Untitled - Instituto Cántabro de Seguridad y Salud en el Trabajo

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La Asociación de Técnicos Superiores de Prevención de Riesgos
Laborales de Cantabria (ATSPRLC) fue creada en el año 1999, tras la
publicación de la Ley de Prevención de Riesgos Laborales en el año 1995.
Su finalidad principal es ser un punto de unión de los técnicos de
prevención y fomentar la Prevención de Riesgos Laborales. A lo largo
de estos años muchos han sido los técnicos que han trabajado por que
fuera así, siendo conscientes de que es necesario la acción más allá de los
trabajadores y las empresas.
En 2001, la ATSPRLC convocó el I Memorial Manuel Pérez Rebanal
con el objetivo, a través del premio a trabajos técnicos, de promocionar y
fomentar, tanto a nivel laboral como social, la prevención.
En estos años se ha puesto de manifiesto la necesidad de que la sociedad y,
fundamentalmente, los trabajadores y empresarios del mañana, asuman
la prevención de riesgos laborales como algo cotidiano. Esta idea es la que
llevó a ampliar la participación en el certamen a relatos sobre prevención
dirigidos a estudiantes de educación Primaria y Secundaria.
Con el fin de difundir la cultura preventiva entre los jóvenes, la ATSPRLC
con la colaboración del Instituto Cántabro de Seguridad y Salud en el
Trabajo (ICASST), recoge en este libro los relatos valorados en dicha
convocatoria en el XIII Memorial Manuel Pérez Rebanal.
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RELATOS PRIMARIA
El día que todo se puso al revés (1er PREMIO).....................................5
Es mejor prevenir antes que sufrir....................................................... 14
La cuña......................................................................................................... 21
Un cumpleaños feliz................................................................................ 30
Relatos secundaria
De la chapa a la hojalata (1er PREMIO).............................................. 40
El explorador.............................................................................................. 51
La experiencia familiar del mobbing
sirve para afrontar el bullying.............................................................. 59
Obra fallida................................................................................................. 68
Prisión de metal......................................................................................... 71
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RELATOS
EDUCACIÓN
PRIMARIA
4
5
E
l día que todo se puso al revés el sol entraba por la ventana como cualquier
otro día, las zapatillas estaban donde las había dejado la noche anterior y
nada parecía distinto a cualquier otra mañana de las 3035 que ya llevaba
vividas. Casi todo el mundo dice que soy una niña despistada, y lo cierto es que
cuando abrí los ojos y conseguí salir de la trampa de sueño y edredón que cada
mañana me tiende mi cama, no me di cuenta de que algo raro estaba ocurriendo.
Después de gruñir un poco, quejarme de mi suerte por tener que despertarme antes que el propio sol y hacer fuerte a mi vejiga esperando a que Manu (mi no-adorado hermano mayor) saliera del
baño, entré en la cocina. Mi madre estaba cantando y por unos
segundos me pregunté si era algún truco o estábamos en uno de
esos extraños días en los que se levanta de buen humor. Por si
acaso, instintivamente miré a un lado y otro por si se trataba de
una cámara oculta o una de las típicas bromas de Fredo, el marido
de mamá. Pero no, ni rastro de cámaras o bromas. Definitivamente parecía que mamá estaba contenta por la mañana.
- “Hola, Cuchi-cuchi” - dijo mientras me apretujaba dándome besos de abuela. “Estoy preparándote un desayuno sabroso para que vayas al cole con energía”.
¿Cuchi-cuchi? ¿Energía? Pensé que aquellas no eran buenas noticias porque siempre que me decía algo parecido, me tocaba tortura-manzana para desayunar…¿Qué
puede aportar una manzana a la vida de una niña como yo? Aburrimiento y sólo
aburrimiento. Pero para mi sorpresa, mi madre puso encima de la mesa chocola6
te caliente, tortitas regadas con nata y caramelo
y montañas de gominolas adornando el plato.
¡Gominolas! Y además insistió en que tenía
que terminármelas todas. Este día raro empezaba a gustarme. Y mucho.
Como para disimular, puse cara de resignación mientras me sentaba en la mesa. Debía
de tener una cara muy extraña, entre el asombro, el gesto fingido de resignación y la risa que
intentaba escaparse entre mis dientes pese a mis
esfuerzos para mantenerla quieta ahí adentro.
-“Creo que podré acostumbrarme a esta forma de despertarme los martes”, pensé.
Pero, como solía ocurrir, mis ingeniosos pensamientos infantiles fueron interrumpidos sin contemplaciones. Fredo me asustó tanto gritándome que fuera a ayudarle que ni siquiera se me ocurrió protestar y en dos zancadas me coloqué a su lado
en el salón. Estaba encaramado en una silla haciendo extraños movimientos para
mantener el equilibrio, misión que cada vez parecía más imposible en la situación
en la que estaba: en calcetines, de puntillas en una frágil silla de plástico y con una
caja de herramientas en las manos. Parecía un artista del Circo del Sol haciendo
equilibrismos increíbles. Le imaginé con un traje ajustado de color azul chillón girando un aro en su cintura mientras trataba de no caerse. Hay veces que tener imaginación es una gran desventaja y ésta era una de esas veces, así que me concentré
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en alejar esa imagen de mi cabeza. Miré hacia arriba y casi se me sale el corazón.
Por unos segundos todo pasó a cámara lenta, como en las escenas importantes de
las películas, mientras veía los dedos de Fredo separándose de la sierra
(sí, esa herramienta con dientes que cortan) y dejándola caer
sobre mí mientras decía, con una especie de voz en Off:
- “¡Cógela Pat!”.
Tuve el tiempo justo de apartarme para evitar que me
cayera encima, y, aunque en mi cabeza todo sucedía
muy despacio, yo fui muy muy rápida. Ahora la artista
de circo era yo… Aparté el pie derecho en la última décima de segundo.
Fredo soltó una carcajada mientras
bajaba de la silla como si nada y yo aún
me recuperaba del susto. Al parecer le resultaba
gracioso haber estado a punto de hacer papilla de
pie de niña. Y no sólo eso, sino que encima me
preguntó intrigado por qué no había cogido la
sierra.
“¡¿Coger la qué?!”. No podía creer lo que estaba
oyendo.
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No soy buena disimulando enfado porque cada vez que algo me irrita se me pone
la cara muy roja, entrecierro los ojos y aprieto un poco la mandíbula sin darme
cuenta, así que Fredo cambió de tema y me pidió que me preparara para ir al cole.
Me fui pisando muy fuerte, por si le quedaba alguna duda de que estaba a punto de
hacer explotar toda mi rabia y de que aún conservaba mis dos pies.
Mamá, que parecía no haberse enterado de nada y seguía actuando un poco como
si no fuera ella, entró en el baño a secarse el pelo mientras yo me lavaba los dientes.
Me extrañó verla descalza y con los pies mojados mientras enchufaba el secador.
Siempre nos daba la lata con que teníamos que tener mucho cuidado con la electricidad y ahora ella se lo saltaba todo, así, de repente, como si se hubiera quedado
con la misma memoria que Bu, nuestro pez naranja que iba de un lado a otro de la
pecera olvidando cada pocos segundos para no darse cuenta de que estaba dando
vueltas siempre en el mismo sitio.
Cuando le recordé lo que siempre me decía, me miró
sonriendo y me dijo que no pasaba nada y que no debía preocuparme tanto por todo o acabaría convirtiéndome en una niña muy rarita .
Sería divertido poder ver ahora qué cara se me
quedó en ese momento, porque estaba desconcertada y empezaba a pensar que unos alienígenas habían invadido el cuerpo de toda mi familia y les habían hecho olvidar las cosas que normalmente hacían y
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decían. Desde luego, algo muy extraño ocurría en mi casa. Y de momento lo único
bueno era el desayuno que no me habían dejado terminar.
De camino al coche, vi a Manu salir con los cordones sin atar. Esto
sí que era de lo más normal y me alivió un poco ver que, al menos él seguía siendo el mismo desastre. Nunca pensé que
pudiera llegar a decir esto, pero verle igual que siempre y
tal como era, me hizo sentirme un poco mejor.
El caso es que mientras bajaba las escaleras, metía un
cuaderno en la mochila y se ponía el abrigo, se pisó un
cordón con el otro pie y salió rodando por las últimas escaleras del portal mientras mamá soltaba enormes carcajadas que le hicieron llorar de risa. Manu no se había hecho
daño pero, así todo, yo no conseguía entender qué parte de la caída
le resultaba tan graciosa. Me había dado un susto de muerte. Para mi sorpresa,
también Manu se echó a reír, y los dos me criticaron por ser tan sosa y quedarme
“con esa cara tan seria” en vez de reírme como ellos.
¡Ufff!, puedo prometer y prometo que empezaba a tener muchas ganas de llegar al
cole y esto… bueno, reconozco que no siempre me ocurre. Pero necesitaba contarle
todo a Claudia y Adri, mis mejores amigos, y ver si podían ayudarme a buscar una
solución porque el día empezaba a ser una especie de sueño muy extraño pero
muy real porque no conseguía despertarme pese a los pellizcos de monja que me
estaba dando en el brazo.
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Ya en el coche, le dije a mamá que no podía atarme el cinturón de seguridad (siempre se pone tan pesada con eso que no quería tener más problemas por hoy), pero
ésta no hizo ningún caso y arrancó. Ella tampoco se lo ató y Manu se sentó delante,
sin cinturón y con las piernas en el salpicadero. Mamá puso la música muy alta,
como yo siempre le pedía (y nunca conseguía, por cierto) y condujo un poco más rápido de lo normal mientras movía la
cabeza al ritmo de la música, sin parar en los pasos de
cebra y acelerando cuando se ponía naranja el semáforo
para pasar antes de que se convirtiera en rojo.
Ya nada me extrañaba demasiado, sólo quería llegar al
colegio y hacer como si nada de esto hubiera ocurrido, esperando que al volver a casa, todo hubiera vuelto a la normalidad
(sí, el viejo truco de “si cierro fuerte los ojos y no miro algo, no existe”. Sé que es
infantil, pero al fin y al cabo, tengo ocho años y creo que aún puedo permitírmelo a
veces). Conseguí atarme yo sola el cinturón sin que se dieran cuenta, porque pensaba que si me veían, se burlarían de mí.
A esa velocidad, llegamos al cole rápidamente. Me di prisa para alejarme del coche lo antes posible y Agustín, el jefe de estudios a quien su nombre no le pega
porque siempre está malhumorado, me pilló corriendo por los pasillos. Frené en
seco. Agustín es el Señor Supremo del No-Se-Corre-En-Los-Pasillos, así que me
preparé para una gran bronca. Y… nada. ¡Nada! Simplemente me dedicó un gesto
cariñoso revolviéndome el pelo y se alejó, echando a correr a toda velocidad y derrapando al llegar a las esquinas para girar.
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Esto ya era demasiado para mí. No podía creer que esta epidemia de extrema rareza hubiera llegado también al colegio. Pero así era y en
clase las cosas no fueron mucho
mejor. La profe nos mandó subirnos de pie en las sillas para asomarnos a las ventanas abiertas “y respirar aire
fresco”, en el recreo nos dio permiso para jugar a
combates de palos y levantó la orden de alejamiento del canalón oxidado de la esquina del patio que siempre estaba prohibido, nos animó a jugar con agua en el
baño aunque el suelo se estaba convirtiendo en una especie de pista de patinaje
e incluso le pidió a Claudia que cogiera el diccionario gordo y, como no llegaba, le
pidió que trepara por la estantería para alcanzarlo.
Aquello fue la gota que colmó el vaso. Noté cómo el corazón empezaba a latir más y
más rápido, casi no podía respirar y sólo tuve fuerzas para gritar un ¡NO! tan fuerte
que debió escucharse en todos los rincones del Universo. El mundo entero se quedó congelado mirándome y, de repente, todo se volvió blanco dentro de mi cabeza.
Cuando desperté, mi madre estaba a mi lado. Me contó que había perdido el conocimiento y me habían llevado al hospital. Tenía mucha fiebre y decía algunas cosas
sin sentido que no habían podido entender bien. Yo no recuerdo nada de eso, sólo
lo que he contado.
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No reconoceré jamás que me gusta escuchar las charlas de los mayores,
pero después de esta historia tan rara que viví, tengo que confesar en
voz muy bajita para que no me oigan, que les entiendo un poco más.
Por mi parte, no puedo decir qué ocurrió. Algunas veces
pienso que aquel día todas las cosas se dieron la vuelta de repente y, sin saber muy bien cómo ni por qué, mi madre, Fredo y
los demás mayores, se convirtieron en niños grandes jugando a no
darse cuenta de los peligros.
Yo me llevé más de un susto aquel día, pero también descubrí un gran secreto que
hasta ahora no había podido desvelar porque siempre había adultos alrededor encargándose de repetirme las cosas y no dejándome darme cuenta por mí misma.
Puede que algún día os ocurra a vosotros y podáis descubrirlo también. O puede
que tal vez ya lo hayáis hecho…
FIN
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P
areces un astronauta! ¡Para qué llevas todo eso encima, si no vas a poder
moverte!
Éstas y otras frases parecidas tenía que escuchar el protagonista de nuestra historia, Santi, que tiene diez años, quien veía cómo sus “amigos” se burlaban de él por
llevar protecciones cada vez que iba al parque a patinar o salía a andar en bici. De
hecho, le llamaban Segurito, pero de manera despectiva.
Santi siempre utilizaba el casco cada vez que cogía su bici, y si patinaba, además
del casco, se ponía las coderas y las rodilleras. Su familia estaba sensibilizada con
la prevención, porque habían tenido un susto importante cuando en el coche iban
Santi, sus padres y su hermana pequeña Carla, y un camión les dió un golpe por
detrás. Les salvó el cinturón de seguridad, gracias a lo cual todo quedó en un susto.
Desde entonces, siempre comentan:
- ¡Menos mal que todos llevábamos el
cinturón! ¡Qué importante es respetar
las normas! ¡No te das cuenta hasta que
te pasa algo, pero no hay que esperar a
que ocurra una desgracia, hay que prevenir siempre!

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Aquella experiencia caló en esa familia y todos ellos cumplían las normas en la
calle, en el colegio, en el trabajo, en la carretera, etc.
Santi estaba harto de ser objeto de las burlas de sus compañeros de clase, y un día
estalló con sus padres
- ¿Por qué se tienen que reír todos de mí? Voy a acabar solo si sigo poniéndome el
casco... Voy a pasar de llevarlo.
- No digas eso, Santi, ¿qué quieres, romperte la cabeza si tienes una caída? Le dijo
su madre.
- ¿Y tú qué quieres mamá, tener un hijo que se quede sin amigos, siendo el hazmereír de todo el colegio?
No hizo falta que su madre dijese nada, porque su padre se apresuró rápidamente
a decir lo que ellos dos pensaban
- Preferimos tener un hijo con cabeza, a que la pierda porque algún alocado intente
arrastrarte por malos caminos.
Santi se quedó un poco pensativo en aquel momento, pero al día siguiente, cuando
acabaron las clases, un grupo de tres compañeros de su colegio fueron a buscarle a
su casa para ir a andar en bici un rato. Hacía mucho que no le venían a buscar a su
casa, y Santi se alegró de que se acordaran de él.
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- Vamos Segurito, vamos hasta la fuente a dar una vuelta.
- Vale, esperarme un momento que cojo
el casco.
- Venga Segurito, ya estás otra vez con
tu casquito, pareces Pocoyo, pegado a
un casco todo el día, ¿qué te va a pasar?
si la fuente está aquí al lado...
Los tres se rieron, y Santi, con mucha
rabia, acabó en la tentación de no llevar
casco, pensando que si lo llevaba, iban a
meterse con él y no volverían a llamarle para jugar.
- Bah!, ¿qué va a pasar?, ¡vamos!
El camino que va a la fuente no es muy transitado, pero la carretera es un poco
estrecha. Ese día Santi iba en el grupo hablando tranquilamente, cuando un coche
golpeó su bici, cayó al suelo y quedó inconsciente, inmerso en un baño de sangre.
Todos los demás se asustaron muchísimo, el conductor del coche paró rápidamente y llamó a la ambulancia. Los cuatro compañeros de Santi estaban asustados, sin
poder articular palabra viendo en el suelo a su amigo incapaz de hablar.
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A nuestro protagonista le llevan en ambulancia rápidamente hasta el hospital.
Allí, se viven momentos de angustia por parte de su familia, los amigos, profesores,
etc. porque está inconsciente del golpe que ha sufrido en la cabeza. Por fin sale el
médico que le atiende a informarles:
- Santi ha tenido un traumatismo grande, pero es un chico fuerte, y va a ponerse
bien. No le va a quedar ninguna secuela, solo una pequeña brecha en la frente.
Ahora está un poco adormilado aún, pero para mañana podrá tener visitas.
- ¡Gracias a Dios! - gritaron de alegría los padres de Santi, que se abrazaban después
de la angustia que habían pasado pensando que no iban a ver más a su hijo, o que
le iba a quedar alguna secuela importante de por vida.

Sus amigos estaban también en el hospital, asustados, cabizbajos, sin atreverse a
mirar a los padres de Santi por miedo a sus reproches. En el fondo se sentían responsables de que Santi no llevase el casco por sus burlas. Pero no era momento de
echar en cara nada, solo de alegrarse de que Santi estuviera bien.
A la mañana siguiente, los padres de Santi pudieron ver por fin a su hijo, que ya se
había recuperado, y dijo a sus padres:
- Lo siento, os he fallado, no he demostrado tener cabeza y casi la pierdo por una
tontería. No os volveré a fallar...
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Los padres se abrazaron a él
entre lágrimas y le dijeron
- No es momento de reproches cariño, lo importante es
que estás bien.
Santi les dijo:
- Aunque no vuelva a jugar
con esos tres niños, lo importante es que estoy bien, y podré seguir jugando a lo que me apetezca y con quien me convenga ...
Su padre le dijo:
- Me parece que entre tus amigos vas a seguir contando con los cuatro, asómate a
la ventana.
Con gesto inicial de sorpresa, y haciendo un esfuerzo por levantarse de la cama,
porque todavía tenía golpes por todo el cuerpo, Santi se acerca hasta la ventana de
la habitación con ayuda de sus padres, y allí puede observar una imagen que no
se la podía imaginar ni en sueños. Sus tres amigos habían venido en bici hasta el
hospital, con casco y unas camisetas que ponían “Todos somos Segurito”. Era la
forma de mostrar su cariño e incluso admiración por lo que Santi representaba,
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un niño que hizo ver a sus amigos que cumplir las normas no es de tontos, sino de
personas con mucha cabeza.

Desde aquello, este grupo de amigos aprendió la lección, y todos ellos cuentan con
Santi para todo, y por supuesto, con la prevención.
FIN
Ilustraciones de Alberto Abad Ruiz
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P
asaban unos minutos de las nueve de la noche, hora en que habían
quedado un grupo de antiguos compañeros de colegio para celebrar el XXV aniversario de su graduación con una cena. Juan
miraba inquieto el reloj y observaba de reojo a todo viandante que se
acercaba a la cafetería, queriendo recordar en cada uno de ellos a
alguno de sus antiguos compañeros de clase.
Al final, un señor calvo, con cierta barriga se acercó a él y le
dijo:
-¡¡¡Hombreeee!!! Pero si por ti no pasan los años, Juan Manuel Gómez Pinto...
-Sí, sí... balbuceó intrigado. -Obviamente éste tiene que ser un compañero de
clase, pensó para sí Juan. Un compañero de buena memoria para acordarse de mi
nombre completo y de los dos apellidos-.
-¿Acaso no me reconoces?, le preguntó sonriente el recién llegado.
-Pues ahora mismo no caigo, siempre he sido muy despistado y el tiempo no ayuda
a recordar.
-Soy Carlos Parra, tu compañero de pupitre y aventuras.
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Juan se quedó mirando fijamente los ojos de Carlos, como
queriendo ver en el fondo de ellos a Litos, que es así como
le llamaban todos en el cole, con su perfecta raya destacando en el lado derecho de su otrora rubia cabellera. En
nada se parecía a aquel chaval que fue en su periodo escolar uno de sus mejores amigos.
-La verdad es que jamás te hubiera reconocido, pero esa sonrisa
es indudable que es la tuya, -le dijo Juan mientras se daban
un fuerte abrazo.
Entraron en el restaurante y se sentaron en la barra a tomar algo esperando la llegada del resto
de compañeros. Entre trago y trago, la conversación les llevó a contarse a grandes rasgos el
devenir de sus vidas. Obviamente no faltaron
los recuerdos de su estancia en la escuela:
-¿Te acuerdas de Don Nicanor?
-¡Cómo no acordarse de él!-respondió Juan.
-Es una de esas personas que dejan huella en tu
vida.
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Don Nicanor era un profesor muy querido por todo el mundo, los alumnos le apreciaban y respetaban y sus compañeros de trabajo le tenían como el más innovador
del centro, un excelente profesional. Había dado toda clase de asignaturas, desde
educación física a lengua, pasando por matemáticas o plástica y en todas había dejado su impronta, pero en la que más destacaba era en ciencias naturales, que era
algo así como parte del temario que se da ahora en conocimiento del medio. Siempre trataba de buscar la sorpresa, el interés por lo nuevo. De este modo, alguna vez
había llevado a clase un ojo de vaca o el cráneo de un caballo para explicar los sentidos, o cómo están formados los huesos. También les había llevado a sus alumnos
a una fábrica para ver la importancia del trabajo en equipo, o a unos ensayos de
actores para ver el esfuerzo que se escondía tras el éxito de algunas personas. Había llevado a más de un grupo a ver cómo funcionaba la oficina de correos o cómo
se descargaba pescado en el puerto, porque todos los trabajos eran importantes
para el funcionamiento de la sociedad y eso había calado muy dentro en todos sus
alumnos. Estas cosas que en nuestros días son muy comunes, en aquel tiempo eran
una verdadera revolución.
-Fíjate lo importante que ha sido en mi vida Don Nicanor, que una simple cuña que
llevó un día a clase ha dirigido mi destino.
-¿A qué te refieres?
-Un día, nuestro profesor nos comentó que la semana siguiente empezaríamos un
nuevo tema, “la seguridad y los riesgos”...
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-Lo recuerdo, jajaja... Todos pensábamos que nos iba a llevar
a un hospital a ver huesos rotos, gente escayolada y mil
cosas más y en cambio ese día trajo una modesta cuña de
madera...
Y así fue, aquel lunes don Nicanor llevó a clase una pequeña cuña de madera, se la mostró a sus alumnos y les
dijo que era la llave de seguridad a un riesgo al que se veían
sometidos los niños de párvulos. Ya se sabe que uno de los lugares de mayor éxito del colegio es el patio del recreo. Allí se forjan
amistades, se descansa de las rutinas escolares y se vive el verdadero compañerismo. También es el lugar donde se encuentran pequeños tesoros excavando en
el arenero o en su zona verde. Pero para los más peques, a
veces encierra focos de frustraciones, como era en
aquel caso la pesada puerta de acceso al patio. Era
una puerta un poco mayor de lo normal, con
un picaporte bastante resistente a las ansias
y fuerzas de los niños de 5 años. No era raro
ver a varios tratando de abrir la puerta que
daba paso a su escenario de juegos y aventuras. Los más mayores, de un golpe de cadera
solían abrirla y dejarla cerrar por su propia
inercia. De este modo, algún pequeñajo había
sufrido el temido pillado de dedos. Y esa rutina
pasaba desapercibida a casi todo el mundo, me25
nos a don Nicanor, que lo solucionó con una cuña de madera
que trababa la puerta, dejándola abierta. Esto, para algunos alumnos, era algo demasiado obvio y simple, y más
aún el reto que le propuso el profesor aquella semana:
localizar en el colegio situaciones que supusieran un
problema a los niños y su posible solución. Este desafío
a Juan le abrió los ojos a los pequeños detalles. Con su
amigo Carlos hizo una pormenorizada inspección del colegio. Anotaron una larga lista de cosas que podían ser focos
de riesgo: la altura de los percheros de los pasillos, que llegaban a la cara de los
alumnos, la uniformidad de tamaño de las mesas y sillas de los estudiantes, que
no tenían en cuenta el desarrollo individual de cada uno para una correcta higiene
postural, la altura de los lavabos y letrinas, el exceso de longitud de las correas de
las mochilas que podían provocar lesiones en la espalda... Aquel trabajo, que su
profesor calificó como excelente, le llevó a Juan a fijarse en medidas de prevención
en todo su entorno y la importancia de su uso: cinturones de seguridad de los coches, luces y
reflectantes en los ciclistas, arneses en
los trabajadores de la construcción,
todo tipo de señales visuales en las
vías, los parques, las playas, medidas de seguridad en los juguetes,
como el tamaño de las piezas o el
material del que estaban formadas,
su capacidad de soltarse... A tal punto
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llegó su fijación, que era capaz de identificar las baldosas
de las aceras que estaban mal colocadas y que en vez de
impedir los resbalones de los viandantes, los facilitaba al
quedar colocadas con sus líneas más largas en posición
afín al sentido de la marcha... Había llegado a la conclusión de que todo de tipo de medidas preventivas eran
una ventaja para todos y del mismo modo que hay niños
que de mayores quieren ser médicos para curar a la gente
o maestros para enseñar a los demás, él quería dedicarse a
facilitar la vida a todo el mundo, porque detrás de cada medida
de seguridad ha habido alguien que ha sido capaz de ver el riesgo y su solución. Y
esa es la razón y la historia por la que Juan se hizo técnico en riesgos laborales...
-Pues sí que tiene miga la cuña de don Nicanor, sentenció
Carlos.
-La tiene y es un trabajo gratificante porque sabes
que tu esfuerzo sirve para prevenir lesiones, evitar
accidentes y mejorar la calidad de vida.
Ambos amigos apuraron sus vasos y se reunieron
en el comedor del restaurante con los compañeros
que iban llegando.
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La mesa ya estaba completa. Parecía no faltar nadie, pero quedaba una silla vacía
y era precisamente la que presidía la mesa. Ana, que había sido una de las chicas
con más personalidad de la clase y se había encargado de preparar esta cena de aniversario, tomó la palabra para pasar lista, como se hacía siempre al entrar al aula:
-Carmen Abad.
-Presente.
-Pedro Cortés.
-Presente.
Y así prosiguió hasta terminar con la lista. Bueno, no
del todo. Cuando todos se estaban acomodando, Ana
pronunció:
-Don Nicanor Núñez Ruiz.
-Aquí estoy, dijo una silueta que apenas se percibía
en una esquina del comedor.
Todos los exalumnos del añorado profesor se pusieron en pie y aplaudieron al unísono mientras don Nicanor tomaba asiento en la silla presidencial. Les hizo
tomar silencio y a continuación repitió su mítica frase,
con la que acababa cada final de curso:
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-Nosotros os ayudamos a abrir una ventana a la aventura de la vida pero la verdadera historia de tu vida la eliges tú.
La velada prosiguió como suele ocurrir en este tipo de eventos: cada uno va aportando recuerdos comunes, se habla de los hijos, de los problemas de la vida y de lo
mucho que ha cambiado todo.
Los camareros, constantemente atentos al servicio, entraban y salían por la puerta
de cocina. De repente, un estrepitoso ruido provocó un gran silencio en la reunión.
Uno de los camareros se había chocado con la puerta oscilante de la cocina, cayendo al suelo la bandeja repleta de platos y cubiertos.
Don Nicanor, como siempre que sucedía algo, se levantó de la mesa y se dirigió a la
puerta. Sacó de su bolsillo una cuña con la que aseguró la puerta.
Carlos miró a Juan, se guiñaron un ojo y Juan sentenció:
-La cuña, la cuña...
FIN
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30
M
artina hoy está muy contenta. Está nerviosa, porque mañana es un gran día
para ella. Cumple 8 años.
Martina tiene una hermana pequeña Bea, de algo más de 1 año de edad, las dos son
rubias, y se parecen bastante físicamente.
Bea es una niña rebelde y traviesa, siempre está jugando por la
casa, Martina cuida de ella siempre que su mamá Rocío
se lo pide.
Rocío prepara con mucha ilusión el cumpleaños de
Martina y ha decidido hacerle una tarta especial
para celebrarlo con sus amigos, por lo tanto le
pide un favor a Martina.
- Rocío: Martina cariño, necesito que cuides de tu
hermana Bea mientras estoy en la cocina preparando
la comida.
- Martina: Vale mamá, pero tengo que hacer la tarea que me han puesto en el cole
para mañana.
- Rocío: De acuerdo, pues vamos a hacer una cosa, os quedáis Bea y tú en el cuarto
mientras haces la tarea, dejaré a Bea en la sillita, para que puedas hacerlo, y
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cuando acabes me avisas, y vais a jugar juntas al salón, ¿vale? Si
me demuestras que sabes cuidar de Bea como nos has visto a
papá y mamá hacerlo, te daremos una sorpresa muy grande
en tu cumple.
- Martina: ¿Sí? Vale mamá.
Martina ilusionada con la sorpresa que su madre le había
prometido, decidió no defraudarla y cuidar de su hermanita
Bea tal y como le habían enseñado sus padres.
Rocío cogió a la pequeña Bea en brazos y
fue con las dos niñas a la habitación de
ellas. Sentó a Bea en una silla especial para ella
y la ató con el cinturón de la silla. Después, puso
la sillita junto al escritorio de Martina, mientras
hacía su tarea.
Después de un rato, estaba Martina a punto
de finalizar la tarea que le habían mandado, cuando se dio cuenta
de que Bea estaba poniéndose de pie sobre la silla, e intentaba
cruzar un bolígrafo que había encima de la mesa, junto a la
que se encontraba.
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Martina se dio cuenta enseguida, reaccionó rápido y cogió a Bea en brazos a
tiempo para que la pequeña no se cayera. Sus padres le habían dicho un montón de
veces, cuando ella era pequeña, que no debía subir a sitios en los que no estuviera
protegida, ya que podía caerse, y eso mismo podía haberle ocurrido a su hermanita
si fuese capaz de entender que no debería haberse quitado el cinturón de la silla ni
haberse salido de ella.
NO SUBIR A ZONAS SIN PROTECCIÓN NI SOLTAR PROTECCIONES
A pesar del susto que se llevó Martina, se sentía orgullosa de haber cuidado de su
hermana. Cogió a la niña y la volvió a sentar en la silla mientras continuó con
su tarea.
Una vez acabada la tarea, Martina fue a buscar a su madre a
la cocina, para decirle que ya había acabado, para ello bajó a la
pequeña Bea de la silla y la llevó con ella. Mientras iban las dos
niñas por el pasillo, Martina vio un coche, un camión y un tractor
de juguete en el suelo, eran de su primo Pablo que se los había
dejado olvidados el día anterior.
Martina decidió recogerlos, y dejar el pasillo despejado evitando así que pudiera
caerse la pequeña. Su mamá Rocío le había mandado recoger muchísimas veces
los juguetes de su habitación, para que no se tropezara y cayese, como ya le había
pasado en alguna ocasión.
33
MANTENER LIMPIAS Y ORDENADAS LAS
ZONAS DE PASO
Pero de repente, Bea cogió el tractor y se acercó a un
enchufe cercano. La pequeña intentaba meter el juguete
en los orificios del enchufe. Martina corrió rápidamente
hacia la pequeña, y consiguió quitarle el juguete a Bea.
Su padre le había dicho muchas veces que si tocaba los enchufes podía darle
un calambre, y que era peligroso. Martina recordaba las palabras de su padre:
“La corriente eléctrica son como unas hormiguitas de fuego muy pequeñas, que
recorren un camino por tu cuerpo, el camino que escogen es el más fácil para ellas,
y los daños que causan dependen de la cantidad de hormiguitas que vayan juntas, y
del camino que recorran.”
NUNCA TOCAR ENCHUFES NI ROMPER
O CORTAR CABLES DE CORRIENTE ELÉCTRICA
Después del susto, Martina decide ir a la cocina y contarle su madre que ya ha
acabado la tarea, y lo que ha sucedido con la pequeña Bea. Justo en ese momento,
Rocío sale de la cocina y se encuentra con las niñas.
- Rocío: Hola mi amor, ¿qué tal se ha portado Bea, te ha dejado hacer la tarea?
34
Martina le cuenta todo lo sucedido. Mientras, Bea se va gateando hacia un armario
de la cocina donde se encuentran todos los productos de limpieza. Rocío escucha
atentamente a Martina, sin prestar atención a Bea (ya que la tenía de espaldas).
Bea cuando llega, abre el armario de la cocina, y coge un bote de lavavajillas.
Martina lo ve y le advierte a su madre Rocío del peligro.
- Martina: ¡¡Cuidado mamá, Bea ha cogido un bote del armario!!
La madre coge a la niña pequeña en brazos quitándole el bote, y
le explica que eso no se hace.
- Rocío: ¡¡Bea!! No se abre el armario, no se pueden tocar los
botes.
Aunque Bea es muy pequeña aún para entenderlo, Martina se
lo explica:
- Martina: Bea, si coges los botes, y luego te llevas las manos a la boca, te
puedes poner malita, y te tendrían que llevar al hospital; y si te tocas los ojos te
picarán mucho, te llorarán, y también te pondrás malita.
NO TOMAR NI ESTAR EN CONTACTO
CON COMPUESTOS QUÍMICOS PELIGROSOS
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- Rocío: ¡Muy bien Martina! Veo que has cuidado estupendamente
de tu hermana. Mañana en tu cumpleaños tendrás una gran
sorpresa por haber hecho un buen trabajo.
Al día siguiente, Martina se levanta de la cama muy
ilusionada. ¡HOY ES SU CUMPLEAÑOS!
Se pasa todo el día recibiendo felicitaciones en el colegio, de sus
amigos, compañeros de clase, y profesores. Por la tarde, va celebrarlo
en su casa con una merienda, juegos que le han organizado sus papás.
Por la tarde, van llegando familiares y amigos a la casa, que estaba decorada
con globos y serpentinas. Los asistentes al llegar, tenían que ponerse
una peluca o un gorro. Todo el mundo estaba muy contento, los más
pequeños jugaban a la pelota, los más mayores se iban sentando
en la mesa donde iban a merendar, se escuchaba música de
fondo, todos se lo estaban pasando fenomenal. Comenzaron a
merendar. La mesa estaba llena de un montón de platos llenos
de chuches, aceitunas, sándwiches de nocilla, patatas fritas, y
todos bebían refrescos de naranja y limón. Luego de repente se
apagaron las luces, y apareció la tarta que había estado haciendo la
mamá de Martina la tarde anterior. Tenía pinta de estar riquísima, rodeada
de gominolas. Mientras todos le cantaban a Martina el cumpleaños feliz, la niña
sopló las velas, y todos aplaudieron.
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Después de un rato llegó el momento de abrir los regalos.
Martina está nerviosa, sabe que le espera una sorpresa.
Va abriendo los regalos uno a uno, le regalan ropa, una
muñeca con vestiditos, un juego de cocina, y muchas
cosas más. Pero llega el momento de abrir el regalo
más esperado.
Se acerca su madre Rocío, junto con su padre y su
hermana Bea, y le dan un beso:
- Rocío: Felicidades princesa, ya eres toda una mujercita
responsable, que cuida y protege a su hermana de los peligros
de la casa. Como te has portado tan bien queremos regalarte esto.
Rocío le da un sobre cerrado y se abrazan los 4. Es un sobre grande de color Azul,
lleno de personajes de Disney. Todas las personas presentes hacen un corro, y se
acercan para ver qué hay en ese sobre. Martina nerviosa, rompe el sobre y saca la
tarjeta. La abre con una sonrisa de oreja a oreja, y se echa a llorar.
Su madre le dice:
- Rocío: Vamos Martina, lee lo que pone en la tarjeta.
Le siguen voces de los primos, tíos y amigos, animándola a leerlo.
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- Martina: Vale por una entrada al Parque de atracciones
Disneyland París, acompañada de toda tu familia.
Nada le podía hacer más feliz a Martina que ir a ese lugar de encanto con toda su familia. Comprendió entonces que, además de proteger a su hermanita y cuidarla,
alejándola de los peligros de la casa, sus padres estaban
orgullosos de ella, por haber hecho caso a sus instrucciones y enseñanzas y haberlas llevado a cabo. Y por ello la
premiaban con su mejor regalo de cumpleaños.
FIN
38
RELATOS
EDUCACIÓN
SECUNDARIA
39
40
C
omo cada martes, la profesora de Tecnología, Susana, comenzaba la clase:
“¡Buenos días, chicos!. Hoy vamos a hablar de los distintos materiales empleados en la industria. Algunos de ellos los utilizaremos a lo largo del
curso para llevar a cabo nuestros proyectos. Como sabéis, a partir de los diferentes
tipos de materias primas, y siguiendo unos determinados procesos, se obtienen
los materiales de uso técnico que conocemos: papel, plástico...”. Aunque Susana
era una profesora muy simpática y sus alumnos le tenían gran cariño, resultaba
inevitable la distracción de algunos de ellos. Y es que, pese a la diversidad de actividades y material audiovisual utilizado, ésta no era la parte más entretenida de
la asignatura.
Durante los días siguientes, Susana continuó desarrollando su unidad didáctica
como de costumbre. Los alumnos fueron conociendo las distintas formas de procesar los materiales y la maquinaria y herramientas empleadas para ello. Éste era
un tema muy importante, ya que al final
de la unidad los alumnos tendrían que
emplear algunas de ellas para desarrollar
su primer proyecto en el taller. Susana se
empeñó a conciencia en explicarles cuáles servían para cortar, cuales para unir...
incluso se las fue mostrando a la vez iba
explicando. Los alumnos las observaban
y comentaban entre ellos cuáles habían
visto utilizar en casa.
41
- “Lo que sirve para cortar,
no es para golpear”, insistía,
a fin de que se concienciaran de cuándo y cómo debían utilizarlas.
- “Esto es una cizalla o tijera
para cortar hojalata. Como
veis, es mucho más fuerte
de la tijera para cortar papel”, comentaba Susana.
- “Psss..., no es más que una tijera”, murmuraba Pablo, el alumno más despistado
de la clase.
Y así continuaron, hasta el día antes de comenzar su proyecto, ‘una máquina de
efectos encadenados’. Susana sabía que este proyecto entusiasmaría a todos sus
alumnos, pero antes debían tener claro algunas normas.
- “Como sabéis, es importante reciclar el mayor número de materiales posibles. Por
eso muchas veces utilizaremos hojalata de una lata de conservas para construir
operadores eléctricos, timbres... También emplearemos tubos de cartón, tapones
de botellas... Y así, construiremos un coche teledirigido, un puente levadizo o una
máquina de efectos encadenados, que será nuestro primer proyecto. Veréis que
trabajar en el taller puede ser muy divertido pero tenemos que tener en cuenta
que al manipular ciertos materiales y algunas de las herramientas que hemos ido
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viendo debemos seguir unas
normas de precaución para evitar cortarnos o clavarnos una
astilla. Recordad que cada grupo de trabajo tenéis un panel
de herramientas del que seréis
responsables y un armario de
‘epis’, donde encontraréis guantes y gafas de seguridad. Empecemos viendo las normas a seguir para cortar madera...”, explicaba Susana.
- “¡Qué chapa nos está metiendo, como si no hubiésemos cortado nunca nada!”,
refunfuñaba Pablo.
- “¡Yo tengo ganas de ir ya al taller! ¡Voy a hacer el mejor efecto dominó de la historia!”, le respondía entusiasmado Javier.
Nada más comenzar la clase del jueves en el taller, Susana se dispuso a repartir las
instrucciones para la confección de una máquina de efectos encadenados.
- “Aquí tenéis cartulinas de colores, tubos de cartón, latas y algunas canicas que
os repartiré ahora. En el armario del fondo tenéis clavos, chinchetas, clips, pilas y
bombillas. También tenéis cable y elementos de conexión. No olvidéis que antes
de nada, cada grupo tiene que nombrar un coordinador que organizará y cumplimentará los documentos del proyecto, un responsable de herramientas y material
43
que asegurará que sólo utilizará las herramientas del panel de su grupo y que éstas
volverán a su sitio una vez se dejen de usar y otro de seguridad y limpieza que
se encargará del orden y limpieza de su banco de trabajo y vigilará el buen uso
de las herramientas. Si descubre algún desperfecto en alguna herramienta me lo
comunicará... Además, deberéis ir rotando los puestos hasta que acabéis vuestro
proyecto”, recalcaba Susana a la vez que les repartía las canicas.
- “Yo seré la coordinadora”, dijo rápidamente Laura.
- “Y yo la responsable de material, así que limpiarás tú Pablo”, añadió Sara.
- “¡No, yo no pienso limpiar! ¡Ni
hablar! Eso deberías hacerlo vosotras. Yo seré el responsable de herramientas”, respondió Pablo.
- “¿Y por qué nosotras?”, contestó
Laura furiosa.
- “Lo mejor es que empecemos ya,
los demás grupos ya han comenzado con las rampas”, dijo Sara.
Rápidamente se pusieron manos a
la obra, finalmente ésta era la par44
te que más les gustaba de la asignatura. Además llevaban días pensando cómo
ganar a Javier. Habían visto en un conocido programa de televisión algunas ideas
que dejarían a todos con la boca abierta.
- “Tenemos que hacer muchas rampas y canaletas. Y podemos hacer unos balancines para que la canica salte de un lado a otro. Ah!, y también podemos poner una
bandera que suba y una bombilla que se encienda cuando la canica llegue al final
del recorrido. Ah!, y también pondremos...”, animaba Pablo a sus compañeras.
- “Yo iré preparando algunas tiras con esta lata para hacer un pulsador”, añadía
Sara.
El grupo estaba animadísimo con su proyecto, pero entre tanta emoción y falta de
organización, comenzaron a acumular más y más materiales sobre el banco de
trabajo. Sara a penas tenía espacio entre tanto cartón y papel, y con tanto entusiasmo, olvidó ponerse los guantes de seguridad. El caos comenzaba a ser insostenible.
Mientras la profesora Susana iba por los bancos supervisando el trabajo de otros
grupos.
- “¡Ángela, por favor, recoge la mochila del suelo. Tus compañeros se pueden tropezar y caer!”, le recriminaba a una alumna.
De repente, y como era de esperar, Pablo se apoya sobre la mesa para observar la
inclinación de las canaletas. Justo encima de las cartulinas y papeles, sin esperar
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que la pistola termofusible estuviese tapada con ellos.
- “¡Ahhhh, quema!”, gritó Pablo. Empujando con sus aspavientos a Sara, que terminó
cortándose la mano con los
bordes de la hojalata.
Ante el asombro de toda la clase y las lágrimas de Sara, Susana tuvo que suspender los trabajos para atenderla.
Pasado el susto durante el fin de semana, el martes Susana parecía molesta en
clase.
- “Creo que ahora mejor que nunca conocéis los riesgos de trabajar en el taller. No
debemos trabajar con miedo, os aseguro que puede ser muy divertido.
Pero para ello, hay que trabajar responsablemente. Ya vimos en clase qué medidas
teníamos que seguir para evitar accidentes, pero me temo que no han quedado
claras. Por eso, ¡no trabajaremos más en el taller hasta que no me demostréis que
sabéis hacerlo de forma segura! Así que he pensado que la próxima actividad será
la investigación del accidente de Sara...”, informaba Susana a sus alumnos.
- “Joooo.., eso no es justo”, murmuraban algunos.
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- “Las causas por las que se
produce un accidente pueden
ser muchas, y conocerlas nos
ayudará a que no se vuelva
a repetir. Primero, como en
toda investigación, preguntaremos a la víctima y los testigos...”, explicaba Susana.
- “¿Cómo te cortaste?”, comenzaba Nuria.
- “Bueno... ehhh... Yo estaba
cortando la hojalata con la cizalla y el torno para hacer un
pulsador, cuando de pronto
Pablo me empujó y me corté la mano”, explicaba Sara.
- “Pero entonces, estabas cortando hojalata sin guantes, ¿verdad?”, interrumpió
Susana. “¿Cómo hemos dicho en clase que debe manipularse la hojalata?”
- “Debemos ponernos los guantes que tenemos en el armario de epis, utilizar las
tijeras para cortar metal... ehh... redondear los bordes para no pincharnos...”, explicaba Samuel.
47
-“Ah, y también podemos proteger los bordes con cinta adhesiva”, añadía Sonia.
- “¡Muy bien chicos!”, decía orgullosa la profesora. “¿Y por qué te empujó Pablo?.
Sabéis que la primera regla del taller es no hacer bromas mientras estáis trabajando”, añadía.
- “No, yo no estaba bromeando... es que... no vi la pistola y me quemé... es que...”, se
excusaba Pablo. “Estaba debajo de las cartulinas y...”
- “¿Debajo de las cartulinas?”, le recriminó Susana. “¿Alguien puede recordarle a
Pablo cómo debe utilizarse la pistola?“, continuó preguntando.
-“Tenía que haberla dejado sobre su soporte, en un sitio visible, para que cualquier
compañero pudiera cogerla de allí sin quemarse”, le respondió Laura. “Pero como
es un desastre...”, insistía su compañera.
- “¿No hemos dicho que es fundamental que mantengáis vuestro banco de trabajo ordenado y limpio?, ¿Quién era el responsable de seguridad y limpieza?”, preguntaba.
- “Bueno es que... le tocaba a Pablo, pero nos dijo que no quería limpiar, que lo hiciéramos nosotras. Pero yo era la responsable de herramientas”, decía Laura.
- “¡No!, el responsable de herramientas era yo”, respondía Pablo enfadado.
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- “¡Laura, Pablo no tiene toda la culpa! Tú eras la coordinadora y tenías que anotar
el nombre de los responsables y hacerles cumplir con sus tareas”, apuntó Javier.
- “Así que no tenías ningún responsable de seguridad y limpieza, aunque os dije
que...”, argumentaba con desánimo Susana, quien comenzaba a darse cuenta que
priorizando los contenidos del temario no había puesto suficiente empeño en las
pautas de seguridad. “Además os expliqué que el responsable de seguridad y limpieza no sólo tiene que limpiar, debe vigilar que todo el grupo utiliza las epis y
maneja de forma correcta las herramientas. ¿Comprendéis ahora la importancia
de que el grupo sea responsable y organizado? Como estáis viendo si el trabajo en
49
el taller no se hace de forma ordenada y segura podemos sufrir un accidente. Así
que estoy pensando...”
Durante los próximos días Susana se empeñó a conciencia con sus alumnos en el
tema de seguridad, organizando grupos y pidiéndoles que investigasen sobre los
posibles riesgos y las medidas de seguridad empleadas al manipular madera, metal... Cada grupo tendría que hacer una exposición frente a sus compañeros.
Pasados los días, los alumnos habían trabajado duro y Susana ya se sentía segura
de volver de nuevo al taller y continuar con los proyectos.
Finalmente, todo fue un éxito. Los proyectos fueron ingeniosos, los alumnos disfrutaron muchísimo realizándolos y lo más importante, no se produjo ningún otro
incidente.
Susana se sentía orgullosa de sus alumnos.
FIN
Ilustraciones de Mª Cristian Núñez Gil
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T
odo está oscuro. Matías no puede ver ni tan siquiera el movimiento de
sus manos. No sabe donde está. Le duele la cabeza. A lo lejos, muy a o
lejos, oye voces, gritan su nombre pero está mareado y cansado. No tiene
fuerzas y no es capaz de contestar. Le molesta el olor a su alrededor. Con mucho
esfuerzo consigue ponerse en pié. Le duele mucho el tobillo. Se apoya en la pared
y, al tocarla suena un pitido horrible, cada vez más fuerte, un pitido que se repite
cada segundo. Cada vez más fuerte. El volumen de las voces que gritan su nombre
también suben en intensidad. Matías, MATÍAS, MATÍAAS!...
Abre los ojos. El despertador está atronando la habitación
pero no había conseguido despertarle hasta que su hermano apareció preocupado... Matías, MATÍAS, MATÍAAS!
¿Qué te ocurre? pregunta su hermano Luis, dos años
mayor. Cada día te cuesta más despertarte y ¡estás sudando!
Tuve una pesadilla... Un sueño muy raro y agobiante, responde Matías.
Anda levántate que está el desayuno preparado, le dice Luis.
Era un bonito día de verano. Hacía calor, a pesar de ser tan pronto. Le gustaba
ponerse el despertador y madrugar para aprovechar el día y salir a explorar. Explorar era lo que más le gustaba, dejarse llevar por la imaginación. Descubrir nue52
vos lugares en los que podía ser lo que quisiera. Imaginar
enemigos ocultos a los que, sin duda vencería, misiones
imposibles de resolver excepto para Matías.
Devora con rapidez su desayuno y sin esperar un segundo,
coge su bicicleta y sale a la calle en busca de una aventura.
Le encanta el pueblo de su madre en el que está pasando las
vacaciones de verano. Es un pueblo pequeño, sin mucha gente, sin
tráfico y, en definitiva, sin los peligros que acechan en la ciudad en la
que vive, por lo que puede explorar sólo, sin la constante vigilancia de sus padres.
Además aún no conoce a fondo el pueblo todavía tiene muchas zonas por conocer
y muchos edificios abandonados antes de que se concluyera su construcción. Víctimas de la crisis oía decir a sus padres. El sólo sabía que eran lugares ideales para
jugar, aunque tenía prohibido entrar en ellos sin saber porqué.
De la plaza del pueblo, salía un camino en dirección al
bosque. Aunque hoy hacía bueno, al ser tan temprano, había barro y charcos pero eso no le desanimó
y decidió tomar ese camino aún desconocido.
Encontró varias casas grandes con perros grandes que le ladraban amenazadores. Nervioso,
incrementó el ritmo hasta que llegó al final del
pueblo. A lo lejos podía ver el bosque donde tenía
pensado pasar la mañana jugando.
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Cuando estaba llegando, pasó al lado de un edificio que había
sido abandonado cuando estaba aún en obras. Era un chalet, de
dos pisos. A penas tenía paredes en el piso superior, de modo
que se podía ver perfectamente la estructura. El piso inferior
tenía los tabiques de la fachada con sus puertas y ventanas.
¡Es un lugar perfecto para construir un refugio!, pensó. Pero al momento recordó la advertencia de sus padres con respecto a jugar en las obras
sin acabar. Si le descubren estaría castigado lo que queda de verano pero, por otro
lado, eso lo hacía más emocionante, podía ser su secreto... Se quitó la idea de la
cabeza. No quería meterse en líos. Aunque... podía echar un vistazo, sólo un vistazo. No hay nada malo en entrar, echar un vistazo y continuar su camino...Tras
pensarlo brevemente se dejó seducir por la idea, dejó la bici en la puerta y entró
en el chalet.
Dentro estaba oscuro, a pesar de que fuera el clima era estupendo, la casa estaba
rodeada de grandes árboles que la mantenían fresca y le libraban de la luz cegadora del verano.
Esperó a que se le acostumbraran los ojos y fue capaz de distinguir bultos y formas
en el interior. Su idea de echar un vistazo se frustró, no contaba con que estuviera
tan oscuro.
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Poco a poco, con los brazos extendidos, fue avanzando. Tocó restos de tablones de
madera. En el suelo había restos de cascotes de ladrillo que le hicieron tropezar hasta casi caer, pero mantuvo el equilibrio. Pegado a las paredes siguió avanzando. Encontró una puerta y, tras ella, otra sala con algo más de luz. En el techo
entraban rayos de luz por un hueco que debía de ser para la escalera que aún no estaba construida. Era un hueco rectangular y de uno de los lados del hueco sobresalían unos hierros
oxidados. Había una escalera de madera para subir al piso
superior por el hueco en el techo. Esta escalera de madera
estaba a su vez apoyada en tablones de madera que tapaban
otro hueco en el suelo para bajar al sótano del chalet.
No pudo resistir las ganas de explorar. El piso de abajo era frío
y oscuro. Le daba algo de miedo, pero seguro que el piso superior era
mucho más cálido y luminoso y, desde allí, podría dominar e investigar desde las
alturas.
Sin pensarlo dos veces se encarama con rapidez en la escalera de madera sin comprobar antes su estado. La escalera estaba hecha por los trabajadores de la propia obra sin
ningún tipo de control y llevaba algunos años soportando el frío y la humedad.
Cuando Matías estaba a punto de llegar, un escalón cedió y la escalera se deshizo
bajo sus pies. Desesperado, para evitar la caída Matías extiende el brazo y sus manos encuentran los hierros oxidados que sobresalían de uno de los lados del hueco
55
superior. Se agarró con todas sus fuerzas y quedó colgando de uno de los hierros.
Las manos sudaban y Matías no pudo evitar caer sobre los tablones que tapaban el
hueco inferior que servía para bajar al sótano.
El impacto fue fuerte y los tablones también estaban deteriorados así que también
cedieron dejando caer a Matías al piso inferior. Después silencio.
Todo estaba oscuro. Matías no podía ver ni tan siquiera el movimiento de sus manos. No sabía donde estaba. Le dolía la cabeza. A lo lejos, muy a o lejos, oía voces,
gritaban su nombre pero estaba mareado y cansado. No tenía fuerzas y no era capaz de contestar. Le molestaba el olor a su alrededor. Con mucho esfuerzo consiguió ponerse en pié. Le dolía mucho el tobillo.
Recordó. El chalet, la escalera, la caída. Ya era de noche, había
estado inconsciente todo el día. Sus padres estarían preocupados. Tenía un móvil. Se palpó los bolsillos para buscarlo y
lo sacó. Con horror descubrió que con la caída se había roto
también. El pánico se apoderó de él. Se sintió sólo, hacía frío,
tenía hambre... Llorando gritó el nombre de sus padres. Él
oía cómo le llamaban pero no le oían a él. Se culpó, de repente
comprendió todos los errores que había cometido. Había salido
sólo, no había dicho a nadie a donde iba, a pesar de las advertencias de sus padres se había metido en una obra, había visto la escalera
vieja y los tablones húmedos y no aún así decidió usarlo... Se sintió fatal y se juró
que, si le encontraban nunca más correría esos riesgos tontos.
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Alertados por su madre, todo el pueblo buscaba a Matías. Con linternas, mantas y
algo de comida, no paraban de buscarle gritando su nombre. Su madre no dejaba
de llorar y su padre y su hermano recorrían todo el pueblo en bici. Tras horas sin
ningún fruto se reunieron en la plaza del pueblo muy desanimados. Habían buscado en todas partes. No podía haber un sólo lugar en el pueblo en el que no hubieran
mirado. Ya no tenían ideas.
Su hermano Luis no podía dejar de pensar. Se había rastreado todo el pueblo. Cada hora que pasaba sin encontrar a Matías la hacía creer que la tarea era más difícil.
En el pueblo no podía estar, pero ¿dónde?
Mientras pensaba se descubrió mirando al bosque. Eso le
relajaba. ¡El bosque! quizás fue hacia allí. Pero... ¿Qué iba a hacer en el bosque? Bajó la cabeza y descubrió un camino embarrado que iba en esa
dirección. Tenía pinta de no usarse mucho y había charcos y barro. Se podían distinguir huellas de tractores y... ¡de una bicicleta! ¡Matías había salido en bicicleta!
Sin decir nada salió corriendo hacia el camino. Su padre lo vio, vio el camino, comprendió y salió tras él, y con él todo el pueblo.
En las afueras del pueblo encontraron un chalet en obras abandonado y en la puerta una bicicleta... La bicicleta de Matías.
57
Cuando lo encontraron, Matías estaba muerto de miedo, de frío y de hambre, pero
sobretodo, estaba arrepentido y avergonzado. Esperaba el padre de todos los castigos. Sin embargo se sorprendió al comprobar que el alivio experimentado por
su familia al encontrarle hizo que lo primero que recibiera fuese un fuerte abrazo
entre lágrimas.
La gente del pueblo se alegró tanto que decidieron celebrarlo y ese día fue recordado por todos como el día del explorador.
FIN
58
59
C
on 14 años, Carla estudia tercero de la E.S.O., tiene un hermano mayor,
Fran, de 18 años, y los dos viven con sus padres, Paco y Gloria, en un piso
a las afueras de Santander.
Desde hace varios meses, nuestra protagonista se muestra
apática en casa, está perdiendo peso de forma preocupante debido a la falta de apetito, se refugia mucho en
su dormitorio con su música, y aunque en sus últimas
notas trimestrales no ha suspendido ninguna asignatura, no ha sacado, ni mucho menos, las notas tan brillantes a las que tenía acostumbrada a su familia.
Sus padres están preocupados, y la alarma salta cuando
en la excursión extra-escolar de un fin de semana a Madrid
que organiza el instituto, Carla no se ha apuntado. En la cena sentados los cuatro miembros de la familia, la madre le pregunta a su hija:
- ¿Cómo es que no te animas a ir a la excursión a Madrid, no te gustaría visitar el museo del Prado, que
no lo ves desde muy pequeña?
- No, mamá, no me apetece, prefiero quedarme en
casa estudiando – le responde.
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Su padre le pregunta:
- ¿No van Susana y Bea? (Éstas eran las mejores amigas de Carla).
- No sé, creo que Susana va, pero yo ya he decidido no ir, no
me apetece.
Últimamente, Carla apenas sale de casa salvo para ir
al instituto, y cada vez está menos los fines de semana
con sus amigas y no está haciendo ninguna actividad
extra-escolar porque decidió dejar la natación después de
cinco años compitiendo con un equipo de salvamento y socorrismo.
Sus padres están cada vez más preocupados, y es Paco el que cree saber lo que le
está pasando a su hija porque esta historia es similar a la que él pasó en su trabajo.
Paco es administrativo en una empresa multinacional del sector de la automoción,
con más de 600 trabajadores. La dichosa crisis afectó (¡cómo no!) también a esta
empresa, que acabó con más de un despido en todos los departamentos, incluido
el de administración. La presión en el trabajo agudizó el hostigamiento del encargado de administración hacia Paco, que durante un tiempo pensó que los malos
modales con los que se dirigía su jefe a él eran fruto de la presión por la situación
delicada de la empresa. Gritos continuados delante de otros compañeros, insultos
y menosprecios eran habituales en el día a día de la oficina. Pero esto, de una for61
ma u otra, se venía produciendo desde hace bastante tiempo,
por lo que no se podía achacar a la situación, sino a la actitud
despreciable de un superior jerárquico que no sabía tratar a
los trabajadores que tenía a su cargo.
Paco llegaba muy mal a su casa, no le apetecía hablar de nada,
ni salir a dar una vuelta, incluso se apartó de ir en bici, una de
sus grandes aficiones.
Fue un técnico de prevención del Servicio de Prevención Propio de la empresa, y
compañero suyo, Jaime, quien ayudó a Paco a superar su problema de acoso laboral.
Inicialmente, Jaime tuvo que hacer ver a Paco que hay riesgos laborales distintos
a los de las caídas, al ruido o a la exposición de contaminantes químicos, ya que
mucha gente puede pensar ¿qué riesgos va a tener un administrativo? Después de
varias charlas, una baja de dos semanas en la que Paco tuvo una crisis de ansiedad,
y la ayuda de cuatro sesiones de un psicólogo, se consiguió el primer paso, que fue
que Paco admitiese que está sufriendo mobbing, que es un riesgo laboral en forma
de acoso de otra persona, y que tenía que abordarlo, tener seguridad en sí mismo,
y no sentirse culpable por la situación.
El siguiente paso fue comunicar, al director de RRHH de la empresa, esta circunstancia, quien puso tierra de por medio, llamando un día a su despacho a Paco y su
encargado, para tratar el problema, y avisar al acosador moral que si continuaba
esa práctica estaría obligado a sancionarle.
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De forma paralela, Paco fue ganando confianza en sí mismo, volvió a coger la bicicleta cuando hacía bueno, incluso se apuntó a un gimnasio para seguir practicando
ciclismo con la bici estática cuando el mal tiempo le impedía disfrutar de su afición
al aire libre.
Esta experiencia ha sido fundamental para que el
padre de nuestra protagonista pueda entender lo que
le está pasando a su hija Carla. Un día se sienta con
ella a solas y le dice:
- Carla, yo he estado una temporada igual que como estás tú ahora, sin ganas de
hacer nada, me costaba ir a trabajar, era un suplicio salir de casa, no tenía hambre, dejé la bicicleta... porque sabes que fui objeto de mobbing en mi trabajo, y por
suerte tuve gente que me ayudó a afrontar el problema y salir adelante. Veo que tus
síntomas son similares, dinos qué te pasa a tu madre, a mí y a tu hermano, porque
queremos ayudarte, tú tienes un problema y necesitas ayuda.
Carla se viene abajo cuando su padre se acerca tanto con su reflexión a su problema, y acaba “explotando”:
- ¡Estoy harta de un grupo de mi clase, que no para de meterse conmigo, hasta me
hacen sentirme fea, gorda, de todo lo peor... No entiendo por qué la toman conmigo,
yo no les hago nada, pero es que fuera de clase se ríen de mí, cuchichean cuando
paso a su lado, incluso me han amenazado con pegarme. Cada vez que paso al lado
de ellos pienso que me van a hacer daño, y no puedo más!
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Su padre la entiende perfectamente porque este problema lo ha sufrido en sus
carnes, y le empieza a dar consejos:
- Lo primero que tienes que hacer es no sentirte culpable de nada, porque tú no has
hecho nada malo, y son los demás los que se acabarán dando cuenta de que lo que
hacen no tiene sentido, son ellos los que tienen que cambiar. Además, tenemos que
hablar con tu tutor para informarle del acoso que estás sufriendo. Éste es un caso
de bullying claro, hazme caso, yo lo he tenido en mi trabajo, y has podido comprobar que con ayuda y unas pautas se puede salir adelante. Te vamos a acompañar
tu madre y yo al instituto y hablaremos con tu tutor.
Esto fue lo primero que hicieron, los tres se reunieron con el
tutor de Carla para exponer lo que estaba sucediendo, porque es fundamental que en el lugar donde se está produciendo la situación de acoso
se sepa por las personas que tienen que
velar por la seguridad y salud de todos.
El tutor les indicó, como no podía ser
de otra forma, que velaría por la integridad física y mental de Carla, y que
a partir de ahora, estaría ojo avizor de
cualquier incidencia, y que lo ponía en
conocimiento del resto de profesores y del
director del instituto.
64
En su casa, hablan con Fran, el hermano mayor de
Carla, de lo que ha sucedido, ya que es fundamental que se sienta arropada por todo su entorno. Fran
le brinda todo su apoyo, incluso le reprocha a Carla
que no le haya pedido ayuda antes:
- ¿Por qué no me lo has dicho hasta ahora, Carla? Yo
soy tu hermano mayor, y te voy a defender de esa gentuza como sea, se las van a ver conmigo, a ti no te van a tocar
ni un pelo, antes les parto yo la cara...
- Tranquilo, Fran, la violencia no se combate con más violencia. En una situación
como ésta hay que estar tranquilo, seguro de sí mismo, pero no hay que perder los
nervios – le replica su padre.
Carla se muestra agradecida del apoyo de su familia, y escucha un consejo de su
padre:
- Creo que te vendría muy bien hacer alguna actividad extraescolar como venías
haciendo hasta ahora, si prefieres algo distinto a la natación, hay muchas alternativas, una de ellas podría ser el judo, creo que te vendría bien tener instrucciones
de defensa personal, sé de gente que ha recibido clases cuando han sido acosadas
y les ha servido para tener más confianza en ellos mismos.
Carla, con ayuda de estos consejos de su familia, principalmente de su padre, cuya
65
experiencia le sirvió para indicar el camino a seguir a su hija, fue saliendo del túnel en el que estaba inmersa.
Se apuntó a clases de judo, volvió a salir con sus amigas, tenía la seguridad de que
contaba con el apoyo de los suyos, incluso en alguna ocasión recordaba en casa,
después de cenar, situaciones que había sufrido y que comentaba cómo salir de
ellas. Se trata de vivir el problema con toda la naturalidad, y ensayar la actitud, comentarios e incluso gestos con los que hay que afrontar esas situaciones. Su padre
le decía
- Cuando te cruces con ellos, y veas que se ríen de tí, es importante
que además de segura, no te vean afectada por la situación,
porque no hay mayor desprecio que no hacer aprecio.
Con todos estos consejos, nuestra protagonista consiguió superar su problema. Hoy han venido sus amigas
a verla y han comentado:
- El mes que viene, hay una salida al Oceanográfico de
Valencia, esta vez vendrás, ¿no?
- Pues claro que sí, me perdí la de Madrid, pero ya no me pierdo ninguna más –
asegura Carla.
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Esta adolescente ha superado un problema importante gracias a los consejos y apoyo de los suyos, y principalmente su padre, que encontró en el mobbing que sufrió
en primera persona, la forma de ayudar a su hija a afrontar y salir adelante de una
situación de acoso escolar, que aunque con matices, tiene muchos elementos en
común, y en la que las medidas para resolver el problema son similares.
FIN
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68
A
ndrea tiene 30 años y es arquitecta.
Actualmente, está trabajando en un proyecto
para crear un nuevo edificio de arte y cultura.
Exactamente, hace una semana ocurrió esto: Andrea
decidió salir a ver la construcción, continuó entre los
andamios y llegó a un muro que estaban alzando. Lo
revisó y, como estaban trabajando bien, decidió tomar
un descanso. Se acercó a la máquina de bebidas y cogió
un café. Pasó por la oficina y recogió los planos. Volvió a
pasar por el andamio, pero esta vez se apoyó en él. Éste no
estaba bien sujeto, además había más trabajadores de los que
pueden estar en un andamio. Andrea, no llevaba las protecciones necesarias, como un casco; el andamio cayó sobre ella y, los trabajadores, también cayeron desde un séptimo piso.
Andrea despertó pasados varios días en la cama de
un hospital.
Le dijeron que había sufrido un leve coma y que
tres de los ocho trabajadores que había en el andamio habían fallecido; el resto, estaban ingresados.
Esto no hubiera ocurrido si…
>> Andrea hubiera llevado casco.
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>> El límite de personas habría estado vigilado.
>> El andamio tendría que haber estado mejor construido.
¡hay que estar seguros!
Seguramente, si Andrea hubiera llevado un casco no la habría pasado nada.
La vida de muchas personas puede correr peligro si no se protege.
FIN
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A
quí me encuentro, otra vez, observando la ardua carrera de las
gotas deslizándose por el cristal. Afuera llueve, pero yo ya no
me puedo mojar. En la calle, unos niños, ajenos a las preocupaciones de esta triste encarcelada, corren golpeando un balón con sus diminutos pies por encima de charcos de chocolate. Daría lo que fuera por
jugar con ellos, pero yo ya no puedo correr. Antes, me gustaba salir cada
mañana con mi fiel tabla a cabalgar las olas. Adoraba sentir la radiante
espuma cosquilleándome los pies. Pero me quitaron todo eso, me privaron de mi libertad y mi autosuficiencia. Ahora la única sal que pruebo es
la de mis lágrimas. Para mí el tiempo ya no existe. Dicen que el tiempo es relativo,
y a mí cada segundo me parece eterno, me cae como una losa sobre mi pequeño
corazón, desde aquella tarde, desde aquella vez:
Era un bonito lunes, el día de la Luna. En mi opinión siempre
había sido un astro mágico, pero al parecer, su magia no me quiso acompañar en aquella jornada. Era mi primer día de instituto.
Me había mudado hacía poco, por lo cual no conocía a nadie. Me
sentía la nueva, la excepción. Debería haber estado aún en el colegio, tal vez todo hubiera sido más fácil. Desde siempre decían
que mi curiosidad no tenía límites. Todo me llamaba
la atención: el color del cielo al atardecer, el silbido
que hacía el viento al pasar entre las hojas de los árboles, el refulgente, aunque breve, fulgor de los rayos en una tormenta… Pero ese día no me encontraba especialmente receptiva. Me sentía
como en una nube. Iba a conocer cantidad de gente nueva. Nunca había
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tenido muchos amigos, puesto que el trabajo de mi padre nos obligaba a estar en
constante movimiento, pero esa vez sentía que podía forjar una amistad, que mi
estancia allí no sería efímera. Mi única compañía durante estos años habían sido
los libros. Eran mis mejores amigos, y con ellos nunca me sentía sola. Mi madre
nos abandonó cuando yo era muy pequeña, cuando mi edad todavía podía contarse
con los dedos de una mano. Cada vez me cuesta más recordarla, con cada primavera, su cara se desvanece un poquito más en mi mente, como si solo fuera un sueño,
como si nunca hubiese existido. Me centré de nuevo en lo que me rodeaba, ausentándome de mis melancólicos pensamientos. Las calles se sucedían bajo mis pies.
La grandiosidad de tan enorme ciudad me abrumaba. En el aire se respiraba olor a
concentración y humo, muy diferente de los pueblos en los que había residido con
anterioridad. En ellos olía a pino, a frescor y a libertad. Por todas partes se oía el
potente rugido de los coches en su negro camino. Echaba de menos el color verde,
que se había visto sustituido por un monótono gris que lo inundaba todo. Las hojas
de los árboles se arremolinaban al borde de las aceras. El cielo era de naranja. Las
ajetreadas calles me conducían con suaves meneos en un constante vaivén hacia
mi destino. Coloridos escaparates con variados e intrincados diseños llamaban la
atención de coquetos transeúntes. Un saxofonista tocaba una absorbente melodía
apoyado en una alta farola oculta en sombra. Sí, definitivamente era un lunes mágico, para todos menos para mí. Ya solo quedaba atravesar una carretera para llegar al instituto. Los vehículos se sucedían a velocidades superiores a las máximas
permitidas en cualquier lugar urbano. Me entró un mal presentimiento. Busqué
un paso de peatones. Nada. Caminé un buen rato por la acera paralela a la carretera. Pero no, no había lugar por donde cruzar. Me vería obligada a pasar a través de
aquel mar embravecido. En un instante de calma, corrí como alma que lleva el dia73
blo, pero en mi precipitada carrera se me cayó el sombrero. Ya no había tiempo para cogerlo. Llegué por los pelos a
tierra firme, a tiempo para ver cómo las fauces de un gran
tiburón arrancaban mi pequeña pamela de su lecho de carbón. Exhausta crucé las puertas en el momento en que se
cerraban y me interné en el complejo edificio. El timbre ya
había sonado y los pasillos estaban colapsados de alumnos,
de los que pendían pesadas mochilas de uno solo de sus hombros, manteniéndolos ligeramente inclinados, como si fueran pequeñas réplicas de la torre de Pisa.
Me sentía pequeña, indefensa ante la homogénea multitud. Me dirigí al segundo
piso, torcí a la derecha en el pasillo y comprobé que era la clase correcta. Sí, aula
catorce, primero C. Llamé a la puerta con tres suaves toques.
Una cálida voz me invitó a entrar. Pasé y cerré en silencio.
Un gentío me observaba con curiosidad desde sus asientos.
- Hola, tú debes de ser Hanon, encantada. Ven aquí y preséntate a la clase.- Me dijo una apagada señora. Tenía profundas
ojeras que remarcaban sus oscuros ojos, como si llevara días
sin dormir, y esporádicas canas salpicaban su encrespada
melena. Parecía cansada, como si el mero hecho de estar allí y tener que lidiar con
sus alumnos le supusiera un gran trabajo. No sonreía, se limitaba a ‘estar’, sin más,
sin mostrar ningún cambio en su expresión.
En efecto, me llamo Hanon. Mi abuela era japonesa y me puso ella el nombre.
Significa “El sonido de las olas”. Qué ironía, puesto que nunca más las podré oír.
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Por si os lo estabais preguntando, tengo el pelo moreno, más
bien caoba. Mis ojos son verdes, del color de las aceitunas,
ligeramente achinados debido a mi ascendencia asiática.
Soy bajita, siempre lo he sido, pero nunca me ha importado.
Para mí lo fundamental es lo que lleves dentro, el aspecto es
un complemento. Pero, dejando estas aclaraciones de lado,
volvamos a la clase. Me presenté y me senté en el único sitio
libre que quedaba, en la segunda fila, pegado a la pared. Era una clase pequeña,
con capacidad para no más de veinte alumnos. Las paredes estaban pintadas de un
anticuado amarillo que resultaba deprimente a la vista. Yo era la última de la lista,
siempre lo había sido y me imaginaba que siempre lo sería, porque la V en apellido
es difícil de superar. Las horas se sucedían sin prisa. Aproveché los recreos para
explorar mi nueva casa de aprendizaje. Constaba de dos plantas distribuidas en
forma de C, con un par de baños en cada una de ellas, pero tres de ellos se encontraban averiados por un tiempo indefinible. El último timbre sonó para el alivio
de todos. Su estridente pitido resonó hasta en el último hueco de mi mente, y su
profundo eco hizo que me despertara del estado de ensoñación en que me había
sumido. Una montaña de cabezas se formaba por las escaleras. Esperé a que se
calmara un poco la marabunta antes de descender por su ladera. Bajé las escaleras “salticando”, yo siempre andaba a saltitos, sonriendo, porque era feliz. Una vez
fuera en el amplio patio, me paré a observar el panorama. Un calor tan intenso
que se podía ver hacía que ligeras perlas de sudor patinaran por mi frente. Un
radiante sol se alzaba majestuosamente por encima de todo lo demás. El patio no
era muy grande, lo suficiente para contener dos pequeñas pistas con canastas, una
a cada lado del mismo. Dos titánicas palmeras, como silenciosos guardianes, pre75
sidían el edificio a ambos lados de la puerta, y una cobriza
estatua del fundador lo coronaba por encima de ésta. Olía
a cansancio, a asfalto y a vida, sobre todo a vida. Se podía
sentir la energía que fluía en el aire. Unos niños jugaban
al baloncesto en las desgastadas canastas, que carecían de
red. El suelo estaba descuidado, con profundas grietas que
podían hacerte tropezar si no ponías cuidado al pasar. Me
dirigí al comedor con paso firme. Era un edificio rectangular forrado de mesas sin
apenas espacio para pasar entre ellas. Las ventanas estaban cubiertas por blancos
estores escasamente abiertos que permitían pasar pequeños haces de luz entre los
huecos de éste. Podías ver danzando a diminutas motas de polvo en las pocas zonas iluminadas de la sala. Una hilera de personas desfilaba de forma pausada ante
una gran mesa esperando a que les llegara el turno de coger su almuerzo. Tras la
barra, una ancha camarera ataviada con un sucio delantal, aparentemente de camuflaje debido a la cantidad de manchas que lucía, servía un oscuro potingue en
las bandejas de aburridos comensales, a los que miraba con cara de malas pulgas.
Me puse en la cola, que poco a poco fue menguando, y fui
llenando mi bandeja con un variado menú. En la sección de
primeros platos, se podían distinguir dos grandes bandejas
colmadas de poco apetecibles manjares. Una de ellas contenía un verduzco estofado de verduras, del que salían unas
humeantes burbujas pardas. Decidí optar por la segunda
opción, la llamada carne misteriosa, cuyo misterio no me
agradaría descubrir. De postre cogí un plátano moteado de
manchitas marrones, que temía que se me deshiciera en las
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manos. En definitiva, que la comida ni iba a resultar muy apetitosa. Tan enfrascada en mis cavilaciones estaba que no vi una alta silueta, absorbida por el libro que
llevaba en las manos, abalanzarse sobre mí hasta que ya fue demasiado tarde. La
comida voló por los aires y aterrizó, en mayor parte, sobre mi polo rosa, que acabó
decorado por una cubierta multicolor.
- Mea culpa. Mea massima culpa.- Sonrió un alto y esbelto muchacho. Tenía el cabello negro, como si de delicadas hebras de azabache se tratara, que se le rizaba ligeramente en la zona de las orejas. Lo llevaba despeinado, como si no le importase
mucho como le vieran los demás. Poseía unos enormes ojos grises del color de la
bruma matinal, con el reflejo de la sabiduría y el brillo de la más pura plata, que
quedaban ocultos tras unas enormes gafas decorosamente anticuadas. Debía de
tener unos catorce años, aunque el jersey a juego con sus ojos que llevaba lo hacía
parecer mayor. - Lo siento, soy un poco torpe. Me llamo James. Creo haberte visto
por los pasillos. ¿Eres nueva verdad? Si quieres puedes venirte a comer conmigo,
si es que a esto que nos dan puede llamársele comida
Nos sentamos en una mesa que hacía esquina, y, mientras dábamos vueltas a
nuestro plato con el tenedor sin mucho apetito, me abacoró a preguntas. Yo le
respondí pacientemente y le conté anécdotas de todos los países en los que había
vivido, mientras que él me escuchaba con estoica atención. Después de la comida,
me llevó a un oculto parque que se encontraba tras la escuela, bueno, más que un
parque podía llamársele una explanada con un banco, puesto que era lo único que
poseía. Se accedía a través de un pequeño agujero en una valla metálica, a la que
el óxido y los años habían pasado factura. Me contó que ese era su lugar secreto,
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que en los recreos se escabullía allí para leer, puesto que a él las
superfluas conversaciones de los enérgicos alumnos le resultaban
ajenas. Estuvimos toda la tarde ideando aventuras, cuentos e historias, llenando aquel yermo espacio de personajes fantásticos y
maravillosas construcciones. Me habló de sus sueños, de que de
mayor quería ser científico, ingeniero, astronauta, príncipe y presidente. De que
quería dar la vuelta al mundo usando un medio de trasporte diferente para cada
país: avión, tren, globo, submarino, elefante… Y aprender todos los idiomas que le
fuera posible, empezando por el latín, la lengua sobre la que se forjó nuestro lenguaje. Me habló de que tenía pensado cambiar el mundo, volar a Marte e inventar
cosas fantásticas, como portales de teletransporte, vehículos que funcionaran con
basura, y pequeños soles para abastecer de energía los hogares. En definitiva, tenía una imaginación desbordante y la mente más maravillosa que
yo había visto jamás. En las pocas horas que estuvimos juntos ya se
había convertido en mi mejor amigo, mi príncipe, mi presidente, la
persona con la que volar a planetas desconocidos, y tal vez algo más.
Cuando llegó la hora de marcharse, ninguno de los dos quería abandonar el pequeño fuerte que habíamos construido a base de sueños,
pero nos despedimos con la firme promesa de que al día siguiente
continuaríamos fortificando nuestro paraíso. Cuán equivocada estaba. Recogí mi
mochila que había dejado olvidada en una perdida esquina y retomé mis pasos
de vuelta al colegio. Su casa se encontraba en la dirección contraria a la mía, pero
cortésmente decidió quedarse esperando en la puerta del instituto hasta que yo
cruzara tan peligrosa carretera carente de rayado camino. Retazos de su maravillosa sonrisa de nevados dientes me venía constantemente a la mente, y en una de
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esas distracciones, no vi dos grandes luces proyectarse hacia mí a una velocidad
comparable a la del transbordador espacial que quería pilotar mi reciente amigo.
En un instante de claridad, oí alguien que gritaba mi nombre, unos apresurados
pasos que corrían hacia mí, unos fuertes brazos que me empujaban, y después,
oscuridad, la más absoluta y profunda oscuridad.
Desperté, aunque desearía no haberlo hecho. Cuando abrí los ojos ya no era lunes,
aquel fatídico día que cambió mi rumbo. Al principio todo era blanco y sinuosas
formas se movían a mi alrededor. Poco a poco mi vista se fue aclimatando y pude
comprobar que me situaba en una amplia sala color marfil rodeada de blancos
muebles. Blancas mantas me cubrían, y blancas luces lo iluminaban todo con su
serio resplandor. Me encontraba postrada en una cama de metal, el material que
me iba a condenar el resto de mi existencia. Estaba conectada a multitud de aparatos con parpadeantes lucecitas que emitían agudos pitidos. Me dolía todo, desde las
puntas de los pies hasta el más largo de mis cabellos. Los rojizos cortes que surcaban mi cuerpo desentonaban ante la blancura de la situación. Mi padre estaba allí.
La cara se le iluminó al verme despierta, aunque su felicidad se fue transformando
en una honda amargura. Tenía una mala noticia que darme. Mi pequeño mundo
se desmoronó con cada palabra. Al principio no quise creerle, pero mi mente sabía
que era real. La vista se me nubló y caí de nuevo en un pesado sueño, al menos ahí
estaría a salvo de la realidad.
De vuelta a mi ventana, observo que ya ha dejado de llover. Ha salido el arco iris,
parece recordarme que tras la lluvia siempre sale el sol, pero no para mí, yo viviré
en un diluvio eterno. Aún sigo esperando a que mi apuesto príncipe de mirada
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de plata venga a rescatarme en un magnífico corcel, pero
sé que no será así. Se fue, me salvó, y con él se llevó mi corazón y mi capacidad de caminar. Le debo la vida, pero ya
no está aquí para poder devolverle el favor. “Ave atque vale”
mi fiel amigo. Te saludo. Hasta siempre. Adiós. ¿Por qué
soy capaz de sentir un dolor tan profundo si solo soy polvo
y sombras? Polvo y sombras anclados a un puerto sin poder
volver a navegar.
FIN
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