Subido por Antonela Dionicio J

Rodríguez Mondoñedo. Una ideología de la lengua

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Una ideología de la lengua: lo "correcto" y lo "incorrecto" 1
Miguel Rodríguez Mondoñedo, Universidad de Indiana
Este trabajo propone una reflexión sobre el discurso gramatical prescriptivo y sugiere
que es un instrumento destinado a ocultar la heterogeneidad de la lengua, con
propósitos explícitos de control social.
0. Consideraciones iniciales
El ejercicio de nuestra actividad de hablantes nos ha enseñado que "parece haber un
impulso humano generalizado de juzgar el uso que otros hacen de la lengua". Y si el
hablar al mismo tiempo conforma y simboliza nuestro ser/estar en el mundo, la praxis
de sufrir y dominar el espacio inmenso donde transcurre nuestra vida, cuyo sentido
primero y último nos es ofrecido por la lengua y sólo por la lengua, entonces es legítimo
reflexionar, tal como se propone esta ponencia, las razones de aquel impulso y explicar
su importancia para el funcionamiento de la lengua.
Las expresiones mismas de "correcto" e "incorrecto", con su maniqueísmo, nos revelan
la existencia de una disyunción entre dos tipos de formas lingüísticas, cada una de las
cuales es valorada de distinta manera. Si observamos con más profundidad, la
preocupación correctora nos informa sobre la convivencia de varias formas expresivas
en las prácticas concretas del hablar. Esas formas, equivalentes desde un punto de vista
comunicativo, se quieren diferenciar con propósitos cuya pertinencia lingüística y
comunicativa queremos explorar hoy.
1. Lengua y variedades
La observación más simple sobre la actividad lingüística advierte muy pronto que las
comunidades donde se agrupan los seres humanos ejercitan comportamientos verbales
distintos. Inclusive, un mismo sujeto, puesto ante diversas situaciones comunicativas,
podrá emplear variedades diferentes de su lengua. Decimos de su lengua, pero ¿con qué
derecho llamamos a estas variedades una misma lengua?
Situados en la perspectiva de la comunicación, vale decir, de la transmisión de
mensajes de una conciencia a otra, hallamos que esta transmisión se produce sólo si
ambas conciencias son capaces de interpretar de un modo aproximadamente igual los
mismos hechos expresivos. En otras palabras, la comunicación lingüística supone –
entre otros elementos– que los sujetos implicados en ella compartan un código. Es
claro que, sin un mismo código que los vincule, dos sujetos no serían capaces de
1
Rodríguez, M (2008). Una ideología de la lengua: lo “correcto” y lo “incorrecto”. Recuperado de
http://www.elcastellano.org/ns/edicion/2008/noviembre/mondonedo.html
comunicarse. Para efectos de la comunicación con el lenguaje, tal código queda
concretado en la lengua.
Si lo anterior es correcto, la prueba de que dos sujetos comparten una misma lengua,
esto es, un mismo código, debería ser su capacidad de comunicarse plenamente. Pero
hace mucho tiempo sabemos que esa comunicación es posible también a partir de
hábitos expresivos muy distintos entre sí y que, además, es necesario, cuando
ingresamos a una colectividad distinta, advertir las diferencias lingüísticas para evitar
problemas comunicativos.
¿Por qué decimos que un caribeño, un peruano y un español hablan la misma lengua?
No parecería así si recordamos la historia del turista español en Venezuela que inventa
Ángel Rosenblat para mostrar cómicamente los efectos comunicativos de la variedad en
el terreno del léxico:
A nuestro amigo español –nos cuenta Rosenblat– lo invitan a comer y se presenta a la
una de la tarde, con gran sorpresa de los anfitriones, que lo esperaban a las ocho de la
noche (en Venezuela, la comida es la cena). Le dice a una muchacha "Es usted muy
mona", y ella se lo toma a mal. Mona es la presumida, afectada, melindrosa.
Escucha, y a cada rato se sorprende: ""Está cayendo un palo de agua", "Fulano de tal
pronunció palo de discurso", "Mengano escribió un palo de libro", "Zutano es un palo
de hombre". Y el colmo, como elogio supremo: "¡Qué palo de hombre es esa mujer".
Pero lo que le sacó de quicio fue que alguien, que ni siquiera era muy amigo suyo, se le
acercara y le dijera con voz suave e insinuante:
-Le exijo que me preste cien bolívares. –Si me los exige usted –exclamó colérico–, no le
presto ni una perra chica. Si me lo ruega lo pensaré.
No hay que ponerse bravo. El exigir venezolano equivale a rogar encarecidamente (el
pedir se considera propio de mendigos, y la exigencia es un ruego cortés).
Con malcriadez iluminadora, Chomsky ha expresado su convicción de que el concepto
de lengua no es una noción lingüística:
¿qué es una lengua? -se pregunta- Se dice en broma que una lengua es lo que tiene un
ejército y una marina de guerra. No es un concepto lingüístico, ni una definición
lingüística [...] El concepto lingüístico es la gramática.
Esta afirmación tan agresiva quiere llamar la atención sobre el hecho de que,
efectivamente, un hablante real es el sitio en el que interactúan varios sistemas
idealizados cuyo origen puede ser geográfico, político, sociológico, pero que se postulan
como estructuras lingüísticas cuyos rasgos se configuran de acuerdo con la
determinación biológica de los principios de la gramática universal. De esta manera,
afirma el propio Chomsky: Cada uno de nosotros habla un cierto número de estos
sistemas, mezclándolos en forma graciosa. Porque nuestra experiencia es diferente,
nuestras mezclas de sistemas también lo son. Pero no creo –dice Chomsky– que, fuera
de la realidad de estos sistemas, exista una realidad, dialecto o lengua.
Aunque se pueda discrepar de las premisas que han originado estas opiniones, no se
puede dejar de observar, según la lúcida advertencia de Michael Gregory y Susanne
Carrol, que: afirmar que todos utilizamos un lenguaje parecido en situaciones parecidas
no es decir que todos utilizamos el mismo lenguaje en la misma situación.
Esta observación reconoce la peculiaridad esencial de todo momento del hablar, las
características distintas de cada una de las instancias de la lengua, y –al mismo
tiempo– admite que cada instancia de la lengua comparte con las otras algunos rasgos
significativos, cuyo análisis nos permitirá descubrir los principios para entender la
variabilidad en la interacción de los sistemas ubicados en la mente de un hablante o de
los miembros de una comunidad.
Una lengua histórica es una compleja entidad que abarca –para nuestro caso– el
español completo en sus diferentes etapas de transformación y con sus varios dialectos
y modalidades sociales o discursivas. En realidad, nadie sabe español en un sentido de
lengua histórica; los hablantes aprendemos algunas variedades del español,
singularizadas en una misma coordenada geográfica y temporal, correspondientes a un
determinado grupo social y apropiadas para diferentes situaciones comunicativas.
Las dimensiones señaladas anteriormente constituyen los ejes a partir de los cuales se
organizan las lenguas. La variedad puede provenir del eje diatópico (cuando se
descubren las diferencias verbales entre hablantes ubicados en distintos puntos del
espacio geográfico), del eje diastrático (cuando las variedades corresponden a
diferencias entre grupos socioculturalmente distintos) o del eje diafásico (cuando las
distintas situaciones comunicativas exigen variedades diferentes de lengua). Todos, a
pesar de que queremos reconocer en el español una misma lengua, advertimos
fácilmente que no hablan igual un peruano y un puertorriqueño, y una observación más
cercana nos revela que tampoco hablan igual un peruano culto y uno analfabeto, e
inclusive que nosotros mismos, peruanos cultos, cambiamos nuestro estilo de hablar si
nos encontramos en una discoteca con los amigos o si enfrentamos una entrevista para
conseguir trabajo.
Queda claro, pues, que el término genérico de lengua se emplea, en la percepción
cotidiana del hablante, para neutralizar la variación. Es decir, lo que grosso modo
llamamos lengua constituye una red de sistemas compleja y difícil de delimitar
extensionalmente. Y, desde el punto de vista de la Lingüística, más difícil aún es darle
un contenido particular, que al mismo tiempo exhiba precisión científica y eficiencia
operativa.
2. Norma y Estándar
Se entiende habitualmente que el funcionamiento de una sociedad es posible –entre
otros elementos– gracias a la facultad del lenguaje, que vincula y crea solidaridades
entre quienes comparten una misma lengua, al mismo tiempo que opone y separa a
quienes hablan otra.
Por esta razón, nadie se ha sorprendido cuando, en comunidades con una compleja
organización social y política, se resalta el valor de la propia lengua, exaltada para
convertirla en un instrumento simbólico de integración, a la vez que en un signo para
diferenciarse de los otros. Ni ha espantado tampoco que, al evolucionar políticamente,
una colectividad aplique con mucha dedicación medidas para proteger ese símbolo de
las amenazas de la variación e inclusive se proponga imponerlo coercitivamente.
Surge así la estandarización lingüística, conseguida, habitualmente, gracias a una
enseñanza controlada de la lengua materna y al apoyo de los medios de comunicación y
las instituciones. Una variedad lingüística es estándar cuando en un espacio
determinado impone sus hábitos por encima de las otras variaciones -sociales,
geográficas o discursivas- y llega a constituirse en el medio más corriente de
comunicación para sujetos capaces de emplear otras formas de lengua. Con mucha
frecuencia, las necesidades de la escritura imponen una estandarización. La variedad
estándar procura la superación de las diferencias e impone una forma única frente a las
diferencias de habla.
Pero, para una misma lengua, puede haber varios estándares. Así, el inglés de la BBC
londinense o la RP (received pronunciation) son los estándares en Inglaterra pero no
en Nueva York. La distancia espacial puede determinar entonces no sólo una diferencia
en los códigos lingüísticos globales, las lenguas, sino también en sus intentos de
uniformidad. Afirma López Morales:
Los estándares suelen coincidir con los estilos más formales del sociolecto alto de cada
zona; él es realmente la variedad manejada en asuntos oficiales, en la educación, en los
tribunales, en los medios de comunicación.
Y en el dilatado espacio geográfico en el que se extiende el español, no rige sólo una
variante estándar sino que habremos de admitir la presencia de estándares dentro de
cada una de las zonas donde se concentran las diversas colectividades políticas que han
hecho suya esta lengua. Es decir, la variante estándar es sensible a una diferenciación
por el eje diatópico. El espacio se impone inclusive sobre el intento de uniformidad que
representa la estandarización dentro de la lengua.
¿Cómo se convierte una variedad en estándar? Sara Bolaño sugiere un conjunto de
procesos que involucra ese fenómeno. En primer lugar, la variante estándar es
seleccionada entre un conjunto de variedades; puede tratarse de una variedad ya
existente o de una amalgama de características pertenecientes a diversas variedades.
En segundo lugar, la variante seleccionada sirve de vehículo comunicativo a los
discursos asociados con el mundo oficial y a los textos escritos en general, al punto que
aparece ésta como su función promordial. En tercer lugar, la variante es considerada
por los hablantes como identificadora de su colectividad, convertida por esa razón en
símbolo cultural y nacional; este beneficio simbólico –que se convierte también en un
beneficio político– alienta a los Estados a promover el desarrollo de una variedad
estándar.
Finalmente, debe estar explícitamente codificada, en el sentido de que se hayan
establecido mecanismos para conseguir el consenso acerca de lo "correcto" e
"incorrecto"; la expresión máxima de esta codificación son las gramáticas normativas y
los diccionarios.
Este último proceso –tal como lo señala Rotaetxe– puede hacerse en grados distintos;
el máximo grado está representado en la llamada norma (en un sentido prescriptivo) y
el grado menor en el estándar. Esto permite diferenciar dos conceptos que a veces se
confunden: estandarización y normativización.
La normativización es siempre una manera oficial de intervenir sobre la lengua y sus
variantes, intervención cuyo propósito es alcanzar una codificación exhaustiva de la
variedad, a efectos de que pueda ser enseñada en los circuitos educativos formales que
controlan los Estados y pueda ser supervisada en su empleo por las instituciones
pertinentes. La estandarización, en cambio, se elabora sobre la base de modelos
aceptados como tales por los hablantes (por ejemplo, escritores, grupos o personas de
prestigio, los diarios o la televisión, etc.) y, si bien supone una codificación, ésta es
informal y de menor grado que en la norma. Esto significa que las nociones de
"correcto" e "incorrecto" -en la medida en que pueden ser supervisadas y contrastadas
con un código formal y explícitamente elaborado- se acercan más al dominio de lo
normativo y deben ser enjuiciadas a partir de esta dimensión, pues es la que, en forma
transparente, puede generar un discurso prescriptivo.
Antes de examinar el problema del error en el uso del lenguaje, quisiera hacer dos
advertencias.
La primera ha venido repitiéndose continuamente desde que la Lingüística pudo
reclamar un estatuto científico. Y es la siguiente: la existencia en el funcionamiento
social de un discurso prescriptivo, fuertemente apoyado por los mecanismos oficiales
del Estado, no debe producir, desde la consideración del lingüista, un desprecio por las
otras variedades o por las otras lenguas que conviven el espacio geográfico. Es un hecho
nítidamente establecido el que todas las lenguas son capaces de satisfacer las
necesidades comunicativas de los hablantes o de modificarse para hacerlo, y que todas
las variedades son importantes para la interacción social y cumplen, desde el punto de
vista de sus usuarios, una función insustituible.
La segunda está relacionada con una posible confusión relativa a la necesidad de que
existan procesos de normativización para una lengua. No creo que estos procesos
revelen una propiedad de las lenguas como tales. Más bien, surgen de los hábitos
humanos de identificarse con un grupo y diferenciarse de otro, que pueden ser
advertidos desde la psicología social, la sociología o la antropología.
3. Error y comunicación
En el fondo de la oposición entre "correcto" e "incorrecto" subyace la noción de error. Y
si "correcto" es lo que está libre de error, ¿a qué hechos vamos a llamar errores?
Consideremos las siguientes oraciones:
(1) Ponle agua a las flores.
(2) El río que tú trajiste la casa vales mucho.
Sólo una observación atenta y acostumbrada a las advertencias prescriptivas sobre la
concordancia descubre que (1) es una oración "incorrecta", pues el pronombre enclítico
no concuerda con su antecedente (uno está en singular; el otro, en plural). Pero
cualquier hablante del español (probablemente, al margen de su estrato sociocultural)
descubre inmediatamente que (2) es inadmisible como oración en nuestra lengua. Y la
cuestión no es sólo un asunto de grados –en el sentido de que (1) tendría un error
"menor" o "menos importante" que (2)–. ¿Qué es posible, pues, en el uso lingüístico?
¿Será acaso que la oposición "posible" / "no posible" recubre la de "correcto" /
"incorrecto"?
Mitsou Ronat ha distinguido tres tipos de "posible" en relación con el ejercicio
lingüístico: lo posible lúdico, lo posible científico y lo posible jurídico. Corresponde a la
noción de posible lúdico, precisamente, un ejercicio verbal como el de (2), en el cual
tiene protagonismo una combinación aleatoria, donde difícilmente puede ofrecerse una
combinación "errónea" de manera regular; es decir, el desempeño de lo posible lúdico
es errático, carente de regla. Se diferencia de lo posible científico porque este último se
apoya en los condicionamientos naturales del lenguaje, que nadie imagina infringir en
el uso corriente del lenguaje. Lo posible jurídico, que comporta la intervención de un
sistema externo de codificación (por ejemplo, gramáticas y diccionarios), se apoya en lo
convencional, generalmente en un estado de lengua anterior que se propone como
"mejor".
Esto significa que no todo error es posible (más allá, por supuesto, del posible lúdico) y
que las desviaciones de la norma o del uso hechas por los hablantes no pueden
permitirse violentar las características naturales de la facultad lingüística. Por eso,
hemos de caracterizar al error (al menos, al que aquí reflexionamos) siempre como un
posible científico, es decir, como una posibilidad permitida por el funcionamiento de la
lengua. Más inclusive, podemos interpretar el error, esto es, la desviación del patrón de
uso, como un mecanismo para asegurar la vitalidad y continuidad de la lengua. De
acuerdo con esto, el llamado error, en verdad asegura para la lengua una nueva forma
expresiva que, si es admitida por toda la colectividad, se convierte en el nuevo patrón
de uso, es decir, en el punto de referencia a partir del que se definen los nuevos errores
y respecto del cual la antigua forma es a su vez un error.
En otras palabras, el error es el vehículo del cambio lingüístico. Y, en ese sentido, es el
instrumento de acomodación de la lengua a las siempre cambiantes necesidades
comunicativas de sus hablantes. Eso lo convierte –pese a tan difundidas ideas en
contrario– en un medio para la integración comunicativa y no en causa de aislamiento.
Quiero, en este sentido, recordar la emoción experimentada como hablante de español
al recorrer las listas del Appendix Probi, un documento normativo del siglo III a. de C.
que denuncia las corrupciones del latín vulgar:
auris non oricla [...]
facies non faces [...]
tabula non tabla [...]
En estos errores ya totalmente extendidos y socializados (y por lo tanto, ya regulares)
del latín vulgar aparece, casi al modo de profecía, la forma de las palabras españolas.
Nos habíamos propuesto reflexionar la oposición "correcto" / "incorrecto" y ahora
hallamos la manera de darle una vuelta de tuerca a esta distinción tan famosa. A partir
de las consideraciones anteriores, parece claro que el error no es un disturbio
comunicativo sino, al contrario, un esfuerzo por potenciar las posibilidades
comunicativas del código lingüístico, modificándolo para adaptarlo mejor a los usos
comunitarios.
¿Por qué entonces el discurso prescriptivo proclama con tanto entusiasmo que la
normativización representa un impulso de homogeneidad con fines de integración y
mejoramiento de las condiciones apropiadas para la comunicación?
En el fondo de este propósito se halla un hecho cuya meditación debe ponernos en
alertar al enfrentar el hecho normativo. Tal proclama supone que la homogeneidad es
un estado que debemos buscar para asegurar la comunicación y aprovechar sus
beneficios. Y que en aras de este ideal homogenizador y sus provechos no importa si no
tenemos en cuenta algunas diferencias, cuya superación debe hacerse para conseguir la
unidad, porque –claro– sólo la unidad hace la fuerza.
Pero no se considera –y no sé si con premeditación o descuido– que la integración
auténtica no se alcanza con la eliminación de las diferencias entre los sujetos capaces de
vincularse. La promoción de las relaciones de solidaridad que permitan la
supervivencia de nuestra especie como tal en este planeta, finalidad inobjetablemente
capaz de otorgarle un sentido a la existencia humana, no se puede hacer fingiendo que
los seres humanos son idénticos entre sí y que sus diferencias son desviaciones de un
modelo que nadie sabe quién ha establecido.
Por esa razón, quiero explorar la idea de que la normativización no tiene una finalidad
comunicadora –y por lo tanto, integradora– sino, al contrario, un propósito
discriminador y, por lo tanto, aislador.
Si el uso "correcto" se esfuerza en diferenciarse de otras variedades más extendidas y
mejor dominadas por la mayoría, y si demanda un entrenamiento especial y un
sobreesfuerzo, es precisamente para prestigiarlo, para hacerlo un bien precioso, difícil y
extraño. Es decir, para convertirlo en un símbolo de status o de "cultura", con ese
sentido tan peculiar otorgado por el incauto a la palabra "cultura", que la convierte en
un concepto de élite, como si el canibalismo o la pornografía no fueran manifestaciones
culturales, e incluso, para decirlo agresivamente, conquistas culturales, formas de
civilización-.
Atendamos al cambio en el acercamiento a lo prescriptivo. Una concepción extendida
respecto de este fenómeno afirma que es el prestigio social lo que legitima la presencia
de lo normativo, en el sentido de que se escoge una variedad con prestigio para
proclamarla como el modelo de corrección en el uso lingüístico.
Así, por lo menos, define el Diccionario de Lingüística de Dubois la prescripción:
La gramática normativa se basa en la distinción de niveles de lengua (lengua culta,
lengua popular, habla rural, etc.); y, de estos niveles, elige uno de ellos como lengua de
prestigio que ha de imitarse y adoptarse; esta lengua se llama "lengua correcta", "uso
correcto".
De la misma manera, para los efectos de la enseñanza de la lengua materna, se
propone, tal como lo hace Gustavo Rodríguez, profesor de la Universidad Austral de
Chile, lo siguiente:
Afinarle [al estudiante] el sentido de la adecuación del uso de la lengua (lo que la Real
Academia llama la "propiedad" del lenguaje) y mostrarle –finalmente– que [...] de
entre todas las variedades hay una que es más adecuada en razón de su homogeneidad
y de su mayor prestigio social.
Es decir, sugiere, como argumento para convencer al estudiante sobre la necesidad de
adaptarse a los extraños usos de la normatividad, el beneficio de acogerse al prestigio
de sus mandatos. Porque, como ha escrito Manuel Seco: "No cabe duda de que la
corrección en el lenguaje es un adorno, un factor de distinción en la persona que la
posea".
El prestigio es, entonces, desde el mismo discurso sobre la prescripción, esencial para
caracterizar la normatividad. Quiero proponer ahora una interpretación un poco
diferente. Voy a asumir que son precisamente las dificultades y extrañezas de la
normatividad las que le dan prestigio. Y que esas dificultades, fruto del contraste entre
las recomendaciones de corrección idiomática y los usos normales de los hablantes, se
mantienen así para asegurar el carácter cerrado y finalmente elitista de las costumbres
normativas.
Efectivamente, lo raro y extraño puede obtener dos fortunas distintas pero siempre
complementarias: puede provocar rechazo y temor pero también, si se le domina,
puede otorgar prestigio, y prestigio significa casi siempre poder. No en vano, los
metales más valiosos, los que se han constituido en símbolos del poder o del status, son
siempre los más difíciles de obtener.
Es decir, la constitución de un discurso normativo tiene por finalidad asegurar para un
sector social una posición de prestigio y, por eso, se constituye en uno de los atributos
del poder social. Por eso es que la lengua, la lengua cuidada, la lengua homogénea de
los gramáticos normativos, puede ser compañera del Imperio como elucidó Nebrija, al
inaugurar una tradición de gramáticos cuyo objetivo, según Manuel Seco, no es el de
hacer análisis morfológicos o sintácticos [...], sino el orientar nuestra lengua de hoy en
un sentido de unidad entre todos los que la hablan.
Es decir, el ejercicio normativo no es una praxis para conocer, buscar y comunicar la
verdad, no es un ejercicio científico, sino una acción desarrollada para ocultar la
heterogeneidad y la riqueza de la expresión verbal, una estrategia de la ilusión con
explícitas finalidades de control; en otras palabras, es un instrumento ideológico.
4. Recapitulación
Para concluir esta disertación, me permitiré una recapitulación heterodoxa. Haré un
recuento de lo que no he dicho, para evitar interpretaciones fuera de lugar.
En primer lugar, no he dicho que apruebo el canibalismo o la pornografía; es decir, no
promuevo la eliminación de una axiología que ordene las conquistas culturales de las
colectividades de acuerdo con principios de naturaleza moral.
Por esa razón, no he dicho tampoco que el esfuerzo prescriptivo sea perverso e inútil.
Creo que quienes nos dedicamos a prescribir costumbres lingüísticas lo hacemos con la
convicción de estar contribuyendo eficazmente a la formación personal y profesional de
nuestros semejantes. Y no es una simple cuestión de buen gusto.
Por eso mismo, tampoco creo que todos los recursos ideológicos sean por sí mismos
"malos"; algunos, a veces, son indispensables para que los seres humanos podamos
soportar mejor este mundo tan peculiar, para forzar una explicación que permita
entender una injusticia, para intimar una razón que nos libre de la locura cuando
nuestra racionalidad y nuestra voluntad son insuficientes.
Falta, por supuesto, saber si la prescripción es ese tipo de recurso. Y es vital que, para
esta averiguación, que no es sólo lingüística, atendamos la admirable advertencia del
poeta Eielson:
Una manzana roja sobre la hierba verde Es una manzana roja sobre la hierba verde
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