¡Bien por los siete secretos!

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¡Qué calor! Con las ventanas y la
puerta cerradas, el cobertizo donde
se reúne el Club de los Siete
Secretos es como un horno. Por ello
deciden trasladarse a lo alto de un
árbol en el Bosque de los Vientos.
¡Es un sitio ideal: fresco y oculto de
los curiosos! Sin embargo, esa
misma noche Colin y Peter
descubren que en su árbol duermen
plácidamente un niño y un gato.
Interrogado por los miembros del
Club, el chico les cuenta que huye
de su malvado tío porque éste cree
que el joven escuchó una importante
conversación con su compinche.
Pero las palabras que el chico
recuerda haber oído no tienen
sentido:
Emma
Lane,
MKX,
almohada roja… ¿Qué significan?
¡Es hora de investigar, Siete
Secretos!.
Enid Blyton
¡Bien por los
siete secretos!
Siete Secretos - 03
ePub r1.0
Gand 14.07.14
Título original: Well done secret seven
Enid Blyton, 1951
Traducción: Juan Ríos de la Rosa
Ilustraciones: George Brook
Editor digital: Gand
ePub base r1.1
C. S. S. significa «CLUB SIETE
SECRETOS».
Esta es la segunda novela de Enid
Blyton para la colección «SIETE
SECRETOS».
Los títulos son:
El Club de los Siete Secretos.
Una aventura de los Siete
Secretos.
¡Bien por los Siete Secretos!
Un misterio para los Siete
Secretos.
¡Adelante, Siete Secretos!
¡Buen trabajo, Siete Secretos!
El triunfo de los Siete
Secretos.
Tres «hurras» para los Siete
Secretos.
Los Siete Secretos sobre la
pista.
Un rompecabezas para los
Siete Secretos.
Los fuegos artificiales de los
Siete Secretos.
Los formidables chicos del
Club de los Siete.
Un susto para los Siete
Secretos.
¡Cuidado Siete Secretos!
Los Siete Secretos se divierten
Todos estos libros tienen por
protagonistas a los siete mismos
personajes y a su perro, Scamper, pero
cada volumen constituye una aventura
completa e independiente. Yo confío que
éste os guste tanto como los demás.
SE REÚNEN LOS
SIETE SECRETOS
—¿Dónde estará mi insignia?
¿Dónde estará mi insignia? —exclamó
Janet—. La puse en este cajón; estoy
segura.
Mientras decía esto, sacaba del
cajón y lanzaba al aire cintas, pañuelos
y calcetines.
—¡Janet! —le gritó su madre—.
Mira lo que estás haciendo. Esta misma
mañana he arreglado el cajón. ¿Qué es
lo que buscas? ¿Tu insignia del «Club
Secreto»?
—¡Sí! Tenemos reunión esta mañana
y no puedo asistir a ella sin mi insignia.
Peter no me dejaría entrar en el
cobertizo; no, no me dejaría. Es
terriblemente meticuloso en la cuestión
de la insignia.
Hubo otra lluvia de pañuelos.
—No es fácil que la encuentres ya
en el cajón —dijo la madre,
inclinándose y cogiendo del suelo una
insignia pequeña y redonda con las
iniciales C. S. S. pulcramente grabadas
—. La has tirado tú misma con esa
especie de locura que te ha entrado.
—¡Dámela, mamá, dámela! —gritó
Janet. Pero su madre no se la dio.
—No. Primero recoge todo lo que
has tirado y déjalo bien colocado en el
cajón.
—¡Es que nos tenemos que reunir
dentro de cinco minutos! —exclamó
Janet—. Peter está ya en el cobertizo.
—Eso a mí no me importa —dijo la
madre. Y salió de la habitación
¡llevándose
la
insignia!
Janet,
gimoteando, recogió las cosas y las
embutió apresuradamente en el cajón,
colocándolas de cualquier modo.
Entonces se lanzó escaleras abajo.
—Ya lo he guardado todo, mamá. Y
te prometo arreglar mejor el cajón
cuando termine la reunión.
La madre sonrió, tendió la insignia y
se la dio a Janet.
—Aquí la tienes. ¡Ya puedes ir a tu
reunión del «Club de los Siete»! No
comprendo cómo podéis estar en ese
asfixiante cobertizo, con el calor que
hace. ¿Es preciso que tengáis siempre
cerradas la puerta y la ventana?
—No tenemos más remedio —
contestó
Janet,
poniéndose
orgullosamente la insignia—. Es una
sociedad verdaderamente secreta, y
nadie debe enterarse de lo que decimos
en nuestras reuniones. No es que nos
haya ocurrido nada grave. Pero ahora lo
que necesitamos es algo que nos anime:
una aventura como la última que
corrimos.
—Llévate el bote de las galletas —
dijo la madre-También te puedes llevar
una botella de zumo de naranja. Mira,
Scamper viene en tu busca.
El simpático perro de raza spaniel,
de pelo leonado, entró trotando en la
habitación y empezó a resoplar ante
Janet.
—Sí, sí; ya sé que me he retrasado
—contestó la niña, acariciándole—.
Supongo que Peter te envió a buscarme.
Ven. Gracias por las galletas y el zumo
de naranja, mamá.
Janet bajó por el camino del jardín
abrazando fuertemente el bote de las
galletas y el frasco. Cuando llegaba al
cobertizo, oyó voces que salían del
interior.
Dio unos golpes en la puerta y
Scamper empezó a arañarla.
—¡Santo y seña! —exigieron seis
voces. —¡«Aventura»! —gritó Janet
dando la contraseña de la semana. Nadie
podía asistir a la reunión sin cumplir
este requisito.
La puerta se abrió de golpe, y Peter,
el hermano de Janet, permaneció en pie
con el ceño fruncido.
—No hay ninguna necesidad de dar
la contraseña a voces —dijo.
—Lo siento —contestó Janet—.
Como vosotros habéis gritado, he
gritado yo también. Pero estad
tranquilos, que no nos ha oído nadie.
Mira, Peter, he traído galletas y zumo de
naranja.
Peter miró si llevaba puesta la
insignia. Había visto que su hermana la
buscaba desesperadamente diez minutos
antes de salir y no quería dejarla entrar
sin ella. Pero vio que la llevaba
prendida en el vestido.
Janet entró en el cobertizo. Peter
cerró la puerta y echó el cerrojo. La
ventana quedó cerrada también. Los
ardores del sol estival caldeaban el
cobertizo. Janet estaba sofocada.
—¡Dios mío! Esto está que hierve.
Me voy a derretir.
—Todos estamos derritiéndonos —
dijo Pamela. —Me parece que es una
locura que celebremos aquí nuestras
reuniones con el calor que hace. ¿Por
qué no nos reunimos fuera, en cualquier
sitio del bosque, a la sombra de un
árbol?
—¡No! —dijo Jack al punto—. Mi
hermana
Sussy
estaría
siempre
rondándonos; y no podríamos ser una
sociedad secreta.
—Bien; pero podríamos pensar en
algún sitio fresco y oculto donde nadie
nos pudiese ver —dijo Colín—. Yo, por
ejemplo, tengo un lugar secreto en mi
jardín, y no os podéis imaginar lo fresco
y retirado que es.
—¿Dónde está? —preguntó Jack.
—En la copa de un árbol —repuso
Colín—. Tenemos un árbol enorme con
varias ramas gruesas a media altura. He
llevado allí un par de cojines y una caja
para guardar las cosas. Es un lugar
fresco. Sopla la brisa; las ramas se
balancean y además se disfruta de una
vista maravillosa, y si alguien se acerca,
se le ve llegar.
Los reunidos escucharon estas
palabras en silencio. Después se
miraron unos a otros. Los ojos los
brillaban.
¡Magnífico! —exclamó Peter—. ¡Un
lugar de reunión secreto en lo alto de un
árbol! Pondremos en práctica esta idea.
UNA IDEA
MARAVILLOSA
El asunto fue debatido con todo
detenimiento. La opinión general fue que
era una idea excelente. Colín se sentía
orgulloso al pensar que era él quien la
había sugerido.
—Si pudiéramos encontrar un árbol
de grueso tronco y con las ramas
completamente horizontales, podríamos
acondicionar allí un magnífico lugar de
reunión —comentó Peter—. Podríamos
llevar unas cuantas tablas, cajas y
cojines y hacer un pequeño estante para
las galletas, las bebidas, los libros y
todo lo demás.
—Quedará súper —dijo Janet—.
Nadie sospechará nunca que estamos
allí, y tampoco será posible que oigan lo
que decimos.
—Salgamos de este infierno de
cobertizo. Ahora comprendo lo que
siente un helado cuando empieza a
derretirse. El viejo Scamper también
jadea como si acabara de darse una
carrera.
Así era, en efecto. La rojiza lengua
colgaba, larga y oscilante, mientras su
dueño jadeaba aceleradamente. Peter se
levantó.
—Vamos, viejo. Echarás un trago en
el arroyo al pasar.
Se llevaron consigo el bote de las
galletas y todos dieron un sorbo de
naranjada antes de salir.
Scamper echó a correr hacia el
arroyo tan pronto como se dio cuenta del
camino que seguían.
—¡Eh! —le llamó Peter—. ¡No te
bebas todo el arroyo!
Scamper
empezó
a
beber
ávidamente. Los muchachos continuaron
la marcha, y el perro estuvo aún
bebiendo un buen rato.
—Iremos al Bosque de los Vientos
—dijo Colín. —Allí hay árboles
enormes y fáciles de escalar.
Fueron al Bosque de los Vientos.
Era un lugar fresco y sombreado.
—Ahora dediquémonos a buscar un
buen árbol —dijo Jack—. Ha de ser lo
bastante grande para que quepamos
todos.
—Y ¿qué hacemos de Scamper? —
preguntó Janet de pronto—. Como no
puede subir a los árboles, no podrá
venir a nuestras reuniones.
—No; eso sería una molestia para él
—replicó Peter—. De todas formas, él
no es miembro de la sociedad. No es
necesario que venga con nosotros. Lo
que podrá hacer es sentarse al pie del
árbol y vigilar.
—Podemos hacerle una especie de
arnés para tirar de él y subirlo —sugirió
Jorge.
—¡Eso! ¡Se pondrá a ladrar si
alguien se acerca! —dijo Bárbara—.
¡Será un guardián excelente!
—¡Un guardaárbol! —dijo Pamela
—. Mirad ese árbol. ¿Qué os parece? Es
un gigante.
—No nos sirve —dijo Peter,
mirando la copa de la gran haya—. No
tiene ramas bajas para empezar a trepar.
Necesitamos un árbol al que se pueda
subir fácilmente; de lo contrario, nos
pasaremos la mayor parte del tiempo
subiendo y bajando.
Se dividieron y siguieron buscando
por separado. No había tantos árboles
como creían. Jorge encontró uno que le
pareció a propósito; pero apenas
empezó a trepar, se convenció de que
era imposible disponer en él una sala de
reuniones.
—¡No sirve! —gritó a los de abajo
—. Las ramas crujen mucho y son
demasiado espesas.
Bajó. En esto, Jack gritó desde el
otro lado:
—¡Venid todos! ¿Qué os parece
éste?
Todos se apresuraron a acudir y
contemplaron el árbol descubierto por
Jack.
—Sí —dijo Colín—. Este parece a
propósito. Tiene una rama baja, al nivel
de nuestra cintura, y, además, salientes
en el tronco, donde podremos apoyar los
pies. Allí, a una altura prudente, hay
algo que parece un grupo de ramas. Voy
a subir a comprobar si es el adecuado.
—No, iré yo —dijo Jack—, puesto
que yo lo he descubierto. Tú vendrás
después.
Se apoyó en la rama baja y empezó a
subir, poniendo los pies en los salientes,
tan bien dispuestos que parecían
escalones. Las ramas se distribuían del
modo más a propósito para descansar en
ellas. Jack se situó en el arranque de las
más largas del tronco.
—¡Esto es magnífico! —dijo a los
de abajo—. Hay aquí unas seis ramas,
todas casi al mismo nivel. También hay
un agujero en el tronco, que servirá
estupendamente para alacena. ¡Subid!
¡Hay sitio para todos!
Sus compañeros empezaron a subir
nerviosamente. Peter se quedó el último
para ayudar a las chicas en caso
necesario. Pero era un árbol tan fácil de
trepar, que nadie tuvo necesidad de
auxilio.
—Debe de ser el roble más grande
del bosque-dijo Peter, cuando todos
estuvieron sentados en la especie de
plataforma que formaban las ramas—.
¡Qué suerte que haya tantas ramas al
mismo nivel! ¿Dónde está el agujero de
que hablabas, Jack?
—Aquí —dijo Jack, apartándose
para que se viera el tronco en el punto
donde estaba apoyado. Entonces quedó
al descubierto un gran orificio. Jack
introdujo el brazo y sondeó.
—Tiene medio metro de profundidad
—dijo—. Nos servirá de alacena. Es
exactamente lo que necesitábamos.
Bueno, ¿se queda con este árbol el
«Club de los Siete Secretos», o preferís
otro?
Todos dijeron sin vacilar que debían
quedarse con aquél.
Seguidamente empezaron a hablar de
lo que había que hacer para dejar el
árbol debidamente acondicionado.
Peter echó mano de su cuaderno de
notas.
—Ahora
—dijo—,
ideas
y
sugerencias uno por uno. Voy a tomar
nota de todo.
EL GRAN ÁRBOL
A ninguno le faltaban ideas.
—Podemos traer unas cuantas tablas
para colocarlas sobre las ramas y hacer
una buena plataforma —dijo Colín—.
Yo tengo algunas en el cobertizo de mi
jardín.
—Y una cuerda para atarlas —dijo
Jack.
—Sí. Y cojines para sentarnos —
dijo Pamela—. Los guardaríamos en el
agujero al marcharnos, por si lloviese.
—Eso no puede ser. El agujero no
tiene cabida para tanto —dijo Jack.
—Eso tiene remedio. Podríamos
traer un hule viejo para tapar las cosas
durante nuestra ausencia dijo Bárbara—.
Así quedarían bien protegidas.
—Buena
idea
—dijo
Peter,
escribiendo en su agenda—. ¿Alguna
sugerencia más?
—Provisiones para la alacena —
dijo Janet—. Vasitos irrompibles y
cosas así. Yo los traeré. Mi madre nos
los deja siempre que queremos, con la
condición de que se los devolvamos
alguna vez.
—¡Magnífico!
—dijo
Peter,
escribiendo a toda prisa; y añadió—:
Las tablas para hacer la plataforma las
puedes traer tú, ¿verdad, Colín?
—La cuerda para atarlas —dijo Jack
—la traeré yo.
—Yo me encargo de los cojines —
prometió Pamela.
—Yo del hule —dijo Bárbara.
—Yo de los vasos —afirmó Janet—.
¿Y tú, Jorge? ¿Qué traerás?
—Chocolate para el agujerodespensa. Precisamente hoy hemos
recibido un paquete de un primo nuestro
de América, y casi todo es chocolate.
Mamá ha dicho que puedo quedarme con
la mitad.
¡Estupendo! —dijo Peter—. Yo
traeré las bebidas. Vamos a pasar muy
buenos ratos. Hemos encontrado un sitio
maravilloso para celebrar nuestras
reuniones. No le digas nada de esto a tu
hermana Sussy, Jack.
¡Como si yo le dijera algo alguna
vez! —exclamó Jack, indignado—.
Bueno, ¿cuándo empezamos a hacer
nuestra casa-árbol?
Mañana, ¿no os parece? —propuso
Peter—. Todavía no hemos de ir a la
playa. Tenemos tiempo de sobra para
poner las cosas en orden. ¡Este árbol ha
crecido para que tengamos un local de
reunión!
De pronto, subió hasta ellos un
fuerte y lúgubre aullido, seguido de un
rumor de zarpazos.
—¡Pobre Scamper! —dijo Janet—.
¡Qué bueno es! ¡Nos está esperando! ¡Si
pudiera trepar como los gatos, seguro
que ya estaría con nosotros!
—Ya vamos, Scamper —dijo Peter.
Echó una última ojeada alrededor
del árbol y añadió:
—Realmente, ya no puede ser mejor.
Ahora sólo nos falta una cosa.
—¿Qué cosa? —preguntó Jack,
empezando a deslizarse por el tronco.
—Alguna ocupación para el «Club
de los Siete». Hace siglos que no
corremos ninguna aventura ni tenemos
que aclarar ningún misterio.
—Me gusta que digas eso —dijo
Pamela—. Siempre que dices que no nos
pasa nada, empiezan a ocurrirnos cosas.
—Ojalá tengas razón —dijo Peter, y
añadió, apartando las ramas que tenía a
sus espaldas y mirando en esta dirección
—: ¡Qué camino más largo se ve desde
aquí! Va recto a través del bosque y
luego sube por la colina. Se ve la
espiral que forma hasta llegar a la cima
y los coches que van por él.
—Vámonos —dijo Jack, que estaba
ya a mitad del tronco—. Se nos está
haciendo tarde. A mí me van a reñir. Mi
madre dice que nuestras reuniones duran
siempre una hora más de lo prudente.
—Bueno; el caso es que nos
divertimos —dijo Colín, deslizándose
rápidamente por el tronco—. ¡Maldita
sea! ¡Ya me he roto los pantalones!
—¡Claro! Te has creído que el árbol
es un tobogán —dijo Bárbara,
descendiendo con gran precaución.
Scamper les hizo un gran
recibimiento. Empezó a dar brincos
cuando todos estuvieron en tierra, y les
ladró y lamió con verdadero frenesí.
Peter se echó a reír.
—¡Pobre Scamper! No te gusta el
nuevo lugar de reunión, ¿verdad? Oíd:
¿no os parece que podríamos hacer de
aquel agujero una perrera para guarecer
a
Scamper
mientras
nosotros
estuviéramos reunidos?
Señaló una especie de pequeña
cueva que había en un árbol cercano,
viejo y carcomido. La cavidad estaba en
la base del tronco. Era un refugio ideal
para Scamper.
—Podemos meter en el hueco un
felpudo y poner un hueso delante, para
que se dé cuenta de que ése es su sitio
—dijo Peter—. Le diríamos: «¡En
guardia, Scamper!» y así se estaría
quietecito hasta que bajásemos de
nuestro árbol.
—¡Eso: será nuestro centinela! —
dijo Jorge—. ¡Veréis qué bien lo hace!
Ladrará en cuanto alguien se acerque.
Todos se alegraron de haber
preparado un buen plan para Scamper.
El animalito no podría trepar por el
árbol y estar con ellos en las reuniones
como hacía en el cobertizo. Pero, al
menos, haría algo por olios, y seguro
que se sentiría muy satisfecho de
servirles de guardián.
Scamper resopló como si hubiese
entendido lo que de él se decía y
estuviese de acuerdo en todo. Movió la
cola y echó a correr delante de los
niños, Era la hora de comer; él lo sabía
mejor que nadie.
LA
CONSTRUCCIÓN
DEL ARBOL-CASA
El día siguiente fue muy divertido.
Si hubiese habido alguien en el Bosque
de los Vientos, se habría quedado
atónito al ver llegar siete niños en fila
india, cargados con diferentes objetos.
Se habían reunido todos con sus
cosas en casa de Peter. Janet llevaba
vasos, platos y cucharas. Colín, unas
cuantas tablas, ayudado por Jack. Este
había echado mano de largas cuerdas, y
las llevaba arrolladas a la cintura, lo
que le daba un aspecto extraño.
Bárbara iba cargada con un grueso
hule cuidadosamente doblado, y ayudaba
a Pamela a llevar unos cojines viejos.
—Están un poco sucios y aplastados
—dijo Pamela—, pero esto no tiene
importancia. Los he cogido de nuestro
cobertizo. Estaban allí desde hace
siglos. Sólo pude encontrar seis, pero
sacaremos otro de cualquier parte.
Janet fue corriendo a coger uno del
cobertizo donde el «Club de los Siete
Secretos» celebraba antes sus sesiones.
Con éste, reunieron siete cojines, de
modo que ya tenían cojín todos.
Jorge llevaba el chocolate, y
también una magnífica caja de galletas
variadas.
—Mi madre me las ha dado —
explicó—. Dice que la tuya siempre nos
está dando cosas de comer y de beber, y
que ahora le toca a ella.
—Eso está muy bien —dijo Peter—.
¡Qué caja tan estupenda!
Había sacado algún dinero de la
hucha y comprado una botella de
limonada y otra de naranjada. También
había cargado con dos botellas llenas de
agua para alternar con las otras bebidas.
¡Incluso Scamper cooperaba en el
transporte! Llevaba sujeto con los
dientes uno de sus felpudos, fuertemente
arrollado y atado con una cinta. Con ello
se sentía perro importante. Le gustaba
aquello desde que los chicos le dejaron
tomar parte en el trabajo.
—¡Puf, puf! —resopló con la boca
llena de felpudo.
—Dice que le gusta llevar alguna
cosa, como los demás —dijo Janet—.
Es muy natural. ¿Verdad, Scamper?
Scamper movió la cola; le entraron
ganas de ladrar y por poco se le cae el
felpudo.
Los Siete partieron camino abajo,
llegaron al Bosque de los Vientos y
fueron directamente a su árbol.
—Deberíamos grabar en el tronco
las iniciales del «Club de los Siete
Secretos»: C. S. S. —dijo Pamela.
—Desde luego que podemos —dijo
Peter—. Pero mi padre dice que
garrapatear en las paredes y en el suelo
y grabar dibujos en los árboles es cosa
de idiotas. Si alguno de nosotros quiere
ser un idiota, que lo haga.
—Sólo he dicho que deberíamos —
replicó Pamela, herida en su amor
propio—. No he dicho que lo
hiciéramos. Bien sabes que yo no soy
idiota.
—¡Claro que lo sé! —contestó Peter
—. Sólo he querido que supieras lo que
mi padre dice. Voy a preparar la garita
de Scamper antes de subir al árbol.
Era gracioso ver a Scamper en su
garita. Entró de sopetón, olfateó a
derecha e izquierda y se sentó a la
puerta, con el hocico abierto, como
riendo.
—Está satisfecho: lo dice su sonrisa
—dijo Janet—. Sal de ahí, Scamper, que
vamos a poner el felpudo para que te
des cuenta de que ésta es tu garita. Tú
eres el centinela. ¡En guardia, Scamper!
Sabes lo que eso significa, ¿verdad?
Scamper lanzó un resuello. De
pronto se puso serio y salió rápidamente
del refugio. Peter introdujo el felpudo en
la cavidad, después un hueso y,
finalmente, una gorra suya vieja.
—¡En guardia, Scamper! —gritó
agitando su índice en el aire—. ¡En
guardia, viejo camarada! Esto es muy
importante. Vigila mi gorra hasta que
vuelva. ¡En guardia!
Scamper volvió a la garita, olfateó
la gorra y luego husmeó el hueso.
Dio media vuelta sobre sí mismo y
se sentó de nuevo, muy serio y erguido,
a la entrada del hueco.
Por nada del mundo habría salido ya
de su garita hasta que Peter le dijera que
podía hacerlo.
—Ahora podremos trabajar en la
instalación sin que el viejo Scamper nos
moleste saltando a nuestro alrededor,
ladrando y escapándose a cada momento
—dijo Peter—. Ahora ataremos las
tablas y el hule con la cuerda. Luego uno
trepará al árbol con el cabo de la cuerda
y lo subirá todo rápidamente.
Esto parecía una buena idea, pero no
lo era del todo. Peter no ató bien la
cuerda alrededor de las tablas, y cuando
Jack estaba tirando del fardo desde
arriba, la cuerda se salió, y tablas y hule
cayeron, rebotando en las ramas bajas y
en el grueso tronco.
Una de las tablas dio en un hombro
de Colín, y el hule se desdobló y vino a
caer sobre la cabeza de Pamela. Sus
compañeros se echaron a reír al ver a
Pamela pataleando y dando voces.
—¡Oh, cuánto lo siento! —lamentó
Peter, tirando del hule y librando de él a
la pobre Pamela—. Esta vez ataremos
mejor las cosas.
—Deja que las ate yo —dijo Colín,
frotándose el hombro—. No quiero que
vuelva a caerme encima uno de estos
maderos.
—La cosa ha tenido gracia —dijo
Jorge—. Estoy seguro de que nadie se
ha reído tanto como nosotros montando
una casa en un árbol.
MÁS GRACIOSO
TODAVÍA
Los Siete disfrutaban de lo lindo
construyendo la casa-árbol. Ello les
llevó toda la mañana. Colocar las tablas
y dejarlas bien atadas en su sitio no era
tan fácil como les había parecido. Las
maderas resbalaban y tenían la mala
costumbre de caerse del árbol, lo cual
los obligaba a bajar a recogerlas y a
volverlas a subir.
Cada vez que caía una tabla,
Scamper empezaba a ladrar para
avisarlos.
—Seguramente, cree que no nos
damos cuenta de que las tablas se caen
—dijo Janet, riendo—. Bueno, ¿a quién
le toca bajar la próxima vez?
—Parecemos
un
montón
de
cocineros espumando una sola olla de
caldo —dijo Jack—. Intentar poner las
tablas sobre las ramas estando sentados
en sillas, resulta terriblemente difícil.
Vosotras, marchaos a las ramas de
abajo. ¡Hala! Con cuatro que nos
quedemos aquí basta para que se haga el
trabajo.
Las chicas bajaron un poco y se
colocaron al otro lado del árbol para
servir de contrapeso.
—¡Ahí va! ¡Se ha caído un cojín! —
exclama Pamela—. Bueno. Puede
esperar. Dentro de poco se caerá otra
tabla, y el que vaya por ella se
encargará de recoger también el cojín.
Los chicos tardaron un buen rato en
ajustar las tablas y atarlas a las ramas de
modo que resultaran una plataforma
firme y segura. Pero, al fin, lo
consiguieron.
—Esto está seguro —dijo Jack,
andando paso a paso sobre la plataforma
para probarla—. Ni podremos caer
entre dos tablas ni ninguna puede salirse
de su sitio. Hemos hecho un magnífico
trabajo, ¿no os parece?
Las chicas subieron y contemplaron
admiradas la tosca plataforma. Un chico
bajó a recoger el cojín que había caído,
y pronto quedó el local de reuniones
completamente acondicionado, aunque
con un conjunto de cojines bastante
aplastados y sucios.
Los vasos, los platos, las bebidas, la
caja de galletas y las pastillas de
chocolate se colocaron en la cavidaddespensa,
y
el
hule
quedó
cuidadosamente atado a una rama,
dispuesto de modo que pudiera proteger
la plataforma y los cojines cuando los
Siete estuvieran ausentes.
—¡Vaya!
—exclamó
Peter,
satisfecho—. El nuevo local de
conferencias del «Club de los Siete
Secretos» está terminado. Al pie del
árbol vigila Scamper. Todo está listo
para emprender nuestra próxima
aventura… ¡si es que se presenta!
—A mí me da igual que se presente
o no —dijo Pamela—. ¡Con la aventura
que estamos viviendo tengo suficiente!
¡Es fantástico tener una casa-árbol como
ésta! ¡Mirad! ¡Ya empieza a soplar el
viento!
Una fuerte ráfaga balanceó el gran
árbol y, con él, la plataforma.
—¡Esto es estupendo! —exclamó
Janet, al sentir el balanceo—. Me
parece estar en un barco.
—Son las doce y media —dijo Peter
—. Comámonos una galleta, bebamos
algo y vámonos a casa. Podemos volver
esta tarde. Traeremos libros y una baraja
para pasar el rato.
—Es gracioso pensar que las
personas mayores no nos dejan probar
nada antes de las comidas por si
perdemos el apetito —dijo Janet,
mordiendo una galleta—. Y sin
embargo, yo me comería seis galletas y
aún me quedaría con hambre.
—Sólo te comerás una —dijo Peter,
cerrando rápidamente la caja—. Si nos
las comiésemos de seis en seis, pronto
se terminarían. Una caja tan grande
como ésta tiene que durar mucho tiempo.
Por la tarde volvieron al árbol-casa.
Scamper ocupó de nuevo su puesto de
centinela. Parecía entenderlo todo y
movía alegremente la cola mientras los
Siete, uno tras otro, iban subiendo al
árbol.
El viento soplaba con más fuerza y
resultaba agradable notar el balanceo de
la plataforma.
—Sólo me falta oír el chapoteo del
agua —dijo Janet—. Esto es igual que
un barco. Estoy encantada.
Estaban sentados o echados sobre
los cojines, leyendo, charlando y
mordisqueando el chocolate do Jorge.
Resultaba delicioso oír el murmullo de
las hojas y sentir la caricia de la brisa
en el cabello.
De súbito, Scamper empezó a ladrar.
—¿Qué le pasará a Scamper? —
preguntó Peter, mirando hacia abajo con
cautela.
Oyó una voz.
—¡Eh, chucho! ¡No te acerques a mí
ni a mi gato!
—Es un niño —dijo Peter a sus
compañeros en un susurro—. Va muy
sucio. Lleva un gatito en el hombro.
Scamper está dando saltos a su
alrededor.
—No quiere hacerle daño —musitó
Jorge—. Lo que quiere es impedirle que
suba a nuestro árbol. Debe de creer que
el niño piensa hacerlo. ¿Dónde está el
gatito? Apártate; no me dejas ver.
Peter no se quiso apartar, y Jorge le
dio un empujón, que le obligó a asirse a
una de las cuerdas que sujetaban las
tablas. Una de éstas se ladeó, y Peter se
habría caído del árbol de no aferrarse al
tiempo a una rama.
Pamela lanzó un grito de horror, y
Peter le dio un codazo.
—¡Silencio! ¿Es que quieres que el
primer día descubran nuestro refugio
secreto?
El niño de abajo miró a su
alrededor, sobresaltado por el grito de
Pamela. No sabía de dónde había salido.
De pronto, dirigió la vista hacia la copa
del árbol.
—¡Eh! —llamó—. ¿Quién hay ahí
arriba?
Nadie respondió. Pamela contuvo el
aliento hasta creer que iba a estallar.
Peter la miró con un gesto de reproche.
—¿Hay alguien ahí arriba? —volvió
a preguntar el niño—. Voy a subir a ver.
Peter lanzó un gruñido de inquietud.
Pero Scamper no estaba dispuesto a
consentir que un desconocido subiera al
árbol custodiado por él.
Se acercó al niño ladrando y dando
saltos. No pensaba morderle ni hacerle
daño, pero el chico no sabía esto.
Acababa de asirse a la rama más baja;
la soltó al punto y se encaró con
Scamper.
—¿Qué te pasa? ¿Por qué estás tan
furioso? ¡Largo de aquí! Si quieres
atrapar a mi gatito, estás fresco. ¡Largo
de aquí te digo!
Pero hasta que el chico se alejó del
árbol, Scamper no dejó de saltar y
ladrar. En cuanto vio que el forastero
había desistido de subir, volvió a ser el
simpático perro de siempre. Se situó
entre el árbol y el muchacho y empezó a
mover la cola.
—No sé por qué no quieres que suba
a este árbol, pero te aseguro que subiré.
Los Siete oían al chiquillo.
—Como puedo volver cuando tú no
estés aquí, ahora me voy. ¡Le has dado a
mi pobre gato un susto de muerte!
Cuando el muchacho se fue, los Siete
oyeron sus pasos. Scamper lanzó un
ladrido de advertencia y se volvió a su
garita, muy satisfecho de sí mismo. ¡Ah!
¡Era un magnífico centinela! ¡Nadie
podía subir al árbol sin su permiso!
Los Siete permanecieron en silencio
hasta que abajo cesaron los ruidos. La
primera en hablar fue Pamela. Estaba a
punto de echarse a llorar.
—¡Cuánto lo siento! ¡Cuánto lo
siento! No me regañéis. Yo creí que te
ibas a caer del árbol, Peter, y no pude
contener el grito.
—Por esta vez pase, pero como esto
se repita, te expulsaremos de la
sociedad secreta —dijo Peter—,
inutilizar nuestra maravillosa casa-árbol
el mismo día de su inauguración. ¡Es
muy propio de una mujer!
Esto dio lugar a que intervinieran
Janet y Bárbara.
—Nosotras no gritamos nunca —
dijo Janet—. No gritamos ni hacemos
ruido. Pamela es una escandalosa.
También en el colegio está siempre
gritando.
Pamela se puso encarnada.
—Prometo no volverlo a hacer —
dijo con un hilito de voz—. De todos
modos, el chico se ha ido sin hacer
ningún mal.
—Gracias a Scamper —dijo Peter
—. Además, ¿estás segura de que no
volverá cuando nos vayamos?
—Seguro que no quiere ni acordarse
de este árbol —dijo Pamela—. Y
dejemos ya este asunto: ya me habéis
martirizado bastante.
—Tomad un poco más de chocolate
—dijo Jorge, deseoso de cambiar de
conversación. No quería que nadie se
acordase de que él había sido el
causante de todo, ya que el violento
empujón que había dado a Peter y que
casi le hizo caer del árbol, fue lo que
provocó el grito de Pamela.
—Gracias —dijo Peter, y cogió un
poco de chocolate. Los demás hicieron
lo mismo e inmediatamente se
apaciguaron los ánimos. Mientras
comían, comentaron el maravilloso
comportamiento de Scamper como
centinela.
—Apuesto a que ha vuelto a su
garita y se ha sentado en ella, ojo avizor
—dijo Jack—. Me gustaría tener un
perro como ése. Es un portento.
—No creo que ese chiquillo vuelva
—dijo
Colín
poco
después—.
Probablemente, estará dando un paseo
por el bosque con su gato. ¡Salir de
paseo con un gato! Tiene gracia.
—Vamos a jugar a las cartas —dijo
Pamela—. He traído una baraja. Antes
podríamos beber algo. Tengo una sed
espantosa.
Lo pasaron muy bien en la casaárbol. Bebieron naranjada y comieron
chocolate con galletas. Además, jugaron
a las cartas, aunque esto resultó un tanto
molesto, pues el viento seguía soplando
y se llevaba las cartas.
—Creo que será mejor que juguemos
al dominó —dijo Jorge—. Las fichas no
nos volarán. ¿Veis? Ya se me ha
escapado otra carta. Mañana traeré un]
dominó.
A las cinco, la hora de volver a
casa, apilaron cuidadosamente los
cojines, los envolvieron con el hule y
ataron bien el envoltorio. Todo lo demás
lo guardaron en el hueco que utilizaban
como armario.
Una pequeña ardilla gris apareció de
pronto corriendo por una de las ramas y
se quedó mirándolos.
—¡Hola! —saludó Peter—. ¿Cómo
estás? ¿Dónde está tu familia? No nos
robes nada, ¿eh?
La ardilla emitió unos raros sonidos
y desapareció dando un magnífico salto.
Los Siete se echaron a reír, y
Scamper, que lo había oído todo desde
su puesto de vigilancia, empezó a ladrar.
—Ahora vamos, Scamper —le dijo
Peter—. Y te daremos un buen trozo de
chocolate por lo bien que te has portado.
A LA MAÑANA
SIGUIENTE
A la mañana siguiente volvieron a
reunirse en cusa de Peter y Janet antes
de ir al Bosque de los Vientos. Algunos
llevaban comestibles, y Peter se encargó
otra vez de las bebidas. Janet se
presentó con un gran libro que había
prometido prestar a Colín por un día.
—Este es el libro de que te hablé —
dijo—. Es de mi padre y habla de
barcos. Los estudia con todo detalle. Te
dije que te lo prestaría por un día; pero
mi padre dice que se lo puedo devolver
dentro de dos o tres. De modo que
puedes tenerlo dos o tres días, pero más
no.
—Muchísimas gracias —repuso
Colín encantado y cogiendo el libro. Le
gustaban los barcos, y el libro era una
maravilla. Decidió tratarlo con el mayor
cuidado.
Scamper, como de costumbre,
correteaba en torno a los Siete. Llegaron
al Bosque de los Vientos y se fueron
derechos a su árbol. Scamper se dirigió
rápidamente a su garita y se sentó a la
entrada la mar de serio, como si se diera
cuenta de la importancia de su misión.
Janet lo acarició.
—Sí, ya sabemos que cumplirás tu
misión de vigilar. Eres un perro
excelente.
Subieron todos al árbol. Peter desató
el hule y lo extendió sobre la
plataforma. En cuanto lo hubo hecho, las
chicas profirieron un grito.
—¡Mirad! ¡La caja de galletas está
destapada! ¡Y han desaparecido muchas!
Sólo hay una pequeña parte de las que
dejamos. También se ha esfumado parte
del chocolate. Y la botella de limonada,
que dejamos por la mitad, está vacía.
Todos miraron al interior de la
despensa.
Ciertamente,
habían
desaparecido muchas galletas. Los Siete
del club se miraron desconcertados.
Janet dijo de pronto:
—¿Sabéis lo que estoy pensado?
Que esto es cosa de la sinvergüenza de
la ardilla. Apuesto a que, en nuestra
ausencia, ha venido, ha descubierto la
despensa y se ha llevado lo que le ha
parecido. ¡Las ardillas son muy listas!
—Pero ¿y la limonada? —preguntó
Peter, incrédulo.
—Las ardillas utilizan sus garras
con la misma agilidad que los monos —
dijo Janet—. Yo las he visto atrapar,
partir y comer avellanas con asombrosa
facilidad. Estoy segura de que esa
ardilla ha sido lo bastante lista para
destapar la botella. Y sin duda, luego
habrá tirado la limonada, por no gustarle
el sabor.
—Comprendo que una ardilla
descorche una botella y derrame el
contenido —dijo Peter—. Pero no me
cabe en la cabeza que pueda volver a
poner el tapón en su sitio. Me parece
que todo esto es cosa de aquel chiquillo.
—A mí también —dijo Jorge.
Pero los demás miembros del club
no estaban de acuerdo. Opinaban que
todo había sido obra de la ardilla.
—¡Bueno, bueno! No hay que
preocuparse —dijo Jack—. Hemos
traído mucha comida. Si la ardilla
quiere zamparse unas cuantas galletas y
un poco de chocolate, que lo haga.
Habían sido prudentes aquella
mañana y se habían traído un dominó.
Sin embargo, también hubieran podido
jugar a las cartas, puesto que no hacía
viento. El sol estaba oculto. Las nubes
flotaban a poca altura.
—Confío en que no lloverá —dijo
Colín, mirando al cielo.
—Y si lloviera —dijo Pamela—,
apenas lo notaríamos, protegidos como
estamos por las ramas de este frondoso
roble. No creo que caiga una gota de
agua en nuestra plataforma.
Cuando empezó a llover, las gotas
golpeaban las hojas y casi ninguna
llegaba a la plataforma. Sin embargo,
Colín estaba preocupado.
—Será conveniente que guardemos
el libro de los barcos en la despensa.
¿Verdad, Janet? Tu padre se enfadaría si
se lo devolviésemos mojado.
—Desde luego —dijo Janet—. Trata
con mucho cuidado los libros. Ponlo en
el fondo. Allí no llegará ni una gota.
Dejaron de jugar mientras Colín
colocaba e libro en el hueco del árbol,
detrás de los comestibles. La lluvia
arreció. Tenía cierto encanto permanecer
allí, oyendo el repiqueteo de las gotas
en las hojas, sin que el agua llegase
apenas a la plataforma.
A la hora de comer cesó la lluvia.
—Podríamos ir a dar una vuelta —
dijo Peter, dirigiendo la vista a través
del ramaje, en busca de algún trozo de
cielo azul—. ¿Qué hacemos con las
cosas? ¿Creéis que estarán seguras
aquí? No olvidéis que nos han robado
galletas y chocolate.
—Aquí
estarán completamente
seguras —dijo Pamela, espantada ante
la idea de tener que bajarlas del árbol y
llevárselas a casa—. Si la ardilla, o
quienquiera que sea el ladrón, no se
llevó ayer ningún cojín, ni ningún vaso,
ni ninguna otra cosa, tampoco lo hará
hoy. Además quedan muy pocas galletas.
—Está bien —dijo Peter—.
Envolvamos los cojines con el hule.
¡Scamper, ya nos vamos!
—¡Guau! —respondió el perro.
Y oyeron que se lanzaba de un salto
contra el tronco del árbol. Se había
aburrido soberanamente en la soledad
de su garita.
Bajaron del árbol con grandes
precauciones, porque la lluvia había
dejado resbaladizas algunas partes del
tronco.
Scamper
los
recibió
alegremente.
Se marcharon y cada cual se dirigió
a su casa. Por desgracia, nadie se dio
cuenta de que Colín no había cogido el
libro de los barcos. Se olvidó de él
completamente y se lo dejó en el fondo
del hueco-alacena.
EL BOSQUE DE
LOS VIENTOS EN
LA NOCHE
Colín se había desnudado ya y se
disponía a acostarse. De pronto, se
acordó del libro. ¿Dónde estaba?
Al recordarlo se estremeció. ¡Se lo
había dejado en la despensa del árbol!
¡Qué horror!
«¿Y si la ardilla lo encuentra y
rompe las hojas? ¿Y si se desencadena
una tempestad, entra el agua en el
agujero, y estropea el libro? ¡Cómo se
disgustaría el padre de Janet!»
Se volvió a vestir a toda prisa: había
que ir por el libro a toda costa. Pero no
había contado con su familia. Esta iba y
venía continuamente por la casa aquella
noche, corriendo escaleras arriba,
deteniéndose en el vestíbulo, saliendo al
jardín y volviendo a entrar. ¡Era
desesperante!
Colín estuvo junto a la ventana hasta
las diez y media. ¿Es que su dichosa
familia no iba a acostarse nunca? ¡Ah,
ya oía a la abuelita subiendo las
escaleras!
Al fin, cuando dieron las once,
advirtió que podría salir de casa sin que
nadie
se
diera
cuenta.
Salió
cautelosamente al jardín. Un búho cantó
de pronto, y Colín dio un respingo. Se
detuvo. ¿Reconocería en la oscuridad de
la noche el camino que conducía al
árbol? En el bosque estaría todo negro
como el alquitrán. Colín sintió la ingrata
punzada del miedo. No era nada
seductor visitar el Bosque de los
Vientos por la noche. ¿Y si se
equivocara de camino, no encontrase el
árbol y se perdiera? Sería sencillamente
horrible. ¡Qué susto se llevaría su
madre!
Siguiendo su camino, pasó ante la
casa de Peter. Se preguntó si su amigo
estaría levantado. Si así fuera, estaba
seguro de que le acompañaría. Avanzó
sigilosamente a través del jardín, en
dirección a la casa. Sabía dónde estaba
el dormitorio de Peter.
La casa se hallaba sumida en la
oscuridad más completa. Todos estaban
acostados. Colín cogió del suelo unas
cuantas piedrecitas y lanzó una, con
suave impulso, a la ventana. Como la
ventana estaba abierta, la segunda
piedrecilla entró en la habitación y fue a
caer sobre la mejilla de Peter, que
dormía plácidamente en su cama.
Despertó sobresaltado y se sentó en el
lecho. Escudriñó en torno suyo, por toda
la oscura habitación. Se frotó la mejilla,
extrañado, preguntándose qué había
ocurrido. Otra piedrecita entró por la
ventana y dio en la pared.
«¡Ah, caramba! Alguien está tirando
piedras», se dijo.
Se acercó a la ventana y vio una
sombra en el jardín.
—¿Quién va? —preguntó Peter en
voz alta, pero sin gritar demasiado.
—¡No grites! ¡Soy yo, Colín! —dijo
éste desde abajo—. Oye, Peter. Me he
dejado el libro de tu padre en el árbol.
Necesito recogerlo. ¿Quieres venir
conmigo?
—¡Pues claro! —repuso Peter,
entusiasmado ante la idea de ir al
Bosque de los Vientos por la noche y
subir al árbol-casa—. ¡Será una bonita
aventura! ¡Una cosa estupenda!
Se puso el jersey y los pantalones y
bajó al jardín por un árbol que había
junto a la ventana.
Poco después, Colín y Peter iban por
el camino como dos fantasmas.
Llevando a Peter a su lado, Colín se
sentía más valiente.
—Temía no encontrar el árbol —
susurró Colín—. Tú tienes facilidad
para orientarte y creo que lo harás lo
mismo en la oscuridad que a la luz del
día.
—Desde luego —dijo Peter—. De
todas formas, he traído una linterna. Qué
divertido, ¿verdad?
El Bosque de los Vientos estaba en
calma aquella noche. Soplaba un suave
vientecillo que movía los árboles con un
rumor apenas perceptible. Se oyó de
nuevo el canto de un búho. Los dos
chicos dieron un salto.
—Menos mal que no soy un ratón —
dijo Peter. —Me habría quedado
petrificado de miedo al oír a ese búho.
Llegaron al árbol. Peter subió
primero y alumbró el tronco al ver que
Colín hallaba dificultades para trepar en
la oscuridad. Al fin, llegaron a la
plataforma, que les pareció extraña y
desolada a la luz de la linterna.
—Ahora voy a coger el libro —dijo
Colín, enfocando la alacena. De pronto,
profirió una exclamación: —¡Alguien ha
estado aquí otra vez! Está todo en
desorden, como si lo hubiesen
registrado buscando alguna cosa, tal vez
comida.
—No importa —dijo Peter—. ¡Para
lo que nos dejamos! Pero ¿qué veo? ¡No
puede haber sido la ardilla! Esto lo ha
hecho alguien que ha descubierto nuestro
refugio. ¿Está el libro ahí?
—Gracias a Dios está —repuso
Colín—. ¿Quién habrá venido aquí,
Peter?
—No comprendo lo que ha pasado
aquí —dijo aquél.
Entonces percibió un leve ruido que
le llamó la atención. Era un rumor muy
suave y procedía de algún punto del
árbol.
—¿Has oído? —preguntó muy bajito
—. Ha sido como si maullaran ¡Pero
aquí no hay ningún gato!
Paseó el foco de la linterna por todo
el árbol por si descubría algún gato. De
pronto, cogió del brazo a Colín y le
señaló un lugar entre las ramas. ¡A la luz
de la linterna se veían dos pies
desnudos! Alguien estaba echado en
silencio sobre una rama que tenían sobre
sus cabezas.
EN EL ÁRBOL HAY
ALGUIEN
De súbito, Peter atenazó con sus
manos los dos pies descalzos. Se oyó un
grito y los pies empezaron a agitarse.
Pero Peter los retenía con fuerza.
—¡Baja! —ordenó, iracundo—.
¿Quién eres? ¿Cómo le has atrevido a
subir a nuestro árbol y a revolver
nuestras cosas? ¡Baja en seguida!
—Déjame en paz —dijo una voz de
niño.
Entonces se oyó de nuevo el
maullido y, ante la sorpresa de Peter y
Colín, un gatito bajó de un salto a una
rama próxima y se quedó mirándoles
con sus ojos verdes muy abiertos.
—¡Un gato! —exclamó Colín—.
¡Este debe de ser el chico del gato! ¡Ha
vuelto después de lo ocurrido!
—¡No tires! ¡Suelta! —imploró el
chico
desde
arriba—.
Estaba
durmiendo.
Peter soltó los pies.
—Baja en seguida. No hagas el
tonto. Mira que somos dos contra uno.
Los
pies
fueron
bajando.
Aparecieron las piernas, después un
cuerpo flaco y, finalmente, la cara pálida
de un muchacho que les miraba con un
gesto de temor.
—¡Siéntate! —le ordenó Peter—.
¡No te muevas y di en seguida qué
hacías en nuestro árbol!
El chico se sentó en la plataforma y
les dirigió una mirada hostil. Era
delgado, de tez pálida y su pelo pedía a
gritos las tijeras.
—Sólo he venido aquí para
esconderme —dijo. —No he hecho nada
malo. Bien es verdad que cogí unas
cuantas galletas la otra noche; pero si
vosotros tuvieseis el hambre que tengo
yo, también las habríais cogido.
—¿Por qué te escondes? —preguntó
Colín—. ¿Te has escapado de casa?
—No os lo diré —repuso el chico
—. Podríais llamar a la policía.
—No la llamaremos —le aseguró
Colín—. A menos que se trate de algo
verdaderamente grave, no hay ninguna
necesidad de molestar a la policía.
El gato se acercó paso a paso al
chiquillo y se refugió en su chaqueta.
Colín y Peter advirtieron que tenía
sangre en una pata. El niño lo acarició
suavemente y el gato empezó a
ronronear. Colín y Peter se dijeron
entonces que aquel chico no podía ser
malo, ya que quería tanto a su gato, y
éste le quería a él. Los dos le miraron
fijamente.
—¡Vamos, cuéntalo todo! —dijo
Peter, iluminando de lleno su cara con la
linterna—. Queremos ayudarte.
—¿Me dejáis quedarme aquí esta
noche? —preguntó el chiquillo—. Así
no me encontrarán. Saben que estoy en
el Bosque de los Vientos.
—¿Quién lo sabe? —preguntó Peter
—. Cuéntanoslo todo. Empieza por
decirnos cómo te llamas.
—Jeff —repuso el chico, volviendo
a acariciar al gato—. Todo empezó
cuando a mi madre la llevaron a una
clínica. Mi padre murió y quedamos
solos nosotros dos. Cuando se llevaron
a mi madre, a mí me mandaron a casa de
mis tíos Enrique y Lizzy.
—¿Y qué más? —preguntó Peter—.
¿Por qué te escapaste?
—Estuve con ellos una semana —
repuso—. Mi madre no salía de la
clínica y nadie quería decirme nada. ¿Y
si no salía nunca? ¿Qué haría yo? No
tenía a nadie más que a mi gatito.
—Bueno, pero ¿es que no se
portaban bien contigo tus tíos? —
preguntó Peter.
—Yo no quería estar con ellos —
contestó Jeff. —Son malos. Mi madre
siempre lo estaba diciendo. Tenían
amigos malos y hacían cosas malas.
—¿Qué cosas malas hacían? —
preguntó Peter.
—Pues robar, y cosas peores —
repuso Jeff—. Se portaban bien
conmigo. Me daban de comer y mi tía
me repasaba la ropa. Pero maltrataban a
mi gatito.
Colín y Peter miraron a Jeff con
simpatía. Peter comprendía lo que
habría sentido si alguien hubiera
maltratado a Scamper.
—¿Son ellos los que le han hecho la
herida que tiene en la pata? —preguntó.
Jeff repuso:
—Sí; mi tío le dio un puntapié.
Ahora ya está casi curado. Por eso me
escapé con mi gatito. Primero me
escondí en una casa deshabitada, pero
ellos me siguieron. Entonces vine a este
bosque y supuse que había alguien aquí
arriba cuando el perro me ladró. Por
eso, cuando os marchasteis, subí al
árbol.
—Comprendo —dijo Peter—. Y te
comiste nuestras galletas y el chocolate.
Pero ¿por qué se portan mal contigo tu
tío y tu tía? ¿No comprenden que tú
puedes marcharte si quieres?
—No es mi tía la que se porta mal
—dijo Jeff—. Es mi tío y su amigo el
señor Tizer. Teme que yo sepa
demasiado.
—¿Demasiado de qué? —preguntó
Colín.
—Yo solía dormir en el cuarto de
estar —explicó Jeff—. Y una noche les
oí hablar de un plan que estaban
tramando. Me enteré de unas cuantas
cosas, pero no de todo. Y al dar una
vuelta en la cama para estar más
cómodo, mi tío se levantó de un salto y
me
acusó
de
haber
estado
escuchándoles.
—Comprendido: ahora, como te has
escapado, tienen miedo de que tú le
digas a alguien lo que oíste —dijo Colín
—. Pero di: ¿qué es lo que oíste?
—Nada que tuviera sentido —dijo
Jeff—. Pero ellos no lo creen así y por
eso me persiguen. Hoy he visto en el
bosque al señor Tizer con su perro. Van
buscándome y estoy asustado. ¡Por eso
me he subido a vuestro árbol! ¿Me
dejáis que me quede?
—Sí, puedes pasar aquí esta noche
—repuso Peter—. Coge los cojines y
ponte cómodo. Mañana vendremos todos
y estudiaremos lo que se puede hacer.
No te preocupes, Jeff. El «Club de los
Siete Secretos» lo arreglará todo.
OTRA REUNIÓN
Peter y Colín ayudaron a Jeff a sacar
los cojines del hule en que estaban
envueltos. El gato se sentó en una rama
próxima en actitud expectante. Era una
monada; tenía el pelo moteado y parecía
una bola de lana.
—Pues comerte las galletas que
quedan y también beber cuanto quieras
—dijo Colín—. ¡Ay! ¡Ya me olvidaba
del libro! Tengo que sacarlo de la
despensa.
Lo sacó y enseguida los dos amigos
empezaron a bajar del árbol, tanteando
con cuidado en busca de puntos de
apoyo para los pies. ¡No era tan fácil
bajar en la oscuridad como a la luz del
día!
—Adiós —dijo Jeff—. Gracias por
vuestra ayuda. Cuando vengáis mañana,
¿podréis traer un poco de leche para el
gato?
—Sí, la traeremos. Y un trozo de
pescado, si es posible —le contestó
Peter—. ¡A ver si te caes del árbol
cuando te duermas!
—No, no me caeré —dijo Jeff, con
voz ya mucho más alegre.
Colín y Peter se encaminaron a sus
casas, hablando en voz baja del niño y
de su curiosa historia.
—¿Qué crees tú que estarían
planeando su tío y su amigo Tizer? ¿Por
qué temerán que Jeff se haya enterado de
todo? —preguntó Peter—. Si piensan rol
bar o hacer algo por el estilo, tenemos el
deber de averiguarlo e impedirlo.
—Si podemos sacarle algo a Jeff,
creo que deberíamos contárselo a
alguien —dijo Colín—. A tul padres,
por ejemplo.
—Sí. Pero antes sería interesante
ver si nuestra sociedad secreta puede
hacer algo por su cuenta —opinó Peter
—. Voy a convocar una reunión, para
mañana, en el árbol. Jeff asistirá y
veremos lo que podemos sonsacarle.
Estoy seguro de que oyó cosas
interesantes.
—Bien —dijo Colín, empezando a
sentirse interesado—. ¡Ha sido una
suerte! Justamente cuando decíamos que
no nos ocurría nada nos suceda esto.
¿Les dirás a todos mañana que tenemos
un asunto importante y que hay que
reunirse en el árbol?
—Sí —repuso Peter—. Con
contraseñas y todo lo demás. Yo
esperaré en el árbol. Que nadie diga a
gritos el santo y seña; debe hacerlo en
voz baja También hay que llevar la
insignia.
—De acuerdo —dijo Colín,
encantado—. Bueno, despidámonos ya,
pues hemos llegado a tu casa Ha sido
una suerte que hayamos ido a recoger el
libro, de lo contrario, no habríamos
conocido a Jeff
Los chicos se separaron. Peter tuvo
la tentación de despertar a Janet para
contarle lo de Jeff, pero decidió no
hacerlo. Ya se lo contaría a la mañana
siguiente.
Los cinco miembros restantes
quedaron interesados al enterarse de que
tenían reunión y de las cosas que les
contaron sobre Jeff.
—¿Crees que debemos llevar a
Scamper? —preguntó Pamela a Peter—.
¿No asustará al gatito?
—No. Es muy considerado con los
gatos —contestó Peter—. De todos
modos, él estará abajo de guardia, y el
gato arriba, en el árbol, con Jeff. Tengo
que acordarme de coger una botella de
leche, un platito y un poco de pescado.
—Ha sido una suerte que
precisamente hoy hayamos tenido
pescado para comer —dijo Janet—,
envolveré
un
trozo
en
papel
impermeable. ¡Pobre gatito! ¿Se le habrá
curado ya la pata? ¡Se necesita no tener
entrañas para darle un puntapié a un
gato!
A las diez, los miembros del club se
congregaron al pie del árbol. Todos
dijeron a Peter la contraseña con la
mayor seriedad.
—¡«Aventura»!
—¡«Aventura»!
—¡«Aventura»! ¿Está arriba el
chico?
—Sí. ¿Lleváis las insignias? Bien.
Como ya estamos todos, podemos subir.
¡Scamper, a tu puesto de guardia!
Scamper miró a Peter, movió la cola
y se fue corriendo al árbol próximo,
donde tenía su garita. Se sentó ante un
hueso y dirigió a su alrededor una dura
mirada, como si dijera: «¡Que nadie se
acerque! ¡Estoy vigilando! ¡Mucho
cuidado!»
Peter fue el primero en subir.
Llevaba la botella de leche en el
bolsillo y el platito entre los dientes.
Los demás le siguieron. Peter vio que
Jeff miraba hacia abajo ansiosamente al
oír que subían.
—¡Hola, Jeff! —dijo Peter al llegar
a la plataforma—. ¿Has pasado bien la
noche? ¿Dónde está el gatito?
—Tiene la pata mucho mejor —
repuso Jeff —y yo he dormido toda la
noche. Sólo me despertaba cuando el
viento era muy fuerte. Supongo que
nadie me echará de aquí, ¿verdad?
¿Cuántos sois?
—Siete. Apártate un poco, Jeff;
necesitamos espacio. Somos una
sociedad secreta: el «Club de los Siete
Secretos».
Tenemos
nuestras
contraseñas y nuestra insignia y
celebramos asambleas. Todo lo que
debemos hacer, lo hacemos.
Jeff se sentó en la parte de atrás de
la plataforma y vio cómo subían los
restantes miembros de la sociedad. A
Colín lo conocía de la noche anterior.
Bárbara, Janet, Pamela, Jorge y Jack
subieron y lo saludaron afablemente. El
gatito maulló.
—Aquí tienes la leche, preciosidad
—dijo Peter, echando en el platito un
poco de la botella—. Janet, ¿dónde está
el trozo de pescado?
Nadie volvió a pensar en la sesión
que iba a celebrarse, cuando, ya
reunidos en la pequeña plataforma,
vieron como el hambriento gato lamía la
leche y se comía el pescado. Jeff
también lo miraba. Sonreía agradecido a
los chicos.
—Gracias —dijo—. Gracias, que
tengáis mucha suerte en la vida.
JEFF INTENTA
RECORDAR
Peter había traído también una lata
de carne en conserva y un trozo de
pastel para Jeff, y Colín, mantequilla y
un poco de pan. El chiquillo cogió el
pan ansiosamente. Ni siquiera esperó a
que le cortasen una rebanada.
Lo partió con los dientes. Los niños
del club se miraron apenados al verlo
tan hambriento.
Janet, gentilmente, cogió el pan,
cortó una gruesa rebanada y esparció
sobre ella una buena cantidad de
mantequilla y carne.
—Esto te gustará más que el pan
solo —dijo.
Jeff comió de todo lo que los Siete
habían traído, excepto galletas, que se
guardaron para media mañana. Se
limpió la boca con la manga de la
chaqueta y lanzó un suspiro.
—Estaba de rechupete —dijo—.
Hacía tiempo que no comía tan a gusto.
El gato había terminado también de
comer y, sentado cerca de Jeff, se lavaba
la cara.
—Ya parece más gordo —dijo Janet,
acariciándole—.
¡Pobrecito!
¡No
comprendo cómo pueden haberle dado
un puntapié siendo tan mono! ¿Cómo
puede haber gente tan mala?
—El señor Tizer es muy malo —dijo
Jeff—. Peor que mi tío. A mí también me
dio un puntapié.
—Queremos que nos cuentes todo lo
que sepas —dijo Peter, sentándose tan
cómodamente como pudo, con la
espalda apoyada en el tronco del árbol
—. Tenemos el deber de averiguar por
qué causa el señor Tizer y tu tío se
asustaron al creer que habías oído su
conversación. Deben de haber planeado
algo malo, algo que se debe impedir.
Jeff lo miró.
—¿Impedir? ¿Quién lo impedirá?
Yo, no. Ni nadie, No hay quien pueda
con el señor Tizer, ni siquiera la policía.
De todos modos, yo no sé absolutamente
nada.
—Jeff, tienes que hacer un esfuerzo
para recordar —intervino Colín—.
Dijiste que estabas durmiendo en el sofá
del cuarto de estar cuando tu tío y el
señor Tizer hablaron de sus planes.
Dijiste que te despertaste y cambiaste de
postura, y que ellos se enfadaron contigo
porque creyeron que habías oído lo que
estaban diciendo. ¡A la fuerza tienes que
acordarte de algo!
—No —dijo Jeff frunciendo el ceño.
Peter estaba seguro de que el chico
podría recordar lo que había oído, si se
lo proponía.
—Ese señor Tizer te tiene asustado.
Por eso no quieres recordar. Estás
acobardado. Nos hemos compadecido
de ti y de tu gato y te hemos prestado
nuestra ayuda. Ahora ayúdanos tú a
nosotros. Te aseguro que no te pasará
nada.
Jeff acarició al gato, y éste ronroneó
débilmente.
—Bueno —dijo—. Os habéis
portado muy bien conmigo y haré un
esfuerzo para recordar lo que oí a
medias. Pero os advierto que eran cosas
sin sentido para mí. Tampoco lo tendrá
para vosotros ni para nadie.
—No importa; cuenta —dijo Colín.
Jeff frunció el ceño, esforzándose en
recordar lo que había oído.
—Dejadme pensar —empezó—. Yo
estaba dormido, me desperté y oí que
hablaban.
—¿Qué más? —le apremió Peter.
—No sé de qué hablaban —continuó
Jeff—. Estaba medio dormido y apenas
me daba cuenta de lo que decían.
Solamente oí unas cuantas cosas que no
entendí.
—¿Qué cosas? —preguntó Bárbara,
sintiendo la tentación de pincharle para
que lo contara todo de una vez.
—Pues… dijeron algo sobre M K X
—dijo Jeff con el ceño fruncido—. Sí;
de esto me acuerdo muy bien: M K X.
—¿M K X? —dijo Jack—. ¿Qué
demonios significaré eso? ¿Será una
clave para entenderse con algún
cómplice?
—No lo sé —repuso Jeff—. Pero
recuerdo esas tres letras. Y también oí
una fecha: sábado día veinticinco. La
nombraron dos o tres veces. Es el
sábado próximo, ¿verdad?
—Sí —dijo Peter—. Quizá sea ésa
la fecha de su próximo robo o de lo que
estén tramando. ¡Ah, qué interesante es
esto! Adelante, Jeff. ¡Procura recordar
más cosas!
—No me des prisas —dijo Jeff—.
No me dejas pensar.
En el acto se produjo un silencio de
muerte. Nadie quería que Jeff no pudiese
recordar.
—Hablaban también de otra cosa —
dijo Jeff, arrugando la frente—. ¿De qué
era? ¡Ah, sí! De Emma Lane. Repitieron
varias veces ese nombre: lo recuerdo
muy bien.
—¿Emma Lane? Es un buen punto de
partida —dijo Colín—. Averiguaremos
quién es. Nunca he oído hablar de ella.
—¿Qué más? —preguntó Peter—.
Verdaderamente, lo estás haciendo muy
bien, Jeff. Procura seguir recordando.
Jeff hizo cuanto pudo para
complacerlos. Se reconcentró y
reconstruyó en su imaginación lo
ocurrido aquella noche cuando él estaba
acostado en el sofá, oyendo las voces de
los dos hombres.
—¡Ah, sí! —dijo de pronto—.
Decían algo de una almohada roja. Esto
me extrañó. Una almohada roja, sí; me
acuerdo muy bien.
Los que le escuchaban quedaron
confundidos. Aquello de la almohada
roja no encajaba con nada. ¿Quién podía
querer una almohada roja y para qué?
—M K X…
El
sábado
día
veinticinco… Emma Lane… Una
almohada roja —resumió Peter—. ¡Qué
mescolanza tan extraña! No comprendo
qué relación pueden tener esas cuatro
cosas con una mala acción. Lo único que
puede dar una pista es el nombre de
Emma Lane… ¿Nada más, Jeff? ¡Piensa,
reconcéntrate!
—También dijeron algo sobre una
reja —dijo Jeff—… «Mirando a través
de una reja»… Sí, eso dijeron. ¿Os
aclara algo?
No. No aclaraba nada. Por el
contrario, hacía más profundo el
misterio. ¿Lograrían relacionar todos
estos indicios los miembros del «Club
de los Siete Secretos»?
CHARLANDO Y
TRAZANDO
PLANES
Jeff no podía recordar nada más. Las
preguntas que le hacían los Siete del
club le aturdían. Empezó a palidecer y
Peter lo notó.
—Ya está bien; no más preguntas —
dijo—. Estudiemos el hecho en
conjunto. Y, a modo de ayuda,
comámonos unas galletas y bebamos
algo. ¿Quieres una galleta, Jeff?
Aunque apenas hacía una hora que
había almorzado, y abundantemente, Jeff
estaba dispuesto a volver a comer. Y lo
mismo le ocurría al gato. Este
mordisqueó una galleta que Janet le
ofreció, y empezó a retozar alegremente.
—Ya está mucho mejor —dijo Jeff
—. Pero escuchad: ¿no ladra el perro?
Sí, Scamper ladraba. Primero lo
hizo moderadamente; después, con
furiosa violencia. Peter se asomó para
ver qué ocurría y Jeff, aterrado, se
aferró a Colín.
—¡No dejéis que se me lleven si es
a mí a quien buscan! —suplicó—. ¡Por
favor, no lo consintáis!
Dos hombres rondaban por debajo
del árbol. Peter le dijo a Jeff que los
mirase. Este se asomó y retrocedió en
seguida. Estaba tan atemorizado, que
Peter se dio cuenta inmediatamente de
que aquellos hombres eran el señor
Tizer y el tío de Jeff. Aún lo iban
buscando. Y estaban debajo mismo del
árbol donde se había escondido el pobre
Jeff. Pero ellos no lo sabían. Scamper
absorbía su atención. Saltaba alrededor
de ellos, gruñendo como si les fuera a
morder. Era evidente que le disgustaban
los dos desconocidos.
—¡Calla, mal bicho! —dijo uno de
ellos.
Y cogió una rama seca y se la arrojó
a Scamper. Peter se puso rojo de ira. La
rama no alcanzó al perro, pero lo
enfureció. Scamper se lanzó sobre los
dos hombres, que echaron en seguida a
correr, y los persiguió largo trecho a
través del bosque. Después regresó,
resollando y muy satisfecho de sí
mismo.
—¡Buen guardián! —alabó Peter
desde arriba. Y Scamper movió la cola.
—¡A vigilar de nuevo, Scamper!
Scamper se fue a su árbol y se sentó
en su puesto. Rebosaba satisfacción y
orgullo. Los Siete del club se sentaron
mientras lanzaban un suspiro de alivio.
El pobre Jeff estaba pálido y
tembloroso; el gatito se había escondido
bajo su chaqueta.
—¡-Animo, Jeff! —dijo Peter—.
Scamper los ha echado. ¿Cómo se
habrán enterado de que estás por aquí?
—Debe de ser por el gato —dijo
Jeff—. Ellos van preguntando por un
niño y por un gato. Varias personas
(leñadores y paseantes) me han visto en
este bosque. El señor Tizer y mi tío
acabarán por encontrarme.
—Verás cómo no —dijo Peter—.
Desde luego, reconozco que no me gusta
la pinta que tienen. En fin, ¿qué podemos
hacer?
Los Siete conferenciaron largamente.
M K X. ¿Quién o qué sería esto? Emma
Lane… ¿Cómo averiguar dónde vivía?
La almohada roja… ¡Un indicio
incomprensible! El día veinticinco era
el único dato concreto. Pero ¿qué era lo
que tenía que ocurrir ese día y dónde?
La reja… ¿Dónde estaría y por qué tenía
que ir alguien a mirar por ella?
—Creo que ni el famoso detective
Sherlock Holmes podría resolver este
enigma —dijo Peter, al fin-Es inútil que
sigamos pensando.
—Sí. Pero es interesante y divertido
—dijo Pamela—. Creo que deberíamos
decírselo a alguien Por ejemplo, Peter, a
tus padres.
—Sí. Es lo mejor que podemos
hacer —dijo Peter, sin demostrar ningún
deseo de hacerlo—. Pero estaría muy
bien
que
nosotros
mismos
averiguásemos algo. Lo malo es que no
veo el modo de conseguirlo. Lo único
que podemos indagar es si Emma Lane
existe. Eso quizá nos ayude a descubrir
algún dato interesante.
—¿Cómo podríamos averiguar eso?
—inquirió Bárbara.
—Preguntando en la oficina de
correos —repuso Jorge—. Allí saben
dónde vive todo el mundo.
—Buena idea —dijo Peter—. Jack y
tú podéis pasar a preguntarlo cuando os
vayáis a casa. Y si no aclaramos nada,
se lo contaremos a nuestros padres.
—¡No, eso no! —suplicó Jeff—.
Sería para mí un fastidio que
interviniera la policía.
—Lo siento, Jeff —dijo Peter—.
Pero este caso es demasiado importante
para nosotros. Es una lástima que no
esté dentro de las posibilidades de
nuestro club. Todavía no hemos tenido
ningún fracaso. Sin embargo, este asunto
es tan difícil, que no lo podemos
resolver nosotros.
—Lo mejor es que nos vayamos —
dijo Jorge—. Me reñirán si llego tarde.
Y a vosotros también, ¿no es verdad?
—Sí, tienes razón —convino Janet, y
añadió—: Jack y tú iréis a preguntar a la
oficina de correos, ¿verdad? Esto es
muy necesario.
—¿Cuándo volveréis? —preguntó
Jeff con un gesto de ansiedad.
—Esta tarde seguramente —repuso
Peter—. O después del té. Lo
decidiremos por el camino. Te
traeremos más comida. De todos modos,
puedes comerte las galletas que quedan,
y también el chocolate. Eso te dará
ánimos. Y no tengas miedo. Aquí estás
seguro. Nadie puede creer que estás
entre estas ramas.
Jeff tenía una expresión de
incredulidad. Siguió con la vista a los
Siete, que bajaron uno tras otro, y oyó la
alegre bienvenida que les daba Scamper.
El gato se acurrucó junto a él.
«Si el señor Tizer oye estos ladridos
—se dijo el pobre Jeff, asustado—,
comprenderá que hay alguien aquí
arriba. Tal vez esté seguro en este
escondite, pero no tengo por dónde
escapar si el señor Tizer descubre que
estoy aquí arriba y sube para cogerme.»
EMMA LANE
Siguiendo las instrucciones de Peter,
Jorge y Jack fueron a preguntar a la
oficina de correos. Conocían a la
señorita empleada. Esta sonrió al
verlos.
—Perdone si la molestamos —dijo
Jorge, cortés y respetuoso—. Pero
quisiéramos saber dónde vive una
persona que se llama Emma Lane. Se
trata de un asunto importante. ¿Puede
decírnoslo?
—Un momento —dijo la empleada,
cogiendo una voluminosa guía—. Ahora
la buscaré.
Los niños esperaron pacientemente.
La empleada pasaba páginas y más
páginas, recorriendo con el dedo listas
de nombres.
—¡Sí! —exclamó—. Aquí hay una
Emma Lane. Señora doña Emma Lane;
calle de la Iglesia, número uno. Esta
debe de ser la dirección que buscáis. Es
la única Emma Lane que hay en la guía.
Las otras Lane son Isabel y Elisa.
—¡Muchas gracias! —dijo Jorge sin
poder disimular su satisfacción—. Calle
de la Iglesia, número uno. Es fácil de
recordar.
—Se lo diremos a Peter después de
comer —dijo Jack— e iremos todos a
ver si podemos averiguar quién es
Emma Lane y a qué se dedica.
Efectivamente, después de comer
fueron a casa de Peter. Este y Janet
recibieron la noticia con gran interés.
—Iremos a casa de Emma Lane y
veremos si podemos averiguar algo —
dijo Peter—. A lo mejor conoce al señor
Tizer.
—Seguramente, ella nos dirá algo de
ese señor y del terrible tío de Jeff —
dijo Jorge—. ¿Quieres que vaya a
buscar a los demás, y así podremos ir
todos juntos?
—No —dijo Peter—. Llamaría la
atención que fuésemos los siete a
preguntar por Emma.
Se dirigieron a la calle de la Iglesia.
El número uno era una flamante y linda
casita protegida por una verja. Los
cuatro niños se detuvieron fuera y
deliberaron sobre quién debía llamar a
la puerta y lo que debía decir.
—Ve tú, Peter —dijo Jorge—.
Nosotros ya hemos hecho nuestro
trabajo yendo a la oficina de correos. Yo
no sabría qué decirle a Emma Lane.
—Muy bien. Iremos Janet y yo —
decidió Peter.
Y entró con su hermana en el camino
que conducía a la límpida y verde
fachada. Oprimieron el pulsador del
timbre de la puerta.
Una niña abrió y se quedó
mirándolos sin decir palabra.
—¿Podrías decirme si vive aquí
doña Emma Lane? —le preguntó Peter
con toda cortesía.
—¿Emma Lane? Nunca he oído ese
nombre-repuso la niña.
Era increíble. Peter se quedó
perplejo.
—Pues en la oficina de correos me
han dicho que vive aquí. ¿Estás segura
de que no hay en esta casa nadie que se
llame Emma Lane? ¿Cómo se llama tu
madre?
—María Margarita Harris —dijo la
niña—. Yo soy Lucía Ana Harris.
Se oyó una voz procedente del fondo
de la casa. —¿Quién es, Lucía?
—No los conozco, mamá. Son dos
niños que preguntan por una persona que
no vive aquí.
Apareció una señora con las manos
llenas de harina. Al ver a Peter y a
Janet, les sonrió.
—Estoy haciendo bizcochos —dijo
—. ¿Qué queréis, niños?
—Preguntan por una señora que se
llama Emma Lane —dijo la niña, riendo
—. Aquí no vive nadie que se llame así,
¿verdad, mamá?
—¡Pero si es tu abuela, tontina! —
dijo la señora.
Lucía miró sorprendida a su madre.
—No sabía que la abuelita se
llamase Emma. Nunca he oído a nadie
llamarla así. Tú la llamas madre, y yo,
abuelita.
—¡Bueno, pero tiene un nombre! —
dijo la señora.
Se volvió hacia Peter y Janet.
—No vive aquí ahora. Se marchó a
la costa hará unos tres meses y nos ha
dejado la casa. ¿Es que queréis hablar
con ella?
—No… bueno, sí; pero… —
balbuceó Peter, confuso—. Muchas
gracias,
señora.
Siento
haberla
molestado cuando estaba usted atareada
haciendo los bizcochos.
Janet y él se volvieron al camino.
—¡Qué niña tan tonta! ¡Mira que no
conocer el nombre de su abuela! —dijo
Janet.
—¿Es que sabes tú cómo se llaman
nuestras dos abuelas? —preguntó Peter
—. Conocemos los apellidos, pero no
los nombres de pila. Nunca he oído a
nadie llamarlas por sus nombres.
Nosotros las llamamos a las dos
«abuelita», y papá y mamá, «madre».
—¿Crees que la abuela de esa niña
tiene algo que ver con los planes del
señor Tizer? —preguntó Janet. Peter
movió la cabeza.
—No. Es una señora de edad, y debe
de ser buena cuando vive en una casa tan
bonita. El caso es que no está aquí. No
debe de ser la Emma Lane que buscamos
aunque es la única que figura en las
listas de la oficina de correos.
Anduvieron en silencio. Peter
suspiró.
—Se lo debíamos haber dicho a los
papás, Janet. Es un asunto muy
complicado. Somos incapaces de
deshacer este enredo. ¡Una almohada
roja! ¡M K X!… ¡Cosas raras!
UN
DESAGRADABLE
TROPIEZO
Los padres de Peter estaban tomando
el té. Peter les dio la noticia mientras
cubrían rebanadas de pan con miel y
mantequilla.
—¡Papá, los Siete del club estamos
metidos otra vez en un lío!
El padre y la madre levantaron la
vista inmediatamente.
—¿Qué os pasa ahora? —preguntó
el padre-Su-pongo que no tendrá
importancia.
—No lo sabemos —repuso Peter—.
Si
dos
individuos
que
están
relacionados con el asunto son tan malos
como suponemos, la cosa puede ser muy
seria. Pero, aunque sabemos algo, es
todo tan disparatado, complicado e
incomprensible, que no podemos aclarar
nada. Por eso hemos pensado que es
mejor decíroslo a vosotros.
—Bueno, cuenta —dijo el padre—.
Estoy deseando saber de qué se trata.
—No te rías de nosotros, papá —
dijo Janet—. El «Club de los Siete
Secretos» es una sociedad seria. Bien
sabes que hemos hecho ya muchas cosas
buenas.
—Os aseguro que ni vuestra madre
ni yo nos reiremos de vosotros —repuso
el padre—. ¡Vamos, decid ya de qué se
trata!
Peter y Janet refirieron la historia
del árbol casa, de Jeff y su gatito, del
malvado tío de Jeff, del señor Tizer y de
todo, en fin, lo que el chiquillo había
recordado y les había contado.
El padre seguía tomando el té. De
vez en cuando hacía algunas preguntas.
La madre, que también escuchaba, dijo
que las reuniones en el árbol le parecían
una peligrosa imprudencia.
Cuando terminaron, el padre dijo:
—Esto
hay
que
estudiarlo
detenidamente. Pero si queréis saber mi
opinión, creo que ese Jeff ha exagerado
mucho las cosas. Estaba de mal humor
porque se habían llevado a su madre a
una clínica. No le eran simpáticos sus
tíos, rompió con ellos y huyó de su casa.
Como habéis sido muy buenos con él, ha
inventado esa historia para entreteneros.
—¡No, no, papá! —dijo Janet
rápidamente—. No ha inventado nada. Y
al gatito lo hirieron: le dieron un
puntapié.
—Bien; id a buscar a ese Jeff y
traédmelo. Si hay algo de verdad en lo
que cuenta, en seguida lo veré, y si todo
es una broma, lo descubriré igualmente,
Que nos dé la dirección de su tío y la
policía averiguará si hay algo de cierto
en lo que él cuenta.
—Él no quiere que la policía
intervenga en el asunto —dijo Peter.
—Si todo es una invención, es
natural que no quiera decir nada a la
policía. Bueno, id a buscarlo. Decidle
que no tema, que no le haré nada. En
cuanto a las cosas que dice que oyó
estando medio dormido, yo creo que las
ha soñado. En fin, no os preocupéis
demasiado. Cuando seáis un poco
mayores, aprenderéis a no creer todo lo
que os cuente la gente.
—Jeff ha dicho la verdad, papá,
estoy segura-afirmó Janet, a punto de
echarse a llorar.
—Bien; si es así, puede estar seguro
de que haremos algo para ayudarle. Id y
traérmelo
ahora
mismo.
Estoy
terminando un trabajo y lo tendré listo
para cuando estéis de vuelta.
Peter y Janet se fueron hacia su
árbol. Era desalentador que sus padres
estuvieran seguros de que Jeff mentía.
Los muchachos no lo creían así. En fin,
Jeff iría con ellos y se lo contaría todo a
papá… Pero, no; seguramente estaría tan
asustado que no querría decir ni una
palabra.
—¿Crees que Jeff querrá venir con
nosotros? —preguntó Peter, convencido
de que sería muy difícil obligarle a
bajar del árbol si no quería.
No dijeron nada más por el camino.
Cuando llegaron al árbol, Peter empezó
a dar voces.
—¡Jeff! ¡Baja! ¡Tenemos que decirte
una cosa!
No recibieron respuesta. Peter llamó
de nuevo.
—¡Jeff, soy yo: Peter! ¡Baja!
¡Estamos solos mi hermana y yo!
Tampoco contestó nadie esta vez.
Sin embargo, Jeff debía de estar allí,
porque se oyó un débil maullido.
—El gatito está —dijo Peter—. Por
lo tanto, también tiene que estar Jeff. ¿Le
habrá ocurrido algo?
Subió. Al llegar a la plataforma vio
que todavía estaba cubierta por los
cojines. El gatito se acercó a él,
maullando.
¡No había ni rastro de Jeff! Peter lo
llamó de nuevo y miró hacia arriba, por
si se había subido a otras ramas más
altas. ¡No! ¡Tampoco estaba más arriba!
Entonces vio un trozo de papel en una
hendidura del tronco del árbol. Lo cogió
y lo leyó.
«Me han descubierto. Me amenazan
con subir y tirar al gatito si no bajo. He
de bajar porque son capaces de hacerlo.
Cuidad al gatito y gracias por todo.
Jeff.»
Peter se deslizó por el tronco tan de
prisa que se arañó las manos y las
rodillas. Le enseñó el papel a Janet.
—¡Mira esto! Lo han encontrado.
Deben de haber vuelto. Dedujeron que
Jeff estaba en el árbol al ver que
Scamper no les dejaba acercarse.
Janet estaba sorprendida y apenada.
—¿Qué podríamos hacer, Peter? No
sabemos dónde vive Jeff; no podemos
ayudarlo. ¡Oh, mira! El pobre gato baja
del árbol él solo.
Peter lo cogió. El gatito maullaba.
—Te cuidaremos —le dijo—.
¿Adónde ha ido tu amo? Eso es lo que
quisiéramos saber.
JORGE TIENE UNA
IDEA
Peter y Janet volvieron a su casa con
el gatito en brazos. Su padre los estaba
esperando.
—¡Hola! —exclamó—. ¿Dónde está
Jeff?
—Se ha ido —le contestó Peter,
enseñando a su padre la nota.
—No os preocupéis más de él. Os
aseguro que todo lo que os dijo fue pura
invención. ¡Olvidadlo! Preguntadle a
mamá si podéis quedaros el gatito.
Pensad que ya tenemos uno. Os confieso
que no puedo pensar bien de un niño que
abandona a su gatito como él lo ha
abandonado.
—No lo ha abandonado, papá —dijo
Janet, esforzándose por contener las
lágrimas—. No ha tenido más remedio
que dejarlo. Esos dos hombres son muy
malos.
El padre se fue a su trabajo. Peter y
Janet se miraron. Papá casi siempre
tenía razón. Quizás esta vez también la
tenía; tal vez Jeff se lo había inventado
todo.
—¿Qué hacemos? —preguntó Janet,
enjugándose los ojos.
Después de reflexionar un momento,
Peter repuso:
—Tendremos que dejar el asunto. En
primer lugar, hemos de obedecer a papá;
en segundo, no podemos hacer nada
solos, ya que no conseguimos descifrar
el significado de lo que Jeff nos contó. Y
como Jeff se ha marchado no sabemos
dónde, no podemos hacer que le cuente a
nadie su historia.
—Tendremos que convocar una
reunión para decírselo todo a nuestros
compañeros —dijo Janet, apenada—.
¡Qué disgusto se llevarán! Tan
interesante como parecía al principio y
ahora resulta que todo es una invención.
Pues a mí, Jeff me era simpático.
—A mí también —dijo Peter—.
Escribe y echa en los buzones unas notas
diciendo que mañana habrá reunión. En
el cobertizo estaremos mejor. Así
variaremos.
Janet escribió las notas y las echó en
los buzones. A las diez de la mañana
siguiente, los Siete estaban reunidos en
el cobertizo. La contraseña, «Aventura»,
tuvo un algo decepcionante para Janet y
Peter, que sabían cómo había terminado
todo.
—Traigo malas noticias —dijo Peter
—, se lo hemos contado a mi padre y no
se ha creído nada. Nos mandó en busca
de Jeff para que se lo contara todo, pero
Jeff se ha marchado.
Todos sufrieron una desilusión.
—¿Se ha marchado? —preguntó
Jack—. ¿A dónde?
Peter enseñó la nota, que se leyó en
voz alta y en tono solemne.
—Nos hemos llevado el gatito —
dijo Peter—. Y esto es todo lo que
queda de Jeff y de su extraña historia.
—De modo que no podemos hacer
nada —dijo Jorge, desalentado—.
¡Tanto como he cavilado para resolver
el problema creyendo que se trataba de
un caso interesante!
—Te comprendo, pero ¿qué le
vamos
a
hacer
si
estábamos
equivocados? —dijo Peter—. Este
asunto está liquidado. No podemos
hacer nada. Es nuestro primer fracaso.
Fue una reunión muy amarga. Todos
estaban profundamente desanimados. Se
preguntaron dónde estaría Jeff. ¿Sería
verdad que los había engañado
contándoles una historia inventada?
—Vimos al señor Tizer y al tío de
Jeff —dijo Colín de pronto—. Ellos no
eran una invención.
—Piensa —le advirtió Peter— que
si decimos que aquellos dos hombres
eran el señor Tizer y el tío de Jeff, es
sólo porque él nos dijo que lo eran. Pero
bien podían ser leñadores o cazadores
furtivos. De todas formas, tenían mal
aspecto.
Hubo un silencio.
—Muy bien —dijo Jorge—. El
asunto ha terminado. No podemos hacer
nada más. ¿Iremos a nuestro árbol hoy?
—Yo no tengo humor para ir esta
mañana —dijo Janet—. ¿Y vosotros?
Estoy apenada y desilusionada.
Todos se echaron a reír. Era raro que
Janet hablara en aquel tono. Colín le dio
unos golpecitos en la espalda.
—¡Animo! Pronto encontraremos la
solución de todo. Aunque hayamos dado
por terminado el asunto, yo seguiré con
los ojos bien abiertos. ¡Quién sabe si a
lo mejor encontramos un día a Emma
Lane paseando con una almohada roja
debajo del brazo, y vemos las letras
M K X bordadas en la funda!
Al oír esto, todos se echaron a reír.
Se dijeron adiós y se separaron,
sintiéndose ya más contentos.
—¿Cuál es la fecha? —preguntó
Jorge a Colín, que iba por el mismo
camino—. El sábado veinticinco, ¿no?
Entonces es mañana el día en que, según
Jeff, iba a suceder algo.
—Seguramente dijo esa fecha al azar
—apuntó Colín—. ¿Qué vamos a hacer
esta mañana? Tenemos mucho tiempo
libre.
—¿Quieres que vayamos al canal
para ver las barcas? —preguntó Jorge
—. A mí me encanta ese brazo de agua
estrecho, largo, tranquilo…
—También me gusta a mí —dijo
Colín—. Llevaré mi balandro; lleva tú
también el tuyo. Nos reuniremos en el
camino del canal, ese que pasa por
debajo del puente.
—¿Qué camino dices? —preguntó
Jorge. Pero Colín estaba ya demasiado
lejos para oírle. Jorge repitió
levantando la voz—: ¡Colín! ¿Qué
camino dices? No me haría ninguna
gracia perderme.
—Pero si tú lo conoces —gritó
Colín—. ¡El Ember Lane!
Como las palabras de Colín, debido
a la distancia, no se percibían
claramente, a Jorge le pareció oír
«Emma Lane», y se quedó clavado en el
sitio, Ember Lane… Emma Lane… Jeff
podía haber confundido también las
palabras de su tío. Probablemente había
dicho Ember Lane, no Emma Lane.
Sonaba casi igual.
«Tiene que ser Ember Lane —se
dijo a sí mismo, muy excitado—.
Tendremos que reconocer detenidamente
ese camino.»
LA ALMOHADA
ROJA
Cargado cada uno con su balandro,
los dos niños se encontraron al principio
de Ember Lane. Jorge explicó a Colín
nerviosamente lo que había pensado.
—Cuando dijiste a gritos «Ember
Lane», sonó exactamente como «Emma
Lane». ¿No será esto lo que Jeff oyó en
realidad? Como estaba medio dormido,
pudo creer que oía otra cosa. Ember
Lane… Estoy seguro de que dijeron
esto.
—¿Y crees que ha de ocurrir algo en
Ember Lane el día veinticinco? —
preguntó Colín, vivamente interesado—.
¡Caramba! ¡Quizá tengas razón! Pero no
sé lo que podrá suceder en ese lugar.
Observaron el Ember Lane en todas
direcciones. Aunque tenía nombre de
callejón, no lo era. Quizá lo hubiera
sido años atrás.
Era una calle sucia y bastante ancha,
con gran número de almacenes a ambos
lados. Se veía mucha gente entrando y
saliendo en los almacenes, cargados con
fardos y paquetes. Ember Lane no hacía
pensar en robos ni en ningún otro género
de negocios ilícitos.
Colín y Jorge realizaron un detenido
reconocimiento en toda la calle. Se
acercaron a un almacén que tenía un
ventanillo enrejado a ras del suelo.
Miraron y vieron que había gente en el
sótano: obreros que empaquetaban
mercancías. Por la reja entraba luz, aire
y polvo.
—Como ves, esto es una reja —dijo
Jorge, poniéndose en pie después de
haber estado un rato observando. No
tendría nada de particular que alguien
hubiera mirado por ella, como decía
Jeff. Pero ¿con qué fin?
—Alguien pudo mirar desde dentro
por la reja —dijo Colín—. Vería la
calle y, si el interior estaba a oscuras,
nadie podría verlo a él desde fuera. Es
un buen puesto de observación.
—Puede ser —dijo Jorge—. Sí,
puede ser. Una reja por la que se ve
Ember Lane. ¡Esto sí que tiene sentido!
Tal vez hayamos dado con una pista, ¿no
crees?
—No —dijo Colín—. Si fuera una
pista, habríamos visto una almohada
roja en un sofá o en cualquier otro sitio,
u oído a alguien susurrar: «¡M K X, le
necesitamos!»
Fueron a echar sus balandros al agua
hasta la hora de comer. Luego
emprendieron el regreso y, al pasar por
Ember Lane, volvieron a mirar por el
ventanillo enrejado. El sótano estaba
ahora vacío. Los trabajadores se habían
ido a comer.
—Debemos decírselo a Peter —dijo
Colín reanudando la marcha—. Se lo
diré esta misma tarde. El debe saberlo
todo, incluso las cosas que no tienen
importancia.
A Peter le interesó la noticia.
—¡La cosa está clara! ¡Es algo que
salta a la vista! —exclamó—. Emma
Lane… Ember Lane… Se pueden
confundir fácilmente. Pero lo de la reja
no me convence. Hay rejas en todas
partes.
—En Ember Lane, no —replicó
Colín—. Hemos mirado toda la calle y
es la única que hay.
—Janet y yo iremos esta tarde a
echar un vistazo a esa reja —dijo Peter.
Fueron. Ember Lane les pareció una
calle triste y sucia. Examinaron la reja
con interés. Colín tenía razón. Sólo
había una reja en toda la calle.
—Claro que con esto no hemos
adelantado gran cosa —dijo Peter—,
aunque ésta sea la reja por la que tiene
que mirar el señor Tizer o quienquiera
que sea. ¿Para qué pueden querer
hacerlo y qué es lo que verían? No es
ningún delito mirar por una reja.
—Tal vez quiera mirar alguien desde
dentro sin que nadie lo vea, para avisar
a otro que esté fuera la llegada de una
persona —dijo Janet.
Peter
la
miró
visiblemente
impresionado.
—Desde luego —dijo—, todo eso
es muy posible. Pero ¿qué se puede ver
desde ahí? Pongámonos de espaldas a la
reja y así lo sabremos.
Se volvieron y, con gran atención,
recorrieron con la vista el almacén de
enfrente, el suelo de la calle y una
farola.
—Total —dijo Janet—, que todo lo
que se puede ver desde detrás de la reja
es parte del almacén de enfrente, la
farola y el suelo de la calle. También se
verá ese buzón rojo. Sí, estoy segura de
que ese buzón rojo se ve desde dentro.
Janet se calló de pronto, contuvo el
aliento y miró a Peter con ojos
brillantes.
—¡Peter!
—exclamó—.
¡La
almohada roja!
—¿La almohada roja? ¿Dónde? —
preguntó Peter, estupefacto. De pronto
exclamó—: ¡Ya sé lo que quieres decir,
Janet! ¡No fue «almohada roja» lo que
oyó Jeff, sino «buzón rojo»! ¡Y está ahí!
Los dos contemplaron el buzón y se
entregaron a profundas reflexiones. Una
muchacha se acercó y echó varias
cartas.
Peter
y Janet estaban
completamente convencidos de que «la
almohada roja» no era otra cosa sino «el
buzón rojo»[1]. Y éste se podía ver
desde detrás de la única reja que había
en Ember Lane.
—Hemos adelantado un poco —dijo
Peter, casi ahogándose de emoción—.
Jeff oyó algo. Por lo tanto, su historia no
es una fantasía suya. Lo que ocurre es
que, como estaba medio dormido cuando
aquellos hombres hablaban, no pudo
oírlos bien.
—Si pudiéramos averiguar lo que
significa M K X —dijo Janet—. Pero
eso no es posible. Tal vez se llame por
letras a los hombres de la banda de
Tizer. En fin, el caso es que hemos
conseguido unir varias piezas del
rompecabezas. Hemos de contarlo todo
a los demás, Peter.
Y AHORA, M K X
Las nuevas noticias interesaron
extraordinariamente a los miembros del
«Club de los Siete Secretos». Juzgaron
que Janet había demostrado ser muy lista
al darse cuenta de que no se trataba de
una almohada roja, sino de un buzón
rojo.
Bárbara estuvo reflexionando un
momento y dijo que ella creía que el
hombre que vigilara desde detrás de la
reja haría una seña a alguien cuando
viese que el cartero se acercaba al
buzón para vaciarlo.
—Alguien puede estar esperando la
señal para robar las cartas —añadió.
—Es muy posible —dijo Peter—.
Pero lo que no tiene explicación es eso
de robar cartas corrientes, sin valor
alguno.
—Es cierto —convino Jack—. Son
las sacas de cartas y paquetes
certificados los que se suelen robar,
porque ésas sí que suelen tener valor, no
las cartas corrientes. No creo que se
trate de vigilar el buzón, sino de esperar
a alguien que tenga que ir por allí o haya
de pasar.
Cuando los Siete hubieron estudiado
la cuestión en todos sus aspectos, Peter
dijo:
—A mí me parece, Janet, que
debemos explicar todas estas cosas a
papá. Y en seguida, porque mañana es
cuando esa gente ha de dar el golpe que
tiene planeado…; claro…, si nuestras
suposiciones son ciertas.
—Bueno; se lo diremos esta noche
—aceptó Janet—. Esperemos hasta
entonces. De otra cosa importante
tenemos que hablar, y es que no creo que
papá cambie de opinión por el hecho de
que le digamos que desde detrás de una
reja de Ember Lane puede verse un
buzón rojo.
—Dicho así, claro que parece una
tontería —dijo Peter—, en fin,
esperaremos hasta la noche.
Pero antes de que los dos hermanos
pudieran exponer a su padre sus últimas
ideas, Pamela llegó corriendo al jardín,
en busca de Peter y de Janet. Bárbara la
seguía.
Encontraron a los dos hermanos
regando el jardín. Pamela, sumamente
excitada, se lanzó sobre ellos.
—¡Peter! ¡Janet! ¡Hemos visto las
letras MKX! ¿Qué os parece?
Janet soltó la regadera. Peter miró a
Pamela con interés.
—¿Quién es? ¿Dónde lo habéis
visto?
—No es una persona, es una
furgoneta —dijo Bárbara—. Pamela y
yo íbamos camino de casa, cuando
vimos que ante la oficina de correos
había una furgoneta parada junto a un
buzón. Era uno de esos coches de
correos pintados de rojo.
—¡Y tenía las letras M K X en la
matrícula! —gritó Pamela—. M K X,
102. ¿Qué os parece? Cuando vimos las
letras M K X no lo podíamos creer.
Estoy segura de que Jeff se refería a eso,
a la furgoneta de correos con las letras
M K X en la matrícula.
—Hay muchos coches que tienen
esas letras en la matrícula —dijo Peter
—, muchos.
—Pero no en la misma población —
replicó Pamela—. Yo no recuerdo haber
visto hasta ahora en este pueblo ninguna
matrícula con las letras M K X. Me fijo
mucho en las matrículas de los coches
porque quiero ver si algún día encuentro
una que tenga la letra Z. No la he
encontrado todavía. Peter, esa furgoneta
puede ser el M K X de que oyó hablar
Jeff cuando estaba medio dormido.
Peter se sentó en un banco del
jardín.
—Creo que tienes razón —dijo—.
Sí, sin duda tienes razón. Todas las
piezas se van trabando. Espera un
momento. Voy a ver si descifro el
problema.
Se puso a pensar, frunciendo un
momento el ceño.
—Ciertamente, el coche de correos
puede llegar a Ember Lane con unas
cuantas sacas de pequeños certificados.
El cartero sale del coche para cruzar la
calle y recoger las cartas del buzón.
—¡Sí, sí! —gritó Pamela—. Y
alguien está vigilando detrás de la reja
para ver cuándo abre el buzón el
cartero, de espaldas al coche. En este
momento, el que vigila hace una señal a
otros que esperan fuera, al acecho.
—¡Y cuando éstos reciben el aviso,
se lanzan al coche de correos y se lo
llevan antes de que vuelva el cartero! —
gritó Janet, quitándole a Pamela las
palabras de la boca.
Se sentaron y se miraron unos a
otros con ojos fulgurantes. Apenas
podían respirar. ¿Lo habían resuelto
todo o se habían dejado llevar de la
fantasía?
—Ahora sí que voy a contárselo
todo a papá —decidió Peter, excitado
—. ¡Qué bien habéis hecho en fijaros en
la matrícula del coche de correos,
Pamela y Bárbara! ¡Buen trabajo!
¡Somos una magnífica y sagaz sociedad
secreta! ¡Siempre triunfamos!
—¡Y creíamos que esto iba a ser un
fracaso! —exclamó Janet—. Mira, aquí
está papá. Háblale ahora.
El padre de Peter se vio de pronto
rodeado de cuatro niños que hablaban
con agitación y estaban decididos a
convencerle de que habían descubierto
cosas realmente importantes.
Los
escuchó
detenidamente.
Contrajo los labios y se rascó la cabeza
mientras miraba a los niños con un
brillo de interés en los ojos.
—Desde luego, esta vez la historia
es algo diferente. ¡Muy interesante! Hay
que hacer algo.
Abrió la puerta y se dirigió al
teléfono. Llamó al inspector de policía y
le rogó que fuese a verlo.
—Tengo que contarle una curiosa
historia —le dijo-Tal vez no la crea,
pero, aunque así sea, me parece que
debe oírla de todos modos.
No habían pasado ni diez minutos
cuando el inspector estaba sentado en el
jardín, escuchando, con su cara
bonachona, la historia de los niños.
Cuando éstos terminaron miró al
padre de Peter.
—Estos
informes
son
muy
importantes —dijo—. Ultimamente, el
coche de correos ha sufrido varios
robos. Esta vez voy a atrapar a los
cabecillas de la banda gracias a los
valientes muchachos del «Club de los
Siete Secretos».
EL GRAN
SECRETO
El inspector se levantó para
marcharse. Los niños le rodearon.
—¡Díganos lo que va a hacer, señor
inspector! Se lo suplicamos.
—Voy a hablar de este asunto con
otras personas —repuso el experto
policía, sonriendo a los cuatro niños—.
No tengo mucho tiempo para hacer los
preparativos. Por lo que decís, la cosa
ha de suceder mañana.
—¿Cómo podremos saber lo que
ocurra? —preguntó Pamela—. Este
asunto es nuestro y nos gustaría
enterarnos del final.
—Os lo explicaré todo mañana a las
diez —dijo el corpulento inspector con
un guiño—. Convocad una reunión de
vuestra sociedad secreta en el cobertizo
y yo acudiré.
Fue tal la excitación de los Siete
aquella noche, que sus padres temieron
que nunca se fueran a la cama. Colín,
Jorge y Jack recibieron un aviso de los
otros cuatro y pasaron un rato delicioso
comentando lo inteligentes que habían
sido.
—De acuerdo. Nos reunimos en el
cobertizo mañana a las diez —dijo
Colín—, con la contraseña y todo lo
demás. Ya comprenderéis que no
debemos decir a nadie ni una palabra de
lo que nos cuente el inspector.
—Por supuesto —respondieron
todos.
A las diez menos cinco estaban ya
los Siete en el cobertizo. Sólo faltaba el
inspector, que llegó a las diez en punto.
—Hay que dejarlo entrar aunque no
diga la contraseña —manifestó Peter.
Pero Janet gritó:
—Contraseña, por favor.
El inspector sonrió para sus
adentros.
—Bien —dijo—. No sé cuál es,
pero hay una palabra que viene como
anillo al dedo para esta ocasión.
¡«Aventura»!
—¡Exacto! —exclamaron todos
alegremente.
Abrieron la puerta, entró el
inspector y le acercaron un cajón para
que se sentara. El policía les dirigió a
todos una mirada de inteligencia llena
de simpatía.
—Esto es un secreto —dijo—, un
gran
secreto.
Hemos
hecho
averiguaciones y creemos muy posible
que se haya planeado un robo para esta
noche. El robo se cometería en el
momento en que el coche de correos
llegara a Ember Lane y el empleado
bajara a recoger las cartas del buzón
rojo. A esa hora hay ya en la furgoneta
varias sacas de cartas certificadas.
—¡Ooooh! —exclamó Pamela—.
¡Exactamente lo que habíamos supuesto!
—Pues bien, lo que vamos a hacer
es lo siguiente —dijo el inspector—: Un
empleado de correos llevará allí el
coche, como de costumbre, lo aparcará
en el sitio de siempre, bajará y cruzará
la calle en dirección al buzón. Una vez
allí, y de espaldas al coche, lo vaciará.
—¿Y qué más? —preguntaron los
siete chicos que estaban pendientes de
las palabras del inspector.
—El que esté vigilando desde detrás
del ventanillo enrejado —continuó el
policía— hará una señal a otros
individuos que estarán escondidos
enfrente. Estos, que seguramente serán
dos, se dirigirán rápidamente al coche,
subirán a los asientos del volante y se lo
llevarán.
—¿Y ustedes lo permitirán? —
exclamó Pamela—. ¿Dejarán que se
lleven las sacas de los certificados?
—Las sacas no estarán dentro, hijita
—dijo el inspector—. Dentro habrá seis
valientes policías. Ya os podéis
imaginar la sorpresa de los dos hombres
cuando abran las puertas de la furgoneta
aparcada en un lugar solitario,
dispuestos a vaciarla.
—¡Oh! —gritaron los Siete a la vez,
mirando al inspector con ojos
resplandecientes de alegría.
—Y el individuo que haga la señal
desde detrás de la reja se topará con dos
agentes que lo estarán esperando a la
salida del sótano. ¿Qué os parece?
—Por favor, señor inspector,
permítanos estar allí para verlo —
suplicó Peter—. Tenga en cuenta que si
no hubiese sido por nosotros, usted no
sabría nada de este asunto.
—Bien —repuso el inspector,
bajando la voz para que sus palabras
resultaran aún más interesantes—. Hay
en Ember Lane un almacén llamado
«Mark Donald’s», el cual tiene una
puerta trasera que da a Petton Road. No
llamará la atención que siete niños, uno
a uno, entren por esa puerta y se dirijan
a una ventana desde donde se domina
Ember Lane.
Y es muy posible que encontréis allí
una persona que os indique el sitio
desde el cual podáis observarlo todo.
Los Siete intentaron abrazar al
corpulento inspector, pero éste se puso
en pie en aquel momento. Le estaban
profundamente agradecidos.
—¡Gracias! ¡Es usted muy bueno!
Estaremos allí si nos dejan nuestros
padres.
—Ya veis que he procurado
complaceros —dijo el inspector,
cruzando la puerta.
—¡Magnífico! —exclamó Peter—.
Esto es maravilloso. Lo veremos todo
desde primera fila.
—Lo malo es que no podremos ver
el momento más interesante, aquel en
que los dos hombres abran la furgoneta y
salgan los policías.
—Pero veremos otras muchas cosas
—dijo Peter.
Y añadió: —Me gustaría saber qué
ha sido de Jeff. Supongo que el terrible
señor Tizer se lo habrá llevado lejos de
aquí para no dejarle volver hasta que
todo haya terminado. ¡Pobre Jeff!
—¡Miau! —maulló el gatito, que
estaba en las rodillas de Janet. Tenía ya
la pata curada y estaba monísimo.
Janet lo acarició.
—Supongo que Jeff te echará de
menos. Pero no te preocupes; quizá
podamos hacer algo por tu amo si lo
encuentran. Es muy probable que puedas
reunirte pronto con él.
—Me gustaría que fuera ya de noche
—dijo Jorge, levantándose—. Me
parecerá que tarda un siglo en
anochecer.
Pero la noche llegó y, con ella, cosas
verdaderamente interesantes.
UN FINAL
APASIONANTE
Los Siete pasaron el resto de la
mañana en la copa de su árbol,
charlando animadamente. Scamper
estuvo de guardia como siempre, pero
nadie apareció por allí. Llegó la tarde y
luego la hora del té. Después de
tomarlo, los niños empezaron a dar
muestras de agitación.
A las seis y media se encaminaron,
uno a uno, hacia Ember Lane. Creyeron
prudente no ir todos juntos para no
llamar la atención. Encontraron la puerta
trasera del almacén «Mark Donald’s» en
Petton
Road,
que
se
abrió
silenciosamente a su llegada. ¡Qué
misterioso!
Tras la puerta había un agente de la
policía que por señas les fue invitando a
pasar. Luego los hizo subir por una
escalera que terminaba en un
polvoriento pasadizo y por éste llegaron
a una pequeña habitación.
—Desde aquí se ve perfectamente el
buzón rojo —dijo Janet a Peter—.
Podremos ver todo lo que ocurra.
¿Estará ya detrás de la reja el individuo
que ha de hacer la señal?
Se lo preguntaron al policía y éste
repuso: —Sí. Ya está allí. Lo hemos
visto entrar. Lleva un pañuelo blanco
para hacer la señal. En el sótano hay dos
policías escondidos.
¡Aquello era insoportablemente
emocionante! Los chicos no podían
conservar la calma. El tiempo pasaba
con desesperante lentitud. Las siete, las
siete y diez, las siete y veinte, las siete y
veinticinco…
En el reloj de la torre de una iglesia
próxima sonó poco después la media.
¡Las siete y media! ¡Había llegado la
hora!
Todo sucedió de súbito y con gran
rapidez. Se oyó el zumbido de un motor
de automóvil y por la esquina apareció
el coche rojo de correos con la
matrícula M K X 102. Se detuvo y el
conductor bajó de él. Cogió una saca y
cruzó la calle, camino del buzón rojo. La
vació. Estaba de espaldas al coche. No
había nadie en Ember Lane; sólo el
empleado de correos. Los trabajadores
se habían ido a sus casas ya hacía rato.
Pero no pocos observadores ocultos
vieron a los dos hombres: los siete
niños, que contenían el aliento, el
policía que les acompañaba, y también
el hombre que había de hacer la señal
desde detrás de la reja.
Y, además, muchos ojos ocultos de
policías que vigilaban, incluidos los del
inspector.
Los dos hombres corrieron hacia el
vehículo y subieron a la parte delantera.
Uno se situó ante el volante y el otro a
su lado. Se oyó el zumbido del motor, la
furgoneta
partió
rápidamente
y
desapareció por la esquina.
El empleado de correos se irguió.
No parecía sorprendido. ¡También
estaba en el secreto! Los niños,
nerviosos, saltaban sobre las sillas en
que estaban encaramados.
Aparecieron varios policías por
lugares inesperados. Hablaban unos con
otros. De pronto se oyeron voces
procedentes del sótano.
—¡Eso es que han cogido al hombre
que ha hecho la señal! —dijo Peter—.
¡Seguro que es eso!
Así era: al salir del sótano, el
hombre había caído en manos de los
policías, que lo esperaban. Y este
hombre era el señor Tizer.
Pero las emociones de aquella noche
no habían terminado aún. Antes de que
transcurriera media hora, el coche de
correos volvió, esta vez conducido por
un policía de uniforme, que llevaba otro
agente a su lado. Dentro iban los dos
hombres. A la vista de los niños las
puertas del coche se abrieron y de él
salieron cuatro policías qué conducían a
los
dos
individuos
fuertemente
maniatados.
—Los han atrapado del modo más
sencillo —dijo el policía que
acompañaba a los muchachos—. Deben
de haberse detenido en algún lugar de
los alrededores y, al abrir la puerta
trasera del coche, se habrán llevado la
sorpresa más grande de su vida.
Ahora los llevaremos a declarar ante
el comisario.
Fue un fastidio tener que regresar a
casa después de todo esto. ¡Cuántas
emociones! ¡Qué maravilloso había sido
todo hasta el final! ¡Y qué aburrimiento
ahora!
Los Siete fueron a casa de Peter, que
los invitó a cenar. Por el camino
hablaron todos a la vez. No era posible
entender lo que decía cada uno. Y
cuando llegaron, vieron que Jeff estaba
esperándolos. El gatito estaba de nuevo
en sus brazos; parecía un poco asustado,
pero feliz.
—Hola —saludó Jeff—. La policía
lo sabe todo ya, ¿verdad? Han ido a
buscarme a casa de mi tío. Este, cuando
me cogió, me encerró en el desván, y ya
no lo volví a ver.
—¿Y qué harán contigo ahora? —
preguntó Peter.
—Están buscando a mi madre —dijo
Jeff, acariciando al gatito—. Como os
dije, no sé en qué clínica está. Me
quedaré con vosotros hasta que lo
averigüen. Tu madre me deja estar aquí.
Jeff iba limpio y peinado. La madre
de Peter se había compadecido del
chico y había hecho por él todo lo que
estaba en su mano cuando se lo había
llevado la policía. Iba a cenar con los
Siete. Era feliz.
Sonó el timbre del teléfono, y la
madre de Peter fue a contestar. Volvió
con cara risueña.
—¡Noticias de tu madre, Jeff! ¡Está
mejor! Mañana saldrá de la clínica y
volverá a casa. Tú podrás estar de
nuevo a su lado.
A Jeff se le saltaron las lágrimas.
Apenas podía pronunciar palabra.
Abrazó al gatito tan fuertemente que lo
hizo maullar. Al fin recobró el habla, y
entonces se volvió hacia los Siete.
—¡A vosotros os lo debo todo! —
dijo con voz turbada por la alegría—.
Todo ha sido obra vuestra. Fue una
suerte que encontrase vuestro árbol y os
conociera. ¡Sois una magnífica sociedad
secreta! ¡La mejor del mundo!
—Desde luego, podemos sentirnos
satisfechos de nosotros mismos —dijo
Peter, sonriendo—. ¿Verdad que sí,
viejo Scamper? ¿Verdad que somos una
estupenda sociedad secreta? ¿No crees
que todavía haremos otras muchas cosas
interesantes?
—¡Guau!
—ladró
Scamper,
golpeando el suelo con la cola—.
¡Guau!
¡Buen trabajo, «Club de los Siete»!
¡Hasta vuestra próxima aventura, que
será pronto!
ENID BLYTON (1897-1968), nació en
Dulwich, localidad al sur de Londres,
Inglaterra. Tuvo dos hermanos. Sin duda
ha sido la autora de libros infantiles y
juveniles más leída del mundo entero.
Desde pequeña le gustaba mucho leer.
Entre sus libros favoritos se cuentan
Alicia en el país de las maravillas y
Alicia a través del espejo de Lewis
Carroll. Leía todos los libros de cuentos
y leyendas que caían es sus manos.
Según nos cuenta ella misma en un libro
sobre su vida, se leyó dos veces de cabo
a rabo una enciclopedia infantil que la
animó a leer más y más. Y también le
gustaba la poesía.
Después de iniciarse en los estudios de
medicina, los abandonó para estudiar
magisterio movida por una fuerte
inclinación hacia la juventud. Cuando
era maestra lo que más le gustaba era
explicar cuentos.
En 1924 se casó y tuvo dos hijas,
Gillian e Imogen. Aunque tanto Gillian
como Imogen ya son mayores, todavía
recuerdan como su madre escribía una
historia detrás de otra con la máquina de
escribir encima de sus rodillas; en el
jardín cuando el tiempo era bueno y
junto al fuego durante el invierno.
La casa donde vivió con su familia se
llamaba Green Hedges, que significa
Setos Verdes y tenía un precioso jardín,
no muy grande, pero que rodeaba la
casa. Habían allí muchas flores, abetos,
un viejo avellano y otros árboles.
También tenía un estanque con peces
dorados. A Enid Blyton, como a la
mayoría de los ingleses le encantaba
cuidar de su jardín.
Le gustaban mucho los animales. Cuando
era pequeña sus padres no la dejaban
tener animales en casa, pero cuando fue
mayor y tuvo su casa y su jardín, tuvo
toda clase de animales: perros, muchos
gatos, peces que la conocían y venían a
comer de su mano, y erizos. A lo largo
de su vida tuvo varios perros: Dos fox
terrier llamados Bobs y Topsi, y dos
perritas cocker spaniel, la primera se
llamaba Lassie y la segunda Laddie. No
los tuvo todos a la vez, claro sino de uno
en uno, pues desgraciadamente la vida
de los perros es más corta que la de las
personas.
Desde pequeña, Enid Blyton quiso ser
escritora y empezó a escribir muy
pronto, y nunca dejó de hacerlo, pero
tuvieron que pasar muchos años antes de
que pudiera publicar su primer libro.
Escribió unas setecientas obras llenas
de acción y suspense entre los años
1915 y 1968. Sólo en los diez últimos
años se vendieron en el mundo más de
cien millones de ejemplares de sus
libros. Enid Blyton es su verdadero
nombre y la reproducción de su firma
aparece en muchos de sus libros.
Notas
[1]
La autora juega con la grafía de las
palabras «almohada» y «buzón», que en
inglés se escriben: pillow y pillar-box,
respectivamente (N. del T.) <<
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