Martin Fusco

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El Monasterio San José de
Carmelitas Descalzas de Córdoba.
Mutaciones en la concepción y uso del
espacio urbano y arquitectónico desde
la época barroca hasta hoy
Mgter. Arq. Martín Fusco
Mgter. Arq. Felicitas Lerín;
Arq. Olga Gallo de Castelló
Universidad Nacional de Córdoba
La situación actual del conjunto de las Carmelitas Descalzas en la ciudad de Córdoba es el resultado de un largo proceso de transformaciones, operadas tanto en el
edificio mismo como en el entorno más o menos inmediato que lo contiene, fundamentalmente a partir de la segunda mitad del siglo XX. La acumulación de adiciones,
demoliciones, reconstrucciones, intervenciones de restauración, completamientos, etc.
practicados en la estructura general del edificio y la casi total sustitución del su entorno
construido son resultado, por un lado, de cambios operados en el interior de la comunidad de religiosas, signados por una mayor apertura a la comunidad seglar a partir del
Concilio Vaticano Segundo; y por las trasformaciones en la estructura de la ciudad y en
su centro histórico, fruto de la aplicación de modernas teorías urbanísticas, de nuevas
concepciones del espacio público, de la aplicación de una particular normativa de
preservación patrimonial, e incluso de demandas surgidas del negocio inmobiliario,
por otro. El cruce de todas estas circunstancias ha contribuido a configurar hoy una
particular imagen del Monasterio y ha creado una nueva relación entre este y su contorno urbano. En este contexto, el Monasterio de las Carmelitas constituye, junto a la
Catedral, el Cabildo, la manzana de la Compañía de Jesús, el convento de las Hermanas Terciarias y el de las Dominicas de Santa Catalina de Siena, un conjunto de monumentos notable por sus valores individuales, los que además, por su relación de vecindad física, conforman un sector de la ciudad unitario desde el punto de vista de sus
valores formales, y cargado de un fuerte componente simbólico, en el que aún se conserva cierta atmósfera de la ciudad en la época barroca.
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Una aproximación al estudio y la comprensión del edificio del Monasterio de
Carmelitas Descalzas de Córdoba —y sus trasformaciones a través del tiempo― es
imposible si antes no se realiza al menos un acercamiento a la Comunidad religiosa y a su espíritu. La Orden de los Carmelitas fue fundada a mediados del siglo XII,
cuando un grupo de religiosos se retiró a vivir al Monte Carmelo en Palestina, teniendo como objetivo un proyecto de vida muy concreto, cual fuera el de orar por
la Iglesia, por los sacerdotes y por las necesidades que los hombres y el mundo
tenían. Es decir, la oración como sustento de una elección de vida, la cual necesitaba de lugares para habitar que la hicieran posible, más allá de aquel específico
de la iglesia, capilla u oratorio. Desde el comienzo, fue intención de los carmelitas
llevar el mensaje evangélico a la gente en general, y especialmente, llevar a los
demás por los caminos de oración, contemplación y soledad. El apostolado carmelita es desde entonces un apostolado contemplativo orientado hacia otros potenciales contemplativos. Es un apostolado de oración interior; enseña, pero lo que enseña es el camino de la vida escondida. La contemplación es entonces el principio
y sustento del espíritu carmelita desde sus orígenes medievales, el que tiene como
marco espacial para concretarse al monasterio, espacio por excelencia para la vida
en comunidad apartada del mundo. Entre 1562 y 1567, desde el interior de la
comunidad religiosa, Teresa de Ávila y Juan de la Cruz reformaron la orden del
Carmelo al fundar en España los primeros conventos de Carmelitas Descalzos, imprimiéndole una nueva mística y una nueva organización en un intento de volver
a la regla original, que se había ido desnaturalizando paulatinamente. Desde entonces, las comunidades de Carmelitas se han caracterizando por la meditación
permanente, la vida contemplativa, la oración en comunidad, la pobreza, el silencio y la soledad, el retiro del mundo. Dado que el carisma se da para provecho del
mundo entero, para los Carmelitas la oración y la contemplación no son cuestiones
privadas entre el hombre y Dios, sino dones que se deben compartir con el mundo.
Por este motivo en la Orden existe una marcada propensión por el ministerio de la
oración y de la dirección espiritual.
Luego de una primera aproximación a cuanto significa ser carmelita y en dónde pone la orden el acento en su obrar, la visita a un monasterio carmelita resulta
ante todo una confirmación de lo antes comprendido, a lo cual la arquitectura
acompaña, pero sin un protagonismo especial y con una presencia simple y vital.
De hecho ningún programa arquitectónico se especifica estrictamente en la Regla
Carmelita, quedando este librado a las necesidades y recursos de cada comunidad
de religiosas, adaptándose fácilmente de los modos mas variados. Solamente se
pone atención al papel central de la iglesia en el conjunto de celdas — idea ya
presente en los primeros conjuntos en Palestina — y al concepto de “jardín” al que
hace referencia el origen del término “Carmelo”.
Tras la fundación en 1562 del primer monasterio de la Nueva Reforma del
Carmelo llevada a cabo por Teresa de Ávila, le siguieron otros en la península y
una significativa cantidad en la América hispánica, en pleno proceso de colonización y urbanización por ese entonces. En relación a esto, las comunidades de monjas constituyeron un elemento importante en la vida de las sociedades de los tiempos coloniales, y sus conventos se transformaron en uno de los elementos
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estructurantes del tejido de las ciudades americanas. Las religiosas eran enormemente respetadas por el resto de la población y por las elites sociales, reconociéndolas por sus tareas asistenciales, por su compromiso desinteresado en beneficio de
todos y por el valor puesto de manifiesto en su retiro del mundo. Por lo tanto la
localización de sus conventos en la trama de la ciudad no era gratuita; por el contrario, ocupaban manzanas importantes por su proximidad al centro representativo
de la misma — la plaza mayor —. Incluso estas parcelas eran asignadas a las ordenes religiosas en el momento del trazado de la ciudad e incluso antes de que estas
llegaran al nuevo poblado, evidenciando el interés de las autoridades por contarlas
entre sus fuerzas vivas, por los servicios que prestaban al resto de la sociedad y por
el prestigio que otorgaban a la comuna. En este sentido, se puede afirmar que los
conventos de monjas eran en aquello tiempos, estrictamente urbanos y de localización central, teniendo en cuenta que no se consideraba apropiado que un grupo de
mujeres residiera como ermitañas en ámbitos rurales.
El Monasterio San José de Carmelitas Descalzas de Córdoba fue fundado por
Juan de Tejeda y Miraval en 1628, a partir de la donación de la parcela que le había
sido asignada como merced a su padre, Tristán de Tejeda, en el momento de la
fundación y el trazado de la ciudad, y de la vivienda que en ella había edificado;
sirviendo ésta como primer alojamiento de la primitiva comunidad de religiosas
frente a la Plaza Mayor.
A partir de este momento comenzó un extraordinario proceso de construcción
del complejo conventual, proceso que se inició con la compra de una fracción de
la parcela vecina al primitivo solar de los Tejeda para la ampliación del monasterio; y continuó con sucesivas adquisiciones, hasta que alrededor de 1740 la orden
se convirtió en la propietaria de toda la manzana. La extensión de los dominios
parcelarios por parte de la comunidad fue acompañado por la incorporación de
arquitecturas existentes y su adaptación a los usos que imponía la vida de clausura;
por los cambios en la utilización de sectores antiguos cuando las nuevas adquisiciones imponían una lógica distinta en la organización de las actividades; por la
edificación de sucesivos claustros adecuándose con relativa libertad a la racional
geometría del trazado cuadricular y el parcelamiento en cuartos, típicos del urbanismo barroco hispanoamericano; por la construcción de rancherías para los numerosos esclavos que servían a las monjas pero que no vivían en el interior de
convento; por la construcción —en sucesivas etapas— del templo conventual con
su particular fachada con espadaña; por la intervención probable de arquitectos y
alarifes de reconocida actuación en el territorio virreinal, etc.
A mediados del 1700 se consolidó la estructura y la imagen del monasterio, que
permanecería casi inalterada hasta mediados del siglo XX, en consonancia con la
estabilidad y el rigor en la observancia de la regla impuesta por la orden; convertido
en una suerte de isla y casi ignorante de las dinámicas trasformaciones que experimentaba la ciudad, sobre todo a partir de la segunda mitad del mil ochocientos.
En la actualidad, el Monasterio San José de Carmelitas Descalzas de Córdoba
está integrado por un conjunto de cinco claustros principales y otros tantos patios
de menor importancia, todos de una sola planta. El elemento más destacado del
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conjunto — fundamentalmente por su escala, ubicación y nivel de diseño y terminaciones — es el templo conventual, que excepcionalmente no ocupa una esquina de
la manzana como era habitual en los conventos urbanos instalados en las ciudades
cuadriculares de la colonización hispánica, sino una posición casi central en el tramo de la calle Independencia. Situación esta que deriva seguramente del proceso de
construcción del edificio y la preexistencia de edificaciones en la parcela al momento de la donación de la tierra y la fundación del Monasterio, reutilizadas por la comunidad en aquellos tiempos iniciales. El resto de la manzana, en buena parte aún
propiedad de las religiosas, está ocupado por arquitecturas de diferentes periodos,
que construidas sobre la línea de edificación recomponen una fachada continua de
altura semejante a lo largo de las cuatro calles, pero sumamente heterogénea en
cuanto a sus lenguajes y materiales. En la intersección de las calles Obispo Trejo y
Caseros se localiza un valioso conjunto de viviendas correspondientes al último
tiempo del periodo colonial y comienzos del republicano, que si bien en algunos
casos han sido fuertemente transformadas en su interior con fines comerciales, conservan en otros su estructura tipológica, y fundamentalmente los trazos originales de
sus fachadas que han sido puestas en valor los últimos años. Con la reciente edificación de un conjunto de locales comerciales sobre la calle Caseros, el corazón de la
manzana ―que constituye en gran proporción la huerta de la comunidad de las Hermanas Carmelitas— se ha terminado de rodear de construcciones.
La distribución planimétrica de los claustros y patios menores que conforman
el convento revelan una cierta tendencia a la ortogonalidad, producto sin dudas de
su adecuación al trazado cuadricular de la ciudad colonial, racional y ordenado al
extremo, incluso en la división parcelaria. Sin embargo todos tienen distintas formas y proporciones, y cada uno se vincula con los inmediatos siempre a través de
los vértices, lo que otorga al recorrido la riqueza adicional de la sorpresa y el descubrimiento, además de la imprescindible privacidad e intimidad necesaria para la
estricta clausura. Es esta una segura herencia de la tradición hispánico-mudéjar de
quebrar las directrices organizadoras de los espacios y protegerlos de esta manera
de una directa captación visual. Cada uno de los claustros, si bien resueltos todos
de manera convencional como tiras de celdas que se abren a una galería, limitando
los espacios vacíos de plantas que se aproximan a formas rectangulares, cuadradas
o trapezoidales; muestran diferentes soluciones en cuanto a proporciones y ritmos
de sus arquerías — incluso entre las distintas crujías de un mismo patio —, y a la
riqueza y complejidad de los elementos del lenguaje con los que están decorados
sus paramentos. Esto evidencia de manera clara un proceso constructivo extendido
en el tiempo y no concebido en un solo momento de manera completa, y el carácter aditivo de este tipo de obras, que iban creciendo y anexando nuevas partes de
acuerdo a como la comunidad de religiosas iba incorporando nuevos miembros. Al
mismo tiempo la estructura general del conjunto, despreocupada de una traza estrictamente geométrica y racional, expresa el desprendimiento de la vida terrenal,
cierto despojarse de las cosas de este mundo o restarle importancia, reflejando de
alguna manera el espíritu carmelitano de retiro y contemplación. El primer patio
sobre la calle Independencia es el único que se comunica directamente con el espacio público de la ciudad a través de un portal que ofició durante muchísimo
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tiempo como ingreso a la clausura comunicado a una estancia que contaba con torno y locutorios; es el de mayores dimensiones y de mayor riqueza decorativa. Incluso las celdas que limitan con el grueso muro del templo — en las que se presume
pasó el último tramo de su vida Tejeda — se comunican con el interior de este a
través de pequeños vanos oblicuos cerrados por celosías de madera que actuaban
como confesionarios. Desde 1970 y hasta la actualidad este primer claustro y las
habitaciones que lo rodean está habilitado como Museo de Arte Religioso. La decisión de ceder este espacio para un uso público desafectándolo del uso exclusivo de las
monjas, probablemente se vio favorecida e impulsada por el proceso de sustitución
que acarreó la modernización de la ciudad a partir de la segunda parte del siglo XX,
en este caso por la construcción de la nueva sede del Banco Nación Argentina. El
edificio, una obra de marcada impronta racionalista, de cinco plantas y caracterizada
por la transparencia de sus fachadas que reemplazó al edificio eclecticista de fines
del siglo XIX como casa central del banco, posibilitaba ahora acceder visualmente al
interior del claustro, interfiriendo con la estricta clausura propia de la orden.
La iglesia es el elemento más destacado del conjunto, y aparece dentro del
Monasterio en una posición central, como encastrada entre los primeros claustros
que la abrazan por el norte y el oeste, articulándose de esta manera este espacio
abierto a la sociedad con el reservado exclusivamente a las hermanas. El espacio
del templo corresponde al tipo de iglesia de una nave cubierta con una bóveda de
cañón corrido con lunetos, dividida en cinco tramos idénticos por pilastras y arcos
fajones, de los cuales el primero corresponde al coro alto y el último al presbiterio.
A la altura de este, a la nave longitudinal se le adosan otras unidades espaciales
(Capilla del Santísimo o del Carmen hacia el sur y el Coro de religiosas hacia el
norte, que probablemente ofició como primitiva capilla antes de construirse el templo actual. ) con distintos grados de comunicación física y visual. La sumatoria de
estos tres espacios conforma un “aparente tipo” de iglesia de una sola nave con
crucero pero sin cúpula, que evidentemente nunca fue concebido como tal, de
acuerdo al proceso de construcción del edificio.
El ingreso a la iglesia se produce por debajo del coro alto, montado este sobre
un arco rebajado que cubre toda la luz de la nave y genera una sensación de pesadez y oscuridad en el primer tramo. Su incorporación al templo parece haber sido
posterior a la construcción de la nave, por las soluciones de continuidad que debieron adoptarse para resolver cornisas y otros elementos del lenguaje interior. Por
debajo del coro alto, sobre el muro sur de la nave de la iglesia, se ubica una suerte de
tribuna montada sobre gruesas vigas de madera empotradas en la pared y cerrada por
una reja del mismo material labrada con gran detalle. El acceso a este elemento se
produce desde el exterior, por el antiguo corredor que conducía a la sacristía hoy incorporado al atrio lateral, a través de una rústica escalera de mampostería que conduce
a una puerta baja y estrecha, lo que hace suponer que estaba destinado a esclavos u
otros miembros de menor jerarquía dentro de la sociedad colonial.
En el extremo opuesto — luego de un tramo sin lunetos insertado con el objeto de crear un efecto de mayor contraste entre la nave y el altar mayor —, el tramo
del presbiterio aparece más iluminado por la claridad que penetra por las ventanas
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laterales y a través de la linterna en la bóveda que cubre la Capilla del Santísimo,
integrada esta espacialmente con el primero de manera franca y directa. Frente a la
capilla, sobre el lateral izquierdo del presbiterio se ubica el coro de religiosas —
durante mucho tiempo el único elemento de contacto entre el convento y la iglesia
—, separado de este por medio de una reja montada sobre un alto zócalo de mampostería que cierra el vano del arco idéntico al que se le enfrenta. La reja de la clausura, quizás uno de los elementos más excepcionales en el interior del templo por su
valor documental y por su particularidad, actúa como un plano que a la vez vincula
y separa el coro de las monjas — un espacio blanco y despojado de toda decoración,
construido en una fecha posterior a los primeros tramos de la iglesia — del interior
del templo, permitiéndoles participar de la misa y otras ceremonias sin ser vistas. La
decoración interior de la iglesia, tal como hoy se la percibe, revela al menos dos aspectos interesantes. En primer término pone de manifiesto la evolución del gusto a lo
largo de los siglos XIX y XX. En este proceso reviste particular interés la intervención
de Carlos Camilloni, efectuada entre 1927 y 1928, que cubrió el techo y los muros
con una serie de pinturas murales de diversa inspiración modificando definitivamente las cualidades del espacio interior. La decoración aplicada sobre la bóveda revela
un pretendido parentesco con las pinturas ejecutadas mucho tiempo antes sobre la
bóveda del templo de los jesuitas, en cuanto a la repetición alternada de motivos
vegetales y geométricos, mientras que las ejecutadas sobre los muros, además de
evidenciar una menor calidad en su factura, adscriben más claramente a la tendencia
historicista que dominaba el gusto de artistas y arquitectos a fines del siglo XIX y comienzos del XX. El trabajo de Camilloni y otros artistas contemporáneos es ejemplo
del proceso de modernización que sufrieron varios templos del periodo colonial —
entre ellos la Catedral de Córdoba — a principios del siglo XX al sustituirse sus interiores rústicos y blancos; por un interior neobarroco en el que predominan colores
oscuros y dorados destinados a brillar con luz artificial; y que es testimonio de una
manera de entender a los monumentos y de intervenir sobre ellos, o sea de una teoría
de la conservación de ese momento. De este primer aspecto se deriva un segundo: el
marcado contraste que existe en la actualidad entre la riqueza decorativa y cromática
y la relativa penumbra del espacio destinado a los fieles — el interior de la nave — y
el ascetismo y la luminosidad del coro de religiosas, blanco y despojado de toda
decoración, digno representante del espíritu carmelitano.
Las fachadas de la iglesia revisten un especial interés por sus criterios de composición, por las filiaciones de estos con los propuestos por ciertos tratadistas europeos, por las relaciones particulares que evidencian entre un saber experto y unas
prácticas teñidas por las condiciones locales, y por los contrastes y parecidos entre
ellas. La fachada principal se retira de la línea de la calle generando un atrio poco
profundo que fue cerrado durante el siglo XIX con una reja distribuida en paños
entre pilares montados sobre un alto parapeto. El plano de la fachada se estructura
a partir de un orden monumental de dobles pilastras apoyadas sobre bases individuales, que sostienen un entablamento plano sobre el que se apoya un frontis
quebrado en el centro de su base, levemente curvado en sus lados oblicuos, y trunco en su vértice, de fuertes relieve en todos sus contornos. Las marcadas salientes del
pórtico en cuestión acentúan a través de un juego de sombras profundas la relevancia
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de esta composición principal y la despegan del fondo del muro. Los paños entre las
pilastras que conforman cada par se aligeran con una serie vertical de nichos y hornacinas de diferentes formas y proporciones, que se suceden desde las bases hasta la
cornisa. La franja central de la fachada, definida por los dos pares de pilastras, corresponde al ingreso principal de la iglesia, resuelto con un arco de medio punto enmarcado en un rectángulo ejecutado como un relieve del revoque. Es probable que el
autor de la fachada, aun no identificado con exactitud, conociera la obra de Andrea
Palladio o al menos hubiera tenido acceso a su tratado, por el notable parentesco en
cuanto a la utilización de un orden monumental y un frontis quebrado que se adhiere por encima a un plano de fachada en el que se practican las perforaciones adecuadas a los usos y a la escala del espacio interior. Por encima del frontis, la fachada se
completa con un remate de líneas curvas que culmina sobre el eje con una cruz de
hierro, mientras que en correspondencia con cada pilastra aparecen unos particulares pináculos de base cuadrada rematados en esferas.
La espadaña completa la fachada principal al retomar algunas líneas —cornisas y entablamento— y algunos motivos de esta, aunque parece haber sido construida
en un momento distinto, retranqueada levemente de su plano y vinculada a través de
una pilastra en esquina. La espadaña se apoya en un cuerpo de planta rectangular atravesado por una escalera que permite llegar desde el patio principal hasta la base del
muro perforado. La presencia de esta base parece indicar la intención original de construir una torre para el templo, instancia que habría sido descartada en algún punto del
proceso constructivo. El plano de la espadaña se organiza a partir de cuatro cuerpos
superpuestos, el primero de ellos completamente ciego sobre el que se apoyan los
demás, cada vez más ligeros o livianos. En el siguiente una serie de cuatro pilastras
con nichos en los entrepaños sostienen la cornisa, que es una continuación de la
de la fachada principal. Los dos siguientes utilizan el mismo orden con los entrepaños perforados en arcos de medio punto simples y dobles para alojar las campanas, completándose este efecto ascendente con un juego de ménsulas verticales y
una serie de pináculos de formas muy libres, que termina por rematar en un cuerpo
con volutas que sostiene la veleta.
La fachada sobre el lateral sur de la iglesia, ahora expuesta de una manera franca luego de la intervención en el atrio, se emparenta con la fachada principal a través
de repetir su estructura compositiva, utilizar el mismo orden monumental para ritmar el muro y continuar sus principales líneas horizontales. Nuevamente un juego
doble de pilastras pareadas de escala monumental enmarca la puerta de ingreso
lateral, rematando en una gruesa cornisa que es la continuación de la de la fachada
principal. Una cornisa más delgada corre a media altura dividiendo al muro en dos
paños iguales. Todo este tratamiento corresponde al desarrollo de la nave, interrumpiéndose bruscamente al llegar al tramo correspondiente al presbiterio al que
se adosan otras construcciones (Capilla del Santísimo y sacristía), en el cual el muro
expone la mampostería sin ningún tratamiento o incluso directamente sin revocar.
La unión entre ambos sectores de la misma fachada esta marcada por una espadaña
muy sencilla de tosca factura y una sola campana, que seguramente cumplía las
funciones de campanario antes de que el templo fuera completado. Esto evidencia
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sin dudas diferentes momentos de ejecución y distintas decisiones de diseño a lo
largo del proceso constructivo.
La fachada del actual Museo de Arte Religioso es otro elemento importantísimo del conjunto por su particularidad. En realidad se trata de un extenso muro
ciego solo definido por una cornisa de remate superior (residuo esta de una “modernización” historicista aplicada durante el último tramo del siglo XIX que incluía un
ritmo de pilastras y un fondo almohadillado realizado en revoque símil piedra), en
cuyo centro se encuentra el excepcional portal construido en 1770 como ingreso a
la clausura. La doble puerta de madera de grandes dimensiones se encuentra flanqueada por dos cuerpos verticales voluminosos, compuestos por una superposición
de pilastras planas, cóncavas y columnillas de fuste liso. Ambos rematan una doble
imposta sobre las que se apoya un tímpano curvo de base quebrada, conteniendo en
su interior un juego de volutas. Sobre este, un cuerpo de líneas muy sinuosas terminado en una cornisa de curvas y contracurvas, vénera y pináculos remata el portal,
cuya filiación con la arquitectura colonial brasileña parece innegable. Es importante
señalar que la unidad de criterios de composición entre las diferentes fachadas que
presenta el monumento a la ciudad esta reforzada por el característico color rosado
que cubre todos los cuerpos del edificio, sobre el que se destacan los elementos
compositivos en un tono mas claro. Es en este caso el color un elemento importante
a preservar, que refuerza la particularidad de la obra y su fijación en la memoria
colectiva de los cordobeses.
Desde el siglo XVIII el conjunto conventual y su particular imagen permanecieron relativamente estables, salvando pequeñas transformaciones que en nada
alteraron su estructura general. A partir de la segunda mitad del siglo XX las intervenciones en el edificio parecen haberse incrementado, en consonancia con la
aceleración de dinámica urbana y con un conjunto de transformaciones operadas
en el interior de la orden. El Concilio Vaticano II, llevado a cabo en 1963, propendió a conservar y estimular en el seno de la iglesia católica a la institución de la
vida monástica, en virtud de los logros obtenidos a lo largo de los siglos; pero
exhortando a las órdenes religiosas a que renovaran sus antiguas tradiciones benéficas y las adaptaran a las necesidades del mundo actual. En ese sentido propuso
revisar el género de vida de las instituciones meramente contemplativas, que a la
luz de los tiempos que corren deberían ser adecuadamente renovadas, aunque
conservando invariable su retiro del mundo y los ejercicios propios de este tipo de
vida, de modo que los monasterios se convirtieran en centros de edificación del
pueblo cristiano. Según sus enunciados, la clausura de las monjas de vida contemplativa debería mantenerse, pero adaptándose a las condiciones de tiempos y lugares, y suprimiendo todas las costumbres anticuadas. En relación a esto dos aspectos
resultan relevantes: la promoción de la obra de apostolado externo y activo; y la
formación permanente de las religiosas que lo ejercieran, para los cuales la flexibilización de la clausura resultaba un hecho deseable y beneficioso.
Los cambios — al comienzo sutiles y luego cada vez mas notorios — en la
forma de vida de las Carmelitas de Córdoba impulsados por el Concilio, se han traducido lentamente durante los últimos treinta años en transformaciones en la estruc-
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tura del edificio, en sus usos originales, en los vínculos entre el organismo del monasterio y la ciudad. Este tipo de intervenciones, motivadas incluso en algunos casos por
la necesidad de las monjas de incrementar los fondos para su sustento apelando a las
rentas inmobiliarias; han tenido resultados dispares, consecuencia esta de la aplicación más o menos acertada, según las diversas situaciones, de adecuados criterios de
conservación. Examinemos ahora algunos casos. Durante la década de 1980 se ejecutaron en el conjunto del Monasterio y con
el acuerdo de las religiosas, dos intervenciones del fuerte impacto — fundamentalmente morfológico y visual — y ciertamente discutibles, proyectadas desde la órbita de la Municipalidad de Córdoba. La primera se concretó en el atrio, ante la necesidad de crear un nuevo ingreso al Monasterio al haber cedido las monjas el
primer claustro para el Museo de Arte Religioso, y según su voluntad de mostrarse
el convento — y la comunidad — mas “abiertos” a la sociedad. La decisión de los
técnicos de la oficina municipal consistió en liberar un sector del predio que había
ocupado parte de la ranchería del monasterio, lindante al estrecho patio — casi un
corredor a cielo abierto — bajo el muro sur de la iglesia que conducía a la sacristía
externa; y construir en el fondo de la parcela una nueva portería y batería de locutorios directamente adosados a las construcciones antiguas (sacristía externa y
otras). De esta manera el atrio de la iglesia se ha prolongado más allá de la extensión de la fachada de esta, hasta la nueva medianera, extendiendo también, a través de reproducir exactamente sus formas, los pilares y la reja del siglo XIX. El
resto de la parcela anexada se ha tratado como un jardín anterior a la nueva portería, según la intención principal de los diseñadores de crear un nuevo espacio público para la ciudad y mostrar la fachada lateral del templo. Sin embargo, por un
lado la creación de este enorme retiro contradice la forma de ocupación tradicional
de la manzana en las ciudades de colonización hispánica, en la que las construcciones se ubican siempre sobre la línea de la calle (límite claro entre lo público y
lo privado), con excepción de las grandes iglesias cuyas fachadas principales aparecen precedidas por un atrio. Además este nuevo “espacio público” — en el que
no es posible ingresar ni permanecer y que solo puede contemplarse desde la vereda — exhibe francamente la fachada lateral de la iglesia, la que comparada con la
principal en cuanto al rigor de diseño y factura, probablemente nunca haya sido
pensada para ser vista de una forma tan directa. Por último, la utilización en la
nueva arquitectura de formas y tecnologías que repiten motivos utilizados en la
arquitectura colonial (arcos de medio punto de proporciones cambiadas, aberturas
enmarcadas con fajas de mampostería, vanos abocinados, cornisas como remates
de los muros, revoques bolseados, tapias construidas con una nueva versión de la
mampostería colonial de cal y canto, etc.) y la unificación cromática entre los añadidos contemporáneos y el monumento contribuyen a la confusión del habitante
común de la ciudad, que no puede diferenciarlos.
La otra intervención es la registrada sobre todo el tramo de la calle 27 de Abril
correspondiente a la manzana, con la construcción de la nueva recova comercial;
propiedad de las monjas. La propuesta surgió con la intención de unificar la imagen de la cuadra, que hasta ese momento se leía como una sucesión caótica de
diferentes materiales de revestimiento, colores, texturas, aventanamientos, letreros
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comerciales, iluminación, etc.; logrando una imagen unitaria y “acorde con el centro histórico” sin resignar el uso comercial. Para lograrlo se recurrió a la creación
de una galería cubierta que permite acceder a los locales comerciales, cuya vidriera se ha retranqueado para dar lugar al paso de los peatones. Este tipo espacial — la
recova o calle porticada — nunca existió en la ciudad de Córdoba, salvo en la
parte baja de la fachada del Cabildo constituyendo este un caso excepcional. Su
introducción sobre la calle 27 de Abril constituye así una “novedad” en el tejido
urbano, la que unida a la utilización de un lenguaje marcadamente historicista (que
se enfrenta al muro desnudo de la catedral y que según los autores retoma elementos de la fachada del Monasterio sobre Independencia) y el mismo color que el
resto del edificio, promueve la confusión en el espectador no iniciado entre el verdadero monumento y los añadidos contemporáneos.
En los últimos años, surgió de la comunidad de religiosas la necesidad de remover la reja de la clausura — o hacerla practicable — en función de los cambios
operados en lo relativo a la relación de sus miembros con la comunidad seglar. En
este contexto, y vale como ejemplo, la posibilidad de conducir encuentros de oración se ve imposibilitada por la presencia de la reja de la clausura, que separa físicamente el coro de religiosas del resto del templo. El estudio y la valoración de los
diferentes elementos del plano y el proyecto se encargaron a la Maestría en Conservación y Rehabilitación del Patrimonio Arquitectónico de la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional de Córdoba, y fue aprobado por la congregación y por la Comisión Nacional de Monumentos y Sitios Históricos, aunque aún no
ha sido ejecutado. El desarrollo del proyecto — que proponía dotar a la reja de un
mecanismo de movilidad vertical que le permitiera desplazarse en algunos momentos y permanecer en su sitio original en otros — propició la necesidad de verificar arqueológicamente una antigua tradición de la congregación. Según esta, bajo
la reja se encontraría sepultado el fundador del Monasterio, Juan de Tejeda y Mirabal. Esta creencia tiene su fundamento en el testamento del fundador que se conserva en el convento, y en el cual expresa claramente su voluntad de ser enterrado
en ese preciso lugar. A los efectos de corroborar o no la presencia del enterramiento y a partir de eso la viabilidad del proyecto de desplazamiento de la reja, se convocó a profesionales del Museo de Antropología de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba, a quienes se les encomendó
tareas de rescate arqueológico en el coro de religiosas y bajo la reja de la clausura.
Las tareas se realizaron en Septiembre de 1999 y en su informe final no figura el
hecho de haber encontrado restos humanos, con lo cual quedó descartada la presencia de la tumba del fundador en ese sitio.
De la misma manera y a tono con la mayor apertura de la comunidad de Carmelitas — y por su concreto encargo —, se desarrolló en los años recientes un
proyecto de convertir los restos de la antigua ranchería del convento sobre la calle
Independencia (actualmente subutilizados y en malas condiciones de conservación)
en una hospedería y casa de retiros. Este nuevo sector, comunicado con el convento
y con la calle al mismo tiempo, estará destinado tanto a la recepción y hospedaje de
religiosas para la realización de ejercicios espirituales, como de los familiares y allegados a las hermanas durante su estada en Córdoba; confirmando una vez más la
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voluntad de apertura y servicio encarada en estos tiempos postconciliares. Está previsto que la vinculación de la nueva hospedería con el convento se realice a través
de la portería, de la cual se removería el antiguo torno — otro símbolo de la estricta
clausura que caracterizo a la orden durante siglos — para ser reemplazado por una
sala de recibir, que permitiría el contacto directo entre las monjas y quienes concurren a ellas en busca de asistencia espiritual.
El Monasterio de las Carmelitas Descalzas de Córdoba aparece hoy como una
suerte de isla en el centro de la ciudad, en el cual el tejido urbano ha perdido su
coherencia tipológica y formal a través de un largo proceso de sustituciones de su
arquitectura. Se conserva, sin embargo, aquel elemento de mayor permanencia en
la estructura urbana: el trazado; y una serie de monumentos relativamente aislados
cuyos entornos inmediatos han sido irreversiblemente modificados. En el caso que
nos ocupa, las mutaciones en el uso y la concepción del espacio urbano y arquitectónico proviene de dos esferas distintas y en permanente tensión, cuyas fuerzas
han modelado la estructura y la imagen del conjunto con resultados dispares. En
primer lugar, la dinámica de las transformaciones urbanas han provocado intervenciones de un alto impacto “el nuevo atrio y la recova comercial”, que han modificado la imagen exterior del edificio con resultados que se aproximan peligrosamente a las falsificaciones historicistas. Por otro lado, los lentos y decantados
cambios en la forma de vida de la comunidad de religiosas han conducido a transformaciones más sutiles en el interior de la estructura conventual, que de alguna
manera intentan adecuar el edificio a los requerimientos de la vida actual y al nuevo rol de sus ocupantes, sin desvirtuar su espíritu original. Atentos a esto debemos
concluir que, en virtud de los relevantes valores que residen en el monumento; y
considerando que el edificio conserva luego de cuatro siglos su uso y sus ocupantes
originales, cualquier intervención de conservación debe sustentarse en un conocimiento profundo de su estructura material, y en un reconocimiento cabal de la regla carmelita y sus objetivos actuales.
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