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Elizondo - Relatos mar desierto.pdf

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Relatos de mar, desierto
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ficción
Universidad Veracruzana
Xalapa
México, 1980
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DONATA
Primera edición, 1980·
Derechos reservados © conforme a la Ley por:
UNIVERSIDAD
VERACRUZANA
Lomas del Estadio, Xalapa, Ver., Méxim
Dirección Editorial
Sierra Nevada 319
México 10, D. F.
ISBN 968-590-00H
Concha era su nombre. Así. Simple. Como el
nido del molusco. Dicen que porque nació
junto al mar, a su orillita casi. Era vieja, tan
vieja como el aire, como las ilusiones. Vieja y
requemada como los tabachines de la plaza del
puerto pueblo. Fue maestra empírica. Enseñaba
a los niños entre bocanadas de calor y con el
azul del mar siempre cerca. Ninguno aprendía
gran cosa. Lo más sumar y leer. Escribir muy
poco, si acaso el nombre y nada más. Mujer
grande y prieta, siempre floreada. Tenía la piel
brillante y mirada de tortuga. Lagrimosa. Maternal. Poseedora de la dignidad del mar con su
giro eterno y su estar ahí desde antes que la
tierra fuera, aún desde antes de la luz. Cuando
ya no sirvió como mujer se le antojó tener un
hijo. De tanto tener los ajenos, nunca pensó
en los propios. Era muy tarde. Ya no sentía
más el parentesco entre la mujer y el creciente.
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Ya no sentía más romperse los diques de su ser
cuando el mar crecía gordo una vez al mes. Recogió una niña. Hija de no sé quién venida
de no sé dónde. La llamó Donata, como el lanchón de su padre, que servía para ir y venir de
los barcos al muelle y llevar también los muertos del puerto a la mar profunda.
Concha jamás, ni un solo día de su vida dejó
de ver el mar. Ya muy anciana, tan acabada
que ni fuerza tenía para pelear con sus recuerdos y lo único que comía eran trozos de pescado
hervido y machacado y piedritas de azúcar que
dejaba diluir en la boca, pedía casi como oración que la dejaran meterse al mar para acabar
de una vez, quería respirar el agua y que sus
pulmones se llenaran de azul. Donata ya para
entonces no le prestaba atención, no la oía, vivía
sumergida en su pasión desquiciante. La vieja
era para ella un algo que vivía dentro de casa,
sin mayor importancia. Desde la pubertad había
abandonado el cariño de su madre postiza, quizás porque nunca la quiso. Muy pequeña supo
su condición, pero la causa de su desafecto no
era esa, la realidad es que Donata estaba impedida por naturaleza para sentir cariño, al menos
en la forma que todos entendían.
La madre circunstancial trató de enseñar y
dar a la pequeña todo su ser. Mas por extraña
situación sólo le dio una parte, la porción que
adentro tenía de su padre. El padre de Concha,
viril marinero de siete mares que llevaba la rosa
de los vientos estampada en el paladar, y que
por el sabor del aire sabía de las rocas trampa
a flor de agua, de la cercanía de la tierra y de la
profundidad del mar que se continuaba en el
pozo dulce de su mirada obscura. Fresco como
brisa de tormenta llegó una tarde al puerto viejo del pueblo de la madre. Venía de lejos, de la
costa remota de una tierra que hablaba la misma
lengua. Lucidor. Guapo como el faisán de la
China. Enorme hebilla de plata abrochaba su
cintura. Cuero suave en la bota para el caminar
danzarín del hombre acostumbrado al movimiento. A la sombra de su espalda, Concha-niña
se cobijaba de la mar picada. El marino conoció
a su madre en una callejuela y al calor del mediodía. El barco marinero de las velas .blancas
fue vendido a un rubio comerciante. En su lugar apareció Donata -lancha gorda de lento
viaje- y la casa de madera fresca verdeazulosa
en que aún vivía. Concha siempre lo traía entre
ceja y ceja. Concha aún estaba enamorada de
su padre. Nunca lo sabría, pero la causa de su
soltería era el recuerdo del hombre de la sonrisa
blanca como espuma de sal que murió afiebrado
cuando ella aún no estrenaba el sostén de los
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Desde entonces subió el cajón mostrenco sobre
el tapanco de atrás, junto a las sillas rotas y las
tinajas para las fiebres y deposiciones. Para sus
recuerdos hubiera dado lo mismo tener el baúl
junto a la cama, sabía qué era, sabía qué contenía, pero nunca emparentaba aquello con el
afecto. Cuando su madre murió, murió aplastante y definitivamente. No la pensó ya más. No la
tomó como punto de referencia para cosa alguna. Al menos eso era en la superficie. Porque
profundamente, en el recoveco gelatinoso y masudo, en la abismal obscuridad de su yo desconocido, ahí la tenía, ahí la llevaba. Por eso
cuando tenía pesadillas que después olvidaba, en
el instante angustioso del despertar ·.violento,
cuando detrás de sus ojos estaba la imagen in-
controlada del sueño, veía a una gran tarántula,
araña peluda con escote blanco y la cara morena
de su madre muerta. En ocasiones el olor de un
guiso o el recuerdo de los plátanos en tentación
revivían obscuramente a su madre-rival, pero
Concha entonces se apresuraba a tomar agua
fresca o a respirar profundo, porque aquellos
sabores le revolvían el estómago, le daban náuseas. Incapaz de discernir culpaba a los guisos
del sufrir de sus vísceras, sin imaginar que la
madeja de todo estaba en el increíble odio y soberano desprecio que sentía por la esposa de su
padre. Pero eso nunca lo sabría, nunca tan siquiera lo pensaría.
Desde que murió el padre, Concha tuvo que
trabajar. Heredera del prestigio pueblerino de
la familia de la madre, que sin figurar nunca,
habían sido por generaciones el continuo musical de la melodía del pueblo, no recibió contra
para iniciarse y aprender practicando un oficio
necesario y respetado. Porque oficio y no profesión era en el puerto-pueblo enseñar a los niños. Más importante era que salieran al mar o
encargarlos desde pequeños a las recuas comerciantes que como cordón de hormigas iban hasta
la lejana capital, más allá de los manglares y las
palmeras, más allá de la montaña, donde para
estupor de Concha no se veía, y más aún, no se
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quince años. Al cumplir los diecisiete enterró a
su madre.
Era curioso, pero muy poco recordaba de
ella. Como que su imagen se le confundía en la
infancia y aun cuando tenía un baúl de madera
olorosa lleno de las pequeñas pertenencias de la
mujer de pueblo que fue, desde que las metió
ahí un mes después de haber fallecido ella, jamás las había vuelto a ver. Salvo la ocasión en
que Donata siendo niña, sin aviso levantó la
pesada cubierta y mil cucarachas impresionaron
los sueños de la pequeña por meses y meses.
conocía el mar. Comenzó enseñando -no sabía
ni cómo- bajo una choza abierta a los cuatro
vientos. Temerosa siempre, se desmañanaba para
enseñar veintiocho letras y dos operaciones aritméticas. El Ayuntamiento le pagaba por aquel
fingimiento una pequeña mensualidad. Maestra
por accidente, tenía la letra como ropa en tendedero y ni ella misma sabía leer de corrido y
sin error. Pero era buena, decente, ejemplo para
los niños. Sin sentir le pasaron los años en aquella posición obscura y luminosa. Siempre sin pre-
tensiones todos la conocían. Compraba cuatro
peces por semana y medio pollo los domingos,
una canasta de verduras y un pilón de azúcar
prieta. A nadie recibía, a nadie frecuentaba. Su
mutismo era proverbial. Hablaba en la escuela
y una vez al mes en el Ayuntamiento. Silencio
de montaña grande y lejana. Su estar por las
tardes floreada y limpia en la vasta mecedora
viendo el mar, era para los vecinos símbolo de
tranquilidad y permanencia. El día que Concha
no vea el mar -decían las gentes- algo malo
sucederá.
Sola, nadie la vio jamás con varón. Sola también hada su ropa siempre de telas floreadas
-y sin amigas se pasaba- fiestas y cumpleaños.
Siendo moza varios pretendientes estuvieron buscando la forma de encontrarla, pero algo se des-
prendía de Concha que los hacía retirarse. Quizás
su mirada esquiva, de lado, o el rictus supremo
que siempre nadaba en sus labios. Los hombres
no le importaban. Ninguno llegó a rascar su
deseo. Era fría como manojo de algas. Sus carnes no destilaban humor alguno, ni tan siquiera
sudaba. Parecía una gran ropería. Con todo y
eso no faltaron hombres cansados, deseosos de
una hembra tranquila de mirar ausente. Iban
detrás de una casa ya hecha y con la ilusión de
envejecer cuidados por mano de mujer. En Concha no encontraron respuesta. No devolvía su
mirada, ni su plática y hubo alguno que varios
años, en todos los viajes que lo traían al puerto,
iba a ser visto a la choza-escuela,y ya muy tarde,
cerca del ocaso,pasabay repasaba frente al balcón
donde la maestra sin inmutarse, veía al mar sentada en la mecedora.
Así pasaron los años sin pasarle verdaderamente, hasta que un día se sintió vieja y volteando hacia atrás vio el vacío enorme que tenía
al frente. Entonces ya no tuvo descanso. No
buscó desesperada un hombre, más bien esperaba una señal. Algo que le indicara el principio
o el final de todo. No sabía qué podía ser, un
rayo en noche de tormenta o una espina de pescado atorada en la garganta daban lo mismo.
Nunca sospechóque el cambio lo daría el grito
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pelado de un recién nacido. Aunque no lo admitía, su virginidad ahora le pesaba. Había sido
como el arrecife pelón que está donde el flujo
y reflujo de la marea se juntan. Ninguna barca
había podido tocarlo, ni tan siquiera el mejor
nadador. Tan inasequible era, que entre los lugareños mencionar la roca pelada era decir empresa imposible. Así de inútil como el arrecife
-inútil e impracticable- había sido su vida de
mujer fértil. Si hubiera sabido a tiempo que
si en la juventud el corazón está lleno de ambiciones y sentimientos, en la vejez es un músculo
doliente cuyo vacío terrible acompaña de día y
amarga las noches. Por eso la mañana aquella
de sus cincuenta y tres años, cuando en medio de
la tormenta matinal, mojada hasta los tuétanos, al
llegar a la escuela vio sobre la mesa de su enseñanza un envoltorio inconfundible, muy profundo en su alma también llovió y por primera
vez en su vida su ser olió a tierra mojada. Desde
ese día y por varios años la criatura que encontró sería como un aire lozano cargado de humedad, de promesa. Al ver aquella pequeña
humanidad y sentirla cerca de sí, se dio cuenta
que por mucho tiempo había deseadoser madre,
mas sus confusas emociones y lo perdida que
estaba entre sus kilos de soledad le habían alejado el sentimiento. Ahora se sentía madre, era
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madre. Aquella criatura le pertenecía. No le importaba ni quería saber de quién era. La había
encontrado en su escuela, de su propiedad 'por
treinta y seis años, eso era suficiente. No se preocupó de si alguien pudiese reclamarla. Nadie
lo hizo.
Esa mañana no dio escuela. El envoltorio de
enaguas traía dentro una niña. Pequeña y clara
criatura de pelo muy negro. Había nacido de
una adolescente e inexperta dama de puerto.
Vino al mundo después de un parto asombrosamente fácil. La madre, muñeca porteña, sólo
esperaba eso para irse lejos y sola. Más por comodidad que por cariño dejó en la escuela su
producto. Mucho mejor para la criatura. Seis
meses después la linda muchachita de las tetas
de limón, querida entre las queridas del burdel
de tablas y botellas de ron, por culpa de un alacrán irritable moría en el camastro, siete veces
usado aquella noche, de un aislado campo cacaotero.
La niña pues, se quedó. Curiosa maternidad
la de Concha. Secaslas manos y secoslos pechos.
Escondida en la casa fresca se metía la botella
de mamar entre los senosy se hada la ilusión de
que al fin amamantaba. Sin saber cómo arrullar,
tarareaba tonadas de su padre marinero. Tonadillas que guardaba con recelo y que viendo el
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mar las recordaba. Con voz quedita canturreaba,
buscando perlas y caracoles le vi los ojos a una
mujer eran tan grandes corno faroles corno faroles. . . y recordando la melodía recordó la seguridad que su padre le daba y Concha con la
niña pensaba en él y la niña tomó de Concha
el carácter del marinero risa de sal y desde entonces se sintió barquito y la permanencia no le
gustaba. A cada instante cambiaba de sitio. Lo
que en otros niños era energúmeno infantil en
Donata era conciencia de no estar amurallada.
Necesidad de amplio espacio y mucho aire para
sus ojos. Sin ser bonita, la pequeña tenía grandes los ojos y muchos y negros cabellos. Poseía
la cadencia suave de las pequeñas olas caracoladas. Sabía abrazar en redondo y por completo,
corno si su ser fuera suficiente para contenerlo
todo, como si su ser fuera de mar. Era natural,
porque viendo los ojos de Concha veía el mar,
siguiendo su vista lo encontraba, oyéndola lo
oía, sintiéndola lo sentía. Así la niña se volvió
de mar y fue corno él, indomable y hechicero,
placentero y traidor. También como el mar,
cuando Donata creció no quería a las mujeres,
mas se llenaba de placer dando confianza a los
hombres para después hundirlos, tragarlos.
Concha intuyó esto desde que Donata era
pequeña. Lo confirmó un atardecer lejano al
darse cuenta del poder brujo con que la niña
piel de playa disponía de los mocitos de su edad.
Donata quería una fortaleza grande sobre la cual
sentarse. La vieja Concha sesentona, vestido de
verde mango floreado de roca y sol, sentada sobre
la arena veía el agua, veía el mar. La niña dale
que dale con un cuenco y todo el ardor, amontonaba en una lomita los cimientos de su poder.
Era muy poco lo que avanzaba, ella quería un
cerro grande donde sentarse. Vio a unos niños
cerca muy cerca; con la mano, la piel y una sonrisa, de los chicos pidió su ayuda. Cuadrilla de
esclavos niños apasionados. No era explicable,
simplemente sucedía. Concha vio cómo la loma
creció y vio también cómo Donata, hinchada de
satisfacción,extendió sus pequeñas piernas sobre
el bastión.
Aquella tarde ambas descubrieron cosas.Para
Concha, Donata estaba preñada de señales y significados, esa tarde se dio cuenta que signos y
promesas ella los había puesto y que no tenían
por qué cumplirse. Pero estaba en un error. La
niña sí llegaría a ser la Donata-lancha de su padre marinero, la que le daría el sustento y la
llevaría al fondo obscuro de la muerte fría. Antes pasarían muchos años, muchas cosas. Concha
alcanzaría a ver hilos blancos en la noche selvática de la cabellera de su hijastra. Seguiría junto
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con ella, desde la mecedora grande de las noches
de desvelo, los cientos de orgasmos que Donata
vivió. Sentiría el navajazo helado de su cariño
sin resohancia. Y nunca pudo hacer nada porque el esguince fue permanente. No se daba
cuenta que repetía moldes de la odiada y muerta
esposa de su padre. Concha era pueblo, tradición y cementerio. Arquetípica conducta de generaciones de gentes inamovibles en su tierra, en
su casa, en los sentimientos y costumbres. Amaba
el mar porque le recordaba al padre, pero como
auténtica mujer de mesa, silla y mecedora, nunca
había navegado más allá de donde se ve la tierra.
Era fija, patrimonial, aún usaba la misma cara"
cola con que de niña se bañó, presumía de tener
el mismo cuchillo que usó su padre y hasta el
peine de marfil era el mismo que peinó a su
abuela. Por eso no pudo hacer nada. No tenía
vocabulario para entenderse con su hijastra. Donata hablaba una lengua en eterno cambio. Danzarina en ilusiones, no tenía ambición alguna. Lo
único fijo en ella era su pasión por hombres siempre diferentes. Ese ser en movimiento lo llevaba
en el arco lindo de su pie, en la gota de oro temblorosa prendida del oído, en la cintura· fina y en
el cañón profundo que dividía sus nalgas donde el aire de la playa formaba remolinos. Era
abierta, mutante y misteriosa como puerto vía-
jero y comerciante. No pensaba en el ·mañana,
simplemente recorría con su cuerpo el mar de la
pasión. Anclaba por momentos en el hombre que
elegía para descargar sus inagotables bodegas de
sensualidad,los profundos toneles retacadosde caricias. Porque era el deseo de Donata, frondoso
y sin inhibiciones. Brotaba desde muy hondo y
como fumarola se desprendía. Le salía por entre
los cabellos negros y abundantes. Se hacía nido
y nudo en el eje abanico de sus brazos peritos
en dar la caricia que amarra la voluntad. Por el
deseo sus caderas eran como las olas, fuertes
al golpe y suaves al tacto. Poseer aquella hembra
-decían los marinos- 'era como ser tragado por
la arena movediza.Porque su profunda succión le
venía desde el alma. Deseosasiempre de abarcarlo todo, hacía que sus adentros se reacomodaran,
tomaran la igual forma del hombre que por minutos contenían. Abrazando a lo largo y a lo ancho estrechaba el cerco en el centro de su universo. Entre la mata de pelo y sus redondos talones
el desafortunado compañero se volvía río desaforado, tormentosa corriente electrizada de pasión
cavando y cabalgandoen un surco-valle-olaa cada
instante más envolvente, más insatisfecho.Mujer
de agua salada, artesana del placer intolerable,
infinitamente prolongado y por lo tanto doloroso. Como el mar, jalaba mientras el náufrago
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perdido en su naturaleza tuviera fuerza. Para salvarse había que aparentar la muerte. Bajar las
velas. Deponer las armas. Sólo así el marino amante podía volver a respirar. Fingirse ahogado para
que el océano maldito lo aviente de su ser, lo
arroje de su adentro y lo vuelva a la superficie.
Después, por días, reponerse de un cansancio medular. Embotados los sentidos. Con la estrella anclada. Y poco a poco sentir la gana de dominar y
volver a la empresa y de nuevo volver a simular
la muerte. Así hasta que queden fuerzas para aparentar el ahogo, única salvación. Hasta el instante en que ni fingir se puede y entonces sí es cadáver lo que regresa. La antes desquíciante y desgarradora excitación, deseo, ira en .paroxismo de
placer, ahora es caricia maternal que acuna a lo
sin vida y lo lleva a la playa del puerto último.
Hotelucho sórdido. Cuarto de atrás de fonda engañosa. Arena raspante en noche de luna.
Donata no tenía un lugar fijo para dar su
amor. Ni tampoco un tiempo determinado. Siempre dispuesta, la única limitación era su propio
gusto. Jamás lo hizo sin querer o por obligación.
Pese a que los hombres le daban todo por una
de sus caricias y aún por nada, ni eso la conmovía. Fuera de todo precio resultaba más cara que
un cargamento de especias. En la casa de Concha
se acumulaban los presentes enviados por mari22
nos desconocidos. Los niños del muelle con algo
en las manos, casi a diario subían la loma hasta
la casa verdeazulosa. Llevaban desde peces recién
atrapados, hasta caracolas iridiscentes de asombroso colorido traídas de más allá de no sé dónde.
Cajas y cajitas de maderas claras y pulidas. Piezas de telas finas· se amontonaban en el ropero.
Decenas de pulserillas de plata y cobre, de hierro
y bronce. Muchas monedas raras que Concha
aventaba a un jarro gordo. Donata no se inmutaba. Bien podían traerle una barca con velas de
oro, si el hombre que la traía no le gustaba, nada
valía.
La fama de Donata fue creciendo. Las demás
mujeres ya no competían. La que había comenzado como puta clandestina se estaba volviendo
un mito. Ella elegía sus machos. Su presencia en
los burdeles detenía la música. Entraba en ellos
como barca grande, limpia y con olor de brisa
fresca. Siempre vestida con la flor del algodón,
faldas anchas y escote largo. Cabeza hermosa reventada en mil cabellos acariciables. Pies de sandalia donde la fina pierna se volvía muslo apetitoso y duro. Donata era su cuerpo y el palpitar
sudoroso de los marinos ansiosos y vehementes:
Su sola mirada a la cintura viril encendía a los
machos y los dejaba lujuriosos, jadeantes, con su
enhiesta lanza rompiendo las bragas. Reía, y el
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arco perfecto de su dentadura paralizaba la carne de hombre deseosa de restregar en aquella
cueva el hombro, el cuello y el vientre firme y
peludo. Antojo de llevar tatuada esa boca justo
encima de la ingle. Que sus brazos morenos estuvieran pegados al costado del garrido piernas
de acero. La desesperación por tenerla provocaba masacres de represión pestilente. Estando ella
nada importaba, ninguna brillaba. Su magia, su
carne, su olor y su risa enloquecían. Ningún hombre había resistido jamás el poder animal que destilaba, hasta el día aciago en que llegó el eunuco
de su impaciencia.
Parido por cándido vientre, fruto de mala leche, con la simiente podrida, envenenado el aliento, hijo de la puta y de las mil putas. . .. entre
borracheras y ahogada de alcohol Donata gritaba.
Porque aunque se resistió, la risa del macho estéril se le había metido entre sus tetas prietas,
pero al muy imbécil le gustaban los muslos de
hombre y contra eso nada podía. Ni todo su encanto, ni todo su cuerpo, ni toda su peste de mujer deseosa. Donata estaba perdida. El muelle, el
puerto y los siete burdeles callaron broncos por
la. desgracia. El marino guapo de allende el mar
llegó con luna de mal presagio. Redondas nalgas, fuertes las piernas, ancha la espalda, tiernas
las manos, sentó sus reales en una mesa y entre
cigarros y tres cervezasle dio la espalda cuando
llegó. Esa noche no hubo música, ni canto en la
playa, ni enfermo de amor. Donata no vio a nadie. Detrás del mozo y sobre su nuca, los ojos
negros de la porteña flameaban llenos·de amor
carnal. El joven tibio cintura estrecha pensaba
mientras en su ilusión. Para ella fue empantanarse, sumirse en una necesidad más allá de ponderación. No podía ser, no debía ser. Pero fue.
El marino de largas pestañas se fue a los tres
días sin haber tocado a Donata, Sólo una vez la
vio, pero para siempre y hasta el final de sus días,
la morena palmas de nácar llevaría dentro la daga
del recuerdo de aquel hombre fino entre los finos, bello para su angustia y estéril, seco, maldito, enfermo, loco y todo, todo lo que en el mundo
hubiera para calificar,marcar, distinguir al único
hombre que pudo haber amado...
Donata ya no fue igual, llevaba dentro una
pasión malsana sin liquidar que le emponzoñaba
el alma. A vuelta de meses todos habían olvidado el incidente, menos ella. Tatuado muy adentro lo llevaba y con su ansia loca por borrarlo,
el amor carnal lo hacía más y mejor que nunca.
Entonces sí su placer no tuvo límites. Estar
con ella era recorrer los cielos en vertiginosovuelo, sumirse hasta donde nace la carcajada y el
grito y llegar hasta más allá, a donde deja para
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siempre de fluir el llanto, donde el ojo pierde
brillo y se detiene el corazón. Donata mata a los
hombres, empezó a murmurarse, pero la seguían
probando, al fin puerto de marinos descreídos
enfantochadosen su virilidad. Fue entonces cuando murió la Concha y Donata se la llevó al mar
profundo.
Pasó el tiempo, pasaron los años. En la vieja
mecedora de la casa verdeazulosa, Donata cincuentona veía al puerto con sus barcas y marinos,
tantos que llegan y todos se van. Estaba sola.
Quiso ser madre. Ya era tarde. De tanto usarse,
la maternidad se le había atrofiado. Hacía tantas
lunas que ya ni recordaba cuándo. Cada día jalaba más la caja grande donde guardaba las cosas
simples de Concha la muerta. Una noche de su
fortuna alguien le trajo una niña prieta. Chiquilla limpia recién nacida, hija de señorita buena
del pueblo viejo. Le dijeron que lloraba junto
al mar. La llamó Concha. Así. Simple. Como el
nido del molusco...
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LA VISITA
El caserío, escondido en un rincón aislado del
inmenso desierto, poco a poco se fue despoblando.
Primero se fueron los hombres, los de piernas
duras y brazos fuertes. Hada tantísimos años salieron alborotados porque iban a pelear por la
tierra. Bonita la cosa,si aquí la tierra nadie la pelea, quién quería: lomas secas y pelonas, ensalitradas llanuras quemadas por un sol más fuerte
que dolor de muelas. Los pocos que regresaban,
se iban de nuevo a la semana con bártulos, mujeres e hijos. Fue la época de la hambruna. Sin
espaldas que cargaran la piedra cal y los cristales
de alumbre, las carretas que venían lastradas de
alimentos desde más allá de la laguna seca y regresaban atoradas de piedras por el mismo camino, dejaron de hacer su viaje. Por aquellos días
fue tanta la necesidad, que los ancianos tuvieron que recordar costumbres indias, tan viejas y
olvidadas que casi las inventaron. Aprendieron
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verturas de quiote y albarda para proteger las
plantas del sol endemoniado.
Ahí nació, no sabía dónde ni cuándo, pero ahí
nació. Lo más que recordaba es que fue la séptima de los hermanos y la segunda de las mujeres
que a su madre se le logró. Creció fregándose el
lomo rompiendo el maíz en el metate. Tenía los
hombros duros, como de hombre, se le habían
hecho de cargar las tinajas con agua, lo mismo
los chamorros y el pie talludo. Era fuerte como
caballo, podía caminar horas y horas envuelta la
cabeza y cubierta la boca. De las más valientes,
si fuera necesario iba sola hasta la 'última loma,
tan lejana que no se veía, pero ahí estaba. Desde
niña se acostumbró a la muerte y al silencio, había visto secarse muchas vidas, de niños más que
de otras. A veces,en el mediodía ardiente, enceguecida por el sol se preguntaba qué habría más
allá del espejo maldito de los arenales. También
a vecescuestionaba a los carretoneros. Siempre le
decían lo mismo, más allá de los arenales siguen
mantos de gobernadora y después más arenales.
Ellos sólo conocían hasta la estación del tren,
pero sabían, Por pláticas, que a muchas horas de
camino y de sed, había un lugar donde todo era
verde y llovía todos los días. Le costaba creerlo.
Un hombre de aquellos le regaló una botella de
vidrio verde, el más maravilloso regalo de su infancia. La guardaba envuelta en un trapo limpio
y todos los días, con ella a los ojos, se paraba frente a la secazón reverberante para verla toda de
verde.
Pronto creció, siempre esperando la lluvia,
siempre jalando muy duro. A los doce años ya
sabía cómo criar a un niño y qué hacer para no
ser carga en la familia. !A los catorce se dio cuenta que él existía y a los quince se amancebó. Su
hombre era tonto, más tonto que una gallina asoleada, pero lo quería, y lo quería bien.
Una mañana de ventolera, poco después del
nacimiento de su hijo, recién llegados los carretones empezó el alborotamiento. Los hombres de
allende la secazón traían noticias de guerra, cuchillo, grito y caballo. Que había pelea grande,
que se estaban juntando los hombres y había pasaje libre en el tren, que el pleito era bueno, había comida y paga seguido, sin contar con el pillaje y las albricias, Porque la verdad sea dicha,
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entonces a comer las gruesas raíces de arbustos
que al aire no llegaban a la rodilla, tendieron
trampas para serpientes y ratones de covacha, y
un día que los trashijados niños tenían la mirada
más triste que nunca, las mujeres se juntaron y
mataron una mula rejega que andaba suelta por
la cañada. A partir de entonces las más precavidas sembraron calabaza ·y frijoles, haciendo co-
día los que quedaban. En dos noches el poblado
quedó sin maridos y sin hermanos. Habían dicho que pronto volvían, antes que se te acabe el
costal de maíz, pero no lo cumplieron. Pasaron
las semanas y empezó la angustia. El hambre andaba suelta rondando por el lomerío, la muy traidora se metía por las noches entre las casuchas
haciendo que los niños pidieran más y jugaran
menos, y hasta en la mirada inquieta de los ancianos y en la cara marchita y atormentada de las
mujeres se dibujaba. Resecofantasma torcido raíz
de mezquite vete muy lejos. Pero el hambre se
reía y rumbera bailaba todo el día su danza de
muerte. La única esperanza eran los carretones,
que vinieran por el alumbre, que les trajeran alimentos. Las manos válidas se fueron a juntar la
níedra mientras los ojos en vano oteaban el horizonte. Continuaron juntando los cristalesrelumbrosos y la piedra blanca hasta que encontraron
a la vieja hambrienta, acunada y cantando en el
fondo vacío del cesto de frijoles; entonces cambiaron las peñas salitrosaspor los mantos de yerbajos y gobernadora. Vehementes, con un machete y la soledad que les aplanaba el vientre, empezaron a rasguñar todo lo que fuera comible.
Probaron de cuanto había, los ancianos primero.
Las ratas, nudos de cordelesy secazón, los sustentaron por meses,mientras, raquíticamente, se volvían agricultores.
Casi un año después llegó uno de los arrastrados por la revolución, venía estragado, enflaquecido y sin nada bueno. Contó que aquello no
había sido lo que esperaban, que los habían subido a un tren y por días viajaron, que una. tarde y sin aviso, muchos hombres de a caballo detuvieron la máquina, que todo fue confusión,que
los que pudieron saltaron del tren y se metieron
corriendo por entre los magueyes y nopales, ésos
se salvaron de las balas, pero quién sabe si del
desierto. Muchos nos quedamos calladitos dentro
de los carrotes, grandes como tres jacales juntos,
fue lo mejor, porque los de a caballo nos preguntaron que si oponíamos resistencia, que con qué
general nos movíamos, que por quién peleábamos, y la verdad es que no sabíamosnada, queremos tortillas y frijoles y si se puede algún ahorrito pa' la vieja y los muchachos.Nos pusieron con
las patas abiertas entre los rieles y ahí nos .tuvie-
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el que gana la cabra es dueño del cabrito. Con
las promesas a los caleros se les iluminó mansamente la mirada, -pa' comprarte una tele bonita, para eso quiero ir, terca y dura como piedra
bola la mujer miraba el suelo- después en el
aire se juntaron, unos a otros se apoyaron y al
día siguiente junto con los carretones partieron
los primeros, al atardecer los segundos y al tercer
drugada llegamos donde estaban las mujeres y
comida caliente...
Toda la noche se pasó contando mientras las
mujeres y viejos del poblacho de cal y alumbre
se lo bebían con los ojos, ansiosos de más noticias. Por acuerdo ninguno interrumpió, mejor no
preguntar, a lo mejor el muy endino se equivoca
y de un manotazo apaga la linternita esperanzada. Pero el ansia se sorbió los mocos y una viejita escupió muy fuerte y mis tres caballos broncos dónde están. Entonces sí se soltó la tolvanera
de preguntas tupidas como tormenta de polvo, al
tiempo que la tristeza y el llanto les iba empantanando las orejas de zumbidos. Ella no preguntó, pero de referencia se lo dijeron. Ya lo imaginaba, era tan tonto. Como sombra de pajarote
se levantó, con el hijo flaco y dormido entre los
brazos se sentó a la puerta de su jacal y sobó los
talones, resecosy sonoros cuando su mano los tallaba.
Los carretones ya nunca volvieron y muy pocos de sus hombres lo hicieron. Llegaban contando muchas cosas que a ella, desde que supo
lo de su hombre, le sonaban a lo mismo. Trabajaba desde antes que saliera al sol, le hizo el agujero más hondo a la noria, su hijo, chiquito, desde arriba, con un mecate trenzado por ellos, sacaba arenisca remojada en una cubeta cascarón
de tortuga. Una vez, buscando un panal de moscos, encontró una coneja con su camada. En lugar de matarlos los crió. De puro milagro se lcr
graron. Después fue más fácil, con la caca de perros y conejos fertilizó la parcelita cultivable, la
rodeo de arbustos espinososy resistentespara protegerla del viento arrastradamente caliente. Ahí
sembró maíz, calabazay frijol, y con yerba y nopal sancochadoalimentó a los conejos. A vuelta
de años tenía suficiente para regalar o cambiar.
Ella quería una gallina, pero el único que las
poseía no quería cambiar ninguna y hasta las tenía dentro del jacal para mejor cuidarlas. Al fin,
después de mucho insistir, el viejito le cambió
un pollito y una pollita por cuatro conejos, dos
calabazasy un cesto mediano de frijoles limpios.
Le habían. costado tan caros que durante meses
descuido la parcela con tal de vigilarlos,mandaba
a su hijo a los mantos de gobernadora a buscar
gusanos blancos y mariposas grises, y hasta que
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ron mucho rato, hasta que llegó uno más importante en un caballote. Desde que lo vimos de al
tirito se nos figuró que era el mero jefe, se nos
quedó viendo y de repente le aventó su carabina
a uno y el zonzo la agarró por el fierro y el hombrón se soltó riendo y nos gritó que éramos unos
anacuas y que ya podíamos cerrar las patas. Ya
casi de noche nos subieron al tren y por Ia ma-
I!
no vio los pollos grandes y vigorosos,les dejó de
hervir el agua que tomaban.
Mientras vivía sumerja en el trabajo constante, el poblado fue quedándose solo. Al principio
no le importaba ni ponía atención. Que vino y
mañana se va con\su mujer y los chamacos,que
la abuela no quiere irse porque a lo mejor se
muere en el camino, que junto se van a ir las
hermanas que viven solas. Qué nos importan a
nosotros los demás, no tenemos a nadie en ningún lado, mientras estemos fuertes hijo, no faltará comida. Pero se dio cuenta que su hijo tenía
una lucecita en la mirada y su misma curiosidad
valiente cuando de niña miraba los carretoneros,
o cuando aplastaba con una piedra grande la cabeza de una víbora. Tenía miedo, mucho miedo
y no tenía religión porque nunca se la enseñaron. Su hijo era silente como el padre, pero no
era tonto, no, no era nada tonto. Cómo iba a
serlo si a fuerza de puro pensar ideó los canalitos para regar la tierra y gracias a él tenían moscos propios que les daban miel todo el año. Por
eso tenía miedo, miedo a que también se alborotara y se fuera, era lo único que tenía, pero no
voy a detenerlo, si acaso quiere que vuele lejos,
aunque me seque trabajando sola, qué tanto habrá detrás de la última loma seca.
Una noche que estaban ella y su hijo senta36
dos en el patio jugando a los escondites imaginarios, oyeron fuertes gritos de mujeres, como de
llanto, como de risa. Lo primero que pensaron
fue que alguno de los viejos había fallecido, sin
mucha prisa buscaron con los oídos la dirección.
Gran sorpresa, a la luz del sebo de candelilla,
dos pantalones y dos camisas tan bellas y coloridas como jamás las hubieran imaginado. Alrededor de estas ropas a todas luces desconocidas,el
pueblo entero revoloteaba, eran tan pocos, que
juntos todos cabían en un jacal. Rápido reconoció a los visitantes. Uno era su hermano, nunca
tuvieron noticias de él y como nada supieron, lo
dieron por muerto. Resulta que los dos que llegaron, antes que terminara la pelea, se fueron
muy lejos, decían que para el norte, allá trabajaron con una señora muy blanca con los ojos
como tu botella verde. Por los cuerpos les fue
muy bien, estaban gruesos y cachetones,no como
los que regresaron de la lucha. Tanto le gustó la
camisa que te la doy para el muchacho y para tí
estos lentes, para que sigas viendo lo amarillo,
verde. Traían dos bolsasgrandes con mucha ropa,
a todos les dieron algo. Esa noche pues no durmieron, tanto contaron que ella sintió mareos y
mejor se fue, mató un conejo, con yerbas de perfume antiguo lo sazonó,y hervido con agua y sal
lo puso en su mejor plato, uno despostillado y
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·~
•
opaco. Lo presentó a los recién ·llegadoscomo lo
mejor de ella y todo el poblajo de tierra ensalitrada.
Los visitantes estuvieron dos semanas. Si supiera cosasdel mundo les hubiera dado el calificativo que en vano buscaba y rebuscaba en su
minúscula colección de adjetivos. Parecían evangelistas,pregonaban de cosasbuenas de tierra lejana y echaban pestes y vociferacionesdel punto
maldito en que nacieron. Lo que tanto temía la
mujer llegó y llegó como una hoguera sorda que
llenaba los ojos de su hijo ahora diferente. Muchas veces,aquellos días, lo pescó mirándola con
temor quemante, y aunque sabía lo que .pensaba,
lo que él quería, sacaba distracción para no encontrarlo. Una tarde -todo en orden, lo p<>rhacer hecho- en lugar de quedarse como tantas
veces en lo fresco de su jacal, se inventó que había que ponerle una hilera más a la cerca de piedra, preferible esto a que él me lo diga. Pero el
muchacho estaba decidido, esperó una hora viendo a su madre recortada como visión temblorosa,
nadando entre las bocanadasde luz ardiente que
venían del desierto, fue la hora más terrible de
su desazón y angustia. Ella lo sabía,.sentía una
piedra inmensa suspendida en la .boca del estómago, no quería mirar a su jacal, no quería pensar ya más. Como mula enterquecida y azonzada,
cargaba de más pedruscos resquebrajados en· el
cesto hechizo que colgaba del hombro.
En un momento en que llegó a la barda, de
espaldas siempre a su jacal, sintió los brazos del
hijo que la apretaban fuerte y su llanto limpio
sobre la nuca, entonces ya no pudo más y se reveló violenta contra el sentimiento que guardaba, sentimiento de perra podrida, engusanada y
egoísta. Sus entrañas se abrieron de nuevo para
vaciar los puños de bondad que traían dentro, y
en medio del sol desquiciante que era el pacto
estúpido de su tierra desolada y estragada,le dio
su comprensión de mujer pródiga.
Una vez más vio cómo los hombres marchaban rumbo a las vías del tren. Ella le dio un saquito lleno de piedras bonitas del desierto, y no
le habló, porque la.sangre entera se le cuajó en la
boca.
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Asombradoy tímido se subió al tren. Ademásde
lo que traía puesto, todo regalo del tío al, que
acompañaba, sólo cargaba un lienzo doblado en
forma de botija, dentro: maíz hervido, secoy molido, galletas de frijol con miel, trozos gruesos
de sal mineral, pedacitosde biznaga para el dolor
y el saquito de piedras bonitas. Como desconocía el movimiento ajeno a sus piernas, dos días
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vivió un infierno de mareos sin final. Le aconsejaron que mirara lejos, lo más lejos que pudiera, pero sus ojos, acostumbrados a mirar bajo
-sólo así el viento y el sol no los ardían- tercos
volvían al vértigo de nopaleras y pedruscos que
pasaban veloces y le torcían las órbitas y le volvían el estómago. Por fin, el desvencijado movimiento de tablas y fierros formó parte de su carne y el estómago se acostumbró a recibir los alimentos en el temblor constante. Una madrugada
sintió que el armatoste rechinaba, poquito atrás
poquito adelante, de nuevo atrás de nuevo adelante, asustado porque aquello se detenía despertó al tío. Habían llegado.
Cuántas casas,cuánta gente, cuántas cosasque
en su mente no tenían nombre. De asombro en
asombro ni se percató que no era el final. Cruzaron a pie un puente largo de piedra, madera y
fierro, entonces sí fue el acabose. Hacía un rato
veía cosasque no conocía ni les sabía el nombre,
pero cuando menos entendía algo de lo que las
gentes decían, ahora ni eso. Los hombres hablaban como imitando el chocar de cuchillos o de
platos. Al temblor de llevar el tren adentro se
unió un temblor de miedo y la serpiente de sus
intestinos revolviéndose inquieta y un nido de
moscoszumbándole del estómagoa la cabeza.J unto a otros parecidos a ellos pasaron a un corralón
grande lleno de bancas y de hombres igualmente
parecidos.
Ahí estuvieron hasta que vinieron los de la
contrata, la aplicación decía el tío; no digas mentiras, si te preguntan qué sabes hacer les enseñas
las manos, te van a encuerar y después te van a
mojar con un aire apestoso,cuando lo hagan, aunque te sientas ardido alégrate, porque sólo a los
humeados los dejan pasar; te van a revisar por
detrás y también el pedacito de carne, la cabeza,
los sobacosy la boca, no tengas miedo, es como si
compraran caballos, hay que revisarlos porque si
no la venta es engañosa; a lo mejor te quitan el
morralito, dame lo que quieras que te cuide, como
yo estoy enlistado nomásme echan el humo y ya;
no abras la boca ni los ojos porque ese aire es veneno, yo te espero a la salida. Los tuvieron veinticuatro horas en un edificio blanco, a él le lloraba de ardores la piel, igual que si se hubiera revolcado en la cal de su pueblo, nomás mójate la
cara y las manos, no te rasques porque te salen
grietas calenturientas. Les dieron carne con papas
y vasos de leche, ni la conocía. No durmió. Además de la picazón, a media noche la compuerta
de sus víscerasestalló en chorros pestilentes, tuvo
mareos y calenturas. Estoico, como su madre, no
se quejó, al tío lo despertaron diciéndole que el
chamaco estaba en el excusado con la cabeza en-
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tre las patas. Lo llevó a la enfermería, le dieron
un líquido blanco igual que la leche. pero con
sabor a polvareda. Como quiera no durmió. A
mediodía de nuevo les dieron carne con papas y
un bebedizo de hierbas que sí le gustó. En la tarde los formaron y les repartieron trozos de jabón, nunca había visto tantos chorros de agua;
mójate bien y enjabónate tres veces.Aún cuando
así lo hizo, una semana después la piel le seguía
ardiendo.
El camión grande que los levó a la finca ..,..a
dos días de camino desde la frontera- era usado
comúnmente para transportar marranos. La tra.•
bazón de madera que formaba la jaula tenía olor
de peste constipada, a él le tocó quedar enmedio
del amasijo humano, elástico fue hasta un extremo, junto a una rendija por ahí vio la maravilla
de un verdor constante. Sus ojos obscurosaprendieron cosasmientras las manos, ansiosas,esperaban el momento para hundirse, sedientas, en la
tierra jugosa. Llegando al rancho estuvo dos mesescosechandopapas, le pagaban por canasto; después un mes en la empacadora. De entre cientos
de papas separaba las prietas de las blancas; le
pagaban por día. Cuando terminó el trabajo, otro
camión los llevó nunca supo a dónde. Ahí subía
ligero en una escaleray en cada rama de los arbolitos de durazno, dejaba tres o cinco, depende,
los demás los cortaba; le pagaban por árbol. De
nuevo acabose el trabajo y en un camión, ahora
sentados,los llevaron a una tierra fresca y perfumada llena hasta el infinito de nogales.Los hombres fuertes con una vara larga los apaleaban, él
recogía las nueces en cestos,por la tarde y hasta
la noche las limpiaba, le pagaban doble; por cesto recogido y por caja limpia. Su tío le regaló un
cinturón panza de víbora, lo traía pegado a su
piel, dentro guardaba el dinero. Aprendió a contar y supo que diez papeles con un mono equivalían a uno con otro mono y q~e diez de los del
mono pelón a uno del mono con lentes. Él prefería los últimos, no hacían tanto bulto y en el
cinto cabían más. En la finca nogalera pasaron
todo el invierno. Por días y días barrieron hojas,
las metían en un molino y después extendían el
desmenuzaderoen un campo amplio, cercado en
forma de pileta; capa de hojas y capa de tierra,
capa de hojas y capa.de tierra, así interminablemente, para desesperación de todos menos para
él, porque le.gustaba trabajar. Cuando estaban en
pleno frío algo pasó, no entendía absolutamente
nada, pero decían que el dinero no vale o que
sí vale. Ajeno a la desbandada general seguía
madrugando y con el rastrillo en las manos recorría el campo de nogales. El tío le dijo un día
que iba a la ciudad, vente conmigo, él tomó la
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ñó, entonces se dio cuenta que el miar no era tirarla sino tomarla. Al final del mingitorio su tió
tocó dos veces, una madera corrió y salieron dos
vasitos llenos de líquido amarillento, era aguardiente; ten para que vayasaprendiendo, los meros
de arriba no quieren que la gente tome, pusieron
ley seca, pero si para todo hay modo, conti'más
pa' la tomada. Le hubiera gustado no hacerlo, no
por nada, nomás porque aquello raspaba, pero el
tío insistía y no en balde era su tío. Cuatro veces
recorrió en conciencia el camino al excusado,después no me acuerdo nada, señor. Los hombres
que hablaban como chocar de cuchillos le hacían
preguntas, a ratitos entendía, pero de verdad no
me acuerdo nada, señor. Eran gentes del orden,
uno que hacía el aseo se lo dijo, también le dijo
que habían encerrado a todos los que pescaron,
porque muchos corrieron. Quiso saber del tío pero
nadie le entendió. Cuando le preguntaron qué
traía en el cinto, él les enseñó las manos; y los
hombres leyeron en su mirada la honradez y trataron de explicarle que nada malo le pasaría. Lo
mandaron a una escuela-taller para corregir descarriados. El trabajo de nuevo se impuso y en
un año aprendió el oficio de la madera rústica y
la forma de hablar un poco con la lengua arrugada. No perdía la esperanza de ver llegar al tío.
Un día le dijeron que ya era útil y le empezaron
a buscar trabajo. Lo contrataron por carta, un
hombre que vivía muy lejos y que envió el dinero para el pasaje. Dejó un recado para el hermano de su madre. Jamás nadie lo reclamó.
Era un aserradero, minúsculo, comparado al
enorme boscaje que lo rodeaba. Nada más llegó y
sin que nadie se lo pidiera, en lugar de esperar
sentado como tantos otros, recogió las virutas y
cortezasdesperdigadasen el claro que había frente al taller, después acomodó unos toneles que estaban al fondo, mientras lo hacía, parece que eres
bueno, muchacho; nos vamos a entender. Comprendió poco, pero por el tono y la sonrisa supo
que era bienvenido. Al mes había desplazadoen
la confianza del patrón a tres paisanos. Al año
era el mayordomo de los que hablaban su lengua.
El patrón lo llevó al banco, le explicó -lo mejor
que pudo que ahí le pagaban por tener su dinero, él entendió y frente a los ojos del descreído
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petición por orden. Caminaron hasta llegar a una
carretera amplia, siguieron caminando por la orilla, un desconocido compatriota viose en ellos y
los subió a su tartana y no paró de hablar hasta
que los dejó. El tío lo llevó a una casa llena de
mujeres y hombres que fumaban y bailaban. Después de un rato, voy a hechar una miada, ahí espérame. El tío siguió miando cada media hora
hasta que yo también tengo ganas y lo acompa-
gerente desgarró su cinto retacado de cuatro años
de trabajo, bonita cantidad muchacho. El nombre
de su madre se estampó como beneficiaria, viviente en un pueblo de cal, alumbre y silencio,
más allá del río gordo, en una arruga del desierto
yunque de sol, donde hablaban su lengua y ella
lo esperaba.
Pasaron tres otoños más mientras su cuenta
bancaria. seguía creciendo. Un mediodía soleado,
los hombres blancos quejábanse del calor, el dueño rubio del aserradero comía elote desgranado,
pasta de papas y carne frita; patrón, patrón, se
rodaron los troncos en el depósito. Alarma y grito y sonar de triángulo metálico. No pudieron
hacer nada. El mayordomo de más allá del río
gordo, el que era trabajo, confianza y tranquilidad, .chorreaba despanzurrado su limpia sangre
entre los troncos que olían a bueno y a poderoso.
Doce veces multiplicó el patrón la cantidad
que el chico muerto tenía en el banco. Su nombre y el de su madre fueron inscritos en las tupidas listas que colgaban en las oficinas de las
fronteras, al sur. Muchos años ahí estuvieron.
Era un hecho que los tales listados nadie los leía.
Mediado el siglo el banco cercano al aserradero fue absorbido por una poderosa cadena
bancaria. Los auditores que llegaron encontraron el ·depósito de hacía veinte años triplicado.
La beneficiaria no había hecho el reclamo, los
intereses pagados a la cantidad original a su vez
ganaban intereses. Así año tras año. Si la suma
fue en un principio respetable, ahora era un
considerable capital. Consultaron al viejo maderero, les contó de las pesquisas hechas los primeros años, todas sin resultados, autorizó a pagar
con los intereses acumulados una investigación
formal para dar con la única dueña del capital.
La cadena bancaria contrató los servicios de
una oficina de investigación especializadaen localización de bienes y personas. El investigador
que llegó al aserradero encontró muy pocos datos, básicamente se concretaban a las líneas escritas hacía veinticuatro años en el contrato de
beneficio; fulana de tal de un pueblo calero
más allá del río gordo. No había otro camino
que estar lo más próximo posible al desierto
mencionado, ya desde ahí, en alguna forma, concretizar la pesquisa.
Fue contratado por el extranjero para recorrer los pueblos del desierto, no importa el tiempo que te lleves, para buscar a una mujer que
quizás ya estaba muerta. Para mí es lo de menos
que viva o no, lo que necesito es un testimonio,
me pagan lo mismo, cómo quisiera encontrarla,
ya ·estoyde polvo hasta el hígado, sólo me falta
cagar espumarajos y serpientes.
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No debía ser, pero era. El erial baldío de su
espera se le estaba volviendo hediondez, cochambre de amargura pegado en lo más profundo. Al
principio no fue así, no sabía ni cómo ni en qué
momento su hijo volvería, pero en las mañanas
sosegadas, cuando en el silencio de la resolana
sofocante sólo traía en el laberinto de su oreja
el zumbido de su propia vida, sentía en el fondo
del alma brisa de noche de luna y el calorcillo
extraño del que espera con esperanza. Fue después, quizá después que enterró al último, entonces las madrugadas empezaron a saberle a hiel
y las noches a desolación. El trabajo nunca le
faltó, como una maldición tenía que descoyuntarse el lomo rompiendo el campo yermo de su
labranza. Tuvo más tierras, todas las abandonadas, iguales de pobres y chamuscadascomo la de
ella. Cuando vino su hermano le dijo que quemara los yerbajos y lo más que pudiera de maleza sobre los surcos, porque la ceniza era buena
para el cultivo. Varias veces lo hizo hasta que se
dio cuenta que servía más para las calabazas,
desde entonces sólo en ellas lo usaba. También
tuvo más agua, pudo elegir el pozo más dulce.
Aparte de saborearlo tanteaba la delgadez del
líquido usándolo para hervir frijoles, entre más
pronto estuvieran suaves, más buena y mejor era
el agua. En la medida en que los vecinos se iban,
o se morían, fue convirtiéndose en guardiana de
sus bienes. Se hizo de más platos, más cazuelas
y más trapos. De los diferentes jacales abandonados fue tomando lo que estuviera mejor, trozos de fierro, troncos, pedazos de lámina, una
que otra tabla. Día con día durante años estuvo
cargando, arrastrando, girando empeños e ilusiones. A su jacal le agregó un amplio techo tejido
de albarda y fibra de maguey, ahí puso la conejera; al lado sur, la parte más fresca, construyó
el gallinero, lo techó. De los dos pollitos originales ahora tenía diez gallinas ponedoras y dos
gallos, cada tres semanas mataba un pollo y a
excepción del tiempo que las aves se llenaron
de gorupos, siempre tuvo huevos para comer.
Recién se fue su hijo su faena aumentó, terminaba el día agotada, extenuada de sol y viento,
la noche fue su refugio; tan afanada estaba que
nada más cerraba la obscuridad se dormía, sin
pensar en su espera, sin maltratarse el corazón
con suposiciones.
Sólo habían quedado los viejos, los de rostro
de arenisca y cabellos polvosos de cal. Seguros
todos que ahí morirían y que nada ni nadie los
sacaría del candente perol de cinabrio en que
vivían, empezaron, formando una sombría hermandad, a cavar sus propias tumbas. Consunción
de sol de tarde y sombras largas de vejetes cha-
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maban el entresuelo de la minúscula parcela en
la loma de la muerte. Entre raíces retorcidas y
matorrales cenicientos destapaban palmo a palmo el resumidero de sus esperanzas.Pinche tierra pinche que nunca les dio dulzura alguna.
Potra salvaje y endemoniada que la caricia
pagábala con escupitajos de cardos y espinas
lacerantes. Maldita de maldición entera, rotunda, como los mediodías de fuego tatemante que
los envolvía día con día. Ninguno conoció jamás
el regalo de una fruta fresca, ni la opulencia de
tener agua para sumergirse y envolverse entre
sus pálidas ondas. Ninguno pensó jamás que esas
cosas existieran.
Durante dos lustros los agujeros en la tierra
amarilla no se usaron, quedáronse así, abiertos
al calor. Después las muertes se sucedieron y en
un año enterraron a tres; de ahí en adelante, en
la oquedad obscura de los jacales del poblucho,
los ojos tristes de mirar inconmovible aguardaban la tétrica visita de tiempo atrás esperada.
Sólo ella se reveló al designio y destino visible
en los gestosde sus vecinos. Cavó su tumba porque todos lo hicieron, pero mientras sacaba pedruscos juró por ella misma y por sus años de
soledad que jamás la usaría. Porque tendría
fuerza para esperar a su hijo, aunque tuviera
que hacer barbaridades, no le importaba con tal
de llegar a verlo. De niña le dijeron que los
indios viejos alargaban su vida comiéndose,aún
caliente, el vientre fecundo de animales hembra,
pues hasta eso haré, cuando adivine el pajarote
cerca me como el vientre de mis conejas, aunque sienta que me abren en canal, aunque sienta
sus animalitos moviéndose en mi boca y llore
por dentro, he. de vivir para verlo venir; de por
allá por donde pasa el tren, vendrá cargado de
chamacosy me llevará con él; porque no quiero
morirme sola...
La energía estuvo en ella hasta muchísimo
después, cuando sólo quedaron dos y el otro la
espiaba para ver cuál ya no se levantaba. Afianzada en su convicción y espera, estaba segura
que tendría que arrastrar hasta el cerrito al vecino aquel de toda su vida. Así fue. Un anochecer extrañó la lucecita temblorosa que denunciaba la presencia del otro, se percató entonces
que toda la tarde había oído alboroto de gallinas
hambrientas, de pronto le faltó el aire, sintió el
cascabeleode la muerte fría y las piernas clavadas en el centro de su congoja. Lo encontró tieso, con un hilo de sanguasa saliéndole por la
boca y una lagartija grande chupándole los ojos.
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muscados, Terminadas las labores del sustento,
dos y tres se acompañaban, resueltos en su faena
abrían las mil capas calcáreas y duras que for-
Hizo una cama india y en la mañana lo arrastró
hasta la loma del olvido. Regresó pedregosa, con·
los dientes de arena y sus ilusiones casi incineradas.
El paso del tiempo se le hizo obsesión, lo medía por el desplume de las gallinas y la floración
de las nopaleras. Cada noche se sentaba en el
patio con un amasijo de trapos entre los brazos,
lo apretaba fuerte y hablaba en voz alta. El sueño era un visitante cada vez más incumplido,
aun cuando trabajara mucho, pasaba las noches
viendo las estrellas o imaginando a los hijos de
su hijo.
Desde que venía muy lejos lo vio, un puntito
apenas en la monotonía desértica. Estaba sacando agua, las sombras largas comenzaban a lamer
el suelo y el aire de horno de la palangana incandescente comenzaba también su diario deambular. Se le abrió el pecho de emoción y sintió
el canal de entre sus senos reventársele de palpitaciones. Con temblor de músculo conmovido
corrió para recibirlo, sin el trapo en la cabeza,
con risa de loca y sorda de agitación. Iba llorando, hirviéndole los ojos, pisando entre pedruscos
y sin sentir las mil espinas arañantes; viene mi
chamaco, viene mi chamaco; hormiguero asustado eran sus pelos y toda su piel y la insufrible
cerrazón de garganta y la pierna abriendo brecha
entre el matorral y las caderas sanjando las puntas largas, luminosas, del maguey.
Ojos suyos acostumbrados al mirar distante,
desde antes que el visitante atrofiado de sol pudiese tan siquiera ver algo distinto en el horizonte de sombras arrastrantes, ella lo precisó en
sus recuerdos y un calambre con sabor a fierro
la estampó, hierática, contra la lejanía cobalto de
por donde empieza la noche. Regresó lo andado
lenta, muy lentamente, sacó brasas del hogar y
encendió frente a su patio una pira grande de
ramazones de candelilla, para que el forastero
tuviera guía, para que su ciclo de sed por fin
descansara.
No me llamo así, ni la conozco; por aquí no
queda nadie, años hace que vivo sola con mis
conejos y las gallinas; si hubiera alguien se lo
diría, pero por aquí no queda nadie ... Asombro y lástima ·enla cara del visitante. Llegó insolado, con las comisuras de los labios blancas, la
frente enrojecida y las manos resquebrajadas
como tierra de sequía. Conocedora del suplicio
de la sed y del martirio de los que por andar
bajo aquel sol se lo tragaron entero, de rato en
rato le dio bucaritos de agua con sabor a sal,
para así apagarle, poco a poco, el fuego de sus
adentros. Remojó trozos limpios de trapos viejos
y se los colocó en los antebrazos, en la frente y
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en la planta de los pies. No lo dejó hablar m
moverse. Le siguió dando agua hasta que el hombre le dijo que ya no podía beber más si antes
no tiraba la que traía dentro, lo dejó que fuera
diciéndole que ya podía moverse y hablar, porque la hoguera de antes ya era ceniza.
Por primera vez en tantísimos años preparó
cena caliente, estando sola la comida se le emponzoñaba en la cazuela, se le volvía vinagre y
burbujas entre el calor atosigante. El hombre le
habló de un trabajador muerto a los veinticuatro años, de una fortuna dejada a la madre, hacía
de eso más de veinte años, por eso tenía que
encontrarla; si en un tiempo vivió ya no existe,
ha de estar muerta y reseca, con los huesos de salitre; por aquí no queda nadie, desde hace mucho
todos murieron, por aquí no queda nadie.
Después de la cena el hombre se durmió, ella
se quedó viéndolo vacía de sus entrañas. Liberó
a los conejos, distribuyó las gallinas entre los
perfiles cenicientos, derruidos, del abandonado
pueblo calero. Hizo un bártulo con maíz cocido
y quebrado, galletas de frijol con miel, un barrilito de madera con agua y un puño de sal de
la tierra. Cuando el sol temprano iluminaba
quedo el hombre se fue, ella le dio el envoltorio
con alimentos, unos vetustos lentes de
vidrio
r
obscuro y envuelta cuidadosamente en una tela
inmaculada, una antigua botella verde.
Con el dolor de los años anudándole cada
coyuntura, fue resbalándose hasta quedar sentada. Tantos años de estar ahí, respirando fuego,
chupando el agua empinada al suelo, cuidando
su tierra yerma...
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Junto a las vías del tren, una esmeralda botella
verde fue rota en mil pedazos, y en el piñón
maldito de albayalde y cal, escondido en una
arruga del desierto, una mujer se dejó morir, de
frente al espejo reverberante de los arenales
de sol, de frente al calor que le acartonó la piel
y le cristalizólos ojos,seca por dentro y por fuera.
LA CASA CANARIA
Cuando sopla el viento alto rugiendo por todas
partes, cuando se mueven las farolas bailoteando
por los aires encontrados, la loca se pone peor
que nunca, entonces sí es brava. Recorre las calles golpeteando las puertas y gritando desesperada sabe qué tantas cosas,pero sólo cuando sopla el viento. El resto del tiempo anda con el
bote colgando del cuello, sin mirar a nadie,
como contándose historias...
A Sebastián lo trajeron al pueblo cuando tenía
dos años, su origen era desconocido y como la
mujer con la que vino vivía enfurruñada, nadie
le preguntó jamás nada. Se desataron conjeturas y habladurías, pero después de un tiempo a
ninguno le preocupó el origen y sólo lo llamaban
el entenado de Zoila.
Lo cierto era que Sebastián,huérfano de madre, fue encomendado a la mujer por el abuelo
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cómo nadan pollos, gatos y pajaritos. Ya más
grandecito y sin autoridad clara a quién obedecer, Sebastián, brincando las bardas de atrás, se
iba a la plaza primero, a los barrancos de junto
al río después y ya para cuando tenía doce años,
era asiduo concurrente de billares y cantinas. Iba
de mirón a ganarse unas monedas haciendo mandados, porque Sebastián era bueno, mandable,
muchacho alegre por fuera y niño triste por dentro, necesitado de afecto. De natural inteligencia,
aprendió -pegado a la hielera grande rebosada
de cervezaso junto a la mesa verde donde acomodaba las bolas brillantes- a tratar a la gente
y más que todo, a no ser como otros. Aunque no
tenía para qué, cada noche, entre ocho y diez,
iba a la casa de Zoila, nada más para ser sentido,
con la profunda y cursi esperanza de ser llamado, o mejor aún, necesitado algún día. El muchacho envidiaba la casa de Don Joel, la espiaba,
miraba atormentado las idas y venidas de los hijos y los padres. A mediodía pasaba y repasaba
por la ventana que daba al comedor y cocina
de la casa del boticario; Don Joel, de frente a la
ventana, nunca lo notó, tan feliz era cuando
comía con los hijos mientras su mujer, silente
servidora, levantábase pronta hasta el fogón. No
había comparación con la casa de Zoila, ni los
gorriones ni tantas matas servían para nada, ahí
no había calor, la solterona no le prestaba atención y mejor no recibir la que le daba su nana.
Era inútil cuanto hiciera, la mujer que lo recogió vivía tranquila ordenando que le dieran de
comer y regalándole, una vez al año, dos pantalones, dos camisasy dos huaraches. Con tan poca
tierra fértil en la casa que lo recogió, a Sebastián
le reventaban las semillas de cariño en el alma.
Sentía la noche tan sola en los cuartos de atrás,
que como no queriendo fue prolongando su desvelo y aumentando su callejear. Un día se quedó
dormido en el billar y no la pasó tan mal, total,
ahí sí estaba solo y no esperaba nada de nadie.
Desde entonces no volvió a dormir a casa de
Zoila, pero muy adentro seguía buscando, imaginando. Ansioso, pero evasivo como perro mal
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del pequeño, pretendiente en sus años mozos de
Zoila la solterona. Ella lo aceptó más por el recuerdo del antiguo amor que por la piedad que
el huérfano le despertaba. Tan pronto lo tuvo
en casa ya no supo qué hacer con él, así que lo
confió a su sirvienta, quien cumplió en la práctica los oficios de madrastra. Y vaya que si lo
cumplió. Violenta, antojadiza y enferma de malas
calenturas, nunca tuvo el menor dejo de conducta maternal. El niño pasó su primera infancia en los cuartos de atrás, junto a las higueras,
jugando con perros y trozos de tablas y viendo
tratado, quería una casa donde su nombre resonara bonito, donde sus manos y sus pies y la
salud de su sangre fueran usados por gente cariñosa. Lo encontró.
La pobre demente a veces se viste de flores, las
enreda entre sus greñas, se las pone en el escote
sucio y roto. Con ellas regocijada baila una danza triste y descompasada, canción de cuna olvidada en la última estancia de sus recuerdos ...
En las afueras del pueblo, al lado opuesto del
cementerio, vivían y ventilaban sonrisas y piernas, las mujeres alegres del uso cotidiano. Un
día, un pariente del billar mandó a Sebastián a
buscar su fuete negro, olvidado la noche anterior
en el negocio de Lupe Pechos. Casas desvencijadas formando calleja tortuosa. No más de quince eran los negocios, de madera reseca, rosas
unos, verdes otros, todos con suelo de tierra. El
más lujoso tenía gramófono de cuerda y en las
paredes cuadros de mujeres encueradas, lechosas
y con apariencia de cuinas. Sebas llegó preguntando por la Señora Guadalupe Pechos a una
mujer que comía fideos y que estaba sentada
frente a un platón de carne frita y una botella
grande de refresco rojo. Ancha como ropero de
dos lunas era la mujer, de ojos derramados sobre
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los cachetes y una pequeñísima boca sin proporción. Ella Jo vio bien. en la penumbra del jacalón, jamás nadie había dicho Señora Guadalupe
con tanto respeto, le vio los pies en sus huaraches
viejos, la camisa desteñida en la que alguna vez
cacarearon gallos amarillos, los ojos grandes y el
corazón bueno del muchacho. Le preguntó el
nombre, dónde vivía y qué hacía y ya no comió
porque el refresco se lo dio y la carne sola, sin
tortilla, para que te nutra. Se levantó por una
bolsa de caramelosy entonces él le vio los inmensos senos como melones de Castilla. Sebastián,
reprimido, de la bolsa ofrecida tomó un dulce,
ella le llenó las manos, ten el fuete y ven pronto. Así lo hizo, a la hora estaba de regreso y
Guadalupe le enseñó el burdel, con naturalidad,
como si mostrara las habitaciones de una casa de
huéspedes a un amigo de muchos años. Sebastián
memorizó todo, el lugar del papel y las pastillas
de jabón, el número de licores siempre en exhibición pero nunca más de los que están, las cajas
con candado donde guardaba el resto de las bebidas, los paquetes de cigarros y el escondrijo
del dinero para comprar a la autoridad y pagar
la música, caso de que no haya quién lo haga.
Sin pensar ni calcular, en una tarde Sebastián
se volvió socio trabajador del negocio de Lupe
Pechos. No preguntó cuánto ganaría ni cuáles
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serían sus obligaciones, simplemente usó la escoba, fue hasta la plaza para ver si había llegado
el hielo, lo trajo, acomodó la bebida, prendió las
lámparas de gas y con cara de circunstancia y
responsabilidad, de pie detrás de la barra, adivinábale el pensamiento a la matrona, feliz de
sentirse importante porque de cuando en vez,
Guadalupe lo llamaba y muy en intimidad,
desatendiéndose del baileque de las mujeres, le
comentaba cosas como pidiéndole opinión y hasta le dio el reloj de colguije para que marcara
el tiempo que se usaban los cuartos. Pobre Sebastián. Memorizaba todo porque si leía un poco
no escribía nada. Guadalupe arregló el asunto al
día siguiente poniéndolo a escribir planas del
abecedario. Después de algunas semanas le hacía
dictado de revistas olvidadas, etiquetas de botellas y hasta de la novena del santo de las vidas
amargas. También aprendió las cuatro operaciones y las tablas de multiplicar hasta el veinte.
cara, tírase pedrazcos de sonidos ininteligibles
que brotan de su garganta desecha de tanto grito
y tanto llanto ...
Después de dos años, cuando Sebastián tenía quince, había acumulado ya muchas horas de desvelo
contando el número de copas de cada cliente
-zarrapastrosos pastores y endomingados campe-
La loca deambula por entre las casas, las vecinas ·
le dan de comer. Trozos de pan, una papa cocida, naranjas, higos; todo acepta, de todo come
siempre y cuando esté frío. Brama adolorida
cuando algo caliente toca sus labios, desesperada y llorosa se retuerce con las manos en la
sinos desde el sábado en la tarde-, el contacto
con el aire de creolina y las madrugadas amargas
de mujeres despaturradas le encurtió los sentimientos, conservándolosajenos a todo salvo a los
ojos de Guadalupe, a la que sí quería. Siempre
la llamó Señora, jamás la tocó. Ella sabía -al fin
madama vieja en faroles, navajazos y colchones
perfumados con olor a carne- que por mucho
que enredara el cordón alrededor del chico nunca lograría amarrarlo al negocio de su vida, Sebastián traía por dentro la estampa de una familia con niños y mujer de fogón, aguja y cabellos
limpios y trenzados. Cómo se le había metido
tan adentro, no lo supo ni lo sabría nunca. Lo
que sí sabía, cuando despertaba amensada por
la luz rosa que llenaba su cuartito, luz de ventana velada por colcha de puta, era que el muchachole había dado sabor a su pan. Tan pronto
abría los ojos, lo primero que hacía era recordar
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a 'Sebastián, antes que a nadie; eso la alegraba,
luego, chancleteando y moviendo su gelatinoso
amasijo de nalgas y chiches, salía presurosa a
preparar el almuerzo, porque a Sebas sólo yo,
ninguna de las otras, ninguna muela podrida con
el gusto por otra boca va a cocinar para él. Los
dos vivían bien, Sebastián sin sueldo pero apren-
diendo y sintiéndose en casa propia, la Pechos
más tranquila y pasando su infancia de vieja con
el presente fertilizado. Un sábado de aquellos,
día de mucho trabajo, por la tarde -la Pechos
lo recordaría siempre, aun después de la desgracia, impedida y gotosa viviendo en un pueblo
lejano-, tarde de calosfríos,el sol caliente y la
sombra helada. El burdel estaba abarrotado de
clientela, porque a instancias de Sebas, que así
lo había visto en la cantina del pueblo, ahora ,se
servían sazonadosbocados, que en realidad costaban poco pero que hacían que la venta de
bebida se doblara, Guadalupe feliz de mesa en
mesa, alegrando a los hombres con chistes picantes, en uno de tantos grupos alguien le pidió
permiso de rifar una vaquilla; aquí mismo, no·
más que se vendan los boletos, el número que
usted elija se lo regalo, con tal que me dé el permiso. Sebastián escogió el número, el 26 me
gusta, si tu papel sale premiado te quedas con
la becerra y yo te doy su valor en efectivo, a. lo
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1
mejor me resultas ganadero. A la mañana siguiente, Ramiro, el carnicero, fue mandado llamar del negocio de la Pechos; échale números a
la becerra prieta que está en el patio, aquí mi
Sebas se la sacó, es todita de él. Después que
Ramiro dio su parecer en pesosy centavos,Guadalupe se fue decidida hasta su cuarto y al volver
le dio a Sebastián, contantes y sonantes, nueve
moneditas de oro, el resto te lo debo. Ahora yo
te compro la becerra, le dijo Ramiro, pero no la
vendo, la vaca es mía y se va a llamar Gloria.
Guadalupe sintió en ese momento que Sebastián
se le iba lejos, que su suerte estaba echada, para
comprobar consultó las barajas mientras veía al
muchacho acariciar a la vaca en medio del patio.
Caballo de bastos, negocio. As de oros, dinero
en abundancia. Reina de copas, mujer propia.
Seis de copas, muchos hijos. Y dos cartas más
que no quiso leer porque con sus filos le rebanaron el alma.
La loca no soporta un techo sobre su cabeza,
pasa la noche en descampado. Cuando arrecia
el frío se mete entre los borregos, los pastores la
dejan estar, al fin no daña a nadie. Nunca se
acerca al fuego, a lo lejos se mueve como sombra doliente, después, ya muy noche, su canto
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quebrado alborota a los perros, le canta a la luna
y a las estrellas con voz insana, de lunática ...
Con una de las monedas que le dio la Pechos,
Sebastián compró pastura, de la mejor. La Gloria
creció, diario la vigilaba, le llevaba agua y mucha comida. Un día amaneció con la cabeza venteando el aire, tallándose las ubres y montándose
sobre los costales de alimento. Anda buscando
macho, le dijo Guadalupe. Sebastián fue a la
cantina y preguntó quién tenía el mejor toro,
llevó a la Gloria y pagó otra monedita para que
el animal grande, encerrado en el corral, se montara en su vaquilla.
La Gloria tuvo una becerra y dio mucha leche, toda la vendía, con su producto rentó un
terreno para hacerles un corral. Sebastián aún
vivía con la Pechos, en apariencia como al principio, pero ambos sabían que su sociedad no iba
a ser para siempre. La becerra de la Gloria creció y ambas fueron fecundadas, ambas tuvieron
vaquillas. A los cinco años de que se ganó la vaca,
Sebastián tenía dos vacas lecheras, dos cargadas
y las cuatro a punto de ahijar. Al sexto año a
dos becerros los castró, al otro lo vendió y rentó
una parcela para sembrar. Tenía cinco vacas y una
buena tierra. Como había que cuidar su siembra,
poco a poco dejó de ir con la Pechos. Un día
Guadalupe se percató que hada dos meses que
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Sebastián no iba a dormir, se resignó, doliéndole
muy adentro la suerte del muchacho.
Su primera siembra fue de sorgo. Bonitas hasta lo indecible le parecían las plantitas cuando
comenzaron a verdear la negrura pizarra de la
parcela. Cuando el zacatón verde le llegó arriba
de la rodilla, Sebastián, de pie enmedio de su
campo malaquita perfumado, hinchado de satisfacción dejaba que el hormigueo de su piel le
llegara a los huesos mismos. Luego, con curiosidad montuna, vio cómo se doblaron los esmeraldinos tallos por el peso de las panojas, opulentas
de granos, gordas de agradecimiento. Llegada la
cosecha escogió la mejor espiga, la más hermosa,
grande como su torso y dorada como muslo de
mujer apetitosa. La llevó con la Pechos, sin hablarle, sin decirle nada, se la dio en el centro del
destartalado salón de baile. A Guadalupe los pezones se le juntaron en la garganta, lo abrazó
llorosa chinita de la emoción.
En tiempos de calores la infeliz trastornada se
pasa el día en los charcos del río, mojada y remojada. Cuando ve niños jugando algo recuerda
que le duele, llora silencito, calladita. Estampada
donde la pescó el recuerdo puede estar por ho-
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nado, compraba con la sonrisa limpia y lo recto
de su mirar. Trabajador y afortunado en los negocios, hizo grupo y fama. Dos años más vivió
todavía en el campo de labranza, después se
mudó a la única casa de huéspedes. Alquiló el
mejor cuarto; con baño, tres comidas, lavado y
planchado. Osado en las inversiones, cabalgando
veloz el dinero, compraba, vendía y se comprometía. El éxito le cantó a la oreja fuerte y melodioso desde que empezó a prestar. Todos eran
sujetos de crédito, siempre y cuando tuviesen garantía, a veces aun sin eso. El dinero regresaba
si no en monedas en especie. Los arrieros jugadores le dejaban mulas, telas y peines de concha
y marfil. Tuvo cabras y becerras y partidas hediondas de cuero curtido. Rentó dos cuartos
ampliosa una calle de la plaza, los utilizaba como
oficina. Sebas, el entenado, fue llamado Don Sebastián. Veintiocho años en su mano franca, simpatía y respeto en las gentes del pueblo, muchachas bonitas que lo miraban abiertas. Sebastián
seguía solo y célibe.
Más que ninguna otra actividad, Sebastián
sentía especial atracción por la ganadería. Le
gustaba ver a los animales pastando a media tarde, oir sus mugidos por la noche. Elegía las cruzas, al principio adivinando, por pura intuición,
los fracasos que tuvo a lo más que llegaron fue
al matadero. Entendió que lo que necesitaba era
un fino toro semental, los de la región servían,
pero no eran lo mejor. Empezó a guardar dinero
con la mira puesta en llegar a poseer el macho
más espléndido de leguas a la redonda. Meseslec
costó juntar lo suficiente, al final prácticamente
sólo tenía cinco vacas escogidas-la Gloria entre
ellas- y la suma gruesa que costaba el semental.
Dejando las cosas como estaban y sin avisar a
nadie, .una mañana salió rumbo a las tierras del
norte, cabalgó de pueblo en pueblo sin hablar
de sus intenciones, sabía dónde enterarse de .lo
que quería sin hacer preguntas. Llegaba a la cantina, fingía· pobreza, pedía de lo más barato, a
las dos horas de estar, el cantinero ya le había
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ras, volteada para adentro como :víscera, como
estómago que cocina cosas inescrutables, después
regurgita energía y con un palo suena puertas y
rejas, desorbitados los ojos, moviendo desesperada sus brazos pellejos flacos ...
Sebastián cambió, el bozo púber se transformó
en vigoroso bigote. La extraña figura de cuando
llegó a casa de Guadalupe -huesudas manos
huesudos pies, largo de brazos y nariz, parecía
zancudo- se volvió recia y viril. Bien proporcio-
Sus momentos más tranquilos los vive durante
la época de lluvias. El pueblo se dio cuenta que
esos días, chiclosas y grises las calles de lodo y
agua, mientras la impertinencia de la lluvia empapa bobos entristecía el cielo, la loca se volvía
si no cuerda sí accesible. Amanecía con mirada
de paloma triste sentada en el quicio de alguna
puerta, tres y cuatro de las piadosas la limpiaban, le cortaban los cabellos y las uñas, le revisaban la piel curtida y endurecida, la vestían con
telas gruesas y resistentes. Siempre lejos del fuego, nunca con agua caliente; siempre sin que
viera niños, nunca en lugar cerrado...
El viejo Zacaríasfue dueño del tendajón "Santo
Santiago" desde antes de nacer. Su madre y una
tía lo instalaron cuando una se quedó viuda y
embarazada y la otra arrimada y sin oficio productivo. Con la única esperanza de tener el diario sustento y velar por los días del hijo-sobrino
que venía, las dos mujeres empeñaron medallas
y cadenas, sortijas y zarcillos. En el cuarto grande que daba a la calle pararon dos toneles con
tablones encima, a modo de mostrador, de cordeles colgaron chorizos y longanizas sazonadasy
hechos por la embarazada, muy buena en la cocina. También pusieron platotes cubiertos de
servilletas pulcras que dejaban escapar perfumado aroma de panadería. Ambas se levantaban oscura la mañana; la tía abría la tienda, la madre,
venteando el fogón, preparaba jarros de atole
acanelado y tinajas de tamales de dulce y manteca. Antes de media mañana las vasijas enseñaban la boca del fondo vacía, para entonces la
madre ya tenía en el perol hirviente los trozos
de carne que a mediodía, crujientes y calientes,
desaparecían rápido de encima del mostrador. El
tendajón consolidó su posición mientras Zacarías
corría y crecía entre bultos de maíz y frijol. La
madre y la tía envejecieron y murieron, Zacarías
casósecon mujer enfermiza que le dio una hija
enfermiza también. Para entonces la tienda ya
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contado su vida y la del lugar, al anochecer deci-
día si valía la pena quedarse. Fue así como se
enteró de la feria de Santo Santiago, donde
se juega y apuesta. Por experiencia sabía que el
agricultor raras veces es apostador, no así el ganadero, que por su naturaleza asoleada y errabunda hallaba gran placer en acariciar las barajas y sonar los dados. Corrigió el rumbo hacia
Santo Santiago, seguro que ahí encontraría su
semental. Nunca imaginó que también encontraría la Reina de Copas que las cartas de la
Pechos le habían profetizado.
era punto de referencia, daba para los gastos,
pero por alguna deficiencia del dueño =falta de
visión o valentía- nunca fue veta de fortuna. La
esposa enfermiza murió y.la hija de Zacarías a los
quince, tenía achaques de setentona, no obstante,
eso no le impidió enamorarse cuando tenía veintiocho. El hombre aquel la dejó babeando el día
que la besó y llorando su desventura cuando a
los tres meses, el sujeto ya no volvió y como
recuerdo le regaló mareos, desmayos y una rotunda panza que llenó su falda. Zacarías, juiciosamente, tomó el embarazo .de su hija con naturalidad. Nació niña, la llamaron Natalia. Silenciosa desde que nació, heredó el carácter de las
fundadoras de la tienda. Al tiempo que la nieta
crecía, la hija de Zacarías intensificó sus dolencias; toses, dolores, vahidos, inapetencias, reúmas,
palpitaciones y demás. Un buen día ya no se
quejó y a la semana murió. Natalia, que nunca
se sintió hija y sí esclava de medianoche -hazme
un té de verdolaga, Dios mío me estoy muriendo,
calienta los trapos que el dolor no me deja, dichosa tú que no estás enferma, no me tuerzas la
boca porque se te seca la mano, dame una friega
de alcohol, de vinagre, de agua de romero y clavo, traeme el orinal, ponme un emplasto demostaza- la verdad, la verdad, como que descansó.
A. Zacarías le dolió la muerte, pero viejo bigotes
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blancos, taciturno la fue pasando detrás del mostrador. La nieta se hizo cargo de la tienda.
Natalia tenía los ojos sombreados y las caderas redondas y generosas..El pelo muy negro lo
anudaba encima y no sonreía. Sin sentimientos
aparentes vivía, o sobrevivía, la decadencia de
su casa. El viejo abuelo desde la muerte de su
hija inició el paseo que la sangre de los suyos
en algún momento recorría. Las tan nombradas
fundadoras lo hicieron casi al mismo tiempo,
murieron sin saber que lo hacían, atarantadas
en una vaciedad desorbitada. Dicen que la tía,
ya vieja, se volvió coqueta y salamera, que con
cinabrio del más rojo y blanco albayalde se templaba la cara hasta parecer muñecota de cartón
y trapo, que con pasta de comer teñida se hacía
largos, quebradizos y multicolores collares, hasta
ahí fue aguantable, porque al final de sus días,
niña demente, con hilos de saliva y perlas de
moco los engarzaba. El largo paseo de su madre
sólo ella, que la cuidó, lo supo. Siendo niña Natalia, su madre se empeñó en decir que dentro
de la cabeza traía un diamante, brillante como
los ojos del mal hombre que fue tu padre, me
gustaría enviárselo, un día de éstos con el hacha
te lo voy a sacar, no te preocupes, después con
clara de huevo te pego los huesos. Infierno nocturno el de Natalia asustada, aprendió a dormir
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con un ojo para vigilar su cabeza con el otro.
A partir de entonces tuvo el sueño tan ligero
como suspiro de bebito. Le conoció tantas chifladuras a su madre que no se preocupó el día
que ya no habló, porque según dijo, como la voz
viene de la punta del dedo gordo me alborota
los dolores cuando pasa. A los cuantos días murió, chuecos los dientes del esfuerzo que hizo
para no despegarlos. Ahora el abuelo tenía de
amigos a tres cucarachos, dos ---decíael viejo-son trabajadores y confiables, al otro más vale
tenerlo bien porque es un enemigo en potencia.
Nada más amanecía, Zacarías, arrastrando los
pies iba a decir los buenos días a los tres insectos. Increpaba a Natalia su mala educación por
no dar, antes de abrir la tienda, afectuososaludo
a sus amigos; pareces arriera, te levantas enjetada, qué culpa tienen los muchachos que no
tengas novio, ayer me dijeron que pareces gallina, por eso te tienen miedo, pobre de ti si te los
comes, con la tranca de la puerta te rompo el
lomo, tú no tienes corazón, ya te tengo bien
medida, los respetas porque no me despego un
momento, si no ya les hubieras dado un chanclazo.Por eso Natalia no sonreía. Una tarde, un
hombre pidió unos cigarros de hoja, Natalia, de
espalda al mostrador, acomodaba en un anaquel
jabones de espuma suave y brillantinas de olor.
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La voz le llegó como badajazo. Cuando lo miro
un cuchillo de fuego helado le rasgó las.piernas
•.·
•..•.·
desde su centro hasta los pies. No podía dejar de
·~.·.:l.~
...•·.\
verlo, la boca se le llenó de agua y después
;l.:~-1
..•.•...
f: .1 de arena y de nuevo de agua, el labio le tem1 •
blaba y las manos torpes no encontraban los
cigarros, Él la miró despacito, sin parpadear;
· ·
las manos, los senos, el huequito del cuello,
cuando la vio a los ojos, Natalia eclipsó con brillo deslumbrante el obscuro tendajón, una gran
sonrisadesconocidarebosó su cara, inmensa como
su emoción, radiante como relumbre de espejos.
Sebastián se quedó alucinado, con el corazón
acogotado en el cuello, la piel de los brazos y
vientre inflamado, sentían unas ganas inauditas
de restregar su nariz por el costado y entre las
carnes de Natalia, olerla hasta saciarse, embadurnar todo su cuerpo de hembra joven con el
deseo que se le volvía beso y saliva, que la cabellera negra y abundante se anidara entre su cuello
y hombro. Enloqueció de deseo y con timbre de
trompeta apasionada le preguntó su nombre.
Esa noche Natalia salió a verlo, caminaron
hasta la plaza, la regaló con helados y confituras,
platicaron un poco del futuro y mucho del pasado. De regreso la tomó de los hombros, la abrazó rotunda y le dio un beso que aún recuerda.
'
A la semana Natalia era un cascabely Sebas-
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tián no se acordaba del toro. Se quedó en Santo
Santiago tres meses, ella sacó de pronto la fuerza
de su carácter y en 4 semanas liquidó la tienda, .~ ·\
los bienes que tenía, la casa donde vivía junto
.
con la huerta, y llevó al abuelo con el médico
.1
A Sebastián le gustaba el color amarillo, color
del centro de la amapola y de las mañanas de sol
temprano. El primer regalo que le hizo a Natalia
fue una tela de su exacto color, radiante se veía
la mujer vestida de luz, capullo de retama la llamaba ahogando los labios en su nuca. Llegaron
a vivir a la pensión. Natalia le entregó todo el
dinero, huelga decir que el éxito de Sebastián
continuó sin ruptura alguna. Como canalito de
agua limpia constante, el trabajo y su producto
fertilizó campos y animales, el resto lo acumuló
en aljibes hasta completar para comprar la casa.
En eso estaba cuando el abuelo murió, hada tres
semanas que se la pasaba cantando frijolitos pintos claveles morados que trabajos pasan los enamorados. Sebastián, después de comer, dibujaba
con el dedo sobre el muslo de su mujer el plano
de la casa; el techo no sirve ni tiene rejas en las
ventanas, pero es de piedra con muros altos, son
cinco 'cuartos seguidos,el primero tiene dos puertas, a la calle y al patio, los otros cuatro sólo
tienen ventanas, ya les voy a mandar hacer las
rejas, de hierro, con descanso para que pongas
macetasy el gancho para el farol, el primer cuarto, el de las puertas, tiene chimenea y un bancón
de piedra para que pongas los trastes, aquí en el
muro hay un nicho para despensa, ¿te gusta? No
pudo decir que sí porque un grito gangoso del
abuelo les avisó que los frijoles pintos que traía
en la cabeza se le estaban quemando. Natalia se
metió el vestido y descalzafue corriendo, Sebas-
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para medir su energía. Se casaron de madrugada, sin fiesta y sin nada. Compraron el ~oroy en
una carreta grande, con las cosas más indispensables, amarrado el abuelo entre felpas y cojines,
el toro atrás, manso a fuerza de permanganato,
Natalia y Sebastián iniciaron el viaje de regreso.
La loca es el recuerdo vivo de la desgracia. Ninguno podía olvidar. A los niños se les enseñaba
a respetarla y quererla, a no hacer burla de sus
danzas, a comprender el dolor de la que en noche de viento ,sin deber ni temer, sin merecerlo
ni expiarlo, fue partida por rayo de mala muer"
te, le rompieron el alma dentro del pecho, se le
hostigó el cuerpo por su destino de vidrios rotos,
de oídos perforados por clavos de fuego, de nubarrón de moscosmasticados y vomitantes...
\
....,,
.
tián la alcanzó sin camisa y abrochándose los pan-
mera vez sentíase descansar en el suelo firme y
seguro que la mujer madura y amorosa traía en
el alma. La quiso sin más, porque sí, porque con
ella habló de todo, de sus infinitos temores ya
lejanos, de la infancia alucinada, de la soledad
en su casa de enfermos, del amor que sentía por
Sebastián, y sin tapujos, de lo mucho que gozaba
con su cama y sus caricias. Guadalupe, avisando
en intimidad a Sebas, la aleccionó, la enseñó a
gozar de su apetito con naturalidad, sin vergüenza alguna. La pareja integróse circunferencial y completamente.
talones. Encontraron al viejo Zacarías hecho nudo
en el suelo, como queriéndose arrancar el corazón. Sebastián lo cargó y lo puso en la cama,
descalzo y descamisado fue corriendo a buscar al
doctor. Cuando llegaron el viejito ya estaba flácido y casi frío, Natalia le cruzó las manos sobre
el pecho y le cerró los ojos. Descontaron del dinero para comprar la casa lo suficiente para un
terreno en el panteón. Muchos del pueblo fueron
al velorio, en la oficina de Sebastián, a dos cuadras de la plaza. Guadalupe Pechos no abrió el
negocio, al anochecer, envuelta en trapos negros,
fue a la pensión. Natalia lloró un poco sobre las
rotundidades de la Pechos, después se puso el
velo y juntas fueron a velas el cuerpo.
Se quisieron desde el primer día, Guadalupe
traía mucha madre adentro, tan pronto supo que
Sebas llegó con mujer, sacó del escondrijo dos
gotitas de oro y una medalla grande, se vistió de
tierra con pintitos de espuma, llenó una canasta
con pan fino y así, ensombrillada y como sultana, se apersonó en la casa de huéspedes. Sebastíán la presentó a su mujer con una sonrisa grande y de nuevo sucedió; Guadalupe, la matrona
sapiente en crueldades de existencia, abrió su
amplio abrazo para Natalia quien de pronto se
sintió querida por ser quien era y que por prí-
Las dos semanas que siguieron a la tragedia, con
sábanas dobladas tuvieron a la mujer amarrada
a una cama. La boca deshecha, inflamada la lengua y tumefactos los labios, era impracticable
para recibir alimento. La alimentaron por la nariz con caldo tibio seis veces al día. Para tranquilizar sus músculos de serpiente rabiosa, junto
con el caldo hervían manzanas de amapola. Dentro del cuarto quemaron día y noche hojas de
menta, lechuga y marihuana, para que respirando
los vapores narcóticos adormeciera su congoja.
Envuelta en humos y amarras estuvo la loca dos
semanas. Consumiéndose en un dolor infinito
que no era de la carne. Desmigajando su conciencia. Deshaciéndose deshizo su memoria, su
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contacto con el presente, porque su realidad era
más angustiosa y repulsiva que nidada de alacranes. Un día se quedó silente, apelmazada,
errática de cuerpo y alma ...
Sebastián compró la casa, la techó con vigas y
zacatón para hacerla más fresca, le puso sólidas
verjas en las ventanas y fuertes postigos de madera olorosa a pino de montaña, por último la
pintó de amarillo. Tan limpio era el color y de
tan brillante tono, que la casa perfilábase dominante aun a pleno mediodía, cuando por la resolana cegadora lo amarillo confundíase con la
reverberación, la arena y el sol. Dos veces al año
la repintaban, del mismo color. Fue llamada la
Casa Canaria, la teñida con flor de nopal, con
hongo de Cuaresma, con nube luminosa de atardecer de verano.
Natalia tuvo seis hijos, uno detrás de otro.
·Seis capullos, seis tesoros, seis gritos que rebotaban en los patios. Al nacer el sexto tuvo problemas, Sebastián llorando fue a media noche al
negocio de la Pechos. Suspensión de labores.
Junta de parteras prostitutas; vete corriendo al
Burro Verde que venga rápido la Flaca Ignacia,
tú vete por la Turnia dile que la necesito. En un
espérame tantito Guadalupe reunió, afuera del
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destartalado burdel, la flor y crema .de la sapiencia en problemas de mujer. La Flaca Ignacia
llegó amarrándose una pañoleta, la Turnia caminando desviado como solía, en el negocio de
enfrente Guadalupe llamó a la Borrega y a la
Patas de Catre. Juntas todas y comandadas por
la Pechos, a ritmo de seis Por ocho, recorrieron las veinte calles que había hasta la Casa
Canaria. De una en una, tienen cinco minutos
para ver lo que tiene, que comience la Borrega.
El doctor se encrespó, atufado se quedó en un
rincón; viene de hombros, o la abro o se muere.
Carmen la Borrega la miró, la midió, iba a tocarla cuando no la tientes que traes las manos
puercas, un aguamanil con alcohol junto a la
cama, Ignacia, tú que te entiendes con Don J oel
ve a tocarle para que abra la farmacia. No fue
necesario porque Don Joel aquí estoy para lo
que guste y mande, las vecinas también Doña
Guadalupe en lo que Podamos servir, afuera todas, a las bardas, a la calle, ya verán cómo esta
recua de mulas va a sacar a Natalia del atolladero. Y lo hicieron. Cómo voltearon al niño sólo
ellas. El caso es que cuando desde la cocina el
doctor oyó el grito pelado del recién nacido,
lo único que dijo fue mis respetos, mis respetos.
En lo que sí no pudieron fue en quitarle los
dolores a Natalia, no tuvo malas calenturas ni
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flujos, sólo un dolor distendido, molesto. Guadalupe le prohibió a Sebastián que la tocara;
va a ser muy duro muchacho, tienes que respetarla, no hagas caso cuando te llame, cuando te
mire de lado, tápate la nariz para que no la huelas, no te olvides que si la cargas, a lo mejor se
nos muere.
Dividieron el lecho conyugal. Sebastián, para
proteger su debilidad, se fue a dormir al último
cuarto, rodeado de chamacos. Natalia los primeros meses se quedó en la cama matrimonial del
tercer cuarto, después notó que por sobre los
dolores, algunas noches no dormía de tanto pensar en su marido. Guadalupe no permitió que
la carne defalleciera, le dio bebedizos para enfriarle la sangre, para bajarle las calenturas, después le dijo que se acostara en el suelo de la
cocina, junto a la puerta que daba al patio. El
niño cumplió tres años y la prohibición seguía.
Natalia, para no sentirse durmiente solitaria, rogaba a alguno de sus hijos que la acompañara,
pero, tan pronto creían que la madre dormía
escapaban al último cuarto porque allá la diversión era en grande. Jugaban luchas, cantaban,
Sebastián les inventaba cuentos, imitaba animales, les hacía apuestas y entre gritos y risas caían
dormidos, rodeando a su padre bueno. También
es cierto que Natalia no insistió mucho, traba-
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jaba desde el alba -Sebastián desayunaba con el
quinqué prendido- además, los remedios de
Guadalupe la habían tranquilizado; tómate medio vaso al pardear, antes que se oculte el sol,
después te bañas con agua fría. A las dos horas
de anochecido los ojos le bizqueaban de sueño,
metía a los muchachos,atrancaba la puerta de la
calle, abría un postigo de la que daba al patio,
tendía un colchón en el suelo, apagaba las velas
y lámparas, cepillaba sus cabellos y viendo la
noche por el ventanuco abierto se quedaba dormida de una pieza, como saco de papas.
Guadalupe, la robusta, la enérgica matrona, se
resquebrajó con la desventura. Un hombre de a
caballo vino a avisarle cuando sólo ella quedaba
en el negocio, estaba contando el dinero de la
venta y sacando la cuenta de la comisión de
las muchachas.Llegó cuando el silencio de la madrugada podía cortarse con machete. Llanto de
mujeres en la calle, tristeza amargosa y sólida en
los grupos de hombres, el olor aquel ensortijándose en las tapias y, por sobre todo, impactante
en su clamor lastimero, con crujir de dientes y
helar de tuétano, la joven mujer hecha un basilisco, maniatada, atenazada por manos y brazos,
manos y brazosde caras que lloraban impotentes,
desesperaciónhecha gesto, lástima y rebeldía di85
bujada en rictus. Guadalupe recordó las barajas,
las dos cartas que no quiso leer porque con sus
filos le habían predicho el fatal desenlace. La
gruesa madama, oropelada y restregada, se vino
abajo. Minada en todo su ser, un pantano cenagoso le ensombreció la frente. Para qué preguntar, para qué saber nada de nada, maldijo el
sábado que Sebastián se ganó a la Gloria, maldijo sus nueve moneditas de oro, se insultó a sí
misma, a sus huesos y carne de puta irredenta
que no merecían vivir y sacando su última par-
tida de salud, abrió su brazo al cuerpo enloquecido de Natalia. Temblorosa y sumida en el dolor, organizó las exequias. El negocio de Lupe
Pechos jamás se volvió a abrir ...
Sucedió una noche de primavera, primavera seca
que vino después de un invierno seco también.
Fuertes vientos siseaban día y noche arrullando
con su ulular el sueño y la vigilia, dentro de las
casas el tiro de la chimenea suspiraba currucús ,,,
de codorniz.Nunca supieron a ciencia cierta qué
lo provocó, sólo lo lamentaron por siempre. Natalia, entre sueños, oyó gritos y clamores, no ,,
quiso despertar, seguro eran los gritos de sus
hijos anidando en sus orejas. Siguió· dormida
hasta que el amarillo aquel perforó sus párpa86
dos y el humo sofocante le picó en la lengua,
entonces despertó sobresaltada y se asustó de lo
que parecía sueño. Toda su casa iluminada de
amarillo, toda su casa prendida en llamas del color del símbolo de su marido. Las vigas lengüeteaban flamazosfuriosas, las paredes blancas restallaban con color de azufre. En ese instante
rompieron la puerta y la arrastraron fuera. Su
cabezagiró y hasta su oído llegó el tañir de campana que tocaba a desgracia, sonar embravecido
que llamaba por calles y casasimplorando ayuda
urgentemente. Hombres y mujeres corriendo con
tinajas y baldes y mantas y palas. Impotencia
histérica de hombres latigando desesperadoslas
bestias que jalaban carretas con toneles llenos
de agua. Todos a una que la Casa Canaria se está
quemando, todos a una con manos y brazos. El
viento chisqueante soplaba su furia de burla y
carcajada. Grupos de niños lanzaban tinajas a
la noria sin descanso, mujeres empuercando sus
mejores mantas con tierra y agua y sudor angustioso, cadenas de hombres pasándose sin pensar
en fatiga pesadas cargas de agua, picos y palas
tratando de arrancar las sólidasrejas y envueltos
algunos en las mantas enlodadas, se metían al
fuego para rescatar lo que pudieran. Mis hijos
gritó Natalia mientras el silbido del viento ardiente levantaba sus enaguas. Mis hijos siguió
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gritando mientras su casa de inflorecencias de
retama continuaba su limpio tono y su amarilla
espuma en las plumas danzarinas de incontables
llamas incendiarias. El viento rugía espantosamente, las tinajas de agua y la tierra lanzada nada
podían, la noche se tiñó del color de Sebastián.
Envuelta en colchas de lodos arrastrantes, Natalia se aferró a las rejas del último cuarto, con voz
estridente invocó a los santos y a Dios Padre,
llamó muy fuerte a todos sus hijos, iracunda pidió clemencia a la Providencia, pidió perdón por
sus pecados, se arañó la cara y a punto de enloquecer mordió el fusil calcinado de su hijo de
siete años. Cuatro hombres la sujetaron y el llanto vino a sus ojos; y grito y· llanto, dolor y angus-
fNDIOE
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Donata ..................
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La visita
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La casa canaria ........................
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tia vinieron juntos. Un instante después se desplomaron los techos, las vigas se desgarraron y
de los cuartos ya sólo llegó, chillar chispeante de
maderas, y pestilencia de muerte tatemante ...
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