Carta del Santo Padre al P. General Peter‐Hans Kolvenbach, S.J. Prepósito General de la Compañía de Jesús. En el curso de mi peregrinación a Paray‐le‐Monial, he querido venir a orar en la capilla donde se venera la tumba del Beato Claudio La Colombière, el "siervo fiel" que en su providencial amor dio el Señor como director espiritual a Santa Margarita María de Alacoque. Así fue cómo llegó a ser el primero en difundir su mensaje. En unos pocos años de vida religiosa e intenso ministerio pastoral, demostró ser "hijo ejemplar" de la Compañía de Jesús, Compañía a la que ‐ según el testimonio de la misma Santa Margarita María ‐Cristo confió el encargo de extender el culto de su divino Corazón. Conozco la generosidad con que la Compañía de Jesús ha acogido esta admirable misión y el ardor con que ha procurado realizarla lo mejor posible en el curso de estos tres últimos siglos. Deseo, con todo, en esta solemne ocasión, exhortar a todos sus miembros a promover con más celo todavía esta devoción, que responde más que nunca a las expectativas de nuestro tiempo. Efectivamente, el Señor quiso en su providencia que en los umbrales de la edad moderna, en el siglo XVII, partiese un poderoso impulso desde Paray‐le‐Monial en favor de la devoción al Corazón de Cristo bajo las formas señaladas en las revelaciones recibidas por Santa Margarita María. Pero los elementos esenciales de esta devoción pertenecen de manera permanente a la espiritualidad de la Iglesia a lo largo de su historia. Desde sus mismos comienzos ha dirigido la Iglesia su mirada al Corazón de Jesús traspasado en la cruz y del cual brotaron la sangre y el agua que son símbolos de los sacramentos que constituyen la Iglesia; en el Corazón del Verbo Encarnado han visto los Padres del Oriente y Occidente cristianos el comienzo de toda la obra de nuestra salvación, fruto del amor divino Redentor, que el Corazón traspasado simboliza tan expresivamente. El deseo de "conocer íntimamente al Señor" y de "hablar en coloquio" con él, de corazón a corazón, es, gracias a los Ejercicios Espirituales, característico del dinamismo espiritual y apostólico ignaciano, todo él al servicio del amor del Corazón de Dios. El Concilio Vaticano II, al recordarnos que Cristo, Verbo Encarnado, nos "amó con corazón de hombre", nos asegura que "su mensaje, lejos de empequeñecer al hombre, difunde luz, vida y libertad para el progreso humano", y que nada fuera de él "puede llenar el corazón del hombre" (cf. GAUDIUM ET SPES, nn. 22 y 21). En el Corazón de Cristo aprende el corazón del hombre a conocer el verdadero y único sentido de su vida y su destino, a comprender el valor de una vida auténticamente cristiana, a guardarse de ciertas perversiones del corazón, a unir el amor filial a Dios con el amor al prójimo. De esta forma ‐ y esta es la verdadera reparación que pide el Corazón del Salvador ‐ sobre las ruinas acumuladas por el odio y la violencia podrá ser construida la civilización del amor tan deseada, el reino del Corazón de Cristo. Por estas razones deseo vivamente que sigáis difundiendo con perseverante acción el verdadero culto del Corazón de Cristo y que estéis siempre dispuestos a ayudar eficazmente a mis hermanos en el episcopado en la promoción de este culto, cuidando de encontrar los medios más aptos para presentarlo y practicarlo, para que el hombre de hoy, con su mentalidad y sensibilidad propias, descubra en él la verdadera respuesta a sus interrogantes y expectativas. Justamente como el año pasado, con ocasión del congreso del Apostolado de la Oración, os confié particularmente esta Obra estrechamente ligada a la devoción al Sagrado Corazón, lo mismo hoy, durante mi peregrinación a Paray‐le‐Monial, os pido que os esforcéis todo lo posible para cumplir siempre mejor la misión que Cristo mismo os confió, a saber, la difusión del culto a su divino Corazón. Son bien conocidos los abundantes frutos espirituales producidos por la devoción al Corazón de Jesús. Expresándose sobre todo en la práctica de la hora santa, la confesión y la comunión de los primeros viernes de mes, ha servido para estimular tántas generaciones de cristianos a orar más y a recibir con más frecuencia los sacramentos de la penitencia y la eucaristía. He ahí unos caminos que sigue siendo deseable proponer a los fieles, aún en el día de hoy. Que la maternal protección de la Virgen María os ayude: fue precisamente en la fiesta de la Visitación cuando os fue confiada esta misión en 1688; y que la Bendición Apostólica, que de todo corazón doy a toda la Compañía de Jesús, os sostenga y aliente en vuestra labor apostólica. Juan Pablo II Paray‐le‐Monial, 5 de octubre, 1986.