Accésit Título : « El Regreso » Autor : Dª. Mª Ángeles Soriano Hace

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Accésit
Título : « El Regreso »
Autor : Dª. Mª Ángeles Soriano
Hace unos meses volví a mi pequeño pueblo, después de haber
estado ausente cuarenta años. ¡Cuánta emoción sentí al pisar la
tierra en que nací!. A la vez, todo mi ser se llenó de gran confusión,
porque lo que veían mis ojos no tenía casi nada que ver con los
recuerdos acumulados y guardados como tesoros en mi alma.
Fui pisando el asfalto de una calle que antes era de tierra seca
o convertida en peligroso barrizal cuando llovía, no reconocí las
casas correspondientes a ella porque todos los edificios habían sido
remodelados. Aquella barbería que al pasar despedía un olor
peculiar, no existía, en su lugar un video-club es lo que anunciaba
el rótulo sobre la puerta. La carnicería se había convertido en un
moderno supermercado.
No me crucé con ninguna viejecita perennemente enlutada, de
cara arrugada y moño blanco, encorvada y enjuta, sólo percibí
señoras bien arregladas, cuidadas, con el pelo teñido de colores
luminosos y modernos.
A los chicos los encontré muy altos y fuertes. Había gran
bullicio en la amplia avenida provocado por los coches que
circulaban en doble sentido. Al fijarme en sus ocupantes me llamó
la atención ver gratamente que muchos de ellos iban conducidos
por mujeres jóvenes y no tan jóvenes, pues cuando marché, además
de no haber apenas vehículos, era inimaginable que los pudiesen
manejar las mujeres.
Nadie se fijaba en mi, no les llamaba la atención ver a una
desconocida mirándolo todo con gran interés. Mis pensamientos
volvieron al pasado para recordar la llegada de algún extraño y las
miradas de los transeúntes posándose en el nuevo personaje con
exagerada curiosidad, surgiendo todo tipo de comentarios, hipótesis
o acertijos. Las preguntas quedaban en el aire o en las miradas. Con
todos estos componentes se formaban los datos sobre el intruso,
que luego cualquier listo los lanzaba, rodando de boca en boca sin
acertar casi nunca sobre la verdadera personalidad del forastero.
Pero así pasaba y era comprensible porque se trataba de la
distracción más divertida para mi gente.
Seguí mi camino por las calles que pronto me llevaron a la
pinada. Más adentro localicé el viejo árbol sucumbido por un rayo
en una noche de tormenta, aunque sólo quedaba el tronco seco,
desgastado, pulido seguramente por el deslizar de los niños que lo
usarían como tobogán surgido de la tierra.
Al salir de ese bosque frondoso me topé con el lavadero
municipal. Nadie debía lavar en él, estaba reparado, conservado
como pieza de museo y documento de los viejos tiempos. Sus
paredes abrazarían a todas las mujeres que día a día, invierno o
verano, pasaban muchas horas arrodilladas, con las manos
sumergidas en el agua fría, que corría llevándose la espuma blanca
del jabón casero, hasta vomitarla en la balsa de paredes verdes por
el musgo, habitada por ranas y sapos cuyo croar, en las noches de
verano, ponía una nota pintoresca, al igual que el canto chirriante
de la cigarra.
Sí, en mi mente seguían grabados los rostros de tantas mujeres
que perdieron la salud en este lugar ya histórico, de esas niñas
ateridas de frío, precozmente lavando, con las manos hinchadas por
los sabañones ulcerados; ancianas reumáticas, con las manos
deformadas por la artrosis, y sin poder apenas caminar... la
necesidad para subsistir las hacía aguantar sin desesperarse.
Pero al fin también, en este rincón de España se pudo acceder
al estudio, sin ser solamente un privilegio de los potentados o de
los padres que con muchísimo sacrificio empujaban a sus hijos
hacia el saber, al percibir que la manera de mejorar sus vidas era
aprendiendo, la ignorancia ya la sufrieron ellos, y la pagaron con
creces.
Al marchar a otro país sentí un gran desgarro, sólo tenía
dieciséis años y sabía que no podría volver en mucho tiempo. Esta
lejanía dio paso a una gran añoranza que desembocó en continua
nostalgia.
Cuando llegaba la Navidad, acudían a mí con más fuerza
imágenes de esos días tan especiales vividos en mi pueblo,
idealizados por la distancia.
Las tardes de vacaciones eran muy amenas porque venían
nuestros amigos, y sentados alrededor de la chimenea
escuchábamos las aventuras apasionantes del capitán Nemo que mi
padre nos relataba, o quedábamos mirando fascinados los trucos
que sus manos ágiles creaban.
Por la noche acudían a casa los amigos de mis padres
derrochando risa y alegría, entonces ponían en acción la gramola,
aquel aparato mágico que al darle vueltas con una manivela sonaba
la música que guardaba, misteriosamente, el disco de cerámica que
daba vueltas ordenado por una aguja inmóvil, posada en sus surcos
pequeñísimos. El sonido no era nítido, pero no les impedía bailar:
tangos, boleros, foxtrois, etc... las melodías y ritmos que estaban de
moda.
Mi hermano y yo, despertados por el bullicio coincidíamos en
la escalera cuidando de no ser vistos, hasta que el frío o el sueño
nos llevaba de nuevo a la cama, pero nunca nos perdíamos este
espectáculo porque nos producía verdadera risa ver las payasadas
que hacían los mayores.
Otra fecha que me llenaba de gratos recuerdos era la Pascua.
Yo tenía un gran alijo de sensaciones grabadas en mi ser. Sonreí
evocando al sacerdote de mi pueblo que cubría a los santos de la
iglesia con lienzos morados, en señal de luto, durante la Semana
Santa. Eran días muy tristes. Los bares y comercios se cerraban
temprano y por la tarde, la gente concurría a la iglesia a escuchar el
sermón. Siempre me impresionaba el tono enérgico del orador
acusándonos de míseros pecadores, para mí era angustioso porque
pensaba que me condenaría eternamente y sólo ansiaba
confesarme, aunque no encontraba mis graves faltas por mucho que
me esforzase, me sentía arrepentida, sin embargo me faltaban
pecados, todo un caos mental incapaz de resolver en esa edad
temprana.
Después de una semana lactosa y triste, resucitaba el Señor,
anunciando por el repique de las campanas. Por fin volvíamos a la
vida normal, a expresar alegría, a reír sin remordimientos. Por la
tarde padres e hijos íbamos de excursión al campo con la merienda
en un capazo. Uno de los clásicos lugares donde acudía casi todo el
pueblo se llamaba La Fuente Loca, situada a los pies de una
pequeña montaña colmada de pinos, el nombre definía puesto que
su único caño dejaba de manar de vez en cuando; es cierto que
podía comportarse como una niña caprichosa, pues para muchos, su
agua era medicinal y hasta milagrosa...
La montaña por unas horas estaba acompañada. Rompíamos su
silencio con nuestros gritos y risas. Abrazábamos los pinos jugando
al escondite, alborotando a los pájaros que ocultaban sus nidos
entre sus ramas espesas, y la fuente se sentiría muy orgullosa al
verse tan solicitada.
Los días eran aún algo frescos pero ya más largos. Muchos
almendros mostraban su fruto pequeño y verde, al igual que las
viñas y los olivos. La alegría estallaba por todas partes, la
percibíamos en el fluir de nuestra sangre. Caminábamos hacia el
estío, hacia la calle... porque era nuestro escenario favorito, en ella
se hacía la tertulia ya fuese improvisada o proyectada.
Por la tarde las mujeres salían a la puerta de sus casas con su
labor de costura o el cojín de bolillos que repiqueteaban
velozmente, movidos por manos diestras capaces de crear puntillas
preciosas. La noche reunía a muchas familias que cenaban en mitad
de la vía pública, y unidas a los vecinos compartían palabras y
alimentos. Así gozaban de la brisa fresca que venía de las montañas
y paliaba el bochorno del día.
Seguí paseando por las amplias aceras adornadas con palmeras
o árboles frutales y flores alrededor de los troncos. Buscaba con la
mirada dos tiendas de ultramarinos en donde se podía encontrar de
todo. También a estos originales bazares los engulló el tiempo, en
su lugar edificaron cafeterías y variadas tiendas.
Mis pasos me llevaron a la calle donde nací y viví. Frente a
casa, en aquellos tiempos, se hallaba la taberna de Julia la Porrona,
era un edificio arcaico que al entrar percibías un olor a humedad y
a trastos viejos. Su dueña era una mujer atípica en nuestra pequeña
comunidad, al coexistir separada de su marido, porque no cabía en
las sencillas mentes de mis conciudadanos que alguien pudiese
salirse de los rieles establecidos, era algo impensable en los años
cincuenta, tan lejanos a ley del divorcio.
Debió ser muy valiente al hacer algo prohibido, criticado y
rechazado, porque el matrimonio era una opción muy seria y para
toda la vida. A la mujer se le exigía ser paciente, aguantar,
olvidarse de sí misma. Por mal que le fuese nunca abandonaría el
hogar, la idea contraria era casi imposible, sin embargo al hombre
todo se le perdonaba: las llegadas cargado de alcohol, la falta de
trabajo por desgana, la adicción al juego, el tener amantes, los
malos tratos, tanto físicos como psíquicos, además disponía de
poder que a veces degeneraba en tiranía. Vivíamos en una sociedad
machista que incluía a la propia mujer, por eso recibíamos
mensajes de esa índole desde niñas: en casa, en el colegio, en las
homilías de la misa, incluyendo los consejos de madres y abuelas.
Julia, por lo que fuere no pudo soportar a su marido, y
seguramente, sin pensárselo demasiado alquiló una vieja casa, en
cuya entrada montó una destartalada taberna, llevándose a tres de
sus cinco hijos. Era analfabeta y no disponía de recursos
económicos, toda una proeza. Abría muy pronto su establecimiento
para que los tres borrachines del pueblo desayunasen con el primer
trago de vino o de aguardiente, antes de ir a trabajar.
Su hija Carmencita era mi amiga, pasábamos muchos ratos
juntas jugando a los cromos, a la pelota o simplemente charlando;
iba poco a la escuela por lo que apenas sabía leer y escribir.
Recuerdo el día en que Julia le propinó una espectacular paliza. Era
verano y a la hora de la siesta escuchamos gritos y llantos que
rompieron nuestro reposo y el silencio absoluto de esos momentos.
Mis padres corrieron hacia la casa, y yo tras ellos, pronto estuvimos
ante madre e hija. Mi padre detuvo con sus palabras la mano fuerte
de Julia que tenía presa una vieja zapatilla, el arma más popular
entre las madres sulfuradas por los hijos. Poco a poco Julia se fue
calmando al escuchar las recomendaciones y reflexiones de mis
padres, soltando a la vez, la alpargata y a su atemorizada hija. Julia
seguía roja de ira y las palabras le salían confusas, luego sus ojos
empezaron a derramar lágrimas. ¿Qué falta tan grave había
cometido mi amiga? Eso nos preguntábamos, al fin pudimos
enterarnos del motivo que provocó esta desdicha: Carmencita se
había comido todas las manzanas que guardaba su madre como
postre para toda la semana. Pensé que el hambre que debió sentir
mi amiga, pues demasiado bien conocía la reacción que provocaría
a su madre el percibir la merma de la fruta, porque en cuestiones de
comida no tenía magnanimidad. Esta reacción tan desorbitada se
producía en muchos hogares porque el hambre era el común
denominador de casi todos. Hacía poco tiempo que dejamos la
cartilla de racionamiento, la cual era insuficiente para pasar el mes,
pero paliaba la enorme escasez de alimentos básicos.
También la casa de Julia la Porrona había desaparecido, al
igual que el hambre, la penuria, las privaciones de todo tipo.
Sabia que Julia había fallecido, no en su vieja taberna, sino en
la casa que al fin pudo comprar con los ahorros de todas su vida.
Con estos recuerdos seguí deambulando por las calles, algo
extrañas ya para mí. Me parecía mentira estar pisando la tierra que
me vio nacer, respirar su aire, que como olas alborotadas me atraía
evocaciones sin cesar de tiempos felices y casi perfectos por el
tamiz que depura la separación.
Vi a lo lejos a una mujer, hubiese jurado que era Julieta la del
Manco, otra de mis amigas. Al ir acercándome me di cuenta de mi
error, se trataba de una joven que no rebasaría los treinta años, ¡no
sé cómo me confundí! porque sabía que mi amiga no habitaba en
el pueblo, al igual que Carmencita, se había instalado cerca de los
suyos, buscando sin duda, el amparo y cariño de su hija y nietos,
lejos de sus raíces.
Como he dicho, Julieta estaba muy presente en los recuerdos
afectivos que me siguieron. Ahora mismo puedo evocar su risa,
¡tenía tanta facilidad!... todo le hacía gracia, y lo bueno de su
alegría es que la contagiaba. Su nombre explicativo: Julieta la del
Manco le venía de su padre, llamado Julio el Manco, por haber
perdido el brazo izquierdo durante la guerra civil. Como le pasaba a
Carmencita, Julieta no iba con regularidad a la escuela,
convirtiéndose en una analfabeta más.
En casa, mi madre siempre había tenido ayuda doméstica,
entonces equivalía a disponer de criada, o sea una mujer que
desempeñaba los trabajos más duros y desagradables. A veces eran
personas mayores, otras jóvenes como lo fue Julieta, pues sólo
tendría dieciséis años. Estaba muy enamorada de un joven, diez
años mayor que ella, que por su carácter retraído nunca había
tenido novia, y poco a poco se fue encariñando de Julieta hasta
convertirse en su Romeo enamorado. Pronto surgió una inesperada
separación, pues se estaba librando de realizar el servicio militar
por ser miope, pero en el último año de revisión, cayó con un
médico que no advirtió ningún impedimento para ser soldadito...
podía prestar servicio como auxiliar administrativo al saber leer y
escribir correctamente, además de conocer las cuatro reglas de
aritmética. Con mucho pesar, tuvo que obedecer y marchar a
Melilla.
¡Imaginaros la reacción de Julieta recién estrenado el novio!,
porque cuando le surgía una pena su dolor era intenso como su
alegría, su excesivo carácter no tenía término medio por lo que no
podía admitir esta separación inesperada y brutal a los cuatro días
de ser novios formales.
Entonces el servicio militar duraba más de dos años, y estando
tan lejos pasarían meses sin verse, ¡con lo que le costó
conquistarlo!... pues era de los jóvenes poco enamoradizos, un
carácter tranquilo, opuesto completamente al de Julieta, que con
mirarla se percibía su naturaleza apasionada, algo primitiva. Mi
amiga cayó en una profunda tristeza. Yo no sabía que decirle para
que tomara esa separación con paciencia, pero no me escuchaba, y
su único consuelo consistía en besar la foto del Moreno, que era el
mote por el que le conocía todo el pueblo, si decía Vicente para
determinarle, había que añadir: el Moreno...
Mi madre notaba algo raro, pero como la veía seria y
trabajadora no le dio importancia. El peso de su drama lo llevaba
yo solita, puesto que me había hecho jurar que no lo diría a nadie,
tenía su orgullo y no hubiese podido soportar que su familia y
amigas entreviesen su desesperación.
Pasó el primer mes y con él llegó la primera carta de su
prometido, aunque no podía leerla. Su falta de aplicación y sobre
todo el dejar de asistir a la escuela apenas cumplidos los diez años,
le impidió aprender a leer y escribir correctamente. Con la misiva
en la mano saltaba, reía, chillaba, a la vez que lloraba. Yo incapaz
de sosegarla, esperé a que se le pasase la euforia provocada por
tantas emociones juntas. Poco a poco fue calmándose, apenas se la
oía gimotear, entonces cogiéndome las manos y mirándome con los
ojos llorosos, me rogó que le leyera las palabras de su amor, por
esta razón, y a pesar de ser más joven que ella, me convertí en una
peculiar celestina. Era una carta sencilla pero conmovedora, Julieta
volvió a reír y a llorar. A través de cada frase, se notaba la añoranza
y el dolor que sentía su novio. El destino los separó, y ahora sólo
podrían comunicarse a través de la palabra escrita, pero para Julieta
significaba: impotencia, el mensaje incomprendido, la necesidad de
otra persona que se inmiscuiría en su intimidad más sagrada y
valiosa. La segunda parte era contestar, y ¿quién mejor que yo? ¡si
era su amiga de confianza y podía dedicarle el tiempo que
necesitase!. La verdad es que me parecía muy triste que no pudiese
decirle a su novio directamente lo que sentía. Así empecé mi
peculiar misión. Al principio escribía lo que Julieta me dictaba, yo
la corregía cuando no me gustaba lo que su confusa mente traducía
en palabras. Pero poco a poco, y para no perder tiempo, era yo la
que creaba las epístolas, aunque le pedía a la autora su conformidad
y aprobación. Procuraba imaginar que yo era Julieta, para ello
escogía un lenguaje sencillo y directo pero, claro, yo no era Julieta,
y por muchos esfuerzos que usara para mentalizarme, no me
expresaba como ella.
He aquí una de las primeras cartas. Estimado Moreno: hace
dos días que recibí tu carta, la cual me alegró mucho. Por lo que
cuentas no lo pasas bien, y eso me da pena, yo tampoco lo paso
bien. Trabajo mucho, porque ayudo en la frutería y además voy a
limpiar a casa de don José. Estoy ahorrando algo, que me vendrá
bien para seguir comprándome el ajuar.
Me dices que has estado enfermo de cólico y que allí es
normal ya que el agua puede dañar mucho y hasta puedes coger el
tifus. Cuídate mucho, porque de sólo pensar que puedes coger una
de esas “malaltias”, me da mucho nervio y ganas de llorar.
El viernes vi a tu madre, le dije que había recibido una carta
tuya, por lo que yo sabía más que ella, y eso me puso contenta
porque me escribes más a mí que a tu familia. Sin embargo a tu
madre no le hizo gracia, pero ya sabes que nunca vio con buenos
ojos el que tú seas mi novio, bueno a mi no me importa, yo la
quiero mucho y me alegró verla. Tu hermana Mercedes sí que me
quiere y yo a ella.
Salgo poco de casa, tan sólo para ir a trabajar, pero además de
guardar tu alejamiento, no tengo ganas de ir con nadie.
Y ya me despido, esperando que al recibo de ésta te encuentres
bien del todo y puedas escribirme enseguida.
Con afecto: Julieta, tu novia
Parecidas a ésta fueron las cartas dictadas por ella. Las del
novio muy semejantes. Pero a mí no me acababan de gustar, por
eso comencé a plasmar lo que sentía Julieta pero a mi estilo o como
yo lo expresaría.
Querido Moreno: Por fin tuve en mis manos tu ansiada carta,
cuyas palabras son sólo para mí, para tu amor que no sabe vivir sin
ti y que necesita saber a cada instante lo que haces, lo que piensas,
lo que sientes.
Si no te hallaras tan lejos, sería capaz de ir a verte, aunque la
gente y tu familia me criticasen.
Me da mucha pena que no tengas confianza en mí, ¡cómo
puedes dudar de mi cariño! ¿acaso no tuve otros pretendientes?
Pero fuiste tú al que quise desde el día que me elegiste para bailar
aquel pasodoble que tanto te gusta, en las fiestas del pueblo.
Aunque creo que siempre te quise.
Sueño constantemente en tu regreso, y también en el día que
sea tu mujer. Mientras todo eso llega seguiré soñando... Pasearé por
los sitios que juntos anduvimos y hablaré de ti al aire para que él te
lleve mi voz y mis palabras.
Te dejo, pero tienes que saber, que vives en mí, que te echo
demasiado de menos. Nada me consuela. ¡Faltan tantos meses para
tu vuelta!...
Recibe mi más enamorado beso. JULIETA
No sé que pensaría el Moreno de este cambio, en la forma y
contenido, de las cartas de su novia. Yo notaba que las suyas eran
más frecuentes y más tiernas, como si hubiese roto un poco el
pudor y la timidez de sus primeros mensajes.
El novio regresó de la mili más guapo y fuerte, no era un
adonis, pero para su Julieta, él era el hombre más apuesto del
Universo.
Al fin pasaron los años de separación y los dos de espera hasta
poder contraer matrimonio. Lo primordial era que estaban juntos,
se veían diariamente y hablarían sin cesar de su futuro. Sería una
época radiante para Julieta. Aunque el tiempo pasaría lento para
ellos. Al fin llegó el día esperado, el de su enlace. El cielo mostró
su azul más intenso dejando al sol libre para irradiar todo el espacio
que sus rayos alcanzasen. Mi amiga estaba muy guapa y
emocionada hasta la médula, eso es lo que contaron los amigos de
mis padres que seguían informándonos de todos los avatares que
sucedían en el pueblo. Pero la felicidad les duró poco, porque al
cabo de unos años murió el Moreno, una pulmonía o algo parecido
acabó con su vida a los cuarenta años, dejando una hija y a una
viuda inconsolable para siempre.
Siguiendo mi paseo explorativo, me percaté de que el pueblo
había crecido porque las calles se prolongaban hasta cerca del
cementerio. En las inmediaciones se percibía el desarrollo
industrial por la ubicación de varias fábricas de mármol que los
años y la prosperidad había permitido. Era el mismo pueblo, pero
sin el peculiar encanto que yo recordaba. Lo negativo del progreso
había minado la esencia más pura de su idiosincrasia. Pero lo
importante era que se había desarrollado y, sobre todo, que la gente
vivía desahogadamente.
Un poco desencantada retomé el camino de vuelta. Había
descubierto que era extranjera en mi propio pueblo, anónima entre
sus paisanos, incapaz de encontrar una cara amiga y a la vez ser
reconocida. En el fondo prefería ese anonimato.
Veía, observaba, recordaba... dejando fluir mis antiguas
emociones que ahora se amalgamaban creando un nuevo concepto
de mi pueblo. Había pasado varias horas paseando por sus calles,
visitando espacios inalterados por el paso del tiempo, zonas
silenciosas y poéticas, más por los recuerdos, pero bellas antes y
bellas ahora. Sentía no pertenecer ya a esta villa ¡tan amada en mi
infancia y adolescencia!. ¡Tardé demasiado tiempo en volver!. Mi
espacio vivido entre sus gentes lo había borrado completamente los
años de ausencia.
Sin embargo me sentía en paz, satisfecha por haber cumplido
el deseo de regresar a este rincón del mundo. Era el lugar de mi
nacimiento, y donde pasé mis primeros años, tan marcados por la
bondad y ternura de mis padres, de mis abuelos y amigas. Por la
compañía de mi hermano, los juegos con mis amigos, mi primer
esbozo de enamorada ¡Todo tan hermoso que jamás se borraría de
mi corazón!.
¡Ansié tanto deambular por sus calles y rincones, para
impregnarme por unas horas, de la brisa que acarició mi rostro, del
panorama que ofrecían las calles amplias, las montañas y campos;
los pinos protegidos por matas de romero, y de esas personas que
se cruzaron conmigo, indiferentes al no conocerme!. Por unas horas
fui la niña que jugaba con Julieta y Carmencita sin preocupaciones
ni problemas, abstraída ingenuamente en el mundo de los sueños.
Llegué hasta mi coche, y despacio, muy despacio, fui
deslizándome hacia mi otro mundo, ya menos árido e inhóspito
porque me esperaba mi propia familia, la que creé y me hizo amar a
la ciudad lejana y extraña puesto que ahora se encontraban allí mis
seres queridos.
Seguiré guardando las vivencias como antes de volver, pero
con una sonrisa en el alma... con una ternura infinita... ¡Adiós
querido pueblo!. Sé que nunca volveré. ¡Adiós amigos!. ¡Adiós
Carmencita!. ¡Adiós Julieta!. ¡Os querré siempre!...
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