KARL BAR TH REFLEXIONES SOBRE EL CONCILIO VATICANO II " ¡Dios está en el cielo y tú en la tierra! La relación de 'este' Dios con `este' hombre, la relación de `este' hombre con `este' Dios es para mía la vez el tema de la Biblia y la suma de la filosofía. Los filósofos llaman origen a esta `crisis' del conocimiento humano. Es en esta encrucijada donde la Biblia encuentra a Jesucristo". Estas palabras del joven Barth en el prefacio de la 2ª edición de su famoso comentario a la carta a los romanos (1924) demuestran cómo desde el comienzo de su itinerario teológico era central en su fe y en su teología la persona de Jesucristo. Por esto, haciendo una aplicación del viejo dicho latino, podemos afirmar del gran teólogo evangélico que nada cristianó le era ajeno. Tampoco, naturalmente, el Concilio. No es, pues dé extrañar que justamente sobre el Concilio hiciese Barth unas confidencias al entonces Presidente del Consejo Mundial de la Iglesias. Fue él, W.A. Vissert Hooft, quien le pidió que hiciese públicas sus reflexiones. El artículo, que responde a esa petición, es uno de los más vigorosos y apasionados que se escribieron durante y sobre el Concilio. En él Barth da rienda suelta a las inquietudes que le atormentaban en aquel momento histórico. Thoughts on the Second Vatican Council, The Ecumenical Review,15 (1963) 357-367. Presencia de "observadores" S i no lo he entendido mal, el interés de Ginebra se centra ahora en saber hasta qué punto y de qué forma el resultado del Concilio puede llevar a una apertura mayor y al diálogo de Roma con el resto de la cristiandad. Se trata de un interés legítimo que el propio Juan XXIII se ha encargado de estimular al invitar a "observadores"* del Consejo Mundial y también de algunas de las más importantes Iglesias no-romanas. El mismo Papa, en una recepción celebrada en el Vaticano, quiso colocarse ostensiblemente en medio de dichos `observadores', a los cuales se les proporciona toda la documentación confidencial, a la que sólo los miembros del Concilio tienen acceso. En la Basílica de san Pedro, los oradores se dirigen a ellos como dilectissimi (amadísimos) observadores y fuera de ése escenario, tanto individualmente como en grupos, se les consulta y se les pide su punto de vista sobre los temas tratados. ¡Qué innovaciones! ¡Magnífico comienzo de los contactos entre Roma y los representantes de las otras confesiones cristianas que, sin estarle subordinadas, quieren también ser "católicas"! Todo ello invita a pensar que vale la pena continuar semejantes contactos. Sin embargo, no me parece justo mirar el acontecimiento del Concilio y valorarlo primariamente por no decir exclusivamente desde ese punto de vista. Y esto por dos razones. Primera razón ¿No se infravalora, de esta manera, el significado que posee, sin duda, el Concilio para la misma Iglesia romana? Esto nos lo hemos repetido con frecuencia y, no obstante, todavía no estamos convencidos del todo. La tarea del Concilio consiste en la propia interna renovación de la Iglesia, que debe realizarse contando con el entorno, tanto KARL BAR TH cristiano como no-cristiano. Su meta, señalada por el Papa en sus primeros anuncios, es el desarrollo de su propio esplendor, desarrollo en cierto sentido kerigmático, contemporáneo, que invita al entorno cristiano y no-cristiano a la paz y a la unidad. Para alcanzar esta meta, la Iglesia ha de hacerse con una imagen completa y exacta de su entorno inmediato o cristiano, que incluye una clara imagen de sí misma. Esta intención, sin haberla dejado patente en otras etapas de su historia, se trasluce claramente ahora en la relación con las otras Iglesias promovida por el Card. Bea1 y sus colaboradores. Si la intención siguiese siendo ésta, también dicha relación deberá continuarse e incluso profundizarse y estrecharse tras el Concilio. Por lo que a nosotros concierne, el Concilio fue convocado, no para iniciar ningún tipo de negociaciones, sino para conocernos mejor, para presentarnos la verdadera esencia de la Iglesia romana y así impresionarnos, en el mejor sentido de la palabra. Y tras el Concilio el planteamiento no cambiará. ¿No se elude este hecho cuando se piensa que la Iglesia romana. tiene un interés independiente y primario en iniciar y fomentar esos contactos? ¿Estamos acertados cuando en el Concilio nos lanzamos a esos contactos a nivel de conversación, con el único objetivo de saber si Roma nos va a aceptar esa o aquella sugerencia? (Porque eso se ha dicho). Cierto que tampoco . hay que ignorar el hecho de que Roma, sin que se no te, puede haber aprendido de nosotros y quiera seguir haciéndolo. La Iglesia -también la no-romana- ha hecho siempre bien en aprender, más que menos, de sus herejes y cismáticos. Pero tampoco podemos olvidar que la Roma papal y conciliar centra actualmente sus esfuerzos en la renovación de su propia casa y que sólo por esto está interesada, periférica y eventualmente, en aceptarnos como interlocutores. (Este solo hecho podría ser positivamente significativo y ejemplar para nosotros). Esta es la primera reserva que hago: esta concentración en la cuestión de los contactos y de la comunicación entre Roma y nosotros muestra una falta de realismo respecto al objetivo "ecuménico" en sentido romano que Roma persigue con el Concilio. Segunda razón Mi segunda reserva va más allá. La concentración en esta cuestión me parece demasiado formal para ser realística. El corresponsal en Roma de un diario alemán, lleno de entusiasmo, exageró un poco cuando' se refirió a un "soplo realmente temperamental del Espíritu Santo" durante la primera sesión. Pero nosotros podemos y debemos admitir que algo se mueve en Roma, que actualmente tiene lugar allí un movimiento espiritual, con cuya posibilidad no se` contaba cincuenta años atrás. Es este movimiento el que reclamaba una renovación y el que hizo posible el V II: Me pregunto si esto no es más importante y decisivo, y si no es a esto y no a la formalidad de unos futuros contactos a lo que hemos de dirigir toda nuestra atención. ¿Qué implica esto? El viejo ejemplar de los Evangelios que preside las sesiones conciliares ¿no es más que una pieza necesaria de una escenificación litúrgica? Lo que ese hombre extraordinario, Angelo Roncalli, emprendió como Papa, y lo que la mayoría del Concilio se propuso en la primera sesión ¿no fue una dinámica de renovación en clave evangélica? ¿Nos imaginábamos que desde mucho tiempo atrás amplios círculos de la Iglesia romana -no sólo clericales- leían asidua y fructuosamente la Biblia? Pues esto es lo que dejó en claro su acuerdo preliminar sobre "Escritura y Tradición". ¿No nos habíamos anclado en las problemáticas fórmulas de Trento, como si esto preocupase KARL BAR TH a unos teólogos que de hecho se estaban dedicando a la exégesis científica? ¿No habíamos confiado demasiado en el poder de fermento de la Palabra de la Escritura, que después de todo actuaba con toda su fuerza en el misal y en el breviario romano? ¿O eran los elementos extraños que nos salían allí al paso lo que nos causaba confusión? Pero con esta presencia de las Escrituras proféticas y apostólicas ¿no se había metido ineludiblemente Jesucristo en el corazón de la fe de los católicos y en el pensamiento de sus teólogos, que era justo el espacio más cuestionado por el desarrollo desalentador de los dogmas marianos? Y como resultado ¿no se nos ofrecían sorprendentes interpretaciones de la problemática propia del siglo XVI, referente a los binomios voluntad divina- libertad humana, fe-obras, interpretaciones que explicaban de una manera sumamente interesante, o incluso superaban, la doctrina tridentina de la justificación y la doctrina sobre razón y revelación del V I? ¿Podemos seguir ignorando que la predicación católica es más elaborada y más seria de lo que suponíamos, y de que en esto nada más con abrir la radio y comparar con programas protestantes nos llevaríamos grandes sorpresas? ¿No hace ya mucho tiempo que una liturgia renovada ha fomentado la participación de los fieles y que con la reforma conciliar esto se va a notar incluso en los nuevos diseños y en la estructura y disposición de los templos católicos? Cierto que tampoco hay por qué sobrevalorar la magnitud del renacimiento espiritual que apunta en todo esto, y que hay que estar preparado para un siempre posible bloqueo e incluso vuelta atrás. Todo es aún muy imperfecto y poco claro para nosotros y puede seguir así largo tiempo, acaso hasta la segunda venida de Cristo. No hay razón para soñar pensando que los católicos se volverán "evangélicos" en nuestro sentido, ni mañana, ni pasado mañana, ni nunca. El hecho de que, iniciándose enteramente en el ámbito de la Iglesia romana y llevando la impronta de sus decretos, este movimiento haya producido en el Concilio ciertas explosiones junto a la real o supuesta tumba de Pedro, explosiones cuyos efectos no resultará fácil anular, este hecho por sí solo le confiere su significado más relevante para nosotros. Por supuesto que el dogma mariano con su extemporáneo desarrollo está ahí, con su peligrosa referencia a la esencia y a la función de la Iglesia. El Papa actual no se propone, al parecer, dar nue vos pasos en ese desarrollo. Pero tampoco toma en consideración su revocación, ni siquiera parcial. Y en el mismo punto de partida, cerrando el paso, se yergue el dogma, proclamado en el v. I, del primado del romano Pontífice, como sucesor de Pedro, y de su infalibilidad, cuando habla ex cathedra en materia de fe y costumbres (con o sin el consentimiento de los otros obispos y de la Iglesia entera). Y en torno al Papa, como cercándole, la curia con todo su despliegue de fuerzas. Sin embargo, respecto a esos dogmas, se nota recientemente una flexibilidad entre los católicos, especialmente entre los teólogos, gracias a la cual se pone un mayor o menor acento en distintas decisiones de épocas anteriores. Hay también un notable progreso en interpretarlas subsiguientemente in meliorem -mejorándolas- o incluso in optimam partem -optimizándolas- o sea, como "evangélicas" (dentro de los límites de su carácter eclesiástico especial). Esperemos y veamos si estos intentos resultan, si estos enormes obstáculos que nos barran el paso y que el movimiento conciliar aún no ha logrado atajar se nos presentan de una forma viable- más inocentes, menos indignantes-, aunque no sea posible todavía pasar sin tropiezos. KARL BAR TH ¿Carece de sentido, el hecho de que la única ocasión en que Juan XXIII hizo uso de su singular autoridad durante la primera sesión fue precisamente para incluir en el canon de la misa a san José, la figura bíblica cuyo especial carácter en relación con el Hijo de María se encuentra solamente en su constante y claro papel de testigo? ¿Qué es la Iglesia, si ese testigo es además su "protector"? La imagen resultante no es la de una Reina del cielo resplandeciente, sino la de un humano padre-custodio, que queda en un segundo plano por su carácter de siervo. No pretendo que esta fuese la idea del Papa. Pero sí que expresó de hecho (¿infaliblemente?) algo que va en esta dirección: No es de extrañar que la "curia" haya constatado una pérdida de terreno durante la primera sesión. Un miembro de la misma se refirió a esa pérdida de dominio como a su "martirio". La propuesta Lo que yo sugiero es que deberíamos dirigir nuestra atención predominantemente a lo que apunta como un movimiento de renovación dentro de la Iglesia romana. En último análisis, Roma y las Iglesias no-romanas no son grupos estáticos de poder, reconcentrados en sí y dedicados a conservar sus posesiones y a multiplicar su prestigio y su influencia. Ambas tienen como objetivo final la unidad de todos los cristianos La verdadera cuestión de fondo no, es para ellas la colaboración de las instituciones y la diferencia de doctrinas, sino ese movimiento dinámico: Están emplazadas a dar atención :mutua a este movimiento. Y la situación actual se resume en el hecho de que, para un cambio, nosotros, cristianos no-romanos, somos los. más cuestionados. Cierto: no se nos pregunta si podríamos, deberíamos o querríamos hacernos "católicos", pero se quiere saber si, a la vista de lo que allí se mueve, hay algo aquí, en nuestra Iglesia, que se ponga en marcha. No se trata sólo de preservar la tan socorrida "herencia de la reforma" y fomentar nuestras propias costumbres y tradiciones, y ni siquiera de promover toda clase de debates del día, cuestiones de interés e iniciativas, sino .de experimentar una sacudida ` hasta las mismas raíces y de sacar fruto de ello. ¿Tenemos idea de qué será esa crisis de los fundamentos y qué consecuencias traerá? ¿Fue a esa crisis a la que se debió, por ejemplo, la asamblea de Nueva Delhi (que por sí sola merece ya ser tomada muy en serio)? ¿Es imaginable una crisis como ésa en la Iglesia ortodoxa? ¿Y es que hoy en Europa occidental existimos como ecclesiae semper reformandae (iglesias en perpetua reforma)? ¿O no hay entre nosotros demasiados movimientos que no se han movido lo más mínimo? Así, por ejemplo; la Iglesia evangélica alemana, tras un breve despertar durante los años de lucha contra el nacismo, quedó sumida en una parálisis espiritual tan profunda que ahora -en contraste con lo que sucede en san Pedro de Roma- los elementos "progresistas" forman una minoría que ha sido puesta contra el muro. ¿No nos falta a nosotros, teólogos no-romanos, la flexibilidad que caracteriza a muchos teólogos católicos, que además no excluye sino que incluye una dirección clara? ¿No existe entre nosotros una marcada aversión contra todo factor supuestamente perturbador? Y por añadidura ¿no hay un excesivo conformismo respecto a los poderes constituidos? ¿Y qué decir sobre el hecho de que la cristiandad norteamericana parezca incapaz de hacer frente al problema de la integración allí tan acuciante?¿Y del hecho de que el Sínodo holandés se haya quedado solo en su valiente postura frente al armamento nuclear? ¿G pretende alguien aducir los ejemplos en sentido contrario de las reuniones anuales, de las academias evangélicas y de las escaramuzas sobre desmitologización, hermenéutica y otras cosas por el estilo? ¿Y es que no hay :también Ottavianis2 no-romanos, incluso "protestantes", confesionales KARL BAR TH y liberales, episcopalianos y presbiterianos, eternamente optimistas y también eternamente trágicos? ¿Y no son éstos los que, hasta un cierto punto, determinan por doquier la apariencia de las Iglesias no-romanas? Si este es el caso, ¿con qué tipo de razonamiento y con qué lenguaje vamos a proponer la continuación del tan anhelado diálogo con los católicos? La preocupación Hay una idea que me atormenta. No creo que haya que atribuir necesariamente a una actitud reaccionaria, aunque ésta siempre nos acecha, el pensamiento de que, el "movimiento espiritual" que ha desembocado en el V. II no descansa sobre una base sólida. Pero ¿y si llegase un día en que Roma, sin dejar de ser Roma, nos dejase atrás en la carrera de renovar la Iglesia por medio de la palabra y el espíritu del Evangelio? ¿Y si acabásemos por descubrir que los últimos son los primeros y los primeros los últimos, y que la voz del buen Pastor, encuentra más eco allí que aquí? Una vez pregunté a Hans Küng si repetiría viva voce (en voz alta) lo que había expuesto en su libro sobre la justificación en caso de que un buen día llegase a ser Papa y él, rápido, contestó: "por supuesto". A esto sólo pude replicar que entonces me daba lástima el protestantismo. Porque en sus filas las tesis de su libro no habían alcanzado, ni con mucho, una aceptación general. Por consiguiente, los protestantes habrían de someterse a lo que él pensaba, y esto en un tema que afectaba a su fe íntima. La respuesta de Küng fue: "también esto sucedería". Dejemos ahora la cuestión de si esto sucedería o no. Lo que sí es bien posible es que nosotros tengamos más que aprender de Roma que Roma de nosotros. Entendámonos: aprender, no de su doctrina, ni de su liturgia e instituciones, sino del nuevo Espíritu que da vida y movimiento a esos huesos inertes. Cierto que en Amsterdam, Evanston y Nueva Delhi (Consejo Mundial de las Iglesias) se han dicho cosas magníficas sobre derechos humanos, conflictos raciales, minorías y refugiados, colonialismo y desarme, sobre todo atómico. Y esto antes de la encíclica de Pascua de Juan XXIII. Pero ¿por qué la voz de Roma produce en el mundo un impacto mucho mayor que la de Ginebra? ¿Sólo por el halo histórico y político que rodea a Roma? ¿No será que en las encíclicas las cosas no sólo se dicen, sino que además se proclaman, que por ellas la cristiandad y el mundo no sólo son informados, sino también emplazados, apelando sin miedo a la autoridad suprema de Dios, y que así no sólo se dan advertencias, sino también directrices? En directo: la encíclica posee más el carácter de mensaje que nuestras proclamaciones ecuménicas, aun a pesar de la referencia constante que hay en ella a la ley natural. Nosotros, sin tanto peso de ley natural, podríamos proclamar aún más libremente el Evangelio. Pero no veo que lo estemos haciendo. Y por esto me temo que,. en esta coyuntura decisiva, podemos quedar muy por detrás de esa Iglesia católica que recupera dinamismo. ¿Hemos de dar testimonio también de lo que Roma, por delante de nosotros, ha logrado en el conflicto Este-Oeste, tan importante para la paz del mundo? No hay todavía nada definitivo. Pero es preciso reconsiderar el hecho de que en todo el vasto horizonte surge la amenaza de un cambio de posiciones y de roles, un cambio a cuya luz nuestras críticas, por justificadas que sean, a los dogmas marianos y al magisterio infalible resultan de poca monta. Y esta es la cuestión de la que el órgano ejecutivo del Consejo Mundial debería ocuparse con mayor celo. KARL BAR TH Conclusión Nuestra plegaria para que la unidad de la Iglesia de Jesucristo se haga más visible ha de quedar completamente libre del pensamiento de que los hermanos que están separados de nosotros pueden llegar a ser "evangélicos" en nuestro sentido. ¿No podría nuestra plegaria expresar nuestra firme voluntad de que, a la `vista de lo qué parece ser allí el inicio de un movimiento de renovación é independientemente de su profundidad y de su futuro, algo nuevo pueda acontecer entre nosotros y surja una escucha más atenta de la Palabra de Dios entre nosotros? De nada servirían todas las plegarias a favor de la unidad de la Iglesia, si su significado central no fuese el de la oración Veni, Creator Spiritus. Y de nada nos serviría tampoco esta oración si la dijésemos mirando de reojo a los otros, en vez de tener la mirada puesta en nuestra propia vida eclesial, en la amarga miseria de toda nuestra existencia como Iglesia. Volvamos al comienzo. Si nosotros partiésemos de un supuesto distinto del que nos ofrece la invocación al Espíritu Santo dentro de nuestra atormentada Iglesia ¿qué sacaríamos de las conversaciones con los católicos? ¿cómo podrían ellos orientarse hacia esa unidad mundial -distinta- de la Iglesia? ¿Y no saldríamos avergonzados, si se diese el caso de que nuestros interlocutores supiesen mucho mejor que nosotros a lo que iban y pronunciasen el Veni Creator, no en vista de nuestra miseria, sino con la mirada puesta en los problemas de su propia Iglesia? Mírese por donde se mire, el camino hacia la unidad de la Iglesia pasa por la renovación. Pero renovación significa conversión. Y conversión, cambio: no cambio de los demás, sino de uno mismo. Así que, el problema planteado al Consejo Mundial por el Concilio es el de la conversión, el de la renovación de nuestras Iglesias. Y este, que es el problema primario, ¿no está por encima del secundario de la continuación de nuestras conversaciones? Esta es la cuestión candente (dirigida-no en último término- a nuestros "observadores"), que apunta a la conclusión del Concilio, pero que va más allá de ella. Notas: 1 En 1959 el antiguo Rector del Instituto Bíblico de Roma y profesor entonces del mismo fue promovido al cardenalato por Juan XXIII y puesto al frente del Secretariado para la Unión de los cristianos que acababa de ser creado, para llevar adelante los proyectos ecuménicos del Papa y del Concilio. 2 El Card Alfredo Ottaviani fue el prototipo del eclesiástico de curia. Nacido en Roma en 1890, ya en 1922 entra como "minutante" en la Secretaría de Estado, en la que de 1928 a 1936 ocupa el puesto de substituto. En 1936 es nombrado asesor del Santo Oficio y en 1953, al recibir la púrpura, pasa a ser su Secretario. Durante el Concilio y en su calidad de guardián de la ortodoxia, fue el máximo exponente del conservadurismo tal como indica el lema de su escudo cardenalicio: "Semper ideen" (siempre lo mismo). Tradujo y condensó: MARIO SALA