OBRA ESCOGIDA

Anuncio
MARIO DE ANDRADE
OBRA
ESCOGIDA
novela - cuento - ensayo - epistolario
EL TUPÍ Y EL LAÜD
(Ensayo de interpretación de Macunaíma, de Mario de Andrade)
“Soy un tupí que tañe un laúd”
“O Trovador”, Paulicéia Desvairada (1 9 2 2 )
“Me siento únicamente blanco ahora, sin aire en este aire libre de América.
Me siento únicamente blanco en mi alma cribada de razas”.
“Improviso do Mal da América” (1 9 2 8 ), Remate de Males.
“También somos civilización europea ( . . . ) ”
“O Banquete” (1 9 4 3 ).
I
1. E s c r i t o en seis días de trabajo ininterrumpido, durante unas vaca­
ciones de fin de año, en diciembre de 1926; corregido y aumentado en
enero de 1927; publicado en 1928, Macunaíma se transformó muy
pronto en el libro más importante del nacionalismo modernista brasileño.
La impresión fulminante de obra maestra que los compañeros de Mário
de Andrade tuvieron en la época al tomar contacto por primera vez con
el manuscrito, perdura hasta hoy, cincuenta años después de su apari­
ción. Con el transcurso del tiempo, las experiencias del lenguaje y la
instrumentación satírica de los hallazgos obscuros tal vez hayan perdido
virulencia; pero en compensación, a medida que los estudios sobre el
libro se van profundizando, comienza a reconocerse la seguridad impe­
cable de su construcción y la maestría en el aprovechamiento de la cultura
popular, que sirve de colorido paño de fondo a la aventura del héroe
brasileño.
Al comienzo, Mário de Andrade se resistió a reconocer la faz verda­
dera de su creación y tomó apenas como “un modo reflexivo y divertido
de descansar durante unas vacaciones” la violenta explosión que en
verdad remataba un período fecundo de estudio y de dudas sobre la cul­
tura brasileña. Pero poco a poco fue obligado a aceptar que de hecho
había sembrado el texto con una infinidad de intenciones, referencias
figuradas y símbolos, y que todo eso definía los elementos de una psi­
cología propia, de una cultura nacional y de una filosofía que oscilaba
entre “optimismo en exceso y pesimismo en exceso”, entre la confianza
en la Providencia y la energía del proyecto.
El somero examen de las notas que en esta edición acompañan al texto
muestra que el libro fue construido a partir de la combinación de una
infinidad de textos preexistentes, elaborados por la tradición oral o es­
crita, popular o erudita, europea o brasileña. La originalidad estructural
de Macunaíma deriva, de este modo, del hecho de que el libro no se
basa en la mimesis, o sea, en la dependencia constante que el arte esta­
blece entre el mundo objetivo y la ficción, sino en la vinculación casi
constante con mundos imaginarios, con sistemas cerrados de señales, ya
regidos por una significación autónoma. Este proceso, aparentemente pa­
rasitario, es, sin embargo, curiosamente inventivo; pues en vez de recortar
con neutralidad, en los fragmentos originales, las partes que necesita
para reagruparlas, intactas, en un orden nuevo, actúa casi siempre sobre
cada fragmento alterándolo en profundidad. De este modo, la designa­
ción de “composición en mosaico” adoptada por algunos estudiosos como
Florestan Fernandes y Haroldo de Campos, parece inadecuada; sugiere,
apenas, la yuxtaposición pura y simple de préstamos efectuados a siste­
mas diversos, pero oblitera la elaboración creadora compleja que, en un
primer momento, los desarticula, quebrando su inteligibilidad inicial
para, luego, insuflar un sentido distinto mediante la nueva reagrupa­
ción de los fragmentos. El proceso quizá se aproxime más al bricolage,
tal como lo describe Levy-Strauss, y eso también ya fue recordado por la
crítica.
El bricoleur busca realmente su materia prima entre los sobrantes de
viejos sistemas. Sin embargo, su gesto está orientado por un objetivo lúdico, por una sensibilidad pasiva, y ésta se somete sobre todo al juego de
las formas. Frente al elenco de detritos que tiene siempre a mano, el
bricoleur, se abandona a una selección paciente, eligiendo o rechazando
los elementos, según el color, el formato, la luminosidad o el arabesco de
una superficie. La figura que irá a componer luego, combinando la infi­
nidad de fragmentos de que dispone, podrá ser muy bella, pero como
respeta las imposiciones de la materia aprovechada, resulta caprichosa,
llena de idas y venidas, de rupturas, y no revela ningún proyecto. Es
imposible inscribir en este horizonte colmado de acasos, donde el sentido
emerge y se extingue siguiendo la vida breve de las formas, el libro inten­
cional y lleno de resonancia de Mário de Andrade. Más que en la técnica
del mosaico o en el ejercicio del bricolage, es en el proceso creador de la
música popular donde se deberá buscar, a mi juicio, el modelo de compo­
sición de Macunaíma.
2. La prolongada meditación estética que atraviesa íntegra la obra de
Mário de Andrade tiene dos puntos de referencia constantes: el análisis
del fenómeno musical y del proceso creador de los folklórico. Es de la
confluencia de estas dos obsesiones fundamentales que se deriva la ma­
yoría de sus conceptos básicos, sea sobre el arte en general, sea sobre el
arte brasileño en particular; conceptos que una vez forjados resurgen
siempre en su extensa y variada producción ensayística 1. En la década
del Veinte, convergen en el campo común de la música y la imaginación
colectiva las lecturas que realiza sobre etnografía, folklore, psicoanálisis;
el escritor se zambulle a fondo en el largo debate de ese período sobre
la mentalidad primitiva, tratando de extraer de la confrontación entre
Taylor, Lévy-Brühl y Frazer algunas conclusiones que ayuden a com­
prender nuestros procesos colectivos de creación 2; luego empeñado en
el proyecto de una música nacionalista, propone a los compositores jóve­
nes de la época el aprovechamiento erudito del folklore brasileño 3.
Macunatma fue escrito en ese momento de gran impregnación teórica,
investigación sobre la creación popular y búsqueda de una solución brasi­
leña para la música. Tengo la convicción de que al elaborar su libro,
Mário de Andrade no partió de modelos literarios preexistentes, sino que
transpuso dos procesos básicos de la música occidental, comunes tanto
a la música erudita como a la creación popular: el principio rapsódico
de la suite — cuyo modelo popular más acabado podría ser encontrado
en el baile nordestino llamado Bumba-meu-boi— y el principio de la
variación, presente en las improvisaciones del cantador o juglar nordesti­
no, donde toma una forma muy peculiar.
Para mayor claridad, trataré de sistematizar y resumir sus principales
afirmaciones sobre las características de la música popular brasileña y
sobre los problemas resultantes de la transposición erudita de los proce­
sos folklóricos de la creación. Luego, analizaré si hubo efectivamente,
como supongo, influencia de su pensamiento musical en el proceso crea­
dor que presidió a la elaboración de Macunaíma4.
3. Según Mário de Andrade, las naciones nuevas como el Brasil, cuya
cultura en formación presenta gran variedad de componentes, heredadas
de fuentes muy dispares, tienen dificultad para forjar una música popu­
lar nacional bien diferenciada. Esto constituye un significativo impedi­
mento en la tarea de los músicos cuando éstos, empeñados en un proyecto
nacionalista, buscan en el folklore un punto de partida para la transpo­
sición erudita. En la mayoría de los casos, los elementos empleados no
logran fundirse en un todo, y vemos aparecer apretujándose en el mismo
espacio, “elementos portugueses, africanos, españoles, e incluso brasile­
ños, amoldados, en conjunto, a las circunstancias del Brasil”. De esta
forma, la música popular asume el aspecto de “un documento curioso de
nuestra miscelánea étnica”, de un palimpsesto, como son los platos de
nuestra culinaria con sus ingredientes fuertes “de pimienta, las salsas
tutu y dendé y la caña”.
Hasta el siglo xix es difícil descubrir en esa mezcla intrincada, piezas
ya estabilizadas, que se puedan considerar científicamente como melo­
días brasileñas tradicionales. Por esa razón, el compositor empeñado en
crear obra nacional no debe partir del documento recogido, sino de las
normas de composición del folklore, de ciertas formas fijas o de ciertos
esquemas obligatorios, presentes en el canto, en la melodía, en las cora­
les, en la música instrumental, en las danzas. Entre ellas, dos se presen­
tan como dominantes: el proceso rapsódico de la suite — característico
de las danzas populares— y la forma de la variación, que tiene lugar
tanto en la música instrumental como en las canciones. Frecuentes en
el folklore, ellas son, sin embargo, normas universales de composición.
Veamos por separado cómo se define cada una y cómo aparece en la
creación colectiva.
a)
La suite es uno de los procesos más antiguos de composición.
Común a la música erudita y popular, no es patrimonio de ningún pueblo.
Constituye una fusión de varias piezas de estructura y carácter distintos,
todas de tipo coreográfico, empleadas para dar forma a obras complejas
y mayores. Este proceso rapsódico alcanzó gran difusión en el romanti­
cismo y entre nosotros se convirtió en un hábito nacional. Se lo emplea
en las rondas infantiles, donde los niños suelen empalmar un canto con
otro, llegando incluso “a fijar suites con sucesión obligatoria de piezas”;
perdura incluso en los hábitos suburbanos, resurgiendo en la costumbre
— tal vez importada— de rematar los bailes con el acoplamiento de di­
versas piezas. Son formas primarias de suite todas nuestras principales
danzas dramáticas: los Fandangos del sur paulista, los llamados Cateretés
del centro del Brasil, y en el Nordeste los caboclinhos o paisanitas, “los
cortejos semi religiosos, semi carnavalescos de los Maracatus, las chegangas, los reisados”.
En su libro Dangas Dramáticas do Brasil, Mário de Andrade subraya
el “proceso de formación gradual” de estos últimos, “fundamentalmente
rapsódicos”, en que el pueblo agrupa espontáneamente piezas que guar­
dan afinidad entre sí; a su juicio, sólo posteriormente, uno u otro poeta
suburbano semierudito habría reorganizado las danzas en un todo más
“ordenado y dramático”, registrándolas por escrito y difundiéndolas en
folletos ( “foiétes”). En un párrafo del libro — que transcribo íntegra­
mente por ser particularmente esclarecedor de mi punto de vista— él
comenta con argucia el aspecto híbrido de esas composiciones coreográ­
ficas, en que los episodios desvinculados unos de los otros dan a la danza
la apariencia de “verdadera colcha hecha de retazos” o “de una revista
confeccionada con distintos números” :
“Lo que mejor caracteriza el aspecto contemporáneo de todas nuestras
danzas dramáticas es que ellas, como espíritu y forma, no son un todo
unitario en que se desenvuelve una idea, un tema solo. Su tamaño, así
como su significado ideológico, no depende del tema básico. Por lo gene­
ral, el argumento no exige más que un solo episodio, rápido, dramática­
mente conciso. Y ese núcleo básico es rellenado con temas añadidos a
él: romances o cualquiera de las muchas piezas tradicionales e incluso
de uso anual, por su carácter celebratorio, se agregan a él. A veces incluso
estas aposiciones no guardan relación alguna con el núcleo ( . . . ) Ese
proceso de armado mediante aposiciones constantes, culmina en la forma
actual de ciertas versiones principalmente pernambucanas del Bumbameu-boi en que la coincidencia con la revista de teatro de plaza es fla­
grante. El episodio que fue medular un día, no tiene ya mayor impor­
tancia que los episodios secundarios, y apenas figura en el final, desta­
cando la figura del buey, no por el drama, sino por la apoteosis”.
Volvamos, tras esta primera exposición, a la afirmación inicial de que
Macunaíma retoma el proceso de composición de la música popular,
como incluso nos indica claramente el propio autor, cuando agrega al
título del libro la designación de rapsodia.
Si nos atenemos a las notas que, en esta edición, añadí al texto para
facilitar una mejor comprensión del relato, veremos que ellas revelan
la misma mezcla étnica de la música popular, presentando una gran
variedad de elementos, provenientes de las fuentes más diversas: a los
rasgos indígenas extraídos de Koch Grünberg, Couto de Magalháes, Barbosa
Rodrigues, Capistrano de Abreu y otros, vemos que se suman narraciones
y ceremonias de origen africano, evocaciones y canciones de ronda de
origen ibérico, tradiciones portuguesas, cuentos ya típicamente brasileños,
etc. A ese material ya en sí híbrido, se agregan piezas más heteróclitas:
anécdotas tradicionales de la historia del Brasil; incidentes pintorescos
presenciados por el autor; episodios de su biografía personal; transcrip­
ciones textuales de los etnógrafos, de los cronistas coloniales; frases céle­
bres de personalidades históricas o eminentes; cierta construcciones lin­
güísticas, como modismos, locuciones, fórmulas sintácticas, procesos
mnemotécnicos populares, tales como asociaciones de ideas y de imáge­
nes; o de procesos retóricos, tales como las enumeraciones exhaustivas, que
según el propio autor tenían la finalidad puramente poética de dar vida
a “sonoridades curiosas” o “incluso cómicas” 5.
Por lo demás, eran esas aposiciones más o menos arbitrarias que se
añadían al núcleo básico las que aclaraban en gran parte la ambigüedad
de la línea narrativa, cuyo episodio central, aunque bien definido y dra­
máticamente conciso — la pérdida y la búsqueda de la muiraquita o
amuleto— no lograba imponerse con exclusividad, viéndose eclipsada
permanentemente por la multiplicación incesante de los episodios secun­
darios. Sin embargo, el esquema formal sólo era rudimentario en aparien­
cia, pues representaba la recuperación muy hábil del principio univer­
sal de la suite, en su variante popular. El proceso de construcción me­
diante relleno, del núcleo básico, con elementos subsidiarios, uniendo
en un todo más complejo varias piezas de forma y carácter distinto, era
—como vimos— corriente en la música europea del romanticismo y tenía
lugar, también, en el teatro de revistas y en las danzas dramáticas brasi­
leñas, donde encontraba la expresión más perfecta en el Bumba-meu-boi.
No es mi objetivo desarrollar en este abordaje una posible analogía
entre la estructura de Macunaíma y la del Bumba-meu-boi. Quiero tan
sólo señalar que la coincidencia de la forma rapsódica de los dos no es
casual, y que probablemente Mário de Andrade quiso sugerir, por inter­
medio de las afinidades estructurales, la identificación entre el libro y
la danza popular que, a su juicio, mejor representaba la nacionalidad.
La elección del Bumba-meu-boi como modelo, o mejor, como referencia,
respondía a una intención ideológica y se vinculaba al complejo sistema
de señales con que el escritor se habituara a pensar no sólo en la realidad
de su país, sino incluso, en su realidad personal6. Voy a intentar aclarar
mejor este punto.
El análisis de las representaciones colectivas brasileñas revelará a
Mário de Andrade que el buey era “el animal nacional por excelencia”,
ya que a él se hacían referencias de norte a sur del país, tanto en las
zonas de pastoreo como en los lugares sin ganado. Aparecía en todas
las manifestaciones musicales del folklore: “en la ronda gaucha, en la
tonada de Mato Grosso, en el aboio * de Ceará, en la moda paulista,
en el desafío de Piauí, en el coco ** de Río Grande del Norte, en la
chula * * * de Río Branco y hasta en el maxixe carioca”. En un país sin
unidad y de gran extensión territorial, “de pueblo desmembrado, donde
el concepto de patria es casi una quimera”, el buey — o la danza que lo
consagra— operaba como un poderoso elemento “unanimizador” de los
individuos, como una metáfora de la nacionalidad. Fue con el propósito
de subrayar este aspecto, surgido espontáneamente en la representación
colectiva, que en el período más agudo de la prédica nacionalista el
escritor habría sugerido al compositor Luciano Gallet la idea de elaborar
una suite brasileña basada en el Bumba-meu-boi, siguiendo los moldes
del Carnaval de Schumann o los de los Cuadros de una exposición de
Mussorgski7.
Pero el buey no es solamente el animal heráldico del Brasil, como el
león lo es de Gran Bretaña o el águila bicéfala de los austríacos; represen­
ta, además, como metáfora, una de las “grandes señales” del escritor, la
impronta de su personalidad construida, de su ethos. Bajo el doble aspecto
de símbolo del Brasil y señal del poeta, la imagen aparece varias veces
en su poesía, incluso en “Brazáo” ( “Blasón”), uno de sus poemas más
cifrados. Nada debe extrañar, en consecuencia, que en Macunaíma,
Mário de Andrade hubiese procedido a una identificación de esa natura­
leza, esta vez entre el animal simbólico del Brasil y Macunaíma, el héroe
simbólico de la nacionalidad. Es en este sentido que debemos interpretar
la intercalación, sobre el final de la obra, de uno de los fragmentos más
importantes del Bumba-meu-boi. Siguiendo el ejemplo del Golden Bough,
de Frazer, Mário de Andrade interpretaba el núcleo central de la danza
— la muerte y resurrección del buey— como un rasgo del culto de la
* Canto melancólico con que los vaqueros conducen el ganado (N . del T .).
** Coco. Danza popular del Nordeste, particularmente de Alagoas, de donde
es originaria. (N . del T .).
*** Chula. Danza y también melodía popular que suele acompañar las celebra­
ciones y festividades locales. (N . del T .).
primavera, o sea, como la destrucción y el resurgimiento del principio
vital. Así, al interrumpir la narración para pasar a describir minuciosa­
mente el episodio culminante de la danza dramática, estaba empleándolo
como metáfora, como una gran señal premonitoria del desenlace dramá­
tico que se preparaba; la muerte y la resurrección del buey era como la
anticipación del sacrificio del héroe, que inmediatamente después sería
destrozado en este mundo, para resurgir de inmediato en el cielo en
forma de estrella 8.
b)
El segundo proceso que utiliza Mário de Andrade para estructurar
la narrativa es el de la variación.
El principio de la variación es, como la suite, una regla básica de com­
posición y consiste en “repetir una melodía determinada, cambiando a
cada repetición uno o más de sus elementos constitutivos de tal manera
que, presentando una fisonomía nueva, ella sigue siendo siempre reco­
nocible en su personalidad”. Desarrollada ya en el siglo XVII, recién en
el XVIII la variación “se presenta firmemente afianzada en ese principio
de cambio de fisonomía y conservación de la personalidad” que la carac­
teriza, desempeñando a partir de allí un papel preponderante en la
evolución de la música. Cuando la música erudita — por agotamiento o
por proyecto estético— se revitaliza en las fuentes populares, se apoya
siempre en la variación, ya sea que utilice las fórmulas rítmico-melódicas
del pueblo de manera ingenua, ya sea que se aleje de su punto de partida
a través de alteraciones refinadas 9. En el Brasil, por ejemplo, en los
albores del movimiento nacionalista, los compositores llevados tal vez por
“un excesivo anhelo de aprehensión de lo característico”, se limitan a
retirar del folklore melodías enteras y formas melódicas casi sin alteración;
pero en un período posterior ya tratan de partir de ciertas fórmulas cons­
tantes, “de pequeños elementos rítmicos, melódicos, armónicos, polifó­
nicos, de timbre, que nacionalizaban sin los excesos del populismo” 10.
Como veremos más adelante, Mário de Andrade utilizó las dos variantes
en la construcción de su libro.
En diferentes momentos de sus análisis musicales, él estudia este cu­
rioso sistema de préstamos entre la música popular y la erudita 1X, utilizan­
do, si bien de manera sumamente personal, los conceptos clásicos de
nivelación y desnivelación, acuñados por Charles Lalo 12. ¿En qué con­
sisten estos dos movimientos complementarios, mediante los cuales se
expresa la variación?
Se llama nivelación estética al fenómeno de ascenso de un género in­
ferior a un nivel superior de arte culto: fue lo que ocurrió cuando los
compositores introdujeron la canción popular en la polifonía católica,
tejiendo en torno a ella una serie de variaciones contrapuntísticas; o
cuando Haendel se valió de la siciliana, sustrayéndola a su condición de
danza folklórica para convertirla en aria dramática “dotada incluso de
valores expresivos”; o cuando sometió la mazurca y la polonesa al virtuo­
sismo del piano.
La desnivelación estética consiste en el proceso inverso, vale decir que
es el pueblo quien aprehende y adopta la música melódica erudita. Mário
de Andrade estima que este proceso es infrecuente; sin embargo, tuvo
lugar entre nosotros con las modinhas imperiales, canciones de salón que
a partir de la segunda mitad del siglo xix “dominaron la preferencia mu­
sical burguesa de Brasil y Portugal”. Habiéndose originado en la estruc­
tura melódica erudita de la música europea, más exactamente, en el aria
italiana, la modinha emigró a los saraos burgueses a través de las mani­
festaciones semicultas que los modiriheiros coloniales e imperiales acomo­
daron a la sensibilidad nacional; de allí pasó al pueblo y en él se difundió
ampliamente. Este proceso de desnivelación, además de ser excepcional,
era, desde el punto de vista creador, menos significativo que el proceso
contrario de ascenso de nivel. Pues a pesar de que la modinha se haya
adaptado de manera admirable al Brasil, adquiriendo un “cuño particular
que nos pertenece”, en sus características generales seguía siendo perfec­
tamente europea. De cierta manera, representaba aquello que Mário de
Andrade llamaba una pieza memorizada; pues cuando el pueblo se en­
frentaba con un estilo erudito, cuyas reglas era incapaz de descifrar,
permanecía cautelosamente en la etapa de la copia, no arriesgándose a
pasar a la etapa siguiente de la imitación.
c)
Un fenómeno de adaptación similar a éste ocurrió con la canción
de ronda brasileña de origen ibérico13, caracterizando por consiguiente
ya no más el choque entre el arte erudito y el popular (o semiculto) sino
el encuentro de dos culturas populares, una ya perfectamente sedimenta­
da, otra en pleno proceso de formación.
En efecto, la migración de las formas populares europeas transfirió al
Brasil viejas canciones, fijadas a través de los tiempos y bien definidas
en sus características étnicas. Transplantadas a un nuevo medio étnica­
mente en formación, empapado de influencias diversas, estas formas,
cuyo sentido profundo correspondía a otras realidades sociales, no logra­
ron adaptarse, fecundando el proceso creador. Así es como Mário de
Andrade analiza el fenómeno: “El niño brasileño (o quien hace eso por
é l. . . ) se muestra particularmente incapaz de crear una melodía nacional­
mente inconfundible. Si en el canto de adulto ya creamos una música
étnicamente diferenciada, la ronda infantil brasileña como texto y tipo
melódico sigue siendo firmemente europea, y particularmente portuguesa.
Si las melodías difieren y probablemente ya son originales del Brasil, si
muchas veces ya son estimuladas por la característica más positiva de la
rítmica brasileña ( . . . ) es muy raro encontrar, en la ronda infantil bra­
sileña, un documento característicamente nacional”.
Incapaz de movimentarse dentro de un estilo importado, la imagina­
ción popular brasileña adoptó una solución peculiar que, criticando el
servilismo de la copia, salvaba la dificultad con astucia: sometió los
textos originales a una combinatoria sumamente ingeniosa que cuando no
cambiaba los textos, cambiaba las melodías; a veces fraccionaba los
textos y las melodías; otras inventaba melodías nuevas para textos tradi­
cionales, y así sucesivamente.
Pero el ejemplo más perfecto de este proceso parasitario de composi­
ción, típico del folklore, habría de ser hallado por Mário de Andrade en
la improvisación del juglar nordestino. Pues aun cuando todos los juglares
jurasen ser autores absolutos de sus composiciones, los cantos nuevos son,
casi siempre, piezas memorizadas, cuyas melodías, fijadas de manera muy
insegura en sus arabescos, pueden ser inventadas en cada ocasión, asu­
miendo variantes innumerables 14. Es este proceso bastante complejo de
posesión el que Mário de Andrade describe en un fragmento de extraordi­
naria importancia todavía inédito en libro, sirviéndose, como se puede
notar, de los conceptos ya referidos de nivelación y desnivelación:
“El proceso común de memorizar una melodía tradicional, como el de
inventar una nueva, tanto en Chico Antonio como en Odilon consistía
en desnivelar la melodía haciéndola bien simple para que se fijara en la
memoria sin dificultad. Pero después de establecida en su esquema inicial,
el juglar se esmeraba de nuevo en elevar su nivel, individualizándola en
variaciones, de un legítimo canto ‘hot\ Tuve ocasión de sorprender al
vivo este fenómeno inconsciente con el coco * ‘Assovio’ ( silbido) muy
generalizado ( . . .) . Chico Antonio conocía el coco pero no lo sabía de
memoria. Y lo cantaba por eso con grandes fallas, glosando por así decir
la melodía con riquezas y fantasías inconscientes. Pero poco a poco la
línea se fue fijando en él, depurándose de tanta variedad, empobrecién­
dose de fantasía y de elementos inesperados, hasta que por fin se asentó
y, en el sentido más elevado y etimológico del término, se hizo ‘vulgar’.
Entonces esa línea, no banal, sino vulgar, será repetidamente cantada
por él en largos canturreos interminables. Y es así también como ella va
a ejercer, ahora que está desnivelada, aquella fascinación de efecto ase­
gurado, verdadero valor terapéutico en el alma del pueblo y en la mía
( . . .) . Fijada y aprendida la melodía fácil y esquemática, entonces el
juglar empieza cantando ‘hot’, fantaseando, glosando otra vez, pero cons­
cientemente ahora, con la intención de variar y adornar. Hasta que,
alcanzando otra vez el dominio pleno ( . . . ) el juglar inventa un canto
enteramente nuevo” 15.
Este fragmento admirable será comentado más adelante; por ahora
basta fijar algunos puntos que podrían ser resumidos de la siguiente
manera: el proceso para “sacar el canto nuevo” empleado por el juglar
del coco nordestino es un curioso mecanismo inventivo que juega concomitantemente con los dos recursos ya analizados, la nivelación y la desni­
velación. 19) Inicialmente, el juglar canta una melodía que no es la suya
y que memorizó deficientemente. 2?) Sobre esa melodía teje una serie
de variaciones inconscientes. 3*?) Mientras la reproduce va empobrecién­
dola gradualmente hasta convertirla en algo fácil, esquemático, vulgar
* Ver llamada * * de la pág. xiv.
Qetapa de la desnivelación'). 49) Sólo entonces comienza a fantasear sobre
ella, ahora conscientemente, con la intención de variar y adornar ( etapa
de la elevación de nivel). Por lo tanto: es a partir de una preparación
preliminar bastante compleja cuando se inicia el momento propiamente
creador, cuando la riqueza de las variaciones, actuando sobre el núcleo
central, vuelve a enriquecerlo, transfigurándolo y haciéndolo ascender
de nuevo al nivel superior del arte.
Pues bien, el mismo proceso se repite en la elaboración del texto, que
también es aprendido de memoria. El juglar no es un artista iluminado
que encuentra sus soluciones de improviso; es un profesional que se pre­
para largamente para la prueba, almacenando en su cabeza una cantidad
extensa y variada de conocimientos, recogidos en las fuentes más diver­
sas: en el Nuevo y Viejo Testamentos, en el Arte de la Gramática, en
manuales de álgebra, en diccionarios de fábulas, en libros de mitología
y de astrología, en viejas narraciones como las del emperador Carlos
Magno, en novelas populares. Por otro lado, trata de guardar en la me­
moria payadas enteras que se hicieron famosas en el pasado o versos
célebres de otros juglares. Todo ese inmenso material es fijado en la
memoria por intermedio de una infinidad de “procesos mnemotécnicos
de llenado e incluso de razonamiento”, como “enumeraciones, asociacio­
nes de imágenes, de lugares comunes, dicciones estereotipadas sin lógica
intelectual”, etc. De este modo, el proceso sorprendente de “sacar el canto
nuevo” no representa ningún milagro; es un fenómeno de “traición de la
memoria” — como lo llama Mário de Andrade— provocado por el simple
deseo de vencer.
4. No es arbitrario afirmar, después de esta larga exposición, que la
elaboración de Macunaíma se encuentra vinculada a la profunda expe­
riencia musical de Mário de Andrade; sobre todo a la meditación sobre
el sistema de préstamos entre música erudita y popular que habiéndose
verificado en ciertos períodos como el romanticismo, constituye, a la vez,
en el pueblo, el proceso básico de composición. Macunaíma establece como
regla de composición este mecanismo inventivo aparentemente parasi­
tario. Partiendo de un material ya elaborado y de múltiple procedencia,
Mário de Andrade lo sometió a toda suerte de enmascaramientos, trans­
formaciones, deformaciones, adaptaciones. En ciertos momentos retiró del
folklore fragmentos que reprodujo casi textualmente, tal como, al comien­
zo de la práctica nacionalista, lo hicieron compositores como Luciano
Gallet; en otras ocasiones disolvió, sin que nadie lo advirtiese, las frases
populares en el tejido elaborado de su prosa, a la manera de Lorenzo
Fernandes; y, constantemente, en lugar de partir de documentos ante­
riores o fragmentos determinados, prefirió inspirarse en normas de com-
posición, constancias sintácticas, motivos rítmicos, maneras tradicionales
de organizar la cadencia de la frase, en fin, en procesos “ya perfectamente
anónimos y autóctonos, a veces peculiares y siempre característicos de lo
brasileño”, como es típico entre los compositores de la última etapa na­
cionalista 16.
Comparado con este planteamiento y observado con atención, el proceso
de Macunaíma parece calcado directamente en dos ejemplos precisos del
folldore: la canción de ronda y la payada del juglar nordestino. De la
primera, había extraído el mecanismo consistente en juntar en una
misma secuencia textos muy diversos en forma tal que a una obra
tradicional pudiera infundirle un sentido reciente; o, también, conservar
básicamente un fragmento original, modificando esencialmente todos los
detalles; o si no crear una secuencia irreconocible, superponiendo dos
relatos distintos y reemplazando los personajes de una por los de otra; y,
así, indefinidamente. En cuanto a la influencia del segundo, no era se­
creto: había sido confesada textualmente por el propio autor en el
momento de la aparición del libro y resultaba de manera equívoca de la
descripción de la payada de Chico A ntonio17.
Efectivamente, el canto nuevo de Macunaíma, elaborado por “puro
juego, cuya primera redacción se completó en seis días ininterrumpidos
de cigarros y cigarrillos” estallará en Mário de Andrade de manera
análoga a las improvisaciones de los juglares del Nordeste, como la repro­
ducción memorizada de un aprendizaje largo y laborioso. Era, en cierto
sentido, un acto fallido, una traición de la memoria de un período na­
cionalista. De igual forma que los juglares populares incorporaban incons­
cientemente, en el momento agónico en que debían sacar el canto, todo
el aprendizaje que, al cabo de varios años, habían acumulado, así Mário
de Andrade veía proyectarse, casi a pesar suyo, en el libro que expresaba
la esencia de su meditación sobre Brasil, los índices del esfuerzo realizado
para tratar de entender a su pueblo y a su país. Macunaíma representaba
este trayecto atormentado, hecho de muchas dudas y pocas certezas; traía
la marca de las lecturas recientes de historia, etnografía, psicoanálisis,
psicología de la creación, folklore, y comprobaba en varios niveles — desde
los hechos del lenguaje a los hechos de la cultura y la psicología social—
la preocupación por lo específico brasileño; pero, sobre todo, extraía de los
procesos de composición de lo folklórico, un modelo colectivo sobre el
cual erigía su admirable obra erudita.
II
En páginas anteriores, desarrollando la analogía entre la estructura de
Macunaíma y las formas musicales que le servían de apoyo, me referí al
carácter ambiguo de la narración, atribuyéndolo sobre todo al hecho de
que la línea principal del argumento se vea con frecuencia oscurecida por
la ampliación sistemática de las líneas laterales. Efectivamente, la com­
posición rapsódica que orienta el texto yuxtapone a la escena central, re­
presentada por la pérdida y búsqueda del amuleto, un número infinito
de episodios de procedencia variada que unas veces brindan nuevos ele­
mentos para la comprensión general del enredo, y otras tan sólo orna­
mentan la acción principal o le disputan la primacía. Pertenecen parcial­
mente a este último caso las dos descripciones de la macumba y del
Bumba-meu-boi, las diversas anécdotas etiológicas que salpican la narra­
ción y los admirables cuentos independientes como los de Naipi (cap.
IV ), Palauá el Puma Pardo (cap. XIV) y Taina-Cá (cap. XVII). Este
proceso heterogéneo y aparentemente vacilante de composición crea en el
nivel de la fabulación una red de desorientaciones que suele confundir al
lector más precavido. Las dificultades, incluso, no se reducen solamente al
plano del enredo: prosiguen en el “embarullamiento” cronológico (tem ­
poral) y geográfico (espacial); en la indeterminación de los personajes;
en la dudosa condición de las acciones, como si el autor se hubiera pro­
puesto erigir deliberadamente en elemento expresivo básico de la estruc­
tura, lo heterogéneo, lo indeciso, lo descaracterizado. En verdad, eso es
lo que realmente sucede, como intentaré demostrar a continuación.
1. El escenario del libro, su concepción como un aglomerado indiferenciado de lugares distintos, le fue sugerido a Mário de Andrade — como
él mismo lo declara— por el proceso inmemorial de representar el espacio
empleado por el teatro hindú, chino y medieval, que han sobrevivido en
los bailes populares brasileños 18.
Así, al transportar a la novela la construcción rapsódica que consiste
en yuxtaponer los elementos, típica del folklore, habría sido inducido a
transportar también la concepción del montaje que mejor se armonizaba
con ella, vale decir, la medieval.
Junto a esa razón estética que sin duda pesó en su elección, hubo otra,
pragmática, coherente con el proyecto nacionalista en que estaba empe­
ñado en ese momento, y a la cual se refiere en los dos prefacios que
esbozó para el libro 19. Según declara allí, “El embrollo geográfico inten­
cional” tenía por objetivo crear una especie de geografía, fauna y flora
legendarias las cuales, liberándose de las contingencias regionales, opera­
sen como un elemento unificador de la gran “patria tan despatriada”,
como él llamó cierta vez al Brasil20. Así, si la trayectoria seguida por el
protagonista — sobre todo sus fugas que lo precipitan a través de todo el
Brasil— no siguen la lógica de los rumbos posibles, inventan en contrapar­
tida un itinerario fantástico, una especie de utopía geográfica, que corrige
el gran aislamiento en que viven los brasileños, reemplazándolo por el
lazo fraterno de la vecindad. El mapa de su tierra, que Macunaíma des­
pliega desde lo alto, sobrevolando el Brasil en el tuiuiu-aeroplano21, es,
de cierta manera, la proyección de un deseo profundo del escritor, mani­
festado en otros momentos de su obra: deseo de establecer la identidad
entre el habitante rico del sur y el pobre campesino del norte 22, entre las
ciudades prósperas y superpobladas del litoral y “el vasto interior, donde
aún reina la pobreza, la incultura y el desierto”.
La indeterminación temporal de la rapsodia brasileña — subrayada por
Cavalcanti Proen§a quien la atribuye a una concepción legendaria—
resaltó sobre todo su reflejo en el plano del lenguaje sustituyendo el con­
cepto de devenir por la categoría temporal esencial de coexistencia. Todos
coexisten en el mismo tiempo homogéneo, sin pasado o futuro, sin di­
visión de horas que separen el trabajo del ocio, sin períodos de apogeo
que contrasten con las épocas de decadencia. El tiempo primordial des­
truyó las contradicciones y restableció la justicia, nivelando los momentos
de penuria mediante una justa distribución de la riqueza, y extendiendo
la civilización técnica del Sur a la cultura agraria y arcaica del Nordeste.
2. En este espacio legendario y en este tiempo primordial, circulan los
personajes imprecisos y descaracterizados de la narración. En cierto modo,
todos ellos están sujetos a una especie de oscilación semántica que los
envuelve en un halo de indeterminación, induciendo al lector a con­
frontaciones frecuentes y constantes reverificaciones de sentido.
Tomemos inicialmente la figura de Ci, uno de los personajes pro­
pulsores de la acción. Según Cavalcanti Proenga, ella no fue extraída del
folklore: es una invención de Mário de Andrade, quien la creó a imagen
y semejanza de otras mujeres legendarias que aparecen asociadas a los
albores del Mundo 23. Sin embargo, la presentación que de ella se hace
en ciertos momentos, la caracteriza muy bien como Reina de la Floresta,
Emperatriz de la Selva Virgen y, en otros momentos, la designa como
Reina de las Icamiabas y, por consiguiente, como equivalente indígena de
las amazonas o mujeres guerreras. Pues bien, como cada una de estas
designaciones, Emperatriz de la Selva Virgen, icamiaba, amazona, im­
plica una serie distinta de atributos, la figura de Ci acaba diluyéndose en
una bruma imprecisa que debe disipar el lector 24. Lo mismo sucede con
las figuras resultantes de la fusión de entidades diversas, como por ejem­
plo la Boiuna, que a veces es la serpiente negra 25, y a veces Capei, la
luna 2S.
El caso más típico de este curioso proceso de superposición es el de
Venceslau Pietro Pietra, el Gigante Piaimá, cuyo nombre unido al apodo
impone, ya desde el comienzo, una ambigüedad esencial, que luego se
desdoblará en lo que podríamos llamar ambigüedad en cadena. Veamos
de qué manera. El nombre Pietro Pietra apunta inicialmente al origen
italiano del personaje, quien, a cierta altura, pasa a ser referido textual­
mente de manera satírica: en la carta a las Icamiabas, el gigante es
designado “doctor Venceslau Pietro Pietra, súbdito del virrey del Perú,
y de origen francamente florentino, como los Cavalcanti de Pernam­
buco” 27. Sin embargo, el apodo Gigante Piaima incluye duras referencias
contradictorias: el término gigante despierta en el inconsciente colectivo
brasileño asociaciones europeas, llevando al lector a identificarlo con los
personajes malévolos de gran parte de la mitología clásica, quienes, pre­
servados por el folklore de origen ibérico, siguen presentes en los cuentos
de la carochinha *, heredados de Portugal. Esta primera significación
europea entra en choque con la connotación indígena, inmanente a
Piaimá, que en el transcurso de la acción será reforzada por dos infor­
maciones suplementarias más: a) el Gigante está casado con Caapora;
b ) y tiene los pies vueltos hacia atrás; pues bien, estos dos rasgos son
atributos de la entidad malévola de la floresta, Currupira. Pero la ambi­
güedad del personaje no cesa aquí; Venceslau Pietro Pietra, el Gigante
Piaimá y, eventualmente Currupira, son designados insistentemente como
el regateador peruano. Por consiguiente, es italiano como el nombre lo
indica; indígena como lo indica su apodo, el casamiento con Caapora
y la curiosa inversión de los pies; y sudamericano como, a cierta altura,
nos lo informa su autor. El Gigante es, pues, un símbolo complejo y
sobrecargado, que puede ser interpretado de diversas maneras, conser­
vando siempre la característica básica de antagonista. En otras palabras,
podríamos decir que, dentro del contexto salvaje del libro, Venceslau
Pietro Pietra representa al Otro, contra el cual se arroja la energía frágil
pero siempre renovada del Mismo.
3. Veamos ahora cómo se presenta el personaje central de la narración.
La opinión corriente — de la crítica y de los lectores— suele ver en Macunaíma el símbolo del brasileño. Sin embargo, en uno de los prefacios
ya citados, Mário de Andrade se refiere a su creación del modo que sigue:
“No se puede decir que el protagonista de este libro, al que extraje de
la obra del alemán Koch Grünberg, sea el Brasil. Es tan o más venezolano
como nuestro y desconoce la estupidez de las fronteras para detenerse
en la “tierra de los ingleses”, como llama Macunaíma a la Guayana
inglesa. El hecho de que el protagonista del libro no sea absolutamente
brasileño me agrada muchísimo. Me ensancha el pecho en forma, cosa
que antiguamente los hombres expresaban mediante el difundido “me
llena los ojos de lágrimas” 2S.
*
Carochinha es diminutivo de escarabajo. La autora del ensayo alude aquí a
una serie de narraciones infantiles muy difundidas en Brasil (N . del T .).
En 1930, recibe de los Estados Unidos la primera propuesta de tra­
ducción de Macunaíma, que no habría de concretarse. En carta de ese
mismo año, dirigida a su gran amigo, el poeta Manuel Bandeira 29, Mário
de Andrade expresa el temor de que el intento “no logre reproducir la
esencia del poema heroico-cómico, del libro”, mostrándose de acuerdo,
sin embargo, con el hecho de que el sacrificio del lado excesivamente
brasileño hiciese resaltar sus características universales: “( . . . ) tal vez
Macunaíma gane en inglés porque muy secretamente lo que me parece
es que la sátira, además de aplicable al brasileño en general, y de que
muestra algunos aspectos característicos, escondiendo — sistemáticamen­
te— los aspectos buenos, siempre me pareció una sátira con un nivel
de universalidad aplicable al hombre contemporáneo, principalmente bajo
el punto de vista de ese desganado ir yendo, de esas nociones morales
creadas en el momento en que se las va a realizar, que siento y veo tanto
en el hombre de ahora” 80.
Como puede verse, la cita es demostrativa de la extrema lucidez del
artista en relación a la ambigüedad interna de su personaje principal el
cual, a semejanza de los demás protagonistas, nos impone siempre una
lectura alternativa: Macunaíma tanto puede ser el retrato del hombre
brasileño, como del venezolano (sudamericano) o del hombre moderno
universal.
Un breve episodio etiológico, narrado en el capítulo titulado “Mayorcito” (p. 10) demuestra que Mário de Andrade eligió con igual precisión
los índices exteriores que deberían definir, a través de la apariencia, la
ambigüedad de su criatura: se trata de la secuencia en la que la hutía,
impresionada por la viveza de Macunaíma niño, resuelve “igualarle el
cuerpo con la cabeza” arrojando sobre el pequeño el contenido de la
vasija. “Entonces (el agutí) tomó la vasija llena de caldo envenenado de
aipim y la volcó sobre el niño. Macunaíma se apartó espantado pero
sólo logró salvar la cabeza; el resto de su cuerpo se mojó. El héroe estor­
nudó y el cuerpo empezó a crecerle. Se fue desapenando, creciendo, for­
tificando hasta alcanzar el tamaño de un hombre talludo. Pero la cabeza
no mojada permaneció para siempre romboidal y la carita con disgustada
expresión infantil”. Pues bien, la anécdota contiene por lo menos dos
intenciones. Inicialmente, se empeña en informar al lector que la cabeza
pequeña “y la disgustada expresión infantil” del personaje no son carac­
terísticas gratuitas, sino señales externas de una falta de armonía esencial:
señalan la permanencia del niño en el adulto, de lo alógico en lo lógico,
del primitivo en el civilizado. El héroe resulta así forzosamente definido
como un ser híbrido, cuyo cuerpo ya alcanzó la plenitud del desarrollo
adulto, mientras el cerebro permanece infantil, sometido a los esquemas
lógicos del pensamiento salvaje. Es la misma contradicción que, de modo
más sutil, vuelve a ser expresada un poco más adelante en el pequeño
fragmento de la p. 20, cuyos términos simétricamente opuestos subraya­
mos: “Las lágrimas corrían por las mejillas infantiles del héroe para
terminar bautizando el pecho melenudo. Entonces suspiraba sacudiendo
la cábecita”.
La segunda intención implícita en el episodio de la hutía es establecer
una comparación satírica entre el “bautismo” de Macunaíma y la inmer­
sión de Aquiles en las aguas del Styx 31; o sea, la cabeza que el héroe
brasileño logra sustraer al baño lustral es, en verdad, el equivalente del
talón del héroe griego y debe ser considerado de allí en adelante como
su punto débil. En resumen, el episodio en cuestión describe a Macu­
naíma como un adulto inmaduro, un hombre sin razón y sin proyecto y,
por consiguiente, como un héroe vulnerable.
Pero la ambigüedad del personaje no sólo es física y psicológica; es
también cultural. A través de una serie de símbolos, Mário de Andrade
señala con insistencia que el personaje, el cual al fin de su trayectoria
regresa a su morada en posesión del amuleto, no es el mismo que, al
inicio del libro, partió en su busca. La narración describe de manera
simétrica la ida y vuelta de Macunaíma, y en los dos casos lo hace pro­
teger por el mismo “séquito de araras rojas y loros”; pero el retorno, que
había comenzado de manera triunfal se va transformando lentamente en
la retirada sin gloria de un héroe cansado y enfermo. Al final de su
periplo, Macunaíma ya no es señor de nada, ni de los antiguos recuerdos
del Uraricoera, que terminan siendo suplantados por los recuerdos de las
“hijitas de la mandioca” y “las nostalgias de lo ocurrido en la gran aldea
paulista” : Y si una vaga fidelidad aún lo ata a la “linda Iriqui”, que lo
espera “adornándose y rascándose sobre las raíces de la samaúba” es para
convertirla sin vacilar, dos o tres páginas después, en la “princesa muy
fina” y exclamar: “¡Iriqui es poca cosa, hermano, pero la princesa, caray!”
La misma recuperación del amuleto ya no parece ser garantía de felicidad,
pues para protegerse a su regreso, el héroe sustrajo al progreso algunos
amuletos extranjeros, como por ejemplo el revólver Smith-Wesson, el
reloj Pathek Phillip y la pareja de gallinas Leghorn 32.
Desde el punto de vista cultural, Macunaíma es también un personaje
ambivalente, fluctuante entre valores de dos clases. Es, en verdad, un
hombre degradado que no logra armonizar dos culturas que son muy
diferentes: la del Uraricoera, de la cual proviene, y la del progreso, a la
que ocasionalmente ha ido a parar. Empleando la terminología de Marcuse, podríamos decir que él oscila indefinidamente entre el polo de Pro­
meteo y el de Narciso, como muy bien lo evidencia su relación con el
dinero33. En la ciudad se inscribe en el polo de Prometeo, en el ámbito
del trabajo, del proyecto y de la elección; sin embargo, sigue teniendo con
el dinero la relación salvaje, dionisíaca — o narcisista— basada en los
golpes de suerte, en la búsqueda de los tesoros enterrados, en la atracción
por los juegos de azar. Al contrario de los habitantes de la ciudad, cuyos
actos han sido dictados por la previsión y por el lucro, al protagonista al
cabo de “tantas conquistas y tantos hechos pasados ( . . . ) no le quedaba
ni un solo centavo de todo lo que ganara a la lotería”.
4. La indeterminación semántica o la dualidad que rige el texto y en­
cuentra eco en la concepción del escenario, de los personajes y en la ca­
racterización del protagonista, se proyecta también — como pasaré a
demostrarlo— en la trama narrativa, cuyo enunciado sigue una orien­
tación doble.
Recapitulemos el argumento. El núcleo central del libro se desarrolla
en torno al amuleto; al final del capítulo III, después del encuentro
amoroso con Macunaíma, Ci extrae del collar la piedra verde en forma
de saurio y, antes de ascender al cielo, la entrega a su amante; la piedra
mágica se extraviará poco después, en mitad del capítulo IV; de allí
en adelante, hasta el final del capítulo XIV, la acción se reduce prácti­
camente a la búsqueda atribulada del amuleto; éste finalmente es recu­
perado en la disputa con el gigante para terminar escabullándose, ahora
definitivamente, de las manos del protagonista, en el tercio final del
penúltimo capítulo (X V II), durante la lucha con la sirena. El análisis
más importante de esta estructura básica pertenece a Haroldo de Cam­
pos; por eso es necesario comenzar por su breve exposición, para luego
tratar de rectificarlo34.
El análisis de Haroldo de Campos sigue fielmente y con extrema
minuciosidad el esquema elaborado por Propp para el cuento ruso de
carácter mágico. Según él, el libro de Mário de Andrade se desarrollaría
como una fábula, “a partir de un daño o de una carencia, pasando por
funciones intermediarias hasta un desenlace”, que estaría constituido por
una función final: la reparación del daño o de la carencia 35. La narra­
ción brasileña presentaría, de este modo, episodios significativos y subsi­
diarios, esenciales y ornamentales; y su cerebro, su núcleo articulado
básico — aquello que constituye su gran movimiento sintagmático—
coincidiría substancialmente con la acción medular del cuento de magia.
En síntesis, el esquema propuesto por Haroldo de Campos sería el si­
guiente :
(adquisición del amuleto)
a ) dato inicial: pérdida del amuleto;
b ) disputa con un antagonista: búsqueda/lucha con el gi­
gante;
c) remoción del maleficio: rescate del amuleto;
(regreso triunfal a su lugar de origen)
lo que correspondería también a la forma más simple del esquema de
Greimas, donde:
“una situación inicial, provocada en general de manera imprevisible,
crea o revela la ausencia de un objeto o de una persona, cuya adquisición
en el curso de una andanza (errance) suscita los antagonismos, termi­
nando por concretarse para gloria del protagonista y de la comunidad
a la que pertenece” 36.
Como se ve, se trataba de una estructura progresiva, en la medida en
que la aventura implicaba una serie de pruebas que le permitían al per­
sonaje progresar desde un estado inicial de carencia a un estado final
de reparación (y en cierto modo, de perfección), cuando se restablecía
el orden común 37.
Por otro lado, la lectura de Haroldo de Campos, extrapolando en la
literatura un modelo de abordaje que fuera suscitado por la cultura po­
pular, lo obligaba a una serie de precauciones, a saber:
a ) a discutir y luego rechazar la reserva de Propp con respecto a
la validez de aplicación de su esquema a las formas literarias eruditas 38;
b ) a discutir y rechazar — por improcedente en este caso— la re­
serva de Jakobson en cuanto a que “existen diferencias estructurales
esenciales” entre el folklore y la literatura, representadas por la “predis­
posición específica del primero hacia la langue y del segundo hacia la
parole”, concluyendo que “Mário de Andrade, en su proyecto, abolió, por
así decir (o por lo menos suspendió hasta el límite de lo posible) esa
diferencia estructural fundamental, incorporándola como regla de su
juego literario ( . . . ) De allí la ambigüedad fascinante de su libro, que
al mismo tiempo discute y acepta, es artificial y anónimo, “fato de paro­
le” y “fato de langue” (p. 72) 39.
c ) a considerar como narraciones apéndices o procesos de degrada­
ción (en la acepción de Bremond) — y no como nuevos sintagmas—
todas las situaciones que, si bien codificadas por el repertorio mítico, se
encontraban fuera del esquema del cuento mágico (p. 7 8);
d ) a considerar como episodio significativo por excelencia la lucha
de Macunaíma con el gigante Piaimá, pues ella era la que a su juicio
resolvía la intriga, reintegrándole al protagonista el amuleto perdido;
e) a interpretar el retorno de Macunaíma a su tierra natal (al Uraricoera) como el regreso triunfal del héroe a su punto de partida, al
Paraíso Perdido (pp. 105 y 109). De este modo, el libro que había
comenzado con un “daño” (la pérdida del amuleto), alcanza su punto
culminante con la “remoción del hechizo o de la falta” (recuperación
del amuleto y el regreso al suelo natal) (p. 78).
Intentaré ahora discutir la interpretación de Haroldo de Campos,
adoptando un punto de vista diferente del suyo. En primer lugar,
tomando más en serio las reservas formuladas por Propp y Jakobson en
relación a la validez de aplicación al campo de la literatura de los méto­
dos seguidos para estudiar el folklore; en segundo lugar, confiando me­
nos en las analogías que propone entre Macunaíma y el cuento mágico;
y por último, tratando de destacar en la rapsodia brasileña los rasgos
que justamente la definen como una obra literaria y valorizando, por
consiguiente, los alejamientos que presenta en relación al cuerpo total
de normas y tradiciones que le sirvieron de estímulo.
La observación de Propp según la cual “los métodos ( . . . ) que aspi­
ran al estudio objetivo y exacto de la literatura tienen sus límites de
aplicación” y son fecundos sobre todo en el campo del lenguaje y del
folklore — pero incompletos cuando aplicados a la literatura— no fue
tomada en consideración por Haroldo de Campos, quien no completó
como sugería Propp, el análisis de las coincidencias entre la estructura
de Macunaíma y la del cuento ruso de intención mágica con “el estudio
de aquello que en él (el arte) hubo de único” e irreductible. No hubo,
por parte del crítico brasileño, interés en verificar si, independiente­
mente de las analogías que estaba descubriendo, la estructura del libro
presentaba una lógica autónoma que, en lugar de remitir al lector al
universo supraindividual de existencia solamente potencial de la fábula,
tratara de establecer un vínculo con la producción individual, de exis­
tencia concreta de la obra literaria; y aún, que incluso manteniéndose en
el plano de la estructura tratase de relacionarla con el complejo sistema
formal del escritor. Por el contrario, reduciendo el libro simbólico, alusi­
vo, elaborado y profundamente anclado en el universo ideológico del
escritor, a “un complejo de normas establecidas y estímulos”, a “un es­
queleto de tradiciones” que la creación individual se había limitado a
ornamentar y unificar más o menos coherentemente, Haroldo de Campos
terminó reduciendo un fenómeno admirable de parole a lo vano de la
langue.
¡
No me parece tampoco exacto afirmar, como lo hizo el crítico brasi­
leño, que la originalidad del proyecto artístico de Mário de Andrade
consistió en haber abolido o suspendido “hasta el límite de lo posible”
la diferencia estructural fundamental entre langue y parole, para incor­
porarla como regla de juego literario. ¿Acaso esta conversión sistemática
no era una de las constantes más frecuentes de todo el arte moderno? En
verdad, como traté de demostrar en la primera parte 40, Mário de Andra­
de no hizo otra cosa que recurrir, en Macunaíma, a una práctica artística-normal, que las vanguardias habían revalorizado y él, como estudioso
del folklore, había reencontrado en los procesos populares. Más tarde
Lévy-Strauss, reflexionando sobre las artes plásticas, habría de analizar
este hecho con extraordinaria brillantez en los casos tan inquietantes para
la estética contemporánea de los colages, de los objets trouvés, de los
ready-made41; y recientemente las traducciones de los libros de Bakhtine
mostrarían que hace mucho el genial crítico ruso había definido el pro­
ceso como característico del arte carnavalesco de todos los tiempos, estu­
diándolo más detalladamente en Rabelais, vale decir en el renacimiento 42.
Finalmente, volviendo a los reparos formulados a Haroldo de Campos,
lo que a mi ver constituye la mayor fragilidad de su enfoque, fue el
haber proyectado en un libro, cuyos componentes eran todos ambiguos y
ambivalentes, una lectura unívoca que rechazaba los desvíos de la norma,
para que la obra de arte cupiese a la fuerza en el modelo que, fatalmente,
habría de rebasar. Voy a dar algunos ejemplos para aclarar mejor la di­
vergencia de mi punto de vista con la postura de Haroldo de Campos.
Para el crítico, la médula estructural propiamente dicha de Macunaí­
ma, su gran sintagmática, era el enfrentamiento con Piaimá; enfrenta­
miento que posibilitaba la recuperación del amuleto y, por consiguiente,
justificaba la identificación con la estructura del cuento de intención
mágica. Pues bien, la defensa de esta posición implicaba algunos olvidos
que, por casualidad, se vinculaban al episodio de Vei — como si el crítico
sospechase inconscientemente que él amenazaba la supremacía de la se­
cuencia del Gigante, comprometiendo, por consiguiente, la solidez de la
analogía que estaba proponiendo. De hecho el enfoque de Haroldo de
Campos incurre en las siguientes abstenciones:
a ) ignoró, lisa y llanamente, la declaración hecha por Mário de
Andrade, en uno de los prefacios, según la cual el episodio de Vei y sus
dos hijas era una de las alegorías centrales del libro;
b ) no se refirió a la coincidencia curiosa de que el episodio en
cuestión (que a cierta altura del libro se fraccionaba para no reaparecer
sino en las últimas páginas) tenga como consecuencia la pérdida final
del amuleto y, por lo tanto, se oponga en una simetría invertida al episo­
dio de Piaimá, que señalara la recuperación del amuleto; pues bien, esta
simetría presentaba a Macunaíma en el primer episodio como un perso­
naje derrotado y, en el segundo, como un personaje victorioso; ¿qué sen­
tido tendría esta contradicción?;
c ) no tomó en cuenta el hecho de que la secuencia de Vei constituya,
simultáneamente con la carta a las Icamiabas, el centro del libro, estando
por lo tanto ubicada en la posición estratégica que, según Jakobson marca
en general el clímax de la acción;
d ) no advirtió — como, por lo demás, gran parte de los amigos y
contemporáneos del escritor— que la carta a las Icamiabas cumplía una
función importante en la estructura de la obra; por eso la tomó como un
capítulo autónomo y ornamental, como para exhibición de virtuosismo
lingüístico, cuando en verdad no era sino un comentario satírico de la
elección errónea del protagonista que acababa de preferir la portuguesa
a las hijas de V ei43;
e) en un punto más discrepo con la perspectiva de análisis de Harol­
do de Campos: cuando identifica la interpretación del amuleto con la
reparación del daño, interpretando el regreso de Macunaíma al Ura­
ricoera como un regreso triu n fal44. Es cierto que el propio Mário de
Andrade induce a la confusión, al afirmar, al comienzo del capítulo XV,
cuando da inicio al viaje de retorno de su protagonista, que a causa del
amuleto recuperado Macunaíma y sus hermanos “se sentían felices otra
vez” y “todo se había vuelto más fácil”. Pero siendo Mário de Andrade
un gran manipulador de contradicciones, es necesario tener cuidado con
sus trampas. Efectivamente, el amuleto había hecho inicialmente feliz
al protagonista en el amor y afortunado en la caza y en la pesca; había
enriquecido además a su interceptador Venceslau Pietro Pietra “que se
había hecho estanciero y rico allá en San Pablo”; pero una vez recupe­
rado, acarrea, paradójicamente, después de la lucha con el Gigante, la
tristeza, la enfermedad, la desolación y finalmente la desgracia. El
capítulo que sigue a la victoria del protagonista (capítulo XV) nos lo
muestra teniéndoselas que ver con los mosquitos, las cucarachas, los
monstruos: el Pondé, el Mapin-Guasi, el Oibé, el hombre lobo; el
capítulo XVII introduce en su desarrollo las enfermedades: el mal de Baurú, la fiebre amarilla, el mal de Chagas, la anquilostomiasis; en el capítulo
XVII el protagonista ya se arrastra hasta la tapera, en la soledad y el
silencio, sintiéndose abandonado como “difunto sin llanto”; poco después
caerá destrozado en los brazos de la sirena, perdiendo para siempre el
talismán. ¿Adonde podemos leer el triunfo?
5. Si intentáramos, a partir de este momento, colocar entre paréntesis
la analogía con el cuento ruso, dejando aflorar en una lectura relativa­
mente inocente la morfología profunda de la rapsodia brasileña, adverti­
ríamos que ella está regida no por uno, sino por dos grandes sintagmas
antagónicos: el primero está representado por la contienda de Macunaí­
ma con el Gigante Piaimá, y de ella el protagonista sale victorioso, recu­
perando el amuleto; el segundo está representado por el enfrentamiento
de Macunaíma con Vei, el sol, episodio fraccionado en dos secuencias
complementarias, que llamaremos a una el de la elección funesta y a la
otra la de la venganza — y de él el protagonista sale vencido perdiendo
para siempre la piedra mágica. De modo que la narración brasileña en vez
de seguir el movimiento progresivo del cuento ruso, evolucionando desde
el daño hacia la reparación del daño, se somete a un movimiento regre­
sivo, en el cual la aventura evoluciona desde un primer daño provisorio
hacia un segundo daño definitivo, con un tiempo intermedio que de
cierta manera se anula. La estructura sería en consecuencia de retorno y
correspondería al siguiente esquema:
1.
2.
1 /3 .
2.
3.
pérdida del amuleto
1er. sintagma
búsqueda / lucha con el Gigante V
recuperación del amuleto
J ■'I
vuelta / lucha con Vei
W 29 sintagma
pérdida final del amuleto
i
A cierta altura de su libro, permitiendo que su admirable acuidad crí­
tica se manifestara, Haroldo de Campos advirtió que los dos sintagmas
del Gigante Piaimá y de Vei, el sol, se cruzaban efectivamente en el
interior de la narración; o mejor, se confrontaban en una posición inver­
samente simétrica en relación a un eje, y que el juego de sus oposiciones
estaba rigurosamente marcado por ciertos elementos expresivos45. Des­
graciadamente no pudo concretar el descubrimiento, pues el mismo estaba
en contradicción flagrante con el proyecto que se había fijado. Voy a re­
tomar por cuenta propia su observación estableciendo inicialmente un
esquema que intenta resumir el juego expresivo de los dos sintagmas:
ler. sintagma
2? sintagma
Confrontación / victoria de Macu­
naíma sobre Piaimá.
Macunaíma ve “un pajarito verde y
se pone contentísimo”.
Macunaíma recupera el amuleto y,
tras vencer al Gigante, exclama
“amuleto, amuleto de mi bella, a ti
te veo pero no a ella”.
Confrontación / derrota de Macu­
naíma en manos de Vei, el sol.
Macunaíma oye el “piar agorero del
tincud y tiembla”.
Macunaíma pierde el amuleto de­
finitivamente y grita: “¡Recuerdo!
“¡Recuerdo! ¡Recuerdo de mi mal­
vada! No la veo a ella, ni a ti, ni
nada”.
Como puede verse, el sintagma que narra la confrontación / victoria
de Macunaíma sobre el Gigante Piaimá está marcado por los símbolos
positivos: el pajarito verde emblema de la alegría 46, la felicidad del pro­
tagonista (Macunaíma se muestra muy satisfecho), la designación que
proclama la hermosura de la amada ( mi bella). En oposición, como preanuncio de las consecuencias que habrán de derivarse de la elección fu­
nesta, el segundo sintagma está reforzado por los símbolos negativos: el
piar agorero del tincuá, el miedo del protagonista (Macunaíma tiembla),
la convicción del tiempo irrecuperable (¡Recuerdo! ¡Recuerdo!) de la
cueldad de la amante ( mi malvada), y del sentimiento difuso de priva­
ción (wo la veo a ella, ni a ti, ni nada).
Dentro de un momento, cuando analice la significación del episodio
en que aparece Vei, intentaré demostrar que el primer sintagma, relacio­
nado con la victoria de Macunaíma sobre Piaimá, se refiere a los valores
primitivos, simbolizados por el Uraricoera; y el segundo, que describe la
derrota de Macunaíma frente a Vei representa la peligrosa atracción de
Europa, expresada en la unión con la portuguesa.
6. Desde el comienzo de esta segunda parte de mi ensayo, estoy tra­
tando de canalizar la gran dilaceración que se proyecta en todos los ni­
veles del relato. Pues bien, este universo poderosamente ambivalente,
que encuentra su más bella expresión estructural en el cruce de dos
sintagmas inversamente simétricos, está de cierta manera resumido en
dos dísticos que atraviesan el libro de punta a punta:
“¡Ay qué pereza!”
y
“mucha hormiga y poca salud son los males de Brasil” *.
Desde el comienzo vemos que las dos frases expresan contenidos opues­
tos. La primera, bastante clara, prácticamente no necesita explicación:
representa la apología del ocio y es simétrica con respecto al primer
sintagma, cuyo sentido refuerza; la segunda, mucho más compleja, incluye
varias referencias y exige por eso un examen detallado.
Según nota del propio autor para la traducción norteamericana, la frase
“mucha hormiga y poca salud son los males de Brasil” “es muy impor­
tante con respecto al sentido satírico del libro y ha sido creada rítmica­
mente a la manera de un proverbio”. En verdad, ella funde, como bien
observa Cavalcanti Proenca, dos frases célebres de la historia cultural
brasileña: la de Saint-Ilaire — “O el Brasil termina con la saúva o la
saúva termina con el Brasil”— que sintetiza las referencias hechas por
todos los cronistas a los daños provocados por esas hormigas en las plan­
taciones de los colonizadores y la expresión “pouca saúde (poca salud),
metonimia de la sentencia del gran médico brasileño Miguel Pereira:
“el Brasil es aún un vasto hospital” 47. Se trata, por lo tanto, de una
doble alusión fuertemente teñida de significaciones para el inconsciente
colectivo, el cual la podrá leer de la siguiente manera: “El Brasil es un
país a merced de dos males: de las hormigas que atacan sus plantaciones,
y de las enfermedades, que hacen de él un pueblo de poca salud; por
ello está condenado a dos tareas: terminar con la saúva para que la saúva
no termine con él, y terminar con las enfermedades (la poca salud) para
que éstas no lo transformen en un vasto hospital”.
De este modo si la exclamación “¡Ay qué pereza!” expresaba un deseo
ancestral de verse reincorporado al ámbito del Uraricoera y del amuleto,
— a todo aquello, en fin, que nos definía como diferencia en relación a
Europa— , la metonimia duplicada ( “O el Brasil termina con la saúva
o la saúva termina con el Brasil”) instalaba en el discurso la exigencia de
una elección, que sólo podía ser hecha desde el lado de los valores occi­
dentales del trabajo. Los dos dísticos resumían, por consiguiente las con­
tradicciones insolubles diseminadas por el relato, la tensión entre el
principio del placer y el principio de realidad, entre la tendencia espon­
tánea a zambullirse en el reposo integral del mundo inorgánico, en el
Nirvana, y el esfuerzo de obedecer a los imperativos de la realidad, de la
lucha por la existencia, de las restricciones y las renuncias que caracterizan
a la civilización y al progreso, simbolizados en Prometeo48.
*
La frase en portugués dice: "Muita saúva e pouca saúde os males do Brasil
sao”. La saúva es un tipo de hormiga gigante y voraz muy frecuente en el Brasil.
(N . del T .).
7. La referencia a Marcuse no es gratuita, pues la descripción que hace
en Eros y Civilización de la gran tensión que dilacera al hombre contem­
poráneo se adapta, de manera adecuada, no sólo al universo perdido de
Macunaíma y al cuerpo de ideas de Mário de Andrade sino, especial­
mente, a su poesía. Ello justifica la pequeña digresión que sigue.
En las densas meditaciones que constituyen una de las partes más im­
portantes de su obra poética, el destino del Brasil se cruza y confunde
con el destino personal del escritor, y los temas se organizan casi siempre
de a pares, oponiéndose simétricamente como las dos caras de una misma
moneda. Es así como Louvagáo da Tarde celebra el descanso del fin del
día, el momento del sueño y la evasión que es también el de la creación
artística, mientras que la Louvagao Matinal celebra el comienzo de la
jornada de trabajo, el instante de la decisión y del proyecto. Lo mismo
ocurre con los dos grandes poemas fluviales A Meditagao do Tieté y el
Rito do Irmao Pequeño, donde el curso paciente del río paulista y las
silenciosas regiones inundadas de la Amazonia delimitan dos campos
opuestos, donde se sitúan, por un lado, la personalidad construida, el
ethos, y por otro, el ser primordial.
Esta fractura que escinde curiosamente las meditaciones, haciendo que
una contradiga aquello que la otra afirma, también puede localizarse en
el interior de un único verso o en el juego de oposiciones de dos imá­
genes. Es lo que ocurre con el hermoso verso de juventud que tomamos
como epígrafe:
“Soy un tupí tañendo un laúd” *; o con el uso sistemático de ciertas
imágenes antitéticas tales como montaña y orilla, río y laguna, buey y
perezoso.
En efecto, una de las imágenes antitéticas preferidas por Mário de
Andrade es “Pirineos y Caigaras” **. Pues bien, si el primer término de
oposición designa la cordillera que se alza entre Francia y España, y es,
por consiguiente, una metáfora del bloqueo y de la altitud europea, el
segundo, de origen indígena, significa, en la acepción que en general le
da Mário de Andrade, “cerco de madera al margen de un río, para em­
barcar el ganado” 49, teniendo, por consiguiente, una connotación brasi­
leña de planicie. Algo similar ocurre con la oposición río / laguna — mu­
chas veces identificada a pureto— lugar estable, punto de llegada, paz
disolvente, indiferencia. En cuanto a la antítesis buey / perezoso, re­
presenta, de modo general, una duplicación de la oposición anterior, ya
que los dos pares de imágenes pueden funcionar como pares intercam­
biables. Sin embargo, como ya fue señalado al comienzo de este ensayo,
buey es el gran sello del destino elegido, la metáfora preferida para la
* La de los tupís es una tribu de indios brasileños. Muchos vocablos de su idio­
ma han sido incorporados al portugués. En este verso, Mario de Andrade contrasta
lo natural o folklórico (su condición tupí) con la elaborada cultura europea
representada por el laúd. (N . del T .).
* * La de los Cacaras es otra tribu de indios brasileños. (N . del T .).
personalidad ética y por lo tanto europea; mientras que perezoso encarna
el ocio y la indiferencia, el abandono a aquella “filosofía fatigada de la
existencia”, desprovista de placeres y dolores, “fundada en el calor y la
humedad”, que Mário de Andrade programaba para el final de su vida,
junto a uno de los pequeños ríos de la Amazonia.
En resumen, y concluyendo la digresión, fue el conocimiento de la
fisura profunda que hiere todos los sectores de la reflexión de Mário de
Andrade, y se manifiesta en la poesía de manera obsesiva mediante la
oposición incesante de imágenes, lo que me llevó a destacar el episodio de
Vei. Ya que como podremos ver ahora, reuniendo las puntas de nuestra
madeja, es a partir de éste como podremos desentrañar los argumentos
más claros de la gran discusión del libro.
8. En un texto de 1943, escrito para un semanario de provincia, Mário
de Andrade explica detalladamente el episodio de Vei, el cual, como ya
fue dicho, considera una de las alegorías centrales del libro, y que está
dividido en dos tiempos: el primero en el capítulo VII y el segundo en
el capítulo X V II50. El análisis que efectúo a continuación se basa en
parte en ese testimonio importante de sus intenciones, que traté de enca­
denar mejor, agregándole otros elementos, sobre todo intentando establecer
cierta conexión entre lo que allí se dice y la filosofía de Keyserling que,
como él mismo antes declara, constituye una de las referencias de su
meditación sobre el B rasil51.
Por una cuestión de método, resulta aconsejable empezar por la reca­
pitulación de las dos secuencias del argumento. Vei, el sol, que venía
navegando en su jangada con sus tres hijas, encuentra a Macunaíma
temblando de frío en un islote desierto de la Bahía de Guanabara. Lo
recoge a bordo y lo entrega a las muchachas que lo limpian y adormecen
con caricias. Cuando el protagonista se despierta la embarcación ya está
en Rio de Janeiro y Vei le propone a una de sus hijas en matrimonio.
El agradece, promete que sí, jura por su madre, pero de inmediato olvida
el compromiso: “no bien la futura suegra se aleja no piensa más en la
promesa y sale en busca de una mujer. Y se amanceba con una portuguesa,
el Portugal que nos heredó los principios cristianos europeos”. Esta es la
primera parte de la alegoría. Al finalizar el capítulo, Mário de Andrade
prácticamente la abandona para no retomarla sino al final del libro,
cuando Macunaíma vuelve al Uraricoera, exhausto y devorado por la
malaria. Es entonces que la vieja sol, recordando la afrenta sufrida trama
atraparlo en las redes de la venganza. Pero — como ya vimos— el con­
tacto con el progreso modificará gradualmente al protagonista, habituán­
dolo a los patrones europeos. Vei sabe, por lo tanto, que para ser bien
sucedida necesita europeizar también los instrumentos del castigo. Y por
eso confiere al espejismo con que lo atrae la tonalidad general europea,
haciendo que el agua se vuelva “exageradamente fría para aquel clima
del Uraricoera y en aquella hora alta del día” y disimulando la apariencia
amerindia de la sirena bajo los rasgos lusitanos de doña Sancha. Macu­
naíma resiste durante algún tiempo al embuste, pero finalmente termina
cediendo y “se arroja al agua fría, prefiriendo los brazos de la sirena
ilusoria”. Entonces los terribles seres del agua lo reducen a un “despojo
de hombre” y él pierde para siempre el amuleto, “el amuleto nacional que
le daba razón de ser”.
Acompañemos ahora a Mário de Andrade en la explicación que nos
ofrece de su alegoría. Las hijas de Vei — “hijas de la luz”, “hijas del
calor”— representan a las grandes civilizaciones tropicales como la
China, la India, el Perú, México, Egipto, civilizaciones que se realizaron
en torno a valores culturales muy diversos de Occidente y que habrían
armonizado mejor con nuestras condiciones climáticas. Por consiguiente,
enfrentado a la disyuntiva de tener que elegir entre las hijas de Vei y la
portuguesa (el Occidente), Macunaíma debía haber optado por una de
las primeras; esta hubiera sido la decisión acertada, coherente con la
acción central del libro, la búsqueda del amuleto. Actuando de ese modo
el protagonista hubiera inscrito su destino en el ámbito del Uraricoera,
dándole coherencia a la lucha con el Gigante y justificando la recupera­
ción del amuleto. Por último, estaría esforzándose por “organizarse en
una vida legítima y funcional”, que transformase “el caos interior de sus
disposiciones naturales, en un cosmos estructurado en torno a un centro
de gravedad”. Inversamente, la elección que efectúa — primero de la
portuguesa y, al final del relato, de doña Sancha (ya que engañada por
Vei toma a la sirena amerindia por una de las hijas de M ani)— estaba
en desacuerdo con la aventura a la que se había lanzado: representaba
una acomodación a los principios cristianos europeos y establecía por lo
tanto una relación disonante entre el núcleo de su personalidad y una
civilización que correspondía a “otras necesidades sociales y otros climas”.
Las dos secuencias forman, por lo tanto, un todo dentro de la estruc­
tura del relato, donde diseñan su alegoría central. La venganza de Vei,
complementaria con respecto a la propuesta de casamiento desdeñada,
representa la consecuencia funesta de una elección desastrosa. El episodio
sin embargo, no constituye solamente la discusión figurada de la tesis
central del libro, sino que, en cierto modo, resume y anticipa el largo
debate sobre la identidad brasileña, que nunca más abandonará la re­
flexión atormentada del escritor.
III
1. A cierta altura de la primera parte de este análisis (p. x iv ), trans­
cribí un fragmento de Mário de Andrade al que me agradaría volver a
remitir al lector, pidiéndole que ahora tome en consideración una afirma­
ción que en aquel momento no me pareció oportuno subrayar: que la
canción de ronda brasileña, no obstante las diferencias melódicas e in­
cluso rítmicas que ya le confieren una característica nacional “más po­
sitiva”, “sigue siendo, como texto y tipo melódico, firmemente europea y
particularmente portuguesa”.
Este conflicto entre la vieja herencia europea y las fuentes locales de
inspiración, que Mário de Andrade examina en el ensayo “Influencia
portuguesa en las rondas infantiles del Brasil” 52, no era a su juicio ca­
racterístico de las canciones de ronda solamente, sino que constituía un
rasgo diferenciador permanente de las manifestaciones de nuestro folklore
musical. En el Ensayo sobre la música brasileña53 la idea encuentra un
espléndido desarrollo cuando su autor discute el problema del ritmo y
muestra que la tensión también tiene lugar entre la rítmica “ya organizada
y bien encuadrada que Portugal trajo de la civilización europea hacia acá”
y la rítmica oratoria, fraseológica, prosódica, “sin medición musical sepa­
rada”, que caracteriza la música amerindia y africana. La conciencia de
este conflicto no debe, sin embargo, transformarse en reacción contra
Portugal — concluía— pues la música brasileña ya se acomodó tanto a
las coincidencias e influencias dispares como a las tensiones, “haciendo
de eso un elemento de expresión musical”.
Pues bien, yo estoy convencida de que, al elaborar Macunaíma Mário
de Andrade traspuso hacia la literatura, de manera intencional y crítica,
el conflicto que con tanta agudeza observara en la música entre la tradi­
ción europea heredada de Portugal y las manifestaciones locales, popula­
res, indígenas o africanas. De tal modo, desarrollando la analogía pro­
puesta desde el comienzo de este trabajo entre la música popular y el
proceso de composición de Macunaíma, pretendo demostrar, en esta ter­
cera parte, que independientemente de los enmascaramientos sucesivos
que confieren a la narración un aspecto salvaje, su núcleo central perma­
nece siendo firmemente europeo.
La hipótesis que propongo es que Macunaíma puede afiliarse, bajo
ciertos aspectos, a una remota tradición narrativa de Occidente, a la
novela arturiana o de caballería, que por su parte desarrolla uno de los
arquetipos más difundidos de la literatura popular universal: la búsqueda
del objeto milagroso, objeto que, en el caso del relato del rey Arturo, se
identifica con el Graál54. La narración se remitiría, en consecuencia, a
dos sistemas referenciales diferentes que a veces se superponen: el pri­
mero, ostensible y polémico, apunta a la realidad nacional, basándose en
el repertorio variado de las leyendas y de la cultura popular; el segundo,
subterráneo, evoca la herencia europea y un linaje centenario. El interés
del libro resulta así, en gran medida, de esa “adhesión simultánea a tér­
minos enteramente heterogéneos” 55, o mejor de un curioso juego satírico
que oscila de manera ininterrumpida entre la adopción del modelo europeo
y la valorización de la diferencia nacional. Antes de que procedamos a la
comparación propiamente dicha entre la rapsodia de Mário de Andrade
y la novela arturiana, veamos algunos ejemplos más generales de este
procedimiento.
2. Ya en el comienzo de Macunaíma, en las páginas 5 y 6, el autor
introduce en el argumento, de manera insólita, el tema europeo del
príncipe encantado, que contrasta violentamente con la atmósfera indí­
gena dominante. La transformación del personaje en príncipe bello y
príncipe fogoso, sugerida por los cuentos europeos de metamorfosis, como
“la bella y la fiera” o “el loro del limonero verde”, no es un juego incon­
secuente, sino un símbolo intencional de nuestra fluctuación cultural.
La sustitución del aspecto original de Macunaíma, negro y salvaje, por
la figura bella y característica del héroe europeo que nuestro folklore
heredó, traduce con admirable eficacia la incapacidad brasileña de
afirmarse con autonomía en relación al modelo occidental. Lo mismo
podría decirse del breve episodio final del libro, cuando el prestigio
europeo de la “princesa muy fina” descalifica a los ojos de Macunaíma
el encanto agreste de Iriqui, la heroína nacional.
Incluso podría decirse que la oscilación entre el modelo europeo y la
diferencia brasileña rige de cierto modo todo el comportamiento erótico
de Macunaíma, como lo atestigua el episodio de Vei y sus hijas. En el
relato de Mário de Andrade éstas son denominadas también “hijas del
calor” e “hijas de la luz”, perífrasis que sugieren su mestizaje; por eso son
rechazadas por el protagonista, que ya adhirió a los patrones occidentales
de belleza y las desdeña, primero a favor de la portuguesa y, hacia el fin
de la novela, a favor de doña Sancha, “lindísima blanquita”, como las
princesas de los cuentos infantiles de la Carochinha 56.
Pero más que esa identificación con el universo europeo en general,
Macunaíma representa en muchos aspectos, como ya fue dicho, una re­
asunción satírica de la novela de caballería. Antes de examinar en qué
medida ello es así, empecemos, con el fin de una mejor comprensión del
análisis, por una breve referencia a la novela arturiana.
3. Según Cedric Eduard Pickford, cuando Geoffroi de Monmonth y
Chrétien de Troyes lanzaron a fines del siglo x n la leyenda arturiana,
“inauguraron una literatura que fue leída, copiada y admirada durante
tres siglos” y cuya influencia actuó de manera decisiva en la literatura
posterior plasmando la conducta caballeresca de los nobles 57. Al comienzo
en Percivale o el cuento del Graal de Chrétien de Troyes, la caracterís­
tica dominante es guerrera pero luego empiezan a esbozarse rasgos de
nítida connotación mística, anunciando el pasaje a la caballería celes­
tial 5S. Por otro lado, aun cuando los valores más altos pertenezcan a la
caballería y al sacerdocio, y la palabra aventura asuma el sentido de
“prueba que subraya el sentimiento heroico de la vida” 59, la novela de­
dica un interés acentuado a la descripción de las ropas, joyas y recep­
ciones mundanas, reflejando la formación del nuevo público femenino al
que se dirige.
El Lancelot de Roberto de Boron, que viene a continuación, prosigue
esa tradición caballeresca y feudal; pero la novela en prosa más célebre
del ciclo es la Búsqueda del Santo Graal (Queste del Saint Graal). Este
“vasto drama simbólico de la condición humana considerada entre el
pecado y la beatitud y cribado de pruebas de significación eucarística”
(Zum thor) está considerado por la crítica como la realización literaria
más perfecta del siglo xm . Aunque la novela conserve un cierto carácter
mundano inicial, se tiñe gradualmente de sentido místico, hasta que la
tendencia religiosa, monástica, ascética, termina sobreponiéndose a las
demás.
El mito de la búsqueda del Graal, a cuyo alrededor se organiza el
argumento de la novela arturiana, se mantiene muy vivo aún por dos
siglos; pero a medida que nos alejamos de la Edad Media y penetramos
en el Renacimiento, la noción de viaje espiritual, de búsqueda, pierde
la pureza y la narración asimila los elementos de la cultura popular: lo
grotesco, la parodia, el detalle obsceno, la alegría solar60. En la obra
de Rabelais el mito del Graal se instala de manera tal que su espíritu,
en ella, aparece totalmente deformado, y menos de un siglo más tarde,
ocurre lo mismo en el Don Quijote de Cervantes. El romanticismo in­
tenta reavivar el aspecto medieval de la leyenda, sobre todo a través de
la experiencia musical de W agner61. En resumen, la larga evolución
de la novela arturiana — cuyo núcleo es la búsqueda del Graal— se
cumple en el sentido de un pasaje gradual de la caballería guerrera a la
celestial y de ésta a la caballería grotesca, pues el intento de Wagner
debe ser considerado un revival sin consecuencias.
Sin embargo, el admirable análisis de Bakhtine sobre la cultura po­
pular 62 demuestra que ya en la Edad Media — por lo tanto en pleno
apogeo de la novela arturiana de connotación religiosa— coexistía, junto
a la cultura seria y oficial de tendencia heráldica, una cultura cómica,
popular, carnavalesca, que promovía la liberación de la risa y del cuerpo,
la victoria sobre la seriedad, el miedo y el sufrimiento 63. Es esta cultura
riquísima la que al fin de la Edad Media se separa del pueblo y empieza
a infiltrarse en la literatura oficial, en los misterios, en la epopeya; con
el Renacimiento las fronteras entre las formas consideradas inferiores
y la gran literatura se borran definitivamente, y es toda la cultura de
la risa la que invade a la literatura elevada, contribuyendo a la creación
de obras maestras como el Decamerón de Boccaccio, los libros de Rabelais, la novela de Cervantes, los dramas y comedias de Shakespeare.
Esta gran eclosión de vida renueva integralmente la literatura y da
origen a una nueva percepción del mundo, carnavalizado, ambivalente,
hostil a todo lo que está terminado, y es inmutable, eterno; una percep­
ción que proclama la “unidad contradictoria del mundo”, multiplicando
las imágenes de destrucción y renovación, derrocamiento y entronización,
muerte y renacimiento de lo antiguo; que subvierte la lógica original de
las cosas, instaurando “el mundo al revés”, cabeza abajo, de atrás hacia
adelante; que favorece las formas más diversas de la parodia, la deni­
gración y la profanación.
Apoyándose en el abordaje iluminador de Bakhtine, Julia Kristeva pudo
demostrar que la evolución de la novela arturiana del siglo x i i i al xv — va­
le decir la del período correspondiente al movimiento de expansión de la
cultura popular— se efectuó en el sentido de una ambigüedad creciente
de la narración64. De este modo, al contrario de lo que sucede en la con­
cepción maniqueísta de la epopeya, que establecía “una hostilidad irre­
conciliable”, absoluta, entre los términos, oponiendo siempre el personaje
bueno al malo, el héroe al traidor, el deber guerrero al amor del corazón,
la novela de caballería introducía una práctica semiótica doble, fundada
sobre la semejanza de los contrarios y nutriéndose en la mezcla y la am­
bigüedad; o sea, una narración en la cual el emperador “resultaba ridicu­
lizado, la religión y los Barones se volvían grotescos, los héroes, cobardes
y sospechosos ( . . . ) el rey, nulo, y la virtud ya no era recompensa­
da ( . . . ) .
4. Es en este momento de carnavalización creciente de la literatura y
ambigüedad progresiva de la novela de caballería, cuando el núcleo
central y dramático de la Búsqueda del Santo Graal se transforma, poco
a poco, en la espléndida payasada de Rabelais y en la inversión paródica
de Don Quijote, donde debemos inscribir a Macunaíma 65. La rapsodia
brasileña sería, por consiguiente, la última metamorfosis del mito, la
versión construida por el Nuevo Mundo en el momento en que las van­
guardias cuestionaban la supremacía de Occidente. Al hacer de la bús­
queda atropellada del amuleto el hilo conductor esencial que a partir
de la Edad Media había plasmado el ideal de comportamiento de Occi­
dente 66, Mário de Andrade — a semejanza de los cantadores o juglares
nordestinos, que había estudiado con tan aguda comprensión— “desor­
denaba” la línea melódica, para que, rejuvenecida por las adaptaciones
locales, fecundada por la risa popular, ascendiese nuevamente al nivel
del gran arte; para que, en las palabras de Bakhtine, ella revelase una
vez más “el mundo de manera nueva, bajo su aspecto más alegre y
más lúcido”.
Analicemos ahora, a la luz de la perspectiva que estoy proponiendo,
algunas características de la rapsodia brasileña.
a) Los comentadores de la novela arturiana señalan con razón que
el rasgo distintivo de la búsqueda del Graal, que se mantiene a través
de todas las transformaciones y metamorfosis del mito, es su carácter
esencialmente dinámico. De este modo, puede decirse que la novela
de caballería se caracteriza por un movimiento progresivo, ya sea la bús­
queda, la andanza (errance), la justa o la disputa. Este aspecto dinámico
se encuentra fielmente conservado por la narración brasileña, que lo in­
terpreta sin embargo de atrás hacia adelante; o sea, Macunaíma se inicia
con una búsqueda de la que el protagonista es agente, pero ella se trans­
forma luego en una persecución en cadena contra él, dando lugar a un
sinnúmero de fugas. Algunos ejemplos son suficientes para corroborar
esta afirmación: en la p. 38, Macunaíma huye del Currupira; en las
pp. 18 y 19, huye de Cabeza de Capei; en la p. 33 huye del perro Xaréu;
en la p. 45 huye del Miniaqué-teibé; en la p. 67 huye de la vieja Ceiucí
y en la p. 101 huye de la sombra.
Las expresiones y los verbos utilizados completan la marcación de este
curioso tiempo regresivo de la novela, presentando al protagonista siem­
pre corriendo (en el sentido de huyendo), Ce raspando (disparando),
ganhando os morosos (tomándose las de Villa Diego), escapulindo (esca­
bullándose), jogando no veado (imitando a la liebre), gritando pernas
pra qué vos quero (gritando piernas para qué os quiero), abrindo na
galopadas (saliendo a la disparada), escafedendo (haciéndose hum o),
gavionando mato a fora (salió como alma que lleva el diablo). . . En
fin, el dinamismo de la rapsodia brasileña es simétricamente inverso al
dinamismo de la novela arturiana, lo que convierte el periplo descripto
por Macunaíma en la carnavalización de la trayectoria del héroe ca­
balleresco.
b ) La crítica señala como una de las características básicas de la
novela de caballería el tema del itinerario difícil67. Efectivamente, en
todas las narraciones que giran alrededor de las pruebas heroicas de ini­
ciación la idea de la andanza surge asociada, por un lado, al camino
plagado de peligros, por otro, al laberinto. Pues bien, ambos rasgos apa­
recen con una constancia significativa en la novela brasileña, donde
tanto a la ida como a la vuelta vemos a Macunaíma en pugna con mons­
truos, enfermedades, tentaciones y espejismos. Además, el trayecto que
cumple no tiene muchas veces salida y termina, como en las pesadillas
en el punto inicial del camino.
c) Las acciones cuyo encadenamiento articula la narración arturiana fija un tiempo y un lugar estables, de paz y de justicia, donde
el agente principal parte al comienzo de la trama y hacia donde regresa
cuando ésta se ha desarrollado completamente, reintegrándose al orden
antiguo68. Macunaíma es en gran medida la parodia de ese esquema.
El Uraricoera es presentado en varias oportunidades como el espacio
de las privaciones, el hambre, la disputa entre hermanos, la lucha con
la propia m adre69, la aventura erótica tumultuosa y sangrienta. Es de
ese lugar empobrecido, castigador e injusto desde donde el protagonista
parte en busca del amuleto; y es a él donde retorna al final, para ser
expulsado y destruido.
d)
El discurso de la novela arturiana se caracteriza por lo que
Zumthor llama “didactismo latente” : en él tiene gran importancia la
descripción decorativa o explicativa, minuciosa pero sin profundidad, que
aprehende el mundo exterior a través de la yuxtaposición o acumulación
de detalles. Esta visión miope se aplica a un cierto número de esquemas
que presentan un contenido determinado, como el castillo — o la sala
del castillo— y el país desconocido. “La sala del castillo — dice Zum­
thor— constituye un universo imaginario de belleza, de riqueza, de jus­
ticia (o injusticia) donde cada objeto, cuya unidad descompone la des­
cripción — mesas, alfombras, lámparas, ropas, joyas— sólo tiene valor
representativo en la medida en que remite a esa significación” 70. Bakhtine
se refiere a un proceso similar, que él llama enumerativo y que se mani­
fiesta de forma sistemática en la obra de Rabelais. Comienza a fin de
la Edad Media, sobre todo en los misterios, y derivaba, a su juicio, del
espíritu imperante en las plazas públicas: de los pregones populares,
de las fórmulas orales de los charlatanes de feria, de los vendedores de
libros usados, etcétera 71.
En los capítulos V y VI de Macunaíma ( “Piaíma” y “La Francesa y
el Gigante”), Mário de Andrade recurre al empleo de un proceso análogo
para presentarnos la ciudad de San Pablo (el país desconocido) y los
adornos y tesoros de la casa de Venceslau Pietro Pietra (la sala del
castillo). La primera — “la extraordinaria ciudad de San Pablo, despa­
rramada a orillas del Tieté”— es descrita con sus fábricas, rascacielos,
carteles luminosos, calles colmadas de gente y automóviles: “fordes hupmobiles chevrolés dodges marmones”, ascensores, túneles, “claxons tim ­
bres pitos bocinas”, “relojes faroles, radios motocicletas teléfonos propi­
nas postes chimeneas. . . ”. En el capítulo siguiente, las metonimias reem­
plazan la referencia a la casa del gigante (el castillo), que como en los
relatos caballerescos es el lugar de la prueba 72: la descripción de “la al­
coba lindísima” y sobre todo, de la famosa colección de piedras de Piaimá
(el tesoro): “Había turquesas esmeraldas berilos guijarros pulidos, hie­
rros con forma de aguja, crisólitos, topacios esmeriles nichos huevos de
paloma huesos de caballo hachas facones flechas de piedra cascada, amu­
letos rocas elegantes petrificados columnas griegas dioses egipcios budas
javaneses obeliscos mesas mejicanas oro guyano piedras ornitoformes
de Iguape ( . . . ) ”.
La explicación del mismo proceso descrito en Macunaíma y en la no­
vela de caballería es, en este caso, más compleja. Pues si bien es cierto
que la principal fuente de inspiración de Mário de Andrade fue el fol­
klore brasileño y más exactamente la enumeración, corriente en las cele­
braciones de los juglares nordestinos, es necesario no olvidar que él
conocía también el recurso a través de cierta literatura erudita de fuerte
impregnación popular, como la de Gregorio de Matos e incluso de
Rebeláis 73.
La utilización que se hace en Macunaíma de un proceso descriptivo
centenario, pero que aún permanecía muy vivo en la memoria colectiva,
respondía a dos intenciones: subrayaba, independientemente de la riva­
lidad de las culturas, la permanencia entre nosotros de la vieja tradición
europea, y explotaba el conflicto como un rasgo expresivo sumamente
efectivo. De hecho, el contraste entre el lenguaje arcaico y enumerativo
y la realidad moderna del gran centro urbano, símbolo del dominio de
la técnica y de la sociedad de consumo, provocaba en el primer frag­
mento referido un admirable efecto satírico; en el segundo, la enume­
ración heteróclita era aprovechada para crear la atmósfera surrealista
que Mário de Andrade ya había sorprendido, por lo demás, en las cele­
braciones nordestinas 74.
5. Veamos ahora si dislocando la perspectiva hacia el personaje central
es posible intentar un paralelo entre Macunaíma y el héroe de la novela
de caballería 75.
El primer recaudo que debe tomarse, antes de iniciar la comparación,
consiste en tratar de elaborar un paradigma del héroe caballeresco. Pues
una diferencia sensible separa al personaje inicial cuya connotación es
todavía mundana, tanto de los personajes centrales, de sentido general­
mente místico, de Chrétien de Troyes, que ya absorbieron “los elementos
romanescos y religiosos provenientes de todos los horizontes del siglo
x n ”, como del héroe siguiente de Boron, de severa inspiración cisterciense y, finalmente, del caballero errante de las novelas en prosa tar­
días del ciclo arturiano, cuando la alta empresa colectiva de la búsqueda
del Santo Graal es reemplazada por la búsqueda de la gloria personal.
Por otro lado, independientemente de esa evolución que culmina en la
parodia del Renacimiento, con las obras de Rabelais y Cervantes, encon­
tramos dentro del mismo período una caracterización bastante diversifi­
cada del caballero. Su figura puede oscilar entre la del perfecto caballero
cristiano, representado por Bohort y, sobre todo, por Galahaz, y la com­
plejidad humana y terrenal de Galván — que es fuerte y valeroso, pero
que a veces se muestra sensual e incluso cruel— y los héroes atormen­
tados o conflictivos, como Lancelot, Percival y Tristán, divididos entre
los valores celestiales y terrestres, entre la empresa guerrera y el amor.
Pese a esta sensible frustración, tratemos de establecer el paradigma
del caballero, con base en ciertas fuentes conocidas: el retrato trazado
por el Manuscrito 112 de la Biblioteca Nacional de París, que transcribe
Pickford, estimándolo como “notable por su minuciosidad” 76; los perfiles
de los grandes héroes, como Lancelot, Galván, Tristán, Bohort y Percival,
que resaltan ya sea en la narración de Chrétien de Troyes, ya en las
“Loys et Ordonnances de l’Ordre des Chevaliers de la Table Ronde” 77;
los notables análisis de Zumthor 78 y la descripción realizada por Jean
Marx en “Les héros du Graal” 79.
De acuerdo con esas fuentes, el héroe caballeresco se caracterizaría
en síntesis por las siguientes cualidades:
Nobleza— El caballero está colocado en el ápice de la jerarquía aris­
tocrática y es comparable a un rey 80: “Sólo los hijos del rey o de la
reina tenían el derecho de alcanzar el grado más alto de la caballería” 81,
y “si casualmente encontramos en las novelas a un villano que llega a la
condición de caballero, muy pronto se aclara que se trata del hijo igno­
rado de un noble” 82.
Coraje— El caballero no debe eludir ningún peligro. El conjunto de
pruebas a las que se somete, durante la búsqueda de aventuras en que
se empeña, subraya el sentido heroico de su vida.
Lealtad— El caballero es un personaje simpático, que va de torneo en
torneo en busca de aventuras, midiendo lealmente su fuerza con la fuerza
de sus compañeros; por otro lado, la defensa del honor de sus compañeros
debe incitarlo permanentemente al combate.
Verdad— El caballero rechaza siempre la mentira, “car Dieu et verité
les mantient en la haute renomée oú ils sont” 83.
Justicia— El caballero debe asumir siempre la defensa de los débiles.
Desprendimiento— El caballero debe ser indiferente a todo provecho
personal.
En lo que atañe a la conducta amorosa el caballero da pruebas de un
arte sutil, hecho de gentileza y refinamiento, en el cual los rasgos osten­
sibles de la pasión — cuando ella se manifiesta— deben estar siempre
bajo control84.
Pues bien, si comparásemos este cuadro sintético de cualidades con las
características del héroe brasileño, veríamos que Macunaíma constituye,
punto por punto, su reverso. Para facilitar la confrontación, voy a tomar
un fragmento determinado de la narración brasileña, muy significativo:
el comienzo del capítulo XI “La vieja Ceiucí”, de la p. 59 al comienzo
de la p. 63, completando el cotejo con algunos elementos extraídos de
tres episodios.
A partir de la aventura corrida con Ci, Macunaíma pasa a ser presen­
tado como noble, o sea Emperador de la selva virgen, conforme suscribe
la carta dirigida a sus súbditas, las Icamiabas. Sin embargo, como observa
Mário Chamie, cuando, inspirándose en Bakhtine, confronta al perso­
naje brasileño con los de la sátira menipea, Macunaíma es el modelo
inverso al de un rey; mejor, es su doble destronado. Soberano y perse­
guido, victorioso y humillado, astuto y burlado, destrozado y rehecho,
representa en verdad la encarnación del interminable ritual de entroni­
zación y destronamiento, núcleo profundo de la médula carnavalesca 85.
En Macunaíma debemos ver, por consiguiente, la carnavalización del
noble.
El pequeño fragmento al que me estoy refiriendo lo describe, ade­
más, como:
Miedoso: duerme vestido, temiendo ser atrapado por la “caruviana”,
la humedad de la garúa paulista;
Desleal: pese a estar continuamente protegido por sus hermanos des­
conoce todo sentimiento de gratitud o compañerismo, comiendo a escon­
didas los ratones que cazó, para no tener que repartirlos con nadie;
Mentiroso: habiendo cazado dos ratones, cuenta a Maanape y a Jigüe
que había cazado dos grandes ciervos, no confesando la mentira sino
después de haber sido presionado por sus hermanos. Este rasgo del carác­
ter de Macunaíma es, además, subrayado con insistencia en el transcurso
de la narración y constituye una de las características básicas del prota­
gonista.
El curioso episodio del chupingáo (mirlo grande) (capítulo XII) lo
describe como injusto. Se trata, por lo demás, de una admirable versión
carnaválizada de la justicia, donde nuestro personaje surge como el explo­
tador de los débiles: cuando ve el tico tico, que es un pájaro pequeñito,
en lugar de ocuparse de él y de su propia alimentación, se dedica a
alimentar, sometidamente, al chupín (m irlo), que es más grande que él,
e irritándose con la injusticia de los hombres, destruye al explotado.
Macunaíma es, asimismo, ambicioso, olvidándose frecuentemente del
motivo de su búsqueda para extraviarse en una serie interminable de
aventuras laterales, vinculadas a la atracción ejercida por la riqueza, a
la búsqueda de tesoros enterrados, al lucro fácil de los juegos de azar.
Y, finalmente, su conducta amorosa es descrita como un impulso
sexual descontrolado, que se traduce en un arte amatorio violento, cuya
nítida connotación sadomasoquista puede alcanzar el límite extremo de
la mutilación. En este sentido, la descripción de sus amores con Ci, en
el capítulo “Ci, la madre de la selva”, constituye la versión carnavalesca
o carnavalizada del amor cortés, o sea de lo que “Est requis d’honneur
et honnesteté entre deux amours, pour l’entretien perpetuel de leur aymables et amuables affections”. Por lo demás el modelo del fragmento refe­
rido — reverso del idilio caballeresco— tal vez deba ser buscado en
ciertas escenas del Satiricón de Petronio, que Mário de Andrade parece
haber fundido a la tonalidad pornográfica de las leyendas amerindias
y a las descripciones de escenas eróticas recogidas por los cronistas 86.
En resumen, Macunaíma no es, bajo muchos aspectos sino la carna­
valización del héroe de la novela de caballería. Sin embargo, al contrario
de lo que podría suponerse, esto no permite identificarlo con la figura
más perfecta de ese caballero andante carnavalizado que es don Quijote.
En Cervantes, la carnavalización se efectúa bajo la forma de una hiper­
trofia de las cualidades del caballero, por lo tanto, mediante la exagera­
ción y la caricatura; pero el rasgo distintivo del personaje sigue siendo
el valor, que sólo se vuelve ridículo debido al desacuerdo grotesco que
se entabla entre el heroísmo desplazado y la intrascendencia de los obs­
táculos que se enfrentan. En Mário de Andrade, por el contrario, la
carnavalización resulta de la atrofia del proyecto caballeresco, de su ne­
gación, de la parodia; Macunaíma está dominado por el miedo y la mag­
nitud de sus fugas constantes es desproporcionada con respecto a la reali­
dad de los peligros: él es, por consiguiente, la contracara del Caballero
de la Triste Figura, puesto que representa la carnavalización de una
carnavalización.
Por otra parte, el héroe brasileño constituye un personaje más bien
ambiguo y contradictorio: es un vencido-vencedor, que hace de la debi­
lidad su fuerza, del miedo su arma, de la astucia su escudo; que, viviendo
en un mundo hostil, perseguido, despreciado, en lucha con la adversidad,
termina siempre esquivando la desgracia. En este sentido, sería más ade­
cuado inscribirlo en el vasto linaje de los perseguidos victoriosos de la
ficción de todos los tiempos — literaria o cinematográfica— que abarca
desde los personajes de la novela picaresca hasta las figuras cómicas del
cine. Pariente cercano de Chaplin e incluso de Buster Keaton, en el cine
mudo, es sin embargo, a Cantinflas — el héroe admirable del Tercer M un­
do— a quien él más se parece. Pues la alta y noble empresa de la bús­
queda del Graal, a la que Mário de Andrade lo destinó casi a su pesar,
constituye una desarmonía tan profunda con su manera de ser como
la aventura insólita de Cantinflas convertido en un d’Artagnan de la
corte de Luis XIII.
6. Pero prosiguiendo con el desarrollo del enfoque que estamos propo­
niendo, sería posible aim identificar con el símbolo esencialmente cris­
tiano del Graal ese objeto mágico indígena que es el amuleto 87. ¿Cómo
reducir el Graal — que en la Demanda es el “cáliz de la Cena, en el
cual Jesús celebró la Pascua en casa de Simón, y José de Arimatea reco­
gió en el Calvario la sangre que goteaba del cuerpo divino” 88, a una
piedra verde en forma de Saurio?
No obstante la caracterización dominante del Graal como un recipierv
te, en ciertas versiones, como la de Wolfram von Eschenbach — que,
como ya dijimos, sirvió de inspiración a Wagner y era por consiguiente
bien conocida por Mário de Andrade — el Graal puede ser también una
piedra preciosa caída del cielo, de color verde— más exactamente una
esmeralda— dotada de algunos poderes extraordinarios: protege por una
semana y mantiene vigoroso y joven al hombre que logra venderla; posee
virtudes nutritivas y es símbolo de pureza y castidad89. Confiada a Adán
en el Paraíso Terrestre, él la habría perdido en ocasión de la caída90. Su
recuperación constituye el tema central del ciclo arturiano en la novela
de caballería y simboliza tanto “la búsqueda de la perfección terrestre”,
la búsqueda del “estado primordial” del que el hombre se había alejado,
cuanto un mito de iniciación, viril, en la vida.
Si recapituláramos, a esta altura, la interpretación anteriormente efec­
tuada de la aventura de Macunaíma, veríamos que ella representa, en sus
puntos esenciales el reinicio carnavalizado — e incluso sacrilego— del nú­
cleo de la búsqueda del Santo Graal: el amuleto es una piedra mágica
de color verde, capaz de hacer feliz, rico y poderoso a su poseedor, que
Ci, la madre de la selva, saca de su collar, y antes de subir al cielo
la entrega a su amante, como recuerdo de los días de plenitud erótica
que pasaron juntos en Uraricoera; Macunaíma pierde el amuleto poco
después y su búsqueda, llena de riesgos y peripecias constituye el núcleo
básico de la novela. Como ya fue puntualizado en la segunda parte de
este análisis, el episodio del amuleto simboliza — como el episodio del
Graal en la novela de caballería— la búsqueda de la identidad perdida,
el símbolo de la iniciación en la vida; sin embargo, la narración brasi­
leña invierte la iniciación viril de la novela arturiana carnavalizándola
y convirtiéndola en su opuesto, o sea, en una iniciación desfibrada, re­
pleta de retrocesos y tergiversaciones. Al contrario de lo que ocurre con
el caballero, que para alcanzar la victoria, afronta solo los peligros de la
aventura, el héroe nacional huye de las dificultades buscando siempre
la protección de los hermanos. Además, la aventura consiste en una em­
presa consciente, fruto de una voluntad personal (una elección), que lo
compromete en relación a un objetivo; la de Macunaíma es una sucesión
de actos fortuitos (sin proyecto), surgidos de la casualidad y teniendo
muchas veces como meta dos objetivos opuestos.
En síntesis, el breve cotejo que se intentó establecer entre la rapso­
dia brasileña y la novela de caballería, nos permite retornar, al menos
así lo presumo, a la afirmación inicial, según la cual, el núcleo central
de Macunaíma, no obstante los enmascaramientos de todo tipo que des­
pistan constantemente al lector sigue siendo europeo, o más exactamente,
universal, y se vincula al tema eterno de la búsqueda del objeto mágico,
de la cual la busca del Graal constituye, en Occidente, la realización
más perfecta.
Antes de abandonar este punto del análisis, cabe una última observa­
ción. Bakhtine, Zumthor y Kristeva insisten en el hecho de que la novela
arturiana se desarrolla, entre los siglos x n y xv según una estructura que
pasa a ser común a todas las novelas que tienen por tema el Graal — dialógica para el primero de los autores recién citados, romanesca para el
segundo, no disyuntiva para la tercera— basada en la duplicidad, en
la ambivalencia, en la ambigüedad91. En el período en cuestión, la
narración se transforma en el lugar del conflicto entre el erotismo y
el combate, aventura individual y acción colectiva; sin embargo, el
amor y la guerra no son dos términos excluyentes o sucesivos, sino que
se presentan vinculados mediante una cierta isotopía, haciendo que la
historia se construya simultáneamente sobre dos planos y dé origen a
imágenes dobles que tanto pueden entrelazarse, confundirse, como per­
manecer diferenciadas. A mi ver, Macunaíma se inscribe en ese lenguaje
dialógico y constituye la expresión extrema de un conflicto, cuya acción
se proyecta en dos planos simultáneos, ya no del amor y de la guerra,
sino de la atracción de Europa por un lado y de la fidelidad al Brasil
por el otro.
7. Es, por lo demás, lo que parece indicar un episodio curioso, in­
cluido en el libro como al pasar, pero que representa, sin duda, una ale­
goría importante. Se trata del comienzo del capítulo XIII, “La piojera
de Jigüe”, a lo que paso a referirme.
Hace una semana que Macunaíma está enfermo debido a una erisipela.
Ha pasado las noches con fiebre, soñando con barcos, lo que de acuerdo
con la creencia popular es señal segura de un próximo viaje marítimo.
Un hermoso día, sintiéndose mejor, a pesar de su debilidad, resuelve
darse una vuelta por el Parque del Anhangabaú, en el centro de la ciudad
de San Pablo, donde se detiene junto al majestuoso monumento a Car­
los Gomes 92. Sentándose en el parapeto de la fuente, se pone a mirar
pensativo el agua que brota de la boca de los caballos marinos, cuando,
de repente, ve surgir del fondo de la gruta, “una embarcación maravi­
llosa” que viene flotando sobre las aguas, toda iluminada y con los másti­
les llenos de banderas. Reconoce en ella al transatlántico de lujo Conte
Verde 93, en ruta hacia Europa, repleto de tripulantes que son “marineros
fornidos”, “argentinos finísimos”, “mujeres bellísimas”, que le hacen
señas, llamándolo. Macunaíma acepta inmediatamente la invitación y
empieza a despedirse a toda prisa del humilde pueblo que lo rodea, ex­
clamando: — ¡Hermanos! ¡Adiós hermanos! ¡Me voy a Europa que
es mejor! ¡Me voy en busca de Venceslau Pietro Pietra que es el gigante
de Hiaimá comedor de gente!”. Ya había saltado al muelle y se preparaba
para subir a la escalerilla de abordo, cuando inesperadamente, a una
señal del capitán, los viajeros que poco antes parecían tan amistosos esta­
llan en una enorme silbatina, burlándose del héroe; al mismo tiempo
el barco, vomitando por las chimeneas una nube de mosquitos, comienza
a maniobrar y, rumbeando hacia el fondo de la gruta, abandona a Macu­
naíma en tierra. Acribillado, sintiendo que de nuevo la fiebre le subía,
él espanta con un gesto a los mosquitos y regresa a la pensión, muy desi­
lusionado. Había sido todo una patraña de la Madre del Agua para “en­
gañar al héroe”.
El episodio describe, pues, una tentación que viene a perturbar al
personaje, cuando éste ya se encuentra ante la inminente realización del
objetivo central de su búsqueda: en el capítulo siguiente habrá de recu­
perar el amuleto y, en el inmediatamente posterior, iniciará el regreso al
Uraricoera. Pues bien, el barco en el que intenta embarcarse, atraído
por el llamado gentil de los pasajeros — finísimos, lindísimos— se dirige
a Europa, por lo tanto en dirección opuesta a su trayecto; pese a ello,
Macunaíma se despide sin vacilación de los modestos transportistas, que
lo rodean, inventando una excusa poco convincente del cambio inespe­
rado de sus planes: — “¡Hermanos! ¡Adiós hermanos! ¡Me voy a Europa
que es mejor! ¡Voy en busca de Venceslau Pietro Pietra que es el gigan­
te Piaimá comedor de gente!”. ¿Cómo explicar su comportamiento para­
dójico y los elementos restantes de la escena: silbatina de los pasajeros,
ataque de los mosquitos, partida del vapor que lo abandona en la ex­
planada?
Creo que todo se aclararía si aplicáramos al episodio el enfoque de
interpretación sicoanalítica adosado por el propio Mário de Andrade
a su trabajo “De la hipocresía”, donde examina el proceso de substitución
que se oculta detrás del mecanismo creador94. El espejismo del barco
sería, en esta perspectiva, una fantasía compensatoria, o sea, la proyec^
ción de los deseos secretos del personaje que, habiendo sido bloqueados
en el transcurso de la narración y reemplazados por los deseos aparentes,
transponen, ahora de manera dramática, la frontera de la conciencia. De
hecho, el tema central del libro había sido la búsqueda del amuleto, con­
dición del regreso al Uraricoera y de la realización de la identidad brasi­
leña; pues bien, este móvil ennoblecedor era, sin embargo, inautèntico y
ocultaba como una máscara la realidad primera, inconfesable y reprimida :
el anhelo de progreso, y el deseo de embarcar hacia Europa a bordo del
Conte Verde.
Pero, para Mário de Andrade (y aquí él discrepa con Freud), estos
móviles aparentemente inauténticos, máscaras de una realidad primera,
forman parte de nuestra sinceridad total; representan una falsificación
de valores, pero fecunda y necesaria, indispensable “para que la forma
social se organice y circule en elevación moral normativa”. Por lo tanto,
una vez pasado el vértigo del espejismo, Macunaíma debería haber do­
minado “con paciencia e infatigable atención”, sus deseos profundos opo­
niendo a ellos su “ser de ficción” 95, su máscara, en suma su persona­
lidad social. Fue por haber carecido de la energía necesaria para asumir
el destino elegido que la parte final del sueño se prolonga en la repre­
sentación alegórica de un castigo.
El episodio ocupa además un papel importante en virtud del lugar
que le cabe en el flujo narrativo. Mário de Andrade tiene una sensibi­
lidad estructural admirable y jamás se equivoca en la distribución de
las secuencias. Así de la misma forma que la carta a las Icamiabas pre­
sentada a continuación de la secuencia de Vei, la aclara, retrospectiva­
mente, el espejismo, precediendo la recuperación del amuleto y el retorno
del héroe, arroja nueva luz sobre estos acontecimientos. O sea, aquello
que a primera vista se presenta como el desenlace victorioso de una em­
presa, asume a partir del sueño de Macunaíma el papel inverso de una
derrota y de una substitución. El protagonista sólo vuelve al Uraricoera
porque la nave en la que intenta embarcar no lo acepta entre los pasajeros
elegantes, que se dirigen a Europa. Por consiguiente, el autor subraya
una vez más, a través de la escena, el aspecto dialógico del argumento
y el nítido comportamiento ambivalente del personaje, siempre dilacera­
do entre sus dos fidelidades, el Brasil y Europa.
Macunaíma representa, pues, una meditación extremadamente com­
pleja sobre el Brasil, efectuada a través de un discurso salvaje, rico en
metáforas, símbolos y alegorías. Los recursos de composición acentúan
en varios niveles — en el tratamiento del espacio y del tiempo (ambientación del escenario), en la caracterización física, psicológica y cultural
de los personajes, en la distribución por simetría inversa de los dos gran­
des movimientos sintagmáticos básicos, en el juego de oposición de dos
dísticos, en el significado del episodio principal— una tensión no resuel­
ta, una contradicción que es erigida en rasgo expresivo del argumento.
De cierta manera el libro es — como lo define su autor— “la aceptación
sin timidez ni vanagloria de la entidad nacional”, concebida por este
motivo “permanente y unida”, en la desgeografización intencional del
clima, de la flora, de la fauna, del hombre, de la leyenda y de la tradi­
ción histórica. La lucidez del análisis satiriza un estado de cosas pero
no aporta una solución. Al final de uno de los prefacios que escribió para
esta obra, Mário de Andrade subraya el carácter no comprometido del
libro, cosa que, a su juicio, es característica de las épocas de transición
social, que no desean el retorno del pasado, ignoran cuál será el porvenir
y sienten el presente “como una vasta neblina”; característica — conclu­
ye— que nos impide “extraer de él una fábula normativa”.
A pesar de las advertencias del autor (que en este caso se correspon­
den con lo que muestra el análisis objetivo), Macunaíma fue considerado
— y sigue siéndolo hasta hoy— como un libro afirmativo, antropofágico,
o sea, como una ávida incorporación acrítica de los valores europeos por
parte de la cultura brasileña. La lectura que propuse se aparta de esa
interpretación triunfal y retoma la indicación pesimista de Mário de
Andrade, según la cual la obra es ambivalente e indeterminada, siendo,
más bien el campo abierto y neblinoso de un debate, que el marco defi­
nitivo de una certeza. Es a ese sentido, por lo menos, que parecen apun­
tar, como lo acabamos de ver, ciertos elementos básicos de la estructura
y del significado de algunos de los episodios fundamentales.
NOTAS
>?r
1 Es el caso, por ejemplo, de sus conceptos sobre lo inacabado, la fluidez verbal
y de su teoría del plagio; esta última en gran parte oriunda de la observación del
proceso inventivo del folklore.
2 Tele Porto Ancona López, Mario de Andrade, Ramais e Caminhos, Liv. Duas
Cidades, Sao Paulo, 1972.
3 Ver, en esta Antología, el Ensayo sobre la música Brasileña.
4 Para el presente resumen de las ideas de Mario de Andrade utilicé, sobre todo,
las siguiente obras: Ensáio sobre Música Brasileña [1928]; Modinhas lmperiais
[1930]; Música, Doce Música [1934]; Pequeña Historia da Música [1942]; Dangas Dramáticas do Brasil [1959]; y los artículos todavía dispersos que aparecieron,
bajo el título “Mundo musical” y que fueron publicados en la Folha da Manhá,
San Pablo, entre 1943 y 1945.
5 Basándose en el análisis que Bakhtine hace de Dostoievski (Mikhail Bakhtine:
La Poétique de Dostoievski, Paris, Editions du Seuil, 1970) y adoptando, por
lo tanto, una perspectiva distinta de la mía, Mario Chamie interpreta ese "assemblage de materiales absolutamente heterogéneos e incomprensibles” como un rasgo
de la sátira menipea (Mario Chamie: “Mario de Andrade. Hecho abierto y dis­
curso carnavalesco”, en Jornal da Tarde, Sao Paulo, 1-11-1975). Ver nota 85.
6 Telé Porto Ancona López ya llamó la atención, en un estudio pionero sobre
el pensamiento de Mario de Andrade, acerca de la importancia que el escritor le
atribuye al buey en su meditación sobre el Brasil (op. cit., págs. 131 a 136).
7 En el tercer tomo de las Danzas Dramáticas (pág. 12) Oneyda Alvarenga — a
quien se debe el ordenamiento general del libro postumo de Mário de Andrade—
se refiere a una carpeta que contiene 15 melodías del Bumba-meu-boi que se
encuentra en el acervo del Instituto de Estudios Brasileiros de la Universidad de
San Pablo.
8 La descripción de la muerte y de la repartición del buey aparece registrada
en incontables documentos folklóricos recogidos y clasificados por Mario de Andra­
de y reunidos en una carpeta titulada As Melodías do Boi, al cuidado del Instituto
de Estudios Brasileños de la Universidad de San Pablo, según ya hicimos refe­
rencia. Entre ellos se destaca, como uno de los más curiosos el “Boi Espácio”, “una
composición de indudable carácter campesino que constituye un auténtico roman­
ce” (Mario de Andrade), versión casi idéntica a la que Silvia Romero ya había
transcrito en su Folklore Brasileiro (Tomo I, págs. 204-209).
9 Mario de Andrade cita como ejemplo excelente de este proceso el caso del
lied erudito. Ver en esta Antología el análisis que realiza en “La desnivelación de
la Modinha”.
10 Según Mario de Andrade, el aprovechamiento que la música de canto hizo
del folklore se produjo inicialmente de acuerdo con la siguiente progresión: Lu-
ciano Gallet se limitaba a transcribir la melodía popular casi sin alteración; VillaLobos solía modificarla en uno u otro detalle; y, finalmente, Lorenzo Fernandes
empleaba generalmente frases populares en melodías propias.
11 Para este punto ver sobre todo el “Prefacio” de las Modinhas Imperiais ( Obras
Completas, voi. XIX) sin indicación en la edición Martins, Sao Paulo, 1964; y
en esta antología los estudios: “La Modinha y Lalo” y “La desnivelación de la
modinha” (En Música, Doce música, Obras Completas, voi. III, Sao Paulo, Martins,
1963).
12 Tal vez porque estuviese ideológicamente muy comprometido con la valori­
zación de la cultura popular, Mário de Andrade fue llevado a subrayar sobre
todo el fenómeno del ascenso de nivel, como lo demuestra la polémica con Roger
Bastide, desarrollada en los dos artículos recién mencionados. La discusión con el
gran maestro francés — a quien tenía en la más alta estima— debe haber con­
movido sus convicciones, obligándolo a una revisión de su punto de vista; ya en
el fin de su vida, al analizar el proceso creador del juglar nordestino, dará igual
importancia a los dos movimientos complementarios.
13 Mário de Andrade : “Influencia Portuguesa ñas Rodas Infantis do Brasil”, en
Música, Doce Música, Obras Completas, voi. VII, Sao Paulo, Martins, 1963, pp.
81 a 94. Aun cuando Mário de Andrade no establezca en su análisis una vincu­
lación entre la canción de ronda y las modinhas, es evidente que los dos procesos
son similares.
14 Se designa como “sacar el canto nuevo” ( tirar o canto novo) al momento de
la inspiración del juglar, cuando las imágenes surgen sorprendentes y alcanzan el
surrealismo. (Cf. el artículo “Basófia e Humildade”, “Mundo Musical”, Folha da
Manhá, Sao Paulo, 27-1-44. Ver, también, en la misma sección toda la serie de
artículos sobre el juglar nordestino).
15 La descripción se refiere a la improvisación del gran juglar Chico Antonio,
que Mário de Andrade oyó en el Ingenio “Bom Jardim” en Paraíba y cuyo desplie­
gue inventivo analiza detalladamente en la serie de “Notas sobre o Cantador Nor­
destino”, publicadas en la sección “Mundo Musical”, Folha da Manhá, Sao Paulo,
1944).
16 Ver en esta antología el Ensayo sobre música brasileña, que representa el
manual del proyecto nacionalista en música. Publicado en 1928, propone a los
músicos la transposición erudita de los elementos del folklore como punto de par­
tida para el establecimiento de una música específicamente brasileña: “El artista
no tiene sino que encontrar la forma de dar a los elementos ya existentes un
carácter erudito que convierta la música popular en música artística, o sea, inme­
diatamente desinteresada”.
17 En carta abierta al escritor Raimundo Moráes, fechada el 2 de septiembre de
1931, publicada en el Diario Nacional y transcrita íntegramente por Telé Porto
Ancona Lopez, Mário de Andrade cuenta cómo construyó su libro basándose en
la copia, en el plagio, en la transcripción de fragmentos ajenos — en suma, en los
procesos de los juglares del Nordeste y de los rapsodas de todos los tiempos. Pero
si en el fragmento aludido el escritor se refiere a sus modelos, no explica en
cambio el mecanismo del proceso (Ver Tele Porto Ancona López, Macunaíma:
a margem e o texto, Hucitec, Sao Paulo, 1974, pp. 98 a 100).
Para Mário de Andrade el límite que separaba la invención del azar, del plagio
o de ciertos expedientes hábiles de construcción, era muy tenue y dos breves anéc­
dotas lo comprueban.
En un artículo de 1938 sobre Villa-Lobos ( “As Bachianas”, en Música, Doce
Música, Obras Completas, voi. VII, Sao Paulo, Martins 1963), desarrollando un
tema obsesivo, comenta largamente el mundo caótico, desorientador, aún en for­
mación, de la música brasileña, donde hay “un poco de todo”. A propósito cita
una serie de semejanzas que observó entre nuestra orientación melódica y la de
otros países y recuerda cómo, cierta vez, encontró en los cañaverales de Rio Grande
del Norte, a un tocador analfabeto que le dio un baiáo “cuyos compases iniciales
eran integralmente el comienzo de una mazurca de Chopin”. Pues bien, ese fenó­
meno, que no se debía atribuir a la influencia y sí a la coincidencia y se presen­
taba espontáneamente en el folklore podía, en la música erudita, ser provocado
intencionalmente por el compositor a través de ciertos recursos o trucos. Tal era lo
L
que él había presenciado (y que le había parecido “asombroso”) , cuando comprobó
que Luciano Gallet, con un pequeño cambio de acentuación, ejecutaba de tal forma
la Tocata para piano de Schumann que en una de sus partes se transformaba com­
pletamente en un maxixe carioca”.
Fue a un juego creativo de ese género, desenmascarador del preconcepto de
originalidad, a lo que él mismo se entregó en cierta ocasión. Conocido en la música
sobre todo como gran critico, Mário de Andrade fue también el compositor oca­
sional de una canción titulada “Viola Quebrada” ( Guitarra rota) — letra y me­
lodías de su autoría, con acompañamiento de Villa-Lobos— que los grandes cantores
de música de cámara contemporáneos del escritor solían interpretar frecuente­
mente en sus repertorios, L1 mismo se deleitaba interpretándola para sus amigos,
acompañándose al piano. Pues bien, en un párrafo de su epistolario, sumamente
esciarecedor, declaraba que la pieza de su autoría que tan bien había sido recibida
no era, en realidad original, ya que él la había plagiado de la conocidísima canción
“Cabocla de Caxangá” (Paisana de Caxangá), del músico y poeta popular Catulo
da Paixáo Cearense: “¿Quieres que te confiese algo solamente a ti? Pues bien:
este es el pastiche más desvergonzado como plagio que pueda existir. De lo cual,
por lo demás, no tengo la culpa pues no soy compositor. La Maroca fue fríamente
escrita así: me basé en el ritmo melódico de Cabocla de Caxangá y fui alterando,
nada más que por entretenimiento, y mientras me vestía, el orden de sucesión de
las notas. Tengo la costumbre de inventar sonidos diferentes sobre la base de un
modelo rítmico cualquiera para hacer algo mientras me visto. Así fue como nació
la Maroca y luego, porque nació bonita, decidí grabaría y le escribí los versos con
que se la conoce. Unicamente la copla no es un pastiche plagiado de la rítmica
melódica de la obra de Catulo. Y la línea que inventé cuenta con dos de los tales
torneos melódicos que especifiqué en la Bucólica, cosa que, por lo demás, recién
ahora verifiqué pues antes nunca me había detenido a pensar en eso. La copla,
por lo demás, no tiene nada de típicamente brasileño, en el sentido, digo, de aquel
famoso temblor sentimental. . . ” (Cartas a Manuel Bandeira, 7-9-1926, p. 146).
18 Mário de Andrade, Dangas Dramáticas do Brasil, Tomo I, p. 80, nota 25.
19 Los Prefacios permanecieron inéditos hasta hace poco tiempo, cuando fueron
publicados en apéndice del libro de Telé Ancona López, Macunaima: a margetn e
o texto.
20 La expresión aparece en el poema “Louvagáo da Tarde”, de la serie “Tempo
de María” en Remate de Males, Obras Completas, vol. II, Sao Paulo, Martins,
1955, p. 252.
21V. Nota 5 a Macunaima.
22 Este sentimiento doloroso de extrañamiento entre hermanos, provocado por las
distancias geográficas y económicas, está expresado en forma conmovedora en la
serie titulada “Dois poemas aeréanos”, Clan do Sahoti, Obras Completas, vol. II,
Sao Paulo, Martins, 1955, pp. 213 a 217.
“ V. Nota 2.
24 ¿Estaría Mário de Andrade sometiendo sus personajes a un proceso de oscila­
ción semántica similar al de la “fluidez verbal”, que examina en la poesía? (ver
en esta antología el ensayo Castro Alves).
25 V. Nota 6.
26 V. Nota 5.
27 Cap. IX, “Carta a las Icamiabas”.
28 Telé Porto Ancona López, Macunaima: a margem e o texto , p. 91.
29 Manuel Bandeira (1886-1968), uno de los principales representantes de la
poesía brasileña moderna. Fue compañero de Mário de Andrade en la lucha por la
renovación artística de su país; mantuvo con su amigo una correspondencia asidua
entre 1922 y 1935, parte de la cual se halla publicada y constituye un documento
imprescindible para el análisis del momento literario y la comprensión del proceso
creador de los dos artistas.
30 Mário de Andrade: Cartas a Manuel Bandeira, Sim6es Editora, Rio, 1958,
pp. 318-319 (carta del 12-12-1930).
31 Aplicando un concepto de Bakhtine del que nos valdremos en la tercera parte
de este análisis, el episodio brasileño podría representar una versión carnavalesca
del episodio griego.
LI
32 Sin embargo, extraído del contexto original, donde desempeñaba una función
práctica precisa, el legado de la ciudad asume una función apenas ornamental: es
lo que demuestra el fragmento: “El héroe sintió miedo de todo aquel bicherío y
partió a la carrera, tirando la guitarrita bien lejos. La jaula colgada de su brazo
iba golpeando contra los palos y el gallo y la gallina producían un cacareo
ensordecedor. El héroe se imaginaba que era el bicherío y desparaba más”.
33 Herbert Marcuse: Eros et Civilisation, Editions de Minuit, Paris, 1963, prin­
cipalmente el capítulo VIII.
34 Haroldo de Campos. Morfología de Macunaíma, Perspectiva, Sao Paulo, 1973.
35 Idem, op. cit., p. 123.
36 Citado por Paul Zumthor, Essai de poétique medievale, Seuil, París, 1972,
p. 356.
37 Idem, op. cit., p. 357.
38 El fragmento de Propp (transcripto por el propio crítico) es el siguiente:
“No obstante, los métodos propuestos en este libro antes de la aparición del estructuralismo, como también los métodos de los estructuralistas que aspiran al estudio
objetivo y exacto de la literatura, tienen sus límites de aplicación (subrayado de
G.M.S.). Son posibles y proficuos allí donde estemos ante una repetición en amplia
escala, como ocurre con el lenguaje y con el folklore. Pero cuando el arte se
convierte en campo de acción de un genio irrepetible, el uso de los métodos exactos
dará resultados positivos solamente si el estudio de los elementos repetibles fue
acompañado del estudio de aquello que en ella exista de único, de aquello para lo
cual hasta ahora consideramos como la manifestación de un milagro incognoscible”.
(Haroldo de Campos, ób. cit., pp. 63-64).
39 El párrafo de Jakobson citado por Haroldo de Campos, op. cit., pp. 70-71 es
el siguiente: “Así como la langue, la obra de folklore es supra-individual y tiene
existencia exclusivamente potencial; es un complejo de normas establecidas y de
estímulos, un esqueleto de tradiciones presentes que el contador unifica mediante
los ornamentos de la creación individual, así como procede el emisor de la parole
en relación a la langue ( . . . ) . La obra literaria es objetivada, existe concretamente,
independientemente del lector; cada lector subsecuente retorna directamente a la
obra. No hay, como en el folklore, un recorrido de cantador a cantador, sino, por
el contrario, un camino que va de la obra al lector ( . . . ) . Una obra de folklore,
considerada desde el punto de vista del contador, representa un hecho de la langue,
o sea un hecho extra individual, establecido independientemente de ese contador,
aun cuando admita la deformación de nuevo material poético o cotidiano. Para
el autor de una obra literaria ésta aparece como un fenómeno de la parole; no es
dada a priori, sino que depende de una realización individual ( . . . ) . Una dife­
rencia esencial entre el folklore y la literatura consiste por lo tanto en la predispo­
sición esquemática del primero hacia la langue, de la segunda hacia la parole” .
40 Me refiero al análisis de la terminología empleada por Mário de Andrade, a
la nivelación y desnivelación.
41 Georges Charbonnier: Entretiens avec Claude Lévy-Strauss, Plon/Julliard,
Paris, 1961. Ver principalmente el capítulo “Art Naturel et Art Culturel”.
42 Mikhail Bakhtine: La poétique de Dostoïevski, Seuil, Paris, 1963 (la edición
rusa es de 1929). Idem, L’oeuvre de François Rabelais et la culture populaire
au Moyen Age et sous la Renaissance, Gallimard, Paris, 1970 (la edición rusa es
de 1965).
43 Con respecto a la posición de los contemporáneos frente al episodio (al que
volveremos más adelante), ver Nota 1. Pese a ser indispensable en la es­
tructura de la obra la carta a las Icamiabas no tuvo, ni siquiera entre los com­
pañeros de generación de Mário de Andrade una aceptación unánime: las opiniones
se dividían, desde el elogio más exaltado hasta el franco repudio. Manuel Bandeira,
por ejemplo, cuyo juicio el escritor acataba por sobre cualquier otro, no gustaba
del fragmento; lo encontraba pretensioso y muy extenso. La correspondencia de los
dos amigos atestigua una discusión que se prolonga durante varias cartas y finaliza
con un compromiso de Mário de Andrade: “lo reduciré un poco y eso incluso
porque ya sentía que estaba demasiado largo. Lo que tú conseguiste fue fortalecer
ese sentimiento. Por lo demás tus argumentos son puramente sentimentales y no
LII
de orden crítico y son inaceptables. No me gustan porque no, porque son preten­
siosos, porque me molestan, porque son argumentos sin valor intelectual”. (Mário
de Andrade: Cartas a Manuel Bandeira, 7-11-27).
44 Más adelante volveremos sobre este punto.
45 Haroldo de Campos, op. cit., p. 237.
46 V. Nota 310.
47 Esta frase se encuentra en el admirable discurso pronunciado por el gran
médico en ocasión del regreso de Aluísio de Castro de la República Argentina y
causó en la época gran impacto popular transformándose, con el tiempo, en un
lugar común (Miguel Pereira, A Margen da Medicina, Rio de Janeiro, 1922, p. 9 4 ).
48 Herbert Marcuse : Eros et Civilization; ver sobre todo los capítulos iniciales del
libro especialmente el VIII: “Les images d’Orphée et de Narcisse”.
49 Grande Diccionario Brasileiro, Melhoramentos, Sao Paulo, 1937.
50 El texto ha sido transcrito por Telé Ancona López, ob. cit., pp. 101-102.
51 El primero que llamó la atención sobre la influencia que la filosofía de
Keyserling ejerció en el pensamiento de Mário de Andrade fue Telé Ancona López.
(Ver Mário de Andrade: Ramais e Caminho, pp. 111 y sigs.). Sin dejar de reco­
nocer la extrema importancia de su descubrimiento, discrepo en muchos puntos
con su interpretación, como me parece que puede advertirse en el rápido análisis
que hago del episodio.
52 En Música, Doce Música, Obras Completas, voi. VII, Martins, Sao Paulo,
1963, p. 82.
53 El Ensayo sobre la música brasileña fue publicado en 1928 — en el mismo
año, por lo tanto, que Macunaíma— y ha sido incorporado a esta antología.
54 Según J. Vendryés ( “Le Graal dans le cycle bretón”, en lumière du Graal, Les
Cahiers du Sud, Paris, 1951, p. 75), el tema de la búsqueda se encuentra también
en las literaturas no europeas, como la de la India; en Europa ello ocurre desde la
Antigüedad Clásica, como puede verificarse recurriendo al viejo mito de los
Argonautas, el Vellocino de Oro, los Doce trabajos de Hércules, etc.
55 La expresión es de Roberto Schuvartz, quien, en un libro reciente, sumamente
importante, al trazar la evolución de la novela brasileña de José Alencar a Ma­
chado de Assis, analiza la “dualidad formal” que caracteriza la narrativa de
Alencar. A su juicio, ella resulta del hecho de efectuar “una adopción acritica del
modelo europeo”; o sea, en vez de tratar de resolver el problema de nuestra
diferencia, termina confrontando términos enteramente heterogéneos como la forma
europea del progreso y de la cultura y “las relaciones sociales tradicionales”. Este
contraste da origen a una literatura mal resuelta, regida por la desproporción y la
dualidad formal, de la que Alencar es el mejor ejemplo.
Sin embargo, el “efecto desencontrado” —prosigue Roberto Schuvartz— que
compromete a José de Alencar, será incorporado a la estructura como efecto satírico
por Machado de Assis, quien lo transforma en “un dato inicial provisto de la
construcción”. Este será el rasgo que dará a la novelística brasileña la gran tona­
lidad machadiana, al “relativizar la pretensión enfática del temario europeo, re­
tirar del temario localista la inocencia de la marginalidad, y darle un sentido
calculado y cómico a los desniveles narrativos que señalan el desencuentro de
los postulados del libro”. (Cf. Roberto Schuvartz, Ao Vencedor as Batatas, Duas
Cidades, Sao Paulo, 1977; sobre todo pp. 48 a 58).
ss V. Notas a Macunaíma, 106. En el fragmento mencionado doña Sancha
es objeto de una referencia indirecta a través de la metonimia “toda cubierta
de oro y plata”, frase extraída de la canción de ronda infantil de origen portugués
que dice: Senhora Doña Sancha / Coberta de ouro e prata. . . ” .
57 Cedric Eduard Pickford: L’evolution du román arthurien en prose vers la fin
du Moyen Age, A. G. Nizet Editeur, Paris, 1960, p. 9.
58 Según Paul Zumthor: Histoire Littéraire de la France Médievale, Presses
Universitaires, Paris, p. 197, la fecha de la novela es incierta, suele hacérsela
oscilar entre 1174 y 1180, o entre 1177 y 1187.
59 Bezzola, citado por Zumthor, op. cit., p. 176.
60 Georges Buraut: “La quete du Graal dans la litterature et l’art moderne”,
in lumière du Graal, op. cit., p. 296.
LUI
61 La version en la que Wagner se inspirò fue el Parzival de Wolfram von
Eschenbach (1200-1212).
62 Mikhalf Bakhtine: “La Poétique de Dostoïevski”, Seuil, Paris, 1963 y, sobre
todo, L’Oeuvre de François Rabelais et la culture populaire au Moyen Age et
sous la Renaissance, Gallimard, Paris, 1970.
63 El concepto de carnavalización, central en el análisis que Bakhtine hace de
la cultura popular y sobre todo de lo que constituye la risa popular, fue sugerido
por los “festejos del carnaval y por los actos y ritos cómicos que a él se vinculan"
y ocupan un lugar esencial en la vida del hombre de la Edad Media. Este parti­
cipaba al mismo tiempo de dos instancias: la oficial y la del carnaval, que repre­
sentaban dos aspectos diversos del mundo. El primero, piadoso y serio; el segundo,
popular, sacrilego y cómico. Estos dos aspectos coexistían y la fiesta medieval se
parecía, en su totalidad, a una figura de Jano, el dios de dos caras. En verdad
casi todas las ceremonias religiosas y civiles se hacían acompañar por celebracio­
nes ponulares v públicas — también consagradas por la tradición— que poblaban
las calles y plazas en cortejos grotescos de enanos, gigantes, payasos y bufones.
"Todas esas formas de ritos y espectáculos concebidas en un registro cómico — aña­
de Bakhtine— presentaban una diferencia extremadamente acentuada, una dife­
rencia —hasta podría incluso decirse— de principio, con las formas de culto
v las ceremonias serias, oficiales, de la Iglesia o del Estado feudal. Ellas domina­
ban un aspecto del mundo, del hombre y de las relaciones humanas totalmente
diferente, deliberadamente no oficial, exterior a la Iglesia y al Estado; parecían edi­
ficar, al lado del mundo oficial, un segundo mundo y una segunda vida a los
cuales todos los hombres de la Edad Media pertenecían, en un grado mayor o
menor, y en los cuales vivían de acuerdo con fechas determinadas. Eso creaba
una especie de dualidad del mundo y creemos firmemente que si no se lo toma
en consideración, no se podrá comprender ni la conciencia cultural de la Edad
Media, ni la civilización del Renacimiento. El desconocimiento o el menosprecio
de la risa popular en la Edad Media desnaturaliza el propio cuadro de la evolu­
ción histórica 'r de la cultura europea de los siglos siguientes”. (Bakhtine, op.
cit., pp. 13-14).
El término carnavalizado asume por consiguiente en Bakhtine una acepción
muy extensa, ya que designa “no solamente las formas del carnaval, en el sentido
restringido y preciso del término, sino también toda la vida rica y variada de la
fiesta popular en el transcurso de los siglos durante el Renacimiento”.
64 Julia Kristeva : Recherches pour une Sémanalyse, Editions du Seuil, Paris,
1969, “Le texte Clos”, pp. 113 a 142.
65 En 1933, respondiendo a un cuestionario de la editorial Macauley de los
Estados Unidos, Mário de Andrade declaraba que entre sus pocos autores de cabe­
cera sólo tres podían ser incluidos resueltamente entre ellos: Molière, Cervantes
y Dickens.
66 Según Pickford (op. cit., p. 2 7 1 ) fue la novela arturiana la que plasmó el
ideal de comportamiento de Occidente: inicialmente al encarnarse en la “caballe­
ría fantasiosa e irreal” de los héroes de la Tabla Redonda; luego, dando origen
al espíritu galante, al sentimiento de cortesía y a la conducta refinada del Buen
Caballero Sin Miedo del Siglo XVI y a los Cabezas Redondas de la época de
Cromwell; finalmente, evolucionando hacia el ideal del honnête homme e incluso
hacia el gentleman de nuestros días.
67 Georges Buraud : “La quête du Graal dans la littérature et l’art modernes”,
en Lumière du Graal, p. 290. Paul Zumthor: Histoire Littéraire de la France
Medievale,
op. cit.
68 P. Zumthor, op. cit., pp. 250-251.
69 Aunque engañado por el destino, Macunaima, al cazar, traspasa de un fle­
chazo a su propia madre, matándola.
70 P. Zumthor: Essai de Poétique Médievale, Seuil, Paris, 1972, p. 354.
71 Bakhtine, op. cit. pp. 169 y 170. Este proceso encuentra un equivalente en
el espacio agregado de la pintura medieval. Ver al respecto los estudios de Pierre
Francastel, sobre todo Peinture et Société, Audin, Lyon, 1952.
72 Según Zumthor (Essai de Poétique Médievale), el castillo es el lugar del poder,
el pórtico del mundo encantado o el lugar de la prueba.
LIV
73 En cuanto a la enumeración, se puede citar el artículo “Basófia e Humildade” — aún inédito en libro— (sección “Mundo Musical”, Folha da Matthä,
27-1-44), donde Mário de Andrade analiza la “enumeración particularizada que
tiene lugar en las celebraciones de despedida del juglar” como un proceso común
del folklore. Entre otros ejemplos transcribe el siguiente: “Lovo (Louvo) a casa
de morada / Porta, batente e portal, / Copiar, tijolo, alpendre, / T erreiro, sala
e quintal. / Camarinha, telha e ripa, / Cozinha, caibro e beiral” . Y luego re­
cuerda que Gregorio de Matos (gran poeta satírico brasileño del siglo x v ii) utili­
zaba a veces en sus poemas “esos procesos tradicionales de nuestra temática”.
74 En el mismo artículo citado en la nota anterior, Mário de Andrade comenta,
luego de transcribir dos estrofas que considera “típicas” de una novela nordestina:
“Como se ve, es alucinantemente surrealista”.
75 Recordemos a título de curiosidad que en muchas novelas del ciclo arturiano
— como señala Zumthor— el personaje principal es llamado, apenas, caballero;
sólo mucho más tarde recibirá nombre propio; lo mismo ocurre con Macunaíma,
sistemáticamente designado como el héroe.
76 Pickford, op. cit., p. 218. Ver todo el capítulo II, “Le portrait du Chevalier
Arthurien”.
77 Transcritas por Pickford, op. cit., p. 257 (Ms. B. N. fr. 12597).
78 P. Zumthor, sobre todo Essai de Poétique Médievale, pp. 469-473.
79 En Lumière dv Graal, pp. 90 a 100.
80 Pickford, op. cit., p. 251.
81 Idem, p. 251.
82 Idem, p. 252.
83 Idem, pp. 253-254, citando el Ms. B. N. fr. 112, III, fo. 294 a.
84 Podríamos tomar como modelo de conducta amorosa caballeresca — tanto
masculina como femenina— la descripción que el Prólogo del nuevo Tristán de
Jan Maugin (ed. de 1554) hace de Tristán e Isolda: “( . . . ) sous le personnage
de Tristán armé et chevalier errant, se pourront connaître les actes d’un prince
magnanime, hardy, vaillant, equitable, debonnaire, prudent et assuré; sons Iseulte
le bonnes parties aussi d’une grande dame: savoir comme elle doit etre honneste,
courtovse, modeste, affable, compagnable, civile, evidente de ce qui est requis
d’honneur et honnêteté entre deux amours, pur l’entretien perpetuel de leur aymable et amuables affections” (Pickford, op. cit., p. 267 ).
85 Mário Ch amie ( “Mário de Andrade: fato aberto e discurso carnavalesco”
en O Estado de Sâo Paulo, 1-11-75) fue el primero en afirmar que “la caracterís­
tica de la menipea en la que se destacan los contrastes violentos encuentra en
Macunaíma un amplio campo de actuación”. Respaldándose en La poétique de
Dostoïevski, Chamie examina el proceso de “investidura y destitución” del prota­
gonista: “Macunaíma es exactamente el entronizado, el Emperador que, en un
primer movimiento, gana el Reino; en un segundo lo pierde; y en un tercero lo
gana de nuevo para ser, en un cuarto y postrero, destituido por la leyenda del
mal humano”.
La aplicación de los criterios interpretativos de Bakthine a Macunaíma fue tam­
bién efectuada por Susana Camargo, en Macunaíma, ruptura y tradición, Massao
Ohno, Sao Paulo, 1977. En su excelente libro Tres libros y cuatro verdades (Duas
Cidades, 1976), Vera M. Chalmers se vale, igualmente, de los conceptos de
dialoguismo, y carnavalización para analizar a Oswald de Andrade.
86 V. Notas a Macunaíma, 59.
87 Es oportuno recordar que, en el transcurso del libro, el amuleto recibe varios
nombres (talismán, Vellocino robado, etc.) en un intento evidente de establecer
la analogía entre la rapsodia brasileña y los relatos brasileños que giran en torno
a la búsqueda del objeto maravilloso.
88 J. Vendryès, op. cit., in Lumière du Graal, p. 72.
89 René Nelli: “Le Graal dans l’ethnographie”, en Lumière du Graal, p. 18.
90 René Guénon: L’esotérisme du Graal” in Lumière du Graal, p. 45.
91 M. Bakhtine desarrolla ampliamente en sus dos libros citados el concepto
de lo dialàgico, que representa juntamente con el de carnavalización, uno de los
puntos básicos de su análisis de la narración. P. Zumthor: Essai de poétique Mediévale, sobre todo la parte titulada “Le modele romanesque”, pp. 352 y sigs.
LV
Julia Kristeva: Recherches pour une Sémanalyse, capítulo “Le texte clos”, pp. 113
y sigs.
92 V. Notas 288 y 289.
93 V. Nota 296.
94 V. en esta antología el artículo “De la hipocresía”, cuya importancia para
la comprensión de Mário de Andrade ya fue subrayada por Anatol Rosemfeld
(Texto/Contexto, editora Perspectiva, Sao Paulo, 1969, p. 181).
95 Las frases entre comillas pertenecen al artículo de Mário de Andrade “De la
hipocresía”.
LVI
MACUNAIMA
MACUNAÍMA
A Paulo Prado
I
M ACU NAÍM A
En l a s p u r a s h o n d u r a s de la Selva-Espesa nace Macunaíma, el héroe
de los nuestros 1. Es azul de tan negro e hijo del miedo de la noche.
Hubo un momento en que el silencio era tan intenso escuchando el
cuchicheo del río Uraricoera 2, que la india tapañumas 3 dio a luz a una
criatura fea. Y ese crío fue lo que llamarían después Macunaíma 4.
Ya en la niñez hizo cosas que requeteasustaban. En primera se pasó
seis años sin decir ni pío. Si lo sonsacaban a hablar, exclamaba:
— Ay! qué flojera!. . .
Y sanseacabó. Se la pasaba papando moscas en un rincón del arrancha­
do de chozas 5, trepado en un tapanco 6 de palma de palapa, mirujeando
el trabajo de los demás y sobre todo a los dos manos que tenía, Maanape
ya viejito y Yigué en plenas fuerzas de hombre. La diversión suya era
desceparle la cabeza a las hormigas tambochas 7. Vivía echadote, pero
si olía a dinero, Macunaíma andaba a tatas pa ganarse un m ango8. Y
también se avivaba cuando la familia iba a bañarse al río todos desnudos
y juntos. Sus baños eran sólo zambullidas y las mujeres bullían con gri­
tos cascabeleros por culpa de las jaibas dizque allegadas a las aguas dul­
ces de por allá. En el mocambo si alguna cuñataí se le acercaba a hacerle
fiestecitas, Macunaíma pasaba la mano por las gracias de ella y cuñataí
se mandaba la parte. A los machos les esputaba la cara. Pero a los viejos
les tenía respeto y frecuentaba con aplicación la muruá la poracé el
toré el bacororó la ciucog9, todas esas danzas religiosas de la tribu.
Cuando se trataba de dormir se trepaba en el chinchorro10 pequeñito
olvidándose siempre de orinar. Como la hamaca de la madre estaba
abajo de la cuna, el héroe meaba caliente sobre la vieja, espantando
rebién a los mosquitos. Entonces se adormecía soñando garabatos, inmo­
ralidades estrambóticas, y daba de patadas al aire.
En pláticas de mujeres a pleno rayo del día, el bululú era siempre
por las travesuras del héroe. Las mujeres reían muy halagadas, diciendo
que “espina que pincha de pequeña ya trae punta” y en una brujencia
de payé Rey Nagó 11 hizo un discurso y avisó que el héroe era inteligente.
No bien tuvo seis años, le dieron agua en un cencerro 12 y Macunaíma
principió hablando como todos. Y le pidió a su madre que largara de
rallar la yuca sobre la cebadera y lo llevara a pasear remontándose por
el monte. Su vieja no quiso porque no. No podía largar así la mandioca.
Macunaíma jeremiquió el día entero. De noche continuó lloriqueando.
Al otro día esperó con el ojo izquierdo durmiendo a que su madre em­
pezara el trabajal. Entonces le pidió que dejara de trenzar el cestón de
guarumá-blando y que lo llevara por los matorrales a pasear. La madre
no quiso porque no. No podía largar así como así el balay, y le pidió
a su nuera, la compañera de Yigué para que llevara al niño. La com­
pañera de Yigué era retemoza y se llamaba Sofará 13. Se fue acercando
recelosa, pero esta vez Macunaíma se quedó quietecito y sin poner las
manos en las gracias de nadie. La joven cargó al piá 14 a cuestas y se
fue hasta el pie de las aningas de la orilla del río. El agua se había
detenido para inventar un rasgueo de regocijo entre las palmas de yuraguano. Lo lejos estaba bonito con mucha biguá y cotúa-agujita revolo­
teando por el camino de los canales del oquedal.
La muchacha colocó a Macunaíma en la rambla pero él se puso a
gimotear, porque había mucha hormiga!. . . y le pidió a Sofará que
lo llevara hasta la escarpa del cerro allá en plena maleza, y la moza lo
hizo. Pero luego que acostó al guacho-chico 15 en el sotobosque sobre
cayumbos, malangas y andacaás, éste crió cuerpo en un tris y quedó
hecho un príncipe lindo. Anduvieron mucho por allá.
Recién volvieron al cabañal, la joven parecía muy fatigada de tanto
cargar al mocoso a cuestas. Pero era que el héroe había jugueteado mucho
con ella. Mal había recostado a Macunaíma en la hamaca, cuando Yi­
gué 16 llegó de atrapar pez con p u z á 17 y la compañera no había traba­
jado nada. Yigué se sulfuró, y después de espulgarse las garrapatas le
dio duro. Sofará soportó la soba sin chistar.
Yigué no desconfió de nada y se puso a trenzar cuerdas con fibra de
caraguata. No ven que había encontrado rastro fresco de danta y quería
agarrar al bicho en el armadijo. Macunaíma pidió un pedazo de esa
huirá al mano, pero Yigué le dijo que aquello no era juguete de niños.
Macunaíma lloró a moco tendido otra vez y la noche fue difícil de tragar
para todos.
Al otro día Yigué se levantó temprano para hacer la trampa y mirando
al pibe tristón le dijo:
— Buenos días, corazoncito de los demás.
Pero Macunaíma rostritorcido cerró el pico.
— ¿No quieres hablar conmigo, eh?
—Ando de malas.
— ¿Cuál es el porqué?
Entonces Macunaíma pidió fibra de caraguata. Yigué miró hacia él
con odio y mandó a la compañera a conseguir unas hilachas para el
niño, y la moza chas-chás. Macunaíma agradeció y fue de correveidile
con el yerbatero-payé 18 para que le retorciera una cuerda y soplara bien
sobre ella humo de chimó.
Cuando todo estaba listo, Macunaíma le pidió a su madre que dejara
a la chicha de cazabe fermentar a solas y lo remontara por el monte de
paseo. La vieja no podía por culpa de tanto trabajo, pero la compañera
de Yigué, la muy maromera, dijo a la suegra que “estaba a sus órdenes”.
Y se mandó al mato con el guricito a cuestas.
Recién lo colocó en la sotoselva sobre amarantas y palmas-del-viajero,
el pequeño fue crece y crece y se convirtió en un príncipe lindo 19. Pidió
a Sofará que esperara un poquito, que luego volvía para que juguetea­
ran, y se fue al abrevadero de la danta a armar un lazo. No bien volvie­
ron de pasear, ya de tardecita, cuando Yigué llegó también de tender
su armadijo cerca del rastro del tapir. La compañera no había trabajado
nada. Yigué se puso pálido y antes de espulgarse las garrapatas le dio
con ganas. Sofará se aguantó el aguacero con paciencia.
El rayar del otro día aún no acababa de encaramarse a los árboles,
cuando Macunaíma despertó a todos dando horrendos berridos, para
que fueran! que fueran al abrevadero a buscar el bicharraco que había
cazado!. . . Pero nadie se la creyó y todos principiaron el trabajo del día.
Macunaíma quedó muy contrariado y le pidió a Sofará que se diera
una llegadita al remanso, sólo para ver. La piba lo hizo y volvió comen­
tando a todos que de hecho estaba en el lazo una danta muy grande
ya muerta. Toda la tribu fue a buscar a la bicha, rumirrumiando con
la inteligencia del guacho. Cuando Yigué llegó con la reata de caraguata
sola, encontró a todos preparando la caza. Ayudó. Y durante la repar­
tición, no le dio ni un trozo de carne a Macunaíma. Sólo tripas. El héroe
juró venganza.
Al otro día le pidió a Sofará que lo llevara a pasear y se quedaron en
las matas hasta la boca-de-la-noche. No bien había tocado la hojarasca
el chamaco y ya estaba convertido en un príncipe fogoso. Juguetearon.
Después de juguetear tres veces, corrieron matorrales fuera, haciéndose
fiestas el uno al otro. Después de las fiestitas de codearse, hicieron las
de las cosquille jas, luego se enterraron en la arena y hasta se quemaron
en llamaradas de petate, eso fueron las muchas fiestas. Macunaíma
agarró un tronco de copayero y se escondió detrás de una pirañera.
Cuando Sofará vino corriendo, le dio con el palo en la cabeza suya. Le
hizo una brecha tal que la patoja cayó retorciéndose de risa a los pies
de él. Lo jaló de una pierna. Macunaíma gemía de gusto aferrándose
al tronco gigante. Entonces la muchacha le tarascó el dedo gordo del pie
suyo y se lo tragó. Macunaíma chillando de alegría tatuó el cuerpo de
ella con la sangre del pie. Después estiró los músculos irguiéndose en
un trapecio de bejuco y a base de saltos alcanzó en un tris la rama más
alta de la pirañera. Sofará trepaba atrás. El gajo finito se dobló oscilando
con el peso del príncipe. Cuando la joven llegó también al tope jugue­
tearon otra vez columpiándose en el cielo. Después de juguetear, Macunaíma quiso hacer una fiesta en Sofará. Empinó todo el cuerpo con la
violencia de un empujón, pero ya no pudo seguir. La rama se tronchó
y ambos se desprendieron dando trastumbos 20 hasta amasijarse en el
suelo. Cuando el héroe dejó de ver estrellitas, buscó a la muchacha a su
alrededor y ya no estaba. Iba enderezándose en su búsqueda, cuando
de un gajo bajo, encima suyo, el temible bramido del puma perforó el
silencio. El héroe se acurrucó de miedo y cerró los ojos para ser comido
sin ver. Entonces se escuchó una risita y Macunaíma se llevó un escu­
pitinajo en el pecho. Era la moza. Macunaíma empezó por tirar piedras
en ella y, cuando la hería, Sofará gritaba de excitación tatuando el
cuerpo de abajo con el chisgueteo de sangre. Al final, una piedra rajó
la comisura de los labios de ella y le molió tres muelas. Ella saltó de
la rama y guác! cayó sentada en la barriga del héroe que la envolvió
con todo el cuerpo aullando de placer. Y juguetearon otra vez más.
Ya la estrella Papacenas brillaba en el cielo cuando la joven regresó
pareciendo muy fatigada de tanto cargar al piá a cuestas. Pero Yigué,
que desconfiando había seguido al par por las matas, presenció la trans­
formación y el resto. Yigué era muy zonzo. Le dio mucha rabia. Se des­
ciño un rabo-de-armadillo 21 y lo dejó ir con ganas en la cola del héroe.
El berrinche fue tan grande que achicó el tamañazo de la noche y muchos
pájaros cayeron de susto al suelo y se transformaron en piedra.
Cuando Yigué no pudo más con la zurra, Macunaíma corrió hasta
la caapuera, masticó raíz de anacardo22 y volvió sano y salvo. Yigué
llevó a Sofará con el padre de ella y durmió hamaqueándose de lleno y
a sus anchas.
11
MAYORC1TO
Yigué era muy zonzo y al otro día apareció jalando de la mano a una
cuñá. Era su nueva mi-tacuna-mí y llamábanla Iriq u í23. Esta solía traer
siempre un ratón vivito y coleando oculto en la maraña de su pelo y se
endomingaba harto. Pintaba su cara con paraguatán y yagua y toditas
las mañanas se untaba coquito de asaí en los bezos que quedaban todos
amoratados. Después se restregaba limón de Cayena por encimita y
los labios se ponían totalmente abrasilados. Entonces Iriquí se envolvía
en un manto de algodón a rayas hechas con negro de palo de acarí
y verde de tataíba y aromatizaba su cabellos con esencia de humirí. Era
linda.
Pues bien, después de que todos se comieron el tapir de Macunaíma,
el ham bre24 azotó al mocambo25. Caza, ni qué decir. Nadie atrapaba
nada y ni por equivocación un cachicamo tatú-eté se hacía el aparecido!
Y por culpa de Maanape que mató un jigüe-bufeo pa que comieran, el
sapo-almaciguero llamado Maraguigana, padre del delfín, miró con bron­
ca. Mandó la inundación y el maizal se pudrió. Comieron de todo.
Hasta las tástaras duras se terminaron y la fogata, noche y día, ni nona­
das encecinaba y sólo sirvió como remedio al friaje que cayó. No había
modo de que uno asara en ella una yesca de charqui26.
Entonces Macunaíma quiso divertirse un poco. Dijo a sus manos
que aún había mucho mije, mucha guabina, mucho careperro y pezbanana, todos esos peces de río; que fueran a embarbascar 27 las aguas! y
Maanape respondió:
— Ya no se encuentra más barbasco.
Macunaíma disimulando repiqueteó:
— Junto a aquella gruta donde hay guacas con dinero enterrado28 di­
visé ayaré a montones.
— Entonces vente acá nomás y muéstranos dónde es.
Y
fueron. La margen estaba tan traicionera que no se atinaba bien
sobre lo que era tierra o lo que era río entre los copados apompos.
Maanape y Yigué buscaban y volvían a buscar enlodados hasta los dientes,
despatarrándose, guác! en los barreros tapados por la crecida. Saltaban
librando trampales a grito tendido y con las manos atrás por culpa de los
botarates candirás 29 a punto de metérseles. Macunaíma reía para sus
adentros viendo las mamarrachadas de los manos campeando barbasco.
Fingía buscar también pero no daba paso, bien sequecito en lo firme.
Cuando los manos pasaban cerca de él, se agachaba y gemía de cansancio.
— No pujes tanto, guacho!
Entonces Macunaíma se sentó en una barranquilla del río y se puso a
guachapear con los pies para espantar a los mosquitos. Y eran muchos
moscos, jejenes comejenes muayes zuntecos zancudos tábanos barigüís
hideputas queresas, todo ese mosquerío.
Cuando era de tardecita los manos vinieron furibundos a buscar a
Macunaíma por no haber hallado ninguna matita de ayaré. Al héroe le
dio mieditis y disimuló:
— ¿Encontraron ?
— Qué vamos a encontrar ni qué ojo de hacha!
— Pos fue aquí mero que divisé barbasco. El barbasco un día ya fue
gente como nosotros. . . Presintió que lo andaban campeando, y ni su
sombra! El barbasco un día ya fue gente como nosotros. . . 30
Los manos se admiraron de lo lumbrera que era el chamaco y volvieron
los tres hacia el cabañal.
Macunaíma andaba muy caldeado por culpa del hambre. Al otro día
le comentó a su vieja:
— Madre, ¿quién es el que lleva nuestra casa pa la otra banda del río,
allá en lo seco, quién la lleva, quién? Cierre los ojos un poquito vieja,
y pregúntese así!
La vieja asintió. Macunaíma le pidió que se quedara más tiempo con
los ojos cerrados y cargó con jacal palafitos flechas guacales morrales ti­
najas jabucos de junco hamacas 31. Todo ese trajín para un abierto de
las breñas, allá en el firme del otro lado del río. Cuando la vieja abrió
los ojos todo andaba por allá y había caza, peces, platanares dando,
había tentenpiés de sobra. Entonces se fue a cortar banana.
— Anque malhaga en preguntarle, madre, ¿por qué sumercé arranca
así tanto plátano-macho?
— Pa llevar a tu mano Yigué con la linda Iriquí y a tu mano Maanape
que andan pasando hambres.
Macunaíma quedó muy contrariado. Ideó, volvió a idear y le dijo a su
vieja:
— Madre, ¿quién es el que lleva nuestra casa pa la otra banda del río,
allá en el bañado, quién la lleva, quién? Pregúntate así!
La vieja lo hizo. Macunaíma le pidió que se quedara con los ojos ce­
rrados y al tiro nomás llevó todos sus ajilimójilis y todo al lugar en que
antes estaban, allá por aquel mundo inmundado. Cuando la vieja abrió
los ojos, todo estaba en el lugar de endenantes, avecindado a los barra­
cones de mano Maanape y de mano Yigué con la linda Iriquí. Y todos
se quedaron rechinando las tripas otra vez.
Entonces malvada bronca que le dio a la vieja. Cargó al héroe en
brazos y partió. Se enmató hasta rematar por el caapuerón llamado Donde
el Diablo Perdió el Poncho. Anduvo legua y media en él y ya ni se veían
los matorrales; era un cubierto llanero apenas movimentado con los
saltitos de los cajuiles. Ni un arrendajo-de-rabadilla-encarnada animaba la
soledad. La vieja colocó el guacho en el campo donde ya no pudiera
crecer más 32 y le dijo:
— Ora sí que su madre se va. Te me quedas perdidote en la sabana y
ya no me crezcas nadita más. Y desapareció. Macunaíma argüendeó por
el páramo y sintió que iba a llorar. Pero como no había nadie por allá, no
lloró. Se dio ánimo y puso pie en el camino, temblequeando con sus piernitas arqueadas. Vagamundeó a troche y moche una semana, hasta que
se topó con El Currupira 33 parrillando carne en compañía de su perro
Papamiel. El Currupira vive en el mero mero retoño de la palmera manaca y le pide tabaco a la gente. Macunaíma dijo:
— Tata, ¿no me da un poco de caza pa que coma?
— Sí — fue lo que Currupira contestó.
Cortó la barbacoa de su pierna, la medioasó, y la tendió hacia el mu­
chacho preguntando:
— ¿Y usté mi-chumí, pa dónde bueno camina en la caapuéra?
— Pa paseo.
— No me diga!
— Pos sí, nomás pa paseo. . .
Entonces le contó el castigo que su madre le puso por culpa de haber
sido malevo con los manos. Y al contar lo del traslado de la casa de nuevo
hacia la ciénaga donde no había caza, dio una carcaj adota. El Currupira
miró hacia él y rezongó:
— No, mi-chumí, usté ya no es ningún gurí, mi-chumí. No. N o. . .
Sólo gente grande hace eso. . .
Macunaíma agradeció y le pidió al Currupira que le enseñara el ca­
mino del mocambo de los Tapañumas. El Poira lo que estaba queriendo
era comerse al héroe y le enseñó errado:
— Se va por aquí, muchachombre, va por ahí, pasa enfrente de aquel
árbol, quiebra a mano izquierda, vira y vuelve por abajo de mis uaiariquinizés 34.
Macunaíma fue a hacer la vuelta pero llegando frente al palo, se rascó
la piernita y murmuró:
— Ay! qué flojera!. . .
Y patitas pa qué las quiero.
El Currupira esperó bastante pero el mi-chumí no llegaba. . . Entonces
el monstruo se montó en el venado, que es el caballo suyo, hincó el pie de
lleno en el ijar del raudo y veloz y por ahí se fue gritando:
— Carne de mi pierna! Carne de mi pierna!
Y allá de dentro de la barriga del héroe la carne respondió:
— ¿Qué fue?
Macunaíma apretó el paso y se adentró corriendo por la caatinga, pero
el Currupira corría más que él y en ésas el niño venía que venía acosado
por el otro.
— Carne de mi pierna! Carne de mi pierna!
— ¿Qué fue?
El piá estaba desesperado. Era un día de lluvia con sol casamiento de
español35, y la vieja Vei, la S ol36, chisporroteaba en las gotitas de chipi­
chipi, desgranando luz como si fuera maíz. Macunaíma llegó cerca de un
charco, bebió agua de lama y vomitó la carne.
— Carne de mi pierna! Carne de mi pierna! — era lo que el Poira
venía gritando.
— ¿Qué fue? — secundó la carne ya en el aguazal.
Macunaíma alcanzó los bledos y escapó.
Legua y media adelante escuchó detrás de un hormiguero una voz
cantando así:
“Agutí pitá cañén. . . ”, lentamente.
Fue allá y se topó con la jutía 37 cerniendo harina de mandioca en un
tepití de ivam itara38.
— Agüe, ¿no me da tapioca para que coma?
— Sí — dijo la tusa. Y le dio guacamole al niño, no sin antes pre­
guntar:
— ¿Que qué anda usté haciendo en la caatinga, mi-chumí?
— Paseando.
— Que qué!
— Pos paseando.
Le contó cómo había engatusado al Currupira y dio una carcaj adota.
La jutía miró hacia él y refunfuñó:
— M i-chumí39, no haga eso, mi nieto. Un guacho no hace eso. Ora sí
que voy a emparejarle el cuerpo y la sesera.
Entonces tomó la batea repleta de caldo envenenado de guacamole y
arrojó el brebaje sobre el chavalo. Macunaíma reculó requeteasustado pero
sólo consiguió librar la cabeza. Todo el resto del cuerpo se empapó. El
héroe dio un estornudo y se arrecho. Se fue enderezando, creciendo, for­
tificando y se puso del tamaño de un hombre tronchudo. Pero la cabeza
sin mojar quedó para siempre ñata y con la carita singraciada de guachochico.
Macunaíma agradeció lo hecho y salió como flecha cantando hacia el
mocambo nativo. La noche caía abejorrada, ensartando hilos de hormigas
en la tierra y quitando a los mosquitos del agua. Pululaba un caior de
nido en todo el aire. La vieja tapañumas escuchó la voz de su hijo en lo
cenizo lejano y se espantó. Macunaíma apareció carantamaula y dijo
hacia ella:
— Madre, soñé que se me caía un diente.
— Eso es muerte de pariente — comentó la vieja.
— Ya lo sabía. Su-mercé va a vivir sólo una Sol. Y así mero porque
me parió.
Al otro día los manos fueron a cazar y a pescar, la vieja se fue a la
roza-tumba y quema, y Macunaíma se quedó solo con la compañera de
Yigué. Entonces éste se convirtió en la hormiga quenquén 40 y mordió
a lriquí por el amor de hacerle fiestecitas. Pero la patoja tiró a la quenquén
lejos. Entonces Macunaíma se convirtió en una matita de achiote. La
linda lriquí sonrió, cogió las semillas y se embijó todita pintándose la
cara y los distintivos. Quedó chulísima. Entonces Macunaíma, de puro
contento, se volvió gente otra vez y vivió con la compañera de Yigué.
Cuando los manos regresaron de la caza, Yigué percibió luego luego el
cambalache. Pero Maanape le explicó que Macunaíma estaba hecho todo
un hombre y tronchudo. Maanape era hechicero. Yigué vio que el ba­
rracón estaba repleto de alimentos, pues había plátano-macho había maíz
había yuca-amarga, había horchata y chicha de cachiri, había robalo
prieto y mapará recién pescados, granadillas-cocorillas chirimoya lúcuma
zapote chico-zapote, había machaca de venado y carne fresca de culebrón,
todos esos morfes y chupis regios. . . Yigué cotejó que no valía la pena
pelear con el mano y le dejó a la linda lriquí. Dio un suspiro, se espulgó
las garrapatas y durmió largo y tendido en la hamaca.
Al otro día, Macunaíma, después de juguetear con la linda lriquí tem­
pranito, salió para darse una vueltecita. Atravesó el reino encantado de
la Piedra Bonita en Pernambuco y cuando estaba por llegar a la ciudad
de Santarém se topó con una venada parida.
— A ésta la cazo yo! — se dijo. Y persiguió a la venada. Esta se esca­
bulló fácilmente pero el héroe pudo atrapar a la cría que apenas andaba,
se escondió atrás de un árbol-picatón del mosquito carapaná41 y dedeando al venadito lo hizo berrear. La venada se puso como loca, puso ojos
de mediomorir, se detuvo, tutubió y se fue viniendo se fue viniendo hasta
parársele mero enfrente llorando de amor. Entonces el héroe flechó a la
venada parida. Esta cayó, pataleó un montón y se quedó tiesa y tiradota
en el suelo. El héroe cantó victoria. Se acercó a la venada, se puso mire
y mire hasta dar un grito desmayado. Había sido una diablura del Añanga. . . 42 No, no era venada. Era su propia madre Tapañumas lo que
Macunaíma había venadeado y estaba allacito muerta 4S, toda arañada por
las púas de los cactos-cirios y de los organillos de yacamarú del mato.
Cuando el héroe volvió del patatús fue a llamar a los manos y los tres
llorando mucho se pasaron la noche en blanco bebiendo chicha de
yatay44 y comiendo cazabe con pescado. De madrugada reposaron el
cuerpo de la vieja en un tapesco y fueron a enterrarla debajo de una pie­
dra en el lugar llamado Padre de la Tocandeira; Maanape, que era un
curanderajo de marca mayor, fue quien grabó el epitafio. Y así era:
Ayunaron el tiempo que el precepto mandaba y Macunaíma se pasó
el ayuno lamentándose heroicamente. La barriga de la muerta se fue
hinche e hinche y terminadas las lluvias estaba convertida en un terso
cerro. Entonces Macunaíma le dio la mano a Iriquí, Iriquí le dio la mano
a Maanape, Maanape le dio la mano a Yigué y los cuatro partieron por
este mundo.
CI, M A D R E DE LAS M A T A S 45
En cierta ocasión los cuatro iban siguiendo un camino entre las matas
y ya penaban de tanta sed lejos de los esteros y de las lagunas. No había
ni siquiera ombú 46 por el barrio y Vei, la Sol, deshilachándose entre el
follaje guasqueaba sin parada el lomo de los andariegos. Sudaban como
en una brujería de payés en la que todos se hubieran embadurnado el
cuerpo con aceite de piquiá. Marchaban. De repente, Macunaíma se paró
rasgando el silencio de la noche con un gesto enorme de alerta. Los otros
se quedaron engarrotados. No se escuchaba nada, pero Macunaíma bis­
biseó :
— Hay algo.
Dejaron a la linda Iriquí emperifollándose sentada en las raíces de una
ceiba y avanzaron cuatelosos. Vei ya estaba harta de tanto chicotear el
lomo de los tres manos, cuando legua y media adelante Macunaíma in­
grimo se topó con una cuñataí durmiendo. Era Ci, la Madre de las
Matas 47. Lueguito supo por el pecho diestro chato y seco suyo, que la
moza hacía parte de esa tribu de mujeres solitarias 48 que andan allá por
las playas de la laguna Espejo de la Luna, entreverada por el Ñamundá.
La cuñá era linda con el cuerpo chupado por los vicios y coloreado de
ñandipa.
El héroe se le echó encima suyo para juguetear. Ci no quería. Se
hizo de una lanza tridente49 con flechas mientras Macunaíma jalaba
su cachicuerna50 de Pajeú. Fue un zipizape tremendo, y debajo del
copado retumbaban los berridos de los camorreros disminuyendo de miedo
los cuerpos de los pajaritos. Al héroe le estaban dando. Ya había recibido
una trompada de las que hacen sangre en la nariz y un trinchazo hondo
con la txara en el rabo. La icamiaba 51 no tenía ni una arañadita y cada
gesto que hacía era más sangre en el cuerpo del héroe, que ya daba
berridos horrísonos que disminuían de miedo los cuerpos de los pajaritos.
Al final, viéndoselas color de hormiga porque de veras no podía con la
amazona, el héroe largó a huir llamando a los manos:
— Socórranme que si no mato! Socórranme que si no mato!
Los manos acudieron y agarraron a Ci. Maanape trenzó los brazos de
ella por detrás mientras Yigué con la murucú 52 le daba un macanazo
en el coco. Y la icamiaba cayó sin auxilio sobre los helechos de la sotoselva. Cuando quedó bien inmóvil, Macunaíma se acercó y jugueteó con
la Madre de las Matas. Vinieron entonces muchos carapaicos mucho
guacamayo-rojo tuíes guaros pericos, mucho papayago a saludar a Macu­
naíma, el nuevo Emperador de la Selva-Espesa.
Y
los tres manos siguieron con la compañera nueva. Atravesaron la
ciudad de las Flores, evitaron el río de las Amarguras pasando por debajo
del salto de la Felicidad, tomaron el camino de los Placeres y llegaron
al manchón de Mi Bien, que queda en los montes de Venezuela. Fue
de allá desde donde Macunaíma imperó sobre los matorrales misteriosos,
mientras Ci comandaba en los asaltos a las mujeres que empuñan txaras
de tres puntas.
El héroe vivía con sosiego. Los días pasaban chévere53 en la hamaca,
matando hormigas tayocas, chupeteando traguitos tronados de chicha
de yuca y cuando se agarraba cantando acompañado por los sonidos go­
teantes del requinto-cocho 54, los matorrales se estremecían con dulzura
adormeciendo a las culebras garrapatas mosquitos hormigas y a los dioses
del mal.
De noche Ci llegaba oliendo a resina de palo, sangrada de las peleas
y se trepaba en la hamaca que ella misma había tejido con hilos de ca­
bello 55. Los dos jugueteaban y luego se quedaban riendo el uno con
el otro 5G.
Se quedaban riendo largo tiempo, bien juntitos. Ci aromaba tanto
que a Macunaíma le daban atarantes de sentirse lacio lacio.
— Coño, qué bien huele, guapa!
Era lo que jacarandosamente le murmullaba. Y abombaba más y más
las aletas de la nariz. Se venía pues un ataranto de dejarlo tan tarumba,
que el sueño principiaba a chispear de los párpados suyos. Pero la
Madre de las Matas no estaba aún satisfecha. No. No. Y con una mañita
de hamaca que enlazaba a los dos, convidaba al compañero para más
juguete. Muerto de sueño, jeringado, Macunaíma jugueteaba sólo para
no desmentir la fama, pero cuando Ci quería reír con él de satisfacción:
— Ay! qué flojera!. . .
Suspiraba el héroe enfadado. Y dándole la espalda se adormecía rebién.
Pero Ci quería más juguete aún. . . Y lo invitaba y lo invitaba. . . Y
el héroe aferrado al sueño. Entonces la Madre de las Matas cogía el tri­
dente y piqueteaba al compañero. Macunaíma despertaba dando unas
carcajadotas, desternillándose por las cosquillas.
— No hagas eso, rogona!
— Hago sí!
— Deja que uno se duerma, cosita güeña. . .
—Vamos a juguetear.
— Ay! qué flojera!
Y jugueteaban otra vez más.
Pero en los días de haber bebido mucha chica, Ci encontraba al Em­
perador de la Selva-Espesa tiradote por ahí con una tranca soberana.
Iban a juguetear y el héroe se olvidaba a medio camino.
— Y ora, hérue!
— Ora qué!
— ¿Qué, no va a continuar?
— Continuar con qué!
— Pos con mis pecados. Uno está jugueteando y zás! a usté se le
ocurre pararse a medias!
— Ay! qué flojera!. . .
Macunaíma malbalbucía de tan plomeado. Y buscando un mullidito
en los cabellos de la compañera adormecía feliz.
Entonces para animarlo, Ci empleaba la estratagema sublime. Buscaba
en las breñas el follaje de fuego de la ortiga y sazonaba con él una comecomezón en el c h u í57 del héroe y en la nalachitchi58 suya. Con eso Ma­
cunaíma quedaba que quedaba un lión queriendo. Ci también. Y los
dos jugueteaban y volvían a juguetear en un derroche de ardor pro­
digioso.
Pero era en las noches de insomnio en las que el gozo se tramaba
más. Cuando todas las estrellas incendiadas derramaban sobre la Tierra
un óleo vivo que nadie soportaba de tan caliente y corría por el mato
una presencia de incendio. Ni la pajarracada se aguantaba en el nido.
Movía inquieta el pescuezo, volaba de rama en rama y en el milagro
más enorme de este mundo inventaba de sopetón una alborada prieta
trinatrinando que no había fin. La bulla era tremenda, el olor poderoso
y el calor más aún.
Macunaíma daba un empellón en la hamaca tirando a Ci lejos. Ella
se despertaba hecha una furia y se le arrojaba encima. Así jugueteaban.
Y entonces, enteramente despiertos por el gozo, tramaban artes nuevas
de juguetear 59.
No bien pasaron seis meses y la Madre de las Matas había parido
u n hijo encarnadino. Para eso, se vinieron famosas mulatas de Bahía,
de Recife, del Río Grande del Norte, de Paraíba y le dieron a la Madre
de las Matas un cintajo rubio color del mal, porque desde ahora sería
maestra del cordón encarnado en todos los Retablos de Navidad 60. Des­
pués se retiraron con placer y alegría 61, bailando y volviendo a bailar,
seguidas de futboleadores truchas queridos enamorados payadores, toda
esa muchachada doré. Macunaíma quedó en reposo el mes del precepto62
pero se rehusó a ayunar. El pequeñajo tenía la cabeza ñata y Macunaíma
se la achataba aún más golpeándola todos los días para decirle al guricito:
— Apúrese a crecer mijo, pa que se vaya a Sao Paulo a ganar mucho
dinero 63.
Todas las icamiabas querían bien al niño encarnadino y en el primer
baño suyo pusieron todas las joyas de la tribu para que el pequeño fuera
rico siempre 64. Mandaron a buscar en Bolivia una tijera y la ensartaron
abierta debajo de la cabecera porque si no el coco T utú Marambá venía,
chupaba el ombliguito del piá y el dedo gordo del pie de Ci. La mari­
manta Tutú Marambá vino, se topó con la tijera y se equivocó: chupó
el ojo de ésta y se fue muy oronda. Todo el mundo entonces sólo pensaba
en el pequeñajo. Mandaron a buscarle en Sao Paulo los famosos zapatitos
de lana tejidos por doña Ana Francisca Leite Moráis y en Pernambuco
los encajes “Rosa de los Alpes”, “Flor de Guabiyú” y “Por-ti-padezco”
enganchados por las manos de doña Joaquina Lechón mejor conocida
como Quincha La Joroba. Filtraban el mejor tamarindo de las hermanas
Louro Vieira de Óbidos para que el niño se tragara en el refresco reme­
dio para las lombrices 65. Vida feliz, qué bueno era!. . . Pero una vez
ñacurutú 66 se posó en el zaquizamí del Emperador y soltó un reguero
de mal-agüero. Macunaíma tembló asustado, espantó a los mosquitos y
se dejó caer en la chicha de payuarí por demás, para ver si espantaba
al miedo también. Bebió y durmió la noche entera. Entonces llegó la
Boa-Prieta 67 y tanto chupó el único pecho vivo de Ci que no dejó ni
rastro del calostro. Y como Yigué no las pudo para desvirgar a ninguna
de la icamiabas, el guacho sin ama chupó el pecho de su madre al otro
día, volvió a chupar, dio un suspiro envenenado y murió.
Pusieron al angelito en una múcura esculpida en forma de galápago y
pa que el fuego-fatuo no se comiera los ojos del difunto lo enterraron
en el mero centro del mocambo con mucho canto yaraví, mucha danza
poracé y mucho trago de payuarí.
Terminada la función, la compañera de Macunaíma, toda adornada
aún, sacó del collar una muiraquitán 68 famosa, se la dio a su compa­
ñero y subió pal cielo por un bejuco-isipó 69. Es allacito donde Ci vive
ahora paseándose la muy catrina, librada ya de las hormigas, toda empilchada aún, toda adornada de luz, convertida en estrella 70. Es Agena
de Centauro.
Al otro día cuando Macunaíma fue a visitar el túmulo del hijo vio
que había nacido del cuerpo una plantita. Trataron de ella con mucho
cuidado y se dio el guaraná 71. Con las frutitas amasadas de esa planta,
la gente se cura de mucha enfermedad y se refresca durante los calurones de Vei, la Sol.
IV
BOIÜNA - LU NA
Al otro día bien temprano, el héroe, padeciendo morriña de Ci, la com­
pañera por siempre inolvidable, se agujeró la bemba inferior e hizo de la
muiraquitán un tem betá72. Sintió que iba a llorar, llamó de prisa a los
manos, se despidió de las icamiabas y partió.
Gandulearon gandulearon como perro sin macate por todos aquellos
matos sobre los cuales Macunaíma imperaba ahora. Por todas partes
recibía homenajes y era siempre acompañado por su séquito de guaca­
mayos-rojos y carapaicos 73. En las noches de amargura se encaramaba
en una palmera de asaí de frutas amoratadas como el alma suya y se en­
simismaba en el cielo con la figuración acicalada de Ci, “Marvada!”, así
gemiqueaba. . . Entonces se quedaba muy afligido, harto!, e invocaba
a los dioses buenos al cantar cantares de larga duración. . .
Ruda, R u d á l ...7i
tú que secas las lluvias
haz que los vientos del océano
embistan por esta tierra
pa que las nubes se retiren
y mi marvada brille
limpiecita y firme en el cielo!. . .
Haz que se amansen
todas las aguas de los ríos
pa que al bañarme en ellos
pueda juguetear con la marvada
reflejada en el espejo de las aguas!. . .
Era así. Entonces se bajaba y lloraba recargado en el hombro de Maanape. Yigué sollozando de pena animaba el fuego del anafre para que el
héroe no sintiera frío. Maanape se tragaba los lagrimones invocando al
Acutipurú, al Murucututú, al Ducucú 75, baah! a todos esos dueños del
sueño, en arrullos así:
Acutipurú,
preste su sueño
pa Macunaíma
que es muy mañoso!. . .
Espulgaba las garrapatas del héroe y lo asosegaba meciendo el cuerpo.
El héroe se acalmaba se acalmaba y adormecía rebién.
Al otro día, los tres baquianos recomenzaban la caminata a través de
los matos misteriosos. Y Macunaíma era seguido siempre por su séquito
de guacamayos-rojos y carapaicos.
Andele y ándele, una vuelta en la que la alborada principiaba a dar
el zape! a la prietura de la noche, escucharon de lejos un lamento de
moza. Fueron a ver. Anduvieron legua y media y se encontraron a una
cascada llorando sin parada. Macunaíma le preguntó a la catarataytororó:
— ¿Qué te pasa, calabaza?
— Nada nada, limonada!
— Algo de algo debe ser.
Y la caída con palabras de agua contó lo que sucedió 76.
— No ve que me llamo Naipí y soy hija del curaca77 Mechó-Mechoitiquí,
nombre que en mi habla quiere decir Gatea-que-Gatea. Yo era una boni­
tura de cuñataí y todos los caciques vecinos deseaban dormir en mi ha­
maca y probar mi cuerpo más blanducho que palo-borracho. Pero cuan­
do alguno venía le daba de mordiscos y puntapiés por el amor de poner
a prueba la fuerza suya. Y como ninguno aguantaba partían compun­
gidos.
”Mi tribu era esclava de la Boiúna C apei78 que habitaba una covacha
en compañía de las tambochas. Siempre de los siempres, por el tiempo
en que los lapachos de la orilla del río se amarillaban de flores, la Boiúna
venía al chocerío a escoger a la mi-tacuna-mí virgen que se iría a dormir
con ella en el socavón lleno de esqueletos.
’’Cuando mi cuerpo lloró sangre pidiendo fuerza de hombre para ser­
vir, la titirijí cantó de mañanita sobre los marfiles-vegetales de mi choza
y vino Capei y me escogió. Los lapachos de la orilla del río llameaban de
amarillo y todas las flores cayeron en los hombros sollozantes del joven
Titzaté, guerrero de mi padre. La tristumbre, ora sí que como una marabunta de hormigas-cabezonas, vino al mocambo y devoró hasta el si­
lencio.
’’Cuando el viejo-mandinguero 79 sacó a la noche del agujero80 otra
vez, Titzaté arrejuntó las florecitas de cerca suyo y vino con ellas a la
hamaca de mi última noche libre. Entonces mordí a Titzaté.
”La sangre borbotó de la muñeca mordida pero el guacho no hizo caso.
No, no. Gimió de rabia amando. Me atiborró la boca de flores tanto que
ya no pude morder más. Titzaté saltó en la hamaca y Naipí sirvió a
Titzaté.
’’Recién que jugueteamos hechos unos locos entre sangre chorreada y
florecitas de lapacho, mi vencedor me cargó al hombro y me arrojó en la
canoa de tronco de araguaney varada en un escondrijo de castañetas y
salió como flecha para el ancho río Enojado81, huyendo de la Boiúna.
”A1 otro día cuando el viejo-mandinguero guardó a la noche en el
agujero otra vez, Capei me fue a buscar y encontró la hamaca tinta en
sangre y vacía. Dio un bramido y se echó a correr en busca nuestra.
Se iba viniendo se iba viniendo y uno escuchaba su bramar de cerca, más
cerca, cerquita y al final las aguas celestes del río Enojado empinaron el
cuerpo de la Boa-Prieta por ahí.
’’Titzaté, desfallecido, no podía remar más, ya que no dejaba de san­
grar la mordida en la muñeca. Fue por eso que no pudimos huir. Capei
me apañó y me puso de cabeza. Hizo la suerte del huevo82 en mí, que
salió como se esperaba, y la Boiúna supo que yo ya había servido a Titzaté.
’’Quiso acabar con el mundo de 'tamaña rabia, vaya usté a saber. . .
Me convirtió en esta piedra y tiró a Titzaté, ya transformado en planta,
sobre el desplayado del río. Es aquella que está allacito nomás, allá abajo!
Es aquel aguapé tan lindo que se divisa, braceando en el asua hacia mí.
Las flores moradas suyas son las gotas de sangre del mordisco, que mi
frío de ytororó congeló.
’’Capei habita abajo de mí, examinando siempre si de veras fui jugue­
teada por el joven. Y claro que lo fui y me pasaré llorando en esta piedra
hasta el fin del cuento de nunca acabar, las maguas de no servir más a mi
guerrero T ’zaté. . . ”
Paró. El llanto salpicaba en las rodillas de Macunaíma, quien lanzó
un sollozo temblado.
— Si. . . si. . . si la Boiúna se apareciera, yo. . . yo la mataba!
Entonces se escuchó un bramor vguazú y Capei fue saliendo del agua.
Y Capei era la Boiúna83. Macunaíma irguió el busto relumbrando de he­
roísmo y avanzó hacia el monstruo. Capei se infló el gañote y soltó una
nube de apiacás. Macunaíma manoteó y manoteó hasta vencer a los avis­
pones. El monstruo lanzó una guasqueada retintinando con los cascabeles
del rabo, pero en ese momento una hormiga tracuán mordió el talón del
héroe. Este se agachó distraído con el dolor y el rabo pasó encima suyo
yendo a golpear la cara de Capei. Ella entonces bramó más y dio un
rebote en el muslo de Macunaíma. Este sólo hizo a un ladito el cuerpo,
agarró un pedrejón y guác! descepó la cabeza de la alimaña.
El cuerpo de ella se retorció en la corriente mientras la cabeza con
aquellos ojazos dulcecillos venía a besar vencida los pies del vengador.
El héroe tuvo miedo y rajó como venado84 mato adentro acompañado
por los manos.
— Un tereré de tenmeacá, sirírí de tenmeacá! — la cabeza gritaba.
Estos se chispaban más y más. Corrieron legua y media y miraron
hacia atrás. La cabeza de Capei venía rodando siempre en busca de ellos.
Corrieron más, y cuando no podían de fatiga se treparon a un naranjillo
ribereño a ver si la cabeza se seguía de frente. Pero la cabeza se paró
abajo del palo y pidió naranjillas silvestres. Macunaíma sacudió el árbol.
La cabeza pepenó las frutas del suelo, se las comió y pidió más. Yigué
sacudió naranjillas dentro del agua pero la cabeza le dijo que naranjas!,
que allá no iba. No. Entonces Maanape arrojó con toda fuerza una fruta
y mientras la cabeza iba a buscarla lejos, los manos bajaron del tronco y
rajaron. Corre y corre, legua y media adelante dieron con la casa donde
vivía el bachiller de Cananéia 85. El vetarro estaba en la puerta sentado
y leía manuscritos profundos. Macunaíma dijo hacia é l:
— ¿Cómo le va, bachiller?
— Má o meno, ignoto afuerino.
— ¿Tomando el fresco, no?
— Cest vrai, como dicen los franceses.
—Bueno, ta-luego bachiller, ando medio apurado. . .
Y salieron como chispa otra vez. Atravesaron los concheros-numnlitas
del Caputera de Siboney y del Morrete en un respiro. Luego adelante
había un rancho dialtiro abandonado. Entraron v cerraron bien la puerta.
Ahí Macunaíma se dio perfecta cuenta que había perdido el bezotetembetá. Se puso desesperado porque era el único recuerdo que guardaba
de Ci. Iba a salir a campear la piedra pero los manos no lo dejaron. Al
poco rato la cabeza llegó. Y guác! azotó.
— ¿Qué fue?
— Abran la puerta pa que me adentre!
Y qué, ¿ustedes creen que abrieron? lagarto! La cabeza no pudo entrar.
Macunaíma no sabía que la cabeza se había convertido en esclava suya
y no venía a hacerle daño ninguno. La cabeza esperó mucho, pero viendo
que de veras no abrían, caviló sobre lo que quería ser. Si fuera agua los
demás se la tomaban, si fuese mosquito lo enflitarían, si fuera ferrocarril
se descarrilaba, si fuese río lo ponían en el m apa. . . Entonces resolvió:
“Voy a ser luna” 86. Y gritó:
— Abran la puerta, ustedes, que quiero un cosito!
Macunaíma espió por la rendija y le avisó a Yigué, quien abría:
— Anda-vete!
Yigué ante el jigüe volvió a cerrar la puerta. Por eso existe el dicho
“anda-vete” indicando que uno nunca hace lo que nos piden.
Cuando Capei vio que no abrían la puerta, principió por lamentarse
mucho y le preguntó a la ñandú-tarántula 87 que si la ayudaba en su
subida pal cielo.
— A mis hilos la Sol los derrite — secundó tatamaña araña.
Entonces la cabeza le pidió a los tordos-de-cobijas-canela que se arre­
juntaran y quedó noche oscura.
— A mis hilos nadie los divisa de noche — dijo tatamaña araña 8S.
La cabeza fue a buscar una jicara con friaje de los Andes y entonces
le pidió:
— Despide una gota cada legua y media, que el hilo se blanquea
con la helada. Podemos ir.
— Pos entonces vamos.
La ñandú principió haciendo hilo en el suelo. Con el primer vientecito
que hizo brisa por ahí el liviano hilo se enderezó hacia el cielo. Entonces
la araña tatamaña subió por él y de la punta de allá arriba derramó un
chorro de helada. Y de ahí pal real, mientras la ñandú-migala hacía más
hilo, el de abajo se blanqueaba todo. La cabeza gritó:
— Ahí nos vemos, pueblo, que me voy pal cielo!
Y
por ahí se fue comiendo hilo subesubiendo pal vasto campal de lor
cielos. Los manos abrieron la puerta y espiaron. Capei siempre subiendo.
— ¿Y usté se va de veras pal cielo, cabeza?
— Uummm — pujó sin poder abrir más la boca.
Cuando fue allá por la hora antes de la madrugada, la Boiúna Capei
llegó al cielo. Estaba gordinflona de tanto comer hilo y pálida del es­
fuerzo. Todo el sudor de ella caía sobre la tierra en gotitas de rocío
nuevo. Por culpa del hilo helado Capei es tan fría. Endenantes Capei
fue la Boa-Prieta y ahora es la cabeza de la Luna allá en el vasto campal
de los cielos. Desde esa vuelta, las mígalas prefieren hacer hilos de
noche.
Al otro día los manos dieron una buena buscada hasta la orilla del río,
pero campearon y campearon en vano. Y nada de la muiraquitán. Pre­
guntaron para todo cuanto es ser, aperemas titís tatús-mulita iguanas ranas
tortugas-escorpión de la tierra y de los árboles, avispones golondrinas de
río crespines pájaros-carpinteros y chachalacas del aire, pal ave boyero
y su compadre abejón, pa la cucarachita-viudita, pal pájaro-güirapong que
grita “Taan!” y su compañera que responde “Tain!” 89, pa la lagartija que
anda picas con el ratón, pa los pacús pavones paiches sabaleros del río,
las picaparras flamencos y patos-marrecos de la playa, todos esos entes
vivos, pero nadie había visto nada. Y los manos pusieron pie en el camino
otra vez, trillando los dominios imperiales. El silencio estaba, eso sí, muy
feo y la desesperación también. De vez en cuando, Macunaíma paraba
pensando en la marvada. . . Qué ganas lo sacudían! Paraba a ratos.
Lloraba otros tantos. [Las lágrimas que escurrían por la faz infantil del
héroe le iban a bautizar el pelo en pecho. Entonces suspiraba sacudiendo
la cabecita:]
— Ni modo, manos! Pal amor primero no hay compañero! ¿No?. . .
Prosiguió caminando y por todas partes recibía homenajes y era siem­
pre seguido por el séquito pintarrajeado de carapaicos y guacamayos-rojos.
Una vuelta en la que se había tirado a una sombra mientras esperaba
que los manos pescaran, el Negrito-de-las-Escondidillas 90, a quien Ma­
cunaíma le rezaba diariamente, se apiadó del piá y resolvió que otro gallo
le cantara. Mandó al pajarito-yaacabó. A la hora de la hora el héroe es­
cuchó un castañueleo inquieto y el pajarito güirapurú se posó en la ro­
dilla suya. Macunaíma hizo un gesto de bronca y largó al pajarito-yaacabó. No bien había pasado un minuto, oyó de nuevo el jolgorio y el
pajarito se posó en la barriga suya. Macunaíma ya no se dio más por
enterado. El pajarito-güirapurú se agarró cantando con dulzura y el héroe
entonces sí que entendió todo el güiri-güiri que le trinaba. Y era que
Macunaíma era desinfeliz porque había perdido la muiraquitán en la
playa del río cuando se subía al naranjillo silvestre. Pero ahora, según
cantaba el lamento del yaacabó, a Macunaíma ya nunca más le iría tan
piola. No. Porque una jicotea se tragó la muiraquitán 91, y el mariscador
que apañó a la tortuga había vendido la piedra verde a un regatón perulero
llamado Venceslao Pietro Pietra. El dueño del talismán había enriquecido
y andaba de hacendado adinerado allá en Sao Paulo, la morrocotuda ciu­
dad bañada por el igarapé Tieté.
Dicho esto, el pajarito-yaacabó trazó una letra en el aire 92 y desapa­
reció. Cuando los manos llegaron de la pesca, Macunaíma se puso plática
y plática:
— Iba por un camino haciendo repelar a un venado guazubirá, y zas!
presencié un escalofrío en el costado. Puse la mano y salió un manso
ciempiés que me dijo toda la verdá 93.
Entonces Macunaíma les contó el paradero de la muiraquitán y dijo
a los manos que estaba dispuesto a irse a Sao Paulo a buscar a ese tal de
Venceslao Pietro Pietra y recuperar el fetiche robado.
— Y que la lengua se me haga chicharrón, si no me topo con la muira­
quitán! Ahora que si ustedes se vienen conmigo más que bien, que si no,
hombre, mejor solo que mal acompañado! Soy terco como una muía y
cuando le encasqueto una cosa a alguien, me atengo a las aveniencias.
He de ir, sólo pa que caiga en la mentira el pajarito güirapurú, digo!,
el ciempiés.
Después del dínguilin-dínguilin, el chamullero de Macunaíma se echó
una carcajadota imaginando el cuento que le enjaretaba al pajarito. Maa-
nape y Yigué resolvieron ir con él, y sólo porque el héroe menestaba de
protección.
V
P1A1MA
Al otro día Macunaíma saltó temprano en el cayuco de palo-de-ubá y se
dio una llegada hasta la desembocadura del río Negro para dejar su
conciencia en la isla de M arapatá94. La dejó en la mera punta de un
organillo-yacamarú de diez metros, para que no fuera comida por las
tambochas. Volvió al lugar en que los manos lo esperaban y en el pi­
náculo del día los tres singlaron hacia la margen izquierda de la Sol.
Muchos casos sucedieron en ese viaje por caatingas ríos revueltos chorrerones campos-generales arroyaderos aluviones pampas-vírgenes y mila­
gros del interior. Macunaíma venía con los dos manos para Sao Paulo.
Y fue el Araguaya lo que les facilitó el viaje. Por tantas conquistas y
tantos hechos pasados el héroe no había ahorrado un solo tostón, pero los
tesoros heredados de la icamiaba-estrella estaban escondidos allá en las
grutas del Roroima. De esas guacas Macunaíma apartó para el viaje nada
menos que cuarenta veces cuarenta millones de granos de cacao, la
moneda tradicional. Calculó con ellos un diluvio de embarcaciones. Y
se veía linda trepando por el Araguaya aquella retahila de chalanas, de
una en una doscientas en fila india, como flecha sobre la piel del río.
Tal cual. Al frente, Macunaíma venía en pie, jetón como mascarón de
proa, procurando en la lejanía la ciudad. Cabizbajaba y meditabundaba
royéndose los dedos ahora cubiertos de verrugas95 de tanto señalar a
Ci-estrella. Los manos remaban espantando a los mosquitos y cada im­
pulso de los remos que repercutía en las doscientas igaras ligadas, arrojaba
una cubetada de granos sobre la piel del río, dejando un petate de cho­
colate donde los curitos pámpanos de barriga roja, doradas-saltadoras bo­
cones uarús-uarás y armados-hociones se regocijaban.
Una vuelta, la Sol había cubierto a los manos con una escamita de su­
dor y Macunaíma se acordó de tomar baño. Pero el río estaba imposible
por culpa de pirañas tan voraces que de cuando en cuando en la lucha
por ganarse un trozo de hermana despedazada saltaban en racimos fuera
del agua un metro y pico. Entonces Macunaíma divisó en un peñasco
bien enmedio de un río una cueva llena de agua. Y el jagüey era como
la marca de un pie gigante. Tal cual. Metieron las narices, y el héroe
después de muchos gritos por culpa de lo frío del agua entró en la
cueva y se lavó enterito. Pero el agua estaba encantada porque aquel hoyo
en el peñasco era la marca del piesote de Zomé 96, de los tiempos en que
andaba pregonando el evangelio de Jesús pa la indiada brasileña. Cuando
el héroe salió del baño estaba blanco, rubio y con ojos zarquitos; el agua
había lavado la prietura suya. Y nadie podría ser capaz de señalarlo como
hijo de la tribu retinta de los Tapañumas.
Yigué no bien presenció el milagro, se abalanzó sobre la marca del
piesote de Zomé. Pero el agua ya estaba tan sucia de la negritumbre del
héroe y por más que se refregó como loco salpicando agua por todos lados,
sólo consiguió quedar del color del bronce pardo. Macunaíma tuvo lás­
tima y lo consoló:
— Mira, mano Yigué, blanco no quedaste, pero de que la prietura se
fue, se fue, y mejor gangoso que desnarigado.
Maanape se fue entonces a lavar, pero Yigué había desparramado toda
el agua encantada fuera del jagüey. Había una ideíta nomás, allá en el
fondo y Maanape consiguió mojar sólo la palma de pies y manos. Por
eso quedó negro hijo puro de la tribu de los Tapañumas. Sólo que las
palmas de las manos y de los pies suyos son rojizas por haberse limpiado
en agua santa 97. Macunaíma tuvo lástima y lo consoló:
— No se apene, mano Maanape, no se apene, que más negras se las
vio nuestro tío Judas!
Estaba de veras hermoso en la Sol de la laja con los tres m anos: uno
güeno, otro pelirrojo y el otro niche. Todos los seres del mato espiaban
asombrados. £1 yacaré-negro el caimán de anteojos el gran caimán el
yacaré-ururalo de papada amarilla, toda esa cocodrilada sacó sus ojos de
pedrejón pa fuera del agua. Y en las ramas de los pacayes de las aningas
de los palos-de-boya-tetones de los ambayes, de los cataures de la orilla
del río, el mono-machín, el mono-ardilla el araguato el peludo-aullador
el coatá el caparro el obiubi el mico-blanco, todos los cuarenta macacos
del Brasil, todos, baboseando de envidia. Y los zorzales-criollos, la paraulata-cotorrita la paraulata-llanera la paraulata-negra la paraulataacanelada la paraulata-ajicera que tose (y que cuando come no conoce) la
paraulata-picurera la paraulata-sinsonte la paraulata-calandria la paraulata-musical. Todas ellas se quedaron pasmadas y se olvidaron de acabar
el gorjeo, voceando y volviendo a vocear con elocuencia. Macunaíma tuvo
odio. Botó las manos en las ancas y le gritó a la naturaleza:
— Y bueno, che, habráse visto!
Entonces los seres naturales se desbandaron en sus vidas y los tres
manos tomaron camino otra vez.
Pero entrando en tierras del igarapé Tieté donde el bourbon 98 estaba
en boga y la moneda tradicional ya no era más el cacao, sino lo que lla­
maban fierros contos y contecos lucas pasajes-de-Belén tovén tostones doscientos-pesares media-luca ojos-de-gringa noventa-milagros y lana cobres
platas y calderilla guita claco y ventolina feria brea sopes morralla mosca
y mangos y así por el estilo, porque hasta las ligas de las medias nadie
las compraba por menos de veinte mil cacaos, Macunaíma quedó muy
contrariado. Tener que laburar, él, héroe. . . y murmuró desolado:
— Ay! qué flojera!. . .
Resolvió abandonar la empresa volviendo pa los pagos donde era em­
perador. Pero Maanape habló de este modo:
—Déjese de ser baboso, mano! Por un cangrejo muerto el manglar no
guarda luto! qué diablos! no se desanime que yo me las arreglo con esos
cosos!
Cuando llegaron a Sao Paulo, embutió un poco del tesoro para poder
comer e negoceando el resto en la Bolsa liquidó cerca de ochenta contos.
Maanape era hechicero. Ochenta contos no valía mucho pero el héroe
reflexionó bien y le dijo a los manos:
— Paciencia. Uno se las arregla con eso mero, pues quien quiere ca­
ballo con colmillo dado anda a p ie . . .
Con esos cobres Macunaíma la fue pasando.
Y
fue en el frío de una boca-de-la-noche que los manos se toparon con
la morrocotuda ciudad de Sao Paulo desparramada a la vera del igarapé
Tieté. Lo primero fue la guazábara de la papagayada imperial despidién­
dose del héroe. Y por allá se fue yendo el bando pintarrajeado de vuelta a
los matos del norte.
Los manos entraron en cerrado lleno de manacas macanillas guaguasús moriches-cananguches miraguanos bocayubas coyoles que traían
en los involucrados corimbos un penacho de humo en vez de palmichas
y cocos. Todas las estrellas habían bajado de un cielo blanco de tan
humedecido de garúa y paseaban su nostalgia mortal por la ciudad. Ma­
cunaíma se acordó de buscar a Ci. Sí! De ésa nunca se podría olvidar, es
cierto, porque la hamaca hechicera que había tendido para los jugueteos,
la tejió con los propios cabellos suyos y eso hace a la tejedora 99 inapre­
ciable. Macunaíma campeó y campeó, pero los caminos y terrenos estaban
atascados de cuñás tan blancas y tan albitas, tanto!. . . que Macunaíma
gemía. Se rozaba en las cuñás murmullándoles con dulzura: “Maní!
Maní! hijitas de la mandioca. . . ” 100, perdido de gusto y de tanta her­
mosura. Por fin escogió a tres. Jugueteó con ellas en esa extraña hamaca
plantada en el piso y en una cabaña más alta que la sierra Paranaguara 101.
Después, por culpa de ser tan dura aquella hamaca, durmió atravesado
sobre los cuerpos de las cuñás. Y la noche costó, sólo por tratarse de él,
cuatrocientos ojos-de-la-cara.
La inteligencia del héroe estaba muy perturbada. Se despertó con los
berridos del bicherío de allá abajo en la calle, ruidazal que salía disparado
entre el cabañal temible. Y aquel diablo de tití-guazú que lo había tre­
pado pa lo alto del tamaño camuatí en que había dormido. . . Qué
mundo de bichos! qué exageración de cosa-mala-chiquita roncando co­
cos-matocos marimantas-mariguangas pernimochos-sacís y fuegos-fatuos
por los atajos en los socavones en la hondonada de unos cerros agujerados
por unas grutotas donde la muchitanga salía muy blanca, blanquísima, de
seguro todos hijos de la yuca!. . . La inteligencia del héroe estaba muy
perturbada. La risita de cada cuñá le había enseñado que no, que el titíguazú no era tití, sino que era una máquina y la llamaban elevador.
De mañanita le enseñaron que todos aquellos píos berridos cuqueadas
soplidos ronquidos rugidos no eran nada de eso, sino que eran cláxones
campanitas pitos bocinas y que todo era máquina. Los pumas no eran
onzas pardas, se llamaban fordcingos hupmobiles chevrolés dodches hispano-suizas y eran máquinas. Los osos-hormigueros, los fuegos-fatuos los
moriches-cananguches de palmas capembas llenas de humo, eran a su
vez, camiones, tren de tranvía de bondes, trolebuses anuncios-luminosos
relojes faroles radios motocicletas teléfonos propinas postes chimeneas. . .
Eran máquinas y todo en la ciudad era sólo máquina! El héroe aprendía
callado. De vez en cuando se estremecía. Volvía a quedar inmóvil escu­
chando indagando con asombrado recelo. Lo tomó un respeto lleno de
envidia por esa diosa de veras forzuda, sumo Tupana que los hijos de
la yuca llamaban máquina, más cantarína que la Madre-de-Agua 102 en
pleno bululú de requeteasustar.
Entonces resolvió ir a juguetear con la máquina para ser también em­
perador de los hijos de la mandioca. Pero las tres cuñás dieron muchas
risadotas y dijeron que eso de los dioses era una gorda mentira antigua,
y que no, que no había dioses y que con la máquina nadie juguetea porque
ésa sí mata. No, la máquina no era diosa ni poseía los distintivos feme­
ninos de los que el héroe gustaba tanto. Estaba hecha para los hombres.
Se movía con electricidad con fuego con agua con viento con humo, los
hombres aprovechaban las fuerzas de la naturaleza. ¿Pero ustedes piensan
que el héroe se las creyó? Lagarto! Se levantó de la cama y con un gesto,
eso sí! bien guazú 103 de desdén, tomen! puso su antebrazo izquierdo ante
el otro ya doblado, movió con energía la muñeca derecha hacia las tres
cuñás y partió. En ese instante, según dicen, inventó el mentado ademán
de ofensa: La mentada.
Y
se fue a vivir a una pensión con los manos. Estaba con la boca llena
de sapillo por culpa de aquella primera noche de amor paulistano. Gemía
de los dolores y no había medios de sanar hasta que Maanape se robó
una llave del sagrario y se la dio a Macunaíma para que la chupara. El
héroe chupó, volvió a chupar y sanó requetebién. Maanape era hechicero.
Macunaíma se pasó entonces una semana sin comer ni juguetear y
maquinando solo en esas luchas sin victoria de los hijos de la yuca con
la máquina. La máquina mataba a los hombres, sin embargo eran los
hombres quienes mandaban en la m áquina. . . Constató con pasmo que
los hijos-de-la-mandioca eran dueños sin misterio y sin fuerza de la má­
quina sin misterio sin así quererlo sin hastío. Incapaz de explicarse por
sí solo tantas infelicidades, se la pasaba zurumbático. Hasta que una
noche, encaramado en la terraza de un rascacielos con los manos, Ma­
cunaíma concluyó:
— Los hijos de la yuca no le ganan a la máquina ni ella les gana en
esa lucha. Hay empate.
No concluyó nada más porque todavía no estaba acostumbrado a los
discursos pero ya le daban corazonadas, aunque mucho muy revoltijada-
mente, eso sí! de que la máquina debía de ser una diosa de la que los
hombres no eran verdaderamente dueños porque no habían hecho de ella
una Uiara explicable, sino apenas una simple realidad del mundo. De todo
ese embrollo, el pensamiento suyo sacó bien clarita una luz: los hombres
eran las máquinas y las máquinas eran a su vez los hombres. Macunaíma
dio una carcaj adota. Se dio cuenta que estaba libre otra vez y tuvo una
satisfacción soberana. Transformó a Yigué en la máquina teléfono y disco
pa los cabaretes encomendando langosta y francesas.
Al otro día estaba tan fatigado de la farra que la morriña lo zangoloteó
duro. Se acordó de la muiraquitán. Resolvió actuar lueguito porque el
primer golpe es lo que mata a la culebra.
Venceslao Pietro Pietra vivía en un barracón maravilloso rodeado de
matagales en el final de la calle Marañón 104 y dando hacia el vallejón del
Pacaembú. Macunaíma platicó con Maanape que se iba a dar una llegadita
hasta allá sólo por el amor de conocer a Venceslao Pietro Pietra. Maanape
hizo un discurso hablando de los inconvenientes de ir hasta allá porque
el regatón andaba con el talón por el frente 105 y si Dios lo endilgó es que
alguna cesa le encontró. La verdad es que era un marimanta de malevaje
mayor. Quién sabe si a lo mejor era el gigante Piaíma, comedor de gen­
te !. . . Macunaíma no se dio por enterado.
— Pues así mero voy. Donde me conocen honras me dan, donde no me
conocen quien quite y me las darán!
Maanape entonces acompañó al mano.
Por detrás del barracón del regatón vivía el árbol Dzalaúra-Yeg 100 que
da todas las frutas, cajuiles jobos jobos-mangos mangos ananás aguacates
arrayanes guanábanas chicozapotes pupuñas ivaponús hicacos oliendo
como el sexo de las negras y era retealto. Los dos manos estaban con
hambre. Escudados con un zaiacuti tramado con el hojerío cortado por las
tambochas hicieron un escondrijo en la rama más baja del árbol para así
poder flechar la caza y devorar las frutas. Maanape le dijo a Macunaíma:
— Mira, me tinca que si algún pájaro canta mejor chitón-chiticalladito,
que si no, adiós atracón!
El héroe movió la cabeza que sí. Maanape tiraba con la cerbatana y
Macunaíma recogía detrás del zaiacuti107 las cazas que caían. La caza caía
con estruendo y Macunaíma atrapaba los macucos los macacos micos paujíes pipilas perdices tucanas toda esa cacería. Pero el estruendo sacó a
Venceslao Pietro Pietra del dolce farniente y vino a saber todo lo que
era aquello. Y Venceslao Pietro Pietra era el gigante Piaíma, comedor
de gente. Llegó al portón de la casa y cantó tal y como si fuera pájaro:
— Ogoró! Ogoró! Ogoró!
. . .pareciendo de muy lejos. Macunaíma luego luego lo secundó:
— Ogoró! Ogoró! Ogoró!
Maanape sabía del peligro y murmuró:
— Escondidíllate, mano!
El héroe aguaitó por detrás del zaiacuti entre la caza muerta y las
hormigas. Entonces vino el gigante a fisgonear.
— ¿Quién hizo segunda?
Y Maanape, respondió:
— Quién sabe!
— ¿Quién hizo segunda?
— Quién sabe!
Y así tres veces. Hasta que el gigante dijo:
— Fue gente. Muéstreme quién era.
Maanape arrojó un macuco muerto. Piaíma se tragó el macuco y siguió
con la misma cantaleta:
— Fue gente. Muéstreme quién era.
Maanape tiró un macaco muerto. Piaíma se lo atragantó y vuelta con
lo mismo:
— Fue gente. Muéstreme quién era.
Entonces divisó el dedo meñique del héroe escondido y lanzó una
banini en esa dirección. Se oyó un grito gemido medio tendido y guaaac!
Macunaíma se dobló con la flecha enterrada en el corazón. Y el gigante
le dijo a Maanape:
— Aviente esa gente que cacé!
Maanape arrojó mono-aullador perdiz m utún paují-culo-colorado paujíde-copete paují-nocturno urú urumutún, toda esa cacería pero Piaíma
tragaba y volvía a pedir esa personita que había flechado. Maanape no
quería dar al héroe y tiraba cazas. Llevaron mucho tiempo así y Macu­
naíma ya estaba muerto. En final de cuentas Piaíma dio un berrido
horrendo:
— Nieto Maanape, déjese de cuentos! Tire a la gente que cacé que
si no lo mato, chocho-chingüengüenchón!
Maanape de veras no quería arrojarle al mano, y tomó desesperado seis
cazas de una vez un macuco y un macaco, una perdiz y un perdigón, un
gallito-de-agua y una agua-peazó y los tiró al suelo gritando :
— Tome seis!
Piaíma se puso furioso. Agarró cuatro palos del mato una acapurana
una teca un soyate y un mezquite y se vino con ellos encima de M aanape:
— Sal de mi camino, porquería! que el yacaré no tiene pescuezo ni la
hormiga tiene cuesco! a otro perro con ese hueso, lanzador de falsas cazas!
Entonces a Maanape le dio mucho miedo y barajándose-las arrojó,
truco-truco-cuco! al héroe en el suelo. Y fue así como Maanape y Piaíma
inventaron el juego sublime del truco 108.
Piaíma se sosegó.
— De mero antojo.
Agarró al muertito por una pierna y se fue jalando. Entró en la casa.
Maanape bajó del árbol desesperado. Cuando ya estaba por seguir detrás
del difunto mano se topó con la hormiguita-sarará llamada Kanzique. La
albinita preguntó:
— Qué anda usté haciendo por aquí, amistá!
—Voy tras el gigante que mató a mi mano.
— Voy también.
Entonces Kanzique chupó toda la sangre del héroe, desparramada por
suelo y ramas y sorbiendo siempre las gotas del camino fue mostrándole
el rastro a Maanape.
Entraron en la casa, atravesaron el jol y el comedor, pasaron por el
desayunador saliendo a la azotehuela de al lado y se detuvieron frente
al sótano. Maanape encendió una tea de yataíba y así pudieron bajar la
escalerilla negra. Mero en la puerta de la cava se rastreaba la última gota
de sangre. La puerta estaba cerrada. Maanape se rascó la nariz y le pre­
guntó a Kanzique:
— Y ora!
Entonces vino por debajo de la puerta la garrapata Zlezleg y le pre­
guntó a M aanape:
— ¿Cómo qué y ora qué, compañía?
— Voy tras el gigante que mató a mi mano.
Zlezleg respondió:
— Está bien. Entonces cierre el ojo, compañía.
Maanape lo cerró.
— Abre el ojo, compañía.
Maanape lo abrió y la garrapata Zlezleg se había convertido en una
llave yale. Maanape levantó la llave del suelo y abrió la puerta. Zlezleg
se transformó en garrapata otra vez y le enseñó:
— Con las botellas de hasta arriba usté se convence a Piaíma.
Y
desapareció. Maanape bajó diez botellas, las destapó y se dejó venir
un aroma perfecto. Era la famosa agua de cahuín llamada chianti. En­
tonces Maanape entró en otro cuarto de la cava. El gigante estaba ahí
con su compañera, una caapora vieja 109 fumando de cachimbo siempre,
a quien llamaban Ceiucí y que era muy golosa. Maanape ofreció las bo­
tellas a Venceslao Pietro Pietra, un poco de tabaco de Acará pa la Caapora
y la pareja se olvidó de que había mundo.
El héroe desmenuzado en veinte veces treinta chicharroncitos flotaba
sobre la polenta que hervía. Maanape agarró los pedacitos y los huesos y
extendió todo en el cemento pa que se refrescara. Cuando todo se enfrió
la sarará Kanzique esparció por encimita, sana sana colita de rana, la
sangre chupada. Entonces Maanape envolvió en hojas de plátano todos
los pedacitos sangrantes, puso el paquete en un morral y se las tomó pa
la pensión.
Llegando allá puso el cesto en pie soplándole humo 110 y Macunaíma
fue saliendo medio entamalado aún y muy dado al cuás de entre las
hojas. Maanape dio guaraná pal mano que quedó de nuevo tronconudo.
Se espantó los mosquitos y preguntó:
— ¿Qué fue lo que me pasó encima?
— Pero, mis cuidados, no le dije a usté que no metiera la pata secun­
dando cantigas de pajarito! Claro que le advertí, así que!. . .
Al otro día Macunaíma se despertó con escarlatina y se pasó todo el
tiempo de la fiebre imaginando que carecía de máquina-cachorrillo pa
matar a Venceslao Pietro Pietra. No había terminado de sanar y ya
andaba hasta casa de los Ingleses pidiendo una Smith-Wesson 11X. Los
Ingleses le dijeron:
— Los cachorrillos aún están medio verdes pero vamos a ver si hay
alguno maduro.
Se fueron entonces debajo del árbol-cachorrillero. Los Ingleses le ex­
plicaron :
— Usted queda esperando aquí. Si se desprende algún cachorrillo en­
tonces cáchelo. Pero no lo deje caer al suelo, ¿estamos?
— Hecho!
Los Ingleses sacudieron y zangolotearon el árbol cayendo un cacho­
rrillo madurón. Los Ingleses dijeron:
— Ese está bueno.
Macunaíma les quedó agradecido y se fue. Quería que los demás le
creyeran que hablaba inglés, pero no, no sabía decir ni sweetheart. Los
manos sí que hablaban. Maanape también tenía ganas de pistolete balas
y güisqui. Macunaíma le aconsejó:
— Usté no habla ni pío de inglés, mano Maanape, va a ir allá y la
vuelta va a ser cruel. Es capaz de pedir cachorrillo y que le den conservas.
Deje que yo voy.
Y
se fue a hablar de nuevo con los Ingleses. Debajo de árbol-cachorri­
llero lo sacudieron, zangolotearon las ramas, pero no, no cayó ningún
pistolete. Entonces se fueron bajo el árbol-balero, los Ingleses sacudieron
y se desprendió una morondanga de balas que Macunaíma dejó caer al
suelo y después recogió.
— Ahora el güisqui — dijo.
Se fueron abajo del árbol-güisquero, los Ingleses zangolotearon y se
descolgaron dos cajas que Macunaíma atrapó en el aire. Les agradeció a
los Ingleses y se regresó pa la pensión. Llegando allá escondió las cajas
debajo de la cama y le fue a contar al mano:
— Hablé inglés con ellos, mano, pero no había ni cachorrillo ni güisqui
por culpa de una marabunta de hormigones bachacos que se comió todo.
Las balas aquí las traigo. Ahora que le dejo mi cachorrilla pa que cuando
alguien me hinche las pelotas usté le descerraje un tiro.
Entonces transformó a Yigué en la máquina teléfono, disco pal gigante
y rechucha y concha de la vieja, huón, rajó a putearle a su madrecita.
L A F RA N CES A Y EL G I G A N T E
A Maanape le gustaba mucho el café y a Yigué mucho el dormir. Macunaíma quería levantar un camuatí para que los tres vivieran, pero nunca
de los nuncas que el zaquizamí se acababa. El dar una manita 112 fraca­
saba siempre porque Yigué se pasaba el día en la conduerma y Maanape
tomando café. El héroe se puso rabioso. Cogió una cuchara, la transformó
en un bichito y le dijo:
— Ora usté se me oculta en los chingaditos del café. Cuando mano
Maanape venga a beber, zás! muérdale la lengua!
Luego al agarrar una cabecera de algodón, la transformó en un blanco
azotador y le dijo:
— Ahora usté se me queda convertido en hamaca de cabuya-maquira.
Cuando mano Yigué venga a dormir chúpele la sangré!
Maanape se venía adentrando pa la pensión, a tomarse otro café. El
bichito le picó la lengua.
— Ay! — gritó Maanape.
Macunaíma, el muy moscamuerta, le dijo:
— ¿Te está doliendo, mano? Cuando un bichito me pica no me duele
nadita.
A Maanape le dio mucha rabia. Lanzó al bichito muy lejos rezongando:
— Sal del ahí, plaga!
Entonces Yigué entró en la pensión pensando mandarse un apolille.
La lagarta blanquita chupó tanta sangre suya que hasta se puso rosada.
— Ay! — fue lo que Yigué gritó.
Y Macunaíma:
— ¿Te está doliendo, mano? Mirá vos! Cuando un azotador me quema
hasta me gusta.
Yigué tuvo tanta rabia que arrojó al azotador muy lejos refunfuñando:
— Sal de ahí, plaga!
Y así los tres manos se fueron a continuar la construcción del barra­
cón. Maanape y Yigué se quedaron de un lado mientras Macunaíma del
otro atrapaba los ladrillos que los manos tiraban. Maanape y Yigué
estaban furibundos y deseando vengarse del mano. El héroe no maliciaba
nada. Y zas! Yigué tomó un ladrillo, pero pa no lastimar mucho lo con­
virtió en una bola durísima de cuero. Pasó la bola para Maanape que
estaba más adelantado y Maanape con un punterazo la mandó hasta gol­
pear a Macunaíma. Descuajeringó toda la nariz del héroe.
— Uy! — fue lo que el héroe exclamó.
Los manos, los muy avivados, le gritaron:
— Uay! te está doliendo, mano! Porque cuando la bola golpea en uno
ni duele nada.
Macunaíma quedó con bronca y pateando la bola pa muy lejos dijo:
— Sal de ahí, peste!
Vino donde estaban los manos :
— Ya no hago más camuatí y sanseacabó!
Y
convirtió ladrillos piedras tejas herrajes en una nube de tambochas
hembras que asoló Sao Paulo por tres días.
El bichito cayó en Campiñas. El azotador cayó por ahí. La bola cayó
en la cancha. Y fue así que Maanape inventó el taladro-del-café, Yigué
el gusano-rosado del algodón y Macunaíma el balompié; tres plagas.
Al otro día, con el pensamiento siempre en la marvada, el héroe se dio
cuenta que todo había sido en balde y de una vez por todas, pues ya
nunca más podría aparecerse por la calle Marañón porque ahora Ven­
ceslao Pietro Pietra ya lo conocía rebién. Cabuleo y allá por las quince
horas tuvo una ideota. Resolvió engañar al gigante. Se introdujo de chi­
rimías una quena de guádua en el garguero y convirtió a Yigué en la
máquina teléfono y telefoneó para Venceslao Pietro Pietra que una fran­
cesa 113 quería hablar con él al respecto de la máquina negocios. El otro
secundó que estaba bueno, pero que se viniera ahoritita mismo porque la
vieja Ceiucí había salido con las dos hijas y podían negociar más regio.
Entonces Macunaíma tomó prestado de la encargada de la pensión
unos pares de bonituras, la máquina rouge, la máquina media-de-seda, la
mácmina combinación con olor de cascasacaca la máquina cinturón aro­
mado con capín oloroso la máquina decoleté húmeda de pachulí la má­
quina maniquete, todas esas bonitezas, se colgó dos corimbos de plátano 114
en los pechos, y así se vistió. Para rematar todavía se sombreó con azul
de palo-de-campeche sus ojitos de piá que se pusieron lánguidos. Era tanto
ringorrango que hasta pesaba, pero quedó hecho una francesa tan linda
que se sahumó con yuruma 115 y se prendió con alfiler un ramito de
piñón-teyucaá paraguayo en las pechugas del patriotismo pa evitar el
quebranto. Y fue al palacio de Venceslao Pietro Pietra. Y Venceslao
Pietro Pietra era el gigante Piaíma, comedor de gente.
Saliendo de la pensión, Macunaíma se topó con un chupamirto con
rabo de tijera 116. No le gustó el presagio y pensó abandonar el rendezvous pero como lo prometido es deuda en un santiamén se santiguó y
siguió.
Llegando allá se encontró al gigante en el portón, esperando. Después
de muchas alharacas, Piaíma descarmenó las garrapatas de la francesa
y la llevó para una alcoba lindísima con puntales de retama y entramado
de quiebracajete. El piso era un ajedrezado de palo-del-Brasil y que­
bracho-blanco. La alcoba estaba amueblada con las famosas hamacas
blancas del Marañón. En el puro centro había una mesa de jacarandá
esculpida, con un arreglo de loza blanca-rosa de Brèves y cerámica de
Belén, dispuesta sobre un mantel de encajes tejidos con fibra de patán.
En unas bateas enormes originarias de las cavernas del t ío C u n an í117
fumarolaba mañoco en caldo de manioca 11S, sopa de jute hecha con un
paulista venido de los frigoríficos de la Continental, caimanada y polenta.
Los vinos eran un Puro de lea subidor venido de Iquitos, un oporto de
imitación traído de Minas, una chicha de jora 119 con ochenta años,
champaña de Sao Paulo bien helada y un extracto de genipa 120 famoso
y malo como tres días de lluvia. Y además había dispuestos con mucho
arte adornador y muy recortados papeles, los espléndidos confites Falchi
y biscuits del Río Grande apilados en totumas de un negro brillante de
cumaté con dibujos realzados a navaja, provenientes de Monte Alegre 121.
La francesa se sentó en una hamaca y haciendo gestos graciosos em­
pezó a jamar. Andaba de mucho antojo y comió bien. Después se tomó un
vaso de Puro para asentar y resolvió entrar de lleno en el asunto. Luego
luego preguntó si el gigante en verdad poseía una muiraquitán en forma
de yacaré. El gigante fue allá adentro y volvió con un caracol en la mano.
Y sacó de él una piedra verde. Era la muiraquitán! Macunaíma sintió que
le potranqueaban sus adentros y se dio cuenta que iba a llorar. Pero
disimuló muy bien preguntando si el gigante no quería vender la piedra.
Venceslao Pietro Pietra guiñó con garbo diciendo que no vendía la piedra
pero que tampoco la daba. Entonces la francesa pidió suplicando para
llevar la piedra como préstamo para casa. Pero Venceslao Pietro Pietra
guiñó garboso una vez más, diciendo que prestada podía ser que tampoco
diera la piedra:
— ¿Usted se imagina entonces que uno cede así nomás con dos risitas,
francesa? Cuál!
— Pero es que estoy queriendo tanto la piedra! . . .
— Siga queriendo!
— Pos me va y me viene, regatón!
— Regatón un cuerno, francesa! ¿Sabe con quién está hablando? Nomás que con un Coleccionista!
Fue allá adentro y volvió cargado con tamaño escriño hecho con cáñamo
y llenecito de piedras. Había turquesas esmeraldas chalchihuites-berilos
cantos rodados, herrajes en forma de agujas, crisolita, ágata-cornalina pa
los apuros esmeril lajitas cuarzo pulido sílex ónix hachas machetes flechas
de piedra lascada, grisgrís pedernales elefantes petrificados, columnas
griegas, dioses egipcios, budas javaneses, obeliscos mesas mexicanas, oro
guyano, piedras ornitomorfas del Iguape, ópalos del igarapé Alegre, rubíes
y granates del río Gurupí, itamotingas del río de las Garzas, itacolomitos,
turmalinas del Vupabuzú, bloques de titanio del río Piriá, bauxitas del
riachuelo del Macaco fósiles calcáreos de Pirabas, perlas de Cametá el
tamaño farallón que Oaque, el Padre Piapoco del Tucán, arrojó con cer­
batana de allá de lo alto de aquella montaña, un litoglifo de Caramare,
había de todas esas piedras dentro del bolsón.
Entonces Piaíma le cuenteó a la francesa que era un célebre coleccio­
nista y colectaba piedras. Y la francesa era Macunaíma, el héroe. Piaíma
confesó que la joya de la colección era la mera mera muiraquitán con
forma de yacaré comprada por mil contos a la emperatriz de las icamiabas
allá por las playas de la laguna Yaciuruá 122. Y eran puras mentiras del
gigante. Entonces, se sentó en la hamaca muy junto de la francesa, harto!
V habló murmullando, pues con él lo demás era lo de menos, ya que no
vendía ni prestaba la piedra pero sin embargo sería capaz de darla. . .
“Depende de los asegunes. . . ” El gigante lo que estaba de veras que­
riendo era juguetear con la francesa. Cuando por el modito de Piaíma,
el héroe entendió lo que significaba el tal “depende. . . ”, se puso muy
inquieto. Se calentó la cabeza: “Será que el gigante imagina que soy de
veras francesa!. . . Corta ésa, peruano botarate. . . ” Y salió corriendo
por el jardín. El gigante corría atrás. La francesa saltó un arbusto para
parapetarse pero ahí estaba una negrita. Macunaíma le cuchicheó:
— Catarina, sal de ahí, ¿sí?
Catarina ni noticias. Macunaíma ya medio entigrecido con ella, le
musitó:
— Catarina, sal de ahí que si no te pego!
La mulatita ahí. Entonces Macunaíma dio una bruta cachetada en la
pelma que se le quedó la mano engrudada en ella.
— Catarina, suélteme mi mano y retírese que le doy más galletazos,
Catarina!
Lo que Catarina era, era una muñeca de cera de caranday puesta allí
por el gigante. Quedó bien quietita. Macunaíma dio otro soplamocos con
la mano libre y quedó más preso.
— Catarina, Catarina! largue mis manos y váyase retirando pelo-cuscú!
que si no, le doy una patada!
Dio un puntapié y quedó más preso aún. Por fin el héroe quedó todito
pegado en la Catita 123. Llegó Piaíma con un cesto. Retiró a la francesa
de la trampa y berreó hacia la macona.
— Abra la boca, cesto, abra su boca bien grande!
El capacho abrió la boca y el gigante depositó al héroe en él. El cesto
cerró la boca otra vez, Piaíma lo cargo y regresó. La francesa en vez de
bolsa andaba armada con un menie que sirve pa guardar las flechitas de
la cerbatana. El gigante dejó el cesto recargado en la puerta de entrada
y se refundió casa adentro pa guardar el estuchito entre las piedras de la
colección. Pero dicho carcaj era de un tejido que recalcitraba husmo de
caza. El gigante desconfió de aquello y preguntó:
— ¿Vuestra madre es tan fuerte de olores y gordita como usted, cria­
tura?
Y
reviró los ojos del gustazo. Se las estaba maliciando que el menie
era hijito de la francesa. Y la francesa era Macunaíma el héroe. De allá
del cesto, éste la pescó al vuelo y principió a quedarse excesivamente in­
quieto. “¿A poco será de veras que ese tal de Venceslao se imagina que
pasé por debajo de algún arco-de-los-írises 124 para haber mudado así de
naturaleza? Hualí, hualí, credo en cruz! Y arredro vaya!” Entonces sopló
raíz de cumacaá en polvo que a las cuerdas afloja, desató el mecate del
cesto y saltó pa fuera. Iba saliendo cuando se topó con el solo-vino del
gigante, que se llamaba Jurel, nombre de pez para no volverse hidrófobo.
El héroe tuvo mieditis y rajó con una soberana chispada parque aden­
tro 125. El perro salió atrás. Corrían. Pasaron por allá junto a la Punta
del Calabozo, tomaron el rumbo de Guajará-Mirim y volvieron por el
oeste. En Itamaracá el héroe pasó con cierto huelgo y tuvo tiempo para
comerse una docena de mangos-jazmín, que se dieron del cuerpo de
doña Sancha Sancha si no bebes vino, ¿de qué es esa mancha?, según
dicen. Tomaron rumbo suroeste y en las alturas de Barbacena el cimarrón
avistó una vaca en lo alto de una ladera calzada con piedras picudas.
Se acordó de beber leche. Subió con destreza por el adoquinado para no
cansarse, pero la vaca era de la muy brava raza Guzerá. La muy poquitera
escondió su lechita. Pero Macunaíma oró así:
Válgame Nuestra Señora
san Antonio de Nazaré
la vaca mansa da leche,
la braba sólo es querer!
A la vaca le hizo gracia, dio leche, y salió como chispa al sur. Atra­
vesando el Paraná, ya de vuelta de la pampa, bien que quería treparse
en uno de aquellos árboles pero los ladridos ya le andaban cerca de la
cola porque el héroe en eso venía que venía acosado por el gozque.
Según eso, venía gritando:
— Quítate, palo!
Y
se desviaba de cada castaño, de cada araguaney, de cada cumarú
bueno pa treparse. Adelante de la ciudad de Serra en Espíritu Santo
casi se estrella la cabeza en una piedra con muchas pinturas grabadas
que ni se entendía bien. De seguro era dinero enterrado. . . Pero
Macunaíma andaba con prisa v salió como flecha para las barrancas
de la Isla del Banal. Por fin divisó un hormiguero de treinta metros
abriendo un ojo al ras del suelo y mero enfrente. Se desbarajustó su­
biendo por el agujero y se agazapó en lo alto. El solo-vino se quedó
ahí acorralándolo.
Entonces el gigante vino y se topó con el gozque emperrado en el
hormiguero. En la mera entrada la francesa había perdido una cadenita
de plata 126. “Mi tesoro está aquí”, murmuró el gigante. Entonces el solovino se fue. Piaíma arrancó de la tierra con raíz y todo un morichecananguche que ni rastro dejó en el suelo. Cortó el retoño de la palmicha
y lo ensartó en el hoyo por el amor de hacer salir a la francesa. ¿Pero
a poco piensan que ella salió? Lagarto! Abrió las piernas y el héroe
quedó así como si dijéramos empalado en la inayá 127. Viendo que la
francesa de veras no salía, Piaíma fue a buscar ají! Trajo una marabunta de hormigas-anaquilanas que es el chile del gigante, las puso en
el agujero y éstas picaron al héroe. Pero ni así la francesa salía. Piaíma
juró venganza. Puso fuera a las anaquilanas y le gritó a Macunaíma:
— Ahora sí que te agarro porque voy a buscar a la yarará Elite! 128
Cuando oyó eso el héroe se heló. Con la yarará nadie puede. No.
Y le gritó al gigante:
— Espera un cachito, gigante, que ya salgo.
Pero para ganar tiempo se quitó las puntas de plátano de la pechuga
y las puso en la boca del agujero diciendo:
— Primero bota esto pa fuera, por-fa.
Piaíma estaba tan furibundo que lanzó los postizos de banano lejos.
Macunaíma presintió la rabia del gigante.
Se sacó la máquina decoleté, la puso en la boca del agujero, diciendo
otra vez:
— Bota eso pa fuera, por-fa 129.
Piaíma tiró el vestido aún más lejos. Entonces Macunaíma se quitó
la máquina cinturón, después la máquina zapatos y así fue haciendo
con todas las ropas. El gigante ya estaba humeando de tanta bronca.
Tiraba todo lejos sin mirar lo que era. Entonces bien despacito, el héroe
puso la cuestión 130 suya en la boca del hoyo y dijo:
— Ora bote fuera sólo esta calabaza apestosa.
Piaíma ciego de rabia le agarró el mapamundi sin ver lo que era y
arrojó el potito con héroe y todo legua y media adelante. Y se quedó
esperando para siempre mientras el héroe allá lejos se enmataba en los
mororós.
Llegó a la pensión tan sumiso que tomaba la bendición del perro y
llamaba al gato de tío m , tenían que verlo! Sudaba despellejándose con
ojos de fuego, echando los bofes por la boca. Descansó un ratito y como
andaba muerto de hambre preparó unas fritangas con mejillón de Maceió, un pato seco de Marajó sopeando la comida con mocororó. Des­
cansó.
Macunaíma estaba recontracontrariado. Venceslao Pietro Pietra era él
un célebre coleccionista y él no. Sudaba de envidia y por fin resolvió
imitar al gigante. Pero no le encontraba la gracia a coleccionar piedras.
No. Ya tenía una morondanga de ellas en la tierra suya por aquellos
espigones en los manantiales por los chorrerones en viricuetos y cuestas
arriba. Y todas esas piedras ya habían sido avispas hormigas mosquitos
garrapatas animales pajaritos gentes y cuñás y hasta las gracias de cuñás
y cuñataís. . . Pa qué más piedra si es tan pesado cargarlas!. . . Ex­
tendió los brazos con pereza y murmuró:
— Ay! qué flojera!. . .
Cabizbajo meditabundo y resolvió. Era una colección de garabatos lo
que más le gustaría.
Se aplicó. En un tris reunió millares de ellas en todo cuanto eran
hablas vivas v hasta en las lenguas griega y latina que estaba estudiando
tanto. La colección italiana estaba completa, con palabras para todas
horas del día, todos los días del año, todas las circunstancias de la vida
y sentimientos humanos. Cada palabrón!. . . Pero la joya de la colección
era una frase hindú de la que mejor ni se habla.
BEMBÊ - M A C U M B A
Macunaíma estaba recontracontrariado. No conseguía recuperar la muiraquitán y eso le daba mohína. Lo mejor era matar a Piaíma. . . En­
tonces dejó la ciudad y se fue al mato Fulano a probar fuerzas. Cam­
peó legua y media hasta que por fin divisó un palo-de-aguairó sin fin.
Enjaretó el brazo en los contrafuertes y dio un empujón a ver si lo
arrancaba de cuajo, pero el perro fue que sólo el viento sacudió al
follaje en las alturas. “No, aún no tengo bastantes fuerzas” 132, refle­
xionó Macunaíma. Agregó un diente de ratita llamada eró, y se hizo
una bruta incisión en la pierna 133 como precepto para quien es aguado
y volvió sangrando a la pensión. Estaba desconsolado por no tener las
fuerzas aún y venía en tan tamaña distracción que se dio un topetazo.
Entonces de tanto dolor se puso a ver estrellas el héroe y en lo alto,
entre ellas, divisó a Capei menguadita y cercada de neblina. “Cuando
mengua la Luna no comiences cosa alguna” suspiró. Y prosiguió más
consolado.
Al otro día el tiempo estaba completamente frío y el héroe resolvió
vengarse de Venceslao Pietro Pietra dándole una soba para calentarse.
Por culpa de no tener fuerzas lo único que sí tenía era mucho miedo
del gigante. Así pues, resolvió tomar un tren e ir a Río de Janeiro para
ampararse con E c h ú 134, diablo en cuyo honor se realizaba una macumba 135 al otro día.
Era junio y el tiempo estaba enteramente frío. La macumba se rea­
lizaba allá por el Mangue en el conventillo de la Tía Ciata, hacedora
de brujencias como no había otra, santera-iyalocha afamada, y canta­
leteados en la guitarra. A las veinte horas Macunaíma llegó al tugurio
llevando bajo el brazo el garrafón de aguardiente obligatorio. Ya andaba
mucha gente por allá, gente hecha y derecha, gente pobre, leguleyos
garçons albañiles medias-cucharas diputados gatunos, toda esa gente y
la función ya iba dando principio. Macunaíma se quitó los zapatos y
los calcetines como los demás y se ensartó en el pescuezo el fetiche hecho
con cera de avispa-tatucaba y raíz seca de sacú-sacú. Entró en la sala
repleta y espantándose el mosquerío fue en cuatro a saludar a la inmó­
vil mandinguera-caravalí sentada en un tripié y sin chistar ni un “esta
boca es mía”. Tía Ciata era una vieja negra con un siglo en el sufri­
miento, fodonga y espiritifláutica con la cabellera ya blanca desparra­
mada como si fuera luz en torno de la cabeza chiquitica. Ya nadie divisaba
ojos en ella, era sólo huesos de una largura soñolienta cuelgacolgando
hacia el piso de tierra.
De repente zás! un rapaz hijo de Ochún 136, según eso, hijo de la
mulata Virgen de la Caridad del Cobre, sandunguera cuyo bembé era
en diciembre, distribuyó una vela encendida para cada uno de los mari-
ñeros ebanistas periodistas ricachones prostitutas hembras burócratas,
muchos empleados públicos! y apagó el infernillo que alumbraba la salita.
Entonces la macumba empezó de veras haciéndose fiestas de zainé 137
para saludar a les santos. Y así era: a la cabeza venía el ogán 13S toca­
dor de atabal139, un negrazo hijo de Ogún 140, cacarañado y fadista de
profesión, llamándose Olelé Rui Barbosa 141. El batuque tocatocaba ajus­
tado ya en un ritmo que condujo toda la procesión. Y las velas revelaron
en las paredes de papel tapiz con florecitas, sombras temblando vagarosas
como apariciones. Atrás de famballín venía Tía Ciata, inmutable y sólo
bembas jalando ese rezo retemonótono. Después la seguían abogados mozos
de navio curanderos poetas el héroe punguistas portugas senadores, toda
esa gente, danzando y cantando la respuesta del rezo. Y era más o me­
nos así:
— Va-mo sa-ra-vá!. . . 142
Tía Ciata cantaba el nombre del santo que tenía que saludar:
— Oh, Olorún! 143
Y la gente haciendo segunda:
— Va-mo sa-ra-vá!. . .
Tía Ciata seguía:
— Oh, Jigüe-Bufeo! 144
Y la gente secundando:
— Va-mo sa-ra-vá!. . .
Muy dulcecito pero en un rezo retemonótono.
— Oh Yemanyá! Naná Burukú! 145 y Ochún tres Señoras-del-Agua!
— Va-mo sa-ra-vá!. . .
Era así. Y cuando Tía Ciata paraba para gritar con un gesto inmenso:
— Sal Echú!
Porque Echú era el diablo-cojo, un catete retemalévolo, que sólo era
bueno para hacer marrullerías y era un tormento en aquella sala aullando:
— Uuum!. . . Uuum!. . . Echú! Nuestro padre Echú. . .!
Y el nombre del chorá-cojo resonaba con un estruendo que disminuía
el tamañote de la noche afuera. El zainé proseguía:
— Oh, Rey Nagó! 146
— Va-mo sa-ra-vá!. . .
Dulcecito rezo monótono.
— Oh, Babalú-ayé!
— Va-mo sa-ra-vá!. . .
De cuando en cuando Tía Ciata se paraba gritando con su gesto
jor guiño:
— Sal Echú!
Porque Echú era el pata-de-pato, un yananaíra malévolo. Y de nuevo
era el tormento en la sala aullando:
— Uuum!. . . Echú! Nuestro padre Echú!. . .
Y el nombre del chamuco resonaba con estruendo y achicaba el ta­
maño de la noche.
— Oh, O chalá!147
— Va-mo sa-ra-vá!. . .
Y
así era. Saludaron a cuanto santo usan en las brujerías de payés,
al Bufeo-Blanco que da los amores Changó 148, Omolú 14í), Iroco-la ceiba
santa, O chosi150, la Boa-Prieta Madre feroz. Obatalá 151 quien da fuerzas
para juguetear mucho, a todos esos santos y el zainé se acabó. Tía
Ciata se sentó sobre el tripié en un rincón y toda aquella gente sudando,
médicos panaderos ingenieros tinterillos policías criadas currinches ase­
sinos, Macunaíma, todos vinieron a poner las velas en el suelo rodeando
el tripié. Los pabilos lanzaban bajo el techo la sombra inmóvil de la
madre-de-palo-monte. Casi todos ya se habían quitado algunas ropas y
la respiración hasta rechinaba por culpa del olor a jediendo “coty” ca­
tinga y del sudor de todos. Llegó el turno de beber. Y fue ahí donde
Macunaíma probó por primera vez la chicha temible cuyo nombre es
guaro. Lo probó tronando la lengua feliz y dio una carcaj adota.
Después de la bebida, entre la guarapeta, seguían los rezos invocato­
rios. Todos estaban inquietos ardientes deseando que el santo bajara
a la macumba de aquella noche. Ya hacía tiempo que ninguno se dig­
naba a bajar por más que los demás lo pidieran. Porque el bembé de
Tía Ciata no era como esas macumbas falsas, en las que siempre el
mandadero-de-los-ebbó se fingía venir como un Changó u Ochosi cual­
quiera, sólo para contentar a los macumberos. Era un bembé serio y
cuanto santo aparecía, aparecía de veras y sin ninguna falsedad. Tía
Ciata no permitía desmoralizaciones en el cortijo suyo y ya hacía más
de doce meses que ni Ogún ni Echú se dignaban por el Mangue. Todos
deseaban que Ogún viniera. Macunaíma quería a Echú sólo para ven­
garse de Venceslao Pietro Pietra.
Entre traguitos de apertura, unos de rodillas y otros en cuatro, todo
ese genterío semidesnudo rezaba en torno de la hechicera pidiendo por
la aparición de un santo. Allá por vueltas de la medianoche fueron allá
adentro a comerse el chivo-aucó cuya cabeza y patas ya estaban en
la famba-peyí132, frente a la imagen del Echú que era una duna de
hormigas153 con tres conchitas haciéndola de ojos y boca. El chivo
había sido muerto en honra del diablo y salado con polvo de corna­
menta y espolón de gallo-de-palenque. La madre-de-santo principió el
atracón con respeto y tres porlaseñales garabateados. Y todo mundo ven­
dedores bibliófilos pata-rajadas 154 académicos banqueros, toda esa gente
danzando en torno de la mesa-altar cantaban:
Bembé queré
sal de ahí Arué
monyt gongo
sal de ahí Orobó,
E h !.
..
Oh, munguzá
buen acazá
vaneé Yemanyá
de padre guengué,
E h !.
..
Y
plática y plática devoraron el chivo consagrado y cada cual se puso
en busca de la damajuana de aguardiente suya, porque nadie podía beber
en la del otro, y todos tomaron muchos chinguiritos, hartos! Macunaíma
daba sus carcajadotas y de repente derramó vino en ia mesa 153. Era una
señal de alegre zarambecón pa él y todos imaginaron que el héroe era
el predestinado de aquella noche santa. Y no, no era.
No bien recomenzó la rezada se vio saltar en medio de la salita a
una hembra orillando a todos a chiticallarse con un gemido medio llori­
queo y el sacar canto nuevo. Fue una tembladera de todos los diablos
en todos y las velas arrojaron la sombra de la cuñá como monstruo retor­
ciéndose por un rincón del techo. Era Echú! el famballín luchaba gol­
peando el bongó para percibir los ritmos dementes del canto nuevo,
canto Übre, de notas apresuradas y lleno de saltos difíciles, éxtasis loco,
atenuado vibrando de furia. Y la polaca 150 muy pintada de la cara, con
los tirantes del fondo reventados estremecía al centro de la salita sus
adiposidades ya casi completamente desnudas. Los pechos suyos colguijeaban chocando en los hombros en la cara y después en la panza y guác!
con estruendo. Y la pelirroja cante y cante. Finalmente una espumita
le escurrió de los bezos despintados, dio un grito que disminuyó el tamañazo de la noche más aún, le entró el santo y se puso dura.
Pasó un tiempo de silencio sagrado. Después Tía Ciata se levantó
del tripié que una mameluquita 155 substituyó al instante por un banco
nuevo nunca antes sentado por nadie y ahora perteneciendo a otra. La
santera-mamalocha se fue viniendo se fue viniendo y el bongocero venía
con ella. Todos los demás estaban en pie achatándose contra las paredes.
Sólo la Tía Ciata se fue viniendo hasta llegar al cuerpo duro de la polaca
allá en el mero centro de la salita. La hechicera se quitó la ropa hasta
quedar desnuda, vestida sólo por los collares los brazaletes y las arracadas
de cuentas de plata goteándole en los huesos. Fue con ayuda de una ji­
cara como el ogán recogió la sangre cuajada del chivo comido y refregó
la pasta en la cabeza de la sacerdotisa balalaó 158. Pero cuando derramó
el efión 159 verdusco por encima, la dura se retorció gimiendo y un olor
yodado embriagó el ambiente. Entonces la mandinguera-caravalí entonó
el rezo sagrado de Echú, monótona melopea.
Cuando acabó, la hembraza abrió los ojos, empezó por moverse muy
diferente y al rato ya no era ninguna guaricha sino el caballo del santo
que era Echú. Era Echú, el matoco que había venido ahí con todos
para macumbear.
El par de encueradas ejecutaba un samba-yongo improvisado y festivo
que ritmaban el crujir de los huesos de la tía, los guács! de los pechos
de la gorda y los golpecitos sin relieve del famballín. Todos estaban pilu­
chos también y se esperaba la selección del escogido hijo de Echú por el
gran Diambo presente. Temible samba-yongo. . . Macunaíma se escalo­
friaba de ganas en la esperanza de pedirle al Tentador 160 una tunda
para Venceslao Pietro Pietra. No se supo lo que dio en él de sopetón.
Entró bamboleándose en medio de la sala, derribó a Echú y le cayó
encima jugueteando victoriosamente. Y la consagración del nuevo hijo
de Echú fue celebrada con el permiso de todos y todos se curarizaron
en honor del hijo nuevo del Icá, demonio Cachinauá.
Terminada la ceremonia, el diablo fue conducido al tripié pa comenzar
la adoración. Los chorros los senadores los agrarios los negros las señoras
los futboleadores, todos venían arrastrándose debajo del polvo anaran­
jado por toda la salita, y después de golpear la cabeza en el suelo con
el lado izquierdo, besaban las rodillas, besaban todo el cuerpo de la
medium-uamotí. La polaca rubicunda al temblar su rigidez, chorreaba
espumilla por la boca en la que todos mojaban el dedo mata-piajos 161
para bendecirse la correndillas, mientras ella gemía con unos ronquidos
de zorra rezongando, medio llanto medio gozo y ya no era más la polaca.
Sino Echú, el mariguanga 162 padre madre padrino madrina compadre
comadre más grande que tiene el hombre en la vida de aquella religión.
Después de que todos se besaron adoraron y bendijeron mucho, fue
la hora de los pedidos y promesas. Un carnicero pidió que todos com­
praran la carne podrigoria suya y Echú consintió. Un hacendado pidió
para que ya no hubieran más hormigas tambochas, ni malaria por el
sitio suyo y Echú se rió diciendo que eso sí no lo consentía. Un metejón
pidió pa que su peor-es-nada consiguiera la vacante de profesora muni­
cipal y así poder casarse 163 y Echú consintió. Un médico hizo un dis­
curso para escribir con mucha elegancia el habla portuguesa 164 y Echú
no consintió. Así fue. Por fin vino el turno de Macunaíma el hijo nuevo
del Tentador 165. Y Macunaíma dijo:
Vengo a pedirle a mi padre por causa de estar muy contrariado.
— ¿Cómo se llama? — preguntó Echú.
— Macunaíma, el hérue.
— Uhum . . . — rezongó el Mayor— , nombre que empieza por Ma,
es de mala señal.
Pero lo recibió con cariño y le prometió al héroe todo lo que le pidiera
porque Macunaíma era hijo. Y el héroe pidió que Echú hiciera sufrir
a Venceslao Pietro Pietra, que era el gigante Piaíma comedor de gente.
Entonces fue horrendo lo que pasó. Echú tomó tres ramitas de toron­
jil, bendecido por padre apóstata, las arrojó a lo alto e hizo encrucijada
mandando al ego de Venceslao Pietro Pietra venir para dentro suyo para
que apañara. Esperó un momento, el yo del gigante vino, se adentró
dentro de la hembra y Echú mandó al hijo dar una soba en el yo
que estaba encarnado en el cuerpo polaco. El héroe pegó una cachiporra
y la dejó ir en Echú con ganas. Dio y volvió a dar. Echú gritaba:
Apaléeme despacito
que esto duele duele duele t
También tengo familia
y eso duele duele duele ! 166
Hasta que amoratado de golpes sangrando por la nariz por la boca
por los oídos cayó desmayado al suelo. Y era horroroso. . . Macunaíma
ordenó que el yo del gigante fuera a tomar baño salado hirviendo y el
cuerpo de Echú humeó mojando el palenque. Y Macunaíma ordenó que
el yo del gigante fuera pisando vidrio a través de un ortigal con abrojos
hasta los sumideros de la sierra de los Andes en pleno invierno. Echú
sangró con verdugones del vidrio arañones de las espinas y quemaduras
de la ortiga y jadeando de fatiga y temblando de tanto frío. Era horrible.
Y Macunaíma ordenó que el yo de Venceslao Pietro Pietra recibiera
una empitonada de novillo, la coz de un potro, la tarascada de un caimán
barbudo y los aguijonazos de cuarenta veces cuarenta mil hormigas-defuego y el cuerpo de Echú se retorció sangrando y lleno de ampollas
en el suelo, con una caravana de dientes en una pierna, con cuarenta
veces cuarenta mil picaduras de hormiga en la piel ya invisible, con
la frente quebrada por el casco de un bagual y un agujero de aspa aguda
en la barriga. La salita se llenó de un olor insoportable. Y Echú jeremiquiaba:
Cornéeme despacito
que eso duele duele duele!
También tengo familia
y eso duele duele duele!
Macunaíma ordenó por mucho tiempo muchas cosas así y todo el yo
de Venceslao Pietro Pietra aguantó en el cuerpo de Echú. Por fin la
venganza del héroe ya no pudo inventar nada más, y paró. La hembra
sólo respiraba quedito, largada en el piso de tierra. Hubo un silencio
fatigado. Y todo era horrendo.
Allá en el palacio de la calle Marañón en Sao Paulo había un correcorre sin parada. Iban médicos venía la Ambulancia, todos estaban de­
sesperados. Venceslao Pietro Pietra todo ensagrentado berreaba. Mos­
traba una cornada en la barriga, la frente quebrada como si fuera por
coz de cuaco quemado congelado mordido y todo lleno de manchas y
chichones de una tremendísima soba de palos.
En la macumba continuaba el silencio de horror. Tía Ciata vino con
lisura y empezó rezando el mayor rezo del diablo. Era el más sacrilego
rezo de todos, en el que errando una palabra daba muerte. La oración
del Padre Nuestro Echú, era a s í167:
— Padre Echú hallago nuetro, vó que etá en el treceno infielno
de la quielda de abajo, nojotro te queremos mucho, nojotro todo!
— Querremo! Querremo!
— . . . El padre nuetro Echú de cada día dánolo hoy, y hágase vuetra
voluntá, así también en el bembé del batey 168, que le pertenece a nuetro
padre Echú, por siempre de lo siempre y que así sea, amén!. . .
— Gloria pa la patria yeyé de Echú!
— Gloria pal hijo de Echú!
Macunaíma agradeció. La Tía acabó:
— Chico-t-era 169 un príncipe yeyé y se convirtió en nuetro padre Echú
por todo lo século seculoro, por siempre y que así sea, amén.
— Por siempre y que así sea, amén!
Echú iba sanando y volviendo a sanar. Todo iba desapareciendo en
un santiamén cuando la cañita recirculó y el cuerpo de la polaca quedó
sin daño otra vez. Se escuchó tamaña rebambaramba y el espacio tomó
un olor a brea quemada, mientras la palera echaba por la boca un
anillo de azabache. Entonces volvió del desmayo roja gorda y muy fati­
gada. Ahora sólo la polaca estaba ahí. Echú ya había sido echado.
Y
para acabar todos hicieron el bochinche juntos, comiendo buen
jamón y bailando uno de esos sambas de espanto y todo ese genterío se
alegró con mucha cumbancha irreprimible. Entonces todo acabó volvién­
dose a la vida real. Y los macumberos, Macunaíma, Jaime Ovalle, Dodó,
Manú Bandeira, Blaise Cendrars, Ascenso Ferreira, Raúl Bopp, Antonio
Bento, Pierre Verger, Peque Lanusa, Nicolás Guillén, todos esos bemberos 170 salieron hacia la madrugada.
VIH
VEI, LA S O L 171
Macunaíma proseguía y se topó con el árbol Volomán 172 bien alto. En
una rama estaba un chicharrero173 que no bien divisó al héroe se desgañitó gorgoritando “Mira nomás quien viene en el camino! Mira nomás
quien viene en el camino!” Macunaíma miró arriba con intención de
agradecer pero Volomán estaba cayéndose de frutas. El héroe ya traía
tantas horas de hambres en la barriga suya, que ésta hasta se le empinaba
para espiar todos aquellos zapotes zapotillos chicozapotes albaricoques
pacurís macagüitas miritís guabiyúes sandías araticúnes, toda esa fruta.
— Volomán, deme una fruta — pidió Macunaíma.
El palo no quiso dar. Entonces el héroe gritó dos veces:
— Boioió, boioió! quizama quizú!
Cayeron todas las frutas y comió bien comido. Volomán quedó con
odio. Tomó al héroe de los pies y lo arrojó más allá de la bahía de
Guanabara en un islote desierto, habitado antiguamente por la ninfeta
Alamoa 174 que vino con los Holandeses. Macunaíma estaba tan cansado
que lo agarró el sueño durante el salto. Cayó dormido bajo una palmerita
guairó muy aromada donde un zopilote estaba trepado.
Ahora que como al pajarraco ya le andaba por hacer sus necesidades,
descomió y el héroe quedó chorreado de suciedad de gallinazo. Ya era
de madrugada y el tiempo estaba enteramente frío. Macunaíma se
despertó temblando y todo embadurnado. De cualquier modo examinó
bien la piedritá-chum í175 del islote para ver si no había alguna cueva
con dinero enterrado. Ni la cadenita encantada de plata que le indica
al suertudo, tesoro de Holandés. Había sólo las rubitas hormigas yaquitaguas.
Entonces pasó Cayuanog la estrella-del-alba. Macunaíma ya medio
enojado de tanto vivir le pidió que se lo llevara pal cielo. Cayuanog
se fue allegando pero el héroe apestaba mucho 176.
— Que qué, vete a bañar! — le replicó. Y se retiró.
Así nació la expresión “Vete a bañar!” que los Brasileños emplean
refiriéndose a ciertos inmigrantes europeos.
En ésas pasaba Capei, la Luna, y Macunaíma le gritó:
— Su bendición, tataíta Luna! 177
— U hm . . . — fue lo que contestó.
Entonces le pidió a la Luna que lo cargara hasta la isla de Marajó.
Capei se fue dejando venir pero Macunaíma estaba mucho muy fuerte
de olores.
— Vete a bañar! — le dijo. Se fue.
Y el dicho pegó definitivamente.
Macunaíma le gritó a Capei que por lo menos le diera un fueguito
pa que se calentara.
— Ahora le toca al vecino! 178 — dijo apuntando a la Sol que ya venía
a lo lejos remando por el océano paraná-guazú. Y por allá se las tomó.
Macunaíma tiemble y tiemble y el jotecito sin dejar de hacer sus
necesidades encima suyo. Era por culpa de la piedra tan chiquirritica.
Vei venía llegando roja y empapada de sudor. Veia era la Sol. Fue muy
bueno pa Macunaíma porque allá en casa éste siempre le hizo regalitos
de bollo-de-yuca pa que la Sol lamiendo los secara.
Vei puso a Macunaíma en la jangada 179 que tenía la vela color-deherrumbre pintada con nanches 18°, y les pidió a sus tres hijas que lim­
piaran al héroe, le espulgaran las garrapatas y examinaran si las uñas
suyas no estaban sucias. Macunaíma quedó aliñado otra vez. Pero por
culpa de estar, ora si que, vieja bermeja y tan sudada, el héroe no
maliciaba que la chocha era la mera Sol, la buena Sol jorongo de los
pobres. Por eso le pidió a ella que llamase a Vei con su calor porque
ya estaba bien lavadito pero temblando de tanto frío. Vei era la mera
Sol y andaba queriendo madrugar a Macunaíma para hacerlo yerno
suyo. Sólo que todavía no podía recalentar a nadie, porque era muy
temprano, y no tenía fuerzas. La espera la desesperaba y chifló de un
modito tal que las tres hijas suyas hicieron mucho piojito-piojito y din­
golondango por todo el cuerpo del héroe.
Soltaba unas risas chatas, retorciéndose del cosquilleo y disfrutando
mucho. Cuando ellas paraban pedía más, desternillándose ya de antegozo.
Vei se dio cuenta de la sinvergüenzada del héroe. Hizo rabieta. Se fue que­
dando sin ganas de despedir fuego del cuerpo ni calentar a nadie. En­
tonces las cuñataís agarraron a la madre, la amarraron muy bien mien­
tras Macunaíma daba de muñecazos en la barriga del vejestorio hasta
que fue saliendo y salió una fogata detrás y todos se recalentaron.
Principió un calurón que alcanzó la balsa, se arrastró en las aguas y
doró la faz limpia del aire. Macunaíma echado en la jangada lagartijeaba
sol con todo y su quebranto azul. Y el silencio que alargaba todo. . .
— Ay. . . qué flojera. . .
El héroe suspiró. Sólo se oía el oleaje. Se vino un hastío feliz subiendo
su cuerpo, y qué bueno era . . . 181. La cuñataí más joven tocaba el
urucungo 182 que su madre le trajo de Africa. Era de una vastedad guazú
el mar-paraná y no había ni una nube por la cuesta-arriba del cielo.
Macunaíma cruzó las muñecas en lo alto por detrás haciéndose una
cabecera con las manos y mientras la hija-de-la-luz menos joven le es­
pantaba los mosquitos cagachines a montones, la tercera de las chinucas
con la punta de las trenzas hacía estremecer de gusto la barriga del héroe.
Y estaba riendo con tan plena felicidad, que sólo paraba para gozar de
estrofa en estrofa lo que se cantaba así:
Cuando me muera no me llore,
dejo la vida sin pesar
— Arará cuévano,
tuve por padre al destierro,
por madre la infelicidá
— Arará sabalú,
papá llegó y me dijo
— no vayas a tener amorl
— Arará cuévano,
mamá vino y me puso
un collar hecho dolor!
— Arará sabalú,
que el tatú prepare fosa
con sus dientes desdentados
— Arará cuévano,
pal más desinfeliz
de todos los desgraciados,
— Arará sabalú. . , 183
Qué bueno era. . . El cuerpo suyo relumbraba oro pardeando en los
cristaliíos de sal y por el olor del mar y por causa del remo calma-chicha
de Vei y con la barriga así muevemoviéndose con cosquillas de mujer,
a h !. . . Macunaíma gozó de nuestro goce, a h !. . . “Picona! qué jijade?. . . de la sabrosura, coño!” exclamó. Y cerrando los ojos zumbones,
con la boca riéndose con una risa niña ciniquita de tan buena vida,
el héroe fue gustando y siguió gustando hasta que se durmió.
Cuando el timón de la balsa de Vei ya no pudo embalar más sueño
Macunaíma despertó. Allá a los lejos se percibía más que nada un rasca­
cielos color de rosa. La jangada se dirigía al noray 184 del cabañal sublime
de Río de Janeiro.
Ahí mero en la orilla del agua había un largo caapuerón tupido de
árboles-abrasilados y con palacios de colores a ambos lados. Y el cerradón
era la Avenida Río Branco 185. Ahí vive Vei la Sol con sus tres hijas
de luz. Vei quería que Macunaíma se hiciera yerno suyo porque en final
de cuentas era un héroe y le había dado tanto bollo-de-yuca pa que
chupando los secara.
— Mi yerno: usté carece de casamiento con alguna de mis hijas. La
dote que te doy es Uropa Francia y Bahía 186. Pero el pero es que usté
tiene que ser fíél y no andar jugueteando con cuanta cuñá hay por ahí.
Macunaíma agradeció y prometió que sí juramentando por la memo­
ria de la madre suya. Entonces Vei salió con las tres hijas para hacer
de día por el cerradón, ordenando una vez más que Macunaíma no
saliera de la jangada para que no se pusiera a juguetear con algotras
cuñás de por ahí. Macunaíma volvió a prometer jurando otra vez por
su madre.
Vei y las tres hijas no habían terminado de entrar al cerradón cuando
a Macunaíma le dieron muchas ganas de irse a juguetear con una cuñá.
Encendió un cigarro y el deseo le fue subiendo. Allá por debajo de los
árboles culipandeaban muchas cuñás cuñé cuñé agitagitándose con talen­
to y jacarandosura.
— Pos quel fuego lo devore todo! — exclamó Macunaíma— . No soy
tan aguado como pa que una mujer me empache!
Y
una vasta luz brilló en el cerebro suyo. Se enderezó en la jangada
y con los brazos oscilando encima de la patria decretó muy solemne:
— Mucha tambocha y poco bizcocho, luchas son que al Brasil dejan
mocho!
Al instante saltó de la jangada, se fue a hacer continencia frente a la
imagen de San Antonio que era capitán de regimiento 187 y después les
cayó encima a todas las cuñás de por ahí. Luego se topó una que había
sido pescadera allá por las tierras del compadre dínguilin-dínguilin 188,
y que aún olía a rayos! era una peste a pura marisma. Macunaíma le
guiñó el ojo y los dos vinieron a la jangada a juguetear. Y bien que
juguetearon. Bastante. Y ahora se están riendo el uno y el otro.
Cuando Vei y sus tres hijas llegaron de hacer el día y entraba la
boca-de-la-noche las mozas que venían al frente pillaron a Macunaíma
y a la Portuguesa en pleno juguete. A las tres hijas de luz les dio un
patatús.
— Entonces es eso lo que se hace, hérue! ¿Qué no le dijo nuestra
madre Vei que no saliera de la jangada para irse a juguetear con algotras cuñás por ahí?!
— Estaba tan tristecito! — dijo el héroe.
— Qué tristecito ni qué ocho cuartos, hérue! Ora es usté quien va
a cobrar con nuestra madre Vei!
Y se voltearon muy enojadas hacia la vieja:
— Mire nomás, madre nuestra Vei, lo que su yerno hizo! No había
llegado uno al cerradón cuando éste se escabulló, le cayó a una buena,
la trajo a vuestra jangada y juguetearon hasta más no poder! Y ahora
están riéndose el uno y el otro!
Entonces la Sol se quemó y rayó así:
—Ara, ara, ara, mis cuidados! No le advertí que no le llegara a
ninguna de esas cuñás!. . . Claro que sí! Y pa acabarla de amolar el
juguete lo hace en mi jangada y ora todavía se están riendo el uno con
el otro!
— Estaba tan tristecito! — repitió Macunaíma.
— Pues si me hubiera obedecido se casaba con una de mis hijas y
sería siempre joven y bonitón. Ahora será mozo sólo por poco tiempo
talcualmente a los demás hombres y después se va a poner acabadón
y singraciado.
Macunaíma sintió ganas de llorar. Suspiró.
— De haber sabido. . .
— El “de haber sabido” no es santo de mi devoción ni de la de nadie,
mis cuidados! Lo que pasa es que usté es medio descaradito, eso sí! Ya
no le ofrezco a ninguna de mis hijas. Nanay!
Entonces Macunaíma perdió la figura también.
— Pos al fin que ni quería, entiende! Tres, ni al revés!
Entonces Vei y las tres hijas se fueron a pedir posada en un hotel
y dejaron a Macunaíma durmiendo con la Portuga en la jangada.
Cuando era ahí por las horas antes de la madrugada, vino la Sol
con las jóvenes para darse una paseadita por la bahía y encontraron a
Macunaíma y a la Portuguesa engrudados en el sueño. Vei despertó
a los dos y le dio de regalo a Macunaíma la piedra Vató. Y la piedra
Vató da fuego cuando uno quiere. Y por ahí se fue la Sol con las tres
hijas de luz.
Macunaíma todavía se pasó el resto del día jugueteando con la Portu­
guesa por la ciudad. Cuando fue de noche andaban durmiendo en una
banca de Flamengo189 y de repente llegó un espantoso espanto. Era
Mianiqué-Teibé 190 que venía para tragarse al héroe. Respiraba por los
dedos, escuchaba por el ombligo y tenía los ojos en el lugar de las
mamilas. La boca era dos bocas y estaba escondida entre los artejos de
los pies. Macunaíma se despertó con el olor de la aparición y rajó como
venado pa las afueras de Flamengo.
Mianiqué-Teibé se comió a la pescadera y se fue 191.
Al otro día, Macunaíma no le encontró más la gracia a la capital de
la República. Cambalacheó la piedra Vató por un retrato en el periódico
y volvió hacia el cabañal192 del igarapé 193 Tieté.
C A R T A A LAS 1CAM1ABAS
A las muy queridas súbditas nuestras, Señoras Amazonas 194
Señoras :
No poco os sorprenderá, por cierto, el enderezo y la literatura de esta
misiva. Cúmplenos, entretanto, iniciar estas líneas de nostalgias y mucho
amor, con desagradable nueva. Bien es verdad que en la buena ciudad de
Sao Paulo — la mayor del universo al decir de sus prolijos habitantes—
no sois conocidas por “icamiabas”, voz espuria, sino por el apelativo de
Amazonas; y de vos se afirma, cabalgasteis jinetes belígeros y vinisteis
de la Hélade clásica; y así sois llamadas. Mucho nos pesó a nosotros,
Imperator vuestro, tales dislates de erudición pero habréis de convenir
con nosotros que así quedáis más heroicas y más conspicuas tocadas por
esa pátina 195 respetable de la tradición y de la pureza antiguas.
Mas no habremos de desperdiciar vuestro indómito tiempo, y mucho
menos conturbar vuestro entendimiento con noticias de escasa enverga­
dura; pasemos pues, de inmediato, al relato de nuestros hechos por acá.
No habían pasado cinco soles 196 de que de vosotras habíamos partido,
cuando la más terrible desdicha pesó sobre Nosotros. Una de las bellas
noches de los idus de mayo del año próximo pasado, perdíamos la muiraquitán, que alguien ya escribiera muraquitan, y, que algunos doctos, a
sabiendas de las etimologías esdrújulas, ortografan muyráquitan y hasta
muraquéitan, no sonriáis! Sabed que dicho vocablo, tan familiar a vues­
tras trompas de Eustaquio, es casi desconocido por aquí, Por estos asaz
civiles parajes, los guerreros llámanse policías, pacos, guardia-civiles,
boxeadores, legalistas, sediciosos, etc.; siendo que algunos de estos térmi­
nos son neologismos absurdos — nefasta escoria con la que los negligentes
y peralvillos vilipendian al buen hablar lusitano. Empero ya nos sobrará
lugar para discretear, “sub tegmine fagi”, sobre la lengua portuguesa,
también llamada lusitana. Lo que os interesará más, sin sombra de duda,
es saber que los guerreros de aquende no buscan mavórticas damas para
el enlace epitalàmico; sino antes las prefieren dóciles y fácilmente cam­
biables por pequeñitas y volátiles hojas de papel a las que el vulgo dio en
llamar dinero — “curriculum vitae” de la Civilización, a la que hoy ha­
cemos el honor de pertenecer. Así la palabra muiraquitán, que ya hiere
los oídos latinos de vuestro Emperador, es desconocida de los guerreros,
y de todos los que, en general, por estas partes respiran. Apenas algunos
“sujetos de importancia en virtud y letras” como ya decía el buen viejito
y clásico fray Luis de Souza 197, citado por el doctor Rui Barbosa, que
aún sobre las muiraquitanas proyectan sus luces, para aquilatarlas de
mediocre valía, diciéndolas originarias del Asia y no de vuestros dedos,
violentos en el pulir.
Aún abatidos estábamos por haber perdido nuestra muiraquitán, en
forma de saurio, cuando talvez por algún influjo metapsíquico, o, chi
lo sa 198, provocado por alguna libido nostálgica, como explica el sabio
tudesco, doctor Segismundo Freud (léase Frói), deparósenos en sueños
un arcángel maravilloso. Por él supimos que el talismán perdido estaba
en las dilectas manos del doctor Venceslao Pietro Pietra, súbdito del
Virreinato del Perú, y de origen francamente florentino, como los Ca­
valcanti 199 de Pernambuco. Y como el doctor morara en la ilustre ciudad
anchietana 20°, sin tardanza partimos para acá, en búsqueda del vellocino
robado.
Las relaciones actuales con el doctor Venceslao son lo más lisonjero
posible; y sin duda muy en breve recibiréis la grata nueva de que hemos
recuperado el talismán; y por medio de ella os pediremos albricias.
Porque, súbditas dilectas, es impugnable que Nosotros, Imperator
vuestro, encontrámosnos en precarias condiciones. El tesoro que de allá
trajimos, fuenos menester convertirlo en la moneda corriente del país;
y tal trueque mucho nos ha dificultado la manutención, debido a las
oscilaciones del Cambio y a la baja del cacao.
Más aún, sabréis que las doñas de acá no se derriban a estacazos, ni
juguetean por juguetear, así gratuitamente, si no es por lluvias del vil
metal, fontones blasonados de champagne, y unos monstruos comestibles,
a los que, vulgarmente, se les da el nombre de langostas. Y qué monstruos
encantados, señoras Amazonas!!! De una caparazón pulida y embarazosa,
a modo del casco de una nave, salen brazos, tentáculos y cola remígeros,
de muchas hechuras; de modo que el pesado ingenio, dispuesto en un
plato de porcelana de Sèvres, antójasenos un veleante trirreme bordejando
las aguas del Nilo, trayendo en las entrañas el cuerpo inestimable de
Cleópatra.
Poned tiento en la acentuación de este vocablo, señoras Amazonas,
pues tanto ha de pesarnos el que no prefiriérais como nosotros, ese pro­
nunciar, condiciente con la lección de los clásicos, en vez de la forma
Cleopatra, dicción más moderna; y que algunos lexicólogos livianamente
subscriben, sin percibir que es una broza despreciable, que nos es traída,
con las avalanchas de Francia, por los gabachos de mala muerte.
Así pues, es con ese tributable monstruo, vencedor de los más deli­
cados velos palatinos, que las doñas de acá se arrojan a los lechos nup­
ciales. De este modo habréis que comprender de qué albricias hablamos;
pues las langostas son carísimas, carísimas súbditas, y algunas hémoslas
adquirido por sesenta contos y más; lo que, convertido en nuestra moneda
tradicional, alcanza la voluminosa suma de ochenta millones de granos
de cacao. . . Bien podréis concebir, pues, cuán hemos gastado; y el que
ya estamos en carencia del vil metal, para juguetear con tan difíciles
doñas. Bien quisiéramos imponer a nuestra ardorosa llama una absti­
nencia, penosa sin embargo, para ahorraros dispendios; mas cuál presen-
eia de ánimo no ha cedido ante los encantos y galanteos de tan agradables
pastoras!201
Andan ellas vestidas de rutilantes joyas y tejidos finísimos, que les
acentúan el donaire del porte, y mal encubren las gracias, que a ningunas
otras ceden por lo hermoso del torneado y de la tonalidad. Son siempre
albísimas las doñas de por acá; y tales y tantas habilidades demuestran en
el juguetear, que enumerarlas aquí sería por ventura impertinente; y,
ciertamente, quebraría los mandamientos de la discreción, que una rela­
ción de Imperator a súbditas requiere. Qué beldades! Qué elegancia!
Qué caché! Qué dejadez piropeada, ignívoma, devoradora! Sólo pensamos
en ellas, maguer mucho tengamos presente y con porfía, a nuestra muiraquitán.
A Nosotros, parécenos, ilustres Amazonas, que asaz ganaríais en apren­
der de ellas, las condescendencias, los juegos y licencias del Amor. De­
jaríais entonces vuestra orgullosa y solitaria Ley por más amables menes­
teres, en los que el Beso sublima, las Volupias encandecen, y se demues­
tra gloriosa, “urbi et orbi”, la sutil fuerza del Odor di Femina, como
escriben los italianos.
Y ya que nos detuvimos en este delicado asunto, no lo abandonaremos
sin algunas observaciones más, que os podrán ser útiles. Las doñas de Sao
Paulo, además de ser muy hermosas y sabias, no se contentan con los
dones y excelencias que la Naturaleza les concedió; demasiado se preocu­
pan de sí mismas; y no hay nada que ambicionen consigo, que no lo hayan
hecho venir de todas partes del globo, todo lo que de más sublimado y
gentil acrisoló la ciencia fescenina 20z, perdón, femenina de las civiliza­
ciones atávicas. Así es que llamaron maestras de la vieja Europa, y sobre
todo de Francia, y con ellas aprendieron a pasar el tiempo de manera
bien diversa a la vuestra. Ora se asean, y gastan horas en este delicado
mester, ora encantan las convivencias teatrales de la sociedad, ora no
hacen cosa alguna; y en estos trabajos se pasan el día tan entristecidas
y afanosas, que, en llegando la noche, mal les sobra solaz para juguetear
y prestas se entregan a los brazos de Orfeo 203, como dicen. Empero habréis
de saber, señoras mías, que por acá se diverge día y noche de vuestro
belígero horario; el día comienza cuando para vosotras es el pináculo de
él, y la noche, cuando estáis en el quinto sueño vuestro, que, por ser
postrer, es el más reparador.
Todo eso las doñas paulistanas aprendieron con las matronas 204 de
Francia; además del pulimiento de las uñas y su crecimiento, bien como
por otra parte, “horresco referens”, de las demás partes córneas de sus
compañeros legales. Dejad paso a esta florida ironía!
Y mucho hay para deciros aún sobre el modo con que cortan las me­
lenas, de tal manera gracioso y viril, que más se asemejan a efebos 205 y
Antinous, de perversa memoria, que a matronas de tan directa progenie
latina. Todavía convendréis con nosotros en la inoperancia de las largas
trenzas por acá, si atendiereis a lo que más atrás quedó dicho; puesto que
los doctores de Sáo Paulo no derriban a sus requeridas por la fuerza,
sino que a cambio de oro y de langostas, las dichas melenas son lo de
menos, acrecentando aún que así amáinanse los males, que tales melenas
acarretan, al ser morada y pasto habitual de insectos harto dañinos, como
entre vosotras es dado.
Pues no contentas con haber aprendido de Francia las sutilezas y li­
cencias de la galantería a la Luis XV, las doñas paulistanas importan de
las regiones más inhóspitas, los aditamentos del sabor, ya fueren piececillos
nipones, rubíes de la India, desplantes norteamericanos y muchas otras
sabidurías y tesoros internacionales.
Ya ahora os hablaremos, maguer someramente, de una nítida horra de
señoras originarias de Polonia 206 que por acá moran e imperan gene­
rosamente. Son ellas harto alentosas en el porte y más numerosas que las
arenas del mar océano. Como vosotras, señoras Amazonas, tales damas
forman un gineceo; estando los hombres que en las casas de ellas habitan,
reducidos a esclavos y condenados al vil oficio de servir. Y por ello no se
les llama hombres, sino que responden a la voz bastarda de maniblajes;
y son asaz corteses y silentes, y siempre el mismo indumento circunspecto
trajean.
Viven estas damas encastilladas en un mismo local al que llaman por
acá de cuadra, y aún de pensiones o “manzana de tolerancia”; haciendo
hincapié que la postrera de estas expresiones no tendría cabida por indina
en esta noticia sobre las cosas de Sáo Paulo, si no fuera por nuestra
vehemencia en ser exactos y conocedores. No obstante si, como vosotras,
forman estas queridas señoras un clan de mujeres, mucho de vos se apar­
tan en lo físico, en el género de vida y en los ideales. Así os diríamos
pues, que viven de noche, y si no se dan a los quehaceres de Marte ni
queman el diestro seno, cortejan a Mercurio solamente; y en cuanto a los
senos, déjanlos envueltos, a manera de gigantescos y flácidos pomos,
que si no les aumentan donaire, sírvenles para numerosos y arduos tra­
bajos de excelente virtud y prodigiosa excitación.
Aún difiéreles el físico, un tanto cuanto monstruoso, empero de amable
monstruosidad, por tener el cerebro en las partes pudiendas y, como tan
bien es dicho en lenguaje madrigalesco, el corazón en las manos.
Hablan numerosas y harto rápidas lenguas; son viajadas y educadísimas;
siempre todas obedientes por igual, maguer ricamente dispares entre sí,
cuales rubias, cuales morenas, cuales flacas-con-todo, cuales rotundas; y
de tal suerte abundantes en número y diversidad, que mucho nos preo­
cupa la razón, del ser todas y tantas, originarias de un país solamente.
Añádase aún que a todas dáseles el excitante, y sin embargo injusto,
epíteto de “francesas”. Nuestra desconfianza estriba en que todas esas
damas no se originan de Polonia, maguer falten a la verdad, sino que son
iberas, itálicas, germánicas, turcas, argentinas, peruanas, y de todas las
partes fértiles de uno y otro hemisferio.
Mucho estimaríamos que participaseis de nuestra desconfianza, seño­
ras Amazonas; y que invitaseis a algunas de esas damas a morar en
vuestras tierras e Imperio nuestro, para que aprendierais con ellas un
moderno y más rendoso género de vida; que mucho hará abultar los te­
soros de vuestro Emperador. Y así mismo, si no quisiereis largar mano de
vuestra solitaria Ley, siempre la existencia de algunas damas entre vo­
sotras mucho nos facilitará el “modus in rebus” 207 cuando fuera nuestro
retorno al Imperio de la Selva-Espesa, cuyo nombre éste, por otra parte,
propondríamos se mudase para Imperio de la Mata Virgen, más condiciente con la lección de los clásicos.
Todavía para concluir negocio tan principal, hemos por bien de adver­
tiros de un peligro que esa importación acarretaría si no aceptaseis a
algunos doctores pudientes en los límites del Estado, mientras de él
estemos apartados. Con ser estas damas harto fogosas y libres, bien pu­
diera pesarles en demasía el secuestro inconsecuente en que vivís, y, por
no perder ellas las ciencias y secretos que les dan el pan, bien podrían
llegar al extremo de usufructuar a las fieras bestias; los saraguates, los
elefantuscos-tapires y los sagaces candirás. Y mucho más aún nos pesaría
en la conciencia y sentimiento noble del deber; que vosotras, súbditas
nuestras, aprendiereis de ellas ciertos abusos, tal como sucedió con las
compañeras de la gentil declamadora Safo en la rósea isla de Lesbos
— vicios éstos que no soportan crítica a la luz de las posibilidades huma­
nas, y mucho menos al escalpelo de la rígida y sana moral.
Como veis pues, asaz hemos aprovechado esta posada en ilustre tierra
de pioneros 208, y si no descuidamos el talismán nuestro, por cierto tam­
bién, no ahorramos esfuerzos ni vil metal, en aprender las cosas más
principales de esta eviterna civilización latina, para que iniciemos cuando
sea nuestro retorno a la Mata-Virgen, una serie de mejoramientos, los que
mucho nos facilitarán la existencia, y difundirán más nuestra prosapia
de nación culta entre las más cultas del Universo 209. Y por ello ahora os
diremos algo sobre esta noble ciudad, puesto que pretendemos erigir una
igual en vuestros dominios e Imperio nuestro.
Está Sao Paulo construida sobre siete colinas, a la manera tradicional
de Roma, la ciudad cesárea, “cápita” de la Latinidad de la que proveni­
mos; y bésale los pies la grácil e inquieta linfa del Tieté. Las aguas son
magníficas, los aires tan amenos cuanto a los de Aquisgrán o Amberes,
y el área arbórea tan les es igual en salubridad y abundancia, que bien se
podría afirmar, al requintado modo de los cronistas, que de tres AAA se
genera espontáneamente la fauna urbana.
Ciudad bellísima, y grata su convivencia. Toda entrecortada de calles
hábilmente estrechas e invadidas de faroles graciosísimos y de rara es­
cultura; disminuyendo con astucia el espacio, de forma tal que en dichas
arterias no cabe la población. Así se obtiene el efecto de un gran colmo
de gentes, cuya estimativa puede ser aumentada a voluntad, lo cual es
propicio a las elecciones 210 que son invención de los inimitables mineiros,
al mismo tiempo que los ediles disponen de largo asunto con lo cual ganan
días honrosos y la admiración de todos, en surtos de elocuencia del más
puro estilo y sublimada labor.
Las dichas arterias están recamadas de rebotantes papelillos y velívagas
cáscaras de frutas; y en principal de un finísimo polvo, muy danzarín por
cierto, en el que se esparcen diariamente mil y un especímenes de voraces
macrobios 211, que diezman a la población. De dicho modo resolvieron,
nuestros mayores, el problema de la circulación; puesto que tales insectos
devoran las mezquinas vidas de la ralea; e impiden el cúmulo de desocu­
pados y obreros; y así se conserva el mismo número de gentes. Y no con­
tentos con que dicho polvo sea levantado por el andar de los pedestres
y por rugientes máquinas a las que llaman “automóviles”, “trenes de
tranvía” (algunos emplean la palabra tranvía de Bondes, voz espuria,
venida ciertamente del inglés), contratan los diligentes ediles, unos
antropoides, monstruos hipocentáureos índigos y monótonos, a los que
engloba el título de Limpieza Pública; que “per amica silencia lunae”,
cuando cesa el movimiento e inocuo descansa el polvo, salen de sus
mansiones, y, con los rabos giratorios a modo de escobas cilindricas,
haladas por mulares, desprenden del asfalto el polvo y sacan a los insectos
del sueño, y concítanlos a la actividad con largos gestos y gritería asusta­
dora. Estos quehaceres nocturnos son discretamente conducidos por pe­
queñas luces, dispuestas de tramo en tramo, de manera que permanece
la casi total obscuridad, para no perturbar éstas los trabajos de malhe­
chores y ladrones.
La copiosidad de éstos figúrasenos realmente excesiva; y tenemos que
son la única usanza que no es coadunada a nuestro temperamento, de
natural ordenado y pacífico. Empero, lejos de hacer cualquier reproche
a los administradores de Sao Paulo, pues sabemos muy bien que para los
valerosos Paulistas, son apacibles tales malhechores y sus artes. Son los
Paulistas gente ardorosa y envalentonada, y muy afecta a las agruras de
la guerra. Viven en combates singulares y colectivos, todos armados de
la cabeza a los pies; así, asaz numerosos son los disturbios por acá, en los
que, no es raro, caen tumbados en la arena de lidia centenas de millares
de héroes-pioneros, llamados bandeirantes.
Por el mismo motivo, Sao Paulo está dotada de harto aguerrida y
numerosa Policía, que habita blancos palacios de costosa ingeniería. A
esa Policía compete aún equilibrar los excesos de la riqueza pública,
como si no desvalorizara el oro incontable de la Nación; y tal diligencia
se emplea en ese afán, que por todas partes devora los dineros nacionales,
ya sea en paradas y lucidos ropajes, ya sea en gimnasias de la recomen­
dable Eugenia, que todavía no tuvimos el placer de conocer; ya sea
finalmente atacando a los incautos burgueses que regresan de su reatro,
de su cine, o de dar su vuelta en automóvil por los amenos vergeles que
circundan la capital. A esa Policía aún le compete divertir a la clase do­
méstica paulistana; para su lustre dígase que lo hace con el diariero
solícito, en parques, construidos “ad hoc”, tales como el parque Don
Pedro Segundo 212 y el Jardín de la Luz 213. Y cuando las cifras de esa
Policía abultan, son sus hombres enviados a las latitudes remotas y menos
fértiles de la patria, para ser devorados por gavillas de gigantes antropó­
fagos, que infestan nuestra geografía, en la tarea sin gloria de echar por
tierra Gobiernos honestos, y de pleno gusto y anuencia popular, como se
deduce de las urnas y de los ágapes gubernamentales. Estos sediciosos
atrapan policías, ásanlos y cómenlos al modo alemán, y las osamentas
caídas en estéril tierra son excelente abono de futuros cafetales.
Así tan bien organizados viven y prosperan los Paulistas en el más
perfecto “orden y progreso” 214, y no les es escaso el tiempo para construir
generosos hospitales, atrayendo para acá a todos los leprosos sudameri­
canos 215, Mineiros, Paraibanos, Peruanos, Bolivianos, Chilenos, Para­
guayos, quienes, antes de ir a morar en esos lindísimos leprosarios, y ser
servidos por doñas de dudosa y decadente beldad — siempre doñas!—
animan las carreteras del Estado y las calles de la capital, en garridas
comitivas ecuestres o en maratones soberbios que son el orgullo de nuestra
raza deportiva, en cuya presencia pulsa la sangre de las heroicas bigas y
cuadrigas latinas!
Empero, señoras mías! Mucho nos resta aún por este grandioso país
de enfermedades e insectos por doquier!. . . Todo pasa en un descalabro
sin comedimiento, y estamos corroídos por el morbo y por los miriápodos!
En breve seremos nuevamente una colonia de Inglaterra o de América
del N orte!. . . Por eso y para eterno recuerdo de estos Paulistas, que son
la única gente útil del país, y por ello llamados Locomotoras 216, nos dimos
al trabajo de metrificar un dístico en el que se encierran los secretos de
tanta desgracia:
" mucha tambocha y poco bizcocho,
luchas son que al Brasil dejan mocho” .
Este dístico fue lo que tuvimos por bien escribir en el libro de Visi­
tantes ilustres del instituto Butantán 217, cuando fue nuestra visitación a
este famoso establecimiento en Europa.
Moran los Paulistanos en altivos Palacios de cincuenta, cien y más
pisos, a los que, en épocas de gestación invaden unas nubes de mos­
quitos zancudos, de variada especie, muy al gusto de los nativos, picando
hombres y señoras con tanta propiedad en sus distintivos, que no necesitan
éstos de las cáusticas ortigas para los masajes excitativos, tal y como entre
los selváticos es uso. Los zancudos se encargan de esta faena; y obran
tales milagros que, en los barrios miserables, surge anualmente una ine­
narrable multitud de bachiches y tanitas bulliciosos, a los que llamamos
“italianitos” 218; destinados a engrosar las fábricas de los áureos potentados
y a servir como ilotas el descanso aromático de los Cresos.
Estos y otros multimillonarios son los que irguieron en torno a la urbe
las doce mil fábricas de seda, y en los retiros de ella los famosos Cafés
mayores del mundo, todos con tallas de jacarandá chapeada en oro, con
dejas de falsas tortugas.
Y
el Palacio de Gobierno es todo de oro, a hechura de los de la Reina
del Adriático; y en carruajes de plata, forrados de pieles finísimas, el
Presidente, que mantiene muchas esposas, pasea, al caer la tarde, son­
riendo vagaroso.
De otras y muchas grandezas os podríamos ilustrar, señoras Amazonas,
si no fuera el prolongar demasiado esta epístola; todavía, con afirmaros
que ésta es, sin sombra de duda, la más bella ciudad terráquea, mucho
habremos hecho en favor de estos hombres de buena pro. Empero se nos
caerían las faces si ocultáramos en el silencio una curiosidad original de
este pueblo. Ora sabréis que su riqueza de expresión intelectual es tan
prodigiosa, que hablan en una lengua y escriben en otra 219. Así que en
llegando a estas regiones hospitalarias dímosnos al trabajo de enterarnos
de la etnología de la tierra, y entre tanta sorpresa y asombro que se nos
deparó, no fue de las menores, por cierto, tal originalidad lingüística. En
las conversaciones utilízanse los Paulistanos de una jerigonza bárbara y
multifacética, crasa de factura, e impura en lo vernáculo, mas que no
deja de tener su saber y fuerza en las apostrofes, y también en las voces
del juguetear. De éstas y aquéllas nos enteramos, con solicitud; y nos
será grata empresa enseñároslas ahí llegando. Mas si de tan despreciable
lengua se utilizan en la conversación los naturales de esta tierra, tan
luego toman la pluma se despojan de tantas asperezas, y surge el Hombre
Latino, de Linneo, expresándose en otro lenguaje, muy próximo del virgiliano, y al decir de un panegirista, idioma de meguez, que, con impere­
cedera gallardía, intitúlase: lengua de Camoes! De tal originalidad y ri­
queza os ha de ser grato tener ciencia cierta, y más aún os espantaréis con
saber que a la gran y casi total mayoría ni esas dos lenguas bastan, sino
que se enriquecen del más legítimo italiano, por más musical y gracioso,
y que en todos los rincones de la urbs es versado. De todo nos enteramos
satisfactoriamente, gracias a los dioses; y muchas horas hemos ganado
conjeturando sobre la Z del término Brazil y la cuestión del pronombre
“se” 220. Otrosí, hemos adquirido muchos libros bilingües, llamados “tumba-burros”, y el diccionario Pequeño Larousse; y ya estamos en condi­
ciones de citar en el original latino muchas frases célebres de los filósofos
e de los textículos de la Biblia.
En fin, señoras Amazonas, habréis de saber aún que a estos progresos
y lúcida civilización han elevado esta gran ciudad sus mayores, también
llamados políticos. Con dicho apelativo desígnase una raza refinadísima
de doctores, tan desconocidos de vosotras, que los diríais monstruos.
Monstruos son en verdad, empero en la grandiosidad incomparable de la
audacia, de la sapiencia, de la honestidad y de la moral; y sin embargo
aunque con los hombres se parezcan, origínanse ellos de las reales HarpíasGüirá-Guazú y muy poco tienen de humanos. Obedecen todos a un em­
perador, llamado Papá Grande 221 en la jerga familiar, y que habita en la
oceánica ciudad de Rio de Janeiro — la más bella del mundo, en opinión
de todos los extranjeros, y que por mis propios ojos verifiqué.
Finalmente, señoras Amazonas, y muy amadas súbditas, asaz hemos
sufrido y soportado arduos y constantes pesares, después de que los de­
beres de nuestra posición nos apartaron del Imperio de la Mata-Virgen.
Por acá todo son delicias y venturas, maguer ningún gozo tengamos ni
ningún descanso en cuanto no recuperemos el perdido talismán. Hemos
de repetir mientras tanto que nuestras relaciones con el doctor Venceslao
son las mejores posibles; que las negociaciones están entabladas y perfec­
tamente encaminadas; y bien podríais enviar de antemano las albricias
que anunciamos con anterioridad. Con poco vuestro abstemio Emperador
se contenta; si no pudiereis enviar doscientas trajineras llenas de granos
de cacao, mandad cien, o al menos cincuenta!
Recibid la bendición de vuestro Emperador y más salud y fraternidad.
Acatad con respeto y obediencia estas mal trazadas líneas y, principal­
mente, no os olvidéis de las albricias y de las polonesas, que de tanto
menester habremos.
Ci guarde a Vuestras Excelencias,
M
a c u n a ím a
,
Imperator.
X
PAUI'PÚDOLE
Venceslao Pietro Pietra quedó muy enfermo con la soba y estaba todo
enguatado en ramas de algodón. Pasó meses en la hamaca. Macunaíma
no podía ni dar paso para recuperar la muiraquitán ahora guardada
dentro del caracol 222 y bajo el cuerpo del gigante. Imaginó botar unos
comejenes en las chinelas del otro, porque, según eso, trae muerte, pero
Piaíma tenía el pie hacia atrás y no usaba babuchas. Macunaíma estaba
molesto con aquel ata y desata y se pasaba el día en la hamaca masti­
cando cazabe-blando entre largas libaciones 223 de aguardiente-caña.
Por ese tiempo vino a pedir posada a la pensión el indio Antonio 224,
santo famoso con la compañera suya, doña Madre de Dios. Visitó a Ma­
cunaíma, hizo un discurso y bautizó al héroe ante el dios que habría
de venir y que tenía forma ni bien de pez aunque tampoco de tapir.
Fue así que Macunaíma entró a la religión Caraimoñaga que andaba ha­
ciendo furor por la Tierradentro de Bahía.
Macunaíma aprovechaba la espera perfeccionándose en las dos lenguas
de la tierra, el brasileño hablado y el portugués escrito. Ya le sabía el
nombre a todo. Una vuelta fue día de la Flor 225, fiesta inventada pa que
los brasileños fueran caritativos y había tantos mosquistos carapanás que
rajó del estudio y se fue a la ciudad a refrescar las ideas. Fue y vio
una exageración de cosas. Paraba en cada escaparate y examinaba dentro
de él aquella porción de monstruos, tantos que hasta parecía la sierra del
Ereret donde todo se refugió cuando la gran crecida inundó el mundo 226.
Macunaíma paseaba y volvía a pasear y se encontró a un cuñataí con un
jacubo de junco cargadito de rosas. La mocica hizo que parara y le puso
una flor en la solapa suya, diciendo:
— Cuesta un-milagro.
Macunaíma se puso recontra-contrariado porque no sabía cómo se lla­
maba ese agujero de la máquina ropa donde la cuñataí le enjaretó la flor.
El agujero se llamaba ojal. Imaginó averiguando bien en la memoria,
pero nunca de los nuncas había oído en verdad el nombre de aquel,
agujero. Quiso llamar aquello de agujero pero luego vio que se confun­
día con los otros agujeros de este mundo y quedó con vergüenza ante
la cuñataí. “Orificio” era palabra que las gentes escribían pero nunca
a nadie se le oía decir “orificio”. Después de mucho piense y piense supo
que no había medios para descubrir el nombre de aquello y se dio cuenta
que de la Rúa Direita donde se topó con la cuñataí ya había ido a parar
adelante de Sao Bernardo, pasandito nomás de la morada del Maese
Cosme. Entonces se volvió, pagó a la joven y le dijo jetón jetón:
— Usté me anda preparando un día como la piel de Judas! No me
vuelva a poner flor en este. . . en este manchaypuito 227, doña!
Macunaíma era desbocado de una vez por todas. Había dicho un pala­
brón muy puerco, harto! La cuñataí no sabía que puito era una leperada
y mientras el héroe volvía de luna con lo sucedido pa la pensión, se
quedó riendo, encontrándole la gracia a la palabra. “P uito. . . ” decía ella.
Y repetía rechistoso: “Puito. . . Puito. .
Pensó que era moda. Enton­
ces se puso a decirle a toda esa gente que si querían que les botara una
rosa en el puito. Unos querían y otros no quisieron, la otras cuñataís
escucharon la palabrita, la repitieron y “puito” pegó. Nadie más decía
ojal o boutonnière por ejemplo; sólo puito y puito se escuchaba.
Macunaíma anduvo hecho un vinagre una semana sin comer sin ju­
guetear y sin dormir sólo porque deseaba saber las lenguas de la tierra.
Se acordaba de preguntar a los demás cómo era el nombre de aquel agu­
jero pero tenía vergüenza de que fueran a pensar que era ignorante, y
mejor chitón.
Por fin llegó el domingo-chingolingo pie-de-cachimbolimbo 228 que era
día de la Cruz del Sur, nuevo día de fiesta inventado por los Brasileños
para descansar un poco más. De mañana hubo desfile en el barrio de
la Mooca, al medio día una misa al aire libre en el Corazón de Jesús,
allá tipo cinco un desfile de carros alegóricos y batalla de confetis en la
avenida Rangel Pestaña y de noche, después de la manifestación de los
diputados y desempleados por la calle Quince, se iba a estallar fuegos
artificiales en el Ipiranga 229. Entonces para solaz y esparcimiento Macu­
naíma se fue al parque a ver castillos y toritos de fuegos artificiales.
No había terminado de salir de la pensión y ya se había topado con
una cuñá clarísima, rubita, pura hijita-de-la-mandioca, toda de blanco
y sombrero de jipijapa rojo cubierto de margarititas. Se llama Fraulein 230
y siempre carecía de protección. Se amancornaron y se allegaron allá. El
parque era una bonitura. Había tantas máquinas fuentes-brotantes mez­
cladas con la máquina luz eléctrica que el uno se recagaba en el otro
para aguantar la admiración. Eso hizo la doña y Macunaíma le chapurreó
dulcemente:
— M aní. . . hijita de la yuca. . .!
Pues entonces la alemancita llorando conmovida se viró y le preguntó
a él si la dejaba clavar aquella margarita en el puito suyo. Primero el
héroe quedó muy aturdido, harto! y quiso enojarse pero después ató cabos
y se dio cuenta que había sido muy inteligente. Macunaíma dio una
carcajadota.
Pero el caso es que “puito” ya había entrado hasta en revistas que
estudiaban a conciencia los idiomas escritos y hablado y ya estaba más
aceptado que por las leyes de la catalepsia elipsis síncope mentonimia
metafonía metátesis proclisis prótesis aférisis apócope haplología etimo­
logía popular y todas esas leyes; la palabra “ojal” vino a dar “puito” por
medio de una palabra intermediaria, la voz latina “raboenitius” (ojalraboenitius-puito) de forma tal que rabonito, aunque no encontrada en
los documentos medioevales, afirman los doctos que en verdad existió,
siendo de uso corriente en el sermo vulgaris.
En ese momento un mulato de la mayor mulatería 231 se trepó a una
estatua y principió un discurso entusiasmado explicando a Macunaíma
lo que era el día de la Cruz del Sur. En el cielo descampado de la noche
no había ni una nube ni Capei. Uno podía divisar a los conocidos, los
padres-de-los-árboles los padres-de-las-aves los padres-de-las-cazas y pa­
rientes manos padres madres tías cuñás cuñataís y cuñadas, todas esas
estrellas guiñaguiñando felizotas en esa tierra sin mal, donde había mu­
cho bizcocho y poca tambocha, allá en el firmamento. Macunaíma pelaba
la oreja muy agradecido, concordando con la larga perorata que el dis­
cursante hacía para él. Sólo después de mucho apuntar el hombre y
mucho describir fue que Macunaíma percibió lo que el tal Crucero era,
ya que esas cuatro estrellas sabía muy bien que se trataban del Padre de
Paují, alojadas en el camperío de los cielos. Le dio rabia la mentira del
mulato-imitamicos y berreó:
— No es así!
— . . .Señores míos — discursaba el otro— , aquellas cuatro estrellas
rutilantes como lágrimas ardientes, en el decir del sublime poeta, son el
sacrosanto y tradicional Crucero que. . .
— Así no es!
— Psiu!
— . . . el símbolo m ás. . .
— No es así!
— Apoyados
— Fuera!
— Psiu!. . . Psiu!
— . . . más su-sublime y maravilloso de nuestra ama-mada patria es
aquel misterioso Crucero lucífero q u e. . .
— No es así!
— . . . ve-véis con. . .
— Non ti burles!
— . . . sus. . . cu a. . . tro claras lentejuelas de p la t. . .
— No es así!
— No es así! — gritaban también los demás.
Con tanta algarabía el mulato se desnorteó y todos los presentes ani­
mados por el “No es así” del héroe andaban con muchas ganas de armar
trifulca. Pero Macunaíma vibraba de tan alebrestado que ni cuenta se
dio. Saltó arriba de la estatua y principió por contar la historia del Padre
del Paují. Que era más o menos así:
— Está mal contado! Muy señores y señoras mías! Aquellas cuatro es­
trellas de ahí son el Padre de Paují! Juro que es el Padre del Paují, mis
amigos, que posa por el vasto campal de los cielos!. . . Eso fue en tiempos
en que los animales ya no eran hombres y sucedió en el gran mato Fulano.
Había una vez dos cuñados que vivían muy lejos uno del otro. Uno se
llamaba Camán-Pabinque y era un yerbaterajo. Una vuelta el cuñado
de Camán-Pabinque se adentró en el mato por el amor de cazar un
poquito. Los andaba haciendo y se topó con Pauí-Pódole y su compadre
cocuyo Camaiguá. Y Pauí-Pódole era el Padre de Paují. Estaba trepado
en el gajo alto de un vucapuá, descansando. Entonces, el cuñado del
chamán regresó al cabañal y le platicó a la compañera suya que se había
topado con Pauí-Pódole y su compadre Camaiguá 232. Y el Padre del Pau­
jí en tiempos muy de endenantes ya había sido gente como nosotros. Más
a mi favor, dijo el hombre, había querido matar a Pauí-Pódole con la cer­
batana pero no alcanzó el gajo alto del Padre del Paují en la vucapúa 233.
Entonces agarró la flecha hecha de paracuúba con punta de guádua y se
fue a pescar zamurito. Luego Camán-Pabinque llegó a la cabaña del
cuñado y le dijo:
”— Mana, ¿qué fue lo que su compañero le contó a usté?
’’Entonces la mana le contó todo al curandero y que Pauí-Pódole es­
taba trepado en la enramada de la vucapúa, con su compadre el cocuyo
Camaiguá. Al otro día de mañanita Camán-Pabinque salió de camuatí
suyo y halló a Pauí-Pódole graznando en la vucapúa. Entonces el yerba­
terajo se convirtió en la tocandira Ilag y fue subiendo por el tronco, pero
el Padre del Paují divisó a la hormigona y sopló un fuerte pío. Batió
tamaño ventarrón que el hechicero se desbarajustó del palo, cayendo
en las chamizas del soto-bosque. Entonces se transformó en la tacurí
Opalá menorcita y se fue subiendo otra vez, pero Pauí-Pódole volvió a
mirujear a la hormiguita, sopló y se vino un vientecito haciendo brisa que
sacudió a Opalá hasta las andacaás de la soto-selva. Entonces CamánPambinque se convirtió en la lavapiés llamada Meg, pequeñita, subió
en la vucapúa, picó al Padre del Paují en el mero hoyito de la nariz,
enrolló el cuerpico y trayendo la cuestión entre las tenazas, zás! le chorreó
ácido-fórmico. Qué vaina ésa! Raza! En eso Pauí-Pódole tendió un vuelo
medio desperdigado por el dolor y estornudó lejos a Meg! El hechicerajo
ni aunque queriendo pudo salir más del cuerpo de Meg, del puro susto
que tomó. Y se quedó esa plaga más de la hormiguita-lavapiés con noso­
tros. . . Raza!
“Mucha tambocha y poco bizcocho,
luchas son que al Brasil dejan mocho 1”
”He dicho. . . Al otro día Pauí-Pódole se quiso ir a residir al cielo para
no padecer más con las hormigas de nuestra tierra, y así lo hizo. Le pidió
a su compadre luciérnaga lucir por el camino de enfrente con sus linternitas verdes iluminadas. El cocuyo Cunavá 234 sobrino del otro se fue al
frente alumbrando camino para Camigúa y le pidió a su mano Alúa que
se fuera al frente alumbrando a él también. El mano le pidió al papá,
papá le pidió a mamá, mamá pidió pa toda la ascendencia la descenden­
cia, al jefe-de-policía y al inspector de tolerancias 235 y tantos cuantos, una
nube de luciérnagas se fueron reluciendo por el camino unas a otras.
Así lo hicieron, gustaron de allá y siempre unas tras otras ya nunca más
volvieron del vasto campal de los cielos. Es aquel camino de luz atrave­
sando el espacio que de aquí se divisa. Pauí-Pódole arrevoló pal cielo y
allá se quedó. Raza! aquellas cuatro estrellas no es el Crucero, qué Cru­
cero ni qué ocho cuartos! Es el Padre del Paují! Es el Padre del Paují,
gentes! Es el Padre del Paují, Pauí-Pódole que posa por el vasto campal
de los Cielos!. . .
”Hay más nada” 236.
Macunaíma paró fatigado. En ese momento se irguió de la muchitanga
un largo runrún de felicidad haciendo relumbrar más aún a las personas,
los padres-de-los-pájaros los padres-de-los-peces los padres-de-los-insectos
los padres-de-los-árboles todos esos conocidos que paran por el camperío
del cielo. Y era inmenso el contento de aquella paulistanada mandando
ojos de asombro pa las gentes, pa todos esos padres de los vivos brillando
su morar en el cielo. Y todas esas apariciones de antes fueron gentes,
después fueron las visiones misteriosas que hicieron nacer a todos los
seres vivos. Y ahora son las estrellitas del cielo.
El pueblo se retiró conmovido, feliz, con el corazón lleno de explica­
ciones y repleto de estrellas vivas. Nadie se mortificaba ya, ni con el día
de la Cruz del Sur ni con las máquinas fuentes-brotantes mezcladas con
la máquina luz eléctrica. Fueron todos a casa a poner vellón debajo de
la sábana porque por haber jugado con fuego aquella noche de seguro
iban a orinar la cama. Se fueron todos a dormir. Y la oscuridad se hizo.
Macunaíma parado arriba de la estatua se quedó ahí solitario. También
conmovido. Miró a las alturas. Qué Crucero ni qué macanas! Era PauíPódole y se percibía retebién de aquí. . . Y Pauí-Pódole se estaba riendo
con él, agradecido. De repente pió tan largo y tendido que parecía trenecito. Pero no era tren, era pío y el soplido apagó todas las luces del
parque. Entonces el Padre del Paují movió un ala mansamente despidién­
dose del héroe. Macunaíma iba a agradecer, pero el pavo salvaje levan­
tando polvo de neblina largó en una carrera desparramándose por el vasto
campal de los cielos.
XI
L A VIEJA CEIUCÍ
Al otro día el héroe se despertó muy constipado. Era porque a pesar
del calurón de la noche había dormido con ropa por miedo a la vento­
lera 237 que agarra a los individuos que duermen desnudos. Pero estaba
muy campante por el éxito del discurso de la víspera. Esperó de comeansias los quince días de la enfermedad resuelto a contar más casos al
populacho. Pero cuando se puso bueno era de mañanita y quien cuenta
cuentos de día, rabo de jutía cría 238. Por eso convidó a los manos a cazar,
y así lo hicieron.
Cuando llegaron al bosque de la Salud 239 el héroe murmuró.
— Aquí sirve.
Puso a los manos en acecho, le prendió fuego al bosque y se quedó
también emboscado en espera de que saliera algún venado guataparo para
cazar. Pero no había ningún venado por allá cuando la quema acabó,
¿y ustedes creen que algún guataparo o algún guazubirá apareció? Largarto! Sólo salieron dos tristes ratas achicharradas. Entonces el héroe
venadeó a las ratas chamuscadas, se las comió y sin llamar a los manos
volvió pa la pensión.
Allegándose allacito arrejuntó a los vecinos, criados la encargada cuñás
dactilógrafos estudiantes burócratas, muchos empleados-públicos! todo ese
vecinderío y les contó que había ido a cazar en el mercado del Arouche 240
y mató dos. . .
— . . .guataparos no, no eran venados guataparos, eran dos venados
guazubirás que comí con los manos. Hasta venía trayendo un trocito pa
ustedes pero el pero es que entré en tenguerengue en la esquina, me caí
con todo y paquete y como que se los comió el comején 241.
Toda la gente se requetespantó con lo sucedido y desconfiaron del
héroe. Cuando Maanape y Yigué llegaron, los vecinos corrieron a pre­
guntarles si de veritas Macunaíma había cazado dos guazubirás en el
mercado del Arouche. Los manos se pusieron fuera de sus casillas porque
no sabían mentir y exclamaron irritadísimos.
— Qué guazubirás ni qué ojo de hacha! El héroe nunca mató venado!
No había ningún venado en la cacería! Cae más pronto un hablador que
un cojo! En cambio fueron dos ratas tatemadas lo que Macunaíma agarró
y comió.
Entonces la vecindad cayó en que todo era chanchullo del héroe, y
con mucha rabia entraron al cuarto suyo para recibir explicaciones.
Macunaíma estaba tocando una flautita hecha con canutillo de papayo.
Paró el soplido, aparó la boquilla de popotitos y se admiró muy tranquilo:
— Y ora, pa qué toda esta chusma y en mi cuarto!. . . Es malo pa la
salú, gente!
Todos juntos le preguntaron:
— ¿Qué fue en verdá lo que usté cazó, hérue?
— Dos guataparos.
Entonces los criados las cuñás estudiantes empleados-públicos, todos
esos vecinos principiaron por reírse de él. Macunaíma no dejaba de aparar
la boquilla de la flautita. La encargada cruzada de brazos sermoneó así:
— Pero, mis cuidados, pa qué anda diciendo usté que fueron dos ve­
nados en vez de dos ratas chamuscadas!
Macunaíma le fijó los ojos y respondió:
— Mentí 242.
Todos los vecinos quedaron con cara de André 243 y cada uno fue sa­
liendo despaciote. Y André era un vecino que andaba siempre con la
cara de palo. Maanape y Yigué miraron con envidia por la inteligencia
del mano. Maanape aún le dijo:
— Pero pa qué mintió usté, hérue!
— No fue queriendo. . . quise contarles lo que le había pasado a uno
cuando me di cuenta, zás, ya estaba macaneando.
Hizo a un lado la flautita, agarró el güiro 244 expectoró y descantó.
Descantó la tarde enterita una moda tan melancólica pero tan melan­
cólica que los ojos suyos lloraban a cada estrofa. Paró porque los sollozos
no lo dejaban continuar. Largó el güiro. Allá afuera, la vista bajo la
cerrazón era una tristumbre al alicaer de la tarde. Macunaíma se sintió
desinfeliz y lo agarró la macacoa por Ci, la inapreciable. Llamó a los
manos pa consolarse juntos. Maanape y Yigué llegaron a sentarse a su
lado en la cama suya y los tres hablaron largo y tendido de la Madre de
las Matas. Y desperdigando morriña hablaron de morros matos sabanas
cielos encapotados dioses y barrancas traicioneras del Uraricoera. Fue
allá donde habían nacido y reído por primera vez en los chinchorros.
Recargados en las hamacas-maquiras allá por el desyerbado del mocambo,
el güiri-güiri de los güirás 245 gorjeaba que no les alcanzaba el día y eso
que eran más de quinientas familias de güirás. . . Cerca de quince veces
mil especies de animales ensombrecían el mato de tantos millones de
árboles que no había cuenta posible. . . Una vuelta un hombre blanco
y barbado trajo de la tierra de los ingleses, dentro de un morral gótico,
la gripe que hacía que Macunaíma llorara y los acatarrara tanto con su
morriña. Y la gripe se había ido a vivir al antro de las hormigas mumbucas reteprietas. En el oscurerío, el calor se amansaba como saliendo del
agua; para trabajar se cantaba; nuestra madre quedó convertida en un
terso teso en el lugar llamado Padre de la Tocandeira. . . Ay, qué flo­
jera. . . Y los tres manos sintieron cerquita el cuchicheo del Uraricoera!
Uy! qué bueno era por allá. . . El héroe se tiró atrás llorando echadote
en la cama.
Cuando las ganas de llorar se fueron, Macunaíma espantó a los mos­
quitos y quiso distraerse. Se acordó de ofender a la madre del gigante
con una leperada nuevecita venida de Australia. Transformó a Yigué en
la máquina teléfono pero el mano aún andaba muy confundido con el
caso de la mentira del héroe así que no hubo medios para comunicar.
El aparato andaba descompuesto. Entonces Macunaíma fumó habas de
paricá 246 para pipiscar sueños sabrosos y se adormeció rebién.
Al otro día se acordó que necesitaba vengarse de los manos y resolvió
tenderles una. Se levantó de madrugada y fue a esconderse al cuarto de
la encargada. Jugueteó para hacer tiempo. Después volvió hablando ja ­
deado pa los manos:
— Oigan manos, hallé rastro fresco de tapir mero en frente de la Bolsa
de Valores!
— Que qué decís, perdiz!
— Pos que sí, quién lo iba a decir!
Nadie aún había matado tapir por la ciudad. Los manos salieron des­
pavoridos y fueron con Macunaíma a matar al bicho. Llegaron allá, prin­
cipiaron por procurar el rastro entre aquel mundón de gentes comer­
ciantes revendedores bajistas matarazzos-italorricachones que viendo a los
tres manos curvados por el asfalto procurando comenzó campeando tam ­
bién, todo aquel mundón de gente. Buscaban rebuscaban, ¿y usted en­
contró? así ellos! Entonces preguntaron a Macunaíma:
— ¿Adonde es que usté encontró rastro de tapir? Aquí no hay rastro
ninguno!
Macunaíma no dejaba de campear diciendo siempre:
— Tatapé, dzónanei pemonéite héhé zeténe netaíte.
Y los manos regatones zánganos merchachifles magdalenas 247 y magyares recomenzaban la procura del rastro. Cuando se cansaban paraban
para preguntar, y Macunaíma campeando siempre repetía:
—Tatapé, dzónanei pemonéite héhé zeténe netaíte.
Y todo aquel mundón de gente procurando. Era cerca de la noche
cuando pararon descorazonados. Entonces Macunaíma se disculpó:
— Tatapé, dzónanei perno. . .
Ni lo dejaron que acabara, preguntándole todos lo que significaba aque­
lla frase. Macunaíma respondió:
— Sepa. Aprendí esas palabras desde tiernito allá en casa.
Y todos se calentaron mucho. Macunaíma se apartó con disimulo y
diciendo:
— Calma gentes! Tatápe héhé! No dije que hay rastro de tapir. No.
Dije que había! Ahora ya no hay nada.
Fue peor. Uno de los comerciantes se enojó de veras y el reportero que
estaba al lado suyo viendo al otro con bronca se enojó también por demás.
— Eso no es justo! Pues uno entonces se la pasa trabajoseando para
ganarse el pan-nuestro y zás! un individuo lo sonsaca a uno el día entero
del trabajo sólo pa campear rastro de tapir!
— Discúlpeme, joven, pero yo no le pedí a nadie que buscara rastro!
Mis manos Maanape y Yigué fueron quienes anduvieron pidiendo, yo no!
Es culpa de ellos!
Entonces la chusma que ya estaba muy cabrera se volteó contra Maa­
nape y contra Yigué. Y todos, y eran muchos! andaban con ganas de
armar una trifulca. Entonces un estudiante se subió en la capota de un
auto y discurso contra Maanape y contra Yigué. La chamuchina ya se
estaba haciendo mala sangre.
— Señores míos, la vida de un gran centro urbano como Sao Paulo ya
obliga a una intensidad tal de trabajo que ya no es permitido dentro del
magnífico engranaje de su progreso el paso, aun siquiera momentáneo,
de seres inocuos. Yergámosnos todos en una sola voz contra los miasmas
deletéreos que maculan nuestro organismo social y ya que el Gobierno
cierra los ojos y malversa los cofres de la Nación, seamos nosotros mismos
los justiciadores. . .
— Lincha! Lincha! —la turba empezó a gritar.
— Qué Licha ni qué nada! — exclamó Macunaíma doliéndose al cas­
tigo por los manos.
Y
todos se voltearon contra él otra vez. Y ahora ya estaban enojadísi­
mos. El estudiante continuaba para s í:
— . . . y cuando el trabajo honesto del pueblo es perturbado por un
desconocido. . .
— Que qué! a mí ninguno me ningunea! —berreó Macunaíma deses­
perado por la patochada.
— Usted!
— No lo soy, jijos!
— Es!
— Largo! váyase a ver si los pericos maman, joven! Desconocida es la
señora madre suya, oyó! — y volteando hacia la mengambrea— : Qué es
lo que se están pensando, eh! No, no tengo miedo! Ni de uno de dos
ni de diez mil y en un ratito arraso aquí con todo esto!
Una magdalena que estaba frente al héroe, viró hacia un comerciante
que estaba atrás de ella y se enojó.
— Dejá de franelear, atorrante!
El héroe estaba ciego de rabia, y pensó que era con él:
— Qué “dejá de franelear” es ése! si no estoy cachondeando a nadie,
doña metete!
— Lincha al franela!
— Pos vengan, flor de cabrones!
Y
avanzó hacia la multitud. El abogado quiso huir pero Macunaíma
le dio un puntapié en sus espaldas y entró el vulgo repartiendo zanca­
dillas y cabezazos. De repente vio enfrente a un hombre alto rubio y muy
lindo. Y el hombre era un paco. A Macunaíma le dio odio tanta bonitura
y asentó una bruta galleta en la ñata del paco. El carabinero berreó y
mientras hablaba una frase en lengua extranjera 248 agarró al héroe del
cogote.
— Prrreso!
El héroe se quedó helado.
— Preso, ¿por qué?
El policía le hizo segunda con una porción de cosas en lengua extran­
jera y lo detuvo firme.
— No estoy haciendo nada! — fue lo que el héroe murmuró con miedo.
Pero el paco no quiso conversa y fue bajando la laderita con todo el
gentío por atrás. Otro paco llegó y los dos hablaron muchas frases, hartas!
en lengua extranjera y por allá se fueron empujando al héroe ladera
abajo. Un testigo de todo contó lo sucedido para un señor que estaba en
el portal de una frutería y el señor apenado atravesó la multitud haciendo
que los pacos pararan. Ya era la calle Libero 249. Entonces el señor hizo
un discurso pa los pacos que no debían llevar preso a Macunaíma porque
el héroe no hizo nada. Se habían reunido montón de pacos pero nadie
entendió la perorata porque ninguno pescaba nada de brasileño. Las mu­
jeres lloraban con lástima del héroe. Los pacos hablaban por demás en
una lengua extranjera y una voz gritó:
— No pueden!
Entonces a la muchitanga le dio la gana de pelear otra vez y de todos
lados se oían gritos: “Larga!”. “No se lo lleven!”. “No pueden!”. “No
pueden!”, un despelote, “Suelta”. Un dueño de fundo estaba dispuesto
a hacer discurso insultando a la Policía. Los pacos no entendían nada y
gesticulaban, muy enmarañados hablando en lengua extranjera. Se formó
un desbarajuste terrible. Entonces Macunaíma se aprovechó de la balum­
ba y piernas pa qué las quiero! Venía un tranvía desbadajándose en la
carrera. Macunaíma se subió de palomita al tranvía y fue a ver cómo la
pasaba el gigante.
Venceslao Pietro Pietra ya comenzaba a convalecer de la soba que
apañó en la macumba. Hacía un calurón dentro de casa porque era hora
de cocinar polenta y afuera el fresco estaba bueno por causa del viento
pampero. Por eso el gigante con la vieja Ceiucí las dos hijas y los criados
tomaron unas sillas y se vinieron a sentar en la puerta de la calle para
disfrutar del fresquecito. El gigante aún no salía del algodón y estaba
como fardo caminando. Tal cual. Se sentaron.
El mi-chumí Chipi-chipi andaba añublando por el barrio y se encontró
a Macunaíma haciendo añagazas en la esquina. Paro y se quedó viendo al
héroe. Macunaíma se volteó:
— Qué nunca diablos vio!
— Qué es lo que usté anda haciendo por ahí, conocido!
— Estoy asustando al gigante Piaíma con su familia.
Chipi-chipi desembuchó:
— Cuál No ve que el gigante ni le tiene miedo!
Macunaíma encaró al paliducho mi-chumí y le dio rabia. Quiso pe­
garle pero recordó de memoria: “Cuando ande usté embraverdeciendo
cuente hasta tres antes de ponerse maduro”, contó y se amansó de nuevo.
Entonces secundó:
— ¿Quiere apostar? Hago rehago y garantizo que Piaíma se mete con
miedo de mí. Escóndase allá cerca pa escuchar sólo lo que hablan.
Chipi-chipi le avisó:
— Oiga, conocido, tome tiento con el gigante! Usté ya sabe de lo que
es capaz. Piaíma anda debilón debilón pero pajilla que tuvo ají guarda
el ardor. . . Si usté de veras no tiene miedo, apuesto.
Se convirtió en una gota y chispeó cerca de Venceslao Pietro Pietra con
la compañera las hijas y los criados. Entonces Macunaíma agarró la pri­
mera palabrota de la colección y la arrojó en la cara de Piaíma. El pala­
brón llegó de lleno pero Venceslao Pietro Pietra ni se incomodó, como
buen chancho. Macunaíma asentó otro garabato más feo en la caapora.
La ofensa llegó de lleno como para molestar pero nadie se dio por ente­
rado. Entonces Macunaíma lanzó toda la colección de leperadas y eran
diez mil veces diez mil ordinarieces. Venceslao Pietro Pietra dijo a la
vieja Ceiucí, bien bajito:
— Hay algunas que uno no conoce aún, guárdalas para nuestras hijas.
Entonces Chipi-chipi volvió a la esquina. El héroe se desgañitó:
— Tuvieron o no tuvieron miedo!
— Qué miedo ni qué nada, conocido! Hasta el gigante mandó guar­
dar las groserías nuevas pa que las hijas jugaran. De mí sí que tienen
miedo, ¿usté apuesta? Vaya allá cerca y oiga nomás.
Macunaíma se transformó en un zompopo que es el macho de la hor­
miga tambocha y se fue a enroscar en la rama de algodón que enguataba
al gigante. Chipi-chipi se montó en una neblina y cuando iba pasando
arriba de la familia soltó una orinadita al aire. Comenzó cribando una
tapayagua finita-finita. Cuando las gotas se vinieron cayendo el gigante
miró para una atrapada en la mano suya y tuvo pavor de tanta agua.
— Mirá, che, andá!
Y todos con mucho miedo se fueron corriendo hacia adentro. Entonces
Chipi-chipi se desapeó y le dijo a Macunaíma:
— ¿Está viendo?
Y así hasta hoy. La familia del gigante tiene miedo de pis de Chipi­
chipi pero de malas-palabras, nanay! 250
Macunaíma entonces quedó muy despechado y le preguntó a su rival:
— Dígame una cosa mariposa: usté conoce la lengua del len-péngua-pá? 251
— Nunca oí esa vaina!
— Pos entonces, rival: An-pan-dá-pá a la-pá mier-per-da-pá!
Pero estaba tan contrariado por haber perdido la apuesta que se acordó
de ir a dar una pescada. Pero no podía pescar ni de flecha ni con barbasco ni con conapí ni con jebe o ayaré ni con embudo de tronco hueco ni
con empalizadas de angostura ni con carrizo ni con arpón o nasa-mimbreña ni con fisga tortuguera ni con falsas frutas pal pacú ni con plo­
mada ni de serón de bejuco ni tridente ni con confín ni palangre ni de
medio-mundo cebo atarraya manga buitrón arco espinel jábega tilbe jamo
en penca de anzuelos en varas de cañaliega 252, todos esos utensilios cera
de abeja mandaguarí y los bagres mordían y se llevaban anzuelo y todo.
Pero había ahí cerca un Inglés pescando aimarás con anzuelo de verdad.
Macunaíma regresó a casa y le dijo a Maanape:
— Qué se va a hacer! Carecemos de tomar el anzuelo del Inglés. Voy
a virar aimará de mentiras pa engañar a don Bife 253. Cuando me pesque
y dé un golpe en mi cabeza entonces hago guác! fingiendo que morí.
Cuando me arroje en la serija usté le pide el pez más grande pa comer
y soy yo.
Así lo hizo. Se convirtió en la dicha tararira 254 y saltó a la laguna, el
Inglés la pescó y le golpeó la cabeza. El héroe gritó guác! Pero el pero
es que el Inglés quitó el anzuelo del gaznate del pez. Maanape se fue
viniendo y muy disimulado le pidió al Inglés:
— ¿No da un poco de pez pa mí, don Yes?
— All right. — Y le dio una sardina-rabo-de-candela.
— Ando padeciendo de hambre, don Inglés! déme un grandulón 255,
ándele! aquel gordito de la serija!
Macunaíma estaba con el ojo izquierdo durmiendo pero Maanape lo
reconoció rebién. Maanape era hechicero. El Inglés dio el aimará a
Maanape quien agradeció y se fue yendo. Cuando estaba legua y media
lejos la tararira se volvió Macunaíma otra vez. Y así tres veces. El Inglés
siempre quitando el anzuelo del gaznate del héroe-pez. Macunaíma le
secreteó al mano:
— Qué se va a hacer! Carecemos de tomar el anzuelo del Inglés. Voy
a convertirme en piraña de mentiras y arranco el anzuelo de la caña.
Se convirtió en una feroz piraña saltó a la laguna arrancó el anzuelo
y desvolteándose legua y media abajo otra vez en el lugar llamado Pozo
del Ombú donde había unas piedras repletas de letreros encarnados de
la gente fenicia, se sacó el anzuelo del gañote bien contento porque ahora
podía pescar pejerrey valentón aruaná cajaro cabeza-de-manteco, todos
esos peces. Los dos manos se iban yendo cuando escucharon al Inglés
hablándole al Uruguayo:
— Qué puedo hacer ahora! Ya no poseo más anzuelo pues la piraña
se lo tragó. Me voy pa vuestra tierra, conocido 25G.
Entonces Macunaíma hizo un gran gesto con los dos brazos y gritó:
— Espera un cachito, carapálida!2,7
El Inglés se devolvió y Macunaima sólo para embromarlo lo convirtió
en la máquina London Bank.
Al otro día dijo a los manos que se iba a pescar pecesotes al igarapé
Tieté. Maanape le advirtió:
— No vaya, hérue, que si no, se topa con la vieja Ceiucí mujer del
gigante. Se lo come, eh!
— Siempre han sido más bravos los tenajales que la cal! — fue lo que
Macunaima explicó. Y partió.
No bien lanzó la línea desde encima de una paranza cuando se fue
viniendo la vieja Ceiucí pescando con esparavel 258. La caapora vio la
sombra de Macunaima reflejada en el agua y lanzó de prisa la atarraya
pescando sólo sombra. El héroe ni le halló la gracia porque estaba tem­
blando de miedo; entonces, para agradecer, dijo así:
— Buenos días, mi agüe!
La vieja viró la cara pa lo alto y descubrió a Macunaima arriba del
entarimado 259.
—Venga acá, mi nieto.
— No, allá no voy 260.
— Entonces mando avispones.
Y así lo hizo. Macunaima arrancó un manojo de gordo-lobo y mató
a los avispones.
— Baje mi nieto, que si no, mando novatas!
Y así lo hizo. Las hormigas novatas se atenazaron en Macunaima y éste
cayó al agua. La vieja lo atarrayó, envolviendo al héroe en las mallas
y se fue a casa. Llegando allá puso el embrollo en la sala-de-visitas que
tenía una lámpara de mesa encarnada y fue a llamar a su hija mayor que
era rehabilidosa, pa que las dos se comieran el pato que había cazado.
Y el pato era Macunaima el héroe. Pero la hijorrona estaba muy ocupada
porque era retehabilidosa y la vieja para adelantar los quehaceres se fue
a hacer fuego. La Caapora poseía dos hijas y la más nueva, que no era
nada habilidosa y sólo solía suspirar, viendo a la vieja hacer fuego, des­
confió : “Má, cuando viene de pesca cuenta luego lo que pescó, y hoy
no. Voy a ver”. Desembrolló el esparavel y salió de él un mozo retesabroso.
El héroe dijo:
— Escóndame!
Entonces la moza que estaba muy bondadosa porque vivía desocupada
desde hacía tiempo, llevó a Macunaima pal cuarto y juguetearon. Ahora
se están riendo el uno para el otro.
Cuando el fuego quedó bien caliente la vieja Ceiucí vino con la hijorro­
na de los tiquis miquis pa desplumar el pato pero encontraron puro
esparavel. La Caapora se puso brava:
— Esto debe ser de mijita menor que es muy bondadosa. . .
Tocó en el cuarto de la moza gritando:
— Mijita menor, entregue ya mi pato que si no, arrojo a usté de la
casa mía por siempre de los siempres!
La joven quedó con miedo y mandó a Macunaíma tirar veinte mil
lucas por debajo de la puerta pa ver si contentaba a la golosa. Macunaíma
de puro miedo ya tiró cien que se convirtieron en muchas perdices lan­
gostas robalos frascos de perfume y caviar. La vieja golosa se atragantó
todo y pidió más. Entonces Macunaíma tiró un conto por debajo de la
puerta. El conto contó como más langostas conejos pacas champaña en­
cajes champiñones ranas y la vieja siempre comiendo y pidiendo con más
ganas. Entonces la moza bondadosa abrió la ventana que daba al Pacaembú
embutido en la soledad y dijo:
— Voy a decir tres adivinanzas, si usté atina lo dejo huir. ¿Qué es
eso de que: Es largo, acañonado y tiene agujero, entra duro sale blando,
satisface el gusto de la gente y no es palabra indecente?
— Ah! eso sí es indecencia!
—Tuturuto! es macarrón!
— Ahh. . . de veras!. . . qué chistoso, ¿no?
—Ahora, qué es eso de que: ¿Cuál es el lugar donde las mujeres tienen
el pelo más crespito?
— Uhmm, qué bueno! eso sí sé! es ahí!
— Lépero! Es en Africa, sabía!
— Muéstremelo, por favor.
— Ahora es la última oportunidad. Diga, qué es eso lo que:
Mano, vamos a hacer
aquello que Dios consiente:
arrejuntar pelo con pelo,
y dejar al pelado adentro.
Y Macunaíma:
— Ora! También eso quién no lo sabe! Pero acá entre nos y sin que
nadie nos oiga, usté es resinvergüenza, doña!
— Adivinó. ¿Que no es dormir juntando los pelos de las pestañas y
dejando el ojo pelado dentro lo que usté está imaginando? Pos si usté
hubiera acertado por lo menos una de las adivinanzas lo entregaba pa la
golosa de mi madre. Ande, huya sin hacer revuelo, seré expulsada, volaré
pal cielo. En la esquina encontrará unos caballos. Tome el castaño-escuro
que tanto pisa en lo blando como en lo duro 261. Ese es bueno. Si usté
oye a un pajarito gritando “Bauá! Bauá!” 262 entonces es la vieja Ceiucí,
no acuda. Ande, huya sin hacer revuelo, seré expulsada, volaré pal cielo!
Macunaíma agradeció y saltó por la ventana. En la esquina estaban
dos caballos, un castaño-escuro y otro cárdeno-plomizo. “Caballo cárdenoplomizo pa carrera Dios lo hizo” murmuró Macunaíma. Saltó en ese y
salió a galope. Camineó camineó camineó y ya cerca de Manaos iba co­
rriendo cuando el caballo se dio un hocicazo que arrancó suelo. En el
fondo del agujero Macunaíma divisó una cosa relumbrando. Cavó de
prisa y descubrió el resto del dios Marte, escultura griega hallada en
aquellos parajes de Araripe de Alencar aún en tiempos de la Monarquía,
según una Inocente-Palomita de veintiocho de diciembre descrita en el
diario Comercio do Amazonas 263. Estaba contemplando aquel busto ma­
canudo cuando oyó “Bauá! Bauá!” Era la vieja Ceiucí llegando. Macunaíma espoleó al cárdeno-plomizo y después ya cerca de Mendoza en la
Argentina casi se da un tropezón con un galeote que venía huyendo de
la Guayana Francesa264, llegó a un lugar donde unos padres estaban
melcochando. Gritó:
— Escóndanme, padres!
Los padres no bien habían escondido a Macunaíma en un jarrón vacío
cuando la caapora llegó montada en el tapir.
— ¿N o vio a mi nieto por aquí de pasaje en su caballito comiendo
forraje? 265
— Ya pasó.
Entonces la vieja se apeó del tapir y se montó en un caballo garzoalbino que nunca fue ni vino y prosiguió. Cuando viró la sierra de Paranaguara los padres sacaron a Macunaíma del jarrón, dieron a él un
caballo bayo-bajito que tan es bueno como bonito y lo mandaron rajar.
Macunaíma agradeció y galopó. Luego adelante se encontró con una
cerca de alambre pero era jinete: se dio una amarrada, embarró al penco
y arrejuntando las manos del animal caído con un fuerte jalón hizo que
el caballo girara y pasara debajo del alambre. Entonces el héroe saltó la
cerca y se arremontó de nuevo. Galopó-galopó-galopó. Pasando por Ceará
descifró los letreros rupestres de los indígenas del Arataña; en Rio Grande
do Norte costeando el cerróte del Cabello-ni-tiene descifró otro. En Paraíba, yendo de Manguape pa Bracamonte pasó en la Piedra-Labrada con
tanta inscripción que alcanzaba pa una novela. No leyó por culpa de las
prisas y ni la de la Barra del Potí en Piauí, ni la de la Pajeú en Pernambuco, ni la de los Apretados del Iñamún 260, pues ya era el cuarto
día y se oía cerquita por el aire: Bauá! Bauá! Era la vieja Ceiucí lle­
gando. Y Macunaíma piernas pa qué las quiero por los eucaliptos. Pero
el pajarito más cerca y Macunaíma en eso venía que venía acosado por
la vieja. Por fin se topó con el nido de una surucucú que tenía parte con
el Tentador.
— Escóndame, surucucú!
La víbora de la equis no bien escondió al héroe en el hoyo de la
latrinita, cuando ya la vieja Ceiucí llegaba.
— ¿No vio a mi nieto por aquí de pasaje en su caballito comiendo
forraje?
— Ya pasó.
La golosa se apeó del garzo-albino que nunca fue ni vino y montó un
caballo-de-hocico-blanco que es caballo manco y siguió.
Entonces Macunaíma escucho a la surucurú susurrando tratos con la
compañera para hacer una encecinada de héroe. Saltó del hoyo de
la casilla y arrojó en el terreno el anillo con brillantote que había dado
pal dedo Meñique. El brillantazo se convirtió en cuatro-milagros de ca­
rretas de maíz, abono Polisú y un fordeingo de segunda mano. Mientras
la surucucú miraba hacia aquello toda satisfecha, Macunaíma, pa que
descansara el bayo-bajito, se arremontó en un bagual alazán-manchado, que
no puede quedarse parado y galopó a través de aluviones y aluviones. Se
atascó un tris en el mar de arena del llano de los Perecís y por vertientes
y roquedales entró en la caatinga y asustó a las gallinas con pollitos de
oro 267 de Camutengo cerca de Natal. Legua y media adelante abandonan­
do las márgenes del Sao Francisco empuercados con la riada de-la-pascua,
entró por una brecha abierta en el morro alto. Iba a seguirse cuando
escuchó un “psiú” de cuñá. Paró muerto de miedo. Entonces salió entre
caatingas-de-puerco una doña alta y feona con trenzas hasta los pies. Y
la doña bisbiseando le preguntó al héroe:
— ¿Ya se fueron?
— ¿Se fueron, quiénes?
— Los Holandeses!
— Usté anda media empolvada con eso de los Holandeses! No hay
más Holandés por acá, doña.
Era María Pereira, cuñá portuga refundida en aquella brecha del cerro
desde la guerra con los Holandeses. Macunaíma ya no sabía ni por qué
parte del Brasil andaba y se acordó de preguntar.
— Dígame un chascarrillo, hijo de zorra zorrillo 2C8, ¿cómo se llama
este lugar?
La cuñá secundó señalando:
— Aquí es el Bújero de María Pereira 269.
Macunaíma soltó una carcajadota y se escabulló mientras la mujei
mirujeaba otra vez. El héroe siguió de carrera y hasta pasó pa la otra
banda del río Chuí. Y fue allá que se topó con el tuyuyú 270 pescando.
— Uy, uy, uy, primo tuyuyú, ¿usté me lleva pa casa?
— Cómo no!
Luego luego el tarotaro se transformó en la máquina aeroplano, Ma­
cunaíma se dio cancha en el buche 271 vacío y levantaron vuelo. Volaron
sobre el llano mineiro de Urucuia, hicieron el circuito de Itapecirica y
se jalaron del Nordeste. Pasando por las dunas de Mosoró, Macunaíma
miró abajo y divisó a Bartolomeo Lorenzo de Guzmán 272, de sotana arre­
mangada, peleando pa dar paso en el arenal. Gritó hacia él:
— Véngase acá con uno, ilustre!
Pero el padre gritó con gesto inmenso:
— Basta!
Después de que saltando la sierra del Tumbador en Mato Grosso deja­
ron a su izquierda las cordilleras de Santana de Libramento, el Tarotaroaeroplano y Macunaíma treparon hasta el Tejado del Mundo, mataron
la sed en las aguas nuevas del Vilcanota y en la última etapa volando
sobre Amargosa en Bahía, sobre el Gurupá y sobre el Gurupí con su
ciudad encantada, por fin se toparon de nuevo con el mocambo ilustre
del igarapé Tieté 273. En un ratito ya estaban en las puertas de la pen­
sión. Macunaíma agradeció mucho y quiso pagar la manita pero se
acordó que estaba careciendo de hacer economías. Se viró hacia el tuyuyú
y concluyó:
— Mire, primo, pagar no puedo pagarle pero le daré un consejo que
vale oro: En este mundo hay tres barras que son la perdición de los
hombres: Barras de río, barras de oro y embarradas de falda, añañay,
no caiga! 274.
Pero estaba tan acostumbrado a despilfarrar que adiós ahorros. Le
dio diez contos al tarotaro, subió satisfecho pal cuarto y contó todo
pa los manos ya muy mortificados con la demora. Total, que el caso
había costado sus buenos ojos-de-la-cara. Entonces Maanape convirtió a
Yigué en teléfono y dio la queja a la Policía que deportó a la vieja golosa.
Pero Piaíma tenía muchas influencias y la regresaron con una compañía
de zarzuelas 275.
La hija expulsada corre por el cielo, causando revuelo de puerta en
puerta. Es un cometa.
XII
V E N D E -B U T E , CHOPISÓN
Y LA INJUSTICIA
DE LOS HOMBRES 270
Al otro día Macunaíma se despertó afiebrado. Había delirado de veras
la noche entera soñando con barco.
— Eso es viaje por mar — dijo la encargada de la pensión. Macunaíma
agradeció y de tan satisfecho convirtió al tiro a Yigué en la máquina
teléfono pa insultar a la madre de Venceslao Pietro Pietra. Pero la sombra
telefonista 277 avisó que no secundaban. Macunaíma halló aquello extraño
y quiso levantarse pa saber qué era. Pero sentía un calurón hormigueante
en todo el cuerpo y una languidez de agua. Murmuró:
— Ay. . . qué flojera. . .
Volteó la cara pal rincón y empezó a decir garabatos. Cuando los
manos vinieron a saber lo que era, era sarampión. Maanape fue breve
para buscar a bendito Benito hierveyerbas 278 de Beberibe que curaba
con alma de indio y agua de jarrón, Benito le dio un agüita e hizo
rezo cantado. En una semana el héroe ya estaba descansando. Entonces
se levantó y fue a ver lo que había pasado con el gigante.
No había nadie en el palacete y la mucama del vecino contó que
Piaíma con toda la familia se había ido a Europa a reponerse de la soba.
Macunaíma perdió la figura y se recontracontrarió. Jugueteó en la camacamera de la mucama con la cabeza en la luna y regresó a la pensión
pesaroso. Maanape y Yigué hallaron al héroe en la puerta de la calle
y le preguntaron:
— ¿Qué, lo machucó un tren, mis cuidados?
Entonces Macunaíma contó lo sucedido y llegó a llorar. Los manos se
quedaron retristes de ver al héroe así y lo llevaron a visitar el Leprosario
de Guapira, pero Macunaíma estaba retecontrariado y el paseo no tuvo
chiste ninguno.
Cuando llegaron a la pensión era de nochecita y estaban desesperados
todos. Sacaron una porción enorme de rapé de una cornucopia simulando
cabeza de tucán y estornudaron rebién. Hasta entonces pudieron pensamentear.
— Pos sí, mis cuidados, usté anduvo por ahí demore y demore dando
atole con el dedo, y el gigante sí que no se iba a quedar espere y espere
y se fue. Ora aguante el tren!
En eso Yigué se golpeó la cabeza y exclamó:
— Ya sé!
Los manos se llevaron un susto. Era que Yigué se acordó que podían
ir a Europa también, tras la muiraquitán. Dinero, aún sobraban cuarenta
contos del cacao vendido. Macunaíma aprobó al tiro pero Maanape que
era hechicero imaginó volvió a imaginar y concluyó:
— Hay algo mejor.
— Pos entonces desembuche!
— Macunaíma se hace pasar por pianista, consigue una beca del Go­
bierno y va solito.
— Pero pa qué tanta complicación si uno posee demasiado dinero y los
manos me pueden ayudar en Europa!
— A usté se le ocurre cada una de que hasta parecen dos! Sí, de que
uno puede puede, pero mano, ¿si vas con fierros del Gobierno no sería
mejor? Claro. Entonces!
Macunaíma estaba reflexionando y de repente se golpeó la frente:
— Ya sé!
Los manos se llevaron un susto.
— Qué fue!
— Para ésa, mejor me finjo pintor que es más bonito!
Fue a buscar la máquina gafas de carey un fonografito medias de golf
guantes y quedó hecho todo un pintor.
Al otro día para aguardar la nominación mató tiempo haciendo pintu­
ras. Así: agarró una novela de Ega de Queiroz y se fue a pasear a la
Cantareira. Entonces pasó cerca de él un buhonero andador 279 y muy
futuná porque poseía al amuleto uapycú de hojitas vengavenga 28°. Ma­
cunaíma pechotierra se divertía aplastando los tacurús de las hormigas
tapipitingas. El tilichero saludó:
— Buen día, conocido, cómo le va, bien, muchas gracias. ¿Laburando, no?
— En esta tierra caduca, quien no trabaja no manduca.
— Así es. Bueno, ta-lueguito.
Y
pasó. Legua y media adelante se topó con una zarigüeya y se acordó
de trabajosear también un poquito. Agarró al tlacuachito, hizo que se
tragara diez platas de dos mil morlacos y regresó con el bicho bajo el
brazo. Llegando cerca de Macunaíma quiso marchantearlo:
— Buen día, conocido, cómo le va, bien, muchas gracias. Si usté quiere
le vendo mi tlacuacín.
— Y qué voy a hacer con un bicho tan apestoso! — secundó Macunaí­
ma poniéndose la mano en la nariz.
— Está catingoso pero es cosa buena. Cuando hace sus necesidades sólo
plata es lo que sale! Se lo vendo barato a usté!
— Déjese de conversa, turco! Dónde ya se vio un tlacuache así!
Entonces el mercachifle le apretó la barriga a la zarigüeya y el bicho
descomió las diez platitas.
— Está viendo! Sus necesidades son pura plata! Arrejuntando gente se
vuelve riquísimo! Se lo dejo baratón!
— ¿Cuánto cuesta?
— Cuatrocientos morlacos.
— No lo puedo comprar, si sólo tengo treinta.
— Pos entonces pa que se haga cliente y sólo por tratarse de usté se
lo dejo en treinta!
Macunaíma se desabotonó los pantalones y por debajo de la camisa
se quitó el cinto que cargaba el dinero. Pero sólo tenía la letra de cua­
renta contos y seis fichas del Casino de Copacabana 2S1. Dio la letra pero
tuvo vergüenza de recibir el vuelto. Hasta dio las fichas de pilón y agra­
deció la bondad del tilichero.
Del cachivachero no quedaron ni sus señas entre los avatítimbavís,
quinos-blancos y paranáes del mato cuando la comadreja quiso hacer sus
necesidades otra vuelta. El héroe abombachó el bolso con cuidado y toda
la porquería cayó allí. Macunaíma se dio cuenta del timo y rajó camino
a la pensión con un griterío lamentable. Dando vuelta a la esquina en­
contró a Zé Perequeté y le gritó:
— Zé Perequeté, sácate las niguas del pie para tomar con café!
Perico de los Palotes quedó cabrero e insultó a la madre del héroe pero
éste no hizo caso, dio una carcajadota y se fue siguiendo. Más adelante
se acordó que iba yendo para casa como energúmeno y agarró la monserga
otra vez.
Los manos aún no habían vuelto del zaquizamí del Gobierno y la en­
cargada vino al cuarto para consolar a Macunaíma, juguetearon. Después
de juguetear el héroe volvió a llorar. Cuando los manos llegaron todo el
mundo se espantó porque ya medían cinco metros de altura. No ve que
el Gobierno estaba con mil veces mil pintores ya encaminados para ser
mandados con la beca a Europa y para que Macunaíma fuera nombrado
sólo faltaba que llegase el día de San Nunca. Y para eso aún le colgaba.
Del invierno puras habas y los manos se alargaron por culpa del desen­
gaño 282. Cuando divisaron al mano llorando se asustaron mucho y qui­
sieron saber la causa. Y como se olvidaron de la mala-pata volvieron pal
tamaño de endenantes, Maanape ya viejito y Yigué en plenas fuerzas de
hombre. El héroe decía:
— Ihihih! el vende-bute me embromó! Ihihih! Compré la zarigüeya
suya. Cuarenta lucas me costó!
Entonces los manos se desesperaron. Ahora ya no era posible que
fueran a Europa, pues sólo poseían a las noches y los días. Soportaron el
lloriqueo mientras el héroe se refregaba aceite de jalapa en el cuerpo
pa que los mosquitos no lo fregaran y se durmió de un hilo.
Al otro día amaneció haciendo un calurón temible y Macunaíma su­
daba y volvía a sudar de un lado para otro haciendo rabieta por la injus­
ticia del Gobierno cascarrabias. Quiso salir para distraerse pero tanta
ropa le aumentaba el calor. . . Se puso más rabicundo. Fue por demás
tanta rabia y malició que iba a quedar con beatacanina que es el mal de
la rabia. Entonces exclamó:
— Ara! Andeme yo caliente, ríase la gente!
Se quitó los pantalones para refrescar y los pisoteó por encimita 283.
La rabia se calmó al instante y hasta como muy campante Macunaíma
les comunicó a los manos:
— Paciencia, manos! Naranjas! No, no, a Europa no voy. Soy ameri­
cano, y mi lugar está en América. La civilización europea de veras des­
moraliza la integridá de nuestro carácter 284.
Durante una semana los tres trillaron todo el Brasil por las restingas
de arena marina, por las restingas del mato ralo, barrancas de brazos
rotos de río abiertones rápidos carrascos carrascales y cardonales buhedos
boquerones boqueras y hondonadas que eran nidos de helada, en playones
saltos pedregales gargantas bocas de río desfiladeros y raseros de laguna,
todos esos lugares, campeando en las ruinas de los conventos y en los
zócalos de las cruces a ver si no hallaban ollas de guacas con dinero
enterrado. No hallaron nada.
— Paciencia, manos! — Macunaíma repitió jetón y dijo— : Vamos a
apostar a la quiniela!285
Y
se fue a la plaza Antonio Prado a meditar sobre la injusticia de los
hombres. Se quedó por allá muy bien recargado en un plátano. Todos los
comerciantes y aquella morondanga de máquinas pasaban frentito del
héroe que se calentaba el mate de infelices ilusiones, y todo por la injus­
ticia de los hombres. Macunaíma ya estaba dispuesto a cambiar el dístico
a: “Poco bizcocho y muchas las brochas, luchas son que al Brasil dejan
mocho”, cuando escuchó un “ihihih!” llorando atrás. Se viró y vio por el
suelo a un corre-por-suelo y a un ch opí286
El tico-tico era pequeñito y el chopí grandulón. El tico-tiquito iba de
un lado a otro acompañado siempre del chopi-són llorón pues el otro es
quien le da de comer. Daba rabia. El tico-tiquito imaginaba que el tordote
renegrido era hijorrón, pero no, no era. Entonces volaba, conseguía algo
de-papear por ahí y lo ponía en el pico del chopisón. Chopisote tragaba
y ése agarraba en la mañita otra vez: “Ihihih! mamá. . . ” 287. Lo dejaba
aturdido porque andaba con hambre y aquel ñeñeñén-ñeñenén empalagoso
suyo, atrás, dizque “Lo de-papear!. . . lo de-papear!. .
y ya no podía
con el amor sufriendo. Salía de sí, volaba a buscar un bichito un maicito,
toda esa comidita la ponía en el pico del chopisote, chopisón tragaba y
principiaba de nuevo atrás del corre-por-suelo. Macunaíma meditaba en
la injusticia de los hombres y tuvo un inmenso amargor por la injusticia
del chopisón. Era porque en un principio los pajaritos ya fueron gente
como nosotros. . . Entonces el héroe agarró una cachiporra y mató al
tico-tiquito.
Se fue yendo. Después de que anduvo legua y media sintió calor y se
acordó de tomar aguardiente-caña para refrescar 288. Traía siempre en el
bolsillo del saco una botellita de chínguere cogida al puito por una ca­
dena de plata. La descorchó y traguiteó tranquilo. Cuando de repente oyó
atrás un “ihihih!” llorando. Se volteó asustado. Era el chopisón.
— Ihihih! papá. . . lo de-papear!. . . lo de-papear!. . . — allá en la
lengua suya.
Pero qué bronca le dio a Macunaíma, abrió el bolso donde estaba
guardado aquello de la zarigüeya y dijo:
— Come pues!
Chopisón saltó en el olán del bolso y se comió todo 289 sin saber. Fue
engordando engordando, se convirtió en un pájaro negro bien grande y
voló pa los matos gritando “Pincha! Pincha!” 290. Es el Padre del Chopí.
Macunaíma siguió camino. Legua y media adelante estaba un changomacaco comiendo coquito 291 de guaguasí. Agarraba coquito, lo ponía en
el vano de las piernas junto con una piedra, apretaba y guác! quebraba la
fruta. Macunaíma vino y con una gazuza oscura que le hacía agua la boca,
dijo:
— Buen-día, tío, ¿cómo le va?
— Así así, sobrino.
— ¿En casa todos bien?
— En las mismas.
Y
continuó masticando. Macunaíma ahí, sólo junando. El otro se puso
como energúmeno.
— N o me mire de soslayo que no soy malayo, ni me vea de lado que
no soy melado!
— Pero qué anda usté haciendo ahí, titío!
El changuito escondió el coquito en la mano cerrada y secundó:
— Estoy cascando mis toaliquizús 292 pa papear.
— Váyase a mentir al cerro!
— Juay, sobrino, si tú no da crédito entons pa qué pregunta!
Macunaíma estaba con ganas de preguntar y hasta indagó:
— Qué, ¿es sabroso?
El mono tronó la lengua:
— Uhmm! Pos nomás pruebe!
Cascó a escondidas otro coquito, fingiendo que era uno de los toaliquizús y se lo dio a Macunaíma pa que se lo comiera. A Macunaíma le
gustó mucho.
— Es muy bueno, tío! ¿Tiene más?
— Ahora se acabó pero si el mío era sabroso qué será de los suyos!
Cómaselos, sobrino!
El héroe tuvo miedo:
— ¿No, yo no sirvo?
— Cómo, si hasta es agradable. . .
El héroe agarró un adoquín. El chango-macaco aún le dijo riéndose
pa sus adentros:
— ¿A poco usté tiene valor, sobrino?
— Boni-t-ó-tó yucamarga mocotó! 293 — el héroe exclamó muy orondo.
Aseguró bien el adoquín y guác! en los tompiates. Cayó muerto. El changomacaco todavía se burló así:
— Pos, mis cuidados, no le dije que tú moría! Sí que le dije! N o me
escucha! Mira nomás lo que pasa con los desobedientes. Ahora: sic transit!
Entonces se calzó los guantes de balata y se fue. Al poco rato se vino
un aguacerazo que refrescó la carne verde del héroe, impidiendo la pu­
trefacción. Luego se formó una marabunta de hormigas guayuguayús y
murupetecas por el cuerpo muerto. El abogado Fulano atraído por la
marabunta se topó con el difunto. Se agachó, sacó la cartera del cadáver y
sólo encontró tarjetas-de-visita. Entonces resolvió llevar al muertito pa la
pensión y así lo hizo. Cargó a Macunaíma a cuestas y se fue andando.
Pero el difunto pesaba por demás y el abogado vio que no podía con el
paquete. Entonces arreó al cadáver y le dio una buena tunda. El difunto
quedó livianito 294 y el abogado Fulano pudo llevarlo pa la pensión.
Maanape lloró mucho tirándose sobre el cuerpo del mano. Después
descubrió el amasije. Maanape era hechicero. Luego luego pidió prestado
a la encargada dos cocos-locos-de-Bahía, que ató con nudo ciego en el
lugar de los toaliquizús amasados y sopló humo de cachimbo en el difunto
héroe. Macunaíma se fue irguiendo muy desmejorado. Le dieron gua­
raná y en un ratito ya estaba matando solo a las hormigas que aún lo
mordían. Estaba titiritando mucho porque por culpa del aguacero el
friaje lo agarró de repente. Macunaíma sacó la botellita del bolsillo y
bebió el resto de chinguiritos pa calentarse 295. Después le pidió una
centena a Maanape y fue hasta un chalet a apostarle a la quiniela.
Cuando vieron de tarde la centena había caído. Y así la fueron pasando,
sólo con las corazonadas del mano vetarro 296. Maanape era curandero.
LA PIOJOSA DE YIGUÉ
Al otro día por culpa de lo magullado Macunaíma amaneció con urticaria
por todo el cuerpo. Fueron a ver y era erisipela 297, larga enfermedad.
Los manos lo cuidaron mucho y le traían diariamente a casa todos esos
remedios pa la erisipelada que los vecinos y conocidos, todos esos Brasi­
leños aconsejaban. El héroe pasó una semana en cama. De noche soñaba
siempre con embarcaciones y la encargada de la pensión cuando venía
de mañanita por el amor de argíiendear como seguía el héroe decía
siempre que barco significaba a fuerzas viaje por mar. Después salía de­
jando sobre la cama del enfermo O Estado de Sao Paulo. Y el Estadote era
un diario 29s. Entonces Macunaíma se pasaba el día leyendo todos esos
anuncios de medicamentos pa la erisipelada. Y era tanto anuncio!
AI final de la semana el héroe ya andaba despellejándose y se fue a
la ciudad, pero queriendo salir de guatemala entró en guatepeor. Anduvo
a trochemoche y sin ton ni son, y así muy desmejorado por la debilidad
se detuvo en el parque del Añangabaú 299. Llegó bien abajo del monu­
mento a Carlos Gómez 300 quien fue un músico muy célebre y ahora era
una estrellita en el cielo 301. El ruido de la fuente rumoreando en la
tardecita le daba al héroe la ilusión de las aguas del mar. Macunaíma se
sentó en la balaustrada de la fuente y contempló los baguales marinos de
bronce llorando agua. Y allá en la oscuridad de la gruta por detrás de la
tropilla percibió una luz. Se quedó fije y fije y distinguió una embarca­
ción muy linda que se bamboleaba como boya sobre las aguas. “Es una
trajinera” 302 se dijo. Pero la chalupita venía llegando cada vez mayor.
“Es una gayola” murmuró. Pero el vapor venía tan creciendo tanto! que
el héroe dio un salto respantado y gritó en la boca-de-la-noche hecha eco
“Es una caravela-vela!” 303. La nao ya era bien visible atrás de los hipobronces. Tenía el corte de la velocidad en la quilla de plata y los mástiles
inclinados hacia atrás estaban llenos de banderas que el viento de las
correrías prensaba entre las láminas de aire. El grito atrajo a los choferes
de la plaza y todos curioseaban el gesto inmutable del héroe y seguían la
línea de la mirada suya yendo a parar hasta la fuente oscura:
— ¿Qué fue, hérue?
— Miren allá!. . . Miren el enorme trasatlántico que se viene viniendo
sobre las aguas inmensas del mar!
— Adonde!
— Por detrás del caballo de estribor!
Entonces todos vieron detrás del caballo de estribor al navio llegando.
Ya estaba bien cerca e iba a pasar entre el caballo y la pared de piedra,
ya estaba en la boca de la gruta. Y era un navio guazú.
— No es paquebote. No! Es el transatlántico haciendo viaje por mar.
Y ese era un trasatlántico haciendo viaje por mar! — gritó un chofer
japonés que ya había hecho mucho viaje por mar. Y era un transatlántico
enorme. Venía iluminado, relampagueaba todo de oro y plata embanderado
y fiestero. Las claraboyas de los camarotes eran collares en el casco y en
las cinco cubiertas suntuosas corría música entre la chamuchina bailando
el meneíto del cururú 304. La choferiza comentaba:
— Es del Lloyd! 305
— No, es de la Hamburgo!306
— Va saliendo! ya lo presentía! será posible! No hombre, es il piróscafo
Conte Verde 307
Sí. Era el piroscafo Conte Verde. Y era la Señora-de-Agua 308 que la
muy piola se hacía pasar por piroscafo para tentar al héroe.
— Gente! adiós, gente! Me voy pa Uropa que es mejor! Voy en busca
de Venceslao Pietro Pietra que es el gigante Piaíma comedor de gentes!
— el héroe discursaba.
Y
toda la choferiza abrazaba a Macunaíma despidiéndose. El vapor
estaba ahí y Macunaíma ya había saltado en el muelle de la fuente a la
planchada del piroscafo Conte Verde. Todos los tripulantes al frente de la
música hacían señas llamando a Macunaíma y eran forzudos marítimos,
eran Argentinos finísimos y tantas doñas lindísimas pa que uno jugueteara
hasta hastiarse del mareo con los columpios de las olas.
— Baje la escalerilla, capitán! — exclamó el héroe.
Entonces el capitán se quitó el kepis y ejecutó con él una letra en el
aire. Y todos los marítimos los Argentinos finísimos y las cuñás lindísimas
para los jugueteos de Macunaíma, todos esos tripulantes soltaron sobe­
ranas rechiflas chacoteando al héroe mientras el navio sin parar la ma­
niobra daba popa a tierra y singlaba de nuevo hacia el fondo de la gruta.
Y toda la tripulación se puso enferma de erisipela burlándose siempre
del héroe. Cuando el piroscafo atravesó el estrecho entre la pared de la
gruta y el bagual de babor la chimeneota escupió una nube-jabardillo de
cénzalos de pinolillos hideputas tábanos pipiólas avispones típulas y can­
táridas, todo ese mosquerío ahuyentando a los conductores.
El héroe sentado en el barandal de la fuente con la cola entre las
patas y con más y más eripisela, todo erisipelado. Sintió frío y vino
fiebre. Se espantó entonces con un gesto a los mosquitos y caminó hacia
la pensión.
Al otro día Yigué llegó a casa con una cuñataí, la hizo tragarse tres
granos de plomo para no tener hijos 309 y los dos se hamaquearon dur­
miendo. Yigué ya se había acaramelado. Era un negro zumbón y medio
valentón y medio. Se pasaba el día limpiando la escopeta y afilando y
alumbrándose a farolazos. La compañera de Yigué iba todas las mañanas
a comprar yucamarga pa que los cuatro comieran y se llamaba Suzi. Pero
Macunaíma que era el metejón de la compañera de Yigué, todos los días
le compraba una langosta, la ponía en el fondo de la macona 310 y encima
desparramaba la yucamarga para que nadie maliciara nada. Suzi era rete-
hechicera. Cuando llegaba a casa dejaba la cesta en la salita y se iba a
dormir para soñar. Y soñando le decía a Yigué:
— Yigué, compañero mío Yigué, estoy soñando que hay langosta por
debajo de la yucamarga.
Yigué iba a ver y había. Todos los días era así y Yigué, un día que
amaneció con dolor-de-testuz, desconfió. Macunaíma se dio cuenta de los
dolores del mano y le hizo una mandinga a ver si así pasaba. Agarró un
totumo y de noche lo dejó en la azotehuela, rezando manso:
“Agua del cielo,
ven a esta jicara;
Paticl, ven a esta agua;
Moposeru, ven a esta agua;
Sivucímo, ven a esta agua;
Omaispopo, ven a esta agua;
Dueños del agua, aruyenten este dolor-de-cuernos!
Aracú, Mecumecurí, Pai, vengan en esta agua,
y ahuyenten el dolor de cuernos si el enfermo
bebe esta agua
en la que están encantados los Dueños del Agua!"
Le dio pa que Yigué bebiera al otro día pero no surtió efecto y el mano
ya andaba muy desconfiado.
Cuando Suzi se vestía para ir al mercado, silbaba el foxtrot de moda
pa que el camelero fuera también. El enamorado era Macunaíma. Iba. La
compañera de Yigué salía y Macunaíma atrás. Andaban jugueteando por
ahí y a la hora de la vuelta ya no había más yucamarga en el mercado.
Entonces Suzi pa disfrazarla un poco se iba atrás de casa, se sentaba en
la macona y sacaba una porción de yucamarga de dentro del endoco 311.
Todos comían muy bien y el único en rezongar era Maanape:
— De jibarito de Taubaté, caballo-bayo de hiel y mujer que mea de
pie, líbranos Dominé! 312 y se empujaba la jamancia.
Maanape era hechicero. N o quería saber nada de aquella yucamarga.
No. Y como andaba medio hambreado se pasaba el tiempo mascando
coca 313 para hacerse las ilusiones. De noche cuando Yigué quería saltar
en la hamaca la compañera suya principiaba a pujar, diciendo que estaba
empanzurrada de tanto tragar carozo de parapara. Pero era sólo que no
quería juguetear con Yigué. Yigué hizo rabieta.
Al otro día fue al mercado y chifló el fox-trot de moda. Macunaíma
salió atrás. Yigué era muy valiente 314. Agarró un garrote enorme y se fue
despacito por detrás de ellos. Buscó rebuscó y encontró a Suzi con Macu­
naíma de manos-sudadas en el Jardín de la Luz 315. Ya estaban riéndose
el uno para el otro. Yigué dejó ir la misaranga en los dos, se llevó a la
compañera a la pensión y dejó al mano aporreado en la orilla de la laguna
entre cisnes.
Del otro día en adelante era Yigué quien hacía las compras dejando a
la compañera presa en el cuarto. Suzi sin quehaceres se pasaba el tiempo
contrariando a la moralidad, pero una vuelta el santo Anchieta venido al
mundo pasó por casa de ella y por pura piedad le enseñó a espulgarse
los piojos. Suzi era pelirroja con los cabellos à la garçonne y sustentaba
muchos piojos, hartos! Ahora ya no soñaba más que había langostas
debajo de la yucamarga ni hacía inmoralidades. Cuando Yigué partía se
arrancaba los cabellos y clavándolos en la cachiporra del compañero,
espulgaba piojos. Pero había muchos piojos, hartos! Entonces con miedo
de que el compañero la apañara en la labor, dijo así:
— Yigué, compañero mío Yigué, cuando usté vuelva del mercado toque
primero en la puerta, toque todos los días unas porción de tiempo pa que
me potranquee el corazón y me vaya a cocinar la yucamarga.
Yigué dijo que sí. Todos los días iba a la plaza a comprar yucamarga y
cuando volvía demoraba tocando la puerta. Entonces la cuñá recolocaba
sus cabellos en la cabeza y se quedaba esperando a Yigué.
— Suzi, compañera mía Suzi, ya toqué un chorro de veces en la puerta,
¿será que usté se alegró?
— Mucho! — respondió. Y se fue a cocinar la yucamarga.
Todos los días era la misma cantaleta. Pero tenía muchos piojos, hartos!
Es que se contaba los espulgados y eso hace que el piojerío aumente 316.
Una vuelta Yigué meditó sobre lo que se quedaba haciendo la compañera
cuando él se iba al mercado y le dieron ganas de asustarla y así lo hizo.
Se puso patas arriba y se vino andando con las puntas de las manos.
Abrió la puerta y asustó a Suzi. Con eso ella gritó y se enchufó apurada
la cabellera en la cabeza. Y los cabellos de la frente le quedaron por el
cogote y los cabellos del cogote le quedaron por la frente escurriendo.
Yigué chinchó a Suzi por puerca y le dio una buena hasta que oyó a
alguien subiendo la escalera. Tardaba que parecía que traía cola. En­
tonces Yigué paró y se fue a empinar el codo repasando sus filos.
Al otro día Macunaíma estaba con muchas ganas de juguetear con la
compañera de Yigué. Les dijo a los manos que se iba de cacería lejos pero
no fue. No. Compró dos botellas de licor de yatay catarinense una docena
de sángüiches dos piñas de Pernambuco y se pertrechó en el cuartito.
Pasado el tiempo salió de allá y le dijo a Yigué mostrando el envoltorio:
— Mano Yigué, al final de muchas calles, yendo allacito hay una
hibuera haciendo trilla. Hay un montón de caza, vaya a ver!
El mano espió desconfiando de él pero Macunaíma disimuló rebién :
— Tate, hay paca tatú acutí. . . Me capa, acutí ninguno acudió. Paca
tatú, acutí no 317.
Yigué daba oídos a cualquier tarabilla, y al tiro nomás agarró la espin­
garda y dijo:
— Entonces voy pero primero júreme mano que no está jugando con
mis obligaciones.
Macunaíma cabuleo tanto por la memoria de su madre que ni miraba
a Suzi. Entonces Yigué volvió a agarrar la escopeta-tá y el cuchillón de
punta-tá tatatá 318 y partió. Cuando Yigué viró en la esquina, Macunaíma
ayudó a Suzi abriendo el envoltorio y tendiendo un mantel de encaje
famoso llamado “Nido de Abeja” cuya cartulina había sido robada en
Mariú del Ceará-Mirim por la terrible Geracina de la Punta del Manglar.
Cuando todo quedó listo los dos saltaron a la hamaca y juguetearon.
Ahora ya están riendo el uno con el otro. Después de reír bastante. Macunaíma dijo:
— Destapa una botella pa que uno beba.
— Sí — fue lo que dijo. Y se tomaron la primera botella de licor de
yatay que era tan sabroso. Los dos tronaron la lengua y saltaron de nuevo
a la hamaca. Juguetearon cuanto les dio la gana. Ahora ya están riendo
el uno con el otro.
Yigué anduvo legua y media, fue hasta el final de las calles, campeó
las hibueras unos pares de veces, mucho tiempo, ¿y ustedes creen que
halló? Lagarto! N o había ninguna hibuera y Yigué regresó campeando
siempre por todos los finales de las calles. Por fin llegó al cuarto y en­
contró a mano Macunaíma con la Suzi riendo. Yigué se puso furibundo
y le dio una azotaina a la compañera. Ahora ella está llorando. Yigué
agarró al héroe y le dejó ir la macana con ganas. Dio y volvió a dar hasta
Manuel no poder 319. Manuel era el criado de la pensión, un isleño de
Madeira. Ahora el héroe está fatigado. Y Yigué que andaba con hambre
se comió los sángüiches las piñas y se bebió el licor de yatay.
Con la soba los dos se pasaron la noche quejándose. Al otro día Yigué
enfadado tomó la cerbatana y salió a ver si encontraba el tal pomar.
Yigué era muy zonzo. Suzi lo vio salir, se secó los ojos y le dijo a su
enamorado:
— Ya no lloremos.
Entonces Macunaíma desfrunció la cara y se las arregló para ir a
hablar con su mano Maanape. Yigué ya de vuelta en la pensión le pre­
guntó a Suzi:
— ¿Dónde anda el héroe?
Pero ella estaba enojadísima y se puso a silbar. Entonces Yigué cogió
la cachiporra y se allegó a la compañera, despepitando muy triste:
— Vete yendo, perdición!
Entonces sonrió feliz. Espulgó sin contar todos los piojos que queda­
ban y eran hartos piojos, los amarró a una mecedora 32°, se sentó en ella,
los piojos saltitaron y Suzi se fue pal cielo convertida en estrella fugaz.
Son la lluvia de estrellas.
El héroe nomás vio a Maanape de lejos y se agarró a lamentarse. Se
lanzó a los brazos del mano y contó una historia bien triste probando que
Yigué no tenía razón alguna para haber cobrado tanto. Maanape se enojó
y fue a hablar con Yigué. Pero Yigué ya venía en camino para hablar con
Maanape. Se encontraron en el corredor. Maanape le contó a Yigué y
Yigué le contó a Maanape. Verificaron que Macunaíma era muy farama­
llero y sin carácter. Volvieron al cuarto de Maanape y se toparon con el
héroe quejica. Cautos y pa consolarlo lo llevaron a pasear en la máquinaauto.
MUIRAQUITÁN
Al otro día de mañana, Macunaíma no bien abrió la ventana y divisó un
pajarito verde 321. El héroe quedó satisfechísimo y aún estaba quedando
satisfecho cuando Maanape entró al cuarto contando que en las máquinasperiódicos anunciábase el regreso de Venceslao Pietro Pietra. Entonces
Macunaíma resolvió no tener más miramientos con el gigante y matarlo.
Salió de la ciudad y se fue al mato Fulano a probar fuerzas. Campeó
legua y media y al final se topó con un aguairó de contrafuertes del ta­
maño de un tren. “Este sirve” se dijo. Enjaretó el brazo en el aguairó, lo
arrancó de cuajo y el árbol salió de la tierra sin dejar señal. “Ahora sí
que tengo fuerzas!”, exclamó Macunaíma. Volvió a quedar satisfecho y
regresó a la ciudad. Pero no podía ni andar porque estaba tapizado de
garrapatas. Macunaíma con mucha pachorra les dijo:
— Ara, garrapatas! váyanse yendo, esperpentos. Oue a ustedes no les
debo naranjas, ara, ara!
Entonces el garrapaterío cayó al suelo como por encanto y se fue
yendo. La garrapata ya fue gente como nosotros. Una vuelta puso una
pulpería a la orilla de la carretera y hacía muchos negocios porque no se
incomodaba en vender fiado. Tanto fió tanto fió, tanto Brasileño no pagó
que al final la garrapata quebró y fue puesta de patitas en la calle con
todo y puesto. Ahora chupa tanto la sangre de la gente porque está co­
brando cuentas 322.
Cuando Macunaíma llegó a la ciudad ya había cerrado la noche y se
fue luego luego a mirujear la casa del gigante. Había neblina sobre el
mundo y la casa estaba sin nadie de tanta oscuridad que era. Macunaíma
se acordó de buscar una criada pa juguetear pero había una playa de
estacionamiento para máquinas taxis en la esquina y las cuñás ya andaban
jugueteando por ahí. Macunaíma se acordó de tender una trampa pa los
arroceros-de-vientre-castaño pero faltaba carnada. N o había nada que
hacer y sintió sueño. Pero no quería dormir porque estaba esperando a
Venceslao Pietro Pietra. Se puso idee idee: “Ahora voy a vigilar y cuando
don sueño venga lo ahorco” . No demoró mucho en ver llegar un bulto.
Era Émoron-Pódole, el Padre del Sueño 323. Macunaíma se quedó muy
parado entre los nidos de paja para no espantar al Padre del Sueño y poder
matarlo. Émoron-Pódole se fue viniendo se fue viniendo y cuando ya
estaba cerquita, el héroe cabeceó, golpeó la quijada en el pecho, se mor­
dió la lengua y gritó:
— Qué susto!
El Sueño huyó al tiro. Macunaíma siguió andando muy desanimado.
“Mirá vos! No lo agarré pero por poco. . . Voy a esperar otra vez y que
me pase un tren si ora no atrapo al Padre del Sueño y lo ahorco!” Así
reflexionó el héroe. Había un riachuelo cerca con un tronco atravesado
que las hacía de puentecito. Más hacia lo lejos un lago lecheaba de luz
de luna porque la niebla ya se había ido. La vista era quieta y muy suave
por causa del agüita que cantaba el arrullo de los pobres. El Padre del
Sueño debía de estar emboscado por ahí! Macunaíma se cruzó de brazos
y con el ojo izquierdo durmiendo se quedó inmóvil entre los nidos de paja.
N o demoró mucho en divisar a Émoron-Pódole que llegaba. El Padre del
Sueño se fue viniendo se fue viniendo y de repente paró. Macunaíma le
oyó decir:
— No, che! Aquel sujeto no está muerto. Muerto que no eructa dónde
se ha visto!
Entonces el héroe eructó “guác!”
— Ché, dónde se ha visto a un muerto eructar! el sueño lo tanteó lo
choteó y huyó luego.
Por eso el Padre del Sueño aún existe y los hombres de puro castigo
no pueden dormir en pie. Macunaíma iba a quedar con un sinsabor por
lo sucedido cuando se oyó una bulla y divisó del otro lado del riachuelo
a un chofer gesticulando como que llamándolo. Quedó retespantado y
gritó furioso:
— Si eso es conmigo, colega! Sépase que no soy francesa!
— Toco madera! — dijo el joven.
Entonces Macunaíma le puso atención a una criadita con vestido de
lino amarillo pintado, con extracto de tataíba. Ella iba atravesando el
riachuelo por el tronco. Después de que pasó el héroe le gritó al puen­
tecito :
— ¿Vio alguna cosa, tronco?
— Le vi las gracias suyas!
— Cuá! cuá! cuá cuácuá!. . .
Macunaíma dio una carcajadota. Siguió atrás de la pareja. Ya habían
jugueteado y descansaban a orilla de la laguna. La patoja estaba sentada
en el borde de una chalupa varada en la playa. Toda pilucha aún por el
baño comía querepes 324 vivos riéndose hacia el guacho. Echado de bruces
en el agua junto a los pies de la piba sacaba las sardinetas de la laguna
para que ella comiera. El chiquillerío de las olas se montaba en sus es­
paldas pero resbalándose por el cuerpo desnudo mojado caía de nuevo
en la laguna con risitas de gotas. La muchacha guachapeaba con los pies
en el agua y era como un chisguete robado a la Luna lo que brincaba
chistoso cegando al rapaz. Entonces ensartaba la cabeza en la laguna y
salía con la boca llena de agua. La muchacha apretaba con los pies los
cachetes suyos y recibía el chorro de lleno en la barriga, así. La brisa
hilaba la cabellera de la joven estirando de uno en uno los pelos lacios
sobre la cara suya. El guacho se dio cuenta de eso. Y asegurando la barba
en la rodilla de la compañera irguió el busto fuera del agua, estiró el
brazo hacia lo alto y principió por retirar los cabellos de la cara de la
patoja para que se pudiera comer tranquila los careperros. Entonces para
agradecer le ensartó tres sardinetas en la boca y riéndose mucho retiró
la rodilla de un jalón. El busto del guacho ya no tuvo más apoyo y al
instante se hocicó en el agua hasta el fondo, y la piba para acabarla hacía
fuerza en el pescuezo suyo con los pies. Sin darse cuenta por tanta gracia
que hallaba en la vida, se venía resbalando. Se venía resbalando hasta
que la canoa se volteó. Y que se voltee de una buena vez! 325 La muchacha
se llevó un tumbo, tan gracioso que cayó encima del guacho quien se
enredó en ella talcualmente un cariñoso copey 326 del monte. Todos los
querepes huyeron mientras los dos jugueteaban en el agua otra vez.
Macunaíma se allegó cerquita. Sentado en el fondo de la igarité vol­
teada, aguardó. Cuando vio que ya habían acabado de juguetear, le dijo
al chofer:
— Hace tres días ya que no como,
una semana que no jalo moco,
a Adán lo hicieron de barro,
sobrino, me da un cigarro.
El chofer hizo segunda:
— Discúlpeme, mi hermano
si cigarro no se le dio;
la cácara el fóforo y el habano
cayó al agua, se empapó 327
— No se moleste que tengo — respondió Macunaíma. Sacó una ciga­
rrera de carey hecha por Antonio del Rosario en el Pará 328, ofreció ci­
garros de mortaja de curatarí pal guacho y pa la chinuca, encendió un
cerillo pa los dos y otro pa él 329. Después se espantó los mosquitos y
principió por contar un caso. Así la noche pasaba más de prisa y uno
no se fregaba con el canto de la perdiz-ondulada 330 marcando las horas
de oscuridad. Y así era:
— En el tiempo de endenantes, jóvenes, el automóvil no era una má­
quina tal y como hoy día, no. Era la onza parda 331. Se llamaba Palaguá
y andaba por el gran mato Fulano. Entonces, Palaguá le dijo a los ojos
suyos:
— Vayan a la playa del mar, mis verdes ojos, de prisa vamos de prisa!
’’Los ojos fueron y el puma quedó ciego. Pero levantó el hocico, husmeó
el viento y percibió que Aimalá-Pódole, el Padre de la Tararira estaba
andando allá por la lejanía del mar y gritó:
— Vengan de la playa del mar, mis verdes ojos, de prisa vamos de
prisa!
"Los ojos vinieron y Palaguá volvió a divisar de nuevo. Pasaba por ahí
la tigre-prieta que era mucho muy feroz y platicó para Palaguá:
— ¿Qué anda haciendo usté, comadre?
— Estoy mandando a mis ojos ver el mar.
— ¿Y eso es bueno?
— Bueno es poco!
— Entonces mande a los míos también, comadre!
— Mandarlos mandarlos, mejor no, porque Aimalá-Pódole está en la
playa del mar.
— Mándelos, que si no, me la trago, comadre!
’’Entonces Palaguá dijo así:
— Vayan a la playa del mar, amarillos ojos de mi comadre tigre, de
prisa, vamos de prisa!
’’Los ojos fueron y la pantera quedó ciega. Aimalá-Pódole estaba allá
y guác! devoró los ojos de la tigre. Palaguá se las olió porque el Padre
de la Tararira andaba fuerte de olores. Ya estaba por chisparse. Pero la
tigre-prieta que era muy feroz presintió la huida y le dijo a la onza parda:
— Espere un poco, comadre!
— N o ve que carezco de buscar lo de papear para mis hijos, comadre.
Hasta otro día mejor.
— Primero mande mis ojos de vuelta, comadre, que ya me agarró un
montón de apagón.
’’Palaguá gritó:
— Vengan de la playa del mar, amarillos ojos de mi comadre tigre,
de prisa, vamos de prisa!
’’Pero los ojos no volvieron y la tigre-prieta quedó hecha una furia.
— Ahora sí que me la trago, comadre!
”Y corrió atrás de la onza parda. Fue un correteadero tan soberano por
esas matas que chiii! los pajaritos se volvían pequeñitos pequeñitos y la
noche se llevó tamaño susto que quedó paralítica. Por eso cuando es de
día arriba de los árboles, dentro del mato es siempre de noche. La pobre
no pudo andar m ás. . .
’’Cuando Palaguá corrió legua y media miró hacia atrás cansada. La
tigre-prieta venía cerca. Entonces, Palaguá llegó a un cerro llamado Ibirazoyaba y según eso, se topó con un yunque gigante, aquel que perteneció
a la fragua de Affonso Sardiña 332 en los principios de la vida brasileña.
Junto al yunque estaban cuatro ruedas olvidadas. Entonces Palaguá se las
ató a los pies para deslizarse sin mucho esfuerzo, y como se dice: salió
destapada otra vez, y sacando chispas! La onza se tragó en un tris legua
y media de terreno pero según eso venía que venía acosada por la tigre.
Hacían tamaña monserga que los pajaritos estaban pequeñitos pequeñititos de miedo y la noche más pesada aún por culpa de no poder andar.
La alharaca era ensombrecida todavía más por los gemidos del mochue­
lo. . . 333 Mocho, es el Padre de la Noche, de noche chichirimoche y de
madrugada chichirinada, amistades, y lloraba la miseria de la hija.
”Le agarró el hambre a Palaguá. Y la tigre como cola. Pero Palaguá ya
no podía correr más rechinándole las tripas como le rechinaban y ahí de
más lejos cuando pasó por la barra del Boipeba donde el Ayacuá 334 vivió,
vio un motor cerca y se tragó el tal. N o bien le había caído a la barriga
el motor, la pobre se dio nuevas fuerzas y se zafó. Anduvo legua y media
y volteó hacia atrás. En eso, la tigre-prieta venía como que encima suyo.
Estaba una oscuridad tal que sólo viéndola por culpa de las atravesuras
de la noche y mero enfrente de un haz la onza se dio un tropezón temible
en el derrame de un cerrito, y por un tris, y era una vez Palaguá! Que
patatín patatán! se atragantó dos luciernagotas y siguió con ellas entre los
dientes para alumbrar el camino. No bien hizo otra legua y media y miró
atrás. La tigre junto. Era por culpa de que la onza parda apestaba mucho
y la otra plaga ciega tenía un husmeo como de perdiguero. Entonces,
Palaguá ingirió un purgante de aceite de tártago, agarró una lata de esen­
cia llamada gasolina, jaló justo y por allá se fue fuam! fuam! fuam! como
burro pedorro por ahí. La balumba era tan tamaña que ni se oyó el
retintinar embrujado de platos rotos del cerro del Silbido por ahí. La
tigre-prieta quedó toda aturdida por culpa de que estaba ciega y ya no
olía más la catinga de la comadre. Palaguá corrió mucho más y miró hacia
atrás. No divisó a la tigre. También ya ni podía correr más con las fosas
echando humo de tan calientes. Había por ahí cerca un platanar enorme
con un paular en la fajilla y todo porque ya habían llegado al puerto de
Santos. Entonces la bicha se derramó agua cansada en el hocico y se
descalentó. Después cortó una hoja guazú de mafafa y se escondió po­
niéndosela encima como si fuera capota. Y así durmió. La tigre-prieta
que era mucho muy feroz hasta pasó por ahí, y la onza ni pío. Así la otra
pasó sin percibir a la comadre. Entonces la onza, de puro miedo que iba
a largar todo lo que la había ayudado a huir, anda siempre con rueda en
los pies, motor en la barriga, purgante de aceite en la garganta, agua en
la ñata, nafta en la rabadilla, los dos cocuyos en la boca y la capota de
hoja de mafafa cubriéndola, ay ay! y lista para chispearse. Principal­
mente si pisa en alguna marabunta de la hormiga llamada taxi y si alguna
se trepa en la pelambre reluciente y muerde la oreja suya, qué qué, se
chispa como demonio! Y pa disimular todavía se agarró un nombre ex­
traño de esos. Es la máquina automóvil.
’’Pero por culpa de haber bebido agua cansada Palaguá padeció de
estupor. Poseer automóvil propio es llevar estupor a casa, jovenazos.
’’Dicen que más tarde la onza parió un camada enorme. Tuvo hijos e
hijas. Unos machos y otras hembras. Por eso la gente dice «un forcito»
y dice «una chevrolé» . . .
’’Hay más nada”.
Macunaíma paró. Lloraba conmoción por la boca de los guachos.
Sobre las aguas, el fresco hacía el muertito de barriga al aire. El zagal
zambulló la cabeza para disfrazar la lágrima y se trajo un careperro en
los dientes coleando como desesperado. Repartió la comida con la nami.
Entonces allá en la puerta de casa un ocelote Fiat abrió las fauces y le
himpló a la Luna:
— Bauá, Bauá!
Se escuchó un ruiderío formidable y tomó cuenta del aire un hedor a
berrenchín sofocante 335. Era Venceslao Pietro Pietra quien llegaba. El
motorista se levantó y la criada también. Le extendieron la mano a
Macunaíma, invitándolo:
— Don gigante llegó de viaje, vamos a saber todos cómo está!336
Y
así lo hicieron. Encontraron a Venceslao Pietro Pietra en la puerta
de la calle conversando con un reportero. El gigante sonrió pa los tres
y le dijo al motorista:
— ¿Vamos allá adentro?
— Cómo no!
Piaíma poseía orejas agujeradas por culpa de los aretes 337. Se ensartó
una pierna del muchacho en la oreja derecha, la otra en la izquierda y se
fue cargando al guacho a sus costas. Atravesaron el parque y entraron en
la casa. Mero en medio del jol de vocapúa 338 amueblado con sofás de
bejuco-güira hechos por un judío alemán de Manaos, se veía un hoyo
enorme que tenía encima un bejuco de zarzaparrilla hecho columpio.
Piaíma sentó al guacho en el bejuco y le preguntó si quería balanzarse
mucho. El cabro dijo que sí. Piaíma columpió columpió, y de repente
dio un empujón. Las zarzas son espinosas. . . Las espinas perforaron la
carne del chofer y principió por escurrir sangre en el hoyo.
— Basta! ya estoy servido! — era lo que el chofer gritaba.
— Balanza os digo! — secundaba Piaíma.
Escurría sangre. La caapora compañera del gigante estaba allá abajo
del agujero y la sangre goteaba en un tacho de macarrón que estaba
preparando pal compañero. El muchacho chillaba en el columpio:
— Ah, de tin-marín de do-pingüé si tuviera padre y madre a mi lado,
cúcara mácara-títere fue, no estaría padeciendo en manos de este mal­
vado! . . . 339.
Entonces Piaíma dio un aventón muy fuerte en la liana y va al hoyo
el mozo y el gozo al pozo sobre el tuco de la macarronada.
Venceslao Pietro Pietra fue a buscar a Macunaíma. El héroe ya andaba
riéndose con la chinuca. El gigante le pidió:
— ¿Vamos allá adentro?
Macunaíma extendió los brazos bisbiseando:
— A y !. . . qué flojera!. . .
— Ora! ¿Vamos o no vamos?
— Pos ni m odo. . .
Entonces Piaíma hizo con él como había hecho con el chofer, cargó
al héroe a cuestas de cabeza pa abajo y prendidos los pies en los agujeros
de las orejas. Macunaíma aplomó la cerbatana y así patas pa arriba era como
ver a un tirador malabarista de circo, acertando en los huevitos del blan­
co. El gigante se sintió muy incómodo, se agachó percibió todo.
— No me haga eso, paisano!
Tomó la cerbatana y la arrojó lejos. Macunaíma agarraba cuanta rama
le caía en la mano.
— ¿Qué anda usted haciendo? — preguntó al gigante desconfiado.
— No ve que las ramas me están golpeando en la cara!
Piaíma puso al héroe de cabeza pa arriba. Macunaíma hacía cosquillas
con las ramas en las orejas del gigante. Piaíma daba unas carcajadotas
y saltaba de regocijo.
— No me amuele más, paisano! — le dijo.
Llegaron al jol. Bajo la escalera había una jaula de oro con pajaritos
cantadores. Y los pajaritos del gigante eran culebras y yacarés. Macunaíma saltó a la jaula y empezó muy disimulado a comer culebra 340.
Piaíma lo invitaba a ir al columpio pero Macunaíma devoraba culebras
contando:
— Faltan cinco. . .
Y tragaba otro bicho más. Por fin las culebras se acabaron y el héroe
lleno de rabia bajó de la jaula con el pie derecho. Miró lleno de rabia
pal ratero de la muiraquitán y refunfuñó:
— Hhhm. . . qué flojera!
Pero Piaíma insistía en que el héroe se encaramara.
— Con eso de que no sé ni columpiarme. . . Mejor usté va primero
— fue lo que Macunaíma rezongó.
— Qué yo ni qué nada, hérue! Es fácil como beber agua. Tal cual.
Arremóntese en la zarza y zás, rápido: yo columpio!
Piaíma insistió pero él siempre le pedía al gigante balanzarse prime­
ro 341. Entonces Venceslao Pietro Pietra se subió al bejuco y Macunaíma
fue columpiando cada vez más fuerte. Y cantaba:
“Bano-bano-balán
señor capitán-tano
espada en el cinto
jinete en la mano!” 342
Y dio un empellón. Las espinas picaron la carne al gigante y la sangre
estornudó. La caapora allá abajo no sabía que aquel sangrerío era del
gigante suyo y arrejuntaba la lluvia en la macarronada. El tuco tomaba
cuerpo.
— Para! Para! gritaba Piaíma.
— Balanza os digo! — secundaba Macunaíma.
Columpió hasta atarantar al gigante y entonces dio un jalón mucho
muy fuerte en el bejuco-harnavallo. Era porque había devorado rayos
y centellas y estaba de veras severo. Venceslao Pietro Pietra trastabilló
sobre el agujero cantando y berreando:
“Acitrón de un fandango, sango sango sabará que si de ésta me escapo
no comeré más cristianos, con su triqui-triqui-trán!” 343.
Divisando la macarronada humeante allá abajo alharaqueó hacia ella :
-—A un lado que os trago! 344 matarilirilirón!
¿Pero ustedes creen que el tacho se apartó? Lagarto! El gigante cayó
en la macarronada hirviendo y subió en el aire un olor tan fuerte de cuero
cocido que mató a todos los ticoticos de la ciudad y al héroe le dio un
soponcio. Piaíma ya muy debatido estaba más allá que pa cá. En un esfuerzo
gigantesco aún se irguió desde el fondo del tacho. Se quitó los macarrones
que le escurrían por la cara, reviró los ojos pa lo alto, se lamió el mostacho:
— Falta queso! — exclamó. . . 345
Y feneció.
Ese fue el fin de Venceslao Pietro Pietra, que era el gigante Piaíma
comedor de gente.
Macunaíma cuando volvió en sí del patatús fue a buscar la muiraquitán y partió en la máquina tranvía de Bondes pa la pensión. Hacía la de
jeremías, así:
— Muiraquitán, muiraquitán de mi bella, la veo a usté pero no la
veo a ella!. . . 346
XV
E L MONDONGO DE OIBÉ
Entonces los tres manos volvieron pa la querencia suya.
Estaban satisfechos pero el héroe andaba aún más contento que los
otros porque tenía los sentimientos que sólo un héroe puede tener: una
satisfac soberana. Partieron. Cuando atravesaron el Pico del Jaraguá
Macunaíma se volteó hacia atrás contemplando la morrocotuda ciudad
de Sao Paulo. Rumirrumió pesaroso mucho tiempo y al final sacudió
la cabeza murmullando:
— Mucha tambocha y poco bizcocho, luchas son que al Brasil dejan
mocho. . .
Se secó el lagrimón y se arregló la bembita que le temblaba. Enton­
ces artifizo uno de sus tejemanejes! 347 sacudió los brazos en el aire y
convirtió al cabañal gigante en un perezoso-aoaó 348 todito de piedra.
Partieron.
Después de mucho reflexionar, Macunaíma se gastó los últimos fierros
comprando lo que más le entusiasmara de la civilización paulista. Estaban
ahí con él el revólver Smith-Wesson el reloj de bolsillo Pathek y una
parejita de gallinas Leghorn. Revólver y mollejón pasaron a ser los zarcillos
de las orejas de Macunaíma y traía en la mano una jaula con el gallo y la
gallina. No le quedaba ni un tostón de lo que había ganado en la quiniela
pero colguijeándole de la jeta agujerada aún le brincoteaba la muira­
quitán.
Y por causa de ella todo quedaba más fácil. Iban pescando al tuntún
Araguaya abajo y cuando Yigué remaba Maanape guiaba la espadilla de
palo. Se sentían de las mil maravillas otra vez. Pues entonces, Macunaíma
muy canchero en la proa, tomaba en cuenta los puentes que era preciso
construir o arreglar para facilitar la vida del pueblo goiano 349. Llegada
la noche, divisando las lucecitas de los ahogados 350 vagando mansas y
al garete por los zurales del aluvión, Macunaíma mire y mire se ador­
mecía rebién. Despertaba avivándose al otro día y erguido en la proa de
la igarité con la argolla de la jaula ensartada en el brazo izquierdo, ras­
gueaba la guitarrita poniendo el grito en el cielo al cantar sus cuitas por
la querencia, así:
Gaviota baquiano
— Pirá-guaguaú,
martín pescador cocinera
— Pirá-guaguaú,
tapera, ¿dónde está la tapera
a la vera del Uraricoera?
— Piráguaguaú. . .
Y
la mirada suya empinada recorría la piel del río en busca de los
pagos de la infancia. Bajaba y cada olor de pez cada arbusto de achupalla
cada algo de algo dejaba entusiasmo en él y el héroe ponía su espíritu ja­
carero en el cielo hecho un botarate payando pa naa y garrapateando trazos
sin ton ni son 351:
Tapera taperujo
— Caburé,
sube sube macho machaca,
— Caburé,
manos, vamos ahora
pa la vera del Uraricoera!
— Caburé.
Las aguas araguayas runruneaban llamando rumbo de la igarité con
quejiditos y allá a lo lejos se venía la catinga pecadormecida de las Uiaras 352. Vei, la Sol, daba de chaguarazos en el costado relumbrante de
sudor de los remeros Maanape y Yigué, y en el velludo cuerpo en pie
del héroe. Era un bochorno chorreado que hacía fuego sobre el delirio
de los tres. Macunaíma se acordó que era Emperador de la Selva-Espesa.
Trazó un gesto en la Sol, gritando:
— Eropita boiamorebo! 353
Luego, el cielo se oscureció de sopetón y una nube arrebol subió del
horizonte atardeciendo la calma del día. La rubor se fue viniendo, se
fue viniendo y era la bandada de carapaicos y guacamayos-rojos, todos
esos parlanchines, era el loro-hablador era el loro-gorro-colorado era la
viudita era el lorito-real era el chorao el guaro-barriga-roja el loro-burrón
ararí ararica ara-azul aura ara-roja cuiú-cuiú perico-ojo-blanco papagayopapayo maracaná maracano cotorra-cabeza-azul chacharaco choroy chiripepe guacamayamarillazul churiquitas periquitos, todos ellos 354, el cor­
tejo pintarrajeado de Macunaíma Emperador. Y todos esos chocarreros
formaron una tienda de alaridos y alas para proteger al héroe del despe­
cho vengativo de la Sol. Era una chacarrachaca de aguas dioses y pajaritos
que ya no se escuchaba nada más y la igarité medio se quedaba al garete.
Pero Macunaíma asustando a los leghorns trazaba de vez en cuando un
gesto delante de todo y gritaba :
— Había una vez un vacuno-amarillo, quien hable primero se come
todo su chorrillo! 355 Tilín-tilín, bongo-cero que llegó!
El mundo enmudeció sin decir ni pío y el silencio venía a magullar
la tibieza de la sombra en la gran panga. Y se oía ahí a lo lejos ahí
a lo lejos bajito bajito el bululú del Uraricoera. Entonces se entusiasmaba
más el héroe. La guitarrita repiqueteaba temblona. Macunaíma expecto­
raba arrojando escupitinajos al río y mientras el esputo se hundía trans­
formado en asquerosos tortugones morrocoyos mata-matás 356, el héroe
ponía el grito en el cielo hecho un tarambana y sin siquiera saber lo que:
payaba ya:
Panapaná pá-panapaná
panapaná pa-panpanema:
Papa de papada-popa,
— Manita,
en la vera del Uraricoera! 357
Después, la boca-de-la-noche se atragantó todas las bullas y el mundo
quedó dormido. Había sólo Capei, la Luna, enorme de gorda, rechoncha
como sólo la cara de las polacas después de una noche de ésas, guapachosas! cuánta joda feliz cuánta cuñá bonita y cuánta chicha de ca­
chiri . . . Entonces se quedó medio magullado por el recuerdo de lo suce­
dido en el gran cabañal paulistano. Vio a todas aquellas doñas de piel
albita con quienes jugueteara de marido y mujer, qué bueno era!. . .
Susurró dulcemente: “Maní! Maní! hijitas de la mandioca!. . . ” . Le agarró
una conmovida temblorina en la bemba suya que por poco la muiraquitán se cae al río. Macunaíma se volvió a ensartar la tembetá en la jeta.
Entonces pensó en serio en la dueña de la muiraquitán, en la camorrera,
con un demonio de sabrosa y que lo maltrataba tanto, Ci, Ah, Ci, Madre
de las Matas, marvada que se hizo apreciable porque lo llevó a dormir
en la hamaca trenzada con cabellos suyos!. . . “Amor así de lejos sólo
los catalejos. . . ” 358 remachó. Qué sortilegio de marvada!. . . Y estaba
allá en el camperío del cielo trajinando empilchada paseándose toda aci­
calada jugueteando quién sabe con quién. . . Tuvo celos. Levantó los
brazos asustando a los leghorns y le rezó al Padre del Amor:
Rudál Ruda!
Tú que estás en el cielo
y mandas en las lluvias
Rudá! haz que mi amada
por más que consiga compañeros
encuentre que todos son aguados!
Arresóplale a esa marvada
soledades de su marvado!
Haz que se acuerde de mí mañana
cuando la Sol se haya ido en el pon ien te!...
Ojeó bien pal aire. No había Ci. No, sólo Capei, gordinflona, abar­
cando todo. El héroe se echó largo y tendido en la chalupa, se hizo una
cabecera con la jaula y se adormeció entre cagachines jejenes y cén­
zalos 359.
La noche se estaba amarillando cuando Macunaíma se despertó con
los grites de los tordos en un bambudal. Indagó con la vista y dio un
salto hasta la playa, diciendo a Yigué:
— Espera un ratitito.
Se adentró bien en el mato, legua y media. Fue a buscar a la linda
Iriquí, compañera suya que ya había sido la mitacuna-mí de Yigué y que
esperaba emperejilándose y rascándose los ácaros 360 asentada en las raíces
de una ceiba. Los dos se festejaron, juguetearon mucho y vinieron pa la
igarité.
Cuando fue allá por el medio día el papagayerío se extendió de nuevo
resguardando a Macunaíma. Y así por muchos días. Una tarde el héroe
estaba muy enfadado, se acordó de dormir en tierra firme, y así lo hizo.
No bien pisó la playa cuando se irguió en frente suyo un monstruo. Era
el bicho Pondé un mochuelo de Marañón-Amazonas 361 que se volvía
gente de noche y se engullía a los caminantes. Pero Macunaíma agarró
la flecha que tenía en la punta la cabeza chata de la santa hormiga llamada
curupé 362, y ni siquiera apuntó, acertando muy pero muy chévere. El
bicho Pondé tronó volviéndose búho. Más adelante atravesando una pla­
nicie cuando subía por un espigón lleno de chipotes se topó con el mons­
truo Mapinguarí3(53 hombre-mono que anda en las matas perjudicando
a las muchachitas. El monstruo agarró a Macunaíma pero el héroe se sacó
pa fuera el toaquizú y se lo mostró a Mapinguarí.
— No, no se confunda, amistá!
El monstruo se rió y dejó a Macunaíma pasar. El héroe anduvo legua
y media buscando un paradero sin hormigas. Se atalayó en la punta de
un cumarú de cuarenta metros y por fin después de mucho campear
descubrió una lucecita lejos. Allá fue y se topó con un rancho. Y era el
bohío de Oibé 3e4. Macunaíma tocó y una vocecita muy dulce pujó de
allá adentro:
— Quién vive!
— Es de paz!
Entonces la puerta se abrió y apareció tamaño bicho que requetespantó
al héroe. Era el monstruo Oibé temible lombrizón. El héroe sintió un
friecito por dentro pero se acordó de la Smith-Wesson, se dio ánimo y
pidió posada.
— Adéntrese usté que ésta es su casa.
Macunaíma entró, se sentó en un canasto y así se quedó. Por fin
preguntó:
— ¿Qué, no vamos a platicar?
— Vamos.
— ¿Pero sobre qué?
Oibé se rascó la barbilla rumirrumiando y de repente descubrió sa­
tisfecho :
— ¿Vamos platicando marranadas?
— Chii! eso me gusta horrores! — exclamó el héroe.
Y conversaron una hora de chanchadas.
Oibé estaba cocinando la comidita suya. Macunaíma no tenía hambre
ninguna pero botó la jaula en el suelo y sólo de puro cabulero se refregó
la mano en la barriga y dijo:
— Guác!
Oibé refunfuñó:
— Qué son esas chácharas!
— Es hambre es hambre!
Oibé tomó una batea, botó ñame con frejoles dentro, llenó un mate
con harina de tapioca y le ofreció al héroe. Pero no le dio ni un cachito
de mondongo que asaba en un espetón de canela de sasafrás que dejaba
su buen aroma. Macunaíma se atragantó todo sin masticar y no tenía
nada de hambre pero se le hizo agua la boca por culpa de las achuras que
se asaban así y asado. Se refregó la mano en la panza y dijo:
— Guác!
Oibé rezongó:
— Qué hueveo es ése!
— Es sed es sed!
Oibé agarró una cubeta y fue a buscar agua al pozo.
Mientras iba, Macunaíma sacó la canela de sasafrás de las brasas, se tragó
todo el triperío entero sin masticar y se quedó muy tranquilo esperando.
Cuando el lombrizón trajo el balde, Macunaíma bebió en un coco. Des­
pués se desperezó suspirando:
— Guác!
El monstruo se retespantó:
— Pero qué vainas son ésas!
— Es sueño es sueño!
Entonces Oibé llevó a Macunaíma al cuarto de huéspedes, dio las
buenas-noches y cerró la puerta por fuera 365. Fue a cenar. Macunaíma
botó la jaula en un rincón, cubriendo a la pareja de gallinas con unos
percales. Argüendeó bien por el cuarto. Había un ruidito sin parada
venido de todas partes. Macunaíma golpeó la yesca del encendedor y vio
que eran cucarachas. Así mero se trepó en la hamaca no sin dejar de
espiar que no le faltara nada a los leghorns. El par andaba hasta con­
tento comiendo cucarachas. Macunaíma se rió con ellos, eructó y durmió.
Al poco rato ya estaba tapizado de cucarachas que lo lamían todo.
Cuando Oibé se dio cuenta de que Macunaíma se había comido el
mondongo, le dio rabia. Agarró una campanita y envolviéndose en una
sábana blanca fue a hacerla de espantos pal huésped. Pero era sólo de
broma. Llamó a la puerta y movió la campanita, ti-lín!
— ¿Quiúbole?
— Vine a buscar mi mondongo-dongo-dongo-dongo-dongo-cero! ti-lín!
Abrió la puerta. Cuando el héroe divisó la visión quedó con tanto miedo
que ni se movió. Claro que no sabía que era Oibé. La fantasma se iba
viniendo:
— Vine a buscar mi mondongo-dongo-dongo-dongo-dongo-cero! ti-líní
Entonces Macunaíma percibió que no era una aparición ni que nada,
sino el monstruo Oibé lombrizón temible. Se dio valor, agarró el arete
de la oreja izquierda, que era la máquina revólver, y asestó un tiro en el
espanto. Pero Oibé ni caso hizo y se fue viniendo. El héroe volvió a tener
mieditis. Saltó de la hamaca, jaló la jaula y se escabulló por la ventana,
dejando cucarachas por todo el camino. Oibé corrió atrás. Pero era sólo
de chiste que quería comer héroe. Macunaíma arremetió agreste fuera
pero en eso seguía que seguía acosado por el lombrizón. Entonces se
botó el dedo pica-tortas en la boca, se hizo cosquillas y arrojó el atracón
de harina. La harina se convirtió en arenal mientras el monstruo luchaba
por atravesar aquel mundo de arena movediza, Macunaíma huía. Tomo
por la derecha, bajó el cerró de la Rumorosa que suena de siete en
siete años, siguió por unas manchitas de mato y después de cortar por
un vado agitado de arrecifes recorrió Sergipe de cabo a rabo y paró ja­
deante en un escarpado muy pedregoso 366. En frente había un peñasco
enorme perforado por una caverna con un altarcito dentro. En la boca
del socavón estaba un fraile. Macunaíma le preguntó al capuchino:
— ¿Cómo se llama el nombre suyo?
El fraile dejó en el héroe sus ojos fríos y contestó con pachorra:
— Yo soy Mendoza Mar, pintor. Disgustado con la injusticia de los
hombres hace tres siglos que me alejé de ellos metiendo la cara en la
Tierradentro del sertón. Descubrí esta gruta y erguí con mis propias ma­
nos este altar de Bom Jesús da Lapa y vivo acá perdonando gente, mu­
dado pa Fray Francisco de la Soledad 367.
— Está bueno — Macunaíma dijo. Y se chispó.
Pero el terreno estaba lleno de socavones y luego más adelante estaba
otro desconocido haciendo un gesto tan tonto que Macunaíma se paró
retespantado. Era Hércules Florence 3G8. Ponía un vidrio en la boca de
un tunelcito-chumí, tapaba y destapaba el vidrio con una hoja de monsteradeliciosa. Macunaíma preguntó:
— Orale, ájale, újule! A poco usté no va a decirme lo que anda ha­
ciendo ahí, iñor!
El desconocido se volteó hacia él y con los ojos relumbrantes de alegría
pronunció:
— Gardez cette date: 1827! Je viens d’inventer la photographie!
Macunaíma dio una carcajadota.
— Chii! Qué años hace que inventaron eso, iñor!
Entonces Hércules Florence fue derribado por el estupor sobre la hoja
de monstera-deliciosa y principió anotando con música una memoria cien­
tífica sobre el canto de los pajaritos. Estaba simplemente loco. Macunaíma
se las tomó.
Después de correr legua y media miró hacia atrás y vio que Oibé ya
venía cerca. Se metió el índice en el gañote y allá fue a dar al suelo todo
el ñame tragado convirtiéndose en un tortuguerío agitagitándose. Oibé
sudó para contornar aquella inmundicie de carapachos y Macunaíma es­
capó. Legua y media adelante miró hacia atrás. En eso Oibé venía pisán­
dole la cola. Entonces volvió a ponerse el dedo pica-tortas en el garguero
y guác! guacareó puro poroto y agua. Todo se convirtió en un tremendo
tremendal de sapos-toros y mientras Oibé se debatía atravesando todo
aquello, el héroe recogía unas lombrices pa las gallinas y partía con pre­
mura. Llevaba mucha delantera y paró para reposar. Se quedó reteadmirado porque había corrido tanto que andaba otra vez por la puerta del
bohío de Oibé 369. Resolvió esconderse en el huerto. Había un árbol de
carambolos y Macunaíma principió por arrancar ramas del carambolo
para parapetarse abajo. Las ramas cortadas se agarraron goteando agua
de lagrimón y se dejó oír el lamento del carambolo:
Jardinero de mi padre,
no me cortes mis cabellos
que el malvado me enterró
por higos del higuerón
que el Pajarito comió. . .
— Chó, chó, pajarito, ch ól 370
Todos los pajaritos lloraron de pena chillando en los nidos y el héroe
se quedó helado de susto. Agarró el fetiche que traía entre los colguijes
del pescuezo y trazó una mandinga. El carambolo se convirtió en una
princesa rete chic. Al héroe le dieron muchas ganas de juguetear con
la princesa pero Oibé ya debía de estar estallando por ahí. Y de hecho:
— Vine a buscar mi mondongo-dongo-dongo-dongo-dongo-cero, ti-lín!
Macunaíma le dio la mano a la princesa y salieron disparados. Más
adelante había una higuera con las arcabas enormes. Oibé ya les pisaba
los talones y Macunaíma no tenía tiempo pa naa. Entonces se metió con
la princesa en la hendidura de aquellos contrafuertes. Pero el lombrizón
metió el brazo y así agarró la pierna del héroe. Iba a jalar pero Macunaí­
ma dio un carcajadón de pura experiencia y dijo:
— Usté está imaginando que agarró mi gamba, y no! Esto es raíz,
pedazo!
El lombrizón soltó. Macunaíma gritó:
— Pos era mi mera pierna pedazo de alcornoque!
Oibé volvió a ensartar el brazo pero el héroe ya había encogido la pierna
y el lombrizón halló pura raíz. Había una garza cerca. Oibé habló
con ella:
— Divina-Garza, ponga ojo avizor en el héroe. No lo deje salir que
voy a buscar un azadón para cavar.
La garza se quedó al pendiente. Cuando Oibé ya estaba lejos Macu­
naíma le dijo:
— ¿Y bueno? pavota, es así que se pone juicio en un hérue! Quédese
de cerca y saltando los ojos!
La garza lo hizo. Entonces Macunaíma tiró un puñado de hormigas
de fuego en los ojos suyos y cuando la Divina-Garza gritaba por la ceguera
se salió del agujero con la princesa y se escabulleron de nuevo 371. Cerca
de San Antonio del Mato Grosso se toparon con un banano y andaban
muertos de hambre. Macunaíma le dijo a la princesa-carambolo:
— Arresúbase, coma verdes que son las buenas y aviente las ama­
rillas pa mí.
Ella lo hizo. El héroe se hartó mientras la princesa bailaba sus cólicos
para que éste notara 372. Oibé ya venía llegando y los dos chisparon hicos
de hamaca otra vez.
Después de correr legua y media más, por fin llegaron a un firme
acuchillado del Araguaya. Pero la igarité estaba varada bien más abajo
en la otra orilla con Maanape, Yigué y la linda Iriquí, toda esa compañía
durmiente. Macunaíma miró hacia atrás. Oibé casi ahí. Entonces se botó
el dedulce en el garguero por última vez, se hizo cosquillas y arrojó el
mondongo al agua. Los chinchulines se convirtieron en un camalote de
totoras tules espadañas pajas-bravas muy mullido 373. Macunaíma puso
la jaula con cuidado en lo blanducho, echó a la princesa ahí y dándose
impulso con el pie en la orilla, apartó de la playa el camaloterío que las
aguas fueron llevando. Oibé llegó pero los fugitivos iban lejos. Entonces
el lombrizón que era un lobisón 374 famoso principió a titiritar, fue crian­
do rabo y se convirtió en aguará-coyote. Abombachó el gañote desencanta­
do y salió de la panza suya una mariposa azul. Era alma de hombre 375
presa en el cuerpo del lobo por artes de birlibirloque del Carrapatú 376
terrible que frecuenta la gruta de Iporanga 377.
Macunaíma y la princesa jugueteaban llevados por la corriente río
abajo. Ahora se están riendo el uno para el otro.
Cuando pasaron junto a la igarité los manos se despertaron con los
gritos de Macunaíma y se fueron atrás. Iriquí se puso luego celosa porque
el héroe ya no quería quererla y sólo jugueteaba con la princesa-caram­
bolo. Y para ver si reconquistaba al héroe destapó un lloriqueo inconteni­
ble. Yigué tuvo pena de ella y le pidió a Macunaíma que fuera a jugue­
tear con Iriquí un buen ratito, Yigué era muy zonzo. Pero el héroe que
ya le tenía ojeriza a Iriquí le respondió:
— Iriquí es muy singracia, mano, pero la princesa, uepa! No, no les
des bolilla a Iriquí! “No olvidés, me decía Fierro, / que el hombre no
debe crer / en lágrimas de mujer / ni en la renguera del perro” . Ayayay,
malhaya quien caiga.
Y
se fue a juguetear con la princesa. Iriquí se quedó triste triste, rete
triste, llamó a seis aras cuiú-cuiú y subió con ellas pal cielo, llorando
luz ya convertida en estrella. Las guacamayas-amarillas también fueron
estrellas. Son Siete-Cabrillas.
URARICOERA
Al otro día Macunaíma amaneció con mucha tos y una fiebrecita sin
parada. Maanape desconfió y fue a hacer un menjunje de germen de
palta 378, creyendo que el héroe estaba tísico. En cambio era paludismo,
y la tosedera se había hecho venir por esa laringitis 379 que todo el mundo
carga de Sao Paulo. Ahora Macunaíma se pasaba las horas echado de
bruces en la proa de la canoa y ya nunca más volvería a sanar. Cuando
la princesa-carambolo no se aguantaba más y venía pa juguetear, el héroe
hasta una vez se rehusó suspirando:
— Ara. . . qué flojera. . .
Al otro día alcanzaron la cabecera de un río y escucharon de cerca el
bululú del Uraricoera. Ahí era. Un pajarito yaacabó trepado en una
munguba 38°, al ver la farra se puso a gritar entretanto:
— Entren santos pé-regrinos pé-regrinos, recibán este rin cón !381
Macunaíma agradeció feliz. De pie asistía al paso del paisaje. Se dejó
venir el fuerte de San Joaquín 382 erigido por el mano del gran Marqués.
Macunaíma dejó un ta-luego pal cabo y pal soldado que sólo traían un
pedazo deshilachado de calzón y la cuartelera en la cabeza y que vivían
vigilando a las tambochas de los cañones. Al final todo fue haciéndose
conocidísimo. Se divisaba el cerro manso que había sido madre un día,
en el lugar llamado Padre de la Tocandeira 383, se divisaba el traicionero
ámbito palustre entretejido de regias victorias-avatí-urupí amazónicas
tapujando a las anguilas-eléctricas y a las conchudas-huistoras 384. Y si­
guiendo el abrevadero de la danta se vio el sombrío sembradío convertido
en quemada 385 ¡y qué iba a hallar al volver! tan sólo halló una tapera.
Macunaíma lloró.
Atracaron y se introdujeron en la tapera. Venía entrando la boca-de-lanoche. Maanape y Yigué resolvieron que iluminados con hachos atra­
parían algún pez y la princesa fue a ver si se topaba con algún tentenpié
pa comer. El héroe se quedó descansando. Así estaba cuando sintió en el
hombro el peso de una mano. Volteó la cara y miró. Junto a él estaba un
anciano de barba. El carcamal le dijo:
— ¿Quién eres tú, noble extranjero?
— Yo no soy ningún extraño, conocido. Soy Macunaíma el héroe y vine
a parar de nuevo en tierra de los míos. ¿Y usté quién es?
El viejo se espantó a los mosquitos con amargura y secundó:
— Soy Joáo Ramalho 386.
Entonces el fundador se ensartó dos dedos en la boca y silbó. Apare­
cieron la mujer de él y su prole de quince familias en escalenta. De ahí
partieron en mudanza a procura de nuevos pagos donde no hubiera nadie.
Al otro día bien tempranito se fueron todos a laburar. La princesa fue
al sembradío Maanape al mato y Yigué al río. Macunaíma se disculpó,
subió en la piragua y se dio una llegadita hasta la boca del Río Negro pa
buscar su conciencia dejada en la isla de Marapatá. ¿Y ustedes creen que
la halló? Lagarto! Entonces el héroe agarró la conciencia de un hispano­
americano, se la enjaretó en la cabeza y se dio bien de la misma manera.
Pasaba un cardumen de sabaleros-varaquís 387 en desova. Macunaíma
se fue pescando distraído distraído y cuando vio ya andaba en óbidos 388,
y el guampo llenecito de pescado fresco. Pero el héroe se vio obligado a
tirar todo porque en Óbidos “quien come yaraquí se queda por aquí”
según dicen, y él tenía que regresar al Uraricoera. Volvió y como el día
caía a plomo se echó a la sombra de un pico-de-loro se espulgó las garra­
patas y durmió. Al llegar la tarde todos volvieron pa la tapera pero
Macunaíma no. Los otros salieron a esperar. Yigué se acuclilló colocando
la oreja sobre el suelo pa ver si oía los pasitos del héroe y nada. Maanape
se atalayó en el rebrote de una palmicha de moricha pa ver si divisaba
el brillo de los aretes del héroe y nada. Entonces salieron por el mato y
la caapuera gritando:
— Macunaíma, mano nuestro!. . .
Y nada. Yigué llegó bajo el algarrobo y gritó:
— Mano nuestro!
— Qué fue eso!
— Usté, apuesto que ya estaba durmiendo!
— Qué durmiendo ni qué nada, es que. . . Lo que estaba era engatu­
sando a una perdiz de monte-rojiza 389. Usté hizo bulla y la perdiz se
desperdigó por ahí!
Volvieron. Y así todos los días. Los manos andaban muy desconfiados.
Macunaíma se las olió y disimuló muy bien:
— Yo cazo pero no encuentro nada. Yigué ni chicha ni limonada, se
pasa el día echadote 390.
A Yigué le dio rabia porque el pez rareaba y la caza ni qué decir. Se
fue a la playa del río a ver si pescaba algo y se topó con el hechicero
Tzaló-lo que tiene una pierna sólo 391. El curandero poseía una calabaza
encantada hecha con la mitad de una cáscara de zapallo. Zambulló la
jicara en el río, la llenó de agua hasta la mitad y roció la playa. Entonces
cayó una morondanga de peces. Yigué notó todo lo que el yerbatero hacía.
Tzaló largó la calabaza por ahí y empezó a matar peje con una macana.
Entonces Yigué se robó la jicara del hierve-yerbas Tzaló-lo que tiene una
pierna sólo.
Poco después haciendo que ni cuenta se había dado se vino mucho
pez, se vino payara-machete se vino pacú viejas-de-cola caribe-pinche capaburro pavón, todos esos peces y Yigué volvió cargado pa la tapera des­
pués de esconder el mate en la raíz de un jaramango. Todos quedaron
retespantados con aquel mundo de peces y comieron rebién. Macunaíma
se las olió.
Al otro día esperó con el ojo izquierdo durmiendo a que Yigué se fuera
a pescar y salió atrás. Descubrió todo. Cuando el mano se fue, Macunaíma
dejó la jaula de los leghorns en el suelo y agarró la calabaza escondida
haciendo como el mano. Tal cual. En eso se vinieron muchos peces, vino
carecaballo vino palambre vino camaroncito-cocil bagre-marino bagre-sapo
manduví-bigotón surubí-pintado, todos esos peces. Macunaima arrojó el
catabre por ahí, en las prisas de matar todos los peces, y el guaje hizo
parará en un pedrejón y guác! se zambulló en el río. Pasaba la payaramachete llamada Padzá. Imaginó que eran calabazas, y se tragó la jicara.
Esta se convirtió en la panza de Padzá. Entonces Macunaima se puso la
jaula en el brazo volvió pa la tapera y contó lo sucedido. A Yigué le dio
rabia.
— Cuñada princesa, yo soy quien pesco, su compañero se queda tiradote
bajo el pico-de-loro y todavía pasa a fregar a los demás.
— Mentira.
— ¿Entons qué hizo usté hoy?
— Cacé venado.
— ¿Y on-tá?
— Comí, juay. Fui andando por un camino, y zás, me topé con el
rastro de un. . . guazubirá, no, no, de un guataparo. Me agaché y seguí
el rastro. Mirando, mirando, ven, me di un cabezazo con una cosa blanda,
qué chistoso. Saben lo que era! pues el mapa-mundi del venado, raza.
(Macunaima dio una carcajadota). El venado aún me preguntó: — Qué
anda haciendo ahí, pariente. — Venadeándote — le secundé. Y maté al
guazubirá que comí con tripas y todo. Venía trayendo un trozo pa ustedes,
y zás me atrompecé y al atravesar el ojo-de-agua, di un tumbo, el pedazo
fue a dar lejos y la hormiga tanayura hizo sus necesidades en él.
La patraña era tan tamaña que Maanape desconfió. Maanape era he­
chicero. Se allegó juntito al mano y preguntó:
— ¿Usté anduvo de caza?
— Este. . . pos. . . sí fui.
— ¿Y qué fue lo que cazó?
— Venado.
— Qué qué.
Maanape hizo un gesto grande. El héroe guiñó de miedo y confesó que
todo era pura camama S92.
Al otro día Yigué estaba campeando el mate cuando se encontró con
el tatú-carreta hechicero llamado Caicá que nunca tuvo mamá. Caicá
sentado a la puerta de la madriguera jaló la guitarrita suya hecha con la
otra mitá de la calabaza encantada y se agarró cantando así:
“Vote vote coendú,
de bóbilis bóbilis coatí.
Vote vote tayazú.
De bóbilis bóbilis pécari.
Vote vote canguzú.
Eh. . . ”
Y así se vinieron muchas cazas. Yigué sólo ojos. Caicá lanzó la guitarrita encantada por ahí, agarró una macana y fue a matar a todo ese
mundo de cazas que andaban hechas unas atarantadas. Entonces Yigué
se rateó la guitarrita del hechicero Caicá que nunca tuvo mamá.
Más adelante cantó tal y cual había escuchado y se vino un diluvio de
caza parándosele mero enfrente. Yigué regresó cargado pa tapera después
de esconder la guitarrita en la raíz de otro bejuco. Todos volvieron a
espantarse y comieron bien. Macunaíma volvió a desconfiar.
Al otro día esperó con el ojo izquierdo durmiendo a que Yigué partiera,
y fue atrás. Descubrió todo. Cuando el mano volvió pa la tapera, Macu­
naíma agarró la guitarrita, haciendo tal y cual había visto y se virio un
titipuchal de caza, venados jutías osos-hormigueros carpinchos armadillos
aperemas pacas aguarachayes nutrias tortugas-escorpión cochemontes igua­
nas báquiras tapires, la danta zapatera, onzas, el jaguar el cunaguaro el
chibiguazú, puma ocelote laucha, eso era la morondanga de cazas. El
héroe tuvo miedo de tan tamaño bicherío y salió en un carrerón soberano
lanzando la guitarrita lejos. La jaula ensartada en el brazo suyo iba ha­
ciendo un parará en los troncos y el gallo y la gallina se traían un cacareo
ensordecedor. El héroe suponía que era del bicherío y se chispaba más
aún.
La guitarrita cayó en el diente de un jabalí que tenía el ombligo en
el lomo 393 y se partió en diez veces diez pedazos que los bichos se tragaron
creyendo que era zapallo. Los pedazos se convirtieron en las vejigas del
alimañerío.
El héroe destapó tapera dentro hecho un desesperado y echando los
bofes por la boca. N o bien podía respirar que ya contaba lo sucedido. A
Yigué le dio odio y dijo:
— Ahora sí que ni cazo ni pesco más nada!
Y se fue a dormir. Todos empezaron a pasar hambre. Bien que pedían
pero Yigué saltaba en la hamaca y cerraba los ojos. El héroe juró ven­
ganza. Simuló un anzuelo con diente de anaconda y le dijo al fetiche:
— Anzuelo de mentiras, si mano Yigué viene a probarlo, entonces entre
en la mano suya.
Yigué no podía dormir de tanta hambre y divisando el anzuelo le
preguntó al mano:
— ¿Mano, este anzuelo está bueno?
— De ordago 394 — dijo Macunaíma y continuó limpiando la jaula.
Yigué decidió ir de pesca porque de veras andaba asolado por la gazuza
y dijo:
— Deja ver si el anzuelo es bueno.
Agarró el fetiche y lo probó en la palma de la mano. El diente de
anaconda entró en la piel y virtió todo el veneno ahí. Yigué corrió pa las
matitas y por más que masticó y tragó ñame de nada le valió. Entonces
fue a buscar una cabeza de aruco que había sido expuesta a picadura
de víbora. Se puso en la mano. De nada le valió. El veneno hizo una
herida leprosa y principió por comerse a Yigué. Primero se comió un
brazo después la mitad del cuerpo luego las piernas después la otra mitad
del cuerpo luego el otro brazo por fin el pescuezo y la cabeza. Sólo quedó
la sombra 395 de Yigué.
A la princesa-carambolo le dio odio. Era ella quien ultimadamente
jugueteaba con Yigué. Macunaíma bien que se dio cuenta, pero pensó:
“Planto mandioca y me nace ñame, del ladronicio de casa nadie se es­
pante, paciencia. . . ” Y había encogido los hombros. Rabiosa la princesa
le dijo a la sombra:
— Cuando el héroe se vaya a pasear el hambre usté se convierte en un
marañón en un banano y en un churrasco de venado.
La sombra era envenenada por culpa de la lepra y la princesa quería
matar a Macunaíma.
Al otro día el héroe se despertó con tanta hambre que se fue de solaz
paseando. Se topó con un marañón lleno de frutas. Quiso comer pero
presintió que era la sombra leprosa y siguió adelante. Legua y media
después se topó con una humeante barbacoa de venado. Ya andaba mo­
rado de hambre pero se dio cuenta que el churrasco era la sombra le­
prosa y prosiguió. Legua y media después se topó con un plátano cargadito de pencas maduras. Pero el héroe ya estaba que veía bizco de tanta
hambre 396. La bizcura lo hizo ver de un lado la sombra del mano y del
otro el plátano.
— Así sí que puedo comer! digo.
Y
devoró todas las pencas. Y los plátanos eran la sombra leprosa del
mano Yigué. Macunaíma iba a morir. Entonces se acordó de pasar la
enfermedad en los otros 397 pa no morir solito. Agarró una hormiga
tambocha y se la resfregó bien en la herida de la nariz, la hormiga ya
fue gente como nosotros y la tambocha quedó leprosa. Entonces el héroe
agarró la hormiga yaguatací y se hizo lo mismo. Yaguatací quedó leprosa
también. Entonces fue el turno de la hormiga aqueque devoradora de
semillas y de la hormiga quenquén, de la hormiga tracuá y de la hormiga
mumbuca rete prieta todas quedaron leprosas. Ya no había más hormigas
en derredor del héroe sentado. Se quedó con pereza de estirar el brazo
porque ya estaba moribundo. Esperó visita de la salud 398, se dio fuerza y
agarró al mosquito barigüí picando la rodilla suya. Pasó la enfermedad al
mosquito barigüí. Por eso es que ahora cuando ese mosquito pica gente,
entra en la piel, atraviesa el cuerpo y sale del otro lado mientras que el
agujerito de entrada se convierte en esa horrenda breva llamada Leichmaniosis llagada de Baurú 3" .
Macunaíma había pasado la lepra en otras siete gentes y se puso sano
al instante, volviendo pa la tapera. La sombra de Yigué confirió que el
héroe era muy inteligente y quiso volver desesperada junto de la familia.
Era ya de noche y confundiéndose con la oscuridad la sombra ya no
hallaba camino cerca. Se sentó en una piedra y berreó:
— Fueguito 400, cuñada princesa!
La princesa, que iba rengueando mucho porque estaba enferma con
los dengues del mal de San V ito401, vino con un tizón alumbrando ca­
mino. La sombra se tragó al fuego y a la cuñada. Berreó de nuevo:
— Fueguito, mano Maanape!
Maanape vino luego con otra antorcha afarolando camino, y se arras­
traba inerte porque la vinchuca 402 había chupado la sangre suya y Maa­
nape estaba opilado 403. La sombra se tragó el fuego y a mano Maanape.
Después berreaba:
— Fueguito, mano Macunaíma!
Quería tragarse al héroe también pero Macunaíma percibiendo lo que
había sucedido con el mano y la compañera dejó la puerta emparejada y
se quedó quietecito en la tapera. La sombra pedía fueguito, pedía y al no
recibir respuesta se lamentó hasta la madrugada. Entonces Capei apareció
iluminando la tierra y la leprosa pudo llegar a la tapera. Se sentó en el
acanyará del umbral y esperó al día pa vengarse del mano.
De mañana todavía estaba acuclillada allí. Macunaíma se despertó y
escuchó. No se oía nada y concluyó:
— Ara! Se fue!
Y
salió a pasear. Cuando traspasó la puerta la sombra se trepó en el
hombro suyo. El héroe no malició nada. Estaba pasando hambres pero la
sombra no lo dejaba comer. Todo lo que Macunaíma atrapaba la sombra
se lo tragaba: — tamorita mangarito ñame merey mamey plátano-dominico
caimito banana-enana ananás guanábana fruta-bomba esas comidas del
mato. Entonces Macunaíma fue a pescar porque ahora ya no tenía quien
lo hiciera por él. Pero cada pez que sacaba del anzuelo y lo arrojaba en
la chistera la sombra brincaba del hombro, se tragaba el pescado y volvía
a encaramarse otra vez. El héroe meditó: “Tate quieto que si no, te
arreglo!” Cuando el pez picó Macunaíma hizo un esfuerzo heroico, dio
un bruto empujón en la vara de forma que el impulso hizo que el pez
fuera a parar allá por la Guayana. La sombra fue tras el pez. Entonces
Macunaíma cimarroneó mato fuera en sentido opuesto. Cuando la sombra
regresó, sin encontrar más al mano disparó en busca del rastro suyo.
Después de correr un poco, atravesar la tierra de los indios tatúsblancos 404 y darse tamaño susto, tanto que pasó sin pedir permiso entre
la sombra de Jorge Velho y la sombra del Tiñoso Fumbí 405 quienes
discutían, el héroe, cansadísimo, miró hacia atrás y vio que la sombra ya
venía llegando. Estaba en Paraíba y tan sin ganas de chispearse que
paró. Era porque el héroe estaba con paludismo406. Cerca había unos
trabajadores destruyendo hormigueros para construir un azud. Macunaí­
ma les pidió agua. No había ni jota pero le dieron una jicara con raíces
de jicama 407. El héroe mató la sed de los leghorns, agradeció y gritó:
— Que con el diablo la lleve quien trabaja!408
Los trabajadores cuquearon al perrerío contra el héroe. Eso mero era
lo que quería porque tuvo pavor y se chispó rebién. Al frente se abría el
camino de las boyadas. En eso Macunaíma venía que venía acosado por
la sombra, y ni tutubió: se metió por el atajóte. Más adelante dormía
tumbado un toro zebú llamado Espacio 409 que había venido del Piauí.
El héroe se dio un trompazo con él de tanta enjundia. Con eso el toro salió
en un galope loco del susto y por allá se fue cegado manantial abajo.
Entonces Macunaíma lo atajó por un picadero sin remedio y se parapetó
bajo un mocomuco. La sombra escuchaba el ruidazal del astado a galope
y supuso que era Macunaíma. Fue atrás. Alcanzó al torazo y pa no
perder el paso de pasadita hizo palo de gallinero del lomo suyo, y cantaba
satisfecha:
‘‘Aquí traigo ya al torito
pero no para torearlo
lo traigo para pasearlo1
.”
"Voy a dar la vueltecita
sígueme torito
te espero aquí, aquí te espero
sígueme torito!”
Y así ya nunca más pudo comerse al toro, la sombra se tragaba todo
antes que el bicho. Entonces el astado fue quedando zurumbático lerdo
y esquelético. Cuando pasó por el rincón llamado Agua Dulce cerca de
Guararapes, el torito miró retéspantado mero en medio del arenal la vista
linda, y un naranjo lleno de sombra con una gallinita ciega picoteando
debajo. Era señal de muerte. . . La sombra mortificada cantaleteaba
ahora:
"Ahora sí ya te encontré
donde me dijo el Maestro.
Te encontré y voy a lazarte
para llevarte a la hacienda. . . ”
“He de regresar ahí
para traerlo a mi tierra
que venga a sentarse
en la puerta del mirador
que venga a mirar la vuelta
que voy a dar en su honor”.
Al otro día el astado estaba muerto. Enverdecía y enverdecía. . . La
sombra con mucho pesar se consolaba payando ya:
“Murió el toro rebravo. . .
Siento a la niña bonita
que dejé en la plaza de Salvatierra.
Lloró cuando me volví a mi tierra”.
Y el Buen Jardín era una estancia del Río Grande Del S ur410. Enton­
ces se dejó venir una gigante a la que le gustaba juguetear con el astado.
Vio al toro en la tumba, lloró bien llorado y se quiso llevar al cadáver
consigo.
A la sombra le dio rabia y cantó:
"Arretírate, giganta
que el caso es peligroso!
Quien se retiró amante
hace acción de generoso!”
La gigante agradeció y se retiró danzando. Entonces pasó por ahí un
individuo llamado Manuel da Lapa cargado de hojas de Marañón y de
ramas de algodón. La sombra saludó el conocido:
“Don Manué que viene del Montón
don Manué que viene del Montón
viene cargadito de hoja de marañón!”
“Don Manué que viene del sertón
don Manué que viene del sertón
viene cargadito de rama de algodón!”
Manuel da Lapa se quedó muy orondo con el saludo y pa agradecer
danzó zapateado y cubrió el cadáver con las hojas de cajuil y las ramas
de guata.
El viejo-mandinguero ya estaba sacando a la noche del agujero411 y la
sombra toda confundida no veía más al toro tumbado bajo los copados y
el follaje. Empezó a danzar en procura suya. Una luciérnaga se admiró
de aquello y cantó acompañando:
"Ahora ya lo saben pues
señores compañeritos:
donde quiero que me entierren
no sea en tierra consagrada.
Entiérrenme en pleno campo
donde se pasea el ganado”
Así fue como la sombra secundó cantando. Entonces la luciérnaga
danzando voló abajo del tronco y le mostró el buey a la sombra. Esta se
trepó en la panza verde del muerto y ahí se quedó llorando.
Al otro día el toro se pudría. Entonces vinieron muchos iribús, vino el
chino-chicora sapitiba, vino el iribú-chato el aura el jote el zope el
cuervo-de-cabeza-amarilla que sólo come ojos y rabadilla, todos esos
cabezas-pelonas y principiaron a danzar contentos. El Mayor encabezaba
la danza cantando:
"Iribú es huella fea fea fea!
Iribú es brinco limpio limpio limpio!”
Y
era el oripopo, rey-zamuro, el Padre del Yrybú. Entonces mandó a
un zopilotito-piá a entrar dentro del cachón a ver si ya estaba bien
podrido. El gallinacito lo hizo. Entró por una puerta y salió por otra 412
diciendo que sí y todos chacotearon en un guateque juntos 413 danzando
y cantando:
“Cuando pase por ahí
la niñita ha de decir
Dios me socorra que aquí
está enterrado, y difunto
mi buen caporal Mayor”.
O h . . . eh bumbá
descanse mi buey!
o h .. . eh bumbá
descanse en paz l"
Y fue así que inventaron el bendito mitote del Torotumbo, también
conocido como Boi-Bumbá.
A la sombra le dio rabia que se estuvieran comiendo al buey suyo y
saltó sobre el hombro del oripopo. El Padre del Yrybú quedó muy satis­
fecho y gritó:
— Hallé compañía pa mi cabeza, raza!
Y voló a las alturas. Endenantes el rey-zamuro había tenido sólo una
cabeza.
XVII
OSA MAYOR
Macunaíma se arrastró hasta la tapera ya sin gente. Estaba muy contra­
riado porque no comprendía el silencio. Se había quedado como muertito
sin lloronas, en un abandono total. Los manos fueron de veritas transfor­
mados en la cabeza izquierda del rey-zamuro y uno ni siquiera se encon­
traba cuñataís por ahí. El silencio empezaba a cabecear de sueño a orillas
del Uraricoera. Qué enfado! Y principalmente, a h !. . . qué flojera!. . .
Macunaíma se vio obligado a abandonar la tapera cuya última pared
empalizada con palma de sotole se venía abajo. Pero la malaria no lo
dejaba con ímpetu ni de construir un caney. Había traído la hamaca para
lo alto de un teso donde había una piedra con guacas de dinero enterrado
abajo. Amarró la hamaca entre dos cajuiles frondoseando y no salió más
de ella por varios días tumbado a la bartola encanijado y comiendo marañones. Qué soledad! El mismo séquito pintarrajeado se disolvió. N o ven
que un guaro-catinga 414 pasó muy apurado por ahí. El guacamayerío le
preguntó al pariente que adonde iba.
— Maduró maíz en tierra de los Ingleses 415, y allá voy!
Entonces todos los loros se fueron a comer maíz a la tierra de los
Ingleses. Pero primero se volvieron periquitos porque así comían y eran
los periquitos quienes se llevaban la fama 416. Sólo quedó ahí un loro
retetarabilla417. Macunaíma se consoló cavicavilando: "Lo mal habido,
el diablo se lo lleva. . . 418 paciencia” . Se pasaba los días amorriñado y
se distraía haciendo repetir al pajarraco en el habla de la tribu los casos
que habían sucedido al héroe desde la niñez. Aaah. . . Macunaíma boste­
zaba chorreando marañón, muy dejadote en la hamaca, con las manos
atrás haciéndolas de cabecera, con la parejita de leghorns haciendo palo
de gallinero de sus pies y el loro-aruaí en la panza. Venía la noche.
Aromatizado por las frutas del cajuil, el héroe se achinchorraba rebién en
el sueño. Cuando el rayar del otro día venía, el loro destapaba el pico
del ala y se tomaba el café de mañana devorando a las arañas que de
noche urdían ñandutí de las ramas hacia el cuerpo del héroe 419. Después
parloteaba:
— Macunaíma!
El dormilón ni se movía.
— Macunaíma! oh Macunaíma!
— Deja a uno dormir, aruaí. . .
— Alevántate, hérue! Ya es de-día!
— A h . . . qué flojera!. . .
— Mucha tambocha y poco bizcocho, luchas son que al Brasil dejan
m ocho!. . .
Macunaíma daba un carcajadón y se rascaba la cabeza tapizada de
coruco que es el piojo de la gallina. Entonces el loro repetía el caso apren­
dido en la víspera y Macunaíma se enorgullecía de tantas glorias pasa­
das 420. Lo sacudía el entusiasmo y se ponía a contarle al aruaí otro caso
más rimbombante. Y así todos los días.
Cuando la Papacenas que es la estrella vespertina se aparecía remilgando pa que las cosas se fueran a dormir, el aruaí arguyía rezongando
por culpa de la historia que quedaba a medias. Una vez hasta insultó a
la estrella Papacenas. Entonces Macunaíma le contó:
”— A ella sí no la insultes, aruaí! Taina-Can es bueno. A Taina-Can
que es la estrella Papacenas 421 le da pena la tierra y manda a ÉmoronPódole para dar el sosiego del sueño de este mundo, a todas esas cosas
que pueden tarse sosiegas porque no poseen pensamiento como nosotros.
Taina-Can es individuo también. . . Relumbraba allá en el vasto campal
de los cielos y la hija mayor del curaca Zozoyaza de la tribu carayá, una
solterona llamada Imaeró, dijo así:
— Padre, Taina-Can reluce tan bonito que quiero mancornarme con él.
’’Zozoyaza se rió bastante porque no podía dar a Taina-Can en casorio
pa la hija mayor. No. Entonces vino bajando el río una piragua de plata,
un remero saltó de ella, golpeó en el quicio y le dijo a Imaeró:
— Yo soy Taina-Can. Escuché vuestro pedido y vine en piragua de
plata. ¿Por fa, cásese conmigo?
— Sí — respondió ella contentísima.
’’Dio la hamaca al prometido y la ñaña se fue a dormir con la mana
más joven llamada Denaqué.
”A1 otro día cuando Taina-Can saltó de la hamaca todos se requetespantaron. Era un vetarro arrugado arrugado, temblequeando tanto como
la luz de la estrella Papacenas. Entonces, Imaeró gritó:
— Vete yendo, chocho! Ya parece que me voy a casar con un carcamal!
Pa mí ha de ser un guacho rebravo arrecho y de nación carayá!
”Taína-Can se quedó zurumbático zurumbático y principió a imaginar
sobre la injusticia de los hombres. Pero la hija menor del cacique Zozoyaza
se apiadó del vetarro y dijo:
— Yo me caso con usté. . .
”Taína-Can relumbró de regocijo. Se ajustaron. Denaqué preparando
el ajuar cantaba noche y día:
— Mañana a estas horas, furrún-fun-fun. . .
’’Zozoyaza respondía:
— Yo también con vuestra madre, furrún-fun-fun. . .
’’Después de que se acaben los dedos de vuestras manos, lorito, que
son de espera pal prometido, en la hamaca trenzada por Denaqué se
jugueteó danza de amor, furrún-fun-fun. . .
”No bien rayaba el día, y Taina-Can saltó de la hamaca diciendo a la
compañera:
— Voy a los matorrales a la roza-tumba y quema. Ahora usté se me
queda en el mocambo y nunca me vaya al conuco a espiar.
— Sí — dijo ella.
”Y se quedó en la hamaca, piense y piense en lo chistoso que era aquel
viejito extraño, que le había dado la noche de amor más sabrosa que uno
se imagine.
— Taina-Can tumbó caña, le echó fuego a todos los chinchorros de
hormigas y barbechó la tierra. En aquel tiempo la nación carayá no co­
nocía las buenas plantas. Era sólo pez y bicho con lo que un carayá se
atragantaba.
”En la otra madrugada Taina-Can le dijo a su compañera que iba a
buscar semilla pa sembrar y repitió la salvedad. Denaqué se quedó
echadota en la hamaca por mucho rato, meditabundando en las guapas
sabrosuras de las noches de amor que el bueno del vetarro le daba. Y se
fue a tramar.
”Taína-Can se dio una llegadita al cielo, fue hasta el arroyo Beró, oró
y poniendo una pierna en cada lado del arroyo esperó al pendiente del
agua. En poco tiempo se dejaron venir a flor de piel del agüita las semillas
de las palomitas-de-maíz, el tabaco, la yucamarga, todas esas buenas plan­
tas. Taina-Can apañó lo que pasaba, bajó del cielo y se fue al conuco a
plantar. Estaba trabajoseando bajo la Sol cuando Denaqué apareció. Era
porque ella de pura morriña de las noches de amor quiso ver al com­
pañero dador de esas valientes sabrosuras. Denaqué dio un grito de
alegría. Claro que Taina-Can no era vejete! Taina-Can era un rapaz
rebravo arrecho y de nación carayá. Se hicieron un mullido de tabaco y de
ñami y juguetearon saltiteando bajo la Sol.
’’Cuando volvieron al mocambo riéndose mucho el uno para el otro,
Imaeró hizo rabieta. Gritó:
— Taina-Can es mío! Fue por mí que vino del cielo!
— Mala suerte — fue lo que Taina-Can cantó— . Cuando yo quise
usté no quiso, pos ora joróbese!
”Y se trepó en la hamaca con Denaqué. Imaeró desinfeliz suspiró así:
— No le hace caimán, que tus lagunas se han de secar!422
”Y salió gritando por las matas. Se convirtió en el ave-campanero que
se desgañita amarillo de envidia en el callarquirirí del mato diurno.
’’Desde entonces por la pura bondad de Taina-Can es que el Carayá
come mandioca y choclo y posee tabaco para enmitotarse.
”Y de todo lo que los Carayás carecían, Taina-Can iba al cielo y regre­
saba trayendo. Pa no hacer el cuento largo, Denaqué de pura abusada
se puso a enamorarse de todas las estrellitas del cielo! Todo iba saliendo
tan bien. Pero Taina-Can, que es la Papacenas, divisó todo. Con eso,
hasta le escurrió rocío de tan triste, agarró sus morondangas y se fue
yendo pal vasto campal de los cielos. Se quedó allá, y ya no trajo nada
más. Si la Papacenas continuara trayendo las cosas del otro lado, el cielo
sería acá, todito nuestro. Ahora es sólo de nuestro deseo.
’’Hay más nada".
El lorito dormía.
Una vuelta al llegar enero, Macunaíma se despertó tarde con el piadero presagiante de la piaya. Sin embargo era un día hecho y la cerrazón
ya había entrado pal agujero. . . El héroe tembló y apapachó el fetiche
que traía en el pescuezo, un huesito de guacho-chico muerto pagano.
Buscó al aruaí, había desaparecido. Sólo el gallo y la gallina peleaban por
culpa de una veintiúnica araña. Hacía un calurón parado tan inmenso
que se escuchaba la campanita de vidrio de los chapulines. Vei, la Sol,
se escurría por el cuerpo de Macunaíma, haciendo cosquillitas, convertida
en mano de patoja. Eran firuletes de la vengativa, sólo por culpa de que
el héroe no se mancornó con una de las hijas de luz. La mano de pebeta
venía y se deslizaba retemansita en el cuerpo. . . Qué ganas en los
músculos pinchados por primera vez después de tanto tiempo! Macunaíma
se acordó que hacía mucho no jugueteaba. El agua fría dizque es buena
pa espantar las ganas. . . El héroe se escurrió de la hamaca, se quitó la
pelusa de telarañas que vestía todo el cuerpo suyo y bajando hasta el valle
de Lágrimas fue a tomar un baño en un remanso cercano que el cherécheré del tiempo-de-las-aguas había convertido en un lagunón.
Macunaíma colocó con cuidado a los leghorns en la rambla y se allegó
al agua. La laguna estaba toda cubierta de oro y plata y develó el rostro
dejando ver lo que había en el fondo 423. Y Macunaíma divisó allá en el
fondo a una cuñá lindísima, albita y lo mortificaban más y más las ganas.
Y la cuñá lindísima era la Uiara.
Se venía allegando, así como quien no quiere la cosa, con muchas
danzas, le guiñaba, al héroe, parecía que decía “Aviéntese, mi moquenquén!” y se apartaba con muchas danzas así como sin querer la cosa. Le
dieron al héroe unas ganas tan inmensas que estiró el cuerpo suyo y la
boca se le humedeció:
— M aní!. . .
Macunaíma quería con la doña. Ponía el dedo gordo del pie en el agua
y en un tris la laguna volvía a cubrirse el rostro con las telas de oro y plata.
Macunaíma al sentir el frío del agua, retiraba el dedote.
Así fue muchas veces. Se aproximaba el pináculo del día y Vei estaba
enojadísima. Animaba como hincha pa que Macunaíma cayera en los
brazos traicioneros de la joven del lagunón y el héroe con miedo del frío.
Vei sabía que la lola no era ninguna lola sino que era la Uiara. Y la Uiara
se venía allegando otra vez con muchas danzas. Era toda una bonitura!
Superfirulítica. . . Morena y chapeadita como la cara del día e igual al
día que vive rodeado de noche, ella se intrincaba la cara en los negros
cabellos cortos tal y cual si fueran alas de graúna. Tenía en el perfil
severo 424 una naricita tan ñoña que ni servía pa respirar. Pero como
sólo se mostraba de frente y hacía fiestas sin voltear, Macunaíma no veía
al agujero del cogote por donde la pérfida respiraba. Y el héroe en un ata
v desata de indeciso. A la Sol le dio bronca. Agarró un rabo-de-armadillo
de puro calurón y chaguarazeó el lomo del héroe. La doña ahí, dizque
abriendo los brazos pa mostrar las gracias cerrando los ojos muy que­
rendona. Macunaíma sintió fuego en el espinazo, se estremeció, hizo tino,
y se arrojó al buen tuntún como guác!, encima de ella. Vei lloró de vic­
toria. Las lágrimas cayeron en la laguna como una ducha de oro y de oro.
El día caía a plomo.
Cuando Macunaíma volvió a la playa se notaba que había peleado
mucho allá por el fondo. Se quedó de bruces un tiempazo con la vida
colgándole de los respiros exhaustos. Estaba sangrando con mordiscos por
todo el cuerpo, sin pierna derecha, sin los dedos gordos sin los cocoslocos-de-Bahía sin orejas sin nariz sin ninguno de sus tesoros. Por fin
pudo levantarse. Cuando se dio ten con ten de las pérdidas se puso
furioso contra Vei. La gallina cacareó dejando un huevo en la playa.
Macunaíma lo agarró y lo zampó en la carota feliz de la Sol. El huevo
se desparramó rebién por los cachetes de ella que se ensució de amarillo
por siempre de los siempres. Atardecía.
Macunaíma se sentó en un peñasco que ya había sido galápago en
tiempos de endenantes y se puso a contar los tesoros perdidos bajo el
agua. Y eran tantos, era una piernamocha los dedos gordos, eran los
cocos-locos-de-Bahía eran las orejas los dos aretes hechos con la máquina
Mollejón-Pathek la máquina Smith-Wesson, la nariz todos esos tesoros. . .
El héroe saltó dando un grito que acortó el tamaño del día. Las pirañas
se habían comido también la bemba suya y la muiraquitán! Se puso
como loco.
Arrancó un monte de barbasco ayaré jebe y conapí todas esas plantas
y atosigó para siempre el lagunón. Todos los peces murieron y se que­
daron haciendo la plancha panza arriba, barrigas azules barrigas ama­
rillas barrigas rosadas, todo ese barriguerío pintarrajeando la faz de la lagu­
na. Era la sobretardecita.
Entonces Macunaíma destripó a todos esos pescados, todas las pirañas
y todos los bufeos, esculcando barrigas por la muiraquitán. Un soberano
sangrerío escurrió sobre la tierra y todo quedó derrochando sangre. En­
traba la boca-de-la-noche.
Macunaíma campee y campee. Halló los dos aretes halló los dedos
gordos halló las orejas los tompiates la nariz, todos esos tesoros y se los
pegosteó con caña de azúcar-sapé y cola de pez. Pero no encontró ni pier­
na ni muiraquitán. Habían sido devorados por el monstruo Ururalo425
que no muere ni con barbasco ni a palos. La sangre coagulada se enne­
grecía cubriendo la playa y el lagunón. Era noche-tumbada.
Macunaíma campeaba y volvía a campear. Soltaba gritos de lamento
achicando con la bulla el tamaño del bicherío. Y nada. El héroe se enma­
taba campo adentro, saltando sobre la pierna sola. Gritaba:
— Recuerdo! Recuerdo de mi marvada! No la veo a ella ni a usté
ni a nada! 426
Y
saltaba más. Las lágrimas goteaban de los ojitos azules suyos sobre
las florecitas blancas del campo. Las florecitas se tiñeron de azul y fueron
los no-me-olvides 427. El héroe ya no podía más y paró. Cruzó los brazos
con una desesperación tan heroica que todo se amplió en el espacio
para contener el silencio de aquella pena. Sólo un mosquitito raquitiquito
infernizaba más la desgraciación del héroe, zumbando finito: “Zun-zun
zun-zumbá-baé. .
Entonces Macunaíma dejó de encontrarle gracia a esta tierra. Capei
nuevecita relumbraba allá por el altiplano cielo. Macunaíma se encon­
traba aún medio indeciso sin saber si se iba a vivir al cielo o a la isla de
Marajó 428. Por un momento pensó de veras en radicar en la ciudad
de la Piedra con el enérgico Delmiro Gouveia 429, pero le faltó ánimo.
Pa vivir allá, tal y como había vivido era imposible. Hasta era por eso
que ya no le hallaba el chiste a la Tierra. . . Todo lo que había sido
la existencia suya a pesar de tantos casos tanto jugueteo tanta ilusión
tanto sufrimiento tanto heroísmo, al final no dejaba de ser sino un de­
jarse llevar 430; y para parar en la ciudad del Delmiro o en la isla de
Marajó que son de esta Tierra se menestaba que ello tuviera sentido.
Y ya no tenía ánimo para alistarse. Así pues se decidió:
— Sonó! Cuando el gallinazo anda empingorotado el de abajo caga
al de encima, este mundo no tiene arreglo, me voy pal cielo.
Se iba pal cielo a vivir con la marvada. Iba a ser el brillo hermoso
aunque inútil de una constelación más 431. No hacía nada mal que fuera
brillo inútil. No. Por lo menos era el mismo de todos esos parientes
de todos los padres de los vivos de su tierra, madres padres manos
cuñas cuñadas cuñataís, todos esos conocidos que viven ahora del brillo
inútil de las estrellas. . .
Plantó una semilla de bejuco-matapalo, el hijo-de-la-luna, y mientras
el bejuco 432 crecía agarró una piedrita puntiaguda y escribió en el pe­
ñasco que ya había sido galápago en tiempos muy de endenantes:
No pasé por el mundo para ser piedra 433.
El matapalo largamente embejucado, se aferraba ya a una de las
puntas de Capei. El héroe pernimocho se ensartó la jaula de los leghorns
en el brazo y se fue subiendo pal cielo. Cantaba con cuita:
" — Vamos con la despedida 434,
— Tapera.
Tal y cual el pajarito,
— Tapera.
Tendió alas, se fue yendo
— Taperá.
Dejó la pena en el nidito
— Taperá. .
Allegándose allacito llamó en el barracón de Capei. La Luna bajó al
patio y preguntó:
— ¿A qué es a lo que venís, pernimocho Sací? 435
— La bendición, mi madrina, ¿no me da pan con harina?
Entonces Capei se dio cuenta de que no era Sací. No. Era Macunaíma
el héroe. Pero no quiso darle posada, acordándose de la jedentina antigua
del héroe. Macunaíma se zurró. Dio una buena tanda de reveses en la
cara de la Luna. Por eso es que tiene aquellas manchas oscuras en
la cara 436.
Entonces Macunaíma fue a tocar en casa de Cayuanog, la estrellade-la-mañana. Cayuanog se apareció en la ventanita pa ver quien era y
confundida por la prietura de la noche y por la cojera del héroe, pre­
guntó:
— ¿Qué es lo que quiere, pernimocho Sací?
Pero luego se dio perfecta cuenta de que era Macunaíma el héroe y
ni esperó la respuesta con sólo acordarse que recalcitraba olores.
— Váyase a bañar! 437 — dijo cerrando la ventanita.
Macunaíma volvió a encanijarse y gritó:
— Sal pa la calle, flor-de-cabrón!
Cayuanog se agarró un susto enorme y se quedó temblando mientras
espiaba por el ojo de la cerradura. Por eso es que la bonita estrellita es tan
pequeñaja y temblequea tanto.
Entonces Macunaíma fue a llamar en casa de Pauí-Pódole, el Padre
del Paují. Pauí-Pódole lo quería mucho porque lo había defendido de
aquel mulato de la mayor mulatería en la fiesta de la Cruz del Sur.
Pero exclamó:
— Ah, hérue, tarde piaste! 438 Era un gran honra pa mí recibir en mi
pocilga a un descendiente de galápago, raza primera de todas. . . En el
comienzo era sólo el Gran Galápago lo que existía en la vida. . . Fue él
quien en el silencio de la noche se sacó de la barriga un individuo y su
cuñá. Estos fueron los primeros fulanos vivos y las primeras personas de
vuestra tribu. . . Después, vinieron los demás. Llegaste tarde, hérue! Ya
somos doce y con usté seríamos de a trece en la mesa. Lo siento mucho
en el alma pero llorar no puedo!
— La mala llaga sana, la mala fama mata! — fue lo que el héroe
amalhayó.
Entonces a Pauí-Pódole le dio lástima Macunaíma. Hizo una man­
dinga. Agarró tres palitos, los aventó para lo alto haciendo encrucijada
y convirtió a Macunaíma con todo el tendero suyo, gallo gallina jaula
reloj y revólver, en una nueva constelación. Es la constelación de la
Osa Mayor.
Dicen que un profesor, por supuesto que alemán 439, anduvo des­
perdigando por ahí que por causa de la pierna sola la Ursa Mayor era el
Sací pernimocho. . . Y no, no es cierto! El Sací aún para por este mundo
desparramando hogueras y bosquejando crines de bagual. . . La Osa
Mayor es Macunaíma. Es el mero mero héroe pernimocho que de tanto
penar por la tierra sin bizcocho y con mucha tambocha, se fastidió de
todo, y se fue por ahí paseando con la nostalgia mortal a su lado por
todo el vasto campal de los cielos.
EPILOGO
Acabó la historia y murió la victoria.
No había más nadie por allá. Dio el tángolo-mángolo en la tribu
Tapañumas y las criaturas de ella se acabaron de una en una. No
había más nadie por allá. Aquellos lugares aquellos campos oquedales
veredas vericuetos roquedales, aquellas matas misteriosas, todo era la
soledad del páramo. Un silencio inmenso dormía a la orilla del río
Uraricoera.
Ningún conocido sobre la tierra se acordaba de hablar en el habla de
la tribu ni de contar aquellos casos tan rimbombantes. No. ¿Quién po­
dría saber del héroe? Ahora los manos convertidos en sombra leprosa
eran la segunda cabeza del Padre del Yrybú y Macunaíma era la conste­
lación de la Ursa Mayor. Nadie, jamás de los jamases, podría saber tanta
historia bonita y el habla de la tribu retinta extinta. Un silencio inmenso
dormía a la orilla del río Uraricoera.
Una vuelta, un hombre se allegó allacito. Era de madrugada y Vei
mandaba a sus hijas visar la venia de las estrellas. Era tan tamaño lo
desierto que mataba a los peces y a los pajaritos de pavor y la propia natu­
raleza se desmayaba y caía en un gesto largado por ahí. Era una inmensi­
dad muda que estiraba despacio el tamañazo de los árboles en el espacio.
De repente ante el maltrecho pecho del hombre cayó una voz del
enramado:
— Currr-pac, papac! currr-pac, papac!. . .
El hombre se quedó frío del susto como guacho-chico. En breve se
vino una brisa de colibrí y vibravibró sobre los bruces del hombre:
— Rique rín Rique rán, aquí hacen rín allá hacen rán.
Y
subió apurado hacia los árboles. Siguiendo el vuelo del pájaro-mosca,
el hombre miró arriba.
— Jala-la-rama, memo! — el chupaflor se rió. Y escabulló.
Entonces el hombre descubrió en el enramado un aruaí verde de pico
dorado aguaitando hacia él, quien luego le dijo:
— Dame la patita, lorito.
El loro se posó en la cabeza del hombre y los dos se acompañeraron.
Entonces el pajarraco principió a parlotear en un habla mansa, muy
nueva, harto! que era canto y era chicha de jora con miel de colmena,
que era buena y poseía la traición de las frutas desconocidas del mato.
La tribu acabó, la familia se redujo a sombras, la choza deleznárase
minada por las tambochas y Macunaíma se había subido ya al cielo.
Pero quedó el lorito real del séquito de aquellos tiempos de endenantes
en los que el héroe fue el gran Macunaíma Emperador. Y sólo el loro
en el silencio del Uraricoera preservaba del olvido los casos y el habla
desaparecidos. Sólo el loro chocarrero conservaba entre el silencio, las
frases y los hechos del héroe.
Todo le contó al hombre y después el lorito real ahuecó el ala rumbo
de Portugal. Y el hombre soy yo amistades, y me quedé para contaros
la historia. Por eso es que vine aquí. Me acuclillé encima de estas hojas,
espulgué mis garrapatas, llegué las yemas a la guitarra y en toque de
rasgueo puse la boca por el mundo cantando en el habla impura las cosas
y los casos de Macunaíma, héroe de los nuestros.
Hay más nada. . .
NOTAS A MACUNAIMA
Estas notas, agregadas al texto para su mejor comprensión, no constituyen una
investigación original, salvo en aquellos casos en que están seguidas por las ini­
ciales G.M.S. Las demás están inspiradas en la información brindada por dos
trabajos eruditos realizados sobre Macunaíma: Roteiro de Macunaíma de Cavalcanti
Proenga (Editorial Anhembí LTDA. Sao Paulo, 1955) y Macunaíma: a Margen e
o texto de Telé Porto Ancona López (Hucitec, Sao Paulo, 1974), y por el Diccio­
nario do Folclore Brasileiro de Luis da Cámara Cascudo (Instituto Nacional do
Livro, 2da. edifáo, 2 Vols., Rio de Janeiro, 1962). Las notas que llevan las
iniciales M.A. son transcripciones de las sugerencias hechas por Mário de Andrade,
cuando se proyectó la traducción norteamericana.
Capítulo I:
“Macunaíma’>
1 En opinión de Antonio Bento de Araújo Lima, las frases iniciales de Macunaí­
ma representarían una parodia del famoso fragmento (2 9 capítulo) de la célebre
novela de José de Alencar, Iracema (1 8 6 5 ): “ Más allá, mucho más allá de aquella
sierra, que aún resplandece en el horizonte, nació Iracema. Iracema, la virgen de
los labios de miel, que tenía los cabellos más negros que el ala del tordo y más
largos que su talle de palmera” .
De este modo, como puede advertirse por la nota 424, donde se vuelve a
encontrar una nueva alusión a la más célebre creación femenina de Alencar, Mário
de Andrade habría abierto y cerrado su libro con un homenaje a aquel a quien
acostumbraba llamar, dada la afinidad de sus posiciones estéticas, “mi pequeño
hermano” .
Antonio Bento de Araújo Lima (n . 1902) es un eminente crítico de artes plás­
ticas que aún trabaja en Rio de Janeiro y que fue gran amigo del escritor. Fue en
el ingenio azucarero de su familia, llamado “Bom Jardín” , en Paraíba, en ocasión
del segundo viaje que realizó al Nordeste (diciembre de 1928 a febrero de 1929),
donde Mário de Andrade registró algunos de los documentos musicales más curiosos,
recogidos durante su carrera de folklorista, como por ejemplo los repentes de
Chico Antonio. En la p. 10 del tomo III de las D angas Dramáticas do Brasil puede
hallarse la siguiente referencia al amigo: “A este amigo verdadero debo una cola­
boración y apoyo inestimables. Inflexible, implacable con mi fatiga, a veces extre­
ma, me exigía una fidelidad ciega, casi desmedida si se tiene en cuenta que se
trataba de un cantor nordestino popular ( . . . ) . Pero debo reconocer que A. B.
de Araújo Lima, con sus amistosas exigencias, fue el que me indujo a la paciencia,
asistiendo diariamente mi trabajo penoso, respaldándolo con la búsqueda de textos,
enriqueciéndolo con indicaciones útiles y aclaraciones, y alentándome. Le debo lo
mejor del orgullo con que afirmo la exactitud de mis registros” (G .M .S.).
José Martiniano de Alencar (18 2 9 -18 7 7 ) es el creador del indigenismo en la
novela brasileña; Mário de Andrade se refiere frecuentemente a la influencia que
recibió de él y de sus ideas sobre la autonomía literaria, e incluso sobre la elabo­
ración de un idioma desvinculado de los patrones clásicos portugueses (G .M .S.).
2 Uraricoera. Río del Amazonas; nace en la cuesta oriental de la sierra Parimá,
próximo a Venezuela, y junto con otros, va a formar el Rio Branco. Este, a su vez,
desemboca en el Río Negro, tributario del Amazonas. Como se verá en el transcurso
del libro, el Uraricoera funciona casi siempre como sinécdoque, representando la
totalidad de la región amazónica (G.M .S.).
3 Tapañumas (Tapanhumas). “Tribu legendaria de amerindios del Brasil, de piel
negra” . (Notas de Mário de Andrade para la traducción norteamericana, en Telé
Ancona López, op. cit. — De aquí en adelante, cada vez que se haga indispensable
volver a estas notas, recurriremos a las iniciales del autor, M.A., colocándolas entre
paréntesis— ).
4 Macunaíma. El nombre de Macunaíma y de sus hermanos, así como gran parte
de las peripecias y de los rasgos distintivos de la psicología de los mismos, fue ex­
traído de las leyendas recogidas por Koch Grünberg (Yon Roraima zum Orinoco:
Ergebnisse einer Reise in der Nordbrasilien und Venezuela in den Jahren 19111913, cinco volúmenes. Mário de Andrade utilizó el segundo volumen dedicado a
los mitos y leyendas de los taulipangue y arecuná).
Etimológicamente el término “ Macunaíma” contiene como parte esencial la
palabra Maku — el malo— y el sufijo ima — grande— . El nombre significaría, en
consecuencia, el Gran Malo; pero para Mário de Andrade designa sobre todo “el
héroe sin ningún carácter” , como está definido en el subtítulo del libro, o sea,
“nada sistematizado en psicología individual o étnica” (M .A .).
Los personajes de Koch Grünberg cuyos rasgos psicológicos y aventuras sirvieron
para la elaboración de los protagonistas y del enredo, son, sobre todo: Kalawunseg,
el Mentiroso; Kenowo; Macunaíma y el cuñado perezoso de Etetó. Además, fueron
extraídos elementos de fuentes muy diversas, de la ficción o de la realidad, como
gradualmente se irá advirtiendo por las notas.
5 Arranchado de chozas (maloca). Casa común de indios (M .A .).
6 Tapanco (jirau). Especie de pavimento construido dentro o fuera de las casas
por los indios, y extendido sobre maderos (M .A .).
7 Tambochas (saúva). Nombre común dado a diversas especies de hormigas tro­
picales del género Ata, consideradas el flagelo nacional de Brasil.
8 Ganarse un mango (dandava pra ganhar vintém). Expresión con la que usualmente se estimula a los niños cuando están empezando a caminar.
9 Muruá, poracé, toré, bacororó, cincog (murua, poracé, toré, bacoroco, cucuicogue). Nombres de danzas religiosas indígenas. El proceso enumerativo, común al
pensamiento salvaje y a la literatura erudita inspirada en lo popular (ver Intro­
ducción, 3? parte), será utilizado exhaustivamente en el libro, como recurso esti­
lístico. Según el autor, todas las enumeraciones del libro son “imitaciones de lo
popular v creadas únicamente con intención poética, con el propósito de hacer
frases bellas, sonoridades curiosas, nuevas e incluso a veces cómicas” (G .M .S.).
10 Chinchorro (macuru). “Columpio donde los niños suelen jugar horas v horas.
Es un arco de madera de bejuco forrado en paño, con dos fajas, también de paño,
que se cruzan al fondo y en las cuales la criatura se sienta e introduce sus piernitas.
Suspendido el columpio del techo por una cuerda, el niño, con los pies que apenas
rozan el suelo, logra balancearlo” (cita de Cámara Cascudo). Koch Grünberg lo
describe como un objeto común entre los cobéuas del Río Cudiari.
11Brujencia de payé Rey Nagó (pagelanga Rei Nagó). Fiesta de hechicería reli­
giosa de origen indígena. El rey nago es una de las divinidades de ese rito (M .A .).
Cavalcanti Proen^a llama la atención sobre la confluencia racial delineada en el
libro desde las primeras páginas: el protagonista, pese a ser indio, es negro retinto;
y es el Rei Nagó — divinidad de origen africano— quien viene a avisar que no
hay nadie más inteligente que él (Cavalcanti Proenga: Roteiro de Macunaíma,
ed. cit.).
12 Agua en un cencerro (agua num chochalho). Beber agua de ckocalho (mila­
grosa) para alcanzar locuacidad. Es una creencia difundida en el nordeste bra­
sileño.
13 Sofará. Personaje de la mitología amerindia; después del diluvio, ella repobló
la tierra con su marido. Corresponde a la mujer de Noé.
14 Piá (piá). Mário de Andrade difundió ampliamente el término, utilizándolo
como sinónimo de “niño” . Ver en este volumen el cuento “ ¿Que no sufren los ni­
ños? ¡vaya si sufren!”
15 Guacho-chico (currumim). Lo mismo que columi, sulumi o curumi. Término
guaraní que significa “niño” .
16 Jigué (jigüe). Jigüe y Maanape son los dos hermanos del protagonista.
17 Atrapar pez con puzá (pescar de Pugá). Pescar con la calabaza del fruto lla­
mado Pugá. Uno de los diferentes procedimientos de pesca empleado por los
indios (M .A .).
18 y erhatero-payé (pai-de-terreiro o pai-de-santo). Hechicero, brujo y también
sacerdote en los cultos jejé-nagós.
19 Los principales elementos del episodio que se narra a continuación, fueron
extraídos de la leyenda N'? 6 de Koch Grünberg: la transformación del niño en
hombre que se realiza con el fin de poseer a la cuñada; la trampa tendida para
cazar antas; la ingratitud del hermano que sólo ofrece al protagonista los intestinos
de la presa.
20 Dando trastumbos (aos emboléus). Golpeándose en las ramas (M .A .). Caval­
canti Proenga comenta que la costumbre de azotar como recurso de excitación
sexual fue descrita como característica de nuestros indios por Levy von den Steinen
y Koch Grünberg.
21 Rabo-de-armadillo (Rabo-de-Tatu). Rebenque o látigo cuyo mango está con­
feccionado con el mismo cuero crudo entrelazado de las riendas; se asemeja lige­
ramente a la parte trasera del animal que le dio nombre.
22 Superstición brasileña. Creencia popular según la cual la raíz del cardo cura
cualquier herida (M .A .).
Capítulo II:
“Mayorcito”
23 Iriquí (Iriqui). Figura de la mitología Caxinauá. Significa fue también. Ca­
valcanti Proen?a recuerda que “de hecho después de Sofará, ella fue también
amante de Macunaíma” .
24 Los períodos intermitentes de hambre son una tradición constante entre los
indios y hay entre los caxinauás varias leyendas en torno a este asunto.
25 Mocambo. Palabra africana que designa la choza, cabaña o rancho, muy di­
fundida en el nordeste del Brasil.
26 Charqui (jaba). Carne seca.
27 Embarbascar (bater timbó).
Referencia a la costumbre indígena de golpear las
superficies de las aguas con las hojas del timbó: planta venenosa con la que se
contaminan las aguas y se exterminan los peces para luego recogerlos.
28 El tema del dinero enterrado aparece muchas veces en el transcurso de la
narración asumiendo distintos sentidos (ver notas 1, 164 y 2 8 5 ). Según algunos,
tiene origen en la creencia en la vida de ultratumba pues el alma del que murió
sin dejar noticia alguna del tesoro que escondió, anda penando. En el contexto del
libro, sin embargo, la obsesión por el dinero enterrado simboliza más bien la
preocupación del brasileño por los beneficios fáciles y obtenidos sin trabajo; es
simétrica a la manía del juego y coherente con el leit-motiv de Macunaíma: “ ¡Ay,
qué pereza! ” CG.M.S.).
29 Candirus. Peces diminutos hematófagos que se distinguen “por la tendencia a
penetrar en los orificios accesibles del cuerpo del individuo que se encuentra en el
agua. Entra en la uretra y no puede salir a causa de las aletas, ocasionando fácil­
mente la muerte del infeliz” (Von den Steinen).
30 Este episodio y el que le sigue representan la fusión de dos sagas extraídas
de Koch Grünberg: a 50 y a 6. En el original, los protagonistas son los mismos:
en la primera lo encontramos en Kalawunseg, el Mentiroso; en la segunda, al pro­
pio Macunaíma.
31 Jacal parafitos flechas guacales morrales tinajas jabucos de junco hamacas
(tejupas marombas flechas piguás sapiguás corotes urupemas redes). Enumeración
de objetos encontrados en una habitación indígena.
32 La afirmación de que, abandonado en plena selva, entre pequeños árboles
de cajú el niño no podrá crecer, proviene de un razonamiento analógico de cuño
mágico, similar al que tiene lugar en la magia simpática.
33 Currupira o curupira. Una de las entidades malévolas más populares del Bra­
sil. Es el protector de los animales y de las florestas y engañador por excelencia
que extravía al hombre en la selva tropical. Su característica dominante es la de
tener los pies vueltos hacia atrás.
El encuentro con Currupira fue extraído de una leyenda transcrita por Barbosa
Rodrigues en su libro Poranduba amazonense.
34 Uaiariquinizés (Uaiariquinizés). Testículos.
35 Casamiento de español (casamento da raposa). Cuando llueve y hay sol, al
mismo tiempo, el pueblo dice que una zorra se está casando (M .A .).
36 Vei la Sol (Vei). En la mitología amerindia del Norte del Brasil el sol es vei,
una mujer vieja (M .A .).
37 Pequeño roedor de la familia de los cávidos, semejante a un conejo de pelo
duro, grisáceo o acastañado.
38 Tepití de ivamitara (tipiti de jasitara). Cesto de hojas de palmeras donde se
exprime la mandioca rallada.
39 Mi-chumí (culumi). Ver nota 15.
40 La transformación del protagonista en hormiga ha sido extraída de la saga
N9 6 de Koch Grünberg.
41 Mosquito carapaña (carapanauba). Arbol apocináceo, también llamado árbol
del mosquito, por contener agua en las hendiduras del tronco.
42 Añanga (anhangá). Entidad maléfica de la mitología indígena. Confundida
con el diablo por los primeros investigadores (M .A .). Dios del campo, protector de
la caza entre los Tupís.
43 La muerte de la madre es, como señala von den Steinen, un rasgo frecuente
en las leyendas americanas. El episodio de la cierva con cría es referido por más
de un estudioso; sin embargo la versión de Mário de Andrade se acerca más a la
de Couto de Magalhaes en O selvagem.
44 Chicha de yatay (oloniti). Bebida alcohólica espumante extraída de la savia
fermentada del buriti.
Capítulo III:
“Ci, madre de las matas”
45 Este capítulo es comentado largamente por el propio escritor en una carta a
Manuel Bandeira, escrita en noviembre de 1927 y, por lo tanto, en pleno proceso
de elaboración del libro. En el texto en cuestión Mário de Andrade discrepa con
vehemencia de su amigo, quien encontró el capítulo desconexo, y declara que en
su opinión se trata, por el contrario, del mejor capítulo del libro (M . A.: Cartas
a Manuel Bandeira, Simoes editora, Rio, 1958, pág. 169 y sig.). (G .M .S.).
46 Omhú
terística es
aplican ese
minadas a
alcanzar el
(umhú). Lo mismo que Imbú; fruto de un árbol frondoso cuya carac­
contener agua. Con ella sacian su sed los campesinos. Spix y Martins
nombre a las raíces huecas que se llenan de agua y se encuentran dise­
flor de tierra, y que presentan una dimensión variable que puede
tamaño de la cabeza de un niño.
47 Ci, madre de las matas (Ci, mae do mato). Personaje inventado por Mário
de Andrade, pero de conformidad con las creencias indígenas de que todo lo que
existe tiene una madre: Ci designa a la madre y, como tal, es una expresión pre­
servada en muchas terminaciones como “Laci” y “Coaraci” . En el contexto del
libro es posible que represente el principio de fecundidad, de vida, de perpetuidad,
tan arraigado en la mentalidad indígena.
48 La creencia en la existencia de mujeres solas, que vivían en la proximidad
del río Nhamundá, junto a la laguna Espelho da lúa, proviene del siglo xvi. Fray
Gaspar de Carvajal las describe “muy blancas y altas, con el cabello muy largo,
peinado en forma de trenza y enrollado en la cabeza. De miembros muy grandes,
suelen andar desnudas, salvo sus vergüenzas, que las tapan con sus arcos y flechas
en las manos, haciendo tanta guerra como los indios” . ( Descubrimiento do Rio
das Amazonas. Apud Cámara Cascudo).
49 Lanza tridente (langa de flecha tridente Txara). Arma de tres puntas de los
indios caxinauás.
50 Cachicuerna (pajeú). Cuchillo de lámina ancha.
51 Amazona. Ver nota 48.
52 Murucú. Lanza de palo rojo, ornamentada con plumas y cuya punta, de otra
madera, suele estar decorada; se la usa como insignia de los jefes de muchas tribus.
53 Chévere (marupiara). Expresión tupí-guaraní que designa al individuo fuerte
o feliz, idóneo en todo lo que emprende, ya se trate de caza, pesca o juego. El
término es empleado por el autor con mucha frecuencia en su prosa de ficción.
51 Requinto-cocho (cotcho). Guitarra mística con encordado de tripa de mono.
55 Es muy grande la importancia de los cabellos en los cuentos populares y en
los mitos, ya sean europeos o amerindios. Cavalcanti Proenga recuerda que en
las leyendas indígenas, el cabello representa el más fuerte de todos los lazos.
56 Se quedaban riendo el uno con el otro (dicavam rindo um pro outro). En carta
a Manuel Bandeira, Mário revela que extrajo la expresión agora estáo se rindo um
pro outro ("se están riendo ahora uno en la cara del otro” ) de un relato caxinauá
(O . C. carta del 7-11-27).
57 Chuí (chuí). Miembro viril en lengua maxuruna.
58 Nalachitchi (Nalatchi). Organo femenino en lengua canamirim.
59 Las escenas eróticas de este capítulo no fueron inventadas por el escritor: se
basan en informaciones recogidas en los textos de Anchieta y en el Tratado Descritivo do Brasil em 1587 de Gabriel Soares de Souza. Previendo las posibles crí­
ticas que tales escenas podrían suscitar, Mário de Andrade es uno de los Prefacios,
se justifica del modo siguiente (ver Introducción nota 1 ): “No podía su­
primir la documentación obscena de las leyendas. Sin embargo, una cosa que
no me sorprende y que estimula mis pensamientos es que en general esas literaturas
rapsódicas y religiosas son frecuentemente pornográficas y habitualmente sensua­
les. No necesito dar ejemplos. Pues bien, una pornografía desarticulada forma
también parte de la vida cotidiana nacional. ( . . . ) Mi interés por Macunaíma
sería demasiado preconcebido, y por lo tanto hipócrita, si yo hubiese podado del
libro lo que sobreabunda en nuestras leyendas indígenas (Barbosa Rodríguez,
Capistrano de Abreu, Kock Grünberg y le diese a mi protagonista amores cató­
licos y discretos contactos sociales” (Transcrito por Telé P. Ancona, O. C .)
60 Retablos de Navidad (pastorís de Natal). Designación dada a diversos tipos
de bailes y prácticas folklóricas realizadas cuando llega la navidad. En los pastorís
del Nordeste, las pastoras se dividen en dos grupos, uno integrado por muchachas
vestidas de azul y el otro por muchachas vestidas de rojo encarnado. Ambos
forman dos partidos o bandos, a veces rivales.
61 Lugar común de la poesía popular.
62 Referencia a la costumbre de la couvade — reposo del hombre tras el parto
de la compañera— frecuente en las tribus brasileñas.
03 Alusión a la expresión popular satírica frecuente en el Estado de San Pablo,
con la que se alude al formato de la cabeza, característico de los norteños. Mani­
festación típica del preconcepto del Sur contra el Norte.
64 Costumbre muy difundida en todo el Brasil que consiste en engalanar con
joyas al recién nacido, durante su primer baño, para que el niño crezca rico.
65 Todas las personas citadas en este fragmento son reales, y exactas las refe­
rencias a sus respectivas especialidades. Ana Francisca de Almeida Leite Moráis
es NhanhS, la tía solterona, madrina de Mário de Andrade, que siempre vivió
en casa y cuyos tejidos al tricot eran famosos. Figura en varios de sus cuentos.
Los demás personajes fueron todos localizados por Cavalcanti Proenga: Joaquina
Lechán o Quincha La Joroba fue una bordadora célebre del Estado de Alagoas,
en el Nordesde, donde vivió a fines del siglo pasado y comienzos del actual; en
lo que atañe a las hermanas Louro Vieira, propietarias de una farmacia en Obidos,
en el Estado de Pará, eran eximias fabricantes de postres artísticos en forma
de flores y animales, y aún vivían alrededor de 1955.
66 Ñacurutú (Jucurutu). Denominación amazónica del gran “mocho orejudo” .
67 Boa Prieta (Cobra Preta o Boiúna). Uno de los mitos más populares del Ama­
zonas. Aparición nocturna de los ríos que irrumpe, por lo general, bajo la forma
de una enorme serpiente negra, a la que se le atribuyen los sucesos más invero­
símiles. Pero también suele adjudicársele aspecto de sirena, cuando no la forma
de una embarcación pequeña o de mediano porte. (Ver nota 7 8 ). En este frag­
mento. Mário de Andrade atribuye a la Serpiente Negra la costumbre que la
creencia popular reconoce en general a las víboras: la de chupar la leche de las
mujeres que están amamantando.
68 Muiraquitán (Muiraquita). Amuleto de jade o piedra verde al que se le atri­
buyen virtudes mágicas; se le ha encontrado en el bajo Amazonas, especialmente
en los alrededores de la ciudad de Obidos, y en las playas, entre las desembo­
caduras de los ríos Nhamundá y Tapajoz. “ Según una tradición aún vigente, la
muiraquita habría sido una ofrenda que las amazonas daban a los hombres en
recuerdo de su visita anual” (Cámara Cascudo, 29 vol., pág. 4 9 3 ). La piedra es
trabajada y puede tomar la forma de un batracio, pez, quelonio, etcétera. Sin em­
bargo, Mário de Andrade le atribuye siempre la forma de yacaré.
69 Bejuco-isipó (cipo). La costumbre atribuida a Ci de subir al cielo por una
cuerda o liana proviene de la leyenda caxinauá “La cabeza decepada” , transcrita
por Capistrano de Abréu. Aparece también en el cuento de Alfonso Arinos:
“Tapera de la luna” .
70 Según la creencia indígena, Ci es el primer personaje del libro que se con­
vierte en estrella después de su mujer (ver nota 290).
71 Guaraná (guaraná, “Paulinea cupana”). Brebaje al cual se le atribuyen pode­
res estimulantes, calmantes y refrescantes.
La referencia al guaraná que brota del cuerpo del niño es una tradición entre
los Maués.
Capítulo IV:
“Boiúna luna”
72 Tembetá. Designación tupí de todo objeto duro o aro de piedra que algunas
tribus usan en el labio inferior, perforado para tal fin desde la infancia.
73 Guacamayos rojos y carapaicos (araras vermelhas e jandaias). De acuerdo con
Cavalcanti Proenga, Mário de Andrade se inspiró, en este fragmento de su novela,
en el relato que hace el historiador portugués, padre Simáo de Vasconcelos (siglo
x v i i ) basado en un relato legendario de la vida del padre Anchieta *: mientras
éste se encontraba de viaje por el Brasil, entregado a sus labores de catequización,
se vio cierta vez protegido del sol implacable por la sombra que formaron un
grupo de aves que se pusieron a volar sobre su cabeza. De hecho, como bien
advierte Cavalcanti Proenga, el fragmento es alusivo; pero la referencia no es
erudita y sí biográfica, pues se trata de un episodio vivido por el abuelo del
escritor. Para justificar esta afirmación, aparentemente insólita, cabe hacer una
pequeña digresión.
Efectivamente, a fines de 1880, el Dr. Joaquín de Almeida Leite Moráes, abuelo
de Mário de Andrade, profesor de Derecho, periodista y político, fue designado
por el Emperador Pedro II, Presidente de la lejana provincia de Goiás, para im­
plantar allí la reforma electoral que acababa de ser promulgada. El largo viaje,
realizado a la ida por tierra, a lomo de burro, y a la vuelta atravesando los
grandes ríos de la Amazonia, fue registrado por él en un testimonio escrito de
mucho interés el cual, a pesar de haberse publicado, sólo fue conocido por un
pequeño círculo de parientes (Dr. J. A. Leite MorSes, Apuntes de Viaje, de San
Pablo a la capital de Goiás, de ésta a la de Pará, por los ríos Araguaia y Tocantins,
y de Pará a la Corte ** - ( Consideraciones administrativas y políticas, ed. particu­
lar, Sao Paulo, 1882).
Pues bien, el fragmento en cuestión de Macunaíma, que Cavalcanti Proenga
atribuye a Anchieta, es en verdad un montaje de dos fragmentos de los Apuntes
de Viaje. El inicio de la oración “por todas partes él era homenajeado” , se refiere
a los constantes obsequios que el ex presidente recibía de los indios allí donde
su barco se detenía; en cuanto al “séquito de guacamayos-rojos y carapaicos” , fue
sugerido, probablemente, por el fragmento en que describe la llanura arbolada de
palmeras en las inmediaciones del riacho Lambary, a 24 leguas de la capital de
Goiás: “Al atravesar este bosque de palmeras, una orquesta enorme, inmensa, de
millares de pájaros verdes, nos saludó a coro, destacándose del conjunto los gritos
de los guacamayos, centinelas del campo, que anuncian siempre la proximidad
* José de Anchieta (1553-1597), misionero jesuíta, natural de las Canarias
(isla de Tenerife) que dedicó toda su vida a la catequización de los indios, razón
por la cual se le llamó el Taumaturgo del Brasil. Considerado por algunos como
el primer escritor brasileño, dejó poemas y autos dramáticos. Se le considera fun­
dador de la ciudad de San Pablo.
** Es posible que Mário de Andrade haya incluso imitado a su abuelo cuando
tituló las notas de su primer viaje al Norte, en 1927: El turista aprendiz. Viaje
por el Amazonas hasta el Perú, por el Madeira hasta Bolivia, por Marajó hasta
decir basta (O Turista Aprendiz, Duas Cidades, Sao Paulo, 1976). (G .M .S.).
del enemigo, ya sea volando en bandadas sobre las cabezas de los intrusos, ya sea
balanceándose en las extremidades de las palmeras” (para más detalles ver notas
221, 349 y 364 ).
74 Ruda. Divinidad bondadosa de la mitología indígena, protectora de la pro­
creación. Según algunos, es el dios del amor entre los tupís.
75 Acutipurí, Murucututú, Ducucú (Acutipuru, Murucutu, Ducucu). Enumera­
ción de dioses del sueño, hecha con evidente intención cómica.
76 En la carta a Manel Bandeira — ya citada en la nota 45— Mário de Andrade
da su opinión sobre este episodio: “ ( . . . ) es el caso de Naipí. Su relato es la
cosa más perfecta como lengua literaria prosa (sic) que escribí hasta ahora. Tiene
una elocuencia ardiente sin nada de oratoria brasileña, es tan simple. . . Me gusta
muchísimo esa página” (G .M .S.).
77 Curaca (tuxana). Jefe de tribu indígena; en el Amazonas, cacique.
78 Boiúna Capei. Capei es la lima en la mitología taulipangue; y Boiúna es el
duende nocturno de los ríos, mencionado en la nota 67. Todo parece indicar que
Mário de Andrade, según su costumbre, fundió en una única representación los
elementos de dos entidades (G .M .S.).
79 Viejo
mandinguero (Fajé). Médico hechicero de la tribu.
80 Metáfora inspirada en la leyenda astronómica caxinauá, según la cual el
hechicero guarda la noche en un agujero.
81 Río enojado (Rio Zangado). Expresión empleada por los caxinauás para de­
signar el océano. Mário de Andrade debe haberse impresionado mucho con la
designación indígena, ya que en su poema dramático “O café” llamará al prota­
gonista vengador Hombre enojado: “ ( . . . ) todo será desilusión constante / Mientras
no nazca del tumulto ciudadano / El Hombre enojado, héroe del corazón múlti­
ple, / Justiciero moreno, trampeador de mil puños / Aplastando a los gigantes de
la mina y torpedeando a los enanos” . ( “O café” . Concepción melodramática en
tres actos, Obras Completas, Vol. II, p. 481.
82 Hechizo para diagnosticar la virginidad.
83 A partir de aquí, el argumento es extraído de la leyenda de la luna entre los
caxinauás.
84 Rajó como venado (jogo no viado). Expresión popular que en español podría
traducirse por: “salió disparado” . Equivale a huir, escabullirse, salir corriendo.
85 Figura histórica de los albores de la colonización. Cuenta la leyenda que,
celoso de su esposa, el bachiller se estableció en la isla de Cananéia, en el litoral
de San Pablo, lugar que por entonces seguía deshabitado. Algunos identifican al
Bachiller de Cananea con Joao Ramalho.
86 Voy a ser luna (Vou ser lúa). La cabeza decepada piensa indecisa en lo que
quiere ser, hasta que por fin, después de evaluar bien los pro y contra, resuelve
transformarse en luna. En este párrafo Mário de Andrade aplica con humor esa
característica del pensamiento indígena, que aparece frecuentemente en las leyen­
das, según la cual las personas, después de muertas, se transforman en estrellas.
Al final del libro, Mário de Andrade reiterará el empleo de este recurso, aplicado
esta vez a Macunaíma (G .M .S.).
87 Ñandú-tarántula (landu-caranguejeira). Araña venenosa, terrible (M .A .).
88 Tatamaña araña (Aranha-tatamanha). Expresión popular que significa, más
o menos, araña enorme, monstruosa (M .A .).
89 Se trata de Anhuma, Palamedea cornuta. La enumeración comprende los más
variados “entes vivos” : tortugas, monos, lagartos, avispas, peces, aves; y algunos
personajes de cuentos populares, como la cucarachita casadera, la lagartija que
vive persiguiendo al ratón, el jcwín (pájaro) y la avispa.
90 Negrito-de-las-Escondidillas (Negrinho Pastoreio). Duende del folklore gaucho,
santificado por la creencia popular; se le atribuye la facultad de ayudar a en­
contrar los objetos perdidos.
91 Haciendo que una tortuga se trague el amuleto, Mário de Andrade emplea un
recurso muy popular, frecuente en las narraciones que giran alrededor de la
búsqueda del objeto milagroso (G .M .S.).
92 Trazó una letra en el aire (Execotou urna letra no ar). Expresión popular
que significa efectuar una demostración o exhibición deportiva difícil.
93 Se trata de una de las muchas mentiras que Macunaíma va diseminando por
el libro. Esta, sin embargo, se vincula a la creencia popular de que si se cuenta
un sueño bueno se corre el riesgo de no verlo realizado jamás.
Capítulo V: "Piaíma”
94 Se cuenta que en la época de extracción del caucho en Amazonia, los
exploradores que se internaban en la espesura, antes de irse dejaban su conciencia
en la Isla de Marapatá — isla del Municipio de Manaus, en la desembocadura del
Río Negro— ya que liberándose de ella se sentían más cómodos para enriquecerse.
Al lanzarse a la aventura para recuperar el amuleto Macunaíma hará lo mismo,
y su gesto anuncia que su búsqueda será atribulada y sin escrúpulos.
95 Creencia popular según la cual si se señala una estrella, el dedo con que se
lo ha hecho se cubre de berrugas (palabra pronunciada popularmente de la manera
como aparece en el texto).
96 Zomé (Sumé). Héroe civilizador de los indígenas brasileños, asimilado a Santo
Tomé después del descubrimiento. Según la leyenda habría dejado la huella de
sus pies en varios lugares del país.
97 La leyenda de la aparición de las razas humanas es corriente en el Brasil, y el
folklorista Lindolfo Gomes transcribe una versión bien cercana a ésta. Aquí Mário
de Andrade la utiliza probablemente con más de una intención: para simbolizar
la conjunción de las tres razas brasileñas — como quiere Cavalcanti Proenga y tal
como queda evidenciado en la bella escena de la p. 22 del libro— y para satirizar
la secreta aspiración de blancura de un pueblo de mestizos, como puede inferirse
de los comentarios sarcásticos del protagonista (G .M .S.).
98 Bourbon (burbcm). Metonimia de café: el café burbon es uno de los tipos más
finos de café producido en el Estado de San Pablo.
99 Ver nota 55.
100 La designación que Macunaíma aplica a las mujeres blancas que encuentra
en Sao Paulo ( “Maní, hijitas de la mandioca” ) ha sido extraída del cuento etiológico recogido por Couto de Magalháes en O Selvagem.
101 Más alta que la sierra Paranaguara. Cavalcanti Proenga llama la atención
sobre el hecho de que Macunaíma, al llegar a San Pablo, encuentra dificultades
para designar lo real con el “vocabulario reducido y (las) pocas ideas sobre la
civilización” de que dispone.
Es de esta carencia que Mário de Andrade saca un gran partido humorístico,
imaginándose lo que podría llegar a ser la visión de una gran ciudad para un pen­
samiento salvaje que, pese a estar muy alterado, intentará establecer una serie de
equivalencias entre lo que sabe y lo que ve (G .M .S.).
102 Sirena de los ríos y de los lagos. Equivale a la Uiara de las leyendas amazóni­
cas y a la lemanjá de los negros. Puede ser también identificada con Boiúna.
103 Guazú (guagu). Palabra tupí que significa gránele. Mário de Andrade la em­
plea frecuentemente como sufijo en la prosa de ficción, en el lenguaje más colo­
quial de la correspondencia y eventualmente en los estudios eruditos (G .M .S.).
104 Calle del barrio residencial de Higienópolis en la ciudad de Sao Paulo (G.M.S.).
105 Aumentando aún más la ambigüedad del personaje, Mário de Andrade atri­
buye aquí a Venceslao Pietro Pietra, que es también el Gigante Piaíma, una
característica del Currupira (duende): el tener los pies vueltos hacia atrás (ver
nota 33).
106 A partir de aquí la narración sigue básicamente la saga 29 de Kock Grünberg,
utilizando también algunos elementos de la saga 11 y temas de otras narraciones
populares como “La vieja golosa” y “Juan y María” .
107 Zaiacuti. Escudo recubierto de hojas empleado por los indios Ariti para cazar.
ios El fragmento constituye una caricatura admirable del juego del truco, muy
popular por aquel entonces en Sao Paulo y que está concebido más o menos con el
mismo espíritu surrealista que el juego del cricket en Alicia en el país de las
maravillas. La carta principal del juego es el 4 de bastos; se suele acompañar las
jugadas más emocionantes del partido con bromas y desafíos, basados, por lo
general, en fórmulas fijas; las frases que Piaíma, victorioso, descarga sobre Maanape son, por ejemplo, tradicionales en los enfrentamientos entre contrincantes.
El juego debería ejercer, efectivamente, gran fascinación sobre Mário de Andrade,
quien volvió a aprovecharlo en uno de sus poemas de connotación política, el
titulado “O Carro da Misèria” (G .M .S.).
k>9 Caapora o Caipora. Duende maligno que vive en la floresta y que suele apa­
recer ofreciendo una porción de tabaco. Se lo confunde muchas veces con Cu­
rrupira.
110 El acto de echarle humo a alguien forma parte del ritual de la macumba.
Jean de Lery cuenta haber visto a los indios, antes del combate, dando vueltas en
círculo alrededor de 3 ó 4 brujas recibiendo de ellos bocanadas de humo. Acto
seguido, los brujos los incitaban a la lucha diciéndoles: “para que derrotéis a
vuestros enemigos, recibid el espíritu de la fuerza” QApud Cámara Cascudo, Voi. 1,
p. 333).
111 El episodio de la visita a los ingleses para comprar un revólver marca
Smith-Wesson está descrito por Kock Grünberg, saga 6, “Kalawunseg, el men­
tiroso” . En el texto original, Kalawunseg obtiene la escopeta, la pólvora y la
mecha; en el episodio narrado por Mário de Andrade, Macunaíma obtiene el
revólver, balas y whisky.
Capítulo VI: "La francesa y el gigante”
112 Dar una mónita (puchiroes, puchiráo o mutiráo). Reunión de todo el vecin­
dario para hacer frente a alguna urgencia que no puede ser resuelta por un pro­
pietario solo. Este paga los servicios que recibe ofreciendo una fiesta en honor de
los vecinos que lo han auxiliado (M .A .).
113 Designación irónica para prostituta; deriva del hecho de haber sido grande
el contingente de francesas en la prostitución de nivel medio y alto en el Brasil
del siglo x ix y comienzos del xx (G .M .S.).
114 Corimbos de plátano (Mangarás). Extremo del bananero. Esta idea de colocar
en el pecho de la mujer “los cachos de la banana” a la manera de senos, ha sido
extraída por Mário de Andrade de la saga N? 8 de Koch Grünberg, “Macunaíma
y el joven del árbol samaúma” . El tema será nuevamente aprovechado por el es­
critor en el poema “Lenda das mulheres de peito chato” , de la serie “Tempo de
Maria” , en Remate de males.
115 Yuruma (Jurema). Arbol de la familia de las leguminosas conocido en todo el
Brasil y cuyas hojas aromáticas de efectos narcóticos se utilizan como brebaje en
las ceremonias de Catimbó (rituales campesinos). El árbol de la jurema ocupa un
lugar importante en el ideario poético del escritor (G .M .S.).
116 Es creencia popular que el picaflor con cola en forma de tijera trae mala
suerte.
117 Río del Estado de Pará, junto a la Guayana Francesa, en cuyas cavernas ori­
lleras fueron efectivamente descubiertos utensilios de cerámica de gran interés
arqueológico (ver nota 121).
118 Mañoco en caldo de
zonas. Consiste en un puré
sal y pimienta, al cual se
mandioca fresca, calentada
manioca (Tacapá con tucupí). Plato célebre del Ama­
preparado con polvillos de mandioca aderezado con ajo,
agrega una salsa especial preparada con el jugo de la
al fuego. Es un condimento frecuente del pato asado.
119 Chicha de jora (Caiguma). Bebida fermentada de frutas, de preparación lenta
y en cuya elaboración participan todas las personas de la casa sin distinción.
120 Genipa (Jenipapo). Fruta de olor muy fuerte y nauseabundo con la cual, en
el Norte, se prepara un licor.
121 En la descripción de la casa del gigante con sus adornos, decorados, dulces,
bebidas y bizcochos, Mário de Andrade respetó rigurosamente las especialidades
de cada región del Brasil: las hamacas blancas tejidas a mano, de Maranháo;
la losa de Breves, célebre desde Martins; la cerámica de Belém, que todavía se
vende en el mercado de Ver o Peso; las palanganas, descubiertas efectivamente
en la caverna del Río Cunani cerca de la Guayana Francesa y estudiadas por
Goeldi; el vino, de lea y al cual se refiere el escritor más de una vez en el libro
de crónicas Os Filhos de Candinha; los bombones Falchi, fabricados por aquel
entonces en Sao Pablo; las vasijas negras y lustrosas de la cerámica de Monte
Alegre, en Pará.
122 El nombre de la laguna significa "espejo de la luna” . Según narra la le­
yenda, en sus márgenes vivía la tribu de las mujeres solitarias, las Amazonas.
123 En este episodio el autor funde la negrita Caterina, personaje del cuento
popular O Macaco e a Velha y a Catita, que participa en el baile dramático llamado
Bumba meu Boi (ver nota 4 0 9 ).
124 Arco-de-los-írises (Arco-da-Velha). Según la creencia popular quien pasa por
debajo de él cambia de sexo.
125 En esta fuga del protagonista — como en otras que tendrán lugar en el trans­
curso del libro— podemos ver la “ensalada geográfica intencional” a la que Mário
de Andrade se refiere en una de las anotaciones hechas para el 2? Prefacio. En
una nota del 1er. Prefacio el autor es aún más explícito: “uno de mis objetivos
fue transgredir con intención legendaria la geografía, la fauna y la flora geográ­
ficas. De ese modo, desregionalizaba al máximo mi obra logrando al mismo tiempo
la presentación literaria del Brasil como entidad homogénea — un concepto étnico,
nacional y geográfico” (G .M .S.).
126 Alusión a la creencia popular según la cual el hallazgo de una pulserita de
plata indica la cercanía de dinero o la proximidad de un tesoro enterrado.
127 El episodio del gigante atando al protagonista al tronco de la palmera inajá
fue recogido por Mário de Andrade en Kock Grünberg.
128 Jarará Elité (Jararaca o elité). Víbora venenosa temida por su agresividad.
129 A partir de este momento, Mário de Andrade pasa a hacer una parodia del
cuento popular A Onga e a Coelha.
130 Cuestión (Sim-sinho). Designación popular del ano.
131 Son expresiones populares que significan que alguien está confundido,
exhausto o atontado (M .A .).
Capítulo VII: “Bembé-Macumba”
132 Este episodio de Macunaíma yendo a la selva a probar su fuerza y con­
cluyendo que aún no está preparado para la lucha, fue extraído del cuento popular
“A Tartaruga e o GaviSo” (Paranduva Amazonense, de Barbosa Rodrigues).
133 Herirse la pierna con dientes de animales es un hábito común de los indí­
genas, registrado ya por los primeros cronistas y viajantes.
134 Echú (Exu). Divinidad maléfica de la mitología afro-brasileña. Su importan­
cia es enorme en la Macumba y en la ceremonia del catimbo; comúnmente se iden­
tifica con el demonio.
135 Ritual religioso popular, mezcla de catolicismo, fetichismo africano y supers­
ticiones tupís, muy difundido en las ciudades de Rio de Janeiro y Sao Paulo. La
versión de la macumba propuesta por Mário de Andrade es muy personal y al
respecto nos parece interesante citar una de las notas del 29 Prefacio incluidas
por Telé Ancona López en A Margem e o Texto: “Evidentemente, no pretendo que
mi libro sirva de base para estudios científicos del folklore. Me permití una total
libertad imaginativa, especialmente en los momentos en que más necesitaba de la
invención para lograr mi propósito artístico. Nunca me propuse elaborar un docu­
mento que sirviera como material de estudio. Basta ver la macumba carioca geo­
gráficamente desarraigada con elementos de los candomblés bahianos y de los ri­
tuales paraenses. Valiéndome de los estudios ya publicados, e informaciones que me
brindó un ogan (participante en los cultos) carioca “comido por la viruela y fadista
de profesión” y un conocedor de los ritos, construí un capítulo al que agregué
elementos provenientes de la pura fantasía. Mis libros pueden ser resultado de mis
estudios, pero nadie podría estudiar basándose en mis trabajos de ficción: se
llevaría un chasco” (G .M .S.).
136 Ochún (Ochum u Oxutn). Divinidad de los ríos y de las fuentes de la mito­
logía afrobrasileña. En la tradición afrobahiana, Oxum está casada con su hermano
Xangó QApud Cámara Cascudo).
137 Z ainé (gairé). Salutación religiosa de los indios, introducida en el portugués
por los misioneros.
138 Ogán (Ogá u Agan). Personaje protector de los sitios donde se realizan las
ceremonias de macumba y los candomblés.
139 Atabal (Atabaque). Instrumento musical de origen africano, similar a un
tambor.
140 Ogún (Agum). Una de las divinidades más populares de la macumba; es la
divinidad de las luchas y de las guerras. Hijo de Iemanjá.
141 Rui Barbosa (1849-1923). Famoso jurisconsulto, orador y político brasileño,
cuya palabra fue para la opinión pública media del Brasil de su tiempo la expresión
arquetípica de la inteligencia, gracias a su inmenso saber, a su oratoria pomposa y
a la proyección lograda por sus campañas liberales.
Es posible, efectivamente, que el informante de Mário de Andrade se llamase
Rui Barbosa, pues el brasileño de origen humilde elige con cierta frecuencia, para
sus hijos, nombres de figuras ilustres. Sin embargo, tampoco es improbable que se
trate tan sólo de un recurso satírico del escritor (G .M .S.).
142 Va-mo sa-ra-vá. Corrupción de salvar, saludar ( “vamos a saludar” ). Expre­
sión muy usada en los cánticos de la macumba. Hoy en día la expresión saravá
(salud) ha sido consagrada por la música popular.
143 Olorúm (Olorung u Olorum). Junto a Obatalá es uno de los dioses jorubas
más importantes.
144 Jigüe-Bufeo (Boto Tucuchi). El boto o delfín es un cetáceo del Amazonas al
que se le atribuyen propiedades fabulosas, sobre todo relacionadas con su irresis­
tible poder de seducción de doncellas; en cierto sentido es el equivalente mas­
culino de la sirena o máe d’água. Sin embargo, el Boto Tucuchi ( Steno Tucucci')
tiene, según la creencia popular, la virtud opuesta de amparar al náufrago, empu­
jándolo hacia la orilla (Cámara Cascudo, Vol. 1, p. 333).
145 Yemanyá! Anamburucu! (Ietnanjál Anatnburucúl). lemanjá es la sirena o
máe d’água de los jorubas; es una figura extraordinariamente popular en Rio y en
Salvador; Anamburucú es la más anciana de las sirenas o máes d’água entre los
negros bahianos. Se la identifica con Santana.
146 Ver nota 11.
147 Ochalá (Oxalá u Orixalá). Importante divinidad jejé-nagó que simboliza las
energías productivas de la naturaleza. En Bahía se la asimila al señor do Bonfim.
148 Changó (Xangó). Una de las divinidades más populares y de mayor prestigio
en los candomblés y macumbas desde Recife hasta Río Grande do Sul. Divinidad
de los truenos, rayos y tempestades.
149 Omolú (Omulu u Omolu). Divinidad maléfica de atributos fálicos; divinidad
de la varicela, inseparable de Exu, el hombre de las encrucijadas.
iso Ochosi (Ochosse u Oxóssi). Divinidad de la caza o de los cazadores. Su
símbolo es el arco y la flecha. Se le identifica con San Jorge.
151 Obatalá. Es la más importante de las divinidades jorubas. Representa el cielo
y el firmamento; es el dios de la fecundidad que preside la formación del niño en
el útero materno.
152 Eamba-peyí (pegi). Especie de altar donde se adora a la divinidad con sus
adornos simbólicos y sobre el cual se colocan las ofrendas alimenticias.
153 Duna de hormigas (Tacuru). Montículo de tierra blanda levantado por las
termitas, preferentemente en lugares húmedos o anegados, que a veces puede
alcanzar más de un metro de altura.
154
p atas rajadas (pés-rapados). Individuos miserables pobres diablos.
155
Volcar vino en la mesa es señal de buena suerte.
136 Prostituta. La designación tiene un origen similar al que atribuimos a la
expresión francesa en la nota 113; o sea, proviene del considerable número de
polacas existente en la época entre las prostitutas (G .M .S.).
157
Mameluquita (Mazombinha). Se llamó mozombo en el Brasil colonial al
hijo de europeos.
158 Babalaó (Babalad). La que oficia de médium, filha de santo.
Efión (Efém). El término no fue encontrado en Cavalcanti Proenga y tam­
poco en Cámara Cascudo. Por el contexto en el cual aparece la expresión puede
inferirse que se trata de efum, infusión de hierbas con la cual se lava la cabeza
de la médium o filha de santo, al terminar la ceremonia de iniciación (G .M .S.).
159
160 Tentador (Cariapemba). Demonio; las supersticiones en las que aparece tie­
nen origen africano.
181 Expresión popular con la que se designa el dedo pulgar.
162
Mariguanga (Jurupari). Importante divinidad amerindia que enseñó a los
indígenas el uso de los instrumentos. En este caso la palabra aparece empleada
como adjetivo.
163 Alusión irónica a la costumbre, difundida en Sao Paulo, de que los maridos
de las profesoras públicas viviesen a costa de sus mujeres.
164 Alusión irónica a la preocupación de ciertos médicos brasileños — a veces
especialistas notables— empeñados en ser también escritores castizos (G .M .S.).
165 Tentador (Fute). Diablo: abreviatura de cafute; eufemismo de diablo.
166 Y esto duele, duele, duele! (E isto dói dói doil). Versos tomados de una
escena del cuento popular O Macaco e a Velha.
167 La oración de Echú que viene a continuación es una deformación sacrilega
de oraciones cristianas, probablemente inventada por Mário de Andrade. En las
notas que dejó para la traducción norteamericana del libro, el escritor se refiere
a la dificultad de traducirla.
íes Senzala (Sanzala o senzala). Alojamientos destinados a los esclavos en las
haciendas del tiempo de la colonia, e incluso durante todo el siglo xix.
íes Chico-t-era. Corruptela del latín de iglesia sicut erat.
170 Fiel a la costumbre de mezclar en el libro elementos ficticios y reales, Mário
de Andrade presenta a Macunaíma, hacia el final de la escena, junto a algunos
de sus amigos y compañeros de generación: Jaime Ovalle (18 9 4 -19 5 5 ), poeta y
compositor, conocido sobre todo por su singular personalidad bohemia y sus aficio­
nes surrealistas que inspiraron crónicas y poemas de escritores que fueron sus
contemporáneos y que supieron, así, testimoniarle su admiración y aprecio. Manuel
Bandeira (1886-1968), gran poeta y amigo dilecto de Mário de Andrade, al que
ya nos referimos en notas anteriores (ver notas 56 y 7 6 ). Blaise Cendrars (18871961) conocido poeta moderno, suizo, que habiéndose vinculado en París al grupo
modernista de 1922, visitó Brasil, entre 1924 y 1928, en forma casi anual. Su
poesía produjo un poderoso impacto en la mayoría de los autores locales de la
época; es uno de los responsables de la toma de conciencia de la cultura nacional
por parte de los modernistas brasileños; influyó en la evolución artística de la
pintora Tarsila do Amaral y en la orientación literaria de Oswald de Andrade y
Mário de Andrade. Ascenso Ferreira (1 895-1965), poeta pernambucano, recordado
por el placer con que recitaba sus exuberantes versos espontáneos, inspirados en el
folklore nordestino. Raúl Bopp (1 8 9 8 ), poeta y diplomático vinculado sobre todo
a la corriente denominada Pau-Brasil, ramificación más importante del naciona­
lismo del período y que tiene en su libro Cobra Norato una de sus expresiones más
logradas. Antonio Bento de Araújo Lima (ver nota 1).
Capítulo
VIII: “Vei, la Sol”
171 El episodio que constituye este capítulo ha sido extraído, básicamente, de la
saga 13 “Alapizema e o sol” Kock Grünberg, a la que Mário de Andrade
añadió algunos elementos de las sagas 1, 2 y 23. Junto al título de la leyenda,
Mário de Andrade escribió, al margen, en su ejemplar de trabajo: “Aprovechar bien
esta leyenda para demostrar la falta de carácter y el cinismo de Macunaíma”
(Telé Ancona López, o.c.).
172 Volomán (Vóloma). En la mitología taulipangue, volomá es el sapo. Mário
de Andrade, sin embargo, empleó el término para designar al árbol lleno de frutos.
173
Chicharrero (Pitiguari). Nombre de un pájaro del Nordeste.
174 Alamoa es la forma antigua, conservada en el lenguaje popular, para decir
alemana (alema, en portugués). La Ninfa Alamoa es una aparición en forma de
doncella rubia y cruel, que tendría el don de indicar los lugares donde se encuentra
dinero escondido (ver nota 2 8 ).
175 Piedritá-chumí (Mirim). Término tupí, ya perfectamente integrado al idioma
portugués. Significa pequeño.
176 El hecho de que la luna y el lucero del alba se nieguen a socorrer al prota­
gonista porque éste olía mal, constituye una transposición de un cuento brasileño
en que la muchacha que buscaba marido se niega a dormir con la Zarigüeya y el
buitre porque despiden un olor muy desagradable.
177 Tataíta luna (Dindinha lúa). Expresión infantil con la que se saluda la
aparición de la luna.
178 Pídele al vecino (Peca no vizínho). Alusión al juego infantil vulgarmente co­
nocido como ronda, en el cual un niño se dirige a otro diciéndole: — “Fueguito,
fueguito”, mientras que el segundo le responde: “¡Pídele al vecino!”
179 Especie de balsa hecha con troncos de madera, con un mástil central y vela
en forma triangular.
180 Nanches (Muruci). Planta de la Amazonia de la que se extrae un colorante.
Para evitar que la lona de las velas sea atacada por el moho provocado por la
humedad, los barqueros del puerto de Belém, en Para, suelen pintar sus embar­
caciones con azul de añil o rojo de muruci.
181 Al margen del párrafo de Koch Grünberg, que traducido diría: “Vei abrigó
al hombre. Este se acaloró demasiado y sufrió con el calor”, Mário de Andrade
anotó: “Describir la afición al desgano y el tedio de Macunaíma. El toma un tambor
que el Sol traía en la barca desde el Africa, y canta una tonada blanda (la tonada
sacarla de los cantos más tontos de Poranduba)” (Telé Porto Ancona López).
182 Urucungo. Especie de tambor rústico usado por los negros.
183 Contrariamente a lo que pensaba hacer (ver nota 181), Mário de Andrade
extrajo de la Poranduba Amazonense de Barbosa Rodrigues, solamente el estribillo
de la tonada. Los demás versos, o son cuartetas populares entre las que él intercaló,
de dos en dos versos, el estribillo; o (como recuerda Cavalcanti Proenga) son
cuartetas compuestas por él mismo, a la manera de las traduccciones de los versos
indígenas recopilados por Martius.
184 Noray (Caigara). Pasillo o pasadizo confeccionado con tablas de madera que
suele permitir el tránsito del ganado del corral al embarcadero desde el cual se le
traslada a los distintos mercados consumidores. También debe entenderse la ex­
presión caigara como metáfora predilecta de los indios para designar los diques
del puerto de Rio de Janeiro (G.M .S.).
185 Avenida de Rio de Janeiro, abierta durante el gobierno de Rodrigues Alves,
y por él inaugurada con el nombre de Avenida Central en la primera década del
siglo. Su trazado señaló un momento decisivo en la modernización de Rio de
Janeiro y en la transformación de las costumbres sociales urbanas, convirtiéndose,
desde este punto de vista, en el lugar más importante de la ciudad. Tras la muerte
del estadista y diplomático brasileño, Rio Branco, la avenida tomó su nombre.
186 Alusión a los versos campesinos: ‘‘Ele me dava de dote / Oropa, Franga e
Bahía”.
187 En Brasil, San Antonio es patrono y capitán del ejército; en 1811 se hizo
acreedor al grado del que goza por haber prestado servicios de guerra.
188 La expresión “terrinha do compadre chegadinho-chegadinho” ( “rinconcito del
compadre dínguilin-dínguilin”) es utilizada como antonomasia y fue extraída de
un estribillo lundú, recogido por Mário de Andrade en Sao Paulo. Según Telé
Ancona López (o .c.) la pieza se encuentra en los originales Melodías do Boi e
outras pegas (Instituto de Estudos Brasileiros, USP).
189 Nombre de uno de los principales barrios residenciales en la zona costera de
Rio de Janeiro.
190 Mianiqué-Teibé. Héroe indígena que pierde la cabeza por haber utilizado, sin
autorización, los distintivos del cacique. Mário de Andrade lo describe de modo
horripilante, agregándole pormenores que lo hacen aún más repulsivo.
191 Comió a la pescadera y se fue (Comeu a varina e se foi). Vorina es, en el
norte de Portugal, el nombre que recibe la vendedora de pescado. Aquí, Mário de
Andrade emplea la expresión de modo genérico para designar a las muchachas
portuguesas. Inicialmente, Mário de Andrade había imaginado un desenlace menos
seco para el idilio entre Macunaíma y la portuguesa, según puede inferirse de la
lectura de la siguiente anotación, hecha al margen de su ejemplar de Koch
Grünberg: “Un hermoso día, Macunaíma dejó a la portuguesa a causa de una
discusión suscitada por una colocación pronominal, y a partir de entonces prefirió
a las francesas” (Telé Ancona López, o.c., p. 50).
192 Cabañal (Taba). Aldea indígena del Brasil.
193 Igarapé. Término frecuente en el Amazonas, utilizado para designar ríos de
curso corto, navegados por canoas; aquí la palabra está empleada con el sentido
general de río. El río Tieté es el más grande de los que bañan la ciudad de Sao
Paulo.
Capítulo IX: “Carta a las Icamiabas”
194 Esta carta, escrita por el protagonista a las icamiabas parodiando el portugués
clásico, es una sátira de la sumisión a Portugal en cuestiones de idioma, y al
lenguaje empleado, aún en la época en que Mário de Andrade escribió Macunaíma,
por ciertos escritores brasileños, algunos de los cuales eran miembros de la Aca­
demia Brasileña de Letras, y quienes permanecían indiferentes a las transforma­
ciones sintácticas y de vocabulario ocurridas en el Brasil. En este pastiche, trans­
cribe sin comillas frases íntegras de Rui Barbosa, de los cronistas portugueses
coloniales, versos de Camóes, de los lingüistas más eminentes, devastando — como
el propio escritor lo confiesa en una carta— “la tan preciosa cuan solemne lengua
de los colaboradores de la Revista de Língua Portuguesa". Al mismo tiempo, con
la intención de demostrar que la pretensión vernácula no lograba encubrir el
desconocimiento efectivo de la lengua, intercala en el texto confusiones termino­
lógicas que presentan ortografía o sonoridad similar, formas expresivas erróneas,
expresiones coloquiales, etc. En uno de sus últimos textos, declara que la carta
traduce, no la preocupación de acertar, tan característica del intelectual brasileño,
“sino la preocupación de no equivocarse” que dominó a los artistas nacionales hasta
1920 (O Banquete, Livraria Duas Cidades, Sao Paulo, Brasil, 1977. G.M.S.).
195 Pátina (Plátina). Confusión sintomática entre pátina y platina (plata, por lo
tanto, dinero). El lapsus revela al lector que el motivo oculto, determinante de la
carta, es pedir dinero. Pues bien: “pedir dinero a los patricios que están de paso”
— comenta Mário de Andrade en la correspondencia con Manuel Bandeira— es
algo “que ya podría servir como proverbio acerca del brasileño que vive en el
extranjero” (Carta sin fecha, pero probablemente de noviembre de 1927. G.M.S.).
196 Aprovechamiento del verso de Camóes (Os Lusiadas ): “Porém já cinco sois
eram passados” ( Cinco soles, sin embargo, habían pasado ).
197 Famoso escritor portugués del siglo x v i i , considerado generalmente como uno
de los modelos del lenguaje clásico. Mário de Andrade conocía su obra muy bien.
198 Qui lo sá. Por la expresión italiana “chi lo sá”.
199 La familia Cavalcanti es la más importante y numerosa de Pernambuco, de
donde se expandió hacia los Estados del Nordeste y del Sur. Debe su origen al
hidalgo florentino Felipe Cavalcanti, que llegó a Brasil en el siglo x v i (G.M .S.).
200 Antonomasia por ciudad del padre Anchieta, o sea, Sao Paulo (ver nota 73,
José de Anchieta').
201 Alusión al tratamiento dado a sus musas por los poetas adictos a los géneros
pastoriles, que en Portugal y Brasil escribieron durante el período clásico (G.M .S.).
202 Lapsus de fondo sexual como en “bordeisjar água de Nilo”, superposición
del verbo bordejar con el plural de la palabra bordel ( foordéís-burdeles), síntomas
de la obsesión sexual del héroe (ver nota 1).
203 Orfeo por Morfeo.
204 Las francesas, o sea, las prostitutas de alto coturno.
205 Referencia al corte à la garçonne, de muy reciente moda en los grandes
centros y que fue recibido con escándalo en el ambiente patriarcal de la burguesía
brasileña (G.M .S.).
206 Polacas, prostitutas (ver nota 156).
207 Por “modus vivendi”. Sátira a la manía brasileña de recurrir a citas latinas
que, por lo general, son transcritas de modo incorrecto.
208 Antonomasia por Sao Paulo. Esta ciudad fue, en los siglos xvi, x v ii y xviii,
el punto de partida de las Bandeiras, expediciones que se internaban en las zonas
selváticas y desérticas del país en busca de oro y piedras preciosas, cuando no para
capturar indios a fin de esclavizarlos. Estas campañas promovieron, de modo
indirecto, la expansión territorial y la colonización (G.M .S.).
209 Alusión satírica al nacionalismo ilusorio del brasileño medio, muy distinto
del nacionalismo crítico de los modernistas.
210 Alusión a la costumbre corriente que tenía el partido gobernante — el
PRP— de fraguar las elecciones, antes de 1930, computando votos de personas
fallecidas.
211 Macrobios. Por microbios.
212 Gran jardín que se extiende por uno de los valles que circundan la parte
central de la ciudad de Sao Paulo.
213 En esa época era, sin duda, el más grande y hermoso parque de la ciudad
de Sao Paulo. Está situado junto a la estación ferroviaria del mismo nombre y a él
se hace referencia en otras obras del escritor, como por ejemplo en el cuento
“Primero de Mayo”, incluido en esta Antología.
214 Alusión al lema de la bandera brasileña.
215 Alusión al Servicio de lucha contra la lepra, organizado en el Estado de Sao
Paulo por el Dr. Francisco de Salles Gomes, a partir de la década del 20. Bajo la
orientación de este gran médico se edificaron varios leprosarios en los que se dio
asistencia no sólo a los enfermos de Sáo Paulo, sino también a los necesitados de
los Estados vecinos. Antes de la campaña de internación de los pacientes — y tras
la aplicación de cortisona, que hizo posible la curación de la enfermedad— era
frecuente ver por los caminos, comitivas de leprosos, siempre montados a caballo,
que pedían limosnas a los transeúntes, extendiendo una latita atada a la punta de
una larga vara (G.M .S.).
216 Alusión a la frase hecha, corriente en la época y reveladora del complejo
de superioridad de los paulistas: "Sáo Paulo es una locomotora que arrastra veinte
vagones vacíos” — o sea, los veinte Estados entre los cuales entonces, se dividía el
país (G.M .S.).
217 Célebre entidad científica de la ciudad de Sao Paulo, de renombre interna­
cional, donde se encuentra un enorme serpentario y un laboratorio para la prepa­
ración de sueros antiofídicos. Era, en aquel tiempo, uno de los paseos predilectos
de los turistas (G.M .S.).
218 Alusión al contingente numeroso de descendientes de italianos que en esa
época poblaban los barrios más pobres de la ciudad de Sao Paulo, constituyendo la
principal mano de obra fabril. Actualmente, esta población desamparada está
integrada por los nordestinos (G.M .S.).
219 Alusión irónica al hecho de que, en el Brasil, el idioma hablado se presenta
plagado de extranjerismos y deformaciones, mientras que la lengua escrita utili­
zada por los escritores convencionales sigue imitando la de Portugal.
220 La cuestión de la subjetividad del pronombre “se” y la pertinencia de la s
o de la z en la grafía del término Brasil eran, en la época, dos cuestiones neurálgicas
en las discusiones de los gramáticos (G.M .S.).
221 Designación dada por los indios al Emperador Pedro II. En la descripción
tan vivida del encuentro de Leite Moráes con los carajás, en las aguas del
Araguáia, el ex presidente de Goiás — que era también un hombre alto y de largas
barbas— es llamado por los indios papá grande: “Fondeamos y entonces Amburá
le dice a sus soldados que éramos amigos, me designa papá grande y los intima a
que nos respeten, invitándolos a que suban a nuestro bote”. “( . . . ) las mujeres
huyen, pero Amburá y otros las llaman para que vengan a recibir tabaco de las
manos de papá grande ( . . . ) . ( Apuntes de viaje, o.c., p. 155; ver notas 73, 349
y 210); Me parece que también en este fragmento de su libro, Mário de Andrade
atribuye a su protagonista hechos vividos por su abuelo.
C apítulo X: “Pauí-Pódole”
222 El gigante guardaba su muiraquitá (amuleto) dentro de un cangrejo, como
el Jurupari de la leyenda amerindia.
223 Libaciones (Codórios), Término del lenguaje vulgar que significa bebida y
derivado de la expresión latina quod ore sumpsimus, proferida en la misa, en el
momento en que el padre bebe el vino del cáliz.
224 La religión Caraimonhaga y los personajes citados en el contexto, el indio
Antonio y la compañera Madre de Dios, son reales, vivieron en la época colonial.
A ellos se hace referencia en las Confissoes da Bahia, Visitagóes do Santo Oficio
editadas por Capistrano de Abreu.
225 Alusión a un hábito corriente entre las jovencitas de la burguesía en las
décadas del 20 y el 30, que salían a la calle a vender flores en beneficio de las
instituciones de caridad y colocaban una en la solapa de cada hombre. Mário de
Andrade, lector de Freud, satiriza implacablemente esa costumbre de evidente
significación sexual.
226 Según una leyenda amerindia, en la sierra de Ereré, todas las cosas son
enormes y allí no llegaron las aguas del diluvio.
227 Puíto. Expresión indígena que significa ano. Mário de Andrade encontró la
palabra en la leyenda 25 de Koch Grünberg: “Puíto. Como los animales y el
hombre recibieron el ano”; sin embargo, no transcribió en su libro los elementos
restantes del relato.
228 La expresión Domingo pé de cachimbo pertenece a una cuarteta infantil que
dice: “Hoje é domingo / pe de cachimbo / cachimbo é de barro / que bate no
jarro”. Trasladado al castellano en forma más o menos textual e intentando pre­
servar el ritmo, tendríamos: “Hoy es domingo / pata de pipa / pipa de barro /
que rompe el jarro”.
229 Todo este párrafo presenta como rasgo característico el hecho de que el autor
enumera, en una sola secuencia, los elementos más significativos de una determi­
nada realidad. Así, para aprehender la festividad en toda su plenitud, alinea las
distintas conmemoraciones que se van sucediendo en el transcurso del día, trazando
una cronología temporal extremadamente sintética. Por la mañana una fiesta
popular: desfile en el barrio obrero de la Moóca; al mediodía, misa campal, frente
a la Iglesia del Corazón de Jesús, en el aristocrático barrio de los Campos Elíseos;
a las cinco de la tarde, corso y batalla de papel picado organizados por la bur­
guesía que, según la costumbre snob de la época, se dirige en automóvil a la gran
A venida Rangel Pestaña, en el barrio italiano de Brás; de noche, paseo de dipu­
tados y desocupados por la calle Quinze de Novembro, en el corazón de la ciudad.
Como cada conmemoración se llevó a cabo en un sector urbano y como cada
sector define un estrato social, terminada la descripción aparentemente tan seca,
reconocemos que ante nosotros se ha perfilado, como un gran fresco, la figura
global del día feriado, que es interpretada sobre el fondo de una sociedad nítida­
mente estratificada. En cuanto a los fuegos artificiales que estallan por la noche,
junto al museo de Ipiranga, en las colinas en que fue proclamada la Indepen­
dencia, son, como la nacionalidad, un derecho de todos — y el escritor remata con
este cierre global la sátira ácida y contenida del empleo del ocio en un gran centro
urbano. Mucho después retomará el mismo tema en esa obra notable que es el
cuento titulado “Primero de Mayo” (G.M .S.).
230 Alusión más que probable al personaje de la novela Am ar Verbo Intran­
sitivo, que Mário de Andrade redactó inmediatamente después de terminar la
composición de Macunaíma. La figura de la muchachita extranjera — por lo ge­
neral profesora— muy conspicua y orientada por elevados ideales, en contraste
con la conducta discutible y la grosería del brasileño, es un rasgo constante en la
obra de ficción del escritor. Un ejemplo arquetípico de lo que decimos puede
encontrarse en el cuento “Atrás da Catedral de Ruao” (Contos Novos). (G.M .S.).
231 La expresión “mulato da maior mulataria”, tal como recuerda Cavalcanti
Proenga, es una curiosa deformación popular de un verso del Romancero Portugués
de Hardung: “Tem-te, tem-te cavaleiro / Nao fagas tal tiranía / Que eu sou filha
de um malato / Da maior malataria” (Aguarda, aguarda caballero / N o cometas
tiranía / Que soy hija de un malato / De m uy gran malataria'). En el contexto
lusitano, malato significa enfermo, y más exactamente leproso; pero como en el
Brasil, el término era desconocido, fue asimilado a mulato y mulataria, palabras
de sentido accesible. Fue en esta última acepción que las empleó Mário de Andrade.
232 Camaiguá (la luciérnaga Cam aiuá). En la versión original Camaiuá es una
avispa.
233 Vucapúa (acapu). Nombre de un árbol cuya madera es muy resistente al
tiempo y a los roedores.
234 En la versión original cunavá es una planta (trepadora) que ilumina el
camino de Pauí-pódole. Fue esta característica la que indujo a Mário de Andrade,
por asociación, a transformar, tanto a Cunavá como a su tío Cumaiuá, en luciér­
nagas.
235 Variación de Mário de Andrade sobre palabras de un texto infantil.
236 n ay m ás nada (Tem mais nao!). Telé Ancona López (o .c.) recuerda acer­
tadamente que la explicación poética y mitológica que Macunaíma ofrece del Cru­
zeiro, se opone simétricamente a la explicación pedante y patriotera del mulato.
El pueblo, lógicamente, adhiere conmovido a la versión del protagonista quien,
a su vez, finalizado su discurso, se siente profundamente emocionado. Creo que
es ésta, en todo el libro, la única vez que Macunaíma logra percatarse con lucidez
de sus valores más profundos, así como de los de su país, pudiendo, al mismo
tiempo, expresarlos. Me pregunto si Mário de Andrade no habrá proyectado en
este episodio el que retuviera a partir del concepto de Sein de Keiserling y al que
se refiere en el Segundo Prefacio (G.M .S.).
Capítulo XI:
“La vieja C ieucí”
237 Ventolera (Caruviana). Viento frío que sopla en varias regiones del Brasil.
Garúa que acompaña el descenso de la temperatura en el interior de Bahía.
238 En versión literal sería: . . . que te crezca una cola de acutí. La expresión
es eminentemente popular y con ella los adultos suelen desembarazarse de los
pedidos infantiles, especialmente el de los niños que insisten que se les relate o
lea un cuento.
239 Nombre de un barrio popular en la periferia de la ciudad de Sao Paulo
(G.M .S.).
240 El Largo do Arouche es una amplia plaza de Sáo Paulo situada entre la zona
residencial y el centro; en la época a la que se refiere Mário de Andrade se
realizaba allí la feria libre más importante de la ciudad (G .M .S.).
241 Comió el comején (Comeu tudo). Modo usual de rematar las narraciones
populares en el Brasil. Hay muchas variantes. Equivale al español: "Y colorín
colorado. .
242 En este párrafo, Mário de Andrade fundió dos episodios: la saga N9 50
de Koch Grünberg, “Kalawunseg, el mentiroso” y un hecho verídico que tuvo
lugar entre él y su amigo y compañero de generación, el gran escritor Oswald
de Andrade *, con quien posteriormente se desentendió por incompatibilidad de
carácter. Veamos cómo relata Antonio Candido lo ocurrido en su artículo “Digre­
sión sentimental sobre Oswald de Andrade” ( Varios Escritos, Livraria Duas Cidades, Sao Paulo, 1970, p. 68):
“Muchos piensan que Mário recogió en su protagonista algo de lo que Oswald
tenía de pintoresco e irreverente; hay al menos un rasgo que parecería poder demos­
trarse en tal sentido y que se apoya en un suceso que Mário le contó a Sergio
Buarque de Hollanda **, de quien lo escuché yo más o menos en la forma que
sigue. En los años de 1920 Oswald se encontró con Villa-Lobos en Europa y se
sorprendió al verificar las profundas deficiencias de su cultura, que lo llevaban
a confundir a Jules Romains con Romain Rolland y cosas por el estilo. De regreso,
habló del asunto en el salón de Doña Olivia Guedes Penteado * * *, donde dijo
que el gran compositor, con sus desconocimientos, comprometía la imagen del
Brasil en el exterior. Y dejándose arrastrar por su proclividad a la desmesura,
cosa que siempre ocurría cuando estaba en vena polémica, terminó afirmando
que Villa-Lobos ni siquiera sabía música y que era un ignorante intuitivo. Como
le retrucaron diciéndole que no tenía ninguna autoridad para sostener tal cosa,
respondió más o menos lo siguiente:
— No soy yo quien lo dice. Mário, que de esto sabe mucho, me dijo que VillaLobos no sabe armonía ni contrapunto.
A los presentes les sorprendió mucho lo que acababan de escuchar, ya que,
según ellos, Mário siempre había sostenido lo contrario. Oswald, entonces fue
más lejos todavía y aseguró:
— Eso ocurre porque con ustedes no tiene ninguna intimidad. A mí sí me dice
la verdad.
*
José O sw ald de Souza Andrade (1890-19 54) es, junto con Mário de Andrade,
el más importante de los escritores que surgieron de la Semana de Arte Moderno
de 1922. Poeta valorado sobre todo por las vanguardias concretistas, fue el ideólogo
del M ovimiento antropológico, y junto con la pintora Tarsila do Ámaral, del M o­
vim iento Pau-Brasil. Se dedicó, sobre todo, a la novela, género en el que dejó dos
obras primas indiscutibles: Memorias Sentimentais de Joño Miramar (1 9 2 4 ) y
Serafim Ponte Grande (Escrito en 1927 y publicado en 1933).
** Sérgio Buarque de Hollanda (1 9 0 2 ). Uno de los historiadores más distin­
guidos del Brasil; se reveló con un libro hoy clásico. Raízes do Brasil (1 9 3 6 ).
Con Prudente de Moráes Neto fundó la revista Estética (1 9 2 4 -1 9 2 5 ) muy vincu­
lada a los modernistas. Autor de incontables ensayos fundamentales, tal vez sea
Visáo do Paraíso (Visión del Paraíso) (1 9 5 9 ), su libro más importante.
*** Olivia Guedes Penteado (1 8 72-1934). Dama de la alta sociedad paulista
que apoyó desde un comienzo y con todo su gran prestigio social, las iniciativas
revolucionarias del grupo de 1922. Muy amiga de Mário de Andrade, realizó con
él en 1927, un viaje por mar hasta Belém y, luego, por el Amazonas hasta
Iquitos, descrito por el escritor en la primera parte de su diario que recién
ahora fue publicado bajo el título de O Turista A prendiz (Livraria Duas Cidades,
Sao Paulo, 1976) (G.M .S.).
Ante estas palabras la discusión terminó; pero uno de los presentes, disconforme
con el veredicto de Oswald, no se resignó y llamó por teléfono a Mário, censurando
su conducta dual: ¿cómo era posible que pensara una cosa y dijese otra? Mário
dijo no entender de qué se trataba, su interlocutor le dio las debidas explicaciones,
y él se puso furioso. Salió entonces en busca de Oswald y encontrándolo casual­
mente en la calle Quinze de Novembro, lo interpeló resueltamente. Pero su amigo
lo desarmó contestando, simplemente, con la risueña limpidez de su mirada azul:
“¡Yo mentí!”
243 Quedar con cara de Andrés (Picar com cara de Andre). Equivale a nues­
tro quedarse en babia o quedarse papando moscas. Se trata de una frase hecha
(literalmente: Poner cara de Andrés') que significa estar confuso, expresar incom­
prensión o ausencia. Mário de Andrade tomó la frase al pie de la letra, transfor­
mando el episodio en un cuento etiológico (G.M .S.).
244 Güiro (Ganzá). Instrumento musical de hoja de flandres, especie de cencerro
con piedritas adentro, que suenan al agitarse.
245 Güiras — Ave, pájaros— nombre genérico.
246 Paricá es una leguminosa del Amazonas, de cuyo fruto torrado y molido
se extrae un polvo de efecto embriagador, utilizado por los brujos en ciertas cere­
monias religiosas como las de las profecías (G.M .S.).
247 Magdalenas. Repetición del mismo recurso anterior: el término es utilizado
como metonimia de prostitutas (G.M .S.).
248 El “hombre alto, rubio, muy apuesto” que hablaba en “idioma extranjero”
es un guardia civil (vulgarmente llamado grilo'). Alusión satírica de Mário de
Andrade al hecho de que, en la época, los agentes de tránsito en Sao Pablo eran
por lo general inmigrantes recién llegados: austríacos, húngaros, búlgaros, alema­
nes, que apenas hablaban portugués y eran elegidos por su ostensible prestancia
ariana (G.M .S.).
249 Calle Libero B adaró, es una de las arterias centrales de la ciudad que une
la Plaza Patriarca al llamado Largo de Sao Bento.
250 La charla con la llovizna y la apuesta para asustar al gigante son una trans­
posición del episodio titulado A onga e a chuva, registrado por Koch Grünberg.
251 Lengua del len-pén-gua-pá (Lim-pim-gua-pá). “El idioma Lim-pin gua-pá es
una lengua secreta de los niños que consiste en seleccionar de cada palabra sus
sílabas, agregando a cada una de ellas otra compuesta por el sonido de la misma
sílaba precedida por la consonante p. Así, por ejemplo, língua (lengua) se dirá:
lim-pim-guá-pá" (M .A.).
252 Enumeración exhaustiva de los modos de pescar.
253 Bife. Aportugues amiento del término beef. Apelativo popular de inglés en
el Brasil.
254 Tararira (aimará). Nombre taulipangue de pez llamado traíra ( “macrodon
trahira”).
255 Grandulón (macota). Grande, fuerte, importante, en dialecto campesino. El
término fue incorporado por Mário de Andrade a su prosa (G.M .S.).
256 El fragmento sobre el anzuelo del inglés fue tomado de Koch Grünberg.
257 Carapálida (tapuitinga). Nombre dado al hombre blanco por los indígenas y
utilizado por José de Alencar en su novela Iracema.
258 El episodio fue extraído de O Selvagem, de Couto de Magalhaes.
259 Entarimado (m uta). Especie de atalaya en la cual se aguarda la caza en la
selva, o al pez al borde del agua (Amazonas).
260 Adaptación de los versos de la canción popular muy en boga en esa época :
“Vem cá, mulata / Nao vou lá, nao / Sou demócrata / De coragáo”.
261 La fuga en varios caballos sucesivos fue tomada de Gustavo Barroso. En las
notas para la versión norteamericana, Mário de Andrade se refiere a las dificultades
que el largo párrafo que sigue presenta para su traducción, pues el episodio se
apoya en el empleo reiterado de una serie de proverbios populares, todos ellos
rimados (G.M .S.).
262 Baúa-Baúa. “Onomatopeya empleada en el Brasil para reproducir el sonido
de ciertas bocinas de automóviles” (M .A .).
263 El fragmento es de difícil comprensión para un lector extranjero — e incluso
para un lector brasileño de hoy. Su sentido es el siguiente. A fines de la década
del 80 (alrededor de 1887), el diario Comercio do Amazonas publicó una noticia
sobre el descubrimiento, efectúalo por un labrador de la inmediaciones de Manaus,
del fragmento de una estatua de mármol, “que tal vez representase al Dios Marte”.
Pero posteriormente se aclaró que el extraordinario suceso era, en verdad, un
primeiro de abril (poisson d ’avril), vale decir, una información fraguada por el dia­
rio con el propósito exclusivo de jugarle una mala pasada al escritor Araripe de
Alencar, estudioso de la arqueología brasileña.
264 El fragmento ejemplifica bien la ya aludida desarticulación geográfica del
libro.
265 Passou por aqui no seu cavalinho comendo capim ( “Por aquí pasó en su
caballito que bien pastó”) es el fragmento de un dicho usado en el Brasil contra
el orzuelo, que consiste en lo siguiente: se pasa un grano de trigo sobre la parte
afectada del ojo y se pronuncia tres veces la fase: “Santa Lucía por aquí pasó
en su caballito que bien pastó”. Mário de Andrade incorporó la fórmula mágica
por asociación de ideas a la descripción de la fuga de los caballos.
266 Enumeración de varias localidades mencionadas por Alencar Araripe ( “Ciu­
dades petrificadas e inscripciones lapidarias”) donde fueron encontradas, justa­
mente, inscripciones lapidarias. A pedido de estudiosos brasileños, el escritor
francés Ernest Renan examinó las copias de algunas de esas inscripciones atribu­
yéndoles origen fenicio.
267 La gallina de los huevos de oro es una figura muy viva de la mitología
popular navideña.
268 H ijo de la zorra zorrillo (filho de gamba é raposa). Giro idiomàtico con
el cual se ironiza al curioso.
269 Denominación de un local a orillas del río San Francisco, cerca de la
ciudad de Taipu. El nombre pintoresco le sugirió a Mário de Andrade la anéc­
dota etiológica.
270 Tuyuyú (tuiuiu). Pájaro de la Amazonia que pertenece a la familia Ciconidae.
La leyenda del muchacho indio guiado por el tuiuiu fue extraída de la obra de
Barbosa.
271 Buche (aturiá). Cesto con cuatro patas empleado para transportar mandioca.
272 Bartolomeu Lourengo de Gusmáo (1685-1724). “Célebre sacerdote brasi­
leño, quien voló en el globo Passarola antes que los hermanos Montgolfier. Es el
verdadero inventor de los globos aerostáticos” (M .A .).
273 Este fragmento en que Macunaíma
Brasil, recorriendo un itinerario alucinado,
(Minas Gerais) — en el centro del país—
( “la aldea ilustre del canal Tiete”), es uno
miento geográfico ya referido (G.M .S.).
y el tuyuyú-aeroplano sobrevuelan el
que comienza en la loma de Urucuia
y termina en la ciudad de Sao Paulo
de los más representativos del trastoca-
274 Embarradas de falda no caiga (barra de saia, nao caia). “Célebre consejo
brasileño, fundado en las diversas significaciones de la palabra barra. La barra
(margen) del río es peligrosa ya que se la disputan los vecinos; la barra de oro
suscita ambición, lucha por el dinero; la barra (dobladillo) de la falda es una
alusión a la mujer, y en este orden huelgan los comentarios” (M .A .).
275 El párrafo contiene dos alusiones: 19) a la costumbre de las personas
influyentes, sobre todo en el siglo pasado, quienes solían expulsar del país, gracias
a sus altas relaciones, a las mujeres mundanas que con su presencia amenazaban
el equilibrio de sus familias. 29) a la atracción sexual que las artistas de teatro,
sobre todo las cantantes líricas, ejercían sobre el elemento masculino. De hecho,
muchas de ellas llegaron a casarse con miembros de familias de gran proyección
social (G.M .S.).
Capítulo X II:
“Vende-Bute, chopisón y la injusticia de los hombres”
276 Vende-Bute y chupín ( chupinzáo es el aumentativo) son nombres de aves.
Pero aquí debe advertirse el juego de palabras empleado por Mário de Andrade,
pues vende-bute también designa, como onomatopeya, al vendedor ambulante,
generalmente sirio, que recorre Brasil, negociando con la mercadería que ofrece
cargada a sus espaldas y llamando la atención mediante un metro de madera ple­
gable cuyas dos partes hace sonar.
277 Según Cavalcanti Proença hay en la frase una identificación entre la “invi­
sibilidad” de la telefonista y la noción de sombra entre los indios — forma inter­
mediaria entre el espíritu y el cuerpo. Mi impresión, sin embargo, basada en
el proceso corriente del autor que consiste en enmascarar las informaciones de
cuño erudito bajo la apariencia de informaciones nacionales, es que la referencia
más bien apunta al famoso fragmento de Marcel Proust sobre las “Démoiselles
du téléphone” (Le Coté de Guermantes I). De tal modo, la expresión sombra
telefonista sería una metáfora de la que se vale para incorporar al contexto
salvaje de su libro, a la manera de una disonancia, la refinadísima reflexión
proustiana sobre “les anges dans les ténèbres”, “les ombageuses prétreses de
l’invisible”), “les voix ( . . . ) suies ne tenant plus à un corps”. La frase sería,
por consiguiente, una cita; o mejor un collage. Por lo demás, la correspondencia
de Mário de Andrade revela que ya conocía a Proust desde 1922 (ver Cartas a
M anuel Bandeira, p. 15) (G.M .S.).
278 Personaje real que existió en Recife alrededor de 1909-1910 y que realizaba
milagros con las aguas del Beberibe, río que baña aquella capital del Nordeste
brasileño.
279 Buhonero andador (cotruco). Vendedor ambulante. El episodio del encuentro
con el sirio fue extraído de la saga N*? 6 de Koch Grünberg y pertenece a la serie
de Kunevo el Mentiroso, de la cual también forma parte el episodio del ciervo
guardabosque, al que se hace referencia en la nota 242.
280 Es creencia popular que el pájaro carpintero (megapicus rubricolis) tiene la
costumbre de cargar en el pico una hoja mágica, especie de talismán que da
felicidad a quien la toma (G.M .S.).
281 El Casino del Copacabana Palace Hotel era, en ese tiempo, el local de
juego más elegante de Río de Janeiro (G.M .S).
282 Se aplastaron por culpa del desengaño (os manos ficaram compridos por causa
do desaponto). Anécdota etiológica inventada por Mário de Andrade para explicar
la expresión popular ficar comprido de desaponto.
283 Alusión al dicho popular: Está com raiva? Pois tire a roupa e pise em cima.
( “¿Estás con rabia? Pues entonces, quítate la ropa y písala con ganas”).
284 Sátira del autor a sí mismo, ya que una de las ideas centrales de su pensa­
miento (y también de Macunaíma') es que el Brasil debía intentar realizarse no a
la sombra de Europa, sino buscando los valores específicos de su cultura. (Ver
Introducción).
285 Quínela (bicho). Referencia al juego de azar más popular del Brasil. Se
realiza en combinación con las loterías, cuyos números corresponden, en la jerga
popular, a ciertos animales.
286 Chopí (chupim). “Pajarito negro que deja sus huevos en el nido del ticotico.
Este alimenta a sus crías, que son más grandes que él” (M .A .). Designación
general para los pájaros negros de la familia de los hicterídeos. También conocido
en el Brasil como Vira o Vira-bosta.
287 Telo-decumé. “Quiero comer” en pronunciación infantil. (M .A .).
288 V. nota 295.
289 Alusión al hábito del chupim o vira-bosta de buscar alimento revolviendo las
deposiciones del ganado.
290 Pincha! Pincha! (afinca! afinca!). Voz que imita el canto del pájaro. Según
la creencia popular, en la época de la plantación de arroz, el chupim canta en la
rama del árbol al sembrador que trabaja a sus pies: “A finca, afinca que eu
(a)rranco’’ (Siembra, siembra que yo lo arranco).
291 El episodio ha sido extraído de la saga N? 49 de Koch Grünberg, “Kunevo”.
292 Toaliquizús (toaliquigus). Usado en el sentido de testículos. Cavalcanti
Proenga no logró determinar su origen.
293 Boni-t-ó-tó yucamarga m ocotó! (¡Boni-t-ó-tó macacheira mocotó 0 . Cantinela
infantil de intención provocadora.
294 Alusión a la creencia según la cual si se da una zurra al cadáver, éste se
vuelve más liviano y por lo tanto más fácil de transportar en los largos trayectos
hacia los cementerios del interior.
295 El protagonista, quien pocas páginas atrás bebía aguardiente para refrescarse,
ahora lo bebe para entrar en calor. Mário de Andrade alude, de este modo, al
empleo de la pinga en el Brasil como panacea.
296 Se refiere a corazonadas para ganar en el juego del bicho (ver nota 2 8 ).
En el transcurso del libro, Mário de Andrade se vale de varios ejemplos para
describir la existencia (improvisada) del brasileño: la búsqueda de tesoros escon­
didos, la creencia en la gallina que pone huevos de oro, en la zarigüeya que evacúa
monedas, las apuestas en el juego del bicho. Este último, incluso, ha sobrevivido
hasta hoy como una prolongación de la lotería (G.M .S.).
Capítulo XIII:
"La piojosa de Yigué’’
297 El pueblo la llama erisipela o erisipa; es una de las molestias más frecuentes
que se derivan de las ceremonias de bendición populares.
298 O Estado de Sao Paulo es el diario más importante y poderoso de la prensa
paulista; la edición dominical de este portavoz de la alta burguesía de tendencia
liberal es muy voluminosa, con un porcentaje enorme de avisos.
299 Plaza central de Sao Paulo, situada en el valle del mismo nombre, entre los
dos viaductos más antiguos de la ciudad: el de Santa Efigenia y el del Cha.
300 Antonio Carlos Gomes (1 839-1896) es el mayor compositor brasileño de su
época y uno de los nombres más importantes de la historia de la música brasi­
leña. Entre sus obras más conocidas podemos citar las óperas O Guarany, Fosca
y Lo Schiavo. El monumento al gran músico está situado junto al Teatro Municipal
de Sao Paulo.
801 En la mitología indígena el destino final de los héroes es convertirse en
estrella y permanecer en el cielo, brillando por toda la eternidad. Esta creencia
parece ejercer enorme atracción sobre el espíritu de Mário de Andrade, ya que el
escritor se refiere a ella en distintas oportunidades en el transcurso del libro.
Finalmente, la utiliza para rematar con ella el espíritu melancólico de su personaje.
302 Trajinera (vigilenga). Canoa velera empleada para la pesca.
sos Garavela-vela (vaticano). Embarcación amazónica de 900 a 1.000 toneladas.
304 Cururu. Danza popular que, ya en tiempos de Mário de Andrade, estaba
restringida a ciertas áreas rurales, y en cuyo despliegue se empleaba una coreo­
grafía circular y desafíos entre los participantes. Los desafíos equivalen a las
payadas gauchescas, muy comunes en el Río de la Plata. Desde el punto de vista
de su origen, y según el escritor, el Cururu se remonta a la época de la catequización jesuítica, que adaptó prácticas indígenas a la actividad religiosa.
El hecho de que los pasajeros de un trasatlántico de lujo, bailen el cururu es
tan insólito como el gesto del capitán del barco, que se quita de su cabeza la
insignia de los jefes indígenas: el penacho, y no la gorra que sería el emblema
natural de un marino.
Se ve que la intención de Mário de Andrade es subrayar, mediante estos con­
trastes violentos, las contradicciones de la cultura brasileña repleta de características
dispares y antagónicas.
sos u na (je ]as dos mayores compañías brasileñas de navegación.
306 La “Hamburgo” era una compañía alemana de navegación.
307 Uno de los grandes trasatlánticos italianos de la época, que extendía sus
servicios hasta América Latina.
308 Nueva referencia a la sirena ya aludida, también llamada Boiúna. Según la
leyenda amazónica, la Boiúna puede aparecer bajo distintos disfraces: como un
barco de vela, como balsa, como barco de gran porte, etc. (ver nota 9 2 ).
309 Según la creencia popular basta ingerir tres granos de plomo para evitar la
preñez.
310 Macona (jamachi). Cesto largo, chato de un lado, que se carga sobre la
espalda y sirve, sobre todo, para el transporte de mandioca.
311 Endoco (maissó). Organo sexual femenino en idioma tupí. Según von den
Steinen, Maissó es una figura legendaria de los Parecis, que hace nacer los ríos
introduciéndose una vara en la vulva.
312 Dicho popular del Estado de Sao Paulo. Taubaté es una ciudad situada en
el valle del Paraíba en la zona que se extiende entre la capital paulista y Rio
de Janeiro.
313 Coca Erythroxilon coca (ipadu). Sus hojas eran mascadas por los indios para
engañar el hambre, anestesiando los músculos del estómago.
314 Según Cavalcanti Proenga. Mário de Andrade a partir de este momento
pasa a parafrasear, sucesivamente, algunas leyendas caxinauás como la del "valiente
guerrero” y la de los hermanos de la piojosa. El curioso párrafo en el cual, por
ejemplo, Suzi se quita sus cabellos para ubicar mejor los piojos, recolocándoselos
luego en la cabeza de atrás hacia adelante, forma parte integral de uno de esos
relatos.
315 Jardim da luz. V. 213.
316 Según la creencia popular no se debe contar los piojos que se atrapan para
no aumentar su número.
317 Anécdota etiológica creada por Mário de Andrade para explicar el dicho
infantil, que consiste en hacer que el interlocutor repita muchas veces la expresión
paca tatú sin agregar a ella, por distracción, las palabras cotia nao.
318 Escopeta-tá y el cuchillón de puntatá tatatá (espingarda-pá e na faca de
ponta-ta tatatá). Mário de Andrade incorporó a la frase, llevado por asociación
de palabras, el fragmento del estribillo de una “embolada” nordestina (compo­
sición musical), muy en boga en la época:
“Espingarda pá, pá, pá
Faca de ponta, tá-tá-tatá”.
319 Hasta M anuel no poder (até M anuel chegar). Expresión popular que signi­
fica “hasta decir basta”; el autor utiliza aquí el mismo recurso ya señalado en
repetidos lugares.
320 Cavalcanti Proenga comenta con acierto que la fuga de Suzi al cielo en la
hamaca impulsada por las pulgas, recuerda los episodios del pequeño Pulgarcito
y los de Cenicienta, viajando en el carruaje enganchado a los ratoncitos.
Capítulo XIV:
Muiraquitán
32 1 “¿Viste al pajarito verde?” es un giro idiomàtico con el cual se acostumbra
interpelar a las personas que dan muestra de una alegría que nos parece ilógica.
322 La historieta explicativa de la tenacidad de la garrapata pertenece al folklore
brasileño.
323 El episodio que viene a continuación es un montaje realizado por Mário
de Andrade con elementos recogidos por lo menos en tres fuentes: en la Poranduba
Amazonense de Barbosa Rodrigues, en Koch Grünberg y en von den Steinen. En
cuanto a la referencia al eructo que el protagonista deja escapar, fue tomada de
la leyenda “O Jabuti e a onga” recogida por Couto de Magalháes en O Selvagem.
324 Querepes (tambiús). Pez pequeño, especie de mojarra.
325 “A canoa virou / Pois deixai eia virar!”, es un verso que forma parte del
estribillo de una canción de ronda muy popular en el Brasil:
“A canoa vira
pois deixa eia virar
foi por causa de fulano
que nao soube remar.
Siri pra cá
siri pra lá
o fulano é velho
nao quer casar”.
(La canoa volcó / ¡Pues déjala volcar! / Fue por culpa de Fulano / Que no
supo remar. / Cangrejito viene / Cangrejito va / Fulano está viejo / No se va
a casar”).
32®Copey (apuizeiro). Planta de la Amazonia.
327 Cayó al agua, se empapó. Versos de una cuarteta folklórica.
Antonio do Rosàrio era, en la época, en Belém de Pará, un célebre artesano
de objetos creados con caparazones de tortuga. En El Turista A prendiz, Mário
de Andrade se refiere a él : “24 de mayo ( . . . ) Esta mañana fui a lo de Antonio
do Rosàrio a encomendarle objetos de tortuga” (o.c., p. 6 8 ) (G.M.S.)328
329 Según la creencia popular, prender tres cigarrillos con el mismo fósforo trae
mala suerte.
330
Perdiz-ondulada (sururina). Pájaro de la familia de las tinamidae.
331 Los elementos básicos de la historia de Palaguá, la pantera parda, fueron
extraídos de la saga N<? 46 de Koch Grünberg, de los episodios “A brincadeira
com os olhos” (“La broma de los ojos’’) y “O Carangueijo, a onga e o Pai da
Traíra” ( “El cangrejo, la pantera y el padre de la traíra”'). La traíra es un pez
de agua dulce. Como de costumbre, Mário de Andrade introdujo en su narración
varias modificaciones importantes, tales como transformar el cangrejo en la pan­
tera parda y ésta en el tigre negro. Su relato debería haberse llamado, por lo
tanto, “La pantera parda, el tigre negro y el padre de la traíra”. Además, a partir
de cierto momento, el de la fuga —el episodio se desprende de su fuente originaria
para asumir el tono característico de las correrías pintadas por Mário de Andrade,
y enriquecido ahora por extraordinarios efectos sonoros y plásticos. Las oposiciones
violentas de colores, el claroscuro generado con el contraste de silencio y ruido,
subrayan el dinamismo admirable del fragmento que sólo encontrará equivalente,
algunos años más tarde, en el gran dibujo animado norteamericano. No debe
olvidarse, además, el hallazgo final, cuando la narración Taulipangue se transforma
en el cuento etiológico de la invención del automóvil (G.M .S.).
332 Uno de los hombres más ricos de Sao Paulo, a fines del siglo xvi e inicios del
xvii. Se dedicó afanosamente a la búsqueda de oro en los alrededores de la ciudad,
particularmente en el Morro do Jaraguá y estuvo entre los primeros que intentaron
crear una fundición (G.M .S.).
333 Mochuelo (noitibó). Ave de hábitos nocturnos (de la familia de los Caprimulgídeos).
334 En el original: Cuisarruim, deformación oral de coisa ruim, cosa mala,
dañina y, por extensión, diablo, demonio.
335 En el original: pitium , palabra indígena que designa el olor tan particular
de los peces. El indio afirma que el blanco huele a pez.
336 Adaptación de los versos iniciales de un viejo lundú (composición musical
de origen africano):
“Seu Nastago chegó de viage
Nós viem o sabe cumo está”.
( “Don Anastasio llegó de viaje / Vinimos a saber como está”)- La grafía del
texto en portugués reproduce la pronunciación popular de los negros.
337 A partir de aquí, Mário de Andrade pasa a inspirarse en la saga N*? 26
de Kock Grünberg, titulada “A morte de Piaimá”, procediendo, en consecuencia,
a tomarse las libertades interpretativas habituales en él. Sin embargo, cabe des­
tacar el detalle de las orejas agujereadas por culpa de los aretes, pues aclara el
proceso constructivo del autor que consiste en encontrar, siempre que sea posible,
ciertos puntos de sutura que aseguren el acoplamiento perfecto del universo eru­
dito con el indígena en el nuevo texto. En el relato taulipangue, Piaimá tiene,
efectivamente, las orejas perforadas, según la costumbre de su tribu, lo cual lo
autoriza a cargar sus víctimas de guerra sobre las espaldas, de la forma descrita.
Pero la adopción de ese rasgo taulipangue responde, sobre todo, a la necesidad
de coincidir perfectamente con la costumbre de emplear argollas en las orejas
lo cual, en el Sao Paulo de aquella época, todavía conservaban los emigrantes
llegados del sur de Italia. De esta manera, el lector común, no habituado a la
narrativa de Koch Grünberg, verá en las orejas agujereadas por culpa de los aretes
un detalle familiar, típico de la cultura ítalo-paulista de entonces, registrado tam­
bién por la caricatura de costumbres, por la crónica y por la literatura regional
(G.M .S.).
338 Vucapú (acapu). Madera oscura y resistente de la Amazonia.
339 La queja del chofer reproduce la anécdota de un cuento popular.
840 Cuando^ una persona está dominada por la rabia o el furor, el pueblo dice
que “se comió una víbora”.
341 Cavalcanti Proenga recuerda que el comportamiento de Macunaíma que
trampea para poder hamacarse en la liana, es similar al de Joáo de Maria, en el
episodio final del cuento homónimo, cuando le pide a la hechicera que baile pri­
mero para que él y sus compañeros puedan aprender los pasos.
342 Cuarteta muy conocida perteneciente a una antigua canción de cuna bra­
sileña.
343 En el original: se desta escapar nunca mais como ninguém, es una adapta­
ción de la cuarteta popular de un canto del ciclo de Jabuti:
"Leu, leu, leu
Se eu desta escapar
Nunca mais bodas no céu”.
( “Leo, leo leo / Si de esta me escapo / No más bodas en el cielo”).
344 La exclamación del gigante al caer en el plato de fideos es una adaptación
del grito del sapo en la leyenda popular titulada “O sapo na festa do céu”: ¡atrás
piedra, que te hago polvo!”.
345 La decisión de Mário de Andrade de hacer que el gigante emerja, apare­
ciendo en la superficie del plato de fideos para denunciar, indiferente a la situa­
ción dramática, una falla técnica en el sazonamiento de la comida, constituye,
sin duda, una parodia de la versión que el escritor Oswald de Andrade ofrecía
de una anécdota célebre de la historia brasileña. La anécdota original es la
siguiente: “Consta que, en ocasión de las guerras habidas en el siglo x v i i entre
los portugueses y los invasores holandeses que se establecieron en el Norte y Nor­
deste del Brasil, el capitán de un barco holandés, viéndose derrotado, se envolvió
en la bandera y se arrojó al mar exclamando: “¡El mar es el único sepulcro digno
de un almirante bátavo!”. Fue sobre este hecho que Oswald de Andrade construyó
su versión basada en la discutida pronunciación de la palabra bátavo, que para
algunos es proparoxítona y para otros paroxítona. Satirizando la obsesividad gra­
matical de los brasileños, agregaba él que el referido Almirante, después de hun­
dirse, había resurgido nuevamente del fondo de las aguas para proceder, antes
de su muerte, a una rectificación final: “¡O batávo, como dicen otros!” Y sólo
entonces desapareció en el océano.
El fragmento es, por lo tanto, parodia de una parodia (G.M .S.).
346 Esta frase es la trasposición levemente alterada de la frase del cuento popular
“Os tres cisnes”, que dice:
“Retrato, retrato de minha bela,
Vejo-te, só nao vejo a ela”
Mediante ella, Mário de Andrade señala simbólicamente en su obra el momento
de la recuperación de la muiraquitá. Más adelante, en nota 426, una frase
similar se le opondrá subrayando simétricamente el momento de la pérdida defi­
nitiva del amuleto.
Capítulo XV: “E l mondongo de O ibé”
347 Tejem aneje (caborge). Hechizo, encantamiento, en dialecto campesino.
348 La actitud de Macunaíma tiene un nítido sentido alegórico, sobre todo si
lo relacionamos con las coordenadas básicas del pensamiento de Mário de Andrade,
reflejadas reiteradamente en sus escritos. Mediante esa actitud se representa la
venganza de la civilización amazónica, proverbialmente flemática y amiga del
ocio, sobre la civilización europea, enaltecedora del trabajo y encamada en la
laboriosa ciudad de Sao Paulo (G.M .S.).
349 Mário de Andrade se refiere aquí a la población del Estado de Goiás. La
descripción que este fragmento hace de Macunaíma: [a) cuesta abajo por el
Araguaia; b ) diestro en la proa; c ) tomando nota de las mejorías que era necesario
introducir; d ) consciente de la responsabilidad que le cabe como jefe, quiere
“facilitar la vida del pueblo goiano”] es el indicio más seguro, en todo el relato,
del aprovechamiento hecho por Mário de Andrade del viaje de su abuelo para
caracterizar eficazmente la aventura de su protagonista.
De hecho, Leyte Moraes se describe en sus Apuntes de manera muy espontánea,
con velada autocomplaciencia, de pie en la popa, en la proa, a lo largo de la
cubierta; ya “mudo y silencioso” (p. 113), ya “absorto y estático ante las muchas
grandezas que ve” y no comprende (p. 113), ya con la escopeta al hombro, ya enu­
merando las tareas por realizar, especialmente las providencias que debían tomarse
con respecto a los puentes que “había que construir o arreglar” en aquellas tierras
atravesadas por los ríos: “La primera medida que tomé luego de asumir la presi­
dencia de Goiás — dice en la p. 47 — fue la de ordenar su construcción (la del
puente). Y lo dejé construido”. Y un poco más adelante, en las páginas 49 y 50
leemos: “cruzamos el riachuelo de la Queixada, muy cargado de aguas por enton­
ces e intransitable, y el de Santa María, cuya crecida arrancara en la víspera el
puente llamado Ponte Lavrada”.
“Ordené construir puentes sobre esos riachos, que fueron terminados, según
consta en mi exposición”. Entre las muchas matrices de Macunaíma hay que
contar por consiguiente con la representación paródica de esta imagen familiar
emprendedora y resuelta (G.M .S.).
350 Así llama el pueblo a los fuegos fatuos que aparecen tierra adentro y que
identifican las almas de los ahogados.
351 Las dos estrofas de la tonada que se le oye a Macunaíma deben ser, como
parece indicar Mário de Andrade, frases con muy poco sentido; en eso coinciden,
por lo demás, con los cantos guerreros amerindios, conforme lo remarcara ya von
den Steinen (Apttá Cavalcanti Proenga). En todo caso las dos estrofas se refieren
a pájaros de distintas especies: a la gaviota (antianti), al Martín pescador (ariramba)
y al pájaro carpintero (arapegu).
352 “Mujer encantada que habita el fondo de los ríos, en la mitología amer­
india” (M .A.).
353 Cuenta la tradición que cierta vez, viajando en canoa con sus compañeros,
bajo un sol ardiente, el padre Antonio Vieira se dirigió a una bandada de aves
que pasaba sobre ellos exclamando: “¡eropita de boiamorebo!”, cosa que, en lengua
indígena, significa: “haz que tus compañeros se detengan aquí, sobre nosotros”.
Entonces las aves formaron un toldo que protegió a los viajeros.
El padre Antonio Vieira (1608-1697) es el más famoso de los oradores sacros
portugueses y, sin duda, el más descollante entre los intelectuales religiosos que
estuvieron en Brasil durante el período de la Colonia. Misionero, escritor, político,
vivió entre Portugal y Brasil, ya sea como encargado de delicadas misiones diplo­
máticas o consagrado a la catequesis. Ejerció profunda influencia sobre don Juan
IV de Portugal. Gran escritor, es uno de los modelos más altos de prosa en lengua
portuguesa.
354 Se trata de una enumeración de aves habladoras de la familia de los papa­
gayos y loritos; el colorido de sus plumas es muy vivo y variado, cosa que trans­
forma la escena en un torbellino de sonido y colores (G.M .S.).
355 En el original: quem jalar primeiro come a bosta déla; fórmula popular
con la que suele terminar el relato de cuentos o historias, impidiendo de tal modo
a los oyentes nuevas solicitaciones. Recurso del que se valen los niños, para
imponer silencio a sus compañeros, cuando en el juego la algazara es muy
grande (G.M .S.).
356 Mata-matás es el nombre de una tortuga pequeña y fea. Como se ve, en
portugués, el adjetivo recae sobre un substantivo masculino. El escupitajo de Ma-
cunaíma se transforma en mata-matás, de la misma forma que el del cacique
Buopé, en la leyenda Nhengatu, se transforma en gente que va a poblar las
orillas del río.
357 La estrofa de la cantiga funde un motivo encontrado en las canciones indí­
genas con el estribillo de una m odinha frecuentemente ejecutada en guitarra.
358 Estribillo de la modinha tradicional “maninha”.
359 Cagachines jejenes cénzalos (maruins pium s murigocas). Nombre de mos­
quitos.
360 Acaros (mucuitn). Larvas del Trombibiideos que provocan una picazón te­
rrible.
361 Como es su costumbre, Mário de Andrade funde aquí las figuras de dos
monstruos: el gigante Jucurutu, que vivía en la isla del mismo nombre, sobre el
río Solimoes y el Bicho Pondé, personaje popular. Ambos tienen la misma carac­
terística: son antropófagos.
362 Curupé. Creen los indios que la flecha que lleva en su punta la cabeza de la
hormiga curupé es certera.
363 Mapinguari. Monstruo peludo, antropófago, parecido al hombre pero invul­
nerable a las balas salvo en la región del ombligo. Como puede inferirse por el
contexto. Mário de Andrade identifica esta superstición con la creencia que atri­
buye a los monos grandes condiciones de ladrones de mujeres. Esta última creencia
se encuentra difundida entre los salvajes.
364 Oibé — o la lombrizota— una variedad de la llamada cobra grande ama­
zónica.
365 Este fragmento es una trasposición paródica de un episodio descrito minucio­
samente en los Apontamentos de Viagem de Leite Moraes, abuelo de Mário de
Andrade, donde se narra la aventura de la que fue protagonista en uno de los
apeaderos del camino (pp. 37 y 3 8 ): “La casa contaba con una sala y una alcoba,
donde había un catre sin colchón. Carlos Augusto y yo fuimos a la cocina y de
allí trajimos leños con los que hicimos fuego; mientras tanto el alférez Dantas
ya le había contado al pobre criollo que allí estaba el presidente de Goiás.
Bajo el resplandor del fuego se despliega ante nuestros ojos un cuadro asombroso,
que se proyecta sobre las cuatro paredes de la pequeña habitación donde está­
bamos: el techo, las paredes, los arreos, los recipientes, las botas, las cinchas
de los caballos, las camas, el suelo, todo estaba cubierto por una densa camada
de cucarachas de múltiples tamaños y de los colores que se quisiera, cuyo movi­
miento producía un sonido confuso que llegaba a nuestros oídos.
Carlos Augusto que había extendido algunas de las cinchas mojadas sobre el
piso y se acostara postrado por el cansancio, fue enteramente cubierto por las
cucarachas”.
Carlos Augusto de Andrade es el padre de Mário de Andrade y futuro yerno
del narrador del texto recién transcrito a quien acompañaba en el viaje y de
quien fue, en Goiás, oficial de gabinete (ver notas 73, 221, 349 y 171).
366 Mário de Andrade emplea aquí un recurso corriente en las narraciones popu­
lares: el de los fugitivos que para dejar atrás a sus perseguidores transformaban
objetos y cosas en obstáculos. Uno de los cuentos característicos dentro de esta
línea, en el folklore brasileño, es “O Sargento verde”.
367 Referencia a Mendonga Mar, después Fray Francisco da Soledade, quien
hizo construir la iglesia de Bom Jesús da Lapa, en el Rio San Francisco.
368 Hércules Florence (1804-1879), pintor y dibujante natural de Nice, Francia;
llegó al Brasil con la expedición Langsdorf donde se radicó, habiendo vivido en
Sáo Paulo casi 50 años. Sus dibujos constituyen documentos importantísimos de
la iconografía brasileña, ya que registran sucesos históricos relevantes, fiestas popu­
lares, aspectos de la vida de los troperos, los trabajos realizados en los ingenios de
azúcar y en los cafetales. Dejó también escritos sobre etnografía por los que Koch
Grünberg sentía gran aprecio. Su proclividad a la investigación científica se pone
de manifiesto en la curiosa monografía zoofonia donde trató de fijar la musica­
lidad del canto de los pájaros. Consta, además, que fue uno de los inventores de
la fotografía (G.M .S.).
369 El hecho de que Macunaíma esté, tras la persecución, nuevamente de regreso
en el rancho de Oibé, viene a demostrar que hubo fusión de este mito con el de
Curupira; ya que es Curupira quien aparentemente orienta a los extraviados,
aunque en realidad los hace volver siempre al mismo lugar.
370 El lamento del carambolo es una variante del cuento de origen portugués
titulado A Madastra, registrado por Silvio Romero (Folclore brasileiro, Vol. II,
pp. 124-126).
371 El episodio que nos muestra a Macunaíma oculto con la princesa en el
hueco de un tronco, y burlando de este modo la vigilancia del monstruo, constituye
la fusión de elementos de dos cuentos populares: “O jabuti e a onga” (Couto de
Magalhaes, O Selvagem') y “A coelha e a onga” (Basilio de Magalhaes, Folclore).
372 Adaptación paródica del cuento popular “A On$a, o Veado e a Macaco”
(Silvio Romero, Contos ) .
373 Aglomeración de vegetales que se forma junto a las orillas de los ríos o
flota, a la manera de islotes, a merced de las corrientes. En español se le llama
cam alóte.
374 Lobisón (lóbisomen). Hombre que en la noche de los viernes se transforma
en un gran perro y sale a recorrer los caminos, asustando a la gente y peleando
con otros perros.
375 Dice la leyenda de los Caxinauás que después del gran cataclismo, cuando
nuevamente surgieron los seres sobre la faz de la tierra, la Cobra Grande dio a
luz una mariposa. En este episodio, Mário de Andrade identifica la mariposa
azul que se evade en la panza de la “lombrizota” (minhocáo) con alma humana,
escapando así al cuerpo que la encarcelaba; además, esta identificación del prin­
cipio anímico con la mariposa es retomado por el escritor en uno de sus más
bellos poemas: el “Rito do Irmao Pequeño”.
“Irmao pequeño, sua alma está adejando no seu corpo,
E imagino ñas borboletas que sao efémeras e ativas. . . ”
( Obras Completas, vol. II, “Rito do Irmao Pequeño”,
Poema III) (G.M .S.).
376 Uno de los monstruos a los que con frecuencia se alude en los cuentos
populares.
377 Gruta del Estado de Sao Paulo, conocida como “Cueva de los murciélagos”.
Capítulo XVI:
“Uraricoera ”
378 En ciertas tribus de la Amazonia y la Guayana, la flor del aguacate es usada
en la cura de la tuberculosis.
379 El clima frío, húmedo e inestable de la ciudad de Sao Paulo provoca, efecti­
vamente, una gran cantidad de molestias de las vías respiratorias. El mismo Mário
de Andrade las padecía frecuentemente, según puede comprobarse leyendo su co­
rrespondencia e incluso su poesía. En Lotivagáo da Tarde, describiendo con humor
el apacible paraíso terrestre a que aspira, se imagina libre de ellas, en la plenitud
de sus fuerzas:
. . . Meu corpo
Sem artritismos, faringites e outras
Específicas doengas paulistanas
Tem saúde de ferro”.
(O bras Completas, vol. II).
380 Planta de la Amazonia.
381 El saludo del trovador a la dama del lugar:
“Sinhá Dona do Porto, licenga”
o más frecuentemente:
“Senhora dona de Cesa
olho da pedra redonda
oi-á, Jesús!
Olho da pedra mais fina
aonde o mar combate as onda”.
(Señora dueña de casa / ojo de piedra redonda / ¡ola-lá, Jesús! / ojo de piedra
tan fina / Donde el mar combate olas).
Este saludo es muy frecuente en las canciones populares, sobre todo en los
llamados ranchos o procesiones que en ocasión de las celebraciones del día de
Reyes (Folias de Reis) salen a pedir donativos.
382 Bastión edificado en el siglo x vm , frente al río Tacutu, en Pará, para que
sirviera de defensa contra los españoles. Fue el gobernador don Francisco Xavier
de Mendonga Furtado, hermano del famoso estadista portugués, Marqués de Pombal,
quien ordenó su construcción.
383 Juego de palabras propuesto por el autor ya que, según se narra en el capítulo
II del libro, la madre del protagonista se transformó, después de muerta, en la
región llamada Paida Tocandeira.
384 En el original: puraques y pitius, nombres de peces.
385 Quemada (tigüera). Término con el que, en el sur de Sao Paulo y en Rio
Grande do Sul, se designan los pastos que crecen en las tierras de labradíos, después
de las cosechas de las plantaciones.
386 Prohombre portugués, descollante en la historia de la colonización de Sao
Paulo en el siglo xvi. Habiendo naufragado en el litoral de la capitanía de Sao
Vicente, a comienzos del siglo xvi, tuvo relaciones amorosas con varias mujeres
indias, entre ellas Bartira, hija del jefe T ibiriga. Dejó gran descendencia, a la que
se enorgullecen de pertenecer algunas de las familias más importantes del Estado
de Sao Paulo.
387 Sabaleros-yaraquís (jaraquis). Peces escamosos, cuya carne está atiborrada
de espinas, nadan en nutridos cardúmenes y se concentran, por lo general, en las
desembocaduras de los ríos.
388 Ciudad del Estado de Pará, situada en las márgenes del río Amazonas.
389 Perdiz de monte-rojiza (inambu o inhambu). Nombre que en el sur del país
se le da al crypturus obsoletus, cuya cacería nocturna goza de gran popularidad
entre los pobladores del interior. La palabra guaraní guagu significa grande.
390 Esta característica del protagonista, o sea, la de ser perezoso, y la costumbre
paradójica de quejarse que es Jigüe — y no él— quien no trabaja, fue extraída
de la leyenda “O Urubu e as filhas casadas” (El buitre y las hijas casadas”)
registrada por Barbosa Rodrigues.
391 De aquí en adelante, pese a las innumerables modificaciones en los detalles,
las grandes líneas del capítulo se basan en la saga N9 28 de Koch Grünberg:
“Etetó. Al igual que Kasana-Pódole, el Rey Urubú, recibió su segunda cabeza”.
392 En la versión de Mário de Andrade, el episodio del embuste de Macunaíma
es alargado con el agregado del juego infantil para sorprender a los mentirosos.
Este juego consiste en preguntar a la persona de cuya veracidad dudamos: "¿Tu
papá fue a cazar?” "Sí”. "¿Y qué cazó?” “Un ciervo” (o cualquier otro animal).
“¿Y tuviste miedo?” “No”. En ese momento, la persona que interroga trata de
asustar a su interlocutor con un gesto brusco; si pestañea es porque está mintiendo.
393 La creencia de que los cerdos salvajes tienen el ombligo en la espalda — ya
registrada por los cronistas coloniales— se origina en la confusión popular entre
ombligo y la glándula dorsal, que debe ser extraída antes de proceder a carnear el
animal.
394 De ordago (xispeteó). Curiosa expresión popular que significa “espléndido”,
“magnífico”, muy en boga en la época en que el libro fue escrito. El origen de esta
expresión pareciera ser las letras XPTO, que representan el nombre abreviado de
Cristo.
395 V. nota 277.
396 Bizco de tanta hambre (vesgo de tanta jom e). Mário de Andrade toma la ex­
presión popular al pie de la letra, para justificar el error cometido por Macunaíma.
397 Creencia popular muy arraigada, según la cual el leproso que logra contagiar
a siete personas, se cura.
398 Creencia popular según la cual, antes de fallecer, el moribundo presenta una
sensible y aparente mejoría, lo cual en realidad es un indicio de su próxima
muerte.
399 Se trata de una Leishmaniose, provocada por la Leishmania trópica y cono­
cida vulgarmente como “úlcera de Baurú”.
400 En la versión original de Koch Grünberg, el personaje grita: “¡Traigan
fuego! ¡No encuentro el camino! ¡Iluminen el camino!” Mário de Andrade susti­
tuye ese párrafo por el pedido de “¡Fueguito!”, expresión que forma parte de un
juego infantil (ver nota 178), valiéndose del humor para aflojar la tensión
dramática de la escena (G.M .S.).
401 M al de San Vito (zamparina). Una terrible epidemia de sífilis asoló a Rio de
Janeiro en 1780.
402 Vinchuca (barbeiro). Designación popular de una chinche negra — la llamada
triatoma magistus — portadora del schizotripanus cruzi, microbio de una tripanoso­
miasis muy difundida en las zonas rurales del Brasil, sobre todo en el Estado de
Minas Gerais. Esta enfermedad fue descubierta por el científico brasileño Carlos
Chagas — y por eso es llamada vulgarmente “mal de Chagas” o “molestia de
Chagas” (G.M .S.).
4°3 Opilaqáo o paludismo, vulgarmente llamado en Brasil “amareláo”. La mo­
lestia se caracteriza por el hecho de provocar en sus víctimas una fuerte ictericia y
gran astenia (G.M .S.).
404 Domingos Jorge Velho, famoso bandeirante paulista quien destruyó la aldea
dos Palmares. Los bandeirantes fueron, en el curso de los siglos x v ii y xviii,
exploradores que se internaban en las zonas selváticas del Brasil en busca de mi­
nerales, piedras preciosas y esclavos. La aldea dos Palmares era un agrupamiento
de negros esclavos prófugos; a estas aldeas se las conocía bajo el nombre de
Quilombos. El quilombo dos Palmares fue el mayor y más afamado de cuantos
existieron en Brasil y estaba localizado en el interior del actual Estado de Alagoas,
en el Nordeste del país. Las luchas desarrolladas contra los habitantes de esta
aldea se prolongaron durante gran parte del siglo
Domingos Jorge Velho la exterminó (G.M .S.).
x v ii
hasta que finalmente,
4°5 Fumbi (zumbi). Nombre equivalente a rey; con él se designaba a los jefes
elegidos para gobernar el gran Quilom bo dos Palmares. Es probable que Zumbi era
el nombre del último jefe con que contaron los defensores de la aldea, y es a él
a quien se refiere el texto.
406 Al enfermo de paludismo también se le llama M áleiteiro, en Brasil.
407 Jicama (um bu). V. nota 46.
4°8 Frase extraída del cuento popular “O Veado e a Onga”.
409 La frase contiene dos referencias: la primera al boi Espacio, personaje de
una leyenda popular nordestina muy antigua, de la que Mário de Andrade recogió
una versión bastante completa, encontrada en sus inéditos Melodías do Boi; la se­
gunda referencia atañe a la cuarteta popular que aparece transcrita en la p. 102
de este libro, con el último verso modificado: “O meu boi morreu / Que será de
mim? / Manda buscar outro, / Maninha, / Lá no Piauí”; ( “Mi buey murió /
¿Qué será de mí? / Manda a buscar otro, / Manita, / Allá en Piauí”).
Como ya se dijo en la Introducción, el encuentro con el Buey sirve para incluir
en la narrativa la descripción de la parte final del Bumba-meu-boi (o Boi-Bumbá,
como se lo llama en el extremo Norte), la danza más célebre del Brasil. Los versos
reproducidos son auténticos y los personajes citados en el fragmento, la Giganta,
Manuel da Lapa, el Urubú (buitre), son de hecho, comparsas de algarabía. Todos
estos elementos probablemente fueron recogidos por el propio autor, en ocasión
de su primer viaje al Norte, en 1927, según se deduce del final de la siguiente
anotación de O Turista Aprendiz: “Belém, 24 de mayo de 1927. De noche. Fuimos
al ensayo del Boi-Bumbá, en los corrales del Boi Canário. Las notas sobre eso están
entre mis papeles sobre el Bumba-meu-Boi” (o.c., p. 6 8 ) (G.M.S.).
410 Y el Bom Jardim era una estancia de Rio Grande do Sul. Ejemplo caracterís­
tico de la desgeograficación efectuada sistemáticamente por Mário de Andrade en
su libro. Como ya se dijo (ver nota 1), el Bom Jardim (Buen Jardín) es un
ingenio azucarero del norte del país. En la frase transcrita, además, Mário de
Andrade lo transforma en estancia, o sea en una hacienda dedicada a la cría de
ganado, en el sur de Brasil.
411 En la leyenda caxinauá: “La primera noche” el hechicero hace descender la
noche, destapando un agujero en el cielo.
412 Alusión a la fórmula popular con que se finaliza un relato: “Entró por una
puerta y salió por otra, quien quiera que cuente otra”. Hay una variante más per­
fecta: “Entrou pela boca de um pato, saiu pela boca de um pinto, quem quiser
que conte cinco“. Literalmente, es decir perdiendo la rima, puede traducírselo así:
“Entró por la boca de un pato, salió por la boca de un pollito, quien quiera que
cuente cinco”.
413 Alusión a los versos finales de congratulación de la ronda infantil: “Vamos
fazer a festa juntos / Mando tiro, tiro-lá”.
Capítulo XVII: “Osa mayor”
414 Guaro-catinga (ajuru-catinga). Papagayo o loro maloliente. Psittacus macavuana.
415 Guayana inglesa, en la designación indígena registrada por Koch Grünberg.
416 Alusión al dicho popular: Papagaio come milho, periquito leva fama ( “El
papagayo come alpiste, el lorito se lleva la fama”), que significa: el inocente paga
por el culpable.
417 Loro retetarabilla (aruaí o araguaí). Especie de arara, Conurus leucophtalmus.
418 Macunaíma con la pareja de leghorns encaramada en sus pies y el papagayo
posado en su vientre, es el símbolo cultural del brasileño, dividido entre los valores
nativos y los de importación.
419 Este detalle del cuerpo de Macunaíma que amanece recubierto por las telas
de araña, fue extraído por Mário de Andrade de la explicación etiológica de las
leyendas nhanduti.
420 Característica típica atribuida al brasileño, que consiste en preferir, a la
realidad presente, casi siempre insatisfactoria, el pasado idealizado (G.M .S.).
421A partir de aquí, Mário de Andrade aprovecha, en líneas generales, la
leyenda carajá de Taína-Cá. Sin embargo, y según su costumbre, introduce algunas
modificaciones en el contexto. Por ejemplo: incorpora el personaje de EmoronPódole, que pertenece a la mitología taulipangue; extrae del cuento “O rabo do
macaco” la pintoresca expresión furrum-fum fum — también presente en las leyen­
das infantiles— transformándola en un estribillo obsceno de efecto muy cómico
que dinamiza poderosamente el relato; agrega la traición final de Denaqué sedu­
ciendo a las estrellas, confiriendo así a la narración un remate sabroso e inesperado
de crónica burguesa (G.M .S.).
422 Frase de advertencia con que se llama la atención de los ingratos. Forma
parte de una cuarteta popular y yo la oí muchas veces en boca del propio Mário
de Andrade: Deixa estar jacaré / Que a lagoa há-de secar / Os peixinhos háo de
morrer / Jacaré há-de chorar ( “No te aflijas, yacaré / la laguna se va a secar /
morirán los pececitos / Y el yacaré va a llorar”) (G.M .S.).
423 Alusión al verso de la canción de ronda de origen portugués: Senhora Dona
Sancha / Coberta de Ouro e Prata / Descubra o vosso rosto / Queremos ver a
prata ( “Señora Doña Sancha / Cubierta de oro y plata / Descubrid vuestro rostro /
Queremos ver la plata”).
424 Esta página, elaborada con toda precisión y en la cual Mário de Andrade
describe la escena de la seducción de Macunaíma por parte de la uiara (sirena de
los ríos y lagos), está colmada de alusiones culturales, literarias y autobiográficas.
Se dice que las personas que se encuentran al borde de la muerte ven desfilar ante
sus ojos, vertiginosamente, los momentos centrales de sus vidas; de igual forma,
Macunaíma, poco antes de perderse, vislumbra, en una especie de superposición
cinematográfica de imágenes, las distintas etapas de lo que él ha concebido como
su eterno femenino: el arquetipo de la mujer blanca, representado por doña San­
cha, mujer lindísima, nivea, recubierta de oro y plata (ver nota anterior); el
arquetipo moreno de la brasileña, impuesto por el personaje de Iracema, de Alencar
(que tenía los cabellos negros como el ala del tordo; ver nota 1); y el emblema
personal, de la lírica amorosa de Mário de Andrade: el perfil duro de María:
.................................................. “essa
Em cujo perfil duro jaz perdida
A independencia do meu reino de homem. . . ”
( “Louvagao da Tarde”, Obras Completas, vol. II)
(esa / “En cuyo perfil duro yace perdida / La independencia de mi reino de
hombre”), esa, en fin, a la que siempre consideró uno de sus “cuatro amores
eternos”.
425 Ururalo (ururau). Monstruo acuático con forma de un yacaré gigantesco que
aparece en los alrededores de la ciudad de Campos, en el Estado de Rio de
Janeiro.
426 Adaptación de la frase empleada en el cuento popular “Os Tres Cisnes”; ella
señala la pérdida definitiva del muiraquitá (amuleto); (ver nota 346).
427 Referencia a la leyenda del origen de la flor no-me-olvides, que habría na­
cido de las lágrimas de Nuestra Señora.
428 Isla del Estado de Pará, situada en la desembocadura del Río Amazonas. Es
la isla más grande que existe en la costa oriental del Brasil y de toda América del
Sur. Su inclusión en este contexto responde al hecho de que, según Mário de
Andrade, era “el único lugar del Brasil donde quedaron rastros de una civilización
superior”, como lo atestigua, por lo demás, su cerámica precolombina conservada
en el museo Goeldi (Belém ).
429 Delmiro Gouveia fue un industrial brasileño, nacido en el Estado de Ceará
en 1864, pero trasladado desde su más tierna infancia a Pernambuco, donde se
educó. Radicándose en la ciudad de Pedra, de ese mismo Estado a orillas del río
San Francisco, hizo de esa localidad “un perfecto mecanismo urbano como no
hubo nunca otro igual en nuestra tierra” (M .A .). En su libro Os filhos da Candinha
( “Los hijos de Candinha”), el escritor le dedica una crónica, llamándolo “El
gran cearense”, celebrando con fervor sus cualidades, su férrea iniciativa y disci­
plina. La alusión a Gouveia por parte de Mário de Andrade responde a la inten­
ción de brindar el ejemplo de un destino plenamente realizado, en oposición a la
vida sin rumbo de Macunaíma (G .M .S.).
43° El juicio pesimista que emite Mário de Andrade sobre el protagonista de su
novela, resumido en la frase que acabamos de transcribir, se asemeja, curiosamente,
al parecer que, en 1943, ya cerca del fin de su vida, sobre el fin de su vida, dio
a conocer el escritor, con melancolía y desmedido sentimiento de autocastigo,
sobre su propia existencia:
“Todo lo que hice fue, fundamentalmente, caer en la celada tendida por mi
felicidad personal y el estado festivo en que vivim os.. . ” (Ver en esta antología
la conferencia literaria titulada “El Movimiento Modernista”) (G.M .S.).
431 Frase significativa para quien conoce la pragmática filosofía de vida del
escritor, quien siempre se manifestó rotundamente en contra de los valores abso­
lutos y a favor de la praxis utilitaria, momentánea o meramente circunstancial.
En verdad, Macunaíma acepta su destino celeste — ser “el brillo hermoso pero
inútil ( . . . ) de una constelación más”— porque había fracasado su destino en
la tierra.
432 Macunaíma planta un bejuco para subir al cielo, tal como hace la india en
la leyenda “Tapera da Lúa”. En O Turista A prendiz, Mário de Andrade lo­
caliza el bejuco legendario en las inmediaciones de Manaus, cuando el barco
atraca en un puerto maderero: “El bejuco todavía se muestra fuertecito en su
vejez venerada. Su altura, con la edad, se redujo, como es natural; al tronco se
lo ve todo arrugadito, pero sus ramas son tan colosales que pudimos vivaquear
a la sombra de una de ellas, por lo menos setenta personas” (G.M .S.).
433 Proverbio indígena, traducción de: “Ixá itamanhá xa icó ce ára uirpe ita
áráma. .
434 La canción entonada por Macunaíma fue extraída de O Selvagem, de Couto
de Magalháes. El estribillo de esta última, “Mandu Sarará”, fue reemplazado por
el estribillo de otra canción: “Taperá”, registrada por Barbosa Rodrigues en su
Poranduba Amazonense.
435 Entidad mitológica brasileña que tiene una sola pierna” (M .A .).
436 Adaptación de Mário de Andrade en la explicación etiológica taulipangue
que se encuentra en la saga N9 16 de Koch Grünberg. En ella es la hija de Vei
quien, por mandato de su madre, frota la sangre de la menstruación en la cara
de Capei (la luna).
437 Anécdota etiológica inventada por Mário de Andrade para explicar la ex­
presión popular que significa "no me molestes” o “déjame en paz”.
438 Frase final de una anécdota popular muy antigua, registrada por Cavalcanti
Proenga: Un avaro va a un restaurante y pide un huevo caliente. Al tomarlo
advierte que dentro de él hay un pollito que está piando. Sin vacilar, se traga el
huevo y el pollo y luego comenta: “¡Tarde te acordaste de piar!” La expresión
con el tiempo se transformó en un lugar común y su sentido terminó por ser
este: “Ahora ya es muy tarde para arrepentirse”.
439 El profesor al que Mário de Andrade se refiere es Lehmann Nietsche, que
identificó al Saci con la Osa Mayor. Una carta del escritor al poeta Manuel Bandeira, fechada en noviembre de 1927, atestigua que la elección de la constelación
no fue casual, sino que resultó del hecho de haber sido vista desde todos los
cuadrantes y poder servir, por lo tanto, como emblema de la unidad nacional:
“La constelación de la Osa Mayor se refiere, según un profesor deutsch, al saci,
a causa de la pierna única que éste tiene. Me parece, realmente, muy bien elegida.
Y, como es sabido, se ve desde cualquier ángulo de nuestro cielo. Yo pude verla
tanto en el Amazonas como en Sao Paulo (G.M .S.).
CUENTOS
BELAZARTE
NIZIA FIGUEIRA, PARA SERVIRLO1
( 1925)
me contó: 2 Al menos es lo que me parece. T ú sabes muy bien
que yo soy cristiano. . . Todo este asunto de la felicidad y la infelicidad
no tiene sentido alguno si uno no hace otra cosa que compararse consigo
mismo. La infelicidad es una cuestión relativa; sólo cuando se mira al
vecino puede decirse “atendite et videte” *. ¡Que cada mono mire su
propia cola!3 Eso sí me parece el enlace perfecto de la filosofía cristiana
con lo que puede llegar a ser la felicidad en este mundo duro. Ya basta
con las ilusiones que inventa la vanidad y, en vez de decir que se es más
infeliz, se termina asegurando que se es más feliz. . . A propósito de
colas: me acordé de la anécdota del elefante, ¿la conoces? Un día, el
elefante encontró una plumita de picaflor caída sobre una hoja y se la ató
a la cola con una cuerda gruesa, y se fue a pasear todo orondo por la
jungla. Una elefanta jovencita que ya andaba necesitada de un caballero
que la ayudase a consumar su destino, encontró al animal tan atractivo,
contoneándose de acá para allá, ondulando como una ola apacible, que
se quedó encantada. “¡Qué elefante más lindo, porca la m iserial” ** ex­
clamó viéndolo pasar. El, airado, volvió hacia ella la cabeza y con soberbia
dijo: “¡Que Dios no lo permita, señora! ¡Yo no soy un elefante, soy un
picaflor!” Y se fue. Ahí tienes el caso de un tipo que supo arreglárselas
para ser feliz con una ilusión colorida. Sí, es ridículo ¡pero qué diablos!,
no todos son capaces de alcanzar la grandeza tomándose como punto de
referencia a sí mismos ***. En cuanto a que pueda ocurrirte lo que le pasó
a Nizia, bueno, ¡hombre!, ¡me parece que eso no pudo pasarle sino a
ella!. . . ¿Nizia qué?. . . Se llamaba. . . no me acuerdo bien si Ferreira,
Figueira. . . algo con “eirá”, creo que Nizia Figueira, sí. En el caso de
ella creo que no puede caber duda alguna: de pura cepa nacional su
B elazarte
* Sic, en el original (N . del T .).
** Sic, en el original (N . d elT .).
*** El subrayado es del autor (N . del T .).
familia, mosqueada con Figueiras que se remontan hasta el siglo die­
cisiete.
Cuando en 1886, habiendo vendido aquella granja de porquería cerca
de Pinda 4, su padre vino a Sao Paulo, buscó y buscó hasta que se animó
a comprar, con el dinero ahorrado, ese lote de tierras bajas, por entonces
muy alejadas de la ciudad, en lo que hoy es el barrio de Lapa 5. En 1888,
cuando Nizia tenía dieciséis años, celosamente custodiados por el ojo
avizor de Figueira padre, el viejo y la criada negra que tenían se fueron
a vivir en la granjita recién comprada. Figueira padre, ni bien se m u­
daron, se fue a incrustar el trasero en la cerca 6 y se pescó un ántrax.
El infeliz del boticario novato que consultaron, creyó que era un furúncu­
lo. Resultado: el ántrax se adueñó de Figueira quien murió podrido.
Tamaños fueron los dolores, que si hubiese habido algún vecino en las
proximidades, no hubiera podido dormir; tales eran los gemidos que todo
el orgullo de aquella carne tradicional no podía impedir que brotasen,
arrancados del corazón, dicho sea de paso, con bastante vergüenza.
Con apenas diecisiete años y una inocencia ofensiva, Nizia se vio sola
en este mundo haciendo gala de una buena dosis de estupidez, la verdad
sea dicha. Sola, sin contar, naturalmente a “prima Rufina”, tal como
estaba acostumbrado a llamar desde pequeñita a la criada negra. La
prima Rufina andaba por los veintimuchos, y era una mujer enérgica. . .
Plantaron perales, durazneros, sembraron una huerta grande. Nizia tejía
y tejía, haciendo zapatitos, saquitos, ropitas de lana para los hijos de los
lugareños. Prima Rufina vendía de todo en el pueblo: coliflor hoy, ma­
ñana duraznos verdes para hacer mermelada, prenditas de lana todos
los días. Yo sé que les alcanzaba perfectamente para vivir e incluso Nizia
podía ahorrar un poco para la vejez.
Prima Rufina salía con el baúl en la mano e iba a la casa de uno,
luego a la de otro, y en un santiamén se llenó de clientes con muchísima
habilidad. . . Una pera de regalo para la hija de doña María, un caramelito para los hijos de don Guimaráes, quería saber cómo seguía don
Quitinho y nunca dejaba de alcanzarle unas buenas monedas para el
sustento. Siempre, además, había unos cobres que quedaban en el almacén,
a cambio del buen aguardiente de Dios.
Nizia veía engordar su dinero pero ignoraba que se lo podía gastar en
otras cosas; y los mil réis seguían apilados en el cajoncito de la cómoda.
Prima Rufina, en cambio, sí que sabía vivir. . . No contaba nada, quieta,
preparaba la cena con la pipa colgada del labio grueso. Sin embargo
aprendió b ien . . . No pasó mucho tiempo antes de que se enamorase de
un canhambora * desvergonzado que vivía allí cerca, en las afueras de la
ciudad. El hijo-de-su-madre se aprovechó de ella tantas veces cuantas
quiso, dejó a prima Rufina bien barrigona y, como si fuera poco, desa­
*
Uno de los nombres dados a los negros que vivían agrupados en quilombos, es
decir en comunidades organizadas por los esclavos fugitivos (N . del T .).
pareció de golpe llevándose treinta y seis mil réis que le había pedido
prestado antes. Nizia miraba aquella barriga redondita como una aran­
dela, finalmente exclamó:
— ¡Ay de mí, niña Nizia, estoy enferma! Tenemos que trabajar más,
la barriga se va empinando. La mujer de don Maconde me prometió
limón bravo; ¡el limón bravo me cura seguro!
Nizia pensaba en el ántrax del padre y sentía miedo.
La barriga, a fuerza de crecer tanto, no tuvo otro remedio que, un
buen día, echar afuera al pobrecito. Prima Rufina llegó corriendo a la
granja, había dejado la bolsa de las mercancías por ahí, ya ni sabía en
casa de quién, tal vez en el almacén donde había ido a comprar la botellita de aguardiente.
— ¡Mira que tú vas por buen camino, muchacha!
— ¡Tú métete en tus cosas! ¿eh?
Llegó, se encerró en el cuarto, y el hijo fue viniendo sin que prima
Rufina profiriese un solo gemido, igual que los animales de la selva.
Nizia le ordenó que preparara la cena, “¡No puedo! ¡Prepárala tú!” ron­
caba ella apretado. ¿Qué le estaría ocurriendo a prima R ufina?. . . Debía
ser el ántrax, seguramente!. . . Nizia sintió la muerte, tanto era el
miedo de quedarse sola.
— ¡Acuéstate, yo me las arreglaré!
Escuchaba, atenta a aquellos chillidos ahogados como llanto de niño.
No, no era llanto, no podía ser, debía ser que prima Rufina sufría con
el ántrax. . . ¿Qué podía hacer? La otra le había ordenado que se acos­
tara, se acostó. Interrogó la oscuridad. Ya ni los chillidos llegaban de la
otra pieza. Seguramente, no era nada. Media inquieta, se durmió.
Cuando prima Rufina advirtió que ya no había vida en la casa, se
levantó. Sabía dónde estaba el aguardiente. Sin embargo no se animó.
Entonces fue hasta la alacena a buscar el espíritu del vino y mamó de la
misma botella. Envolvió bien al recién nacido y salió, ¡sí, salió! De vez
en cuando se sentaba en el camino, el sudor le corría a raudales por el
dolor, la vista hecha un vidrio empañado. . . No había amanecido aún
y ya la negra no tenía al hijo en sus brazos. ¿Dinero? ¡No ve que se había
olvidado de traerlo! Entró en el primer almacén que vio abierto. Fue una
borrachera impresionante. Sólo con el día ya envejecido empujó la puerta
de la casa, riendo tonta, con los ojos derretidos en un llanto sin querer,
cantando el “Nossa gente já tá livre, toca zum ba zum ba zum ba". . .
Nizia hasta lloró del susto, pensando que prima Rufina estaba loca.
¡Pero qué iba a estar loca! Era la desgracia que brotaba, mezclada con la
bebida.
Prima Rufina estuvo enferma unos días. Después se curó y aprendió.
Cuando sentía ganas, recorría los almacenes en busca de algún hombre
dispuesto. Yo no sé cómo hacía, pero nunca más tuvo ántrax. Y fue a
partir de aquella noche que empezó a llamar a Nizia “m’hija” 7.
Nizia, veinte, veintiuno, veintidós años, seguía olvidada en aquella
granjita perdida. No tenía nada de fea, empezó a acicalarse, fue al pueblo
algunas veces. . . Se quedaba parada junto a la tranquera, siempre ha­
bría alguien que, de rato en rato, habría de pasar. Pasaba, pero ninguno
se fijaba en Nizia.
Hubo una vez, incluso, que fue a un negocio concurrido del pueblo;
se apoyó en el mostrador y se quedó esperando. Los vendedores pasaban,
atendían a todo el mundo, ¿¡y no ocurrió que justamente se fueron a
olvidar de atender a Nizia!? ¡Se olvidaron, sí señor! ¡Le aseguro que no
miento! Entonces ella llamó a uno y le pidió tela de encaje.
— Cómo no, señora; ya le traigo.
Pero otro le pidió que enderezase la pila de percal que casi se estaba
cayendo, empezó a enderezarla, la enderezó, no sé quién fue que también
le pidió tela de encaje, atendió a la otra dienta y se olvidó de Nizia.
Ella se quedó donde estaba muy tranquila, esperando. Cuando se dio
cuenta que no le traían la tela de encaje, desolada, decidió irse. De allí
en adelante, prima Rufina prosiguió comprando todo lo que Nizia ne­
cesitaba.
Deseos sentía, no se puede decir que no. Miraba pasar a los hombres,
algunos eran realmente atractivos, debía ser lindo estar con ellos. . .
¡Pero pasaban tan distraídos por la calle republicana!. . . 8 Nizia regre­
saba marchita por dentro, siempre rumiando lo bueno que debía ser estar
con ellos. Pero todo eso era fuego fatuo, los zapatitos de lana exigían
mucha atención, de lo contrario uno podía equivocar el número de
puntos. ¿De dónde sacar tiempo para pensar en los hombres?
Lo que sí creció fue la intimidad con prima Rufina, empezaron a con­
versar más. Nizia buscaba temas después de cenar, sentadas las dos en el
balcón: la hija de don Guimaráes se había casado por fin con el joven
médico; una mujer había matado a su marido en la calle M ajor Q ue dinho,
etc. Entonces, cuando sintió aquel dolor de muelas, provocado por unos
limones verdes que estuvo chupando y que le comieron el esmalte de un
canino, prima Rufina le hizo beber un buen trago de aguardiente. Nizia
casi se murió de angustia, quedó tonta, vomitó que fue un horror. Prima
Rufina no la dejó un solo instante, consolándola, limpiándole la blusa
sucia con todo cariño, ayudando a la pobre borracha a recostarse. . . El
dolor de muelas pasó finalmente. Y la intimidad entre las dos creció
mucho. Nizia no volvió a beber nunca más, pero la otra le contó las
razones del aguardiente, y Nizia terminó por conocer las tristezas de este
mundo.
Hubo un momento en que la humanidad pareció acordarse de esa
marginada, el asunto fue con don Lemos. Don Lemos era flum inense *,
no sé bien de qué parte, medio pálido, con un bigotito torcido y el
cabello crespo dividido a un lado. Venía por el camino, cargando sin
* Vale decir, de Rio de Janeiro (N . d e lT .).
esfuerzo el cuerpo más bien bajo, para enterarse, dos o tres veces por
semana, cómo andaba su protector, allá en una chacra enorme que daba
más o menos donde está ahora el barrio de Anastasio. De igual manera,
el ricacho, que ya lo había acomodado como cartero en el Correo no bien
llegado del Estado de Rio, no olvidaba buscarle algo mejor. Pero. . .
¿querría realmente Lemos algo m ejor?. . . Tipo blando, de casi ninguna
palabra, incapaz de mirar de frente. Se sentaba, se quedaba allí una
media hora larga, contestando, si se lo preguntaban, que estaba bien,
que su mamá seguía buena, que el trabajo andaba muy bien. . . ¡Todo
andaba a las maravillas para don Lemos! Después tomaba el sombrero,
volvía a su casita, alquilada debajo del viaducto do C h á 9.
— La bendición, mamá.
— (jCómo va, Anastasio?
— Bien.
Comían. Se me ocurre ahora que podría ser ese Anastasio quien le dio
nombre al barrio ¿no?. . . Después don Lemos iba a escarbarse los dien­
tes a la ventana de abajo. La noche llegaba, cubriendo el valle de Anhangabaú con una oscuridad solitaria. Las huertas mojadas del valle, se
envolvían en una franja de niebla y parecían inmovilizarse y en ellas todo
se aquietaba como si todo en ellas buscara calor. ¡Qué silencio!. . .
Poc, pocpoc. . . Alguien pasaba por el viaducto. Debía ser un sapo,
que había a montones. Una lucecita aquí, otra allí, más sapos queriendo
espantar el silencio. ¡Pero qué iban a ser sapos! El silencio mataba a Sao
Paulo tempranito; todavía no eran las nueve. A don Lemos ya no le que­
daba qué imaginar. Se iba derechito hacia el tacho de basura donde
botaba el resto del palito masticado, se santiguaba y caía en la cama ya
dormido.
Su madre se quedaba rezando un par de horas más, y lo hacía a cada
santo raro que ella desenterraba de cuanto desván tiene el Paraíso. Santo
Anastasio mártir; novena de San Nicolás; oración para evitar mordedura
de víbora; oración para evitar descompostura de estómago; ocho padre­
nuestros para que no se incendiara la ciudad. Terminaba rezando por las
almas del otro mundo, mundo que le inspiraba un miedo terrible. La
vela también se terminaba. Era muchísimo lo que se gastaba en velas
en aquella casa, por eso Sao Paulo nunca se incendió, nadie se descompuso
del estómago en la familia, y don Lemos nunca fue mordido por una
víbora cuando pasaba por la calle do Carmo, o por la de Santa Teresa ,
por ahí, repartiendo cartas.
La verdad que como hijo no era bueno. . . Respetar a su madre la
respetaba, le pedía la bendición, no fumaba delante de ella, le decía
buenos días, buenas noches, la llevaba a ver a Nuestro Señor Muerto los
Viernes Santos. Pero la pobre se pasaba el día cocinando, lavando y
planchando la ropa del hijo sin que él fuera capaz de conversar con
ella. Lo cierto es que don Lemos no conversaba con nadie. Y cuando su
madre de pronto murió, lo que sintió fue el vacío inquieto de quien
antes nunca había pensado en pensión ni en lavandera.
Y
fue así, escarbándose los dientes en la ventana, que empezó a fijarse
en aquella muchacha de la tranquera. Al día siguiente, fue hasta allí
para ver si lo que había en la tranquera de aquella granja era realmente
una muchacha. Nizia estaba allá, media lánguida, muy mansa, no pidiendo
nada, sumida en sus costumbres de olvidada.
Cuando volvió a escarbarse y oyó el estruendo de los sapos esa noche,
don Lemos pensaba mediante decretos espaciados. Pues bien, un decreto
casarse con él. No reflexionó, no comparó, no enjuició, no resolvió nada,
don Lemos pensaba mediante decretos espaciados. Pues bien, un decreto
apareció en letras lentas en su cabeza de chorlito: allí tienes una buena
muchacha para casarte con ella. Durante la escarbadura del día siguiente,
en su cabeza estaba escrito: Vas a casarte con la muchacha de la tran­
quera. Entonces don Lemos fue a visitar a Anastasio y, pasando por
allí, saludó a la muchacha de la tranquera. Nizia estaba ya tan olvidada
de sí misma que ni siquiera se asustó con el saludo; simplemente con­
testó. Don Lemos, que no encontraba razones para visitar todos los días
la granja de su padrino, pasaba, saludaba, caminaba medio kilómetro
más para disimular, se quedaba por allí pateando el pasto polvoriento,
miraba los arbustos del camino, volvía y saludaba de nuevo, rumbo al
Anhangabaú.
Después de un mes y medio de tanta caminata, don Lemos, escarbán­
dose los dientes, deletreó el decreto nuevo que apareció de repente en
su sesera: Mañana es domingo pata de cachimbo10, e irás a pedir la
mano de la muchacha de la granja. Fíjate bien dónde está la gracia
de estos decretos: al principio sólo se hablaba en ellos de la muchacha
de la tranquera, pero ahora aludían a la muchacha de la granja, más útil
para casarse.
A eso del mediodía, prima Rufina muy asustada salió a ver quién
estaba golpeando, era don Lemos. Prima Rufina casi despachó al fula­
no, pero pensó después que seguramente doña Nizia sabría de qué se
trataba. Seguramente alguna encomienda. . .
— ¡Entre usted!
Don Lemos no esperó ni siquiera dos minutos en el alero, Nizia
apareció, así como estaba, con el tejido sobre la falda. El dijo que
venía a pedir su mano en casamiento y ella respondió que estaba de
acuerdo. Volvió adentro a decirle a prima Rufina que preparara, además,
unas masitas para acompañar el café y regresó junto a don Lemos.
Pasaron al balcón. Nizia siguió tejiendo el zapatito que había empezado.
— ¿Cuál es su apellido?
Lo miró asombrada de que él le preguntase cuál era su apellido. . .
¿habrá pensado que ella no lo sabría? Don Lemos le aclaró:
— Me llamo Lemos, José Lemos, para servirla. Me gustaría saber su
nombre.
— Nizia Figueira, para servirlo.
— Encantado.
Don Lemos dejó de juguetear con sus dedos sobre las piernas.
— ¿A usted le gusta mucho tejer zapatitos, doña Nizia?
—Ya estoy muy acostumbrada.
— Es muy lindo ese que está haciendo ¿es para regalo?
— No, yo los vendo.
— Ahh. . .
—Yo los hago y prima Rufina los vende a los negocios.
— Entiendo. . . ¿Quién es prima Rufina?
Don Lemos volvió a juguetear con los dedos sobre las piernas.
— La negra que le abrió la puerta.
— Ahh. . . ¿pero ella es su prima?
—Es mi criada. Me acostumbré a llamarla prima Rufina desde niña.
Y así quedó.
— Curioso.
Treinta y seis, treinta y nueve, cuarenta y ocho, listo, terminaba una
nueva carrera.
— Es un lindo día, hoy ¿no?
— Sí muy lindo.
— Qué sol más claro ¿no?
— Si lo molesta dígame, puedo cerrar la ventana. . .
— De ninguna manera, estoy muy bien.
Llegó el café con leche con masas dulces. Bebieron el café con leche
y comieron dos masas cada uno. La tarde, afuera, se mostraba sublime,
clara, clara, como el sol caliente corcoveando sobre los campos. Y por
ese instinto dominguero que parece tener la naturaleza, aquella ladera
estaba envuelta en una paz inmensa, tomaba un aire de reposo relajado,
vuluptuosamente distendido, desparramado en el suelo. Ellos, sin em­
bargo, siguieron allí, encerrados en aquel salón comedor; don Lemos
mordía su escarbadientes, Nizia tejía, hasta que divisaron los primeros
tonos sonrosados pasando lejos en el horizonte, atardeciendo el día.
— Bueno, voy a tener que ir yendo.
Entonces Nizia percibió la ventura inconcebible que le traía aquel
don Lemos. Lo miró. Vio delante suyo el bigote y el copete simpático,
les sonrió. El vestido de muselina acentuaba las redondeces del cuerpo
de ella, que a la usanza de aquellos tiempos, era casi gordo, más bien
gordo que delgado, pechos llenos, piernas gruesas, cortas, manos más
bien chicas. En la cara, los ojos castaños empañaban el rubor suave
que venía empalideciendo hasta alcanzar el mentón que parecía un gorro
frigio. Nariz simple, con las narices casi grandes, que seguían al
ondular las mismas curvas de las dos partes en que se dividían sus
cabellos castaños. Los labios, al sonreír, se mostraban pálidos, con dien­
tes cerrados y monótonos. Dijo un “Ya se va” que era en parte una
pregunta y en parte una afirmación y del que emanaba una placidez
dominical.
— Sí, doña Nizia, ya me voy, es tarde. Fue un gusto conocerla.
Una inquietud antigua descompuso la cara de ella:
— ¡Usted va a volver!
— Sí. No vendré muy seguido porque creo que voy a cambiar de em­
pleo, trabajo en el Correo, por ahora. Parece que mi padrino me va a
conseguir algo en la Secretaría del Tesoro, pero de todos modos volveré.
Que siga bien.
Ella le ofreció la mano y la vida:
— Hasta pronto.
Lo acompañó hasta la tranquera. Allí permaneció mientras él se
alejaba por el camino malo. Don Lemos tomó la senda ancha y no se
volvió para decir otro adiós. Nizia entró. Andaba por la casa sin saber
qué hacer.
— Estos mantelitos de croché están necesitando un buen lavado, prima
Rufina.
— ¡Pero si los lavé la semana pasada!
— ¡Mira cómo están!
—Yo no veo nada, pero si tú mandas los lavo. ¡Lo que veo es que
ese don Lemos vino a embarullá la vida de esta casa! ¡Hasta parece que
ni encuentras dónde ponerte! ¡Sillas no faltan! ¡Siéntate, mujer! ¡Quéda­
te tranquila que es mejó!
— No te gustó que me pusiera de novia ¿verdad?
— Sí que me gustó. Necesitas un hombre en esta casa, alguien que
te proteja ¡pero no así! ¡El primero que aparece ya quedas de novia!
¡Ni siquieras sabes quién es ese Lemos! ¡Vaya! ¿Y si está enredao con
la polecía? ¿Quién puede asegurá?
— ¡Qué enojada estás conmigo, prima Rufina! El es empleado de
Correos!
— ¿Y eso es un empleo? ¿Dónde se vio persona de bien que se ande
ganando la vida escribiendo cartas? ¡Ve que ni nosotras, bien tranquilas
en el rincón! ¡Ay, m’hija! tú no sabe ná de este mundo; mundo tiene
más maldá que bondá. . . Ese cuento de ser empleado del Correo no
me parece cosa derecha, no señó. . .
Fueron a acostarse. A Nizia la felicidad la convirtió en una desgra­
ciada. Del pasado y de los olvidos de antes no se acordaba; ahora era
el presente lo que la hacía sufrir. Convertido en novio, Lemos consideró
que ya no necesitaba pasar todo el santo día por la casa distante de su
prometida; llegó la tarde y don Lemos no apareció. Nizia vivía en un
arrebatamiento simultáneo de felicidades y amarguras. No digo que amase,
pero tenía a alguien que se acordaba de su existencia. Eso le provocaba
un regusto inquieto, la empujaba a la comparación, le sugería gustar
de más de uno, no sé si me explico bien. De repente se sintió desgra­
ciada. "Mañana seguro que viene”, murmuró sufriendo de placer. Y repi­
tió “Mañana seguro que viene” hasta el jueves.
Cuando don Lemos llegó no eran aún las seis de la tarde. Apareció
cenado. Le entregó el prendedorcito de oro donde podía leerse RE­
CUERDO.
— Muchas gracias, don Lemos.
— ¿Cómo anda usted?
Etcétera.
Se quedó allí hasta las ocho, según creo. Nizia estuvo trabajando bajo
el farol de kerosén, él no hizo otra cosa que meditar las sombras del
techo. Se decían de vez en cuando aquellas frases de compañeros que
no esperan respuesta, intercambiadas únicamente para reconocer que
se está junto al otro, un poco sobre el Correo, otro poco sobre el tejido
de lana. Prima Rufina se la pasaba pitando en la cocina. Don Lemos
afirmó que volvería el domingo y entonces combinarían la fecha de
casamiento.
El domingo no apareció. Apareció el martes. Que había estado muy
ocupado debido a una visita que estuvo obligado a hacer. Después tuvo
que llevar una carta de fulano para un ricacho, prácticamente ya había
conseguido el puesto en la Secretaría. Traía aquella media docena de
pañuelitos, que supiese disculparlo. Nizia fue adentro y volvió, rebosante
de felicidad, con la bufanda hecha por ella en la mano. Don Lemos se la
agradeció y le dijo que le parecía muy lindo. Era verdad. De color
pardo, con rayas negras, borde de lana entretejida con seda.
Don Lemos se pasó una semana sin aparecer. Recién el martes si­
guiente se dejó ver en la granjita, muy agitado, inesperadamente, apenas
había tenido tiempo de encontrar estos clavelitos, tan ocupado andaba,
que por favor lo perdonase.
Había salido el nombramiento, y al día siguiente empezaría a trabajar.
— ¡Costó pero valía la pena!. . .
— Quien espera siempre alcanza.
— Es cierto pero no fue fácil. Ya estaba casi desalentado.
Don Lemos estaba realmente contento. Ese día los zapatitos de lana
no entraron en la charla, de lo único que se habló fue de lo ingrato
que resultaba el trabajo en el Correo; bueno de verdad era el empleo
de la Secretaría, el sueldo era superior; su jefe de sección, según le
dijeron, era un buen tipo, y otras cosas por el estilo.
Nizia escuchaba. Las palabras caían dentro de ella como flor de peana *
rociando su alma lentamente. ¿Se había ido más temprano? ¡No impor­
taba! Ni se dio cuenta que eran las nueve, ni que después fueron las
diez y mucho más; se quedó sola, sumida en su trabajo, sin saber que
trabajaba, tejiendo a la carrera, terminando un zapatito, terminando otro
*
Especie de algodón que producen ciertos árboles bombáceos o el fruto de la
paineira (N . del T .).
zapatito, oyendo. No llegaba ni un solo ruido de la noche. Dormían
los hombres de Sao Paulo. ¡Ni polvo ni grillos ni viento, ni nada! Un
silencio que paralizaba hasta los movimientos del brazo. Nizia tejía sin
advertirlo. La luz del farol revoloteaba en torno a su cabeza y, en el calor
seco de la habitación, las palabras de don Lemos podían oírse todavía,
sonoras de verdad, como caricia dulce de compañero. No puedes imagi­
narte lo que Nizia sufrió. Sufrió por aquel zapatito de lana; sufrió a
causa de prima Rufina que estaba envejeciendo tan rápido; sufrió por
aquellos vestidos de muselina que eran los mismos de siempre, necesitaba
hacerse otros; los mantelitos de croché no quedaron bien lavados; ella era
un poquito más gorda que don Lemos; ¡la verdad que prima Rufina
podría haber traído unas semillas de clavelitos para plantar en el jardín.
Realmente, que flor más linda. . .
Todas esas infelicidades que nunca había sentido, y que duelen tanto
a quien no puede tener otras, las traía la voz de don Lemos, colocando
como espejo ante ella, el cuerpo del compañero. Fue a su habitación,
y por primera vez después del ántrax de la negra, no se durmió ensegui­
da. Pensar no pensó, ella era también del tipo de los decretos. Como
el decreto no venía, se quedó flotando en la oscuridad, sintiendo apenas
que vivía, feliz, apoyada en la vida del compañero.
Pasaron dos semanas sin que Don Lemos apareciera.
— ¡Ya ve! Si le hubiese preguntado donde vive, yo ahora podría ir
hasta allá para saber si está enfermo. . .
Don Lemos apareció un miércoles. Traía una barba de varios días y
las manos vacías. ¡Madre mía! ¡Qué cantidad de trabajo! Estaba arre­
pentido. Además ¡cuánta responsabilidad!. . . Con las cartas era distin­
to; uno las entregaba y listo. Ahora ya no es así. Se pone un número
aquí, se pone un número allá, y uno no puede equivocarse porque libro
de Secretaría no es cosa que uno puede andar borroneando ni arañando.
Además: todavía no estaba bien familiarizado con el trabajo, ¡qué con­
fusión! ¡La verdad, nunca me imaginé que fuese tan difícil!. . .
Lo curioso era que allí mismo, delante de Nizia, sin acordarse de ella,
don Lemos estuviese leyendo los decretos de su sesera. Y no creas que
los leía todos en voz alta, como lo estoy haciendo yo, ¡qué esperanza!
De repente dejaba de hablar, y los leía para sí mismo. ¡Y qué diferente,
ahora, la cabeza de don Lemos! Antes era un enorme vacío sin nada;
cada tres, cuatro o cinco escarbadas de dientes, un decretito corto y
nada más. En cambio ahora, la sensación que tenía era la de estar
leyendo el Correio Paulistano ]1, “¡qué confusión!”, como decía él. . . Y
se fue mascullando sus decretos sin cesar.
Nizia se quedó en la puerta, mitad del cuerpo en la noche, la otra
mitad en su casa, partida por la mitad. Advirtió perfectamente que don
Lemos ¡pobre!, sin darse cuenta, se estaba escapando de ella. Volvió a
entrar, y le costó recordar lo que don Lemos había dicho. Quiso sere­
narse, ¡pobre! ¡Tantas preocupaciones!. . . Se tranquilizó, pero fue una
tranquilidad de solitaria, de muerte y destrucción. Cuando pudo sentirse
bien a solas, dejó de sufrir y se durmió.
Don Lemos recién apareció veinte días después. Venía flaco, de paso
por allí. Vio a Nizia en la tranquera, se detuvo para saludarla. Tenía
que ir a ver a su protector debido a un embrollo que había surgido allá
en la oficina. Ella se sintió poco menos que asombrada ante la figura
extranjera de don Lemos. Sintió un dolor horrible.
— ¿Por qué no entra cuando vuelve, don Lemos?
— La verdad, doña Nizia, no sé si voy a tener tiempo. Pero no se
preocupe por mí. Que siga bien.
— Igualmente.
Don Lemos había revivido en ella una infelicidad pasada. Pero no
deseó que no volviese, como hubiera sido mejor para ella y como de
hecho fue. Don Lemos no volvió. Su padrino se enfureció con él a raíz
de aquel embrollo, don Lemos se enojó con su padrino, abandonó la Se­
cretaría, deambuló sin decretos durante unos días, encontró empleo, final­
mente, en una tienda de telas. El pobre no quería riquezas, lo que quería
era paz. . . Se consiguió una mulata gorda que le cocinaba, durmió una
noche en el cuarto de Sebastiana y después, todas las noches. Sebas­
tiana en el suyo, que era más espacioso. Sebastiana cocinaba pero ya
no era cocinera: se convirtió en dueña de casa y siempre quería un par
de chinelas nuevas para sus pies color de zapote.
En cuanto a Nizia. . . Hubo un hombre que fue a vivir bien cerca
de su granjita. Tiempo después, una familia se instaló al lado de él. Y
poco a poco fue naciendo la calle Guaicurús, un barrio más de esta
ciudad ilustre. Algunos se llevaban bien con los otros; otros no se llevaban
bien con algunos; nadie frecuentaba a Nizia; prima Rufina se llevaba bien
con todos. Nizia serenamente proseguía, olvidada del mundo.
Entonces le dio por la bebida. Corcoveando por la casa quiso matar
una cucaracha y debajo de la cama de prima Rufina encontró la botella
que acompañaba sus noches. Tomó un poco por curiosidad. Un poquitito,
avergonzándose al pensar en prima Rufina. La primera sensación fue fea,
pero el calor que sintió después le pareció bueno.
Antes de que transcurriera un mes, prima Rufina se dio cuenta de
lo que pasaba. No dijo nada, se limitó a traer un botellón de aguardiente
y empezaron a beber juntas. ¡Cada mona!. . . No digo que eso pasaba
todos los días, al contrario. Nizia trabaja, prima Rufina vendía, siempre
igual. Treintañeras, cuarentonas, prima Rufina, claro está, siempre ma­
yor que la otra. Había empezado a envejecer rápidamente, era, sin duda,
una pobre de la que no el mundo pero sí la vida se había olvidado,
casi senil, arrastrando aquel cuerpo sufrido, con sus tremendos nudos
en los tobillos, a causa de la artritis. Cuando el dolor era insoportable,
llegaba el turno del botellón pesado:
— ¿Quiere un trago, m’hija?
— Dame un traguito para entrar en calor.
— ¡Sin miedo, m’hija, empina no más! El mundo es malo, el aguar­
diente lo pone lindo pá nosotras.
Era día de borrachera. A prima Rufina se le daba por hablar y llorar
a gritos. Nizia bebía despacio, serenamente. No perdía el aplomo, ni
sus facciones se desfiguraban. La boca se le abría un poco y aparecía
una filigrana roja que le ornaba el borde de las narices y de los ojos
opacados. Se ponía una mano en la cabeza, y el pelo del lado izquierdo
se estremecía. Se quedaba en la silla, media curvada, con las manos en
las rodillas, balanceando el cuerpo inestable, fija la mirada en un pai­
saje que estaba fuera del mundo. Prima Rufina, apoyándose en cuanta
pared encontraba, dándose de panza contra los muebles, tironeaba la mano
de Nizia para que se levantara. Nizia se alzaba, tomaba el botellón, y
las dos, apoyándose una en la otra, se iban al cuarto.
Prima Rufina casi dejó caer a su compañera. Rodó sobre la cama,
completamente atontada, llorando, con las piernas suspendidas, arrastran­
do luego uno de los pies por el piso. Nizia se sentaba en el suelo y recos­
taba su cabeza en la pierna de prima Rufina. Bebía. Le daba de beber
a la otra. Prima Rufina dejaba caer la mano insensible en la cabeza
de Nizia y consolábala muy serena:
— Es así m’hija. . . ¡no llore más, no! Una bebe, la mona ayuda
a vomitar la desgracia. . . T ú crees que la mona no es buena. . . ¡Sí
que es buena! mona. . . m ónita. . . pá ablandé las desgracias de este
mundo duro. . . Tu hijo debe andá por ahí, muchacho, hecho un hom­
bre. . . seguro que tú ya tropezaste con él y no reconociste a tu hijo,
tu hijo no te reconoció. . . ¡No llore más, vamos!. . . La mona te ayu­
dará a olvidar a tu hijo, m ona. . . m ónita. . . m ónita. . .!
Los ojos secos de Nizia parpadeaban, empañados, adormecidos. Se
fue resbalando, babeándose en un beso blando sobre el pie grandote
de prima Rufina. La negra quería acariciar a la otra para consolarla,
se acercaba al borde de la cama y caía sobre Nizia, y las dos se fundían
en un cuerpo único. El botellón de aguardiente, abandonado, rodó hasta
detenerse en medio de la habitación. Prima Rufina todavía se movía, mo­
lestando a Nizia. Terminó replegándose entre las piernas de su patrona
y transformando aquel vientre tibio en una almohada confortable. Dijo
“mona, mónita” no sé cuántas veces y terminó por dormirse. Durmió con
todo el cuerpo agobiado por toda la vida que había pasado por él, consu­
mido, con los ojos entreabiertos, llorando.
Nizia se quedó parpadeando, parpadeaba despacio, mansamente. Qué
paz en el cuarto sin voz, en la casa. . . Qué paz en la tierra inexistente
para ella. . . y parpadeaba con más fuerza. Los cabellos semidesparramados se confundían con el piso en la oscuridad del anochecer. Pero aún
había bastante luz en la tierra como para perfilar sobre el suelo aquel
rostro claro, muy sereno, con un reflejo tenue de saliva en el mentón,
y un color acentuado en las facciones bien conservadas, sin una arruga,
lindas. Los labios se entreabieron para que el suspiro del sueño pudiese
salir. Se durmió tranquila, sin ningún sueño, sin gestos.
Nizia era muy feliz.
¿QUE NO SUFREN LOS NIÑOS? ¡VAYA SI SUFREN! 12
( 1926)
B e l a z a r t e m e co n tó :
¿Recuerdas a Teresita? Sí, la que indirectamente asesinó a dos hom­
bres 13, los hermanos Aldo y Tino, y se quedó con dos hijos cuando su
marido fue a parar a la cárcel. . . Parece que el sacrificio del marido
terminó con su mal agüero: fue infeliz como ninguna, pero nadie más
volvió a matar por ella, nadie más la lloró. Claro que Alfredo no pudo
abandonar su elegante residencia de rejas, rumiando los veinte años
de prisión que su fatal compañera le había hecho engullir. Injusticia,
amargura, deseos. . . fueron tantas las cosas soportadas y tan pocos son
los buches capaces de digerirlas con paciencia, que el resultado no podía
ser sino el que fue: Alfredo, indigestado de desesperación, se convirtió
en uno de los huéspedes más insoportables de la Penitenciaría. Nadie
lo quería y él amargado dejaba transcurrir los años de castigo sumido en
un tormento áspero y saturado de recriminaciones. Pero estoy perdiendo
el tiempo con él.
¡Teresita sufría, la pobre! Físicamente atractiva todavía, rodeada por
la presunción de muchos fanfarrones ávidos de intimidad con ella, aun­
que más no fuera por una noche paga. Al principio los rechazó, pensando,
primero, en su Alfredo querido, luego en su Alfredo asesino. Ya rozaba
el casi, pero aquella idea volvía y volvía y otra vez lo tenía a Alfredo delante
de los ojos, saliendo del correccional con un cuchillo flamante con el
que iba a destriparla. Y la virtud se perpetuaba, sostenida por un miedo
frío, sin ningún placer de existir. Teresita volvía a su casa espumando
una rabia sin cauce, que no tardaba en descargar sobre la primera cosa
más frágil que ella con que se cruzaba. Veía de repente a su madre,
muriéndose en pie, agobiada por la vejez prematura, poniendo cinco
interminables minutos en recoger unos calzoncillos del tendedero, entonces
arrojaba la ropa sucia sobre la vieja:
— ¡A ver si todavía se duerme con los calzoncillos en la mano!
Entraba. ¡Quién iba a decir que aquella era una casa! Era, a lo sumo,
un rancho de tropero, donde nadie podría vivir, de tan sucio que estaba
todo. Dos especies de sillas, la mesa, la cama. En el piso había un colchón
más, inquilinato de cucarachas que de noche bailaban en la cara de la
vieja, el tore 14 natural de los animalitos de esta vida.
En la otra habitación nadie dormía. Se transformó en cocina de esa
familia que, muchas veces, pasaba dos días sin encenderle un fósforo.
Porque fósforo prendido quería decir carbón en el fogoncito portátil y
presencia de algún alimento de esos que se cocinan. Y frecuentemente
no había qué cocinar. . . Pero eso en nada afectaba el diccionario de
Teresita y de su madre. ¿Acaso el horno no estaba allí? Y el diccionario
de ellas había bastado para darle a aquellos estrechos metros cúbicos
de aire enmohecido el nombre extravagante de cocina.
En esa especie de tapera 15 la muchacha vivía con su madre y el hijo
que le sobraba. Que le sobraba en todos los sentidos. Porque era amor
lo que a Teresita le andaba faltando, ¡Dios mío!, golpeada por injusticias
de todo tipo, deseando un hombre para su cuerpo y no teniéndolo, olvi­
dándose del Alfredo querido cuando sentía la presión del Alfredo ame­
nazante y ya con dos muertes en la conciencia. . . Y no teniendo en la
mano consolada por el agua pura más que calzoncillos, pantalones, medias
con más de siete días de cuerpo sudado. . . Y, además, odiando a esos
clientes que siempre le debían una semana atrasada. . . Todo eso era
lo que Teresita aguantaba. Y para rematar tamaña cancelación de amor
en su vida, ahí estaba esa maldita peste de su suegra, odiada pero nece­
sitada a causa de los diez mil réis * que le entregaba mensualmente. La
figlia dun cañe * * venía, soberbia, todo porque era capaz de juntar
treinta contos * * * , a hostigarla por cualquier motivo.
¿De dónde iba a sacar amor una mujer ya hecha, con treinta años
de sequía en el placer, cuerpo cearense * * * * , y alma partida hace
mucho?. . . En cuanto a Paulino, hacía ya casi cuatro años, desde los
ocho meses de vida hasta ahora, que no sabía lo que era el calor de un
pecho femenino, dos brazos capaces de apretarlo fuerte, una palabra
figliuolo mió, que se derramara sobre el angelito, ni una boca, por
fin, que se aproximara a su cara, y se le uniera en un chuponcito suave,
y estallara dulcemente en un beso de m adre. . .
Paulino sobraba en aquella casa.
Y tanto sobraba que su hermanito mayor, cuando todo se iba realmente
aguas abajo, tuvo un ángel de la guardia caritativo que depositó en su
*
Réis: unidad monetaria anterior al cruzeiro, y existente en Brasil desde el
tiempo de la colonia (N . del T .).
** En italiano en el original. Todas las expresiones italianas o italianizantes,
que de aquí en adelante aparecen en el texto, pertenecen a Mário de Andrade y se
las ha respetado literalmente en la traducción (N . del T .).
*** Contos. Cada conto equivalía a diez mil réis (N . d elT .).
**** Relativo al Estado de Ceará ( N .d e lT .) .
lengua venturosa el microbio del tifus. El microbio fue hasta su barriguita, lo atrapó y tuvo hijos y más hijos a razón de millones por hora,
y no habían pasado todavía dos noches cuando había allí tal footing *
de la inmundicia paseandera, que el asfaltito de las tripas se gastó y
el no bautizado fue a parar al limbo de los paganos sin culpa. Sobró
Paulino.
Lógicamente, aún era muy pronto para que él se diera cuenta que de
tal manera sobraba en este mundo duro, pero sí sabía en cambio, y muy
bien, que en aquella casa no sobraba nada para comer. Creció en medio
del hambre, el hambre era su alimento. Sin conciencia de los misterios
del cuerpo, se despertaba asustado. Era el ángel. . . ¡qué ángel de la guar­
dia! era el ángel de la maldad quien despertaba a Paulino a altas horas
para que no muriese. El pobrecito abría los ojos en la oscuridad, envuelto
en el mal olor del cuarto, y hasta alcanzaba a vislumbrar que estaba devo­
rándose por dentro. Primero, lloraba.
— Stá zito, guaglionl
¡Qué “stá zito” ni qué ocho cuartos! El hambre se hacía sentir. . .
Paulino se levantaba sobre sus piernas arqueadas, y balanceándose lle­
gaba por fin junto a la cama de su madre. Bueno, eso de cama, en f in . . .
A la cama grande ella la había vendido cuando el médico la puso entre
la espada y la pared diciéndole que o se dejaba o le pagaba los veinte
bagar otes ** por la cura del pie maltrecho. Consiguió los veinte billetes
vendiendo la cama. Cortó el colchón por la mitad y acomodó una parte
sobre aquellos tres cajones. Esa era la cama.
Teresita despertaba de su fatiga con la manita del hijo tocándole la
cara. Se desesperaba de rabia. Tiraba la mano en la oscuridad, sin mirar
adonde, dispuesta a pegar donde pegase, en la boca del estómago, en los
ojos, ¡plaff!. . . Paulino rodaba lejos, muriéndose de ganas de poner el
grito en el cielo. Pero su cuerpo recordaba aún aquella ocasión en que el
tacón del zueco acertó de lleno en su boca, y entonces perdía las ganas
de gritar. Se quedaba sollozando tan mansamente que hasta acunaba con
su pena el sueño de Teresita. Pequeñitico, redondo, encogido, igualito a
un armadillo de jardín 16.
Aquel sufrimiento era tan grande que ante él los pellizcones del ham­
bre se volvían insignificantes. Paulino se adormecía de dolor. De madru­
gada, cuando el aire se enfriaba, su cuerpo se despertaba otra vez. Medio
olvidado, Paulino se asombraba de verse durmiendo en el suelo, lejos del
colchón de la abuela 17. Le dolía un poquito el hombro, otro poquito la
rodilla, otro poquito la frente, justo en el lugar que había estado apoyado
en el piso. La verdad que los dolorcitos eran poca cosa comparados con el
tremendo dolor18 del frío. Gateaba asustado, porque la oscuridad ya
estaba muy animada por las sombras de la aurora, que abría y cerraba
* En inglés, en el original (N . del T .).
** Bagarotes: Cada uno de los billetes de mil réis (N . del T .).
el ojo de las grietas. Espantaba las cucarachas y se reanimaba bajo el
calor ilusorio de los huesos de su abuela. Y no volvía a dormirse.
Finalmente, a eso de las seis, ya familiarizado con los sonidos de la
vida gracias a los panaderos, los lecheros, los hombres cargados de comidas
que pasaban allá lejos, en el cuerpo de Paulino iba renaciendo un calor
trabajoso. Mientras tanto, su madre también ya se iba despertando con
las primeras bullas de la vida. Sentada, vibrando bajo la sensualidad
matinal, que la llena a una de ganas, Teresita casi estallaba, envolviéndose
las tetas en los brazos, el vientre, todo, frotando de tal modo una pierna
contra la otra que llegaba a sentir dolor en los riñones. Nacía en ella
aquel odio impaciente y sin destino, que es hijo de la mucha virtud con­
servada a costa de mucha miseria, virtud que, ella bien lo sabía, día más
día menos se iba a acabar. Buscaba los zuecos, y en seguida empezaba
a gritarle a la madre, que hasta cuándo pensaba seguir en la cama, que
fuese a llenar de agua la tinaja, etc.
Entonces Paulino, aún antes que las dos mujeres, abandonaba el calor
naciente del cuerpo. Y se iba a rondar la cocina porque se aproximaba
el momento más feliz de su vida: el pedazo de pan. ¡Pero la gloria para
Paulino eran esos domingos en que, ya fuera porque un cliente de pronto
pagaba o porque la suegra aparecía, o algo por el estilo, además de pan
bebían café con azúcar!. . . Sorbía rápido, quemándose la lengua y los
labiecitos blancos, aquel agua caliente, sublime de tan rica a causa de
una pizquita de café. Y se iba a comer el pan afuera.
En el frente de la casa no, porque allí estaban la canilla, las tinajas y
el tendedero. Las mujeres hacían ahí sus lavados de ropa y el ruido era
inaguantable: peleas y griterías interminables. Y la culpa, para variar,
era siempre de las travesuras de Paulino. Terminaba invariablemente con
un pan indigestado y algún golpe de yapa justo en el centro de la cabeza
que dolía como mil demonios.
Dejó de aparecer por allí. Abría la puerta apenas apoyada de la cocina,
bajaba el peldaño y se iba saltitando de cara a la alegría del frío com­
pañero, por entre los penachos de pasto y las primeras matas de abrojos.
Aquel pastizal menudo de atrás de la casa era la floresta. Allí Paulino se
entregaba a su dolor sin disimulo. Sentado en la tierra o dándoles con el
talón a los ojos de los hormigueros, empezaba a comer. De pronto, casi
se caía, ¡ay! al alzar la piernita del suelo, para matar la hormiga engarfiada en el tobillo. Recogía el pan caído y reiniciaba su almuerzo, divir­
tiéndose con el grunchgronch de la arena que, adherida al pan, crujía
ahora en sus dientitos.
Pero nadie crea que se olvidaba de las hormigas. En absoluto. Termi­
nado el pan, surgía, distrayendo el hambre nueva, el niño guerrero.
Buscaba un pedazo de madera y se iba a cazar hormigas al pastizal. Pas­
tizal no tan chico, al fin de cuentas, ya que daba, por atrás, al descam­
pado y no había sino un simulacro de cerca cerrando el terreno. Pero
Paulino jamás se internó en el descampado que era demasiado grande
para él. Le bastaba aquel gigantesco pastizal menudo, con plantas sin
nombre, donde el sol perezoso nunca dejaba de entrar.
Madero en mano, allá iba él en busca de las hormigas. Las más chicas,
sin garfios, esas, realmente, no le importaban. Le gustaba atacar a las
grandotas, nada más. Cuando veía una, la perseguía, paciente, abriéndose
camino entre los ramos entrelazados de los arbustos, de donde muchas
veces volvía con la mano o la pierna ardiendo por habérsela raspado contra
el lomo de una oruga 19. Llevaba la hormiga hasta algún claro y allí se
pasaba horas jugando con la miserable hasta que la miserable moría.
Una vez que moría, el sufrimiento recomenzaba para Paulino, eran los
coletazos del hambre. El sol ya estaba bien alto, pero Paulino sabía que
únicamente después que el silbato de las fábricas se oyese, iba a recibir su
porción de arroz con porotos, eso en los buenos tiempos, o un nuevo pe­
dazo de pan en los malos tiempos, felizmente más ocasionales. Lo gol­
peaba un hambre triste que otra hormiga combatida ya no lograba dis­
traer. Meditaba en su desgracia, apenado por la repetición del sufrimiento
cotidiano. Se sentaba en cualquier parte, apoyando la mejilla en una mano,
con la cabecita inclinada, tan pobrecito. Finalmente, bajo sombras despa­
rejas, aprendió a silenciar su hambre. Se adormecía. Soñar no soñaba.
Las moscas venían a bordarle de alas y zumbidos la boquita abierta,
sembrada de restos dulzones. Paulino, durmiendo, cierra de repente los
labios molesto, se revuelve; abre apenas las piernitas encogidas y se mea
tibio encima.
Fue un sueño corto. Se despertó mucho antes de que las fábricas hi­
cieran sonar sus silbatos. Mordisqueó vaya a saber qué con la boca ham­
brienta, recogió con la lengua los jugos perdidos en los labios. Grunchgronch de arena y una cosita medio dulzona en el paladar. La sacó con la
mano para ver qué era, eran dos moscas. Sí, moscas pero medio dulzonas.
Volvió a dejar las moscas sobre su lengua, les chupó el gustito, las tragó.
Ese fue el comienzo de una celada al hambre que se valió de todas las
cosas tragables que había en el pastizal. No hizo falta mucho tiempo para
que se convirtiera en “papista” como se dice: reemplazó la caza de hor­
migas por los picnics de tierra mojada. Y ni qué hablar de los banquetes
de hormigas. . . Apoyaba la cara en el suelo junto a los montículos de
los hormigueros y esperaba con la lengua lista. Cuando aparecía una hor­
miga, Paulino soltaba la lengua hábil, se adhería a ella la hormiga y fro­
tándola contra el cielo de la boca podía sentir una redondez infinitesimal.
Colocaba la redondez entre los dientes, mordía y tragaba el manjar ilu­
sorio. ¡Y qué ventura si se topaba con alguna caravana! Gateando, con el
culito alzado hacia las nubes, lamía el suelo osormiguerámente. Dos se­
gundos le bastaban para borrar una carrera enloquecida de hormigas.
Llevado por esa esperanza de matar el hambre, Paulino se rebajó a
prácticas repulsivas. En rigor, no se rebajó. El era incapaz de fijarle
niveles de jerarquía al asco, y hay que reconocer que el último comestible
que se inventó fueron las hormigas. Claro que no se puede negar que
cierta vez a una cucaracha. . . La atrapó y se fue masticando, más ino­
cente que ustedes, hijos de los ascos. Pero no había cómo engañarse: los
alimentos esos no le daban sustancia alguna. Sonaba el silbato de las
fábricas y el arroz con porotos lo encontraba a Paulino empachado de
ilusiones y sin hambre. Se fue aniquilando, oscureciéndose como un día
de invierno.
Teresita no se daba cuenta de nada. El bozal de la virtud que la en­
cerraba estaba tan gastado que ya podía verse el momento en que la mu­
chacha se liberaría de él, estallando, libre y ávida, zambulléndose en la
vida. Fue el tiempo en que, ciegamente, llovieron golpes por todo el
cuerpo de Paulino. Cuando ella se acercaba a la casa, Paulino podía es­
cuchar a Fernández, el carrero que la acompañaba. Era un buen mu­
chacho, sin penas, un poco lerdo pero con mucha energía. Debía tener,
si es que los tenía, unos veinticinco años, y le gustó la madurita. El bozal
se partió. Apenas pudo, él le cargó el lío de ropa, la acompañó hasta su
casa, entró como si fuera una visita, y Teresita le sirvió café y el resto.
La vieja, emporcándose la boca con palabrotas incomprensibles, fue a dor­
mir a la cocina con Paulino asombrado.
El hecho es que la comida mejoró y el panzudito conoció el secreto de
la macarronada. Lástima que le tuviera tanto miedo al hombre. Fernán­
dez le había hecho muchas fiestas la primera vez que lo vio, y cuando
salió del cuarto por la mañana y todos juntos bebieron café, Paulino,
confiado, fue a jugar con la pierna larga del hombre. Pero recibió tal
cachetada que anduvo durante un tiempo con la oreja morada.
Lógicamente, la suegra tenía que enterarse de lo sucedido y se enteró.
Cuando apareció en el rancho, Teresita, simuladora, la saludó como si
nada, y la mulata le respondió con dos pedradas.. Pero ahora Teresita ya
no la necesitaba y contraatacó, enfurecida como un yaguané20. ¡Los in­
sultos fueron terribles! Paulino no tenía piernas para volar de allí, por­
que la vieja lo señalaba con un dedo, diciendo “mi nieto esto” y “mi nieto
lo otro”. Y le decía a Teresita que de aquí en más se las arreglara, que
no iba a ser ella quien pagara las inmundicias de una italiana amancebada
con un español. Teresita, de inmediato, le gritaba que los españoles eran
mucho mejor que los brasileños; ¡qué se cree! ¡hija de negro! ¡madre de
asesino! Ya no la necesito, ¿sabe? ¡Mulata! ¡Mulataza! ¡Madre de asesino!
— ¡Madre de asesino serás tú, puerca! ¡Tú que hiciste a mi hijo infeliz,
maldita, vieja inmunda!
— ¡Fuera de aquí, madre de asesino! ¡A usted nunca le importó su
nieto, qué me viene ahora con todo ese blablablá! ¡Llévese a su nieto si
quiere!
— ¡Seguro que me lo llevo! ¡Pobre inocente, que no sabe la madre
que tiene, puerca, inmunda!
Alzó a Paulino que pataleó en el aire, y allá se fue, haciendo sonar
sus tacones, acomodándose el chal del domingo, entre las pocas curiosas
del mediodía. Una sola vez se dio vuelta, aprovechando la asistencia,
para demostrar lo buena que era.
— ¡Y ni pienses que te voy a seguir pagando el alquiler! ¡Te protegí
hasta ahora porque eras la mujer del desgraciado de mi hijo, pero no
pienso darle techo a una yegua!
Al oírla, Teresita, loca de odio, empezó a buscar a su alrededor un
palo, algo con que matar a la mulata. A ésta le pareció mejor irse de
una buena vez, y se alejó, triunfante, ploc, ploc.
Paulino iba ondulando entre aquellas carnes calientes. Lloraba asus­
tado, sin entender nada, por calles nunca vistas, entre mucha gente, con
aquella mujer extraña y él sin madre, sin pan, sin pastizal menudo, sin
su otra abuela. . . ¡Dios mío, no entendía nada! ¡Qué triste se sentía!
Sintió un miedo terrible en el cuerpito azul. Y como si eso fuera poco,
ni siquiera podía llorar a gusto, porque, como se había dado cuenta muy
bien, la vieja tenía un zapatón con tacón muy grande, peor que el de
un zueco. Debía ser tan doloroso aquel tacón golpeando los dientes, par­
tiéndole el labio a uno. . . Y Paulino, horrorizado, se tragaba, práctica­
mente, los deditos, improvisando, casi con claridad, un sonido asordinado.
— ¡Mi pobre nieto!
Con la mano grande y caliente le tomó la cabecita, la acomodó en su
cuello de goma. Bien sostenido por aquellos brazos buenos, se sintió
feliz, de pronto, cubierto por el calor de aquel chal que tanto lo enti­
biaba. . . Y la vieja lo miró con ojos de piedad reconfortante. . . ¡Dios
mío, pero claro que aquello iba a ser muy lindo!. . . Y Paulino vio asomar
la ternura. La vieja lo estrechó contra su pecho, abrazándolo, apoyó su
cara en la de él, y después lo besó y besó, revelando al pequeño aquel
m isterio mayor.
Paulino trató de serenarse. Por primera vez en su vida, la idea de
futuro se extendió hasta el día siguiente en su cabecita. Se sentía prote­
gido, y seguro de que al otro día le iban a dar café con azúcar. ¿Acaso
la vieja no había pegado la boca a su cara y no le había dado aquel
chupón que sonaba tan lindo? Y la idea de Paulino se extendió hasta el
día siguiente, imaginándose una jarra del tamaño de la vieja, requetellena de café con azúcar. Se rió ante dos lágrimas piadosas de ella,
cuando en el medio de una de las gotas apareció una botina que fue
creciendo, creciendo hasta que el tacón tomó el tamaño de la vieja.
Paulino volvió a llorar bajito, como en las noches en que el arrullo de
su dolor acunaba el sueño de Teresita.
— ¡Bueno, basta ya de llorar! ¡A ver si terminas de una vez!
El tacón de la botina se alargó enormemente y ya era como la chi­
menea del otro lado de la calle. El llanto del niño cesó, pero cesó atra­
gantado de terror. Habían llegado.
Esta era una casa de verdad. Se entraba bordeando un jardincito
floreado que hasta daba ganas de arrancar todas las siemprevivas y, una
vez subida la escalenta, había una habitación con dos retratos grandes
en la pared. Un hombre y una mujer que era la vieja. Sillas, una silla
grande donde cabía mucha gente. En la mesita del medio una maceta
con una flor color de rosa que nunca se marchitó. Y aquellos mantelitos
blancos en las sillas y en la mesa, que lo distraían a uno con tantas
borlitas. . .
El resto de la casa asombró de la misma manera al despatriado. Des­
pués aparecieron dos muchachas muy lindas a las que siempre vio con
falda azul marino y blusa blanca. Lo miraron duramente. Aquellos
cuatro ojos negros bajaron de allá de lo alto y ¡tac! dejaron caer un
mamporro sobre el alma de Paulino. El se sintió atontado, se quedó
inmóvil, pegado al suelo.
Entonces hubo una discusión terrible. No sé qué fue lo que la vieja
dijo, y una de las estudiantes le respondió de mala manera. La vieja
la trató ásperamente y dijo “mi nieto”. La otra respondió gritando, y una
tormenta de “mi nieto” y “su nieto” relampagueó alto sobre la cabeza
de Paulino. La situación fue empeorando. Cuando ya no hubo más agudos
para que las tres voces los escalaran, la vieja estampó una cachetada en
la muchacha que estaba más cerca y la otra, huyendo, se libró de recibir
una cuchara en la cabeza.
La imaginación de Paulino era incapaz de producir más terrores. Y
lo curioso es que el terror por primera vez aguzó su inteligencia. El con­
cepto de futuro que hacía tan poco le había servido para llegar hasta el
día siguiente, se extendió, se extendió quizá demasiado. Y Paulino ad­
virtió que entre furores y malos tratos había que pasar ahora todo el día
siguiente y otro día siguiente y otro, y que nunca terminarían los días
siguientes así. Es lógico: sin disponer de la suma de los números, más
de tres mil años de días siguientes padecidos, se juntaron en el susto
del niño.
— ¡Ve a levantar esa cuchara!
Las dos mitades del arco que formaban sus piernas se movieron sin
que nadie supiera cómo, Paulino levantó la cuchara del suelo y se la dio
a la vieja. Ella guardó la cuchara y se fue adentro. El comedor quedó
vacío. Todo estaba en orden, y las sombras de la tarde rápida entraban
desdibujando las cosas conocidas. Unicamente la mesa del centro
todavía se recortaba nítidamente, cruzada por líneas rojas y blancas.
Paulino fue a buscar apoyo en una de sus patas. Temblaba de miedo.
Chisporroteaba un olorcito agradable allá adentro, y desde la penumbra
del comedor un barullito monótono, tic-tac, regulaba las sensaciones de
uno. Paulino se sentó en el suelo. Una gran paz fue cubriendo su pensa­
miento aniquilado: se había librado del tacón de la vieja. No, ella no era
como su madre. Cuando se ponía furiosa no arrojaba el zapato, tiraba
una cucharita liviana, que resplandecía de tan plateada. Paulino se
encogió acostado, apoyando la cabeza en el suelo. Estaba con un sueño
enorme, tan cansado tenía los sentimientos. Ya no había ningún peligro
de que volviese a recibir un taconazo en los dientitos, la mulata no tiraba
más que la cuchara plateada. Y Paulino ignoraba si dolía mucho el
golpe de una cuchara. Se durmió muy tranquilo.
— ¡Despiértate! ¿Qué es eso de dormirse a esta hora? ¡Cómo debe
haber sufrido este niño, Margot! ¡Fíjate lo flaco que está!
— ¡No es para menos! No podía ser de otro modo con la madre que
tiene: callejeando día y noche, el niño tenía que terminar así.
— Margot. . . ¿tú sabes qué quiere decir puta, verdad? Yo creo que
se puede decir que Paulino es un hijo de puta, ¿no es cierto?
Se rieron.
— ¡Margot!
— Sí, señora.
— Dile a Paulino que venga aquí. Ya está su comida.
— ¡Ve adentro, vamos!
Las piernas arqueadas se movieron rápidas. En la cocina no había
dónde estar. La buena vieja, arrimó el felpudo de la puerta con el pie:
— Siéntate ahí y come todo ¿me oyes?
Era porotos con arroz. Con ojos apenados, Paulino vio desaparecer la
carne por la puerta que llevaba al comedor. Seguramente la vieja creía
que los niños de cuatro años no comen carne, o tal vez ni lo pensó,
andando como andaba a los apurones, siempre atrás de la educación de
las hijas.
Y
si bien las miserias de la vida fueron otras para Paulino la suya
siguió siendo una vida miserable. La comida mejoró mucho y nunca
más volvió a faltar, pero Paulino fue tenazmente perseguido por las des­
gracias de sus años de tapera. La mulata no volvió a tener nunca más
aquellos asomos de ternura del primer día, era una de esas mujeres de
vida mecánica, cuyo funcionamiento no difiere mucho del cumplimiento
del deber. Aquel beso había sido sincero, pero tan sólo dentro de las
convenciones de la tragedia. La tragedia había terminado y con ella
también la ternura. Pero en Paulino seguía quemando la nostalgia de los
besos. . .
Trató de acercarse a las muchachas pero ellas lo despreciaban y cuando
podían lo mortificaban. Sin embargo, la menor, Nina, que era terrible­
mente curiosa y nunca sacaba las notas de Margot en la escuela, se
había hecho cargo del baño de Paulino. Cuando llegaba el sábado, el
pequeño, medio asombrado y con mucho miedo a los coscorrones, sentía
las caricias de una linda carita ardiente frotándose contra su cuerpito.
Aquello terminaba siempre igual, la muchachita con una rabia terrible,
volviéndolo a cubrir rápidamente con su piyamita, golpeándolo, “¡póngase
derecho, sinvergüenza!”. ¡Y después venía el pellizcón que dolía tanto,
Dios mío!
Paulino bajaba la escalera de la cocina, se iba muy triste por el pasillito que desembocaba en el jardín delantero, empujaba con esfuerzo el
portón apenas apoyado, se sentaba, arrimaba una mano a la mejilla, incli­
naba la cabecita hacia un lado y se quedaba allí, viendo pasar al mundo.
Y así, entre pellizcones y palabras duras que él apenas entendía, “niño
endiablado”, “hijo de asesino”, también él iba pasando como el mundo:
delgado, oscuro, terroso, cada vez más aniquilado. ¿Pero qué podía hacer?
Estaba bebiendo su café y ya empezaban a gritarle “¡puerco!” que se
fuera al jardín a comer el pan porque si no ensuciaba toda la casa. Salía
al jardín y la tierra estaba tan húmeda que era una tentación terrible.
Y ningún reparo puso él en sentir que era una tentación ya que ningún
coscorrón, ningún golpe de cuchara, le había prohibido comer tierra.
Grunchgronch, masticaba un pedacito, lo tragaba, masticaba otro pedacito, lo tragaba. Y siempre, a eso de las diez, con el apuro de las
estudiantes echando sombras sobre la paz de la vida, tenía que sentarse
en aquel felpudo que lo pinchaba, y tragarse aquel arroz con porotos
que ya no podía soportar. . .
— ¡Madre santa, este niño no come nada! Fíjate nomás con qué cara
mira la comida! ¡Se puede saber para qué te ensucias la cara con tierra
de esa manera ¿eh? ¡inmundo!
Paulino se asustaba, y el instinto lo hacía tragar en seco esperando
el golpe de cuchara que nunca llegaba. Pero en esta ocasión, una ilumi­
nación vino a alterar el normal funcionamiento del mecanismo de la
vieja:
— ¡No me digas que. . . andas comiendo tierra! ¡Ven aquí, déja­
me ver!
Empujó a Paulino hacia la puerta de la cocina, y con aquellas dos
manos enormes, quemando de tan calientes, lo obligó:
— ¡Abre la boca, vamos!
Y escarbaba sus labios por dentro. Había tierra en los dientecitos,
tierra en las encías.
— ¡Te he dicho que abras la boca!
Y el dedo franqueaba la boquita terrosa, aparecía la lengua hasta la
raíz, toda color de barro. ¡Ni qué decir lo que fue la zurra que se llevó
Paulino! Comenzó con el sopapo en la boca abierta, que hasta estalló
con un sonido divertido, ¡boom! y ni puedo contar cómo terminó, tal fue
la mezcla de coscorrones, pellizcones y cachetazos. Y gritos, que al fin
de cuentas, también son sopapos para un niñito.
Entonces empezó el mayor martirio de Paulino. Ninguna de las mujeres
de la casa quería que él siguiese allí; querían que viviese en la huerta
del fondo. Ya antes de recibir la porción de pan, le descargaban tamaña
andanada de amenazas que Paulino bajaba la escalenta completamente
idiotizado, sintiendo que el mundo caía sobre él. ¿Y ahora?
. . .El pan se había terminado y la tierra estaba allí ofreciéndose toda,
llamándolo. Pero aquellas tres pellizcadoras no querían que él comiese la
tierra tan rica. . . ¡Ay! ¡qué tentación para el pobre santito! Quería comer
y no podía. En realidad podía, pero después iba a tener que vérselas con
el dedazo de la vieja perforándole la boquita. . . ¿Como?. . . ¿No
como?. . . Huía de la tentación, volvía a subir por la escalenta, se
quedaba en el peldaño más alto, sentado, con la mirada fija en la pared
para no ver. Y la tierra llamándolo siempre, buena, toda para él, bastaba
bajar cinco peldaños fáciles. . .
Felizmente, no tuvo que sufrir mucho más. Tres días después, no sé
si en ése en el que estuvo jugando en la puerta con los niños de enfrente,
apareció tosiendo. La tos aumentó más y más, y finalmente Paulino
escuchó que la vieja decía, loca de rabia, que era tos de perro. Que
si llevamos al niño al médico, que si le damos el jarabe que doña Emilia
nos enseñó a preparar. Ni el jarabe de doña Emilia, ni los cinco mil
réis que quedaron en lo del peor 21 boticario del barrio, curaron al pobrecito. No había más remedio que esperar que la enfermedad, no teniendo
ya dónde hacer resonar la tos, se fuese sola.
El pobrecito, apenas sentía que la garganta empezaba a arañar, se
tomaba la cabeza, angustiado, tenso, tragando los apurones para ver si
se le pasaba. Mientras tanto, iba buscando una pared donde apoyarse,
y el acceso estallaba. Babeándose, con los ojos llorosos, moqueando, abrien­
do una boca incapaz de cerrarse, salivándose todo, se sentaba el pobrecito en el lugar donde estaba, fuese donde fuese, porque si no se caía.
Las sillas giraban, giraba la mesa, daba vueltas y más vueltas el olor
de la cocina. Paulino se descomponía, aturdido, con el cuerpo deshecho
en pedazos.
— Pobre. ¡Vamos, vete a toser afuera, estás ensuciando todo el piso,
vamos!
El miedo le daba fuerzas y salía. Sobrevenía otro acceso, y Paulino
se acostaba, con la boca pegada a la tierra pero ya sin el menor deseo
de comer nada. Pasaba un largo rato sin moverse. El cuerpo, de tan
quebrantado, ya ni le dolía, la cabeza ya no pensaba, vencida por tantos
golpes sufridos. Allí se quedaba, y la humedad de la tierra habría de
empeorar su tos y terminaría por matarlo. Finalmente, sin embargo,
renacían unas poquitas fuerzas y las ganas de levantarse. Despacito, se
empieza a incorporar. Tiene ganas de entrar. Pero sabe que si llega
a ensuciar la casa, caerán sobre él los golpes de siempre. Y de nada
servirá intentarlo porque lo mandarán afuera otra vez. . .
Atardecía, y los obreros pasaban llenando los tranvías. . . alguna dis­
tracción encontraban allí los ojos lagañosos. Paulino fue a sentarse en
el portón de la entrada. La noche iba cayendo, aquietando la vida. Un
vientito polvoriento de abril dejaba caer, suavemente, su mano sobre
las caras. El sol se aferraba a la cresta lejana del descampado, y cubría
de rojo y verde el espacio fatigado. Los grupos de obreros, al pasar, se
recortaban casi negros contra la luz. Todo era muy claro y negro, incom­
prensible. Los monstruos corrían oscuros, con muchachos colgados de
los estribos, levantando una polvoreda roja en la calle. Mucha gente,
más monstruos, y los corpulentos caballos tirando de carrozas tan lindas.
En ese momento pasó Teresita. Era increíble lo elegante que estaba,
zapatos amarillentos, las medias coloreando de rosa sus piernas tan lindas,
descubiertas hasta la rodilla. Luego un vestido azul claro más hermoso
que el cielo de abril, y en lo alto la cara de mamá, ¡qué preciosa! con
aquel cabello oscuro recogido y tan bien repartido en dos mitades azu­
ladas de napolitano o de moreno atenuado por los colores de París.
Paulino se levantó sin pensar, con un burbujeo inexplicable de ins­
tintos festivos en el cuerpo, ¡M am m al gritó. Teresita se volvió, llamada,
era el figliuolo. No sé qué fue lo que se despeñó en su conciencia, corrió,
se arrodilló en la calle, y arrebatada, lastimándolo deliciosamente de tan
fuerte que lo hizo, estrechó a Paulino contra los pechos llenos. Y Teresita
lloró porque al fin de cuentas ella también era muy infeliz. Fernández
la había dejado y la indecisa de antaño había terminado por prostituirse.
Viendo a Paulino sucio, aniquilado, sintió su propia infelicidad y sus­
trayéndose de pronto a la vida aparatosa que andaba llevando, se echó
a llorar.
Sólo después sufrió por su hijo, horroroso de tan flaco y más frágil
que la virtud. Era indudable que estaba sufriendo con la mulata que
le tocó por abuela. . . Por un segundo pensó en llevarse a Paulino con
ella. Pero, ocultándose a sí misma ese pensamiento, concluyó que Paulino
habría de ser un obstáculo para sus farras. Entonces se fijó en la ropita
del niño. De buena calidad no era, pero, en fin, parecía resistente. Se
aferró a esa conclusión forzosa para borrar de su conciencia todo vestigio
de duda. “Mi hijo está bien tratado” concluyó y nunca más volvió a
pensar en él. Besó la boquita todavía surcada por los mocos, trató de
ahogar el llanto, / figliuolo! dijo, no pudo contenerse, lo abrazó, lo besó
mucho. Se fue reacomodándose el vestido.
Paulino, de pie, sin un gesto, sin un movimiento, vio por último, allá
lejos, al vestido azul que desaparecía. Dio vuelta la cara. Un pedazo
de papel, todo engrasado, rodó cómicamente por la calle. Bastaban tres
pasos para tomarlo. . . Pero no valía la pena. Volvió a sentarse en el
escalón. Los colores de la tarde, mansamente, se iban agrisando. Paulino
apoyó la mejilla en la palma pequeña de su mano y mirando a medias
y a medias oyendo, sumido en una indiferencia exhausta, se dejó estar
así. La saliva pegajosa resbalaba de su boca abierta y recorría su mano.
Después goteaba sobre su blusita. Que era oscura para que no se en­
suciara.
CUENTOS NUEVOS
PRIMERO DE MAYO 22
(1934-1942)
e l g r a n día del Primero de Mayo, no eran aún las seis y ya el 35
había saltado de la cama, ansioso. Estaba bien dispuesto, casi alegre;
él había asegurado a sus compañeros de la Estación de la lu z 23 que quería
celebrar aquel día y era lo que iba a hacer. Los otros cargadores, de
más edad, se habían burlado un poco del tonto; que fuera a trabajar
en vez de perder el tiempo, que en el oficio de ellos no existían los
feriados. Pero el 35 retrucaba con altivez que en ese día no cargaría
con las valijas de nadie, que era su día e iba a festejarlo. Y ahora tenía
el gran día por delante.
Su día. . . Primero quiso bañarse para sentirse a la altura de la jor­
nada. El agua estaba helada, radiante, lujuriosa, y un sol enorme y frío
había irrumpido allá afuera. Después se afeitó. Su barba no era más que
una pelusa medio rubia pero asimismo fue a buscar la navaja de los
sábados, que su padre le había dejado en herencia, y se afeitó. Desnudo
de cintura hacia arriba, porque su mamá andaba por allí, veía reflejarse
de vez en cuando en el espejito sus músculos violentos, desarrollados
exageradamente en los brazos, el pecho y el cuello, por el esfuerzo coti­
diano de cargar grandes pesos. El 35 tenía un aire glorioso y estúpido.
Pero él se complacía viéndose, al afeitarse, aquellos músculos intem­
pestivos.
Se rasuraba despacio porque estaba pensando. Lo había ganado la
esperanza de que, en ese día ocurriese una gresca mayor, en la que
terminase descargando unos formidables puñetazos en la trompa de los
policías. No es que tuviese ningún resentimiento especial contra ellos;
era apenas la resonancia vaga de aquel día. Con sus veinte años fáciles,
el 35 sabía, más por la lectura de los diarios que por propia experiencia,
que el proletariado era una clase oprimida. Y los diarios habían anun­
ciado que se esperaban grandes “motines” en aquel Primero de Mayo,
en París, en Cuba, en Chile, en Madrid.
En
El 35 apuró la navaja en un impulso de puro amor. Era en Madrid,
en Chile, que él no se acordaba bien si quedaba en América, donde
estaba su gente. . . Un impulso piadoso, un beso desbordaba su cuerpo,
ganas de proteger típica de macho, que lo hacía remontarse hasta tierras
no sabidas, defenderlas, combatir por ellas y vencer. . . ¿Comunis­
mo?. . . Sí, quizá se tratara de eso. Pero el 35 no estaba seguro, las
noticias lo aturdían, los diarios decían tantas cosas, eran tan opuestas
las cosas que afirmaban de Rusia; unos que era sublime, los otros que
eran horrenda, y el 35, infantil como era, se sentía demasiado golpeado
por la experiencia como para no dudar de unos y otros; y la verdad
sea dicha, el 35 desconfiaba. Prefería la gresca porque no tenía miedo
de nadie, ni del Camera 24; ah, un puñetazo bien colocado en la trompa
de un policía. . . Volvió a apurar la navaja. Pero, de pronto, el 35 no
pensó en nada más por culpa de aquel bigotito cinematográfico que era
el tesoro más precioso de su ser. Recordó aquella muchacha del aparta­
mento; es cierto que no había vuelto a pasar por allí para ver si ella
quería otra vez, ¡linda loca! Se rió.
Finalmente, el 35 salió. Estaba hermoso. Con la ropa negra de lujo,
un nudo mal hecho en la corbata verde con rayitas blancas y aquellos
admirables zapatos de cabritilla amarilla que no pudo dejar de comprarse.
El verde de la corbata, el amarillo de los zapatos, bandera brasileña,
los años de escuela. . . Y el 35 se estremeció en un trago fuerte de
saliva, enamorado de su inmenso Brasil, enorme coloso gigante 25. Caminó
rápidamente, silbando. De golpe se detuvo, asustado, y trató de orientarse.
El camino que debía tomar no era ése, ése era el camino del trabajo.
Una punzante sensación de incertidumbre le devolvió la conciencia de
que era Primero de Mayo; él lo estaba celebrando y no tenía nada que
hacer. Bueno, primero decidió ir al centro para arreglar un asunto. Iba
a seguir por donde había tomado: el camino era un poco más largo, pero
aprovecharía de paso para acercarse a la Estación de la luz a dar un
saludo festivo a los compañeros trabajadores. Allí llegó, gesticuló el saludo
festivo, pero se sintió mal porque los otros se rieron de él, cretinos.
Luego, en el centro, no encontró nada, todo estaba cerrado a causa del
gran día Primero de Mayo. Había poca gente en la calle. Debían estar
almorzando ya para llegar temprano al maravilloso partido de fútbol ele­
gido para celebrar el gran día. Lo que sí se veía por todos lados, eran
policías, en cada esquina había uno, frente a las puertas cerradas de
los bares y cafés, delante de las joyerías, ¡a quién se le iba a ocurrir
robar!, frente a los bancos, en las casas de lotería. El 35 volvió a sentir
que odiaba a los policías.
Y
como no logró encontrar a ningún conocido, resolvió comprar el
diario para enterarse de lo que sucedía. Decidió entrar a un bar y tomar
un café con leche mientras leía. Pero la mayoría de los bares estaban
cerrados y el 35 concluyó entonces que era preferible guardarse aquellos
centavos porque nadie podía saber lo que podía llegar a ocurrir. Lo más
práctico era un banco de plaza, bajo aquel sol espléndido. ¿Nubes? Ape­
nas unas nubecitas blancas, ondulando en el aire feliz. Insensiblemente,
el 35 se fue encaminando nuevamente hacia el Jardim da L u z 26. Era
la zona que él conocía, la zona en que trabajaba y donde se movía
con más comodidad. De pronto recordó que allí mismo, en el centro, podía
encontrar un banco de plaza que le quedara más cerca, en los jardines
de Anhangabaú *. Pero al jardim da L u z lo conocía mejor. Pensó que
su predilección por esa zona se debía a que Jardim da Luz era más
lindo. Y siguió andando a paso de feriado.
Al cruzar la estación, volvió a encontrar a sus compañeros trabajando.
Aquello le produjo un profundo malestar, una sensación que no podía
definir bien, algo así como arrepentimiento, tal vez, irritación frente
a los compañeros, no sabía. Tampoco se empeñó demasiado en definir
lo que estaba sintiendo. . . De todos modos, disimuló bien su inquietud,
siguió de largo, aparentando estar muy apurado, volviéndose hacia ellos
con el brazo amenazador, “¡ya van a ver ustedes!”. Pero una risa aquí,
otra más allá, una frase a lo lejos, le mostraron que los cargadores, sus
compañeros, se estaban burlando él, de él que era tan buen amigo. El
35 se sintió imbécil, imposible negarlo, estaba humillado. Odió a sus
compañeros.
Apuró el paso, entró a la plaza que estaba enfrente, el primer banco
era la salvación, se sentó. Pero allí podía verlo alguno de sus compañeros
y burlarse más todavía, sintió rabia. Buscó al fondo de la plaza, un banco
escondido. Vio pasar algunas negras disponibles. El 35 tuvo entonces
una idea no muy pensada, rechazada, de que él también era una espe­
cie de negra disponible. Pero no lo estaba, estaba de fiesta; nunca podía
creer que estuviese disponible y no lo creyó. Abrió el diario. Había un
artículo muy lindo, corto, que hablaba de la nobleza del trabajo, de los
obreros que eran también los “artífices de la nación”; exactamente, pensó
el 35. Se sintió orgulloso, conmovido. Si le pedían que matase, en ese
instante él mataba, robaba, trabajaba gratis, arrebatado por un sublime
deseo de fraternidad, todos los hombres unidos, todos buenos. Después
seguían las noticias. Se esperaban “grandes manifestaciones” en París; el
35 se llenó de rabia. Temblando, dejó casi de respirar, queriendo “mo­
tines” con todo el cuerpo (debía ser la sed de gresca), sintiendo que su
desmesurada fuerza física le pedía la trompa de algún. . . ¿policía? Sí,
de algún policía. Por lo menos eso, algún policía sinvergüenza dónde
descargarse.
Los titulares del diario eran claros: en Sao Paulo, la Policía había
prohibido manifestaciones callejeras y paseos, aunque vagamente se había
aludido a motines vespertinos en el Lago da S é 27. Pero la policía ya había
tomado todos los recaudos necesarios, incluso había apostado ametralla­
* El valle de Anhangabaú es uno de los puntos más céntricos de la ciudad de
Sao Paulo (N . del T .).
doras en los lugares estratégicos, en el edificio del diario, en los rascacie­
los; el 35 sintió frío. El sol, brillante, quemaba. ¿Sería el banco, que
estaba en la sombra? Quizá; la Municipalidad, para evitar el espectáculo
que daban las parejas, volvía a colocar los bancos siempre al sol. Y como
si fuera poco, aquella incontable cantidad de guardias y policías vigilán­
dolo todo al punto de que si uno insinuaba nomás un gesto agresivo,
¡zas! le caían encima. ¡Pero la Policía tenía que permitir la gran reunión
proletaria, con discurso del ilustre Secretario del Trabajo, en el magní­
fico patio interno del Palacio de las Industrias, lugar cerrado! La sensa­
ción que tuvo entonces fue claramente negativa. ¡No era miedo, pero
por qué debían ser acorralados de esa manera! ¡Exactamente! ¿Para qué
sino para que después ellos pudieran caerles encima (palabrota)? ¡No
iré? ¡No soy idiota! Quiero decir: ¡Voy a ir! ¡Qué diablos! (palabrota),
trompadas, una visión tumultuosa, se vio cayendo al suelo, se vio lasti­
mado pero no le importó; vio salir a todos enfurecidos del Palacio de
las Industrias; los vio incendiar el Palacio de las Industrias 28. ¡No! la in­
dustria somos nosotros!, “los artífices de la nación”; incendiaron entonces la
iglesia de San Bento que estaba cerca y tan linda por dentro, ¡pero para
qué tanto incendio! (E l 35 había llegado a hacer la primera comunión
cuando niño. . . ) , lo mejor era no incendiar nada; lo mejor será ir al
Palacio del Gobierno, le hacemos al Gobierno nuestras exigencias, vamos
a ver al general de la Región Militar, debe ser gaúcho 29, los gaúchos
siempre son militares, le incendiamos el palacio y listo. El 35 estuvo
de acuerdo con eso, no porque estuviese imbuido del menor espíritu
separatista 30 (¿y lo aprendido en la escuela?) sino porque nutría desde
siempre una especie de despecho porque Sao Paulo había perdido en
la revolución del 32. Sensación, por lo demás, casi deportiva, asunto de
Palestra-Corintians 31, cabeza hinchada, no que él fuese capaz de matarse
por una revolución supuestamente democrática ¡vamos! El 35 advirtió
que se derretía todo por “dentro”, ganado por un generoso espíritu de
sacrificio. Estaba otra vez inundado de piedad, moriría sonriendo, ah,
m orir. . . Tuvo una nítida, vergonzosa sensación de pena. Morir siendo
lindo, tan joven. La muchacha del apartamento. . .
Se salvó volviendo a leer rápidamente. ¡Oh! Los diputados trabalhistas * empezaban ahora a trabajar a las nueve, y el diario invitaba (sic)
al pueblo a concurrir a la Estación del Norte 32 (la estación rival, veri­
ficó descorazonado) a recibir a los grandes hombres. Se incorporó obe­
diente, buscó el reloj de la torre de la Estación de la L uz ¡qué lástima!
¡Ya no quedaba tiempo! Aunque quizás. . .
Salió corriendo, festivo, sin darse cuenta, se raspó el espléndido zapato
con la punta de un ladrillo del cantero (palabrota), se detuvo y derramó
un poco de saliva en el raspón, después lo lustró, tomo el tranvía que iba
*
Relativo al Trabalhismo. Bajo este concepto se entiende el conjunto de opinio­
nes, o la corriente doctrinaria, que dio forma al Partido Trabalhista (de los traba­
jadores) (N . d elT .).
al centro, pero dio una vuelta para no pasar delante de los compañeros
de la Estación. ¡Qué alborozo por dentro!, todavía tendría tiempo de
aplaudir a los oradores. Tomó un segundo tranvía en dirección a Bras 33.
No iba a llegar a tiempo, se daba cuenta, ya eran casi las nueve cuando
llegó al centro; al pasar por el Palacio de las Industrias, el reloj de la
torre indicaba las nueve y diez, pero el tren de la C entral34 siempre
se atrasa, quién sabe con un poquito de suerte. . . a las dos estaré aquí;
no me lo puedo perder, debo ir, son nuestros diputados los que hablarán
en ese congreso, debo ir. Los diarios no decían nada de los trábalhistas,
solamente hablaban de uno que despotricaba mucho contra la religión
y exigía el divorcio; al 35 el divorcio le parecía necesario (la muchacha
del apartamento. . . ) , pero según los diarios todos se habían reído del
hombrecito “vosotros, burgueses”, y todo el mundo, comentaban los dia­
rios, terminó burlándose de tal diputado. Y el 35 terminó por no encon­
trarle ninguna gracia. Hasta llegó a enfurecerse con él, lo que se merecía
era una buena trompada. Y ahora estaba rogando para no llegar a tiempo
a la estación.
Llegó tarde. Un poquito tarde, nada más; eran apenas las nueve y
cuarto. Pero no había un alma, no se encontró con la multitud que espe­
raba, y todo parecía normal. Conocía a algunos cargadores del lugar y
fue a preguntarles. No, no habían visto nada, salvo aquel grupito que
se detuvo en la puerta de la Estación y sacó unas fotografías. Otro
cargador aseguró que se trataba de los diputados, porque habían tomado
aquellos dos sublimes automóviles oficiales. No había habido acto.
Al llegar a la esquina, el 35 se detuvo para tomar el tranvía, pero dejó
pasar varios. Era tan sólo un jovencito aparatosamente pulcro que con
toda seguridad andaría buscando empleo por ahí mirando la calle. Pero
de pronto sintió hambre y se reencontró. Había por dentro, dentro de
él, un desmoronarse nebuloso de ilusiones, de fervor, y unos rayos fuertes
de remordimiento. Se sentía tan incómodo, casi infeliz. . . ¡Pero cómo
advertir todo eso si lo que él necesitaba era no percibirlo!. . . El 35 se
dio cuenta de que era hambre.
Decidió regresar a pie a su casa; lo hizo, caminó mucho, penosamente
empeñado en encontrarle interés al día. Lo que tenía era hambre, segu­
ro; comiendo se le pasaría. Todo era un desierto, por el feriado, claro,
Primero de Mayo. Sus compañeros estaban trabajando, de vez en cuando
una carga, y el resto eran charlas divertidas, ver pasar a las mujeres,
comentarlas, chistes fuertes con las mulatas de la zona, pero únicamente
con las que eran bien limpias y más caras, porque él ganaba bien,
todos lo encontraban simpático, ¿por qué diablos será que hoy me dio
por recordar aquella muchacha del apartamento?. . . La verdad que una
muchacha viviendo sola en un apartamento, no es para menos. E n todo
caso, no era una mala idea ir allá a terminar el día. ¿Pero con qué
pretexto?. . . Debió haber ido a Santos 35, al picnic de la Casa de Deco­
ración, doce mil réis la invitación, pero el Primero de Mayo. . . Había
dicho que no; se había negado repitiendo el “no” con rabia, de repente,
sorprendido, desconociéndose la raíz de ese ataque de furia que le había
dado. Entonces logró imaginarse aquel picnic monstruo, aquel partido
de fútbol que los apasionaba a todos y, claro, así no quedaba nadie para
celebrar el Primero de Mayo; se sintió muy triste, desamparado. Es
mejó que tome por esta calle. Y de eso el 35 se dio cuenta perfectamente,
tomar allí no era lo mejó; al contrario, se alejaba más. Ahora él ya no
podía engañarse diciéndose que era para no pasar por la Estación de la
L u z y que sus compañeros no se rieran de él otra vez. Entonces dio la
vuelta; dio la vuelta con el corazón sofocado por una angustia indecible,
a merced de un poderoso viento interno que lo empujaba hacia sus
compañeros, a unirse a ellos, charlar, quién sabe, trabajar. . . Y cuando
la madre le puso aquella espléndida macarronada celebratoria sobre la
mesa, el 35 hubiera querido negarse, “no tengo hambre, mamá”. Pero
la voz se le murió en la garganta.
No era todavía la una de la tarde y el 35 ya desembocaba en el parque
Pedro I I 36 otra vez, frente al Palacio de las Industrias. Estaba inquieto
pero somnoliento, qué solazo tremendo, era por él que estaba así. Ya no
podía ocultárselo: se sentía un desgraciado, la soledad enorme lo lasti­
maba con fuerza. El parque, por lo demás, ya presentaba un ajetreo
intenso. Se veían decenas de obreros; eran obreros endomingados, deam­
bulaban por allí, indecisos, con aire de incertidumbre. Entonces, en las
proximidades del palacio, los grupos empezaron a apiñarse, conversando
bajito, como intercambiando melancólicos secretos. Había policías por
todos lados.
El 35 se encontró con el 486, un policía37 casi amigo que hacía guar­
dia en la Estación de la Luz. El 486 se las había arreglado para no trabajar
aquel día; decía que era anarquista, pero en el fondo era un cobarde.
Conversaron afectando más interés recíproco del que en realidad sentían,
un poco sobre el Primero de Mayo, otro poco sobre el “motín”. El 486
era un valentón con la boca, pensó el 35. Se detuvieron justo enfrente
al Palacio de las Industrias; la gente se agolpaba en las ventanas, se veía
que no eran obreros, seguramente eran diputados trabalhistas, había
hasta muchachas, se notaba que eran distinguidas, todos miraban hacia
el lado del parque donde estaban ellos.
Fue una nueva sensación tan desagradable que a él le dieron ganas
de alejarse, huyendo casi de los policías, centenares de policías, luego
moderó su andar como si estuviera paseando. En las calles que circun­
daban el parque había grupos montados, cinco, seis, escondidos en la
esquina, no queriendo ostentar su fuerza y ostentándola. ¡Los policías
no eran de temer; ¡son unos (palabrota)! El palacio parecía una fortaleza
engalanada, ¡ni qué pensar lo que debía ser por dentro!. . . El 486, en­
tonces, exaltadísimo, describía cosas peores: masacres horrendas de “pro­
letarios” que se hacían allí dentro; describía todo con la vivacidad de los
temerosos, el patio cerrado, diez mil proletarios en el patio y los policías
allá arriba en las ventanas, apuntando a las cabezas tranquilamente.
Fue entonces cuando aquellos tres hombres bien vestidos que se veía
que no eran obreros, se dirigieron a los grupos de paseantes gritándoles
en voz alta: “¡Acérquense! ¡Pueden entrar! ¡No tengan vergüenza!” ha­
blándoles con voz de mando. El 35 sintió un miedo inocultable. ¡Cual­
quier día iba a entrar! Hizo como los otros obreros: era imposible así,
sueltos, desobedecer a los tres hombres bien vestidos, con voz de mando;
se veía que no eran obreros. Todos, obedeciendo, fueron acercándose a
las escalinatas, pero la mayoría de ellos, lejos de la vista de los tres hom­
bres, desviaban su camino e iban a dispersarse por entre las alamedas
más apartadas del parque.
Esos movimientos colectivos de rechazo despertaron la cobardía del
35. No era miedo, ya que él se sentía fortísimo, era pánico. Era un
forcejear unánime, un impulso fraternal, era una caricia dolorosa a
todos aquellos compañeros fuertes tan débiles que estaban allí también
para. . . ¿para celebrar?, para. . . El 35 ya no sabía para qué. Pero
el palacio era demasiado imponente con sus torres y esculturas, y aquel
montón de gente bien vestida en las escalinatas, observándolo (tuvo la
intuición violenta de que estaba ridiculamente vestido), y el enclaustramiento en la casa cerrada, sin espacio alguno para la libertad, sin
calles abiertas para avanzar, para escapar de la policía montada, para
luchar. . . Y los policías plácidamente apostados en las ventanas, ha­
ciendo blanco con toda comodidad; sintió odio hacia el 486 ¡cobardón
idiota! De repente el 35 pensó que él era joven, que debía sacrificarse:
si hubiese un modo bien evidente de entrar al palacio sin miedo, todos
seguirían su ejemplo. Pensó y no lo hizo. Se sentía tan oprimido, se
había desfibrado a tal punto llevando adelante su farsa socialista en
aquella desorganización trágica, que el 35 se sintió rotundamente deso­
lado. Era capaz de piedad, de amor, de fraternidad, y nada más. Era una
zarza ardiente, pero no era otra cosa que sentimiento puro.
Un sentimiento profundísimo, quemante, maravilloso pero desampa­
rado, desamparado. En eso aparecieron unos de la montada, vociferando
sus órdenes:
— ¡Aquí no se puede estar! ¡La fiesta es allá dentro, compadres! ¡En
el parque no se puede estar!
Cabezas chatas 38. . . Y los grupos volvieron a ponerse en marcha, de
acá para allá, recorriendo el parque vasto, con ganas, con miedo, ha­
blando bajito, tragándose el miedo. Al 35 le dio tal ataque de odio, una
desesperación tan grande que no pudo contenerse, pasaba el tranvía,
corrió, se trepó a él sin despedirse del 486, con rabia del 486, con rabia
del Primero de Mayo, casi con rabia de la vida.
El tranvía iba hacia el centro una vez más. Los relojes marcaban
las dos de la tarde, seguramente los festejos estarían por comenzar, quiso
volver, tenía tiempo de sobra, tres minutos para bajar la ladera, sintió
ganas de comer. No es que tuviera hambre, pero si el 35 no encontraba
algo en qué ocuparse, reventaba. Y se quedó parado así, más de una
hora, más de dos horas, en el Largo da Sé, viendo pasar la multitud.
Dejó de sentir angustia. No pensaba, no sentía nada más. Una incertidumbre acuciante, no del todo sentida, no del todo vivida, un inexistir fraudulento, cínico, mientras el Primero de Mayo pasaba. La mujer
de vestido rojo fue lo único que le trajo de nuevo el recuerdo de la
muchacha del apartamento, pero él no iría hasta allá, no encontraba
un pretexto, seguramente ella no estaría sola. Nada. Era una paz tan
rara, paz sin color por dentro. . .
A eso de las cinco volvió el hambre, ahora sí era hambre. Reconoció
que no había comido casi nada; era hambre nomás, y empezó a observar
el mundo otra vez. La multitud ya iba disolviéndose, frustrada, porque no
había habido ni siquiera una peleíta, ni una correría en el Largo da Sé,
como se esperaba. Había claros muy amplios, donde los grupos policiales
resplandecían más. Las otras calles del centro, ésas, entonces, estaban
casi totalmente desiertas. Los cafés, ya se sabe, habían cerrado, con el
pretexto magnánimo de dar asueto también a sus “proletarios”.
Y
el 35 inerme, pasivo, tan infantil, ya tan probado en la vida, no
cultivó ninguna otra vanidad: se fue encaminando, arrastrando los pies,
hacia la Estación de la luz, hacia sus compañeros, hacia sus reales domi­
nios. Allá en el barrio, los bares seguían abiertos, entró en uno, tomó
dos cafés con leche, comió mucho pan con mantequilla, volvió a pedir
mantequilla, tenía debilidad por la mantequilla, no le molestaba pagar
el excedente, gastó dinero, quería gastar dinero, quería darse cuenta
que estaba gastando dinero, compró una manzana bien roja ¡ochocien­
tos réisl la que fue comiendo con placer, hasta llegar junto a sus compañe­
ros. Ellos se agruparon, serios ahora, curiosos, algo inquietos, interrogán­
dolo. Sintió un deseo voluptuoso de mentir, contar cómo habían sido los
festejos, adornarlo todo, pero hizo un solo gesto (palabrota), descar­
gando sobre todo lo sucedido una mueca de desdén.
Llegaba un tren y los cargadores se dispersaron, rivales ahora, reco­
giendo bultos a manos llenas. El 35 se apoyó en la pared, indiferente,
apoderándose con pequeñas dentelladas cuidadosas de los restos de man­
zanas que rodeaban las semillas. Se sentía cómodo, todo le resultaba
familiar, como un viejo conocido, los choferes, los viajeros. Apareció un
grupo ruidoso que llamó al 22. Iban a subir al automóvil pero al final,
después de mucho escándalo, terminaron reconociendo que todo no cabía.
Eran una madre, dos viejas, cinco niños repartidos por cuanto regazo
disponible había y un marido. Las voces de todos se fundían en una
sola gritería: “¡Así no se puede! ¡Las valijas no van a caber!”. Entonces
el chofer, terminante, dijo que no llevaría las valijas; pero ellos no qui­
sieron dejar las maletas de mano; las valijas grandes, que eran cuatro,
quedaron con el 22. Le gritaron la dirección y partieron en medio de la
gritería. Va a haber problemas, dijo el 35 y todos asintieron.
El 22 era un vejete. Se quedó al borde de la vereda con aquellas cua­
tro valijas pesadísimas, preparó la correa, pero se rascó la cabeza.
— Déjame ayudarte — dijo acercándose el 35.
Y
eligió en seguida las dos valijas más grandes, que levantó en una
sola mano, con un satisfactorio esfuerzo muscular. El 22 lo miró, feroz,
imaginándose que el 35 iba a proponerle compartir la propina. Pero
el 35, bromeando, le dio al vejete un trompazo cariñoso que bastó para
estremecerlo y hacerlo retroceder, tambaleando, tres pasos. Los dos empe­
zaron a reírse y se pusieron en marcha.
EL PAVO DE NAVIDAD 39
( 1942)
N u e s t r a primera Navidad en familia, después de la muerte de mi
padre, ocurrida cinco meses atrás, tuvo consecuencias decisivas para la
felicidad familiar. Nosotros siempre habíamos sido familiarmente felices,
en ese estado muy abstracto de la felicidad: gente honesta, sin crímenes,
hogar sin grandes tensiones ni graves dificultades económicas. Pero, debi­
do principalmente a la naturaleza opaca de mi padre 40, ser despojado
de todo lirismo, ejemplarmente incapaz, entronizado en lo mediocre,
siempre nos faltaron estímulos para aprovechar la vida, aquel gusto por
los placeres materiales, un buen vino, una estación de aguas, compra
de una heladera, cosa así. Mi padre fue, casi dramáticamente, el purasangre de los aguafiestas.
Murió mi padre, lo sentimos mucho, etcétera. Cuando poco faltaba
para la Navidad, yo ya estaba que no podía más de las ganas de desha­
cerme de aquel recuerdo intrusivo del muerto, que parecía haber siste­
matizado para siempre la obligación de una evocación dolorosa en cada
almuerzo, en cada gesto mínimo de la familia. Cierta vez que le sugerí
a mamá la idea de que fuera al cine, no obtuve otra respuesta que
sus lágrimas. ¡Dónde se vio ir al cine de luto! El dolor ya empezaba
a ser cultivado a través de las apariencias y la mímica, y yo, que nunca
había sentido nada demasiado especial por mi padre, queriéndolo apenas
por obediencia a un instinto filial, más que inspirado por la espontanei­
dad del amor, me vi a punto de odiar al bueno del muerto.
Fue por eso, seguramente, que me nació, ésta sí espontáneamente, la
idea de poner en práctica una de mis llamadas “locuras”. Ese había sido,
por lo demás, y desde muy temprano, mi espléndido triunfo sobre el
ambiente familiar. Desde temprano, desde los tiempos de la secundaria,
donde conseguía todos los años, regularmente, un aplazo; desde el beso
a escondidas a una prima, a los diez años, descubierto por Tía V ieja41,
una tía detestable; y sobre todo, desde las clases que di o recibí, no sé,
de la criada de unos parientes: yo conquisté en el reformatorio del hogar
y en la vasta familia, la fama conciliatoria de “loco”. “Está chiflado,
¡pobre!” decían. Mis padres lo aseguraban con cierta tristeza condescen­
diente, el resto de la parentela, buscando un ejemplo aleccionador para
sus propios hijos y probablemente con el placer de los que están conven­
cidos de ser superiores. No había locos entre sus hijos. Pues bien, fue
eso lo que me salvó, esa fama. Hice todo lo que la vida me propuso
y todo lo que mi ser me exigía para realizarse íntegramente. Y me dejaron
hacer todo, porque yo era loco, pobre. De ello resultó una existencia sin
complejos, de la que nada puedo lamentar.
Era habitual en la familia, desde siempre, que nos reuniéramos para
la cena de Navidad. Cena común, pueden imaginarse: cena al estilo
de mi padre, castañas, higos, pasas de uva, después de la Misa de Gallo.
Empachados de almendras y nueces (si habremos discutido los tres her­
manos a causa del rompenueces. . . ) , repletos de castañas y monotonías,
nos abrazábamos y nos íbamos a la cama. Fue recordando todo eso
que me salí con una de mis “locuras”.
— Bueno, esta Navidad quiero comer pavo.
Nadie puede imaginarse la magnitud del asombro que se apoderó
de todos. De inmediato, mi tía solterona y santa 42, que vivía con nosotros,
me advirtió que no podíamos invitar a nadie a causa del luto.
— ¿Pero quién habló de invitar a nadie? Qué cosa. . . ¿Acaso alguna
vez en la vida comimos pavo? Aquí en casa se piensa que el pavo es un
plato de fiesta, que hay que invitar a toda esa parentela endiablada. . .
— Hijo, no digas eso. . .
— ¡Sí lo digo!
Y
descargué mi helada indiferencia por sobre nuestra parentela infi­
nita, dicen que descendiente de bandeirantes *, ¡a mí qué me importa!
Era el momento justo para desarrollar mi papel de loco y pobre diablo;
no perdí oportunidad. Sentí de sopetón una ternura inmensa por mamá
y la tía, mis dos madres, tres con mi hermana 43, las tres madres que
siempre iluminaron mi vida. Siempre pasaba lo mismo: llegaba el cum­
pleaños de alguien y sólo entonces se servía pavo en casa. El pavo era
un plato de fiesta: una horda inmunda de parientes ya preparados por
la tradición, invadían la casa a causa del pavo, de las empanaditas y
de los dulces. Mis tres madres, tres días antes, ya no hacían otra cosa
que trabajar en la preparación de dulces y fríos finísimos de tan bien
hechos; la parentela devoraba todo lo que ponían a su alcance y como
si fuera poco se llevaba paquetitos para los que no habían podido venir.
Mis tres madres apenas se tenían en pie de tan exhaustas. Mamá y la
*
Bandeirantes: Expedicionarios armados que partiendo por lo general de la Ca­
pitanía de San Vicente (después de San Pablo), exploraban el interior del terri­
torio a fin de capturar indígenas y someterlos a la esclavitud, o descubrir minas de
metales preciosos. Fueron frecuentes las bandeiras — así llamadas porque cada una
se realizaba bajo una enseña específica— entre fines del siglo x vi y principios
del x v i i (N . d elT .).
tía recién al día siguiente, antes del entierro de los huesos, probaban un
trocito de pata, vago, oscuro, perdido en la blancura del arroz. Todo lo
demás, mamá se lo servía al viejo y a los hijos. En realidad, nadie sabía
de hecho qué era el pavo en nuestra casa, el pavo resto de fiesta.
No, no íbamos a invitar a nadie, era un pavo para nosotros cinco y
basta. Y habría de ser con dos clases de farofa *: la espesa con los
menuditos, y la seca, doradita, con mucha mantequilla. La panza yo la
quería rellenar únicamente con la farofa gorda, a la que habríamos de
agregar ciruelas negras, nueces y un cáliz de jerez, como había aprendido
en casa de Rose, mi gran amiga. Está claro que omití dónde había apren­
dido la receta, pero todos advirtieron que en lo que yo decía había
gato encerrado. Y se quedaron meditabundos, con aire que oscilaba entre
angelical y tonto, pensando si no sería tentación del diablo aprovechar
una receta tan rica. Y cerveza bien helada, ordenaba yo casi gritando.
Lo cierto es que con mis “gustos”, ya bastante afinados fuera de casa,
pensé primero en un buen vino, completamente francés. Pero la ternura
por mamá pudo más que las pretensiones del loco; a mamá le encantaba
la cerveza.
Cuando terminé mis proyectos, me di cuenta perfectamente, todos
estaban felicísimos, deseosos de realizar aquella locura*, pero todos se las
arreglaban para presumir que yo era el único que andaba queriendo
aquello y no les resultaba nada difícil echar sobre mis hombros el far­
do. . . de sus deseos enormes. Sonreían intercambiando miradas, tímidos
como palomas, hasta que mi hermana expresó de la única forma que era
posible, el consentimiento general:
— ¡Realmente es una locura!. . .
Compraron el pavo, hicieron el pavo, etcétera. Y después de una
Misa de Gallo perfectamente mal realizada, tuvo lugar nuestra Navidad
más hermosa. Fue gracioso: desde el momento en que me acordé que
por fin iba a lograr que mamá comiera pavo, no pude hacer otra cosa
en aquellos días que pensar en ella, amar a mi viejita adorada 44. A mis
hermanos les pasaba lo mismo, también estaban en el mismo ritmo vio­
lento de amor, todos dominados por la felicidad nueva que el pavo
venía imprimiéndole a la familia. De modo que, aún disimulando las
cosas, dejé muy tranquilo que mamá cortase todo el pecho del pavo.
Hubo, hay que decirlo, un momento en el que ella se detuvo, tras dividir
en porciones uno de los lados del pecho del ave, no pudiendo resistirse
a aquellas arraigadas leyes de economía que siempre la habían condenado
a una pobreza sin razón.
— ¡No, señora, córtelo entero! Yo sólo me comeré esa parte!
Era mentira. A tal punto había llegado la incandescencia del amor
familiar en mí, que era capaz de comer poco, nada más que para que
los otros cuatro pudiesen comer sin restricciones. Y el diapasón de los
* Farofa: Harina de mandioca tostada con manteca o grasa (N . d e lT .).
otros era el mismo. Aquel pavo comido a solas, redescubría en cada uno
lo que la rutina ahogara por completo, amor, pasión de madre, pasión
de hijos. Dios me perdone, pero estoy pensando en Jesús. . . En aquella
casa de burgueses bien modestos, se estaba realizando un milagro digno
de la Navidad de un Dios. El pecho del pavo quedó totalmente reducido
a porciones amplias.
— ¡Yo sirvo!
“¡Es un loco, realmente! ¡Qué tiene que servir, si en esta casa siempre
fue mamá la que sirvió!”. Entre risas, grandes platos llenos me fueron
pasados y empecé una distribución heroica, mientras le ordenaba a mi
hermano que sirviera la cerveza. Vi en seguida un admirable trozo de “cás­
cara”, lleno de gordura, y lo puse en el plato. Y después amplias porcio­
nes de carne blanca. La severa voz de mamá cortó el silencio angustiado
con que todos aspiraban a su parte del pavo.
— ¡No olvides a tus hermanos, Juca!
¡Qué se iba a imaginar, la pobre, que aquél era su plato, el de la
Madre, el de mi amiga maltratada, que sabía todo de Rose, de mis
crímenes; a la que yo sólo me acordaba de comunicar lo que la hacía sufrir!
El plato quedó sublime.
— ¡Mamá, éste es para usted! ¡No, no lo pase!
Entonces ella no pudo más con tamaña conmoción y empezó a llorar.
Inmediatamente, lo hizo mi tía, cuando se dio cuenta que el próximo
plato sublime sería para ella, y sus lágrimas fueron un diluvio. Y mi
hermana, que no conocía hasta entonces otras gotas que las que deja
caer la canilla cuando está cerrada, se desparramó en llantos. Entonces
empecé a decir un montón de sandeces para no llorar también. Yo tenía
diecinueve años. . . ¡Vaya familia tonta que veía un pavo y lloraba! Cosas
como ésas, decía. Todos trataban de sonreír, pero ya la alegría se había
convertido en un imposible. Es que el plato había evocado por asociación
la imagen indeseable de mi padre muerto. Mi padre, con su figura ceni­
cienta, venía a arruinarnos nuestra Navidad. Me puse furioso.
Bueno, empezamos a comer en silencio, enlutados, y el pavo estaba
perfecto. La carne blanda, de un tejido muy tenue flotaba agradabilísima
entre los sabores de las farofas y del jamón, de vez en cuando herida,
inquieta y otra vez deseada, por la intervención más violenta de la ciruela
negra y el estorbo petulante de los pedacitos de nuez. Pero papá sentado
allí, gigantesco, incompleto, era una censura, una llaga, la prueba de
nuestra impotencia. Y el pavo estaba tan rico, y mamá por fin sabía
que el pavo era un manjar digno de Nuestro Señor Jesucristo.
Empezó una lucha sórdida entre el pavo y la sombra de papá. Pensé
que elogiar el pavo era fortalecerlo en la lucha, y lógicamente, yo había
tomado decididamente el partido del pavo. Pero los difuntos cuentan
con recursos viscosos, muy hipócritas, para alcanzar la victoria: no bien
terminé de elogiar el pavo la imagen de papá creció victoriosa, insoporta­
blemente obstruidora.
— Sólo falta tu padre. . .
Yo ya no comía, ya no podía saborear aquel pavo perfecto, de tanto
que me interesaba aquella lucha entre los dos muertos. Llegué a odiar
a papá. Y ni sé que inspiración genial, de pronto me convirtió en hipó­
crita y político. En ese instante que hoy me parece decisivo para nuestra
familia, tomé aparentemente el partido de mi padre. Me fingí triste:
— Es cierto. . . Pero papá, que tanto nos quería, que murió de tanto
trabajar para nosotros, papá, allá en el Cielo, ha de estar contento. . .
(vacilé, pero decidí no volver a nombrar el pavo) contento de vernos
reunidos en familia.
Y
todos, muy tranquilamente, empezaron a hablar de papá. Su imagen
fue decreciendo, decreciendo, hasta convertirse en una estrellita brillante
del cielo. Ahora todos comían el pavo con sensualidad, porque papá había
sido muy bueno, siempre se había sacrificado tanto por todos nosotros,
tan santo había sido que “ustedes, hijos míos, nunca podrán pagar lo
que deben a nuestro padre”. Papá se había convertido en un santo, una
imagen agradable de ser contemplada, una estrellita nada molesta del
cielo. Ya no perjudicaba a nadie, puro objeto de la contemplación más
suave. El único muerto allí era el pavo, dominador, completamente vic­
torioso.
Mi madre, mi tía, nosotros, todos estábamos desbordantes de felici­
dad. Iba a escribir “felicidad gustativa”, pero era algo más que eso. Era
una felicidad mayúscula, un amor de todos, un olvido de otros parentes­
cos entorpecedores del gran amor familiar. Y fue, yo sé que fue aquel
primer pavo comido en la intimidad de la familia, el inicio de un amor
nuevo, modificado, más completo, más rico e inventivo, más complaciente
y cuidadoso de sí mismo. Nació entonces una felicidad familiar para noso­
tros que, no quiero ser excluyente, algunos la tendrán así de grande,
pero más intensa que la nuestra me resulta difícil imaginarlo.
Mamá comió tanto pavo que por un momento pensé que podía hacerle
mal. Pero en seguida me dije: ¡Y bueno! ¡Que le haga mal! ¡Si tiene
que morir de empacho, que por lo menos una vez en la vida coma pavo
de verdad!
A tamaña falta de egoísmo me había transportado nuestro infinito
amor. . . Siguieron después unas uvas livianas y unos postres, que, allá
en mi tierra, llevan el nombre de “bien casados”. Pero ni siquiera este
nombre peligroso fue asociado al recuerdo de mi padre, a quien el pavo
ya había convertido en dignidad, en un hecho de naturaleza indudable,
en culto puro de contemplación.
Nos levantamos. Ya eran casi las dos, estábamos alegres, estimulados
por dos botellas de cerveza. Todos se iban a acostar, dormir o dar vueltas
en la cama, poco importa, porque también es algo bueno un insomnio
feliz. La broma es que Rose, católica antes de ser Rose, prometió espe­
rarme con una botella de champagne. Para poder salir, mentí, dije que
iba a la fiesta de un amigo, besé a mamá y le guiñé un ojo, que era mi
manera de contarle a dónde iba y de hacerle sufrir lo que le correspondía.
A las otras dos mujeres las besé sin guiños. ¡Y ahora, Rose!. . .
EL POZO
( 1942)
A e s o de las once de la mañana, el viejo Joaquín Prestes 45 llegó a la
pesquera. Aunque se empeñaba en mostrarse amable con el visitante que
ese día había sido invitado a la pesca, venía malhumorado a causa de
aquellas cinco leguas que se pasó corcoveando en el Ford T, sobre la
pésima ruta. El estanciero, por lo demás, tenía cara de pocos amigos,
endurecido por sus setenta y cinco años que lo momificaban en aquel
esqueleto agudo y taciturno.
El hecho de que en la región había estallado la manía, por parte de
los estancieros ricos, de adquirir terrenos en la barranca del Mogi. Allí
instalaban sus pesqueras privadas. Joaquín Prestes, como no podía dejar
de ser, estuvo entre los promotores de la moda: hombre celoso de sus
iniciativas, más o menos cultor de cierta soberbia familiar —la suya había
sido gente pionera en aquellos campos altos, exploradora de tierras vírge­
nes. Joaquín Prestes era ahora pionero en el establecimiento de pesqueras
en la barranca fácil del Mogi. Dueño de estancias desde que naciera, reco­
nocido como patrón siendo aún muy joven, jamás había tenido que cons­
truir tamaña riqueza con sus propias manos. Rico a más no poder, viajero
experimentado, sin mucho que hacer, exploraba otra clase de suelos, insos­
pechada por sus antepasados.
Había sido el introductor del automóvil en aquellos parajes, y si el
municipio se enorgullecía ahora de ser uno de los mayores productores
de miel, se lo debía al viejo Joaquín Prestes, que fue el primero quien
pensó en establecer allí criaderos de abejas. Dominando el alemán perfec­
tamente (promover su estudio en la zona fue una de sus iniciativas
malogradas) contaba con una verdadera biblioteca de apicultura. Así
era Joaquín Prestes. Testarudísimo, más apegado al mando que a la jus­
ticia, era un idólatra de la autoridad. Para adquirir su primer automóvil
había ido a Europa, en aquellos tiempos en que los automóviles eran más
europeos que norteamericanos. De allí volvió hecho una “autoridad” en
el asunto. Y lo mismo en relación a las abejas, de las que sabía todo.
En una época hasta se le había dado por reeducar a las abejas nacionales,
esas “puercas” que mezclaban la miel con el polen. Invirtió años y bas­
tante dinero en eso, inventó nidos artificiales, cruzó las razas, hasta se
hizo traer unas abejas amazónicas. Y si bien mandaba a los hombres y
se hacía obedecer, con las abejas no tuvo más remedio que someterse
y resignarse a que siguieran sin educarse. Y que nadie, ahora, se le acer­
cara a hablarle de una inocente j e te í 46 porque Joaquín Prestes lo apedrea­
ba a insultos. Ya no volvió a ser feliz cuando llegaba el tiempo de la flo­
rada en los cafetales o en los árboles frutales del pomar maravilloso. Lo
amargaban completamente aquellas mandassaias, mandaguaris, bijuris,
que venían a robarle la miel de la A pis M ellifica *.
Joaquín Prestes hacía bien todo lo que hacía. Tenía tres automóviles.
Un M armon de lu jo 47 que lo llevaba de la estancia a la ciudad, de
compras o a hacer visitas. Pero como era un poco estrecho para que
cupiesen cómodamente adelante, él y su mujer que era gorda (la mujer
no podía ir atrás con el mecánico, ni éste adelante y ella atrás), encargó
que le hicieran un Rolls-Royce a la medida, con dos asientos delanteros
que parecían sofás de un hall; pagó por él más de cien contos **. Y ahora,
por culpa de la pesquera y del camino nuevo, se había comprado un
Ford T corcoveante; todos los días se le rompía alguna pieza, y su mal
humor era constante.
¡Y hubo una cosa más en la que Joaquín Prestes fue pionero entre
los estancieros! Se le había ocurrido hacer construir en la pesquera una
casa de verdad, de ladrillo y teja, si bien no pretendía pasar allí más
que las horas diurnas, tanto era el miedo a la malaria. Pero, si quería,
allí podía descansar. Y se perfilaba, a medida que iba alzándose, casi
como una casa grande * * * , con un cuarto para el patrón, un cuarto para
algún invitado, el amplio comedor, el balcón cubierto, tela por todas par­
tes para evitar los mosquitos. A lo único que renunció fue al sistema
de aguas corrientes porque costaba un ojo de la cara. Pero la casita 48,
detrás de la residencia, hasta era un lujo, toda de madera lustrosa, pintadita de verde para confundirla con los papayos, los cerdos de raza en la
parte más baja (¡jamás eso de cavarles una fosa!), y el jarrón de esmalte
y tapa. En una parte no tocada del terreno, ya pastaban entre los pastos
nuevos cuatro vacas y el marido, a la espera de alguien que quisiese un
trago de leche caracú 49. Y ahora que la casa estaba casi lista, su huerta
poblada y unos lindos girasoles adelante, Joaquín Prestes no podía seguir
* En latín, en el original (N . d elT .).
** Cada conto equivalía a 1 0 .0 0 0 réis. El réi o rey fue la unidad monetaria del
Brasil desde los tiempos de la colonia hasta ya entrado el siglo xx, cuando se lo
reemplazó por el cruzeiro (N . d elT .).
*** Casa-grande era y sigue siendo el nombre dado a la residencia de los señores
en las grandes haciendas brasileñas. Por oposición a la casa grande estaba, hasta
el siglo xix, la senzala, especie de galpón donde dormían los esclavos (N . del T .).
contentándose con el agua de la heladera, traída siempre en el Ford dentro
de dos termos voluminosos; había mandado a abrir un pozo.
Los encargados de hacerlo fueron hombres de la misma estancia, cuatro
de esos peones que entienden un poco de todo. Joaquín Prestes era así.
Tenía diez sombreros extranjeros, hasta un panamá que valía un conto
de réis; otra de sus características eran las medias, no usaba otras medias
que las que le hacía su mujer; “para economizar” decía. Además de aque­
llos cuatro peones que cavaban el pozo, había dos más que estaban afa­
nándose en la terminación de la casa, y los martillazos monótonos llegaban
hasta la fogata encendida junto al pozo. Y todos muy descontentos, mu­
chachos de zona rica y bien servida por el progreso, arrojados allí,
en aquel cebadero de malaria. Obedecieron, dependientes como eran,
pero corroídos por la disconformidad.
El único que entendía que por fin sus cosas se iban encaminando era
el cuidador, ese paisano cabal, bagre perezozo de las costas del río, devoto
eterno de la malaria, el aguardiente y la guitarra, más la mujer y cinco
hijos raquíticos. El ahora, si quisiera, tendría leche, huevos frescos y
verduras en cantidades. Pero le bastaba con saber que podía contar con
ellos. Seguía comiendo porotos con harina y la carne seca de los do­
mingos.
Había soplado un frío terrible en ese fin de julio, bien diferente de
los inviernos de aquella zona paulista, siempre secos en los días claros
y soleados, y las noches de una nitidez sublime, perfectas para quien
puede dormir al calorcito. Pero aquel año, unas lluvias diluvianas inun­
daban todo, el cuero de las billeteras se enmohecía en el bolsillo y el café
se pudría en el suelo.
En la pesquera, el frío se había vuelto feroz, lavado por aquella
humedad maligna que, además de los peces, era lo único que el río sabía
entregar. Joaquín Prestes y su visitante fueron acercándose a la fogata
de los peones, quienes de inmediato se incorporaron, estrujando el som­
brero en la mano, buenos días señor, buenos días señor. Joaquín sacó
el reloj del bolsillo, con mucha lentitud, examinó detenidamente la hora.
Sin censura aparente, preguntó a los peones si todavía no habían em­
pezado a trabajar.
Los peones respondieron que sí, pero que con aquel tiempo nadie podía
aguantarse mucho rato dentro del pozo prosiguiendo la perforación.
Les pareció que lo mejor era hacer otra cosa y habían ido a dar una
mano en la terminación de la casa.
— Yo no los traje aquí para hacer la casa.
Los peones estaban terminando el café del mediodía. Se espaciaron
las frases, incómodos, ya no sabían ni cómo estar parados. Los silencios
se hicieron largos y desagradables. Pero el viejo Joaquín Prestes seguía
impasible, esperando más explicaciones, sin dar el menor indicio de
comprender ni de disculpar a nadie. De los peones, el más aplomado
era un mulato, esbelto, fortísimo, de muy oscuro color. Todavía no había
hablado. Pero fue él quien terminó inventando una manera humillante
de ocultar la culpa inexistente, dándole un poco de felicidad al dueño.
De pronto comentó que ahora el trabajo se había vuelto todavía más
difícil porque finalmente el agua había empezado a brotar. Joaquín Pres­
tes se sintió satisfecho, era evidente, y todos suspiraron de alivio.
— ¿Sale mucho?
— El agua viene con fuerza, sí señor.
— Pero hay que cavar más.
— ¿Cuánto más calculan que tendrán que cavar?
— Y . . . unos dos palmos más.
— Palmo y medio, Zé.
El mulato, contrariado, se dio vuelta hacia el que había hablado, un
muchacho blanco, menudo, de color enfermizo.
— Usté, marcó, mano. . .
— Sí, marqué. . .
— Entonces con dos días más de trabajo tendré agua suficiente.
Los peones se miraron. Fue José quien volvió a hablar:
— Bueno. . . yo no sé, hay mucho barro. . . El pozo es hondo; de
nosotros el único liviano es él. No hay otro que pueda bajar. . .
— ¿Cuánto mide?
— Cuarenta y cinco palmos.
— ¡Diablos! exclamó Joaquín Prestes. Pero luego se quedó mudo, su­
mido en su reflexión. Era evidente que estaba muy lejos, a solas consigo,
decidiendo algo esencial. Después pareció que dejaba de pensar, entre­
gándose con minuciosa lentitud a liar un cigarrillo de paja. Los peo­
nes esperaban, envueltos por aquel silencio que los despreciaba, inso­
portable así. El muchacho menudo, de color enfermizo, no pudo más,
como si se sintiera culpable de ser él el más liviano de todos. Súbita­
mente dijo:
— Si es por mi culpa no; Zé, que yo bajo bien.
José volvió a mirar a su hermano con ojos enfurecidos. Iba a decir
algo pero se contuvo mientras otro tomaba la delantera.
— ¡Pero cómo va a seguir haciendo el trabajo en medio de esa hume­
dad terrible!
— Si por lo menos pudiéramos turnarnos; claro que. . . — murmuró
el cuarto, también regularmente liviano de cuerpo pero nada dispuesto
a sacrificarse. Y decidido, agregó:
— Con toda esta llovedera la tierra está demasiado blanda y se hunde.
¡Dios te libre!. . .
Entonces José ya no pudo aplazar el presentimiento que lo invadía y
protegió a su hermano:
— ¡Tás loco, mano! ¿olvidaste tu enfermedad?. . .
La enfermedad; nunca la llamaba por su nombre. El había dicho que
Albino andaba mal del pecho 50. Claro, hay que explicar eso de que uno
de los dos hermanos fuera mulato y el otro blanco. El padre, un español,
se había unido primero con una negra del litoral, y cuando ella murió
cambió de gusto, se vino hacia la zona del litoral paulista a casarse con
una muchacha blanca. Pero la mujer había muerto al dar a luz a Albino,
y el español, siempre amigo de los cambios, volvió a casarse aunque esta
vez con el aguardiente. José, ya crecido, dentro de todo soportó bien
la orfandad, pero Albino, del que sólo se ocupaban, cuando se acordaban
de él las mujeres de los colonos vecinos, comió tierra, tuvo tifus, escarla­
tina, disentería, sarampión, tos convulsa. Cada año tenía una enfermedad
nueva y el padre volvía a reprenderlo cada enero: “Vamos a ver qué
otra porquería te pescas este año!” y bebía más. Hasta que desapareció
para siempre.
Albino tuvo, aunque más no fuera para demostrar la razón que tenía
el hermano, un fuerte acceso de tos. Y Joaquín Prestes dijo:
— ¿Ya se te acabó el remedio?
— Todavía me queda algo, señó.
Era el propio Joaquín Prestes quien le compraba el remedio a
Albino y se lo obsequiaba, sin descontárselo del sueldo. En cambio le
descontó los tres mil quinientos reis de costo de una vidriera que el
muchacho había roto. Pero, en última instancia, era, como vemos, capaz
de subirse al M armón y darse una vuelta hasta el pueblo nada más que
para comprar aquel fortificante extranjero. “¡Un platal!”, protestaba.
Y tenía motivos: costaba dieciocho mil réis.
Con el rumbo que había tomado la charla, los peones se dieron cuenta
que todo se iba encauzando del mejor modo posible. Uno comentó:
— Vamos a ver si sale el sol y seca un poco el barrial. Entonces Albino
podrá bajar al pozo.
Albino se sintió humillado por su condición de enfermo y repitió
agresivo:
— ¡Yo puedo bajar en cualquier momento, ya lo dije!
José estuvo a punto de decir algo pero refrenó el impulso y miró con
odio a su hermano. Joaquín Prestes afirmó:
— Hoy el sol no va a salir.
El frío era terrible. El café hirviente, servido por la mujer del cui­
dador, no reconfortaba en lo más mínimo de la humedad que corroía
los huesos. El aire sombrío cerraba los corazones. No se veía volar un
solo pájaro, a lo sumo algún pío lastimero venía a derramar más tristeza
sobre el día. Apenas se alcanzaba la cuesta de la barranca, el río no se
veía. Era una franja sucia de niebla, que vista en la distancia parecía
intransponible.
La afirmación del estanciero había descargado de nuevo sobre el
ambiente un clima aprensivo. El que estuvo de acuerdo con él fue el
cuidador, quien se acercó. Se tocó levemente el sombrero, se frotó con
fuerza las manos, rumor de lija sobre el fuego. Bajo, con voz taciturna,
propia de alguien encariñado con aquel clima malo, dijo:
— Hoy no hay pesca.
Nada más se dijeron. Por fin el patrón, alzando un busto impresio­
nantemente puntiagudo, se enderezó, rígido, y todos se dieron cuenta
de que él ya había decidido todo. De mala gana, sin mirar a los peones,
ordenó:
— Bien. . . a continuar todos la casa; ustedes ganan.
La última reflexión del estanciero pretendía ser cordial. Pero había
sido cortante. Hasta su huésped se sintió herido. Los peones, en un abrir
y cerrar de ojos, se dispersaron, pero antes de que desaparecieran, volvió
a oírse la voz de Joaquín Prestes:
—Tú, Albino, acompáñame: quiero ver el pozo.
Se quedó allí unos segundos más impartiendo órdenes. Había que
intentar una jugada así mismo. Finalmente arrojó la colilla del cigarrillo
a la fogata, y con el visitante se dirigió hacia el promontorio, a unos
veinte metros de la casa, donde estaba el pozo.
Albino ya se encontraba allí, retirando con mucho cuidado las tablas
que cubrían la abertura. Joaquín Prestes pretendía que ni siquiera du­
rante la construcción cayeran cosas a la futura agua que él iba a beber.
Finalmente no quedaron más que aquellas tablas anchas, largas, de
cábreúva 51 que impedían que la tierra de los bordes se desmoronara. Y
además estaba aquel aparato primario, que “no era muy vistoso ni el
definitivo”, según le explicó rápidamente Joaquín Prestes al visitante, ya
que servía por ahora para que bajaran los peones al pozo y subieran
tierra.
— ¡No pise ahí, don Prestes! — gritó Albino asustado.
Pero Joaquín Prestes quería ver su agua. Con más cuidado, se arro­
dilló en una de las tablas del borde y afirmando bien las manos en otras
dos que atravesaban la boca del pozo y servían apenas para apoyar los
baldes 52, adelantó el cuerpo para asomarse. Las tablas se arquearon. De
pronto, haciendo un movimiento angustiado, gritó:
— ¡Mi lapicera!
Se alzó con ímpetu y sin preocuparse por apartarse de aquella bocaza
traicionera, miró a los peones con indignación:
— ¡Carajo! ¡Con lo mucho que quiero mi lapicera a fuente! ¡Les pido
que comprendan: no me resigno a perderla! ¡Alguien va a tener que bajar
allí a buscarla! ¡Llama a los otros, Albino! ¡Y rápido! que con el barro
revuelto como está la lapicera se debe estar hundiendo!
Albino fue corriendo. Los demás peones vinieron de inmediato, solí­
citos, ya nadie era capaz de escabullir el bulto ni nada por el estilo. Para
ellos era evidente que la pluma del patrón no podía quedar allí dentro.
Albino ya se estaba sacando los zapatones y la ropa. En un segundo
estuvo desnudo de la cintura hacia arriba, se arremangó el pantalón.
También fue un segundo, lo que bastó para que todo lo demás estuviera
listo, especialmente la cuerda con el nudo grueso donde el muchacho
habría de afirmar los pies al hundirse en la oscuridad del agujero. José
y otro, firmes, sostenían la garrucha. Albino tomó rápidamente la cuerda,
se aferró a ella, balanceándose en el aire. José miraba, atento:
— Cuidao, mano. . .
—Date vuelta.
— Albino. . .
— ¿Ño? 53
— . . . trata de no dejar la cuerda, así no pisas la lapicera. Pasa la
mano suavemente sobre el barro. . .
— Creo que lo mejor va a ser cruzar un palo en la cuerda para afirmar
los pies.
— ¡No digas tonterías, hermano! ¡Sigue dándome cuerda!
José y el compañero obedecieron; Albino desapareció en el pozo. La
roldana gimió, y a medida que la cuerda se desenrollaba el quejido fue
en aumento, hasta que se convirtió en un aullido lacerante. Todos estaban
atentos; de pronto se escuchó el grito de aviso de Albino, que llegó
apagado hasta la superficie. José dejó de operar con la garrucha y apoyó
en ella su pecho.
Todos esperaron, inmóviles. Joaquín Prestes y su amigo, se asomaban
al fondo, medio olvidados de que la tierra de los bordes podía desmo­
ronarse. Pasó un minuto, luego otro, la tensión era agobiante. Pasó más
tiempo y José no se contuvo. Mientras se aferraba firmemente con la
mano derecha al manubrio de la garrucha, los músculos saltaron en el
brazo magnífico. Se inclinó cuanto pudo al borde del pozo:
— ¿La encontrasteeee?
No hubo respuesta.
— ¡Encontraste, manoooo!. . .
Pasaron unos segundos más. El visitante no pudo soportar tanta an­
gustia y se alejó con el pretexto de pasear un poco. La voz del pozo, en un
tono sordo, irónicamente suave, se dejó oír arriba en algo parecido a un
“no”. Los minutos pasaban, ya nadie toleraba la ansiedad. Albino debía
estar perdiendo las fuerzas, pegado a aquella cuerda, en cuclillas, pasando
la mano sobre el barro cubierto de agua.
— J o s é .. .
Volviéndose hacia él y dándose cuenta dónde estaba el viejo, José
no esperó la orden que seguramente iba a darle e increpó ásperamente
al patrón:
— ¡Salga de ahí, don Prestes; la tierra puede soltarse!
Joaquín Prestes se alejó de mala gana. Después prosiguió:
— Grítale a Albino que se pare en el barro, pero que se pare en un
solo lugar— . José se apresuró a trasmitir la orden. Sacudió la cuerda. Y
ahora, aliviados, los peones intercambiaron algunas palabras. Al flaco,
que sabía leer, no se le fue a ocurrir mejor cosa que decir que en el diario
que vendían en el almacén de la estación se hablaba del caso del “Sepul­
tado de Campiñas”. El otro se confesó pesimista con respecto a la lapicera,
pero poco, para no disgustar al patrón. José mudo y cabizbajo, había
clavado los ojos en el suelo, reconcentrado. Pero la experiencia les decía
a todos los que estaban allí que la pluma se había metido en el barro
blando y que para encontrarla lo primero que había que hacer era agotar
el agua del pozo. José alzó la cabeza decidido:
— Así no vamos a conseguir nada, patrón; hay que secar el pozo.
Joaquín Prestes estuvo de acuerdo. Le gritaron a Albino que subiese. El
insistió todavía unos minutos. Todos esperaban en silencio, irritados por
aquel empecinamiento de Albino. La cuerda volvió a agitarse, llamándolo.
Luego José aferró el manubrio de la garrucha y gritó:
— ¡Listo!
La cuerda se tensó, rígida. Sin esperar que el otro peón lo ayudase,
José, con músculos movidos por el amor, hizo girar solo la roldana. El
resorte dejó escapar un gemido ahogado, quejándose de la rapidez con
que la hacían girar, y siguió hasta el fin aullando, gimiendo.
— ¡A ver si engrasan eso de una vez!
Recién cuando Albino surgió en la boca del pozo, la roldana dejó de
gemir. El muchacho estaba hecho un monstruo de barro. Saltó a tierra
firme y dio tres pasos tambaleándose, medio atontado. Bajó mucho la
cabeza sacudida por estertores. ¡Brrr!, agitaba las manos, los brazos, las
piernas, formando un halo de barro pesado que caía en capas al suelo.
Dijo lo que todos esperaban:
— ¡Frío de mierda!
Empezó a ponerse, sucio como estaba, ansioso, la camisa, el pullover
agujereado, el saco. José fue a buscar su propio abrigo y lo puso silencioso
sobre la espalda menuda del hermano. Albino lo miró, la suya fue una
sonrisa casi de gratitud. Con un gesto femenino, feliz, se encogió dentro
de la ropa, complacido.
Joaquín Prestes estaba terriblemente exasperado, se veía. Ni siquiera
se preocupaba por disimularlo delante de su invitado. El cuidador se había
acercado a informarle que su mujer mandaba a decir que el almuerzo
del patrón ya estaba listo. Hizo oír un “Ya voy” duro, sin dejar de prestar
atención a los peones. Al flaco se le ocurrió entonces que debían traer
del pueblo un pocero de profesión. Joaquín Prestes puso el grito en el
cielo. ¡No iba a pagar un pocero por una pavada! ¡Lo que pasaba era que
ellos no tenían el menor espíritu de colaboración! ¡Después de todo, vaciar
un pozo de agua no era cosa del otro mundo! A los hombres no les
gustó, sintieron que el patrón los estaba tratando como un negrero. Un
orgullo herido se adueñó de todos. Y fue el propio flaco, más indepen­
diente, quien miró a José a los ojos, alentando al más fuerte, y pregun­
tándoselo a medias y a medias diciéndolo, dijo:
— ¡Bámo!
De inmediato comenzaron los preparativos, fueron a buscar el balde,
cambiaron las tablas cruzadas sobre el pozo por otras más resistentes que
soportasen el peso de un hombre. Joaquín Prestes y su huésped se fueron
a almorzar.
El almuerzo fue grave, pese al gusto sabroso del dorado54. Joaquín
Prestes era pura rispidez. Estaba empecinado, primaria, ciegamente, en
recuperar hoy mismo su pluma. Para él, no había entre el honor, la dig­
nidad y la autoridad, graduación posible; eran una sola y misma cosa:
era lo mismo costear los gastos de la mujer de uno que recuperar la
pluma perdida. Dos veces el visitante, con aire de quien no entiende,
preguntó sobre el pocero de la ciudad. Pero solamente el Ford podía ir
a buscar al hombre y Joaquín Prestes, ahora que el cuidador había dicho
que no había pesca en la zona, se había empecinado en demostrar que,
en su pesquera, sí había. Además, ¡qué diablos! ¡Eran sus peones quienes
iban a secar el pozo, esos imbéciles! Lo consumía una cólera desesperada.
Culpando a sus peones, Joaquín Prestes lograba distraer la enorme culpa
que le daba el estar haciéndolos trabajar injustamente.
Después de almorzar llamó a la mujer del cuidador, le ordenó que
llevara café a los hombres, pero que estuviese bien caliente. Le preguntó
si no había aguardiente. Ya no quedaba, consumida por el frío de aquellos
días. Se encogió de hombros. Vaciló. Incluso llegó a levantar los ojos en
dirección al visitante, casi como consultándolo. Terminó disculpándose,
iba a darse una vueltita hasta el pozo para ver en qué andaban los
peones. Y no se habló más de la pesca.
Todos trabajaban febrilmente. Uno bajaba el balde, otro, agitando con
fuerza la cuerda, lograba finalmente acostar el balde en el fondo para
que el agua entrase en él. Y cuando el balde volvía, después de haber
estado un buen rato allá dentro, venía cargado sólo por debajo de la
mitad y casi nada más que de barro. Pasaba de mano en mano para ser
vaciado lejos, no fuera cosa de que el agua se infiltrase en el terreno
de los bordes del pozo. Joaquín Prestes preguntó si el volumen del agua
había descendido. Hubo un silencio tenaz de los peones. Uno, final­
mente, habló con arrogancia:
— ¡Qué va a bajar!
Joaquín Prestes se quedó donde estaba, inmóvil, vigilando el trabajo.
Después fue el propio Albino, más servil, quien conjeturó:
— Si tuviese dos baldes. . .
Sus compañeros se sobresaltaron, inquietos, intercambiando miradas.
Y el maldito aquél del cuidador no tuvo mejor idea que recordar que su
mujer tenía un balde en su casa; lo fue a buscar.
— ¡No vamos a poder ni siquiera con dos baldes, es inútil! ¡Hay
demasiado barro! Brota mucha agua. . .
Entonces José salió de su mutismo fiero para poner las cosas en claro:
— Haya o no haya dos baldes, lo que hace falta es gente allí dentro;
y Albino no baja más.
— ¡Pero Zé, déjate de historias! — se quejó Albino, en un estallido.
El día, por lo demás, se había templado un poco, aunque seguía siem­
pre oscuro, el cielo cubierto por nubes de plomo. Ningún pájaro. El
viento había amenguado a eso de la una de la tarde y el aire, menos
tajante, dejaba que el trabajo calentase los cuerpos activos. José se había
vuelto con tamaña indignación hacia su hermano que a nadie le pasó
desapercibido; incluso sin la menor consideración hacia el viejo Joaquín
Prestes; era evidente que Albino estaba a punto de recibir uno de esos
sopapos a los que estaba acostumbrado cuando lo sorprendían jugando
al truco 55 o prendido al aguardiente. El flaco decidió sacrificarse para
evitar mayores disgustos. Intervino rápidamente:
— ¡Nos alternaremos tú y yo, José! La próxima vez voy yo.
El mulato sacudió la cabeza, desesperado, tragándose la rabia. El balde
llegaba y todos se entregaron a los nuevos preparativos. El viejo Joaquín
Prestes seguía allí, mudo e inmóvil. De vez en cuando salía de su esta­
tismo para sacar el reloj con sus modos lentos y consultar la claridad del
día; todo en él era censura tiránica, un mutismo que despertaba vergüenza
y remordimiento casi, en aquellos hombres.
Y
el trabajo proseguía, infructífero, sin cesar. Albino permanecía allí
dentro todo el tiempo que podía, y los baldes lentos, en aquel exasperante
ir y venir. Y ahora a la roldana se le había dado por chirriar tanto que hubo
que engrasarla; de otra manera ya nadie la soportaba. Joaquín Prestes,
mudo, miraba la enorme boca del pozo. Y cuando Albino no aguantaba
más el flaco lo reemplazaba. Pero éste, después del primer viaje al fondo,
llegó a sentir un miedo tal, que se hacía el lerdo a propósito, y se
demoraba en recomendaciones a todos, precisando sus exigencias. En
dos ocasiones había hablado de aguardiente. Entonces el cuidador recordó
que el japonés de la otra orilla lo vendía. Bastaba darse una vueltita hasta
allá, que el hombre también tenía siempre en la red, pescada en la
laguna, alguna traíra 56.
Ese fue el momento en que Joaquín Prestes se descontroló por com­
pleto. El se daba cuenta perfectamente de la mala voluntad de todos.
Cada vez que el flaco tenía que bajar se pasaba cinco, diez minutos
buscando excusas, desvistiéndose despacio. ¡Incluso tuvo ganas de ir al
retrete y tuvieron que tragarse aquella espera insoportable! (Y lo cierto
era que el agua surgía con más fuerza ahora, libre ya del barro pesado.
El día se iba yendo. Y una de las veces en que Albino subió, incluso
contra su forma habitual de ser, se lo vio irritado porque encontró el
pozo en las mismas condiciones).
Joaquín Prestes gritaba, enloquecido de rabia. ¡Al cuidador le dijo
que fuese a ocuparse de las vacas, que se dejase de inventos! ¡No pen­
saba pagarle el aguardiente a nadie, inútiles! ¡El no estaba allí para
alimentar los vicios de nadie!
Los peones, de pronto, miraron todos al patrón, golpeados por el
insulto, lastimadísimos, ya sin más paciencia. Pero Joaquín Prestes seguía
insistiendo, con los ojos clavados en el flaco:
— ¡Sí, señor!. . . ¡Borracho!. . . ¡Sáquese la ropa más rápido! ¡Cumpla
con su deber!. . .
El muchacho no soportó la mirada cortante del patrón, bajó la cabeza,
empezó a desvestirse. Pero hacía todo con más lentitud aún, rumiando
una rebelión inconsciente, que se escapaba por la respiración precipi­
tada, silbando sordamente por la nariz. El visitante, advirtiendo el pe­
ligro, intervino. Para él sería un gran gusto llevarle un pescado a su
mujer; si Joaquín Prestes no tenía inconveniente, él iría con el cuidador
hasta lo del japonés. E irritado le hizo una seña al campesino. Se fue,
huyendo de aquello, sin ni siquiera esperar el asentimiento de Joaquín
Prestes. Este apenas encogió los hombros, inmóvil de nuevo, atento al
trabajo del pozo.
Cuando más o menos una hora después, el visitante regresó al pozo,
traía con disimulo una botella de caña. La ofreció con alegría a los
peones, pero ellos se limitaron a mirar al visitante de soslayo, sin res­
ponderle nada. Joaquín Prestes ni siquiera miró, y el visitante se dio
cuenta que algo grave había ocurrido. El ambiente estaba tensísimo. No
se veía a Albino ni al flaco que lo reemplazaba. Y no estaban tampoco
en el fondo del pozo, como el visitante creyó.
Minutos antes, con el pozo casi seco ahora, el flaco que ya había visto
desprenderse un bloque de tierra del borde, se negó a descender cuando
llegó su turno. Fue medio minuto apenas de discusión agresiva entre él
y el viejo Joaquín Prestes, baja, no bajo, y el peón, en un acto de
desesperación, se despidió a sí mismo, antes que el estanciero lo echase.
Y se fue, dándole la espalda a todo, ocho años de estancia, abrumado, sin
saberlo, por una tristeza honda. Y Albino, sumido en aquella manse­
dumbre enfermiza de los débiles, para evitar que las cosas llegaran a
peores, dijo que él iba a volver a bajar, sin darse tiempo siquiera de
recuperar el aliento. Los otros dos, sintiendo la proximidad acechante de
un fantasma imprevisible que desencadenara cosas todavía más terribles,
se acobardaron y Albino volvió a bajar al fondo del pozo.
El viento, que ahora soplaba con fuerza, azotaba de una forma ina­
guantable. Los peones temblaban mucho, e incluso el visitante. El único
que no temblaba era Joaquín Prestes, firme, fijos los ojos en la boca del
pozo. La despedida del peón lo había disgustado terriblemente, y ahí
estaba ahora, sumido en un asombro amargo. Nunca se había podido
imaginar que pudiera sobrevenir una circunstancia en la que el adver­
sario se arrogase la iniciativa de decidir por sí mismo. Se sentía pasmado.
Que de cualquier modo hubiera echado al peón, era algo sobre lo que
no le cabía duda, pero que éste se fuera por su propia voluntad, era algo
que nunca se hubiera imaginado. La sensación de haber sido insultado
había estallado sobre él como una bofetada. Si no reaccionaba sería una
deshonra, ¿pero cómo vengarse?. . . Sólo las manos, frotándose lentísi­
mas, denunciaban el desconcierto interior del estanciero. Y su amor
propio no supo reaccionar sino con aquella decisión ya exasperada de
conseguir la pluma, costase lo que costara. Los ojos del viejo se tragaban
la boca del pozo, ardientes, casi con voluptuosidad. Pero la cuerda volvía
a sacudirse una vez más, frenéticamente ahora, avisando que Albino
quería subir. Los obreros se precipitaron. Joaquín Prestes abrió los brazos,
en un gesto de desesperación impaciente.
— ¿Qué quiere? jAlbino no paró ni diez minutos!
José aún lanzó una mirada implorante al jefe, pero éste no quería
comprender nada más. Albino apareció en la boca del pozo. Venía afe­
rrado a la cuerda, pegado a ella con terror, como temiendo soltarla. De­
jando al otro peón a cargo de la manija de la garrucha, José, maternal­
mente, ayudaba a su hermano. Albino miraba a todos, con la cabeza
ladeada, como cortada por la cuerda, y la boca abierta. Era casi impo­
sible sostener aquella mirada estupidizada. Como no quería desprenderse
de la cuerda, fue preciso que José le dijera, "soy yo, hermano”, que lo
tomara en sus brazos y lo ayudara a afincar los pies en la tierra firme.
Entonces Albino dejó la cuerda. Pero con el frío súbito del aire libre,
empezó a temblar descontroladamente. Lo sostuvieron para que no cayera.
Joaquín Prestes preguntó si todavía quedaba agua allí abajo.
— Fa. . . fa. . .
Se llevó las manos estremecidas a la boca, con la intención de animar
los labios muertos. Pero no podía controlar los gestos, tanto temblaba.
Los dedos de él tropezaban en las narinas, se metían en la boca, el pre­
tendido movimiento de fricción se extendía demasiado y la mano se
quebraba en el mentón. El otro peón le frotaba la espalda. José se acercó,
arrancó la botella de las manos del visitante, quiso destaparla pero no lo
pudo hacer con sus dedos endurecidos, atrapó el corcho en la boca y lo
arrancó. José estaba tan triste. . . Envolvió, ¡con qué suavidad!, la ca­
beza de su hermanito en el brazo izquierdo, le puso la botella en la
boca:
— Beba, mano.
Albino tragó el alcohol que le llenó la boca. Tuvo aquella reacción
deshonesta que dan los tragos fuertes. Finalmente pudo hablar:
— Falta. . . y estará seco.
Joaquín Prestes hablaba mansamente, compadecido; sin embargo,
inflexible, comentó:
—Ya ves, Albino: si tú la hubieses buscado seguro que la encon­
trabas, mientras tanto el agua sigue brotando.
— Si yo tuviese una lu z . . .
— ¿Y por qué no? Llévala.
José terminó de frotar a su hermano. Se volvió hacia Joaquín Prestes.
Tal vez ni siquiera se le notase el odio en la mirada, estaba tranquilo.
Aplomado, mirando al viejo a los ojos, dejó caer su decisión:
— Albino no baja más.
Joaquín Prestes, profundamente herido, recibió tal impacto al oírlo
que parecía la imagen descompuesta del furor. Retrocedió un paso. Ins­
tintivamente, defendiéndose, llevó una mano al revólver. Vociferó ya sin
pensar:
— ¿Cómo que no baja?
— No, señó; no baja más. Yo no quiero.
Albino aferró el brazo del hermano pero recibió tal cachetazo que
casi se cae. José apoya las manos en las caderas, todo en él es lento,
de una flema mortal. La mirada no pestañea, metida en la de su enemigo.
Lo repite una vez más, bien bajito, pero rotundo:
— No, señó; yo no quiero.
¡Qué mal pavoroso debió haber vivido Joaquín Prestes en aquel ins­
tante! La expresión de su rostro había cambiado de repente, ya no era
cólera; la boca entreabierta, los ojos blancos, metálicos, se sostenían ante
la mirada pura, tan calma, del mulato. Así permanecieron. Caían ahora
las primeras sombras del atardecer. El cuerpo de José osciló unos milí­
metros, el esfuerzo moral había sido excesivo. Que su hermano no volvía
a bajar era algo que estaba decidido, pero todo lo demás era tristeza en
José, una desolación vacía, una seminconsciencia de culpa inculcada por
los siglos.
Los ojos de Joaquín Prestes reasumían una vibración humana. Final­
mente bajaron, para ir a fijarse al suelo. Después inclinó la cabeza, de
súbito, reflexionando. Sus hombros también fueron cediendo de a poco.
Joaquín Prestes se quedó sin perfil. Todo en él era sordidez.
— No vale la pena. . .
Tampoco tuvo dignidad para soportar la apariencia externa de la de­
rrota. Roncamente exclamó:
— ¡Pero qué cosa, muchacho! ¡Vamos, sal de mi vista!
Albino sonrió, se le iluminó el rostro agradecido. El visitante sonrió,
tratando de aliviar el ambiente. El otro peón sonrió también, acobardado.
José no sonrió. Dio vuelta la cara, tal vez para no mostrar la mirada
estremecida. Pero en sus hombros encorvados, en la cabeza clavada en el
pecho, podía verse que estaba fatigadísimo. Había vuelto a frotar ma­
quinalmente el cuerpo de su hermano, quien ya no necesitaba aquello.
Ni Albino ni nadie, ya que aquel incidente había ahuyentado por com­
pleto cualquier veleidad del frío.
Tampoco sonrió el campesino, que allí estaba, recién llegado en mitad
de la discusión para avisar que las traíras tal como Joaquín Prestes exigía,
ya estaban debidamente limpias y envueltas en bolsas de lino blanco,
listas para partir. Joaquín Prestes rumbeó hacia el Ford. Todos lo si­
guieron. Aún había en él restos de altivez lastimada que se empeñaba en
disimular. Hablaba con rispidez, transmitiendo la ley con lentitud:
— Mañana los quiero listos a todos. Haga o no haga frío les mando al
pocero temprano. Y t ú . . . José. . .
Se detuvo, dio media vuelta, miró con firmeza al mulato:
— . . . . Otra vez fíjate bien cómo te diriges a tu patrón.
Volvió a ponerse en marcha, pero agitado ahora, en dirección al Ford.
Los que estaban más cerca de él aún pudieron escucharlo cuando mur­
muraba por lo bajo: “ . . .Yo no soy ningún desalmado. . . ”
Dos días después el peón emergió del pozo con la pluma. Fueron a lle­
vársela a Joaquín Prestes quien, sentado en su escritorio, ponía al día los
documentos de la estancia. Al verlos llegar dio un salto, abrió el paquete
despacio. La lapicera se veía muy limpia, pero arañada. Era evidente que
los hombres habían tratado con cariño aquel objeto medio místico, que
era capaz de escribir solo. Joaquín Prestes la probó pero no escribía.
La abrió, la examinó, en algún lado debía haber arena. Finalmente
descubrió la rajadura.
— ¡Me la pisaron! ¡animales!. . .
Tiró todo a la basura. Del cajón de abajo sacó una cajita y la abrió.
Había en ella varios lápices y tres plumas. Una era de oro.
N O T A S A LO S C U E N T O S
I— BELAZARTE
Nizia Figueira, para servirlo (1 9 2 5 )
1 Este cuento y el siguiente forman parte de Los cuentos de Belazarte, vol. V, de
las Obras Completas de M. A.
El libro, publicado por primera vez en 1934, con el título de Belazarte, reúne
cuentos escritos entre 1923 y 1926 y trae la marca de las investigaciones sobre el
lenguaje del período nacionalista. Casi todos los cuentos tienen como escenario la
ciudad de Sao Paulo, cuando empezaba a expandirse. En cuanto a los personajes,
pertenecen en general a la pequeña burguesía o al proletariado de origen ítalobrasileño que vivía en los arrabales.
2 Todos los cuentos de esta colección comienzan de la misma manera: con la
frase “Belazarte me contó”, suponiendo la figura de un narrador-testigo, que relata
el episodio al escritor.
3 Dicho popular brasileño, que significa que cada uno debe mirar sus propios
defectos, en vez de llamar la atención hacia los defectos ajenos.
4 Pinda: abreviación de Pindamonhangaba, ciudad del interior del estado de Sao
Paulo, situado entre las ciudades de Sao Paulo y Rio de Janeiro.
5 Barrio obrero de Sao Paulo.
r>Expresión popular que significa “murió”.
7 En el original mia fia, corruptela de “minha filha”, usada entre los negros
esclavos y sus descendientes.
8 La proclamación de la República de Brasil se hizo en 1889.
9 Viaducto que une las dos plazas más centrales de la ciudad, pasando sobre el
valle de Anhangabaú. En la época de la narración, ésta era un área de pequeñas
propiedades y casas modestas.
10 Alusión a una de las palabrerías brasileñas más populares, la del tipo de temas
encadenados, donde uno de los términos es el siguiente: “Hoy (o mañana) es
domingo / Pata de Cachimbo / Cachimbo de barro / que bate en el jarro / el
jarro es de oro / y bate en el toro / el toro es valiente / y cornea a la gente”.
11 El periódico más antiguo y, durante mucho tiempo, el más importante de
Sao Paulo; fundado en 1854 por Joaquim Roberto de Azevedo Marques.
"¿Que no sufren los niños? ¡vaya si sufren!” (1 9 2 6 )
12 Este cuento ejemplifica bien el interés de M. A. por la infancia, el cual
resurge en otros cuentos como “Cuento de camisolita”, “Vestida de negro” y en
numerosos episodios de la novela Amar, verbo intransitivo. Piá es un término tupí
que significa niño.
13 Alusión a la historia anterior de Teresita, descrita en el cuento “Caín, Caín
y el resto”, de la misma colección, y del cual representa en cierto modo su conti­
nuación. Por culpa de Teresita, dos hermanos, antes muy unidos, se enemistan
y uno termina matando al otro; la narración finaliza con el asesinato del sobre­
viviente por el marido de la protagonista, el cual, a su vez, acaba en la cárcel.
14 l'oré: danza indígena, también en boga en el Nordeste a principios de siglo.
15 Tapera: casa vieja y abandonada.
16 El armadillo de jardín es un molusco pequeño que vive entre el follaje de
los jardines.
17 En el original vó: corruptela de avó (abuela).
18 En el original Guassú: término tupí que significa grande.
19 En el original mandarová: larva dañina que ataca las plantaciones. Animal
peludo.
20 En el original Irará: mamífero carnívoro de América del Sur, conocido tam­
bién como papa-mel.
21 En el original chué: despreciable, vil.
II.— CUENTOS NUEVOS
Primero de Mayo (1934-1942)
22 Los tres cuentos que siguen pertenecen a la colección Cuentos Nuevos, vol.
XVII de las Obras Completas de M. A. El volumen, preparado por el mismo
escritor pero publicado después de su muerte, incluye nueve cuentos escritos entre
1930 y 1943, y representan muy bien la prosa de ficción de la madurez, libre
de los exagerados experimentos del decenio del veinte.
En relación a los cuentos de Belazarte, éstos son más secos y muestran a menudo
una nota de sarcasmo y de humor. La lista de personajes es más variada, y aunque
el autor conserve cierta fidelidad a los “desheredados”, incursionará en la aristo­
cracia rural y en la burguesía media o alta de la ciudad.
23 Una de las principales estaciones ferroviarias de Sao Paulo, que comunican,
por un lado, la capital al puerto de Santos y, por el otro, al interior.
24 Primo Camera: pugilista italiano, célebre por su aspecto gigantesco, cam­
peón mundial de boxeo a inicios de los años 30.
25 Alusión a la letra del himno nacional brasileño.
26 Gran jardín público, situado frente a la estación del mismo nombre. Anti­
guamente era lugar de recreo de las familias burguesas, pero en la época de la
narración ya se reunían allí vagos y prostitutas.
27 Plaza Central de la ciudad donde se realizan las concentraciones políticas más
importantes.
28 Palacio de exposiciones, de curioso estilo arquitectónico, situado en el Parque
Pedro II (ver más adelante la nota 36).
29 Designación corriente dada a los habitantes de Rio Grande do Sul.
30 Tendencia política que se desarrolló en Sao Paulo a partir de la revolución
constitucionaiista del 32 3' cuyo objetivo era separar el estado que perdiera la lucha
(el estado de Sao Paulo) del resto del Brasil, con virtiéndolo en un país inde­
pendiente.
31 Nombre de dos equipos de fútbol, enemigos, de la época: el primero con­
gregaba a la población ítalo-brasileña blanca y obrera; el segundo a la masa
indiferenciada, en parte de origen africano.
32 Gran estación ferroviaria situada en el barrio obrero de Bras; desde allí, en
una época, los trenes partían hacia Rio de Janeiro.
33 El barrio proletario más importante de Sao Paulo para esa época; lo habi­
taban, sobre todo, descendientes de italianos.
34 Abreviación de la vía férrea Central de Brasil, importante red ferroviaria
que une la ciudad de Sao Paulo a la de Rio de Janeiro y cuya estación terminal
era, para ese momento, la Estación del Norte.
35 La más importante ciudad balnearia del estado de Sao Paulo, con un gran
puerto y situada cerca de la capital.
36 Gran parque público que se extiende en la parte baja de la ciudad, entre el
Largo da Sé y el barrio de Bras.
37 Designación popular dada, en esa época, a los agentes de policía (guardias
civiles), derivada del silbato que utilizaban para el mantenimiento del orden y
la orientación del tránsito.
38 Designación popular dada a los habitantes del norte o del nordeste del país,
debido a su cabeza achatada, rasgo étnico producto de la mezcla con indígenas.
El Pavo de N avidad (1938-1942)
39 El aprovechamiento de los datos personales — como ya había ocurrido en dos
cuentos de Belazarte, “Túmulo, túmulo, túmulo” y “Niña del ojo en el fondo”—
reaparece en esta narración, tal como podrá verificarse al compararla con el epi­
sodio verdadero, de 1917, narrado en la cronología.
40 La figura del padre del escritor surge innumerables veces, tanto en la obra
de ficción (poesía y prosa), como en la correspondencia. En los Cuentos Nuevos,
Carlos Augusto de Andrade — mencionado solamente como “mi padre”— aparece
cuatro veces: en “El pavo de Navidad”, en “Vestida de Negro”, en “Federico pa­
ciencia” y en “Tiempo de camisolita”. En las cuatro oportunidades es descrito con
acentuado sentido crítico y una mezcla de resentimiento y hostilidad. El debía
reaparecer todavía en el proyecto de un cuento, “La corona de laureles”, que el
autor no tuvo tiempo de realizar.
Carecería de importancia saber si la visión del padre que dejó M. A. es auténtica;
pero sí es importante señalar que la misma define admirablemente un profundo
sentimiento de rechazo.
41 El personaje de la Tía Vieja surge en otro cuento de la misma colección,
“Vestida de Negro”, y en la conferencia sobre el Movimiento Modernista. Se trata,
en la vida real, de la hermana mayor de la madre de M. A.: Doña Isabel do
Carmo de Moraes Rocha, la matriarca de la familia; ella personifica siempre la
fuerza negativa, paralizante, de la tradición o de la censura grupal.
42 Se trata, en la vida real, de Doña Ana Francisca de Almeida Leite de Moraes
— tía Nhanha— madrina de M. A. y quien reaparece en Macunaíma, haciendo
zapaticos de tricot para el hijo de Ci. Cavalcanti Proenga la confunde con la Tía
Vieja, de la cual en realidad es la hermana menor.
43 María de Lourdes de Andrade Camargo, la hermana menor de M. A. quien
hizo, mientras estuvo soltera, las veces de su secretaria.
44 El cuento atestigua admirablemente la afectuosa relación de M. A. con su
madre, María Luisa de Moraes Andrade. Mientras la figura paterna surge, en el
conjunto de la obra, punitiva y castradora, la materna se caracteriza por la com­
prensión y la dulzura. María Luisa (para los íntimos, Mariquinha o Iá-Iá), reapa­
rece en “Tiempo de camisolita” — otro cuento de la misma colección— siempre
dividida entre la sumisión al marido y la dedicación a los hijos, encarnando bien
cierta imagen de la madre brasileña. En su correspondencia, M. A. se refiere a
ella frecuentemente y con extremo cariño.
El pozo (1 9 4 2 )
45 El personaje Joaquín Prestes está inspirado en un pariente lejano del escritor,
el hacendado de café Pío Laurengo Correa; fue en su finca en los alrededores de
Araraquara, en el interior paulista, donde M. A. escribió Macunaíma. El episodio
relatado es verídico y fue presenciado por el escritor, quien lo transcribe apoyán­
dose muy poco en la fantasía. Pío Laurengo era, entre los familiares, el mejor
amigo de M. A. y uno de sus interlocutores más importantes en cuanto al len­
guaje. La correspondencia entre ambos, de gran interés, está recopilada y será
publicada en un futuro (ver, para mayores informaciones, Cronología, año 1913).
46 Jeteí, mandassáias, mandaguaris, bijuris, son nombres de especies diversas
de abejas que producen excelente miel.
47 Marca de automóvil, muy caro, de la época.
48 Designación popular del W.C. En las casas rurales modestas era usual cons­
truir el W.C. separado de la casa, sin pozos; los excrementos servían de alimento
a los cochinos.
49 Caracú: raza bovina, de pelo corto y color compacto; su carne es muy
apreciada.
50 Perífrasis para designar la tuberculosis.
51 Arbol de la familia de las leguminosas (Myrocarpus frondosus) conocido por
su rigidez, especial para viguetas o estacas.
52 En el original, cagamba: término brasileño para designar el balde atado a
una cuerda para sacar el agua de los pozos.
53 Corruptela de “señor”.
54 Pez de agua dulce, que puede medir más de un metro, muy apreciado por su
carne.
55 Juego de cartas (ver Notas a Macunaíma, 108).
56 Pez de agua dulce, fluvial y lacustre, exquisito al paladar.
ENSAYOS - ARTICULOS
CARTAS
EL ALEIJADINHO 1 *
( 1928)
A Fernando Mendes de Alm eida
Si e x c e p t u a m o s los tiempos que corren, el período que va más o menos
de 1750 a 1830, puede ser considerado como el de mayor malestar para
la vida nacional brasileña. En él encontramos a Antonio Francisco Lisboa,
el Aleijadinho (17 3 0 -1 8 1 4 ).
La Colonia había producido, durante dos siglos, ciertas expresiones
grandiosas de su significación histórica y social. La Guerra Holandesa, el
Bandeirismo, Gregorio de Matos, la iglesia y convento de San Francisco
en Bahía. Todos estos fenómenos, empero, son esporádicos, seccionados
geográfica, cronológica y socialmente. Si bien pueden considerarse ex­
presiones muy específicas del colonialismo, son frutos de las condiciones
de determinadas capitanías * *, no son frutos de la Colonia. No son resul­
tado de la colectividad colonial, cuyas expresiones sólo comienzan a apa­
recer con frecuencia a partir de la segunda mitad del siglo x v iii en
adelante, con la posición burocrática y centralizadora de la ciudad de
Rio de Janeiro, con la expansión antimarítima de Minas Gérais, con la
influencia del hombre colonial sobre la Metrópoli, con la normalización
del mestizo.
Es entonces cuando Rio de Janeiro empieza a trabajar socialmente en
el empleo que durante el Imperio * * * habría de sustentar con tanta lógica...
Rio de Janeiro es el mejor homenaje que ofrecimos al tropical instinto
* Aleijado, en portugués, significa lisiado. Antonio Francisco Lisboa fue llemado, aún en vida, Aleijadinho, vale decir Lisiadito. No hemos querido, en esta
versión, traducir el apodo del gran escultor y arquitecto porque ya en Hispanoamé­
rica se le conoce como Aleijadinho (N . del T .).
** Capitanías: Designación aplicada a las primeras divisiones administrativas del
Brasil, de las cuales se originaron más tarde las provincias y, por último, los actua­
les estados del país (N . del T .).
* * * M. de Andrade se refiere a la organización jurídico-política que tomó el Brasil
a partir de su independencia de Portugal, en 1822. El imperio del Brasil tuvo
como primer monarca a Don Pedro I, hijo del rey de Portugal, Don Juan VI.
El segundo emperador, Don Pedro II, inició su gobierno en 1831 y lo presidió
hasta la abolición del imperio, en 1889 (N . del T .).
burocrático de la nacionalidad. No correspondiendo a ninguna confluencia
económica, a ninguna necesidad industrial o comercial del país, usando
(y abusando mucho también) de su posición geográfica, Rio de Janeiro
cumple estratégicamente con su sinecura lustrosa de capital de la Colonia
y de la Nación Independiente.
La expansión de la Capitanía de las Minas fue real. El oro funcionó
efectivamente como la primera fuente de atracción de la atención ame­
ricana de los representantes de la metrópoli y de los brasileños colo­
niales. Por otro lado, los hechos francamente lamentables de la Incon­
fidencia * van a repercutir y a encontrar su desenlace en Rio de
Janeiro. La manifestación colectiva de la plausible en título y verdadera
en norma, Arcadia Ultramarina 2, se sabe que profetiza el romanticismo
indigenista y lírico del Segundo Imperio. En el JJruguai, en las Cartas
Chilenas, en las M arilias 3, están a la espera de la fecundación europea,
las madres legítimas del Y-]uca-Virama 4, de Castro Alves, de las modinhas
del salón ochocentista. La expansión m inera * * se caracteriza por otros
fenómenos más concretos: José Joaquim da Rocha, que hacia 1770 funda
la escuela de pintura bahiana, probablemente sea minero, y minero sin
lugar a discusión es Mestre Valentim (muerto en 1813), quien vivió
en Rio de Janeiro.
Es muy fuerte la influencia humana que la Colonia empieza a ejercer
sobre la Metrópoli. El judío revoluciona a los portugueses con sus remo­
ques: Matías Aires había ido a recoger en el “jardín de Europa” los
pequeños claveles de la vanidad ya que en el San Pablito de aquella
época no había vergel que floreciese. Las liras de Gonzaga hacen furor en
Portugal, releídas y cantadas por todos. ¡De la modinha, entonces, ni qué
decir! Y las azafatas de Doña María 5, no bien encontraban un momento
de recreo, listo: se sumergían en la m odinha. Caldas Barbosa, si bien
mestizo, es muy aplaudido en las reuniones y serenatas de Lisboa, y a
pesar de ser cura, es a través de las m odinhas que conquista el aplauso.
Hasta los extranjeros, como Link, advierten que la cantiga brasileña atrae
más que la portuguesa, por presentar “mayor variedad y una alegría tan
franca e ingenua como la nación que le dio origen”. Y era también de
la savia de la Colonia que empezaba a nutrirse, lundusado * * * y empapado
en nuestras mieles y en el negro dulce, el fado que muy pronto llegaría
a ser representativo de Portugal.
Pero la prueba más importante de que había un brote colectivo de los
perfiles raciales brasileños, lo constituye la imposición del mulato. La
*
La Inconfidencia: Movimiento patriótico, encabezado por el alférez Tiradentes, a fines del siglo xvm , y cuyo fin era liberar Brasil del régimen colonial
portugués. Con menos frecuencia pero mayor propiedad, también se llama a la
Inconfidencia, Conjuración Mineira, ya que estalló en Minas Gerais (N . del T .).
Es decir, relativa a Minas Gerais (N . del T .).
*** El lundú era una danza rural africana cantada que luego, en el Brasil, se
transformó en canción solista y fue tomando un carácter habitualmente cómico. De
modo que con el adjetivo lundusado quiere dar a entender el autor lo muy influido
por el lundú brasileño que habría de estar el fado (N . del T .).
Colonia, obligada únicamente por las circunstancias económicas que atra­
vesaba, y sin la menor intervención política de Portugal, hacía dos siglos
que venía enriqueciéndose con algunas realizaciones artísticas. Y eso
ocurría sobre todo en la arquitectura. Bahía y Pernambuco ya estaban
pobladas de iglesias lujosas, y algunas hasta bellas. Minas también ya
había inaugurado con ingenieros y maestros carpinteros lusitanos, las ma­
trices de Villa Rica, Mariana, Sabará, más o menos en la década de
1730 a 1740. Incluso Caeté 6, un poco más tardía (1 7 5 7 ), era por su
tamaño considerable, una tremenda presencia emboada * aturdiendo la
conciencia nacional naciente. Todos esos ejemplos estimularán el naci­
miento en la Colonia de artistas nuevos que deforman sin sistematización
posible la lección ultramarina. Y entre esos artistas el mulato brilla mucho.
Caldas Barbosa y Mestre Valentim son mulatos. Leandro Joaquim,
que es, como ellos, de esa época y uno de los mejores pintores de Rio,
también es mestizo. El cura José Mauricio Nunes García (1 7 6 7 -1 8 3 0 ),
mulatísimo y el más notable de nuestros músicos coloniales. Me estoy
acordando además de aquel Joaquim Manuel, prodigioso, oído por De
Freycinet, virtuoso, y en cuyos dedos la guitarra “tenía un encanto inex­
presable, que se imponía en cualquier cotejo con los mejores ejecutantes
europeos” . . . Y no hay que olvidar que la gente modesta (venida de
las tradiciones del llamado “Conservatorio de los Negros” que Balbi ideó
para las enseñanzas musicales de la estancia de Santa Cruz) llegó a
estrenar, en Rio de Janeiro, las óperas de Marcos Portugal. . . En Ouro
Preto los mulatos representaban tragedias en el teatrito local. . . Y el
Aleijadinho es otro mulato más. Bastan estos ejemplos para comprender
hasta qué punto, aunque no de manera dominante pero intensamente
visible, se imponía en ese momento la raza brasileña.
Es interesante observar que todos estos mulatos aparecen destacando
sobre todo en las artes plásticas y en la música. Muestran así lo que había
de fuertemente negro en ellos. El mismo Lereno Selimuntino es más
m odinheiro que literato, y como poeta no se le puede ni siquiera aproxi­
mar a Gonzaga, Basilio da Gama o Claudio Manuel da Costa. Los afri­
canos son poderosamente plásticos y musicales. Es en la música donde
lograron convertirse en manifestación permanente del arte americano;
en la habanera, en el tango, en el lundú, en la samba, en el ragtime y en
el jazz. A través de la escultura llegaron incluso a influir en las artes
europeas contemporáneas. Nuestros mestizos de fines de la Colonia glo­
rifican esta “intensa mulatización”, como artistas plásticos y musicales.
Sólo mucho más tarde darán pruebas notables de su valor literario. En
ese momento, no. Aparecieron profetizando para el Brasil una constante
* Emboada: Es el epíteto dado por los descendientes de los bandeirantes paulistas, principalmente en la región de Minas y en los tiempos coloniales, a los portu­
gueses y brasileños de otras procedencias, que entraban al sertón en busca de
oro y piedras preciosas, y por extensión, a los portugueses en general (N . del T .).
fu tu ra: la genialidad de sus artes plásticas. Desgraciadamente, eso no pasó
de ser una falsa señal, una aurora que no llegó a convertirse en día.
Me asombra y ya es mucho, ver la sinceridad mezquina con que his­
toriadores y poetas desprecian al mulato. Capistrano de Abreu y Oliveira
Lima obedeciendo, sin ninguna revisión honesta, a la aversión que ya
en la Colonia los naturales de la metrópoli manifestaban contra los mu­
latos, dejaron al respecto páginas que no corresponden a ninguna verdad
social ni psicológica. Ultimamente incluso, fue Graga Aranha quien hizo
lo mismo en una página cuya elocuencia romántica me pareció repulsiva.
No hacen otra cosa que someterse a un vicio metropolitano y europeo,
que ya había inducido a Bougainville a desalentar las representaciones
con participación de br anear anas * en los teatros de Rio de Janeiro, y a
Martius a sentirse asqueado por aquel telón del teatro Sao Joáo, en
Bahía, donde un mulato de gran tamaño, empuñando el caduceo de
Mercurio, se sentaba muy circunspecto sobre una caja de azúcar.
Que los mulatos eran hazañosos no cabe duda. Sin embargo, lo eran
por el simple hecho de formar la clase servil más numerosa pero libre.
Y a menudo es la clase la que descalifica a los hombres. . . En Sao
Paulo, ahora los entreveros y crímenes se producen entre los Pistone, los
Elias Faraht, y también en estas últimas noches, entre húngaros, checos
y blancuras arias. Es ridículo que ciertas opiniones interesadas alcancen
tanta proyección, y se transformen en lugares comunes. Los mulatos no
eran mejores ni peores que los blancos portugueses o los negros africanos.
Lo que ocurría era que estaban en una situación particular, desclasificados
por no tener ya raza alguna. Ni eran negros bajo el látigo esclavista, ni
blancos mandones y dueños. Eran libres, dotados de una libertad muy
vacía, que no implicaba ningún tipo de educación, ni recursos para ase­
gurarse un trabajo constante. Ya no eran esclavos, ni llegaban a ser pro­
letariado, ni nada. Fueron soldados. Con la misma disponibilidad del sol­
dado nacional. Y aún así, si comparamos cuidadosamente la actuación de
los mulatos con la de los Fanfarroes M inesios 7, un Don Juan VI **, un
Pedro I * * *, una Carlota Joaquina, los poetas de Coimbra de la Incon­
fidencia, el directorio lisboeta de la Compañía de los Diamantes * * * *,
para no recordar sino casos destacados e históricos: será difícil decidir
quién tiene alma de “mulato” entre esos portugueses y brasileños sin
ninguna firmeza de carácter.
* Brancaranas: Así se llama a las mulatas de piel blanca (N . del T .).
** Don Juan VI: Primero fue regente de Portugal durante la demencia de su
madre, Doña María I; vio su reino invadido por los franceses en 1807. Partió
entonces para Brasil y volvió en 1821. Inauguró en Portugal el régimen constitu­
cional (N . del T .).
*** Pedro I: Emperador de Brasil, al cual proclamó independiente el 7 de sep­
tiembre de 1822. Fue rey de Portugal con el nombre de Pedro IV (1 7 9 8 -1 8 3 4 )
(N . del T .).
**** Compañía de Diamantes: Empresa portuguesa que administraba la explo­
tación de las minas de diamantes del Brasil (N . del T .).
Porque hay que recordar principalmente esta verdad étnica: los mu­
latos, por ese entonces, no tenían ubicación racial. Las razas que había
aquí eran la de los portugueses y la de los negros. Bajo el punto de vista
social los negros formaban tan sólo una colectividad. Raza y clase se
confundían dentro de los intereses de la Colonia. Nosotros sabemos muy
bien qué fue lo que terminaron haciendo esas dos razas: los blancos
no tuvieron el menor prejuicio, gustaban realmente de las negras corpu­
lentas y así fue como un lundú terminaba diciendo:
Que bem me importa
que falem de mim,
eu gosto da negra
mesmo assim *.
Y surgió el mulato.
Ya en aquel tiempo los mulatos, antes de dispersarse tan sólo como uno
de los elementos de la raza brasileña, aparecían y siempre aparecerán, no
como raza, sino como mestizaje: muy irregulares en el físico y en la
psicología. Cada mulato era un ser aislado, no tenía vinculación étnica
con el resto de sus congéneres. Algunos eran camorreros, no hay duda,
pero otros eran tranquilos. Unos burrísimos y primarios, otros vivaces, y
muchos incluso con inteligencia fecunda y creadora. La vanidad de unos
era humildad en otros. Si a uno le agradaba exagerar y falsear, otro ma­
nifestaba una noción enfermiza de la verdad; y el carácter organizado
realmente no era un atributo raro entre ellos. El apacible, puro, caritativo,
padre José Mauricio, tuvo que aguantar el “mulatismo” ingénito de Marcos
Portugal y de su hermano Simón. El dócil y vivaz Mestre Valentim poco
tiempo después habría de mostrar singular discreción dando cauce a las
maniobras del Virrey. El Aleijadinho, amargado, violento, chapuceando el
latín bíblico para domesticarse, ¿se domesticó? Se dice que los esclavos
lo querían. Y el lisiado reinventaba curiosamente en Vila Rica ** una
existencia de artista del Renacimiento, entre discípulos que le desbastaban
la piedra y esculpían la parte menos importante de la talla * * *. Y olvidé
*
Poco me importa / Que hablen de m í / Las negras me gustan / Aunque
sea así (N . del T .).
** Vila Rica: Ciudad de la Capitanía de Minas Gerais, que en el siglo x v m
alcanzó gran prestigio como centro de actividad artística e intelectual (N . del T .).
*** “Aquel concepto totalizador del artista creador griego, tan claramente de­
mostrable por el ejemplo de Fidias y sobre todo por la noción del músico que era,
al mismo tiempo, poeta y actor, desaparecerá con el anonimato comunitario en
que se subsumen prácticamente los artistas del primer Cristianismo hasta la alta
Edad Media. Son ejemplos típicos de ese anonimato grupal los Himnos salmodíeos,
las Prosas y Tropos, como también la toréutica, la imaginería y la propia arqui­
tectura del Gótico. Con el Renacimiento reaparece el individualismo social del
concepto totalizador griego. Es Giotto quien, ya en un comienzo, evidenciándolo
con sus pinturas, concibe la arquitectura del campanario de Santa María dei
Fiori. Y en el alto Renacimiento, las figuras perfectas de Da Vinci y Miguel
Angel. A este concepto totalizador del creador, el Aleijadinho lo reinventa sorpren­
dentemente, aquí, en la segunda mitad del siglo xvm . No sólo descubre el sentido
del taller del Renacimiento, donde los discípulos completan las obras del maestro,
recordar que en Bahía, Chagas, llamado el Cabra * fue cronológicamente
el primero, en ese congo ** de mulatos renombrados, en preludiar con
vigor el coro de los imagineros religiosos nacionales.
Todos estos valores justifican en nuestra tradición de aquellos tiempos,
los posibles records de delincuencia y crimen que los mestizos, por fuerza
de condición y de número, cometieron por entonces,
Pero yo denuncié el malestar de ese período brillantísimo, ciertamente,
el más fulgurante de las artes plásticas brasileñas, hasta ahora. . . Ma­
lestar cuya causa principal fue la inconsciencia nacional que lo caracte­
rizaba. Exactamente al revés del malestar de ahora, donde las diferencia­
ciones y oscilaciones del progreso económico y el internacionalismo del
proletariado naciente, dieron origen a una verdadera ebullición de la
conciencia nacional. De la cual nosotros, los modernistas de 1922, no
dejamos de ser un poco víctimas tam bién. . .
El malestar era terrible. Todo el furor plástico de Bahía, el propio
esplendor de las tierras de las minas, era falso. El de Rio de Janeiro, ya lo
dije, era apenas la obligación burocrática de usar camisa y adornos. ¿Qué
venía a hacer esa técnica tardía? ¿Qué venía a completar ese poder de
artistas ilustres? ¿A qué fuerza real de la Colonia correspondía todo eso?
A casi ninguna, ya. Era el eco tardío de la grandeza económica. Toda esa
gente gloriosa llegaba tarde; y, después que se acabó la fiesta, se decidió
engalanar el salón. Cuando el Recóncavo *** brilló de tanto dinero y
empresas comerciales, la nacionalidad incipiente no había formulado un
solo nombre de pintor o de escultor que la representase. La misma iglesia
y convento de San Francisco sólo se terminó en 1750. Y si ya entonces
Chagas andaba esculpiendo sus santos, Manuel Inácio da Costa, si no me
engaño mulato también, ni siquiera había nacido. Nace diez años después
más o menos, y conocerá el Siete de Abril ****, pues muere en 1849.
En cuanto al grupo de pintores bahianos, sólo aparece después de 1770.
El dulce José Teófilo de Jesús, amigo de las composiciones bien equili­
bradas, quien se complacía en combinar únicamente formas con los per­
sonajes que representaba, creando paz en pintura, muere en 1847. Y en
cuanto a Antonio Joaquim Franco Velasco, nacerá alrededor de 1780
sino que además y simultáneamente es arquitecto, escultor y tallador. No es, sin
embargo, el único ejemplo en tal sentido. Mestre Valentim hace lo mismo, escultor,
tallador y arquitecto por lo menos de jardines. Bien mediocre, dicho sea de paso,
a juzgar por la absoluta falta de invención del primer Paseo Público. . . Y como
Brunelleschi y tantos otros, que no desdeñaban proyectar ni siquiera los atuendos
de las bandas carnavalescas, es constante esta actitud entre los pintores de Bahía,
opuestos a cualquier especialización de la plástica (N . del A .).
*
Cabra: Expresión popular mediante la cual se designaba al hijo de mulato
y negra o viceversa (N . del T .).
** Congo: Es un baile dramático brasileño de origen africano. Es evidente que
la expresión ha sido usada aquí por Mário de Andrade con la intención de expresar,
a través de la alusión al baile, la idea de movimiento y efervescencia (N . del T .).
*** Recóncavo: Vasta y fértil región del Estado de Bahía que abarca 17 muni­
cipios (N . del T .).
**** Se refiere al día de la Independencia brasileña: 7 de abril de 1822
(N . del T .).
para morir en 1833. Y era, sin embargo, uno de los más vigorosos pin­
tores nacionales, especie de Delacroix anticipado, por la pujanza dramá­
tica de sus concepciones y el movimiento impetuoso de las formas. Traza
las figuras con una elocuencia de gestos vivos y sabe dar vida, como un
Greco, al claroscuro.
En Minas, el oro ya casi no ocupaba sino a los buscadores de pepitas.
El propio distrito diamantino agonizaba después de haber colmado a
Europa. Fulgor legítimo había sido el de los tres primeros cuartos del
siglo, con las locuras esplendorosas de los contratadores, con el barquito
de Chica da Silva8, con el Triunfo Eucarístico9 de 1733, y con las
matrices de las comarcas, afeadas por su arquitectura, llenas de tallas
doradas y bonitas por dentro aunque sin armonía. Todo ese brillo había
correspondido a un bienestar económico indudable. Y hasta social, podría
decirse. El episodio de los E m boadas 10 solidificó bien la prepotencia
portuguesa, y abatió en los paulistas la pretensión de mando. Pero en el
momento en que el A leijadinho, que por entonces debía tener treinta años
o quizá un poco más, impuso su genio, Minas decaía como quien se des­
barranca. Lo que perduraba era tan sólo el brillo exterior. Y éste, esa
tradición de fausto es lo que alimentó y, gracias a Dios, hizo funcionar a
Antonio Francisco Lisboa, y a su compañero en pintura: Manuel da
Costa Ataíde. Y era buen compañero realmente, ya que colaboró con el
genio tanto en la obra de la madurez en San Francisco da Penitencia de
Vila Rica (hasta 1777), como en la obra de la vejez, pintando a Sao
Bom Jesús de Matosinhos y encarnando figuras de la Vía-Crucis, en
Congonhas11 (179 1 -1 7 9 9 ).
Por debajo del brillo rugía una insatisfacción terrible. Lo que se veía
empero, era la buena vida. De cada ladera, de cada puente, de cada fuen­
te, saltaba un cura. Era realmente una clerecía festiva, sin educación,
incluso sin cierta religiosidad exterior (Capistrano de Abreu), a tal punto
que don Joaquim Borges de Figueiroa, de las aguas episcopales de la ribera
do Carmo sacaba más abaruna 12 que oro a los carumbés 13. La fiesta de
todos era el eterno refrito 14 colonial de música, teatro y religión. Había
orquestas en Sao Joáo d’El R e i15 y Vila Rica 16. Las procesiones melodra­
máticas bajaban por las faldas de las lomas pisando el suelo empedrado
por los esclavos, moviéndose al vaivén cadencioso de sus emperadores,
emperatrices, símbolos, alegorías, estallido de disparos, y fuegos artifi­
ciales menos miríficos a veces que el dramatismo físico de las imágenes.
Rompía los corazones el célebre señor del Monte Alverne, en Sao Joáo
d’El-Rei, magníficamente estilizado en el pecho, y con tal dulzura en la
fisonomía que parecía el mismo amor de Dios. ¡Ojalá! ¿pues quién puede
asegurar que el escultor de la imagen no fue el propio Jesús? el descono­
cido ése, que se encerró tres días en el cobertizo sin material ni instru­
mentos, que se fue sin ser visto por nadie, y que allí dejó el gran cruci­
fijo. . . En Vila Rica, lo que resultaba muy divertido en las represen­
taciones de la procesión de Corpus Christi, era el San Jorge montado
en un potro decorado a la minera, estribos y riendas de plata, y como si
eso fuera poco, adornos de un misticismo jesuita todavía más intenso.
“¡Es José Román!”, comentaba la gente, repitiendo con fatalidad popular,
la tradición folklórica tan universal que incluso en Brasil se reiterará
muchas veces con los pintores bahianos José Rodrigues Nunes y Bento
Rufino Capinam. Esos mineros no podían entregarse a exégesis folkló­
ricas. Paseaban, rezaban, charlaban, sin sospechar lo decadentes que eran,
en medio de tantas celebraciones. Y en mitad de la noche, allí estaba
cada sombra, con su delgado varapalo medio curvo, la gente de Minas
que se contoneaba en las calles sinuosas, haciendo resplandecer bajo las
luces de ventanas y puertas, los botones de oro del chaleco y las botas
de cuero lustroso. Si uno los encaraba en seguida se daba cuenta de que
era buena gente, de pelo en pecho y buen corazón y con ojos de una
negrura apacible, tierna hasta lo indecible. . . Demasiado melosa, es
cierto. En el fondo, lo que había era esa modestia tan de los brasileños
y que Nabuco simbolizó: una timidez aprovinciana, avergonzada de esa
tierra sin tradiciones. Sin tradiciones porque ignoraban la patria y la
tierra. En verdad, la conciencia de aquella gente todavía no había captado
geográficamente el mapa del inmenso Brasil. Ambiciones, desilusiones,
virreyes, caídas bruscas, estadalismo, malestar profundo: era natural que
brotase un alma con poca práctica de vida, llena de arrobos temerosos,
incapaz de recordarse a sí misma en las nieblas de la religiosidad supers­
ticiosa, cuyo realismo, cuando aparecía, aparecía exacerbado por la con­
moción, lejos de lo natural, dramático, expresionista, más deformador que
los propios símbolos. Y de hecho, más que eso no fue la Inconfidencia.
Y casi fue eso toda la obra del escultor del Aleijadinho.
Antonio Francisco Lisboa era respetado. Presentían su genio, y si no
hizo fortuna fue, sin duda, porque, como la mayoría de los artistas, gasta­
ba lo que ganaba. Y se sabe también que fue muy dadivoso. Si ganó
media octava de oro por día, como refiere Bretas, eso no duró más que
un tiempo, antes de que fuera célebre, o ya cuando en la recta de la
muerte fue explotado por su discípulo Justino, en la construcción de los
altares de Carmo de Ouro Preto. Djalma de Andrade comenta que por
lo menos durante los varios lustros de Congonhas (1 7 9 1 , probablemente
a 1810), el A leijadinho ganó bien. Y llegó a tener tres esclavos y una
esclava.
Públicamente reconocido como artista de valor, célebre al punto de
que aceptaran sus exigencias y caprichos, el Aleijadinho, casi no fue
verdaderamente reconocido en su tiempo. En 1790, el libro de registro
de los hechos notables, de Mariana, se refiere a él como “superior a todo
y singular” (Bretas). Las Cartas Chilenas relatan la vida de Vila Rica,
cuando las iglesias de San Francisco y Nuestra Señora del Carmen hacía
mucho ya que estaban terminadas. Pero las Cartas no se refieren al A lei­
jadinho. Era leído, tenía cierta instrucción que según parece, llegó hasta
el latín bíblico. Pero nada indica que haya tenido el menor contacto con
los Arcades 17. Ninguno de ellos lo menciona.
Bien pudiera ser incluso que Antonio Francisco fuese despreciado
a causa del color. . . Tal vez prueba de ello sea que en los documentos
relativos a la construcción de la iglesia de San Francisco (Sao Joáo d’ElRei) nunca se encuentra mencionado su nombre. Se habla del “artista”,
del “arquitecto famoso de Vila Rica” . . . Solamente un acta debido a
una necesidad de interpretación, aclara definitivamente que es al Aleijadinho a quien pertenece la arquitectura del templo. Famoso y artificial­
mente olvidado, parece que fue a causa de la posición social que Antonio
Francisco Lisboa sufrió en su tierra.
Durante todo el siglo pasado se olvidaron de él, e incluso quienes lo
aman ahora y resaltan su valor, lo deforman la mayoría de las veces
mediante crueles incomprensiones. Me parece importante, sobre todo,
evitar que le agreguen a la personalidad el epíteto de “primitivo”. ¿Pri­
mitivo por qué? ¿En relación a qué? Con esa palabra vaga que tanto
puede significar primario como balbuceante iniciador de orientaciones
estéticas nuevas, suele disimularse la propia incomprensión y sobre todo
el miedo a las fealdades.
Si tal o cual Cristo de Aleijadinho es deforme, o un soldado romano
es horrible con su narizota casi plásticamente insoportable, si además
la estatua de San Jorge incluye una carota en actitud de estupefacción
perfectamente tonta, o si las cúpulas de las torres de la San Francisco
de Sao Joao d’El-Rei, son bolas de mal aspecto, es porque el Aleijadinho
es un “primitivo” . . . Así se evita tener que reconocer el más legítimo y
hasta el más indispensable derecho de los genios, el derecho a equivocarse,
el derecho de hacer tam bién obras feas y dispensables. Aterrorizados por
las fealdades que dejó el A leijadinho, como también las dejó Rafael, Mi­
guel Angel, Shakespeare o Beethoven, suelen encubrirse durante algún
tiempo, con una palabra aleatoria que no significa absolutamente nada
en este caso, indicio exclusivo de nuestros temores y remordimientos.
Sí, remordimientos. Afirmamos la genialidad del Aleijadinho, pero tro­
pezamos de inmediato con el concepto de genialidad que nos llegó de
Europa. Ahí está la biblioteca de mil volúmenes sobre Wagner, la exégesis
europea, millonaria y acomodaticia, explicando todo, los errores, los ca­
beceos, las ignorancias y tonterías de Dante, Camoes, Goethe. No me
olvido de ningún modo que los genios son, de hecho, muy superiores a
sí mismos, y que en sus obras hay un diluvio de fuerzas, bellezas y sím­
bolos, a los que ellos, de por sí, no prestaron atención. Sin embargo,
creo que es una verdad incontrastable que hay en sus obras otro diluvio
de fealdades y defectos, en los que ellos tampoco se fijaron. Concédase
al genio el derecho de equivocarse, en vez de concentrarnos en esa falsifi­
cación europea de la genialidad que busca revertir fealdades ostensibles
en sutilezas de lo bello.
Al contrario, el A leijadinho no fue objeto, todavía, de una exégesis
completa. Y los extranjeros que nos visitaron, generalmente, se olvidaron
de él, lo que acentúa todavía más nuestra timidez. Manuel Bandeira
ya se quejó de eso, cuando recordó que fue Sainte-Hilaire, el primer ex­
traño “que se refirió en letra impresa al A leijadinho ”. Eso es lo que
ocurre. En el fondo, la mayoría de los brasileños no tenemos confianza
en lo que es nuestro, a no ser después que los de afuera nos autorizan
a disfrutar la samba, a Carlos Gomes y la bahía de Guanabara.
Pues bien, desgraciadamente, los viajeros que se refieren a José Fran­
cisco Lisboa, lo hacen con despreciable insuficiencia. Spix y Martius, no
dicen una palabra. Lo mismo pasa con Rugendas. Sainte-Hilaire, según
Bandeira, se refiere a él en el “Voyage dans le District des Diamants” *.
Pero, en el “Voyage dans les Provinces de Rio de Janeiro et Minas Gerais”
no dice nada. Sin embargo, pasó dos semanas en Vila Rica y efectuó mu­
chas descripciones y detalló pormenorizadamente las obras arquitectóni­
cas. En un párrafo curioso dice que, después que empezó a escasear el
oro, los mineros “se contentaron con los pintores de la tierra. Estos, dota­
dos muchas veces de genialidad natural, no pasan, sin embargo, de mise­
rables embadurnadores (barbouilleurs), porque no tienen profesores ni
pueden contemplar buenos modelos”. Siempre la obsesión del primiti­
vismo. . .
Ya el capitán Burton, cuya universalidad espiritual es admirable, y cuya
perfección de observador mereció los elogios de Tylor, se mostró, como
puede fácilmente advertirse, muy impresionado con el Aleijadinho. Pero,
más allá de algún chisme positivo, no lo comprendió en lo más mínimo.
Así, cuando cuenta que Antonio Francisco trabajaba sin tener manos,
atando los instrumentos a los antebrazos, comenta con total desparpajo:
“pero el caso del Aleijadinho no es el único de actividad sorprendente
en los lisiados, baste recordar el reciente de Miss Biffin”. El caso del
Aleijadinho se convierte, pues, para Burton, en el de una Miss Biffin
cualquiera. . .
En otra página llega a describir con cierto pormenor, la admirable
iglesia de San Francisco, de Sao Joáo d’El-Rei. Critica razonablemente
las defectuosas cúpulas de las torres, y especifica el proceso, casi sistemá­
tico en la arquitectura de Antonio Francisco, de torres en cuadrados
curvilíneos ( “this may be called the round-square tower style” . . . ) **,
haciendo la salvedad, sin embargo, de que sólo resulta recomendable ¡por
la excentricidad! ***.
* En francés en el original (N . del T .).
** En inglés en el original (N . del T .).
* * * “De manera que para Burton no pasa de ser excentricidad el principio mucho
más lógico de que sean redondas las torres de acceso exclusivo a las campanas,
reflejando en el exterior la estructura interna de las escaleras en caracol. . . Per­
dóneselo a Burton, que no sabía nada de estética y arquitectura, cuando para tantos
arquitectos de ahora, los principios de Gropino o Le Corbusier tampoco pasan de
excentricidades” (N . del T .).
Y, soñando con las bellezas arquitectónicas del Viejo Mundo, no tiene
una palabra de elogio para la obra maestra; por el contrario, concluye
paternalmente que los pueblos jóvenes, de la misma manera que la juven­
tud, debieran saber que la genialidad comienza por la imitación, y sólo
después alcanza la creación independiente. Y que cuando el niño antepone
precozmente sus improvisaciones a la imitación, los resultados suelen ser,
por lo general, de mal gusto, faltos de gracia y grotescos. ¡El consejo
no es del todo negativo, pero lo cierto es que el Aleijadinho estaba imi­
tando! Y si infundía ribetes de genialidad a la propuesta de su modelo,
no tenía la culpa de poseer la violencia de temperamento, la grandeza
premonitoria que lo hacía original sin que se lo propusiera.
Burton se refiere varias veces al Aleijadinho. Encuentra “handsome”
el exterior de la iglesia de San Francisco, de Ouro Preto, y no hace
elogio alguno cuando se refiere a la talla del Carmen, de Sao Joáo d’ElRei, también obra del “infatigable”. En cuanto a la Vía-Crucis de Congonhas, se diría que lo horroriza, la llama “caricatura”. Pero, sin tener
conciencia del elogio expresionista que hacía, reconoce que, aunque gro­
tescas y viles, esas esculturas servían para “fijar profundamente los temas
en el espíritu de la gente del pueblo”.
Quien tal vez mejor percibió el valor del genio fue Von Weech, en
el segundo escrito publicado sobre Brasil: la relación de su viaje *.
Es verdad que al pasar por Ouro Preto, elogia las fuentes de la ciudad,
distingue una iglesia sin ventanas (? ), pero del Aleijadinho y sus obras,
ni pío. Sin embargo, ante los profetas de la escalinata de Congonhas, a
los cuales como buen protestante llama los apóstoles, descubre al hombre.
“Las estatuas de los doce apóstoles, en tamaño natural y piedra-jabón,
fueron esculpidas por un hombre sin manos; aunque no en obras maes­
tras, los trabajos de este curioso artista, completamente autodidacta, traen
el cuño de un talento insigne”.
El A leijadinho no encontró ningún extranjero que. . . le adjudicase
genio. Y por eso nosotros creemos en nosotros. Lo que los brasileños saben
en general es que hubo en el país un hombre manco, que se ataba el
martillo de albañil a los muñones y así esculpía. Y eso los impresiona
tanto, que se lo cuenta a sus amigos y éstos, a su vez, a los suyos.
Miss Biffin.
Pero ni Miss Biffin ni mucho menos “primitivo”, ¿Primitivo en rela­
ción a qué? Por el contrario, su caso es perfectamente el de quien completa
y corona una etapa. El lleva a su clima la tradición luso-colonial de nues­
tra arquitectura, dándole una solución casi personal, y que podrá consi­
derarse brasileña por ese motivo. Saint-Hilaire hizo, a raíz de su viaje por
*
“Manuel Bandeira comete un pequeño error al afirmar que Saint-Hilaire fue
el primer extranjero que se refirió al Aleijadinho en un libro. La obra citada de
Saint-Hilaire es de 1833, en cambio el libro de Von Weech fue publicado en
1831" (N . del A .).
Minas, una síntesis verdaderamente admirable de la iglesia colonial bra­
sileña. No quiero dejar de transcribirla entera:
“Construites à peu près sur le modèle de celles de Portugal, elles
sont beaucoup plus petites que les nôtres. Le clocher s’élève point du
milieu du toit, il est remplacé par deux tours carrées qui, faisant partie
de la façade de l’église, prolongent ses deux côtés, et l'intervalle que les
deux tours laissent entre elles, est rempli par un fronton qui diminue
de largeur de la base au sommet, à peu près comme un triangle, et se
termine par une croix. Quelques églises de campagne n ’ofrent qu’un
fronton sans ornement; d’autres n’ont qu’une tour où même elles n’en
ont pas du tout, et alors la cloche est ordinairement placée à côté de
l’église sous un petit toit soutenu par deux poteaux. Aucune église n’a
de bas côtés. Le sanctuaire n ’est point comme chez nous, continu avec
le rest du vaisseau; c’est, ainsi que l’indique la dénomination portugaise
“capela mór”, une véritable chapelle distincte de la nef, moins élevée
et sortout moins large qu’elle. Pour masquer les angles qui, de chaque
côté, résultent naturellement de la différence de largeur de la nef et
de la chapelle majeure, on construit à droite et à gauche un autel oblique.
Au-dessus du maître-autel, qui occupe le fond de la chapelle majeure,
s’élève dans une niche une haute pyramide de gradins chargée de
chandeliers et de bouquets de fleurs; le sommet de la pyramide porte
la statue du patron, et les côtés de la niche sont assez généralement
accompagnés de colonnes, ce qui forme un ensemble d’un effet agréable
et d’un gout assez pur. Il ne faut pas s’attendre à trouver dans les
églises de l’interieur du Brésil, des chefs-d’oeuvre de peinture et de sculp­
ture; on n’y voit aucun tableau, mais les statues des saints, les peintures
des plafonds et des murailles, ne sont pas beaucoup plus mauvaises que
celles de la plupart de nos églises de province. On a senti chez nous
que les edifices religieux empruntaient d’une lumière affaiblie quelque
chose de plus imposant; mais souvent on a exagéré ces effets, et plusieurs
de nos temples sont devenus tristes et lugubres: il n’en est pas ainsi des
églises brésiliennes; elles sont mieux éclairées que les nôtres; les fenêtres
ne sont pas très grandes, mais elles sont plus multipliées et n’ont point
de carreaux à petits plombs. La majesté de nos temples ne se retrouve
point, il est vrais, dans les églises du Brésil, mais on a beaucoup plus
de soins de maintenir la propreté. Toutes sont planchéiées et, des deux
côtés, de la nef, dans une largeur de cinq a six pieds, le plancher est
plus élevé d’environ neuf pouces que dans le reste de l’église. Cet espace
ainsi exhaussé, est séparé du milieu de la nef par une balustrade,
de “jacarandá” noir comme l’ébène, et la même balustrade prolongée
parallèlement au maître-autel, separe encore le sanctuaire de la nef” *.
Cité completamente esta admirable síntesis porque las arquitecturas
del A leijadinho se reconocen en ella.
* En francés en el original (N . del T .).
En las iglesias mineiras del siglo x v m puede advertirse la lucha de dos
influencias principales: la del A leijadinho y la del ingeniero portugués
Pedro Gomes Chaves, anterior al brasileño. Pedro Gomes Chaves, ya
aplica el proceso de las fachadas en planos irregulares, a veces curvilíneos.
El documento más vivo de ello es Nuestra Señora del Pilar de Ouro Preto
C1720), encomendada al maestro carpintero Antonio Francisco Pombal,
tío del Aleijadinho. Y es fácil advertir que éste imitó al ingeniero portu­
gués. La fachada de la iglesia de San Francisco de Ouro Preto, no es
otra cosa que un desarrollo más equilibrado y muchísimo más gracioso,
de la solución dada a Nuestra Señora del Pilar.
Otra característica de la obra de Pedro Gomes Chaves, es el frontón
triangular, al que alude Saint-Hilaire, que en vez de formar un todo
compacto, está seccionado en tres partes, dos laterales gemelas en movi­
miento ascendente, y una central voluminosa, sin gracia, en su peso
cuadrangular, con un rosetón en el centro, que duplica el rosetón del
coro y se derrama inmediatamente sobre el pórtico. Se trata de un pro­
ceso muy luso-colonial, frecuente en las iglesias de Bahía, donde, por lo
demás, se presenta más elegante, con el rosetón reemplazado por una
ventana con salidizo. También frecuente en los templos pernambucanos,
como el de la Madre de Dios, que es un ejemplo típico, y el de la iglesia
del Espíritu Santo, también de Recife, y el de la antigua Sede de Olinda 18, que es el modelo más lógico. Pedro Gomes Chaves afeó a golpes
de torpeza, los frontones nordestinos, trayendo sin riqueza a las Minas
aquel estilo que, hacia el final del dominio de los Felipes, se introdujera
en la arquitectura de Portugal (v.g. las Carmelitas Extintas do Porto,
1628).
El tipo de frontón construido por Pedro Gomes Chaves se difundió
muchísimo en Minas, y sólo el A leijadinho y los seguidores que lo imi­
taron no cayeron en las desmesuras del portugués. Pero la Concepción
de Antonio Dias, la del Carmen (Ouro Preto) cayeron en desgracia si­
guiendo a Gomes Chaves. La deliciosa iglesia del Rosario, también de
Ouro Preto, parece fundir las influencias de Chaves y del Aleijadinho.
Toma de éste la fantasía curvilínea de las paredes exteriores, que el A lei­
jadinho había sistematizado en las dos iglesias franciscanas de Ouro Preto
y Sao Joáo d’El-Rei, toma sus ventanas de banda en las torres, mediante
los cuales éstas quedan orientadas por los ángulos y no por los planos de
la nave. Y en el frontón refleja, con más lógica y menos peso, la segmen­
tación tripartita de Pedro Gomes Chaves. Hay además una iglesia de
San José, no sé de dónde, que conozco apenas por una borrosa repro­
ducción de diario, que me parece reflejar esas mismas tendencias conci­
liatorias.
El Aleijadinho, que surge de la lección de Pedro Gomes Chaves, realza
hasta la genialidad el estilo de aquél, creando al mismo tiempo un ejem­
plo típico de iglesia que es la única solución original que inventó jamás
la arquitectura brasileña. Y lo que considero absolutamente genial en
esa invención es que ella contiene algunas de las constancias más íntimas,
más arraigadas y más étnicas de la psicología nacional: es un prototipo
de la religiosidad brasileña. Este tipo de iglesia, fijado de manera inmor­
tal en las dos San Francisco de Ouro Preto y Sao Joáo d’El-Rei, no corres­
ponde solamente al gusto de la época, reflejando las bases portuguesas
de la Colonia, sino que también ya se distingue de las soluciones barrocas
luso-coloniales, por este o aquel acento, por un encanto más sensual y
gracioso, por una “delicadeza” tan suave, eminentemente brasileñas.
Es cierto que en ellas no hay majestad, como bien lo dijo Saint-Hilaire.
Pero la majestad no forma parte de lo brasileño, aunque forme parte
común de nuestro paisaje. Sin embargo, hay que comprender que lo
sublime no implica exactamente majestad. No es preciso ser ingente
para ser sublime. A las iglesias del A leijadinho no se les puede aplicar
el apelativo “bello”, propio de la de San Pedro de Roma, la catedral
de Reims, la de Batalha *, o la horrible de San Marcos de Venecia. No
son bellísimas, son de un encanto que uno tiende a confundir con la
hermosura. Lo que hay en ellas de sublime es menor, su equilibrio, su
pureza tan ordenadita y apacible, que parecen hechas para querer o para
acariciar, como se dice en la canción nordestina. Son barrocas, no cabe
duda, pero su lógica y el equilibrio en que descansa su resolución es tan
perfecto, que el embrujo jesuíta desaparece, el decorado se aplica con tan­
ta naturalidad, que si al estilo hay que reconocerlo barroco, del sentimiento
cabe decir que es renacentista. El A leijadinho supo ser arquitecto de
ingeniería. Escapó genialmente del lujo, de la superafectación, del movi­
miento inquietante, de lo dramático, conservando una claridad, mejor
dicho, una transparencia puramente renacentista.
Incluso como santero, el A leijadinho nada tiene de primitivo. Sus esta­
tuas y altorrelieves no difieren sensiblemente de la estatuaria religiosa
hispano-portuguesa, ni siquiera por un individualismo pronunciado. Mu­
chas de ellas divergen solamente para ser mejores que la mayoría, sobre
todo por lo provistas de carácter que están, y algunas por ser genialmente
plásticas. Pero el individualismo propiamente dicho no se refleja en ellas,
ni siquiera en las estatuas torturadas de las Vía-Crucis. Este o aquel pro­
ceso de tornear bocas, golpear ojos, etcétera, es más bien un recurso
técnico de resolución, que individualismo propiamente dicho.
Pero, antes de afirmar pretendidamente nada definitivo sobre el indi­
vidualismo de Antonio Francisco Lisboa, sería necesario, primero, deter­
minar exactamente toda su obra, cosa que aún no ha sido hecha. Son
varios los problemas por resolver. Sabemos que la iglesia Sao Francisco,
de Ouro Preto, es enteramente suya: plano, escultura en piedra y made­
ra, plano de las tallas. Las esculturas de Congonhas, piedra y madera,
son suyas. La arquitectura de Sao Francisco (Sao Joáo d’El-Rei) también
le pertenece. La escultura en piedra de la iglesia do Carmo de Ouro Preto
* El autor se refiere a la catedral portuguesa (N . d elT .).
es, asimismo, suya. Y el San Jorge agonizante. Puede discriminarse per­
fectamente lo que es suyo en la Iglesia do Carmo de Sabará, en la Sao
Francisco de Mariana, en las matrices de Sao Joáo do Morro Grande,
Santa Lucia do Rio das Velhas, y en las capillas de las estancias de
Sabará.
Hay aspectos que me parecen confusos y apasionantes. Como el de
la Iglesia do Carmo de Sao Joáo d’El-Rei.
Basilio de Magalhaes considera que esa iglesia fue iniciada en 1732.
Pero se sabe que más tarde modificaron la fachada. La escultura de la
puerta es considerada del Aleijadinho, lo que me parece indiscutible.
Manuel Bandeira comprueba que toda la fachada respira el arte del
Aleijadinho. Así es. El frontón, más pueril y esbelto, recuerda la desen­
voltura audaz de la Sao Francisco de Ouro Preto. Los ventanales de la
fachada recuerdan los de la otra Sao Francisco. El rosetón de la clara­
boya recurre a la perfección del círculo, que está en las otras dos iglesias
que, con seguridad, son del Aleijadinho, y que resulta infrecuente en
la Mina Gerais de entonces.
La Iglesia de Nuestra Señora da Concepgáo, la del Pilar, la del Rosa­
rio (Ouro Preto), Carmo y Sao Francisco (M ariana), Sao Bom Jesús
(Congonhas), todas evidencian aquella irregularidad fantasiosa en el ro­
setón, que culminó en el sentimentalismo exacerbado y jesuítico de la Iglesia
do Carmo de Ouro Preto. Otra peculiaridad más de las arquitecturas del
A leijadinho son las torres sistemáticamente regulares con las ventanas
laterales, orientadas hacia los ángulos de la nave. Disposición curiosa que
disimula todavía más la sensación de superficie plana de las fachadas. La
iglesia do Carmo también presenta esa disposición que Antonio Ferreira
de Souza Colheiros imitaría en la del Rosario dos Brancos, de Ouro
Preto (1 7 8 5 ). Por todo eso, también me inclino a creer que el plano
primitivo de la iglesia do Carmo de Sao Joáo d’El-Rei haya sido modifi­
cado por el Aleijadinho.
Otro problema por ser resuelto es el de los pórticos de la iglesia de
Las Mercés de Cima y de la de Sao Bom Jesús de Matosinhos, ambas en
Ouro Preto. Según Diego de Vasconcelos, los primeros son tradicional­
mente atribuidos al Aleijadinho.
Hay un argumento muy fuerte, me parece, a favor de la paternidad de
Antonio Francisco Lisboa sobre esos pórticos: él es el único escultor de
su tiempo capaz de trabajar la piedra-jabón con la firmeza que presentan
esos trabajos. Y ambos reflejan la sensualidad excelente con que él sabía
subrayar el carácter de esa piedra blanda. Además, la figura del nicho
(Sao Bom Jesús) y la de la Senhora das Mercés respiran cierta gracia
grave y un espíritu que son rasgos inconfundibles de Antonio Francisco.
El ángel, por tanto, es ya una obra maestra: en él puede verse esa misma
sonrisa artificial, algo estereotipada del ángel del medallón, de la sacris­
tía de la Sao Francisco de Ouro Preto. Creo que es difícil poner en
duda la autoría del Aleijadinho con respecto a esa figura. Y además, la
cabeza del ángel central, así como los dos querubines de la corona en
las Mercés, repiten sin maestría, la coronación del pórtico de la iglesia
do Carmo de Ouro Preto.
Pero son varios los argumentos que contrarían con fuerza todo eso.
El principal atañe a la concepción del conjunto, absolutamente contraria
en estilo y libertad, a los otros portales del A leijadinho. El tenía una
audacia admirable, movimentadísima, a pesar de serena, en la utiliza­
ción de la ornamentación barroca. Huyó del nicho incluso hasta cuando
éste se hacía probable, como en la fuente de la Sao Francisco de Ouro
Preto. Sintiendo en las manos el hechizo mulato por la piedra azul, la
obligaba a retorcerse con ardor sensual y lento. Pero esos dos pórticos
presentan una composición, un orden frío, casi luis-filípico en la iglesia
de Sao Bom Jesús, y demasiado compacta, incipiente, de estudiante, en
la de las Mercés. Principalmente eso: frialdad. Con excepción del arcán­
gel del nicho, esos pórticos congelan a quien los mira. No tienen esa
voluptuosidad plástica, que es la cualidad más acentuada de las piedras
del mulato. Y además, el relieve que representa el Purgatorio (Sao Bom
Jesús) con las llamas naturalistas, no revela aquella audacia estilizadora
que modeló las volutas de nubes en la Sacristía do Carmo, el león casi
bizantino junto al Daniel de Congonhas, y las espléndidamente pétreas
olas del púlpito de Jonás (O uro Preto).
Mi inseguridad, sin embargo, tiende a diluirse cuando me inclino
más a favor de la aceptación de la paternidad del A leijadinho sobre esas
obras. No pude conseguir las fechas de esos pórticos. Tal vez ellas nos
hubieran pedido aclarar unas cuantas cosas. ¿Serán obras de juventud?. . .
Francamente, lo parecen. Muestran esa aplicación discipular, esa frial­
dad, esa obsesión por lo ajeno con que los nuevos se presentan en ge­
neral *.
*
“Después que los originales de este libro (El autor se refiere a Aspectos das
Artes Plasticas no Brasil, del cual forma parte el estudio sobre el Aleijadinho ),
fueron enviados a la imprenta, recibí el reciente opúsculo sobre el Aleijadinho del
historiador mineiro, Feu de Carvalho, editado por las Edigoes Históricas de Belo
Horizonte, en 1934. Es un libro bien extraño éste, ya que en él, el Sr. Feu de
Carvalho, legítimo Santo Tomás de la historia patria, no logra reprimir su inexpli­
cable mala voluntad para con el Aleijadinho. El Sr. Feu de Carvalho niega casi
todo lo que Bretas, la tradición y los autores, han atribuido al Aleijadinho, y sólo
se muestra dispuesto a creer en lo que los documentos que él pudo obtener
muestran y demuestran ser del genio. Es una destrucción casi completa. Pero
leído el libro, se sale de él con un malestar curioso. El Sr. Feu de Carvalho no
logró otra cosa que dudar y negar. Pero no logró demostrar sus negativas. Lo único
que logró en este sentido atañe a dos obras: el admirable lavatorio de la Carmo
de Ouro Preto (p. 120) y el más o menos intrascendente pórtico das Mercés (p.
118), que justamente, acabo de comentar. El resto de lo que el Sr. Feu de Carvalho
niega al Aleijadinho, se lo niega sin demostrar la validez de su posición. Es muy
interesante que el historiador se empecine en mostrar que los partidarios de el
Aleijadinho cometieron exageraciones y absurdos llevados por su admiración incon­
dicional. En esto invierte gran parte del opúsculo, como si con ello probara algo.
Sólo demuestra la existencia de corazones generosos, sin ningún otro interés que
el del amor. Creo que el señor Feu de Carvalho sea también un alma desintere­
sada, pero eso no impide que su pasión negativista lo lleve a cometer absurdos
Y
el Aleijadinho, de hecho nada tuvo de anormal en su evolución
artística. Fue desarrollándose gradualmente. Recién después de los treinta
y cinco años se muestra en su madurez prodigiosa y todavía sana que
dejó en las dos iglesias de Sao Francisco y en las piedras de las dos
Carmos, una de las más elevadas expresiones plásticas del genio humano.
Después llegó la enfermedad. . . Y sobrevino Congonhas. El genio sufre
demasiado físicamente, y si no decae en sentido estricto, la enfermedad y
la vejez lo obstaculizan. La obra de Congonhas, frecuentemente genial,
varias veces sublime todavía, sin embargo es vacilante. Irregular, más
atormentada, más mística, clama un sufrimiento rabioso propio de alguien
que no tenía, como bien sabemos, mucha paciencia, a pesar de las lecturas
bíblicas. Uno percibe al impaciente, quien en el catre postrero, pedía a
Dios que hiciera sentir sobre su cuerpo maltrecho los “divinos pies”.
igualmente imperdonables. Para negar la autoría del Sao Jorge (p. 4 6 ), recuerda
que el Aleijadinho ya no estaba por entonces en Vila Rica, sino en Congonhas.
E irónicamente comenta que el trabajo le debe haber sido solicitado por teléfono o
por telégrafo. . . Como puede advertirse, no habiendo teléfono ni telégrafo, el Sr.
Feu de Carvalho niega todo derecho a la locomoción. Si el hecho de que el
Aleijadinho trabajara por entonces en Congonhas invalida en parte la referencia
de Bretas, de la que yo también dudé recordando que, el hecho de copiar en obras
de arte rostros existentes, de los cuales el autor trata de vengarse, pertenece al
anecdotario folklórico aplicable a la parte ignorada de la vida de los artistas, nada
impide que de Vila Rica se haya hecho una encomienda a un artista conocido y
apreciado, que circunstancialmente residía en Congonhas. Pero el Sr. Feu de
Carvalho, molesto con tamaña distancia, prefiere creer que la mayoría de las
obras del Aleijadinho haya sido realizada por artistas contratados de Portugal.. .
Menos digno aún de un historiador es (p. 53) dudar de ciertas obras de piedra
del Aleijadinho, porque “siendo éste lisiado de ambas manos, solo no podría, cierta­
mente, desplazar y mover tan pesados bloques de piedra” ¡sic! De manera que
El Cristo y la Adúltera, de Bernardelli, nunca le pertenecería, porque él solo jamás
podría dislocar y mover un bloque de mármol tan pesado. Es innegable que la
corrección de la verdad histórica no impide a los más sinceros historiadores, movi­
mientos de puro lirismo apasionado. Ya observé en un artículo mío publicado no
recuerdo dónde, que hay una tendencia casi supersticiosa en Minas a atribuir
todo. . . al Aleijadinho. El libro del Sr. Feu de Carvalho podría ser un excelente
antídoto a esa tendencia. Pero no lo es. Y nos aclara muy poco. Vuelve a subrayar
una duda que no tiene ningún valor social. Es el Aleijadinho casi una leyenda?
¿Es él la verdad maravillosa en la que creo. . . ? Ya se negó la existencia de Na­
poleón, y si el Sr. Feu de Carvalho consiguiera napoleonizarse en la destrucción
del Aleijadinho, es posible que en el siglo próximo, algún cura, si por entonces aún
los hubiere, considere al Sr. Feu de Carvalho apenas un símbolo etnográfico,
representativo de la noche que todo lo traga en su oscuridad negativa. Pero el
Aleijadinho, ante todo, es un símbolo social de enorme importancia brasileña,
americana y universal. Representa un conjunto de obras de arte magníficas: uno
de los momentos decisivos de nuestra formación histórico-psicológica; un genio
americano. La Historia no tiene nada que ver con toda esta simbolización pragmá­
tica, ya lo sé. Pero la duda es uno de los sentimientos humanos más despreciables.
Si el Sr. Feu de Carvalho tuviese documentos fehacientes que desmintiesen la ver­
dad tradicional, era indispensable cuestionar esa verdad, repudiarla y exigir una
revisión de valores. Sin embargo, el Sr. Feu de Carvalho no actuó ni como histo­
riador, ni como dueño de sus virtudes personales, que estoy lejos de ignorar,
cuando duda y duda, y por eso niega y niega, apoyado apenas y tan sólo en la
verdad histórica de que un pórtico mediocre y un lavatorio admirable no son del
Aleijadinho. A falta de mayores pruebas, me mantengo, con Bretas, con Vascon­
celos, dentro de la tradición” (N . del A .).
Me parece muy importante reconsiderar esta realidad histórica. El sen­
timentalismo local, olvidado de las fechas, se inclina a ver en la produc­
ción del A leijadinho la obra del enfermo, sufriendo horrores a causa de
esa misteriosa Zamparina *, que también estaba invalidando a otro artista
brasileño, el pintor Leandro Joaquim. La aparición de la enfermedad
divide en dos etapas nítidas la obra del A leijadinho. La etapa sana de
Ouro Preto y Sao Joáo d’El-Rei, se caracteriza por la serenidad equilibrada,
y por la claridad magistral. En la etapa de Congonhas, que es la del
enfermo, desaparece aquel sentimiento renacentista de la etapa sana,
surge un sentimiento mucho más gótico y expresionista. La deformación,
en la etapa sana, es de carácter plástico. En la etapa enferma es de ca­
rácter expresivo.
Es cierto que en Congonhas el A leijadinho trabajó más con madera
que con piedra. Pues bien, él fue un técnico formidable que sabía per­
fectamente acondicionarse a los materiales que empleaba, así como con­
dicionarlos a su imaginación expresiva. Los planos redondeados, princi­
palmente el audaz abultamiento de las paredes laterales, en la Sao Fran­
cisco de Sao Joáo d’El-Rei, aprovechan admirablemente el valor del ta­
bique en la arquitectura, así como existe una fuerte diferencia de concep­
ción entre las esculturas de madera y las de piedra. La “moralidad” de sus
esculturas es prodigiosa por eso. En la piedra fue un plástico intrínseco, en
la madera un expresionista a veces feroz. En la piedra, más sólida, más
duradera, siempre caracteriza y realza la sensación de nobleza y de eter­
nidad que tiene ese material. Sus figuras guardan una inmovilidad pro­
funda : no son los gestos los que mueven sus piedras, es la luz. Sus piedras
permanecen perfectamente conceptuales, con ese valor de eternidad in­
corruptible que las convierte en algo tan solitario, tan noble, en algo
ajeno a la naturaleza. En las escenas de los púlpitos, en las fuentes de
sacristía, en los profetas de Congonhas, las piedras edifican en un ritua­
lismo extático al que las redondezas lisas de los volúmenes agregan, ade­
más, ese paroxismo de voluptuosidad que está siempre junto al éxtasis
y a las serenidades hieráticas.
Sólo dos veces el A leijadinho escapó a ese. . . clasicismo de la piedra.
Una de ellas fue en el Sao Francisco de la fuente de la sacristía. En esa
figura maravillosa, la piedra ya no está tratada como un valor autónomo
puramente plástico, sino que más bien el cuerpo está concebido con una
intensidad, con una espléndida fuerza vital. La otra ocasión fue el me­
dallón de la fachada, en esa misma Sao Francisco de Ouro Preto.
El Aleijadinho manifiesta frecuentemente la tendencia a deformar las
figuras aumentándoles un poquito el tamaño de la cabeza. Eso puede
verse en el Sao Jorge, en los profetas de Congonhas, en los paneles de
* Zamparina: nombre dado a la epidemia que irrumpió por entonces en Rio de
Janeiro,^ en Minas y otras zonas del Brasil y que se caracteriza por una profunda
alteración de los sistemas nervioso y locomotor (N . d elT .).
los púlpitos. Se trata de un procedimiento común a los escultores góticos
de Francia, que aparece, por ejemplo, en los patriarcas de Saint Trophime
(A rles), en el portal norte de la catedral de Laon, en algunos de los
profetas y en la serie admirable de los apóstoles, en Amiens, en los
Gemelos, de Chartres, en los profetas, apóstoles, en el San Juan Bautista,
de la fachada principal de Reims, y todavía es más sistemático en los
frisos y capiteles más conocidos como en Notre Dame du Port en
Clermont, y en las iglesias del Puy-de-Dome. Ese proceso, reinventado
entre nosotros por el A leijadinho, da a las figuras una fuerza impresio­
nante, medio fantasmal. En un tiempo creí que, en el caso de los pro­
fetas de la escalinata de Congonhas, eso pudiese derivarse de las nece­
sidades de la escultura arquitectónica; la desproporción propuesta como
algo intencional a fin de que se produjese proporcionalidad dentro de la
perspectiva. Que es algo intencional, estoy seguro. Pero si en los
profetas de Congonhas ella se justifica por la necesidad arquitectónica,
en el caso de los púlpitos parece designar una intención expresiva, em­
peñada en hacer más impresionantes las escenas descritas. En cambio
el proceso que desaparece en las fuentes de sacristía, aparece esporá­
dicamente y con manifiesta intención expresionista en las Vía-Crucis, para
hacer más impresionantes, más sombrías, ciertas figuras (por lo general,
los infieles). Y ya no aparece en ese incomparable medallón donde Sao
Francisco recibe los estigmas que, como ya dije, fue una de las dos oca­
siones en que el A leijadinho hizo que la piedra-jabón se sometiese exclu­
sivamente a sus intenciones expresivas. La escena está tratada con realismo,
el cuerpo del santo arrodillado se echa hacia atrás, como impulsado por
los rayos que emanan de las heridas del Crucifijo. Lo más impresionante
es el cuerpo, por la proporción y el movimiento que dominan el ámbito
del medallón. Ese es uno de los momentos más geniales de la escultura
del A leijadinho , donde una dulzura divina, de primitivo italiano, se alia
a un movimiento, a un sentido realista admirable.
Pero con la enfermedad, el sufridor insufrible, se vuelve expresionista,
y se empeña en una violencia tan exasperada que más de una vez se vuelve
caricaturesco. En las Vía-Crucis, ya se lo encuentra luchando con la
madera, mucho más blanda que la piedra, de una plasticidad más servil.
No se somete a ella. Es ella la que lo sirve totalmente, y a sus odios
terribles (la serie caricaturesca de los soldados romanos), a sus amores
divinos (algunos de los Cristos, principalmente el que está siendo clavado
en la cruz), y a sus afectos humanos (como ocurre en la figurita del
niño con el clavel, el San Juan durmiente, las mujeres en la subida del
Calvario, el buen ladrón). Pero ya no todo es bueno. Si en la piedra de
los profetas se observa apenas esta o aquella irregularidad, cierta, incó­
moda, vacilación creativa, las Vía-Crucis, en cambio, contienen figuras
francamente deplorables, que lo impulsa a uno a preguntarse si realmente
serán del A leija d in h o . . . En la subida al Calvario, el Cristo es detesta­
ble, y otros horrores se ven, principalmente en el flagelo y en la corona­
ción de espinas.
Munido de una técnica perfecta, demostró una versatilidad asombrosa.
El individualismo vaga, casi inasible en tamaña riqueza de expresión. Sin
duda, muchas de las cosas que hoy le atribuimos, eran de sus alumnos
esclavos, y ni siquiera puede decirse que él sea primitivo en el sentido
de precursor de una orientación estética o de un estilo, ya que ni siquiera
sus propios compañeros de atelier prolongaron su obra. . . A muchos
cuerpos, a mucha rocalla, a muchas caras, él las debe haber esculpido
harto de todo, corroído por el sufrimiento, sofocado por el trabajo in­
gente *.
Realista extraño, el A leijadinho fue un deformador sistemático. Pero
su deformación es de una riqueza, de una libertad de invención absolu­
tamente extraordinarias. Se ha dicho que él nada sabía de escultura, y
sobre todo que desconocía la anatomía. . . Esto, por lo demás, no tiene
la menor importancia si se lo compara con lo que sí constituye ignorancia
supina y que es confundir la escultura con la anatomía. Pero el hecho
es que él ni siquiera ignoraba eso. El hombre que fue capaz de hacer
la fuente de Sao Francisco, el medallón de los estigmas, el Cristo clavado
en la cruz, el brazo del soldado tocando la trompeta, el San Pedro,
la expresión de dolor del soldado de la oreja cortada, en las Vías-Crucis,
sabía realizar magníficamente los valores anatómicos, cuando éstos acen­
tuaban y coincidían con el valor expresivo que él quería extraer de la
madera o de la piedra. Y viviendo en el Barroco y expresándolo, él va
más allá de las lecciones barrocas que presenciaba; su tipo de iglesia
expresa un sentimiento renacentista. Y en la toréutica él pone de mani­
fiesto una ciencia de la composición equilibrada, muy serena, que se
escabulle del barroco también. En la escultura, él es toda una historia del
arte. Bizantino a veces, como en el león de Congonhas, frecuentemente
gótico, renacentista a veces, frecuentemente expresionista a la alemana,
recordando a Cranach, a Baldung o Klauss Sluter; y más ocasionalmente
realista, de un realismo más español que portugués.
Yo creo que con él, Brasil entregó su más alto ingenio artístico. Una
gran manifestación humana. Su función histórica es vasta y peculiar. En
medio de aquel enjambre de valores plásticos y musicales de su tiempo,
muy superior a todos por su genio, coronó tres siglos coloniales. Era,
entre todos, el único que se podrá llamar nacional, por la originalidad
de sus soluciones. Era ya un producto de la tierra, y del hombre que
vivía en ella, y era un inconsciente de otras existencias mejores de ultra­
mar: un aclimatado, en la extensión psicológica del término. Pero, inge­
nio sin duda nacional, era a la vez el mayor falso boato de la nacionali­
dad, al mismo tiempo que caracterizaba toda la inautenticidad de nuestra
*
“Manuel Bandeira, en 1928, contó sesenta y seis figuras de madera en las
Vía-Crucis de Congonhas. Yo sumé setenta y cuatro, cuando estuve allá en 1917.
No creo haberme equivocado en la cuenta. ¿Habrán suprimido algunas? (N . del A .).
entidad civilizada, hecha no de desarrollo interno, natural, que va del
centro a la periferia y se vuelve excéntrica por expansión, sino de impor­
taciones acomodaticias e irregulares, artificial, venida del exterior. De
hecho, Antonio Francisco Lisboa profetizaba para la nacionalidad un
genio plástico que los Almeida Juniors posteriores, ¡tan raros! son insufi­
cientes para corroborarlo.
Por otro lado, el A leijadinho completa, como el máximo genio, el pe­
ríodo en que la entidad brasileña actúa bajo la influencia de Portugal.
Es la solución brasileña de la Colonia. Es el mestizo y es lógicamente la
independencia. Deforma la cosa portuguesa, pero no es una cosa fija
todavía. Es económicamente atrasado porque la técnica artística en Minas
se desarrolló más lentamente que el esplendor económico hecho tan
sólo de los restos de un colonialismo cuyo único objeto era enriquecer a
Portugal. Por eso, su aparición ya no corresponde a ninguna estabilidad
financiera. Es un verdadero aborto luminoso, como abortos luminosos
fueron la valorización del caucho y del café, y, en muchos aspectos, la
industrialización de Sáo Paulo.
Pero abrasileñando la cosa lusa, infundiéndole gracia, delicadeza y
nervio en la arquitectura, y siendo, por otro lado mestizo, el artista vagó
por el mundo. Reinventó el mundo. ¡El A leijadinho recuerda todo! Evoca
a los primitivos itálicos, bosqueja el Renacimiento, ahonda lo gótico,
casi francés a veces, muy germánico casi siempre, español en el realismo
místico. Una enorme irregularidad cosmopolita, que lo hubiera conducido
a algo irremediablemente diletante, de no haber sido por la fuerza de
convicción impresa en sus obras inmortales. Es un mestizo más que un
nacional. Sólo es brasileño porque, ¡Dios mío! apareció en Brasil. Y sólo
es el A leijadinho por la riqueza itinerante de sus idiosincrasias. Es por
esto, sobre todo, que él pudo profetizar americanamente el Brasil.
EVOLUCION SOCIAL DE LA MUSICA EN BRASIL "
( 1939)
A Oneyda Alvarenga
L a m ú s i c a brasileña, como por lo demás toda la música americana, tiene
un drama particular que es necesario comprender, para comprenderla.
Ella no tuvo esa fortuna que tuvieron las más antiguas escuelas musicales
europeas, así como las músicas de las grandes civilizaciones asiáticas, de
contar con un desarrollo por así decir inconsciente o por lo menos, más
libre de preocupaciones en cuanto a su afirmación nacional y social. De
modo que, si por un lado presenta manifestaciones evolutivas idénticas a
las de la música de los países europeos, y por ésta puede ser comprendida
y explicada, en varias ocasiones tuvo que forzar su marcha para identifi­
carse con el movimiento musical mundial o para darse una significación
más funcional.
En un comienzo, y siempre desde el punto de vista social, la música
brasileña tuvo un desarrollo lógico, que llega a ser primario de tan osten­
sible y fácil de advertir. Primero Dios, luego el amor y, finalmente, la
nacionalidad. Esta lógica de desarrollo no puede ser encontrada, al menos
con semejante firmeza, en las demás artes, lo que se explica perfecta­
mente: en ellas, tanto en la pintura como en la poesía, en la escultura al
igual que en la prosa, y en forma menos frecuente en la arquitectura, el
elemento individualista no depende en gran medida de las condiciones
técnicas y económicas del medio.
Sin duda la técnica, en el sentido de los elementos prácticos, estéticomateriales de realización de la obra de arte (óleo, luz eléctrica, mármol,
bronce, imprenta, metrificación, etc.) depende mucho de las condiciones
sociales del medio. Pero el artista, que es un ser configurado por la nece­
sidad natural de cultivar su arte, puede importar estos medios prácticos
por iniciativa exclusivamente personal y convertirlos en propios, incluso
aparentemente contra la colectividad. Esto suele ocurrir con frecuencia
en las civilizaciones de préstamo, más o menos desarrolladas artificial­
mente y a la fuerza, como ocurre en el caso de nuestras civilizaciones
americanas. Desde muy temprano los escritores brasileños escribieron e
imprimieron libros, sin que tuviesen tipografías, buscándolas donde no
existían. El Parnasianismo entonces, con su técnica del verso y el cultivo
del núcleo castizo de la lengua, fue entre nosotros un fenómeno típico
de esa importación de iniciativa particular, nada inexplicable, es cierto,
pero contradictorio y aberrante. Y de hecho, por la sistematización de
ritmos franceses (el alejandrino, el verso octosilábico) el almidonamiento con que se cultivaron los modismos verbales lusitanos, el Parnasia­
nismo vino a alterar violentamente la evolución de la lengua nacional
y de nuestra psicología lírica, que por entonces estaban creando los román­
ticos. Estos sí fueron aquí un fenómeno tan lógico como en Europa, des­
cendientes de las revoluciones burguesas de la Independencia. El Parna­
sianismo fue una excrecencia explicable pero derrotista, fruto legítimo
de la cultura ingenua y más o menos falsa, provocada por el artificialismo
obligatorio de nuestras civilizaciones importadas. Y, efectivamente, cuan­
do nuestra intelectualidad literaria retomó conciencia de sí misma y de
Brasil, ningún escritor verdaderamente relacionado con la contempo­
raneidad nacional pudo ser una expresión serena del Parnasianismo; más
bien, lo que hizo fue retomar a los románticos y a los naturalistas como
guías.
Obsérvese ahora uno de nuestros casos musicales más curiosos. La ex­
traordinaria expansión que tuvo el piano dentro de la burguesía del
Imperio fue perfectamente lógica e incluso necesaria. Instrumento com­
pleto, al mismo tiempo solista y acompañante del canto humano, el piano
funcionó en la profanación de nuestra música, exactamente como sus
hermanos, los clavicémbalos, habían funcionado en la profanación de la
música europea. Era el instrumento por excelencia de la música del amor
socializado con bodas y bendición divina, tan necesario a la familia como
el lecho nupcial y la mesa de comedor. Pero he aquí que contradiciendo
el virtuosismo musical del escenario, que durante el Imperio se confió
sobre todo, entre nosotros, a cantores, flautistas y violinistas, el piano
salta hacia él y va a producir los primeros genios de nuestro virtuosismo
musical.
Pues bien, ciertamente no fue Chiaffarelli quien produjo la genialidad
intrínseca de Guiomar Novaes y Antonieta Rudge. Sin embargo, la im­
portación natural de este gran profesor para la sociedad italianizada de
Sao Paulo, hizo florecer magníficamente la escuela de piano de la Cafelandia que ganó varios maratones en América. Pero que esta floración
pianística de Sao Paulo era una excrecencia social, aunque lógica de
nuestra civilización y en el esplendor de la cultura cafetera, se comprueba
no sólo por su rápida decadencia sino por la escasa función, por la casi
nula función nacional e incluso regional de esta pianolatría paulista. El
mismo, e indudablemente glorioso en su pasado, Conservatorio de Sao
Paulo, justificado por esa pianolatría, inspirado por ella, dorado inicial­
mente por el nombre de sus profesores pianistas (Chiaffarelli, Félix de
Otero, José W ancolle), haciendo traer de Europa un profesor de piano
(Agostinho Cantú) cuando lo que le faltaba era el canto, el violín y más
cuerdas, formando decenas y decenas de pianistas por año, propagando
abusivamente la pianolatría por todo el Estado, el propio Conservatorio,
sin embargo, inconscientemente, sin que nadie lo pretendiese, e incluso
contra su orientación voluntariamente pianolátrica, tuvo que readaptarse a
las exigencias técnicas y económicas del Estado y adquirir una función
cultural mucho más pedagógica, profunda y variada que el internaciona­
lismo industrial del virtuosismo pianístico. Y, por eso, lo que produjo de
más significativo no fueron sus pianistas sino otras producciones. Fue una
literatura musical numerosa, con Samuel Arcanjo dos Santos, Savino de
Benedictis, Caldeira Filho, Néstor Ribeiro, y especialmente los primeros
estudios de folklore musical, verdaderamente científicos, con Oneyda
Alvarenga y sus compañeros de la Discoteca Pública, todos formados en
el Conservatorio. Fue, también, la instalación en Sao Paulo de una gran
editorial internacional, impulsada por dinero italiano, que contaba como
un hecho seguro con la venta de sus ediciones en el medio italianizado
del Conservatorio; y que tuvo como consecuencia la publicación, en nues­
tra lengua, de ilustres obras didácticas italianas y de otra procedencia. Y,
además, su producto más característico y más elevado, no fue un pianista
entregado al virtuosismo, sino un pianista que abandonó el piano por la
composición, el compositor y director Francisco Mignone. Y, lo que es
más interesante aún: incluso las obras de musicología escritas fuera de
los muros del Conservatorio, aspiran directamente al establecimiento pe­
dagógico, como, por ejemplo, en el caso de libros importantísimos como los
de Furio Franceschini y Sá Pereira. Es más: el conservatorio se convirtió
en un núcleo importante de la composición nacional, no sólo por los
compositores que produjo, sino por el hecho de haberse visto obligado a
llamar a su recinto — protegiéndose con esa fuerza joven que se le
escapaba, y protegiéndola económicamente y con su autoridad— a un
grupo numeroso de compositores brasileños o brasileñizados, de quienes
basta citar apenas los principales nombres de Camargo Guarnieri, Artur
Pereira, y Frutuoso Viana: oriundo de Minas Gerais que luego se tras­
ladó a Sao Paulo.
Y
de esta manera, al Conservatorio de Sao Paulo se le podrá aplicar
exactamente el reverso del refrán que dice “Donde pone el ojo pone la
bala”. Fruto de intereses financieros, con la tendencia a adorar la pianolatría paulista que tenía al rey en el ombligo, un rey que tenía el cerebro
de Chiaffarelli y los veinte dedos gloriosos de Antonieta Rudge y Guiomar
Novaes; nacido de una excrecencia virtuosística sin ninguna justificación
más funcional y profunda, al punto que ni siquiera en la composición
paulista produjo obras pianísticas que fuesen capaces de caracterizarla,
el Conservatorio de Sao Paulo se vio forzado, por las condiciones sociales
del medio, a convertirse en un centro de musicología y de composición.
Es que la música, siendo la más colectivista de todas las artes, exigiendo
que haya comunidad para poder realizarse, ya sea la colectividad de los
intérpretes ya sea la de los oyentes, está mucho más sujeta y de manera
mucho más inmediata, a las condiciones de la comunidad. La técnica
individual importa menos que la colectiva. Es perfectamente comprensible
la aparición en Brasil de un clásico de la prosa portuguesa tan delicioso
en el siglo xvn, como fray Vicente do Salvador, o de un escultor tan genial
como Antonio Francisco Lisboa en el siglo x v i i i . En cambio sería total­
mente imposible, en esos tiempos coloniales, la aparición de un émulo de
Palestrina o de Bach. Incluso en el caso de que hubiera surgido, su mú­
sica no hubiera existido en absoluto, porque la Colonia jamás hubiera po­
dido ejecutarla. Ni teníamos capillas corales capaces de enfrentar con
éxito las dificultades técnicas de la polifonía florida, ni oyentes capaces
de entender tal música y edificarse con semejantes complicaciones musi­
cales. Y si ese Palestrina de los cocoteros no se hubiese visto obligado a
buscar otras tierras para realizar su arte, hubiera tenido que rebajar su
imaginación creadora hasta la mezquina confección de los cantos para
órgano jesuíticos o hasta la monótona adaptación de palabras católicas a
los bailes rústicos e irremediables de nuestra indiada.
El desarrollo técnico de la colectividad ejerce una función absoluta­
mente predeterminante en la aparición del individuo musicalmente do­
tado; e, históricamente, si por la primera logramos explicarnos la índole
del segundo, a su vez el individuo musicalmente dotado nos brinda datos
importantes para evaluar el desarrollo técnico de la colectividad. Así, las
misas y motetes del padre José Mauricio Nunes García son una prueba
irrefutable de lo que fue realmente la técnica musical de la Colonia.
Sabemos, por viajeros y autores nuestros que se hacía música altamente
perfecta en ese antiguo Brasil. Maestros de solfeo franceses fueron impor­
tados por señores de ingenio: la enseñanza jesuítica fue musicalizada a
la europea para ser impartida a los esclavos de Santa Cruz; óperas
europeas fueron cantadas espléndidamente en el Río Juanino *, para
asombro de Neukomm y Saint-Hilaire. A veces, confundidos, somos
llevados a equiparar esa “perfección técnica” que había alcanzado nuestra
música de entonces, con lo que comprendemos por “perfección técnica”
cuando hablamos de lo que se hacía en Europa. Todo es la misma per­
fección técnica. Pero la música del padre José Mauricio opone una obje­
ción; y por su facilidad relativa, por su polifonía humilde, por el dulce
divagar solístico de sus propios conjuntos, que, por lo demás, casi siempre
coralizados verticalmente, ella demuestra de manera rotunda que en la
más hábil capilla colonial, pagada con los dineros gordos del rey, la habi­
lidad era mediocre. Además, el monodismo era el recurso siempre domi­
nante, dentro del mismo coro, culminando apenas en el virtuosismo senti­
*
El autor se refiere al Rio de Janeiro de los tiempos de Don Juan VI, rey de
Portugal que en 1808, ante la presión napoleónica sobre la península, huyó al
Brasil donde estableció su corte (N . del T .).
mental de las sopranos de importación. El mismo conjunto orquestal era
frágil, apenas comparable al que habían alcanzado, un siglo antes, las
orquestas de Mannheim y de Viena.
II
En su desarrollo general la música brasileña sigue, pues, obedientemente,
la evolución musical de cualquier otra civilización: primero Dios, después
el amor, luego la nacionalidad. La Colonia, realmente, no logró nunca
liberarse de la religiosidad musical. Dos especies de esclavos eran los que
Portugal tenía que satisfacer aquí: el negro y el colono brasileño. El
incienso y el batuque imperaron con violencia; y los mismos jesuítas, por
cierto más liberales y máximos propulsores, aquí, de la religión verdadera,
sirvieron menos al catolicismo que a la colonización, con sus procesos de
catequesis, sus procesiones, semanas santas, iglesias y repertorios musica­
les. En cuanto al teatro, no fue otra cosa que un teatro de esclavos.
Mientras que el teatro profano, que es el arte más colectivista después de
la música, y aún más capaz que ésta de brindar cierta conciencia social a
una comunidad, no pudo vivir aquí sino en forma esporádica y, muchas
veces, en manifestaciones insultantemente aristocratizantes como aquella
absurda realización cuiabana de la ópera de Porpora, “Ezio in Roma”,
de 1790. Y nuestro mejor dramaturgo, el Judío, nacido en Brasil, no
podría vivir aquí. Sólo pudo expandirse en Portugal, para m orir. . .
Aquí, habría nacido muerto. La Colonia se conservaba como colonia de
un país sin malicia, especialmente a costa de incienso y batuque místico.
El resultado brasileño de ese “panem et circenses”, de poco pan y mucho
circo, fue una iglesia para cada día del año, en la ciudad de Salvador; el
A leijadinho, resguardó el incienso de las ventiscas alteradoras, y el padre
Mauricio sonorizó las naves consoladoras de este mundo purgativo. Pri­
mero, la técnica religiosa: órgano, coros y castrados en fermata. Y luego,
ya como fruto de la tierra, un primer gran músico religioso: el padre
José Mauricio.
Pero la música de los primeros jesuítas fue necesaria y social, en cuanto
la religión es algo necesario y social. La creencia en Dios, la esperanza en
la Divinidad, tanto desde el punto de vista espiritual como etnográfico,
no es una superstición inicialmente impuesta por los grupos dominantes
de la sociedad. Parte de abajo hacia arriba; y las masas populares de los
clanes son creyentes por naturaleza, en virtud de aquel necesario espíritu
místico propio de las mentalidades incipientes. Espíritu que se muestra
místico, si ha de creerse a viajeros y etnógrafos, incluso cuando no en­
cuentra en ciertas tribus noción nítida y conceptual de lo que sería la
Divinidad. Pero siempre venera, si no a los Daimonios, por lo menos a
los Antepasados. Y esa creencia común en el Ancestro, o en un Daim onio,
o en cualquier otra forma que la mentalidad primitiva imagina a las
fuerzas sobrenaturales, esa creencia común se convierte en una “religión”,
en el sentido social de “religare”, porque opera como elemento de fusión
defensiva y protectora de la colectividad. Y la música, o mejor aún, el
canto, es el medio más litúrgico, más imprescindible, pudiéndose decir
incluso sine qua non de la puesta en contacto místico con el dios desmaterializado. Porque el canto es todavía un fluido vital, que a través de
la boca se escapa de aquella parte inmaterial de nosotros mismos que
reside en nuestro cuerpo. Es justamente el elemento más propicio, por
ser idéntico, para comunicarnos con el fluido inmaterial de los ancestros
y de los espíritus; fluido éste, ya liberado de los cuerpos y que todavía
flota en los aires, sorprendiendo, vive donde quiere o planea serenamente
en la Tierra liberada del Mal, más allá de los Andes 20.
No quiero decir, es obvio, que la mentalidad de los portugueses y de
los curas era esa, primaria, de los que llamamos salvajes. Pero muchas
circunstancias la “primitivizaban”, la envejecían o infantilizaban, si se
quiere: la falta de técnica, el contacto con el indígena, el distanciamiento
de las fuerzas civilizadas propicias al ateísmo, y esa enorme enfermedad
sin remedio que es la presencia de la muerte. Y por eso la música, o más
exactamente, el canto místico de los jesuítas, funcionaba también como
elemento religioso, es decir, de re-ligación, como fuerza unificadora, unanimizadora, defensiva y protectora de los diversos tipos sociales que se
agrupaban sin ley ni rey en el ambiente inmediatamente post-cabraliño *:
jefes nobles profanos, aventureros voluntarios, criminales deportados, cu­
ras y salvajes esclavos. El principal embate se producía naturalmente
entre las ambiciones del colono y la instintiva libertad del indio, y era una
constante la amenaza de zozobra total de la colonización. La música
mística de los jesuítas vino entonces a incidir necesariamente y en el más
lógico sentido social, como elemento de religión, de catequización del
indio y concomitantemente de regimentación general. Encantaba mági­
camente y sometía a las fuerzas contrarias, o sea, a los indios: confortaba
casi terapéuticamente a los apestados del exilio americano, o sea, a los
colonos, y a todos los reunía, confundía y armonizaba en un grupo que
las necesidades, o mejor, la total carencia de técnica y riqueza, convertía
en una verdadera comunidad sin clases, compuesta por individuos so­
cialmente nivelados entre sí.
Porque en estos primeros tiempos los mismos jefes eran, por efecto de
la aventura, individuos de una relevancia social apenas diferenciable de
la de los otros colonos. Eran tan sólo reconocidos como los más hábiles,
los que de algún modo resultaban más aptos — una distinción espiritual
muy sutil de autoridad, perfectamente equiparable a la distinción física
del más fuerte, y por eso aceptado tácitamente como jefe en los clanes
de los primitivos. Los representantes del rey portugués que encabezaban
*
Es decir, en el ambiente colonial inmediatamente posterior al arribo de Pedro
Alvarez Cabral, el navegante portugués que descubrió Brasil en el año 1500 (N .
del T .).
las primeras exploraciones, eran jefes de la misma forma que los tuxauas
y morubixabas 21 amerindios, comiendo y durmiendo como los otros y
con los otros, trabajando muchas veces como los otros y con todos, lu­
chando en la defensa común, surgiéndole la función de autoridad sola­
mente en los momentos de religión (religare. . . ) del grupo, en las
ceremonias, en las guerras, en las incursiones de tierra adentro, en las
disensiones entre colonos.
Y por todo eso, la música religiosa de los jesuitas, popularmente hu­
milde, era “litúrgica” en la extensión más primitiva y social que pueda
tener el concepto de liturgia. Era una cosa imprescindible, sine qua non.
Y era incluso más litúrgica desde el punto de vista social que desde el
punto de vista específicamente católico, ya que en el catolicismo de la
época, la música no era algo imprescindible en el oficio divino, y toda
la parte de éste cantada por el coro y por los fieles, era repetida por el
cura y sus acólitos junto al altar.
Pero si la música religiosa no formaba parte necesaria de la liturgia
católica, fue en cambio, socialmente hablando y en esos primeros tiempos,
un elemento litúrgico de socialización de los primeros agrupamientos.
Y tanto es así que se convirtió, desde un comienzo, en un elemento per­
fectamente representativo de aquella comunidad sin clases. Se volvió
universal (a la europea. . . ) por el empleo del canto católico de los por­
tugueses, con los primeros cantos de órgano y el gregoriano. Pero era al
mismo tiempo nacional y brasileña por la absorción de las realidades de
la tierra y de los naturales que la poseían, utilizando cantos y palabras
amerindias, danzas amerindias, generalizando el catereté *, y hasta pro­
cesos amerindios de ritual místico, pues hubo curas que llegaron a pre­
dicar, imitando la gesticulación y los acentos vocales litúrgicos de los he­
chiceros. Esa música fue, pues, cada vez más, una fuerza que creció de
abajo hacia arriba, y vivió de las mismas necesidades sociales de la
Colonia primitiva.
Y sólo después, con la fijación de ciertos centros — Bahía, Pernam­
buco— y la mayor estabilidad que alcanzaron con la organización gue*
“Resulta curiosísimo observar que hasta hoy, en ciertas festividades coreográfico-religiosas conservadas tradicionalmente por las poblaciones rurales paulistas,
la Danza de Santa Cruz, la danza de San Gonzalo, las partes especialmente reli­
giosas de la ceremonia son seguidas por una danza en ronda general, a la que
llaman cururu. Se trata de una danza impresionantemente asimilable, en sus pasos
y ademanes, a ciertas coreografías amerindio-brasileñas todavía actuales, reveladas
por la cinematografía. Parece, por lo que sé, que la Danza de Santa Cruz vive
exclusivamente o casi, en los villorrios muy atrasados que yacen en las zonas no
desarrolladas de los alrededores de la ciudad de Sao Paulo. Algunas de estas po­
blaciones (como Carapicuiba, que es donde más viva se conserva la Danza de
Santa Cruz) provienen de las primeras poblaciones defensivas y de penetración,
fundadas por los jesuitas en los alrededores de Piratininga. En el cururu religioso
de esas danzas tradicionales, creo ver una tradición jesuítico-amerindia que allí
permaneció por cuatro siglos” (N . del A .).
Con respecto al catereté, nos cabe aclarar que se trata de un baile rural cantado
cuyo nombre señala su origen tupí, pero que coreográficamente se muestra muy
influida por los estilos de danza africanos (N . del T .).
rrera de las villas, sus fortines e iglesias, fortificados ya con la idea del
asentamiento definitivo; con la objetivación, ritual y luego suntuaria, del
principio de autoridad de los jefes, donatarios, provinciales, que se ins­
talaron en sus bisoños palacios; sólo entonces es cuando la música, aunque
religiosa siempre, va pasando poco a poco de su condición necesaria a
innecesaria, sin moverse más de abajo hacia arriba, y se convierte en un
elemento decorativo en las fiestas religiosas.
Ahora, y desde ciertos centros más consolidados de la segunda mitad
del primer siglo (Bahía, Olinda) la música se va convirtiendo en un ins­
trumento que será utilitario y utilizable de otra manera. Muere el Dios
verdadero de la primitiva colectividad y no tiene propiamente resurrec­
ción. He aquí que de pronto, cuando más seguro se estaba de su estabi­
lidad, tañe festiva la campana de la Resurrección en la iglesia fuerte, y
se advierte que el Dios de abajo, el Dios popular que ofrecía las cosechas,
protegía en las guerras e igualaba místicamente a todos los miembros de
la comunidad, había sido reemplazado por otro, igual al primero en apa­
riencia, pero con otros principios: un Dios singularmente esclavista, que
repudiaba la esclavitud de los indios pero consentía la del negro, un Dios
satisfecho, triunfal, lleno de adornos barrocos y francamente favorable
al régimen latifundista. Fue éste el dios que siguió cumpliendo la misma
función de goma arábiga y pegatodo de la colectividad. Colectividad que,
por lo demás, ya no vive más en una amplia e igualadora casa de una
sola planta, sino en otra de varios pisos. . .
Esta música religiosa ya no es más viscera, es epidermis. Ya no es
baja sino elevada. Ya no es popular, sino erudita y noble. Ya no es fea
como la vida sino que pretende ser bella como en el arte. Sigue siendo,
todavía, europea porque es católica, pero ya no es concomitantemente
nacional. No se vale de cateretès, sino apenas de unos solfeos importados
y de la última moda rococó que incluye unos sonidos, unos instrumentos,
unos ritmos, unas melodías y unos textos exclusivamente europeos, en el
más dominador e insensible olvido de la tierra y del primer brasileño
que ya nació.
Y
desde entonces, hablando con propiedad, no hay más música en la
Colonia. Quiero decir: un elemento que pese a ser inmediatamente inne­
cesario y estético, ejerza siempre una función religadora, correspondiente
a la colectividad en la cual se está realizando. Lo que existe, la música
que se hace aquí, religiosa o no, asume todos los aspectos detestables del
virtuosismo. Es un despliegue de afectaciones totalmente desvinculado
del progreso espiritual de la colectividad. Util solamente para algunos.
Ritual perturbador que acompaña a los jefes y les asegura cada mes,
ante el ojo multitudinario, el milagro de la transfiguración.
No estoy criticando ni mucho menos condenando, ya que sería inútil,
esa finalidad puramente virtuosistica autocràtica y popularmente debilita­
dora, que tomó la música de la Colonia y en la que ella perseverará hasta
el Imperio. Era una fatalidad. Era una fatalidad tanto de la evolución
humana como de la evolución social del país.
III
He allí que tiene lugar la Independencia la cual, si bien resulta política­
mente lógica, socialmente no es sino una aspiración. Se estableció un im­
perio, se importaron emperadores y todo un sistema de distribución de
títulos nobiliarios que eran pura afectación, que casi en nada se basaba
en aquella aristocracia de tradición regional, fuerza y riqueza que se
forma naturalmente en cualquier país bajo cualquier régimen. Y era una
aristocracia como esa la que nosotros teníamos aquí. Sin embargo, la falsa
independencia y la nueva nobleza vinieron a contribuir decisivamente,
burguesas por excelencia como eran, al predominio de lo profano y de
la música amorosa.
Sí, con el Imperio, el batuque místico ya no bastaba para calmar al
nativo consciente de su tierra y de su independencia, y con sus intereses
volcados hacia la posesión de su purgatorio. Sobrevino nuestra Ars Nova.
La música profana empezó a predominar en dos manifestaciones específi­
camente características de sensualidad sexual: la m odinha de salón, la­
mento amoroso, y el melodrama, válvula de escape de las pasiones. La
m odinha ya era manifestación intrínseca de la cosa nacional, ante lo cual
poco importaban su falta de carácter étnico y las influencias que le daban
forma. Ella caracteriza perfectamente, incluso hasta en eso, a la aristo­
cracia forzada, realmente burguesa por su concepto y costumbres, de la
clase dominante en el Imperio. Pero, como manifestación casera, semiculta, no siendo popular ni erudita, la m odinha de salón jamás alcanzará
una funcionalidad decisiva en nuestra música. Sólo cuando pasará a ser
popular, podrá aportar algunos elementos originales a la música nacional.
Pero, asimismo, cargada siempre de un urbanismo lavado e incompetente,
como el fado y el tango, los encantos de su jardín se abrirán siempre peli­
grosamente engañadores, menos propicios a lo vernáculo del canto que a
la vulgaridad festiva.
Es realmente en el melodrama donde se concentra la manifestación
musical erudita del Imperio. El país, que se daba el lujo de distraer serias
reservas para el sustento y herencia de una casa imperial, se daba también
el lujo de sustentar al más rico y brillante centro operístico de la América
de entonces. Y sobrevino así la segunda etapa histórica de nuestra música,
que fue, además, resultado de su evolución técnica. El corista-solista de
la polifonía religiosa colonial, dominando en el “superius” del cuarteto, y
culminando en el soprano importado, cantante de arias de ópera incluso
durante la realización del oficio divino, tuvo como consecuencia natural
al cantante de teatro. Pero, como Brasil no parece propicio a la creación
de voces bellas y no tenía escuelas, al no haber cantores, los importó.
Fueron los José Amat que se afincaron aquí, y otros que venían y se
quedaban durante años, como la De la Grange. Se establecieron entre no­
sotros las orquestas de teatro, tanto que hasta las representaciones en
prosa a menudo terminaban con la ejecución de danzas importadas, muy
de moda en el Imperio, como la polka, la mazurca, el vals, luego trasla­
dados a los salones familiares. Y se fijaron también los elencos melodra­
máticos. La ópera cuya parte central era importada, vale decir tanto el
cantante como las piezas e instrumentistas, sincronizaba sonriendo con la
figura perezosamente dictatorial del Emperador, y con la fórmula polí­
tica del Imperio, espuria y solitaria en nuestra América. Nuestro teatro
melodramático, que como teatro podía volverse eficiente y la más prag­
mática de las manifestaciones del arte, no pasaba de ser una excrecencia
imperial y ricachona. No tenía ninguna base en nuestro teatro popular
cantado, por entonces en su período más brillante con los reisados *, las
pastorales, los congos, las cheganqas. Más bien era importado y solitario
como el propio Emperador.
Es en ese momento cuando surge la mayor figura musical que ha
producido Brasil hasta ahora, la cual con su fecundo genio venía a
sentar bases más sólidas a todo ese castillo fundado en la resbaladiza
arena del litoral: Francisco Manuel da Silva. Es éste el gran nombre que
presenta la música brasileña en el curso de sus vicisitudes sociales.
Dotado de una visión práctica genial que lo llevaba a actuar contra cual­
quier dificultad, es el creador que funda nuestra técnica musical definiti­
vamente. Viola el dominio de la epidémica iniciativa particular en que
se había dispersado hasta entonces toda nuestra enseñanza musical, con­
centrando en las manos permanentes del Gobierno la educación técnica
del músico brasileño. Funda el Conservatorio. Y además define el paroxis­
mo melodramático de la monarquía, creando la Academia Imperial de
Opera. Y la fortuna le fue tan fiel, que coronó toda esa fecundidad con­
virtiéndolo sin querer en el autor del Himno Nacional Brasileño. Francisco
Manuel da Silva ejerce en nuestra música la finalidad que Guido D’Arezzo
tuvo en la teoría y en la práctica de la monodia europea. Es un coordi­
nador, un sistematizador, un tecnificador genialísimo. De la misma forma
como Guido D’Arezzo fija la teoría, facilitando la práctica musical, así
Francisco Manuel fija la teoría, fija la escuela, y facilita y nacionaliza
la ópera imperial, dándole una organización permanente y sólida.
Y
el fruto de todo eso fue Carlos Gomes. Resulta casi imposible ima­
ginar la producción del cam pineiro * * sin la intervención de la existencia
de Francisco Manuel. ¿El melodrama imperial bastaría para justificar­
lo?. . . Creo que no. En todo caso, es la menos probable de las hipótesis
que Carlos Gomes hubiese sido lo que fue, sin Francisco Manuel da
*
El reisado es una danza dramática popular para festejar el día de Reyes (N .
del T .).
** Vale decir, oriundo de la ciudad de Campiñas que, por ese entonces pertenecía
a la provincia de Sao Paulo (N . d elT .).
Silva. Porque son los beneficios técnicos, didácticos y la búsqueda de
nacionalización, lo que éste concretó en sus dos grandes empresas que
Carlos Gomes representará. Y en la lucha por la conquista de sí mismo,
los dos momentos decisivos del afianzamiento musical de Carlos Gomes
son la huida a Rio y la consecuente entrada al Conservatorio fundado
por Francisco Manuel, y su dedicación definitiva al melodrama, con los
éxitos de “A Noite no Castelo” y “Joana de Flandres”, ejecutadas en la
Academia Imperial de Opera, también fundada por Francisco Manuel.
Del Emperador y de su ópera, lo que Carlos Gomes extrajo fue el canto
en italiano, el italianismo musical, la importación, la desvinculación fun­
cional. Estas son las razones que me llevan hoy a decir en letra impresa
lo que algunos años atrás ya dije confidencialmente a un amigo: cuanto
más estudio a Carlos Gomes, más admiro a Francisco Manuel.
Como expresión artística, Carlos Gomes es la síntesis profana de toda
la primera etapa estética de nuestra música, etapa a la que llamaré “Inter­
nacionalismo Musical”. ¿Qué caracteriza esta etapa? Si dijéramos que la
evolución social de la música brasileña se procesó a través de estados de
conciencia sucesivos, este primer estado de conciencia fue el del interna­
cionalismo. Se importaba, se aceptaba, se apreciaba, no la música europea,
ya que no existe propiamente música europea, sino las diferentes corrien­
tes musicales europeas. El colono tenía además la justificación para
subrayar así el estado de dependencia al cual quería conservar la
posesión de este Atlántico, y eran siempre bagatelas, cintas y cuentas
coloridas de la industria europea lo que él recibía a cambio del palo-brasil,
el azúcar y el oro que entregaba. Y era con esas cintas y cuentitas que
nuestros compositores se adornaban, para aparentar que eran buenos
técnicos y aspirar a la celebridad.
Porque a esto fue a lo que nos condujo el estado de conciencia intema­
cionalista. Sé bien que muchos compositores tardíos más enceguecidos
todavía, ecos perezosos de esos tiempos más cómodos, escamotean ahora
la palabra ‘intemacionalista”, sustituyéndola por otra y vienen a hablarnos
cantando de la música “universalista”, de “música universal” *. Esto es
un verdadero primor de ignorancia sociológica, ya que ni siquiera el
proletario urbano, universalista por fatalidad económica y técnica, produjo
música popular a la que de algún modo se le pueda llamar universal.
*
“Pareciera que me contradigo, cuando niego aquí la existencia de música
“universal”, después de haber clasificado así a la música religiosa de la Colonia.
Sin embargo, no hay contradicción. En aquella parte, yo consideraba la música
bajo un punto de vista social. Por lo tanto verifiqué — y con un cauteloso “a la
europea”— que la música considerada como factor religioso, como elemento diná­
mico e interesado en congraciarse y ser reconocido por los “socii”, se nos universaliza, necesaria y preliminarmente aceptada. No era contemplación, era acción.
En este sentido, la música de las religiones unlversalizadas es tan universal como la
locomotora y el fútbol. Pero ahora paso a considerar técnicamente, y ya no social­
mente, los elementos constitutivos de la música, en su carácter de creación estética,
considerada como productora de obras de arte. Es en este sentido que niego la
existencia de una música "universal”.
Y un verdadero universalismo étnico es un sueño para un futuro dema­
siado remoto, para que por ahora podamos valernos de él para argu­
mentar. Sueño que, por lo demás, ninguna experiencia de la historia
humana pudo confirmar. La llamada “música universal” es un espe­
ranto hipotético, que no existe. Pero sí existe, no puedo negarlo, la
música intemacionalista, la sofisticación tediosa y fatigada de los “Transatlantiques” de la comedia célebre.
¿Y cuáles fueron los efectos ciertos y probados de ese internaciona­
lismo que todavía no pudo ser universalismo ni tal vez lo sea nunca?
Ocurre que cuando el compositor se deja llevar por una inspiración libe­
rada de su nacionalidad, cae en otra nacionalidad que no es la suya.
Quiero decir, imagina estar haciendo música universal, y en realidad está
bajo el signo Debussy-Ravel, y entonces es afrancesado; o está bajo el signo
Puccini-Zandonai, y entonces es un italianizado; o bajo el signo WagnerStrauss, y hasta parece un ario. En la mejor de las hipótesis, cae en un
atonalismo sistemático y entonces, menos que austríaco, es un copista de
Schoemberg; cuando no, se deslumbra con excesos de percusión, ritmos
obsesionantes, líneas de polifonía pluritonal, y tenemos entonces a un
stravinskyano. No hay que olvidar, además, a los miríficos “Sin Carác­
ter”, ciertamente raros pero insolentes en su habilísima ostentación. Me
refiero a los Mendelssohn, a los Meyerbeer, a los Tchaikowski y otras
acomodaticias colchas de retazos, especie de horno crematorio del cisco
de muchas razas. No hay música internacional y mucho menos música
universal; lo que existe son genios que se unlversalizan por ser dema­
siado fundamentales. Palestrina, Bach, Beethoven, o mujeres que se
internacionalizan por ser demasiado fáciles, la “Traviata”, la “Carmen”,
“Butterfly”. Sin embargo, dentro de este mismo internacionalismo o de
aquella universalidad, tales músicos y tales mujeres no dejan nunca de
ser funcionalmente nacionales.
No quisiera para mí el drama de esos compositores profanos de la
etapa intemacionalista. Ellos hicieron serios esfuerzos, y lo que es peor,
nada compensadores, para adquirir una realidad social más legítima y
brasileña. Reflejaron en ese esfuerzo, ingenuamente atrasados, el roman­
ticismo indigenista, y nos dieron “O Guaraní”, “O Escravo”, “Moema” 22
y otros sueños y quimeras. En todo caso, Carlos Gomes, con sus dos
óperas de intención brasileña asumió una finalidad social y nacional
respetable, haciéndose eco, si bien románticamente indigenista, del mo­
vimiento a favor de la abolición. Y que ese eco era consciente, lo prueba
la dedicatoria del “Escravo”.
IV
Cuando nació la República, nuestra música erudita se encontraba en esa
situación, era intemacionalista en sus formas cultas y en su inspiración,
y todavía estaba muy alejada de la patria, a pesar de los esfuerzos de
Francisco Manuel y Carlos Gomes. La República aportaba un sentido
mucho más americano y democrático al Brasil. Ya no éramos una excre­
cencia monárquica y aristocrática dentro de las tierras americanas. Por
lo tanto, era de prever que eso tuviese una repercusión profunda en el
desarrollo social de nuestra música y en su orientación estética. Pero no
fue exactamente así.
La genial creación de Francisco Manuel necesariamente tenía que
producir frutos ácidos más que frutos dulces, a la manera de ciertos
árboles cuyas primeras cosechas son tan sólo promesas de un generoso
futuro. Y, de hecho, es en el Instituto Nacional de Música donde nacen,
donde derivan o donde se agrupan los numerosos compositores nacionales
de la República recién nacida. La composición empieza por convertirse
en una forma constante de nuestra manifestación erudita más allá del
virtuosismo; pero esa composición todavía es sistemáticamente intema­
cionalista. Así, el Instituto de Francisco Manuel había logrado desenvolver
y proteger la producción, impulsando enormemente la técnica de compo­
sición, pero todavía no había logrado liberar esa producción y esa técnica
de la tutela general de la Europa intemacionalista. De modo que los
compositores que caracterizan ese primer período de la República son
típicamente intemacionalistas. El gran Henrique Oswald, Leopoldo
Miguez, Glauco Velasquez, Gomes de Araújo, Francisco Braga, Barroso
Neto (estos dos en su primera etapa) y otros buenos representantes de
ese período republicano inicial, ya presentaban, cabe reconocerlo, una
técnica suficientemente fuerte como para que nuestra música alimentase
unas primeras aspiraciones de autonomía. A esto nos había llevado prin­
cipalmente aquel Conservatorio fundado por Francisco Manuel. Y eso
no era todo. Si las guerras del Sur habían contribuido para acendrar en
el pecho brasileño la convicción más íntima de una patria completa y
unida, por otro lado un simulacro de independencia económica y relativa
holgura, acarreada por el éxito fenomenal del café, había vuelto opor­
tunas las afirmaciones de la personalidad nacional. Así pues, dejando a
un lado el frágil nacionalismo meramente titular y textual de dos óperas
indigenistas de Carlos Gomes, no parece tan sólo algo casual el hecho de
que justamente en la tierra de promisión paulista, recién descubierta,
surgiese el primer nacionalista musical, Alexandre Levy. Tampoco parece
casual que inmediatamente después, Alberto Nepomuceno viniera desde
su Nordeste, la mayor mina conservadora de nuestras tradiciones po­
pulares, para instalarse en Rio, ciudad ésta adoptada como capital del
país y que empezaba a divertirse más ampliamente con las primeras
mensualidades satisfactorias que le llegaban de la tierra de promisión. Y
realmente estos dos hombres, Alexandre Levy y Alberto Nepomuceno,
representan las primeras conformaciones eruditas de la nueva toma de
conciencia colectiva que se formaba en la evolución social de nuestra
música: la nacionalista.
Por otra parte, ello se veía presionado por la definitiva e impresionante
consolidación de nuestra música más intransigentemente nacional: la
música popular. En efecto, durante la Colonia no tuvimos, rigurosamente
hablando, música popular a la que pudiese llamarse brasileña. Esta ex­
presión voluntariosa de nacionalidad no interesaba a la Colonia, y hubiera
sido incluso perjudicial a la condición subalterna a la cual tanto la tierra
como su pueblo debían someterse. La escasa documentación existente
tiende a probar que los negros hacían su música específica, los portu­
gueses la suya, y los indios su música amerindia. Recién a fines del siglo
x v i i i , ya en vísperas de la Independencia, es cuando un pueblo de ca­
racterísticas nacionales comienza a delinearse musicalmente, y ciertas
formas y constancias brasileñas empiezan a asentarse como elementos
tradicionales en la comunidad, con el lundú, la m odinha, la síncopa.
Luego, y con una mayor exigencia popular, se asientan nuestras grandes
danzas dramáticas: los reisados 23, las dos Chegangas 24, los Congos y
Congados 25, los Cabocolinhos y Caiapós 26 y el B um ba-m eu-B oi 27, algu­
nos de ellos probablemente recopilados rapsódicamente y “arreglados”,
tanto textual como musicalmente, por poetitas y musiquitos urbanos total­
mente anónimos. El Bumba-meu-boi, sobre todo, ya era característica y
libremente nacional, recordaba muy poco sus remotos orígenes ultrama­
rinos, y celebraba al animal que se había convertido en el sucedáneo
histórico del Bandeirante, en el instrumento más útil desde el punto de
vista de la penetración de las tierras del interior, así como socializador y
unificador de nuestra patria: el Buey. Finalmente, en los últimos días del
Imperio y primeros de la República, al pasar la m odinha del piano de los
salones a la guitarra de las esquinas, con el maxixe, la samba, y la for­
mación y fortalecimiento de los conjuntos serenateros de los choros y la
evolución de la tonada y de las danzas rurales, la música popular crece y
se define con una rapidez increíble, convirtiéndose violentamente en la
creación más poderosa y en la caracterización más hermosa de nuestra
raza.
Fue en la mismísima lección de la etapa intemacionalista donde
Alexandre Levy y Alberto Nepomuceno habrían de recoger el proceso
adecuado para nacionalizar rápida y conscientemente, mediante la mú­
sica popular, la música erudita de una nacionalidad. En ese entonces,
el Grupo de los Cinco en Rusia, creando sistemáticamente con base en
las manifestaciones musicales populares de su asombroso país, habían
conseguido nacionalizar e independizar la música rusa. La música espa­
ñola, por su parte, ya había creado y definido nacionalmente la zarzuela,
pero también es cierto que Albéniz y Granados eran apenas contempo­
ráneos de nuestros dos compositores. En compensación, el ejemplo de
Alemania pesaba enormemente al lado del ruso, y ya entonces, además
de la nacionalización definitiva del lied con Schubert y Schumann, la
música sistemáticamente tradicionalista e incluso voluntariamente na­
cionalista de Brahms y especialmente de Wagner, estaba casi agresiva­
mente, casi hitlerianamente, afirmando la conciencia nacional germánica,
teniendo siempre como base el lied nacional. Esta nacionalización por
medio de la temática popular fue lo que intentaron Alexandre Levy y
Alberto Nepomuceno. Y en este sentido, aunque todavía deficientemente,
ellos no son solamente profetizadores de nuestra brillante e inquieta
actualidad, sino que a ella se incorporan, formando el tronco tradicional
del árbol genealógico de la nacionalidad musical brasileña.
Pero si, como dije, la Primera República no logró abrir una etapa nue­
va en nuestra música, sería una falsificación aduladora, de la que soy
incapaz, atribuir a la Segunda República los méritos de esa importante
evolución. No. Fue la Gran Guerra, exacerbando la saña nacional de los
países imperialistas, de los que somos tributarios, la que contribuyó deci­
sivamente para que ese nuevo estado de conciencia musical nacionalista
se afirmase, pero no como experiencia individual, como todavía había
ocurrido con Alexandre Levy y Alberto Nepomuceno, sino como tenden­
cia colectiva. Pocos años después de terminada la guerra, y no sin antes
haber vivido la experiencia brutal de la Semana de Arte Moderno en
Sao Paulo, Villa-Lobos abandonaba consciente y sistemáticamente su in­
ternacionalismo afrancesado, para convertirse en el iniciador y figura
máxima de la Etapa Nacionalista en la cual estamos. Inmediatamente se
alinearon a su lado sus compañeros de generación, el malogrado Luciano
Gallet y Lourengo Fernandez. En el nuevo movimiento se inscribieron
con simpatía especialmente dos compositores del primer período republi­
cano: Francisco Braga y Barroso Neto. Y de inmediato se sumaron los
nuevos en tropel, Francisco Mignone, Camargo Guarnieri, Frutuoso Viana, Radamés Gnatalli, a los cuales elijo porque son, hasta ahora, los más
realizados como para citarlos. Pero es toda una falange numerosa, irre­
gular como valor, irregularísima como técnica, bastante improvisada en
la construcción de sus obras, y donde es raro encontrar a alguien que
se empeñe en profundizar más honestamente en el conocimiento de su
“métier” *.
De todas las etapas por las que ha pasado la música brasileña en su
evolución, la más apasionante es, sin duda, la contemporánea. Todas las
otras fueron más o menos inconscientes, provocadas por las fuerzas inhu­
manas y fatales de la vida; mientras que la actual, aunque también nece­
saria por ser un peldaño evolutivo de cultura, tiene su necesidad orien­
tada y distorsionada por la voluntad, por el razonamiento y por las deci­
siones humanas. Ella viene, por eso, incrementada por un interés más
dramático, producido por la lucha del hombre contra sus propias tra­
diciones eruditas, hábitos adquiridos, y por los esfuerzos angustiantes que
realiza para no ahogarse en las condiciones económicas y sociales del país,
siempre impulsada por la esperanza generosa de conformar su inspiración
y las manifestaciones cultas de la nacionalidad en una creación más fun-
cional desde un punto de vista racional. Este es el sentido profundo, la
grave realidad del nacionalismo musical en el cual todavía hoy se debate
nuestra música erudita.
Es cierto que esta Etapa Nacionalista no será la última de la evolu­
ción social de nuestra música. Nosotros estamos aún recorriendo un pe­
ríodo voluntarista, conscientemente exploratorio; más investigador que
creador. El compositor brasileño de la actualidad * es un sacrificado,
y eso aumenta aún más el valor dramático y apasionante del período por
el que atravesamos. El compositor, ante la obra que debe construir, no es
todavía un ser libre, no es todavía un ser “estético”, que ha disuelto, tras
asimilarla a su propio organismo, la conciencia de sus deberes y obligacio­
nes. El tiene una tarea que realizar, un destino prefijado que cumplir,
y se sirve de los elementos que han de conducirlo al cumplimiento de su
designio pragmático, de manera obligatoria, ya no libre y espontánea­
mente. Aún no es así. Si por un lado me parece incuestionable que la
música brasileña atraviesa por una adolescencia brillantísima, una de las
más bellas cuando no la más bella de América; si es lícito verificar que
hay un compositor brasileño que se ubica actualmente entre las figuras
más importantes de la música universal contemporánea 28; si nos conforta
socialmente la conciencia sana, la virilidad de pensamiento que induce a
nuestros principales compositores a esta lucha fecunda pero sacrificada
por la nacionalización de nuestra música, no es menos cierto que la
música brasileña no puede conservarse indefinidamente en el período
pragmático en que se encuentra. Si en un comienzo fue universal, di­
suelta en religión; si fue intemacionalista durante un tiempo con el des­
cubrimiento de lo profano, el desarrollo de la técnica y la riqueza agrí­
cola; si ahora está en la etapa nacionalista caracterizada por la adquisi­
ción de una conciencia de sí misma, tendrá que elevarse un día a la etapa
que llamaré Cultural, libremente estética, entendiéndose siempre, claro
está, que no puede haber cultura que no refleje las realidades profun­
das de la tierra en que se realiza. Y entonces nuestra música será, ya no
nacionalista, sino simplemente nacional, en el sentido que son nacionales
un gigante como Monteverdi y un molusco como Leoncavallo.
Lo que por el momento nos falta es el gigante. En verdad, la situa­
ción del compositor brasileño contemporáneo es muy difícil. De manera
general, y exceptuando a tres o cuatro, le falta técnica, y el estado
económico del país es lo que más condiciona esa carencia.
No hay duda de que varios de nuestros músicos son profundamente
deshonestos al aprovechar la brumosa anarquía cultural en que vivimos
para improvisarse como compositores, conscientes de que en la oscuridad
de la noche todos los gatos son pardos. Algunos de esos compositores
llegan a conocer muy superficialmente ciertos elementos primarios de la
*
“Está claro que me refiero exclusivamente a los que investigan lo nacional.
Entre los otros, no se logra descubrir uno solo que sea capaz de dejar a sus hijos
al menos un minúsculo cromosoma de talento" (N . del A .).
composición, que ellos podrían aprender por sí solos, incluso rebelándose
contra la escuela y contra las barreras de la pobreza. Son incapaces de
efectuar el tratamiento de un tema y están convencidos de que la poli­
fonía consiste en enlazar a una melodía otra línea sonora sin la menor
significación musical. E incluso en obras menores, un minuto o dos de
piano bastan para comprobar que viven exclusivamente del cantar de
los uccellini *, limitándose a juntar a la canción unas armonías “cava­
das en el piano”, como se dice en la jerga profesional, unas brumas so­
noras medio extrañas y refinadas, encontradas de casualidad gracias a lo
mucho que se mueven los diez dedos en las teclas. Descubierta la bruma,
pulverizan con ella el miserable fragmento de principio a fin, pues en
una cosa estos Cabrales 29 de la casualidad son duchos 30: en el uso y
abuso del pedal armónico y del basso ostinato, tabla de salvación para
todas las angustias de la música vertical.
En todo caso, las exigencias mismas de la especialización, impiden total­
mente que se compare el caso de nuestros músicos al de nuestra literatura,
allí donde las generaciones más recientes parecen destinadas a probar
que se puede ser escritor sin saber escribir. El movimiento modernista,
eminentemente crítico por naturaleza, parecía destinado a producir una
gran evolución ulterior de cultura, pero tal cosa no ocurrió. Los nuevos
no resistieron la tensión. Y la pérdida de rigor y vigilancia intelectual
del país, de los editores, diarios y revistas especialmente, el compinche
de la crítica tan paternalista como acomodaticia, posibilitó ese estado
asombroso de cosas, cuyo menor defecto sigue siendo todavía la supers­
tición nacional del talento. Y hoy, algunos de nuestros ficcionistas más
celebrados, disfrutan la voluptuosidad de su enorme talento aunque
sean, para decirlo de un modo lisonjero, poco menos que analfabetos.
La situación de la música es bastante mejor, afortunadamente. Al fin
de cuentas, se puede escribir una novela sin saber qué es un silogismo
o que Tiradentes. . . no está enterrado en Vila Rica. Pero la composición
de un trío o incluso de cualquier obra solista que dure cinco minutos
implica tales problemas técnicos, que en general el compositor se re­
pliega sobre el minuto escaso y no muy avergonzante de la pieza carac­
terística. Solamente los hipócritas desvergonzados se arrojan sin recaudos
a semejantes aguas. Y la música, tal vez porque no aprovecha lo que en
ella queda de mensaje, las circunvoluciones y laberintos de la conciencia
que todo lo perdonan, aún conserva el pudor de los irracionales. Son
raros en ella los hipócritas desvergonzados.
Pero la falta general de técnica del compositor brasileño está determi­
nada principalmente por nuestra situación económica. La hegemonía
financiera de Buenos Aires en América del Sur fue útil durante un tiem­
po, liberándonos de la excesiva competencia del músico internacional
importado y posibilitando con ello una mayor estabilidad en la situación
económica del virtuoso nacional. Es posible que el brasileño esté musi­
calmente mejor dotado que el argentino o el uruguayo. Pero no es re­
curriendo a miserables vanidades improbables como se logra organizar
la fuerza y producción de un pueblo, y todos nosotros estamos cansados
de saber que una Teresa Carreño puede aparecer insólitamente en cual­
quier parte.
La posible superioridad en número, valor e incluso genialidad expre­
siva del virtuoso brasileño, particularmente del pianista —algunos de
los cuales han conseguido, fácilmente, internacionalizarse— , me parece
especialmente producto de nuestras condiciones nacionales. El campo era
más vasto, más numerosas las ciudades favorecidas por dineros públicos
y que solicitaban celebraciones, en su prosapia de capitales de Estados.
Además, en las dos ciudades brasileñas más grandes, Rio y Sao Paulo,
la concurrencia del virtuoso internacional solía ser ocasional, muchas
veces venía sólo de paso, en viaje a Buenos Aires.
Pero luego, con la caída del café y la depreciación incluso interna
del dinero nacional, la situación de nuestra música se hizo intolerable.
Eso justamente en pleno brote de la etapa nacionalista, cuando el com­
positor brasileño más necesitaba contar con circunstancias favorables de
concurrencia y ejemplos foráneos, y medios de producción y retribución
que le permitiesen profundizar su técnica. Los mismos actos del Gobierno,
poco enérgicos y poco esclarecedores, no logran de forma alguna mejorar
nuestras condiciones técnicas. Antes de 1929, Sao Paulo, casi rico, llegó
a mantener tres orquestas y dos cuartetos. Un golpe clarividente del Go­
bierno uruguayo logró en poco tiempo montar una orquesta que ya puede
considerarse de primer orden, por medio de un impuesto que, si no me
equivoco, recayó sobre las radioemisoras. Y el Uruguay llamaba a su
capital al mejor director extranjero que ya vivió en Brasil, Lamberto
Baldi, el único que de hecho logró interesarse por la composición brasile­
ña. Y a raíz de ese hecho, otros instrumentistas brasileños de Sao Paulo
fueron invitados a Montevideo, con indiscutibles beneficios ya que eran
mucho mejor remunerados, en dinero más fuerte, cosa que les permitía
elevar su nivel de vida. La música sinfónica llegó a Sao Paulo con sensi­
bles rebajas. La música de los conjuntos de cámara desapareció por algún
tiempo.
La situación en Rio de Janeiro si no es peor, en nada aventaja a la de
Sao Paulo, como posibilidad de enriquecimiento técnico del compositor. La
reforma del Instituto Nacional de Música, en 1931, fue, hablando con
propiedad, una aspiración de imbéciles 31. (Yo estaba entre esos propulso­
res ciegos). Era una creación casi lunática a pesar de su energía y de su
severidad, y a pesar de la elevación inmediata del nivel cultural que
exigía de los aspirantes a músicos. Y, sobre todo, constituía una aberra­
ción para nuestras pésimas tradiciones musicales y nuestras condiciones
del momento (momento que todavía perdura. . .) , en el ideal sociali­
zante de hacer del músico brasileño una normalidad culta, una clase
sólidamente dotada de su técnica —desoyendo por completo esa supers­
tición del talento individual que es nuestra única mística de país sin
cultura. La reforma ignoraba a los genios, en un país donde todos somos
genios. El resultado, si no fue desastroso, fue nulo. Y la actual Escuela
Nacional de Música está casi en las mismas condiciones de insuficiencia
para la preparación técnica del músico brasileño, tal como se encontraba
antes de 1931.
Es que la reforma implicaba no sólo la modificación del nivel cultural
general de sus alumnos, sino que, por sobre cualquier otra cosa, suben­
tendía una transformación radical del cuerpo docente. Pero no se tuvo
la energía para hacer esto. Con algunas pocas excepciones, el cuerpo
docente de la Escuela Nacional de Música es un vivero de espectros
viejos o prematuramente envejecidos durmiendo en la rutina, saliendo
de su palabrerío tedioso nada más que para las danzas de las peleas
internas. Tal vez no exista en el mundo otra escuela inutilizada por
tanta politiquería y tantas ambiciones personales.
Hablando con propiedad, todas las reformas son buenas o no inútiles,
lo que primordialmente se exige es que los profesores sean buenos. Y
hace falta tener el coraje de reconocer que con auriverdes 32 patriotadas
no se arregla absolutamente nada. Hay que llamar profesores extranje­
ros; hay que lograr su radicación a través de contratos serios, pero gene­
rosos. Hay que aportar a la docencia musical del país hombres forma­
dos dentro de la tradición de civilizaciones más experimentadas, donde
al menos ya esté establecida esa verdad primera según la cual para
practicar honestamente un oficio es necesario aprenderlo bien. Pero,
frente a la ineficacia de la reforma 31, ¡se exige una nueva reforma!
Eso es pretender tapar un agujero abriendo otro delante de él.
Sin embargo, la técnica deficitaria del compositor brasileño tiene,
además, otros motivos. Ya que lo que la escuela puede darle al artista,
éste puede compensarlo ampliamente con la lectura, el trabajo individual,
el consejo de los mejores. El desastre mayor consiste en la imposibilidad
en que se encuentra el compositor brasileño de experimentarse a sí mis­
mo. Además de que prácticamente no escucha música extranjera, tam­
poco suele, entre nosotros, escucharse a sí mismo. El conocimiento
técnico es insuficiente para brindar técnica. Toda técnica se forma en
la experimentación. Es casi inútil que a un compositor que “sintió” visual­
mente en su partitura el contracanto de una flauta en grave, le indique
el libro o le diga el director experimentado que eso no se oye en el con­
junto sonoro. El aconsejado puede obedecer, puede, incluso, convencerse
de la verdad y modificar su disposición musical, pero jamás aprenderá,
en el sentido en que todo aprendizaje es una norma de conducta que se
adquiere. En la primera oportunidad que tenga el artista reincidirá, no
en el mismo error, sino en un error idéntico de disposición sinfónica.
O huirá, amedrentado, de una serie de buenos efectos presentidos. La
lección grande, en este caso, la lección que se graba en la carne, es que
el compositor escuche. . . el contracanto que no escuchó. ¡Pero cómo
podrá el músico brasileño aprender, si a veces pasa más de un año sin
que una sola de sus obras sinfónicas o cualquiera de las que haya escrito
para otro tipo de conjunto, sea ejecutada!
Lo peor es que tanto las orquestas como los cuartetos o corales están
en manos de directores extranjeros o poco menos que extranjeros, todos
muy arropados a la guaraní pero indiferentes a la cosa local, ignorantes
de ella, incapaces de comprenderla e integrarse a ella. Lo que esos direc­
tores pretenden únicamente es conservar a toda costa el lugar conseguido,
obedeciendo servilmente al gusto de un público de capitales internacio­
nalizadas como Sao Paulo y Rio. Público en el que no sólo el porcentaje
de oyentes nacionales tal vez ni siquiera sea predominante, sino que
lo peor es que se trata de un público perezoso, inerte, ignorante, que
exige únicamente las obras tradicionalmente fáciles y las cabriolas malabarísticas del brillo y el virtuosismo. Quieren un Tschaikowski que sea
Tsssssssssschaikowski. De modo que cuando un director de esos o un
cuarteto (excluyo únicamente de aquí al cuarteto Borghert) condesciende
a ejecutar una obrita de compositor nacional, lo hace sólo para desembara­
zarse de una imposición legal, repudiando en lo más íntimo de sí el tra­
bajo, y quejándose de los pocos ensayos nada más que por formalidad.
Y las obras son ejecutadas tan rápido y tan mal, que el compositor nunca
puede saber con seguridad si no oyó su malhadado contracanto porque
realmente no se lo puede escuchar, o porque la pieza fue mal com­
prendida, y además pésimamente ejecutada. Y así es como él no logra
mejorar la experiencia de su técnica.
Es en este sentido que la falta de una real concurrencia extranjera
nos está causando un enorme perjuicio ahora. Nos falta la idoneidad
de orquestas, de cuartetos, de corales extranjeros que hagan evidente,
por contraste, la deficiencia nacional y despierten los bríos que induzcan
a mejorar nuestros conjuntos musicales. Nos falta la solvencia que resulta
de escuchar constantemente la música extranjera moderna de alta cali­
dad, que le permita al compositor brasileño hacer comparaciones, reco­
nocer sus deficiencias, sus defectos, lo que hay en él de peor y de mejor,
lo erróneo y lo cierto de sus caminos. Nos faltan los conjuntos nacionales
dirigidos por artistas auténticos, capaces de ejecutar comprensivamente
numerosa música nacional, para que ésta evidencie a los autores sus fallas
y culpas. Pero para ello la subvención gubernamental es indispensable,
ya que la situación económica del país no alienta la útil concurrencia
extranjera y tampoco estimula las fuerzas nacionales. Y es el Gobierno
quien debiera patrocinar los festivales anuales de música brasileña, los
concursos, los congresos, las investigaciones. Y además, a los profesores
extranjeros que vengan a poner abiertamente en jaque la debilidad didác­
tica de nuestro profesorado.
Sería un derrotismo argumentar que todo eso provoca gastos enormes
y que me contradigo exigiéndolo y al mismo tiempo recurriendo al paupe­
rismo nacional para explicar nuestra deficiencia técnica. No cabe aquí
estudiar procesos ni sugerir medios que permitan a los gobiernos federa­
les y estatales, sin grandes gastos nuevos, la manutención permanente
de una orquesta de primera calidad, de un quinteto, de una coral, que
sean al mismo tiempo campo de experimentación técnica, escuela de
dirección y fuente de alta ejecución musical. Y como el Loide33, la
E.F.C.B.34, y otros organismos estatales, el gobierno podría, además,
hacer viajar a sus conjuntos por las capitales, en las vacaciones escolares
y en los intervalos de temporada.
No soy materialista y mucho menos de los que descargan en la ancha
espalda de los factores económicos todas las culpas del pequeñísimo ren­
dimiento humano. Y si reconozco que el compositor brasileño es en
general bastante deshonesto con respecto a la fragilidad de su técnica,
amparándose en la falta de tradición y de vigilancia cultural de la socie­
dad brasileña, y también de las aventuras experimentalistas de la música
de nuestros días; si también reconozco, además, que nuestra deficiencia
técnica está en gran parte condicionada por la situación financiera del
país, tengo la convicción de que es posible sanear o disminuir al mínimo
estos perjuicios, forzando la marcha de las cosas y equilibrando el peso
de las circunstancias con una política musical esclarecedora en su orien­
tación y enérgica en los hechos. ¡El compositor brasileño está delante
de nuestras narices, Dios mío!, rebosante de talento y —lo que es
mucho más importante— admirable por su idealismo y resistencia. Y,
hablando con propiedad, cabe reconocer que ha logrado solo, en lo que
le compete, forzar esa marcha de las cosas, ya que asimiló una de las
herencias musicales más fuertes de América. Y ni siquiera sé que fe
empecinada y heroica le ha permitido remover sus montañas.
LOS CONGOS35 *
( 1935)
U n a d e l a s m a n ife sta c io n e s m ás ca ra cterística s, y se p u e d e d ecir in ­
c lu so o rig in a les, d e la m ú sic a p o p u la r b ra sile ñ a so n n u estra s d a n za s
dram áticas.
Contamos con un nutrido caudal de bailes populares, todos ellos pro­
vistos de enredo dramático, textos, música y danzas propias. Y si me
irrita mucho, debido a la precariedad etnológica e histórica del concepto,
tener que afirmar que el pueblo brasileño está constituido por tres co­
rrientes raciales —la portuguesa, la africana y la amerindia— siempre
me conmueve verificar que tan sólo estos tres fondos étnicos son los
que nuestra gente celebra secularmente, en sus danzas dramáticas. Por­
tugal permanece vivo, cantando en tono heroico, en las Chegangas de
Marujas y en las Chegangas de Mouros **. El Africa es cantada especial­
mente en la política de las embajadas de paz o de advertencia, y siempre
en su permanente beligerancia. Embajadas y guerras son las que constitu­
yen el núcleo dramático de los Congos , de las Congadas y de los Magambiques ***. Y finalmente, los indios de nuestra América son recordados
sobre todo en el drama cotidiano de la tribu, danzas totémicas, danzas
propiciatorias de caza o guerra, muerte del brujo, en los Caiapós ****
y en los Cabocolinhos *****.
Entre esas danzas dramáticas, y no enumeré sino algunas, la que me
parece más peculiar por su valor etnográfico e histórico es la del Congo.
* Congos: Danzas dramáticas de origen africano (N . del T .).
** Chegangas: Eran las chegangas ciertas danzas eróticas del siglo x v m que
formaban parte de celebraciones populares que tenían lugar en Navidad. En ellas
se armaban, en plena plaza pública, grandes barcos o naves de guerra y con ellas
se simulaban expediciones navales y combates entre moros y marinos cristianos,
como parte del bailado y la acción dramática (N . del T .).
*** Magambiques: danzas dramáticas de origen africano (N . del T .).
**** Caiapós: tribu indígena de la región meridional del Brasil (N . del T .).
***** Cabocolinhos: bailes o danzas populares dramáticas organizadas en cortejo
donde participan cerca de 20 indios que simulan combatir (N . del T .).
En su manifestación más primitiva y generalizada, los Congos no pasan
de un cortejo real que desfila mientras canta sus danzas. Aún hoy, cier­
tas Congadas primarias o muy decadentes, del centro de Brasil, no son
otra cosa que eso. Y al Nordeste, donde los Congos se desarrollaron
mucho, los M aracatús * actuales parecen representar lo que allí fueron
los Congos primitivos.
Guilherme de Meló atribuye inspiración originariamente francesa a
esos reinados de Congos, filiándolos a los reinages del siglo xvi. La inter­
pretación es seductora pero no me parece nada probable. Por la manera
como Antonil se refiere a los reyes negros, adorados por los esclavos en
los ingenios del Brasil, se puede advertir perfectamente que eso no era
un proceso impuesto a los negros por los blancos, sino costumbre de
aquéllos. “Por lo tanto, no les extrañe a ustedes que los esclavos celebren
a sus reyes, canten y bailen por algunas horas, honestamente, en ciertos
días del año”, dice él al aconsejar a los señores cómo tratar a los esclavos
de los ingenios. Y si la noticia oficial más antigua que Pereira da Costa
encontró sobre el nombramiento o designación de esos reyes de Congos
data de 1711, el consejo de Antonil, impreso ese mismo año, se refiere
muy probablemente a costumbres ya surgidas en el Brasil del siglo ante­
rior. O tal vez, incluso, en el primer siglo. . . El jesuíta Antonio Pires
informa que en 1552 los negros africanos de Pernambuco estaban reuni­
dos en una cofradía del Rosario, y que se practicaban en la tierra proce­
siones exclusivamente integradas por hombres de color. Aquí todavía no
se hace referencia a reyes negros, y seguramente no los debía haber
aún, pero la indicación del jesuíta es muy sintomática. La elección de
reyes negros meramente titulares, y las fiestas a que su nombramiento
daba lugar, los Congos, las Congadas, siempre estuvieron íntimamente
ligadas, y aún es así, a la cofradía del Rosario 36. Es más: sus procesiones
católicas eran cortejos que le recordaban al negro los cortejos reales afri­
canos. Nada más natural que la identificación; y que el hecho de que ellos
trataran de darle una finalidad más objetiva a las procesiones católicas, y
que además de las letanías a dioses invisibles y de las andas con orixás * *
de madera y masa pintada, se preocupan por tener, como las ranas de
la fábula, un rey vivo. Y, en efecto, hasta hoy, si no forma parte de la
liturgia católica, forma parte imprescindible de la liturgia de los reyes
negros del Brasil el hecho de acompañar las procesiones católicas, seguidos
por sus súbditos. Mi convicción es que las primeras manifestaciones del
baile de los Congos datan del primer siglo, y que su origen es totalmente
africano, derivado inicialmente de la costumbre de celebrar la coronación
del nuevo rey. La coronación festiva del nuevo rey es una práctica uni­
versal, es lo que se puede llamar “Elementargedanke”. La misma natura­
* Maracatús: Desfile carnavalesco que se ejecuta al son de un instrumento de
percusión y en el que el grupo sigue a una mujer que eleva en la extremidad de
un bastón a una muñequita ricamente adornada (N . del T .).
* * Orixás: divinidades africanas (N . del T .).
leza brinda ejemplos expresivos de ello, con el aspecto festivo de la ma­
drugada al nacer del Sol, y de la tierra al resurgir de la primavera des­
pués del invierno. Y parece incluso, después de los estudios de Frazer,
que en un grupo numerosísimo de civilizaciones tanto naturales como
de la Antigüedad, la coronación y celebración del nuevo rey está unida
íntimamente a las conmemoraciones mágicas de los mitos vegetales.
La costumbre de los negros esclavos de designar reyes puramente for­
males, se difundió extraordinariamente en Brasil. Se trata de una tradi­
ción probablemente traída del Africa. El primer rey legítimo del Congo,
asistido por los portugueses en el Africa, fue Juan I, muerto en 1492;
pero después de más de cien años, ya los reyes negros de la región eran
solamente reyes formales, como los de aquí. Y no hay que olvidar que
todavía hoy, en ciertas colonias y estados tributarios, ingleses, franceses
y otros, esa falsificación penosa persiste, ya que los opresores aceptan la
existencia de un rey, pura ilusión para los nativos.
Entre los negros, parece que esa veleidad de tener un rey, aun cuando
no fuera más que formalmente, estaba muy arraigada. Al no tener que
soportar, entre nosotros, las opresiones y dificultades de toda índole como
las que sufrieron en los Estados Unidos, incluso hasta por parte de los
blancos que los quisieron proteger, dieron libre curso a esa tendencia
político-fetichista. Los reyes de Congos proliferaron por todas partes, en
un despliegue de narcisismo conmovedor. Los hubo en Maranháo, en
todo el Nordeste, en Bahía, en Rio de Janeiro, en Sao Paulo, en Minas,
en Mato Grosso, en Goiás. También existieron en las Antillas. En Cuba,
reyes y reinas de Congos abundaron tanto en los ingenios como en las
ciudades. En las Azores, esos reinados sufrieron una transposición inte­
resante. La devoción por el Espíritu Santo es enorme en las islas, y los
esclavos de Faial, en vez de coronarse reyes de Congos terrestres, se
coronaban emperadores del Divino reino celestial. Imperios y folias
del Divino 37 fueron y aún son tradicionales en el Brasil; pero no me
consta que entre nosotros se haya coronado a esclavos como emperadores
del Divino reino celestial. Ni siquiera a negros liberados. Vieira Fazenda
cuenta que los negros de la Lampadosa 38, en Rio de Janeiro, elegían
emperador, emperatriz, rey y reina. Pero no se refiere al Divino. Segu­
ramente debido a la misma confusión por la cual en los textos de Congos
recogidos por mí, el rey es llamado indiferentemente unas veces “reyes” 39,
otras “emperadó” 40.
Pero si la costumbre era negra, no debe sorprender que el astuto
blanco, tanto profano como religioso, instigase a los negros a la creación
de esos reinados de humo. Al respecto es sintomático de las piezas de
los Congos. Su texto reza:
“Nosso Reis é só quem manda
pra nóis tudo trabalhar!” *
* “Nuestro rey es quien nos manda / todo el tiempo a trabajar!".
Un verso como este debe probar la verdadera función social de esos
reinados coloniales de Congos. En un tiempo en que los esclavos eran
mayoría, los reyes y reinas negros, con los cuales clérigos y señores se
mostraban condescendientes, y los que jefes profanos de la Colonia llega­
ban incluso a honrar y a rendir homenaje, como si fuesen auténticos
potentados, esos reyes resultaban buenos instrumentos en manos de los
colonizadores y excelente parachoques entre la altivez exasperante del
señor y los esclavos rebeldes (más revoltosos que rebelados. . .) . Nuestro
rey es quien nos manda. . . Y los esclavos obedecían o creían obedecer
a sus reyes congos que les ordenaban trabajar para los reyezuelos blancos.
Los reinados de humo funcionaban utilitariamente para los blancos.
Schlichthorst cuenta que los monarcas africanos que llegaban como escla­
vos al Brasil, seguían recibiendo aquí el homenaje y el reconocimiento
de sus, ahora iguales, ex súbditos del Africa. . .
Koster, refiriéndose especialmente a los reyes de Congos meramente
formales, observa que aunque eran objeto de risa para los blancos, eran
respetadísimos por sus súbditos.
La duración de esas monarquías ilusorias nunca abarcó un plazo fijo
en Brasil. Si a veces se prolongaban por el espacio de un año, eso no
fue algo general. Muchas de ellas, como la de Chico-Rey 41, duraban toda
la vida; y hasta hoy, en las Congadas y M aqambiques del Centro, la mo­
narquía se prolonga todo el tiempo que el monarca lo desea. Koster,
sin embargo, nos da informaciones muy seguras sobre la sucesión de los
reyes de Congos en la Colonia. “El esclavo que había sido durante varios
años rey de los negros en Itamaracá (pues cada lugar tiene su rey) había
renunciado al cargo a causa de su vejez, y así se había elegido un nuevo
rey. La antigua reina, en cambio, no había renunciado y proseguía en
su cargo”. Pocas líneas antes había aclarado, además, que el nuevo rey
era nombrado “cuando el individuo que desempeñaba el cargo moría
durante ese año, o por cualquier otro motivo debía renunciar, o incluso
en el caso de que hubiera sido depuesto por sus súbditos”.
Todas esas son costumbres africanas, e incluso especialmente conguesas. Sólo el reinado anual parece imposición ajena a las tradiciones, creada
por la facilidad cronológica que eso acarreaba, haciendo coincidir los
bailes y celebraciones de elección del nuevo rey con las fechas católicas
en que se le daba más descanso a los negros. Asimismo es cierto que
una ramificación tribal de los Jorubas, que aquí vinieron en gran cantidad,
elegía sus reyes por tres años.
Lo más frecuente, sin embargo, era el reinado sin tiempo fijo, pero
sin que ello implicara que el rey estaba autorizado a ocupar el trono hasta
la muerte. El rey estaba obligado a dejar el cargo por cualquiera de las
mismas razones tan providencialmente enunciadas por Koster que deter­
minaban la destitución de los reyes de Congos en Brasil. Así, siempre
en el Congo, cuando una enfermedad grave hacía presuponer la muerte
del rey-pontífice del Chitomé, éste era inmediatamente estrangulado por
el hombre que debía sucederlo. En el reino de Bunioro, en el Africa
Central, era también la enfermedad grave la que decidía la destitución
del rey. Nuevamente en el Congo, el rey de Quibanga era estrangulado
cuando llegaba a la vejez, y lo mismo sucedía entre los Hanssás de
varios clanes. Y en las proximidades de Dahomey, entre los Eiéos, el simple
descontento de los súbditos era suficiente para que le arrebatasen al
rey su corona. Justamente, en su importante síntesis sobre los negros del
Africa, Delafosse señala que por lo general los reyes pueden ser destitui­
dos de su cargo si así lo desean los mismos que lo eligieron, agregando
que los gobiernos africanos son una mezcla complicadísima de autocracia,
oligarquía y democracia, bien alejados, empero, de lo que entendemos
por monarquía absoluta.
Schmidt y Koppers agrupan la mayoría de los clanes africanos bajo
el concepto de monarquía absoluta. . . Y me parece que, a pesar de que
el sistema de elección y destitución contradiga aparentemente el absolu­
tismo, ellos tienen razón. Todos esos sistemas de gobierno están muy
emparentados con la concepción del rey como representante de Dios, o
como encarnación del propio Dios. El ejemplo de Chitomé todavía
muestra un rey que al mismo tiempo es el hechicero, o si así lo quieren,
el párroco, el pontífice de la tribu. Y un anónimo portugués de mediados
del siglo xvi, que es, sin duda, de un individuo culto y veraz en los
informes, cuenta en las “Noticias ultramarinas”, que los reyes de Guinea,
de la Costa de Malagueta, de Benín y del Congo, eran adorados, y se
creía que habían descendido del otro mundo. En los Palmares brasileños,
famosa agrupación de algunos millares de esclavos fugitivos, donde los
negros tuvieron todas las posibilidades de renovar, en plena sen a da
Barriga, los reinados de Africa, la monarquía también era electiva. No
consta, es verdad, que algún rey fuese demitido por vejez, enfermedad
o alguna razón exterior a él, sino que en él perduraba la noción de sí
mismo como representante o encarnación de alguna divinidad sobrena­
tural, y ello se prueba fehacientemente por el hecho de que todos los
reyes del admirable quilom bo * llevaban, junto al nombre, el título de
“zumbi”, que quiere decir divinidad, ser sobrenatural, y más específica­
mente, un dios malo. Pues bien, Frazer destaca con mucha sutileza de
comprensión, de qué manera el asesinato del rey (o simplemente su
destitución, que llega a ser lo frecuente, con la extinción de las costum­
bres más drásticas), derivaba de la propia grandeza conferida al monarca.
Este, al ser dios, no podía tener imperfección alguna. Y ni siquiera
podía morir de muerte natural, o sea, mediante el abandono voluntario
del cuerpo por el principio anímico, ya que, de esta forma, el principio
anímico no se reencarnaría en otro individuo, el nuevo rey. Tomando
en cuenta las explicaciones dadas por los propios individuos que pusieron
en práctica tales costumbres, el hecho de que el rey tuviese algún defecto
* Quilombo: Aldea o lugar donde se agrupaban y vivían los negros fugados
de las estancias en las que habían servido como esclavos (N . del T .).
implicaba un empobrecimiento consecuente de la vida tribal: inundacio­
nes, enfermedad del ganado, cosechas magras, de la misma forma que
la muerte natural significa destrucción completa de los sembrados, del
ganado, de la propia tribu. Lo que me parece sociológicamente notable
en esas monarquías absolutas, que eran completamente antidemocráticas,
es que el jefe, el soba, el m utianvua, el rey, sea cual fuere su nombre,
no fuese representante de la nación, no fuese el representante de la colec­
tividad, sino que, como dios, constituya, por así decir, el contra-repre­
sentante de éstas. El es, místicamente, el principio contrario, el elemento
contradictorio que encarna y representa la posibilidad de vida feliz o
desgraciada, y la prosperidad o decadencia de la tribu. Ya se ha destacado
suficientemente que entre las civilizaciones naturales, la religión reve­
rencia con más frecuencia al dios del mal que al dios del bien. Justa­
mente, por el hecho de que éste es bueno por naturaleza, mientras que
al malo es necesario amansarlo, mediante la obediencia, el sacrificio o la
celebración. Ya sea el rey dios, o el representante del dios, de las civi­
lizaciones naturales, ya sea identificable a los beneficios de la tierra
fecunda, al resurgimiento vegetal y animal en la primavera, como quiere
Frazer; ya sea identificable al principio fecundante del Sol, como quieren,
además, Schmidt y Koppers; ya se lo identifique al dios malvado (zam bi:
diablo): se trata, en todos los casos, de un ser al que se venera, al que
se celebra, del cual se cuida y al cual se obedece, debido al maleficio
que puede hacer caer sobre la tribu. Es el símbolo de todo cuanto es
exterior a la colectividad en sí, pero de la cual ésta depende inmediata­
mente: la cosecha, el ganado, el dios. Es, pues, un contra-representante;
y toda su liturgia se deriva de esa condición suya de contra-representante
divino, que decide sobre la vida y la prosperidad tribal.
Pues bien, en el baile de los Congos, tan profundamente empapado
de religiosidad no solamente católica sino también fetichista, hay rasgos
que de alguna forma parecen conservar esas nociones antiquísimas, ya
ahora aparentemente sin significado dentro de la danza.
Por lo tanto, debo hacer aquí una descripción por lo menos sumaria
de los Congos, para después exhibir las pruebas y extraer algunas con­
clusiones. La danza varía bastante según la región, aun cuando en todas
las variantes puedan reconocerse los elementos más esenciales. Esos ele­
mentos dividen al baile en dos partes distintas. El primero es el cortejo
real; en él, el conjunto de los bailarines recorre las calles acompañando
al rey, o cuando se detiene ante las iglesias o las residencias de personas
importantes, baila ante la presencia del rey, a fin de que éste lo vea. . .
Es la parte más libre, más dinámica del baile, donde se entonan las
canciones que acompañan la marcha, las bendiciones religioso-fetichistas,
católicas o no, las danzas totémicas, las danzas referentes a las costum­
bres y trabajos tribales, y las coreografías puras. Los técnicos populares
de los Congos distinguen muy bien las dos partes de la danza, ya que
a las canciones de esa primera parte las llaman “cantigas” para distinguir­
las de la segunda parte a la que llaman “embajada”. Y, en efecto, el
segundo elemento esencial de los Congos es la representación de una
embajada, de paz o de guerra, si bien en la mayoría de los casos es de
guerra. Esa es la parte propiamente dramática, con piezas fijas, que si­
guen una secuencia predeterminada y lógica. Musicalmente, lo que más
sorprende, es que las “cantigas” difieren profundamente, por su carácter,
de las piezas musicales de la “embajada”. La música popular brasileña,
sigue esa admirable comprensión lógica de la música, empleada permanen­
temente por la música popular universal, de no desarrollarse en el sentido
de la expresión sentimental. Está claro que no me refiero a las piezas
urbanas, semieruditas, m odinhas, canciones de cualquier país, que tratan
de ser expresivas y alcanzan por eso la sensualidad y lo banal. Hablo de
la música realmente folklórica y anónima. Esta no busca, podría decirse
que nunca, adaptar la creación musical al sentido sentimental del texto.
La música popular se contenta con ser musical, sin preocuparse por des­
pertar en nosotros, por analogías más o menos dudosas, como hace la
música erudita, imágenes de tristeza, de comicidad, de melancolía, de
dolor. Cuando la música popular es melancólica, o triste, o alegre, etcétera,
se trata de características propiamente étnicas, y jamás de caracteres
individualistas pertenecientes a tal o cual pieza. Pues bien, lo que dis­
tingue sustancialmente a las “cantigas” de la “embajada” de los Congos,
es que, mientras aquellas siguen esa tendencia popular universal, las
piezas de la embajada buscan la expresión sentimental, adaptando inme­
diatamente la creación musical al sentido del texto. Está claro que
ellas no alcanzan nunca esa especificidad psicológica de la creación de
un Monteverdi, de un Carlos Gomes, de un Debussy, pero no por eso
dejan de constituir una curiosa desorientación, un ramal sorprendente den­
tro de esa perfectísima comprensión musical del hombre popular, que
hace que la música del pueblo sea, estéticamente considerada, música
pura tanto como una fuga de Bach, o una sinfonía de Mozart.
Aun bajo el punto de vista musical, cabe hacer notar que los Congos
no presentan nada particularmente negroafricano. Si etnográficamente
la danza tiene una importancia extraordinaria por lo que implica desde
el punto de vista de la tradición y la historia política africanas, musical­
mente los Congos son más bien afroamericanos y, particularmente, afrobrasileños. En realidad, la música africana no presenta nada tan particu­
lar y característico como la música china, la música árabe, la música del
tiempo de los Incas. Coleridge-Taylor verificó, con no poco asombro, que
la música afronegra se parece mucho a la de los blancos europeos,
especialmente, la de los pueblos del Cáucaso.
Tal vez no sea exactamente así, pero, como música muy primitiva,
que en general no se desenvuelve en toda la extensión de la octava,
permite interpretaciones frecuentemente tonales, a la europea, dentro de
los principios de la armonía. Pero, en realidad, tanto en la concepción
tonal, como en la rítmica, nada de eso es peculiar de la música negro-
africana, sino más bien de ciertos caracteres genéricos de cualquier
música de las civilizaciones naturales de Oceanía, del Asia y también
de América. Es mucho más factible transportar hacia la concepción rítmico-armónica europea un canto de los indios Parecis, o de Nueva Zelan­
dia, que una polifonía erudita japonesa, o incluso cualquier monodia
gregoriana.
Así, en la música de los Congos nada hay que nos permita asegurar
la presencia de ninguna tradición africana pura. Si una u otra pieza
puede, por su simplicidad melódica y solidez rítmica, parecerse a las
melodías negroafricanas que conocemos, eso nada tiene de determinante.
Son características que aparecen frecuentemente en la música popular
universal. En compensación, los elementos afrobrasileños son abundantes,
especialmente en lo que atañe a la síncopa. Chauvet, igual que otros
autores, ya verificó que la música de Africa negra, difiere completamente
de la de los negros de América. Es posible, como quiere la mayoría
de los autores, que la música negroafricana sea bastante sincopada en
sus acompañamientos de percusión y sus tam-tam, pero la síncopa es
rarísima dentro de la estructura melódica negroafricana, no llega a carac­
terizarla y ni siquiera llega a ser una constante. Uno de los elementos
que distinguen esencialmente la música afroamericana, y quizá especial­
mente a la afrobrasileña, de la música negroafricana, es que entre noso­
tros la síncopa pasó a organizar el cuerpo de la misma melodía, no con­
tentándose con formar parte del acompañamiento. Nada existe en el
Africa negra que pueda compararse, por ejemplo, a la constitución de
esta cantiga de los Congos:
Solo:
Já m utum , já m utum , já m utum , gangulé!
£ h , alelé, já muturn, gangulél
Dansa os pretinhos para o branco vél
Eh, aléle, já m utum , gangulél
Sao Benedito foi a festa fazél
Éh, aléle, já m utum , gangulél *
Así pues, en la música de los Congos nada hay que permita asegurar
la presencia de tradiciones inmediatamente africanas. Por el contrario,
manifiesta la más extrema variedad de influencias; y si en ella son
frecuentes los elementos específicamente afrobrasileños, llega incluso a
contener piezas de la más pura tradición europea, y especialmente latina.
He aquí, por ejemplo, un canto de la “embajada” referente al joven
príncipe, hijo del rey del Congo, que va a partir hacia la guerra, al frente
de los ejércitos de su padre:
<1* 9*
Já fu i cravo, já fu i rosa,
hoje sou mangerigáo,
daquele mais miudinho
que as mogas trazem na máo. **
Como puede advertirse, es una pieza perfectamente europea, que re­
cuerda especialmente la estructura melódica de más difusión en la pla­
nicie portuguesa.
La versión de los Congos que recogí en el lugar, en el Estado de Rio
Grande do Norte, es una variante enteramente popular y analfabeta, de
la versión a que Gustavo Barroso dio forma semi-erudita y alfabetizada,
en su libro “Ao som da viola”. Los bailarines están divididos en dos
grupos: los súbditos del rey del Congo, y los soldados del Embajador
de la reina Ginga. Los personajes solistas son: Henrique, rey Cariongo,
que es el rey del Congo; su hijo, el príncipe Suena; dos dignatarios del
*
“¡Ya mutúm, ya mutúm, ya mutúm, gangulé / ¡Eh, alelé, ya mutúm, gangulé! /
¡Bailan los negritos para el blanco ver! / ¡Eh, alelé, ya mutúm, gangulé! / ¡San
Benedicto hizo la fiesta hacer! / ¡Eh, alelé, ya mutúm, gangulé!” (N . del T .).
** ¡Ya fui clavel, ya fui rosa, / hoy soy gran albahaca, / de aquel más menudito / que las mozas traen en la mano!” (N . del T .).
rey del Congo, el secretario Lucio y el Ministro; el Embajador de la
reina Ginga (llamada Ginga Nbangi, en el Estado de Paraíba); y final­
mente el General de los ejércitos de la reina Ginga.
Formado en dos hileras, la de los súbditos del rey del Congo y la
de los soldados de la reina Ginga, y después de que los personajes solis­
tas se han ubicado en el centro, el grupo avanza cantando y bailando
por las calles, en busca de la casa frente a la cual se va a realizar la
“embajada”. Esa es la parte propiamente dicha del cortejo real, en la que
se entonan las “cantigas”. Algunas de éstas son fáciles de caracterizar.
Las hay, por ejemplo, puramente marciales, adecuadas para el desplaza­
miento del cortejo, sin figuración coreográfica especial, simples c¡obra­
dos * de marcha. Son las piezas de menor interés musical.
Casi siempre el cortejo se dirige primero a alguna iglesia, y se detiene
a sus puertas para cantar alabanzas. He aquí una de ellas, para celebrar
la noche de Navidad. Debe ser cantada con mucha melancolía, en un
movimiento casi de improvisación, pero sin ninguna fijación rítmica:
Viva a noite de Natal,
ai, o dia do nascimento,
ai, bendita, louvada seja,
ai, meu D ivino Sacramento! * *
Además de estas piezas de inspiración católica, hay otras “cantigas”
que parecen de inspiración mágica. Entre éstas se distinguen las de ins­
piración totémica, cuya coreografía intenta reproducir el paso o los
gestos del animal citado en el texto. En el Ccwgo, el tótem, o el objeto
de similar función, era exclusivamente animal, especialmente un ave, y
nunca un vegetal o cosa inanimada como sucedía a veces entre la gente
de Australia central, de las Indias o de Sudamérica. Pues bien, es sinto­
mático que ninguna de las “cantigas” se refiera a cosas o plantas, infun­
diéndole algún rasgo de religiosidad. No ocurre lo mismo cuando citan
aves. Así, en la pieza Já M utum citada, el gallináceo resulta de la cruza
* Dobrados: melodías o rondós de carácter marcial (N . del T .).
** “Viva la noche de Navidad, / ay, el día del nacimiento, / ay, bendita, loada
seas, / ay, mi Divino Sacramento.” (N . del T .).
con San Benedito, lo que me parece revelador. Incluso las coreografías
que imitan situaciones de guerra son de fondo religioso, proceso de magia
simpática de uso generalizadísimo entre las civilizaciones naturales. Los
amerindios incurrían en este mismo tipo de práctica antes de partir
hacia sus guerras. También en el Africa negra esos bailes estaban muy
diseminados. Stanley los vio en el Congo, y Hovelacque los describió en
Guinea. Incluso entre las "cantigas” es posible distinguir cantos de trabajo,
cantos para cargar o mover grandes masas pesadas, y cantigas de los
ingenios de caña de azúcar. Transcribo a continuación una “cantiga”
típica de las botadas * del ingenio, o sea, fiestas de inauguración de
la molienda:
Solo:
Engenho Novo está pra moer!
Coro:
Trabalhar até morrert
Oh trabalhar, oh trabalhar, olél
Trabalhar até m orrerl **
Finalizadas las cantigas, se inicia por último la parte dramática de
la danza, la Embajada. El Embajador de la reina Ginga es conducido
hasta el rey del Congo, y demostrando de inmediato sus intenciones trata
de matar al rey. Pero los dignatarios del reino del Congo descubren a
tiempo la maniobra del Embajador, y tanto él como su séquito son redu­
cidos. El rey decide matar al Embajador, pero éste, recluido en un rincón,
implora perdón, diciendo que es portador de un mensaje o “embajada”.
El diálogo popular, confeccionado con textos populares muy deformados
por el uso, se ha vuelto bastante oscuro. Cediendo a los ruegos del prín­
cipe, su hijo, el rey del Congo, concede la vida al Embajador y le permite
decir su “embajada”. Entonces el embajador recita valientemente:
“Q ue participa meu monarca pra vóis, Empéradó? Si vóis num man­
dare ritirá vossa tropa que lá se acha im campo, hé-de té ua grande
*
El inicio de la molienda en los ingenios azucareros recibe el nombre de
“botada” (N . del T .).
** Solo:
“¡Ingenio Nuevo está para morirse!
Coro:
¡Trabajar hasta morir! / ¡Oh trabajar, oh trabajar, olé! / ¡Tra­
bajar hasta morir!” (N . del T .).
■percal T eu palacio he-de nada im sangue, e tua corda fóra da cahega,
e teu M inistro passá no fío de m eu cutelo¡ *.
Y entonces el príncipe Suena estalla en esta curiosa mescolanza lírica:
“Traigáo, traigáo, traigáo! Traigáo e uní passo liño! N u m sois tu deus
e pai dos hóme? Dévassai a vista curn piedade para o reino de m eu pail
M ais quem diria que o fío, p rin c p o Suena, fosse atacado pelo pío,
servandejo q u ix iste dentro do arsenal M eu pai, suherano e reis, usando
de m inha poca conciénga, nela foi donde incontrei um grande erró de
cunvidá ésses bárbaro para um piqueno cum batel Pur isso hum ilde­
m ente vossos péis m e ajuéio, perdoa-m e im quanto tenho vus ofindid o l” **.
Entre escenas populares muy cómicas, se resuelve por fin llevar a
cabo la guerra entre el rey del Congo y la reina Ginga. El príncipe parte,
y finalmente, en una coreografía guerrera, de magnífico esfuerzo muscu­
lar, todo el grupo dramatiza el enfrentamiento. Uno tras otro, son captu­
rados todos los combatientes del reino del Congo. El príncipe y el conse­
jero han sido detenidos. El rey llora en el trono. Entonces, el Embajador
de la reina Ginga recita la notable estrofa del canto del triunfo:
Para bens, Angelina,
ela vitória alcangadal
Foi préso o reis de Morama
a Italia foi turnada! ***
Pero que nadie recuerde la derrota de Adua en esta alusión incons­
ciente. Es muy común, en los textos de nuestras danzas dramáticas, hacer
tan sólo una leve alusión para conectar el argumento. El príncipe Suena
va a morir. Y comienza sus adioses, en los que la música se vuelve
verdaderamente desgarradora, lacerante, de tan expresiva:
*
El texto está escrito en un portugués muy popular, plagado de errores y de
violentas adaptaciones gramaticales y sintácticas a las necesidades y posibilidades
de pronunciación del negro. Traducido al castellano diría así: “¿Qué es lo que
mi monarca manda a deciros, Emperador? ¡Si vos no mandáis a retirar vuestras
tropas del campo, tendréis un gran disgusto! ¡Vuestro palacio nadará en sangre,
vuestra corona os será arrebatada, y vuestro ministro conocerá el filo de mi cu­
chillo!” (N . del T .).
** Aquí estamos ante un caso similar al anterior. La traducción sería así:
“¡Traición, traición, traición!”. ¡Traición y un paso de león! ¿No sois dios y
padre de los hombres? ¡Extended la piedad de vuestra mirada sobre el reino
de mi padre! ¡Pero quién osaría decir que el hijo, príncipe Suena, habría de ser
atacado por el peor crápula de cuantos existen en la guarnición! ¡Mi padre, sobe­
rano y rey, se aprovechó de mi poca conciencia, gran error cometí yo al invitar
a esos bárbaros a librar un pequeño combate! ¡Por eso, humildemente, a vuestros
pies me arrodillo, y me disculpo de haberos ofendido!” (N . del T .).
*** “¡Felicitaciones Angelina / Por la victoria alcanzada! / Preso está el rey
de Morama / e Italia reconquistada!” (N . del T .).
Adeus, meu lindo pai, adeusl
Adeus, caros varsálo, adeusl
Y se despide de todos los congueses. Después exclama:
“Imbaixadó, tó ñus teus péis próstrado. ¡Cunto vus ofindis, pérdoai-me
as curpa!”. “Levanta, infeliz. /D espede de teu pai e segue ao cadafalsol” 42.
Muere el príncipe. Pero el misticismo reanuda en seguida el drama, con
la escena feliz donde el príncipe renace otra vez, persefónicamente, nuevo
mito del renacimiento de la primavera, o por lo menos. . . del futuro re­
nacimiento del Congo. Y entonces surge la curiosa escena final, entre
el Rey, el Príncipe, el Consejero y el Ministro, para determinar cuál de
los cuatro es el de más edad, para llevarlo encadenado hasta el trono de
la reina Ginga. Se establece la verdad. Es el rey del Congo quien deberá
marchar encadenado y morir. El es el mayor.
Pues bien, cuando interrumpí mis comentarios, yo decía que en los
Congos perduraba, aunque vagamente, la noción mística del rey-dios,
verdadero contra-representante, que simbolizaba la prosperidad de la
tribu. De tal modo, no me parece casual que el Embajador se presente
ante los cuatro jefes del partido contrario y se quiera llevar (para apre­
sarlo y destruirlo) al mayor de ellos. Es evidente la destrucción del rey
envejecido, que no debe morir de muerte natural, para que el principio
místico que está en él no se pierda para la tribu. Sería más teatral sacri­
ficar al más joven, principio sentimental también adoptado en muchos
cuentos negro-africanos. En estos mismos Congos esto fue aprovechado.
Ya mucho más evidente que eso, toda la simbología de las coronas, en
los Congos, es reminiscencia más que probable de las costumbres místicas
que también tenían lugar en Africa. Los reyes de Congos, describe Koster,
eran ascendidos a sus funciones por el párroco del lugar, quien les trans­
mitía la corona. Lo mismo dicen Spix y Martius. Por lo tanto, en la
danza, la corona tiene mucha importancia, no sólo por las referencias
directas a ella en los textos, sino por la parte que le cabe en el ritual
dramático. En los Congos del siglo pasado, descritos por Silvio Romero,
había tres reinas llevadas en el centro del cortejo, a las cuales, individuos
ajenos al grupo intentaban arrebatarles las coronas. El que lo conseguía
se ganaba un premio. Me parece evidente, en esta simbología, la destruc­
ción del rey Cía corona) y elevación al trono del asesino (el premio
conquistado). Frazer, siempre tan milagrosamente provisto de ejemplos,
se refiere a los reyes africanos a los cuales se les podía matar y así
ocupar el trono su mismo asesino. Un paso curiosísimo de los Congos
que describí, aparentemente sin significado, es aquel donde antes de la
partida del hijo del rey hacia la guerra, se produce un intercambio de
coronas entre el rey y el hijo. Ese intercambio es evidentemente simbó­
lico, y creo que es el mismo Frazer quien señala una liturgia similar,
en la elección de los reyes temporales, quienes morían en lugar de los
reyes legítimos y permanentes. A través de ese intercambio de coronas, el
hijo (y en la realidad siempre es un pariente del rey legítimo quien
pasa a ser rey temporal y muere por el otro. . . ) se vuelve temporal y
simbólicamente rey legítimo; por lo tanto, es éste quien parte hacia la
guerra y muere, en la persona del hijo.
Toda esta simbología mística no puede ser ocasional: es tradicional. No
hay nada azaroso en los Congos, donde tanta tradición de costumbres e his­
toria profana subsiste; nada, en ellos, ha permanecido casualmente, ni si­
quiera aquello que ha sido desvirtuado por la ausencia actual de interés,
como ocurre con estos diversos trazos de los ritos místico-sociales con que los
negros justificaban las desgracias terrenas. E incluso una lectura superficial
de estos Congos permite sentir con fuerza hasta qué punto ellos están pro­
fundamente traspasados de misticismo de todo tipo. Tampoco estoy
lejos de creer que el rey Cariongo, o Caro, como lo llaman en Ceará43,
pese a todo lo burlesco que lo cerca (las religiones naturales no son
enemigas de lo burlesco. . . ) está muy intensamente concebido aun como
entidad mística, un vaguísimo dios, necesariamente identificado por los
negros bautizados con el Dios del Cristianismo. Basta recordar las diver­
sas exclamaciones del príncipe Suena: “¡Castígame y adora a mi Padre
que es hermosura!” dice él en cierto momento. Y también en aquel otro
pasaje que cité: “No soy tu Dios y Padre de los hombres?. . . Dejad
caer vuestra mirada con piedad sobre el reino de mi Padre!”. Otra prueba
de la religiosidad cristiana de los Congos está en la curiosa pieza “Feli­
citaciones, Angelina”, que en la versión de Barroso dice profanamente
y apenas: “Felicitaciones, nobles guerreros!”. Esta Angelina, que vino
tradicionalmente de Portugal, o por lo menos de la isla de Madeira, es
una de esas admirables creaciones verbales del pueblo, suscitadora de
nociones asociativas que no fija una noción perfectamente inteligible
y determinada. A través de los textos de la “Angelina gloriosa”, citados
por Teófilo Braga, puede percibirse la vaguedad de sentido de la palabra.
Lo que importa es la noción festiva de “ángel” que la palabra despierta,
pero ella parece indicar a veces a algún ser angelical, a veces a la propia
Virgen, y a veces algún lugar habitado por los ángeles.
Si así es, puede decirse que los Congos actuarían inconscientemente
como expresión de una lucha entre los principios, no diré del Bien y del
Mal, pero sí de lo benéfico y de lo maléfico, terminando momentánea­
mente con la victoria de lo maléfico, es decir de la reina Ginga. Victoria
que sería una especie de desquite de las tinieblas, la cual se acepta como
raza maldita contra el principio del bien (los blancos); de una religión
impuesta, que nada tenía que ver con los negros, y que la colectividad
nunca pudo aceptar totalmente, en cuatro siglos de yugo. Y siempre el
principio benéfico alcanza al final una especie de triunfo, pues el
príncipe Suena, hijo del rey, termina resurgiendo. La idea de la resu­
rrección del principio que representa el beneficio de la colectividad, es
universal y muy anterior al Cristianismo. Un aspecto fuerte de ese “Elementargedanke”, de esa magia simpática, sobrevive en algunas de nues­
tras danzas dramáticas populares, en los Cucumbís antiguos, en los Cabocólinhos, en el Bumba-meu-boi, donde el principio benéfico, el Mameto, el Matroá, el Buey, mueren y renacen otra vez.
Y para terminar con este estudio, que ya es muy extenso, quisiera seña­
lar que, además, los Congos parecen celebrar un hecho histórico, africano,
que tuvo lugar varios siglos atrás.
Está claro que es la embajada, parte dramática del argumento, la que
se basa en un hecho histórico. Es cierto que los negros de Africa tienen
también la manía de las embajadas. . . Stanley observó sonriendo que
los jefes congoleños gustan de conferenciar entre sí, al igual que las poten­
cias europeas; y también toda la historia de Portugal en el Africa está
entretejida de embajadas de lusos y de negros. ¡Incluso al Brasil vinieron
algunas embajadas inútiles de reyezuelos africanos, como la del rey de
Bení, en 1824, enviada para reconocer nuestra independencia! En el
siglo xviii vinieron dos, enviadas por el rey de Dahomey, una de 1750,
otra en 1795. De los africanos de Brasil se sabe que el armisticio pactado
entre los habitantes del quilom bo de Palmares y Aires de Souza Castro,
se realizó por intermedio de embajadores, enviados por el Zumbí enton­
ces reinante. Y que en realidad es un hábito africano, lo prueba singular­
mente el episodio relatado por Nina Rodrigues, en la insurrección de los
Haussás, en 1807. ¡En cada barrio de la capital de Bahía, los negros
habían nombrado a un jefe, a quien le cabía dirigir la fuga de los escla­
vos, llamado “Capitán”, y el cual era ayudado por una especie de agente,
posiblemente de contacto, al que llamaban el “Embajador”!. . .
Pues bien, es en la “embajada” de los Congos donde los personajes
solistas adquieren singular relieve, principalmente el rey del Congo, el
príncipe Suena, su hijo, y la invisible reina Ginga. No logré identificar
al rey del Congo, Cariongo o Caro. El nombre del príncipe Suena pro­
vendrá seguramente de una confusión con algún título nobiliario, que
los negros del Brasil imaginaban que era nombre propio. En Africa, en
la región de Luanda, que tantos esclavos nos dio, suana es un cargo
dignatario cualquiera, muchas veces ejercido por el hijo de algún jefe.
Es eso, al menos, lo que indica el siguiente texto ochocentista de Dias
de Carvalho: “El M utiánvua, pese a lo reducido de su comitiva, siempre
se hace acompañar por el M uitía o su representante, su Suana M ulopo,
M uene T ém bue, y a veces por los hijos del Mutiánvua”.
En lo que atañe a la reina Ginga, tuve la suerte de poder obtener
algunos informes bastante curiosos sobre ella. El nombre de la reina
Ginga es, ante todo, tradicional en Brasil. Puede encontrárselo en los
Congos cearenses *, de Gustavo Barroso, en los Congos pernambucanos
de Goiana, con argumentos muy diferentes. Y, finalmente, está en la
Congada que se realizó en Tejuco, en Minas, en ocasión de las fiestas de
coronación de Don Juan VI, en 1816.
La reina Ginga responde perfectamente al Rey del Congo, puesto que
“Ginga” también es un nombre africano. Los Gingas o Xingas, o Zingas,
o Giagas, o Djagas, eran habitantes del Africa Central, y hablaban en
dialectos bantús. Miembros de esa tribu fueron hechos esclavos y embar­
cados en los puertos de S. Felipe de Benguela y Novo Redondo, con
destino al Brasil.
En cuanto a las reinas, las hubo numerosas por toda esa región, del
Oeste y Centro africano. . . En Angola, el rey Angola Mussuri fue suce­
dido por una de sus hijas, a la cual, a su vez, sucedió una de sus her­
manas. Entre los gingas, además de la famosa reina Ginga Bandi, hubo
por lo menos otra anterior a ella, y otra, bastante belicosa, que le suce­
dió en el trono. Schmidt y Koppers incluyen a los pueblos del Congo
en el estado de “libre-matriarcado”. El hecho del Totemismo, que perte­
nece a la etapa del patriarcado, existe en el Congo y se explica por la
penetración y mezcla de culturas diversas. Y —notable permanencia— , en
la danza de los Congos, como antes lo subrayé, todas las “cantigas” de
presumible origen totémico, se refieren a pájaros, lo que, según los mis­
mos autores, es un fenómeno que se verifica con frecuencia en las socie­
dades matriarcales, ya influidas por el totemismo patriarcal. La presencia
de la reina Ginga victoriosa podría insinuar también que ha permanecido
alguna noción nostálgica del matriarcado, entre los esclavos de Brasil. . .
Vale la pena recordar el curioso episodio que relata Etienne Brasil, a
propósito de la rebelión de los Males bahianos que, en 1835, pretendían
ya victoriosos, elegir una reina. Y otro recuerdo muy sugestivo del pre­
dominio de la mujer, es el de aquella negra Teresa, la heroína que gober­
naba el quilom bo de Quariteré, en Mato Grosso 44, y de la que se dice
que murió de rabia al ser detenida por los de Vila Bela.
Es, sin embargo, un texto providencial de Congos, con el que pude
dar en el Estado de Paraíba 45, el que nos va a indicar que la reina Ginga
de las danzas citadas, no es solamente una referencia genérica a las reinas
de esa raza, sino que celebra a una de ellas en especial, la célebre reina
Ginga Bandi. Dice mi texto: “É mim, dáo Gracia Macundi, peito cheio,
de brago forte, que veio pela déféza da mulata raínha Zinga Nbángi. . . ”
etc. * Que Zinga es lo mismo que Ginga es algo en lo que concuerdan
diferentes autores. El nombre Bandi, que respeté en la interpretación
gráfica dada por el autor anónimo del “Catálogo dos Governadores do
Reino de Angola”, también es interpretado como Nbandi, por Alfredo
Moulin.
Los Congos no sólo designan una reina determinada, sino que, además,
parecieran hacer referencia a un episodio histórico de su vida: a la asom­
brosa embajada que presidió, cuando todavía no era más que una prin­
cesa, para visitar al gobernador Joáo Corréia de Souza, en 1621 46.
Esta princesa Ginga Bandi era hija del rey de Angola o Matamba,
quien le había dado el nombre, el jefe Ginga Bandi. Este despótico rey,
asesinado por sus propios súbditos, dejó tres hijas y un hijo tenidos con
su esclava favorita, y un hijo más, heredero legítimo del trono, tenido
con su esposa principal. Pero el astuto hijo de la esclava, llamado Gola
Bandi, logró apoderarse del trono, y mandó a matar a su hermano, a la
madrastra, y a un sobrino, hijo de la princesa Ginga Bandi, su hermana.
Fue tirano como el padre, y tan molesto para los portugueses, que vivió
en escaramuzas constantes con los soldados del gobernador Luiz Mendes
de Vasconcelos, quien nunca le concedió una paz acabada. Mientras, la
princesa Ginga siente lacerarse el corazón por la muerte de su hijito. . .
Gola Bandi estaba ansioso por ganarse la simpatía de los portugueses, a
la espera de un momento propicio para enviarle una embajada de paz;
apenas se enteró del cambio de gobernador, nombró “con notable sagaci­
dad, para liderar esta embajada, a su hermana Ginga Bandi, en cuya vi­
vacidad de espíritu y desenvoltura depositó todas sus esperanzas”, dice el
documento del que me estoy sirviendo. “El día convenido, con un gran
séquito de damas y criados, llegó hasta la casa del gobernador, y al ser
introducida en el salón principal advirtió que no había sino una silla, y
frente a ella dos almohadones de terciopelo cruzados por franjas de oro
sobre una excelente alfombra, estuvo unos segundos sin proferir palabra,
luego volvió el rostro hacia una de sus damas, quien rápidamente se
curvó a los pies de la embajadora ofreciéndole su espalda. En ella se sentó
Ginga Bandi y allí permaneció todo el tiempo que duró la ceremonia.
Este incidente inesperado llenó a todos de admiración, pero mayor fue el
asombro cuando vieron discurrir a una mujer, criada entre bárbaros y
fieras, con tal elocuencia y propiedad de términos, solicitando el perdón
para su hermano y fundamentando las razones por las que se le debía
otorgar la paz, que todos se quedaron pasmados. El Gobernador le res­
pondió que para concederle lo que pedía, debía Gola Bandi reconocer
*
El texto traducido dice “Soy yo, don Gracia o García, Macundi, pecho amplio,
brazo fuerte, que aquí ha venido a defender a la mulata reina Zinga Nbangi. . . ”
(N . del T .).
la corona portuguesa mediante un tributo anual, a lo que ella, con no­
table vivacidad, retrucó que condición semejante no podía sino ser im­
puesta a quien fuese conquistado y no a un príncipe soberano que vo­
luntariamente buscaba la amistad de otro soberano. Por fin, concedida
la paz sin otra condición que la restitución de los esclavos fugados y una
recíproca asistencia contra los enemigos de ambas naciones, se dio por
finalizada la reunión. Cuando el Gobernador iba acompañando a la em­
bajadora advirtió que la negra que le había servido de asiento no aban­
donaba su extravagante postura, le pidió que le ordenara incorporarse,
a lo que ella, sonriendo, respondió que no seguía allí por inadvertencia,
sino porque no era compatible con su jerarquía volver a servirse de ella”.
Esta mujer admirable se dejó bautizar, con gran placer de Joáo Corréia
de Souza, y tomó entonces el nombre portugués de doña Ana de Souza.
Engalanada por este nombre portugués y con muchos regalos, partió para
Matamba; y tales debieron ser los argumentos que sobre la fe o las con­
veniencias políticas desplegó ante el hermano odiado, que también éste
quiso convertirse. Y entonces tuvo lugar el insensato acto del gobernador:
correspondió al pedido de Gola Bandi, enviándole al padre Dionisio de
Faria, natural de la misma ciudad de Matamba. Cuando el rey vio al cura,
se puso frenético y se negó a todo diciendo que “no podía ser bautismo el
que le administrase el hijo de una esclava suya. Y tomando por afrenta
la diferencia que había habido entre él y su hermana, provocó con varios
desatinos e insultos su ruina postrera, porque Joáo Corréia, más dolido
por el ultraje cometido con el clérigo que por el que él mismo fuera
víctima, le mandó a hacer una guerra tan cruda que, desamparado y
odiado por sus propios vasallos, fue a refugiarse en una pequeña isla
del río Quanza, donde, temiendo caer en nuestras manos, terminó cayen­
do repentinamente en las de la muerte, al ingerir un veneno que su her­
mana doña Ana, traidoramente, le hizo introducir en los alimentos, en
venganza por el que él le había dado a su hijo”. “Esta varonil mujer,
siendo aclamada soberana después de la muerte de su hermano Gola
Bandi, no recayó en los errores de la idolatría, sino que olvidada de las
especiales atenciones de que fuera objeto por parte de los portugueses,
les concibió un odio tan mortal, que no obstante experimentar siempre
en todos los enfrentamientos la mala fortuna de sus antecesores, se em­
pecinó treinta años en su feroz contumacia”. Ginga Bandi murió en 1681,
muy poco Ginga y bastante Ana de Souza, en la paz católica del Señor,
y arrepentida de sus posibles errores.
De toda esta información se desprende como conclusión que los
Congos guardan memoria de la reina Ginga Bandi y su embajada. El
hecho de que Ginga Bandi no sea la embajadora puede deberse a una
probable transposición popular, por el hecho de que nuestras danzas
dramáticas, con la excepción evidentemente culta de los Pastoriles, son
bailadas exclusivamente por hombres. Es cierto que, de vez en cuando,
en otras danzas, aparece alguna figura femenina representada por algún
muchacho. Es el caso de Saloia, por ejemplo, en las Chegangas de Mouros.
Pero se trata siempre de un personaje secundario, circunstancial, con el
que el mismo pueblo se deleita sin dejar por eso de advertir lo grotesco
que hay en él y comentarlo con picardía. La reina Ginga, protagonista,
subrayaría drásticamente ese hecho ridículo que es un hombre haciendo
de mujer, y eso fue algo que el pueblo quiso evitar. De lo contrario, se
habría desvirtuado la memoria de la gran embajadora, en provecho de
la reina beligerante. . .
BIBLIOGRAFIA CITADA
Guilherme de Melo, A Música no Brasil, 1908.
Antonil, Cultura e Opuléncia do Brasil, ed. de 1923.
Pereira da Costa, Folclore Pernambucano, 1908.
X.X., Cartas Jesuíticas, ed. de 1931.
Frazer, Le Rameau d ’or, 1924.
A. Moulin, L ’Afrique a travers les Ages.
Vieira Fazenda, Antigualhas e Memorias.
Schlichthorst, R io de Janeiro wie es ist, 1829.
Koster, Travels in Brazil, 1816.
Delafosse, Les Negres, 1927.
Schmidt und Köppers, Der Mensch aller Zeiten, 1924.
X.X., Navegaçâo de Lisboa à llha de Säo Tom é, ed. 1867.
Coleridge Taylor, T w en ty four Negro Melodies, 1905.
S. Chauvet, Musique Nègre, 1929.
Gustavo Barroso, Ao Som da Viola, 1921.
Stanley, D er Kongo, 1885.
F. V. Equilbecq, Contes indigènes de l’Ouest Africain, 1913.
E. Jacottet, Contes Populaires des Bassoutos, 1895.
H. Chatelain, Folk Tales of Angola, 1894.
Delafosse, Civilisations Negro-Africaines, 1925.
Blaisse Cendrars, Anthologie Nègre, 1921.
Spix und Martius, Reise in Brasilien, 1823.
Silvio Romero, Cantos Populares do Brasil, 1897.
T. Braga, Romanceiro Geral Portugués, 1906.
N. Rodrigues, Os Africanos no Brasil, 1932.
D. de Carvalho, Etnografia dos Povos de Lunda, 1890.
X.X., Catàlogo dos Governadores do Reino de Angola, ed. de 1826.
E. Brasil, Os Malês.
LA POESIA EN 1930i7
(1931)
E l a ñ o 1930 se inscribe ciertamente en el registro de la poesía brasileña
por la aparición de cuatro libros: Algum a poesía ( Alguna poesía ) de
Carlos Drummond de Andrade; Libertinagem ( L ibertinaje ) de Manuel
Bandeira; Pássaro Cegó ( Pájaro Ciego'), de Augusto Frederico Schmidt y
Poemas de Murilo Mendes. Todos son poetas consumados, y aunque dos
de ellos sólo publican ahora sus primeros volúmenes, hace mucho que
podían haberlo hecho. Pero quisieron escapar a los desastres casi siem­
pre fatales de la juventud. Si hicieron y hacen versos ya no es porque
sean jóvenes sino porque son poetas.
Esta me parece una de las lecciones literarias del año. Cuatro libros
de poetas atestiguando la fuerza de la madurez. Se acabaron los inconve­
nientes de la aurora. Es mucho lo que la poesía brasileña ha sufrido a
raíz de esos inconvenientes, principalmente la contemporánea, en que la
posibilidad de no metrificar hizo creer a mucha gente que ya nadie
necesita tener ritmo y que basta unir oraciones alineadas al capricho de
la fantasía para hacer verso libre. Los jóvenes se aprovecharon de esta
facilidad aparente, que de hecho era una dificultad más, pues, despojado
el poema de los encantos exteriores del metro y la rima, quedaba sola­
mente. . . el talento. Y ya asombra, un poco dolorosamente, esa pila
pretenciosa de libros de jóvenes que se acumulan en la mesa de trabajo,
cosa inútil, rostros más o menos ruborosos, promesa excesiva, en suma:
bambochada que no resiste a la primera cepillada del tiempo.
Debiera estar prohibido por ley que un individuo menor de edad,
quiero decir, que no tenga por lo menos 25 años, publique un libro de
versos. La poesía es un gran mal humano. Ella sólo tiene derecho a existir
como fatalidad que es, pero esta fatalidad sólo se prueba a sí misma
después de pasados los inconvenientes de la aurora. Los jóvenes disponen
de muchos caminos para hacer eficaces sus falsas actividades: que con­
versen con el pueblo y que lo cuenten, que describan las fiestas regionales
detalladamente, o que se inunden de artículos laudatorios sobre los poetas
adorados. Pero poesía, no. Escriban, si quieren, pero no se transformen en
volumen. El resultado de esta precipitada transfiguración en libro que
acarrean los inconvenientes de la aurora fue, pensándolo bien, desastrosa
en el movimiento contemporáneo de nuestra poesía. Una estúpida pérdida
del ritmo, una falta pavorosa de contribución personal, y sobre todo la
conversión contumaz en fuego fatuo de la temática que los de más edad
estaban trabajando con esfuerzo, dudas y muchos errores.
Me referí a la pérdida de ritmo en los versos de los jóvenes. . . Lo que
de inmediato se advierte en estos poetas de 1930, es la cuestión del
ritmo libre. Verso libre significa justamente adquisición de ritmos per­
sonales. Está claro que si salimos de la impersonalidad de las métricas
tradicionales, no lo hacemos para reemplazar un encanto socializador por
un vacío individual. El verso libre es una victoria del individualismo. . .
Beneficiémonos al menos con esa victoria. Y es en eso, justamente, que
sobresalen los aportes de Manuel Bandeira y Augusto Frederico Schmidt.
Libertinagem es un libro de cristalización. Pero no de la poesía de
Manuel Bandeira, ya que este libro confirma la grandeza de uno de
nuestros mayores poetas, sino de su psicología. Es el libro más individuo
M anuel Bandería de cuantos el poeta haya publicado. Por lo demás,
nunca como ahora alcanzó con tanta nitidez sus ideales estéticos; prueba
de ello es la confesión ( “Poética”, p. 23) que dice:
Estoy harto del lirismo comedido
del lirismo bien educado . . .
c ............................................ )
N o quiero saber nada más del lirismo que no es liberación.
Entendámonos: liberación personal.
Esta cristalización de Manuel Bandeira se nota muy particularmente
en el ritmo y en la elección de los detalles ocasionales del estado lírico.
Manuel Bandeira recuerda a esos amantes bien casados que, después de
una larga convivencia, terminan pareciéndose físicamente uno al otro.
De este modo, su ritmo terminó por parecerse al físico de Manuel
Bandeira. Es rara una dulzura franca de movimiento. Es un ritmo hecho
de ángulos, incisivo, de versos puntiagudos, entradas bruscas, sentimiento
en lascas, gestos quebrados, ninguna ondulación. La famosa cadencia
oratoria de la frase desapareció. En este sentido, Manuel Bandeira es el
poeta más civilizado del Brasil: no sólo por el abandono total del adorno
agradable, sino por ser el más. . . tipográfico de todos los buenos con
que contamos. Quiero decir: si uno toma en consideración en la poesía
la forma en que se la realiza, desde el grito inicial a la poesía cantada,
a la manuscrita que se aprende de memoria, a la recitada con acompaña­
miento, a la declamada, a la poesía, en fin, concebida para la exclusiva
lectura de ojos mudos, habrá que reconocer que Manuel Bandeira es,
entre nuestros poetas vivos, aquél que más prescinde del sonido. Su poesía,
dentro de la infinita mayoría actual, es poesía para la lectura. Obsérvese
la aspereza rítmica de uno de los poemas más suaves del libro, véase qué
“intratables” son los versos, incapaces de encajarse unos en otros para
articulación de algún tipo de cadencia:
Cuando yo tenía seis años
me regalaron un conejillo de Indias
cómo sufría m i corazón
porque el bichito sólo quería estar debajo de la cocina.
M i conejillo de Indias fue m i primera novia.
La inutilidad del sonido organizado en movimiento es evidente. Y cité
el largo verso final para mostrar hasta qué punto es áspera la rítmica
del poeta. Aspereza tanto más característica si se tiene en cuenta que, si
estudiamos ese verso desde el punto de vista de sus pausas cadencíales,
hay que reconocer que se trata de uno de los más suaves de la lengua:
la redondilla y el endecasílabo:
O meu porquinho da India
(7 sílabas)
(1 0 sílabas)
foi a m inha prim eira namorada
Es un poema conmovedor por la sencillez de su expresión, acogiendo
mil símbolos fieles, “El cactus”, el último verso expresa muy bien el
ritmo actual de Manuel Bandeira:
Era bello, áspero, intratable.
Cabe señalar, por lo demás, que se verifica una lucha permanente
entre esa esencia “intratable” del individuo Manuel Bandeira y el lírico
que hay en él. De allí proviene el dualismo peculiar que puede percibirse
en su obra, donde se pasa de juegos con valor absolutamente personal, de
un detallismo por momentos pueril (en el sentido etimológico de la
palabra), difícil de comprender o de sentir con intensidad para quien no
está familiarizado con el hombre que así escribe, a concepciones profun­
das, de una belleza extrema y de interés general. Interés en el cual ya
no interviene el conocimiento personal del poeta o la coincidencia psicoló­
gica con él. Sus mejores obras, A ndorinha ( “Golondrina”). O Arijo da
Guarda ( “El Angel de la Guardia”), A Virgern M aña ( “La Virgen Ma­
ría”), Evocagao do R ecife ( “Evocación de Recife”), Teresa, N oturno
da Rúa da Lapa ( “Nocturno de la Calle Lapa”), para no citar sino textos
de Libertinagem , son poemas en los que, por más personales que sean los
temas y detalles, a medida que el poeta más despersonaliza, más se con­
funde con todos y menos característicamente ritmado se presenta. La
propia Evocagao do R ecife que se remite hasta la familia llamada nomi­
nalmente (Totónio Rodrigues, doña Aninha Viegas) es exactamente el
modo como cualquiera ama su rincón natal. En dos poemas que ahora
cito: Poema de Finados y Vou-me em bota pra Pasárgada ( “Me voy a
Pasárgada”), el poeta se generaliza tanto, que vuelve a los ritmos menos
individualistas de la metrificación, como ya lo había hecho en las can­
tigas de los Sinos ( “Campanas”) y de Berimbau *, en R itm o Dissoluto **.
Resulta curioso observar que con Vou-me em bota pra Pasárgada, Ma­
nuel Bandeira logró entregarnos la máxima obra poética de un estado de
espíritu bastante común en los poetas brasileños de hoy. Ya el inicio de
ese título-estribillo que recorre el poema es de una unanimidad brasileña
muy grande. En los poetas románticos el tema del exilio y del deseo de
volver es frecuente. Con el neorromanticismo de nuestros parnasianos,
el tema de las barcas, de las velas que parten y “no vuelven más” fue
reemplazando al ave que volvía o quería volver al nido antiguo. En e l. . .
neorromanticismo de los contemporáneos, el desprendimiento voluptuo­
samente dilacerante, la liberación de la vida presente, que se resume en
la noción de partir, se prendió a la nueva poesía, frecuentándola con
llamativa insistencia. Esto se nota no tanto en los poemas de viaje, harto
comunes en cualquiera de nuestros versolibristas, sino en la clara decli­
nación del deseo de partir. En Augusto Frederico Schmidt, ese deseo de
partir (o mejor: el de abandonar aquello en que se está) es una obsesión
constante. Pues bien, en Manuel Bandeira, el fenómeno se particulariza
más por el empleo de la propia frase “vou-me embora”. Si bien yo recuerdo
en este momento, por lo menos dos poetas contemporáneos más em­
plearon la frase con sistemática conciencia y no como valor episódico;
el “vou-me embora” constituye una obsesión de la poesía popular na­
cional. Me retrucarán que es más ajustado decir que es una obsesión de
las cuartetas portuguesas. Puedo aceptar que, como lugar común poético,
la frase nos haya venido de Portugal. Aparece, por lo demás, en todo el
folklore de origen ibérico. Pero el “vou-me embora” frecuenta mucho
más la cuarteta brasileña que la portuguesa, donde como pretendo de­
mostrar en un estudio futuro, el tema de la partida, la mayoría de las
veces, es traducido por “adiós” lo que parece indicar que la noción de
partida es mucho más nostalgiosa en Portugal, donde más a menudo se
*
Berimbau: Pequeño instrumento sonoro de hierro que se toca sosteniéndolo con
los dientes y accionando la lengüeta con el dedo indicador (N . d elT .).
** “Ese poder socializante del ritmo medido logra una prueba crítica muy evi­
dente de lo que es y de quién es Manuel Bandeira, cuando éste en Evocagáo do
Recife, al constatar, irónicamente, nuestro sometimiento al portugués gramatical­
mente organizado en Lisboa, comienza a bailar de repente y organiza, en medio de
los versos libres, un verdadero estribillo coreográfico y coral:
. . .Porque él sí que habla lindo el portugués de Brasil
En cambio nosotros
Lo que hacemos
Es parodiar
La sintaxis lusíada
La vida con un montón de cosas que yo no entendía bien. . . (etc.).
Sobre la fuerza socializante de la métrica todavía podrá advertirse la preferencia
por los ritmos impares de marcha, en Augusto Frederico Schmidt, que es un católico
de corte francamente proselitista (N . del A .).
convierte en un sentimiento de despedida, mientras que entre nosotros
será más egoísta y desamorada (lo que concuerda con el ya tan recono­
cido individualismo nuestro), convertida en el sentimiento de abandonar
aquello en que se está. Sirviéndose pues, de esta constancia nacional,
Manuel Bandeira la hace coincidir con un estado de espíritu muy propio
de nuestros poetas contemporáneos, indudablemente menos filosofantes
que los de las dos generaciones espirituales anteriores (Bilac, Raimundo
Corréia, Amadeu Amaral, Rosalina Coelho Lisboa, Ronald de Carvalho,
Hermes Fontes), pero más en contacto con la vida cotidiana y más em­
peñados en resolverla mediante una práctica feliz. Incapaces de encon­
trar la solución, surgió en ellos ese amargo deseo de dar de hombros, de
no molestarse, de lanzarse a una frenética práctica de liberaciones mo­
rales y físicas de todo tipo. Deseo transitorio, circunstancial, nadie lo
duda, pero importante, porque ese a-mí-qué-me-importa medio gracioso
produjo algunos momentos significativos de la poesía o de la evolución
espiritual de ciertos poetas contemporáneos brasileños. En última instancia,
el tema del “vou-me embora pra Pasárgada”, es el mismo que se canta
en las Dangas ( “Danzas”), de Mário de Andrade, y en especial es el que
dicta el diapasón básico de los Poemas de Bilú, de Augusto Meyer. Se
puede rastrear su eco en algunos poemas de Sergio Milliet y de Carlos
Drummond de Andrade para ser, finalmente, estado de espíritu y trans­
formarse en constancia psicológica, ya independiente de la conciencia,
en toda la obra de Murilo Mendes. Hice esta digresión para mostrar lo
mucho que Manuel Bandeira perdió de sí mismo para dar a un tema
usual de nuestros poetas de ahora, su cristalización más perfecta. Tal vez,
la ironía del destino contra ese gran lírico tan tercamente individualista,
consista en hacer de él un poeta tanto más grande cuando menos se
manifiesta como Manuel Bandeira. . .
Carlos Drummond de Andrade, de un individualismo también exacer­
bado, nos dio un libro que revela al individuo excesivamente tímido que
él es. Eso ya se nota en su ritmo, inaferrable, simulador. A su vez, ello
redunda en favor de una riqueza de cadencias muy grande, aunque psico­
lógicamente casi desorientadora. Es el más rico en ritmos de estos cuatro
poetas. Sus sutilezas alcanzan a veces el arte filigranado de Guilherme
de Almeida. Tal es el caso, por ejemplo, del curioso Fuga en el que,
además de que la primera estrofa de la página 94 aparece toda en versos
de nueve sílabas, aunque conteniendo uno de ocho y otro de diez, la
cuarteta siguiente, toda en octosílabos, termina con el decasílabo:
Y todo el mundo anda - como yo - de luto.
Verso habilísimo, que a pesar de sus diez sílabas y posible acentuación
del decasílabo romántico, todavía es firmemente un octosílabo, ya que
el paréntesis reflexivo “como yo” funciona también, por así decirlo, como
un paréntesis rítmico que preserva la unidad métrica de la estrofa.
Hay incluso en Carlos Drummond de Andrade un compromiso claro
entre el verso libre y la metrificación. Los versos cortos asumen, en su
infinita mayoría, función de versos medidos, y contienen nociones ge­
nerales completas y acentuaciones tradicionales. Pero no me parece que
en este poeta la utilización del verso medido, sistematizada en tantos poe­
mas, sea una tendencia empeñada en socializarse, como en Augusto Frederico Schmidt, o que deba generalizarse más, como en Manuel Bandeira. Excepción hecha, tal vez, de la Cantiga do V iúvo ( “Cantiga del
viudo”), el empleo de la metrificación proviene, en él, de un íntimo
deseo de aniquilarse, de esconderse, de reaccionar por medio de movi­
mientos ostensiblemente melódicos y aparentemente alegres y cómicos
(siempre el “vou-me embora pra Pasárgada” . . . ) contra su inenarrable
incapacidad para vivir. Es lo que él mismo resume, por lo demás, en ese
encogimiento de hombros con que termina la Toada de A m or ( “Tonada
de Amor”) :
A ver, mariquita, el pito
en tu pito está el infinito,
(p. 2 4 )
El análisis de Algum a Poesía brinda adecuadamente la medida psico­
lógica del poeta. Desearía no conocer íntimamente a Carlos Drummond
de Andrade para ubicar mejor en el libro al tímido que él es. Para que
el poeta pudiera terminar de acomodarse en esa timidez sería preciso
que no tuviese ni la sensibilidad ni la inteligencia que posee. ¡Entonces
podría ser uno de esos tímidos nada más que tímidos, tan comunes en la
vida, vencidos sin saber que lo están, cuya mediocridad absoluta acaba
haciéndolos felices! Pero Carlos Drummond de Andrade, timidísimo, es
al mismo tiempo, inteligentísimo y sensibilísimo. Cosas que se contrarían
con ferocidad. Y su poesía entera está hecha de ese combate. Poesía sin
agua corriente, sin deshilvanar y concatenar de ideas y estados de sen­
sibilidad, a pesar de todo construida bajo la gestión de la inteligencia.
Poesía hecha de explosiones sucesivas. Dentro de cada poema las estrofas,
a veces los versos, son explosiones aisladas. La sensibilidad, el golpe de
inteligencia, las caídas de timidez se interseccionan a los saltos. Véase el
final del Poema das Setes Faces ( “Poema de los siete rostros”) :
Dios mío, por qué me abandonaste
si sabías que yo no era Dios
si sabías que yo era débil.
Mundo, mundo, vasto mundo
si yo me llamase Raimundo,
sería una rima, no una solución;
mundo, mundo, vasto mundo
más vasto es mi corazón.
N o debiera decírtelo
pero esa luna
pero este coñac
lo conmueven a uno como el diablo.
Toda la timidez del poeta destila del primer terceto. Viene después
el estallido de la sensibilidad en la quintilla siguiente con una fatiga que
provoca asonancias, asociaciones de imágenes, y el verso sublime (pero
intelectualmente tonto) “sería una rima, no una solución”. Y el diablo de
la inteligencia estalla en la estrofa final: el poeta pretende disimular
el estado de sensibilización en que se encuentra, hace una broma con la
que pretende dárselas de valiente, típica de un tímido, y observa con
verdad (pura inteligencia, entonces), las reacciones del ser ante el mundo
exterior. Esa poesía de arranque, que no se deberá confundir con la
superposición de datos objetivos que nos vino de Whitman, es constante
en todo el libro.
Sería preferible, tal vez, que Carlos Drummond de Andrade no fuese
tan inteligente. . . La reacción intelectual contra la timidez, como se ha
verificado ya más que sobradamente, provoca amargura, provoca humour,
induce a divertir sin franqueza, ni alegría ni salud. En Carlos Drummond
de Andrade provocó todo eso. La amargura, sin embargo, no le hizo mal
y se convirtió en un valor más. Tampoco el humour, ya que poemas como
Fuga, Toada de Am or, Q uadrilha, Familia, son expresiones de la mejor
poesía de humour. Y en todo momento uno se encuentra con anotaciones
humorísticas excelentes, como el final del Sao joño d ’El Reí ( “San Juan
del Rey”) :
Y todo me envuelve
una sensación fina y gruesa,
(p. 4 2 )
o casi todas las estrofas de Fantasía, principalmente las palabras referidas
al Diablo, que me recordaron a Shelley. Pero donde sí la inteligencia
perjudicó al poeta y lo deformó enormemente, fue al adherirse a los
poemas cortos, hechos para que uno se ría, el poema-cocteil, el “poemachiste” según la expresión feliz de Sergio Milliet. El poema-chiste es uno
de los mayores defectos en que incurrió la poesía brasileña contemporánea.
Ante todo, es algo facilísimo: hay centenares de creadores de bromas por
ahí. Creo, incluso, que los poemas-chiste (Manuel Bandeira también
cayó, a veces, en esa precariedad) son la única restricción de valor per­
manente que se puede hacer a A lgum a Poesía. Culpa integral de la inte­
ligencia. De la inteligencia incapaz y fatigada ( “vou-me embora pra Pasárgada. . . ”). Ya no es humour. No es todavía sátira. No creo que esos
poemas puedan reportarle nada al poeta. Y por ellos será aplaudido en
los círculos de los semi-literalizados de las academias y de los cafés. Lo
que positivamente es una desgracia.
Así, incapaz y frágil ante la vida (ver el admirable N o m eio do
C am inho ( “En medio del camino”), era natural que la poesía de Carlos
Drummond de Andrade se demorase en un mayor detallismo individual.
De hecho: la caracterización psicológica de Algum a Poesía no asume sola­
mente verdades totales del individuo, como la de Libertinagem sino que
desciende a particularizaciones muy interesantes. Dos obsesiones hay en
el libro, por lo menos dos, que me parecen muy curiosas: la sexual y la
que llamaré “de la vida sin sentido”. A la obsesión 48 de la vida sin sentido,
Carlos Drummond de Andrade logró sublimarla mejor; a la sexual, no,
no la transformó líricamente: prefirió romper bruscamente con la preo­
cupación y las luchas interiores, mintiendo y escondiéndose. El suave
cantor del R ei de Sido ( “Rey de Siam”), el ángel de Purificando ( “Puri­
ficación”), el humorista de tantas ironías, el paciente habitante de su
propia casa, del repliegue en lo familiar, de la vida sin sentido, se volvió
grosero, un licencioso petulante. El libro es rico en anotaciones sensuales,
a veces sutiles como las de la piel picada por mosquitos, o del diente de
oro de la bailarina, a veces maleducadas como las de las tetas. Pero donde
se nota que la obsesión estalla con sobradas evidencias es en el hecho de
que el libro esté lleno de muslos y especialmente de piernas (pp. 10, 36,
62, 141, 144, 136, 117, 113, 110).
Todavía no encontré ninguna referencia entre las civilizaciones anti­
guas y primitivas, a ese desvío de la mirada masculina, universal en la
Civilización Cristiana, con que los hombres juzgan las cualidades buenas
de una. . . pieza, mirándole las piernas. La explicación que alude al uso
de faldas me parece insuficiente. Debe haber en ese acondicionamiento
del ser sexual respecto a las prohibiciones de los Mandamientos, una es­
pecie de bluff: el cristiano transgrede la ley, con una inocencia deliciosa.
Carlos Drummond de Andrade también fue víctima de ese desvío de la
mirada cristiana, pero, con todo, mediante una deformación subcons­
ciente curiosa. No creo que él sea en su vida ese grosero que tantas piernas
evocadas indican. Lo que él quiso fue violentar la delicadeza innata, mal­
tratar todo lo que había de más susceptible en su sensibilidad, dar rienda
suelta a las tendencias sexuales, enredarse en ellas, trompetear piernas y
más piernas, para vencerse interiormente. Ser grosero, ser realista, ya que
no encontraba (debido a la propia timidez), una salida delicada y humo­
rística para el asunto. Y eso culmina, p. 110 (¡“Piernas”, 3 veces!), en
la grosería tan conmovedora donde aquél, que se las daba de violento sen­
sual, no logró derrotar las delicadezas íntimas, y en vez de decir que la
mujer no es otra cosa que sexo (que era lo que él, con maldad, quería
vociferar), exclama: ¡“Todas son piernas”!
El tratamiento dado a su obsesión con la vida sin sentido es, artística­
mente hablando, más valioso. Representa la lucha entre el poeta — que
es un ser de escasa acción, todo funcionario público, con familia, provin­
cianismo y paz, en fin el “bostezo de la felicidad” como él mismo lo
describió— y las exigencias de la vida social contemporánea que ya viene
alcanzando al Brasil de las capitales, y que se encarna en el ser socia­
lizado, de mucha acción, eficaz para la sociedad, más público que pri­
vado, con mayor radio de acción que el cumplimiento de los deberes fa­
miliares y burocráticos. El poeta adquirió una conciencia penosa de su
inutilidad personal y de la inutilidad social y humana de la “vida sin
sentido”. Pero la tragedia era menos individualista. El poeta pudo no
atribuirle la importancia personal que le atribuía al tema sexual, y logró
poetizar mejor, extraer de allí más lirismo y más poesía. Creó poemas
de pura sensibilidad, nostálgica (In fa n c ia ), complaciente (S w e e t H o m e),
irónica ( C idadezinha Q u alqu er), o humorísticos (F am ilia y Sesta). In­
cluso Chopin y la eterna Cantiga do V iúvo se encuadran bien en el ciclo.
Otro poema, curiosísimo por lo demás, que también pertenece al ciclo,
es Sinal de A p ito ( “Pitazo”), de una pureza impresionante, en el cual la
“vida sin sentido” aparece convertida en valor social pero vengativamente
reducida, por fin, a un simple maqumismo material de gestos y señales.
Y, finalmente, como punto culminante de la obsesión, está la Balada do
A m or a través das Idades ( “Balada del amor a través de las edades”).
Aquí el tema es admirablemente expresivo. El poeta se desquita de la
vida sin sentido, introduciendo miríficos suicidios y martirios estruendosos
en episodios amorosos de diferentes épocas pasadas. Menos en la contem­
poránea, donde hace que el amor termine en matrimonio, en aburguesa­
miento, en. . . vida sin sentido: es él. El poeta no hace otra cosa que
retrotraerse “a través de las edades”. Las dificultades contra las que tuvo
que luchar (no soy indiscreto, ya que pequeñas como las suyas todos las
tenemos), él las exageró líricamente y transportó a épocas ya pasadas,
mientras que en la contemporánea, trazó el perfil más fácil del asunto,
liquidándolo rápidamente, como deseaba hacerlo en su propia vida. Un
documento precioso de psicología.
Augusto Frederico Schmidt, dándonos en 1930 el Pássaro Cegó ( “Pá­
jaro Ciego”), tardó dos años en publicar el mismo número de obras que
Manuel Bandeira en trece. Esto es algo que determina al poeta. Es cauda­
loso, abundante, voluptuosamente derrochador. Y así es su ritmo. El
poeta, que desciende de judíos y supo extraer de ese origen temas y
caracterizaciones de poesía, es más exactamente un asiático. Obrando en
consonancia con los ardores más sensuales, todo en él reviste las delicias
de esa magnificencia orientalizante. En su fraseo, cosas, a veces, posible­
mente irritantes, como el abuso de las repeticiones, los amaneramientos
de sintaxis, la religiosidad sin discreción, el encanto no solamente ora­
torio sino declamatorio, el sentido exiguo de contemporaneidad, todo, en
fin, lo que parece hecho para desvalorizar, sin embargo lo valoriza. Asume
un don de necesidad que infunde respeto. En verdad, los treinta y dos
lugares comunes que aparecen en el material de su poesía, aunque osten­
sibles y dispuestos sin la menor delicadeza de corazón *, infunden tanto
*
Prueba de la tendencia proselitista de Augusto Frederico Schmidt. Los poetas
proselitistas tienen, para que se les disculpe ese exceso de indiscreción, la fran­
queza dadivosa que los anima, la lealtad con que juegan toda la riqueza en una
sola carta. Todos ellos, por lo general, demuestran, con inmediata claridad, los
“procesos” mediante los cuales se estructuran su técnica y su ideología. Véase por
ejemplo, a Marinetti, Verhaeren, Bilac, Maiakowsky, Sandburg, poetas sociales,
proselitistas irrefrenables, cuyas “maneras” son fácilmente perceptibles, en oposi­
ción a un Rimbaud, a un Lautréamont, a un Manuel Bandeira, e incluso a una
Francisca Julia, todos ellos a-mí-qué-me-importa de marca mayor, inaferrables,
carácter a la obra del poeta, que dejan de ser lugares comunes para con­
vertirse en caracteres de la misma.
Bajo el punto de vista técnico, Augusto Frederico Schmidt supo, con
rara habilidad y desde su primer libro, elegir de la lección histórica brin­
dada por la poesía brasileña todas las constancias capaces de darle fiso­
nomía propia y tradicional. Vale la pena observar esto muy bien porque
incide en el orientalismo del poeta. Hubo otros que también fueron a
buscar a través del Brasil constancias que les permitieran inscribirse en
la tradición. Pero lo que los demás iban a buscar en la lección del pueblo
popular, Augusto Frederico Schmidt iba a buscarlo en la poesía burguesa,
lo que lo muestra como perfecto bajá o como buen mandarín. Es, por
lo demás, un católico de acción y necesariamente habría de demostrar
exasperación monárquica. Pero yo, que en un tiempo le censuré ciertos
amaneramientos, ya no se los censuro. Forman parte esencial de ese to­
rrente majestuoso, y a pesar de majestuoso siempre suave, de su poesía.
Dilatadas monotonías, muslos muy odaliscos, danzas rituales pesadas,
dulces con mucho azúcar, sedas espesas como paredes. . . Y siempre Dios.
Un Dios áspero, más bien jesuítico, apuesto, voluminoso y de una vio­
lencia franca. Por todo eso, Augusto Schmidt es, entre nuestros poetas
contemporáneos, el que mejor sabe instrumentar la cadencia. Obsérvese
este final de la admirable Profecía:
Si no obedecieras a la elección del Señor, será mejor
que los animales feroces dividan tu cuerpo en pedazos.
Que el mar te arroje al encuentro de las rudas rocas
y caigan sobre tu cabeza todas las desdichas.
Fortifica bien tu espíritu atormentado,
extrae de tu debilidad tu gran heroísmo.
Abandona toda la poesía del mundo que es inútil
pues la belleza distrae a los hombres y los disminuye.
Cierra tu cuerpo a todas las voluptuosidades.
Que la noche abandone tu cuerpo cansado,
porque tu papel es mayor que tú mismo - ¡y debes cumplirlo!
(p. 34)
Así de cadencioso, sutil en la tendencia al uso del verso largamente
voluptuoso donde el mismo agotamiento de la respiración dificulta la
ligereza de la idea (siempre lenta en el poeta); tan sutil es que llega
al punto de ser flemático hasta en muchos versos cortos, por la disposi­
ción sintáctica:
Avistó la ciudad distante,
iluminada, ardía, como en llamas. . .
(p. 15)
imposibles de repetir. Entre Castro Alves y Alvares de Azevedo, sucede lo mismo.
(N . del A .).
Un día pasa, otro día
y todos los días pasando van.
M i juventud ha de pasar en breve
restarán sólo cenizas en m i corazón,
(p. 123)
y además por el uso del entroncamiento y de las palabras arcaicas que
interceptan la corriente de la naturalidad, no cabe sino reconocer que
Augusto Frederico Schmidt va tendiendo hacia el verso metrificado. Está
claro que eso era necesario para un poeta de alma mesiánica (dicho
esto sin la menor intención peyorativa), católico por naturaleza y fe.
Si a muchos parecerá que el poeta fue a buscar en los ritmos impares
del romanticismo (Tristáo de Ataide), en la elección de dicciones román­
ticas, de sintaxis retorcidas, de palabras viejas, un romanticismo nuevo,
a mí me parece que todas esas normas usadas por él, provienen de ten­
dencias más lógicas. En realidad, él no fue a buscar nada en nadie, no,
ni se hizo bajo el signo de Casimiro de Abreu *, todo lo contrario: sus
tendencias lo llevaron a instrumentar formas envejecidas (muchas in­
cluso, son parnasianas: el entroncamiento, la evocación de la Sublim e
Porta, pág. 169), debido a aquella propensión fatal y unívoca de las
religiones, que les hace aferrarse al pasado con el inamovible recurso de
la Ley y el Rito. No quiero con esto asimilarme a quienes consideran
que Dios no requiere ni progreso ni evolución. Lo inamovible de la Ley
y del Rito no es más que la proyección mimètica de Dios dentro de la
vida terrestre, un contraste tremendo. Esas renovaciones, esos fantasmas
antiguos, que adornan la poesía de Augusto Frederico Schmidt, cumplen
en ella una auténtica función litúrgica.
Otro aspecto esencial del poeta es el empleo de las monotonías de la
obsesión (Abram as Portas, M enina M orta), repitiendo ideas, palabras,
frases con un desparpajo asiático. Hay poemas en los que las estrofas
extraen valor emotivo del hecho de ser variantes mínimas de una idea
única. Augusto Frederico Schmidt valoriza este proceso del Tema con
variaciones y, a veces, lo hace muy bien. Es más, la condescendencia
en la repetición de ciertos asuntos como el romántico (de la muerte),
el religioso (de la profecía), el modernista (de la esencia de lo brasi­
leño) (Canto do Brasileiro, N ovo Canto do Brasileño) cosas que en otro
*
No hay duda de que el romanticismo se convirtió en una rebelión consciente
en Augusto Frederico Schmidt, desde el momento en que, fatigado por la temática
en boga del Modernismo (fue él, creo, el primero que se hizo eco de la noción de
lo Antimoderno, propuesta por Maritain. . ., y fue él, por su asiática falta de
agilidad, quien creó, con el Canto do Brasileiro, una reproducción seria, del
“Vou-me embora prá Pasárgada”), él quiso, y así lo hizo, abrir un camino nuevo.
Ser modernísimo, pues. . . Pero ese romanticismo, consciente e incluso episódico,
dio al poeta lo que, me parece, menos lo hará brillar con el tiempo: además del
vocabulario rebelde que él no logró renovar ni imponer, ciertos poemas de total
o mucha imitación (A Deus, L ira), son pastiches evidentes, cuyo valor se me es­
capa enteramente (N . del A .).
podían resultar insatisfactorios por la realización que previamente se les
dio —en Augusto Frederico Schmidt son sólidos valores ecuatoriales, son
incluso condescendencia, complacencia, conformismo con sus propios des­
cubrimientos. El favor que concede a la tristeza, sin un grito más lace­
rante, sin un sarcasmo, sin una irregularidad psicológica más ruborizada
(estamos en las antípodas de Manuel Bandeira), prueba en el poeta un
áureo y sonoro conformismo. Sus propias insatisfacciones y remordimientos
religiosos, filtrados a través de esa manera general de ser, toman, de
modo indiscutible un aire de Arte Puro, que los inmoviliza. Al final de un
lamento que podía agobiar, lo que uno realmente está haciendo es dis­
frutar. Y en consecuencia resulta curioso constatar que aun cuando su
poesía clame caídas de conciencia, temores de lo Infinito, fantasmas
reencontrados, insatisfacción del presente: en verdad, es poesía de tipo
artístico, con mucho conformismo y ninguna inquietud.
Y si a cada momento, en la obra de este artista, uno se encuentra con
imperfecciones y numerosas desprolijidades de factura, eso no invalida
en absoluto su carácter artístico. Esas imperfecciones forman parte real­
mente de la cualidad estética de Augusto Frederico Schmidt, que es la
de un decidido barroco. Igual que en los templos cargados de adornos,
de Java, de la India, del Barroco, del mismo Gótico, así la evaluación
del conjunto forma parte de la naturaleza de su obra. Poco importa en
un portal gótico, en un alto-relieve javanés, en una capilla-mayor barroca,
la imperfección, el precario acabamiento de una estatua o de una voluta.
No es inherente a la naturaleza de esos estilos aquella perfección itine­
rante, completa de por sí en cada pormenor. El fulgor generoso del con­
junto (despreciada incluso su unidad de concepción) es lo que vale ex­
clusivamente, y a su luz se ignoran esas imperfecciones. Tanto fulgor y
tanta generosidad que, por lo general, en las obras de esa corriente esté­
tica quedan siempre inacabadas, incluso porque en ellas el perfecciona­
miento siempre es posible. En la literatura también hay figuras que por
más muertas que estén, por más del pasado que sean, dan siempre la
impresión de estar inacabadas. Goethe, por ejemplo, para ascender de un
salto a las supremas grandezas. Mientras que en las naturalezas sin nin­
guna generosidad, un Anatole France, un Machado de Assis, un Pirandello, cada obra es, de por sí, un todo, e incluso cuando aún están vivos
sus autores, ello no implica la necesidad de esperar, son algo acabado
(es el caso de Pirandello); hay otros que, por generosos, jamás, ni siquiera
con la muerte, dan la impresión de haber terminado su obra: Dostoievski,
Proust. . .
En medio de las grandes corrientes que están moviendo al siglo, la
poesía brasileña se conserva como espectadora. Unicamente el naciona­
lismo, que nos toca esencialmente para que podamos vivir en paz con
nuestra tierra, logró apartar un poco a ciertos poetas de su ventanita de
oro y plata. Fue el único momento en que algunos salieron a la calle.
Un mérito excepcional de Augusto Frederico Schmidt fue ese de tomar
posición públicamente. Es un católico; y cantando sus ondulantes versos,
formuló una invitación a sumarnos a la procesión, que cada uno podrá
aceptar o no. Del lado opuesto, el poeta político todavía no apareció.
Porque —dejémonos de dar vueltas— la Poesía no puede permanecer
en este compromiso de facilidades sentimentaloides y didácticas entre las
que casi exclusivamente se confina entre nosotros. Es necesario terminar
de una vez con esa tontería de distinguir Poesía y Prosa por el aspecto
tipográfico. Tontería vigente incluso entre los cultores del verso libre.
Lo que las distingue realmente es el fondo: la Prosa transporta todo hacia
un plano único, intelectual, desarrollando por eso mismo nociones, es
exclusivamente consciente. La Poesía, por el contrario, disuelve las no­
ciones más conscientes trasladándolas a un plano vago, más general, de
una mayor complejidad humana. Este punto tiene que ver con la prin­
cipal contribución del Surréalisme que logró, como nunca, especificar la
esencia de la Poesía. O la Poesía se traiciona enteramente y se convierte
en cantadora pragmática de los intereses sociales, o se convierte, en el
máximo orgullo, inexorablemente autónomo y predominante de la inte­
ligencia. El término medio se va haciendo cada vez más inaceptable. No­
venta por ciento de la pseudo-poesía humana es falsificación. Hay que
alcanzar el lirismo absoluto, donde todas las leyes técnicas e intelectuales
sólo aparezcan por las propias razones de la liberación, y nunca como
normas preestablecidas. O entonces traicionar desvergonzadamente: pre­
dicar. O transformarse en juez, o ser “loco” de una buena vez. Versificar
cantando la Tierra, la Madre Negra, describir el carnaval, gemir de amor
vencido o victorioso, todo eso en Poesía, es de un anacronismo didáctico
terrible. No es poesía, es celebración escolar. Y es Prosa de la mala, por­
que es deficiente, incompleta como análisis, deformada como esencia.
Y la Poesía tiene que ser cada vez más lírica, en el polo opuesto a la
asociación de ideas. Pero son admisibles todavía y siempre la metrifi­
cación, la rima a lo Joao Pessoa, el soneto, el verso-de-oro y la estupidez,
siempre que aparezcan bien razonados y falsificadores, pero cantando
reivindicaciones, martirios y grandezas del hombre social.
Llamaremos a eso, penosamente, Poesía, para engañar al Burro hu­
mano, respetabilísimo e infeliz. Y que nadie advierta nuestra pena. Que
nadie perciba dentro de nadie los estragos que pueda provocar el sa­
crificio.
Y ahora resalto el valor de los Poemas, de Murilo Mendes. Histórica­
mente es el más importante de los libros del año. Murilo Mendes no es
un surréaliste en lo que atañe a su proveniencia, pero me parece difícil
imaginar a alguien que haya logrado un aprovechamiento más seductor
y convincente de la lección surrealista. Negación de la inteligencia su­
perintendente, negación de la inteligencia seccionada en facultades di­
versas, anulación de perspectivas psíquicas, intercambio de todos los
planos, que no ejemplifico porque son todo el libro. Lo abstracto y lo
concreto se mezclan en él constantemente, formando imágenes objetivas:
Arcángeles violentos surgen del fondo de los minutos
Los cementerios del aire calientan
con el fuego salido del sueño de la vecina
(p. 51)
( p. 4 5 )
Los hombres se desprenden de la acción en el paisaje elem ental
Aquí estoy, desnudo, paralelo a tu voluntad
(p. 81)
(p. 52)
etc., en una complejidad de valores, de bellezas, de defectos, de irregula­
ridades, tanto más curiosos y eficaces cuanto más aparecen dotados de
una igualdad insoluble: las bellezas valen tanto como los defectos, las
irregularidades tanto como los valores, en una inflexible expropiación del
Arte en favor de la integridad del ser humano.
Murilo Mendes dice que es
La lucha entre un hombre acabado
y otro hombre que anda por el aire
(p. 4 8 )
para completar la verdad en otro poema, advirtiendo que
. . .n o es culpable ni inocente.
Se trata, como puede verse, de uno más que se fue a Pasárgada. . . Y
éste, definitivamente, con su muy natural manera de poetizar.
Sería difícil en este resumen, ya tan enorme, dar una idea pormeno­
rizada de la contribución que Murilo Mendes hace a nuestra poesía. Lo
que sobre todo me entusiasma en él, además de esa esencialización poética
a la que escapa sólo lo satírico de la primera parte del libro ( Jogador de
Diáboló'), es la integración de la vulgaridad de la vida a un clima de
intensa exasperación soñadora o alucinada.
De las cinco regiones donde buques angulosos
sangran en los puertos de la locura
vinieron niñas morenas
mujeronas, con senos empinados gritando ¡Mamá, yo quiero un novio!
(p. 4 5 )
Los ángeles m alos. . .
son fuertes y grandes, no es chiste,
tienen dientes de perlas, labios de coral.
Los aviadores parten para combatirlos y mueren.
Las viudas de los aviadores reciben indemnización
el maniquí rojo del espacio (p. 34)
c .............................................)
De tanto que las costureras del taller de doria Marocas
se frotaron en él de tarde.
Ya quiere salir de las camadas primitivas
de aquí a m il años será una gran bailarina
bailará sobre m i tumba ante el cartel de los astros
cuando yo mismo baile mi vida realizada
en la terraza de los astros (p. 62)
Es inconcebible la levedad, la elasticidad, la naturalidad con que el
poeta pasa del plano de lo cotidiano al de la alucinación y los confunde.
Esa naturalidad, ese coraje inconsciente de sí, en el Brasil, sólo sería
admisible entre cariocas. Y, de hecho, Murilo Mendes, aunque oriundo
de Minas Gerais, es dueño de todos los trucos cariocas. Y recuerdo aquí
la admirable contribución nacional que hizo. Impenetrable, visceral, in­
confundible, hay un brasileñismo tan constante en su libro, como en
ningún otro poeta de Brasil. Realmente, éste es el único libro brasileño de
la poesía contemporánea que creo que es imposible que un extranjero
pueda inventar. Todos los demás, con mayor o menor erudición, con
mayor o menor experiencia personal, podrían haber sido compuestos por
cualquier hombre del mundo. Lo que en los otros es fruto de una vo­
luntad, en Murilo Mendes es un fenómeno, por decirlo así, de reacción
nerviosa.
Por su actitud carioca, por la notable elasticidad con que confunde lo
real con el sueño, por su nacionalismo original e independiente, por la
extraordinaria complejidad lírica de realización, Murilo Mendes sólo es
comparable, y en el dibujo, al pernambucano Cicero Dias. Me parece que
ambos dan forma a lo que tiene de más rico y de más nuevo el arte
brasileño de este momento: una pareja espléndida que difama los cá­
nones y conceptos del Arte, que mata el Arte en lo que él tiene de más
pernicioso e intrínseco: el hecho de mentir, la diferenciación de las obras,
la singularización de los valores, y el famoso, verdadero y estupidísimo
“golpe de genio”. Ese tonto golpe de genio que, al fin de cuentas, no hay
quien no lo tenga, cuando no en el arte, por lo menos en la vida. La vida
cotidiana está llena de golpes de genio. Ante las obras de estos dos, ya
no artistas, sino líricos admirables, todo eso desaparece. Son hombres que
no mienten más, liberados de la conciencia y de cualquier jerarquía psí­
quica, capaces de todas las fes y credos al mismo tiempo. Hay una cosa
básica a la cual no traicionan: el impulso macunaimático del individuo
(me estoy refiriendo al arte que realizan): no ser ni culpables ni inocen­
tes, ni alegres ni tristes ya, sino seres dotados de aquella soberbia indi­
ferencia que Platón asociaba a la sabiduría. Y el resultado importantísimo
de ese individualismo tan sólo aparente, que en realidad es más bien un
exceso del individuo en lo que él tiene de más complejo, de más precario
y desjerarquizado, es que en vez de pormenorización personal, la obra
que crean es profundamente humana y genérica. De la misma manera
que en Cicero Dias, las formas asumen valores de cuño universal, en
síntesis tan abstractas que en ellas un perro se confunde con un burro
—es el Cuadrúpedo— ; la paloma se confunde con el cuervo —para
representar el Ave— ; del mismo modo que, sin particularización indivi­
dualista, sus temas son primarios y genéricos, la sexualidad (confundién­
dose con el amor), el tema de la muerte, el del placer, el del Más Allá,
también en Murilo Mendes los temas son genéricos y los mismos; los
ritmos se vuelven impersonales, versos largos pero respetuosos de la res­
piración, sin entroncamientos, despojados de lujo e imponencia.
Pero el castigo infligido a toda esa riqueza que les da el hecho de que
difamen el Arte y lo destrocen, es que destruyen su propia finalidad
objetiva: la obra de arte. En Murilo Mendes, como en Cicero Dias, desa­
parece radicalmente la posibilidad de la obra maestra, de la obra completa
en sí e inolvidable como objeto. No solamente porque en sus obras todos
los planos se confunden, sino porque además se vuelven enormemente
parecidas unas con otras, o por lo menos, indiscernibles en la memoria de
la gente. Si el T an to G entile, si el A lm a M in h a 49, si As Pambas 50 ( “Las
Palomas”), se distinguirán siempre entre millares de sonetos, y resultan
de inmediato inconfundibles; si puede decirse que en Gongalves Dias el
Y-]uca-Pirama es una obra maestra y tal o cual poema, a su lado, resulta
mediocre, no posee el “golpe de genio”; en el nuevo orden de creación,
utilizado por Murilo Mendes y Cicero Dias, esa posibilidad de distinción
desaparece extrañamente. Uno u otro verso, tal o cual momento del
cuadro resaltan por más bellos, por más conmovedores, por más profun­
dos, pero las obras se enlazan unas con otras, se interpenetran, flotan
en una indiferencia iluminada en que ya no es necesario distinguir la gran
invención de la invención menos poderosa. Los otros tres poetas, más
sumisos, ya sea al plano sensitivo, ya al de la reflexión, y todos bajo el
dominio de la organización intelectual, son más desiguales. Exceptuando
los poemas satíricos de Murilo Mendes, creados francamente bajo la
gestión de la conciencia, y donde las obras se distinguen también (como
el ya celebrado Q uinze de N ovem bro ), lo demás se confunde en una
gran masa dadivosa. Y si el trato diario del libro permite que el lector,
poco a poco, se vaya encariñando más con este o aquel poema y desta­
cando a este otro, lo cierto es que uno ya no tiene más razones para
aislar la obra maestra y justificarla. ¿Será un mal nuevo?. . . No lo creo.
Ni tuve tampoco la intención de distinguir mejorías o decadencias im­
posibles. Estaba, apenas buscando, a mi manera, el orden de creación
en que la poesía de estos cuatro grandes poetas se sitúa.
EL MOVIMIENTO MODERNISTA51
M a n i f e s t á n d o s e especialmente a través del arte, pero salpicando tam­
bién con violencia las costumbres sociales y políticas, el movimiento
modernista fue el preanunciador, el preparador y en muchos aspectos el
creador de un estado de espíritu nacional. La transformación del mundo
acarreada por el debilitamiento gradual de los grandes imperios, la prác­
tica europea de nuevos ideales políticos, la rapidez de los transportes y mil
y una causas internacionales más, así como el desarrollo de la conciencia
americana y brasileña, los progresos internos de la técnica y de la educa­
ción, imponían la creación de un espíritu nuevo y exigían la revisión e
incluso la remodelación de la inteligencia nacional. No fue otra cosa el
movimiento modernista, del cual la Semana de Arte Moderno fue el
vocero colectivo principal. Hay un mérito innegable en esto, si bien
aquellos primeros modernistas. . . cavernarios, que nos reunimos alre­
dedor de la pintora Anita Malfatti y del escultor Vitor Brecheret, no
hayamos servido sino como voceros de una fuerza universal y nacional
mucho más compleja que nosotros. Fuerza fatal, que se manifestaría ine­
vitablemente. Ya un crítico con pretensiones de sensatez afirmó que todo
cuanto hizo el movimiento modernista, hubiera ocurrido igual sin el
movimiento. No conozco perogrullada más graciosa. Porque todo eso que
se hubiera hecho, incluso sin el movimiento modernista, sería pura y sim­
plemente. . . el movimiento modernista.
Hace veinte años se realizó, en el Teatro Municipal de Sao Paulo,
la Semana de Arte Moderno. Es todo un pasado agradable, que no quedó
nada feo, pero que me asombra un poco, además. ¡Cómo tuve valor para
participar en aquella batalla! Si bien es cierto que con mis experiencias
artísticas hace mucho que vengo escandalizando a la intelectualidad de
mi país a través de artículos y libros, cabe reconocer que esas experien­
cias no se realizaron in anim a nóbile. No estoy de cuerpo presente, y
eso atenúa el impacto de la estupidez. Pero, ¿de dónde saqué el valor
para decir versos ante una silbatina tan feroz como la que yo no escuchaba
desde el escenario y ante los gritos que desde la primera fila de butacas
me dirigía Paulo Prado?. . . ¿Cómo pude dar una conferencia sobre artes
plásticas en la escalinata del Teatro, rodeado de anónimos que se burlaban
de mí y me ofendían a más no poder?. . .
Mi mérito como participante es un mérito ajeno: fui alentado, fui
enceguecido por el entusiasmo de mis compañeros. A pesar de la con­
fianza absolutamente firme que yo tenía en la estética renovadora, más
que confianza, era fe verdadera, yo no hubiera tenido fuerzas, ni físicas
ni morales, para arrostrar aquella tempestad de burlas. Y si soporté el
encontronazo, fue porque estaba delirando. El entusiasmo de los demás
me emborrachaba, no el mío. Si por mí fuera, hubiera cedido. Digo que
hubiera cedido, pero solamente en relación a esa presentación espectacular
que fue la Semana de Arte Moderno. Con o sin ella, mi vida intelectual
hubiera sido lo que fue.
La Semana marca una fecha, eso es innegable. Pero lo cierto es que
la preconciencia primero, y luego la convicción de un arte nuevo, de
un espíritu nuevo, desde hacía por lo menos seis años venía definiéndose
en el. . . sentimiento de un grupito de intelectuales paulistas. Al co­
mienzo fue un fenómeno estrictamente sentimental, una intuición adivi­
natoria, un. . . estado poético. En efecto: educados en la plástica “his­
tórica”, conociendo, a lo sumo, los nombres de los principales impresio­
nistas, ignorando a Cezanne, ¿qué nos llevó a adherir incondicionalmente
a la exposición de Anita Malfatti, que en plena guerra venía a mostrarnos
cuadros impresionistas y cubistas? Parece absurdo, pero aquellos cuadros
fueron la revelación. Y aislados por la crecida de escándalo que se había
adueñado de la ciudad, nosotros, tres o cuatro, delirábamos de éxtasis
ante los cuadros que se llamaban el “Hombre Amarillo”, la “Estudiante
Rusa” 52, “La Mujer de Cabellos Verdes”. Y a ese mismo “Hombre Ama­
rillo” de formas tan inéditas entonces, yo le dedicaba un soneto de
forma parnasianísima. . . Eramos así.
Poco después, Menotti del Picchia y Oswaldo de Andrade descubrieron
al escultor Vitor Brecheret, que dormitaba en Sao Paulo en una especie
de exilio, en un cuarto que le habían dado gratis, en el Palacio de las
Industrias, para que allí guardara sus trastos. Brecheret no venía de
Alemania como Anita Malfatti, venía de Roma. Pero también importaba
oscuridades poco latinas, pues había sido alumno del célebre Maestrovic.
Y hacíamos verdaderas reverles al galope ante los simbolistas exasperados
y estilizaciones decorativas del “genio”. Porque Vitor Brecheret, para
nosotros era, por lo menos, un genio. Este mínimo era lo menos con que
podíamos contentarnos, tales eran los entusiasmos que él nos despertaba.
Y Brecheret iba a ser en breve el gatillo que haría detonar “Paulicéia
Desvairada” (P aulicea Delirante') . . .
Yo había pasado aquel año de 1920 sin escribir un solo poema. Tenía
cuadernos y cuadernos con textos parnasianos y algunos tímidamente
simbolistas, pero todo había terminado por desagradarme. Mis lecturas
asistemáticas me habían hecho conocer incluso a algunos futuristas de
último momento, pero sólo entonces había descubierto a Verhaeren. Y
fue un deslumbramiento. Principalmente impresionado por las “Villes
Tentaculaires”, tuve inmediatamente la idea de escribir un libro de poe­
sías “modernas”, en verso libre, sobre mi ciudad. Probé, no surgió nada
que me interesara. Volví a probar y nada. Los meses transcurrían en
medio de una gran angustia, en una insuficiencia feroz. ¿Se habría se­
cado en mí la poesía?. . . Y yo me despertaba sufriendo.
A eso se unían dificultades morales y vitales de todo tipo: fue un año
de mucho sufrimiento. Ya ganaba para vivir sin problemas, pero desbor­
dado por el furor de aprender que se había adueñado de mí, mis entradas
se iban en libros y yo me encontraba metido en terribles desastres finan­
cieros. En familia, el clima era torvo. Si mi madre y mis hermanos no
se molestaban con mis “locuras”, el resto de la familia me atacaba sin
piedad. Y hasta con cierto placer: ese dulce placer familiar de tener en
un sobrino o en un primo, un “perdido” que nos valoriza virtuosamente.
Yo tenía discusiones brutales, en que los desplantes mutuos solían llegar
a aquel punto de tensión en que. . . ¿por qué será que el arte los pro­
voca? La pelea era brava, y si bien nunca me deprimía, quedaba, en cam­
bio, lleno de odio, de verdadero odio.
Fue entonces cuando Brecheret me permitió vaciar en bronce un yeso
de él que a mí me gustaba, una “Cabeza de Cristo”; ¡pero con qué ropa!
¡Yo debía hasta el aire que respiraba! Andaba a veces a pie por no tener
doscientos réis para el tranvía, eso en el mismo día que había gastado
seiscientos mil réis en libros. . . Y seiscientos mil réis era dinero en aquel
tiempo. No vacilé: hice más acuerdos financieros con mi hermano, y
finalmente pude desempaquetar en casa mi “Cabeza de Cristo”, sensualísimamente feliz. La noticia corrió en un segundo, y la parentela, que
vivía cerca, invadió la casa para ver. Y para pelear. Gritaban, gritaban.
¡Aquello era hasta un pecado mortal! vociferaba mi tía vieja, la mayor,
matriarca de la familia. ¡Dónde se ha visto a Cristo con una trenzita!
¡Era algo horrible! ¡Tremendo! ¡Este hijo suyo está “perdido” irreme­
diablemente!
Estaba alucinado, lo juro. Tenía ganas de empezar a dar trompadas.
Cené solo, en un estado inimaginable de desgarramiento. Después subí a
mi cuarto —ya anochecía— con la intención de arreglarme, salir, distraer­
me un poco, colocar una bomba en el centro del mundo. Me acuerdo
que me asomé a la ventana, mirando sin ver mi calle. Ruidos, luces, las
voces sonoras de los choferes de taxi. Yo estaba aparentemente tranquilo,
como fluctuante. No sé qué me ocurrió. Me acerqué a mi escritorio, abrí
un cuaderno, escribí el título en que jamás había pensado, “Paulicéia
Desvairada”. El estallido se había producido por fin, después de casi un
año de angustiosas interrogativas. Entre disgustos, trabajos urgentes, du­
das, peleas, en poco más de una semana había arrojado al papel un canto
bárbaro, dos veces más extenso que el texto definitivo que conformó el
libro *.
¿Quién tuvo la idea de la Semana de Arte Moderno? Yo no sé quién
pudo haber sido, nunca lo supe, sólo puedo asegurar que no fui yo. El
movimiento, extendiéndose paulatinamente, ya se había convertido en
una especie de escándalo público permanente. Ya habíamos leído nues­
tros versos en Rio de Janeiro; y en una lectura fundamental, en casa
de Ronald de Carvalho, donde también estaban Ribeiro Couto y Renato
Almeida, en una atmósfera de simpatía, “Paulicéia Desvairada” obtenía el
consentimiento de Manuel Bandeira, que en 1919 había ensayado sus
primeros versos libres, en “Carnaval”. Y fue entonces cuando Graga
Aranha, ya célebre, trayendo de Europa su “Estética de la Vida”, fue a
Sao Paulo, y trató de conocernos y de agruparnos en torno a su filosofía.
Nosotros nos reíamos un poco de la “Estética de la vida” que todavía
atacaba ciertos modernos europeos que admirábamos, pero nos adherimos
francamente al maestro. Y alguien lanzó la idea de hacer una Semana de
Arte Moderno, con exposición de artes plásticas, conciertos, lecturas de
libros y conferencias didácticas. ¿Fue el mismo Graga Aranha? ¿Fue Di
Cavalcanti?. . . Lo que importaba era llevar adelante esa idea que, ade­
más de audaz, era costosísima. Ahora bien, el verdadero promotor de la
Semana de Arte Moderno fue Paulo Prado. Y únicamente una figura
como él y una ciudad grande pero provinciana como Sao Paulo, podían
realizar el movimiento modernista y objetivarlo en la Semana.
Hubo un tiempo en que se trató de trasplantar a Rio las raíces del mo­
vimiento, debido a las manifestaciones impresionistas y principalmente
post-simbolistas que existían por entonces en la capital de la República * *.
Ellas eran innegables, principalmente en aquellos que tiempo después,
siempre más preocupados con el equilibrio y el espíritu constructivo, for­
maron el grupo de la revista “Festa” 53. En Sao Paulo, ese ambiente
estético sólo fermentaba en Gilherme de Almeida y en un Di Cavalcanti
pastelista, “trovador de los tonos velados” como lo llamé en una dedica­
toria esdrújula. Pero yo creo que es un engaño ese evolucionismo a todo
trance, que recuerda nombres de un Néstor Vitor o Adelino Magalháes,
como hitos precursores. En ese caso sería más lógico evocar a Manuel
Bandeira, con su “Carnaval”. Pero si su nombre había llegado a nosotros
*
Más tarde yo habría de sistematizar este proceso de separación nítida entre el
estado de poesía y el estado de arte, incluso en la composición de mis poemas más
“dirigidos”. Las leyendas nacionales, por ejemplo, la brasileñización lingüística del
combate. Elegido un tema, mediante las excitaciones psíquicas y fisiológicas sabi­
das, me dedico a preparar y esperar la irrupción del estado poético. Si éste llega
(cuántas veces no llegó n u n c a ...) , escribo sin ningún tipo de cohesión todo lo
que me llega a las manos: la “sinceridad” del individuo. Y sólo después, en calma,
el trabajo lento y penoso del arte: la “sinceridad” de la obra de arte, colectiva y
funcional, mil veces más importante que el individuo (N . del A .).
** Rio de Janeiro fue capital de la República de Brasil desde la creación de
ésta, en 1889, hasta mediados del siglo actual, cuando Brasilia ocupó su lugar.
(N .d elT .).
por un puro azar de librería y lo admirábamos, de los otros, nosotros en la
provincia, desconocíamos hasta los nombres, porque los intereses impe­
rialistas de la Corte no eran los de mandarnos a los “humillados o lumi­
nosos”, sino al gran camalote académico, sonrisa de la sociedad, útil para
encantar provincianos.
No. El modernismo, en el Brasil, fue una ruptura, fue un abandono de
principios y de técnicas consecuentes, fue una rebelión contra lo que se
entendía por Inteligencia nacional. Es mucho más exacto imaginar que
el estado de guerra de Europa hubiese preparado en nosotros un espíritu
de guerra, eminentemente destructivo. Y las modas que revistieron este
espíritu fueron, en un comienzo, directamente importadas de Europa.
Pero que ello baste para decir que los de Sao Paulo éramos unos antina­
cionalistas, unos antitradicionalistas europeizados, me parece una falta de
sutileza crítica. Eso significaría olvidar todo el movimiento regionalista
abierto justamente en Sao Paulo e inmediatamente antes, por la “Revista
do Brasil” 54; significaría olvidar todo el movimiento editorial de Monteiro Lobato; significaría olvidar la arquitectura y hasta el urbanismo
(Dubugras) neocolonial, nacido en Sao Paulo. De esta ética estábamos
impregnados. Menotti del Picchia nos había dado su “Juca Mulato” 55,
estudiábamos el arte tradicional brasileño y sobre él escribíamos; y la
ciudad materna canta regionalmente el primer libro del movimiento. Pero
el espíritu modernista y sus modas fueron directamente importados de
Europa.
Pues bien: Sao Paulo estaba mucho más “al día” que Rio de Janeiro.
Y, socialmente hablando, el modernismo sólo podía ser importado por Sao
Paulo y estallar en la provincia. Había una gran diferencia, ahora ya
menos sensible, entre Rio y Sao Paulo. Rio era mucho más internacional,
como norma de vida exterior. No podía ser de otro modo: puerto de
mar y capital del país, Rio posee un internacionalismo ingénito. Pero
Sao Paulo era espiritualmente mucho más moderna, fruto necesario de
la economía de café y del industrialismo consecuente. Provinciana de
la sierra *, habiendo conservado hasta ahora un espíritu dependiente y
servil, señalado por su política, Sao Paulo estaba, al mismo tiempo, por
su modernidad comercial y su industrialización, en contacto más espiri­
tual y más técnico con la actualidad del mundo.
Es incluso asombroso verificar que Rio mantiene, dentro de su malicia
vibrátil de ciudad internacional, una especie de ruralismo, un carácter
estático internacional mucho más intenso que Sao Paulo. Rio es una de
esas ciudades en las que no sólo permanece indisoluble el “exotismo
nacional” (lo que por lo demás es prueba de la vitalidad de su carácter),
sino también la interpenetración de lo rural con lo urbano. Algo que
ya es imposible percibir en Sao Paulo. Al igual que Belem, Recife, la
Ciudad de Salvador, Rio es todavía una ciudad folklórica. En Sao Paulo
el exotismo folklórico no frecuenta la rúa Q uinze 5<5, como las sambas
que nacen en las cajas de fósforo del Bar Nacional.
Pues bien, en ese Rio picaro, una exposición como la de Anita Malfatti
podía provocar reacciones publicitarias, pero nadie se hubiera dejado
arrastrar por ellas. En este Sao Paulo sin picardía, creó una religión.
Con sus Nerones también. . . El artículo opositor del pintor Monteiro
Lobato, si bien no fue más que un chorro de tonterías, sacudió a una
población, modificó una vida.
Simultáneamente, el movimiento modernista era nítidamente aristo­
crático. Por su carácter de juego arriesgado, por su espíritu extremadamen­
te aventurero, por su internacionalismo modernista, por su nacionalismo
exaltado, por su gratuidad antipopular, por su dogmatismo prepotente, era
una aristocracia del espíritu. Resultaba más que natural, en consecuencia,
que la alta y la pequeña burguesía lo temiesen. Paulo Prado, que era
uno de los exponentes de la aristocracia intelectual paulista, era al mismo
tiempo una de las figuras centrales de nuestra aristocracia tradicional. No
de la aristocracia improvisada del Imperio, sino de la otra más antigua,
fundada en el trabajo secular de la tierra y oriunda de algún salteador
europeo, que el criterio monárquico del Dios-Rey ya se había amancebado
con la genealogía. Y fue por todo esto que Paulo Prado pudo medir
muy bien todo lo que había de aventurero y de ejercicio del peligro en
el movimiento, y arriesgar su responsabilidad intelectual y tradicional
en la aventura.
Una cosa así hubiera sido imposible en Rio, donde no existe aristo­
cracia tradicional, sino apenas una alta burguesía riquísima. Y ésta no
hubiera podido patrocinar un movimiento que hubiera destruido su es­
píritu conservador y conformista. La burguesía nunca supo perder y eso
es lo que la pierde. Si Paulo Prado, con su autoridad intelectual y tra­
dicional, se tomó a pecho la realización de la Semana, y abrió la lista
de las contribuciones y arrastró detrás de sí a sus pares aristócratas y
a algunos más que su figura dominaba, la burguesía protestó y abucheó.
Tanto la burguesía de clase como la de espíritu. Y fue en medio de la
silbatina más tremenda, de los insultos más duros, que la Semana de
Arte Moderno abrió la segunda etapa del movimiento modernista, el
período realmente destructor.
Porque en verdad, el período. . . heroico, había sido el anterior, ini­
ciado con la exposición de pintura de Anita Malfatti y terminado con
la “fiesta” de la Semana de Arte Moderno. Durante esos seis años fuimos
realmente puros y libres, desinteresados; vivimos en una unión iluminada
y sentimental excepcionalmente sublime. Aislados del medio que nos
rodeaba, ironizados, evitados, ridiculizados, malditos, nadie puede ima­
ginar el delirio ingenuo de grandeza y convicción personal con que
reaccionamos. El estado de exaltación en que vivíamos era incontrolable.
Cualquier página de uno de nosotros sumergía a los otros en conmociones
prodigiosas, ¡aquello era genial!
Era la época de aquellas fugas precipitadas dentro de la noche, en
el Cadillac verde de Oswald de Andrade, a mi ver la figura más carac­
terística y dinámica del movimiento, para ir a leer nuestras obras maestras
en Santos, en lo alto de la Sierra 57, en la Ilha das Palmas 58. . . Y los
encuentros al atarceder, cuando permanecíamos en exposición ante algún
rarísimo admirador, en la redacción de “Papel e Tinta” 59. . . Y la falange
que engrosaba con Sergio Millet y Rubens Borba de Moráis, recién lle­
gados, y ya enterados, de Europa. Y nosotros que tocábamos con respeto
religioso a esos peregrinos confortables que habían visto a Picasso y
conversado con Romain Rolland. . . Y la adhesión, en Rio, de un Alvaro
Moreyra, de un Ronald de Carvalho. . . Y el descubrimiento asombrado
de que existían en Sáo Paulo muchos cuadros de Lasar Segall, ya muy
admirado a través de las revistas alemanas. . . Todos genios, todo obras
maestras geniales. . . Tan sólo Sergio Milliet ponía una nota de cierto
malestar en el incendio, con su serenidad equilibrada. . . Y el filósofo de
la pandilla, Couto de Barros, goteando islas de conciencia en nosotros,
cuando en medio de la discusión, en general limitada a una charla pla­
gada de afirmaciones perentorias, preguntaba pausadamente: ¿Pero cuál
es el criterio que tienes tú de la palabra “esencial”? o: ¿Pero cuál es el
concepto que tienes de lo “bello horrible”?. . .
Eramos unos puros. Incluso cercados por la repulsión cotidiana, la
salud mental de casi todos nosotros, nos impedía cualquier cultivo del
dolor. En este sentido, tal vez las teorías futuristas tuviesen una influen­
cia única y benéfica sobre nosotros. Nadie pensaba en términos de sacri­
ficio, nadie se hacía pasar por incomprendido, ninguno se imaginaba
como precursor o mártir: éramos una avanzada de héroes convictos. Y
muy saludables.
La Semana de Arte Moderno, fue a la vez la coronación lógica de
esa avanzada gloriosamente vivida (perdonen, pero éramos gloriosos de
antemano. . . ) ; la Semana de Arte Moderno daba un primer golpe a
la pureza de nuestro aristocratismo espiritual.
Al consagrarse el movimiento por la aristocracia paulista, sufriríamos
en cambio y por algún tiempo ataques a veces crueles por parte de la
nobleza regional, que nos daba fuerte y. . . nos disolvía en los placeres
de la vida. Está claro que no actuaba premeditadamente, y si nos disolvía
era por su propia naturaleza y por su estado de decadencia. En una etapa
en que ella no tenía ya ninguna realidad vital, como ciertos reyes de
ahora, la nobleza rural paulista sólo podía transmitirnos su gratitud.
Comenzó, así, el movimiento de los salones. Y vivimos unos ocho años,
hasta cerca de 1930, en la más grande orgía intelectual que registra la
historia artística.
Pero según la intriga burguesa escandalizadísima, nuestra “orgía” no
era solamente intelectual. . . ¡Lo que no dijeron, y lo que no se contó
de nuestras fiestas! Champagne con éter, promiscuidades inventadísimas,
los almohadones se transformaban en “cojines”; nuestros detractores crea­
ron toda una semántica de la maledicencia. . . Sin embargo, cuando no
fueron bailes públicos (que fueron lo que son los bailes desenvueltos de
la alta sociedad), nuestras fiestas de los salones modernistas eran las bro­
mas más inocentes de artistas que se pueda imaginar.
Había una reunión de los martes a la noche, en la Rúa Lopes Cha­
ves 60. Primera en la semana, esa reunión agrupaba exclusivamente a
artistas y precedió, incluso, a la Semana de Arte Moderno. Bajo el punto
de vista intelectual fue el más útil de los encuentros de salón, si es que
se podía llamar salón a aquello. A veces doce, hasta quince artistas, se
reunían en el estudio estrecho donde se comían dulces tradicionales bra­
sileños y se bebía un traguito económico de alcohol. El arte moderno era
asunto obligado ¡y el intelectualismo fue tan intransigente e inhumano
que se llegó incluso a prohibir que se hablara mal de la vida ajena! Las
discusiones alcanzaban “picos” agudos, el calor era tal que uno u otro
se sentaba en las ventanas (no había sillas para todos) y así, podía domi­
nar elevado por la altura que ocupaba, ya que no dominaba por la voz o
por el argumento. Y nunca faltaba un retardatario del amanecer que se
detuviera en la vereda de enfrente, dispuesto a disfrutar una posible pelea.
El salón de la A venida Higienópolis 61 era el más selecto. El pretexto
para reunimos allí era el almuerzo dominical, maravilla de comida lusobrasileña. Incluso allí la conversación era estrictamente intelectual, pero
era más polifacética y se prolongaba. Paulo Prado con su pesimismo fe­
cundo y su realismo, encauzaba siempre el tema de las libres lucubra­
ciones artísticas hacia los problemas de la realidad brasileña. Fue el salón
que duró más tiempo y se disolvió de manera muy desagradable. Su jefe,
se convirtió por sucesión en el patriarca de la familia Prado y la casa fue
invadida, incluso los domingos, por un público de la alta sociedad que
no podía compartir la pujanza de nuestras discusiones. Y la charla pasó
así a contaminarse con poker, chismes de sociedad, carreras de caballo,
dinero. Los intelectuales, vencidos, se fueron retirando.
Estaban también las reuniones de la R úa D uque de C a x ia s62 que
fueron las más importantes, el auténtico salón. Los encuentros semana­
les eran a la tarde, también los martes. Y ese fue el motivo por el cual
las reuniones nocturnas del mismo día fueron raleando en la Rúa Lopes
Chaves. La sociedad que frecuentaba la Rúa D uque d e Caxias era más
numerosa y variada, Sólo en ciertas fiestas especiales, en el salón moder­
no, construido en los jardines del solar y decorado por Lasar Segall, el
grupo se cohesionaba mejor. También allí el culto de la tradición era
firme, dentro del modernismo más fervoroso. La cocina, de cuño afrobrasileño, resaltaba en almuerzos y cenas de impecable presentación. Y cuento
entre mis mayores venturas la de admirar a esa mujer excepcional que
fue doña Olivia Guedes Penteado. Su discreción, el tacto y la autoridad
prodigiosos con los que ella supo dirigir, mantener, corregir esa multitud
heterogénea —artistas, políticos, ricachos, vanidosos— que se aproxi­
maba a ella, atraída por su prestigio, fue incomparable. Su salón, que
también se prolongó varios años, tuvo como factor principal de disolución
la efervescencia que estaba preparando el año 1930. La fundación del
Partido Democrático 63, el ánimo político eruptivo que se había apoderado
de muchos intelectuales, arrastrándolos hacia los extremismos de izquierda
y de derecha, había provocado un profundo malestar en las reuniones.
Los demócratas se fueron alejando. Por otro lado, el integralismo * en­
contraba alguna repercusión entre quienes formaban aquel círculo: y
todavía era muy poco corrupto, muy desinteresado, como para aceptar
adhesiones tibias. Sin ninguna estridencia pero con firmeza, doña Olivia
Guedes Penteado 64 supo poner término, poco a poco, a su salón mo­
dernista.
Cronológicamente, el último de esos salones paulistas fue el de la
A lam eda Barüo de P iracicaba G5, congregado alrededor de la pintora
Tarsila.
No se reunía en un día fijo, pero las fiestas eran casi semanales. Duró
poco. Y no tuvo jamás el encanto de las reuniones que hacíamos antes,
cuatro o cinco artistas, en el viejo taller de la admirable pintora. Esto
fue poco después de la Semana, cuando arraigada en la comprensión
de la burguesía la existencia de una onda revolucionaria, ella empezó
castigándonos con la pérdida de algunos empleos. Algunos estábamos
casi literalmente sin trabajo. Ibamos entonces al taller de la pintora a
jugar al arte, durante días enteros. Pero de los tres salones aristocráticos,
sólo Tarsila logró darle al suyo un sentido de mayor independencia, de
comodidad. En los otros dos, por mayor que fuese el liberalismo de quie­
nes los dirigían, había tal despliegue de riqueza y tradición en el ambiente,
que no era posible nunca evitar cierta inhibición. En el de Tarsila jamás
sentimos eso. Era el más grato de nuestros salones aristocráticos.
Y
fue desde esos salones de donde se difundió por Brasil el espíritu
destructivo del movimiento modernista. O sea, su sentido verdaderamente
específico. Porque, si bien dio a conocer innumerables procesos e ideas
nuevas el movimiento modernista fue esencialmente destructor. Hasta
destructor de nosotros mismos, porque el pragmatismo de las investigacio­
nes siempre debilitó la libertad de la creación. Esa es la verdad verdadera.
Mientras que nosotros, los modernistas de Sao Paulo, alcanzábamos indu­
dablemente una repercusión nacional, siendo los chivos expiatorios de
los pasadistas, al mismo tiempo, el Señor do Bom fim de los nuevos
de todo el país **, los otros modernistas de entonces que ya pretendían
construir formaban núcleos respetables, no cabe duda, pero de existen­
cia limitada y sin ningún sentido verdaderamente contemporáneo. Tal
es el caso de Plínio Salgado que a pesar de vivir en Sao Paulo fue dejado
*
Integralismo: fue una corriente de pensamiento político ultranacionalista, adic­
ta a la ideología de extrema derecha que por entonces alcanzaba gran difusión en
Italia y Alemania (N . d elT .).
** Aludiendo al Señor de Bomfim, santo muy popular de Brasil, quiere decir que
eran objeto de la devoción de los jóvenes de espíritu renovador (N . del T .).
de lado y nunca pisó los salones. Lo mismo ocurrió con Graga Aranha
quien, soñando construir, se confundía mucho con lo que hacíamos; y
nos asombraba la incomprensión ingenua con que la “gente seria” del
grupo “Fiesta” tomaba en serio nuestras bromas y arremetía contra noso­
tros. No. Nuestro propósito era específicamente destructivo. La aristocra­
cia tradicional nos dio todo su apoyo, poniendo aún más en evidencia
esa originaria orientación de su destino —también ella ya entonces autofágicamente destructiva, por no tener ya una justificación legitimable.
En cuanto a los aristós * del dinero, ésos nos odiaban desde un princi­
pio y siempre nos miraron con desconfianza. Ningún ricacho nos abrió
las puertas de su salón, ningún millonario extranjero nos acogió. Los ita­
lianos, alemanes, los judíos, eran guardianes más celosos del sentido co­
mún nacional que los Prados y Penteados y Amarais 66. . .
Pero nosotros estábamos lejos, arrebatados por los vientos de la destruc­
ción. Y realizábamos o preparábamos la serie de celebraciones que tuvo
en la Semana de Arte Moderno su primera manifestación. Toda esa
etapa destructiva del movimiento modernista fue para nosotros tiempo de
fiesta, de cultivo moderado del placer. Y si semejante jolgorio disminuyó
por cierto nuestra capacidad de producción y serenidad creadora, nadie
puede imaginarse lo mucho que nos divertimos. Salones, festivales, bai­
les célebres, semanas pasadas en grupo en las estancias más opulentas,
semanas santas recorriendo las viejas ciudades de Minas, viajes por el
Amazonas, por el Nordeste, estadías en Bahía, incursiones constantes en
el pasado paulista, Sorocaba, Parnaíba, Itú 67. . . Mucho se parecía, todo
aquello, al baile sobre la cima del volcán. . . Doctrinarios, en la embria­
guez de mil y una teorías, salvando al Brasil, inventando el mundo, en
realidad no hacíamos otra cosa que consumirnos a nosotros mismos, en el
culto amargo, casi delirante, del placer.
El movimiento de Inteligencia que representamos, en su etapa verda­
deramente “modernista”, no fue, en Brasil, factor de cambios políticosociales posteriores a él. Fue esencialmente un elemento de preparación;
el creador de un estado de espíritu revolucionario y de un sentimiento
de explosión. Y si muchos de los intelectuales del movimiento se disol­
vieron en la política, si varios de nosotros participamos en las reuniones
iniciales del Partido Democrático, cabe no olvidar que tanto éste como
el año 1930 08 significaban todavía destrucción. Los movimientos espiri­
tuales siempre preceden a los cambios de orden social. El movimiento
social de destrucción es el que comenzó con el Partido Democrático y
con el año 1930. Y sin embargo, es justo reconocer que alrededor de
1930 se inicia para la Inteligencia brasileña una etapa más tranquila,
más modesta y cotidiana, más proletaria, por así decir, de construcción.
A la espera de que un día, las otras formas sociales la imiten.
Y entonces le llegó el turno al salón de Tarsila. Mil novecientos trein­
ta. . . Todo estallaba, política, familias, parejas de artistas69, estéticas,
amistades profundas 70. El sentido destructivo y festivo del movimiento
modernista ya no tenía razón de ser, cumplido como estaba su destino
legítimo. En la calle, el pueblo amotinado gritaba: — ¡Getulio! ¡Getulio! * . . . En la sombra, Plínio Salgado pintaba de verde 71 su megalo­
manía de Esperado 72 **. En el norte, alcanzando de un salto las nubes
más desesperadas, otro avión abría sus alas sobre el terreno incierto de
la bagaceira 73. Otros, en cambio, se abrían las venas para teñir de escar­
lata las cuatro paredes de su secreto 74. Pero en este volcán, ahora activo
y de tantas esperanzas, ya venían consolidándose las bellas figuras más
nítidas y constructivas, los Lins do Regó, los Augusto Frederico Schmidt,
los Otávios de Faria, los Portinari y los Camargo Guarnieri. A ellos la
vida tendrá que imitarlos algún día.
En esta exposición de carácter polémico, no cabe efectuar el proceso
analítico del movimiento modernista. Aun cuando a él se integrasen figu­
ras y grupos interesados en construir, el espíritu modernista que avasalló
Brasil, que dio el sentido histórico de la Inteligencia nacional de este
período, fue destructivo. Pero esta destrucción, no contenía solamente
los gérmenes de la actualidad, sino que era, además, una convulsión
profundísima de la realidad brasileña. Los elementos que caracterizan
esa realidad que el movimiento modernista impuso es, a mi ver, la fusión
de tres principios fundamentales: el derecho permanente a la investiga­
ción estética; la actualización de la inteligencia artística brasileña; y la
estabilización de una conciencia creadora nacional.
Nada de esto representa exactamente una innovación y de todo ello
encontramos ejemplos en la historia artística del país. La novedad funda­
mental, impuesta por el movimiento, fue la conjugación de esas tres nor­
mas en un todo orgánico de la conciencia colectiva. Y si antes nosotros
éramos capaces de percibir la estabilización asombrosa de la conciencia
nacional en un Gregorio de Matos o, más natural y eficiente, en un
Castro Alves: es cierto que la nacionalidad de éste, como el estremeci­
miento nacional del otro, y el nacionalismo de Carlos Gomes, y hasta
el de un Almeida Júnior, eran episódicos como realidad del espíritu. Y,
en cualquiera de sus formas, siempre expresión de individualism o.
En cuanto al derecho de investigación estética y actualización universal
de la creación artística, es indudable que todos los movimientos históricos
de nuestras artes (menos el romanticismo, al que me referiré más ade­
lante) siempre se basaron en el academicismo. Con raras excepciones
individuales, y sin la menor repercusión colectiva, los artistas brasileños
apostaron siempre colonialmente a lo seguro. Repitiendo y adhiriéndose
*
Aquí M. A. se refiere a quien luego habría de ser presidente de Brasil: Getulio
Vargas (N . del T .).
** Plínio Salgado terminó convirtiéndose en el conductor de un movimiento
nacionalista de claras connotaciones nazis (N . del T .).
a estéticas ya consagradas, se anulaban impidiendo así el derecho de in­
vestigación, y consecuentemente, de actualidad. Y fue dentro de este aca­
demicismo ineluctable que se realizaron nuestros mayores, un Aleijadinho,
un Costa Ataíde, Cláudio Manuel, Gongalves Dias, Gonzaga, José Mauri­
cio, Nepomuceno, Aluisio. E incluso un Alvares de Azevedo y hasta un
Alphonsus de Guimaráes.
Pues bien, nuestro individualismo entorpecedor se dispersaba en el
más despreciable de los lemas modernistas, “¡No hay escuelas!”, y esto,
por cierto, perjudicó mucho la eficiencia creadora del movimiento. Y si
no perjudicó su acción espiritual sobre el país, es porque el espíritu pla­
nea siempre por encima de los preceptos así como también por encima
de las mismas ideas. . . Ya es hora de advertir, no lo que un Augusto
Meyer, un Tasso da Silveira y un Carlos Drummond de Andrade tienen
de diferente, sino lo que tienen de parecido. Y lo que nos igualaba, por
encima de nuestros arrebatos individualistas, era justamente la organicidad de un espíritu actualizado, que investigaba ya irrestrictamente radi­
cado en su entidad colectiva nacional. No solamente adaptado a la
tierra, sino gustosamente radicado en su realidad. Lo que no se logró
sin algunas patriotadas y mucha mistificación. . .
De esto, las orejas burguesas alardearon hasta el hartazgo por debajo
de la aristocrática piel de león con que nos vistiera. . . Porque, de hecho,
lo que se observa, lo que caracteriza esa radicación en la tierra, en un
grupo numeroso de gente modernista de una inquietante capacidad de
adaptación política, charlatanes y teóricos de morondanga de lo nacional,
sociólogos optimistas, lo que los caracteriza es un conformismo legítimo
camuflado, mal camuflado en los mejores, pero colmado, en verdad, de
una cínica satisfacción. La radicación en la tierra, pregonada en doctrinas
y manifiestos, no pasaba de ser un conformismo acomodaticio. Menos que
radicación, una retórica ensordecedora, muy académica, que no pocas veces
se convirtió en un ufanismo hueco. La verdadera conciencia de la tierra
llevaba fatalmente al no conformismo, y a la protesta, como ocurrió con
Paulo Prado en su “Retrato de Brasil”, y los contadísimos “ángeles” del
Partido Democrático y del Integralismo. ¡Y 1930 va a ser también año
de rebelión! Pero para un amplio número de modernistas, Brasil se con­
virtió en una dádiva del cielo. Un cielo bastante gubernamental. . .
Graga Aranha, siempre desubicado en nuestro medio, al que no lograba
captar bien, se convirtió en el exégeta de ese nacionalismo conformista,
con aquella frase detestable según la cual nosotros no somos “la cámara
mortuoria de Portugal”. ¡Quién pensaba en eso! Por el contrario: lo que
quedó dicho fue que no nos molestaba “coincidir” con Portugal, pues
lo importante era la renuncia a la confrontación y a las falsas libertades.
Entonces nos calificaron con desprecio de “primitivistas”.
El estandarte más colorido de esta radicación en la patria fue la inves­
tigación de la “lengua brasileña”. Pero fue tal vez un falso boato. En
verdad, pese a las apariencias y al estruendo que hacen ahora ciertas
santidades de última hora, nosotros seguimos siendo todavía tan esclavos
de la gramática lusa como cualquier portugués. No hay duda alguna de
que hoy sentimos y pensamos el quantum satis * de manera brasileña.
Digo esto hasta con cierta melancolía, amigo Macunaíma, mi hermano.
Pero esto no es suficiente para identificar nuestra expresión verbal, a
pesar de que la realidad brasileña, incluso psicológicamente, sea ahora
más fuerte e indisoluble que en los tiempos de José de Alencar o de
Machado de Assis. ¿Y cómo negar que éstos también pensaban de ma­
nera brasileña? ¿Cómo negar que en el estilo de Machado de Assis, luso
por el ideal al cual responde, interviene un quid familiar que lo diferen­
cia verticalmente de un Garret y de un Ortigáo? Pero si en los románticos,
en Alvares de Azevedo, Varela, Alencar, Macedo, Castro Alves, hay una
identidad brasileña que nos parece mucho más notoria que en Bras
Cubas 75 o en Bilac, es porque en los románticos se llegó a un “olvido”
de la gramática portuguesa, que posibilitó una colaboración mucho mayor
entre el ser psicológico y su expresión verbal.
El espíritu modernista reconoció que si vivíamos ya de nuestra realidad
brasileña, era indispensable evaluar nuevamente nuestro instrumento de
trabajo para que nos expresásemos con identidad. Se inventó de la noche
a la mañana la fabulosísima “lengua brasileña”. Pero todavía era tem­
prano; y la fuerza de los elementos contrarios, principalmente la ausencia
de órganos científicos adecuados, redujo todo a manifestaciones individua­
les. Y hoy, como normalidad de lengua culta y escrita, estamos en una
situación inferior a la de hace cien años. La ignorancia personal de
varios hizo que sus primeras obras se anunciaran como patrones inmejo­
rables del brasileñismo estilístico. Era aún el mismo caso de los román­
ticos: no se trataba de una superación de las leyes lusas, sino de un
desconocimiento de las mismas. Pero apenas algunos de estos narradores
se afirmaron gracias al valor personal admirable que tenían (m e refiero
a la generación del 30 ), comenzaron las veleidades de escribir con pro­
lijidad. Y es gracioso observar que hoy, en algunos de nuestros más
sólidos estilistas, surgen a cada paso y dentro de una expresión ya intensa­
mente brasileña, lusitanismos sintácticos ridículos. ¡Tan ridículos que se
convierten en verdaderos errores de gramática! En otros, este reaportuguesamiento expresivo es todavía más precario: quieren ser leídos en
ultramar, y esto los llevó a enfrentarse con el problema económico de ver
cómo hacen para que se los compre en Portugal. Mientras tanto, la mejor
intelectualidad lusa, en una demostración espléndida de libertad, aceptaba
abiertamente a los más exagerados de nosotros, comprensiva, sana, so­
lidaria en todo.
Estaban además aquellos que, mal aconsejados por la pereza, resol­
vieron desentenderse del problema. . . Son los que emplean anglicismos
y galicismos de los más abusivos, ¡pero que repudian cualquier “me
parece” por artificial! Otros, más cómicos aún, dividieron el problema
en dos: en sus textos escriben con un riguroso criterio gramatical, pero
permiten que sus personajes, hablando, “yerren” en portugués: ¡Así, la. . .
culpa no es del escritor, es de los personajes! Creo que no hay solución
más incongruente en su aparente conciliación. No sólo enfoca el proble­
ma del portugués, sino que establece, además, un divorcio inapelable
entre la lengua hablada y la escrita — idiotez propia de un borracho,
para quien sepa un ápice de filología. ¡Y están por lo demás las garzas
blancas del individualismo que si bien reconocen la legitimidad de la
lengua nacional, rechazan el empleo de un pronombre a la brasileña,
para que su estilo no se parezca al de Fulano! ¡Estos ensimismados se
olvidan de que el problema es colectivo y que si muchos lo adoptaban,
muchos terminarían pareciéndose al Brasil!
A todo esto se añadía de manera decisiva el interés económico de las
revistas, diarios y de los editores, que intimidados por alguna carta rara
de vaya Ud. a saber qué escritor gramaticófilo que amenazaba con no
volver a comprar, se oponen a la investigación lingüística y llegan al des­
plante de corregir artículos firmados. Pero, muerto el metropolitano
Pedro I I 76, ¡quién respetó jamás la inteligencia de este país!
Sin embargo, todo esto implicaba tener el problema sobre la mesa.
La gran renuncia se produjo cuando crearon el mito de “escribir natural­
mente”, que es, no hay duda, el más hechicero de los mitos. En el fondo,
si bien no consciente ni deshonrosa, era una deshonestidad como cual­
quier otra. Y la mayoría, bajo el pretexto de escribir naturalmente (in ­
congruencia, ya que la lengua escrita, aunque lógica y derivada, es siem­
pre artificial) se empantanó en la más antològica y antinatural de las
formas escritas. Dan pena. Ninguno de ellos dejará de emplear “natural­
mente” un “Ya se ve” o “Déjame”. Pero para escribir. . . con naturalidad,
hasta inventan los angustiados servicios de urgencia de las conjunciones
y se salen así con un “Y así puede verse” que salva la patria de los ama­
neramientos retóricos
Y es una delicia constatar que si afirman escri­
bir en brasileño, no hay una sola de sus frases que cualquier portugués
no firme con integridad nacional. . . lusitana. Se identifican con aquel
diputado que ordenaba promulgar una ley que llamaba “lengua brasileña”
a la lengua nacional. ¡Listo! El problema estaba resuelto. Pero como
*
Siendo irreproducible en castellano el sentido de la serie de ejemplos que
aquí ofrece Mário de Andrade, cabe aclarar que el mismo se basa en el respeto
o la transgresión a las leyes que rigen en portugués el empleo del pronombre
oblicuo. En los dos primeros casos — Está se vendo ( “ya se ve”) y Me deixe
( “Déjame"), que corresponden a locuciones del portugués hablado— el uso del
se y del me es incorrecto, pues la gramática dispone que no se emplee la partícula
reflexiva entre verbos (primer ejemplo) ni la pronominal al comienzo de una frase
(segundo ejemplo). Ahora bien: los escritores abanderados en el “espontaneísmo”
se negaban, sin embargo, a escribir como hablaban, por respeto a la gramática; pero,
siendo como eran, a la vez, reacios al uso de un portugués correcto pero no
“natural”, solían salir del paso con fórmulas como esa que cita de Andrade: E se
está vendo ( “y así puede verse”). (N . del T .).
inevitablemente sienten y piensan con nacionalidad, o sea, en una enti­
dad amerindio-afroluso-latino-americano-anglo-franco-etc., el resultado es
ese lenguaje ersatz en que se desamparan — triste mescolanza moluscoide sin vigor ni carácter.
No me refiero a nadie en particular, lo aseguro; me refiero a centena­
res. Me refiero justamente a los honestos, a los que saben escribir y
tienen técnica. Son ellos quienes provocan la inexistencia de una “lengua
brasileña”, y a ellos se debe el hecho de que la introducción del mito en
el campo de las investigaciones modernistas haya sido casi tan prema­
tura como en tiempos de José de Alencar. Y si los llamé inconsciente­
mente deshonestos es porque el arte, como la ciencia, como el proleta­
riado, no trata solamente de adquirir el buen instrumento de trabajo, sino
que exige su constante revaluación. El obrero no se limita a comprar la
hoz, tiene que afilarla todos los días. El médico no se limita a recibir
el diploma, lo renueva día a día a través del estudio. ¿Acaso el arte nos
exime de este diario control profesional? No basta crear el desprejuicio
de la “naturalidad”, de la “sinceridad” y resollar a la sombra del dios
nuevo. Saber escribir está muy bien; no es un mérito, es un deber primor­
dial. Pero el auténtico problema del artista no es ese: es escribir mejor.
Toda la historia del profesionalismo humano lo prueba. Permanecer al
nivel de lo aprendido no es ser natural: es ser académico; no implica
despreocupación sino pasadismo.
La investigación era demasiado ingente. Cabía a los filólogos brasi­
leños, ya criminales avezados de tantas humillantes reformas ortográficas
patrioteras, el trabajo honesto de ofrecer a los artistas una codificación
de las tendencias y constancias de la expresión lingüística nacional. Pero
ellos retroceden ante el trabajo útil; ¡es tanto más fácil leer a los clásicos!
Prefieren la ciencia menor de explicar un error del copista imaginando
una palabra inexistente en el latín vulgar. Los más progresistas podrán,
a lo sumo, aceptar tímidamente que iniciar la frase con pronombre obli­
cuo ya no es “más” un error en Brasil. Pero confiesan que no escriben. . .
así, pues, no serían “consecuentes” con lo que bebieron en la leche ma­
terna. ¡Anti-hormonas bebieron! ¡Que se vayan al diablo los filólogos!
Cabría aquí también el repudio a quienes investigaron la lengua es­
crita nacional. . . Preocupados pragmáticamente en hacer ostentación del
problema, cometieron tales exageraciones que volvieron para siempre odio­
sa la lengua brasileña. Ya sé: tal vez en este sentido nadie haya hecho
más que el autor de estas líneas. En primer lugar, el autor de estas
líneas, salvo un poco de faringitis, goza de excelente salud, muchas
gracias. Pero es cierto que jamás exigió que lo siguiesen los brasileñismos
violentos. Si los practicó (durante un tiempo), fue con la intención de
poner en estado de angustia aguda una investigación que consideraba
fundamental. Pero el problema primordial no es tercamente de vocabu­
lario, sino sintáctico. Y afirmo que Brasil hoy posee no solamente regio­
nales sino generalizadas en el país, numerosas tendencias y constancias
sintácticas que le dan una naturaleza característica al lenguaje. Pero eso,
seguramente, quedará para otro futuro movimiento modernista, amigo
José de Alencar, mi hermano.
Pero en lo que atañe a la radicación de nuestra cultura artística en
la entidad brasileña, cabe reconocer que las composiciones son demasiado
numerosas para que la actual incertidumbre lingüística se convierta en
una falla grave. Como expresión nacional, es casi increíble el avance
enorme logrado por la música e incluso por la pintura, así como el ahon­
damiento en el proceso del H om o brasileño realizado por nuestros nove­
listas y ensayistas actuales. Espiritualmente, el progreso más curioso y
fecundo es el olvido de la afición a lo nacionalista y del segmentarismo
regional. La actitud de espíritu se transformó radicalmente y tal vez ni
siquiera los jóvenes de ahora puedan comprender ese cambio. Tomadas
al acaso, novelas como las de Emil Farhat, Fran Martins o Telmo Vergara, hace veinte años hubieran sido clasificadas como literatura regionalista, con todo el exotismo y lo insoluble de lo “característico”. Hoy
día ¿quién diría eso? La actitud espiritual con la cual leemos esos libros
ya no es la de la contemplación curiosa, sino, la de una participación
sin teoría nacionalista, una participación pura y simple, no dirigida, es­
pontánea.
Es que hoy realizamos esa conquista magnífica de la descentralización
intelectual, en contraste aberrante con otras manifestaciones sociales del
país. Hoy la Corte, el fulgor de las dos ciudades brasileñas de más de
un millón de habitantes, no tiene ningún sentido intelectual que no sea
meramente estadístico. Por lo menos en cuanto a la literatura, que es
la única de las artes que ya alcanzó estabilidad normal en el país. Las
otras son demasiado costosas para que se normalicen en una tierra de tan
interrogativa riqueza pública como la nuestra. El movimiento modernista,
poniendo de relieve y sistematizando una “cultura” nacional, exigió de
la Inteligencia que se pusiera a la par de lo que ocurría en las nume­
rosas “Cataguazes” 77. Y si las ciudades de primera magnitud ofrecen fa­
cilidades promocionales siempre especialmente estadísticas, al brasileño
nacionalmente culto le resulta imposible ignorar a un Erico Verissimo,
a un Ciro dos Anjos, a un Camargo Guarnieri, nacionalmente gloriosos
desde el rincón de sus provincias. Basta comparar tales creadores con fe­
nómenos ya históricos pero idénticos, un Alphonsus de Guimaráes, un
Amadeu Amaral y los regionalistas inmediatamente anteriores a nosotros,
para verificar la convulsión fundamental del problema. Conocer a un
Alcides Maia, a un Carvalho Ramos, a un Teles Júnior, era, para los
brasileños de hace veinte años, un hecho individual de mayor o menor
“civilización”. Conocer a un Guilhermino Cesar, a un Viana Moog o a
un Olívio Montenegro, hoy es una exigencia de “cultura”. Antes, esta
exigencia estaba relegada. . . a los historiadores.
La práctica principal de esta descentralización de la Inteligencia se
concentró en el movimiento nacional de las editoriales provincianas. Y
si además tomamos en cuenta el caso de una gran editorial, como la
librería José Olim pio78, que obedeció a la atracción de la mariposa por
la llama al apadrinarse bajo el prestigio de la Corte, veremos que, justa­
mente por eso, el hecho se vuelve más comprobatorio. Porque el hecho
de que la librería José Olimpio haya, cultamente, publicado a escritores
de todo el país, no la caracteriza. En esto ella apenas se iguala a las otras
editoriales cultas de la provincia, la Globo 79, la N acional80, la Martins 81,
la Guaira 82. Lo que exactamente caracteriza a la editorial de la rúa do
O u v id o r 83 — ombligo de Brasil, como diría Paulo Prado— es que se
haya convertido, por así decir, en el órgano oficial de las oscilaciones
ideológicas del país, publicando tanto la dialéctica integralista como la
política del Sr. Francisco Campo 84.
Respecto a la conquista del derecho permanente a la investigación
estética, creo que no es posible ninguna contradicción: es la gran victo­
ria del movimiento en el campo del arte. Y lo más característico es que
el antiacademicismo de las generaciones posteriores a la de la Semana
de Arte Moderno, se fijó exactamente en aquella ley estético-técnica del
“hacer mejor”, a la que aludí, y no como un abusivo instinto de rebelión,
destructor, en principio, como fue el del movimiento modernista. Tal vez
sea el actual, realmente, el primer movimiento de independencia de la
Inteligencia brasileña, que uno pueda considerar como legítimo e indis­
cutible. Ya ahora, con todas las posibilidades de permanencia. Hasta el
parnasianismo, hasta el simbolismo, hasta el impresionismo inicial de un
Villa-Lobos, Brasil jamás investigó (como conciencia colectiva, entiénda­
se), en los campos de la creación estética. No sólo importábamos técnicas
y estéticas, sino que sólo las importábamos después de que alcanzaban
cierta estabilidad en Europa, y la mayoría de las veces ya academizadas.
Era, todavía, un fenómeno completamente colonial, impuesto por nuestra
esclavitud económico-social. Peor que eso: ese espíritu académico no ten­
día hacia ninguna liberación ni hacia ninguna expresión propia. Y si el
Bilac de la “Vía Láctea” es más grande que todo Lecompte, la. . . culpa
no es de Bilac. Pues lo que él soñaba era realmente ser parnasiano,
devoto de la señora Serena Forma.
Esa normalización del espíritu de investigación estética, antiacadémica,
pero ya no rebelde ni destructiva, es, a mi ver, la mayor manifestación
de independencia y de estabilidad nacional que haya conquistado la Inte­
ligencia brasileña. Y como los movimientos del espíritu preceden a las
manifestaciones de las otras formas de la vida en sociedad, es fácil adver­
tir la misma tendencia de libertad y conquista de expresión propia,
tanto en la imposición del verso libre antes de 1930, como en la “marcha
hacia el Oeste” posterior a 1930; tanto en la Bagaceira, en el Estrang e ir o 85 en la “Negra Fuló” 86 anteriores al 30 como en el caso de Itabira 87 y de la nacionalización de las industrias pesadas, posteriores al 30.
Yo sé que existen todavía espíritus coloniales (¡es tan fácil la erudición!)
sólo preocupados en demostrar que saben mundo a fondo, que en las
paredes de Portinari sólo ven los murales de Rivera, en el atonalismo
de Francisco Mignone sólo perciben a Schonberg, o en el “Ciclo da
Cana de Acucar” (Ciclo de la caña de azúcar), el rom anfleuve * de los
franceses. . .
El problema no es complejo pero sería largo discutirlo aquí. Me limi­
taré a proponer el dato central. Tuvimos en Brasil un movimiento espi­
ritual (no hablo solamente de escuela de arte) que fue absolutamente
“necesario” : el romanticismo. Insisto: no me refiero sólo al romanticismo
literario, tan académico como la importación inicial del modernismo
artístico, y que, cómodamente puede ser atribuido a Domingo José Gongalves de Magalháes, como el nuestro al expresionismo de Anita Malfatti.
Me refiero al “espíritu” romántico, al espíritu revolucionario romántico,
que está en la Inconfidencia 88, en el Basilio da Gama del “Uraguai” 89,
en las liras de Gonzaga como en las “Cartas Chilenas” 90, sea quien
fuere su autor. Este espíritu preparó el estado revolucionario que desem­
bocó en la independencia política, y tuvo como patrón muy polémico la
primera tentativa de lengua brasileña. El espíritu revolucionario moder­
nista, tan necesario como el romántico, preparó el estado revolucionario
de 1930 y de los años siguientes, y también tuvo como ruidoso patrón
la segunda tentativa de nacionalización del lenguaje. La similitud es muy
fuerte.
Esta necesidad espiritual que sobrepasa al arte literario, es lo que dis­
tingue fundamentalmente al romanticismo y al modernismo de las otras
corrientes artísticas brasileñas. Estas fueron esencialmente académicas,
obediencias culturalistas que denunciaban muy bien el colonialismo de la
Inteligencia nacional. Nada más absurdamente imitativo (¡y si no era
imitación, era esclavitud!) que el plagio, en Brasil, de movimientos esté­
ticos particulares, que de alguna forma eran universales, como el culturalismo ítalo-ibérico setecentista, como el parnasianismo, como el simbo­
lismo, como el impresionismo, o como el wagnerianismo de un Leopoldo
Míguez. Son superafectaciones culturalistas, impuestas de arriba hacia
abajo, de propietario a propiedad, sin el menor fundamento en las fuerzas
populares. De allí una base inhumana, prepotente y ¡Dios mío! arianizante que si prueba el imperialismo de quienes con ella dominan, de­
muestra, a la vez, el sometimiento de quienes con ella son dominados.
Pues bien, aquella base humana y popular de las investigaciones estéticas
es facilísimo encontrarla en el romanticismo, que llegó incluso a retornar
colectivamente a las fuentes del pueblo y, diciéndolo bien, creó la ciencia
del folklore. E incluso dejando a un lado el folklore, en el verso libre,
en el cubismo, en el atonalismo, en el predominio del ritmo, en el su­
rrealismo mítico, en el expresionismo, iremos a encontrar esas mismas
bases populares y humanas y hasta primitivas, como el arte negro que in­
fluyó en la invención y en la temática cubista. Así como el cultísimo
rom an-fleuve y los ciclos con que un Otavio de Faria procesa la decre­
pitud de la burguesía, aún son instintos y formas funcionalmente popula­
res que encontramos en la mitologías cíclicas, en las sagas y en los Kalevalas y Nibelungos de todos los pueblos. Ya un autor escribió, como con­
clusión condenatoria, que “la estética del modernismo permaneció indefi­
nida” . . . ¡Pues esa es la mejor razón de ser del modernismo! No era
una estética ni en Europa ni aquí. Era un estado de espíritu revoltoso
y revolucionario que, si a nosotros nos actualizó, sistematizando como
constancia de la Inteligencia nacional el derecho antiacadémico a la
investigación estética y preparó el estado revolucionario de las otras ma­
nifestaciones sociales del país, también fue eso lo que realizó en el resto
del mundo, profetizando estas guerras de las que nacerá una nueva
civilización.
Y
hoy el artista brasileño tiene ante sí una verdad social, una libertad
(que desgraciadamente no es más que estética), una independencia, un
derecho a sus inquietudes e investigaciones que los libera de pasar por lo
que pasaron los modernistas de la Semana, él no puede siquiera ima­
ginarse qué conquista enorme representa. ¿Quién más se rebela, quién
más lucha contra el politonalismo de un Lourengo Fernandes, contra
la arquitectura del Ministerio de Educación 91, contra los versos “incom­
prensibles” de un Murilo Mendes, contra el personalismo de un Guignard?. . . Todas estas son hoy manifestaciones normales, siempre dis­
cutibles, pero que no causan el menor escándalo público. Por el con­
trario, son los propios elementos gubernamentales los que aceptan la
realidad de un Lins do Regó, de un Vila Lobos, de un Almir de Andrade,
firmándoles un cheque en blanco y poniéndolos ante el peligro de las
predestinaciones. Pero ni siquiera un Flavio de Carvalho, incluso con sus
innegables experiencias, y menos aún un Clovis Graciano o un Camargo
Guarnieri en lucha con la incomprensión que lo persigue, ni un Otávio
de Faria con la aspereza de los temas que expone, ni un Santa Rosa,
jamás podrán sospechar a todo lo que nos sometimos para que ellos
pudieran vivir hoy, abiertamente, el drama que los dignifica. La silba­
tina furiosa, el insulto público, la carta anónima, la persecución finan­
ciera . . . Pero recordar es casi exigir simpatía y estoy a mil leguas de eso.
Finalmente, me corresponde hablar sobre lo que llamé “actualización
de la inteligencia artística brasileña”. En efecto: no hay que confundirla
con la libertad de investigación estética, pues ésta combate con formas,
con la técnica y las representaciones de la belleza, mientras que el arte
es mucho más amplio y complejo que eso, y tiene una funcionalidad
social inmediata, es una profesión y una fuerza interesada de la vida.
La prueba más evidente de esta distinción es el famoso problema del
tema del arte, en el cual tantos escritores y filósofos se enmarañaron.
Pues bien, no cabe duda que el tema no tiene la menor importancia para
la inteligencia estética. Llega incluso a no existir para ella. Pero la inte­
ligencia estética se manifiesta por intermedio de una expresión interesada
de la sociedad, que es el arte. A éste le cabe una función humana, inme­
diata y mayor que la creación hedonista de la belleza. Y es dentro de
esta funcionalidad humana del arte que el tema adquiere un valor pri­
mordial y representa un mensaje imprescindible. Pues bien, es como actua­
lización de la inteligencia artística que el movimiento modernista repre­
sentó un papel contradictorio y muchas veces gravemente precario.
Actuales, actualísimos, universales, incluso a veces en nuestras inves­
tigaciones y creaciones, nosotros, los participantes del período acertada­
mente llamado “modernista”, fuimos, con algunas excepciones nada con­
vincentes, víctimas de nuestro amor a la vida y del clima festivo en que
perdimos virilidad. Si a todo lo transformábamos en algo nuestro, una
cosa, sin embargo, nos olvidamos de cambiar: la actitud interesada ante
la vida contemporánea. ¡Y esto era lo principal! Pero aquí mi pensamiento
se vuelve tan delicadamente confesional que finalizaré esta exposición
hablando más directamente de mí. Que se reconozcan en lo que voy a
decir los que puedan hacerlo.
No tengo el menor reparo en afirmar que toda mi obra constituye
una dedicación feliz a problemas de mi tiempo y de mi tierra. ¡Colaboré
en cosas, maquiné cosas, hice cosas, muchas cosas! Y sin embargo, me
queda ahora la certeza de que hice muy poco, porque todas mis realiza­
ciones derivaron de una gran ilusión. Y yo, que siempre me pensé, e
incluso me sentí, sanamente bañado por el amor humano, llego, al decli­
nar de mi vida, a la convicción de que me faltó humanidad. Mi aristocratismo me castigó. Mis intenciones me engañaron.
Víctima de mi individualismo, busco en vano en mis obras, y también
en las de muchos compañeros, una pasión más temporal, un dolor más
viril de la vida. No lo hay. Lo que hay, más bien, es una anticuada
ausencia de realidad propia de muchos de nosotros. Estoy volviendo sobre
lo que ya dije a un muchacho. Y nada que no fuera el respeto que siento
por el destino de los más nuevos que se están haciendo, me llevaría a
esta confesión bastante cruel, de percibir en casi toda mi obra la insufi­
ciencia del abstencionismo. Francos, directos, muchos de nosotros dimos
a nuestras obras la efímera consistencia de las páginas de combate. Estaba
seguro, en principio. El engaño consistió en que para combatir nos pu­
simos superficiales sábanas de fantasmas. Deberíamos haber inundado la
caducidad utilitaria de nuestro discurso con más angustia de estos tiem­
pos, con más rebeldía contra la vida tal como ella se presenta hoy. En
cambio, fuimos a romper ventanas, a discutir las modas del momento o
rezar tímidamente los valores eternos, o saciar nuestra curiosidad en la
cultura. Y si ahora recorro mi obra ya amplia y que representa una vida
trabajada, no me veo ni siquiera una vez tomando la máscara del tiempo
y abofeteándola como ella se merece. A lo sumo, le habré hecho algunas
muecas de lejos. Pero esto, a mí, no me satisface.
No me imagino político de acción. Pero el hecho es que estamos vivien­
do una edad política, y yo debí haberme puesto al servicio de ella. En
síntesis, sólo alcanzo a percibirme como un Buen Amador cualquiera,
diciendo “no quiero” y absteniéndome de la actualidad detrás de las puer­
tas contemplativas de un convento. Tampoco me quisiera escribiendo
páginas explosivas, peleando a palazos por ideologías y conquistando los
laureles fáciles de un calabozo. Yo no soy nada de eso y nada de eso
es para mí. Pero estoy convencido de que debimos haber dejado de ser
especulativos para pasar a ser especuladores. Siempre hay alguna manera
de desplazarse de un ángulo de visión, de una determinada elección de
valores, a otros que den más cuerpo aun a lo insoportable de las condi­
ciones del mundo. Pero no lo hicimos. Nos convertimos en abstencionis­
tas abstemios y trascendentes *. Pero por lo mismo que fui sincerísimo,
que quise ser fecundo y jugué lealmente con todas mis cartas sobre la
mesa, alcanzo ahora esta conciencia de que fuimos muy inactuales. Va­
nidad, todo vanidad. . .
Todo lo que hicimos. . . Todo lo que yo hice fue especialmente una
celada de mi felicidad personal y del clima festivo en que vivimos. Es
eso, incluso, lo que, con azucarada decepción, nos explica históricamente.
Nosotros éramos los hijos finales de una civilización que se acabó, y ya
se sabe que el cultivo delirante del placer individual recauda las fuerzas
de los hombres siempre que una edad muere. Y ya mostré que el movi­
miento modernista fue destructivo. Muchos, empero, ultrapasamos esa
etapa destructiva, no nos dejamos estar en su espíritu e igualamos nues­
tro paso, aunque en forma un poco vacilante, al de las generaciones más
nuevas. Pero, a pesar de las sinceras intenciones buenas que dirigieron
mi obra y que mucho la deformaron, en realidad, ¿será que me limité
a pasear, haciéndome la ilusión de existir?. . . Es cierto que yo me sentía
responsable por las debilidades y desgracias de los hombres. Es cierto que
pretendí regar mi obra con rocíos más generosos, ensuciarla en las impu­
rezas del dolor, salir del limbo "ne trista ne lieta” ** de mi felicidad per­
sonal. Pero por el mismo ejercicio de la felicidad, por la misma altivez
sensualísima del individualismo, no me era ya posible negarlos como un
error, aunque haya llegado un poco tarde a la convicción de su mez­
quindad.
La única consideración que puede tenerse para con lo que fui es el
hecho de que yo estaba equivocado. Consideraba sinceramente que me
ocupaba más de la vida que de mí. Deformé, nadie puede imaginarse
cuánto, mi obra — lo que no quiere decir que si no lo hubiese hecho,
ella sería mejor. Abandoné, traición consciente, la ficción, a favor del
trabajo de un hombre-de-estudio que fundamentalmente no soy. Pero es
que yo había decidido impregnar todo cuanto hacía de un valor utilita­
rio, un valor práctico de vida, que fuese algo más terrestre que la ficción,
puro placer estético, belleza divina.
* "Unos verdaderos inconscientes, como va dije una vez. . . ” (N . del A .).
** En italiano, en el original (N . del T .).
Pero he allí que llego a esa paradoja irrespirable: ¡habiendo deforma­
do toda mi obra por un anti-individualismo dirigido y voluntarioso, toda
m i obra no terminó siendo otra cosa que expresión de un hiperindividualismo implacable! Y es melancólico llegar así al crepúsculo, sin contar
con la solidaridad de uno mismo. Yo no puedo estar satisfecho conmigo
mismo. Mi pasado no es más mi compañero. Yo desconfío de mi pasado.
¿Cambiar? ¿Agregar? ¿Pero cómo olvidar que estoy en la rampa de los
cincuenta años y que mis gestos ahora ya son todos. . . memorias muscu­
lares? . . . Ex óm nibus bonis qual hom ini tribuit natura, nullum m élius
esse tem pestiva m orte *. . . Lo terrible es que tal vez fuera mejor, más
certera la discreción, que terminar convirtiéndonos en prestidigitadores
de actualidad, remedando como monos las modernas apariencias del m un­
do. Apariencias que llevarán al hombre, por cierto, a una mayor per­
fección de su vida. Me niego a concebir como inútiles las tragedias con­
temporáneas. El H om o lm becilis ** acabará entregando los puntos a
la grandeza de su destino.
Yo creo que los modernistas de la Semana de Arte Moderno no debe­
mos servir de ejemplo a nadie. Pero podemos servir de lección. El hombre
atraviesa una etapa enteramente política de la humanidad. Jamás fue
tan "momentáneo” como ahora. Los abstencionismos y los valores eternos
pueden quedar para después ***. Y a pesar de nuestra actualidad, de
nuestra nacionalidad, de nuestra universalidad, a una cosa no ayudamos
verdaderamente, de una cosa no participamos: el mejoramiento políticosocial del hombre. Y esta es la esencia misma de nuestro tiempo.
Si de algo puede valer mi disgusto, la insatisfacción que me causo,
que sea para que los demás no se sienten como yo a la orilla del camino,
viendo pasar a la multitud. Dediqúense o no al arte, las ciencias, los ofi­
cios. Pero no se limiten a eso, como espías de la vida, camuflados de
técnicos en vida, viendo pasar a la multitud. Marchen con las mul­
titudes.
Los espías nunca necesitaron esa “libertad” por la que tanto se grita.
En los períodos de mayor esclavitud del individuo, en Grecia, en Egipto,
las artes y las ciencias no dejaron de florecer. ¿Significa eso que la liber­
tad es una tontería?. . . ¿Será una tontería el derecho? La vida impor­
ta un poco más que las ciencias, las artes y las profesiones. Y es en esa
vida que la libertad y el derecho de los hombres tienen un sentido. La
libertad no es un premio, es una sanción. Y llegará.
* En latín en el original (N . del T .).
** En latín en el original (N . del T .).
*** Sé que el hombre no puede ni debe abandonar los valores eternos, amor,
amistad, Dios, naturaleza. Quiero decir exactamente que en una edad humana
como la que vivimos, cuidar exclusivamente de esos valores y refugiarse en ellos,
en libros de ficción e incluso en la técnica, es un abstencionismo tan deshonesto
y deshonroso como cualquier otro. Una cobardía como cualquiera otra. Por lo
demás, la forma política de la sociedad es un valor eterno también (N . del A .).
SOBRE EL DIBUJO92
Lo q u e sobre todo me agrada, en la tan compleja naturaleza del dibujo,
es su carácter infinitamente sutil, el hecho de que sea, al mismo tiempo,
una transitoriedad y una sabiduría. El dibujo habla, llega incluso a ser
mucho más que una especie de escritura, una caligrafía, más que un
arte plástico. Creo que fue Alain quien no vaciló en afirmar que el
dibujo no es, por naturaleza, un fenómeno plástico; y si bien desde un
punto de vista sistemático hay que reconocer que resulta desmesurada
una afirmación tan categórica, sigue siendo cierto que el dibujo está por
lo menos tan vinculado, por su finalidad, a la prosa y principalmente a
la poesía, como lo está, por sus medios de realización, a la pintura y a
la escultura. Es como un arte intermediario entre las artes y el espacio
y las del tiempo, al igual que la danza. Y si la danza es un arte interme­
diario que se realiza por medio del tiempo, siendo materialmente un arte
en movimiento, el dibujo es el arte intermediario que se realiza por medio
del espacio, pues su materia es inmóvil.
Pero el dibujo, al igual que las artes de la palabra, es esencialmente
un arte intelectual que uno debe comprender con los datos experimen­
tales, o mejor, comparativos, de la inteligencia. Es fácil demostrar este
carácter antiplástico del dibujo. El es, al mismo tiempo, un delimitador
y no tiene límites, cualidades antiplásticas por excelencia. Toda escul­
tura, toda pintura, por ser un fenómeno material, nos presenta un hecho
cerrado, que se construye con sus propios elementos interiores, con entera
independencia de lo que para la estatua o para el cuadro sería el no-yo.
Los límites de la tela, por ejemplo, representan para el cuadro una ver­
dad infinitamente poderosa que se impone tanto como la disposición de
los volúmenes y de los colores, que el pintor elegirá para su tema. Pero
éste tiene, en realidad y de cierta manera, un valor secundario, ya que
lo que ante todo importa, para que haya auténtica pintura, es que haya
composición. Y ésta se da justamente en relación a los límites de la tela.
Lo cierto es que sólo al cuadro, al lienzo, al fresco y a las manifestacio­
nes de la escultura se puede aplicar crítica y estéticamente la palabra
“composición”. Aplicarla al dibujo es un contrasentido, o por lo menos
algo abusivo.
Porque el dibujo es, por naturaleza, un hecho abierto. Si es cierto
que objetivamente él es también un fenómeno material, lo es apenas
como una palabra escrita. Contamos con datos positivos como para saber
que, de hecho, fue del dibujo que nació la escritura jeroglífica. No sabe­
mos cómo se originó la pintura, pero es mucho más probable que su pri­
mera intuición en el espíritu humano, haya provenido de los garabatos
rituales, en negro, en rojo, en blanco, con que todos los pueblos primi­
tivos se adornan el cuerpo para las ceremonias. Jean de Bosschére hace
una observación muy interesante en este sentido. Dice que el dibujo im­
plica de tal forma un desarrollo intelectual mayor, una civilización más
adelantada que no se lo puede encontrar entre los pueblos naturales,
mientras que casi todos estos ya se valen de procesos primitivos de pin­
tura. La afirmación, pese a que por su carácter dogmático resulta profun­
damente errónea, no deja de ser interesantísima. No es enteramente
exacto que el dibujo no se encuentre entre civilizaciones consideradas
“primitivas”. Son raras, es verdad, las que cuentan con él, pero existen,
como por ejemplo los bosquimanos y ciertas tribus de América del Norte
como los magdalenienses del prehistórico. De todas maneras, en cualquiera
de estos pocos casos que recuerdo ahora, el dibujo aparece mezclado ya
sea con el color, como ocurre con los bosquimanos, o con el trazo escultó­
rico, como en las cavernas prehistóricas. Lo que tal vez se podría argu­
mentar es que esos pueblos hayan llegado al dibujo a través de la pintura
y de la escultura.
Argumentación considerablemente más fuerte contra la afirmación de
Bosschére es la que sostiene que, incluso la pintura del cuerpo, entre los
pueblos más atrasados mentalmente, es siempre una escritura de natura­
leza jeroglífica. Actualmente, esa es una cuestión que ha resuelto la
etnografía, y sabemos definitivamente que a cada garabato, a cada color,
a cada mancha, a cada decoración en suma, los primitivos le atribuyen
un valor simbólico, y cada elemento quiere decir algo comprensible a la
inteligencia del clan o por lo menos de sus hechiceros *. Todo tiene sen­
tido, todo tiene valor de magia exorcista o propiciatoria, y el primitivo
jamás se pinta por el simple placer de adornarse. Esta noción de placer
sólo habría de concebirse más tarde, conforme la doctrina aristotélica.
Así, contrariando la afirmación de Bosschére, las pinturas primitivas
participan mucho más de la naturaleza y de la esencia caligráfica del
dibujo, que de la pintura propiamente dicha.
* En el original pajes: así se llama en Brasil a cada uno de los jefes espirituales
de los indígenas, mezcla de sacerdote, profeta y médico-hechicero (N . del T .).
En efecto, en su infinita mayoría, todas esas decoraciones simbólicas
del ser primitivo son como el dibujo, un hecho abierto. No es el límite
del rostro, demarcado por la cabellera y por el ángulo del maxilar infe­
rior, no es el límite impuesto por el pecho, lo que encierra a esas pinturas
corporales, sino que más bien ellas de diseminan por las facciones, por
el cuerpo, sin el principio de la composición cerrada. Desconocen, por
lo tanto, el elemento instintivo del marco, de la misma forma que lo des­
conoce el dibujo, mientras que la pintura lo implica fatalmente. Un cuadro
sin marco pide marco; siempre está, de alguna manera, enmarcado por
sus principios y fatales límites de composición cerrada. Mientras que
colocarle un marco a un verdadero dibujo, que sólo participe de su exacta
naturaleza de dibujo, es una estupidez que raya con el vandalismo. Los
amantes del dibujo guardan los suyos en carpetas. Los dibujos son para
hojearlos, para que se los lea como a poesías, son hai-kai, son cuartetas
y sonetos.
El verdadero límite del dibujo no implica de forma alguna el límite
del papel, ni siquiera presupone sus márgenes. En verdad, el dibujo es
ilimitado ya que ni siquiera la línea, esa convención tan específica del
dibujo, que no existe en el fenómeno de la visión, ni debe existir en la
pintura verdadera o en la escultura, y que colocamos entre el cuerpo y
el aire como dice Leonardo da Vinci, ni siquiera la línea lo delimita.
Se dibuja un perfil, por ejemplo, y la línea se detiene en la mitad, al
llegar al cuello, o en la raíz de la cabellera. Se elimina la expresión
de una mano, a la que uno de los brazos no continúa; o el movimiento
que hizo ahora este cabrito. Y el cabrito no se apoya ahora en ningún
suelo.
Podrán argumentar que estoy ejemplificando solamente con un tipo
de dibujo, el esbozo, el croquis, olvidándome de los dibujos completos.
Incluso éstos, millares de veces sobrepasan los límites de un cuadrilátero
imaginado, o prescinden de él. No me olvidé, sin embargo, de los dibujos
completos, sólo afirmo que cuando ellos implican definidamente el marco
cuadrangular o circular, están invadiendo terrenos ajenos, terreno que
es de la pintura, terreno exclusivamente plástico que exige composición.
La pintura también se vale de las formas naturales y tanto pinta una
manzana como un desnudo. Pero no exige la línea, y, cuando la emplea,
está invadiendo el dominio del dibujo. No exijo ni deseo que la pintura
sea abstracta. ¡Dios me libre!, pero cuando ella se aplica, incluso en el
buen cuadro dentro de su género, como es el holandés, a representar
cosas y hechos, ella intenta descubrir y representar un elemento de eter­
nidad. Y es por esto que la transposición de la “materia” de un pez, de
un ropaje como de una Madona o de una “maja”, por medio de la materia
del óleo de la témpera, de la pared colorida, incide indiscutiblemente
en la validez estética de una pintura, mientras que en el dibujo ese
problema de transposición no quiere decir nada. A decir verdad, no
existe.
La pintura busca siempre elementos de eternidad, y por eso ella tiende
a lo divino. El dibujo, mucho más agnóstico, es una manera de definir
transitoriamente, si es que puedo expresarme así. El crea, por medio de
trazos convencionales, los ángulos finitos de una visión, de un momento,
de un gesto. En vez de buscar las esencias misteriosas y eternas, el dibujo
es una especie de definición, de la misma forma que la palabra “monte”
substituye al objeto “monte” en nuestra comprensión intelectual.
Y
fue por eso que afirmé, al empezar este artículo, que el dibujo
era, simultáneamente, algo transitorio y una síntesis de sabiduría. El es
una especie de proverbio. Expresa, de la misma forma que el proverbio,
una experiencia vivida y transformada en una definición eminentemente
intelectual. Tiene, así, la misma fuerza equilibrada y clásica de los prover­
bios. El dibujo no es una frase, es una frase hecha. De igual forma que
la frase hecha, el proverbio y el dicho se van fijando a poco en una lucha
grave entre el sentimiento y su expresión, hasta que, libres de elementos
condicionadores, alcanzan su forma definitiva: el dibujo también se libera
de las fragilidades sentimentales de la frase espontánea, por ser más lento
en su lucha entre la visión recibida o imaginada y su expresión gráfica.
Esta lucha, esta lentitud, otorgan al dibujo el tiempo, la depuración que
la frase coloquial no tiene. Y él asume, así, la naturaleza esencialmente
poética del proverbio. Digo “poética” porque el proverbio, incluso cuando
está fijado en líneas de prosa, es pura poesía: emplea los procesos esen­
ciales de la manifestación poética, tiene la naturaleza eminentemente
definitoria de la poesía, y no la naturaleza descriptiva y simultáneamente
reflexiva de la prosa. Todo concepto, todo grito, toda oración, toda fina­
lidad verbalizada de experiencia fisiopsíquica, es poesía. Y, de hecho, los
libros sagrados, los proverbios, las frases hechas, las máximas, oraciones y
ritos, son siempre fuertemente rítmicos, y emplean frecuentemente los
procesos materiales de la poesía, las metrificaciones y la rima.
Pero todos nosotros estamos cansados de saber que la sabiduría de los
proverbios si no es del todo mentirosa, es eminentemente transitoria. No
representa ninguna eternidad, sino la verificación de un momento; y
tampoco es menos cierto que a cada proverbio existente podemos casi
siempre oponerle otro que lo contradice radicalmente. Efectivamente,
si nos quejamos de algún mal gobierno, dirá el chileno descontento, que es
porque la gallina del vecino es más gorda que la nuestra; pero si él se
queja, le diremos que cá e lá más fadas há *. Y así resulta que el proverbio
es mucho más la definición de una verdad transitoria, serena como la
reflexión sentenciosa de un chino, que una verdad eterna, filosóficamente
como probable. Esa es la naturaleza deliciosa del dibujo, que es transito­
rio y sabio como un proverbio, terrestremente, momentáneamente senten­
cioso como un proverbio. Una esperanza de consuelo. . .
*
Literalmente: acá y allá malas hadas hay, proverbio brasileño que equivale
a decir que en todas partes soplan vientos de mal agüero (N . del T .).
DE LA HIPOCRESIA93
(23-VIII-1939)
A v e c e s , en medio del camino de los grandes enriquecimientos técnicos
humanos, no viene nada mal recuperar ciertos ideales y ciertas nociones
que los nuevos descubrimientos científicos indujeron a abandonar. ¿Serán
de verdad totalmente inútiles aquellos viejos presupuestos y aquellas doc­
trinas antiguas?. . . El ejemplo de la medicina, que retomó las divisiones
temperamentales, comentes en la más alta antigüedad pero que luego
permanecieron largo tiempo abandonadas, y de las que hoy se extraen
fecundas observaciones y renovadas posibilidades de certeza, resulta bas­
tante saludable.
La psicología contemporánea también comenzó a desmenuzar, con sus
luces más fuertes, el mecanismo de la individualidad artística, las razones
por las cuales un individuo se convierte en artista, las razones y los efectos
anestéticos del arte, y con todo ello fueron muchas las nuevas verdades
que surgieron. Hoy hablamos de sublimación, de transferencia, y em­
pleamos muchas otras palabras importantes e incontestablemente valiosas.
Un nuevo aire de posible verdad científica ahoga las esbeltezas román­
ticas mediante las cuales el artista fue considerado, en un tiempo, elegido
de los dioses, íntimo amigo de las musas y jinete venturoso de varios
Pegasos alados. Hoy el artista es un pobre diablo, vitalmente incapacitado,
devorado por fobias insomnes. Todo aquel que no sabe ganar dinero con
valentía se queja de la vida en verso libre. Quien no tiene coraje para
hacer una declaración de amor, pinta una Venus y esculpe varias ama­
zonas complacientes. En fin, la psicología, la sociología, están creando
una etapa histórica que bien podría llamarse la del artista apeado, que no
por ser verdadera deja de ser de un particularismo desolador, absurdo
en su insuficiencia. Yo sostengo que es necesario montar de nuevo al
artista en su Pegaso, presentarlo de nuevo a las musas, y someterlo a la
votación de los dioses. El hombre positivamente no es sólo tripas, y estas
razones muy intestinales de la existencia del artista y del arte, financieras,
sexuales, mezcladas con fobias, incapacidades y ambiciones inferiores,
avanzan menos en el conocimiento estético del arte que un análisis de
la anécdota de los pajaritos picoteando las uvas de Apeles. Digo más:
son profundamente inmorales. Los artistas se están volviendo conscientes
de las mil y una hipocresías que adornan el arte verdadero. Hoy a cual­
quier artista le resulta muy fácil “inventar” un complejo atractivo y
azucarar con él sus obras, ofreciendo generoso material a futuros psico­
analistas. Y principalmente, siendo como es líricamente sensitivo, cosa que
siempre fue y siempre será, terminará olvidando su verdadero destino
humano, e inmoralmente se dejará devorar por la hipocresía.
El escritor que, a mi ver, estudió y confesó más desvergonzadamente su
hipocresía artística y la de sus colegas fue Arnold Bennet en “The Truth
about an Author” *. Con una sinceridad asombrosa, incluso bastante re­
pulsiva, Arnold Bennet muestra en ese libro las razones que lo indujeron
a convertirse en periodista, novelista, crítico y autor teatral. Ninguna de
las ilusiones, noblezas, fervores por el arte, anhelos de gloria, de amor a
la vida y a la humanidad, que persiguen los artistas y que suele creerse
que son la causa de la existencia de los artistas, son allí descritas. Nada
de lo que convierte al hombre en humanidad, el yo visible, el ser moral,
lo preocupa. Unicamente importan las razones. . . secretas, las pequeñas
bajezas, todo lo que existe dentro de uno y que con sumo cuidado escon­
demos de los otros y de nosotros mismos.
Arnold Bennet tuvo, por lo demás, un precursor de semejante imper­
tinencia en Edgard Poe (sin hablar de los psicólogos del a rte . . . ) cuando
éste, en un ensayo célebre e irritante, estudió la confección de “El
cuervo”.
Pero estos sajones, aun cuando tales ensayos representen una verdad,
no tienen absolutamente razón. No hay duda de que todo artista da
pruebas de una buena dosis de hipocresía al decir que es llevado a crear
también por causas más o menos inconfesables, peyorativas o perniciosas,
que él trata de ocultar hasta de sí mismo. Incluso eso de que el artista
sacrifica gran parte de la espontaneidad y de la propia conmoción y de
las propias ideas en favor de las ideas y conmociones ajenas, eso también
es hipocresía. El artista verdadero nunca perderá de vista a su público, y
a nadie puede escapar la dosis de soberbia que hay en ello. El artista com­
pleto jamás perderá de vista la ambición de volverse o continuar siendo
célebre, y todo eso es hipocresía. Y como es el público quien forja la
grandeza de un artista (digo “público” incluso en el sentido de pequeña
élite, que algunos artistas posiblemente prefieren), estas dos ambiciones
de público — uno que va a juzgar y otro del que depende la celebridad a
ser conquistada— ajenas al concepto específico de arte, rigen en gran
medida el comportamiento creador del artista.
Hay, además, otras ideas que desnaturalizan la belleza ideal del artista
y provocan la creación de las obras de arte. Por ejemplo: la rivalidad, la
lucha por la propia subsistencia, la envidia, la vanidad sexual. Tan sólo
estos móviles, para el artista perfecto, para el artista completo, para el
artista legítimo, serán siempre fuerzas subconscientes, sentimientos repri­
midos, nociones y causas secretas en fin. Suele decirse ahora que ellas son
las que nos dirigen, y que los fines que abierta y conscientemente con­
fesamos perseguir, no son otra cosa que la máscara que esconde aquellas
mezquinas aspiraciones inferiores.
Pues bien, yo pienso que lo que ocurre es lo contrario, y voy a dar mis
razones. No son, en este caso, solamente las ideas secretas las que nos
dirigen, sino principalmente la máscara que les damos. Sé y afirmo que
los móviles secretos, ambiciones despreciables, inmorales, antisociales e
hipocresías en general, principalmente ese terrible y deformador deseo de
agradar a los otros, son el origen primero de todos nuestros gestos de
sociedad, de nuestros comportamientos en tanto sociales. Y, por consi­
guiente, el origen de la mayoría infinita de las obras de arte tam bién. Pero
eso de que sea el móvil originario, no significa de forma alguna que sea
el móvil directivo. Esos motivos secretos son reprimidos, son vencidos
dentro de nosotros, aunque sólo aparentemente vencidos, o sólo momen­
táneamente derrotados. Vencidos porque la vida del hombre entre los
hombres crea esa entidad “ficticia” que socialmente somos todos, y que
necesitamos ser para que la organización social sea factible y fluya conso­
lidando su intención moral normativa.
E incluso, los motivos secretos no son reprimidos apenas como un
sacrificio a la vida social: hay todavía otras razones individuales. Es que
la mayor parte del tiempo de nuestra existencia la consagramos a escon­
dernos del ser terrestre que somos. Nuestra inteligencia, principalmente a
través de la llamada “voz de la conciencia” o como se le quiera decir,
reconoce que el individuo que somos es en muchos sentidos una cosa
abyecta que la horroriza. De allí que logremos vencer con paciencia e
infatigable atención todo lo que de vil, de mezquino, de repugnante
puedan producir nuestra vida y nuestro comportamiento.
Entonces surgen los móviles aparentes, las ideas pasibles de presen­
tación, ya no ideas-orígenes sino ideas-finalidades, cuyo destino es real­
mente caritativo y ennoblecedor. Pura falsificación de valores, hipocresía
pura. Hipocresía noble, necesaria, maravillosamente fecunda. Ella es la
que compone y salva nuestras obras. Ella es la que da tono a nuestras
creaciones artísticas y las encauza. La sinceridad, quiéranlo o no Edgard
Poe y Arnold Bennet, no muere por eso. Estos móviles aparentemente
insinceros, máscaras de una realidad primera, forman parte de nuestra
sinceridad total.
Las ideas secretas, los móviles despreciables fueron incautados. De
ellos nació la intención de escribir una novela, esculpir la estatua, ce­
lebrar las hazañas de un capitán. Pero saldremos a gritar en la plaza
pública que vamos a cuestionar la idoneidad de las costumbres, crear la
Belleza con mayúsculas, celebrar al héroe. Y vamos a repetir esta misma
insinceridad hipócrita cuando de noche la conciencia se nos aparezca
con su espejo. ¿Pero qué obra de arte surge entonces? Surge La guerra
y la pa z , surge la “Venus” de los Médici y Los Lusíadas. Y lo sublime en
todo esto es que estas obras de arte realmente están castigando costum­
bres, creando Belleza, celebrando héroes. La idea segunda, la directriz
que nos disculpa es la máscara; ella es quien realmente las realizó. Y
se realizó.
Y es por eso que ni Edgard Poe ni Arnold Bennet tienen razón. Al dar
como origen de “El cuervo” la única y astuta intención de crear belleza
aplaudible ( “ . . . I mean that Beauty is the solé ligitimate province of
the poem . . . ) *; y dando a conocer los medios más o menos sagaces
de que se sirvió para crearla, la frialdad, la inhumanidad con que inventó
el tema y los caracteres técnicos de su maravilloso poema, Edgard Poe
simplemente mintió. Se olvidó, o más bien, hipócritamente ahora, ocultó
del análisis de la composición, todo lo que en ella puso de experiencias,
de sufrimiento, de ideas, de humanidad, en suma, todo lo que, además
de las causas-tripas, entra también y más determinantemente, en el fenó­
meno asombrosamente complejo de la creación. Edgard Poe dio el po­
sible origen primero de su poema, pero cuidadosamente se ocupó de
ocultar las fuerzas asociativas y líricas que lo orientaron después, y que
fueron, ellas exclusivamente, las que hicieron de “El cuervo” no una obra
hipócritamente (fingidamente) bella, sino fuente generosísima de Be­
lleza.
Arnold Bennet, a su vez, al afirmar que únicamente el deseo de ganar
dinero y la vanidad de verse celebrado, lo convirtieron en el viajante de
todas las regiones de la literatura, ocultó el hecho de que, si bien esas
intenciones más o menos abyectas originaron sus obras, en seguida, la
conmoción, la imaginación creadora, la experiencia, la cultura, la inteli­
gencia vastísima vinieron a encargarse de la construcción de los libros,
de la misma forma que la hipocresía de las ideas presentadas los fortifi­
caba y engrandecía. Y ennoblecía.
Ni Poe ni Bennet se acordaron de publicar tales confesiones antes de
dar a conocer sus obras. Ya “El cuervo” era una victoria, cuando Edgard
Poe escribió la “filosofía de la composición”. Arnold Bennet era umversal­
mente conocido, cuando se acordó de escandalizar a la “pruderie” inglesa
diciéndonos “La verdad sobre un autor”. Sólo la victoria anterior justifica
estas “blagues” de falsa sinceridad.
Y por todo eso, uno comprueba que no fueron el Poe de los poemas, ni
el Bennet de las novelas, los hipócritas. Pero en sus confesiones, ya sea
por masoquismo, por un sentimentalismo inspirado en la necesidad de
autocastigo, por el deseo de escándalo, por el ocultamiento de la verdad
total en que incurrieron, fueron sumamente hipócritas.
LA ZORRA Y EL TESTO N 94 *
(27-VUI-1939)
B r a s i l atraviesa sin duda por uno de los períodos más brillantes de su
creación artística. En algunas artes, pintura, arquitectura, la misma mú­
sica, todavía suelen verse algunas genialidades aisladas, pero en literatura
es toda una falange de poetas y narradores que, de norte a sur, unifican
el país dentro de la misma fuerza creadora y de la misma riqueza de
manifestaciones variadas.
Está claro que no hay riqueza sin centavos, ni fuerza ejercida sin sudor.
Sudores y centavos participan de la riqueza y de la fuerza, pero conviene
no permitir que el sudor se juzgue músculo y reconocer que en la riqueza
no todo son cheques de cincuenta contos, sino que también hay billetes
de cien mil réis **, diez mil réis y hasta moneditas de testón.
Cabe a la crítica, así se vuelva incivil y antipática, llamar al testón por
su modesto nombre de testón. Crítica y condescendencia son cosas divor­
ciadas desde siempre, principalmente en los países de pequeña cultura,
donde frecuentemente los artistas se improvisan a costa de mucho talento
y ningún saber. Se reemplaza la técnica por el brillo engañoso, el cuidado
de la forma por una vaga (y por lo demás fácilmente intimidada) inten­
ción social. El brillo satisface a las muchachas, las intenciones sociales ase­
guran el aplauso de ciertos amenazadores fantasmas. Y mezclando a la
receta algunas minúsculas concesiones al público, v.g. demagogia, repe­
tición de procesos bien sucedidos en ocasiones anteriores, elogio mutuo
en los diarios, y algunos elocuentes malabarismos sentimentales, es fácil
alcanzar la celebridad en vida, y la esperanza de las estatuas más allá de
la muerte. Y lo cierto es que hay mucho de esto en la literatura contem­
poránea brasileña.
*
El testón, tostáo en portugués, era una moneda brasileña de diez centavos (N .
del T .).
** El réi o rey en castellano, fue la unidad monetaria brasileña desde los tiem­
pos de la colonia hasta bien entrado el siglo xx. Lo reemplazó el cruzeiro (N . del T .).
Esta crónica se debe es cierto, a una nota recientemente aparecida a
propósito de mi actitud crítica, en la excelente revista Dom C asm u rro 95,
pero estoy hablando en general. Soy incapaz de indirectas groseras, y no
me refiero pues a quien escribió la nota, que es una persona que siempre
admiré y sigo admirando, ya que se trata del novelista Jorge Amado.
A la observación que hizo, sin embargo, si bien malvada por motivos que
ignoro, tal vez corresponda la opinión de muchos. Esta misma semana un
joven, ya redactor de un periódico literario, me envió una carta en la
que dice: “Lo único que no comprendemos es por qué hablas del valor
esencial de la forma y al mismo tiempo empleas formas defectuosas de
lenguaje, porque eso nos desorienta”. Como puede verse, la objeción
vale y merece la explicación de esta crónica.
¿Cuáles son los principios de mi actitud crítica? En la crónica inicial
de esta serie, yo me presentaba como creyente del arte, pero regido
por el principio de utilidad, principio que sólo cedía su lugar ante lo
“esencial” que por ventura pudiese encontrar. Y terminaba diciendo:
“¿Y no consistirá en esto la más admirable finalidad de la crítica? Ella
no deberá ser ni exclusivamente estética ni ostensiblemente pragmática,
sino exactamente aquella verdad transitoria, aquella investigación de las
identidades “más” perfectas que, SOBREPASANDO LAS OBRAS TRA­
TE DE REVELAR LA CULTURA DE UNA ETAPA Y DIBUJE SU
IMAGEN” *. He aquí todo un programa que, en un medio que vive
mucho de principios brotados al acaso de la dificultad que debe trasponer,
tiene el mérito de ser un programa.
La literatura brasileña está en una etapa de apresurada improvisación,
en que cultura, saber, paciencia, independencia (sólo puede ser indepen­
diente quien conoce las dependencias) fueron olvidados por la mayoría.
Y fue principalmente olvidado el arte, al que cualquier cosa pareciera
poder reemplazar: realismo, demagogia, intención social, espontaneidad
y hasta pornografía. Poco importan los valores reales y muy grandes que
presentemos. Poco importa el cuidado artístico admirable de un Graciliano Ramos, el lirismo iluminado de un Murilo Mendes, la personalidad
torrentosa de un Lins de Regó. Poco importa la espléndida fuerza comu­
nicativa de un “Jubiabá” 96, la profundidad humana envolvente de un
“Joáo Miguel” 97, la fluidez verbal rarísima de “Menina Boba” 98. Están
los testones.
Sería simplemente imbécil negar el valor de las obras menores, pero
no sería posible estudiarlas bajo el punto de vista del absoluto de las
obras maestras, que las repudiaría, ni sería útil analizarlas en sus men­
sajes particulares, demasiado estrechos como para que vayan más allá del
autor y de los amigos del autor. Las obras menores son importantísimas,
pero su valor es más relativo que independiente. Alimentan tendencias,
fortifican ideas, preparan el advenimiento del gran artista y de la obra
maestra, trazan el claroscuro de una época, y definen sus rasgos y volú­
menes mucho más que las grandes obras. Estas, a su vez, justamente por
ser grandes, pasan inmediatamente al plano de lo absoluto. En su función
de cotidianidad, desnudas, sin el revestimiento aparatoso y eterno de la
genialidad, las obras menores nos muestran mucho mejor los rasgos, las
cualidades y los defectos de una época. ¿Y qué vemos actualmente?
Una legión de jóvenes de indudable valor, pero apresurados, entera­
mente indiferentes al arte, ignorantes de los problemas de la forma, en
la más paradisíaca y melancólica convicción de que escribir novelas y
poemas es dejar correr la pluma sobre el papel. El modernismo abrió
ciertas puertas a la libertad creadora; ¡pero ellos decidieron echar abajo
todas las murallas!
Sería simplemente un tullido intelectual quien quiera ver en lo que
yo propongo la vuelta a una especie de formalismo parnasiano. El parnasianismo fue muy frágil exactamente por su confusión entre forma y
forma. Destruyeron la fluidez de la palabra que se transformó en puro
valor martillado y silábico. Destruyeron la elasticidad de las construcciones
poéticas que se convirtieron en osamentas rígidas, sin movimiento. Des­
truyeron la expresividad de los ritmos, subsistituyéndolos por métricas
de una frivolidad pasmosa. La gracia de una gota de rima engordó hasta
alcanzar la pompa de la rima rica. Y la exactitud del lenguaje se trans­
formó en sometimiento a la gramática. Fue contra esa grosera confusión
(no de todos pero sí general) que amenazaba con destruir el sentido
de la poesía y de la propia prosa, que se reaccionó. Se reaccionó con
errores y verdades, con experiencias, innovaciones y retornos a cosas an­
tiguas más legítimas, pero todo eso no significaba disolución ni liber­
tinaje. Los que desearon saber qué significaba disolución y libertinaje
en quienes en 1922 eran un poco más conscientes, fueron a buscarlos
en Manuel Bandeira, que era un escritor culto, un esteta, conocedor
cabal del dinamismo de un ritmo, el secreto de la adecuación de una
forma a su contenido, el valor de la expresión lingüística exacta y el
peligro de una palabra en falso, capaz de sacrificar un mensaje.
Borrachos de gloria, con las cabezas alcoholizadas por esperanzas fáci­
les e imaginando ser otros tantos Erico Veríssimo o Jorge de Lima, los
muchachos escriben y publican, célebres de antemano. ¿Acaso Marques
Rebelo no es célebre? ¡Por qué no lo seré yo también! Y unos se decep­
cionan porque no les doy ya al primer libro que publican los honores
de un artículo entero, y otros se ofenden porque voy a buscar en sus
obras los ejemplos que me sirven para mostrar las fallas del tiempo actual.
Es cierto que trabajo así. Hay una tendencia en mi forma de hacer
crítica que me impulsa a dedicar artículos enteros a figuras ya consa­
gradas o a la rareza de un debutante excepcional como Luis Jardim.
Pero sería injusticia miope decir que no doy una palabra de explica­
ción sobre cualquiera de las figuras tratadas al pasar. Pero incluso si
nombro libros y nada digo sobre ellos, eso, aun así, es crítica, ya que
si por un lado están los que en sus páginas traen algún mensaje, des­
graciadamente son muchos los que nada traen. Porque en esta cuestión
de riqueza no existen solamente los contos y los cien mil reis: no hay que
permitir la entrada al tesoro de los billetes falsos.
Los malos modernistas insurgían contra la cultura. Hoy es probable
que muchos se rebelen contra la cultura tam bién. . . Acusan a los moder­
nistas de no haber construido nada; lo acepto. Pero desafío a quien quiera
que sea a mostrarme un solo período constructivo del arte en el que la
preocupación por la forma no haya sido la preocupación fundamental.
O construimos o. . . romantizamos. Porque es muy posible que estemos,
sin saberlo, en pleno romanticismo. . .
No hay obra de arte sin forma y la belleza es un problema de técnica
y de forma. Charles Lalo llega a afirmar que el “sentimiento técnico” es
el único que de por sí puede considerarse estético. Y, en efecto, todo
y cualquier sentimiento, toda y cualquier verdad, no logra convertirse
en belleza, si no se transforma en ese sentimiento técnico, que contempla
el amor, la verdad, la intención social, y les da forma. Forma estética,
vale decir, la obra de arte. Ya no la realidad, sino su símbolo — ese for­
midable poder de convicción de la belleza que hace de ella algo más real
que la misma realidad. El artista de más nobles intenciones sociales, el
poeta más deslumbrado ante el misterio de la vida, el novelista más pia­
doso ante el drama de la sociedad, podrán perder hasta el noventa por
ciento de su valor propio si no cuentan con los medios adecuados para
realizar sus intenciones, sus dolores y deslumbramientos. Si así no fuera,
¡cualquier cuentista de semanario religioso sería mejor que Machado de
Assis! y los medios de realizar intenciones y deslumbramientos sólo pue­
den provenir de la técnica y de la creación de la forma. Jamás me preo­
cuparon los errores de gramática; sí, en cambio, los “errores” de lenguaje
que debilitan la expresión. Jamás le exigí a nadie la forma rígida del di­
tirambo, sino más bien lo repudio y combatiré lo amorfo, las confusio­
nes de lo prosaico con el verso libre, el reemplazo de la técnica por
un mediocre catecismo de recetas, el monótono realismo que escamotea
en su estupidez moluscoide esa transposición al mundo del arte, en que
el mal de uno se convierte en mal de muchos. A tal punto el arte es
persuasivo. . .
El caso de la literatura es por cierto muy complejo porque en él la
belleza se prende inmediatamente al tema y con ello se terminan de eli­
minar las barreras impuestas al confusionismo. Si en pintura un crítico
se preocupa exclusivamente con los problemas de la forma, ningún pintor
se quejará; y lo mismo ocurre con las otras artes plásticas y la música.
Pero es en estas artes, más fácilmente liberadas del tema — donde el
paisaje, la naturaleza muerta, la sonata, el nocturno, y la propia Venus
o la canción de amor, normalmente se vinculan con muy poca intensidad
a nuestros intereses vitales: la belleza, la objetividad meramente formal
de sus problemas pueden ser tratados con franqueza, sin que el crítico
sea acusado de formalismo, de esteticismo y otros calificativos aparente­
mente peyorativos. Y es exactamente en virtud de la realización en formas
plásticas o sonoras, por la transposición en belleza que el tema, incluso
de violenta intención social como en una “Heroica” o en un Goya, repre­
senta realmente una concepción estética del mundo y de la vida, una
nueva síntesis, un valor crítico que se incluye en el sentimiento de belleza.
En literatura el problema se complica tremendamente porque su propio
material, la palabra, ya empieza por ser un valor impuro; no es mera­
mente estético como el sonido, el volumen, la luz, sino un elemento
inmediatamente interesado, una imagen aceptada como fuerza vital,
comprometida de por sí con el pensamiento y los intereses del ser. Y
así, la literatura vive en frecuente desorientación porque el material que
utiliza nos lleva menos a la belleza que a los intereses del tema. Y éste
amenaza confundirse con la belleza y transformarse en ella. Infinidad
de veces he observado personas que leen setecientas páginas en un día,
valoran un poema a raíz del sentido social de un verso o indiferente­
mente, recurren a cualquier traducción de Goethe. Que el tema sea,
especialmente en literatura, también un elemento de belleza, yo no lo
voy a negar, tan sólo deseo que él constituya realmente un mensaje, como
en la obra de un Castro Al ves. Quiero decir: que sea efectivamente un
valor crítico, una nueva síntesis que nos ofrezca un sentido de la vida,
un aspecto de lo esencial. Lo que sí puedo asegurar es que esta nueva
síntesis, que es el propósito propiamente dicho del arte, o desaparece o
se malogra, si el artista no dispone de los elementos formales necesarios
para realizarla con perfección. Pero ocurre que muchos, justamente por­
que ignoran tales problemas, o no quieren trabajar, luchar para cultivarse,
insurgen contra la cultura, consideran nimiedades los problemas de la
forma, y sólo exigen el núcleo, el “mensaje”. Olvidan que justamente
por eso abundan en el mundo los mensajeros que en vez de mensajes,
lo que traen son cartas anónimas, vagas e impersonales noticias, sin carác­
ter ni fuerza, que pueden, cuando mucho, indicar hacia qué lados soplan
los vientos de la vida.
Y
así se traza la fisonomía de nuestra actual literatura. Nunca fue
tan grande la confusión. La actividad de las casas editoriales que exigen
libros para sustento de los mercados, la diseminación urbana de la cultura
produciendo innumerables núcleos de lectores, la grandeza de algunas
figuras realmente admirables, el interés por ciertos temas sociales a cuyo
tratamiento se transfiere una actividad política cercenada, la imitación
fácil de los éxitos garantizados: produjeron una exacerbación del espíritu
creador. Hay un verdadero frenesí de creación literaria donde las imita­
ciones, las falsificaciones, las mitificaciones, o simplemente el apuro,
amenazan confundirlo todo. La crítica no puede jurar que sus aplausos
de hoy encuentren la ratificación del futuro. Pero le es posible asumir la
posición antipática de atacar los puntos débiles, las fallas, las falsas volupias, los abusos de libertad propios de esta época. Y la legitimidad de su
labor, se garantiza mediante la comparación con el pasado. Y si nosotros
hoy veneramos a un Bocage, a un Gongalves Dias, y vemos tantos nom­
bres, vivos en otro tiempo y ahora sepultados por nuestra indiferencia,
bien sabemos que quienes perduraron, perduraron menos por su mensaje
que por haberle dado la forma adecuada. Se eternizaron esos mensajes
porque lograron ser bellos mensajes.
En lo que a mí respecta. . . el mayor peligro que creo que corren
quienes alcanzan alguna notoriedad es el de convertirse en esclavos de
sus admiradores. Hay un fragmento muy sabroso y fecundo en la obra
de David Garnett, aquel de “La mujer que se convirtió en zorra” : el
marido se da cuenta que no es sólo él quien se empeña en pulir los
modales de su zorrita adorada, sino que ésta, a su vez, le exige que
él adopte las malas costumbres de los zorros. Los admiradores son más
o menos como la zorrita de “Lady into fox” *. Después de que nos admiran
ya no nos conceden la libertad de ser. Nos transforman en una imagen
de ellos, y a partir de allí hay que corresponder a ese retrato que no es
nunca de tamaño natural. Si sabemos ser consecuentes con él nos asegu­
ramos la incondicionalidad del aplauso, ¡pero adiós curva del destino!
Nos transformamos en repetidores de nosotros mismos y aduladores de
la juventud. Pero si no correspondemos al retrato falso y optamos por la
lealtad interior, entonces, ¡ay! Somos de inmediato abandonados y la
multitud nos deja en busca de otros ídolos. ¿Progresos, decadencia?. . .
Todo es posible en este ancho mundo, pero es igualmente indudable que
solamente en la soledad encontraremos nuestro propio camino.
LA MODIN HA Y LALO 99
sólo ahora, en Sao Paulo, por indicación de un
amigo, pude leer la serie admirable de artículos que, bajo el título de
“Estudios de Sociología Estética Brasileña” publicó el profesor Roger Bastide en “O Estado de Sao Paulo” *. En uno de ellos, del 4 de octubre
del año pasado, el ilustre profesor de nuestra Universidad me llamaba
la atención sobre dos pasajes de Charles Lalo, con los que concordaba, que
parecía restar toda validez a una afirmación que hice sobre la evolución
de la m odinha brasileña.
En la antología de las “Modinhas Imperiaes”, observaba que si bien
ya existía en los salones, con su nombre y forma, desde por lo menos la
segunda mitad del siglo x v i i i “que yo sepa, sólo en el siglo xix la modinha
aparece en boca del pueblo del Brasil”. Y verificado eso, yo hacía el
siguiente comentario: “¿Habrá, pues, que concluir que estamos ante uno
de esos casos, absolutamente rarísimos, en que una forma erudita ha pasa­
do a ser popular?. . . Pareciera, en lo que atañe a la m odinha, que el
fenómeno ocurrió”.
Al profesor Roger Bastide no le parece un fenómeno raro; afirma,
por el contrario, que es algo normal, extrayendo incluso de ello una ley
muy atrayente, la ley de la desnivelación estética. Se apoya el sociólogo,
para enunciar su tesis, en dos pasajes de Charles Lalo, uno de su “Esté­
tica”, que cita íntegramente, remitiendo al lector a otro que está entre las
páginas 143 y 146 de “L’art et la Vie Sociale” **.
Estudié con mucha atención, ahora, esos pasajes de Charles Lalo, y
confieso que no me llegaron a convencer, por lo menos en lo referente
al arte de la música. Dice la “Esthétique” : “en su mayoría las danzas
campesinas y las melodías populares son antiguas formas de arte de salón
D e s g r a c ia d a m e n t e
,
* O Estado de Sao Paulo es, desde el siglo pasado, uno de los principales diarios
brasileños y uno de los más destacados dentro del periodismo latinoamericano.
( N .d e lT .) .
* * En francés en el original (N . del T .).
o de corte, desde hace mucho fuera de moda en los medios aristocráticos
que las difundieron y que perduraron, sobreviviendo, en alguna provincia
lejana”. Al pasaje de “L’art et la Vie Sociale” es imposible citarlo ínte­
gramente, pues son cuatro páginas. Pero me tomo la libertad de llamar
la atención del lector, como es costumbre, sobre las palabras que intere­
sará considerar en el fragmento de la “Esthétique”. Espero demostrar
más adelante que la misma confusión de terminología y de ejemplos puede
encontrarse también en el otro libro.
Ante todo, quienes se han dedicado poco a la etnografía y al folklore
suelen creer que casi todo el fenómeno popular obedece a una especie
de “desnivelamiento”. Quiero decir: parte del más fuerte para arraigarse
y hacerse tradición en el más débil. Por lo tanto, es siempre de alguna
forma un producto erudito que se desnivela y va a arraigarse perezosa­
mente en el inculto. Incluso cuando se trata de un insignificante soba *
negro o de un no menos irrevelante pagé de nuestras Indias Occiden­
tales, imponen al clan o a la clase inferior que dominan, una superstición,
una costumbre o un rito, es signo de una manifestación erudita, es
decir, creación del más fuerte, del dominador, del más experto, del
que sabe más, impuesta al menos experto, al que sabe menos, a la clase
dominada.
De igual forma, el folklore, una melodía, una poesía, un paso de
danza, nunca son inventados por el pueblo, por la colectividad. Siempre
hay un individuo que por más técnico, más inventivo y más audaz (el
más fuerte) crea la manifestación que, luego, el pueblo adopta (o deja
de adoptar) y convierte en tradición, olvidando la mayoría de las veces
el nombre del más fuerte que inventó el hecho ya ahora folklórico.
Pero esta desnivelación inicial donde el más culto impone su creación
al menos culto, no pasa de ser una observación preliminar, umversal­
mente reconocida y sin directa importancia folklórica. Porque realmente
un hecho sólo es folklórico o etnográfico cuando ya se ha convertido en
constancia social de las clases, digamos, populares. Creo que no puede
haber dudas al respecto. Incluso cuando uno de nuestros cantadores o
un m acumbeiro en estado de trance inventa un canto nuevo (algunos
hombres de ciencia europeos llegan a negar la existencia del folklore
regional en las Américas. . . ) se trata, a mi entender, de una manifes­
tación que ya en sus albores es mucho menos individualista de lo que
suele creerse y que, por otra parte, a su modo es culta, más que de
un hecho colectivo y, por lo tanto, folklórico. Porque entre nosotros, debi­
do a los progresos contemporáneos y a nuestros elementos sociales de
civilizaciones importadas a través de grupos multirraciales, las melodías
raramente se tradicionalizan, nos faltan en este momento las calmas “pro­
vincias lejanas”, a resguardo de la radio y el cine, de las que habla Lalo
y que Europa tuvo durante diecinueve siglos. Lo que se vuelve tradicio­
nal es tan sólo el elemento constructivo de la melodía, el corte rítmico,
la fórmula cadenciosa, las cortas fórmulas melódicas con que se impro­
visa la melodía. De modo que si el improvisador inventa, es mucho menos
un creador individualista que un agenciador de constancias colectivas
que, de hecho, la generalidad adopta inmediatamente. Porque ya las
había adoptado y hecho tradición mucho antes. Pero la melodía, aun
cuando se vulgarice en la colectividad, en pocos años será olvidada, que­
dará tan “fuera de moda” como cualquier manifestación del arte erudito.
El cantador, en realidad, creó folklóricamente, y sólo se diferencia de
un Francisco Mignone, cuando éste crea sus obras brasileñas eruditas,
por la fatalidad e inconsciencia con que crea.
Verificado este preliminar un poco apresuradamente, estudiamos los
pasajes de Charles Lalo. En “L’art et la Vie Sociale”, en el fragmento
señalado que es el párrafo 43, establece inicialmente la siguiente verdad:
“Creemos, es cierto, que uno de los hechos más generales de la evolución
estética es el pasaje de un género inferior hacia un nivel superior de arte
culto (grand art)". Esta observación inicial está, como puede verse, per­
fectamente de acuerdo con la duda que me asaltó con respecto a la desni­
velación de la m odinha. El hecho más general conocido es el ascenso de
nivel, y no que el artista erudito se asome a la manifestación inferior y
se inspire en ella.
En seguida Lalo advierte, sin embargo, que el “arte popular” está lejos
de ser algo puramente natural y asimilable a la espontaneidad ingenua.
La mayoría de las veces no es sino deformación y supervivencia de un
arte anterior, que fue aristocrático y erudito en el tiempo que vivió su
vida propia”.
Después de un párrafo que comenta en otra ocasión, Lalo vuelve a
afirmar esa desnivelación como ley general, y pretende probarla con ejem­
plos. Y aquí es donde comienzan la confusión terminológica y los equí­
vocos consecutivos. ¿Qué entenderá musicalmente por “forma” el ilustre
esteta?. . . Dice é l: “Cuando una forma popular es realmente estética a
los ojos de su público, se percibe muy frecuentemente ( le plus sou ven t)
siempre que podamos rastrear su origen, que lejos de ser una producción
local espontánea no pasa de ser la supervivencia de una forma de arte
erudita, caída en desuso en su medio originario”. Pues bien, ¿con qué
ejemplos va a probar de inmediato lo que afirma? Con ejemplos, no de
formas, sino de piezas. Más aún: con ejemplos no siempre probados, sino
presupuestos como tales por él. Habiendo hablado de “formas”, ahora
Lalo habla de canciones individualizadas, de “melodías”, de “arias”. Y
si no todas, debe reconocerse que “muchas de nuestras áreas más populares
provienen de antiguos estribillos de las óperas favoritas del siglo x v i i i ".
Eso le basta a Lalo para considerar, basándose en esas muchas que están
lejos de ser la totalidad, que también las canciones francesas más tradi­
cionales, como “L’Homme Armé” *, deben ser “todas” (es lo que se infiere
de su forma da argumentar) melodías eruditas que se popularizaron.
Y recuerda, por lo demás, la canción “Au Clair de la Lune” * que
según él es de L ulli. . . Podría citar, si quisiese, infinidad de otras; yo
también cité varias modinhas así, y podría llegar hasta el jazz-band populachero de nuestros días y la m archinha carioca. ¿Acaso Koch Grünberg
no fue a encontrar el himno nacional holandés entre los indios del extremo
norte amazónico?. . .
¿Pero qué tiene que ver eso con las “formas”? Forma, en música, es
un esquema sobre el cual se construyen las piezas individualizadas. ¡Lalo
va a probar la desnivelación de lo que llama “formas” y nos cita piezas!
Pero enseguida verifica que “Lulli, Chopin y otros, hicieron formas de
arte de dos danzas populares: el menuet y el vals”. Reconoce que la
suite sinfónica, de donde surgieron la sonata y la sinfonía, está formada
por varias danzas populares. Pero se pregunta de dónde venían estas “cos­
tumbres” regionales y repite casi textualmente el fragmento ya citado de
la “Esthétique”. Pero lo afirma sin dar un solo ejemplo musical de
forma. Cita a Spencer en una hipótesis y en dos ejemplos verdaderos
de muebles provincianos y motivos de decoración escandinavos. Cita tam­
bién cuentos y leyendas que sólo sirven para probar lo que ya dije sobre
las imposiciones “clasistas” de pagés y sobas. Cita a Gillet a propósito de
la imprenta de Epinal (¿pero puede considerarse a Epinal, desde un
punto de vista científico, como un hecho folklórico?) y a D’Ancona sobre
la poesía popular.
Da un solo ejemplo musical más, relativamente legítimo y que sólo
prueba la rareza del fenómeno en la música: los viejos “Noels” franceses.
Es lo mismo que, por lo demás, ocurre entre nosotros con las “Pastora­
les” (Ver el número de Cruzeiro de la Navidad de 1940), con los villan­
cicos portugueses, y la mayoría de los cantos de Navidad de todos los
pueblos europeos. Son piezas religiosas eruditas impuestas al pueblo por
la clase eclesiástica — piezas reconocidas como de autor, y que, como
piezas, casi nunca logran popularizarse folklóricamente. Como ocurre con
todo lo que es populachero pero no exactamente popular. No niego que
existan “Noels”, de todos los países, que se folklorizaron, pero son
más raros.
Y
así termina el párrafo de Charles Lalo al que nos remite el profesor
Roger Bastide. No creo descalificada mi afirmación por lo que dijo el
ilustre esteta francés, y volveré en el próximo artículo a dar mis pruebas
de ello.
Por lo demás, cualquier hipótesis posibilita siempre el surgimiento de
otra. Si Lalo considera que cada forma popular es probablemente una
forma erudita anterior que sobrevivió en el seno del pueblo, pero reconoce
que después los eruditos fueron a buscarla de nuevo en el seno del pue­
blo, ¿por qué no proseguir la cadena de hipótesis y no preguntarse si
aquella forma erudita popularizada no habrá sido, inicialmente, otra forma
popular que ascendió de nivel?. . . Hay una sola manera de terminar con
semejante cadena de hipótesis: basarse en pruebas reales. Eso es lo que
intentaré en el próximo artículo.
Diarios Associados, 28-1-1941.
LA DESNIVELACION DE LA MODINHA 100
Cuando d ije
que era un hecho “absolutamente infrecuente” el que la
modinha haya pasado del salón al pueblo, para terminar tomando en éste
las características tradicionales de la canción lírica brasileña, no tuve la
intención primordial de considerar la m odinha como valor folklórico. El
problema es mucho más delicado. De igual forma que el “Noel” y nuestro
pastoral, aunque con muchísima más necesidad y nacionalidad que éste,
la m odinha , especialmente la urbana, perseveró e incluso hasta conocemos
los autores de las más populares. La modinha jamás llegó a ser natural­
mente inculta y analfabeta, a tal punto es así que la canción lírica rural,
con los principales requisitos del material folklórico, es la tonada y no la
m odinha. Si bien es cierto que esta forma erudita que se popularizó llegó
a desnivelarse, no alcanzó nunca, sin embargo, aquellos caracteres de
formulario constructivo, de tradicionalización, de inconsciencia y anoni­
mato propios de la cosa folklórica.
Pese a ello, sigo considerando la desnivelación de la m odinha como
un hecho rarísimo en música. Si recorremos la evolución musical histó­
rica, a la única certeza definitiva a la que llegaremos es a esa verdad
general, reconocida preliminarmente por Lalo, que dice “que uno de los
hechos más generales de la evolución estética es el pasaje de un género
inferior a un nivel superior del arte culto”.
Sería hasta fastidioso enumerar los ejemplos históricos que lo demues­
tran. Pero recordaré algunos que me parecen especialmente decisivos y
capaces de reavivar la memoria del lector. Un primer y muy importante
ascenso de nivel es la demostración brindada por Machabey en la “Histoire et Evolution des Formules Musicales” (Payot, 1928) *, acerca de
la introducción de antiguas fórmulas melódicas de los bardos rapsodas en
la cantinela erudita de la liturgia cristiana. Ya en los albores e incluso
en el esplendor de la polifonía católica, veremos siempre, como proceso
* En francés en el original (N . del T .).
sistemático de creación, que los compositores toman una canción popular
como base de sus lucubraciones contrapuntísticas. El propio Lalo cita
ese hecho, tan sólo presumiendo y sin demostrarlo, que esas canciones
habían sido inicialmente creadas por compositores eruditos.
Este proceso que, como vemos, es inicial en la música artística del
cristianismo, terminará convirtiéndose, en el seno de la cultura musical,
en un tradicional principio sistemático. En el movimiento religioso de la
región de Umbría, en el movimiento luterano, en la catequesis amerindia
podemos reconocer la presencia de curas y artistas que recogieron melodías
del pueblo y le sustituyeron el texto profano por otro religioso, para lograr
así el desarrollo y el dominio de ese mismo pueblo.
Y
esta es una historia que no termina nunca. La siciliana es elevada
por Haendel al rango de área dramática. El w áh xr * se perfecciona en
manos de Haydn, Mozart, Beethoven y Chopin, quien además eleva al
piano virtuosístico la mazurka y la polonesa. Y ya ahora nos estamos ocu­
pando exactamente de formas, con sus esquemas constructivos específicos
y no sólo de melodías individualizadas.
Un ejemplo muy digno de ser estudiado es el de la evolución del
“lied” erudito. Schubert no aprovecha las melodías populares sino que
basándose en las formas y pequeñas fórmulas rítmico-melódicas alemanas,
inventa libremente. Pero todavía está muy cerca del pueblo y su “forma”
muchas veces es sencilla como la del pueblo. Sólo más tarde Schumann y
Brahms pueden proseguir esa elevación de nivel, dando un paso más
hacia la erudición, confiriéndole a la frase, individualmente considerada,
mayor elasticidad, sistematizando el acompañamiento de expresión libre­
mente artística, variando con mayor riqueza la forma donde ya muchas
veces resulta invisible la primaria fuente popular.
Lo mismo ocurrió durante la revuelta nacionalista de muchos países
contra el predominio de las escuelas italiana, alemana y francesa. El pri­
mer paso siempre consistió en que los compositores se sirviesen tanto de
“melodías” como de “formas”, melodías como el “Vem cá Vitú” **, y
“Tatú Marambá” ***, formas como samba y catereté * * * * . Sólo las gene­
raciones siguientes crearon con más libertad, sirviéndose principalmente
de fórmulas, de pequeños elementos rítmicos, melódicos, armónicos, poli­
fónicos, de timbre, a los que nacionalizaban, despojándolos del exceso
de populismo. La evolución que va de un Glinka a Prokofiev, pasando
por un Mussorgsky; la que va de un Albéniz a Hallfter, pasando por
Manuel de Falla; es la misma que, iniciándose con un Nepomuceno,
* Sic, en el original (N . del T .).
** Literalmente podría decirse “Ven aquí, Vitú” pero en este caso, como en las
dos notas que siguen, la traducción no aporta ninguna clarificación (N . d elT .).
*** Ver nota anterior.
**** El catereté es una danza rural cantada cuyo nombre es de origen tupí, pero
que, coreográficamente, se muestra mucho más influenciada por los procesos de dan­
za africana (N . del T .).
pasa por un Gallet y un Villa-Lobos hasta alcanzar a un Camargo
Guarnieri.
Todos estos son ejemplos que la historia corrobora, más allá de toda
hipótesis y toda conjetura y que, al no ser gratuitos, caen en aquella
verdad preliminar, sin mérito exactamente folklórico, según la cual todo
es imposición del 
Descargar