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#27F, 25 años después; por Naky Soto
Naky Soto · Thursday, February 27th, 2014
El país retumbó y yo era una adolescente. Estábamos en la clase más desagradable de
todo el bachillerato. Un profesor de apellido Milano hacía las veces de explicar física,
pero su actitud distraía cualquier capacidad de atención y comprensión. La hermana
Julia entró sin tocar la puerta y nos pidió con severidad recoger nuestras cosas, luego
habló en privado con el profesor. Un barullo multiplicado rondaba la estructura del
colegio, algo inusual en horas regulares de clases. La hermana se colocó en el centro
del pizarrón y anunció que algo muy grave estaba ocurriendo afuera, que era
imperioso estructurar nuestra salida inmediata y organizada, por lo que fue
separándonos dentro del salón por zonas de residencia.
Yo miré con la certeza de que sólo una de mis compañeras vivía en mi urbanización,
pero no compartíamos salón, ni la había visto ese día. Salimos en el orden dispuesto,
con preguntas, sin datos. Nadie acertó sus especulaciones, ninguna se acercaba ni un
poco a lo que estaba sucediendo. Mientras en el colegio se quedaban organizando los
transportes, recibiendo llamadas de padres y madres, controlando a las más pequeñas
para quienes cualquier ida al patio era exactamente un recreo y nada más que un
recreo, nosotras emprendimos el regreso a casa, y a diferencia del grupo más
numeroso que utilizaría la avenida Rómulo Gallegos, nosotras bajamos a la Francisco
de Miranda, para recibir el primer impacto visual: dos camiones de Pepsi Cola,
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volcados a la altura de una sede bancaria. Habían bañado con diminutos vidrios y
líquido ambos tramos de la avenida, así que entre las aceras fuimos armando nuestras
columnas para mantenernos juntas, conversando y meditando sobre lo que podría
estar pasando. Despedimos al grupo que bajaría a La Carlota y seguimos rumbo al
este.
Siempre me tranquilizó vivir en Palo Verde, al estar más allá de Petare ─uno de los
principales focos de rutas urbanas de Caracas─ en esa zona convergen más de cien
líneas de autobuses. La merma más importante de mi grupo ocurrió en Los Ruices, la
siguiente zona beneficiaria del colegio por su proximidad. Nos quedamos tres que iban
a La California, dos a El Llanito, una a Buena Vista y yo allá, donde Jesucristo dejó la
chola.
Un barullo mayor se propagaba por mi tránsito, cornetas de autobuses y carros, gente
más acelerada, gente arrecha, gritos, insultos, rabia, mucha rabia en el ambiente. El
callejón Lebrún tenía gente, fuera del hospital Pérez de León, médicos, enfermeras y
pacientes construían también sus teorías. Unos estudiantes echaban broma en la otra
acera, a la altura del mítico bar Anacoco, y me aullaron algo que no llegué a oír. Le
pregunté a un señor de la cauchera 24 horas qué estaba pasando, y luego de
revisarme de arriba a abajo me dijo muy serio que siguiera pa’ mi casa porque todo
estaba revuelto. Habló de Guarenas, Guatire y del centro. Le gritaba a otro señor más
joven que trajera de una buena vez el maldito candado para terminar de cerrar e irse.
Cruzar el provisional ─ya tiene más de 30 años─ elevado de Palo Verde, aún con lo
temprano, era poco menos que imposible. Otro señor, obviamente papá, me rogó que
no subiera al elevado, que tuviera mucho cuidado porque en la subida a Mesuca todo
era un desorden. Muchos negocios en la redoma de Petare cerraban y abrían sus
santamarías en una especie de arritmia colectiva, pues más peso tenían los rumores
que aquello que efectivamente estaba ocurriendo entre ellos. En Pepeganga no había
tanta gente, pero se escuchaban gritos, cornetas. Me paré en la parroquia Sagrado
Corazón de Jesús de Las Vegas de Petare, y otra vez vi rostros alterados, hasta los
consecuentes catequistas de siempre, recomendaban con firmeza que subiéramos a
nuestros hogares porque la cosa estaba color de hormiga. La entrada al barrio José
Félix Ribas era una feria de gente y carros, de sudores y carreras. Mucha gente a pie.
Terminé la empinada subida hacia mi edificio con señoras comprando cosas y un
tráfico espantoso en la avenida central. Llegué a casa y mi hermana tenía encendidos
–como buena estudiante de periodismo– los dos televisores y los dos radios,
combinando noticias con nuestro sempiterno teléfono gris de Cantv, sin candado entre
los aros de los primeros números pues la adolescencia estaba superada. Mi mejor
amiga vivía apenas tres edificios más abajo y no pudimos hablar, las llamadas no
cesaban, con las mismas preguntas: ¿ya llegaron todos? ¿Dónde está tu mamá? ¿Y tu
papá? Mi hermana que veía un reportaje y yo escuchaba otro: Guarenas como primer
foco de protesta, luego Catia, luego El Valle y Coche, después Antímano, el 23 de
enero, gente en las calles, gente protestando contra el paquete de Carlos Andrés
Pérez. En algún momento dijeron Petare. Y así, delante de nosotras comenzó el grito
de saqueo, en la urbanización que estelarizó la frase del Musiú Lacavalerie: ¡Vengan
pa’ que lo vean!
Mi trozo de ciudad se encendió. Si te asomabas al pasillo de los ascensores podías ver
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la movilización en las zonas más altas de José Félix Ribas, si lo hacías al balcón verías
la agresión injustificable que vecinos de tantos años acometían contra sus
comerciantes. La tienda de licores, la papelería de la esquina, la panadería, todo,
cualquier espacio, en un júbilo repugnante, incontrolable, generalizado. En algún
momento las despensas se acabaron, no había más que asaltar. El otro grito común es
que ya venían del barrio. Que preparáramos macetas, cualquier objeto contundente
que lanzarles. Era absurda la solicitud después de ver a los propios residentes acabar
con los negocios. Poco antes de la medianoche llegó la Guardia Nacional, desplegando
hombres a lo largo de la avenida principal, una arteria que serviría de zanja y
trinchera, pues entre los claros de los edificios se veía el cerro con precisión sin
viceversa posible. Las azoteas también servirían, todo contribuyó a la acción del
Estado. Disparos, gritos, disparos, gritos, toda la noche, toda la madrugada. Conocer
el desvelo por miedo, por compasión a los que caían y aún no sabíamos si eran
culpables o inocentes.
A misa pudimos ir varios días después. El recorrido hacia Las Vegas era desolador.
Los agujeros que las balas habían hecho en las paredes de los edificios servía para
recordar vehementemente las detonaciones que les dieron origen, los gritos de noche
en los barrios vecinos, la angustia de mis padres por hacernos dormir en la sala, con
más de una pared de por medio con respecto a la calle; la previsión de mamá por
distribuir la comida con prudencia, la televisión encendida casi todo el día, las
llamadas de familiares, de amigos; los militares dando versiones que el padre Matías
Camuñas, nuestro párroco, desmentiría en sus homilías con toda la cólera que
semejantes crímenes despertaban en un hombre de Dios y del pueblo.
El país retumbó y aún hoy no hay cifras del total de muertes que se produjeron en
esos días, muchas versiones, más dilaciones en los procesos. Ningún reivindicado,
salvo por el dictamen de la Corte Interamericana de DDHH en 2004, a la que el
gobierno denunció en el año 2013, logrando excluir a Venezuela de sus competencias.
Se violaron Derechos Humanos y se acabaron las posibilidades de trabajo de muchos
comerciantes que no pudieron levantar de nuevo el capital necesario para trabajar. La
pobreza dejó de ser un pasaporte directo al cielo para convertirse en eje de las
reflexiones de mucha gente que entendió la urgencia de resolver semejantes
condiciones de vida, en un país con los recursos de Venezuela, hoy mermados,
aniquilados. No habrá indemnización que pague el dolor de los desaparecidos y
muertos, y los sucesos que este año han movilizado focos de protesta en diversas
ciudades del país nos recuerdan que no importan los protagonistas, un Estado sin
vocación democrática y más preocupado por conservar el poder que por mediar en los
problemas, puede ser igualmente represor. La izquierda o la derecha son entelequias
cuando posees lacrimógenas, perdigones y balas. Cuando mezclas cadenas de radio y
televisión con una opresión desmesurada e irresponsable. Cuando a pesar de eso,
sigues demandando aplausos para los que te coaccionan.
Mi ciudad se enciende todos los días, en la violencia como hábito y recurso, en el
irrespeto como fórmula para el sujeto con armas. En la muerte como dictamen. El
color de hormiga se nos hizo una constante, con sus vidrios, con sus pegostes, con
esos gritos que no cesan, implacables.
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