Subido por Bárbara Valenzuela

La sospecha - Pablo De Santis

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PABLO DE SANTIS
La sospecha
2017 – Bariloche, Argentina
Pablo De Santis (Buenos Aires, 1963) ha trabajado como periodista y como
guionista de historietas. Ha publicado, entre otros libros, las novelas La
traducción, El inventor de juegos, El calígrafo de Voltaire, El enigma de París
(Premio Planeta-Casa de América 2007 y Premio de la Academia Argentina de
Letras 2008), Los anticuarios, Crímenes y jardines y La hija del criptógrafo.
Usted espera en silencio frente al escritorio de su jefe mientras él termina de
firmar unos papeles. Cuando su jefe descubre su presencia le señala unos
recortes de diarios que ha extendido sobre el escritorio, entre sándwiches
abandonados y vasos descartables con restos de café. La noticia es de la semana
pasada: el gerente de una empresa papelera abrió una caja que parecía contener
un regalo y el envío estalló. Perdió la vista de un ojo y dos dedos de la mano
derecha. La otra noticia es de un año antes (los recortes están un poco
amarillentos): esa vez la caja de cartón enviada por correo explotó en la oficina
de una curtiembre, durante la noche, sin dejar heridos. A los dos ataques
siguieron mensajes exaltados enviados a los periódicos y escritos a máquina. Los
paranoicos rechazan las computadoras porque temen que espíen sus archivos y el
interior de sus mentes. Hubo antes incidentes menores, explica su jefe. Los
ataques son esporádicos, pero hay un incremento en el poder de los explosivos:
la próxima vez puede que vuele una casa, una oficina, una empresa entera.
Usted menciona grupos preocupados por pozos de petróleo, ballenas y
pingüinos, pero su jefe lo interrumpe. Han trazado un perfil del sospechoso: es
un hombre solo, un obsesivo, seguramente aficionado al ajedrez y a las palabras
cruzadas. A través de complicados cálculos y diagramas que unen oficinas de
correo, vida social, antecedentes educativos y problemas con la ley han
aparecido los nombres de cinco sospechosos, todos masculinos. Su jefe le
informa de que a usted le toca vigilar a uno que vive en las afueras de Bariloche.
Usted parte de inmediato hacia el sur en su auto, un Peugeot que ha heredado
de su padre. Duerme en un hotelito de Choele Choel y bien temprano sigue
camino. Quiere resolver el asunto y volver rápido, no le gusta estar lejos de casa.
Tampoco le gusta el frío del sur. Alquila una habitación muy cerca de la casa del
sospechoso, en una posada dos estrellas. Por fortuna es otoño: temporada baja.
Los viáticos que le han dado son escasos, como siempre.
La posada tiene, a la noche, una ligera vida social, que incluye una mesa de
pool, un blanco para dardos y un par de borrachos amistosos. El sospechoso va
casi todas las noches, aunque toma poco alcohol, apenas dos cervezas, algo que
en la posada se considera abstinencia. Usted sabe que cuando uno es espontáneo,
sincero, en fin, cuando uno es uno mismo, por decirlo de algún modo, es mucho
más difícil establecer contacto con los demás, porque uno puede cansarse, o
aburrirse, o tener la mente en blanco. Pero aquel que finge no tiene esos
problemas, deja a su yo entre paréntesis, y se muestra siempre dispuesto a
conversar. Así lo hace usted, confesando algo de su vida (una esposa que lo
engañó, algo falso porque nunca se casó; un período de adicción a las
anfetaminas), para incitar al otro a la confidencia. Después de la primera cerveza
el sospechoso se larga a hablar, diciendo las cosas que usted, por supuesto, ya
sabe: vive solo, en una cabaña que está a metros del lago; organiza excursiones
de pesca y un par de meses al año trabaja como guía de alta montaña. Es un
hombre educado, amable y reservado. Tiene, como usted, cuarenta años.
Descubre —eso no estaba en los informes— que el sospechoso y la dueña de la
posada se conocen desde la infancia, e intuye que han tenido algún breve
romance en la adolescencia o la juventud. Ese primer encuentro con el
sospechoso, según mis informes, es un éxito, y a la semana usted y él ya parecen
amigos.
La dueña de la posada donde se ha instalado es una mujer de cuarenta y dos
años. Tiene un hijo de veinte que vive en Ushuaia. Su marido, que le llevaba
unos cuantos años, murió de un ataque al corazón. Según veo en las fotos que
acompañan al informe, es una mujer muy atractiva. Una noche usted decide
invitarla a dar un paseo y terminan en su cama. A ella le extraña que se instale en
la posada por tiempo indeterminado; y usted inventa una vaga herencia, una
especie de año sabático que ha decidido tomarse, y la escritura de una novela
sobre andinismo. Gente que persiste en su empeño de alcanzar la cumbre por
algún camino nunca antes hollado. La idea, le explica a la mujer, es que el
ascenso a la montaña sea una metáfora de la vida en general. Para justificar ese
pretexto empieza a leer cuanto libro encuentra sobre las montañas.
Si no he entendido mal, a estas alturas —ya han transcurrido diez días—
usted ha echado sobre el sospechoso un veredicto de inocencia. El culpable debe
ser uno de los otros cuatro, que sus compañeros espían en regiones lejanas.
Cuando usted partió rumbo al sur, deseaba encontrar al culpable, ganar méritos
en la fuerza, recibir una medalla en algún acto solemne, con la música de fondo
de la banda policial. Ahora, pocos días después, todo eso le importa poco.
Cuando envía un informe a su jefe, usted esconde su confianza en la inocencia
del sospechoso, dice que necesita más tiempo, que hay que seguir investigando.
Se siente un poco culpable de pasear por los bosques y por la orilla del lago y
tomar un par de cervezas cada noche sin hacer el trabajo por el que le pagan el
sueldo. Así que aprovecha que el sospechoso ha ido de excursión con una
parejita de norteamericanos recién casados para entrar en la cabaña. Usted sabe
abrir cerraduras, pero eso no hace falta, porque el sospechoso deja siempre la
llave detrás de una maceta. Un tablero de ajedrez, libros de pesca y montañismo,
una escopeta oxidada. Toallas en el suelo, camisas colgadas en las sillas: el
desorden de un hombre que vive solo. En lo alto del armario bien podría
esconderse una máquina de escribir: usted sabe que el loco que manda las
bombas escribe sus mensajes alucinados en una Olivetti Lettera que tiene las
mayúsculas fuera de servicio. Sería bueno buscar la máquina y comprobar si
funcionan las mayúsculas. A simple vista no se ve, y el estante alto del ropero
está abarrotado de cosas (una cafetera eléctrica, unos discos de pasta con las
sinfonías de Beethoven, una raqueta de tenis con el encordado roto); esa clase de
cosas que, por un ridículo respeto al pasado, la gente no se anima a tirar. Si se
pone a buscar será muy complicado volver a dejar todo como estaba, así que
rechaza la idea. Le aterra que el sospechoso descubra que usted es policía, que lo
ha estado espiando y revisando sus cosas.
A la dueña de la posada le agrada tener un hombre junto a ella. El precio de
la habitación se reduce bruscamente y, a cambio, usted hace pequeños arreglos,
para que cada uno de los cuartos esté perfecto cuando empiece la temporada alta,
dentro de dos meses. Siempre hay una canilla que gotea, un control remoto que
no funciona, o una teja caída por efecto de la acumulación de nieve. Usted tiene
su cuarto, pero —lamento ser indiscreto— duerme casi todas las noches con la
mujer.
Los días pasan y usted comienza a sentir la incómoda felicidad del amor.
Teme que lo llamen o le escriban para avisarle de que debe volver a Buenos
Aires. Pero nadie se pone en contacto; todos parecen haberlo olvidado. De todas
maneras pasa informes sobre la vida del sospechoso: la cantidad de plata que
guarda en el banco, la descripción de su cabaña (tengo frente a mí las fotografías
que envió), una lista de sus clientes, sus tenues lazos con la comunidad.
Un día el sospechoso (que no tiene teléfono fijo ni celular ni usa el correo
electrónico porque tampoco tiene computadora) le deja un mensaje en la posada:
un cliente canceló la excursión y se encuentra con la tarde libre. Cuando usted se
acerca a la cabaña descubre que el sospechoso está junto a la ventana, sentado,
entregado solo a la espera. Estos paseos en lancha pronto se repiten, y cada vez
que recorren la costa para luego adentrarse en el lago usted señala a lo lejos
alguna montaña, o algún golfo o alguna isla y pregunta los nombres, y él
responde, pero mecánicamente, sin darle importancia, como si los nombres no
importaran, como si fueran papelitos pegados sobre las cosas. Pero cuando se
quedan solos en medio del lago, con el motor apagado, el sospechoso abandona
su reserva o su timidez y habla largamente, con su voz pausada: habla de un
planeta que agoniza, de las compañías que contaminan los ríos y los lagos, de la
urgencia de exterminar a los ogros que arruinan los jardines del mundo. Usted
prefiere cambiar de tema, porque le parece que hay en el otro un vestigio de
sospecha, y siente que si descubre que usted no es quien dice ser, eso significará
para él no solo una amistad traicionada, sino una revelación sobre la naturaleza
impura del mundo. Entonces decide distraerlo de sus obsesiones y le pregunta
por sus ascensos a los picos más difíciles, por los hombres que han perdido la
vida en las cumbres heladas. Quiere saber qué se siente al estar al borde del
precipicio, al borde de la muerte. El sospechoso le responde, con un dejo de
sorpresa, como si fuera algo obvio para todos, que siempre estamos al borde del
abismo, siempre a punto de caer cuesta abajo.
Al fin llega la catástrofe: su jefe le informa de que han atrapado al culpable.
Es un profesor de matemáticas jubilado que vive en un chalet en Mar del Plata.
Cuando murió su mujer, cinco años atrás, la soledad lo enloqueció. La noche
anterior policías de la provincia irrumpieron en la casa del profesor. Encontraron
recortes periodísticos sobre los atentados, instrucciones para armar bombas
caseras, y una especie de tratado delirante sobre el cambio climático escrito en
un cuaderno escolar. Como había adelantado su jefe, el profesor es aficionado a
las palabras cruzadas y al ajedrez. La televisión lo muestra con aspecto de
ermitaño: la barba blanca, los anteojos torcidos, la ropa con agujeros, la sonrisa
de un demente. La máquina de escribir del hombre es una Olivetti Lettera, como
la usada en los mensajes que siguieron a las explosiones. Las mayúsculas
funcionan sin problemas, pero la falta de mayúsculas puede haber sido una
costumbre o un síntoma de locura en vez de un problema mecánico.
Por supuesto, ahora reclaman su presencia en Buenos Aires, que guarde sus
cosas y vuelva cuanto antes. Otros casos lo esperan. A usted le resulta
insoportable la idea de volver a su trabajo, a la conversación trivial con los otros
oficiales, a encerrarse en oficinas llenas de humo. Decide su plan: volverá a
Buenos Aires, renunciará, y regresará al sur. Le anuncia a la dueña de la posada
que se irá unos días para resolver cuestiones familiares. Ella parece un poco
decepcionada de que no la invite a acompañarlo. Usted advierte su desconfianza
y resuelve dejar parte de su equipaje, como señal de que piensa volver.
La noticia de su partida se difunde entre los habitués nocturnos de la posada,
y a la mañana siguiente, apenas se despierta, encuentra bajo su puerta un
mensaje escrito a máquina: el exsospechoso (llamémoslo ahora así, ya que al
parecer han atrapado al culpable) le pide que antes de partir pase por su cabaña.
Está en cama y necesita un favor: que lleve hasta el correo una encomienda.
Puede ser una oficina de correo de Neuquén, que le queda de paso en su viaje
hacia Buenos Aires. Usted trata de no prestar atención al mensaje, pero no puede
dejar de observar que el exsospechoso, un hombre tan educado, no ha escrito una
sola mayúscula.
Está dispuesto a partir sin verlo. Simulará que no ha encontrado el mensaje,
que con el apuro del viaje y los problemas que lo esperan en Buenos Aires… Y
sin embargo, algo de su oficio lo tiene atrapado, una especie de recóndito
instinto, la antigua resignación a la verdad. En vez de seguir hacia la ruta, toma
el camino de ripio que conduce al lago.
Usted avanza muy lentamente —15 o 20 kilómetros por hora— porque la
verdad es que no quiere llegar, no quiere hacer preguntas, no quiere ninguna
confirmación. Solo faltan unos cien metros cuando la cabaña estalla. La
explosión sacude el coche y usted clava los frenos. La nube de polvo rodea el
auto, y demorados escombros, atrapados en el ramaje de los coihues, siguen
cayendo durante algunos segundos.
Días más tarde nuevos recortes de diarios cubren el escritorio de su jefe,
entre sándwiches abandonados y vasos descartables con restos de café. El
sospechoso, dicen las noticias, cruzó por accidente dos cables que no debían
cruzarse. Pero usted sabe que el sospechoso no cometió ningún error. Usted no
dirá a nadie la verdad; ni a su jefe ni a la mujer de la posada. No dirá que el
sospechoso lo estaba esperando, sentado junto a la ventana, la máquina de
escribir frente a él, y que apenas vio el Peugeot en el fondo de la calle unió los
cables que no debían unirse. Una señal de que la sospecha que había tenido
sobre usted, y que en vano había tratado de borrar, había alcanzado su
confirmación.
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