Guión de: La literatura hispanoamericana del siglo XX. 1. Breve apunte histórico. Página 344. 2. La poesía hispanoamericana del siglo XX: 2.1. El modernismo. Página 345. 2.1.1. Precursor: José Martí. Página 2 de la Antología. 2.1.2. Rubén Darío. Página 3 a 6 de la Antología. 2.1.3. Delmira Agustini. Página 6 de la Antología. 2.2. El vanguardismo. Página 345 a 347. 2.2.1. Vicente Huidobro. 2.2.2. César Vallejo. Página 7 de la Antología y 354 del libro de texto. 2.2.3. Pablo Neruda. Página 7 y 8 de la Antología y 356 del libro de texto. 2.3. Otros autores. Página 347 y 348. 2.3.1. Nicolás Guillén. Página 8 y 9 de la Antología. 3. La narrativa hispanoamericana del siglo XX: 3.1. Realismo mágico. Página 350. 3.1.1. Alejo Carpentier. Página 10 de la Antología. 3.2. El boom latinoamericano: 3.2.1. Jorge Luis Borges. Página 349 y 358 del libro de texto. 3.2.2. Juan Rulfo. Página 350 del libro de texto. 3.2.3. Julio Cortázar. Página 10 y 11 de la Antología. 3.2.4. Gabriel García Márquez: Página 351 y 360-361. ·Crónica de una muerte anunciada. 1 Antología de textos hispanoamericanos José Martí (1853-1895) VII-PARA ARAGÓN EN ESPAÑA... Para Aragón, en España, Tengo yo en mi corazón Un lugar todo Aragón, Franco, fiero, fiel, sin saña. Si quiere un tonto saber Por qué lo tengo, le digo Que allí tuve un buen amigo, Que allí quise a una mujer. Allá, en la vega florida, La de la heroica defensa, Por mantener lo que piensa Juega la gente la vida. Y si un alcalde lo aprieta O lo enoja un rey cazurro, calza la manta el baturro Y muere con su escopeta. Quiero a la tierra amarilla Que baña el Ebro lodoso: Quiero el pilar azuloso De Lanuza y de Padilla. Estimo a quien de un revés Echa por tierra a un tirano: Lo estimo, si es un cubano; Lo estimo, si aragonés. 2 Amo a los patios sombríos Con escaleras bordadas; Amo las naves calladas y los conventos vacíos. Amo la tierra florida, Musulmana o española, Donde rompió su corola La poca flor de mi vida. Rubén Darío (1867-1916) PARA UNA CUBANA Poesía dulce y mística busca a la blanca cubana que se asomó a la ventana como una visión artística. Misteriosa y cabalística, puede dar celos a Diana, con su faz de porcelana de una blancura eucarística. Llena de un prestigio asiático, roja, en el rostro enigmático, su boca púrpura finge, y al sonreírse vi en ella el resplandor de una estrella que fuese alma de una esfinge. 3 CANCIÓN DE OTOÑO EN PRIMAVERA ¡Juventud, divino tesoro, ya te vas para no volver! Cuando quiero llorar, no lloro, y a veces lloro sin querer… Plural ha sido la celeste historia de mi corazón. Era una dulce niña en este mundo de duelo y aflicción. Miraba como el alba pura, sonreía como una flor. Era su cabellera oscura, hecha de noche y de dolor. Yo era tímido como un niño; ella, naturalmente, fue para mi amor hecho de armiño, Herodías y Salome... ¡Juventud, divino tesoro ya te vas para no volver! Cuando quiero llorar, no lloro, y a veces lloro sin querer, La otra fue más sensitiva, y más consoladora y más halagadora y expresiva, cual no pensé encontrar jamás. Pues a su continua ternura una pasión violenta unía. En un peplo de gasa pura una bacante se envolvía... En sus brazos tomó mi ensueño 4 y lo arrulló como a un bebé... Y le mató, triste y pequeño, falto de luz, falto de fe... ¡Juventud divino tesoro, te fuiste para no volver! Cuando quiero llorar, no lloro, y a veces lloro sin querer... Otra juzgó que era mi boca el estuche de su pasión; y que me roería, loca, con sus dientes el corazón; poniendo en un amor de exceso la mira de su voluntad, mientras eran abrazo y beso síntesis de la eternidad; y de nuestra carne ligera imaginar siempre un Edén, sin pensar que la Primavera y la carne acaban también... ¡Juventud, divino tesoro, ya te vas para no volver! Cuando quiero llorar, no lloro, y a veces lloro sin querer... ¡Y las demás! En tantos climas, en tantas tierras, siempre son, si no pretextos de mis rimas, fantasmas de mi corazón. En vano busqué a la princesa que estaba triste de esperar. La vida es dura. Amarga y pesa. ¡Ya no hay princesa que cantar! 5 Mas, a pesar del tiempo terco, mi sed de amor no tiene fin; con el cabello gris me acerco a los rosales del jardín... ¡Juventud, divino tesoro, ya te vas para no volver! Cuando quiero llorar, no lloro, y a veces lloro sin querer... ¡Mas es mía el Alba de oro! Delmira Agustini (1886-1914) HACIA LA PRIMAVERA Sobre el mar que los cielos del ensueño retrata alza mi torre azul su capitel de plata que Eolo pulsa rara, dulcemente... Suspira al pie la vaga ola su vaga serenata. Y yo sueño en los cantos que duermen en mi lira, cuando un ave vibrante, de plumaje escarlata, en la ventana abierta se detiene y me mira: -¿Qué haces? -dice. -¡Allá abajo, es primavera...! ¡Inspira ansia de sol, de rosas, de caricias, de vida, la mágica palabra! Vuela el ave encendida. Yo bajo, desamarro mi yate marfileño..., y corto mares hacia alegre primavera. A mi espalda, en las olas, solitaria y austera mi torre azul se yergue como un largo «Ave Ensueño»… 6 César Vallejo (1892-1938) LOS HERALDOS NEGROS Hay golpes en la vida, tan fuertes... Yo no sé. Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, la resaca de todo lo sufrido se empozara en el alma... Yo no sé. Son pocos; pero son... Abren zanjas oscuras en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte. Serán tal vez los potros de bárbaros atilas; o los heraldos negros que nos manda la Muerte. Son las caídas hondas de los Cristos del alma, de alguna fe adorable que el Destino blasfema. Esos golpes sangrientos son las crepitaciones de algún pan que en la puerta del horno se nos quema. Y el hombre... Pobre... pobre! Vuelve los ojos, como cuando por sobre el hombro nos llama una palmada; vuelve los ojos locos, y todo lo vivido se empoza, como un charco de culpa, en la mirada. Hay golpes en la vida, tan fuertes ... Yo no sé! Pablo Neruda (1904-1973) ARAUCARIA Todo el invierno, toda la batalla, todos los nidos del mojado hierro, en tu firmeza atravesada de aire, en tu ciudad silvestre se levantan. La cárcel renegada de las piedras, 7 los hilos sumergidos de la espina, hacen de tu alambrada cabellera un pabellón de sombras minerales. Llanto erizado, eternidad del agua, monte de escamas, rayo de herraduras, tu atormentada casa se construye con pétalos de pura geología. El alto invierno besa tu armadura y te cubre de labios destruidos: la primavera de violento aroma rompe su sed en tu implacable estatua: y el grave otoño espera inútilmente derramar oro en tu estatura verde. Nicolás Guillén (1902-1989) LA MURALLA Para hacer esta muralla, tráiganme todas las manos: los negros, sus manos negras, los blancos, sus blancas manos. Ay, una muralla que vaya desde la playa hasta el monte, desde el monte hasta la playa, bien, allá sobre el horizonte. —¡Tun, tun! —¿Quién es? —Una rosa y un clavel… —¡Abre la muralla! —¡Tun, tun! 8 —¿Quién es? —El sable del coronel… —¡Cierra la muralla! —¡Tun, tun! —¿Quién es? —La paloma y el laurel… —¡Abre la muralla! —¡Tun, tun! —¿Quién es? —El alacrán y el ciempiés… —¡Cierra la muralla! Al corazón del amigo, abre la muralla; al veneno y al puñal, cierra la muralla; al mirto y la hierbabuena, abre la muralla; al diente de la serpiente, cierra la muralla; al ruiseñor en la flor, abre la muralla… Alcemos una muralla juntando todas las manos: los negros, sus manos negras, los blancos, sus blancas manos. Una muralla que vaya desde la playa hasta el monte, desde el monte hasta la playa, bien, allá sobre el horizonte… 9 Alejo Carpentier (1904-1980) PRÓLOGO DE EL REINO DE ESTE MUNDO ...A cada paso hallaba lo real maravilloso. Pero pensaba, además, que esa presencia y vigencia de lo real maravilloso no era privilegio único de Haití, sino patrimonio de la América entera, donde todavía no se ha terminado de establecer, por ejemplo, un recuento de cosmogonías. Lo real maravilloso se encuentra a cada paso en las vidas de hombres que inscribieron fechas en la historia del Continente y dejaron apellidos aún llevados: desde los buscadores de la Fuente de la Eterna Juventud, de la áurea ciudad de Manoa, hasta ciertos rebeldes de la primera hora o ciertos héroes modernos de nuestras guerras de independencia de tan mitológica traza como la coronela Juana de Azurduy. Siempre me ha parecido significativo el hecho de que, en 1780, unos cuerdos españoles, salidos de Angostura, se lanzaran todavía a la busca de El Dorado, y que, en días de la Revolución Francesa —¡vivan la Razón y el Ser Supremo!—, el compostelano Francisco Menéndez anduviera por tierras de Patagonia buscando la Ciudad Encantada de los Césares… Julio Cortázar (1914-1984) CONTINUIDAD DE LOS PARQUES Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el 10 amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer. Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela. 11