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Claves de la Razón Práctica nº 231
SEMBLANZAS
Picasso:
las metamorfosis
del deseo
Al pintar el acto del amor, el deseo,
el abrazo amoroso, Picasso erotizó
la tarea del pintor y la convirtió así
en un homenaje y en una especulación.
juan malpartida
1. Picasso (1881-1973) realizó siempre una metamorfosis de la
realidad, una realidad que se busca a sí misma, sin encontrarse del
todo. Afirmar que ningún pintor del siglo XX ha pintado a tantas
mujeres es engañoso, por dos razones: la primera porque Picasso
también es el que más mesas y botellas ha pintado, porque fue el
más prolífico y, salvo algún cuadro, se trata de un pintor figurativo.
“Se parte siempre de algo”, afirmó. La otra razón es que no siempre
la abundancia es significativa en cuanto a ser un verdadero testimonio de un mundo. A esto hay que añadir otra obviedad: mujeres
hay en Modigliani, en Miró, Matisse, Balthus, Delvaux, en Rufino
Tamayo, y no son la misma manera de ver a la mujer. Picasso vivió
91 años, y tuvo una fortaleza física y mental excepcional. Fue un
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hombre de gran curiosidad y laboriosidad. Un gran constructor /
destructor. Atendió a lo que ocurría en su siglo desde un punto de
vista estético y al tiempo lo inventó. No le interesó realmente la
política ni la historia. Fue una personalidad intensa, compleja y
variada; un competidor voraz, generoso y despiadado.
Françoise Gilot, la pintora que fue su mujer desde 1943, autora
de un libro de memorias penetrante: La vida con Picasso, 1964, se
refirió al pintor malagueño como el “Minotauro”, y también observó que toda su obra podía entenderse como un diario. Se trataría
de un diario bajamente psicológico, pero no por eso deja de ser un
diario, cuya tarea consiste en reflejar el paso del tiempo. A diferencia de Braque, Juan Gris e incluso Matisse, por citar a tres pintores
cercanos a Picasso, el artista malagueño tuvo periodos pictóricos
claramente autobiográficos, o, como ha dicho la crítica refiriéndose
a la Suite Volland, su obra es una suerte de psicodrama, especialmente en el periodo que va de 1933 a 1943, quizás uno de los más
intensos y creativos junto con el inicial de 1906 a 1914, que contiene su estricto periodo cubista. También hay que recordar que a
lo largo de su vida mezcló las búsquedas formales que caracterizan
a su pintura: cubismo analítico, periodo azul y rosa, matérico, clásico, etcétera, con un realismo de tipo tradicional, aunque nunca,
por decirlo rápido, nunca volvió a la concepción de la pintura anterior al impresionismo.
Picasso pintó a todas las mujeres de su vida. También retrató a
numerosos hombres, desde su padre a amigos como Apollinaire,
Max Jacob, Breton, Sabartés, y tantos otros. Aunque no fue un explorador de la psicología humana y su teatro de reflejos y dramas,
en algunos momentos de sus dibujos, grabados y pinturas no fue
ajeno a lo que de manera algo genérica pero no engañosa denominaríamos pasiones: a través de estas, Picasso observa especificidades propias de sus modelos. Solo hay que analizar, para matizar un
poco la idea de pintor no psicológico, el burgués retrato de Olga
Koklova o algunos otros, de estilos diversos, de Dora Maar, donde
se refleja el llanto, o la sensible seriedad de la notable fotógra-
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fa surrealista. Él mismo dijo de Balthus que pintaba la intimidad
anímica, mientras que él, Picasso, pintaba el exterior. Se ha dicho
que esas serie de retratos, historizados, son el testimonio de los
cambios afectivos en Picasso: una suerte de testimonio térmico no
ajeno a juicios más o menos profundos o chuscos.
La relación del pintor con el mundo sexual y erótico es, sobre
todo, compleja. Reducirla en un sentido u otro bajo el marbete
de la enorme creatividad o del machismo no es comprender, sino
caer del lado de la admiración no reflexiva o del moralismo. Ceder
al profuso anecdotario de sus relaciones personales (a veces tan
indiscreto como su fama), revelado por amigos, testigos y por sus
propias parejas, es algo que podemos entender, y son datos que no
deben ser desdeñados, solo que todos esos datos exigen una actitud
no maniquea, siempre entregada a la simplificación. Picasso amó
(esta es la palabra) a muchas mujeres: Fernande Olivier, Eva (Marcelle Humbert), Olga Koklova, Dora Maar, Marie Thérèse Walter,
Françoise Gilot, y la última: Jacqueline Roque. A pesar de esta
pluralidad no estamos ante un Don Juan: como han señalado Michel Leris, George Brassaï, Pierre Daix y, más recientemente, los
estudiosos John Richardson, Jean Clair y Rafael Jackson, Picasso
vivió cada relación de tal manera que cada una de ellas supone
transformaciones en su manera de pintar, aunque sin duda –como
piensa Jackson– hay una línea en la que se van articulando los
sucesivos cambios. No fue un conquistador que envejece pero cuya
identidad es siempre la misma, ajeno a sus múltiples e insatisfactorias conquistas; tampoco puede ser descrito como sentimental
(una forma emocionalmente baja de los sentimientos), Picasso fue
un hombre enamorado, sucesivamente. Y lo que amó transformó
su pintura, que no era un mero oficio, por muy importante que sea,
sino su mismo ser.
2. Si dejamos a un lado los aspectos tópicos –y no quiero decir
que no sean complejos– como la guerra (el Guernica y sus 54 dibujos), donde creo que se halla mejor reflejado su mundo psicoló-
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gico es en las tauromaquias y en los grabados y dibujos eróticos.
Digo erotismo en un sentido muy amplio. Son las relaciones de las
figuras, las funciones que desempeñan en el teatro de la obra las
que le otorgan el significado psicológico al que antes he aludido.
Picasso estuvo obsesionado por el rostro de las mujeres y por la
desnudez del cuerpo femenino, especialmente por la mujer joven,
aunque en ocasiones aparece, como una sombra, la vejez femenina. Pintó el acto del amor, el deseo, el momento antes, durante y
después del abrazo amoroso; de esta manera erotizó la tarea del
pintor y la convirtió también en un homenaje y en una especulación. Pintó a la mujer como modelo, pasiva, frente a un pintor
obsesionado con el acto de ver, pero también la pintó ante el pintor erotómano, disfrazado de toro, de arlequín, de minotauro o de
mono. Cada vez más pequeño, más viejo, en ocasiones cercano a
lo ridículo (como en muchos de los dibujos de los años sesenta)
ante mujeres altísimas, jóvenes y bellas. Osciló de la sexualidad
animal, cercana a la violación, a la rendida y amorosa, o bien
de la compulsiva y ritual a la humillación de la representación
del deseo del hombre mermado que ejecuta, desde la vejez, una
farsa del deseo antiguo. Todas esas modelos (esas parejas) de los
últimos años no han envejecido, permanecen jóvenes y hermosas,
porque en cierto sentido representan al eros atemporal ante el
que el pintor, el autor de la obra pero también el personaje que
pinta en sus cuadros, se siente víctima, derrotado (como el mismo
minotauro en el coso taurino ante la mirada compasiva de algunas
jóvenes), o bien se congratula en la mascarada, en un como si…
No hay manera de reducir la relación de Picasso con la mujer a
una sola visión, porque por fortuna fue tan contradictorio como
sincero. Quizás porque fue sincero en la expresión de su mundo
fue contradictorio. En las pasiones, la coherencia y la simetría
suelen cumplirse a expensas de la verdad.
Aunque habitualmente, como señaló Michel Leris, Picasso toma
las cosas (el mundo visible) de la realidad para hacerlas desembocar en la pintura, en la serie Tauromaquia y en El pintor y la
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modelo vemos a un Picasso más preocupado por mostrar un tipo de
relación y de significados que están sobre todo en él. Una psicología y autobiografía resueltas en mito, es decir: la pasión individual,
irreductible en tanto que biográfica, explicada por un mito, una
suerte de espacio ritual que trasciende lo personal. O bien un conjunto de mitos, de la tragedia griega a la mitología cretense, que
viene a hacerse cargo, transfigurándose no pocas veces en farsa, de
su mundo pasional y anecdótico. No son los objetos (vasos, rostros,
lámparas) los que, como un punto de fuga o de manera ecdótica, se
vayan transfigurando según las determinaciones que la elaboración
de la obra requieran –como ocurre generalmente en sus trabajos–,
sino que en las obras citadas hay una búsqueda de la idea o, mejor
dicho: la realidad más profunda, el arcano mítico y pasional del
pintor –que tiene que ver con un mundo mediterráneo antiguo, vinculado a una imaginería ritual que cristalizó en el mundo clásico
griego– trata de encontrar su rostro: su aparición ritual.
Picasso tuvo un mundo barroco, sin centro, pero con un semidiós
central: él mismo. No fue un explorador de una idea o de un pequeño pero intenso mundo, como Balthus, por poner un solo ejemplo,
sino un espíritu con un imaginario plástico tentacular. Aunque hay
un tema que dinamizó todo lo que hizo: la mujer. En cierto sentido,
como sugirió Octavio Paz, hay en Picasso un paralelismo con Lope
de Vega, y no solo por la abundancia, a veces desmañada, y en muchos momentos suficientemente genial, sino por su relación con el
mundo de la mujer, del erotismo, de la pasión. Alrededor de la mujer surge el mismo pintor, disfrazado a veces, ya lo hemos dicho, de
mono, minotauro o sátiro. Ha habido en el siglo XX pintores más
eróticos, incluso que han hecho del erotismo una manera, cuando
no, en los peores casos, un manierismo: una retórica. Pero pocos
han convertido la relación erótica en una expresión tan continuada
y sincera, descarnada en ocasiones, cercana a lo brutal si no fuera
porque incluso en esos momentos extremos su imaginario parece
asistido por un aspecto que vuelve a liberar la figura, a recomponer
desde sus fragmentos y distorsiones.
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La mujer en Picasso es, ciertamente, sometida a veces a descoyuntamiento y recomposiciones que alteran cualquier concepción
edificante, pero es una imagen –una realidad– que resiste. Esposas, amantes, musas, modelos, diosas o mujeres sumisas (lo alto y
lo bajo), prostitutas, saltimbanquis, arlequines, toreras; obscenas
o en actitud de arrobo, de burla, dulzura o llanto. La mujer como
inalcanzable y aquello a lo que le da vueltas, como en los planos
cubistas, hasta quedar fijada en una imagen nunca resuelta del
todo, porque cuando la vemos detenida en un instante que coincide consigo mismo surge como una pregunta. El sexo como atracción y obsesión, como fascinación en la que late un irreductible
enigma. Una parte de luz y otra de sombra, el rostro y el sexo, el
cielo y el infierno, lo mineral y lo celeste: todas estas realidades
señalan a una visión abierta y complementaria de su concepción
y experiencia de la vida cuyo centro es el erotismo. Lo dijo en
muchas ocasiones: pintar y hacer el amor eran lo mismo. Su amigo
Paul Eluard, y Louis Aragón y André Breton afirmaron lo mismo
acerca de las palabras.
3. Picasso, que hizo del azar un método (si es que esto es posible) antes de que lo descubriera el surrealismo, estuvo fascinado
toda su vida por los encuentros (de cosas, amigos, mujeres), pero
no llegó a tener, como los surrealistas, una visión sublime de la
mujer, en el sentido en que a veces aparece en André Breton. Y en
pocos momentos se expresa con la dulzura y relajación vegetal que
encontramos en Matisse: una carnalidad reposada, sostenida por
una gran sutileza de su dominio del color. Es cierto que tenemos
cuadros de la etapa azul y rosa, o del breve paso por lo que se ha
denominado etapa clasicista en los que la figura femenina parece
descansar sobre sí misma, o bien expresa anécdotas no problemáticas; pero quizás lo que identifica más su mundo es la mujer
como inspiradora o unida a la transgresión, y cuyos momentos más
significativos son, creo, aquellos en los que la sexualidad y el erotismo se alían a ciertos aspectos míticos ya señalados: aquellos
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que tienen que ver con el toro y el minotauro. La mujer en esas
obras, generalmente grabados, dibujos y litografías, permanece
en su identidad antropológica, pero en ocasiones, muy pocas, es
mantis, crustáceo; y el hombre, sea visto como amante, pintor o
espectador, no pocas veces se metamorfosea en un doble animal.
Pocos artistas nos han recordado con tanta intensidad y obsesión
ese vestigio animal (como en Dora Maar y el Minotauro, 1936): la
pulsión sexual, que no solo es el principio de la vida sino, también,
de la muerte, un instinto expresado de manera poderosa e imperiosa, y a veces asistido por la ironía. Quizás, lo que no se ha señalado
suficientemente sea que, salvo alguna excepción, la mujer siempre
es mujer, mientras que el hombre se metamorfosea de manera obsesiva en animal o se disfraza de él. El disfraz, la cabeza táurica
tras la que camina un hombre, a veces ciego, guiado o perdido,
expresa, creo, la distancia entre el instinto igual a sí mismo y la
conciencia del mismo: Eros, parece decirnos en esos momentos, es
una representación tan afirmativa como desdichada. Pero incluso,
en esos espacios algo herméticos para la crítica, o tal vez por eso
mismo, hay en muchas ocasiones una niña con una antorcha, una
pequeña luz que nos permite acceder al ritual y recobrarnos desde
la contemplación (Tauramoquia, 1935).
La sexualidad es natural y la compartimos con todos los animales sexuados, y especialmente con los primates, que también la
practican para relajarse, divertirse y crear vínculos sociales, no
solo para reproducirse. Pero el erotismo es la facultad por la cual
el sexo se convierte es metáfora de todo. Observa Octavio Paz en
La llama doble que solo los seres humanos hacemos el amor como
leones, yeguas, pájaros o insectos, es decir: que la sexualidad humana está asistida por la imaginación, que nos lleva a lo otro, a ser
planta o minotauro, árbol o volcán. La sexualidad humana es fuente de metamorfosis, como si no pudiera contenerse en sí misma.
En Picasso no hay de fondo tanto una transgresión, en el sentido
de Bataille, como una percepción de la hibris relacionada con todo
erotismo. Hay un exceso, un plus de pulsión que colinda con la
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parte oscura (no maldita). El toro es en la mitología mediterránea,
y sobre todo en sus orígenes en Creta, un animal vinculado con
lo generativo e indomable, salvo para la tarea del héroe. Desde
las figuras antropomorfas de las cuevas del paleolítico (Lascaux,
Dordoña, Altamira) los animales antropomorfos han expresado un
mundo de divinidades ctónicas. El mito cretense del minotauro
explica, entre otras cosas, la percepción de la sexualidad humana
como animal, colindante con la oscuridad de la vida. El producto
de la lujuria transgresora, el Minotauro, es lo que hay que ocultar.
La relación de Pasifae, esposa del rey Minos, con el toro, expresa sobre todo nuestra relación íntima con lo animal, pero desde
una perspectiva de la sexualidad, que es la otra cara de la muerte,
como hemos dicho. En la sexualidad animal no hay transgresión,
pero en el erotismo (y su hibris, que va desde el exceso pasional a
la proliferación imaginativa, sus metamorfosis) hay una continua
alteración de la identidad, que a veces roza los extremos de lo que
podemos soportar.
Es muy habitual, sobre todo desde los años treinta, que en la obra
gráfica de Picasso el hombre adopte máscaras táuricas o bien que
aparezca como fauno o mono. En los tres casos, el denominador
común es la sexualidad como fuerza oscura o meramente animal,
poderosa, violenta, tierna, reveladora y, al mismo tiempo, ciega.
Rafael Jackson piensa que “Picasso recrea a partir de sus mujeres
dos modelos femeninos y dos actitudes clínicas similares a las de
Historia del ojo, de Bataille”. Aunque tenga algunas afinidades con
Bataille, tan vinculado a las sutilezas sadianas, Picasso no tiene
mucho que ver con Sade, a pesar de que lo leía y recomendaba su
lectura –al menos a la Gilot–. Tiene más que ver con Leris, porque ambos estuvieron lejos de toda hipocresía, y con Bataille en
la medida en que comparte el elemento transgresor de Eros frente
a los convencionalismos burgueses o políticamente correctos de
su época. A pesar de estas semejanzas, Picasso está lejos de los
aspectos místicos/eróticos del filósofo francés. Pero comparte con
el autor de El erotismo la exploración de la sexualidad como la otra
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cara de la muerte, algo que, por otro lado, es consustancial a buena
parte de la literatura e imaginería medievales y, sin irnos tan lejos,
del romanticismo.
En Sade hay una crítica a la cultura y las costumbres de su tiempo
(y de la condición humana en general) apoyadas en un naturalismo radical, hiperbólico. Picasso nos muestra en muchas ocasiones
el sexo en lugares anatómicos diversos aparentemente caprichoso,
haciéndolos significar otra cosa, es decir: sexualizando la totalidad
del cuerpo y, más, el espacio de la cultura, la situación, por decirlo
así, de nuestra visión, de nuestra sensibilidad. Pero no hay, como
en Sade, una destrucción del sujeto, ni siquiera en algunos momentos en los que el cuerpo es descoyuntado en el teatro de la tela. En
Sade la sexualidad es un arma blandida en una operación de alta
geometría racional, fría; en Picasso es una pasión que explora algunos aspectos de la pareja, y, sobre todo, que le permite exponer
su experiencia como fascinación, drama, farsa, mascarada, y nuevamente pasión. Picasso se sirve del mito para otorgar una fuerza
mayor y una complejidad ritual a la sexualidad. Sade se sirve de los
silogismos y de una exacerbada racionalidad, como instrumento de
una crítica moral y filosófica. Los cuerpos en Picasso, y, diría, lo que
más importa, las personas: son reales, mientras que en el autor de
Los pecados de la virtud son instrumentos de una operación dialéctica, asistida por un vértigo de reflejos corporales.
Para George Bataille, en el erotismo hay siempre una transgresión de algo prohibido o, mejor dicho, de una interdicción original.
Nos podríamos preguntar si hay algo de esto en Picasso, que en
varias ocasiones ha pintado la humillación del amante, o bien la
humillación y la ceguera, formas de la culpa, ciertamente, pero
¿ante qué? Acteón fue convertido en ciervo por Artemisa por haberla contemplado desnuda, y fue devorado por sus propios perros, acción que podríamos traducir como que fue devorado por su
propio deseo. Picasso pinta, y no solo en la serie de El pintor y la
modelo, el acto de la contemplación de la desnudez, a veces acentuando la visión del sexo. Como si no saliera de su asombro. John
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Berger, lúcido y errático, en Fama y soledad de Picasso, expresó
admirablemente este aspecto del que hablo refiriéndose a la etapa
última de Picasso con esta frase: “Es el delirio de ver la pintura
como una zona erógena ilimitada”. Hermoso elogio. Y de hecho no
salimos del asombro, porque el sexo, más allá de su anatomía, es
una invención de la cultura cuyas formas no terminan de revelarnos su secreto, si es que lo tiene.
El acto de pintar a la mujer fue en Picasso un acto
amoroso, contradictorio, y una lectura pasional del
BIBLIOGRAFÍA:
Françoise Gilot y Carlton
mundo de sus emociones. La realidad más fuerte para
Lake: Vida con Picasso (1964).
Traducción de Jaime Piñero.
Picasso estuvo encarnada en la mujer, de la que esEd. Elba, Barcelona, 2010.
tuvo enamorado siempre. De ahí su tierna, obsesiva,
Michel Leris: Brisée. Mercure
despiadada, revulsiva y tenaz insistencia: pintarla
de France, Paris, 1966.
fue su manera de ser fiel a la vida. Se podría afirmar
Georges Bataille:
L´érotisme. Les Editions de
que no cedió en su empeño y que su obra es el testiMinuit, Paris, 1957.
monio más sincero y amplio de esa lucha, no siempre
John Berger: Fama y soledad
agónica, de toda la pintura del siglo XX.
de Picasso (1965). Traducción
de Manuel de la Escalera y
Pilar Vázquez, Ed. Alfaguara,
Madrid, 2013.
Juan Malpartida es poeta y crítico literario. Autor de Al vuelo de
la página. Diario 1990-2000, editorial Fórcola, Madrid.
Pierre Cabanne: El siglo
de Picasso. 4 volúmenes.
Traducción Maria Fortunada
Prieto, Ministerio de Cultura,
Madrid, 1987.
Brassaï: Conversaciones con
Picasso (1964). Traducción de
Tirso Echaendía. Turner/FCE,
Madrid, 2002.
Pierre Daix: Picasso.
Ed. Hachette, Paris, 2007.
Jean Clair: Lección de
abismo. Nueve aproximaciones a Picasso (2005).
Traducción de Guillermo
López Gallego, La Balsa de la
Medusa, Madrid, 2008.
Rafael Jackson: Picasso
y las poéticas surrealistas.
Ed. Alianza, Madrid, 2003.
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