Notas al Programa 27 de Mayo 2014

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ORQUESTA DE LA COMUNIDAD DE MADRID
27 DE MAYO DE 2014
AUDITORIO NACIONAL DE MÚSICA, SALA SINFÓNICA, 19:30 HORAS
Javier Santacreu
De la belleza Inhabitada
Javier Santacreu nace en la ciudad alicantina de Benissa en 1965.
Realizó estudios de composición con Javier Darias antes de ampliarlos con
distintas personalidades como Alfredo Aracil, Leonardo Balada, Ramón Barce,
Antón García Abril, Cristóbal Halffter, Tomás Marco, Tristan Murail, Claudio
Prieto, José Luis Turina y otros. Es miembro de l'Escola de Composició i
Creació d'Alcoi (ECCA) y de su Colectivo de Compositores, donde se formó y
en la que es figura de relieve. Ha alcanzado numerosos premios y sus obras se
han interpretado en foros importantes. Además de una trayectoria de enorme
solidez y proyección, es interesante destacar que la formación interdisciplinar
recibida en la ECCA le ha llevado a interesarse por la plástica, la poética y el
pensamiento conceptual plasmados en el libro “Una Carta a David Tudor”, de
su maestro Javier Darias, y en “Oh Cage”.
Javier Santacreu se alzó con el premio de composición de la Asociación
Española de Orquestas Sinfónicas (AEOS) en su quinta convocatoria de 2009
justo con la obra que hoy se escucha en este concierto. Este premio, que ahora
patrocina la Fundación BBVA, lleva consigo que todas las orquestas de la
Asociación (29) se comprometen a interpretar la obra ganadora sin más límites
que los que pueda implicar la plantilla orquestal. Este importante premio, que
es bienal, quedó desierto en su sexta convocatoria, de 2011, y ha concedido su
galardón en su séptima edición (2013) al compositor Fernando Buide.
La obra de Santacreu, que hoy llega a los atriles de la ORCAM, se llama
“De la belleza Inhabitada” y tiene una inspiración inicial en el poema El joven
marino, de Luis Cernuda, publicado en su libro Invocaciones de 1934-36. Nos
habla Santacreu en el prólogo de su partitura que: “El lenguaje del poeta, en su
excepcional hondura lírica, me sugiere, de manera totalmente subjetiva, una
serie de atmósferas sonoras para cada una de las imágenes que la lectura del
poema va reflejando en mí…”. Pero el compositor no quiere dejar dudas de que
no se trata de una obra descriptiva pese a la imperecedera impresión del
poema: “Sin embargo, todas las referencias literarias han servido de excusa
para iniciar un proceso creativo en el que, en un estadio más o menos
avanzado del mismo, ya es la propia música escrita la que marca el camino a
seguir en cuanto a la definición del plan formal de la pieza.”
La orquesta que Santacreu utiliza en esta obra es rica, aunque dentro de
unos límites de plantilla que permitan el mayor número de ejecuciones posibles
dentro del marco de las orquestas de la Asociación; algo que es, de hecho, la
parte más importante del atractivo de este premio. Las maderas son a dos, con
añadidos de un flautín, un corno inglés y un clarinete bajo. Los metales son
exuberantes sin romper el estándar: cuatro trompas, dos trompetas, tres
trombones y una tuba. Tres percusionistas y la sección de cuerda habitual
completan un orgánico al que Santacreu le extrae muchas posibilidades, tanto
en el ámbito del color, como de la dinámica y el equilibrio sonoro.
El inicio de la obra introduce una atmósfera de carácter agitado tras el
que las principales secciones rápidas dan paso a un clima nocturno, “casi
espectral” en una lenta sección central, señala el autor. Es la calma antes del
trágico desenlace del marino que dibuja Cernuda: “Flotó tu cuerpo, apenas
deformado por las nupciales caricias del mar, […] / Igualmente hermoso así,
joven marino, / Desgarradoramente triste con tu belleza inhabitada”.
La obra, no muy larga, apenas nueve minutos, traza así un recorrido
entre el lúgubre presentimiento y la melancólica asunción de la tragedia. Pese
a esta descripción, Santacreu consigue articular una obra orquestal de fuerte
autonomía sonora y de una rara riqueza expresiva. Su lenguaje musical es
seguro y deja de lado cualquier experimento sin, por ello, abandonar el objetivo
al que aspira cualquier obra nueva: la afirmación de una vía personal. Como
señaló el Presidente del tribunal que le concedió el premio, Luis de Pablo: “El
autor ha buscado, y ha encontrado, la seguridad del trazo, sin entrar en un
camino que empieza a ser ligeramente académico”.
De la belleza inhabitada, está dedicada a Manuel Vidal, gran amigo del autor y
se estrenó el 28 de enero de 2011 a cargo de la Orquesta Sinfónica de la
Región de Murcia, dirigida por José Miguel Rodilla.
Alexander Glazunov
Concierto para violín y orquesta en la menor, op. 82
Glazunov es una importante figura del tránsito entre el siglo XIX y el XX
en Rusia. Pero, como todos los tránsitos, hay una ambivalencia que parece
dejar a este tipo de creadores en una tierra de nadie. Glazunov, como
Rachmaninov o Scriabin, heredaban una tradición ambigua; por una parte, el
legado del nacionalismo de Los Cinco, y por otro, el europeismo y el gusto por
la forma que surgía de Glinka y alcanzaba cotas de máxima altura con
Chaikovski.
Glazunov se convirtió pronto (fue un músico de talento precoz) en
alumno favorito de Kimski-Korsakov y ya en 1889 colaboró en la conclusión y
orquestación de obras clave de Borodin, como El príncipe Igor y las Danzas
Polovsianas. En 1899 fue nombrado Director del Conservatorio de San
Petersburgo, que conservó hasta 1917, con un corto periodo de renuncia tras
los acontecimientos revolucionarios de 1905.
Su gusto por la forma clásica, la tradición europea vinculada a
Chaikovski y una retórica convencional no muy alejada del eslavismo melódico,
lo convirtió en blanco de la crítica de los jóvenes, Prokofiev o Stravinsky. Pero
tampoco fueron mejores las relaciones con contemporáneos mucho más afines
a sus postulados expresivos, así, Rachmaninov, a quien dirigió el estreno de su
Primera sinfonía, llegaba a declarar: “No siente nada cuando dirige. Hasta
parece como si no comprendiese nada.”
Al margen de su peripecia vital, compleja y difícil, su música ha sido
considerada
durante
mucho
tiempo
como
algo
epigonal.
Solo
muy
recientemente se han recuperado sus nueve sinfonías y el resto de su
abundante producción se reproduce con lentitud y dificultad.
El Concierto para violín en la menor, op. 82, está fechado en 1905 según
algunas fuentes, otras lo hacen retroceder uno o dos años antes. En todo caso
se encuentra ubicado en un periodo intenso de su producción, la Sinfonía
número 7 esta compuesta entre 1902-03 y la número 8 en 1905-06. Es curioso
que Glazunov solo compusiera nueve sinfonías y un único concierto para violín,
como
si
la
superstición
beethoveniana
fuera
límite
infranqueable;
especialmente para alguien tan prolífico que tiene catalogadas 110 obras y que
su vida se prolongó más allá de los setenta años.
En lo que respecta al Concierto para violín, la referencia fundamental es
Chaikovski, de él bebe el aliento melódico, la retórica formal y ese
inconfundible eslavismo que no renuncia a las estructuras clásicas. No es una
mala referencia, desde luego, pero el siglo XX ha sido inmisericorde con todo lo
que oliera a epigonismo. Sin embargo, la escasa producción de grandes obras
para el violín solista en confrontación con la orquesta ha obrado en su favor y
han sido numerosos los solistas que han hecho suya esta obra.
Ahora, pasado más de un siglo de su circunstancia histórica, esta obra
tiene otro aliento. El aroma a Chaikovski, y en especial a su Concierto para
violín, no es una rémora en absoluto. Glazunov se nos muestra como un
maestro consumado de la escritura violinística de alta escuela y los registros de
escritura clásicos no son un secreto para él.
Los tres movimientos de la obra rinden homenaje a una tradición que,
por otra parte no es tan extensa (Beethoven, Mendelssohn, Brahms,
Chaikovski y los que, a partir del siglo XX, ya serían contemporáneos o
posteriores al propio Glazunov).
El primer movimiento es un Moderato que apuesta por la cantinela y el
lirismo con algunos temas que parecen reclamar la primogenitura de los de
Chaikovski con vehemencia. Es un movimiento de sonata (¿alguien podría
dudarlo?) muy bien articulado y orquestado que hace de la calma expresiva un
trampolín para empalmarse con el segundo movimiento, un Andante más
extenso que se inicia con un tema que casi es cita de alguno de los del
Concierto de Chaikovski. La Cadenza con que concluye este movimiento
central es virtuosa, como corresponde, pero con un control de la pirotecnia a
favor de la unidad de estilo y de expresión, algo que redunda a favor de la
coherencia de la obra entera.
El tercer movimiento entra en el Allegro con presteza chaikovskiana; es
una cantinela en tempo ternario que oscila entre el clima festivo y la fanfarria
militar. La figuración parece evocar casi el clima de baile de una giga y se
convierte en soporte de un virtuosismo jovial y muy idiomático para el violín: las
dobles cuerdas evocan algo del violín popular y parece que el asueto
campesino no está lejos. Como corresponde a la tradición, se trata de un
Rondó que hace circular la música con fluidez y seguridad.
La concatenación de movimientos y la no muy larga extensión de la obra
(alrededor de los 20 minutos) han llevado a interpretarla como un único
movimiento sin interrupción, lo que le proporciona un extra de coherencia. En
suma, se trata de una obra que gana con los años, al dejar cada vez más atrás
cualquier polémica sobre lo conservador y lo original, el espectador actual se
encuentra con una obra muy bien construida, sólida, de un eslavismo atractivo
al que le favorece el parentesco chaikovskiano y, en gran medida, contundente.
Suficiente para que gane enteros en el no muy numeroso canon de conciertos
para violín y orquesta que el uso de la literatura musical actual necesita.
Ludwig van Beethoven
Sinfonía nº 7, en La mayor, op. 92
La Sinfonía nº 7, junto a su hermana querida, la Sinfonía nº 8, se sitúan
en un lugar muy especial en la producción del compositor de Bonn. Su
producción musical se había atenuado en esos años marcados por las guerras
napoleónicas. La anterior sinfonía, la “Pastoral”, había sido creada en 1808, la
última, la Novena, no llegaría antes de una década después, aunque algunos
citan algunos bocetos de la “Coral” en 1812. Si esto es así, coincidiría con la
afirmación del propio Beethoven, que escribe en mayo de 1812 a Breitkopf y
Härtel, los editores: “Escribo tres nuevas sinfonías, de las que una está casi
terminada [la Séptima], pero en la cloaca en que nos encontramos todo está
casi perdido; ¡procuraremos tan solo que no me pierda yo mismo por
completo!”
Es sabido que la Séptima y la Octava fueron concebidas casi a la vez y
concluidas de manera sucesiva. Así que, si es cierto que había una tercera en
1812, ¿por qué no sería el borrador de la Novena que, no obstante, durmió
más de seis años?
La cloaca de la que habla Beethoven solo podía ser la situación política
y militar de esos años terminales del Imperio Napoleónico. Pero había otros
acontecimientos que conmocionaban al compositor en esos momentos: Su
esfuerzo, quizá final, por encontrar una relación amorosa estable se encuentran
en su auge y va a alcanzar el clímax con el episodio de la “Amada inmortal”, del
que la celebérrima carta del verano de 1812 es consumación y va a traer de
cabeza a muchas y variadas generaciones de estudiosos respecto a la
identidad de la misteriosa dama. Lo que sí parece fuera de cualquier duda es
que se trata del último gran intento del músico por encontrar un amor a la altura
de su compleja personalidad. El enésimo fiasco terminaría por convencer a
Beethoven de que solo una “gloriosa” soledad iba a ser su compañera inmortal.
Y sus problemas de salud y, particularmente, de su oído, serían acompañantes
fieles de esa crisis. Todo ello hace difícil enmarcar, al modo en que le ha
gustado hacer a los biógrafos, el espíritu y las intenciones de esas sinfonías
hermanas en las tortuosas peripecias vitales de Beethoven.
¿De dónde sale esa alegría y esa solemne ceremonia de la vivacidad,
representada en la Séptima? Críticos, colegas y estudiosos no han parado de
preguntárselo. Belioz hablaba de una “ronda de campesinos” en el primer
movimiento, Noel veía en ella un “festival de caballeros” y Oulibicheff sostenía
que se trataba de la “mascarada o la diversión de una multitud embriagada de
alegría y vino; para A. B. Marx se trataba de “la boda o la celebración festiva de
un pueblo Guerrero”, y más próximo a nuestros días, Bekker la calificó de
“orgía báquica”. Para Ernest Newman, se trata de un “movimiento ascendente
de un enérgico impulso dionisíaco, una divina embriaguez del espíritu”.
(Maynard Solomon).
Es conocido el comentario de Wagner que decía de ellas: “Su efecto
sobre el oyente es precisamente la emancipación respecto de toda culpa, del
mismo modo que el efecto ulterior es el sentimiento del Paraíso perdido, con el
que retornamos al mundo de los fenómenos.” El propio Wagner dejaría una
definición para la historia: “La apoteosis de la danza”, dijo sobre la Séptima.
Walter Riezler, en su biografía de compositor, se refiere a ambas sinfonías
diciendo que “no estaban destinadas a luchar y a conquistar un poder hostil”.
El siglo XX, no obstante, ha enfatizado la potencia puramente abstracta
de estas sinfonías, particularmente de la Séptima. A modo de pionero, el gran
crítico formalista Eduard Hanslick, ese mismo en el que muchos ven a la figura
parodiada por Wagner como el desagradable Beckmeser, hablaba de “una
forma que hablaba por la intermediación de los sonidos.”
Quizá, cada generación y cada época oiga cosas propias en este
formidable fresco de la vitalidad y la energía. En todo caso, dice cosas que solo
se pueden decir con música y siempre resulta banal traducirlas.
La Séptima sinfonía (como la Octava), no tiene propiamente un tiempo
lento, con la excepción de la introducción Poco sostenuto, que enseguida dará
paso a un Vivace. Y después, sin solución de continuidad, llegará un Allegretto,
un Presto y un Allegro con brio, todo ello en una obra de más de cuarenta
minutos. Tal alarde de energía ha convertido a esta Séptima en una de las
favoritas del público. Y esto fue así desde su mismo estreno, acaecido en
Viena el 8 de diciembre de 1813 en un concierto organizado por Maelzel (hoy
apenas conocido por la invención del metrónomo) y dirigido por el propio
Beethoven. En el mismo concierto se interpretó La batalla de Vitoria, op. 91,
dando con ello un tinte anti-napoleónico claro y triunfal, ya que todo el acto
estaba dedicado a los soldados heridos en la batalla de Hanau. En los efectos
bélicos de La batalla de Vitoria se contaba con refuerzos muy significativos, así,
por ejemplo, Salieri y Hummel manejaban los cañones, mientras que
Meyerbeer tocaba el bombo. La partitura, publicada en 1816, estaba dedicada
al conde Moritz von Fries.
Pese al enorme éxito alcanzado, tuvo también sus detractores, Wieck,
padre de Clara Schumann, la escucharía en Leipzig en 1816 y la encontraría
como “la obra de un borracho”, y el más delicado Carl Maria von Weber
afirmaría que “Beethoven está maduro para las pequeñas cosas.” El tiempo ha
decidido de manera diferente.
Jorge Fernández Guerra
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