El perdón sana

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EL PERDÓN SANA Tony Mifsud, s.j. PRESENTACIÓN “Perdónanos nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden” Mt 6, 12 En este nuevo número de “Ayudas para el espíritu”, se nos invita trabajar el valor del perdón o, más bien, a recorrer el camino del perdón que capacita para convivir en paz unos con otros y consigo mismo. Creemos que el perdón es necesario y seguramente, algunas veces lo hemos experimentado. El perdón es constitutivo de nuestra fe cristiana, pues creemos en un Dios que perdona porque es Amor-­‐
misericordioso. Las ofensas que hemos recibido o causado en la vida, han dejado huellas en nosotros. Para hacer un camino de sanación, necesitamos ir transitando por el reconocimiento de nuestras heridas, mirándolas de frente y atrevernos a poner delante de nuestros ojos al ofensor y/o al ofendido. Necesitamos partir de nuestra experiencia, de lo vivido, de hechos y sentimientos propios para sacar provecho del valor del perdón. Por tanto, esta Ayuda, invita a disponerse a revisar la experiencia vivida y acoger la experiencia de otros. Se puede trabajar de manera individual, pero también se nos invita a abordarlo en grupos de compartir. El perdón: necesidad imperiosa Durante Semana Santa no sólo “recordamos” la narración sobre la muerte y la resurrección de Jesús de Nazaret, sino más importante aún es que “celebramos” –
estamos invitados a experimentar− el misterio central de nuestra fe, aquel que da sentido a nuestras vidas cotidianas. La comprensión del misterio pascual, de la muerte y de la resurrección de Jesús, llega a ser auténtica tan sólo en cuanto incide directamente en nuestra manera de vivir, en nuestro estilo de vida. Celebrar la Pascua es festejar el paso de Jesús de Nazaret al Cristo de la fe. Jesús es asesinado y, a primera vista, su vida termina en un fracaso, pero el Padre Dios lo resucita y lo proclama como su propio Hijo. En su primer discurso público, Pedro proclama: “Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien ustedes han crucificado” (Hech 2, 36). La palabra pascua procede del griego pascha y del hebreo pésaj, que significa paso o tránsito. En el evangelio de san Juan se dice que le llegó a Jesús “la hora de pasar de este mundo al Padre” (Jn 13, 1). Evidentemente, este paso pascual no dice relación a un cambio de lugar, sino a una transformación de la existencia. Es existir de un modo nuevo, radicalmente distinto. La existencia se descubre como una unidad total entre muerte y resurrección. La muerte es un paso para la vida plena, y la vida en plenitud es fruto maduro que brota de la muerte. No hay resurrección sin muerte, ni muerte sin resurrección. Así, la celebración de la Pascua no es un mero rito vacío ni un espectáculo donde somos observadores. Toda nuestra vida es una pascua, un tránsito, un paso. En definitiva, la celebración pascual es memoria inquietante, ya que Cristo invierte los valores de la sociedad, centrados en el poder y en el dinero como razón fundante de existencia o como único y exclusivo sentido de vida, creando una nueva alianza con Dios. Es esperanza de vida plena, amor total y verdad completa, cimentados en el triunfo de Cristo sobre los infiernos de la existencia humana. La celebración de Semana Santa es la celebración de la propia vida. En la Pascua de Jesús recordamos el pasado, confesamos la presencia de Dios en el presente y anticipamos un futuro de resurrección. Pero esto sólo es posible si creemos en el perdón, porque sólo el perdón hace posible una lectura tranquila y honesta del propio pasado que permite, a su vez, vivir en paz el presente y así poder proyectarse hacia el futuro con profunda esperanza. La opción por el perdón, en su doble dimensión de perdonarse a uno mismo y a los otros, es una experiencia muy concreta del misterio pascual, porque significa morir para vivir, el pasar por la muerte para poder nacer a la vida. 1.-­‐ ¿Por qué perdonar? Un autor francés (Henri Lacordaire) escribe: “Si quieres ser feliz por un instante, busca la venganza; si quieres ser feliz para siempre, ábrete al perdón”. Y la sabiduría oriental dice que si quieres vengarte hay que cavar dos tumbas, una para el otro y la segunda para tí mismo. Desde un punto de vista puramente psicológico, la venganza, en cuanto ausencia de perdón, amarga la propia vida. Buscar la venganza significa perpetuar en uno y en los demás, un daño sufrido. El camino de la venganza deja abierta la herida constantemente y llega a ser una obsesión en la propia vida. Todo se lee desde la herida, todo se interpreta desde la llaga, todo se vive desde la ofensa. Esto necesariamente conduce a una vida marcada por el resentimiento constante. Ceder al deseo de la venganza es condenarse a morir en vida, es vivir como muerto, porque uno renuncia a ser protagonista de su propia vida y se reduce a reaccionar frente al otro. Vengarse del otro llega a ser la única trama de la propia vida. Pero, además, el deseo de venganza nos deja encerrados en la pesadilla del pasado. El tiempo queda congelado, ya que un hecho del pasado sigue siendo el referente básico de la propia vida. Lo que se me hizo, o lo que hice, en el pasado sigue viviendo en el presente. No hay posibilidad de futuro porque un hecho anterior me deja anclado en el calabozo del pasado. Esto se aplica también a la necesidad de aprender a perdonarse a uno mismo. Aquel que se conoce a sí mismo y se acepta tal como es, reconoce, a la vez, su fragilidad y su debilidad. Únicamente el que se acepta a sí mismo tal como es, se abre a la posibilidad del cambio y de la superación, porque sólo se puede transformar lo que se acepta. El enfermo recién emprende el camino de la sanación en el momento que reconoce su enfermedad. Por ello, sólo el soberbio, aquel que miente sobre sí mismo, no encuentra valor para perdonarse porque no acepta ni reconoce su debilidad. En la vida del soberbio no hay lugar para errores, y, por ello, se miente constantemente a sí mismo para poder sobrevivir en su propio orgullo. Otros no se perdonan a sí mismos por un complejo de perfeccionismo voluntarista y quedan profundamente dañados en su autoestima. Estos confunden el haber hecho algo malo con el ser malo. Entonces su existencia se transforma en una vida llena de culpabilidades castrantes que les impide vivir con paz y se llenan las personas que la viven con culpas que ni siquiera les corresponden. La culpa forma parte de su vida cotidiana y pierden toda objetividad. En el fondo, el perfeccionista expresa inconscientemente un rechazo a la condición humana y a toda limitación. En el núcleo del perfeccionismo se halla un positivo anhelo espiritual de trascendencia que tan sólo se saciará con Dios, pero esto nunca se logra por medio de un perfeccionismo auto fabricado, auto-­‐creado y auto-­‐
impuesto. Básicamente, el perfeccionista es auto-­‐referente, porque se cierra al Otro y se auto-­‐establece criterios de perfección. El perfeccionista trata de estar a la altura de un estricto súper-­‐ego que le castiga con un sentido de culpa y la pérdida de autoestima cuando se ve incapaz de obedecer a la perfección sus mandatos. Otras veces, el perfeccionismo es el resultado de una identidad frágil que obliga a esa persona a solicitar la atención y la admiración ajenas para consolidar su propia autoestima. En el primer caso, en la presencia monstruosa del súper-­‐yo, predomina el sentimiento de culpa frente al fracaso; mientras que, en el segundo caso, en la presencia de una frágil identidad, predomina el sentimiento de una vergüenza paralizante. Los primeros se sienten aplastados por haber hecho mal; los segundos se condenan a sí mismos porque sienten que ellos mismos son malos. La identificación entre perfeccionismo y espiritualidad conduce a un estado de perpetua angustia. El perfeccionismo debilita los mismos fundamentos de la vida espiritual, porque no consigue aceptarse tal como uno es. La aceptación de la propia realidad resulta crucial para la fe, porque la huida de Dios comienza con la fuga frente a sí mismo. El rechazo de sí conduce fácilmente al rechazo del mismo Dios. El estar constantemente descontento con uno mismo y con lo que uno hace impide valorar la vida como un don de Dios y responder desde un profundo agradecimiento. En el fondo, el perfeccionista rechaza inconscientemente la aceptación incondicional de Dios sobre su vida; se siente incapaz de entrar en la dinámica de la gratuidad, porque sólo reconoce el esfuerzo y el mérito. La persona perfeccionista puede incurrir fácilmente en el pecado del fariseo, porque busca inconscientemente ganar (merecer) a Dios mediante sus propios esfuerzos y méritos. En otras palabras, trata de obtener la salvación mediante sus buenas obras antes que recibirla como un don inmerecido. De esa manera, el perfeccionismo tiende progresivamente hacia una creciente auto referencia, porque el propio valor se mide exclusivamente con el esfuerzo, sin dejar lugar a la presencia del Otro. La perfección, definida como una ausencia de todo error, es una imposibilidad humana. Si fuera posible, no habría necesidad de salvación. El llamado del Evangelio a ser perfectos como el Padre (Cfr. Mt 5, 48) está en un contexto del amor indiscriminado y omniabarcante de Dios, un amor que hace que el sol se levante para las personas malvadas y buenas, y que permite que la lluvia caiga sobre justos y pecadores. En otras palabras, la perfección cristiana es la invitación a un amor que nunca deja de interesarse por los demás, hagan lo que hagan; es la invitación para aprender a perdonar como Dios perdona y a amar como Dios ama. El centro de la santidad cristiana no es auto-­‐referente, sino que se desplaza hacia el crecimiento progresivo de la capacidad para amar y servir; por el contrario, el peligro está en quedar absorbido en uno mismo y en el propio progreso sin referencia al Otro y a los otros. La búsqueda de la perfección puede ocuparse más de la persona que presta un servicio (auto-­‐referencia) que de aquéllas que necesitan ese servicio (hetero-­‐referencia). Así, uno de los mayores desafíos en la vida espiritual consiste en aprender a aceptar las propias debilidades, y tomarse mucho menos en serio. La vida enseña también mediante los fracasos. Uno aprende lecciones de amor y humildad al reconocer la necesidad que se tiene de la ayuda de los demás; además, también se aprende a ser comprensivo con las limitaciones de otros. La profunda auto-­‐aceptación enseña a depender de Dios, a confiar en su gracia. La confianza en el amor incondicional del Padre sustituye las luchas perfeccionistas mediante la convicción creciente de que lo que basta es la gracia de Dios, y construir la propia vida a partir de ella. Si Dios ofrece el perdón, ¿por qué no aceptar el perdón sobre la propia vida? En el evangelio encontramos el episodio de la mujer adúltera (Cfr. Jn 8, 1-­‐11). Los escribas y los fariseos presentan a Jesús una mujer sorprendida en adulterio. Según la Ley de Moisés merecía la condena de muerte por lapidación. Ellos, en nombre de Dios, exigían la pena de muerte. Pero Jesús, en nombre de su Padre, responde: Aquel de ustedes que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra. Todos se retiran. Jesús se dirige a la mujer y le dice: Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?. Ella responde: Nadie, Señor. Y, entonces, Jesús le dice: Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más. Esta es la Buena Noticia traída por Jesús. El ser declarados y condenados por pecadores sería una pésima noticia. La Buena Noticia es que Jesús nos ofrece el perdón sobre nuestras vidas. Aceptar el perdón permite reconstruir la propia vida y proyectarse hacia el futuro, sin quedar condenados por un hecho del pasado. Perdonarse no es desconocer el pasado ni ignorar el mal hecho o recibido, sino reconocer el error, el mal, arrepentirse por el daño hecho y comenzar de nuevo. Perdonarse requiere la valentía de pronunciar la verdad sobre la propia vida y la humildad de caminar hacia adelante confiando en la fuerza de Dios. En palabras de san Pablo: Cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte (2Cor 12, 10), porque es la fuerza de Dios la que se muestra perfecta en la flaqueza humana, ya que al aceptar la propia debilidad, se reconoce la necesidad de Dios y de su gracia. El conocido poeta católico francés Paul Claudel (1868– 1955) escribió: “Señor, si necesitas vírgenes, si necesitas valientes bajo tu estandarte, ahí está Domingo y Francisco; Señor, ahí está Lorenzo y santa Cecilia, (...). Pero si necesitas, por acaso, de un perezoso y de un imbécil, de un orgulloso y de un cobarde, de un ingrato y de un impuro, de un hombre cuyo corazón estuvo cerrado y cuyo rostro fue duro, cuando todos te falten me tendrás siempre a mí”. La santidad de los santos no residía tanto en sus buenas acciones, sino en cuanto en creer que Dios era capaz de hacer grandes cosas a través de ellos, a pesar de sus limitaciones. No se trata de gloriarse de las propias limitaciones como tampoco de resignarse frente a ellas, sino de confiar que la fuerza de Dios es superior a ellas. Por ello, san Pablo confiesa que Dios “ha escogido lo necio del mundo para confundir a los sabios; y ha escogido Dios lo débil del mundo, para confundir lo fuerte” (1Cor 1, 27). Es que “llevamos este tesoro en recipientes de barro para que aparezca que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de nosotros” (2 Cor 4, 7). Sólo aquel que aprende a perdonarse a sí mismo se abre a la posibilidad de perdonar al otro, porque comparte con el otro su propia experiencia. Por el contrario, aquel que no sabe perdonarse tampoco es capaz de perdonar a otro. Desde un punto de vista de la fe, estamos llamados a ser hijos de nuestro Padre Dios. Ser cristiano significa modelar la propia vida según la de Jesús de Nazaret, porque de él dijo el Padre Dios: Este es mi hijo amado, en quien yo me complazco (Mt 3, 17). Jesús nos enseña a perdonar y él mismo practicó el perdón. Su palabra fue avalada por su vida. En la oración del Padre nuestro, Jesús nos invita a perdonar (Cfr. Lc 11, 2–4) y uno de sus últimos gestos fue el de perdonar. Desde la cruz, Jesús ora con la súplica: Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen (Lc 23, 34). Para la Reflexión… _ ¿En qué me ayudan esos párrafos que he leído? _ ¿Qué partes del texto me son más significativas? _ ¿Qué preguntas me hago ahora en torno al perdón? 2.-­‐ ¿Qué significa perdonar? Etimológicamente, la palabra perdón significa donar en plenitud, el regalo por excelencia. Perdonar es la expresión máxima del amor. Sólo el que ama es capaz de perdonar. Sólo aquel que ha hecho la experiencia de sentirse amado es capaz de abrirse a la posibilidad de perdonar. Perdonar es el amor llevado al extremo porque se ama a pesar de la ofensa sufrida. Perdonar no es desconocer la ofensa, sino reconocerla y optar por seguir amando. El perdón no es tanto una obligación, ya que no se puede obligar a nadie a perdonar, cuanto una decisión de vida. El perdón es una opción y las opciones en la vida se asumen personalmente. Nadie puede optar por uno. Por ello, perdonar es una opción que uno asume, a la cual uno se auto obliga. San Pablo nos enseña: Revístanse, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándose unos a otros y perdonándose mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor les perdonó, perdónense también ustedes (Col 3, 12-­‐
13). Por ello, para aquel que desea ser discípulo de Jesús el Cristo, el perdón llega a ser una opción y un estilo de vida, porque es la decisión de vivir en consecuencia con un Dios que regala el perdón. Es la figura del padre misericordioso en la parábola del hijo pródigo (Lc 15, 11–32), que acoge al hijo menor y corrige la dureza del hijo mayor. Pero, ¿qué significa, en lo concreto y en lo cotidiano, perdonar? Por de pronto, habría que desenmascarar las falsas concepciones del perdón como también los torcidos motivos que podrían presentarse para justificar un acto de perdón que realmente no corresponde. Perdonar no significa olvidar, como si algo nunca haya pasado. Esto sólo produce represión y, a la larga, estalla como un volcán. Además, todo lo reprimido sigue actuando dentro de uno sin darse cuenta. Aún más, va creciendo en intensidad y afecta la propia perspectiva frente a la vida y a los demás de manera inconsciente. Hay situaciones en la vida que uno no puede simplemente relegar al olvido. Sería un autoengaño, porque podría desaparecer de la superficie pero se hunde cada vez más en lo profundo de las propias tinieblas. Perdonar tampoco significa renunciar a los propios derechos para no crear problemas. Esto hiere profundamente al auto estima y se establecen relaciones basadas en la mentira. Además, de ninguna manera ayuda al otro a reconocer su error. Perdonar tampoco significa echarse la culpa a uno mismo para liberar al otro. Esto sería negar la realidad. Si el otro ha causado un daño, entonces es preciso reconocerlo. De otra manera, sería idealizar al otro y basurear a uno mismo. Toda relación auténtica se basa en la verdad y mentirse a uno mismo para liberar al otro culpable sólo crea situaciones irreales e ilusorias. Por último, perdonar tampoco significa que, con ello, uno se va a sentir igual que antes de la ofensa. Una herida sana, pero la cicatriz queda. No se puede retroceder en el tiempo ni borrar hechos de los capítulos de la propia biografía. Es preciso abrirse a una nueva situación. La reconciliación no significa negar lo que ha pasado, sino crear una situación distinta a la anterior, porque ahora existen datos que antes no estaban. El perdón no ahorra el dolor pero emprende el camino de la sanación. No sólo hay falsos conceptos del perdón, también existen falsos motivos para perdonar, es decir, situaciones donde no cabe perdonar porque no existe la ofensa. Así, el perdón sólo cabe en aquellos casos de ofensas injustificadas. Es decir, cuando a uno le llaman la atención por algo pertinente y por alguien autorizado, lo único que cabe es corregir la propia irresponsabilidad y no perdonar. Si uno desempeña mal su trabajo, descuida sus responsabilidades o abandona sus compromisos, es evidente que merece y necesita una llamada de atención. En estas situaciones no cabe perdonar al otro, sino corregirse. Otras veces una herida se mide, no tanto en relación a la seriedad objetiva de la ofensa, sino por la importancia que se da a las expectativas, reales o imaginadas. A veces uno espera del otro mucho más de lo que el otro puede dar y entonces genera expectativas desmesuradas que no corresponden. En estos casos, el problema es de uno y no del otro. A veces se presume que el otro sabe por lo que uno está pasando y toma su ausencia como una ofensa, pero de hecho no es así y el otro no tiene idea de lo que ocurre. En este caso cabe el realismo. Tampoco se trata de transformar en una tragedia los pequeños problemas cotidianos. En la vida es preciso aprender a proporcionar los hechos y objetivarlos para no darle más importancia de lo que tienen o merecen. La ausencia ocasional de un saludo no significa la ruptura de una amistad. Un enojo pasajero tampoco puede interpretarse como una humillación imperdonable. También es preciso acordarse que cada uno es un misterio de mucha complejidad. A veces, una palabra puede movilizar recuerdos del pasado o heridas profundas del cual el otro no es consciente. Una palabra en sí inofensiva puede ocasionar una reacción en cadena y remecer las aguas tranquilas del presente. Sin embargo, a veces el que la pronuncie no tiene la mínima idea de lo que ha provocado en el otro. Por cierto, esto enseña a ser prudente con el uso de las palabras. La incapacidad de perdonar suele tener su origen en viejas heridas o en frustraciones del pasado. Las cicatrices quedan, pero es preciso no obsesionarse con ellas y seguir caminando en la vida, porque, cuando se asumen bien, son fuente de sabiduría en la propia vida. Para la reflexión… _ En este párrafo leído, ¿qué ha sido novedoso para mí? _ ¿He perdonado a alguien alguna vez? _ En general, ¿soy alguien que perdona las ofensas cotidianas o pienso en ellas una y otra vez? 3.-­‐ El proceso del perdón Aprender a perdonar y a perdonarse es un trabajo de toda una vida. El perdón no es un simple acto de la voluntad. El perdón es un proceso que dura toda una vida. ¡Hasta hay queaprender a perdonarse por no saber perdonar! y, con toda humildad pedir por este don tan grande al Dios que sabe perdonar porque sólo sabe amar. En una carta abierta, con fecha del 20 de diciembre de 2002, el hermano Roger de la comunidad ecuménica de Taizé1, se preguntaba por la fuente de nuestra esperanza en un mundo tan convulsionado. Su respuesta es clara: “Está en Dios, que sólo puede amar y nos busca incansablemente. La esperanza se renueva cuando con toda humildad nos confiamos a Dios”. Es que “uno de los rostros más claros del amor de Dios es el perdón. Cuando también nosotros nos perdonamos, nuestra vida cambia poco a poco. Al encontrar en el perdón una alegría que no pesa, vemos disiparse las severidades hacia los demás, y es esencial que éstas dejen lugar a una infinita bondad”. En el proceso de perdonar una ofensa que ha calado hondo en nuestras vidas se pueden destacar algunas etapas: a.-­‐ Reconocer la herida y el dolor. La negación cognitiva (acá no ha pasado nada) y la negación emotiva (no me afecta para nada) frente a una ofensa son sólo producto de un mecanismo de defensa para no enfrentarse con un hecho: la ofensa me dolió. Reconocer el dolor causado por la ofensa implica reconocer la propia debilidad porque uno descubre su vulnerabilidad. A veces un pequeño gesto puede doler mucho. Uno no es tan independiente ni tan autónomo, y los actos de otros le afectan a uno más de lo que uno quisiera admitir. Evidentemente, es preciso aclararse y objetivarse para no caer en la trampa de las falsas motivaciones. b.-­‐ Decidir no vengarse y hacer que cesen los gestos ofensivos. Esto significa renunciar libremente a la venganza, porque enfoca toda la atención y la energía hacia el pasado, reavivando constantemente la herida y engendrando un profundo sentimiento de culpabilidad, amargándose con resentimiento, hostilidad y rabia. c.-­‐ Compartir la herida con alguien. La decisión por el perdón no significa desconocer la herida. Por el contrario, es preciso decirse la verdad y reconocer la herida. En esto ayuda mucho compartirla con alguien que sabe escuchar, sin juzgar ni moralizar ni agobiar con consejos ni aliviar el dolor con consideraciones superficiales. El compartir rompe la soledad, permite tomar distancia y comprender el hecho en su verdadera dimensión. A veces la persona que ofende ni siquiera se da cuenta del daño que le ha causado a uno y, por ello, no hay que descartar la posibilidad de compartir con el mismo ofensor para que se dé cuenta. d.-­‐ Comprender al ofensor. Comprender no significa justificar una conducta indebida, sino tratar de entender, en la medida de lo posible, el motivo del otro que de alguna manera podría explicar su conducta. Comprender, sin justificar, los antecedentes familiares, el estado de ánimo, la experiencia del pasado del ofensor, ayuda mucho a emprender el camino del perdón. Algunos hacen daño con las mejores intenciones; otros lo hacen sin darse cuenta. Esta aproximación ayuda a proporcionar la herida en su correcta medida como también a no reducir al otro a la pura maldad. 1 Si quieres conocer algo de la comunidad de Taizé, entra en su página web: http://www.taize.fr/es e.-­‐ Dejar de obstinarse en perdonar. La obsesión pierde la perspectiva global de la vida, reduciéndola a una sola dimensión. Esto impide un acercamiento sano porque el problema pierde toda proporción y asume dimensiones trágicas. Se pierde la objetividad, se agranda el problema, y, por lo tanto, se acentúa la propia impotencia. Ya uno no maneja el problema, sino el problema lo maneja a uno. f.-­‐ Abrirse a la gracia. A la vez, frente a la propia dificultad de perdonar y el dolor de endurecer el propio corazón, colocarse en la presencia de Dios Padre pidiendo ayuda para superar la propia impotencia. Errar es humano, perdonar es divino. Con mucha humildad y con total sinceridad, asumir la oración del creyente incrédulo, como lo fue el padre del endemoniado epiléptico, cuando se dirige a Jesús con las palabras: ¡Creo, ayuda a mi poca fe! (Mc 9, 24). En el fondo, creer en las palabras de Jesús cuando nos dice: No temas; solamente ten fe (Mc 5, 36). g.-­‐ Replantear la relación con el ofensor. Por último, la reconciliación con el otro no significa negar lo que ha pasado. Uno no puede exponerse nuevamente a sufrir vejaciones injustas e injustificadas. No se puede reemprender una relación de un pasado que ya no existe. Sólo queda profundizarla o replantearla. La reconciliación es crear una situación nueva ya que la anterior ha desaparecido. Por ello, la reconciliación significa cambios concretos, que pueden expresarse en términos de un acercamiento distinto, ciertamente más profundo, o de un alejamiento temporal o definitivo. Cuando una situación se hace insostenible y la convivencia se torna imposible, el perdón no descarta la separación. Abrirse al perdón es abandonar la actitud del niño caprichoso y asumir la paternidad como perspectiva básica en la vida. Henri Nouwen (1932–1996) reproduce unas palabras que le dirigió una amiga suya, comentando la parábola del hijo pródigo (Lc 15, 11–32). “Tanto si eres el hijo mayor como si eres el hijo menor, debes caer en la cuenta de que a lo que estás llamado es aser el padre. (...) Toda tu vida has estado buscando amigos, suplicando afecto, has estado interesado en miles de cosas, has rogado que te apreciaran, que te quisieran, que te consideraran. Ha llegado la hora de reclamar tu verdadera vocación: ser un padre que puede acoger a sus hijos en casa sin pedirles explicaciones y sin pedirles nada a cambio. (...) Mirando al anciano vestido con aquel manto rojo [se refiere al cuadro de Rembrandt], sentía una profunda resistencia a pensar en mí de aquella forma. Pero la idea de ser como aquel anciano que no tenía nada que perder porque ya lo había perdido todo y sólo le quedaba dar, me abrumaba”2. 2 Nouwen, Henry: El regreso del hijo pródigo: meditaciones ante un cuadro de Rembrandt, Madrid, PPC, 1997, pp. 27 – 28. Al respecto, Nouwen reflexiona: “¡Era tan fácil identificarse con los dos hijos! Su desobediencia es tan comprensible y tan humana que el identificarse con ellos surge de inmediato. (...) Pero, ¿qué hay del padre? ¿Por qué prestamos tanta atención a los hijos cuando es el padre el centro, aquel con quien debo identificarme. (...) Si Dios es misericordioso, los que aman a Dios deberían ser misericordiosos. El Dios que Jesús anuncia, y en cuyo nombre actúa, es el Dios de la misericordia, el Dios que se ofrece como ejemplo y modelo de comportamiento humano. (...) El padre de Rembrandt es un padre que se ha ido vaciando de sí mismo por el sufrimiento. A través de muchas muertes se hizo completamente libre para recibir y para dar. Sus manos extendidas (...) son manos que sólo bendicen, que lo dan todo sin esperar nada”3. Para la Reflexión… _ ¿Qué reflexión me suscita cada uno de los puntos del proceso del perdón? _ En caso de estar en vías de perdonar a alguien, ¿en qué parte del proceso me encuentro? _ Si he sido ofendido(a), ¿qué estoy experimentando ahora en relación a mi ofensor? _ ¿A qué rutas me haría bien abrirme? 4.-­‐ El sacramento del perdón El perdón es tan importante en nuestras vidas que Dios, nos ha regalado el Sacramento de la Reconciliación. En este sacramento, lo que uno confiesa no son tantos sus pecados cuanto su fe en Dios que, a pesar de la presencia del pecado en la propia vida, uno cree -­‐ confía -­‐ firmemente que Dios lo sigue amando. Por ello, el centro de la confesión es la misericordia de Dios y no los propios pecados. Dios es más grande que mis pecados y su misericordia no tiene límites, porque Dios sólo sabe amar pues Dios es amor (1Jn 4, 8). San Juan escribe en su primera epístola: Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia”(1Jn 1, 9). Creer en la misericordia de Dios permite reconocer el propio pecado y emprender con humildad el camino de la conversión. Al confesarse, lo central es este acto de fe en el perdón de Dios que anima a uno a enmendar el rumbo de su vida para comportarse en consecuencia con la fe que profesa. Obsesionarse con los propios pecados es quedarse encerrado en el pasado; confiarse a la misericordia de Dios abre caminos de futuro mediante el arrepentimiento y el propósito de transformaciones concretas en el propio estilo de vida. 3 Ibid. pp. 132 – 136 y 151
La confesión es una celebración, es la fiesta del perdón. Pero esto será verdad en la medida que lo central de mi atención no sea la obsesión con el pecado, sino la nueva situación que se me abre mediante el perdón y el deseo sincero de no seguir causando daño e infligiendo dolor, sino de entender la propia vida como un servicio hacia el otro. Es liberador y sanador, confiar el pasado a la misericordia de Dios y centrarse en lo que hay para adelante, conscientes de la propia debilidad pero firmes en la convicción de la presencia de la fuerza de Dios. Para la Reflexión… _ ¿Me abro a la misericordia de Dios? _ ¿Qué importancia tiene para mí la confesión sacramental? _ La confesión sacramental, ¿ha sido una ayuda para la reconciliación conmigo mismo(a) y con los demás? Apoyo para la oración personal: La dinámica del perdón RECONOCER -­‐Reconocer la herida y la propia pobreza ¿Acaso olvida una mujer interior. a su niño de pecho, sin -­‐Identificar la pérdida para hacer el compadecerse del hijo duelo. de sus entrañas? Pues -­‐Decidir no vengarse y hacer que cesen aunque ésas llegasen a los gestos ofensivos. olvidar, Lectura: Salmo 23 (El Señor es mi Pastor). Yo no te olvido (Is 49, 15) OPTAR -­‐Colocar al frente la propia cólera y Padre, perdónalos deseo de venganza. porque no saben lo -­‐Perdonarse a sí mismo. que hacen (Lc 23, -­‐Comprender al ofensor. 34). -­‐Encontrarle un sentido a la ofensa en la propia vida. Mateo 18, 21–35 (perdón de las ofensas) PERDONAR Saberse digno de perdón y ya perdonado. Sean compasivos -­‐Dejar de obstinarse en perdonar. como su Padre es -­‐Abrirse a la gracia de perdonar. compasivo (Lc 6, -­‐Replantear la relación con ofensor. 36) Lectura: Mateo 6, 7–15 (Padre nuestro) ESCUELA DE PERDÓN Y RECONCILIACIÓN: ES.PE.RE. Es una propuesta educativo-­‐terapéutica frente a las múltiples expresiones de la violencia que existen a nivel interpersonal, grupal y societario. Frente a la irracionalidad de la violencia ofrece la irracionalidad del perdón. Es una escuela alternativa (no convencional) de capacitación integral, desde la propia experiencia de los participantes. Se realiza en estilo Taller, es decir, donde todos aprenden haciendo. Propone "re-­‐aprender" formas (maneras de actuar) que permitan recuperar relaciones humanas en medio de conflictos, agresiones y violencias. Busca fortalecer la conciencia humana y ciudadana -­‐ individual y colectiva -­‐ de la justicia restaurativa y la ética del cuidado. La propuesta, pretende movilizar y construir una cultura de paz. Queremos vivir el Perdón y la Reconciliación, dos herramientas para la paz como una actitud de vida. Cada ES.PE.RE. se constituye de entre 10 y 21 personas que, guiados por dos animadores, deciden vivir una experiencia fuerte de sanación de las heridas (rabia, rencor, odio, dolor, venganza) causadas por la violencia y los conflictos arrastrados a lo largo de la vida. Los participantes son personas que desean abrirse al Perdón y a la Reconciliación como paso necesario para la reconstrucción de los tejidos individuales, familiares y sociales, para el restablecimiento de condiciones de paz en la familia, en el barrio, en la ciudad y en el país. Las ES.PE.RE. pretenden ser un espacio de diálogo, construcción y comprensión colectiva que respeta tanto las diferencias étnicas, políticas y religiosas de los participantes, como las aproximaciones vivenciales y conceptuales, que sus culturas, ideologías u orígenes, le imprimen a la propuesta de perdón y reconciliación. Las Escuelas consideran dos etapas: Perdón (6 módulos) y Reconciliación (5 módulos), que se realizan en 50 horas. -­‐El Perdón es el movimiento interior de reconstrucción que habilita la restauración del intercambio social, habiendo recuperado en primera instancia el potencial individual para el intercambio social perdido como consecuencia de la agresión... La etapa del Perdón tiene un énfasis explícitamente psicosocial. -­‐La Reconciliación es la que promueve grados posibles de reencuentro, es decir, tres grados posibles: reconciliación de coexistencia, reconciliación de convivencia y reconciliación de comunión. La etapa Reconciliación, está centrada en el intercambio social no violento, reparar personas y reparar relaciones. Para más información, pueden escribir a: [email protected] 
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