1 Brujas y Buques, Estravaganza en ciclo Otto. - 1a ed. Buenos Aires : Veremos, 2012. ISBN 978-987-28135-2-9 CDD A863 Fecha de catalogación: 15/05/2012 Queda hecho el depósito que marca la ley. 2 BRUJAS Y BUQUES Estravaganza en ciclo Otto Carlos Duro 3 4 Dedicado a la ya desaparecida Empresa Líneas Marítimas Argentinas (Requiescat), que se alimentó de nuestro sudor, nuestro cansancio y nuestras tensiones, pero que nos dió a cambio El Mundo para jugar, y respiros cada tanto para disfrutarlo. 5 Índice Admisión Penas.........................................................................................................9 San Antonio...........................................................................................19 Lima........................................................................................................35 Buenaventura.........................................................................................47 Tabasco..................................................................................................67 Extractos de la Libreta.........................................................................71 Buenaventura, de nuevo....................................................................121 Caldera..................................................................................................129 La Botella.............................................................................................145 Compresión Tabasco................................................................................................177 New Orleáns.......................................................................................183 Houston...............................................................................................205 Veracruz...............................................................................................223 Tampico...............................................................................................247 Tabasco................................................................................................247 6 Ignición, expansión Ignición, expansión............................................................................269 Proa.......................................................................................................275 Bahía.....................................................................................................299 Escape Escape..................................................................................................329 Popa......................................................................................................369 Coatzalcoalcos.....................................................................................383 7 8 ADMISION PENAS: En una tarde oscura, un buque cruzaba el Golfo de Penas, peleando contra el viento y el mar de fondo. El Primer Oficial de Máquinas salió de la ducha con mucho cuidado. De pié en el centro del baño, las piernas bien abiertas y flexionando ora una rodilla, ora la otra, volvió a sentirse como metido en una caja de galletitas danesas. Le pasaba siempre que reparaba en los mamparos de acero inoxidable del baño, nublados por los años con un tono grafitado, y se le acentuaba más cuando, como ahora, el movimiento del buque hacía que se sintiera como si algún gigante perverso, además, estuviera sacudiendo la lata. El cabeceo lo hacía hamacarse de adelante hacia atrás, en unos ángulos que, en tierra, lo hubieran derribado irremediablemente al piso. Las flexiones que hacía con las rodillas para compensar el rolido, sumadas al penduleo de todo el cuerpo para entenderse con el cabeceo, hacían que su 9 cabeza acabase por girar en unas elipses bastante impredecibles. Renunció a afeitarse. Al salir, la puerta del baño pareció pesar cuatro veces su peso normal hasta el siguiente rolido, en el cual se abrió por sí misma y estuvo a punto de estrellarse contra su rodilla. La cerró firmemente, y pasó al camarote. -Puta que lo parió- murmuró al ver que dos cajones habían roto sus fallebas y abandonado sus sitios debajo de la cama. Parte de su ropa interior había saltado de ellos y quedado repartida por la alfombra, entre algunos papeles que no se sostuvieron sobre el escritorio y las ruinas de una lámpara de mesa que nunca estuvo del todo bien atornillada. El camarote había perdido su aire acogedor, y se había vuelto un lugar irritante e inestable. Las cortinas se movían como las alas de una mariposa que estuviera descansando. Se separaban un pie de la ventana, y volvían lentamente a su sitio, fieles a su propia perpendicularidad. Ramas y hojas de una plantita que sobrevivía contra el ojo de buey se movían hacia arriba y hacia abajo, en una gesticulación para nada vegetal. El piso y los mamparos, hostiles, se movían y se interponían en el paso. Se vistió para la cena, sentándose prudentemente en el sillón para ponerse los pantalones. Camino al comedor, mientras trataba de no dar con los hombros en uno u otro costado del pasillo, pudo oír los bramidos del motor principal, pautados por las toses de gigante que daba su 10 turbosoplante cada vez que la hélice salía del agua y las seguridades del propulsor debían frenar el motor para que no se disparase por la falta de la resistencia del agua. Frenaban, aullaban, y volvían a arrancar. Todos los corazones del buque, supuso, debían estar repitiendo este ciclo del motor; el suyo, por lo menos, parecía dejar de latir un par de segundos cada vez, hasta asegurarse de que el monstruo siguiera vivo y nadando. Quedar al garete sobre un mar así era tan seguro como estar parado sobre un barril flotante. Había varias personas en el comedor, y todos tenían ese aire circunspecto que da la náusea. Pero, barqueros viejos al fin y al cabo, se las arreglaban para charlar y comer algo. Ocupó su lugar de costumbre, y puso su botella de tinto junto al riñón izquierdo (entre el respaldo y el apoyabrazos). Los mozos habían mojado los manteles para que la vajilla no resbalase, y habían levantado los “violines”, pero siempre le pareció que ni el mantel húmedo ni el corral de maderitas alrededor de la mesa servían para nada cuando las mesas se ponían a corcovear, así que dejó las manos cerca del plato y del vaso, listas para atajar a cualquiera de los dos que tratase de salir volando. -¿Cómo te trata el pesto?- le preguntaron, usando la expresión de rigor. A bordo nunca se habla de temporales, o tormentas tropicales, o colas de huracán: ya bastante seriedad contienen en sí mismas estas calamidades, como para andar asustándose los unos a los otros con esos nombres de monstruos. 11 -¿Cuál pesto?- fue la perpleja respuesta. Se la festejó. A medida que pasó la entrada y el primer plato (esta noche no iba a haber sopa) empezaron a hablar del tiempo. Navegando, el tema nunca es una forma de sacar conversación casual: se trata ni más ni menos que del propio destino, ya que lo que en tierra puede ser apenas una contrariedad, mar afuera se transforma en una directa amenaza contra la propia vida. Y en este caso en particular, se había salido de la paz de los canales fueguinos y se iba a entrar al golfo de Penas, que para algunos está en el sur del Chile, mientras que otros sostienen que no, que ya son aguas territoriales del Infierno. Son los mismos que aseguran que es inútil consultar a los meteorólogos acerca de cómo va a estar el clima en la zona en tal o cual fecha, ya que no tiene días buenos o malos: la tormenta, afirman, empezó en Penas el día en que Dios terminó el mundo, y todavía se está esperando a que amaine. Trabajando con la cintura para mantenerse sentado más o menos derecho, usando las manos para manejar los cubiertos y, al mismo tiempo, retener el vaso y el plato, volvió a tratar de acordarse del nombre del imbécil que había llamado a esto océano Pacífico. (Lo del Penas, sabía, había sido una feliz errata. Originalmente, cuentan, había sido “de Peñas” pero, careciendo la tipografía del almirantazgo británico de la excentricidad de una letra “ñ”, los ingleses acertaron en sus cartas, sin querer, con un nombre mucho más representativo del ánimo y la digestión de los marinos). 12 De la cocina se escuchó el estrellarse de alguna vajilla que llegó al desastroso fin de su vuelo. Una cubierta más arriba o más abajo, una puerta mal cerrada se azotaba contra su marco con furia suicida. -Cárajoylaputa..-fue la despedida del tercer oficial de cubierta cuando dejó la mesa. Camino a su guardia trataría de encontrar y cerrar la puerta, aunque hasta las 20 no le quedaba mucho tiempo. No le envidió la guardia al pobre tipo: el puente, allá arriba, debía moverse como el extremo de un bastón de desfile. Miró los ojos de buey del comedor: si no hubiese sido por el spray salado que hormigueaba del lado de afuera por la rabia del viento, podían haber estado pintados con alquitrán. Cada tanto relampagueaba, pero sin los truenos ni el olor a tierra mojada de las tormentas de casa. Mala cosa el temporal mar afuera. Ni olor lindo tenía. Terminó de poner algo en el estómago y, ya sin interés en la sobremesa, volvió a su camarote. Ni pensar en dormir, por supuesto, ni siquiera a pesar de que las horas de sacudirse, subir, bajar, y hacer constantemente fuerza con las piernas para equilibrarse (se sentía como si hubiese pasado cuatro horas viajando parado en una montaña rusa) le hubieran dejado en la mente un sopor pegajoso y exigente. Se sentía abotargado por un sueño que dolía en las sienes y en la nuca, una modorra irresistible que nacía de los mismísimos sistemas de autopreservación del tipo, y que lo conminaba a detenerse inmediatamente: Ante la locura de funcionar horas y horas en un espacio totalmente loco, 13 tenso, nervioso, y en vilo, tarde o temprano algún circuito del cerebro con sentido común opinaba carájo, hay que parar a este idiota antes de que se mate, ¡anestésienlo si es necesario!, y disparaba una somnolencia fastidiosa y desalentadora. Pero la cama, lejos de ser esa acogedora serenidad horizontal que nos consuela en tierra, se había vuelto algo con las pendiente de un techo a dos aguas (por cinco segundos volcaba todo hacia el mamparo, y luego, por otros cinco segundos, tiraba todo hacia la alfombra). El camarote entero, además, subía de un salto el equivalente a dos pisos de un edificio, y los bajaba luego en otra zambullida, más violentamente que el más perverso de los ascensores más nuevos. Para dormir así, además de tener que construirse una especie de trinchera haciendo una canaleta con el colchón y las almohadas para encajarse en ella, iba a ser necesario estar al borde del colapso. Desvestirse y acostarse iba a ser perder el tiempo. Y ni hablar del susto. Si las cosas se ponían tan mal que no hubiese más remedio que salir corriendo, por lo menos estar ya vestido para la ocasión y no tener que andar eligiendo corbatas y camisas que combinen en un camarote a oscuras. Así que se puso el overall, se calzó los botines, automáticamente se echó al cuello los protectores auditivos, y bajó a máquinas. Estaba seguro de que habían sido tomadas todas las precauciones horas atrás (todo lo que pudiera moverse había sido trincado, incluso cosas que, por su peso, era 14 inimaginable moverlas sin la ayuda de alguna maquinaria: en temporales como estos no era rara la espeluznante experiencia de ver cosas de una tonelada de peso cobrar vida, como el comendador de piedra, y empezar a correr por ahí, ciegos rinocerontes veloces, volviendo untable a todo lo que encontraban a su paso). Se habían atiborrado de aceite los motores de los generadores para que las bombas, no importaba cuán loca fuese la escora, siempre encontrasen aceite que aspirar -quedarse sin energía eléctrica, para un buque, es como si sufriese un paro cardíaco, y en esos momentos, en esos lugares, el tiempo para los primeros auxilios era angustiosamente escaso-. También se habían verificado y vuelto a verificar los niveles de todos los tanques, preparado filtros extra por si se revolvía el fango del fondo de los tanques del combustible, y se había colgado una cabeza de ajo sobre el comando del motor principal. Pero nunca estaba de más mirar un poco. Estar un poco. Hacerle sentir a los fierros que, aunque peleaban solos, no peleaban sin apoyo. Llegó hasta el cuarto de control sin dejar de tomarse siempre de por lo menos una de las barandillas (de las cuales, de todas maneras, convenía mantenerse lejos, porque no sólo no pararían una caída, sino que, incluso, la complicarían un poco con el molinete que haría el cuerpo al pasar sobre ellas). Cruzó algunas palabras con el engrasador de guardia, falló un chiste, y se puso a leer presiones y temperaturas. Todo estaba fuera de rango, por supuesto. Bellaqueando los motores de la forma en que lo hacían no se 15 les podían pedir temperaturas estables, y en cuanto a las bombas, con que no se descebaran ya se habían ganado su más profundo agradecimiento. -Basta, por favor...- dijo el engrasador con fastidio, pero sin énfasis. No le hablaba a él: presentaba su queja, desengañado, a cualquier Poder que estuviese oyendo. No era una súplica religiosa exclusiva o a un Dios en particular: cualquiera que dejase quietas las aguas un par de horas estaba bien. Se sentaba frente al pupitre donde estaban los controles e instrumentos de medición, aferrando con ambas manos el pasamanos en la posición del conductor de una motocicleta. De hecho, si soltaba las manos, su silla pasaría de mueble a vehículo y lo pasearía por todo el cuarto de control. -Falta poco. Cuatro o cinco horas...-¿Nada más?-No. Este hijo de puta, con mar y viento en contra, sigue haciendo cuatro nudos.-¡No!-Sep-¡Viejito lindo, nomá!-Y, es Sulzer, viejo: no hay con qué darle...- 16 En el silencio que siguió, ambos recordaron otros viajes, en otros buques quizá más nuevos pero también más avaros de potencia, faltos de líneas marineras, con motores menos confiables, en los que debieron pasarse horas y horas en el mismo sitio esperando a que amaine... e incluso a veces retrocediendo. Esta vez, y a pesar de que estaban en los últimos viajes del buque, el Golfo iba perdiendo poco a poco la pulseada. Dio las buenas noches al engrasador, que seguía exigiéndole a Alguien, sin mucha esperanza, el fin del suplicio y, sin nada más que hacer, y no mucho más seguro que antes, volvió a subir. Mientras exigía sus piernas escaleras arriba, los nudillos blancos a cada rolido por la fuerza aplicada en aferrarse a los pasamanos, tuvo que reconocer que, aunque faltase poco, la cosa estaba fea. Trató de pensar en otra cosa, porque estar demasiado consciente de lo grave de una amenaza, cuando no se puede hacer nada al respecto, sólo proporciona una carga extra e inútil de ansiedad. No ignoraba que un parpadeo en la presión de aceite, un rodamiento engranado en un motor eléctrico, agua en el combustible, un falso contacto: cualquier cosa, podían producir una parada de máquinas y que, si ello ocurría, el buque podía acostarse y darse vuelta sobre si mismo en un revolcón horroroso que dejaría a todos los tripulantes (despiertos o dormidos) bajo diez metros de aguas negras, rabiosas, y heladas. Pero hacía lo posible por ignorarlo. Puede que la muerte inminente y probable nos invite a meditar en nuestras vidas y en las leyes del Universo –por lo menos, en las novelas siempre era así-, pero lo cierto es que, 17 cuando está cerquita pero mirando para otro lado, uno trata de llamar lo menos posible la atención de la Dama. Así que se acomodó en el sillón del escritorio, se afirmó como pudo, y trató de leer un poco. Lejos de allí, en Lima, en la pequeña pieza de un primer piso a mitad de camino entre el Puente y la Plaza de Toros, un hombre, gris de años, con rasgos de gringo y ojos azules de chimpancé, hizo un gesto con su mano derecha, como retorciendo el extremo de un hilo que colgara sobre su cabeza, mientras que con la izquierda acariciaba una bola imaginaria sobre su pié izquierdo. El Universo cambió. No fue lo que estaba destinado a ser. Se transformó en otro, aunque no mucho más distinto. En el nuevo, una mariposa que mantenía cerrado el tambucho de proa de un buque en pleno Golfo de Penas no estaba apretada, sino floja. En este nuevo universo, también, el reloj pulsera de Ricardo Urióz, primer oficial de máquinas de dicho buque, cayó del escritorio al piso y entregó su alma electrónica al Creador cuando fue, a su vez, pisado por el propio Ricardo Urioz al levantarse del sillón dónde leía. Por lo demás, todo era exactamente igual. 18 SAN ANTONIO, CHILE: Finalmente, cuando el temporal dejó de torturar al buque, el primer oficial de máquinas durmió seis horas y descansó en ellas lo que en veinte. Un sueño, que estaba un milímetro más acá del estado de coma, lo había mantenido en la cucheta inmóvil, inconsciente, sin sueños y sin vueltas, y no lo había abandonado hasta que no hubo recuperado un mínimo de fuerzas. Físicas y nerviosas. Apenas hubo desayunado, y antes de haber podido bajar a máquinas, lo llamó el primer oficial de cubierta por teléfono. Quedaron en encontrarse en cubierta, a babor de la bodega cuatro. Luego de la noche y la tormenta, el día era un retrato al óleo de la Gloria, aunque toda la dicha que sintió al recibir el fresco aire de la mañana y contemplar el agua verde y mansa (blancas aves de nombre desconocido planeando sobre su cabeza, el sol dorando el filo de las nubes, el horizonte enchapado de oro y rojo), toda la alegría se le vino abajo al ver la cara del otro Primero. Era una cara sin brisas ni aves ni sol. Por el contrario, era la que Ricardo clasificaba como la de “Grande e Irreparable Cagada”, precursora siempre de malas noticias, mal rato, y sobre todo mucho trabajo. Algo había pasado, y, en el pálido susto del rostro que venía a contárselo, se daba por descontado ya el jaque mate. -Vení. Mirá. A ver qué podemos hacer...19 Cuando llegaron a proa, a Ricardo le brotó un silbido largo y sorprendido, que fue perdiendo fuerza lentamente, al ver la fila de proa de los contáiners trincados sobre la tapa de la bodega uno. Estaban todos abollados por delante, incluso los que habían sido estibados más alto. No era difícil imaginarse un puño de un metro de alto golpeando y hundiendo el metal (claro que también había que imaginarse que el metal era el aluminio de las latas de cerveza, en lugar de la chapa real, de acero perfilado). Los golpes de mar de la noche pasada, en proa, debieron de haber sido todo un espectáculo. Pero el problema que los traía allí parecía estar más a proa. Con las manos en las caderas, el primero de cubierta miraba hacia abajo por el tambucho que daba al pañol del contramaestre. Ricardo se acercó, y miró también. -Mieeeeeeerda....-soltó bajito el de máquinas. Lo que había sido un prolijo pañol, con latas de pintura y de grasa en sus estantes, bidones, pinceles, cabos, cuñas, cadenas, bolsas de jabón en polvo, cemento fulminante, estopa, trapos, material de estiba, herramientas, etc., todo perfectamente acomodado y ordenado, se había transformado en un natatorio. El agua llegaba a cincuenta centímetros del techo, y en ella (que ya no era tal, sino una sopa de querosén, pintura, soda cáustica, detergente y aceite, con agua) flotaban y navegaban tirantes de madera y tablones. Ante la tácita pregunta, el otro explicó. 20 -Deben haberse olvidado de apretar alguna manigueta. Los golpes de agua atacaron la tapa, las maniguetas que quedaban no aguantaron solas, se fueron rompiendo una a una, y al final una ola voló la tapa al carájo. Debemos haber estado embarcando agua toda la noche.-Qué desastre...-Y eso no es lo peor. MiráIluminó con la linterna, agachado, el fondo del pañol. Ricardo recordó entonces que todo el control eléctrico, los fusibles y la alimentación de alta tensión a los cabrestantes de anclas y amarre de proa se encontraban en un gabinete en ese mismo pañol. Trató de encontrarlo, arrodillándose y bajando la cabeza (“como mono espiando un sótano” le vino a la cabeza, sin mucho humor), y vió el armario que contenía los tableros eléctricos casi totalmente sumergido, abierto de par en par, y siendo demolido por las maderas flotantes que lo golpeaban como arietes a cada rolido. Las anclas y los cabrestantes de amarre estaban muertos, comprendió. Bien muertos. -Podemos fondear en caso de necesidad- le dijo al primero de cubierta, pensando en la posibilidad de soltar mecánicamente los frenos eléctricos que retenían a las anclas –pero olvidate de volverlas a virar. Donde fondeamos, quedamos-¿No se puede hacer nada, no?-Únicamente...lamentarlo mucho21 De modo tal que el buque, cuyo plan era fondear en rada un par de días esperando turno, cargar y zarpar de inmediato, entró directamente a un muelle de poco movimiento, amarró con mucha dificultad, y permaneció en San Antonio varios días, en espera de repuestos y del fin de los trabajos de reparación de sus cabrestantes. Cuando el trabajo se lo permitía, Ricardo disfrutaba bajando a tierra solo, de día, y sin rumbo fijo. Caminar despreocupadamente entre personas que, sin duda, iban y venían por allí con objetivos definidos, lo hacía sentirse partícipe de la vida normal de tierra y, a la vez, ajeno. Rozaba piel con piel contra una humanidad que lo asimilaba y a la cual él gustaba de creer que comprendía pero, al mismo tiempo, su falta de razones para estar allí, su desarraigo, su mirada sin urgencia, lo envolvían en la burbuja impenetrable de lo intrínsecamente ajeno. Era el único que no tenía un objetivo, que no tenía nada concreto que hacer, nadie que visitar, ni nadie que lo esperara. No lo empujaba el comercio local, ni la política, amigos parientes o dioses de los otros seres humanos a su alrededor. Si dejaba de hacer lo que hacia, o cambiaba de dirección, nada cambiaría, ni para él ni para los otros. 22 -“Ser y no ser, esa es la cuestión”- sonreía por dentro, sintiéndose casi un fantasma, un ser humano como todos y, al mismo tiempo, nadie. Como una ficha de dominó en un tablero de ajedrez. No era algo desagradable, por supuesto. Era una condición pasajera y voluntaria, que cesaría cuando él lo quisiese, así que podía darse el gusto de experimentar su extrañeza cuanto lo quisiera, sin riesgos. Además, pocos de aquellos que a su alrededor engranaban perfectamente con la sociedad podían lucir la sonrisa, o la parsimonia, del marino en su día franco. Caminando así hacia el centro de San Antonio, entibiándose al solcito, lo irritaba la sensación de que la ciudad le resultaba parecida a otro sitio que conocía, pero sin poder precisar a cuál. Entretuvo su paseo en descubrir el molesto lugar que se escapaba de su memoria. Tan sólo al llegar al final del paseo costero, y contemplar la pequeña bahía apretada entre una loma empinada y las calles oblicuas del pueblo, cayó en cuenta de que lo asociaba con Portofino. Y casi se ríe. Nada más lejos del caro y falsamente típico puertito italiano, que la pragmática ciudad sudamericana en donde se encontraba. Nada de cruceros privados ni joyerías, perfumes caros o autos arrogantes en San Antonio: apenas unos pesqueritos pulidos por el mar y el clima, y un muelle de artesanos. Y aún así, aún así...tuvo que admitir que el terreno era parecido, la vegetación similar, y que los ángulos irregulares de las calles no diferían mucho. Quizá hubiese 23 alguna asociación posible entre el snob reducto italiano y el puertito enquistado en la costa chilena. Habría que ver. Por algo había aparecido en su cabeza. Por un lado Portofino, un lugar donde el turista humilde, al codearse con el dinero que luce su ocio, no sólo se siente fuera de lugar entre los aristócratas sino que, para colmo, no encuentra por ningún lado a nadie más humilde que él, pasando así a sentirse el primer eslabón de la cadena alimenticia. Y por el otro San Antonio, que no. Quién sabe: quizá asociar no fuese otra cosa que hacer abstracción de las diferencias entre dos cosas, hasta llegar a encontrar algo común entre ambas. Si uno viaja mucho, si uno mira mucho, pensaba Ricardo, es inevitable volverse cada vez más difícil de encandilar por la maravilla de la novedad. Porque al principio –recordaba perfectamente- buscaba y se dejaba seducir por todo lo diferente que aparecía en sus viajes. Lo apasionaban Las Diferencias. Pero, cuando la novedad dejó de serlo, y su trivialidad quedó al desnudo, fueron siendo cada vez más aparentes las cosas universales. A la fecha, se maravillaba más con lo igual que con lo distinto. Y, tal vez, sus sorpresas y entusiasmos tendrían origen en la intuición de estar al borde de descubrir, de confirmar, que, tras el velo de lo contingente, todo es Uno y lo Mismo. ...pero Portofino y San Antonio... ¡Dejáte de joder! De cualquier forma, la mañana corría, perfumada y seca, mientras Ricardo recorría placitas, remontaba calles, 24 disfrutaba con los aleros de la estación de tren, y curioseaba lo pescado por otros. Para cuando llegó al mercado, y mientras miraba intrigado unas cosas parduscas, secas y medio aterciopeladas, que luego averiguó eran algas comestibles, el hambre lo empezó a molestar. Distraído, lo había ignorado hasta entonces. Pensó que, si no podía seguir ignorándolo más, debía ser casi la hora de comer. Eso podía ser un problema. Quería almorzar a bordo, ya que a las 15 se iban a hacer las pruebas de los cabrestantes, y no le gustaba la idea de volver corriendo al puerto luego de almorzar bien en tierra. Miró su muñeca, y la mancha pálida a su alrededor le recordó que ya no tenía reloj. Preguntó la hora. Eran veinte minutos más tarde de lo que creía, y ya vergonzosamente tarde como para comer en el buque. Puteando –a nadie ni a nada en particular- por la falta de su reloj, sin el cual le era muy difícil calcular cuánto había caminado y cuánto le faltaba para volver tranquilo, buscó un lugar donde almorzar cerca y pronto. La estación de tren estaba casi sobre la playa, loma arriba. El edificio se prolongaba hacia el mar en una especie de enorme balcón cerrado, construido sobre pilotes hundidos en la arena, y en él funcionaba un restaurant de mariscos. Los paneles del cerramiento de este balcón, hechos con innumerables rectangulitos de vidrio (en lugar de los modernos ventanales de cristal blindado) mostraban un cierto desprecio por la perpendicularidad que le recordaba a las popas de los galeones de Hollywood. Y ya fuese que ello 25 apeló al encanto de las películas de Erroll Flynn que lo fascinaban durante su infancia, o porque el olor que provenía de la cocina se impuso a cualquier otra decisión consciente, el caso es que Ricardo entró en el comedor, que descubrió (para su alivio) saludablemente atestado de gente que mascaba con alegría. Uno de ellos, solo en una mesa del fondo, era del buque. Cuando reconoció a Ricardo, lo invitó a sentarse. Ricardo, siguiendo su consejo, pidió un plato de lo que el otro estaba comiendo (una sopa espesa, o guiso chirle, de un nombre raro que olvidó apenas ordenado), y medio litro de blanco de la casa. A medio consumir ambas cosas ya se sentía reconciliado con el mundo. El restaurant tenía los detalles (los buenos y los malos) de una casa de familia. La vista al mar a través del cristalero era deliciosa, y la charla con Julio, delirante y profunda. Tan satisfechos quedaron con el sitio –y el blancoque decidieron ir a pagarle en persona a la dueña para manifestárselo. Era una mujer amplia y activa, que conversaba con varios clientes a la vez desde detrás de la caja y que, ante las felicitaciones por la comida, la atención y el ambiente, no pudo menos que imponerles una bebida de despedida por parte de la casa, aunque fuese sólo un vino y de parados. Junto a ellos, un par de ancianos consumían, sin prisa pero sin pausa, sendos vasos de tinto, callados y como pensando. Uno al fin se arriesgó a adivinar si los señores 26 eran marinos y argentinos, y, al confirmársele que sí, sonrió triunfante al otro, como si quedase finalmente zanjada una larga y obstinada discusión. Julio, por cortesía, averiguó que ambos viejos eran (fueron) arrieros, mal jubilados y sedentarios ya para siempre. Poco a poco, la comunidad entre viajeros (unos por los páramos de piedra, los otros por el agua interminable) fue encontrando temas de charla y, eventualmente, pareció necesario invitarse mutuamente con otros vasos de vino, tanto como para poder brindar y dejar formalmente establecida la mutua simpatía. Después, Ricardo se entretuvo escuchando, durante un largo rato, las descripciones de la severa sequedad del norte de Chile, enterándose de las rarezas que ocurrían en esa feroz ausencia de humedad. Uno de ellos contaba, por ejemplo, que en un cierto lugar, donde se había registrado un promedio de lluvias de cero milímetros durante los últimos cien años, había llovido –vaya uno a saber por qué- durante dos días seguidos. La sorpresa de los habitantes no terminó allí, sino que aumentó los días que siguieron al chaparrón, al ver verdear y florecer arenales y pedregales que habían estado muertos desde antes de nacer sus abuelos. -Pero las semillas...-empezó Ricardo, no entendiendo si habían estado latentes cien años, o si fueron traídas por los vientos que trajeron la lluvia, o si, tal vez, el mismo milagro que produjo las nubes se extendió un poco más y sacó vida de la nada. Pero fue perdiendo interés en el asunto al volver 27 a extrañar el reloj en su muñeca. Se disculpó y procuró averiguar la hora. Ya quedaba poco tiempo, de modo que se despidió de todos y tranqueó hacia el buque, tratando de cortar camino por calles más o menos diagonales. Cegado por el sol del mediodía, adormilado por el almuerzo y el vino, venía bajando por una callecita muy empinada que suponía lo acercaría al puerto, dejándose apurar por lo fácil de la pendiente, cuando se llevó por delante a una mujer que salía de una casa. Ella parecía igual de apurada que él, y no menos encandilada, ya que salía de un zaguán ensombrecido. De la colisión resultaron algunos grotescos intentos por no perder el equilibrio (la pendiente de la calle no ayudaba), y un desparramo de papeles que volaron de los brazos de ella y quedaron a merced de los vientos patagónicos. Ricardo hizo lo que pudo por disculparse y correr agachado al mismo tiempo, recogiendo las hojas que podía y pisando desprolijamente a las que no. Para cuando terminó y vió lo que tenía entre manos (un desorden pisoteado y arrugado de hojas sucias) pensó que, quizá, hubiesen quedado mejor si se los hubiese llevado el viento. Así y todo, se las alcanzó e intentó otras disculpas. La mujer, confundida por la catástrofe de sus papeles, atinó a contestar, no muy convencida, que la culpa había sido de ella, y que todo podía dejarse como estaba. En cualquier caso, era evidente que para ambos se estaba haciendo tarde y, tras una incómoda 28 despedida, una subió y el otro bajó por la calle, rápidos como el disimulo. Ricardo llegó a tiempo para la prueba de los cabrestantes, que resultó un fracaso. Murphy era un genio, pensaba, mientras miraba las ruinas fundidas de lo que había sido el bobinado del motor del cabrestante, quizá uno de los pocos componentes del equipo que no había sufrido daños durante la tormenta. Por lo menos, no daños visibles. Algo, aparentemente, lo había dejado sentido por dentro (alguna fisura en el barniz, un poco de humedad, una puesta a masa), algo que, teniendo las protecciones en servicio y operando, no habría pasado de ser una contrariedad. El motor se hubiese desconectado automáticamente, todos sabrían que había algún problemita, y la cosa no hubiese pasado de allí. Pero, mal reparado el tablero, no se dispararon las protecciones, ni se soltó el contactor cuando se pulsó el botón de parada. El pobre animalito siguió reventándose un par de segundos más hasta que volaron los fusibles y se desmayó, pero, por supuesto, para entonces ya era demasiado tarde. Aunque Ricardo no hubiese sido informado del desastre por el acre olor que flotaba pesado por sobre toda la proa, la expresión de “grande e irreparable cagada” del electricista hubiese sido más que suficiente. -¿Cuánto tiempo?- le preguntó, resignado, al del taller -Dos, tres días más. Con mucha suerte- le respondió el otro, con los puños en los riñones y la expresión de quién se llenó los carrillos para bufar pero optó por contenerse y soltar el aire despacito. 29 Ricardo volvió a su camarote, con la comida aún cerca de la garganta, lleno de malas noticias, y con los pies latiendo por la caminata apurada hasta el buque. Rezongando, pensó que lo que mejor le caería en ese momento sería un café doble, amargo y negro. Pero al llegar al comedor y ver la mesa destendida cayó en cuenta de que hacía rato que había pasado la hora de la merienda. No había agua caliente, la cocinilla estaba fría, y todo estaba guardado en los misteriosos recovecos a los que recurrían los mozos para asegurarse de ser considerados irreemplazables. Y ni siquiera había alguien que fuera testigo de su despecho (desilusionarse de un café, cuando se lo ha anhelado y esperado con ilusión y con ansia, probaría la paciencia de media docena de santos). Así que de nuevo se dirigió al camarote, sin saber qué hacer. Era temprano para iniciar una salida nocturna, estaba cansado para salir de nuevo, tarde para hacer ningún trabajo útil, y no tenía cartas que escribir ni ganas de leer. Se confesó harto de San Antonio, de los cabrestantes, y de la madre que los parió. Y concluyó, con esa lógica retorcida de los contrariados, que la culpa de todo la tenía el reloj –o su ausencia-. Decidió cenar a bordo, temprano, irse a dormir, temprano, y, en la primera oportunidad que tuviese de volver al pueblo, comprarse uno nuevo. 30 La primera oportunidad fue día y medio después, cuando dejó su guardia, organizó los trabajos del personal de máquinas, y pudo volver a salir. La oferta de relojes era bastante limitada (“a ver cómo asociás esto con Hong Kong, o Yokohama,...”) pero llegó a encontrar algo parecido a lo que había pisado, a un precio aceptable. Entró al negocio sin apartar los ojos del reloj de la vidriera –para no tener que volver a salir a buscarlo y volver a entrar como un bobo- y, tras saludar, pidió que por favor se lo mostraran. Recién entonces miró a quién lo atendía, y reconoció a la mujer a quién había topeteado y estropeado los papeles dos dias atrás. Es sabido que algunas personas están dotadas de una habilidad especial para salir airosas de situaciones incómodas, pareciendo siempre saber exactamente qué decir y cómo actuar, no importa qué tan inesperado o extraño fuese el percance con el que tuviesen que tratar. Bueno, Ricardo no. El se quedaba callado, mirando, sonriendo, y dudando al mismo tiempo de que correspondiese mirar y sonreír. Y eso cuando tenía suerte y no lo acometía la inspiración de una frase ingeniosa, porque esas veces, si, la catástrofe era absoluta, y la incomodidad, intolerable. Aquella vez, por suerte, no habló. La vendedora sí, tomándose en broma el choque del otro día y consiguiendo poner en marcha una charla liviana y más distendida. Mientras duró el proceso de apreciar, probar, y pagar el reloj, tuvieron tiempo para comentar que Ricardo era marino, oficial de máquinas, desilusionado de amores y poco 31 amigo del fútbol, mientras que ella, además de atender la relojería, era periodista free-lance para un par de diarios de la zona, y el único sustento de un par de hermanitos menores. Ricardo, entonces, temió que tanto interés naciera de la idea de aprovechar y escribir algo sobre la vida de los lobos de mar (¿qué tantas otras cosas sobre las cuales escribir podía tener una vendedora de relojes de San Antonio?), y como sabía que, al ser la vida de los lobos de mar un verdadero bodrio, los articulistas se sienten siempre justificados al agregarle algo emocionante de su propia cosecha (un poco de “extracto de Salgari”, decía él) haciendo que la cosa terminara siempre en un mamarracho híbrido y falso, hizo lo posible por llevar la charla hacia las cosas de ella. Modesta, al principio se resistió a hablar de sí misma, alegando que, para un hombre acostumbrado a recorrer el mundo y los mares tormentosos (“¡Ahá!”), su vida de pueblo debía parecerle aburrida. Pero terminó por decidirse y explayarse. Y sobre todo a explayarse. Demasiado. Mucho. Para cuando Ricardo consiguió salir de la relojería, el nuevo reloj en su muñeca izquierda le informó que hacía más de una hora que ya era suyo, mientras que un sobre en su mano derecha lo sumía en esa perplejidad, entre divertida y fastidiada, que nos asalta al darnos cuenta de que, sin saber cómo, nos hemos metido en un lío insólito y grotesco. Volvió al restaurant de mariscos, consolándose al pensar que, después de todo, cualquier sacrificio fue poco 32 con tal de escapar de las maniobras y emboscadas de la mujer. En efecto, en cierto momento de la charla, Ricardo (que siempre fue un discapacitado en lo concerniente a los sobreentendidos sociales y las indirectas) tuvo una iluminación, y supo que habían malinterpretado su interés en la vida de la vendedora. Y que fue demasiado mal interpretado. Supo que dicho interés no había sido mal recibido (es más: era indudablemente correspondido), y que ciertas frases, que hasta el momento habíanle pasado desapercibidas, eran gruesas indirectas de que sí, sí, ella iba a decir que sí si se la invitaba a cenar, a bailar, o a lo que fuese. Y si era a lo que fuese, mejor. Ricardo había orejeado sus naipes entonces (cuando cayó en cuenta, se entiende), estudiado el juego sobre la mesa (los kilos, los años, y el monótono zumbido de lugares comunes), y se había ido al mazo. Lo hizo, cometiendo un error en la urgencia del momento, escapándose por el tema de los papeles pisados. Se enteró así de que la señorita free-lance (“changas”, tradujo él para sí) mantenía correspondencia con varios colegas, remitiéndose entre ellos artículos “en crudo” sobre temas de su zona, que cada uno ampliaba y glosaba en su periódico local. El arreglo les permitía tener siempre algún tema sobre el cual escribir –nadie puede ser creativo todo el tiempo, ¿no?-, y tener algo de difusión en el exterior. El que editaba algo escrito sobre la correspondencia de otro firmaba con ambos nombres, compartiendo los méritos, y todos contentos. Los papeles que Ricardo había echado a volar el otro día resultaron ser cartas sin ensobrar para varios 33 escritores conocidos, producto, parecía, de varios meses de trabajo e investigación. Casualmente, ella tenía allí mismo dos que, por haber tenido que tipearlos de nuevo (él no preguntó por qué; si hubo algún reproche indirecto, no iba a darle el gusto de reaccionar con una disculpa), se demoraron y no pudieron salir por el correo junto con las otras. Una era para Lima. ¿Ud. no va para Lima, ahora? ¡Pero qué casualidad! ¿No quisiera llevarla? No, no importa que por barco tarde más, si de esa manera me quedo más tranquila de que no se pierda. Fíjese que, además, así va a conocer a Leonel Millán, un notable escritor y amigo peruano, que seguro seguro que lo recibe como los dioses. Vaya, vaya: vaya de parte mía, va a ver qué bonísima persona es el señor Millán, y qué bien que lo agasaja si le menciona mi nombre. Y allí estaba Ricardo, engullendo sus mariscos y preguntándose por qué carájo había aceptado un encargo que, sin duda, lo fastidiaría y le haría perder parte del poco tiempo libre que tendría en tierra, en una ciudad que nunca le había gustado mucho, de parte de una mujer que no le interesaba nada, y para un tipo que, sin duda, debía de ser un pedante insufrible. Porque soy un bolúdo, concluyó. Y lo confirmó cuando, tras considerar la posibilidad de tirar la carta al agua y librarse de toda la molestia con total impunidad, tuvo que admitir que no, no iba a poder hacerlo. Un bolúdo, se repitió. 34 LIMA: -Yo no sé cómo hacen para tratar de vender Lima las agencias de turismo. Es más: no sé si hay alguna que se atreva. Lo único que le ofrece al turista son el pasado y los incas. Si no hubiese habido incas, y los españoles no se hubiesen tomado el trabajo de construir esos mamotretos que les gustaba tanto construir, tendrías sólo Lima. Y con Lima sóla, no sé si hubiese habido algún turista, jamás. Claro que para nosotros los barqueros, que somos turistas a la fuerza (o que no tenemos nada mejor que hacer en nuestro tiempo libre), la cosa es distinta. No se trata de elegir o no, ni de si nos gusta un lugar para pasear o no. Como no tenemos más remedio que ir a sitios donde el turista típico no iría jamás, ni gratis –suponiendo, además, que estuviese enterado de que existen- tenemos que sufrir, además, la maldición de que, cuanto menos interesante, agradable y civilizado es un puerto, más larga es siempre la estadía del buque. Así que rebuscamos, damos vueltas, preguntamos, y siempre terminamos por encontrar algún lugar que vale la pena conocer, o, por lo menos, a donde ir para escaparse un poco del barco. En Lima no es fácil, te digo: no es fácil. El puerto, El Callao, es un lugar pobre y desamorado. Suele haber escasez de agua, así que todos los vidrios están opacos de polvo, y las calles, sobre todo las que están alrededor del puerto, 35 hieden a orina milenaria. Es una zona peligrosa, donde no es raro que te asalten. Allí se consiguen muy buenas artesanías de recuerdo cosidas a mano, con sutura y en el propio cuero de uno. Hay muchos kilombos cerca, como el Ana´s Bar – que tiene más recuerdos marítimos en las paredes que el museo de la marina mercante de Amberes, dicho sea de paso-, pero son sórdidos, roñosos, berretas. Las chicas, pobres, hacen lo que pueden, pero, la verdad, si tuvieran que ejercer el oficio en cualquier otro país, se mueren de hambre las pobrecitas... Si uno consigue salir de las calles de cerca del puerto, pasa de largo por los kilombos, y llega al centro del Callao, la cosa no mejora mucho: olor a comida frita en aceite de algodón, grasa de pollo, basura vieja, veredas atestadas de vendedores, y mucha pobreza, mucha decrepitud en todo. Mugre. Uno busca con apuro un transporte y, en ómnibus, en guagua, o en taxi (pero para el taxi hay que ser de veras corajudo) se huye a Lima o a Miraflores. Algunas veces parábamos a mitad de camino, en los mercados indios, para comprar platería o tapices, pero la verdad es que comprar, por más que el regateo y la “caza” de piezas lo hagan divertido un rato, te entretiene apenas una o dos veces. Después es un fastidio. Yo prefería ir a Miraflores. Está bien: será sintético, será de utilería, será un ghetto de acomodados, y no tendrá color local ni sabor típico, si, pero está limpio, es elegante, la higiene de los alimentos no te saca el hambre, y el asalto es un poquito menos frecuente. 36 Claro que, por la época que te cuento, uno podía quedar mezclado con el revoque en cualquier momento si daba la casualidad de que estuviese cerca algo que los terroristas quisieran borrar del mapa, pero, te digo, hay que haber conocido el centro del Callao de noche para entender que valía la pena correr el riesgo. Sin embargo, hubo un día que cambié Miraflores por el centro de Lima. Charlando en el desayuno con Ricardo Urióz, supe que pensaba pasar el día turisteando por Lima: tenía unos datos, unos folletos, y una dirección donde cumplir un encargo. Me tentó lo del turismo y me prendí en la salida; aunque Ricardo era de máquinas y yo de cubierta (ya sabés, aquella vieja rivalidad...) nos llevábamos bastante bien. Además, yo era segundo: con esos horarios de guardia, no me podía llevar mal con nadie. Ni ver a nadie, si vamos a eso. Y Ricardo era un tipo muy agradable a la hora de pasar el rato. Me acuerdo de que salimos apenas desayunamos, y de que pasamos una mañana interesante y distinta dando vueltas por el centro. Hicimos el recorrido por la Catedral (“¿dónde está la cabeza de Pizarro?” y todo eso), del Museo del Oro, el Mercado Azul y, tras terminar de agotar los pies por las peatonales, fuimos por unas hamburguesas a plaza San Martín. Andábamos con suerte. El día estaba fresco, brillaba el sol (cosa rara, porque no por nada Lima tiene el apodo de “la triste”), encontramos un par de lindas piezas de plata a 37 buen precio, y, en fin, nos olvidamos por completo del buque, que no es poco. Habíamos dejado el Puente, La Alameda, y la Plaza de Toros para la tarde, porque quedaban cerca del lugar en donde Ricardo tenía que entregar su encargo. No me gustaba nada, y se lo dije varias veces: si la visita se alargaba, y se ponía el sol, la única forma segura de volver al puerto iba a ser en taxi, y esa aventura a veces terminaba atrás de un cerro, con el taxista y sus amigos apuntándote. Me dijo que no me preocupara, que el cansancio lo había hecho cambiar la categoría de su visita: decidió que iba a ser más cartero que invitado. Tocar timbre, entregar los papeles, estrechar la mano, y al barquito. Yo no estaba muy convencido, pero le hice caso. El sol estaba tan lindo que se te hacía cuento que alguna vez iba a ser de noche. Así que fuimos al puente, y paseamos por la Alameda. ¿Nunca te lo imaginaste? De veras, en serio: ¿nunca? Cuando escuchabas la canción de La Flor de la Canela, ¿no te metía en la cabeza Chabuca Granda un sitio hermoso, perfecto para el romance, delicado, donde la naturaleza y la arquitectura componían una especie de poema parquizado? Yo, te cuento, tenía casi un Watteau en la mente, te juro. La realidad, el puente desconchado y ordinario, el río de menos de un metro de ancho y con las orillas llenas de basuras plásticas, la Alameda que en sí era apenas una vereda enrejada, con banquitos de cemento y vista a los frentes de las casitas, todo, todo cayó sobre mi fantasía y me la hizo 38 pelota. Me sentí estafado y, te juro, un poco triste. Ricardo me dijo que no sólo compartía mi pena, sino que se sentía, además, indignado. El problema era que no se decidía si estaba indignado con Lima, con Chabuca, o con él mismo por ser tan pajarón. Después nos perdimos un poco buscando la plaza de Toros –que conocimos nada más que por rigor turístico, ya que a ninguno de los dos nos importaba mucho-, y finalmente nos perdimos muchísimo, buscando la dirección encomendada a Ricardo. Él, nervioso, se puteaba bajito. Yo, demasiado nervioso, me callaba la boca. Hasta que llegó un momento en que decidimos dejar todo para mañana, y fue entonces cuando nos dimos cuenta de que era tan difícil entregar la carta como salir del barrio. No encontrábamos taxi (y en Lima es raro, porque lo difícil es encontrar un auto que no lo sea), y el lugar se fue poniendo tan feo, tan pesado, que optamos por no preguntar ya más direcciones para no seguir publicando por todos lados que éramos dos extranjeros indefensos. Hicimos lo que pudimos por pasar desapercibidos y orientarnos como pudiésemos y, la verdad, no pudimos. Fue por pura casualidad que al doblar una esquina dimos con la calle del encargo. Vimos la salvación en el tipo que recibiría el sobre, y apretamos el paso –un ojo puesto en los números de las casas que íbamos pasando, y el otro en los recovecos de las puertas- hasta que encontramos la dirección. 39 La casa a donde llegamos estaba en el fondo de un pasillo largo, angosto, y feo. Mientras pensaba en lo problemático que iba a ser todo si no encontrábamos a nadie en casa, y alguien, atraído desde la calle por nuestro aspecto, decidiera cortarnos la salida del pasillo, Ricardo golpeó y, por suerte, lo atendieron. Salió a atender un viejo gordo, de camiseta musculosa y bragueta abierta que, cuando se enteró de lo que nos había traído por ahí, se emocionó y le dio como un ataque de hospitalidad (Cuando me acuerdo del tono de maravilla con que repetía lo de “llevado hasta allí” me doy cuenta, tarde, de que se no emocionaba por lo amable de nuestro gesto, sino porque sabía lo remoto y peligroso que era “allí” para los turistas). Insistió en que nos sentáramos, que probáramos aunque fuese un bocado de algo que estaba comiendo (ya ni sé qué), que bebiéramos una copa, que fumáramos algo...tan ansioso estaba por que le aceptáramos algo suyo, que empecé a ilusionarme con que, en una de esas, tuviese una hija. Pero no tenía. El tiempo pasaba como los bomberos, y el poco sol que quedaba se puso colorado y se murió violeta. Codeé a Ricardo y él, como pudo, se paró, mintió algo sobre las guardias a bordo, agradeció la atención del gordo, y le pidió que, por favor, nos ayudara a volver al Callao. Hete aquí que no sólo nuestro huésped no tenía vehículo de ningún tipo, sino que su entusiasmo se marchitó en el mismo instante en que sugerimos que quizá podía 40 acompañarnos hasta una esquina transitada donde encontrar un taxi. Se disculpó. No podía salir de casa. El tipo esperaba visitas, fijáte vos. Si, claro. Nos hizo un planito (¡Un planito!); si lo seguíamos, nos aseguró, no podíamos tardar más de quince minutos en llegar a la avenida. Y quince minutos es poco, sí. Tratá de pasarlos abajo del agua... Pero, no habiendo más remedio, tragamos saliva, nos despedimos, y salimos a la noche. Íbamos bien. Me acuerdo que, cuando en una de tantas vueltas, vi la avenida, ya me sentí prácticamente a bordo. Casi estábamos ahí, sin incidentes ni disgustos: en pocos minutos estaríamos respirando hondo en el asiento de un taxi y riéndonos del susto que habíamos pasado. Pero cometimos el error de mirar un callejón que se abría al costado de nuestra calle al pasar frente a él, y ahí empezó a estropearse todo. Cosa de veinte o treinta metros callejón adentro, en lo oscuro, la poca luz que llegaba de un farol de nuestra calle nos permitió ver a tres tipos que tenían a un viejo contra la pared, y lo venían deshaciendo a mano limpia. Ahora bien, no es cuestión de pretender pasar por macho ni por héroe: soy el primero en confesar que, frente a cosas como estas, siempre creí que lo mejor era volverse autista, escapar lo más rápido posible, y avisarle a gente que 41 estudió y que cobra un sueldo por solucionar estos asuntos. Me han pegado, sé que duele, sé cómo duele, y sé que nunca quedás del todo bien si peleás con tipos que viven de eso. Son malos, son hábiles, y pegan donde a vos te daría asco o vergüenza hacerlo. Por salvar el amor propio se puede perder un ojo o un testículo, cosas que, al final, son mucho más útiles para vivir que el orgullo. Siempre es un mal negocio. Y, charlándolo más tarde con Ricardo, me dijo que su primer impulso fue, también, ignorar el asunto. Ser dos tipos más entre los muchos miles que ignoraban al viejo, un viejo más entre los millones que estaban siendo robados o asesinados ahora mismo... ¿qué diferencia haría nuestra pequeña indiferencia? ¿Mucho peor quedaría el mundo? Nah. Pero había algo en la forma de pegar de los tipos, algo que los dos vimos, que nos volcó contra ellos por reflejo. No pegaban para robar, no pegaban para asustar, no pegaban por venganza...no sé cómo explicarlo...parecían matarifes faenando. Lo estaban demoliendo como albañiles tirando abajo una pared, mecánicamente, desapasionadamente. Se turnaban un golpe cada uno, y hasta se podía notar que, mientras uno golpeaba, los otros estudiaban el lugar y la posición más cómodos para aprovechar al máximo su turno. Parecían amigos jugando al pool. Resultaba tan frío y repugnante que, antes de poder pensar qué carájo estábamos haciendo –y dejar de hacerlo-, ya estábamos ahí, Ricardo golpeando en los riñones de uno, 42 y yo empujando a otro cara contra la pared con toda la inercia de mi carrera. Como tuve una suerte bárbara –suerte de estúpido, creo- el tipo que estrellé se durmió, con la cara hecha un pecheto con salsa. Ricardo, más suertudo todavía, había podido conectar su rodilla con la nariz del que se había doblado por el golpe del riñón y, aunque no le apagó las luces, logró que se quedara en el piso, hecho un bollito y pensativo. Me puse contento. No lo podía creer. De estar en inferioridad de fuerzas, pasábamos a tener la manija. Me di vuelta para encarar al tercer tipo, al último que quedaba – éramos dos contra uno, ahora tenía que ser todo un paseítoy ahí me dieron ganas de vomitar, o de cagar, o de mearme, porque el tipo había sacado una pistola, una cosa cuadrada, grande, de un color negro aceitoso, y con el agujero más grande del mundo en la punta. Pensé “y voy a morirme acá, en este barrio de mierda...qué bolúdo”. Se me empezó a borronear todo alrededor, y creo que, si el tipo no se hubiese movido, en unos instantes más me hubiese desmayado como una mina. Pero se movió, e hizo lo más loco, lo más chiflado del mundo. Apuntó al viejo, al pecho, y tiró. Apuntó al que yo le había hecho la plástica, y tiró. Apuntó al que había golpeado Ricardo –que seguía de rodillas, pero ya se estaba levantando- dudó un poco, y también tiró. Después nos miró, como eligiendo por donde seguir con su laburo, pero nos quedamos con las ganas de saber quién hubiera sido el primero (Lo de las ganas, te darás 43 cuenta, fue un chiste). Bueno: resulta que, aunque parezca mentira, justo en ese momento, el viejo habló. Dijo algo en inglés, sonriendo (¡Son-rien-do!), y el otro se quedó, como dudando. Después, de golpe, el tipo enfundó el arma, corrió callejón arriba, entró en un auto que no vimos, y salió quemando cubiertas. Era cosa de locos, pero parecía espantado. Cagado en las patas. De todas formas, no me sorprendió: todo había sido tan rápido, tan intenso, y tan ilógico, que yo ya estaba atontado, y aceptaba sin cuestionar cualquier nuevo episodio de la pesadilla. Sentí algo en el brazo. Tardé en darme cuenta de que era Ricardo, que me sacudía y me gritaba algo. Me lo tuvo que repetir. Entonces entendí, y corrí a buscar ayuda mientras él se arrodillaba junto al viejo y hacía lo que podía. Mi viajecito solo por esos barrios, aquella noche, (“Lassie, el abuelo está en problemas, busca ayuda, ¡corre Lassie!”) fue otro viaje en el tren fantasma, que no te voy a contar ahora porque si no esto se nos va a hacer demasiado largo. Para cuando volví, como a la hora, con dos policías y la promesa de una ambulancia, el viejo, por supuesto, ya se había muerto. Ricardo estaba sentado en la vereda de enfrente, con la espalda contra la pared y la mirada perdida. De ahí en más, la noche no mejoró mucho que digamos. La burocracia fue terrible. Bien latinoamericana. La delegación de policía era de terror, y me parece que nos salvamos de un par de días de estadía en la cárcel sólo porque los dos delincuentes muertos eran viejos conocidos de la policía, y porque al tercero lo agarraron a la madrugada. 44 Lo más raro de todo, por lo menos para mí, incluso en una noche llena de cosas raras e inexplicables (como lo de que el tercer tipo, a quién nadie perseguía ni conocía, corrió como loco, se estrelló contra un cuartel -¡un cuartel, nada menos!-, se puso a tirotear a los soldados que se acercaron a ayudarlo, y los soldados, por supuesto, lo cosieron a balazos), aún en medio de todas esas rarezas, no podía dejar de preguntarme para qué se había tomado Ricardo el trabajo de levantar un baldosón de la vereda al lado del viejo. Y estaba seguro de que había sido así. No pude dejar de notarlo cuando llegué con los policías, porque lo había apoyado contra la pared, detrás de la cabeza del viejo, como si ya tuviese la lápida lista. Además, el hueco en el piso brillaba, porque se había llenado de sangre y reflejaba el farol. Le pregunté un par de veces, pero, cuando vi que evitaba el tema y que me daba vueltas, me resigné y no molesté más. Tuve bastante con qué entretenerme entre sumarios, informes, las preguntas de la Empresa, los trámites ante el Consulado, y no me acuerdo cuántas bobadas más (que duraron meses, incluso después de haber vuelto a casa) así que terminé por considerarlo más un dolor de huevos que una aventura, y cambié la curiosidad por unas enormes ganas de olvidarme de todo, y archivarlo profundo y para siempre...- ............................................................................................................ 45 Imperceptibles cambios siguieron ocurriendo en el devenir del Universo. Simplemente, algunas cosas no ocurrieron como era inevitable que ocurrieran, si bien siempre fueron cosas muy humildes. Los cambios fueron mínimos e imperceptibles Encontraron en el buque un VHS porno que se daba por perdido hacía meses. A un tendero en Colombia le gustaron, y decidió comprar, unos vestidos de un escandaloso color amarillo. Y Ricardo Urioz fue reconcentrándose más y más en sí mismo, al extremo de no pisar tierra –ni siquiera el muelle- en Guayaquil. Aunque a nadie le sorprendía un poco de shock después de lo que había tenido que pasar en Lima, les resultaba curioso, y les preocupaba además que, además de estar callado y pensativo todo el día, cayese en la extraña manía de negarse a ver u oír a ningún extranjero. Huía de cualquiera que no fuese argentino, sin disculpas ni explicaciones. Pero confiaron en que mejoraría con los días, y lo dejaron tranquilo. 46 BUENAVENTURA, COLOMBIA: El buque estaba fondeado frente a la ciudad, en un río apretado entre verdes poderosos, desde más o menos las siete de la tarde. Antes de las siete y cuarto ya se le había acercado un bote con veinte o treinta putas que pedían subir a los gritos. El capitán, en el dilema de desafiar la prohibición de las autoridades o la exigencia de sus tripulantes, resignado, miró profesionalmente el disco de Plimsoll de la otra banda. Con una habilidad increíble, si se tienen en cuenta las polleras ceñidas y los tacos altos, las chicas treparon por la escala de gato y fueron recibidas con simpatía y cortesía por los tripulantes. Hubo cena, copas, brindis, música a alto volumen, y baile. Hasta eso de las once, y salvo alguna pareja que se retiraba solapadamente, la fiesta estuvo animada pero tranquila. Pero de ahí en más, y menos por las bebidas que por la diabólica proporción que guardan la cintura estricta y las ancas poderosas de las colombianas (y el terciopelo de su acento, sus escotes pródigos y, seamos honestos, el oficio), la fiesta se desató, el volumen de la música hizo tintinear los vasos, y, explorando formas más locas de divertirse, todo el mundo se desparramó cantando y bailando por los pasillos, hasta subir a la cubierta de oficiales. En sí, esto era medio tabú. No era que no hubiese oficiales en la reunión con las chicas (el segundo de 47 máquinas, protegido por un casco de seguridad, bailaba en calzoncillos sobre la mesa del comedor de los marineros.), o que hubiese distintos stándards morales según la categoría de los tripulantes, sino que había una especie de regla no escrita que decía que se podía festejar todo lo que se quisiera, siempre y cuando el capitán no fuese testigo de ello, ya que su obligación era prohibir la permanencia a bordo de las chicas. El capitán, en un esfuerzo heroico por ignorar la rugiente bacanal, se había enquistado alto en su camarote (hasta era probable que se hubiese tapado la cabeza con las almohadas): llevarle las putas y la cerveza hasta la puerta era abusar del pobre hombre, amén de correrse el riesgo de que cometiera un error, saliese del camarote sin darse cuenta, y los viese sin querer. El disimulo tiene sus límites. Aquella vez, sin embargo, el alcohol y la ropa interior de las chicas, que las empinadas escaleras del buque revelaban enloquecedoramente, pudieron más que la prudencia y todos fueron Arriba. Cuando el oleaje encontró el amplio estuario del comedor de oficiales amainó un poco. Se destaparon botellas, se ciñeron talles, se hicieron chistes bravos, y se estaban empezando a dar cuenta de que iba a ser mejor para todos si la fiesta seguía en los respectivos camarotes, cuando una chica vió, a través de los cristales de la puerta, a Ricardo, que, de overall, salía al pasillo, camino a máquinas. Imposible evitar verla a ella. No sólo su cuerpo copiaba la geometría de un reloj de arena, sino que estaba 48 encajado en un vestido color amarillo histeria (un amarillo tan chillón que sería atrevido de usar hasta en un barrilete), un vestido que empezaba justo debajo del pubis –más o menos el ancho de una uña más abajo- y terminaba apenas en el ecuador de su busto. La tela era tan delgada y estaba tan tensa, que no sólo se notaban las costuras de su ropa interior, sino que hasta incluso podían contársele las puntadas. Lo que ella vió fue a un tipo moreno, pálido, desencajado, que la miraba con una expresión que estaba entre la maravilla y el espanto. Le sonrió, lo llamó, y le guiñó un ojo, en vano. Indignada por lo que tomó como desprecio, le preguntó al tipo que tenía más cerca qué le pasaba al muchacho del pasillo. -Pasha que vimo una película ce poco- le contestó el otro con la lengua lerda por el alcohol –en que una mina she cogía a lo tipo y despué los mataba...y vo so igualita la trís-¿Y con eso?-Y...q´sé yo..- el borracho perdía interés en el tema a medida que iba ganando interés en el escote de la morena ...anda medio loc. Capá que she cre que si sencama con vo lo vaja mata. Lo deben haber asustao lo mushasho. So igualita, so-¡Pero como va a podé pensá eso! ¡Por una película! ¿Le diheron eso y lo creyó?49 -Ta medio loco el pobre. Pero so igualita, igualitagangoseó. Empezaba el borracho a extender las manos, los ojos profundamente sumergidos en el valle del escote, cuando Ricardo se encogió de hombros, pareció decidir algo, y entró al comedor. Se plantó frente a la chica de amarillo, la miró seriamente a los ojos, y, sin saludar ni nada, le dijo que dijera lo que tenía que decir. Furiosa por haber sido usada para una mala broma, furiosa por el poco interés que despertaba en Ricardo, y bastante más furiosa por la indiferencia con que éste se había dirigido a ella (todas las profesiones tienen su orgullo), sin pensarlo ni dudarlo, le dio una respuesta destinada a lastimar y vengarse. -¿Que qué te digo? ¡¿Que qué te digo?! ¡Pué te digo que es cierto, chico, mira! ¡Es cierto! ¡Todo lo que te han dicho es verdad!Ricardo, blanco como la panza de un pescado, pareció a punto de gritar. No encontró aire, y se fue sentando despacio en un sillón, en donde terminó por desmayarse, ante la consternación de todos y la angustia infinita de la chica de amarillo. Lo llevaron al camarote. Reaccionó enseguida, pidiendo que lo dejaran solo. No, no necesitaba médico. No, que ni se les ocurriera decirle nada al capi. Estaba bien: comió poco, nomás. Le hicieron caso, y siguieron con la fiesta en el salón de maestranza. Costó un poco, pero al poco rato renacieron los romances, y en cosa de veinte minutos se apagó la música, se cerraron las puertas de los 50 camarotes, y un silencio poblado de gemidos se adueñó del casillaje. No muy lejos del puerto de Buenaventura –menos de media hora a pié, caminando despacio- está el hotel La Estación. Es un edificio blanco, con tres o cuatro pisos decorados sobriamente, de un estilo pasado de moda hacía más de un siglo, y con una columnata, (o veranda, o recova) al frente de toda su planta baja. En su interior posee una piscina excelente, rodeada de jardines y sombreada de palmeras. Hace ya tiempo, alguien de a bordo investigó y descubrió que podía accederse a la misma, al bar y al restaurant, sin ser necesariamente pasajero del hotel. Sólo había que pagar una tarifa, ridículamente accesible. Este valioso descubrimiento se transmitió oralmente, de generación en generación, y, para la época de Ricardo, se había vuelto la salida obligada en los días tórridos de ese puerto. Ricardo estaba allí, apenas un par de horas después de amarrado el buque, sentado junto a piscina, y nadando un poco cuando el calor se hacía insoportable. El capitán y el Jefe de máquinas lo habían obligado a tomarse el día franco y a tratar de divertirse, asustados por su reacción de la noche anterior (El pedido de Ricardo de que nadie se enterara de su desmayo no pasó de ser una formalidad. El, y todos los demás, sabían perfectamente que el único secreto que se guarda a 51 bordo es el que a uno le interesa conservar. Todo lo demás se publica en “La Voz del Escobén” o se transmite por “Radio Pasillo”, los implacables y fulminantes medios de prensa oral de la tripulación). No les preocupaba la posibilidad de que le ocurriera otro hecho violento, porque, si bien Buenaventura no es ningún suburbio del Vaticano, el hotel era el sitio más seguro de la ciudad. Y les pareció alentador que estuviera dispuesto a bajar de nuevo a tierra y a ver gente: que hubiera perdido su fobia a desembarcar parecía indicar que empezaba a salir del shock. Además, le dejaron bien en claro que, o mejoraba, o se volvía a casa. El se daba cuenta de lo que pensaban y, a pesar de saberlos equivocados, los dejaba hacer. Que lo creyesen medio loco no le molestaba, mientras eso hiciese que lo dejaran solo y le diesen tiempo para razonar tranquilo. Ahora, sentado junto a la celeste reverberación del agua, agitado por haber buceado todo el largo de la piscina, sorbía pensativo una piña colada y pensaba, tratando de poner orden y método en algo que parecía tener de todo menos eso. Había algo sedante en las caricias que el reflejo del sol en el agua tanteaba en su cara, y hasta las sombras zigzagueantes de las palmas parecían las banderas de un peón de vialidad que ordenara disminuir la velocidad mental. Cuando pudo sentirse, al fin, razonablemente tranquilo, y sólo entonces, encaró lo que estaba pasando, empezando por repasar los hechos. No le hacía mucha gracia pasar de nuevo por todo, ni siquiera con la memoria, pero no parecía 52 haber otra forma de saber dónde estaba parado, y tomar una decisión acertada, que no pasase por encarar las cosas. Revivió una vez más, como una pesadilla fastidiosa, aquella tarde en Lima. Los hechos previos a la pelea se confundían, descoloridos e indistintos. La pelea misma se veía a través de un caleidoscopio sacudido con saña, donde las imágenes de brazos o caras aparecían y desaparecían tan rápido en la oscuridad que era imposible decir a quién pertenecían. Sólo a partir del instante en que el tercer delincuente sacó su arma la memoria se le volvía precisa, reteniendo hasta el último de los detalles y mostrándolos en un tiempo raro, más lento y más definido que el tiempo real. Volvió a verlo todo. Volvió a contemplar la ilógica frialdad del asesino, y resistió la tentación de hacer conjeturas al respecto. Luego vinieron las palabras, las increíbles palabras del viejo, y su no menos increíble sonrisa, que habían logrado poner en fuga al otro y salvarles la vida a él y al Segundo. Una vez libres del peligro inmediato, y como el otro parecía tan paralizado como él, se obligó a hacer algo. No importaba que fuese algo inteligente ni que solucionara las cosas: bastaba con salir del estupor y poner de nuevo las cosas en movimiento. A bordo se aprende pronto que la ansiedad es contagiosa, y que no deja pensar ni salir de los problemas, ni a uno mismo ni a los que lo rodean. Eso termina por crear el hábito, que no tiene nada que ver ni con el coraje ni con la sangre fría, de disimular el propio miedo y 53 exagerar la serenidad -que se está lejos de sentir-, para que todos puedan concentrarse un poco más en buscar la solución. Ricardo no era la excepción. Temblando, con las tripas a punto de avergonzarlo –por ambos extremos-, comprendió que la única chance que tenía el viejo de sobrevivir era que él y su compañero se separasen enseguida (juntos a su lado, o juntos buscando ayuda, iban a resultar inútiles). Supuso que, ante el escándalo que se había desatado, los delincuentes de la zona deberían haberse resguardado prudentemente, y que el que fuese hasta la avenida no correría gran riesgo. Con falsa serenidad le indicó al otro que fuese a ver qué encontraba, y él se agachó junto al herido. Había poca luz, pero la que había le alcanzó para darse cuenta de que el otro no tenía muchas posibilidades. Controlando la náusea y el bajón de presión (nunca había sido muy bueno en eso de ver sangre), vió que el agujero de entrada estaba en un lugar alto del vientre (hígado o bazo, quien sabe), que era muy grande, y que sangraba con fuerza. No quiso ver el de salida por miedo a romper más al viejo al darlo vuelta, y porque supuso que no iba a tener forma de taponarlo ni con un plato de té. Semejante calibre, a tan poca distancia, debía llevarse un manojo de carne al salir. Si se desmayaba al verlo, iba a ser de menos utilidad todavía para el herido, así que lo dejó acostado boca arriba. Arrancó parte de la camisa de uno de los dos muertos, hizo un bollo con ella y la colocó bajo el viejo, en el lugar por donde la sangre que manaba le decía que debía estar el agujero. Confiaba en que el peso del cuerpo comprimiría la tela y parase un poco la hemorragia de la espalda, mientras él hacía compresión 54 con la palma de la mano sobre la del abdomen. Si lo mantenía consciente, si no se ahogaba con sangre (debía tener hemorragia interna, porque le corría un hilo desde la boca. Aunque, claro, con los golpes que había recibido antes, era difícil de saber), si no lo aplastaba al hacer compresión, y si le paraba un poco la pérdida de sangre, podía ser que aguantara hasta que llegara la ambulancia. No es que tuviera muchas esperanzas; simplemente, seguía con lo que estaba haciendo porque tenía pocas opciones. No se abría una ventana, no se prendía una luz, no paseaba una rata ni curioseaba un perro flaco: en el silencio oscuro del mugriento callejón, el tiempo se medía con los latidos húmedos del viejo. Ricardo se sintió como abandonado en un asteroide, o perdido en el centro de la tierra. Absolutamente solo, con excepción del anciano moribundo, y de la Muerte, que casi seguro estaba parada detrás de él, mirándose el Rolex de la muñeca y fastidiada por la forma en que la hacía perder el tiempo. El viejo lo sacó de su lástima por sí mismo cuando tosió, escupió, sonrió y le guiñó un ojo. -¡Hola! - saludó con un cierto acento gringo. -¡No hable, por favor, no hable!- atinó a contestar Ricardo -está herido, y le conviene quedarse lo más quieto posible. Ya viene en camino la -la ambulancia. Ya sé. No va a llegar a tiempo. No importa, para lo que hemos venido a hacer, nos sobra con el tiempo que queda 55 -Shhh...No hable -Hágame un favor: levante esta baldosa -. Ricardo tardó en darse cuenta de que se refería a una sobre la cual había caído la mano del viejo al recostarlo. No supo qué hacer, pero el otro insistió. -Levante la baldosa. Tengo algo escondido debajo, y necesito que Ud. lo recupere. Ya ve: me encuentro un poco indispuesto como para hacerlo por mí mismo - se rió de su propio chiste, y eso le costó un espumarajo de sangre impresionante. En cuanto se compuso, siguió como si nada. -Ya sé que parece raro que sea precisamente bajo la baldosa que me quedó más cómoda de señalar después de toda esta batalla, pero es mejor que se vaya acostumbrando a una nueva clase de casualidades, muchacho- Tosió. Le dolía. -Lo escondí hace cosa de veinte días, y elegí esta baldosa por elloRicardo asumió que deliraba. Por ninguna causa iba a dejar de contener la hemorragia, y mucho menos a embarrarse las manos cuando más limpias las necesitaba. Ignoró al viejo, mirando en dirección a la avenida y deseando que de una vez por todas apareciesen las luces de la ayuda, pero el otro le apretó el brazo, lo obligó a mirarlo, y le dijo entre los dientes apretados -Ricardo Urióz: levante YA esa baldosa-¿co, cómo, como es que...? -Sé su nombre, no deliro, confíe en mí. Vamos a tener todo el tiempo que nos haga falta, pero no podemos 56 perderlo en estupideces. Levante de una vez la bloody baldosa Atónito, Ricardo no resitió al reflejo de obedecer y despegó con dificultad la losa, que apoyó contra la pared. Debajo vió una bolsa de plástico encintada a conciencia. Al dársela al viejo, este negó con la cabeza. Cerró los ojos y suspiró. -No. Guárdela bien, y escuche, que no estoy para discursos- Hubo un silencio largo, tan largo que Ricardo llegó a creer que jamás escucharía lo que el otro había empezado a decirle. Pero, finalmente, la conciencia volvió al viejo, que respiró hondo, y volvió a tomarlo del brazo. Para estar malherido, apretaba muy fuerte. -No le mencione el paquete a la policía, no hasta no haber entendido del todo en qué se metió. No sólo yo sé su nombre: está escrito en todo el documento, y no tiene forma de explicarle a las autoridades la relación entre mi muerte y esos papeles, así que escóndalos y léalos a solas. Esto va a ser difícil para usted. Tendría que haberse hecho gradualmente, y en circunstancias muy diferentes. También se tendría que haber hecho dentro de algunos años...o quizá nunca...pero en fin, las cosas pasaron como pasaron, y yo he tratado de completar el proceso del mejor modo posible. Hasta es una cierta alegría comprobar que no todo...no todo puede controlarse. Je- cada coma, cada punto, era una honda inspiración sibilante -En ese paquete hay una libreta que contiene todas las respuestas a las preguntas que está haciéndose ahora, e incluso muchas más a las que va a 57 hacerse en los próximos días. No voy a adelantarle nada, porque creo haber previsto todo en ella. Lo único que no encontrará en ella es esto que voy a decirle y que, como luego comprenderá, sólo podía decírselo en persona Oiga bien. Lo que dice la libreta es imposible de creer. No digo difícil, no digo incómodo: digo Imposible. Es todo verdad, y yo lo sé, pero también sé que es inútil que le pida que lo crea, porque no se puede creer. Y como, si usted no cree en lo que va a leer, todo esto va a ser un sacrificio inútil, he tomado ciertas disposiciones para que no pueda leerla hasta por lo menos estar convencido de que, en vista de lo que le va a pasar, por lo menos me merezco el beneficio de la duda. Quiero que, cuando la lea, por lo menos dude. Lo invito a que trate de leerla cuantas veces quiera: siempre habrá algo que se lo impida, y, cuantas más veces fracase, más cerca va a estar de aceptar que cosas increíbles pueden, y suelen, suceder- Volvió a toser, feo y mucho. Sonó como si algo de cuero le flamease por dentro -Finalmente, sabrá que el momento de intentarlo de firme habrá llegado cuando, no importa a qué país o puerto llegue, la primera persona que vea le confirme que le he dicho la verdad. Esta persona, recuérdelo, se va a cruzar con usted por más que trate de impedirlo- Lo apuntó, divertido, con el dedo -Es más: lo invito a que trate de evitar todo contacto con gente extraña. No baje en los puertos, no hable con los proveedores, evite a los estibadores y operarios extranjeros. Haga su mejor esfuerzo. No importa. La persona que le mando le llegará en su momento, y no hay forma de que usted no se cruce con 58 ella. Y para estar más seguro de que la reconozca, he arreglado las cosas para que se le aparezca...- cabeceó, a punto de desmayarse, pero levantó alarmado la cabeza, se serenó, y dijo, mirando a Ricardo con sus ojos azules de chimpancé -...vestida... de amarilloY se apagó. Cuando llegó la policía, Ricardo no mencionó el paquete. Sabía que debería hacerlo pero, argentino al fin y al cabo, desconfiaba de dicha Institución. En condiciones normales quizá ni siquiera hubiera pensado en quedársela, pero, dada la advertencia del muerto, la escondió profundamente en sus vaqueros, y guardó silencio. Pensó que ningún daño haría a las pesquisas si leía la libreta primero y, si veía que no lo incriminaba, la entregaba más tarde. Siempre podría mentir que, en el shock, se olvidó de que la tenía. Decidió leerla cuando terminasen las formalidades de esa noche, y se acercó al sitio donde habían quedado los muertos, espiando desde detrás de los policías. Antes de que taparan el rostro del anciano, y a la luz potente de las linternas de los agentes, lo miró como para dibujarlo, para grabarlo en su memoria, en la idea de poder recordar dónde se había cruzado con ese hombre. Porque, evidentemente, y aunque no podía reconocerlo, debían haberse conocido con anterioridad. Quizás trabajaba en el puerto, o subió a bordo en algún otro viaje como operario de algún taller. Puede haber trabajado con la agencia marítima que se encargaba de los trámites del buque, o ser 59 pariente de algún tripulante que le habló de sus compañeros de abordo...En cualquier caso, era una casualidad descomunal que vinieran a matarlo justo a su lado, y más aún que recordara su nombre. Claro que podía ser al revés, podía ser que lo hubiese estado siguiendo hasta la casa del gordo, y de esa manera todo era un poco más razonable. Un poco. Casi nada, en realidad. Había que asumir que lo había seguido para darle la libreta, y que lo interceptaron antes. Y que trataron de sacársela, pero no pudieron porque la había escondido. La había escondido hacía veinte días, cuando Ricardo ni sabía que tendría que entregar el sobre. Aunque, claro, el viejo decía que la había escondido hacía veinte días. ¿Mentía, deliraba, agonizaba? ¿Y para qué mentir en algo tan evidentemente falso? ¿O para qué mencionar siquiera la fecha en que ocultó la libreta? Esa noche, de todas formas, le fue imposible leerla. Ni siquiera tuvo oportunidad de cambiarla de bolsillo (ni siquiera cuando cayó en cuenta de que, si la policía sospechaba de veras de él y de su amigo, y procedían a registrarlos, la tenencia de la libreta iba a ser algo muy difícil de explicar. En pánico, decidió tirarla por el excusado o por la primera ventana abierta que encontrase, pero los diferentes trámites lo tuvieron de aquí para allá, y no consiguió ni siquiera esos minutos a solas para hacerlo. Quizá fuese lo mejor, pensó: bastaba imaginar lo que pasaría si tapaba el inodoro con ella, o si la tiraba por la ventana y caía sobre un patrullero.) 60 Llegaron al buque bien entrada la mañana del día siguiente, y a lo único que atinaron fue a dormir. Por la tarde, y parte de la noche, los retuvo el Capitán por lo del sumario interno y el informe a la Compañía. Al día Guayaquil. siguiente, temprano, zarparon hacia Durante el trayecto, Ricardo trató varias veces de leer la libreta. No pudo. Una vez lo llamaron urgente a máquinas por una pequeña explosión en el tablero eléctrico principal (seguía, según parecía, la maldición de los cabrestantes. El agua de la inundación había llenado los conductores eléctricos por capilaridad, y, como el buque siempre tiene la proa más alta que la popa, fue bajando con los días hasta sala de máquinas. Mientras el agua de cada conductor viajase entre el cobre y el forro plástico del mismo, no pasaba nada. Pero, cuando las aguas de diversos cables salieron y se juntaron en el tablero, fiesta, fiesta, fiesta...). En otra oportunidad se clavaron los rodamientos del ventilador del equipo de aire acondicionado. En esas zonas, la reparación no se puede demorar ni un segundo, a menos que se quiera ver a la tripulación transformada en la horda del pueblo del doctor Frankestein, pidiendo a los gritos la cabeza del oficial de máquinas. Y cuando volvió a intentar la lectura, el Jefe le pidió un sondaje general de todos los aceites y combustibles del barco. Para cuando llegó a Guayaquil, con la libreta aún dentro de su bolsa plástica encintada, ya había acumulado más coincidencias de las que cualquier escéptico puede 61 digerir. Decidió que no quería darle a las coincidencias más oportunidades de inquietarlo, así que optó por no tratar ya de leerla, ni cruzar palabra con nadie de tierra, vistiera de amarillo o no. Incluso insistió en engañarse a sí mismo, explicándose que estaba muy ocupado para perder tiempo en esas tonterías. Se quedó a bordo, leyendo, trabajando, y molestando en general a todos los que estaban obligados a permanecer allí y hubieran dado cualquier cosa por poder disponer del privilegio al cual él renunciaba. Llegó a Buenaventura un poco más tranquilo, ya que no le había fallado ningún intento de leer la libreta. Claro que tampoco había hecho ninguno, pero el susto era más fuerte que la lógica. Tampoco había recibido ningún “mensaje”, de amarillo ni de ningún otro color, y esto reforzaba su confianza en que todo no había sido más que una serie normal de coincidencias, resaltadas por la sugestión de las palabras de un moribundo. Al fin y al cabo, la fuerza de una sugestión nace de lo impresionante que sean las circunstancias que la rodean, y aquella noche ganó medalla de oro en el campeonato olímpico de circunstancias impresionantes de su vida. La primer noche en Buenaventura, sin embargo, sus ojos no pudieron sustraerse al delicioso espectáculo de aquella morena que, más que vestida, parecía pintada con aerosol amarillo. Resignado, pero aún con fe en la racionalidad del universo, le hizo la pregunta que le hizo, y ella le respondió como él jamás pensó que le podría responder. 62 Y bien, acá estaba. ¿Ahora qué pensaba hacer? ¿Qué sabía, en concreto, más allá de toda duda? Poco. Uno: el viejo supo lo que iba a pasar con la lectura y la chica de amarillo. No, peor: arregló las cosas que iban a pasar. Dos: las cosas que usó para demostrarle a Ricardo que hablaba en serio no podían ser manipuladas por los medios usuales. Ni la mafia, ni la CIA, ni el MI5 podían organizar la fabulosa serie de coincidencias que llevó al resultado que el viejo le anticipó. Bueno, podían haber plantado a la morena a bordo, pero... ¿y el no poder leer aquel cuadernito? Tres: ya Creía. O, por lo menos, ya creía que, fuese lo que fuese lo que estaba a punto de leer, no era ni una broma ni un delirio místico de un viejo gagá. Pero no sabía, ni podía imaginar, a dónde iba a llevarlo creer en lo que fuese que dijese esa libreta. Fuera lo que fuera, era pesado. No se trataba de metafísica, ni de parapsicología, ni de avistaje de ovnis: esa libreta lo metía en un asunto donde se mataba gente, y se sacrificaba a los propios heridos como a caballos viejos. Creer, y abrir la libreta, era entrar en algo de lo que no habría marcha atrás. 63 Opciones, entonces. Podía tirar la libreta al carájo y olvidarse de todo. Pero atención, cuidado compañero: si no conseguía el olvido, arrastraría toda la vida una duda y una curiosidad imposibles de satisfacer. Además, y tal y como venían pasando las cosas, algo le decía que no le iba a resultar tan fácil deshacerse de ella. No señor. Ni tirarla al inodoro ni quemarla ni arrojarla al mar: en cuanto intentase cualquiera de las formas tradicionales de sacarse un objeto de encima, seguro que algo se iba a romper o a quemar, o alguien lo iba a llamar para algo, y no iba a terminar de hacerlo. La tenía pegada a los dedos como con loctite. Podía armarse de lógica, pensarlo bien, y explicar (mal que mal y de los pelos) todas las coincidencias con que se topó (“a las putas les gustan los colores, el amarillo resalta la piel morena, sin duda –era tan chillón- tenía que ser la de amarillo la primera que viese, la frase con que me contestó fue una casualidad, fue por la película y por lo que le dijo el mamado, que tampoco era una cosa muy ilógica. Y en cuanto a los obstáculos para leer la libreta, bueno: ¿qué es mi trabajo, al fin y al cabo, sino una cotidiana carrera de obstáculos?”). Todo estaba bien, si, pero el problema era que no conseguía terminar de convencerse. No iba a poder. Nada sonaba bien, excepto esa idea loca de que los hechos habían sido manipulados para llegar a este momento. Se sentía que la cosa había sido dirigida. Podía, por otro lado, asustarse mucho –más-, y permitirse creer que estaba metido en un lío mucho más 64 profundo que un sórdido asesinato en Lima. Algo que iba más allá de la ley o del delito. Reconocer que él no era quién, ni tenía la habilidad ni experiencia necesarias para tratar con esta clase de cosas. Buscar ayuda, recurrir a las autoridades, hacer denuncias. Si claro. Ya podía imaginarse tratando de armar una exposición que no lo llevase derecho al psiquiatra. ¿Y para presentar ante quién, dicho sea de paso? ¿Qué repartición del estado -¿de qué estado?- se encarga de los viejos moribundos que rompen ventiladores de aire acondicionado post mortem o que prevén las explosiones en los tableros eléctricos? ¡Pero por supuesto, claro: la que investiga las libretas enterradas con demasiada antelación a las palizas! La lógica, estaba visto, aclaraba poco y ayudaba menos. Ricardo tenía la desagradable sensación de sentirse el personaje de una obra de teatro de la que no había leído nunca el guión, y cuyo autor se orientaba hacia lo fantástico. Bueno, pensó: si fuese así, la libreta quizás era el guión. Respiró hondo. En un mundo de drogas, tráfico de personas, venta de órganos, tráfico de armas, crímenes políticos y demás delicias, las explicaciones para la muerte a tiros eran tan abundantes que perder el tiempo en pensar si no se estaría en la Dimensión Desconocida era pecar de ingenuo. Se inclinó hacia la silla de al lado y sacó de su bolso el negro paquete apretado con cinta adhesiva. 65 Lo desenvolvió y se recostó, contemplando la libreta cerrada que sostenía en la mano derecha. -A ver qué pasa ahora...- se dijo, y empezó a leer. 66 TABASCO, MEXICO: María se levantó con mucho esfuerzo. Por lo menos, así lo pareció. Limpió sus manos con un repasador y dejó a su nieta, o biznieta, a cargo de su puesto de venta de tacos en la Plaza. Con un paso oxidado por el peso y la artritis se alejó por entre los puestos de los artesanos, demasiado bajita y demasiado india como para que ningún turista le prestase atención. Si lo hubiesen hecho, habrían visto una vieja de rodete y pelo gris, casi blanco, con un rostro varonil que parecía hecho a cuchillo. Una vieja de ropa bastante roñosa y de andar parsimonioso, a la que automáticamente darían el nombre de “María”. Los que no la conocían no la veían, de tan anodina que resultaba. Y los que sí la conocían evitaban mirarla. Ellos sabían que no se llamaba María, y creían, con espanto, que era el ser más poderoso del mundo. Llegó a una casa que, hacía treinta o cuarenta años, pretendió parecer de todo menos mexicana y que, desgraciadamente, lo había logrado. Golpeó las manos, y fue escuchada, o adivinada, por una mujer que le abrió la puerta enseguida. María, escalón por escalón, apoyando las palmas de las manos en las rodillas a cada envión hacia arriba, logró trepar los dos peldaños de la entrada y cerrar prolijamente la puerta tras de sí. 67 La otra, una maciza morena que andaría por la mitad de sus cincuenta, sintió en la boca del estómago la inoportuna vibración del temor. Se apuró a hablar, antes de que María hiciese ninguna pregunta. -Hay noticias, María. Hoy Vi. Está hecho-¿Todo, mi niña?-Todo, siCallada, miró el piso durante unos segundos. Después se dirigió con suavidad y respeto hacia la dueña de casa, que, ante esa suavidad y respetos, no pudo empezar a temblar de miedo. Suavidad y respeto, en María, eran la única y última advertencia que, raras veces, se molestaba en hacer. -¿Estás segura, niña?-Si, si, está hecho. Eso lo Ví- tartajeó la morena. -¿Tan fácil?-Pos si... -¿Y los perros? -Muertos-¿Y todo como debe ser hecho? ¿No hubo nada raro, ninguna sorpresa?- 68 -...n...no- Se sabía en peligro, aunque no sabía porqué, y la voz le salía cada vez más bajita -pero están todos muertos, te juro. Lo Ví - ts, ts - chistó María, mientras negaba con la cabeza. -Demasiado fácil- Parecía excusarse por insistir -Quiero que Veas más, que sigas Viendo, y que me cuentes todito...demasiado fácil, ¿sabes?...demasiado... ¿Verías más, por mi, por favor?-¡Si, si, claro, cómo no! Sin decir adiós, María volvió a su puesto de tacos. 69 70 EXTRACTOS DE LA LIBRETA -"¿de modo que por fin ha logrado abrir su mente, don Ricardo? Por si le queda alguna duda, este hombre muerto va decirle ahora, en este preciso instante, que la piña colada que está bebiendo en estos momentos no es lo que se dice un trago de hombres. Pero en fin, gustos son gustos. Espero que no se haya atragantado con ella, ni haberle provocado un ataque de tos. Por más que pasen los años, nunca dejo de divertirme con estas bromas. Soy demasiado infantil, me temo, para el papel que me ha tocado en la vida...-" -"Quién soy, o quién fui, es intrascendente. Puedo darle mi nombre –varios de ellos, incluso- y ninguno va a significar nada para usted. Soy un perfecto desconocido. Incluso podría decirse que soy El Perfecto Desconocido. Un hombre más en la multitud, por lo menos en lo que se refiere a mi nombre. Y lo importante, Ricardo, no es Quién, sino Qué. -" -"Explicar las cosas es malditamente difícil. Espero que sepa disculpar si no consigo ser perfectamente claro: 71 usted mismo verá, cuando se vaya metiendo más en el asunto, que se trata de ideas bastante difíciles de encajar en palabras. En principio podría enunciarlo, lo más resumidamente posible, y luego, a medida que pueda ir convenciéndolo un poco, pasar a analizar poco a poco los enunciados. Soy un hombre que ha encontrado la forma de moldear la causalidad con la herramienta de su imaginación. Soy la Piedra Filosofal de los deterministas. Verá: no he adivinado nada de lo que le ha sucedido. Lo he hecho suceder. Incluso esa tonta piña colada -" -"sé que voy a terminar por convencerlo, aunque este mal principio ya me haya ganado el descrédito del loco. Una vez que entienda lo que quiero explicarle, incluso, verá que no puede ocurrir de otra manera. No por que sea bueno explicando, sino que, literalmente, no puede ocurrir de otra manera-" -"Hace algunos años –muchos, según los cánones usuales- hice un viaje de negocios y placer a Bélgica. Me desempeñaba, por aquellos años, en lo que hoy se llamaría un cargo ejecutivo en una casa inglesa de exportación e importación. Sólo que, por aquellos años, la “gestión 72 ejecutiva” no gozaba del glamour de que goza hoy en día; por el contrario, era un trabajo rutinario, deslucido, con poco prestigio y, para resumir, sumamente aburrido. Eso ya era de por sí bastante frustrante, pero, además, sucede que me encontraba yo, por aquella época, en esa etapa de la juventud en que se sueña con la aventura –o, por lo menos, con tener el prestigio del aventurero-. Poca aventura se podía encontrar en negociar precios de tapices y alfombras. Poco prestigio podía adquirir narrando mis experiencias en conseguir los mejores precios para nuestras telas. Veía pasar mi juventud hora a hora sin que hubiera realizado ninguna obra, ninguna proeza que dejara boquiabierto al mundo. Ganaba mi dinero inventariando y gestionando trámites aduaneros: trate de imaginarse una mujer cautivada mientras yo le narrase eso. ¿Qué romance podía cruzarse en mi camino cuando estaba en busca de una partida de botones que hiciera juego con nuestro casimir? ¿Qué impresión de virilidad, qué aura de coraje y decisión iba a ganar mi personalidad reservando espacio de bodegas para nuestras mercaderías? A todos nos pasa, supongo. Todos somos un poco Lord Jim en nuestra juventud. Y yo, como casi todos, procuraba huir de la frustración de una vida anodina mediante el necio expediente de meterme en cuanta tontería con aura de rareza o de riesgo se cruzara en mi camino. Hice un montón de chiquilinadas, cuya relación voy a ahorrarle, sin darme cuenta de que no importaban para nadie, ni podía 73 salir de ellas mejor ni peor de cómo entré. No había riesgo ni trascendencia en ellas: apenas el capricho de un joven bohemio. Mujeres alucinadas, licores extraños, filosofías morbosas, algún duelo, algún frecuentar disfrazado el bajo mundo, algún arriesgar la vida en apuestas tontas: la eterna historia del riesgo de ser joven y estar aburrido. Si hubiera habido algo más que opio en mis tiempos –y con eso, créame, ya era demasiado-, quizá no hubiese contado el cuento. El hecho es que todo acaba por aburrir, y así, buscando Algo Más, empezamos (yo y otros cuatro o cinco jóvenes, todos tan idiotas como yo) a frecuentar magos y médiums. -" -"No puedo enojarme con los jóvenes de hoy en día. Los entiendo. Comparto, o compartí, su desesperación. Incluso creo que, viejo y todo como estoy, el no haber perdido el recuerdo de lo doloroso que es no tener emoción dramática cuando se tienen veintitantos me acerca más a ellos que a los adultos actuales -" -"No importa cuánto hice por creer. Cuando se es inglés, uno se ahorra mucho tiempo si se resigna, desde el principio, a que hay cambios imposibles de imponer a nuestro temperamento. No es que seamos particularmente lógicos –Chesterton se encargó de demostrar lo contrario74 sino que tenemos la capacidad de fanatismo bastante amaestrada. Tenemos fanatismos específicos. Se puede usar para con la Reina, la Union Jack, “rules the waves”, y todo eso, pero no para otras cosas. Me causaban gracia la escenografía, me aburrían las seances, me irritaban los trances de los médiums, y cometía la perversa falta de tacto de preguntarles a los adivinos precisamente aquello que no tenían forma de averiguar. Mi lado racional conspiraba contra mi faceta romántica, y le ganaba, pero yo, el joven fastidiado por la banalidad de su existencia, no ganaba nada con ello. No me enorgullecía desenmascarar farsantes, y, en última instancia, sufría con ello, porque cada magia que probaba ser falsa me hacía sentir que el mundo era un poco más pobre. -" -"llegamos a la ironía que, por huir de la rutina, se nos hizo rutinario el intentarlo-" -"un vidente que ostentaba un notable porcentaje de aciertos. Más por hábito que por esperanzas de encontrar un verdadero fenómeno sobrenatural, lo visitamos y pedimos presenciar sus procedimientos. Resultó ser un hombre de buen pasar, que, por cierto, no se tomaba a la adivinación como una vocación divina, ni como un medio de ganarse la vida, sino como un pasatiempo placentero. Poseía varias 75 tiendas, estaba felizmente casado, y era padre de varios niños sanos y discretos. Aceptó cordialmente nuestro pedido y nos invitó a una salita confortable ubicada en el fondo de su casa. Tomamos algunos trapistes y charlamos largo rato. Era una persona agradabilísima, hacia la cual era imposible no sentir afecto casi de inmediato. Casi lo lamentamos cuando interrumpió la charla para intentar adivinar nuestro futuro. Creo que, inconscientemente, lo que lamentábamos era que un caballero tan amable fuese a hacer el ridículo frente a nosotros... Pidió silencio, cerró los ojos cosa de diez minutos, y luego predijo algo para cada uno de nosotros. Sin tarot, sin bola de cristal, sin tomarse las manos ni invocar a los difuntos. Simplemente nos describió, en el tono de quién lee las noticias, algo que cada uno de nosotros viviría en los próximos días. Poco después nos despedimos, y volvimos a Amberes-" -"o sea: todas las predicciones cumplidas, hasta las más rebuscadas. Hasta los detalles de las predicciones se cumplieron. El único que no cayó en un rapto de entusiasmo fui yo. Los otros veían en el adivino la prueba de que existen Artes que van más allá de la ciencia y las leyes de la naturaleza. Yo, curtido a desengaños, me reservaba el derecho a analizar el asunto. Con uno o dos resultados 76 sorprendentes no alcanzaba para que mi credulidad y yo hiciéramos las paces y nos embarcáramos de nuevo en otra aventura: ninguno de los dos quería salir de nuevo malparado. Creo que, de tanto tratar de creer en todo, ya me había vuelto un escéptico compulsivo-" -"y le presenté, honestamente, mis reservas y mi deseo de ahondar en la explicación de su habilidad. Lo aceptó con gusto. Él mismo, me confió, se sentiría aliviado si pudiese comprender algo más sobre su don. Intentamos, a veces yo solo, otras, en aras del cumplir con el método científico y la estadística, con mis amigos, descubrir cómo era que lograba predecir con tanta exactitud sucesos por venir. Buscábamos las fallas, los errores, pero fue en vano: un porcentaje altísimo de sus augurios se cumplió siempre, matemáticamente -" -"ellos estaban en éxtasis. Yo buscaba el truco febrilmente, ensayando y descartando todas las explicaciones posibles. No éramos hipnotizados para creer a posteriori que lo que ocurría nos había sido profetizado (anotábamos en sobre cerrados y fechados todos sus dichos), no se nos drogaba, ni se pagaba a terceros para que hicieran suceder las cosas. No se trataba de hábiles deducciones en base a lo que sabía de nosotros: ninguna de nuestras biografías servía para predecir una noche de suerte en la ruleta, el encuentro con 77 un primo llegado de América, la mejoría en la enfermedad de una madre. Probé y tuve que descartar todos los métodos de fraude que conocía, y acabé por darme por vencido. Terminé por admitir ante mis amigos que, si el hombre era un farsante, era mejor como farsante que como adivino. Me felicitaron por haber abandonado mi incredulidad, e insistieron en ir otra vez a su casa. No entendí para qué. Ya tenían una conclusión, un hecho cierto ¿Para qué volver? Entonces parecieron ser ellos los que no entendían por qué necesitaba yo motivos para consultar al adivino. Discutimos un largo rato. Yo sostenía que, en realidad, ninguna predicción del adivino había sido una revelación significativa para la Humanidad (todas se referían a hechos personales, y bastante banales), y qué sólo servían como prueba de que existían los hechos paranormales, y que valía la pena seguir investigando. Ellos, avergonzados, reconocieron que querían volver porque parecía traerles suerte. Entonces empecé a entender-" -"una última visita, en la cual no pedí ninguna profecía, sino la respuesta a una pregunta. Maravillado por no haber reparado antes en la particularidad que yo había descubierto, confirmó mis sospechas. 78 Por más increíble que parezca, todas y cada una de sus profecías, siempre, se habían referido a hechos felices. -" -"caminado junto al Squelda, y perdiéndome pensativo por las estrechas calles de Amberes. Finalmente concluí que la habilidad que tanto nos había maravillado en ese hombre se podía explicar dando vuelta la relación causa/efecto. En efecto, no sólo era demasiada coincidencia el que siempre lograse acertar, sino que, además, sólo acertaba en las predicciones que harían felices a los que se las pedían. El mundo no funciona así: el futuro no puede ser siempre feliz. El único futuro feliz es el que se imagina feliz. Siendo un buen hombre, y no deseándole mal a nadie, sin duda pensaría algo bueno para cada uno de los que lo venían a consultar. Acabé por convencerme de que no eran los hechos a ocurrir en el futuro los que ocasionaban las visiones, sino que, de alguna manera, los ensueños amables del hombre hacían que esas cosas ocurriesen. Parecía medio estúpido de plantear, sobre todo después de haber descartado por imposible el fraude (la manipulación de los hechos por terceros pagados). Era una necedad que la explicación lógica pero improbable no me satisficiera, y que, en cambio, aceptara la delirante. Y sin embargo, si aceptaba provisoriamente ese supuesto, todo lo demás encajaba: la fortuna del adivino, su salud, su dicha familiar, todas y cada una de las predicciones 79 hechas a mi grupo y, sobre todo, aquella suerte estadísticamente imposible de la que parecía gozar. La suerte común es algo ciego y espasmódico. La suerte de nuestro vidente, en cambio, tenía la regularidad de los ferrocarriles británicos. Tanto era así que, cuando mis amigos y yo solicitábamos sus predicciones, nuestra suerte parecía, también, hecha a pedido. No había tal suerte, decidí. El hombre acomodaba el mundo a su conveniencia y, a veces, también a la nuestra-" -"El asunto ocupó mi mente casi constantemente, trabajando, en mis ratos libres, y hasta creo que también cuando dormía. -" -"Suponiendo que ese fuera el mecanismo, entonces, ¿Cómo lo hacía? ¿Cómo era posible “acomodar el mundo”? ¿Entendía el adivino el poder que tenía? Me respondí inmediatamente que no. El hombre era un intuitivo, un empírico, que nunca se había preocupado mucho por el origen de su don, y que incluso lo había malentendido, limitándose a emplearlo como una forma de adivinación. Lo tomaba como algo pasivo, limitándose a “recibir” imágenes. Según me había dicho, entendía que era un don de nacimiento, probablemente de origen religioso, y, por tanto, 80 absolutamente inexplicable. Cien por ciento fe, cero por ciento curiosidad. -" -"era, soy, totalmente diferente. No tenía interés en la religión ni en las visiones del futuro: quería saber cómo podía ser que hubiese una mecánica de la realidad tan distinta a la aceptada, quería comprenderla y, si fuera posible, controlarla. Despreciaba lo Pasivo: sólo tenía interés en lo Activo. Gracias a haber tomado conocimiento de esta rareza por medio de este hombre, que era todo un prodigio de costumbres y sentido común burgués, supe que se podía llegar a prodigiosos niveles mágicos sin recurrir a ningún Arte esotérico ni unirme a ningún Culto Hermético. Me libré, así, de estudiar e investigar el fárrago de escritos necios que existe sobre ocultismo, y me dediqué a romper la cáscara del misterio a fuerza de razón y sentido común-" -"No, nunca cedí. El hecho podía lograrse, y me constaba. Lo lograba un hombre común, hecho de la misma carne y sangre de que yo estaba hecho, e incluso, quizá, hasta menos inteligente que yo. En esto no intervenían talismanes secretos ni filtros bebedizos; no había encantamientos ni invocaciones a los poderes del Más Allá. 81 Había una TECNICA, y simplemente eso. El que la poseía no la podía explicar, porque no la había creado, sino que simplemente se había topado con ella por casualidad. Pero no importaba: yo estaba convencido de que, conociendo el resultado al que quería llegar, y estando absolutamente seguro de que se podía lograr, tarde o temprano conseguiría recrearla. -" -"Durante unos meses estuve ocupado con los negocios, y luego tuve que volver a Londres por una reorganización de la Casa. Me dejaban muy poco tiempo libre –en una época en la cual, de por sí, un empleado apenas si sabía lo que era tal cosa-, pero incluso durante esos pocos ratos libres, agotado y somnoliento, seguía dándole vueltas a los mismos interrogantes. -" -"Verano de 1864. No recuerdo qué mes. Pero era verano, seguro. Se descubrió un fraude bochornoso en la Casa. El dueño se voló los sesos –la gente hacía esas cosas, antes- y algunos de los directivos fuimos detenidos y encarcelados por fraude. No voy a describirle la angustia de ir a prisión, ni tampoco la de saberse inocente y no poder probarlo. No se puede, no hay palabras que alcancen a transmitirlo. Y no es el tema de estas notas tampoco. Lo que sí importa es que me deprimí horrorosamente, y padecí la abrumadora sensación de que ya todo había terminado para mí. Saliera libre algún 82 día o no, mi vida ya no tendría solución ni futuro: todo aquello que no hubiese logrado hasta ese día, ya jamás lo podría volver a intentar. Maldije el tiempo que perdí en tonterías en vez de amar a una buena mujer y disfrutar de mi libertad. Sobre todo, y especialmente, contemplé con vergüenza y con arrepentimiento la importancia y el tiempo dedicado a mis investigaciones esotéricas. Hundido en una celda, lo único importante parecía la vida afuera, y todo aquello que me había apartado de disfrutarla a conciencia me parecía un estúpido e infantil modo de desperdiciar el don más valioso que cualquier ser podía tener. Demás está decir cuánto más me despreciaba por las horas empleadas en tratar de entender al adivino de Amberes, y que abandoné por completo hasta el recuerdo de mis ridículos razonamientos -" -"llevaba más de dos años preso. Una mañana de primavera, sentado al sol en el patio del presidio, cerré los ojos para no ver los muros, para olvidarme de dónde estaba, y recordé mi piso en Londres. De hecho, no todo el piso: apenas el rincón de la cocina iluminado por el sol a la mañana. Recordé el silencio, las motas de polvo cayendo lentísimas en el rayo de sol, y el mantel de la mesa. Tanto disfruté de esta visión, tanta paz y alegría trajo a mi corazón, que me abandoné por completo a ella. Dejé de ser el sujeto 83 del verbo soñar, y me anulé. Fui sólo el predicado. Fui sólo esa cocina. Me di permiso para creerla, y me lancé amorosamente a aprehenderla. El recuerdo se volvió tridimensional, con características fotográficas. Pude ver cascaduras en una tetera enlozada (y jamás había reparado en ellas, aunque en el sueño aparecían claras como islas en un mapa, con rebordes craquelados y una leve textura oxidada). Pude ver –no recordar: ver- el diseño del empapelado y de las baldosas del suelo. No me perdí ninguna grieta de los muebles, y hasta me di el lujo de contar los fósforos que quedaban junto al fogón. Animado por mi éxito abrí un cajón bajo la mesa (Ví todos y cada uno de mis cubiertos), y me dispuse a prepararme té y algunas tostadas. Veía mis manos, y sentía mi cuerpo de pié, aunque, en la realidad, seguía sentado en un banco del patio de la cárcel. Imaginé y experimenté, quieto, todos los movimientos de los dedos y las piernas. Cuando hube hecho el té y las tostadas, radiante, me senté a la mesa, cerca del sol. Pero, claro, para que la felicidad fuese completa, faltaba algo. Amo y señor de mi ensueño, al fin y al cabo, decidí que no tenía por qué privarme de nada, y, tranquilamente, desplegué el Times. Hojeé el diario sin mucho interés –no leí nada, sólo vi borrosamente las paginas impresas- pero me detuve al llegar a las policiales. Allí, en letras grandes y nítidas, los titulares informaban de qué manera prodigiosa se había probado mi inocencia y otorgado la libertad. 84 Como un tonto, me alegré hasta las lágrimas, sintiéndome de nuevo en paz con el mundo y con la humanidad. Hasta que un golpe en el hombro me parió brutalmente a la sórdida realidad de la cárcel. Tardé un par de segundos en darme cuenta de que la cocina, el té y mi libertad no habían sido más que un ensueño, tan vívido que lo había creído (o tan creíble que lo había vivido). Fue un reaccionar cruel y amargo, y me costó mucho reponerme de la angustia que me causó. Me consideré un idiota, y llegué incluso a temer que el encierro me estuviese enloqueciendo. Si empezaba a confundir los sueños despiertos con la realidad, me dije, estaba perdiendo gravemente la cordura. Pero, a fin de cuentas, no importó en lo más mínimo porque, antes de cinco días, estaba libre, exonerado, y tomando el té en mi cocinita. -" -"No vaya a pensar, Ricardo, que a partir de ahí pedí y me fue concedido. Con mucha concentración conseguía repetir esa sensación de que mis ensueños eran más reales que la realidad misma, pero muy pocas veces conseguía lo que pretendía (y muchas veces, pretendía cosas tan humildes que el milagro hubiese sido que no ocurriesen). Sin embargo, siendo metódico y concienzudo, noté que había grados de dificultad en lo que uno buscaba, y que, además, había un cierto factor de contingencia que me dejaba siempre con la duda sobre mis hipotéticos logros. El hombre de Amberes, por ejemplo, propiciaba cosas sencillas, posibles e incluso probables. Cosas que, 85 quizá, hasta podían haber sucedido por sí mismas, sin su ayuda. Su poder, en realidad, no era gran cosa: simplemente lo aplicaba a empujar hechos que ya estaban en precario equilibrio. En mi caso, digamos, yo era inocente de aquello que me había llevado a la cárcel, y las pruebas que lo demostraban existían en alguna parte, así que no resultó difícil salir de prisión. Por el contrario, si hubiese sido culpable, quizás no lo hubiese logrado: el brazo de la Realidad no podía torcerse con mis humildes habilidades. Así, tampoco pude ser rey de Gran Bretaña, ni amante de una duquesa rica, ni armador naviero. Logré, en cambio, que pasase un carro vendiendo verduras cuando lo necesitaba, y que se mudaran unos vecinos molestos, a quienes todo el vecindario odiaba. Pero siempre me quedaba con la duda, ya que estas cosas, tarde o temprano, iban a ocurrir por sí mismas. Yo apenas si las acomodaba y precipitaba un poco, o tal vez ni siquiera eso. Uno no se golpea “siempre donde está lastimado”. Uno se vive golpeando por todos lados, pero sólo se da cuenta de ello en el lugar donde le duele: no hay una magia que persiga las lastimaduras, y en mi caso, puede que tampoco hubiese una magia que hiciese ocurrir las cosas. Apenas si notaba con maravilla que ocurrían simplemente porque estaba pendiente de ellas. -" -"Una teoría era que el límite de este poder fuese eso: mover lo que ya se estaba por mover, causar lo que no tenía más remedio que suceder. En ese caso, lo que yo tendría que 86 hacer era copiar al hombre de Amberes, y, poquito a poco, ir acumulando pequeños aciertos hasta lograr un buen pasar burgués. Si uno lo piensa, era bastante lógico. Un mendigo no puede aspirar a estar de novio con la hija de un industrial, pero si el mendigo encuentra algunas libras, y con esas libras se viste y consigue un modesto empleo, y si tiene suerte en ese empleo y asciende, y su patrón se entusiasma con él y le ofrece parte de la sociedad, cuando ese patrón muere – pronto, y sin herederos- nuestro ex mendigo emprenderá negocios cada vez más audaces, apostando capitales cada vez mayores, hasta llegar a un punto en que el matrimonio con su hija va a ser un honor para el industrial. Si sólo se nos permite el salto pequeño, hay que pensar en usar muchos de ellos para coronar una gran altura. Pero me resistí a aceptar que podía haber limitaciones, hasta no haber encontrado una razón valedera para ello. O por lo menos hasta haber entendido cómo lograba lo que lograba, ya fuese poco o mucho-" -"La limitación, intuía, estaba en el método, y no en el don o en el objetivo. El problema era cómo lo hacía, no qué quería hacer, ni qué fuerza tenía para hacerlo-" -"A pesar de estar en lo cierto (claro que eso lo sé hoy: entonces no estaba tan seguro) toda mi fuerza de voluntad hubiese sido inútil de no haber sido por una de esas 87 trivialidades que terminan siendo la inocente espoleta de tantos descubrimientos. No importa cuánto tiempo haya pasado, jamás pude olvidar la emoción de, en un relámpago de iluminación, comprender repentinamente todo. Me encontraba de visita en lo de una familia amiga, cuya hija, en un estudio cercano, castigaba a un piano haciéndole algo que no tenía nada que ver con las escalas de su lección. Su madre se levantó molesta y fue a llamarle la atención. Pude oír, desde donde me encontraba, como le preguntaba, enojada, que qué estaba haciendo. La niña pareció responder que quería tocar determinada pieza, y que se creía capaz de lograrlo. La mujer la reprendió recordándole que esa era su hora de practicar, no de jugar a la gran pianista. Tocando teclas al azar, le explicó, jamás tocaría nada, como jamás lo lograría un mono, aunque lo intentara durante mil años. Tenía que practicar sus escalas primero, aprender primero lo básico de las notas y las teclas, y, aunque no estaba mal su deseo de tocar una determinada melodía, debía primero querer, desear aprender a ejecutar. Quedé con la boca abierta. Me despedí atolondradamente, y quise volver urgentemente a mi casa para calmarme y estudiar lo que se me había ocurrido, pero, ya durante el trayecto, la sencilla lección de la madre se había transformado en la metáfora que resumía mi cul de sac. Tanto el adivino de Amberes como yo, razonaba, hacíamos lo que la pequeña pianista. Sólo teníamos en mente la melodía que queríamos “sacar”, sin reparar en que nunca 88 nos habíamos preocupado por entender y dominar el instrumento. Cada pequeño pedido, cada intento de lograr algo con ensueños, era un pulsar a ciegas cualquier tecla. Estábamos seguros, de una manera infantil, de que había una relación entre teclas y música, pero nos conformábamos con saber que existía, confiando en que, de tanto probar, alguna vez llegaríamos a tocar bien. De hecho, a veces y por puro azar, en lo mío podía reconocerse algún trozo de melodía (como en lo de salir de la cárcel). Y, estirando el paralelismo, los años le habían enseñado al hombre de Amberes a tocar de oído, y con un dedo, canciones infantiles. Ni él ni yo llegaríamos así, jamás, a los preludios de Chopin. Mi intención sería, de ahí en más, volverme un gran pianista. Un dotado. Para ello, comprendí, debía dejar de pedir en mis sueños el ser Rey, o millonario, o Sultán: debía concentrarme en pedir la comprensión y el dominio de esta habilidad. Como el mendigo que empieza con encontrar una modesta cantidad de dinero, así yo tenía que pedir una modesta cantidad de conocimientos. Una vez logrados estos conocimientos básicos, no me sería tan difícil pedir, y lograr, otros más complejos, y así sucesivamente. Saltos pequeños para subir una gran altura, cada uno de ellos un peldaño desde el cual dar el siguiente. No debía trabajar para conseguir el Poder o el Dinero, sino que debía concentrarme en lograr el Conocimiento. Pulsaría una sóla nota, de ahí en más, con perseverancia, y no por el placer de oírla sonar bonito, sino 89 para que me ayudara a conseguir el cuerpo de mi teoría musical. -" -"Nunca llevé un registro escrito de mis experiencias, y hoy lo lamento. Pero estimo que no pude haber hecho más de diez intentos, diez ensueños en los cuales sentía que había empezado a comprender los fundamentos de esta habilidad, cuando, finalmente, lo logré. Sin fanfarrias, sin eclipse, sin fuegos de artificio: simplemente, sentado en una silla de mi cocina, junto a un té que se había enfriado, comprendí TODO y, de hecho, creo que me volví el hombre más poderoso del planeta -" -"Entiendo que voy demasiado rápido. Comprenda, por favor, que no tengo mucho papel dónde escribir, ni me sobra el tiempo tampoco. No puedo llenar hojas y hojas tratando de convencerlo de lo que pude –y puedo- hacer, porque debo pasar a otros temas, más urgentes y más serios. Urgentes y serios para los dos, créame. Así que le pido que, aunque sea como una hipótesis de trabajo, o para darle el gusto a un viejo senil, acepte, momentáneamente, que las cosas fueron como le cuento, y que, cuando hablo del poder de condicionar el futuro, tal cosa realmente existe y está en mi poder. Ya tendrá oportunidad, más adelante, de descreer de todo y olvidar el asunto. Sólo espere a terminar de leer lo 90 que le he escrito, y luego, si no lo convencí, arroje todo a un cesto de desperdicios-" -"tengo el vicio de la metáfora. Sepa disculpar si abundo en ejemplos; no puedo evitar temer no ser comprendido si no lo hago. La forma en que adquirí este conocimiento, la sensación que tuve cuando ocurrió, sólo puedo compararla a esa vez en que uno puede, por primera vez, dominar una bicicleta. Un instante antes nos caemos, y nos parece imposible lograr jamás mantenernos verticales sobre dos delgados neumáticos. Un instante después uno consigue desplazarse en ella, y pasa a considerarlo algo sencillo, obvio y evidente por sí mismo. Se logra todo el conocimiento en un instante, como de forma infusa, y se es, también, totalmente incapaz de explicarlo. Todos podemos aprender a andar en bicicleta, pero nadie puede enunciar una técnica que le sirva a otro para hacerlo. -" -"y mi vida era una fiesta. No hubo gusto o placer que no me concediese, ni amigo o pariente a quién no ayudase. Me impuse apenas tres restricciones. Primera, no adquirir riqueza, capitales, ni joyas en exceso, ya que toda la diversión de ser rico es poder tener dinero para lograr lo que se desea, dinero que, desgraciadamente, también impone obligaciones y sobresaltos. Pudiendo cumplir mis deseos a 91 voluntad, no necesitaba en absoluto tener “liquidez”, y prescindí tanto de él como de ostentosos carruajes y castillos inhabitables. Adquirí lo necesario para vivir bien, pero cuidándome siempre de pasar desapercibido. Segunda –corolario, quizá, de la primera-, eludí la fama. Fue difícil, y me costó muchísimo sacrificar el capricho de ser conocido y admirado, pero terminó por ser evidente que, si el mundo supiese o sospechase mis habilidades, yo no volvería jamás a tener paz. Entre las peticiones de los pobres desgraciados que las necesitaban, las de los sinvergüenzas que no pero que querrían aprovechar la oportunidad, los manejos de los políticos y militares, y los delirios de los místicos y los profetas, ni con mi poder lograría, entendí, vivir tranquilo. No se puede cerrar la puerta a la Humanidad entera, (salvo que se quiera vivir como un ermitaño), y si bien no toda, una gran parte de ella vería en mis posibilidades la solución a sus problemas. Si la elección tendría que ser vivir atendiendo la puerta de mi casa día y noche hasta mi muerte, trabajando para otros, o exiliarme sólo entre las fieras, magro placer obtendría de mi recién adquirida habilidad. Hubiera sido un pésimo negocio. Así que, cuidadosamente, tuve siempre la precaución de que en ninguno de mis proyectos ni mis placeres figurasen jamás mi verdadero nombre. Y tercera, last but not least, me impuse la obligación de ser un Ser Moral. Quizá esto le suene un poco mojigato, demasiado victoriano para nuestra mentalidad actual, pero si trata de comprender lo que puede significar para la conducta de un hombre el tener un poder gracias al cual nada de lo 92 que desee le puede ser negado (Y le aconsejo que vaya empezando a tratar de entenderlo), entenderá que, aunque yo estaba a salvo de todas las enfermedades y males de la humanidad, me encontraba seriamente amenazado por un mal incurable. Podía, con solo desearlo, curarme de cualquier cosa y de cualquier herida, pero no podía hacer nada contra la descomposición del carácter, ya que es un mal que se niega a sí mismo. Todos lo perciben, menos el infectado. Para no perder la objetividad sobre mí mismo y mis actos, para no degenerar en un Calígula o un Hyde, me impuse reglas muy estrictas, y creo, honestamente, que nunca falté a ellas, y creo, también, que no me perdí de nada importante por ello”- -"Cuando todos mis contemporáneos hubieron muerto de viejos sin que yo padeciese de nada más grave que unas sentadoras canas, la gente empezó a extrañarse, mi nombre empezó a ser comentado, y mi segunda restricción me impuso tomar medidas. Abandoné Londres y, durante varios años, bajo muchos nombres diferentes, simplemente viajé y conocí el mundo. Los largos trayectos por mar me brindaron la posibilidad de leer sin distracciones, haciéndome conciente de la gran cantidad de cosas que ignoraba (y cada vez que encontraba una de ellas, deseaba conocerla a fondo: en pocas meses, y sin poder darme cuenta yo de dónde, todos los datos y conocimientos aparecían en mi camino, se me cruzaban como por casualidad, se me revelaban en ejemplos 93 clarísimos, y se grababan en mi mente como si hubiesen estado allí desde hacía años). Y tanto en el mar como en las más feroces tierras vírgenes me movía con la misma tranquilidad que en Londres: saberme a salvo de todo riesgo me permitió disfrutar, como ningún viajero antes, de mis expediciones. La relación de mis aventuras sería larga de narrar, y probablemente poco útil. Realicé prodigios en lugares sin testigos, sólo para probar mis alcances, conocí los paraísos de placer de Bangkok, de Polinesia y de Brasil, y, aunque no creo prudente revelarlas en detalle, intenté algunas intervenciones en política internacional (baste saber que tener el conocimiento, el poder y la piedad, no bastan par evitar ser manipulado y engañado en política: siempre fui poderoso, pero nunca infalible, y la combinación de ambas cosas produjo resultados dolorosos y grotescos. Acabé por abandonar). -" -"un hombre maduro, de salud y vitalidad juvenil, viajando años y años como Ahasverus, y enriqueciendo sus conocimientos a una velocidad imposible para cualquier otra persona. Tentador, ¿verdad?: Todos los placeres de la carne, sin secuelas, y todos los del intelecto, sin sacrificios. Vivir sin ningún apuro, ni económico ni de tiempo, con el mundo entero a mi disposición para lo que mi fantasía desease. 94 Tan encantadora era esa vida, que tardé bastante tiempo en darme cuenta de que, de tanto investigar lo que otros habían descubierto, había abandonado toda curiosidad por mí mismo. Aprendiendo todo lo que podía sobre las curiosidades que otros habían estudiado, había pasado por alto que, probablemente, yo era la cosa más curiosa que existía, y nadie, ni yo mismo, me había analizado ni entendido. Había logrado dominar a la perfección mi habilidad, pero nunca había terminado de analizar su naturaleza íntima. A medida que iba cerrando mi largo trayecto por el conocimiento, trayecto que ahora sabía circular, ya que debería necesariamente terminar en mi mismo, se me iba volviendo más y más importante descubrir los principios que explicaban y regulaban mi habilidad. Fue así que me instalé en Barcelona, en una pequeña casa del Barrio Latino, y me dispuse a dejar de viajar hasta no haber aclarado a mi entera satisfacción esta rareza con la que vivía. (Aprovecho para contarle que este español del que está Ud. disfrutando ahora lo aprendí allí)-" -"Nunca llevé registros, repito, pero era como si tuviese estampadas en bronce y a la vista, en todo momento, las consignas de mi investigación. ¿Qué relación podía haber entre las fantasías, meras sombras coloreadas que apenas lucen unos segundos dentro de un cráneo, y las férreas leyes de la causalidad? ¿Podría, y debería, transmitir mis habilidades a otros? 95 Y por último, ¿Por qué yo? -" -"No busqué las respuestas como antaño, devanándome los sesos años enteros. Me había vuelto tan perezoso, con aquello de desear y tener, que ni se me ocurrió intentar un enfoque metódico y racional. Simplemente programaba (en ese entonces no existía la palabra, pero el concepto es de lo más preciso) obtener tal o cual respuesta, o tal idea, y, apoyado en ella, pedía la siguiente, hasta que, en relativamente poco tiempo, llegué a aclarar las dos primeras preguntas. La tercera, empecé a notar con inquietud, era imposible de resolver por este medio. Pero hablaremos de ello, y de mis desgracias, más tarde. Ahora, si me permite, Ricardo, trataré de resumir uno o dos principios un tanto filosóficos en los cuales se basó mi explicación del Poder. Seré breve: téngame paciencia. -" -"Lo malo de la filosofía es que, al tiempo de estudiarla y conocerla, se le pierde la curiosidad. Llega un punto donde uno –ya sea leyendo o pensando por sí mismofinalmente se detiene, considerando que ha logrado las respuestas más acertadas posibles. Se adopta un sistema, y este deja de ser interesante o investigable: a lo que solucionó, lo volvió un tema acabado, y a lo que no, lo transformó en un tema irresoluble para siempre. 96 Otro tanto puede decirse de la religión o la metafísica. No tienen, como las ciencias naturales o exactas, constantes desafíos y misterios a resolver. No. El misterio es misterio, para siempre, y los desafíos fueron encarados y resueltos por otros hace rato. Para los voceros de estas disciplinas, uno no pasa de ser público de sus opiniones. Cuando alguien dice que investiga, en religión o en mística, en realidad está diciendo que es apenas una especie de arqueólogo, que investiga lo descubierto por otros hace mucho. En estas cosas, uno no busca la verdad en la realidad, uno simplemente aprende los dichos de otros. Uno es Pasivo. Odio ser Pasivo. No es de extrañar, pues, que mi prolongada sobrevida terminara por lograr que todos esos temas me resultaran insulsos, volcándome hacia las ciencias, que nunca pierden el misterio ni la posibilidad de resolverlo. Cuando quise explicarme mi don, entonces, no recurrí a íncubos, reencarnaciones, misiones divinas ni maldiciones infernales, sino que revolví nuestro plano humano y común, buscando algo que me pudiera servir. Y lo descubrí. Usted juzgará si es o no más lunático que una teoría mágica cualquiera. Todos los sucesos poseen una causa, inmediatamente antecedente, y una consecuencia inmediata. Nada está aislado: todo hecho, toda cosa que existe en el Tiempo, tiene un ganchito adelante y otro atrás, que lo conectan con su causa y con su consecuencia. Y estos, a su vez, también 97 tienen sus conexiones, de modo de formar una cadena infinita. Nadie puede verla toda junta: vemos sólo un eslabón a la vez, y vamos cambiando de uno al siguiente, siempre en la misma dirección. Esta limitación de nuestra percepción (uno a la vez, y siempre para el mismo lado) es lo que pomposamente llamamos el TIEMPO. Lo que hace entretenido a este enhebrar eslabones, es que, si se cambia una causa cualquiera, necesariamente se cambia la consecuencia, y, con ello, toda la infinita cadena por venir. El asunto es abrumadoramente complicado, pero no reparamos en ello porque es la forma en que todo existe para nosotros desde siempre. Un pez no repara en el océano, y pocas personas reparan en la atmósfera que los rodea mientras esta no los incomode. Lo que ocurre en el Universo, en este preciso instante, es consecuencia inevitable de todos los infinitos hechos que constituían el Universo de hace un instante. No es difícil imaginarse que cada microsegundo nace un Universo, y que el mismo fue creado por el anterior que acaba de desaparecer. Tampoco es una conclusión muy ilógica el pensar que, dada una configuración de hechos determinada –y salvo que se acepte la Intervención Divina-, es imposible que ésta dé origen a distintos tipos de Universo: sólo uno es posible, y es el que se concibió en la matriz de esa configuración. -" -"metáfora: reduzcamos el Todo Universal a una mesa de billar con tres bolas, dos quietas y la tercera ya 98 golpeada por el taco y en camino. Si se pudiera detener el tiempo y observar a esa bola apenas un instante antes de su impacto con las otras dos, estudiar su velocidad, su masa, su coeficiente de fricción, su efecto, se nos haría evidente que los cursos que las otras van a seguir luego del choque no tienen nada que ver con el azar: sería imposible que hicieran algo distinto a lo que calculamos que harán. Y lo mismo puede decirse de sus carambolas subsiguientes: Incluso hasta el punto donde finalmente perderán su impulso y se detendrán está ya escrito en el golpe del taco. Lo que a nosotros nos parece un fluir constante no es más que una férrea concatenación de hechos, que algunos filósofos consideran irrompible. Ahora bien: para cada instante del tiempo en que las cosas estuvieron condicionadas para ocurrir de una sóla y única manera, existen infinitas maneras de las que no pudieron ocurrir. Nuestra bola de billar, por ejemplo, no puede saltar, ni partirse, ni desviarse. Un terremoto lo lograría, digamos, pero un instante antes no se estaba generando ninguno, así que el suceso, si bien no es algo imposible en la realidad, lo es para esta combinación de causas y para este Universo. Aun así, y dejando volar un poco la fantasía en bien de la especulación, es evidente que, si alguna de las cosas que ocurriese no fuese la esperada, todo el Universo subsiguiente sería distinto, aunque fuese muy poquito y en un detalle casi imperceptible. Y cuanto más tiempo pase, y más se extiendan y relacionen entre ellas las diversas cadenas de 99 hechos, más distinto se irá haciendo este nuevo Universo del que se esperaba que ocurriese. -" -"idea muy vieja, todo un cliché ya para los autores de ciencia-ficción. Incluso hay un cuento, perfecto creo yo, de un compatriota suyo, “El jardín de los senderos que se bifurcan”, en donde encontrará esta misma explicación mucho más artística y prolijamente explicada. Por otro lado, los epistemólogos dicen que afirmar que “sólo pudo ocurrir lo que ocurrió, porque de hecho ocurrió” es, en principio, una tautología, y en segundo lugar, una soberana bobería, porque lo mismo diríamos si hubiese ocurrido algo totalmente distinto. Es fácil perderse en los juegos de palabras y las paradojas. Lo que nos interesa es que todo está unido secuencialmente a todo, y que cualquier cambio, no importa cuán pequeño, define al universo subsiguiente. La trampa es que no puede haber cambios, porque ellos también tienen causas, o sea que están tan obligados a existir como el Universo al que pensaban alterar. -" -"Muchos se tentaron con la posibilidad de prever el futuro construyendo una matriz exhaustiva con los datos de un instante. En teoría es posible, pero, en la práctica, tan sólo prever el curso de nuestras tres bolas de billar requeriría físicos, matemáticos, analistas, parámetros ambientales, coeficientes de fricción, índices de dureza, y qué se yo 100 cuantas cosas más. La inversión de tiempo y recursos sería formidable, y siempre estaría presente el factor incógnito de “algo” que se pasó por alto en la construcción de la matriz, y que alteró todo (el terremoto, por ejemplo). Por supuesto, la tentación de predecir el futuro no es la de ser su espectador anticipado, sino la de poder alterarlo. Lo que el hombre sueña, cuando le da vueltas a esto de la causalidad, es poder ver qué tendría que cambiar hoy para que mañana le vaya mejor. Parece sencillo, pero es condenadamente difícil. Por ejemplo, y volviendo al ejemplo de las tres bolas de billar. Suponiendo que nuestro deseo fuese que terminaran de determinada manera. Sabemos, porque fuimos prolijos y obstinados, como van a llegar a estar, y, si lo sabemos, es porque comprendimos el encadenamiento de hechos que llevó a ese final. Lo que podemos hacer, entonces, es cambiar algo, modificar alguna de las causas que condicionaron todo, para que el final sea distinto. ¿Pero cuál, cuándo, de qué forma? Recuerde que no sólo se trata de lograr un final distinto, sino de lograr un final determinado: nuestro final. Las posibilidades de equivocarse son, literalmente, infinitas. La única forma de lograrlo sería asegurarse primero el resultado. Tendríamos que partir del estado final, y reconstruir hacia atrás la secuencia que nos llevaría hasta él. Tendríamos que retroceder de consecuencias a causas, desde 101 el Universo que queremos lograr, hasta nuestro Universo de hoy. Compararíamos entonces este, de ahora, con el otro que dedujimos que nos va a llevar al resultando deseado, y, encontrando la diferencia, modificaríamos nuestro Universo para que la incluya y, voilá, el tiempo pasaría, y las bolas no tendrían más remedio que quedar como lo decidimos. (Por ejemplo, si hubiésemos sabido que contestar “hermoso” cuando una mujer nos preguntó cómo le quedaba el sombrero, en vez de “horrible” como le dijimos, nos hubiera terminado por dejar en su cama en vez de solos, cambiaríamos nuestra respuesta, y, así, cambiaríamos nuestro destino) La modificación puede ser más sencilla de lo que parece, aunque no necesariamente accesible. Quizá, para llegar a tener el juego perfecto, todo tendría que ser exactamente igual que como es, excepto el color del jarrón del dormitorio de Khadaffi, detalle que no podríamos modificar. Pero recuerde que los Universos que no iban a ser –antes de que nosotros nos metiéramos a molestar, claroson infinitos. Puede haber otro en que, además de nuestro juego, hubiese otras diferencias, también mínimas (alguna lluvia, algún árbol en otro sitio, algún horario de tren), y que diferirían de nuestro Universo de ahora en algún detalle simple que estuviese a nuestro alcance. De hecho, habiendo infinitos Universos posibles, habría infinitos Universos en los que ganaríamos nuestro juego de billar. Simplemente tendríamos que elegir el más sencillo de cambiar por el nuestro. 102 Por ejemplo, en este de ahora, en el cual estoy destinado a perder el juego, mi mano derecha reposa sobre la mesa. En otro, en el que voy a ganar, todo es igual, salvo mi mano, que está extendida en el aire. Si hago, entonces, algo que en mi Universo no iba a ocurrir (levantar la mano) cambio la cadena de hechos, entro en otra secuencia apenas alterada, me meto en otro Universo, y gano al billar-" -"Mi teoría es que mi cerebro, cuando se halla en estado de ensoñación profunda, tiene la capacidad de sentir cual es la mínima diferencia entre la cadena de hechos en la que estoy, y aquella en la que tendría que estar para que el ensueño fuese real. Así como se percibe un grano de arena en un bocado de carne, o una gota de limón en un vaso de buen vino, siento, durante el ensueño, qué es lo que desentona en mi realidad. Lo percibo como la única nota falsa en un ensueño, por lo demás, perfecto. Algo así como los errores de edición en una película, que saltan de inmediato al ojo y nos sacan por un instante del mundo de fantasía que veníamos disfrutando. O una nota errada en la interpretación de una melodía que nos es muy conocida. Veo la causalidad de atrás para adelante: sueño lo que quiero conseguir, y recibo, en ese sueño, el dato de qué es lo que debo cambiar ahora para que suceda. La explicación más científica sería que, al imaginar algo que me gustaría que ocurriese, algo parecido a un 103 computador me entrega el total de datos que precederían a ese algo, y lo comparase con el total de datos de lo que va a resultar realmente si nada se cambia. Todo de manera inconsciente, por supuesto: una fracción infinitesimal de ese paquete de datos sería más que suficiente para dejarme idiota. Y, por supuesto, sólo percibo las diferencias que se relacionan conmigo y con mis actos posibles. De la comparación resalta, como un error de ortografía o de tono de pintura, el mínimo cambio necesario para “saltar” a otra vía de sucesos-" -"A veces es un movimiento, a veces una palabra, a veces, simplemente, un pensamiento incoherente. Para salir de la cárcel, o para mantener el status del burgués de Amberes, por ejemplo, que eran cosas que estaban casi por ocurrir por sí mismas (ambos Universos, digamos, eran casi el mismo), bastaba con el ensueño y ciertos pensamientos. Cuando se trata de situaciones más complejas, -como mi longevidad, por ejemplo, o la adquisición de conocimientos, o detener tormentas- cosas que implican un Universo muy alejado del nuestro, se requiere de gestos o actos más conspicuos, aunque ninguno sea demasiado difícil ni demasiado chocante (Una vez, por ejemplo, derroqué a un dictadorcito africano rascando el cuello de una cacatúa. Fue bello, elegante, y sumamente gracioso). -" 104 -"Moverse a otro Universo quizá no sea una expresión muy acertada. No hay infinitos Universos: hay uno sólo, que va creándose a cada instante, eligiendo entre infinitos Probables. Y que en realidad no elige, sino que, a la hora de elegir, no pasa de ser un esclavo de la ley de la causalidad. Por el contrario yo, libre y soñador, elegía voluntariamente entre los Probables, pero, entiéndase, nunca me moví de uno a otro, así, transversalmente. Simplemente preparé el Universo futuro en el que habría de caer -" -"Es importante remarcar esto: no hay forma de cambiar el pasado. La cadena que nos trajo hasta aquí está forjada con el más resistente de los materiales. Por eso, si lo que pedimos que ocurra requiere una larga cadena de hechos, y éstos no han ocurrido aún hasta hoy, nuestro resultado tardará más, o será imposible. Supongamos que yo quiero que nazca una gallina parda de una gallina blanca. Dispongo que suceda. Bien: alguna serie de coincidencias ocurrirá para que un gallo pardo fecunde a esa gallina, para que sus genes dominen a los blancos, y para que por lo menos uno de esos pollitos sea más o menos pardo. Pero si pido una gallina con dentadura completa y colmillos, si pido que evolucione un animal así, y como no venían evolucionando en esa dirección, mi pedido finalmente ocurrirá, pero probablemente dentro de ciento veinte mil años. Puedo disponer que aprenderé electricidad, y las cosas se darán de modo tal que, consciente o 105 inconscientemente, todo lo que haga falta para aprenderla se me vaya metiendo en la vida, y termine así por dominarla en relativamente poco tiempo. Pero, si pretendo pintar como Leonardo, y como hasta hoy nunca tomé un pincel, el proceso de casualidades que me llevará a ello quizá sea más largo que el resto de mi vida. -" -"Muerto y todo, casi puedo escuchar sus reparos desde aquí. Por ejemplo, ¿quién me creía yo que era para cambiar el universo, y con él el destino, de toda la humanidad? Nadie. No más que cualquier otro. Si se acepta toda mi explicación anterior, se desprende de ella también que todos los seres humanos, constantemente, están construyendo el universo futuro. Cada acto configura un destino, para todos y para todo. La diferencia conmigo es que yo no lo hacía a ciegas, y que yo, en mi humilde capacidad, siempre tenía presente el no dañar a los demás. O, protestará usted también, yo, que elegía como cambiar la dirección de la causalidad, ¿escapaba a ella? ¿Qué me llevaba a pensar que todas mis decisiones, mis opciones, habían sido libres de mis causas anteriores? ¿Acaso el universo en que estoy no me lleva a elegir si o si determinado cambio, con lo cual, en realidad, no hay nada que se salga realmente de lo previsto? Yo creía que decidía cambiar el rumbo del Universo, pero, ¿no éramos, mi decisión y yo, una consecuencia de ese rumbo? 106 ¿Pretendía yo, anárquicamente, cambiar las vías del ferrocarril del Universo, o simplemente viajaba en él, era un empleado más, y hacía –sin saberlo- el cambio que se suponía que debía hacer? Opté por una respuesta humilde. Me fue imposible creerme independiente de la Causalidad, especialmente cuando mis propias experiencias me mostraban lo inviolable que eran sus leyes. Mi crianza, mis experiencias, mi tiempo, mi cuerpo, todo lo pasado me había llevado a ser lo que soy y, por lo tanto, a desear lo que deseaba y detestar lo que detestaba. Estaba tan timoneado en la vida como cualquier otro ser humano, animal, o vegetal. Como cualquier otro ser humano, cada vez que creía estar cambiando el Universo, simplemente seguía por la senda que los hechos previos habían vuelto inevitable. Uno no decide los cambios de la historia: simplemente tiene la suerte de que lo hayan elegido para interpretarlos. Pero la diferencia conmigo, Ricardo, existe y es clave. Antes de que yo dominara mi habilidad (o, si se quiere, antes de que el Universo produjera una persona que tuviese esta habilidad), el Universo avanzaba a ciegas, creciendo y ramificándose de una forma, diríamos, vegetal. Era como la cadena de derrumbes de una hilera de fichas de dominó, o el crecimiento salvaje de los arbustos. Cuando yo aparezco, aparece una tijera podando los arbustos de determinada forma. Aparece una mano que frena, o cambia de dirección, la caída de las fichas. El Universo, la Causalidad, por supuesto, habían hecho que fuese así –yo era una ficha más-, pero con una personalidad definida. Yo tenía (había sido 107 fabricado con) principios, nociones de bien y mal, de justicia. El azar no. Conmigo, ciertas cosas que se desarrollaban en el Universo empezaban a estar planeadas con un criterio ético. Empezaba a haber un Rumbo-" -"Piénselo: las consecuencias para la estructura de mi personalidad fueron enormes. Si son las cosas que nos pasan las que dan origen a nuestras decisiones futuras, nadie puede pretender que va a ser siempre el mismo. La identidad es una ficción. Constantemente nos ocurren cosas, imprevistas y al azar, que influyen en nosotros y nos cambian. Poco, mucho, bien o mal, depende de qué sea lo que nos cae encima, pero, sin duda, el hombre de hoy será muy distinto al hombre de dentro de diez años. Y no tiene forma de imaginar cómo cambiará, en qué diferirá, qué valores habrá adquirido o resignado en esa década. En mi caso, en cambio, casi nada de lo que me ocurría escapaba a lo que yo había decidido para mí. Mi personalidad moldeaba esas decisiones, y, a su vez, esas decisiones terminaban por moldear a mi personalidad. En vez de un azar lineal y ciego, como les ocurría a los demás, mi identidad se había metido en un círculo de retroalimentación que la reforzaba cada vez más. Cuanto más usaba mi poder, más me programaba involuntariamente para, en el futuro, ser más yo mismo. Este círculo, vicioso o virtuoso, debería ir destilando mi personalidad con los años, concentrándola, purificándola, dejándome con las características fundamentales de la misma, y perdiendo 108 aquellas que aparecieron por azar y que no tuve interés en perpetuar. Y también, supuse, se iría imprimiendo en el Universo futuro. No podía ser de otra manera: cuanto más y más interviniese, más decisiones de mi personalidad habría (y más consecuencias de esas decisiones). En una existencia de una longevidad aún por determinar, mi efecto podría llegar a ser enorme-" -"Estudiando la mecánica de mi habilidad, la pregunta de “¿por qué yo?” había quedado relegada a tercer lugar, y no parecía demasiado importante. Podía haber una explicación médica o biológica al asunto, y encontrarla no parecía tan emocionante como aclarar el misterio de la causalidad. Pero, cuando fui consciente de cómo mi forma de ser iba a ser moldeada para siempre, preservada de las alteraciones normales del destino, y cómo podía llegar a imprimirse en el tejido básico del Universo, entonces, con inquietud, tuve que alterar la prioridad de mis investigaciones. “¿Por qué yo?” era, entonces, una pregunta terrible. ¿Qué hubiese ocurrido, razonaba, si esta habilidad le hubiese tocado a un jerarca nazi, a un berserker, a un hashishin, a un sádico? ¿Tan frágil era el destino de la cultura humana que una capacidad neuronal aleatoria podía borrar todo en un suspiro? 109 El destino de la cultura humana era tan frágil como la personalidad del hombre de que hablábamos antes. Cualquier cosa que ocurre ahora –todas las cosas que están ocurriendo ahora- van a cambiar “lo que es” en “aquello que terminará por ser”, y ambas cosas, por supuesto, diferirán. Todos cambiamos el destino de la humanidad (mucho o poco), a cada instante. Pero las mutuas influencias de cientos de millones de personas, más o menos parecidas (porque vienen formadas por la historia que les precedió) hacen que, en bloque, lleven un rumbo más o menos común. El famoso Rumbo de la Humanidad, que venimos conformando desde hace más de cien mil años. Ese no cambia por una persona, por lo menos, no por una persona normal. Pero, volviendo a mi poder: si un sádico, un perverso, o un estúpido hubiesen dominado esta habilidad, dudo que hubiesen obedecido a mis tres restricciones. No estaríamos aquí: la humanidad, como la conocemos, hubiera desaparecido –o el planeta, o el Cosmos mismo-. Lo cual me dejaba con dos posibilidades: o yo era el primero, y era un feliz –esperaba- resultado del azar el que tuviese un mínimo control ético, o hubo varios, había varios. En el primer caso, no quedaba nada más que especular, y sólo el tiempo diría en qué iba a terminar todo. Ahora bien, si la segunda opción fuese la verdadera, entonces muchas cosas serían más fáciles de explicar. Por ejemplo, no nos maravillamos de que no nazcan ovejas en el fondo del mar (más metáforas) porque sabemos que las leyes de la evolución hacen que sólo puedan habitar el océano los seres que se han venido adaptando a la vida 110 acuática durante miles de años. Si, por una mutación, algún cetáceo pariese algo similar a una oveja, la cría moriría, y esa mutación no se propagaría. Si a alguna oveja le diese por parir en el fondo del mar, ambas –madre y cría- morirían, y la estupidez de la madre ni se heredaría ni se propagaría. Hay una Ley natural que, si bien permite las mutaciones, sólo conservan las que son útiles para la vida, y elimina inmediatamente a las que no. De la misma forma, sería trágico que un Stalin, un Idi Amín, un Crowley, apareciesen con mis poderes. Pero también sería imposible si el Universo estuviese moldeado por gentes que controlan la causalidad y tienen principios diferentes. Si usaron su habilidad durante mucho tiempo, en el Universo habría una Ley –no una ley natural, pero casique impediría que apareciese la combinación de poder con falta de ética. Podemos haber corrido un grave riesgo al principio, cuando nadie tenía el don y todo podía ocurrir, pero luego, en algún momento, un hombre lo logró. Y por fortuna, parece, fue un hombre manso. Empezó a manejar la causalidad según su carácter y, colateralmente, cada elección nos iba llevando –entre los infinitos universos posibles- a un universo más afín a él. Hasta que, finalmente, se llegaría a un estado de cosas tal que, si apareciese otro con esta habilidad, sólo podría ser –en lo que respecta al carácter- como él. Mis tres restricciones, evidentemente, no fueron tan decisión mía como yo creía, sino parte de la combinación de factores que me hizo apto para llegar a ser lo que soy. Si 111 hubiese faltado una sóla de ellas, una cualquiera, o yo hubiese tenido un carácter diferente, me hubiese sido tan imposible obtener el poder como si me hubiese faltado parte del tejido neuronal. Consciente o inconscientemente, los hombres que usaron esta habilidad antes de mi (si los hubo, claro) la cerraron con una cerradura que calcaba sus personalidades. Solo aquel que tuviese la llave con la cerradura exacta podía tener acceso. Yo lo conseguí, pero no me ilusioné con que bastaban, en un asunto tan complejo, con mis tres condiciones. Sin duda habría otras, que yo cumplía sin conocer, y que hicieron elegible a mi persona-" -"Me gustaba pensar caminando por las Ramblas. Le daba vueltas al asunto de si había florecido esta habilidad en mí porque este era un Universo condicionado, quién sabe hace cuánto o por quién, para que sólo aquellos que éramos como yo lo lográramos, o había habido algún factor externo, algún golpe en la cabeza, digamos, o algo que bebí, o un dios o un mago que me formó. Caminaba ensimismado, prestando poca atención a las Ramblas, encajado en el problema y sin saber de qué forma elucidarlo, cuando un viejito que caminaba a mi lado me dijo que sí, que por supuesto que me habían guiado y que, si me parecía bien, podíamos entrar en aquel bar de la esquina y, vino mediante, terminar con mi preparación. 112 Quizá no lo crea, Ricardo, (¡Vamos! ¡Pero si es casi seguro que no crea nada de todo lo que he escrito!) pero lo tomé con naturalidad. Llevaba tanto tiempo moviéndome en un mundo que se había dado vueltas patas arriba, que una extrañeza más no pudo con mi cuero curtido por las maravillas. Conocí entonces a Don Pedro, quien, tras excusarse por hacerme venir todo el camino hasta Barcelona –ya le fatigaba mucho viajar, admitió-, confirmó o corrigió todas mis teorías, y me reveló lo último que me faltaba conocer-" -"No tenemos un nombre para designarnos a nosotros mismos; no tiene sentido acuñar una palabra que no se va a tener oportunidad de usar. Tampoco hay un término para designar el “don”, el “poder”, o la “habilidad” (se habrá dado cuenta de que me vi en figurillas mientras le escribía sobre ello, obligado a repetir una y cien veces el mismo pretencioso término). No hablamos mucho de ello porque sólo podemos encontrarnos cuando estamos maduros para ello, y eso implica haber comprendido previamente nuestra habilidad. En realidad, nunca hablamos mucho de nada. “Nosotros”, los que poseemos esta “habilidad”, somos muy pocos. De hecho, y por lo general, sólo suele haber uno en el mundo, aunque puede ser que haya otro en camino de serlo, sin saberlo. Nuestra función es existir y obrar, ya que mientras existamos y usemos nuestro poder 113 (ahí va otra vez la palabrita...), la Realidad va a ser una realidad en gran parte condicionada por la acumulación milenaria de nuestras intervenciones. Siendo todos sumamente parecidos en carácter y principios, será necesariamente una Realidad que abortará la aparición de otros, igualmente poderosos, pero de ética diferente. Nuestra realidad es un filtro, y el tamaño de sus agujeros sólo deja pasar a tipos como nosotros por el camino al Poder. Es un arma de doble filo. Impide, es cierto, que un perverso pueda llegar a ser todopoderoso, pero también nos priva de la posibilidad de que alguien, con ideas y con la decisión de mejorar el mundo, aparezca y lo logre. Explico esto porque, imagino, si Ud. viene aceptando lo que le vengo diciendo (de lo cual aún conservo serias dudas), su indignación podría llegar a ser enorme. “¿¡Cómo! –se preguntará- : esta gente tiene el poder de cambiar el mundo, y deja que haya guerras, hambres, tortura, enfermedades y explotación? ¿No les importa, no quieren tomarse el trabajo, o son cómplices, y autores de las atrocidades?” Con el poder no basta. Y así como en nuestras personalidades hay muchos elementos positivos –o, por lo menos, neutros-, también tenemos nuestro lado flaco. La política a gran escala, la creatividad revolucionaria, la perseverancia en conseguir las mejoras sociales, nos faltan. Nos repugna la idea de manipular la mente de las personas (habrá notado ya que cambiamos hechos, no psicologías, y, aunque los unos terminan por moldear a las otras, el proceso 114 de entender y prever esos resultados es terriblemente complicado e incierto). Y, por último, un exceso de prudencia nos impide exagerar en la escala de nuestras acciones, ya que sabemos que nuestro poder no nos deja dudas sobre lo que lograremos, pero no nos dice nada acerca de en qué se transformará ese cambio dentro de cien o mil años. No podemos prever consecuencias, sólo podemos causarlas. A ver si me entiende. Puedo hacer que cese el hambre en África occidental. Ya mismo, si quiero. Pero ¿qué harán esos países ricos, superpoblados, dentro de doscientos años? ¿Serán justos, serán conquistadores, serán fanáticos? Puedo estar poniendo las bases del mejor gobierno de la historia, o del fin de la misma. Si trato de ver el futuro, veo lo que quiero ver. Lograré lo que vea, también, pero porque yo decida que pase, y no porque eso sea necesariamente la consecuencia de cesar el hambre hoy. Es una responsabilidad terrible, y nos falta la audacia –o la capacidad- de asumirla. Por eso es que, aunque vemos el dolor en el mundo, y nos apiadamos de él (más que muchos, si se tiene en cuenta que vivimos más) nuestro carácter conservador no nos permite una reforma drástica y global: apenas mantenemos el status-quo, confiando en que la Humanidad siga su evolución natural, pagando el precio que tenga que pagar por ello-" 115 -"tenemos un solo ritual. Cuando uno de nosotros entiende que ha vivido ya lo suficiente (“Consiente en morir”, como dijo Voltaire), hace que esto ocurra sólo después de que su sucesor haya alcanzado la madurez y se haya reunido con él. Es en esa reunión donde se rompe por primera y última vez la decisión de conservar el anonimato, y se le informa al nuevo de todo lo que le hace falta saber. Esto debe hacerse así porque el último consejo que se da al iniciado es que inmediatamente “programe” (sueñe) llegar al día de su muerte sin ser descubierto. ¿Entiende el mecanismo?: Si el que pasa la posta no estuviese por morir, el otro, incluso con la verdad expuesta ante sus ojos, jamás lo aceptaría, jamás lo percibiría. No podría creerlo. El hecho de inmediatamente asegurarse el nuevo poseedor del Poder el secreto sobre su don asegura, también, que no exista ni un solo segundo en que otra persona pueda sospechar de “nuestra” existencia. De paso, el hecho de permanecer el mayor “oculto” mientras vive, hace que el que se está formando no pueda concebir la verdad hasta no haber madurado del todo, ni cometer errores al concebirla (la madurez que permite conocer al antecesor es la única y definitiva prueba de aptitud. Nada se le dirá a quien no haya madurado, porque podría tratarse de un error y no madurar nunca, como el adivino de Amberes. No podemos correr el error de que nuestro saber caiga en manos de alguien que pueda tener el poder y no vaya a evolucionar como nosotros). 116 La reunión nos quita la venda de los ojos, y se la pone a la próxima generación-" -"Don Pedro se despidió, y partió para morir discretamente en algún sitio. No sentí ninguna pena; no sólo era un completo extraño, sino que se moría por propia voluntad, lo cual indicaba que había vivido mucho más de lo necesario (y, por lo que yo sabía, también sin privarse de nada). Soñé yo, entonces, con mi anonimato de por vida, y me dispuse a seguir con mi vida de siempre. Se habían resuelto todas mis dudas sobre mi naturaleza y la de mi extraña habilidad, pero aún me quedaban las ciencias y las artes para intrigarme e interesarme durante muchos años-" -"Nunca sospeché que habría de tener que conocer a mi sucesor tan pronto. Porque, como ya estará sospechando, y aunque aún le parezca todo una locura, usted es quien va a reemplazarme. Me anticipo a sus objeciones. Nunca ha experimentado nada anormal. Sus sueños son sólo eso, sueños, sin consecuencias ni logros. Es un tipo común y corriente. Concuerdo completamente. Es más: soy el primero en reconocer que todo esto está mal hecho, y que hasta puede resultar peligroso: usted no sólo no está maduro, sino 117 que ni siquiera ha empezado a sospechar nada. No puedo imaginar de qué manera va a repercutir esto en el futuro, ni qué tanto daño le he causado escribiéndole todo esto en lugar de reunirnos y explicarle las cosas. Lo único que sé es que no tuve alternativa, y que he hecho lo que supuse que sería lo más efectivo. Hice lo que pude. No en cuanto a convencerlo, porque no era mi intención el hacerlo con este escrito (Fíjese: pude haberlo “soñado” ya convencido y creyéndome todo, pero eso hubiera sido manipularlo psicológicamente, y, honestamente, me repugna). Para convencerlo planeé que le sucedieran ciertas cosas, muy pocas, que quizá lo llevaran a creer, y no me atreví a más para no correr el riesgo de volverlo conspicuo. Mi objetivo, al redactar este cuaderno, fue barajarle unos naipes para que usted tenga algo que jugar sobre la mesa si llega a verse necesitado. Nada más. Que me crea o no, que desarrolle su habilidad o no, ya no depende de lo escrito, sino de Ud. mismo, y de la fuerza de su curiosidad. Por lo que sé, usted reúne todas las condiciones para tener la habilidad, e, inevitablemente, va a tenerla en determinado momento de su vida. Su destino, su futuro, será el de los hombres que compartimos el poder. Todo lo que le falta saber, todo lo que necesitará conocer, se lo brindará el mismo uso de ese poder. Le aconsejo, como su antecesor, que su primer sueño sea el de morir sin ser descubierto como poseedor del poder hasta los últimos minutos de su vida. 118 Y, antes de despedirme, voy a decirle cuál es su objeción más fuerte a mi historia, y voy a negarme a contestarla. Sin duda, debe usted haberse planteado “Si de veras fue este hombre tan poderoso, si de veras gobernaba el destino, ¿Cómo es que se dejó matar tan cruelmente? ¿Cómo no pudo por lo menos demorar su muerte hasta después del supuesto ritual de la reunión? ¿Y cómo puede alguien, que afirma que todo pasa como él decide que pase, decir en el mismo papel que todo se le fue de las manos y se vió obligado a improvisar?”. No tengo que tener ningún poder especial para darme cuenta de que no se le puede haber escapado este bache lógico. Y, lamentablemente, no puedo responderle. No ahora. Pero he tomado medidas para que, en el caso de que usted llegue a la plenitud de su poder –o, por lo menos, a la suficiente como para defenderse- un segundo escrito mío le llegará con las respuestas. Si usted no llega a la madurez de su poder, si no es la persona que se supone debería ser, no necesitará las respuestas. No correrá ningún peligro. Es más: esa información podría resultarle fatal. Y si llega a completar su desarrollo, entonces tenga la seguridad de que las tendrá. Cometiendo la grosería de no contestarle, estoy evitándole un destino tan amargo como el mío de Lima (del cual, por lo menos, espero que no le quede ninguna duda). Por ahora, sólo puedo hacerle notar que, si yo fuese un mentiroso, sería uno demasiado torpe para dejar 119 semejante agujero sin tapar. Aunque sólo sea por eso, no permita que esta inconsistencia lo aleje de la verdad-" -"suerte, Ricardo, y gracias por sus atenciones para con un viejo moribundo desconocido. La nuestra fue, me parece, la primera Reunión causada principalmente por la piedad y por la compasión ante un extraño. Me suena como un buen augurio-" 120 BUENAVENTURA, DE NUEVO: -"Otro loco más al que le caigo simpático, y van... -" Cerró y guardó la libreta (no sin antes revisar las pocas hojas que quedaban en blanco en busca de la firma, que no encontró). Volvió a zambullirse en la pileta. Mantenía la mente obstinadamente en blanco. Le daba vergüenza el sólo plantearse si era o no cierto el disparate que acababa de leer, pero, también, le era honestamente imposible descartar las casualidades y las frases en que el viejo adelantaba hechos por venir. Carájo: llevaba más de diez días muerto, y le hablaba desde la libreta como si estuviese espiando por sobre su hombro... El dilema era que no podía explicar nada lógicamente, pero tampoco tenía la credulidad necesaria para tragarse todo crudo y entero. Se daba cuenta de que no resolvería nada aplicando la lógica a descartar los hechos que conocía, y que tampoco podría, nunca, limitarse simplemente a aceptar lo que el viejo había escrito. La única forma de zanjar la cuestión sería con un experimento, y ya iba viendo que iba a sentirse muy estúpido intentando algo que le había sugerido alguien a quien no podía menos que considerar un megalómano, un mitómano, o lisa y llanamente un chiflado. Y, para colmo, si todo resultaba falso, sabía que no iba a poder mirarse al espejo durante por lo menos un mes. Porque, vamos, si el viejo resultaba ser un loco, él, que se dejaba convencer, 121 pasaría a calificar como un especial espécimen de tarado. Lo iba a saber, no iba a poder olvidarlo nunca: tendría que vivir para siempre sabiéndose un tonto. Uno especial. Volvió al buque, se preparó unos mates en el camarote, y leyó todo de nuevo. Dos veces. Una de las primeras cosas que descubrió fue que la historia le sonaba inverosímil, no tanto por los hechos fantásticos que describía, sino por lo deslucido que resultaba todo. El suyo era un escepticismo nacido más de la estética literaria que de la razón: Podía llegar a creer en seres superdotados, en milenarias sectas secretas, o en poderes cósmicos (¿Quién no?), pero lo que no podía creer es que esas cosas le pasaran a tipos comunes como él, y mucho menos en una escena tan anodina como lo era el recibir un cuaderno envuelto en plástico y cinta de embalar. No podía imaginarse un ser con semejante don que no intentase cambiar la historia, o volverse un gobernante del mundo. O por lo menos de un país. O de algo. Nuestra realidad no tiene cosas fantásticas. Raras, impresionantes, si, pero fantásticas, con magia y poderes, no. Lo que sabemos de lo fantástico lo sabemos casi con exclusividad de la literatura y el cine, razonó. Aprendimos que se guía por ciertas normas –normas de la literatura y del cine, claro-, y que este tipo de cosas, que cambian la historia o el destino, siempre ocurren con señales en los cielos y poses mayestáticas. Se desarrollan en cavernas o palacios, y a veces en la cima de montañas altísimas. No en un callejón de Lima, entre cáscaras de banana podridas y bolsas plásticas 122 rotas. Y menos por medio de una libreta escrita apretadamente, como con apuro, y sin ningún apasionamiento. Pobre viejo, lo habían matado a balazos y golpes, y para colmo, en su supuesto ritual de traspaso de Poder, no había ningún drama, ni ninguna emoción. -”Levante la bloody baldosa”. ¿Cómo puede algo mágico estar ligado a una frase tan tonta? Eran prejuicios Hollywodeanos, reconoció, probablemente los más profundos que puedan rastrearse hoy en día (¿Cuántos años tiene la iglesia para meterle prejuicios en la cabeza a un niño? ¿Cuántos tienen los padres, cuántos la escuela? Hollywood, en cambio, tiene toda la vida de la persona, varias horas por día, y, además, a la persona le gusta el papel en que vienen envueltos). Pero aunque la cosa “no sonaba” como historia, y no cerraba lógicamente tampoco, lo cierto era que no había encontrado aún ninguna forma de explicar el hecho de que en la libreta hablaba un hombre que llevaba diez dias muerto, contando cómo iba a ser su muerte, y sabiendo que iba a ser Ricardo quien intentase ayudarlo, dándole las gracias a posteriori, para colmo-. Inútil darle más vueltas. Inútil desautorizar a la libreta porque no tenía “ambiente” mágico ni explicación razonable. Inútil esquivar el ridículo. La única posición honesta iba a ser intentarlo. Derramándose en su sillón preferido, planeó con cuidado y detenimiento qué pedir. Debía ser algo posible, 123 que no requiriese mucha experiencia, pero también un poco improbable, de modo de estar seguro, si ocurría, de que estaba ocurriendo algo anormal. Además, se recordó, tenía que ser algo placentero. Dudó unos instantes y, finalmente, cerró los ojos y se sonrió como un gato de dibujo animado. La guardia lo retuvo a bordo todo el día siguiente, y aprovechó los ratos libres para insistir en su intento. Siempre el mismo sueño, y siempre reaccionando lo más automáticamente que pudiese a las sensaciones que tenía al terminar. Como no sabía qué se sentía al percibir la diferencia entre el ahora-que-es y el ahora-que-debería-ser, se limitaba a hacer todo lo que sentía impulsos de hacer, en la esperanza de acertar a ciegas. Cuando estuvo franco, salió a deambular por Buenaventura. No ocurrió nada durante la hora que perdió en los puestos de libros usados, ni en el supermercado donde, como buen marino, perdió otra. Llegó al centro, a la costa, y fue atraído por el mercado de artesanías. Eran dos filas de casillas de madera, montadas sobre un pequeño espigón, en donde ofrecían caracoles, crema de conchanácar, caparazones de crustáceos, tallas en madera, caricaturas talladas en cocos, etc. La madera de las casillas era muy oscura, y la sombra de los árboles 124 profunda, así que los rayos de sol destacaban los sitios que podían iluminar como si fuesen spots de teatro. Había poca gente a esa hora de la mañana, y, siendo lunes para colmo, se podía caminar tranquilo y perder todo el tiempo que se quisiera mirando caracoles o veleros a escala. Llevaba ya Ricardo demasiado tiempo mirando sin comprar nada, y le estaba pareciendo más correcto el retirarse, cuando, del otro lado del espigón, le llamó la atención un rayo de sol que subrayaba a una muchacha. A pesar de estar vestida muy sencillamente (blusa blanca floja, pollera de algodón negra a media pierna, zapatos sin taco, y el pelo recogido con una hebilla), no pudo dejar de notar una elegancia exquisita en la arquitectura de su esqueleto, en la altiva rectitud de la espalda, y en los hombros derechos y orgullosos. Muchísimo menos se le escaparon sus tobillos finísimos, los altos músculos de sus pantorrillas, y sus nalgas de diosa, tensas, altas y –se adivinaba- sabrosas. Se acodó de espaldas en el mostrador de la tienda donde estaba, y se dispuso a disfrutar descubriendo qué otras riquezas naturales escondían esas ropas baratas y pálidas. Por alguna razón no había podido pasar más arriba de las nalgas, a las cuales seguía prestando una indiscreta atención (estirando el cuello como un perro curioso cada vez que ella, al cambiar de posición o dar un paso, dejaba entrever cuánto músculo ocultaban, y cuanta firmeza ofrecían). Gozaba, travieso, de la sinestesia de palpar con los 125 ojos, cuando la mujer se dio vuelta inesperadamente y lo sorprendió en su pose de espectador. Antes de que llegase a ofenderse, Ricardo, en tono más de aclaración que de excusa, dijo -Te buscaba las alas...La inmediata sonrisa halagada de ella se congeló al reparar mejor en Ricardo. Para él, la cara de ella no fue menos impactante. Pero, como en su caso la sorpresa era que no había sorpresa (porque lo había “pedido”, y quizá incluso deseado) y aunque sintió como una explosión silenciosa de preguntas y respuestas en su cabeza, no dudó sobre qué hacer o qué decir. Lo había ensayado dos días, y, aunque no supo hasta último momento que la mujer con la que había programado encontrarse estaría allí y sería ella, él esperaba que ocurriese (por lo menos, lo consideraba probable), y eso le permitió reponerse con un instante de ventaja: ese instante de ventaja (los varones me entienden). Así, pudo presentar fluidamente y sin vacilar sus excusas, presentarse formalmente, charlar algo trivial, e invitarla a almorzar. Para cuando ella pudo recuperar su aplomo, ya estaban entrando a un restaurant como viejos amigos. La siesta fue en un hotel. La cerveza de la puesta de sol, en la mesita de un bar que daba al mar. Charlaron muchísimo, interesándose cada uno en la vida y el trabajo del 126 otro, y, finalmente, Ricardo le tomó cariñosamente ambas manos, y empezó a despedirse. Ella se negó, amagó encapricharse, y terminó por bajar, abatida, la cabeza. Las zarpadas son inapelables. -No tengo tiempo de comprarte algo para que te acuerdes de mí- le dijo él -pero quisiera pedirte que lo hicieras por míElla rechazó el dinero que le ofrecía y, recuperando su buen humor le dijo que no, que se lo comprara la próxima vez que volviese a Buenaventura. Se besaron, y él volvió al puerto, dejando en la mesita del bar a la chica que había lucido la noche anterior aquel cortocircuito de vestido amarillo. 127 128 CALDERA Ricardo jamás había llegado, en ninguno de sus viajes, a Punta Arenas (Costa Rica), que venía a ser la ciudad más importante cerca de puerto Caldera. La metrópolis, digamos: el lugar donde había comercio, lugares nocturnos, gente y tráfico. Y no le había hecho falta tampoco. Si deseaba comer o tomar algo caminaba desde Puerto Caldera hasta Mata de Limón, un caserío disperso entre el monte, sin tráfico ni luces, que empezaba junto a una laguna de mar, y se extendía, sin que pudiese saberse si mucho o si poco, entre mangos, cocoteros e infinidad de otras plantas del caribe. Si quería pasear, entonces su salida favorita era trepar a la ladera de selva contra la que se recostaba el puerto –una elevación muy pequeña, pero a la que el calor y las plantas volvían abrumadora- y bajar del otro lado, donde una playa virgen se enroscaba encajonada entre paredes de selva casi a pique, tildadas por cocoteros altísimos. Contra la arena volcánica, fina y negra, la espuma de mar era más blanca que en cualquier otro sitio. El agua era tibia y poderosa, y la falta de turistas, una bendición. Caminaba hasta agotarse, nadaba un rato, se recostaba a la sombra, curioseaba cangrejos, juntaba caracoles, y seguía caminando. Nunca llegaba a ningún sitio en particular, ni nunca, tampoco, le importaba en lo más mínimo. 129 Esta vez había caminado más de lo de costumbre, perdido en sus reflexiones sobre cómo habían cambiado las cosas –y él- en estos últimos días. Reconoció que, cuando probó descartar todo el asunto haciendo el experimento de seguir las instrucciones del viejo y hacer que sucediese algo a su pedido (encontrarse con la colombiana de amarillo), y la encontró en la ciudad a pesar de casi no reconocerla vestida de “civil”, dejó de dudar de la libreta del viejo. Por lo menos, había aceptado que lo que había leído tenía más evidencia a favor que la otra hipótesis, la de que el viejo estaba loco. Si de algo estaba seguro, era de que algo raro estaba pasando, y de que ese algo tenía que ver con lo que el viejo le explicaba en su escrito. De lo que dudaba ahora era de su propia cordura, y de su criterio para distinguir lo cierto de lo falso. Tardó mucho en decidirse a experimentos más audaces. No sólo temía obtener más pruebas de estar viviendo sucesos sobrenaturales (con lo cual se iba a sentir cada vez más lejos de la cordura y del sentido común) sino que, -no podía negarlo- sentía por dentro una ilusión que le iba creciendo como la cosquilla de una carcajada, y la adivinaba tan gloriosa, tan deliciosa, que le espantaba la desilusión que sobrevendría al primer intento fallido. Por eso, y en un principio, arregló sólo que sucedieran sucesos simples, sin entrar mucho en detalles. La polea de ventilador de aire acondicionado del buque, a la cual se sabía le quedaban pocos días de vida por causa de un 130 desgaste irregular sobre el eje (y de la cual, por supuesto, no había repuesto), no se rompió, y de un día para el otro dejó de vibrar. Magia. El rodamiento soporte de un alternador, que había empezado a sonar feo (un object-d´art del tamaño de un bizcochuelo, para reemplazar al cual, y en el hipotético caso de que hubiera repuestos a bordo –que no- habría que extraerlo primero del fondo de una abrumadora serie de piezas enormes y difíciles de manipular), una noche dejó de cantar, por la mañana dejó de calentarse, y a la tarde siguiente parecía funcionar como nuevo. Milagro. Una purificadora de combustible Sharpless, cuya bomba de agua rompía sistemáticamente sus retenes, no lo hizo más y dejó de figurar a la cabeza de la lista de “Los Más Puteados de Máquinas”. Suerte. Hasta la masa de la pizza del cocinero mejoró su esponjosidad y su crocantez. Todos estos cambios, si bien eran muchos, no eran algo que alguien pudiera considerar una intervención paranormal, por lo cual pasaron desapercibidos para el resto de la tripulación. A lo sumo, alguno que otro comentó la racha de buena suerte que estaban atravesando, (reprendido por un coro de chistidos furiosos de gentes que tocaban madera y se agarraban el testículo izquierdo) pero, como a nadie se le ocurrió desarmarlos para ver cómo se habían arreglado por sí mismos (Porque uno de los principales tabúes en máquinas es que no se debe toquetear nada que 131 funcione bien, por ninguna razón y bajo ningún motivo), nadie vió nada raro en las mejoras espontáneas. Cuando la suerte se equivoca a favor nuestro, en fin, se considera muy grosero el andar investigando ese error. Para Ricardo, por supuesto, saltaban a la vista, y cada uno de ellos era una palmadita más en el hombro que lo animaba a creer que, contra toda la lógica, había recibido algo mejor incluso que la Lámpara de Aladino: había aprendido a ser el Genio. Sentado a la sombra de unos mangos altísimos, esperando en vano que le cayese cerca alguno maduro, recordaba lo que le había pasado tres días atrás, en Acajutla, El Salvador. Para cuando llegó a Acajutla, los músculos de su nuevo talento estaban ejercitados en aspectos exclusivamente técnicos. Ya se sentía seguro de poder evitar averías, corregir defectos, (en la medida en que los cambios en las distribuciones de los pesos, en los puntos de calor y fricción, o en las condiciones en que trabajaran las cosas fuesen posibles en la realidad), y hasta incluso revisar y tener en sus manos las cosas que se habían salvado. Estas últimas eran las menos notables, pero las más importantes, porque eran la prueba objetiva que necesitaba para convencerse del todo de que las cosas, efectivamente, ocurrían como el viejo decía que ocurrían, y no eran, como llegó a temer, 132 alucinaciones o auto sugestiones. Claro que sólo hasta cierto punto. No aparecía metal nuevo, la goma buna no rejuvenecía, ni las poleas se torneaban de nuevo: lo único que se podía apreciar era que algo había pasado en las piezas a punto de estropearse que las había aliviado de seguir trabajando mal, o mal alineadas, o desbalanceadas. Nada que se pudiese presentar ante un tribunal, digamos. Si sólo él podía ver lo que lograba, o si los otros las tomaban como cosas naturales (al fin y al cabo, no eran del todo imposibles, sólo terriblemente improbables), entonces bien podía ser que no existiese el tal talento, sino alguna consecuencia que el trauma por el asesinato dejó en su mente. Podía estar sugestionándose tanto a si mismo que terminara por retorcer los hechos y la lógica para demostrar que todo lo de la libreta era cierto. Es más: puestos a dudar de la propia cordura, ¿qué prueba tenía de que el viejo hubiese realmente escrito ni entregado ninguna libreta? Además de Ricardo, ¿Quién presenció la entrega, quién leyó la libreta? Si existía la posibilidad de que se alucinara que conseguía modificar el porvenir, también existía la de que él mismo hubiese escrito la libreta y borrado todo recuerdo de haberlo hecho, proporcionándose la prueba física de que el asesinato no había sido una fría carnicería porque si, sino que tenía un fin, que no era en vano, que había una razón para todo. Era mucho más lógico, más científico, que aquello de creer en la capacidad de controlar la causalidad. Y, llevando la desconfianza freudiana hasta su límite, ¿había realmente una libreta? Ricardo no la mostraba a nadie, así que, por lo que él sabía, sólo él la veía y sólo él sabía lo 133 que decía. Seamos prácticos, se decía: si nos vamos a engañar creyendo en la libreta que nosotros escribimos, ¿para qué tomarnos el trabajo de escribirla? Engañémonos un poco más, y simplemente pretendamos que existe. La libreta no probaría nada a Ricardo sobre su cordura mientras no la leyese también un tercero, y de eso, y teniendo en cuenta lo importante del secreto en caso de que todo fuese verdad, ni hablar. En cambio, la desaparición de la serie de fallas que llevaban al desgaste de una polea es una evidencia objetiva, universal, e irrefutable. No hay modo de alucinarse el estado de un retén de goma buna, y, si lo hubiese, los demás nos lo desmentirían (no es cuestión, tampoco, de llevar las cosas al extremo de dudar de si no nos lo habrán desmentido y nos negamos a escuchar, o de si fueron contagiados por nuestra alucinación, haciéndola colectiva. Hasta el psicoanálisis tiene sus límites). Y el proceso de rotura de un rodamiento no da marcha atrás. Por más intensa que fuese la voluntad de creer, por más profunda que fuese su sugestión, no habría forma de ignorar el caos que sobrevendría luego de una rotura, o de la reparación subsiguiente. Por supuesto, el rodamiento del alternador no había “cicatrizado” (no había magia ni brujería posible que lo lograse), pero, fuese cual fuese el desbalance, la suciedad, o la vibración que venía estropeando el del buque, algun eslabón en la cadena de acontecimientos que lo causaba cambió, y dejó de empeorarlo. Seguiría dañado, sin 134 duda, pero ya en un cómodo statu-quo que les iba a permitir llegar a Buenos Aires y cambiarlo en puerto. Las evidencias mecánicas le permitieron estar seguro, y sin involucrar a terceros, de que lo que programaba, ocurría. Pero no del todo, no del todo. Bajó en Acajutla dispuesto, entonces, a medirse con la realidad humana. No hizo nada en la larga caminata del puerto al pueblo; recorrió sin entusiasmo las cuatro o cinco cuadras del centro y, espoleado por el calor y la humedad, bajó por un callejón roñoso hasta la playa Como toda playa sobre la cual se vuelca una ciudad, y una ciudad pobre, además, esta estaba sembrada de plásticos y de restos de envoltorios. Los caseríos de casas de caña y techos de palma llegaban hasta la arena, y hubiesen resultado bonitos –pintorescos, por lo menos- de no haber sido por la triste miseria que revelaban. De este caserío llegaban a la playa basuras, cáscaras, plásticos, y algunas canaletas de agua sucia. Y música, mucha música, toda de temas distintos del mismo estilo, a un volumen que desconaba los parlantes. Si se quiere, se diferenciaba de otras playas, también, en el simpático detalle de que varias marranas con sus crías concurrían también a refrescarse a la orilla, y a asolearse sobre la arena. Tuvo que alejarse mucho para encontrar un sitio tranquilo –y limpio- donde sentarse y “programar”. Finalmente llegó a un lugar, lejos de las casas, donde un arroyo salía de la selva, cortando la playa, y se perdía en el mar. Podía considerarse a solas, con excepción de algunos 135 miembros del Turismo Porcino que habían llegado en busca de agua dulce y que deambulaban a la sombra. Los chanchos no ponían música, ni tiraban envoltorios plásticos, ni se metían con nadie, así que Ricardo los prefería con mucho a la gente y no se sintió molesto en absoluto con su presencia. Decidió hacerlo difícil. Se vió a sí mismo encontrando un sobre manila con 497 dólares adentro. Quizá no hubiese tanto efectivo en toda Acajutla, pero mejor así. La prueba sería más contundente. Pasó la tarde en la playa, en parte mirando a las mujeres, y en parte estudiando a los chanchos. Meterse al agua fue más de lo que sus prejuicios higiénicos le permitieron, pero la brisa del mar y la sombra de los árboles brindaban suficiente alivio al calor como para haraganear tranquilamente, sin tener necesidad de mojarse. Volviendo al buque, y en el borde de un sendero que cortaba camino a través de un baldío, vió el sobre manila. Lo tomó, y dos cuadras después había contado y vuelto a contar. No había quinientos, ni había cuatrocientos noventa y cinco. Eran cuatrocientos noventa y siete, en papelitos verdes emitidos por la madre patria. Se rió, pegó un salto, y se apuró a volver a bordo: ese sobre se iba a transformar en la mejor fiesta que viera esta tripulación en mucho tiempo. Nada era demasiado caro en El Salvador, y con ese paquetito manila se podían conseguir cerveza, comida, y mujeres para todos. 136 Pero el camino al puerto era largo, y le dio mucho tiempo para pensar. Quizá 497 no fuesen suficientes, quizá conviniese “encontrar” un poco extra, por las dudas. Indeciso respecto a cuál debería ser la próxima cifra, cayó en cuenta de que había tomado demasiado a la ligera la aparición del dinero. Entusiasmado con el efectivo fácil, se había olvidado que, en el fondo, era un experimento. Se había olvidado de analizarlo en profundidad. Y, en cuanto empezó a hacerlo, se dio cuenta del resultado verdaderamente importante del asunto. No importaba la cantidad. No importaba si eran dólares, slotis o maravedíes. Lo verdaderamente importante era que aunque lo había considerado suyo (¿acaso no hizo él que apareciera?) y sin ningún escrúpulo de conciencia, honestamente tenía que admitir que él no había creado el dinero (cosa que, formalmente, también sería un delito), sino que había programado encontrarlo. No especificó “encontrar lo perdido por otro”, pero ahora caía en la cuenta de que no había otra forma posible. Ese otro no hubiese perdido el dinero si no hubiese sido por Ricardo. En menos y más crudas palabras, Ricardo se lo había robado. Carájo: era un ladrón. Y de los más dañinos: la cifra secuestrada podía ser muy importante en un país tan pobre. Se sentó en el cordón de la vereda y deseó, fervientemente, poder regresar el dinero a su dueño. Luego no supo qué hacer. ¿Seguía camino al puerto, confiando en lo todopoderoso de su pedido, o daba una manito volviendo al pueblo? ¿En cuál de los dos Universos, 137 diría el viejo Sin Nombre, le devolvía la plata al que la perdió? Enderezó para el pueblo, movido, esta vez, más por el remordimiento que por el deseo de comprobar una teoría. Una vez allí, y habiendo recorrido todo tres veces, comprendió que no había nada que pudiese hacer para devolver el dinero. No podía ponerse a preguntar por la calle a voz en cuello quién había perdido algunos billetes (Sólo conseguiría un YO unánime, y puede que hasta alguno se entusiasmara tanto con su deseo de devolver plata, que pretendiese quedársela por la fuerza). Y mucho menos ir a la policía –por aquel prejuicio argentino, ya se sabe...Se dio finalmente por vencido, y volvió a encaminarse hacia el buque, abrumado de vergüenza. ¿Qué iba a hacer ahora con esos dólares? No habría alegría alguna en gastarlos, y no soportaba la idea de conservarlos. Decidió darle tiempo a su poder hasta una hora antes de la zarpada. Si para entonces no se había resuelto nada, se los regalaba al primer chiquilín con que se cruzara. Un topetazo en el hombro, desde atrás, casi lo sentó en el asfalto. Sin detenerse, pero caminado ahora marcha atrás, el hombre enloquecido que lo había chocado pidió disculpas, volvió a enderezar su rumbo, y siguió su camino mirando el piso. -Oiga, ¿perdió algo?- le dijo Ricardo. La situación era delicada, se entiende, y había que preguntar bien. Si le preguntaba al otro que qué le pasaba, jamás le iba a decir que 138 había perdido casi quinientos dólares, para no tener un competidor en la búsqueda. Contestar Si a la pregunta de Ricardo no lo comprometía tanto. Así y todo, quedó boquiabierto, sin saber si ilusionarse con este extranjero, o desconfiar de él. -Encontré algo, que puede ser lo que busca. Si me dice exactamente qué es, me sacaría un peso de encima el podérselo devolver-Pos, un sobre...un sobre marrón, de mis patrones. Tenía dinero americano dentro-¿La cifra? El otro dudó. Se le veía en el rostro la angustiosa lucha entre la ilusión y la desconfianza. -cuatrocientos noventa y siete-Tenga. Y emborráchese bien, viejo: se lo ganó- le dijo Ricardo, tendiéndole el sobre. La incredulidad, la alegría, y el agradecimiento del hombre valieron, para Ricardo, más de la cifra que había devuelto. Y consideró la experiencia mucho más valiosa aún. No sólo había adquirido más confianza en la potencia de su talento, sino que había aprendido algo nuevo e inesperado: había aprendido a desconfiar de él. Tal y como le había escrito el viejo Chistoso Sin Nombre, lo único seguro era que lo que uno programaba iba a ocurrir. No se sabía nada sobre qué ocurriría después, 139 siendo los hechos posteriores a la consumación del pedido totalmente imprevisibles. Y los previos, las causas necesarias para que lo nuestro se cumpla, podían ser sumamente desagradables. No se trataba de que el fin justificara los medios: no se los conocía, y no había forma de saber cuánto daño harían esos medios para lograr nuestro fin. El universo, parecía, se regía por el principio de la “sábana corta”, y destapaba a uno para tapar a otro. No bastaba con el poder: debía aferrarlo con criterio, y tratar de comprender en qué dañaba a los demás cada ventaja que disponía para sí. Para terminar de probar sus supuestos, y de paso compensar su involuntario daño del día anterior, decidió dañar a alguien dañino. Programó encontrarse el dinero de un traficante de narcóticos y mujeres, y que quedase este como único responsable de la pérdida. Y pedir por pedir, pidió mil quinientos dólares, qué joder... Los vió caerse, al otro día, del bolsillo de un estibador (un tipo mal vestido pero limpio, que prácticamente nunca trabajaba y que estaba siempre tratando de entablar charla con los marineros que operaban en cubierta). El rollo de dinero, apretado con una bandita elástica, cayó entre la brazola de la bodega y la línea de incendio. Nadie lo vió. Lo dejó ahí, sin preocuparse por que otro se lo birlase: sabía que no iba a poder ser así. Cuando la zona quedó más o menos desierta, Ricardo lo recogió y fue a su camarote. 140 Ni lo contó. Retiró cien para salir esa noche, y el resto se lo regaló, una hora antes de zarpar, a una bandada de chiquitos descalzos que rondaba por el puerto. Ahora, trazando una línea larguísima de pisadas en la arena negra de Caldera, iba poco a poco adquiriendo conciencia del vertiginoso alcance de su poder. Una cosa era leerlo en aquella libreta inverosímil, y otra, muy distinta, sentirlo metido dentro de uno como los huesos o la sangre. Uno no siente sus huesos o su sangre, pero son inseparables de su identidad y de su funcionamiento. La nueva habilidad de Ricardo ya no sería más un truco que se aprendía, o un conocimiento que se había procurado obtener: a partir de ahora, sería parte de su ser, su herramienta más poderosa, y su mayor responsabilidad. Había sobre él un nuevo Adjetivo, uno jamás pronunciado, de una envergadura tan cósmica que su propia sustantividad se afantasmaba. Para decirlo más sencillo, Ricardo era Poderoso, tan Poderoso, de hecho, que no había forma de saber cuánto Ricardo había quedado aplastado y chatito debajo de Poderoso. ¿Podía decir que era la misma persona que antes, ahora que tenía el joystick de la realidad en una mano y todas las fichas del juego en la otra? ¿Tenía siquiera el derecho a pretender seguir igual, habiendo tanto que podía hacerse, y tanto que se podía impedir hacer? 141 ¿Qué iba a hacer de ahora en más: seguir programando colombianas, rodamientos y rollos de billetes, o trazarse un plan para mejorar, aunque sólo fuese un poquito, a este pícaro mundo? Según el viejo, no era necesario ni posible. De hecho, parecía ser que programando pavadas ya hacía bastante, ya que el universo se iba moldeando según el “espíritu” de sus pedidos, de la misma forma en que un millar de ovejas siguen las órdenes de un solo perro pastor. Según su predecesor, esta forma de proceder, si bien no mejoraba al mundo, impedía que apareciese otro como él, pero malvado. Ricardo se reservaba su opinión. No podía dudar de la realidad de aquello que había comprobado, pero no estaba dispuesto a comulgar con ninguna hipótesis que no lo hubiera convencido. No iba a permitir que se le ordenara qué hacer, cómo ser, ni mucho menos qué pensar. Especialmente cuando, íntimamente, tenía serias dudas sobre su encajar en los parámetros que, según el viejo, cumplíamos “Nosotros”. No podía evitar sospechar que, o las condiciones eran mucho más flexibles de lo que el viejo sostenía, o había habido un error bastante chistoso. Cómo podía haber un error cuando uno escribía el libreto del mundo era algo que aún no podía explicar, pero se daba cuenta de que, por lo menos, lo de la elasticidad de las normas era imposible. Si había margen para aunque fuese una pequeña diferencia, a la generación siguiente (¡Darwin viejo y peludo, nomás...!) esa diferencia se estamparía en el 142 mundo, y aparecería otra, y otra, y otra. Con el tiempo, y muchas generaciones de “nosotros”, había tantas posibilidades de que apareciese un monstruo con poder, como un viejo estructurado y apático. Si no había pasado, razonaba, era porque no podía pasar. Para que el sistema funcionase durante tanto tiempo, era condición básica que todos los poseedores del talento poseyeran, también, el mismo carácter: si Ricardo llegó hasta allí era porque, en el fondo, era como ellos. Era uno de “Nosotros”: teóricamente. Otra cosa era imposible. Se dijo que tenía que revisar a fondo ese aspecto de la cosa. Todo ese barullo de causas y efectos, de retroalimentaciones y de condiciones, lo mareaba bastante, y siempre le pareció que era en los argumentos que mareaban donde los estafadores escondían sus mejores trampas. Algo flotó, se hundió, y volvió a flotar entre la resaca de las olas, cerca de la punta de la playa. Parecía un objeto pequeño, no muy lejos de Ricardo, y sus destellos al sol le llamaron la atención. No pudo acercarse nadando: a esa hora, la marea tiraba fuertísimo. Volvió a la playa y trató de alcanzarlo acercándosele por sobre las piedras de la punta, cuidando de no resbalar en el musgo ni cortarse con los moluscos adheridos a las rocas. Logró rescatar del último golpe de ola una botella facetada, vacía y lacrada, con unos papeles enrollados dentro. Estuvo a punto de caerse, saltando de roca en roca en su apuro por volver a la arena. Apenas llegó a un lugar 143 seguro rompió el lacre y extrajo los papeles, que empezó a leer, parado y empapado, mientras la puesta de sol cubría todo de oro y sombras. 144 LA BOTELLA: -"Lo prometido es deuda. En estos papeles (que puede conservar, si quiere, a modo de diploma de graduación) voy a explicarle los puntos que deliberadamente dejé en blanco en la libreta. -" Ricardo sintió un escalofrío, y no por el ocaso sobre su piel mojada. Acá estaba otra vez el Viejo Corresponsal, escribiendo desde su tumba. O, peor aún, mandando un fax desde el pasado ¿Sería posible que hubiese podido hacer navegar una botella desde Perú a Costa Rica para que alcanzara cierta playa, en cierto momento, y fuese recogida por una persona en particular? Evidentemente, si. Incluso, y aunque daba vértigo el considerarlo, no podía haber hecho navegar la botella en los días previos a su muerte, porque, magia o no magia, nunca hubiera podido ir más rápido que el buque. El mensaje había sido tirado al mar hacía mucho tiempo. Quizá hasta fuese anterior a la libreta. ¿Cuánto tiempo hacía que se venía armando la jaula alrededor de Ricardo Urióz? ¿Qué tan grande era, y cuánto de su vida iba a quedar esclavo de ella? Tuvo un impulso, producto del miedo, que casi le hace arrojar los papeles no leídos al mar. Presintió que no 145 iba a gustarle nada lo que dirían, y que alguna razón había tenido Il Morto qui Parla para no decirle todo de entrada. Volviendo a los trucos de los estafadores, se dijo que siempre hablaban primero de todo lo tentador y lo bueno del trato que ofrecían, dejando para el final –cuando ya tenían enganchada a la víctima- la parte de la letra chica. Hasta Mefistófeles trabajaba así. Lo habían tentado a probar el poder, lo habían llevado a ejercerlo y disfrutar de él, y ahora, sin duda, vendría la factura. TINSTAFL, que diría Heinlein. Si la llegada del mensaje era inquietante, su contenido no podía serlo menos. Ricardo estaba asustado: temía tener más miedo de la razonable dosis que ya venía cargando. Al fin y al cabo, ¿para qué saber más? Con lo que ya sabía no le faltaría nada el resto de su vida. Tirando estos papeles al agua, difícilmente se perdería de algo que le doliera mucho perder. E incluso así, estaba dispuesto a conformarse con lo que tenía, antes de correr el riesgo de enterarse de las malas noticias. Pero, claro, volvía siempre a lo mismo. Tirar los papeles era ignorar para siempre una parte fundamental de lo que estaba pasando, y echarse para siempre sobre los hombros el peso de una duda imposible de resolver. En su mente hubo una pulseada entre miedo y curiosidad. El miedo, por supuesto, no tuvo ninguna oportunidad. Cedió, pues, a su naturaleza, y siguió leyendo. 146 -"Me propongo explicarle por qué no pude evitar ser asesinado, a fin de que usted pueda evitar caer en los errores que yo cometí-" Me gusta, pensó Ricardo. Lo compro. -"Según le contaré más adelante, en una libreta que aún estoy escribiendo (la que usted ya ha recibido), mi vida, hasta Barcelona, fue una de perplejidad, investigación y tranquilidad. Si la felicidad es la falta de ansiedades, la falta de aprensiones por el mañana, y la disponibilidad de tiempo y medios para hacer lo que uno quiere (y créame, lo es) yo era un hombre feliz. La instrucción final de labios de don Pedro acabó con mis últimas dudas sobre mi poder y mi rol, y de ahí en más me dediqué parsimoniosamente a aprender, y a gozar de mis comodidades. Como inevitablemente sucede en estos casos, me crucé con una mujer maravillosa de la cual me enamoré con todos los síntomas clásicos, y algunos nuevos creados por mí. Yo era un hombre maduro, que de tanto haber esquivado el compromiso de sus sentimientos se creyó inmune al amor. Cuando finalmente fui sorprendido totalmente desprevenido, y sin ningún anticuerpo-, la virulencia de mi caso fue alarmante. Multiplique usted un enamoramiento clásico por el número de mis años de soledad –durante los cuales me empecinaba en creer que con el sexo era suficiente-, y multiplíquelo nuevamente por el tamaño de expectativas que yo podía tener para el futuro, teniendo en cuenta mi poder y mi tranquilidad. Nada temía: 147 no había ningún hecho que el universo pusiera ante mí y que yo no pudiese controlar. Podía entregarme al amor sin aprensiones, sin angustias, sin otra preocupación que la de amar cada día más a mi amada. Sin los recaudos normales de cualquier enamorado (hasta los más apasionados se fijan si tienen dinero antes de invitar a salir a sus parejas, o si lloverá en el picnic que planean, o si conseguirán localidades en el teatro), con un hambre de amor de más de siglo y medio, puse el centro de mi vida en una mujer, y mi dicha fue completa. Puedo decir, con ternura, que no me equivoqué al hacerlo, y que ella fue digna de toda mi devoción, y más. Los meses que compartimos en Barcelona fueron los más dichosos de todos, y, a pesar de nuestra diferencia de edades, logramos unirnos espiritualmente a tal extremo que recuerdo ese periodo como si lo hubiese vivido doble. Como si hubiese sido dos personas para el placer, para el ser, para la vida. Yo veía por sus ojos, saboreaba por su boca, reía su risa. Para ser breve, nos amábamos. Si me he extendido en una cuestión personal, que sin duda a usted lo tiene sin cuidado, es para que comprenda cuando le digo que tomé todas las precauciones para que nuestra dicha no tropezara con nada. Supongo que, a esta altura, comprenderá a qué me refiero con eso de tomar todas las precauciones. No sólo hacía que, si dábamos un paseo, el clima fuese espléndido, si cenábamos, la cena exquisita, si nos amábamos, la privacía absoluta. No. Además, cuidaba que 148 ningún malestar nos rozara, ningún ladrón nos acechara, ningún vehículo nos pusiera en peligro. Todos los días se me ocurrían una o dos cosas que podían ocurrir y separarnos, o entristecernos, y ponía entonces mi poder a trabajar para que jamás ocurriesen. Andando los meses, fui extendiendo este cono de protección a las cosas o personas importantes para ella, a fin de que ni siquiera una pena ajena pudiera manchar nuestro idilio. Ella no sabía nada sobre mis habilidades (¿se acuerda? Cuando me reuní con Don Pedro programé que nadie jamás descubriría lo que yo era, por lo menos hasta estar a las puertas de la muerte. No había nada que yo pudiera decirle o mostrarle a ella que la hiciese creer en ello), pero notaba la luminosa serenidad de nuestra vida, y bromeaba diciendo que yo había resultado ser el mejor de los amuletos. Y ella era, para mí, el único amuleto capaz de lograr algo que mi poder no podía: el fuego en el alma del amor correspondido. Ambos, me dije, salíamos ganando. Pues bien, se acercaba el mes previo a nuestra boda, y, embriagado por el entusiasmo, decidí aflojar un poco mi moderación en el uso del poder, y llevar a cabo mi propia versión de los fuegos artificiales. Me concentré, y realicé los movimientos y cambios necesarios para lograr que en toda Barcelona, y hasta una semana después de mi boda, no hubiese un solo hecho triste ni lamentable. Fue mi tonta forma privada de festejar, o de dar las gracias a la vida. Tuvo consecuencias terribles, es cierto, pero 149 como nació de un sentimiento bueno y honesto, jamás me pude arrepentir de ello. Así, hubo un mes entero sin muertos ni heridos, enfermos ni asesinados. Un mes de sanaciones y mejorías, de reencuentros y soluciones. Los perros no se perdían, las aves cantaban, el dinero no se acababa, los delincuentes emigraban o encontraban un buen empleo...No me metí con las emociones, pero no hizo falta, el bienestar general lo hizo por mi. Madres y jefes resultaron menos gruñones, las esposas propias resultaron más apetecibles, los vecinos menos molestos, y hasta las suegras se volvieron más tolerables. Todo era paz y sonrisas. Me casé, y el paraíso en la tierra duró siete días más. Al mes de casados, en una notita zumbona, mi mujer me informaba, descaradamente, que se iba con un joven amante, harta ya de un viejo estúpido y aburrido como yo. Antes de que pudiera reponerme, mientras sostenía aún la carta en la mano, la policía golpeó a mi puerta. Atontado, los acompañé a una delegación, y más tarde a la morgue, a reconocer su cadáver. Me entregaron sus cosas, y me permitieron ver la nota que me había escrito antes de suicidarse. En la misma me decía que, al reaccionar de su lujuria y su locura, había sido tanta la vergüenza y tanto el dolor por lo que había destruido y ensuciado, que sólo quitándose la vida podía, quizá, tener paz. Pedía perdón a Dios, y decía no atreverse a pedírmelo a mi. 150 Tras su sepelio vegeté, no sé cuántos días, en mi casa vacía. Bebí, lloré, maldije, y volví a llorar. La infidelidad y el suicidio de una mujer a la que se ama con toda el alma pueden derrumbar a cualquier varón –sobre todo a uno de mi edad- pero en mi caso, además, el escudo que había creado a mi alrededor con mi poder me había desacostumbrado del todo a la desdicha. Había perdido todos los reflejos humanos ante la tragedia: no sabía como entenderla, no sabía cómo consolarme, no tenía esos mecanismos automáticos, esos clichés de las personas sufridas, que los ayudan a pasar la parte más aguda de la crisis sin desarmarse del todo. Es más, no tenía la seguridad inconsciente, que tienen los que han pasado por varias desgracias, de que el dolor pasa, de que la angustia eventualmente termina, de que todo, tarde o temprano, cicatriza. Nunca aprendí eso: mi dolor, por lo que yo sabía – que era nada, porque yo no sabía nada del dolor- podía llegar a durar para siempre. Nada malo me había ocurrido desde mi salida de la cárcel, hacía ya tanto, y no había permitido ni una sola contrariedad en mi vida desde entonces. Ahora, golpeado brutalmente, no sabía cómo volver a pararme. No creía que se pudiera. Hasta que un día, en uno de los tantos blancos entre borracheras, torturado por la resaca y la debilidad, un pensamiento al azar me abofeteó el rostro y me obligó a encarrilarme. Puede que usted ya lo haya descubierto; mi dolor es la única excusa que encuentro para mi ceguera. 151 Pensé, al principio sin prestarle mucha atención, que qué coincidencia cruel era que le hubieran ocurrido a mi esposa precisamente las dos únicas calamidades que jamás se me hubiese ocurrido prevenir con mi poder: el adulterio y el suicidio. Como una gota de ácido, la certidumbre de que era demasiada casualidad filtró lentamente en mi conciencia y la desgarró con la furia y el horror de darme cuenta de que todo había sido provocado. No había posibilidad de error o mala interpretación: si alguien en este mundo sabía cuánto era “demasiada casualidad”, ese era yo, que tenía el poder y el privilegio de introducir demasiada casualidad en mi vida y en las de los demás. Perdoné entonces a mi amada, a pesar de que ella no se atrevió a pedir mi perdón, ya que no me cupieron dudas de que fue llevada a hacer lo que hizo por un poder más fuerte que su voluntad. Enseguida concluí que, no habiendo sido yo el que arregló toda la tragedia, y no pudiendo ser una casualidad, necesariamente debía ser alguien como yo. Buscar al culpable me devolvió a la vida. A una feroz clase de vida. Empecé por buscar al amante. No por los métodos tradicionales de los maridos cornudos, claro. Me concentré en la imagen de que la única persona que estaría en tal esquina, a tal hora, sería él. Concurrí a lugar a la hora exacta, Ví a un hombre parado como desconcertado en el borde de la acera, le puse la mano en el hombro, y, para su espanto, me identifiqué. 152 Una vez dejado en claro que no tenía ninguna intención de hacerle daño (no inmediatamente, le aclaré), sino saber ciertas cosas, en medio de pucheros me contó tartamudeando lo poco que pudo. Mi mujer pareció haber enloquecido de un día para el otro, lo persiguió, lo acosó, y él se limitó a darle el gusto. Como si para mí hiciese alguna diferencia, se preocupó de dejarme bien en claro que él no la había buscado ni seducido, sino simplemente reaccionado de la única manera posible para un Hombre Que Se Respeta. Pero luego, esa misma noche, ella lo odió, lo insultó, y lo echó de su casa (de la de él, dicho sea de paso). Me hice el distraído, y lo dejé escapar corriendo. El hombre era apenas la herramienta de otro, ignorante del papel que había tenido en los hechos, y sólo le quedaban para contarme detalles dolorosos e inútiles. Me zambullí, entonces, en la búsqueda del Otro, de aquél ser capaz de manipular la mente de una mujer inofensiva y arrastrarla a la degradación, a la depresión y al suicidio. Ya sé lo que parece. Hombre mayor, enamorado por primera vez, destronado de la cúspide de su felicidad por la infidelidad y la muerte. No puede soportarlo, no quiere aceptarlo, y construye una teoría paranoica para librarse de la culpabilidad, de la sensación de que, de alguna manera, su mujer no hubiera pasado por todo eso si no se hubiera relacionado con él. Siente una culpa imprecisa (culpa por ser 153 viejo y no satisfacer el ansia de aventuras de ella, culpa por no haber previsto su reacción, culpa por haberla puesto, quizá, en una jaula de oro que la asfixiaba), y “hace” un enemigo imaginario para que cargue con ella. O, mejor aún, conociendo la forma en que opera nuestro poder, puede haber ocurrido que el mismo hombre, bajo la misma presión, hubiese hecho que apareciese una conspiración allí donde no había ninguna. Una conspiración real, pero producto de su talento para modificar el devenir. Son razonamientos perfectamente aceptables, y a todos los evalué fríamente. Fue por ello –y aprovecho para recomendarle que preste atención a esta lección de cómo elegir aquello que se programa- que no pedí encontrar a los responsables de la muerte de mi mujer, ni tampoco conocer los detalles de la supuesta conspiración. Si lo hubiera hecho, si, habría dado con ellos y cobrado mi venganza, pero jamás sabría si la conspiración había sido real, o si yo mismo la fabriqué al pretender conocerla. Dejé abierta la posibilidad de estar equivocado, y usé mi poder de una manera más ambigua. Lo usé para obtener un aviso, una pista que me dijera dónde empezar a buscar mis respuestas. Si había habido una conspiración, obtendría el lugar por donde empezar a rastrearla. Si no, probablemente encontraría otros signos, cualquier otra cosa, que me indicase que debía buscar la explicación por otro lado. A la hora que yo estipulé, el aviso me llegó en la forma de un volante pasado bajo la puerta. Resultó ser el 154 anuncio de un adivino, nada menos, que prometía cura contra el mal de ojo, y los males de amores y de dinero. Obtuve una cita con él, y, luego de escuchar sus visiones sobre mí (erradas todas), le pregunté a boca de jarro qué había tenido que ver con el asunto de mi esposa. Desencajado, quiso huir. (Le recomiendo, Ricardo, que use su habilidad para adquirir el dominio de algún arte de combate oriental. No subestime el tema como poco digno de personas tan metidas en lo metafísico como nosotros: viajamos, andamos por lugares peligrosos, y siempre es bueno tener esas técnicas a mano, como un as en la manga más). El adivino quedó en un estado lamentable después de su intento fallido de suspender nuestra consulta, pero aún podía hablar, y le insistí en que lo intentara. Juró ser un farsante, juró jamás haber logrado nada con su magia, y juró que nunca creyó que lo que le pidieron para esa señora fuese a resultar. Pero también juró que no fue su idea, sino de un viejo maestro, a quién él tenía por un verdadero adivino, que le pidió “el trabajo”, y le dio las instrucciones precisas. Cuando le pregunté que por qué, que qué tenía ese “maestro” contra mi esposa, se retorció inquieto, como si le desagradara muchísimo seguir ahondando el tema. Un poco de persuasión de mi parte lo estimuló a seguir explayándose, y me contó que, aunque nunca se habló directamente de ello, por lo que pudo oír y entender de una charla de ese “maestro” con otra persona que estaba en la habitación 155 contigua, parecía ser que “el trabajo” era una forma de castigar a alguien cercano a ella.. Antes de irme, arreglé que le diese un pequeño derrame cerebral: si no moría, perdería sin duda la memoria o el habla. Si perdía ambos, mejor. Me mudé a un hotel, sin siquiera pasar por mi apartamento a retirar nada, y traté de ordenar lo que sabía -" La tarde se acercaba a su fin, con esa velocidad sorprendente que tiene en los trópicos, y Ricardo se apresuró a enrollar de nuevo los papeles y emprender el regreso al buque. Nunca había recorrido estos senderos de noche, y malditas las ganas que tenía de empezar ahora. Apurando el paso, logró llegar con las últimas luces. Declinó una invitación a salir más tarde con los muchachos, se duchó, comió algo, y se encerró en el camarote a seguir con los papeles de la botella. Odiaba reconocerlo, pero el asunto se estaba volviendo apasionante. Destapó una cerveza, se sentó en su sillón, y siguió con la lectura de los maltrechos papeles. -"lo que sabía. Me buscaban a mí, eso era evidente. Nadie podía tener nada en contra de mi pobre esposa pero, incluso si hubiese tenido algún enemigo en la tierra, sería un enemigo de esta tierra. En el atentado contra nuestra 156 felicidad se veía un accionar que no tenía nada que ver con las venganzas normales, ni con los rencores humanos comunes. Habían usado algo fuera de lo normal. Yo era el fuera de lo normal en nuestra pareja, así que era obvio que nuestro enemigo era más afín a mi que a ella: era, pues, mi enemigo. Quien, o por qué, era algo que se vería más tarde. El nudo del asunto era que, aún buscando destruirme, él, casi con seguridad, no supiera de quién era enemigo. Habiendo usado mi poder luego de aquella entrevista con Don Pedro para que nadie pudiera descubrirme (Hubiera podido estar parado debajo de un cartel luminoso que dijese “Éste es” con una flecha señalándome, y, aun así, o no me verían, o no se darían cuenta, o se darían cuenta pero no lo creerían), rodeado de una muralla de coincidencias que no permitía a nadie sospechar de mí, buscaron a la persona más cercana a mi persona. Algo en mi esposa tendría mi marca para el que supiera verla. El caso es que descubrieron, vaya uno a saber cómo, a una mujer que se relacionaba con el que buscaban. Pero incluso así, incluso teniendo frente a sus ojos que yo era su vida y ella la mía, no podían saber ni descubrir quién era la persona cercana a ella cuya identidad querían revelar. Deben haber probado, sin duda, y fallado, diferentes formas de dañarla. Las fallas no hicieron más que confirmarles que el que ellos buscaban estaba protegiendo a la mujer, y los llevó a insistir. Finalmente, dieron con el agujero en mi muralla que les permitió asestarme semejante golpe. No dejaban de ser conjeturas traídas de los pelos, y yo lo sabía, pero alguna línea de investigación tenía que tener para empezar. 157 Haciendo discretas averiguaciones, entonces, supe que, durante mi crisis de dolor y de alcohol, una serie de desgracias terribles había ocurrido a parientes y amigos de mi difunta esposa. Decidí aprovecharme de ello: mientras las calamidades seguían golpeando a la familia, yo aplicaba mi poder como una nariz a cada una de ellas Mi, o mis enemigos, sólo sabían de mí que había sido importante para mi esposa. Se dedicaban, por lo tanto, a castigar sistemáticamente a todos aquellos que cumpliesen con esa condición (menos a mi, a quién olvidaban o ignoraban). Y yo, de cada uno de esos ataques, acababa obteniendo un nombre. Todos estos nombres eran distintos, pero todos resultaron tener un denominador común. Todos eran personas que se dedicaban, de una forma o la otra, a la magia comercial, a la charlatanería, al ilusionismo barato y al fraude místico. Todos eran farsantes que pretendían tener Poderes. Todos lo pagaron caro. Una vez que hube establecido esto, dejé de comer peones y puse todo mi empeño en darle mate al rey negro. No fui hacia él: arreglé el futuro para que nos encontráramos, de noche y tarde, detrás de cierta iglesia. (Note, Ricardo, que la gente como nosotros no se mueve por los tiempos de la literatura o el cine policial. No tenemos molestas demoras ni largas cadenas de investigación y búsqueda de pruebas. Todo resulta vertiginosamente rápido y sencillo. Un poco aburrido, incluso). 158 Cuando el momento llegó, pude ver a un hombre anciano, elegante, vacilando en la actitud de quien, acostumbrado a ganar siempre, cae en cuenta de que está perdiendo el partido. Tendría sin duda una razón para estar allí –para él absolutamente verdadera y lógica- pero, aunque no podía menos de estar seguro de estar allí por su propia voluntad, seguro de su libre albedrío, así y todo parecía oler algo hostil alrededor. Estoy seguro de que podía oler la trampa. No le sirvió de nada. Sin preámbulos, desde las sombras, le dije que tenía una sóla posibilidad de salir con vida de esto: no darse vuelta, no callar, no mentir. Asintió con la cabeza. Lo interrogué. Satisfizo todas mis preguntas. Cumplí y lo dejé ir, asegurándome luego – poder mediante- de que viviese muchos años más en la constante agonía de los cánceres óseo y de piel que se le manifestarían esa misma semana. Mi venganza cumplida, y mis dudas resueltas, emprendí un viaje hacia América que terminaría, varios años después, en aquella noche de Lima-" -"Lo que descubrí, Ricardo, y que de ahora en más deberá transformarse en su principal preocupación, es lo siguiente. “Nosotros”, comprenderá, no somos los únicos. 159 Somos la última etapa de una evolución. Estamos al final del proceso, y, por lo tanto, somos los más elaborados, los más precisos, y los que poseen el poder más sofisticado. Pero, aún así, no somos, de ninguna manera, los únicos que conseguimos manipular las cadenas de causa y efecto. La esencia de lo que logramos hacer consiste en conocer el preciso y mínimo cambio a realizar para que, en un futuro determinado, ocurra un hecho estipulado por nuestra voluntad. Lamentablemente, hay otros, no tan avanzados como nosotros, pero que tienen algo de nuestra habilidad, y consiguen resultados parecidos. De hecho, hay innumerables estadíos inferiores; gentes que, como el adivino de Amberes, sólo han desarrollado parte de su capacidad, y que viven confundidos con respecto a qué es, de dónde viene, y cómo funciona. La mayoría de estas gentes son lo que, a lo largo de toda la historia, se ha conocido como magos, brujos, o hechiceros. Su habilidad, aunque menor, se basa en el mismo principio que la nuestra. Sólo que, en vez de obtenerse con el razonamiento y el estudio de causas y efectos, ellos lo consiguen de una manera empírica, por ensayo y error, a través de la experiencia empírica acumulada durante cientos y cientos de años. Sus rituales, sus cánticos, sus pentagramas en el piso: toda su escenografía no hace más que introducir un cambio ilógico en el normal desarrollo de las cosas. Hacen algo que, normalmente, no tendría sentido hacer. Eso lleva a que la 160 cadena de hechos siguiente ya no sea la misma, las cosas ocurren de otra manera, y se llega a un Universo diferente de aquel al que se iba a llegar. La principal diferencia entre las cosas que hacen ellos, y las que hacemos nosotros, es la precisión. No pueden, como nosotros, alterar un hecho puntual en un momento definido, sino que disparan al azar, en un campo muy amplio, y fallando la mayoría de las veces. Esto de ninguna manera los vuelve menos peligrosos, sino que, por el contrario, todo ese poder disparado a boca de jarro, explicado como causado por poderes demoníacos o espirituales, y totalmente inconsciente de las ramificaciones que altera, es una ruleta rusa jugada con cañones. Si hubiese que llevar un vaso de un extremo al otro de la mesa, por ejemplo, lo que nuestro poder haría sería el equivalente a tomarlo con la mano, ir al otro lado de la mesa, y depositarlo en el lugar deseado. El de ellos haría algo así como levantar todo el extremo de la mesa para que vasos, platos, cubiertos, panes y botellas resbalaran como fuese hacia el otro extremo. Establecen una pendiente ciega en la causalidad, en la esperanza de que, entre las miles de secuencias que cambian, alguna de ellas termine resultando como ellos lo desean Metiéndome un poco con la antropología (No proteste: va a ver que estos datos le van a terminar por servir, y mucho), creo que puedo explicar cómo se originó este conocimiento “mágico”. 161 Es de suponer que, miles y miles de años atrás, un hombre, que deseaba profundamente algo (caza, la muerte de un enemigo, buen clima, etc.) lo consigue de una manera que no esperaba. Como tantos –como todos- lo habrá achacado a la ayuda de algún Dios, algún Espíritu, algún Demonio. A la Suerte, si no. Pero, en este caso en particular, recuerda haber hecho algo inusual antes y pasa a preguntarse, intrigado, si no habrá tenido algo que ver. A partir de allí, a modo de su propia receta de buena suerte, empieza a repetirlo innumerables veces. Por supuesto, usted y yo sabemos que para cierto enemigo y cierta desgracia en cierto momento, sólo hay un cambio específico posible. Pero, si el hombre espera algo vago, algo muy general, quizá, tal vez, aquel movimiento de la primera vez sirva. No conseguirá caza, pero si mujer. O, si quiere derrotar al rival, quizá no lo logre, pero puede que le vaya mejor con la recolección de frutos. Como al adivino de Amberes, una buena suerte imprecisa empezará a rodearlo. Hasta es posible que las pinturas rupestres de mamuts y de antílopes fueran el equivalente, para aquellas mentes toscas, de los ensueños del adivino o de los nuestros. Mi soñar mi cocinita de Londres, cuando estaba en prisión, puede ser un primo lejano de las grutas de Altamira. Lo importante es que la repetición dará algunos resultados. No harán falta muchos para que una mente supersticiosa y primitiva intuya que allí hay Poder. Puede que con el tiempo afine un poco su técnica, descubriendo por casualidad que hay cambios que sólo producen suerte en la caza, mientras que otros la traen a la hora de conseguir 162 hembras. Caerá en el error de confundirse y creer que es el movimiento o el canto el que hace el cambio, y no la imagen que genera en su cabeza de lo que desea, pero no importa: los memorizará y los seguirá repitiendo incansablemente, movido por su superstición. Este hombre transmite sus pases, secretos y amuletos a uno o varios aprendices. Un aprendiz normal repetirá los movimientos del maestro y fracasará casi siempre. Un aprendiz intuitivo, uno con el principio embrionario de nuestro poder, visualizará además lo que espera conseguir con esos pases mágicos, los variará imperceptiblemente, inconscientemente, logrando un cierto éxito y transmitiendo, a su vez, esas variaciones que intuyó. Fíjese que, a pesar de ser los mismos rituales, efectuados por distintos magos, hay resultados distintos. Lo sensato sería darse cuenta de que no es el ritual el que sale bien o mal, sino el mago, pero, para la mentalidad primitiva, este salto lógico nunca fue posible. Así y todo, siempre se aceptó que había grandes magos, sujetos más poderosos que los demás, incluso cuando hacían las mismas tonterías que los otros. Hoy en día, fíjese, la misma plegaria, rezada por diferentes fieles de una religión, dará resultado en algunos y defraudará a otros: si el Dios es el mismo, y el texto de la plegaria también, hay que concluir que lo que hace que en un caso funcione y en el otro no tiene que ser la capacidad del que reza. Pero tampoco las religiones fueron nunca muy lógicas al respecto. 163 Con el pasar de los años y de las generaciones de aprendices, habrá conjuros establecidos para cada cosa, pulidos por miles de años de infatigables ensayo y error, recetas que, realizadas por una persona con la suficiente intuición como para afinarlos al instante presente (a nuestro universo) pueden alterar, con cierta gruesa puntería, al futuro. Nunca vamos a poder afirmarlo con total certeza, pero es posible que estos “magos” no tengan la suficiente fe en sus propios ensueños como para creer en ellos y obtener así el detalle que hay que modificar. El ritual, la ceremonia, en los que sí creen les prestan la confianza necesaria y, mientras bailan, o cantan, o degüellan corderos, intuyen qué está diferente, y lo logran. Al igual que las pinturas rupestres, necesitan creer que es muy poderoso y externo lo que logra que sus deseos se cumplan. No estamos hablando, Ricardo, de solitarios como Nosotros, sino de un grupo corporativo, con su folklore y sus jerarquías, sus prodigios y sus don nadie. Lo que les falta en poder, en comprensión de su poder, lo suplen con el conocimiento compartido, y, sobre todo, con el acumulado en generaciones y generaciones de práctica. Ahora bien: al equivocarse sobre el mecanismo que les permite lograr lo que logran, no pueden ver las consecuencias de esos logros. Nosotros, por ejemplo, aceptamos que un hombre es quién es según los hechos que lo hayan formado, y será, en el futuro, como los hechos que sigan ocurriendo lo sigan 164 moldeando. Hechos, claro, regidos por el azar. Como para nosotros, prácticamente, no existe el azar, los hechos que nos moldean están moldeados, a su vez, por nosotros mismos, con lo cual seremos cada vez más lo que somos ahora. Marea un poco, ¿no? En el caso de los hechiceros, como no “sueñan” racionalmente lo que quieren que ocurra, sino que simplemente repiten los gestos que creen que pueden servir porque, hasta ahora y algunas veces, dieron resultado, imprimen en el universo cambios que, no sólo son tiros a ciegas, sino que son tiros rituales, con conceptos religiosos o mágicos implícitos en ellos. El universo que crean, cada vez que intervienen, es un universo con más arbitrariedad que el que estaba por ocurrir, más removido por el azar, y más orientado a las taras religiosas de estas personas. Entiéndame: no van a hacer nunca que aparezca un demonio ni que Dios les dé las tablas de la ley, pero el universo se va a comportar como si esas cosas realmente existieran. La diferencia entre un mundo gobernado por orixas o espíritus, y otro que no, pero en el que pasan las cosas que harían suceder los orixa y los espíritus es, en la práctica, irrelevante. Como corolario final de el daño que hacen, ellos mismos serán lo que conforman, de modo que, cuanto más usen sus poderes, y más acierten, más devotos y más equivocados estarán con la magia. La hechicería, a diferencia de nuestra habilidad, no asienta al ser en su propia esencia, sino que, como tiene un 165 margen tan amplio de error, lo lanza –a él y a su universo- a una serie interminable cambios en el carácter, cuyo único factor común es la alienación y la creencia, cada vez más reforzada, en explicaciones mágicas de la realidad. Si lo quiere más resumido, se vuelven locos y vuelven loco al normal curso de las cosas. Si bien el azar es imprevisible, por lo menos sigue una línea más o menos recta: con ellos, en cambio, todo son desvíos inesperados y rutas sorpresa. Para ilustrar con una metáfora, según mi mala costumbre, es como si nosotros fuésemos médicos recetando drogas tras haber estudiado la enfermedad del paciente (y los efectos curativos de las mismas), y ellos, en cambio, fueran dementes que tomaron la farmacia por asalto, y se recetaran entre ellos mismos según el color de los envoltorios o el sabor de los medicamentos. Quizá acierten alguna vez, y les sirva saber que los verdes son para la garganta y los rosa para las vaginas, pero, sin duda, el resto de las drogas, administradas a ciegas y en base a la fe en el poder mágico de las cajitas de cartón, no puede menos que hacer un desastre con la farmacia, y con las propias mentes de los enfermos. Nunca lo hubiera descubierto, ni ellos hubieran descubierto que uno de Nosotros existía, si no hubiese sido porque mi mes de dicha para Barcelona chocó con una ley básica que es común a nuestro talento y al de ellos. Es algo paradojal, exquisitamente sencillo y, a la vez, endiabladamente difícil de entender. 166 (Como todo lo que me cuenta, pensará usted.) Funciona más o menos así: Cuando dispongo que ocurra algo, el cambio que intuyo tiene en cuenta todo lo que, en este instante, tiene consecuencias en el futuro. Si hubiese otra persona con un poder igual al mío, mi intuición también la tendría en cuenta (después de todo, está en mi universo actual), y, si por alguna razón esa otra persona fuera a hacer algo que se opusiese a lo que yo quería hacer, también lo tendría en cuenta Mi proceso elegiría un cambio tal que, además de culminar en mi pedido, generase circunstancias que se opusieran y anularan a las originadas en el otro. Tiene lógica. Yo quisiera comer un pato nanking. Otro, luego, programa que yo no tenga mi pato nanking. Yo me quedo sin pato. Para evitar esto, yo uso primero mi poder para llegar indefectiblemente al pato nanking. Cuando lo hago, no sólo las cosas se irán acomodando para que yo cene pato, sino que también incluirán cambios que sirvan para que el otro no pueda desear, o hacer, o interferir de ninguna manera con mi pato. No es cuestión de más o menos poder, sino de la secuencia: el que juega primero baraja el universo hasta el fin de su pedido, y eso incluye las manifestaciones de poder de otros que sean contrarias a las suyas. A igualdad de barajas, gana el que es mano. Entre Nosotros no habría tal problema, ni hubiésemos descubierto jamás el fenómeno tampoco, ya que sólo había uno sólo de nosotros vivo a la vez. Nadie interferiría con nadie. 167 Y como cuando actuábamos lo hacíamos siempre esporádicamente, y siempre en asuntos muy concretos y definidos, rara vez podía darse que alguno de nuestros esquemas interfiriese con el de otros. Pero, cuando decreté la felicidad sobre Barcelona, todos los hechizos, todas las brujerías, todos los males de ojo fueron contrarrestados y anulados. Quizá alguno se haya escapado –alguno arreglado antes de mi decreto-, pero, dada la baja efectividad de los magos, puede que incluso esos fallaran por sí mismos, o que su daño se mitigara por el bienestar general de los allegados a la víctima. La comunidad de brujas y hechiceros se encontró de pronto totalmente impotente. Igual que yo, no tardaron en darse cuenta de que una performance de 0% era demasiada coincidencia, y buscaron la causa por todos los medios posibles. Claro, yo era invisible, digamos, para ellos. Les debe haber resultado endiabladamente difícil, pero de alguna forma, navegando por marcaciones, deduciendo por la zona donde más se sentían mis efectos, o estudiando qué criterios se habían usado para decidir qué cosas buenas le ocurrirían a la gente de Barcelona, consiguieron oler que, fuese lo que fuese lo que los tenía congelados, tenía alguna relación con mi señora. Y el resto ya lo sabe. Siguieron buscándome, por supuesto, rastreándome en vano a lo largo de todos estos años. No pueden verme aunque me les pare en frente y les grite que yo soy el que 168 buscan, pero, en cuanto tiro mis “fuegos artificiales”, todos alzan el hocico y levantan vuelo en mi dirección. Mi vida empezó a complicarse y a volverse más dolorosa a partir de mi venganza de Barcelona. Por ejemplo, cuando quise ayudar a la gente de toda una favela en Río, la anomalía, el neutralizado de la magia los atrajo a la zona como moscas a un cerdo muerto. En cuanto mi ayuda concluyó, todas aquellas personas cercanas a mí (las que tenían mi “olor mágico”, por decirlo de alguna manera) sufrieron desdichas atroces, desdichas que, por haber sigo dispuestas previamente, mi poder no podía contrarrestar ni deshacer. Volví a tomar venganza sobre los autores, pero, por lo general, eran magos de ínfima categoría a los cuales, en esas ocasiones, miembros más poderosos ayudaban y elevaban sobre sus niveles. Y aunque me llevé mi buena cuota de esos maestros, y limpié bastante el mundo de esa confusión en la causalidad que causaban, pronto me di cuenta de que estaban alerta en todo el mundo, expectantes, esperando mis próximas buenas acciones. No había lugar a donde fuese en el cual no se desatase una feroz represalia cada vez que trataba de ayudar a grandes grupos de gente. Tanta dedicación, supuse, estaba dirigida a encontrarme, descubrirme, y sacarme del tablero. Cuál de todas las creencias mágicas, cuál de las sectas, cuál de todas las pervertidas formas de entender la realidad me perseguía (si no se trataba, después de todo, de una “mafia” que las uniese a todas) nunca lo pude averiguar, ni me interesó. Si no era una, sería otra. Si yo vencía al vudú, me seguiría el candomblé. Si vencía al candomblé, tendría tras de mí a 169 todos los chamanes americanos. Y seguirían las tiradoras de cartas, los curanderos, los satanistas, etc. La estupidez humana probablemente es infinita; para mí, al menos, aparecía como inagotable, así que abandoné todo intento de indagar el asunto. Nunca lograron dar conmigo –ni se acercaron siquiera-, pero al final lograron vencerme. No pude soportar más el daño que sufrían los inocentes que me rodeaban cada vez que los perros se soltaban a rastrearme. No quise que nadie más sufriese por ser mi amigo, por ser mi amante, o simplemente por caerle bien. Dejé de actuar en gran escala, y me radiqué en Lima. Fue en Lima, y cuando ya me sentía seguro y libre para siempre (al fin y al cabo los había dejado tranquilos, y ya no tenían por qué hostigarme), fue allí que, una noche, supe por la dueña de la casa que tres hombres habían venido a buscarme. Dos veces. Y que al no encontrarme, hicieron un montón de preguntas sobre mí. No dijeron nada sobre ellos mismos y a ella, en particular, no le gustaron para nada. Volví a usar el truquito de encontrarme con ellos, pero sin que se dieran cuenta de que yo estaba cerca. Supe que uno de ellos era uno de Los Grandes (no por nada sobrenatural esta vez, sino porque, de tanto matarlos, había aprendido a conocer sus miradas enloquecidas, sus poses soberbias, y su absoluto desprecio por el ser humano común). Los otros dos no parecían estar muy conscientes de lo que hacían, ni por qué, ni para qué. 170 Averigüé donde vivía aquel Maestro. Esperé a que dejara el hotel en mi busca y, sabiendo que contaba con bastante tiempo antes de que regresara, le revisé la habitación. Entre sus papeles encontré listas y listas de nombres, cada una encabezada por el nombre de una ciudad y una fecha. Mi nombre aparecía subrayado en todas. Cuando entendí, casi me reí. Estos brujos, estos poderosos Maestros de las Artes Arcanas, se habían rebajado a rastrearme usando una vulgar pesquisa detectivesca. Cotejaron la información de todos los sitios en los que yo había actuado para el bien de un grupo de gente. Tenían todos los nombres de las relaciones de mi esposa, todos los de aquellos que habíamos formado un círculo de amigos en la favela, los de aquellos que vivimos aquella sequía en el Chaco, los que sobrevivimos a la nieve en los Andes, los del valle del volcán en El Salvador, etc., y yo, claro, figuraba en todas. Ileso. Inmune. La conclusión evidente sería la de que yo había causado todas esas sombras a la brujería, pero no creí que hubiesen podido llegar a ella. Mi poder aún les impedía aprehender mi secreto, si bien, para el caso, era lo mismo. Cualquiera fuese la conclusión a la que hubieran llegado (muy probablemente a la de que yo era muy cercano al culpable, que viajaba con él, y que él era quién me protegía de sus hechizos), acertados o equivocados, era cosa segura que mi muerte había sido decretada. Si no podía ser por medios mágicos, sería por otros: para eso estaban los matones. 171 Cuando volví a mi pieza, traté de recordar contra cuántos tipos de muerte me había amparado con mi poder (porque lo cierto es que nunca pretendí la inmortalidad, sino apenas la longevidad). Eran muchísimos, pero nunca se me ocurrió protegerme de asesinos profesionales. Nunca anduve en nada que lo justificara. Ahora, conociendo a los magos, y teniendo presente ese juego de que el primero que ordena el futuro bloquea a los demás, me resigné a que ya era tarde. Algún hechizo, alguna brujería habrían hecho, sin duda, para que los asesinos tuvieran éxito. Algo torpe, algo vago, sin duda, y que era probable que terminara rompiendo vidrios o matando perros en otra ciudad, pero, aún así, algo repetido varias veces y por varias personas. Muchas personas. Recuerde: lo que no consiguen con habilidad, lo logran insistiendo, repitiendo, y apoyándose en su innumerable cofradía. Alguno de todos esos orates iba a tener que acertar. Pedí, pues, saber los datos sobre mi muerte. Conociendo el lugar y la hora, sólo me quedó hacerme a la idea y cumplir apresuradamente con mis deberes. Mentiría si le dijese que estaba triste, furioso, asustado o filosófico. Había vivido demasiado, había vivido muchas cosas, y todas muy buenas, y había hecho todo lo que tenía ganas de hacer. Estaba cansado, las penas me pesaban en el alma, y el fin de mi historia, como una cama 172 bien tendida al final de un día agotador, me parecía más tentador a cada momento. Me preocupaba, si, el problema de cómo continuar con Nuestra tradición, y ahí es donde entra usted, Ricardo. Usé todo mi poder (me empleé a fondo, créame) para que la persona más capaz de reemplazarme estuviese junto a mí en el momento de morir. No antes, para que no pudieran asociarlo conmigo. No después, para poder, hasta último momento, impresionarlo y tratar de convencerlo. Mi problema era que, a diferencia de todas las entregas de posta Nuestras, en este caso no se le iba a hacer a un hombre que había descubierto prácticamente todo sobre el tema, que estaba seguro de que podía hacer las cosas que se le iban a decir que podía, y qué sólo necesitaba algunos datos menores para poder manejarse en la vida. Yo le iba a entregar todo este paquete inverosímil a alguien que ni sospechaba que esto pudiese ser posible. Sin tiempo de largas conversaciones ni de pruebas y experimentos convincentes. A uno que no había Madurado. Iba a tener que convencer a un perfecto extraño de que creyera el que parecía el mayor cuento de borrachos de todos los tiempos. Supuse que no iba a ser fácil, así que hice algunas previsiones. 173 Lo más complicado fue conocer su nombre. Fue muy difícil. Tardé más de dos días, y aún hoy resultaría muy complicado explicar cómo llegó hasta mí. Con su nombre, y algunos otros datos suyos que conseguí, estoy programando, ahora, varios sucesos para orientarlo y sacarle las dudas. También me tomé un trabajo especial en planear como hacer para que saliese con vida del encuentro con mis asesinos (tarde, pero finalmente aprendí a tener en cuenta a esa gentuza en mis planes). Lo voy a hacer de un modo bastante sencillo, y sin usar mi poder. Se que el asesino va a matar a sus dos peones luego de terminar su trabajo –no tienen interés en tener ningún tipo de testigospero también se que, estando cerca de mi muerte, la niebla que ocultaba mi secreto se va a disipar, así que, en determinado momento, cuando me llegue la hora, voy a revelarle que no soy un amigo de su presa, sino La Presa en si. Sin duda, la lista de Grandes Maestros que llevo liquidados lo va a convencer de que cuanto más se aleje de mí, mejor. De paso, le cuento que su cara, cuando me escuche decirle al asesino que yo efectivamente soy el que ha venido a matar, y que, a pesar de lo estúpidamente obvio que eso resulta, el asesino reacciona con terror y huye, su cara, Ricardo, bien vale un tiroteo. El resto, de ahora en más, depende de usted. Los Magos manipulan la mente. Nosotros no, así que no voy a interferir con su lógica o su credulidad: si usted era quien se suponía que debía ser, encontrará esta botella. Si no, 174 se romperá contra las piedras y sus contenidos se desharán en el mar. Una solución elegante, que le dicen. Me despido, Ricardo. No le deseo suerte, porque sé que ahora tiene el poder de forjarla. Le pido, si, que tenga presente siempre la presencia de la Legión de Incompletos. Use todo lo que quiera su poder para su propio beneficio, pero recuerde que, si lo usa de un modo amplio, para ayudar a grupos o pueblos grandes, ellos lo descubrirán y lo perseguirán eternamente. Disfrute, sobreviva, y siga orientando al Universo como siempre lo hemos hecho Nosotros. Especialmente ahora, que sabemos que hay una nación entera de locos tratando de sacudirle el eje. Y ya que está en Quetzal, busque un restaurant sobre la ruta, cien metros después de la calle principal, con un enorme pez espada embalsamado en una pared: se come maravillosamente bien, y los mariscos son enormes y frescos (tenía que darme el gusto de darle una última sorpresa: mi lado travieso, pobre de mí, nunca me abandonó) Perdón por todo, y, al mismo tiempo, no hay de qué. Adiós Nadie-" 175 Ricardo comprendió todo, Ricardo aceptó todo. Todo cerraba, todo coincidía: hasta las palabras que el viejo dijo en Lima, y que espantaron al asesino. La explicación aclaraba las maravillas, y las maravillas confirmaban la explicación. Todo era coherente. Salvo, claro, el final. Ricardo conocía el restaurant, la dirección, y el pez espada. Coincidía incluso en la crítica de la cocina. Era una de las mejores cosas para hacer en Quetzal. Pero Quetzal estaba en Guatemala, y él, Ricardo, en Costa Rica. El buque no llegaría a Quetzal hasta dentro de cuatro días. O sea que, o el retorcido humor del viejo seguía molestando con sus jueguitos desde el Más Allá de la tumba, o, por primera vez, una grave distorsión había aparecido en lo planeado por Nadie. Aparentemente, Ricardo (o la botella) se habían adelantado a los tiempos previstos. La realidad pudo acomodarse, de alguna manera, y ambos pudieron encontrarse, pero no como había sido previsto. El viejo había cometido un error, o algo había interferido con sus “arreglos” Sentado en su sillón, la mirada perdida sobre la lámpara del escritorio, Ricardo se preguntó varias veces si aquel habría sido el único error, o la única interferencia. 176 COMPRESIÓN TABASCO: María estaba sentada junto a una mesita cuadrada, apoyada contra la pared del fondo de una cocina. El sol no daba en ese rincón, sino en lo ojos de quien mirase hacia allí. La vieja, de medio luto, era apenas discernible contra el hollín y la grasa de las paredes. Evaristo –que no se llamaba Evaristo- se dejó engañar por la inmovilidad de iguana de María cuando entró a la cocina creyéndola vacía. Cuando la vieja quedamente lo saludó, tuvo otro de esos respingos de miedo que, no importaba cuantos años llevase ayudando a aquella mujer, sufría cada vez que tomaba conciencia de lo indefenso que se encontraba a su lado. No es que ella le hubiese hecho daño alguna vez (no que él supiera, por lo menos), pero la rutina hacía que, cada tanto, Evaristo se olvidase por un rato de todo lo que podía hacer aquella a quién servía: cada vez que, como ahora, caía en cuenta de nuevo de con quién trataba, lo asaltaba la sensación de el que descubre que ha estado caminando a oscuras al borde de un abismo, sin saberlo. 177 -¿Q´noticias me traes?- María era respetuosa, y su voz sonaba tenue y avejentada. Evaristo conocía el tono y, lejos de tranquilizarlo, esto hizo que su corazón se acelerara locamente (cosa que, a su edad, era una tonta forma de ruleta rusa). -Otra vez lo mismo, MadreNo era, claro, su madre. Usaba el título porque todos en su familia, desde su bisabuelo hasta él –y también sus bisnietos- lo habían usado. Podía ser, por supuesto, que existiese algún otro parentesco entre ambos; muy en su interior, el anciano sentía repugnancia ante la idea. Haciendo de tripas corazón, dio las malas noticias -Quejas de otra ciudad, en un país diferente. Y nadie pudo Ver nada tampoco esta vezMaría apoyó el brazo derecho en la mesa, jugueteando con un diente de ajo que hacía pasar entre sus dedos como si fuese un ratoncito blanco. Evaristo, fascinado, hasta creyó ver, en un parpadeo, un ratón verdadero. -¿Y tú qué crees?- preguntó, sin pasión y sin mirarlo. -Pos...pos creo que son muchos, Madre...Creo que se han juntado muchos. Y creo que lo hacen a propósito. Yo creo que nos provocan, pueses... Silencio. 178 -Quiero que me traigas algo, hijo- El viejo se preparó. Los encargos de María nunca eran fáciles ni agradables, siendo incluso, muchas veces, ilegales. Tenía ya el alma y el estómago curtidos, pero nunca terminaba de acostumbrarse del todo a las sorpresas que ella le daba. -Tráeme un mapa. Del mundo, ¿sabes?, uno de esos con todos los países. Con los nombres de las ciudades. Y que tenga letras grandes: mis ojos, ya sabes... Evaristo, aunque casi seguro de haber entendido mal, fue a buscar uno, y lo desplegó sobre la mesita. María, arrimando cada tanto un cuaderno muy manoseado a su nariz, tomó un lápiz e hizo varios puntos y marcas sobre el planisferio. Cuando estuvo satisfecha de haber terminado, se enderezó, asintiendo. -Pos fíjate que yo creo que no. No son muchos. No hay dos quejas de lugares diferentes al mismo tiempo ¿ves?, ni saltan tampoco de una punta a la otra del mundo. Son como pasitos. No son muchos. Es uno. Uno sólo, que se mueve mucho-Pero, ¿no tiene amigos en los pueblos, no tiene conocidos, no se acuesta con nadie? ¿Cómo es que vive así?María pasó el dedo a lo largo de la línea de lápiz que unía todas las cruces que había hecho, y en el orden de las fechas que había garrapateado al lado. -Hi....jo de la chingada....- siseó. Puso ambas palmas sobre el planisferio, y miró, con la mirada maravillada de quien ha descubierto la más inesperada de las respuestas. 179 -....es un barco, tiene que ser un pinche barco. Fíjate, fíjate: son todas ciudades junto al mar. Va lento de una a otra, no se detiene nunca... ¡y claro que tiene amigos y conocidos! Pero los lleva con él. Se mueven con élEvaristo empezó a entender. -Pero en algún momento se tiene que bajar. En alguna ciudad tiene que tener una casa, padres, una esposa...-No sirve, chavo. En esa ciudad se debe mover calladitito como un ratón. Te aseguro que de esa ciudad nunca vamos a tener ninguna queja...María pareció quedarse dormida. Evaristo, que había visto esto muchas veces, no cometió el error de creerlo ni por un momento. -Hijo, hazme un favor, ¿quieres? Búscalo a ese policía pelón, a Samaniego, y dile que si no sería tan amable de averiguarme qué barco estuvo en estas ciudades, en estos días. Y que si puede, también me consiga los nombres de los marineros...anda, sé bueno, veY, con lo más parecido a un trote que sus ochenta y siete años le permitían, el anciano salió aliviado al sol de la tarde. La conclusión a la que había llegado María no le producía ninguna urgencia, ni pensaba que el encargo fuese algo que no se pudiera hacer perfectamente caminando: lo importante, lo que lo hizo apresurarse, era que al fin podía alejarse de allí. No es que hubiese olor a lagarto en el aire encerrado, pero se sentía como si lo hubiese... 180 Lo otro, eso del gringo en barco, era ya historia pasada. Faltaba la fecha del final, cosa muy poco emocionante, por cierto, y enterarse de los detalles previos, pero no había lugar para la urgencia. El final, una vez que a María se le metía la idea en la cabeza, era algo que los ochenta y siete años de Evaristo habían comprobado inevitable. Si tenía mucha, pero lo que se dice mucha suerte, el gringo podía darse por muerto. 181 182 NEW ORLEANS: Nueva Orleáns. Si, creo que Nueva Orleáns es el mejor lugar para empezar a contar la historia de cómo y cuándo se empezaron a poner interesantes las cosas. Aquella fue la segunda vez que tocaba Nola con este buque, aunque ya perdí la cuenta de cuántas van en total. Fue especial, y por eso la recuerdo con más detalle. Como siempre, me alegraba la perspectiva de poder estar un par de días, descansando del viaje y visitando mis lugares preferidos. Todo barquero tiene tres o cuatro puertos favoritos, y esta ciudad era uno de los míos. (Es más: sacando Nueva Orleáns, y algunos puertos chicos como Nantuckett, o los del noroeste, Estados Unidos me resultaba un país del que podía prescindir sin lamentarlo demasiado). Pero Nola no. Una ciudad de Dionisos, carcomida por su historia, llena de salsa humana, de verdín, de olor a cerveza rancia, y de música. Me encantaba. Qué se yo: para mí, lo fundamental de visitar cualquier lugar era poder sentir lo que de humano había en el ambiente. Un rascacielos, un tren bala, una discoteca, no conservan mucho de los humanos que los construyeron en ellos, son todo técnica, fierros, cable o ladrillos. En cambio, 183 recorrer el Vieux Carré hacía que se sintiera –intenso como el café, ineludible como la coliflor hirviendo- la cultura del jazz, la fuerza latina de lo que había dejado el francés, la hipocresía de la rectitud española, el esoterismo de las religiones africanas, y la alegre pavada de los norteamericanos. Las calles están llenas de músicos y pintores, de las puertas de los bares sale un tufo a sótano y alcohol centenario, todo está gastado y viejo y a nadie le parece mal, hay humor y chistes por donde se mire, y, sobre todo, una inocente picardía campea en todo el ambiente. Describir Nola es perder el tiempo, ya lo sé. Pero me gustaría poder transmitir el placer anticipado que sentía ya desde la maniobra de amarre, y cómo revisaba angurriento el horario de guardias, viendo de qué manera podía sacar más tiempo para pasar en tierra. Adoraba Nueva Orleáns, en resumen, y mi ánimo se afinaba un par de octavas más alto cada vez que podía haraganear por sus calles. Si no dejo esto en claro, puede que no se entienda bien todo lo que siga. Me gustaba mucho Nueva Orleáns, entonces. Sin embargo, y hasta aquella vez de la que venía hablando, jamás había intervenido en su destino con mi habilidad. Llevaba ya tres años, casi cuatro, de haberla adquirido, y dos años y ocho meses de desoír sistemáticamente los consejos y advertencias del viejo Nadie, tres años durante los cuales les causé enormes ondas de estática a los magos de todos los puertos que toqué, 184 aprovechando, de paso, para darles tres o cuatro días de felicidad a sus habitantes. Era divertido, era halagador, y obedecía a mi idea de cómo hacer las cosas. No era peligroso en absoluto, siempre y cuando nunca actuara donde tuviese amigos o conocidos. Sabía –por lo dicho por Nadie- que, en cuanto yo retirara mi cortina de humo y recuperaran su capacidad de hacer daño, se lanzarían como hormigas a las que les hubiesen pateado el hormiguero, buscando quién les deshizo el nido. Y si no lo encuentran –y no pueden, claro- muerden al que encuentran más cerca. Respetando esa sencilla restricción, no sólo había conseguido evitar daños a terceros, sino que también había conseguido un placer extra al imaginar la frustración de aquellos bichos cuando no hubieran encontrado nada en qué hincar el diente. Así, nunca pude arreglar nada en Baires, por ejemplo –que buena falta le haría- y nunca, tampoco, pude irritar a los brujos de Nola. La causa de esta limitación era (¡cuando no!) una chica, Elfriede Kreusell, que una vez me paró en la calle para convencerme de que Dios existe. Bueno, ya se sabe: hay dos tipos de mujer que pueden pararte en la calle sin conocerte. Están las que quieren que creas que dios existe, y la otras, que te dejan convencido de que debe haber algún dios en alguna parte. No hay forma de confundirse, porque tienen aspectos y aptitudes totalmente opuestos, y, en el caso de Elfriede, no había ninguna duda acerca de cuál lado de los muros de las 185 iglesias prefería (A las otras, dice el dicho, les gusta apoyarse del lado de afuera). Su pasión evangélica era tan intensa, que uno no podía imaginarse que dentro de su pellejito pudiera caber otra. Vestía como para empezar a limpiar su casa, y usaba menos maquillaje que un estibador. Creo que nunca me pasó por la cabeza otra cosa que discutirle y razonar con ella, pero con eso tuvimos más que suficiente. Con tanto tiempo de no ponernos de acuerdo, no sólo conseguimos algún tipo de relación, sino que hasta llegamos a la conclusión de que teníamos algo en común, si es que un profundo desacuerdo puede considerarse “algo en común”. De todas formas, y como no nos irritaban nuestras diferencias, terminamos teniendo una amistad bastante peculiar, encontrándonos con largos intervalos de separación cada vez que el destino (o la Empresa) me pusiese en un buque que tocase Nola. Por protegerla a ella, pues, yo dejaba tranquila a Nueva Orleáns. No se perdía gran cosa, tampoco. El exceso de felicidad es artísticamente estéril, y nada florecería como florece en aquella ciudad si no fuese por el abono maldito de su propio caos. Aquella vez no di con Elfriede (estaba, me dijeron, en New York, ayudando a no sé quienes, que tenían no sé que problema en otra parte), y me pasé la tarde yendo de la Bourbon a Plaza Lafayette, del Riverside Mall a Canal, y del río de nuevo a la Bourbon, mirando vidrieras, oyendo jazz, y esperando a que se pusiera el sol para embarcar algunas cervezas. 186 Inevitablemente, cuando se camina solo, se conversa con uno mismo. (Mientras uno no mueva los labios, y se comporte con discreción, nadie se da cuenta y no pasa nada). Aquella vez, y una vez más, me maravillé de no maravillarme por lo que me estaba pasando. Porque, por raro que sonase, yo, maquinista naval superior –despachando de primer oficial-, lógico y pragmático por profesión y temperamento, hombre de aficiones mecánicas, electrónicas, hidráulicas y termodinámicas, que entendía al mundo según los evangelios de Carnot, Joule, Ohm y Maxwell, andaba por el mundo esquivando brujas y convencido de tener el poder de acomodar el Universo a su antojo. Contradicción que, en última instancia, sería explicable si la sostuviese con pasión, con entusiasmo, con mística. Yo podía ser, en efecto, el más poderoso de los Magos, o un lunático de campeonato mundial, daba igual, pero tenía que ser, en cualquiera de los dos casos, un tipo que vivía en un rapto metafísico, alucinado, entusiasmado o angustiado infinitamente por la realidad secreta que conocía. Pero no. Me tomaba la cosa como si fuese algo perfectamente normal. Seamos justos: no es que anduviese confiado ni tranquilo, pero, cuatro años después de la locura de tomar contacto con los papeles de Nadie, todo el asunto había perdido ese encantador escalofrío macabro de los primeros meses, y no pasaba, ya, de ser una amenaza más, como los huracanes, el sida, o los ladrones. Una vez que supe qué eran las brujas, y por qué hacían lo que hacían, una vez que fueron algo cotidiano y fácil de eludir, perdieron todo el 187 misterio, conservando apenas un leve tono de amenaza lejana. Como cruzar un paso nivel cuando el tren que viene es lento. La primera vez es emocionante. Incluso pueden darte un pequeño escalofrío la segunda, o la tercera. Pero, después de hacerlo durante tres años... Y en cuanto a mi Poder, y a pesar de lo divertido y reconfortante que resultó durante todo el primer año, ya no me parecía el cielo en la tierra. Sé que, para quien no lo posea, esto puede parecer una descarada mentira (como cuando la gente que está nadando en riquezas te dice que el dinero no hace la felicidad –pero no lo comparte tampoco-) y, aún así, es cierto. Mi gran problema cuando empecé la secundaria, por ejemplo (uno de mis tantos grandes problemas, digamos) era que no conseguía hacer las demostraciones de los teoremas geométricos. No había caso: no tenía idea ni de por dónde empezar. Al cabo de unos meses de probar, de varios reveses, y de inútiles explicaciones de mis compañeros (podían explicarme el desarrollo de una demostración ya hecha, cosa que yo entendía solito, pero no cómo se les había ocurrido), un día zaz, me empezaron a salir. Viví más tranquilo, pasé los exámenes más relajado, y dejé de sentirme oligofrénico, pero mi vida real no cambió gran cosa. Adquirí una habilidad que creía sobrenatural, valga la exageración, (no se aprendía ni se memorizaba, sino que se recibía, aparentemente, de lo Alto), pero, así y todo, seguía siendo el mismo pajarón de siempre. Era un bobo con una habilidad 188 nueva, nada más. Yo era, y seguía siendo, irremediablemente Yo. En eso tenía razón el viejo Nadie: con el poder no basta. Al tiempo de usar Nuestro poder, empecé a darme cuenta de que las cosas que ocurrían como uno quería no eran tan divertidas como se esperaría, ya que no habían podido ser de otra manera, y que lo que se lograba así tenía mucho menos valor si no hubo forma de haberlo dejado de lograr. Entendí que tenía una hermosa herramienta en las manos pero que podía llegar a aburrirme de ella, y de mi vida en el proceso, si no la ponía a trabajar con un objetivo. Y cuando digo “trabajar”, no me refiero a crear helados de vainilla cuando tengo antojo, ni a manejar un XKE ´67, sino a abocarme a algo que tenga sentido, algo que me trascienda, y algo en lo que quizás falle. La única tarea que podía emprender con esta habilidad, y en la que podía fallar –según le constaba a Nadie- era la de hacerle la guerra a la famosa sociedad Magos, Brujas y Hechiceros, S.A. Como no se me ocurrió nada mejor que hacer, puse manos a la obra, y me dediqué a romperles las pelotas en mis ratos de ocio. Nada de precipitarse, por supuesto. Lo pensé durante varios meses. Medí bien las fuerzas, repasé la historia del viejo, traté de entender qué hizo bien y qué hizo mal, y finalmente terminé por armar un plan de acción que me pareció que quizá pudiese dar resultado. 189 No era de extrañar, entonces, que al cabo de tres años de darle vueltas y vueltas a ambos asuntos (mi poder y los brujos), y de actuar una y otra vez según un plan hacía largo tiempo establecido, pudiese convivir con ellos con cierto desapasionamiento. Ni era raro, tampoco, que durante aquella caminata por Nola me fuese más fácil entusiasmarme con la idea de comprar unas reproducciones de impresionistas que vi en un comercio de cuadros, que con el estado actual de mi cruzada personal. Al fin y al cabo, y habiendo decidido no actuar en esta ciudad, estos días podían considerarse como una tregua entre nosotros. Franco para mí, franco para los Magos. Una vez que me hube cansado bastante, paré a tomarme una cerveza en uno de los patios del Riverside Mall. No era uno de mis lugares favoritos –muy moderno, muy limpio, muy lleno- pero tenía una pecera enorme, del tamaño del ropero de mi abuela, habitada por cachorros de caimán, y frente a la cual me fascinaba sentarme. Los bichos flotaban inertes como troncos, con toda la vida concentrada en el fuego verde de sus ojitos, y, a veces, se hundían con la deliberación de un submarino, permaneciendo en el fondo mucho más de lo que duraba mi cerveza. De piel clara, blanco verdosa, con manchas oscurísimas sobre el lomo, eran, en la transparencia del líquido, pequeñas joyas de rara perfección. No sé cómo me vieron los del barco, porque yo me había sentado bien de frente a los caimanes y de espaldas al 190 mundo. A propósito, de hecho. Pero lo hicieron, y me sacaron de mi fascinación con la delicadeza y el tacto que nos caracteriza a la gente de a bordo. En cuanto el resto del público se tranquilizó respecto a que no iba a ser necesario llamar a la policía, volvieron a ignorarnos. No es que provocáramos disturbios o molestias, sino que siempre parecía que los íbamos a causar. Como cuando sueltan en un salón lleno de cristales a un grupo de chicos que pasaron el día entero encerrados en la escuela: puede que los pobres ni pretendan ni terminen por romper nada, pero nadie va a respirar tranquilo hasta que no desalojen la habitación. No era ni la primera ni la única similitud que se me había ocurrido entre nosotros, los viejos lobos de mar, y los niños menores de nueve años. Pero no puede demorarme tratando de explicarme por qué éramos tan parecidos. La conversación había alcanzado su punto álgido. Uno de mis compañeros le estaba explicando a un electricista –nuevo en “la línea”- que el nombre Bourbon St. no se lo habían puesto a la calle como un homenaje al whisky de centeno norteamericano, sino que era un chiste local (chiste norteamericano, entiéndase: no se puede pedir mucho) que aprovechaba la similitud de sonido del nombre español de la calle (“Calle de Borbón”, en la época en que Nueva Orleáns era española y se llamaba “Antigua”) con el del popular brebaje. Borbón/Calle de los bares donde se vendía y consumía Bourbon/Bourbon. Fácil. Yanqui. 191 Pero, por supuesto, estaba también la posición opuesta, y la discusión se elevaba en espirales de retórica, y en volumen, sin que se pudiese prever a donde llegaría. Las cervezas no ayudaban, y, en cierto momento, el partido “histórico” sometió como prueba los carteles en mayólica de los nombres originales de las calles, que databan de la época del dominio español, y el otro partido, el “alcoholista”, negó que dichos carteles existiesen. La única forma posible de zanjar la discusión que nos venía quedando era volver a Bourbon St. y buscar los cartelitos. De hecho, y, de no haber sido por el calor pegajoso que esperaba fuera del Mall, -y de la racionalidad que nos mete en la cabeza la cerveza a la hora de realizar esfuerzos inútiles-, toda la partida habría salido a paso veloz hacia allí inmediatamente. Nos demoramos, sin embargo, y eso permitió que uno de los marineros que habían quedado a bordo nos encontrase. Se nos acercó, con expresión preocupada, y se dirigió al primer oficial de cubierta. Este, aún riendo, se enteró de que el capitán lo necesitaba a bordo con urgencia. Su rostro pasó de la risa a la preocupación tan rápido, que seguro que algún músculo le dolió. Que un capitán despachase mensajeros en una misión tan desesperada como era encontrar a alguien en el loquero de turistas de Nola, era, para todos, señal de que algo terriblemente serio estaba pasando. Preguntamos todos a la vez, y, en cuanto encontró un hueco de silencio, el marinero, azorado, nos resumió el problema. 192 Habían encontrado muerto a Raúl, el oficial de radio. Según parecía, había ido a escuchar música al Tipitinas y, al salir, en vez de entrar de nuevo al puerto, se fue a caminar por Napoleón (Puede que el boulevard Napoleón tenga mejores zonas tierra adentro, no lo sé. Nunca probé. Pero su esquina con Tchoupitoulas, donde llega al puerto y muere, era un lugar que los marinos aprendíamos pronto a evitar de noche). No se sabía si había sido por un robo o una riña, pero el caso es que Raúl había sido encontrado cosido a puñaladas a la vuelta del Rose Tatoo. Algunos enmudecimos, otros putearon bajito. El Primero se levantó apurado, y volvió con el marinero al buque. Los demás, sin saber qué hacer ni qué decir, nos dejamos caer en las sillas. Nunca nos había pasado esto de que falleciera uno de nosotros durante un viaje. Nos golpeó durísimo; mucho más, me atrevo a decir, que lo que sacudiría la muerte de un compañero de trabajo en otro oficio. Porque, si bien es raro que un compañero de buque sea algo muy personal de uno, en circunstancias como estas, era lo de menos. Había una extraña catarsis en juego, un juego de roles y papeles cambiados, que volvían a toda muerte en el extranjero algo tanto o más impactante que la de un familiar. En cierta forma, retorcida y compleja, era como si fuese la propia muerte la que se está contemplando. Imposible que no nos pasase por la cabeza que el que falleció se perdió de aprovechar su último par de meses de vida con sus seres queridos por estar dedicándose a 193 navegar (como uno), que cuando murió, murió estando lejos de todos sus familiares y amigos, rodeado por extraños (como está uno, ahora), que le tocó en un lugar al que llegó por azar (como uno), y por circunstancias que no se hubieran dado si se hubiese dedicado a otra cosa (como perfectamente puede en cualquier momento pasarle a uno). El total desamparo de morir en un rincón ajeno del mundo, y el dolor de esposa e hijos por ese último mes invaluable, malgastado en la rutina estúpida de llevar el barco adelante (cuando “adelante”, además, incluye ese rincón donde uno encontrará la muerte), se nos hacía a todos más evidente, nos resultaba más impresionante, que las heridas de cuchillo y las tripas sobre la acera de Raúl. Fue, para todos nosotros, un memento mori en mitad de la fiesta que, sumado al afecto por un tipo al que sólo podíamos recordar sonriendo, nos demolió. Para colmo, a bordo ya no existen esos viejos mecanismos que le hacen sentir al ser humano que, por lo menos, “hace algo”. Concurrir al velatorio, honrar al fallecido, llevar flores, preparar café, hacer número en el entierro (construir una pirámide, embalsamarlo, incendiar un drakkar, quemarlo junto al Ganges, amortajarlo y tirarlo al mar con dos balas de cañón atadas a los tobillos) pueden parecer actos inútiles, pero la misma convención que los hace obligatorios hace que, al cumplirlos, no se sienta ese oprobio de total derrota que nos deja la muerte. Es como se le dijéramos a La Muerte “de acuerdo, está bien: Ud. elige cuándo y cómo llevarse a nuestro ser querido, pero él se va a ir como nosotros queremos. De acá no se va nadie hasta que le brindemos toda la pompa y honores que entendemos que 194 corresponden, así que siéntese ahí, no moleste, y espere a que terminemos de hacer las cosas como se deben”. Algo se le pelea, algo –muy poco- se le roba a la muerte: Gana, es cierto, pero no nos humilla tanto. No nos saca la lengua, simplemente, y nos lo quita todo. A bordo, en cambio, resultó como si nos hubieran pateado todos los penales sin tener arquero. Todo pasó por el forense, el embalaje, y la aerolínea. Ayer estaba, hoy no. Desamparados, sin saber qué hacer o cómo manifestarnos, andábamos de un lado a otro, sin saber qué decir ni qué hacer. La bandera a media asta no conformó a nadie, y la sensación general era la de que no sólo la Muerte había hecho trampa, sino que, además, ni siquiera se quedó a escuchar nuestras protestas. En mi caso en particular, me encontré con que tenía otras cosas que considerar. Cuando se tiene al futuro supuestamente domesticado, cualquier sorpresa es una desagradable sorpresa. Una sorpresa indica que no todo está tan bajo control como creíamos. Por supuesto, yo nunca había hecho como hacía Nadie en sus épocas felices. Nunca había manipulado las cosas para que los buques en que navegaba, o sus tripulaciones, tuvieran viajes dichosos y sin contratiempos. Por un lado, era ponerlos bajo un reflector ante los ojos de los brujos, y, por el otro (y debo reconocer que quizá esta fuese la razón principal), algo de riesgo, algo de incertidumbre, condimentan la vida. Para disfrutar de que las cosas salieran bien, o de resolverlas cuando no, era necesario 195 que existiese la posibilidad de que salieran mal, de que aparecieran imprevistos, de que la realidad nos desafiase con sus juegos de ingenio. No podía tomar la muerte del radio como una falla en mi programa, porque no había tal programa. Pero, como todo hecho imprevisto, tenía la obligación de considerar que podía haber sido casual o causado: habiendo caído la granada tan cerca de mí, no era tan paranoico tratar de establecer a cual de las dos categorías pertenecía. En condiciones normales, por supuesto, sería un planteamiento enfermizo, pero yo resultaba ser –merced a mi poco prudente provocación a los brujos- un perseguido real: desconfiar se volvía la primera regla de supervivencia (si Fernando Vidal Olmos hubiera llegado a viejo, lo hubieran tenido por un loco paranoico. Como murió joven, en cambio, murió como cuerdo y lúcido. Pero murió, claro). Yo era, hasta un punto imposible de calcular, invulnerable. Pero no caí en el error de Nadie de pensar que mi protección era perfecta. No importaba contra cuántas cosas me hubiese cuidado de protegerme (desde un kilotón para abajo), era tonto decir que no hubiese ninguna posibilidad de que se me dañase: si algo habíamos aprendido, Nadie y yo, era que el mecanismo de las probabilidades era bastante entretenido, y que las posibilidades, siempre, eran infinitas. Alguien podía estar en mi pista, y tratando de perjudicarme de alguna manera. Consideré, por unos minutos, hacer algo para que, quienquiera que fuese que 196 estuviese deseándome mal, tuviese una diarrea fulminante e imparable (yo era, como se ve, mucho menos caballeroso que Nadie), pero me detuvo el viejo gambito: si la verdad resultaba ser que nadie me estaba atacando, entonces, y para que mi orden de que se hicieran encima mis agresores se pudiera cumplir, primero se tendrían que generar esos enemigos. Si yo planeaba encontrar en tal y tal esquina, a tal hora, a quienes me habían descubierto y estaban tramando algo contra mí, lo lograría, pero, como primero sería necesario que existiesen, quizá yo causase el que dieran conmigo y se confabulasen. Era el dilema de Lord Arthur Saville, ese aristócrata bobo de Wilde al que la profecía de que va a cometer un crimen lo hace tomar tantas precauciones, que termina por cometerlo y realizar la profecía. No, la cosa no pasaba por tomar acciones apresuradas, sino por la lógica. El punto principal era, me parecía, determinar exactamente en qué forma podía descubrirme o perjudicarme la muerte del radio. Y, en principio, no pude encontrar ninguna. Si realmente existía un plan ulterior, éste estaba demasiado en gestación como para que yo pudiese vislumbrar en qué medida esta muerte podía ser parte de él, o qué podría hacer yo para impedirlo. Una cosa, en cambio, era cierta: si cedía a la tentación de encontrar y castigar a los asesinos de Raúl, estaría cometiendo mi primer grave error. Si su muerte había sido consecuencia apenas de un hecho delictivo común, mi venganza no serviría para nada (Raúl no volvería a vivir, ni 197 yo sería menos infeliz por su muerte), pero si, en cambio, formaba parte de un plan para descubrirme, entonces les habría dado lo que buscaban. Estaría cambiando la muerte de un par de peones de ellos, sin valor, por la pérdida de mi tranquilidad y mi secreto. Nada indicaba que hubiese en este crimen algo contra mí, pero elegí no correr riesgos: por esta vez, los asesinos se saldrían con la suya. Decidí seguir con mi decisión original de no usar mi poder en New Orleáns: ni siquiera para enfriar una cerveza. Pasé la noche en el Pat O´Briens. El Pat O´Briens, para aquellos que no lo conozcan (porque hay de todo, ¿saben?) era un grupo de dos o tres caserones del barrio francés –nunca estuve seguro de cuántos, o de si en realidad no era uno sólo- unidos por sus patios en el corazón de la manzana. Creo, por lo menos. El desorden siempre era tan grande, la gente era tanta, y la música tan buena, que me confundía deliciosamente. Las habitaciones habían sido transformadas en bares, y un espacio mucho más grande (quizá un antiguo salón, o varios unidos) era una especie de teatro, en cuyo escenario había dos pianos de cola, enfrentados, forrados en cobre rojizo, lustrados como trompetas y remachados como locomotoras. Sentadas a estos pianos, dos viejitas (de tul y camafeos, como la abuelita de Tweety) alternaban entre un 198 jazz feroz y un Cole Porter vibrante, y tenían al público cantando a los gritos. Si uno vigila lo que toma, puede escuchar buena música y divertirse hasta altas horas de la madrugada. Yo no vigilé, claro, y amanecí al día siguiente con algo que se sentía como una lobotomía sin anestesia. Mirar hacia los lados dolía, abrir los ojos dolía, pensar dolía, vivir dolía. Para colmo de males, al sentarme en la cama sentí el estómago como si me hubiese empachado con medusas vivas. Tendría que esperar a que la naturaleza siguiera su curso, forzando un poco el concepto de “naturaleza” para que incluyera analgésicos, digestivos, y recetas caseras contra la resaca. No podía darme el lujo de usar ninguno de mis truquitos, por aquel asunto de que quizá me estuvieran rastreando, pero sí podía quedarme en cama un par de horas, -hasta las siete, digamos-, y ver si se me pasaba un poco. Yo podía. El buque no. A los cinco minutos de haber engullido todo el pastillerío que pude, y volverme a arrebujar en la cucheta, sonó el teléfono y me dieron la grata noticia de que una de las dos bombas de agua de refrigeración de pistones no levantaba presión. Me vestí de trabajo, como pude, y fui a ver. Sacamos un grifo de purga que tenía la voluta, y vimos el impulsor quieto, a pesar de que el motor y el manchón de acoplamiento giraban sin problemas. Entrecortado por un eructo inflamable les avisé a los muchachos que o se nos 199 había cortado el eje o se había barrido el alojamiento de la chaveta en el impulsor: les pedí que empezaran a desarmar la bomba mientras yo subía al pañol, (vomitaba) y buscaba el repuesto. Teníamos un conjunto eje-impulsor nuevo, pero el impulsor, Murphy sea loado, no coincidía con el que había que meter dentro de la bomba (Me parecía escuchar dentro de mi cabeza al locutor de las caricaturas de la Warner anunciándome “REPUESTOS PARA BUQUE MARCA “ACME”). Cualquiera hubiese sido la rotura, y cualquiera fuese la pieza que fuésemos a usar, iba a haber que tornear con delicadeza aquel repuesto defectuoso para hacerlo encajar en nuestra bomba. Era una situación apretada. El buque puede funcionar con una sóla bomba, pero es una insensatez total zarpar sin tener lista para funcionar la de reserva. Ya se sabe: las posibilidades de que algo falle crecen exponencialmente con lo necesario o irreemplazable que resulte. Si hay dos, es raro que una se rompa. Si hay una sola, todas las fichas hay que ponerlas en que la pobre va a reventar a la brevedad. Y si esta bomba en particular ser rompe, y no entra automáticamente la de repuesto, el motor principal se para. Mississippi abajo, y sin máquinas, el timón no gobierna y el buque se transforma en un pan de jabón cayendo por un tobogán mojado. Dado el tráfico de buques que tiene este río, y las velocidades a que se desplazan, la cosa se vuelve una de esas experiencias que blanquean los cabellos de un capitán en cuestión de minutos. 200 Fui a avisarle al Jefe que convendría demorar la zarpada hasta que estuviéramos listos (el pobre hombre creyó que mi cara se debía a la preocupación por el buque, y buscó palabras de ánimo y consuelo para mi. Por una vez, mi hígado flojo me hizo quedar de maravillas). Entregadas las malas nuevas, bajé, conteniendo las náuseas, a la máquina. Tenía ya la puerta de Máquinas abierta cuando me tocaron el codo y me llamaron por mi nombre. Cerré la puerta a los rugidos de la sala de Máquinas, y me dí vuelta. En el pasillo había una mujer (menos: una chica), alta como yo, con una cantidad alarmantemente desprolija de pelo colorado, lanudo y seco. Los ojos no llegaban a verdes, le sobraba boca y le faltaban pómulos. Vestía la camisa celeste del uniforme y un vaquero talle y medio más grande de lo necesario: ni en la una ni en el otro se apreciaba ningún volumen digno de mencionarse. Habló bajito, y tuve que pedirle que repitiera lo que quería. Cuando escuché mejor, le pedí que volviese a repetirlo una vez más, aunque esta vez fuese porque me costaba creerlo. Me enteré así de que la colección de huesos que estaba contemplando era la nueva oficial de radio, relevo del pobre Raúl, que respondía al nombre de Aída (nada menos), y que necesitaba que yo, o alguien de mi personal, fuese a cambiar de lugar un artefacto fluorescente de su camarote. Resulta que necesitaba más luz del otro lado del sillón (para leer y esas cosas) y que, además, en la nueva ubicación 201 quedaría mucho más lindo. Dicho lo cual sonrió y me interrogó alzando las cejas. Le puse las manos en los hombros, y la miré fijo a los ojos (me acordé tarde de que las tenía sucias de revolver repuestos, y me pareció que mirándola insistentemente no desviaría la mirada ni se daría cuenta). -Aída hija mía, en estos momentos me resulta imposible cumplir con tu pedido. Lo lamento mucho, de veras: un compromiso previo (una tontería al lado de lo tuyo, por supuesto, pero nobleza obliga) un compromiso ineludible me obliga a fabricar un repuesto que no tengo, para que la carísima demora del buque en puerto no se alargue en otros varios miles de dólares ni acabemos tampoco ensartados río abajo en un convoy de barcazas. Pero te prometo seriamente, es más, te juro por el férreo perineo de los cíclopes que, en cuanto me libere de estas minucias, no dormiré, ni comeré, ni beberé, ni conoceré fémina hasta no haber logrado dar fin a esa maravilla de luz y arte que concebiste-. La besé en la frente y bajé puteando a pelearme con la bomba. Lo conseguimos casi sin demorar la zarpada (rendí mucho más cuando empezó a remitir la resaca), y esa noche navegábamos Mississippi abajo rumbo al golfo y a Houston. Volví a encontrarme con Aída durante la cena, pero, a pesar de mis corteses sonrisas y animados intentos de iniciar una conversación, nos ignoró totalmente a mí y mi simpatía. 202 No se volvió a hablar de sus tubos fluorescentes tampoco. 203 204 HOUSTON: Si le fascina la idea de estar de a pié, en medio de destilerías y galpones portuarios, separado por kilómetros de autopistas de una ciudad que en su 98% consiste en rascacielos de oficinas, Port of Houston es El Lugar para usted. Si no, y si el destino quiso que diera con sus huesos en ese lugar, lo mejor que pude hacer es buscar algún marino y preguntarle que hacer para pasar el rato. El marino siempre encuentra algo para pasar el rato. El día que dejen caer uno sobre la superficie lunar, le den un par de días y lo amenacen con un montón de trabajo si vuelve a bordo, seguro que encuentra un bar simpático, un lugar donde las chicas no son demasiado exigentes, dos o tres sitios donde hacer compras baratas, y un selenita que lo estafe vendiéndole artesanías falsas. En Houston, por ejemplo, se costeaba entre tres o cuatro un taxi y se iba a hacer compras al Almeda mall, o se recorrían las casas de empeño en busca de “oportunidades”, o, si todo eso parecía muy cansador (o si se había llegado a esa etapa del viaje en que las finanzas ya no cerraban) se pasaba el día cerca del buque, en el Seaman´s Center, una moderna mansión que sostenían la iglesia Católica y la Protestante –nunca supe cual de entre todas las protestantesen terrenos del puerto, para contener a los muchachos y apartarlos de los malos sitios. 205 Recibían importantes donaciones de la gente de Houston, así que yo sospechaba que también querían alejarnos de los buenos sitios, pero lo importante era el hecho incontestable de que el travieso carácter de la gente de mar había logrado, en el puerto de Houston, una alianza entre iglesias que hubiese volado las arterias de Lucero, Calvino y la Contrarreforma. A mi me gustaba (¿y a quién no?). El amplio edificio, de ladrillos a la vista color arena, estaba techado de pizarra y se derramaba suavemente en el prado de césped que lo rodeaba. Tenía canchas de cuanto deporte implicara mover una pelota de un lado al otro, pileta de natación con trampolines, solarium, pista de atletismo, el mejor restaurant de hamburguesas que he probado –y créanme que he probado algunos-, televisor gigante, una tienda pensada para lo que los marinos realmente necesitan, y un primer piso enorme cuya pared sur, de cristal, daba luz a unas mesas de pool y unos metegoles. Todo lo que no era gratis era sumamente barato, y el trato que nos daban –acostumbrados como estábamos a ser considerados sospechosos en principio y por las dudas- era excelente. Particularmente me seducían dos cosas. Una, el carácter cuidadosamente laico del sitio (era uno el que tenía que ir en busca de los religiosos, si tenía interés, y no al revés). La otra era la biblioteca, que consistía en cientos y cientos de volúmenes ordenados y puestos a disposición de quien quisiera llevárselos. Te daban una bolsa enorme de papel, y te decían que cargaras todo lo que quisieras. Y que no lo devolvieras nunca jamás. Sin condiciones, sin 206 recomendaciones, e incluso hasta parecía que con alivio (alivio porque siguiese habiendo gente aficionada a los libros, quizá, o por tener menos libros que catalogar, no sé.). Siempre que pude reposté material para el viaje allí, y siempre muy bueno. El viaje en que murió Raúl, sin embargo, no tuve suerte. Empezamos la mañana con una inspección del Coast Guard, encaprichados como siempre en que todo funcionase como debía. Por supuesto, la ley de Murphy se encargó de que cosas probadas a plena satisfacción antes del amarre fallasen lastimosamente durante la inspección, con la consiguiente demora y las humillantes explicaciones y solicitudes de un nuevo intento. Una vez probados y aprobados nuestros equipos, empezamos a cargar combustible, completo, como para llegar a casa y volver a Houston de vuelta. Mucho combustible, muchas horas, muchos nervios. Primero vino la barcaza con las cuatrocientas toneladas de diesel oil para los generadores, y, sin haber podido tomar ni un mate en medio, enseguida vino la otra con las casi mil de fuel oil para el motor principal. Cuando todo hubo terminado, y ya creíamos que podíamos bañarnos, comer, y recuperar nuestra condición humana, supimos que también iba a venir la provisión de aceites lubricantes (tambores y tambores y tambores de ella), y, además, los repuestos y provisiones pedidos –que debían ser controlados y contados antes de firmar los recibos, claro-. 207 A las nueve de la noche tenía la cintura, rodillas, talones y plantas de los pies en estado de senilidad terminal. Me di una ducha larga, de malcriado, y crucé hasta la misión, pero no llegué a tiempo: a las 2200 cerraba, inapelablemente. Hasta la caridad cristiana tiene sus límites, y las diez de la noche parecían ser uno de ellos en Houston. Quedamos, entonces, tres o cuatro tipos del barco bañados, afeitados, vestidos para salir, con la billetera intacta, y la Misión cerrada. Como forma de apartarnos de los “malos sitios”, me pareció bastante tonta. Entre volver al buque o atorrantear un poco, bueno: la noche estaba agradable, al cansancio lo había escurrido la ducha caliente, y uno necesitaba imperiosamente sacarse esa sensación de ser un galeote que sólo deja el trabajo en el buque para dormir o mover el vientre. Downtown Houston no era una opción (por lejos, por caro, y por feo), pero había, sin embargo, algunos barrios latinos cerca que tenían buenas cantinas –y que, con la lógica sensatez latina, abrían a las 2200, y que cerraban cuando ya no valía la pena seguir abiertas-. Eran una buena alternativa. Acordamos ir, comer algo, tomar algunas cervezas, y volver sin meternos en líos. Lo de los líos, vale la pena aclarar, era muy importante. No sería la primera vez que, a pesar del suave Tex-Mex y la mucho más suave cerveza norteamericana, los –también- suaves cerebros de los gringos encontraran pobre 208 la diversión sin violencia y empezaran a las trompadas. Los norteamericanos creen en John Wayne como en Mateo o Lucas, y todavía creen que lo que pasaba en los bares del cine era divertido y conveniente en la vida real. Los mexicanos, por otra parte (y como corresponde a una cultura mucho más avanzada) creen que las peleas sólo acarrean presupuestos de ortodoncia y cirugía reconstructiva, así que, empujados al extremo de no poder evitarla, proceden en la convicción de que la hoja de una navaja o un plomo tienen el sutil encanto de la síntesis, despejando de paso un asunto que llevaría media hora resolver a trompadas en apenas un par de segundos de violencia artera. Y el marino, finalmente (el que pretende llegar a jubilarse de marino, quiero decir), sostiene siempre que la violencia es un fenómeno que debe manifestarse preferentemente en ausencia de su persona. Por eso, y como en todas partes hay de todo, conviene aclarar de entrada que si alguno mamó demasiado Hollywood cuando era chico, más le valía no contar con que los adultos que lo acompañaban fueran a seguirle la corriente. La advertencia llegaba a veces hasta a explicarle que no sólo se lo iba a dejar solo con los amiguitos que hubiese logrado conseguir para jugar, sino que el grupo aprovecharía la confusión para retirarse sin pagar, por lo que, cuando se asentase toda la polvareda, y si seguía vivo, los dueños del local y los representantes de la ley le iban a exigir el pago de la cuenta. Dura lex, sed lex. Estábamos, pues, frente a la puerta de la Misión, regodeándonos pensando en esas jarras de dos litros de cerveza helada que servían, cuando un taxi que se acercaba 209 por el estacionamiento nos ahorró la llamada telefónica y la espera de otro. Trotamos hasta el alero bajo el cual se detendría el auto, para evitar que nadie se nos adelantara y nos lo ganase, y nos preparamos para subir en cuanto lo vaciaran sus ocupantes No teníamos forma de saber el terrible error que estábamos cometiendo: las luces de los faros, en el estacionamiento a oscuras, no nos dejaron ver otra cosa que el cartel luminoso amarillo del techo. Se detuvo junto al extenso alero del frente de la Misión. Del auto descendieron algunos compañeros de nuestro mismo buque: un mozo, con una bolsa en cada mano y un paquete bajo cada codo, un marinero, con una mochilla a reventar de paquetes y ambas manos ocupadas sosteniendo dos packs de 24 Budweissers, el segundo oficial de cubierta –padre primerizo- con una caja enorme que contenía un cochecito de bebé plegado y, cuando ya pensábamos que era imposible que quedase nadie vivo bajo tanta carga, la industria automotriz norteamericana volvió a sorprendernos cuando del último rincón del asiento trasero se desplegó Aída. Dijo que pagaba ella y que luego harían las cuentas a bordo. Que fueran adelantándose, si querían. En cuanto ella bajó, mis tres cómplices se acomodaron en el auto. Yo esperaba a que ella terminara para ocupar el asiento delantero, pero ella no pagó hasta no haber bajado todas y cada una de sus cosas. 210 Sus cosas (parte en el asiento delantero, parte en la luneta, parte en el piso y, me temo, parte también sobre el conductor) eran un panda de peluche de casi un metro de alto, bolsas de Maison Blanche y J.C.Penney, cajas de zapatos, un bolsón de Toys r Us, un blister con seis coca colas de dos litros, varias bolsas de maní y papas fritas, una bolsa angulosa de Radio Shack, un teléfono, y varios otros bultos imprecisos que la oscuridad no me dejó identificar. Tomó algunos con la mano derecha, otros con la izquierda, quiso cargar el resto en los antebrazos, y se le cayó. Todo. Hizo una pila de paquetes sobre las cocas, y no pudo luego levantarla del piso. Pasó el brazo izquierdo por los ojos de cuatro bolsas, hizo otro tanto con el derecho, sostuvo las cocas con las manos, y se quedó mirando confundida al panda. Abrazó entonces al peluche, y se le cayeron las cocas. Yo la contemplaba maravillado, parado junto a la puerta abierta. El taxista me miraba a mí, y luego la miraba a ella. Los del asiento trasero, a su vez, miraban a Orión y a la Osa Mayor. Acepté mi destino. Me acodé en la ventanilla trasera (delante de mí se seguían escuchando jadeos y ruidos de cosas que se caían) y averigüé a donde pensaban dirigirse mis tránsfugas amigos. Una vez hube hecho esto, colaboré con la recolección de bolsas y paquetes y, luego de que ella hubo pagado el taxi, volvimos al buque. No me molestaba tanto perderme el taxi, o demorarme, o cargar el peso de las 211 compras ajenas, como subir la planchada a la vista del marinero de guardia con un panda gigante abrazado a mi cuello. Descargado todo en el pasillo, frente a su camarote, me despedí, acepté su agradecimiento –expresado muchas más veces de las necesarias- y dí la vuelta para volver a salir cuando, desgraciadamente, ella tuvo una idea. -Pero...vos ibas a salir. Te ibas con los otros chicos (“Chicos” no era forma de referirse a aquellos tres tiburones, pero no estaba yo para la docencia a aquellas horas) -sep-¿Y te volviste por culpa mía?-No. Es karma, seguro-Uy no, no, no puede ser. Lo menos que puedo hacer es invitarte a tomar algo. ¿Dónde iban? ¿Te dijeron?Disimulé un escalofrío. No bastaba con el Coast Guard, el combustible y los repuestos: el destino quería, además, probarme con esta piedra de molino. -No, no, mirá: no te va a gustar. Es un lugar muy humilde, muy pobre. La música es muy chillona, la gente es muy bruta....noche por medio hay piñas, todo está roñoso, y se llena de borrachos, y... -¡Ay, pero está buenísimo! ¿Puó ir? ¡Dále!- 212 Me quedé sin palabras, apenas gesticulando con las manos en el gesto del que quiso insistir pero lo pensó mejor y se resignó. Hice una reverencia y le indiqué el camino con la mano derecha. Cuando pasamos frente al marinero de planchada, este me susurró con cara de poker que “cuando se me muriese el terito, le guardara las patitas”, cosa que le subió un punto más a mi fastidio y mi humillación de aquella noche: lo único que me faltaba, ahora, era que empezaran a correr el rumor de que le andaba arrastrando el ala a Miss Autopsia ´96 Para cuando llegamos a la cantina se me había pasado la euforia de la ducha. El acarreo de los paquetes, y las idas y vueltas al buque –nada queda cerca en ese puerto desangelado- me habían terminado por extenuar. Me caía de sueño y lo único que realmente deseaba, a esa hora, era volver pronto y acostarme. Conseguimos encontrar la mesa de mis tres compañeros en medio de la confusión y el gentío. Nos miraron estupefactos. Tres hermosas mujeres los acompañaban; la cuarta (una morena que tenía de todo, bien puesto, y por todos lados) estaba sola, sentada junto a la única silla vacía. Las cuatro miraron a Aída. Ella no, ella sólo tenía ojos para el grupo de música country que estaba tocando. Tanteando, tropezando, retrocedió hasta la silla vacía y la ocupó. La morena se levantó de la silla contigua y pasó junto a mí con una indiferencia feroz. 213 Seamos honestos, ¿qué podía hacer? Me senté y pedí cerveza. La charla se murió de frío. La única que reía y aplaudía (y más cuanto más cervezas ingería) era nuestra jefa de radio, entusiasmadísima con el tex-mex. De las tres parejas de nuestra mesa (obviamente yo no me cuento en ninguna de ellas), dos se excusaron y desertaron. La chica de la tercera pareja se fastidió y se fue a la barra, a donde el último pobre tipo la siguió para tratar de rescatar algo de la noche. Aída aplaudía. Yo bebía, enfurruñado, mi cerveza. Me había impuesto la una de la mañana como tope a mi cortesía. A esa hora propondría que volviésemos y, aceptara o no, yo enfilaría para abordo. Pero no llegamos, no señor. No. No había pasado mucho tiempo desde quedamos solos en la mesa, cuando nos llegaron unas voces más altas que el ruido ambiente (que no es poco decir), y que venían de la barra. Un americano grandote, apoplético, martillaba con la punta de su dedo índice de 3/4 de pulgada el pecho del tercero de mis compañeros, gritándole vaya a saber uno qué cosa en su bárbaro dialecto, mientras otros dos -igualmente desmedidos- se habían parado detrás de la banqueta del pobre barquero. La morena se escurrió hacia el baño con veloz disimulo. 214 Mirando con atención la cara del argentino (toda sonrisas conciliadoras) supe que, aunque no tuviese la más remota idea sobre lo que el gorila le estaba diciendo, no iba a soportar mucho rato más ni sus insultos ni su dedo. Y que sus sonrisas no iban a conseguir penetrar, tampoco, en el tanque de cerveza donde flotaba el cerebro del otro. La bronca era sólo cuestión de tiempo. Magnífica oportunidad para usar mi habilidad: lo único que tendría que hacer sería concentrarme, imaginar el problema resuelto, y sentir qué diferencia había entre el universo en el cual las cosas resultarían así, y el nuestro. Habría un movimiento, un acto, o una palabra distintos entre ambas cadenas de sucesos: yo diría esa palabra, o realizaría ese movimiento, y la cantina se ahorraría una fortuna en vasos rotos y botellas partidas. Lamentablemente, todo eso lleva tiempo, y mi compañero de la barra fue más rápido. Le tiró un pésimo cross de derecha al yanqui (no fue del todo su culpa, tengo que reconocerlo: no es fácil tirar un cross sentado en una banqueta alta), falló, y el grandote le consiguió su vuelo de bautismo con una izquierda realmente perversa. Amagué levantarme, pero un par de manos, en las cuales cabría cómodamente sentado, me ahorraron el trabajo. Me agarraron de los hombros, me pusieron de pié –casi en el aire-, me giraron 180º y, mientras una de ellas hacía un bollo con todo el frente de mi camisa y me sostenía en puntas de pié, la otra se cerró en un puño muy parecido al radiador de un Scania y se disparó hacia mi nariz. 215 Lo que pasó luego fue una sorpresa, incluso –y muy especialmente- para mí. Uno de los pocos consejos que seguí del viejo Nadie fue el de usar nuestro talento para “saber” como pelear. Lo hice por mero formulismo, porque nunca creí que pudiera resolver nada importante a los sopapos, y, con el tiempo, olvidé haberlo hecho. Y como, además, nunca me había visto envuelto en ninguna pelea –de hecho, usaba el Poder para abortarlas- ni tampoco aprendí, practiqué o probé nada relacionado con ponerle la mano encima al prójimo, no era consciente de saber nada. Pero sabía, o, por lo menos, parte de mi mente sabía. Mi nuevo amigo Manotas cayó en un grito, con la rodilla derecha doblada hacia atrás y una sorpresa en los ojos muy similar a la mía. Antes de que pudiera darme cuenta o pedirle disculpas (si, soy esa clase de tarado), mi talón derecho golpeaba hacia atrás, dejando a otro señor, que sostenía una botella en alto, doblado y atesorando cariñosamente sus genitales. Algo en mí supo que el tipo estaba ahí, pero no se dignó informármelo, sino que lo conversó directamente con mi talón. Quise pensar qué hacer, pero no pude hacerlo. Ya estaba junto a mi compañero de la barra, que estaba por recibir otro sopapo del gorila que gritaba. Tomé la mano derecha del Increíble Hulk con el pulgar y el índice de mi mano izquierda (atónito ante el disparate de ver a mi mano tomar con delicadeza –pulgar en el dorso e índice en la 216 palma- a aquella mano desmesurada), y, al tirar bruscamente hacia adelante y hacia afuera, su brazo se retorció como el cable del auricular del teléfono, y se lo escuchó crujir. Un golpe con los nudillos de la otra mano en un punto debajo de la clavícula lo dejó parpadeando. Todo se volvió muy confuso. De los otros dos tipos tras las banquetas, uno quedó muy pensativo aferrándose los testículos, aunque al día de hoy no consigo averiguar cómo pasó. El otro lo pensó un poco, puteó en su gutural y primitivo lenguaje, y se fue. Conseguí, finalmente, reaccionar. Levantando al maltratado barquero, llamé a gritos a Aída y salimos a la calle. Los otros dos, comprobé sin reproche, hacía rato que habían abandonado el bar. En el fondo, pensé, era mejor así: sólo tenía que preocuparme por nosotros tres. Por supuesto, con el escándalo no había quedado ningún taxi ni en la puerta ni en varias calles a la redonda. Quedarse a esperar uno, por otra parte, significaba entrar en la máquina burocrática de la policía que, sin duda, no tardaría en llegar. No tenía forma de saber qué daño les había causado a esos tipos, pero algo en mí me decía que no era nada que se fuese con hielo y pomadas. Y también podía ser que apareciesen amigos vengadores, o que alguno decidiera seguir con la fiesta pero usando un cotillón más afilado o de otro calibre, así que la decisión era obvia. -Vamos. Caminen ligero. Para allá, para lo oscuro217 -¡Pero no! ¿Por qué? ¡Mirá si ahora, además, nos roban!- Aída, lamentablemente, iba recuperando el habla. -Vamos, no preguntes. En cualquier momento aparece la policía...-¡¿Y?! ¡Si la culpa la tuvieron ellos!No podía pararme a explicarle que rara vez se siente el impulso de justicia cuando se está frente a un extranjero que castigó a unos compatriotas, ni que los marinos tenemos la reputación sentada siempre en el banquillo de los testigos por la acusación, ni que ni al capitán, ni a la Empresa, ni al buque le convienen las formalidades que, aunque finalmente terminen por exonerarnos, demoran y generan gastos para todos. No había tiempo para demolerle la ingenuidad, y necesitaba, además, concentrarme para que mi habilidad alejase indefinidamente de la policía a todos aquellos que pudieran identificarnos. No iba a resultar fácil. Cualquiera podía mencionar a la flaca con el pelo de Ronald McDonald, el flaco de pelo negro cortito, o al argentino sin dientes. -Aída, por favor, te lo ruego, mirá. Te lo suplico por lo que más quieras: por tus tubos fluorescentes, por tu oso panda te lo pido: no discutas, hacéme caso. Vamos por aquella calle, y por el camino te explico-Ji, ´amoj- me ayudó el otro, a pesar de la hinchazón de sus labios y sus dos dientes perdidos. Y como ambos empezamos a alejarnos en dirección a lo oscuro, Aída no tuvo más remedio que taconear detrás de nosotros. 218 Nos habíamos internado ya dos cuadras en la oscuridad cuando nos llegó el resplandor celeste de las luces de la ley que se detenían frente a la cantina. Yo ya estaba seguro respecto a los testigos, y no creía que los patrulleros saliesen a peinar inmediatamente la zona, pero no pude arreglar un taxi tranquilo hasta no haberle explicado al alma de la fiesta todas y cada una de las razones por las cuales habíamos huido como culpables, siendo inocentes. Estuve incluso tentado de cuestionar nuestra inocencia –o, por lo menos, la de ella-, pero el cansancio y la urgencia pudieron más. Quería un taxi. Que mi mente, vaya a saber uno cómo, hubiese llegado a conocer los movimientos del combate era una cosa, pero que mis músculos, tendones y articulaciones estuviesen entrenados para ello era otra muy distinta. Me dolían las ingles, la cintura, los hombros, el cuello...a cada paso que daba me preguntaba si no me hubiese convenido más encajar aquella primera trompada, desmayarme, y dejar que los demás se las arreglaran como pudieran. Por lo menos estaría acostado y durmiendo. Cuando Aída, finalmente, y debido a no sé qué feliz circunstancia, se calló la boca durante cinco minutos seguidos, programé un taxi. Camino al buque, no del todo despierto, me las arreglé para que luego le ocurriese al taxista algo tan agradable que se olvidase de nosotros por completo. A bordo hicimos lo que pudimos con la boca de nuestro infortunado compañero (yo haría más al día siguiente, como para que lo rápido de la cura no llamase demasiado la 219 atención), y me fui a mi camarote –por fin- dispuesto a dormir como un expediente. Cinco minutos después de haberme acostado y arropado, me golpearon la puerta. Sin la lógica de Holmes, sin la vista de rayos X de Superman, sin los poderes mentales de Mandrake, supe quién era. Me levanté resignado, y atendí por la rendija de la puerta. -¡Perdonáme, perdonáme! ¿Estabas durmiendo ya? ¡Huy, perdón, no sabía! Bueno, quería preguntarte, ¿te parece que despertemos al capi y le contemos? Yo creo que corresponde. A lo mejor necesita saber, ¿viste? Por si le preguntan algo mañana (hoy, bah). Capaz que si no le contamos se enoja...-¿qué hora es?-Casi las cuatroConocía bien a nuestro capitán. Por un momento me tenté con la exquisita idea de decirle que si, que fuera a despertarlo y a contarle todo. Pero resistí la tentación: era mandar a un cordero al foso de los leones. Con el agravante de que, después, el león viejo iba a quedarse despierto, desvelado, y golpeando incansablemente todas las puertas de los camarotes hasta que le explicaran qué carájo había pasado. -No, dejálo dormir. Mañana, tranquilo, lo pongo al tanto. Vos tranquila220 -Ay, gracias ché. Me tenía preocupada-Ta-Hasta mañana-´ÑanaVolví a mi cama. La abracé como no recuerdo haber abrazado jamás a ninguna mujer. Otra vez golpearon la puerta. Otra vez la rendija. -¡Uy perdonáme, perdonáme! Soy yo otra vez. Estoy tan nerviosa que no puedo dormir. ¿Tenés algo como para..?Entré y cerré la puerta. Volví a entreabrir la rendija, y le entregué el libro de códigos de los repuestos del motor principal. -Tomá. Leéte esto. A mí nunca me fallaCerré y me zambullí en el colchón. 221 222 VERACRUZ: -"Nací con la luna de plata. Y nací con alma de pirata. Y me fui lejos de Veracruz... -" cantaba Toña la Negra desde el equipo de música de La Bamba. Pero esto hay que oírlo, no leerlo... Se decidió hacer las principales reparaciones y mantenimientos del viaje en Veracruz, y después de trabajar día y medio enteros en sala de máquinas, sin sacar la cabeza más que para comer algo y dormir cinco o seis horas, ardidos de sudor los ojos, negros de hollín todos los pliegues de las manos, arañados los nudillos y fatigado el cuerpo hasta en los puntos más insólitos, teníamos al terminar los trabajos nuestro primer día tranquilo en puerto. Lo apuré, como se dice, hasta las heces. Me bañé y restregué hasta volver a parecer gente y, apenas hube almorzado, fui a bucear al espigón. Después me perdí la 223 tarde entre artesanías y platerías, volví al buque a bañarme y, apenas se hubo puesto el sol, me instalé en la recova del Zócalo a tomar piña colada y escuchar a los mariachis. Prometía ser una de esas noches perfectas del trópico, de luna nítida y aromas enloquecedores y, de hecho, yo tenía grandes planes para la misma. Primero me encontraría en el zócalo con los dos pilotines (los alumnos de la escuela de oficiales, que cursan su último año de estudios a bordo). Los pilos, por edad y circunstancia, son los que más desesperadamente necesitan de dinero cuando por primera vez salen al exterior y, lamentablemente, son también los que menos ganan, así que, una o dos veces por viaje, les dábamos una mano de la única forma que no podían sentir como ofensiva, y nos hacíamos cargo de alguna de sus salidas. Después de cenar, ellos irían a bailar a donde fuese que fueran a bailar los de su edad, y yo, que con mis treinta ya fui expulsado de dicha categoría, iría a buscar a Guadalupe. Guadalupe era un desafío que no me resignaba a abandonar. Bonita (para los estándares de Veracruz, se entiende), elegante, y con un cuerpo que, entre otras, volvía locas a mis glándulas salivales, nos habíamos conocido hacía un par de viajes en el Café De La Parroquia. Habíamos salido varias veces. Nos gustábamos, nos besábamos, nos enroscábamos fieramente en todos los sitios oscuros pero, por su pacatería y su mojigatería religiosa, jamás nos habíamos acostado juntos. Ni parados tampoco, por si a 224 algún gracioso se le ocurre preguntar. El sexo la atraía con la misma fuerza con que la aterraba, y ni mi persuasión de serpiente, ni los brutales tironeos de sus hormonas podían vencer el cinturón de castidad cultural que le ceñía el cerebro. Por lo que puede ser un reflejo condicionado masculino, todo eso no hizo más que imponerme la decisión de lograrlo, y este viaje, esta noche, me sentía muy confiado al respecto. Me sentía elegante, relajado, decidido a pasarla bien, y seguro de que el tiempo pasado desde la última vez que nos vimos debió de llenarlo de recuerdos, recuerdos que, repetidos, ya debían haber conseguido que se hiciera a la idea y la viese con buenos ojos. Al fin y al cabo, su adoctrinamiento moral había terminado hace años, mientras que el mío (el inmoral, digamos) estaba aún fresco en su mente, vibrante, enfático, y, seamos justos, mucho más divertido. Así que, en espera del momento, fui con los pilos a La Bamba. La Bamba era (y espero que siga siendo) un edificio colonial rosa, hecho todo de habitaciones añadidas desordenadamente, con un confuso número de techos de tejas españolas, que se levanta sobre pilotes en la orilla de la playa. Todo alrededor lo circunda una veranda de madera tecleante, techada también con un alero de tejas, desde cuyas mesas se pueden oír las olas rompiendo suave debajo de uno. Tienen buena música en vivo y, -no olvidemos que estamos hablando de un restaurant- también tienen buena 225 cocina. No me gustaban sus precios, es cierto, pero en fin: lo óptimo es enemigo de lo bueno. Los músicos no habían llegado todavía. Nuestros estómagos, sin embargo, seguían exigiendo el cumplimiento de los horarios de a bordo –cenar a una hora que, para la gente de tierra, sería temprano hasta para un cóctel- y si bien obedecerles nos dejaba sin orquesta para acompañar la comida, nos dejaba también dueños de elegir mesa y objeto de la dedicación exclusiva de los mozos. Recuerdo que, entre el apetito del buceo y la languidez de la piña colada, no conversé mucho mientras tuve algo de huachinango en el plato que comer. Pero oía divertido la charla entusiasmada de los dos pilotines. Habían ido a la playa de Mogambo, y se habían traído todas las mujeres puestas en los ojos. Las descripciones (“procaces” resultaba un pálido adjetivo para las mismas) me recordaron la última vez que fui a la playa con Guadalupe, y el hormigueo que sentí bajo los shorts cuando la vi por primera vez de bikini negra. Lo cual me volvió a mis planes para después de cenar, me llenó de efervescencia y anticipación, e incluso me hizo pensar que ambos chicos eran, quizá, demasiado lentos para comer. Todo eso me distrajo –sobre todo lo de la bikini negra- y me hizo perder un tramo entero de la charla. Volví al presente cuando uno de los dos me preguntó si adivinaba a quién habían visto en la playa. -A la radio- se apuraron a contarme -Vos no sabés lo que es en malla, loco...226 -¿Por?- pregunté por cortesía, ya que el tema no podía interesarme menos, ni me traía recuerdos placenteros tampoco. -Sobrevivió al Holocausto, che- dijo solemnemente el de máquinas -Parece recién rescatada de Auschwitz. Tiene menos culo que un embudo...-Tetas de timbre- aportó doctoral el de cubierta. -Las patitas parecen las de una cigüeña, te juro...- ya riendo. -Y ese color, ¿Vos viste el color? Tiene un color blanco, pero blanco de panza de pescado, toda llena de pecas, y- Les dio la risa, y ya no les entendí nada, pero empecé a reírme también, menos por crueldad que por contagio. El trabajo estaba terminado, la noche era hermosa, había llenado la panza, la cerveza estaba helada, y en algún lugar, Guadalupe debía estar vistiéndose y arreglándose para encontrarme: claro que tenía ganas de reírme. Me hubiera reído un discurso de Castro completo. Repentinamente, ambos chicos se callaron. Miraron fijo hacia la entrada a la veranda, exactamente detrás de mi espalda. Se enjuagaron las lágrimas, e hicieron lo imposible por lograr que lo que les quedaba de risa les saliera sólo por la nariz. Temiendo lo peor, me volví. Entraban el capitán, el jefe de máquinas y, por supuesto, el objeto de la risa de los chicos. Al verla acompañada respiré aliviado, mostrándome incluso cordial, al extremo de llamarlos e invitarlos a nuestra mesa. 227 Hablamos pavadas durante un rato. Los recién llegados ordenaron sólo bebidas, como dando a entender que no pensaban quedarse mucho rato. Se trató de ser casual y de estar distendidos, pero en el aire había un cierto empaque, una extraña estática, que cortó el ánimo de los más jóvenes y me incomodó levemente. Desde ya que era incómodo cenar con tres personas haciendo de espectadores de nuestro masticar, pero estas, además, parecían estar en el dilema de querer irse y no saber cómo. No iban a cenar, no iban a quedarse, no se iban...la charla con los pilos no lograba cruzar el abismo de treinta y cinco años que los separaba de los dos mayores, y la radio callaba o se reía a destiempo. Cuando se pusieron a hablar del barco supe que el desastre era irremediable. Me concedí un recreo, y me excusé al baño. Me estaba lavando las manos, lenta y deliberadamente, cuando entró el capitán y enfrentó el mingitorio. Se dirigió a mí de espaldas. -Urióz, necesito que me haga un favor...-¿Qué cosa, capi?-La chica esta,- Me lo vi venir. Lo sentí venir. Supe lo que sufría un gusano al ver acercarse una aplanadora -El jefe y yo la invitamos a salir porque nos dio no se qué que se quedara todas las noches sóla a bordo. Pero, Ud. sabe, somos viejos de la línea, tenemos asuntos pendientes, compromisos acordados...pasear a la tarde, ir a cenar, bueno, 228 está bien, pero dentro de un rato nos gustaría quedar libres y poder ocuparnos de lo nuestro-Fíjese qué coincidencia: precisamente yo también estaba por-Si, bueno, que bien, pero esto es distinto. Lo nuestro es un poco más delicado. Ud. puede resolver esto fácilmente, o conseguir otro programa con facilidad; el jefe y yo, ¿vió? ya no podemos andar dándonos el lujo de andar haciendo desaires... -¡Espere un poquito, espere un poquito! ¿Qué me está pidiendo? -Invite a salir esta noche a la-No. Me niego. Renuncio. Llamo al sindicato-No se ponga así, che, que no es para tanto. Es una noche, nomás. Mañana lo releva otro, y Ud hace lo que tenía pensado para hoy. Es repartir las tareas un poco, nomás: acuérdese de que nosotros estuvimos a cargo toda la tarde y toda la cena...Se dio vuelta, abrochándose lentamente el pantalón. -Capi: Usted no puede ordenarme esto-No- me miró a través de la cejas, por sobre los lentes -Pero puedo pedírselo con mucha insistencia... Sostuvo serio la mirada. Jaque. 229 Tenía cuatro jugadas posibles. Una, negarme, y dejar que se arreglaran solos. Pese a la velada amenaza, lo sabía incapaz de tomar represalias por mi negativa (aunque, claro, yo lo apreciaba al viejo, y me costaba mucho negarle algo que, si había llegado al extremo de pedirlo, debía resultarle de suma importancia). Dos, usar mi poder para que el inconveniente pelirrojo tuviese deseos de volver al buque; lamentablemente, no se me ocurrió ninguna forma que no implicase algún tipo de molestia o disgusto para ella, y supe que, de hacerlo así, me despreciaría a mí mismo y no disfrutaría en absoluto del resto de la noche. Tres, cargársela a los pilotines. Cuatro, cargarla yo. -Capi, ¿y si le decimos a los pilos? Yo ya tengo algo agendado: ellos no, y por edad son más afines, se va a divertir más...Se encogió de hombros, indiferente. -Me parece bien. ProbemosCuando volvimos a la mesa, los pilotines no estaban. Divertido, el jefe nos contó que vieron pasar lento a un auto por la costanera. Apenas lo reconocieron, gritaron -"¡las de la playa! -", saltaron sobre las sillas y alcanzaron a parar el auto. No sabe de qué hablaron, pero enseguida subieron al coche y se fueron. 230 Qué simpáticos, pensé. El jefe se rió con más ganas cuando vió mi cara, porque creyó que mi amargura provenía de tener que cargar con la cuenta yo sólo. El capitán, en cambio, alzó las cejas en un mudo -"joderse-" de advertencia, y le soltó a la causa de nuestras desdichas una florida y descaradamente falsa explicación sobre porqué el jefe y él debían ausentarse de inmediato (casi le creo yo mismo), y lo tranquilo que estaba de dejarla en mi amable e inmejorable compañía. Todo un caballero, el maldito. Por parte de ella, ningún inconveniente (parecía que el fastidio ya era mutuo). Se despidieron y se fueron, alegres y juveniles. Nos miramos a través de la mesa. Pedí un torito. -¿Qué es un torito?-Licuado de guanábana y tequila. Las proporciones varían, los efectos, jamás-¡Pedíme uno a mí!Fabuloso. Estaba decidida a divertirse. Me pregunté qué aspecto de su personalidad acentuaría el alcohol cuando se desinhibiese, y todas las alternativas me parecieron espeluznantes. Tomé nota mental de no permitirle beber demasiado, así que después de esos toritos pagué y salimos a caminar. 231 Costeamos el mar camino al centro; para cuando llegamos al Malecón eran casi las once. Sin Guadalupe en vista, era una magnífica hora para irse a dormir. Para ella, en cambio, la noche era joven aún: quería ir a un buen bar, quería ir a bailar, quería estar donde hubiese gente y música y risas. Pensé en usar mi poder y adelantarle el período menstrual, pero me recriminé seriamente: tenía que ser capaz de salir de esto sin agredir ni depender de nada que no fuese mi educación y mi astucia. Pero si pasaba un camión por la cuneta y le salpicaba barro en el vestido... Me sacudí esas ideas. Entramos al Tilingo´s Charlie, un lugar fino y bobo que supuse reunía todos los requisitos mencionados por ella. Fue al toilet. Sentado, noté que algo me molestaba en el bolsillo; lo saqué, y vi que era el estuche de una crucecita de plata que había comprado esa tarde para Guadalupe. Sostuve la cadena colgando de mi índice derecho, fascinado con los tonos que adquiría la plata al reflejar las luces de colores del bar, mientras tomaba dolorosamente conciencia de lo que pudo haber sido esta noche, y de en lo que se iba a transformar. -No te hacía tan católico...-Es para regalar. No soy cristiano...-¿No? ¿Y qué sos?232 Otro error mío en aquella infernal noche de errores. A la gente le importa un bledo qué sos o en qué creés, pero le fascina hablar de un tema donde no hay que razonar ni que haber estudiado para opinar y tener razón. En cuanto te confesás diferente al resto y, en consecuencia, interesado en el asunto (porque los verdaderamente indiferentes dicen católico y a otra cosa), ven una rendija hacia tu yo íntimo, y empiezan a hurgar con el dedito a ver qué pueden sacar. No aprendo nunca. -Adoro a Satán- le dije. Nada te vuelve más hostil que perder una noche de sexo, parece. -¡¿Cómo que a Satán?! ¿Vos sos loco? -No tiene nada que ver con la locura. Es una cuestión de dignidad- Me repantigué en el sillón, cargué cerveza, y qué carájo: si me iba a aburrir, iba a hacerlo a mi manera. -el cristianismo, pequeña Aída, perdona todo, previa confesión. Es la religión del perdón. Cristo mismo es el impuesto pagado para obtener el cheque en blanco del perdón de su dios. Homicidio, adulterio, sodomía, robo, mentiras, tortura: no importa cuán atroz sea el crimen, o cuán soez el pecado, el perdón está abierto a todos los que se arrepientan sinceramente y lo confiesen ante el sacerdote. Aunque se reincida, fijáte. Se puede pecar, pedir perdón, y volver a pecar, sin que la cuenta corriente quede en rojo jamás. Todos los grandes dictadores sudamericanos fueron grandes católicos, por ejemplo, y todos sus generales también, todos hicieron las barrabasadas que quisieron, y 233 todos fueron a misa y comulgaron. Nadie sabe qué confesaron, pero lo importante es que se llenaron la panza de hostias, de lo cual se desprende, quid-pro-quo, que se les perdonó. Menos a Satán, fijáte. Satán es el peor, la última basura, el Malo de la Película. Peor que Stalin, Hitler y Savonarola juntos. Ahora yo pregunto, damas y caballeros del jurado, yo pregunto: ¿mató a alguien? ¿Violó? ¿Robó? Jamás, señores. Nunca. ¿Por qué es entonces tan imperdonable, por qué está más allá de la amnistía cristiana para todos los pecadores? Sencillo: incurrió en el imperdonable pecado del criterio. Cri-te-rio. Se permitió conclusiones distintas a las de la versión oficial de las cosas, y actuó en consecuencia. Cuestionó un Poder, una Jerarquía que, puestos en ser lógicos y justos, era sumamente cuestionable. La única justificación que el dios de Israel daba de su autoridad era la de que la alternativa era el fuego eterno. Yo no sé a ustedes, pero a mi me parece muy pobre. Muy fascista. O me adorás como a tu único y perfecto dios, o te reviento... Satán en cambio fue, si se quiere, el primer rebelde, el primero en plantear el derecho a pensar y actuar distinto. Y, de la misma forma en que en los gobiernos totalitarios se tolera a los delincuentes comunes, pero se extermina a los individuos de pensamiento independiente, así, en la 234 dictadura del Cielo se exterminó a Satán y sus huestes, y se perdonó a los canallas. Abusando un poco de vuestra paciencia, damas y caballeros del jurado, se puede extender el paralelo entre las dictaduras humanas y la divina, haciendo notar que en ambas se les endilgó a los pensadores eliminados una pésima reputación, tratando de convencer al público –los ciudadanos o los fieles- de que estaban bien eliminados, ya que representaban una amenaza terrible para todos. Porque yo desafío a la acusación, Su Señoría, a que presente un solo testimonio, una sola prueba que demuestre que Satán atacó o agredió alguna vez a la Humanidad. Hay infinidad de registros escritos de las herejías que Jehová le hizo a Abraham, a Job, a Sodoma y Gomorra, a los inocentes durante el diluvio, al pueblo de Egipto, y a todos los pobres inocentes que se cruzaron en sus caprichos. Los mismos representantes de Dios en la tierra, hoy en día, no vacilan en afirmar que terremotos, pestes e inundaciones son la voluntad de Dios, sin que ninguno se atreva a acusar a Satán de ninguna catástrofe natural. ¡Y ni siquiera –y perdone, Su Señoría, que golpee la mesa, pero la injusticia me saca de mis casillas- ni siquiera se lo puede acusar de mentir! ¡Porque cuando, en el jardín del edén, les dijo a nuestros primeros abuelos que “si comían el fruto del conocimiento serían como dioses”, no mintió, Su Señoría! Nos volvimos curiosos, ambiciosos, trascendentes, activos, y con un ansia constante de superarnos. Volamos como los ángeles, dominamos el poder para arrasar varias 235 Sodomas y Gomorras, abrimos mares, usamos el rayo y sanamos enfermos. Empezamos a dirigirnos hacia las estrellas, y nos sumergimos en el fondo de los mares y de las mentes. Y consideramos que todas las demás formas de vida están a nuestra disposición y merced: si eso no es ser como dioses, bueno, entonces aprendimos mal de Yahvé, Su Señoría. Hacemos porquerías, también, pero ¿qué dios no las hizo? ¿Y qué seríamos si no le hubiésemos hecho caso? Una raza sumisa, ovina, incapaz de pensar o de interesarse en nada que no se le hubiese indicado previamente, sin artes, sin destrezas, sin criterio. Seríamos como la Iglesia pretendió que fuésemos en el medioevo. Como niños, si, pero niños tarados. El Dios de Israel concede el libre albedrío, pero sólo para asuntos que no cuestionen su liderazgo. Si el libre albedrío, como en el caso de Satán, te lleva a hacer las preguntas equivocadas, no hay perdón ni misericordia posiblesAlcé mi cuarta copa de cerveza sobre mi cabeza -Respeto a Satán el contestatario, el disconforme, el individuo libre. Me saco el sombrero ante el Satán víctima de la mala prensa, de la calumnia sin pruebas, de la condena de las obtusas comadres de barrio, de las campañas de desprestigio. Y lo respeto más por haber sido vencido, ya que es evidente que le hubiese bastado un mínimo de 236 obsecuencia, un pequeño lamer de botas, para recuperar su sitio y su calidad de príncipe de los cielos, pero, así y todo, prefirió pudrirse en el infierno antes que tragarse sus principios. Si se quiere, fue el único ángel con pelotas. ¡Salud!- y ahí se fue la cuarta. Admito que quizá me dejé llevar demasiado, no se si por el placer perverso del sofismo, o si por el torito y las cervezas. No la veía muy bien en la penumbra, recostada en su sillón, y llegué a pensar que dormía. Pero no. -No está mal, no está mal- arrancó con su voz tenue y grave -pero es bastante zonzo. Infantil. Hay, damas y caballeros del jurado, características circunstanciales y características esenciales. Si la fábula del Génesis es cierta, todas las características humanas que existen hoy en día y que pudieron no haber existido nunca (las del fruto del conocimiento, las que sugirió adquirir Satán) serían las circunstanciales. Son las cosas que se agregaron a la humanidad. No nos definen, porque hubiese bastado una decisión distinta de Adán para que no hubiesen aparecido nunca. Pero las esenciales, las que estaban antes y aún perduran, esas provienen del Creador. 237 Ojo che, no digo que sea cierto. Analizo el mito, nomás- Se tomó otro medio vaso de cerveza, de un solo trago. Yo no pude: tenía la boca abierta y acalambrada. -Todos los logros de carácter que obtuvimos de Satán y del famoso fruto, por más impresionantes y llenos de lucecitas que nos parezcan, nos llevaron en dirección de esas mismas características eventuales. Nos parece que nuestra forma de vida es la mejor, pero ¿no será que es porque es la nuestra? Si hubiésemos elegido distinto, ¿no pensaríamos también que esa forma de vida era la única que valía la pena vivir? ¿Con qué se compara cada una de ellas, si no hay ningún ejemplo de la otra? No hay forma de saberlo. Lo único seguro es que en este lado de la elección hemos relegado las características esenciales con que fuimos diseñados, y nos hemos enamorado de las circunstanciales que conseguimos con el conocimiento. Pero siempre puede ser que hayamos cambiado un montón de habilidades divertidas por el hallazgo de nuestra esencia. No se puede descartar la posibilidad. Mirando las cosas lógicamente, como decías vos, si Adán y su señora no hubiesen probado el fruto, serían “químicamente puros”: conocerían su esencia, su porcentaje de divinidad, y, ovinos y todo, creo que existirían en un plano mental menos enrarecido. No conocerían la curiosidad porque Sabrían, ni tendrían el deseo de superarse, porque ya lo habrían logrado. Por supuesto que no sabrían lo que es un carburador, ni qué filamento debe llevar una lámpara 238 incandescente, o qué causa la rabia y la malaria, pero me resisto a creer que no sabrían nada. Algo, sin duda, sabrían. Y es de ese algo de lo que nos perdimosBajó el medio vaso que le quedaba, y dejó el vaso sobre la mesa con un sonoro golpe. -A mi me parece que lo tuyo está disfrazado de lógica, pero en el fondo es puramente emotivo. No te cautiva la lucha por el ideal, sino la idea de la rebelión ante el poder de los superiores omnipotentes. Estás proyectando, loco. ¿Te llevás mal con los capitanes?-Bueno, si, a veces. Seguido. Cuando se meten en todo, y dan órdenes estúpidas, y quieren...-Ajá, típico. Vos, en el fondo, resentís la autoridad paternal. La paterna, digo. Que es como decir tu padre. ¿Te llevabas mal con tu viejo?Le apunté con el índice, a punto de decirle algo. Iba a ser algo terrible y cortante, seguro. Me quedé apuntándole, moviendo el dedo como un maestro, pero al final cambié de idea. -¿Vamos a bailar?- 239 Volvimos al buque un par de horas después. Me sentía raro, y cuando eso me pasa, no hablo ni con pentotal. Aída, con el vestido mal ceñido a su esqueleto, caminaba a mi lado pero del otro lado de la vereda. La zona del puerto estaba iluminada y desierta. -Te enojaste, ¿no?-¿yo?-Aha-No. ¿Por?-Porque te llevé la contra. Siempre me pasa lo mismo: me meto a hablar y no me doy cuenta de que a la gente a veces no-Nah-¿Porque te llevé la contra y te hice quedar como un bolúdo?-Ah, si. Por eso si. Pero se me pasó enseguida-Y por lo de los tubos fluorescentes cuando tenías kilombo en máquinas-, aportó contrita. -Si, también, un poco-...y porque te arruiné la salida en Houston-Bueno, si, pero240 -y porque me parece que te arruiné algo también hoy-Si, pero no importa. Nada firme. No tenía nada pensado en especial, nada seguro-Si una crucecita de plata con cadena y estuche no es algo planeado en especial...Guardé silencio unos pasos. -Decíme, mientras todas esas cosas pasaban, ¿eras conciente, te dabas cuenta?- El sí, que me llegó por entre los pelos de su cabeza gacha, fue tan débil que llegué a pensar que lo imaginé. -¿Y a pesar de eso no hiciste nada para...?-¿Para?Iba a responderle, pero no encontré ninguna respuesta que no fuese cruel. No podía recriminarle a alguien el no haber hecho nada por disimular su existencia. Pero insistió. -¿Para?-No se, respetar un poco los arreglos que los demás hacen de sus vidas. Serías mejor recibida si golpeases antes de entrar-¡Ja! ¿Y si decías que no?-Personalmente, hubiera compartido mi tiempo mucho más a gusto con la mujer que hoy me llevó la contra 241 que con la que se coló en una salida de cuatro hombres solos. Cuando sos vos misma resultás interesante, pero, cuando te imponés...-Yo qué sabía...Parecía triste. Me hizo sentir bastante mal, porque la verdad era que, si el capitán no me hubiese puesto la pistola en la cabeza, jamás hubiéramos llegado a conocer su lado interesante, por más brillante que fuese. Le pasé el brazo por el hombro, y la sacudí un poco, con algo de rudeza masculina para restarle solemnidad. -No subas con esa cara, que no quiero reproches del capitán. Eso, claro, si sobrevivió al infarto...La acompañé hasta el camarote, y la despedí con un beso en la frente. Después fui al mío, y descubrí que me sentía misteriosa y estúpidamente contento. La noche siguiente logré salir con Guadalupe. Tuve éxito con Guadalupe, y fracasé con Guadalupe. Me había propuesto llevarla a la cama y lo logré, pero también me había propuesto disfrutar de una sana y alegre noche de placer carnal, y no hubo forma de conseguirlo. Supongo que era de esperarse: la mujer que vivió amaestrada por su crianza no cambia sus prejuicios ni sus tabúes de un 242 día para el otro. No basta con que se lo proponga, ni importa lo que decida. La pobre había decidido qué era correcto hacer, y puso su voluntad y su cuerpo en ello, pero las molduras de su carácter no nos permitieron disfrutarlo. Ambos pusimos cara de que sí, y estuvimos de acuerdo en que fue una noche deliciosa, pero por dentro decidí no volverla a ver hasta no haberle dado tiempo para que experimentara con dos o tres amantes más. Y si en el proceso terminaba por casarse, peor para él: no soy celoso. Caminaba hacia el puerto, aprovechando el último aire fresco antes de la salida del sol. Veracruz quedaba, desde ese día, anulada como zona de experimentos con mi poder: por fría que hubiese sido Guadalupe, podían encontrarla en mi rastro, y no deseaba causarle más penas que las que ya le había inflingido. De seguir así, me dije, iba a llegar a un punto en el cual iba a tener que elegir entre ayudar a las gentes del puerto, o tener amigas en él. Opción peliaguda. Pobre gente. Aunque, de cualquier forma, no iba a ser por mucho tiempo. Mi plan, si servía, no podía tardar mucho en empezar a funcionar y, a partir de ese momento, la Brujería, o Yo, tendríamos los días contados. Lo cual me hizo caer en cuenta de que, quizá, estos fuesen mis últimos meses. No me inquietó mucho, porque tenía gran confianza en lo que había elucubrado, y mi muerte 243 no era más que una remotísima posibilidad teórica. Al fin y al cabo, de cualquier persona se puede decir que quizá estos sean sus últimos meses: Nadie puede negarlo, ni nadie pierde el sueño por ello tampoco. Pero la idea le otorgó una intensidad especial, eufórica, al perfume de la alborada. Inspiré hondo, gozando del estirarse de los músculos sobre mis costillas, y me largué a silbar aquellas viejas canciones de Tim Hart y Maddy Prior que jamás pude traducir del todo y que siempre me gustaron tanto. A bordo dormían casi todos, y los que no, los que estaban de guardia, tenían toda la noche pintada en las ojeras y lo rojo de los ojos. Pasé por la heladera del comedor de oficiales y la abrí a ver qué había quedado (para nosotros, es como persignarse al entrar a la iglesia), y me fui a dormir unas horas antes de la zarpada. Me desperté asustado. Mi plan: algo en mi plan no estaba bien. Lo supe dormido, y me alerté dormido, pero, al despertar, me había olvidado de qué se trataba. Traté de calmarme. En los sueños parecen lógicas y razonables cosas que son verdaderos disparates: este podía ser uno de esos casos, por supuesto, pero... 244 Había olvidado el sueño. No podía descartarlo como un disparate si no sabía de qué se trataba. Entonces me puse a repasar todo mi esquema, esperando que, por asociación, resaltase la parte con que había soñado. La idea era repasar todo, paso a paso. Cuando llegara el paso con el que había soñado (el que supuestamente estaba muy pero muy mal), sin duda recordaría que soñé con él. Pero, al no ocurrir nada, ni recordarme ninguna parte del plan a ninguna imagen de mi sueño, me quedé un poco más tranquilo, y me volví a dormir. Sólo muchos días más tarde, cuando hubieron pasado días y cosas irremediables, y ya estuviese metido hasta la barba en problemas, comprendería que ninguna parte del plan me recordó al sueño, porque yo había olvidado la parte que debía hacerlo. Un segmento del plan, uno vital, se había borrado por completo de mi memoria, y la misma operación que lo retiró supo unir los pasos anteriores al mismo con los que le seguían, de un modo lógico –o para-lógico, si se me disculpa el neologismo- que no me permitió notar el hueco entre ellos. Hoy me doy cuenta de que fue a partir de ese momento, el momento en que mi memoria fue modificada, que se empezaron a hacer sensibles las acciones de los brujos y los efectos de mi plan. Aquella mañana, sin embargo, apenas fue un sueño raro, que no logró desvelarme 245 246 TAMPICO: Un par de meses atrás, cuando supimos en Buenos Aires que Tampico iba a ser una de las recaladas de nuestro viaje, busqué un rato tranquilo en casa, cerré los ojos, y concebí la imagen de la dicha completa para este pueblo mientras durase nuestra estadía. Hice los movimientos necesarios, pronuncié las palabras que correspondían, volví a la realidad, y seguí con mis cosas. Ahora, y mientras remontábamos el Panuco, me frotaba las manos (en sentido figurado, claro), preparándome a disfrutar del placer doble de ver a la gente bien y contenta, por un lado, e imaginarme la los brujos rabiando intrigados por el otro. Las coincidencias y casualidades tuvieron dos meses enteros para ir acomodándose y alineándose, para concluir en esto que estaba por venir: una improbable y deliciosa racha de buena suerte para todos. Era algo que de veras valía la pena presenciar, y lo único que lamentaba era no tener forma de documentarlo para repasarlo y volverlo a vivir más tarde. 247 El primer día no pude disfrutar nada de esto porque nos tocaba recorrer un pistón del motor principal. Estamos hablando de levantar una culata (una “tapa” para los que sean ajenos al honorable arte de la mecánica) del tamaño de las tacitas en las que uno da vueltas, se marea y vomita en los parques de diversiones, desconectar y extraer un pistón de 70cms de diámetro (y que, cuando está apoyado en el piso, me llega a las clavículas), y su vástago, que es una columna cromada de dos metros de acero bruñido y casi veinticinco centímetros de diámetro. Y todo articulado con sus tubos telescópicos, tuberías de conexión del inyector, válvula de arranque, líneas de gases de escape y de aire de barrido, e infinidad de detalles menores. Sólo el remover las 16 tuercas de la culata, cada una de las cuales podría cómodamente servir de nido a un hornero, es un proceso que requiere de una herramienta especial, tan pesada que hay que moverla con un aparejo. Había que desarmar todo, retirar de la zona la culata y el pistón, limpiar, calibrar, probar lubricación de la camisa, cambiar aros y sectores del prensa del vástago, y, cuando parece que ya se ha cumplido con dios y con la patria, y que se ha realizado un enorme y bien realizado trabajo, el primer oficial (o sea, un humilde servidor) suspira, invita a todos a comer algo y a volver enseguida a armar todo de vuelta. Contado así suena como algo terrible, cosa del Hades o del Dante, pero, con una buena tripulación, una tripulación que está entrenada y que ya ha hecho esto varias veces como equipo, puedo asegurar que hasta llega a veces a resultar divertido. 248 En cualquier caso, es un trabajo que es prudente empezar a las seis si se quiere terminar a las dieciocho. Pero si la tripulación está acostumbrada a hacerlo, por supuesto, y si les da el Síndrome de Maranello, entonces se termina antes. Yo calculé que podíamos tener todo listo para las 15, pero el calor, -lo húmedo del calor-, nos restó muchísima energía, y no fue sino hasta las cuatro y media que conseguimos lavarnos las manos y dejar la sala de máquinas (El trabajo real, seamos justos, nunca termina ahí. La sala de máquinas queda como si un mecánico gigante la hubiese usado de trapo para limpiarse las manos: no queda zona del piso ni parte del motor que no se vea cubierta de mugre, barro del colector de barrido, aceite, combustible, y trapos sucios. A los engrasadores de guardia le quedan aún varias horas por delante de lavado y arrancho). A las seis, bañado y resucitado, reconocí que me había ganado unos mates bien calientes, con los pies sobre el escritorio, y me dí el gusto. No tenía muchas ganas de salir. No por el trabajo del pistón, al que estaba acostumbrado, ni tampoco por la temperatura, a la cual también me había hecho con los viajes. Era Tampico. Tampico le saca las ganas de salir a cualquiera. No es que fuese feo, no. Ni eso tiene de interesante. Es un lugar anodino, vulgar, ni antiguo ni moderno, sin puntos de interés natural o histórico, de calles angostas, con una zapatería cada quince habitantes, dos o tres plazas en donde dar vueltas a la noche, un par de supermercados, un 249 Sears y un Woolworth´s. Había un mercado a la salida del puerto, viejo y macabro, donde uno se perdía entre pasillos angostos, mirando víveres raros y comidas extrañas (en una parrilla se veían cabezas de vaca sobre brasas, por ejemplo, de las cuales iban retirando pedazos de carne a medida que los clientes la solicitaban para meterla en sus tacos, revelando así, cuchillada a cuchillada, la sonrisa descarnada y los ojos sin párpados de la calavera calcinada). El centro de este mercado no tenía techo; era como una pequeña plaza secreta en el corazón de la manzana donde se jugaba al dominó sobre mesitas enclenques, y en donde, también, estaban los puestos de magia y hechicería. Muchos. Interesante, pero no más que para una visita. Todo eso del color local y el folklore deja de parecer tan encantador cuando hace muchísimo calor, no hay circulación de aire, y los olores se apilan uno encima del otro, combinándose en algo que termina teniendo tufo a monstruo. Los barqueros solíamos visitar por las tardes el Sears y el Woolworth´s, más para escapar de calor de la calle que para comprar nada, y, apenas anochecía, ir al hotel Inglaterra a tomar cerveza, o al Globito, en La Plaza, a tomar licuados o jugos de fruta. Algunos iban a bailar, más tarde, en el mismo hotel, o se tomaban un taxi hasta el Camino Real, en donde, decían, había varios lugares nocturnos de baile y copas. Como yo nunca fui muy afecto al baile, ni encontré tampoco ningún sitio en donde me gustase comer, me limitaba, después de cenar a bordo, a una caminata higiénica hasta el Globito. 250 No fui el único. Hasta el café, por lo menos, fuimos varios los que preferimos el confort y el aire acondicionado del buque antes que los dudosos encantos de la noche de Tampico. Los primeros en irse fueron los pilotines, que se levantaron de la mesa apenas terminado el postre, se vistieron del modo que ellos consideraban moderno y seductor (no tuve corazón para decirles que lo que se consideraba la última onda en Belgrano o Saavedra iba a parecer estrambótico en el provinciano Tampico, pero tuve la plena seguridad de que iban a descubrirlo por sí mismos, eventualmente), y desaparecieron en una nube de colonia. Dos oficiales de cubierta se fueron, al rato, a reunirse con el capitán y el jefe, que habían ido a cenar picante en La Diligencia. Quedamos en el comedor los oficiales de guardia de cubierta y máquinas, la radio, y yo. Se estaba muy bien, muy confortable y muy tranquilo, así que me acomodé en mi silla como para charlar hasta que el sueño me invitara a retirarme. Le ofrecí incluso a mi segundo oficial cubrirle la guardia para que pudiese salir (esto, por supuesto, sólo se ve en Tampico), y me agradeció, pero me dijo que prefería pasar la noche tranquilo a bordo (esto, también, sólo sucede en Tampico). Al fin de los cafés, el oficial de cubierta se levantó y fue a ver cómo iba la operación de descarga de las bodegas, y que enredos insólitos había logrado causar la estiba mexicana mientras el cenaba. Dio las buenas noches, calculando que estaría en cubierta hasta las tres o cuatro de la mañana. Casi en seguida, el de máquinas fue a dar una vuelta por la 251 máquina antes de recostarse un rato (andábamos muy mal de grúas, y en casi todas las guardias debíamos pasarnos dos o tres horas de la madrugada reparándolas). Aída, con el codo sobre la mesa, estudiaba sus uñas con el mentón tan alto que parecía estar mirándolas por los agujeros de la nariz. Se ayudaba haciendo fuerza hacia arriba con las cejas. Yo, con similar concentración, revolvía la cucharita en mi pocillo vacío. Los segundos pasaban. El silencio iba siendo cada vez más evidente. El tiempo iba pasando cada vez más lento. -No tenés ganas de irte a dormir, pero te faltan ganas de ir a tierra- arrancó, sin preámbulos y sin dejar de estudiar las uñas de su mano derecha. -Tampoco tenés ganas de quedarte conversando en el comedor, se nota, porque te quedás callado y sentado ahí. Pero no te vas al camarote. O sea que algo te retiene en el comedorSe levantó, se sirvió un café, y trajo otro para mí, sin dejar de hablar. -¿Qué será? Misterio, misterio. Yo sólo puedo adivinar. A ver, no sé, como por ejemplo pensar que, a lo mejor, ir a tierra sí te hubiese parecido divertido, pero con compañía, no solo. Pero, como la compañía más a mano soy yo, y el otro día me dejaste bien en claro que había sido una entrometida, una molestia, y una hinchapelotas, estás seguro de que quedé resentida y esperando el momento de hacerte 252 un desaire y devolverte el mal rato. Pensás que si me decís de ir a caminar un rato te voy a decir que no, y de mala manera. Ya sé que queda feo que una mujer pretenda comprender las inescrutables sutilezas masculinas. Y me doy cuenta de que, si sos tímido y tenés un bruto amor propio, el problema es tuyo, y que yo no tengo por qué andar resolviéndote las cosas. Y además, también puede ser que vuelvas a pensar que soy una metida, y me vuelvas a mandar a la mierda. Pero, ¿qué se yo?, también podríamos dejarnos de joder con tantas sutilezas y malentendidos, cambiarnos de ropa y dejar de seguir boludeando con este café frío, ¿no?La miré con desconfianza. -¿Cuál de tus dos padres dijiste que era el extraterrestre...?-No te vayas a poner perfume, por favor, que me da dolor de cabeza. Y no te empilches mucho, no vale la pena-Decíme Aída, ¿Vos tenés novio?-Si. Algo así. O, más bien no. Pero diría que sí. De alguna manera-Notable. De veras. Sería interesantísimo conocer al muchacho ese-Te espero en la planchada-Llevá bronceador, eh: el sol sale por ese lado253 Pero, pese a mi implícita negativa, quince minutos después bajábamos ligero la planchada, salvándome por escaso margen de oír la ironía del marinero de guardia. Pasamos por la plaza donde Bogart toca fondo en El Tesoro de la Sierra Madre, pero, pese a estar prácticamente igual, ella no la reconoció (ni siquiera sabía que la película existía. Cuando pronuncié con acento mexicano aquello de “¿Badges? ¿Badges? ¡We doant nid no stinking batches!” se me quedó mirando un rato largo). Dimos un par de vueltas mirando vidrieras –de zapaterías, principalmente-, llegamos a la otra plaza, y nos sentamos en las sillas de chapa plegadizas del Globito. La noche empezó a rodar suavemente, recostada en los mecanismos de la charla fácil y liviana. Tomé muy lentamente mi licuado de fresa y durazno (no hay forma, claro, de tomar rápido un litro de frutas licuadas, pero así y todo extremé precauciones. Uno era mi límite. Una vez me excedí, y con las consecuencias que tuve que afrontar fue suficiente para espantarme para siempre). No había mucho que hacer, salvo mirar y comentar las vueltas y vueltas de las mismas personas alrededor de la plaza. Se volvió más interesante cuando empezamos a inventarles nombres y apellidos, y a armar los parentescos entre ellas. A las pocas vueltas ya habíamos creado las historias de las vidas de cada uno de ellos, y, a medida que la noche avanzaba, nos entusiasmábamos describiendo las tragedias, romances y aventuras de aquellos Tampiquenses 254 (o Tampiqueños, o gente de Tampico, como se quiera) que, inocentes de todo, seguían en su paseo circular e infinito. Me dí cuenta entonces de que no comprendía a Aída. Es decir, entendía perfectamente todas las intrascendencias que decía, pero no podía encuadrarla en ninguno de los tipos de gente a los que estaba acostumbrado. Me confundían sus motivos, y no conseguía entender qué cosas la llevaban a hacer las cosas que hacía. A veces era profunda, y decía con soltura cosas que no a cualquiera le iban a resultar fáciles de pensar o de estructurar. Otras veces era una perfecta estúpida. Podía captar las sutilezas del carácter del otro, y, al mismo tiempo, meter las patas más espantosas. Se mostraba infantil y vulnerable, pero tenía un escudo alrededor de su verdadero yo que no creo que se pudiese perforar sin maquinaria pesada. De noche, de perfil, y con el pelo pajoso mal atado sobre la nuca, me recordaba a Katherine Hepburn en La Reina Africana. Y también, pensé sonriendo, a la de “Criando a Bebé”. Un bicho raro. Literalmente. Físicamente parecía a punto de desarmarse, pero tenía una estatura y un esqueleto que se imponía. Reunía todas las debilidades inherentes a la feminidad, pero no era en absoluto femenina (o, por lo menos, no suscitaba en nosotros las reacciones que la feminidad suele despertar, cosa que, en un buque tripulado por treinta varones, ya es mucho decir). Y, como pasaba con la Hepburn, uno no se terminaba de decidir si era linda o no, 255 ya que su rostro, si bien inusual y muy poco a la moda, tenía un cierto resplandor que atraía la mirada. Flaca, torpe y boba, pero ahí estaba, la única mujer entre casi treinta hombres, lejos de parientes o amigos, única responsable de su cargo, su único personal y su único recurso, y comportándose siempre flemáticamente, como si estuviese vendiendo productos de Avon. No se cómo ni cuando dejamos de escribir las biografías de Tampico, y pasamos a discutir a Lovecraft. Es raro encontrar chicas a las que les guste Lovecraft: Aída era una erudita. Y yo, que creía dominar toda la serie de los mitos de Chtulhu, me encontraba haciendo el papel de humilde oyente de cátedra ante esa pecosa que recordaba arrebolada infinidad de horrores y monstruosidades. Estaba concentrado en lo que me decía, (No. Seamos honestos: estaba tratando de imaginar en dónde podía haber conseguido tanto material, y cómo hacer para pedirle que me lo preste a vuelta de viaje), cuando un grito felino de placer a mis espaldas me hizo pegar un respingo. Me dí vuelta bruscamente, y quedé congelado, con no menos brusquedad. Allí, dos metros detrás de mí, estaba Guadalupe, vestida para matar. Yo tenía serios problemas, de momento, para cerrar la boca, pero ella, haciendo maravillas con su pollerita negra y sus larguísimos muslos perfectos, consiguió sentarse rápidamente a mi lado y hablar por los dos. 256 La agencia de viajes cuya recepción ella atendía había organizado un tour por varias ciudades. Guadalupe pidió permiso para incorporarse y se lo concedieron, en parte por su interés en aprender más del negocio, y en parte también, supuse, porque habría muy pocas cosas que se le pudieran negar a la dueña de aquellas piernas (Y, en lo personal, no se me ocurría ninguna). Hete aquí que, en su primer rato libre en Tampico, sale a caminar y prácticamente la primera persona que ve soy yo. ¿No parecía milagroso? No, a mí no me parecía milagroso en absoluto, pero lo guardé para mí, y logré algunas oportunas exclamaciones de sorpresa. Me apresuré a dejar en claro la relación laboral que me unía a Aída (quién, pude ver de reojo, se divertía muchísimo con mi sorpresa, y hacía todo lo posible por que no se le notara) y, finalmente, me quedé total y desastrosamente sin libreto. Aída me sacó del paso al proponer una ronda de cervezas en el Inglaterra. Acepté, quizá un poco demasiado apresuradamente –noté la sonrisa en la comisura de sus ojosy cruzamos la calle hasta el hotel Guadalupe, una vez que se hubo tranquilizado con respecto a Aída, tocaba el cielo con las manos. Caminaba moviendo el culo de una manera que era como para meterla presa, y dejaba un rastro de perfume que me hacía hormiguear todo del ombligo para abajo, pero, ¿qué hacer? ¿Dónde dejar a Aída (porque ni soñar con hacerla volver sola al puerto a esa hora)? 257 ¿Y para qué volver a intentar de nuevo ese suplicio de Tántalo que era el sexo con Guadalupe, esa tortura de poseerla pero no encenderla? Toda su melena negra y pesada, sus apetecibles labios, su pecho exagerado, su cinturita, sus infernales nalgas y piernas, todo ese parque de diversiones se volvía carne fría en la cama. Era una experiencia realmente angustiosa, que no le recomiendo a nadie, y que dudaba mucho tener ganas de volver a intentar otra vez. Como por lo general ocurre, todos nuestros planes y análisis terminan siendo inútiles, porque, al final, siempre son los hechos los que terminan decidiendo por nosotros. Ocurrió que, entre chopp y chopp, nos vió el capitán, de camino al buque. Compartió una cerveza con nosotros (“por el calor” dijo. Bien fresco te dejaron todas las que te venís tomando, pensé), y casi en seguida se paró y preguntó si alguien volvía a bordo. Por un instante no supe qué sería peor, si que Aída no se diese cuenta de que esta era su última oportunidad de no entrometerse en los designios de Guadalupe, o que sí lo hiciera. El caso es que pareció comprenderlo. Bostezó, se puso de pié, y arrancó hacia la puerta acompañada por el capi. Este aprovechó el momento en que le abría la puerta a la radio para hacerme un guiño tan perfectamente disimulado como un tiro en una biblioteca. Aída me lo hizo desde detrás de las puertas de vidrio. 258 La mirada que me echó entonces Guadalupe podría haber llegado a ser fatal si yo hubiese tenido problemas de eyaculación precoz. Si la lascivia quemara, esos ojos me hubieran incinerado en el sitio. Me tomó de la mano, más para apurarme fuera de la silla que por ternura, y apenas tuve tiempo de tirar los pesos de la cuenta sobre la mesa antes de que me sacase del salón casi a la rastra. No se habían cerrado aún las puertas del ascensor cuando me dí cuenta de que algo muy importante había evolucionado en Guadalupe; su rodilla abrazándome los riñones, y su mano acariciando descaradamente el contenido de mis pantalones eran cosas que la vieja Guadalupe jamás hubiera osado soñar. Antes se comportaba como si creyese que su parte en el juego del amor era consentir mis manoseos; ahora, en cambio, tenía que aferrarle las muñecas para que se quedara quieta y no nos encerraran por conducta indecente. Un caballero no cuenta, pero me temo que esta vez es necesario que haga una excepción. Baste decir que la noche que pasamos en su habitación fue algo impresionante. Esa mujer detonó. Me sentía como el pobre Pepe Le Pew enredado con la gata montesa. Gritó, corcoveó, experimentó, probó, me dio vuelta por todos lados, me mordió, me arañó, y sólo cuando quedó totalmente rendida se quedó quieta y se durmió. Yo, o lo que quedaba de mí, sudado y hecho gelatina, no pude dormirme hasta tres segundos después. 259 Se despertó antes que el sol, y me dio otro tratamiento parecido, aunque me temo no haber estado del todo a la altura de las circunstancias. Pero no hice tan mal papel tampoco, y puse mi mejor empeño, ya que era consciente de que el buque zarpaba al mediodía, y como ella tenía que trabajar, este último rato de la mañana sería, probablemente, nuestra despedida. Lo estaba viendo, lo estaba viviendo, pero aún así no podía creerlo. Incluso, mientras me bañaba, la espiaba vestirse, tratando de comprobar si en realidad se trataba de la misma persona (¿quien sabe?: quizá una melliza...). Desayunamos juntos y nos despedimos, esta vez sin estúpidos comentarios sobre la noche anterior. De camino al buque, y yendo bien despacio como para no llegar antes de la hora de tomar la guardia –tenía miedo de dormirme si llegaba y me sentaba un ratito en un sitio tranquilo-, creí encontrar la solución al misterio. Yo había sido el causante, si bien involuntario, de su brote erótico. Y no precisamente por mis pobres dotes como amante, sino más bien por las consecuencias imprevisibles con que uno se topaba cada vez que usaba habilidades como la mía. Entre el trabajo en el pistón, la peculiar forma de invitarme a caminar de Aída, las biografías de los que rodeaban la plaza, Lovecraft y las piernas de Guadalupe (pero sobre todo por las piernas de Guadalupe), se me había ido por completo de la cabeza lo de los días de dicha para la gente de Tampico. No era tan difícil: las dichas que yo 260 trataba de causar eran privadas, personales, y sólo las veía quien se tomase el trabajo de estudiar a la gente y hablar con ella. Nunca se trataba de que lloviesen dólares o las calles se empedraran de oro. Eran familias que se reencontraban, trabajos que se conseguían, embarazos que finalmente se lograban, enfermedades que remitían o desaparecían, créditos, clima suave, etc. Cualquiera que hubiese estado delante de la minifalda de Guadalupe hubiese podido, tranquilamente, pasar por alto toda esa alegría humilde del pueblo, y no reparar en las sonrisas que florecían por doquier. Especialmente si, como yo, estaba acostumbrado al fenómeno (al de las sonrisas, se entiende). Pero el hecho es que, meses atrás, había dispuesto que todas las coincidencias y casualidades que le ocurriesen a la gente de Tampico derivasen en estos días de felicidad y satisfacción de sus íntimos anhelos. Nunca tuve la certeza de si ese mismo manto protector se extendía también a mis compañeros de buque: siempre les fue bien, pero podía deberse a que la alegría general de estos puertos volvía a sus habitantes generosos y amables para con los extranjeros. Como en este caso, por ejemplo, me ocurrió a mí. Al estar Guadalupe en Tampico durante mi ventana de buena suerte para el pueblo, -vaya a saber uno por qué extraña casualidad- aquello que hubiera de hacerla feliz debía, necesariamente, ocurrir. “Aquello”, a la sazón, resultaba ser yo, o, por lo menos, la revancha de la frustración y 261 humillación de nuestra última vez. Con poseerme hubiera quedado cumplida su parte del deseo. Pero, si repetíamos lo de Veracruz, y aunque ella pudiese conformarse con una pequeña mejora en la satisfacción que obtuviese, otra noche opaca y tibia conseguiría que el infeliz, esta vez, terminase siendo yo. Y si yo era infeliz, la noche de ella podía llegar a estropearse, así que el rompecabezas de causas y consecuencias hizo que Guadalupe se portara conmigo como yo lo hubiese deseado. Mejor, incluso. Aprendí, entonces, que podía caer sin haberlo programado dentro de las redes de uno de los esquemas que mi poder armaba, incluso habiendo sido yo mismo quién lo creó. No podía sustraerme a los efectos de una de esas órdenes generales, no sin aclararlo específicamente al momento de emitirlas, por lo menos. Daba qué pensar. No era un jugador que movía los trebejos desde fuera del tablero: era, también, uno de ellos, y toda sacudida dada a la mesa me sacudía a mí también. Al igual que el tipo que tenía el dedo sobre el disparo de los ICBM, más me valía ir haciéndome a la idea de que yo era parte de lo que se iba a destruir cuando apretara el botón. Claro que, si uno se ponía a pensarlo bien, de cualquier persona y de cualquier acto se podía decir lo mismo. No hay cosa que hagamos, por insignificante que sea, que no altere al mundo en que vivimos, ni persona tan humilde que no influya en su realidad y en la de los demás. Existencialismo básico. 262 La diferencia conmigo era cuantitativa, no cualitativa. Pero, en cualquier caso, tendría que tener en cuenta esa nueva óptica, y repasar a su luz de nuevo todo mi plan. Al final del día, con toda la noche anterior y la maniobra de zarpada sobre los hombros, cansado y con sueño, decidí revisar mi plan en otro momento. No fue una decisión demasiado censurable: aunque me hubiese puesto a hacerlo en ese mismo momento, nunca podría haberme dado cuenta de que otro segmento del plan había sido borrado de mi memoria. Lo que faltaba, faltaba de un modo tan radical, que era como si nunca hubiese existido. No dejó ni siquiera la sensación de vacío o de ausencia. 263 264 TABASCO: La mujer que Veía para María se hizo a un lado e invitó a pasar a Evaristo. Este penetró en la casa con el aplomo y el desdén de quien se sabe importante; la mujer, que sabía que toda la importancia del viejo descansaba en la reputación de Aquella para quién trabajaba, lo trató adrede con desfachatada confianza: al fin y al cabo, ella y él tenían la misma Ama. La única diferencia entre ambos era que todo el pueblo conocía la servidumbre de Evaristo (y le temían por ello), mientras que nadie sospechaba que aquella regordeta señora era los ojos de ultramar de María. Eso le restaba importancia, es cierto, pero por lo menos le permitía convivir con las personas de Tabasco. Nadie quería tener nada que ver con María ni con su gente si no era estrictamente necesario. Sin que se lo indicaran, el viejo tomó asiento junto a la mesa del comedor y apoyó su codo roñoso sobre el mantel de encaje blanco. Ella fingió no ver la grosería, y le ofreció café. Evaristo disimuló mal su desilusión por no recibir una invitación varios grados más fuerte, y aceptó sin mucho interés. Cuando ella le hubo puesto delante el café, no lo probó. Carraspeó y la miró. 265 -Ella quiere saber cómo va todo. Tú sabes: quiere que le informes, que la tengas enterada, que le cuentes. Ya sabes lo importante que es esto para Ella-Pos que no informaba nada, porque no hay nada que informar-, se dio el lujo de retrucar en tono arrogante: Evaristo, por suerte, no era María -Recién ahorita he tenido novedades, y muy buenas por cierto-¿Ahá? ¿Y cuales son?-La mujer que le mandamos hizo contacto. Y pasó como dijimos que pasaría: el chavo no puede resistirla. Tantito más, y acabará enamoradísimo de ella-¿Y tu qué crees: sabe, sospecha?-¡No, nadita!-Pos ni modo: el gringo tiene los días contados, pues-¡que no es gringo, te he dicho! ¡Argentino, es ar-genti-no!-Los argentinos son gringos- se encogió de hombros Evaristo -Son hueros como gringos, hablan francés como los gringos, y son habladores y maricas como los gringos. Son gringosLa mujer no vió razón para seguir discutiendo el tema con Evaristo, sobre todo si ello prolongaba su incómoda visita. Trató, pues, de ir buscando el final de la charla. 266 -¿Y orita, pues? ¿Qué va a hacer Ella, lo sabes?-¡Aguas!- siseó asustado Evaristo -¡¿Qué te crees, mujer?! ¿Qué puedes preguntar lo primero que te viene a la cabeza? ¡Pero: ¿No sabes que hay que tener cuidado, caramba?!-Tranquilo, viejo, tranquilo- dijo ella, bajando la voz y simulando una confianza que no tenía -Está demasiado ocupada ahora como para andar preocupándose por si sus leales cruzan algún chisme...-Pos si, puede que tengas razón. Pero no me gusta-Claro que, si tú no sabes nada y Ella no ha querido confiarte nada, pues bueno, que-¿No confiar en mí? ¡Ja!- Ufano, tragó cebo anzuelo y sedal. -Para que te lo veas, todo esto, todo el asunto, lo hemos planeado entre los dos. Yo se todo lo que va a pasar y todo lo que vamos a hacerNo le creyó ni por un instante (y tenía razón), pero lo dejó alardear porque sabía que así, tarde o temprano, el viejo satisfaría su curiosidad. A diferencia de Evaristo, cuya mente bruta y ordinaria no se emocionaba con facilidad, ella estaba cautivada por la extraña cacería que María estaba llevando alrededor del mundo, como así también por la misteriosa pieza a cobrar. Era mejor que cualquiera de las telenovelas de la tarde. Un solo hombre, clavándole banderillas a toda la Brujería por todo el mundo, y esquivándola con pases de capote de puerto en puerto, era una historia como para no perderle capítulo 267 Especialmente cuando el plan de las brujas para perderlo pasaba entre las piernas de una mujer. -Ya tenemos lista la trampa. Nos queda esperar que le madure el enamoramiento, nomás. Cuando ande atontado y rijoso, ahicito mismo lo haremos caer-¿Dónde? ¿Aquí?- como Evaristo dudara, pareciendo arrepentido de haber hablado tanto, ella insistió -¡Anda, dímelo! ¡Si él está sólo, hijo, y no hay forma de que sepa lo que hablamos tu y yo! ¿Quién le va a contar, a ver?Encogiéndose tímidamente de hombros, y en voz muy baja, Evaristo le respondió -Si todo sale como pensamos...-¿Si?-Bueno, el gringo va a reventar en un puerto que se llama Bahíaterminó rápidamente. Moviendo nerviosamente los dientes de su floja dentadura postiza, el viejo se levantó y se fue sin despedirse ni probar el café. Mientras tanto, en la plaza y bajo el toldo del puesto de tacos, María se conformó pensando que, de esta manera, la mujer vigilaría con más interés los sucesos que ocurrirían durante los próximos días. Así y todo, tomó nota mentalmente de la necesidad de reemplazar a Evaristo cuando todo hubiese terminado 268 IGNICIÓN, EXPANSIÓN Durante la bajada –ya se sabe: el viaje de vuelta del buque hacia su puerto de origen- estuve incómodo e irritable. No era yo del todo. Estaba como afiebrado de insatisfacción, y el abotagamiento que ello me producía me llenaba de fastidio y le quitaba sabor a las cosas. Mi talento no iba a poder curarme, y no sólo porque ello hubiera implicado una manipulación de una conducta (y la objeción ya no era por ética, sino por una estricta cuestión de higiene y prudencia), sino porque, para pedir aquello que me calmaría, primero debería averiguar qué era. Y ese era precisamente mi problema: no quería nada. O quería, pero no sabía qué. El trabajo me aburría, los libros me fastidiaban, las películas me cansaban, y las charlas me irritaban. Andaba rabioso de un lado al otro, sin querer ir en realidad a ningún sitio. Solo no me aguantaba a mí mismo, y acompañado no aguantaba a los demás. Llegué al colmo de pasar un día en Puerto Rico, quizá una de las islas más lindas del Caribe, y apenas lograr distraerme un poco. Andábamos a la noche por San Juan Viejo con el primero de cubierta y la radio (Lugar nada despreciable, ojo: Fortaleza española sobre el mar, ciudad de empinadas callecitas empedradas, construcciones del siglo dieciséis, 269 creo, farolas de hierro forjado y luz apergaminada...un viaje atrás en el tiempo. Perfume de plantas, flores y agua de mar. Una belleza). Y yo no podía evitar tropezar con los turistas, ni indignarme contra esa gente que no pertenecía allí y venía a perder el tiempo y molestar a los demás (¡¿?!). No podía tolerar los parlantes desaforados que retumbaban por las ventanillas de los autos. No podía encontrar una mesa hacia la cual no fuese el humo del cigarrillo de los demás. Y todo así. Al chico de cubierta se le escaparon un par de expresiones de fastidio, y la radio me estudiaba de reojo. Me terminé por dar cuenta de que yo era para los demás tan molesto como los demás lo eran para mi, y, sin siquiera pasar por Barrachina, (ese bar donde dicen que perdía el tiempo Hemingway y en el cual pretenden también que se inventó la piña colada –cosas que yo, aquella noche, podría negar y discutir hasta la muerte-), me despedí, los dejé a todos felices y aliviados, y me volví solo a bordo. Me llevó un par de monótonos días de navegación el darme cuenta de por qué la vida había perdido brillo para mí. Aquella última noche en Tampico, la noche en que Guadalupe me extrajo todo lo que me pudo extraer sin matarme en el intento, me había pegado feo. Era como si me hubiesen sacado una venda de los ojos y me hubiese podido dar cuenta de que algo siempre me había faltado, sin haberlo sabido. Y ese algo, -eterno argumento del mundo- parecía estar en mi relación con las 270 mujeres. No sabía aún que era, pero fuese lo que fuese, mientras no lo conocí, no lo eché en falta y pude vivir perfectamente, pero, una vez que supe que podía haber algo más, aunque aún no entendía bien qué, ya nada fue igual, ni nada consiguió satisfacerme. No se trataba de que no hubiese habido mujeres antes, ni de que hubiesen sido torpes o menos bonitas. Por el contrario (Y no voy a ser tan hipócrita como para afirmar que nunca usé de mi habilidad para conseguir –sin manipular- los favores de alguna señorita que me agradara.). Hubo más lindas, hubo más sofisticadas, hubo más profesionales y hubo más tiernas. Pero nunca, jamás, hubo nada tan feroz ni tan apasionado, y además –y aquí venía el quid de la cuestión- yo no creía que pudiese haber. Por lo menos, no sin terminar en una unidad de terapia intensiva. Con Guadalupe había llegado al tope de la escala Richter de la pasión. De ahí en más, cualquier otra cosa sería menos, sería inferior, o sería suicida. Tenía que resignarme a que, sacándola a ella, todo lo que consiguiese sería más chato, más pobre. Y no sólo porque efectivamente habría menos locura y placer que con ella, sino también –y especialmente- porque yo, necesariamente, compararía. Antes no tenía con qué comparar, y todo me parecía bueno, o mejor que la última vez. Ahora, todas las comparaciones iban a ser desastrosas. Guadalupe me había infringido la maldición de la Comparación. Guadalupe había conseguido que mi vida sexual futura pareciese una rutina aburrida y pobre. 271 Sin ella, por lo menos. Esto fue más o menos lo que barrunté, pero a desgano, porque la introspección (hasta la que me resultaba de veras necesaria) también me aburría. Y como lo que descubrí, en el fondo, no me reportó alivio alguno ni ninguna idea práctica sobre cómo conseguirlo, dejé todo en suspenso y me dediqué simplemente a sentirme miserable. Me doy cuenta de que estos melindres, este melodrama, le parecerían, a cualquiera a quien se los plantease, como una soberana tontería. Una boba e irresponsable cursilería. ¿Qué clase de vida interior puede llevar un sujeto que se desmorona por haberse dado cuenta de que le ha ido lo más bien que jamás le puede llegar a ir en su vida sexual? ¿Qué valor tiene una persona que cree que el valor de la vida depende de qué le vaya a pasar en la cama durante los próximos años –o peor: considera todo valor perdido por tener que manejarse con menos de lo perfecto-? La profesión, el crecimiento personal, el estudio, el arte, la ayuda al prójimo y la mejora de la sociedad (y, en mi caso, las infinitas potencialidades de mi poder y mi influencia), todo eso que hace al crecimiento del ser humano, ¿No valía nada si las hembras por venir no lo sacudían a uno como lo sacudió esta última? Bueno, no. Bienvenidos a la Masculinidad. Citando a un amigo mío, se puede decir que hay dos clases de hombres: Los que consideran que vale la pena pelear por cualquier cosa, menos por una mujer, y los otros, 272 los que creen que ellas son lo único por lo que vale la pena jugarse en este mundo. Yo estaba descubriendo que era de los últimos. Podía gustarme o no, podía considerarlo vergonzoso o no, podía defender mi posición o no, pero lo único que no podía hacer era pretender ser algo distinto a lo que era. De nada se podía salir si primero no se reconocían las propias virtudes y limitaciones, y, en este caso, la honestidad me obligaba a reconocer que nada de lo que pasara en el mundo me iba a importar en absoluto mientras no hubiera forma de resolver lo de Guadalupe. Mi mente racional y mi ética se habían pasado al asiento del pasajero, y mi masculinidad aferraba el volante con la ecuanimidad del Demonio de Tasmania: cualquier camino que no llevase a las concavidades de la mexicana era, de ahora en adelante, camino equivocado y pérdida de tiempo. El huracán que teníamos que encontrarnos nos perdonó merced a un arreglo que yo había hecho antes de zarpar, pero la popada que sopló y empujó al buque a varios nudos más de lo normal (y que fue la delicia del capitán y los chicos de cubierta) fue una decisión mía de último momento, nacida de la urgencia por llegar: me estaba hartando del barco y de su gente, y pensaba que quizá unas vacaciones me refrescaran un poco. Incluso se me ocurrió que podía irme de vacaciones a México, si quería, ¿por qué no? Mi poder se dedicó a proteger a todos los mecanismos del buque de cualquier serie de hechos que 273 terminase en desgaste anormal, falla o avería. Extremé mis precauciones, y me metí con cosas con las que antes jamás me había metido. Estaba apurado. Incluso estuve a punto de violar el segundo principio de Carnot: las cosas funcionaban tan bien, el rendimiento era tan alto, que nos habíamos vuelto un organismo perfecto que ingería fuel oil por un extremo, y descargaba una estela furiosa por el otro, perdiendo apenas un mínimo de calor incoloro por la chimenea. 274 PROA Una noche, unos días después de zarpar de San Juan (pocos en tiempo, muchos en hastío) no podía, o no quería, dormir. Era una de las últimas noches de luna llena, y me pareció una buena idea aprovecharla. De shorts y remera, puse dos o tres latas de cerveza fría en una caja y caminé toda la cubierta hasta la proa, zigzagueando totalmente a oscuras entre los contáiners, y caminando con cuidado para no romperme un pié contra un cáncamo o una cadena. La noche estaba clarísima, pero los bultos en cubierta obligaban a caminar por unos desfiladeros estrechos, en cuyas sombras se ocultaban multitud de obstáculos, todos ellos muy duros y muy dolorosos. De linterna ni hablar. No sólo me iban a retar del puente por dañarles la visión nocturna, sino que además, seguro, iba a venir algún cargoso a averiguar qué hacía yo y por qué. Y a quedarse. Pero, si se quiere estar solo y tranquilo, siempre es mejor la proa que cualquier otro sitio del buque. Hasta allí no llega absolutamente ningún ruido de motores o ventiladores, y si llegara, el viento de la marcha lo devolvería apagado hacia popa. Tampoco viene nadie si no le resulta absolutamente necesario (por lo menos, fuera de horarios de trabajo), y mucho menos de noche y en navegación franca. No hay luz de ojos de buey, ni música filtrada desde otro camarote. No se huelen los cigarrillos ajenos ni las sopas de la cocina. No hay teléfono. No hay alarmas. 275 El único sitio desde el cual pueden verlo a uno –y arruinar, aunque sólo sea teóricamente, su soledad perfectaes el puente de navegación, pero, por un lado, ellos no miran la proa (cuando miran), sino millas y millas más allá y, por el otro, los contáiners de dos o tres de alto de la tapa de la bodega uno creaban un pequeño acantilado de chapa, a cuyo pié se era prácticamente invisible desde el casillaje. Me senté sobre una bita, abrí la primera cerveza, y aspiré hondo la noche. Las bitas, los cabirones, cabrestantes y barbotines, llagados de óxido y monocromos bajo la luz de la luna, parecían rocas aflorando en una playa. El murmullo del mar al ser tajeado por la proa quince metros más abajo, que crecía y se atenuaba a cada cabeceo del buque, acentuaba esa sensación de estar en una de esas costas que tallan a las rocas de forma caprichosa. La luna había cambiado al negro del mar en otro color, pero era imposible saber cuál. Me dije que era un negro luminoso, un negro claro (no gris, fíjese, sino un negro profundo, pero claro), más amigo del azul que del grafito, pero con un poco de ambos. Era un asunto imposible de resolver, porque la luna también lo escamaba de infinitos puntos de luz que rutilaban casi en un tercio de horizonte, así que uno no podía mirar ningún trozo oscuro sin que, antes de poderlo reconocer, se transformase en una escama de plata. Estrellas había pocas, porque el halo lunar las velaba casi por completo. La luna encandilaba, y el aire, tibio, 276 rápido, pesado de sal y agua, era más intoxicante que cualquier cerveza que hubiese llevado. Me di el gusto de no pensar en nada por un rato. De atestiguar, simplemente, lo glorioso de la noche y de estar vivo y sano, allí y entonces. Ocuparme de mis cosas me pareció una profanación, como a otros podía parecerles impío discutir de negocios durante la misa en la catedral. De hecho, sentía que detrás del impulso de la humanidad por levantar templos y catedrales no había religiosidad ni grandeza, sino simplemente una pobreza de imaginación que no les permitió aprovechar momentos y lugares como este para sus cultos. Si tuviera que elegir entre la proa, aquella noche, y toda Notre Dame a medio día, y yo quisiese impresionar a mi dios, le rezaría a bordo. Pero bueno: allí estaba yo, solo y tranquilo, hasta que fui desagradablemente interrumpido. Porque como el viento sopla inevitablemente hacia popa, es raro que uno escuche los pasos que se acercan desde allí. Y, además, mirar largo rato el horizonte titilante produce una especie de fascinación hipnótica que lo lleva a uno, si no tiene cuidado, bastante lejos de su realidad. Así que me llevé un buen susto cuando percibí de reojo el bulto de alguien de pié a mi derecha. Miré, y reconocí enseguida el busto avaro y el pelo invencible de Aída. 277 -¿Qué hacés?- me preguntó. Buenas noches, como andás, hola: todas esas formalidades debían de parecerle terriblemente aburridas, supuse. -Sirenas. Busco sirenas- Esperé un rato, mirando a proa, en la esperanza de que mi silencio y lo prolongado del mismo le sugiriesen que, quizá, yo había ido a proa con la egoísta y exótica intención de estar solo. No era mucho pedir. Digo: si alguien se tomó el trabajo de ir al sitio más alejado de la gente posible (un poco más y me caigo del buque), y no invitó a nadie a acompañarlo, y no hace ningún gesto para invitar al otro a que se quede y pase el rato con él, ¿qué más hace falta para llegar a la conclusión de que el sujeto quiere estar solo? ¿Un plano? Bueno, cuando se trataba de Aída, evidentemente, se debía suministrar información más explícita. Se sentó en la bita de al lado, cruzó sus piernas en flor de loto (recordándome a las patas de una de esas mesas plegadizas de camping), puso los codos en las rodillas, la barbilla entre las manos, inhaló, suspiró, y se quedó. Le dí una cerveza. -Gracias. ¿Conseguiste?-¿Qué?-Sirenas...-No, por suerte no. Tienen esa limitación por el lado de pescado, ¿viste?: resulta que al final los varones nunca sabemos qué hacer con ellas278 -Yo creo que existenNingún comentario por mi parte. No tenía deseos de alentar ninguna clase de charla. Igual que con el fuego, una buena forma de extinguirla es sofocarla por falta de aire, y yo había decidido soplar lo menos posible. Pero Aída venía equipada con combustible y comburente propios. Pienso que, si se lo propusiese, podría funcionar incluso en el vacío absoluto. -¿Sabés lo que es la gestalt?-No- Mentira -Desasnáme-Es una teoría para explicar cómo entendemos lo que percibimos. Cualquiera te hace el dibujito del ojo cortado, y te explica cómo funciona anatómicamente, pero, cuando hay que explicar como hacemos para, de entre todos los colores y líneas que nos llegan a la cabeza, saber que esto es un perro, aquello una pared, esto un árbol, y así, la cosa se complica. ¿Entendés? Ponéle...una foto: un cuadrado cubierto de cientos de miles de puntitos de color. Sabemos enseguida, por ejemplo, que es un auto y una moto. Es más: no se te mezclan los puntos del auto con los de la moto, ya sea que mires todo de golpe o por sectores-Ahá-Bueno, esto de la Gestalt dice que tendemos a agrupar todos los pedacitos de información, todos los 279 puntos, todas las manchas, en esquemas o formas que conocíamos de antes. Tenemos incorporados los moldes, las estructuras, y tratamos de encajar en ellas la información anárquica que llega de afuera. Cuando esta información, este bulto confuso de manchas, calza en una, es como si encontrásemos la cerradura para una llave, y entendemos, ahí si, que el revuelto que nos llegó es un perro, porque encaja en la estructura “perro”. Fijáte que a veces hay información caótica, pero que parece encajar en una estructura, y entendemos que es lo que en realidad no es. Las nubes, por ejemplo, o las manchas de humedad del techo, o las vetas de la madera...si algo, remotamente, encaja en alguna estructura previa, “vemos” eso. Ordenamos, o elegimos ver, los puntos que encajan en esa estructura.No estaba mal. Nada mal. Pero en todo lo que había dicho había menos sirenas que en la bañadera de casa, y se lo dije. -Ya se, ya se. A eso voy. Lo que yo creo que pasa es que, a veces, lo que vemos y oímos no encaja en ninguna forma previa. No lo identificamos con nada. Pero no estamos hechos para la nada, no nos sentimos cómodos con cosas que no podemos reconocer. Si no es algo conocido, seguro que se parece a algo que sí es conocido. Si no hay una estructura que lo identifique, seguro que hay otra que le queda más o menos bien, y le puede ir. 280 Como con las nubes o las manchas de humedad-Si, claro. Leonardo dicen que veía imágenes en las manchas de orina de las paredes. Y Miguel Ángel veía estatuas dentro de los bloques de mármol de la cantera. En el machimbre de mi casa, de hecho, cuando yo era chico había más animales que en todo el zoológico junto-¡Eso!-Pero sigo sin ver sirenasSe dio vuelta para mirarme, con esa intensidad que tienen las personas que hayan placer en la especulación por sí misma cuando están llegado al momento del remate de un razonamiento. -Si pero, ¿qué pasa si aplicás la gestalt no a la vista, o al oído, o al tacto, sino a un conjunto de todas juntas? ¿Qué pasa si juntás todo eso, más otras percepciones más vagas, más difusas? El ambiente, el clima, el humor, el color de la luz, el sonido. No el ambiente como una cosa física, sino como la situación, la suma de la cosa física y su circunstancia...- Buscó palabras, gesticulando con la mano "Lo físico más lo anímico, MAS los cambios que nos produjo en el ánimo-No veo ni una escama ni una cola de pescado...-¿Podés explicar el mar? No. Catzo. Podés dar datos y estadísticas, podés hablar horas de su química y sus animales, y podés describir hasta cansarte los paisajes y los climas, y así y todo te va a seguir faltando algo. Mirá, te doy 281 ventaja: te dejo agregarle también todo lo escrito por poetas y novelistas, todos los cuentos que quieras, y así y todo, todo junto, no llega a ser el Mar. Tiene algo más. Te altera, te cambia. Una nunca es la misma junto al mar que en otros sitios. Hay cosas, en esa masa de agua, que, sencillamente, no se pueden expresar. No se inventaron las palabras, las estructuras gestalt. El mar es mayor que la suma de sus partes. Ahora bueno, vamos a tus sirenas- Hizo una pausa, como ordenando sus argumentos. Pareció pensarlo mejor, y la usó en bajarse media lata de cerveza. Luego de un discreto y sofocado eructo, me miró y prosiguió. -Quizá una persona normal apenas sienta eso raro que tiene el mar de reflejo, como por el rabillo del ojo. Como mucho, sienten esa emoción rara cuando veranean junto al mar, cuando hacen su primer viaje por el océano, cuando bucean o se sumergen en el agua, o cuando les tocan las puestas de sol o las noches de luna. Pero con los marinos es distinto. El hombre que vive del mar es distinto. Siempre, fijáte, la gente costera fue distinta, y la que navegaba, más todavía. Para empezar, nadie navega si el mar no le atrae. No hay forma, no se puede. Así que, para un marino, es condición imprescindible tener una actitud positiva hacia el mar. Actitud positiva, acordáte. Y, luego, hay que entender que no es lo mismo una tarde de joda en la playa, que días y días de flotar sobre las olas en una rutina monótona, donde 282 el mar te hace de paisaje, trabajo, preocupación, placer, tema de charla, entretenimiento, y potencial amenaza de muerte. Más la constante sensación física del bamboleo, de desplazarse sobre la masa blanda arriba y abajo, a un lado y al otro, y arriba y abajo-No es para tanto...-Hoy no se nota tanto, pero hasta hace noventa, cien años atrás, debían quedar casi en eso que se llama deprivación sensorial...no, en realidad no, porque a ellos no les faltaban estímulos sensoriales. Pero tenían uno sólo. El océano. Sería un “monopolio sensorial” Dias y dias de estudiarlo, de hablar de él, de repetir su movimiento... ¿no es lógico que terminaran por sentir “cosas”, cosas que el turista de playa no conoce?-Si, algo de eso hay. A veces-Pero no tenés esquemas en qué encajarlos. No se parecen a nada de lo que nuestra mente está construida para entender. En tierra no hay nada parecido. No hablo de una imagen, ni de un olor, ni de un sonido: esos sí los entendemos. Pero la mezcla de todos, del ambiente, de la monotonía, y del movimiento...eso ya es otra cosa. Se forma algo impreciso en la conciencia, algo vago y caótico. Como las manchas de humedad, o las nubes. Yo creo que, como a las nubes o a las manchas, se le dio a esa sensación una forma lo más parecida posible para poderla entender283 -¿Sirenas?-Para un hombre, ¿qué cosa tiene misterio, encanto, belleza, poder de crear, de cambiar, y de volverte loco? Pensá en algo bello y poderoso, incomprensible, impredecible, dulce y mortal-Las mujeres, si...-¡La mujer! La mujer es inefable, la mujer se entrega y se reserva, la mujer espera e invita, y, a veces, en esa invitación está el riesgo de perder el buque y la vida...-Si, bueno, todo muy lindo. Pero eso son metáforas. Un marino, medio borracho y medio poeta, puede sentir eso, pero no ver sirenas, con cola de pescado y conchillas en los pezones-Es que nadie “ve” sirenas. Las entiende ahí, nomás. Poné tres puntos sobre un papel, y preguntále a la gente qué ve. La mayoría te va a decir “un triángulo”. No hay un triángulo, pero esos tres puntos son suficientes para encajar con la estructura “triángulo”, así que la mente llena todo lo que falta para verla. Imagináte un marinero muerto de sueño, un noche como esta, hace quinientos años. Faltan pocos minutos para que salga el sol, y está acunado por las olas y acariciado por el sueño. Lleva meses de un lado al otro, sin ver otras personas que las de su buque, ni conocer otra cosa que el agua infinita por todos lados. Está adormilado, pero tranquilo. Siente todo lo de bueno, todo lo dulce del mar, 284 todo lo mágico e infinitamente raro que tiene, y se ve inundado por toda su experiencia y por la emoción del momento, sin saber por qué ni cómo explicarlo. Le cae todo lo especial de mar encima, en un momento en que, por el tiempo embarcado y la belleza del momento, se encuentra más receptivo que nunca. Sabe, siente, pero no tiene cómo entender lo que sabe ni lo que siente. Entonces, un reflejo en el agua, una onda más violeta que las otras, un delfín o una racha de viento ponen la última ficha en el rompecabezas: todo lo emotivo que cargaba, más algo impreciso en el agua, encajan en lo que entendemos por sirena. No la vió, insisto: supo que estaba ahí, como los que ven los tres puntos entienden el triángulo. Como buen marinero, claro, no sólo va a jurar haberla visto, sino que va a aumentar el número de detalles y de sirenas cada vez que lo cuente, pero, en el fondo, va a guardar como un tesoro la verdad de la cosaHubo un rato de silencio. -Prosaico, lo tuyo. Y rebuscado, encima-¡Prosaico! ¡En vez de armar la sirena con un poco de modelo de almanaque y un poco de atún, te la explico como hecha de fertilidad, belleza, poder, feminidad, amenaza de muerte, y anhelo de quien la mira...!-Ningún chico te compraría un cuento así. Te mirarían feo. Es más: serias una madre bastante aburrida285 Me tiró una trompada falsa, mordiéndose el labio inferior en un intento de parecer feroz. Me hizo reír, y terminé por sonreírme también. -Así que vos podés creés en sirenas Gestalt, pero no en las de teta y cola...bueno, supongo que tampoco creés en vampiros, hombres lobo ni en la luz mala-¿No podrían explicarse igual? ¿No serán la única forma que encuentra nuestra mente de entender una maldad tan intensa y tan extraña que no encaja en nada de lo que nuestra cabeza está diseñada para digerir? Cuando algo monstruoso e incomprensible nos sacude la mente, y no lo podemos entender, ¿no es más fácil hacerlo encajar en el mito del folklore que le sea más parecido?-Y supongo que tampoco creés en la magia ni en las brujas-¡Nooo! No. Lo que si creo es que hay infinitas formas de que se enferme una mente, y que la lógica se te puede enfermar también-Si. Claro. Si, supongo que siTrató de sacarle un último trago a la lata, para lo cual tuvo que apuntar al cielo con su barbilla, exponiendo un cuello largo y conmovedoramente frágil. A la luz de la luna, el blanco usual de su piel parecía cobrar una cierta transparencia, dando la impresión de que se la podía traspasar como a un fantasma. 286 De repente, perdí un latido por la sorpresa. Por más increíble que pareciera, durante un par de segundos, distraído, fijé la vista en un punto entre su tráquea y su clavícula izquierda, fantaseando placenteramente con besar ese hueco. Me sacudí a lo perro, como para despertarme. No podía creer que ese desorden de mujer me hubiese atraído. No era posible. No me atraía físicamente, nunca había podido verla del todo como a una mujer, y, además y para colmo, tenía una habilidad especial para sacarme de mis casillas. Por ejemplo, ahí estaba: terminó la cerveza y tiró la lata a barlovento. La lata, como era de esperarse según todas las leyes de la física, de la navegación y del sentido común, volvió a bordo traída por el viento y me pegó en la nariz. ¿Cómo se podía sentir ternura hacia un perchero erudito y torpe? Y, sin embargo, cuando se levantó y empezó a sacudirse el óxido del traste como para irse, sentí un raro desasosiego. -¡Lugones!- se me escapó. -¿Qué? -Que...esperá, esperá, no te vayas todavía. Dejáme pensar-¿Qué te pasa?287 -¡Shhh! ¡Carájo, ché! ¿No entendés lo que quiere decir “esperá. Dejáme pensar”? Tengo una discusión conmigo, muy importante, y te pido por favor que no jodas mientras la trato de aclarar, ¿puede ser?-bueno- sonrió intrigada. Me paré junto a ella, mirándola fijo pero, en realidad, mirando desesperadamente dentro mío. Tomándola por los hombros, la giré para que la luna le diera más de lleno en el rostro. En realidad, yo ya había visto todo lo que tenía que ver. Estaba haciendo tiempo, nomás, confirmando impresiones, buscando certezas, y esperando que, contra toda lógica, pasara algo como lo que pasa en las películas y me rescatase a último momento. Las cosas no eran así, no se suponía que fuesen así. Faltaban pasos, faltaban etapas, faltaban razones. Pero, por lo que parecía, la única Razón que había aparecido era paso, etapa y razón suficiente para todo, así que, sin soltarle los hombros, la besé. Se sacudió como si hubiese tocado un cable con tensión, e incluso llegó a gritar con su boca tapada por la mía, y tratar de apartar la cara. Se soltó, y empujándome el pecho con las dos manos, me alejó todo lo que sus brazos pudieron. Me miró, enojada y sorprendida. 288 Nos quedamos así, no sé, cinco, diez eternos segundos. Y luego, por uno de esos misterios que jamás, jamás llegan a resolverse, me abrazó y me besó ella. -Lugones era un capo- fue lo único que se me ocurrió decir cuando nos apartamos. -¿Qué?Dudé. Pero me dije que era un poco demasiado tarde para andar teniéndole miedo al ridículo. -"Al promediar la tarde de aquel día, cuando iba mi habitual adiós a darte, fue una vaga tristeza de dejarte lo que me hizo saber que te quería-" Me dio vergüenza mostrarme tan tonto, y me refugié en otro beso, aterrado por la posibilidad de que mi cursilería hubiese estropeado todo. Todo lo que no estuviese estropeado ya, claro. Había dejado escapar el Verbo, cosa que siempre me había parecido irresponsable, y la cabeza me daba tumbos, entre el placer del beso y la reacción de darme cuenta del lío en que me estaba metiendo. No quería pensar ahora, no quería saber nada, pero, al mismo tiempo, algo en mi cabeza me puteaba y me gritaba que precisamente ahora era el momento de pensar y tomar decisiones, porque cada segundo que pasaba iba a ir fraguando el hormigón de mi acción, y haciendo más difícil cualquier cambio que quisiese hacer en la misma. 289 AHORA, me decía, pensá ahora qué estás haciendo y qué vas a hacer. Pero yo no tenía ganas de meterme en eso justo en este momento, con los besos tan cerca y la luna tan bonita. Si estaba metiendo la pata emocionalmente, si mi vida a bordo (¡y en los puertos!) se iba a complicar de ahora en adelante, si estaba rompiendo un noviazgo ajeno, si me estaba echando encima –o debajo- a una mujer que no tenía ningún motivo para creer que me siguiera atrayendo mañana, todas eran vagas ideas que moscardoneaban a mi alrededor, sin distraerme de ese cuerpito exiguo que irradiaba eso que sentí que me faltaba, incluso a pesar de toda la gimnasia de Guadalupe. Al fin sentía alivio a mi fastidio. Al fin parecía que vivir no era sólo meter una hora atrás de la otra. Como más tarde comprendí (porque en ese momento no estaba para análisis, seamos sinceros) Guadalupe me había dado todo lo que el sexo habría de darme jamás. Podría repetirlo, quizás, con ella o con otra, pero no superarlo –no, repito, sin un desfibrilador y un botellón de oxígeno al lado-. Si eso era el tope, si de eso no se iba a poder pasar jamás, entonces nunca podría calmarme el hambre que sentía. Antes de la mexicana, y mientras buscaba y buscaba entre otras, siempre me quedó la esperanza de que, quizá con otra más bella, o mejor formada, o más experimentada, la cosa se calmaría. Luego de Guadalupe, que tocó el fondo de escala del instrumento, la plenitud que no conseguí me empezó a parecer imposible. ¿Qué tendría que buscar, de ahora en adelante, en lo que a perfección de la mujer se refiere, para llenar ese vacío maldito y sin nombre? 290 Y aquí estaba, el hueco tapado, la plenitud lograda, en un simple y atolondrado beso dado a una mujer que, en traje de baño, inspiraba apenas el deseo de alimentarla. Volviendo a aquella noche, resultó que, aunque podríamos habernos quedado hablando en la proa hasta el día siguiente (“Hablando”, se entiende, es un eufemismo para todas las cosas tontas y placenteras que hace la gente que empieza a quererse), no podíamos olvidarnos del ambiente curioso (y chismoso) del buque. Ella volvió primero. Yo, diez minutos después, me dirigí a su camarote haciendo complicadas etapas y rodeos para asegurarme de que no estuvieran los proverbiales moros en la costa. Entré sin golpear. -No hagas demasiados planes. No te vayas a creer que soy de las que pierden la cabeza por una cerveza y un poco de luna-Usted manda. Pero nada podría importarme menos que lo que hagas con tu cabeza-Mirá: me gustás, yo no te voy a mentir. Pero tengo ganas de charlar y estar con vos un rato, nada más-Perfecto. Nada másHoras después, mirando salir el sol desnudos desde la ventana de su camarote, no pude evitar recordarle lo del “nada más”, lo cual me valió un par de trompadas en las costillas, antes de una risa mal contenida por los dos. 291 Me apuré a vestirme y llegar a mi camarote antes de que hubiese demasiada actividad en los pasillos. Ni pasé por la cama: me dí una ducha para borrar evidencias, me puse pantalón y camisa limpios, y bajé a desayunar. Para haber pasado la noche en vela, el día resultó muy agradable. El mundo volvía a valer la pena, y yo volvía a encontrar motivos de risa en bulones que no salían o en fusibles que saltaban. Es más: en un momento de aquella mañana, al acariciarme pensativo la cara mientras trataba de resolver una falla en una purificadora de fuel oil, descubrí que conservaba en mi bigote el aroma de su pubis, y empecé a reírme sólo. Los muchachos de máquinas, sin entender nada, empezaron a reírse de mí porque les parecía loco, y yo de ellos por todo lo que no entendían, y acabé por mandar al carájo a la purificadora. Los siguientes cinco días fueron toda una revolución en mis supuestos y mis ideas de cómo deberían ser las cosas. Todos tomamos precauciones para no entregarnos demasiado, para no descubrir mucho de nosotros de entrada, para no ofrecer blancos dolorosos a la malicia de los demás. Enamorarse, con todo lo placentero que puede resultar, siempre es, al principio, una situación de grave peligro para nuestras emociones, que pueden quedar heridas con demasiada facilidad por ese extraño al que le hemos abierto nuestro corazón pensando que era distinto a como en realidad era. Yo, como todos, tenía precauciones y recelos, y excelentes ideas sobre cómo proceder para no quedar 292 desnudo anímicamente hasta no estar seguro de lo que hacíamos. En medio de esas conductas, precauciones y recelos, sentía a este nuevo cariño que irrumpía como algo parecido a un fox-terrier jugando en una cristalería, que rompía, desgarraba, y se meaba sobre todos mis cuidados. Mi entusiasmo, mi alegría de vivir, y el amor fulminante que me había aparecido por Aída, despreciaban olímpicamente cualquier precaución y se tiraban a la pileta desde el trampolín más alto, sin siquiera fijarse cuanta agua había. Dejando a un lado el temita de la libreta, las cosas de Nadie, y mi peculiar habilidad, le abrí mi corazón y mi cerebro, le desnudé mi historia, todos mis anhelos, y todas mis fobias. Quizá pueda parecer que no conté mucho de mí si me dejé de lado un asunto de la envergadura de la capacidad de torcer la causalidad y fastidiar a las brujas, pero no fue por falta de intimidad, sino para protegerla a ella. Si las cosas salían como yo lo había pensado, pronto dejaría de haber peligro para nadie, y podría explicarle tranquilo todo el asunto, pero, mientras tanto, nada bueno le reportaría saber nada de esas cosas. Amén de que, por más que se lo jurase y probase, ya se sabe: nadie podría creerlo hasta que yo no estuviese a punto de morir. Sincerarse hubiese sido apenas perder tiempo y respeto. Ella, a su vez, fue explicándome –a los tirones y a los rebotes, como todo lo que hacía- el relativo caos que era su vida. Resultaba sorprendente como, con tanto hablar y conocernos, aún así encontrásemos ratos para hacer el amor, 293 pero, una vez hecha la costumbre, se nos volvió natural y casi imprescindible. Hablar no era una forma de pasar el rato mientras reponíamos fuerzas, era una parte fundamental de nuestro juego erótico. Es más, quizá fuese la parte más crítica, la que cementaba su combinación de neuronas con la mía, la que afirmaba nuestro anhelo básico de permanecer distintos uno del otro, pero unidos a la vez: el sexo, antes o después, no era más que la firma al pié del contrato. Durante esos días, y luego de la cena, nos levantábamos de la mesa -en momentos diferentes- con aparentes sueño e indiferencia. Ella solía quedarse en el salón terminando alguna charla o mirando un rato alguna película. Yo, según el tránsito en el pasillo, según el riesgo de cruzarse con algún indiscreto, según el ánimo que hubiese en Oficiales de trasnochar o irse todos a dormir, iba a su camarote enseguida o me demoraba unos minutos en el mío (de ser descubierto, siempre era preferible que me vieran a mí entrando en su camarote vacío, a buscar la pava y el mate, o un tester, o cualquier otra mentira que considerase oportuno soltar). Si ella no tenía guardia, aparecía un poco después y cerraba con llave. Si tenía, yo tenía un libro preparado para esperarla despierto. Las noches que yo tenía guardia pasiva, y podían llamarme a mi camarote, el proceso se invertía. Y por la mañana, después de haber estrujado su bolsita de huesos toda la noche, ponía el despertador bien temprano –desfasado, por supuesto, de cualquier cambio de guardia- y me deslizaba a mi camarote, furtivo como un ladrón. 294 Se dirá que no se entiende que un tipo, que dice tener el poder de arreglar que las cosas salgan como quiere, necesite de actos tan rocambolescos. Quién así piense no comprende que, a veces, el exceso de facilidad le quita diversión a las cosas, y que el secreto y la picardía le agregan al romance las burbujas de la travesura. Pobre... Fueron días, y noches, de sorpresa y maravilla por la facilidad y la rapidez con que se nos iba haciendo necesaria a cada uno la presencia del otro. La coincidencia que lográbamos en el bienestar que nos embargaba por el simple hecho de estar solos y juntos, era tanto más inexplicable cuanto más comprendíamos lo distintos que éramos. Teóricamente, éramos incompatibles. De hecho, cuando le confesé que al principio me había parecido una desubicada insoportable, me devolvió la gentileza al admitir que su primera impresión mía fue la de un tipo pedante y estructurado. Y lo peor era que no nos podíamos reconocer equivocados: yo, en efecto, era bastante pedante (quizá con razón, sostuve en vano), y ciertamente moderado en mis diversiones (“bastante plomazo” fue su comentario), mientras que ella era desubicada e insoportable. Y con todo eso, y su falta de redondeces, y mi descuido en el vestir, y una enciclopedia entera de gustos y opiniones diferentes, así y todo nos amábamos con virulencia, haciendo lo imposible por ignorar que había un futuro, y que habría que tomar decisiones con respecto a él. Porque, claro, había un mundo real en alguna parte, y se nos acercaba día a día. Ella, por ejemplo, y en un arranque 295 de culpa al pensar en su novio, trató de ponerle fecha de defunción a lo nuestro. Con todo lo que valoraba y disfrutaba de nuestro desatino, pensó que era incompatible con su romance previo (en lo cual no pude estar más de acuerdo), que tres en la misma relación era algo inaceptable, (de acuerdo otra vez), y que lo nuestro debía llegar hasta Buenos Aires y no más allá. En Buenos Aires, me advirtió, deberíamos separarnos como amigos. Le expliqué que estaba loca. Más o menos esas fueron mis palabras, aunque puede que haya estado un poco más crudo –aunque siempre con una sonrisa-. Le dije que si pensaba que yo iba a portarme lealmente y como un caballero sólo porque mi rival no estaba presente para una competencia justa, entonces ella no entendía qué cosa feroz y salvaje era estar enamorado. Le previne (el que avisa no es traidor) que iba a hacer todo lo posible por desacreditarlo y borrarlo de su mente, y que no iba a ahorrar truco ni bajeza para lograrlo. Discusiones inútiles, de todas formas. Era evidente para ambos que la tal culpa era apenas los últimos coletazos de una relación que nunca había estado muy viva, y que, incluso si hubiese sido así, ni culpa ni ética ni nada podían amenazar al pequeño asteroide de dicha donde nos habíamos acostumbrado a vivir. Le dije que estaba perdida, que no perdiera tiempo luchando contra esto, y que más le valía ir haciéndose a la idea de que iba a envejecer al lado mío. 296 En cambio, en mi futuro me esperaba el rencor de las Brujas. Cuando las dentelladas empezaran, quería recibirlas solo: bastante iba a costarme cubrir mis flancos, como para además tener que sufrir la angustia de saber en peligro a la mujer que amaba. Cómo iba a hacer para terminar a solas ese asunto, y no perder ni abandonar a Huesitos era algo que no podía ni imaginar, y cuya solución trataba de dejar siempre para más adelante. Tácitamente acordamos no mencionar un futuro que quizá resultara incómodo para ambos. Vivíamos a fondo cada hora en compañía, y nos entregábamos sin pudor ni reservas. Llegué a enloquecerme con las cosas que Aída podía hacer con sus delgadeces, o con el tono de su voz, o con la expresión de sus miradas (cuando se lo comenté me explicó que la competencia era muy dura para las chicas sin el cuerpo o la cara de las modelos, y que ello terminaba por llevarlas a aprender y desarrollar todas aquellas tretas de seducción que no dependían exclusivamente de lo físico. El efecto de todas estas habilidades, sumado a la sorpresa de provenir de donde –seamos justos- ningún varón espera que vengan, era devastador.) Ella, por su parte, bebía todas mis muestras de ternura como el mejor y más caro de los licores. Mis abrazos prolongados, mis caricias a su nuca, mi enorme chorrera de palabras dulces y bobas, parecían bastarle para ser feliz. Fuese lo que fuese que hubiese conocido antes de mí, lo cierto era que nunca había podido adormilarse tranquila sobre un pecho que latiese rápido sólo por ella. 297 Me doy cuenta de que las anécdotas del propio romance no resultan interesantes para nadie, excepto para uno, y no es mi intención repasar con placer los viejos recuerdos. Quiero, simplemente, que se note cuánto se había puesto en juego para el final de ese viaje, y que se entienda que la amenaza de perder la vida, que de por sí espanta a cualquiera, era nada al lado del nuevo, el terrible, el abrumador riesgo de perder aquello que se ama profundamente, y todos los años futuros con él. Habiendo encontrado a Aída, y habiendo construido lo que habíamos construido juntos, las apuestas sobre la mesa habían subido mucho. Quizá más de lo que me atrevía a pensar. Una noche, no sé en qué momento, nos confesamos que nos amábamos. Costó la primera vez. Luego, decirlo se nos volvió uno más de los placeres de la relación. 298 BAHÍA: El buque había recibido la orden de levantar una carga no prevista, y se había apartado de su ruta para recalar dos días en Bahía. Brasil, por supuesto. Cuando se dio la noticia a bordo hubo un aplauso cerrado. En puerto, la primera mañana, obligué a Aída a vestirse de mujer (con traje de baño debajo) y me autonominé guía no-oficial de la ciudad de San Salvador. Fuimos al Artezanato, que queda cerca de la salida del puerto y es un buen lugar para empezar el paseo mientras todavía no se fue del todo el fresco de la mañana. “Fresco” es un término muy relativo y que, de todas formas, no dura más que un par de horas, así que lo ideal es visitar los lugares cerrados a esa hora. Hizo desastres en el mercado, y sólo dejó de comprar cuando me impuse y le dije que un mono –vivo, no como el panda- era el tipo de compra que da pocas satisfacciones y muchos disgustos. Salvé al pobre animalito, y la convencí de que tratara de llevarse cosas con los ojos y la memoria, y no cargándolas en mis brazos. Chilló y aplaudió la capoeira, y, después de subir por el ascensor La Cerda, llegamos al Pelourinho. Lo recorrimos hasta que el calor del mediodía nos quemó bajo las suelas. De ahí fuimos al shopping, para almorzar un poco más frescos, y luego a la playa de Itapuá (uno de los dos 299 puteando bajito por la colección de paquetes recogidos a lo largo del día), donde nos adormilamos bajo las palmeras, zambulléndonos de tanto en tanto. Con la sinceridad de una pareja establecida hace muchísimo tiempo (cosa de una semana, ya) admitimos que ninguno de los dos podría sostener una noche romántica con arena en los piel, sal en el pelo y sol en la piel. Lo ideal, convinimos, sería presenciar el ocaso desde un bar frente a la playa, cerveza en mano, volver al buque, bañarse, y, entonces si, disfrutar la noche de la ciudad de Amado. Por la mañana me tocaría estar de guardia, así que tendríamos que aprovechar este día y esta noche todo lo posible. Perdimos más tiempo con lo de la cerveza de lo que creíamos –y eso que fue una sóla cada uno-, demorándonos en tomarnos la mano, hablar disparates, y dejar de hablar cada tanto para decirnos cosas más profundas con la mirada. El sol en la piel, y el inusual ejercicio de caminar nos habían infundido una agradable lasitud, y no fue sin un gran esfuerzo que nos levantamos y volvimos al buque. Me duché y me vestí lo mejor que pude (Aída decía que esto nunca era gran cosa, y que siempre me desvestía mejor de lo que me vestía. Lo tomé como un cumplido, pero nunca pude estar seguro del todo. La maldita tenía una ironía que era, a veces, demasiado sutil). Esperé un rato en mi camarote, ya listo para irme, pero, cuando el rato se hizo largo, pasé frente al de ella. 300 La puerta seguía cerrada, y bajé a esperarla en el comedor donde, como no podía ser de otra manera (en Brasil y en Bahía) no había nadie. Media hora después, fastidiado, decidí mandar al carájo el disimulo y golpear a su puerta. No contestó. No estaba cerrado con llave, y entré. Estaba desocupado. Sobre una silla se veía la ropa que había elegido ponerse esa noche –incluida la cartera-, y por ningún lado se veían las que usó en la playa. Pregunté por todo el buque: nadie la había visto desde que llegó, ni la habían visto tampoco dejar el buque. No estaba en la estación de radio ni en el puente. Miré el lado del agua, y el costado entre el buque y el muelle. Rebusqué en las cámaras de víveres, y en todos los lugares donde uno puede quedar encerrado por accidente. Nada. Empecé a asustarme, sintiendo en la garganta algo que no sentía desde que era chico. Subí a mi camarote, me encerré, y usé mi poder para verme junto a Aída, sana y salva, dentro de diez minutos. Y, por primera vez desde que había empezado a usar mi talento, no pude crear la imagen de lo que quería pedir. No lo podía imaginar. Simplemente, me era imposible crear la imagen, la fantasía, el ensueño en que esto pasaba. Podía verme a mi, sonriente, y podía ver la hora en el reloj del comedor, pero Aída era un bulto borroso, fantasmal, que no llegaba a cuajar y formarse. 301 Con horror comprendí que ello significaba que era una imagen imposible, un futuro al cual ninguna –ningunade las infinitas cadenas de posibilidades que se conectaban con este instante podía conducir. Para que fuera imposible reencontrarme con Aída, algo debía haberle pasado, algo horrible, que cortase todas las combinaciones que la llevasen a mí. No se me ocurrió otra cosa capaz de un no tan definitivo como su propia muerte. Me sentí mal. Me mareé, con un vértigo que se aceleraba y bramaba como una turbina, y tuve que tirarme boca arriba en la cama. No lo podía aceptar, ni lo podía creer, pero tampoco podía ignorar lo hechos. Respiré hondo, hice lo que pude por serenarme, y volví a concentrarme. Esta vez no puse condiciones respecto a cómo estaría ella cuando la encontrase, sino que simplemente me programé a mi mismo enterado de dónde estaba. Y tampoco pude, apareciendo yo mismo borroso esta vez. No sólo era imposible encontrarla, sino que lo que mi nuevo fracaso me decía era que tampoco iba a poder saber qué le había pasado, o dónde estaba. Jamás. Con una sensación de flojera total en las tripas, comprendí que por fin las Brujas habían empezado a morder, y que me habían mordido donde más me dolía. 302 Un poco después, la necesidad de hacer algo me puso de pié de un salto. No podía, simplemente, quedarme sentado con la cabeza entre las manos y apretando las lágrimas. No podía, tampoco, y por más fe que tuviese en mi poder, darla por perdida (“muerta” era una palabra en la que tampoco podía pensar) hasta no haber visto por lo menos su cuerpo. Ni iba a permitir, mucho menos, que quienquiera que hubiese hecho esto pasase un instante más de lo necesario fuera del infierno. Qué hacer. A pesar de que era mi obligación (y el acto más sensato y menos sospechoso en esos momentos), no me decidí a informar al capitán de su ausencia. Por lo menos, no todavía. No estaba muy seguro de si la policía, la Capitanía do Porto, y el mismo capitán no se volverían más un estorbo que una ayuda, sobre todo en estos momentos en que necesitaba libertad para ir y venir sin tener qué explicar cómo o por qué se me ocurrían los sitios que investigaría. Decidí que empezaría solo: ya tendrían oportunidad de buscarnos a ambos mañana si algo salía mal. Pisé el freno de mi furia, y trate de serenarme. Elegí un lugar (la plaza empedrada a la salida del ascensor, en el Pelourinho). Usé mi habilidad con ganas, y con toda la voluntad que pude enfocar, para encontrar allí a aquella persona que sí sabía qué había sido del Aída, fuese quién fuese. En cuanto conseguí imaginar el encuentro (la persona fuera del cuadro de la imagen, pero yo bien a la vista, y 303 hablando con ella) supe que era posible y recobré las esperanzas. Dejé el buque a los trancos, informando a las pasadas al marinero de planchada que iba a buscar a la radio y que, si ella llegaba mientras yo estaba fuera, le dijese que por favor me esperase a bordo. No es que tuviese muchas esperanzas: quería, apenas, dar un aviso –no demasiado alarmante- de que dos oficiales de a bordo se habían desencontrado en tierra. Si no nos encontraban mañana, alguien recordaría esto y sospecharía problemas serios, comenzando entonces los pasos de búsqueda que yo había evitado hoy. Eso, claro, siempre y cuando no fuese tan tarado de pensar que nos habíamos quedado dormidos en un hotel (hay de todo, ¿vieron?, y los astutos son los peores). Dejé el puerto casi el trote, rodeé el mercado sin preocuparme por los individuos de aspecto sospechoso que pululaban a su alrededor (sospechosos en el mejor de los casos: por lo general, no cabía ninguna duda), y tomé el ascensor. Cuando, con desesperante lentitud, llegué arriba, no fui directo al lugar de la plaza que había previsto, sino que caminé, costeando las casas, hasta darle una vuelta completa. Ya demasiado conspicuo era estando vestido para salir, como para que además me vieran viniendo del lado del puerto. Los magos no podían saber que yo era el que tenía el poder que los fastidiaba, pero eso no quitaba que, como pasó con Nadie, pudieran confundirme con alguien cercano al que buscaban y me hicieran pasar un mal rato. 304 Si se habían metido con Aída, además, significaba que estaban en la buena pista. No podía correr riesgos. Había muy poca gente, y casi toda charlando en grupos pequeños. Dí una vuelta completa, pasando cerca de todos, esperando alguna señal que me indicase cuál era la persona, sin resultado, y desesperándome más a cada paso. No podía creer que mi poder fallase; no ahora, cuando por primera vez lo necesitaba en serio. Pero, para cuando terminé la segunda vuelta sin conseguir otra cosa que algunas miradas sospechosas de la gente que andaba por ahí, una profunda sensación de desamparo me aflojó por adentro. Si mi poder ya no servía, las pocas posibilidades de Aída se apagaban por completo, y yo, inútil y débil, me transformaba en el blanco perfecto para los vaya a saber uno cuantos magos, brujos y hechiceros a los que venía molestando hace años. La posibilidad de que terminaran conmigo, curiosamente, no se sentía más que como una amenaza teórica, una posibilidad abstracta, el final previsible de una mala película. Si no estaba Aída, comprendí, el tema dejaba de tener importancia. Fue bueno mientras duró, me dije, mientras me sentaba en un banco del lado de la plaza que da al mar. Habría dado todo mi reino por un Ballantine´s. Los nervios aumentaban, la desolación aumentaba, y el tiempo parecía acortarse peligrosamente. Sin saber ya qué más hacer, 305 me empecé a levantar para ir al buque y llamar a la policía, cuando me hablaron. Sentada a mi lado estaba una india regordeta, vieja y envuelta en trapos, que en un principio me recordó a las bolivianas que vendían ajo en el mercado de mi barrio -¿Podría hablar un minuto contigo?-, me dijo, y en mi enajenación no reparé en que no sólo hablaba en español, sino que lo hacía con un fuerte acento mexicano. Me molestó, no le presté atención, y simplemente aceleró mi partida. Tenía cosas muy importantes que hacer como para perder el tiempo con pedidos de limosna. -No, disculpe. Tengo un problema y me tengo que ir ya-YO soy tu problema, Urióz. Siéntate, y hablemosMi nombre, en boca de la anciana, fue como agua helada en la nuca. Tenía que ser una de las brujas (tanto más fea la sorpresa cuanto más inesperada), y no sólo se había revelado como tal: sabía mi nombre, sabía quién era yo. Eso liquidaba para siempre cualquier pobre esperanza que hubiese tenido de que la desaparición de Aída se hubiese debido a otra cosa y, de paso, con cualquiera que tuviese con respecto a mi futuro. Mi principal ventaja era mi anonimato, y lo había perdido. Y, teniendo en cuenta lo directo que había sido su acercamiento a mí, parecía evidente que tenían la seguridad de que no me quedaba ninguna otra. 306 Volví a sentarme, con menos aplomo del que jamás tuve en mi vida. -Se quién eres- empezó -Y, para poder tratarnos como gente educada, te diré quién soy yo. Has hecho enojar a mucha gente en estos años, hijo. Gente importante, gente poderosa, que respeta tradiciones sagradas. Has insultado esas tradiciones también, muchacho, y esa es una cosa muy, muy grave. Pos bien: esas gentes, todos ellos, me consideran su jefa. Todos me obedecen, fíjate. Soy la más vieja, la más sabia, y la más poderosa. Dicen, también, que soy la más mala- No había sonrisa alguna en su rostro de quebracho, pero se la sentía en sus palabras. -Desde que empezaste a meterte con nosotros que te vengo buscando. Al fin te encontramos. Aunque “te encontramos” no está bien dicho. No es así, no. Samaniego, un policía pelón y listo, que no es uno de nosotros, fue quién te halló. Pero, aunque nos mostraba todos los datos y las pruebas que decían que tú eras el que buscábamos, y sacaba papeles y papeles y hablaba de fechas y de puertos y de barcos, no nos podía convencer. Le dio mucho coraje, pues. Hasta que se me ocurrió que podía ser que hubiese algo que no nos dejase creer, incluso cuando fuese evidente que había que hacerlo. Samaniego estaba 307 seguro de lo que decía porque él no buscaba al dueño de un poder mágico, sino a la única persona que hubiese estado en tales sitios y en tales fechas. Nosotros buscábamos a nuestro enemigo. Así que, aunque estaba segura de estar equivocada, y de que todo era un error, de todas maneras dirigí nuestras fuerzas contra ti. ¿Curioso, no? Orita mismo, viéndote aquí y comprobando con mis cinco sentidos que eres el heredero de los poderes del viejo, no puedo creerlo ni convencerme de no estar cometiendo un gran errorYo había programado, como me había indicado Nadie, no ser identificado como el dueño del poder, y había tenido éxito. El policía, sin embargo, ajeno a todo el asunto de poder o no poder, había llevado a cabo un proceso de eliminación básico, y consiguió ganarle a toda la magia y la habilidad juntas. Otra ironía de las que le gustaban tanto a Nadie, según parecía. Y otra prueba de que yo era un grande y pintoresco tarado, también, por no haber previsto el que se me podía rastrear cruzando la información de puertos felices, buques en puertos felices, tripulantes en buques en puertos felices. Nada importaba ya, de todas formas. Ya fuese que me hubieran agarrado por magia o por métodos elípticos y terrenales, la cosa era que, al fin y al cabo, me tenían Pero me tiré un lance 308 -Disculpe, pero no le entiendo nada. Me parece que no soy el que busca, que me confunde con otra persona...-¡Ah, pero a mi también! Precisamente por eso supe que debía meterme contigo. Y fíjate que, cuando lo hice, tuve más pruebas de que tu eras el que buscábamos, y esas pruebas servían para convencerme de que no-¡Pero: ahí tiene! Nadie se metió conmigo, como usted dice, nadie me molestó. ¡Usted debe estar pensando en otra persona! Sino, ¿Cómo es que estoy aquí tan tranquilo?-¿Crees que no lo intentamos? No pudimos, mi niño, no pudimos. No pudimos mandarte matar, causarte un accidente, enfermarte, enloquecerte ni entristecerte. Aunque no sabemos cómo, sabemos que estás protegido contra casi todo, y que no podríamos terminar contigo ni siquiera con tu ayuda. Ni siquiera con tu ayuda, ¿oyes? Un problema interesante, si...A medida que hablaba, la india iba perdiendo su parquedad y su parsimonia iniciales y, asombrado, me dí cuenta de que además iba tomando confianza conmigo. Parecíamos rivales de paleta, comentando un partido que acabásemos de jugar. Ella, por lo menos. Yo no osaba moverme. -Bien: aquí cerca encontramos la solución. Sígueme, por favor309 Emprendimos una lenta caminata, que la vieja cubrió lentamente, renqueando y jadeando. No podía decir por qué, pero la renguera y el ahogo me parecían falsos. Los sentía como otro truco, otra amenaza, otro naipe escondido en la manga. Pero, claro, también podía estar equivocado. Finalmente entramos a un caserón oscuro, lleno de plantas que le tocaban la cara a uno cuando atravesaba sus patios. -¡Lo que nos ha costado traerte aquí! ¡Si supieras! Sólo desviar el barco nos resultó carísimo, y mucho más difícil de lo que creíamos. Y ni hablar de mi viajecito hasta aquí, apretada en esas pinches sillitas del avión... ¿has visto lo pequeñitas e incómodas que son? ¿Cómo quieren que una vieja esté sentada doce horas en ellas, sin poder estirarse ni moverse? ¿No te parece una cosa mala eso que hacen de cobrar tantos dólares para llevarte en un lugarcito donde yo no guardaría ni a un cochino?Empecé a contestarle que yo pensaba igual, y que también odiaba los asientos de avión, pero me callé la boca. Mantener una charla casual con un monstruo que quizá había matado a la mujer que quería, y que no deseaba otra cosa que matarme a mí, de tan absurdo llegaba a grotesco. Entró en una pieza de las de más al fondo. Lo único que había en ella era una mesita, una vela encendida sobre la 310 mesita, y un biombo, o un espejo de pié, tapado con un trapo negro. -Bueno hijo, este es el trato- suspiró, y arrancó -Tu quieres a la muchacha. Mi gente quiere que desaparezcas para siempre. Y yo quiero poder hacer lo que tú haces. Hay una sóla forma de que todos queden satisfechos. Si me enseñas cómo haces lo que haces, te digo dónde buscarla a ellaMe tomé mi tiempo, fingiendo una tranquilidad tan falsa como la renquera de la vieja. -No. Así no. Quiero verla. Entréguemela, déjeme verla sana y salva, y negociamos lo que quiera-Mostrarla, puedo mostrarla. Entregarla no. Ni ella puede venir aquí, ni nosotros ir con ella-¿Por qué habría de creerle entonces? ¿Cómo voy darle todo lo que pide, si me está diciendo que aún así no puede entregarla, ni traerla, ni llevarme con ella?-"Ah, pero sí puedes creer en mi, y por una sencilla razón: yo tengo más interés que tú en que vayas con ella. Es un sitio desde el cual jamás volverán a molestar a los míos, y así, todos felicesPensé, pensé y pensé, pero me encontraba bajo demasiada presión como para ser astuto. Esto no era lo mío. Yo no era un héroe de película, ni un policía experto, ni un aventurero arriesgado. No sabía cual era el mejor curso de 311 acción a seguir, y todos los que se me ocurrían parecían terminar en un desastre. Se me ocurrió que por lo menos podía intentar debilitar la confianza que la vieja sentía en su trampa, y probé fingir poco interés. -Vea, señora. La chica es una amiga, y una compañera de trabajo, y no voy a negar que nos hemos estado entreteniendo un poco últimamente, pero lo que usted pide es una locura. Mi habilidad me cuida, me mantiene joven y vivo, me da poder y plata y, si quiero, más mujeres de las que puedo soportar ¿De veras cree que voy a ser tan idiota como para cambiar todo eso por una hembra feúcha y flaca? De veras, dígame: ¿Usted la vió bien?Increíblemente, multiplicando sus arrugas como un parabrisas astillándose, esa cara sonrió. Me apuntó con un dedo que parecía una raíz, y me lo explicó, satisfecha de haber llegado a una jugada que, se veía, había previsto y calculado hacía mucho tiempo. -Porque no hay, ni habrá jamás, otra mujer para ti si la pierdes a esta-¡Vamos! ¡Si son el artículo más vendido en todos los mercados del mundo!Asintió, cabeceando y sonriendo con los ojos cerrados, en el gesto de quién escucha las previsibles objeciones de un chico caprichoso. Volvió a empezar, pacientemente. 312 -Óyeme. Cuando probamos de qué forma herirte, intentamos muchísimos hechizos de amor. Queríamos enamorarte de alguien que te arruinara la vida. Dejemos de lado lo que la gente común pueda creer sobre hechizos y filtros de amor: tú y yo sabemos cuánto de verdad hay en lo que mi gente puede hacer con eso. Pero la cosa es que, aunque probamos y probamos muchísimas veces nuestros mejores filtros, no pudimos hacerte nada. Nada. Me dí cuenta de que también te habías cuidado de que no nos pudiéramos meter con tu corazón, pero, oye bien, no pude creer que también te hubieses protegido contra el amor real. Un hombre joven y medio quijote, un romántico pues, no iba a acorazarse contra el verdadero amor. Hubiera sido como caparse, y no me podía convencer de que eras el tipo. Así que la mandamos a ella.-¿A Aída? ¿Me está diciendo que Aída es una bruja?A pesar de la situación, casi me rio. -No, mano, no. Pero para ti es algo muchísimo más peligroso. Cada hombre es capaz de enamorarse y de enamorar a muchas mujeres, y puede que quizá llegue a ser capaz de vivir felizmente con una o varias de ellas. Pero, dentro de todas las mujeres del mundo vivas a lo largo de su existencia, hay una, y sólo una, perfecta para él. Casi ninguno la 313 encuentra, porque es terriblemente difícil, pero bueno: todos se casan convencidos de haberlo hecho. Ahora, fíjate, si un hombre tiene la fortuna de saber cual es Su Mujer, y de encontrarla, entonces se enamorará a un nivel que nunca conoció, ni conocerá, en ninguna otraSe quedó callada, esperando que lo que había dicho cayese como una piedra dentro del pozo de mi conciencia. Una mujer, entre los cientos de millones de mujeres vivas en este momento, una sóla, era la perfecta para mi, la irreemplazable, la correcta. A todas las demás les faltaría o sobraría algo que socavaría mi felicidad: a la Única, no. -Y Aída es la mía- completé Asintió -La buscamos con todo el cuidado posible, y usamos toda la sabiduría junta de todos los hermanos del mundo. Puedes agradecérnoslo, y confiar en que es así. ¿Sabes? Podrías encontrar mujeres más bellas, más jugosas, más simpáticas o más cultas. Con el tiempo, seguro las encontrarás con todo eso, y más jóvenes que esta huerita de pelo de elote. Pero hay algo en la química de esa pelirroja, algo en la combinación de su persona, que no existe en ninguna mujer, ni existirá, y que te afecta a ti de la forma más absoluta. Con ella, serás más feliz de lo que tu poder jamás te va a hacer. Sin ella, ni tu poder conseguirá sacarte de la mediocridad en la que caerás314 -Y la metieron en esto par forzarme...-Estabas tan blindado, hijo, que fue el único revólver que pudimos ponerte en la cabezaSin tener que pensarlo mucho, supe que todo era verdad. Mi poder, y lo que haría en el mundo si la vieja llegaba a dominarlo, me importaban un carájo al lado de la posibilidad de volver a ver a Aída. -Está bien. Pero le tengo que advertir que no sé cómo hacer para entregarle algo que ni yo mismo comprendo del todo-Ese es tu problema, chico. Tienes un don para lograr cosas: úsalo pues-Necesito tiempo-Te espero aquí mismo, hasta mañana al mediodía. Después me vuelvo a casa, donde no me podrás encontrar jamás si cambias de idea. Sé conformarme con menos, ¿sabes? Si no puedo eliminarte, puedo lastimarte muy feo, tan feo, que no va a quedar mucho de ti para cuando esto termine. Matar el corazón de un hombre es tanto o más mortal que matarle el cuerpo y, si no consigo lo que quiero, por lo menos me voy a asegurar de que quedes arruinado de por vida.- Me volvió a apuntar con aquel dedo retorcido -Así que recuerda: o encuentras una forma de enseñarme antes del mediodía de mañana, o, por tu culpa, jamás nunca verás a la huerita esa315 Se dio vuelta y me dejó solo, sin despedirse. La entrevista había terminado. Salí despacio del caserón a oscuras, me cuidé de recordar bien la dirección, y volví caminado al buque. De descansar, ni hablar. Aún sabiendo que iba a sentirlo duramente al día siguiente, la idea de desvestirme y meterme en la cama me pareció ridícula. No es que necesitase el tiempo para otra cosa. El poco análisis que había que hacer lo había hecho caminando entre la ciudad vieja y el buque (parece que soy un pensador peripatético), y no había, de todas maneras, mucho que analizar. O bien la amenaza de la bruja era fundada, o no. Si lo era, tenía que salvar a Aída para poder vivir yo. Si no lo era, tenía que intentarlo igual, ya que era la única punta de ovillo que tenía para encontrarla. Y porque, además, todo esto era mi culpa o, por lo menos, mi responsabilidad. Comunicar mi talento, además, parecía más difícil de lo que en realidad era. Si Nadie no estaba equivocado en sus teorías sobre cómo funcionaba esto del poder y de cómo funcionaba la brujería de nuestros rivales, ambos fenómenos, básicamente, tenían el mismo origen. La diferencia era que nosotros, al comprender su mecánica y no estar confundidos por toda la mística atrasada y los prejuicios de la brujas, podíamos aplicarlo en una forma más precisa y concreta. No iba a resultarme muy difícil imaginarme a la vieja dando el pequeño salto que iba desde lo que había hecho siempre a 316 ciegas, a comprender cómo lo había hecho. Y, siguiendo lo descubierto por Nadie, como los rituales mágicos eran tanto más efectivos cuanto más dotado estuviese el brujo para intuir los movimientos exactos de su culto, entonces esta vieja, que parecía ser el capo mafia de la hechicería, no tendría –en musculatura mental, al menos- ninguna diferencia con Nadie o conmigo. Habiendo tomado la decisión de arriesgarme por Aída, y tranquilo respecto a poder pagar el rescate, sólo me restaba tratar de prever qué ocurriría después, y de qué forma podía prepararme para ello. Pensé en armarme de alguna manera (“alguna manera” era una idea borrosa, que iba desde una ´45 a un crucifijo), pensé en forzar mi poder para aumentar mis ya exageradas defensas, y pensé, incluso, en dejar a bordo una nota indicando la dirección en donde debía encontrarme con la bruja, y en la cual advertía que iba a tratar de rescatar a la radio. Todo terminó por parecerme inútil y arriesgado. No había arma eficaz contra una disposición ya prevista de la causalidad, no había forma de que mi habilidad pudiese cubrirme (no podía impedir que algo pasara si no podía más o menos definir qué era ese algo), y cualquier nota o intento de meter a terceros en el problema sólo representaría un riesgo para ellos. Lo mejor, concluí, sería comer bien, tomar dos dedos de whisky y, si no podía dormir, por lo menos recostarme a oscuras para que los músculos se relajaran un poco. Para cuando apuntó la aurora, seguía mirando el techo del camarote. Tenía esa irritante sensación de haber 317 olvidado algo, sintiéndolo todavía allí, un segundo atrás en el tiempo y apenas desvanecido de la memoria. Luego, debo haber dormido un par de horas, al menos por lo que afirmaba el reloj, porque me desperté como si apenas hubiese pestañeado. Me vestí, me puse en el bolsillo mi vieja navaja marinera (más como amuleto que como arma), y me dirigí al caserón. Tendría que estar tomando la guardia en esos momentos, pero esa falta, que en otro momento me hubiese hecho sentir terriblemente culpable, fue lo único que pude conseguir como consuelo. Después de todo, sería fabuloso ser llamado al orden por el jefe y por mi compañero de guardia, ya que ello implicaría haber escapado vivo de esta reunión. 318 A pesar del resplandor de la mañana, la habitación seguía oscura y alumbrada por una vela. Entré y tardé en ver a la vieja, sentada derechita en una silla que se apoyaba en un ángulo oscuro de la pieza. Entré caminando a lo gallito, tratando de adoptar una actitud arrogante para que no notara lo asustado que me sentía (y debía estar muy alterado, porque me olvidé de que siempre había usado la arrogancia ajena como un indicador de cuán inseguros estaban). Sin saludar ni mostrar cortesía alguna, fui hasta los cortinones de terciopelo oscuro que cegaban las ventanas y los corrí de un tirón. -Vamos a necesitar oscuridad- me dijo, sin parpadear, y con un tono suave que no disimulaba la orden. Estuve tentado de encapricharme en tener luz de sol, pero lo pensé mejor: tenía mucho en juego y, si iba a arriesgarlo, más me valía hacerlo por algo que valiese la pena. Volví a oscurecer la pieza. -¿`Tons?- me preguntó. -Lo puedo hacer, si. Voy a hacerlo. Pero primero quiero ver a AídaCon los ademanes de una vendedora poco interesada en su cliente, se levantó y llegó al bastidor tapado con tela negra. Se paró en puntas de pié y lo destapó. Ví un marco muy delgado de un color negro mate. Dentro del marco había lo que en principio tomé por un 319 espejo pero que luego, al no encontrar en él ningún reflejo de la habitación, consideré una puerta falsa. Por lo menos, se veía un espacio vacío y mal iluminado del otro lado. El marco, de apenas dos centímetros de ancho, se levantaba como una puerta en el centro de la habitación pero, estando todo tan oscuro, podía ser perfectamente uno de esos trucos hechos con espejos. Un trompe l´oeil. Los había visto mejores, incluso. La vieja arrojó una canasta con comida y un par de hierros que cayeron con escándalo del otro lado. No, no los había visto mejores. Esperamos. Al cabo de unos segundos apareció Aída, con el miedo y la desesperación desfigurando su frágil carita. Iba a pasar por el marco de un salto, cuando la mano de la vieja me aferró el codo. Me sacudí, asqueado por la chocante sensación de semejante fuerza en un cuerpo tan anciano. Me di cuenta, al mismo tiempo, de que Aída no me había visto ni había oído mi exclamación cuando apareció. Ignoraba las cosas que la bruja había arrojado, y tanteaba frenéticamente el espacio de la puerta. Sus palmas blanqueaban y se aplastaban como apoyadas contra un vidrio y, por los movimientos de su boca y las venas de su garganta, supuse que estaría gritando, aunque no escuché nada. Empecé por creer que era un espejo de truco, como los de las comisarías o los hoteles por horas, pero no pude 320 encajar el asunto de la canasta y los hierros atravesándolo sin astillas ni roturas. -¿Qué es eso?-¿Verdad que es raro?- La bruja parecía animada por una curiosidad científica. -Nunca pudimos saber qué era. Estaba antes que la casa. Antes que la ciudad, incluso. No está en ninguno de nuestros libros, fíjate, ni hay nada que se le parezca. Ya lo conocían los sacerdotes indios antes de que llegaran los españoles y los portugueses, pero no explicaban tampoco qué era. Ni le daban nombre...-¿Cómo llegó ella ahí?-Caminando, como lo harás tu mismo –si eres bueno- sin dolor ni molestia ninguna-Y supongo que salir debe ser un poco complicado, ¿no?-Nadie pudo salir. Nunca. Ni los que entraron por error, como casi te sucede a ti, ni los que lo hicieron adrede, de puro curiosos-AhDebo reconocerle el tacto. No habló, no me insistió, no me apuró. Me dio, de hecho, la posibilidad de optar por ser un cobarde, irme, y soltarme de una trampa que tanto tiempo y esfuerzo le había costado montar. Aunque quizá no fuese cortesía, sino la despreocupación del jugador de 321 ajedrez seguro de que el mate es inevitable. Si yo no hacía nada por Aída podría irme y sobrevivir, si, pero sobreviviría sin ella, con la conciencia de no poder jamás encontrar a la mujer que haría que mi vida valiese la pena vivirla, y en el íntimo convencimiento de haber causado la muerte de Aída –o algo peor que su muerte- por ser un cobarde egoísta. Quedaría solo, sin ilusiones y sin hombría. Sabría que, si no peleaba en este momento, que era el más importante, jamás podría confiar en que mi coraje encontrase alguna vez un motivo mejor para mostrarse. Ya no sería enemigo para nadie. -Hipotéticamente, ¿no?, diga, ¿qué pasa si decido entrar ahí de un salto, sin pasarle antes mi poder? Voy a terminar allí de todas maneras, así que no pierdo nada...Traté de no mirarla, para parecer más recio. En las películas funciona. Se encogió de hombros. -Mi gente quedaría satisfecha igual, yo seguiría siendo la más poderosa....anda, inténtalo si quieresDemasiado fácil. Extendí mi mano, creo que temblando un poco, y lentamente acerqué mis yemas a lo que sería la superficie del espejo. Y lo toqué, sin poder pasarlo. -No me digas que de veras creíste que no iba a tener una carta en la manga...-No. Pero tenía que probar322 -Mal hecho. Muy mal hecho. Teníamos un arreglo, y en la primera oportunidad que te ofrezco tratas de romperlo...-Es tan culpable el que peca como el que tienta a pecarMe miró unos segundos, como maravillada de lo estúpido que su enemigo podía llegar a ser. -Dame lo que quiero, y te diré cómo entrar. En mí sí puedes confiar: sabes que yo quiero que pases por ahí-Está bien- Cerré los ojos. Lo hice. -Ya está-¿Ya?-En unos momentos, la explicación y los hechos que necesita conocer se van a encontrar en su mente. Ya están en camino. No se deje engañar por la falta de humo y chispas: esto es asíPareció mirar por dentro un rato. Al cabo de un par de minutos, empezó a asentir lentamente con la cabeza. Y, repentinamente, abrió los ojos –unos ojos asombrados, de niña, que parecían injertados en aquella cara centenariaEn este universo distinto a donde mi manejo nos había llevado, se fueron encadenando las cosas para que la vieja uniera cosas que ya sabía, pero de una manera distinta a como lo había hecho siempre. No fue necesaria mucha anticipación: si alguien tenía ya el conocimiento de cómo se sentía el poder, era ella. Lo único que necesitaba era el 323 enfoque original mío, o de Nadie, y, por “casualidad” se le ocurrió. Para usar una de las metáforas de Nadie, le encontró el equilibrio a la bicicleta. -¡Así que era eso! ¡Así que por eso pasaba lo que pasaba! ¡Y lo que hacíamos nosotros entonces era...estaba...ahhh! ¡Ajajá!Se acarició nerviosa los mofletes. Parecía feliz. -Y ahora lo mío, por favor...Pareció costarle el volver a mi asunto. -Ah, si, si. Para atrás-¿Qué?-Para atrás. Que entres caminando para atrás-Mire, no se burle. Tenemos un trato, respételo-Lo estoy haciendo, hijo: entra caminando para atrás-¿Qué diferencia puede haber entre entrar caminando para adelante o para atrás?-No se. No se nada de esta cosa, no la entiendo. Pero es así. ¿Qué pierdes con probar?De veras. Había soltado amarras, y no me quedaba otra cosa que remar. Me paré de espaladas al espejo y empecé a retroceder paso a paso. A último momento me acordé de la Alicia de Carroll: se abrían muchas interesantes 324 posibilidades de especular (je) sobre los paralelos, pero no me pareció buen momento. Di el último paso. La última imagen que tuve de la habitación oscura fue la vieja, saludándome abriendo y cerrando los dedos de la mano derecha, como hacen los bebés, y sonriendo con burla y satisfacción. Cuando terminé el paso, y mi pié dejó el marco, todo se transformó en una pared lustrosa, de un material similar al azabache, donde mi reflejo tenía una expresión de estupor bastante idiota. Aída me vió, y me dio un abrazo que casi me tira al suelo. Tardó un rato largo en dejar de llorar, y otro mucho más largo en deshacer el abrazo. Cuando iba a hablar, le tapé la boca con un beso. -Esperá. Esperá. Se lo que me vas a preguntar. Algunas respuestas las tengo, otras no, pero, para que puedas entenderme y creerme te tengo que explicar todo ordenadamente. ¿Tenés hambre?-¡¿Qué?!-Que si tenés hambre. Hay comida en la canasta. Te propongo compartirla mientras te explico lo que puedo-¡¿Ahora?! ¿No se te ocurre nada mejor que comer?-Seguro. Pero eso no necesita heladera para no estropearse, y la comida de esa canasta si. No sé lo que se va a venir, pero seguro que va a ser mejor enfrentarlo con la 325 panza llena- Según mis cuentas, la última comida de Aída había sido el almuerzo ligero del shopping, el día anterior. No muy convencida, se sentó junto a la canasta y empezó a revolver lo que contenía. Casi de inmediato tenía los dos carrillos llenos, y comida preparada en la mano para cuando se vaciaran. Yo comí poco, y empecé toda mi larga historia, desde Lima hasta aquel momento, resumiendo lo mejor posible todo lo que supe por los papeles de Nadie. Su expresión no me permitía saber si me iba creyendo o no: todos sus músculos faciales estaban ocupados en masticar. La comida finalmente se terminó, pero mi cuento siguió media hora más. Finalmente conseguí terminar, y me quedé callado mirándola: habiéndome escuchado a mi mismo mientras hablaba, supe que todo sonaba como el más loco de todos los disparates. Yo mismo, que lo había vivido, lo encontraba difícil de creer. Esperé su veredicto, ansioso como si hubiese alguna diferencia entre que me creyese o no, o que me perdonase o no. -¿Y bueno?- presioné cuando ya no pude más. -Y, bueno: desde que estamos de picnic en este lugar tan loco, y no habiendo una explicación mejor, supongo que tengo que aceptar todas las gansadas que dijiste. Lo mejor que podemos hacer es dejarnos de hablar, y ver cómo se sale de acá. Por la pared, te aseguro, no hay forma. Vamos a tener que caminar326 -Dale. Por lo menos, cambiamos el paisaje- dije, pero de todas formas me quedé un rato mirando el muro por donde habíamos pasado. Ni señales del marco, de la habitación de Bahía, o de nuestro planeta: sólo había un muro altísimo de cristal negro. Busqué los hierros que había tirado la vieja cuando quiso hacer ruido para atraer a Aída y traté de romperlo, pero no conseguí ni siquiera un pequeño rayón. Traté también de sacudirlo, de treparlo, de encontrarle ranuras donde encajar mi navaja y, por supuesto, de traspasarlo caminado para atrás, pero todo fue en vano. El cristal negro era absolutamente inconmovible. Así que elegimos una dirección al azar, y empezamos a caminar, abandonando la canasta vacía. 327 328 ESCAPE Al principio hablamos poco, por el shock sin duda, pero, a medida que fuimos caminando y tomando conciencia de que realmente estábamos allí, comenzamos a comentar más y más lo que nos había pasado. Aída no terminaba de tragar lo de mi poder. Buscaba objeciones, me tendía trampas, y hacía todo lo posible por pescarme en una contradicción. Una de las cosas que más la hacía dudar era el que un tipo, supuestamente capaz de ser lo que quisiera, perdiera su tiempo en un trabajo matador como el mío. Empecé por explicarle que no podía “ser” lo que quisiera, que yo era como era, sin reclamo y sin reembolso. Que podía dedicarme a lo que quisiera, o no hacer nada en absoluto, si, eso si, por supuesto, pero el caso era que ninguna opción encajaba mejor en lo que yo “era” que este trabajo con que me ganaba la vida. Ser maquinista iba bien con mi personalidad y con mi forma de entender el mundo. Me gustaba, lo llevaba bien, y me daba una satisfacción cada cuatro o cinco disgustos, cosa que, en promedio, era un logro extraordinario. Por otro lado, si bien era cierto que podría aspirar a un empleo más cómodo, ¿cuál era la gracia de cambiar si uno no disfrutaba del cambio? Los barcos no eran tan malos. Y, cuando lo eran, tenía mi poder para ayudarme. 329 Pero ¿y ser rico? me preguntaba. Le dije que no había necesidad de ser rico cuando podía tenerse todo lo que se deseara, ni necesidad de conservar muchas cosas si se estaba seguro de poderlas conseguir en el momento en que hicieran falta. El único que disfrutaba de ser rico por el placer de acumular papel moneda era Rico Mac Pato: todos los demás ambiciosos querían la fortuna para adquirir cosas, no para palear efectivo. Si uno podía tener la cosa automáticamente, ¿para qué servían los billetes? Y, en cuanto a las cosas, la verdad es que al poco tiempo se tornaban bastante exigentes con nuestro tiempo y nuestra libertad. Se podía soñar con una Ferrari (de hecho, uno de los primeros gustos que me dí al estrenar el poder fue un XKE), y tomarse muchísimo trabajo para conseguirla, cuidarla y mantenerla si se pensara que era algo valioso, único, y difícil de conseguir. Pero, si uno estaba seguro de poder tener una diferente para cada día de la semana, empezaban a resultar algo aparatoso, llamativo, tentadoras para los ladrones, y exigentes a la hora de los cuidados. Es triste, pero lo cierto es que lo que es fácil de obtener deja de parecernos valioso. Con mi poder, nada tenía ese brillo prestado de lo inaccesible: o las cosas valían en sí mismas, o me aburrían. Pero bueno, no es fácil de entender. Hay que vivirlo para sentirlo. Yo manejaba un Renault 4S, al cual mi talento había hecho perfecto, infalible y silencioso: me daba los 110 km/h 330 que jamás necesité superar, y me transportaba igual de confortable. Y tenía mejor baúl. Ella se reía, negando con la cabeza. Yo la provocaba para que me siguiera discutiendo: el paisaje por el que caminábamos, que no queríamos comentar, nos tenía al borde del pánico, y hablar del pasado era una forma bastante buena de no pensar en el presente. -¿Y vos te metiste en este lugar, y le diste todo ese “poder mágico” a la turra esa, nada más que porque creíste que yo era la mujer perfecta?- Su tono era burlón, sarcástico, maravillado ante mi increíble ingenuidad. -Ni es mágico, ni vos sos la mujer perfecta. La mujer perfecta es la que no tiene defectos, y vos, querida, estas lejos de calificar para eso. La mujer perfecta para un hombre en particular, por el contrario, es la que tiene las virtudes y los defectos exactos para que ese tipo llegue a hacer estupideces como esta, y contento encima-¿Y yo soy la tuya?Caminé un rato sin decir nada -No encuentro otra explicación para la forma en que me enamoré de vos. No me golpeé la cabeza, no respiré ningún tóxico, no consumo drogas, no fui sometido a ablaciones encefálicas...y, además, resulta ser una explicación que me encanta-. Siguió una serie de dichos dulces y tiernos, 331 que, como son privados y no hacen al nudo de la historia, no voy a consignar aquí. Me abrazó por la cintura. Caminar así era más cansador, pero mucho más lindo. -¿Y viceversa?-" me dijo. -¿Mh?-Viceversa, retardadito mío. Si yo soy la mujer perfecta para vos, ¿Vos sos el hombre perfecto para mí?-La vieja no dijo nada de eso, pero, si hubiese justicia, debería ser así. Si no, sería algo muy cruel. Pero no se. Justicia y crueldad son formas nuestras de calificar a las cosas, que a la realidad, la verdad, le importan muy poco. Todo puede ser. Supongo que vas a tener que correr el riesgo..Me besó, sin dejar de caminar, y nos sentimos mejor. Sin embargo, en el silencio que siguió, lo que nos rodeaba volvió a empezar a metérsenos como un frío húmedo en el alma, y tuvimos que seguir hablando. -Debés haber probado ya con tu poder...pucha, me da vergüenza esa palabra, parece algo de Marvel Comics. ¿No pudiste inventar nada mejor?-Poder, habilidad, talento, peculiaridad...probé todos, y todos son igual de pomposos. ¿Te parece mejor “El Cortaplumas”?332 -Perfecto. ¿Probaste?-Si, pedí un taxi, pero me dijeron que hay una cierta demora... ¡Claro que probé! Apenas empezamos a caminar hice varios intentos. Pedí salir, pedí encontrar la puerta, pedí alguna orientación, pedí agua...pero nada, ché-¿Y cómo puede ser? ¿Te lo habrá sacado todo la vieja?-No creo. No creo que esto se pueda sacar, como si fuese un talismán o una varita mágica. No. Es precisamente por eso, porque no se puede anular, que se tomó el trabajo de meterme acá. La mejor explicación que pude encontrar, hasta ahora, es que mi cortaplumas elige una secuencia de hechos posibles para llegar a otro hecho posible. Pueden ser hechos raros, improbables incluso, pero deben ser por lo menos remotamente posibles. Y nosotros estamos en un hecho imposible. Cuando estaba en el barco y te quise encontrar, o cuando intenté tener conocimiento de en qué lugar estabas, mi imagen falló y se cortó. Ambos eran hechos imposibles – por eso no podía influenciarlos- pero no porque hubieses muerto, como creí, sino porque todo estaba fuera de la cadena de causas y consecuencias de nuestro universo, y de todos los universos posibles. Otro efecto que confirma esto es que vos, por suerte, aceptaste y creíste todo lo que te dije sobre mí. Eso, en nuestro universo, es imposible, por eso de que lo primero que uno 333 hace es usar su cortaplumas para que nadie sospeche ni pueda creer que uno hace lo que hace, en ninguno de los futuros posibles. Acá son otras causas y consecuencias. Otra frecuencia, si querés, otra historia, que empezó y se desplegó en otro tiempo distinto al nuestro, y para la cual no estoy calibrado-¿Es como si vos te pudieras mover por todos los hilos de un tejido, pero ahora estuviésemos en un tejido distinto, que no se toca con el otro?-algo así, creo. Pero, mientras no encontremos ningún puesto de información turística, siguen siendo especulaciones inútiles. TeoríasSeguimos una hora más –mi reloj funcionaba, si- sin escuchar otra cosa que el sonido de nuestros pasos. Caminábamos junto a la pared negra, que se extendía hacia arriba hasta alturas de vértigo, sin poder vérsele el borde superior. El piso, del mismo color y material, llegaba hasta el horizonte, sin relieves ni objetos que alteraran su uniforme lustre negro, y lo mismo ocurría con la arista entre pared y piso. Hacia adelante, y hacia atrás. Era un horizonte sin curvatura, cosa que lo hacía aparecer titánico, y que se destacaba nítido contra una especie de cielo, apenas un tono de negro menos oscuro que él. No había luces de ningún tipo, pero veíamos todo, y nos veíamos, con relativa claridad, como alumbrados por 334 una bombita de 25w colgada muy alto. Todas las distancias parecían infinitas, y había que luchar contra el desaliento que quería apoderarse de uno cuando reparaba en que no había una real diferencia entre caminar y quedarse quieto. Nada cambiaba. No hacía frío, no hacía calor. El aire no olía a nada, ni soplaba la menor brisa. El sitio, despojado y estéril, me hizo pensar que así debía ser el teatro en el que se representan nuestro sueños cuando todavía no montaron la escenografía. La conciencia de la propia pequeñez era abrumadora, y no hacía falta mucho cálculo para darse cuenta de que, antes de cubrir siquiera una milésima parte del trayecto hasta el horizonte, la sed y el hambre habrían dado cuenta de nosotros. Y que incluso lográndolo, no había razón alguna para esperar otra cosa que descubrir que la arista proseguía infinitamente, como un postulado de Euclides hecho pesadilla. Cuando hubimos caminado dos horas más, propuse que descansáramos un poco. Nos sentamos en el piso, con la espalda contra la pared, y le tomé la mano 335 336 Dentro de las cosas increíbles que pasaron y que habrían de pasar, no fue la menos increíble el que me quedara dormido. Ni la noche en vela ni el agotamiento pueden explicar cómo, en una situación tan anormal, lograra conciliar el sueño entre una pared y un piso duros como el cristal. Pero así fue. Es más: me desperté sonriendo. Me puse serio cuando ella me preguntó qué carájo me causaba gracia, lo recordé, y sonreí más aún. Al verla enfurruñarse más y más por mi egoísta alegría, le expliqué. -Mi plan. Acabo de acordarme de mi plan-Bárbaro. Ahora que la vieja nos jodió y nos metió en la Dimensión Desconocida, tu plan va a ser de lo más útil. Qué bueno que tenés buena memoria: por lo menos, vamos a tener de qué charlar...-No, vos no entendés...Me costó elegir cómo empezar. Al final me inspiré, la abracé fuerte, y le expliqué -Cuando estuve seguro de que Nadie no era un loco, y de que todo lo que decía de mi cortaplumas era cierto, entendí que se había equivocado con respecto a qué había que hacer con los Magos. 337 Él pensó que podía huir indefinidamente. Creyó que se podía esconder para siempre de una secta mundial capaz de voltear gobiernos y causar epidemias. Lo cierto es que, por más que se ocultase, por más que usase su poder al mínimo (al de él vamos a llamarle poder, nomás. Lo del cortaplumas es una exclusividad mía), siempre, siempre lo iban a querer rastrear. Tendría que anularse completamente, como poseedor del talento y como persona, y, así y todo, ellos iban a seguir deseando encontrarlo, y buscándolo con todo lo que tenían. No se trataba de que los molestara: su misma existencia era una amenaza con la que no podían, ni querían, convivir. Lo supe leyendo entrelíneas su relato. Cuando los magos enloquecieron y llevaron al suicidio a su mujer, él pensó que era un castigo por haber interferido con Barcelona, pero yo lo entendí diferente. Pensé que lo habían azuzado para que saliese a la luz, y así poderlo rastrear y eliminar. Fijáte como fue. Primero le pusieron en el camino a una sarta de brujitos de medio pelo, sin valor, para ver si lo reconocían. No pudieron, claro. Así que decidieron sacrificar una ficha de más valor. Nadie encontró una noche al jefe de toda una rama de los brujos y, amenazando con matarlo, le pide explicaciones. ¡Y el otro se las da! ¿Te das cuenta? Se las da sin saber a quien, sin ver arma ninguna con la cual pudieran hacer efectiva la amenaza, sin dudarlo. No intenta mentir ni ganar tiempo. ¿Tiene sentido? ¿Un gran maestro de la orden 338 más secreta que existe, le revela sus secretos al primer desconocido que dice que puede matarlo? Nadie, en su dolor (o ingenuidad) no repara en que nada tiene sentido, pero, para mí, es evidente que querían presentarse, mostrar cuán grandes y poderosos eran, y forzar al viejo a hacer lo que hizo: viajar, dejar un rastro perceptible, usar su poder. Quieto, en Barcelona, era local y tenía todo armado para ser cualquiera. Viajando, teniendo que improvisar, las posibilidades de que cometiera un error, -o de que descubriera a otros como él- eran mucho mayores. Batieron los matorrales, diríamos, para levantar la presa. Una vez que la presa salió de su escondrijo, todo era sólo cuestión de tiempo. Más sencillo. En esta guerra entre Nosotros y los brujos, Nadie creyó haber ganado la batalla de Barcelona, o, por lo menos, y teniendo en cuenta la desgracia de su mujer, conseguido un honroso empate. Pero, si uno lo mira bien, hasta allí él era el perseguidor, el partisano, el comando que hostigaba y mataba en secreto. El era el que tenía el poder mayor, el que podía anularlos por completo, y el que los buscaba, los descubría y los anulaba. Luego de la jugada de los brujos, el balance de la guerra se dio vuelta. El se transformó en un perseguido, en un ejército en fuga. Un pordiosero que se escondía en la miseria de Lima, y que no se atrevía ni siquiera a toser por miedo a que sus rivales lo escucharan y dieran con él. Y los brujos consiguieron esta victoria no con magia, ni con poderes sobrenaturales, sino con el viejo truco de quebrar psicológicamente al rival. 339 A la luz de este error, me dí cuenta de que mi vida, así, no sólo sería un infierno, sino que además estaba condenada a perder el partido de entrada. Por otro lado, si era cierto el razonamiento de los Nosotros de Nadie –perdón por tantos pronombres- el mundo era como era porque la constante aplicación de nuestra habilidad lo mantenía dentro de ciertos márgenes éticos. Usando y usando nuestro poder ejercíamos una especie de paternidad sobre el tono general de la causalidad: si dejábamos de hacerlo porque los brujos andaban husmeándonos el rastro, ¿qué tono general iba a darle el azar al universo? No había términos medios, no había dónde esconderse ni pido gancho el que me toca es un chancho. Era pelear o morir. Elegí pelearMe dolía el traste de tanto estar sentado en el piso, así que me levanté y la invité a seguir caminando. -La cuestión era cómo hacerlo. Yo no podía, por ejemplo, destruir a todos y cada uno de los brujos; no había, mentalmente hablando, forma de imaginar la desaparición de millones de individuos que no conocía (acordáte de que, para conseguir algo, primero tengo que poderlo imaginar). Amén del hecho de que no me llamaba mucho la idea de volverme un genocida, no importa cuán sinvergüenzas fueran mis víctimas. Pero encontré una forma de que otro lo haga por mí. 340 Empecé por fastidiarlos asidua y sistemáticamente, como para que supieran que Nadie tenía un sucesor, y que este resultaba ser un muchacho voluntarioso y molesto. Lo hice desde barcos, para que no tuvieran una ciudad donde buscarme, e incluso desde diferentes buques, para que les costara encontrar la relación entre ellos y yo. La principal razón para hacerlo así, sin embargo, era que, si bien este método les complicaba el asunto de entrada, al mismo tiempo les daba una serie larga de puntos que, unidos, iban a apuntarme a mi tarde o temprano (¿Qué tan difícil puede ser comparar roles con buques con fechas en puerto?). Quería que me encontraran, pero no enseguida, para darme tiempo a mostrarles cuántas cosas grandiosas podía hacer si yo quería. Por un lado los enfurecía, y por otro, sabía, excitaba la curiosidad y la codicia de alguno de sus mandamases. Tenía que ser así, siempre fue así. Hay que destruir el enemigo, por supuesto, esa fue la premisa básica de todas las guerras de la humanidad, pero, si en el proceso uno se puede quedar con sus riquezas, o con esa arma nueva, o con esa novedosa tecnología del enemigo, y usarla para los propios fines, tanto mejor. Les tendí, en suma, una trampa parecida a la que ellos le tendieron a Nadie: primero los picaneé para enardecerlos, y luego me fingí perseguido para hacerlos aparecer en el estado anímico que yo quería. Ahora bien: en este juego de gualichos contra cortaplumas no se dan cartas a cada mano, ni se mueve una ficha por turno. Una vez que yo inicio una secuencia para 341 que pase determinada cosa, todos sus pasos se cumplirán hasta el final, hagan lo que hagan los brujos. Es un poco confuso, pero lógico. Yo hago algo parecido a las trampas en los exámenes de matemáticas: empiezo por conocer la respuesta. Si la respuesta está bien, me aseguro de elegir todas las operaciones que conduzcan a ella. El hecho que quiero que se cumpla en el futuro sería mi respuesta. Mi cortaplumas tiene en cuenta todas las cosas que pueden pasar para que ocurra, y todas las que pueden impedirlo, incluyendo, supongo, las diabluras que harían en tal o cual caso las brujas. Elige, entonces, un camino de coincidencias en el cual todo salga bien para mí, y mal para ellos. Me dice en cual de las puertas del laberinto del presente empieza ese camino, y, una vez que entro por ella, el destino es inmutable como una vía de tren. ¿Me seguís?-Te sigo. Hasta la sala psiquiátrica, parece, pero te sigo-Ellos, por su lado, no lo hacen así, o, por lo menos, no tan definidamente. No eligen el movimiento o la palabra justa para conseguir el cambio, sino que usan fórmulas o mezclas de cosas establecidas hace mucho, sumado a su imagen de lo que quieren conseguir. No entran en una secuencia lógica en particular, sino que repiten algo que saben, desde tiempo inmemorial, que influye un poco en todas las cadenas cuando se trata de lograr eso que buscan. Sacuden el flipper, digamos, en la esperanza de que la bolita vaya para donde quieren. El resultado, de todas maneras, me 342 puede incapacitar bastante, porque, si ellos hicieron algo para que todas las cadenas posibles que empiezan ahora terminen en, digamos, una racha de mala suerte para Bahía, entonces a mi cortaplumas le va a costar muchísimo encontrar una que me lleve a un resultado que contradiga lo dispuesto por ellos. A veces es imposible, o requiere mucho tiempo para poderlo llegar a conseguir, o un cambio en el hoy enorme y estrafalario. Por más que te saquen el vidrio y te dejen usar la mano, si el flipper está todo inclinado hacia un lado, te va a resultar casi imposible disparar la bolita para el otro. Es un juego extraño, en el cual el que juega primero elige todas sus barajas para todas sus manos en el partido, o acomoda a su criterio todas sus fichas en el tablero. Parece fácil para el que es “mano”, pero no es tan así. Nadie conoce el futuro ni la mente del rival, y se debe ser muy cuidadoso con la elección que hagamos, ya que, y a diferencia de los otros juegos, no existe la posibilidad de cambiar tu estrategia o de recibir alguna mano afortunada más adelante. Lo que elegiste es lo que vas a tener, y nada más. Por ejemplo: una de las cosas de las que estaba seguro era de que, una vez que me descubrieran, iban a tratar de matarme. No porque supieran que yo era el que buscaban, sino porque los datos iban a decirles que yo tenía mucho que ver con esa persona (aunque, a fin de cuentas, el resultado era el mismo). Cuando no pudieran –y me aseguré de que no pudieran-, el siguiente paso lógico iba a ser extorsionarme o presionarme con algo para obligarme a obedecerlos. Mi idea era elegir yo, de antemano, cómo 343 habrían de hacerlo, así que dejé adrede un hueco en mi armadura-Acá entra La Chica de la película-Claro. No sabía bien cómo, pero sabía que iban a tratar de penetrar mis defensas a través del hueco de una persona querida. Usé el truco más viejo del box o de la esgrima: mostrar descubierto el lugar donde se quiere ser atacado, para que no nos sorprendan con otro y lo podamos usar. Es peligroso, pero está previsto, y permite el contragolpe-Aaaaah, claro: tenés un contragolpe-¡Pero por supuesto! Tenía un solo y grave inconveniente. Ni Nadie ni yo supimos con certeza jamás si las brujas saben o no qué es lo que pensamos. No son un club muy exclusivo, y desde los comienzos de la humanidad reclutaron a todos los fenómenos que podían. Mutación genética que aparecía, y que el resto de la gente segregaba por monstruosa, era acogida con los brazos abiertos por los hechiceros y brujas. Si hubieran aparecido alguna vez personas con la habilidad de leer la mente (no digo que haya ocurrido, ojo, porque quizás sea imposible. Digo “si”), ¿con quién se iban a asociar? ¿Con la iglesia de la edad media, con el islam primitivo, con los hijos de Israel que tienen orden estricta, en el Viejo Testamento, de “no permitirás que la bruja viva”? 344 Hoy es distinto: irían a las universidades, a los servicios de inteligencia, o a la tele. Pero, si estos de que yo te hablo existieron, deben tener desde el principio de la humanidad una sociedad con lo esotérico. Y además una práctica que se remonta a los Cro Magnon, de modo que no serían un riesgo menor. No sabíamos, tampoco, si podíamos usar el cortaplumas para cuidarnos de ellos, porque, primero, no podíamos imaginar cómo sería que lo hacían –así que difícilmente podríamos imaginar cómo quisiéramos que no pasaran las cosas-, y segundo porque, si no existían, y nosotros decidíamos que les pasara algo a los telépatas (diarrea, digamos), quizá estuviésemos haciendo que aparecieran telépatas cómplices de los brujos, primero, para que se pudiera cumplir luego nuestra disposición intestinal para con ellos. No podía correr el riesgo. Y por eso cometí el que, para Nadie, era el peor de los pecados: la manipulación de la mente-¿Y a quién manipulaste?-A mí mismo, por supuesto. Usé el cortaplumas para que, en cuanto apareciese el primer síntoma de que los brujos habían empezado a influir en mi vida, se borraría de mi memoria mi plan y mi contragolpe. El primer síntoma, si aceptaba que iban a tratar de usar a una persona amada para imponerse, iba a ser que me enamorase de alguien, y mucho. Sólo recuperaría la memoria cuando no hubiese ninguna duda de que los brujos habían dejado de interesarse en mí. 345 ¿Entendés? Me enamoro, me olvido automáticamente del plan. Los brujos me dejan tranquilo, recuerdo el plan. Así, sin memoria, y sin ni siquiera yo saber qué había planeado, ellos no tendrían forma de averiguarlo jamás, telépatas o no telépatas. Y funcionó, fijáte. La vieja no sospechó nada, y yo acabo de recordarlo todo-La “persona muy querida”, ¿no podían ser tus padres, tus hermanos, algún amigo?-Si, podían. Pero estamos hablando de jugar una sola carta: no hay otra mano, ni forma de corregir la jugada. Uno se juega y se arriesga por padres, hermanos y amigos, pero sólo hace estupideces y lo pierde todo por la mujer que ama. Es crudo, es cínico, pero es así. La proverbial yunta de bueyes. No, no iban a correr el riesgo de que yo estudiase sus amenazas con la cabeza fría: querrían, seguro, que decidiese con el corazón y el bajo vientre-¡Qué romántico!-Romántico como la elección de dónde colocar una carga de demolición, si...-Bueno, y ¿cómo dice tu plan que salimos de acá?-No lo dice, claro. ¿Cómo lo iba a decir, si yo no sabía que me iban a meter acá? Estas son fichas colocadas 346 por los brujos, que yo no tenía forma de conocer. Imposible prever cosas como esta-Entonces tu plan no sirve para una mierda, perdonáme que te lo diga-No creas. Mirá nomás: me atacaron del modo menos doloroso posible, conocí al amor de mi vida, cayeron en mi contragolpe...-¡Contragolpe las pelotas!-...y tengo la seguridad de que vamos a salir de acá-¿Ah si? ¿Y se puede saber cómo?-No, ¿cómo voy a saber? Pero una de las fichas que puse en el tablero futuro fue esta: como no sabía qué me iban a hacer cuando ganasen control sobre mí, qué tanto iban a imponerse sobre mi voluntad, o qué tan indefenso iba a quedar después, usé el cortaplumas para que la solución no estuviese en mí, sino en donde las brujas menos lo esperasen. La salida a la trampa que me pusieran iba a provenir precisamente de la pobre tipa que ellas mismas hubiesen pretendido usar en mi contra-¿Yo?-En el futuro construido con mi cortaplumas las brujas entienden que no pueden matarme, y encuentran un solo lugar en mi armadura por donde golpearme: una mujer muy amada. Usan a esa mujer para colocarme en una situación X que me deja inerme. Pero, en ese mismo 347 esquema, me veo a mí mismo aliviado e infinitamente agradecido a esa mujer misteriosa e imprecisa, a la que adoro, por haberme devuelto la libertad y la posibilidad de seguir peleando. No hemos hecho ningún censo, pero me parece que la única mujer a la que adoro en este barrio sos vos, así que-¡Pero no se me ocurre nada!-No te preocupes, la cadena de hechos está iniciada hace mucho. Todo está dispuesto para que, en cierto momento, sea inevitable que se te ocurra algo-¿Y si este “lugar que no puede ser” cambia tu famosa secuencia de hechos, o queda afuera?-Puede ser, puede ser, sí. Pero no creo. De hecho, llevás meses dirigiéndote a la respuesta o, por lo menos, a las herramientas mentales necesarias para encontrar la respuesta. Estas tres últimas horas pueden haberte asustado o confundido, y por eso la demora. O, más probablemente, estés juntando inconscientemente información que antes no tenías para calcular la respuesta-Ricardo, lo único que espero es no haber tenido la mala suerte de que el único tipo encerrado conmigo acá sea un loco místico-Mi única locura sos vosNos abrazamos, felices de estar juntos, por un largo rato. 348 A medida que la caminata se prolongaba, empezamos a sentir los efectos del hambre y la sed. Nada insoportable de momento, claro, pero si lo suficientemente intenso como para que nuestra imaginación tuviese material con qué trabajar. Feas imágenes de lo que podía ser el fin en ese lugar nos rondaban la conciencia, volviendo como moscas por más que tratásemos de ahuyentarlas. Miré mi reloj. Afuera (si es que estábamos “adentro”, me recordé) ya sería noche avanzada. Hice un ruidito de fastidio con la lengua. -¿Qué pasa?- se sobresaltó ella. -Acabamos de perder el buque. Y la reputación-Mierda, no sabés lo preocupada que me tenía eso...-Tendríamos que buscar un lugar donde pasar la noche-¡Pero si, chuchi, cómo no! ¿Te gustaría acampar junto al lago, o mejor vamos a un hotel?-Me gustaría un lugarcito tranquilo donde apoyar el traste. Con baño privado. Y NO me digas chuchiMe apretó la mano y apuró el paso. Entonces yo también lo vi.: cien, doscientos, trescientos pasos más adelante (imposible calcular las distancias si no había perspectiva ni cosas con las cuales comparar tamaños) había 349 un bulto en el piso. Podía ser algo enorme muy lejos, o algo pequeño cerca. Resultó ser el cuerpo de un hombre. Aída no gritó, como debería haber hecho si estuviésemos en una película. Yo casi –un poquito-. El cadáver tenía un aspecto extraño. -No entiendo- murmuró Aída, con los ojos abiertos y fijos en la cara reseca pero perfectamente conservada del hombre. Largos cabellos de bucles afeminados se reunían en un moño sobre su nuca. Lucía un jubón de terciopelo verde que parecía comprado ayer, gregüescos acuchillados, medias blancas hasta la rodilla, y zapatos charolados con grandes hebillas de plata. De la cintura le colgaba un espadín de mango hermosamente labrado, totalmente virgen de herrumbre. Las manos, igualmente bien conservadas, asomaban por unos puños de encaje blanco y parecían querer clavarse en el piso. Ninguno de los dos tuvo el estómago de revisar sus bolsillos o sus ropas en busca de algún dato sobre quién había sido o cómo había llegado a terminar sus días allí. -No debe haber bacterias suficientes para descomponer sustancias orgánicas. No hay moscas, gusanos ni bichos que se hagan cargo de comerse y pudrir el cadáver. Debe haber tardado años en evaporar toda su humedad. Y después, nada. No hay cambios- 350 -¿Cómo que no hay bacterias ni microbios, si viven en nosotros? Pueden cruzar por el espejo, también-Pero no pueden cubrir la distancia hasta acá. Además- se me ocurrió de repente –¿cómo hace una bacteria para caminar hacia atrás, si tiene simetría radial? Pensándolo bien, tampoco las moscas pueden volar hacia atrás. Ni conozco gusanos que caminen hacia atrás. Debe ser por eso- Aída no me escuchaba. Caminaba alrededor del cuerpo, mirándolo con la cabeza ladeada. -¿Qué pasa amor?-La postura. Fijáte en la postura...Al principio no entendí, pero cuando finalmente me dí cuenta, se me vino el alma al piso. El hombre estaba boca abajo, con la cabeza vuelta y las manos extendidas hacia el sitio del cual veníamos. Parecía evidente que había muerto tratando de volver al punto de partida. Era una macabra señal vial que nos advertía de lo inútil de nuestro intento de seguir la arista en esta dirección, ya que, o el hombre había entrado por donde entramos nosotros y se alejó en vano en busca de un escape, muriendo en el intento de volver, o entró por otro lado y vino hacia nuestra entrada, convencido de no poder volver por donde entró. En cualquier caso, no había nada en la dirección en la que veníamos caminando. Y si estaba en la dirección opuesta, el tiempo y la energía perdidos en llegar a este punto y volver a donde estaría el espejo, comprometía mucho nuestras posibilidades futuras. 351 No hicimos ningún comentario. Ambos comprendimos lo mismo, y no había nada que decir. Dimos la vuelta, mirando descorazonados todo lo que habíamos recorrido. Volver parecía inútil. Seguir era inútil. Así que empezamos a volver. A los dos pasos me detuve, tentado por el espadín. Maldita la falta que me hacía, pero me atraía la perfección del labrado y, sobre todo, el que estuviera ahí para cualquiera que quisiera tomarlo. Casi me lo llevo. Era un arma después de todo, me dije. A último momento, sin embargo, me acordé de mi navaja marinera, con su familiar presión en mi bolsillo trasero, y se me ocurrió que, de quedar como el pobre tipo, no me gustaría que viniese algún extraño a revolverme los bolsillos y sacarme lo poco que me había quedado. Dejé todo igual, y alcancé a Aída. -¿Sabés de qué me estaba acordando?-No me puedo imaginar-Del “Viaje al Centro de la Tierra”. De la parte en que les quedan dos o tres días de agua. Llegan a la mitad del plazo, y, entre volver o seguir, Lindenbrook decide seguir, sabiendo que es una decisión sin retorno. De chica me angustiaba todo eso del punto de no retorno, de un límite que, cuando uno lo supera, hace más peligroso volver que seguir-Siii... adoraba ese libro- 352 -Si no hubiésemos encontrado ese cuerpo, habríamos pasado el punto de no retorno sin darnos cuenta. Puede ser que eso fuese lo que le pasó a él-Si... ¿te acordás del puñal oxidado de Arne Saknusem en la playa, que les marca la dirección en que tenían que seguir? O si no, otra: los esqueletos que Flint dejó en La Isla del Tesoro como señales de tránsito... -Lástima que no sabemos si son señales ciertas o no, o exactamente qué señalan...-vos tranquila. No sólo vamos a salir de acá, sino que incluso vas a tener el honor de invitarme a cenar cuando lo hagamos-Ja. Todavía estoy con la ropa de la playa: lo único que tengo en los bolsillos es arena-Excusas, siempre excusasSeguimos hablando un rato. Llegó un momento, sin embargo, en que ya no pudimos caminar más. El cadáver se había perdido en la distancia, y decidimos acostarnos. De acostarnos juntos –usamos parte de la ropa como almohadas- pasamos a abrazarnos. Los abrazos llevaron a los besos, los besos a las caricias y a la desnudez apurada y, finalmente, luego del ansioso tocar y lamer y arañar y morder del juego más placentero de todos, resonaron en aquel sitio los jadeos y los gritos del amor, quizá por primera vez en toda la eternidad. 353 Luego si, dormimos pesadamente. 354 Desperté exquisitamente contracturado por dormir sobre el piso duro, amén de tener parte de ella durmiendo sobre mi brazo y mi pecho. Hice lo que pude por ver mi reloj sin despertarla. Las ocho AM, dato que no me resultó en absoluto útil ni significativo. No me pareció que fuese importante apurarse, y decidí dejar que Aída gozase del alivio del sueño todo lo que pudiese. Más tarde saqué mi brazo con cuidado y lo reemplacé por lo que había usado de almohada. Con mucho más cuidado me salí de debajo de la cabeza de Aída, y la apoyé sobre otro bulto de ropas. Logré sentarme a su lado sin despertarla. Me sentí frustradísimo por no poder tomar el mate de la mañana. El hambre, el riesgo, el espanto de estar perdido en una caverna infinita, tuvieron que esperar: primero me preocupó el mate. Bicho raro el criollo... Me enderecé, pensando y repensando nuestra situación, dándole las mismas vueltas que ya le había dado ayer, y sintiendo, otra vez, el pánico subiéndose a la garganta como un regüeldo apenas contenido. No parecía haber forma de salir de allí ni, si la hubiese, de cubrir la distancia hasta ella sin agua ni provisiones. Siguiendo con los libros de mi infancia, estábamos como Tom Sawyer y Becky Thatcher en la cueva del indio Joe, sin Mark Twain cerca para darnos una mano. Y por más que ante Aída mostrase una fe ciega en que lo 355 programado por mí nos sacaría de aquel sitio, íntimamente lo dudaba más a cada instante. Me alejé de la pared unos ochenta pasos para el alivio de todas las mañanas. En la mitad del proceso, escuché a Aída llamándome asustada. -Hagamos un pacto- le dije en voz alta, para que supiera dónde estaba -No me espíes ni me interrumpas a mi, y yo no te espío ni te interrumpo a vosMe contestó con un “¡Bueno!” risueño, y poco después intercambiábamos lugares. De cara a la pared, busqué tema de conversación para hacer un poco menos incómodo el momento. -Soñé que nadaba- empecé -Iba y venía por un río tibio, transparente, y me movía tan rápido que dejaba estela. En vez de peces había medialunas, y las iba comiendo al paso. De jamón y queso, te aclaro, y calentitas encima-Si Freud te hubiese conocido, se hubiera hecho odontólogo-¿Y vos?-Soñé con la escuela-¿Primaria o secundaria?-La Escuela. La de Náutica. Acordáte que es una pesadilla-Ah. ¿Y?356 -Estaban explicando algo muy sencillo, pero yo no lo entendía. Un diodo era, me acuerdo. Como funcionaba un diodo. Sabía que era una estupidez, que tenía que serme fácil de entender, pero el profesor se enojaba porque tenía que repetírmelo una y otra vez, porque a mi no me entraba-¿y ya está?-Eso sólo, siJunté coraje para encarar lo inevitable. -Bueno. ¿Vamos?- Tuve miedo de que me contestase “¿A dónde?”, pero no me falló -VamosY de vuelta a caminar. Paso a paso, centenar de metros a centenar de metros, acercándonos lentamente a donde habíamos dejado la canasta, deseando llegar, por un lado, y temiendo la decisión que habría que tomar al llegar, por el otro. Nuestros pasos eran lentos y para nada animosos; la charla, esporádica y moribunda. Me di cuenta de que estaba tan ensimismado en mis pensamientos que había ignorado a Aída por un cierto rato. Me había hablado y parecía confundida. Le pedí que me repitiera lo que había dicho. -Que qué dijiste de las bacterias-Que si entraban no podían cubrir la dist- 357 -No, no, eso no. Lo de no poder entrar ¿”para atrás”?-Claro. No tienen atrás. Bah, algunas si, porque se mueven siempre en la misma dirección. Tienen un flagelo que las impulsa. Pero, igual, aunque tuviesen un “atrás” no podrían dar marcha atrás, porque-¿Pero qué tiene que ver eso con entrar o no?-No se puede entrar de frente. ¿O vos cómo entraste?-Me empujaron y caí de culo acá, pero no creí que fuese por necesidad de la puerta, sino por lo brutos que eran los tipos que me trajeronEntonces le conté los detalles de mi intento de no cumplir con la bruja, mi intento fallido de entrar de frente, y las instrucciones que me permitieron pasar por el espejo. -Otro dato de esos que sólo sirven para entender cada vez menos- concluí. Pero no me prestó atención. Parecía concentrada en una idea. -Digo yo: ¿y si...-¿Mh?-No, nada-No, dale, decí: el viaje es largo y la charla escasea. Escasea de todo, bah, pero la charla todavía la podemos fabricar358 -Es una pavada-Mi tema favoritoBuscó las palabras -¿Y si fuera un diodo? No un diodo en sí, sino algo que se comportase como un diodo. ¡Es un lugar tan loco....! a veces parece un sitio donde se cumplen las mismas cosas que en el nuestro: hay aire, hay gravedad, hay una temperatura aceptable...podemos vivir, y charlar como si estuviésemos paseando por la playa. Pero a veces parece el espacio exterior: no hay cielo, no hay límites a las distancias...No hay texturas, sacando este vidrio negro, y todo está iluminado sin que se pueda saber de donde viene la luz. Esto no es normal, Ricardo. No digo que sea raro. Una caverna es rara, una fosa bajo el mar es rara, el centro del amazonas es raro. Esto es diferente de todo eso, de todo lo que conocemos: tiene otra geología, otra geografía, y no tiene biología ni química. ¿Por qué iba a tener nuestra misma física? Mi idea del diodo...el diodo permite pasar la corriente con facilidad cuando tiene un sentido, y se cierra cuando lo quiere penetrar en sentido opuesto. Está hecho de un modo tal que los elementos más pequeños de la electricidad sólo se pueden desplazar en una dirección. 359 A lo mejor, acá, el espacio...no sólo tiene nuestras tres dimensiones, sino además una condición especial que lo hace existir para un solo lado-No te sigo...nuestras partículas, nuestros electrones, no saben cual es nuestro “adelante” o el “atrás”-Yo no dije que lo entendiera, ni siquiera dije que fuese lógico. Y no hay razón para que, si suspendemos la física, sigamos insistiendo en mantener la lógica. Me atengo a lo que me explicaste. Un ser vivo no es un conjunto de partículas, es una organización compleja, hecha de esas partículas, mas la forma física que toman, más las infinitas relaciones que las organizan, más la conciencia del ser vivo. Toda una filarmónica tocando. Bueno: parece que la orquesta puede entrar en el sentido en que la melodía que toca determina su norte y su sur, su arriba y abajo, su positivo y su negativo. Perdonáme el delirio: yo sé que es tu área de especialización, pero creo que tenemos que concentrarnos en ver de entender cómo funciona esa puerta...-¿Salir de espaldas, como entramos, decís? Hice la prueba apenas entré, y fallé. Y cualquiera que haya entrado alguna vez como entramos nosotros debe haber pensado en lo mismo-No, no digo eso, ya se que no funciona. Digo continuar el circuito. Como si fuésemos electrones. Seguir en la misma dirección y forma en que entramos360 Miré el horizonte. Pocas veces me sentí tan cobarde como aquella. -¿Para allá?-Ahá-Te das cuenta, por supuesto, que para allá no se ve nada, ¿no?-El espacio acá tiene tres dimensiones. Derecha, izquierda, o el horizonte. Por ninguna de las tres se ve nada-Si pero por lo menos hay una pared sólida. Siempre puede haber una grieta, una escalera, un-Mirala bien. No es una pared. Es el fin del mundoLa miré, la toqué, traté de rayarla con mi navaja, y hasta la lamí, a ver si sabía a algo. -Ricardo, esto no tiene, ni tuvo, ni va a tener grietas. Ni siquiera sabemos si está ahí. Esto es simplemente un NO a esta dirección, que es la que falta. Hasta es posible que no sea así como la vemos, sino diferente, y esta es la única forma que tiene nuestra mente de entenderlo-Bueno, si, pero ¿Para allá? ¡No hay nada, Aída, sacando un millón de kilómetros de piso!-En la pieza donde me empujaron, por donde vos entraste, había un espejo... 361 -Si-Y nada más. Pero al caminar para atrás aparecieron este millón de kilómetros de piso...No se, no puedo demostrar nada, ni dar ninguna garantía. Si no querés, seguimos buscando junto a la paredMe quedé parado, con los brazos en jarras. Me rendí -...con probar... - suspiré. Mentira: con probar podía perderse todo. Pero, a falta de otra sugerencia mejor –de otra sugerencia, punto-, era la mejor idea que habíamos tenido. 362 Llegamos a la canasta, y encontramos en ella algunas migas que habíamos despreciado la última vez. Las juntamos con la precisión de un cocainómano, y las repartimos en partes iguales. Hecho esto, nos pusimos de cara a la pared, como si recién hubiésemos llegado desde el caserón (la ñata contra el vidrio, como en el tango), y nos largamos a caminar marcha atrás. Que uno pueda sentirse ridículo en un universo imposible y cuando su vida vale tan poco que regalada es cara fue, para mi, un descubrimiento fascinante. Pero fue así. Caminar de espaldas, de la mano de la novia de uno, mirando un paredón negro infinito, cuando su estómago lo está intimando a que beba y se alimente a la brevedad porque la cosa se está poniendo seria en el departamento provisiones, me daba vergüenza. Y, de hecho, sentí un profundo alivio de que no hubiese testigos de nuestra desesperación idiota. Aída callaba, pero mordía su labio inferior. Tenía la expresión con que mira la bolita de la ruleta el jugador quebrado que apostó su última ficha. La única referencia de que nos alejábamos era el constante empequeñecimiento de la canasta (pared y aristas, sin bordes ni fin visibles, se verían iguales a cien, mil, o un millón de metros). Llegamos a perderla completamente de vista, y seguimos una hora más. Mis pantorrillas pedían descanso a los gritos ante semejante novedad que se me había ocurrido imponerles, e iba a decírselo a Aída cuando vi lo que ocurría. 363 -Mierda-¿Qué?-Mirá la pared-Capaz que no te diste cuenta, pero hace horas que vengo mirando la pared... -No digo que la veas: digo que la miresSu respuesta fue una boca abierta, porque había terminado por ver lo mismo que yo. Después de todo, era lógico. No había colores ni sombras, la perspectiva no existía, no había puntos de referencia ni marcas de ningún tipo. Sobre todo no había borde superior de la pared. Insensiblemente, había ido pareciéndose cada vez más al horizonte hasta que, en este punto, terminó por serlo. Ambos volvimos la cabeza (un poco, y siempre caminando para atrás), movidos por el mismo razonamiento: si la pared, al alejarnos, se volvía horizonte, el horizonte, al acercarnos,..¿qué? Y ahí estaba: Una pared –otra pared- negra y cristalina, acercándose con una lentitud desesperante. No me atreví a creerlo, no me quise apurar por alegrarme de la ilusión óptica que hacía aparecer el horizonte mucho más lejano de lo que en realidad era, pero, además, no quise tampoco que esta nueva pared me hiciera abrigar demasiadas esperanzas. No habíamos tenido mucha suerte con la pared anterior y, por ahora, nada indicaba que esta fuese diferente. Lo más probable era que termináramos golpeando nuestras 364 espaldas contra ella y nos sentáramos en el piso a llorar juntos. A último momento, sin embargo, vi algo que, a pesar de patearme feo en la lógica, me dio una cierta lucecita de ilusión. - “Puerto Grauben-" le dije a Aída. Me miró de no muy buen humor, y le expliqué -Viaje al Centro de la Tierra otra vez. El mar interior. Bautizan la playa “Puerto Grauben”.Salen en una balsa y una tormenta eléctrica les arruina el compás. Navegan y navegan, y, cuando creen haber cruzado el mar, llegan aMiró de un cabezazo. Cuando se la señalé con el dedo, también ella vió la canasta que habíamos abandonado. -No puede ser...-Precisamente. Veo que estás captando la onda del lugar -Pero... -No, sin peros. Te amo suena mejor. Oí: te-a-mo-Y yo también, con todo lo que tengo. Y no me vengas con que soy tan flaca que no debe ser mucho, porque te pongo en dieta erótica hasta que pidas perdón llorando a los gritosLlegamos a la canasta. No era una canasta parecida, no era otra canasta, no nos había parecido que era una canasta. Era la nuestra, limpia de migas como la dejamos, 365 idéntica en su mugre y su vejez. Dimos un par de pasos hasta acercarnos a la pared, y le echamos una mirada angustiosa a todo el loco paisaje en que nos encontrábamos prisioneros, al cual quizá veríamos por última vez en el próximo paso, o veríamos hasta el último instante de nuestras vidas si esto no funcionaba. Nos tomamos de la mano con fuerza, y dimos el último paso hacia atrás con fuerza, como para que doliera si la pared era tan sólida como parecía. No es que quisiéramos hacer fuerza para salir (ya sabíamos que eso era imposible). Simplemente ya no podíamos soportar el suspenso. Fue más una zambullida hacia atrás que un paso, y todos los instintos se revelaron contra ese estúpido movimiento que nos estrellaría la nuca contra el muro. Resultó ser que, en vez de eso, se nos engancharon los talones con el marco y nos caímos de espaldas, con un tremendo escándalo, en el piso de pinotea de la habitación. La vela se había apagado, y la oscuridad era casi total, pero el contorno de las ventanas, el olor a Brasil, la madera y los mosquitos no nos dejaban ninguna duda respecto a donde estábamos. Con el cóccix magullado y dolorido, nos abrazamos y nos reímos hasta las lágrimas. Enseguida nos silenciamos el uno al otro: había muy pocas posibilidades de que la vieja hubiese dejado alguna guardia cuidando por si salíamos, pero no queríamos correr riesgos. A tientas, en total silencio, buscamos la puerta y salimos a la calle, alejándonos a la carrera un par de cuadras. 366 Afuera empezó a llover como de la ducha. Nos paramos en el medio de la calle y bebimos lluvia con la cabeza en alto y la boca abierta. Resultó que había llovido durante las últimas treinta horas –no hay clima más entretenido que el de los trópicosasí que el buque, no habiendo podido operar, seguía en puerto. Improvisamos un mal cuento sobre una excursión a una playa algo alejada, un hurto de dinero y documentos, y varias tristes peripecias para poder regresar. Nuestro aspecto arruinado reforzó nuestra historia, y el apetito con que comimos todo lo que se nos puso delante terminó de convencer a todos de lo mal que lo habíamos pasado. No consideramos práctico hacer ninguna denuncia policial, y, al cabo de una cuantas preguntas de parte de los más curiosos, nos dejaron tranquilos. Tomé guardia enseguida para que el segundo oficial pudiese recuperar el tiempo perdido, y Aída, después de habérsele prohibido el tercer plato de fideos con estofado, se fue a dormir, y no reapareció en veinte horas. 367 368 POPA: En popa teníamos una pileta. Bueno, quizá sea una forma un tanto pretenciosa de referirse a ella. Era una armazón de caños de cuatro metros de lado, por dos de alto, dentro del cual se colocaba una pileta hecha con encerado de las tapas de bodega. Para aquellos que no tengan a su lado un diccionario náutico (porque hay todo, insisto) un encerado era una lona resistente, plastificada, generalmente verde, que algunos llaman gutapercha, y que tenía ollaos para pasarle cabos. Basta: no voy a explicar lo de los ollaos. No se podía practicar natación, pero tampoco se hacía pié, así que se podía flotar cómodamente. Todos los días se vaciaba y se volvía a llenar con un espumoso chorro de agua de mar proveniente de una manguera de incendio, cosa que la mantenía limpia, fresca y cristalina. Desde que la armaban, y hasta que el clima ya no justificaba que juntase más óxido sobre cubierta y la desarmaban, yo dejaba de almorzar para aprovechar ese hueco en el horario de trabajo todos los días y me pasaba un par de horas al sol y en el agua. (A diferencia de los oficiales de cubierta, para los de máquinas el mar, el sol, la luna y las estrellas no son objetos rutinarios de trabajo, sino deliciosas excepciones al mismo). Allí volví a ver a Aída. Saqué la cabeza del agua y la encontré sentada en el borde de la pileta, sus piernas blancas sumergidas apenas hasta la rodilla. Le sonreí con simpatía. 369 Debía ser la única mujer a la que una bikini le podía quedar holgada. -O te metés al agua o te ponés un sobretodo: con este sol, puedo ver la bandera a través tuyoSe zambulló. Tras verificar que nadie nos veía, me dio un beso rápido. Pasamos un rato largo charlando y discutiendo nuestra bizarra experiencia en Bahía. Cada uno tenía su propia teoría respecto al lugar que acordamos bautizar “no puede ser...”, y, tras defenderlas y refutar la del otro durante casi una hora, llegamos a la conclusión de que ambas eran igualmente traídas de los pelos. Esa cosa estaba fuera de toda experiencia y de toda posibilidad, y quizá lo mejor fuese conformarse explicándola así. Seguimos un rato más, comentando aspectos secundarios del asunto (“Quién sería el cadáver, cuántos más habría, cómo llegaban otros allí, de dónde salía el aire”, “tendríamos que haber roto el espejo al irnos, y qué les pasaría a los que quizá estuvieran adentro si hubiéramos podido”, etc.), y cuando nos quedamos sin comentarios y sin ideas, pero igual de oscuros sobre el asunto, Aída sacó el tema que realmente nos interesaba. -¿Y ahora?-¿Y ahora?- respondí zumbón. -¿Ahora qué vas a hacer?-Nadabroma. 370 Me miró de reojo, como recelando una -¿Cómo que “nada”? ¿Tanto trabajo que te tomaste, tanto hacer planes y cumplirlos puerto a puerto, y ahora, que no sólo sigue habiendo brujos, sino que, además, su Jefa es más poderosa, ahora te vas a quedar sin hacer nada? ¿No vas a hacer nada, en serio?-No, nada nada, no. Pensaba irme de vacaciones. Con vos, si tenés ganas... -Hablo en serio, Ricardo-Yo también- Me dí cuenta de que mi fingida inocencia estaba llegando al límite peligroso del encendido de su enojo, así que me largué a explicar -¿Vos todavía no lo entendiste, no?-¿Entender qué?-Es como dice el Tao Te Ching- Levanté mi índice derecho y proseguí en tono doctoral -Dieciséis rayos convergen en el cubo de una rueda, pero es sólo por el vacío en el cubo de la rueda que ésta funciona y tiene sentido. Así, el hombre sabio actúa por la inacción”-¿Te dije ya que pensaba que eras un pedante insoportable, no? A ver, Pequeño Saltamontes, aclaráme un poquito esto. Y bajáme ese dedito, por favor-Yo estoy haciendo todo lo necesario precisamente porque no estoy haciendo nada. Mi acción es no actuar371 Me miró a los ojos. Subió y bajó rápido las cejas, en una interrogación de lo más autoritaria. Una chica de poca paciencia, Aída... -Como ya te expliqué, no podía acabar con todos los magos, porque no los conocía, ni me podía imaginar cuál era la mejor forma de hacerlo. Y tenía que realizar una matanza que mi ética no aprobaba. Y, además, era mucho trabajo... Mi plan consistió en ubicar a la persona más idónea para ese trabajo, y forzarla a hacerlo. Tenía que ser una persona poderosa en esto de manejar la causalidad, tenía que desear la desaparición de absolutamente todos los magos, y tenía que ser alguien con pocos o ningún escrúpulo ético. Uno de los Nosotros satisfacía la primera y segunda condición, pero no la tercera, así que no me servía (amén del hecho de que, quizás, no hubiese otro más que yo). Los brujos cumplían con la primera y la tercera, y tenían además el mérito de ser abundantes, así que mi problema era conseguir uno que cumpliera con la segunda. Para asegurarme el éxito, tendría que usar al más poderoso de todos. Mi forma de “pescarlo” fue, en lugar de disimularme como Nadie, ostentar mi cortaplumas y tentarlo con la idea de poseer mi cortaplumas. Los pinché y los hostigué para enfurecerlos y obligarlos a actuar y, al mismo tiempo, subrepticiamente, le hice publicidad a todas las cosas fabulosas que podía conseguir si quería. Traté de que les quedara en claro que, si se me daba la gana, yo solito los 372 desposeía de todo poder durante todo el tiempo que se me ocurriese, asumiendo que, si en las alturas de sus jerarquías había la misma carrera de ratas que en todas las altas jerarquías del mundo, sin duda la cabeza de la organización estaría más preocupada por los subalternos que conspiraban por derrocarlo, que por los enemigos externos. Para ese tipo de paranoico, el tener acceso a un método seguro de conservar a los subordinados impotentes debía ser una tentación irresistible. Y tuve éxito, fijáte. Tentándolos, provocándolos, y publicitándome, conseguí que la Jefa de las Brujas en persona se presentara. No era algo fundamental, tampoco: mi plan B era entregarle el poder al que enviaran a acabar conmigo, fuese quién fuese. Pero si venía alguno de los más importantes, mucho mejor. Dándole el poder a la bruja, acabé con los Magos, Las Brujas, los Hechiceros, y cuanto zonzo anduviese por ahí metiendo los dedos en la causalidad-¿Por qué, cómo podés estar tan seguro? ¿No habrás estado mucho al sol?-Pensá. A Nadie lo mandaron ejecutar por tres criminales hipnotizados. A mi me vino a buscar La Autoridad en persona. ¿Fue por respeto, me tenían más miedo que al viejo, no confiaban en la mano de obra local? No. Nada de eso. Vino en persona, y trató conmigo a solas, porque se tentó. 373 No se conformó con sacarme de circulación (aunque, si las cosas salían mal y no había forma de quedarse con mi cortaplumas, como ella dijo, podía considerar una victoria el simplemente impedir que yo volviera a molestar jamás), no, no se limitó a terminar conmigo: quiso quedarse con mi cortaplumas para ella sóla –no para su Orden, o su Clan, o su Sindicato, o lo que fuese-. Date una idea del riesgo que corrió: me enfrentó sóla para no tener testigos, pero eso la dejó sin la posibilidad de presionarme si yo me negaba a negociar. Hubo un momento en que yo pude negarme a pasar por el espejo y conservar el cortaplumas, y, por más que eso de la mujer ideal tenía su peso, ella no me conocía. No sabía qué tan cínico podía ser, o qué tan ambicioso. No sabía qué clase de tipo era yo. Tampoco sabía cual era exactamente el alcance de mi poder, o qué tanto daño podía hacerle a ella si las negociaciones fracasaban. Pero así y todo se jugó, se arriesgó a arruinar todo su plan y a perder la vida, sólo por tener la posibilidad de extorsionarme y conseguir el bendito cortaplumas-¿Y? Ahora lo tiene. Hace lo que quiere, ahora...-La idea es que, una vez dueña ahora del poder de Nadie y los Nosotros, también es dueña del mismo dilema. Si lo usa, molesta e irrita a los demás Magos, y si los Magos usan mucho sus trucos, interfieren con su poder...-Ahhh....-¿Vas viendo? La puse en la misma posición en que estaba yo. No la creo una persona muy leal a su gente (la prueba es que trató conmigo en secreto), no la creo una 374 persona que sienta escrúpulos al momento de librarse de quienes se ponen en su camino, y, cosa mucho más importante, a diferencia mía, ella sí los conoce a todos por nombre y por cara. Puede encontrarlos, conoce sus debilidades, sabe cómo pelean y hasta sabe dónde duermen. Si todo sale como yo creo, en tres o cuatro meses (o menos, porque no puede dejarlos reaccionar mucho por aquello de que es un juego que gana el que juega primero) va a quedar sóla en el mundo de la magia. O falló y la liquidaron, cosa que también es un buen resultado, atención, porque el número de bajas va a ser alto, y yo me libro de una enemiga muy poderosa. Es más: espero que, temiendo que aparezcan nuevos magos que puedan amenazarla, o que los que sobrevivan encuentren recursos para intentar derrocarla, tome medidas para que el conocimiento de su “arte” se pierda. Si yo fuera ella, por lo menos, destruiría todos los textos y enseñanzas mágicas sobre las que pueda poner mano. Sabría que yo no las iba a necesitar, sabría mejor que nadie donde están escondidas, y sabría cuánto daño me podrían hacer si mis enemigos se pusiesen a estudiarlas. Por eso, mientras la vieja trabaja, yo voy a hacer Nada y a tomarme vacaciones. Ni barcos ni cortaplumas por un tiempo: no quiero que ni por casualidad sospeche que sigo respirando y pudiendo estropearle el día, así se puede concentrar en sus nuevos rivales y los liquida con tranquilidad- sonreí con mi mejor sonrisa de as de espadas. Ella no pareció convencida. 375 -Si, si: todo lo que quieras- replicó -Lo tuyo será muy astuto, y muy Lao Tsé, pero la vieja sigue teniendo todo el poder y sigue siendo tan mala como antes...-No es problema. Nadie puede darse aires de entender perfectamente cómo funciona esto (“Nadie” como quién dice “ninguna persona”, no por el viejo), pero, de acuerdo con Nadie, va a ser inofensiva (“Nadie” por el viejo. Es una confusión homérica, cierto, y muy culta, pero ya me está aburriendo un poco)Me volvió a interrogar con la cejas. Proseguí -Cuando lleguemos a Baires, voy a darte a leer los papeles del viejo. Quiero que los leas, a ver si llegamos a las mismas conclusiones. Ya se sabe: los mismos hechos, vistos por diferentes temperamentos, tienen diferentes lecturas. Nadie era un inglés victoriano romántico. Yo, un latino moderno y cínico. Tengo una escuela más lógica y más prosaica. El descubrió cosas que yo nunca hubiera tenido la locura de empezar a investigar; yo descubrí cosas, en lo que él contó, que él nunca cuestionó. Por ejemplo, ¿te acordás de lo que te conté respecto a cómo llegó él a adquirir el poder? ¿Un viejo de Barcelona, que le terminó de explicar las reglas y despareció para, supuestamente, ir a morirse? Bueno, Nadie, romántico hasta las tuercas, tomó las “reglas” como tales, al pié de la letra, y se dedicó a cumplirlas, sin pasársele por la cabeza cuestionarlas o explicarlas. En su forma de pensar, estructurada, respetuosa de la ley y la autoridad, una 376 disposición traída de los pelos era perfectamente válida, porque era una de las prerrogativas del que manda el ser caprichoso con las normas que dicta. Mientras estas reglas no lo perjudicaran, ni fueran contra su ética, podían ser todo lo misteriosas que quisieran. Para mí, resultaban inadmisibles. Me doblego sin chistar ante lo razonable, pero no soporto las órdenes fundadas apenas en un “porque lo digo yo”. ¿Por qué “sólo podía haber uno de nosotros a la vez”? ¿Por qué él no pudo acceder a su don hasta que el otro se cansó de vivir, ni yo al mío hasta que él estuvo moribundo? Parecía la orden de un dios caprichoso, sonaba bastante rara, pero, así y todo, Nadie la cumplió, demorando su cita conmigo hasta el fin, cometiendo errores y, quizá, perdiendo incluso su última posibilidad de salvarse. A mi los dioses caprichosos me ponen pendenciero y retobón, así que me puse a pensar en el asunto, y llegué a otra conclusión que, modestamente, me parece más correcta. No podemos coexistir con el mismo cortaplumas, porque nos anulamos el uno al otro ¿Entendés? No es difícil. Si yo programo recibir de regalo un perro esta navidad, y efectúo el cambio necesario ahora para que todo desemboque en ese perro llegando a mí el 25 de diciembre, todas las cosas van a encadenarse en una secuencia que no admite ninguna variante. No hablo sólo de mis cosas, porque no son sólo mis cosas las que van a desembocar en el perro, sino todas las cosas del universo. 377 En mayor o menor medida, todo tiene que cambiar de cierta forma para lograr el perro. Cambiar un concurso en Tailandia, modificar una marea de gas en Júpiter, errar un penal en Boca: si otro las pidiera, serían consecuencias de causas distintas, y yo me quedaría sin perro. Mi cortaplumas me asegura que el cambio que yo hago dispone una única e inevitable serie que, como diría Nadie, “no puede ocurrir de otra manera” Si hubiese otro con cortaplumas, aun con la misma capacidad que yo, no le serviría de nada mientras yo usara el mío. Y viceversa. Quizá, cooperando, podríamos turnarnos, quizá pudiésemos hacer ejercicios a muy corto plazo (uno o dos dias a lo sumo), o encontrar alguna forma de organizar lo que ambos buscamos, pero nunca, jamás, actuar simultáneamente. Y muchísimo menos hacer programas a largo plazo-Pero vos hiciste programas a largo plazo: los brujos, entonces, no podrían haber hecho nada hasta que tu programa terminara-Ni yo tampoco. Fijáte que todas las cosas que arreglo con mi cortaplumas son, o cambios en el estado presente de las cosas (saber pelear, como en Houston, tener un gatillo que me borre la memoria cuando una flaca pelirroja me vuele los sesos, ser resistente a enfermedades y venenos, saber cosas dentro de un espacio de tiempo, ser “increíble” para los que busquen al heredero de Nadie, etc.), o cambios a muy corto plazo (calmar un temporal que va a 378 atacar mañana al buque, hacer aparecer una billetera dentro de un rato, o saber algo dentro de un rato). No me conviene arreglar algo a plazo muy largo, porque restrinjo mucho mi capacidad de hacer otras cosas en el ínterin. No me bloquea del todo, ojo, pero tengo que tener presente qué planeé a futuro, e incluirlo en mi plan futuro, porque, si uno contradice al otro, el segundo no es posible. Es un engorro andar acordándose de todo, creéme. Yo, por ejemplo, siempre me tengo que acordar de aquello de que soy “no creíble” como dueño del cortaplumas, o de que ni balas ni cuchillos ni veneno ni víboras ni leones ni, etc., me van a poder dañar, porque, si no lo tengo presente, mi cortaplumas no corta-Sigo sin entender: si podés anular a los brujos, ¿por qué no hacés que ocurra algo dentro de cincuenta años, y los dejás quietos?-Porque mi cortaplumas puede ser realmente necesario en algún momento dentro de los próximos cincuenta años. Y porque va a haber brujos dentro de sesenta, seguro. Y porque, aunque nada de eso tuviera razón de ser, mientras no tomara las medidas que tomé, con magia o sin magia, iban a seguir persiguiéndome y buscándome hasta dar conmigo y terminarme.-¿Y todos esos brujos alrededor del mundo, haciendo vudú a la vez, no se estorban entre ellos, no te estorban a vos? - 379 -Me anulan a mí cuando varios de ellos a la vez se enfocan en mí, como pasó cuando liquidaron a Nadie. Pero ellos ordenan al tanteo. Para pasar una pelotita por un agujero, vuelcan un cajón de pelotitas en la habitación, en la esperanza de que alguna entre. Sus hechizos son fórmulas rituales reforzadas un poco por la imaginación del brujo: no ordenan todas las series del mundo con precisión, impulsan apenas un sentido general de las cosas, y sólo referido a eso que quieren lograr. Se estorban entre ellos, constantemente. Cuando no se organizan, cuando cada uno actúa individualmente, los poderes relativos de cada uno disminuyen estrepitosamente. Fallan mucho, y están acostumbrados a ello. Por eso nunca supieron de la existencia de los nosotros, a pesar de que cuando actuaban los dejaban impotentes. Fue necesaria la avalancha estadística de fracasos que les causó Nadie en Barcelona para que se dieran cuenta de que había algo interfiriendo con sus picardías. Y ahora que lo pienso, no sería raro que el verdadero poder de esta vieja no fuese tanto su “magia”, sino su autoridad. Si conseguía imponerse a los demás, y hacer que todos soplaran hacia el mismo lado...-Marea-Es como si yo tuviese el timón del buque y el control de las máquinas, y cada mago, en cambio, tuviese apenas un bollo de estopa, un engranaje, un balde de pintura, una bomba. Cada golpe de timón mío los afecta a todos ellos, y nada de lo que ellos individualmente hagan puede 380 alterar el rumbo del buque. La única forma que tienen de lograrlo es uniéndose y saboteando a la máquina...o al timonel. Al darle el poder a la vieja, se que ella va a asegurarse de que todos los bollos de estopa, los engranajes y las bombas se queden quietitos y se porten como la gente. Siguiendo con la imagen, en ese momento va a descubrir que hay otro timonel –yo-, tirando de la rueda de cabillas con la misma fuerza que ella. El rumbo del buque, así, no va a cambiar ya más- Te quedarías sin po, perdón, sin cortaplumas-Pude vivir sin él antes de tenerlo, puedo sobrevivir sin él después. Pero ella se va a quedar sin nada: sin magia, sin subalternos, sin cortaplumas. Además, yo salgo de esto con La Mujer Perfecta Para Mí. ¿Soy o no soy astuto?Me salpicó la cara, cosa que tomé por un no. 381 382 COATZALCOALCOS: Dejé el buque por un viaje, y durante ese tiempo hice la vida de un hombre común y corriente. Nada de influir en nada, ni de usar el cortaplumas. No quería interrumpir ni por casualidad a la vieja en lo que fuera que estuviese haciendo, ni que por causa de esa interrupción se enterase de que seguía vivito y coleando, y se decidiese a cambiar ese estado de cosas. Pasé un mes en la playa con Aída, sin conseguir tostarla ni engordarla pero pasándolo realmente bien. Tuvimos que pasar primero, por supuesto, por el trago amargo de la rotura con su novio, y por el no menos amargo de explicarle a los papis que la nena se iba de vacaciones con un desconocido de aspecto patibulario (los padres de Aída, que oh sorpresa resultaron ser italianos, sospecharon de mí desde un primer momento. No les agradé, y fue mutuo. Mientras la madre siguiese cruzada contra mí, pensé además, no me habría librado de la amenaza de todas las brujas). A la vuelta de la playa, (o playas, porque dimos un montón de vueltas), y luego de un largo período de paseos y salidas en Buenos Aires, cada una mejor que la anterior, reembarqué. Ella, lamentablemente, tuvo que ceder su puesto a otro oficial de radio con más antigüedad en la Empresa, cosa que casi me llevó a usar el cortaplumas y corregir esa contrariedad pero, como aún no estaba seguro de cómo le había ido a la viejita mexicana, preferí soportar la 383 separación hasta haber confirmado que todo estaba como yo quería. Fue un viaje normal, tanto, y tan tranquilo, que para cuando llegamos a Coatzalcoalcos me preocupaban más los aros del motor del alternador tres y las cartas de Aída que las andanzas de la Vieja Bruja. En Coatzalcoalcos no fuimos a Pajaritos, por suerte, sino al muelle fiscal, de carga general, cosa que nos dejaba a quince minutos a pié del centro. Coatzalcoalcos no es precisamente Manhattan, es verdad, pero el petróleo le daba una cierta prosperidad y, con ello, una gran oferta de entretenimiento. Mi salida nocturna favorita, por ejemplo, era ir a cenar tacos o mariscos cerca de la playa (a ver cuánto chile aguantaba, de paso), y luego dejar correr la noche frente a la plaza central, tomando helados (para curar el ardor del chile), o cerveza (que no curaba nada, pero no importaba tampoco). Algunos de los muchachos de a bordo preferían ir a Minatitlán (el 98,5% de los muchachos de a bordo, digamos), en donde había bares mucho menos iluminados que mi plaza, y en los cuales era imposible conseguir helado, pero a nadie parecía importarle mucho. Yo me negaba a acompañarlos, e insistía en sudar tranquilo la noche tropical en la plaza. Demasiados líos y emociones había tenido en los últimos tiempos, y un poco de monotonía no iba a molestarme en absoluto. Incluso Coatzalcoalcos parecía especial para ello, como elegido adrede. (“Coatzalcoalcos”, me explicaron unos 384 conocidos locales, no era el nombre original del pueblo. El poblado se llamaba Quetzalcoatl, pero, como era muy difícil de pronunciar, con el tiempo lo cambiaron al Coatzalcoalcos, que, decían, era mucho más sencillo. Hay muchas cosas interesantes que sacar de esa explicación...) Coatza, como lo llamaban familiarmente, estaba aislado por seis horas de ómnibus mínimo de cualquier punto turístico interesante. Veracruz, las ruinas de Oaxaca, o la venta de Tabasco, eran, para los horarios del barquero, tan inaccesibles como las lunas de Júpiter. Encerrados entre el mar y un circuito caracoleado de rutas de montaña, sólo nos quedaba haraganear por el pueblo y descansar en su tranquilidad. Una noche en la que me había quedado solo con mi helado, y mientras estaba tratando de resolver si los nubarrones que se habían hinchado en el cielo se iban a descolgar pronto o si llegaría antes al buque si salía corriendo ya, vi una mano pidiendo limosna junto a mi codo. Para volver a quedar solo, extraje unas monedas del bolsillo y, al depositarlas en la mano, miré la cara de quien mendigaba, y resultó ser la de la Bruja. Fallé. Las monedas cayeron al piso. -Tardaste...No supe qué decir ni qué hacer. Es más, creo que tardé incluso unos instantes en recordar que tenía que seguir respirando. 385 -Tenemos qué hablar- ordenó. Como yo le hice un gesto para que ocupara la silla frente a mí, negó con la cabeza. -No, aquí no. Ven conmigoY otra vez, como en una pesadilla recurrente, me vi siguiéndola por las calles, igual que en Bahía. No tenía razón alguna para hacerle caso, y si muchas para dar la vuelta y salir corriendo con los talones en la nuca. Pero, claro, también tenía motivos para creer que ella no aceptaría un no por respuesta, y que tendría algo muy feo preparado para el caso de que me mostrase rebelde. Caminamos mucho, creo que en dirección al puerto (aunque no podía estar seguro del todo: era un camino que nunca había hecho), y las calles se iban volviendo cada vez más irregulares y oscuras. Finalmente llegamos a un barrio de casitas muy bajas, muy pequeñas, oscurecidas por árboles y plantas gigantescas. Entramos en una, que no pude diferenciar del resto. Pasamos la puerta de alambre de entrada al jardín del frente, espantamos a un perrito toreador, dimos la vuelta en penumbras por el costado de la casa hasta llegar al fondo y, en medio de un fuerte olor a gallinas (acentuado por el calor y la inminente tormenta), la vieja encontró y abrió la puerta de la cocina. Encendió una lámpara de plástico rosa y cerró la puerta. Se sentó trabajosamente, y, luego de suspirar y velar un quejido, se dirigió a mí. -Fue una falta de respeto- me retó. 386 Mi estupor no fue algo como para ser contado, sino visto. En color y con sonido estereofónico. Como no había comentario posible, no hice ninguno. -Te he respetado como rival, y nunca te subestimé. Pero tu, al tenerme tan en menos, me has insultado muchísimo. Mi respeto hacia ti, hacia tu capacidad de hacer cosas que otros no hubieran podido, hizo que ni me conformara con perderte de vista por aquel pozo sin fondo, ni te subestimara, jamás. Nadie había salido de allí, es cierto. Nadie normal. Y aunque no podía creer que tu fueses el que tenía el poder (aún ahora no puedo creerlo, fíjate), algo siempre me decía “Vigila María, vigila. Vigila siempre” ¡Pero tú! ¡Tú! Dime, ¿qué pensaste? ¿”Esa vieja chocha jamás va a saber que conseguimos salir”? ¿”Tiene los sesos tan viejos que ni siquiera va a sospechar nada”? ¿O pensaste que si, que podía imaginar la posibilidad, y no tomar medidas? ¡¿Me consideraste tan estúpida como para quedarme tranquila con sólo arrojarte al Agujero, sin tomar ningún recaudo para el caso en que pudieras salir?!Estaba tan dolida, tan ofendida, que estuve a punto de darle mis excusas. A último momento me mordí la lengua, dándome cuenta de lo estúpido que se oiría eso. Pero por dentro tuve que darle la razón; no en lo de que no me había comportado respetuosamente hacia ella, por supuesto, 387 sino en lo de haber sido un estúpido. Tanto planear, tanto Tao Te Ching, tantas sutilezas de ajedrez, y vengo a bajar la guardia en el momento más importante. Sí que la subestimé. Me creí muy vivo, muy listo, muy astuto. Caí en la soberbia y, me temía, ahora iba a tener que pagar por ello. -Pues las tomé, ¿sabes?-Ah-Si. Una vez que me quedé sola...- hubo unos instantes de silencio, durante los cuales pasaron por su mente unas imágenes que me alegré de no compartir con ella -...una vez que me quedé sin mi gente- prosiguió, reponiéndose -usé el poder para traerte a Coatza. No corría riesgos, ¿sabes?: si seguías Allá, el poder no te sacaría, y si habías escapado, te descubriríaSilencio. -Y aquí estamos- dije. -Aquí estamos, si. Y ahora vas a oír lo que voy a mandarte, y lo vas a cumplir. Quiero que nunca, jamás, por ninguna razón, vuelvas a usar de tu poder. Ni para un volován. De hoy en más, yo seré la única en usarlo, ya que no puedo ser la única en poseerlo-Aha. Lógico. Entiendo. ¿Y si no quiero?388 -Si no quieres, tendré que recurrir a las precauciones que tomé. Verás: tu huerita no entró al Pozo enseguida de traerla del buque. Pasó un par de horas en esa casa, y en ese par de horas, yo le Hice algo- Los labios me cosquillearon fríos, supongo que porque la sangre los abandonó. Los oídos, poco a poco, empezaron a zumbarme: el horror iba revelándoseme poco a poco, entrampándome en la angustiosa sensación del partido irremisiblemente perdido. -Una cosa muy antigua, muy clásica. Duerme enroscada en su alma y nunca despertará, a menos que yo diga Las Palabras y haga El Rito. Si eres bueno y obedeces, nunca lo haré. Pero si no, si algo me interrumpe o molesta, entonces... Se quedó callada. Entendí que, hecha la amenaza, la reunión había terminado y no había más que hablar. No me preguntó si estaba de acuerdo, ni me preguntó si aceptaba sus condiciones: sabía que sí. Dí un paso atrás, como para irme, asqueado y harto de aquello, pero prosiguió. -Y por favor, no vuelvas a subestimarme y a pensar que puedes usar tu poder para salvarla. No puedes. No puedes deshacer un hechizo hecho en el pasado, y lo sabes. Y, aunque pudieras, no sabes cuál es. ¿Te acuerdas del viejo de Barcelona, que creía haber protegido a su mujer de todo?Me sentía como en un tanque cerrado que se estuviese llenando rápidamente de agua. La historia de Nadie, el cruel fin del romance de Nadie, volvieron a mí con 389 la vividez de lo que ya dejó de referirse a otro, y pasó a transformarse en la descripción de lo que le espera a uno -fue una fea cosa, es cierto, pero te aseguro que lo que tengo preparado para ti, es peor. Pude haber hecho, por ejemplo, que ella no pueda evitar matar a sus crías recién paridas, a pesar de amarlas con todo su corazón. ¿Te imaginas el horror de una madre que ama a sus hijitos, y se ve a si misma asesinándolos con sus propias manos? ¿Imaginas el tuyo, por ella y por tus hijos? Ella atacaría además a cualquier bebé con el que se encariñara, aunque tu y ella decidieran no concebir. Tendrías que encerrarla, hijo, encerrarla en un manicomio, encerrarla cuerda en un manicomio...- No podía irme, no podía moverme, no podía dejar de mirarla -Pude también, en cambio, haberla hecho odiarte y desear tu muerte por encima de todas las cosas. Y si la protegieses contra esas cosas, aun así quizá no fuesen ellas las que yo elegí, sino otra, como una horrible peste de la piel, o la tendencia a engendrar monstruos deformes. ¿La seguirías queriendo si la carne se le cayese de la cara, y su calavera, viva, te recriminara siempre que su desgracia es tu culpa? ¿O si cada hijo que naciese fuese más horrible y más deformado que el anterior?El molinete que hizo mi brazo fue tan rápido que sentí vibrar las puntas de los dedos por la turbulencia del aire alrededor de ellos. Mi mano, extendida y tirante, golpeó como un machete el cuello de la vieja un poco debajo de la oreja. 390 Antes de que ella o yo supiéramos qué había pasado, la misma mano volvió a golpearla. Un golpe cortito y duro, esta vez de frente, con el talón de la palma, desde abajo, y en el tabique de la nariz. Lo sentí quebrarse y hundirse cráneo adentro. Cayó enroscándose. Me agaché casi igual de rápido a su lado, espantado por lo que había hecho. No lo había querido ni decidido, y quizás por eso fue que logré hacerlo. Sólo algo que estaba fuera de toda cadena posible de hechos podía haber sucedido en contra de las disposiciones para su protección que, sin duda, había tomado la bruja. O tal vez ella hubiese previsto todas mis posibles maniobras mágicas y lógicas, no esperando jamás una reacción animal tan estúpida de mi parte. De ser así, resultaba grotescamente irónico que su error, a su vez, había sido sobreestimarme. No era lo importante entonces. Por más que la odiara, aún habiendo –sin pretenderlo- eliminado su maldita influencia de la única forma posible, aún así me sentía un miserable por haber golpeado a una anciana. No era el tipo de solución que yo quería para todo esto, y no era la forma en que yo hacía las cosas. Estaba mal. ¿Ah si? ¿Y de qué forma esperabas resolver esto, tarado? ¿O de veras te creíste todo eso que le dijiste a Aída del empate eterno de poderes con la bruja, y de que cada uno se iba a quedar tranquilito e impotente en su casa para siempre? Sabés perfectamente bien que no es posible, que viola una de las leyes fundamentales de la naturaleza: las 391 competencias se resuelven. No hay empate en el mundo de Darwin. Y el que pierde, se va. La dí vuelta. Su cara era un desastre. Ni por un momento pensé que pudiese sobrevivir, y me dí cuenta de que lo más saludable para mí sería levantar vuelo ya, antes de que alguien volviese a la casa y empezase a los gritos. Por otro lado, comprendí de inmediato, si la vieja recuperaba aunque fuese unos minutos la conciencia, Aída estaría perdida: no me cabía ninguna duda de que emplearía esos últimos minutos para vengarse de nosotros, detonando la bomba puesta en la mente de mi mujer. Tenía que asegurarme de que pasara del desmayo a la muerte sin pasar por la conciencia. Debía, para decirlo más crudamente, rematarla. No tenía por qué ser muy difícil: al fin y al cabo, ya estaba mortalmente herida. No iba a empeorar mi barbaridad, solamente iba a apurar un poco las cosas. Pero sin embargo, a sangre fría, no sólo no pude, sino que, además, la ubiqué de forma tal que estuviera cómoda y no se ahogara con su propia sangre. Pasaban los segundos, transformándose en minutos, y, a pesar de darme cuenta de que me acercaba peligrosa e inútilmente al momento en que me descubrirían, así y todo no acertaba a abandonarla. Si no me iba pronto, Aída terminaría maldita y yo preso. Podía evitar el peor de los futuros posibles con un 392 golpe de cuchillo y una carrera, y, en lugar de eso, me quedaba enjuagando la sangre de su cara y tomándole el pulso. Finalmente, al notar su pulso totalmente errático y su respiración cesando de a ratos (volviendo en un estertor horrible), decidí que podía darla por muerta así como estaba, y salir corriendo de una vez. Llegué a la puerta de la cocina, traté de recordar si había tocado algo para limpiar mis huellas, concluí que no y, cuando ya me iba y la miraba por última vez, helado, vi que se encogía de hombros. -Con el Poder no basta...- susurró. Luego vino el último estertor, y su pecho se quedó quieto. Para siempre. Libre otra vez de usar mi cortaplumas, volví al buque sin problemas. En taxi. Y de la marca que elegí. Ni por un momento temí que la bruja hubiese podido intentar algo contra Aída. Yo sabía cómo se usaba el cortaplumas, y no era sólo cosa de decir las palabritas, tirar polvo mágico y sacudir la varita: había que estar lúcido y concentrarse en la imagen de lo que se pretendía. No tuvo tiempo ni claridad mental para hacer nada, e incluso creo 393 que tampoco plena conciencia. Prueba de ello eran sus últimas palabras, totalmente incoherentes con lo que estaba ocurriendo y en las cuales Aída, cuando el remordimiento me inquieta y vuelvo a hablar del asunto con ella, cree percibir una no pretendida admisión de suicidio. En efecto, Aída cree que, conseguido todo el poder que quería, la vieja dejó de tener motivos para seguir viviendo. Algo de eso puede haber, lo admito. Ya Nadie había pasado por eso, y lo había manejado por el lado de crecer, de aprender, y de la ética. La bruja, en cambio, no deseaba el poder como medio para conseguir determinado fin, ni para obtener placeres, ni tampoco para imponer ideales o principios. Ni siquiera para hacer el mal. Quería el poder por el poder en sí mismo. No había buscado otra cosa en su vida. No sabía hacer otra cosa que luchar por obtener más poder. Una vez obtenido lo máximo posible, ¿en qué emplearlo? ¿Qué pedir, qué evitar? Si, pudo haber sido un suicidio inconsciente. Quizá nunca la sorprendí, quizá no se olvidó de protegerse contra mí, quizá toda esa descripción macabra de lo que podía hacerle a Aída formaba parte desde el principio de un plan para sacarme de mis casillas y terminar así como terminamos. Jamás lo voy a poder saber con certeza. Por el momento, me bastó con saber a Aída a salvo. 394 Durante el viaje de bajada, y una vez que me repuse del shock por lo que hube hecho, me remangué las mangas de la mente, como quien dice, y comencé de nuevo a trabajar. Necesitaba un nuevo proyecto. Porque, como se me hizo evidente desde que la botella de Nadie me alcanzó en la playa equivocada, el viejo cometió algún error conmigo. Quizá yo no era el encargado de relevarlo, sino apenas el único a mano que podía llegar a manejar el cortaplumas y llegar a tiempo a su fallecimiento, o tal vez sí era yo, pero debían pasar aún muchos años para que reuniera todas las características usuales para ser uno de “Nosotros” (vivir más años en un mundo moldeado por el rumbo que le daban ellos a la causalidad, digamos, para que mi carácter y mi temperamento, cuando fuese ya mayor, también estuviese moldeado de esa forma). El caso es que, si bien mentalmente era su igual en lo que a dominar el cortaplumas se refiere, nuestras formas de ser y de ver el mundo eran muy distintas. Yo no era como se suponía que Nosotros fuimos y debíamos ser para siempre. El choque con los brujos fue resultado de eso, con lo malo y lo bueno que pudo haber salido de ello, y me daba cuenta de que la cosa no iba a terminar ahí. No podía, sencillamente, tener el cortaplumas en la mano y usarlo sólo para vivir bien y tranquilo. Me parecía terriblemente egoísta e irresponsable. Me parecía un pecado. 395 No iba a poder evitar ponerlo a trabajar. Quizá no con mis modestas ideas, quizá no con la ingenuidad con que Nadie se metió a corregir políticas y gobiernos, pero si poniéndolo secretamente a disposición de aquellos hombres de buenas ideas y corazón íntegro que sin duda andan por ahí. Seleccionando a los mejores hombres del mundo (algunos tendría que haber...) quizá, con los años, consiguiera armar un equipo que pudiera ayudarme a ser útil. Pero, y de acuerdo con mi experiencia en esto, primero dedicaría todo el tiempo necesario a un Plan, un criterio, y toda una serie de controles, gambitos, y jugadas, para asegurarme de que las cosas se hicieran como debían, y nadie pudiese sacar provecho personal del asunto. Tenía que trabajar, tenía que hacer, y tenía que trabajar y hacer con un sentido y con un fin en la mente. Sobre todo porque la bruja, en su agonía, me hizo un último favor a mostrarme el verdadero y el único peligro que podía amenazar mi vida futura. Porque, como ella concluyó, con el Poder, es cierto, no alcanza. Así que apuré el buque y la bajada. Tenía mucho que hacer. Tenía que casarme, tenía que engendrar mi primer hijo, y tenía que empezar a arreglar el mundo. (Aunque no necesariamente en ése orden) 396 Alianza Campana, km171, 3/11/96 397 Este libro fue distribuido por cortesía de: Para obtener tu propio acceso a lecturas y libros electrónicos ilimitados GRATIS hoy mismo, visita: http://espanol.Free-eBooks.net Comparte este libro con todos y cada uno de tus amigos de forma automática, mediante la selección de cualquiera de las opciones de abajo: Para mostrar tu agradecimiento al autor y ayudar a otros para tener agradables experiencias de lectura y encontrar información valiosa, estaremos muy agradecidos si "publicas un comentario para este libro aquí". 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