstante, su gobierno
ha impuesto más aranceles que la mayoría de sus predecesores.
Tomemos el acero. Aunque no hay nada inusual en que el acero (junto con el aluminio)
reciba protección del gobierno —la industria tiene una presencia permanente en
Washington y ha sido intermitentemente beneficiaria de restricciones comerciales desde la
presidencia de Johnson—, el alcance y la forma como el gobierno de Trump protegió estos
sectores el último año fueron inusitadas. Con el fin de evitar una revisión administrativa por
parte de organismos independientes, tales como la Comisión de Comercio Internacional
estadounidense, un organismo neutro y de tipo judicial, la Casa Blanca desempolvó la
Sección 232 de la Ley de Expansión Comercial de 1962. Este estatuto de la Guerra Fría
autoriza al Presidente a imponer restricciones a las importaciones si el Departamento de
Comercio cree que amenazan con dañar una industria nacional que el gobierno considera
vital para la seguridad nacional.
Incluso si Trump pierde la reelección en 2020, el comercio mundial nunca volverá a ser el
mismo.
El caso de seguridad nacional del gobierno de Trump era débil. Más de 70% del acero
consumido en Estados Unidos se producía internamente, el porcentaje de importación era
estable y no había amenaza de que se disparara. La mayoría de las importaciones venían de
Alemania, Canadá, Japón, México y otros aliados, y solo una pequeña fracción provenía de
China y Rusia, gracias a los aranceles antidumping que había en esos países. El número de
empleos en la industria acerera estadounidense se había estado reduciendo, pero esto se debía
más a los avances tecnológicos que a una caída en la producción o las importaciones. En la
década de 1980, por ejemplo, producir una tonelada de acero tomaba 10 horas hombre; hoy,
requiere apenas más de una hora. Incluso el Departamento de Defensa no creía que hubiera
una motivación de seguridad nacional.
Las presidencias anteriores se contuvieron de invocar razones de seguridad nacional por
temor a abrir un resquicio proteccionista desprovisto de control y que otros países abusaran
de él. A modo de presagio de que estos temores pueden en efecto volverse realidad, el
gobierno de Trump recientemente se alineó con Rusia para argumentar que la mera
invocación a la seguridad nacional era suficiente para frustrar cualquier oposición de la OMC
a las barreras comerciales. Esto va en contra de 75 años de práctica y contra todo lo que
argumentaron los diplomáticos estadounidenses cuando crearon el sistema de comercio
internacional en la década de 1940.
El gobierno de Trump ignoró todas estas preocupaciones. El Presidente y los funcionarios
al mando querían desesperadamente ayudar a las industrias del acero y el aluminio.
(Tampoco venía nada mal que Wilbur Ross, el secretario de comercio, y Robert Lighthizer,
representante comercial de Estados Unidos, hubieran trabajado para la industria del acero).
El gobierno también creía que, al mostrarse dispuesto a autoinfligirse un daño económico
aceptando precios más altos de acero y aluminio para los manufactureros nacionales, enviaría
una fuerte señal a los otros países respecto de su compromiso con el nacionalismo económico.
Trump llegó incluso a imponer aranceles a las importaciones de acero y aluminio de
Canadá, pese a la oposición de la industria nacional y los sindicatos. Durante los últimos 30
años, las industrias de acero y aluminio estadounidenses se transformaron para volverse
industrias norteamericanas, donde el acero y el aluminio en bruto corrían libremente de un
lado a otro de la frontera entre las plantas canadienses y estadounidenses. El mismo
sindicato representaba a los trabajadores de ambo lados de la frontera. Además de carecer
de una racionalidad económica, el ataque a Canadá alejaba a un aliado clave y tampoco
parecía tener ningún sentido político.
Los gobiernos de los otros países rápidamente tomaron nota de la intención de Estados
Unidos de abandonar las normas instituidas de política comercial.
El gobierno tampoco previó la retaliación de los otros países contra los aranceles. “No
creo que haya ningún país en el mundo capaz de tomar represalias, por la simple razón de
que somos el mercado más grande y lucrativo de todo el mundo”, le dijo el duro consejero
económico Navarro a Fox News en 2018, evidentemente desconociendo que otros países
también tenían economistas duros. Canadá, China, México y la Unión Europea, entre otros,
respondieron con firmeza, en gran medida aplicando rápidamente aranceles a las
exportaciones agrícolas estadounidenses. De hecho, el gobierno puso en riesgo el bienestar
de 3.2 millones de agricultores estadounidenses para ayudar a 140 000 trabajadores del acero,
un movimiento notable si tomamos en cuenta la base electoral que representan los estados
agrícolas del medio oeste para Trump.
Si el objetivo era hacer una demostración de fuerza frente sus socios comerciales, los
aranceles funcionaron. Los gobiernos de estos países rápidamente tomaron nota de la
intención de Estados Unidos de abandonar las normas instituidas de política comercial. La
Casa Blanca ha insistido en que “seguridad económica es seguridad nacional”. No obstante,
una definición tan amplia de seguridad abre la puerta a un proteccionismo irrestricto. Así,
cuando a mediados de 2018 el gobierno de Trump planteó otro caso de seguridad nacional
para elevar los aranceles, está vez sobre los automóviles —importaciones siete veces
mayores que las de acero y aluminio combinadas— el temor de los otros países alcanzó un
nuevo nivel. Aunque el gobierno recientemente anunció que pospondría cualquier nuevo
arancel sobre los autos, la amenaza permanece. Las consecuencias de imponer un impuesto
tan alto a un ítem tan importante de la economía nacional, sabiendo que habrá una
retaliación externa fuerte e inmediata, pueden estar deteniendo al gobierno.
Entra imagen
Pie de imagen: El hombre de los aranceles: un cartel contra Trump en Guangzhou, China,
agosto de 2018.
El entusiasmo del Presidente por las amenazas impositivas incluso se ha desbordado a
temas que van más allá del comercio. En mayo, Trump repentinamente exigió a México que
detuviera el flujo de inmigrantes a Estados Unidos, a riesgo de enfrentar nuevos aranceles
del 25% a lo largo de la frontera. En tanto Trump tenga la presidencia, ningún país —ni
siquiera aquel que acaba de negociar un acuerdo comercial con Estados Unidos— puede
confiar en que no se volverá un blanco de sus ataques.
RENEGOCIACIONES SIN SENTIDO
En su campaña electoral de 2016, Trump se quejó de que el TLCAN era “el peor tratado de la
historia”, un tema que ha seguido tratando durante su presidencia. Sus asesores le dijeron que
simplemente se retirara del tratado, pero Trump insistió en reformularlo y procedió a hacer
el proceso de renegociación innecesariamente conflictivo. El gobierno exigía extrañas
demandas a Canadá y México, entre ellas, que el trato debía resultar en un comercio
equilibrado e incluía una cláusula de caducidad que le permitía terminar con el acuerdo luego
de 5 años, con lo que eliminaba los beneficios de reducir la incertidumbre.
Los tres países finalmente llegaron a un nuevo acuerdo en septiembre pasado. El resultado,
llamado sin ninguna imaginación Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá ( T-MEC),
apenas es una reescritura mayor del TLCAN. Preserva los requerimientos de acceso libre de
impuestos del TLCAN, abre ligeramente los mercados lácteos canadienses a los agricultores
estadounidenses e incorpora un gran número de nuevas disposiciones del TPP.
La renegociación fue en cierto modo un ejercicio innecesario. El TLCAN era un acuerdo
sólido —nadie en el gobierno podía identificar qué lo hacía tan malo— y muchos de sus
defectos habían sido resueltos en el TPP, del cual Trump retiró a Estados Unidos en 2017. Sin
embargo, el contraste entre la retórica hostil de Trump lanzada contra el TLCAN y la suave
realidad del T-MEC echa luz sobre el enfoque de Trump hacia el comercio. A Trump
simplemente no le gustan algunos resultados, que incluyen los déficits comerciales y la
pérdida de determinadas industrias. Sin embargo, en vez de abordar sus causas subyacentes,
que tienen poco que ver con acuerdos comerciales específicos, opta por controlar el comercio,
sustituyendo a las fuerzas del mercado por la intervención del gobierno o nuevas reglas —la
exigencia de que se fabricara una mayor proporción de los automóviles en Estados Unidos o
que entraran a México libre de impuestos, por ejemplo— que intentan forzar los resultados
de su preferencia. La meta no es liberar más el mercado sino constreñirlo de acuerdo con los
antojos de Trump.
Ahora, el T-MEC se encuentra atorado en el Congreso, en parte porque el gobierno no buscó
el apoyo de los congresistas para su renegociación desde el inicio. No obstante, si el T-MEC
a la larga perece, ni Canadá ni México lo van a extrañar. Ambos sienten la necesidad de
firmar el acuerdo simplemente para superar la incertidumbre creada por las amenazas de
Trump de retirarse del TLCAN, así como para anticiparse a la posibilidad de que les imponga
nuevos aranceles automotrices.
Tanto Japón como la UE también se apuntaron a regañadientes a las pláticas comerciales
con Estados Unidos, en gran medida para demorar todo lo posible los aranceles automotrices
de Trump. De los dos, Japón es más probable que acepte un trato; después de todo, el país
negoció un acuerdo comercial con el gobierno de Obama como parte del TPP. Es menos
probable que los europeos lleguen a un acuerdo, no solo debido a los conflictos por la
agricultura, sino también por la impopularidad de Trump en toda Europa. Sin embargo, los
europeos esperan que el hecho de participar en las conversaciones desaliente los aranceles
automotrices de Trump y tal vez les dé tiempo hasta que se acabe su presidencia.
ME VAS A EXTRAÑAR CUANDO ME VAYA
Las acciones proteccionistas son acciones en donde se autoinflige un daño. Sin embargo, el
gobierno de Trump también está provocando un daño mayor y más permanente al sistema de
comercio basado en reglas. Ese sistema surgió de las cenizas de las guerras comerciales de
la década de 1930, cuando la depresión económica y el proteccionismo alimentaron el
surgimiento del fascismo y los gobiernos de diversos países hicieron tratos que dejaron fuera
de los mercados líderes del mundo a los bienes comerciales estadounidenses. En 1947,
Estados Unidos respondió conduciendo las negociaciones para crear al predecesor de la OMC,
el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio, que limitó la interferencia
gubernamental arbitraria en el comercio y proporcionó reglas para manejar los conflictos
comerciales. Bajo este sistema, las barreras comerciales gradualmente fueron cayendo y el
comercio en aumento ha contribuido a la prosperidad económica mundial.
Estados Unidos una vez lideró con el ejemplo. Ya no. Trump ha amenazado con dejar la
OMC y, a juzgar por sus acciones previas, podría ser más que simple charlatanería. El
Presidente sostiene que el acuerdo está amañado en contra de Estados Unidos. El gobierno
denuncia a la OMC cuando la organización descubre prácticas estadounidenses que violan las
reglas comerciales, pero ignora en gran medida los tantos otros casos en que gana. Aunque
el sistema de la OMC para dirimir disputas necesita reformarse, ha funcionado bien para
apaciguar los conflictos comerciales desde que se instauró hace más de dos décadas.
Los ataques de Trump a la OMC no son solo retóricos. El gobierno ha bloqueado
nombramientos al Órgano de Apelación de este organismo, que emite sentencias en las
disputas comerciales; para diciembre, si nada cambia, no va a haber suficientes jueces para
adjudicarles cualquier caso nuevo. Cuando esto suceda, el sistema para dirimir disputas, en
el que los países grandes y chicos, ricos y pobres se han apoyado para evitar que las
escaramuzas comerciales se conviertan en guerras comerciales, va a desaparecer. Esto es más
que un abandono del liderazgo estadounidense. Es la destrucción de un sistema que ha
servido para mantener la paz comercial.
Esto es particularmente molesto porque una buena parte del comercio mundial no tiene
nada que ver con Estados Unidos. El sistema resuelve conflictos entre Colombia y Panamá,
Taiwán e Indonesia, Australia y la UE. La mayoría de las disputas se resuelven sin retaliación
ni escaladas. La OMC ha creado un cuerpo de leyes que otorga una mayor predictibilidad en
el comercio internacional. El sistema que maneja trabaja en beneficio de Estados Unidos al
mismo tiempo que libera al país de tener que vigilar el comercio mundial sin ayuda de nadie.
El sistema para resolver disputas no es perfecto. Sin embargo, en vez de formular
propuestas para mejorarlo, algo que Canadá y otros están haciendo, Estados Unidos se
muestra indiferente. El gobierno de Trump podría terminar destruyendo el viejo sistema sin
haber preparado un proyecto para sustituirlo.
¿Qué sigue? En el peor escenario, el nuevo sistema mundial estará dominado por bloques
comerciales excluyentes que elevarán los costos de las operaciones, harán más difíciles las
negociaciones y alentarán la retaliación. El tamaño y el poder económico, no los principios
o las reglas, determinarán el resultado de las disputas comerciales. Un sistema de este tipo
perjudicará a los países más pequeños y débiles, y podría empujarlos a alinearse con países
más poderosos para preservarse. Esta fue precisamente la tendencia en la década de 1930 que
forzó a Estados Unidos a crear el sistema comercial de la posguerra. Y cuando comenzaron
a dejar de cumplirse las reglas comerciales en la década de 1970, Estados Unidos debió
presionar para que se creara un sistema de resolución de disputas más efectivo en la década
de 1990, que dio como resultado la OMC. Para Washington, derribar el sistema comercial que
él mismo fundó sería una tragedia.
UNA DESVINCULACIÓN DELIBERADA
Donde mejor se aprecia la huella del gobierno de Trump en la política comercial
estadounidense es en el caso de China. A principios de 2018, el Presidente hizo público un
extenso informe que documenta una letanía de preocupaciones por las prácticas comerciales
chinas. China había estado obligando a las compañías estadounidenses a formar empresas
mixtas con las locales a cambio del acceso a sus 1 400 millones de consumidores. Estos
matrimonios concertados le permitieron a China adquirir tecnología estadounidense. A veces,
las empresas debían transferirla para sobornar a los reguladores, a veces entregaban los
derechos a un precio por debajo de las tasas comerciales viables y a veces las empresas o
espías chinos las robaban. En combinación con algunas de las preocupaciones económicas
que estaban detrás de los aranceles en el acero y el aluminio —subsidios industriales,
empresas estatales, sobrecapacidad y la incapacidad de China de transformarse
completamente en una economía de mercado—, la lista de agravios de Estados Unidos creó
la fórmula para la confrontación. El resultado fueron los aranceles y los contra-aranceles, de
un valor de 360 000 millones de dólares en el comercio entre los dos países, una cifra sin
precedentes.
Muchos observadores pensaron que el gobierno de Trump simplemente quería obtener un
mejor trato con China. Sin embargo, qué constituye un mejor trato siempre ha sido vago. Si
la preocupación principal era el déficit comercial bilateral, se podía presionar a China para
que realizara una compra compulsiva, acaparando los frijoles de soya y los productos
energéticos estadounidenses. Si la preocupación era el robo de propiedad intelectual, se
podía persuadir a China de cambiar unas pocas leyes y comprometerse con la normatividad
internacional.
Sin embargo, ha quedado claro que el gobierno de Estados Unidos no quiere un acuerdo
permanente, o al menos ningún trato que marque un rumbo explícito a futuro que China
pudiera aceptar. Incluso aunque Trump y el presidente chino Xi Jinping lleguen a algún tipo
de acuerdo superficial, no es probable que sea algo más que una tregua temporal en lo que
ahora es una guerra comercial permanente. La meta del gobierno parece ser nada menos que
la inmediata y completa transformación de la economía china o su quiebra, siendo la quiebra
el resultado más probable. Para satisfacer a Estados Unidos, China tendría que terminar con
las transferencias forzadas de tecnología, detener el robo de la propiedad intelectual, reducir
los subsidios a las empresas estatales, abandonar las políticas industriales diseñadas para
obtener el dominio tecnológico, dejar de acosar a las empresas extranjeras que operan en
China y comenzar a abrir los mercados que el gobierno ha cerrado deliberadamente para darle
el control a las empresas nacionales. En otras palabras, Estados Unidos quiere que China
convierta su sistema económico dominado por el Estado en uno basado en el mercado de la
noche a la mañana.
La meta del gobierno parece ser nada menos que la inmediata y completa transformación
de la economía china.
Semejante cambio tal vez beneficiaría a China, pero un cambio de régimen económico no
es algo que un país le pueda pedir a otro. El Partido Comunista conserva su poder
manteniendo el control sobre todas las facetas de la economía china. Perderlo pondría en
peligro su férreo control del poder político. Nadie puede esperar seriamente que los líderes
de China cedan el control de la economía simplemente porque Estados Unidos los amenaza.
El gobierno de Trump quizá ni siquiera esté esperándolo; puede muy bien haber estado
pidiendo algo que sabía que China no le daría. De ser así, el objetivo nunca fue un acuerdo
abarcador; eran los aranceles en sí. En primer lugar, si Washington hubiera querido llegar
seriamente a un acuerdo con China, habría aprovechado al máximo su posición sumando a
Japón y la UE, ambos con preocupaciones económicas similares. De hecho, Japón y la UE han
hecho esfuerzos considerables para trabajar con Washington cuando se trata de China. Y casi
siempre han sido rechazados.
Desde el inicio, hubo indicios de que el gobierno de Trump nunca quiso un trato que
terminara realmente con la guerra comercial. En 2017, Navarro resumió la posición del
gobierno diciendo que el comercio con China amenazaba la seguridad nacional
estadounidense. También deslizó que él quería hacer pedazos la cadena de suministro que
unía a Estados Unidos con China. En ese tiempo, algunos desecharon sus comentarios como
excentricidades aisladas. Ahora, Estados Unidos está a punto de elevar los aranceles de todas
las importaciones chinas: el primer paso en la meta de Navarro. La geopolítica ha vencido a
la economía.
Este no es un proteccionismo en el sentido de tratar de ayudar la industria nacional en su
lucha contra las importaciones. La meta es mucho más amplia e importante: desvincular las
economías de China y Estados Unidos. Esto sería el inicio de una fragmentación histórica de
la economía mundial. Representaría, en palabras del ex Secretario del Tesoro Henry Paulson,
una “cortina de hierro económica” entre las dos economías más grandes del mundo.
Semejante separación tendría implicaciones en la política exterior y la seguridad nacional
que van mucho más allá de las consecuencias económicas.
En algunos aspectos, la ruptura ya está sucediendo. Los estudiantes y científicos de China
ya no son bienvenidos en los Estados Unidos, como lo fueron alguna vez. Las ya magras
inversiones chinas en la economía estadounidense ahora están bajo un mayor escrutinio por
parte de las agencias de seguridad nacional. El gobierno está endureciendo los controles a las
exportaciones, reduciendo cómo y con quién los estadounidenses comparten sus inventos, en
especial en áreas de punta como es la inteligencia artificial, los avances en computación y la
fabricación aditiva. Sin embargo, esto no va a impedir que China mejore su tecnología.
Empresas alemanas, japonesas y de Corea del Sur simplemente van a llenar el vacío. Si sigue
yendo solo, Washington pondrá la economía de Estados Unidos en una situación de
desventaja aún mayor.
Los defensores más tradicionales del libre comercio no son tan inocentes como para creer
que Estados Unidos deba tolerar el mal comportamiento de China con tal de que continúen
llegando bienes baratos a Estados Unidos. Están de acuerdo en que China rompe las reglas.
Sin embargo, el torpe enfoque unilateral del gobierno de Trump no es la respuesta correcta.
Una mejor sería identificar los casos específicos en los que China ha violado los acuerdos
internacionales y entonces reunirse con socios y aliados comerciales para presentar los casos
a la OMC. (Esta no es una táctica inviable, como podría sonar: China ha acatado los veredictos
de la OMC con una frecuencia sorprendente). En donde China no haya violado acuerdos
explícitamente, Washington todavía podría sancionar prácticas injustas, de preferencia junto
con otros países para ejercer la mayor presión posible, pero unilateralmente si esa es la única
opción que queda.
El último paso de una política comercial sensible sería unirse al Tratado Integral y
Progresista de Asociación Transpacífico, el trato comercial revisado por los miembros
restantes del TPP luego de la salida de Estados Unidos. Unirse al CPTPP permitiría fundar una
amplia zona de reglas comerciales favorables a Estados Unidos y desfavorables para China.
Esto ayudaría a presionar a China para que retome el camino de la reforma económica. Los
historiadores verán en retrospectiva la precipitada decisión de Trump de dejar el TPP como
un error mayúsculo.
Si el gobierno de Trump realmente quiere separar las economías estadounidense y china,
Estados Unidos deberá pagar un precio económico. Trump niega que su estrategia tenga
costos. Afirma que China está pagando los aranceles. “Estoy muy contento con los más de
100 mil millones de dólares al año en aranceles que llenan los cofres estadounidenses”, tuiteó
en mayo. Esto no tiene ningún sentido: las investigaciones muestran que las empresas
trasladan los costos de los aranceles a los consumidores estadounidenses. Y los exportadores
estadounidenses —en su mayoría agricultores que enfrentan la pérdida de mercados debido
a la retaliación china— también están pagando el precio, al igual que los contribuyentes, que
cargarán con los 10 mil millones de dólares que se necesitaron para rescatar al sector agrícola
en franca caída.
Si Trump valora o no estos costos no queda claro, pero es evidente que las consideraciones
económicas no son el motor de su política. La insistencia del Presidente en pasar por alto las
caídas del mercado de valores y en continuar presionando a China muestra que sí está
dispuesto a pagar el precio económico, más allá de lo que diga en público. Para alguien cuya
reelección depende de mantener una economía fuerte, es una apuesta arriesgada.
EL DAÑO ESTÁ HECHO
Si Trump resulta ser un Presidente de un solo mandato, el siguiente gobierno tendrá una
oportunidad para revertir muchas de las políticas comerciales de su predecesor: eliminando
los aranceles al acero y el aluminio, reparando las relaciones con los socios del TLCAN,
integrándose al CPTPP y mejorando la OMC. Esto no solo ayudaría a restaurar la credibilidad
de Estados Unidos en el escenario mundial, sino que permitiría que otros países eleven sus
impuestos retaliatorios a las exportaciones estadounidenses, lo que beneficiaría a los
agricultores en pena. Sin embargo, si Trump gana la reelección y continúa en el camino del
nacionalismo económico, el prospecto de un conflicto comercial continuado, y tal vez
intensificado, probablemente destruya el sistema de comercio mundial. Esto le haría un daño
incalculable a la economía mundial.
Aunque muchas de las políticas de Trump pueden revertirse, las aranceles a China son un
punto de inflexión. A cualquier gobierno que llegue le va a costar eliminarlas sin grandes
concesiones del liderazgo chino y alguna forma de aliviar los temores de seguridad nacional
agudizados ahora que dominan la relación bilateral. Un futuro gobierno demócrata podría
verse incluso más reticente a cambiar el rumbo. Muchos demócratas se oponen al TPP y en
apoyan ampliamente la mirada anti China del Presidente. En mayo, el líder de la minoría en
el Senado Chuck Schumer, demócrata de Nueva York, tuiteó su apoyo a Trump en la cuestión
china y lo exhortó a “mantenerse firme” y no ceder a un mal acuerdo. Hace más de una
década, Schumer y sus colegas del Senado apoyaron la imposición de aranceles aún más altos
a los bienes chinos que los que había impuesto Trump, sobre la base de que China mantenía
su moneda artificialmente baja para impulsar las exportaciones. Las inquietudes por los
derechos humanos también harán que los demócratas confronten a China. Aunque el hecho
de que China hacinara a más de un millón de uigures musulmanes de China occidental en
campos de concentración no influyó en las negociaciones comerciales del gobierno de
Trump, el tema podría presentarse en las del futuro gobierno.
El sistema de comercio mundial que Estados Unidos ayudó a fundar después de la Segunda
Guerra Mundial ha sido descrito con frecuencia como un sistema multilateral. Sin embargo,
no era un sistema mundial; originalmente estaba constituido por un pequeño número de
economías occidentales orientadas al mercado y Japón, y excluía a la Unión Soviética, sus
satélites en Europa del Este y otros países comunistas. Esa división era más que política. Las
economías de mercado y no mercado son en muchos sentidos incompatibles entre sí. En una
economía de mercado, una empresa que pierde dinero tiene que ajustarse o declararse en
bancarrota. En el capitalismo de Estado, las empresas estatales obtienen subsidios para
mantener su producción y salvar empleos, lo que obliga a las empresas no estatales —en el
país o el extranjero— a hacer dolorosos ajustes en su lugar. El gobierno de Trump, junto con
China, en tanto se aleja de las reformas pro mercado, podría estar haciendo retroceder al
mundo a la norma histórica de bloques políticos y económicos.
La caída del muro de Berlín y el colapso del comunismo permitieron que Europa del
Este y la ex Unión Soviética se incorporaran a los mercados mundiales. Las reformas de
Deng Xiaoping hicieron lo mismo por China. Sin embargo, solo en un momento unipolar,
que comenzó en 2001 cuando China se unió a la OMC, los mercados abiertos fueron
realmente mundiales. Ahora, el periodo de capitalismo mundial podría estar llegando a su
fin. Lo que muchos pensaron que era la nueva normalidad podría haber sido una breve
aberración.∂
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