Homilía del arzobispo de La Plata Héctor Aguer por

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Texto de la Homilía de Mons. Aguer en
Corpus Christi (21 de junio de 2014).
Comer y adorar al Pan de Vida
Homilía en la solemnidad diocesana de Corpus Christi. Iglesia Catedral.
21 de junio de 2014
La tradicional solemnidad de Corpus Christi ha sido instituida por la Iglesia
con el fin de que dediquemos en el año una jornada especial para reconocer y
adorar la presencia real de nuestro Señor Jesucristo en el sacramento de la
Eucaristía. Éste es el sentido de la fiesta que hoy celebramos con fervor y
alegría. La institución del Corpus tiene su historia: es el resultado de cómo
fue creciendo, a lo largo de los siglos, la veneración de los fieles por la
Eucaristía y también es consecuencia de la claridad cada vez mayor con la
que los teólogos comprendieron y expresaron la presencia de Cristo bajo las
especies de pan y de vino. La devoción eucarística del pueblo cristiano se
intensificó como respuesta a las negaciones por parte de los movimientos
heréticos de valdenses y cátaros; la religiosidad popular fue alimentada por
milagros eucarísticos admirables. La fiesta se introdujo primeramente en la
diócesis de Lieja y en 1264, es decir, hace 750 años, el Papa Urbano IV, con la
bula Transiturus la extendió a toda la Iglesia; desde el comienzo fue una
fiesta popular, desbordante de alegría. Ese tono exultante quedó expresado
poéticamente en los himnos compuestos por Santo Tomás de Aquino, que se
cantan todavía en la actualidad. La teología implícita y explícita en los textos
de la misa y del oficio destacan con énfasis que Cristo está presente, todo
entero, carne y sangre, cuerpo y alma, humanidad y divinidad; subraya
asimismo –como aparece, por otra parte, en el ordinario de la misa- la acción
del Espíritu Santo en la consagración, ese cambio sustancial por el cual el
pan deja de ser pan y el vino deja de ser vino, aunque nuestros sentidos no
puedan percibir lo que afirma, admirada y gozosa, nuestra fe.
Contemporáneamente, desde los orígenes, la fiesta fue realzada por la
procesión, que iba adquiriendo características peculiares en los distintos
países: un proceso típico de inculturación. Como lo hacemos ahora, como lo
hemos hecho hoy, el Santísimo era llevado en la custodia, el vaso sagrado
que permite ver la hostia; los fieles necesitaban ver el sacramento para
adorar al Señor. Al principio se usaban relicarios a los que se adosaba un
vidrio muy claro y transparente llamado viril; luego la custodia adquirió una
importancia tan grande que se constituyó en obra de arte; las hay de una
belleza extraordinaria, especialmente en España.
La Eucaristía nos fue dada para ser comida; es el pan de vida, el alimento
celestial. En el Evangelio que hemos escuchado Jesús nos exhorta a comer su
carne y a beber su sangre para que vivamos por Él como Él vive por el Padre
(cf. Jn. 6, 51-58). Esta vida eucarística es el inicio de la vida eterna. Pero
también la Eucaristía nos fue dada para ser adorada. Todos podemos y
debemos adorarla, aun aquellos católicos que por su situación canónica o
espiritual no están habilitados para comulgar. La presencia eucarística de
Jesús procede del sacrificio de la misa; por eso no hay que contraponer misa
y adoración, o contentarse solo con la participación en la misa y ser
indiferente a la presencia del Señor en el sagrario. La adoración solitaria y
silenciosa puede alternar con la exposición, adoración y bendición que reúne
a la comunidad de los fieles. No debemos olvidar nunca la dimensión
comunitaria de la Eucaristía y su celebración: expresa la unidad de la Iglesia,
Cuerpo místico de Cristo, que tiene su origen en el triunfo pascual del
Resucitado y su fuente de vida en el Cuerpo eucarístico del Señor. La
adoración tiene un sentido profundísimo: Él se ha acercado a nosotros,
nosotros nos acercamos a Él, nos arrodillamos ante Él como lo hacían –
según leemos en los Evangelios– quienes acudían para pedirle algo. Nosotros
también, como necesitados que somos, podemos acercarnos para suplicarle,
para decirle que lo amamos, para darle gracias por su amor que es más fuerte
que la muerte. Precisamente, en este día de Corpus Christi lo hacemos así;
porque en esta fiesta se expresa la gloria de la resurrección y nuestra fe en
ella. El Papa Ratzinger lo dijo bellamente: la fiesta del Corpus Domini nos
dice: sí, existe el amor, y porque existe, existe la transformación y por eso
podemos tener esperanza. La esperanza nos da la fuerza de vivir, de hacer
frente al mundo… hoy tenemos más necesidad que nunca de esta fiesta.
Así como el Santísimo Sacramento instituido en la Última Cena, nos remite a
la Pascua, es también una reliquia de la Encarnación, del descenso abismal,
insondable, de Dios a los hombres. El ocultamiento del Señor en la
Eucaristía, en la quietud del sagrario, manifiesta la paradójica humildad del
Omnipotente. El beato Cardenal Newman presentaba a Cristo en su
encarnación, su vida y su pascua como la omnipotencia en cadenas. Con la
resurrección su santísima humanidad parece adquirir la soberana libertad y
la independencia del que es omnipotente. Sin embargo, hay algo más que
decir y que Newman plantea con estas palabras: ¿Está tan enamorado de la
prisión que se propondría volver a visitar la tierra para poder sufrir otra vez
si fuera posible? ¿Le dio tanto valor a su sujeción a sus criaturas que, antes
de irse, en las mismas vísperas de la traición, tuvo que proveer para después
de la muerte la forma de perpetuar su cautividad hasta el fin del mundo?
Hermanos míos, la gran verdad está diariamente ante nuestros ojos: Él ha
ordenado el milagro permanente de su Cuerpo y Sangre bajo los símbolos
visibles, para poder asegurar de ese modo el misterio permanente de una
Omnipotencia en cadenas. Podemos añadir nosotros, como consecuencia,
esta convicción: al arrodillarnos ante el Santísimo podemos aprender la
humildad.
Decíamos antes que la Eucaristía nos fue dada para ser comida. ¿En qué
condiciones recibirla? –podemos preguntarnos. El catecismo de mi infancia
decía, y el actual sigue diciendo, que para acercarse a comulgar hay que estar
en gracia de Dios. En efecto, el Catecismo de la Iglesia Católica afirma: quien
tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la
Reconciliación antes de acercarse a comulgar (CIC 1385). Esta condición
supone, evidentemente, que el católico tiene una conciencia rectamente
formada y no sigue sus impulsos subjetivos, muchas veces motivados por los
errores que circulan. El mismo Catecismo dice, además, que para recibir
dignamente el Cuerpo del Señor los fieles deben observar el ayuno prescrito
por la Iglesia. Y añade: por la actitud corporal (gestos, vestido) se manifiesta
el respeto, la solemnidad, el gozo de ese momento en que Cristo se hace
nuestro huésped (CIC 1387). Quiero recordar, de paso, en cuanto a la
posición y al gesto, que hay varias maneras legítimas de comulgar: de pie o
de rodillas, en la boca o en la mano. El sacerdote no puede impedir que los
fieles que así lo desean comulguen de rodillas. Más aún, sería oportuno
disponer de un reclinatorio para que el gesto de arrodillarse resulte más
fácil.
Para concluir, deseo compartir con ustedes un comentario sobre el hecho
penoso que ocurrió en esta catedral hace unos días. Probablemente muchos
de ustedes ya están informados. A causa de un descuido de la guardia, una
mujer desvergonzada, vestida indecorosamente y acompañada por otro
personaje que parecía mujer, entró aquí a filmar un video en el que baila y
canta, se atrevió a sentarse en un confesionario en son de burla y blasfemó
contra la Santísima Eucaristía, remedando la comunión y expresándose de
un modo gravísimamente escandaloso. Según he oído decir, la filmación
estaba destinada a un “boliche gay” de la ciudad. Ahora resultan normales
esas abominaciones amparadas por las leyes. Pero además mucha gente
pudo acceder a la cosa por internet. Ofrezcamos el Santo Sacrificio de la misa
en reparación y desagravio por la profanación del templo y por las blasfemias
proferidas. Dediquemos asimismo al Señor la procesión de la que hemos
participado, como gesto de amor y de entrega confiada, incondicional.
Recemos mucho también por esas personas descaminadas, depravadas, para
que Jesús les toque el corazón y las convierta; todo es posible para su
omnipotencia y su misericordia.
Este recuerdo doloroso no debe empañar nuestra alegría. En la secuencia
Lauda Sion, compuesta por Santo Tomás y que corresponde cantar o leer
después de la segunda lectura, se dice: Alabemos ese pan con entusiasmo,
alabémoslo con alegría, que resuene nuestro júbilo ferviente. Entusiasmo,
alegría, júbilo, que sean hoy y siempre vivencia y expresión de nuestra fe y de
nuestro amor.
+ Héctor Aguer
Arzobispo de La Plata
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