Reflexiones sobre el poder presidencial en Colombia

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Reflexiones sobre el poder
presidencial en Colombia
Hace veinte años, el mundo celebraba varios momentos democráticos que tomaron a todos por sorpresa: la caída del muro de
Berlín, la revolución de terciopelo en Praga, el gran movimiento
de Solidaridad en Polonia, el retorno triunfal de Mandela en
Suráfrica o el redescubrimiento de la democracia en Chile.
En América Latina se pensó que ésta era la época indicada
para cerrar la transición y abrir las puertas a la consolidación
democrática.
especial
C
Javier Torres Velasco
Docente e investigador
Doctor en Ciencia Política
Director del doctorado en Ciencia
Política
Facultad de Finanzas, Gobierno
y Relaciones Internacionales
[email protected]
olombia, así como sus instituciones y la juventud de los años noventa,
no permaneció indemne ante los vientos de renovación democrática e
hizo el tránsito hacia un nuevo siglo con entusiasmo. Una nueva generación lideró la reforma constitucional de 1991 a través de la séptima papeleta y el país encontró los argumentos necesarios para alcanzar la democracia
plena. El ideario que inspiró el cambio fue innovador, pues representó una
sensibilidad renovada y el resurgimiento del pensamiento crítico frente a las
ideas de razón, progreso, revolución y vanguardia, propias de la modernidad
(Jaramillo Jiménez, 1995, p. 36).
En este marco, el presidencialismo, característico de los regímenes políticos de las Américas, fue objeto de debate en cuanto éste no parecía consistente con la aspiración general a la democracia (Linz, 1994). En efecto, se
consideró que los mandatarios del continente parecían respetar las formalidades electorales de la democracia, pero pretendían gobernar sin control
alguno institucional o popular, fenómeno que Guillermo O’Donnell llamó «democracia delegativa» (O’Donnell, 2007, p. 15).
Quizás por ello, aunque Latinoamérica mantiene firme su apoyo a la
democracia desconfía de ésta, pues le resulta insatisfactoria (Rodríguez-Raga
y Seligson, 2010, pp. 184-185). Tal como afirma Jesús Silva-Herzog, «las reglas han cambiado y se han expandido los territorios de la libertad. Y, sin
embargo, la estructura de poder real de la sociedad apenas ha sido tocada»
(Silva-Herzog, 2010, p. 11).
Tensión dialéctica
Carlos Restrepo Piedrahíta advirtió que el sistema presidencialista se constituye a partir de una tensión dialéctica: «(…) de un lado, la nostalgia de la
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monarquía, y [de] otro, la aversión hacia la monarquía. Sin duda que este
fenómeno no es otra cosa que una particular forma de expresión del eterno
problema del poder: su completa e impetuosa voluntad de dominación sobre
hombres y cosas —es decir, hacia una cada vez mayor concentración de autoridad— que va indisolublemente apareada por la resistencia que esa voluntad
genera en sus destinatarios» (Restrepo Piedrahíta, 1988, p. 564).
La historia caudillista americana parece avalar la versión de la política
centrada en la figura presidencial. Según Dardo Pérez Gilhou, miembro de la
Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas de Argentina, «Entre las
causas determinantes de la presencia del ejecutivo fuerte está la vinculada
al predominio indiscutible del personalismo, encarnada en la mítica figura
del caudillo» (Pérez Gilhou, 2005, p. 19). Surgido de la guerra popular de
la independencia, el caudillo es un conductor social de personas que han
encontrado la igualdad en la lucha revolucionaria; su papel original consiste
en la representación directa del pueblo, la intermediación personal para la
realización de sus aspiraciones.
En su etapa moderna, el populismo parece ser la nueva encarnación de
la insurgencia popular caudillista: «El populismo canalizado por grandes gru-
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pos, ajenos generalmente al mundo de los dirigentes cultos, hace que cobren
fuerza, disconformes y resentidos con las aristocracias gobernantes, a quienes endilgan todos los males de los imperialismos de turno. Su descontento
se traduce inorgánicamente contra el “orden imperante”. Su energía apunta
al “que se vayan todos”, pretendiendo monopolizar una actividad política
que debería canalizarse legalmente por “sus representantes”, atentos al sistema constitucional. Se ponen en disponibilidad de quien aspire y logre, con
vocación caudillesca, “interpretarlos”, e interesa poco si los caminos son los
legales o los ilegales» (Pérez Gilhou, 2005, pp. 39-40).
Roto el sistema constitucional de representación, surge un «liderazgo
vacío» que apela publicitariamente a la participación masiva, lo cual abre
el espacio para la aparición de nuevos caudillos. Según David Apter, en la
actualidad «la mayoría de los gobiernos operan en un clima de populismo y
participación de masas… el problema consiste en la cantidad de populismo
que se controla y se plasma» (Apter, citado por Pérez Gilhou, 2005, pp.40).
Dicho en otros términos, la política moderna no consistiría más que en
una lucha plebiscitaria de outsiders, cuyo máximo trofeo es la conquista del
poder ejecutivo. Tal es el sentido del debate en torno al neopopulismo —concepto que indaga por las condiciones de posibilidad del populismo en la era
neoliberal (Galindo Hernández, 2007, pp. 148-151)—, la antipolítica —una
herramienta espuria para relegitimar el régimen (Herrera Zgaib, 2005, pp. 54
y ss.)— y a la ingobernabilidad del presidencialismo (Medellín, 2006).
Sin embargo, la idea de que la política colombiana haya sido dominada
por caudillos, como lo fue en las naciones del sur del continente, o que el
surgimiento del Estado pueda explicarse por la intensidad de la experiencia
populista es objeto de debate. En su polémica con el historiador Jeremy Aldeman, Eduardo Posada Carbó asegura que esta tesis es «contrafáctica» y ligera
en la medida en que abandona el estudio de las distintas trayectorias de la
democracia y el Estado en Latinoamérica, en particular la experiencia civilista
y liberal colombiana (Carbó, 2004; Deas, 2004).
¿Presidencialismo vs. parlamentarismo?
La teoría política indica que las relaciones entre el presidente y el parlamento
describen la manera como se organiza el poder en un sistema institucional. No obstante, para algunos es inútil plantear tal cuestión cuando
se considera a las sociedades «cubiertas con un barniz occidental»,
Al hacer un
como las latinoamericanas, ya que éstas practican una forma
balance sobre el poder
clientelista de «patrocinio microsocial» que les basta a las castas
presidencial se debe reflexionar
civiles para asegurar su dominio. Según Bertrand Badie y Guy
acerca de la calidad y efectividad
Hermet, «Este sistema de fachada por lo general parlamentaria,
de su liderazgo, sobre lo cual inciden
se preocupa, como los gobiernos liberales originales, de frenar
la personalidad y el estilo del primer
o controlar la intervención electoral de las masas, aunque su
mandatario, así como los cambios
característica específica consiste en establecer el subterfugio y
que ocurren en la sociedad, en el
la parodia como prácticas definitivas…» (Badie y Hermet, 1993,
sistema político y en el ámbito
pp. 200-201).
internacional.
Siguiendo esta línea de razonamiento, las naciones latinoamericanas tienen un modo clientelista de expresión política y nada de
liberalismo; más bien, los sistemas políticos se rigen por burocracias prerevista de la universidad externado de colombia
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carias y personalismos presidencialistas. Sin embargo, esta tesis explica poco
sobre los cambios sociales o económicos profundos que ocurren en dichas
sociedades, ni tampoco aclara las razones del cambio político constitucional
que ha ocurrido en el continente, esto es la redistribución del poder en busca
del reacomodo de las clases sociales en el orden político.
En todo caso, es posible que la teoría de la separación de poderes no
pueda trasladarse mecánicamente al espacio de relaciones sociales latinoamericanas. Por ejemplo, Luis Carlos Sáchica sugiere que «parlamentarismo y
presidencialismo han sido temas secundarios en nuestra vida política… porque los dos partidos que dominan el proceso no son partidos radicales ni
entre ellos existen diferencias ideológicas sustanciales, de manera que en la
práctica tanto da que prevalezca el Congreso o el ejecutivo, puesto que se
gobernará de todas maneras con el estilo y los programas del partido que fue
mayoría en la última elección, al cual hará oposición el otro, en cuestión de
matices, mas no de fondo» (Sáchica, p. 613).
En tal sentido, ¿cómo romper el dominio bipartidista para darles cabida
a nuevos actores políticos y sociales? ¿Cómo ensanchar el sistema político y
compartir el poder?
Para Colombia, el acceso popular al poder se planteó por fuera de los
partidos tradicionales —liberal y conservador—, acompañado del rediseño
de las instituciones políticas para asegurar el equilibrio y la estabilidad del
sistema. Tal es el caso de la elección popular de alcaldes de 1986 y de las
reformas que acometió la Carta de 1991 —elección popular de gobernadores
y apertura política y electoral, entre otras—. Es en este marco en el que cabe
interpretar y valorar las propuestas de gobierno-oposición impulsadas por
el gobierno de Barco (1986-1990), o las iniciativas para la introducción de
formas de semipresidencialismo —separación de las jefaturas de Estado y de
Gobierno y el papel de la Vicepresidencia de la República— a la estructura del
Estado (Restrepo Piedrahíta).
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El profesor Luis Carlos Sáchica afirma que la historia colombiana pasa por
tres etapas bien marcadas: el predominio del Congreso a lo largo del siglo
XIX y hasta la década de los cuarenta; el equilibrio entre el Congreso
y el presidente, producto del acuerdo bipartidista, y el predomiciudad - región
nio presidencialista, acompañado del desprestigio del parla160
mento y de los partidos políticos.
¿Cuál es el alcance
Estados Unidos muestra una experiencia similar a
de la actividad política del
la descrita por Sáchica para Colombia, pues el poder
presidente de la república?
del gobierno ha gravitado en torno al Congreso y a
Ningún funcionario del Estadocontraseña
los partidos políticos. Sólo en el siglo XX fue fortalese halla en mejor posición que el 184
ciéndose gradualmente el poder ejecutivo, «a través
primer mandatario de la nación
del diseño de poderes explícitos, así como por la inpara formar la opinión pública, lo
terpretación de sus poderes implícitos e inherentes»
cual lo hace la voz dominante
(Pika y Maltese, 2008, p. 3).
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El régimen presidencial persistió en la Constitución
de 1991. El artículo 189 de la Carta Magna establece que
le corresponde al presidente actuar como jefe del Estado y
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del Gobierno, y como suprema autoridad administrativa; además, el
artículo 190 determina su elección directa, mediante un sistema mayoritario a dos vueltas, por un periodo de cuatro años. Por medio del
artículo 202 se crea la figura del vicepresidente de la república, quien
podrá remplazar al presidente cuando éste falte temporal o absolutamente, y ejercerá las misiones o encargos especiales que éste le confiera. Mediante el Acto Legislativo 2 de 2004 se reformó el artículo
197 de la Constitución para permitir la reelección del presidente y el
vicepresidente por una sola vez.
El presidente hace presencia en el Congreso por intermedio de sus ministros; presenta proyectos de ley y los promueve en las cámaras legislativas. Así
mismo, ejerce control político en el proceso legislativo mediante la sanción
de los proyectos de ley. Por lo demás, mediante de la figura del estado de
excepción el primer mandatario asume directamente funciones legislativas,
aunque se ha atentado la posibilidad de usurpar la función principal del legislador.
Más allá de los poderes explícitamente definidos por la Constitución,
cabe la pregunta por el alcance del poder presidencial. La «teoría de la gestión
ejecutiva» (presidential stewardship) sostiene que el jefe de Estado posee la
facultad llevar a cabo las acciones que no han sido prohibidas taxativamente
por la Carta, en aras del bienestar público. Por su parte, «la teoría de la prerrogativa del ejecutivo» arguye que el presidente no sólo puede hacer todo
lo que no esté explícitamente prohibido por la Constitución, sino que puede
llevar a cabo acciones contrarias al ordenamiento jurídico en razón del más
alto interés nacional (Pika y Maltese, 2008, pp. 14-15).
A la luz de estas teorías podría armarse un debate sobre el reforzamiento del poder presidencial, a pesar de los esfuerzos que se han hecho
para limitarlo. La Carta Magna colombiana quiso restringir el poder del
presidente al darle vida a la Corte Constitucional y conferirle un papel autónomo al Banco de la República, por ejemplo. Pero la acción política de la
presidencia trasciende estas barreras institucionales. En el acto de celebración de los veinte años de vida de la actual Constitución, el expresidente
César Gaviria afirmó que «[Se] nos está creando un sistema absurdo [en el]
que sólo el Presidente puede hacer política. El presidente hace política, pero
al gobernador lo sancionan porque hizo una cosa que el presidente le pidió.
Son cosas complejas. La reforma de 2003 empezó a trabajar sobre qué pueden hacer los funcionarios públicos y qué no pueden hacer. Ese tema hay
que volverlo un asunto serio. El que los funcionarios públicos no puedan
hacer política es una farsa, todos los funcionarios públicos hacen política.
Digamos qué pueden hacer y qué no pueden hacer» (César Gaviria, 2011).
¿Cuál es el alcance de la actividad política del presidente? Ningún funcionario del Estado se halla en mejor posición que el primer
mandatario de la nación para formar la opinión pública, lo cual lo
hace la voz dominante del gobierno. Adicionalmente, el jefe del ejecutivo dispone de recursos administrativos mayores que cualquier
otra rama del poder público, define el presupuesto nacional y lidera
las acciones de guerra y paz. Por lo demás, tiene la capacidad para
formar coaliciones partidistas amplias y foros de concertación po-
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lítica que le permiten ejercer dicho poder de manera decisiva. En
todo caso, al hacer un balance sobre el poder presidencial se debe
reflexionar acerca de la calidad y efectividad de su liderazgo, sobre
lo cual inciden la personalidad y el estilo del primer mandatario, así
como los cambios que ocurren en la sociedad, en el sistema político
y en el ámbito internacional.
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