¡Qué calor! Con las ventanas y la puerta cerradas, el cobertizo donde se reúne el Club de los Siete Secretos es como un horno. Por ello deciden trasladarse a lo alto de un árbol en el Bosque de los Vientos. ¡Es un sitio ideal: fresco y oculto de los curiosos! Sin embargo, esa misma noche Colin y Peter descubren que en su árbol duermen plácidamente un niño y un gato. Interrogado por los miembros del Club, el chico les cuenta que huye de su malvado tío porque éste cree que el joven escuchó una importante conversación con su compinche. Pero las palabras que el chico recuerda haber oído no tienen sentido: Emma Lane, MKX, almohada roja… ¿Qué significan? ¡Es hora de investigar, Siete Secretos!. Enid Blyton ¡Bien por los siete secretos! Siete Secretos - 03 ePub r1.0 Gand 14.07.14 Título original: Well done secret seven Enid Blyton, 1951 Traducción: Juan Ríos de la Rosa Ilustraciones: George Brook Editor digital: Gand ePub base r1.1 C. S. S. significa «CLUB SIETE SECRETOS». Esta es la segunda novela de Enid Blyton para la colección «SIETE SECRETOS». Los títulos son: El Club de los Siete Secretos. Una aventura de los Siete Secretos. ¡Bien por los Siete Secretos! Un misterio para los Siete Secretos. ¡Adelante, Siete Secretos! ¡Buen trabajo, Siete Secretos! El triunfo de los Siete Secretos. Tres «hurras» para los Siete Secretos. Los Siete Secretos sobre la pista. Un rompecabezas para los Siete Secretos. Los fuegos artificiales de los Siete Secretos. Los formidables chicos del Club de los Siete. Un susto para los Siete Secretos. ¡Cuidado Siete Secretos! Los Siete Secretos se divierten Todos estos libros tienen por protagonistas a los siete mismos personajes y a su perro, Scamper, pero cada volumen constituye una aventura completa e independiente. Yo confío que éste os guste tanto como los demás. SE REÚNEN LOS SIETE SECRETOS —¿Dónde estará mi insignia? ¿Dónde estará mi insignia? —exclamó Janet—. La puse en este cajón; estoy segura. Mientras decía esto, sacaba del cajón y lanzaba al aire cintas, pañuelos y calcetines. —¡Janet! —le gritó su madre—. Mira lo que estás haciendo. Esta misma mañana he arreglado el cajón. ¿Qué es lo que buscas? ¿Tu insignia del «Club Secreto»? —¡Sí! Tenemos reunión esta mañana y no puedo asistir a ella sin mi insignia. Peter no me dejaría entrar en el cobertizo; no, no me dejaría. Es terriblemente meticuloso en la cuestión de la insignia. Hubo otra lluvia de pañuelos. —No es fácil que la encuentres ya en el cajón —dijo la madre, inclinándose y cogiendo del suelo una insignia pequeña y redonda con las iniciales C. S. S. pulcramente grabadas —. La has tirado tú misma con esa especie de locura que te ha entrado. —¡Dámela, mamá, dámela! —gritó Janet. Pero su madre no se la dio. —No. Primero recoge todo lo que has tirado y déjalo bien colocado en el cajón. —¡Es que nos tenemos que reunir dentro de cinco minutos! —exclamó Janet—. Peter está ya en el cobertizo. —Eso a mí no me importa —dijo la madre. Y salió de la habitación ¡llevándose la insignia! Janet, gimoteando, recogió las cosas y las embutió apresuradamente en el cajón, colocándolas de cualquier modo. Entonces se lanzó escaleras abajo. —Ya lo he guardado todo, mamá. Y te prometo arreglar mejor el cajón cuando termine la reunión. La madre sonrió, tendió la insignia y se la dio a Janet. —Aquí la tienes. ¡Ya puedes ir a tu reunión del «Club de los Siete»! No comprendo cómo podéis estar en ese asfixiante cobertizo, con el calor que hace. ¿Es preciso que tengáis siempre cerradas la puerta y la ventana? —No tenemos más remedio — contestó Janet, poniéndose orgullosamente la insignia—. Es una sociedad verdaderamente secreta, y nadie debe enterarse de lo que decimos en nuestras reuniones. No es que nos haya ocurrido nada grave. Pero ahora lo que necesitamos es algo que nos anime: una aventura como la última que corrimos. —Llévate el bote de las galletas — dijo la madre-También te puedes llevar una botella de zumo de naranja. Mira, Scamper viene en tu busca. El simpático perro de raza spaniel, de pelo leonado, entró trotando en la habitación y empezó a resoplar ante Janet. —Sí, sí; ya sé que me he retrasado —contestó la niña, acariciándole—. Supongo que Peter te envió a buscarme. Ven. Gracias por las galletas y el zumo de naranja, mamá. Janet bajó por el camino del jardín abrazando fuertemente el bote de las galletas y el frasco. Cuando llegaba al cobertizo, oyó voces que salían del interior. Dio unos golpes en la puerta y Scamper empezó a arañarla. —¡Santo y seña! —exigieron seis voces. —¡«Aventura»! —gritó Janet dando la contraseña de la semana. Nadie podía asistir a la reunión sin cumplir este requisito. La puerta se abrió de golpe, y Peter, el hermano de Janet, permaneció en pie con el ceño fruncido. —No hay ninguna necesidad de dar la contraseña a voces —dijo. —Lo siento —contestó Janet—. Como vosotros habéis gritado, he gritado yo también. Pero estad tranquilos, que no nos ha oído nadie. Mira, Peter, he traído galletas y zumo de naranja. Peter miró si llevaba puesta la insignia. Había visto que su hermana la buscaba desesperadamente diez minutos antes de salir y no quería dejarla entrar sin ella. Pero vio que la llevaba prendida en el vestido. Janet entró en el cobertizo. Peter cerró la puerta y echó el cerrojo. La ventana quedó cerrada también. Los ardores del sol estival caldeaban el cobertizo. Janet estaba sofocada. —¡Dios mío! Esto está que hierve. Me voy a derretir. —Todos estamos derritiéndonos — dijo Pamela. —Me parece que es una locura que celebremos aquí nuestras reuniones con el calor que hace. ¿Por qué no nos reunimos fuera, en cualquier sitio del bosque, a la sombra de un árbol? —¡No! —dijo Jack al punto—. Mi hermana Sussy estaría siempre rondándonos; y no podríamos ser una sociedad secreta. —Bien; pero podríamos pensar en algún sitio fresco y oculto donde nadie nos pudiese ver —dijo Colín—. Yo, por ejemplo, tengo un lugar secreto en mi jardín, y no os podéis imaginar lo fresco y retirado que es. —¿Dónde está? —preguntó Jack. —En la copa de un árbol —repuso Colín—. Tenemos un árbol enorme con varias ramas gruesas a media altura. He llevado allí un par de cojines y una caja para guardar las cosas. Es un lugar fresco. Sopla la brisa; las ramas se balancean y además se disfruta de una vista maravillosa, y si alguien se acerca, se le ve llegar. Los reunidos escucharon estas palabras en silencio. Después se miraron unos a otros. Los ojos los brillaban. ¡Magnífico! —exclamó Peter—. ¡Un lugar de reunión secreto en lo alto de un árbol! Pondremos en práctica esta idea. UNA IDEA MARAVILLOSA El asunto fue debatido con todo detenimiento. La opinión general fue que era una idea excelente. Colín se sentía orgulloso al pensar que era él quien la había sugerido. —Si pudiéramos encontrar un árbol de grueso tronco y con las ramas completamente horizontales, podríamos acondicionar allí un magnífico lugar de reunión —comentó Peter—. Podríamos llevar unas cuantas tablas, cajas y cojines y hacer un pequeño estante para las galletas, las bebidas, los libros y todo lo demás. —Quedará súper —dijo Janet—. Nadie sospechará nunca que estamos allí, y tampoco será posible que oigan lo que decimos. —Salgamos de este infierno de cobertizo. Ahora comprendo lo que siente un helado cuando empieza a derretirse. El viejo Scamper también jadea como si acabara de darse una carrera. Así era, en efecto. La rojiza lengua colgaba, larga y oscilante, mientras su dueño jadeaba aceleradamente. Peter se levantó. —Vamos, viejo. Echarás un trago en el arroyo al pasar. Se llevaron consigo el bote de las galletas y todos dieron un sorbo de naranjada antes de salir. Scamper echó a correr hacia el arroyo tan pronto como se dio cuenta del camino que seguían. —¡Eh! —le llamó Peter—. ¡No te bebas todo el arroyo! Scamper empezó a beber ávidamente. Los muchachos continuaron la marcha, y el perro estuvo aún bebiendo un buen rato. —Iremos al Bosque de los Vientos —dijo Colín. —Allí hay árboles enormes y fáciles de escalar. Fueron al Bosque de los Vientos. Era un lugar fresco y sombreado. —Ahora dediquémonos a buscar un buen árbol —dijo Jack—. Ha de ser lo bastante grande para que quepamos todos. —Y ¿qué hacemos de Scamper? — preguntó Janet de pronto—. Como no puede subir a los árboles, no podrá venir a nuestras reuniones. —No; eso sería una molestia para él —replicó Peter—. De todas formas, él no es miembro de la sociedad. No es necesario que venga con nosotros. Lo que podrá hacer es sentarse al pie del árbol y vigilar. —Podemos hacerle una especie de arnés para tirar de él y subirlo —sugirió Jorge. —¡Eso! ¡Se pondrá a ladrar si alguien se acerca! —dijo Bárbara—. ¡Será un guardián excelente! —¡Un guardaárbol! —dijo Pamela —. Mirad ese árbol. ¿Qué os parece? Es un gigante. —No nos sirve —dijo Peter, mirando la copa de la gran haya—. No tiene ramas bajas para empezar a trepar. Necesitamos un árbol al que se pueda subir fácilmente; de lo contrario, nos pasaremos la mayor parte del tiempo subiendo y bajando. Se dividieron y siguieron buscando por separado. No había tantos árboles como creían. Jorge encontró uno que le pareció a propósito; pero apenas empezó a trepar, se convenció de que era imposible disponer en él una sala de reuniones. —¡No sirve! —gritó a los de abajo —. Las ramas crujen mucho y son demasiado espesas. Bajó. En esto, Jack gritó desde el otro lado: —¡Venid todos! ¿Qué os parece éste? Todos se apresuraron a acudir y contemplaron el árbol descubierto por Jack. —Sí —dijo Colín—. Este parece a propósito. Tiene una rama baja, al nivel de nuestra cintura, y, además, salientes en el tronco, donde podremos apoyar los pies. Allí, a una altura prudente, hay algo que parece un grupo de ramas. Voy a subir a comprobar si es el adecuado. —No, iré yo —dijo Jack—, puesto que yo lo he descubierto. Tú vendrás después. Se apoyó en la rama baja y empezó a subir, poniendo los pies en los salientes, tan bien dispuestos que parecían escalones. Las ramas se distribuían del modo más a propósito para descansar en ellas. Jack se situó en el arranque de las más largas del tronco. —¡Esto es magnífico! —dijo a los de abajo—. Hay aquí unas seis ramas, todas casi al mismo nivel. También hay un agujero en el tronco, que servirá estupendamente para alacena. ¡Subid! ¡Hay sitio para todos! Sus compañeros empezaron a subir nerviosamente. Peter se quedó el último para ayudar a las chicas en caso necesario. Pero era un árbol tan fácil de trepar, que nadie tuvo necesidad de auxilio. —Debe de ser el roble más grande del bosque-dijo Peter, cuando todos estuvieron sentados en la especie de plataforma que formaban las ramas—. ¡Qué suerte que haya tantas ramas al mismo nivel! ¿Dónde está el agujero de que hablabas, Jack? —Aquí —dijo Jack, apartándose para que se viera el tronco en el punto donde estaba apoyado. Entonces quedó al descubierto un gran orificio. Jack introdujo el brazo y sondeó. —Tiene medio metro de profundidad —dijo—. Nos servirá de alacena. Es exactamente lo que necesitábamos. Bueno, ¿se queda con este árbol el «Club de los Siete Secretos», o preferís otro? Todos dijeron sin vacilar que debían quedarse con aquél. Seguidamente empezaron a hablar de lo que había que hacer para dejar el árbol debidamente acondicionado. Peter echó mano de su cuaderno de notas. —Ahora —dijo—, ideas y sugerencias uno por uno. Voy a tomar nota de todo. EL GRAN ÁRBOL A ninguno le faltaban ideas. —Podemos traer unas cuantas tablas para colocarlas sobre las ramas y hacer una buena plataforma —dijo Colín—. Yo tengo algunas en el cobertizo de mi jardín. —Y una cuerda para atarlas —dijo Jack. —Sí. Y cojines para sentarnos — dijo Pamela—. Los guardaríamos en el agujero al marcharnos, por si lloviese. —Eso no puede ser. El agujero no tiene cabida para tanto —dijo Jack. —Eso tiene remedio. Podríamos traer un hule viejo para tapar las cosas durante nuestra ausencia dijo Bárbara—. Así quedarían bien protegidas. —Buena idea —dijo Peter, escribiendo en su agenda—. ¿Alguna sugerencia más? —Provisiones para la alacena — dijo Janet—. Vasitos irrompibles y cosas así. Yo los traeré. Mi madre nos los deja siempre que queremos, con la condición de que se los devolvamos alguna vez. —¡Magnífico! —dijo Peter, escribiendo a toda prisa; y añadió—: Las tablas para hacer la plataforma las puedes traer tú, ¿verdad, Colín? —La cuerda para atarlas —dijo Jack —la traeré yo. —Yo me encargo de los cojines — prometió Pamela. —Yo del hule —dijo Bárbara. —Yo de los vasos —afirmó Janet—. ¿Y tú, Jorge? ¿Qué traerás? —Chocolate para el agujerodespensa. Precisamente hoy hemos recibido un paquete de un primo nuestro de América, y casi todo es chocolate. Mamá ha dicho que puedo quedarme con la mitad. ¡Estupendo! —dijo Peter—. Yo traeré las bebidas. Vamos a pasar muy buenos ratos. Hemos encontrado un sitio maravilloso para celebrar nuestras reuniones. No le digas nada de esto a tu hermana Sussy, Jack. ¡Como si yo le dijera algo alguna vez! —exclamó Jack, indignado—. Bueno, ¿cuándo empezamos a hacer nuestra casa-árbol? Mañana, ¿no os parece? —propuso Peter—. Todavía no hemos de ir a la playa. Tenemos tiempo de sobra para poner las cosas en orden. ¡Este árbol ha crecido para que tengamos un local de reunión! De pronto, subió hasta ellos un fuerte y lúgubre aullido, seguido de un rumor de zarpazos. —¡Pobre Scamper! —dijo Janet—. ¡Qué bueno es! ¡Nos está esperando! ¡Si pudiera trepar como los gatos, seguro que ya estaría con nosotros! —Ya vamos, Scamper —dijo Peter. Echó una última ojeada alrededor del árbol y añadió: —Realmente, ya no puede ser mejor. Ahora sólo nos falta una cosa. —¿Qué cosa? —preguntó Jack, empezando a deslizarse por el tronco. —Alguna ocupación para el «Club de los Siete». Hace siglos que no corremos ninguna aventura ni tenemos que aclarar ningún misterio. —Me gusta que digas eso —dijo Pamela—. Siempre que dices que no nos pasa nada, empiezan a ocurrirnos cosas. —Ojalá tengas razón —dijo Peter, y añadió, apartando las ramas que tenía a sus espaldas y mirando en esta dirección —: ¡Qué camino más largo se ve desde aquí! Va recto a través del bosque y luego sube por la colina. Se ve la espiral que forma hasta llegar a la cima y los coches que van por él. —Vámonos —dijo Jack, que estaba ya a mitad del tronco—. Se nos está haciendo tarde. A mí me van a reñir. Mi madre dice que nuestras reuniones duran siempre una hora más de lo prudente. —Bueno; el caso es que nos divertimos —dijo Colín, deslizándose rápidamente por el tronco—. ¡Maldita sea! ¡Ya me he roto los pantalones! —¡Claro! Te has creído que el árbol es un tobogán —dijo Bárbara, descendiendo con gran precaución. Scamper les hizo un gran recibimiento. Empezó a dar brincos cuando todos estuvieron en tierra, y les ladró y lamió con verdadero frenesí. Peter se echó a reír. —¡Pobre Scamper! No te gusta el nuevo lugar de reunión, ¿verdad? Oíd: ¿no os parece que podríamos hacer de aquel agujero una perrera para guarecer a Scamper mientras nosotros estuviéramos reunidos? Señaló una especie de pequeña cueva que había en un árbol cercano, viejo y carcomido. La cavidad estaba en la base del tronco. Era un refugio ideal para Scamper. —Podemos meter en el hueco un felpudo y poner un hueso delante, para que se dé cuenta de que ése es su sitio —dijo Peter—. Le diríamos: «¡En guardia, Scamper!» y así se estaría quietecito hasta que bajásemos de nuestro árbol. —¡Eso: será nuestro centinela! — dijo Jorge—. ¡Veréis qué bien lo hace! Ladrará en cuanto alguien se acerque. Todos se alegraron de haber preparado un buen plan para Scamper. El animalito no podría trepar por el árbol y estar con ellos en las reuniones como hacía en el cobertizo. Pero, al menos, haría algo por olios, y seguro que se sentiría muy satisfecho de servirles de guardián. Scamper resopló como si hubiese entendido lo que de él se decía y estuviese de acuerdo en todo. Movió la cola y echó a correr delante de los niños, Era la hora de comer; él lo sabía mejor que nadie. LA CONSTRUCCIÓN DEL ARBOL-CASA El día siguiente fue muy divertido. Si hubiese habido alguien en el Bosque de los Vientos, se habría quedado atónito al ver llegar siete niños en fila india, cargados con diferentes objetos. Se habían reunido todos con sus cosas en casa de Peter. Janet llevaba vasos, platos y cucharas. Colín, unas cuantas tablas, ayudado por Jack. Este había echado mano de largas cuerdas, y las llevaba arrolladas a la cintura, lo que le daba un aspecto extraño. Bárbara iba cargada con un grueso hule cuidadosamente doblado, y ayudaba a Pamela a llevar unos cojines viejos. —Están un poco sucios y aplastados —dijo Pamela—, pero esto no tiene importancia. Los he cogido de nuestro cobertizo. Estaban allí desde hace siglos. Sólo pude encontrar seis, pero sacaremos otro de cualquier parte. Janet fue corriendo a coger uno del cobertizo donde el «Club de los Siete Secretos» celebraba antes sus sesiones. Con éste, reunieron siete cojines, de modo que ya tenían cojín todos. Jorge llevaba el chocolate, y también una magnífica caja de galletas variadas. —Mi madre me las ha dado — explicó—. Dice que la tuya siempre nos está dando cosas de comer y de beber, y que ahora le toca a ella. —Eso está muy bien —dijo Peter—. ¡Qué caja tan estupenda! Había sacado algún dinero de la hucha y comprado una botella de limonada y otra de naranjada. También había cargado con dos botellas llenas de agua para alternar con las otras bebidas. ¡Incluso Scamper cooperaba en el transporte! Llevaba sujeto con los dientes uno de sus felpudos, fuertemente arrollado y atado con una cinta. Con ello se sentía perro importante. Le gustaba aquello desde que los chicos le dejaron tomar parte en el trabajo. —¡Puf, puf! —resopló con la boca llena de felpudo. —Dice que le gusta llevar alguna cosa, como los demás —dijo Janet—. Es muy natural. ¿Verdad, Scamper? Scamper movió la cola; le entraron ganas de ladrar y por poco se le cae el felpudo. Los Siete partieron camino abajo, llegaron al Bosque de los Vientos y fueron directamente a su árbol. —Deberíamos grabar en el tronco las iniciales del «Club de los Siete Secretos»: C. S. S. —dijo Pamela. —Desde luego que podemos —dijo Peter—. Pero mi padre dice que garrapatear en las paredes y en el suelo y grabar dibujos en los árboles es cosa de idiotas. Si alguno de nosotros quiere ser un idiota, que lo haga. —Sólo he dicho que deberíamos — replicó Pamela, herida en su amor propio—. No he dicho que lo hiciéramos. Bien sabes que yo no soy idiota. —¡Claro que lo sé! —contestó Peter —. Sólo he querido que supieras lo que mi padre dice. Voy a preparar la garita de Scamper antes de subir al árbol. Era gracioso ver a Scamper en su garita. Entró de sopetón, olfateó a derecha e izquierda y se sentó a la puerta, con el hocico abierto, como riendo. —Está satisfecho: lo dice su sonrisa —dijo Janet—. Sal de ahí, Scamper, que vamos a poner el felpudo para que te des cuenta de que ésta es tu garita. Tú eres el centinela. ¡En guardia, Scamper! Sabes lo que eso significa, ¿verdad? Scamper lanzó un resuello. De pronto se puso serio y salió rápidamente del refugio. Peter introdujo el felpudo en la cavidad, después un hueso y, finalmente, una gorra suya vieja. —¡En guardia, Scamper! —gritó agitando su índice en el aire—. ¡En guardia, viejo camarada! Esto es muy importante. Vigila mi gorra hasta que vuelva. ¡En guardia! Scamper volvió a la garita, olfateó la gorra y luego husmeó el hueso. Dio media vuelta sobre sí mismo y se sentó de nuevo, muy serio y erguido, a la entrada del hueco. Por nada del mundo habría salido ya de su garita hasta que Peter le dijera que podía hacerlo. —Ahora podremos trabajar en la instalación sin que el viejo Scamper nos moleste saltando a nuestro alrededor, ladrando y escapándose a cada momento —dijo Peter—. Ahora ataremos las tablas y el hule con la cuerda. Luego uno trepará al árbol con el cabo de la cuerda y lo subirá todo rápidamente. Esto parecía una buena idea, pero no lo era del todo. Peter no ató bien la cuerda alrededor de las tablas, y cuando Jack estaba tirando del fardo desde arriba, la cuerda se salió, y tablas y hule cayeron, rebotando en las ramas bajas y en el grueso tronco. Una de las tablas dio en un hombro de Colín, y el hule se desdobló y vino a caer sobre la cabeza de Pamela. Sus compañeros se echaron a reír al ver a Pamela pataleando y dando voces. —¡Oh, cuánto lo siento! —lamentó Peter, tirando del hule y librando de él a la pobre Pamela—. Esta vez ataremos mejor las cosas. —Deja que las ate yo —dijo Colín, frotándose el hombro—. No quiero que vuelva a caerme encima uno de estos maderos. —La cosa ha tenido gracia —dijo Jorge—. Estoy seguro de que nadie se ha reído tanto como nosotros montando una casa en un árbol. MÁS GRACIOSO TODAVÍA Los Siete disfrutaban de lo lindo construyendo la casa-árbol. Ello les llevó toda la mañana. Colocar las tablas y dejarlas bien atadas en su sitio no era tan fácil como les había parecido. Las maderas resbalaban y tenían la mala costumbre de caerse del árbol, lo cual los obligaba a bajar a recogerlas y a volverlas a subir. Cada vez que caía una tabla, Scamper empezaba a ladrar para avisarlos. —Seguramente, cree que no nos damos cuenta de que las tablas se caen —dijo Janet, riendo—. Bueno, ¿a quién le toca bajar la próxima vez? —Parecemos un montón de cocineros espumando una sola olla de caldo —dijo Jack—. Intentar poner las tablas sobre las ramas estando sentados en sillas, resulta terriblemente difícil. Vosotras, marchaos a las ramas de abajo. ¡Hala! Con cuatro que nos quedemos aquí basta para que se haga el trabajo. Las chicas bajaron un poco y se colocaron al otro lado del árbol para servir de contrapeso. —¡Ahí va! ¡Se ha caído un cojín! — exclama Pamela—. Bueno. Puede esperar. Dentro de poco se caerá otra tabla, y el que vaya por ella se encargará de recoger también el cojín. Los chicos tardaron un buen rato en ajustar las tablas y atarlas a las ramas de modo que resultaran una plataforma firme y segura. Pero, al fin, lo consiguieron. —Esto está seguro —dijo Jack, andando paso a paso sobre la plataforma para probarla—. Ni podremos caer entre dos tablas ni ninguna puede salirse de su sitio. Hemos hecho un magnífico trabajo, ¿no os parece? Las chicas subieron y contemplaron admiradas la tosca plataforma. Un chico bajó a recoger el cojín que había caído, y pronto quedó el local de reuniones completamente acondicionado, aunque con un conjunto de cojines bastante aplastados y sucios. Los vasos, los platos, las bebidas, la caja de galletas y las pastillas de chocolate se colocaron en la cavidaddespensa, y el hule quedó cuidadosamente atado a una rama, dispuesto de modo que pudiera proteger la plataforma y los cojines cuando los Siete estuvieran ausentes. —¡Vaya! —exclamó Peter, satisfecho—. El nuevo local de conferencias del «Club de los Siete Secretos» está terminado. Al pie del árbol vigila Scamper. Todo está listo para emprender nuestra próxima aventura… ¡si es que se presenta! —A mí me da igual que se presente o no —dijo Pamela—. ¡Con la aventura que estamos viviendo tengo suficiente! ¡Es fantástico tener una casa-árbol como ésta! ¡Mirad! ¡Ya empieza a soplar el viento! Una fuerte ráfaga balanceó el gran árbol y, con él, la plataforma. —¡Esto es estupendo! —exclamó Janet, al sentir el balanceo—. Me parece estar en un barco. —Son las doce y media —dijo Peter —. Comámonos una galleta, bebamos algo y vámonos a casa. Podemos volver esta tarde. Traeremos libros y una baraja para pasar el rato. —Es gracioso pensar que las personas mayores no nos dejan probar nada antes de las comidas por si perdemos el apetito —dijo Janet, mordiendo una galleta—. Y sin embargo, yo me comería seis galletas y aún me quedaría con hambre. —Sólo te comerás una —dijo Peter, cerrando rápidamente la caja—. Si nos las comiésemos de seis en seis, pronto se terminarían. Una caja tan grande como ésta tiene que durar mucho tiempo. Por la tarde volvieron al árbol-casa. Scamper ocupó de nuevo su puesto de centinela. Parecía entenderlo todo y movía alegremente la cola mientras los Siete, uno tras otro, iban subiendo al árbol. El viento soplaba con más fuerza y resultaba agradable notar el balanceo de la plataforma. —Sólo me falta oír el chapoteo del agua —dijo Janet—. Esto es igual que un barco. Estoy encantada. Estaban sentados o echados sobre los cojines, leyendo, charlando y mordisqueando el chocolate do Jorge. Resultaba delicioso oír el murmullo de las hojas y sentir la caricia de la brisa en el cabello. De súbito, Scamper empezó a ladrar. —¿Qué le pasará a Scamper? — preguntó Peter, mirando hacia abajo con cautela. Oyó una voz. —¡Eh, chucho! ¡No te acerques a mí ni a mi gato! —Es un niño —dijo Peter a sus compañeros en un susurro—. Va muy sucio. Lleva un gatito en el hombro. Scamper está dando saltos a su alrededor. —No quiere hacerle daño —musitó Jorge—. Lo que quiere es impedirle que suba a nuestro árbol. Debe de creer que el niño piensa hacerlo. ¿Dónde está el gatito? Apártate; no me dejas ver. Peter no se quiso apartar, y Jorge le dio un empujón, que le obligó a asirse a una de las cuerdas que sujetaban las tablas. Una de éstas se ladeó, y Peter se habría caído del árbol de no aferrarse al tiempo a una rama. Pamela lanzó un grito de horror, y Peter le dio un codazo. —¡Silencio! ¿Es que quieres que el primer día descubran nuestro refugio secreto? El niño de abajo miró a su alrededor, sobresaltado por el grito de Pamela. No sabía de dónde había salido. De pronto, dirigió la vista hacia la copa del árbol. —¡Eh! —llamó—. ¿Quién hay ahí arriba? Nadie respondió. Pamela contuvo el aliento hasta creer que iba a estallar. Peter la miró con un gesto de reproche. —¿Hay alguien ahí arriba? —volvió a preguntar el niño—. Voy a subir a ver. Peter lanzó un gruñido de inquietud. Pero Scamper no estaba dispuesto a consentir que un desconocido subiera al árbol custodiado por él. Se acercó al niño ladrando y dando saltos. No pensaba morderle ni hacerle daño, pero el chico no sabía esto. Acababa de asirse a la rama más baja; la soltó al punto y se encaró con Scamper. —¿Qué te pasa? ¿Por qué estás tan furioso? ¡Largo de aquí! Si quieres atrapar a mi gatito, estás fresco. ¡Largo de aquí te digo! Pero hasta que el chico se alejó del árbol, Scamper no dejó de saltar y ladrar. En cuanto vio que el forastero había desistido de subir, volvió a ser el simpático perro de siempre. Se situó entre el árbol y el muchacho y empezó a mover la cola. —No sé por qué no quieres que suba a este árbol, pero te aseguro que subiré. Los Siete oían al chiquillo. —Como puedo volver cuando tú no estés aquí, ahora me voy. ¡Le has dado a mi pobre gato un susto de muerte! Cuando el muchacho se fue, los Siete oyeron sus pasos. Scamper lanzó un ladrido de advertencia y se volvió a su garita, muy satisfecho de sí mismo. ¡Ah! ¡Era un magnífico centinela! ¡Nadie podía subir al árbol sin su permiso! Los Siete permanecieron en silencio hasta que abajo cesaron los ruidos. La primera en hablar fue Pamela. Estaba a punto de echarse a llorar. —¡Cuánto lo siento! ¡Cuánto lo siento! No me regañéis. Yo creí que te ibas a caer del árbol, Peter, y no pude contener el grito. —Por esta vez pase, pero como esto se repita, te expulsaremos de la sociedad secreta —dijo Peter—, inutilizar nuestra maravillosa casa-árbol el mismo día de su inauguración. ¡Es muy propio de una mujer! Esto dio lugar a que intervinieran Janet y Bárbara. —Nosotras no gritamos nunca — dijo Janet—. No gritamos ni hacemos ruido. Pamela es una escandalosa. También en el colegio está siempre gritando. Pamela se puso encarnada. —Prometo no volverlo a hacer — dijo con un hilito de voz—. De todos modos, el chico se ha ido sin hacer ningún mal. —Gracias a Scamper —dijo Peter —. Además, ¿estás segura de que no volverá cuando nos vayamos? —Seguro que no quiere ni acordarse de este árbol —dijo Pamela—. Y dejemos ya este asunto: ya me habéis martirizado bastante. —Tomad un poco más de chocolate —dijo Jorge, deseoso de cambiar de conversación. No quería que nadie se acordase de que él había sido el causante de todo, ya que el violento empujón que había dado a Peter y que casi le hizo caer del árbol, fue lo que provocó el grito de Pamela. —Gracias —dijo Peter, y cogió un poco de chocolate. Los demás hicieron lo mismo e inmediatamente se apaciguaron los ánimos. Mientras comían, comentaron el maravilloso comportamiento de Scamper como centinela. —Apuesto a que ha vuelto a su garita y se ha sentado en ella, ojo avizor —dijo Jack—. Me gustaría tener un perro como ése. Es un portento. —No creo que ese chiquillo vuelva —dijo Colín poco después—. Probablemente, estará dando un paseo por el bosque con su gato. ¡Salir de paseo con un gato! Tiene gracia. —Vamos a jugar a las cartas —dijo Pamela—. He traído una baraja. Antes podríamos beber algo. Tengo una sed espantosa. Lo pasaron muy bien en la casaárbol. Bebieron naranjada y comieron chocolate con galletas. Además, jugaron a las cartas, aunque esto resultó un tanto molesto, pues el viento seguía soplando y se llevaba las cartas. —Creo que será mejor que juguemos al dominó —dijo Jorge—. Las fichas no nos volarán. ¿Veis? Ya se me ha escapado otra carta. Mañana traeré un] dominó. A las cinco, la hora de volver a casa, apilaron cuidadosamente los cojines, los envolvieron con el hule y ataron bien el envoltorio. Todo lo demás lo guardaron en el hueco que utilizaban como armario. Una pequeña ardilla gris apareció de pronto corriendo por una de las ramas y se quedó mirándolos. —¡Hola! —saludó Peter—. ¿Cómo estás? ¿Dónde está tu familia? No nos robes nada, ¿eh? La ardilla emitió unos raros sonidos y desapareció dando un magnífico salto. Los Siete se echaron a reír, y Scamper, que lo había oído todo desde su puesto de vigilancia, empezó a ladrar. —Ahora vamos, Scamper —le dijo Peter—. Y te daremos un buen trozo de chocolate por lo bien que te has portado. A LA MAÑANA SIGUIENTE A la mañana siguiente volvieron a reunirse en cusa de Peter y Janet antes de ir al Bosque de los Vientos. Algunos llevaban comestibles, y Peter se encargó otra vez de las bebidas. Janet se presentó con un gran libro que había prometido prestar a Colín por un día. —Este es el libro de que te hablé — dijo—. Es de mi padre y habla de barcos. Los estudia con todo detalle. Te dije que te lo prestaría por un día; pero mi padre dice que se lo puedo devolver dentro de dos o tres. De modo que puedes tenerlo dos o tres días, pero más no. —Muchísimas gracias —repuso Colín encantado y cogiendo el libro. Le gustaban los barcos, y el libro era una maravilla. Decidió tratarlo con el mayor cuidado. Scamper, como de costumbre, correteaba en torno a los Siete. Llegaron al Bosque de los Vientos y se fueron derechos a su árbol. Scamper se dirigió rápidamente a su garita y se sentó a la entrada la mar de serio, como si se diera cuenta de la importancia de su misión. Janet lo acarició. —Sí, ya sabemos que cumplirás tu misión de vigilar. Eres un perro excelente. Subieron todos al árbol. Peter desató el hule y lo extendió sobre la plataforma. En cuanto lo hubo hecho, las chicas profirieron un grito. —¡Mirad! ¡La caja de galletas está destapada! ¡Y han desaparecido muchas! Sólo hay una pequeña parte de las que dejamos. También se ha esfumado parte del chocolate. Y la botella de limonada, que dejamos por la mitad, está vacía. Todos miraron al interior de la despensa. Ciertamente, habían desaparecido muchas galletas. Los Siete del club se miraron desconcertados. Janet dijo de pronto: —¿Sabéis lo que estoy pensado? Que esto es cosa de la sinvergüenza de la ardilla. Apuesto a que, en nuestra ausencia, ha venido, ha descubierto la despensa y se ha llevado lo que le ha parecido. ¡Las ardillas son muy listas! —Pero ¿y la limonada? —preguntó Peter, incrédulo. —Las ardillas utilizan sus garras con la misma agilidad que los monos — dijo Janet—. Yo las he visto atrapar, partir y comer avellanas con asombrosa facilidad. Estoy segura de que esa ardilla ha sido lo bastante lista para destapar la botella. Y sin duda, luego habrá tirado la limonada, por no gustarle el sabor. —Comprendo que una ardilla descorche una botella y derrame el contenido —dijo Peter—. Pero no me cabe en la cabeza que pueda volver a poner el tapón en su sitio. Me parece que todo esto es cosa de aquel chiquillo. —A mí también —dijo Jorge. Pero los demás miembros del club no estaban de acuerdo. Opinaban que todo había sido obra de la ardilla. —¡Bueno, bueno! No hay que preocuparse —dijo Jack—. Hemos traído mucha comida. Si la ardilla quiere zamparse unas cuantas galletas y un poco de chocolate, que lo haga. Habían sido prudentes aquella mañana y se habían traído un dominó. Sin embargo, también hubieran podido jugar a las cartas, puesto que no hacía viento. El sol estaba oculto. Las nubes flotaban a poca altura. —Confío en que no lloverá —dijo Colín, mirando al cielo. —Y si lloviera —dijo Pamela—, apenas lo notaríamos, protegidos como estamos por las ramas de este frondoso roble. No creo que caiga una gota de agua en nuestra plataforma. Cuando empezó a llover, las gotas golpeaban las hojas y casi ninguna llegaba a la plataforma. Sin embargo, Colín estaba preocupado. —Será conveniente que guardemos el libro de los barcos en la despensa. ¿Verdad, Janet? Tu padre se enfadaría si se lo devolviésemos mojado. —Desde luego —dijo Janet—. Trata con mucho cuidado los libros. Ponlo en el fondo. Allí no llegará ni una gota. Dejaron de jugar mientras Colín colocaba e libro en el hueco del árbol, detrás de los comestibles. La lluvia arreció. Tenía cierto encanto permanecer allí, oyendo el repiqueteo de las gotas en las hojas, sin que el agua llegase apenas a la plataforma. A la hora de comer cesó la lluvia. —Podríamos ir a dar una vuelta — dijo Peter, dirigiendo la vista a través del ramaje, en busca de algún trozo de cielo azul—. ¿Qué hacemos con las cosas? ¿Creéis que estarán seguras aquí? No olvidéis que nos han robado galletas y chocolate. —Aquí estarán completamente seguras —dijo Pamela, espantada ante la idea de tener que bajarlas del árbol y llevárselas a casa—. Si la ardilla, o quienquiera que sea el ladrón, no se llevó ayer ningún cojín, ni ningún vaso, ni ninguna otra cosa, tampoco lo hará hoy. Además quedan muy pocas galletas. —Está bien —dijo Peter—. Envolvamos los cojines con el hule. ¡Scamper, ya nos vamos! —¡Guau! —respondió el perro. Y oyeron que se lanzaba de un salto contra el tronco del árbol. Se había aburrido soberanamente en la soledad de su garita. Bajaron del árbol con grandes precauciones, porque la lluvia había dejado resbaladizas algunas partes del tronco. Scamper los recibió alegremente. Se marcharon y cada cual se dirigió a su casa. Por desgracia, nadie se dio cuenta de que Colín no había cogido el libro de los barcos. Se olvidó de él completamente y se lo dejó en el fondo del hueco-alacena. EL BOSQUE DE LOS VIENTOS EN LA NOCHE Colín se había desnudado ya y se disponía a acostarse. De pronto, se acordó del libro. ¿Dónde estaba? Al recordarlo se estremeció. ¡Se lo había dejado en la despensa del árbol! ¡Qué horror! «¿Y si la ardilla lo encuentra y rompe las hojas? ¿Y si se desencadena una tempestad, entra el agua en el agujero, y estropea el libro? ¡Cómo se disgustaría el padre de Janet!» Se volvió a vestir a toda prisa: había que ir por el libro a toda costa. Pero no había contado con su familia. Esta iba y venía continuamente por la casa aquella noche, corriendo escaleras arriba, deteniéndose en el vestíbulo, saliendo al jardín y volviendo a entrar. ¡Era desesperante! Colín estuvo junto a la ventana hasta las diez y media. ¿Es que su dichosa familia no iba a acostarse nunca? ¡Ah, ya oía a la abuelita subiendo las escaleras! Al fin, cuando dieron las once, advirtió que podría salir de casa sin que nadie se diera cuenta. Salió cautelosamente al jardín. Un búho cantó de pronto, y Colín dio un respingo. Se detuvo. ¿Reconocería en la oscuridad de la noche el camino que conducía al árbol? En el bosque estaría todo negro como el alquitrán. Colín sintió la ingrata punzada del miedo. No era nada seductor visitar el Bosque de los Vientos por la noche. ¿Y si se equivocara de camino, no encontrase el árbol y se perdiera? Sería sencillamente horrible. ¡Qué susto se llevaría su madre! Siguiendo su camino, pasó ante la casa de Peter. Se preguntó si su amigo estaría levantado. Si así fuera, estaba seguro de que le acompañaría. Avanzó sigilosamente a través del jardín, en dirección a la casa. Sabía dónde estaba el dormitorio de Peter. La casa se hallaba sumida en la oscuridad más completa. Todos estaban acostados. Colín cogió del suelo unas cuantas piedrecitas y lanzó una, con suave impulso, a la ventana. Como la ventana estaba abierta, la segunda piedrecilla entró en la habitación y fue a caer sobre la mejilla de Peter, que dormía plácidamente en su cama. Despertó sobresaltado y se sentó en el lecho. Escudriñó en torno suyo, por toda la oscura habitación. Se frotó la mejilla, extrañado, preguntándose qué había ocurrido. Otra piedrecita entró por la ventana y dio en la pared. «¡Ah, caramba! Alguien está tirando piedras», se dijo. Se acercó a la ventana y vio una sombra en el jardín. —¿Quién va? —preguntó Peter en voz alta, pero sin gritar demasiado. —¡No grites! ¡Soy yo, Colín! —dijo éste desde abajo—. Oye, Peter. Me he dejado el libro de tu padre en el árbol. Necesito recogerlo. ¿Quieres venir conmigo? —¡Pues claro! —repuso Peter, entusiasmado ante la idea de ir al Bosque de los Vientos por la noche y subir al árbol-casa—. ¡Será una bonita aventura! ¡Una cosa estupenda! Se puso el jersey y los pantalones y bajó al jardín por un árbol que había junto a la ventana. Poco después, Colín y Peter iban por el camino como dos fantasmas. Llevando a Peter a su lado, Colín se sentía más valiente. —Temía no encontrar el árbol — susurró Colín—. Tú tienes facilidad para orientarte y creo que lo harás lo mismo en la oscuridad que a la luz del día. —Desde luego —dijo Peter—. De todas formas, he traído una linterna. Qué divertido, ¿verdad? El Bosque de los Vientos estaba en calma aquella noche. Soplaba un suave vientecillo que movía los árboles con un rumor apenas perceptible. Se oyó de nuevo el canto de un búho. Los dos chicos dieron un salto. —Menos mal que no soy un ratón — dijo Peter. —Me habría quedado petrificado de miedo al oír a ese búho. Llegaron al árbol. Peter subió primero y alumbró el tronco al ver que Colín hallaba dificultades para trepar en la oscuridad. Al fin, llegaron a la plataforma, que les pareció extraña y desolada a la luz de la linterna. —Ahora voy a coger el libro —dijo Colín, enfocando la alacena. De pronto, profirió una exclamación: —¡Alguien ha estado aquí otra vez! Está todo en desorden, como si lo hubiesen registrado buscando alguna cosa, tal vez comida. —No importa —dijo Peter—. ¡Para lo que nos dejamos! Pero ¿qué veo? ¡No puede haber sido la ardilla! Esto lo ha hecho alguien que ha descubierto nuestro refugio. ¿Está el libro ahí? —Gracias a Dios está —repuso Colín—. ¿Quién habrá venido aquí, Peter? —No comprendo lo que ha pasado aquí —dijo aquél. Entonces percibió un leve ruido que le llamó la atención. Era un rumor muy suave y procedía de algún punto del árbol. —¿Has oído? —preguntó muy bajito —. Ha sido como si maullaran ¡Pero aquí no hay ningún gato! Paseó el foco de la linterna por todo el árbol por si descubría algún gato. De pronto, cogió del brazo a Colín y le señaló un lugar entre las ramas. ¡A la luz de la linterna se veían dos pies desnudos! Alguien estaba echado en silencio sobre una rama que tenían sobre sus cabezas. EN EL ÁRBOL HAY ALGUIEN De súbito, Peter atenazó con sus manos los dos pies descalzos. Se oyó un grito y los pies empezaron a agitarse. Pero Peter los retenía con fuerza. —¡Baja! —ordenó, iracundo—. ¿Quién eres? ¿Cómo le has atrevido a subir a nuestro árbol y a revolver nuestras cosas? ¡Baja en seguida! —Déjame en paz —dijo una voz de niño. Entonces se oyó de nuevo el maullido y, ante la sorpresa de Peter y Colín, un gatito bajó de un salto a una rama próxima y se quedó mirándoles con sus ojos verdes muy abiertos. —¡Un gato! —exclamó Colín—. ¡Este debe de ser el chico del gato! ¡Ha vuelto después de lo ocurrido! —¡No tires! ¡Suelta! —imploró el chico desde arriba—. Estaba durmiendo. Peter soltó los pies. —Baja en seguida. No hagas el tonto. Mira que somos dos contra uno. Los pies fueron bajando. Aparecieron las piernas, después un cuerpo flaco y, finalmente, la cara pálida de un muchacho que les miraba con un gesto de temor. —¡Siéntate! —le ordenó Peter—. ¡No te muevas y di en seguida qué hacías en nuestro árbol! El chico se sentó en la plataforma y les dirigió una mirada hostil. Era delgado, de tez pálida y su pelo pedía a gritos las tijeras. —Sólo he venido aquí para esconderme —dijo. —No he hecho nada malo. Bien es verdad que cogí unas cuantas galletas la otra noche; pero si vosotros tuvieseis el hambre que tengo yo, también las habríais cogido. —¿Por qué te escondes? —preguntó Colín—. ¿Te has escapado de casa? —No os lo diré —repuso el chico —. Podríais llamar a la policía. —No la llamaremos —le aseguró Colín—. A menos que se trate de algo verdaderamente grave, no hay ninguna necesidad de molestar a la policía. El gato se acercó paso a paso al chiquillo y se refugió en su chaqueta. Colín y Peter advirtieron que tenía sangre en una pata. El niño lo acarició suavemente y el gato empezó a ronronear. Colín y Peter se dijeron entonces que aquel chico no podía ser malo, ya que quería tanto a su gato, y éste le quería a él. Los dos le miraron fijamente. —¡Vamos, cuéntalo todo! —dijo Peter, iluminando de lleno su cara con la linterna—. Queremos ayudarte. —¿Me dejáis quedarme aquí esta noche? —preguntó el chiquillo—. Así no me encontrarán. Saben que estoy en el Bosque de los Vientos. —¿Quién lo sabe? —preguntó Peter —. Cuéntanoslo todo. Empieza por decirnos cómo te llamas. —Jeff —repuso el chico, volviendo a acariciar al gato—. Todo empezó cuando a mi madre la llevaron a una clínica. Mi padre murió y quedamos solos nosotros dos. Cuando se llevaron a mi madre, a mí me mandaron a casa de mis tíos Enrique y Lizzy. —¿Y qué más? —preguntó Peter—. ¿Por qué te escapaste? —Estuve con ellos una semana — repuso—. Mi madre no salía de la clínica y nadie quería decirme nada. ¿Y si no salía nunca? ¿Qué haría yo? No tenía a nadie más que a mi gatito. —Bueno, pero ¿es que no se portaban bien contigo tus tíos? — preguntó Peter. —Yo no quería estar con ellos — contestó Jeff. —Son malos. Mi madre siempre lo estaba diciendo. Tenían amigos malos y hacían cosas malas. —¿Qué cosas malas hacían? — preguntó Peter. —Pues robar, y cosas peores — repuso Jeff—. Se portaban bien conmigo. Me daban de comer y mi tía me repasaba la ropa. Pero maltrataban a mi gatito. Colín y Peter miraron a Jeff con simpatía. Peter comprendía lo que habría sentido si alguien hubiera maltratado a Scamper. —¿Son ellos los que le han hecho la herida que tiene en la pata? —preguntó. Jeff repuso: —Sí; mi tío le dio un puntapié. Ahora ya está casi curado. Por eso me escapé con mi gatito. Primero me escondí en una casa deshabitada, pero ellos me siguieron. Entonces vine a este bosque y supuse que había alguien aquí arriba cuando el perro me ladró. Por eso, cuando os marchasteis, subí al árbol. —Comprendo —dijo Peter—. Y te comiste nuestras galletas y el chocolate. Pero ¿por qué se portan mal contigo tu tío y tu tía? ¿No comprenden que tú puedes marcharte si quieres? —No es mi tía la que se porta mal —dijo Jeff—. Es mi tío y su amigo el señor Tizer. Teme que yo sepa demasiado. —¿Demasiado de qué? —preguntó Colín. —Yo solía dormir en el cuarto de estar —explicó Jeff—. Y una noche les oí hablar de un plan que estaban tramando. Me enteré de unas cuantas cosas, pero no de todo. Y al dar una vuelta en la cama para estar más cómodo, mi tío se levantó de un salto y me acusó de haber estado escuchándoles. —Comprendido: ahora, como te has escapado, tienen miedo de que tú le digas a alguien lo que oíste —dijo Colín —. Pero di: ¿qué es lo que oíste? —Nada que tuviera sentido —dijo Jeff—. Pero ellos no lo creen así y por eso me persiguen. Hoy he visto en el bosque al señor Tizer con su perro. Van buscándome y estoy asustado. ¡Por eso me he subido a vuestro árbol! ¿Me dejáis que me quede? —Sí, puedes pasar aquí esta noche —repuso Peter—. Coge los cojines y ponte cómodo. Mañana vendremos todos y estudiaremos lo que se puede hacer. No te preocupes, Jeff. El «Club de los Siete Secretos» lo arreglará todo. OTRA REUNIÓN Peter y Colín ayudaron a Jeff a sacar los cojines del hule en que estaban envueltos. El gato se sentó en una rama próxima en actitud expectante. Era una monada; tenía el pelo moteado y parecía una bola de lana. —Pues comerte las galletas que quedan y también beber cuanto quieras —dijo Colín—. ¡Ay! ¡Ya me olvidaba del libro! Tengo que sacarlo de la despensa. Lo sacó y enseguida los dos amigos empezaron a bajar del árbol, tanteando con cuidado en busca de puntos de apoyo para los pies. ¡No era tan fácil bajar en la oscuridad como a la luz del día! —Adiós —dijo Jeff—. Gracias por vuestra ayuda. Cuando vengáis mañana, ¿podréis traer un poco de leche para el gato? —Sí, la traeremos. Y un trozo de pescado, si es posible —le contestó Peter—. ¡A ver si te caes del árbol cuando te duermas! —No, no me caeré —dijo Jeff, con voz ya mucho más alegre. Colín y Peter se encaminaron a sus casas, hablando en voz baja del niño y de su curiosa historia. —¿Qué crees tú que estarían planeando su tío y su amigo Tizer? ¿Por qué temerán que Jeff se haya enterado de todo? —preguntó Peter—. Si piensan rol bar o hacer algo por el estilo, tenemos el deber de averiguarlo e impedirlo. —Si podemos sacarle algo a Jeff, creo que deberíamos contárselo a alguien —dijo Colín—. A tul padres, por ejemplo. —Sí. Pero antes sería interesante ver si nuestra sociedad secreta puede hacer algo por su cuenta —opinó Peter —. Voy a convocar una reunión, para mañana, en el árbol. Jeff asistirá y veremos lo que podemos sonsacarle. Estoy seguro de que oyó cosas interesantes. —Bien —dijo Colín, empezando a sentirse interesado—. ¡Ha sido una suerte! Justamente cuando decíamos que no nos ocurría nada nos suceda esto. ¿Les dirás a todos mañana que tenemos un asunto importante y que hay que reunirse en el árbol? —Sí —repuso Peter—. Con contraseñas y todo lo demás. Yo esperaré en el árbol. Que nadie diga a gritos el santo y seña; debe hacerlo en voz baja También hay que llevar la insignia. —De acuerdo —dijo Colín, encantado—. Bueno, despidámonos ya, pues hemos llegado a tu casa Ha sido una suerte que hayamos ido a recoger el libro, de lo contrario, no habríamos conocido a Jeff Los chicos se separaron. Peter tuvo la tentación de despertar a Janet para contarle lo de Jeff, pero decidió no hacerlo. Ya se lo contaría a la mañana siguiente. Los cinco miembros restantes quedaron interesados al enterarse de que tenían reunión y de las cosas que les contaron sobre Jeff. —¿Crees que debemos llevar a Scamper? —preguntó Pamela a Peter—. ¿No asustará al gatito? —No. Es muy considerado con los gatos —contestó Peter—. De todos modos, él estará abajo de guardia, y el gato arriba, en el árbol, con Jeff. Tengo que acordarme de coger una botella de leche, un platito y un poco de pescado. —Ha sido una suerte que precisamente hoy hayamos tenido pescado para comer —dijo Janet—, envolveré un trozo en papel impermeable. ¡Pobre gatito! ¿Se le habrá curado ya la pata? ¡Se necesita no tener entrañas para darle un puntapié a un gato! A las diez, los miembros del club se congregaron al pie del árbol. Todos dijeron a Peter la contraseña con la mayor seriedad. —¡«Aventura»! —¡«Aventura»! —¡«Aventura»! ¿Está arriba el chico? —Sí. ¿Lleváis las insignias? Bien. Como ya estamos todos, podemos subir. ¡Scamper, a tu puesto de guardia! Scamper miró a Peter, movió la cola y se fue corriendo al árbol próximo, donde tenía su garita. Se sentó ante un hueso y dirigió a su alrededor una dura mirada, como si dijera: «¡Que nadie se acerque! ¡Estoy vigilando! ¡Mucho cuidado!» Peter fue el primero en subir. Llevaba la botella de leche en el bolsillo y el platito entre los dientes. Los demás le siguieron. Peter vio que Jeff miraba hacia abajo ansiosamente al oír que subían. —¡Hola, Jeff! —dijo Peter al llegar a la plataforma—. ¿Has pasado bien la noche? ¿Dónde está el gatito? —Tiene la pata mucho mejor — repuso Jeff —y yo he dormido toda la noche. Sólo me despertaba cuando el viento era muy fuerte. Supongo que nadie me echará de aquí, ¿verdad? ¿Cuántos sois? —Siete. Apártate un poco, Jeff; necesitamos espacio. Somos una sociedad secreta: el «Club de los Siete Secretos». Tenemos nuestras contraseñas y nuestra insignia y celebramos asambleas. Todo lo que debemos hacer, lo hacemos. Jeff se sentó en la parte de atrás de la plataforma y vio cómo subían los restantes miembros de la sociedad. A Colín lo conocía de la noche anterior. Bárbara, Janet, Pamela, Jorge y Jack subieron y lo saludaron afablemente. El gatito maulló. —Aquí tienes la leche, preciosidad —dijo Peter, echando en el platito un poco de la botella—. Janet, ¿dónde está el trozo de pescado? Nadie volvió a pensar en la sesión que iba a celebrarse, cuando, ya reunidos en la pequeña plataforma, vieron como el hambriento gato lamía la leche y se comía el pescado. Jeff también lo miraba. Sonreía agradecido a los chicos. —Gracias —dijo—. Gracias, que tengáis mucha suerte en la vida. JEFF INTENTA RECORDAR Peter había traído también una lata de carne en conserva y un trozo de pastel para Jeff, y Colín, mantequilla y un poco de pan. El chiquillo cogió el pan ansiosamente. Ni siquiera esperó a que le cortasen una rebanada. Lo partió con los dientes. Los niños del club se miraron apenados al verlo tan hambriento. Janet, gentilmente, cogió el pan, cortó una gruesa rebanada y esparció sobre ella una buena cantidad de mantequilla y carne. —Esto te gustará más que el pan solo —dijo. Jeff comió de todo lo que los Siete habían traído, excepto galletas, que se guardaron para media mañana. Se limpió la boca con la manga de la chaqueta y lanzó un suspiro. —Estaba de rechupete —dijo—. Hacía tiempo que no comía tan a gusto. El gato había terminado también de comer y, sentado cerca de Jeff, se lavaba la cara. —Ya parece más gordo —dijo Janet, acariciándole—. ¡Pobrecito! ¡No comprendo cómo pueden haberle dado un puntapié siendo tan mono! ¿Cómo puede haber gente tan mala? —El señor Tizer es muy malo —dijo Jeff—. Peor que mi tío. A mí también me dio un puntapié. —Queremos que nos cuentes todo lo que sepas —dijo Peter, sentándose tan cómodamente como pudo, con la espalda apoyada en el tronco del árbol —. Tenemos el deber de averiguar por qué causa el señor Tizer y tu tío se asustaron al creer que habías oído su conversación. Deben de haber planeado algo malo, algo que se debe impedir. Jeff lo miró. —¿Impedir? ¿Quién lo impedirá? Yo, no. Ni nadie, No hay quien pueda con el señor Tizer, ni siquiera la policía. De todos modos, yo no sé absolutamente nada. —Jeff, tienes que hacer un esfuerzo para recordar —intervino Colín—. Dijiste que estabas durmiendo en el sofá del cuarto de estar cuando tu tío y el señor Tizer hablaron de sus planes. Dijiste que te despertaste y cambiaste de postura, y que ellos se enfadaron contigo porque creyeron que habías oído lo que estaban diciendo. ¡A la fuerza tienes que acordarte de algo! —No —dijo Jeff frunciendo el ceño. Peter estaba seguro de que el chico podría recordar lo que había oído, si se lo proponía. —Ese señor Tizer te tiene asustado. Por eso no quieres recordar. Estás acobardado. Nos hemos compadecido de ti y de tu gato y te hemos prestado nuestra ayuda. Ahora ayúdanos tú a nosotros. Te aseguro que no te pasará nada. Jeff acarició al gato, y éste ronroneó débilmente. —Bueno —dijo—. Os habéis portado muy bien conmigo y haré un esfuerzo para recordar lo que oí a medias. Pero os advierto que eran cosas sin sentido para mí. Tampoco lo tendrá para vosotros ni para nadie. —No importa; cuenta —dijo Colín. Jeff frunció el ceño, esforzándose en recordar lo que había oído. —Dejadme pensar —empezó—. Yo estaba dormido, me desperté y oí que hablaban. —¿Qué más? —le apremió Peter. —No sé de qué hablaban —continuó Jeff—. Estaba medio dormido y apenas me daba cuenta de lo que decían. Solamente oí unas cuantas cosas que no entendí. —¿Qué cosas? —preguntó Bárbara, sintiendo la tentación de pincharle para que lo contara todo de una vez. —Pues… dijeron algo sobre M K X —dijo Jeff con el ceño fruncido—. Sí; de esto me acuerdo muy bien: M K X. —¿M K X? —dijo Jack—. ¿Qué demonios significaré eso? ¿Será una clave para entenderse con algún cómplice? —No lo sé —repuso Jeff—. Pero recuerdo esas tres letras. Y también oí una fecha: sábado día veinticinco. La nombraron dos o tres veces. Es el sábado próximo, ¿verdad? —Sí —dijo Peter—. Quizá sea ésa la fecha de su próximo robo o de lo que estén tramando. ¡Ah, qué interesante es esto! Adelante, Jeff. ¡Procura recordar más cosas! —No me des prisas —dijo Jeff—. No me dejas pensar. En el acto se produjo un silencio de muerte. Nadie quería que Jeff no pudiese recordar. —Hablaban también de otra cosa — dijo Jeff, arrugando la frente—. ¿De qué era? ¡Ah, sí! De Emma Lane. Repitieron varias veces ese nombre: lo recuerdo muy bien. —¿Emma Lane? Es un buen punto de partida —dijo Colín—. Averiguaremos quién es. Nunca he oído hablar de ella. —¿Qué más? —preguntó Peter—. Verdaderamente, lo estás haciendo muy bien, Jeff. Procura seguir recordando. Jeff hizo cuanto pudo para complacerlos. Se reconcentró y reconstruyó en su imaginación lo ocurrido aquella noche cuando él estaba acostado en el sofá, oyendo las voces de los dos hombres. —¡Ah, sí! —dijo de pronto—. Decían algo de una almohada roja. Esto me extrañó. Una almohada roja, sí; me acuerdo muy bien. Los que le escuchaban quedaron confundidos. Aquello de la almohada roja no encajaba con nada. ¿Quién podía querer una almohada roja y para qué? —M K X… El sábado día veinticinco… Emma Lane… Una almohada roja —resumió Peter—. ¡Qué mescolanza tan extraña! No comprendo qué relación pueden tener esas cuatro cosas con una mala acción. Lo único que puede dar una pista es el nombre de Emma Lane… ¿Nada más, Jeff? ¡Piensa, reconcéntrate! —También dijeron algo sobre una reja —dijo Jeff—… «Mirando a través de una reja»… Sí, eso dijeron. ¿Os aclara algo? No. No aclaraba nada. Por el contrario, hacía más profundo el misterio. ¿Lograrían relacionar todos estos indicios los miembros del «Club de los Siete Secretos»? CHARLANDO Y TRAZANDO PLANES Jeff no podía recordar nada más. Las preguntas que le hacían los Siete del club le aturdían. Empezó a palidecer y Peter lo notó. —Ya está bien; no más preguntas — dijo—. Estudiemos el hecho en conjunto. Y, a modo de ayuda, comámonos unas galletas y bebamos algo. ¿Quieres una galleta, Jeff? Aunque apenas hacía una hora que había almorzado, y abundantemente, Jeff estaba dispuesto a volver a comer. Y lo mismo le ocurría al gato. Este mordisqueó una galleta que Janet le ofreció, y empezó a retozar alegremente. —Ya está mucho mejor —dijo Jeff —. Pero escuchad: ¿no ladra el perro? Sí, Scamper ladraba. Primero lo hizo moderadamente; después, con furiosa violencia. Peter se asomó para ver qué ocurría y Jeff, aterrado, se aferró a Colín. —¡No dejéis que se me lleven si es a mí a quien buscan! —suplicó—. ¡Por favor, no lo consintáis! Dos hombres rondaban por debajo del árbol. Peter le dijo a Jeff que los mirase. Este se asomó y retrocedió en seguida. Estaba tan atemorizado, que Peter se dio cuenta inmediatamente de que aquellos hombres eran el señor Tizer y el tío de Jeff. Aún lo iban buscando. Y estaban debajo mismo del árbol donde se había escondido el pobre Jeff. Pero ellos no lo sabían. Scamper absorbía su atención. Saltaba alrededor de ellos, gruñendo como si les fuera a morder. Era evidente que le disgustaban los dos desconocidos. —¡Calla, mal bicho! —dijo uno de ellos. Y cogió una rama seca y se la arrojó a Scamper. Peter se puso rojo de ira. La rama no alcanzó al perro, pero lo enfureció. Scamper se lanzó sobre los dos hombres, que echaron en seguida a correr, y los persiguió largo trecho a través del bosque. Después regresó, resollando y muy satisfecho de sí mismo. —¡Buen guardián! —alabó Peter desde arriba. Y Scamper movió la cola. —¡A vigilar de nuevo, Scamper! Scamper se fue a su árbol y se sentó en su puesto. Rebosaba satisfacción y orgullo. Los Siete del club se sentaron mientras lanzaban un suspiro de alivio. El pobre Jeff estaba pálido y tembloroso; el gatito se había escondido bajo su chaqueta. —¡-Animo, Jeff! —dijo Peter—. Scamper los ha echado. ¿Cómo se habrán enterado de que estás por aquí? —Debe de ser por el gato —dijo Jeff—. Ellos van preguntando por un niño y por un gato. Varias personas (leñadores y paseantes) me han visto en este bosque. El señor Tizer y mi tío acabarán por encontrarme. —Verás cómo no —dijo Peter—. Desde luego, reconozco que no me gusta la pinta que tienen. En fin, ¿qué podemos hacer? Los Siete conferenciaron largamente. M K X. ¿Quién o qué sería esto? Emma Lane… ¿Cómo averiguar dónde vivía? La almohada roja… ¡Un indicio incomprensible! El día veinticinco era el único dato concreto. Pero ¿qué era lo que tenía que ocurrir ese día y dónde? La reja… ¿Dónde estaría y por qué tenía que ir alguien a mirar por ella? —Creo que ni el famoso detective Sherlock Holmes podría resolver este enigma —dijo Peter, al fin-Es inútil que sigamos pensando. —Sí. Pero es interesante y divertido —dijo Pamela—. Creo que deberíamos decírselo a alguien Por ejemplo, Peter, a tus padres. —Sí. Es lo mejor que podemos hacer —dijo Peter, sin demostrar ningún deseo de hacerlo—. Pero estaría muy bien que nosotros mismos averiguásemos algo. Lo malo es que no veo el modo de conseguirlo. Lo único que podemos indagar es si Emma Lane existe. Eso quizá nos ayude a descubrir algún dato interesante. —¿Cómo podríamos averiguar eso? —inquirió Bárbara. —Preguntando en la oficina de correos —repuso Jorge—. Allí saben dónde vive todo el mundo. —Buena idea —dijo Peter—. Jack y tú podéis pasar a preguntarlo cuando os vayáis a casa. Y si no aclaramos nada, se lo contaremos a nuestros padres. —¡No, eso no! —suplicó Jeff—. Sería para mí un fastidio que interviniera la policía. —Lo siento, Jeff —dijo Peter—. Pero este caso es demasiado importante para nosotros. Es una lástima que no esté dentro de las posibilidades de nuestro club. Todavía no hemos tenido ningún fracaso. Sin embargo, este asunto es tan difícil, que no lo podemos resolver nosotros. —Lo mejor es que nos vayamos — dijo Jorge—. Me reñirán si llego tarde. Y a vosotros también, ¿no es verdad? —Sí, tienes razón —convino Janet, y añadió—: Jack y tú iréis a preguntar a la oficina de correos, ¿verdad? Esto es muy necesario. —¿Cuándo volveréis? —preguntó Jeff con un gesto de ansiedad. —Esta tarde seguramente —repuso Peter—. O después del té. Lo decidiremos por el camino. Te traeremos más comida. De todos modos, puedes comerte las galletas que quedan, y también el chocolate. Eso te dará ánimos. Y no tengas miedo. Aquí estás seguro. Nadie puede creer que estás entre estas ramas. Jeff tenía una expresión de incredulidad. Siguió con la vista a los Siete, que bajaron uno tras otro, y oyó la alegre bienvenida que les daba Scamper. El gato se acurrucó junto a él. «Si el señor Tizer oye estos ladridos —se dijo el pobre Jeff, asustado—, comprenderá que hay alguien aquí arriba. Tal vez esté seguro en este escondite, pero no tengo por dónde escapar si el señor Tizer descubre que estoy aquí arriba y sube para cogerme.» EMMA LANE Siguiendo las instrucciones de Peter, Jorge y Jack fueron a preguntar a la oficina de correos. Conocían a la señorita empleada. Esta sonrió al verlos. —Perdone si la molestamos —dijo Jorge, cortés y respetuoso—. Pero quisiéramos saber dónde vive una persona que se llama Emma Lane. Se trata de un asunto importante. ¿Puede decírnoslo? —Un momento —dijo la empleada, cogiendo una voluminosa guía—. Ahora la buscaré. Los niños esperaron pacientemente. La empleada pasaba páginas y más páginas, recorriendo con el dedo listas de nombres. —¡Sí! —exclamó—. Aquí hay una Emma Lane. Señora doña Emma Lane; calle de la Iglesia, número uno. Esta debe de ser la dirección que buscáis. Es la única Emma Lane que hay en la guía. Las otras Lane son Isabel y Elisa. —¡Muchas gracias! —dijo Jorge sin poder disimular su satisfacción—. Calle de la Iglesia, número uno. Es fácil de recordar. —Se lo diremos a Peter después de comer —dijo Jack— e iremos todos a ver si podemos averiguar quién es Emma Lane y a qué se dedica. Efectivamente, después de comer fueron a casa de Peter. Este y Janet recibieron la noticia con gran interés. —Iremos a casa de Emma Lane y veremos si podemos averiguar algo — dijo Peter—. A lo mejor conoce al señor Tizer. —Seguramente, ella nos dirá algo de ese señor y del terrible tío de Jeff — dijo Jorge—. ¿Quieres que vaya a buscar a los demás, y así podremos ir todos juntos? —No —dijo Peter—. Llamaría la atención que fuésemos los siete a preguntar por Emma. Se dirigieron a la calle de la Iglesia. El número uno era una flamante y linda casita protegida por una verja. Los cuatro niños se detuvieron fuera y deliberaron sobre quién debía llamar a la puerta y lo que debía decir. —Ve tú, Peter —dijo Jorge—. Nosotros ya hemos hecho nuestro trabajo yendo a la oficina de correos. Yo no sabría qué decirle a Emma Lane. —Muy bien. Iremos Janet y yo — decidió Peter. Y entró con su hermana en el camino que conducía a la límpida y verde fachada. Oprimieron el pulsador del timbre de la puerta. Una niña abrió y se quedó mirándolos sin decir palabra. —¿Podrías decirme si vive aquí doña Emma Lane? —le preguntó Peter con toda cortesía. —¿Emma Lane? Nunca he oído ese nombre-repuso la niña. Era increíble. Peter se quedó perplejo. —Pues en la oficina de correos me han dicho que vive aquí. ¿Estás segura de que no hay en esta casa nadie que se llame Emma Lane? ¿Cómo se llama tu madre? —María Margarita Harris —dijo la niña—. Yo soy Lucía Ana Harris. Se oyó una voz procedente del fondo de la casa. —¿Quién es, Lucía? —No los conozco, mamá. Son dos niños que preguntan por una persona que no vive aquí. Apareció una señora con las manos llenas de harina. Al ver a Peter y a Janet, les sonrió. —Estoy haciendo bizcochos —dijo —. ¿Qué queréis, niños? —Preguntan por una señora que se llama Emma Lane —dijo la niña, riendo —. Aquí no vive nadie que se llame así, ¿verdad, mamá? —¡Pero si es tu abuela, tontina! — dijo la señora. Lucía miró sorprendida a su madre. —No sabía que la abuelita se llamase Emma. Nunca he oído a nadie llamarla así. Tú la llamas madre, y yo, abuelita. —¡Bueno, pero tiene un nombre! — dijo la señora. Se volvió hacia Peter y Janet. —No vive aquí ahora. Se marchó a la costa hará unos tres meses y nos ha dejado la casa. ¿Es que queréis hablar con ella? —No… bueno, sí; pero… — balbuceó Peter, confuso—. Muchas gracias, señora. Siento haberla molestado cuando estaba usted atareada haciendo los bizcochos. Janet y él se volvieron al camino. —¡Qué niña tan tonta! ¡Mira que no conocer el nombre de su abuela! —dijo Janet. —¿Es que sabes tú cómo se llaman nuestras dos abuelas? —preguntó Peter —. Conocemos los apellidos, pero no los nombres de pila. Nunca he oído a nadie llamarlas por sus nombres. Nosotros las llamamos a las dos «abuelita», y papá y mamá, «madre». —¿Crees que la abuela de esa niña tiene algo que ver con los planes del señor Tizer? —preguntó Janet. Peter movió la cabeza. —No. Es una señora de edad, y debe de ser buena cuando vive en una casa tan bonita. El caso es que no está aquí. No debe de ser la Emma Lane que buscamos aunque es la única que figura en las listas de la oficina de correos. Anduvieron en silencio. Peter suspiró. —Se lo debíamos haber dicho a los papás, Janet. Es un asunto muy complicado. Somos incapaces de deshacer este enredo. ¡Una almohada roja! ¡M K X!… ¡Cosas raras! UN DESAGRADABLE TROPIEZO Los padres de Peter estaban tomando el té. Peter les dio la noticia mientras cubrían rebanadas de pan con miel y mantequilla. —¡Papá, los Siete del club estamos metidos otra vez en un lío! El padre y la madre levantaron la vista inmediatamente. —¿Qué os pasa ahora? —preguntó el padre-Su-pongo que no tendrá importancia. —No lo sabemos —repuso Peter—. Si dos individuos que están relacionados con el asunto son tan malos como suponemos, la cosa puede ser muy seria. Pero, aunque sabemos algo, es todo tan disparatado, complicado e incomprensible, que no podemos aclarar nada. Por eso hemos pensado que es mejor decíroslo a vosotros. —Bueno, cuenta —dijo el padre—. Estoy deseando saber de qué se trata. —No te rías de nosotros, papá — dijo Janet—. El «Club de los Siete Secretos» es una sociedad seria. Bien sabes que hemos hecho ya muchas cosas buenas. —Os aseguro que ni vuestra madre ni yo nos reiremos de vosotros —repuso el padre—. ¡Vamos, decid ya de qué se trata! Peter y Janet refirieron la historia del árbol casa, de Jeff y su gatito, del malvado tío de Jeff, del señor Tizer y de todo, en fin, lo que el chiquillo había recordado y les había contado. El padre seguía tomando el té. De vez en cuando hacía algunas preguntas. La madre, que también escuchaba, dijo que las reuniones en el árbol le parecían una peligrosa imprudencia. Cuando terminaron, el padre dijo: —Esto hay que estudiarlo detenidamente. Pero si queréis saber mi opinión, creo que ese Jeff ha exagerado mucho las cosas. Estaba de mal humor porque se habían llevado a su madre a una clínica. No le eran simpáticos sus tíos, rompió con ellos y huyó de su casa. Como habéis sido muy buenos con él, ha inventado esa historia para entreteneros. —¡No, no, papá! —dijo Janet rápidamente—. No ha inventado nada. Y al gatito lo hirieron: le dieron un puntapié. —Bien; id a buscar a ese Jeff y traédmelo. Si hay algo de verdad en lo que cuenta, en seguida lo veré, y si todo es una broma, lo descubriré igualmente, Que nos dé la dirección de su tío y la policía averiguará si hay algo de cierto en lo que él cuenta. —Él no quiere que la policía intervenga en el asunto —dijo Peter. —Si todo es una invención, es natural que no quiera decir nada a la policía. Bueno, id a buscarlo. Decidle que no tema, que no le haré nada. En cuanto a las cosas que dice que oyó estando medio dormido, yo creo que las ha soñado. En fin, no os preocupéis demasiado. Cuando seáis un poco mayores, aprenderéis a no creer todo lo que os cuente la gente. —Jeff ha dicho la verdad, papá, estoy segura-afirmó Janet, a punto de echarse a llorar. —Bien; si es así, puede estar seguro de que haremos algo para ayudarle. Id y traérmelo ahora mismo. Estoy terminando un trabajo y lo tendré listo para cuando estéis de vuelta. Peter y Janet se fueron hacia su árbol. Era desalentador que sus padres estuvieran seguros de que Jeff mentía. Los muchachos no lo creían así. En fin, Jeff iría con ellos y se lo contaría todo a papá… Pero, no; seguramente estaría tan asustado que no querría decir ni una palabra. —¿Crees que Jeff querrá venir con nosotros? —preguntó Peter, convencido de que sería muy difícil obligarle a bajar del árbol si no quería. No dijeron nada más por el camino. Cuando llegaron al árbol, Peter empezó a dar voces. —¡Jeff! ¡Baja! ¡Tenemos que decirte una cosa! No recibieron respuesta. Peter llamó de nuevo. —¡Jeff, soy yo: Peter! ¡Baja! ¡Estamos solos mi hermana y yo! Tampoco contestó nadie esta vez. Sin embargo, Jeff debía de estar allí, porque se oyó un débil maullido. —El gatito está —dijo Peter—. Por lo tanto, también tiene que estar Jeff. ¿Le habrá ocurrido algo? Subió. Al llegar a la plataforma vio que todavía estaba cubierta por los cojines. El gatito se acercó a él, maullando. ¡No había ni rastro de Jeff! Peter lo llamó de nuevo y miró hacia arriba, por si se había subido a otras ramas más altas. ¡No! ¡Tampoco estaba más arriba! Entonces vio un trozo de papel en una hendidura del tronco del árbol. Lo cogió y lo leyó. «Me han descubierto. Me amenazan con subir y tirar al gatito si no bajo. He de bajar porque son capaces de hacerlo. Cuidad al gatito y gracias por todo. Jeff.» Peter se deslizó por el tronco tan de prisa que se arañó las manos y las rodillas. Le enseñó el papel a Janet. —¡Mira esto! Lo han encontrado. Deben de haber vuelto. Dedujeron que Jeff estaba en el árbol al ver que Scamper no les dejaba acercarse. Janet estaba sorprendida y apenada. —¿Qué podríamos hacer, Peter? No sabemos dónde vive Jeff; no podemos ayudarlo. ¡Oh, mira! El pobre gato baja del árbol él solo. Peter lo cogió. El gatito maullaba. —Te cuidaremos —le dijo—. ¿Adónde ha ido tu amo? Eso es lo que quisiéramos saber. JORGE TIENE UNA IDEA Peter y Janet volvieron a su casa con el gatito en brazos. Su padre los estaba esperando. —¡Hola! —exclamó—. ¿Dónde está Jeff? —Se ha ido —le contestó Peter, enseñando a su padre la nota. —No os preocupéis más de él. Os aseguro que todo lo que os dijo fue pura invención. ¡Olvidadlo! Preguntadle a mamá si podéis quedaros el gatito. Pensad que ya tenemos uno. Os confieso que no puedo pensar bien de un niño que abandona a su gatito como él lo ha abandonado. —No lo ha abandonado, papá —dijo Janet, esforzándose por contener las lágrimas—. No ha tenido más remedio que dejarlo. Esos dos hombres son muy malos. El padre se fue a su trabajo. Peter y Janet se miraron. Papá casi siempre tenía razón. Quizás esta vez también la tenía; tal vez Jeff se lo había inventado todo. —¿Qué hacemos? —preguntó Janet, enjugándose los ojos. Después de reflexionar un momento, Peter repuso: —Tendremos que dejar el asunto. En primer lugar, hemos de obedecer a papá; en segundo, no podemos hacer nada solos, ya que no conseguimos descifrar el significado de lo que Jeff nos contó. Y como Jeff se ha marchado no sabemos dónde, no podemos hacer que le cuente a nadie su historia. —Tendremos que convocar una reunión para decírselo todo a nuestros compañeros —dijo Janet, apenada—. ¡Qué disgusto se llevarán! Tan interesante como parecía al principio y ahora resulta que todo es una invención. Pues a mí, Jeff me era simpático. —A mí también —dijo Peter—. Escribe y echa en los buzones unas notas diciendo que mañana habrá reunión. En el cobertizo estaremos mejor. Así variaremos. Janet escribió las notas y las echó en los buzones. A las diez de la mañana siguiente, los Siete estaban reunidos en el cobertizo. La contraseña, «Aventura», tuvo un algo decepcionante para Janet y Peter, que sabían cómo había terminado todo. —Traigo malas noticias —dijo Peter —, se lo hemos contado a mi padre y no se ha creído nada. Nos mandó en busca de Jeff para que se lo contara todo, pero Jeff se ha marchado. Todos sufrieron una desilusión. —¿Se ha marchado? —preguntó Jack—. ¿A dónde? Peter enseñó la nota, que se leyó en voz alta y en tono solemne. —Nos hemos llevado el gatito — dijo Peter—. Y esto es todo lo que queda de Jeff y de su extraña historia. —De modo que no podemos hacer nada —dijo Jorge, desalentado—. ¡Tanto como he cavilado para resolver el problema creyendo que se trataba de un caso interesante! —Te comprendo, pero ¿qué le vamos a hacer si estábamos equivocados? —dijo Peter—. Este asunto está liquidado. No podemos hacer nada. Es nuestro primer fracaso. Fue una reunión muy amarga. Todos estaban profundamente desanimados. Se preguntaron dónde estaría Jeff. ¿Sería verdad que los había engañado contándoles una historia inventada? —Vimos al señor Tizer y al tío de Jeff —dijo Colín de pronto—. Ellos no eran una invención. —Piensa —le advirtió Peter— que si decimos que aquellos dos hombres eran el señor Tizer y el tío de Jeff, es sólo porque él nos dijo que lo eran. Pero bien podían ser leñadores o cazadores furtivos. De todas formas, tenían mal aspecto. Hubo un silencio. —Muy bien —dijo Jorge—. El asunto ha terminado. No podemos hacer nada más. ¿Iremos a nuestro árbol hoy? —Yo no tengo humor para ir esta mañana —dijo Janet—. ¿Y vosotros? Estoy apenada y desilusionada. Todos se echaron a reír. Era raro que Janet hablara en aquel tono. Colín le dio unos golpecitos en la espalda. —¡Animo! Pronto encontraremos la solución de todo. Aunque hayamos dado por terminado el asunto, yo seguiré con los ojos bien abiertos. ¡Quién sabe si a lo mejor encontramos un día a Emma Lane paseando con una almohada roja debajo del brazo, y vemos las letras M K X bordadas en la funda! Al oír esto, todos se echaron a reír. Se dijeron adiós y se separaron, sintiéndose ya más contentos. —¿Cuál es la fecha? —preguntó Jorge a Colín, que iba por el mismo camino—. El sábado veinticinco, ¿no? Entonces es mañana el día en que, según Jeff, iba a suceder algo. —Seguramente dijo esa fecha al azar —apuntó Colín—. ¿Qué vamos a hacer esta mañana? Tenemos mucho tiempo libre. —¿Quieres que vayamos al canal para ver las barcas? —preguntó Jorge —. A mí me encanta ese brazo de agua estrecho, largo, tranquilo… —También me gusta a mí —dijo Colín—. Llevaré mi balandro; lleva tú también el tuyo. Nos reuniremos en el camino del canal, ese que pasa por debajo del puente. —¿Qué camino dices? —preguntó Jorge. Pero Colín estaba ya demasiado lejos para oírle. Jorge repitió levantando la voz—: ¡Colín! ¿Qué camino dices? No me haría ninguna gracia perderme. —Pero si tú lo conoces —gritó Colín—. ¡El Ember Lane! Como las palabras de Colín, debido a la distancia, no se percibían claramente, a Jorge le pareció oír «Emma Lane», y se quedó clavado en el sitio, Ember Lane… Emma Lane… Jeff podía haber confundido también las palabras de su tío. Probablemente había dicho Ember Lane, no Emma Lane. Sonaba casi igual. «Tiene que ser Ember Lane —se dijo a sí mismo, muy excitado—. Tendremos que reconocer detenidamente ese camino.» LA ALMOHADA ROJA Cargado cada uno con su balandro, los dos niños se encontraron al principio de Ember Lane. Jorge explicó a Colín nerviosamente lo que había pensado. —Cuando dijiste a gritos «Ember Lane», sonó exactamente como «Emma Lane». ¿No será esto lo que Jeff oyó en realidad? Como estaba medio dormido, pudo creer que oía otra cosa. Ember Lane… Estoy seguro de que dijeron esto. —¿Y crees que ha de ocurrir algo en Ember Lane el día veinticinco? — preguntó Colín, vivamente interesado—. ¡Caramba! ¡Quizá tengas razón! Pero no sé lo que podrá suceder en ese lugar. Observaron el Ember Lane en todas direcciones. Aunque tenía nombre de callejón, no lo era. Quizá lo hubiera sido años atrás. Era una calle sucia y bastante ancha, con gran número de almacenes a ambos lados. Se veía mucha gente entrando y saliendo en los almacenes, cargados con fardos y paquetes. Ember Lane no hacía pensar en robos ni en ningún otro género de negocios ilícitos. Colín y Jorge realizaron un detenido reconocimiento en toda la calle. Se acercaron a un almacén que tenía un ventanillo enrejado a ras del suelo. Miraron y vieron que había gente en el sótano: obreros que empaquetaban mercancías. Por la reja entraba luz, aire y polvo. —Como ves, esto es una reja —dijo Jorge, poniéndose en pie después de haber estado un rato observando. No tendría nada de particular que alguien hubiera mirado por ella, como decía Jeff. Pero ¿con qué fin? —Alguien pudo mirar desde dentro por la reja —dijo Colín—. Vería la calle y, si el interior estaba a oscuras, nadie podría verlo a él desde fuera. Es un buen puesto de observación. —Puede ser —dijo Jorge—. Sí, puede ser. Una reja por la que se ve Ember Lane. ¡Esto sí que tiene sentido! Tal vez hayamos dado con una pista, ¿no crees? —No —dijo Colín—. Si fuera una pista, habríamos visto una almohada roja en un sofá o en cualquier otro sitio, u oído a alguien susurrar: «¡M K X, le necesitamos!» Fueron a echar sus balandros al agua hasta la hora de comer. Luego emprendieron el regreso y, al pasar por Ember Lane, volvieron a mirar por el ventanillo enrejado. El sótano estaba ahora vacío. Los trabajadores se habían ido a comer. —Debemos decírselo a Peter —dijo Colín reanudando la marcha—. Se lo diré esta misma tarde. El debe saberlo todo, incluso las cosas que no tienen importancia. A Peter le interesó la noticia. —¡La cosa está clara! ¡Es algo que salta a la vista! —exclamó—. Emma Lane… Ember Lane… Se pueden confundir fácilmente. Pero lo de la reja no me convence. Hay rejas en todas partes. —En Ember Lane, no —replicó Colín—. Hemos mirado toda la calle y es la única que hay. —Janet y yo iremos esta tarde a echar un vistazo a esa reja —dijo Peter. Fueron. Ember Lane les pareció una calle triste y sucia. Examinaron la reja con interés. Colín tenía razón. Sólo había una reja en toda la calle. —Claro que con esto no hemos adelantado gran cosa —dijo Peter—, aunque ésta sea la reja por la que tiene que mirar el señor Tizer o quienquiera que sea. ¿Para qué pueden querer hacerlo y qué es lo que verían? No es ningún delito mirar por una reja. —Tal vez quiera mirar alguien desde dentro sin que nadie lo vea, para avisar a otro que esté fuera la llegada de una persona —dijo Janet. Peter la miró visiblemente impresionado. —Desde luego —dijo—, todo eso es muy posible. Pero ¿qué se puede ver desde ahí? Pongámonos de espaldas a la reja y así lo sabremos. Se volvieron y, con gran atención, recorrieron con la vista el almacén de enfrente, el suelo de la calle y una farola. —Total —dijo Janet—, que todo lo que se puede ver desde detrás de la reja es parte del almacén de enfrente, la farola y el suelo de la calle. También se verá ese buzón rojo. Sí, estoy segura de que ese buzón rojo se ve desde dentro. Janet se calló de pronto, contuvo el aliento y miró a Peter con ojos brillantes. —¡Peter! —exclamó—. ¡La almohada roja! —¿La almohada roja? ¿Dónde? — preguntó Peter, estupefacto. De pronto exclamó—: ¡Ya sé lo que quieres decir, Janet! ¡No fue «almohada roja» lo que oyó Jeff, sino «buzón rojo»! ¡Y está ahí! Los dos contemplaron el buzón y se entregaron a profundas reflexiones. Una muchacha se acercó y echó varias cartas. Peter y Janet estaban completamente convencidos de que «la almohada roja» no era otra cosa sino «el buzón rojo»[1]. Y éste se podía ver desde detrás de la única reja que había en Ember Lane. —Hemos adelantado un poco —dijo Peter, casi ahogándose de emoción—. Jeff oyó algo. Por lo tanto, su historia no es una fantasía suya. Lo que ocurre es que, como estaba medio dormido cuando aquellos hombres hablaban, no pudo oírlos bien. —Si pudiéramos averiguar lo que significa M K X —dijo Janet—. Pero eso no es posible. Tal vez se llame por letras a los hombres de la banda de Tizer. En fin, el caso es que hemos conseguido unir varias piezas del rompecabezas. Hemos de contarlo todo a los demás, Peter. Y AHORA, M K X Las nuevas noticias interesaron extraordinariamente a los miembros del «Club de los Siete Secretos». Juzgaron que Janet había demostrado ser muy lista al darse cuenta de que no se trataba de una almohada roja, sino de un buzón rojo. Bárbara estuvo reflexionando un momento y dijo que ella creía que el hombre que vigilara desde detrás de la reja haría una seña a alguien cuando viese que el cartero se acercaba al buzón para vaciarlo. —Alguien puede estar esperando la señal para robar las cartas —añadió. —Es muy posible —dijo Peter—. Pero lo que no tiene explicación es eso de robar cartas corrientes, sin valor alguno. —Es cierto —convino Jack—. Son las sacas de cartas y paquetes certificados los que se suelen robar, porque ésas sí que suelen tener valor, no las cartas corrientes. No creo que se trate de vigilar el buzón, sino de esperar a alguien que tenga que ir por allí o haya de pasar. Cuando los Siete hubieron estudiado la cuestión en todos sus aspectos, Peter dijo: —A mí me parece, Janet, que debemos explicar todas estas cosas a papá. Y en seguida, porque mañana es cuando esa gente ha de dar el golpe que tiene planeado…; claro…, si nuestras suposiciones son ciertas. —Bueno; se lo diremos esta noche —aceptó Janet—. Esperemos hasta entonces. De otra cosa importante tenemos que hablar, y es que no creo que papá cambie de opinión por el hecho de que le digamos que desde detrás de una reja de Ember Lane puede verse un buzón rojo. —Dicho así, claro que parece una tontería —dijo Peter—, en fin, esperaremos hasta la noche. Pero antes de que los dos hermanos pudieran exponer a su padre sus últimas ideas, Pamela llegó corriendo al jardín, en busca de Peter y de Janet. Bárbara la seguía. Encontraron a los dos hermanos regando el jardín. Pamela, sumamente excitada, se lanzó sobre ellos. —¡Peter! ¡Janet! ¡Hemos visto las letras MKX! ¿Qué os parece? Janet soltó la regadera. Peter miró a Pamela con interés. —¿Quién es? ¿Dónde lo habéis visto? —No es una persona, es una furgoneta —dijo Bárbara—. Pamela y yo íbamos camino de casa, cuando vimos que ante la oficina de correos había una furgoneta parada junto a un buzón. Era uno de esos coches de correos pintados de rojo. —¡Y tenía las letras M K X en la matrícula! —gritó Pamela—. M K X, 102. ¿Qué os parece? Cuando vimos las letras M K X no lo podíamos creer. Estoy segura de que Jeff se refería a eso, a la furgoneta de correos con las letras M K X en la matrícula. —Hay muchos coches que tienen esas letras en la matrícula —dijo Peter —, muchos. —Pero no en la misma población — replicó Pamela—. Yo no recuerdo haber visto hasta ahora en este pueblo ninguna matrícula con las letras M K X. Me fijo mucho en las matrículas de los coches porque quiero ver si algún día encuentro una que tenga la letra Z. No la he encontrado todavía. Peter, esa furgoneta puede ser el M K X de que oyó hablar Jeff cuando estaba medio dormido. Peter se sentó en un banco del jardín. —Creo que tienes razón —dijo—. Sí, sin duda tienes razón. Todas las piezas se van trabando. Espera un momento. Voy a ver si descifro el problema. Se puso a pensar, frunciendo un momento el ceño. —Ciertamente, el coche de correos puede llegar a Ember Lane con unas cuantas sacas de pequeños certificados. El cartero sale del coche para cruzar la calle y recoger las cartas del buzón. —¡Sí, sí! —gritó Pamela—. Y alguien está vigilando detrás de la reja para ver cuándo abre el buzón el cartero, de espaldas al coche. En este momento, el que vigila hace una señal a otros que esperan fuera, al acecho. —¡Y cuando éstos reciben el aviso, se lanzan al coche de correos y se lo llevan antes de que vuelva el cartero! — gritó Janet, quitándole a Pamela las palabras de la boca. Se sentaron y se miraron unos a otros con ojos fulgurantes. Apenas podían respirar. ¿Lo habían resuelto todo o se habían dejado llevar de la fantasía? —Ahora sí que voy a contárselo todo a papá —decidió Peter, excitado —. ¡Qué bien habéis hecho en fijaros en la matrícula del coche de correos, Pamela y Bárbara! ¡Buen trabajo! ¡Somos una magnífica y sagaz sociedad secreta! ¡Siempre triunfamos! —¡Y creíamos que esto iba a ser un fracaso! —exclamó Janet—. Mira, aquí está papá. Háblale ahora. El padre de Peter se vio de pronto rodeado de cuatro niños que hablaban con agitación y estaban decididos a convencerle de que habían descubierto cosas realmente importantes. Los escuchó detenidamente. Contrajo los labios y se rascó la cabeza mientras miraba a los niños con un brillo de interés en los ojos. —Desde luego, esta vez la historia es algo diferente. ¡Muy interesante! Hay que hacer algo. Abrió la puerta y se dirigió al teléfono. Llamó al inspector de policía y le rogó que fuese a verlo. —Tengo que contarle una curiosa historia —le dijo-Tal vez no la crea, pero, aunque así sea, me parece que debe oírla de todos modos. No habían pasado ni diez minutos cuando el inspector estaba sentado en el jardín, escuchando, con su cara bonachona, la historia de los niños. Cuando éstos terminaron miró al padre de Peter. —Estos informes son muy importantes —dijo—. Ultimamente, el coche de correos ha sufrido varios robos. Esta vez voy a atrapar a los cabecillas de la banda gracias a los valientes muchachos del «Club de los Siete Secretos». EL GRAN SECRETO El inspector se levantó para marcharse. Los niños le rodearon. —¡Díganos lo que va a hacer, señor inspector! Se lo suplicamos. —Voy a hablar de este asunto con otras personas —repuso el experto policía, sonriendo a los cuatro niños—. No tengo mucho tiempo para hacer los preparativos. Por lo que decís, la cosa ha de suceder mañana. —¿Cómo podremos saber lo que ocurra? —preguntó Pamela—. Este asunto es nuestro y nos gustaría enterarnos del final. —Os lo explicaré todo mañana a las diez —dijo el corpulento inspector con un guiño—. Convocad una reunión de vuestra sociedad secreta en el cobertizo y yo acudiré. Fue tal la excitación de los Siete aquella noche, que sus padres temieron que nunca se fueran a la cama. Colín, Jorge y Jack recibieron un aviso de los otros cuatro y pasaron un rato delicioso comentando lo inteligentes que habían sido. —De acuerdo. Nos reunimos en el cobertizo mañana a las diez —dijo Colín—, con la contraseña y todo lo demás. Ya comprenderéis que no debemos decir a nadie ni una palabra de lo que nos cuente el inspector. —Por supuesto —respondieron todos. A las diez menos cinco estaban ya los Siete en el cobertizo. Sólo faltaba el inspector, que llegó a las diez en punto. —Hay que dejarlo entrar aunque no diga la contraseña —manifestó Peter. Pero Janet gritó: —Contraseña, por favor. El inspector sonrió para sus adentros. —Bien —dijo—. No sé cuál es, pero hay una palabra que viene como anillo al dedo para esta ocasión. ¡«Aventura»! —¡Exacto! —exclamaron todos alegremente. Abrieron la puerta, entró el inspector y le acercaron un cajón para que se sentara. El policía les dirigió a todos una mirada de inteligencia llena de simpatía. —Esto es un secreto —dijo—, un gran secreto. Hemos hecho averiguaciones y creemos muy posible que se haya planeado un robo para esta noche. El robo se cometería en el momento en que el coche de correos llegara a Ember Lane y el empleado bajara a recoger las cartas del buzón rojo. A esa hora hay ya en la furgoneta varias sacas de cartas certificadas. —¡Ooooh! —exclamó Pamela—. ¡Exactamente lo que habíamos supuesto! —Pues bien, lo que vamos a hacer es lo siguiente —dijo el inspector—: Un empleado de correos llevará allí el coche, como de costumbre, lo aparcará en el sitio de siempre, bajará y cruzará la calle en dirección al buzón. Una vez allí, y de espaldas al coche, lo vaciará. —¿Y qué más? —preguntaron los siete chicos que estaban pendientes de las palabras del inspector. —El que esté vigilando desde detrás del ventanillo enrejado —continuó el policía— hará una señal a otros individuos que estarán escondidos enfrente. Estos, que seguramente serán dos, se dirigirán rápidamente al coche, subirán a los asientos del volante y se lo llevarán. —¿Y ustedes lo permitirán? — exclamó Pamela—. ¿Dejarán que se lleven las sacas de los certificados? —Las sacas no estarán dentro, hijita —dijo el inspector—. Dentro habrá seis valientes policías. Ya os podéis imaginar la sorpresa de los dos hombres cuando abran las puertas de la furgoneta aparcada en un lugar solitario, dispuestos a vaciarla. —¡Oh! —gritaron los Siete a la vez, mirando al inspector con ojos resplandecientes de alegría. —Y el individuo que haga la señal desde detrás de la reja se topará con dos agentes que lo estarán esperando a la salida del sótano. ¿Qué os parece? —Por favor, señor inspector, permítanos estar allí para verlo — suplicó Peter—. Tenga en cuenta que si no hubiese sido por nosotros, usted no sabría nada de este asunto. —Bien —repuso el inspector, bajando la voz para que sus palabras resultaran aún más interesantes—. Hay en Ember Lane un almacén llamado «Mark Donald’s», el cual tiene una puerta trasera que da a Petton Road. No llamará la atención que siete niños, uno a uno, entren por esa puerta y se dirijan a una ventana desde donde se domina Ember Lane. Y es muy posible que encontréis allí una persona que os indique el sitio desde el cual podáis observarlo todo. Los Siete intentaron abrazar al corpulento inspector, pero éste se puso en pie en aquel momento. Le estaban profundamente agradecidos. —¡Gracias! ¡Es usted muy bueno! Estaremos allí si nos dejan nuestros padres. —Ya veis que he procurado complaceros —dijo el inspector, cruzando la puerta. —¡Magnífico! —exclamó Peter—. Esto es maravilloso. Lo veremos todo desde primera fila. —Lo malo es que no podremos ver el momento más interesante, aquel en que los dos hombres abran la furgoneta y salgan los policías. —Pero veremos otras muchas cosas —dijo Peter. Y añadió: —Me gustaría saber qué ha sido de Jeff. Supongo que el terrible señor Tizer se lo habrá llevado lejos de aquí para no dejarle volver hasta que todo haya terminado. ¡Pobre Jeff! —¡Miau! —maulló el gatito, que estaba en las rodillas de Janet. Tenía ya la pata curada y estaba monísimo. Janet lo acarició. —Supongo que Jeff te echará de menos. Pero no te preocupes; quizá podamos hacer algo por tu amo si lo encuentran. Es muy probable que puedas reunirte pronto con él. —Me gustaría que fuera ya de noche —dijo Jorge, levantándose—. Me parecerá que tarda un siglo en anochecer. Pero la noche llegó y, con ella, cosas verdaderamente interesantes. UN FINAL APASIONANTE Los Siete pasaron el resto de la mañana en la copa de su árbol, charlando animadamente. Scamper estuvo de guardia como siempre, pero nadie apareció por allí. Llegó la tarde y luego la hora del té. Después de tomarlo, los niños empezaron a dar muestras de agitación. A las seis y media se encaminaron, uno a uno, hacia Ember Lane. Creyeron prudente no ir todos juntos para no llamar la atención. Encontraron la puerta trasera del almacén «Mark Donald’s» en Petton Road, que se abrió silenciosamente a su llegada. ¡Qué misterioso! Tras la puerta había un agente de la policía que por señas les fue invitando a pasar. Luego los hizo subir por una escalera que terminaba en un polvoriento pasadizo y por éste llegaron a una pequeña habitación. —Desde aquí se ve perfectamente el buzón rojo —dijo Janet a Peter—. Podremos ver todo lo que ocurra. ¿Estará ya detrás de la reja el individuo que ha de hacer la señal? Se lo preguntaron al policía y éste repuso: —Sí. Ya está allí. Lo hemos visto entrar. Lleva un pañuelo blanco para hacer la señal. En el sótano hay dos policías escondidos. ¡Aquello era insoportablemente emocionante! Los chicos no podían conservar la calma. El tiempo pasaba con desesperante lentitud. Las siete, las siete y diez, las siete y veinte, las siete y veinticinco… En el reloj de la torre de una iglesia próxima sonó poco después la media. ¡Las siete y media! ¡Había llegado la hora! Todo sucedió de súbito y con gran rapidez. Se oyó el zumbido de un motor de automóvil y por la esquina apareció el coche rojo de correos con la matrícula M K X 102. Se detuvo y el conductor bajó de él. Cogió una saca y cruzó la calle, camino del buzón rojo. La vació. Estaba de espaldas al coche. No había nadie en Ember Lane; sólo el empleado de correos. Los trabajadores se habían ido a sus casas ya hacía rato. Pero no pocos observadores ocultos vieron a los dos hombres: los siete niños, que contenían el aliento, el policía que les acompañaba, y también el hombre que había de hacer la señal desde detrás de la reja. Y, además, muchos ojos ocultos de policías que vigilaban, incluidos los del inspector. Los dos hombres corrieron hacia el vehículo y subieron a la parte delantera. Uno se situó ante el volante y el otro a su lado. Se oyó el zumbido del motor, la furgoneta partió rápidamente y desapareció por la esquina. El empleado de correos se irguió. No parecía sorprendido. ¡También estaba en el secreto! Los niños, nerviosos, saltaban sobre las sillas en que estaban encaramados. Aparecieron varios policías por lugares inesperados. Hablaban unos con otros. De pronto se oyeron voces procedentes del sótano. —¡Eso es que han cogido al hombre que ha hecho la señal! —dijo Peter—. ¡Seguro que es eso! Así era: al salir del sótano, el hombre había caído en manos de los policías, que lo esperaban. Y este hombre era el señor Tizer. Pero las emociones de aquella noche no habían terminado aún. Antes de que transcurriera media hora, el coche de correos volvió, esta vez conducido por un policía de uniforme, que llevaba otro agente a su lado. Dentro iban los dos hombres. A la vista de los niños las puertas del coche se abrieron y de él salieron cuatro policías qué conducían a los dos individuos fuertemente maniatados. —Los han atrapado del modo más sencillo —dijo el policía que acompañaba a los muchachos—. Deben de haberse detenido en algún lugar de los alrededores y, al abrir la puerta trasera del coche, se habrán llevado la sorpresa más grande de su vida. Ahora los llevaremos a declarar ante el comisario. Fue un fastidio tener que regresar a casa después de todo esto. ¡Cuántas emociones! ¡Qué maravilloso había sido todo hasta el final! ¡Y qué aburrimiento ahora! Los Siete fueron a casa de Peter, que los invitó a cenar. Por el camino hablaron todos a la vez. No era posible entender lo que decía cada uno. Y cuando llegaron, vieron que Jeff estaba esperándolos. El gatito estaba de nuevo en sus brazos; parecía un poco asustado, pero feliz. —Hola —saludó Jeff—. La policía lo sabe todo ya, ¿verdad? Han ido a buscarme a casa de mi tío. Este, cuando me cogió, me encerró en el desván, y ya no lo volví a ver. —¿Y qué harán contigo ahora? — preguntó Peter. —Están buscando a mi madre —dijo Jeff, acariciando al gatito—. Como os dije, no sé en qué clínica está. Me quedaré con vosotros hasta que lo averigüen. Tu madre me deja estar aquí. Jeff iba limpio y peinado. La madre de Peter se había compadecido del chico y había hecho por él todo lo que estaba en su mano cuando se lo había llevado la policía. Iba a cenar con los Siete. Era feliz. Sonó el timbre del teléfono, y la madre de Peter fue a contestar. Volvió con cara risueña. —¡Noticias de tu madre, Jeff! ¡Está mejor! Mañana saldrá de la clínica y volverá a casa. Tú podrás estar de nuevo a su lado. A Jeff se le saltaron las lágrimas. Apenas podía pronunciar palabra. Abrazó al gatito tan fuertemente que lo hizo maullar. Al fin recobró el habla, y entonces se volvió hacia los Siete. —¡A vosotros os lo debo todo! — dijo con voz turbada por la alegría—. Todo ha sido obra vuestra. Fue una suerte que encontrase vuestro árbol y os conociera. ¡Sois una magnífica sociedad secreta! ¡La mejor del mundo! —Desde luego, podemos sentirnos satisfechos de nosotros mismos —dijo Peter, sonriendo—. ¿Verdad que sí, viejo Scamper? ¿Verdad que somos una estupenda sociedad secreta? ¿No crees que todavía haremos otras muchas cosas interesantes? —¡Guau! —ladró Scamper, golpeando el suelo con la cola—. ¡Guau! ¡Buen trabajo, «Club de los Siete»! ¡Hasta vuestra próxima aventura, que será pronto! ENID BLYTON (1897-1968), nació en Dulwich, localidad al sur de Londres, Inglaterra. Tuvo dos hermanos. Sin duda ha sido la autora de libros infantiles y juveniles más leída del mundo entero. Desde pequeña le gustaba mucho leer. Entre sus libros favoritos se cuentan Alicia en el país de las maravillas y Alicia a través del espejo de Lewis Carroll. Leía todos los libros de cuentos y leyendas que caían es sus manos. Según nos cuenta ella misma en un libro sobre su vida, se leyó dos veces de cabo a rabo una enciclopedia infantil que la animó a leer más y más. Y también le gustaba la poesía. Después de iniciarse en los estudios de medicina, los abandonó para estudiar magisterio movida por una fuerte inclinación hacia la juventud. Cuando era maestra lo que más le gustaba era explicar cuentos. En 1924 se casó y tuvo dos hijas, Gillian e Imogen. Aunque tanto Gillian como Imogen ya son mayores, todavía recuerdan como su madre escribía una historia detrás de otra con la máquina de escribir encima de sus rodillas; en el jardín cuando el tiempo era bueno y junto al fuego durante el invierno. La casa donde vivió con su familia se llamaba Green Hedges, que significa Setos Verdes y tenía un precioso jardín, no muy grande, pero que rodeaba la casa. Habían allí muchas flores, abetos, un viejo avellano y otros árboles. También tenía un estanque con peces dorados. A Enid Blyton, como a la mayoría de los ingleses le encantaba cuidar de su jardín. Le gustaban mucho los animales. Cuando era pequeña sus padres no la dejaban tener animales en casa, pero cuando fue mayor y tuvo su casa y su jardín, tuvo toda clase de animales: perros, muchos gatos, peces que la conocían y venían a comer de su mano, y erizos. A lo largo de su vida tuvo varios perros: Dos fox terrier llamados Bobs y Topsi, y dos perritas cocker spaniel, la primera se llamaba Lassie y la segunda Laddie. No los tuvo todos a la vez, claro sino de uno en uno, pues desgraciadamente la vida de los perros es más corta que la de las personas. Desde pequeña, Enid Blyton quiso ser escritora y empezó a escribir muy pronto, y nunca dejó de hacerlo, pero tuvieron que pasar muchos años antes de que pudiera publicar su primer libro. Escribió unas setecientas obras llenas de acción y suspense entre los años 1915 y 1968. Sólo en los diez últimos años se vendieron en el mundo más de cien millones de ejemplares de sus libros. Enid Blyton es su verdadero nombre y la reproducción de su firma aparece en muchos de sus libros. Notas [1] La autora juega con la grafía de las palabras «almohada» y «buzón», que en inglés se escriben: pillow y pillar-box, respectivamente (N. del T.) <<