1 Hace algunas semanas compré un cuaderno. En realidad el tipo me asaltó (insoportable vendedor ambulante, comprame, comprame, comprame...) y acepté para que me dejara en paz. Esto fue en las inmediaciones de Plaza Miserere, pero no logro recordar que hacía por ahí. Era un cuaderno cómodo para llevar en la mochila, así que me propuse usarlo para sistematizar mi afición a la literatura: dejar de escribir en servilletas, juntar hojas sueltas y misteriosos papeles que con el tiempo desaparecen. “Bueno, desde ahora voy a escribir acá y voy a ordenar y corregir todo...” Hacía calor. El verano se me pegaba a la ropa, derretía el asfalto y se aferraba a los techos. Otra jornada laboral llegaba a su fin y todo el mundo emprendía el retorno al “Hogar Dulce Hogar”. Cansados, sudando, frustrados. Bolsitos viejos y Diario Crónica bajo el brazo. Ganado proletario que ahoga sus sueños en vino barato, panzas que crecen, pelo que cae, nervios que se quiebran. Apurados por cenar y filtrar los ratos muertos, desechar cualquier atisbo de sufrimiento, con una buena dosis de amarillismo televisivo. Barrio del Once. Caminé con la extraña sensación de que si me volvía hacia atrás me convertiría en estatua de sal. Una bolsa blanca de supermercado flotaba en el aire en una especie de danza, mágica. La seguí, volé con ella entre neones y cornisas despintadas. Deformidad Americana. Taxis, colectivos, motos, gente, humo y bocinazos, la urbe interpretando su horrísona sinfonía. Allegro, ma non tanto... Una vez en casa agarré el cuaderno: “Bueno...a escribir...” Lo abrí y ahí estaba la primer hoja en blanco. La arranqué. Hice un bollo, metí el cuaderno en un cajón y no lo volví a sacar hasta ahora. Y escribo: El miedo a la página en blanco en realidad no existe. No es miedo. Es una sensación extraña. Uno debe darle forma concreta a sus ideas y esa tarea lleva tiempo. Algunos escritores siguen ciertos rituales, como salir a caminar, fumar determinada marca de cigarrillos, escuchar música. Una vez leí que Voltaire, por ejemplo, solía escribir apoyando las cuartillas sobre la espalda de su amante. No creo en la posibilidad de encontrar una chica que se preste a semejante menester, por lo tanto, salgo a caminar, fumo Philips Morris y escucho música. Pero no da mucho resultado. La mejor forma de empezar a escribir es sentarse y hacerlo. Y pensar... Aunque a veces, como Bartleby, preferiría no hacerlo. Y me siento como Fitzcarraldo, arrastrando un barco grande y pesado, sobre una montaña, para llegar de un río bravo a otro más caudaloso y turbulento, por un fin egoísta que no logro comprender del todo. ¿Pensar es placentero? – Necesitamos pensar para vivir – me responderá algún filósofo de esos que abundan por la blogosfera y los bares de la calle Corrientes. Si, lo entiendo, nuestros antepasados nos han legado complejos sistemas de pensamiento, sin los cuales no podría estar escribiendo estas líneas, parafraseando a algún alemán trasnochado. Y no logro responderme. Pensar es un acto que acarrea ciertos riesgos. Toda nueva idea nos abre la puerta a un universo de posibilidades, cada vez más oscuro, cada vez, más espantoso. El sentido de la vida es lúdico. Se mezcla y se vuelve a tirar. ¿Dios sigue jugando a los dados con el universo? Todo puede pasar. Las posibilidades son infinitas, según una lógica azarosa, aunque el azar no puede hacer gala de ser una cuestión muy lógica y, salvo en contadas ocasiones, la vida tampoco. Es un viaje de eternos retornos como cintas de Moebius hacia la luz de una Supernova de la que siempre fuimos parte. Alardeando sobre mi ignorancia tomo Descartes de filosofía barata y concluyo: “Pienso, luego...tengo ganas de existir por siempre”. Bien, ya es tarde: Existo. Como individuo y como parte del todo que es el caos. Soy finito en tiempo y espacio, aunque estos sólo son una ilusión creada por los hombres para entenderse mejor. Sistemas de pensamiento. Respuestas estúpidas a preguntas complejas. Y el miedo todopoderoso. Miedo a la soledad. Miedo a la locura. “Que el miedo a la locura no nos obligue a bajar las banderas de la imaginación... (Que boludez)” me escribió una chica, en una postal que me regaló cuando nos dimos un beso. Y el amor era su mejor vestido. Sólo el amor puede sostener este trámite de existir y el arte salva por amor al arte. El arte es la descarga necesaria de tensiones y sentimientos puros. Una manera directa y más personal de comunicarnos. ¡Brindo por las cosas bellas! ¡Brindo por ella! Algunas veces me tomo la libertad de ser indulgente con mis caprichos y aquí me encuentro a la espera de un clic, un golpe de inspiración que me produzca un derroche de creatividad, para que esta catarata de palabras no sea una pérdida de tiempo. Es tarde en la noche. Alegría y enigma de una hora extraña. La misteriosa Buenos Aires aparece lentamente. Escribo a estas horas mientras en la Chacarita desentierran a un recién llegado para robarle y revender el pijama de madera a alguna funeraria inescrupulosa. Mientras un travesti menea el culo frente al recolector de basura en el bosque de Palermo. A esta hora entre tanto duerme tu ciudad, la otra sigue la parranda, famélica, dura, desnuda. Dejando pasar el tiempo. Cuando el vecino de la planta baja no quiere seguir más, no puede soportarlo y abre las llaves del gas. El sabe que el amor es la respuesta, pero nadie se atrevió a formular una pregunta. Olor a gas y se va durmiendo tranquilo. Nunca tuvo un momento Kodak. Olor a gas y chau insomnio. Nunca tuvo un motivo real para brindar con sidra Real. Olor a gas. Nunca tuvo tanto blues. En Constitución las putas están cansadas y se quieren ir a sus casas o desvirgar a algún adolescente cumpleañero. Mujeres al borde del ataque de nervios. Los pibes aspiran poxirrán y duermen en la estación. Cuando en los barrios del sur se corta la luz. A estas horas en que el “Chico de la Tapa” está dando un paseo en procura de unos gramos de merca gratis. Y el viejo de al lado sigue yirando con el taxi y sueña ganar el Telekino. Mientras vos seguís leyendo. A estas horas en un país de medio oriente se están desayunando unos SCUD sazonados de omnipotencia yanki, mientras en Retiro acuchillan a un peruano de Villa 31, para sacarle diez pesos en una escena de ultraviolencia, a lo Stanley Kubrick. Mientras vos y yo, jugamos a ser emisor - receptor. Según Wilde, “Vicio y virtud son para el artista materiales de arte”. Llamemos una idea, prendamos un cigarillo. Mientras fumo, forma el humo tu figura... Ya tengo un tic: Hablo del pucho. Andaría por los dieciséis, estaba en La Academia, en la mesa de la ventana, una tarde en que los neones se fundían sobre Callao y esta se veía densa y medio verde. Recuerdo que leía a Kerouac “On the Road”. Me lo había prestado un amigo, quien a esa altura estaba cansado de los beatniks. Ahí me encontré por primera vez solo. Con todo mi futuro por delante. En la mitad de aquel libro plagado de viajes. En la mitad de mi primer viaje. En el camino sinuoso que es la adolescencia. Andaba por lugares extraños organizando ese tour como un Stalker de mis recuerdos, cuando apareció una mujer. Sublime. Perfecta, como todas las hembras lindas que no conocemos y amamos por segundos al cruzarlas por la calle. Se sentó en la mesa de enfrente y llamó a la moza. Yo no podía dejar de mirarla. Levantó la vista y chocamos en el aire en el punto de inflexión de todos los amores gastados. Me puse nervioso, traté de seguir leyendo, de mirar a otro lado. Era imposible. Era imposible dejar de mirarla y era imposible que se fijara en mí. Estaba yo en plena tarea de patética seducción, cuando se puso de pié y se me acercó bailando, como ausente. Se paró ahí. Orgullosa. Coqueta y como la mejor de todas las santas putas de la madre naturaleza. Ya estaba sintiendo sus labios contra los míos, esos labios carnosos. La amé y la violé cientos de veces en la eternidad de ese instante. “¿Tenés un pucho?” me disparó con una voz aguda y llena de muerte cual trompeta del Apocalipsis. Y el final estaba cerca. “No... no fumo te... te lo debo...”. Hizo una mueca de resignación, chistó, soltó un desganado “Gracias” y volvió rápidamente a su lugar olvidando todo. Dejando atrás el amor que se disolvió en el ambiente dejándome completamente solo. Después la vi prostituyendo su sonrisa por la mesa de un pobre diablo que fumaba Parissienes y no supo de lo nuestro. Cuando salí de La Academia, caminé por Corrientes, paré en un kiosko y compré mi primer paquete de Philips Morris. Ahora, el pucho es el único compañero con el que no discuto. Pero estoy planeando dejarlo. Hay que saber decir basta a su debido tiempo (en todos los órdenes). Mientras recordaba todo esto fui al baño, pité por última vez y distraídamente, tiré la colilla por la ventana. Yo era el único que estaba despierto a estas horas. La explosión despertó a todo el barrio. Por un capricho mío o de ese ser que me dicta esta historia, la colilla llegó a la planta baja. El vecino que no quería seguir, no siguió. Y no fumaba. Hoy en esta tarde de delicioso sol de otoño me cagaría. Me cagaría encima de los que tocan bocina Aunque el semáforo esté en rojo y el bocinazo insoportable no les cambia la vida. Me re cagaría en los que no respetan la senda peatonal cuando cruza un vapuleado peatón porque piensan que es solo un caminante de porquería. Sí sí … me cagaría. En una esquina. En una esquina de microcentro me cagaría. Sí sí tapando de mierda a los acartonados oficinistas. ¡Cómo me cagaría! En ese universo celular me cagaría. En ese mundo de horarios estrictos y en el viernes casual day me cagaría. Me cagaría un soretón bien cagado. Un soruyo sonriente. Un sorongo mal hablado. Un bidón de colitis me cagaría. Los chorrearía, los chorretearía. Los transformaría En un lienzo de Pollock con manchas de mierda expresionistas. Les mancharía los uniformes impecables con animal print de cacona chocolate a los policías. A los presidentes en la cara Como nos cagan todos los días. Sea quien fuera el de turno. Abriría bien el ojete En un despliegue insospechado y una danza de mierda putrefacta los taparía. Les taparía la boca y no hablarían en esos discursos ensayados que escupen más mierda que mi pobre culo de ciudadano desolado sin derechos respetados. Orto de clase media. Ojete vapuleado. Al mundo cagaría como si fuera un gran inodoro de diseño colgado en algún museo de primer mundo como performance premiada en un bello multiespacio. Me cagaría. Te cagaría. Los cagaría. NOS CAGARÍAMOS La noche se abre en el este. Un abanderado lleva nuestro emblema y también nuestros pasos. Rápido, más rápido, dice furioso. Cruzamos campos, lagos, ríos. El alimento no es lo que escasea, eso tenemos de sobra en los bolsones que cargamos en los lomos de las mulas y caballos. Lo que nos falta es dirección. Desde el aire pueden vernos como una serpiente. Llevamos una semana perdidos, sin cruzar poblaciones ni animales. ¡Ah, el paisaje es desolado!, dice siempre por la noche nuestro abanderado. Y sin embargo es bello. En la noche nos sentamos todos en una ronda junto al fuego que improvisamos. ¡Ah, no es lindo vernos las caras todo el tiempo!, dice el abanderado. ¡Pero tenemos que encontrar la dirección!, cantamos. Y el abanderado repite: ¡Ah, no es lindo vernos las caras todo el tiempo! Y cantamos: ¡Pero tenemos que encontrar la dirección! ¡Ah, qué desolado este paisaje!, dice el abanderado. ¡Pero que bello, señor!, cantamos. Mañana sale la caravana. Un poco de hoy y otro poco de mañana. La muerte no nos para. Queremos a nuestro abanderado. Lo respetamos aunque haya perdido la dirección. El objetivo sigue intacto y creemos en él. El abanderado pregunta: ¿Qué tememos?. No tememos, le respondemos. El abanderado tiene la bandera pero no tiene la dirección. Se dirige por instinto, olfateando el buen olor. Nosotros tampoco tenemos la dirección. Al salir era todo más claro, en el campo se dispersó. La naturaleza nos encanta. No podemos dejarla atrás. Siempre está. El abanderado decía que atravesaríamos campos, ríos, lagos, valles sin sucumbir a nada. Y no podemos. El higo que comemos de la planta es dulce. Los lagos son suaves. Bañarnos desnudos en aguas cristalinas es una comodidad. Tomar agua de un manantial brillante nos encanta. Todo eso nos detiene. Así perdimos la dirección. Algunos del grupo tienen la fantasía de encontrar oro. Y les cuesta seguir. Se imaginan ricos, con una mujer hermosa y hermosos niños. Una casa de madera y animales pastando su tierra. El abanderado no puede detener estas fantasías. Él las tiene también. La desolación geográfica le da ideas de fundación. En la hoguera dijo que no podía ser tarea difícil armar una pequeña comunidad. Son sueños. Porque perder la dirección nos angustia. Pero poco a poco cambiamos.