UNA FUENTE DE ENERGÍA - fundación obra cultural

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UNA FUENTE DE ENERGÍA (José María de Heredia S.J)
Tratado sobre la oración de petición
UNA FUENTE DE ENERGÍA (José María de Heredia S.J) Tratado sobre la oración de petición 1
1.-DIVERSAS CLASES DE FUERZA 4
2.-LA FUERZA "PETICIÓN" 9
3.- CUANDO X ES IGUAL AL INFINITO 13
4 -LAS ENSEÑANZAS DEL MAESTRO 17
5 -LA PALANCA Y LA POLEA 22
6 -POR ANDAR VACILANDO 25
7 -LA VARIABLE Y 28
8 -DISCUSIÓN DE Z 30
9 - TODO ESTÁ EN EL MODO 34
10 - CUANDO DISMINUYE EL BRAZO DE LA PALANCA 37
18 - CÓMO CRECE EL BRAZO DE LA PALANCA 40
12 - TU LO QUISISTE, FRAILE MOSTÉN... 44
13 - LOS ABOGADOS 47
14 - EL ÚNICO MÉTODO 50
15 - LA CUARTA DIMENSIÓN 53
16 - ¿QUÉ SE DICE, NIÑO...? 57
17 - EL MAESTRO DE LOS MAESTROS 59
18 – CLAROSCURO 62
19 - CUADROS CONOCIDOS 65
20 - ESTUDIANDO EN LA PRIMERA GALERÍA 68
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21 - DE LA ESCUELA ANTIGUA 70
22 - UN ASUNTO MUY TRILLADO 76
23 - LA ROCA DE CADES 79
24 - PAISAJES DEL CARMELO 82
25 - NÍNIVE Y LA MEDIA 87
26 - UN CASO PARALELO 93
27 - ESCUELA ESPAÑOLA 97
28 - UN CUADRO ANDALUZ 100
29 - ESCUELA ITALIANA 104
30 - EL COTTOLENGO 107
31 - LA PICCOLA CASA 111
32 - UNA OBRA MAESTRA DE LA ESCUELA FRANCESA 117
33 – TERESITA 120
34 - UN CUADRO INFANTIL 123
35 – PRANZINI 126
36 - CUADROS DE LA MISIÓN 131
37 - DE LA ESCUELA MEJICANA 135
38 - UN AUTORRETRATO 140
39 - RECAPITULACIÓN(resumen del libro en un sólo capítulo) 143
40 – PRÓLOGO 148
41 - ENTRE NOSOTROS 151
42 - UN CAMINO SEGURO 157
43 – ADIÓS 158
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1.-DIVERSAS CLASES DE FUERZA
El descubrimiento del petróleo ha causado en el mundo moderno una verdadera
revolución, porque ha puesto en manos de la industria una nueva fuente en energía.
Sin la gasolina no tendríamos automóviles ni aeroplanos ni infinidad de otras máquinas
basadas en el uso de dicha sustancia. La electricidad es otra clase de energía, de naturaleza
muy distinta de la gasolina, aunque muy superior en sus maravillosas aplicaciones, pero
dependiente de ella, del carbón o del agua. La energía atómica es también otra fuente de energía,
terrible si se utiliza para el mal, maravillosa, empleada para el bien. Y sabe Dios que otras fuentes
de energía descubrirá el hombre en el futuro.
Estas fuentes de energía, combinadas, son el principal fundamento de la colosal
industria de nuestros tiempos. La fuerza animal de los siglos pasados ha cedido su lugar a la
fuerza del vapor y de la electricidad. Los coches y carros tirados por caballos van
desapareciendo paulatinamente, y ¿quién se acuerda ya de los tranvías tirados por mulas?
Pero todas estas fuerzas, por grandes que parezcan, si son aplicadas de una manera tan
maravillosa, es porque son dirigidas por una fuerza muy superior a todas ellas: la fuerza de la
inteligencia humana, de naturaleza perfectamente distinta de la de las otras, pero todas capaces
de producir un efecto determinado.
Por «fuerza» entendemos, en general, un poder activo, y poder es la facultad de hacer o
de llevar a cabo alguna cosa. Fuerza es un poder en acción. Las fuerzas se dividen en materiales,
morales y espirituales, resultando otras clases secundarias de ellas derivadas.
El poder del dinero, cuando aplicado, es una de las fuerzas más poderosas del mundo
moderno. Es verdad que la fuerza de las riquezas ha existido siempre, pero nunca ha estado tan
esparcida como en nuestro siglo. En épocas antiguas, las riquezas eran patrimonio de unos
cuantos, mientras que, en la actualidad, el dinero, símbolo de la riqueza, anda de mano en mano,
repartiendo su poder innegable entre muchos millones de personas.
Aunque al presente nos parece que la fuerza del dinero es la más poderosa de todas las
fuerzas, porque puede procurarnos infinidad de cosas, no siempre el dinero fue lo que es ahora.
La Historia nos cuenta de muchos reyes que no tenían dinero para pagar el gasto de la casa real,
reducida a su ínfima expresión. Con el dinero que Byrd gastó en su expedición al Polo Sur, Colón
hubiera podido dar la vuelta al mundo, por lo menos.
Por otra parte, «el honor» en la época de la caballería era, en ocasiones, una fuerza más
poderosa que el dinero, y de hecho muchísimas hazañas fueron llevadas a cabo por esta fuerza,
casi sin dinero alguno o a pesar del dinero.
En la actualidad, sin embargo, sin la fuerza del dinero no va uno a ninguna parte, según
la opinión corriente. Por eso han dado en llamar «todopoderoso» al dólar; y, sin embargo, por
grande que sea el poder del dinero, esta fuerza no sólo no lo puede todo, sino que, en muchas
ocasiones, es la causa o el obstáculo para no conseguir lo que deseamos.
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Si la fuerza del dinero pudiera conseguir la salud, por ejemplo, no habría tanto millonario
dispéptico, reumático o canceroso. El dinero puede proporcionarnos la asistencia de los mejores
médicos, es cierto; pero los médicos llega un momento que no pueden hacer nada más.
El dinero no nos proporciona la paz en la familia. No hay cosa que divida más a una
familia (si exceptuamos la política) que el dinero. Los hijos de los ricos, es cosa sabida, no son de
ordinario buenos para nada. Y la vida, el don que más se estima comúnmente, no la puede
prolongar el dinero, antes sirve muchas veces para acortarla, por los abusos a que se entregan,
con frecuencia, los que lo tienen en abundancia. No nos detendremos en hablar de otras fuerzas
morales, espirituales o combinadas que existen entre nosotros, como son: la fuerza de la palabra
hablada o escrita, la de la autoridad y otras semejantes, por sernos suficiente la del dinero para
nuestro propósito.
Hay una fuerza moral, sin embargo, que aunque constantemente usada por todos, casi
nadie la considera como una fuerza: LA PETICIÓN. La petición es una súplica que, para
conseguir alguna cosa, hace una persona a otra. Ninguno ignora lo que significa «pedir». Todos
estamos acostumbrados a pedir desde que nacemos. El niño, con sus lloros, pide el pecho de la
madre, y ésta, al oírlo no se puede negar a dárselo. El niño, a pesar de su corta edad, tiene ya
esta «fuerza» a su disposición para conseguir lo que desea. ¿Y qué hacemos todos durante
nuestra infancia sino pedir? Si analizamos nuestra vida entera, veremos que es una serie
continuada de peticiones, las cuales tienen, no pocas veces, fuerza suficiente para conseguir lo
que deseamos.
En muchas ocasiones, sin embargo, no conseguimos lo que impetramos, pero esto no
quita que la petición empleada de la manera debida, sea una fuerza moral de poder
extraordinario. ¡Cuántas cosas se consiguen por dinero, y cuántas veces conseguimos dinero
con nuestras peticiones!
Es bien sabido lo que pueden las lágrimas de una mujer que pide. La fuerza de «las
influencias», tan en boga en nuestros días, está basada en la petición. La fuerza de la petición da
resultados mayores cuando la persona a quien se pide es rica y poderosa. No queremos decir
«que sea más fácil» obtener lo que deseamos si nos dirigimos a un rico o poderoso, sino que, de
uno que tiene mucho, podemos obtener más, si nuestra petición es oída, que de otro que tiene
muy poco que dar, por la sencilla razón de que el que tiene más «puede dar más», si sabemos
cómo pedirle. Un ejemplo aclarará lo que puede la petición cuando es bien dirigida.
A comienzos del siglo XX , había en los Estados Unidos un trabajador muy hábil llamado
Esteban Karket, inventor de una máquina muy ingeniosa para hacer medias. El modelo, aunque
imperfecto, pues lo había hecho él mismo sin instrumentos a propósito, daba resultados. Sin
embargo, necesitaba otro modelo mejor para poderlo exhibir; y para esto, así como para sacar la
patente, le hacían falta doscientos dólares. El pobre inventor lo había empeñado todo y, por más
que había buscado quién le ayudara, no lo había podido conseguir.
Esteban era viudo y tenía una hija de veintidós años llamada Agnes, la cual, teniendo
una fe ciega en la habilidad de su padre, sufría mucho viendo que la falta de dinero lo detenía en
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una empresa de resultados seguros, con que podía, por lo menos, ganarse lo necesario para
pasar una vejez descansada.
En la población vecina había un industrial muy rico, el cual hubiera podido financiar la
empresa; pero se había negado a hacerlo cuantas veces el pobre Esteban le había hablado de
su asunto. Viendo esto Agnes, un día, sin decir nada a su padre, y aprovechando la ausencia de
éste, marchó a la población con el cartapacio que contenía los dibujos de la máquina inventada
por su padre. Llegó al despacho del industrial y se hizo anunciar; mas aquél apenas oyó el
nombre de Karket, rehusó recibirla. Agnes no se desanimó por esto, sino que, pacientemente,
esperó a que el industrial saliera para tomar su almuerzo. Salió éste, en efecto, y la joven trató de
hablarle; pero aquél no le hizo el menor caso. Al volver a su despacho por la tarde, se encontró
con Agnes, quien pacientemente lo esperaba. Creyó él que le iba a hablar, mas la joven sólo lo
miró con una mirada tan suplicante, que el viejo estuvo a punto de recibirla; pero en aquel
momento el secretario le anunció que otra persona lo aguardaba en el despacho, y entró,
dejando a Agnes sin decirle palabra.
Estaba nevando, y cuando el rico industrial se retiraba a su casa muy bien arropado, se
encontró con Agnes, que, aterida de frío, aún lo esperaba. La joven no era bien parecida, y sus
vestidos eran muy pobres; era, sin embargo, muy buena, y en sus ojos, a la escasa luz de la
lámpara que brillaba en la puerta de la oficina se podía ver su mirada suplicante. Esta vez, el
industrial, compadecido, la hizo entrar, para que se calentara ante la chimenea de su despacho
aún no extinguida, y con tono cariñoso le dijo:
-¿Qué quieres?
La chica sacó el cartapacio con los dibujos, y respondió
-Señor, mi padre ha inventado una máquina y...
- ¡A1 diablo la máquina y tu padre! -bufó el rico, arrojando al suelo una moneda como
limosna, mientras se dirigía a la puerta.
-Señor —añadió Agnes, alzando la moneda y devolviéndosela a su dueño-, no he venido
a pedir limosna, sino a suplicarle que me oiga. El rico se detuvo con la mano en el picaporte; pero,
al hacer esto, sus ojos se fijaron en un retrato de mujer que sobre el escritorio tenía. Mirólo
tristemente, y volviéndose a Agnes, le preguntó abruptamente
-¿Cuántos años tienes? -Veintidós -respondió la joven sin vacilar.
-Mientes, embustera...La joven no se dio por ofendida, sino que con toda humildad le
dijo:
-Si usted quiere, mañana le traeré mi partida de nacimiento.
El viejo miró sorprendido a la joven y, arrepentido interiormente de su grosería, añadió
con tono benévolo.
-Dispénsame. Hasta mañana.
A las nueve llegó el industrial, y al apearse de su trineo, lo primero que vio fue a la joven
esperando. La hizo pasar al momento. Agnes, sin decir palabra, le extendió un papel.
-¿Otra vez la máquina?-preguntó el viejo, quitándose su abrigo de pieles.
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-Es mi certificado de nacimiento-respondió la joven con voz insinuante.
-¿Será posible? exclamó el industrial, cuando hubo leído el papel-, ¿también te llamas
Agnes?
-Para servir a usted.
-Así se llamaba mi hija-replicó el anciano mirando el retrato que pendía del muro-, y
debía, como tú, tener veintidós años; me la recuerdas mucho...
-Ella era muy guapa, y yo no—añadió Agnes mirando el retrato.-Pero era como tú, muy
buena.
Una lágrima surcó las arrugadas mejillas del industrial, que, para disimular su emoción,
añadió:
- ¿Cuánto necesitas para el negocio de esa maquina?
-Mi padre dice que, para construirla y para obtener la patente, bastarán doscientos
dólares.
Abrió el viejo un cajón y sacó un puñado de monedas de oro que entregó a la joven.
-Pero éstos son trescientos.
-¡Largo de aquí!...
-Pero y el recibo...
-¡El rediablo ; vete!..., pero no dejes de volver de cuando en cuando... ¡Me la recuerdas
mucho!
El verano había llegado, y Agnes no había vuelto.
"¿Se habrá levantado ese inventor con el santo y la limosna?" -se decía para sí una
mañana el industrial, cuando llamaron a la puerta de su residencia. Salió él mismo a abrir. Agnes
estaba allí con un papel en la mano.
-¡Al fin -dijo el industrial por todo saludo.
- Nos ha costado mucho tiempo sacar la patente. Acabamos de llegar de Wáshington.
Aquí la tiene.
- Está a nombre mío- dijo sorprendido el viejo.
- Por supuesto, pues el dinero era de usted.
-¿Y ahora?-.
- Ahora hay que formar la compañía para fabricar las medias.
Gruñendo y hablando consigo entró el viejo, y pronto volvió con un papel que entregó a la
joven. Era un cheque por mil dólares a favor de Agnes Karket.
- Si necesitas más, ven a pedírmelo.
Agnes, sin embargo, no volvió hasta el día de Navidad, en que entregó al industrial una
caja con las dos primeras medias tejidas en la nueva fábrica. El viejo se conmovió con el regalo,
y sin oposición alguna, a petición de la joven, mandó poner su trineo y marchó con ella a la
fábrica. Era ésta una casita pequeña, donde figuraba al frente este letrero: «Bristol and Karket,
fábrica de medias».
-Usted es el socio capitalista -dijo Agnes por toda explicación-, y mi padre el socio
industrial. Cuando terminó la visita a la fábrica, Bristol, que tal era su nombre, dijo a Karket:
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-No estoy conforme en que se haya usado mi nombre sin expreso permiso...
-Pero...
-No hay pero que valga. Mañana, señorita, irá usted a verme. La espero sin falta- voy a
hablar con mi abogado.
Y, sin decir más, gruñendo, montó en su trineo y se volvió a su casa.
-.¿Y quién es ese muchacho que la acompaña? -preguntó Bristol a Agnes al día
siguiente.
-Es Jack, el dependiente de mi padre..., y mi novio-respondió ésta ruborizándose.
-Y ¿cuándo piensan casarse?
-Tan pronto como esté arreglado lo de la Compañía.
-Pues, entonces, trabajo le doy a ese mequetrefe.
Agnes se sonrió, en vez de asustarse.
-Firme usted aquí-dijo el viejo, dándole la pluma a la joven e indicándole un documento.
Agnes, sin leer una letra, firmó.
-¿Pero sin leerlo siquiera?-dijo Bristol, sorprendido- ¿Sabes lo que has firmado,
desgraciada?
-,Y cree que no tengo ya ilimitada confianza para fiarme a ciegas de usted? ¿Podré
imaginarme que va a hacer algo que me perjudique, quien ha sido tan bueno conmigo hasta
ahora?
En efecto, por aquel documento, Bristol traspasaba su parte en la Compañía de medias a
la joven, cambiando la razón social en «Karket and Karket».
Lo que no pudo conseguir el talento del padre, logrólo la «petición» de la hija; y
muchísimo más, pues de tal manera ganó la voluntad del rico industrial, que, sin que fuera ya
necesario pedirle de nuevo, fue él sufragando todos los gastos requeridos para hacer prosperar
el invento, que de otra suerte hubiera quedado, como otros muchos, olvidado para siempre.
La petición de la hija había puesto en acción los recursos del rico. En esto consiste
precisamente «la fuerza de la petición»: en poner a nuestra disposición las fuerzas materiales,
espirituales o combinadas de que puede disponer la persona a quien pedimos.
Es, pues, la petición una fuerza moral, o sea una fuerza que mueve una voluntad, y que
pone a nuestra disposición la voluntad ajena y las fuerzas físicas, intelectuales o morales de otra
persona.
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2.-LA FUERZA "PETICIÓN"
Que la petición es una fuerza moral, nos parece haberlo explicado ya suficientemente, y
el que, algunas o muchas veces, la petición no obtenga lo que pide, no quita que sea una fuerza.
Lo único que puede decirse en esas ocasiones es que la fuerza no es suficiente para
vencer la dificultad; pero no por eso deja de ser fuerza. El que un niño no pueda levantar diez
kilos, no quiere decir que el niño no tenga fuerza, sino que no la tiene suficiente para levantar ese
peso.
La fuerza verdadera de la petición no está en ella misma, como dijimos, sino en las
fuerzas que puede poner en acción o controlar indirectamente. Una semejanza aclarará nuestra
idea. Estamos en una enorme fábrica de electricidad, donde las dínamos desarrollan dos
millones de caballos de fuerza eléctrica. Pues bien, para alumbrar toda una población, basta que
un hombre cierre el conmutador, para conseguir que la electricidad de las dínamos se precipite
por los alambres y se enciendan las luces de la ciudad. La fuerza «petición» está representada,
en este caso, por la que hace el hombre para cerrar el circuito conectando el conmutador. Fuerza,
en sí, pequeñísima, si se compara con los miles o millones de caballos de fuerza que ha puesto
en acción. La fuerza de la «petición» está en que, cuando es eficaz, MUEVE LA VOLUNTAD DEL
DADOR PARA CONCEDER LO QUE SE LE PIDE.
Y, para doblegar una voluntad, se necesita, en ocasiones, una fuerza tremenda.
En la «petición» podemos considerar tres elementos:
1)la persona que da
2) la persona que pide
3) la petición misma.
Por lo que hace a LA PERSONA a la cual se pide, debemos tener presente:
a) que tenga lo que le pedimos o que de una manera u otra nos lo pueda dar y
b) b) que quiera dárnoslo o que su voluntad sea «doblegable» por lo menos.
¿De qué nos sirve pedir a una persona que nos dé cien pesos, si dicha persona sólo
tiene o puede tener veinticinco? Y si tiene los cien pesos, ¿de qué nos sirve pedírselos, si
tenemos seguridad de que está perfecta e irrevocablemente decidida a no darlos?
Entre las personas que «quieren» dar, podemos encontrar tres clases:
a) unos dan cuando se les influye, pues de otra manera no dan. Para éstos la «petición»
tiene la fuerza de «un abrelatas»
b) otros quieren dar, pero esperan la oportunidad para hacerlo; éstos son como un
«sifón de agua gaseosa» sólo se necesita apretar la llave para que salga el agua
c) son aquellos que no solamente quieren dar, sino que andan buscando a quien dar, y
son comparables a la lluvia que cae, y sólo se requiere poner el vaso para recibirla.
Para conseguir por medio de la fuerza «petición» que den alguna cosa los que
pertenecen al primer grupo, se necesita gran habilidad, pues «hay que inclinarnos a dar», abrirlos
con el abrelatas y luego volcarlos en el recipiente. A éstos se necesita pedirles «cuando estén de
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buen humor», halagarles la vanidad, picarlos la filantropía, mostrarles las ventajas que de dar les
pueden venir y otras cosas por el estilo.
Los del segundo grupo, es decir, los que ya tienen voluntad de dar, solamente necesitan
ser persuadidos de la conveniencia de dar «en este caso particular».
Con los que al tercer grupo pertenecen, y son escasísimos, la petición es de lo más
sencillo: basta que el que pide extienda su vaso para recibir la lluvia. La cantidad que reciba
dependerá, no sólo de la magnitud del vaso que presente y del tiempo que lo tenga expuesto bajo
la lluvia, sino de la amplitud de la boca, pues un botijo de gran capacidad y boca angosta tiene
que recibir menos agua de lluvia que un plato de poca capacidad y gran superficie.
Por lo que respecta a la persona que pide, debe ser, de un modo u otro, grata a la
persona que da, para que la petición sea eficaz. Mientras más grata es al dador la persona que
pide, con mayor facilidad consigue ésta, de ordinario, su petición. Por el contrario, si una persona
no es grata al dador o le es positivamente ingrata, la probabilidad de que la «petición» sea eficaz
disminuye proporcionalmente. ¿Con qué cara nos podemos presentar a pedir algo a una persona
a quien hemos injuriado recientemente?
Hay cosas que positivamente impiden la eficacia de la petición, y derivan del que pide, y
otras que la disminuyen o la retardan, mientras que otras aseguran definitivamente su eficacia.
Podríamos extendernos en este punto considerablemente; pero no lo hacemos porque el lector
puede discurrir por sí mismo sobre este tema, teniendo presente que todo aquello que nos hace
grato a los ojos del dador ayuda a que la petición sea eficaz, y todo aquello que nos hace ingratos
a su persona impide naturalmente la eficacia.
Hay veces, sin embargo, en que, aunque la persona que pide no sea enteramente grata
al dador, obtiene a pesar de esto su petición, porque la petición misma es agradable al que la
concede.
Se trataba en cierta ocasión de realizar una obra social en una ciudad populosa, y el
ayuntamiento encargó a un grupo que recogiera fondos con ese objeto. Los miembros que
formaban el comité, aunque política y socialmente amigos, eran especialmente desagradables al
riquísimo señor X., a quien habían ido a ver con el objeto de recabar ayuda. La obra, sin embargo,
le era en extremo agradable, y viendo que era no había mejor modo de colaborar si no se valía de
ese comité, les hizo un generoso donativo, que los infatuados miembros del comité atribuyeron a
su habilidad y prestigio.
En otros casos es al contrario, como recordará el lector que pasó en la anécdota de
Agnes Karket y el industrial Bristol. A éste le era desagradable el negocio de la maquinaria; y así
Agnes tuvo que portarse hábilmente para que Bristol le concediera el dinero, no por razón del
negocio, sino por la simpatía, basada en la fecha de su nacimiento. El dinero pedido lo recibió
Agnes no para la maquinaria, sino para ella, según la intención del industrial. La segunda entrega
de dinero fue hecha teniendo también en cuenta el negocio, pero siendo ella todavía el móvil
principal.
Para que la petición sea, pues, eficaz por parte de la petición misma, debe ésta ser del
agrado del dador o suplir este agrado que falte, en la manera o forma con que se pide. En otras
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palabras, cuando la petición objetivamente no es del agrado del dador, el que pide, por su
manera de pedir, debe ganarle la voluntad de tal suerte que, «en vista de la persona que pide», le
conceda lo que, de otro modo, nunca lo hubiera concedido.
En unos casos, la petición directa no da resultado, habiendo necesidad de interponer
personas de influencia que nos ayuden a pedir; y en cambio, otras veces los intercesores no dan
resultados, siendo necesario que el que pide se dirija directamente al donante para obtener su
petición.
Había llegado a un alto puesto un médico notable, antiguo amigo de la señorita Z.
Cuando el doctor llegó al poder, dicha señorita, creyendo en su influencia ilimitada, se hizo una
especie de medianera entre los peticionarios y el doctor, llevándole frecuentemente muchas
solicitudes, que éste recibía con gran afabilidad, pero que, sin leer siquiera, echaba al cesto de
los papeles. Alguno, que aquello notó, preguntóle por qué lo hacía.
-Pues porque no quiero que la señorita Z tenga nada que ver en negocios del
Gobierno-contestó el doctor-. Si alguno quiere algo, que se dirija directamente a mí, y veré si se
lo concedo.
Otros hay, por el contrario, que parece no despachan petición alguna si no va por
conducto de intermediario.
Para que la petición sea eficaz, hay que tener todo esto presente y no olvidarse además
de dos factores importantísimos: el modo y el tiempo.
Un amigo mío me contaba, indignado todavía, lo que le había pasado.
-Le pedí a Pedro insistentemente-decía-que me diera cien pesos, pues los necesitaba
urgentísimamente. Me dijo que sí, pero se fue a su hacienda, adonde, llevado de la necesidad, le
seguí. Al llegar a la hacienda no le encontré, pero me entregaron un sobre que contenía esto.
Y me enseñaba un cheque de mil dólares.
-¿Y bien?-1e dije.
-¡Demonios!, que todo me lo echó a perder, pues era domingo, estaban los Bancos
cerrados, y no hubo quien me cambiara el cheque. Con esto perdí la oportunidad en el negocio,
ya que otro dio al contado los cien pesos que yo no podía dar, a pesar de tener en mis manos mil
dólares, pero en un cheque...
Aquí tenemos un ejemplo de cómo el factor «modo» puede hacer ineficaz una petición,
por otra parte eficacísima.
El factor «tiempo» no es menos interesante en relación a la fuerza «petición».El tiempo
en que debe hacerse una petición para que sea eficaz, debe tenerse muy en cuenta. Ya lo dice el
antiguo refrán: «Más vale llegar a tiempo, que ser invitado.» Por pedir «fuera de tiempo», muchas
veces no se consigue lo que sin dificultad hubiéramos obtenido media hora antes o media hora
después. En otras palabras, para que la fuerza «petición» dé resultado, es necesario aplicarla en
el «momento oportuno».
El factor «tiempo» entra de otra manera no menos importante en el éxito de la petición. El
que pide tiene que resignarse a «aguardar» para no comprometer la eficacia de su petición.
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Estando yo de visita en una casa, llegó a pedir limosna una pobre mujer con su hijita. Las
criadas iban a darle una limosna, pero la hija de la señora de la casa, al ver a la niña , se
compadeció, y le dijo a su mamá que quería regalarle uno de los vestidos suyos que ya le venía
corto. La mamá accedió naturalmente, pero, en ir a buscar el vestido y en que la cocinera
preparara una canastita con «un bocadito», se pasó media hora. Cuando salió la niña con su
vestidito buscando a la mujer y a su hijita, éstas se habían ya marchado, pensando que «no las
querían socorrer», cuando era todo lo contrario. El factor «tiempo» no fue tenido en cuenta, y la
petición resultó «ineficaz» cuando habría sido «muy eficaz».
Y basten estas pocas reflexiones sobre la naturaleza de la fuerza «petición», pues
creemos son suficientes para nuestro propósito.
Habiendo tres «variables» en nuestro caso: X, la persona que da; Y, la persona que pide,
y Z, lo que se pide, empecemos nuestra «discusión» por ver lo que sucede cuando X=Infinito.
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3.- CUANDO X ES IGUAL AL INFINITO
Hasta ahora hemos estudiado el poder de la fuerza «petición» cuando el elemento X es
limitado, esto es, cuando la persona a quien se pide es limitada: un hombre como nosotros, rico,
poderoso, lo que se quiera, pero limitado y que no puede dar sino limitadamente según sus
recursos.
Vamos ahora a considerar lo que pasa cuando este primer elemento es igual al Infinito,
es decir, cuando la persona a quien se pide no es un hombre limitado como nosotros, sino el
mismo Dios, de sabiduría, bondad y poder infinitos.
Lo primero que hacemos notar es que esta «petición», cuando se hace teniendo a Dios
por término, recibe desde luego un nombre determinado «Oración».
Bien sabemos que hay diversas clases de oración de adoración, alabanza, acción de
gracias y petición. Pero nosotros sólo trataremos en este libro de la oración de petición y, claro,
de la acción de gracias, que es su complemento. Por eso, dejando toda otra definición de oración,
por buena que sea, nosotros solamente admitimos para nuestro estudio la que nos da el
Catecismo: «Orar es levantar a Dios el alma y pedirle mercedes.»
No tenemos necesidad de discutir si Dios «puede» darnos lo que pedimos, pues
partimos del principio de que es «omnipotente», como lo confesamos en el Credo: «Creo en Dios
Padre, Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra.»
Si nuestra petición puede inclinarlo de algún modo a dar, y quiere darnos, tendremos a
nuestra disposición «el poder infinito de Dios». Con razón, pues, nos asegura San Agustín que la
oración es «la fuerza del hombre y la debilidad de Dios».
De que Dios «puede» darnos, no hay la menor duda. Lo que necesitamos averiguar es
«si quiere» darnos y en qué condiciones nuestra oración de petición le mueve a que nos dé y
hasta dónde.
Mucho se ha discutido la cuestión de si nuestra petición «mueve» a Dios y cómo le
mueve. Semejante disquisición la juzgamos, en el caso presente perfectamente inútil frente al
HECHO de que Dios quiere que le pidamos para concedernos muchas cosas.
Claro está que conociendo Dios nuestras necesidades y deseos muchísimo mejor que
nosotros, la exposición de estos deseos y necesidades no le puede mover, como en el caso de
un hombre que no las conoce, pero que, enterado por nuestra súplica, «se mueve» a
complacernos o a ayudarnos en lo que le pedimos. Dios no obra así.
Si hay alguna comparación, aunque muy imperfecta, es la del dador que, conociendo las
necesidades del que pide, sólo espera, para darle que se le pida, porque así lo ha determinado.
Es la lluvia que está cayendo y sólo se necesita poner el vaso para recibir el agua.
Dios quiere darnos lo que necesitamos, «pero, ordinariamente hablando, no quiere
darnos contra nuestra voluntad». La oración en que pedimos manifiesta a Dios, aunque Él ya lo
sabe, que «queremos que nos ayude», o, en otras palabras, «que dependemos de Él
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voluntariamente». Pero, sea lo que fuere de esta cuestión la voluntad de Dios se expresa: en
muchos casos PARA DARNOS, QUIERE QUE LE PIDAMOS.
Así nos lo dice claramente « Clama a mí, y yo te escucharé.» Y otra vez por el Salmista
« Invócame en el día de la tribulación: yo te libraré y tú me honrarás.»
Pero donde esta voluntad está perfectamente declarada por Jesucristo N. S., es en los
Evangelios «Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis: llamad, y os abrirán. Porque todo el que
pide recibe, y el que busca halla, y al que llama se le abrirá.» Y por San Marcos: «Por tanto os
aseguro que todas cuantas cosas pidiereis en la oración, tened fe de conseguirlas, y se os
concederán.» Y por San Juan : «En verdad, en verdad os digo que cuanto pidiereis al Padre en
Mi nombre, os lo concederá. Hasta ahora nada habéis pedido en Mi nombre. Pedid y recibiréis,
para que vuestro gozo sea completo.»
Desde el momento en que Dios nos dice que acudamos a Él «clamando» en el tiempo de
la tribulación y promete escucharnos, es porque tiene voluntad de darnos, si le pedimos. Esto es,
«ya está dispuesto a dar», y sólo espera que acudamos a Él con nuestra petición. En este sentido
decimos que nuestra oración «mueve a Dios».
Esta voluntad de «dar si se le pide» está perfectamente clara en los textos de San Mateo
y San Marcos: «Pedid, y recibiréis; y todas cuantas cosas pidiereis con fe, se os concederán.»
Sólo espera Dios que le pidamos para poner a nuestra disposición «su poder» y complacernos.
Pero no solamente Dios está dispuesto a darnos si le pedimos, sino que tiene un deseo
inmenso de dar, como se manifiesta claramente en el texto de San Juan: «Hasta ahora no habéis
pedido nada en Mi nombre»; lo que indica el deseo de que le pidamos, pues quiere complacernos
y darnos gusto: «Pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea completo.»
Y nos dice el mismo San Juan: «Y ésta es la confianza que tenemos en Él, si pedimos
alguna cosa conforme a su voluntad, Él nos oye. Y si sabemos que nos oye en cualquier cosa
que le pidamos, sabemos que tenemos concedidas las peticiones que le hubiéramos hecho.»
Queda, pues, demostrado que Dios no sólo «puede» darnos lo que pedimos, sino que
«quiere»; más aún, que está ansioso por concedérnoslo. La condición que pone es que le
pidamos.
Recordando lo que antes dijimos que el poder de la petición no está en sí misma, sino en
las fuerzas que «desata» y pone a nuestra disposición, moviendo o inclinando de algún modo en
nuestro favor la voluntad del donante; cuando se trata de «la oración», que tiene por término a
Dios, su poder es ilimitado, pues pone en nuestras manos «la omnipotencia del mismo Dios».
Y esto es así, sin exageración o hipérbole, pues claramente nos lo dice Cristo: «Si
tuviereis fe (en vuestra oración) tan grande como un grano de mostaza, diréis a este moral:
arráncate de raíz y trasplántate al mar, y os obedecerá.» La promesa formal está allí: si pedimos
sin dudar y con las condiciones debidas, tenemos a nuestra disposición la fuerza infinita del
poder de Dios, y «el cielo y la tierra se mudarán, pero las palabras de Cristo no faltarán».
Dios no necesita que le expongamos nuestras necesidades. «Bien sabe vuestro Padre lo
que necesitáis», pero quiere que le expongamos nuestras necesidades, fiándonos enteramente
de Él y dejando en Sus manos la solución, con entero abandono a Su voluntad. «Que si entre
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vosotros un hijo pide pan a su padre, ¿acaso le dará una piedra?; o si le pide un pez, ¿le dará una
sierpe?; y si le pide un huevo, ¿por ventura le dará un alacrán? Pues si vosotros, siendo malos,
sabéis dar buenas cosas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará
el espíritu bueno a los que se lo piden?»
Para Dios, todas las cosas son posibles. Así se lo decía Cristo en su angustiosísima
oración en el Huerto de los Olivos: « ¡ Oh! Padre, Padre mío, todas las cosas te son posibles...» y
basado en eso, le pedía con lágrimas que «pasase de É1 aquel Cáliz...».
Basados en esto mismo, Santiago y Juan le hicieron aquella f a m o s a petición:
«Maestro, quisiéramos que nos concedieses TODO CUANTO TE PIDAMOS» Y el Señor, sin
reprenderlos en lo más mínimo, les preguntó:
« ¿Qué cosa deseáis que os conceda?» Ni podía reprenderlos, ya que les había dicho
sin restricción alguna: «Por tanto os aseguro QUE TODAS CUANTAS COSAS PIDIEREIS EN LA
ORACION, TENIENDO FE DE CONSEGUIRLAS, SE OS CONCEDERÁN». Cristo no puso límite
alguno a nuestras peticiones razonables, puesto que el que tiene que concederlas es Dios, para
el cual «todas las cosas son posibles».
Cristo N. S. no restringió en modo alguno «el campo de la petición» para que fuera
escuchada; pero, por lo que toca a pedir, no sólo repetidas veces dijo «todo lo que pidáis», sino
que, en dos ocasiones, puso unos ejemplos de lo más extraños. El primero fue el del moral que
ya citamos: «Que digamos a ese moral, arráncate de raíz y trasplántate al mar, y obedecerá.» El
otro, de que nos habla San Mateo, es muy parecido e igualmente raro: «Y viendo una higuera
junto al camino se acercó a ellas a la cual, no hallando sino solamente hojas, le dijo: «Nunca
jamás nazca de ti fruto», y la higuera quedó luego seca. Lo que viendo los discípulos, se
maravillaron, y decían «¿Cómo se ha secado en un instante?» Y respondiendo Jesús, les dijo:
«En verdad os digo, que, si tenéis fe y no andáis dudando, no solamente haréis esto de la higuera,
sino aun cuando digáis a ese monte, arráncate y arrójate al mar, así lo hará, Y TODO CUANTO
PIDIEREIS EN LA ORACIÓN, COMO TENGÁIS FE, LO ALCANZAREIS».
No faltan autores que, inflados con mística pedantería, pretenden poner un límite donde
Cristo no lo puso, diciéndonos lo que hay que pedir y lo que no hay que pedir, porque a ellos así
les parece. A estos señores les respondemos que Cristo no puso límite alguno a nuestras
peticiones razonables, por extrañas que parezcan, y que los dos ejemplos que nos dio del moral
y del monte no tienen nada que ver con nuestra salvación eterna; y Cristo, sin embargo, ha dicho,
no sólo que lo podemos pedir, sino que, si lo pedimos «sin andar vacilando, con fe, lo
alcanzaremos».
A Dios le toca responder o no responder a nuestra oración y juzgar de su conveniencia, y
no a esos autorcillos poner un límite a la omnipotencia y prudencia divinas, cuando Cristo no lo
puso. Dios quiere que le pidamos como a Padre, con entera confianza de hijos, y muchas veces
los hijos hacen cándidamente peticiones «rarísimas». Al padre le toca discernir si las concede o
no. Lo que al hijo toca es hacer esta petición, dejando la respuesta «enteramente» en manos de
su padre.
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Esto es lo que nos toca hacer a nosotros: «echarnos en brazos de Dios» con resignación
completa; pero eso no quiere decir que no le pidamos, con confianza de hijos, lo que nos parece
oportuno. Y si esta petición se la hacemos «con entera fe y sin vacilar», Dios nos la concederá,
aunque le pidamos una cosa tan extraña como que un monte o un árbol se desarraiguen y se
echen al mar.
Todo esto lo hemos traído a colación para demostrar, con las mismas palabras de Cristo,
que el poder de la oración, cuando se dirige a Dios como Padre y con las debidas condiciones,
«tiene un poder sólo limitado por la Omnipotencia Divina».
Cuando X es igual al Infinito, el poder de la oración es, pues, ilimitado.(Si desea regresar
al principio, pulse aquí)
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4 -LAS ENSEÑANZAS DEL MAESTRO
Si entramos en una librería donde se vendan libros religiosos y revisamos los que de
una manera u otra estén relacionados con la oración, encontraremos, ante todo, una cantidad
increíble de triduos y novenas a diversos Santos que la Iglesia venera en los altares.
Después veremos muchos devocionarios, varios volúmenes de «libros de meditación», y
no faltará alguno que otro que trate exclusivamente de «la oración de petición», notaremos que
su número, especialmente en castellano, es muy reducido. Y, sin embargo, la oración que Cristo
«oficialmente» enseñó a sus discípulos fue «la oración de petición». He aquí los hechos según
los encontramos en el Nuevo Testamento.
Si leemos con cuidado los Evangelios, notaremos que, si bien Cristo N. S. nos enseñó
directa o indirectamente las virtudes que practicamos, más aún insistió sobre la fe y la oración, y
nos dio documentos numerosos y hermosísimos sobre estas virtudes, no sólo de palabra, sino
también con ejemplos.
Muchas veces Cristo había hablado, en su predicación, de la oración; y «un día, estando
Jesús orando en cierto lugar, acabada la oración, dijo uno de los discípulos: «Señor, enséñanos
a orar».
En esta ocasión solemne, preguntado oficialmente el Señor sobre este punto, de que
tanto les había hablado, no les dijo: «Dedicaos a la meditación y contemplación», sino que les
respondió de esta manera: «Ved, pues, cómo habéis de orar: Padre nuestro que estás en los
cielos, santificado sea tu nombre, venga a nos tu reino, hágase tu voluntad como en el cielo, así
también en la tierra. El pan nuestro de cada día dánosle hoy, perdónanos nuestras deudas, así
como nosotros perdonamos a nuestros deudores, no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos
del mal Amén» .Y se acabó. Y es lo que Cristo enseñó oficialmente acerca de la oración.
En dos ocasiones en que los circunstantes se pudieron dar cuenta de «cómo» oraba
Nuestro Señor, recogieron las palabras siguientes, que encontramos en los Evangelios.
Cuando el Señor fue adonde estaba Lázaro enterrado, hizo oración, diciendo: «¡Oh,
Padre!, gracias te doy porque me has oído; bien es verdad que yo ya sabía que siempre me oyes
(cuando oro), mas lo he dicho por razón de este pueblo que está a mi alrededor...». En el Huerto
dijo a sus discípulos: «Sentaos aquí mientras yo voy más allá y hago oración...» Y adelantándose
algunos pasos, se postró en tierra, caído sobre su rostro, orando y diciendo: «Padre mío, si es
posible, no me hagas beber este cáliz; pero, no obstante, no se haga lo que yo quiero, sino lo que
Tú».
Ahora bien: si analizamos la oración del Padrenuestro, oración oficial y solemnemente
enseñada por Cristo a sus discípulos, veremos que se compone de «siete peticiones».
La oración ante la tumba de Lázaro fue igualmente «una petición»; es más: en ella habla
de que «siempre que ora se le concede lo que pide».
Finalmente, la oración del Huerto fue una continuada petición, repetida por tres horas
mortales. De lo que deducimos que la oración principalmente enseñada por Cristo, de palabra y
con el ejemplo, según nos consta en los Evangelios, fue la ORACIÓN DE PETICIÓN».
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No faltan autores que, considerando la oración de petición algo así como propio de la
gente vulgar, escriben sobre la meditación y contemplación como si allí estuviera el meollo de la
oración. Nosotros no discutiremos este asunto; lo único que decimos aquí, fundados en los
Evangelios, es que la clase de oración que Cristo oficialmente enseñó y practicó fue la ORACIÓN
DE PETICIÓN. De las otras clases de oración no nos ocuparemos; nuestro campo lo reducimos a
la oración oficial y explícitamente enseñada por Cristo, según consta en los Evangelios.
Por otra parte, la Iglesia, fiel intérprete de la doctrina de Cristo, tiene tres libros oficiales
en los cuales enseña a los fieles cómo deben orar. Estos tres libros son: el Breviario, el Misal y el
Ritual. Pues bien: en estos libros la oración de la Iglesia es siempre y constantemente la oración
de petición por medio de Cristo. Todas las oraciones son una petición, que invariablemente
termina «por Cristo Nuestro Señor. Amén». La oración de petición es, pues, la oración oficial de
la Iglesia.
Hemos querido hacer notar esto, pues muchas gentes, oyendo eso de la meditación y
contemplación, se entristecen, «porque no saben orar»; están convencidas de que la oración es
muy difícil y sólo es posible en la flor y nata mística.
Nosotros, sin divagar, seguiremos cuidadosamente las pisadas de Cristo y de la Iglesia;
sólo trataremos en este estudio de la oración oficialmente enseñada por Él para todos, esto es, la
oración de petición, dejando a otros autores el campo abierto para que escriban cuanto quieran
sobre la oración de unión y demás complicaciones de la mística, que no son para todos, pues
Dios no llama a todos por esos caminos.
La oración, como veremos en otro lugar, es necesaria y, por consiguiente, Cristo nos
enseñó el método más sencillo; tal, que pudiera ser usado por todos sin dificultad. Todos,
absolutamente todos, desde nuestra tierna edad, podemos orar, porque la oración que Cristo nos
enseñó no es sino «UNA PETICIÓN DIRIGIDA A DIOS COMO PADRE»; y desde el momento en
que todos sabemos pedir, todos sabemos orar. todos sin dificultad. Todos, absolutamente todos,
desde nuestra tierna edad, podemos orar, porque la oración que Cristo nos enseñó no es sino
«UNA PETICIÓN DIRIGIDA A DIOS COMO PADRE»; y desde el momento en que todos
sabemos pedir, todos sabemos orar.
Este libro ha sido escrito precisamente para que el que lo lea se encuentre con que la
oración, de que tanto se nos habla, no es una práctica difícil, sino antes muy fácil, tan fácil como
lo es el pedir, y aun menos bochornoso, desde el momento en que, al orar, esto es, al pedir, nos
dirigimos a Dios como a Padre. Esta oración hecha a Dios como a Padre es «la fuerza más
grande» de que puede disponer el hombre, puesto caso que, cuando es eficaz, «pone en sus
manos» toda la fuerza de la Omnipotencia Divina.
Los Evangelios están llenos de ejemplos en que se ve la eficacia de esta fuerza
extraordinaria, que no sólo mueve a Dios a darnos las cosas comunes de la vida que
necesitamos, sino que «lo nueve aun a suspender las leyes de la naturaleza por Él establecidas,
para obrar el milagro». Esto no quiere decir que, para que nuestra oración sea eficaz, necesite
Dios siempre hacer milagros; no, le basta ordinariamente dirigir las causas segundas según los
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planes de Su Providencia. Pero cuando lo que se pide, de modo debido, requiere un verdadero
milagro, Dios, en cumplimiento de su palabra, lo hace.
Y para que se vea que el Maestro no sólo enseñó esta doctrina con sus palabras y su
ejemplo, sino que, dado el caso, cumplió sus promesas, pondremos algunos de los ejemplos más
hermosos que hallamos en los Evangelios.
San Mateo nos cuenta de un leproso que le adoraba diciendo: «Señor, si Tú quieres,
puedes limpiarme.» He aquí la oración de petición sencillísima; el leproso cubierto de llagas
«cree firmemente» que Cristo «puede» curarle, si quiere. Para hacer esa curación instantánea no
bastan los medios naturales; es necesario que Dios use de un poder especial. Jesús no duda un
momento en concederle lo que pide, en vista de su fe. Y Jesús, extendiendo la mano, le tocó,
diciendo: «Quiero, queda limpio.» Y al instante quedó curada su lepra. Dios había cumplido su
promesa. «Cualquiera cosa que pidiereis con fe, sin vacilar, os será concedida.» Todo fue cosa
de unos momentos. La fe del leproso era grande y, naturalmente, la respuesta de su oración fue
igualmente rápida. La oración del leproso puso en acción la Omnipotencia Divina, y el resultado
fue un milagro.
Se trata ahora de un pagano, de un centurión romano. Tiene a un criado paralítico, va al
encuentro de Cristo, y le manifiesta su necesidad, con fe segura, esto es, confiando en que Él le
ayudará. Cristo oye su petición, y el criado queda curado instantáneamente. Y al entrar en
Cafarnaum, le salió al encuentro un centurión, y le rogaba diciendo: «Señor, un criado mío está
postrado en mi casa, paralítico, y padece muchísimo.» Dícele Jesús: «Yo iré y le curaré.» Y le
replicó el centurión: «Señor, yo no soy digno de que entres Tú en mi casa, pero mándalo Tú con
tu palabra, y quedará curado mi criado; pues aun yo, que no soy más que un hombre sujeto a
otros, como tengo soldados a mi mando, digo a uno: marcha, y él marcha; y al otro digo: ven, y
viene; y a mi criado digo: haz esto, y lo hace.» Al oír esto Jesús mostró gran admiración, y dijo a
los que le seguían: «En verdad os digo que ni aun en medio de Israel he hallado fe tan grande...»
Después dijo Jesús al centurión: «Vete, y suceda conforme has creído»; y en aquella misma hora
quedó sano el criado.
Una vez más se había cumplido aquello de: «Cualquiera cosa que pidáis con fe, sin
dudar, la conseguiréis.»
Ahora es una mujer sirofenicia, pagana, cuya oración llena de fe no es por ella misma,
como en el caso del leproso, sino por su hija: «Cuando he aquí que una mujer cananea empezó
a dar voces diciendo: «Señor, Hijo de David, ten lástima de mí; mi hija es cruelmente
atormentada del demonio.» Jesús no le respondió palabra, y sus discípulos, intercedían
diciéndole: «Concédele lo que pide, a fin de que se vaya, porque viene gritando tras de
nosotros.» A lo que Jesús respondiendo dijo: «Yo no soy enviado sino a las ovejas perdidas de la
casa de Israel.» No obstante, ella se llegó, y le adoró diciendo: «Señor, socórreme.» El cual le dio
por respuesta: «No es justo tomar el pan de los hijos y echarlo a los perros.» Mas ella dijo: «Es
verdad, Señor, pero los perritos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos.»
Entonces Jesús, respondiendo le dijo: «¡Oh mujer, grande es tu fe, hágase conforme tú lo
deseas.» Y en esa misma hora, su hija quedó curada.»
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Cuando Jesús dijo: «Todo aquel que pide, recibe, y el que busca, halla, y al que llama, se
le abrirá» , no hizo exclusión de ninguno, fuera israelita, romano o cananeo ; y así Cristo,
admirando la fe de esta mujer, le concedió inmediatamente lo que pedía, obrando un portento en
favor, no de ella, que era la que creía, sino en favor de la hija (creyera o no), por la cual la madre,
llena de fe, suplicaba.
Y esto nos lleva a otro caso en que Jesús «concedió al demonio» lo que le pedía:
«Estaba paciendo en la falda de un monte vecino una gran piara de cerdos, y los espíritus le
rogaban diciendo: «Envíanos a los cerdos, para que vayamos y estemos dentro de ellos.» Y
Jesús se lo permitió al instante, y, saliendo los espíritus inmundos, entraron en los cerdos, con
gran furia, y toda la piara, en que se contaban al pie de dos mil, corrió a despeñarse en la mar...»
Lo cual nos prueba que «todo el que pide, recibe»; si bien en el caso presente no se debe
la eficacia a las cualidades de los orantes, sino a la bondad de Cristo, quien por razones
especiales despachó esta petición, bastante descabellada, de los demonios.
Las enseñanzas del Maestro sobre la oración quedarían incompletas si no citásemos
aquí dos hermosísimos pasajes en que Jesús expresamente expone lo que piensa sobre el
poder de la oración.
Cuenta San Lucas que, después que les enseñó Jesús el Padrenuestro, continuó
diciendo: «Si alguno de vosotros tuviese un amigo, y fuese a él a medianoche a decirle: «Amigo,
préstame tres panes, porque otro amigo mío acaba de llegar de viaje a mi casa, y no tengo nada
que darle»; aunque aquél desde dentro le responda: «No me molestes, la puerta está ya cerrada,
y mis criados están como yo acostados, no puedo levantarme y dártelos», si el otro porfía en
llamar, yo os aseguro que, cuando no se levantara a dárselos por razón de su amistad, a lo
menos por librarse de su impertinencia se levantará al fin y le dará cuantos hubiere menester. Así
os digo yo: pedid y recibiréis, llamad y se os abrirá, porque todo aquel que pide, recibe, y quien
busca, halla, y al que llama, se le abrirá.»
Para enseñar a sus discípulos cómo es conveniente orar con perseverancia y no
desfallecer les propuso la siguiente parábola, que confirma la anterior: «En cierta ciudad había un
juez que ni tenía temor de Dios ni respeto a hombre alguno. Vivía en la misma ciudad una viuda,
la cual solía ir a él diciendo «Hazme justicia de mi contrario.» Mas en mucho tiempo no quiso el
juez hacérsela. Pero después dijo para consigo : yo no temo a Dios, ni respeto a hombre alguno,
con todo, para que me deje en paz esta viuda, le haré justicia, a fin de que no venga de continuo
a romperme la cabeza.» Ved-añadió el Señor--1o que dijo ese juez inicuo. ¿Y creéis que Dios
dejará de hacer justicia a los que claman a Él de día y de noche, y que ha de sufrir siempre que se
les oprima?»
En lo cual vemos lo necesario que es contar con el factor «tiempo» cuando se trata de la
eficacia de la oración, como en su lugar explicaremos.
Y aquí damos fina este capítulo, en el que hemos acumulado las principales enseñanzas
del Maestro sobre la oración, según las encontramos en los Evangelios, con el objeto de
analizarlas, para así penetrar el secreto de la oración eficaz, la mayor de todas las fuerzas de que
puede disponer el hombre.
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5 -LA PALANCA Y LA POLEA
Arquímedes solía decir: «Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo.» Y no hay duda
en la verdad de este aserto; es prodigiosa la fuerza de la palanca.
Consiste ésta, según nos enseña la mecánica física, en una barra rígida que se coloca
sobre un punto de apoyo llamado fulcro. De un lado se encuentra la resistencia, o lo que se
desea mover, y del otro la fuerza. Llámase «brazo de palanca» la distancia que hay entre el punto
de apoyo y la fuerza, o entre aquél y la resistencia. Estos brazos pueden ser iguales o desiguales.
Cuando son iguales, tenemos el instrumento llamado «balanza». En este caso, para levantar un
peso A se requiere una fuerza A, igual a la resistencia. Pero si crece el brazo que corresponde a
la fuerza, ésta, para mover la resistencia, irá disminuyendo conforme crezca el brazo. En este
principio está basada la «romana», uno de cuyos brazos, el del peso, es muy corto, siendo muy
largo el de la fuerza. De esta suerte, se pueden pesar toneladas con gramos. El peso
pequeñísimo de un gramo es capaz de contrapesar muchas toneladas, si el brazo de la palanca
donde aquél se aplica es suficientemente largo. Con una palanca conveniente, un niño,
aplicando su pequeñísima fuerza, puede muy bien levantar miles de toneladas.
¿No te recuerda esto, querido lector, aquella proposición de Cristo: «Si tenéis fe como un
grano de mostaza, diréis a este monte: desarráigate y arrójate al mar, y lo hará»? La fuerza de la
oración, basada en la fe, es colosal, es una verdadera palanca moral.
Considerando la fe como el fulcro o punto de apoyo, nos resulta que la esperanza es la
barra rígida, en uno de cuyos extremos está lo que se desea conseguir, mientras que en el
opuesto se aplica la fuerza de la oración. Es la esperanza, por parte del que ora, la «confianza»
de conseguir lo que se pide: es el brazo de palanca. Mientras mayor sea la «confianza», mayor
será el poder de la palanca, necesitándose una fuerza pequeñísima para levantar el peso
deseado, esto es, para conseguir lo que se pide.
Sin fe, esto es, si no creemos que «Dios puede» darnos lo que pedimos, no hay oración
posible. Si no creemos que Dios existe, o si creyéndolo, pensamos que no puede darnos lo que le
pedimos, la oración es inútil. Por eso los mahometanos, que creen en el fatalismo, esto es, que lo
que está determinado ha de pasar infaliblemente, no tienen oración «de petición». No creen que
Dios nos dé algo si se lo pedimos; y así, su oración es de «adoración», la cual hacen con gran
devoción tres veces al día; pero no piden nada a Dios, por creerlo perfectamente inútil.
El punto de apoyo de la oración es la fe. Pero, para que la oración sea «eficaz», es
además indispensable que actualmente esperemos que nos lo va a dar, lo que no es otra cosa
que la «confianza», y esta confianza nace no sólo de la fe, que nos dice que Dios puede, sino de
la promesa divina de escucharnos. En otras palabras: nace esta confianza, basada en la fe, de
que ha de concedernos lo que le pedimos, porque lo ha prometido.
Así lo vernos claramente expresado en las palabras de Cristo: «Por tanto os aseguro que
todas cuantas cosas pidiereis en la oración, TENED FE DE CONSEGUIRLAS (esto es,
confianza), y se os concederán». Esta fe de conseguirlas es la «confianza», la cual se basa en la
promesa misma de Cristo; todo lo cual creemos por la fe. Y por San Mateo : «En verdad os digo
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que, si tenéis fe, «En verdad os digo que, si tenéis fe, Y NO ANDÁIS VACILANDO, no solamente
haréis esto de la higuera, sino que, aun cuando digáis a ese monte: arráncate y arrójate al mar,
así lo hará, y todo cuanto pidiereis en la oración, SI TENÉIS FE lo alcanzaréis.» La fe y la
confianza se completan la una a la otra, hacen la oración «eficaz». Por esto los Apóstoles, que
creían ciertamente en el poder de Cristo, pero que andaban vacilando, es decir, que estaban
faltos de confianza, le pidieron humildemente que les aumentara la fe, esto es, la confianza.
«Entonces los Apóstoles dijeron al Señor auméntanos la fe» .Esta diferencia entre la fe y la
confianza se ve muy clara en el caso del padre del poseso, con el que no habían podido los
Apóstoles, y nos ofrece San Marcos : «Jesús preguntó a su padre (del poseso): «¿Cuánto tiempo
hace que esto sucede?» «Desde la niñez-respondió-, pero muchas veces le ha precipitado en el
agua y el fuego, a fin de acabar con él. PERO SI PUEDES ALGO, socórrenos, compadecido de
nosotros.» A lo que Jesús le dijo: «Si tú puedes creer, todo es posible para el que cree.» Y luego
el padre del muchacho, bañado en lágrimas, exclamó diciendo: ¡ Oh Señor! YO CREO, ayuda Tú
MI INCREDULIDAD», esto es, dame, fortalece MI CONFIANZA.» Aquel padre creía, pero no lo
bastante para tener confianza ilimitada en Cristo.
Esta oración, cuando «la confianza» es ilimitada, cuando el brazo de palanca es muy
grande, es la oración «que obra milagros». Pero, desgraciadamente, este brazo de palanca tan
colosal se encuentra muy pocas veces; por esto los milagros no son frecuentes.
¿Qué haremos, pues, para conseguir algo no teniendo sino una confianza limitada? La
respuesta es sencilla: usar de UNA POLEA.
La polea es una verdadera palanca, «sólo que la barra no es rígida, sino una cuerda
flexible que se desliza alrededor de una rueda suspendida por su centro». En un extremo de la
cuerda está el peso, y del otro lado la fuerza que, tirando, hace subir, poco a poco, la resistencia.
El peso sube por una serie de tirones, poco a poco; pero si dejamos de tirar y soltamos la cuerda,
el peso, que ya había subido a cierta altura, cae precipitadamente. Este aparato nos explicará
cómo «funciona» nuestra oración, cuando nuestra confianza es limitada...Nuestra oración
«ordinaria» puede muy bien compararse a esta polea. Deseamos obtener de Dios una cosa (lo
que equivale a querer levantar un peso), pero no tenemos «la confianza suficiente» para poder
alcanzarla de una vez (no tenemos fuerza bastante para levantarla hasta una altura determinada
de un solo tirón). Entonces empezamos a pedir repetidas veces a Dios lo que deseamos, como si
dijéramos: «a pedacitos de confianza». Es el mismo efecto de la polea; subimos el peso «con
tirones sucesivos» hasta que llegue a la altura requerida, esto es, hasta que consigamos lo que
pedimos.
Si nuestra confianza fuera «muy grande», como la del centurión, por ejemplo, no
necesitaríamos sino «orar una vez» para obtener lo que pedimos; pero no teniendo esta
«confianza», necesitamos dar tirones sucesivos para que el peso suba, esto es, para obtener lo
que pedimos. Por esto es necesario «repetir y repetir» nuestra oración, porque nuestra confianza
es «muy pequeña». Pero si «nuestros pedazos de confianza» son más grandes, necesitaremos
repetir nuestra oración menor número de veces. Lo mismo que pasa en la polea cuando cada
tirón es más largo.
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Pero si nuestra confianza es nula, por más que repitamos mil veces nuestra oración no
lograremos nada. Si para levantar un peso por medio de la polea «sólo hacemos que tiramos»,
sin tirar de veras, el peso se quedará donde está.
Pasa a veces en nuestras oraciones que, cansados de pedir, dejamos de hacerlo,
«desconfiando de ser oídos», y, claro, nuestra petición no es despachada. El caso es semejante
al del que, habiendo tratado de subir un peso por medio de la polea, se cansa y suelta la cuerda;
el peso cae, y sus trabajos han sido inútiles. Los mecánicos, previendo este caso, inventaron «la
polea compuesta», formada de dos o tres poleas simples, de suerte que, aunque dejemos de tirar,
el peso no caiga. Este símil nos representa, por analogía, «la oración hecha por dos o más
personas». Mientras una deja de pedir, las otras siguen pidiendo por lo mismo, y finalmente se
consigue lo que se pide.
Esta es la fuerza de la oración en familia. En este principio está basado el Apostolado de
la Oración. Miles y miles de personas «piden a Dios por lo mismo» continuamente, como si cada
una tuviera un cabo de diversas cuerdas que se unieran en una, la que sostiene el peso que se
quiere levantar.
Alguno dirá: la comparación es ingeniosa, pero prácticamente vemos con frecuencia que
no da resultado la tal oración. Cada mes se pide a Dios por una cosa distinta, y pocas veces
vemos que sea eficaz. ¿Por qué? Pues, entre otras razones, porque «no hallan parejo», no tiran
de veras; la oración de los que piden es «de fonógrafo», les falta la confianza. Si los millones de
socios del Apostolado pidieran por la Intención Mensual, cada uno «con un poquito de confianza»,
muy probablemente (si lo que se pide no depende de la libre voluntad del hombre, por ejemplo)
Dios concediera nuestra petición.
Pero cada uno, generalmente, reza la oración mecánicamente, sin verdadero empeño; y
claro, Dios no ha prometido darnos sin más ni más todo lo que le pidamos, aunque se lo pidamos
millares de veces, o sean millones los que se lo piden. Su promesa es clara: «Todo lo que
pidiereis con .fe, sin andar vacilando, se os concederá», según lo tenga determinado en su
Providencia amorosísima, pero de ningún modo en virtud de su promesa. Por otra parte, en
muchas ocasiones Dios concede lo que se le pide, aunque nosotros no lo veamos. Miles de
almas alcanzan, por ejemplo, su salvación eterna, sin que nosotros nos demos cuenta de que por
nuestras oraciones la consiguieron.
Hacemos notar que todo esto de la palanca y la polea es UNA COMPARACIÓN para
explicar de algún modo «el funcionamiento de la oración». Creemos que la comparación es clara
y nueva, y nos mostrará el fundamento de lo que vamos a tratar en el capítulo siguiente.
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6 -POR ANDAR VACILANDO
Preguntó un periodista a un millonario:
-¿Cuál cree usted que es el secreto del éxito que siempre ha tenido en sus negocios? El
millonario frunció las cejas y respondió:
-Yo sé muy bien por qué he llegado adonde he llegado.
El entrevistador, turbado con esta respuesta, preguntó humildemente:
-Y ¿podría usted decirme esa razón?
-No crea usted, en primer lugar-respondió el magnate-, que mi carrera haya sido un éxito
desde el principio. Muchas veces fallé en mis negocios, por no haberme dado cuenta de lo que
tenía que hacer para triunfar. Pero desde que descubrí el secreto, puedo asegurarle que las
pocas veces que he fracasado ha sido por no haber obrado conforme a este principio.
Encendió el millonario su pipa y añadió:
-Siempre he procurado, ante todo, saber lo que quiero, y luego, sin vacilaciones, he
tratado de llevarlo a cabo. Eso es todo. Tuve una vez un socio muy inteligente, pero que tenía el
defecto gravísimo de vacilar y no saber decidirse en los momentos críticos. Esto nos hizo perder
varios negocios importantes. Me separé de él, por más que veía que perdía una grandísima
ayuda; desde entonces data mi prosperidad. Una vez que me he resuelto a una cosa, nadie me
hace vacilar. Este es el secreto de mis éxitos.
Muchas personas se preguntan: ¿por qué Dios no responde a nuestras oraciones? O en
otras palabras: ¿por qué nuestra oración no es siempre eficaz, o por lo menos parece no serlo?
Esta pregunta ha dado muchos quebraderos de cabeza a no pocos autores que han tratado en
vano de darle una respuesta adecuada.
Ni se crea que sólo han tratado esta cuestión autores piadosos y católicos. Los
protestantes la han discutido en muchísimos escritos, y, lo que es más, escritores laicos,
hombres y mujeres, han procurado encontrar la solución de lo que llaman «el problema de la
oración no respondida». «The problem of Unanswered Prayer» lo trata el Reverendo W. P.
Paterson, profesor protestante de la Universidad de Edimburgo, en su monografía «Prayer and
Contemporary Mind», en la que resume las opiniones de 1.667 escritores de todos los países y
todas las religiones, consultados sobre este punto y otros relativos a la oración.
Es muy curioso enterarse de las 1.667 opiniones, clasificadas en grupos, sobre este
punto en especial. Los teósofos, por ejemplo, explican la ineficacia de la oración diciendo que,
siendo nosotros el resultado de «reencarnaciones anteriores», si pedimos algo que no está de
acuerdo con nuestra manera de discurrir en alguna de nuestras previas encarnaciones (! ! ), esta
voluntad anterior impedirá la eficacia de nuestra oración.
Otros atribuyen esta ineficacia a que hay otros que piden a Dios precisamente lo opuesto
a lo que nosotros pedimos. O a que, pidiendo otros muchos lo mismo y no pudiendo darse
aquello sino a uno solo o a unos cuantos, Dios se lo da a quienes mejor le parece. Así habiendo
miles que piden el «gordo» de la Lotería de Navidad de Madrid, Dios no se lo da a todos, y
muchas oraciones quedan naturalmente sin respuesta.
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Un chino protestante dice que la culpa es nuestra, pues le hacemos a Dios peticiones tan
diversas, que nos da lo que mejor le parece.
Entre los católicos, unos dicen que no somos oídos porque no oramos con la debida
humildad; otros, porque nos falta la perseverancia; otros, porque no nos resignamos a la voluntad
de Dios; y la verdadera razón, si no la única de que nuestra oración deje de ser eficaz, es pura y
llanamente PORQUE ANDAMOS VACILANDO... Y ésta no es opinión nuestra, es sentencia de
Cristo: «En verdad os digo que, si tenéis fe Y NO ANDÁIS VACILANDO, no solamente haréis lo
de la higuera, sino que, aun cuando digáis a ese monte, arráncate y arrójate al mar, así lo hará, y
todo cuanto pidiereis en la oración, si tenéis fe, lo alcanzaréis.» Luego si pedimos alguna cosa en
la oración y no la alcanzamos es porque NUESTRA FE ANDA VACILANDO, esto es, no tenemos
la confianza requerida.
Muy pocas personas hay en este mundo que, de una manera constante y ordinaria,
sepan lo que ellas mismas quieren en las diversas ocasiones de la vida. El andar vacilando de
una a otra cosa es lo más común, y aunque en ocasiones tomemos una resolución que aun a
nosotros mismos nos parezca definitiva, todavía pasa, con demasiada frecuencia, que «llevamos
la procesión por dentro», temiendo que hayamos hecho un disparate. En otras palabras,
«vacilamos en nuestro corazón».
Como en la inmensa mayoría de las veces, cuando pedimos a Dios alguna cosa, no
sabemos ciertamente si nos conviene o no (aunque la queramos ardientemente), naturalmente
«vacilamos», por lo menos en el corazón, y por consiguiente, no teniendo absoluta confianza,
nos exponemos a no alcanzar lo mismo que tan insistentemente pedimos.
Hay que tener presente que son dos cuestiones bien distintas «en sus causas» el que
Dios nos conceda lo que le pedimos. Nosotros estamos discutiendo ahora solamente la causa de
LA ORACIÓN NO RESPONDIDA, o, en otras palabras, ¿por qué causa Dios no nos concede en
tal caso lo que le pedimos? .
Dios puede muy bien concedernos muchas cosas, se las pidamos o no se las pidamos;
esto es, independientemente de nuestra oración, y de hecho así lo hace constantemente. Dios no
depende de nosotros en los planes de su Providencia, si bien tiene en cuenta el libre albedrío que
Él mismo nos ha dado. Sin embargo, en el plan amoroso de su Providencia entra el darnos
ciertas cosas «si se las pedimos», y de ahí la insistencia con que Cristo N. S. nos exhorta a orar,
a pedir para recibir, pues, de otra suerte, muchas cosas que Dios quiere darnos, no nos las dará
porque no se las pedimos.
Dios N. S. nos da constantemente muchas cosas «porque se las pedimos»; pero eso no
quiere decir que É1 esté obligado a darnos «siempre» lo que le pedimos. Hay un caso, sin
embargo, en que ha prometido escucharnos. Este es cuando le pedimos algo, PERO CON FE Y
SIN VACILAR. En este caso. Él ha hecho la promesa de despachar favorablemente nuestra
oración; y así vemos que lo hizo Cristo durante su vida mortal, en los ejemplos antes citados, y en
otros muchos que leemos en los Evangelios.
Nosotros no nos quejamos cuando Dios nos concede lo que le hemos pedido, si bien nos
olvidamos fácilmente de agradecérselo. Pero sí nos quejamos cuando NO NOS CONCEDE LO
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QUE LE PEDIMOS. Y entonces, en nuestra insensatez, llegamos hasta a tacharlo de que ha
faltado a su palabra, ya que ha dicho tantas veces: «Pedid y recibiréis», y nosotros pedimos y no
recibimos. Y estas negativas a nuestra oración descorazonan a muchos que, habiendo pedido
con insistencia, con verdadero ahínco, sin embargo no consiguieron lo que pedían. ¿Por qué
Dios, dicen, no ha escuchado mi oración? Esto es lo que se llama el problema de la oración no
respondida. Nuestra respuesta es la de Santiago: «Pedimos y no recibimos, porque pedimos
mal» ; y pedimos anal, porque pedimos, entre otras cosas, sin la debida fe .y andamos vacilando.
No tenemos, pues, derecho a quejarnos porque Dios no responda a nuestra oración;
¿hemos acaso orado con fe firmísima y sin vacilar? Muy difícil es probar que así lo hemos hecho,
aunque tal nos parezca.
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7 -LA VARIABLE Y
Discutimos ya el caso en que X, la persona a quien se pide, es igual al Infinito, es decir,
Dios; nos queda ahora la discusión de las variables: Y, la persona que pide, y Z, la petición
misma. Empezaremos por Y.
Como ya lo indicamos antes, Cristo N. S. al decir: «Todo el que pide, recibe», no
restringió la promesa de dar, si le pedían, a ninguna clase en particular.
Desde luego, cuando Cristo hacía esta promesa, hablaba con los judíos, unos bastante
rudos, como las turbas, y otros perversos e hipócritas, como los publicanos y fariseos. Cristo no
excluyó a ninguno, antes escuchaba con especial predilección a los pecadores. Basta leer los
Evangelios para convencerse de esta verdad. «Y sucedió que, estando Jesús a la mesa en casa
de Mateo, vinieron muchos publicanos y gente de mala vida, que se pusieron a la mesa a comer
con Él y con sus discípulos. Y al verlo los fariseos, decían a sus discípulos: «¿Cómo es que
vuestro Maestro come con publicanos y pecadores?» Mas Jesús, oyéndolo, les dijo: «No son los
que están sanos, sino los enfermos, los que necesitan médico..., porque los pecadores son, y no
los justos, a quienes he venido yo a llamar».
Y si Cristo no excluyó a los pecadores cuando dijo «Todo el que pide, recibe», nadie
puede considerarse excluido. Queda, pues, echada por tierra la objeción de algunos: ¿Cómo voy
yo a pedirle a Dios tal o cual cosa, si soy un gran pecador? De las anteriores palabras de Cristo,
mejor se deduce que los que quedarían fuera del combate serían más bien los «que se tienen por
justos»; pero ni aun éstos están excluidos. «Todo el que pide, recibe»; y ya vimos a los mismos
demonios «pidiendo» y a Cristo concediéndoles la descabellada petición de aquellos de entrar en
los cerdo», aunque esto haya sido por bondad de Cristo y no en virtud de promesa alguna.
Esta proposición viene a desvanecer un verdadero «prejuicio». No faltan entre los
católicos algunos que se figuran que esta promesa, de «dar al que pide», se refiere de una
manera exclusiva a nosotros, y de ahí que crean que Dios no oye las oraciones de los
protestantes, por ejemplo. Nada más equivocado: todos tenemos derecho a orar a Dios, pues
todos somos hechura de sus manos; a todos quiere salvarnos, y la oración es necesaria para la
salvación.
Y ya que se nos presenta la ocasión, queremos hacer constar aquí un hecho poco
conocido entre los católicos. No hay práctica tan extendida entre los protestantes de todas las
sectas y denominaciones que creen en la divinidad de Cristo, como la oración de petición a Dios
como Padre y en nombre de Cristo su Hijo. Hay una cantidad muy grande de libros protestantes
que tratan de esto, y muchos de los ministros protestantes, en sus sermones, insisten en que sus
oyentes «pidan a Dios lo que necesitan en el orden corporal o espiritual, en nombre de Cristo».
Ni puede ser de otra manera; Dios quiere la salvación de todos los hombres, y, como ya
dijimos y adelante veremos, la oración es necesaria para conseguirla. En otras prácticas irán los
protestantes descaminados, pero en pedir a Dios en la oración lo que desean, están en su
perfecto derecho, ya que Cristo no excluyó a ninguno. Cristo en la Cruz oyó luego la oración de
aquel LADRÓN, y JUDÍO por más señas, que acababa de ultrajarle, cuando, reconociéndole por
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Rey, públicamente le dijo: «Señor, acuérdate de mí cuando hayas llegado a tu reino», a lo cual
Jesús le respondió: «En verdad te digo, que hoy estarás conmigo en el Paraíso». ¿Quién,
después de esto, no puede exclamar confiado: Ya que a María (Magdalena) absolviste y DISTE,
AL LADRÓN, a mí también me has dado esperanza» de ser oído..., y perdonado?
Todos, chicos y grandes, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, ricos y pobres, justos y
pecadores, católicos, protestantes o judíos, todos, sin excepción, están incluidos en aquellas
palabras: «Todo el que pide, recibe.»
La variable Y comprende a todo el que pide, sea quien fuere; ya veremos lo que se
requiere para ser oído y bien despachado.
Hasta ahora hemos considerado el valor «personal» de Y ; fáltanos algo muy importante:
el valor de Y colectivo, es decir, cuando no es uno solo el que ora, sino cuando son varios los que
«piden» lo mismo.
«Os digo más: que si dos de vosotros se unieren entre sí, sobre la tierra, para pedir algo,
SEA LO QUE FUERE, les será otorgado por mi Padre que está en los cielos» . Lo que exige esta
nueva promesa es que, por lo menos dos, se unan ENTRE SI, sobre la tierra, para orar. Y esto
basta para que el Padre celestial les escuche.
Cualquiera dirá que esto es algo bien extraño. A lo que respondemos que, siendo ésta
UNA PROMESA, y dependiendo la condición de la voluntad del dador, nada tiene de extraño. El
Padre celestial es el que da, y su Hijo en su nombre lo promete así. Así es, porque así lo ha
prometido Cristo, y basta; no nos toca a nosotros andar poniéndole cortapisas ni admirándonos
de lo que El dispone.
Pero Cristo N. S. no quiso dejarnos con la curiosidad picada; y, en su bondad infinita, nos
dio la razón, el porqué de una promesa tan estupenda, que pone la omnipotencia de Dios en las
manos de dos o más hombres... Y la razón es que ME HALLO YO EN MEDIO DE ELLOS. ¿Para
DONDE DOS O TRES SE HALLAN CONGREGADOS EN MI NOMBRE, ALLÍ ME HALLO YO EN
MEDIO DE ELLOS». ¿Para qué queremos más?... CRISTO ESTA ALLÍ PARA ALCANZARNOS
DE SU PADRE CUANTO LE PIDAMOS... Allí nosotros somos nadie, Cristo lo es todo; nosotros
somos los peticionarios, EL ABOGADO ES EL. Esto no necesita comentario alguno.
Hacemos notar, para evitar malas interpretaciones, que en este capítulo sólo hemos
considerado «la persona que pide», sin declarar las condiciones que debe tener para que su
oración sea eficaz. Una cosa es que todos sin excepción tengamos derecho a orar, a pedir a Dios
algo, y otra que sea eficaz nuestra oración, o que consigamos lo que pedimos. De las
condiciones requeridas trataremos más adelante.
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8 -DISCUSIÓN DE Z
Según hemos indicado, representa Z la oración misma. Ahora bien: la oración puede
tomarse aquí en dos sentidos: 1) el objeto de la oración o lo que se pide; y 2) la manera de orar o
pedir.
Por lo que toca al objeto de la oración, o lo que se pide, ya hemos visto que, según el
espíritu de Cristo N. S., podemos pedir cosas que se refieran a los bienes temporales: «el pan
nuestro de cada día». Pero aún hay más: la oración no está limitada ni por el espacio ni por el
tiempo.
Los bienes espirituales son los que naturalmente tienen que ocupar el primer lugar, ya
que Cristo lo indicó claramente cuando dijo: «Buscad primero el reino de Dios y su justicia, que
las demás cosas se os darán por añadidura». Tres de las peticiones del Padrenuestro se refieren
a estos bienes espirituales a) perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a
nuestros deudores; b) no nos dejes caer en la tentación, y c) mas líbranos de mal. Esta última
petición, sin embargo, abraza tanto los males espirituales como los temporales.
Otras tres peticiones de esta oración modelo se dirigen también a pedir bienes
espirituales de orden diverso: d) que el Nombre de Dios sea glorificado; e) que Su reino venga a
nosotros, y f) que se haga Su voluntad, como se hace en el cielo, así también en la tierra.
Por lo que hace a los bienes materiales, los encontramos claramente incluidos en aquella
petición: «el pan nuestro de cada día dánosle hoy». Lo cual comprende, no solamente el alimento
diario, sino todas las cosas necesarias para la vida del cuerpo.
Lo que podemos pedir, no sólo se refiere a las necesidades temporales y espirituales de
nosotros mismos, sino a las de nuestros prójimos. Mas, como lo vemos en el Ritual Romano, la
Iglesia, nuestra madre, pide a Dios su ayuda con oraciones especiales, porque cesen las
calamidades públicas: las pestes, la sequía, las guerras, etc. Tiene oraciones en que pide a Dios
por los mismos animales. No hay necesidad temporal o espiritual por la que no pida.
La oración de intercesión por otros es tan común entre nosotros que no hay necesidad de
explicarla. ¿Qué madre cristiana no pide a Dios mucho por sus hijos? ¿Quién hay entre nosotros
que, cuando ve un pariente o un amigo en alguna necesidad, no se inclina a pedir a Dios para
que la remedie? Constantemente nos estamos encomendando unos a otros en nuestras
oraciones, siguiendo el ejemplo de San Pablo, «orando por todos los fieles y por mí» .
Esta oración de intercesión por otros es la constante ocupación de las almas buenas, las
cuales consiguen de Dios para nosotros muchos favores, sin que de ello nos demos cuenta
frecuentemente.
Pero, como indicamos antes, lo que podemos pedir no está limitado ni por el tiempo ni
por el espacio. Podemos pedir, no sólo por cosas presentes y futuras, sino también por «cosas
pasadas», algo así como si la oración tuviera fuerza retroactiva. El hecho que vamos a narrar nos
lo contó el Eminentísimo Cardenal Hayes, de Nueva York, un día que conversábamos con él
sobre este tema de la oración.
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Mr. Thomson hacía pocos años que se había hecho católico, habiendo sido
anteriormente un gran agnóstico. Su conversión había sido verdaderamente sincera, y era, en la
época a que nos referimos, un fervoroso creyente. Tenía, sin embargo, una pena muy honda
porque, en el tiempo de su infidelidad, se había opuesto tenazmente a dejar bautizar a sus hijos,
y una hijita, a quien él quería entrañablemente, había muerto sin recibir el bautismo. Ahora que
«creía», esta falta del tiempo de su incredulidad le perseguía como una pesadilla. Vino un día a
vernos y a contarnos su aflicción inconsolable.
-¿Qué podré hacer, padre-nos dijo-, qué podré hacer por mi hija?
-Pues puede usted orar a Dios por ella-le respondimos.
-Pero ¿de qué puede servirle mi oración si murió sin bautismo?
Usted pida a Dios por ella y déjela en sus manos.
-Pero ¿qué puede hacer Dios por ella, si esto ya pasó y no tiene remedio?
-:Pero ¿no ve usted-respondimos-que para Dios no hay pasado ni futuro?
-.De suerte que, si pido ahora por mi hijita, ¿se salvará?
-Yo no le pongo así el caso-respondimos sonriendo-, sino que Dios, para quien todas las
cosas son presentes, viendo la oración que usted hace ahora por su hijita, la puede, a nuestro
modo de decir, haber tomado en cuenta ANTES de que usted la haya hecho y, en un modo u otro,
haber salvado a su hijita; pues a Dios no le faltan caminos para ello, aunque a nosotros nos están
ocultos.
Muy consolado con esta explicación se fue nuestro amigo, resuelto a bombardear el cielo
con oraciones en favor de su hijita, con el mismo fervor que el primer día, decidido a continuar así
hasta el fin de su vida.
Ya nos habíamos olvidado de aquel asunto, cuando un día vino nuestro amigo,
demudado por el gozo, diciéndonos
-Padre, Dios oyó al fin mi oración. Mi hijita se ha salvado y está en el cielo...
Creíamos que el pobre hombre había perdido el juicio, pero pronto nos enteramos de lo
ocurrido.
-Figúrese, padre, que Betsy llegó ayer y luego fue a verme.
-Y ¿quién es Betsy?
-Una antigua criada irlandesa que tuvimos durante muchos años, hasta poco antes de la
muerte de mi hijita.
-¿Y bien?
-Pues me fue a ver, y cuando supo que me había hecho católico, me abrazó y me dio de
besos de pura alegría. «¡Qué bueno es Dios!-me dijo-. He estado pidiendo muchos años por que
se convirtiera, y al fin me ha dado el gustazo de poder verlo.» Seguimos hablando de varias
cosas, y, naturalmente, le conté mi aflicción porque mi hijita había muerto sin haber sido
bautizada. «¿Qué hijita?», me preguntó. «Pues Mythle, la que usted tanto quería.» «¡Que Mythle
murió sin haber sido bautizada!, ¿quién dice eso?» «Pues yo, que lo impedí hasta el último
momento.» «¡Ja , ja, ja!-respondió la buena irlandesa-. ¿Y usted cree que sirvieron de algo sus
prohibiciones? ¿Cree usted que yo le había de haber hecho caso? No faltaba más. Sin que usted
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lo supiera, yo la llevé a bautizar a la Parroquia.» Entonces me tocó a mí abrazarla. «¡Cómo!
¿Será posible?» «Tan posible como que yo estoy aquí, y si quiere la prueba, vamos a la
Parroquia, y allí podrá ver la fe de bautismo de María Mythle.»
Y sacando un papel mi buen amigo, me lo entregó. Era la partida de bautismo de su hijita.
Su oración había tenido «efecto retroactivo».
Cristo no puso restricción alguna en lo que le podamos pedir, si pedimos racionalmente,
y, como Padre, parece que oye con especial cariño nuestras peticiones sencillas e ingenuas.
Quiere que dependamos de Él, y así despacha gustoso nuestras oraciones, aunque le pidamos
verdaderas niñerías. Quiere darnos gusto y mostrar que nos oye en cosas aun baladíes, para
que, confiando más, DEPENDAMOS ENTERAMENTE DE ÉL.
He aquí uno de los innumerables casos de oración «despachada», sin que para eso
hubiera sido necesario que Dios obrara un milagro.
Había en una escuela católica una niña, Helena, sumamente pobre, pero cuya fe
confiadísima era la admiración y el consuelo de las Hermanas que la dirigían. La madre de
Helena era una viuda con seis hijos, sumamente pobre, tanto que no podía darse el lujo
(baratísimo) de comprar mantequilla para su familia. Helena sentía grandísimos deseos de tener
mantequilla para comer su pan, y hacía tiempo que no tenía ese gusto.
Estando junto a Helena, empezaron a reír varias niñas, con disgusto de la Hermana,
quien se acercó a ver qué pasaba, y una niña le dijo:
-Figúrese, Hermana, que Helena reza un Padrenuestro muy chistoso.
La buena Hermana abrió tamaños ojos, sorprendida. La chiquilla continuó:
-Cuando rezamos el Padrenuestro, Helena dice «El pan nuestro CON MANTEQUILLA
dánosle hoy...»
La Hermana, que sabía lo pobre que era Helena y, por otra parte, conocía su profunda
piedad, sonriendo le dijo:
-Helena, bien está que le pidas al Niño Dios MANTEQUILLA, pero no lo digas en voz alta,
pues las otras niñas se ríen.
Helena prometió no decirlo otra vez en voz alta, pero en privado siguió con gran fe
repitiendo su petición de «el pan nuestro con mantequilla dánosle hoy».
Pocos días después de esto, la madre de Helena se quedó sorprendida de encontrar a la
puerta de su pobre casa, junto con la botella de leche que llevaba el lechero por las mañanas, un
paquete dirigido a su hijita Helena. Llamó a ésta y le preguntó lo que era. Helena tomó el paquete,
lo pulsó, lo olió y dijo contentísima
-.La mantequilla que le he pedido al Niño Dios. En efecto, eran dos libras de «muy buena
mantequilla». Y desde aquel día, cada semana aparecía un paquete igual, que Helena llamaba
MANTEQUILLA DEL NIÑO DIOS. Su oración había sido escuchada, sin que Dios hubiera tenido
que hacer ningún milagro... Una de las compañeritas de Helena contó a su mamá la historia de
«el pan nuestro con mantequilla dánosle hoy», y la buena mamá se propuso hacer con la
pobrecita niña el papel de Providencia. Se informó del nombre y de la dirección de la chiquita, y
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dio orden a su lechero que cada semana, por la mañana temprano, entregara en aquella casa el
paquete de mantequilla, encargando que fuera de la mejor calidad.
Dios oye nuestras oraciones, aunque le pidamos «golosinas» o cualquier otra niñería...
El es nuestro Padre.
Ya vimos un caso de oración «retroactiva». Ahora añadiremos que también podemos
pedirle a Dios «cosas para la eternidad...» Sí, para después de nuestra muerte, para cuando
estemos en el cielo. Ejemplo de esto es el de «Teresita», de la cual hablaremos detenidamente
en otro lugar. Durante su vida pidió a Dios «pasar su eternidad» haciendo bien a los que vivimos
en este valle de lágrimas. Le pidió le dejara derramar «una lluvia de rosas» cuando se fuera al
cielo. Quería ser MISIONERO en la otra vida, ya que no lo había podido ser en ésta. Dios
escuchó su petición, y la despachó «mientras ella vivía» para cuando ella muriera. La lluvia de
rosas que tan famosa ha hecho a Teresita, no es otra cosa que «una petición hecha en esta vida»
y acogida por Dios para la eternidad.
La oración no está restringida al presente. Dios despacha nuestras peticiones PARA LO
PASADO Y PARA LO FUTURO.
De la segunda parte de la discusión de Z, esto es, «sobre el modo» como debemos orar
para que nuestra oración sea eficaz, hablaremos en el siguiente capítulo.
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9 - TODO ESTÁ EN EL MODO
Si Agnes Karket se hubiera portado con Bristol, no de una manera insinuante, como lo
hizo, sino insistiendo tercamente en su petición, lo que probablemente hubiera sacado es que el
gruñón industrial le diera con la puerta en las narices. Su modo humilde y suplicante movió al rico ,
y el recuerdo de su hija, a quien Agnes se parecía, ablandó su corazón. Pero lo que vino a
remachar el clavo fue «la confianza ilimitada que Agnes mostró en él, firmando el documento que
le extendía, sin mirarlo». Agnes pidió de un modo «inteligente».
Así pasa con Dios. Mientras más nos asemejamos a su Hijo, su corazón de Padre se
inclinará más a nosotros; pero lo que vendrá a darnos el triunfo decisivo en nuestra petición es
que «confiemos enteramente en El»; que le pidamos de un modo inteligente; lo que en términos
profanos viene a decir: que le demos a Dios por su lado débil. Y ¡ quién lo había de decir! Dios,
hablando a nuestro modo, también tiene su lado débil, y tan débil lo tuvo que, por el amor que nos
profesa, no dudó en darnos a su Hijo Unigénito, «a fin de que todos los que crean en El no
perezcan, sino que vivan vida eterna».
Dios, así como «resiste a los soberbios», no puede negar nada al humilde. Y si escogió
a la Virgen Santísima por Madre, fue precisamente por su humildad: «Porque miró la humildad de
su esclava» . Y es lo natural. Si va uno a solicitar un favor, lo lógico es pedir humildemente, sobre
todo cuando uno «no tiene derecho alguno» para ser oído. Si a esto se añade que hemos
ofendido a Dios muchas veces, ahora que necesitamos de su auxilio debemos pedírselo con toda
humildad.
Un ejemplo aclarará la parte que corresponde a la humildad en nuestra oración.
Cuando un jefe de estado, por ejemplo, recibe oficialmente, hay que guardar toda la
etiqueta del ceremonial empezando por el vestido, que debe ser de un corte determinado; luego
hay que hacer lo que indica el maestro de ceremonias, y hay que esperar a que el presidente de
licencia para hablar. Entonces es cuando «comienza» nuestra petición. Es decir, entonces es
cuando exponemos nuestro asunto y damos las razones que hay para apoyar nuestra demanda.
Pues bien: a la humildad corresponde «toda la parte del ceremonial», sin que deje
también de tomar alguna parte durante la exposición de nuestras razones, esto es, en la misma
oración. Debemos presentarnos a Dios con humildad, no sólo manifestada exteriormente en
nuestra postura reverente, sino con humildad interna; pues: «Yo soy el Señor que escudriño los
corazones, y el que examino los afectos, y doy a cada uno la paga según su proceder y conforme
al mérito de sus obras». Con Dios tenemos que obrar honradamente y sin farsas. «De Dios no
nos podemos burlar». «Dijimos asimismo a ciertos hombres, que se preciaban de justos y
despreciaban a los demás, esta parábola: Dos hombres subieron al templo a orar; uno era fariseo
y el otro publicano. El fariseo, puesto en pie, oraba en su interior diciendo: ¡Oh Dios!, yo te doy
gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos, adúlteros, ni
tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, pago los diezmos de todo lo que
poseo.» El publicano, al contrario, puesto allí lejos, ni aun los ojos osaba levantar al cielo, sino
que se daba golpes de pecho diciendo: «¡Dios mío!, ten misericordia de mí, pecador.» Os declaro,
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pues, que éste volvió a su casa justificado, mas no el otro; porque todo aquel que se ensalza será
humillado, y el que se humilla, será enaltecido».
Si el fariseo hubiera dicho con verdadera humildad de corazón: «Señor, te doy las
gracias por tantos beneficios como me has dado. Te doy gracias porque me das salud para poder
ayunar, en cumplimiento de la ley. Te doy gracias porque me das lo necesario para pagar los
diezmos. Ten compasión de mí, y no me abandones para que no caiga y me haga adúltero o
ladrón. Sin tu ayuda, Señor, sería muchísimo peor que los publicanos, que tienen fama de
malvados. Pero Tú, Señor, sin duda te apiadarás de mí, como te habrás apiadado de este
hombre que, aunque publicano, no osa levantar los ojos al cielo y te pide perdón golpeándose el
pecho», si hubiera orado así, su corazón hubiera sido agradable, pero fue al contrario. Su modo
de orar desagradó al Señor.
Hay, pues, que comenzar por el principio: orar humildemente, pero de corazón.
Después hay que exponer a Dios nuestras razones. «Señor-dice una madre-, Tú me
diste a mi hijo, y me mandas que yo cuide de él. Míralo que va por malos pasos y no hace caso de
mis consejos. ¿Qué puedo hacer yo si Tú no me ayudas? Ayúdame, Señor, mueve su corazón y
que vuelva al buen camino.»
Un médico dice: «Señor, Tú has puesto estos enfermos bajo mi cuidado. Tú bien sabes
lo que puede la medicina. Tú eres la salud y la vida. Ayúdame, Señor, para que acierte en lo que
debo recetarles para que curen. En tus manos pongo a mis pacientes.»
Un padre de familia ora así: «Señor, Tú me has dado tantos hijos y me mandas que los
mantenga y eduque. ¿Cómo podré cumplir con esta obligación que Tú me has impuesto, cuando
no tengo trabajo? A Ti te toca ayudarme. Yo no rehuyo trabajar. Dame trabajo, Señor, dame pan
para mis hijos.»
Una hija ora así: «Señor, Tú has mandado a los hijos que honremos a nuestros padres,
que los amemos y los cuidemos. Mi papaíto está enfermo y sufre mucho, no sólo a causa de la
enfermedad, sino porque no puede sostener a la familia. Mira cuántos somos. Mira a mis
hermanitos, mira a mi pobre madre, y compadécete de nosotros, sana a mi papaíto.»
Y así, por el estilo, otras muchas peticiones se pueden hacer a Dios, basándonos en
CIERTOS TÍTULOS, por no llamarlos derechos, que tenemos para ser oídos. ¿Cree el lector que
oraciones como éstas hechas con humildad de corazón, no moverán a Dios? Pues... «no lo
mueven...» por la sencillísima razón de que El conoce mucho mejor que nosotros todas nuestras
necesidades, ANTES QUE SE LAS EXPONGAMOS alegando los justos títulos que tenemos
para ser escuchados.
Pues entonces, dirá alguno, ¿para qué sirven estas oraciones, si de algo sirven? Sirven
de mucho. Sirven para movernos a nosotros mismos, para darnos más confianza de obtener
nuestra petición. Y si pedimos con confianza, o en otras palabras, «si movemos a Dios», «El nos
concederá lo que le pedimos, pues así lo ha prometido, si oramos confiadamente». Por esto dice
San Agustín que la oración es la fuerza del hombre y la debilidad de Dios.
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Todo lo que tiende a aumentar nuestra «confianza» tiende a hacer nuestra oración eficaz;
así como todo lo que tiende a disminuir nuestra confianza, necesariamente disminuye la eficacia
de nuestra oración.
La confianza en É1, mientras mayor, hace nuestra oración más eficaz. Este es el secreto
de la oración eficaz. Si oramos de «este modo», esto es, con verdadera confianza, obtendremos
de Dios todo cuanto le pidamos. Mas si confiamos en Él enteramente, Él se encargará, como
Padre cariñosísimo, de darnos lo que deseamos, aunque actualmente no se lo hayamos pedido.
Se lee en la vida de Santa Gertrudis que muchas personas venían a ella pidiéndole que
orara por ellas, para que Dios les concediera tal o cual cosa. La Santa prometía hacerlo, pero
muchas veces se olvidaba de orar especialmente por lo que le habían encomendado. Venían, sin
embargo, muchos a darle las gracias porque Dios les había concedido lo que Gertrudis había
pedido por ellos, lo cual avergonzaba a la Santa.
Un día manifestó a Nuestro Señor su pena por esto. El Señor le respondió
-Hija mía, ¿no te has puesto enteramente en mis manos, confiándome todos tus
asuntos?
-Así es, Señor-respondió la Santa.
-Pues si tú te fías enteramente de Mí, ¿crees que Yo no tengo cuidado de cumplir tus
deseos, aunque tú te olvides de hacerme explícitamente tu petición? Yo concedo las peticiones
que se me hacen por tu conducto, aunque tú te olvides de manifestármelas.
La entera confianza de la Santa en Dios hacía su oración eficaz, aun cuando ella se
olvidaba de pedirle lo que deseaba. Dios tiene cuidado especialísimo de todos los que «confían
enteramente en E1». «Tú eres el protector de los que ponen su confianza en Ti; y el que tiene
puesta su confianza en Ti, Señor, descansa inmóvil en la misericordia del Altísimo» .
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10 - CUANDO DISMINUYE EL BRAZO DE LA PALANCA
No hay que darle vueltas. La mayor o menor eficacia de la oración está basada «en la
mayor o menor longitud del brazo de palanca», es decir, en nuestra mayor o menor confianza.
Por esto dejamos indicado que todo aquello que contribuye a disminuir nuestra confianza,
disminuye la eficacia de ella. Lo que en términos matemáticos viene a formularse así «La eficacia
de la oración está EN RAZÓN DIRECTA de nuestra confianza.»
Estudiaremos en este capítulo las causas que contribuyen a disminuir esta confianza.
Hacemos notar, ante todo, que se trata aquí, no de «la confianza en la oración misma», sino de
nuestra confianza «en Dios».
Todo lo que de un modo o de otro nos aleje de Dios, contribuirá a disminuir nuestra
confianza. El pecado, pues, que de Dios no sólo nos aleja, sino que nos hace enemigos, es el
primer obstáculo para que nuestra confianza no sea lo que debe ser, para que nuestra oración
sea eficaz.
Aunque seamos los mayores pecadores, ciertamente podemos y debemos orar. No se
trata aquí de eso. Pero si somos pecadores y lo sabemos, naturalmente no podemos tener, al
pedirle a Dios algo, la misma confianza que si estuviéramos en gracia, siendo amigos de Dios.
Hay que distinguir, desde luego, dos cosas: a) una es si Dios oye o no a los pecadores
cuando éstos le piden algo, y b) si el pecador, como tal, puede tener «la confianza» para que su
oración sea eficaz.
El ciego de nacimiento de quien nos habla San Juan usó del argumento de que «Dios no
oye a los pecadores», en favor de Cristo, que le había curado. «Aquí está la maravilla, que
vosotros (fariseos) no sabéis de dónde es éste (Cristo), y, con todo, ha abierto mis ojos. Lo que
sabemos es que Dios no oye a los pecadores, sino a quien le honra y hace su voluntad.» En todo
lo cual el buen ciego, con un sentido común admirable, probó a los fariseos que «el que le había
abierto los ojos, no podía ser un pecador». Y esto es perfectamente cierto y confirma lo que
venimos diciendo. Ningún pecador, como tal, puede tener confianza suficiente en Dios, para
recabar de Él que obre una maravilla como es la de dar vista a un ciego de nacimiento. Esto no
quita que Dios oiga también las oraciones de los pecadores, cuando éstos abominan de sus
culpas, como vemos en la Magdalena y en el Buen Ladrón.
No tratamos nosotros aquí de si Dios oye o no a los pecadores. Tratamos de si un
pecador «como tal» puede orar con la confianza suficiente para que Dios obre un milagro.
Nosotros decimos que el pecado, y más cuando es habitual, tiende a disminuir en el
pecador la confianza que se necesita para que su oración sea eficaz. Y esto está confirmado por
la misma doctrina de Cristo sobre este punto.
Hay algunos pecados especialmente odiosos a los ojos de Dios: los que son contra la
caridad y la justicia. Cristo nos enseñó a perdonar a nuestros enemigos y nos mandó orar por los
que nos persiguen y calumnian, no sólo con la palabra, sino con el ejemplo: «Perdónalos, Señor,
que no saben lo que hacen».
38
Si nosotros desobedecemos su mandato, lo lógico es que no esté dispuesto a
escucharnos, y por esto nos enseñó en la oración dominical: «Perdónanos nuestras ofensas, así
como nosotros perdonamos a los que nos ofenden.» La hermosísima parábola que narra San
Mateo es particularmente ilustrativa: «Un rey quiso tomar cuentas a sus criados... y le fue
presentado uno que le debía diez mil talentos (la friolera de 20.000.000 de dólares) ; y como éste
no tuviera con qué pagar, mandó su señor que fuesen vendidos él y su mujer y sus hijos, con toda
su hacienda, y se pagase así la deuda. Entonces el criado. arrojándose a sus pies, le rogaba
diciendo: «Ten un poco de paciencia, que yo te lo pagaré todo.» Movido el señor a compasión de
aquel criado, le dio por libre y le perdonó la deuda. Mas apenas salió este criado de su presencia,
encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios (diez dólares), y agarrándole por
el cuello, le ahogaba diciendo: «Págame lo que me debes.» El compañero, arrojándose a sus
pies, le rogaba diciendo: «Ten un poco de paciencia conmigo, que yo te lo pagaré todo.» Él,
empero, no quiso escucharle, sino que fue y le hizo meter en la cárcel hasta que pagase lo que
debía. Al ver los criados, sus compañeros, los que pasaba, se contristaron en extremo y fueron a
contar a su señor todo lo sucedido. Entonces le llamó el señor, y le dijo: «¡Oh criado inicuo!, yo te
perdoné toda la deuda, porque me lo suplicaste; ¿no era, pues, justo que tú también tuvieses
compasión de tu compañero, como yo la tuve de ti?» E irritado el señor, lo entregó en manos de
los verdugos hasta tanto que satisficiera la deuda toda por entero. Así de esta manera se portará
mi Padre celestial con vosotros, si cada uno no perdonare de corazón a su hermano.»
Hay todavía otro pasaje que se refiere a la oración y que prueba cuánto desagradan a
Dios los pecados contra la caridad: «Yo os digo que quienquiera que tome ojeriza con su
hermano, merecerá que el Juez le condene... Por tanto, si al tiempo de presentar tu ofrenda en el
altar, te acuerdas que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja allí mismo tu ofrenda delante
del altar y ve primero a reconciliarte con tu hermano, y después volverás a presentar tu ofrenda.»
Ahora bien: teniendo presente cuánto desagradan a Dios los pecados contra la caridad y
la justicia, ¿quién, viendo su conciencia cargada de ellos, presumirá «tener confianza suficiente»
para que su oración sea eficaz?... Y, sin embargo, hay cristianos que, teniendo así gravadas sus
conciencias, piden y piden a Dios algún favor especial para ellos o los suyos, y, cuando no lo
consiguen, se vuelven airados contra el Señor, que no les quiso conceder lo que le pedían y en el
modo y tiempo que se lo pedían... «Deja tu ofrenda delante del altar, y ve primero a reconciliarte
con tu hermano..., y luego ofrece tu oración»; entonces no tendrás ese obstáculo que disminuye
necesariamente tu confianza.
Lo peor es que hay personas que creen tener confianza, y lo que tienen es
«presunción».Muchos confunden la presunción con la confianza, porque la presunción es una
clase de confianza, pero arrogante y atrevida, que mueve al hombre a esperar algo de Dios, sin
razón ni causa justificada. Tal fue el caso que nos refiere San Mateo: «Después de esto,
transportó el diablo a Jesús a la santa ciudad, y le puso sobre el pináculo del templo, y le dijo: «Si
eres el Hijo de Dios, échate de aquí abajo; pues está escrito que te ha encomendado a sus
ángeles, los cuales te tomarán en sus manos para que tu pie no tropiece contra alguna piedra.»
Replicóle Jesús: «También está escrito: No tentarás al Señor tu Dios.»
39
Lo que el diablo proponía a N. Señor como un acto de confianza en Dios, basándose en
la misma Escritura, era sencillamente un acto de presunción.
Esta confusión lamentable destruye la verdadera confianza requerida para que la oración
sea eficaz. Pero lo que acorta más «el brazo de palanca», lo que destruye radicalmente nuestra
confianza, es la desconfianza, el andar vacilando. Si le pedimos algo a Dios con una confianza de
«a ver si pega», hemos arruinado por completo nuestra oración.
Ahora bien: ya indicamos antes que hay muy pocas personas en este mundo que
«realmente sepan lo que quieren». Y eso de no saber uno ciertamente lo que quiere, es la base
de la vacilación y, en consecuencia, de la desconfianza. Otra forma de esta vacilación la tenemos
en los que quieren dos o más cosas, en muchas ocasiones, o contrarias o contradictorias.
El desaliento que nos viene cuando no recibimos «luego» lo que pedimos, es otro factor
que disminuye mucho nuestra confianza. Frecuentemente empezamos a pedir con confianza,
pero conforme va pasando el tiempo y no recibimos respuesta favorable a nuestra oración,
«empezamos a desconfiar», entra la vacilación, y la confianza queda destruida o casi destruida.
Pero lo que destruye definitivamente, no sólo la eficacia, sino la oración misma, es la falta
de fe. Cuando niño, el señor C. pidió muy intensamente a Dios que le diera dinero para poder
atender a su padre, que estaba muy enfermo. El dinero no vino, y el papá murió. Entonces el
señor C. sacó esta conclusión: Dios no me ha oído, luego no existe. Y desde entonces se hizo
ateo. Claro, perdida la fe, no volvió a orar más. El brazo de palanca se había reducido a cero.
40
18 - CÓMO CRECE EL BRAZO DE LA PALANCA
Hubo en un tiempo una mujer llamada Anna, que vivía, con su marido Elcana, en las
montañas de Efraín. Anna era estéril y lloraba amargamente su esterilidad, tanto más agraviada
cuanto que su amiga Fenena se burlaba de ella, mostrándole sus numerosos hijos cuando Anna
no tenía ninguno. Llevada de un deseo «egoísta» de tener hijos para poder un día desquitarse de
su rival, pedía a Dios incesantemente que la librara de aquella ignominia intolerable. El Señor, sin
embargo, no respondió por largo tiempo a su oración interesada y egoísta.
Pasaban los años, y Anna, poco a poco, iba entrando en razón. Su egoísmo iba
disminuyendo, hasta que un día se decidió a dar al Señor enteramente el hijo que naciera,
prometiendo consagrarlo a su servicio y entregarlo a Helí, sumo sacerdote, tan pronto como
destetara al niño. Hizo, pues, su voto al Señor, y «desde entonces ya no se vio melancólico su
semblante». Tan pronto como Anna quitó el obstáculo de su «egoísmo», que disminuía su
confianza, el Señor escuchó su oración, y a su debido tiempo le nació un hijo, a quien puso por
nombre Samuel, o sea, «se lo pedí al Señor».
Anna cumplió religiosamente su promesa, y tan pronto como el niño no necesitó del
pecho de su madre, ésta, aunque se le partía el corazón, lo llevó al templo y lo consagró
definitivamente a Dios. Sólo iba a verlo una vez al año, y le llevaba un efod (sobrepelliz de lino)
para que sirviera al Señor apenas supiera andar. Anna había entregado enteramente su hijito a
Dios, y Él, que no se deja vencer en generosidad, dio más tarde a Anna tres hijos y dos hijitas, a
cambio de aquel que le había consagrado.
Mientras no removamos «los impedimentos» que disminuyen nuestra confianza, Dios no
escuchará nuestra oración. Si queremos «tener confianza» para que nuestra oración sea eficaz,
hay que empezar negativamente, quitando los obstáculos que la estorban o disminuyen.
Esta práctica «de ponernos a derechas con Dios» cuando queremos que nos conceda
algo que mucho deseamos, es muy común entre nosotros; lo hacemos, por decirlo así,
instintivamente. Se enferma gravemente alguno de nuestra familia, y lo primero que hacemos,
con la esperanza de que Dios oiga nuestras súplicas por la salud de aquella persona querida, es
limpiar nuestra conciencia. ¿Cómo vamos a tener confianza de que Dios nos oiga, teniendo
nuestra alma manchada por el pecado, cuando somos enemigos de ese mismo Dios a quien
rogamos que nos oiga?
En muchas ocasiones, además, conservamos en nuestro corazón, como Anna, algo que
necesariamente desvirtúa nuestra confianza, aunque nosotros «no nos queramos dar cuenta de
ello». Si, a pesar de habernos ido a confesar, conservamos en nuestra alma, v. gr., «algún rencor
para nuestro hermano, ¿cómo esperamos que Dios nos oiga, si no vamos primero a
reconciliarnos de veras con él y a ofrecer con manos puras nuestra oración? «Ve primero a
reconciliarte con tu hermano, y vuelve a ofrecer tu ofrenda...» Y luego nos quejamos
amargamente de que Dios no nos oye.
Una vez removidos los obstáculos que «impiden» nuestra confianza, veamos qué cosas
son las que tienden a aumentarla.
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Cuando vamos a pedir algún favor a una persona, si hemos hecho algo por ella, o si
tenemos algún derecho o título que alegar, nuestra confianza de conseguir lo que pedimos
naturalmente aumenta.
Ya indicamos anteriormente algunos de estos «títulos» para confiar que nuestra oración
sea despachada favorablemente. Todos tenemos una grandísima confianza en las oraciones de
nuestras madres. Este título de madre les da a ellas una gran confianza de ser oídas. Tienen las
madres un justísimo título para pedir, título que naturalmente aumenta la confianza y
consiguientemente la eficacia de su oración.
Como éste hay muchos otros títulos con los cuales nuestra confianza se robustece.
Tienen los americanos un principio sumamente arraigado: «If you do something for me, I am
obliged to do something for you: «Si usted ha hecho algo por mí, me siento obligado a hacer algo
también por usted.» Y lo llevan a la práctica religiosamente.
Pues bien. Dios nunca se deja vencer de nosotros en generosidad, y, si hacemos algo
por Él, podemos estar seguros de que Él hará algo también por nosotros. Este es, pues, otro
«título» que aumentará nuestra confianza cuando pedimos. Por eso tenemos tanta fe en las
oraciones de las «monjitas». Ellas se sacrifican por Dios, viviendo una vida de mortificación y
penitencia; lo regular es que Dios las oiga con más facilidad que a nosotros, que no hemos hecho
nada o muy poco por Él.
Este principio es el que da tanta fuerza a la oración de aquellos que practican generosa y
sacrificadamente «la caridad para con el prójimo». «Y cualquiera que os diere un vaso de agua
en mi nombre, atento a que sois de Cristo, en verdad os digo que no quedará defraudado de su
recompensa» La caridad para con el prójimo, como en otro lugar veremos, es una fuente ilimitada
de confianza para alcanzar de Dios lo que pedimos en la oración.
Así como todo lo que nos haga «vacilar» disminuye nuestra confianza y
consiguientemente la eficacia de la oración, todo lo que nos da seguridad y firmeza robustece
nuestra confianza. Pues bien: el secreto para nunca vacilar está en aquellas palabras que Cristo
nos enseñó oral y prácticamente: «Hágase tu voluntad.»
Nuestra vacilación, cuando oramos, puede venir de dos causas principales: o de que no
sabemos lo que queremos o de que, aunque sepamos lo que queremos, no estamos seguros de
si Dios lo quiere también.
Lo hemos dicho ya varias veces: hay muy pocas personas que, de ordinario, sepan lo
que quieren. En muchas ocasiones «creemos que sabemos lo que queremos», aunque en
realidad no lo sabemos; Dios, que sí sabe lo que queremos, al responder a nuestra oración nos
da aquello que, sin pensarlo nosotros, era realmente lo que queríamos. Por esto, cuando no
sepamos lo que queremos, debemos decir para nuestro provecho: «Señor, hágase tu voluntad.»
Vamos a citar un caso, en el cual millones de personas, pidiendo lo mismo al mismo
tiempo, «no sabían lo que querían». Dios, sin embargo, oyó su oración, dándoles, «no lo que
pedían», sino lo que realmente «querían». El caso lo cita H. Clay Trumbull, en su libro Personal
Prayer, si bien él lo estudia desde un punto de vista distinto del nuestro.
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Es muy probable que nunca hayan orado a Dios, pidiendo la misma cosa, tantas
personas de tan diferente origen, de tan diversas convicciones religiosas, de tan distintos
partidos políticos y de tan diversas condiciones sociales, como cuando M. Garfield, Presidente de
los Estados Unidos, fue herido por el puñal de un asesino. Puede decirse que de los cuarenta
millones de americanos que entonces había en el territorio de la Unión, más de treinta elevaron a
Dios sus oraciones pidiéndole indefectiblemente la misma cosa: la salud del Presidente. Garfield
vivió por algunos días, pero finalmente murió. Es de creer que, en medio de tanta gente, habría
algunos, por lo menos, que pedirían con la confianza requerida, ya que las circunstancias
políticas de aquel entonces hacían presumir, con fundada razón, que la muerte del Presidente
causaría gravísimos daños al país.
No es del caso analizar cuáles eran esos daños; lo que a nosotros nos interesa es tener
presente que si los americanos de entonces oraron tan de veras por la salud de su Presidente,
fue porque estaban persuadidos de que la muerte de aquél traería verdaderas complicaciones
para la República.
Y, sin embargo, Garfield murió... ¿Dónde están las promesas de Cristo?, se preguntaban
muchos. La oración no sirve para nada, repetían muchísimos. Lo que ha de pasar, ha de pasar,
pídaselo uno a Dios o no. .., decían otros. Y, a pesar de esto, algunos vieron claramente
respondida, y de la manera más admirable, aquella oración de tantos millones.
El pueblo, sin darse cuenta exacta de lo que pedía, pedía unánimemente «la vida de
Garfield» ; pero lo que realmente quería y la razón suprema por la cual oraba era «porque la
muerte del Presidente no causara trastornos a la cosa pública». Dios sabía que el sentido
verdadero de la oración del pueblo americano al pedir «que viviera Garfield» era que su muerte
no acarreara dificultades políticas.
Esto se lo concedió el Señor de una manera sencillísima, PROLONGANDO POR UNOS
DÍAS LA VIDA DEL PRESIDENTE. Si éste hubiera muerto a las pocas horas, como se esperaba
fundadamente, las complicaciones hubieran venido, a juicio de los entendidos; pero habiendo
durado Garfield varios días, EN ESTE TIEMPO SE ARREGLARON LAS COSAS de tal modo que
NO HUBO COMPLICACIONES, A PESAR DE LA MUERTE DEL PRESIDENTE. Dios había oído
la oración del pueblo americano, es decir, le había concedido lo que «realmente quería», y no la
petición que formulaba sin darse cuenta de lo que verdaderamente ansiaba.
Así nos pasa a nosotros muchísimas veces. Pedimos lo que creemos que queremos, y
Dios nos da lo que verdaderamente deseamos. ¿Qué importaba al pueblo americano que viviera
o muriera Garfield? Si un Presidente muere, los americanos saben que viene a sustituirlo
automáticamente el Vicepresidente, como en los casos de Harding y Coolidge, de Kennedy o
Nixon. El caso de Garfield era distinto, pues su muerte, en el sentir del pueblo, quería decir
perturbaciones políticas y por ESTO pedían a Dios con tanta insistencia que «Garfield viviera»,
para que las complicaciones no sobreviniesen; lo que no era de temer en los otros casos.
Pues bien: sabiendo que muchísimas veces «no sabemos lo que queremos», pero DIOS
SI LO SABE, ¿no parece racional que nuestra oración deba tener este complemento: Tú, Señor,
sabes mejor lo que me conviene, dámelo?
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Si queremos, pues, que nuestra fe no vacile, cuando no estamos seguros de lo que
queremos, pongámosle punto fortísimo: «Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya.» Con esto
nuestra oración no vacilará, y Dios nos dará seguramente lo que nos convenga, «pues ninguno
se fió de Él y salió burlado».
Si queremos aumentar el brazo de palanca, en el caso de que no sepamos lo que
queremos, no tenemos más remedio que decir de corazón:
«Señor, hágase tu voluntad.»
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12 - TU LO QUISISTE, FRAILE MOSTÉN...
Si tenemos la fortuna de saber de un modo cierto «lo que realmente queremos»,
tendremos mucho adelantado al hacer nuestra oración, pues, por lo que a esto toca, no
andaremos «vacilando» de una petición a otra.
Ahora hay que dar un paso adelante. Suponiendo que sepamos lo que queremos, queda
aún por averiguar: ¿es esto lo que me conviene? Aquí entran de nuevo las vacilaciones, pues se
necesita ser muy testarudo para decir: convéngame o no, esto es lo que quiero, y por eso lo pido.
Analicemos este caso: «Yo sé lo que quiero, y por eso lo pido, convéngame o no.» Si me
conviene, Dios seguramente me lo dará, y en este caso lo mismo valiera haber dicho «con
educación»: «Hágase, Señor, como Tú lo dispongas.» Supongamos que «no me conviene», pero
yo lo quiero y lo pido con insistencia hasta conseguirlo. ¿Qué pasa entonces? Pues que me
llevaré un gran chasco, si lo consigo. Ni siquiera nos queda el consuelo de quejarnos; pues:«tú lo
quisiste, fraile mostén ; tú lo quisiste, tú te lo ten».
¡Cuántas veces nos arrepentimos de haber pedido algo que Dios, al fin, nos concedió! ¡Y
cuantísimas veces no hemos dado gracias a Dios «porque no nos concedió lo que pedíamos»!...
Una señorita, a quien llamaremos María, tenía su novio en una ciudad del interior de
Méjico, y ardía en deseos de ir a aquella población con una tía suya. Había estado haciendo a
San Antonio novena tras novena; y ya estaba todo arreglado para salir un lunes, cuando la tía
enfermó, quedando el viaje pospuesto. La rabieta que tuvo María fue igual a su decepción, y con
marcada furia tomó el cuadro de San Antonio y lo volvió contra la pared, procedimiento tan
impolítico como grosero. Al día siguiente, todavía enfurruñada, al leer el periódico, frunció las
cejas, y sin decir palabra fue a su recámara y, como quien no quiere nada, tomó un plumero,
sacudió devotamente el reverso del cuadro de San Antonio y, con cierto aire de «¿me perdona
usted?», lo colocó en un lugar conspicuo y le encendió una lamparita. Había hecho las paces... El
periódico daba la noticia de que el tren que debían haber tomado María y su tía había sido
asaltado por los revolucionarios y varias personas habían quedado muertas y otras heridas...
Cristo N. S. NO SE COMPROMETIÓ A DARNOS SIEMPRE LO QUE NOS
CONVINIERA, sino lo que le pedimos, si pedimos con confianza.
Había un sacerdote muy querido, en una populosa ciudad. Enfermó de tifus, y, a pesar
de haberle dado la mejor asistencia siendo asistido por los mejores médicos, su fin se acercaba
irremisiblemente, en opinión de los facultativos. Pero fueron tantas y tan fervientes las oraciones
que por su salud se hicieron, que finalmente sanó, siendo el caso considerado por muchos como
milagroso. La oración había triunfado... Dos años más tarde, aquel padre moría en un manicomio,
presa de una locura espantosa... Una de las personas que más había rogado por él durante la
primera enfermedad nos decía compungida: « ¡ Cuánto mejor hubiera sido que muriera de
tifus!...» Cristo prometió que escucharía nuestras oraciones hechas con fe, pero no se
comprometió a darnos LO QUE MAS NOS CONVINIERA, sino lo que le pedimos, lo cual es cosa
distinta.
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De lo dicho deducimos una cosa bien clara: si al orar no nos ponemos en las manos de
Dios, diciéndole: «Hágase tu voluntad», llevamos siempre las de perder, aun en el caso de que
nos conceda lo que pidamos. Pues si no es conveniente..., allá nosotros. Y como en las cosas
que se relacionan con los bienes temporales nunca sabemos «de cierto» lo que nos conviene, lo
único que nos queda, si no queremos exponernos a un cabezazo, es decir, a Dios humildemente:
«Hágase tu voluntad»; y entonces sí nos dará lo más conveniente.
Creemos firmemente que Dios sabe lo que nos conviene y que nosotros no sabemos de
cierto lo que no nos conviene. Lo lógico es, pues, dejar a Dios que nos dé lo que nos convenga.
Pero de ordinario no es así, sino que a veces nos empeñamos en obligar a Dios a que nos dé lo
que nosotros estimamos conveniente, y nos quejamos si no nos lo concede.
Cuando decimos a una persona «yo confío en usted para tal negocio», no solamente
damos a entender «que nos fiamos» de ella por creerla honrada, sino porque la estimamos
también APTA para el desempeño de lo que le encargamos. Pero si, después de haber puesto en
sus manos un negocio, andamos viendo e informándonos de lo que hace o deja de hacer, es
porque no tenemos confianza en él; desconfiamos o de su honradez o de su habilidad.
Pues así nos pasa cuando decimos que tenemos confianza en Dios y andamos
INQUIETOS Y DESAZONADOS. Tememos que no nos conceda lo que le pedimos, o que nos dé
otra cosa que no deseamos. Esto es desconfiar de Dios, por más que aseguremos con la boca
que tenemos muchísima confianza. Si confiamos de veras, después de pedirle una cosa,
«debemos descansar en Él». «Mas yo dormiré en paz y descansaré; porque Tú, oh Señor, Tú
sólo has asegurado mi esperanza.».
La mejor señal de que realmente confiamos en Dios cuando pedimos alguna cosa, es
nuestra tranquilidad, nacida de saber que estamos en buenas manos.
Para adquirir esta confianza no hay medio más apto que «tratar de conformarnos con su
santísima voluntad» cuando algo pedimos. Esto no quiere decir, en modo alguno, que no
pidamos; todo lo contrario. Hay que pedirle y pedirle muchas cosas, todo lo que necesitamos,
mostrándole en esto, y en dejarnos después enteramente a Su Voluntad, lo mucho que nos
fiamos de Él. Este ejercicio continuo de pedir y dejarnos en sus manos irá formando en nosotros
el verdadero hábito de la oración. Nos acostumbramos a pedir y a depender de Dios en nuestra
petición, que es lo que Cristo nos enseñó de palabra y con el ejemplo.
Cristo nos enseñó a «depender de Dios como de un padre»: Padre nuestro. Y Él, en la
angustiosísima oración del Huerto, lo llamaba: «Padre, Padre mío.» Como dice el Catecismo:
«Nos enseñó a llamarle Padre, para que le pidamos con el afecto de hijos; para que le pidamos
CON ENTERA CONFIANZA, para que dependamos de Él como un hijo necesitado depende de
su padre. Para que, sabiendo que Él es infinitamente próvido (como que es Dios y es nuestro
Padre), estemos seguros de que Él dispondrá siempre lo que más nos convenga.»
Cuando uno confía enteramente en otro, éste se siente obligado a hacer por el primero
todo lo que puede. La confianza obliga muchísimo. Esto lo sabemos por nuestra propia
experiencia.
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Pues bien, nada hay que mueva tanto a Dios y le obligue a concedernos lo que le
pidamos como nuestra ilimitada confianza en Él. Y no hay manera mejor de manifestarle nuestra
confianza que decirle de veras, de corazón: «Hágase tu voluntad.»
Esta resignación en la voluntad de Dios no es cosa difícil. La práctica nos la irá facilitando
poquito a poco. Sobre todo nos queda «la oración misma» para conseguir esta conformidad.
Recordemos al padre del poseso: «Creo, Señor, pero Tú ayúdame a confiar.» Recordemos a los
Apóstoles: «Aumenta nuestra confianza.»
Resumiendo: si queremos aumentar nuestra confianza, haciendo con esto eficaz nuestra
oración, no hay como echarse en brazos de Dios, dependiendo de Él enteramente. Pidámosle
que aumente nuestra confianza, y empecemos a orar, según Cristo nos enseñó de palabra y con
el ejemplo, diciendo: «Padre, hágase tu voluntad.»
Si esta voluntad es la que nos dirige, nuestra oración no vacilará un momento, siendo
siempre eficaz para alcanzar lo que necesitamos.
Pero, si a pesar de todo, nosotros queremos hacer nuestra propia voluntad y pedimos a
Dios lo que queremos, Él tal vez nos lo concederá, pero..., no nos quejemos después si algo pasa.
«Tú lo quisiste, fraile mostén ; tú lo quisiste, tú te lo ten.»
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13 - LOS ABOGADOS
Los hijos del Zebedeo estaban entregados a la política y habían planeado conseguirse
las dos «carteras» principales en el futuro reino de su maestro Jesús. No debían, sin embargo,
estar muy seguros de cómo le caería al Señor esta petición, cuando pensaron valerse de
«influencias» para conseguir sus ambiciones, y se buscaron un abogado que los patrocinara.
Varias veces debieron los dos hermanos tratar del asunto con su madre Salomé, y ésta, con la
autoridad del parentesco, tomó el negocio en sus manos, y pidió a Cristo N. S. que Santiago y
Juan se sentaran, uno a la diestra y otro a la siniestra del trono cuando estableciera su reino. No
consiguieron que su petición fuera despachada en la forma que la hacían, porque «no sabían lo
que pedían»; pero sí sacaron, al fin, un asiento, y muy elevado, en el reino de Dios: «Os sentaréis
(los doce) sobre doce sillas juzgando a las doce tribus de Israel.»
En muchas ocasiones tenemos que «reforzar» nuestra escasa confianza por medio de
«abogados» que sean nuestros intercesores. Aunque esto, por parte de nosotros, pueda
demostrar poca confianza, a Cristo N. S. le es muy agradable. Dios, en muchas ocasiones, no
quiere despachar nuestras peticiones sino por conducto de alguno de estos abogados: los
Santos del cielo.
;Cuántas veces un hijo, cuya conducta ha sido mala, no atreviéndose a hablar a su padre
para pedirle algo, ha usado la mediación de su madre!
La Virgen Santísima es nuestra Madre. Ella es refugio de pecadores; Ella la consoladora
de los afligidos y la salud de los enfermos... ¿Cómo no hemos de usar de su mediación con toda
confianza, sabiendo por otra parte que Ella es la Madre de Dios, a la cual Él nada le puede
negar?
El lugar que la Virgen ocupa en el cielo la pone en condiciones de poder interceder por
nosotros con más eficacia, con muchísima mayor facilidad, que cualquiera de los ángeles o
Santos de la corte celestial.
Dios N. S. quiere que le pidamos. Infinidad de cosas ha dispuesto dárnoslas si se las
pedimos. Por otra parte, sabe que el dirigirnos a Él directamente, cuando tanto le hemos ofendido,
es cosa difícil. Él quiere facilitar nuestra oración, y por esto nos dio a Su Madre como la principal
medianera de todas las gracias, sabiendo que a Ella recurriríamos con muchísima mayor
facilidad, con mucha mayor confianza.
Si nuestra fe vacila, Ella nos fortalece. Si nuestra confianza flaquea, Ella nos da firmeza.
La devoción cordialísima que todos los cristianos han tenido, desde el principio, a la Madre de
Dios y Madre nuestra, prueba cuán providencial fue la disposición de Cristo en la Cruz, cuando
nos la dejó por Madre. ¡Cuántos infelices no hubieran perecido sin la especial protección de
María! Por esto los cristianos la invocamos constantemente en todas nuestras empresas, en
todas nuestras aflicciones. Por esto la llamamos con tantos y tan hermosos títulos en las
Letanías, pidiéndole constantemente que «ruegue por nosotros».
Ella, como se lo decimos en la Salve, Ella es nuestra ESPERANZA, y, como añadimos
en el Acordaos: «nunca se oyó decir que ninguno de los que han recurrido a su patrocinio,
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invocado su protección o pedido su auxilio, haya sido desamparado». ¿Qué más queremos para
robustecer nuestra confianza lo suficiente para alcanzar de Dios lo que pedimos? Dios es el
Dueño, el Señor, el Amo. A Él le pedimos que se apiade, que tenga misericordia de nosotros.
Pero la Virgen es su Madre y a Ella le pedimos como hijos, que «ruegue por nosotros», pues si lo
hace, Dios el Amo, el Señor, no puede menos de escucharla.
«nunca se oyó decir que ninguno de los que han recurrido a su patrocinio, invocado su
protección o pedido su auxilio, haya sido desamparado». ¿Qué más queremos para robustecer
nuestra confianza lo suficiente para alcanzar de Dios lo que pedimos? Dios es el Dueño, el Señor,
el Amo. A Él le pedimos que se apiade, que tenga misericordia de nosotros. Pero la Virgen es su
Madre y a Ella le pedimos como hijos, que «ruegue por nosotros», pues si lo hace, Dios el Amo,
el Señor, no puede menos de escucharla.
A más de esta Abogada, ha querido Cristo darnos otros abogados, que, aunque
inferiores a Nuestra Madre, «su intercesión» es favorablemente escuchada en el cielo, cuando
ruegan por nosotros. Cuando el Señor quiere glorificar, por ejemplo, a uno de sus siervos que,
después de trabajar en la tierra, ha ido al cielo a recibir la corona, Dios escucha favorablemente
las oraciones que hacemos por su mediación, y, para demostrarnos que aquel bienaventurado le
es agradable, obra milagros.
Las oraciones que dirigimos a los Santos «para que intercedan por nosotros», son muy
agradables a Dios. Él quiere hacernos favores, y se complace en usar como distribuidores de sus
misericordias a los que en vida trabajaron por Él. De aquí que veamos Santos que son especiales
abogados para conseguir de Dios tal o cual cosa determinada. A otros vemos que la Iglesia los
ha elegido por patronos de pueblos y ciudades, esperando que ellos intercedan ante Dios de una
manera especial por los que les están encomendados. Por esto la Iglesia, al darnos un nombre
en el bautismo, nos pone bajo la protección de aquel Santo cuyo nombre llevamos.
Muchas personas tienen la devoción de encomendar sus necesidades al Santo de cada
día, pidiéndole que les alcance alguna gracia especial. Otros se encomiendan al Santo del día en
que han de morir, para que les alcance una buena muerte.
Todo esto nos indica cómo la Santa Iglesia interpreta la voluntad de Dios de hacernos
beneficios por medio de la invocación de los Santos, aumentando de esta suerte nuestra
confianza de ser oídos.
Debemos tener presente, sin embargo, que los Santos, por encumbrados que se
encuentren en el cielo, SOLAMENTE SON INTERCESORES; el Amo, el Señor, el Rey, es
únicamente Cristo. Por esto en las Letanías, mientras a Cristo le pedimos QUE TENGA
MISERICORDIA DE NOSOTROS, a los Santos les pedimos solamente que RUEGUEN POR
NOSOTROS. Los Santos no tienen, de sí mismos, nada que darnos: el dueño de todo es Dios y
su Hijo, por el cual todas las cosas fueron hechas. Los Santos son meros abogados ante el trono
del Señor.
Todavía, para aumentar nuestra confianza en pedir, Dios parece que escoge algunos
lugares donde hace favores especiales, como pasa en Lourdes y en otros santuarios de Nuestra
Señora.
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También parece que Dios escoge tiempos determinados en que derrama con más
abundancia sus favores espirituales y temporales. Durante los días de ejercicios o en las
misiones, se nota esto de una manera muy marcada, sobre todo lo que se refiere a los bienes del
alma.
Pero Dios, que no desea otra cosa que hacernos favores si se los pedimos, no solamente
nos da poderosos intercesores en el cielo, sino que también nos da en la tierra intercesores que
pidan por nosotros y nos obtengan beneficios.
Ya hicimos mención en otro lugar de las «monjitas», en especial de las que se dedican a
una vida de austeridad y oración, rogando a Dios por los que dejan de hacerlo. ¡Cuántas veces,
descorazonados nosotros de alcanzar de Dios algo que mucho deseamos, acudimos a estas
almas buenas, como último recurso, y Dios, por su intercesión, nos concede lo que antes parecía
negarnos!
Pero cuando Dios se muestra más cariñoso y, por decirlo así, más «manirroto» en
concedernos favores, es cuando, en el tiempo de la adversidad, de la tribulación o de las
enfermedades, resignados a Su Voluntad santísima, le pedimos algo. Las almas avezadas al
sufrimiento, las que mucho han padecido resignadamente las penas que Dios les envía,
conformándose en todo con la Divina Voluntad, son las que parecen tener en sus manos, por
medio de la oración, toda la fuerza de la Omnipotencia de Dios. Estas almas privilegiadas,
aunque son muy pocas, vienen siendo una especie de «pararrayos», pues detienen muchas
veces la justa ira de Dios contra individuos, pueblos o naciones.
Con lo dicho creemos haber dado una idea general de las diversas clases de
«abogados» que Dios pone a nuestra disposición para que nos ayuden a conseguir lo que le
pedimos, cuando nuestra fe o nuestra confianza vacilan. Ellos suplen nuestras faltas, ellos
interceden por nosotros, y Dios nos concede, por su intercesión, los favores que, de otro modo,
no nos hubiera concedido por nuestra poca fe.
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14 - EL ÚNICO MÉTODO
-¿Cuántos métodos tiene usted para aprender inglés?-preguntamos en una librería. Por
toda respuesta nos enseñaron un estante, y en él pudimos contar veintisiete métodos diversos,
entre grandes y chicos.
Preguntamos después cuál era el mejor. El dependiente, sonriendo, nos respondió:
-Tome cualquiera, que tan malo es uno como los demás.
-¿Entonces?
-Si quiere usted aprender a hablar inglés, váyase donde lo hablan, y hable. Todo lo
demás huelga.
Varias veces nos hemos acordado de esta respuesta cuando alguien nos ha preguntado
cuál es el mejor libro para aprender a orar... Todos serán lo buenos que se quiera, pero nada
puede compararse con «la práctica». Orar es la verdadera manera de aprender a orar.
La oración es como un idioma: el idioma para hablar con Dios. Es un idioma que tiene
poquísimas palabras. La razón es muy sencilla: porque esta lengua es únicamente para que Dios
nos entienda. Si nuestro Dios fuera una especie de Buda o Huitzilopoxli, de tardísimas
entendederas, justificado estaría un lenguaje abundante y sonoro para podernos dar a entender;
pero Nuestro Dios no es así. «En la oración no afectéis hablar mucho, como lo hacen los gentiles,
que se imaginan haber de ser oídos a fuerza de palabras. No queráis, pues, imitarlos, que bien
sabe vuestro Padre lo que habéis menester antes de pedírselo».
Pues entonces, ¿para qué son tantos devocionarios, novenas y triduos? Si hemos de
decir francamente nuestro parecer, afirmaríamos que, si nos atenemos a las palabras de Cristo,
que acabamos de citar, muchísimas de esas oraciones, triduos, novenas y devocionarios
deberían ser arrojados a las tinieblas exteriores, cuando contienen oraciones como la «Oración
del Justo Juez» u otras muy parecidas.
Cristo nos legó el Padrenuestro como el prototipo de la oración que debemos hacer
cuando nos dirijamos a nuestro Padre que está en los cielos. Toda oración, pues, que no siga
este «patrón», será todo lo buena que se quiera, pero no será conforme a lo que Cristo nos
enseñó.
A algunos "místicos y místicas" les da por escribir oraciones melosas y tontas, que
agradan al vulgo beato, pero que deberían ser prohibidas y jamás avaladas por los obispos, pues
dichas oraciones nada tienen que ver con el Padrenuestro, la oración cristiana prototipo. Y si
esos escritores o escritoras empalagosos quieren ver cómo Cristo oraba, lean los admirables
capítulos del 14 al 18 de San Juan, llenos de misticismo varonil y sublime.
Ya lo indicamos anteriormente: todas las razones que pongamos en nuestra oración,
todos los motivos que aleguemos, todos los títulos que queramos hacer valer, NO MUEVEN A
DIOS PARA NADA, «pues bien sabe vuestro Padre lo que habéis menester antes de pedírselo».
Pero estas razones convenientemente expuestas en la oración, esos afectos expresados de un
modo debido, SIRVEN PARA MOVERNOS A NOSOTROS MISMOS Y AUMENTAR NUESTRA
CONFIANZA DE SER ESCUCHADOS. De suerte que, lejos de reprobar las oraciones
hermosamente escritas, las oraciones llenas de pensamientos elevados, las devociones y
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novenas que encierran oraciones llenas de afectos varoniles y fervorosos; cuando éstas nos
mueven a pedir con más confianza y a resignar nuestra voluntad en manos de Dios, son
utilísimas y dignas de todo elogio y propaganda. No así las oraciones escritas para halagar
solamente nuestros oídos con frases rimbombantes o para exaltar nuestro misticismo con
melosidades afeminadas.
Cuando uno quiere aprender a hablar un idioma, lo que necesita es aprender «aquellas
palabras que son de uso continuo», el vocabulario más usual. Muchas veces nos hemos reído, al
leer en libros para aprender español, por ejemplo, frases como éstas
«-¿Tiene usted ánforas de cristal color púrpura talladas al esmeril?-No, señor, pero tengo
unos cortinajes de brocado de color violáceo...» ¿Cuántas veces en su vida va una persona a
usar las palabras contenidas en esas frases? Así pasa con muchísimas oraciones de las
contenidas en algunos devocionarios, llenos de hojarasca inútil.
Una de las mayores dificultades de la lengua inglesa es la diversa pronunciación de las
vocales. La «a» tiene cinco valores perfectamente perceptibles y distinguibles para los que
realmente hablan el idioma, pero «indistinguibles» e «impronunciables» para los que empiezan el
aprendizaje.
La frase que tiene más importancia en el «idioma de la oración» es muy sencilla en
apariencia, consta de poquísimas palabras; todos las podemos pronunciar sin dificultad; mas,
para darle su «verdadero sentido», para pronunciarla «sin acento», para decir con «espíritu»
semejante a aquel con que Cristo, nuestro Maestro, la pronunció, se necesitan muchos años de
práctica, de ejercicio constante y gracia especial de Dios. Esta frase, compendio de la oración, es
la siguiente
NO SE HAGA MI VOLUNTAD SINO LA TUYA.
Todo el secreto de la eficacia de la oración está en pedir con fe y sin vacilar; pues bien, el
único medio de no vacilar creyendo es «ponerse enteramente en las manos de Dios», quien
mejor que nosotros sabe lo que nos conviene. Para llegar a punto de ponernos «enteramente»
en las manos de Dios hay que empezar por hacer pequeños actos de conformidad de nuestra
voluntad con la divina. Con la repetición de estos actos, ayudados de Dios, llegamos a adquirir el
hábito de «conformarnos» con su voluntad santísima.
Si tomamos un pliego de papel y lo doblamos por la mitad, quedará marcada una línea.
Si lo extendemos y volvemos a doblarlo de nuevo, esta línea quedará más marcada que al
principio; y si repetimos esta operación muchas veces, el papel llegará a doblarse sin dificultad.
De una manera parecida, si empezamos a hacer actos de conformidad con la voluntad de Dios,
cuando algo le pedimos, al principio nos costará trabajo resignarnos con lo que Dios dispone, si
no es conforme con nuestras aspiraciones; pero si seguimos adelante por este camino, tratando
de conformar nuestra voluntad con la divina, llegaremos al fin, ayudados de la gracia, a
conformar nuestra voluntad con la de Dios. Desde ese momento, nuestra oración será
eficacísima, pues no vacilaremos ni un instante, sostenidos por la roca inconmovible de la
«voluntad de Dios».
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Pues bien, esta repetición de actos no la podemos llevar a cabo si no oramos. Hay que
orar y orar muchas veces para venir a adquirir el hábito de la oración, de un modo semejante a
cuando aprendemos un idioma.
Pero pasa, con el idioma de la oración, precisamente lo contrario de cuando aprendemos
una lengua. Mientras más practicamos un idioma, vamos adquiriendo un vocabulario más y más
abundante. En el idioma de la oración es al contrario: las palabras van disminuyendo a medida
que avanzamos en el aprendizaje de este idioma sublime; hasta que nuestro caudal llega a
reducirse a estas solas palabras
HÁGASE TU VOLUNTAD
Más aún, cuando la oración llega a ser enteramente «confiada», nuestra misma lengua
enmudece y NUESTRA ACTITUD DE SUMISIÓN COMPLETA VIENE A SER LA EXPRESIÓN
MAS ELOCUENTE DE NUESTRA SUPLICA.
Recordemos al Maestro de los Maestros orando en el Huerto con poquísimas palabras
primero y luego ya sin palabra alguna, ora postrado con el rostro en tierra, imagen de la sumisión
perfecta a la voluntad de su Padre.
Recordemos al grandilocuente poeta David disminuyendo sus prolongadas y
vehementes súplicas, ir encorvándose poco a poco delante del Señor, hasta exclamar en su
lenguaje, siempre pintoresco: «Adhaesit in terra venter noster» Como si dijera: de tanto
encorvarme ante tu voluntad, mi vientre ha echado raíces en la tierra.
Recordemos al coloso profeta Ellas, después de haber conseguido que bajara fuego del
Cielo, doblado como un arco ante el acontecimiento divino, llorar, pidiendo lluvia, sin musitar una
sola palabra.
Y para que no nos desanimemos pensando que esa clase de oración es sólo propia de
los grandes atletas del espíritu, recordemos aquella historia tan admirable que nos narra el Padre
Coloma en Resignación Perfecta:
SEÑOR AQUÍ ESTA TÍO PELLEJO
El contrabandista andaluz había llegado a usar con la mayor elocuencia el lenguaje
mudo de la oración.
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15 - LA CUARTA DIMENSIÓN
Si en tratándose de otras cosas es muy cierto que «el tiempo es oro», cuando se
relaciona con la oración, el factor tiempo suele ser desesperante.
Porque, si bien Dios ha prometido darnos lo que le pedimos con fe y sin vacilar, todavía
no hemos encontrado ninguna promesa de concedernos inmediatamente lo que le pedimos.
En las diversas curas milagrosas obradas por Cristo, concedió al punto lo que le pedían;
pero promesa de hacerlo así siempre no la encontramos en ninguna parte, y la hemos buscado
mucho.
David pide muchas veces a Dios que escuche pronto su oración: « Acude pronto a
ayudarme» ; pero no sabemos que el Señor haya acudido siempre inmediatamente a socorrerle.
Dios da seguramente alimento a los que se lo piden, y se lo da «en el tiempo oportuno», el cual
tiempo muchas veces no es el más inmediato.
Por esta dilación en recibir respuesta a lo que pedimos, si bien la recibimos finalmente,
se usa familiarmente aquel proverbio: «Dios aprieta, pero no ahoga.»
¿Por qué pasará así con tanta frecuencia? ¿No le cuesta a Dios lo mismo darme al punto
lo que le pido, en vez de dármelo mañana?
La respuesta a esta pregunta la encontramos en el Eclesiastés: «Todas las cosas tienen
su tiempo, y todo lo que hay debajo del cielo pasa en el término que se ha escrito... ; hay tiempo
de pedir y tiempo de recibir.»
La razón más conveniente de por qué Dios, muchas veces, no despacha nuestras
oraciones sino después de algún tiempo, es «porque la oración y la Providencia divina están
íntimamente unidas».Toda crisis produce su propio amo. La crisis que se verificó en el Paraíso
produjo su propio amo: Satanás. Dios había dado al hombre el dominio de todas las criaturas,
dominio que a Él le pertenecía: « Del Señor es la tierra y cuanto ella contiene; el mundo y todos
sus habitantes» Y dijo: «Hagamos al hombre a imagen y semejanza nuestra, y domine a los
peces del mar, y a las aves del cielo y a las bestias, y a toda la tierra, y a todo reptil que se mueve
sobre la tierra». «Le hiciste poco inferior a los ángeles, le coronaste de gloria y honor, y le has
dado el mando sobre las obras de tus manos. Todas ellas las pusiste a sus pies...».
Pues bien, el hombre, por el pecado, pasó al dominio de Satanás, «el príncipe de este
mundo», contra el cual vino Cristo a luchar. «Ahora el príncipe de este mundo va a ser lanzado
fuera» «Ya no hablaré mucho con vosotros, porque viene el príncipe de este mundo» «El
príncipe de este mundo ha sido ya juzgado...» «Mas ésta es la hora vuestra, y del poder de las
tinieblas» . Por el pecado, el hombre vino a ser hijo de Satanás: «Vosotros sois hijos del diablo, y
así queréis satisfacer los deseos de vuestro Padre...»
Pues bien, desde que el hombre pecó, el alma de cada uno de nosotros es el campo de
batalla donde pelean frente a frente Dios y el diablo, para conquistar a cada uno definitivamente.
Dios, para ayudarnos en esta batalla constante, en la que no podemos triunfar sin su gracia, ha
puesto en nuestras manos «un telégrafo sin hilos» para que le pidamos auxilio en todas nuestras
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necesidades durante la lucha, que es toda nuestra vida. «La vida del hombre sobre la tierra es
una perpetua guerra»
Esta telegrafía sin hilos es la ORACIÓN. Ella nos pone en comunicación constante con
nuestro Jefe, con el cuartel general. Por medio de ella informamos del estado de la campaña y
pedimos la ayuda necesaria. Sin este medio, pereceríamos miserablemente. Por esto se dice
que la oración es necesaria para nuestra salvación eterna. Pero como hay muchísimas cosas
temporales que nos ayudan o nos impiden conseguir nuestro último fin, tenemos necesidad de
informar a nuestro Jefe de lo que necesitamos, para que Él nos ayude, teniendo presente que,
como ya hemos dicho, el efecto de la oración no es «mover» a Dios, sino «pedirle cosas que Él
ha determinado darnos únicamente si se las pedimos». Quiere que en todo, pero en especial en
esta lucha contra el demonio, «dependamos de Él enteramente», y por esto quiere que le
pidamos constantemente su ayuda.
Ahora bien, Satanás sabe perfectamente que, si no oramos, caeremos en sus manos:
«Vigilad y orad, para que no caigáis en la tentación». La oración es un arma «ESPIRITUAL», y,
siendo el demonio espíritu, cae la oración directamente «dentro de su legal campo de
operaciones». Aquí es donde de veras entra la acción de Satanás y no «bailando mesas o
haciendo piruetas espiritistas». Aquí, en el campo espiritual de nuestra alma, es donde lucha con
mayor actividad y dentro de su esfera propia. «Sed sobrios, y estad en continua vela (orando),
porque vuestro enemigo, el diablo, anda girando como león rugiente alrededor de vosotros, en
busca de presa que devorar. Resistidle firmes en la fe» .
Para luchar contra este enemigo, nos aconseja San Pablo: «Revestios de toda armadura
de Dios para poder contrarrestar las asechanzas del diablo. Porque no es nuestra pelea contra
carne y sangre, sino contra los príncipes y potestades, contra los adalides de estas tinieblas del
mundo, CONTRA LOS ESPÍRITUS MALIGNOS... Por tanto, tomad las armas de Dios para poder
resistir..., HACIENDO EN TODO TIEMPO CON ESPÍRITU CONTINUAS ORACIONES Y
PLEGARIAS, velando para lo mismo con todo empeño, y ORANDO por todos los fieles y por mi.»
En esto vemos claramente que la ORACIÓN es el arma que se recomienda para luchar y
vencer a los espíritus en las tinieblas. Es, pues, muy natural que, CONOCIENDO EL DEMONIO
EL PODER DE ESTA ARMA, luche DE UNA MANERA MUY ESPECIAL PARA HACERNOS
VACILAR EN, LA ORACIÓN, para descorazonarnos. No nos parece, pues, que carezca de
fundamento el afirmar que TODO AQUELLO QUE TIENDE A DISMINUIR NUESTRA
CONFIANZA EN LA ORACIÓN es obra directa o indirecta de Satanás. Creemos que LA OBRA
PRINCIPAL DEL DEMONIO PARA PERDERNOS ESTÁ EN APARTARNOS DE LA ORACIÓN.
No le importa al demonio que RECEMOS MUCHO, con tal de que lo hagamos mal. La
oración del fariseo debió de ser muy agradable a Satanás; mientras que debió de saberle a
«cuerno quemado» la del humilde publicano.
Le tiene muy sin cuidado a Satanás que recemos interminables oraciones, repitiéndolas
miles de veces. Hay, por desgracia, muchos cristianos, que repiten incansablemente sus
oraciones «fonográficas», con especial contento de Satanás, que conoce la ineficacia de, esas
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oraciones «hechas sin fe y sin confianza», pero, eso sí, en voz alta y repitiéndolas innumerables
veces.
Cuando hemos hablado de que hay que tener fe al orar, queremos decir: TENER FE EN
DIOS, y de ningún modo FE EN LA ORACIÓN QUE DECIMOS. Hay muchas personas que así
como le dicen a uno: tome usted esta medicina, que es muy buena para la tos, nos dicen también:
LE RECOMIENDO A USTED ESTA ORACIÓN, QUE ES MUY EFICAZ para tal o cual cosa. Eso
es una barbaridad: NO HAY ORACIONES EFICACES POR ELLAS MISMAS, Lo eficaz es
NUESTRA FE Y NUESTRA CONFIANZA EN DIOS CUANDO ORAMOS, ya sea que usemos
estas o aquellas palabras.
La fe debe estar en Dios, no en las «fórmulas» que usamos con el nombre de oraciones.
Ya hemos repetido varias veces que las oraciones son buenas «para movernos a nosotros
mismos», preparándonos para pedir con fe y confianza. Ninguna oración, incluso el
Padrenuestro, ES EFICAZ POR SI MISMA.
El demonio, pues, nada tendrá que objetar contra nuestras oraciones si no están hechas
con fe y confianza, con humildad y resignación en la voluntad divina. Pero sí trabaja, y
fuertemente, contra las oraciones hechas con las condiciones debidas. Le va en ello quedar
vencido.
La oración es un elemento espiritual y, por consiguiente, dentro del legal campo de
operaciones del demonio, que es un espíritu. No parece, pues, improbable que Dios dé alguna
vez al demonio cierta libertad, dentro de este campo, para procurar retardar el que conozcamos
que nuestra oración HAYA SIDO DESPACHADA FAVORABLEMENTE.
Acerca de este punto es muy notable el siguiente pasaje de la Sagrada Escritura: «En
aquellos días estuve yo, Daniel, llorando por espacio de tres semanas (pidiéndole inteligencia de
ciertos sucesos futuros), sin probar pan delicado, carne, ni vino... Al fin de estas tres semanas, se
me apareció el Arcángel Gabriel, y me dijo: «Daniel, varón de deseos, atiende a las palabras que
yo te hablo... No tienes que temer, ¡Oh Daniel!, PORQUE DESDE EL PRIMER DIA en que, a fin
de alcanzar la inteligencia, resolviste en tu corazón mortificarte en la presencia de Dios,
FUERON ATENDIDOS TUS RUEGOS; Y POR CAUSA DE TUS ORACIONES HE VENIDO YO.
Pero el príncipe del reino de los persas se ha opuesto a mí POR ESPACIO DE VEINTIÚN DÍAS;
y he aquí que vino en mi ayuda Miguel...».
Notamos aquí lo siguiente: desde el primer día en que Daniel pidió, fue despachada su
oración y encargado el ángel Gabriel de ir a comunicárselo. Pero Gabriel es DETENIDO TRES
SEMANAS por el ángel de los persas, y tiene que intervenir Miguel para que Gabriel, dando de
ello conocimiento a Daniel, pueda cumplir su misión. Sea que por el «Ángel de los Persas» se
entienda un ángel bueno, ea el ángel malo, como otros interpretan, el caso es que el
conocimiento de que su oración (de Daniel) había sido oída,
Vemos, pues, que Dios puede permitir (por conducto de los ángeles buenos o malos) que
se retarde el conocimiento de que nuestra oración ha sido ya despachada, lo cual
necesariamente tiene que poner a prueba nuestra confianza.
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No parece, pues, improbable que el demonio, con permiso especial de Dios, procure, por
muchos medios que ignoramos, detener el éxito de nuestras peticiones por el mayor tiempo
posible, creando en nosotros la desconfianza. Una cosa es cierta: nada hay que descorazone
más fácilmente al que ora, como que se prolongue indefinidamente el tiempo en que su oración
ha de ser despachada.
Pues bien, conociendo esto Satanás, ¿no procurará de una manera u otra, si Dios se lo
permite, impedir que se despache nuestra oración, o que conozcamos que ha sido ya
despachada, para desanimarnos?
Hace tanto tiempo que pido tal cosa, y Dios no me oye; ¿para qué he de seguirle
pidiendo? ¿Cuántas veces hemos oído estas palabras, que no pueden menos de causar gran
alegría al Malo! Cada vez que «el elemento tiempo o cuarta dimensión» nos hace vacilar en
nuestra oración, Satanás consigue su triunfo, no sólo porque nos expone a perder lo que
actualmente hemos estado pidiendo, sino porque nos descorazonamos para seguir pidiendo en
lo futuro. Y cada vez que dejamos de orar por algo que necesitamos, Satanás triunfa.
No nos olvidemos que Dios N. S., por una razón o por otra no ha prometido oírnos
INMEDIATAMENTE, aunque pidamos con gran fe. Y si, por no recibir la respuesta al punto, «la
cuarta dimensión» nos hace vacilar, hemos perdido verdaderamente nuestro tiempo.
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16 - ¿QUÉ SE DICE, NIÑO...?
«Caminando Jesús hacia Jerusalén, atravesaba Samaria y Galilea y, estando para entrar
en una población, le salieron al encuentro diez leprosos..., y levantaron su voz diciendo: «Jesús,
Maestro, ten lástima de nosotros.» Luego que Jesús los vio, les dijo «Id, mostraos a los
sacerdotes.» Y cuando iban, quedaron curados. Uno de ellos, apenas echó de ver que estaba
limpio, volvió atrás glorificando a Dios a grandes voces, y se postró a los pies de Jesús, dándole
gracias, y éste era un samaritano. Jesús dijo entonces: «Pues qué, ¿no son diez los curados? ¿Y
los nueve, dónde están? No ha habido quien volviese a dar a Dios gloria, sino este extranjero.»
Después le dijo: «Levántate, tu fe te ha salvado».
A propósito de este ejemplo de los leprosos, nos decía, en cierta ocasión, una buena
mujer Irlandesa: «A mí me acostumbró mi madre, desde niña, a darle gracias a Nuestro Señor
siempre que recibía algún beneficio. ¿No hemos de ser con Él más corteses que con cualquiera
otra persona? Hay que darle siempre las gracias. Y Dios con esto nos hace mayores beneficios.»
Y nos contó con toda ingenuidad el caso siguiente:
-Mi hijo, Jack, es muy bueno; pero si le da por beber, se pasa meses sin trabajar. El me
sostiene, yo ya soy vieja y no puedo hacer nada. Llevaba Jack tres meses bebiendo, y a mí ya me
iban a echar fuera de la casa por no pagar el alquiler. Le debía al de la tienda, al carnicero, a
varios de los vecinos. No sabía ya qué hacer, y me ,fui a la iglesia a pedirle a Dios me ayudara.
Se lo pedí de veras, y al fin le dije: "Señor, dinero, o dame la muerte". Y nuestro Señor me dio ;
mitad y mitad.
-¿Cómo es eso?-le preguntamos sonriendo.
-Pues muy sencillo: salí de la iglesia y, al atravesar una calle, me atropelló un automóvil y
me rompió una pierna. Y por mi pierna rota me dieron quinientos dólares de indemnización. Hoy
salí del hospital, cojeo, pero puedo andar. Por eso dije: mi primera salida es a la iglesia, a darle a
Dios gracias por este favor; y aquí tiene, padre, estos cinco dólares para los pobres.
Por el caso de los leprosos vemos claramente que Cristo era sensible tanto a la ingratitud
de los nueve como a la gratitud de aquel pobre samaritano. Vemos que Él daba gracias a Su
Padre, como en el caso de la resurrección de Lázaro: «Oh Padre, gracias te doy porque me has
oído». Dio gracias a Su Padre al instituir el santo Sacramento: «Y tomando el cáliz, dio gracias, lo
bendijo y se lo dió, diciendo...» enseñándonos así, con el ejemplo, a ser agradecidos.
San Pablo claramente dice que es voluntad de Dios que le demos las gracias en todo por
Jesucristo: «Vivid siempre alegres. Orad sin intermisión. Dad gracias por todo al Señor; porque
esto es lo que quiere Dios que hagáis todos en nombre de Jesucristo». El Santo Apóstol así lo
hacía como lo aconsejaba: «Yo doy gracias a mi Dios cada vez que me acuerdo de vosotros,
rogando siempre con gozo por todos vosotros en todas mis oraciones» . La Iglesia, siguiendo
este ejemplo, a diario, y en todas las misas que incesantemente se celebran en todo el mundo,
levanta a Dios su voz agradecida en el hermosísimo canto del Prefacio: «Demos gracias a
nuestro Dios y Señor. Verdaderamente es digno, justo, equitativo y saludable darte gracias
siempre y en todas partes a Ti, Señor santo, Padre omnipotente y Dios eterno.»
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Si queremos que Dios nos vuelva a favorecer, después de habernos oído, no dejemos de
darle las gracias por los beneficios recibidos. Pero si queremos ganarle más la voluntad, démosle
gracias «por los beneficios que esperamos nos haga».Mas, si queremos ganarlo enteramente en
nuestro favor, démosle gracias también, de corazón, POR AQUELLAS COSAS QUE,
HABIÉNDOSELAS PEDIDO, NO NOS LAS HA CONCEDIDO.
Esto mostrará que nos ponemos enteramente en Sus manos, que creemos firmemente
que Él sabe mejor que nosotros lo que nos conviene, y que, por consiguiente, le decimos de
verdad: «Señor, que no se haga mi voluntad, sino la tuya. Gracias, mil gracias por todo lo que Tú
dispones, has dispuesto y dispondrás para mí. Tú sabes mejor lo que me conviene. Tú eres mi
Padre; gracias, Señor, gracias. Beso tu mano tanto cuando me concedes lo que pido, como
cuando no me lo concedes. Gracias, Señor, gracias.»
¿No lo hacemos así «por educación» aun cuando pedimos un favor y no se nos concede?
¿No decimos: gracias, volveré otra vez? No seamos con Dios menos corteses.
Acostumbremos darle siempre las gracias, como acostumbramos a los niños desde
chiquitos, cuando reciben algún favor. «¿Qué se dice, niño...?», decimos cuando el chiquito se
olvida, y el niño responde: «GRACIAS.» Terminaremos con las hermosísimas palabras de San
Pablo:
«No os inquietéis por la solicitud de alguna cosa, mas en todo presentad a Dios vuestras
peticiones por medio de la oración y las plegarias, acompañadas de la acción de gracias. Y la paz
de Dios, que sobrepuja a todo entendimiento, sea la guardia de vuestros corazones y de vuestros
sentimientos en Jesucristo.»
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17 - EL MAESTRO DE LOS MAESTROS
Y las aguas del Jordán se iluminaron de pronto cuando Jesús, después de bautizado por
Juan, salió a la ribera y arrodillado se puso a ORAR; era que los cielos se habían abierto
inesperadamente, y una voz celestial decía: «Tú eres mi Hijo amado, en Ti tengo puestas todas
mis delicias...».
En este solemnísimo instante, cuando el Padre declaraba a Cristo Rey y el Espíritu Santo
descendía para ungirlo, Jesús estaba en oración. La oración de Cristo había abierto los cielos...
Jesús había pasado el día en la Sinagoga de Cafarnaum, enseñando con admiración a
todos. Esparcida su fama, le habían traído muchos enfermos, que curó, así como también
posesos. Para pasar la noche, el Señor va a casa de Pedro, donde encuentra a la suegra de éste
enferma con fuerte calentura. Le suplican por su alivio, y la mujer sana.
A la caída del sol, la gente seguía llevándole enfermos para que los curara y
endemoniados para que los librara... Llega al fin la madrugada, y, cuando todos se entregaban
todavía al descanso, Jesús, sin ser notado, se dirige a un lugar solitario para hacer allí oración.
Simón y los otros discípulos, al despertar, lo buscan, y al fin lo encuentran orando: «Todos te
andan buscando», le dicen; a lo cual Él responde: «Vamos a las aldeas vecinas a predicar, que
para eso he venido.»
Después de un día de trabajo y fatiga, Jesús se levanta muy de mañana, se va a un lugar
solitario y se pone a orar, para seguir predicando. San Lucas nos cuenta que, después de la
pesca milagrosa y de haber predicado y curado, habiéndose extendido la fama de Jesús,
acudían las gentes en tropa para oírle y ser curados de sus enfermedades «MAS NO POR ESO
DEJABA ÉL DE RETIRARSE A LA SOLEDAD, Y HACER ALLÍ ORACIÓN»
De lo que se deduce que, a pesar de lo mucho que trabajaba y predicaba, Cristo no
dejaba ordinariamente de retirarse a algún lugar solitario a orar.
La ocasión era solemnísima ; el asunto de lo más importante. Jesús tenía muchos
discípulos, pero quería escoger a unos cuantos para que fueran sus amigos, los futuros
evangelizadores de la Buena Nueva. Iba a escoger a sus Apóstoles. ¿Cuál es la preparación de
Jesús para un acto tan importante?
«Por este tiempo se retiró a orar en un monte. Y PASO ALLÍ TODA LA NOCHE
HACIENDO ORACIÓN A DIOS. Y así fue que de día, llamó a sus discípulos, y escogió doce
entre ellos, a los cuales dio el nombre de Apóstoles.»
Y salió tan encendido de aquella oración, «que todo el mundo procuraba tocarle, porque
salía de Él una virtud que daba la salud a todos»... Y como de su cuerpo salía aquella virtud, así
de su espíritu brotaron aquellas maravillosas enseñanzas: las Bienaventuranzas.
«Bienaventurados los pobres de espíritu, los mansos, los que han hambre y sed de
justicia, los limpios de corazón, los que padecen persecuciones por la justicia... Amad a vuestros
enemigos, haced bien a los que os persiguen y calumnian. Sed, pues, misericordiosos, así como
vuestro Padre es misericordioso»
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Estas y otras sublimes enseñanzas, contenidas en el capítulo citado de San Lucas,
salieron de los labios de Jesús tras aquella noche memorable que pasó HACIENDO ORACIÓN A
DIOS...
¡Oh efectos prodigiosos de la oración del Hombre-Dios!
Iba Jesús a dar el paso más importante en la fundación de su Iglesia. Iba a escoger la
piedra fundamental, sobre la cual debía edificarla: «Sucedió un día que, habiéndose retirado a
hacer oración teniendo consigo a sus discípulos les preguntó : «¿Quién dicen las gentes que
soy?» Respondieron ellos: «Unos dicen que Juan Bautista, otros que Elías, otros Jeremías o
alguno de los Profetas.» Díceles Jesús: «Y vosotros, ¿quién decís que soy?» Tomando la
palabra Simón Pedro, dijo: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.» Y Jesús, respondiendo, le dijo:
«Bienaventurado eres, Simón Barjona, porque no te ha revelado eso la carne y sangre, sino mi
Padre que está en los cielos. Y yo te digo que tú eres Pedro, y que sobre esta piedra edificaré mi
Iglesia, y las puertas del Infierno no prevalecerán contra ella. Y a ti te daré las llaves del Reino de
los cielos, y todo lo que atares sobre la tierra será también atado en los cielos, y todo lo que
desatares sobre la tierra, será también desatado en los cielos»
La Iglesia es un fruto divino de la oración de Cristo.
«Sucedió que, cerca de ocho días después de dichas palabras, tomó Jesús consigo a
Pedro y a Santiago y Juan, y subió a un monte a orar. Y mientras estaba orando, apareció la
divina figura de su semblante, y su vestido se volvió blanco y refulgente. Y viéronse de repente
dos personajes que hablaban con Él, los cuales eran Moisés y Elías, que aparecieron en forma
gloriosa; y hablaban con Él de su salida del mundo, la cual estaba para verificarse en Jerusalén...
Mas en tanto que esto sucedía, formóse una nube que los cubrió y, viéndolos entrar en la nube,
quedaron los discípulos aterrados, y salió de la nube una voz que decía: «Este es el Hijo mío
querido; escuchadle»
La oración de Cristo había de nuevo rasgado los cielos, y su Padre, a quien Él oraba, lo
había declarado, una vez más, su Hijo muy amado, a quien debíamos imitar y seguir...Había
Jesús enviado a sus Apóstoles y discípulos a predicar y volvían ellos gozosos, diciéndole: «Hasta
los demonios mismos se sujetan a nosotros por la virtud de Tu nombre...»
Y en aquel mismo punto, Jesús manifestó su extraordinario gozo, a impulso del Espíritu
Santo, y (orando) dijo: «Yo te alabo, Padre mío, Señor del cielo y de la tierra, porque has
encubierto estas cosas a los sabios y a los prudentes, y descubierto a los pequeños. Así es, ¡oh
Padre!, porque así fue tu beneplácito».
He aquí una oración de Cristo, basada en el mismo principio que El enseñará: «Hágase
tu voluntad.»Tanto habían visto los Apóstoles orar a Jesús, y tan grandes prodigios habían
notado que producía aquella sublime oración del Hijo de Dios, que un día, estando Jesús orando
en cierto lugar, acabada la oración, le dijo uno de sus discípulos:
«Señor, enséñanos a orar, como enseñó también Juan a sus discípulos.» Y Jesús le
respondió: «Cuando os pongáis a orar, habéis de decir: «Padre nuestro, santificado sea Tu
nombre...» .
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Sin duda Cristo había orado aquella vez para que sus discípulos le hicieran aquella
pregunta, que tuvo por respuesta la más sublime de las oraciones: El Padrenuestro.
Lázaro, el amigo a quien Jesús tanto amaba, había muerto. Marta, la hermana de Lázaro,
sale al encuentro de Cristo y llorando le dice: «Señor, si hubieras estado aquí, no hubiera muerto
mi hermano; bien que estoy convencida de que ahora mismo te concederá Dios cualquiera cosa
que pidieres.» Dícele Jesús: «Tu hermano resucitará.» Respóndele Marta: «Sé que resucitará en
la resurrección en el último día.» Le dijo Jesús: «Yo soy la resurrección y la vida; quien cree en Mí,
aunque hubiere muerto, vivirá, y todo aquel que vive y cree en Mí no morirá para siempre. ¿Crees
tú esto?» Respondióle: «¡Oh Señor!, sí que lo creo, y que Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo, que
ha venido a este mundo...» Jesús, al ver llorar a Marta, y ver llorar a los judíos que con ella
habían venido, estremecióse en su alma y conturbóse, y dijo: «¿Dónde lo pusisteis?» «Ven,
Señor-le dijeron-y lo verás.» Entonces se le arrasaron los ojos en lágrimas, en vista de lo cual
dijeron los judíos: «Mirad cómo le amaba...» Finalmente, prorrumpiendo Jesús en nuevos
sollozos que le salían del corazón, vino al sepulcro... Quitaron, pues, la piedra, y Jesús,
levantando los ojos al cielo, dijo: «¡Oh Padre!, gracias te doy porque me has oído; bien es verdad
que Yo sabía que siempre me oyes; mas lo he hecho por razón de este pueblo que está
alrededor de Mí, con el fin de que crean que Tú eres el que me has enviado.» Dicho esto, gritó en
voz muy alta «Lázaro, sal afuera.» Y al instante, el que había muerto salió afuera...». Cristo no
pudo resistir a las lágrimas de aquellos que creían en Él y que tanto le habían amado, y su
oración omnipotente volvió la vida a Lázaro, que ya hedía.
La idea de su próxima pasión y muerte estaba ya fija eh la mente de Nuestro Divino
Salvador. Debía morir, esto no le aterraba; pero al pensar que había de presentarse ante su
Padre, cubierto con la lepra de nuestros pecados, para morir como pecador y así redimir al
mundo, le hacía temblar y turbarse a la sola idea del pecado con que había de revestirse:
«...Pero ahora mi alma se ha conturbado. Y ¿qué haré? ¡Oh Padre!, líbrame de esta
hora. Mas para esa misma hora he venido al mundo. ¡Oh Padre!, glorifica tu santo nombre.» Al
momento se oyó del cielo esta voz: «Le he glorificado ya y le glorificaré todavía más».
La oración angustiosa del Hijo de Dios había rasgado el cielo por tercera vez. El fogoso
apóstol Pedro confiaba demasiado en sus fuerzas, y, en lugar de orar para no caer en la
tentación, se dormía. Jesús le amaba y le había escogido... Por esto oró especialmente por él:
«Simón, Simón, mira que Satanás va tras vosotros para zarandearos como trigo. Mas yo he
rogado por ti, a fin de que tu fe no perezca, y tú, cuando te conviertas, confirma en ella a tus
hermanos» .
Satanás. dentro de su propia esfera, trató de impedir que Pedro orara y lo consiguió:
«¿Por qué dormís? Levantaos y orad para no caer en la tentación». Pero aunque Pedro no oró y
por eso Satanás le venció, Cristo había orado por él para que su fe no pereciera, como la de
Judas. Señor Jesús, ora por mí, para que no caiga en poder de Satanás.
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18 – CLAROSCURO
La siguiente oración forma parte principalísima del Testamento de Cristo:
«Y levantando sus ojos al cielo, dijo: «Padre mío, la hora es llegada, glorifica a tu Hijo,
para que tu Hijo te glorifique a Ti; pues le has dado poder sobre todo el linaje humano, para que
dé la vida eterna a todos los que le has señalado. Y la vida eterna consiste en conocerte a Ti, solo
Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien Tú enviaste.
Yo te he glorificado en la tierra; tengo acabada la obra cuya ejecución me encomendaste.
Ahora, glorifícame Tú, ¡oh Padre!, en Ti mismo, con aquella gloria que tuve Yo en Ti antes que el
mundo fuese. Yo he manifestado Tu nombre a los hombres que me has dado del mundo. Tuyos
eran. y me los diste, y ellos han puesto por obra Tu palabra. Ahora han conocido que todo lo que
me diste viene de Ti.
Porque Yo les di las palabras que Tú me diste, y ellos las han recibido y han reconocido
verdaderamente que Yo salí de Ti, y han creído que me has enviado. Por ellos ruego ahora. No
ruego por el mundo, sino por éstos que me diste, porque son tuyos, y todas mis cosas son tuyas,
como las tuyas mías, y en ellos he sido glorificado.
Yo ya no estoy en el mundo, pero éstos quedan en el mundo; Yo estoy de partida para Ti.
i Oh Padre Santo!, guarda en Tu nombre a éstos que Tú me has dado, a fin de que sean una
misma cosa, así como nosotros lo somos. Mientras estaba Yo con ellos, Yo les defendía en Tu
nombre. He guardado los que Tú me diste, y ninguno de ellos se ha perdido, sino el hijo de
perdición, cumpliéndose así la Escritura.
Mas ahora vengo a Ti y digo esto en el mundo, a fin de que ellos tengan en si mismos el
gozo cumplido que tengo Yo. Yo les he comunicado Tu doctrina, v el mundo los ha aborrecido,
porque no son del mundo, así como Yo tampoco soy del mundo. No te pido que los saques del
mundo, sino que los preserves del mal. Ellos no son del mundo, como ni Yo tampoco soy del
mundo. Santifícalos en la verdad. La palabra tuya es la verdad misma. Así como Tú me has
enviado al mundo, así Yo les he enviado también al mundo. Y Yo, por amor de ellos, me santifico
a Mí mismo, con el fin de que ellos sean santificados en la verdad.
Pero no ruego solamente por éstos, sino también por aquellos que han de creer en mi
nombre por medio de su predicación; que todos sean una misma cosa, y que como Tú, ¡ oh
Padre!, estás en Mí y Yo en Ti, así sean ellos una misma cosa en nosotros, para que crea el
mundo que Tú me has enviado. Yo ya les he dado la gloria que Tú me diste, para que sean una
misma cosa, como lo somos nosotros. Yo en ellos y Tú en Mí, a fin de que sean consumados en
la unidad, y conozca el mundo que Tú me has enviado, .y amándolos a ellos, como a Mí amaste.
¡Oh Padre!. Yo deseo que aquellos que Tú me has dado, estén conmigo allí mismo
donde Yo estoy, para que contemplen mi gloria, la cual Tú me has dado, porque Tú me amaste
antes de la creación del mundo. ¡Oh Padre justo!, el mundo no te ha conocido; Yo sí que te he
conocido, y éstos han conocido que Tú me enviaste. Yo, por mi parte, les he dado y daré a
conocer Tu nombre, para que el amor con que me amaste, en ellos esté, y Yo en ellos»
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Este fue el testamento del amor, la oración final por los suyos. Y después de esta oración
se levantó Jesús y marchó al Huerto a seguir orando en la oscuridad más profunda.
Dice San Ignacio que, cuando meditamos la Pasión del Señor, una de las cosas que más
debemos contemplar es «cómo la Divinidad se oculta», dejando a Cristo en una oscuridad
espantosa, para que así la Sagrada Humanidad pudiera padecer y sufrir...Después de terminada
la oración anterior, levantóse Jesús y salió del Cenáculo. Las luces de la lámpara de siete brazos,
que durante la cena había ardido, fueron apagadas a la salida del Redentor y sus discípulos.
Caminaba Aquél hacia el torrente del Cedrón por pedregosa vereda, apenas alumbrada
por la luz opaca de la luna, que con dificultad traspasaba la densa capa de tempestuosas nubes
que cubrían el cielo de la ciudad deicida...
Pedro, llevando en la mano la linterna, trata de alumbrar la tortuosa senda por la que
camina Jesús silencioso, con la cabeza baja, agobiado por el peso de las lúgubres ideas que «el
poder de las Tinieblas» suscita en la mente del Hombre-Dios..., queriendo con ellas estorbar la
oración en la que la Sagrada Humanidad había de encontrar fuerzas para vencer al «príncipe de
este mundo».
Al llegar al Huerto, la linterna de Pedro se extingue, por falta de aceite; como la de las
vírgenes necias; el cielo se oscurece totalmente, y quedan todos sumergidos en completa
oscuridad... Pero Jesús conoce aquel lugar, a donde tantas veces se ha retirado a orar
acompañado del que en aquel momento, incitado por Satanás, se prepara a entregarlo.
Deja a sus discípulos a la entrada del Huerto, y tomando a Pedro, Santiago y Juan se
interna en lo más tupido de la arboleda. Les recomienda que velen y oren para no caer en la
tentación, pues Satanás, como león rugiente, los acecha. Se retira Jesús a un lugar más solitario
aún más oscuro; se postra en tierra y ora. Alrededor de Jesús, cubriéndolo por doquiera, aparece
una oscuridad más densa, más negra, más profunda: la del poder de las tinieblas que lo oprime.
Jesús tiembla, oculta el rostro entre las manos y, cerrando los ojos, ora. Ora con intensidad
inaudita..., pero no brilla a su lado el menor rayo de luz.
«Si eres Hijo de Dios-le dice una voz conocida-, recuerda lo que de Él escribió el Profeta
Isaías..., recuerda el capítulo 53 ...» Jesús se tapa los oídos para no escuchar aquella voz..., pero
las palabras del Tentador penetran en su entendimiento. «Él crecerá-prosigue la voz-como una
humilde planta, como una raíz en tierra árida; no es de aspecto bello, ni es esplendoroso;
nosotros lo hemos visto, y nada hay que atraiga nuestros ojos ni llame nuestra atención hacia
Él...» Cristo se arroja por el suelo lleno de angustia, pues sabe muy bien lo que significan
aquellas proféticas palabras... La voz odiada resuena de nuevo, después de haber dado tiempo
para que penetraran en el alma de Cristo los anteriores conceptos: «Le vimos después
DESPRECIADO... EL DESECHO DE LOS HOMBRES..., varón de dolores... SU ROSTRO
CUBIERTO DE VERGÜENZA Y AFRENTADO..., no hicimos de Él ningún caso...»
Jesús se entristece y angustia..., y ora. Su alma siente agonías mortales y exclama:
«¡Padre, Padre mío! ...» Mas su voz no tiene eco alguno. El Tentador prosigue: «...Fué llagado y
despedazado...» Y Jesús, lleno de angustia, clama: «Padre, Padre mío...», y su Padre no
responde... «Yo sé que siempre me oyes...» Pero no viene respuesta alguna...«Reputado como
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leproso..., herido y humillado por la mano de Dios», añade Satanás...«Padre, Padre mío, si es
posible, no me hagas beber este cáliz», dice Jesús orando con mayor intensidad...Satanás se
sonríe, y añade: «Él tomó sobre Sí las dolencias... LOS PECADOS de todos...»Jesús, al oír
aquello, «entra en agonía y ora más y más...» «HA CARGADO SOBRE SUS ESPALDAS LAS
INQUIETUDES DE TODOS...» Y Satanás calló... Jesús, el pacientísimo Jesús, estaba dispuesto
a sufrir toda clase de dolores y padecimientos...
Pero Jesús, la inocencia, la justicia misma, tuvo que vestirse con la lepra de nuestros
pecados, pasando COMO PECADOR a los ojos de su Padre..., eso era un cáliz que no podía
beber, ése era el más espantoso de los tormentos. Y Jesús suda sangre en su agonía: «Y vínole
un sudor como de gotas de sangre que chorreaba hasta la tierra...» Y en su angustia exclamaba:
«Padre, Padre mío, todas las cosas te son posibles..., aparta de Mí este cáliz.» Y Satanás «Si
eres el Hijo de Dios, tienes que pasar por pecador ante los ojos mismos de tu Padre...», ante los
ojos mismos de tu Padre... Pecador... PECADOR... PECADOR...
Entonces Jesús, reconociendo aquella voz, irguiéndose, exclama: «Pero no se haga mi
voluntad, sino la tuya.»
Satanás se repliega espantado al escuchar aquellas palabras..., y Jesús se levanta para
cuidar de sus discípulos... Va a ellos y los encuentra dormidos... Tres veces se repite la batalla,
asediando Satanás a Jesús con más fuerza cada vez... Pero Jesús exclama, en medio de su
angustia:
«NO SE HAGA MI VOLUNTAD, SINO LA TUYA ...»
Y, al fin, victorioso, se levanta y marcha para ser entregado en manos de los pecadores...,
para que «el poder de las tinieblas lo cerque...»
Su Padre cuidará de El, AUNQUE EN AQUEL MOMENTO PAREZCA QUE NO LO
ESCUCHA.
LA ORACIÓN SUBLIME DE CRISTO HABÍA TRIUNFADO.
CUMPLIÉNDOSE LA VOLUNTAD DEL PADRE, JESÚS, CON EL HÁBITO DEL
PECADOR..., IBA A REDIMIR AL MUNDO... Y A MORIR EN LA CRUZ INFAME...
PARA RESUCITAR GLORIOSO AL TERCER DIA...
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19 - CUADROS CONOCIDOS
Entre las tinieblas y la oscuridad existe una gran diferencia: la oscuridad es carencia de
luz, pero a las tinieblas se añade: «que debería haber luz donde reina la oscuridad». En una
caverna donde nunca ha penetrado la luz, hay oscuridad; pero si, estando en un gran salón
perfectamente iluminado, se apaga la luz, decimos que nos quedamos en tinieblas, pues debería
seguir la luz encendida.
Por eso el Ángel de la Luz, al perderla, se convirtió un Príncipe de las Tinieblas y no de la
oscuridad. Una lucha mortal se había entablado entre el que es «LUZ DEL MUNDO» y «EL
PODER DE LAS TINIEBLAS». Satanás y todos los suyos, sea que pertenecieran al mundo o al
infierno, todos ellos, todo el poder de las Tinieblas estaba luchando contra Jesús; y Este no quiso
que ni los suyos de este mundo ni los espíritus angélicos le ayudaran en la lucha.
Cristo tenía un arma mucho más poderosa que todas para vencer al enemigo: LA
ORACIÓN. Estaba «revestido de la armadura de Dios, para poder contrarrestar las asechanzas
del diablo; porque su pelea no y era contra la carne y sangre, sino contra los príncipes y
potestades, contra los espíritus malignos».
Por eso dijo a Pedro: «Vuelve tu espada a la vaina... ¿Piensas que no puedo acudir a mi
Padre, y pondrá a mi disposición más de doce legiones de ángeles?» En cambio, «El tomó el
yelmo de la salud y empuñó la espada del espíritu, haciendo constantemente y con todo fervor
continuas oraciones y plegarias». Y con esta espada triunfó en las más tremendas batallas que
cielo y tierra han presenciado, aunque después de haber sufrido agonías de muerte. En medio de
las tinieblas se había hecho la luz, y Jesús había conocido «la voluntad de su Padre». Tenía que
pasar por «pecador» y morir crucificado. «¿Cómo se cumplirán, si no, las Escrituras -dijo a
Pedro-, según las cuales conviene que así suceda?»
Nada hay que cause tanta pena a un hombre honrado como ser tachado de ladrón. El
diablo había visto que la mayor pena de Cristo era la de pasar por «pecador», y así hizo que sus
satélites fueran a prender a Cristo del modo que más le hiriera: como si fuera un malhechor.
«Como contra un ladrón, habéis salido con espadas y con palos a prenderme; cada día
estaba sentado ante vosotros enseñando en el templo, y nunca me prendisteis. Verdad que todo
esto ha sucedido para que se cumplan las Escrituras». Cristo había dicho ya con toda el alma:
«No se haga mi voluntad, sino la tuya.»
Los sufrimientos corporales que padeció Cristo durante la Pasión, las injurias que le
hicieron, la misma negación de Pedro, vinieron en cierto modo a distraer su ánimo de aquella
idea fija que le atormentaba: «pasar por pecador a los mismos ojos de su Padre». Pero al llegar el
momento del suplicio, la lucha infernal se hace más y más intensa. Los agentes de Satanás,
inspirados por éste, crucifican a Jesús «entre dos bandidos», y ambos insultan a «su
compañero», culpándole de sufrir por su causa aquel suplicio anticipadamente y con tanto lujo de
publicidad.
Jesús, en la Cruz, ora y sigue orando...
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Y ora por los que le persiguen, por los que de El se mofan, y ora a su Padre por ellos:
«Padre, perdónalos... porque no saben lo que hacen...» ; me calumnian, me toman por un
malhechor como ellos... Padre, perdónalos..., no saben lo que dicen...
Y Jesús dijo: «Sed tengo» de que se me haga justicia... Y entonces oyó la voz de uno de
los malhechores con Él crucificado que decía a su compañero «Cómo, ¿ni aun temes a Dios,
estando en el suplicio? Nosotros, a la verdad, estamos en él justamente, pues pagamos la pena
merecida por nuestros delitos; PERO ÉSTE NINGÚN MAL HA HECHO...»
El ladrón había hecho justicia a Jesús...
El último favor, la última oración que Cristo había de escuchar sobre la tierra durante su
vida mortal, fue la de aquel bandido QUE LE HABÍA HECHO JUSTICIA...
Y el malhechor decía después a Jesús: «Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu
reino...» Seguía aquel bandido bienaventurado haciendo justicia a Cristo, PROCLAMÁNDOLO
POR REY, y haciendo la primera petición que había de despachar apenas entrara en su reino...
«Y Jesús le dijo: En verdad te digo, que hoy estarás conmigo en el Paraíso».
En aquel momento, en que la lucha era más espantosa, en que todas las furias del
Averno, ayudadas de los judíos, luchaban contra CRISTO SOLO..., la oración del malhechor, del
bandido, del criminal, que hace justicia de Jesús, reconociéndole inocente..., más aún, como
Rey..., hace suspender el combate para que, el QUE PASABA POR PECADOR CRUCIFICADO,
EL REY DE LA GLORIA, FIRME SU PRIMER DECRETO DE PERDÓN CON AQUELLA
SANGRE FRESCA QUE ESTABA DERRAMANDO...
«Esta es vuestra hora, y la del poder de las Tinieblas...»
El triunfo de la oración del bandido, en aquellos momentos, debió de enfurecer a Satanás,
a los príncipes y potestades, a los adalides de las tinieblas, a los malignos «espíritus de los aires»,
los cuales, para aterrar en la lucha y mostrar su poder, desde la hora sexta, o mediodía, hasta la
hora nona, o tres de la tarde, cubren de TINIEBLAS LA TIERRA... No hay fenómenos más
aterradores que los que se relacionan con la luz...
Si la oscuridad de noche siempre causa temor, cuando nuestro ánimo está preocupado,
las TINIEBLAS de día causan verdadero terror... Pero junto con las tinieblas corporales, las
tinieblas del espíritu oprimían más y más al Salvador moribundo...
Y Satanás, acercándose al oído, le diría: «Si eres el Hijo de Dios..., ¿por qué estás
reputado entre los malhechores?... ¿Por qué has llegado a esta condición, sino porque eres de
veras un malhechor?... Mal hijo, mira cómo dejas avergonzada a la que te dio el ser... ¿Cómo
puede creer en tu inocencia cuando te ve condenado por el más alto y sagrado de los tribunales
del pueblo escogido?... Mal hijo... mira cómo dejas a tu madre...»
Y Jesús, en su agonía penosísima, se vuelve a María, que está al pie de la Cruz, y se la
recomienda a Juan: «He ahí a tu Madre...» «Embustero, hipócrita...», repetiría Satanás. Y los
aliados del poder de las Tinieblas decían «Hola, tú que destruyes el templo de Dios y que lo
reedificas en tres días, sálvate a ti mismo bajando de la Cruz...» Y Satanás repetiría al oído de
Jesús: «Embaucador, embustero...»
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Y los príncipes de los sacerdotes, haciéndole eco a Satanás, decían en tono de mofa:
«Desciende ahora de la Cruz, para que seamos testigos de vista .y creamos...» Y Satanás
repetiría: «Impostor, embustero, hipócrita..., que venga ahora tu Padre a salvarte... Él que
siempre te oye..., que venga..., que venga.»
En aquellos momentos la oscuridad en la mente de Cristo, proveniente de haberse
ocultado la divinidad para dejarle sufrir, había llegado a su mayor densidad. Jesús no veía nada...,
clamaba a su Padre y Éste parecía no responderle..., su oración parecía inútil...
Y Satanás le dice: «Clama lo que quieras, llama a tu Padre; pero sabemos que Dios no
oye a los pecadores, y Tú eres un pecador, un hipócrita... Clama, clama, que no serás oído... Tu
Padre te ha abandonado...»
Y Jesús, en su aflicción sin consuelo. exclama «Dios mío, Dios mío, ¿porqué me has
abandonado?...» Después, elevando sus ojos al cielo, dice: «Todo está consumado...» He
cumplido tu voluntad... «En tus manos encomiendo mi espíritu.» Y con esta oración en los labios,
bajó Cristo la cabeza y expiró... «Y el velo del templo se rasgó... »Y la tierra tembló, y se partieron
las piedras, y los cuerpos de muchos Santos que habían muerto, resucitaron... »Y el centurión y
los que guardaban a Jesús decían: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios...»
La oración de Cristo había sido escuchada. La redención del mundo se había efectuado,
pero por el camino elegido por el Padre.
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20 - ESTUDIANDO EN LA PRIMERA GALERÍA
Cuántas veces hemos visto, en los grandes museos de Europa, a turistas , guía en mano,
recorriendo en pocos minutos aquellas galerías donde se encierran los mayores tesoros de arte
que han producido el pincel o cincel humanos. Y lo peor del caso es que, al volver a su país, no
sólo dan cuenta de las maravillas que han visto, sino que se atreven a criticarlas o a dar su
opinión sobre ellas como si las hubieran estudiado a fondo.
En cambio, nunca nos olvidaremos de un joven artista a quien encontramos en Roma,
sentado, contemplando con aire extasiado y lápiz en mano "El rapto de Proserpina", la obra,
quizá, más perfecta de Bernini. Nos llamó la atención, y preguntamos quién era. El cicerone nos
respondió :
-Es un joven florentino que hace un mes viene diariamente, y se pasa las horas
contemplando ese grupo desde diferentes puntos de vista, tomando apuntes a lápiz. Al terminar,
se acerca y toca con delicadeza el mármol, pasa la mano con cariño sobre las estatuas, como si
quisiera persuadirse de si son de mármol o más bien de carne... Y antes de salir, al llegar a la
puerta, vuelve la vista para despedirse desde allí del grupo, como si sintiera dejarlo.
En los capítulos anteriores dejamos trazada, con amor y cariño, una serie de cuadros
tomados de los Evangelios, en los cuales presentamos a Cristo ORANDO, en diversas
circunstancias de su vida pública.
Es una galería, más que de cuadros acabados, de bocetos trazados con mano maestra
por los Evangelistas, inspirados por el Espíritu Santo. Nosotros, para no desvirtuarlos, solamente
hemos añadido algunas de las muchas reflexiones que esas obras maestras han despertado en
nuestra mente, para ayudar a los lectores.
Habrá algunos, desgraciadamente los más, que pasen por esta galería como los
«turistas americanos», viendo de paso y sin considerar con detención. Con esto quedarán ellos
satisfechos, pero el fruto que de tan superficial recorrido sacarán será insignificante.
¡Cuánto mejor harían los lectores, deseosos de aprender a orar, teniendo delante los
ejemplos del Maestro de los Maestros, deteniéndose indefinidamente ante cada uno de los
cuadros de esta galería para estudiarlos a su sabor!
Nosotros hubiéramos podido hacer comentarios, más o menos atinados, sobre cada uno
de ellos, formando una especie de guía; pero el resultado hubiera sido, indefectiblemente, el de
la guía: hubieran creído los lectores que con seguir nuestras reflexiones habrían apreciado en lo
debido cada uno de estos admirables bocetos; y lo que realmente habrían conseguido sería
participar a medias de nuestra manera de apreciarlos, incompleta y necesariamente defectuosa,
por buena que hubiera sido.
¡Qué diferencia entre estudiar bajo la dirección de un pobre maestro o ser iluminados por
el Divino Espíritu, el cual «cuando venga, os enseñará todas las verdades! ». Aquí es donde
entra LA MEDITACIÓN, para que aprendamos a orar. Meditando una y muchas veces estos
pasajes, rumiándolos y saboreándolos, iremos encontrando muchas cosas, si con humildad y
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como discípulos pedimos al Divino Espíritu que nos ilumine para conocer más y más a Cristo,
para que, conociéndolo más, lo amemos más y consiguientemente lo imitemos.
Consideremos «el hábito de la oración» con que vemos a nuestro Divino Maestro orar
continuamente a su Padre; levantándose muy de mañana y, en circunstancias especiales,
pasando toda la noche en oración. Consideremos los lugares que escoge para orar: lejos del
mundanal ruido: el desierto, los montes, el huerto de los olivos. Acordémonos de la regla que dio
a sus discípulos: «Asimismo, cuando oréis, no habéis de hacer como los hipócritas, que de
propósito se ponen a orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las calles para ser vistos
de los hombres. En verdad os digo que ya recibieron su recompensa. Tú, al contrario, cuando
hubieres de orar, entra en tu aposento, y, cerrada la puerta, ora en secreto a tu Padre, y tu Padre,
que ve lo más secreto te premiará» .
Cristo no oraba en su aposento, porque, aunque «las aves del campo tienen sus nidos, el
Hijo del hombre no tiene dónde reclinar su cabeza». Oremos allí donde está Él con nosotros...,
ante el Santísimo Sacramento.
Consideremos cómo ora y con cuánto tesón, en las grandes crisis de su vida, para
conformar enteramente su voluntad con la de su Padre, para adquirir una fuerza necesaria para
la lucha con el espíritu de las Tinieblas, el cual, estando dentro de su campo de combate, procura
turbar nuestra oración para hacernos caer en la tentación.
Consideremos cómo ora por todos y pidámosle siempre que «ore por nosotros como oró
por Pedro», para que el demonio no destruya nuestra fe; como oró por sus discípulos, para que
seamos uno con Él.
Consideremos cómo enseñó a sus discípulos a orar, y pidámosle que nos enseñe.
Pidámosle con los Apóstoles que aumente nuestra fe, y con el padre del poseso: «Creo, Señor,
aumenta mi fe»
Consideremos que toda la oración de Cristo vino a reducirse a estas palabras: «Hágase,
Señor, tu voluntad.» Pidámosle que nos enseñe a pronunciar estas palabras, «compendio del
lenguaje de la oración», de un modo semejante a como Él las pronunció en el Huerto de los
Olivos.
Este es el fin con que hemos formado esta galería, para que estudiemos estos cuadros
en la meditación constante. No los hemos comentado largamente, «porque no el mucho saber
harta y satisface el alma, sino el gustar las cosas internamente», como dice San Ignacio en los
Ejercicios.
Gustemos internamente estas enseñanzas de Cristo, muchas veces, y veremos cómo,
sin darnos cuenta, aprenderemos a orar a ejemplo del Maestro de los Maestros.
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21 - DE LA ESCUELA ANTIGUA
La escena pasa hace más de cuatro mil años. El sol había desaparecido del horizonte
hacía varias horas; los grandes rebaños de corderos y cabritos dormían tranquilos, mientras el
ganado bovino rumiaba pausadamente. De cuando en cuando se oían los ladridos de los fieles
mastines, y los vigilantes gallos anunciaban con regularidad las vigilias de la noche.
Todo está en calma, y mientras la campiña se ve envuelta en apacibles sombras, las
estrellas parpadean con insistencia, como si estuvieran alerta para no perder ningún detalle de
un acontecimiento extraordinario que parecen presentir... Sobre una pequeña eminencia que
domina la campiña se levanta cónica la tienda del amo de aquellos rebaños. Este, medio
recostado en un cofre lleno de oro, recarga sobre su mano la venerable cabeza. El anciano
Patriarca de luenga y sedosa barba blanca está despierto, pues tristes pensamientos le roban el
sueño...
«Hace ya veinte largos años-se decía-que salí de Harán, por mandato del Señor,
dejando mi parentela, mi tierra y la casa de mi padre... ¿Para qué? Cierto que el Señor me ha
bendecido haciéndome rico en oro y en innumerables rebaños; me ha hecho poderoso y
respetado por los reyes, que buscan mi alianza. Pero ¿para qué todo esto...?» Y el anciano cerró
los ojos llenos de lágrimas..., cuando de pronto oye estas palabras: «Abram, no temas, yo soy tu
protector, y tu galardón sobre manera grande.»
A lo que Abram respondió:¡ Oh Señor Dios!, ¿y qué es lo que me has de dar? Yo me voy
de este mundo sin hijos, y así habrá de heredarme el hijo del mayordomo de mi casa, ese Eliezer
de Damasco. Pues, por lo que a mí toca -añadió Abram- no habiéndome concedido sucesión, he
aquí que ha de ser mi heredero este siervo nacido en mi casa.»
AL PUNTO le replicó el Señor diciendo: «No será éste tu heredero, sino un hijo que salga
de tus entrañas; ése es el que te ha de heredar...»
En aquel momento las estrellas brillaban con intensidad extraordinaria; y titilaban como si
estuviesen anhelantes...
El anciano Patriarca siente en la oscuridad que alguien le toca, le levanta; es el Señor,
que, tomándole de la mano, le saca fuera de su tienda y le dice «Mira al cielo...» Abram levanta
sus ojos y ve brillar infinitos mundos. «Mira al cielo-le dice el Señor-, y cuenta, si puedes, las
estrellas... Pues así será tu descendencia...» «Y ABRAM CREYÓ A DIOS, y su fe reputóse por
justicia».
Su oración ha sido escuchada... PERO... la CUARTA DIMENSIÓN tenía que seguir
interviniendo. Dios había llenado a Abram de toda clase de bienes: oro, ganados, honra, poder, y
le había dado una mujer de las más hermosas de su época, que había conservado su belleza a
pesar de la cuarta dimensión, el mayor enemigo de las mujeres hermosas...
PERO Sarái, la generosa, que así la llamaban, era estéril... y pasaba ya de los setenta,
por añadidura... Lo cual viendo esta mujer, pensó que, ya que humanamente era imposible que
tuviera sucesión, para que el buen Patriarca no siguiera desconsolado por falta de hijos, sería
conveniente darle a su esclava Agar por esposa, creyendo así ayudar a los planes de Dios.
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Pero apenas la esclava se sintió madre, cuando empezó a despreciar a su ama; y, claro,
ésta le echó luego la culpa al bueno y condescendiente de su marido Abram:
«Mal te portas conmigo-le dijo Sarái-, yo te di a mi esclava por mujer, la cual, viéndose
encinta, me mira ya con desprecio; el Señor será Juez entre mí y entre ti.» A lo que Abram
respondió: «Ahí tienes tu esclava a tu disposición, haz con ella lo que te parezca.» Y como Sarái
la maltratase, Agar huyó.
En fin, después de los amistosos arreglos que hizo el Ángel del Señor, Agar volvió a la
casa de su ama, ya más humilde, y tuvo un hijo a quien llamó Ismael. Y Abram tenía ochenta y
seis años, cuando le nació este hijo, PERO este hijo no era el señalado por Dios..., y Abram tuvo
que seguir ESPERANDO, sin que esta espera disminuyese en nada su confianza en las
promesas del Señor...
Pasaron DOCE AÑOS..., habiendo Abram entrado en los noventa y nueve y Sarái
frisando en los noventa..., y nada..., todavía. O más bien, sí, hubo, no precisamente en la línea
que esperaba Abram, sino en otra DISPUESTA POR DIOS.
«Cuando hubo Abram entrado en los noventa y nueve años, apareciósele el Señor y le
dijo: «Yo soy el Señor todopoderoso: camina delante de mí y sé perfecto. Y yo confirmaré mi
alianza entre mí y entre ti, y te multiplicaré más y más en gran manera... Ni de hoy en adelante no
se llamará más tu nombre Abram (el gran padre), sino que serás llamado Abraham (padre de una
multitud), porque te tengo destinado para padre de muchas naciones. Yo te haré crecer hasta lo
sumo y te constituiré cabeza de muchos pueblos, y reyes descenderán de ti... Seré Dios TUYO y
de tu posteridad... y para sellar este pacto mío..., todo varón será circuncidado...».
El Señor había, como si dijéramos «condecorado» a Abraham, cambiándole el nombre y
concediéndole el honor de que Jehová sería llamado de ahí en adelante EL DIOS DE
ABRAHAM...
Esta honra debió de conmover hondamente el corazón del egregio Patriarca y
AUMENTAR SU CONFIANZA en la realización de las promesas que «SU DIOS» le había hecho
repetidas veces. Y, en efecto, el tiempo se acercaba.
A pesar de no tener Sarái las extraordinarias cualidades de su marido, Dios, por amor a
éste, la había cuidado y salvado de gravísimos peligros en las cortes de Faraón y de Abimelec.
Pero no contento con esto, «la condecoró» también, cambiándole el nombre: «A Sarái, tu mujer,
ya no llamarás Sarái (la generosa), sino Sara (la princesa)». Yo le daré mi bendición, y tendrás en
ella un hijo a quien he de bendecir también, y será origen de muchas naciones y descenderán de
él reyes de varios pueblos...»
Entonces Abraham, teniendo en cuenta su edad y la de su mujer, quiso suplicar por
Ismael, el hijo de su esclava, pero al fin hijo suyo también, y «postrándose sobre su rostro,
sonrióse diciendo en su corazón: «¿Conque a un viejo de cien años le nacerá un hijo, y Sara de
noventa ha de parir?... ; Ojalá que Ismael viva delante de ti! ...» Y Dios respondió a
Abraham:
«Sara te ha de parir un hijo, y le pondrás por nombre Isaac (que significa RISA) y con él
confirmaré mi pacto de alianza sempiterna... He otorgado también tu petición sobre Ismael ; he
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aquí que le bendeciré y le daré una descendencia muy grande y muy numerosa... PERO EL
PACTO MÍO LO ESTABLECERÉ CON ISAAC...»
«Entonces Abraham tomó a Ismael, su hijo, y a todos los siervos, y los circuncidó al
punto, aquel mismo día, como lo había mandado Dios. Noventa y nueve años tenía Abraham
cuando se circuncidó»
Satanás no había de estar muy contento con la confianza de Abraham y, valiéndose de
su aliado «el tiempo», hizo que el centenario Patriarca se sonriera, muy probablemente incitado
por su mujer, y si hubiera seguido dudando, todo habría allí acabado, con gran contentamiento
del Malo. Pero Abraham, esperando contra toda esperanza, bajó la cabeza y selló el pacto con
Jehová, circuncidándose él y todos los varones de su casa AQUEL MISMO DIA. La fe confiada
de Abraham había triunfado una vez más. Su oración ya estaba despachada.
Es ahora de día y hace mucho calor. Abraham está sentado a la puerta de su tienda,
cuando le aparece de nuevo el Señor, en forma visible. Jehová viene a visitar a «su aliado»
Abraham, para el cual no quiere tener secretos. «¿Cómo es posible que yo encubra a Abraham lo
que voy a ejecutar, habiendo él de ser cabeza de una nación grande y fuerte y BENDITAS en él
todas las generaciones de la tierra?...»
Abraham, con toda solicitud, había mandado aderezar un corderillo tierno y gordo que él
mismo había ido a escoger al redil. A Sara le dijo que amasara unos panes de harina flor y los
cociera en el rescoldo, todo para agasajar a sus visitantes. Una vez preparado esto, tomando
mantequilla y leche, les ofreció el almuerzo a sus huéspedes, sirviéndoles él personalmente. Y
mientras comían bajo de frondoso árbol, él, como criado, estaba de pie.
Sara, al fin mujer, curiosamente los observaba detrás de la cortina que cubría la entrada
de la tienda, y escuchaba lo que decían. En habiendo comido, el Señor, con toda corrección,
preguntó a Abraham por «La Princesa», por Sara. «Allí está-respondió Abraham-, dentro de la
tienda.»
Y el Señor dijo: «Yo volveré a ti, sin falta, dentro de un año y por este mismo tiempo, y
Sara, tu mujer, tendrá un hijo...»
Al oír esto Sara, se rió detrás de la puerta de la tienda, y dijo para sí:
«¿Conque, después que ya estoy vieja, y mi señor lo está más, pensaré en tener
hijos?...»
Y dijo el Señor a Abraham : «¿Por qué se ha reído Sara, diciendo: Si será verdad que yo
he de parir tan vieja? Pues qué, ¿hay para Dios cosa difícil? AL PLAZO PROMETIDO volveré a
visitarte, y Sara tendrá un hijo.»
Abraham, muy apenado por la mala crianza de su mujer, llamó a Sara y la reprendió por
su falta de educación. Pero Sara, llena de temor al ver que Abraham estaba muy serio, negó
diciendo: «No me he reído...» Pero el Señor, por amor a «su aliado», perdonó la falta de la mujer,
si bien le dijo: «No es así, sino que te has reído» .
Los deseos del gran Patriarca se iban a cumplir... al cabo de un año. Siempre la cuarta
dimensión..., el factor TIEMPO interviniendo.
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Cuando quedaron solos, aunque Abraham debía de estar muy mortificado, el Señor,
cambiando de conversación, le dijo: «El clamor de Sodoma y de Gomorra crece más y más, y la
gravedad de su pueblo ha subido hasta lo sumo...»
Abraham comprendió que palabras tan graves de «su Aliado» significaban la ruina de
aquellos reinos, y se quedó muy preocupado... de pie, con todo respeto delante del Señor.
Desde las lomas de Hebrón, donde se hallaban, se veía, extendido como un alfombra de
verdura, el valle de Siddim, sobre el cual se encontraban esparcidas las entonces florecientes
ciudades de Segor, Adama, Seboim, Gomorra y Sodoma.
Abraham tenía un sobrino, Lot, a quien mucho quería, en realidad su único pariente en
aquellas regiones, a las cuales ambos habían venido como extranjeros. Dios los había bendecido,
multiplicando considerablemente sus ganados, y, para evitar los inevitables disgustos que
empezaban a surgir entre los pastores de uno y otro rebaño por cuestiones de agua y pastos,
Abraham decidió la separación y dio a Lot a escoger el lugar adonde debía retirarse, marchando
él por el opuesto lado. Lot escogió el fértil valle de Siddim.
Como el deporte de aquel entonces era la guerra, los reyes ocupaban determinada parte
del año asaltándose unos a otros a mano armada, robando cuanto podían, y volviendo, los que
triunfaban, cargados con los despojos de los pueblos vencidos. Sucedió, pues, que los reyes de
Adama, Seboim, Sodoma, Gomorra y el de Segur, salieron a luchar contra el rey de los Elamitas
quien, con otros reyes sus ali-dos, derrotó a los primeros en el valle de las Selvas, parte de los
reinos de Sodoma y Gomorra.
Hace notar la Sagrada Escritura que en el valle de las Selvas había muchos pozos de
«betún», el primitivo petróleo. Allí quedaron derrotados los reyes de Sodoma y Gomorra mientras
Codorlahomor, rey de los Elamitas, y sus aliados, saquearon las ciudades vencidas, llevándose
entre los prisioneros a Lot y su familia. Tan pronto como supo Abraham que su sobrino Lot había
caído prisionero, armó a sus pastores, llamó en su ayuda a varios reyes sus vecinos, y siguiendo
las pisadas de Codorlahomor, que había cargado con los bienes los ganados y las mujeres de los
vencidos, cercándole de noche, desbarató su ejército y recuperó todo el botín que se habían
llevado.
Lot recobró todos sus bienes y volvióse a la tierra de Sodoma, cuyo rey salió a recibir a
Abraham como a su libertador, cuando volvía de derrotar al rey de los Elamitas. Estas eran las
-relaciones que mediaban entre el noble patriarca Abraham y el poco bien reputado rey de los
Sodomitas.
Habiendo, pues, Abraham oído decir a Jehová que quería destruir aquellas ciudades
infames, donde Lot, su querido pariente, tenía sus ganados y vivía con su mujer y sus dos hijas,
quiso interponer su valimiento, y, con toda reverencia, se acercó al Señor y le dijo: «¿Por ventura
destruirás al justo con el impío? Si se hallaren cincuenta justos en aquella ciudad, ¿han de
perecer ellos también? ¿Y no perdonarás a todo el pueblo por amor de los cincuenta justos?
Lejos de Ti tal cosa, que Tú mates al justo con el impío, y sea aquél tratado como éste; Tú que
eres el que juzga toda la tierra, de ningún modo harás tal juicio».
Esta oración de Abraham es digna de especial análisis.
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Abraham sabía que Jehová era el Dios justo por excelencia, y aquellas palabras de
Jehová acerca de la culpabilidad de Sodoma dan a entender claramente lo acendrado de su
justicia: «El clamor de Sodoma y Gomorra-dijo el Señor-se ha subido hasta lo sumo. QUIERO IR
Y VER si sus obras igualan al clamor que ha llegado a mis oídos, para saber SI ES ASÍ O NO».
Ya dejamos indicado que las relaciones entre Abraham y los reyes de Sodoma y
Gomorra no eran tales que acreditaran la intervención de Abraham con Dios para librarlos del
castigo. Los sodomitas y gomoreos tenían a Abraham sin cuidado; pero el que sí le interesaba
mucho era su sobrino Lot, que habitaba en Sodoma, la más desacreditada de aquellas ciudades.
Siendo esto así, ¿por qué no le pidió Abraham a Dios sencillamente que salvara a Lot y a su
familia de aquel castigo?
Pues porque Abraham acababa de oír aquellas palabras «quiero ir y ver», que había
pronunciado el Señor. El buen Patriarca, con su larga experiencia, su muy claro entendimiento y
«con los informes» que seguramente tenía de la vida que en Sodoma hacían Lot y sus hijas, no
debió de estar muy seguro del resultado favorable «si Jehová iba y veía» lo que pasaba en la
casa de Lot, en Sodoma.
Como buen ganadero, sabía Abraham lo cierto del refrán: «No con quien naces, sino con
quien paces.» No se quiso, pues, arriesgar a tener complicaciones con el justísimo Jehová, y la
emprendió por un camino «muy diplomático», incitando, por decirlo así, al Justísimo Jehová a ser
perfectamente justo. «¿Por ventura Tú destruirás al justo con el impío?»
Si Abraham hubiera pensado que Lot era lo «indispensablemente justo» para no hacerlo
quedar mal, sin duda hubiera orado así: «Señor, no te olvides de tu siervo Lot, que está allí.»
Pero se ve que el Patriarca no las tenía todas consigo, y así, haciendo un cálculo aproximado de
«uno al millar», dice con relativa confianza: «Si se hallaren cincuenta justos, ¿han de perecer
ellos también? ...»
Pero a Abraham no le interesaban propiamente los cincuenta justos, desde el momento
que no contaba a Lot entre ellos; y así añadió, sin dar tiempo a Dios de responderle: «¿Y no
perdonarás A TODO EL PUEBLO por amor de los cincuenta justos?...»
Pero lo que Abraham entendía por TODO EL PUEBLO eran Lot y su familia. Y para
reforzar su argumento prosigue Abraham diciendo lo que piensa sobre lo que debe ser la justicia:
«Lejos de Ti tal cosa...»
El Señor, que sabía muy bien adónde iba «su aliado», le concede lo que pide, sin
dificultad alguna. Algo debía de indicar al Patriarca que había andado muy largo en su cálculo
acerca de los justos..., y sin hacer mención de Lot, que no entraba en la cuenta, comienza
Abraham a hacer sus famosas «rebajas». Bajó primero a 45, luego a 20, y finalmente a 10... y
«su aliado Jehová» va cediendo sin ninguna dificultad las peticiones del noble anciano...
«Y se fue el Señor, luego que acabó de hablar con Abraham, el cual se volvió a su
casa...». Quizá se quedó triste, y, sin embargo, el Señor no se había enfadado con su repetida
insistencia, antes le había ido concediendo una a una todas sus peticiones, hasta llegar a los
diez...., pero Abraham vio que los tales justos no llegaban a diez... Lot estaba perdido
indefectiblemente, ante la inflexible justicia de Jehová, «su Aliado»...
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Aquella noche debió de dormir bastante mal el venerable anciano, pues «muy de
mañana fue Abraham al sitio donde antes había estado con el Señor y se puso a mirar a Sodoma
y Gomorra, y todo el terreno de aquella región, y vio levantarse de la tierra llamas y humo como
los de un horno».
Abraham debió bajar la cabeza resignado, pensando en la suerte de su querido, de su
último pariente...
La Biblia no nos da cuenta de la entrevista que tuvieron tío y sobrino; lo que sí nos cuenta
el Génesis es lo que pasó: cómo el ángel del Señor sacó a Lot por fuerza «de la mano» y lo llevó
a lugar seguro antes de poner fuego a las ciudades malditas...
Sin duda Abraham, siguiendo su costumbre, levantó un altar al Señor SU DIOS,
ofreciéndole su sacrificio en acción de gracias porque había oído «la oración que no había
siquiera salido de sus labios»...
«Así que determinó Dios acabar con las ciudades de aquel país, se acordó de Abraham
(su aliado), por su respeto libró a Lot de la ruina de las ciudades en que había morado». La
oración no formulada de Abraham había sido escuchada favorablemente por el Justísimo Jehová,
en favor de Lot, sobrino de aquél...
Para algo han de servir los ALIADOS.
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22 - UN ASUNTO MUY TRILLADO
«Y visitó el Señor a Sara, como lo había prometido... y concibió y parió un hijo en la vejez,
al tiempo que Dios le había predicho. Y Abraham le puso por nombre Isaac... y lo circuncidó al
octavo día, conforme al mandamiento que había recibido de Dios, siendo entonces Abraham de
cien años».
La promesa se había cumplido con sorpresa de Sara, que dijo: «¿Quién hubiera creído
que Abraham, siendo ya viejo, había de oír que Sara daba de mamar a un hijo que le parió?» .De
lo cual se deduce que Sara no era del temple de Abraham, ni mucho menos.
Pasaron algunos años en paz. Al fin sucedió lo que tenía que suceder. El hijo de la
esclava no podía tolerar que otro le quitara el lugar de hijo único del gran Patriarca, el cual,
naturalmente, le quería, y mucho.
«Mas como viese Sara que el hijo de Agar la Egipcia se burlaba de su hijo Isaac, dijo a
Abraham: «Echa fuera a esta esclava y a su hijo, que no ha de ser el hijo de la esclava heredero
con mi hijo Isaac» . Abraham, al oír esta demanda, que le pareció muy dura, debió, sin duda,
recurrir a Dios, puesto que el Señor le habló y dijo: «No te parezca cosa recia lo que te ha
propuesto acerca de ese muchacho y de la madre esclava tuya; haz todo lo que Sara te dirá,
porque Isaac es por cuya línea ha de permanecer tu descendencia. Bien que aun al hijo de la
esclava yo le haré padre de un gran pueblo, POR SER SANGRE TUYA».
Aquélla era una pequeña prueba en comparación de lo que más tarde había de pasar
Abraham. Con todo el dolor de su corazón y «ciegamente confiado en su ALIADO», muy de
mañana despide a la esclava y al hijo a quien tanto quería.
Entonces pasó una cosa muy digna de notarse. Encontrándose sin agua en medio del
desierto, Ismael, desesperado se echó de bruces bajo un árbol, mientras Agar, su madre, se
retiró algún tanto para no verlo morir. Ismael debió de decir algo en su desesperación, mientras
Agar lloraba y gritaba pidiendo socorro. Habían subido al cielo dos oraciones; ¿cuál fue la que
escuchó el Señor?
«Dios oyó la voz y los clamores DEL MUCHACHO... Y el ángel de Dios llamó a Agar
diciendo: «¿Qué haces, Agar? No temas, porque Dios ha oído la voz DE TÚ HIJO desde el lugar
donde se halla. Levántate, toma al muchacho de la mano, pues yo le haré cabeza de una gran
nación...»
Así se le había dicho a Abraham: «Al hijo de tu esclava, yo lo haré padre de una gran
nación, POR SER SANGRE TUYA...»Para algo han de servir las ALIANZAS.
La vida del Patriarca centenario transcurría apaciblemente. Los reyes circunvecinos
pedían hacer alianza con él, pues, como le dijo Ficol: «Dios está contigo en todo lo que haces.»
Sus rebaños eran numerosísimos, el oro abundaba en sus arcas, su salud era perfecta, su vieja
esposa estaba tranquila desde la expulsión de la esclava, y el predilecto, el heredero de las
Promesas de Jehová, Isaac, el hijo de las sonrisas, era ya un guapísimo muchacho de trece años,
lleno de salud, dócil y cariñoso..., el encanto de sus padres.
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Una noche en que Abraham, a la puerta de su tienda contemplaba el estrellado cielo,
acordándose de las promesas que Jehová le había hecho, el Señor le habló y le dijo:
«Abraham, Abraham» ; y respondió él: «Aquí me tienes, Señor.» Díjole: «Toma a Isaac,
tu hijo único a quien tanto amas, y ve a la tierra de visión, y allí me lo ofrecerás en holocausto
sobre uno de los montes que yo te mostraré» La noche que pasaría Abraham no nos la cuenta la
Escritura; nosotros creemos que sería algo parecida a la de Cristo en el Huerto de los Olivos.
Sin duda el venerable anciano se postraría en tierra, clamando: «Señor, no me obligues
a esto..., pero hágase como Tú lo has dispuesto.» Y Satanás, previendo las consecuencias de
aquella fe heroica, sin duda trabajaría por infiltrar en el alma de Abraham la desconfianza. Pero
Abraham era «el varón fiel», el aliado constante, el hombre que vivía de fe.
Su lucha debió de ser espantosa, pero vemos que venció. «Levantóse, pues, Abraham,
antes del alba, aparejó su asno; llevando consigo dos mozos y a Isaac su hijo. Y cortada la leña
para el holocausto, encaminóse al lugar que Dios le había mandado.»
El factor tiempo entra aquí de lleno, porque resulta «indefinido», que es lo peor de todo.
Si Dios hubiera dicho: «En tal o cual monte determinado», ya el Patriarca habría sabido a qué
atenerse; pero le dijo: «En uno de los montes que yo te mostraré...»Tres días pasó Abraham
antes de que Dios le mostrara el monte. Tres días como tres siglos. Tres días en que Dios
«tentó» a Abraham, poniendo a prueba heroica su confianza, pues durante estos días, Satanás,
de seguro, no perdió el tiempo para dar en tierra con la fidelidad del santo Patriarca.
Especialmente durante las noches de aquellos tres eternos días, Satanás se debió de
dar, sin duda, vuelo, hablándole mal a Abraham de su aliado Jehová. «Hace cuarenta años-le
diría-que te sacó de Harán con vanas promesas. Ahora estás en esta tierra, tan extranjero como
cuando llegaste. Te promete, eso sí, darla a tus descendientes... y ¿por qué no a ti, ahora?... No
le creas, se está burlando de ti ...» Abraham, al oír estas «reflexiones», sentiría bullir la sangre,
«pues no le faltaba razón aparente a Satanás para decir lo que decía...
Pero Abraham era el VARÓN FIEL, y, arrojándose en tierra, clamaría por ayuda para no
dejarse vencer. Oraba para no caer en la tentación.«Mira si no es burlarse de ti-continuaría el
Malo-; después de tantas historias te da un hijo..., el hijo de la esclava, al cual te manda eches
afuera al desierto para que perezca con su madre..., y ahora el hijo tan prometido, ese hijo te
ordena que se lo quemes en holocausto...
Pobre Abraham, eres demasiado sencillo, Jehová está jugando contigo... Ja, ja, ja, mira
las estrellas del cielo, y cuéntalas..., así de numerosas, y más, será tu descendencia..., la que
tendrás de este hijito a quien vas a inmolar...» Y Satanás calló, pero había dicho bastante.
Siendo como era Abraham un hombre noble, y ciertamente muy inteligente, no pudo
menos de hacerse una y muchas veces estas reflexiones, sugeridas o no por el demonio. ¿Qué
haría, pues, aquel Patriarca para que su fe no vacilara? Orar, orar, orar, para no caer en la
tentación...
A los tres días ve Abraham, por fin, el monte donde debe inmolar a su hijo. Despacha a
los dos mozos que le acompañan y, cargando la leña sobre la espalda del jovencito Isaac, se
dirige sin vacilar al lugar del sacrificio..., llevando él en sus manos EL CUCHILLO y EL FUEGO...
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Iba a inmolar todas las ilusiones de su vida... Pero era EL VARÓN FIEL, y su confianza en
Jehová no disminuía en lo más mínimo.
Jehová, siendo el Dios justo por excelencia, no podía faltar jamás a su palabra. Abraham,
no veía entonces cómo se compaginaría la promesa con el mandato; y a él le bastaba cumplir
con el mandato, y a Dios quedaba el cuidado de cumplir su promesa; y Abraham no vaciló ni un
instante.
Caminando así los dos juntos, dijo Isaac a su padre: «Padre mío»; y él le respondió:
«¿Qué quieres, hijo?» «Veo-dice-el fuego y la leña: ¿dónde está la víctima del holocausto?» A lo
que respondió Abraham: «Hijo mío, Dios sabrá proveerse de víctima para el holocausto...»
Y continuaron juntos su camino»
Los niños hacen, a veces, preguntas de lo más embarazosas. Estas únicas palabras de
Isaac a su padre, que conserva el Génesis, se prestan a un mundo de reflexiones. Sin duda
fueron para el pobre anciano un cuchillo que traspasó su corazón. Pero no titubeó aquel coloso
de la FIDELIDAD Y DE LA CONFIANZA; contestó sin derramar una lágrima y siguió adelante.
En ocasiones mucho menos difíciles y críticas, vemos a otros hombres célebres en el
Pueblo de Dios descorazonarse, entristecerse y pedir a Dios hasta la muerte, Pero Abraham,
padre de todos ellos, les es inmensamente superior. Por algo lo había elegido Dios de una
manera tan especial.
«Llegaron finalmente al lugar que Dios le había mostrado, en donde erigió un altar y
acomodó encima la leña, y habiendo atado a Isaac su hijo, púsolo en el altar sobre el montón de
leña y extendió la mano, y tomó el cuchillo para sacrificar a su hijo...». Y conocemos el resto de la
historia: cómo un ángel del Señor le detuvo. Ya estaba comprobada de sobras su fidelidad.
Por algo quiso Jehová ser llamado desde entonces EL DIOS DE ABRAHAM.
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23 - LA ROCA DE CADES
No hay nada que tanto «ate» a Dios y le «obligue» a oírnos, como el que confiemos en Él
ilimitadamente. «Si creéis, sin andar vacilando-nos dijo Cristo, podréis decir a este árbol:
Arráncate de raíz y arrójate al mar, y lo hará.»
Ese fue el secreto de los triunfos, de los privilegios de Abraham. Su ilimitada confianza
en el Señor hizo que Éste le colmara con toda clase de bendiciones. Dios le hizo esperar y
retardó el cumplimiento de sus promesas, durante muchos años; pero todo esto era para
«tentarle», para ver si flaqueaba, si su fidelidad disminuía.
Pero ni las pruebas, ni el tiempo, influyeron en el ánimo de aquel varón FIEL, que
confiaba en Dios ilimitadamente, esperando en sus promesas contra toda esperanza. Su oración
semejaba a la de Cristo: «Hágase, Señor, tu voluntad...» Abraham había confiado en Dios, y no
fue confundido.
«Y fueron los días de Abraham ciento setenta y cinco años y, llegando a faltarle las
fuerzas, murió en buena vejez, de avanzada edad y lleno de días...»
El solo nombre de Moisés despierta, aun en los niños que han estudiado la Historia
Sagrada, la idea del Taumaturgo. ¿Quién no recuerda los prodigios que Dios obró por medio de
la «vara de Moisés» para ablandar el corazón de Faraón, haciendo caer sobre él y su pueblo las
Plagas de Egipto?...¿Quién, al oír el nombre de Moisés, no recuerda el estupendo paso del mar
Rojo, la lluvia de codornices, el maná y el agua que brotó de la roca cuando aquél, la hirió dos
veces con su vara?...¿Quién no recuerda a Moisés, bajando del Sinaí, el rostro encendido,
portando en sus manos las Tablas de la Ley?
Mas si se hace un estudio detenido del carácter de Moisés, de las leyes que dictó, de la
obra colosal que llevó a cabo, formando un pueblo de aquella turba murmuradora, indisciplinada
y profundamente desagradecida, se queda uno pasmado ante aquella figura colosal.
No debe llamar la atención que el genio de Miguel Ángel, penetrado de la grandeza de
aquel hombre, hubiera escogido su figura colosal para inmortalizarla en el mármol.
Con ningún otro hombre habló Dios más veces y «cara a cara» que con este coloso, que
tuvo paciencia y mansedumbre para cargar, por cuarenta largos años, con esa multitud que
suspiraba nuevamente por los ajos y cebollas de Egipto, a fin de darle al Señor un pueblo
escogido, del cual había de nacer el Redentor.
Moisés, grande, muy grande en todos los aspectos delante de los hombres, y polvo y
nada delante de Dios escogido por Él y también de Él muy amado, cuando oraba era
omnipotente..., y, sin embargo...
Era Moisés de ciento veinte años de edad, de los cuales había pasado cuarenta en el
desierto, lidiando con el testarudo e ingrato pueblo. Estaba, sin embargo, fuerte, pues «no se le
habían movido los dientes, ni la vista se le había ofuscado» .
Había llegado el pueblo de Israel a la llanura de Moab, en la que había acampado,
dividido en tribus. El anciano legislador, como cariñosísimo padre de aquel ingrato pueblo, había
bendecido una por una las tribus, pues sentía que el fin de sus días estaba cerca. Una
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hermosísima mañana, en que el sol brillaba con todo esplendor, tomando su báculo, Moisés
emprende solo el camino del monte Nebo, que do-ina toda la comarca. Va pensativo, recordando
sin duda todos los favores que el Señor le había hecho. Las lágrimas surcan sus rugosas
mejillas... al recordarse de la roca de Cades, al pie de la cual había sido sepultada su hermana
Miriam.
Pero el anciano no lloraba por su hermosa, elocuente e intrigante hermana..., lloraba por
la falta que allí había cometido él contra aquel Dios que tantas pruebas de su amor y de su poder
le había dado. Lloraba por aquel cuarto de hora de «desconfianza» que tuvo, pero en aquel
momento, ya fastidiado de la dureza de aquel pueblo, por el cual tanto había hecho..., se olvidó
de su Dios, llevado sin duda del mal ejemplo de Aarón, el fundidor del becerro de oro, y pronunció
airado aquellas funestas palabras, en que simbolizó su propia desconfianza:
«¿Por ventura podremos nosotros sacaros agua de esa peña?»
Oigamos esta triste narración según nos la cuenta el historiador sagrado: «Y faltando
agua al pueblo, se mancomunaron contra Moisés y Aarón, y amotinados dijeron: «Ojalá
hubiéramos perecido con nuestros hermanos..., ¿por qué habéis conducido el pueblo del Señor
al desierto, para que muramos nosotros y también nuestros ganados?, ¿por qué nos hicisteis
salir de Egipto y nos habéis traído a este miserable terreno, que no se puede sembrar, ni da higos,
ni vides, ni granadas y ni agua tiene para beber?...»
»Con esto Moisés y Aarón, separándose de la gente, y entrando en el Tabernáculo de la
Alianza, se postraron contra el suelo y clamaron al Señor, diciendo: «¡Oh Señor nuestro Dios!,
escucha los clamores de este pueblo, y ábrele tus tesoros-una fuente de agua viva-a fin de que,
apagada su sed, deje de murmurar.»
En esto apareció la gloria del Señor sobre ellos, y habló el Señor a Moisés diciendo:
«Toma la vara y congrega al pueblo, tú y tu hermano Aarón, y HABLAREIS A LA PEÑA ESA en
presencia de toda la gente, y de la peña brotará agua, y, sacado que hubiereis agua de esa peña,
beberá todo el pueblo con sus ganados.»
¿Qué más podía pedir Moisés, ya que su oración había sido oída? ¿No había ya
accedido antes bondadosamente el Señor a una petición semejante haciendo brotar agua de la
peña de Horeb? . ¿Qué motivo había para que «no tuviera fe» Moisés en esta ocasión,
mostrándolo delante del pueblo? Ninguna. Aquí estuvo su falta.
«Tomó, pues, Moisés la vara que se guardaba en la presencia del Señor, según Él se lo
mandó, y congregando a la multitud delante de la peña...»En el camino hasta la peña, debió
Moisés de desalentarse oyendo los gritos del pueblo, y perdiendo, junto con su ordinaria
mansedumbre, la confianza, dijo: «Oíd, rebeldes y descreídos... (increpaba al pueblo por la
misma falta que en aquel momento él estaba cometiendo). Oíd, rebeldes y descreídos, ¿POR
VENTURA PODREMOS NOSOTROS SACAROS AGUA DE ESA PEÑA? ...» Ellos ciertamente
no podían, PERO DIOS SI PODÍA, Y ASÍ SE LO HABÍA PROMETIDO. Y habiendo alzado
Moisés la mano y HERIDO DOS VECES CON LA VARA aquella peña (el Señor le había
mandado HABLAR A LA PEÑA, NO HERIRLA), salieron aguas copiosas por manera que pudo
beber el pueblo y sus ganados...»
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En aquel momento de «desconfianza» y falta de fe de Moisés, el Señor debió de
acordarse de «su aliado» Abraham en el monte de Moria, levantando la mano para sacrificar a su
hijo, y su corazón debió de sangrar ante aquella falta de Moisés y Aarón : «YA QUE NO ME
HABÉIS CREÍDO en orden a hacer conocer mi gloria a los hijos de Israel, NO INTRODUCIRÉIS
VOSOTROS ESTE PUEBLO EN LA TIERRA QUE YO LE DARÉ...»
En esto debía de ir pensando Moisés aquella mañana, cuando solo, apoyado en su
báculo, subía a la cumbre del monte Nebo ; por eso lloraba... El Señor había conservado perfecta
la vista de Moisés para que pudiera contemplar el panorama que Él, el mismo Dios, le iba a
mostrar desde la cumbre del monte.
«Subió, pues, Moisés, de la llanura de Moab al monte Nebo, sobre la cumbre de Fasga,
enfrente de Jericó... ». Al llegar a la cumbre, debió Moisés de postrarse en tierra, hizo algo
parecido a lo que había hecho Abraham aquella noche en que lo sacó de su tienda .y le mostró el
cielo lleno de estrellas. Levantando el Señor a Moisés, le fue mostrando aquellas fértiles y
pintorescas llanuras, explicándole dónde habían de habitar las diversas tribus:
« Mostróle el Señor toda la tierra de Gallad hasta Dan», y Moisés pensaría en la
bendición que le había dado a Dan. «Correrá como un león joven desde Basán y se extenderá
mucho.» Luego le mostró «la comarca de Efraín y Manasés, el toro gallardo y primerizo con astas
de rinoceronte...» Después le mostró todo el país de Judá hasta el mar occidental, «la parte que
Dios habíale dado para que sus manos pelearan por Israel y fuera el protector contra sus
enemigos». Al fin le enseñó la parte meridional y «la espaciosa vega de Jericó, la ciudad de las
palmas...»
En aquel solemnísimo momento, Jehová se acordó de «su aliado» Abraham, a quien
había dicho: «Por Mí mismo he jurado que, en vista de la acción que acabas de hacer no
perdonando a tu hijo único por amor a Mí, Yo te llenaré de bendiciones... y daré a tus
descendientes el suelo que pisas...»
Dijo, pues, el Señor a Moisés: «He aquí la tierra de la cual juré a Abraham diciendo: A tu
descendencia se la daré. Tú la has visto con tus ojos... MAS NO ENTRARAS EN ELLA» .
Y murió Moisés, siervo del Señor, en la tierra de Moab, habiéndolo dispuesto el Señor...
Esta serie de cuadros que hemos presentado de la vida de Abraham, EL FIEL, y este
triste cuadro de Moisés, el amigo del Señor, con quien hablaba cara a cara, pero que una vez
«desconfió», se prestan a innumerables reflexiones, todas las cuales vienen a reducirse a esto:
Si confiamos incondicionalmente en Dios, todo lo alcanzaremos, como Abraham,
AUNQUE TENGAMOS QUE ESPERAR; pero si desconfiamos, como Moisés, disgustaremos
profundamente a Nuestro Dios, quien se precia de ser fiel en sus promesas. Por eso dice el
Señor: «Sé fiel hasta la muerte, y te daré la corona de la vida eterna.»
La fórmula que Cristo nos enseñó para manifestar a Dios nuestra confianza dándole
prueba de nuestra fidelidad, es la que ya sabemos: «Hágase tu voluntad.»
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24 - PAISAJES DEL CARMELO
«Vive el Señor Dios de Israel, de quien soy siervo, que no ha de caer rocío ni lluvia en
estos años, sino hasta que yo lo dijere» . Tales fueron las duras palabras que, sin temor ninguno,
dirigió al rey Acab un hombre de estatura colosal, cabello y barba hirsuta, cubierto con una túnica
de pieles. Dichas estas palabras desapareció para ir a ocultarse en una cueva, cerca del arroyo
de Carit, donde, por disposición de Dios, los cuervos le traían de comer.
Tal era Elías, el más grande de los profetas de Israel y una de las figuras más románticas
del pueblo hebreo. Y le sobraba razón para esconderse, pues Jezabel, la esposa fenicia del rey y
enemiga declarada de Jehová, le perseguía para matarlo, como había ya hecho con centenares
de profetas del Dios de Abraham. Por sugestión de su mujer, mandó Acab buscar a Elías por
todas partes, y, no encontrándole, conjuró uno por uno a los reyes vecinos para que lo
prendieran..., pero en vano.
Entre tanto, a causa de la sequía, el hambre era extrema en Samaria, cumpliéndose a la
letra las palabras del Profeta. Pasados tres años, por mandato expreso del Señor, se presenta
Elías, de improviso, delante del rey. Este, al verlo, lo reconoce y le dice: «Tú eres el que traes
alborotado a Israel.» A lo que Elías responde: «No soy yo el que ha alborotado a Israel, sino tú y
la casa de tu padre, que habéis despreciado los mandamientos del Señor y seguido a los
Baales...»
El rey se intimida ante aquel coloso que con tanta justicia lo reprendía por haber hecho
apostatar al pueblo de Dios. Elías le dice: «Manda ahora mismo juntar delante de mí a todo Israel
en el monte Carmelo y a los cuatrocientos cincuenta profetas de Baal y a los cuatrocientos más
que comen de la mesa de Jezabel.»
Y el rey, sumiso, obedeció sus mandatos: «Entonces Elías, acercándose a todo el pueblo
congregado, dijo: «¿Hasta cuándo habéis de ser como los que cojean de las dos piernas,
vacilando de una a otro lado? Si el Señor es Dios, seguidle; y si lo es Baal, seguid a Baal.»
El pueblo enmudeció ante aquel argumento de tanto sentido común. Mandó entonces
Elías se diera a la turba de profetas del falso dios un buey para que lo inmolaran en honor de Baal,
poniéndolo, descuartizado, sobre leña, pero sin aplicarle fuego, prometiendo él hacer otro tanto.
«Invocad-dijo-el nombre de vuestros dioses y yo invocaré el nombre de mi Señor, y aquel Dios
que mostrare oír, enviando el fuego, sea Éste tenido por el verdadero Dios.»
A lo cual el pueblo, encantado de presenciar aquellas ordalías, exclamó diciendo a una
voz: «Excelente proposición» «Empezad vosotros que sois más-dijo Elías con sorna-a invocad a
vuestros dioses, pero sin poner fuego a la leña.»
«Ellos entonces, tomando el buey que les fue dado, lo inmolaron, y no cesaban de
invocar el nombre de Baal desde la mañana hasta el mediodía, diciendo: «Baal, escúchanos.»
Pero no se oía voz ni había quien respondiese, y, saltando sobre el ara que habían hecho,
pasaban de una parte a otra».
Al mirar esta cómica escena, el entrecejo del adusto Profeta se había suavizado, sus
profundos ojos brillaban desusadamente, y sus labios se contraían en irónica sonrisa. «Siendo ya
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mediodía, burlábase de ellos Elías, diciendo: «Gritad más recio, porque ese dios quizá se halle
conversando con alguno, o está en alguna posada, o se ha ido de viaje, o tal vez esté durmiendo
la siesta, y así es necesario despertarlo...»
Gritaban, pues, ellos a grandes voces y se sajaban las carnes con un cuchillo y se
lanceaban hasta llenarse de sangre. Mas pasado ya el mediodía, y mientras proseguían sus
invocaciones, llegó el tiempo en que se suele ofrecer el sacrificio, sin que se oyese ninguna voz,
ni hubiese quien respondiera ni atendiera a los que oraban» .
El primer acto había concluido; la comedia había terminado. El drama iba a empezar.
Hay que tener presente que la sequía estaba en todo su apogeo y la poca agua que había se
guardaba como un tesoro. Elías, sin embargo, después de haber mandado construir un altar con
doce piedras que él mismo colocó, poniendo encima leña, y sobre ésta el buey descuartizado,
mandó traer doce cántaros de agua y derramarlos sobre el holocausto y la leña para empaparla,
y fue tanta el agua que echaron, que se formó una reguera alrededor del altar.
Entonces Elías, levantando sus brazos como haces de sarmientos y mirando al cielo, con
absoluta confianza y sin vacilar en lo más mínimo, dijo: «Oh Señor, DIOS DE ABRAHAM...,
muestra hoy que Tú eres el Dios de Israel, y que yo soy tu siervo, y que por tu mandato he hecho
estas cosas. Óyeme, Señor, escúchame, a fin de que sepa este pueblo que Tú eres el Señor
Dios...»
«Entonces bajó de repente fuego del cielo, y devoró el holocausto y la leña húmeda y las
piedras y aun el polvo consumiendo el agua que había en la reguera... » .«Visto lo cual por el
pueblo, postrándose todos sobre sus rostros, exclamaron: «El Señor es Dios, el Señor es el Dios
verdadero...».
El triunfo de la primera oración de Elías había sido completo. Pero aunque Jehová, el
Dios de Abraham, había triunfado sobre Baal, el dios de Jezabel, todavía faltaba otra cosa
importantísima: el agua.
Al extremo de una pequeña cordillera de 20 kilómetros de largo, un escarpado morro,
que no llega a doscientos metros de altura, se precipita en el mar. Esta pequeña eminencia,
cubierta en otros tiempos de arbustos y flores, es el poético monte Carmelo, la ilusión del Esposo
de los Cantares. Mas ahora la gala y la hermosura de aquel parque de aquel jardín, que eso
significa Carmelo, habían desaparecido. «Se habían secado sus abundosos pastos y agostado
sus laderas». «¡Se habían marchitado las flores del Carmelo!».
El parque-jardín estaba convertido en un erial, donde, durante los calores del día, ni aun
las cigarras encontraban sombra para cantar sus endechas... La sequía de tres años había
acabado con toda la frescura de aquel lugar, y sus bellezas habían desaparecido...El furibundo
profeta, después de haber mandado degollar a los sacerdotes de Baal sostenedores de la
apostasía de Israel, enrojeciendo con la sangre de aquellos la seca cuenca del arroyo Cisón,
toma su báculo y se dirige al Carmelo.
El citado rey Acab, tembloroso en presencia de la airada justicia del Profeta del Dios
verdadero, aún no había comido. Elías le manda con imperio: «Anda, come y bebe...» Estaba ya
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seguro del triunfo definitivo el Profeta, pues había OÍDO los pasos de la lluvia que se acercaba.
Su oración había sido ya escuchada...
El día estaba más caluroso que nunca. El sol enviaba implacable sus ardientes rayos, y
el cielo estaba sin una nube. Elías necesitaba estar solo para orar, y sube, brincando de roca en
roca, hasta la cumbre del Carmelo. Su joven criado, hijo de la ciudad de Serapta, con dificultad lo
sigue.
«Fué Acab a comer y beber, más Elías subió a la cima del Carmelo.»Su lucha en esta
ocasión no era con los falsos profetas de Baal, sino «con los espíritus malignos de los aires», que
a brazo partido trataban de retardar el efecto de la oración del Profeta; ORACIÓN (QUE YA
ESTABA DESPACHADA, pues Elías ya había oído el ruido de la abundante lluvia que venía.
La terrible excitación de aquel día de luchas no había concluido ; la victoria no era aún
definitiva. Los rayos salidos de un cielo sin nubes habían, es cierto, consumido el holocausto;
pero la lluvia, la esperada, la tan necesaria lluvia, de la que dependía la salvación de la tierra y del
pueblo, no daba ni remotas señales de aparecer. Y Elías había solemnemente prometido que
«no llovería hasta que él lo dijera», y había dicho que «había oído el ruido de los pasos de la gran
lluvia que venía...»
Hasta que no terminara la sequía no podía llegar al culmen de su victoria, es decir, de la
victoria de Jehová sobre Baal, el dios de Jezabel. Elías se había desembarazado de los
embusteros profetas, pasándolos a cuchillo aquella misma tarde, para que, al llegar el agua, no
fueran ellos triunfantes a la reina, diciendo: «Grande es Baal, él nos ha enviado la lluvia.» Este
peligro lo había conjurado la pronta y sangrienta justicia del Profeta; pero ¿el agua..., dónde
estaba el agua?...
Mas su fe no vacila, su confianza en Jehová es ilimitada; ¿no se llamaba él Elías, esto es,
«Jehová es mi Dios»?Tan seguro estaba del triunfo, que manda a Acab que coma y beba en
anticipación de la victoria. Necesitaba el rey tener fuerzas para recorrer a toda velocidad las
quince millas que separaban su campamento, plantado al pie del Carmelo, hasta su palacio en
Jezrael.
En su profética visión, Elías había visto el diluvio de agua que se les vendría encima,
había visto los secos arroyos convertirse instantáneamente en ruidosos torrentes, había visto el
ensangrentado Cisón tomar las proporciones de caudaloso río, capaz de estorbarles el paso si
no marchaban inmediatamente.
Era, pues, necesario que el rey y los suyos comieran luego, después de aquel día de
ayuno tan lleno de profundas emociones. Elías no necesitaba comer, acostumbrado como
estaba a prolongados ayunos. Pero aunque hubiera estado exhausto, aquel coloso, de voluntad
de hierro, no hubiera probado bocado hasta ver el triunfo definitivo y aplastante de SU DIOS.
Necesitaba ORAR y orar con vigor extraordinario, con el vigor que sólo da el ayuno, pues
los demonios que en aquellos momentos lo cercaban eran de los que sólo son vencidos «con la
oración y el ayuno».
El Demonio Meridiano, que había presenciado la vergonzosa derrota de sus aliados, los
sacerdotes de Baal, sin duda estaba decidido a usar todo su poder para vencer a aquel COLOSO,
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retardando la lluvia, como en otro tiempo retardaría al ángel Gabriel veintiún días, para
desesperar a Daniel. Pero Satanás y todos los suyos, ante Elías eran como un ejército de
hormigas que trataran de mover inmensa roca.
La oración de Elías ya no era para conseguir la lluvia; ésta ya venía, ya había él oído sus
pasos; era contra Satanás y los suyos, que trataban de detenerla para dar tiempo a que Jezabel,
ignorante aún de lo ocurrido, pudiera reaccionar en contra del Profeta de Jehová, como
reaccionó después.
Satanás sabía que, si detenía la lluvia unas horas más, el terrible atleta, el formidable
Elías, que había hecho bajar fuego del cielo, perdería la batalla, pues huiría temeroso ante las
amenazas de la fanática Jezabel, muy capaz de darle muerte con sus propias manos. El tiempo,
pues, urgía, había que ganar al punto la victoria, o ésta estaba perdida. Elías sabe esto y sube al
Carmelo resuelto a orar con toda la fuerza de su indómita confianza en Jehová.
Mientras subía presuroso por la escarpada roca, sin duda diría lo que Jeremías: «No nos
dejes, Señor, caer en el oprobio por amor de tu nombre. Acuérdate de mantener tu alianza con
nosotros. Pues qué, ¿hay por ventura entre los simulacros de las gentes quien pueda dar la lluvia?
¿O pueden ellos de los cielos enviarnos el agua? ¿No eres Tú el que la envías, Señor Dios
nuestro, en quien nosotros ESPERAMOS? Sí, porque Tú eres el que has hecho todas estas
cosas».
El sol ya declinaba cuando Elías llegó a la cumbre. No se detiene, no hay tiempo que
perder; entra en su cueva para ORAR, para empezar la colosal lucha. «MAS ELÍAS subió a la
cima del Carmelo, DONDE, ARRODILLADO EN TIERRA Y PUESTO SU ROSTRO ENTRE LAS
RODILLAS, dijo a su criado: «Anda, ve y observa hacia el mar»
Elías estaba arrodillado en tierra, hecho un arco, con la cabeza entre las rodillas, orando
sin decir una sola palabra. La lucha era demasiado intensa para permitirle musitar una sílaba. Su
oración era muda. Elías, humildemente postrado oraba; su actitud misma era una oración. Al fin
levanta la sudorosa y arrugada frente, y dice a su criado: «Ve y observa hacia el mar...»
Al poco rato vuelve el criado diciendo: «No hay nada.» Y Elías que ya tenía al demonio
por los cuernos vuelve a la lucha; continúa su oración y se dobla más y más en la presencia del
Señor. Por seis veces hace el Profeta la misma pregunta a su criado, y por seis veces oye la
misma respuesta «No hay nada.»
Otro que no hubiera sido Elías, muy probablemente se hubiera desanimado. Aquella
oración tan intensa no podía continuar indefinidamente. El día tocaba a su fin, el sol se iba a
ocultar bajo el horizonte, y la lluvia no venía... Y la sombra de Jezabel triunfante, aclamando a
Baal, lo perseguía como pesadilla y hacía aún más intensa su oración.
Todo el Averno se había conjurado contra Elías para retardar la lluvia, pero Elías estaba
inamovible, hincado en la roca firmísima de su confianza en Jehová. Al fin, a la séptima vez,
vuelve el criado diciendo «que subía del mar una nubecilla pequeña, del tamaño de la pisada de
un hombre».
Elías se levanta al instante; aquélla era la primera pisada de la lluvia, cuyos pasos había
escuchado... Había triunfado. Y sin perder un momento, manda a su criado, a quien dice: «Anda
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y di a Acab: engancha el tiro de tu carruaje y marcha al instante, para que la lluvia no te ataje en
el camino»
Excesivamente excitado por el triunfo, «Elías iba de una parte a otra», viendo cómo la
nubecilla iba creciendo; ya venía el agua, acercándose ésta a, pasos agigantados, tanto que «se
oscureció el cielo en un momento y vinieron nubes y viento y empezó a caer una gran lluvia...»
La oración de aquel coloso, cuya confianza había estado inamovible en su Dios, había
triunfado. Llega ya el viento huracanado con torrentes de lluvia. Acab monta luego en su carruaje
en dirección a Jezrael, y Elías, triunfante, recoge su túnica para que el viento no se la lleve, baja
saltando del monte y emprende la carrera delante del carruaje del rey.
Y a pesar del viento que le mesa la hirsuta cabellera y de la lluvia que le azota las
espaldas, iluminado su camino por la luz de los relámpagos, corre incansable las quince millas
que lo separan de Jezrael y llega al palacio antes que la carroza real. Jehová había triunfado y
esto le bastaba.
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25 - NÍNIVE Y LA MEDIA
«Sucedió, pues, que un día, volviendo a su casa fatigado de enterrar, se echó junto a la
pared y quedó se dormido; y estando durmiendo, le cayó de un nido de golondrinas estiércol
caliente sobre los ojos, que le cegó» Fue un despertar verdaderamente triste para el
honradísimo Tobías acostarse con vista y despertar ciego. Pero no fue esto lo peor.
Así como no hay nada que tanto alegre a un ciego como que le hablen de cosas
amenas, así el oír cosas desagradables, quejas o recriminaciones, le causa un sufrimiento muy
profundo, haciéndole sentir todo el peso de su ceguera.
Tobías había sido riquísimo. En cierta ocasión, viajando por la Media, prestó a un
paisano suyo llamado Gabelo, sin interés alguno, si bien le exigió recibo, la cantidad de diez
talentos de plata, que equivalen a dos mil dólares. Por otra parte, «cuando fue llevado cautivo
con su mujer e hijo y toda su tribu a la ciudad de Nínive..., fue tan grato a los ojos del rey
Salmanasar, que éste le dio permiso para ir donde quisiese y hacer lo que le gustase».
Tobías empleaba su dinero y sus prerrogativas en hacer bien a los suyos «visitaba
diariamente a los de su tribu, los consolaba y repartía a cada uno, según alcanzaban sus fuerzas,
una porción de sus bienes. Daba de comer a los hambrientos, vestía a los desnudos y tenía
mucho cuidado en dar sepultura a los que habían fallecido o habían sido muertos».
Esto último le acarreó su desgracia, pues habiendo subido al trono Senaquerib,
enfurecido contra los israelitas, a quienes aborrecía y hacía matar, Tobías, apiadado, sepultaba
sus cadáveres. Lo que habiendo llegado a noticias del rey, mandó quitarle la vida y confiscarle
sus bienes.
Tobías escapó de la muerte, pues lo ocultaron muchos que bien le querían, pero perdió
su hacienda. Esta persecución no entibió en nada su caridad, «pues Tobías, temiendo más a
Dios que al rey, robaba los cadáveres de los que habían sido muertos, escondíalos en su casa y
a medianoche los sepultaba».
Habiendo terminado una de estas obras de misericordia, al volver y dormirse, fue
cuando le pasó lo que llevamos indicado, que perdió la vista... Caminos ocultos del Señor...De la
opulencia cayó, pues, Tobías en la miseria, y «Anna, su mujer, iba todos los días a tejer, y traía el
sustento que podía ganar con el trabajo de sus manos» .
Un trivial incidente le causó una pena más profunda que su ceguera y se entristeció tanto
que, resignado, vino a pedirle a Dios la muerte. Le regalaron a Anna un cabrito de leche, y lo trajo
a su casa. Tobías, ciego, oye los balidos del animal, y con toda honradez dice a su mujer:
«Mira que no sea acaso robado: hay que restituirlo a sus dueños, porque no es lícito
comer ni tocar cosa robada.» Mas ella, en lugar de contarle que se lo habían regalado, se
enfurece contra el pobre ciego y le dice: «¿Dónde está tu esperanza por la que hacías limosnas y
entierros? Bien claro es que tu esperanza te salió vana, y ahora, con tu ceguera y nuestra
pobreza se ve el fruto de tus limosnas.»
Y con estas y otras tales palabras le zahería. Ya sus amigos le habían apenado con
palabras semejantes; pero al oír a su mujer hablar de aquella manera, el pobre ciego rompe a
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llorar y, no encontrando más consuelo que la oración, va a derramar su corazón afligido ante Dios,
diciendo: «Señor, justo eres, y justos son tus juicios, y todas tus sendas no son más que
misericordia y verdad y justicia. Ahora, pues, Señor, acuérdate de mí y no tomes venganza de
mis pecados, ni refresques la memoria de mis culpas... Grandes son al presente, Señor, tus
juicios... HAZ DE MI LO QUE FUERE DE TU AGRADO, y manda, si tal es tu que sea recibido en
paz mi espíritu, porque ya mejor es morir que vivir». Caminos ocultos del Señor.
¡Cuánto nos equivocamos los hombres cuando nos metemos a juzgar los caminos de
Dios, midiendo sus disposiciones con nuestras medidas y juzgando sus juicios por nuestros
juicios! Nosotros somos verdaderamente temerarios atreviéndonos a sondear y criticar las
ocultas disposiciones de su bondadosa Providencia.
Nos encontramos ahora en Ragés, población de la Media muy distante de Nínive, donde
hemos visto a Tobías orando afligidísimo, pero perfectamente resignado con la voluntad de Dios.
Otro incidente muy trivial: Sara, hija de Raguel, reprende a una de sus criadas por una
falta común y corriente... La criada se vuelve contra su señora y la ultraja diciéndole: «Nunca
jamás veamos entre nosotros sobre la tierra hijo ni hija nacida de ti, homicida que has sido de tus
maridos.¿Quieres también matarme a mí como lo has hecho con tus siete maridos? ...»
Lo natural era que Sara hubiera dado una paliza a la insolente esclava, pero no pasó así.
«A estas voces se retiró Sara al cuarto más alto de su casa y pasó tres noches y tres días sin
comer ni beber, sino que, perseverando en ORACIÓN, suplicaba a Dios con lágrimas que la
librase de aquella infamia» aparentemente inmerecida.
Al tercer día, terminada su oración, Sara, con la frente levantada, exclama, bendiciendo
al Señor «Bendito sea tu nombre, oh Dios de nuestros padres, que perdonas los pecados de los
que te invocan. A Ti, Señor, vuelvo mi rostro, en Ti pongo mi confianza. Ruégote, Señor, que me
libertes de esta ignominia, o a lo menos me saques de este mundo... Tú sabes, Señor, todo lo
que me ha pasado, ni sé yo qué razón habrás tenido para ordenarlo así; PORQUE NO ESTÁ AL
ALCANCE DEL HOMBRE PENETRAR TUS DESIGNIOS»
Los juicios de Dios son... inescrutables...Como el humo del incienso, así subieron al
trono del Señor las plegarias del afligido ciego Tobías en Nínive y la de la no menos afligida Sara
en Ragés. «A un mismo tiempo fueron oídas las plegarias de ambos en la presencia de la
Majestad del Soberano Dios. Y fue despachado por el Señor el Santo Ángel Rafael, para que los
libertase a ambos; las oraciones de los cuales habían sido presentadas a un tiempo en el
acatamiento del Señor»
Tenemos, de un lado, en Nínive, a un pobre ciego arruinado, pidiendo a Dios se acuerde
de él, ya que su misma esposa lo desprecia. A una distancia muy grande, en la Ecbatana, a una
criada irrespetuosa que injustamente ultraja a su ama, la cual, afligidísima, pide a Dios, o que la
libre de la infamia o la saque de este mundo.
Por otra parte, tenemos a un judío, Gabelo, con dos mil pesos pertenecientes al ciego
Tobías, quien guarda cuidadosamente el recibo de aquel préstamo hecho muchos años
atrás.Por último, tenemos un gran pez que nada tranquilo en el río Tigris, sin saber para qué.
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Estos elementos tan disímiles y distantes, sin relación alguna entre sí, a nuestro parecer,
tenían un nexo invisible en los amorosísimos planes de la Providencia Divina. La oración de
aquellas dos almas afligidas había unido todos estos cabos «Pensando, pues, Tobías que Dios
había oído su oración PARA QUE LE SACASE DE ESTE MUNDO, llamó a su hijo Tobías el
joven, y le dio admirables consejos. Terminados éstos. añadió el pobre ciego: «Te hago saber
también, hijo mío, cómo presté, siendo tú aún niño, diez talentos de plata a Gabelo, residente en
Ragés, ciudad de los Medos, y conservo en mi poder el recibo, firmado de su mano. Por tanto,
procura buscar modo como vayas allá y recobres de él la sobredicha cantidad de dinero,
devolviéndole su recibo» .
En aquella época no se viajaba con las facilidades de ahora, y eso de ir desde Nínive
hasta Ragés, ciudad situada en los montes de la Ecbatana, tenía sus dificultades. Esto fue lo que
dijo el joven Tobías a s u padre; pero éste confiaba en Dios que dirigiría a su hijo, y su confianza
no salió fallida.
Sale el joven Tobías de su pobre casa y con lo primero que se encuentra es -¡qué
casualidad!, diríamos nosotros-con un joven que iba a salir en aquellos momentos precisamente
para Ragés, en las montañas de Ecbatana, y que conocía muy bien a Gabelo. Hechos todos los
arreglos de viaje con Tobías el viejo, marcha Tobías el joven, acompañado de Azarías, después
de despedirse de su anciano padre y en medio de los lloros y protestas de su madre.
La escena pasa en una posada junto al río Tigris, donde van a pasar la noche los viajeros.
Tobías hijo, que era muy aseado, va a lavarse los pies al río; mas el pez que por allí nadaba,
como dijimos, no hace más que ver los pies de Tobías y saltar. Asustase Tobías, pero Azarías,
que estaba allí a su lado, le manda agarrarlo por las agallas y sacarlo a tierra. Comen, en la
posada, de aquel pescado, salan otra parte para el viaje, y, por consejo de Azarías guarda
Tobías el corazón, la hiel y el hígado. Hecho lo cual prosiguen al día siguiente su camino. Ya
tenemos al pez en acción.
Al llegar a Ragés, hablan de la cuestión del alojamiento, a lo que Azarías responde:
«Aquí hay un hombre llamado Raguel, pariente tuyo, de tu tribu el cual tiene una hija llamada
Sara..., la cual debes tomar por mujer. Pídesela a su padre y te la dará por esposa».
La fama de la pobre Sara había llegado a oídos de Tobías, el cual presenta a Azarías sus
dificultades, temiendo le pase lo mismo que a los otros siete maridos de que había hablado la
criada citada. Azarías le quita los temores, le aconseja LA ORACIÓN, y que queme el hígado del
pez para ahuyentar al demonio.
El joven Tobías fue recibido por Raguel y su familia con verdadero cariño, pero cuando le
pidió la mano de su hija se turbó, pues no quería le pasase a Tobías lo que a los otros siete.
Azarías interviene, y Raguel, conforme, exclama: «No dudo que Dios ha acogido mis oraciones y
lágrimas en su acatamiento, y creo que por esto os ha traído a mi casa.» Y le dió a su hija Sara
por esposa a Tobías aquella misma noche.
Raguel, a pesar de lo que había dicho de que creía que Dios había oído sus oraciones,
no debió tenerlas todas consigo, y, por las dudas, «estando cerca el primer canto del gallo,
mandó llamar a sus criados, y fueron con él a abrir una sepultura, pues decía: Le puede haber
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sucedido lo que a los otros siete». Pero, ¡cuál no sería la sorpresa de la criada que envió Anna,
probablemente la que había insultado a Sara, al ver que ella y Tobías estaban sanos y buenos!
Un nuevo triunfo de la oración de los dos esposos. La oración de Sara había sido
despachada favorablemente. Raguel y Anna, su mujer, profundamente agradecidos, prorrumpen
en una hermosísima oración de acción de gracias: «Te alabamos y damos gracias, ¡oh Señor,
Dios de Israel!, porque no ha sucedido lo que temíamos, sino que has hecho que
experimentemos tu misericordia y has expelido lejos de nosotros al enemigo que nos perseguía,
compadeciéndote de los dos hijos únicos de sus padres. Haz, Señor, que te bendigan ellos más
cumplidamente..., para que conozca el mundo todo que Tú eres el único verdadero Dios en toda
la tierra.»
El pez, cuyo hígado quemado había ahuyentado al demonio que perseguía a Sara, había
empezado a prestar sus servicios, de acuerdo con los «ocultos planes de la Providencia Divina».
Dios, queriendo demostrar a todos los murmuradores que ni por un momento se había
olvidado de las obras de caridad que habían dado tanta fuerza a la oración resignada del viejo
Tobías, devuelve a éste sus riquezas por medio de Azarías. A estas riquezas añade la dote
riquísima de Sara.
Pero el buen viejo ignoraba esto: «el elemento tiempo» lo hacía afligirse, aunque no
desconfiar. Pasaban los días y el joven Tobías no regresaba. «¿Cuál será el motivo de la
tardanza de mi hijo, o por qué se habrá detenido allí? ¿Se habrá muerto tal vez Gabelo y no hay
quien le devuelva el dinero?» Con esto empezó a afligirse sobre manera, tanto él como su mujer
Ana, la cual, inconsolable, decía:
« ¡Ay de mí, hijo mío! ¿Para qué te hemos enviado a lejanas tierras, lumbrera de
nuestros ojos, báculo de nuestra vejez, consuelo de nuestra vida, esperanza de nuestra
posteridad?»Tobías tenía muchísima más confianza en Dios que su mujer, y le decía: «Calla, no
te inquietes, que nuestro hijo lo pasa bien»; mas ella no admitía consuelo alguno; antes, saliendo
cada día fuera de casa, miraba por todas partes e iba recorriendo todos los caminos por donde
esperaba que podía volver...»
La razón de la tardanza del joven Tobías es de lo más explicable, pero..., el viejo Tobías
ni se lo imaginaba. Lo que el buen viejo, con su gran sentido común, pensaba, era que hubiera
muerto Gabelo y no encontrara su hijo quien le pagara el dinero... Pero Dios había conservado
también la vida de Gabelo, para que ni siquiera esta dificultad se presentara.
Raguel y Anna no querían que su hija Sara se les fuera tan pronto; por otra parte, había
que cobrar el dinero de Gabelo, quien, según parece, había cambiado de residencia o vivía muy
lejos. Pero Dios, cuyos juicios son..., inescrutables, hace que Azarías se encargue de esto:
«Entonces el joven Tobías llamó aparte a Azarías..., y le dijo: «Suplícote que, tomando
caballerías y criados, vayas..., a encontrar a Gabelo y le devuelvas su recibo, cobrándole el
dinero, y le convides a venir a mis bodas.»
Todavía Dios concedió a los pobres viejos, Tobías y su mujer, otro grandísimo favor: les
dio un muy buen hijo, quien, a pesar de todos sus triunfos, no se olvidaba de sus padres ni un
momento, cosa no tan fácil de ordinario, cuando van dinero y bodas de por medio.
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«Tú sabes -continuó diciendo Tobías hijo a Azarías-, tú bien sabes que mi padre está
contando los días, y, si tardo un día más, tendré en continua aflicción su alma. Ves, por otra parte,
cómo Raquel me ha hecho jurar que me detendré con él dos semanas, juramento al que no
puedo faltar.» Azarías accedió gustoso, fue, y no sólo cobró el dinero de Gabelo, sino que lo trajo
a las bodas del joven Tobías.
«Al llegar a la casa de Raguel, encontró a Tobías sentado a la mesa, el cual
levantándose al punto se besaron mutuamente, y lloró Gabelo, y alabó a Dios diciendo:
«Bendígate el Dios de Israel, pues eres hijo de un hombre de bien, justo, temeroso de Dios y
limosnero...» «Y habiendo todos respondido Amén, se pusieron a la mesa y celebraron con
santo regocijo el convite de bodas.»
Todo iba saliendo muy bien, pero..., ¿cuántos años de buenas obras y confianza en Dios
tuvieron que pasar antes de esto? Muchos. No nos olvidemos de la cuarta dimensión..., y de que
los juicios de Dios son..., inescrutables.
El joven Tobías se negó rotundamente a quedarse ni un día más de las dos semanas
prometidas, por más que Raguel se lo rogó. «Entrególe, pues, Raguel a su hija Sara, con la mitad
de la hacienda en esclavos y esclavas (entre las cuales debió de ir la famosa criada), en ganados,
en camellos, en vacas y en gran cantidad de dinero, y le dejó ir a su casa sano y gozoso,
llenándole además de bendiciones.»
Cuando, a los once días, llegaron a Carán, que está a la mitad del camino, dijo Azarías a
Tobías hijo «Hermano, bien sabes en qué estado dejaste a tu padre. Por lo tanto, si te parece,
adelantémonos, y venga detrás tu esposa, con toda la impedimenta de ganados, animales y
criados...»
A lo cual el buen hijo accedió al momento, llevando consigo lo que restaba del «famoso
pez».Y el primero que llegó fue el perro del joven Tobias, como si fuera a darle la buena nueva al
pobre ciego. Este, oyendo a su mujer gritar que su hijo venía, ciego como estaba, empezó a
correr, exponiéndose a caer a cada paso; mas dándole la mano a un criado, salió a recibir a su
hijo; y, abrazándole, le besó, haciendo lo mismo la madre y echándose ambos a llorar de gozo.
Y después de haber adorado a Dios y DÁNDOLE GRACIAS, se sentaron..¡Gente
agradecida! Con razón Dios les hacía favores.«Entonces Tobías hijo, tomando la hiel del pez,
ungió los ojos de su padre...» La cuarta dimensión de nuevo. «Estuvieron esperando casi media
hora», que debió de hacérseles un siglo. Si aquella rara unción no surtía efecto, bien podía
repetir Tobías el viejo lo que antes había dicho: «¿Qué alegría puedo yo tener viviendo en
tinieblas v sin ver la luz del cielo?...»
La oración del viejo debió de ser intensísima. El infierno trataría de disminuir su confianza,
para echarlo todo a perder. Tobías el joven sin duda tendría grandísima esperanza, después de
haber visto los admirables efectos del hígado quemado... La que muy probablemente no sabría
qué pensar de todo aquello sería Anna... Todos estaban en gran expectativa, mientras Azarías
debía de sonreír regocijadamente teniendo al demonio a raya.
De pronto se oye un pequeño grito de sorpresa y gozo. «Tobías ve que empieza a
desprenderse de los ojos de su padre una especie de telilla de huevo y, asiendo de ella, la saca
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el joven de los ojos de su padre, quien al momento recobra la vista, viendo primero que a nadie a
Tobías, su hijo, la lumbrera de sus ojos...»
Y sin perder un momento, exclama el buen viejo triunfante: «Bendígote, ¡oh Señor
Dios de Israel!, porque Tú me cegaste y Tú me has devuelto la vista! y yo veo a mi hijo
Tobías...»
LA ORACIÓN CONFIADÍSIMA DE TOBÍAS, APOYADA EN LA CARIDAD, RABIA
TRIUNFADO POR COMPLETO... Dios le había dado salud, riqueza y, sobre todo, un buen hijo.
Habían pasado años y años de aflicción; años en que su confianza había sido puesta a prueba,
como la de Abraham; pero Tobías había estado firme y, ayudándole su eximia caridad, había
conseguido, sin saberlo, que el Señor le enviase nada menos que el ángel Rafael para obrar en
su favor todas estas maravillas.
Y Azarías le dijo: «Cuando tú orabas con lágrimas, y enterrabas a los muertos, y te
levantabas de la mesa a medio comer, y escondías de día los cadáveres en tu casa, y los
enterrabas de noche, YO PRESENTABA AL SEÑOR TUS ORACIONES. Y por lo mismo que
eras acepto a Dios, fue necesario que la aflicción te probase. Y ahora el Señor me envió a curarte,
a ti, y a librar del demonio a Sara, esposa de tu hijo. Porque yo soy el ángel RAFAEL, uno de los
siete que asistimos delante del Señor...»
«Entonces Tobías y su hijo, postrados en tierra sobre sus rostros por espacio de tres
horas, estuvieron bendiciendo a Dios, y, levantándose de allí, publicaron todas sus maravillas.»
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26 - UN CASO PARALELO
Una fe de bautismo en Nueva York, unas cartas de California y una Biblia son los medios
que, de la manera más natural y sin milagro alguno, unió la Providencia Divina para despachar
las oraciones de dos personas que insistentemente oraban. Un caso paralelo al de Tobías y Sara,
sólo que sin la intervención de ningún arcángel. La mano de Dios no se ha acortado. Y para
despachar favorablemente nuestras oraciones no necesita hacer milagros a cada paso. Usa de
las causas segundas, dirigiéndolas Él, si bien de una manera incomprensible para nosotros hasta
que no descubrimos «la providencial trama». Lo repetimos de nuevo: los juicios de Dios son...,
inescrutables, y sus caminos, ocultos a nuestros ojos, son verdaderamente admirables.
Estando en Nueva York, en la iglesia de San Francisco Javier, fuimos llamados al
recibidor, pues estábamos de guardia. Era un viejo cartero que venía con el objeto de sacar la fe
de bautismo de su mujer. No sabía él cuándo había sido bautizada, y no estaba seguro ni aun del
año en que Elisabeth, así se llamaba, había nacido. Tomamos el volumen que correspondía al
año aproximado, y lo abrimos al acaso.
Con sorpresa no pequeña, el primer nombre que vimos en la abierta página fue el que
buscábamos. El viejo cartero, que se llamaba Mike, se sonrió y nos dijo
-La Providencia de Dios, padre; hace meses que buscamos esta partida en varias
iglesias de la ciudad, y yo ni aun sabía que mi mujer hubiera sido bautizada en esta parroquia;
pero ella tiene mucha fe, y le pide a Dios con mucha confianza, y alcanza siempre, tarde o
temprano, lo que pide. Lo que otras personas llaman casualidad, ella siempre lo llama
Providencia.
-Y tiene razón-respondí, mientras hacía una copia de la partida.
Entonces el bueno y locuaz cartero me contó la siguiente historia.
-Tenía yo necesidad de mi fe de bautismo para que me dieran mi retiro en el correo,
donde llevaba muchos años de servicio. Yo sabía que había nacido el día de San Miguel, pero
ignoraba el año, así como la fecha de mi bautismo, y no tenía la menor idea de la parroquia en
que me habían bautizado. Me urgía tener el certificado, pues de otro modo no me daban mi retiro.
Mi mujer pedía con mucha fe a Nuestro Señor que encontrara yo mi partida, mientras yo, por mi
parte, había ido recorriendo todas las iglesias de la ciudad sin encontrar ni rastros de mi nombre.
Entre las cartas que tenía que repartir, llegó una con el sello de California, dirigida a
María Zabloka, allá por la calle 65, en el este de Nueva York. Llevé la carta a la dirección indicada,
pero nadie me pudo dar noticia de la interesada, que, por el nombre, juzgué debía de ser polaca.
Contra toda mi costumbre, guardé aquella carta, por distracción, en la bolsa de mi saco.
Mi mujer, que siempre anda registrándome las bolsas, encontró la carta y me preguntó lo que
significaba. Se lo conté, y me dijo, después de examinar el sobre detenidamente: «Esta carta
tiene dinero; debe ser de algún hijo o marido que está en California y se lo manda a su madre o
mujer. ¡Pobrecita! Es necesario, Mike, que busques a esa mujer hasta que la encuentres.»
Durante la semana siguiente hice cuantas pesquisas pude para dar con la Zabloka, en la
cual estaba ya más interesado, pues había llegado una segunda carta para ella, con la misma
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letra y dirección, y esta carta también contenía dinero. Pasé tres semanas buscando a la dueña
de la carta sin encontrarla. Mi mujer seguía pidiendo a Dios que encontrara a la polaca para
entregarle, no ya una, sino tres cartas.
Un domingo me dormí, y en lugar de ir a la misa de siete, en mi parroquia, fui a la de diez
y media a otra iglesia adonde yo nunca iba. Leyó el padre las amonestaciones, y, con gran
sorpresa y gusto, oí que la novia se llamaba Zabloka, o algo parecido.
Terminada la misa, fui a la sacristía y pregunté al padre por el nombre y dirección de la
novia. Se llamaba Zabloka, en efecto, y vivía en una calle del Este, muy arriba de la ciudad. Tomé
la dirección y volví a mi casa, triunfante, a recoger las cartas, pues yo las había guardado.
Aquella misma tarde, aunque era domingo, fui a la dirección indicada, donde, en efecto, vivía una
María Zabloka, pero que no tenía nadie en California que le escribiera; en fin, no era la
interesada...
Como el cuento iba para largo y yo tenía que hacer, dije al buen irlandés:
-Y ¿qué tiene esto que ver con su fe de bautismo?
-Espérese un tantito, padre-respondió-, y verá que tiene mucho que ver. Óigame con
paciencia unos minutos más.
Resignado, me crucé de brazos y seguí escuchando al locuaz ex cartero.
-Salía desconsolado de aquella casa-continuó-, cuando, yendo ya a mitad de la calle,
una chiquilla me llamó diciéndome que su madre quería hablarme. Era una polaca que se había
enterado de lo de la carta. Esta me dijo que ella conocía a una pobre viuda de ese nombre que
tenía un hijo en California y que vivía en tal calle del Oeste, pero mucho más abajo de la ciudad.
Apunté la dirección, y, con muchas esperanzas, fui al día siguiente. La portera de la casa
me informó que allí había vivido una mujer de ese nombre, pero que la había echado el dueño,
hacía tiempo, por no haber pagado el alquiler, y que se creía se había mudado al último piso de
una casa de la calle próxima. Me dirigí allí luego, y, en efecto, un chiquillo me informó que allí
vivía una mujer con varios hijos y que no había pagado el alquiler.
Subí hasta el último piso y llamé a la puerta de una miserable buhardilla. Una niña como
de doce años salió a abrirme toda asustada. Le pregunté si vivía allí María Zabloka, y temblando
me respondió que sí. Le pregunté si tenía algún pariente en California, y menos asustada
dejando la puerta un poco más abierta, me dijo que tenía allí un hermano llamado Estanislao.
Entonces, padre, contemplé una escena que nunca podré olvidar. Sobre una mesa
miserable había un Crucifijo y una imagen de la Virgen Santísima, ante los cuales ardía un cabo
de vela. Arrodillada vi a una mujer que, rodeada de seis chiquillos, oraba con fervor extraordinario,
rezando en su lengua y llorando. Era María Zabloka, la madre viuda de aquellos chiquillos.
Creyendo que yo era el casero que venía a echarla de aquella pocilga, se ve que pedía a Dios
con toda su alma que no la fuera, de nuevo, a poner en la calle...
Entonces di a la niña la primera carta y la llevó a su afligida madre. Esta la tomó, la besó,
y me pareció que se la ofrecía a la Virgen. Después de un momento la abrió y sacó, junto con la
carta de su hijo, un billete de cinco dólares. Se postró de nuevo ante la sagrada imagen y le
ofreció el dinero. Después de esto se levantó y vino hacia mí con el billete y la carta en la mano.
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La mujer no hablaba ni palabra en inglés, y por medio de su hijita me rogó que leyera lo que decía.
Era muy lacónica: le decía que, al fin, había encontrado trabajo, y le mandaba los primeros cinco
dólares que había ganado. La buena mujer se sonrió gozosa en medio de sus lágrimas, y
hablando en su lengua, me entregó los cinco dólares.
Yo no sabía qué decir, pero, claro, rehusé decididamente recibir aquel dinero. La
chiquilla me tradujo lo que su madre decía, y era que ella había ofrecido a la Virgen dar A LOS
POBRES los primeros cinco dólares que recibiera de su hijo. «Pero yo no soy pobre», respondí
con las lágrimas en los ojos. «Dice mi mamá que usted debe ser un buen hombre, y podrá dar
ese dinero a los pobres.» «Pero ¿más pobres que ustedes?», respondí. No hubo más remedio.
Me obligó a tomarlos para darlos a los pobres, pues así lo había prometido.
Entonces yo saqué la segunda y la tercera carta, en la que venían veinte dólares en cada
una. La mujer me los arrebató de la mano y fue a arrodillarse ante las imágenes diciendo yo no sé
qué, pero presumo eran acciones de gracias...
En aquel momento me llamaron para atender a un enfermo del próximo hospital, y tuve
que dejar a mi irlandés con su historia comenzada. Pero entonces fui yo quien le rogué me
esperara, para que concluyera su relato, y prometió aguardarme...
Al cabo de tres cuartos de hora volví, y mi irlandés me esperaba.
-Bueno, Mike-le dije-, ¿en qué paró la historia?-,Padre-respondió el buen viejo-, aquella
escena me puso enfermo. Yo creía que sólo los irlandeses teníamos fe, pero entonces me
convencí que también los polacos tenían, y mucha. Me fui a mi casa y conté todo a mi mujer, y
nos pusimos los dos a llorar y dar gracias a Dios por aquel beneficio que había hecho a la pobre
viuda por nuestro medio...
-Bueno, Mike, ¿y la fe de bautismo?(Si desea regresar al principio, pulse aquí)
-Allá voy-prosiguió el simpático viejo-. Aquella tarde no pude trabajar y hablé por teléfono
al correo diciendo que estaba enfermo. Pero mi mujer no me dejó en paz. El billete de cinco
dólares, que había besado con todo respeto, parecía que le quemaba las manos. «Ese dinero es
de los pobres-me dijo-y hay que entregarlo al momento.» «Y ¿a quién?» «Pues a las Hermanitas
de los pobres, tus amigas... Allí estará seguro.» Me puso el billete en la mano y mi gorra en la
cabeza, y me despachó a las Hermanitas.»Yo, padre, soy muy afecto a leer libros piadosos,
vidas de Santos, sobre todo, y cuando leo un buen libro voy a las Hermanitas y se lo regalo, pues
ellas los aprecian mucho.
Llegué a la casa de las Hermanitas, y, sin hablar mucho, cosa rara en mí, les entregué el
billete; todavía estaba yo demasiado conmovido para contar aquella historia sin llorar y no quería
yo enternecerme delante de las Hermanitas. Ya me había despedido, cuando una Hermanita
francesa, muy viejecita, me encontró en el corredor y me dijo: «Voy a pedirle un favor.» «El que
usted quiera, Hermanita», le respondí. «Yo voy a celebrar mis bodas de oro en religión, y tengo
ganas de leer un libro que he buscado mucho y no lo he podido encontrar aquí. Lo leí en Francia
hace casi cuarenta años; y, como usted nos trae libros de vidas de Santos, pedí permiso a la
Superiora para pedirle ese favor.» «Con todo gusto, Hermanita: ¿cómo se llama el libro?» «La
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Vida de Nuestro Señor, por Ludovico de Sajonia.» «¿Por quién», repliqué. «Aquí traigo escrito el
título y el autor»; y me dio un papelito.
Le prometí buscárselo y me marché.
Aquí tuve que interrumpirlo de nuevo, pero fue por algunos minutos nada más.
-Fui primeramente a todas las librerías católicas de Barkley St., pero ni siquiera conocían
el libro. Pasó casi un mes sin que me volviera a ocupar del asunto, pues lo de mi fe de bautismo
me traía muy ocupado. En esto recibo una invitación para asistir a la Misa que iba a decirse en la
Capilla de las Hermanitas, para celebrar las bodas de oro de la viejecita. Esto me hizo recordar
mi promesa, y me fui a la Cuarta Avenida, para ver si entre los libros viejos podía encontrar la
famosa Vida de Nuestro Señor, por Ludovico de Sajonia.
Yo iba a esas librerías con frecuencia en busca de vidas de Santos, y tenía muy
conocidas aquellas tiendas. Busqué en varias, pero no encontré el libro. Al fin dije: «Voy a Shulty,
pues ése tiene todo, y si él no la tiene, no la tiene ninguno.» Fui, en efecto, y pedí el libro. No lo
conocían, pero me dijo el dependiente: «Usted ya sabe dónde están los libros que tratan de la
Vida de Cristo, las Biblias, etc. ; vaya y busque usted mismo...»
Padre, le aseguro que yo había visto aquellos estantes, buscando libros, más de diez
veces, y nunca, nunca me había fijado en lo que vi entonces desde luego.
Al empezar a revisar los libros viejos de aquella sección, lo primero que miré fue una gran
Biblia. Me quedé parado mirándola, y un vaguísimo recuerdo vino a mi memoria. «Yo conozco
ese libro», dije para mí, e instintivamente alargué la mano y saqué el volumen cubierto de polvo.
Lo abro..., ¡quién lo hubiera creído!... Era ¡ La Biblia de mí familia! la antiquísima Biblia donde mi
madre escribía las fechas del nacimiento de sus hijos, el día de su bautismo y la parroquia donde
habían sido bautizados.
Allí estaba yo..., pero no había sido bautizado en Nueva York, sino en Hoboken...Fuí a la
iglesia indicada, di la fecha, y luego el párroco encontró el acta de mi bautismo. La envió a
Washington, y a los pocos días me conceden mi retiro...
Yo quedé profundísimamente impresionado con aquella sencilla narración. La Divina
Providencia, sin hacer ningún milagro, juntó de manera admirable: las cartas de California, la
Biblia y la fe de bautismo, para despachar dos confiadísimas oraciones, la de la buena viuda
polaca y la del piadoso matrimonio irlandés.
Aquellas oraciones, ROBUSTECIDAS POR LA CARIDAD, habían sido escuchadas al
mismo tiempo, como la de Tobías y Sara, despachadas juntamente, ante el acatamiento del
Señor.
Al terminar aquella entrevista con el ex cartero, subí a la capilla a dar gracias a Dios por
aquel admirable caso con que robustecía mi confianza en Él, demostrándome una vez más el
poder de la oración.
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27 - ESCUELA ESPAÑOLA
Los dos cuadros que formarán éste y el siguiente capítulo no son nuestros, sino de la
bien cortada pluma del Padre Luis Coloma en su obra "Resignación Perfecta". No daremos
nosotros sino extractos de las relaciones escritas por el insigne novelista andaluz, presentando
ambas dos fases diversas de la «Oración», pero ambas llenas de profundas y sencillísimas
enseñanzas.
La escena pasa a la una y cuarto de la madrugada en tierra de Andalucía, camino de
Algar, pueblo de la Sierra.
Cuenta la historia de un mochilero, o contrabandista al por menor, de la Sierra de Ronda.
Llamábase el narrador Cristóbal Pérez, El tío Pellejo.
«Una tarde vi llegar al aperador del Cortijo de la Hora... Fui volando a verlo; el corazón no
me había engañado, su hijo había vuelto de África y por él había sabido que, de tres de los míos
que estaban en el ejército, el mayor había muerto en la toma de Sierra Bullones; al segundo lo
habían matado a traición en las trincheras, y que el tercero, Sebastián, estaba en el hospital de
Algeciras con el cólera morbo. Volví en busca de Chana, mi mujer, y le di la noticia... Ella se
encogió como si viera venir encima el torreón de Tepul: los ojos se le desencajaron y se puso
más blanca que un papel.
-Vamos a Algeciras, Cristóbal-me dijo. Aparejé la burra y tomamos el camino de
Algeciras. La noche se nos vino encima poco más allá de Martelilla. Chana caminaba en la burra,
arrebujada en un pañolón, rezando credos y salves. Yo iba detrás, echando sapos y culebras, y
renegando de cuanto bicho viviente se menea... Yo no era malo: creía en Dios y en la Virgen
Santísima, y en cuanto hay que creer en el mundo; pero aquella pena me había derramado toda
la jié (hiel) por el cuerpo, y hasta la saliva de la boca me sabía amarga...
De repente, tropezó la burra y tiró las alforjas... Me cegué..., me cegué y eché una
blasfemia.
Chana saltó de la burra como si hubiera oído la trompeta del Juicio; se me puso delante
más tiesa que un muerto en la sepultura y me dijo:
- ¡Calla esa lengua, Cristóbal! ¡Calla esa lengua; que bien mereces que Dios te mate a tu
último hijo!
-Y ¿por qué hace Dios con nosotros esas tropelías?-grité yo más furioso.
-Porque somos pecadores...-contestó con una voz que parecía un juez sentenciando a
muerte- Mira-añadió levantando la mano-a esos puñados de estrellas; mira las lágrimas que
costamos a María Santísima... Cuéntalas si puedes... ¡Ella las derramó y nosotros pecamos! ...
Yo no sé lo que me pasó entonces; pero el corazón se me salía por la boca, y me fui
quedando atrás, atrás, para verme solo. Miraba yo esas benditas estrellas del cielo, y se me
salían por los ojos las lágrimas como garbanzos.
-Virgen Santísima que por mí lloraste-decía yo a veces-; si no supe lo que dije, ¡Madre de
pecadores, ampara a esta oveja perdida!... ¡Madre que perdiste a un Hijo, ten piedad de quien
pierde a tres de un golpe!...
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»Llegamos a Algeciras por la mañana, y nos fuimos derechos al hospital; preguntamos a
un cabo por Sebastián Pérez, y nos hizo entrar en la oficina del registro. Había allí un sargento,
que buscó el nombre en el registro.
»-Sebastián Pérez-dijo-entró el veinticinco de mayo... Salió el uno de junio.
»-¿Y para dónde ha salido?-preguntó Chana.
»-Para el campo santo, con los pies por delante -respondió el sargento.
»Sentí que Chana me clavaba las uñas en el brazo y que temblaba como si tuviera frío de
cuartanas.
»-Vamos al campo santo-dijo.
»Y fuimos al campo santo, pero ya lo habían cerrado y el conserje no nos quiso abrir.
Chana se sentó en el umbral, y por una rendijilla de la puerta miraba allá dentro, por ver desde
lejos la tierra que se comía a su hijo.
»Teníamos diez reales, y Chana mandó decir una Misa a la Virgen de los Dolores. Yo me
escurrí a la sacristía, en busca de un padre cura, y me confesé mientras tanto, llorando de hilo en
hilo. A la vuelta caminamos siete horas sin decir palabra.
»Al oscurecer me faltó hasta el aliento, y me dejé caer junto a un pozo de abrevar ganado.
Chana se apeó de la burra y se sentó a mi vera.
»-¿Qué haremos ahora, Chana?-pregunté yo, hablando primero.
»Chana levantó la cabeza.
»-;¿Qué haremos?-dijo--. Lo que dice el Padrenuestro, Cristóbal... «HÁGASE TU
VOLUNTAD, ASÍ EN LA TIERRA COMO EN EL CIELO...»
»Yo me eché a llorar como una criatura, porque, aunque era hombre que con una mano
paraba una yunta de bueyes, no tenía en el corazón el aguante de aquella santa mujer„que no
era una mujer de carne y hueso, sino un ángel del cielo.
»-Cristóbal-me dijo con una voz que parecía cosa del otro mundo-; había un hombre
pobre como nosotros, que se llamaba Juan, tenía mujer e hija, y labraba un hacecillo de tierra
para mantenerlas. La langosta devastaba entonces la campiña, y el infeliz Juan vio con terror que
aquella plaga amenazaba su sembrado. Fuése derecho al Cristo de Mirabal, y, postrado ante la
imagen, pidió auxilio al Señor, que hace madurar los trigos del campo.
»-Señor-decía alzando sus cruzadas manos. Conserva mi cosecha, y la miseria huirá de
mi hogar. Preserva mis mieses, y el pan no faltará en la casa de tu siervo.
»El Señor no escuchó, sin embargo, las súplicas de Juan; tras la cosecha perdida llamó a
sus puertas la miseria.
»-¿Cómo ha de ser-dijo entonces a su esposa-. El Señor nos ha conservado salud y
brazos... Él bendecirá nuestro trabajo.
»Pero de allí a poco cayó su mujer enferma y vióse en breve a las puertas de la muerte.
Juan corrió de nuevo a pedirle al Señor, que da y quita la vida, salud para su esposa.
»-Señor-decía postrado ante la imagen, salva su vida... No dejes a mi hija sin madre.
Devuélvele la salud, rayo de sol que ilumina los escasos goces del pobre.
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»Pero tampoco esta vez escuchó el Señor sus plegarias, y la mujer de Juan murió a los
tres días, dejando solo a su marido y huérfana a su hija.
»-¿Cómo ha de ser?-se dijo Juan entonces-. El Señor me ha quitado a mi mujer; pero me
ha dejado a mi hija.
»De allí a poco se declaró en la niña la misma enfermedad de la madre, y Juan corrió
más angustiado que nunca ante el devoto Cristo.
»-¡Señor!-decía, apoyando su frente a la reja-, ¡salva a mi hija!... Anciano soy y
desvalido... ¿Qué haré yo solo, como árbol sin rama, y sin fruto?...
»Juan volvió a su casa esperanzado; acercóse a la cama de su hija y la vio inmóvil; palpó
su frente, y la encontró yerta; tocó su corazón, y ya no palpitaba... Pidió entonces de limosna una
mortaja blanca; hizo un ataúd con las tablas de su propio lecho y le dio él mismo sepultura a los
pies de su madre.
»-¡Perdí mi cosecha! ... ¡Perdí mi mujer! ... ¡ Perdí mi hija! pensaba Juan volviendo al
hogar solitario.
»Y diariamente seguía yendo a la capilla, se arrodillaba humildemente ante el Cristo,
cruzaba pacientemente las manos, bajaba sumiso la cabeza... y sólo decía
»¡Señor, aquí está Juan! ...
»Murió Juan al cabo, y su buena alma llegó a las puertas del cielo; allí se arrodilló para
rezar su oración: «¡Señor, aquí está Juan!», dijo.
»Y las puertas del cielo se abrieron ante él de par en par...
»El tío Pellejo, al acabar su relación, guardó silencio. La oscuridad nos impedía ver si
lloraba. —¿Y qué había sido de Chana?-le pregunté al fin. »-A Chana le pasó lo que al caballo
viejo... »Desde entonces hincó la cabeza en tierra, y no la volvió a levantar nunca. Corazón le
sobraba; pero el cuerpo se le iba solo a la sepultura, y a los tres meses estaba en la eternidad con
sus tres hijos.
»Yo me quedé solo, señorito, solo... Trabajo cuando hay en qué, y cuando no hay, nunca
me niegan un pedazo de pan por esos cortijos. Acompaño a los señores cuando vienen a tirar
jabalís, y siempre que paso por el Cristo de Mirabal, me asomo a la capilla y digo
»-Señor, aquí está tío Pellejo... Setenta años tengo ya... Señor, ¡no se te olvide!...
»La historia de Juan es una bellísima fábula ascética...» «Pero el ejemplo de Chana y el
tío Pellejo ES UN HECHO VERDADERO, que prueba con cuánta fidelidad practicaba aquel
contrabandista lo que con tan subida perfección sentía.»
Hasta aquí el P. Coloma en su historieta Resignación Perfecta.
Para resignarnos, para rendir enteramente nuestra voluntad a la de Dios, cualidad de la
perfecta Oración, no se necesita ser un Abraham... Con la gracia de Dios, y buena voluntad de
nuestra parte, puede llegar a esa perfección sublime un mochilero.
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28 - UN CUADRO ANDALUZ
No cabe duda, dirá alguno, que el cuadro anterior es muy edificante; pero... para los que
no tenemos fe y resignación, tal vez nos convendría algo más perfecto... que no ir viendo morir a
uno de nuestros familiares... A los que así piensan hay que decirles lo que Cristo a sus Apóstoles:
«Hombres de poca fe ...» Y lo que los tales deben pedir es lo que el padre del poseso: «Creo,
Señor, pero ayuda a mi poca confianza...»
Sin embargo, para «aumentar» la fe de éstos, ponernos a continuación un hermosísimo
cuadro «andaluz», de la pluma del mismo autor.
«La Cuaresma tocaba a su fin al mismo tiempo que la primavera comenzaba a
anunciarse en Sevilla con sus heraldos obligados: el azahar de sus naranjos y los innumerables
extranjeros que a ella acuden en este tiempo delicioso.
»El día primero de abril había comenzado el quinario del Santo Cristo de la Expiación, y
debía terminar el Viernes de Dolores.
»Al pie de la Cruz estaba la imagen de María, la Madre de los afligidos.
»Hallábanse enfilados por debajo del presbiterio doce gruesos cirios, y al pie de cada
uno velaba un devoto del Santísimo Sacramento. Era uno de éstos un anciano más que
sexagenario... Su frente se apoyaba en el cirio como si la doblegase el peso de un pensamiento;
sus brazos caían a lo largo del cuerpo; sus ojos no se abrían; de sus labios se escapaban a
largos intervalos palabras entrecortadas, que parecían pedir algo con esa convulsa energía que
inspira al dolor la fe acrisolada; con esa agonía terrible del alma cuyo único paliativo en la tierra
es el llanto. Y, sin embargo, sus ojos permanecían secos como un manantial agotado; su cuerpo
inmóvil como una pena clavada en el alma sin esperanza y sin remedio.
»El quinario tocaba a su fin, y el coro entonó la letanía de la Virgen.
»El anciano pareció entonces salir de su letargo; fijó los ojos en la imagen de María, y
cruzó las manos sobre el pecho... El coro entonó el "Consuelo de los afligidos" y un llanto
abundante brotó entonces de los ojos del anciano, mientras extendía los brazos hacia el altar,
exclamando en voz tan alta que todos oyeron: «Ruega por nosotros... Ruega por nosotros!...»
»Una señora anciana, que se hallaba sentada tras él, se levantó como obedeciendo a un
movimiento instintivo, y luego volvió a sentarse. Al terminar el quinario, la señora se dirigió a la
puerta, y a poco salió también el anciano.
»La señora parecía de edad muy avanzada... El anciano se dirigió lentamente hacia la
calle de las Armas, agobiado por el peso del dolor.
»A la tarde siguiente ambos ancianos se encontraron también en el quinario del Santo
Cristo. Al terminar, la señora salió decididamente, y se detuvo a la puerta. A poco apareció el
anciano; una niña de doce años se le acercó, y le dijo
»-¿Vamos a casa, abuelito? »-Sí, vamos... No puedo más...
»La señora los siguió de lejos... Detuviéronse ante una modesta casa de la calle de Z... y
entraron ambos. La señora examinó la fachada y apuntó en una carterita el número 69.
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»La antecámara del despacho del señor Gobernador se hallaba poblada de un
sinnúmero de pretendientes de ambos sexos, y todos aquellos infelices se afanaban en ser los
primeros en presentar sus pretensiones.
»El Capitán General había llegado dos horas antes a conferenciar con el Gobernador y
aumentado con esto la impaciencia de los que esperaban. Un portero sumamente gordo y
pequeño los disponía en turno, contestando a sus observaciones con grosería.
»Dos horas habían pasado desde la llegada del Capitán General, cuando apareció en la
antecámara la señora que ya dimos a conocer.
»-¿El señor Gobernador?-preguntó al portero.
»-Ocupado-contestó sin levantar los ojos del periódico.
»-Pásele usted mi tarjeta-dijo la señora.
»-Ocupado con el Excelentísimo señor Capitán General-replicó el portero.
»-No importa, pásele la tarjeta.
»-Pero ¿está usted sorda o hablo en griego?
»-Pase la tarjeta al instante, o si no...
»El Júpiter de librea se apeó de su Olimpo, y tomando la tarjeta entró sin replicar palabra
en el despacho del Gobernador. La sorpresa de todos subió al punto al ver que éste se
presentaba en la antecámara seguido del Capitán General.
»Pero, señora-exclamó, dirigiéndose a la anciana-, ¿por qué no me ha avisado usted y
hubiera ido yo mismo a ponerme a sus órdenes?...
»La señora tendió una mano al Gobernador y otra al Capitán General, y los tres
desaparecieron tras el pesado cortinaje que cubría la puerta... Diez minutos después de haber
entrado salía de nuevo, acompañada de ambas autoridades.
»-Mañana a primera horade decía el Gobernar -tendrá usted cuantas noticias sea posible
averiguar... Yo mismo iré a dárselas.
»-Gracias-contestó la señora--.. Le espero a usted sin falta.
»-¿Qué noticias me trae usted?-decía la señora al Gobernador, un día más tarde.
-Muchas en cantidad, malas en calidad-contestó éste sentándose.
»-,Veamos-dijo la señora con interés.
»-Desde ayer-dijo el Gobernador-ha tenido usted en movimiento a toda la Policía...
»Sacó entonces del bolsillo un papel, y comenzó a leer de esta manera
»--El inquilino de la casa número 69 de la calle Z, se llama don Esteban Rodríguez, de
setenta años de edad y en la mayor miseria. Su familia se compone de la mujer paralítica hace
siete años; una hija idiota, y seis nietos, hijos de otra hija difunta hace tres meses, de los cuales la
mayor tiene doce años y la menor cuatro. Se ignora el paradero del padre de estos niños. Don
Esteban ha estado empleado veintitrés años en las oficinas del Ayuntamiento, y quedó cesante
hace tres, cuando la caída del Ministerio. Desde entonces ha venido poco a poco a la miseria;
debe al casero 3.625 reales, y éste ha amenazado con embargarle los muebles y echarle de la
casa, si el día cinco del corriente, a las tres de la tarde, no ha satisfecho su deuda...
102
»-Mañana es día cinco-le interrumpió con terror la señora-. ¡Dios mío! ¡ Mañana Viernes
de Dolores! ...
»-Don Esteban no tiene con qué pagar-continuó leyendo el Gobernador-, y se sabe que
el casero ha avisado ya para el embargo. Don Esteban es persona honrada y de toda confianza.
»El Gobernador dejó el papel sobre la mesa, y la señora exclamó abatida
»-Ahora lo comprendo todo. ¡Razón tenía para afligirse! ...
»No bien quedó sola la anciana, volvió a leer detenidamente la nota....
Luego exclamó: »
-¡Imposible! ¡Imposible que Dios no oiga tantas súplicas! ... ¡Imposible que, en el día de
sus dolores, no remedie la Virgen Santísima uno tan grande! ¡ Si yo fuera rica! ... ¡Si yo pudiera
hacerlo en su nombre! ...
»La señora escondió el rostro entre las manos, y comenzó a sollozar.
Acercóse al fin al pupitre, y se puso a escribir una carta, cuyo sobre iba dirigido al Excmo.
Sr. Marqués de X., alcalde de Sevilla; al pie del sobrescrito, añadió esta palabra: Urgentísimo.
»Tres horas después recibió un oficio de la Alcaldía; la anciana rompió el sobre
apresuradamente, y una alegre exclamación se escapó de sus labios. Había encontrado la
credencial, ya firmada, de un destino en las oficinas del Ayuntamiento, y un cariñosa carta del
alcalde que se le remitía. El nombre del agraciado estaba en blanco; la anciana escribió en el
hueco: en favor de Don Esteban Rodríguez.
»Abrió luego un cajoncito, en cuyo fondo había varias monedas de oro y algunos billetes
de Banco: eran seis de a mil reales cada uno.
»-Hasta junio no puedo cobrar-murmuró entre dientes-. ¿Qué importa? A mí no han de
embargarme...
»Y volviendo los seis billetes en la credencial del destino, lo encerró todo en un sobre, sin
firma ni carta alguna, y puso de este modo el sobrescrito La Virgen de los Dolores a su devoto; y
por debajo añadió el nombre del anciano cesante. Luego se marché al quinario, y, aunque vio
desde lejos al anciano, inmóvil y lloroso como todos los días, la señora ya no lloraba; movía los
labios como si orase y de cuando en cuando se sonreía...
»El Viernes de Dolores era el último día del quinario y la señora llegó más temprano que
de costumbre a la capilla del Cristo; el sitio del anciano estaba vacío.
»,Vendrá de seguro-pensó la anciana-. Es temprano todavía.
»Pero el tiempo transcurría insensiblemente: ya el quinario había comenzado, y el
desgraciado cesante no venía.
»-¿Qué habrá sucedido?-pensaba la anciana-. Su desgracia está ya remediada; su
porvenir asegurado... ¿Será una de tantas almas que invocan a Dios en sus dolores y no dan las
gracias en las alegrías?
»Un rumor de pasos distrajo su atención. Volvió la cara, y vio a dos hombres
conduciendo en una silla de brazos a una mujer tullida; detrás venían seis niños pequeñitos,
vestidos de luto. Colocaron la silla de la tullida al pie del presbiterio; uno de ellos, que parecía
mozo de cordel, salió de la iglesia; el otro, que era el anciano, fue a arrodillarse en su sitio
103
acostumbrado al pie del cirio. Parecía rejuvenecido, y aunque de sus ojos se desprendían
lágrimas, eran de gratitud y de alegría.
»Los niños se habían arrodillado en torno de la paralítica, quedando la mayor de las
niñas al lado de la anciana, que los observaba.
»-¿Es esa señora tu mamá?-preguntó a la niña.
-Es mi abuelita.
»-¿Está enferma?
»-Está tullida, pero hoy ha hecho la Virgen un milagro con nosotros, y ha querido que
vengamos todos a darle las gracias.
»La señora no preguntó más y bajó cuanto pudo el velo de su mantilla...
»Aquella anciana, opulenta en otros tiempos, vivía entonces del producto de su
privilegiado talento; era la ilustre Marquesa de Arco Hermoso, Cecilia Bohl de Fáber, conocida en
el mundo literario con el seudónimo de Fernán Caballero.»
Este es el extracto del bellísimo «cuadro andaluz», pintado por la pluma del P. Coloma
en la historieta El Viernes de Dolores.
»La señora escondió el rostro entre las manos, y comenzó a sollozar.
104
29 - ESCUELA ITALIANA
Los peregrinos que van a Roma difícilmente dejan de visitar dos grandes santuarios en
Francia: Lourdes y Lisieux ; y con sobrada razón, pues Dios ha querido manifestar las maravillas
de su poder en el primero, consagrado a su Madre Inmaculada, y los prodigios de su amor en el
segundo, dedicado a una flor del jardín del Carmelo: Santa Teresita.
Pero hay muy pocos que, al llegar a Italia, se detengan en Turín para admirar uno de los
mayores prodigios de la Edad Moderna: la «Piccola Casa de la Divina Providencia». Y la razón es
muy humana, porque nadie espera ver allí algún milagro o recibir un favor especial, y la gran
mayoría ni siquiera sabe que exista semejante casa, y ni menos conoce los prodigios
«providenciales» que vienen realizándose allí desde hace un siglo sin interrupción alguna.
Estamos convencidos de que, para la gran mayoría de nuestros lectores, ni aun el
nombre de ese lugar les era conocido hasta que han leído estas líneas.
Por otra parte, si uno quiere que se le encoja el corazón contemplando juntas todas las
miserias humanas, no tiene sino traspasar los umbrales de la «Piccola Casa». Allí se encuentran
recogidos, en diferentes pabellones: niños expósitos, chiquitines deformes, paralíticos,
ancianos.
Allí tienen abrigo los tullidos, los cancerosos, los epilépticos, los tuberculosos. Allí los
viejos y viejas más repugnantes tienen su morada. Allí los seres más miserables encuentran un
lugar de asilo. Allí los pilluelos de la calle, las muchachas del arroyo, las magdalenas, encuentran
amparo. En una palabra, allí están reunidos los desechos del mundo físico y moral, excepto los
locos.
Y en aquella situación, de más de siete mil infelices de toda clase, no se oye que Dios
obre prodigios de curaciones para aliviar tantas enfermedades como en Lourdes. Allí no se ve
nada extraordinario si se mira con los ojos del cuerpo. Sólo se ve el ejercicio de la oración y de la
caridad cristiana en grado heroico, pero nada más...
Sin embargo, si uno pregunta: ¿cómo se sostienen todos aquellos infelices y los
religiosos de ambos sexos que de ellos tienen maternal cuidado?, se quedará sorprendido al
saber que todos aquellos «están sostenidos por la Divina Providencia». Esta inesperada
respuesta deja al visitante sin saber qué pensar, pues semejante «Banco» le es desconocido; no
está registrado en ninguna lista de las instituciones bancarias en operación.
Y, sin embargo, así es literalmente. Aquella institución, al frente de cuyos edificios se
leen estas palabras: « El que confía en el Señor no padecerá penuria», no tiene renta alguna, allí
no se llevan libros de contabilidad, ni se pide limosna; está sostenida HACE más de UN SIGLO
únicamente por los tesoros inagotables de la Divina Providencia.
Cuando hace ya muchos años, visitamos aquella institución, fuimos testigos de cómo la
Divina Providencia, sostiene aquella «Casita» que le es tan querida. Tuvimos la fortuna de que el
director de «aquella maravilla» fuera nuestro guía. Al llegar y preguntarle con filial confianza
sobre los «métodos de la Divina Providencia», nos enseñó sonriendo, con sencillez admirable,
sin la menor pretensión un montoncito de 45 liras que tenía sobre la mesa.
105
-Esto es todo lo que tenemos para sufragar los gastos de más de siete mil asilados. En
cambio, aquí tiene estos recibos y nos enseñó un montón, que debían subir a más de treinta mil
liras, de cuentas por pagar...
Y, sin más comentarios, nos llevó a recorrer la institución. La primera parte a donde nos
condujo fue a la capilla. Allí se arrodilló, y por espacio de unos diez minutos se puso a orar
delante del Santísimo. Aquel hombre no hablaba, sino que, bajando la cabeza y arrodillado sobre
un reclinatorio, volvía las palmas de las manos hacia el cielo como un pordiosero que
mundanamente pide limosna.
Después, sonriente, se levantó y nos llevó por todos los edificios, hablando
cariñosamente con los enfermos, respondiendo con toda tranquilidad a las preguntas que le
hacían las hermanas y dándonos cuenta de todos los detalles.
Cuando terminó nuestra entrevista, que duró más de dos horas, teníamos el corazón
«como una pasa metida en una copa de vino generoso». Nunca habíamos visto tantas miserias
juntas, ni caridad más heroica.
Nos invitó de nuevo a entrar en la capilla. Parecía que aquel hombre no podía pasar
cerca del Santísimo sin entrar a saludarlo... La visita fue muy corta. Después nos llevó a su
despacho.
Acababa de llegar el correo de la tarde, y había sobre la mesa un gran montón de cartas,
más otros paquetes que no habían venido por correo, pues no mostraban sello alguno.
-Siéntese, padre-nos dijo-; tal vez haya aquí algo que le interese-y tomando una
plegadera, comenzó a abrir la correspondencia...
El primer sobre que abrió contenía una carta, corta, pero muy expresiva. La leyó
sonriendo y me la pas6 para que la viera. Era de un acreedor al que la «Piccola Casa» debía
2.000 liras, y con lenguaje «robusto» reclamaba su dinero.
Siguió luego abriendo otras cartas; veía el contenido de algunas y, sin sacarlo, las iba
amontonando a un lado. Otras las leía y apartaba en montón diverso. Así pasaron unos minutos
sin decir palabra. Cuando hubo terminado su tarea, sin la menor sorpresa por parte de él, fue
sacando el contenido de las cartas del primer montón y pasándomelo a mí...
Lo primero que tomé en mis manos fue un cheque por 50 liras, luego una letra por 200
libras esterlinas, luego otra por mil francos, luego otra de 500 dólares... En fin, aquello era un
verdadero diluvio de dinero. Mientras yo veía esto «atontado», fue y abrió los paquetes; todos, a
excepción de dos que eran libros, contenían monedas en su mayoría de oro... Aquello era un
capital...
-Llegó V. R.-me dijo-en uno de nuestros días de apuro; ya ve cómo la Divina Providencia
se encarga de socorrer su «PICCOLA CASA...»
Llamó a otro religioso y sin contar el dinero, le entregó el montón de cheques y el de
cuentas por pagar, encargándole que pagara al momento.
--Venga, padre-me dijo, y fuimos de nuevo a la capilla y estuvimos allí por media hora...
Estaba dando gracias a la Divina Providencia... Yo, por mi parte, me arrodillé en otro
reclinatorio, y, cubriendo el rostro con las manos, me eché a llorar...
106
-¿Qué milagros! —decía yo al salir-. Esto es mil veces más admirable. Habíamos visto
una vez en nuestra vida a la Divina Providencia en acción..., pues en nuestra reducida
experiencia ya la habíamos visto «operar», pero nunca «en tan grande escala».
Entonces dijimos: no hay duda, cuando el «fulcro» de la Fe es firmísimo„ la barra rígida
de la Esperanza presenta un largo brazo de palanca, y todo esto lo empuja la Caridad, no hay
cosa imposible para la oración... Y al decir esto, alzamos la vista y leímos en uno de los edificios:
« El que confía en el Señor no sufrirá penuria...» Alguno dirá quizá: «El cuentecito está bien
compuesto y mejor narrado.» Pues al que tal diga le respondemos: «Hombre de poca fe, vete a
Turín, y entonces verás todo esto por tus propios ojos, y como los Samaritanos a la Samaritana,
después podrás decirme: «Ya no creemos por lo que tú nos has dicho, pues nosotros mismos lo
hemos visto».
Y a los que no pueden ir a Turín les diremos aguardad un poquito y veréis cosas
mayores. Pues esto que acabamos de contar es uno de los innumerables casos ocurridos en la
«Piccola Casa» DESDE HACE CIENTO CINCUENTA AÑOS. Vamos a extractar algunos pocos
de la vida de San José Benedicto Cottolengo, este hombre, de oración confiadísima y
candidísima, hace precisamente un siglo estaba fundando la «Piccola Casa de la Divina
Providencia», la institución más admirable que existe en toda la cristiandad.
107
30 - EL COTTOLENGO
Nos encontramos con un joven canónigo de la iglesia del Corpus Christi en Turín, lleno
de caridad para con los pobres, sin recursos propios, sin poder contar con la ayuda de su
igualmente pobre familia y sin amistades entre los ricos de la ciudad. Para poder socorrer a los
necesitados, a los enfermos, a los menesterosos, tras los cuales se iba su caritativo corazón,
necesitaba dinero: ¿qué hacer? Un sólo camino le quedaba abierto, y por ése marchó decidido:
«Echarse incondicionalmente y sin vacilar en brazos de la Divina Providencia.»
Don Cottolengo, que así se llamaba ese hombre admirable, empezó su obra basándose
en la teoría de que «a Dios lo mismo le cuesta mantener dos que dos mil»; y que el que «ora con
confianza y sin vacilar» tiene a su disposición todas las fuerzas de la Omnipotencia Divina.
Comenzó, pues, su obra «orando frecuentemente» y «con toda confianza» delante del
Santísimo Sacramento; ocupando todo el tiempo que sus obligaciones como canónigo le dejaban,
en buscar a los más desvalidos para ayudarlos.
Al principio no podía darles más que «simpatía» y «palabras de consuelo», lo cual, si
bien animaba a los infelices, no les daba remedio temporal ninguno en sus miserias y
sufrimientos. A pesar de que todo el sueldo que recibía como canónigo se lo daba a los pobres,
este sueldo era pequeñísimo, y los necesitados innumerables. Desde los principios, daba
siempre, sin mirar el dinero que daba, sin contarlo. Para lo cual tenia una graciosa razón fundada
en las palabras de Cristo: «Si Nuestro Señor nos ha dicho: «que no sepa la mano izquierda lo que
hace la derecha», ¿por qué lo ha de saber el ojo? Por otra parte-continuaba-, si al hacer la
caridad vemos a Cristo en los pobres, ¿vamos a andar contando el dinero que le damos a Él?»
Los ricos, que tienen mucho que dar y a quienes innumerables gentes piden, no saben lo
bochornoso, lo desagradable que es para una persona «decente» pedir. Los ricos están
cansados de que les pidan toda clase de personas, las cuales creen que su propia necesidad «es
la mayor de todas», y así piden como si ellos fueran los únicos a quienes este o aquel rico
«debería» socorrer.
Y así algunos se ponen furiosos cuando la persona a quien piden no escucha su
demanda, y echan pestes contra los ricos porque no socorren a los pobres, esto es, porque no
les han socorrido a ellos, aunque, por otra parte, esos mismos ricos hagan, como pasa
frecuentemente, otras limosnas y obras de caridad. Esta actitud de muchísimos «pedigüeños»
hace que los ricos estén en guardia contra esta verdadera plaga, y con justísima razón.
Una cosa es que los ricos deban socorrer a los necesitados, y otra que estén obligados a
socorrer a «este necesitado» especialmente. Los ricos son muy dueños de disponer de su dinero
según su voluntad, pues es de ellos, y la responsabilidad de hacer o no hacer «tal obra de
caridad determinada» es enteramente de su incumbencia, y no de la del que pide. Esto lo hemos
dicho, tanto en defensa de muchos ricos injustamente criticados, como contra la plaga de
«pedigüeños» que cada día hacen más difícil, con sus exigencias e importunidades, que los ricos
den oído a los verdaderamente necesitados.
108
Don Cottolengo, teniendo necesidad de dinero para socorrer a los infelices, después de
habérselas entendido con Dios primeramente, se lanzó a conseguir los medios necesarios para
remediar las necesidades, no ya de los pobres, sino de los mas carentes de amparo, de los más
infelices, de aquellos de quienes nadie se acuerda.
El buen canónigo se había dedicado a dos trabajos muy propios de su ministerio: el
confesionario y el púlpito. Sobresaliendo en este último, tanto por su instrucción como por su
sentido práctico empezó a hacerse popular, abriéndole esta popularidad las puertas de las casas
de los ricos, tras los cuales andaba para llevar a cabo sus «ensueños» de caridad .
Invitado en cierta ocasión a casa de una familia rica, en Turín, accedió Don Cottolengo.
Con su educación, su talento y su carácter alegre y bondadoso, tenía encantados a los de su
familia; conversaba muy llanamente. Ofreciéronle, como es costumbre «una copita» de vino
excelente. Aceptóla Cottolengo, y con la habilidad de un buen catador, después de alabar la
transparencia del vino, su aroma y su excelente sabor, les dijo, mirando el poco líquido que aún
quedaba en el vaso:
«Una copita de este tan añejo vino, haría felices a mis pobres enfermos del hospital...» Y
siguió la conversación por otro camino muy distinto. El resultado fue que, al día siguiente,
llegaban a la casa del simpático canónigo dos barricas de aquel vino exquisito, con la siguiente
etiqueta: «Al Rev. Canónigo Cottolengo, para sus enfermos.» Y, claro, de allí fueron los barriles
a parar directamente al hospital.
En otra ocasión visitaba a otra señora rica. Encontróla tejiendo unas camisetas de lana
que la anciana dedicaba a sus nietos. Admiró Cottolengo la obra, y como era invierno, echándose
sobre los hombros una camiseta de las ya acabadas, como si sintiera su poderoso abrigo, dijo:
«¡Qué calentitos estarían con unas camisetas como éstas los pobrecitos niños de mi barrio !
Una semana después recibía el caritativo e inteligente canónigo dos grandes bultos
conteniendo cien camisetas de lana, que inmediatamente fueron entregadas a los niños más
necesitados de la vecindad. Lo cual supo la dama al poco tiempo, pues fue Cottolengo a darle las
gracias y le llevó uno de los chiquitines vestido con la abrigadora camiseta.
Con esta preparación y después de sufrir humillaciones y desprecios exteriores y
pruebas internas a que Dios lo sujetó, ya se encontraba el buen canónigo tan sólo MEDIO
DISPUESTO para empezar «su ensueño de caridad» en favor de los seres más desvalidos.
Su primera intentona, el Hospital de «Volta Rossa», fue, sin embargo, un fracaso. La
confianza en Dios de Cottolengo no estaba madura. Dios no quería aquello, quería la «Piccola
Casa», fundada únicamente en la Divina Providencia.
Empezó ésta hacia el año de 1830, en una casuca de dos cuartos, un establo y un corral.
Para entonces el modo de proceder de Cottolengo había ya variado por completo: YA NO PEDÍA
A NADIE, SINO A DIOS, confiando absolutamente en su Providencia.
Aquella «Piccola Casa» no era una fundación sino de la Divina Providencia, que quería
mostrar al mundo de manera palpable que «el que confía en Dios no padecerá penuria». Para
esto se necesitaba que el fundador escogido por Dios para desarrollar obra tan admirable, tuviera
«una confianza extraordinaria en Dios».
109
Por eso la confianza que en Dios tenía Cottolengo no podía ser mayor. Pero no fue sólo
esto, hubo mucho más. Aquel santo hombre infundió su espíritu en los religiosos y religiosas que
fundó, de tal modo que hasta la fecha se conserva ese maravilloso espíritu de confianza que
hace de la «Piccola Casa» una institución única en el mundo: «una Universidad de la oración y de
la caridad cristiana», como muy bien la llamó un celebrado autor francés después de haber
visitado aquel prodigio.
Viendo un padre cómo empezaban a brotar como hongos, pabellones y edificios, que,
llenos hasta su mayor capacidad, se sostenían sin dificultad le dijo: «Entiendo que todo lo que
ganáis como canónigo lo dedicáis a la «Piccola Casa.» «Estáis equivocado respondió el
canónigo-: lo que yo gano lo reparto FUERA de la «Piccola Casa», pues ésta no tiene ni puede
tener más rentas que las que le señala la Providencia Divina. Si yo pusiera un solo céntimo de mi
salario, creo que todo se arruinaría. De tal modo confío en la Divina Providencia, que, cuando
tengo que salir fuera por una temporada, ni me vuelvo a acordar de las necesidades de esta casa,
pues sé que Dios tiene cuidado de ella.»
Y la institución siguió creciendo y creciendo de modo formidable, albergando toda clase
de infelices; y en ciento cincuenta años que lleva de existencia, ha seguido adelante, siempre
creciendo, hasta tener mas de siete mil asilados, como hemos dicho.
Cotolengo había aprendido ya por experiencia y había sacado provecho de ella,
entendiendo la parte que juega «el elemento divino» cuando se trata de la oración. «La
Providencia dilata sus provisiones -decía-, no porque ignore nuestras necesidades o no quiera
favorecernos luego. La causa de esta dilación en recibir respuesta a nuestras peticiones está en
que NUESTRA CONDUCTA ES DÉBIL, o en que nuestra conciencia está culpada.» Es decir, el
demonio, por nuestras culpas o desconfianza, ha conseguido detener el efecto de la oración.
Ni se crea que ese hombre admirable no conociera el valor del dinero; bien que lo sabía,
y bien que entendía que «ése es el medio» para poder llevar a cabo lo que pretendemos. Pero no
ponía en el dinero su confianza, sino en Dios. Por eso, cuando le faltaba dinero, y era con mucha
frecuencia, no perdía su serenidad, pues sabía que «si bien los comerciantes más ricos, los
banqueros y aun los Gobiernos hacen bancarrota, la «Piccola Casa» no podía quebrar en modo
alguno, mientras tuviera sus fondos guardados en el Banco de la Divina Providencia, que nunca
quiebra ni puede quebrar».
Sabía también otra cosa: «que si Dios recompensa una confianza ORDINARIA
concediendo dones ORDINARIOS, cuando le pedimos algo extraordinario necesitamos tener en
él una confianza EXTRAORDINARIA». Por esto, siendo la «Piccola Casa» algo
EXTRAORDINARIO, no sólo él tenía en Dios confianza EXTRAORDINARIA, sino que exigía de
los que le ayudaban que la tuvieran también.
Un día, la Superiora de las Hermanas de San Vicente, sus ayudantes en esta obra, fue a
quejarse a él, con gran ansiedad y no escasas palabras, de que estaban en necesidad extrema
careciendo de lo más indispensable para los asilados. Todo su capital era una moneda de oro de
veinte liras. «¿Dónde está ese dinero», dijo Cottolengo. La buena Superiora sacó temblando un
papelito donde tenía la moneda de oro envuelta con sumo cuidado, y la entregó al hombre de
110
Dios Este tomó la brillante moneda, fue a la ventana y con toda su fuerza la arrojó al jardín,
perdiéndose el dinero entre el abundante pasto. «Ahora-añadió-, no se apure la Hermana, que
Dios proveerá abundantemente.» Y así fue, en efecto: aquella misma tarde dejaron en la
alcancía de la puerta una suma de dinero muy considerable.
La Hermana Dominica fue una vez temprano a decirle que no había pan para el
desayuno de las muchachas asiladas, que eran muchas, y que tendrían que pasarla sin
desayunarse esa mañana. «¿Y las muchachas van a murmurar?», preguntó Don Cottolengó.
«No murmurarán, pero su apetito no disminuirá por eso.» «Muy bien-respondió-, a su hora,
mándelas a desayunarse, que la Providencia no se olvidará de que sus hijas no tienen
desayuno.» Y esto diciendo se fue a la capilla a hacer oración. Poco tiempo después, la
encargada de la alcancía que está a la puerta, vino trayendo dinero para darles un abundante
desayuno.
La Hermana Petronila le dijo, afligida, en otra ocasión, que ya no había vino, pues todas
las barricas estaban vacías. «La Providencia las llenará -.respondió-si la Hermana tiene
confianza en Dios.» No había pasado media hora, cuando llegaron varios carros trayendo unas
pipas enormes, y descargándolas en el patio los que las habían traído, sin decir quién las
mandaba.
Lo más curioso del caso es que, cuando hubo de clausurar el Hospital de «Volta Rossa»,
se fué a Valdoceo Don Cottolengo a madurar sus planes para abrir la «Piccola Casa», y después
de orar mucho, NO TENÍA PLAN NINGUNO, si no es el de trabajar por socorrer a los necesitados,
dejando lo restante, es decir, TODO, en manos de la Providencia Divina.
« El que confía en Dios no sufrirá penuria.»
111
31 - LA PICCOLA CASA
Con dificultad creemos poder presentar a los lectores un «cuadro» más admirable que
describir a grandes rasgos el espíritu de la «Piccola Casa de la Divina Providencia» para
animarlos a «confiar en Dios» en absoluto y sin andar vacilando.
La oración confiada pone a nuestra disposición los tesoros de la Omnipotencia Divina.
Don Cottolengo tuvo, como Abraham, esta admirable confianza; pero no es esto lo más
admirable, sino que sus sucesores han seguido por este camino, obteniendo los mismos y
mayores resultados.
La edad presente es la de la confianza absoluta EN EL DÓLAR, EL YEN, EL PETRÓLEO
O EL EURO TODOPODEROSO, y la oración, que no es dinero, es mirada con desprecio y
ridiculizada por los «espíritus fuertes». Sin embargo, Dios no pudo menos que sonreírse de estos
individuos cuando llegaron a las trincheras...
Nos decía una vez un amigo nuestro, que estuvo en la Guerra Mundial en lugares
peligrosísimos, que el antiguo adagio «si quieres aprender a orar, entra en el mar», debe
cambiarse en este otro: «entra en las trincheras». Pues, como decía un soldado que allí estuvo,
todos oraban sin excepción.
Pues bien, por ese olvido de la oración, creemos que Dios ha querido que exista en
nuestra época la «Piccola Casa de la Divina Providencia», donde, por un 150 AÑOS, la oración
sólo la oración ha estado produciendo el dinero suficiente para sustentar tantos miles de
personas.
La «Piccola Casa», como el Bienaventurado Cottolengo la estableció EN EL SIGLO XIX,
todavía existe, y es el monumento mas glorioso en honor de la ORACIÓN. Ha tenido "hijos" que
continúan con el mismo espíritu: los Cottolengos del P.Orione: los Cottolengos del Padre Alegre
que en el 2002 en que escribimos esto tienen casas en España, Portugal y Colombia. Son una
refutación práctica de algunos de los errores modernos; son en sí mismos, una respuesta
contundente a todos aquellos que niegan el poder de la oración.
La «Piccola Casa» es, en un modo supremo, CASA DE ORACIÓN. La oración es su vida,
su vigor, su gozo y su constante ocupación. Allí se les enseña a todos a ORAR SIN ANDAR
VACILANDO. Allí los constantes efectos de la oración, a todos visibles, hacen que ya nadie tenga
por extraordinario lo que en otras partes se tiene por cosa inusitada. Pasa allí lo que a nosotros
nos pasa, por ejemplo, con las computadoras. Hay tantas que ya a nadie le llama la atención ese
aparato, el más maravilloso que hasta ahora ha producido el ingenio humano.
En la «Piccola Casa» el efecto extraordinario de la oración es tan común, que a ninguno
le llama ya la atención. Más le llamaría la atención que la oración no tuviera respuesta, como
tiene.
Las máximas de Don Cottolengo, que desde su tiempo han sido practicadas con toda
religiosidad, han hecho que este «milagro» de la Providencia haya continuado:
«La prosperidad de esta casa-les decía—depende enteramente de nuestra confianza en
Dios. Si el espíritu de fe se pierde, esta institución bajará el nivel de las otras instituciones
112
humanas.» Lo que buscaba Cottolengo era «la voluntad de Dios» y nada más. «Nada hay
mío-decía-en la «Piccola Casa», todo se ha hecho según la voluntad de Dios; y estoy dispuesto a
destruir todo lo hecho, a echar abajo ladrillo por ladrillo, el día que entendiera que ESTA ERA LA
VOLUNTAD DE DIOS.»
Estas pocas máximas, llevadas a la práctica por él y sus sucesores, orando todos con
ilimitada confianza, son la causa del prodigio constante de la conservación de la «Piccola Casa».
Los hechos que vamos a narrar y que pasaron durante la vida del Bienaventurado
Cottolengo no son exclusivos de su época, se han seguido y siguen repitiendo constantemente,
pues no fue Cottolengo el que obró estas maravillas, sino «su oración confiada y sostenida por su
eximia caridad». Y como sus sucesores han seguido por el mismo camino, los prodigios se
repiten sin interrupción; pues Cristo dijo: «Todo lo que pidiereis con fe y sin andar vacilando, lo
conseguiréis», y la mano del Señor no se ha acortado.
Cottolengo fué admirable, pero, como él podemos ser igualmente admirables si tenemos
en Dios la confianza que él tuvo.
Los gastos de aquella casa, solamente «Piccola» que abrigaba a miles de personas,
eran y son muy fuertes. Don Cottolengo no siempre tenía a mano el dinero con que pagar sus
deudas inmediatamente, y, claro, no pocas veces se vio muy comprometido.
En una ocasión, uno de los acreedores lo demandó delante del señor Arzobispo, y éste le
citó para un día determinado con el objeto de que pagara aquella deuda. Don Cottolengo no
titubeó un momento en presentarse delante de su superior; pero iba con las manos vacías, a
confesar su deuda, sin poder pagarla. Cottolengo no se inmuta. Aquellas deudas las ha contraído
por ayudar a los infelices, y sabe que la Providencia Divina tiene que apoyarle. Llegado el día, se
disponía a ir ante el prelado cuando dos extranjeros, que venían de Aosta a ver a sus hijas, le
entregaron, sin que nadie se lo pidiese, una considerable suma de dinero muy superior a la
deuda. Con lo cual Don Cottolengo pagó al acreedor al punto, y éste se vio obligado a retirar su
acusación.
Debía la «Piccola Casa» una suma muy considerable al tendero, que, fiado, les había
dado muchísimos comestibles. Llegó el momento en que ya no quiso fiar más y se fue con su
cuenta en la mano a reclamar al Siervo de Dios. Este no tenía en aquel momento ni un céntimo,
y así le dio buenas palabras, exhortándole a que fiase en la Providencia. Pero el tendero no
quería consejos, sino dinero. No pudiendo obtenerlo, se le fue la lengua, y, al estilo italiano, le dijo
al santo varón infinidad de improperios, que éste aguantó muy humildemente. Pasó la noche en
oración, y, al día siguiente por la mañana, le anunciaron de nuevo la visita del tendero. Con toda
resignación bajó Don Cottolengo a escuchar el «resto» de injurias que le esperaba, pues no tenía
dinero. El tendero, sin embargo, no sólo no venía encolerizado, sino que le pidió perdón por lo
que le había dicho la tarde anterior, dándole las gracias por el dinero que le había enviado, y
ofreciéndose a seguir surtiendo en adelante la «Piccola Casa». Don Cottolengo, sin admirarse de
esto, dio gracias a la Divina Providencia por haberle sacado de aquel apuro, sin saber él quién
había pagado al malhadado tendero.
113
En otra ocasión, un acreedor no sólo lo maltrató de palabra, sino que sacó tamaño
cuchillo para reforzar sus argumentos. Don Cottolengo, que no tenía un céntimo con que pagar,
dio un paso atrás, y metiendo mano a la bolsa para sacar su pañuelo blanco en señal de
parlamento, lo que sacó fue un rollo con monedas de oro que él no se acordaba de haber puesto
en la bolsa. Con lo cual se apaciguó el acreedor, y guardó junto con su navaja, el dinero que de
manera tan cómica, cuanto oportuna, había aparecido en la bolsa del buen canónigo. Al contar el
dinero, cayó una moneda de oro al suelo, pero lo que le quedó en la mano al acreedor era
precisamente lo que Don Cottolengo le debía.
Cuando después de esta escena entró la Hermana Telesfora, encontró todavía pálido del
susto al buen canónigo, quien le dijo que recogiera aquella moneda y la guardara en testimonio
de aquel doble favor que acababa de hacerle, de modo tan inesperado, la Divina Providencia,
pues el acreedor estaba resuelto a usar de su cuchillo en caso de que no pudiera obtener su
dinero.
Otra vez la «Piccola Casa» llegó a deberle al panadero la friolera de dieciocho mil liras.
El panadero estaba para quebrar y pedía con insistencia su justo dinero. «Tenga un poquito de
paciencia», le decía Don Cottolengo, quien no tenía un céntimo. «Ya he tenido muchísima»,
replicó el justamente irritado panadero; el cual tuvo finalmente que irse echando sapos y culebras,
y decidido a no fiar ni una lira más al buen canónigo. Pero no hizo más que llegar a la panadería
cuando un caballero se presentó, y, preguntándole cuánto le debía Don Cottolengo, le entregó al
punto las dieciocho mil liras, rogándole entregara el recibo al Siervo de Dios.
Pertenecía entonces la ciudad de Turín al reino de Cerdeña, de la cual era capital. El
Gobierno del Rey había observado con atención el inusitado crecimiento de la «Piccola Casa»,
sin intervenir directamente. Mas cuando vieron que pasaban de seiscientos los asilados y que el
que los sostenía no tenía ni un céntimo de renta, se pensó intervenir por el bien público. El rey
Carlos Alberto mandó a su ministro, el conde de Escarena, para que investigara el estado del
establecimiento. Tuvo, pues, una entrevista con Don Cottolengo, que merece ser reproducida
palabra por palabra.
El Ministro- ¿ Usted es el director de la «Piccola Casa»?
Don Cottolengo- No precisamente; yo sólo soy un agente de la Divina Providencia, que
es la que dirige la Casa.
El Ministro- Esto está muy bien; es muy edificante. Pero, ¿con qué recursos cuenta usted
para sostener tantas personas?
Don Cottolengo- Con los que me da la Divina Providencia.
El Ministro- Pero, padre, para sostener a tantas personas, usted debe de tener algunos
fondos determinados: algunas rentas fijas.
Don Cottolengo- Por supuesto que las tenemos. La Divina Providencia nunca se olvida
de los desvalidos. ¿Cree su excelencia que a la Divina Providencia le van a faltar fondos?
El Ministro- Señor canónigo, será como usted quiera, pero el Gobierno tiene derecho y
obligación de enterarse de la conducta de usted, pues es una temeridad meterse en una obra de
esa magnitud sin tener algunos fondos asegurados.
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Don Cottolengo- Espero que su excelencia no nos culpe porque vivimos a expensas de
la Divina Providencia.
El Ministro- Pero Don Cottolengo, reflexione en lo que pasaría si usted fallara. Calcule en
la posición en que pondría al Gobierno, cargándole de improviso cerca de mil personas enfermas
y destituidas.
Don Cottolengo- Excelencia, Dios proveerá para el futuro, como ha provisto hasta ahora.
Hasta el presente no hemos causado mal ninguno a los súbditos de Su Majestad, ni le hemos
pedido ayuda ni favor alguno al Gobierno. No veo, pues, motivo, señor, para temer en lo futuro,
pues Dios nunca falta a los que en Él confían.
Con esto concluyó la entrevista. El ministro informó al rey: «que era tan firme la confianza
de Don Cottolengo en la Providencia Divina, tan angelical y sereno su continente, y sus motivos
tan puros y nobles, que él estaba convencido de que la mano de Dios estaba con él. Por lo cual
creía que aquella obra era merecedora del patrocinio del rey».
El buen rey quiso seguir el consejo del ministro y tomar la «Piccola Casa» bajo su real
protección...
Don Cottolengo fue a verlo y le dijo que le agradecía mucho sus buenas intenciones,
pero que aquello era imposible, ya que el Patrono era Dios, infinitamente superior al mismo rey. A
lo cual el rey accedió, verdaderamente edificado de la respuesta.
Pero no fue esto solo. Un día llegó a la «Piccola Casa» un oficial anunciando a Don
Cottolengo que el rey «iba a honrar» la casa, haciéndole una visita. A lo cual respondió el Siervo
se Dios: «Que la «Piccola Casa» agradecía muchísimo a Su Majestad aquella honra; pero que
Su Majestad le haría un favor mucho mayor NO YENDO A VISITARLA, pues semejante
manifestación de protección humana quizá no sería muy del agrado de la Divina Providencia.» A
lo cual el rey nada tuvo que decir, y suspendió su proyectada honra.
Esto no impedía que el rey llamara a Don Cottolengo para consultarlo en muchas
ocasiones, y que el bienaventurado canónigo fuera personalmente al palacio real. En una de
esas visitas el rey le dijo:
«Mi querido canónigo, espero que Dios le conceda una larga vida; pero, cuando usted
muera, dígame, ¿qué arreglos, qué disposiciones ha tomado acerca de su sucesor? ¿No le
parece que es cosa de prudencia que escoja a alguno?» «¿Qué cosa?-respondió Don
Cottolengo- ¿Tiene Su Majestad desconfianza de la Providencia Divina? ¿Por qué no he de dejar
que Dios escoja mi sucesor? Le ruego, señor, que vea lo que está pasando a la puerta del
palacio»; y lo llevó a una ventana. La guardia se estaba renovando. «Una palabra pasaba de uno
a otro soldado-dijo-, y la nueva guardia reemplaza a la anterior, y ésta se va a su cuartel a
descansar. Así sucederá cuando Dios disponga mi reemplazo. Dios hablará al oído de algún otro,
y el nuevo centinela vendrá a ocupar mi lugar.»
El rey verdaderamente asombrado de aquella nunca vista confianza en Dios y de la
sencillez con que Don Cottolengo le hablaba, respondió: «Que se haga como usted lo dice, muy
querido canónigo, y que la Divina Providencia siempre le siga protegiendo como hasta ahora. Por
lo que a mí toca, Dios me libre de oponerme en nada a los planes divinos.»
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Como en la «Piccola Casa» no se llevaba contabilidad de ninguna especie y fueran
varias las quejas sobre ello, el rey Carlos Alberto llamó otra vez a Don Cottolengo, y con todo
cariño y respeto le dijo: «Mi querido canónigo, creo que es muy conveniente que en la «Piccola
Casa» se lleve una buena contabilidad; ponga un tesorero y un tenedor de libros, por lo menos,
para que los registros estén en orden. ¿No ve, mi querido canónigo, la confusión que habrá el día
que usted falte? ¿Cómo podrán los acreedores recibir su pago y la «Piccola Casa» saber lo que
le pertenece?»
«Señor- replicó prontamente el canónigo, dirigiéndole, al propio tiempo, una mirada
mucho más expresivas que sus palabras-: ¿me pudiera decir Su Majestad cuánto tiempo hace
que la Divina Providencia gobierna el Universo? » «Hará unos seis mil años», respondió el rey.
«¿Y durante tan largo tiempo, se ha sabido alguna vez que la Divina Providencia haya hecho mal
a alguno o negándole lo que le pertenece? ¿O sabe Su Majestad que Dios tenga tenedores de
libros o haya llevado cuentas? ¿O que por esto u otra causa cualquiera haya estado en
bancarrota? Pues la «Piccola Casa» es la casa de la Divina Providencia, guiada por Ella y por
ella provista. Nunca ha padecido penuria ni ha negado a los deudores lo suyo. Cuando este
instrumento (el Cottolengo) envejezca y se apolille, será substituido por otro, y éste dará a cada
uno lo suyo.»
El rey sonrió admirado y despidió a Don Cottolengo diciendo: «Haga, padre mío, como
Dios le inspira; la Divina Providencia ha empezado esta obra, y Ella la llevará adelante.»
Llevaba sólo diez años de establecida la «Piccola Casa», cuando Don Cottolengo,
víctima del tifus, contraído en la administración de los enfermos, presintió la cercanía de su
muerte. Lo natural y ordinario era que quisiera morir rodeado de sus pobres. Pero no queriendo
en modo alguno ser causa de que a su muerte los suyos fueran a poner en él más confianza que
en la Divina Providencia, después, de haberse despedido de todos, dándoles sus últimos
consejos, moribundo corno estaba se hizo llevar a Chieri, a la casa de su hermano el canónigo
Luis. Llegado a esta casa, donde iba a morir, no se le volvió a oír hablar ni una palabra de la
«Piccola Casa». La dejaba enteramente en manos de la Divina Providencia, y lo demás holgaba.
Allí, pues, el día 13 de abril de 1842, a las ocho la noche, entregó su alma en manos del
Creador, quien para tanta gloria suya le había mandado al mundo 56 años antes...
Desde entonces la «Piccola Casa» ha estado sosteniéndose solamente de lo que la
Divina Providencia le envía, y ha seguido creciendo más y más cada día, hasta formar una
verdadera población. El Gobierno italiano ha querido repetidas veces «asignarle rentas», pero
los sucesores de Cottolengo han rehusado constantemente esas ofertas. ¿No tiene a su
disposición los tesoros de la Providencia?...
Hombres de poca fe, id a Turín y veréis por vuestros propios ojos ese prodigio. Allí veréis
cómo la oración confiada da dinero, y mucho dinero.
Todos los que visitan aquel prodigio sienten, al ver tantos infelices atendidos por
hombres y mujeres heroicas, sin recurso humano alguno, sienten que la bolsa se les afloja» y
dan, dan de lo que llevan y después siguen enviando siempre algo, para hacerse instrumentos de
la Providencia.
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Por este medio tan sencillo Dios sigue dando y dando lo que necesitan aquellos que
como hijos confían en Él. Allí todos oran, no para obtener favores determinados, sino que,
sabiendo que Dios conoce mejor que ellos sus necesidades, como pordioseros, solamente
levantan a Dios sus manos vacías esperando que Él les socorra, y los socorre infaliblemente.
Cuando los visitantes, de todas partes del mundo, preguntan maravillados: ¿con qué
fondos se sostienen tantos infelices?, los guías que les enseñan la Institución les dicen: vengan y
verán. Y llevándolos a la iglesia les enseñan a los asilados que, por turno; están orando delante
del Santísimo. Entonces, con toda sencillez, les dicen: Aquí están nuestros fondos, de aquí
vienen nuestras rentas...
«Quien confía en el Señor no quedará defraudado»
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32 - UNA OBRA MAESTRA DE LA ESCUELA FRANCESA
Visitando en St. Louis Missouri «The Shaw's Garden», uno de los jardines botánicos
mejores del mundo, nos fue mostrada una flor tan rara como hermosa, traída de Africa, si mal no
recordamos. Todos los visitantes iban a verla como cosa rarísima, y en efecto era «rarísima en
los Estados Unidos». Tanto se nos habló de lo raro de la flor, que quisimos informarnos
detenidamente de su procedencia, y vinimos en conocimiento de que, en la región africana de
donde es nativa, era aquélla una flor de lo más común, aunque no corriente. La flor no era rara en
su propio terreno, pero se consideraba como tal en el clima de St. Louis.
¡Cuánto se ha escrito y hablado, en estos últimos años, de la Florecita Blanca de Jesús,
Santa Teresita, la cual ha sido considerada como un prodigio! Y, sin embargo, como Santa
Teresita hay innumerables flores en la Iglesia de Dios y las ha habido siempre; son flores
comunes, aunque en modo alguno corrientes. Sólo Dios Nuestro Señor puso esa bellísima flor en
«The Shaw's Garden» del Carmelo de Lisieux.
Esto ha hecho que innumerables personas hayan tenido oportunidad de ver una de esas
flores. mientras otras semejantes están escondidas en los "valles africanos" es decir, en
conventos, donde muy pocos las ven y menos las aprecian. Si conseguimos semillas de esa flor
africana exquisita, las sembramos en la época propicia, las regamos oportunamente y con todo
cuidado las cultivamos en un invernadero, es muy probable que consigamos obtener algún
ejemplar, si bien es fácil que se nos malogren muchas semillas antes de obtener la flor deseada.
Igualmente pasa con las «flores espirituales» semejantes a la querida Santita.
Esto no quita en modo alguno su valor a la flor, pues ya lo hemos dicho, que, aunque es
común, pues sí las hay, y en mucho mayor, número del que nos imaginamos, todavía estas flores
no son corrientes, sino en extremo exquisitas y delicadas.
Los diversos autores que sobre la Santita han escrito, se han fijado casi únicamente en la
Flor misma, extraordinariamente bella; nos hablan de «su Caminito», de la «Niñez espiritual» y
de otras de sus virtudes sumamente simpáticas y atractivas. Pero, sobre todo, la «Lluvia de
rosas» es lo que atrae a muchísimas personas completamente enamoradas de ella, ya que con
tanta prontitud y eficacia despacha las peticiones que se le hacen.
Nosotros, al estudiar esta «Obra Maestra de la Escuela Francesa» (lo cual no excluye
que haya también obras maestras en otras escuelas), vamos a considerar esta prodigiosa Flor,
pues lo es (aunque no la única), desde un punto de vista algún tanto diverso.
Teresita es para nosotros un caso evidente del prodigioso efecto de la oración. Creemos
que Dios N. S. puso a la vista del público esa Florecita en el Jardín de Lisieux, más que para otra
cosa alguna, «para promover la oración de petición», tan indispensable para la salvación de las
almas, en esta época del «TODOPODEROSO DINERO», contraponiendo la oración al dinero, ya
que con aquélla se consigue no sólo éste, sino otras muchísimas cosas que el dinero no puede
darnos.
Corría el año 1823, un siglo precisamente antes de la beatificación de Teresita. Un
soldado muy cristiano, que había servido en los ejércitos de Napoleón el Grande, acababa de
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tener de su esposa, en Burdeos un hermoso niño, a quien pusieron en el bautismo el nombre de
Luis José Estanislao. El capitán Martín, su padre, recibió aquel niño como un don del Cielo, Y
arrodillado dio gracias a Dios «rezando la oración del Padrenuestro», pues tenía aquel valiente
soldado una devoción grandísima por la oración dominical, la cual rezaba con tanto fervor que
hacía arrasar en lágrimas los ojos de los que le escuchaban.
El capitán Martín, acostumbrado a repetir desde el fondo de su corazón v con toda
sinceridad «Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo», daba gracias a Dios por aquel
hijo que le había concedido, y se lo consagraba, para que un día fuese misionero.
Han pasado veinte años. El joven Luis Martín, llevado de su amor a la oración, sube una
mañana las encumbradas cimas del Gran San Bernardo y llama a la puerta de la histórica Abadía.
El Prior le acoge afablemente y le escucha con atención; pero en lugar de abrirle los brazos al
punto y recibirlo en la comunidad, como el joven pretendía, le aconseja que vuelva a su hogar, al
que retorna Luis, repitiendo con humildad la oración que rezaba su padre: «Hágase tu voluntad
así en la tierra como en el cielo.»
Acompañada de su hermana mayor, Celia Guerin va una tarde a la casa de las
Hermanas de la Caridad en Alençon y solicita de la Superiora ser admitida en su comunidad,
pues Dios le ha dado grandísimos deseos de trabajar en las misiones. La Superiora la escucha
sonriente y le dice: «Su vocación es para el mundo, Dios la quiere para formar una familia.»
Nunca hubiera Celia esperado esta salida, pero comprende que Dios le ha hablado por
boca de la Superiora, y al ver que, pocos meses después, su hermana mayor es admitida como
religiosa en el Convento de la Visitación, exclama: «Dios mío, ya que Tú no me quieres por
esposa, como a mi hermana, para CUMPLIR TU SANTÍSIMA VOLUNTAD me casaré.
Concédeme, al menos, que tenga muchos hijos y que todos ellos a Ti sean consagrados.»
Sucedió, pues, que el 12 de julio de 1858 fueron unidos en santo matrimonio, en la iglesia
de Notre Dame, en Alençon, Celia Guerin con Luis Martín. Aquellas dos vocaciones frustradas
dieron por resultado el matrimonio de dos seres cuyo mayor deseo era EL DE TENER UN HIJO
MISIONERO...
Y así, empezaron a pedir a Dios, con toda el alma, que les diera un hijo que pudiera
salvar muchas almas. Dios les manda el primer descendiente, pero resulta hija, a la que ponen
por nombre María Luisa. Siguen pidiendo «el misionero», y Dios les manda otra hija, María
Paulina. Impertérritos prosiguen en su fervorosa oración, y Dios les da otra hija, María Leonia.
No se descorazonan, y enseñan a sus tiernas hijitas a pedir a Dios les de un «misionero».
Los dos esposos y las hijitas piden con insistencia, y Dios les manda... otra hija, María Elena.
Siguen las oraciones de toda la familia «por un misionero...» Al fin Dios les da un hijo, José Luis.
El gozo de los buenos esposos y sus hijitas es extraordinario; ya Dios les había dado un hijo, un
hermano, pero a los pocos meses muere José Luis...
La muerte de este niño es llorada por todos, no tanto por haber perdido a uno de la
familia, sino porque «el futuro misionero» había desaparecido. Se redoblan las oraciones. Las
niñas piden con instancia extraordinaria, como sus padres, que Dios les conceda otro misionero.
119
Y Dios les concede a Juan Bautista, el cual llena de alegría toda la casa, para partir al cielo dentro
de poco tiempo...
Aquel matrimonio y sus hijas tenían una fe, una confianza como la de Abraham, y siguen
pidiendo «el misionero...» Después nace... María Melania... A pesar de lo cual las oraciones
siguen con más insistencia... Es una noche del mes de enero, y está nevando. Luis Martín, que
ya peina canas, está en su estudio, sentado, viendo caer la nieve y pidiendo a Dios con todo
fervor que el último vástago que va a enviarle sea «un misionero».
Con los ojos entreabiertos, ya le ve crecer, justo y lleno de gracia como Samuel. Ya le ve
diciendo su primera Misa... y luego marchar para las misiones de Oriente, para la China. Allí le ve
convirtiendo muchas almas a Cristo... Luego le contempla mártir, dando su sangre por la
confesión de esa fe que había predicado con tanto fruto como trabajos... De pronto se abre la
puerta del estudio, y oye una voz conocida, la del doctor dela familia, que, conmovido, le dice:
«Será misionera...»
Luis Martín siente como un peso enorme que le agobia... Su última ilusión ha
desaparecido... Pero después de unos momentos se recobra... Le parece ver a su padre, el
capitán Martín, recitando con unción el Padrenuestro... y, con la resignación cristiana que el viejo
militar le había infundido desde la cuna, brotan heroicamente resignadas de su boca aquellas
sublimes palabras: «Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo...»
Nos parece después verle levantarse de su silla e ir a la ventana que abre. Aunque la
tierra se halla cubierta con su sudario de blanca nieve, el cielo está claro y brillan las estrellas,
como en tiempo de Abraham..., y nos parece que una voz secreta le dice «Cuéntalas si puedes...
Muchas más serán las almas que traerá a Mí este MISIONERO...»
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33 – TERESITA
Una cosa es la misión, por ejemplo, del Sumo Pontífice y otra las virtudes personales de
quien desempeña este cargo. Del mismo modo debemos distinguir entre las virtudes personales
de Teresita y la misión a la cual Dios la había destinado.
Los autores, como hemos dicho, se fijan más en las atractivas virtudes de esta flor del
Carmelo que en la misión especialísima a que Dios la destinara; hablan de ella, pero sin
analizarla profundamente como merece, investigando la causa por la cual Dios la hizo Misionero.
Nosotros nos ocuparemos únicamente de «su misión», la cual sostenemos que fue
principalmente, no el fruto de sus virtudes personales, sino el de la oración de toda su familia,
incluso la de ella misma: fue el fruto de la oración de tres generaciones.
Cuando Luis Martín dio el primer beso a su hijita recién nacida, él y Celia, su esposa se
miraron con tristeza; pero, bajando al punto la cabeza, dijeron interiormente con toda resignación:
«Hágase tu voluntad.» Mas no por este contratiempo desistieron de su oración aquellos bravos
corazones normandos. No solamente siguieron adelante pidiendo a Dios ellos Mismos y sus hijas
por un misionero, sino que, desde que pudo hacerlo, enseñaron a Teresita a pedir lo Mismo.
Desde el principio de su vida matrimonial, aquellos santos esposos habían pedido a Dios
«con insistencia» Un misionero. Nunca, que sepamos, pidieron ver a su hijo ya misionero, pues
no lo pedían para ellos mismos, sino para la gloria de Dios. Su oración era generosamente
desinteresada. Querían que todos sus hijos fueran consagrados a Dios, como lo había pedido
Celia, aun antes de tenerlos. Pero tenían especial empeño en que uno de ellos, por lo menos,
fuera misionero, para que convirtiera muchas almas a Cristo. Así le ofrecieron, al nacer, los
varoncitos, como Anna, la madre de Samuel; y los hubieran visto, con el mayor gozo espiritual,
embarcarse para la China, aunque se les rompiera el corazón, sin esperar jamás volver a gozar
de su presencia.
Teresita fue recibida por sus padres «como cualquiera de sus otras hermanas», pero
nada más; ni había razón justa para otra cosa. Una hija más no significaba nada extraordinario en
un hogar donde ya había seis mujeres.
Una prueba de esto la tenemos en el siguiente hecho: recién nacida Teresita, enfermó, y
sus padres se vieron en la necesidad de enviarla al campo para ser amamantada allí por una
nodriza, y esto duró catorce meses. Ahora decimos nosotros: si, en lugar de haber sido una mujer,
hubiera sido hombre, y hubiera sido necesario un cambio para el recién nacido, ¿no se hubiera
TODA LA FAMILIA trasladado al campo tras el «futuro misionero»? Pero era una niña, como las
otras seis; y claro, con mucha pena, la dejaron ir al campo para ser amamantada allí por una
nodriza. El aprecio extraordinario de sus padres y sus hermanas por Teresita empezó después.
A la muerte de la señora Martín, cuando Teresita contaba sólo cuatro años, lo natural era
que toda la familia se agrupara alrededor del ser más necesitado de cariño y protección, y así
sucedió. Pero esto mismo sirvió para que todos empezaran a descubrir en aquella criatura algo
especial, que era la elección que Dios había hecho de ella para ser el misionero deseado sin que
nadie se diera cuenta de esto.
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La inteligencia y bondad extraordinarias de aquella niña hacían que todos la quisieran de
modo especial y cuidaran de ella como cosa propia de cada uno. De allí vino el cariñoso nombre
con que su padre la llamaba, sin envidia de ninguno: mi REINA. Ella, en efecto, era la Reina de la
familia; era, sin que nadie lo sospechara, el futuro misionero.
No es nuestra intención hacer aquí un análisis de las virtudes personales de Teresita,
sino estudiar su misión y cómo fue Dios preparándola para ella. La gloria de haber formado
desde el principio a esta misionera de la oración recae principalmente en su noble padre. El la
enserió a orar con el ejemplo, como el capitán Martín le había enseñado a él.
«Todas las tardes-nos cuenta ella misma-salía con mi papá a visitar al Santísimo
Sacramento, en una iglesia. Una de esas tardes fue cuando, por vez primera, vi nuestra capilla
del Carmelo. «Mira, reina mía-me dijo-, detrás de esas rejas están unas monjitas santas que
continuamente están ORANDO a Dios Nuestro Señor.»
»Por las noches, cuando íbamos a rezar nuestras oraciones, colocada junto a mi querido
papá, no tenía sino mirar a él para aprender COMO ORAN LOS SANTOS.»
El primer fundamento para que la oración sea eficaz, es una confianza enteramente
resignada en manos de Dios. El «Hágase tu voluntad» del capitán Martín, pasando por el
admirable conducto de su hijo Luis, vino a infiltrarse de tal modo en el corazón tiernecito de
Teresa, que desde la edad de tres años nunca había rehusado a Dios cosa alguna; esto es,
estaba entregada a su Voluntad Santísima. A una edad muy tierna había pronunciado aquellas
palabras: «Sólo una cosa temo hacer: mi propia voluntad. Acepta, pues, Señor, la oferta que de
ella te hago, y desde ahora escojo todo lo que Tú quieras.»
Insensiblemente aquella criaturita empezó a orar con estos fundamentos «Mis
reflexiones se hicieron más y más profundas y, sin saber lo que era orar, mi alma quedaba
absorta en oración.» Y su oración se elevaba desde entonces pidiendo a Dios ser misionero.
Desde entonces Dios le había dado «una gran compasión por las almas que padecen».
«En aquella radiante noche empezó el tercer período de mi vida... Él me hizo pescadora
de hombres...» La antigua idea de que hubiera en su familia un misionero, movió más que nada
al generoso Monsieur Martín a dar gustoso a Dios una por una sus hijas para el Carmelo, religión
dedicada a misionar espiritualmente por medio de la oración. Esta idea seguía también clavada
en la mente de las hermanas de Teresita; pero ella fue más adelante. Estaba persuadida de que
no en vano pone Dios en nuestra alma un deseo que nos asedia constantemente: «¿Acaso Dios
me habría dado este deseo, siempre creciente, de hacer bien en la tierra DESPUÉS DE MI
MUERTE, si no fuera porque Él quería concedérmelo?»
Por muchos años toda la familia había estado pidiendo a Dios un misionero, y Dios
inspiró a Teresita que le pidiera mucho durante su vida «ser misionero después de la muerte»,
para que de este modo no sólo fueran concedidas sus propias oraciones, sino las de toda la
familia. Ella debía ser el fruto de la oración de tres generaciones.
Ya hemos dicho en otro lugar que para la oración no hay límites como no los hay para
Dios, que es quien ha de concedernos, o no, lo que le pedimos. No habiendo, pues, límites de
espacio ni de tiempo para la oración, nada tiene de particular que se le metiera a Teresita en la
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cabeza pedir a Dios ser misionero después de la muerte, ya que durante su vida no podía serlo
sino indirectamente.
Sabía que, como Juana de Arco, «Mientras estaba aprisionada y encadenada, no podía
cumplir su misión; pero después de la muerte había de llegar el tiempo de sus grandes
conquistas». Ya una idea de que «había de volver» seguía obrando en su corazón, como el final,
el último eslabón de una cadena de oro: «el Misionero». Pero no sólo tenía la persuasión de su
vuelta, sino que aún proveía los medios de que Dios se había de valer para que su misión fuera
un verdadero triunfo.
«He leído y releído el manuscrito de mi vida, y sus páginas han de hacer mucho bien..., y
por esto sé bien que todo el mundo me ha de amar». «Es muy cierto que todo en este mundo
pasa, y Teresita también pasará..., pero volverá de nuevo». «Mi misión, como la de Juana de
Arco, por voluntad expresa de Dios, se ha de cumplir a pesar de la hostilidad de los hombres».
«Sí, yo he de volver a la tierra para hacer amar a Mi Amado». «Siento que mi misión va a
comenzar...; si mis deseos se cumplen, yo pasaré mi cielo derramando una lluvia de rosas sobre
la tierra, hasta el fin del mundo. Sí, yo pasaré mi cielo haciendo bien en la tierra. Esto no es
imposible, puesto que los mismos ángeles, que gozan de la Visión Beatífica, cuidan de nosotros.
No, no podré descansar hasta el fin del mundo, mientras haya almas que salvar. Pero cuando el
Ángel declare que el tiempo ha pasado ya, y empezada la eternidad, entonces descansaré,
entonces podré regocijarme porque el número de los elegidos está completo... Mi corazón
tiembla de placer con este pensamiento. Si aun mis más pequeños deseos me los ha cumplido
Dios tan abundantemente, me parece imposible que el mayor de todos, del cual le hablo
constantemente en mi oración, no se realice también por completo».
Este deseo lo vemos expresado muy claramente en estas palabras suyas: «Como los
Profetas, yo seré luz para las almas. Iré de una a otra parte del mundo, predicando tu nombre, e
izaré en el suelo pagano el glorioso estandarte de la Cruz. Una misión sola no satisfaría mis
ardientes deseos. Yo esparciré el Evangelio por todas partes, aun en las islas más lejanas. Yo
seré misionero, no por unos cuantos años solamente. De haber sido posible, hubiera deseado
serlo desde la creación hasta el fin de los tiempos.»
En estas palabras tenemos la expresión de la primera parte de su misión: salvar almas,
muchas almas, y hasta el fin de los siglos.
La segunda la vemos claramente expresada en las últimas palabras de su manuscrito:
«Te ruego que mires ese gran número de almitas ; te ruego que entre ellos escojas una legión de
víctimas dignas de tu amor.»
La principal misión del misionero es «salvar almas», enseñarles el camino del cielo. Que
guarden los mandamientos. Esto es lo principal. Pero también el misionero perfecto busca algo
más: «enseñar a las almas escogidas el camino de la perfección».
Teresita, en su misión póstuma, fruto de la oración de tres generaciones, llenó esta doble
misión de la manera que veremos en el capítulo siguiente.
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34 - UN CUADRO INFANTIL
Suele pasar con frecuencia, cuando se trata de aclimatar una planta en diferente clima,
que la flor deseada no brota con toda su hermosura sino hasta el tercer trasplante. Así pasó con
Teresita, la cual, insistimos en nuestra tesis, es el fruto de la oración de tres generaciones.
La misma Teresita no pudo menos de sospechar que tantas gracias como había recibido
durante su vida, y esperaba recibir «después de su muerte», eran debidas a oraciones
especiales que otros habían hecho por ella, de un modo u otro. Y así, decía a su hermana y
superiora, la madre Inés de Jesús, estas palabras: «Un día, queriendo la Hermana María de la
Eucaristía encender las velas para una procesión y no teniendo cerillas, se acercó a una
lamparita que casi se estaba extinguiendo y allí encendió la mecha, con la cual siguió
encendiendo las otras velas de la comunidad. Entonces me dije: «¿Cómo puede uno gloriarse en
sus propias obras? Así como la lamparita casi extinguida pudo producir otras llamas que a su vez
encendieron otras innumerables, siendo, sin embargo, una, humilde y pequeña, la que fue causa
de que se encendieran las otras, así pasa en la Comunión de los Santos. Sí, una llamita es capaz
de encender en la Iglesia aun los doctores y los mártires. Muchas veces no sabemos que las
gracias y las luces que recibimos son debidas a un alma ignorada, porque Dios quiere que los
Santos se comuniquen uno a otro su Gracia POR MEDIO DE LA ORACIÓN...»
Ahora fijémonos en la lógica conclusión que sacó de eso Teresita: «¡Cuántas veces he
pensado que tal vez las gracias que yo he recibido son debidas a la ORACIÓN de alguna almita
que las ha obtenido de Dios para mí y a la cual no conoceré sino hasta el cielo! ...»
A nosotros nos parece que hemos descubierto ya este secreto... Esta primera llamita fue
la oración del capitán Martín, el «Hágase tu voluntad», que con tanto fervor como sinceridad
repetía al pronunciar la oración del Padrenuestro. Esta llamita la comunicó a su hijo Luis, el cual
encendió los corazones de su esposa e hijas pidiendo a Dios «un misionero...», y estas oraciones
de tres generaciones produjeron la llama, el incendio de Teresita.
Que aquellas oraciones existieron, es un hecho. Y esas oraciones no pudieron quedar
desoídas. ¿Qué nos resta, pues, sino creer que Teresita fue el fruto obligado de todas ellas? Y
para que este fruto fuera gozado, a lo menos, por algunas de las que tomaron parte en ellas, Dios
quiso que sobrevivieran a Teresita cuatro de sus hermanas y que fueran testigos, no sólo de su
gloriosa exaltación a los altares, sino del cumplimiento de su misión.
Como Teresita ha habido, hay y habrá muchas almas a Dios consagradas que florezcan
con iguales iguales virtudes: PERO LA MISIÓN ESPECIAL QUE ELLA TUVO YA ES OTRA
COSA. Esta no es el fruto de sus virtudes mismas, es el efecto de la elección divina, fruto de la
ORACIÓN de toda su familia.
En esto se distingue esta bellísima flor del Carmelo de otras muchas. Ha sido puesta por
Dios en Lisieux para que el mundo entero la contemple y para que de este modo pueda llevar a
cabo la misión que por tantos años pidieron sus padres y pidió ella misma: SER MISIONERO.
Por eso Dios inspiró a esta alma privilegiada el deseo de ser misionero después de su muerte;
cosa que no se han atrevido a pedir muchas almas, por privilegiadas que hayan sido.
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Esta criatura, en «su confianza ilimitada y filial», no tuvo empacho en decir algo que
hubiera escandalizado a otros: «Yo sentía que había nacido para grandes cosas desde la niñez,
aspirando desde entonces a ser santa. Y esta aspiración que a muchos parecerá temeraria, dada
mi imperfección, perdura en mí desde entonces, teniendo confianza absoluta de que llegaré a ser
UNA GRAN SANTA, no por mis méritos, sino por los de Aquel que es la Virtud y la Santidad
mismas.»
Ella nació para Santa y San Misionero, por las oraciones de su familia, a lo cual ella
misma cooperó, sin saberlo, pidiendo a Dios por lo mismo. Repetimos que, a nuestro modo de
ver lo que distingue a esta Santa de muchas otras almas igualmente privilegiadas es
principalmente «su misión», la cual fue fruto, no de sus virtudes personales, sino de las oraciones
de su familia y de ella misma. Veamos ahora cómo ha cumplido esta Misionero su admirable
misión.
La misión de Teresita, como lo hemos indicado, fue doble: conducir un grupo de almas
por «su caminito» y salvar muchas, muchas almas estilo misionero.
En la primera parte de su misión, bien la podemos comparar con Santa Teresa, Santa
Juana Chantal y otras grandes Santas escogidas por Dios para enseñar a muchos el camino de
la perfección. Esta misión la han tenido, a su modo, otras grandes Santas. En lo que se distingue
la de Teresita es en que simplifica este camino.
No pocos autores ascéticos, en su empeño de regularizar el ejercicio de la perfección,
han hecho casi impracticable, para muchos, el camino de la santidad. El tal caminito de confianza
y abandono de Teresita, no es tal caminito, sino el gran camino real que conduce directamente y
sin rodeos a la más elevada santidad. Pero Teresita, en lugar de proponernos que andemos a
pasos agigantados por este camino, nos exhorta a andarlo como los niños, poquito a poco: por
medio de actos pequeños, de sacrificios chiquitos, por todos practicables. Teresita es el Coué de
la vida espiritual. El famoso boticario francés exhortaba a sus pacientes a repetir: «Cada día y de
todos modos voy mejorando más y más.»
Así quiere ella que hagan las almas que la sigan. Cada día ganan un poquito. Decía el
boticario que si andamos, sin dificultad alguna, sobre una tabla de un pie de ancho, colocada
sobre el suelo, con práctica podremos andar sobre esa misma tabla colocada a diez pies de
altura. Todo es cuestión de práctica, de ejercitarse «poco a poco» subiendo la tabla más y más
arriba. Esta es, ni más ni menos, la teoría espiritual de Teresita. Ejercitándonos repetidas veces
en actos pequeños, lograremos, con la gracia de Dios, llegar a los actos más heroicos.
Eso de los pasos agigantados de los ascéticos hace que muchos, que a pasitos hubieran
llegado muy adelante, no se atrevan a seguir por ese camino que los asusta. Es el andar sobre la
tabla a diez pies de altura, sin haberse ejercitado antes, poco a poco, en este ejercicio a menores
alturas. En esto está el quid de Teresita, en los pequeños sacrificios, en las oraciones, pidiendo a
Dios cositas chiquitas que, obtenidas, nos dan granitos de confianza, los cuales sumados nos
dan verdaderos montes. Es la misma teoría nuestra de la polea que en otro lugar expusimos.
Una serie de «tirones» pequeños dan por suma total el «brazo de palanca requerido
para conseguir el efecto deseado». En otras palabras: Teresita mete en sus enseñanzas y muy
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suavemente la cuarta dimensión, el elemento TIEMPO. Quiere que crezcamos en virtud, como
crecen los niños, quienes se desarrollan poco a poco. Los que «se estiran demasiado pronto»,
muy cerca están de que se les doble la gelatinosa osamenta.
Por esta diferente manera de considerar la perfección y el camino de la santidad, le
pasaba a Teresita: «que los libros de autores ascéticos me dejaban fría, y lo mismo me pasa
hasta ahora», y continúa: «Por más hermoso y conmovedor que sea un libro, mi corazón no
responde, y lo leo sin entenderlo o, si lo entiendo, no puedo meditar en él.». En cambio, cuando
leía la Imitación, la encontraba de una grandísima ayuda, encontraba en ella un maná escondido
y genuino. «En los Evangelios, empero, es donde encuentro mi mayor ayuda para orar; pues
encuentro en sus páginas todo lo que necesita mi pobre alma, y siempre encuentro nueva luz y
escondidos en ellos descubro los sentidos más misteriosos».
Y lo mismo le pasaba con los «devocionarios»: la dejaban fría. Para ella las únicas
oraciones eran el Avemaría y, sobre todo, el Padrenuestro: «Hágase tu voluntad...»; en esas
palabras lo encontraba todo. Este es el «caminito de la niñez espiritual» que practicó aquella
angelical criatura y por el cual ha empezado a arrastrar tras sí tantas almas a la perfección, en
cumplimiento de parte de su misión.
Esta primera parte de la «misión» de Teresita, sin embargo, es más de «director
espiritual que de misionero». Estos no pueden andar predicando « la perfección» cuando las
almas a ellos confiadas carecen aún de la luz de la Fe o la tienen ofuscada por los vicios. La
verdadera misión de Teresita, la que la distingue completamente de otras Santas, es la «de
verdadero misionero», que comenzó a ejercer, no durante su vida, sino desde el mismo instante
de su glorioso tránsito.
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35 – PRANZINI
En cierta ocasión presenciamos la siguiente escena en casa de un amigo nuestro, muy
rico en otro tiempo y que lo había perdido todo en la revolución, menos las espléndidas alhajas
de su esposa. Juanito, su hijo, tenía unos diez años, y, aunque había visto innumerables veces
las magníficas joyas de su madre, nunca había apreciado el valor de ellas hasta que sucedió lo
que vamos a relatar. Su padre, a quien llamaremos don Antonio, viéndose escasísimo de
metálico, tuvo necesidad de empeñar o vender las alhajas, para lo cual había mandado llamar
aquella tarde. a su casa, a un joyero.
Juanito había estado insistiendo todo el día con su padre que le diera cincuenta centavos
para comprar una pelota. Al fin, con grandísima dificultad y juntando centavo por centavo, don
Antonio dio al niño el dinero deseado, diciéndole que ya no le daría más, pues necesitaba lo poco
que tenía para dar de comer a su familia y no para pelotas.
Juanito fue y compró su pelota y, al volver a casa, encontró a su padre tratando con el
joyero. Después de examinar varias alhajas, dijo éste que lo único que podía interesarle era un
brillante enorme engarzado en un anillo.
Don Antonio pedía, como mínimo, cinco mil pesos; pero el joyero había dicho que no
daba sino dos mil quinientos. La necesidad obligó a don Antonio a ceder, y el joyero, sacando
varios paquetes de monedas de oro y fajos de billetes de Banco y contándolos sobre la mesa, le
entregó dos mil quinientos pesos.
Juanito, nacido en tiempos aciagos, nunca había visto tanto dinero junto, y en su
imaginación hacía la cuenta de las innumerables pelotas que él hubiera podido comprar con
aquel dinero. Pero la admiración del chiquillo llegó a su colmo cuando vio que su , recogiendo
aquel dinero, daba en cambio al joyero «solamente» el anillo con el brillante... Jamás se había
imaginado que, por aquel anillo con el que tantas veces había jugado, sacándolo del dedo de su
madre, pudieran dar una cantidad tan grande de dinero.
Y sin decir nada salió, vendió su pelota a otro chiquillo y con esos centavos fue a comprar
un anillo con un enorme brillante que había visto en la tienda de juguetes. Volvió con él a su casa,
y con toda generosidad se lo dio a su papá «para que él lo vendiera más caro que el otro...» Rió
de buena gana don Antonio, y entonces le explicó el valor de los diamantes y demás piedras
preciosas. Muchos años después nos encontramos a Juanito, ya todo un hombre, convertido en
corredor de alhajas. Ya sabía entonces lo que éstas valen.
Nunca podremos imaginar el valor de un alma hasta que entendamos lo que ha costado
a Cristo redimirla...La virtud característica del misionero es el celo por la salvación de las almas,
y este celo crece en razón directa del aprecio que se tiene de ellas.
¿Quién se había de imaginar ahora que «el aprecio en que eran tenidos el clavo, la
pimienta y otras especias» que hoy vemos relegadas a un rincón oscuro de la cocina, hubiera
sido la causa motora del descubrimiento del Nuevo Mundo? Las «especias» eran rarísimas en
Europa, y las pocas que había eran traídas con innumerables trabajos desde el lejano Oriente.
Valían, entonces, las especias tanto o más que el oro. Pues bien: para encontrar un camino más
127
corto por el cual traer esas especias y otros productos similares, y no el oro, desde las lejanas
Indias, se le ocurrió a Colón llegar a esas mismas Indias» por otro camino. Y el buen don
Cristóbal murió creyendo todavía que lo que había descubierto eran las costas de la China o el
Gran Catay, como entonces llamaban a esa región. Pero no bien se supo que en «estas Indias»
había oro, se emprendió la conquista de tan ricas tierras por hombres que jamás hubieran venido
a ellas si no fuera por el aliciente de «El Dorado Metal».
El aprecio, el conocimiento que tienen los misioneros del «valor de un alma» es lo que
hace a esos soldados del Reino de Cristo lanzarse a las tierras más lejanas e inhospitalarias en
busca de almas que convertir a la religión del Crucificado, quien a costa de su sangre las ha
redimido.
Conociendo la familia Martín «el valor de las almas», no tenían otra ilusión ni pedían a
Dios nada con tanta instancia como que les concediera «un misionero» que fuera a convertir
muchas almas que parecían olvidadas por no haber quien fuera en su busca. El tesoro de la
sangre de Cristo quedaba sin aprovecharse para redimir tantas almas, por falta de operarios en
aquella inmensa viña. Querían ellos contribuir a esta obra tan gloriosa por medio de uno de los
suyos que fuera a misionar en el lejano Oriente.
Este gran celo por la salvación de las almas provenía, en Luis Martín y su esposa, del
conocimiento que tenían del valor de un alma, y este conocimiento lo infiltraron en el corazón de
sus hijas, en especial de la más tierna de todas, Teresita. Pasaba con ésta lo que era muy natural:
sus hermanitas mayores le predicaban a ella, quien las escuchaba atentísimamente.
Primero, Paulina, a la muerte de su madre, se encargaba de «formar» a la futura
misionera, y, cuando aquélla entró en el Carmelo, María se daba vuelo con su pequeña cuanto
aprovechada discípula, saltando todos los registros de su fervorosa elocuencia, muy capaz,
según Teresita, de convertir a los más obstinados pecadores. De todo lo cual resultaba que su
corazoncito de niña se iba encendiendo más y más en el celo de la salvación de las almas,
característica principal del misionero:
«¡Cuánta era, desde entonces, mi compasión por las almas que se pierden!» De modo
tan natural como admirable, Dios iba disponiendo la formación de esa alma para su futura misión,
no sólo llenándola Él de gracias, sino haciendo que toda la familia, que con tan grandes
instancias pedía un misionero, fuera parte en la formación de éste, Teresita, a pesar de su corta
edad, iba apreciando más y más el valor de las almas, «porque iba entendiendo mejor y mejor el
valor infinito de la Sangre de Cristo, vertida para redimirlas...
«Un domingo-dice Teresita-, al cerrar mi libro al fin de la misa, se deslizó algún tanto para
afuera una estampa del Crucificado, dejando visible una de Sus Divinas Manos, taladrada y
chorreando sangre. Entonces sentí una emoción indescriptible como nunca la había
experimentado. Mi corazón se llenó de una pena inmensa viendo la Preciosa Sangre cayendo al
suelo sin que hubiera quien recogiera aquel inestimable tesoro. Al momento formé la resolución
de permanecer en espíritu al pie de la Cruz, para recoger yo misma este rocío divino de salvación,
para derramarlo sobre las almas.
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»Desde aquel momento, el grito de mi Salvador: «Sed tengo», resonaba en mi corazón
ardentísimo de celo por la salvación de las almas, deseando a toda costa arrancar cuantas
pudiera de las inextinguibles llamas del infierno.»
Teresita tenía entonces catorce años...
En las memorias de Goron, el antiguo jefe de Policía francés, encontrará descrita quien
la quiera leer la historia del famoso criminal Pranzini, de ese don Juan, de origen desconocido,
que tenía un atractivo irresistible para las mujeres, de quienes hasta lo último hizo su juguete y
sus víctimas.
Lo más curioso es que, a pesar de lo frío y calculado de sus crímenes, la inmensa
mayoría de las mujeres, tanto en Francia como en toda Europa, se interesaron por aquel hombre
de una manera extraordinaria. Parece que esa atracción peculiar, que lo había hecho triunfar en
sus empresas galantes, no disminuyó, sino que aumentó, entre el bello sexo, cuando los
periódicos dieron la noticia de la prisión de Pranzini...
Por aquella época vivía en Lisieux la honradísima familia de un antiguo joyero, formada
por él, ya viudo, y cinco hijas, de las cuales una acababa de entrar en el Carmelo de aquella
ciudad. La última de las hermanas era una chiquilla de catorce años, sumamente simpática e
inteligente, en cuyos grandes y azules ojos brillaba una mirada de encantadora pureza.
Esta criatura, verdaderamente extraordinaria por su candor e inocencia, por un contraste
psicológico curiosísimo, al tener noticias de las hazañas, los crímenes y la prisión de Pranzini,
llegó a interesarse por él de un modo inusitado.
Pero este interés era de una naturaleza muy diferente del interés que mostraban por
Pranzini otras mujeres; era un interés vivísimo «por la salvación del alma de aquel desgraciado».
Oigamos a la interesada, Teresita Martín, la cual nos cuenta este hecho con las siguientes
palabras: «Para enardecer más mi ardor por la salvación de las almas, nuestro Maestro Dívino
quiso mostrar de un modo palpable cuánto le agradaba mi celo. Por aquellos días oí a varias
personas hablar de Pranzini, el notorio criminal que había sido condenado a muerte por varios
crímenes horribles. Se sabía mantenido impenitente, y con razón se temía por su salvación
eterna. Anhelando con vehemencia extraordinaria evitar la perdición eterna e irremediable de
aquella alma, me di a emplear cuantos medios espirituales pude para obtener el rescate de aquel
pecador; y sabiendo que de mí nada tenía, ofrecí a Dios los méritos infinitos de Nuestro Salvador
y todos los tesoros de méritos de la Santa Iglesia.»
Entonces, nos parece, debió de entablarse una terrible lucha espiritual entre los ángeles
que presentaban al Señor las oraciones de muchas almas buenas que se interesaban por la
salvación de Pranzini, y el poder de las tinieblas, deseoso de conservar lo que por tantos motivos,
le pertenecía. Dios, cumpliendo su promesa, había escuchado las oraciones en favor del
condenado a muerte, concediéndole la entrada en el cielo, a pesar de sus crímenes, en vista de
tanta oración por él ofrecida... Por esta parte no había dificultad ninguna, el perdón divino estaba
concedido...
Pero a Pranzini NO LE DABA LA GANA DE ACEPTARLO. En estos momentos decisivos,
nos parece que debió de entrar en acción «la oración de Teresita», y Dios, por un medio
129
desconocido, pero sin forzar la voluntad libre del criminal, hizo que en el momento supremo
Pranzini cambiara libremente de parecer y aceptara humilde perdón. Pero oigamos a Teresita :
«En lo más íntimo de mi corazón sentí un profundo convencimiento de que mi oración era
escuchada; mas para aumentar en adelante mi intrepidez y perseverar en la conquista de almas,
le dije a Dios con toda sencillez: Dios mío, estoy segura que Tú perdonarás a este infeliz Pranzini,
y yo seguiré firme en mi persuasión, aunque no se confiese ni de señal alguna de arrepentimiento;
tan grande es la confianza que tengo en tu misericordia sin límites. Pero ya que éste es MI
PRIMER PECADOR, te ruego que me des una sola señal de su arrepentimiento que me confirme
en mi creencia.
»Mi oración fue atendida al pie de la letra. Aunque papá nunca nos dejaba leer periódicos,
no pensé desobedecerle cuando, al día siguiente de la ejecu-ión, tan pronto como llegó La Croix,
corrí a leerla, buscando la parte que contenía lo de Pranzini. ¿Qué vi, Dios mío?... Las lágrimas
me hicieron traición y corrí a ocultarlas a mi recámara... Rehusando confesarse, Pranzini subió al
cadalso, y el verdugo iba ya a colocarlo bajo la guillotina, cuando, repentinamente y como si
respondiera a una inspiración súbita, dio un paso atrás y, arrancando al sacerdote que lo
acompañaba el Santo Cristo que llevaba en la mano, BESÓ LA SAGRADA LLAGA DE
NUESTRO SEÑOR, ¡TRES VECES! ...
»Había obtenido yo la señal deseada, que me llenó de dulzura inexplicable, pues habían
sido las llagas de Jesús chorreando sangre las que humildemente había besado. Fueron esas
llagas sangrientas que días atrás habían despertado en mí la sed insaciable de la salvación de
las almas. Había anhelado dar de beber a los pecadores la Sangre Inmaculada del Cordero, para
que limpiaran sus crímenes, y he aquí «que mi primer hijo» había apretado sus labios contra
aquellas Llagas Divinas. ¡ Qué respuesta tan tierna me había dado el Cielo! »
Nadie en el mundo, excepto Teresita, se pudo dar cuenta entonces de esta escena: la
virgencita inocente y pura abriendo por medio de su oración las puertas del cielo a uno de los
mayores criminales de la época: Pranzini. Pero cuando, diez años más tarde, a la muerte de
aquella criatura angelical, comenzó a correr impresa La Historia de un Alma, todos los que la han
leído no han podido menos de detenerse al llegar a este ROMANCE de inocencia y perversidad,
viendo el triunfo de aquélla sobre ésta de un modo poéticamente sublime.
Para nosotros, sin embargo, este ROMANCE no termina aquí. Los caminos ocultos de
Dios sólo nos serán conocidos en el cielo; pero, con el debido respeto y salvedades, no nos está
vedado hacer conjeturas.
Hay una cosa notable, entre otras muchas, en el caso de Pranzini. ¿Por qué despertó
este criminal impenitente tanto interés en muchas almas, para pedir a Dios por él, cuando tantos
otros en iguales circunstancias no sabemos que hayan despertado interés alguno?... ¿Por qué
quiso Dios que por este criminal, que rehusaba orgulloso el perdón del Cielo, viniese a interceder
de un modo tan eficaz una niña angelical que andando el tiempo había de ser colocada en los
altares?
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Creemos que nos será permitido aplicar en este caso extraordinario la «teoría de la
primera llamita», con la cual tan poéticamente explicaba Teresita la admirable intercomunicación
en la Comunión de los Santos. Y entonces preguntamos: ¿quién fue la llamita inicial que vino a
causar este incendio?
Estamos íntimamente convencidos de que la llamita inicial fueron las oraciones de la
madre de Pranzini, pues éste, a pesar de sus crímenes, había sido un buen hijo... La oración de
la pobre madre por su hijo fue, según pensamos, la llama que encendió otras muchas para que
intercedieran por él, hasta que llegó la lumbre a encender el cirio de Teresita, que disipó la
oscuridad en aquella alma ciega por tantos años. ¿Qué sintió Pranzini en el momento decisivo?
Nadie puede saberlo; pero ¿podríamos conjeturar que en aquel momento le vinieron a la
memoria los recuerdos de su infancia, cuando oraba arrodillado junto al regazo de su madre y
ésta le enseñaba a besar humildemente las llagas del Crucifijo?... No sabemos lo que pasó; lo
único que nos consta es que humildemente las besó...
¡Dichoso Pranzini, que tuvo una madre que pidiera por él y una Teresita que por él orara
en el momento decisivo!
131
36 - CUADROS DE LA MISIÓN
La gran misión de Teresita nunca hubiera podido ser tan extraordinaria como ha sido, a
no ser que ella hubiera sido canonizada, como lo fue. Sus mismos escritores, ahora tan
aplaudidos y estimados, no hubieran probablemente tenido gran publicidad. ¿Quién es una
pobre monja carmelita para «dar lecciones» sobre la vida espiritual? De hecho, en los principios
«el camino» tuvo muchos opositores. Pero no bien hubo Roma hablado, y hablado de la manera
que habló, cuando todos tuvieron que bajar la cabeza; los opositores «del caminito» y de otras
teorías de Teresita, verdaderamente revolucionarias en el campo de la ascética, las aceptaron
primero con sumisión y después con entusiasmo. Era necesaria la canonización de Teresita para
que el éxito de su misión fuera completo.
Monseñor Teil, Vicepostulador de la causa de los Carmelitas de Compiégne, después de
haber obtenido la beatificación de estas Mártires, empezó una gira de conferencias por los
conventos de Carmelitas de Francia y fue Lisieux, donde a la sazón vivía Sor Teresita. Les
hablaba a las monjas de las dificultades con que se tropieza en Roma cuando los candidatos a la
beatificación no hacen milagros, si bien, tratándose de los Mártires, no son esenciales, una vez
probado evidentemente que murieron por confesar la Fe. Terminó, pues, en son de broma,
diciéndoles: «Si alguna de las que ahora me escuchan tiene intención de que la canonicen, tenga
la bondad de compadecerse del pobre Vicepostulador y haga muchos milagros.»
¿Quién le había de decir al buen Monseñor que allí estaba Teresita, la cual no echaría el
consejo en saco roto? Nosotros pensamos que, al oír esta recomendación, Teresita, quien,
desde los días de su Primera Comunión, estaba persuadida de que «un día había de ser una
gran Santa», ahora que sabía de los labios del Postulador que, para ser reconocida como tal por
la Santa Iglesia, eran necesarios muchos milagros, no dejaría, «con su modo de niña», de pedir a
Dios hacerlos y grandes, después de su muerte, ya que estaba decidida a mandar sobre la tierra
una lluvia de rosas.
Cuando, pues, en 1909, Monseñor Teil fue señalado Vicepostulador de la causa de
Teresita, sabía bien a qué atenerse; y así nos dice: «Yo sabía que la causa de cualquier
Carmelita estaba desahuciada en Roma. La Sagrada Congregación de Ritos estaba ya cansada
de causas que, aunque probaban que tal o cual Venerable había practicado las virtudes en grado
heroico, carecían, sin embargo, del requisito indispensable: milagros perfectamente
autenticados.
»La última canonización de una Carmelita (Santa Teresa) tuvo lugar hace cuatro siglos.
Pero vi bien desde el principio que el caso presente era distinto. Junté, pues, muchos testimonios
de curaciones admirables atribuidas a la intercesión de Sor Teresita, y así, bien documentado,
me presenté ante los miembros de la Congregación de Ritos, los cuales, después de enterarse
de mis documentos, dijeron: «Esto ya es otra cosa; al fin tenemos algo substancial para poder
empezar.»
Y Teresita, cuyo anhelo durante su vida había sido permanecer oculta, se dedicó a
ANUNCIARSE desde el cielo, como poquísimos Santos lo han hecho, pues, como dijo S. S. Pío
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XI en la alocución del 11 de febrero de 1923: «Teresita es un milagro de virtudes y UN
PRODIGIO DE MILAGROS.»
Los varios volúmenes de Lluvia de Rosas publicados hasta el presente, son demasiado
conocidos para que insistamos en dar ejemplos de los innumerables favores que Dios a
dispensado a católicos, protestantes y a cuantos le piden algo por intervención de Santa Teresita.
No es una lluvia de rosas, es un verdadero aguacero de favores, grandes y chicos, pero
principalmente «chicos», pues la Santita se ha dedicado al «menudeo»; parece se ha establecido
una tienda de «5 y 10» céntimos de favores espirituales y corporales.
Ahora bien, sabemos que «el fin de Teresita Misionero» es traer a Dios muchas almas y
que éstas no perezcan eternamente, haciendo inútil la Preciosa Sangre de Cristo por ellas
derramada. ¿Cómo, pues, las lleva este Misionero a conseguir el fin deseado? Nuestra
respuesta es: «enseñándoles a orar». Y les enseñaba a orar, puesto que les enseñaba a pedir; y
orar no es otra cosa que pedir según Cristo nos enseñó en el Padrenuestro, Analicemos esta
grandiosa obra de la Providencia Divina, la cual ha tomado por instrumento de ella a Santa
Teresita.
Vamos a citar un caso particular, como hay muchísimos, y de él nos serviremos para
hacer nuestro análisis. Un amigo nuestro, norteamericano, nos contó lo que sigue:
«Me casé con una mujer del gran mundo que no practicaba religión alguna. Mi madre
murió cuando yo tenía cinco años y yo nunca había sido inclinado a las prácticas religiosas; así
que, con el ejemplo de mi esposa, bien pronto acabé de perder la poquísima piedad que me
quedaba. Educamos, sin embargo, a nuestras hijas en una escuela religiosa, porque a ella iban
otras niñas de familias amigas.
Yo me dediqué en cuerpo y alma a los negocios, y, prosperando, no me volví a acordar
de Dios. Un día se me presentó un negocio para el cual necesitaba una cantidad de dinero
contante y sonante, que no tenía a mano, ni me era fácil conseguirla en el plazo de sólo cuatro
días.
Estaba yo con esto muy preocupado y traté del asunto con mi mujer, por ver si ella me
podía conseguir el dinero. La mayor de mis hijas, de nueve años, oyendo esto y viéndome tan
preocupado, me dijo: «Papá, ¿por qué no le rezas a la «Pequeña Flor» para que te ayude?» Yo,
que no sabía qué clase de flor era aquélla, pensé que era «alguna superstición» que las monjas
le habían enseñado a mi hija y, algún tanto incomodado, le dije que yo no le rezaba a flor ninguna.
Mi hijita, mirándome entre asombrada y triste, se marchó, dejándome esta escena aún más
desazonado que antes. Tres días después no había yo conseguido el dinero, y el día siguiente
había de cerrar el negocio.
Aquella noche pasé por el cuarto de mi hijita en el momento en que, antes de acostarse,
guiada por su institutriz irlandesa, rezaba devotamente sus oraciones delante de una estampa de
Teresita. La escena me conmovió, y aún me sentí más conmovido cuando mi hija corrió a
besarme diciendo: «Papá, Marta y yo le hemos hecho un triduo a la «Pequeña Flor» ( y señalaba
la imagen de la Santa) para que mañana se te arregle tu negocio. Ella-prosiguió la niña-ha
prometido enviar desde el cielo una lluvia de rosas...»
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»Pasé una noche muy molesto, tanto más cuanto que mi mujer volvió de un baile casi al
amanecer. »Al llegar a mi despacho, llamé a mi secretaria para dictarle una carta diciendo al
interesado que me era imposible arreglar aquel negocio. Mientras la mecanógrafa escribía la
carta, anunciaron a Míster X., un antiguo amigo mío a quien no había visto hacía años. Pasó, y,
después de unos momentos de conversación, me dijo:
Vengo a pagarte una antigua deuda; he tardado cinco años en cumplir mi obligación,
pero hasta ayer no tuve oportunidad de conseguir el dinero.» Esto diciendo, puso un cheque
sobre mi mesa, y, excusándose por la tardanza, se marchó diciendo que no quería quitarme más
tiempo. Al mirar el cheque, me quedé como quien ve visiones: estaba ex-tendido precisamente
por la cantidad requerida para el negocio...
»Al volver a casa aquella tarde, pasé por delante de la casa de una florista, y al ver en el
escaparate un magnífico ramo de rosas, me detuve a comprarlo. Pensaba en «la lluvia de rosas»
de que me había hablado mi hijita la noche anterior. Al llegar se las di, añadiendo que su
«Pequeña Flor» me había enviado el dinero. Entonces fui con mi hijita a su recámara para poner
las rosas ante la estampa de Teresita sintiendo una ternura inusitada.
»A los pocos días mi hijita me trajo una estampa de Teresita, y me pidió mi cartera para
ponérmela allí, a lo cual accedí gustoso. Tres días más tarde iba yo a tomar el «metro», y, sin
saber por qué, se me cayó la cartera; me agaché para recogerla, siendo este tiempo suficiente
para que se pusiera en movimiento el tren, y cerraran las puertas, obligándome a esperar el
siguiente. De pronto se oyó un gran ruido y se apagaron las luces... El tren que había yo perdido
acababa de descarrilar, cosa rarísima en el «metro», y varios fueron los heridos y muertos. Salí a
la calle sudando frío. ¡De la que me había escapado!
Por primera vez en varios años entré en una iglesia próxima, y mi sorpresa fue grande al
ver una estampa de la Santita ante la cual ardían muchas luces. Me arrodillé y, sin saber lo que
hacía, me encontré orando fervorosamente, dando gracias a Dios por haberme librado tan
providencialmente de morir o quedar baldado, favor que yo atribuía a la mediación de Teresita,
cuya imagen había puesto mi hijita en la cartera.
Poco tiempo después compré una estatuita de la Santa, que regalé a mi hijita. También
me vendieron allí la Historia de un Alma, que empecé a leer por distraerme y la terminé
interesadísimo. Lo que me hizo un efecto extraordinario fue el caso de Pranzini. Fui a comprar un
gran Crucifijo, que desde entonces tengo sobre mi cama, y cuyas llagas beso devotamente todas
las noches.
En fin, cambié de vida, y mi esposa también, y ahora me tienen convertido en
propagandista de la devoción a la «Pequeña Flor», a la cual quiero muchísimo, pues ella me
enseñó a orar y me hizo volver a Dios.»
Por desgracia, es un hecho que en este mundo «hay muchísimas personas que nunca
oran», nadie se lo han enseñado o lo han olvidado. Pues bien: Santa Teresita, con sus favores
«chiquititos», hace que la gente le pida a ella, esto es, que oren. Una vez concedido el primer
favor, naturalmente, le piden el segundo y el tercero, esto es, ORAN. Vuelven las peticiones, y
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siguen los favores; con lo cual la gente «practica la oración», que empieza dirigiéndose a
Teresita y termina implorando a Dios, el verdadero dador de todos los bienes.
Empiezan a pedir bienes temporales y luego, insensiblemente, siguen los del alma, a lo
cual viene, de ordinario, a ayudar la lectura de la autobiografía de aquella jovencita admirable,
«que hace tan simpática y fácil la práctica de la virtud».
Es bien sabido que, durante la Guerra Mundial, los soldados tenían a Teresita, aún no
beatificada, una devoción extraordinaria. Y no eran sólo los soldados católicos, sino los
protestantes, o sin religión alguna,
La gran prontitud con que respondía a las súplicas de cosas temporales hacia que los
soldados le cobrasen confianza y le siguieran pidiendo, esto es, que oraran y que se
acostumbrasen a «confiar» en la oración, ye que veían que «les daba resultado». De aquí
pasaba Teresita a hacer «su negocio», pues empezaban a pedir también a Dios la salvación de
sus almas. De este modo ella «los llevaba a Cristo insensiblemente por su caminito de
confianza», de lo temporal a lo espiritual, de la petición por la protección de sus vidas a pedirle la
salvación eterna.
Pues lo que pasó de un modo maravilloso con los soldados, está pasando
constantemente con toda clase de personas, no sólo religiosas, sino del mundo. Es increíble el
cariño que le han tomado infinidad de hombres de negocios al ver la eficacia con que despacha
sus asuntos temporales. En los Estados Unidos, el país del «Todopoderoso Dólar", la devoción a
Santa Teresita se ha «extendido», a la americana, por todas partes. Puede decirse que no hay
iglesia católica en donde no haya una imagen de ella. Lo mismo pasa en Inglaterra, en Escocia y
en Australia, por no decir nada de las naciones latinas.
Esta Santita, fruto de la oración de tres generaciones, ha empezado de una manera
grandiosa SU MISIÓN DE ENSEÑAR A ORAR a muchos que no oraban, y hacer que oren «con
más confianza» aquellos que oraban anteriormente.
Teresita hace que la oración de petición, enseñada por Cristo, la practiquen
innumerables gentes. Desde que ella apareció en la Iglesia de Dios, un número inmenso de
personas, que antes no oraban, han empezado a orar. Los excita ella, alcanzándoles de Dios,
con gran prontitud, los favores temporales que le piden. Con esto les da a entender la fuerza
verdadera de la oración, en que antes muchos no pensaban ni creían. Ella es «el megáfono» que
hace oír en el cielo las oraciones de los que a su intercesión recurren.
Cuando un infeliz está en un campo de batalla, y no puede moverse, abandonado de
todos, tiene un consuelo inmenso si encuentra un megáfono con que pedir auxilio. Su voz débil,
que no llegaría a oídos de los más cercanos, aumenta al usar el megáfono, de tal modo que esa
misma voz puede ser oída a distancia. Teresita es el megáfono puesto por Dios en manos de
aquellos cuya voz espiritual es muy débil. Usando el megáfono cobran confianza de ser oídos,
cuando desconfían de que sus súplicas pudieran llegar al cielo.
Esta misión de enseñar la práctica de la oración creemos que es la verdadera misión de
Teresita, la cual, a su vez, es el fruto de las oraciones de su familia.
135
37 - DE LA ESCUELA MEJICANA
Es el Papa Pío XI, en su alocución del 11 de febrero de 1923, con motivo de la
aprobación de los milagros de Teresita, quien pronunció estas palabras dignísimas de recuerdo:
«La riqueza inagotable del poder de Dios, los infinitos recursos de este celestial Artista, se nos
manifiestan en el orden sobrenatural tanto como en el mundo visible. Más aún: bien puede
decirse que el conocimiento de la naturaleza nos sirve de introducción para lo que tiene un valor
inmensamente superior, para entender las cosas sobrenaturales. Pues el mismo Dios que lanzó
al espacio el estupendo sistema cósmico que se mueve en ordenada armonía, es el mismo que
labra en el oculto corazón de las rocas las delicadas facetas del cristal que, en su simetría, nos
habla, con no menor elocuencia, de su infinita sabiduría. La mano misma que creó el mamut y los
monstruos de las profundidades, forma también los organismos pequeñísimos, invisibles al ojo
humano.
»Otro tanto pasa en el mundo espiritual. Circunscribiéndonos a los Santos cuyos
centenarios ha celebrado la Iglesia recientemente, vemos que Dios ha creado gigantes de
santidad y celo como Ignacio de Loyola y Francisco Javier. Tras los cuales, en el lejano horizonte
de los tiempos, vemos las siluetas de Pedro y Pablo, de Atanasio, Crisóstomo y Ambrosio.
Pero he aquí que ese mismo Artista Celestial ha formado, con amor igualmente infinito,
LA MAS EXQUISITA MINIATURA DF LA PERFECCIÓN ESPIRITUAL, esa modesta y humilde
virgencita, esa niña, Teresita.»
Todos los cuadros que hemos mencionado en esta Pinacoteca, o galería, son
igualmente admirables, pues tan obra son del Artista Divino Abraham y Elías, como el cartero
americano y el tío Pellejo. Todos han sido pintados por el mismo pincel de un Dios FIDELÍSIMO A
SUS PROMESAS. El valor del cuadro no está en el tamaño, ni en el argumento mismo, sino en la
maestría con que ha sido ejecutado por el artista. Por esta razón, son obras igualmente maestras
la Inmaculada y el Niño Tiñoso, de Murillo.
Los hombres son tan sólo los modelos; el pincel del artista es el que los inmortaliza. Dios
ha prometido dar todo su apoyo a la «oración hecha con fe y sin vacilaciones»; nada importa que
el que cumpla con estos requisitos sea un profeta o una pobre vieja desconocida. La obra
maestra es de Dios, y de Dios solamente. Y así como los grandes artistas han dado prueba de su
genio estampando en el lienzo, con igual arte, argumentos sublimes o triviales, así Dios nos da
prueba de su fidelidad escuchando lo mismo las oraciones de los grandes Santos o de los más
miserables pecadores.
Más aún: así como el arte de un pintor es más notable cuando hace una obra de arte,
usando de un modelo común, o repugnante, así Dios muestra de una manera más sublime su
FIDELIDAD, escuchando la oración de una persona humilde y oscura. La obra es de El, de su
misericordia infinita, de su fidelidad sin límites. Por eso nosotros nos atrevemos a presentar estos
«cuadritos» de la escuela mejicana; igualmente sublimes si se considera LA FIRMA QUE LOS
AVALA.
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La historia que narramos a continuación la recogimos, siendo niños, de labios de nuestro
padre, quien, junto con nuestra madre, nos enseñó a orar. Corría el año de 1847, y el general
americano Winfield Scott tomaba la ciudad de Méjico el 14 de septiembre. El día 16 del mismo
mes flameaba la bandera norteamericana en el antiguo palacio de los Virreyes. Los mejicanos,
heridos en lo más hondo de su patriotismo, empezaron a cazar, desde balcones y ventanas, a los
soldados norteamericanos, quienes, enorgullecidos por su triunfo, marchaban por las calles
cantando la canción de moda entonces: «Green grows the bushes : Crecen las matas verdes»;
por lo cual los mejicanos, al oír repetir a los soldados las primeras palabras, «Green grows»
(pronúnciase Grin gous), les dieron el nombre de «gringos», que en la actualidad perdura.
Para detener la matanza clandestina de americanos, Scott publicó un bando en el cual
amenazaba con «diezmar» a toda la población masculina de la ciudad si volvía a aparecer
muerto un solo soldado americano. La ciudad quedó, pues, sumida en un silencio de muerte, sin
que nadie se atreviera ni aun a salir a la calle, muchísimo menos a tocar una campana.
Había entonces en Méjico una comunidad de monjitas capuchinas, en la calle que aún
lleva su nombre. Según una regla o costumbre, aquellas buenas almas, que se mantenían de las
limosnas de los fieles y de la venta de dulces hechos por ellas, en el caso fortuito de carecer con
qué alimentarse durante tres días, podían tocar una campanita, únicamente a esto dedicada,
pidiendo auxilio en su necesidad extrema. Durante dos siglos, desde la fundación de aquel
convento, las religiosas no habían tenido ocasión de tocar dicha campana, pues nunca les había
faltado el ordinario sustento. Pero en aquellos días aciagos las cosas habían cambiado.
Los habitantes de la ciudad de Méjico habían forzosamente abandonado a las pobres
capuchinas, quienes carecían hasta de agua para beber, pues el aguador que la llevaba
diariamente no se había presentado. La necesidad de aquellas pobrecitas era extrema; y así,
cuando hubieron consumido las últimas provisiones, se recogieron en la capilla para orar y pedir
les enviara con qué sustentarse a Aquel que sustenta las aves del campo.
Era ya el tercer día de ayuno, y esperaban la llegada de la tarde para hacer uso de la
campana, cuando estando toda la comunidad reunida en la capilla haciendo oración, la campana
empezó a sonar inesperadamente. La superiora, sorprendida, creyendo que alguna monja se
hubiera adelantado a tocar la campana sin haber recibido orden para hacerlo, se levantó de su
reclinatorio y dirigió una mirada de extrañeza a las monjas, las cuales, igualmente asustadas, se
miraban unas a otras.
Pero con sorpresa de las monjitas, no faltaba en la capilla ni una sola de la comunidad, y,
sin embargo, la campana seguía tocando. ¿Quién podría ser? Salió la superiora a ver y no
encontró absolutamente a nadie, pero ya la campana no tocaba. Volvió a dar cuenta a la
comunidad de lo ocurrido, diciéndoles que sin duda era un Ángel del Señor el que había llevado
a cabo aquel prodigio.
Aún estaba hablando cuando resonaron en la puerta del convento golpes desusados.
Salió la superiora a abrir ¡y cuál no sería su espanto al ver que los que llamaban no eran sino
soldados americanos que venían a preguntar quién y por qué razón había tocado aquella
campana! En medio del profundo silencio que en la ciudad reinaba, el repique inusitado de
137
aquella campanita había puesto sobre las armas a los americanos, quienes pensaron que los
mejicanos tocaban «a rebato» para asaltarlos inopinadamente.
Los mejicanos, por su parte, estaban igualmente alarmados, pues creyeron era aquélla
la señal de los americanos para empezar a diezmar a la población, según el general lo había
prometido.
Al encararse el jefe del piquete con la buena superiora y saber, por un intérprete, que,
debido a la necesidad extrema, las religiosas habían tocado la campana pidiendo socorro no
pudo menos de reírse del susto que aquellas inocentes les habían dado y fue luego a relatar lo
sucedido al general Scott. Este, al enterarse de lo ocurrido, no se rió, pero sí se conmovió
profundamente, y dio orden de que al momento llevaran abundantes provisiones a las pobres
religiosas.
Apenas había pasado una hora, cuando volvieron a llamar a la puerta del convento. Las
asustadas monjitas, temiéndolo todo de «aquellos gringos protestantes», estaban orando
afligidas pidiendo a Dios su ayuda. ¡Cuál no sería la sorpresa de la buena superiora cuando, al
abrir la puerta y ver de nuevo a los soldados americanos, le informó el intérprete que en modo
alguno venían a molestarlas, sino a traerles provisiones por orden expresa del general Scott!...
¡ No acababa de salir de su sorpresa, cuando de repente la campanita volvió a sonar. Al
oírla las buenas religiosas corrieron a ver al Ángel del Señor» que la tocaba..., pero su desilusión
fue grande al ver que el misterioso campanero no era un ángel, sino la cabrita del convento.
Las capuchinas vendían unas panochitas, muy buscadas por su sabor peculiar debido a
que las hacían con leche de cabra, para lo cual tenían una cabrita que se la suministraba. El
pobre animalito, que no había hecho ni promesa ni voto de abstinencia, acosado por el hambre,
viendo colgado de una cuerda un manojito de hierbas, puestas allí por una monjita, se encaramó
a comerlas y dando tirones a la cuerda tocó la campana. Asustada por el ruido de la superiora,
que buscaba al Ángel del Señor, la cabrita se escurrió fuera tranquilamente; pero, acosada de
nuevo por el hambre y sabiendo dónde encontraría algo de comer, trepó otra vez a comer la
cuerda misma de la campana. En esta operación la encontraron las buenas monjitas la segunda
vez que «se repetía el prodigio».
Tan pronto como se marcharon los soldados, y antes de probar bocado, la superiora
mandó que la comunidad se reuniera de nuevo en la capilla para dar gracias a Dios, quien de una
manera tan providencial les había mandado abundante sustento.
Todavía esperaba a las monjitas otra sorpresa. Desde entonces todos los días llamaban
a la puerta unos soldados americanos, trayéndoles más provisiones, por orden expresa del
general Scott. Enterado éste de todo lo sucedido, no quiso dejar la obra comenzada, y mandó a
uno de los oficiales que diariamente proveyera de todo lo necesario a las capuchinas, y así se
hizo mientras el ejército invasor ocupó la capital.
Las monjitas no salían de su asombro al reflexionar que aquel a quien Dios había
escogido para socorrerlas era un «hereje protestante», y en su candidez y agradecimiento
pusieron por nombre a la cabrita la Generala, en recuerdo del general americano Winfield Scott,
su providencial protector en aquellos días aciagos.
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Dios no necesita hacer milagros para responder a la oración confiada; bástale, de
ordinario, usar los medios más sencillos de su admirable Providencia. Siempre FIEL a sus
promesas, nunca desoye la oración de los que en Él confían.
El siguiente episodio, aunque descrito por el Padre Coloma en el Cazador de Venados, le
fue narrado a dicho escritor por el P. Heraclio de la Cerda, quien lo recogió de labios del señor
Arciga, primer descubridor de aquel hecho providencial.
«A fines de 1868, llegó a la parroquia de San Juan de la Hucana, el Arzobispo de
Michoacán, don José Ignacio Arciga, haciendo la visita de su diócesis.
»Hallábase un día el Arzobispo en el confesionario, como solía hacerlo en sus visitas,
cuando vio entre la multitud de penitentes que lo rodeaban a un pobre tullido que pacientemente
esperaba su turno. Le llamó al punto y con todo cariño le confesó, después de lo cual le mandó
que le esperara, pues quería socorrerle, juzgándole necesitado.
»-¿De dónde eres?-le preguntó el Arzobispo.
»-Padrecito-le contestó el tullido-, de un monte que dista de aquí más de quince leguas.
»-¿Y cómo has venido?
»-Atravesado en un mulo, padrecito.
»-¿Qué estado tienes?
»-Viudo, padrecito, y con dos hijas casaderas.
»-¿Y cuál es tu oficio?
»-Cazador, padrecito.
»-¿Cazador tú? exclamó el Prelado, estupefacto-. Pero ¿qué es lo que cazas?
»-Cazo venados, padrecito.
»-¿Venados, hombre?, eso no puede ser.
»-No sería así-respondió el tullido-si mi Padre no me ayudase.
»Sorprendido el Arzobispo de tan sencilla como profunda respuesta, rogó al tullido le
refiriera su género de vida.
»-Pues mire su mercé-contestó el tullido con sencilla calma-, todos los días al levantarme
por la mañana digo una oración a mi Padre Dios; almuerzo lo que mis hijas me tienen preparado
y arrastrándome después, como puedo, salgo al campo con mi carabina... A los pocos pasos que
he dado fuera de mi casa, ya me tiene mi Padre Dios un venadito como se lo he pedido en mi
oración... Lo mato, vienen mis hijas, lo llevan a casa, y con la carne, los cuernos y el cuero que
vendemos nos mantenemos hace años...
»Maravillado el Arzobispo de lo que con tanta sencillez le relataba el tullido, le instó a que
le dijera la oración en la que diariamente pedía el venado a aquel Dios, a quien, con verdadera
confianza, llamaba su Padre.
»-Eso no haré, padrecito-replicó vivamente el tullido.
-¿Pero por qué?
»--Porque me da vergüenza.
»-Pero, hijo mío, ¿no dices esa oración delante de tu Padre Dios?
»-Sí, padrecito, pero mi Padre Dios es otra cosa...
139
»-.Mira que yo te ruego que me la digas.
»-,Pero, padrecito, si esa oración no la he aprendido en ningún libro, no me la ha
enseñado nadie...
»-Sea como fuere..., dila.
»-Pues mire, padrecito, porque su mercé no lo tome a desaire, se la diré... Cuando me
pongo, pues, de rodillas en medio de mi choza, le digo a mi Padre Dios: « ¡ Eh, Padre Dios! ... Tú
me has dado estas hijas que tengo y también Tú me has dado esta enfermedad que no me deja
andar... Yo tengo que alimentar y vestir a mis hijas, porque ellas no han de ir a ofenderte... Ea,
pues, Padre mío, ponme aquí cerca un venadito, donde yo lo pueda matar, y así quedará
socorrida esta pobre familia...»
»El Arzobispo escuchaba absorto, como si el Príncipe de la Iglesia aprendiese del pobre
tullido, y éste, sin reparar en la admiración de aquél, concluyó sencillamente
»-.Esta es la oración, padrecito... Y cuando la he dicho salgo al campo seguro de
encontrar el venadito que he pedido a mi Padre Dios, y lo encuentro siempre.,. Y en veinte años
que llevo de estar enfermo, nunca me ha faltado este socorro: porque mi Padre Dios es muy
bueno, muy rebueno...»
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38 - UN AUTORRETRATO
En los grandes mosaicos que adornan las antiguas iglesias de Roma, casi siempre se
descubre, entre las figuras del cuadro, en un rinconcito, el autorretrato del artista. En esta galería
de cuadros, por nosotros recogidos, creemos se le permitirá, igualmente, poner al fin nuestro
autorretrato, ya que, como antes indicamos, el valor del cuadro no está en el modelo, sino en la
mano maestra que lo inmortaliza con su pincel. Por otra parte, en nuestra galería hay un hueco
que llenar: falta el retrato de UN NIÑO ORANDO.
En cierta ocasión oímos decir a un gran artista que él no pintaba niños, por ser uno de los
argumentos más difíciles de pintar. Para idealizar a un niño es necesario convertirlo en ángel,
como hizo Murillo con sus mofletudos chiquitines asomados al marco de la Purísima, o
contraponer la miseria y enfermedad humanas con la frescura y terneza propias de la infancia,
como sucede en el Niño Tiñoso, del mismo autor.
En los niños es donde se muestra de una manera evidente la obra de Dios, pues en ellos
la cooperación se reduce al mínimo. Nuestro autorretrato será el de nuestra niñez, de aquella
edad feliz, cuando aprendimos a orar en el regazo materno. En este retrato también se descubre
la firma infalsificable de UN DIOS INFINITAMENTE FIEL A SUS PROMESAS, y no titubeamos
en compararlo con el «NIÑO TIÑOSO», DE MURILLO.
Bien puedo asegurar que los versos siguientes los repetí desde que supe hablar, pues
los aprendí de los labios de mi madre cuando aún yo balbucía
Tu Divina Providencia
se extiende en cada momento,
para que nunca nos falte
casa, vestido y sustento.
Oh Dios Supremo y Santo,
yo, como tu hijo tierno,
diariamente descanso
en tu pecho paterno.
La semilla de la confianza en Dios como Padre, en cuyo seno descansaba diariamente,
estaba sembrada en mi pequeño corazón, cuando ni aún entendía mi mente lo que mis labios
repetían. Pero poco a poco aquella semilla se fue desarrollando al riego del constante ejemplo de
la confianza que en Dios tenían mis padres.
Las noches que no había visitas, había yo notado que mi padre, después de terminar sus
trabajos en su cuarto de estudio, solía ir a la sala, y allí, sentado en un sillón, quedándose a
oscuras, permanecía hasta la hora de cenar.
Una noche me entró curiosidad de saber lo que mi padre hacia solo y a oscuras. Aunque
con dificultad llegaba mi mano a la altura del picaporte, abrí la puerta y me puse a espiarlo. Por
supuesto que, como estaba oscuro, no vi nada; pero mi padre, que me quería muchísimo, sí me
vio y me llamó, preguntándome lo que deseaba.
141
Yo le dije que quería saber lo que hacia allí a oscuras, y él, haciéndome caricias, me dijo:
«Le estoy pidiendo mucho a Nuestro Señor por todos vosotros (refiriéndose a mis hermanos) y
por ti, para que Él te haga muy bueno.»
Mi corazoncito palpitaba enternecido, y subiéndome sobre sus rodillas le cubrí de besos.
Entonces él empezó a decirme muchas cosas de Dios, repitiendo varias veces: «Quiérele mucho,
porque es muy bueno, muy bueno.»
Desde aquella noche, siempre que podía entrar sin ser notado, me escurría a la sala, me
subía sobre las rodillas de mi padre y le pedía que me hablara de Dios. Él, entonces me contaba
muchos ejemplos de los Santos que habían querido mucho a Dios y a los pobres, cuyo amor
también él infiltró en mi corazón.
Y siempre terminaba diciéndome que «quisiera yo mucho a Dios, que era mi Padre y era
muy bueno». En una de estas ocasiones me contó la historia de las monjitas capuchinas,
referida anteriormente. Y, como ésta, me contaba otras historias, que, según lo entendí más
tarde, eran para enseñarme a confiar en Dios como en un Padre, como él mismo en Él confiaba.
Transcurrieron los años, y, teniendo yo unos ocho, me pasó el siguiente caso que llamo
«mi primer contacto con la Divina Providencia». Era el tiempo de Cuaresma, y mi madre, cuando
no iba yo a la escuela, me llevaba consigo a los sermones que, por las mañanas, predicaba el P.
Malavear en la iglesia de Santa Clara. Y por las noches, siempre que podía, me pegaba a mi
papá para asistir con él y mis hermanos mayores a los sermones del Padre Moro, en la iglesia de
la Encarnación. De los sermones de uno y otro, haciendo una mezcla en mi mente, saqué las
siguientes conclusiones:
«Que todo el que pide, recibe, y el que pide con confianza y sin vacilar, puede decirle a
un monte que se pase de un lugar a otro, y el monte se pasa irremisiblemente. Que la limosna es
muy agradable a Dios cuando se hace a los pobres como si fuera a Él. Y (aquí estaba el enredo)
que al que daba una limosna a un pobre y oraba con confianza, Dios le daba el cien doblado y
después la vida eterna.» De lo que deduje que, si yo le daba a un pobre, por amor de Dios, cinco
centavos y oraba con fe, Dios necesariamente tenia que darme cinco pesos, pues lo de la vida
eterna me tenia, entonces, sin cuidado.
En el acto puse en práctica mi teoría, SEGURO, en mi inocencia, que Dios había de
oírme. Di, pues, a un pobre, pensando que se los daba a Dios, CINCO CENTAVOS, y luego me
puse a rezar con todo empeño, pidiendo a Dios cumpliera su promesa. No quise, sin embargo,
dejar que Dios hiciera todo el negocio solo, y pensé ayudarle del modo siguiente :
En los bajos de mi casa había un «tendejón» llamado «La Providencia», propiedad de
una excelente señora, doña Manolita. Entre otras cosas, vendía también billetes de lotería, que
colgaba en una cuerda que atravesaba de un lado a otro el estanquillo. Al pasar una mañana
para ir a la escuela, viendo los billetes se me ocurrió una idea: «Dios me tiene que dar CINCO
PESOS por los cinco centavos que he dado al pobre. Pues bien-pensé-, si yo compro «un
cachito» de billete para la próxima lotería, Dios me dará por este medio los cinco pesos a que se
ha comprometido, puesto que cinco pesos es el cien doblado de los cinco centavos que le di al
pobre.» Entré, entonces decidido, y compré un cachito.
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Llegó el día de la lotería, mas yo no pude ver la lista sino hasta el siguiente. Revisé
cuidadosamente los números, pero no encontré el mío. No había sacado nada, ni una miserable
aproximación...
Este fracaso no me desanimó, pues pensé que lo que Dios había prometido era el cien
doblado, y no que me sacara la lotería. Rompí el cachito y subí a mi casa, confiando, sin vacilar,
que Dios cumpliría su promesa.
Acababa de dejar mis libros sobre mi cama cuando oí la voz de mi mamá que me llamaba
diciendo
-Ven a saludar a tu tío Felipe.
Hacía mucho tiempo que no veía yo a mi tío Felipe, el cual siempre me tuvo gran cariño.
Entré a saludarle, y después de hacerme caricias y algunas preguntas, sin más ni más METIÓ
MANO A LA BOLSA, SACÓ UN BILLETE DE BANCO DE CINCO PESOS Y ME LO DIO...
Según lo que recuerdo, yo no manifesté la menor extrañeza, pues me parecía justo que
Dios cumpliera su promesa, aunque interpretada a mi modo. Por mucho tiempo guardé yo aquel
billete, pues, sin saber por qué, le había cobrado cariño... Era mi PRIMER CONTACTO con la
Divina Providencia.
Este cuadrito, aunque insignificante, por lo que se refiere al modelo, muestra la maestría
de su ejecución, LA INFALSIFICABLE FIRMA DE UN DIOS INFINITAMENTE FIEL A SUS
PROMESAS. Para Dios es lo mismo darme a mí cinco pesos que cuarenta mil francos a la
«Piccola Casa». Todo lo que es necesario en uno u otro caso, es la CONFIANZA EN Él, SIN
VACILAR; lo restante corre por su cuenta.
Desde entonces Dios Nuestro Señor me ha seguido mostrando más y más su
Misericordia infinita, concediéndome la gracia de que confíe en Él, como un hijo tierno, que
diariamente descansa en tu pecho paterno...
A este cuadrito, que bien podríamos llamar El Niño tiñoso de la Divina Providencia,
hemos querido darle cabida en este lugar, no sólo por haber sido la primera semilla de que brotó
el presente libro, sino la señal de gratitud inmensa a Dios Nuestro Señor por haberme dado unos
padres que desde mi niñez me enseñaron a orar y A CONFIAR EN DIOS COMO EN UN PADRE.
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39 - RECAPITULACIÓN(resumen del libro en un sólo capítulo)
Arquímedes dijo: «Dadme un punto de apoyo, y moveré el mundo.» Este postulado,
aunque perfectamente cierto en teoría, no puede comprobarse: no existe el pedido punto de
apoyo como condición requerida. En el mundo moral, sin embargo, este punto de apoyo con su
correspondiente brazo de palanca existe, siendo posible por este medio obtener resultados
extraordinarios. Arquímedes dijo: «Dadme un punto de apoyo, y moveré el mundo.» Este
postulado, aunque perfectamente cierto en teoría, no puede comprobarse: no existe el pedido
punto de apoyo como condición requerida. En el mundo moral, sin embargo, este punto de apoyo
con su correspondiente brazo de palanca existe, siendo posible por este medio obtener
resultados extraordinarios.
«El mecanismo» de la oración, si se nos permite esta palabra está basado en la Fe como
«fulcro» o sea punto de apoyo en la palanca de la Esperanza, y en la fuerza de la Oración, que,
obrando en este sistema, vence la resistencia.
La Fe nos da a conocer las promesas hechas por un Dios infinitamente VERAZ, que en
modo alguno puede engañarnos. Es, pues, el punto de apoyo y de partida indispensable para
que la Oración exista. La Fe informa a nuestro entendimiento de la existencia de la Promesa
Divina.
Viene después la Esperanza, en la cual podemos considerar dos elementos: el anhelo o
deseo de conseguir lo prometido por Dios, y la confianza de conseguirlo, si se lo pedimos, por
medio de la Oración. La Esperanza enciende nuestra voluntad con el deseo de obtener lo que la
Fe promete y añade a esto la Confianza, la seguridad de obtenerlo, la cual Confianza-que es el
brazo de palanca-se funda en la INFINITA FIDELIDAD DE UN DIOS QUE SIEMPRE CUMPLE
SUS PROMESAS.
La oración, pues, apoyándose en este brazo de palanca, hace fuerza para vencer la
resistencia, que nos representa el objeto anhelado. En este sistema, la fuerza Oración puede ser
relativamente pequeña si el brazo de palanca, esto es, la Confianza, es muy grande.
Ahora bien, aunque la Fe es indispensable para la Oración, lo que hace a ésta EFICAZ
no es la creencia en la Promesa Divina, sino la CONFIANZA ILIMITADA Y SIN VACILACIONES
EN LA FIDELIDAD DE DIOS. Sin desintegrar, pues, esta maravillosa máquina, vemos que lo
indispensable para que la Oración sea eficaz es la Confianza, ilimitada y sin vacilaciones, en la
Fidelidad Infinita de Dios.
La fuerza tremenda de la Oración no está, sin embargo, en la oración misma, sino en las
fuerzas que ella «desata» o pone a nuestra disposición. Para dar luz a toda una población basta
cerrar el conmutador que deja paso todo libre a la enorme fuerza eléctrica desarrollada en las
dínamos. Si un niño «ruega a su padre» que le deje cerrar el conmutador y el papá accede a los
deseos de su hijito, la fuerza insignificante del niño, al cerrar el conmutador, hará que toda la
ciudad se ilumine. Así pasa con la Oración.
En la Oración hay tres elementos:
1) La persona a quien se pide;
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2) La persona que pide
3) La petición misma.
Si representamos estos tres elementos por X, Y y Z, tenemos que, cuando «X» es igual
al Infinito, esto es, cuando Dios es la persona a quien se pide, la fuerza de la Oración es ilimitada,
puesto que pone a nuestra disposición EL PODER INFINITO DE DIOS.
Cristo Nuestro Señor, Dios y Hombre verdadero, hizo, durante su vida mortal,
PROMESAS perfectamente determinadas en lo que a la Oración respecta : «Pedid y recibiréis,
llamad y se os abrirá. Todo lo que pidiereis con fe y sin andar vacilando, os será otorgado; y
aunque digáis a este monte desarráigate y arrójate al mar, así será hecho», etc. Ahora bien «los
cielos y la tierra pasarán, pero sus promesas serán cumplidas». Esto es, entre otras varias cosas,
lo que la Fe nos enseña acerca de la Oración. La infinita Fidelidad de Dios ESTA
COMPROMETIDA y Él no puede jamás faltar a Su Palabra. La Esperanza entonces nos dice :
«Confía en Él y tu petición será escuchada y despachada.» Y la experiencia confirma
absolutamente la verdad de esta proposición como lo vemos, no sólo en los Evangelios sino en
infinidad de casos, siempre que se cumpla el requisito indispensable de confiar en Dios, sin
andar vacilando.
Viene en seguida la variable «Y», esto es, la persona que pide. No estando restringidas
las promesas de Cristo sobre la oración a ningún grupo determinado de personas, resulta que
por «Y» está representado «todo aquel que pide», sea cristiano o judío, justo o pecador, rico o
pobre, niño o viejo. Mas, de los ejemplos que leemos en los Evangelios y de las mismas palabras
de Cristo, son los pobres, los enfermos, los miserables, los pecadores, los más favorecidos en
este punto. Nadie tiene, pues, derecho a decir: «yo no pido porque soy un gran pecador», ya que
Cristo escuchó la oración del buen Ladrón.
Por otra parte la oración en común, si es unánime, tiene promesa especial de ser oída,
puesto que «Él está en medio de ellos» y Él es quien aboga delante de su Padre en favor de los
que de esta suerte oran.
Por «Z» hemos significado la petición misma. En la cual hay dos cosas que distinguir: lo
que se pide y la manera de pedirlo.
Por lo que hace a lo que se pide, Cristo no puso restricción alguna cuando dijo: «Todo lo
que pidiereis con fe y sin vacilar, os será concedido.»
Podemos, pues, pedirle, como un hijo a un padre, cuanto queramos razonablemente
espiritual o corporal, temporal o eterno, para el presente, el futuro o el pasado A nosotros nos
toca pedir a Él le toca decidir si nos lo concede, cuando nos resignamos en su Voluntad
Santísima.
Él ha prometido concedernos «todo lo razonable», si tenemos fe y no vacilamos, no
importa que sea una cosa tan poco común como decir a un árbol que se cambie de lugar. Pero, si
bien esto es cierto, también lo es que, si le pedimos con los requisitos debidos algo que no nos
conviene ÉL TAMBIÉN NOS LO DARÁ, resultando esto, sin embargo, para nuestro mal.
Por lo cual es indispensable siempre pedir, como Él nos enseñó: «Hágase tu voluntad».
De otra suerte, nuestra oración nos puede resultar terriblemente contraproducente, ya que Él se
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comprometió a darnos «lo que le pidamos con fe y sin vacilar», pero no se ha comprometido a
que esto fuera lo mejor para nosotros, a no ser que se lo pidamos condicionalmente: «Si así me
conviene.»
Podemos pedir lo que gustemos como un hijo a su padre; a Dios toca dárnoslo o no, si
ponemos nuestra petición en sus manos. Pero para conseguir lo que deseamos, hay que tener
en cuenta «el modo» de pedir. No es lo mismo decir orgullosamente con el fariseo: «Señor, te
doy las gracias porque cumplo con lo que la ley ordena, pago diezmos, ayuno, etcétera». que
decir esto mismo con humildad, reconociendo que Dios es quien todo nos lo ha dado. La
humildad es necesaria en la oración, como es necesaria la etiqueta para ajustarse a las reglas
del ceremonial cuando queremos hablar con un potentado de la tierra. Pero lo esencial para que
la oración sea eficaz es «la confianza». De nada sirve nuestra humildad si desconfiamos de Dios
cuando algo le pedimos.
Todo aquello, pues, que disminuya nuestra confianza, disminuirá la eficacia de nuestra
oración aumentándola todo aquello que aumente nuestra confianza.
El pecado, sobre todo contra la justicia. necesariamente disminuye en nosotros la
confianza. ¿Cómo vamos a pedir con confianza a Dios alguna cosa cuando le tenemos ofendido?
Ya Él mismo nos lo dice en el ejemplo del hermano que va a ofrecer su sacrificio y recuerda que
está disgustado con su hermano. Para que la oración sea aceptada, debe primero ir a
reconciliarse con su hermano y luego pedir a Dios lo que quiere. Esto es lo que nos enseñó Cristo
en el Padrenuestro: «Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros
deudores.»
Quitados los impedimentos que disminuyen nuestra confianza, debemos aumentar ésta
por diversos medios. Para esto podemos alegar los títulos que tenemos para ser oídos. Una
madre tiene título muy grande para pedir a Dios por sus hijos; un obispo, por sus diocesanos; un
médico, por sus enfermos; un abogado, por sus clientes. Mientras más miserables seamos y más
pecadores, teniendo más necesidad de ayuda, podemos exponer humildemente nuestra miseria,
como título para ser escuchados.
Cuando nos sentimos con poca confianza, por razón de nuestra mala vida u otra causa
cualquiera, Dios quiere que, para aumentar esa confianza, recurramos a abogados o
intercesores. De ahí que la Virgen nuestra Madre ocupe el primer lugar entre los que interceden
por nosotros. Con nuestra Madre tenemos más confianza. Por eso la aclamamos: Refugio de
pecadores. Consoladora de afligidos, etc. Recurriendo a Ella, nuestra confianza se aumenta.
Lo mismo pasa, en debida proporción, con los otros Santos del cielo y con las almas
buenas de este mundo, a quienes interesamos en nuestro favor.
Cuando nuestra confianza es limitada, no pudiendo usar de la palanca, necesitamos usar
de la polea. Entonces podremos conseguir lo que pedimos, usando, por decirlo así, «pedacitos»
de confianza, dando tirones sucesivos para subir el peso hasta el punto deseado. En este caso,
sin embargo, entra de modo directo el elemento «tiempo o cuarta dimensión». Así como el
tiempo es oro en otras cosas, en tratándose de la oración es el elemento más peligroso; pues,
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cuando se prolonga demasiado, nos sentimos inclinados a desistir de nuestra petición, o quizá
nos desesperamos por no ser escuchados pronto.
Aquí es donde entra de lleno la obra de Satanás, quien nada teme tanto como la oración
confiada. Y así, ya que no puede en muchos casos evitar que oremos debidamente, cuando ve
que la oración ha sido eficaz, alcanzando lo pedido, no parece improbable que, con permiso de
Dios, procure retardar el efecto de ésta, para que nosotros, creyéndonos desoídos, desistamos
de pedir o nos desesperemos.
La oración es un verdadero lenguaje, facilísimo de aprender, ya que orar no es otra cosa
que «pedir», y todos sabemos pedir. Pero una cosa es que «nos demos a entender» y otra que
hablemos correctamente y sin acento. Esto es ya mucho más difícil.
Se han escrito infinidad de libros sobre la oración, como se han escrito otros para
aprender idiomas; pero así como éstos de poco sirven «sin la práctica», así de poco sirven
aquellos si no nos ejercitamos en la oración.
Cuentan que cuando el general norteamericano Pershing llegó a Europa con motivo de la
guerra, fue a visitar a los diversos generales y a pedirles un consejo sobre lo que debía hacer
para triunfar. Uno le recomendó el cuidado de la artillería; otro las maniobras aéreas; otro le
encargó que se fijara en las trincheras. Cuando pidió su opinión al simpático general De
Castelnau, le dijo éste por todo consejo: «Go and meet the Bosh: Enfréntese con los alemanes.»
La mejor regla para aprender a guerrear es meterse en la lucha.
Todos los libros que se han escrito para enseñarnos a orar, inclusive éste, sirven de muy
poco si no nos ponemos a orar nosotros mismos. El mejor sistema para aprender a orar, es orar,
orar constantemente.
Hay que tener presente que en este lenguaje de la oración, la frase que lo compendia
todo, y que debemos procurar pronunciar «con el mejor acento posible», es la que Cristo nos
enseñó de palabra en el Padrenuestro, y de obra en el Huerto de los Olivos: «Hágase tu
voluntad.» Y la razón es porque esta expresión encierra «lo sumo de la confianza». Cuando nos
dejamos enteramente en manos de Dios, de suerte que le podamos decir de corazón:
«Hágase tu voluntad», es porque CONFIAMOS EN ÉL ILIMITADAMENTE.
Pero hay que tener presente que esta frase puede ser pronunciada con «acentos» muy
diferentes. Puede pronunciarse con acento blasfemo, como el de Juliano el Apóstata, según
cuenta la leyenda: «Venciste, Galileo», es decir: ya se hizo tu voluntad, por más que contra ella
he luchado; hasta el acento divino con que Jesús la pronunció en el Huerto
«No se haga mi voluntad, sino la Tuya.» Entre estos dos extremos hay infinidad de
acentos intermedios. Cuando lleguemos a pronunciarla con la perfección del mochilero andaluz,
habremos adquirido un «acento» muy razonable: «Señor, aquí está tío Pellejo.»
No nos queda, pues, otra cosa que decir sino que nos portemos cortésmente con Dios, y
cuando nos conceda algún favor, le demos las gracias.
A esto se reduce la Recapitulación de la primera parte de este libro. La segunda parte
está dedicada a ponernos ejemplos de cómo esta frase «Hágase tu voluntad» ha sido
pronunciada en el transcurso de los siglos por todos aquellos que han puesto en Dios su
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confianza, desde las figuras colosales de Abraham y Elías hasta la pequeñita del Niño Tiñoso, de
la Divina Providencia. La segunda parte está escrita para que meditemos en esos ejemplos,
viendo que todos podemos aprender, con la ayuda de Dios, el lenguaje sublime de la oración.
Los ejemplos prácticos, tanto antiguos como modernos, contenidos en los «Cuadros de
la Pinacoteca», pintan, no sólo la eficacia y poder de la oración, sino que nos enseñan «el modo
de orar eficazmente» y nos estimulan a poner en práctica la «oración de petición», que tan
buenos resultados ha dado a otros.
Nos enseñan también cómo el elemento tiempo, o cuarta dimensión, entra en este
«sistema de la oración» en contra nuestra, para desanimarnos a pedir, al ver que Dios no nos
concede al punto lo que le pedimos.
En estos cuadros, en fin, vemos «la oración en acción» practicada por toda clase de
personas con resultados análogos cuando las disposiciones son semejantes. En fin, vemos
todos estos cuadros, cualquiera que sea su argumento, avalados con la firma de un Dios
infinitamente fiel a sus promesas.
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40 – PRÓLOGO
Fuera del ingenioso prólogo del Quijote, hay pocos prólogos que valgan la pena. Por otra
parte, casi nadie lee los prólogos, sean buenos o malos; por lo cual, teniendo nosotros cosas muy
importantes que decir a los lectores, preferimos guardarlas para ahora, más bien que confiarlas
al prólogo, con peligro de que muy pocos o nadie las leyeran.
Estamos seguros, querido lector, si eres de la clase para los cuales fue escrito el
presente libro, que, después de recorrer atentamente sus páginas, nos habrás cobrado cariño; si
es así, te damos las gracias, y puedes tener por cierto que estás, por nuestra parte,
correspondido, aunque sin conocerte.
Y como el cariño mutuo suele engendrar confianza, nos creemos en posición de hacerte
ahora confidencias que no nos hubiéramos atrevido a hacer al principio.
Desde luego, te confiamos que este libro no ha sido escrito para «beatas ni beatos», sino
para gente de mundo. Los que «se creen justos» o sumamente ilustrados en materias ascéticas,
no necesitan de un libro como el nuestro, al cual, seguramente, tacharán, si no de heterodoxo,
por lo menos de indigno del asunto que trata, por estar escrito en un estilo que juzgarán reporteril
y aun chocarrero.
Sentimos en el alma tan autorizada censura, pero repetimos que este libro no ha sido
escrito para los tales. Nosotros hemos tenido presente, al escribirlo, un género de lectores muy
distinto. Nos hemos puesto ante los ojos un auditorio semejante a aquel con quien Cristo trataba;
pero no de fariseos, a quienes constantemente reprochaba; ni de orgullosos doctores de la Ley, a
quienes un niño «venció» con sus admirables respuestas; ni de los príncipes de los sacerdotes,
que lo anatematizaron, arrojaron de la Sinagoga y condenaron a muerte, sino de los que
escuchaban dócilmente su doctrina, le seguían y le amaban.
Este libro ha sido escrito para banqueros, como Mateo; comerciantes y prestamistas,
como Zaqueo ; para nobles militares, como el centurión; para mujeres, o trabajadoras y honradas,
como Marta, o del mundo, con el corazón de Magdalena, o arrepentidas, como la adúltera. Nos
hemos fijado en gente sencilla y ruda, pero bien inclinada, como los apóstoles y discípulos antes
de la venida del Espíritu Santo; en pobres y miserables, como Bartimeo el ciego, que deseaba
ver la luz; en personas agradecidas, como la suegra de Pedro; en paganos, como la siriofenicia,
inteligentes y humildes; en hombres incrédulos, del tipo de Tomás, y aun en gente extraviada,
pero de corazón generoso, como el Buen Ladrón.
Finalmente, hemos tenido presentes a personas instruidas que, aunque agudas en la
discusión, son ingenuas, honradas y, sobre todo, consecuentes, como Natanael.
No hemos pretendido escribir un libro «devoto», por más que el sublime argumento en él
desarrollado parezca requerirlo. Hemos pretendido escribir de suerte que el libro sea interesante,
aun para personas poco dadas a la lectura de asuntos piadosos. Ha sido nuestra intención que
los hombres de ciencia y las personas de mundo no se avergüencen de tener este volumen en
sus bibliotecas. Y con el objeto de que no se les caiga de las manos a los lectores poco piadosos,
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nos hemos abstenido hasta ahora de hablar de «los bienes eternos», que son, de ordinario, el
único tema de los libros que tratan sobre la oración.
Hemos querido demostrar, y esperamos haberlo conseguido, que la fuerza de la oración
es muy superior a la del dinero, pues aquélla consigue, no sólo éste, sino otras muchas cosas
que no puede dar aquél. Hemos tratado de convencer al lector de que el orar no es cosa difícil,
aunque lo sea al llegar a hablar, con el debido acento, este lenguaje sublime a la par que
omnipotente.
Hemos tratado de probar que nadie, cualesquiera que sean las ideas que profese, puede
juzgarse excluido de hacer uso de esta «fuerza» cuando le venga en talante, para conseguir lo
que necesita o desea. Hemos, en fin, probado que el campo de acción de esta fuerza maravillosa
se extiende tanto a lo futuro como a lo pasado, al tiempo y a la eternidad. ¿Por qué, pues, no
hacer la experiencia, cuando tan poco cuesta?
Hubo una vez un famosísimo general, varón esforzado y rico, al cual debió la Siria llegar
a ser un reino poderoso. Este general, llamado Naamán, que era muy estimado del rey por sus
grandes servicios, estaba leproso. Había visto a muchos encantadores, que eran los médicos de
la época, pero sin conseguir alivio; antes bien, la enfermedad seguía adelante a pasos
agigantados.
La mujer del general Naamán tenía a su servicio una doncella judía, la cual, al enterarse
de la enfermedad del amo, dijo a su señora: « i Ah!, si mi amo fuera a verse con el profeta que
está en Samaria, sin duda curaría la lepra.» En efecto, vivía por entonces en Samaria el profeta
Eliseo, famoso por los repetidos milagros que obraba en nombre del Señor. Cuando el general
Naamán se enteró por su mujer de lo que decía la israelita, marchó sin pérdida de tiempo a
contárselo al rey. Este se alegró mucho de la noticia, y, habiendo escrito una carta de
presentación para el rey de Israel, mandó a Naamán fuera a verle, cargado de presentes.
Llegado el general sirio a la presencia del rey de Israel, le entregó la carta de que era
portador, y que estaba concebida en estos lacónicos términos: «Al Rey de Israel. Por esta carta
que recibirás, sabrás que te he enviado, Yo, el Rey de Siria, a Naamán, mi criado, para que lo
cures de su lepra.»
Bien puedes imaginarte, lector querido, la cara que pondría el rey de Israel al verse
clasificado en el número de los curanderos. Pero pasada la sorpresa se asustó de veras,
creyendo que aquello era sencillamente un ardid de que se valía el de Siria para declararle la
guerra, caso de que no sanara al general Naamán después de someterse al real tratamiento,
como era lo más probable. Y así, siguiendo la costumbre de aquella época, «rasgó sus vestidos y
dijo:
- ¿Soy por ventura Dios para que este rey me envíe a decir que yo cure a un hombre de
la lepra? Reparad y veréis cómo anda buscando pretextos contra mí» .
No faltó quien llevara luego a Eliseo la noticia de la rasgadura de los vestidos reales y de
la causa inaudita que la había motivado. Entonces Eliseo, que siempre trataba sus asuntos por
tercera persona, mandó a decir al rey: «¿Por qué has rasgado tus vestiduras? Que venga ese
hombre a mí y sabrá que hay, profeta en Israel.» Envalentonado con esto el rey dándose tono,
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dijo al general Naamán que, aunque él no se dedicaba precisamente a curar enfermedades de la
piel, como su hermano de Siria suponía, todavía tenía en su reino un profeta, quien le daría un
tratamiento con que sanaría prontamente de la enfermedad que le aquejaba.
El pomposo general Naamán se encaminó entonces a Gálgata, poblado insignificante
donde habitaba Eliseo con sus discípulos. Llegó, pues, el general al pueblo y mandó decir al
profeta, que allí estaba y que traía trescientos mil pesos en plata, ciento veinte mil en oro y diez
mudas de ropa, con que esperaba pagarle sus honorarios. No se dejó deslumbrar el austero
Elíseo por tanta fanfarronada y «le envió a decir al general, por tercera persona: Anda, báñate
siete veces en el Jordán, y tu carne recobrará la salud, y quedarás limpio».
Calcula, querido lector, la impresión que este «recadito» causaría al pomposo general
Sirio. Se enojó de veras y dijo muy indignado «Yo pensaba que él hubiera salido al punto a
recibirme personalmente y que, puesto en pie, invocaría el nombre del Señor Dios suyo, y tocaría
con su mano el lugar de la lepra y me curaría. Pues qué ¿no son mejores el Alfana y el Farfar,
ríos de Damasco, que todas las aguas de Israel para lavarme en ellos y limpiarme?».
Y, enojado, volvió las espaldas para encaminarse a su tierra. No faltó, sin embargo, un
sirio discreto que, con gran sentido común, le hizo esta observación tan sencilla como exacta:
«Padre -le dijo-, aun cuando el profeta te hubiese ordenado una cosa dificultosa, claro está que
deberías hacerla; pues ¿cuánto más ahora que te ha dicho: Lávate y quedarás limpio?».
El argumento era contundente, y el general, que debía de tener talento, tomó el consejo.
«Fue, pues, y se lavó siete días en el Jordán, conforme la orden del Varón de Dios, y se volvió su
carne como la carne de un niño, y quedó limpio».
Pues bien, lector amigo, nuestro argumento es el mismo que el del criado de Naamán.
Cuando estés triste, cuando estés afligido, cuando estés necesitado, cuando, habiendo tratado
de conseguir algo que deseas, usando de otros medios, no lo hayas conseguido, ¿por qué no
sigues nuestro consejo y te pones a orar? Esto nada cuesta y es muy sencillo. Hazlo, no una vez,
sino «siete», es decir, muchas veces, y verás el admirable efecto que te produce.
Verás que cuando hayas empezado a experimentar lo admirable de esta «fuente de
energía», no dejarás de seguirla usando, tanto más cuanto que en ciertos casos es indispensable,
es un medio necesario para conseguir la salvación, como en confianza, «entre nos», te lo diré en
el capítulo que sigue.
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41 - ENTRE NOSOTROS
En la primera mitad del siglo XVII, la Universidad de París era uno de los centros
científicos más renombrados del mundo de entonces. A pesar de existir en España la famosa
Universidad de Salamanca, muchos españoles iban a cursar Artes y Teología a la capital de
Francia. Entre aquellos estudiantes encontramos a un guipuzcoano de edad madura, y a un
navarro en la flor de la juventud, bastante más alegre de lo debido. Mientras éste se había ya
graduado en las aulas y enseñaba filosofía, el guipuzcoano estaba aún atrasado en sus estudios,
que había empezado ya de edad, después de haber servido como soldado en los ejércitos del
Emperador Carlos V.
El viejo era discípulo del joven y gran admirador suyo. Iba con frecuencia a consultarle
sus dificultades, le traía discípulos y no perdía ocasión de elogiar al profesor de filosofía, llamado
el Maestro Francisco.
Un día, estando los dos solos, después de haber recibido una brillante explicación sobre
un punto discutido, Iñigo, que así se llamaba el guipuzcoano, dijo a su maestro: «Mi querido
Francisco, sois muy aventajado en las artes, tenéis un entendimiento muy claro y brillante; sin
duda llegaréis a ser, con el tiempo, uno de los teólogos más renombrados de la cristiandad,
alcanzando gran fama. Sois noble, y quizá un día honrarán vuestros talentos con una mitra...
Pero, decidme, ¿de qué os servirá todo esto si al fin perdéis vuestra alma?»
Semejante pregunta no pudo menos de disgustar al joven maestro, un tanto alegre, y
desde entonces se mostró distanciado; sin embargo, acudía a él para pedirle dinero prestado con
qué pagar las deudas contraídas en sus francachelas. Pero Iñigo sabia lo que traía entre manos,
y, sin dejar de seguir elogiando a Francisco y proporcionándole dinero, siempre que se le
presentaba la oportunidad volvía a decirle: «Francisco, ¿de qué os servirá ganar todo el mundo si
al fin perdéis vuestra alma?»
Francisco, que era muy inteligente y tenía un fondo noble, empezó a pensar, en sus ratos
de soledad, en aquellas palabras, y en su vida disipada, y vino a concluir que Iñigo tenía razón. Y
un día, estando solo con el guipuzcoano, le dijo: «He reflexionado en lo que tantas veces me
habéis repetido y veo que tenéis razón; ¿qué debo hacer para salvar mi alma?»
Iñigo, que ya esperaba esta pregunta, le dijo: «Yo os enseñaré el camino.» Y le enseñó
a ORAR, dándole los Ejercicios. Y el maestro aprendió tan bien la lección del discípulo, que,
convirtiéndose a su vez en discípulo de aquél, llegó, con el tiempo, a ser el admirable Apóstol de
las Indias, Francisco Javier, mientras el guipuzcoano, por el camino que enseñaba, llegó también
a la cumbre de la santidad; éste era Ignacio de Loyola.
Ahora que estamos hablando «entre nos», también te pregunto a ti, lector querido: ¿de
qué te servirá ganar el mundo si al fin pierdes tu alma? No te asustes, pues no tengo intenciones
de hacerte abandonar el mundo ni convertirte en apóstol, que ni tú eres Javier ni yo Ignacio. Pero
sí quiero decirte algo que me digo muchas veces a mí mismo.
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Dice un refrán popular que, «de músico, poeta y LOCO, todos tenemos un poco». No te
ofendas, pues, si te incluyo en el número de los últimos, pues yo no tengo empacho en admitir la
parte de locura que me toca, como a cualquier otro hijo de vecino.
Y a la verdad, cuando uno piensa que, a pesar de saber que podemos perder nuestra
alma, todavía seguimos sin preocuparnos por la vida futura, merecemos justamente el nombre
de LOCOS. Esta idea fue la que dio lugar a la hermosísima cuanto profunda octava, que unos
atribuyen a Javier, mientras que otros dicen que Lope de Vega fue el que la escribió.
«Yo, ¿para qué nací? Para salvarme.
Que tengo de morir, es infalible;
Dejar de ver a Dios y condenarme,
Triste cosa será, pero posible.
¡ Posible! ...¿Y río, y duermo y quiero holgarme?
¡posible! ... ¿Y tengo amor a lo visible?
¿Qué hago? ¿En qué me ocupo? ¿En qué me encanto
-¡Loco debo de ser, pues no soy santo!...»
Te vuelvo a repetir que, no incluyendo ni a ti ni a mí en el número de los
santos—dispensa mi franqueza-, no hay más remedio que nos coloquemos ambos en la
categoría de los locos... Pero, para tu consuelo, te digo que, aunque no lleguemos a santos
también los locos que andamos sueltos, nos podemos salvar. Pues si sólo se salvaran los Santos,
muchos tendríamos que perder la esperanza de ir al cielo.
Y ya que te hablo del cielo, no creas, como algunos autores se empeñan en describirlo,
que es un lugar lleno de «beatos y beatas»; eso sería una atrocidad. Ni muchísimo menos es un
lugar donde vayamos a estar rezando de rodillas por toda la eternidad; eso sería una verdadera
lata. Ni donde hay perpetua música; ¡qué barbaridad! ... Figúrate una radio tocando
incesantemente y por toda la eternidad..., cosa de volver loco al más santo.
No, amigo mío, el cielo no es nada de eso, ni otras muchísimas cosas que nos cuentan.
Pues entonces, ¿qué es? Pues, sencillamente, un lugar donde nadie puede aburrirse aunque
quiera. En cambio, el infierno es un lugar donde te aburres soberanamente desde el principio;
aburrimiento que va en aumento para que no haya peligro de que te acostumbres.
No tomes esto a choteo irrespetuoso, ni siquiera a broma, que estoy hablando en serio;
solo que uso de símiles que tanto tú como yo podamos entender fácilmente, y nada más.
Para que comprendas lo que es el cielo, que puedes perder para siempre, si te descuidas,
te diré, sin que esto incluya la menor falta de respeto, te diré que para entenderlo debemos tener
siempre ante los ojos que Dios es una persona muy "cumplidora".
Dios es bueno, infinitamente bueno, Y es, además de esto, NUESTRO PADRE. Este
padre, infinitamente poderoso y rico, ha preparado para sus escogidos algo que «ni el ojo vio, ni
él oído oyó, ni pasó a hombre por el pensamiento qué cosas tiene Dios preparadas para aquellos
que le aman»
153
Y esto no es nuestro, sino de San Pablo. ¿Cómo quedaría la infinita fidelidad de Dios, si
después de promesa tan explícita fuéramos a encontrarnos con algo que no respondiera a la
INFINITUD DE TODOS LOS ATRIBUTOS DIVINOS COMBINADOS?
Si pensáramos frecuentemente que Dios es NUESTRO PADRE, nunca nos
preocuparíamos de comprender lo que es el cielo sobre todo, cuando tan clarito nos lo dice el
Espíritu Santo, por San Pablo, que no lo podemos entender. Por lo que a nosotros toca, y
estamos hablando «entre nos», nunca nos hemos preocupado en imaginarnos lo que es el cielo.
Sabemos que Dios es nuestro Padre Y eso nos basta, como te bastará a ti, lector amigo, si tienes
un entendimiento claro y eres persona fiel, como se presupone.
Esto supuesto, Pasemos adelante.
Pues bien: dirás, lector amigo, ¿qué es lo que debo hacer para salvarme? De seguro que
esperarás como respuesta a esta pregunta «un chubasco de ascetismo», un sermón sobre la
penitencia, o que te exhortemos a dejar el mundo, o quizá que te animemos hasta desear
padecer el martirio...¿no es verdad?
Si esto piensas, te llevas un chasco fenomenal. No te vamos a hablar así, por la sencilla
razón de que ara conseguir LA ENTRADA EN EL CIELO, no basta todo esto, óyelo bien, NO
BASTA TODO ESO Y MAS QUE HICIERAS. No te asustes, querido lector, como si fueras «beato
o beata», que te consideremos persona decente. Espera un poco, y verás la razón que tenemos
para decirte lo que te decimos.
El don de LA perseverancia final es una gracia que no se puede merecer en modo alguno;
Dios la da solamente a quien quiere. Ya puedes padecer el martirio; si Dios GRATUITAMENTE
no te concede la gracia de ENTRAR EN EL CIELO, ni con el martirio la puedes merecer. Esto nos
lo enseña la Fe. Ni te desconsueles; antes alégrate. La gracia de la perseverancia final no se
puede merecer en modo alguno, es cierto; pero DIOS NO SE LA NIEGA A NADIE QUE SE LA
PIDA con confianza y queriendo trabajar fielmente.
Por eso la oración es enteramente indispensable para obtener la salvación eterna. No te
aterre el haber tenido una vida de lo más depravada, ni el haber pasado muchos años sin guardar
los Mandamientos; si de veras te conviertes a Dios y le pides con fe y sin vacilar la entrada en el
cielo, ÉL TE LA CONCEDERÁ en su infinita misericordia. Él así lo ha prometido, y es un Dios
INFINITAMENTE FIEL A SUS PROMESAS.
Y si no, acuérdate del Buen Ladrón, que hasta momentos antes de morir blasfemaba aún
de Cristo; del Ladrón que había quebrantado todos los Mandamientos... PERO QUE NO VACILÓ
en dirigirse a Cristo moribundo y oró diciéndole: «Acuérdate de mí cuando estés en tu Reino», y
al cual Cristo Rey le respondió: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso»...
« Tú que oíste al Ladrón, a mí también me has dado esperanza.»
Dirá quizá algún «beato o beata -que tú, lector amigo, no esperamos pienses así¿entonces, no hay que guardar los Mandamientos, ni mortificarse, ni practicar ninguna virtud?
Ten presente que «no hemos dicho eso», sino que la gracia de la perseverancia final no la
podemos merecer, por ser un don gratuito; que Dios no la niega a quien se la pide con confianza
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y sin andar vacilando, si quiere trabajar fielmente. Y recuerda lo que en otro lugar dijimos sobre lo
que nos puede hacer VACILAR EN NUESTRA CONFIANZA, que es el pecado.
Hay que procurar obrar bien, andar a derechas con Dios, para que nuestra oración pueda
ser confiada y consiguientemente eficaz. La práctica de las virtudes cristianas, los sacrificios, la
mortificación y otras cosas parecidas, por otra parte, NOS HACEN MERECER LA GLORIA, pero
no LA ENTRADA EN LA GLORIA, a más de aumentar nuestra confianza al pedir.
Un símil nos explicará esta aparente contradicción.
Supón, querido lector, que se te ocurre comprar un terreno en otro país y mandas a un
corresponsal para que te haga la compra. Quieres seguir aumentando tus propiedades y sigues
mandando más y más dinero, y al cabo de un tiempo te encuentras con que tienes allí un terreno,
varias casas y otras propiedades. Un día tienes ganas de ir a ver tus posesiones, pero, al llegar a
la frontera, NO TE ADMITEN. Tú alegas que tienes propiedades pero te responderán que,
mientras no tengas permiso del Gobierno PARA ENTRAR, ya puedes poseer la mitad de la
capital, no te admiten.
No te queda, pues, otro recurso «que pedir, que suplicar al Gobierno , te haga el favor de
permitirte la entrada». Entonces, si al Gobierno le parece bien darte el permiso porque eres
persona grata, te lo da GRATIS; y si no, aunque alegues lo que quieras, te quedarás en la
frontera y no entrarás.
Podemos merecer y debemos procurar merecer, con buenas obras, la gloria y muchos
grados de ella; pero, si queremos ENTRAR en el cielo, además, TENEMOS QUE PEDIR LA
ENTRADA, la cual se nos concede GRATIS. Por eso es necesaria la oración. El billete de
entrada en el cielo no se vende, no se merece en modo alguno; pero Dios no se lo niega a nadie
que se lo pida con humilde confianza y sin vacilar, la cual confianza debe robustecer con las
buenas obras.
Quede, pues asentado que, si no queremos encontrarnos en el cielo en una posición
«ridícula», es necesario que practiquemos muchas buenas obras, por cuyos méritos se aumente
nuestra gloria accidental. Pero quede igualmente asentado que, para conseguir la ENTRADA EN
EL CIELO, es indispensable que OREMOS, ya que no podemos merecerla, por ser don gratuito;
pero pidiéndole a Dios del modo debido, no nos la negará. Por eso, repetimos, la oración es
indispensable para la salvación eterna.
Por otra parte, si le pedimos a Dios con fe y sin andar vacilando que nos admita en el
cielo, y queremos trabajar fielmente Él se encargará de «atarnos» para que nos portemos de una
manera «decente», cual conviene a todo aquel que ha de ser, un día, admitido en el número de
los bienaventurados. Esto es, nos dará su gracia para guardar los Mandamientos y practicar
otras buenas obras.
Y aquí nos parece que viene muy a cuento una historia que el P. Coloma nos narra en su
novelita Boy.
Era Boy un verdadero boy (muchacho), noble, simpático, atolondrado y bastante
calavera. Pero día, después de cometer una gran barrabasada, Dios escuchó su oración sincera
y le «ató» como a loco, según el mismo Boy se lo pedía todas las noches. He aquí el fragmento a
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que nos referimos, pues quien quiera puede enterarse de otros detalles leyendo la citada
preciosa novelita del conocido autor de Pequeñeces.
«Acostéme yo antes que Boy (dice Burunda), y, sentado en la cama y fumando un
cigarro, vile desnudarse. Acechaba yo la ocasión de preguntarle algo sobre aquel largo viaje que
tan mala espina me había dado, y así le dirigí la palabra. Mas él, muy serio y muy grave, me
contesto
»-Calla ahora, que estoy rezando...
»Vile, en efecto, arrodillarse a los pies de la cama, hundir en ella el rostro entre sus
manos y permanecer así un minuto muy escaso. Levantóse al cabo con el rostro todavía muy
contraído por la honda emoción, y dijo muy grave, muy serio, muy emocionado aún:
»-Habla ahora..., ya acabé...
»--¡Pero, chico!-exclamé yo, estupefacto, ¿rezas tú por logaritmos?...
»-Ni con Dios me gusta ser pesado-respondió Boy muy gravemente-. Rezo lo bastante
para que Dios me entienda y SIENTA YO que me ha entendido... ¿Crees que Dios necesita,
como tú, un cucharón de bayeta para conocer lo que hay en el fondo de los corazones?...
»-¡Pero si no has tenido tiempo ni para rezar un Avemaría!
»-Pues lo he tenido para pedir por tres veces el remedio que necesito.
»-Pero, ¿con qué fórmula, con qué oración?
»-Con una que yo he compuesto.
»-¡Tendrá que ver una oración compuesta por ti!, -dije riendo.
»-¡No te rías, que de estas cosas nadie debe reírse!... Yo te diré mi oración y cómo y
cuándo la compuse...
»Y metiéndose en la cama, encendió un cigarro, y, con una especie de sencillez
candorosa, me habló de esta manera
»--Cuando estuve embarcado en La Blanca, nos detuvimos en Fernando Poo más de
tres meses. Un misionero se hizo amigo mío y me regaló un librito piadoso. No lo leí de pronto;
pero un día que estaba de guardia, me lo encontré en el bolsillo de mi chaquetón de a bordo...
Abrílo al azar y encontré una octava firmada por Lope de Vega. La autoridad de la firma me hizo
leerla; la sonoridad de los versos me obligó a repetirla, y la profundidad del concepto y su terrible
alcance me hicieron leerla y releerla y meditarla hasta que la aprendí de memoria...
Porque presupuesta la fe que, gracias a Dios, he tenido y tengo, jamás he visto verdades
tan sencillas y triviales unirse y encadenarse entre sí con tan formidable lógica, para llevarle a
uno a la confesión de su locura y de su propia miseria... La octava es ésta
«Yo, ¿para qué nací? Para salvarme.
Que tengo de morir, es infalible;
Dejar de ver a Dios y condenarme,
Triste cosa será, pero posible.
¡ Posible! ...¿Y río, y duermo y quiero holgarme?
¡posible! ... ¿Y tengo amor a lo visible?
¿Qué hago? ¿En qué me ocupo? ¿En qué me encanto
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-¡Loco debo de ser, pues no soy santo!...»
Y aquella noche, paseando sobre la cubierta de La Blanca, entre el cielo y el mar, únicos
testigos, pasaba yo revista a mis yerros, a mis goces, a mis locuras, y pensaba amargamente
»Loco debo de ser, pues no soy santo... »Y como no me encontraba con fuerzas para dejar de
ser loco y ser santo, le pedí a Dios, con toda la fuerza del convencimiento, que hiciera conmigo lo
que se hace con los locos: ¡atarlos! ... Y como si le viera asomar allá en el cielo, clavado en la
Cruz entre las estrellas, le decía:
«Átame, Señor, porque, aunque ruin y manchado, te AMO mucho... y no quiero
ofenderte... Átame, Señor, porque aunque loco y ciego, creo en Ti, que eres mi Dios... Átame,
Señor, porque, aunque sucio y roñoso como soy, espero en Ti que eres mi Padre. Átame, Señor,
y ten piedad de mí.»
»Y ¿lo ves?... ¿Lo ves cómo me oye?... ¡Mira cómo me va atando!»
Querido lector, siendo tú simpático, inteligente y profundamente creyente, aunque tal vez
seas tan calavera o más que Boy, no debes dejar de aprender esta maravillosa oración y repetirla
todas tas noches con profunda fe y confianza.. Y ya que estamos hablando «entre nos», te lo
contaré sin avergonzarme «yo me considero entre los locos y le pido a Dios que me ate». No
dejes tú de hacer lo mismo. Dile a Dios de corazón :
¡Átame, Señor, y ten piedad de mí! Y verás cómo lo hace; pero no como un brusco
loquero que amarra a un infeliz demente, sino como un Padre infinitamente fiel y bueno, que, con
todo amor, venda el brazo roto de un hijo muy querido.
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42 - UN CAMINO SEGURO
Estaba para morir un viejo abogado que, aunque educado en la Religión Cristiana, se
había apartado de ella por largos años, llegando a persuadirse, él mismo, de que no creía ya en
nada. Pero la enfermedad y el sufrimiento le hicieron cambiar de opinión y, habiéndole
desahuciado los médicos, procuró prepararse cristianamente para la muerte.
Cuando supo esto uno de sus «descreídos» compañeros, le fue a visitar, y con sonrisa
irónica le dijo: «Parece increíble, compañero, que un hombre del talento de usted se haya dejado
vencer por la superstición.» A lo cual respondió el viejo abogado, también sonriendo «Cuando
usted, compañero, se encuentre en el trance en que yo me hallo, podrá juzgar, por sí mismo, si
he obrado cuerdamente. Unos, como usted, dicen que no hay infierno; y otros dicen que sí, como
Voltaire, quien, en situación parecida a la mía, una vez que enfermó, aunque por entonces no
murió, mandó llamar al sacerdote POR LAS DUDAS, muriendo, sin poder confesarse, cuando
más tarde le llegó de veras.»
Si tú eres creyente, lector amigo, nada tengo que decir para animarte a pedir a Dios,
desde ahora, que te conceda la gracia de una buena muerte. Si eres incrédulo, y fuiste alguna
vez creyente, te aconsejaré que te acuerdes de Voltaire en su primera enfermedad. No te olvides
de pedir a Dios, desde ahora, que se apiade de ti y te conceda la GRACIA de la entrada en el
cielo; pues si esto no haces, te expones a llevarte un solemnísimo e irreparable chasco. Si yo te
aconsejara algo difícil, si te dijera que era necesario orar a Dios «en público», exponiéndote a las
burlas de tus amigos, tendrías un pretexto, si no una excusa, para no seguir el consejo que te
doy.
Mi consejo es que pidas a Dios, en el secreto de tu corazón, aunque sea a lo Nicodemo,
que se apiade de ti y te conceda la gracia de una buena muerte. Acuérdate que, si te equivocas
una sola vez en este asunto, te quedarás equivocado para siempre.
Querido lector, si quieres obtener la gracia de la ENTRADA EN EL CIELO, un camino
fácil y seguro para conseguirla es rogar diariamente a la Virgen María te la alcance de su Hijo
Santísimo. Y si eres buen hijo de esta Madre de Misericordia todas las noches despídete de Ella
antes de dormirte (y enseña a los tuyos a hacer lo mismo) rezándole tres Avemarías. Y al llegar a
aquellas palabras: «Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la
hora de nuestra muerte», pídele confiadamente que te alcance de su Hijo la Gracia de la
Perseverancia Final, y verás cómo en tu última hora Ella, «después de este destierro, te mostrará
a Jesús, fruto bendito de su vientre».
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43 – ADIÓS
Cuentan que Cervantes, pobre, manco y casi olvidado de todos, solía encerrarse en su
miserable habitación, y allí, a la luz de un candil de Lucena, pluma en mano, se ponía a escribir
algo, que nadie sabía lo que era. Muchas veces, a altas horas de la noche, oían los vecinos
grandísimas carcajadas, de lo que dedujeron que el Manco de Lepanto estaba loco, y lo que
pasaba en realidad era que estaba escribiendo el Quijote. Pues bien: sin comparar ni por un
momento mi escrito con los de aquel genio, puedo muy bien comparar el modo con que escribió
él su libro con el que he tenido para escribir el presente.
Yo también lo he escrito en un pobre cuartucho; y si bien he tenido para alumbrarme una
bombilla eléctrica y he usado una máquina de escribir, en vez de pluma de ave, todavía en
muchísimas ocasiones no he podido menos de reírme a carcajadas, pensando en lo que dirán no
pocos al leer esta obrita, escrita en un estilo tan estrafalario y diverso de lo usado hasta aquí en
libros que tratan de argumento parecido.
Si me hubieras oído reír, me habrías, sin duda, tomado también por un loco, y eso que no
he puesto aquí mil cosas bastante originales que se me han ocurrido, pero que no las hubieran
dejado pasar los serios y reposados censores. Has de saber, lector amable, que este libro es
fruto de las tinieblas, es decir, lo he escrito de noche, cuando, terminadas las múltiples
ocupaciones del día, debiera retirarme a descansar.
Sin embargo, aunque corporalmente cansadísimo, pero con la mente más clara que
nunca, empezaba a esa hora mi tarea, sentando ante la máquina, teniendo en una mesa
contigua la Biblia, las Concordias y alguno que otro libro de consulta.
Entonces, mientras fumaba mi pipa, me ponía a pensar en ti, lector querido. Lo que tenía
que decirte me preocupaba poco, casi siempre, pues la materia de este escrito la he ido
acumulando en mi mente durante muchísimos años. Lo que me interesaba era cómo «podría
dorarte la píldora».
He leído infinidad de libros sobre la oración, y los he encontrado en su inmensa mayoría
muy cansones, por lo menos para personas de mundo, y me daba pena que un argumento tan
grandioso, tan admirable, tan importante, hubiera sido tratado siempre a la antigua, estilo siglo
XVI.
Y esto me causaba tanto más tristeza cuanto que, leyendo en inglés libros, no pocos de
ellos escritos por protestantes, sobre esta misma materia los encontraba, si no superiores,
ciertamente mucho más legibles que los nuestros. Las ideas, juntamente con la forma, bullían en
mi mente, y me decidí al fin a escribir sobre este asunto, estropeando, si no rompiendo, los
antiguos moldes, exponiéndome a que los venerables censores dieran carpetazo a mi pobre
manuscrito.
Pero, gracias a Dios, parece que, como otro Abraham, no he tenido que cortarle el
pescuezo a ese engendro de mi pluma, digo, de mi máquina... Te decía, lector amigo, que he
pensado mucho en ti: me he enfrentado, en mis soledades nocturnas, con los fantasmas de toda
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clase de lectores, tratando de leer en sus nebulosos rostros la impresión que pudieran hacerles
mis razones.
Todos parecían aprobarlas, excepto los «beatos y beatas», acostumbrados a
formalismos anticuados y a ascetismos trasnochados, como se encuentran en librejos que
abundan en «mentiras piadosas», y a melosos conceptos, solamente agradables a personas de
gusto espiritual estragado, como por desgracia aún quedan.
También me inquietaba, y no poco, los rostros agriados de los fariseos y doctores de la
Ley, siempre formalistas, siempre apegados a la letra que mata, siempre quisquillosos, siempre
injustos para con los demás, siempre abusando de su posición para imponer a otros cargas
pesadas, sin estar dispuestos en lo más mínimo a prestarles ayuda para levantarlas...
Por eso decidí excluirlos del número de mis lectores, como antes dije, y, haciendo de
ellos caso omiso, me dediqué a escribir únicamente para personas de tu talento. Ni creas que por
eso he tenido «vía libre» para seguir escribiendo. Al tratar con mis fantásticos oyentes, he notado
algo poco agradable. Cuando se les habla de Dios, muchos de ellos se tapan los oídos, pues, por
desgracia, hay muchísimas personas que tienen de Dios una idea muy falsa. Para ellas, Dios es
algo así como un Ser que se complace en perseguirnos sin dejarnos respirar, castigando hasta
nuestras faltas más pequeñas y amenazándonos constantemente con el castigo eterno.
Conciben a Dios como si fuera un muchacho que anda tras un perro para darle de palos a la
primera oportunidad. Lo tienen como si fuera un juez tiránico, un fariseo que aplica la ley sin
misericordia alguna. Nada más equivocado.
A reforzar esta idea absurda contribuye muchísimo la antigua manía de algunas
personas que se complacen en decir a todos, tan luego como les pasa un suceso adverso: «ya
Dios te castigó». ¿Quiénes son estas personas para decir y afirmar que tal o cual cosa es UN
CASTIGO DE DIOS? ¿Desde cuándo son ellos, por más autorizados que parezcan, secretarios
particulares de Dios?
Siempre podremos decir: «eso lo dispuso Dios para tu bien»; pero decir que es
CASTIGO, nunca podemos asegurarlo. De aquí nace que desconfían muchos de Dios. ¿Cómo
se va uno a fiar de un Ser que nos anda siempre persiguiendo? Y si no nos fiamos de Él, ¿cómo
vamos a decirle: «Hágase tu voluntad», cuando creemos que ésta es sólo fastidiarnos? Esta idea
de que «ya Dios te castigó» por tal o cual cosa, es una verdadera injuria que hacemos a Dios,
juzgándolo por nuestra propia pequeñez y miseria.
No, Dios no es así; es falsa, falsísima, esa idea. Es justo, en verdad, justísimo,
infinitamente justo, pero NO ES JUSTO A NUESTRA MANERA. Dios es infinitamente justo,
PERO A SU MANERA DE ÉL, y ÉL es igualmente infinitamente misericordioso. Si Dios fuera
justo a nuestro modo, todos estaríamos fastidiados, perdidos sin remedio. Y eso de que «ya Dios
te castigó» es juzgar de la Justicia Divina a nuestro modo estúpido, estrecho y miserable.
Dios todo lo dispone para nuestro bien. Esta idea absurda de la Justicia Divina a nuestro
modo, es uno de los mayores obstáculos para la oración, ya que contribuye a hacernos
desconfiar de Él. Si queremos imbuirnos en la verdadera idea de la Divina Justicia, MIREMOS A
CRISTO CRUCIFICADO. Él es el libro abierto de la Justicia Divina, que, mientras castiga en su
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Hijo nuestro pecado de la manera más terrible, hace al propio tiempo que la VICTIMA DEL
PECADO NOS ABRA LOS BRAZOS.
Cristo con los brazos abiertos para recibirnos y perdonarnos es la mejor imagen de la
Justicia A LA MANERA DE ÉL. Repasemos uno a uno los ejemplos de Cristo en el Evangelio, y
veremos lo que es la Justicia AL MOD0 DE ÉL.
Resistirá al orgullo de los fariseos con verdadera violencia; pero siempre abrirá los
brazos al humilde publicano, a la amante pecadora, a la arrepentida adúltera. Así es Él, y no
como nos lo pintan los presumidos que creen estar en los secretos de la Divina Justicia,
diciéndonos por cualquier motivo «ya te castigó Dios». Mienten los que tal dicen, pues lo que
juzgamos castigo a nuestro modo, «muy bien puede ser un favor inmenso de su misericordia
infinita».
Oíd el caso siguiente, vosotros los que os arrogáis el derecho de asegurar lo que es o no
Justicia de Dios:
Cuando en 1884 decretó el Gobierno francés que las imágenes de Cristo y de los Santos
fueran quitadas de las escuelas, había un joven verdaderamente fanático que, por su propia
cuenta y llevado de su odio a la Religión, se ofreció a ir él mismo de escuela en escuela quitando
las imágenes. Le fue concedido el permiso y, al punto, empezó su obra con furia verdaderamente
satánica. No quitaba las imágenes, las arrancaba, las arrojaba al suelo, las pisoteaba como si se
tratara de dañinas sabandijas.
Este joven tenía una madre buenísima que constantemente pedía a Dios por él. Cuando
llegó a oídos de la pobre mujer la conducta impía de su hijo, su corazón cristiano y maternal se
hizo pedazos; pero en vez de aflojar en su oración, redobló sus peticiones con más instancia.
Un día, finalmente, le trajeron a su hijo inconsciente, víctima de un ataque al corazón...
Pero lo peor no era eso, sino la historia ligada con el ataque. Encontró el joven, en su furia
iconoclasta, en una de las escuelas, un gran Crucifijo empotrado sólidamente en el muro. No
pudiendo arrancarlo, lleno desafía, tomó un pesado tronco y a palos empezó a demoler la imagen,
que caía en pedazos al suelo. Estando en esta obra impía, súbitamente le dio un ataque al
corazón, y cayó privado de los sentidos sobre los dispersos fragmentos del Crucifijo...
Todos los que esto vieron tomaron aquel ataque, que ponía al joven a las puertas de la
muerte, COMO UN CASTIGO del Cielo por su conducta impía. Lo que sufrió la buena madre al
recibir a su hijo todavía inconsciente, después de haber oído la causa del desmayo, no es para
descrito. Llamado el médico, opinó que, aunque el primer ataque había pasado y el joven
recobraría los sentidos bien pronto, todavía un segundo ataque le quitaría la vida; por lo cual
había que evitarle toda clase de emociones fuertes o desagradables.
La madre, viendo que su hijo vivía, más que nunca y con una confianza ciega, pedía a
Dios la salvación del joven, aunque tuviera que morir después que recobrara los sentidos; y así
mandó llamar a un sacerdote, para que estuviera a mano cuando el enfermo volviera en sí. Mas
el sacerdote, al enterarse de lo ocurrido, no quiso entrar en la recámara del enfermo, temiendo
muy justamente que éste, al verlo, se pusiera a blasfemar, según su antigua costumbre, y
muriera como un réprobo, víctima del segundo y mortal ataque pronosticado.
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Estaban en estas pláticas, cuando el joven abrió los ojos sonriente, mostrando deseos de
hablar. El médico quería impedírselo, pero la madre, al ver aquella inesperada sonrisa,
acariciándole, le preguntó lo que quería. En voz apenas perceptible dijo: «Lo he oído todo; sí,
quiero ver al sacerdote, pero antes quiero decirte algo para que lo cuentes a todos.»
El enfermo entornó los ojos, sonriente. Viendo esto el médico, le hizo beber un tónico, y,
después de un rato, el joven, volviendo a abrir los ojos, habló de esta manera: «Madre, dé
muchas gracias a Dios por su infinita misericordia para conmigo... Cuando empecé a herir
despiadadamente el Crucifijo, lleno de un odio infernal..., me pareció que el rostro del Señor se
animaba... Esto me dio más rabia y seguí... destrozando la sagrada imagen. De pronto sus ojos
se fijaron en mí con tal expresión de ternura, que me quedé aturdido con el tronco levantado...
Sentí entonces un dolor tan grande, una pena tan atroz al considerar mi ingratitud, sentí tal
arrepentimiento por lo que hacía, que cayó de mis manos el palo. Luego di un grito pidiendo a
Cristo perdón..., y ya no supe más de mí... Madre, cuéntaselo a todos, para que entiendan lo que
es la misericordia infinita de Dios...» Volvió los ojos al sacerdote, que se había acercado al lecho,
y suplicándole con ellos le perdonara, los volvió a cerrar para siempre, mientras el ministro de
Cristo, en nombre de Él, perdonaba al joven impío sus pecados.... Cristo, sin duda, como al Buen
Ladrón, le abrió Él mismo las puertas del Paraíso...
¿Castigado por Dios?... No, no, no, sino un efecto de su infinita misericordia; una prueba
más de SU FIDELIDAD INFINITA, que no puede dejar de oír la oración de los que en Él confían.
Y si aún insistís en llamar a esto Justicia, llamadla en hora buena; pero Justicia AL MODO DE
DIOS, no a nuestro modo ruin.
Tengo ya que despedirme de ti, lector querido; p-ro deseo que nunca te olvides de lo que
voy a decirte; y aunque la frase te parezca extraña y desusada, aunque no irrespetuosa, piensa,
piensa mucho QUE DIOS ES PERSONA MUY LEAL, INFINITAMENTE FIEL.
Si tú, lector amigo, eres persona fiel, cual creo, esta frase, aunque nunca usada
anteriormente, te dará a entender mucho, mucho más que otras muy trilladas. Piensa lo que es
una persona FIEL, y luego multiplica esas cualidades por el infinito y tendrás idea de lo que con
ella pretendemos explicar.
No te canses de pensar que Dios es bueno, muy bueno, infinitamente bueno; que se
porta con nosotros con una delicadeza, con una finura infinitas; que es infinitamente noble y
generoso; que nunca deja de cumplir su palabra; que jamás ha dejado chasqueados a los que en
Él confían; que es sumamente consecuente; que es, en fin, INFINITAMENTE FIEL; que se precia
de ser FIEL y que nada le hiere tanto como que desconfiemos de Él, que dudemos de su fidelidad;
por eso la desesperación, que se basa en la desconfianza, es el mayor, el más abominable de los
pecados.
Toma todas las noches tu Crucifijo y piensa en la misericordia de ese Dios que así murió
por salvarte; y si te ayuda a pensar en su justicia, mira también el Crucifijo y con él piensa en ella;
pero no te olvides de corregir tus ideas, quizá algún tanto deformes en este punto; y piensa que si
Él es Justo, infinitamente justo, su justicia es « a lo divino» y no como la nuestra, preñada de
infidelidades; una justicia sin misericordia, una justicia poco decente.
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«Pensad, sentid que el Señor es BONDADOSO»; sentid bien de Él. Tales son las
primeras palabras del admirable Libro de la Sabiduría.
« Y buscadlo con un corazón sencillo», esto es, humilde. « Y se manifiesta a aquellos
QUE EN EL CONFÍAN.»
Si «piensas bien de Él», tendrás confianza en Él; porque es infinitamente BUENO,
porque es infinitamente FIEL. Y si tienes confianza en Él, nada te costará decir: «HÁGASE TU
VOLUNTAD», pues sabes que, siendo tan BUENO, tan CUMPLIDOR, tan FIEL, nada hará, nada
dispondrá, sino lo que para ti sea mejor y así tu oración será eficaz.
Y si quieres un último ejemplo de esta confianza, vuelve los ojos a tu gran amigo el
«TODOPODEROSO DÓLAR», y sigue su ejemplo, poniendo en práctica el lema que en él se
encuentra grabado: «In God we trust: Confiamos en Dios.»
Confía en Dios y nunca padecerás penuria. Espera confiadamente en Él, y no serás
confundido para siempre.
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