Tenciones Conceptales en el Liberalismo

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Tensiones conceptuales en el liberalismo y en el multiculturalismo
RAFAEL ESCUDERO ALDAY
Profesor Titular de Filosofía del Derecho,
Universidad Carlos III de Madrid
La primera impresión que se tiene tras la lectura de las páginas que preceden a
este comentario es que se está en presencia de dos autores que en líneas generales
coinciden en sus objetivos, aunque discrepen profundamente en los medios adecuados
para lograrlos. En efecto, tanto Ermanno Vitale como Daniel Bonilla buscan en sus
escritos la mejor forma de articular la necesidad de beneficiar a las personas que forman
parte de culturas, grupos o comunidades minoritarias tradicionalmente discriminadas.
En cambio, lo que sí es radicalmente diferente es la línea propuesta por cada uno de
ellos con respecto a los medios más convenientes a la hora de alcanzar tal propósito.
Con carácter introductorio, puede señalarse que Vitale considera que la mejor
forma de garantizar el pluralismo y la solidaridad con las personas más desfavorecidas,
entre las que suelen encontrarse los sujetos pertenecientes a minorías culturales, es la
extensión real y eficaz de los derechos fundamentales individuales; aquéllos que
provienen de la tradición liberal y democrática, y que conforman lo que hoy llamamos
el constitucionalismo. Por su parte, Bonilla advierte sobre la necesidad de establecer
mecanismos jurídicos que garanticen la persistencia de las comunidades minoritarias
ante la situación real de riesgo de desaparición, por un lado, y de discriminación, por
otro, en que se encuentran. Estas medidas, que deberían incluir instituciones de
autogobierno, políticas públicas de apoyo a la diferencia y derechos de titularidad
colectiva, pueden llegar incluso a limitar los derechos individuales de los miembros de
la comunidad en aras de un pretendido interés superior y colectivo.
A nadie puede extrañar que se afirme en estas líneas que las propuestas
normativas que ambos autores señalan son directamente dependientes de sus esquemas
conceptuales. Parece claro que las propuestas sobre la regulación de todo lo que tiene
que ver con la llamada diversidad cultural traen causa de la concepción filosóficopolítica que se tenga sobre la misma y sobre los conceptos que la rodean. Como en
tantos otros temas, aquí el producto jurídico no es más que el resultante de una opción
político-moral subyacente.
1
Entonces, el objeto del presente comentario no es otro que mostrar algunas de
las tensiones que se presentan tras las opciones conceptuales y filosóficas seguidas por
ambos autores. Tensiones que hacen surgir a la luz ciertos problemas a la hora de
concretar –y, sobre todo, justificar– las propuestas jurídicas que plantean en sus propios
textos.
1. Primera tensión: el concepto de cultura
Resulta curioso que a pesar de sus notables diferencias teóricas ambos autores
hayan optado por enmarcar la cuestión utilizando un mismo concepto de cultura: el
presentado por Will Kymlicka. En su opinión, por cultura se entiende «una comunidad
intergeneracional que ocupa u ocupó un territorio y que comparte un lenguaje y una
historia específica». A los efectos que ahora atañen, el elemento decisivo es que la
integración en esa comunidad «proporciona a sus miembros unas formas de vida
significativas a través de todo un abanico de acciones humanas –incluyendo la vida
social, educativa, religiosa, de ocio, económica, etc.– y abarcando las esferas pública y
privada» 1 .
La cultura, definida así como una comunidad de sujetos, configura y dota a sus
integrantes de una cosmovisión –utilizando el término empleado por Vitale– y, por
consiguiente, de una forma de actuar en la realidad. Ésta es la definición asumida por
aquellos autores que, con mayor o menor intensidad, se adhieren al llamado
multiculturalismo. Y es también la definición con la que se juega a la hora de reclamar
instrumentos jurídicos para la protección de las distintas culturas. Dado que la
definición se realiza en términos de grupo, parece lógico situar como objeto central de
protección el propio grupo y su especificidad. Éste proporciona al individuo que
pertenece al mismo un referente vital, un modo de vida y, por tanto, una identidad
cultural. Por ello, porque suministran y ponen a disposición “modos de vida” a quienes
a ellos se adscriben, los grupos son relevantes en la construcción de la identidad de las
personas.
No obstante lo anterior, también existe otra perspectiva a través de la que
aproximarse a la idea de cultura. En efecto, por cultura puede asimismo entenderse el
conjunto de principios, valores, prácticas y creencias -es decir, de modos de vida- que
1
Véase Will KYMLICKA, Ciudadanía multicultural: una teoría liberal de los derechos de las minorías,
Barcelona, Paidós, 2006, p. 36.
2
contribuyen a formar la identidad de un sujeto 2 . Es, en definitiva, todo lo que le lleva a
ser y comportarse como tal. Piénsese por ejemplo en aquello que tiene que ver con la
moral y la ideología, la religión y el culto, la educación y la lengua, las prácticas y usos
sociales, la configuración del matrimonio, los modelos de familia, y así hasta un largo
etcétera. Todo ello formaría parte de la cultura de un sujeto y encajaría perfectamente en
ese mandato de protección que se incluye hoy en textos jurídicos del más alto nivel
jerárquico.
Aceptar la existencia de estas dos formas de definir la cultura plantea en
principio una tensión en el interior de la propuesta teórica de cada autor. Frente a la
pretensión liberal –encarnada en el texto de Vitale– de considerar al individuo como la
única entidad moral y jurídicamente relevante, cabría alegar la relevancia del grupo en
cuanto conformador de la identidad del sujeto. En efecto, los grupos alcanzan tanta
intensidad que un individuo puede considerar la propia pertenencia al colectivo como un
rasgo distintivo de su identidad 3 . De este modo, y siguiendo una perspectiva liberal
universalista, los grupos también serían merecedores de protección por el Estado en la
medida en que contribuyen a forjar la libre personalidad del sujeto. Es más, la
protección se torna necesaria e imprescindible cuando la comunidad –que, recuérdese,
es la que dota al sujeto de una forma de vida significativa– no puede hacerlo porque no
es reconocida como tal, no puede desplegar toda su potencialidad “informadora” o
carece de los recursos (económicos, sociales o institucionales) necesarios para
proporcionar a sus miembros un “lugar común”.
En definitiva, la protección resulta obligada en estos casos para que de este
modo la comunidad en cuestión pueda competir por igual con el resto de las
comunidades, es decir, con otros modelos de vida. Serían entonces necesarios los
mecanismos de protección de la comunidad –considerada en sí misma como portadora
de una cosmovisión– para garantizar la libertad y dignidad de sus miembros. De lo
contrario, la identidad de sus integrantes quedaría seriamente perjudicada. Esta última
afirmación también parece clara: la autonomía moral de un individuo sólo podrá
alcanzarse en un contexto de pujanza de su grupo o de la cultura en la que se halla
2
Se trata de la definición de cultura que ofrece Seyla BENHABIB, Las reivindicaciones de la cultura.
Igualdad y diversidad en la era global, Buenos Aires, Katz Editores, 2006, p. 27.
3
El propio Daniel Bonilla advierte en su texto sobre la relevancia que el concepto de cultura puede
adquirir también para las propias pretensiones teóricas del liberalismo. Véase, a modo de ejemplo, el libro
de Albert CALSAMIGLIA, Cuestiones de lealtad. Límites del liberalismo: corrupción, nacionalismo y
multiculturalismo, Barcelona, Paidós, 2000.
3
inmerso 4 . La reclamación se basaría entonces en desarrollar instrumentos jurídicos que
posibiliten el desarrollo de los grupos minoritarios, de manera que sus “diversidades” no
conviertan a sus miembros en inferiores con respecto a los que pertenecen a los grupos
mayoritarios.
Ahora bien, lo dicho sobre las dos formas de articular un concepto de cultura
afecta no sólo al planteamiento de Vitale, sino también al de Bonilla. En opinión de este
autor, la protección de las culturas requiere el reconocimiento de derechos para las
propias comunidades, entendidas éstas como sujetos colectivos. Hasta aquí no parece
haber problema alguno. No obstante, si se acepta la segunda definición de cultura
anteriormente presentada, entonces todos los elementos que de forma significativa
contribuyen a conformar la identidad de una persona resultarían especialmente
merecedores de protección. Todos ellos forman parte de su cultura y, consecuentemente,
todos ellos conforman su identidad, de manera que el individuo no podrá desarrollar ni
su personalidad ni su propio plan de vida si alguno de ellos falta, no es reconocido o no
es suficientemente protegido por el sistema jurídico.
Situados en este punto, la reclamación a satisfacer no consistiría en derechos
colectivos, sino más bien en desarrollar la protección de los derechos individuales
vinculados al libre desarrollo de la personalidad de cada sujeto. Entonces, podría
alegarse que tan importante para forjar la identidad del sujeto sería la capacidad de
autogobierno de su grupo como la posibilidad de ejercer su libre opción religiosa. No
habría razones excluyentes para proteger la primera y no la segunda. De ahí que no sólo
la Corte Constitucional colombiana, sino los propios defensores del multiculturalismo,
encuentren dificultades a la hora de justificar unas preferencias frente a otras.
2. Segunda tensión: la definición de grupo culturalmente protegible
El discurso de la cultura se suele plantear como un discurso de grupos. Así lo
hacen también tanto Bonilla como Vitale, quienes vuelven a coincidir al abordar la
cuestión desde un similar punto de partida. Ahora bien, pronto se aprecia su profunda
discrepancia a la hora de considerar la relevancia del grupo en cuanto sujeto colectivo.
Con ello, ambos autores no hacen otra cosa que reproducir una de las polémicas
centrales en el debate entre liberales y multiculturalistas: el concepto de grupo
4
Véase esta afirmación en Joseph RAZ, “Multiculturalism”, Ratio Iuris, vol. 11, n. 3, 1998, p. 197.
4
culturalmente protegible. Y, por tanto, resulta lógico que se les presenten los mismos
problemas que están hoy en discusión.
La tensión a la que ha de enfrentarse la propuesta de Bonilla tiene que ver con la
propia definición de la condición de grupo “culturalmente protegible”. Sobre este punto
se plantea una seria duda con respecto a cuáles son las características que debe reunir un
grupo para considerar que éste ofrece una propuesta de identidad cultural –es decir, un
modelo de vida, creencias y conductas– a los sujetos que a él pertenecen. Se duda, pues,
sobre cuándo estamos hablando de un grupo culturalmente relevante. Y se hace, incluso,
desde la propia perspectiva del multiculturalismo. En efecto, si bien parece haber
acuerdo en cuanto a que los grupos basados en elementos tales como hablar la misma
lengua, profesar un mismo culto religioso o pertenecer a la misma etnia sí configuran
una particular identidad cultural –el caso parece claro en cuanto a los indígenas se
refiere–, la respuesta no es tan unánime cuando se está delante de grupos basados en
elementos comunes tales como el género, la clase social o la propia condición de
inmigrante.
Para resolver esta cuestión, de escasa o nula utilidad resulta acudir a las
numerosas tipologías y clasificaciones al uso 5 . En efecto, a veces la diferencia entre
ellas es tan grande que parece que más bien el criterio clasificatorio se adopta en
función de los intereses de los autores que los toman en consideración. Así por ejemplo,
no es usual que quienes reivindican el reconocimiento de la diversidad y pluralidad
identitaria incluyan la clase social entre uno de los grupos a tener en cuenta a la hora de
ser protegidos desde esta perspectiva. No obstante, parecería difícil excluir este
elemento a la hora de detectar los rasgos que definen la identidad de un sujeto. Por
ejemplo, durante gran parte del siglo XX la pertenencia a la clase social llamada
proletariado fue sentida por no pocas personas como una particular forma de entender la
vida y el mundo basada en valores como la solidaridad y la austeridad, entre otros.
Entonces, la pregunta a la que los cultivadores de este discurso tendrían que dar
una respuesta convincente es la siguiente: ¿cuáles son los elementos que confirman la
identidad de un grupo y que, a su vez, configuran la identidad de sus propios miembros?
5
Quizá resulte más útil realizar una clasificación en función de los objetivos que busca cada grupo en el
terreno jurídico-político. En este sentido Neus Torbisco atribuye a las minorías nacionales una
reivindicación política de la que carecen los grupos de base étnica o los vinculados al fenómeno de la
inmigración. Véase Neus TORBISCO, Group Rights as Human Rights. A Liberal Approach to
Multiculturalism, Springer, Dordrecht, 2006, p. 14. No obstante, en ocasiones ambas perspectivas se
mezclan. Es, por ejemplo, el caso de los árabes que habitan en el Estado de Israel. Se trata de una minoría
étnica que reivindica derechos de carácter político, dada la situación de discriminación en la que se
encuentran en dicho Estado.
5
La respuesta que suele ofrecerse por los autores proclives a aceptar las tesis del
multiculturalismo se basa en la nota de la involuntariedad. Así, los grupos relevantes
son aquellos en los que la pertenencia del sujeto al mismo se produce por razones
involuntarias o de nacimiento. Con independencia de que se acepte o no tal criterio
clasificatorio, tampoco parece que su uso se extienda a todos los grupos que así se
forman: autores como Kymlicka hablan de minorías nacionales, minorías étnicas y
grupos religiosos, pero no incluyen en esta clasificación otros colectivos que se forman
por razones también involuntarias. Es el caso de las mujeres o de las personas
discapacitadas, por citar algunos ejemplos. No se explican muy bien las razones por las
que estos grupos –en algunos casos, seriamente discriminados– no entran a formar parte
de los colectivos “tocados por la varita” del multiculturalismo. Y parece fuera de dudas
que la pertenencia a estos colectivos también “marca” culturalmente a sus integrantes.
Ligada a esta tensión se presenta la siguiente: ¿cabe pertenecer a más de un
grupo? Si se opta por una respuesta positiva, entonces aparece una nueva cuestión
problemática: la pertenencia simultánea a diferentes colectivos o grupos, ¿puede
determinar también la identidad cultural del sujeto? Parece que la respuesta ha de ser lo
más amplia y dinámica posible. Son diversos los factores que construyen al sujeto y
éstos pueden provenir de culturas y grupos diferentes. El innegable mestizaje que se
produce en la formación de la identidad cultural es un dato positivo, en cuanto corta el
paso a cualquier formulación cerrada y excluyente de las culturas 6 . Más bien al
contrario, éstas son proclives a aceptar elementos y modelos que provienen de otras
culturas paralelas 7 . De la misma manera, los sujetos también están abiertos a asumir
elementos identitarios que pueden provenir de grupos o comunidades diferentes a
aquella en la que nacieron, construyéndose así identidades complejas a la vez que ricas.
Y, finalmente, aparece aquí una tercera tensión relacionada con todo lo anterior:
¿es posible configurar la identidad cultural al margen del grupo al que el sujeto,
voluntaria o involuntariamente, pertenece? Para el liberalismo, con independencia de
6
Entender que las personas somos “diversamente diferentes” porque pertenecemos a distintas
colectividades es, en opinión de Amartya SEN, la mejor forma de evitar la violencia que puede provocar
una forma de entender la identidad cerrada y excluyente. En su opinión, muchos de los conflictos
políticos y sociales que se desarrollan en la actualidad podrían minimizarse si cobrara fuerza la idea según
la cual cada colectividad a la que una persona pertenece –y puede pertenecer a varias, sin que ninguna de
ellas pueda ser considerada la única– le confiere una identidad particular. Lo contrario, lo que este autor
llama “la ilusión del destino”, impone un coste demasiado alto. Véase Amartya SEN, Identidad y
violencia. La ilusión del destino, Buenos Aires, Katz Editores, 2007, pp. 23-41.
7
Véase una propuesta de tratamiento de la diversidad cultural basada en esta concepción dinámica y
abierta de los grupos o entidades colectivas en Joaquín HERRERA FLORES, Los derechos humanos como
productos culturales. Crítica del humanismo abstracto, Madrid, Los Libros de la Catarata, 2005.
6
cuáles sean los condicionantes colectivos que afecten a un individuo, es éste y su
voluntad quien determina cuáles son los elementos que conforman su identidad y su
cultura. De ahí que pongan el acento en el mecanismo de los derechos individuales
como el instrumento adecuado para proteger las identidades y dar respuesta a las
reivindicaciones de ellas derivadas. Los derechos individuales se configuran
precisamente como una garantía de que el individuo pueda desarrollar su libre voluntad
al margen de condicionantes o presiones colectivas. Ahora bien, esta respuesta –que se
aprecia con claridad en el texto de Vitale– puede presentar algunos problemas.
En principio, conviene advertir que la respuesta liberal ha jugado con ventaja
durante mucho tiempo. Y ello porque ha presentado como universal un modelo que era
particular. Ha presentado como “neutral” un Estado que aparentemente no conforma
modelos de vida e identidades, sino que simplemente se limita a diseñar y proteger los
marcos generadores de convivencia, cuando en realidad se trata de un Estado que
respondía –y responde– al modo de vida del grupo hegemónico. Ciertamente, parece
difícil negar que el Estado y su Derecho recogen una identidad cultural construida a lo
largo de su historia: la del grupo mayoritario y sus valores, modos de vida, principios,
etc. Frente a esto, el éxito de la estrategia liberal radica en presentar como universal y
neutral este modelo de identidad que es particular y dependiente de un grupo, aunque
sea éste numéricamente mayoritario y, sobre todo, muy poderoso en cuanto a sus
medios y posibilidades. Y en este afán de universalizar lo que resulta ser particular
contar con el Derecho –y con todo lo que éste supone de imposición efectiva de
conductas y comportamientos– implica una cierta ventaja. El modelo de identidad que
el Derecho recoge y ampara es también una construcción cultural del grupo mayoritario
o hegemónico. El Derecho es, como se dice frecuentemente, una creación cultural de
dicho grupo 8 .
Por tanto, la identidad que se configura bajo el amparo de los modelos
institucionales liberales también es un particular producto cultural. Es el resultado de las
concepciones, creencias, ideologías y modos de vida de un grupo; claro que, en este
caso, ni minoritario ni en peligro. Pero, su apariencia de universalidad –reforzada por su
peso institucional y su carácter mayoritario– no debe ocultar el hecho de que se trata de
una opción entre otras tantas. Conviene insistir en este hecho, aunque sólo sea al objeto
de “desmontar” algunas falacias del pensamiento liberal; en concreto, la pretensión de
8
Véase un desarrollo de esta tesis del Derecho como producto cultural en Peter HÄBERLE, Teoría de la
constitución como ciencia de la cultura, Madrid, Tecnos, 2000.
7
excluir –o limitar– el importante papel que grupos o comunidades juegan en el discurso
sobre la formación de la identidad cultural por parte de los sujetos.
Además, en los últimos tiempos han acontecido muchos e importantes
fenómenos que han hecho saltar por los aires esta vieja pretensión de universalidad y
neutralidad. Procesos como las luchas de liberación nacional, la masiva inmigración e
incorporación de personas con identidades culturales bien diversas, la segregación
racial, la lucha por la igualdad de género o por los derechos de los homosexuales, las
diferencias religiosas o las fuertes reivindicaciones en materia lingüística, entre otros,
han puesto de relieve la pluralidad de fuentes culturales y de concepciones sobre la
identidad que existen a nuestro alrededor. Claro que el individuo es libre, sí, de
conformar su identidad, pero también es cierto que puede hacerlo mirando a diferentes
lugares, que no siempre le devolverán ni la misma imagen ni la imagen preponderante.
Sistemas jurídicos como el español muestra ejemplos más que suficientes para
probar esta particularidad disfrazada de “imparcialidad fomentadora del pluralismo”. El
tema de la enseñanza de la religión en los colegios públicos es uno de ellos. Si se enseña
la religión católica, entonces por aplicación del principio de igualdad ante la ley del art.
14 de la Constitución española deberían enseñarse también las demás. Similar
argumentación puede emplearse para el discutido asunto del uso del pañuelo en las
aulas por parte de niñas que profesan la religión musulmana. Si éste se prohíbe, también
deberían prohibirse aquellos símbolos católicos que se lucen de forma pública. Piénsese
también, por citar tan sólo dos ejemplos más, en la cuestión del día de descanso semanal
o en todo lo relacionado con la figura de la objeción de conciencia 9 . Muchas de estas
cuestiones ponen de manifiesto que la respuesta que se ofrece por los sistemas jurídicos
occidentales y liberales no es tan universal y neutral como aparenta.
3. Tercera tensión: los límites de la protección de la diversidad cultural
Sirva todo lo anterior para poner de manifiesto que también los derechos
individuales contribuyen a proteger la diversidad cultural. Una vez dicho esto, el
siguiente problema se presenta en relación con la fijación de los límites de esta
protección. En este sentido, Vitale entiende que la protección a los grupos a través de
9
Un elenco de estas cuestiones problemáticas a las que ha tenido que enfrentarse la jurisprudencia
alemana se recoge en Dieter GRIMM, “Multiculturalidad y derechos fundamentales”, Erhard DENNINGER y
Dieter GRIMM, Derecho constitucional para la sociedad multicultural, Madrid, Trotta, 2007, pp. 54-56.
8
instituciones de autogobierno, excepciones a la aplicación de normas contrarias a sus
costumbres, prácticas e ideología y establecimiento de jurisdicciones especiales habría
de frenarse cuando ello suponga un perjuicio para el núcleo de los derechos humanos
individuales. En caso de un hipotético conflicto, son éstos los que en todo caso habrían
de prevalecer.
Bonilla, por su parte, sigue en este punto la doctrina de la Corte Constitucional
colombiana. Ésta ha fijado en reiteradas sentencias –entre las que se encuentra la
analizada en el texto de Vitale– cuáles son los límites mínimos que en materia de
derechos humanos deben respetar estas instituciones y jurisdicciones especiales. Límites
que responden a un “consenso intercultural” sobre lo que resulta verdaderamente
intolerable por atentar contra los bienes básicos de las personas, es decir, el derecho a la
vida, la prohibición de la esclavitud y de la tortura, y la interdicción de la arbitrariedad
en la aplicación de sus propias normas y procesos. La Corte justifica estas exigencias
sobre la base de que son necesarias para proteger “intereses de superior jerarquía”.
Sin embargo, la aceptación de estos límites podría introducir alguna tensión más
en el discurso de Bonilla. Y ello por dos razones. En primer lugar, porque el
establecimiento de límites –sean éstos cuales sean– implica restringir el principio del
igual valor de todas las culturas, que es uno de los postulados básicos del
multiculturalismo. En efecto, los autores que se adscriben a esta teoría o bien adolecen
de falta de claridad o bien incurren en una cierta contradicción, pues acaban
estableciendo ciertos requisitos a respetar por parte de esos grupos culturales para ser
objeto de protección jurídica. En este caso –además de echarse en falta una mayor
claridad al respecto– se rompe el principio de igual respeto de todas las manifestaciones
culturales. A no ser que se pensase que todas aquellas culturas que, por ejemplo,
proponen modelos de vida desigualitarios en función del género no son culturas. Asumir
esta tesis podría llevar a la absurda conclusión de que propiamente no existen culturas,
dado que en todas ellas coexisten elementos “no liberales” 10 . La historia de la llamada
civilización europea es un buen ejemplo de ello.
Esta indefinición o contradicción que aparece al pretender cohonestar en un
mismo discurso el principio de igual valor y respeto de todas las culturas con la
necesidad de fijar límites a la protección de la diversidad cultural está también presente
en numerosos textos jurídicos. Póngase como ejemplo la Convención de la UNESCO
10
Así lo pone de manifiesto Neus TORBISCO, op. cit., p. 234.
9
sobre la protección y la promoción de la diversidad de las expresiones culturales. Por un
lado, su art. 2.1 indica que en ningún caso se podrá invocar previsión alguna de la
Convención para infringir derechos humanos y libertades fundamentales. Por otro, su
art. 2.3 señala que la protección de la diversidad cultural “presupone” el reconocimiento
de la igual dignidad y respeto de todas las culturas.
Además, hay una segunda razón por la que esta cuestión de los límites
compromete la tesis de Bonilla. Una vez admitidos los límites que señala la Corte
Constitucional colombiana, resulta inevitable preguntarse por situaciones en las que la
propuesta cultural a proteger infringiría derechos como la libertad individual o la
igualdad de género 11 : ¿cuál es la razón por la que detenerse en unos y no en otros
límites? En concreto, ¿por qué no cabe introducir estos dos límites en el respeto a la
tradición y prácticas de los grupos? En mi opinión, no existen criterios que con carácter
objetivo e indubitado permitan determinar los contenidos y confines de este supuesto
consenso sobre lo intolerable del que habla la Corte colombiana. Es más, las mismas
razones que justifican la entrada de límites relacionados con la vida, la esclavitud y la
tortura servirían para justificar la inclusión de estos otros límites relacionados con la
igualdad de género.
4. Cuarta tensión: la llamada excepción cultural
Esta cuestión de los límites a la protección de la diversidad cultural se manifiesta
en toda su intensidad cuando se entra en el territorio del Derecho penal. Se alega por no
pocos autores que, entre las instituciones de defensa de las minorías culturales, ha de
recogerse también la llamada “excepción cultural”. Con esta expresión se hace
referencia a la posibilidad de excluir la aplicación de una norma penal sancionadora a
un sujeto que realiza un hecho punible –tipificado como tal en el Código Penal– cuando
la conducta del sujeto se deba al seguimiento de pautas culturales 12 . A pesar de la
dificultad que entrañan tales cláusulas, algunos códigos penales están empezando a
recogerlas utilizando la figura del error de comprensión culturalmente condicionado 13 .
11
Esto es lo que Ayelet SHACHAR llama la paradoja de la “vulnerabilidad multicultural”. Véase Ayelet
SHACHAR, “The Paradox of Multicultural Vulnerability: Individual Rights, Identity Groups, and the
State”, Christian JOPPKE y Steven LUKES, Multicultural Questions, Oxford, OUP, 1999, pp. 87-129.
12
Se sigue aquí la definición presentada por Seyla BENHABIB, op. cit., pp. 152 y ss.
13
Es el caso del Código Penal peruano, cuyo art. 15 señala lo siguiente: «El que por su cultura o
costumbres comete un hecho punible sin poder comprender el carácter delictuoso de su acto o
10
Aceptar esta posibilidad supone reconocer que pueden existir sujetos cuyas
pautas de comportamiento vulneren nuestras pautas de comportamiento, es decir, que
sus conductas estén tipificadas en nuestros Códigos Penales. El ejemplo más claro es el
tema de la ablación del clítoris, pero también puede haber otras, como por ejemplo las
prácticas discriminatorias hacia la mujer o la falta de escolarización de los niños basada
en una práctica tradicional y en un modo de vida de una determinada etnia. Bien, la
excepción cultural también plantea un desafío claro para los autores objeto de examen
en estas páginas.
La posición liberal no deja lugar a la duda. No cabe alegar esta suerte de
excepción por razones culturales para realizar conductas que atenten contra la integridad
o la vida de las personas. Para proteger estos bienes se crearon tipos penales, de manera
que no resultaría muy coherente con su finalidad que se permitiera transgredirlos
impunemente. A fin de cuentas, el contenido del código penal es una buena muestra de
por dónde “respira” el grupo mayoritario o hegemónico de una sociedad. Éste no va a
tolerar y proteger conductas que vayan en contra de valores que, como la vida o la
integridad personal, considera que son propios de su cultura y merecedores de su más
amplia protección. Ahora bien, conviene recordar a los liberales lo siguiente: no puede
haber un control penal efectivo sin respeto a la identidad cultural de los sujetos “a
controlar”, dado que parece inútil imponer una pena a quien no comprende el ilícito o
considera justificada su acción por sus tradiciones, prácticas o costumbres. Y de ahí la
necesidad y utilidad que puedan tener tanto estas excepciones culturales como las
jurisdicciones especiales 14 .
Claro que la posición multicultural ha de tener presente que resulta necesario
construir un Derecho penal que asegure la compatibilidad de las distintas identidades
culturales con el resto de los principios constitucionales, entre los que destaca el
principio de igualdad ante la ley, así como con la función que la pena o castigo cumple
en el seno de tales sistemas constitucionales. Además, resulta difícil establecer el ámbito
en el que se permitiría esta excepción cultural. ¿Personal o territorial? En el caso de los
indígenas, por citar un ejemplo, la duda radica en si la aplicación de normas propias –y
de excepciones a la aplicación de las normas estatales– ha de quedar limitada
determinarse de acuerdo a esa comprensión, será eximido de responsabilidad. Cuando por igual razón esa
posibilidad se halla disminuida, se atenuará la pena».
14
Además de fortalecer las normas y autoridades tradicionales como principio de autonomía del grupo, lo
que redundará en beneficio de un mayor desarrollo de los individuos que lo componen. Véase Esther
SÁNCHEZ BOTERO, Justicia y pueblos indígenas de Colombia, Bogotá, Unijus, 2004, pp. 441-443.
11
únicamente a conductas en el interior del territorio donde habitan o, por el contrario,
podría extenderse también a aquellas conductas realizadas fuera del territorio de la
comunidad. Aun cuando la respuesta más común sea la de limitar tales normas a los
territorios propios, lo cierto es que también habría razones para –desde la propia
argumentación de los multiculturalistas– justificar la aplicación de la norma sobre la
base de una perspectiva personal y no territorial. En efecto, un sujeto se siente partícipe
de un grupo –de un modo de vida, recuérdese– allá donde esté y, en consecuencia,
tendría derecho a vivir conforme a sus prácticas y creencias aunque se encontrara fuera
de los márgenes territoriales de la comunidad 15 .
5. Quinta tensión: el concepto de derechos colectivos
Otra de las cuestiones debatidas a la hora de abordar la diversidad cultural tiene
que ver con la necesidad de otorgar a los grupos culturales una serie de derechos que
garanticen
su
conservación
y
desarrollo;
derechos
cuya
protección
resulta
imprescindible cuando el grupo en cuestión se encuentre en condición minoritaria. Bajo
la denominación de derechos de las minorías culturales, Bonilla recoge algunos de ellos:
derechos lingüísticos, educativos y de defensa del patrimonio cultural. Con
independencia de la mayor o menor amplitud de la lista, lo cierto es que todos ellos se
caracterizan porque su titularidad queda atribuida al grupo en cuanto tal. Se habla así de
derechos diferenciados en función del grupo o, también, de derechos colectivos. Lo
cierto es que en contextos multiculturales la demanda más fuerte que se plantea hoy al
entramado jurídico-institucional del Estado es el reconocimiento y protección de estos
derechos colectivos o de grupo.
De sobra conocida es la principal crítica que se hace a esta figura desde el
pensamiento liberal: los derechos fundamentales tienen su origen en la idea del sujeto
como un ser moral, que le hace acreedor a una serie de demandas protegidas
jurídicamente al más alto nivel y que tiene que ver con el desarrollo de una vida digna.
Como de las entidades colectivas no puede predicarse esa cualidad moral, entonces no
15
Un análisis de las decisiones más relevantes de la Corte Constitucional colombiana con respecto a esta
cuestión de la excepción cultural y las jurisdicciones especiales en Colombia se encuentra en Edgar
SOLANO, “La jurisdicción especial indígena ante la Corte Constitucional colombiana”, José Emilio
Rolando ORDÓÑEZ CIFUENTES, La construcción del Estado nacional: democracia, justicia, paz y Estado
de Derecho, México, UNAM, 2004, pp. 159-177.
12
es posible conceder a éstas derechos fundamentales. En líneas muy generales, esta
conclusión está presente en la filosofía que se deja traslucir en el texto de Vitale.
No obstante, la realidad muestra que esta argumentación es difícilmente
trasladable a la práctica. Por un lado, los sujetos colectivos disponen de técnicas
jurídicas que protegen y amparan su actuación en la vida jurídica y social. Y, por otro,
los sujetos colectivos ejercen derechos individuales. Por ejemplo, una asociación tiene
reconocida la inviolabilidad de su domicilio al igual que un particular. Si esto es así, no
se entiende muy bien por qué motivo los instrumentos jurídicos de protección de los
sujetos colectivos han de limitarse en este punto. Desde el punto de vista de su
fundamentación, no parece haber razones que justifiquen tal limitación y la consiguiente
exclusión de la categoría de derechos colectivos.
Por otro lado, tampoco parece que con esta inclusión de los derechos colectivos
sufra demasiados problemas la tradición liberal de considerar al individuo como centro
de protección. Ello es así porque esta categoría de los derechos colectivos lo que busca
en última instancia es proteger al individuo que integra el grupo en cuestión. Protegerle
ante situaciones en las que no basta con derechos de raíz o titularidad individual. Las
circunstancias en las que se encuentran los individuos que pertenecen a tal grupo o
minoría requieren que se conceda a ésta una serie de instrumentos de titularidad
colectiva. Sólo así se cumpliría de forma eficaz con el mandato liberal de protección
integral del individuo.
Sin embargo, conviene precisar conceptualmente la cuestión para evitar algunas
de las confusiones que, en mi opinión, se producen con cierta frecuencia. No todas las
reivindicaciones de los grupos son propiamente derechos colectivos. Desde mi punto de
vista, para estar en presencia de un derecho colectivo tienen que concurrir las siguientes
circunstancias 16 . En primer lugar, un derecho colectivo es aquél que sólo puede
ejercerse por un sujeto colectivo. Es decir, la categoría de derechos colectivos excluye
de su titularidad a los sujetos individuales. En este sentido, la necesidad de titularidad
colectiva se justifica por el interés o bien que pretenden proteger. Y aquí viene la
segunda característica definitoria de los derechos colectivos: un derecho colectivo es
aquél que protege un interés colectivo; un interés que no puede satisfacerse más que a
través de un derecho colectivo.
16
Véase Rafael ESCUDERO, “Los derechos colectivos, frente al disparate y la barbarie”, Francisco Javier
ANSUÁTEGUI (ed.), Una discusión sobre derechos colectivos, Madrid, Dykinson, 2001, pp. 167-175.
13
La acción conjunta de ambos requisitos provoca que se limite bastante el campo
de acción de los derechos colectivos. Demandas que suelen presentarse como derechos
colectivos no encajarían dentro de esta configuración. Así sucede con las que el propio
Bonilla recoge en su artículo. Piénsese por ejemplo en todos los derechos de carácter
religioso de una determinada minoría o en los renombrados derechos lingüísticos.
Desde esta perspectiva no serían derechos colectivos, sin afirmar con ello que tales
demandas lingüísticas o religiosas no merezcan protección. El hecho de que sean
derechos atribuibles sólo a los miembros de un determinado grupo no los convierte en
derechos colectivos. Son derechos individuales, aunque limitados –eso sí– a los
miembros de esa religión, de tal o cual etnia o a los hablantes de la lengua en cuestión.
De este modo, estas pretensiones encajarían bastante bien en libertades tradicionales,
como la religiosa y de culto, o en mandatos constitucionales ya clásicos como la no
discriminación o la protección de las diferentes lenguas.
En definitiva, desde mi punto de vista sólo podrían entenderse propiamente
como derechos colectivos los derechos laborales de negociación colectiva y huelga, así
como el derecho a la autodeterminación de los pueblos 17 . Sólo ese sujeto colectivo
llamado sindicato puede defender los intereses y las condiciones socio-laborales de los
trabajadores; y lo hace a través de estos “potentes” instrumentos jurídicos. Por otro lado,
el derecho de autodeterminación política –reconocido por el Derecho internacional en el
contexto de la descolonización– pertenece al pueblo o comunidad y no a sus miembros,
dado que sólo a través de su titularidad y ejercicio colectivo podrá garantizarse de forma
eficaz la opción política resultante de la decisión de ese pueblo.
6. A modo de conclusión: diversidad cultural y políticas públicas
Una última cuestión que plantea la protección de la diversidad cultural y los
derechos de las minorías tiene que ver con su incardinación en el campo de las políticas
públicas. En efecto, la diversidad cultural se configura como mecanismo habilitador de
políticas que promuevan efectivamente la pluralidad de las expresiones culturales. Se
trata de habilitar políticas de la diferencia, frente a las más tradicionales políticas
17
En el sistema constitucional español también podría entenderse como un derecho colectivo el derecho a
la autonomía universitaria recogido en el art. 27.10 de la Constitución. En este caso sí concurrirían los dos
requisitos arriba señalados: por un lado, un sujeto colectivo: la universidad; por otro, un interés colectivo:
la autonomía de los centros universitarios, entendida como la exclusión de interferencias extrañas o
ajenas a la hora de desarrollar las libertades académica y de investigación. Entre sus contenidos estaría la
potestad de configuración de su propia estructura.
14
asimilacionistas 18 . Desde políticas de fomento a determinados cultos y expresiones
religiosas –como por ejemplo aquellas que amparan la enseñanza religiosa en las
escuelas o las que conceden efectos civiles a determinados actos religiosos– hasta
políticas de acceso a la vida política e institucional 19 –como las cuotas de
representación política o la participación en consejos locales, territoriales o sectoriales–,
pasando por políticas de protección de bienes culturales como la lengua o ciertas formas
de organización societaria. Todas estas políticas encontrarían su fundamento en la
protección de la diversidad cultural. Muchas de ellas ya se están implementando en los
sistemas jurídicos occidentales, aunque todavía sin la suficiente profundidad –y en
ocasiones con un claro desconocimiento del principio de igualdad, como en los
ejemplos señalados con anterioridad.
El problema es que estas políticas entran a competir en un terreno que estaba
reservado a las políticas públicas clásicas, entendiendo por tales las derivadas de la
promoción de los valores de justicia social y retributiva 20 . Ahora bien, la relación entre
ambos tipos de políticas no puede plantearse en términos excluyentes, como si se tratase
de optar por la satisfacción de unas o de otras. Como señala Bonilla, los problemas de
redistribución y reconocimiento están entrecruzados, de manera que no cabe hacer
frente a uno sin tener en cuenta al otro 21 . Y tampoco cabe esbozar un intento de
graduación de tales valores, como si la satisfacción de uno tuviera un cierto carácter
prioritario frente al otro. En consecuencia, no hay razones fuertes que justifiquen la
preponderancia de unas políticas públicas frente a otras. Si hablar la lengua propia o
vivir de acuerdo con los dictados de una religión son aspectos necesarios para la
identidad y el desarrollo del plan de vida que cada uno decida marcarse, también lo son
en la misma medida contar con un sueldo digno, una vivienda en la que habitar o tener
18
Véase, en este sentido, César ZAMBRANO, Ejes políticos de la diversidad cultural, Bogotá, Siglo del
Hombre Editores, 2006, p. 72.
19
Como señala Miguel Carbonell, estas políticas se encuentran con los genéricos problemas de la
representación, todavía no resueltos en nuestras sociedades, al no haberse dotado de mecanismos que
solucionen de un modo eficaz la cuestión de la infra y la supra representación política con que cuentan
algunos colectivos frente a otros. Por ejemplo, algunas minorías ya han consolidado grupos de presión
ante la opinión pública, lo que las hace ser más visibles en la esfera pública y poder presentar mejor sus
demandas frente a otros colectivos que, aun sufriendo también problemas de discriminación o de falta de
reconocimiento, carecen de esa plataforma de visibilidad para sus demandas. Véase Miguel CARBONELL,
“Problemas constitucionales del multiculturalismo”, Francisco BALAGUER (coord.), Derecho
Constitucional y cultura. Estudios en Homenaje a Peter Häberle, Madrid, Tecnos, pp. 265-266.
20
En la medida en que ello afecta también a la filosofía política, algunos autores hablan de un “cambio de
paradigma” en ella. Véase José María SAUCA, “Multiculturalismo y sociedad civil”, José María SAUCA y
María Isabel WENCES, Lecturas de la sociedad civil. Un mapa contemporáneo de sus teorías, Madrid,
Trotta, 2007, pp. 113-114.
21
Se sigue en este punto la tesis de Nancy FRASER, Iustitia Interrupta. Reflexiones jurídicas desde la
posición “postsocialista”, Bogotá, Siglo del Hombre Editores, 1997, pp. 20-26.
15
cubiertas las necesidades básicas en situaciones de dependencia. No hay razones fuertes
–sino sólo políticas y, por tanto, coyunturales o de oportunidad– para preferir un valor
frente a otros. Es, pues, un espacio para la negociación y el juego político. No hay
razones para anteponer la protección de minorías nacionales, religiosas o lingüísticas a
la de los mileuristas, los “sin techo”, personas en situación de dependencia o de
desamparo. La cobertura de las necesidades tanto de los primeros como de los segundos
resulta imprescindible para que cada uno de ellos conforme su identidad vital. Creo, en
conclusión, que plantear esta última incertidumbre es tomarse en serio la diversidad
cultural.
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17
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