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Mi Camino de Santiago, paso a paso; por Carolina AcostaAlzuru
Carolina Acosta-Alzuru · Thursday, September 8th, 2016
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Fotografía de Carolina Acosta-Alzuru
I
Un ejército de pies bonitos está sentado frente al Mar Caribe. Sobresalen orgullosos
de la arena y, como sus dueñas, sonríen al sol. Las conozco bien a ellas y a sus pies.
Son mis amigas del colegio, una fuente inagotable de energía que me acompaña desde
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la infancia. Miro sus pies de pedicura perfecta y entierro los míos —impresentables—
en la arena tibia. Perdí una uña recientemente. La nueva es chiquita y deforme. Pronto
perderé tres uñas más. Dos tienen ya la palidez de la muerte y una, la del dedo gordo
del pie izquierdo, como es más grande tiene vocación de escándalo, así que se debate
entre el vinotinto y el morado obispo.
—Caro, cuéntanos de tu Camino de Santiago.
Sonrío y saco los pies de la arena. Sólo ellos pueden contar bien esa historia.
II
5 de enero de 2015
Guillo,
No es una resolución de Año Nuevo ni nada que se le parezca… pero… quiero que
consideremos planificar hacer (cuatro verbos en ese orden) el Camino de Santiago en
junio de 2016.
C.
Carola, la caminata me parece machete. Pero, ¿por qué se te ocurrió eso? ¿Y por qué
en esa fecha?
G.
Creo que es un plan perfecto para ti. Se parece a ti. En cuanto a mí, no sé todavía bien
por qué lo quiero hacer. Tiene que ser en 2016 porque necesito tiempo para pensarlo
y planificarlo. Además, este año ya sé que me toca viajar bastante. En fin, hablamos en
la casa.
C.
PD: No sé de dónde voy a sacar el tiempo, pero tengo que empezar a caminar ya.
Caminar mucho.
III
Llueven hojas mientras camino por Santiago. Los Andes me miran salir de la pensión
todos los días a la misma hora. Tomo rutas largas y distintas que terminan en mi salón
de clase en la Universidad de Chile. Ya camino hacia la otra Santiago.
En la soledad de Sapelo Island voy hacia la playa con paso apurado. Está oscuro, pero
no tengo miedo. Tres kilómetros después el sol y yo llegamos puntualmente a nuestra
cita. Él se levanta dorado sobre el mar y yo me siento en la arena fría a saludarlo y
dejarme bañar por él. Regreso como nueva.
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San Francisco es una serpentina. ¿Será éste un buen entrenamiento para la etapa de
los Pirineos?
Vuelvo a andar los pasos de mi infancia y adolescencia. Voy de un extremo a otro de
Playa Azul en el litoral venezolano. Muchas veces. La distancia es corta, el paisaje
entrañable. Quisiera caminar aquí para siempre.
Los bosques de mi vecindario en el Sur de Estados Unidos ya se acostumbraron a
verme a pie en las cuatro estaciones. Me sé de memoria todas las rutas posibles. Atrás
quedaron las ampollas de los primeros días. El tiempo sigue siendo mi enemigo; tengo
demasiadas cosas por hacer. En mi oído una lección de portugués. Ando multitasking.
Es necesario.
Transito sin descanso por la web leyendo todo cuanto puedo. Veo innumerables fotos y
videos de peregrinos siguiendo las flechas amarillas que indican la ruta hasta
Santiago. Dicen que nadie se pierde, que esas flechas son compañía constante. En mi
mente hago el Camino mil veces. No sé si serán suficientes.
IV
Nuestra aventura tiene forma y fecha. Haremos el Camino Francés, declarado por la
Unesco como Patrimonio de la Humanidad. Empezaremos en St. Jean Pied de Port a
principios de junio. Sólo tenemos un mes disponible, así que tendremos que hacer
algunos tramos en autobús o taxi. Nos alojaremos en albergues de peregrinos y en
hostales. Nuestro equipaje: morrales.
Sí, a los 57 y 61, Carolina y Guillermo se irán de mochileros a Europa.
Ruta de El Camino de Santiago. Imagen de The walk Camino
V
Fascitis plantar. Dr. Morris me explica que ésa es la causa del dolor que siento en el
talón izquierdo cuando me paro por las mañanas.
—¿Cómo se quita eso?
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Un podiatra me examina, interviene mis zapatos con unas plantillas especiales, me
prescribe hielo y una talonera ortopédica, y me enseña a darle masajes de tejido
profundo a mi inflamada fascia plantar. En sus ojos veo la duda de si podré hacer El
Camino. Me explica que la fascitis empeora con los movimientos intensos o
repetitivos.
Ah, ok.
Googleo “walking the Camino with plantar fasciitis” y no me gusta lo que encuentro.
“Devastating news”, “Camino ending condition”. Cierro mi laptop. Me voy en dos
meses.
Punto y se acabó.
VI
Al bajarnos del autobús en St. Jean Pied de Port arranca a llover. Nos guarecemos
bajo un alero y buscamos afanosamente en nuestros morrales los ponchos
impermeables que, menos mal, compramos ayer en Madrid. Cuesta ponérnoslos y
luego colocarnos los morrales debajo de ellos. Teníamos que habernos puesto primero
el morral y luego el poncho. Somos nuevos.
En el Albergue Beilari, nuestro primero de El Camino, pernoctamos 22 peregrinos.
Nos conocemos en la cena. Hay unas 13 nacionalidades allí. InclusO está Jen, quien
tiene un blog sobre El Camino que he leído asiduamente. El mundo se achica. Somos
familia por una noche. Mañana arrancamos. No sé si voy a poder dormir.
Sueño con flechas amarillas. ¡Buen Camino!
VII
Toco el cielo en Orisson, en los Pirineos franceses. Extasiada ante la vista, devoro un
sanduche de jamón serrano que se convierte en sonrisa luego de los primeros ocho
kilómetros en los cuales subimos 800 metros. Unforgivinges es la palabra que le calza
a la cuesta cuya inclinación aumenta a medida que avanzas. En venezolano: jodida. No
te da cuartel.
En la noche 30 peregrinos, cuya edad promedio es la nuestra, nos paramos uno por
uno a explicar por qué estamos haciendo El Camino:
—Después de cuarenta años de matrimonio mi marido me dejó por una mujer
mucho más joven. Mis hijos adultos ya tienen sus propias vidas y me di cuenta
que nunca he hecho nada por mí y para mí. Y decidí hacer El Camino de
Santiago.
—Estaba en mi “bucketlist” (lista de cosas por hacer antes de morir), por eso
estoy aquí.
—Recientemente descubrí que mi hijo está en drogas. No sé si hago El
Camino para entenderlo y poderlo ayudar o para olvidarlo.
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—No puedo decir por qué lo hago. Eso queda entre Dios y yo.
—Necesito escuchar mi propia voz. Hay mucho ruido en el mundo y pienso
que el silencio de El Camino me ayudará a escucharme.
Llega el turno de Guillermo:
—Mi esposa me trajo. Ella piensa que es una experiencia que voy a disfrutar.
Creo que tiene razón. Hice muchas excursiones en mi juventud que me
dejaron buenos recuerdos.
Todos los ojos se voltean hacia mí. Me paro apenada. Siento que mi razón es
superficial al lado de lo que he escuchado.
—Sí, creo que El Camino está hecho a la medida de Guillermo. En mi caso, es
al revés. Es salirme totalmente de mi zona de confort por un mes. Soy
profesora, mi trabajo es intelectual. Paso horas sentada, la parte de mi cuerpo
que más ejercito es el cerebro. Crecí en una familia sobreprotectora que no
me permitió vivir aventuras. Ésta es mi primera excursión, este es mi primer
morral. Creo que debe haber un aprendizaje en todo esto.
VIII
(Primer aprendizaje: vivir sin WiFi. La última vez que lo tuvimos fue en Madrid, hace
dos días. Tengo Síndrome de Abstinencia).
IX
A veces lo que no vemos determina nuestro futuro.
En el Collado de Lepoeder, el punto más alto de la etapa en Los Pirineos (1.450
metros), nunca vimos la señal que indicaba la ruta asfaltada que pasa por Ibañeta
antes de llegar al final de la etapa en Roncesvalles. Seguimos la consabida flecha
amarilla y ella nos lanzó a la temida bajada que nuestra guía marcaba con un signo de
exclamación rojo (!) por peligrosa. Una caída de 500 metros en 4 kilómetros. No es lo
mismo decirlo que bajarla. Y menos con dos meniscos rasgados y dos ligamentos
previamente lesionados.
—Esta equivocación me puede fregar el Camino, Guillo.
—Vamos, Carola, poco a poco.
Voy frenando, ayudándome con los bastones de trekking. Despacio. Aterrada.
Angustiada.
A los veinte minutos, siento el latigazo en el ligamento exterior de la rodilla izquierda.
De ahí en adelante cada paso me duele. Mientras tanto, la gravedad, ayudada por la
plantilla extra que el podiatra me indicó en la última cita, empuja mis pies hacia
delante e incrusta mis dedos contra la punta de las botas con las que he entrenado
durante diez meses sin que sucediera esto. Claro, nunca bajaron una pendiente así.
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No hay en todo el estado de Georgia una pendiente como esta.
Frente a mí, Guillermo baja con la agilidad de un adolescente. Se adelanta y me
espera. Se adelanta y me espera. Me mira con una mezcla de preocupación,
admiración y lástima. A nuestro alrededor un bosque de hayas y abetos crece en la
pendiente endemoniada. Hermoso, había leído que es este bosque. Yo lo veo oscuro e
interminable.
Finalmente llegamos al gigantesco Albergue de Peregrinos de la Real Colegiata de
Roncesvalles. Me siento como si tuviera simultáneamente dengue, zika, chikungunya y
hepatitis.
Quiero llorar.
Me voy a las duchas minúsculas. Me duele todo. Estoy torpe. Agotada. Me cae jabón
en el ojo. Me cae la séptima plaga de Egipto, eso es.
Guillermo sugiere que descansemos un poco. Él se queda dormido de inmediato. Yo
me paro a los diez minutos sin haber cerrado los ojos. Bajo a la planta principal
buscando WiFi. Cada escalón me duele. En la recepción veo llegar a una muchacha
sola con su morral a cuestas. Casi no puede caminar. Tiene la mirada vidriosa y la
palidez le ha borrado los labios. Cuando el hospitalero le habla, suelta el morral y se
echa a llorar mientras repite en francés “No se terminaba nunca”. Ella soy yo hace
una hora; pero ella es más valiente que yo y no contiene el llanto. No habla inglés ni
español. Los hospitaleros no la entienden. La abrazo y con mi francés machucado la
calmo y le cuento que la bajada casi me mata a mí también. Que se va a sentir mejor
pronto.
Yo me siento mejor con sólo poderle decir eso.
Asistimos a nuestra primera Misa de Peregrinos. Al final el sacerdote nos llama a
todos al altar para bendecirnos. Nos paramos con dificultad. Somos un regimiento de
caminar torpe. Vamos calzados con sandalias que le dan descanso a nuestros pies ya
salpicados de curitas y adhesivos. Nos bendicen en seis idiomas. Lo necesitamos.
Muchos peregrinos toman Ibuprofeno antes de dormir. “Será mi mejor amigo”, me
dice alguien desde su litera. Yo sonrío con un dejo de envidia. Soy alérgica a la
aspirina y todos sus primos: Ibuprofeno, Naproxeno, todos. Habrá que guapear,
pienso, sin entender realmente lo que eso significará en los días que vienen. Reviso
mis pies. No hay ampollas, pero el dedo anular del pie derecho tiene algo. No sé qué
es. La uña se ve extraña. Muy extraña.
X
Dos días después estoy en la medicatura de Zubiri. Mis ojos están magnetizados por
una gigantesca ampolla en carne viva en el talón de un peregrino danés. Dudo de mis
propios dolores. Quizás exagero y no debería estar aquí sino caminando para
Pamplona.
Me hacen pasar. La enfermera revisa el dedo anular de mi pie derecho y suelta la
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bomba:
—Tienes una ampolla bajo la uña.
—¿Qué? ¿Cómo pasa eso?
—Te la tengo que drenar. Luego cuídala que no se infecte. Te daré unas
agujas para que la drenes de nuevo, si es necesario. Estas ampollas
subungueales suceden por traumatismo cuando los dedos golpean el calzado.
Tienes ampollas en tres uñas más, pero esas están pequeñas, no hay que
drenarlas sino proteger los dedos y observarlas. Perderás todas esas uñas,
eso sí.
Todavía en shock, paso con la doctora que me revisa la rodilla izquierda disparando
indicaciones a ritmo de metralleta:
—Tu rodilla está resentida, pero no fatal. Dale descanso hoy, toma el autobús
hasta Pamplona. Quítate el peso de la mochila, usa uno de esos servicios de
envío. Cuando llegues a León, compra unos zapatos de senderismo menos
pesados que las botas. Ponte una rodillera si eso te hace sentir mejor. Tu peor
problema es tu alergia a los antiinflamatorios. No puedo infiltrarte, no puedo
prescribirte nada que te ayude. Solo acetaminofén para el dolor. ¡Buen
Camino!
¿En serio?
XI
Tengo la mente en blanco. Yo, que me paso la vida pensando, analizando y
planificando, no puedo pensar. Solo siento. La rodilla, el talón, este dedo del pie o el
otro. Siento el dolor en pasado, presente y futuro. Miro hacia delante, viene una
subida larga y fuerte. Clavo los ojos en el piso. Me concentro en cada paso, en cada
respiración. Escucho el crujido de mis pisadas sobre el terreno pedregoso. Paso a
paso. Llegaré a Santiago paso a paso. Pero, ¿cuándo empezaré a pensar de nuevo?
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Alto de Perdón, Navarra, España. Fotografía de Hans-Jakob Weinz tomada de Flickr
El Alto del Perdón es uno de los íconos del Camino. Con su monumento al peregrino
que reza: “Donde se cruza el camino del viento con el de las estrellas”, y sus
esculturas de peregrinos a pie y a caballo, es un lugar hermoso. Al fondo los molinos
del primer parque eólico de Navarra le agregan un toque de idealismo y modernidad.
Tomamos fotos de la vista y de nosotros. Respiro profundo, contenta de haber llegado
hasta el lugar que esta mañana apenas se veía en la lejanía. Estamos 350 metros más
altos y a 12 kilómetros de donde salimos. Reviso mis pies. Refresco algunos vendajes.
Tomamos más fotos. Nos asomamos a la bajada. Se ve temible.
Por una senda de piedras sueltas descendemos 300 metrosen apenas 2.5 kilómetros.
Llego a Uterga maldiciendo. Hoy hace calor y la rodilla ya casi no me da. Uterga es
polvorienta y minúscula. Vamos hablando de que necesitamos buscar un baño y un
muchacho que está sentado frente a un albergue nos pregunta de dónde somos.
Resulta que él también es venezolano y ese es su albergue. Nos invita a pasar, nos
ofrece el baño, agua y unas aceitunas. Conversamos. Salió de Venezuela con su abuela
cuando apenas tenía 15 años. Toda su familia está en Maracaibo y Barquisimeto.
Habla con una nostalgia inmensa. Se le humedecen los ojos cuando nos dice que
quiere tener hijos que crezcan en Venezuela. Se me parte el alma de dejarlo allí en esa
nada en el medio de la nada que es Uterga. Lo más triste es que quizás está allí mejor
que en nuestra devastada Venezuela.
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Dicen que El Camino le habla a uno. En Grañón lo hizo en voz clara e inteligible.
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Grañón parece sacado de una canción de Serrat. El sol y el viento son sus personajes
principales. En su centro está la Iglesia construida totalmente en piedra, húmeda e
impresionante. El Albergue Parroquial San Juan Bautista queda en uno de sus
costados. Subimos por unas escaleras oscuras y difíciles. Aquí no se le niega albergue
a nadie. El que quiera puede dejar un donativo. Hay una cocina estrecha, un recinto
con mesas y una escalera hacia la gran buhardilla donde están las colchonetas en el
piso. Allí dormiremos.
Más arriba aún, en el ático de la iglesia, hay una batea para lavar la ropa, la cual
luego hay que llevar a secar a un tendedero que queda dos calles más allá, en una
esquina del pueblo llena de maleza donde el viento es tenaz. Dos horas después la
ropa está seca.
En la noche preparamos la cena entre todos: un ollón de pasta con salchichas,
ensalada, pan y, por supuesto, vino. Suficiente para alimentar a los 54 que
dormiremos allí.
El hombre que está sentado junto a Guillermo es diferente al resto de los peregrinos.
Le faltan algunos dientes, su piel es de un cobre profundo y tiene el cabello enredado.
—Vivo en El Camino hace tres años. Soy drogadicto. Dejé de drogarme
cuando empecé a caminar. Si paro, caigo otra vez en las drogas. Camino
hasta 40 kilómetros diarios, lo necesario hasta llegar a un albergue gratis. Si
no hay, duermo en un banco. A veces tengo que pedir para poder comer. Pero
no debo parar de caminar. No puedo.
No sé qué decirle.
Bajando del albergue hacia la iglesia, Guillermo pela un escalón, vuela y aterriza de
cabeza contra la puerta de madera de un pequeño closet. Se para sin un rasguño. Una
caída sin consecuencias contra la única superficie que no es de piedra maciza en el
trayecto de las escaleras.
En Grañón dormimos en el piso, conocimos al hombre que vive en El Camino y
Guillermo volvió a nacer.
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El Grañón, La Rioja, España. Fotografía de Josef Grunig tomada de Flickr
XIV
Mi mente se despierta antes que mi cuerpo. Antes de abrir los ojos ya pienso en el
pelotero Albert Pujols. En el 2013 terminó en la lista de lesionados de los Angelinos
debido a la Fascitis plantar de su pie izquierdo. Llevo casi 100 kilómetros caminando
con esa condición. Me faltan muchos más. A Pujols le pagan millones, aún sin poner
un pie en el campo de béisbol. Yo escogí caminar así. ¿Estaré loca?
Mi mente intenta dialogar con sí misma:
—¿No era esto lo que querías, Carolina? ¿No era que querías vivir una
experiencia “totalmente fuera de tu zona de confort”?
—Sí…
—Es cierto que caminas con un desastre en los pies y que la rodilla no deja de
molestarte, pero levanta la mirada hoy, observa la belleza, deja de sintonizar
tus múltiples dolores.
—Sí…
—Párate, es hora.
Estiro mis adoloridas piernas, siento cada músculo y cada tendón. Abro los ojos. Los
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peregrinos se desperezan, comienzan a hurgar sus morrales y a desfilar hacia el baño.
Me siento y, disciplinada, tomo la loción mentolada que me dio el podiatra y le hago el
primer masaje del día a mi quejumbrosa fascia plantar. Es la única manera de evitar
que mi talón proteste al dar los primeros pasos de la mañana.
De la litera superior se descuelga una mano que tomo con una de las mías.
—Buenos días, Carola
—Hola, Guillo, buenos días, ¿le damos?
Son 22 kilómetros hasta Villadangos del Páramo.
XV
En una ventana en San Miguel del Camino hay una cesta llena de galletas, caramelos
y nueces. Tiene una bandera de España y una pizarra que dice:
Peregrino esto es para ti.
Te lo da Agapito, el Amigo de los Peregrinos.
Buen Camino.
A 200 mts. tienes agua potable.
Me conmuevo y me preparo para tomar una foto. Se abre la ventana y aparece un
señor mayor, el propio Agapito, para darnos sus chucherías. A mí me regala una rosa
bebé. Se la pongo a mi sombrero. Camino sonreída, he conocido a uno de los ángeles
del Camino. Y, mágicamente, la rodilla me duele menos.
XVI
Un río de peregrinos sube hacia el punto más alto del Camino Francés y uno de sus
lugares icónicos: la Cruz de Ferro (1.505 metros). La cuesta es “sosegada”, como
dicen los españoles. Preciosas campanillas moradas la salpican de color. Me trago la
vista con los ojos. A lo lejos hay unos molinos de viento. Estamos más altos que ellos.
Sonrío. De repente, nuestro objetivo del día está ante nosotros. Pequeña, en el tope de
un inmenso mástil y con el cielo más espectacular que yo haya visto como telón de
fondo, la Cruz de Ferro me mira a los ojos que se me humedecen irremediablemente.
Soñé con este momento.
Dice la tradición que uno deja una piedra allí con un mensaje y con ella descarga una
pena elevando una oración. Yo estoy lista: traje una pequeña piedra de cuarzo de
Venezuela. Escalo el gigantesco montículo de penas y peticiones que han dejado allí
los peregrinos que me precedieron y deposito mi cuarzo cerca de la base del mástil
pidiéndole a Dios que nos muestre con nitidez la luz al final del largo túnel que ha
transitado mi país y que nos señale el camino hacia días mejores.
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Finalmente no solo lo entiendo, sino que también lo acepto: no puedo caminar más de
15-18 kilómetros diarios. Es lo que dan mi rodilla y mi fascia plantar. Replanificamos
lo que falta para llegar a Santiago. Habrá que saltarse algunos tramos en un vehículo.
Es difícil aceptar las limitaciones propias cuando uno se ha pasado la vida soñando en
grande y caminando hacia metas personales y profesionales complicadas de acceder.
(“Te propones mucho”, me dijo Guillermo hace un tiempo). Pero mi cuerpo decidió
tomar el protagonismo de esta aventura y se convirtió en mi reto mayor. Me gritó
hasta que lo escuché. Y una vez que lo hice, pude ver más allá de él.
Y entendí que, a pesar de mi pensamiento liberal, mi feminismo y mi determinación a
no enlazar mi autoestima con la talla de mi pantalón, es aquí en el Camino de Santiago
donde por fin separé mi cuerpo de su apariencia. A diario reviso y trato
individualmente cada uno de los dedos de mis pies. La rodilla tiene su rutina de hielo y
viste una imponente rodillera. Y sigo masajeando la fascia, no faltaba más. Mientras
tanto camino con la cara lavada, el cabello secado al sol y dos mudas de ropa. No me
importa cómo luzco, solo quiero que mis lesiones sanen. Quiero llegar a Santiago.
—Mija, ofréceselo a Dios.
—Carola, pídele a Dios por algo y ofrécele esos dolores que sientes.
Las voces de mi suegra y mi mamá suenan en mis oídos mientras subo determinada
las muchas cuestas desde Sarria hasta Mercadoiro. Siempre me ha incomodado eso de
“ofrecerle a Dios”. Me parece un trueque inaceptable. Sí, creo en Dios. Sí, rezo. Sí, le
vivo pidiendo salud para mi familia y para mi país. Sí, también le agradezco. Pero
nunca le he dicho que le ofrezco algo a cambio de otra cosa. Y no es aquí donde voy a
empezar a hacerlo.
Me pregunto si será que mi Camino tiene tanto dolor físico porque no tengo
malestares emocionales ni psicológicos en esta etapa de mi vida. Y me doy cuenta que
esa es también una estructura de pensamiento católico con la que nunca he estado
conforme. Ese tema de que tiene que haber sufrimiento porque es este el que nos
lleva a Dios. Que no hay paraíso sin sufrimiento. Que alguien “se va a ir directo al
cielo porque ha pasado por tanto”. Nunca he estado de acuerdo con el énfasis que se
le da a esa ecuación. La decencia, la honestidad, el hacer el bien también tienen que
ser caminos para el paraíso.
XVIII
Camino cantando desde que salimos de Hospital da Cruz. La música de Serrat que ha
habitado mi cerebro desde que entramos a España sale a torrentes por mi boca, sin
importarme quién está cerca de mí. Es la desinhibición total y la felicidad pura. Es
euforia. No me duele nada. Por primera vez desde la fatídica bajada de Roncesvalles
en el día 2, hoy día 18 no me duele nada. Guillermo me ve perderme entre los
sembradíos cantando.
De vez en cuando la vida nos besa en la boca y a colores se despliega como un
atlas,
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nos pasea por las calles en volandas, y nos sentimos en buenas manos;
se hace de nuestra medida, coge nuestro paso
y saca un conejo de la vieja chistera
y uno es feliz como el niño cuando sale de la escuela.
La felicidad dura 7 kilómetros exactos.
Encontramos una bajada. Una de esas tipo tobogán, de pendiente pronunciada, llena
de rocas. Asesinan mi rodilla. Es imposible bajarlas sin sentir, de nuevo, el latigazo en
el ligamento exterior. De ahí en adelante el dolor crece, la rodilla va perdiendo
movilidad y mi Camino se pone oscuro, aunque brille el sol.
Se solicita etapa sin bajadas, por favor. Quiero seguir cantando.
XIX
No hay peregrino más feliz que Guillermo Alzuru. Se deleita con la naturaleza y
socializa hasta con las piedras mientras asume los múltiples retos de El Camino con
emoción. Guillermo está mandado a hacer para esta aventura, en eso no me
equivoqué. Su destreza es todo terreno. Sus pies son inmunes a las ampollas. Sus
rodillas solo tienen 20 años. Su anatomía tiene la memoria corporal de su paso por el
Centro Excursionista Loyola (CEL). De hecho, en términos de visión de vida, él sigue
en el CEL. Guillermo está construido para caminar 30 kilómetros diarios y me da dolor
que mis limitaciones lo restrinjan a él también. Lo hace sin queja, solidario. No me
sorprendo. Tenemos 40 años caminando juntos.
Me enamoré de Guillermo a los 16 años y más nunca hubo más nadie para mí. Me casé
con él a los 20. Tenemos tres hijos que reúnen lo mejor de nosotros dos. Hemos dado
pasos cruciales al unísono, como mudarnos en 1993 de Venezuela a Estados Unidos
con tres niños pequeños y empezar de cero. También transitamos juntos la insondable
oscuridad cuando a él le diagnosticaron un tumor en el cerebro en 1997. Desde
entonces vivo con un milagro.
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Somos distintísimos, eso sí. Él
deportista, yo intelectual. Él pesimista,
yo impenitente optimista. Él buen
católico, yo siempre molesta con la
Iglesia por tantas razones. Él no
escucha las letras de las canciones, yo
me aprendo todas las que puedo. Él no
necesita ni metáforas ni poesía, yo no
puedo vivir sin ellas. Él que no se
acuerda de nada, yo memoriosa. Él
callado, yo parlanchina.
Somos el yin y el yang.
En El Camino descubrimos más
diferencias. Él excelente en las bajadas,
yo dejándolo atrás en las subidas. Él
fijándose en cada detalle de los baños
de los albergues, yo examinando las
camas. Él queriendo que nos llueva a
cántaros para vivir también esa
experiencia, yo rezando para que no
caiga una gota de agua. Él sano, yo
lesionada.
Fotografía de Carolina Acosta-Alzuru
La caminata, sin embargo, ha invertido algunas cosas. Aquí Guillermo es el gregario
de la pareja. Entabla conversación con todos los peregrinos mientras yo escucho en
silencio. Y su mala memoria ha desaparecido.
—Carola, mira, ¿aquel no es el búlgaro con el que nos tomamos el café en
Lorca?
—Mira quién está allá: la rusa que conocimos en Grañón.
—¿Ese no es el puertorriqueño con el que caminamos un trecho antes de
Puente La Reina?
Sonrío. Los que lo conocen no me van a creer cuando les cuente esto último sobre mi
Guillo, el peregrino más feliz de todo El Camino.
XX
Count your blessings, decimos en inglés mientras nos determinamos a completar el
vaso para luego declarar que está medio lleno. Y yo cuento las mías:
…la temperatura perfecta para caminar
…el cielo siempre azul, inclusive en Galicia
…la indescriptible belleza de El Camino
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…la ausencia de gripes, diarreas y otras enfermedades
…los litros de jugo de naranja perfecto que he bebido (estoy convencida de
que no hay una sola naranja ácida en España)
…la existencia de los “Menú del Peregrino”, abundantes y baratos
…wifi en casi todos los bares y cafés
…la familia y los amigos que, desde lejos, acompañan y aúpan cada uno de
nuestros pasos
…la brisa en las subidas
…las piedras no resbalosas en las bajadas
…que solo tengo Fascitis plantar en uno de mis pies
…que solo una rodilla me echabroma
…que mañana llegaremos a Santiago.
XXI
Primero la ves desde el Monte del Gozo, luego la escuchas al acercarte y, finalmente,
la pisas: Santiago de Compostela.
Caminamos con brío y emoción siguiendo las últimas flechas amarillas.
—Son Guillermo y Carolina. Enhorabuena, ¡habéis llegado!
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Santiago de Compostela, Galicia, España. Fotografía de bernavazqueze tomada de
Flickr
Es el hombre que vive en El Camino, el que conocimos en Grañón. Está sentado en el
banco donde durmió anoche. Llegó antes que nosotros y eso que él no hizo en autobús
ni un solo kilómetro. Se me aguan los ojos mientras le deseo Buen Camino. Sé que hoy
emprenderá El Camino en reversa, después de darnos la bienvenida a Santiago.
Ando cerca de las lágrimas. Estoy segura que cuando llegue a la Catedral, el punto
final de la ruta, me echaré a llorar. Lo he querido hacer tantas veces en el último mes
y me he contenido siempre. Creo que en mi interior decidí que guapear incluye no
llorar. Sin embargo, cuando finalmente nos paramos en el centro de la Plaza del
Obradoiro de cara a la Catedral no hay ni asomo de llanto. Euforia olímpica sí.
¡Medalla de oro para Guillermo y Carolina! Levantamos los brazos triunfantes. Fotos,
por favor.
Caminamos hacia la Oficina de Acogida del Peregrino. Increíblemente nos perdemos y
nos cuesta llegar. Es la primera vez que nos extraviamos en todo El Camino. Debe ser
porque no hay flechas amarillas que nos lleven allí. En la Oficina la atención es
individual así que vamos a taquillas distintas. Orgullosa, muestro mi Credencial del
Peregrino con todos sus sellos y me dan mi Compostela. Mi diploma, como le dice
Guillermo. La beso.
A la salida hay una capilla pequeña. Se escucha música sacra. En el altar una pantalla
muestra un PowerPoint con fotos y frases alusivas al Camino. Dejamos los morrales en
la puerta y nos sentamos.
Miro el piso y las lágrimas comienzan a correr. Veo mis zapatos polvorientos, y
escucho el crujido de mis pasos y mi respiración agitada en una subida. Se
arremolinan las imágenes, las sensaciones del último mes, el sudor y cada paso que di
hasta aquí.
Lloro sin parar por un largo rato. Guillermo me abraza en silencio.
XXII
—¡Desde St. Jean Pied de Port, peregrinos de Venezuela!
Palabras que son música para nuestros oídos orgullosos en la Catedral de Santiago,
donde es costumbre listar en la Misa de Peregrinos la nacionalidad y punto de
comienzo de los caminantes que llegaron ese día.
Media hora después el gigantesco botafumeiro se balancea sobre las cabezas de los
feligreses dejando su estela de incienso y espectáculo. Visitamos las reliquias de
Santiago, abrazo la estatua del santo. Son los rituales de llegada.
En la tarde paseamos por Santiago sin nuestros morrales. Vamos a sus lugares más
emblemáticos. Compramos souvenirs y Tarta de Santiago. Nos mezclamos entre los
muchos visitantes de esta hermosa ciudad. Pero no somos turistas, somos peregrinos.
Prodavinci
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18.09.2016
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Es otro nivel.
♦♦♦
Athens: 29 de Agosto de 2016
No hay suficientes caracteres para escribir lo que viví y aprendí en El Camino. No hay
escrito que le haga justicia. Es una experiencia monumental y profundamente
individual que estaré procesando por largo tiempo.
Durante un mes estuve expuesta a lo mejor de la naturaleza humana: bondad, nobleza,
solidaridad y determinación. Fuera de esa burbuja quedaron la intolerancia, los
fundamentalismos, la envidia, la deshonestidad, el odio y la violencia. Durante un mes
mi agenda tuvo un solo ítem: caminar. Parece simple, pero es tremendamente
complejo. Paso a paso vas a donde nunca has ido. Y no hablo solo de geografía. El
Camino es, como dice mi amiga Meche Febres, “una expedición hacia uno mismo”. Y
esa travesía no termina cuando llegas a Santiago.
Hoy, dos meses después de recibir nuestras Compostelas, me despierto sin dolores y
con una lista infinita de cosas por hacer. La Fascitis plantar casi ha desaparecido. Mis
pies —todavía impresentables luego de perder el 40% de sus uñas— continúan siendo
los narradores por excelencia de mi trayecto hasta Santiago. Sigo caminando varias
veces por semana por los bosques de mi vecindario. A veces con mi lección de
portugués en el oído. Otras, cantando a todo volumen. No hay día que Guillermo y yo
no rememoremos algún episodio de nuestra aventura mientras desciframos lo que
significó para cada uno.
Pienso a menudo en el hombre que vive en El Camino. Ahora sé que él no es el único.
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on Thursday, September 8th, 2016 at 8:40 am and is filed under Artes, Vivir
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